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Yeskov Kiril - El Ultimo Anillo

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Kiril Yeskov

El último anillo
Título original: Poeslednii koltsenosets
© 2004 Fernando Otero Macías por la traducción
Somos débiles, pero a nuestra señal las hordas que están fuera de los muros se alzarán, unidas
en un puño, cayendo sobre vosotros. El yugo no nos tiene confundidos: por larga que sea la
esclavitud, cuando el oprobio acabe con vosotros, bailaremos sobre vuestras tumbas.

RUDYARD KIPLING

Nunca antes, en los campos de batalla, tantos le habían debido tanto a tan pocos.

WINSTON CHURCHILL
PR IM E R A PA R T E
¡Ay de los vencidos!

El oro para el amo; la plata para el criado; las monedas de cobre para la ralea de ineptos
aprendices. «Decís bien», repuso el barón, calándose el yelmo, «¡pero el frío acero reina sobre
todos!»

RUDYARD KIPLING
CAPÍTULO 1

Umbror, arenas de Hutel Har


6 de abril del año 3019 de la Tercera Era

¿Habrá en el mundo cuadro más bello que el de un ocaso en el desierto,


cuando el sol, como avergonzándose de repente de la furia blanquecina del
mediodía, obsequia a los presentes con manojos de colores de una pureza y una
delicadeza inimaginables? Especialmente hermosos son los incontables matices
del violeta, que en un abrir y cerrar de ojos transforman las hileras de dunas en
un mar encantado: ni se os ocurra distraeros durante esos breves instantes, pues
nunca más regresarán... O el momento que precede al alba, cuando los primeros
rayos de la aurora interrumpen, en mitad de un compás, el solemne minué de
las sombras lunares sobre la tarima encerada de las llanuras desérticas: estos
bailes permanecen por siempre ocultos a los no iniciados, aquéllos que
prefieren el día a la noche... O la tragedia perdurable de esa hora en que el
poder de las tinieblas comienza a declinar y los racimos vaporosos de las
constelaciones nocturnas se convierten de pronto en un frágil picadillo de hielo,
el mismo que se precipitará de madrugada sobre los oscuros guijarrales de los
hammadi.
Precisamente a esa hora, en mitad de la noche, dos sombras grises se
deslizaban por el borde interior de un pasillo de guijarros entre dos dunas no
muy altas, y la distancia que separaba a dichas sombras era justamente la que
señalan las ordenanzas en tales situaciones. Es cierto que la mayor parte de la
carga —contra lo prescrito en las ordenanzas— no la llevaba el que iba detrás,
que constituía «el grueso de las fuerzas», sino quien le precedía, «la
avanzadilla», pero había razones que explicaban esta anomalía. El más
rezagado cojeaba visiblemente y estaba exhausto; su rostro —afilado, de nariz
aguileña, señal evidente de que corría por sus venas una considerable
proporción de sangre de Opar— aparecía completamente cubierto de un sudor
pegajoso. En cambio, el que marchaba por delante tenía el típico aspecto de
orocueno: rechoncho, de pómulos salientes, idéntico, en resumen, a los «orcos»
con los que se asusta a los niños desobedientes en los países occidentales.
Describía en su avance un zigzag enérgico e impredecible, y todos sus
movimientos resultaban silenciosos, seguros y sobrios, como los de un ave de
presa al acecho de su víctima. Había cedido a su camarada su capa de lana de
baktrián, la cual conserva siempre la misma temperatura, ya sea en el calor
abrasador del mediodía o en el frío penetrante del amanecer, y él se había
quedado con un capote élfico, obtenido como botín, una prenda insustituible en
el bosque, pero que resultaba perfectamente inútil en aquel desierto.
En todo caso, no era el frío lo que inquietaba en ese momento al orocueno:
igual que haría un animal, escudriñaba el silencio nocturno, y se crispaba, como
con un dolor de muelas, cada vez que un mal paso de su camarada hacía crujir
el guijarral. Ciertamente, era casi impensable que fueran a toparse allí, en mitad
del desierto, con una patrulla de elfos, y además los elfos no ven nada a la luz
de las estrellas: si hubiera luna, todavía... Sin embargo, el sargento Tserleg, que
estaba al mando de un pelotón de reconocimiento en el regimiento de
exploradores de Paso de la Araña, nunca dejaba nada al azar en esta clase de
asuntos y no se cansaba de repetir a los reclutas: «Recordad, muchachos, que
hasta la última coma de las ordenanzas ha sido escrita con la sangre de los
listillos que han intentado hacer las cosas a su manera». Con esos
planteamientos, se las había arreglado para no perder más que dos soldados a
lo largo de tres años de guerra, y estaba mucho más orgulloso de esa cifra que
de la Orden del Ojo, que le había impuesto el general en jefe del Ejército del Sur
la pasada primavera. De modo que ahora, en su propia tierra, en Umbror, se
seguía comportando como lo había hecho en el pasado, cuando se adentraba en
las llanuras de Marca. Y había que ver, además, en qué situación se hallaba su
tierra en aquellos momentos...
A sus espaldas volvió a oírse un ruido: algo así como un lamento o un
suspiro. Tserleg se dio la vuelta, calculó la distancia, se desembarazó como un
relámpago del fardo con sus cosas (todo ello, además, sin hacer el menor ruido)
y se acercó corriendo hasta donde estaba su compañero. Éste se había ido
desplomando poco a poco, luchando contra la debilidad que se apoderaba de él,
hasta que finalmente fue a perder el conocimiento en el momento preciso en
que el sargento llegaba para sostenerle entre sus brazos. Sin parar de maldecir,
el explorador regresó a donde había dejado el equipaje y cogió la cantimplora.
«¡Buena la has hecho, compañero! No sé cómo nos las vamos a arreglar...»
—Vamos, señor, beba un poco. ¿Se siente peor otra vez?
A duras penas había conseguido echar un par de tragos el hombre tendido,
cuando todo su cuerpo se contrajo en un violento espasmo, seguido de un
vómito.
—Perdóneme, sargento —se disculpó balbuciente—. Me ha traído de beber
para nada...
—Quítese esa idea de la cabeza: hay un depósito subterráneo a dos pasos de
aquí. ¿Cómo llamaba usted a esa clase de agua, doctor? Era una palabra
curiosa...
—Adiabática.
—No te acostarás sin saber una cosa más. Muy bien, con la bebida no hay
problemas. La pierna, ¿vuelve a tenerla entumecida?
—Eso me temo. Escúcheme, sargento... lo que usted debe hacer es dejarme
aquí y alcanzar su campamento: creo haberle oído decir que no estaba lejos,
como a unas quince millas de aquí. Después regresará a por mí. Porque, si
tropezamos con los elfos, caeremos los dos en vano: ya ve usted que yo ahora
no estoy en condiciones de combatir...
Tserleg se quedó un rato pensativo, trazando mecánicamente con el dedo en
la arena el signo del Ojo. Después deshizo el dibujo y se levantó decidido.
—Vamos a acampar. Allí, al pie de esa duna: ahí parece que el terreno es más
firme. ¿Podrá llegar por su propio pie o será más fácil si tiro de usted?
—Escuche, sargento...
—¡Silencio, doctor! Perdone que se lo diga, pero es usted como un niño
pequeño: se porta mejor cuando le están vigilando. Si cayera usted en las garras
de los elfos, al cuarto de hora ya estaría largándolo todo: quiénes forman el
grupo, adonde se dirigen y todas esas cosas. Y yo aprecio mucho mi pellejo... Al
caso: ¿será usted capaz de recorrer ciento cincuenta pasos?
Se arrastró hasta el lugar señalado; a cada paso que daba, sentía como si le
vertieran plomo fundido en la pierna. Al alcanzar la duna, volvió a perder el
conocimiento y ya no pudo ver con qué cuidado tapaba el explorador los restos
del vómito y borraba los rastros de las pisadas y los cuerpos, ni cómo cavaba,
con la rapidez de un topo, un refugio en el talud arenoso. Vino después el alba:
el sargento lo condujo con mucha precaución hasta la madriguera, cubierta con
una tela. «Espero que vuelva en sí, aunque sea dentro de dos días.»
La luna, mientras tanto, había salido sobre el desierto: una luna repulsiva,
que parecía llena de una mezcla de sangre y pus. Había ya suficiente luz como
para poder examinar la pierna. En sí misma, la herida no era grave, pero no
había manera de que cicatrizara, y otra vez sangraba: la flecha de los elfos
estaba envenenada, como de costumbre. En el curso de aquella terrible jornada,
el médico había agotado sus reservas de antídoto tratando a los heridos más
graves; después, no le quedó otro remedio que confiar en la suerte. Pero no
hubo suerte. En medio del bosque, unas cuantas millas al nordeste de la
fundición de Ciudastela, Tserleg excavó para él un escondrijo bajo las raíces de
un roble caído, y durante cinco días permaneció allí tumbado, aferrándose, con
los dedos agarrotados por los calambres, al borde de una cornisa congelada: la
vida. Al sexto día, logró emerger del remolino purpúreo del dolor insoportable
y, al tiempo que bebía del agua amarga y pestilente del Valle de la Hechicería
(no había sido posible llegar más lejos), escuchó el informe del sargento. Los
restos del Ejército del Sur, bloqueados en la garganta de Hechicería, habían
capitulado, y los elfos, unidos a los pietrorianos, los habían deportado más allá
del Río Largo; en cuanto al hospital de campaña del doctor, había sido
aplastado, con todos sus heridos, por un olefaunte enfurecido que formaba
parte de las desmanteladas fuerzas de Surania; por lo visto, ya no cabía esperar
nada más: ahora se trataba de regresar a casa, a Umbror.
Al cumplirse la novena noche, en cuanto el médico fue capaz de andar,
emprendieron la marcha; el explorador decidió tomar la ruta que atraviesa la
garganta de Paso de la Araña, pues suponía que por el camino de Lunien no
podría colarse ni un ratoncillo en aquellos momentos. Lo peor de todo era que
el médico no acertaba a determinar con qué veneno le habían herido (¡alguien
como él, especializado en esa clase de sustancias!): a juzgar por los síntomas,
debía de tratarse de algo nuevo, un hallazgo reciente de los elfos; además, su
botiquín estaba casi exhausto. Al cuarto día, volvieron los dolores, justo en el
momento más inoportuno, cuando estaban muy cerca de un acuartelamiento
recién reconstruido de la Alianza de Occidente, al pie de Torre Hechicería. Tres
días tuvieron que permanecer ocultos en aquellas siniestras ruinas, y al
anochecer del tercer día, el sargento, asombrado, le susurró al oído a su
compañero: «¡Pero si está usted encaneciendo!». Probablemente, la culpa de
aquello no la tenía ninguna clase de seres fabulosos encargados de vigilar las
ruinas, sino una horca perfectamente real, erigida por los vencedores al borde
del camino, a unas veinte yardas de su refugio. Seis cadáveres, con sus
deteriorados uniformes de Umbror (un gran cartel, en la escritura rúnica de los
elfos, informaba de que eran «criminales de guerra»), habían hecho que se
congregasen allí todas las bandadas de cuervos de las Montañas Brumosas, y
seguramente aquel espectáculo se repetiría en sus sueños hasta el fin de sus
días.
El presente ataque era ya el tercero. Tiritando por los escalofríos, se arrastró
hasta el escondrijo disimulado bajo la tela y pensó otra vez: «¿Cómo se sentirá
ahora Tserleg, con esos harapos de elfo?». Al cabo de un rato el explorador se
introdujo en el refugio; muy despacio, vertió agua de una de las cantimploras
que había traído, después derramó arena del «techo»: el orocueno estaba
camuflando desde dentro la abertura de entrada. Y el doctor se sintió aliviado al
apoyarse como un niño en aquella espalda sólida, pues el frío, el dolor y el
miedo empezaron de pronto a brotar y alejarse de él, y le vino de no se sabe
dónde la confianza: la crisis estaba pasando. «Ahora sólo necesito dormir lo
suficiente, y dejaré de ser una carga para Tserleg... tan sólo dormir lo
suficiente...»
—¡Haladdin! ¡Eh, Haladdin!
«¿Quién me llamará? ¿Y cómo es que estoy en Torreumbría? No lo entiendo...
Bien está, siempre que se trate de Torreumbría.»
CAPÍTULO 2

A unas cincuenta millas al este del volcán Monte de Fuego, donde los
bulliciosos y alegres arroyos nacidos bajo las nieves perpetuas de las Montañas
Cenicientas se vuelven sensatos y serios aryks, para después morir
plácidamente en los llanos de Umbror, entre neblinas inconstantes, se extendía
el oasis de Montes del Terror. Desde tiempo inmemorial se obtenían aquí dos
cosechas anuales de algodón, arroz, dátiles y vid, y los trabajos de los tejedores
y armeros locales gozaban de fama en toda Midgard. Es verdad que los
orocuenos nómadas siempre habían mirado con un desprecio indecible a
aquellos miembros de su tribu que optaban por la agricultura o la artesanía:
todo el mundo sabe que la única ocupación digna de un hombre es la cría de
ganado; aparte, claro, del pillaje en las rutas de caravanas... Lo cierto es que eso
no era un obstáculo para que se presentaran regularmente con sus rebaños en
los bazares de Montes del Terror, donde los zalameros comerciantes de Opar
solían despellejarlos a conciencia, haciéndose rápidamente con todas las
mercancías. Estos impetuosos mozos, siempre dispuestos a jugarse el pescuezo
por un puñado de monedas, conducían sus caravanas por todo el oriente, sin
hacerle ascos ni al tráfico de esclavos ni al contrabando ni, llegado al caso, al
bandolerismo propiamente dicho. Su principal fuente de ingresos había sido
siempre, sin embargo, la exportación de metales raros, extraídos en abundancia
en las Montañas Cenicientas por los rechonchos y huraños trolls, mineros y
metalúrgicos sin par, quienes más tarde llegarían a hacerse también con el
monopolio de la construcción en el oasis. Como llevaban mucho tiempo
viviendo juntos, los hijos de los tres pueblos habían aprendido a mirar a las
bellezas de los vecinos con mayor interés que a las propias, a dedicarse
mutuamente pullas y chistes hirientes («se encuentran una vez en los baños un
orocueno, un troll y un opariano...») y, cuando hacía falta, a combatir hombro
con hombro contra los bárbaros de occidente, defendiendo el paso de las
Montañas Brumosas y el desfiladero de Puerta Negra.
En ese ambiente, seis siglos atrás se había erigido Torreumbría, asombrosa
ciudad de alquimistas y poetas, de mecánicos y astrólogos, de filósofos y
médicos, centro de una civilización única en toda Midgard que depositaba su
confianza en el conocimiento racional y no temía oponer a la magia ancestral su
tecnología, aún incipiente. La reluciente aguja de la ciudadela de Torreumbría
se alzaba, sobre los llanos de Umbror, apenas menos alta que el Monte de Fuego,
como un monumento al Hombre: al Hombre libre, que había rechazado, de
forma cortés pero firme, la tutela paterna que le proporcionaban los Moradores
Celestes y había empezado a vivir según su propio entendimiento. Eso
constituía todo un desafío para el agresivo y obtuso occidente, cuyas gentes
seguían despiojándose en «fortalezas» de troncos mientras sus escaldos
recitaban melancólicamente las virtudes inigualables de Andor, que nunca
existió. Constituía igualmente un desafió para el oriente, abrumado por el peso
de su propia sabiduría, donde el yin y el yang hacía ya tiempo que se habían
devorado el uno al otro, sin más fruto que la refinada quietud del Jardín de las
Trece Piedras. Pero constituía también un desafió para alguien más; y es que los
irónicos intelectuales de la Academia de Umbror, sin ser conscientes de ello,
habían llegado hasta un límite más allá del cual el crecimiento de su poder
amenazaba con volverse irreversible... e incontrolable.
... Y Haladdin avanzaba por las calles conocidas de su infancia —partiendo
de los tres escalones gastados de la casa paterna, pasando por el callejón, luego
por detrás del antiguo observatorio, después junto a los plátanos del bulevar
Real, en uno de cuyos extremos se encuentra el zigurat con los Jardines
Colgantes—, en dirección a la Universidad, un edificio de poca altura. Pues era
aquí donde el trabajo le había obsequiado algunas veces con los instantes más
dichosos a los que puede aspirar una persona: cuando se tiene entre las manos,
como si de un pajarillo se tratara, una Verdad a la que todos los demás son
ajenos en ese momento, y eso nos hace más ricos y más espléndidos que todos
los soberanos del mundo... Y en medio de la algazara, en el estruendo del festín,
circulaba la botella del chispeante vino de Aguamarga, y la espuma resbalaba
por los bordes de jarras y copas variopintas, cayendo sobre el mantel entre
gritos de alegría, y todavía quedaba por delante la larga noche de abril con sus
disputas interminables —sobre la ciencia, la poesía, el sistema del universo, y
otra vez vuelta a empezar con la ciencia—, disputas que hacían surgir en ellos la
serena convicción de que su vida era la única vida correcta... Y Sonia le miraba
con sus enormes ojos fríos, de un color entre gris oscuro y castaño traslúcido —
sólo en las jóvenes trolls se encuentra a veces ese matiz casi imperceptible—,
tratando de sonreír con sus últimas fuerzas: «Halik, querido, yo no quiero ser
una carga para ti»; y a él le entraban ganas de echarse a llorar de tanta ternura
como le rebosaba del alma.
Pero las alas del sueño ya le habían traído de vuelta al desierto nocturno,
donde todo recién llegado se queda pasmado con la increíble variedad de
criaturas a las cuales, con los primeros rayos de sol, se las traga literalmente la
tierra. Sabía por Tserleg que ese desierto, como cualquier otro, estaba parcelado
desde tiempo inmemorial: cada bosquecillo de saxaul, cada prado de plantas
espinosas, cada mancha de liquen comestible —de maná— tiene dueño. El
orocueno le nombraba sin dificultad los clanes que dominan los terrenos por los
que discurría su camino, y le indicaba correctamente las lindes entre las
distintas posesiones, para lo cual estaba claro que no se orientaba por los
montículos piramidales de piedra, los llamados abo, sino fijándose en alguna
otra señal que sólo a él le resultaba inteligible. La única propiedad comunal que
había allí eran los abrevaderos: anchas fosas en mitad de la arena que contenían
un agua salobre, aunque potable. Lo que más le llamó la atención a Haladdin
fue el sistema de tsandois: depósitos de agua adiabática, de cuya existencia sólo
había sabido hasta entonces por los libros. Se postró ante el genio ignoto que
había descubierto en otro tiempo que uno de los azotes del desierto —el frío de
la noche— puede servir para vencer el otro —la sequedad—: las piedras, al
enfriarse rápidamente, actúan como un condensador y extraen el agua de un
aire que parece absolutamente seco.
Ni que decir tiene que el sargento desconocía la palabra «adiabático» (en
general, leía poco, pues no encontraba en esa actividad ni provecho ni placer);
no obstante, algunos de los depósitos que se hallaban a lo largo del camino los
había construido él con sus propias manos en otros tiempos. Le llevó cinco años
levantar su primer tsandoi y sintió una profunda decepción al comprobar por la
mañana que no había dentro ni una gota de agua; sin embargo, él mismo supo
dar con el fallo (el montón de piedras era un poco pequeño) y fue en aquel
preciso instante cuando experimentó, por primera vez en la vida, el orgullo del
artesano. Curiosamente, el comercio de ganado no le atraía lo más mínimo, y
sólo por obligación se había dedicado a tales menesteres; en cambio, de los
talleres de guarnicionería no había quien le sacara. Sus parientes hacían gestos
de desaprobación —«cosas de las ciudades»—, y su padre, pendiente de su
extraña afición a los metales, le obligó a estudiar. De ese modo empezó su vida
como mantsag —artesano ambulante que va de campamento en campamento—
y al cabo de un par de años ya sabía hacer de todo. Y cuando le llegó la hora de
acudir a filas —a los nómadas los destinaban a la caballería ligera o a las
compañías de cazadores—, se puso a combatir con el mismo celo con el que
antes construía tsandois o reparaba los arneses de los baktrianes.
En conciencia, hacía ya tiempo que aquella guerra le producía náuseas. Ya se
sabe: la patria, el trono y todo eso... Pero los señores generales no paraban de
diseñar operaciones cuya necedad era evidente incluso a ojos de un simple
sargento como él: para darse cuenta, no hacía falta estudiar en ninguna
academia militar; bastaba y sobraba (así lo pensaba él) con la sensatez de un
artesano. Tras el desastre de los Campos Cercados, por ejemplo, la patrulla de
Tserleg, junto con otras unidades que aún estaban en condiciones de combatir,
recibió la orden de cubrir la retirada (o, más bien, la huida) del grueso de las
fuerzas. A los exploradores les señalaron una posición en campo abierto, sin
suministrarles lanzas largas, y aquel grupo de élite, cada uno de cuyos
miembros había tomado parte en no menos de dos docenas de incursiones
decisivas en la retaguardia del enemigo, sucumbió de forma absurda bajo las
lanzas de los jinetes de Marca, sin tiempo siquiera para distinguir claramente
con quiénes se las habían.
No es cosa de permanecer de brazos cruzados, decidió entonces Tserleg; al
diablo con esta guerra odiosa... «Ya hemos luchado lo nuestro, muchachos: ¡nos
vamos a casa!» Desde aquel maldito bosque, donde no había manera de
orientarse cuando el cielo se nublaba y donde el menor rasguño enseguida
empezaba a supurar, nos pusimos en camino —¡alabado sea el Único!—, y aquí
estamos ya en casa, en el desierto, de donde sabremos salir. En sus sueños,
Tserleg se veía ya en el campamento nómada de Teshlog, que tan bien conocía y
del que sólo les separaba una buena caminata nocturna. Se imaginaba, con toda
nitidez, el momento de su llegada: cómo deshace sin prisas el equipaje y va
viendo qué cosas necesitan ahí un arreglo, y justo entonces les llaman a la mesa.
Más tarde, la señora de la casa, después de haber bebido hasta tarde, iría
introduciendo poco a poco el tema en la conversación: «¡Hay que ver! Sin un
hombre en casa, y con cuatro chavales desharrapados (¿o eran cinco?, ya ni me
acuerdo) revoloteando por ahí, insistiendo en que les dejen tocar un arma...». Y
en medio del sueño aún acertó a pensar: «Si llegara a averiguar a quién le
beneficiaba aquella guerra y me lo encontrara en mitad de un camino
estrecho...».
¿A quién le beneficiaría?, en efecto.
CAPÍTULO 3

Midgard, región árida


Informe histórico-natural

La historia de cualquier mundo, incluida Midgard, se basa en la sucesión de


dos tipos de eras climáticas: lluviosas y áridas. Los procesos de expansión y
contracción de los casquetes polares y los de las zonas desérticas obedecen a un
mismo ritmo, que viene a ser algo así como el pulso del planeta. Un abigarrado
mosaico de pueblos y culturas oculta estos ciclos naturales a los ojos de
cronistas y escaldos, pese a que son precisamente tales ciclos los responsables,
en gran medida, de la formación de ese mosaico. Un cambio en el régimen
climático puede desempeñar en el destino de una nación o de toda una
civilización un papel mucho más relevante que el que desempeñan las acciones
de los grandes reformadores o las devastadoras invasiones de los enemigos.
Así, en Midgard, al tiempo que concluía la Tercera Era histórica, también
llegaba a su fin una época lluviosa. Las trayectorias de los ciclones portadores
de lluvias se iban desplazando paulatinamente hacia los polos del planeta, y los
anillos de alisios, que concentraban un tercio de las precipitaciones de cada
hemisferio, estaban sometidos a un intenso proceso de desertización. No hacía
mucho, la sabana cubría la llanura de Umbror y en las laderas del Monte de
Fuego crecían verdaderos bosques de cipreses y enebro; pero ahora el desierto,
metro a metro, iba devorando sin piedad los restos de las estepas secas,
arrinconadas al pie de las cordilleras. En las Montañas Cenicientas, la línea de
nieve no cesaba de retirarse hacia las cumbres, y los arroyos que alimentaban el
oasis de Montes del Terror recordaban cada vez más a esos niños que se van
apagando a causa de una enfermedad misteriosa. De haber sido aquélla una
civilización algo más primitiva y el país más pobre, las cosas habrían seguido su
curso: el proceso se habría dilatado durante siglos y en todo ese tiempo siempre
podría haberse encontrado alguna solución. Pero las fuerzas de Umbror eran
descomunales, por lo que se decidió «no esperar compasión de la naturaleza» y
organizar un vasto sistema de regadío explotando las aguas de los ríos
tributarios del mar de Aguamarga.
Conviene hacer aquí una aclaración. La agricultura de regadío en las zonas
desérticas es muy productiva, pero exige unos cuidados extremos.
Ello es debido a la gran concentración de sal que presentan aquí las aguas
subterráneas: el principal problema consiste en evitar que éstas afloren a la
superficie. Más vale que esto no ocurra, pues causaría la salinización de las
capas productivas de terreno. Eso es lo que pasa si en el proceso de irrigación
los campos se inundan en exceso, llenándose los capilares del suelo hasta una
profundidad tal que permite que las aguas subterráneas se comuniquen
directamente con la superficie. La fuerza de la capilaridad, sumada a la
evaporación superficial, empieza de inmediato a bombear estas aguas desde las
capas profundas de terreno (igual que asciende el líquido inflamable por la
mecha encendida de una lámpara), y este proceso es imparable. Antes de que
nos demos cuenta, donde había un campo de cultivo aparece ahora un estéril
salar. Lo más lamentable es que, una vez hecho el desaguisado, no hay forma
humana de devolver esa sal a las profundidades.
Existen dos maneras de evitar estos inconvenientes. Una posibilidad es la de
regar muy gradualmente, para que el agua procedente de la superficie nunca
llegue a juntarse con la capa de aguas subterráneas. La segunda consiste en el
llamado «régimen de lavado»: hay que crear periódicamente en los campos una
corriente abundante de agua que se lleve sin más la sal que se filtra
constantemente desde las profundidades del suelo y la arrastre hasta el mar o
hasta cualquier otro depósito terminal. Pero con una salvedad: el régimen de
lavado sólo puede implantarse en valles de ríos caudalosos con crecidas muy
acusadas, capaces de arrastrar la sal acumulada durante todo un año. Tales
condiciones naturales se dan, por ejemplo, en Jand, de donde los inexpertos
ingenieros de Umbror copiaron el sistema de regadío, creyendo sinceramente
que el grado de mejora vendría determinado por el volumen de suelo
removido.
Pero en la estrecha depresión de Umbror el régimen de lavado está excluido
por principio, ya que no hay ríos que la atraviesen, y el destino final de las
aguas es el Aguamarga, cuyos tributarios, precisamente, se agotaban en el riego
de campos alejados del lago. La escasa inclinación del terreno impedía la
aparición en aquellos canales de nada que recordara a las crecidas; así que, en
primer lugar, no había con qué lavar la sal de los campos y, en segundo lugar,
no había adonde arrastrarla. Tras unos cuantos años de cosechas inauditas,
ocurrió lo inevitable: comenzó una rápida salinización de extensas superficies, y
los intentos de mejorar el sistema de drenaje resultaron baldíos por culpa del
alto nivel alcanzado por las aguas subterráneas. En resumen: se habían
desperdiciado unos recursos colosales y se había causado un perjuicio
extraordinario tanto a la economía como a la naturaleza del país. A Umbror le
habría venido muchísimo mejor el sistema empleado en Opar de mejora de las
tierras, basado en la dosificación del riego (bastante más barato, por cierto),
pero esta opción estaba ya perdida sin remedio. Los promotores del proyecto de
regadío y sus principales ejecutores fueron condenados a veinticinco años de
trabajos en las minas de plomo, pero eso, como puede imaginarse, no
contribuyó a solucionar el problema.
Evidentemente, lo ocurrido constituyó una contrariedad enorme, pero no era
una catástrofe. En aquella época, Umbror era considerado, con todo
merecimiento, el «taller del mundo», y podía obtener, a cambio de sus
manufacturas, cuantos productos necesitase de Jand y Opar. Día y noche, las
caravanas de mercaderes atravesaban el paso de Lunien y corrían al encuentro
unas de otras, y en Torreumbría cada vez sonaban más alto las voces de quienes
afirmaban que, en vez de malgastar el tiempo con la agricultura, de la cual, en
todo caso, no se obtienen más que pérdidas, había que desarrollar aquello que
nadie más en el mundo tenía: la metalurgia y la química... En el país, en efecto,
ya se había iniciado la revolución industrial: las máquinas de vapor trabajaban
eficazmente en minas y fábricas textiles, y asuntos tales como los avances en la
navegación aérea o los experimentos eléctricos constituían el tema favorito en
las charlas de sobremesa de las clases sociales más ilustradas. Recientemente se
había promulgado una ley que instauraba un sistema universal de enseñanza, y
Su Majestad Auron VIII con ese humor algo tosco que le caracterizaba, había
anunciado durante una sesión parlamentaria que se disponía a equiparar las
faltas de asistencia a clase con el delito de alta traición. El magnífico trabajo del
experto cuerpo diplomático y del poderoso servicio de inteligencia permitía
reducir al mínimo las dimensiones del ejército regular, de modo que éste no
supusiese una carga excesiva para la economía.
No obstante, fue también en aquel tiempo cuando se escucharon ciertas voces
que cambiarían la historia de Midgard; curiosamente, repetían casi con toda
exactitud una declaración profética que había sido hecha en un mundo distinto
y dirigida a un gobierno completamente diferente, la cual sonaba así: «Un país
que no es capaz de alimentarse por sí mismo y depende de la importación de
productos agrícolas no puede ser tomado en serio como enemigo militar».
CAPÍTULO 4

Reinor, torre de Colina del Viento


Noviembre del año 3010 de la Tercera Era

Estas palabras las pronunció un anciano de barba blanca, alto, vestido con
una túnica plateada y con la capucha echada para atrás; estaba de pie, con los
dedos apoyados en el borde de una mesa negra, de forma ovalada; alrededor
había cuatro figuras sentadas en altos sillones, medio ocultas en la oscuridad.
Algunas señales mostraban claramente que el discurso del anciano había
surtido efecto: el Consejo estaba de su parte, y sus penetrantes ojos azules, que
contrastaban claramente con su rostro apergaminado, estaban fijos en el único
de los cuatro individuos con el que ahora le tocaba enfrentarse. Éste permanecía
algo apartado, como si desde el principio hubiera querido distanciarse de los
restantes miembros del Consejo, y se tapaba por entero con su capa, de una
blancura deslumbrante; parecía que tuviera escalofríos. Pero de pronto se
irguió, aferrándose a los brazos del sillón, y en las bóvedas oscuras resonó su
voz, profunda y suave:
—Dime: ¿no te dan lástima?
—¿Quiénes?
—¡Las personas, Gandrelf, las personas! Si no he comprendido mal, acabas de
condenar a muerte, en aras de un interés superior, a la civilización de Umbror.
Pero resulta que una civilización es, ante todo, el conjunto de sus integrantes.
En consecuencia, también a ellos habrá que aniquilarlos para que no vuelvan a
reproducirse. ¿No es así?
—La compasión es mala consejera, Searuman. Tú has podido verlo en el
Espejo, como todos nosotros —diciendo estas palabras, Gandrelf señaló un
objeto en el centro de la mesa, que recordaba más bien a un enorme plato lleno
de mercurio—. Muchos son los caminos que conducen al futuro, pero, siga el
que siga Umbror, antes de tres siglos pondrá en acción fuerzas de la naturaleza
que nadie sabrá entonces dominar. ¿Quieres mirar otra vez, y ver cómo, en un
abrir y cerrar de ojos, convierten en cenizas toda Midgard, con el Extremo Oeste
por añadidura?
—Tienes razón, Gandrelf, y no sería honesto negar esa posibilidad. Pero en
tal caso, estás igualmente obligado a aniquilar también a los enanos: en una
ocasión ya despertaron al Terror de las Rotundidades, y apenas si pudimos
entonces, con toda nuestra magia, evitar que irrumpiera en la superficie. Y es
que estos barbudos avarientos, como tú muy bien sabes, son tercos como mulas
y no se muestran en absoluto inclinados a aprender de sus errores...
—Bien; dejemos de ocuparnos de lo que es sólo posible y hablemos de lo
inevitable. Si no quieres mirar en el Espejo, fíjate al menos en las columnas de
humo que salen de sus hornos de carbón y de sus fundiciones de cobre.
Atraviesa el salar en el que han quedado convertidas las tierras situadas al
occidente del Aguamarga, y prueba a encontrar un solo rastro de vida en las
quinientas millas cuadradas que ocupa. Eso sí, ten cuidado, no vayas allí en un
día de viento, cuando el polvo salado se arrastra por la estepa sin fin de la
llanura de Umbror, asfixiando a su paso a todo ser vivo... Todo eso han
causado, ¡fíjate bien!, apenas han aprendido a dar los primeros pasos; ¿qué
crees tú que harán más adelante?
—Es como cuando se tienen críos, Gandrelf; todo son molestias: primero los
pañales sucios, luego los juguetes que se rompen, más tarde el reloj del padre
destripado, y no digamos ya cuando crecen un poco... Qué distinto cuando no
hay niños en casa: hay orden, limpieza, nadie nos distrae...; pero resulta que los
que viven allí no están alegres y, a medida que se acercan a la vejez, lo van
estando aún menos.
—Siempre me ha asombrado, Searuman, la facilidad con que le das la vuelta
a las palabras ajenas y cómo rebates las verdades evidentes a base de sutilezas
casuísticas. Pero esta vez, lo juro por los palacios de Tierra Divina, tus trucos no
te van a servir. En Midgard hay gran cantidad de pueblos que ahora viven en
armonía con la naturaleza y de acuerdo con el legado de sus antepasados. Estos
pueblos, con su peculiar modo de vida, están amenazados por un peligro
mortal, y considero que mi deber es conjurar ese peligro a cualquier precio. El
lobo que se lleva las ovejas de mi rebaño tiene sus razones para actuar
precisamente así, y no de otra manera, pero yo no estoy en absoluto dispuesto a
ponerme en su lugar.
—Me preocupa tanto como a ti, por cierto, el destino de los pietrorianos y de
los marqueños, pero yo trato de ver un poco más allá. Un miembro del Consejo
Blanco como tú no puede ignorar que el conocimiento mágico, tomado en su
conjunto, por principio no puede crecer con respecto a lo que en tiempos
remotos se recibió de manos del Herrero y el Cazador: se podrá ir perdiendo
más o menos deprisa, pero nadie tiene la capacidad de revertir el proceso. Cada
nueva generación de magos será más débil que la anterior, y tarde o temprano
la gente se quedará a solas con la naturaleza. Será entonces cuando precise de la
ciencia y la tecnología, siempre y cuando, claro está, no hayas acabado tú con
todo para entonces.
—¡Tu ciencia no les hace ninguna falta, pues destruye la armonía del
universo y marchita las almas de las gentes!
—Debo decirte que, puestos en boca de un hombre que se propone
desencadenar una guerra, los discursos sobre el alma y la armonía suenan un
tanto equívocos. En cuanto a la ciencia, no es en absoluto peligrosa para ellos,
sino para ti; mejor dicho, para tu enfermizo amor propio. Y es que nosotros, los
magos, no somos, en resumidas cuentas, más que los consumidores de lo que
crearon nuestros antecesores, mientras que ellos son los artífices de un nuevo
saber. Nosotros tenemos la vista puesta en el pasado; ellos, en el futuro. Tú, en
cierta ocasión, elegiste la magia, y por ello nunca traspasarás el límite trazado
por los Dioses, mientras que para ellos, con su ciencia, el aumento del
conocimiento, y, por tanto, del poder, es realmente ilimitado. Te corroe la más
terrible de las envidias: la que el artesano siente hacia el artista... Qué se le va a
hacer: en verdad, ésa es una razón sólida para cometer un crimen; no eres tú el
primero en hacerlo, ni serás el último.
—Ni tú mismo te crees lo que estás diciendo... —dijo Gandrelf, y se encogió
de hombros tranquilamente.
—Es posible que no me lo crea... —sacudió la cabeza con pesar Searuman—.
¿Sabes?, los que actúan movidos por la codicia, por la sed de poder, por el
orgullo herido, todos ésos no me dan tanta pena: por lo menos, les remuerde la
conciencia. Pero no hay nada más terrible que el idealista de mirada limpia,
dispuesto a ser el benefactor de la humanidad: es capaz de cubrir el mundo de
sangre sin torcer el gesto. Estos tipos adoran por encima de todo una frase:
«Hay cosas más importantes que la paz y más terribles que la guerra». Seguro
que a ti también te suena, ¿no?
—Asumo la responsabilidad, Searuman: la historia me absolverá.
—Ah, eso sí que no lo dudo: esta historia la escribirán los vencedores, que
combatirán bajo tus banderas. Aquí tienes una receta infalible: hay que hacer de
Umbror el Imperio del Mal, deseoso de esclavizar toda Midgard, y convertir a
los pueblos que lo habitan en seres fabulosos que van por ahí montados a lomos
de hombres lobos, alimentándose de carne humana... Pero no estaba yo
hablando de la historia, sino de ti. Permite que insista en mi pregunta
inoportuna sobre esas personas en las que está depositado todo el saber de la
civilización de Umbror. No cabe duda de que habrá que aniquilarlas, no en
sentido figurado, sino estrictamente literal: «hay que extirpar el mal de raíz»; si
no, esta aventura no tendría ningún sentido. Hay otra cosa que me interesa:
¿tendrás el coraje de intervenir personalmente en esta «campaña de limpieza»?;
quiero decir: ¿vas a cortarles la cabeza con tus propias manos? No dices nada...
¡Siempre hacéis lo mismo los salvadores de la Humanidad! Si hay que idear un
proyecto que ofrezca «la solución final al problema de Umbror», ahí estáis
vosotros; ahora bien, cuando se trata de poner manos a la obra, os quitáis de en
medio: que se ocupen los ejecutores; así luego, cuando se comprueben sus
«excesos», podréis sacudir la cabeza y hacer una mueca de disgusto...
—Basta ya de demagogia, Searuman —le soltó irritado uno de los que
estaban sentados, que vestía una túnica azul—; más te valdría mirar en el
Espejo. Hasta un ciego podría ver el peligro. Si no detenemos ahora mismo a
Umbror, nunca podremos hacerlo: con el paso de los años culminarán su
«revolución industrial», descubrirán que los compuestos de salitre no sirven
solamente para hacer fuegos artificiales, y ya no habrá remedio. Sus ejércitos
serán invencibles, y los demás países se lanzarán a la carrera a imitar sus
«logros», con todas sus consecuencias... ¿Qué tienes que decir a esto?
—Mientras sea yo quien lleva la capa blanca de Jefe del Consejo, vosotros
tendréis que escuchar todo lo que a mí me parezca oportuno —le replicó
Searuman—. Pero no voy a entrar en la discusión de si vosotros cuatro, al
proponeros manejar el destino del mundo, os estáis arrogando un derecho que
nunca ha correspondido a los magos: veo que sería inútil. Voy a hablar de un
modo que me entendáis...
Sus oponentes compusieron, con sus gestos, una expresiva pantomima
colectiva que podría haberse titulado El asombro, pero Searuman no quiso saber
nada de diplomacias.
—Desde un punto de vista meramente técnico, el plan de Gandrelf para
acabar con Umbror por medio de una guerra de desgaste y del bloqueo a sus
líneas de aprovisionamiento no parece malo, pero tiene un punto vulnerable.
Para vencer en una guerra de esa clase (que sería además muy dura), la
coalición antiumbroriana no podrá pasarse sin un aliado poderoso; con ese fin,
se propone despertar a las fuerzas, ahora adormecidas, de la época anterior a
los hombres: a los moradores de los Bosques Encantados. Esto ya es en sí
mismo un disparate, porque esas fuerzas nunca han servido a nadie, excepto a
ellas mismas. Pero eso no es todo. Para tener la victoria asegurada, habéis
decidido poner en sus manos, mientras dure la guerra, el Espejo, ya que sólo
quien tome parte en ella tendrá derecho a predecir las operaciones bélicas con
su ayuda. Esto es un disparate al cuadrado, pero estoy dispuesto incluso a
entrar a considerar este aspecto del problema si nuestro colega Gandrelf
responde con claridad a una sola pregunta: ¿cómo piensa recuperar después el
Espejo?
—En mi opinión —dijo Gandrelf, haciendo un gesto despectivo con la
mano—, debemos resolver los problemas a medida que vayan surgiendo. ¿Por
qué tenemos que partir de la suposición de que ellos no van a querer devolver
el Espejo? ¿Para qué demonios les va a hacer falta?
Se hizo el silencio; la verdad es que Searuman no se esperaba una estupidez
tan colosal como aquélla. «Así que a todos éstos les parece que eso es lo
correcto...» Tuvo la sensación de estar luchando desesperadamente por salir a la
superficie de un río en pleno deshielo primaveral: estaba a punto de ser
engullido por las aguas heladas.
—¡Rudugast! Tal vez tú tengas algo que decir —sus palabras resonaron como
pidiendo ayuda.
Una silueta marrón se estremeció, como un alumno al que el maestro le
sorprende copiando los ejercicios, e intentó torpemente ocultar con su manga
algo que había delante de él en la mesa. Se oyó un estridor furioso, y por el
brazo de Rudugast trepó impetuosamente una ardillita con la que, por lo visto,
había estado jugando durante toda la reunión. Ya iba a instalarse en el hombro
del mago selvático, pero éste, turbado en extremo, le susurró algo, al tiempo
que fruncía sus pobladas cejas grises, y el animal, sin rechistar, desapareció de
inmediato entre los pliegues de su vestimenta.
—Searuman, querido... Debes disculpar a este pobre viejo, pero lo cierto es
que yo no... en fin, que no he profundizado mucho... Pero no os peleéis, ¿de
acuerdo? Pues lo cierto es que si entre nosotros andamos a la greña, ¿qué será
entonces del mundo? En cuanto a esos... vaya, los de los Bosques Encantados,
no te ofendas, pero creo que tú... bueno, eres demasiado... Recuerdo haberlos
visto en mi juventud, desde lejos, se entiende, y, a mi entender, realmente no
son nada especial; naturalmente, tienen su intríngulis... ¿Y quién no? Viven en
perpetua armonía con los pajaritos y las fierecillas... no como ésos de Umbror, a
los que tú... Eso es lo que yo pienso, quiero decir que... bueno...
«Muy bien», resumió mentalmente Searuman, y se pasó despacio la palma de
la mano por la cara, como si tratara de quitarse la telaraña de cansancio infinito
que se le había quedado pegada. Aquél era el único apoyo con el que podía
haber contado. Ya no le quedaban fuerzas para seguir luchando; todo había
terminado: se había hundido bajo el hielo.
—No es que te hayas quedado en minoría, Searuman, sino que estás
completamente solo. Por supuesto, todas tus consideraciones tienen para
nosotros un enorme valor. —La voz de Gandrelf rebosaba ahora de respeto
fingido—. Vamos a debatir la cuestión del Espejo; no es un asunto nada
sencillo...
—Ahora es tu problema, Gandrelf—respondió Searuman, tranquilo pero
firme, soltándose la hebilla de platagrís junto a la puerta—. Hace mucho que
aspiras a la Capa Blanca: tómala. Haced lo que os parezca oportuno; yo dejo
vuestro Consejo.
—Entonces tu bastón perderá su fuerza, ¿entiendes? —gritó Gandrelf a sus
espaldas; evidentemente, su asombro era genuino, ya no comprendía a su
eterno rival.
Searuman se volvió para contemplar por última vez la lúgubre sala del
Consejo Blanco. La blanquísima capa, que colgaba de un sillón y cuyo extremo
llegaba hasta el suelo, parecía el agua de una fuente iluminada por la luna; la
platagrís del broche le lanzó un resplandor de despedida y se apagó después.
También Rudugast, que había salido en pos de él, se detuvo bruscamente a
medio camino, quedándose en una postura absurda, con los brazos tendidos: el
mago parecía ahora pequeño e infeliz, como un niño que se ve envuelto en las
riñas de sus padres. En ese momento, de sus labios salió una frase que, una vez
más, venía a coincidir de forma sorprendente con otra frase, pronunciada en
una situación análoga en otro mundo:
—No es un crimen lo que vais a cometer, sino algo peor: vais a cometer un
error.
Algunas semanas más tarde, las patrullas de reconocimiento de Umbror
informaron de que en los confines de los bosques septentrionales habían
aparecido, venidos de no se sabe dónde, unos «elfos»: seres esbeltos de cabellos
dorados, voces melodiosas y ojos profundamente helados.
CAPÍTULO 5

Midgard, la Guerra del Anillo


Informe histórico

Si un lector mínimamente familiarizado con el análisis de las campañas de las


principales guerras observa el mapa de Midgard, se podrá convencer fácilmente
de que todas las acciones de las dos coaliciones existentes (la de Umbror-
Fuerteferro y la de Pietror-Marca) estuvieron sometidas de hecho a una lógica
estratégica implacable, bajo la cual subyacía el temor de Umbror a verse aislada
de sus fuentes de aprovisionamiento de materias primas. Gracias a los
esfuerzos de Gandrelf, en el centro de Midgard surgió un emparedado
geopolítico sumamente inestable: Umbror y Fuerteferro hacían de pan, mientras
que Pietror y Marca eran el jamón. Por una ironía del destino, la coalición
umbroriana, que no tenía otra intención que la de preservar el statu quo,
ocupaba una posición ideal para la guerra de agresión (cuando se puede obligar
al enemigo a combatir en dos frentes a la vez), pero muy desventajosa para la
guerra defensiva (cuando las fuerzas unidas del oponente pueden llevar a cabo
una guerra relámpago, destruyendo uno tras otro a sus rivales).
Searuman, no obstante, tampoco perdió el tiempo. Visitó en persona a
Deoden y Enetor —reyes de Marca y Pietror— y, valiéndose de su encanto y
elocuencia, fue capaz de convencerles de que Fuerteferro y Torreumbría no
deseaban sino la paz. Aparte de esto, reveló parcialmente a Enetor y Auron el
secreto de los dos miralejos conservados desde tiempo inmemorial en ambas
capitales, y les enseñó a utilizar estos antiquísimos cristales mágicos como
sistema de comunicación directa; esta inocente actuación rebajó sustancialmente
la desconfianza entre aquellos soberanos vecinos. En Eoderas, ante la corte de
Deoden, empezó a funcionar un consulado de Fuerteferro, con Wyrmtunga a la
cabeza: era éste un excelente diplomático, un espía experimentado y un maestro
en las intrigas palaciegas. Durante bastante tiempo, se desarrolló una cautelosa
guerra de posiciones entre Searuman y Gandrelf, ceñida a la esfera de las
relaciones dinásticas.
Así, Deodred, hijo de Deoden, famoso por su buen juicio y moderación,
falleció en el norte en circunstancias no aclaradas: por lo visto, se produjo en el
curso de un ataque de orcos; a continuación, fue proclamado heredero al trono
Eohmaere, sobrino del rey, brillante caudillo, ídolo de los oficiales jóvenes y
uno de los líderes del «partido de la guerra», cosa muy natural. Por desgracia
para Gandrelf, en las conversaciones con los amigos hablaba ya de sí mismo, sin
el menor recato, como del rey coronado de Marca. A Wyrmtunga, que disponía
de una magnífica red de agentes, no le costó mucho reunir un legajo con todas
aquellas baladronadas tabernarias y hacerlo llegar, a través de intermediarios,
hasta la mesa de Deoden. Como consecuencia de ello, Eohmaere fue excluido de
la política activa, hasta el punto de que Wyrmtunga dejó de prestarle atención
(lo cual, como se demostraría más adelante, fue un inmenso error). En Pietror se
consiguió debilitar drásticamente la posición del príncipe Oromir, conocido así
mismo por su afición a blandir la espada, y se le mantuvo alejado de la corte;
éste, sintiéndose afrentado, marchó en busca de aventuras a las tierras del norte
(lo que tendría consecuencias muy desagradables, pero esto también se verá
más adelante). En conjunto, en este asalto se impuso Searuman.
Sin embargo, a pesar de que los tres reyes comprendían que «un mal acuerdo
es preferible a un buen conflicto», la situación seguía siendo sumamente
insegura. De forma lenta pero constante, empeoraba el abastecimiento de
Umbror, hasta el punto de que la preocupación por la seguridad en las rutas
comerciales que pasaban por Lunien camino del sur se convirtió en una
verdadera obsesión nacional. En tales situaciones, cualquier provocación puede
hacer que se precipiten los acontecimientos, y lo cierto es que no hubo que
esperar mucho. Cuando en la zona del paso de Lunien varias caravanas fueron
destruidas por gentes venidas de no se sabe dónde, vestidas con verdes capas
Pietrorianas (aunque hablaban con un marcado acento norteño), la respuesta
que siguió se ajustó al «programa previamente establecido».
Searuman se puso inmediatamente en contacto con Auron a través de su
miralejos. Le exhortó, le rogó, le conminó, pero todo fue en vano: los
argumentos racionales ya no surtían efecto y el rey (cuyo poder en Umbror era
nominal, en definitiva) no podía hacer nada con los tenderos de su parlamento,
atenazados por el miedo. Así, al alba del 14 de abril del año 3016 de la Tercera
Era, doscientos jinetes de la caballería ligera del ejército de Umbror ocuparon
Lunien —que había sido desmilitarizado en virtud de un acuerdo reciente con
Pietror—, «a fin de garantizar la seguridad de las rutas de caravanas
amenazadas por los bandidos». Pietror respondió anunciando la movilización
de sus tropas y tomando bajo su control el paso de Ciudastela. La trampa se
había cerrado.
Entonces Umbror cometió su segundo error... Lo cierto es que, como siempre
ocurre en estos casos, sólo a posteriori podemos juzgar que aquella decisión
estratégica fue errónea: de haber conducido al éxito (cosa que muy bien pudo
haber ocurrido), seguramente habría merecido la calificación de «genial» en los
anales. El caso es que intentaron dividir la coalición enemiga, sacando del juego
a Marca, que, en última instancia, no se veía directamente afectada por la
situación de Lunien. Con este objetivo, un cuerpo expedicionario, integrado por
los cuatro mejores regimientos del ejército de Umbror, cruzó el río Río Largo.
Este cuerpo debía avanzar a escondidas por la región septentrional de la llanura
de Marca —donde, según los datos de los servicios de inteligencia, no había
fuerzas regulares del enemigo— y unirse al ejército de Fuerteferro. El riesgo era
grande, pero esta vía ya la habían seguido en varias ocasiones otras unidades
de menor entidad. Y si a la espalda de los marqueños aparecía efectivamente
una fuerza de choque capaz de alcanzar Eoderas en cinco jornadas, sin duda
alguna a aquéllos ni se les ocurriría pensar en marchar hacia el sur, vigilando
como estarían día y noche la salida del abismo de Martillo. Entre tanto,
habiéndose quedado Pietror aislado, sería posible empezar a buscar una
solución de compromiso sobre Lunien.
Fue en ese momento cuando el Espejo dijo su palabra. Imaginad lo que
ocurriría si, en una moderna guerra estratégica, uno de los dos bandos
dispusiera de los datos proporcionados por los satélites, y el otro no. Eohmaere,
que se hallaba de hecho bajo arresto domiciliario, recibió de Gandrelf
información exhaustiva sobre los movimientos de los umbrorianos y
comprendió que una oportunidad así sólo se le presenta a un jefe una vez en la
vida. Aprovechándose de la enfermedad de Deoden, y valiéndose de su enorme
popularidad entre las tropas, alertó a las unidades de élite de Marca y las
condujo hacia el norte. No había tiempo que perder: si fracasaban, a Eohmaere
le aguardaba, sin duda, la pena capital por alta traición.
Pero el Espejo no le falló. Cinco días más tarde, el cuerpo expedicionario de
Umbror, sorprendido en plena marcha y sin tiempo siquiera para reorganizarse
debidamente, fue atacado impetuosamente por la caballería acorazada de los
marqueños, oculta hasta entonces en el bosque de Fangaorne. Aquel golpe
inesperado resultó demoledor; no obstante, una parte importante de la
infantería pesada (compuesta fundamentalmente por trolls) consiguió organizar
su célebre formación en «cuadro granítico» y rechazó el asalto durante algunas
horas, causando además numerosas bajas entre los atacantes. Al caer la noche,
intentaron adentrarse en el bosque de Fangaorne, confiados en que podrían
eludir la persecución de la caballería en la espesura; sin embargo, uno tras otro
fueron cayendo bajo las flechas envenenadas de los elfos, los cuales les fueron
dando caza metódicamente, apostados en las copas de los árboles.
Los marqueños pagaron un alto precio por la victoria, pero la élite del ejército
de Umbror, integrada en el cuerpo expedicionario, había dejado de existir; tan
sólo la caballería ligera orocuena logró escapar. Eohmaere regresó triunfante a
Eoderas, y Deoden se vio obligado a fingir que todo obedecía a un plan
previamente acordado. Al mismo tiempo, se presentaron públicamente ante el
rey pruebas de que el cónsul de Fuerteferro llevaba a cabo acciones de espionaje
en la capital de Marca; como es sabido, esto es algo a lo que se dedican
prácticamente todos los diplomáticos desde que el mundo es mundo, pero
Deoden, que ahora se veía obligado a seguir la estela del «partido de la guerra»,
no tuvo más remedio que declarar a Wyrmtunga persona non grata.
Mientras tanto, las tropas de Marca, ebrias aún por la victoria de Fangaorne,
se concentraron ante las puertas de palacio y, haciendo resonar los escudos con
sus espadas, exigieron que su amado Eohmaere los guiara, fuera a donde fuera.
Y cuando éste alzó su sable, e hizo como si atravesase con él el sol, que en ese
momento declinaba hacia el ocaso —«¡A Fuerte-ferro!»—, Gandrelf, algo
apartado, al amparo de los contrafuertes de la muralla, comprendió que por fin
se había ganado un rato de descanso: misión cumplida.
CAPÍTULO 6

Entre tanto, en el sur se desarrollaba una «guerra extraña». Aunque el paso


de Ciudastela había cambiado tres veces de manos en los últimos dos años,
ninguno de los bandos enfrentados había realizado la menor tentativa de sacar
partido a su éxito y trasladar las acciones militares a la orilla opuesta del Río
Largo. Aquellas acciones recordaban más bien una sucesión de «pasos
honrosos», algo así como torneos de caballeros o combates de gladiadores: los
nombres de los mejores luchadores eran conocidos en ambos lados del frente, y
las apuestas que se hacían por unos u otros no dependían de los sentimientos
patrióticos de los jugadores; los oficiales rivalizaban en gentileza y, antes de
traspasar al contrario con la espada, no se olvidaban de felicitarle con motivo de
la onomástica de su monarca o de alguna otra fiesta patronal. La única nota
disonante en esa sublime sinfonía del homicidio cortés procedía de los
destacamentos de montaraces occidentales, caídos en aquel lugar como las
avispas sobre la mermelada; éstos se ocupaban principalmente de los «actos de
sabotaje de las comunicaciones del enemigo» o, dicho sin rodeos, de los asaltos
a las caravanas. Los umbrorianos no les consideraban combatientes enemigos,
sino simples bandoleros, con quienes no hay nada de que tratar en tiempo de
guerra, así que bastantes de ellos colgaban de los frondosos robles que jalonan
la carretera de Lunien; los norteños, cuando se presentaba la ocasión, pagaban a
los umbrorianos con la misma moneda. Como es fácil suponer, a los ojos de la
gente sencilla destinada al frente, como Tserleg, aquella «guerra» parecía un
auténtico manicomio.
La batalla de Fangaorne cambió abruptamente la situación. Ya antes, los
ejércitos de Umbror y Fuerteferro apenas sumaban la tercera parte de efectivos
que los integrantes de la coalición entre Pietror y Marca. Tras el desastre del
cuerpo expedicionario, Umbror parecía haber agotado sus posibilidades de
desarrollar una estrategia defensiva: no había manera de retener Lunien con las
fuerzas allí disponibles. Éstas eran, desde luego, más que suficientes para
defender los fuertes enclavados en el paso entre las Montañas Sombrías y las
Montañas Cenicientas, pero eso no serviría de nada. Los pietrorianos y los
marqueños no tendrían ninguna necesidad de tomarlos al asalto: les bastaría
sencillamente con mantenerlos bloqueados y aguardar a que Umbror capitulara
o muriera de hambre. Analizando fríamente las posibles combinaciones, en
Torreumbría comprendieron que sólo había una oportunidad de romper esa
presión asfixiante.
Hasta entonces, y mientras Fuerteferro se había mantenido libre, a espaldas
de los marqueños, éstos no se habían atrevido a lanzar sus tropas al sudeste,
cruzando Solarien. No era nada sencillo tomar Fuerteferro, a pesar de que su
ejército no fuera numeroso, pues Marca, poco desarrollado, carecía de una
técnica de asedio adecuada. En consecuencia, Umbror disponía aún de algún
tiempo: al menos, de medio año. En ese plazo, con el pretexto de la guerra de
baja intensidad en Lunien, el estado debería concentrar todas las fuerzas
disponibles, decretando la movilización general y contratando mercenarios:
vastakos y surenios. Después, tendría que dirigir súbitamente toda esa fuerza
contra Pietror, privado temporalmente de la ayuda de Marca, y aniquilar su
ejército en el curso de una guerra relámpago, para zanjar por último el conflicto
mediante la conocida fórmula de «paz por territorios» (conservando el paso de
Lunien). El riesgo era inmenso, ¡pero no había elección!
El Espejo estimó que este plan tenía unas magníficas posibilidades de éxito.
Gandrelf se subía por las paredes: a todo esto, la guerra en el noroeste no iba ni
mucho menos todo lo bien que esperaba. Es cierto que Eohmaere, tras realizar
una impetuosa marcha hacia poniente, pudo controlar el estratégico abismo de
Martillo, venciendo en la sangrienta batalla de Horn, y se adentró por el valle
del Ferro. En la práctica, sin embargo, esta victoria de los marqueños resultó
pírrica: las bajas de los atacantes fueron tan cuantiosas que no cabía pensar ya
en el asalto directo a Fuerteferro; sólo quedaba el recurso al asedio, justamente
lo que Umbror pretendía.
Fueron los elfos los que encontraron la solución. Al acercarse a Fuerteferro,
los marqueños vieron con asombro que en su lugar había un espejo de agua,
resplandeciente a la luz del ocaso, donde se alzaba, de forma incongruente,
como un tronco caído en un pantano, la ciudadela de Fuerteferro, Torre
Colmillo. Los elfos habían resuelto el problema de forma expeditiva:
destruyeron de noche los diques del Ferro e inundaron la ciudad dormida con
todos sus defensores. Gandrelf, espantado, y Eohmaere, fuera de sí (en el fondo
del lago artificial se encontraban ahora todas las riquezas de Fuerteferro, las
cuales constituían el verdadero objetivo de los marqueños), fueron a pedir
explicaciones a los elfos.
Regresaron ya de noche, en completo silencio y evitando mirarse el uno al
otro. Eohmaere, en respuesta a las preguntas embarazosas de sus oficiales sobre
la conveniencia de celebrar la victoria, soltó: «Haced lo que queráis», y se retiró
a su tienda, donde bebió a solas hasta perder el sentido, cosa que antes nunca
había hecho. Gandrelf, por alguna razón, se dirigió a toda prisa a Torre
Colmillo, donde trató de negociar con Searuman, que se había atrincherado allí;
tras recibir una desdeñosa negativa, se sentó, abatido y sin fuerzas, al borde del
agua, con la vista fija en el reflejo oscilante de la luna... «En el fondo, lo más
probable es que los elfos estén en lo cierto: lo importante ahora es que tenemos
las manos libres en el norte, y los marqueños podrán marchar hacia el sur...
Pero el Espejo... A ver si va a resultar ahora que ese tiquismiquis de Searuman
tenía razón... No, mejor no pensar en eso... En cualquier caso, ya no hay vuelta
atrás... Y ese montaraz occidental, ¿cómo se llamaba? ¿Altagorn?, ¿Altahorn?
Qué curioso: ¿por qué habrá recurrido de repente a los elfos?...»
Mientras tanto, la guerra en el sur seguía su curso. Ni que decir tiene que un
movimientos de tropas a gran escala como el emprendido por Umbror no
habría podido eludir el espionaje enemigo, incluso aunque éste no hubiera
dispuesto del Espejo. También Pietror había comenzado a trasladar hacia Torre
Vigía tropas de sus aliados de Ribera Larga, Ethir y Colina de Rotam, pero
Umbror se les había anticipado. Tras realizar con éxito una maniobra de
distracción en el norte —en principio, contra Onirien, dirigiéndose después
contra Ciudad del Lago— que retuvo allí al grueso de los elfos, el ejército
umbroriano cayó sobre Pietror con toda su potencia. Por el camino, habían
tomado Ciudastela; al cabo de seis días, el triunfante Ejército del Sur, tras
desalojar y dispersar a las fuerzas pietrorianas —que en conjunto eran más
numerosas, pero estaban peor organizadas—, se apostaba, con todos sus
medios de asedio, junto a las murallas de Torre Vigía, que no había tenido
tiempo de aprestarse para la defensa: ya antes, las recias fortificaciones de los
Campos Cercados habían sido tomadas al asalto en tan sólo dos horas. Así que,
cuando en los aposentos de Enetor el miralejos se reactivó de pronto y Auron le
ofreció la paz inmediata, a cambio del reconocimiento del derecho de Umbror a
mantener una presencia militar limitada en Lunien, el rey de Pietror se avino a
ello sin demora, pensando, con toda razón, que estaba haciendo un magnífico
trato. Pero lo que siguió fue inexplicable.
Al día siguiente, en el miralejos de Auron apareció un hombre con capa
blanca, que se presentó como Peregrino, comandante de las tropas de Torre
Vigía. La firma de la paz, lamentablemente, debería ser aplazada por unos días,
ya que el rey de Pietror había enfermado repentinamente. ¿Que por qué no es
Aramir el que lleva las negociaciones? Ay, el príncipe se encuentra,
literalmente, entre la vida y la muerte: le han herido en la batalla con una flecha
envenenada. ¿Cómo que de quién era la flecha? ¿Que el ejército de Umbror no
está equipado en ningún caso con flechas envenenadas? Ejem... Con toda
franqueza, él no está al corriente... En cuanto al príncipe Oromir, ¡ay!, hace ya
varios meses que se le da por desaparecido en algún lugar del norte. En
resumen, hay que esperar como una semana, hasta que el rey supere su
dolencia; sí, sí, no es más que una formalidad sin importancia...
Y los umbrorianos se pusieron a esperar. La guerra estaba ganada, pronto
volverían a casa; por supuesto, la disciplina es algo sagrado, pero, ¿es que
hemos vencido por pura casualidad, o qué? Al fin y al cabo, si Fuerteferro cae y
los marqueños se dirigen hacia el sur, Searuman nos lo hará saber, así que, en el
peor de los casos, tendremos tiempo para prepararnos...
Si hubieran sabido que el miralejos de Searuman permanecía callado
precisamente porque Wyrmtunga, que se había pasado hacía tiempo al bando
vencedor, se lo había llevado consigo, y que el ejército de Marca estaba a tan
sólo tres días de camino...
CAPÍTULO 7

Pietror, Campos Cercados


15 de marzo de 3019

Los umbrorianos no se percataron del engaño hasta el momento en que en el


borde septentrional del blanco manto de niebla que cubría los Campos
Cercados empezó a extenderse, como una mancha parda, el ejército de Marca.
Simultáneamente, de las puertas abiertas de Torre Vigía salieron en tropel los
soldados pietrorianos, que acto seguido se dispusieron en orden de combate.
Pero la rabia multiplicó la fuerza de los decepcionados «vencedores»; éstos
cayeron sobre los pietrorianos y los pusieron en fuga antes de que los
marqueños pudieran acudir en su ayuda, y a punto estuvieron de arrollarlos,
forzando con ello su entrada en la ciudad. La caballería acorazada de Marca,
exhausta tras la larga marcha, defraudó las esperanzas depositadas en ella: en
vista de su escasa movilidad, los ágiles jinetes orocuenos la cubrieron
metódicamente con una lluvia de flechas, eludiendo fácilmente el combate
cuerpo a cuerpo. Y aunque el número de efectivos del Ejército del Sur
umbroriano era apenas la mitad que el de sus oponentes y, para colmo, habían
sido cogidos por sorpresa, el platillo de la balanza empezaba claramente a
inclinarse de su lado.
Sin embargo, en aquel momento, en la retaguardia de los umbrorianos, en la
zona sudoriental de los Campos Cercados, aparecieron unidades de refuerzo
enemigas. Acababan de desembarcar de una nave que venía surcando el Río
Largo; no eran muy numerosas, y la jefatura umbroriana restó importancia a los
primeros informes, alarmistas: «¡No hay forma de acabar con ésos!». A todo
esto, la lucha se reavivaba. Por el norte, los arqueros de Opar y la caballería
orocuena, maniobrando con gran destreza, anularon por completo a los jinetes
acorazados marqueños; hacia occidente, los olefauntes de combate de los
surenios desalojaron y dispersaron a la infantería pietroriana, y las compañías
de ingenieros hicieron añicos en irnos minutos las renombradas puertas de la
ciudad —de platagrís, se decía— y empezaron a bombardear con sus catapultas
las fortificaciones interiores. Tan sólo en la parte sudoriental surgieron serios
contratiempos: las tropas recién desembarcadas se abrían paso como un
cuchillo caliente en la mantequilla. Cuando el comandante en jefe del Ejército
del Sur se presentó en el sector afectado, se encontró con el panorama siguiente:
Por el campo de batalla, en completo silencio, avanzaba sin prisa una falange
formada por seis filas de aproximadamente cien efectivos cada una. Los
soldados, vestidos con capas grises y capuchas que les cubrían el rostro, estaban
armados únicamente con largas y finas espadas álficas; no portaban corazas, ni
yelmos, ni siquiera escudos. Había algo en el aspecto de los combatientes de las
primeras filas que resultaba totalmente incongruente, pero el general tardó
algunos segundos en percatarse de lo que ocurría: estaban literalmente
recubiertos de flechas de Opar, de tres pies de largo, pero se movían como si tal
cosa... Los dirigía un jinete que se mantenía por detrás de ellos; llevaba un
yelmo con la visera calada y vestía una gastada capa de camuflaje, propia de un
montaraz occidental. Pese a que el sol estaba casi en el cénit, el jinete proyectaba
una larga sombra, negra como el carbón; en la falange, en cambio, no se veía ni
una sola sombra.
Al jefe del Ejército del Sur le habían comunicado, entre tanto, que ni la
caballería ni los olefauntes de combate eran capaces de romper la formación de
aquellos guerreros: los animales, al verlos, se aterrorizaban y perdían el control.
La invulnerable falange continuaba ganando terreno hacia el noroeste; por
suerte, su avance era más bien lento, y marcadamente rectilíneo. La infantería
acorazada troll logró frenar su progresión, mientras los ingenieros se las
apañaban para arrastrar hasta allí, desde las murallas, dos baterías de
catapultas. El general acertó en sus cálculos: en el momento previsto la falange
enemiga vino a situarse en una hondonada, y entonces las catapultas,
emplazadas en la cresta contigua, abrieron un fuego huracanado, desde una
distancia y con una inclinación previamente fijadas. En un instante, grandes
vasijas cargadas de nafta convirtieron la hondonada en un volcán en erupción,
y un grito de victoria de los umbrorianos estalló bajo la bóveda del frío cielo
marceño.
Estalló el grito, pero para extinguirse de inmediato: tras la explosión de las
bombas anaranjadas, las hileras de soldados grises seguían avanzando entre las
llamaradas de nafta. Sus humeantes ropas estaban desgarradas; algunas ardían
vivamente. También ardían las astas de las flechas ensartadas en sus cuerpos.
Una de aquellas teas vivientes —la cuarta por la derecha de la primera fila— se
detuvo de pronto y empezó a descomponerse en pequeños fragmentos,
despidiendo una lluvia de chispas; quienes marchaban a su lado cerraron de
inmediato la formación. Era evidente que el bombardeo había hecho mella en
los soldados grises: en la parte central de la hondonada, la más castigada, al
menos medio centenar de aquellos humeantes tizones quedaron hechos añicos;
con todo, algunos de ellos no dejaron de intentar levantarse y seguir adelante.
El comandante en jefe dio un brusco puñetazo en el arzón de la silla: el daño
le devolvió al mundo real y en su cabeza, nada más despertarse, se disiparon en
cuestión de segundos los desdibujados restos de la pesadilla...
¡Y un rábano! Seguía estando, como antes, en los Campos Cercados, al borde
de la hondonada llameante, y sus soldados, dispuestos como estaban a seguirle
hasta el fin del mundo, le daban ahora la espalda, huyendo en desbandada,
pues lo que ocurría no era, sencillamente, de su incumbencia. En ese momento,
sin pensárselo dos veces, blandió su yatagán y, profiriendo un grito atronador
—¡Por Umbror! ¡Por el Ojo!—, lanzó su argamak al galope y recorrió el flanco
derecho de la formación gris, pues era precisamente en ese lado donde suponía
que encontraría al occidental del yelmo con la visera calada.
Cuando el general del Ejército del Sur se aproximó a la falange, el caballo, de
pronto, dio un resoplido y se encabritó, y poco le faltó para derribar a su jinete.
Hasta entonces, éste no había examinado debidamente a los combatientes
enemigos; ahora comprendía que los numerosos «alarmistas» de aquel día no
habían exagerado. En verdad, se trataba de muertos vivientes: venerables
momias apergaminadas con la boca y los ojos cuidadosamente recosidos;
ahogados deformes e hinchados que supuraban una mucosidad verdosa;
esqueletos con restos andrajosos de piel ennegrecida. Ni un especialista en
anatomía patológica se atrevería a señalar la causa de su fallecimiento. Los
muertos se situaron delante de él, y el silencio fue roto por un leve sonido que
helaba el alma: era como el gruñido de un mastín antes de lanzarse sobre el
enemigo para hacer presa en su garganta. Lo cierto es que el general no
disponía de tiempo para dejarse llevar por el pánico: decenas de guerreros
grises se habían adelantado desde el ángulo posterior derecho de la falange, con
la intención evidente de cerrarle el paso hacia el indeciso occidental; así que
espoleó de nuevo a su argamak.
Sorteó la hilera de muertos vivientes con una facilidad que le sorprendió; al
parecer, sus enemigos no eran muy ágiles y en el combate cuerpo a cuerpo no
representaban un serio peligro para un guerrero de su categoría. Un ahorcado,
con la lengua fuera y los ojos desorbitados y medio vacíos, apenas tuvo tiempo
de alzar su espada cuando el jefe del Ejército del Sur, mediante un
relampagueante movimiento horizontal de su brazo, le seccionó la mano con el
arma a la altura de la muñeca; acto seguido, procedió a desmembrar
minuciosamente a aquel guerrero gris hasta dividirlo prácticamente en dos
mitades, siguiendo una línea diagonal que partía del hombro derecho. Los
demás, por alguna razón, se hicieron a un lado, sin hacer mayores esfuerzos por
detenerle. El occidental, mientras tanto, parecía estárselo pensando: no sabía si
combatir o escapar. Sin embargo, considerando que su rival, en aquellas
condiciones, llevaba las de perder, se apeó resueltamente del caballo y
desenvainó su espada élfica. «Así que... ya veo... Muy bien, si no quieres
combatir a caballo, lo haremos a tu manera.» Tras proferir el tradicional grito de
desafió —¡En guardia, bravo caballero!— (aunque pensó por un instante que
aquel bandido del norte difícilmente seria digno del tratamiento de
«caballero»), el comandante en jefe del Ejército del Sur se apeó ágilmente del
caballo. En ese tiempo, la falange se había retirado ya unos cien pasos y
continuaba alejándose; siete de aquellas estantiguas se pararon a cierta
distancia, con los ojos ciegos fijos en los dos combatientes.
En aquel preciso instante, con una repentina lucidez que le causó asombro, el
general cobró plena conciencia de que el desafió no sólo decidiría el destino de
aquella batalla, sino el de toda Midgard durante muchos, muchos años. Y
entonces una voz interior, en un tono extraño, imploró: «¡Aún estás a tiempo;
piénsate bien lo que haces! ¡Piénsatelo bien, por favor!». Era como si tratara de
prevenirle y no supiera cómo hacerlo. ¡Pero si ya lo tenía todo previsto! Ambos
portaban armadura ligera, y en esas condiciones un yatagán curvo se halla
siempre en clara desventaja frente a las rectas espadas occidentales; el tipo no
tenía ninguna pinta de ser zurdo, así que en ese sentido no había que esperar
particulares sorpresas... «Evidentemente, sería más cómodo a caballo, pero no
seamos puntillosos... No hay que darle más vueltas; como suele decirse: ¡la
suerte está echada!»
El occidental estaba a la expectativa; por la razón que fuera, no intentó
ninguna maniobra. Tenía las piernas ligeramente arqueadas; sujetaba con las
dos manos la espada, alzada en posición vertical, con la empuñadura a la altura
de la cintura; toda su reciente indecisión le había permitido recuperarse
perfectamente. El general redujo rápidamente la distancia que los separaba,
hasta situarse a unos siete pasos; tanto se acercó que casi estaba al alcance del
norteño. Empezó a ejecutar una serie de fintas con el cuerpo: primero a la
derecha, luego a la izquierda...; a continuación, recurrió a su maniobra favorita
de distracción: lanzó, como un relámpago, su yatagán por los aires, pasándoselo
de una mano a otra, y así varias veces...
Un golpe terrorífico en la espalda le derribó. Consiguió, pese a todo,
revolverse en el suelo, quedando de costado («parece que no hay daños en la
columna...»), levantó la cabeza y pensó, demasiado tarde ya: «Sí, la verdad es
que los he subestimado... Resulta que estos muertos vivientes pueden moverse
muy deprisa y, lo que es más importante, sin hacer ruido... Esta escoria del
norte...» Sorprendentemente, aún fue capaz de incorporarse sobre una rodilla,
apoyándose en el yatagán a modo de muleta; los muertos, que se habían
apresurado a rodearle por todas partes, estaban parados, con las espadas en
alto, esperando una orden del montaraz. Pero éste no tenía prisa: se había
echado el yelmo hacia atrás y, mientras masticaba una pajita, contemplaba con
curiosidad al enemigo caído. Finalmente, en medio de aquel silencio se oyó su
voz baja y serena:
—¡Bienvenido, mi general! Ya sabía yo que vendrías a luchar cuerpo a
cuerpo, como es propio de vosotros, los nobles —en sus labios se dibujó una
sonrisa burlona—; sólo temía una cosa: que no te avinieras a echar pie a tierra,
siguiendo mi ejemplo. De haber permanecido montado, todo podría haber sido
muy diferente... Me alegro de no haberme equivocado contigo, «bravo
caballero».
—Has hecho trampa.
—¡Serás idiota! He venido para ganar esta guerra y la corona de Pietror, no
para imponerme en un estúpido duelo. El Luchador es testigo de que muchas
veces he jugado a cara o cruz con la muerte, pero siempre he pensado más en el
fin que en los medios.
—Has hecho trampa —insistió el general, tratando de contener la tos, ya que
la boca se le había ido llenando de sangre procedente de los pulmones
destrozados—. Ni siquiera los caballeros de occidente querrán darte ya la
mano.
—Claro que no —se rió el occidental—, porque tendrán que postrarse ante el
nuevo rey de Pietror. Te he vencido en buena lid; al menos, así constará en
todas las crónicas. Pero de ti ni el nombre quedará: ya me ocuparé yo de eso. O
mejor, ¿sabes? —se detuvo cuando estaba dándose la vuelta, sujetando un
estribo—, podemos hacer algo aún más interesante: que te mate un enano, uno
de esos canijillos... de pies peludos. O si no, una mujer... Sí, seguramente; eso es
lo que vamos a hacer...
Dicho esto, montó de un salto y, tras dirigir un gesto fugaz a sus muertos,
espoleó al caballo para que corriera en pos de la falange, que se había alejado
considerablemente. En una ocasión tan sólo, volvió sin querer la vista atrás: ¿me
siguen o no? Pero los muertos seguían donde los había dejado, formando un
estrecho círculo; sus espadas subían y bajaban como mayales.
CAPÍTULO 8

La batalla seguía su curso. Las unidades de Umbror temblaban y se retiraban


sin presentar batalla ante las filas de muertos vivientes, pero en la parte
sudoriental del campo no había más fuerzas de la Alianza de Occidente capaces
de aprovechar la brecha abierta por Altagorn. Además, el combate en la
hondonada había puesto de manifiesto que no se podía considerar
«invulnerables» a los grises: era extremadamente difícil acabar con ellos, pero
no imposible. La falange, que se había visto temporalmente privada de la tutela
de su comandante, siguió impertérrita su avance, hasta meterse, por pura
casualidad, en la zona expuesta a las catapultas estacionarias de largo alcance,
destinadas en principio al bombardeo de la ciudadela de Torre Vigía. Los
ingenieros umbrorianos, sin perder la calma, abrieron fuego en el acto,
lanzando bombas incendiarias de nafta; pero ya no se trataba de vasijas, sino de
toneles de gran capacidad. La falange, golpeada por colosales torbellinos de
fuego, sin poder ver al enemigo —el cual se mantenía a cubierto—, se arrastraba
torpemente, adentrándose a cada paso en el sector de máxima eficacia
destructiva; así, cuando Altagorn, llegado al galope en su caballo empapado en
sudor, ordenó el repliegue inmediato, aquélla se vio obligada a recorrer por
segunda vez aquel trayecto mortífero.
En esta ocasión las pérdidas fueron tan elevadas que el occidental decidió
abrirse paso hacia poniente, antes de que fuera demasiado tarde, y unirse al
grueso de las fuerzas; pero tampoco esto resultaba fácil. En aquellos momentos,
los jinetes orocuenos se arremolinaban como pirañas en torno a la falange,
bastante desorganizada ya, y con gran maestría cazaban a lazo a los muertos —
sobre todo a los de las últimas filas—, los llevaban a un lado y los cortaban
metódicamente en pequeños trozos. Para intentar rescatar a sus camaradas
capturados, los soldados grises se veían obligados a romper la formación, lo
cual no hacía sino empeorar su situación, ya de por sí nada envidiable. Hay que
decir, en honor a Altagorn, que éste fue capaz, pese a todo, de restablecer el
orden cerrado y, enseñando los dientes a base de rápidos contraataques,
condujo a sus guerreros hasta las líneas pietrorianas. Por el camino, él
personalmente degolló a dos oficiales de Umbror. También es cierto que los
últimos cien pasos los debieron recorrer, una vez más, bajo el fuego de las
catapultas de campaña, así que, en resumidas cuentas, sólo algunas decenas de
muertos vivientes llegaron hasta los pietrorianos (y poco faltó para que éstos
huyeran despavoridos).
Así, la falange gris de Altagorn prácticamente había sucumbido, pero su
trabajo ya estaba hecho. En primer lugar, había atraído hacia sí una parte
considerable de las fuerzas de Umbror, especialmente las catapultas, sin las
cuales no era posible tomar las fortificaciones interiores de Torre Vigía. Pero
había otra cosa aún más importante: tras la muerte de su comandante en jefe, el
Ejército del Sur, privado de una dirección única, se había visto arrastrado al
choque cuerpo a cuerpo, al mutuo exterminio, fórmula que, a ciencia cierta, le
conducía a la derrota, dada la superioridad numérica del enemigo. A pesar de
ello, los umbrorianos siguieron batiéndose con pericia y fiereza: aquel día de
marzo estaba ya próximo a su fin, pero la coalición no había sido capaz de hacer
efectiva su abrumadora superioridad. Las acciones más decisivas tenían lugar
por el norte, donde la infantería acorazada troll y los arqueros de Opar, pese a
las numerosas pérdidas, no permitían a los marqueños romper sus líneas
defensivas.
... Eohmaere cabalgaba a buen paso, inspeccionando la formación de la
caballería de Marca y Colina de Rotam, que acababa de retroceder, tras un
nuevo ataque infructuoso, el cuarto ya de aquel día. La verdad es que llamar
«formación» a aquel deprimente montón de hombres y caballos, muchos de los
cuales estaban heridos y todos sin excepción agotados hasta la extenuación,
resultaba muy discutible. Precisamente, Eohmaere estaba tratando de ajustarse
la visera del yelmo, abollada por el mazazo que le había propinado un surenio,
cuando le comunicaron que entre los caídos en el último ataque se encontraba
Deoden. Tras la victoriosa campaña de Fuerteferro, al anciano se le había
metido en la cabeza la idea de que Eohmaere, inevitablemente, intentaría
aprovecharse de su futura gloria como vencedor en Pietror y le arrebataría la
corona, por lo que decidió someter a su sobrino a una atenta vigilancia. Por ese
motivo, el propio Deoden encabezó la expedición de Marca al sudeste, y tanto
en el combate mismo como en el conjunto de la campaña impidió que el
popular caudillo dirigiera las tropas. El rey estaba firmemente decidido a
vencer en esa batalla personalmente, «sin ayuda de ningún mocoso»; así, sin
atender consejos tácticos de nadie, condujo al desastre, en una serie de
insensatos ataques frontales, a la flor de las tropas de Marca. Pero ahora
también él había muerto.
Eohmaere, tras asumir el mando, pasó revista a las sombrías hileras de
marqueños, arrecidos por el penetrante viento de marzo: se sentía como un
médico a quien se autoriza a aplicar un tratamiento compasivo cuando el
enfermo ya ha entrado en coma. Lo más humillante era que el ejército de
Umbror se encontraba en un estado igualmente lamentable, si no peor; su
experiencia y su infalible olfato de general le decían que, en aquel momento,
con una sola acción impetuosa se podría decidir el resultado de la batalla. Veía
claramente cuáles eran los puntos débiles en la defensa del enemigo, y sabía
perfectamente adonde convenía dirigir los ataques, y cómo culminarlos con
éxito después; pero era igualmente consciente de que en aquel preciso instante
no se habría atrevido a ordenar a sus hombres que atacaran. Pues hay una ley
de hierro: sólo podemos dar una orden si estamos convencidos de que se va a
cumplir; de no ser así, el ejército deja de tener sentido. «Pero lo que es a éstos»,
presentía con toda nitidez, «hoy no hay quien los obligue a atacar; así no hay
nada que hacer.»
Entonces detuvo su caballo, mandó descabalgar a todo el mundo, para que
pudiera verle más gente, y pronunció este discurso, más bien inusual en una
guerra:
—Muchachos, todos somos mortales: que nos vaya a tocar un poco más
pronto o un poco más tarde, ¿qué carajo importa? En mi opinión, lo
fundamental es lo que venga después. Seguramente, estaréis pensando que a
vuestro general le ha dado algo: no ha encontrado mejor ocasión que ésta para
ponerse a meditar acerca de la otra vida. Pero para mí, justamente, ésta es la
mejor ocasión. ¿Cuándo si no? Somos gente sencilla: no nos gusta complicarnos
la vida; para nosotros, las cosas son como son, y no tienen vuelta de hoja... Hay
opiniones para todos los gustos, pero en un punto casi todo el mundo está de
acuerdo: seremos premiados de acuerdo con nuestra fe. En una palabra, que si
alguien piensa que el cuerpo se descompone y no queda nada de él en este
mundo, más que un puñado de polvo, eso es justamente lo que le ocurrirá.
Otras creencias son más vistosas: algunos dicen, por ejemplo, que andaremos
vagando como sombras por el mundo subterráneo hasta quedarnos
congelados... aunque, para llevar esa vida, la verdad es que más nos vale
pudrirnos de una puñetera vez junto con nuestra envoltura mortal. Hay otros
que piensan en tumbarse a la bartola en la hierba hasta el fin de los siglos,
bebiendo néctar divino y tocando el laúd; no está mal, pero es un poco
aburrido, para mi gusto. Pero en las tierras de oriente existe, muchachos, una fe
maravillosa, a mí me la descubrió hace ya tiempo un predicador errante; quiero
decir que, en general, está muy bien, hablo en serio, pero sobre todo es su
paraíso lo que a mí me parece perfecto.
Miró a su alrededor; parecía que le escuchaban, así que prosiguió:
—Allí hay palacios celestiales, y en ellos se celebran banquetes, infinitamente
mejores que los de las bodas reales, donde el vino corre a raudales... Pero el
punto fuerte, muchachos, son las huraníes. Unas jóvenes, que siempre tienen
dieciocho años, de una belleza indescriptible... Sus cualidades, cualquiera las
puede comprobar, de arriba abajo, porque lo único que las cubre es... un
brazalete dorado. Y lo que es en la cama, ¡no hay en la tierra mujeres tan
diestras como ellas!, ¡ni de lejos! Pero hay una pega: el camino que lleva a ese
palacio increíble sólo está abierto a los hombres justos y libres de todo pecado;
así que a nosotros —hizo aquí un gesto de resignación— no nos dejarán pasar...
Una agitación leve, pero notoria, recorrió las filas; surgió y cesó después un
murmullo de desaprobación; alguien, indignado, soltó: «¡Basta ya de tomarnos
el pelo!»... Pero Eohmaere levantó la mano con firmeza y se hizo nuevamente el
silencio, roto tan sólo por el susurro mortecino de las hierbas del año anterior.
—Mejor dicho: no nos dejarían pasar, pero han pensado en una solución para
los tipos indeseables como nosotros. Según esta religión admirable, a cualquiera
que caiga con honor combatiendo por una causa justa (¿y quién se atrevería a
decir que nuestra causa no es justa?) le perdonan todos los pecados y
automáticamente se le cuenta entre los justos. Así que si alguno decide entrar
en ese paraíso llevando a partir de ahora una vida ejemplar, él sabrá lo que se
hace. Yo personalmente no tengo esa esperanza, y por eso me dispongo a
ganarme el trato con las huraníes aquí y ahora, cayendo con valentía. ¿Cuándo,
si no, se me iba a presentar otra oportunidad así? Los que quieran y puedan,
que me sigan; a los demás, ¡que les vaya bien!
Entonces, se alzó sobre los estribos y con voz atronadora hizo un llamamiento
hacia lo alto, aplicando a la boca, a modo de megáfono, una manopla de la
armadura:
—¡Eh-eh-eh, chicas! Aunque la hora no sea la más apropiada, ya podéis abrir
vuestro burdel celestial. Preparaos para recibir a los tres mejores regimientos de
caballería de Marca. Me apuesto la cabeza contra una flecha rota a que no os
olvidaréis de estos clientes hasta que os hagáis viejas. Ha llegado la hora de
atacar, así que en unos diez minutos iremos a visitaros al cielo. ¡Podéis iros
lavando, mientras tanto!
Y se produjo el milagro: ¡los hombres empezaron de repente a recobrar el
ánimo! En las filas se oyeron risas y complejas discusiones: en el ala derecha
querían saber si con las huraníes hay riesgo de pillar la blenorragia y, en tal
caso, si en ese paraíso tardan mucho en curarla. El príncipe de Colina de Rotam,
Rahil, un buen mozo de negros bigotes, famoso por sus aventuras amorosas,
habiéndose aproximado entre tanto a Eohmaere, se dirigió a un jovencillo del
ala izquierda, que se había puesto colorado como una amapola:
—¡No seas vergonzoso, corneta! Los entendidos dicen que en esa casa se
encuentran beldades para todos los gustos. Seguro que a ti te han reservado una
colección entera de señoritas románticas; estarán esperando impacientes a que
vayas a recitarles poemas a la luz de la luna.
La carcajada general hizo que al joven se le subieran aún más los colores, y
sus ojos, ocultos bajo unas pestañas sedosas, muy femeninas, brillaron con
rabia. Pero Eohmaere obligó entonces a su caballo a realizar un brusco giro, de
modo que los cascos del animal hicieron saltar fragmentos de tierra; después
agitó los brazos:
—¡Montad, muchachos! Seguro que la madama de ese sitio ha encargado los
mejores vinos para sus nuevos clientes. Juro por la risa del Luchador que cada
uno de vosotros tendrá hoy tanto vino de Aguamarga que podrá ahogarse en él:
algunos en el cielo, los demás en la tierra. A los caídos les servirán los Dioses; a
los vivos, el rey de Marca. ¡Seguidme!
Dicho esto, arrojó hacia atrás el maltrecho yelmo y, sin volver ya más la vista,
espoleó el caballo, dirigiéndolo hacia un punto, en medio de aquel muro
impenetrable de la infantería acorazada troll, donde su experta mirada había
detectado un diminuto remiendo: el que formaban los escudos redondos y
oscuros de los lanceros vastakos. El viento de cara silbaba en sus oídos,
acariciándole los cabellos pajizos, apelmazados por el sudor; a su lado, estribo
con estribo, volaba Rabil.
—¡Por todos los diablos, príncipe; poneos el yelmo! ¡Hay arqueros a la
derecha!
—¡Después de vos, bravo caballero! —El príncipe forzó una sonrisa y,
haciendo molinetes con la espada por encima de su cabeza, gritó con la voz
cascada de tanto dar órdenes—: ¡Colina de Rotam y el Cisne!
—¡Marca y el Caballo Blanco! —replicó Eohmaere, y a sus espaldas crecía en
un grandioso staccato el estruendo de millares de cascos de caballos; los jinetes
de Marca y Colina de Rotam marchaban al último ataque: el de la victoria o el
de la muerte.
CAPÍTULO 9

Es bien sabido que los soldados vastakos no son como los trolls; la acometida
de Eohmaere los dispersó como si fueran bolos, y el fulgurante ataque en cuña
de la caballería occidental resquebrajó la coraza que formaban las líneas
defensivas de Umbror. Casi de inmediato, en la retaguardia umbroriana se
introdujo una segunda cuña, muy incisiva: eran los restos de la falange gris de
Altagorn, encuadrados ahora en la infantería acorazada de Pietror. Cerca de las
seis de la tarde, ambas cuñas confluyeron en el corazón del Ejército del Sur, en
las proximidades de su campamento. Con ello, la batalla como tal concluía, y
comenzaba la destrucción: una hoguera colosal, surgida donde antes estaba el
parque con los materiales para el asedio, tan pronto arrancaba de la creciente
oscuridad un carro orocueno lleno de heridos, atascado en el barro, como un
olefaunte recubierto de flechas, que recorría el campo sin control, aplastando a
propios y extraños. Eohmaere, que en mitad de todo aquel barullo triunfal se
había topado con Altagorn, estaba abrazando solemnemente, entre gritos de
victoria que se oían por doquier, a su colega de mando, cuando advirtió que un
jinete venía hacia él al galope: era el corneta tímido de antes. El chico, en honor
a la verdad, había exhibido una gran valentía, digna de premio: cuando los
marqueños se encontraron con los restos de la caballería meridional en las
proximidades del campamento umbroriano, se había enfrentado con un
teniente surenio y, para asombro de todos, había derribado de su silla al gigante
negro, arrebatándole la capa carmesí con el Dragón, la misma que ahora agitaba
sobre su cabeza en señal de victoria. Tras desmontar a una decena de pasos de
los caudillos, que le miraron paternalmente, el corneta se quitó el yelmo,
sacudió la cabeza como un caballo impetuoso, y de pronto sus hombros se
cubrieron con una abundante cabellera: ésta brillaba en la luz dorada del ocaso
como los altos tallos de las estepas de Marca.
—¡Eohwyn! —apenas acertó a pronunciar Eohmaere—. Qué diablos...
La joven guerrera, por toda respuesta, le sacó la lengua y, tras arrojarle de
mala manera la capa surenia a su hermano —quien se quedó aturdido,
sujetando contra el pecho el trofeo de su hermana—, se detuvo ante Altagorn.
—Salud, Alti —dijo tranquila, pero sólo la Señora de la Piedad sabría decir lo
que le costaba aparentar esa tranquilidad—. Te felicito por la victoria. Ahora
todos los pretextos a propósito del «servicio militar» han perdido su vigencia, a
mi entender. Y si ya no te soy necesaria, dilo claramente: juro por las estrellas
de la Exaltada que dejaré al instante de amargarte la vida.
«Cómo podías pensar eso, mi bella amazona»; y ahí está ahora ella, sentada
de través en su silla, con la mirada resplandeciente, susurrándole tonterías, y
luego le besa despacio, muy despacio, en presencia de todas esas personas
venerables —pues las muchachas de Marca en general no hacen mucho caso de
los convencionalismos del sur y, desde luego, la heroína de la batalla de los
Campos Cercados se ríe abiertamente de esas cosas—. Pero Eohmaere
observaba ese idilio con gesto sombrío y se decía: «Serás idiota; abre bien los
ojos: en su cara se puede leer quién eres tú para él y quién es él para ti. Por qué
será que estas bobas caen siempre en manos de aventureros así... Si al menos
fuera un guaperas de ésos...». La verdad es que no era el primero de ese mundo
que pensaba así, ni sería el último; y lo mismo pasa en otros mundos...
Por supuesto, no dijo nada de todo eso en voz alta, y se limitó a pedirle: «A
ver, enséñanos qué te pasa en la mano»; pero cuando ella se puso a dar
lecciones —en primer lugar, que si ya era mayor de edad y sabía lo que hacía;
en segundo lugar, que si aquello no era ni siquiera un rasguño, sino
sencillamente...—, entonces él soltó tal grito que dejó sordo a todo el mundo, y
en términos sencillos y enérgicos le explicó a la heroína de los Campos
Cercados lo que haría con ella si antes de contar hasta tres no estaba en el
puesto de primeros auxilios. Eohwyn, riéndose, se cuadró ante él —¡A sus
órdenes, mi capitán!— y sólo viendo el cuidado, nada frecuente en ella, que
puso al subir al caballo, comprendió Eohmaere que aquello no tenía pinta de ser
un simple rasguño. La muchacha, sin embargo, aún tuvo tiempo de apretarse
contra el pecho de su hermano —«Anda, Eohm, no te enfades, porfa; si quieres,
dame unos azotes bien dados, pero no se te ocurra ir con el cuento a nuestra
tía»— y frotarle la mejilla con su nariz, como cuando eran niños... Altagorn los
miraba sonriente, y a Eohmaere le dio un vuelco el corazón al sorprender la
mirada del montaraz: sus ojos eran exactamente iguales que los de un arquero
en el momento de soltar la cuerda.
Sólo al día siguiente comprendió el significado de aquella mirada, cuando,
sin duda alguna, ya era demasiado tarde. Aquel día, en la tienda de Altagorn se
reunió el consejo militar, que contó con la asistencia de Rahil, Gandrelf-
Peregrino y algunos caudillos elfos (su ejército había llegado por la noche,
cuando ya había acabado todo). En aquella reunión, el occidental le expuso sin
rodeos al heredero al trono de Marca —o más bien, a quien ya era rey— que a
partir de aquel momento ya no era su aliado, sino su subordinado, y que la vida
de Eohwyn, que se encontraba en el hospital de Torre Vigía, sometida a una
vigilancia especial, dependía enteramente de la sensatez de su hermano.
—Oh, no cabe duda de que mi queridísimo Eohmaere puede atravesarme con
su espada aquí mismo, y contemplar luego en el miralejos lo que le ocurra a su
hermana; el espectáculo no será apto para pusilánimes. No, ella, claro está, no
sospecha nada de esto; os aseguro que es conmovedor ver cómo colabora en el
cuidado del príncipe Aramir, que ha resultado herido de gravedad. ¿Cómo?
¿Garantías? La mejor garantía es el buen juicio: en el momento en que yo acceda
al trono del Reino Unido de Pietror y Reinor, ya nadie será un peligro para mí...
»¿De qué modo? Pues es muy sencillo. El rey de Pietror, como ya sabéis, ha
muerto; sí, sí, es una tragedia espantosa: enloqueció y se arrojó vivo a la pira
funeraria, imaginaos... El príncipe Aramir fue herido con una flecha
envenenada y tardará en curarse... si es que se cura, eso depende... ¡ejem! de
muchas circunstancias. ¿El príncipe Oromir? Ay. No existe esa esperanza: cayó
peleando contra los orocuenos en el Río Largo, más allá de las cataratas de
Sóror; yo personalmente deposité su cuerpo en la nave funeraria. Y mientras
dure la guerra, yo, como sucesor de Lunildur, no tengo derecho a dejar al país
en la anarquía. Por tanto, asumo la jefatura del ejército de Pietror y de todas las
fuerzas armadas de la Alianza de Occidente... ¿Queríais decir alguna cosa,
Eohmaere...? ¿Nada?
«De ese modo, iniciaremos de inmediato la marcha sobre Umbror; la corona
de Pietror sólo la podré aceptar, se entiende, cuando regrese de allí victorioso.
En cuanto a Aramir, me inclino a cederle el principado de alguna de las tierras
de Pietror: Lunien, sin ir más lejos; a decir verdad, siempre se ha interesado más
por la poesía y la filosofía que por los asuntos de gobierno. En cualquier caso,
no conviene hacer tantas conjeturas: ahora mismo el estado del príncipe es
crítico, y sencillamente podría no sobrevivir hasta nuestro regreso. En
consecuencia, rogad sin cesar por su restablecimiento mientras dure nuestra
campaña, mi querido Rahil; dicen que las oraciones del mejor amigo tienen un
valor especial para los Dioses...
—¿Cuándo salimos? Muy pronto, en cuanto aplastemos en Ciudastela los
restos del Ejército Meridional. ¿Hay más preguntas? No hay preguntas.
En cuanto la tienda se quedó vacía, un hombre con una capa gris, a espaldas
de Altagorn, expresó un reproche respetuoso:
—Habéis corrido un riesgo innecesario, Majestad. Ese Eohmaere no estaba de
muy buen talante, que digamos... Podía perfectamente haberlo mandado todo
al diablo y haberos asestado un golpe...
El montaraz volvió apenas la cabeza y dijo entre dientes:
—Para ser un colaborador de la guardia secreta me pareces, en primer lugar,
un tanto indiscreto y, en segundo lugar, poco observador.
—Os pido disculpas, Majestad... ¿Lleváis la cota de platagrís bajo la ropa?
La mirada burlona de Altagorn recorrió el rostro bronceado y seco de su
interlocutor, deteniéndose por un momento en las hileras de agujerillos que
orlaban sus labios. Durante cerca de medio minuto se mantuvieron en silencio.
—Ya estaba yo casi seguro de que los sesos se te habían quedado dormidos
en la cripta y encima te pones a preguntar de dónde la he sacado... Por cierto,
siempre se me olvida preguntarlo: ¿por qué os cosen la boca?
—No sólo la boca, Majestad. Se considera que todas las aberturas del cuerpo
de una momia tienen que estar herméticamente cerradas; de no ser así, el alma,
tras alejarse del cuerpo, regresaría a los cuarenta días y se dedicaría a vengarse
de los vivos.
—Un método extremadamente ingenuo... esto... de anticoncepción.
—En efecto, Majestad —se permitió una sonrisa la figura gris—. Yo soy la
prueba viviente de eso.
—Bueno, viviente... ¿Y cómo funciona eso de «vengarse de los vivos», por
cierto?
—Sólo cumplimos órdenes. Nuestra sombra es vuestra sombra.
—O sea, ¿que te da igual lo que yo te ordene: matar a un niño pequeño o ser
un padre para él?
—Absolutamente igual. Cumpliré una orden o la otra lo mejor que pueda.
—Muy bien, eso me conviene... Te vas a ocupar de lo siguiente. Hace unos
días uno de mis compañeros de armas en el norte, un tal Anakit, estaba
borracho y se jactó ante sus amigos de que pronto sería tan rico como Zingol;
por lo visto, dispone de informaciones sobre cierta espada legendaria, a cambio
de la cual hay gente dispuesta a pagar cualquier suma. Esas historias deben
cesar de inmediato.
—Así se hará, Majestad. A los que presten atención a esas habladurías...
—¿Por qué?
—¿Qué proponéis si no?
—Ten siempre muy presente una cosa, mi buen amigo: yo mato sin vacilar,
pero nunca, te lo repito una vez más, nunca mato sin que sea absolutamente
imprescindible. ¿Queda claro?
—Eso se llama obrar con prudencia, Majestad.
—Te tomas muchas libertades, teniente —afirmó el montaraz en un tono que
a cualquier otro interlocutor le habría helado la sangre.
—Nuestra sombra es vuestra sombra —repitió con tranquilidad—. De
manera que ahora, en cierto sentido, formamos un todo. ¿Tengo el permiso de
Su Majestad para actuar?

Poco más resta por añadir. El ejército de la Alianza de Occidente (a la que se


habían sumado los vastakos, pasándose al bando de los vencedores, los cuales,
a su vez, les «perdonaron») emprendió la campaña, cuyo episodio más notable
fue el motín del 23 de marzo, protagonizado por los marqueños de la
Estribación Oeste y los milicianos de Florarnach, quienes sin duda no entendían
por qué debían ellos jugarse la cabeza en el extranjero por la corona de
Altagorn. Tras sofocar sin piedad la agitación de las tropas, el occidental las
condujo al campo de Círculo Dorado, a la salida del Paso de Puerta Negra,
donde se enfrentó a lo últimos restos de Umbror, reunidos de aquí y de allá,
que agotó así sus escasas reservas, tras haberlo dado ya todo en el ataque del
Ejército del Sur. Venció la Alianza, o mejor dicho, los pietrorianos: los
marqueños y los vastakos se limitaron a llenar los fuertes de Puerta Negra con
sus cadáveres; los elfos, como siempre, se presentaron en el combate cuando ya
no quedaba nada por hacer. Las bajas de los vencedores en aquella batalla
fueron tan cuantiosas que tuvieron que crear a toda prisa una leyenda según la
cual se habían enfrentado a un ejército colosal. Allí cayeron todos los
umbrorianos, incluido el rey Auron; éste luchó como un jinete más de la
guardia real, vestido como un simple capitán, por lo que su cadáver no pudo
ser identificado. En cuanto a las acciones ulteriores de la Alianza, los anales de
aquellas naciones las refieren por extenso, pues la carnicería cometida por los
vencedores en el territorio de Umbror fue monstruosa, incluso para los criterios,
no demasiado humanitarios, de aquellos tiempos.
Sea como fuere, el plan de Gandrelf se vio coronado por el éxito (bueno, si
prescindimos de un detalle sin importancia: a los elfos, por descontado, ni se les
pasó por la cabeza la idea de devolver el Espejo) y la civilización de Umbror
dejó de existir. Sin embargo, los magos del Consejo Blanco no tuvieron en
cuenta una circunstancia: existe Alguien en el universo a quien no le agradan
las victorias absolutas ni las «soluciones finales» de ninguna clase, y que puede
manifestar su desagrado mediante los procedimientos más inverosímiles. En
aquel preciso momento, mientras miraba con indiferencia a los vencidos —toda
aquella basura arrojada a la orilla por la reciente tormenta—, ese Alguien ya
mencionado se fijó de repente en un par de soldados del extinto Ejército del Sur,
perdidos entre las dunas del desierto de Umbror.
CAPÍTULO 10

Umbror, territorio de Teshgol


9 de abril de 3019

—¿Y por qué no esperamos hasta la noche? —susurró Haladdin.


—Porque si es verdad que hay allí tropas apostadas, y si estos tipos no son
unos completos botarates, esperarán que sus invitados se presenten justamente
cuando oscurezca. ¿Y qué nos enseñan las ordenanzas, doctor? —Tserleg
levantó el dedo—. Correcto: «Haz lo contrario de lo que espere el enemigo». En
resumen: mientras yo no haga la señal, no se le ocurra moverse; y si yo caigo,
no lo quiera el Único, aún con más motivo. ¿Queda claro?
A continuación, echó una nueva ojeada al campamento nómada y musitó:
—Ay, qué poco me gusta el panorama...
El territorio de Teshgol era un conjunto de arenales consolidados, con
bosquecillos relativamente espesos de saxaul blanco que crecían en las suaves
laderas, entre montéenlos cubiertos de carrizales y kandym. El campamento —
tres yurtas dispuestas en forma de triángulo, con las entradas dando al centro—
estaba situado en una depresión ovalada, a resguardo del viento, a unas ciento
cincuenta yardas de su refugio, así que podían verlo todo con absoluta nitidez.
En una hora de observación, Tserleg no había advertido ningún movimiento
sospechoso en los alrededores; lo cierto es que tampoco había notado
movimientos no sospechosos: el campamento parecía muerto. Todo aquello
resultaba muy raro, pero, de cualquier modo, había que decidirse.
Al cabo de unos minutos, Haladdin, conteniendo la respiración, miraba cómo
volaba literalmente el explorador, con su capote pardo, salvando los
imperceptibles pliegues del terreno. En general, Tserleg tenía razón, desde
luego: la única ayuda que podía prestar aquí el médico consistía sencillamente
en no inmiscuirse en las decisiones de un profesional... Eso era así, pero
quedarse ahí quieto en el refugio, mientras tu compañero se está jugando el
pellejo a dos pasos de ti, no es muy agradable. Recorrió una vez más con la
mirada la línea del horizonte y descubrió con asombro que para entonces ya no
había ni rastro del sargento. Un enigma; como para creer que se había
transformado en un lagarto de cabeza redonda y había desaparecido entre la
arena (como sabe hacer ese animal), o bien (lo cual sería más probable) que se
había deslizado hacia delante como una diminuta y mortífera serpiente: la efa
de las arenas. Durante más de media hora el doctor estuvo mirando
atentamente —con tanta fijación que le escocían los ojos— a las colinas que
rodeaban el campamento nómada, hasta que de pronto vio a Tserleg plantado
en mitad de las yurtas.
O sea, que todo iba bien... La sensación de que el peligro había pasado le
produjo un placer casi físico; todos sus nervios, en tensión hasta entonces, se
relajaban ahora beatíficamente y el mundo, desvaído a causa de la adrenalina,
recuperaba su colorido. Una vez que hubo salido de la fosa, situada bajo un
saxaul que se inclinaba casi hasta el suelo, Haladdin se echó al hombro sin
dificultad un fardo con sus cachivaches y empezó a caminar, muy concentrado
en cada paso que daba, pues toda la pendiente estaba horadada por las
madrigueras de los ratones del desierto. Tras descender casi hasta el pie de la
colina, levantó por fin los ojos, pensando: «Aquí hay algo que no va bien, pero
que nada bien». El orocueno se comportaba de manera muy extraña: estuvo un
rato parado en el umbral de la yurta de la izquierda y, sin llegar a entrar en ella,
se arrastró hasta la siguiente; eso fue exactamente lo que hizo: arrastrarse; el
paso del sargento había perdido su habitual elasticidad. El silencio antinatural
que se extendía por toda la hondonada fue roto por un sonido intermitente:
parecía como si por la superficie aceitosa de un pantano se expandieran unas
ondas concéntricas, poco profundas... Fue entonces cuando, de pronto, lo
entendió todo, pues logró identificar aquel sonido con el zumbido de millares
de moscas de la carne.
Aunque el suelo fuera arenoso, una tumba para diez personas —cuatro
adultos y seis niños— no se cava así como así; era necesario trabajar deprisa, y
sólo habían encontrado una pala, de manera que tenían que turnarse. Haladdin,
hundido más o menos hasta la cintura, levantó la mirada hacia Tserleg, que
venía hacia él.
—Escucha... sigue cavando; yo voy a dar otra vuelta por los alrededores.
—¿Crees que alguien ha podido salvarse y esconderse en los arenales?
—Es poco probable; parece que aquí están todos. Sólo que por aquella parte
hay huellas de sangre en la arena.
—Pero si a todos los mataron dentro de las yurtas...
—Ahí está la cosa. En cualquier caso, sigue trabajando, pero no te olvides de
mirar a los lados. Como señal, un silbido largo y dos cortos.
«Un silbido largo y dos cortos»: eso es lo que oyó, precisamente, a los cinco
minutos. El sargento le hacía señas desde una pequeña duna. Junto a ésta nacía
un sendero que llegaba hasta un lado de la carretera, más allá de la cual
quedaba oculto por una cresta. Haladdin fue a reunirse con él, y se lo encontró
sentado en cuclillas delante de un objeto oscuro y redondo; sólo cuando estaba
ya muy cerca, cayó en la cuenta de que se trataba de la cabeza de un hombre
enterrado hasta la altura del cuello, y de que el hombre parecía todavía vivo. A
unas cuantas pulgadas de sus labios —las suficientes para que quedara fuera de
su alcance— había un platillo de arcilla con restos de agua.
—Aquí tenemos al que les hizo frente. ¿No habremos llegado demasiado
tarde, doctor?
—No, todo va bien; fíjate: todavía suda, incluso; eso significa que la segunda
fase de la deshidratación apenas ha comenzado. Alabado sea el Único: no hay
quemaduras del sol.
—Sí, lo enterraron a propósito a la sombra de una duna para que muriera
lentamente. Se ve que estaban muy irritados con él... ¿Se le puede dar de beber?
—En la segunda fase, sólo en pequeñas dosis. Dime, ¿cómo te diste cuenta de
que...?
—A decir verdad, lo que buscaba era un cadáver.
Dicho esto, Tserleg acercó a los labios ennegrecidos y agrietados del
enterrado su cantimplora de piel. El hombre se contrajo y empezó a tragar entre
convulsiones, pero sus ojos entreabiertos seguían apagados e inertes.
—¡Alto!, ¡alto!, sin prisa, hombre. Ya has oído al doctor: poco a poco. Bueno,
vamos a desenterrarlo; aquí el terreno es muy poroso, así que nos las
arreglaremos sin la pala... ¿Listo?
Tras retirar un poco de tierra, agarraron al hombre por los sobacos, contaron
hasta tres y tiraron de él, sacándolo de la tierra como si fuese una zanahoria.
«¡Maldita sea!», dijo el orocueno conmovido, mientras cogía con fuerza la
empuñadura del yatagán. De golpe, montones de arena se derramaron de las
ropas del salvado, quedando al descubierto, para asombro de sus rescatadores,
el uniforme verde de oficial pietroriano.
Lo cierto es que ese hallazgo no influyó en ni poco ni mucho en la intensidad
de los trabajos de reanimación, y al cabo de unos diez minutos el prisionero ya
estaba, en palabras de Tserleg, «listo para ser usado». El velo que cubría sus
ojos grises se disipó, y ahora miraba con firmeza y cierto aire burlón. Tras
examinar el uniforme de sus «salvadores», pudo valorar perfectamente su
situación, y se presentó —para asombro de ellos— en un orocueno correcto,
aunque con acento:
—Barón Tangorn, teniente del regimiento de Lunien. ¿Con quién tengo el
honor?
Para tratarse de un hombre que ha escapado milagrosamente de un final
atroz, sólo para descubrir que por segunda vez le aguarda la muerte, el
pietroriano se comportaba de forma sencillamente admirable. El explorador le
miró con respeto y se retiró a un lado, haciéndole una señal a su compañero
para que interviniera él.
—Oficial médico de segunda Haladdin y sargento Tserleg, del regimiento de
cazadores de Paso de la Araña. Pero eso ahora ya no tiene importancia.
—¿Por qué? —levantó una ceja el teniente—. Es un regimiento muy
honorable. Si la memoria no me engaña, tuvimos un encuentro con los suyos el
otoño pasado, en Ciudastela; los lunienses se encargaron de la defensa del ala
meridional. Pongo el puño del Luchador por testigo de que aquélla fue una
batalla extraordinaria.
—Me temo que no es éste el mejor momento para entregarse a los recuerdos
de aquellos tiempos caballerescos; nos interesan acontecimientos menos
distantes. ¿Qué clase de destacamento es el que ha perpetrado la matanza en el
campamento nómada? ¿Nombre del jefe, número de integrantes, misión,
sentido de su marcha? Y le recomiendo que sea claro: como podrá suponer, no
somos amigos de sensiblerías.
—Muy legítimo —se encogió de hombros el barón—. Más que... El
destacamento lo formaban mercenarios vastakos; lo mandaba Eloar, un elfo; por
lo que he podido entender, está emparentado con alguno de los señores de
Onirien. En cuanto al número, eran nueve hombres. Su misión consiste en
patrullar regularmente por la zona inmediata a la carretera y peinar el territorio
en el marco del combate contra los insurgentes. ¿Satisfecho?
Haladdin cerró los ojos sin querer, y volvió a ver el baktrián de juguete,
hecho de hilos de lana, hundido en un charco de sangre coagulada. Así que a
eso es a lo que llaman «peinar el territorio». De lo que se entera vano...
—¿Y cómo acabó usted en aquella situación tan apurada en la que le
encontramos?
—Me temo que la historia sea tan inverosímil que, en cualquier caso, no me
creerían.
—Bueno, entonces yo se lo diré. Usted intentó evitar que «peinaran» la zona e
hirió a alguno de los mercenarios. ¿O incluso lo mató?
El pietroriano los miraba notablemente desconcertado.
—¿Cómo demonios saben todo eso?
—No importa. Pero es un comportamiento extraño para un teniente
pietroriano...
—Es el comportamiento que corresponde a un soldado y a un noble —replicó
secamente el cautivo—. Espero que no tomen mi declaración involuntaria por
un intento de salvar mi vida.
—Oh, no se preocupe, barón. Supongo que el sargento y yo tendremos que
pagarle la deuda, aunque sólo sea en parte; parece que ahora nos toca a
nosotros hacer alguna tontería...
Mientras decía estas palabras, volvió la mirada hacia el orocueno; el rostro de
éste apenas se alteró, pero le hizo una señal con la mano, como diciendo: «Haz
lo que creas conveniente».
—Disculpe la curiosidad, perfectamente ociosa, pero, ¿qué se propone hacer
si le dejamos libre?
—La verdad es que estoy en un aprieto... Aquí, en Umbror, si caigo en manos
de los elfos, completarán lo que empezaron los hombres de Eloar, aunque acaso
no recurran a métodos tan exóticos. Y las puertas de Pietror están cerradas para
mí: mi soberano ha sido asesinado, y yo no estoy dispuesto a servir al
usurpador que le ha causado la muerte...
—¿A qué se refiere, barón? Porque nosotros no hemos sabido nada desde el
día de la batalla de los Campos Cercados...
—Enetor sufrió una muerte terrible: dicen que se arrojó a una pira funeraria;
pero al día siguiente, como por ensalmo, apareció un pretendiente al trono.
Resulta que, según una antigua leyenda, que nadie se había tomado nunca en
serio, la Casa de Solarion, reinante en Pietror, se limitaba a preservar el trono
para los descendientes del mítico Lunildur. Y de pronto apareció ese
«descendiente»: un tal Altagorn, uno de los montaraces del norte. Como prueba
de sus derechos dinásticos aportó una espada, que sería, según él, la legendaria
Llama del Oeste; pero, ¿quién ha visto alguna vez la auténtica Llama del Oeste?
Aparte de eso, como demostración, realizó algunas curaciones mediante la
imposición de manos, pero lo cierto es que todos los curados pertenecían, no se
sabe por qué, al grupo de los venidos con él del norte... El príncipe heredero,
Aramir, se ha retirado a Lunien, donde «gobierna» bajo la vigilancia del capitán
Eregond, precisamente el mismo que fue testigo de la «inmolación» de Enetor.
—¿Y cómo es que nadie en el oeste ha abierto la boca?
—La guardia secreta de la Altagorn (se rumorea que está formada por elfos
muertos, resucitados por arte de magia) ha enseñado rápidamente a los
pietrorianos a abstenerse de plantear semejantes preguntas. A Eohmaere lo
manejan a su antojo, lo cual no es sorprendente: su hermana está ahora con
Aramir, en Lunien, retenida en calidad de rehén. El caso es que el propio
Altagorn, a su vez, no es más que una marioneta en manos de los elfos, y quien
gobierna efectivamente en Pietror es su mujer, Estrella, enviada desde Onirien.
—¿Y qué ha pasado aquí, en Umbror?
—Torreumbría ha sido arrasada hasta los cimientos. Ahora los elfos están
formando una especie de administración local, integrada por todo tipo de
residuos. En mi opinión, están ocupados en la aniquilación de cualquier forma
de cultura y su objetivo central es el de dar caza a las personas instruidas.
Pienso que han tomado la firme decisión de devolverles a la Edad de Piedra.
—¿Y a los suyos?
—Creo que se ocuparán de nosotros más adelante; de momento, aún les
hacemos falta.
—Muy bien —dijo Tserleg, rompiendo el silencio que se había hecho—. Para
empezar, hay que enterrar como mejor podamos a los habitantes del
campamento nómada. Después, vosotros veréis, pero yo, por mi parte, me
propongo pedirle cuentas a ese tal... ¿cómo era? ¿Eloar? La señora de la yurta
azul era pariente lejana mía, así que ahora él tiene conmigo una deuda de
sangre.
—¿Y si yo voy con ustedes, sargento? —preguntó de pronto Tangorn y, en
respuesta a la mirada perpleja del orocueno, explicó—: Me quitaron una espada
que era una herencia familiar: Adormidera; no me importaría recuperarla. Por lo
demás, no me parece mal la idea de darles a esos tipos recuerdos del otro
mundo.
El explorador estuvo un rato mirando fijamente al pietroriano, y luego
asintió:
—Tangorn... Te recuerdo del año pasado en Ciudastela. Tú fuiste quien acabó
en aquella ocasión con el «rey de los lanceros», Dedzeveg.
—En efecto. Así fue.
—Pero nosotros no vamos a poder facilitarte una espada. ¿Alguna vez has
manejado el yatagán?
—Ya me las apañaré como pueda.
—Muy bien.
CAPÍTULO 11

Umbror, junto a la antigua carretera de Aguamarga


Noche del 11 al 12 de abril de 3019

—¿Dónde ha aprendido nuestro idioma, barón?


—Hay que tener presente que he pasado más de seis años en Opar y en Jand.
Pero ya había empezado a estudiarlo en mi tierra; el príncipe Aramir (somos
amigos desde la infancia) tiene una biblioteca magnífica, toda ella, por
descontado, en lenguas orientales. Siempre se ha dicho que las cosas valiosas no
pueden desaparecer sin más... Movido por esa idea, me dirigí a Umbror: en
último término, quería rebuscar entre los restos del incendio. Reuní una bolsa
entera de libros; por cierto, también se la han llevado esos tipos, junto con mi
Adormidera... —Tangorn señaló en dirección a una duna de dos crestas, oculta
en la oscuridad, donde estaba pernoctando la patrulla de Eloar cuyo rastro
seguía Tserleg—. Entre otras cosas, encontré una hoja suelta con unos versos
preciosos, que nunca había leído:

Lo juro por lo par y lo dispar,


lo juro por la espada, por la batalla justa,
lo juro por el lucero del alba,
lo juro por la plegaria vespertina...

»A propósito, ¿no sabrá quién es el autor?


—Son de Saheddin. No es exactamente poeta, sino mago y alquimista. De vez
en cuando publica sus poesías, aunque asegura que él no es sino el traductor de
textos compuestos en otros mundos. Pero los versos, en cualquier caso, son
magníficos, tiene usted razón.
—¡Diablos, qué idea tan interesante! Porque el mundo se puede describir de
mil maneras distintas, pero un texto poético auténtico, en el que no se puede
cambiar ni una coma, seguramente sea la más precisa y eficaz de todas ellas, y
por ese mismo motivo también debería ser la más universal. Si algo tienen en
común los diferentes mundos, ese algo será la poesía... bueno, aparte de la
música... Esos textos deben existir fuera de nosotros, inscritos desde el origen de
los tiempos en el cuadro de lo Existente y lo Concebible, bajo la forma del
rumor de una concha marina, del dolor por un amor no correspondido, del olor
a putrefacción otoñal... Basta con aprender a reconocerlos... Los poetas lo hacen
de un modo intuitivo, pero vuestro Saheddin a lo mejor ha descubierto un
método formalizado para llevarlo a cabo, ¿por qué no?
—Pues sí, algo parecido a lo que ocurre con la moderna ciencia de
prospección minera, frente a las inciertas genialidades de los viejos buscadores
de minas... Entonces, ¿usted suscribe la idea de que el mundo es un texto?
—El mundo en que vivo yo, sin duda alguna; por lo demás, es cuestión de
gusto...
«En efecto. El mundo es un texto», pensó Haladdin. «Sería interesante poder
releer, con una mente lúcida, todo ese párrafo en el que se cuenta que un buen
día, en compañía de dos asesinos profesionales (¿y qué es lo que son, si no?),
habré de tomar parte en la cacería de nueve canallas (¿con qué finalidad?, ¿en
qué se diferencian ésos de los demás?), y que un minuto antes del combate,
para olvidarme por un instante del regusto a cobre en la boca y del horrible frío
que se siente a la vez en el vientre, me entregaré a profundas reflexiones sobre
la poesía... La verdad es que el autor de este texto ha ido demasiado lejos, no le
falta imaginación.»
En ese punto interrumpió sus meditaciones, pues una brillante estrella doble,
situada sobre la cresta de la duna que los protegía, parpadeó por un instante,
como si la hubiera tapado la silueta de un ave nocturna. «O sea, que ya están
ahí... Vaya, qué bien me vendría un trago ahora...» Se puso en cuclillas y
empezó a colgarse en bandolera las armas que portaba aquel día: un arco corto
orocueno, de una forma poco corriente, y una aljaba con seis flechas, todas
dispares. En cuanto a Tangorn, a quien los recursos de Tserleg le habían
parecido hasta el momento insólitos, se quedó parado, mirando con asombro al
explorador, que acababa de surgir de la oscuridad sin hacer el menor ruido y se
encontraba a unos pocos pasos de ellos.
—Vuestros cuchicheos, bravos caballeros, se pueden oír a una treintena de
pasos. De modo que, si en vez de esos badulaques, estuvieran aquí mis
hombres, ya estaríais contando estrellas en presencia del Único... Bueno, vamos
allá. Me parece que tengo cogido del rabo a mi deudor de sangre. Si no me
confundo, la patrulla se dirige hacia un puesto de enlace en la carretera del que
nos ha hablado el barón; hasta ese puesto, según mis cálculos, quedan cinco o
seis millas, y allí ya no los atraparíamos. Así que nuestra disposición será la
siguiente...
Las arenas de aquellas dunas morían en el extremo occidental de un extenso
hammadi: una meseta pedregosa de varias decenas de millas cuadradas;
parecían encontrarse a orillas de un mar que arrojara en silencio sus olas
tormentosas contra una inhóspita playa de piedra. La ola más grande, como es
habitual, se alzaba sobre la orilla misma: era una enorme duna que se extendía a
lo largo de media milla a cada lado de la hoguera que ardía en su falda. El elfo
había escogido con buen criterio el sitio donde acampar: tenían las espaldas
cubiertas por el talud de una duna de cuarenta pies de altura, y ante su vista
estaba la superficie de la meseta, lisa como una tabla. Con dos vigías, apostados
a unas veinte yardas hacia el norte y hacia el sur de la hoguera,
respectivamente, siguiendo la línea de la falda de la duna, se cubrían todas las
posibles vías de ataque. Es verdad que tenían problemas de combustible, pero
el saxaul arde despacio y da bastante calor, casi tanto como el carbón, por lo
que cada uno de los hombres llevó a cuestas una decena de maderos de un
palmo de grosor: un trabajo moderado que les permitiría calentarse después
toda la noche...
«¿No será una trampa?», se sobresaltó de pronto Haladdin. «Quién sabe si
Tserleg habrá rastreado bien toda la zona... Éstos están demasiado confiados.
Que hayan encendido una hoguera, pase: sólo se ve desde la meseta y allí, en
principio, no debería haber nadie. Pero eso de que el vigía se acerque al fuego,
eche leña y se quede calentándose un ratito... eso no tiene ningún sentido,
porque después de estar ahí se pierde mucha visión durante unos tres minutos,
por lo menos...» Precisamente aprovecharon una de las ausencias del centinela
sur para aproximarse hasta unos veinte pasos del puesto; el explorador dejó
aquí a sus compañeros y se desvaneció en la oscuridad: pretendía bordear el
campamento desde la derecha, pasando por el hammadi, y deslizarse hasta el
vigía apostado en el norte. «No», se decía a sí mismo Haladdin, a modo de
advertencia, «no puedes evitar tu propia sombra. Sencillamente, deben estar tan
desacostumbrados a encontrar resistencia, que pensarán que la vigilancia de los
puestos es una simple formalidad. Encima, se trata de su última noche de
servicio, mañana les relevan... Les esperan los baños, la farra, todo eso...
Además, recibirán primas en función del número de orejas de orco cortadas...
Sería interesante saber si las orejas de niño se pagan igual o si salen un poco
más baratas. ¡Pero bueno, basta ya de una vez! ¡Para inmediatamente!» Se
mordió los labios con todas sus fuerzas, pensando que otra vez iba a ponerse a
temblar, como cuando descubrió los cadáveres mutilados en el campamento
nómada. «Tienes que mantener la calma; vas a tener que disparar de un
momento a otro... Relájate y medita... Así, muy bien... Así...»
Se tumbó, hundiéndose en las arenas heladas, y examinó atentamente la
silueta del centinela; no tenía el yelmo puesto (como debe ser: si no, no se oye
un carajo), por lo que, en caso de tener que dispararle una flecha, lo mejor sería
dirigirla a la cabeza. No dejaba de ser curioso: allí estaba aquel individuo,
mirando las estrellas, pensando en toda clase de cosas bonitas —en su género—,
sin sospechar que, de hecho, ya estaba muerto. El «muerto», a todo esto, miraba
con envidia a las siete figuras tumbadas alrededor de la hoguera (tres hacia el
sur, tres hacia el norte y una hacia el oeste, entre el fuego y la pendiente de la
duna), y después, con mucho cuidado, se sacó de entre los pliegues de la ropa
una cantimplora, echó un trago, emitió un gruñido de satisfacción y se enjugó
ruidosamente los labios. De puta madre... Menudo vicio... ¿Le gustaría también
a su compañero apostado en el norte? En ese instante, el corazón de Haladdin
latió con fuerza, para quedarse después en suspenso, pues se dio cuenta de que
la cosa ya había empezado. En realidad, hacía ya un buen rato que había
empezado, sólo que él —¡inútil, zopenco!— no había estado atento; y al barón le
había pasado lo mismo: tal para cual... Y es que el vigía del norte ya había caído
impotente a tierra, con la espalda firmemente sujeta por Tserleg: un instante
después, el explorador depositaba con sumo cuidado el cuerpo del vastako en
la arena, sin hacer el menor ruido, y se arrastraba hasta el círculo iluminado,
donde yacían los durmientes, como si fuera un zorro colándose en un corral de
conejos.
Abotargado, medio dormido, Haladdin se alzó sobre una rodilla y tensó la
cuerda de su arco: mirando de reojo, advirtió que a su derecha el barón se
preparaba ya para el asalto. Daba la impresión de que el centinela había
percibido algún movimiento en la oscuridad, pero en vez de dar la voz de
alarma de inmediato, se había apresurado a ocultar entre sus ropas la
cantimplora con el licor, contraria al reglamento; en esas situaciones, no es raro
que la gente se ofusque. Ese lapso de tiempo le bastó a Haladdin para tensar al
máximo la cuerda y apuntar la flecha, como es debido, una pulgada por debajo
del blanco: en este caso, la cabeza del vigía, nítidamente iluminada desde
detrás; a una distancia de veinte pasos y con un objetivo fijo, no fallaría ni un
niño. Ni siquiera notó el dolor Haladdin cuando la cuerda, al destensarse, le
golpeó el antebrazo izquierdo, pues en ese mismo instante oyó el golpe de la
flecha en el blanco: un golpe seco y sonoro, como si se hubiera clavado en un
madero. El vastako levantó las manos —en la derecha tenía apretada la funesta
cantimplora—, se giró sobre los talones y cayó lentamente de espaldas. El barón
se lanzó hacia delante y, cuando estaba ya a la altura del muerto, le llegó un
bramido espantoso procedente de la hoguera: el yatagán del sargento había
caído con fuerza sobre el primero de los tres que estaban situados al norte del
fuego, y el silencio se rompió al instante, dando paso a un sinfín de gritos y
alaridos.
Haladdin, mientras tanto, siguiendo las instrucciones recibidas, recorrió el
perímetro del campamento, manteniéndose fuera del círculo iluminado y, allí
donde oía voces, gritaba: «¡Rodeadles, muchachos, que no escape ninguno!», y
cosas por el estilo. Los mercenarios, amodorrados, en lugar de dispersarse por
los flancos como primera medida, se reagruparon instintivamente junto a la
hoguera. En el ala meridional, Tangorn se enfrentó a tres enemigos; uno de
ellos, a las primeras de cambio, cayó al suelo, donde quedó hecho un ovillo,
sosteniéndose el vientre con las manos, y el barón no dejó de recoger la espada
que el otro había soltado. Era una espada ancha y —¡alabado sea el Luchador!—
recta, por lo que se deshizo del yatagán con el que se había visto obligado a
iniciar el combate. A todo esto, la luz de la hoguera le iluminó el rostro, y los
otros dos vastakos arrojaron al punto sus armas y echaron a correr, gritando
desesperadamente: «¡Gheu, gheu!» (ése es el nombre del vampiro en el que por
lo visto se transforman los muertos insepultos). Haladdin, que no se esperaba
algo así, tardó en dispararles, y no parece que acertase; en cualquier caso,
aquellos dos desaparecieron en la noche. Tserleg, en medio de la confusión, aún
consiguió herir a otro de los vastakos del ala norte; después, se retiró un tanto y
llamó:
—Eh, Eloar, ¿dónde estás, cobarde? He venido a que me pagues la deuda de
sangre por lo ocurrido en Teshgol.
—Aquí estoy, engendro del Diablo —respondió una voz burlona—. Ven a
por mí, ¡ya te cogeré yo de la oreja!
Después, el elfo se dirigió a sus hombres:
—¡Basta de pánico, carroñeros! Ellos son sólo tres; ahora mismo nos
ocuparemos de ellos sin dificultad. Acabad con el bizco: es el jefe, y tened
cuidado de no poneros al alcance de su arquero.
Eloar apareció a la derecha de la hoguera, muy cerca de ésta; era alto, tenía
cabellos dorados, y llevaba una coraza ligera de cuero. Todos sus movimientos,
todos y cada uno de sus rasgos, producían una fascinante sensación de
flexibilidad, de energía, de extrema peligrosidad. En cierto sentido, se parecía a
su espada: un fino y oscilante rayo de azulado hielo sideral; bastaba con mirarla
una sola vez para sentir frío en el pecho. Tserleg lanzó un grito ronco y agitó su
yatagán; hizo una finta en dirección a la cara y acto seguido, trazando un arco
por la derecha, otra dirigida hacia la pierna de apoyo. Eloar rechazó el ataque
con desdén, y a todo el mundo, incluido el oficial médico de segunda, le quedó
claro que aquel hueso era demasiado duro de roer para el sargento. El maestro
en sigilo e infiltración se enfrentaba al maestro de esgrima, y la única duda
consistía en saber en qué acometida acabaría éste con aquél: si en la segunda o
en la tercera. Mejor que ninguno lo comprendió Tangorn, quien en un abrir y
cerrar de ojos salvó las quince yardas que le separaban del lugar del combate y,
llegando por la izquierda, se echó encima del elfo, al tiempo que le decía al
explorador, que se batía confusamente en retirada:
—¡Cúbreme la espalda, insensato!
Un trabajo verdaderamente profesional —en el campo que sea— es siempre
un espectáculo impactante, pero aquel encuentro entre los dos maestros era
realmente de primera. Lástima que hubiera escasos espectadores, y que éstos,
en vez de seguir las peripecias de la acción escénica, se ocuparan básicamente
de sus propios asuntos: intentaban matarse unos a otros, y esta tarea, como es
fácil adivinar, exige cierto grado de concentración. No obstante, ambos
contendientes ponían toda su alma en el empeño, y las filigranas que trazaban
con sus movimientos se orientaban, con precisión matemática, a la labor de
perforación de los círculos mortíferos que describía el centelleante acero. Por
cierto que la indicación de Tangorn al sargento de que le «cubriera la espalda»
fue de lo más oportuna: éste tuvo que entablar combate de inmediato con los
dos vastakos que seguían en sus puestos, aunque uno de ellos, por fortuna,
cojeaba visiblemente. A Haladdin, que no portaba más armas que su arco, le
estaba tajantemente vedado enzarzarse en el combate cuerpo a cuerpo y, en
general, salir de la oscuridad; por ese mismo motivo, habría sido un disparate
lanzar sus flechas sobre aquel caleidoscopio que formaban amigos y enemigos,
así que se limitó a aproximarse hasta cierta distancia, a la espera de un blanco
apropiado.
Poco a poco, iba dando la clara impresión de que Tangorn vencería. Aunque
su espada vastaka era, por lo menos, un palmo más corta que la de su rival,
pudo enganchar en un par de ocasiones a éste: una, en el antebrazo derecho;
otra, en una pierna, en plena rodilla. Los elfos, como es sabido, soportan mal la
pérdida de sangre, por lo que las embestidas de Eloar iban perdiendo por
momentos su violenta precisión. El barón le estaba arrinconando, esperando
con calma el instante del golpe decisivo, cuando ocurrió algo inexplicable. La
hoja del arma del elfo pareció vacilar de pronto y se apartó hacia un lado,
dejando totalmente desguarnecido el cuerpo de Eloar, y la espada del
pietroriano le alcanzó como un rayo en la parte inferior del pecho. Haladdin, de
forma instintiva, tragó saliva, seguro de que la punta del arma iba a asomar por
la espalda del elfo, chorreando sangre: un golpe así no lo habría podido resistir
ni una cota de malla, no digamos ya una coraza de cuero... Pero la hoja de
Tangorn rebotó en la coraza como si estuviera embrujada; el elfo, que sin duda
sabía que eso era lo que iba a pasar, asió su espada con las dos manos y
descargó sobre su enemigo un golpe de una fuerza prodigiosa, de arriba abajo.
El barón ya no podía esquivar ni desviar este golpe. Lo único que pudo hacer
fue apoyarse en una rodilla y detener con la suya la espada de Eloar, filo contra
filo; el frágil acero vastako se rompió en mil pedazos, y la hoja del elfo le
penetró, hasta casi un tercio de su longitud, en el muslo. Tangorn aún tuvo
tiempo de rodar hacia un lado, evitando el siguiente golpe, con el que le habría
clavado en el suelo, pero el elfo le volvió a alcanzar de un salto, y entonces...
Entonces Haladdin, pensando que, si esperaba más tiempo, seguramente ya no
habría nada que hacer, lanzó una flecha.
Más tarde comprendió que aquel disparo había sido sencillamente imposible.
El doctor era un tirador bastante mediocre, y desde luego no sabía disparar sin
apuntar, menos aún, si el blanco era móvil; pero es que además tenía a Eloar
casi totalmente tapado por los vastakos que seguían combatiendo y por Tserleg.
En cualquier caso, los hechos hablaban por sí solos: había disparado sin apuntar
y su flecha le había dado de lleno al elfo, en todo un ojo, así que, como se suele
decir, «cuando su cuerpo cayó al suelo, ya estaba muerto».
CAPÍTULO 12

Para entonces, el fuego ya estaba casi extinguido, pero la pelea continuaba en


la oscuridad, cada vez más cerrada. Los dos vastakos, como se les había
ordenado, siguieron atacando a Tserleg; dos veces les disparó Haladdin en
cuanto se despegaron un poco del sargento, y las dos falló de un modo
lamentable. Por fin, el vastako renqueante no pudo esquivar un nuevo golpe;
soltó la espada, cayó al suelo y empezó a reptar entre lamentos, arrastrando la
pierna herida. Haladdin casi se desentendió del agonizante —al carajo, ése ya
no cuenta—, pero pudo advertir a tiempo que éste había alcanzado uno de los
fardos, que había sacado un arco de ese fardo y que ya casi se había
incorporado; entonces el médico metió la mano en su aljaba y, viendo que sólo
tenía una flecha, se quedó petrificado. Los dos enemigos se apuntaron a la vez,
pero fue el doctor quien mostró más temple: soltó la cuerda a la vez que daba
un salto hacia la derecha, y en ese preciso instante sintió un soplo mortal que
pasaba susurrando a su izquierda, a un palmo de su vientre. El vastako no tuvo
tanta suerte: tras efectuar su disparo, no acertó a esquivar el del rival; ahora
yacía boca arriba, con la flecha de Haladdin clavada por debajo de la clavícula.
Tserleg, mientras tanto, logró con una finta que su rival se desguarneciera y le
alcanzó en el cuello; el rostro del orocueno se cubrió por completo de gotas
pegajosas, y no digamos ya la mano, donde los dedos le chorreaban... «Bueno,
parece que esto ya está... ¡Victoria!, que se jodan...»
Haladdin, sin perder un minuto, alimentó la hoguera casi extinguida y, tras
asegurarse de que le llegaría suficiente luz, rasgó de un tirón, muchas veces
practicado, la pernera de Tangorn, tan pegajosa que se le quedaba adherida a
los dedos. Había tanta sangre como cabía esperar, aunque para tratarse de una
herida tan profunda, podría decirse que no era excesiva; al menos, la arteria
femoral no estaba afectada; alabado sea el Único: las hojas élficas son casi el
triple que las de los vastakos. Así... queman... Ahora, hay que colocar un
tampón... El sargento, por su parte, tras recorrer el campamento, remató
concienzudamente a dos vastakos que daban señales de vida y luego se colocó
en cuclillas al lado del médico.
—¿Qué dices, doctor?
—Bueno, las he visto peores. El hueso está intacto, los ligamentos, por lo que
he podido observar, apenas han resultado dañados y los vasos principales,
igual. Acércame ese trapo.
—Alto ahí. ¿Podrá caminar?
—¿Es una broma?
—Entonces, amigos —el explorador se puso de pie trabajosamente y, por
alguna razón, se sacudió con cuidado la arena de las rodillas—, fin de la
presente historia. Dos de ellos han huido, y no tendría sentido perseguirles en
plena noche. Antes de que amanezca alcanzarán el campamento base en la
carretera; no hay forma de perderse por el camino: basta con seguir a buen
paso, siempre hacia el norte por el borde del hammadi. En cuanto sea de día,
empezarán el reconocimiento del terreno. ¿Lo vais pillando?
De repente, Tangorn se incorporó, apoyándose en un codo, y Haladdin
comprendió con espanto que había estado todo el rato consciente mientras le
hurgaba en la herida. La hoguera iluminaba intensamente el rostro del barón,
anaranjado y brillante a causa del sudor; el caso es que su voz no había perdido
su anterior firmeza, aunque era ahora algo más baja:
—No le deis tantas vueltas, amigos. Al fin y al cabo, para pasado mañana ya
estaré muerto; si tuviera ocasión de seguir jugando, emplearía la prórroga en
hacer exactamente lo mismo que he hecho... —Tras pronunciar estas palabras,
se bajó el cuello del uniforme, dejando al descubierto la carótida—. Adelante,
sargento: un buen tajo y a otra cosa... Si no, el camino de vuelta se me haría
muy duro, dando tumbos por la arena. En marcha, y buena suerte. Lástima que
nuestra relación haya durado tan poco, ¡qué se le va a hacer!
—Yo soy un tipo sencillo, barón —le respondió con calma Tserleg—, y estoy
acostumbrado a actuar de acuerdo con las ordenanzas. Y el punto cuarenta y
dos, para su conocimiento, dice claramente que sólo se permite dar el «golpe de
gracia» si existe una amenaza inmediata de que el herido caiga en manos del
enemigo. Así que, si se presenta esa amenaza inmediata, mañana, por ejemplo,
entonces hablaremos.
—¡No se haga el tonto, sargento! ¿Por qué carajo nos tienen que enterrar a los
tres? Así tampoco me van a salvar...
—¡Basta ya de charla! Hemos venido juntos y nos iremos juntos; y todo lo
demás depende de la voluntad del Único. Doctor, registre las cosas del elfo; ¿no
tendrá un botiquín?
Haladdin se dijo a sí mismo que había sido un borrico: ya se le podía haber
ocurrido a él lo de buscar el botiquín del elfo. «Bueno, a ver qué hay aquí. Un
arco magnífico y una aljaba para treinta flechas: cada punta va metida en su
fundita de piel... ¡aja!, eso quiere decir que están envenenadas; es un arma
primorosa, a ésta le echo el guante sin falta. Una bobina de cuerda élfica: con un
peso de media libra, un volumen de una pinta y una longitud de cien pies,
capaz de resistir la fuerza de tres olefauntes; un artículo muy práctico. Galletas
para elfos y una cantimplora con vino élfico (que en realidad no es vino);
buenísimo: ahora mismo se lo paso al barón para que le eche un trago. Una
talega con monedas de oro y de plata; seguramente, para pagar a los vastakos,
porque los elfos, al parecer, no utilizan dinero; sea como fuere, no es una carga
excesiva para el bolsillo. Recado de escribir y algunas anotaciones... en runas...
Diablos, qué lío, no voy a entender nada; muy bien, si seguimos vivos, ya lo
leeremos... ¡Hombre, ahí está, bendito sea el Único!» Y al abrir el botiquín, casi
le da algo: no faltaba de nada, y todo era de primera. Antisépticos: una telaraña
con manchas gris verdosas de moho curativo; anestésicos: unas esferas con la
espesa savia de las adormideras de Jand, de color lila; hemostáticos: raíz de
mandrágora molida, procedente de los fantásticos prados de las Montañas
Brumosas; estimulantes: nueces de cola de las selvas pantanosas de Surania;
regenerador de los tejidos: un betún parduzco, capaz en cinco días de soldar un
hueso roto o de curar una úlcera digestiva; y muchas otras cosas que no tenía
tiempo ni necesidad de examinar, al menos de momento. Vaya, si a Tserleg se le
ocurría un método para despistar a sus perseguidores, él podía hacer que el
barón estuviera andando en una semana a lo sumo...
El orocueno, entre tanto, se dedicó a revisar los bártulos en busca de
cantimploras y raciones de comida; en su situación, diez minutos o un cuarto de
hora de más o de menos ya no suponían nada: necesitaban una idea, y sin esa
idea, kaput. Así que... Podían escapar por el hammadi; él conocía algunos
puntos, no lejos de allí, donde podrían detenerse: con unas grietas profundas,
perfectas, pero también había que pensar que ésos serían los primeros lugares
que registrarían. En cuanto a la posibilidad de ocultarse en los arenales, mejor
no mencionarla: si no sopla el viento, no hay manera de borrar las huellas; les
atraparían como si nada. Lo único que se le ocurría era escapar a toda prisa
hacia oriente, por la zona de las montañas, y tratar de llegar hasta el borde de la
meseta arcillosa de Houtín-Hotgor, con sus cuevas azotadas por el viento, pero
eso son más de treinta millas en línea recta, y cargando con un herido que no
puede caminar; la verdad es que el infeliz... Llegado a este punto, interrumpió
sus reflexiones la voz del barón, algo reconfortado después de echar un par de
buenos tragos:
—Sargento, ¿dispone de un minuto? Examine al elfo, por favor...
—¿Para qué lo tengo que examinar? —El explorador levantó la cabeza, no
muy convencido—. Ya me he cerciorado de que está más tieso que una camisa
de serpiente.
—No me refiero a eso. No paro de preguntarme qué clase de peto de cuero
será ése, que la espada no puede con él. Compruebe si lleva debajo alguna otra
cosa...
Tserleg refunfuñó, pero dejó lo que estaba haciendo y se acercó
balanceándose hasta el muerto. Introdujo la punta de su yatagán por debajo del
extremo inferior de la coraza del elfo y con un movimiento brusco lo rajó desde
la ingle hasta el cuello, como si estuviera destripando un gran pescado.
—¡Caramba, así que llevaba una cota de malla! Pero qué rara es, nunca había
visto nada parecido...
—Es como si brillara, ¿verdad?
—Efectivamente. Dime una cosa: ¿ya lo sabías o se te acaba de ocurrir?
—Si lo hubiera sabido, no me habría tragado el truco ése del cuerpo
desprotegido —protestó Tangorn—. Esto tiene que ser platagrís. Yo no he sido
capaz de atravesar esta cota de malla, pero es que nadie en Midgard lo sería.
Tserleg le elogió al barón su gran perspicacia: un profesional sabe valorar a
otro profesional. Haladdin se acercó para ayudar al sargento a despojar al
muerto de aquella preciada piel escamosa, y luego se puso a examinarla
atentamente. El metal, en efecto, emitía una leve fosforescencia, que parecía luz
lunar coagulada, y era tibio al tacto. La cota de malla pesaba poco más de una
libra, y era tan fina que, si se hiciera una bola con ella, su tamaño sería más o
menos el de una naranja. En cierto momento, se le deslizó accidentalmente de
los dedos, formándose a sus pies un charquito de plata, y Haladdin pensó que
en una noche de luna no habría sido fácil distinguirla de los rayos que llegaban
hasta el suelo.
—Y yo que pensaba que la platagrís era una leyenda...
—Ya ve usted que no... Creo que a cambio de una cota como ésta se podría
comprar medio Torre Vigía, con todo Eoderas de propina; quedan veinte
ejemplares en toda Midgard, y nunca habrá más: se ha perdido el secreto.
—¿Y por qué lo ocultaría bajo esa coraza de cuero puramente decorativa?
—Porque sólo los tontos hacen alarde de sus mejores cartas delante de todo el
mundo —el explorador se adelantó a la respuesta de Tangorn—. Ésa es la
máxima de Orok el Grande: «Si eres débil, muéstrate fuerte ante tu enemigo; si
eres fuerte, muéstrate débil».
—Cierto —asintió el barón—. Pero además, estaban los vastakos. Si esos
carroñeros llegan a saber de la existencia de la cota de platagrís, en la primera
noche ya le habrían degollado, se habrían largado con ella a algún lugar del sur,
al mismo Opar, incluso, y se habrían instalado allí como gente pudiente.
Siempre y cuando no se hubieran acuchillado antes entre ellos al repartirse el
botín.
El sargento habló en un tono sombrío:
—¡Vamos de mal en peor! Ahora resulta que Eloar era un tipo realmente
importante para toda esa gente... Así que hay que pensar que los elfos, para dar
con nosotros, no vacilarán en remover cada piedra del hammadi y cribar una a
una las dunas del desierto. No les va a faltar ni tiempo ni gente...
Se imaginaba, con todo detalle y sin ninguna dificultad, cómo discurriría
todo: no en vano él mismo había participado más de una vez en operaciones de
rastreo, bien como presa, bien como cazador. «Hay que contar con que harán
venir hasta aquí a no menos de ciento cincuenta soldados, a pie y a caballo,
tantos como estén disponibles en este sector de la carretera; la primera misión
de los jinetes consistirá en cortarnos el paso hacia Houtín-Hotgor y cerrar un
semicírculo en torno al borde irregular del hammadi, mientras la infantería
emprende el rastreo, a partir del puesto que hemos asaltado, registrando cada
nido de ratón que vean. En ese terreno, ni siquiera se necesitan rastreadores
expertos: aquí (y, en realidad, en todas partes) la superioridad numérica es
suficiente para dejar al enemigo sin salidas... Toda esa gente estará en contacto
con el campamento base más próximo, sólo allí hay un pozo con suficiente
capacidad, y allí se instalará el puesto de mando de la operación...»
Tserleg conocía bien aquel «campamento base»; se trataba de un caravasar
que había quedado abandonado, como toda la antigua carretera de Aguamarga,
cuando los trabajos de los peritos en regadíos transformaron la región del
Aguamarga occidental en un estéril salar. Era un edificio cuadrado, espacioso,
de ladrillos de adobe, con toda clase de construcciones anexas en arcilla: en la
parte trasera se encontraban las ruinas de un caravasar más antiguo, destruido
en un terremoto, invadidas por los cardos y el ajenjo... «¡Alto-alto-alto! ¡Pero si
esas ruinas serian el último sitio donde se les ocurriría buscar! Justamente eso:
el último, en el sentido de que tarde o temprano acabarían por mirar también
ahí, tras descartar los demás. Lástima: en una primera aproximación, no parecía
mala idea... ¿Y si dejáramos un rastro falso, como la liebre que corre en zigzag
para escapar del lazo? Sí, pero luego, ¿adónde vamos?»
Mientras tanto, los minutos nocturnos transcurrían como el chorro de agua
que mana de un odre agujereado, y en cierto momento tanto la expresión del
rostro como el gesto del explorador dejaron entrever algo que Haladdin captó
con una lucidez implacable: tampoco él encontraba una vía de salvación. Una
ligera mano de hielo recorrió las entrañas del doctor y se puso a examinarla con
calma, como quien observa a un pez que se debate en el fondo de la barca; no se
trataba del miedo del soldado antes de la batalla (eso ya lo había experimentado
unas horas antes), sino de algo muy distinto, afín al oscuro terror irracional de
un niño que se pierde de repente. Ahora se daba cuenta de que Tserleg no se
había limitado a adentrarse en el bosque de Ciudastela, abarrotado de elfos,
para conseguirle agua, o a tirar de él en las mismas narices de los guardianes de
Torre Hechicería: todos esos días el explorador había resguardado al doctor con
su aura protectora, poderosa y acogedora —«paz en la cara, orden en la casa»—
, pero ahora ese aura se había roto en mil pedazos. Y es que Haladdin, a decir
verdad, se había sumado a aquella empresa demencial, a esa «operación de
castigo», tan sólo cuando se hubo convencido firmemente de que era preferible
verse en un tremendo apuro, siempre que fuera en compañía de Tserleg; pero
en esta ocasión, no había dado en el clavo. El círculo se había cerrado: Eloar
había pagado por lo de Teshlog, y ellos, al cabo de unas horas, pagarían por lo
de aquella duna... Y en aquel momento, alterado por el miedo y la
desesperación, le gritó en la cara al orocueno:
—¿Qué, satisfecho? Una venganza de primera clase, ¿y ni siquiera estás
orgulloso de tu trabajo? Todos nosotros vamos a pagar por ese siniestro elfo,
¡que el diablo le lleve!
—¿Qué es lo que has dicho? —respondió con una expresión chocante—. Que
a ese elfo «se lo ha llevado el diablo», ¿no es así?
CAPÍTULO 13

Y Haladdin, que se había quedado con la palabra en la boca, vio que tenía
otra vez delante al Tserleg de siempre, al habitual, al que sabe lo que hay que
hacer.
—Perdona —balbuceó con una voz apagada, sin saber adónde mirar.
—No importa, suele pasar; ya está olvidado. Ahora, intenta recordar
exactamente (también usted, barón): aquellos dos vastakos, ¿los perdimos de
vista cuando yo ya estaba combatiendo con Eloar o antes de eso? ¿Fue antes o
después?
—Yo creo que fue antes...
—Con toda seguridad, antes, sargento; me juego la cabeza.
—Tenéis razón. Así que no sólo no pueden saber que Eloar ha muerto, sino
que ni siquiera sabrán que había entablado un combate... Ahora, veamos...
Doctor, ¿podrá el barón recorrer al menos dos o tres millas? ¿Y con muletas?
—Con muletas, probablemente sí. Le atiborraré a anestésicos... La verdad es
que después le harán reacción, y...
—¡Haga algo, doctor; si no, no habrá «después» que valga para él! Coja el
botiquín, un poco de agua y algunas de esas galletas, nada más; bueno, y algún
arma, lo justo...
Algunos minutos después el sargento le proporcionó a Tangorn un par de
muletas en forma de cruz, que él mismo había preparado acortando las lanzas
de los vastakos, y empezó a dar instrucciones.
—Ahora nos separaremos. Vosotros marcharéis por el borde del hammadi,
avanzando en línea recta hacia el norte.
—¿Cómo que hacia el norte? ¡Pero si allí está el campamento!
—Por eso mismo.
—Ah, ya entiendo... «Haz lo contrario de lo que espera tu enemigo...»
—Veo que piensas, medicucho. Sigamos. No debéis pasar del hammadi al
desierto de arena. En el caso de que (o, más bien, en el momento en que) el
barón empiece a quedarse atrás, te tocará a ti cargar con él; y no vayáis a
deshaceros entonces de las muletas, ¿queda claro? Vigila constantemente que
no se le abra la herida; si no, le va a gotear la sangre a pesar del vendaje,
formándose un reguero. Lo principal para vosotros es no dejar ninguna huella;
en el hammadi eso no es complicado, todo lo que hay allí son guijarros... Yo os
alcanzaré dentro de unas... dos horas, dos horas y media.
—¿Qué tienes pensado?
—Ya os lo explicaré más tarde; ahora cada minuto cuenta. Adelante, águilas,
¡a paso de marcha! ¡Un momento! Échame un par de nueces de cola; a mí
tampoco me vendrán mal.
Y, tras seguir con la vista la partida de sus camaradas, el explorador se puso
manos a la obra. Todavía tenía un montón de cosas que hacer; en parte, se
trataba de pequeños detalles de los que uno podría olvidarse en medio de tanto
trajín. Por ejemplo, recoger todos esos cachivaches, que les podrían venir bien
más adelante, si es que conseguían salir con vida de aquel atolladero —desde
las armas del elfo hasta los libros de Tangorn—, y enterrarlos con mucho
cuidado, tomando puntos de referencia. Luego, preparar su propio equipaje —
agua, raciones, ropa de abrigo, armas— y depositarlo en el hammadi. Y, por
último, lo más importante.
La idea de Tserleg, que Haladdin le había inspirado de pura chiripa, consistía
en lo siguiente: si se imaginaban que Eloar no había muerto durante el ataque
nocturno, sino que había huido al desierto, donde estaría perdido (un elfo en un
desierto es como un orocueno en un bosque, ni más ni menos), aquellos tipos,
sin duda alguna, lo primero que harían sería buscar a su príncipe (o lo que
quiera que fuera para ellos), y sólo más tarde a los guerrilleros que se habían
cargado a seis mercenarios vastakos (una pérdida moderada). Y ahora le tocaba
a él convertir esa hipótesis delirante en un hecho evidente.
Se acercó al elfo, le quitó los mocasines y recogió el peto de cuero rajado que
andaba por ahí tirado; al hacerlo, advirtió que en la mano izquierda del muerto
había un sencillo anillo de plata y, por si acaso, se lo echó al bolsillo. Después
cavó una fosa de un par de pies de profundidad, enterró el cadáver y alisó con
mucho cuidado la superficie; por sí sola, habría sido una acción bastante
ingenua, si no se creaba además la ilusión de que, en ese lugar, el suelo de arena
estaba intacto con absoluta certeza. Para eso nos vendrá bien el cadáver de
algún vastako, cuanto menos deteriorado, mejor: igual nos sirve el del centinela
que mató Haladdin de un flechazo. Tras llevarlo cuidadosamente al lugar
donde había enterrado al elfo, Tserleg le rebanó el cuello al vastako y dejó que
su sangre manara, tal y como hacen los cazadores con sus presas; a
continuación, lo depositó en el charco que se estaba formando, procurando que
su postura resultase natural. Ahora parecía totalmente evidente que el
mercenario había muerto en ese mismo sitio; en buena lógica, sólo sabiendo que
estaba allí se le ocurriría a alguien buscar un cadáver justo debajo de otro que se
había quedado tieso sobre la arena empapada de sangre; a una persona normal
no es algo que se le fuera a pasar por la cabeza.
Así que la mitad del trabajo ya estaba hecha: el auténtico elfo había
desaparecido; ahora había que encontrarle un doble: uno que estuviera vivo y
que fuera muy vivo. El orocueno se puso los mocasines del elfo («¡Demonios,
no entiendo cómo pueden llevar este calzado, sin unas suelas rígidas
normales!») y echó a correr hacia el sur, a lo largo del pie de la duna,
esforzándose por dejar una buena huella en las zonas donde el terreno era más
firme; llevaba puesta, a modo de chaleco, la coraza rasgada, y portaba sus
propias botas en la mano, pues adentrarse sin ellas en el desierto habría sido un
tormento. Cuando se hubo alejado como una milla y media del campamento, el
sargento se paró; nunca había tenido fama de ser un buen corredor, y sentía que
el corazón le palpitaba en la garganta, a punto de salírsele por la boca. De todos
modos, la distancia ya era suficiente, y ahora el «elfo» tendría que huir al
hammadi, donde resultaría prácticamente imposible descubrir sus huellas. A
unos quince pasos del sitio en que se interrumpía el rastro, el explorador lanzó
al guijarral la coraza de cuero de Eloar; eso confirmaría tanto la identidad del
fugitivo como, indirectamente, la dirección de su movimiento a partir de ese
punto, que seguía apuntando hacia el sur.
«Alto ahí», se dijo, «para un poco y piénsatelo una vez más. A lo mejor no
conviene tirar ahí ese peto: se nota mucho que es algo deliberado... A ver, ponte
en su lugar. Tú eres un fugitivo, y no tienes muy claro por dónde seguir; da la
impresión de que te has alejado de tus perseguidores, pero ahora vas a tener
que vagar, no se sabe durante cuántos días, por ese desierto espantoso que es
para ti cien veces más temible que cualquier enemigo de rasgos humanos. Te
tomas tu tiempo, todo el que puedas, para alivio de tus pies; de todos modos, la
ventaja que te proporciona esa coraza es escasa y, si sigues vivo, ya te
comprarás otra igual en la primera armería que encuentres... ¿Resulta creíble?
Totalmente. ¿Y por qué se la ha quitado aquí, y no antes? Bueno, sencillamente
no había podido hasta ese momento; quién sabe... le estaban siguiendo, ¿no es
así?, y hasta que no se ha parado aquí, y ha echado un vistazo... ¿Resulta
creíble? Sin duda. Pero, ¿por qué está rasgada? Porque, casi con toda seguridad,
no van a ser mis propios hombres los que la encuentren, sino mis
perseguidores; por cierto, muy probablemente estarán siguiendo el rastro de
mis huellas, así que ha llegado el momento de abandonar la arena y pasar al
guijarral... ¿Resulta creíble? Tal vez... Al fin y al cabo, no hay que contar con que
los enemigos sean imbéciles, pero tampoco conviene tener miedo de que sean
extremadamente perspicaces.»
Ya estaba casi totalmente listo para echar a andar en sentido contrario —se
había puesto las botas en lugar de los mocasines y había masticado una nuez de
cola, amarga y astringente—, cuando, tras echar un vistazo a la coraza (estaba
tirada sobre las piedras de la meseta, como el cascarón de un huevo roto), se
cubrió de sudor frío al reconocer el error que había estado a punto de cometer.
Un cascarón... «Alto... y ese elfo, ¿cómo ha salido de él?, ¿lo ha rasgado mientras
lo tenía puesto, o qué? ¡Con disparates como éste es como todo el montaje se
viene abajo! A ver... soltando el cordón lateral... ¡No! Soltándolo no: cortándolo;
llevo mucha prisa, y la coraza no me sirve de nada. Ahora ya encaja todo.»
Regresó corriendo por el hammadi, orientándose por el fulgor, casi
imperceptible, de la hoguera apagada, junto a la cual le esperaba el fardo con
sus cosas. La cola le había transmitido al cuerpo una ligereza engañosa, y ahora
se veía obligado a refrenar el paso, pues de otro modo le podía dar un ataque al
corazón, sencillamente. Tras recoger el fardo, se obligó a sí mismo a descansar
unos minutos antes de reanudar la marcha; ahora tenía que ir pendiente de
avistar a Haladdin y Tangorn, y eso, como es natural, le obligaba a caminar más
despacio. Resulta que sus camaradas habían recorrido ya más de dos millas: un
ritmo excelente, con el que difícilmente habría contado. A quien primero vio el
explorador fue a Haladdin; descansaba sentado en el suelo, con el rostro
exangüe, inexpresivo, vuelto hacia las estrellas; en cuanto al barón, con quien el
doctor había tenido que cargar durante la última media milla, estaba otra vez
caminando con ayuda de las muletas, empeñado en ganar una decena de
yardas adicional.
—¿Ya se ha ventilado todo el vino élfico, hasta la última gota?
—Te he dejado un poco.
Tserleg, tras divisar a sus compañeros y calcular la distancia que le separaba
de ellos, se dispuso a ingerir una nueva dosis de cola. Sabía que al día siguiente
(si es que llegaban a verlo) sus organismos pagarían por aquella droga, igual
que pagarían por la resina de adormidera, pero no había elección: de otro
modo, no lo lograrían. Más adelante, Haladdin llegaría a la conclusión de que
toda aquella parte del recorrido se le había borrado por completo de la
memoria. A cambio, recordaba con nitidez que entonces la cola no sólo
insuflaba energía en sus músculos exhaustos, sino que agudizaba sus sentidos
de manera insólita, lo que le permitía asimilar de golpe todo lo que se
encontraba dentro de su campo visual, desde el dibujo de las constelaciones, en
las que brotaban de pronto infinidad de pequeñas estrellas que nunca antes
había visto, hasta el olor de la turba presente en el humo de alguna hoguera
increíblemente distante; así que del viaje propiamente dicho no lograba
recordar ni un solo detalle.
Aquella grieta en su memoria se cerró súbitamente, tal y como se había
abierto; el mundo volvió a ser real, y con la realidad reaparecieron el dolor y la
fatiga, tan intensa que hasta la sensación de peligro quedaba arrinconada más
allá de los últimos límites de la consciencia. Y así resultó que ya estaban allí
tumbados, pegados al suelo, detrás de una cresta minúscula, a unas treinta
yardas de las ansiadas ruinas junto a las cuales se adivinaba ya, a la incipiente
luz del alba, el cubo macizo del campamento base.
—¿Y si nos plantamos ahí de una carrera? —preguntó Haladdin a media voz.
—¡Déjate de carreras! —gruñó enfurecido el explorador—. ¿Es que no ves al
centinela en el tejado?
—¿Y él a nosotros?
—Todavía no: él destaca sobre el fondo del cielo gris; nosotros tenemos de
fondo la tierra oscura. Pero, al menor movimiento, nos descubre seguro.
—Pues ya está amaneciendo...
—¿Quieres cerrar el pico? ¡Qué pesado!
De pronto, bajo los pies de Haladdin, del suelo pedregoso surgió un nuevo
sonido siniestro, un golpeteo seco y violento que creció rápidamente hasta
convertirse en un fragor, parecido a un desprendimiento de tierras: van nutrido
grupo de jinetes se aproximaba al trote por la carretera, y el pánico, vuelto a él
de no se sabe dónde, le gritó al oído: «¡Nos han descubierto! ¡Nos están
rodeando! ¡Corred!». Pero el tranquilo bisbiseo del sargento le hizo recobrar el
ánimo una vez más:
—¡En guardia! Cuando yo dé la orden, ¡antes no!, salimos a todo correr. Los
bultos, las muletas y las armas, para ti; para mí, el barón. Ésta es nuestra
oportunidad, la primera y la última.
El destacamento, mientras tanto, había llegado al puesto, donde se produjo el
tumulto habitual en estos casos: los jinetes, soltando maldiciones, se abrían paso
entre soldados atareados y daban parte de la situación a los jefes del puesto y a
los venidos de fuera; los gritos guturales de los vastakos se mezclaban con los
inquietos gorjeos de los elfos; en el tejado, en lugar de una figura, se vieron tres
juntas... y justo entonces, Haladdin, que tardó unos instantes en dar crédito a
sus oídos, oyó la orden, dada en voz baja: «¡Adelante!».
Nunca en la vida había corrido a esa velocidad, desplegando toda la energía
de la que fue capaz. Voló durante unos segundos, hasta alcanzar la «zona
muerta», al amparo de una pared medio derruida; allí soltó su carga y aún tuvo
tiempo de regresar al encuentro de Tserleg, que venía con el barón a cuestas y
estaba a medio camino; éste, sin embargo, le hizo un gesto con la cabeza: espera
un poco, más adelante ya nos cambiaremos la carga. ¡Rápido!, ¡más rápido! Oh,
Único, ¿hasta cuándo van a seguir esos centinelas ineptos embobados con los
recién llegados? ¿Tres segundos más? ¿Diez? Habían llegado a las ruinas,
esperando a cada paso oír la voz de alarma, y se arrojaron al suelo de
inmediato; Tangorn debía de estar tan mal que ni siquiera se quejó.
Despellejándose el rostro y las manos con las plantas espinosas, se introdujeron
en una grieta ancha que había en un muro, y de repente se encontraron en el
interior de una estancia prácticamente completa. Todas las paredes estaban
intactas, sólo en el techo se abría un amplio boquete, por el cual se veía el cielo
matinal, que se iba volviendo cada vez más gris; la puerta de acceso estaba
completamente obstruida por un montón de ladrillos rotos. Sólo entonces
Haladdin lo comprendió: ¡a pesar de todos los pesares, lo habían conseguido!
Ahora disponían de un refugio, el más seguro que podía haber; como cuando la
pata cría a sus patitos justo bajo el nido de la rapaz.
Cerró los ojos un momento, apoyándose contra la pared, y unas olas
placenteras le tomaron de la mano y se lo llevaron lejos de allí, susurrándole
insinuantes: «Ya ha pasado todo... descansa... aunque sea por unos minutos; te
lo has ganado...». Arriba-abajo... arriba-abajo... «¿A qué viene este balanceo? ¿Es
Tserleg? ¿Por qué me sacude del pecho con tanta furia? ¡Qué diablos! Gracias,
amigo... ¡Pero si tengo que ocuparme ya mismo de Tangorn! Y no dispongo de
«unos minutos» para mí, claro que no; en seguida se pasará el efecto de la cola,
y me derrumbaré estrepitosamente... ¿Dónde estará ese dichoso botiquín?»
CAPÍTULO 14

Umbror, meseta de Houtín-Hotgor


21 de abril de 3019

Caía la tarde. El oro fundido del sol bullía aún en el crisol formado por los
dos picos de las Montañas Sombrías, lanzando sus intensas chispas
incendiarias, pero una leve bruma violácea se iba extendiendo sobre la
engalanada acuarela del atardecer en la sierra. El frío turquesa del horizonte,
más intenso en su borde oriental, contrastaba armónicamente con el rosáceo
amarillento, como la pulpa de los melones de Jand, de los despeñaderos
boscosos de Houtín-Hotgor, cortados por profundos desfiladeros, negros como
la nuez moscada. En las colinas arcillosas, cuyas cumbres llanas anunciaban ya
la meseta, las laderas aparecían cubiertas por el crespón ceniciento del ajenjo y
la solianka, coloreado aquí y allá por grandes y vistosas manchas: los prados de
tulipanes silvestres.
Estas flores despertaban en Haladdin sentimientos ambiguos. Si cada tulipán,
por separado, le parecía bello, en cambio, le resultaban poco naturales y
siniestros los extensos mantos, de hasta medio acre, que formaban agrupados.
Sería porque su color reproducía demasiado fielmente el color de la sangre: el
escarlata brillante de la sangre arterial, cuando los iluminaba el sol, o el
purpúreo de la sangre venosa, cuando caía sobre ellos la sombra vespertina,
como ocurría en aquel preciso instante. Ajenjo y tulipanes; cenizas y sangre.
Seguramente, en otros tiempos le habrían venido a la cabeza otras asociaciones
de ideas.
—Nos falta una milla y media. —Tserleg, que marchaba en cabeza, se volvió
hacia sus compañeros de viaje e hizo un gesto con la cabeza, apuntando hacia el
extremo de una mancha de verdura que se fundía con la arcilla amarillenta de
una ladera, frente a un ancho desfiladero—. ¿Qué hacemos, barón? ¿Nos
paramos un rato a descansar, o apretamos el paso, para poder librarnos pronto
del equipaje y quedarnos tan a gusto?
—Ya basta, muchachos, de tenerme entre algodones —replicó con cierto
enojo el pietroriano; aunque por el momento seguía usando las muletas, ya
pisaba con bastante firmeza e incluso se empeñaba en transportar una parte de
la carga—. Si sigo así, nunca me voy a incorporar al régimen ordinario.
—Para las quejas, ahí tienes al doctor; yo aquí me ocupo de la intendencia.
¿Qué nos aconseja el señor doctor, eh?
—Mascar cola, naturalmente —dijo Haladdin en tono irónico.
—Vete por ahí.
Ciertamente la broma era de dudoso gusto; bastaba con recordar el desenlace
de su atropellada carrera hacia las ruinas situadas junto al campamento base
para sentir náuseas. La cola en realidad no proporciona al organismo ninguna
fuerza adicional; se limita a movilizar los recursos ya existentes. Una
movilización análoga se da de forma espontánea en otras ocasiones, como
cuando un individuo, para salvar su vida, franquea de un salto casi una docena
de yardas, o arranca con sus propias manos un bloque de tierra de algunos
quintales; pero la cola permite realizar tales proezas «por encargo», y después
hay que abonar la correspondiente factura: al cabo de un día y medio, la
persona que ha agotado en el momento justo sus últimas reservas se queda
hecha una auténtica piltrafa, tanto física como anímicamente.
Eso es lo que les ocurrió aquella mañana, después de que Haladdin lograra
coser a toda prisa el muslo de Tangorn. En seguida, el barón empezó a tiritar: a
la fiebre causada por la herida se añadió el mono de opio; precisaba de ayuda
inmediata, pero el doctor y el explorador parecían en ese momento medusas
arrojadas a la orilla; no es que fueran incapaces de mover un brazo, es que no
estaban en condiciones de mover siquiera el globo ocular. Tserleg se las arregló
para levantarse al cabo de diez horas, pero todo lo que pudo hacer fue dar de
beber al herido los restos de vino élfico y arroparle con todas las capas
disponibles; en cuanto a Haladdin, se recuperó bastante tarde, de modo que no
pudo atajar de raíz la dolencia del barón. Aunque se pudo evitar la septicemia,
alrededor de la herida se desarrolló una intensa infección local; apareció la
fiebre, Tangorn perdió el sentido y, peor aún, empezó a delirar en voz alta. A
todo esto, había por allí soldados yendo y viniendo a todas horas —utilizaban
como letrina la parte posterior de las ruinas—, así que el sargento empezó a
plantearse seriamente si no tendrían que rematar al barón antes de que éste les
perdiera a todos con su continuo farfullar.
Pudieron superar aquella situación —bendito sea el Único—, pues al segundo
día de tratamiento los antisépticos élficos hicieron efecto, al herido le bajó la
fiebre y la herida empezó a cicatrizar rápidamente. Pero las aventuras aún no
habían terminado. Resulta que en una de las habitaciones vecinas los
mercenarios del puesto, a escondidas de sus oficiales, habían instalado un
enorme recipiente de araka —una especie de cerveza local, hecha de maná—, y
al anochecer se juntaban allí para tomar unas pintas. Ya casi se habían
habituado a la presencia de los soldados: en esos momentos les bastaba con
permanecer inmóviles, en silencio, como los ratones en sus escondrijos, gracias
a que su estancia quedaba totalmente aislada del resto de las ruinas; pero
Haladdin se imaginaba, con todo lujo de detalles, cómo algún oficial de guardia
puntilloso, llevando a cabo un registro para dar con aquel vivificante manantial,
no vacilaba en meter la nariz en su madriguera: «Vaya, vaya... ¿Y estos tres a
qué pelotón pertenecen? ¡Firrr-mes! Menuda curda... ¿Y vuestros uniformes,
granujas?». Eso sí que sería lamentable...
Pero si permanecer en las ruinas era peligroso, abandonarlas habría sido una
verdadera locura: los destacamentos de vastakos y elfos, a pie y a caballo,
seguían peinando el desierto, sin pasar por alto siquiera las hileras de huellas
frescas dejadas por los zorros orejudos. Y a todo esto, se les había presentado
una nueva adversidad: la extrema carencia de agua. Se habían visto obligados a
consumir la mayor parte en el herido, y resultaba totalmente imposible renovar
las reservas porque junto al depósito de la guarnición había gente a todas horas.
Al quinto día la situación se volvió crítica: quedaba media pinta para los tres; el
barón evocó el episodio de Teshgol y comentó en tono sombrío que no parecía
haber mejorado mucho su situación desde entonces. Qué miserable fortuna,
pensaba Haladdin: después de tres semanas de peregrinación por el desierto,
por primera vez sufrían auténtica sed, estando como estaban a un centenar de
yardas de un pozo...
La salvación llegó de donde menos se lo habrían esperado: al sexto día
empezó a soplar el simún, el primero de aquel año. Desde el sur avanzaba un
manto amarillo que se elevaba por los aires; parecía que el horizonte del
desierto se plegara hacia dentro, como el borde deshilachado de una túnica
monstruosa; el cielo adquirió un tono ceniciento, mortecino, y se podía mirar al
deslavazado sol del mediodía como quien mira a la luna, sin entornar los ojos.
Después, los límites entre el cielo y la tierra se borraron por completo, y fue
como si dos sartenes recalentadas chocaran entre sí, originando remolinos
ascendentes de miríadas de granos de arena, cuya danza frenética se
prolongaría durante más de tres días. Tserleg, que sabía mejor que sus
compañeros lo que es un simún, rogó de corazón al Único por todos aquéllos a
los que hubiera sorprendido a la intemperie: un destino tan espantoso no se le
debe desear ni al peor enemigo. Lo cierto es que, en lo tocante a los enemigos, el
Único atendió la demanda del orocueno sólo a medias: más adelante supieron,
por las conversaciones de los soldados, que algunas patrullas, que sumaban en
conjunto unos veinte individuos, no lograron regresar a la base y muy
probablemente perecieron. Ya no tenía sentido continuar con la búsqueda de
Eloar; a estas alturas ya no se encontraría ni su cadáver... A todo esto, el propio
Tserleg, poco antes del anochecer, enfundado en un capote élfico con capucha y
oculto por la sofocante niebla de arena, consiguió por fin llegar hasta el pozo
del patio. Algunos minutos después, cuando Tangorn, alzando la cantimplora
todavía húmeda, propuso un brindis «por los demonios del desierto», el
explorador giró la cabeza con ciertas reservas, aunque no llegó a manifestarlas.
Abandonaron su refugio durante la última noche de simún, cuando éste ya
empezaba a remitir, convirtiéndose en una débil corriente de arena que muy
probablemente enterraría las huellas. El explorador condujo a sus camaradas
hacia Houtín-Hotgor, en el este; contaba con encontrar en esa región montañosa
a orocuenos nómadas, que suelen llevar allí el ganado en busca de pastos
primaverales, para descansar un poco y reponer fuerzas en compañía de alguno
de sus innumerables parientes. De camino pasaron por el lugar donde había
estado el campamento de Eloar y recuperaron con muchísimo cuidado los
trofeos que Tserleg había dejado enterrados. Ya puestos, el explorador no dejó
de cerciorarse de que el cadáver del elfo estaba casi momificado bajo la capa de
arena; y es que, curiosamente, a los elfos muertos no los tocan ni los animales
carroñeros ni los gusanos... ¿Serán acaso venenosos?
Con las primeras luces, dio comienzo su marcha por etapas hacia las
montañas; si avanzaban de día, el riesgo sería enorme, pero debían aprovechar
esos ratos en que se puede andar sin preocuparse por destruir las propias
huellas. Al acabar la segunda jornada de camino llegaron a la meseta, pero
Tserleg todavía no había avistado ningún campamento nómada, y eso
empezaba a inquietarle seriamente.
El valle en el que acamparon debía su verdor al arroyo que allí existía,
pequeño pero afable. Por lo visto, se aburría en su soledad, por lo que
aprovechó la presencia de aquellos huéspedes inesperados para ponerles al
corriente de todas las novedades de ese minúsculo mundo —que si ese año la
primavera se había retrasado, así que los lirios azules que hay junto al tercer
meandro ya no iban a florecer; pero que, en cambio, el día anterior lo habían
visitado unos antílopes conocidos, un viejo macho y un par de hembras
jóvenes...—, y toda aquella verborrea, suave y melodiosa, podrían haberla
estado escuchando interminablemente. Sólo las personas que han permanecido
en el desierto semanas y semanas, sin probar otra cosa que el líquido viscoso y
salobre que hay en el fondo de los abrevaderos de las ovejas o las exiguas gotas
insípidas que destilan los tsandois, son capaces de saber lo que se siente al
sumergir el rostro en una corriente de agua clara. Tan sólo se puede comparar
con el primer roce a la amada tras una larguísima separación. No en vano, el
centro del Paraíso surgido de la imaginación de los habitantes del desierto no
consiste en alguna chabacanería pretenciosa, del estilo del Palacio de Cristal de
los placeres, sino en un pequeño lago al pie de una cascada...
Habían tomado luego un té negro como el carbón, pasándose de mano en
mano, con mucha ceremonia, el único cuenco mellado que el sargento había
podido salvar, no se sabe bien cómo, en medio de tantos sobresaltos
(«¡Auténtica artesanía de Jand, por si no os habías fijado!»), y ahora Tserleg le
iba explicando a Tangorn que el té verde posee un sinfín de virtudes, pero que
la cuestión de si es o no es mejor que el negro le recordaba a esa estúpida
pregunta: «¿A quién quieres más, a papá o a mamá?»; cada uno de ellos tiene su
lugar y su momento; por ejemplo, en el calor abrasador del mediodía... Y
Haladdin escuchaba todo aquello sin prestar demasiada atención, como
escuchaba el murmullo nocturno del arroyo que pasaba por detrás de las rocas,
mientras saboreaba esos instantes prodigiosos de dicha serena, casi hogareña...
La hoguera, que consumía rápidamente los rizomas secos de la solianka (la
ladera vecina estaba casi totalmente cubierta de aquellos tallos grises),
iluminaba intensamente a sus compañeros; el tajante perfil del pietroriano
estaba vuelto hacia el rostro del orocueno que, con su forma de luna, recordaba
a una imperturbable deidad oriental. Y entonces Haladdin experimentó una
súbita melancolía al comprender que aquella extraña amistad estaba viviendo
sus últimos días: sus caminos estaban a punto de separarse, había que pensar
que para siempre. El barón, en cuanto cicatrizase del todo su herida, se dirigiría
a la garganta de Paso de la Araña, pues había resuelto marchar a Lunien, en
busca del príncipe Aramir; en cuanto a ellos dos, tendrían que decidir qué iban
a hacer después.
Lo raro es que, mientras realizaban en compañía de Tangorn aquel viaje
plagado de peligros mortales, no habían averiguado nada, propiamente, de su
vida anterior («¿Está casado, barón?» «Es una pregunta complicada, no se
contesta así como así...» «¿Y dónde se encuentran sus tierras, barón?» «Creo que
eso ya no tiene importancia, porque seguramente me las habrán confiscado...»).
Y, sin embargo, Haladdin sentía cada día más respeto, por no decir afecto, por
ese individuo lacónico y algo socarrón; fijándose en el barón, captó
probablemente por vez primera el sentido de la expresión «nobleza innata». Y
además se percibía en Tangorn ese rasgo tan raro en un aristócrata como es la
seguridad; una seguridad distinta a la que había, por ejemplo, en Tserleg, pero,
en todo caso, incuestionable.
Haladdin, que provenía del tercer estado, no sentía la menor simpatía por la
aristocracia. Nunca pudo entender que alguien se sintiera orgulloso, no tanto de
las acciones concretas de sus antepasados —ya fuera en el trabajo o en la
guerra—, sino de la longitud, como tal, de la cadena, teniendo en cuenta,
además, que casi todos aquellos «nobles caballeros» habían sido en realidad
(puestos a llamar las cosas por su nombre) unos despiadados salteadores de
camino, asesinos por oficio y traidores por vocación, a los que sencillamente les
había ido bien. Aparte de eso, el doctor despreciaba desde su más tierna
infancia a los holgazanes. Pero, a pesar de todo, intuía que si la sociedad
prescindía por completo de la aristocracia, depravada e inútil como era, el
mundo perdería irremediablemente parte de sus encantos. Sin duda alguna,
sería más justo; tal vez, más puro; pero también, seguramente, bastante más
aburrido, ¡y eso tiene su importancia! Al fin y al cabo, él mismo pertenecía a
una cofradía mucho más cerrada que cualquier jerarquía basada en la sangre:
un buen día alguien había tocado sus hombros con una espada —esto lo sabía
muy bien Haladdin—, alguien más poderoso que el monarca del Reino Unido o
que el califa de Jand. Es curioso comprobar, aunque casi nadie se dé cuenta de
ello, hasta qué punto son antidemocráticas por naturaleza la ciencia y el arte...
Sus meditaciones fueron interrumpidas por el sargento, que proponía jugarse
a los chinos el primer turno de guardia. A unos quince pies por encima de sus
cabezas pasó volando, como un gran copo de nieve, una lechuza del desierto,
que con sus tristes lamentos —¡piu-piu-piu!— recordaba que los niños buenos
tenían que estar en la cama, después de haber hecho pipí, hacía ya un buen rato.
—Acostaos vosotros —propuso Haladdin—, que ya me las arreglaré yo solo
junto a la hoguera.
En general, toda aquella noche, entre el fuego (aunque estuviera bien oculto)
y la relajación en la vigilancia, había sido una pura exhibición de anarquía por
su parte. Pero Tserleg estimaba que el riesgo, en el fondo, era escaso, ya que
habían dado por concluida la búsqueda de Eloar y, en condiciones normales, las
patrullas de elfos no se alejaban mucho de la carretera; al fin y al cabo, hay que
permitir que la gente se relaje un poco de vez en cuando: la presión constante
acaba estallando por alguna parte.
Mientras tanto, la hoguera se había acabado de consumir —la solianka casi no
hace brasas, sino que se convierte en ceniza en seguida-y Haladdin, tras meter
el cuenco de Jand del sargento en el puchero con los restos del té, bajó al arroyo
a enjuagar la vajilla. Ya había dejado sobre una piedra de la orilla el puchero
limpio y se estaba echando el aliento caliente en los dedos, entumecidos por el
agua helada, cuando unos reflejos fugaces recorrieron los cantos rodados que
había alrededor, y a su espalda el fuego se reavivó. «¿Quién de ellos estará
despierto?», se sorprendió. «Así, a contraluz, no puedo distinguir nada...» Sobre
el fondo de las llamas, destacaba una silueta negra, inmóvil, con la mano
extendida hacia las lenguas anaranjadas que crecían velozmente. El círculo
luminoso se amplió armoniosamente, sacando de la oscuridad los bultos del
equipaje que estaban allí amontonados, las muletas de Tangorn, apoyadas en
una roca, y los dos durmientes, los cuales... «¿Cómo que los dos? ¿Y quién es el
que está junto a la hoguera?» Y en aquel preciso instante el doctor cayó también
en la cuenta de otra cosa, y era que, al dirigirse hacia el arroyo, que estaba a
unas veinte yardas, para llevar a cabo su «operación de enjuague», no había
cogido ningún arma. Ninguna. Y lo más probable es que al hacerlo hubiera
causado la perdición de sus amigos dormidos.
Entre tanto, la persona que estaba junto al fuego se volvió lentamente hacia el
desdichado centinela y le convocó con un gesto imperioso. Estaba claro como el
día que, de haber sido ése su propósito, los tres compañeros llevarían ya un
buen rato muertos... Aturdido, Haladdin regresó junto a la hoguera, se sentó
frente al recién llegado, que vestía una túnica negra, y... de pronto, se quedó sin
aliento, como si le hubieran propinado un buen golpe en el pecho: bajo la
capucha, totalmente echada hacia adelante, se ocultaba el vacío, desde el cual le
miraba fijamente un triste par de carbones ardientes. Estaba delante de un
espectro.
CAPÍTULO 15

Los espectros. Una antiquísima orden de magos, cuya actividad se ha visto


rodeada, desde hace mucho tiempo, por los más siniestros rumores. Negros
espectros, de los que se dice que tienen acceso a las altas esferas de poder en
Umbror; se les atribuyen fabulosos prodigios, en los que nadie mínimamente
serio creería jamás. Él tampoco creía en esas cosas, y resulta que ahora estaba
delante de un espectro... Pero mientras pronunciaba mentalmente esas palabras
tan corrientes —«estaba delante»—, a punto estuvo de morderse la lengua.
Haladdin, siendo como era escéptico y racionalista, nunca había dejado de
reconocer que existen cosas que es mejor no tocar si no queremos pillarnos los
dedos... En ese momento oyó una voz, poco sonora y algo tomada, con un
acento extraño, que no parecía provenir de la oscuridad oculta bajo la capucha,
sino de algún otro lugar... ¿tal vez de lo alto?
—¿Tenéis miedo de mí, Haladdin?
—Cómo os lo diría...
—Decidlo abiertamente: «tengo miedo». Fijaos, yo podría haber adoptado
otra apariencia... eeeh... más neutral, pero me restan ya muy pocas fuerzas. Así
que tendréis que soportarlo; no será por mucho tiempo. Aunque, seguramente,
dada la falta de costumbre, debe de resultar en verdad pavoroso...
—Muy agradecido —respondió Haladdin enojado, sintiendo de repente que
su terror se disipaba sin dejar el menor rastro—. Por cierto, no estaría de más
que os presentarais... Vos me conocéis a mí, pero yo no os conozco.
—Digamos que vos también me conocéis a mí, aunque no sea en persona. Soy
Sharia-Rana, para serviros. —El borde de la capucha descendió un poco, a
modo de leve reverencia—. O, para ser más exactos, yo fui Sharia-Rana antes,
en una vida previa.
—Para volverse locos. —Ahora Haladdin ya no tenía ninguna duda de que
estaba soñando, y se esforzaba por mantener un comportamiento apropiado—.
Una conversación cara a cara con el mismísimo Sharia-Rana; no habría vacilado
en dar a cambio cinco años de vida... Por cierto, para ser la sombra de alguien
que vivió hace más de un siglo, empleáis un vocabulario bastante peculiar...
—Se trata de vuestro vocabulario, no del mío. —Haladdin habría jurado que
el vacío bajo la capucha componía por un momento una sonrisa burlona—. Me
limito a hablar con vuestras propias palabras, algo que no me cuesta ningún
trabajo. Pero si os desagrada...
—No, no, qué va... —¡Un delirio, un verdadero delirio!—. Pero decidme,
venerable Sharia-Rana: según ciertas habladurías, todos los espectros serían
antiguos reyes...
—Hay también reyes entre nosotros. Al igual que hay príncipes, zapateros,
sastres... bueno, hay de todo. Y, como podéis ver, hay hasta matemáticos.
—¿Y es verdad que, tras la publicación de los Principios naturales de la
mecánica celeste, os dedicasteis exclusivamente a la teología?
—Así fue, pero todo esto forma parte de aquella vida anterior.
—Pero, cuando dejáis atrás esa vida anterior, ¿os separáis sin más de vuestro
cuerpo ya caduco, y a cambio adquirís recursos ilimitados y os volvéis
inmortales?
—No. Somos muy longevos, pero mortales; es cierto que siempre somos
nueve, ésa es la tradición, pero el personal se va renovando. En cuanto a lo de
los recursos ilimitados... En realidad, eso supone una carga inconcebible.
Nosotros somos el escudo mágico que siglo tras siglo ha venido protegiendo el
oasis de la Razón, donde habéis edificado cómodamente vuestra frívola
civilización. Pues ésta es completamente ajena al mundo en el que tanto
nosotros como vosotros tuvimos la desgracia de nacer, y Midgard combate ese
cuerpo extraño, tratando de demolerlo con toda la fuerza de su magia. Cuando
nos toca a nosotros recibir el golpe, nos desintegramos, lo cual resulta muy
duro. Pero si cometemos un error, y el golpe, finalmente, alcanza vuestro
pequeño mundo... No existen palabras en el lenguaje humano que puedan
designar lo que sentimos en tales casos; todo el dolor del universo, todo el
terror del universo, toda la desesperación del universo... ése es el pago que
recibimos por nuestro trabajo. Si supierais cuan doloroso puede ser el vacío... —
Las brasas bajo la capucha parecieron cubrirse de ceniza—. En una palabra, no
merece la pena envidiar nuestros recursos.
—Disculpad —musitó Haladdin—. Nadie lo habría sospechado... se cuentan
tales cosas de vosotros... Yo mismo creía que erais como espectros, que no
teníais nada que ver con el mundo real...
—Tenemos que ver, y mucho. Yo, por ejemplo, estoy muy familiarizado con
vuestros trabajos...
—¡No puede ser!, ¿lo decís en serio?
—Totalmente. Os felicito: vuestro trabajo de hace dos años, en el campo de la
investigación de las fibras nerviosas, inaugura una nueva época de la fisiología.
No estoy seguro de que acabéis figurando en los manuales escolares, pero en
los cursos universitarios, con toda garantía... Siempre y cuando, eso sí, y en
vista de los últimos acontecimientos, sigan existiendo en este mundo los
manuales escolares y las universidades.
—¿De... de veras? —dijo despacio Haladdin, un tanto dubitativo; porque hay
que decir que escuchar semejantes elogios de labios de Sharia-Rana (si es que,
efectivamente, se trataba de Sharia-Rana) le resultaba, como mínimo, agradable,
aunque el gran matemático parecía andar algo flojillo en las disciplinas ajenas a
la suya—. Me temo que os equivocáis. Yo sólo he cosechado algunos éxitos en el
terreno de los mecanismos de actuación de venenos y antídotos, pero ese
trabajo sobre las fibras nerviosas obedeció sencillamente a un interés pasajero...
un par de experimentos ingeniosos, de hipótesis, que todavía precisan de
muchas comprobaciones...
—Yo nunca me equivoco —le cortó secamente el espectro—. Ese opúsculo es
lo mejor que habéis hecho, y lo mejor que haréis en toda vuestra vida; en
cualquier caso, habéis inmortalizado vuestro nombre. Y esto no lo digo porque
lo piense así, sino porque lo sé. Disponemos de ciertos recursos para adivinar el
futuro, y sólo los utilizamos de vez en cuando.
—Sí, claro, sin duda os interesa el futuro de la ciencia...
—En este caso, no era la ciencia lo que me interesaba, sino vuestra persona.
—¿Yo?
—Sí, vos. Pero ciertas cuestiones no han quedado claras, así que me he
presentado aquí para plantearos algunas preguntas. Casi todas ellas serán...
bastante personales, por lo que os pido que contestéis con tanta sinceridad
como estiméis oportuno, pero no tratéis de inventar nada... sobre todo, porque
sería inútil. Por cierto, ¡dejad de volver la cabeza! No hay nadie en los
alrededores de este campamento, en un radio de... —el espectro hizo una
brevísima pausa— en un radio de veintitrés millas, y vuestros compañeros
dormirán tranquilos mientras dure esta conversación... Y bien, ¿estáis de
acuerdo en responder con esas condiciones?
—Por lo que se me alcanza —Haladdin esbozó una sonrisa forzada—, podéis
obtener esas respuestas sin contar con mi consentimiento.
—Puedo —asintió—. Pero en ningún caso lo pienso hacer con vos. Tengo la
intención de haceros cierta propuesta, así que deberíamos, como mínimo,
confiar el uno en el otro... Decidme, ¿no se os habrá ocurrido pensar que he
venido a comprar vuestra alma inmortal? —Haladdin masculló algo
ininteligible—. Olvidaos de eso, ¡es un auténtico disparate!
—¿Qué es un disparate?
—Lo de comprar el alma. El alma, para que sepáis, se puede recibir como
regalo, como ofrenda, se puede perder irremisiblemente... todo eso, sí; pero lo
de su compraventa no tiene ningún sentido. Pasa como en el amor: aquí no
funciona el «dame para que yo te dé», eso no es amor ni nada que se le
parezca... Y, para ser sinceros, vuestra alma no me interesa hasta ese punto.
—Decidme, por favor —aunque parezca ridículo, Haladdin se sentía
ofendido por algún motivo—, ¿qué es lo que os interesa entonces?
—En primer lugar, me interesa saber por qué un científico brillante dejó un
trabajo que no era para él un medio de obtener ingresos, sino el sentido de su
vida, y se alistó como médico de un ejército en campaña.
—Bueno, a lo mejor le interesaba verificar alguna de sus conjeturas sobre los
mecanismos de actuación de los venenos. Como sabéis, gran cantidad de
material se pierde sin ningún provecho...
—O sea, que para vos los soldados del Ejército del Sur heridos por las flechas
élficas eran simples cobayas... ¡Falso! Os conozco demasiado bien, empezando
por esos estúpidos experimentos que realizasteis en vuestra propia persona y
terminando... ¿Por qué diablos pretendéis pasar por más cínico de lo que
realmente sois?
—Pero si la práctica de la medicina siempre se ha asociado con cierto grado
de cinismo, y más aún la medicina militar. Debéis de saber que a todos los
médicos militares novatos se les hace el siguiente test: «Supón que te traen a
tres heridos: uno, con una profunda herida en el vientre; otro, herido grave en
el muslo, con fractura abierta, hemorragia, estado de choque y todo eso; el
tercero, con una herida superficial en el pecho. Sólo es posible operarlos de uno
en uno, ¿por cuál empezarías?» Todos los novatos, naturalmente, dicen que por
el de la herida en el vientre. «Has fallado», les responde el examinador;
«mientras te ocupas de él, que de todas maneras tiene un noventa por ciento de
probabilidades de acabar muriendo, el segundo, el del muslo, empieza a sufrir
complicaciones, y en el mejor de los casos perderá la pierna, si es que no acaba
por espicharla, que es lo más probable. O sea, que hay que empezar por el más
grave, pero de aquéllos a los que es posible sacar adelante, en este caso, al
herido en el muslo. Y al herido en el vientre... pues se le aplican anestésicos, y
luego todo queda en manos del Único.» A una persona normal todo esto le debe
parecer el colmo del cinismo y de la crueldad, pero en una guerra, cuando sólo
cabe elegir entre lo malo y lo peor, ésa es la única posibilidad. Pero claro, en
Torreumbría, delante de un té con confitura, se estaba muy bien debatiendo
acerca del incalculable valor de la vida humana...
—Aquí hay algo que no encaja. Si todo es cuestión de pura racionalidad,
¿cómo es que habéis llevado a cuestas al barón, corriendo el riesgo de perecer
todos juntos, en vez de darle el golpe de gracia y dejarle en el sitio?
—No veo dónde está la contradicción. Todo el mundo tiene claro que a un
camarada hay que intentar salvarle mientras exista la menor posibilidad,
aunque nos cause la ruina: hoy por ti, mañana por mí. En cuanto al golpe de
gracia, no deberíais preocuparos: en caso de necesidad, lo habríamos hecho del
mejor modo posible... Antes era mejor: anunciaban de antemano el comienzo de
la guerra, a los campesinos esos asuntos en general no les concernían, y un
herido podía sencillamente coger y darse preso. Pero bueno, no hemos tenido la
suerte de nacer en esos tiempos idílicos, qué se le va a hacer; eso sí, que alguno
de esos tipos delicados se atreva a tirarnos una piedra...
—Sois muy elocuente, señor doctor, aunque seguramente habríais tratado de
encasquetarle al sargento la ejecución del golpe. ¿No es así? Muy bien, una
pregunta más, entonces... también sobre la cuestión de la racionalidad. ¿No se
os ha ocurrido pensar que un fisiólogo eminente, radicado en Torreumbría y
dedicado a la investigación de antídotos, salvaría muchísimas más vidas que un
médico de regimiento con la cualificación de un practicante?
—Claro que lo he pensado. Pero hay situaciones en las que un hombre, para
conservar el respeto por sí mismo, se ve obligado a hacer tonterías evidentes.
—¿Incluso si ese «respeto por sí mismo» lo consigue, en definitiva, a costa de
vidas ajenas?
—... No... no sé... Al fin y al cabo, el Único tendrá sus propias ideas al
respecto...
—¿De manera que vos tomáis las decisiones, y el Único responde de ellas?
¡Bien pensado! Pero si vos mismo le explicasteis todo esto a Kumai, casi en los
mismos términos que he empleado yo, ¿recordáis? Entonces, naturalmente,
todos vuestros argumentos cayeron en el vacío: si conseguisteis que algo le
entrara en la cabezota a aquel troll, muchas felicidades. «No tenemos derecho a
permanecer al margen cuando se está decidiendo el destino de la patria», y
entonces un magnífico mecánico se convirtió en un oficial ingeniero de
segunda; ¡una adquisición realmente valiosa para el Ejército del Sur! Y a todo
esto empezáis a tener la sensación de que Sonia ya no os mira como antes: de
manera que el hermano está peleando en el frente, y el novio, mientras tanto,
como si tal cosa, destripando conejos en la Universidad. Y entonces no se os
ocurre nada más sensato que seguir el ejemplo de Kumai (con razón dicen que
la estupidez es contagiosa), y al final la chica se queda sin el hermano y sin el
novio. ¿Digo bien?
Haladdin se pasó un rato sin apartar la vista de las lenguas de fuego que
danzaban sobre las brasas (lo raro era que la hoguera ardía continuamente, pero
el espectro no parecía alimentarla con nada). Sentía claramente que Sharia-Rana
le había aportado toda clase de pruebas de que había incurrido en alguna
indignidad. ¡Qué diablos!
—En resumen, doctor, permitidme que os diga que tenéis un lío fenomenal
en la cabeza. Sabéis tomar decisiones, eso no hay quien os lo quite, pero no sois
capaz de mantener hasta el final ni una sola construcción lógica; os dejáis llevar
por vuestras emociones. Lo cual, dicho sea de paso, en el caso que nos ocupa no
está del todo mal, en cierto sentido...
—Concretamente, ¿qué es lo que no está del todo mal?
—Veréis, si decidís aceptar mi propuesta, tendréis que combatir a un
enemigo que es infinitamente más fuerte que vos. Sin embargo, vuestras
acciones son a menudo completamente irracionales, de modo que predecirlas le
resultará endiabladamente difícil. Puede que ahí resida nuestra única
esperanza.
CAPÍTULO 16

—Qué curioso —dejó caer Haladdin tras una breve reflexión—. Venga esa
propuesta, estoy intrigado.
—Esperad un poco, no tan deprisa. En primer lugar, tened esto presente:
vuestra Sonia está sana y salva. E incluso, relativamente segura... En una
palabra, podéis escaparos con ella, a Opar o a Jand. Continuad ahí vuestras
investigaciones. Al fin y al cabo, es justamente la acumulación y la preservación
del conocimiento...
—¡Basta, no sigáis! —Haladdin hizo una mueca de disgusto—. No pienso
huir a ninguna parte... ¿Eso es lo que queríais oír, no es cierto?
—Cierto —asintió Sharia-Rana—. Pero las personas deben tener elección, y
para la gente como vos eso es especialmente importante.
—¡Hombre! Para que después podáis abrir los brazos y proclamar a los
cuatro vientos: «Tú sólito te has metido en este fregado, chaval; nadie te ha
puesto una lanza en la espalda y te ha arrastrado». Y si de verdad os mandara
ahora al carajo con todas vuestras historias y me largara a Opar, ¿qué pasaría
entonces?
—¡El caso es que no os largáis! Pero no penséis, Haladdin, que os quiero
coger en un renuncio; aquí va a haber muchísimo trabajo, duro y terriblemente
peligroso, así que todo el mundo va a hacer falta: soldados, mecánicos, poetas...
—Y estos últimos, ¿para qué?
—Éstos serán tan necesarios como los que más. Tenemos la misión de salvar
todo cuanto se pueda salvar en esta tierra, pero, sobre todo, la memoria de lo
que somos y de lo que fuimos. Debemos conservarla, como las brasas bajo la
ceniza, en las catacumbas, en la diáspora... Y sin los poetas no sería posible...
—¿Así que yo voy a participar en esas «operaciones de salvamento»?
—Vos, no. Debo revelaros un triste secreto: toda nuestra presente actividad
en Umbror, en el fondo, ya no va servir para cambiar nada. Hemos perdido la
más importante batalla en la historia de Erda; la magia del Consejo Blanco y de
los elfos se ha impuesto a la magia de los espectros, y ahora los brotes de la
razón y el progreso, privados de nuestra defensa, serán arrancados sin piedad
por toda Midgard. Las fuerzas de los magos remodelarán este mundo a su
gusto, y en lo sucesivo no habrá lugar en él para civilizaciones tecnológicas
como la de Umbror. La espiral de la historia, con sus tres dimensiones, perderá
el componente vertical y se convertirá en un circuito cerrado: pasarán los siglos
y los milenios, y lo único que cambiará serán los nombres de los reyes y de las
batallas en que vencieron.
»Y las personas... las personas seguirán siendo para siempre esos seres
miserables y débiles que no se atreven a mirar a la cara a los amos del mundo:
los elfos. Porque, en este mundo cambiante, éstos serán los únicos seres
mortales capaces de transformar su maldición en bendición y, perfeccionándose
con el paso de las generaciones, superar a los inmortales... Dentro de dos o tres
décadas, los elfos habrán convertido Midgard en un césped uniforme y bien
cuidado, y a los hombres en dóciles mascotas; privarán a la gente de una
nadería fundamental, el derecho al acto creativo, y a cambio le obsequiarán con
un sinfín de alegrías simples e inocentes... Por otra parte, os aseguro, Haladdin,
que la gran mayoría no lamentará en absoluto el cambio.
—Esa mayoría no me interesa; que se ocupe de sus propios asuntos. ¿De
manera que nuestro principal enemigo no son los pietrorianos, sino los elfos?
—Los pietrorianos son tan víctimas como vosotros; en general, no hay mucho
que decir de ellos. En rigor, tampoco los elfos son enemigos en el sentido usual
del término; ¿podemos decir que el hombre es enemigo del ciervo? Sí, se dedica
a cazarlo, ¡vaya una cosa!, aunque gracias a eso lo protege en los bosques reales;
pero, por otra parte, canta la fuerza y la gracia del macho adulto, se pasma con
los ojos aterciopelados de la cierva, da de comer en la mano al cervatillo
huérfano... Así ocurre con la crueldad actual de los elfos: es un rasgo temporal
y, en cierto sentido, obligado... Cuando el mundo alcance una situación estable,
seguramente empezarán a actuar con más delicadeza... al fin y al cabo, la
capacidad para el acto creativo implica indudablemente la capacidad para
infringir las normas... y a esa clase de gente se la podrá curar, en vez de matarla,
como en la actualidad.
»Y no habrá razón para que los inmortales de siempre se sigan manchando
las manos: ya aparecerán otros nuevos, locales... Ya ahora se les puede
encontrar... Y, dicho sea de paso, ese mundo élfico no será, dentro de su estilo,
un mal mundo: está claro que una alberca es estéticamente inferior a un arroyo,
pero los nenúfares que florecen en su superficie son realmente espléndidos...
—Está claro. ¿Pero cómo podemos impedirles que conviertan toda nuestra
Midgard en esa... charca con espléndidos nenúfares?
—Ahora os lo explico, aunque hay que remontarse muy atrás. Es una pena
que no seáis matemático, resultaría más sencillo... Si no entendéis algo, no
dudéis en preguntar, ¿de acuerdo? Para empezar, cualquier mundo habitado
incluye dos componentes; en la práctica, se trata de dos mundos diferenciados,
cada uno con sus propias reglas, pero ambos comparten la misma envoltura. Se
ha dado en llamarlos «mundo físico» y «mundo mágico», aunque se trata de
denominaciones puramente convencionales: el mundo mágico es plenamente
objetivo (y, en ese sentido, físico), mientras que el físico tiene toda una serie de
propiedades que no se pueden reducir a la física, y que podrían considerarse
mágicas. En el caso de Erda, se trataría, respectivamente, de Midgard y del
Extremo Oeste, con las razas inteligentes que los pueblan: los hombres y los
elfos. Se trata de mundos paralelos, y sus habitantes no perciben la frontera que
los separa como algo espacial, sino temporal: cualquiera sabe de sobra que
ahora no existen hechiceros, dragones o trasgos, pero sus antepasados, sin duda
alguna, se topaban con todos esos seres... y así, de generación en generación. Y
no se trata de una invención, como muchos sostienen, sino de una consecuencia
puramente objetiva de la estructura dual de los mundos habitados; podría
exponeros los correspondientes modelos matemáticos, pero no sacaríais nada
en claro de ellos. ¿Me seguís?
—Perfectamente.
—Sigamos. Por causas desconocidas (si queréis, consideradlo un raro
capricho del Único) en nuestra común Erda, ¡y sólo en ella!, se produjo un
contacto directo entre los mundos físico y mágico, lo que ha permitido la
interacción entre sus respectivos habitantes en el marco de unas coordenadas
espaciotemporales reales... o, dicho de forma más simple, que se acribillen
mutuamente a flechazos. La existencia de este «pasillo» interespacial se ve
asegurada por el llamado Espejo. Éste apareció en cierta ocasión en el mundo
mágico (precisamente eso: apareció, pero no fue fabricado allí) junto a las siete
Piedras Videntes (los miralejos), y no puede subsistir al margen de las mismas:
resulta que tanto el Espejo como los miralejos son producto de la división de
una misma sustancia, el Fuego Eterno...
—Un momento, el miralejos, ¿no es un sistema de comunicación a larga
distancia?
—Bueno, también se puede utilizar con ese fin. Pero igualmente se podría,
por ejemplo, clavarle unos clavos... aunque no, resultaría incómodo: es
redondo, resbaladizo... ¡En cambio, usado como plomo, iría estupendamente
para la pesca! Debéis entender que cada uno de estos objetos mágicos posee
gran cantidad de propiedades y aplicaciones, pero para la abrumadora mayoría
de ellas no existe en este mundo ni siquiera una denominación. Así que los
emplean para cualquier cosa: los miralejos, para la comunicación a distancia; el
Espejo, como sistema primitivo de predicción del futuro...
—¡Nada de «primitivo»!
—Os garantizo que se trata de una solemne tontería en comparación con
otros recursos suyos... Volveremos más tarde sobre eso. El caso es que el Espejo
no muestra el cuadro objetivo del futuro de Erda, sino alternativas —
¡justamente alternativas!— del destino individual de quien mira en él. Como
científico experimental, no podéis ignorar que los instrumentos de medida
influyen claramente sobre los resultados de la medición, y en este caso, no se
trata de un instrumento más, sino de un hombre, un sujeto dotado de libre
albedrío...
—Digáis lo que digáis, la predicción del futuro es algo que impresiona...
—Os ha dado por la dichosa «predicción del futuro». —Sharia-Rana no ocultó
su enojo—. Y la ruptura del principio de causalidad, por ejemplo, ¿no os
impresiona?
—¿Qué?
—Eso mismo... Muy bien, ya nos ocuparemos del principio de causalidad.
Por ahora os basta con recordar que los miralejos, a grandes rasgos, aseguran el
control sobre el espacio, y el Espejo, sobre el tiempo. Pero resulta que los dos
mundos de Erda son asimétricos con respecto a cualquiera de sus parámetros,
así que el «canal» que los une trabaja de forma muy selectiva. Por ejemplo,
muchos seres mágicos se sienten aquí como en su casa, mientras que sólo un
número reducido de personas ha conseguido habitar —y no por mucho
tiempo— en el Extremo Oeste. Precisamente a éstos es a quienes llaman magos
en Midgard.
—Y los espectros, ¿también son magos?
—Desde luego. Y es que una circunstancia importante ha contrarrestado
dicha asimetría. Por triviales que fueran los recursos de los magos en ese
mundo vecino, ocurrió que sólo ellos tuvieron la habilidad de recibir en sus
propias manos el Espejo y los miralejos y de traerse aquí, a Midgard, esos
bienes. En resumen: los elfos podían poblar Midgard, en tanto que los hombres
no podían poblar el Extremo Oeste, pero por otra parte el control del «canal»
entre los dos mundos quedaba en poder de los magos, que eran representantes
de este mundo. Los contactos eran así posibles, pero no era posible, en cambio,
la expansión de nadie. Como veis, el Único ha creado un sistema
extraordinariamente sofisticado...
—Ya veo, se trata del «principio de la doble llave»...
—Exactamente. Pero hubo una cosa que no supo prever: parte de los magos
quedaron tan fascinados por el Extremo Oeste, que decidieron, a cualquier
precio, rehacer Midgard a imagen y semejanza de ese otro mundo; éstos crearon
el Consejo Blanco. Otros, que acabarían formando la orden de los espectros,
estaban rotundamente en contra: ¿cómo era posible, a menos que se hubiera
perdido el juicio, destruir el mundo propio con el fin de edificar sobre sus
ruinas una mala copia del ajeno? Cada bando esgrimía sus razones, ambos
deseaban sinceramente hacer más felices a las gentes de Midgard...
—Está claro...
—Así es. Cuando empezó la lucha entre el Consejo Blanco y los espectros por
el destino de Midgard, unos y otros contaron pronto con aliados naturales.
Nosotros empezamos a apoyar las civilizaciones más dinámicas de la zona
central de Midgard: principalmente, Umbror y, en menor medida, Opar y Jand;
por su parte, el norte y el occidente, socios tradicionales, y, por supuesto, los
Bosques Encantados, se convirtieron en los baluartes del Consejo Blanco. Al
principio, los blancos no dudaban en absoluto de su victoria. Y es que, cuando
estalló la guerra, tanto el Espejo como casi todos los miralejos estaban en sus
manos; además, en su afán de movilizar contra Umbror toda clase de fuerzas
mágicas, tanto locales como foráneas, facilitaron de hecho la expansión de los
elfos por Midgard. Pero los magos blancos no tuvieron en cuenta una cosa:
nuestro camino, el camino de la libertad y el conocimiento, resultaba tan
atractivo, que muchísima gente, la mejor gente de Midgard, acudía dispuesta a
servir como escudo mágico de la civilización de Umbror. Uno tras otro, se iban
desintegrando bajo los golpes de la magia de occidente, pero otros nuevos
venían a sustituirles. En una palabra, se pagaba por vuestra tranquilidad un
altísimo precio, Haladdin, altísimo...
—¿Y cómo es que nosotros no sabíamos nada de esto?
—Nada de esto debía llegar a vuestros oídos. Si os lo estoy contando ahora es
sólo por una razón: al entrar en combate, no dejéis de recordar que también
estáis luchando por ellos... Puro lirismo, por lo demás... En resumen, el reparto
de fuerzas era muy desigual, pero pudimos, a costa de todas esas víctimas,
defender la civilización de Umbror, hasta que ésta superó su etapa infantil. Si
hubierais dispuesto de unos cincuenta o sesenta años más, habríais culminado
la revolución industrial, tras lo cual ni el mismísimo diablo os podría haber
inquietado. A partir de ese momento, los elfos se quedarían quietecitos en sus
Bosques Encantados, sin molestar a nadie, y el resto de Midgard iría poco a
poco siguiendo vuestros pasos. Pero los magos del Consejo Blanco, al darse
cuenta de que estaban perdiendo la partida, se decidieron a dar un paso
monstruoso: desencadenaron una guerra de exterminio contra Umbror,
implicando abiertamente en ella a los elfos, y a éstos, en pago por sus servicios,
les entregaron el Espejo.
—¿Entregaron el Espejo a los elfos?
—Sí. Eso fue un auténtico disparate; el propio jefe del Consejo Blanco,
Searuman (un individuo bastante perspicaz y previsor), se opuso con todas sus
fuerzas a ese plan, y cuando, a pesar de todo, fue finalmente adoptado,
abandonó las filas de los magos blancos. El Consejo pasó a encabezarlo
Gandrelf, promotor de la «solución final al problema de Umbror»...
—Un momento, ¿quién es ese Searuman? ¿No será el rey de Fuerteferro?
—Ése mismo. Selló una alianza temporal con nosotros, en cuanto comprendió
las consecuencias que para Midgard tendrían los juegos con los pobladores de
los Bosques Encantados; hace ya tiempo que se lo había advertido al Consejo
Blanco: «Utilizar a los elfos en nuestra guerra contra Umbror sería como
quemar la casa para librarse de las cucarachas». Y así ha sido. Umbror está en
ruinas, y el Espejo se encuentra en Onirien, en poder de la reina de los elfos,
Dama Luz; dentro de un tiempo, los elfos se desharán del Consejo Blanco, como
quien sacude las migas del mantel, y gobernarán Midgard a su antojo.
¿Recordáis lo que os dije sobre el principió de causalidad? Pues bien, la
diferencia principal entre el mundo mágico y el nuestro consiste en que allí este
principio no actúa (o, más bien, actúa allí de forma muy restringida). En cuanto
los elfos conozcan las propiedades del Espejo (lo cual no es tan sencillo, ni
siquiera para ellos, que nunca antes habían estado en contacto con él) y
comprendan que otorga poder incluso sobre el principio de causalidad, en ese
mismo instante, y de forma irreversible, convertirán nuestro mundo en un
arrabal pestilente del Extremo Oeste.
—Entonces, ¿no hay salida? —preguntó en voz baja Haladdin.
—Hay una. Todavía hay una. Sólo será posible salvar Midgard si
conseguimos aislarla por completo del mundo mágico. Y para eso hace falta
destruir el Espejo de Dama Luz.
—¿Y nosotros podemos hacerlo? —El doctor movía escéptico la cabeza.
—Si por «nosotros» se entiende los espectros, la respuesta es no. Ya no. Pero
vos, oficial médico de segunda Haladdin, sí podéis. Precisamente vos, y nadie
más que vos —del brazo de Sharia-Rana, que apuntaba hacia el doctor, se
levantó de pronto un frío que no era de este mundo— estáis capacitado para
destruir el fundamento de la fuerza mágica de los elfos y preservar este mundo,
tal y como lo conocemos.
CAPÍTULO 17

Se hizo el silencio. Haladdin, estupefacto, miraba fijamente al espectro,


esperando alguna aclaración.
—Sí, no habéis oído mal, doctor. Como comprenderéis, hay en este momento
en todo Umbror un montón de personas maravillosas, vuestra Sonia entre ellas,
que participan en nuestra empresa común. Luchan en la guerrilla, conducen a
los niños a lugares seguros, construyen depósitos secretos donde preservar el
conocimiento para el futuro... A todas horas se juegan el pellejo entre las ruinas
de Torreumbría, se tragan toda la basura del gobierno de ocupación, mueren
torturadas. Hacen todo lo humanamente posible, sin pensar en ellas mismas y
sin esperar que nadie se lo agradezca. Pero de vos (entendedlo, Haladdin, sólo
de vos) depende lo que vayan a ser, en definitiva, todas estas víctimas: el precio
pagado por la victoria futura o tan sólo la prolongación de la agonía. A vos os
corresponde. Así ha ocurrido...
—No puede ser, ¡tiene que tratarse de un error! —Sacudió la cabeza en señal
de protesta—. Os habéis confundido en algún punto... Habéis hablado de
«destruir la magia de los elfos», ¡pero si yo no sé nada de magia!, ¡ni una
palabra! Nunca he tenido poderes mágicos... ni siquiera esa tontería de
encontrar un objeto escondido con ayuda de un marco, ni de eso soy capaz...
—¡No os podéis imaginar hasta qué punto estáis en lo cierto! Esa carencia
absoluta de poderes mágicos, que se da en vuestro caso, es una cosa rarísima,
poco menos que imposible. Daos cuenta, la naturaleza, que no os ha dotado en
absoluto de flechas y espada, os ha provisto, en cambio, de un escudo
admirable: un hombre que es un completo inepto para la magia debe ser, a su
vez, completamente inmune a la acción mágica de los demás. Los elfos han
adquirido ya tal fuerza que no tendrían ninguna dificultad para pulverizar a
cualquier brujo, pero con vos se verán obligados a atenerse a las reglas del
mundo racional, y ahí ya no cuentan con tanta ventaja. A todo ello hay que
añadir esa inclinación vuestra a adoptar decisiones emocionales e
impredecibles, lo cual tampoco es un regalo, por cierto... Para ser sinceros, hay
que decir que las probabilidades de vencer siguen siendo escasas, pero es que
en todas las demás variantes son sencillamente nulas.
—Pero entenderéis que yo no puedo encargarme de un trabajo del que no
tengo ni la menor idea. —Haladdin estaba sencillamente desesperado—. Bien
está que yo perezca, pero es que voy a malograr los esfuerzos de muchísima
gente... No, no puedo. ¡Y luego está Sonia! Vos mismo habéis dicho, me acuerdo
bien, que no corría peligro y podía llevarla conmigo a Opar, y ahora resulta que
ella también trabaja para vos. ¿Cómo es eso?
—No os preocupéis por Sonia, es sencillamente admirable. Yo la vi en aquella
ocasión, en Torreumbría... La ciudad estuvo ardiendo varios días seguidos,
hasta el punto de que ni los propios soldados occidentales podían entrar en ella;
había mucha gente en los sótanos: niños, heridos... Ella, precisamente, se
dedicaba a buscar gente por los sótanos, y a veces hacía cosas verdaderamente
increíbles. Sin duda conoceréis esa cualidad suya: su arrojo absoluto; puede
temer por la suerte ajena, pero no por la propia... Por cierto, ¿os habéis dado
cuenta de que entre las mujeres esa virtud es mucho más frecuente que entre los
hombres? Tened presente que a quien no tiene miedo no le puede ocurrir nada;
no en vano, en aquel batallón de sanidad la tenían por un talismán viviente; ésa
sí que es la auténtica magia ancestral, y no esos conjuros baratos, haced caso a
lo que os dice un profesional. Ahora se encuentra en uno de nuestros refugios
en las Montañas Cenicientas: treinta y seis chiquillos de Torreumbría y «mamá
Sonia»; ahí está perfectamente a salvo...
—Gracias.
—No hay de qué; está donde tiene que estar... Escuchad, Haladdin, me parece
que os he asustado con tanto patetismo. No os quedéis así, con esa cara tan
fúnebre. Permitid que vuestro saludable cinismo acuda en vuestra ayuda y
afrontad esta historia como si se tratara simplemente de un problema científico
teórico. Ya sabéis, uno de esos ejercicios mentales que equivalen a armar un
rompecabezas.
—Vos, por cierto, deberíais saber —respondió Haladdin con aire hosco— que
los científicos no mueven un solo dedo si no están convencidos de que tienen en
sus manos todas las piezas del rompecabezas y de que en principio éste ya está
armado. Eso de buscar en un cuarto oscuro un gato negro que nunca ha estado
allí no es tarea de la ciencia; de eso, mirad, que se ocupen los filósofos...
—Bueno, puedo tranquilizaros a este respecto: en nuestro cuarto oscuro sí
hay un gato negro, con toda seguridad; el problema consiste en atraparlo.
Bueno, vamos con el ejercicio. Datos: un cristal mágico de grandes dimensiones,
llamado convencionalmente el Espejo, que se encuentra en lo más profundo del
Bosque Encantado, en Onirien, en poder de Dama Luz, reina de los elfos. Se
pide: destruir dicho cristal. ¿Lo intentamos?
—¿Parámetros del cristal? —Haladdin, sin demasiado entusiasmo, le siguió el
juego.
—¡Ya empiezan las preguntas!
—Bueno... En primer lugar, su forma, sus dimensiones, el peso...
—Forma: lenticular. Dimensiones: yarda y media de diámetro, un pie de
grosor. Peso: cerca de diez quintales; una persona no puede sola con él.
Además, seguramente lo habrán encajado dentro de algún soporte metálico.
—Ya... Muy bien. ¿Solidez mecánica?
—Absoluta. Igual que los miralejos.
—¿Hasta qué punto «absoluta»?
—No hay punto que valga: no lo rompe uno ni loco.
—Cojonudo... ¿Y entonces qué, si puede saberse?
—Pues esa información —la voz del espectro se volvió de repente metálica,
como la de un oficial— ya obra en vuestro poder. Intentad hacer memoria, por
tanto.
«Qué diablos, no se le escapa una, sabe todo lo que tengo en la cabeza... ¿Es
que no te cansas nunca? Espera un poco, espera... ¿Qué es lo que contó hace un
rato del Espejo y los miralejos?»
—El Espejo y los miralejos surgieron como resultado de la división del Fuego
Eterno... Entonces, tal vez éste pueda destruirlos, ¿no es así?
—¡Bravo, Haladdin! Así es, no hay otra fórmula.
—Un momento, ¿y dónde se consigue ese Fuego Eterno?
—Tenéis todo el Monte de Fuego a vuestra disposición.
—¿Bromeáis? ¿Y dónde está el Monte de Fuego? ¿Y dónde Onirien?
—Pues justamente en eso consiste vuestra misión —dijo Sharia-Rana, con un
gesto de estupor.
—Ya veo —volvió la cabeza Haladdin—, no está mal... O sea: primero —iba
llevando la cuenta con los dedos—, se llega hasta la capital de los elfos;
segundo, se camela uno a la reina del lugar; tercero, se le trinca un medallón
que pesa diez quintales; cuarto, se busca la manera de arrastrarlo hasta el
Monte de Fuego... Está bien, para lo de arrojarlo al cráter no vamos a añadir un
punto más... ¿Y cuánto tiempo se me concede para todo esto, eh?
—Tres meses —dijo secamente el espectro—. Para ser más exactos, cien días.
Si no lo habéis llevado a cabo antes del primer día de agosto, podéis desistir de
la operación: ya no le serviría a nadie.
Para tranquilidad de su conciencia, durante tres minutos estuvo devanándose
los sesos con aquel acertijo demencial —así no, pero cómo—, tras lo cual dijo
visiblemente aliviado:
—Muy bien, Sharia-Rana, me rindo. Decidme dónde está la clave del enigma.
—Pero si yo no la conozco —le respondió tranquilamente y, volviendo hacia
las estrellas lo que alguna vez fue un rostro, musitó con una rara tristeza—: El
tiempo vuela... Una hora menos ya...
—¿Qué... qué es eso de que no la conocéis? —acertó finalmente a decir
Haladdin—. ¡Pero si habíais dicho que, a pesar de todo, existe una solución!
—Es cierto. Efectivamente, existe una solución, pero yo personalmente no la
conozco. Y si la conociera, tampoco tendría derecho a revelárosla; de hacerlo,
me cargaría de un plumazo todo el proyecto. Las condiciones del juego os
obligan a recorrer el camino por vuestra cuenta. Eso no significa que tengáis
que caminar en solitario, todo queda a vuestro criterio; podéis aceptar ayuda
técnica de otras personas, pero toda decisión debe recaer exclusivamente en
vos. Yo, por mi parte, estoy dispuesto a ofreceros cualquier información que
pueda seros útil para vuestra misión, pero no puedo haceros sugerencias de
ninguna clase; haceos a la idea de que quien está delante de vos no soy yo, sino
un tomo de alguna Enciclopedia de Erda. Pero tened presente que cada vez
disponéis de menos horas.
—¿Cualquier información? —la curiosidad se adueñó de él, pasando por
encima de los restantes sentimientos.
—Cualquier información que no sea relativa a la magia —precisó el
espectro—. Todo lo que os parezca oportuno: sobre la tecnología para la
fabricación de la platagrís, sobre las dinastías élficas, sobre el Anillo de poder,
sobre la red de agentes durmientes que posee Umbror en Torre Vigía y en
Opar... Preguntad, Haladdin.
—¡Parad un momento! Habéis dicho que sólo información no relativa a la
magia, pero acabáis de mencionar el Anillo de poder. ¿Cómo es eso?
—Escuchad —advirtió Sharia-Rana, un tanto irritado—, os quedan cincuenta
minutos. —Nuevamente, por la razón que fuera, miró hacia el cielo—. Os doy
mi palabra de que se trata de una historia ridícula, y en ella no interviene para
nada la magia, así que no puede tener la menor relación con vuestra misión.
—Por cierto, esa afirmación es toda una sugerencia.
—¡Touché! De acuerdo, escuchad, si es que no lamentáis la pérdida de tiempo.
A vos os toca decidir qué es importante y qué no.
Él lo lamentaba por su curiosidad, pues comprendía que esos recuerdos no le
resultaran especialmente gratos a Sharia-Rana. Éste, sin embargo, ya había
empezado su relato, y a Haladdin le volvió a dar la sensación de que en el vacío
bajo la capucha flotaba una incorpórea sonrisa sarcástica.
—Fue uno de nuestros muchos intentos de introducir una cuña entre los
aliados occidentales, del cual, por desgracia, no sacamos ningún provecho.
Fabricamos un anillo fastuoso (nuestros metalúrgicos hacían auténticas
diabluras) y difundimos el rumor de que con ese anillo se conseguiría el poder
sobre toda Midgard, y luego lo llevamos a Río Largo. Teníamos la esperanza de
que los marqueños y los pietrorianos se enzarzarían en una pelea para hacerse
con el regalito... Al principio, se tragaron el anzuelo, con el sedal y la caña por
añadidura, pero Gandrelf, naturalmente, enseguida advirtió de dónde soplaba
el viento. Para salvar a la coalición occidental del desastre, engañó a todo el
mundo: él fue el primero en conseguir el Anillo, pero, en vez de conservarlo, lo
hizo desaparecer sin dejar huella.
»Lo ocultó a conciencia: nuestro servicio de inteligencia necesitó dos años
para dar con su rastro. Resultó que el Anillo estaba en la Comarca: un rincón
perdido en la marca del noroeste, donde los dinteles de las ventanas están
tallados, las malvas cubren las empalizadas y los cerdos se rebozan en los
charcos de la calle mayor... ¿Qué podíamos hacer entonces? Ni los pietrorianos
ni los marqueños se habían fijado nunca en la Comarca. Podíamos robar el
Anillo y llevarlo de vuelta a Pao Largo, pero se nos vería el plumero. Entonces
se nos ocurrió una idea que no estaba mal: fingir que nosotros también
andábamos detrás del Anillo, y espantar a su rechoncho dueño. Pero creímos, y
ahí nos pasamos de listos, que sería más fácil si los propios espectros lo
llevábamos a cabo: parecía chupado, cosa de críos... Así que, a lo tonto, nos
implicamos directamente en un trabajo para el que, por decirlo suavemente, no
éramos competentes. Y un aficionado, por muy listo que se crea, no deja de ser
un aficionado. Un par de espías auténticos habrían resultado entonces cien
veces más útiles que toda nuestra orden al completo...
»En general, un espectro puede tomar cualquier apariencia, pero en esa
ocasión nos presentamos con nuestro verdadero aspecto, como el que yo tengo
ahora. Si vos, que sois un hombre culto, os quedasteis blanco hace un rato, ¿qué
no haría aquella gente? En las aldeas, ya se sabe... El caso es que nos ataviamos
de forma terrorífica, y fuimos atravesando aquellos poblachos con toda la
parafernalia; sólo nos faltó ponernos a pregonar en cada encrucijada: «¿Dónde
vive ese maldito amo del Anillo de poder? ¡Traedlo aquí ahora mismo!» Menos
mal que allí no tienen servicio de contraespionaje; por no haber, no hay ni
policía; nos habrían descubierto en seguida: «¡Eh, qué hacéis, tíos; si se trata de
cazar a alguien, ésa no es forma de hacerlo!». Bueno, el amo del Anillo y sus
amigos, unos palurdos, no sospechaban nada, claro. Así que tranquilamente,
sin prisa, los fuimos ahuyentando hacia el este, asustándoles un poco, lo justo
para que no se apalancaran en las posadas.
»Mientras tanto, nuestros hombres, con mucho cuidado, habían puesto a
Oromir, príncipe de Pietror, sobre la pista de esos tipos. Realmente, toda esta
operación se montó pensando en él: habría sido capaz de vender a su propia
madre con tal de hacerse con el Anillo de poder. Cuando el príncipe se unió al
grupo (también se les juntaron otros tipos), pensamos que ya todo sería coser y
cantar; no teníamos por qué seguir dando la nota, poniendo al público nervioso.
Ahora, nuestro anillito iría solo hasta Torre Vigía, de la mejor manera posible...
Dejamos el seguimiento del Anillo en manos de una partida de orocuenos y nos
desentendimos del asunto. Bien caro lo hemos pagado. Llegan nuestros
hombres a Río Largo y, ¡caramba!, una barca funeraria: Oromir. Un recuerdo
emocionado... Por lo visto, tuvieron sus más y sus menos, y había otros tipos
más duros que él en la compañía. Desde entonces, se perdió el rastro del Anillo,
aunque, en realidad, nadie lo ha buscado últimamente: no es cosa de
entretenerse con esas bobadas.
»En definitiva, cometimos entonces un error capital, no hace falta decirlo;
todavía me avergüenzo al recordarlo... Bueno, qué, doctor, ¿os ha resultado
entretenida esta novela ejemplar? La verdad es que no parece que estéis
prestando mucha atención...
—Mis más sinceras disculpas, Sharia-Rana. —Haladdin apartó por fin su
mirada de los carbones, de un naranja traslúcido, y sonrió de pronto—. Vuestra
historia, curiosamente, me ha dado una idea. Y hasta me parece que he
encontrado la solución del rompecabezas. Decidme, ¿tengo derecho, de acuerdo
con las reglas de nuestro juego, a comunicárosla? ¿O se consideraría una
sugerencia?
CAPÍTULO 18

—No —respondió Sharia-Rana tras pensárselo un momento—. En el fondo,


no lo sería. A ver cuál es esa solución.
—Antes me tenéis que hablar de los miralejos, ¿de acuerdo?
—Como gustéis. También son cristales mágicos; a vos, dadas vuestras
limitaciones en el terreno de la magia, sólo os podrán interesar en tanto que
sistema de comunicación. Todo lo que rodea a uno de estos cristales se puede
transmitir a cualquiera de los otros: imágenes, sonidos, olores; subrayo que lo
que se transmite no es información sobre ese entorno, sino el entorno como tal.
Si lo que queréis saber es cómo se lleva eso a cabo, os diré que es bastante difícil
de entender, y a vos no os serviría de nada. Los pensamientos y los
sentimientos nunca se transmiten, por descontado; eso sólo son cuentos. El
miralejos puede trabajar como receptor, como emisor, o como sistema bilateral
de comunicación; en principio, es posible el contacto simultáneo entre varios de
estos cristales, pero eso es algo muy complejo.
—¿Y qué forma tiene?
—Es una esfera de cristal ahumado, cuyo tamaño viene a ser el de la cabeza
de un niño pequeño.
—Aja, al menos es compacto, algo es algo...Veamos, pues. Los siete miralejos
y el Espejo constituyen un par complementario y no pueden existir por
separado, ¿no es así? Por tanto, en lugar del Espejo, se podría arrojar al Monte
de Fuego los miralejos, ¡con idéntico resultado! Pero ahora me tenéis que decir
dónde hay que buscarlos. ¿Eso sería legal?
—Ejem... ¡Muy ingenioso! Pero resulta que, por desgracia, no es técnicamente
viable... al menos, así lo entiendo yo. Necesitáis el septeto al completo, sin
excepciones; si no, no funcionaría. Pero algunos miralejos son prácticamente
inencontrables. En Umbror tenemos uno solo, con ése no hay problemas. El
miralejos de Enetor ha debido de ir a parar a manos de Altagorn; el de
Searuman se lo quedó Gandrelf... Bueno, éstos, al menos en teoría, se podrían
conseguir. Por ahora, son tres. Pero luego está el miralejos de los elfos
occidentales: su señor, Carpintero, lo guarda en la torre de Colinas de las
Torres... ¿Acaso os viene mejor que Onirien? Encima, el camino es más largo...
Bueno, y por fin el miralejos de Ciudastela, que fue arrojado en tiempos a las
aguas del Río Largo (¿dónde estará ahora?), además están los dos de Reinor,
uno que estaba en Torreoeste y otro en la torre de Colina del Viento; éstos se
encuentran ahora en un barco hundido, en el fondo del golfo de Hielo. Si lo
deseáis, puedo proporcionaros las coordenadas exactas, pero decididamente no
veo de qué os iba a servir...
Haladdin sintió que las puntas de las orejas se le ponían coloradas. ¡Insolente
novato! Se había creído capaz de resolver en tres minutos un problema al que el
matemático más grande de todos los tiempos llevaría más de un año dándole
vueltas... Por eso se asombró lo indecible cuando oyó decir a Sharia-Rana:
—Bravo, Haladdin... Os doy mi palabra de que por fin ahora me siento
realmente tranquilo; así que, a pesar de todo, os habéis propuesto armar el
rompecabezas... Ahora ya nada os detendrá.
—Sí, me habéis enredado muy hábilmente —refunfuñó—, no se puede negar.
Por cierto, ¿dónde se oculta el miralejos de Umbror, el nuestro? Sólo por si
acaso...
—Probad a averiguarlo. Algo habréis aprendido de Tserleg en este mes, ¿o
no?
—¡Caramba, menudos problemas planteáis! Decidme al menos: ¿cuándo lo
ocultaron?
—Justo después de la batalla de Círculo Dorado, cuando ya no había ninguna
duda de que Umbror caería.
—Aja... —Haladdin se sumió un par de minutos en sus reflexiones—.
Veamos. Primero, los sitios donde es seguro que no va a estar: en vuestros
refugios, bases guerrilleras, y todo eso. ¿Hay que explicar por qué?
—A mí no. Continuad.
—El mismo Torreumbría, a pesar de sus magníficos escondrijos, no es un
lugar adecuado; se esperaban tumultos e incendios...
—Lógicamente.
—Había que hacer todo lo posible por sacarlo del país. En primer lugar, en
esos días, inmediatamente después de Círculo Dorado, uno podía ser
interceptado en el camino en cualquier momento; en segundo lugar, quién sabe
cómo se comportarían sus agentes tras nuestra derrota... ¡Aunque la idea de
esconderlo, por ejemplo, en Torre Vigía sería muy tentadora!
—Bueno... Vale, se admite.
—Cavernas, minas abandonadas, antiguos pozos... todo eso hay que
descartarlo; esos lugares los frecuenta mucha más gente de lo que se suele creer.
Por eso mismo, tampoco se puede sumergir, dejándolo atado a una boya, en
alguna calita pintoresca de Aguamarga: los pescadores son gente curiosa.
—Eso también es verdad.
—En resumidas cuentas, seguramente lo habría enterrado en un lugar
apartado, despoblado, discreto, en los montes o en el desierto, y trataría de
retener los puntos de referencia. Aunque, claro, eso también tiene sus riesgos:
vas a buscarlo cinco años más tarde, y el canto rodado que tenía encima ha ido a
parar a un arroyo, junto con toda la ladera, por culpa de un desprendimiento...
O mejor, esperad... ¡esta opción sí que es buena! Unas ruinas abandonadas, con
verdaderos escondrijos, lejos de cualquier población, donde jamás pondría el
pie una persona normal; no sé, algo como Torre Hechicería o Colina Hechicera.
—Ya... ya veo —dijo despacio el espectro—. No os chupáis el dedo...
Exactamente: Colina Hechicera. Yo mismo lo envié entonces allí. Llegó
planeando; la vuelta tendría que hacerse a pie: no hay allí quien sepa manejar la
catapulta que se utilizó... Este miralejos funciona ahora sólo como «receptor», y
no puede ser localizado por los otros cristales; está escondido detrás de una
piedra hexagonal, en la pared trasera de la chimenea de la Gran Sala; está
envuelto en una tela, dentro de una redecilla de plata; se puede transportar sin
ningún temor. Si se aprietan simultáneamente la piedra contigua, de forma
romboidal, y la que está más abajo, a la izquierda, ambas en la bóveda de la
chimenea, aparecen unas ranuras en el escondrijo. A ese lugar sólo se puede
acceder a pie. Acordaos bien, no pienso repetirlo.
—¿Y yo podría utilizar este miralejos?
—No veo por qué no.
—Bueno, se trata de un cristal mágico, y vos dijisteis que yo no debía tener
ninguna clase de relación con la magia.
—Es el cristal lo que es mágico —le explicó pacientemente Sharia-Rana—, no
el sistema de comunicación. Imaginad, por ejemplo, que usarais el miralejos a
modo de plomo de una red: que capturarais peces no querría decir que se os
había concedido, por arte de magia, uno de los tres deseos.
—En ese caso, explicadme cómo se emplea, paso a paso.
—Ya, ¿y con quién pretendéis poneros en contacto? ¿Con Gandrelf? Bueno,
eso es asunto vuestro... En principio, no presenta mayores complicaciones.
¿Entendéis de óptica?
—Lo que aprendí en un curso que hice en la universidad.
—Ya veo... Mejor, entonces, «con los dedos». Dentro del miralejos hay dos
lucecitas naranjas que están siempre encendidas. La línea que las une constituye
el eje óptico principal del cristal...
Haladdin escuchó en silencio las explicaciones del espectro, admirándose de
la precisión con la que éste iba distribuyendo esa información, compleja y muy
extensa, entre los distintos anaqueles de su memoria. Empezaron entonces a
ocurrir cosas extrañas. El ritmo de las explicaciones se aceleró drásticamente
(¿no sería que el tiempo se frenaba?; a esas alturas ya nada le sorprendería) y, a
pesar de que la mente de Haladdin sólo podía retener a cada momento una idea
aislada —un jeroglífico semántico, sin relación con el contexto—, estaba
absolutamente convencido de que, llegado el momento, todas esas
informaciones sobre las partidas guerrilleras en las Montañas Sombrías, sobre
las intrigas palaciegas en Torre Vigía, sobre la topografía de Onirien o sobre las
contraseñas necesarias para entrar en contacto con los residentes umbrorianos
en todas las capitales de Midgard, acudirían de inmediato a su memoria. Y
cuando de repente concluyó todo aquello y el lugar se vio inundado por el
silencio compacto de la madrugada, que el frío parecía condensar, lo primero
que le vino a la cabeza fue que debía buscar de inmediato un veneno en el
botiquín de Eloar, para tenerlo siempre a mano. En esta vida, todo puede
ocurrir, y en vista de las informaciones de las que él ahora disponía, no debería
caer vivo, bajo ninguna circunstancia, en manos del enemigo.
—¡Haladdin! —le llamó Sharia-Rana; su voz era anormalmente débil y
entrecortada, como si el espectro estuviera exhausto tras una larga ascensión—.
Acércate...
«Se encontraba muy mal», reflexionaba sobre ello, tiempo después, Haladdin;
«¿cómo pude ser tan tarugo para no darme cuenta de lo que le pasaba? Tuvo
que ser el corazón...» Esa idea —«el corazón de un espectro»— no le pareció
descabellada, por la razón que fuera, en aquel preciso instante, ni tampoco al
momento siguiente, cuando acabó de verlo claro —«¡Eso es!»—, pues no hace
falta decir que en esos años se había hartado de ver agonizantes. El espectro
estaba sentado, sacudiendo débilmente la cabeza, y se apoyó en el pecho de
Haladdin, que se había arrodillado, inclinándose hacia él.
—¿Has comprendido todo? ¿Todo lo que te he dicho?
Haladdin se limitó a asentir con la cabeza; tenía un nudo en la garganta.
—No puedo darte nada más. Perdona... Únicamente un anillo...
—Esto... ¿es por mi culpa? ¿Por el hecho de que vos... a mí...?
—Nada se da de balde, Haladdin. Ten paciencia... Déjame apoyarme en ti...
Así... El tiempo se ha acabado, pero lo he logrado. A pesar de todo. El resto ya
no importa. Ahora tú continuarás...
Sharia-Rana permaneció un rato en silencio, tratando de cobrar nuevas
fuerzas. Después volvió a hablar, y sus palabras parecían haber recuperado el
vigor de antes:
—Me desprendo ahora de este anillo, y con él de su sortilegio y... En una
palabra, mi vida se acaba... Tómalo, y recibe con él el derecho a actuar, en caso
de necesidad, en nombre de la Orden. El anillo de un espectro está fundido en
inoceramio: un rarísimo metal noble, tres veces más pesado que el oro, es
inconfundible. La gente tiene miedo de estos anillos, y hace bien; el tuyo estará
limpio, sin rastro de magia, pero eso es algo que sólo sabrás tú. ¿No te asusta?
—No. Lo recuerdo muy bien: a quien no tiene miedo no le puede ocurrir
nada. ¿Es ésta, de verdad, la magia ancestral?
—No hay otra más antigua...
De pronto, Haladdin se dio cuenta de que Sharia-Rana trataba de sonreírle,
pero no podía: la sombra que había bajo su capucha, que hacía un rato todavía
era cambiante y vivaz, como un arroyo en la noche, parecía ahora una briqueta
de carbonilla.
—Adiós, Haladdin. Y recuerda: tienes en tus manos todo lo necesario para la
victoria. Repítete eso como si fuera un conjuro, y no temas nada. Y ahora toma...
y después date la vuelta.
—Adiós, Sharia-Rana. Todo irá bien, no os preocupéis.
Tras tomar cuidadosamente el anillo, pesado y sin brillo, de manos del
espectro, se retiró obediente hacia un lado, y ya no pudo ver cómo aquél se
echaba despacio hacia atrás la capucha. Y sólo cuando oyó a su espalda un
lamento, emitido con tal padecimiento que casi se le paró el corazón (¡eso era
«todo el dolor del universo, todo el terror del universo, toda la desesperación
del universo»!), se volvió. Pero en el lugar donde hacía un momento estaba
Sharia-Rana ya no quedaba nada, salvo los pingajos de su hábito negro, que se
desintegraban a ojos vista.
—¿Eras tú el que gritaba?
Haladdin se dio media vuelta. Sus compañeros se habían levantado de un
salto (el barón, por inercia, seguía haciendo molinetes con su Adormidera, que
brillaba siniestramente), y ahora le miraban serios, en espera dé una
explicación.
CAPÍTULO 19

Seguramente, un especialista en esa clase de operaciones habría actuado de


otro modo, pero ése no era su caso, y por eso les contó todo tal cual; claro que
sin abrumar al orocueno con «mundos paralelos» de ninguna clase. O sea, que
se le había aparecido el espectro (fijaos en este anillo) y le había comunicado
que, por lo visto, él, Haladdin, era la única persona capaz de evitar que los elfos
convirtieran toda Midgard en su feudo y a los hombres en sus siervos. Para ello,
tenía que destruir el Espejo de Dama Luz. Tenía cien días de plazo. Había
decidido aceptar la misión, en vista de que nadie más podía hacerlo. No tenía la
menor idea de cómo actuar exactamente, pero ya se le ocurriría algo.
Tserleg miró el anillo con aprensión y, desde luego, no se decidió a cogerlo
(¡el Único protege al precavido!); todo hacía indicar que el doctor había crecido
a sus ojos hasta una altura inalcanzable. Los espectros, en cambio, habían caído
en la misma medida: enviar a un hombre a una muerte segura, eso es algo
normal y natural, para eso está la guerra, pero lo de encomendar a un
subordinado una misión irrealizable a todas luces... En una palabra, un
auténtico oficial nunca habría actuado así en el frente. Conseguir llegar hasta
Onirien, donde nadie había penetrado hasta la fecha; localizar, en una plaza
enemiga, un objeto oculto no se sabe dónde y probablemente custodiado, el
cual, por añadidura, no podía ser destruido sobre el terreno, sino que debía ser
sustraído para cargar después con él hasta el quinto infierno... En cualquier
caso, mientras él, el sargento Tserleg, jefe de un pelotón de reconocimiento en el
regimiento de exploradores de Paso de la Araña, no recibiera órdenes precisas
—esto y esto y esto—, no estaba dispuesto a mover un dedo; no pensaba
participar en ese juego demencial de andar buscando a tontas y a locas no se
sabe qué... Eso es asunto suyo, señor oficial médico de segunda; entre otras
cosas, ostenta usted un rango superior.
Tangorn fue breve:
—Estoy doblemente en deuda con usted, Haladdin, así que, si la tercera
espada de Pietror puede servirle de alguna ayuda en esta misión, contad con
ella. Pero el sargento tiene razón: ir derechos a Onirien es un suicidio, no
tendríamos ninguna oportunidad. Hay que planear alguna maniobra
envolvente, y eso, a mi entender, le corresponde a usted.
De ese modo, cuando la noche tocaba a su fin, Haladdin se acostó ya como
jefe de aquella partida de tres hombres. Además, sus dos subordinados,
excelentes profesionales, muy superiores a él, aguardaban órdenes concretas,
algo que él, por desgracia, no era capaz de proporcionarles.
Todo el día siguiente Haladdin se lo pasó en el campamento, junto al arroyo;
se daba cuenta de que sus camaradas, con mucho tacto, le exoneraban de las
tareas cotidianas («Ahora tu trabajo consiste en pensar»), y comprendió, con
gran disgusto, que lo de «trabajar por encargo» no se le daba bien, no había
manera. El sargento le contó alguna cosa de Onirien (el orocueno había llegado
a participar en una ocasión en una correría en las cercanías del Bosque
Encantado); le habló de los senderos jalonados por postes de los que cuelgan los
cráneos de los visitantes inoportunos; de las trampas mortales y de las patrullas
volantes de arqueros, que reciben a los intrusos con nubes de flechas
envenenadas, para dispersarse acto seguido en la espesura, sin dejar el menor
rastro; de los arroyos cuyas aguas producen un sueño irresistible; y de los
pájaros de color verde dorado, que forman bandadas alrededor de cualquier ser
que aparece en el bosque y lo delatan con su admirable canto. Confrontando
todo esto con lo que Sharia-Rana le había comunicado acerca de los usos y
costumbres de los elfos del bosque, llegó a la conclusión de que la sociedad
élfica es absolutamente cerrada a los extraños, y cualquier tentativa de
adentrarse en el Bosque Encantado sin un guía local fracasaría en la primera
milla.
Estuvo un rato considerando una alternativa basada en el uso del planeador
que, si no recordaba mal, había instalado Sharia-Rana en Colina Hechicera
(desde allí mismo, los umbrorianos ya habían realizado antes vuelos
esporádicos sobre Onirien). Bien, supongamos que conseguía llegar volando
por los aires (no él, sino en todo caso alguien que supiera pilotar) hasta la
capital de los elfos y que acertaba a aterrizar en algún claro del bosque;
supongamos que robaba o se hacía por la fuerza con el Espejo (admitamos
también esto por un momento): ¿y luego qué? ¿Cómo se lo llevaba de allí? Allí
no había una catapulta para el planeador (¿de dónde la habrían sacado?), pero,
de haberla, nadie habría sido capaz de ponerla en funcionamiento. Encima, no
hay planeador en este mundo capaz de cargar con un peso de diez quintales. Sí,
ese camino tampoco llevaba a ninguna parte... ¿Y si probaban a capturar a
alguno de los generales elfos y le obligaban a guiarles por entre las trampas del
Bosque Encantado? Seguro que les tendían una emboscada: si lo que había
averiguado sobre los habitantes de Onirien era cierto, el elfo seguro que elegía
la muerte antes que cometer una traición...
No se olvidó de examinar atentamente los papeles que habían encontrado
entre los objetos de Eloar. En su mayoría, se trataba de anotaciones prácticas de
viaje; el único texto con cierto contenido resultó ser una carta que había
quedado sin enviar. La encabezaban las palabras «¡Querida madre!», y estaba
dirigida a «Dama Eornis, klofoel de la Soberana»; casi la mitad consistía en una
descripción, de notable elocuencia, del valle del río Dama Blanca: al parecer,
este lugar estaba asociado a ciertos recuerdos entrañables de ambos (en general,
se sentía que la evocación de los bosques de mellyrn, cuyos troncos se elevan
hasta el cielo, donde se ocultan entre la hierba esmeraldina las doradas flores de
estrella dorada, levantaba el ánimo del elfo en medio de las odiosas arenas de
Umbror). También le preocupaban los rumores, ciertos o no, sobre la riña de su
prima Linoel con el novio; estaba enfadado con su hermano mayor Elandar,
porque éste «despertaba esperanzas infundadas entre sus tutelados de Pietror y
Opar»; se alegraba por su madre, pues precisamente ese año recaía en ella el
inmenso honor de organizar el Festival de Verano de las Luciérnagas
Danzarinas... En fin, toda una serie de bobadas por el estilo. Que la familia de
Eloar formaba parte de la élite más distinguida de Onirien (por lo que él sabía,
gracias a las explicaciones de Sharia-Rana, no era fácil encontrar un equivalente
para el título élfico de klofoel: es algo entre dama de honor y consejera privada
de la reina), eso ya lo sospechaban. Que los elfos estaban llevando a cabo una
penetración clandestina en los más diversos estados de Midgard, y que esta
actividad la dirigía, entre otros, un tal Elandar, resultaría sin duda de interés
para los correspondientes gobiernos y sus servicios de contraespionaje, pero no
guardaba una relación directa con la misión que les ocupaba... En una palabra,
nada de nada.
Haladdin estuvo todo el día torturándose, y se pasó media noche junto a la
hoguera, tomando un té cargadísimo, pero como no se le ocurría nada, despertó
a Tserleg y se acostó: la noche es buena consejera. Hay que decir que, habiendo
visto cómo al anochecer sus compañeros se preparaban tranquila y
metódicamente para la partida, se propuso firmemente hacer lo imposible para
adoptar cuando menos alguna decisión transitoria. No se le escapaba que un
ejército que se pasa los días a la expectativa, sin órdenes claras, acaba por
desmoralizarse.
Pasó muy mala noche, despertándose a cada paso, y sólo de madrugada se
durmió profundamente. Soñó que se había saltado las clases y estaba en un
fantástico circo ambulante, con los oídos aguzados y los dedos pegajosos por el
algodón de azúcar. Tenía el corazón en un puño, pendiente como estaba de una
joven increíblemente hermosa con una esclavina blanca como la nieve, que
caminaba por un finísimo hilo dorado, sobre un abismo tenebroso; nunca antes
había visto a otro funámbulo que, como ella, hiciera al mismo tiempo juegos
malabares con tres grandes bolas, ¿cómo era posible? «¿Qué es esto? ¡Pero si es
Sonia! ¡Nooo! ¡Detenedla: esto no es lo suyo, no sabe hacerlo! Sí, sí, entiendo; ya
no puede volver atrás, sería peor aún... Sí, sí; si no se asusta, no le puede pasar
nada... es magia ancestral... Sí, claro, magia: porque las bolas con las que está
jugando son en realidad miralejos. Son las tres Piedras Videntes que se pueden
conseguir en esta región de Midgard; nosotros mismos las encontramos y se las
entregamos... Quién sabe: si tanto Sonia como yo dispusiéramos cada uno de un
miralejos, ¿podríamos darnos unos achuchones a través de ellos?»
Se despertó con ese pensamiento en la cabeza; hacía ya un rato que había
amanecido. El puchero borboteaba confortablemente en el fuego —Tserleg
había cazado a lazo unas cuantas perdices—, mientras Tangorn alborotaba
tiernamente con su adorada Adormidera. Fue precisamente un rayo de sol
reflejado en el filo de la espada lo que despertó a Haladdin: sus compañeros no
tenían la menor intención de molestar al doctor; querían que durmiera a pierna
suelta. Mientras seguía con la vista aquel rayo fugaz que iba trazando un arco
sobre las piedras de la zona de umbría del valle, pensó tristemente: ése sí que
podría llegar sin problemas hasta el palacio de la reina Dama Luz: ¡el reflejo del
sol!
Una llamarada deslumbrante iluminó hasta el último rincón de su cerebro
cuando aquellos dos pensamientos —el último del sueño y el primero de la
vigilia—, al salir volando hacia el infinito, se rozaron con los extremos de las
alas por una milagrosa casualidad. Ahí estaba la solución: mandar con ayuda
del miralejos un reflejo de sol... No era la primera vez que le llegaban esa clase
de inspiraciones (le ocurrió, por ejemplo, al intuir que la señal que viaja a lo
largo de una fibra nerviosa no es de naturaleza química, sino eléctrica), pero en
cada ocasión le volvía a parecer una novedad prodigiosa, como cuando se
encontraba con la amada... Toda creación consta de dos fases: el momento
repentino de la iluminación, y luego el minucioso trabajo técnico (a veces,
durante años), cuyo objetivo final consiste en permitir que ese descubrimiento
sea accesible a los demás. La naturaleza de la inspiración es siempre la misma,
tanto si se trata de poesía como de investigación criminal; nadie sabe de dónde
surge (lo único que está claro es que no es de raíz lógica); sólo en ese momento,
el individuo —aunque no sea más que durante un instante inaprensible— se
iguala con el Único, y es ésa la verdadera razón por la que merece la pena
vivir...
—¡Caballeros! —anunció, aproximándose a la hoguera—. Me parece que he
conseguido armar nuestro rompecabezas; bueno, no del todo, pero sí lo
esencial. El fondo de la idea es sencillo: en vez de llevar el Espejo al Monte de
Fuego, tenemos que llevar el Monte de Fuego al Espejo.
Tserleg, que se había quedado con una cucharada de caldo a medio llevar a la
boca, le dirigió una mirada aprensiva al barón: parece que nuestro jefe, en
fin...como consecuencia del excesivo esfuerzo intelectual, ha perdido el juicio...
Tangorn, por su parte, levantando cortésmente una ceja, le propuso al doctor
que, de momento, se sirviera unas perdices, antes de que se quedaran frías, y
que sólo entonces les pusiera al corriente de sus extravagantes hipótesis.
—¡Al diablo con las perdices! ¡Escuchadme de una vez! Aparte del Espejo,
hay también otros cristales mágicos: los miralejos. Uno de ellos es nuestro...
bueno, por lo menos, podemos hacernos con él en cuanto nos lo propongamos...
Les expuso todo lo que sabía sobre las propiedades de las Piedras Videntes,
asombrándose de la precisión con que sus compañeros, que no disfrutaban de
especiales conocimientos científicos o mágicos, extraían de aquel montón de
información los detalles esenciales para ellos. Todos se pusieron muy serios:
empezaba el trabajo.
—... Así que, cuando tengamos dos miralejos, uno actuará como receptor y el
otro como emisor. Si arrojamos el emisor al Monte de Fuego, se destruirá,
evidentemente, pero justo antes, en el instante que preceda a su desaparición,
llegará a enviar una parte del Fuego Eterno hasta el entorno del receptor. De
manera que nuestra misión consiste en trasladar dicho receptor a las
inmediaciones del Espejo.
—Muy bien, bravo caballero —dijo pensativo el barón—, en cualquier caso,
en su proyecto no escasea precisamente la célebre «noble locura»...
—Más vale que nos digas —Tserleg se rascó el cogote— cómo vamos a
instalar un miralejos en Onirien y cómo vamos a encontrar allí el Espejo.
—Todavía no lo sé. Puedo repetir lo que dije ayer: ya se nos ocurrirá algo.
—Tiene razón, Haladdin —le apoyó Tangorn—. De momento, tenemos una
tarea concreta: encontrar el miralejos que nos falta. Creo que nos convendría
empezar por Lunien: seguro que Aramir sabe algo del destino del cristal que
pertenecía a su padre. Estoy convencido, además, de que el trato con el príncipe
os resultará enormemente grato...
SE G U N DA P A R T E
El rey y el gobernador

Por otra parte, cuando se dice que un territorio está cubierto por tropas, no es más que una
manera de hablar. Un soldado no cubre más terreno que el que tiene debajo de las botas.

ROBERT LOUIS STEVENSON


CAPÍTULO 20

Lunien, Colinas del Agua


3 de mayo de 3019

—¿Qué hora es? —preguntó Eohwyn, adormilada.


—Sigue durmiendo, ojos verdes. —Aramir se incorporó un poco, apoyándose
en un codo, y la besó tiernamente en la coronilla. Por lo visto, la había
despertado sin querer al revolverse bruscamente mientras dormía; su mano
herida seguía inflamada, pero trataba de disimularlo, sabedor de que a ella le
gustaba dormir muy pegada a él, reposando la cabeza en sus hombros. Como
de costumbre, se habían dormido de madrugada, así que ya hacía rato que los
rayos de sol inundaban las edificaciones del fuerte de Colinas del Agua,
penetrando por los estrechos ventanucos de los «aposentos principescos». En
otros tiempos, el príncipe se levantaba todos los días al alba: su ritmo vital era
como el de las alondras, y cuando mejor trabajaba era a primera hora. Pero
ahora no tenía ningún problema en pasarse en la cama hasta el mediodía:
primero porque, al fin y al cabo, estaba de luna de miel, y segundo porque,
siendo como era un prisionero, tampoco tenía prisa en levantarse.
Ella, sin embargo, había conseguido salir de entre sus brazos, y sus ojos
risueños dirigían al príncipe una mirada de fingido reproche.
—Escucha, estamos atentando contra la moral colectiva de la colonia de
Lunien.
—Mucho habría que atentar —refunfuñó él.
Entre tanto, Eohwyn atravesó el lecho, veloz como un rayo de sol, y se quedó,
tal como estaba, en el extremo opuesto: desnuda, con las piernas cruzadas,
dedicada a poner en orden su cabellera trigueña, lanzando de vez en cuando a
Aramir fugaces miradas penetrantes por debajo de sus pestañas entrecerradas.
En una de sus primeras noches, él le había dicho, medio en broma, que uno de
los placeres más intensos y refinados consiste en observar a la amada
peinándose por la mañana, y desde entonces ella iba puliendo y perfeccionando
aquel ritual, mientras vigilaba celosamente sus reacciones: «¿Te sigue gustando
como antes, cariño?». Él se reía para sus adentros, recordando al príncipe Rahil:
éste sostenía que las septentrionales, pese a sus cualidades físicas, en la cama no
se sabe si se parecen más a un pescado muerto o a un tronco de abedul. «Qué
curioso: ¿será que yo he tenido mucha suerte o será que al pobre no le ha ido
nada bien?»
—¿Te hago café?
—¡Eso sí que atenta contra la moral colectiva! —se burló Aramir—. La
princesa de Lunien en la cocina: una pesadilla para la celosa severidad
aristocrática.
—Me temo que van a tener que transigir con mi salvajismo y mis malos
modales. Hoy mismo, por ejemplo, pienso salir de caza: quiero preparar para la
cena una buena pieza de asado; que se fastidien. Porque yo ya no puedo con la
bazofia del cocinero: los únicos condimentos que conoce son el arsénico y la
estricnina.
«Que vaya», pensó él; «en ese caso, a lo mejor hoy mismo empezamos el
juego...» En los últimos días, habían empezado a autorizarles, tanto a Eohwyn
como a él, las salidas del fuerte, siempre que fuera por separado; al fin y al cabo,
los rehenes también tienen sus privilegios.
—¿Me vas a leer algo hoy?
—Sin falta. ¿Quieres otra vez algo sobre la princesa Elendeil?
—Bueno... Sí, vale.
La lectura vespertina se había convertido en un ritual para ellos, y Eohwyn
tenía una serie de historias favoritas que estaba dispuesta a escuchar una y otra
vez, como un niño pequeño. Ella misma, como casi toda la nobleza de Marca,
no sabía leer ni escribir, por lo que todo ese mundo de fantasía que Aramir le
había descubierto la tenía completamente fascinada. En realidad, todo había
empezado por ahí... ¿O la cosa venía de más atrás?
El día en que se combatía por las fortificaciones de los Campos Cercados, la
víspera de la gran batalla, el príncipe dirigía el flanco derecho de la defensa;
luchaba en las líneas delanteras, por lo que nadie logró entender cómo puedo
alcanzarle aquella flecha perforadora viniendo desde detrás, para ir a clavársele
en el trapecio, justo a la izquierda de la base del cuello. Las caras de la punta, en
forma de triedro, presentaban unas profundas ranuras longitudinales para el
veneno, de modo que, cuando el noble caballero Peregrino lo condujo a Torre
Vigía, el príncipe se encontraba muy mal. Por la razón que fuera, lo trasladaron
a una dependencia aislada del hospital, y desde ese momento,
sorprendentemente, se olvidaron de él. Lo dejaron tirado en el suelo de piedra,
absolutamente indefenso —el veneno le había producido ceguera y parálisis, así
que ni siquiera podía pedir ayuda—, sintiendo cómo un frío sepulcral, que ya se
había apoderado del brazo izquierdo y del cuello, se extendía implacablemente
por todo el cuerpo. Su mente, sin embargo, conservaba toda su lucidez, y pudo
darse perfecta cuenta de que le habían dado por muerto.
Transcurrió toda una eternidad, colmada de soledad y desesperación, hasta
que sintió en los labios un sabor picante, como de un líquido aceitoso; su aroma
le resultó familiar y le trajo a la memoria un nombre ya casi olvidado: hoja de
rey. El frío remitió un poco, como de mala gana, y fue entonces cuando surgió
de la oscuridad una voz imperiosa:
—Príncipe, si me podéis oír, moved los dedos de la mano derecha.
¿Cómo iba a mover los dedos, si no los sentía? Lo mejor sería que recordara
detalladamente un movimiento cualquiera... Por ejemplo, cuando sacaba la
espada de su vaina, notando bajo los dedos el cuero flexible que recubría la
empuñadura...
—Así, muy bien.
¿Había dado resultado? Eso parecía...
—Ahora vamos con un ejercicio más complicado. Un movimiento querrá
decir «sí», dos movimientos, «no». Intentad decir «no».
Trató de imaginarse que apretaba dos veces seguidas el puño... ¿Para qué?
¡Aja! Cogía la pluma de la mesa, escribía algo y la volvía a dejar. Pero luego
tenía que hacer una corrección...
—Perfecto. Bien, permitid que me presente: Altagorn, hijo de Altatorn.
Desciendo, por línea directa, de Lunildur; deseo expresaros mi benevolencia
como soberano: la dinastía de gobernadores de Pietror, el último de cuyos
representantes sois vos, ha custodiado mi trono, tal y como era su deber. Sin
embargo, ese penoso servicio ha concluido: he venido a liberar de esa carga a
vuestra casa. Desde ahora, y para siempre, vuestro nombre será uno de los
primeros entre las familias más gloriosas del Reino Unido. ¿Entendéis lo que os
estoy diciendo, Aramir?
Lo entendía todo perfectamente, pero movió dos veces los dedos: «no». De
otro modo, habría transmitido la impresión de que estaba tácitamente de
acuerdo con aquella locura. ¡Descendiente de Lunildur, ahí es nada! ¿Y por qué
no del mismísimo Padre de Todos?
—Siempre habéis sido un mirlo blanco para las demás familias, príncipe —la
voz de Altagorn era suave y compasiva, parecía realmente un amigo sincero—.
Hombre, se entiende que las pusieran nerviosas unos cuantos pasatiempos
científicos, la verdad es que no es una actividad propia de un rey. Pero también
os culpan de la creación del regimiento de Lunien y de la organización de la red
de espionaje al otro lado del Río Largo, ¿no es así?
El orgullo le impedía responder «sí», el honor, responder «no»; todo era pura
verdad... Ciertamente, ese Altagorn estaba al corriente de los asuntos de
Pietror... Cuando empezó la guerra, Aramir, excelente cazador, creó en Lunien
un regimiento especial para operaciones en los bosques, integrado por arqueros
libres (y, en parte, por simples buscavidas), y al cabo de un tiempo los célebres
soldados cazadores de Paso de la Araña cayeron en la cuenta de que su
monopolio para llevar a cabo incursiones relámpago en la retaguardia del
enemigo había llegado a su fin. El príncipe había dirigido personalmente a los
lunienses en numerosos lances (por ejemplo, cuando tendieron una emboscada
y destruyeron una columna entera de olefauntes de combate), e incluso llegó a
escribir una especie de tratado sobre esa modalidad del arte de la guerra que
siglos más tarde se conocería como «guerra de comandos». Como resultado de
todo ello, entre los aristócratas de la capital empezó a circular un chiste, según
el cual el príncipe tenía la intención de añadir a su escudo nobiliario nuevos
atributos: una cachiporra y un antifaz negro... Ya bastante antes de la guerra,
Aramir, que sentía una profunda y sincera fascinación por el oriente y su
cultura, aprovechando el esfuerzo de una serie de voluntarios afines a sus ideas,
había organizado en aquellos países un sistema regular de información política
y militar; de hecho, se trataba del primer servicio de inteligencia de los países
occidentales. Basándose precisamente en sus informes, el príncipe defendió en
el Consejo Real una política de cooperación con los estados situados al este del
Río Largo. Eso, naturalmente, le valió la etiqueta de derrotista y poco menos
que cómplice del enemigo.
—Vuestro padre siempre os consideró un baldragas y, cuando Oromir
pereció, empezó abiertamente a buscar la forma de anular vuestros derechos
sucesorios... Eso no pareció apesadumbraros, e incluso se dice que bromeabais
por aquel entonces: «Si con la pluma me ha salido un callo en un pliegue de un
dedo, con el cetro la mano ya se me quedaría totalmente pelada», lo cual, la
verdad, estaba muy bien dicho, príncipe; no había que poner ni quitar ni una
coma. De modo que podéis haceros cargo —la voz de Altagorn se volvió de
pronto seca y dura— de que simplemente hemos vuelto al punto de partida: el
trono de Pietror no os pertenece, pero en vez de acceder a él el kbertino de
vuestro hermano, que en gloria esté, lo haré yo. ¿Me escucháis?
«Sí.»
—Veamos, ésta es la situación. Enetor ha muerto... es un golpe duro, pero
creo que sobreviviréis a él. La guerra está en su apogeo, el país está sumido en
la anarquía y yo, Altagorn, descendiente de Lunildur, tras derrotar en el día de
hoy a los ejércitos de oriente, asumo, atendiendo el clamor de las tropas, la
corona del Reino Unido. Eso no tiene vuelta de hoja; tan sólo caben distintas
alternativas en lo tocante a vuestro destino personal, príncipe. Primera opción:
renunciáis voluntariamente al trono (no lo olvidéis: la vuestra no es una casa de
reyes, sino tan sólo de gobernadores) y abandonáis Torre Vigía para acceder al
principado de alguna de las posesiones de Pietror; pienso que Lunien os
vendría muy bien. Segunda opción: os negáis, y en tal caso no me ocupo de
vuestra curación (¿por qué iba a hacerlo?) y recibo la corona después de vuestra
pronta muerte. La verdad es que, aparte de mí, nadie sospecha que estáis vivo:
la ceremonia fúnebre está prevista para esta misma mañana, y no seré yo quien
vaya a detenerla. Dentro de unas horas, oiréis por encima de vos el sonido de la
lápida al cerrarse el sepulcro... Bueno, el resto os lo podéis imaginar. ¿Me habéis
entendido, Aramir?
Los dedos del príncipe callaban. Siempre se caracterizó por su estoica
virilidad de filósofo, pero la perspectiva de ser enterrado vivo puede infundir el
terror más devastador en cualquier espíritu.
—Así no funciona. Si en medio minuto no me habéis dado una respuesta
clara, me marcharé y, dentro de un par de horas, cuando se haya pasado el
efecto de la hoja de rey, vendrán los sepultureros a hacerse cargo de vos.
Creedme, a mí me gusta más la primera opción, pero si vos mismo preferís el
sepulcro...
«No.»
—«No», ¿en el sentido de «sí»? ¿Aceptáis ser príncipe de Lunien?
«Sí.»
—O sea, que al final nos hemos entendido; vuestra palabra me basta... por
ahora. Dentro de un tiempo, cuando recuperéis la facultad del habla, vendré a
visitaros acompañado del príncipe Rahil; él es quien, desde la muerte de Enetor,
gobierna transitoriamente la ciudad y el país. Rahil dará testimonio ante vos de
mis derechos dinásticos, con los que, para entonces, ya estará familiarizado;
vos, por vuestra parte, afirmaréis que os consideráis libre de vuestras
obligaciones como gobernador de Pietror, y que tenéis la intención de retiraros
a Lunien. La nobleza del príncipe y la amistad que os profesa son conocidas en
todo Pietror, por lo que su discurso ante el pueblo será recibido, en mi opinión,
de la forma apropiada. ¿Estáis de acuerdo? ¿Qué decís: que sí o que no?
«Sí.»
—Por cierto, os respondo a una pregunta no formulada: ¿por qué no me he
inclinado por la segunda opción, que parecía más sencilla y segura? A este
respecto, mis planteamientos son totalmente pragmáticos: un Aramir vivo, que
ha renunciado al trono y que reside en Lunien, es totalmente inofensivo,
mientras que sus cenizas, enterradas en el panteón de los gobernadores de
Pietror, podrían dar lugar a la aparición de toda una serie de autoproclamados
pseudo Aramires... Y otra cosa más. Estoy convencido de que no os proponéis
traicionar la palabra dada, pero, por si acaso, tened muy presente que nadie en
Midgard puede haceros recobrar la salud, aparte de mí, y que la convalecencia
aún será larga, y siempre podéis recaer... ¿Me habéis entendido?
«Sí.» (Cómo no entenderlo; ojalá le envenenaran de una vez, lo peor sería que
se quedara como un vegetal, babeando y haciéndoselo todo encima...)
—Excelente. Para concluir, os diré algo que, en mi opinión, tendrá bastante
importancia para vos... —En la voz de Altagorn, para sorpresa del príncipe, se
apreció una emoción genuina—. Prometo gobernar Pietror de manera tal que
vos, Aramir, nunca tendréis ocasión de decir: «Yo lo habría hecho mejor».
Prometo que conmigo el Reino Unido alcanzará tal esplendor y gloria como
nunca antes se habían visto. Y prometo, por último, que la historia del rey y el
gobernador figurará en todas las crónicas de un modo que permitirá que seáis
glorificado por los siglos de los siglos. Y ahora, bebeos esto y dormid.
Cuando se despertó, seguía en poder de las tinieblas y el mutismo, pero aquel
frío terrible había remitido en la parte izquierda del cuerpo, en torno a la
herida, y felizmente ya podía sentir el dolor, e incluso podía moverse
ligeramente. Se oían voces cercanas, pero en seguida volvieron a callarse... Y fue
entonces cuando apareció la muchacha.
CAPÍTULO 21

Al principio, sólo era una mano pequeña, aunque su firmeza no parecía


femenina: mano de amazona y esgrimista, cosa que él no tardó en advertir. La
joven no mostraba tener la experiencia propia de una verdadera hermana de la
caridad, pero también se notaba que no era la primera vez que se ocupaba de
un herido; sin embargo, por alguna razón, lo hacía todo con una sola mano: ¿no
estaría también ella herida? Intentó calcular su estatura (para lo cual, tenía en
cuenta lo lejos que llegaba cuando se inclinaba sobre la cama): mediría unos
cinco pies y medio. En una ocasión, el príncipe tuvo una suerte inmensa: al
inclinarse ella sobre su cama, sus cabellos sueltos y sedosos le cayeron en el
rostro. Así descubrió que la joven no llevaba el pelo recogido (lo que significaba
que, con toda probabilidad, era septentrional, de Marca): lo más importante era
que él ya nunca confundiría ese olor, en el que se mezclaban, como en la brisa
vespertina de la estepa, el calor seco de la tierra recalentada y el aroma, áspero
y refrescante, del ajenjo.
Las medicinas de Altagorn iban haciendo efecto, y al día siguiente ya logró
pronunciar sus primeras palabras, que no podían ser otras que las siguientes:
—¿Cómo os llamáis?
—Eohwyn.
Eohwyn... Sonaba como una campanilla, pero no como las de aquí, de latón,
sino como ésas de porcelana que muy de cuando en cuando llegaban del Lejano
Oriente. Sí, era la voz apropiada para su dueña, tal y como él se la había
representado en su imaginación.
—¿Y qué es lo que os ocurre en el brazo izquierdo, Eohwyn?
—¿De modo que ya podéis ver?
—No, por desgracia. No es más que el resultado de mis deducciones.
—Explicaos mejor...
Entonces él le describió su aspecto, recomponiendo el mosaico completo a
partir de los fragmentos que tenía a su disposición.
—¡Impresionante! —exclamó la joven—. Decid ahora cómo tengo los ojos.
—Seguro que son grandes y están bastante separados.
—No, me refiero al color.
—El color... hum... ¡verdes!
—Y yo que me lo había creído —en la voz de la muchacha se apreció una
decepción no fingida—, y resulta que ya me habíais visto anteriormente...
—Lo juro por quien haga falta, Eohwyn; me había limitado a mencionar mi
color favorito, eso es todo. ¿Así que he acertado...? Pero no habéis contestado a
mi pregunta: ¿qué os ocurre en la mano? ¿No estaréis herida?
—Bah, no es más que un rasguño, hacedme caso; sobre todo, si se compara
con vuestra herida. Lo que ocurre es que los hombres tienen la costumbre de
prescindir de nosotras cuando llega el momento de repartir los frutos de la
victoria.
Eohwyn describió, con la precisión de un profesional de la guerra, los
pormenores de la batalla de los Campos Cercados, sin olvidarse por ello de
darle la medicina o de colocarle bien las vendas a Aramir. A éste le dio la
sensación, en todo ese tiempo, de que la muchacha desprendía un calor
especial: eso fue (mucho más que la medicina) lo que alejó aquellos escalofríos
mortales que le destrozaban. Sin embargo, cuando él, movido por la gratitud,
puso la palma de su mano encima de la de Eohwyn, ésta, con dulzura pero con
toda rotundidad, retiró su mano y, tras decirle: «Eso ha estado de más,
príncipe», abandonó a su tutelado, indicándole que la hiciera llamar en caso de
que se presentara alguna verdadera necesidad. Afligido por tan singular
rechazo, Aramir se durmió (ahora sí se trataba de un sueño normal, reparador y
saludable), pero al despertarse captó el final de una conversación cercana. En
uno de los participantes reconoció a Eohwyn; en el otro, para su sorpresa, a
Altagorn.
—... en conclusión, te conviene marchar con él a Lunien.
—Pero, ¿por qué, Alti? Yo ya no puedo estar sin ti, ya lo sabes...
—Así ha de ser, querida. Será por poco tiempo: tres semanas, un mes a lo
sumo.
—Eso es mucho tiempo, pero haré todo lo que creas conveniente, no te
preocupes... ¿Quieres que permanezca a su lado?
—Sí. Debes completar su curación: se te da muy bien. Y de paso compruebas
qué tal se adapta a su nueva residencia.
—Sabes, es muy simpático...
—¡Claro que sí! Tendrás un magnífico compañero de charlas; estoy seguro de
que no te aburrirás con él.
—¿Que no me aburriré con él? ¡Qué generoso eres!
—Disculpa, no quería decir eso...
Las voces se alejaron, luego se oyó un portazo y Aramir pensó que, aunque,
evidentemente, no era asunto suyo... Y de pronto gritó al sentir un dolor
repentino: la luz, nuevamente recobrada, penetraba por sus pupilas y parecía
quemar el fondo de sus ojos, más sensibles por la falta de actividad. Pero ella ya
estaba sentada a su lado, y le tomó, alarmada, la mano:
—¿Qué os ocurre?
—No es nada, Eohwyn, parece que recupero la visión.
—¿De veras?
A su alrededor, todo flotaba, formando aureolas irisadas, pero el dolor
rápidamente se calmó. Cuando por fin el príncipe se enjugó las lágrimas y vio a
Eohwyn por primera vez, el corazón se le paró, y luego le envolvió una ola
abrasadora: ante él estaba la joven que había dibujado en su imaginación. No es
que fuera parecida, sino que era exactamente ella, desde el color de los ojos
hasta el gesto con el que se arreglaba el pelo. «Yo mismo la he creado», pensó,
sintiéndose perdido, «y ahora ya no habrá remedio para mí.»
El fuerte de Colinas del Agua, destinado en lo sucesivo a servir de residencia
a Su Alteza el príncipe de Lunien, no era propiamente un fuerte. Era una
edificación de madera de dimensiones ciclópeas, de tres pisos, con una
estructura increíblemente enrevesada y numerosos excesos arquitectónicos:
había en él toda suerte de torretas, mansardas y galerías exteriores. Sin
embargo, todo esto producía una impresión sorprendentemente armoniosa: se
notaba que en su creación habían intervenido naturales de Tierra de Hierro;
incluso allí, en el lejano norte boscoso, florecía ese estilo constructivo en
madera. Desde el punto de vista de la arquitectura respetuosa con el entorno, su
ubicación merecía toda clase de elogios, pero, desde el punto de vista militar, no
podía ser más desacertada; no valía para nada, todos sus flancos quedaban
expuestos. Además, la empalizada que lo rodeaba debía haber sido erigida por
un esteta anónimo, preocupado por el arte de las fortificaciones, con una
repugnancia tal por los aspectos prácticos de su obra, que podría figurar en un
manual técnico de la Academia Militar de Ingenieros: Cómo no levantar
fortificaciones: los ocho errores más corrientes.
Por otra parte, no estaba del todo claro quiénes debían ser considerados los
«amos» del lugar. Al príncipe de Lunien, en el mejor de los casos, sólo se le
podría llamar así en tono de burla: por no tener, no tenía derecho siquiera a
franquear libremente las puertas del fuerte. Su huésped, Eohwyn, hermana del
rey de la Marca, comprendió con gran estupor que compartía con el príncipe su
paradójico estatus. Cuando pidió, sin segundas intenciones de ninguna clase,
que le devolvieran su espada, y comentó en broma que sin el arma se sentía
medio desnuda, obtuvo, por toda respuesta, una frase en guasa: «A una chica
guapa el deshabillé siempre le sienta bien». Una nube de despecho le cruzó por
la mente: el piropo del teniente de la Compañía Blanca (cuarenta hombres que
Altagorn les había asignado como guardia pretoriana) rayaba lo intolerable,
incluso para una joven como ella, muy flexible en sus criterios. Además de
convencerse de que en lo sucesivo debería adoptar un tono más oficial para
tratar con esa gente, pidió entrevistarse con el jefe de la Compañía Blanca, el
capitán Eregond.
Al fin y al cabo, las bromas tienen un límite; no estaban en Torre Vigía, y
pasearse desarmada por los bosques del lugar, donde sencillamente pueden
vagar trasgos sueltos, era algo realmente peligroso.
—Oh, Su Alteza no tiene por qué preocuparse: ya se ocupará de ello su
guardia personal.
—¿No me estará usted diciendo que esos cuatro espantajos van a ir a todas
partes conmigo?
—Desde luego, existen órdenes expresas de Su Majestad en ese sentido; de
todos modos, si Su Alteza no está satisfecha con esos cuatro, siempre podemos
remplazarlos.
—Por cierto, Altagorn no es ni mi soberano ni mi tutor y, si las cosas siguen
así, estoy dispuesta a regresar de inmediato a Torre Vigía... o mejor, no ya a
Torre Vigía, sino a Eoderas.
—Me temo que, mientras no nos lleguen órdenes por escrito de Su Majestad,
eso no sería posible.
—Eso quiere decir que... hablando sin rodeos, soy su prisionera.
—¿Cómo puede Su Alteza decir eso? Los prisioneros están bajo llave, y Su
Alteza puede ir a donde le plazca; hasta la mismísima Torre Hechicería (mejor
no mencionar este nombre de noche), siempre y cuando vaya acompañada y no
porte armas...
Curiosamente, hasta ese momento Eohwyn no se había dado cuenta de que,
si Aramir no llevaba una espada colgada al cinto, eso no obedecía a un capricho
propio de la naturaleza lírica del príncipe, sino a razones mucho más prosaicas.
En una palabra, habría que llegar a la conclusión —a base de descartes— de
que el verdadero señor de Lunien era Eregond, pero eso no dejaba de ser un
disparate manifiesto: bastaba, para darse cuenta, con verle alguna vez
deslizarse por los pasillos del fuerte, tratando a toda costa de evitar que su
mirada se cruzara con la de sus prisioneros. El capitán era un hombre acabado,
porque, sabiendo como sabía que él había sido el encargado de custodiar los
aposentos de Enetor el día de la tragedia, y que también él había anunciado
públicamente el suicidio del rey, no recordaba en absoluto nada de aquello. En
su memoria, en el lugar de aquel funesto día se abría un hueco calcinado, en el
cual se adivinaba en ocasiones la sombra blanquecina de Peregrino; éste debía
guardar alguna relación con esos hechos, pero Eregond no era capaz de
recordar cuál. Era difícil entender por qué no se había decidido el capitán a
poner fin a su propia vida; tal vez, había pensado a tiempo que, de hacerlo,
asumiría plenamente la culpa por un crimen ajeno, para satisfacción de los
verdaderos asesinos. Desde entonces, en Torre Vigía le había rodeado un espeso
muro de desprecio: nadie se creía, por descontado, aquella historia de que el
propio rey se había arrojado al fuego. De ese modo, Altagorn no podía soñar
con un jefe más adecuado para la Compañía Blanca; para este cargo se
precisaba, naturalmente, de un hombre que, bajo ningún concepto, pudiera
llegar a entenderse con Aramir. Pero fue en este punto donde Altagorn, pese a
todo su conocimiento de las personas, cometió un error: no fue capaz de
adivinar que el príncipe, que de niño se sentaba a menudo en las rodillas de
Eregond, era la única persona en todo Pietror que creía en la inocencia del
capitán.
Pero los hombres de la Compañía Blanca —que no sólo se encargaban de la
defensa del fuerte, sino que realizaban todo tipo de tareas domésticas, desde las
propias del mayordomo hasta las del cocinero— prácticamente no tenían trato
con el príncipe. «A sus órdenes, Alteza», «No es posible, Alteza», «No es algo
que yo pueda saber, Alteza», eran todas sus palabras, entre las cuales el «No es
algo que yo pueda saber» predominaba claramente. Si les mandaban vigilar,
vigilaban; si les mandaban acabar con una persona, acababan con ella. Lo que
no conseguía averiguar Aramir era quién se lo mandaba realmente: no se creía
en absoluto eso de que aquellos bravucones estuvieran efectivamente a las
órdenes de Eregond. Además, allí no llegaban despachos de Altagorn ni nada
que se le pareciese; ¿existiría alguna trama conspirativa que llegaba hasta Torre
Vigía, y en la que el capitán serviría de enlace? Pero, ¿para qué tantas
complicaciones?
Sí, en verdad era una troupe pintoresca la que se había establecido aquella
primavera bajo el techo de Colinas del Agua. Lo más divertido era que todos los
integrantes del espectáculo El príncipe de Lunien y su corte se preocupaban, con
una unanimidad conmovedora, de que sus rarezas no llegaran a convertirse en
patrimonio de las lenguas ociosas fuera de las puertas del fuerte, allí donde se
desarrollaba la vida humana corriente.
En esa vida, raro era el día en que Aramir no bendecía a nuevos súbditos:
grupos de colonos llegados de Pietror. Muchos de ellos, sin embargo, no tenían
prisa en comparecer ante su preclara vista, sino que, por el contrario,
permanecían agazapados en el lugar más apartado del bosque. Para ellos, los
recaudadores de impuestos eran criaturas más dañinas y peligrosas que los
trasgos, los cuales abundaban sobremanera en los bosques del lugar. Después
de un año de guerra, esas personas habían aprendido a manejar las armas de
forma magistral, y en cambio habían perdido la costumbre de doblar la espalda
ante los terratenientes; de modo que el príncipe de Lunien difícilmente habría
podido controlar las alquerías erigidas y fortificadas por ellos, aun en el
hipotético caso de que hubiera tenido verdaderas ganas de hacerlo. Tan sólo
trataba —no sin cierto éxito— de hacer llegar a los nuevos habitantes la
información de que allí nadie tenía intención de esquilarlos, y menos aún de
arrancarles la piel a tiras. En todo caso, al Poblado empezaron a llegar con cierta
regularidad hombres armados procedentes de caseríos distantes, gente de pocas
palabras, que se interesaban metódicamente por los precios de la miel y de la
carne de ciervo ahumada. Por todo Lunien se oía aquel año el sonido de las
hachas: los colonos construían sus cabañas, deforestaban el bosque para obtener
terrenos de labranza, levantaban molinos y destilerías de alquitrán; se estaban
preparando para instalarse de forma duradera en los bosques situados en la
otra orilla del Río Largo.
CAPÍTULO 22

Había transcurrido un mes desde el final de la campaña de Umbror, y en


todo ese tiempo Eohwyn no había tenido noticias de Altagorn. Bueno, quién
sabe qué circunstancias se darían... Si había llegado a alguna conclusión, ella se
la guardó para sí, y su conducta no se alteró en lo más mínimo; el único cambio
consistió en que dejó de preguntarle a Eregond, como hacía en los primeros
días, si había novedades de Torre Vigía. Además, a Aramir le daba la impresión
de que sus preciosos ojos, grises y verdes, habían cambiado de tonalidad,
volviéndose más fríos, un tanto azulados, lo cual no dejaba de ser un misterio.
La muchacha mostraba hacia el príncipe una cordialidad y simpatía sinceras, si
bien desde el principio consideró que la afinidad espiritual que iba surgiendo
entre los dos no era más que amistad, descartando totalmente cualquier otro
sentimiento, y a Aramir no le quedaba más remedio que resignarse.
Una vez, estaban sentados a la mesa en la Sala de los Caballeros del fuerte,
cuando apareció en la puerta un teniente de Pietror, con la capa polvorienta,
acompañado por varios soldados. Aramir, de entrada, le ofreció un vino y un
poco de carne de ciervo, pero el mensajero rechazó la invitación con un gesto. El
asunto era tan urgente, que apenas tenía tiempo para cambiar de caballo y
regresar a toda prisa. Tenía órdenes de Su Majestad de recoger en Colinas del
Agua a Eohwyn (ésta, sin poder contenerse, dio unos pasos hacia el mensajero,
y su rostro resplandeciente pareció iluminar la sala sombría), y escoltarla hasta
Eoderas, a la corte del rey Eohmaere.
Siguieron algunas noticias de Torre Vigía, de las que Aramir tan sólo pudo
retener un nombre que hasta entonces le resultaba desconocido: Estrella.
Estrella... Recordaba a un resonante tañido de gong: «Sería interesante saber»,
pensó por un instante, «el comienzo de qué duelo anunciará este gong...» El
príncipe levantó la mirada hacia Eohwyn, y se le encogió el corazón: lo que veía
era una máscara, exánime y dolorida, con los ojos hundidos; era como un niño
al que han estado engañando de una forma miserable y cruel, y al que ahora
pretendían convertir en el hazmerreír de los demás.
Lo cierto es que aquella manifestación de debilidad duró sólo unos instantes.
La sangre de seis generaciones de paladines de las estepas reclamó lo que era
suyo: la hermana del rey de la Marca no tenía derecho a comportarse como la
hija de un molinero, seducida por el señor del lugar. Con una sonrisa
encantadora (aunque es verdad que la temperatura de aquella sonrisa era como
la de la luz de la luna fluyendo por los desfiladeros de la Montañas Blancas),
Eohwyn le comunicó al teniente que la orden recibida era sumamente extraña,
ya que ella no obedecía a ese individuo que se hacía llamar rey de Pietror y
Reinor. En cualquier caso, en ese momento se encontraban fuera de los límites
del Reino Unido, de modo que si el príncipe de Lunien (gesto en dirección a
Aramir) no se pronunciaba en contra de su presencia, ella seguramente
prolongaría su estancia allí.
El príncipe de Lunien, evidentemente, no se pronunció en ese sentido, y sólo
hubo una cosa que le apenó realmente de toda aquella situación. Estaba
desarmado y, si los hombres de Altagorn hubieran tenido instrucciones de
llevarse a la chica a la fuerza en caso de necesidad, él no habría dispuesto para
luchar más que del cuchillo con el que acababa de trinchar una paletilla de
ciervo: en verdad, un digno final para el último representante de la malograda
casa de Solarion. Bueno, al menos el estilo de aquella tragicomedia se
mantendría hasta el mismísimo desenlace... En aquel momento, el príncipe
dirigió la mirada hacia Eregond, que estaba de pie a la derecha de la mesa, y se
sobresaltó de la sorpresa. El capitán se había transformado y costaba
reconocerlo: su mirada había recuperado la firmeza de otros tiempos, y su
mano descansaba serena sobre la empuñadura de la espada.
No hacían falta las palabras: el veterano soldado ya había hecho su elección y
estaba dispuesto a morir al lado de Aramir.
Pero el oficial pietroriano estaba visiblemente desconcertado: sin duda, entre
las instrucciones recibidas no figuraba el recurso a las armas contra aquellas
augustas personas. Eohwyn, entre tanto, volvió a sonreírle —en esta ocasión, de
forma verdaderamente deliciosa— y tomó resueltamente la iniciativa:
—Me temo que tendrá usted que detenerse un poco, teniente. Pruebe el
ciervo, hoy está realmente exquisito. Seguro que también sus soldados
necesitan descansar. ¡Gunt! —llamó al mayordomo—. Acompañe a los hombres
del rey y haga que les den de comer como es debido; han realizado un largo
camino. ¡Y ocúpese también del baño!
Eohwyn aún tuvo fuerzas para aguantar sentada hasta el final de la comida e
incluso para sostener la conversación («Páseme la sal, por favor... Muchas
gracias... ¿Qué se dice de Umbror, teniente? Aquí, en este sitio perdido, estamos
totalmente desconectados del mundo...»), aunque estaba claro como el agua que
se encontraba justo al límite. Mirándola, Aramir recordó un cristal recalentado
que había visto una vez: aparentemente, era un cristal como cualquier otro,
pero, en cuanto alguien le dio un golpecito con una uña, se hizo añicos.
Aquella noche, como es lógico, él no pudo dormir; estuvo sentado delante de
la mesa, con una lamparilla, devanándose los sesos vanamente en tomo a una
pregunta: ¿podría prestarle alguna clase de ayuda? El príncipe era todo un
entendido en filosofía, y no se le daban nada mal los asuntos militares y el arte
del espionaje, pero en lo tocante a los secretos del alma femenina hay que
reconocer que se manejaba bastante mal. Así que cuando la puerta de su cuarto
se abrió de par en par sin que nadie hubiera llamado y en el umbral apareció,
pálida como la muerte, Eohwyn, que venía descalza y en camisón, se quedó
totalmente perplejo. Ella, sin embargo, ya había entrado en el cuarto,
despreocupada, como sonámbula; el camisón resbaló hasta caer a sus pies, y
entonces ordenó, levantando de golpe la cabeza y bajando mucho las pestañas:
—¡Tomadme, príncipe! ¿A qué esperáis?
Él sostuvo en sus manos aquel cuerpo ligero —diablos, tenía un ataque de
nervios, no daba diente con diente— y lo depositó en la cama, tapándolo con un
par de capas forradas... «A ver qué más hay por aquí...» Recorrió la habitación
con la mirada... «¡Aja! Una cantimplora con vino élfico, justo lo que hace falta.»
—¡Venga, bebe un poco! En seguida entrarás en calor...
—¿Y no queréis darme calor de otra manera? —Ella no abría los ojos, y su
cuerpo, muy estirado, seguía sufriendo fuertes temblores.
—Pero no ahora. Me odiarías para el resto de tu vida, y con razón.
Entonces ella comprendió inequívocamente que era posible; por fin era
posible... Y sin que ya nada le preocupara, rompió a llorar, como en la más
lejana infancia, y él estrechó contra su pecho a aquel ser tembloroso y
sollozante, infinitamente querido, y le susurró al oído algunas palabras —ni él
mismo recordaba cuáles, y además no tenían ningún significado—, y sus labios
estaban salados de las lágrimas de ella. Y cuando ya se había desahogado a
gusto, liberándose de todo su dolor y humillación, ella se dio la vuelta y se
acurrucó bajo las capas, le cogió las manos y le pidió en voz baja:
—Cuéntame algo... que sea bonito.
Él se puso entonces a recitarle unos versos, los mejores que se sabía. Y cada
vez que se paraba, ella le apretaba la mano, como si temiera perderse en mitad
de la noche, y decía con una inefable entonación infantil:
—¡Un poquito más! ¡Por favor!
Ella se durmió casi de madrugada, sin soltarle la mano, así que él todavía
estuvo esperando un poco más, sentado al borde de la cama, hasta que su sueño
se hizo profundo, y sólo entonces se inclinó sobre ella, y le rozó muy levemente
la sien con los labios, y después se hizo sitio en el lecho... Abrió los ojos al cabo
de un par de horas, por culpa de un ruido débil, y al momento escuchó una voz
irritada —«¡Date la vuelta, por favor!»— que unos segundos más tarde le pedía
quejumbrosamente:
—Escucha, déjame algo para que me lo eche por encima; no puedo andar por
ahí con esta pinta a plena luz del día.
Y cuando ya estaba junto a la puerta (ahora llevaba puesta su camisa de
cazador, remangada), le dijo de pronto, en voz baja y muy seria:
—Sabes, esos versos... Ha sido algo muy especial, nunca me había pasado
una cosa así en toda mi vida. Vengo a verte esta noche, y me lees alguna cosa,
¿vale?
En resumidas cuentas, para cuando partió hacia Eoderas una misiva en la que
Aramir le preguntaba a Eohmaere si no se oponía a la decisión de su hermana
Eohwyn de convertirse en princesa de Lunien, las veladas literarias ya habían
pasado a formar parte importante de sus hábitos familiares.
—... ¿no me estás escuchando?
Eohwyn, que ya llevaba un rato arreglada, miró enfadada al príncipe.
—Perdona, chiquilla. La verdad es que estaba dándole vueltas a un asunto.
—¿Triste?
—Más bien, peligroso. Me preguntaba si Su Majestad el rey de Pietror y
Reinor no tendrá intención de enviarnos un regalo de bodas. A ver si aquella
bromita tuya sobre el arsénico y la estricnina va a resultar profética...
Al decir estas palabras, estaba infringiendo una norma no escrita: no
mencionar a Altagorn allí dentro. Tan sólo en una ocasión, al principio de su
romance, Eohwyn, de forma repentina y sin relación aparente con el asunto del
que estaban hablando, dijo:
—Por si te interesa saber qué tal amante era —estaba vuelta hacia la ventana
y observaba, con una atención exagerada, algo que ocurría en el patio, sin
percibir el gesto de protesta de Aramir—, te puedo decir, con toda franqueza,
que se comportaba en eso como en todo lo demás. Quiero decir que sólo está
acostumbrado a tomar, como sea y cuando sea; en una palabra, es un hombre
«de los de verdad»... —Al decir esto, sus labios dibujaron una sonrisa amarga—
. Por supuesto, hay muchas mujeres que es justamente eso lo que necesitan,
pero yo no soy de ésas...
Durante unos instantes estuvo mirando inquisitivamente a Aramir; después
meneó la cabeza y dijo pensativa, como si hubiera sacado ya sus conclusiones
definitivas:
—Sí, la verdad es que de él puede esperarse cualquier cosa... ¿Tienes algún
plan para librarte de ese regalo?
—Sí. Pero todo depende de si Eregond está de acuerdo en jugar en nuestro
equipo.
—Perdona si me meto donde no me llaman... Pero ese hombre mató a tu
padre; no importa cómo fuera, al fin y al cabo era tu padre...
—Creo que Eregond no tuvo nada que ver en aquello. Más aún: hoy mismo
voy a tratar de demostrarlo y, en primer lugar, de demostrárselo a él mismo...
—¿Y por qué precisamente hoy?
—Porque hasta ahora no había sido posible. ¿Recuerdas el otro día, cuando
estábamos comiendo en la sala? Él se mostró muy imprudente. Yo había venido
evitando los contactos con él durante todos esos días, para ver si los tipos de la
Compañía Blanca relajaban un poco su atención, pero ahora parece que la
situación ha llegado a un punto en que hay que jugarse el todo por el todo. En
definitiva, dile que venga a verme con cualquier pretexto; procura que vuestra
conversación tenga lugar a la vista de todo el mundo: ¡entre nosotros no hay
secretos de ninguna clase! Y tú, cuando salgas hoy de caza, aprovecha algún
descuido de tus acompañantes para preguntarle a la gente —así, sin darle
tampoco mucha importancia— por cierto caserío en el bosque...
Cuando Eregond entró en la habitación, en sus ojos ardía una débil llama de
esperanza: ¿tal vez no todo estaba perdido?
—¡Salud, Alteza!
—Hola, Eregond. No hace falta que seas tan protocolario... Lo único que
quiero es que me ayudes a comunicarme con Su Majestad.
Dicho esto, el príncipe, tras buscar en un baúl que estaba junto a la pared,
colocó cuidadosamente en la mesa una gran bola de cristal ahumado.
—¡La Piedra Vidente! —se asombró el capitán.
—Sí, es un miralejos; el otro está ahora en Torre Vigía. Altagorn, por una serie
de razones, no desea que yo personalmente lo utilice, y ha puesto sobre él un
conjuro. Así que sé bueno, coge la bola y mira en ella...
—¡No! —Eregond sacudió la cabeza en un gesto de desesperación, y el terror
se reflejó en su rostro—. ¡Haré lo que sea, menos eso! ¡No quiero ver las manos
calcinadas de Enetor!
—¿De manera que ya las has visto? —El príncipe sintió de pronto una fatiga
mortal: eso quería decir que, a pesar de todo, se había equivocado con este
hombre...
—No, pero me lo han dicho... ¡Todo aquel que mira en su miralejos las ve!
—Tranquilízate, Eregond —en la voz de Aramir se apreciaba su alivio—; éste
no es el mismo miralejos, el de Enetor. Ése está en Torre Vigía, no te puede
hacer nada malo.
—¿Seguro...? —El capitán, todavía con cierta aprensión, tomó la Piedra
Vidente en sus manos, estuvo un buen rato mirando en ella atentamente, y
luego, con un suspiro, la volvió a dejar en la mesa—. Perdonad, príncipe; no
veo nada.
—Ya has visto todo lo que tenías que ver, Eregond. Tú no eres culpable de la
muerte de Enetor; puedes dormir tranquilo.
—¿Cómo? ¿Qué habéis dicho?
—Tú no eres culpable de la muerte de Enetor —repitió el príncipe—.
Perdóname, pero me he visto obligado a inducirte al error: éste de aquí y el de
Enetor son el mismo miralejos. En él se pueden ver, efectivamente, unos dedos
negros retorcidos, pero sólo los ven los responsables del asesinato del rey de
Pietror. Tú no has visto nada y, por tanto, estás limpio. Aquel día, tu voluntad
quedó paralizada por una magia poderosa, creo que élfica.
—¿De veras? —balbuceó Eregond—. Seguramente, lo que queréis es
consolarme, pero realmente éste es otro miralejos... ¡Decidme que no, decidme
que no es así!
—Piénsalo tú mismo: ¿quién me iba a dar a mí ese otro miralejos? Éste me lo
devolvieron únicamente porque creían que estaba estropeado y que no tenía
arreglo: es verdad que ellos no pueden ver nada en él, porque las manos de
Enetor tapan todo el campo visual. Lo que no sospechan siquiera es que las
personas que no tomaron parte en el crimen pueden utilizarlo igual que antes.
—¿Y por qué me dijisteis al principio que no era el mismo?
—Mira... El caso es que tú eres un hombre supersticioso y muy influenciable;
de eso se aprovecharon los elfos y Peregrino. Tenía miedo de que hubieras
acabado por creerte tú mismo la escena inventada: la autosugestión puede
jugarnos a veces muy malas pasadas... Pero ahora, alabado sea el Uno, ya ha
pasado todo.
—Sí, ya ha pasado todo —repitió con voz ronca Eregond. Tras decir estas
palabras, cayó de rodillas, mirando al príncipe con tal fidelidad canina que éste
se sintió incómodo—. ¿Me dais entonces vuestro permiso para volver a serviros,
como en los viejos tiempos?
—Sí, tienes mi permiso, pero levántate de inmediato... Y ahora dime: ¿me
consideras el soberano de Lunien?
—¿Cómo no iba a hacerlo, Alteza?
—¿Crees que tengo derecho, siendo como soy vasallo de la corona de Pietror,
a cambiar la guardia personal que me ha asignado el rey?
—Por supuesto. Pero una cosa es decirlo y otra hacerlo: la Compañía Blanca
sólo está sometida a mí nominalmente. Yo aquí, en realidad, no soy más que un
simple furriel...
—Bueno, ya lo había adivinado hace tiempo. Por cierto, ¿quiénes son esos
hombres? ¿Occidentales?
—Los de la tropa son occidentales. Pero los oficiales y los sargentos... son
todos miembros de la guardia secreta del rey. En Pietror nadie sabe de dónde
han salido; corren rumores —Eregond miró a la puerta de reojo— de que
podría tratarse de muertos vivientes. Ni yo mismo sé a quién obedecen.
—Ya... En cualquier caso, habría que librarse de esos tipos, y cuanto antes,
mejor. Y bien, capitán, ¿estás dispuesto a jugártela a mi lado?
—Habéis salvado mi honor, así que mi vida os pertenece, sin reservas de
ninguna clase. Pero tres contra cuarenta...
—Estoy convencido de que no seremos tres, sino muchos más. —Al oír esto,
Eregond miró al príncipe perplejo—. Hace cosa de una semana, unos lugareños,
procedentes de uno de los caseríos del bosque, que traían un carro de ciervo
ahumado, tuvieron una disputa con los centinelas de las puertas del fuerte;
éstos, como es habitual, les exigían que dejaran sus arcos fuera de la
empalizada. Entre otros, andaba por allí un tipo moreno, bastante estrafalario:
protestaba porque a los nobles se les permite entrar en la residencia principesca
portando armas, mientras que a los arqueros libres de los caseríos del Mirlo no
les hacen ni caso. ¿Lo recuerdas?
—Sí, algo de eso pasó... ¿Y qué?
—Resulta que ese moreno es el barón Grager, teniente del regimiento de
Lunien, que antes de la guerra fue agente mío en Jand; y me inclino a creer que
en esos caseríos del Mirlo no debe de estar solo... Ésta es tu misión: tienes que
ponerte en contacto con Grager, y después ya veremos cómo actuamos en
función de la situación. Nosotros, en lo sucesivo, para comunicarnos usaremos
un escondrijo: hay que colocarse en el decimosexto peldaño, contando desde
abajo, de la escalera de caracol del ala norte; ahí, a la altura del codo izquierdo,
hay una rendija en el entablado de la pared: es el sitio perfecto para dejar una
nota; ni desde el descansillo superior ni desde el inferior se puede apreciar lo
que hay en el escondrijo, ya lo he comprobado. Cuando salgas de aquí, ve a
agarrarte una buena curda, que no se te pase en tres días: dirás que te he
invitado por haber tratado de ponerme en contacto con Altagorn a través del
miralejos, aunque tú, claro, a quien viste fue a Enetor... Pero no te pases
actuando: los oficiales de la Compañía Blanca me parecen bastante perspicaces.
Ese mismo día, en el Poblado tuvo lugar el primer hecho violento: un
incendio premeditado. Se podría pensar que algún chiflado había prendido
fuego... No, no se lo creería nadie: no era la casa de un tipo que le había puesto
los cuernos a un rival, no era el granero de un tabernero que se había negado a
fiarle una copa a un cliente, ni el henil de un vecino excesivamente pagado de sí
mismo... Habían incendiado el palomar de un herrero, taciturno y solitario,
llegado de Ribera Larga, y que conservaba, por eso mismo, ciertos hábitos
urbanos. El herrero se desvivía por sus palomas, por lo que ofreció un marco de
plata a quien le pusiera en la pista del incendiario. La policía local, formada por
dos constables (sargentos de la Compañía Blanca), también tomó cartas en el
asunto; conociendo las costumbres de los riberalarganos, no podía haber dudas:
si no se arrestaba a tiempo al culpable, en vez del incendio de un palomar
habría que investigar un asesinato con premeditación...
Aramir, mientras escuchaba toda aquella historia demencial, elevó
considerablemente su ceja izquierda: estaba profundamente asombrado. O,
para ser más exactos: estaba realmente asombrado. Una de dos: o el enemigo
había cometido su primer error grave, o, por el contrario, veía con claridad
meridiana cuáles eran las intenciones del príncipe. En todo caso, el juego había
comenzado; había comenzado antes de lo previsto, y de una forma diferente,
pero ya no había vuelta atrás.
CAPÍTULO 23

Montañas Sombrías, garganta de Hotont


12 de mayo de 3019

—Ahí tenéis vuestro Lunien. —El troll montañés dejó en el suelo el fardo con
el equipaje y señaló hacia el frente, al fondo del desfiladero, donde se
acumulaban las gruesas columnas de un humo levemente verdoso que
producían las retorcidas ramas del chaparro—. Por aquí ya no podemos seguir.
Pero por esta zona hay muchos senderos, no os podéis perder. En cosa de una
hora, os topáis con un arroyo; un poco más abajo hay un vado. Al verlo, parece
tremendo, pero se cruza bien... Lo importante es echarle narices, y no apartarse
del bajío. Ahí la corriente se aguanta bien. Ahora cada uno que coja lo suyo. ¡Y
adelante!
—Gracias, Matun. —Haladdin estrechó con fuerza la mano del guía, ancha
como una pala. Por su constitución y por sus hábitos, el troll parecía un oso: un
bonachón goloso y flemático capaz de convertirse, en un abrir y cerrar de ojos,
en una máquina de matar, terrible no tanto por su fuerza prodigiosa cuanto por
su agilidad y astucia. Su nariz de patata, la escobilla desaliñada de su barba
pelirroja y la expresión de su rostro, propia de un campesino a quien un
prestidigitador de feria acaba de sacarle una moneda de oro de detrás de la
oreja, ocultaban, hasta que llegaba el momento oportuno, a un magnífico
guerrero, diestro e implacable. Mirándole, Haladdin se acordaba de una frase
que había oído por ahí: los mejores soldados del mundo surgen en pueblos
singularmente pacíficos y hogareños; es el caso de esos campesinos que, al
regresar tras una dura jornada, se encuentran con que donde antes estaba su
casa hay un montón de cenizas en el que asoman unos huesos calcinados.
Volvió a recorrer con la mirada los macizos nevados de las Montañas
Sombrías que se alzaban frente a ellos; ni siquiera Tserleg había llevado nunca a
sus hombres por aquellos circos de origen glaciar, por aquellas paredes
verticales, con tramos cubiertos de musgo, nada fiables, o por aquellas
inmensas e intransitables extensiones de rododendro.
—De vuelta a la base, si tienes ocasión, recuérdale a Ivar que nos espere en
julio en este mismo sitio.
—Tranquilo, chaval: el jefe nunca se olvida de nada. Si habéis quedado en
eso, no nos movemos de aquí en todo el final de julio.
—Estoy seguro. Pero si no hemos vuelto para el primero de agosto, podéis
echar un trago en nuestra memoria.
Como despedida, Matun le dio a Tserleg tal manotazo en la espalda que por
poco no le tumba: «¡Cuídate, explorador!». En esos días, había hecho muy
buenas migas con el orocueno, parecían amigos de toda la vida. A Tangorn, en
cambio, no le dedicó siquiera un mal gesto de despedida; estaba en su derecho,
si de él dependiera, ese pietroriano estirado... Bueno, los jefes sabrían lo que se
hacían. Él había combatido desde los primeros días de la ocupación en la
brigada de Ivar el Tamborilero, y sabía muy bien que no conviene permanecer
más de tres días en el punto de reunión aguardando el regreso de una partida
de exploradores, y ahora resulta que con éstos... ¡una semana! Es una misión de
especial importancia, ¿entendido? Así que el pietroriano estirado no debía estar
ahí sólo de adorno...
«Sí», pensaba mientras tanto Haladdin, pendiente de la cadencia,
acompasada al ritmo de la marcha, de la carga oscilante en la espalda del barón,
que caminaba delante de él, «ahora todo depende de Tangorn: esperemos que
sea capaz de ocultarnos de la vista de los suyos en Lunien, como nosotros le
hemos ocultado estos últimos días. Que sea amigo personal del príncipe Aramir
está muy bien, qué duda cabe, pero habrá que ver si ese príncipe es tan
admirable como dice... Además, bien pudiera ser que el propio Aramir, dado su
actual estatus, no pase de ser un elemento decorativo en el sistema de gobierno
de Altagorn. Y el barón tiene unas relaciones muy peculiares con los poderes de
Torre Vigía; en el Reino Unido le han podido declarar proscrito diez veces ya...
En definitiva, que nos pueden colgar perfectamente a los tres juntos, ya sea de
una rama cercana (en cuanto nos topemos con la primera patrulla pietroriana),
ya sea de los muros de Colinas del Agua; y lo más gracioso es que en el bosque
al barón le ahorcarían para hacernos compañía y en el fuerte a nosotros para
hacérsela a él. Sí, una empresa grandiosa y una compañía magnífica...»
Muy probablemente, unos pensamientos no menos sombríos debieron de
adueñarse del barón diez días atrás, cuando se convenció de que el camino a
Lunien que atraviesa el paso de Hechicería y la garganta de Paso de la Araña
estaría totalmente bloqueado por la presencia de puestos élficos, lo que
significaba que habría que recurrir a la ayuda de los guerrilleros de las
Montañas Sombrías. Lo peor sería tropezar con una de aquellas patrullas
independientes que no reconocían a ningún poder y no pensaban en nada que
no fuera la venganza: de poco serviría ahí apelar a la misión, y el trato que
aquellos guerrilleros dispensaban a sus prisioneros no era menos cruel que el
de sus enemigos... Por suerte, Tserleg, basándose en informaciones de Sharia-
Rana, fue capaz de dar en el desfiladero de Sharateg con la base de una
agrupación perfectamente disciplinada, sometida al mando unificado de las
fuerzas de la Resistencia. La unidad estaba dirigida por un militar profesional,
un veterano manco del Ejército del Norte, el teniente Ivar. Oriundo de aquella
región, había hecho del desfiladero un distrito seguro, totalmente inexpugnable:
a pesar de los pesares, Ivar había provisto los puestos de observación con un
sistema admirable de comunicación sonora, que le había hecho acreedor al
apelativo de El Tamborilero.
El teniente había sopesado impávido el anillo del espectro que le había
mostrado Haladdin, y, tras asentir con la cabeza, se había limitado a plantear
una pregunta: ¿cómo podría contribuir él a que el señor oficial médico
consiguiera sus objetivos? ¿Guiando su grupo de reconocimiento hasta Lunien?
Sin problemas. En su opinión, convenía ir por la garganta de Hotont: en esta
época del año se considera intransitable, por lo que apenas estaría vigilado por
la parte de Lunien. Por desgracia, su mejor guía, Matun, estaba en ese momento
ocupado. ¿Podían esperar dos o tres días? En ese caso, no habría ningún
problema: de paso, aprovecharían para reponer fuerzas y dormir; la ruta que les
esperaba era peliaguda... Y sólo cuando les restituyeron —a los tres— las armas
que les habían requisado en el puesto avanzado de la guerrilla, Tangorn le
devolvió al doctor el veneno que había cogido el día anterior en el botiquín de
Eloar: un obstáculo menos.
Haladdin nunca había tenido ocasión anteriormente de conocer esa parte del
país, y observaba con verdadero interés el modo de vida en el desfiladero de
Sharateg. Los trolls montañeses vivían modestamente, pero exhibían una
dignidad en verdad principesca; ya su hospitalidad rebasaba en ocasiones —a
los ojos de un forastero— cualquier límite razonable, y a Haladdin le hacía
sentirse profundamente incómodo. Ahora, por lo menos, sabía de dónde
procedía esa increíble atmósfera que se respiraba en Torreumbría, en casa de
Kumai, su compañero de estudios universitarios...
Los trolls siempre habían constituido grandes grupos familiares, y como en
una ladera empinada una casa para tres decenas de personas no puede
construirse más que de una manera —haciendo que crezca a lo alto—, sus
viviendas consistían en torres de piedra de gruesos muros, cuya altura
alcanzaba de veinte a treinta pies. El arte de la cantería, desarrollado en la
erección de tales fortalezas en miniatura, hizo que los emigrantes de las aldeas
trolls se convirtieran en los mejores constructores urbanos de Umbror. Otra de
las aficiones de los trolls era la metalurgia. En una primera etapa,
perfeccionaron la forja del hierro, abaratando las armas en este metal, con lo
que todo el mundo pudo disponer de ellas; más tarde, le llegó el turno a las
aleaciones de hierro y níquel (la mayor parte de los yacimientos locales de
hierro incluían ya aleaciones naturales), y a partir de ese momento sus espadas,
que colgaban del cinto de todos los hombres a partir de los doce años, se
convirtieron en las mejores de Midgard. No es sorprendente que los trolls jamás
hubieran reconocido a ningún poder superior, al margen de sus propios
ancianos: sólo a un maníaco se le ocurriría tomar al asalto una torre troll,
apostando medio destacamento de soldados junto a sus muros, con la
perspectiva de recolectar por todo impuesto (o diezmo eclesiástico) unas pocas
decenas de ovejas caquécticas.
Esto lo habían entendido perfectamente en Umbror, por lo que toda su
intervención aquí se limitaba a reclutar soldados, lo cual halagaba
considerablemente el amor propio de los montañeses. Es cierto que más tarde,
cuando su dedicación fundamental pasó a ser la extracción del mineral y la forja
de los metales, esta mercancía se vio gravada con impuestos draconianos, pero
eso resultó una bendición divina: la indiferencia de los trolls hacia las riquezas
y el lujo se hizo proverbial, lo mismo que su tozudez. Esa situación originó una
famosa leyenda de Midgard, según la cual, los trolls que todo el mundo conoce
no constituyen más que la mitad de este pueblo. La otra mitad (a quienes en los
países de occidente llaman erróneamente «enanos», al confundirlos con otro
pueblo mítico de herreros subterráneos), se había vuelto, por el contrario,
avariciosa, y se pasaba toda la vida en galerías subterráneas secretas buscando
oro y piedras preciosas; éstos son tacaños, pendencieros y pérfidos; en una
palabra, son totalmente opuestos a los verdaderos trolls, los que viven en la
superficie. Sea como fuere, hay un hecho incuestionable: la sociedad troll ha
dado a Umbror un gran número de personalidades destacadas, desde jefes
militares y maestros armeros hasta científicos o ascetas, ¡pero ni un solo
representante mínimamente conocido del estamento comercial!
Cuando los aliados occidentales —en el marco de la «solución final al
problema de Umbror»— se apresuraron a «limpiar» las estribaciones de la
cordillera, expulsando a los trolls de sus desfiladeros y desplazándolos hacia las
Montañas Sombrías y las Montañas Cenicientas, pronto se dieron cuenta de que
combatir contra los montañeses era muy distinto que dedicarse a coleccionar
orejas cortadas en el oasis de Montes del Terror... En aquel tiempo, las aldeas
trolls se despoblaron drásticamente (la mayoría de los hombres cayó en la
campaña de Ciudad del Lago o en los Campos Cercados), si bien para mantener
la guerra en aquellos desfiladeros el número de combatientes, como tal, no
desempeñaba un papel relevante: los montañeses siempre tenían la posibilidad
de salir al encuentro del enemigo en los pasos más angostos, donde una decena
de bravos combatientes puede en ocasiones detener a un ejército entero,
mientras las catapultas situadas en lo alto van castigando sistemáticamente la
columna paralizada. Los trolls enterraron hasta tres veces, a base de avalanchas,
a fuerzas considerables que habían irrumpido en sus valles, y así consiguieron
desplazar nuevamente las acciones bélicas a las estribaciones de las montañas;
ahora, en esa zona los vastakos y los elfos ya no se atrevían de noche a asomar
la nariz fuera de los escasos puntos bien fortificados. Y, mientras tanto, a las
aldeas montañesas, convertidas en bases guerrilleras, afluían continuamente
gentes de la llanura: ya que el final parecía acercarse, mejor sería ir a su
encuentro con un arma en las manos y en buena compañía.
CAPÍTULO 24

Entre quienes habían aparecido por Sharateg en las últimas semanas había
una serie de personajes de lo más pintoresco. A uno de ellos —el maestro
Haddami— el doctor lo conoció en el estado mayor de Ivar, donde un opariano
menudo, con el rostro apergaminado y unos ojos infinitamente tristes, trabajaba
como escribano y de cuando en cuando proporcionaba al teniente ideas
interesantísimas en relación con las operaciones de inteligencia. El maestro era
uno de los mayores estafadores del país, y en el momento de la caída de
Torreumbría cumplía en la cárcel local una condena a cinco años por un fraude
de avales bancarios a gran escala. Haladdin no podía valorar los detalles
técnicos del fraude (no entendía ni jota de finanzas), pero teniendo en cuenta
que los negociantes estafados, directores de las tres casas comerciales más
antiguas de la capital, hicieron un esfuerzo titánico para tapar el asunto,
tratando de evitar que acabara en los tribunales y se hiciera público, sin duda
estaba bien concebido. Es fácil adivinar qué perspectivas de trabajo podía haber
en ese campo (el de las grandes maquinaciones financieras) en una ciudad
arrasada, por lo que Haddami recuperó su pequeño tesoro, enterrado
previamente, y se dirigió al sur, con la esperanza de llegar a la patria de sus
antepasados, pero los reveses del destino, tan frecuentes en tiempos de guerra,
no le condujeron al ansiado Opar, sino a la guerrilla de Sharateg.
El maestro era un verdadero pozo de los más variados talentos, y como
echaba de menos el trato con «personas inteligentes», se los mostraba gustoso a
Haladdin. Era capaz, por ejemplo, de imitar con una exactitud increíble la
escritura de otras personas, lo cual, como es de suponer, resultaba muy valioso
en su profesión. Pero no estamos hablando de una primitiva reproducción de
las firmas ajenas, ¡en absoluto! En cuanto se familiarizó con unas cuantas
páginas escritas por el doctor, Haddami compuso en su nombre un texto
coherente, con el resultado de que, al verlo, Haladdin pensó en un primer
momento: «Si esto lo he escrito yo; ahora mismo no recuerdo cuándo ni dónde,
pero éste se ha encontrado un papel mío y está tratando de tomarme el pelo...».
Todo era mucho más sencillo, y al mismo tiempo mucho más complicado.
Efectivamente, Haddami era un grafólogo genial: a partir de las peculiaridades
del trazo y el estilo de un escrito, establecía un retrato psicológico de su autor,
absolutamente fidedigno, y a partir de ahí se identificaba de hecho con él, de
modo que los textos que escribía en nombre de otras personas eran, en cierto
sentido, auténticos. Y cuando el maestro le expuso al doctor todo lo que había
descubierto de su mundo interior, basándose en unos cuantos párrafos escritos
por él, éste sintió una mezcla de turbación y terror: eso sí que era magia, pero
magia negra. Por un momento, Haladdin tuvo una tentación diabólica:
mostrarle al maestro alguna nota de Tangorn, si bien era perfectamente
consciente de que eso sería una bajeza de mayor calibre que la de fisgar
directamente en un diario personal ajeno. Nadie tiene derecho a saber de los
otros más de lo que deseen revelar, y tanto la amistad como el amor se
extinguirán cuando la gente pierda el derecho a mantener sus secretos.
Pero entonces se le ocurrió una idea sorprendente: someter al examen pericial
de Haddami la carta de Eloar, hallada entre las pertenencias del elfo muerto. El
contenido de la carta ya lo había analizado a fondo con el barón cuando estaban
en Houtín-Hotgor, con la esperanza de encontrar en ella alguna pista de cómo
introducirse en Onirien, pero no habían sacado nada en limpio. Ahora
Haladdin, sin saber muy bien por qué, deseaba aprovechar la ocasión para
conocer el retrato psicológico del elfo.
Los resultados le dejaron totalmente desconcertado. Haddami trazó, a partir
de las delicadas volutas de aquella escritura rúnica, el retrato de un individuo
extremadamente noble y amable, aunque excesivamente soñador y tan abierto
que resultaba indefenso. Haladdin puso reparos, pero el grafólogo se reafirmó
en sus conclusiones: analizó igualmente otros escritos de Eloar, como sus notas
topográficas y administrativas, con idénticos resultados; no había error posible.
—¡En ese caso, maestro, todas sus fantasías no valen un pimiento! —
Haladdin estaba fuera de sí, y le contó al experto, que se había quedado
boquiabierto, lo que había encontrado en Teshlog, sin ahorrarle detalles
médicos.
—Escúcheme, doctor —dijo tras un rato de silencio un Haddami que parecía
incluso haber menguado—; a pesar de todo, insisto en que el de Teshlog no era
él...
—¿Cómo que «no era él»? ¡Puede que no violara él personalmente a una niña
de ocho años antes de degollarla, pero lo hizo gente que seguía órdenes suyas!
—¡No, no, Haladdin, no me refería a eso, en absoluto! Entiéndalo: se trata de
un profundo desdoblamiento de la personalidad, de una hondura impensable
para nosotros, los hombres. Imagínese que a usted le hubiera tocado participar,
porque así había surgido, en algo parecido a lo de Teshlog. Usted tiene una
madre, por la que siente un inmenso cariño, y con los elfos la cosa no puede ser
muy diferente: los niños no abundan, y cada miembro de la sociedad tiene
realmente un valor incalculable... En esa situación, seguro que usted haría todo
lo posible para evitar que ella tuviera noticias de esa atrocidad, pero, teniendo
en cuenta la perspicacia de los elfos, la cosa no se solucionaría con una mentira,
o guardando silencio sin más: tendría usted que convertirse verdaderamente en
otra persona. Dos personalidades completamente diferentes en un mismo
individuo, una «para consumo interno», y otra «para consumo externo», por así
decir... ¿Me comprende usted?
—La verdad, no del todo... Desdoblamiento de la personalidad... Eso no es de
mi campo.
Curiosamente, parece que fue precisamente esa conversación lo que empujó a
Haladdin a tomar una decisión acerca de su misión principal, la que constituía
el centro de todas sus preocupaciones, y esa decisión le asustó por su
primitivismo. La había tenido siempre a la vista, y ahora le daba la impresión
de que durante todos esos días se había estado esforzando por apartar la
mirada, haciendo como que no la veía... Aquella noche, el doctor regresó tarde a
la torre donde se alojaban. Los dueños de la casa ya se habían acostado, pero
aún ardía el fuego en el hogar, y él se quedó allí sentado, completamente
inmóvil, con la mirada fija en las brasas anaranjadas. Ni siquiera se dio cuenta
de que Tangorn estaba allí, a su lado:
—Escuche, Haladdin, tiene usted muy mal aspecto. ¿Le apetece beber algo?
—Sí, ¿por qué no...?
El aguardiente de la tierra quemaba en la boca y luego producía un calambre
que se difundía lentamente por todo el espinazo. Haladdin se enjugó las
lágrimas que le asomaban y buscó con la mirada un sitio donde escupir los
restos de aquel matarratas. No es que le hubiera aliviado, pero al menos le
causó cierta indiferencia. Mientras tanto, Tangorn se había cogido otro taburete
por ahí, en la oscuridad.
—¿Un poco más?
—No, gracias.
—¿Ha pasado algo?
—Sí, he descubierto la forma de dejarles a los elfos nuestro regalito.
—¿Y bien?
—Bueno, estoy dándole vueltas a lo de siempre: si el fin justifica o no los
medios.
—Hum... A veces sí, y a veces no... Depende de las circunstancias...
—Ahí está la cuestión; un matemático diría: «A primera vista, es un problema
sin solución». Y el Único, en su inefable sabiduría, en lugar de darnos unas
instrucciones precisas, decidió proveernos de un instrumento tan caprichoso e
inseguro como la conciencia.
—¿Y ahora qué le dice su conciencia, doctor? —Tangorn le miraba con una
curiosidad un tanto burlona.
—La conciencia no es nada ambigua; dice: no puedes. Pero el deber responde:
tienes que hacerlo. Así están las cosas... Se vive muy bien siguiendo la divisa
caballeresca: «Haz lo que debas, y que pase lo que tenga que pasar», ¿no es
cierto, barón? Sobre todo, si el Confidente ya te ha soplado al oído qué es lo que
tienes que hacer exactamente...
—Me temo que en este caso nadie le puede ayudar a tomar la decisión.
—Ni a mí me hace falta que me ayude nadie. Más aún —Haladdin, encogido
de frío, se volvió y acercó la mano a los restos del fuego—, querría librarle de
cualquier compromiso relativo a la participación en nuestra misión. Incluso si
venciéramos, siguiendo mi plan, puede estar seguro de que no será una victoria
como para sentirse orgulloso de ella.
—¿Cómo puede decir eso? —Tangor se quedó de piedra, y su mirada
adquirió de repente el peso de un alud—. ¿O sea, que su proyecto tiene tales
virtudes que es más deshonroso participar en él que dejar en la estacada a un
amigo, que es lo que le he considerado hasta ahora? Agradezco su inquietud
por la limpieza de mi conciencia, doctor, pero, ¿no podría permitirme, pese a
todo, que tomara yo mis propias decisiones?
—Como quiera. —Haladdin se encogió de hombros, escéptico—. Puede
escuchar primero mis reflexiones... y luego renunciar. Se trata de una
combinación bastante compleja, y hay que remontarse muy atrás... ¿Cuál es, a
su juicio, la naturaleza de las relaciones que vinculan a Altagorn con los elfos?
—¿Las relaciones de Altagorn con los elfos? ¿Quiere decir... ahora, después
de que ellos le hayan instalado en el trono de Pietror?
—Evidentemente. Creo haberle oído decir que no conoce usted mal la
mitología oriental: ¿recuerda usted, entre otras, la historia de la cadena de los
enanos?
—Confieso que no la recuerdo...
—Caramba... Es una historia muy instructiva. Hace mucho, mucho tiempo,
los dioses trataban de aplacar a Hahti, un demonio hambriento venido del
Infierno, capaz de devorar el mundo entero. Por dos veces le colocaron sendas
cadenas fabricadas por el Herrero divino: primero, de acero, después, de
platagrís; pero las dos veces Hahti rompió la cadena como si se tratara de una
simple telaraña. A los dioses les quedaba una tercera y última oportunidad;
tuvieron que rebajarse hasta el punto de solicitar ayuda a los enanos. Éstos no
les fallaron, y construyeron una cadena realmente irrompible, hecha de pelos de
peces y de ruido de pasos de gatos.
—¿Pelos de peces y ruido de pasos de gatos?
—Pues sí. Nada de eso existe ya, precisamente porque todo cuanto había en
el mundo se empleó para fabricar la cadena. Aunque a mí me parece que
también debieron de usar otras cosas que tampoco se encuentran en nuestro
mundo: una de ellas podría ser, por ejemplo, la gratitud de los poderosos... Al
caso: ¿cómo cree usted que pagaron los dioses a los enanos por su servicio?
—Seguramente, acabando con ellos. ¿Qué otras posibilidades habría?
—¡Exactamente! O, mejor dicho, quisieron acabar con ellos, porque los
enanos tampoco se chupan el dedo... Pero ésa es otra historia. En fin, volviendo
a Altagorn y los elfos...
El relato de Haladdin fue largo y detallado; ni él mismo creía ya en la solidez
de sus razonamientos. Después se hizo el silencio, roto tan sólo por los aullidos
del viento fuera de los muros de la torre.
—Es usted un hombre terrible, Haladdin. Quién lo iba a pensar... —dijo
Tangorn pensativo; miraba al doctor con renovado interés, y puede que con
respeto—. La misión que hemos emprendido no es un juego de niños, pero si de
verdad estamos condenados a actuar de ese modo para vencer, tal y como lo ha
pensado usted... Quiero decir que no creo que me entren muchas ganas de
recordar juntos esta historia, delante de una copa de buen vino.
—Si estamos condenados a actuar de ese modo para vencer —Haladdin
repitió sus palabras como si fuera el eco—, no creo que me queden muchas
ganas de ver mi imagen reflejada en el espejo. —Y añadió para sus adentros: «Y
en ningún caso me atreveré a mirar a los ojos a Sonia».
—De todos modos —sonrió el barón—, me permito traerle de vuelta a la
tierra pecadora: estas conversaciones recuerdan demasiado al reparto de un
tesoro que aún no ha sido encontrado. Primero hay que vencer en el combate, y
luego ya habrá tiempo para entregarse a las tribulaciones... De momento, hemos
visto la luz al final del túnel, eso es todo. No creo que nuestras probabilidades
de seguir con vida pasen de una entre cinco, así que esto no deja de ser juego
limpio, en cierto sentido.
—¿Nuestras probabilidades? ¿O sea, que podemos seguir contando con
usted, a pesar de todo?
—¿Y adónde iba a ir yo...? ¿No se habrá creído en serio que pueden
arreglárselas sin mí? ¿Cómo pensaba, por ejemplo, contactar con Aramir? Y sin
su intervención, aunque sea pasiva, todos sus planes terminarían antes de haber
empezado. Muy bien... Ahora escuche: en mi opinión, el cebo que ha preparado
no lo puede lanzar en cualquier parte, sino justamente en Opar. Yo me ocuparé
de esa parte del trabajo; allí, Tserleg y usted serían un estorbo para mí. Vamos a
acostarnos, mañana ya pensaré en los detalles.
Al día siguiente, sin embargo, se plantearon otros problemas: se presentó por
fin Matun, el guía largamente esperado, y se lanzaron a la conquista de Hotont.
Empezaba la segunda semana de mayo, pero el desfiladero aún estaba cerrado.
En tres ocasiones, el grupo tuvo que soportar las ventiscas, de la que les
salvaron sus sacos de dormir, hechos de piel de carnero de las nieves; una vez,
tras aguantar día y medio dentro de una especie de iglú —construido por
Matun con bloques de nieve apelmazada cortados a toda prisa—, casi no
pudieron después salir al exterior. En el recuerdo de Haladdin, toda aquella
marcha constituía una pesadilla espesa y pegajosa. La privación de oxígeno tejió
a su alrededor una cortina de minúsculas campanillas de cristal: cada vez que
realizaba el menor movimiento, le entraban unas ganas terribles de tumbarse en
la nieve a escuchar plácidamente su sonido adormecedor (al parecer, no
mienten quienes dicen que la muerte por congelación es la más dulce que
existe...). De aquel estado de semiinconsciencia tan sólo había retenido un
episodio: aproximadamente a media milla de distancia, surgió de no se sabe
dónde una enorme figura peluda, que no era exactamente un mono, pero
tampoco era un oso alzado sobre sus patas traseras; aquel ser se movía con
cierta torpeza, pero a una velocidad asombrosa, y, sin prestarles ninguna
atención, se perdió sin dejar ni rastro en los canchales del fondo de la quebrada.
Fue ésa la primera ocasión en que Haladdin vio a un troll asustado, nunca antes
había pensado siquiera que eso fuera posible.
—¿Quién era ése, Matun?
Pero éste se limitó a hacer un gesto con la mano, como ahuyentando al
Maligno; parece que ya se ha ido, más vale así... El caso es que ahora ya
avanzaban por un sendero trillado entre los frondosos robles de Lunien,
disfrutando del canto de los pajarillos, mientras Matun regresaba en solitario,
atravesando aquellos peligrosos canchales y los extensos neveros.
Ese mismo día, al atardecer, salieron a un calvero donde una decena de
campesinos estaba erigiendo una empalizada alrededor de un par de casas aún
sin terminar. Al verles aparecer, echaron mano de inmediato a sus arcos,
mientras el responsable del grupo, en un tono muy serio, ordenaba a los recién
llegados que depositaran sus armas en el suelo y se acercaran despacio y con las
manos en alto. Tangorn, al llegar a su altura, les comunicó que se dirigían a ver
al príncipe Aramir. Los aldeanos se miraron intrigados: ¿de dónde habrá salido
éste?, ¿vendrá de la luna o se habrá caído de un guindo? El barón, mientras
tanto, escrutaba a uno de los constructores, uno que estaba encima de un árbol
talado, colocando un cabrio, hasta que finalmente prorrumpió en carcajadas:
—¡Vaya, vaya, sargento...! Así recibes a tu jefe...
—¡Muchachos! —gritó el constructor, que estuvo a punto de caerse desde lo
alto—. ¡Que me saquen un ojo si no es éste el teniente Tangorn! Disculpe, señor
barón, no le habíamos reconocido: su aspecto... vaya... Bueno, ahora puede
contar con casi todos los nuestros, así que a la Compañía Blanca ésa... —Y, lleno
de entusiasmo, se despachó a gusto con un gesto obsceno dedicado a Colinas
del Agua, oculto detrás de los bosques.
CAPÍTULO 25

Lunien, alquería de la colonia del Mirlo


14 de mayo de 3019

—... Así que vas y se lo sueltas a la cara a los de Colinas del Agua: aquí están
los arqueros libres de la colonia del Mirlo...
—¿Y qué querías que hiciera? ¿Esperar a que el Fuego Eterno se congele?
Tanto al príncipe como a la muchacha sólo les dejan salir del fuerte escoltados
por las tropas de la Compañía Blanca, y no es fácil ponerse a hablar en su
presencia...
La mecha del platillo de aceite, situada en el borde de una tosca mesa de
tablones, lanzaba reflejos cambiantes sobre el rostro del hombre que hablaba,
moreno y vivaz, algo agitanado: el típico aspecto de bandolero mashtang de las
sendas de caravanas al sur del Río Largo; no era de extrañar que en tiempos ese
individuo se hubiera sentido como pez en el agua, tanto en los caravasares de
Jand, entre conductores de baktrianes, contrabandistas y derviches piojosos y
vocingleros, como en las tabernas portuarias de Opar, entre toda clase de
sujetos de dudosísima reputación. Muchos años atrás, había sido precisamente
él, el barón Grager, quien se había encargado de instruir a Tangorn, un pardillo
recién llegado del norte del Río Largo, no sólo en los rudimentos del arte del
espionaje, sino también —lo que seguramente era más importante— en los
innumerables «enredos» del sur, sin cuyo conocimiento detallado nunca dejaría
de ser un chekako, objeto permanente de las pullas tan zalameras como
venenosas de cualquier meridional, desde el chavalillo callejero hasta el
cortesano.
El habitante de la colonia del Mirlo llevó la mano, inquisitivo, hacia la jarra
de vino, pero se encontró con el gesto negativo de Tangorn, casi imperceptible,
y prefirió retirarla: los abrazos y las emociones con ocasión del reencuentro ya
habían quedado atrás; ahora había que trabajar.
—¿Tardasteis mucho en establecer el contacto?
—Dejamos pasar nueve días, lo suficiente para que los otros se olvidaran de
aquel estúpido incidente. Ese día, precisamente, la joven había salido de caza, es
algo que hace habitualmente; vio a un zagal con su rebaño en un calvero
apartado y, con mucho tacto, se separó de sus acompañantes, unos diez
minutos, no más...
—Así que un zagal... Seguro que le ofreció una moneda de oro, acompañada
de una nota...
—Te equivocas. Ella le sacó una astillita del talón y le contó que una vez, de
pequeña, su hermano y ella habían defendido su manada de caballos de los
lobos esteparios... Dime, ¿es verdad que allí, en el norte, todo el mundo se las
arregla solo?
—Sí. Allí, hasta los príncipes pastorean caballos y las princesas ayudan en la
cocina. Bueno, ¿qué pasó con el zagal?
—Ella sencillamente le pidió ayuda, pero con la condición de que no se
enterara absolutamente nadie. Y puedes estar seguro de que aquel muchacho,
de haber ocurrido algo, se habría dejado cortar en pedazos antes que abrir la
boca... En conclusión, el zagal encontró la alquería de la colonia del Mirlo y
transmitió el mensaje de que el viernes siguiente, en la taberna El Ciervo Rojo,
el capitán Eregond estaría esperando a un individuo con una cogorza
monumental, el cual le daría un golpe en el pecho y le preguntaría si no había
sido él quien había mandado a los arqueros de Morthond en los Campos
Cercados...
—¿Cómo? ¿Eregond?
—Imagínate. Sí, nosotros nos quedamos en ese momento tan sorprendidos
como tú ahora. Pero estarás de acuerdo en que la gente de Altagorn,
lógicamente, habría usado como cebo a alguien menos notorio. Así que el
príncipe había actuado bien...
—¡Pero aquí os habéis vuelto todos locos! —Tangorn extendió los brazos,
asombrado—. ¿Cómo se puede confiar en alguien que primero mata a su señor
y luego, al cabo de un mes, traiciona a sus nuevos amos?
—Nada de eso. En primer lugar, él no intervino en la muerte de Enetor; eso
ya ha quedado totalmente aclarado...
—Perdona, pero, ¿cómo se ha demostrado eso? ¿Mirando en los posos del
café?
—Mirando, no en los posos del café, sino en el miralejos. En resumidas
cuentas, ahora Aramir confía plenamente en él, y el príncipe, como sabes,
conoce bien a la gente y no es ningún incauto que se traga cualquier cosa...
Tangorn le dio la razón y silbó sorprendido:
—Para, para... ¿No me estarás diciendo que el miralejos de Enetor se
encuentra en Colinas del Agua?
—Pues sí. En Torre Vigía llegaron a la conclusión de que el cristal se había
«atascado»: lo único que mostraba era la visión del rey asesinado; así que
cuando Aramir quiso llevárselo, «de recuerdo», los otros incluso se alegraron.
—Vaya, vaya...
El barón, inconscientemente, miró hacia la puerta del cuarto vecino, donde
Haladdin y Tserleg se preparaban para pasar la noche. La situación cambiaba
drásticamente; pensó por un instante que, en los últimos días, la suerte les
acompañaba de una manera indecente... «Ay, eso no puede traer nada bueno...»
Grager, siguiéndole la mirada, hizo un gesto en dirección al tabique:
—Esos dos... ¿es cierto que buscan a Aramir?
—Sí. Son de toda confianza; nuestros intereses y los suyos, al menos en este
momento, coinciden plenamente.
—Ya veo... ¿Es una misión diplomática?
—Algo así. Perdona, pero he dado mi palabra...
El jefe de los lunienses estuvo sopesando algo por unos momentos, y luego
rezongó:
—Muy bien, tú sabrás cómo te las apañas con ellos; yo ya tengo suficientes
quebraderos de cabeza. De momento, les esconderé en una base más alejada, en
el arroyo de la Nutria, no vayan a meterse en algún lío. Luego, ya se verá.
—Por cierto, ¿cómo es que de todas las bases has «destapado» precisamente
la de la colonia del Mirlo?
—Porque no es posible llegar hasta aquí sin llamar la atención, así que en el
peor de los casos siempre podríamos escapar. Además, aquí no vive gente: más
que una base, es un puesto de observación.
—¿De cuántos hombres disponemos?
—Cincuenta y dos, incluyéndote a ti.
—¿Y ellos?
—Cuarenta.
—Ya veo: con nuestras fuerzas no es posible tomar el fuerte...
—Ni pensarlo —confirmó Grager—. Podrían acabar con el príncipe, llegado
el caso. Además, Aramir ha dejado muy claro que su liberación debe ser
totalmente incruenta, para que nadie pueda acusarle de romper el vínculo de
vasallaje... No, tenemos otro plan: estamos preparando su fuga de Colinas del
Agua, y cuando el príncipe de Lunien esté bajo nuestro amparo, podremos
conversar con los Blancos en otro tono: «¿Qué tal si os largáis de aquí, tíos?».
—¿Y qué? ¿Habéis elaborado ya los detalles del plan?
—La duda ofende, ¡todo está ya casi resuelto! Mira, el principal problema era
Eohwyn: a ellos sólo les dejan salir de Colinas del Agua por separado, pero el
príncipe, evidentemente, nunca escaparía sin ella. Así que tuvimos que resolver
un acertijo: el príncipe y la princesa tenían que estar, en primer lugar, juntos, en
segundo lugar, sin vigilancia directa, y en tercer lugar, fuera de las edificaciones
del fuerte.
—Hum... Lo primero que se me viene a la cabeza son sus aposentos, pero
evidentemente ahí no se cumple la tercera condición...
—Has fallado por poco: los baños.
—¡Bien pensado! —se echó a reír Tangorn—. ¿Excavando?
—Por supuesto. Los baños quedan dentro de la empalizada, pero retirados
del edificio central. Estamos excavando desde un molino cercano, son casi
doscientas yardas en línea recta, lo cual no es poco. Ya sabes que, cuando se
excava, el principal problema es siempre el de cómo deshacerse de la tierra
extraída: precisamente, desde el molino podemos ir trasladándola en sacos,
embadurnados en harina; parece totalmente natural. Lo más peliagudo habría
podido ser que los vigilantes del fuerte se hubieran dedicado, por puro
aburrimiento, a contar los sacos, y que hubieran visto que se sacaba mucha más
harina del grano que se traía... Por eso hemos tenido que cavar sin emplearnos a
fondo, a la chita callando, pero parece que esta semana, a pesar de todo,
acabaremos.
—¿Y la Compañía Blanca no sospecha nada?
—Eregond jura que no. También es verdad que los otros no le informan de
esas cosas, pero si hubiera habido señales de alarma, las habría detectado.
—¿Y ellos cuentan con una red de agentes en el Poblado y en las alquerías?
—En el Poblado, sin duda, pero en las alquerías no es probable. Date cuenta
de que tienen serios problemas para contactar con sus agentes en el exterior del
fuerte. Los lugareños evitan el trato con la Compañía Blanca (corren todo tipo
de rumores sobre esos tipos, se dice incluso que son muertos resucitados), lo
cual a nosotros nos viene de maravilla: cualquier contacto de un aldeano con
uno de los Blancos salta en seguida a la vista. Ahora, naturalmente, han
espabilado, y llevan a cabo contactos anónimos, utilizando escondrijos, pero al
principio, sólo por eso, dejaron en evidencia a todos sus agentes.
—¿El tabernero del Poblado trabaja para ellos?
—Eso parece. Eso nos complica mucho la vida.
—¿Y los comerciantes que van y vienen de Pietror con mercancías?
—Uno de ellos, sí. El otro es uno de mis hombres; yo tenía la esperanza de
que intentaran reclutarle, con lo que habríamos tenido acceso a su canal de
comunicaciones, pero de momento no han picado en el anzuelo.
—¿Así que por ahora te limitas a tenerlos estrechamente vigilados?
—No sólo. Desde que vi que ya era cuestión de días, decidí dejarles sin
comunicación con Torre Vigía, para que estuvieran entretenidos. Aunque es
poca cosa, les mantendrá alejados del molino y de nuestros caseríos.
—Por cierto, con respecto a las comunicaciones: ¿no hay nadie en el Poblado
que críe palomas?
—Había—Grager sonrió maliciosamente—, pero el palomar, ¡zas!, ardió.
Cosas que pasan...
—¿Y tú no te escondes? Porque ellos seguro que están rabiosos...
—¡Y tanto! Pero, como te digo, en cuestión de días veremos quién lleva la
delantera. Además, de la investigación del incendio del palomar se encargan
nada menos que dos sargentos, ¿te imaginas? Así que ahora sabemos con
exactitud quién dirige el contraespionaje en la Compañía Blanca... Fíjate —
prosiguió pensativo el antiguo agente secreto, sin apartar los ojos entrecerrados
de la lamparilla—, lo que de verdad me asusta es la facilidad con la que adivino
sus movimientos; me basta con ponerme en su lugar y preguntarme: ¿cómo
montaría yo mi propia red en un poblado como éste? Pero eso también significa
que ellos, en cuanto sepan de nuestra existencia, y eso lo tendrán que saber en
poco tiempo, podrán predecir mis pasos con la misma facilidad. Así que no
tenemos más remedio que jugar al ataque... ¡Oh, oh! —Levantó un dedo y lo
dejó quieto a la altura de la sien—. Parece que tenemos invitados. Por lo visto,
los chicos del fuerte se han arriesgado, pese a todo, a comunicarse directamente
con Torre Vigía... Llevaba ya tres días esperando esto.
El carro rodaba por el camino mientras la noche caía rápidamente, y el relente
nocturno se le colaba por el cuello y las mangas al conductor: el dueño del
colmado del Poblado. Casi había dejado ya atrás la barranca de la Lechuza, el
lugar más apartado y lúgubre de todo el trayecto entre el Poblado y Ciudastela,
cuando, saliendo desde detrás de unos espesos arbustos de avellano, cuatro
sombras se plantaron, en completo silencio, a ambos lados del camino. El
tendero conocía muy bien las reglas del juego, por lo que entregó sin rechistar a
los bandoleros una talega con una docena de monedas de plata, con las cuales
pretendía adquirir en Pietror jabón y especias para su tienda. Pero los otros no
mostraron especial interés por el dinero, y obligaron a su víctima a desnudarse:
eso ya no entraba en el juego, aunque el cuchillo que tenía en la garganta no le
animaba a ponerse a discutir. Pero el tendero sólo se asustó de verdad, hasta el
punto de que un sudor frío le empezó a correr a chorros, cuando el cabecilla,
tras hurgar con el cuchillo en la suela de sus botas, le tanteó despacio las ropas
y, exclamando satisfecho, deshizo parte de las costuras. Luego introdujo los
dedos por el descosido y, con mucha destreza, como si fuera un prestidigitador,
extrajo un pedazo cuadrado de seda finísima, en el que había unos signos
inscritos que apenas se distinguían en la oscuridad.
La verdad es que el comerciante no era ningún profesional y, al ver que los
bandoleros lanzaban prestamente una cuerda por encima de una rama próxima,
declaró que él era un hombre del rey. ¿Qué esperaba conseguir con eso? Los
asaltantes nocturnos se miraron perplejos: por su experiencia sabían que los
hombres del rey son tan mortales (si se les cuelga) como los demás. Y uno de
ellos, que había estado mientras tanto haciendo el nudo corredizo en el extremo
libre de la cuerda, comentó secamente que el espionaje no es una partida de
dardos de las que se echan por la noche en El Ciervo Rojo y en la que el
perdedor tiene que pagarse un par de cervezas.
—A decir verdad —siguió diciendo, mientras ajustaba concienzudamente el
«nudo de pirata» (permitiendo así que la víctima asistiera a todos aquellos
siniestros preparativos)—, a decir verdad, este tío ha tenido mucha suerte:
pocas veces, cuando se caza a un espía, se le deja morir de una forma tan rápida
y tan poco dolorosa, dentro de lo que cabe; por fortuna para él, se trata de un
simple enlace, y seguro que no sabe nada del resto de la organización...
En ese instante, el organismo del infeliz tendero expulsó de golpe todos los
productos, líquidos y sólidos, del metabolismo, y empezó, con gran frenesí, a
declarar todo lo que sabía, y el caso es que (tal y como suponían los hombres de
Grager) no era poco lo que sabía.
Los «bandoleros» se miraron satisfechos: habían interpretados sus papeles de
forma irreprochable. El responsable del grupo sacó un caballo de detrás de los
arbustos y, tras dar unas sencillas instrucciones a sus hombres, desapareció: en
la colonia del Mirlo se esperaba hacía tiempo el texto cifrado que acababan de
interceptar. Uno de los que allí se quedaron miró de arriba abajo, sin el menor
entusiasmo, al tembloroso prisionero, y con la punta de la bota le acercó su
ropa, que estaba tirada en la hierba:
—Ahí cerca, detrás de los árboles, hay un riachuelo. Ve a adecentarte un poco
y vístete. Luego vendrás con nosotros. Tú mismo eres consciente de lo que te
podría ocurrir si cayeras en manos de tus amigos de la Compañía Blanca.
El sistema de cifrado usado para escribir el mensaje resultó
sorprendentemente sencillo. Tras comprobar que, siendo como era un texto
relativamente breve, aparecía hasta siete veces la letra I, habitualmente
infrecuente, Tangorn y Grager se imaginaron en seguida que estaban ante un
caso de «sustitución directa» (el llamado «tarabar simple»), que consiste en que
cada letra es sustituida regularmente por otra a lo largo de todo el texto.
Normalmente, las cincuenta y ocho letras numeradas que constituyen las runas
modernas se desplazan en la magnitud convenida: por ejemplo, si el
desplazamiento es de diez posiciones, en vez de X (número 1) se escribirá Y
(número 11), y en vez de Q (número 55), A (número 7). Es un sistema de lo más
primitivo: en el sur, estos «sistemas de cifrado» (si es que se les puede llamar
así) se emplean, si acaso, para los mensajes amorosos clandestinos... Tras
adivinar, al segundo intento, que la magnitud de desplazamiento era catorce
(fecha de redacción del texto), Grager maldijo de forma ampulosa: por lo visto,
estaban tratando de colarles noticias falsas.
Y, sin embargo, no había noticias falsas en aquel mensaje. En absoluto... En él,
un capitán de la guardia secreta de Su Majestad el Rey, apodado el Guepardo,
informaba a su «colega Grager» de que en su partida parecían haber alcanzado
una posición de tablas. Grager, evidentemente, podía neutralizar la red del
Guepardo fuera de los muros de Colinas del Agua y obstaculizar seriamente
sus comunicaciones con Torre Vigía, pero con todo aquello no había avanzado
ni un paso hacia el cumplimiento de su misión principal. ¿No convendría que se
reunieran ellos dos para entablar conversaciones, ya fuera en Colinas del Agua
(con su seguridad garantizada) o en alguna de las alquerías, a elección del
barón?
CAPÍTULO 26

Lunien, Colinas del Agua


Noche del 14al 15 de mayo de 3019

—O sea, que según dices, la princesa Elendeil nunca ha existido, sino que
sencillamente se la inventó ese Alrufin... —Eohwyn estaba tirada en el sillón,
con las piernas recogidas tapándole el cuerpo, con los finos dedos entrelazados
sobre las rodillas y fingiendo un mohín de enojo. El príncipe sonreía y, sentado
en el brazo del sillón, la rozó con los labios para que quitara aquella mueca
encantadora, pero no lo consiguió.
—No, Ari, espera un poco, hablo en serio. Ella entonces vivía, vivía de
verdad. Y cuando muere para salvar a su amado, me entran ganas de llorar,
como si hubiera perdido a una amiga verdadera... Mira, las sagas sobre los
antiguos héroes tampoco están mal, claro, pero no es lo mismo, qué va. Todos
esos Radianstela y esos Lunildur son, no sé, como estatuas de piedra,
¿entiendes? Ante ellos, haces una reverencia y ya está; en cambio, la princesa es
débil y cálida, a ella la puedes querer... ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Tienes mucha razón en lo que dices, ojos verdes. Me parece que Alrufin
estaría encantado de oír tus discursos.
—Elendeil debería haber vivido al comienzo de la Tercera Era. Nadie, salvo
algunos cronistas, recuerda el nombre de esos viejos konungar que gobernaban
entonces las llanuras de Marca; así que, ¿quién es más real?, ¿ellos o esa joven?
Según eso, el poder de Alrufin (¡cuesta pronunciarlo!), ¿era superior al de los
mismísimos Dioses?
—En cierto sentido, sí.
—Sabes, de pronto se me ha ocurrido... Imagínate que alguien, igual de
poderoso que Alrufin, escribiera un libro sobre nosotros... Porque eso podría
suceder, ¿verdad? Entonces, ¿cuál de las dos Eohwyn sería más real?, ¿yo o la
otra?
—Eso me recuerda —sonrió Aramir— que hace un rato me pediste que te
explicara, «de manera que lo entienda una simple aldeana», qué es la filosofía.
Pues mira: estas reflexiones tuyas son, justamente, filosofía, aunque hay que
reconocer que bastante ingenua. Entiéndelo: sobre estas mismas cuestiones han
meditado antes que tú muchísimas personas, y no todas las respuestas que han
dado, ni mucho menos, son más que necedades a las que no merece la pena
prestar atención. Mira, por ejemplo... Sí, sí, ¡adelante! —respondió Aramir al oír
la llamada a la puerta y, desconcertado, miró de reojo a Eohwyn: de noche, en
palacio, ¿quién diablos podía ser?
La persona que entró vestía el negro uniforme de gala de sargento de la
Guardia Pietroriana de la ciudadela (al príncipe siempre le intrigó ese hecho: la
Compañía Blanca usaba uniformes negros) y, nada más verlo, a Aramir, por la
razón que fuera, se le encogió el estómago, era como si le hubieran pinchado en
alguna parte... Ya iba a mandarle a Eohwyn que saliera, pero el recién llegado le
pidió suavemente que se quedara: lo que iban a tratar le afectaba directamente a
Su Alteza.
—Ante todo, permitidme que me presente, príncipe, aunque sea con cierto
retraso. Mi nombre es lo de menos, pero podéis llamarme Guepardo. En
realidad no soy sargento, sino capitán de la guardia secreta, aquí está mi
identificación, y dirijo el contraespionaje en esta zona. Hace algunos minutos he
arrestado al comandante de Colinas del Agua, acusado de conspiración y alta
traición. No obstante, no puede excluirse que Eregond se haya limitado a
cumplir órdenes vuestras, sin ser él personalmente consciente del sentido que
tenían, en cuyo caso su falta no sería tan grave. En definitiva, de eso es de lo
que quería tratar en este momento.
—¿No podría ser más claro, capitán? —El rostro de Aramir permanecía
totalmente inalterable, y fue capaz de aguantarle, sin pestañear, la mirada al
Guepardo, quien, como ocurría con todos los oficiales de la Compañía Blanca,
tenía una mirada aterradora. No obstante, salvo por la mirada, el rostro del
capitán era sumamente agradable: varonil y al mismo tiempo algo triste.
—Tengo la certeza, príncipe, de que no habéis entendido correctamente el
sentido de mis obligaciones. Tengo el deber de preservar vuestra vida al precio
que sea; repito: al que sea. No porque me resultéis simpático, sino porque ésa es
la orden de mi rey: si os ocurriera alguna desgracia, surgirían rumores que
culparían inequívocamente a Su Majestad. ¿Y por qué habría él de pagar por
otros? Eso por una parte. Y, por otra, estoy obligado a prevenir cualquier
posible intento de empujaros a que rompáis los vínculos de vasallaje que habéis
contraído. Imaginaos que algunos insensatos atacaran el fuerte y os «liberaran»
para convertiros en símbolo de la Restauración. Si pereciera en esa acción
alguno de los hombres del rey, cosa muy probable, Su Majestad, por mucho que
quisiera, no podría cerrar los ojos ante lo sucedido. El ejército real ocuparía
Lunien, y eso desataría una sangrienta guerra civil en el Reino Unido.
Considerad, pues, que estoy aquí para protegeros de cualquier posible
estupidez.
Curiosamente, en el discurso del Guepardo (¿en la entonación?; no, más bien
en la estructura de las frases) había algo que despertó nuevamente en Aramir la
sensación de que estaba conversando con Altagorn.
—Aprecio mucho vuestro trabajo, capitán, pero no entiendo qué relación
guarda todo esto con el arresto de Eregond.
—Debéis saber que hace algún tiempo se entrevistó en El Ciervo Rojo con un
hombre alto y enjuto, cuya sien izquierda está atravesada por una larga cicatriz,
y que tiene un hombro mucho más alto que el otro. ¿No sabréis de quién os
hablo, por casualidad? Su aspecto es difícil de olvidar...
—Confieso que no le recuerdo. —El príncipe sonrió, procurando, no sin
motivo, que la sonrisa no pareciera demasiado forzada—. Seguramente, lo más
sencillo seria preguntárselo al propio Eregond.
—Oh, Eregond va a tener que responder a un montón de preguntas. Pero
vuestra escasa memoria, príncipe, es bastante sorprendente. Entiendo que el
capitán Aramir, del regimiento de Lunien, pueda no recordar la cara de todos
sus soldados, pero si hablamos ya de oficiales y sargentos, se supone que
debería hacerlo... El aspecto, insisto, es impactante...
—¿Y a qué viene ahora el regimiento de Lunien?
—¿Cómo que a qué viene? Debéis saber que muchos de los que combatieron
en las filas de esa admirable unidad no regresaron a Pietror al concluir la
guerra. Lo más notable fue la falta total de oficiales y sargentos que hubieran
regresado: en total, sumaban medio centenar. Bien, parte de ellos debió de
fallecer, estábamos en guerra, ¡pero no todos...! ¿Qué pensáis, príncipe, adonde
pudieron dirigirse? ¿No estarán aquí, en Lunien?
—Es posible. —El príncipe se encogió de hombros, con indiferencia—. Pero
no tengo ni la menor idea de todo esto.
—Precisamente, príncipe, eso es lo que pasa: ¡que no tenéis ni idea! Fijaos
bien: sería perfectamente normal y natural que se hubieran quedado en Lunien,
lugar relacionado con su servicio y donde gobierna su amado capitán (pues en
el regimiento, en efecto, os veneraban; eso no es ningún secreto para nadie).
Pero, por alguna razón, ni uno solo de ellos se ha presentado oficialmente en
Colinas del Agua y ha solicitado ponerse a vuestras órdenes. Estaréis de
acuerdo en que eso no es precisamente natural; ¡es algo sospechoso, sumamente
sospechoso! Lo lógico es suponer que el regimiento se ha conservado como
organización disciplinada, aunque ha pasado a la clandestinidad, y ahora esos
hombres estarán madurando los planes para vuestra «liberación». Y me parece
que ya hemos discutido adonde nos llevaría eso.
—Vuestras conjeturas, capitán, son muy curiosas y, a su manera, lógicas; pero
si éstas son todas las pruebas de la traición de Eregond, con las que os
proponéis...
—Dejadlo ya, príncipe —el Guepardo hizo una mueca de disgusto—, ¡no
estamos ante un jurado! En este momento, lo que me preocupa no son los
obstáculos jurídicos, sino el verdadero grado de culpabilidad de ese
conspirador aficionado. Y de inmediato surge la pregunta: ¿cómo ha podido un
comandante que prestó sus servicios en Torre Vigía, en las filas de la Guardia
de la Ciudadela, ponerse en contacto con el sargento Rankorn, arquero libre,
que se pasó toda la guerra, sin interrupción, en los bosques de Lunien? Alguien
tuvo que presentarles (aunque fuera por carta), y aquí el principal candidato...
sois vos, príncipe. En cualquier caso, ¿actuó Eregond por su propia iniciativa o,
como parece más verosímil, cumplía órdenes vuestras?
«Se acabó», comprendió Aramir. «¿Cómo se les pudo ocurrir enviar en esa
ocasión como enlace precisamente a Rankorn, que es tan fácil de identificar
contando con su descripción... Las descripciones verbales de los sargentos... ¡ay,
ésos sí que cavan bien hondo! Y, por lo que se ve, El Ciervo Rojo estaba mucho
más vigilado de lo que yo pensaba... Hemos perdido claramente, pero el precio
que nos va a tocar pagar a cada uno va a ser muy distinto: a mí me espera la
prolongación de mi cautiverio honorífico, mientras que al capitán le espera una
muerte atroz. Lo más terrible es que no puedo hacer nada por él: habrá que
entregar a Eregond a su destino y seguir viviendo con la conciencia de la propia
vileza... La ilusión más estúpida consiste en creer que es posible alguna clase de
acuerdo con el enemigo victorioso. En esas «negociaciones» resulta imposible,
por principio, obtener algún beneficio, ni para uno mismo, ni para los demás;
todo obedece a un único esquema: «Lo mío es mío, y lo tuyo también es mío».
Por eso hay una ley de hierro en la guerra secreta: en cualquier circunstancia, se
debe guardar silencio o negarlo todo, hasta el hecho mismo de la propia
existencia. Si reconozco mi papel en los contactos con los lunienses, no salvaré a
Eregond, y sólo conseguiré precipitar la caída de Grager y los suyos...»
Todas estas ideas pasaron como un torbellino por la cabeza del príncipe,
antes de levantar la mirada hacia el Guepardo y decir con firmeza:
—No tengo ni la menor idea de los contactos del comandante con los
hombres del regimiento de Lunien, si es que efectivamente han existido. Sabéis
de sobra que en todo este tiempo no he cambiado con él ni diez frases; ese
hombre, al fin y al cabo, mató a mi padre.
—Es decir —resumió secamente el agente secreto—, que no queréis salvar a
este hombre... no ya de la muerte, pero sí al menos de la tortura...
«Se lo tenía bien preparado», pensó Aramir, y respondió en voz alta:
—Si en este caso se ha producido, efectivamente, una traición, cosa de la que
no me habéis convencido por el momento, el capitán Eregond deberá afrontar
un castigo severo. —Después, eligiendo cuidadosamente las fórmulas
empleadas, concluyó—: Estoy dispuesto a jurar ante el trono de los Dioses que
jamás he tenido ni tengo la intención de faltar a la palabra dada: las
obligaciones hacia el soberano son inviolables.
—Entendido —dijo pensativo el Guepardo—. Y vos, Eohwyn, ¿qué tenéis que
decir? ¿Estáis también dispuesta, por el bien de la causa, a consumar la traición
y entregar a vuestro hombre a unos lobos hambrientos? Pero, ¿de qué estaré yo
hablando? —se sonrió—; si el que va a padecer el potro es un oficial cualquiera,
un plebeyo. ¿Qué importancia va a tener para una persona de sangre azul? ¡A
ella, de todos modos, no la amenaza nadie!
Entre las numerosas virtudes de Eohwyn no destacaba su capacidad para
controlar sus emociones: se puso pálida y miró impotente a Aramir. El
Guepardo había acertado a dar con un punto vulnerable de su defensa: la joven
era incapaz, por su naturaleza, de permanecer impasible mientras un camarada
perecía a su lado. «¡Estate callada!», le ordenó Aramir con la mirada, pero ya
era tarde.
—¡Y ahora escuchadme los dos! No me interesan lo más mínimo las
confesiones de ciertas personas: yo no soy juez, sino agente de contraespionaje;
sólo necesito informaciones sobre la distribución de los soldados procedentes
del regimiento de Lunien. No pretendo matar a esos hombres: mi objetivo
consiste justamente en prevenir el derramamiento de sangre... Ahora deberíais
hacerme caso: habéis perdido, ya no tenéis nada que hacer. Obtendré de vos
esas informaciones, cueste lo que cueste. Evidentemente, ni yo ni nadie tiene
derecho a someter a la hermana del rey de Marca a un tercer grado, pero lo que
sí puedo hacer es obligarla a presenciar las torturas de Eregond, a quien habéis
traicionado, de principio a fin, ¡lo juro por el silencio del Señor del Destino!
El príncipe, mientras tanto, jugueteaba distraído con su pluma, que estaba
sobre un manuscrito inacabado, sin advertir que con su codo izquierdo había
arrastrado involuntariamente su copa medio vacía hasta el borde de la mesa.
Un poquito más, y la copa caería al suelo, Guepardo volvería instintivamente la
cabeza al oír el ruido... y en ese momento él saltaría por encima de la mesa,
alcanzando el cuello del jefe del contraespionaje, y entonces, quién sabe... Pero,
de pronto, la puerta se abrió de par en par, sin que nadie hubiera llamado, y
entró en la habitación precipitadamente un teniente de la Compañía Blanca,
mientras dos soldados se apostaban junto a la puerta, en la penumbra del
pasillo. «Ya he vuelto a retrasarme», comprendió Aramir, sabiéndose perdido,
aunque el teniente, sin juzgarle digno de su atención, susurró unas palabras
inaudibles al oído del Guepardo, que se quedó muy sorprendido.
—Continuaremos con esta charla dentro de unos minutos, príncipe —soltó el
capitán según salía, camino de la puerta. Sonó la cerradura, retumbaron las
botas al alejarse impetuosamente, y se hizo el silencio, un silencio inquietante y
algo confuso, como si el propio silencio fuera consciente de su inestable
fugacidad.
—¿Qué buscas ahí? —Ella estaba sorprendentemente tranquila, por no decir
resignada.
—Algo que se parezca a un arma.
—Sí, buena idea... Espero que también cuentes conmigo.
—Escucha, pequeña, yo te he metido en todo esto y no te he sabido proteger...
—Tonterías. Tú has hecho lo que tenías que hacer, Ari. Sencillamente, por
esta vez la suerte ha estado de su parte.
—¿Habrá que despedirse?...
—Venga. Pase lo que pase, siempre habremos tenido este mes... Sabes,
seguramente se trata de la envidia de los Dioses: hemos recibido demasiada
felicidad...
—¿Estás preparada, ojos verdes? —En ese momento, tras los recientes
acontecimientos, era un hombre totalmente distinto.
—Sí. ¿Qué tengo que hacer?
—Fíjate atentamente. Las puertas se abren hacia este lado, y las jambas
también quedan para adentro...
CAPÍTULO 27

Mientras tanto, el Guepardo, al amparo de las almenas situadas por encima


del portón del fuerte, no apartaba la mirada del duro rostro de gavilán de
Grager, a quien hasta entonces sólo conocía de oídas. La pequeña explanada
que daba acceso al fuerte estaba iluminada por la decena de antorchas portadas
por los jinetes que componían el séquito del barón, embozados en sus capotes
del regimiento de Lunien. Las negociaciones apenas avanzaban, y ambos
mandos se mostraban los dientes; las distinguidas «partes contratantes» sólo
estaban de acuerdo en una cosa: había que evitar el derramamiento de sangre,
eso era todo. No había ninguna confianza mutua, y no sin motivos («¿A que le
cojo ahora mismo, barón, y resuelvo mis problemas de un plumazo?» «Para eso
tendrá que abrir las puertas, capitán. Abra, y así se verá quién tiene los mejores
arqueros...»); los dos lados se reafirmaban en sus condiciones previas. Grager
exigía que permitieran a los lunienses entrar en el fuerte, para asumir la
custodia del príncipe Aramir. El Guepardo deseaba conocer la ubicación de las
bases enemigas en los bosques («¿Me toma por tonto, capitán?» «Bueno, igual
que usted me ha propuesto que permita alegremente que el enemigo entre
armado en mi fortaleza...»). Tras porfiar de este modo durante unos quince
minutos, llegaron a la conclusión de que la Compañía Blanca tendría que pedir
instrucciones a Torre Vigía, por lo que los lunienses permitirían al día siguiente
que pasara libremente un mensajero; con ese compromiso, se separaron.
En todo caso, el Guepardo no se dejó confundir en ningún momento por todo
aquel montaje. En cuanto se asomó al exterior y valoró la situación, se dirigió al
teniente que le acompañaba y le ordenó discretamente:
—Da la alarma, pero sin alborotar. Todos los que estén disponibles, al patio.
Quedaos quietos, a la espera de un posible intruso: en cualquier momento,
aprovechando esta cháchara, alguno de los miembros del regimiento de Lunien
trepará los muros, seguramente por la parte de atrás. Pero cogedle vivo: ya me
encargaré yo de trinchar al pollo.
Tenía toda la razón; tan sólo se equivocó en un par de detalles. El intruso no
eligió el muro trasero, sino el delantero. Sin hacer ruido, lanzó sobre el borde
superior de la chapucera empalizada de Colinas del Agua un diminuto garfio
unido a una ligerísima cuerda élfica (a tan sólo una decena de yardas del grupo
de jinetes detenido a las puertas del fuerte, allí donde la oscuridad nocturna,
rechazada por las antorchas de los lunienses, se hacía, por contraste, más
impenetrable); trepó hasta arriba como una araña y luego, con la suavidad de la
brisa nocturna, se deslizó hasta el patio. Todo esto ocurrió debajo mismo de las
botas de los centinelas apostados en la parte superior de la empalizada; éstos,
que no se esperaban semejante osadía, no apartaban entre tanto los ojos —ni los
arcos— de los hombres de Grager, intensamente iluminados. Y el otro detalle
que el Guepardo no pudo adivinar fue que el individuo que trataba de liberar al
príncipe (que ahora era un hombre nuevo, improvisado, engendrado menos de
una hora antes por la desesperanza y el desaliento) no pertenecía al regimiento
de Lunien, sino a otro distinto. Al de Paso de la Araña.
Hay que advertir que la adscripción del sargento Tserleg a uno u otro
regimiento había suscitado una airada discusión, tanto en las formas como en el
contenido, en la colonia del Mirlo. «¿Se le ha ido a usted la olla, amigo mío?»:
ésa fue, más o menos, la reacción inicial de Grager cuando a Tangorn se le
ocurrió proponer que encomendaran la misión de introducirse en Colinas del
Agua no a uno de los exploradores lunienses, tal y como se había decidido en
un principio, sino al «profesional ambulante» de Umbror.
—Un orco siempre es un orco, ¡y poner en sus manos la vida del príncipe!
Hombre, resulta tentador, sería capaz de orientarse en las dependencias del
fuerte... Como hace un tiempo estuvieron aquí acuartelados, ¿no? Y además,
sabe manipular cerraduras... Con eso y con todo, qué demonios, barón, asumir
la responsabilidad de introducir en la habitación del príncipe a un umbroriano
armado...
—Pongo la mano en el fuego por estos hombres —le explicaba paciente
Tangorn—. Aunque no tengo derecho a revelarte cuál es su misión, confía en
mí: los acontecimientos nos han llevado a todos a luchar en el mismo bando
contra un enemigo común, al menos por ahora, y a ellos les interesa tanto como
a nosotros liberar a Aramir de las garras de la Compañía Blanca.
Lo cierto es que Grager había aprendido hacía ya tiempo, gracias a su trabajo
de espía, que la coincidencia temporal de intereses hace que surjan a veces
alianzas realmente extraordinarias, y el enemigo de ayer es a menudo más
fiable que el mejor amigo. En conclusión, decidió asumir personalmente la
responsabilidad y alistó formalmente a Tserleg —«durante el tiempo
imprescindible para su misión en el fuerte de Colinas del Agua»— en las filas
del regimiento de Lunien, y entregó al orocueno la correspondiente
acreditación, por si caía en manos de los Blancos. El sargento, por toda
respuesta, se limitó a resoplar: los otros, en cualquier caso, no se andarían con
formalidades con un orco capturado; más le valía que le colgaran como
saboteador umbroriano que como conspirador pietroriano. De todos modos,
Haladdin le pidió que no se pasara de listo.
—Recuerde, sargento: cuando se deshaga de los centinelas y todo eso, ¡nada
de derramar sangre! Imagínese que está usted haciendo unas prácticas.
—Muy bonito. Pero, ¿ellos entenderán que son unas prácticas?
—Espero que sí.
—Está claro. O sea, si pasa algo, ellos harán la práctica de colgarme...
Se cuenta que en los países del Lejano Oriente existe la siniestra secta de los
mutantes ninjokwe, superespías y superasesinos, capaces de convertirse
interiormente en animales, conservando al mismo tiempo sus rasgos humanos.
Si se transforma en un geco, el ninjokwe puede, desafiando todas las leyes de la
física, trepar por una lisa pared vertical; si se vuelve una serpiente, se cuela por
cualquier rendija; cuando, pese a todo, es sorprendido por los guardias, se
transforma en murciélago y escapa volando. Tserleg jamás había dominado el
arte de los ninjokwe (cosa que, al parecer, Tangorn sospechaba secretamente),
pero el jefe del pelotón de reconocimiento del regimiento de exploradores de
Paso de la Araña sabía hacer muchas cosas sin necesidad de recurrir a la magia.
En cualquier caso, para cuando los soldados de la Compañía Blanca,
movilizados por la alarma, ocuparon sus puestos en el patio del fuerte, él ya
había tenido tiempo de introducirse en una de las galerías interiores, y en aquel
momento, habiendo transformado el garfio en una herramienta de cerrajería, se
estaba ocupando del mecanismo que abría la puerta. No es que el sargento
tuviera conocimientos de desvalijador profesional, pero algo entendía de
herrería, y cualquier cerradura de Colinas del Agua (por lo que él recordaba del
año anterior) se abre fácilmente con una simple navaja y un par de trozos de
alambre. A los pocos minutos, ya avanzaba en silencio por los pasillos del
fuerte, en penumbra y desiertos (todos los Blancos estaban en el exterior, lo cual
le venía de maravilla); el orocueno nunca se había quejado de su memoria
visual y su orientación espacial, pero tenía la sensación de que no le sería tan
sencillo dar con los «aposentos principescos» en aquel laberinto tridimensional.
Tserleg había superado ya casi un tercio del recorrido —a veces, quedándose
inmóvil delante de una esquina; otras, atravesando como un rayo los espacios
abiertos; otras, subiendo uno a uno los peldaños (para no pisar en el centro, no
fueran a crujir)— cuando el centinela que se ocultaba en su interior, gracias al
cual había podido sobrevivir durante todos esos años, le pasó una vez más su
mano de hielo por todo el espinazo: «¡Ten cuidado!». Se pegó con la espalda a la
pared y empezó a avanzar de lado, despacio pero con soltura, hacia un giro del
pasillo que se vislumbraba a una decena de yardas. Por detrás no se veía nada,
pero la sensación de peligro seguía estando presente, igual de intensa: cuando
el sargento superó la curva salvadora, estaba bañado en sudor. Se puso en
cuclillas y, con gran precaución, casi a ras de suelo, sacó por fuera del recodo un
espejito: el pasillo seguía vacío. Esperó algunos minutos: nada; después, sintió
claramente que el peligro se alejaba: él ya no lo percibía. Sin embargo, eso no le
tranquilizó lo más mínimo, por lo que siguió avanzando con más cuidado aún,
siempre preparado para lo peor.
Cuando el Guepardo descubrió con el rabillo del ojo una sombra que se
introdujo furtivamente en las profundidades del pasillo, él también se quedó
pegado a la pared, y maldijo para sus adentros, en muy mal tono: «¡Ya la han
cagado estos gandules!». La situación del capitán no era, la verdad, demasiado
favorable: en todo aquel enorme edificio sólo había tres centinelas; uno vigilaba
las habitaciones de Aramir y Eohwyn; otro, a Eregond; el tercero, el acceso al
sótano del fuerte. ¿Y si fuera corriendo a pedir ayuda? Mientras tanto, el otro
podría rescatar al príncipe y luego, entre los dos, montarían una buena y la cosa
ya no tendría remedio. ¿Y gritar a pleno pulmón: «¡Alarma!»? Eso sería aún
peor: seguramente desaparecería en ese maldito laberinto y se prepararía ahí
para el combate, de modo que para atraparlo habría que dejarle hecho un
colador, lo cual no era nada recomendable. Sí, al parecer no quedaba otra
opción que la de ir él en persona a por el intruso y capturarle vivo en un
combate cuerpo a cuerpo; y es que en esa modalidad el Guepardo podía dar
ventaja a quien quisiera...
Al tomar esa decisión, experimentó de pronto una sensación ya olvidada de
euforia: ¿hay en este mundo una diversión más refinada que la de dar caza a un
hombre armado...? Y en ese mismo instante se detuvo perplejo, examinándose
muy atentamente: sí, ya no había ninguna duda, ¡volvía a sentir emociones! O
sea, que todo el proceso sigue un orden muy estricto... Primero había
recuperado la memoria (aunque es verdad que seguía sin recordar qué había
sido de él hasta el momento en que se encontró en la segunda fila de la falange
gris, avanzando por los Campos Cercados); después, la capacidad de tomar por
sí mismo decisiones racionales; a continuación, había empezado a sentir, como
en los viejos tiempos, dolor y cansancio, y ahora, de pronto, habían aparecido
las emociones. Sería interesante saber si habría reaparecido, entre otras cosas, la
posibilidad de sentir terror. «¿No será que me estoy convirtiendo en una
persona?», se sonrió mentalmente. «Bueno ya está bien, a trabajar.»
Evidentemente, no se le ocurrió lanzarse derecho por el pasillo donde había
visto al invasor. Es posible que éste también le hubiera visto y le estuviera
esperando a la vuelta de la primera esquina. Le convenía más aprovecharse de
su condición de amo del fuerte, lo que le permitía, al fin y al cabo, moverse de
un lado para otro mucho más deprisa que su adversario: no tenía necesidad de
pararse a escuchar en cada esquina. Así que podría ir dando un rodeo y llegar
de todos modos el primero... Pero, ¿a qué sitio? Si el intruso se dirigía a la
habitación de Aramir (¿adónde si no?), habría que esperarle en el descansillo
del que salían las dos escaleras: el otro no podía eludir ese sitio y el Guepardo
dispondría de al menos tres minutos para preparar el encuentro.
El jefe del contraespionaje, tal y como había previsto, se plantó en aquel
descansillo antes que el forastero. Ahora, tras despojarse del capote para
moverse con mayor libertad, estaba eligiendo con mucho cuidado el lugar
adecuado para la emboscada. «Tengo que meterme en la piel de mi presa...
Así... Salvo que sea zurdo, tendrá que avanzar por la pared de la izquierda... ¿Y
qué haría yo? ¿Echaría un vistazo por detrás de la escalera de caracol que
aparece bruscamente a la derecha? Desde luego... ¡Así...! O sea, que tendría a la
espalda esa hornacina... Justo... Pero la hornacina... Estupendo, ni a dos yardas
se diría que ahí cabe algo más grueso que una escoba... Y si apagamos esta
lamparilla, encima se nos queda a oscuras... Sí, ahora todo está en orden, éste es
el sitio. O sea, yo estoy aquí, y él a dos yardas, dándome la espalda. ¿Qué, le
doy con el puño de la espada en la nuca...? Mierda, no me apetece... No
entiendo por qué, pero una voz interior protesta claramente, y en estos asuntos
hay que hacerle caso. Entonces, con las manos... ¿estrangulándole? Con la mano
derecha, se le coge de los pelos del cogote y se da un tirón hacia abajo que le
disloca la cabeza; al mismo tiempo, se golpea con el talón justo por debajo de la
corva de la pierna de apoyo y con el huesecillo interior del antebrazo izquierdo
se le machaca la garganta estirada. Sí... es bastante seguro, aunque de esa
manera se puede llegar a causar la muerte, y los difuntos, como es bien sabido,
no son muy locuaces. Mejor, entonces, el hadakajime, pero en ese caso vendría
muy bien que él mismo dejara la garganta al descubierto, por ejemplo, mirando
hacia arriba... ¿Y cómo podemos obligarle a mirar hacia arriba? Piensa,
Guepardito, piensa...»
Cuando Tserleg llegó a aquel caprichoso y oscuro ensanchamiento del
pasillo, en cuyo extremo se adivinaban unos peldaños que subían hacia la
izquierda, la sensación de peligro volvió a embargarle, hasta el punto que le
entró un escalofrío: había un enemigo desconocido muy cerca de allí. Durante
cosa de un minuto estuvo mirando y escuchando atentamente: nada; después
avanzó, pasito a pasito, sin hacer el menor ruido («Demonios, ¿y si no hiciera
caso de sus prohibiciones y sacara el yatagán?»), y de pronto se quedó inmóvil,
como clavado en el sitio; a la derecha se abría un amplio hueco, por el cual
pasaba otra escalera, de caracol, y detrás de esa escalera algo se ocultaba,
evidentemente. Se deslizó hacia delante a lo largo de la pared izquierda, sin
apartar los ojos del hueco —vaya, ¿quién más hay ahí?—, y se detuvo, a punto
de echarse a reír. «¡Ufff...! Pero si no es más que una espada que se ha dejado
aquí alguno de los Blancos, apoyada detrás de la escalera. Pero es un sitio muy
raro para guardar un arma personal... A lo mejor no la ha dejado aquí nadie; a
juzgar por la posición, pudo caer accidentalmente por las escaleras. ¿Y qué es
eso que hay ahí, en el peldaño de arriba?»
El centinela interior de Tserleg llegó a gritarle «¡detrás de ti!» apenas una
inapreciable fracción de segundo antes de que las manos de su enemigo, sin
hacer ruido, se cerraran alrededor de su cuello. El sargento sólo pudo tensar los
músculos del cuello, nada más. El Guepardo, con gran precisión, como en un
entrenamiento, apresó con el codo de su brazo derecho la garganta estirada del
rival; después, el puño derecho del jefe de contraespionaje cayó de lleno sobre
su bíceps izquierdo, mientras hacía palanca, con su mano izquierda, en la nuca
de Tserleg, aplastando el cartílago de la laringe y comprimiendo la carótida. El
hadakajime: una implacable llave asfixiante. Adiós.
CAPÍTULO 28

Puede parecer un tópico, pero en este mundo todo tiene un precio. El precio
de un soldado es el tiempo y el dinero (que, en el fondo, son la misma cosa) que
se precisan para entrenar, armar y equipar a uno nuevo que le sustituya.
Además, en cada época hay una cantidad límite, por encima de la cual no
tendría sentido incrementar el precio de la preparación de un combatiente:
cuando se alcanza cierto grado de maestría, pero sin que se haya conseguido la
invulnerabilidad total. ¿Para qué malgastar esfuerzos, intentando convertir a un
soldado corriente en un espadachín de primerísima clase, si de todos modos no
se le puede defender de las flechas de ballesta ni (lo que es aún más humillante)
de una disentería?
Pensemos, por ejemplo, el combate cuerpo a cuerpo. Es algo sumamente
práctico, pero para alcanzar la perfección se necesitan años de entrenamiento
continuado, y el soldado, por decirlo suavemente, tiene además otras
obligaciones. Caben aquí varias soluciones: en el ejército de Umbror, por
ejemplo, consideraban que bastaba con enseñar a cada soldado no más de una
docena de técnicas, y que esas combinaciones de movimientos debían
quedárseles grabadas en la mollera hasta alcanzar, literalmente, «el nivel de los
reflejos rotulares». Por supuesto, no se podía prever todas las situaciones
potenciales, pero, en esa docena de técnicas se incluía indefectiblemente la de
liberación de una llave posterior asfixiante.
¡Tiempooo... uno!: un súbito y violento pisotón, ligeramente hacia atrás; el
tacón, en el empeine del adversario, haciendo pedazos, como si se tratara de un
pajarillo, los frágiles huesos unidos a sutiles terminaciones nerviosas.
¡Tiempooo... dos!: flexionamos las rodillas y, con los muslos algo girados, nos
liberamos de la presión del enemigo, debilitada ya por el tremendo dolor
infligido, deslizándonos hacia abajo y hacia la derecha, hasta un punto que nos
permita, mediante un brusco movimiento hacia atrás, hincar el codo izquierdo
en la entrepierna del rival. A continuación —una vez que sus manos han
descendido ya hasta los genitales machacados— existen varias posibilidades:
Tserleg, por ejemplo, como «tiempo tres», había aprendido a propinar una
doble palmada en los oídos: adiós a la membrana del tímpano, desconexión
garantizada. No se trataba de uno de esos ballets afectados, propios de las artes
marciales del Lejano Oriente, donde el jeroglífico de las posturas no es más que
una nota en la partitura de la Música de las Esferas, sino de la lucha cuerpo a
cuerpo tal y como la entienden en Umbror, y aquí todo se hace en serio y sin
florituras.
A continuación, lo primero que hizo Tserleg fue ponerse de rodillas y
levantar el párpado del astuto capitán de la Compañía Blanca (todo en orden,
las instrucciones de Grager se habían respetado: la pupila reaccionaba); sólo
después de esto se permitió apoyarse en la pared, agotado. Con los ojos
entornados, se obligó a sí mismo a vencer el dolor y tragó saliva: gracias al
Único, la laringe estaba intacta. ¿Qué habría pasado si el otro hubiera llevado
preparada una cuerda con un lazo? En ese caso, sanseacabó... «¿Cómo he
podido ser tan estúpido? Pero, sobre todo, ¿cómo habrá sido capaz de calcular
lo que iba a hacer yo...? Un momento, en ese caso, en la puerta de Aramir
también me deben estar esperando con impaciencia...»
El centinela occidental apostado en el pasillo que conducía a los «aposentos
principescos» oyó unos pasos que se arrastraban pesadamente por las
escaleras... Un ruido débil, un quejido ahogado, silencio... De nuevo, unos pasos
inseguros... Reculó rápidamente hacia el fondo del pasillo, desenvainó la
espada y esperó, preparado para dar la voz de alarma en cuanto hiciera falta. El
soldado estaba dispuesto a todo, pero cuando en el extremo del pasillo apareció
la figura del Guepardo, encorvado y apoyándose en la pared con la mano
izquierda, se quedó boquiabierto. El centinela avanzó, blandiendo su arma, y
echó una rápida mirada a la escalera por la que el otro acababa de subir: no
había nadie. «Sublime Señor del Viento, pero, ¿quién le habrá dejado así? ¿No
se habrá envenenado?» Mientras tanto, al capitán le fallaron definitivamente las
fuerzas, resbaló lentamente por la pared y se quedó inmóvil, con la cabeza
ladeada y las manos sobre el vientre; se notaba que la última parte del recorrido
la había realizado ya semiinconsciente, con el «piloto automático». El occidental
miraba al Guepardo con un sentimiento en el que se mezclaban la perplejidad,
el terror y —todo hay que decirlo— cierta malevolencia. «La guardia secreta, ¡y
una leche...! Estos ninjokwe de medio pelo...» Volvió a mirar por la escalera por
la que había llegado de mala manera el capitán y se puso en cuclillas para
examinar al herido.
Aunque parezca raro, lo cierto es que, cuando la capucha que hasta entonces
había ocultado el rostro del Guepardo cayó hacia atrás, el soldado pensó por un
momento que el enigmático y todopoderoso jefe del servicio de contraespionaje
había decidido, por alguna razón, convertirse temporalmente en un orco. Esa
idea absurda fue lo primero que le vino a la cabeza, pero justo un instante
después ya no la podía mantener: el «zarpazo de tigre», que fue el golpe que
eligió en este caso Tserleg, es muy eficaz, aunque lo mejor es propinarlo de
abajo arriba, eso es lo único que hace falta. Ni que decir tiene que era un golpe
brutal, pero la condición impuesta, recordémoslo, hacía referencia expresa a los
ataques mortales, no a la mutilación; ¡vale que se trataba de unas prácticas, pero
no de un día de campo, cono! Tras registrar, por pura rutina, al centinela (no
tenía ninguna llave de los «aposentos principescos», pero tampoco contaba con
ello), el sargento recogió la carga que había dejado al pie de la escalera, metió la
mano en el saco donde llevaba sus herramientas, y se ocupó de la cerradura.
«¡Hay que ver!», pensaba, mientras se subía las mangas del uniforme del
Guepardo, que le quedaban demasiado largas. «Toda la guerra sin recurrir a
esto, y tener que venir aquí a perder la virginidad. Leyes y usos de guerra, punto
relativo al uso de uniformes militares ajenos y de símbolos médicos: los
culpables serán colgados de la rama más cercana; y, la verdad, se lo merecen...
Por lo demás, esto me va a venir ahora estupendamente: seguramente, será
preferible presentarse ante el príncipe caracterizado como carcelero, sin
causarle ninguna sorpresa, que con mi aspecto genuino de orco. Me voy a
volver a cubrir el rostro con la capucha y —¡tengo una idea!—, sin decirle nada,
le entregaré el documento de Grager.»
Por fin saltó la cerradura, y Tserleg respiró aliviado: la mitad del trabajo ya
estaba hecho. Hay que señalar que, mientras se encargaba de la cerradura,
estaba de rodillas, y resulta que la puerta se abrió de par en par antes de que a
él le diera tiempo a incorporarse. Eso fue lo que le salvó: de otro modo, ni
siquiera una reacción felina del orocueno le habría permitido atajar el golpe de
Aramir.
Abalanzarse sobre el que entra por una puerta, después de haber estado
escondidos detrás de la jamba (si tenemos la suerte de que ésta sobresalga de la
pared), es algo bastante corriente, y se le puede ocurrir a cualquiera, pero
también presenta algunas dificultades. Lo que mejor percibe una persona es lo
que ocurre a la altura de sus ojos; por eso, si alguien decide lanzar con todas sus
fuerzas algo como un cuchillo o una silla contra la cabeza de un intruso, esa
acción no pillará desprevenida a la víctima, salvo que sea un verdadero
papanatas. Ése es el motivo por el que las personas competentes (y el príncipe
era una de ellas) no buscan únicamente la fuerza del impacto. Lo que hacen es
ponerse en cuclillas, y su golpe no sigue una trayectoria vertical, sino
horizontal. El impacto recibido, como hemos dicho, es más débil, pero se
produce en... bueno, justo donde hace falta, y lo más importante es que cuesta
muchísimo reaccionar ante él.
El guión de los acontecimientos subsiguientes, tal y como lo había concebido
Aramir, era el siguiente: al Guepardo (o a quienquiera que entrase primero),
que se estaría retorciendo de dolor, lo metería en la habitación cargando con él
y lo arrojaría a la izquierda del vano de la puerta. Eohwyn, mientras tanto, tras
haber ocupado su posición junto a la jamba derecha, quedando tapada por la
puerta cuando ésta se abriera, la volvería a cerrar de un portazo y cargaría todo
su peso sobre ella. Los hombres que permanecieran en el pasillo, naturalmente,
se lanzarían de inmediato al asalto de la puerta, pero en el primer ataque lo más
seguro es que cada uno actuara por su cuenta, dado lo inesperado de la
situación, por lo que la joven tenía muchas posibilidades de resistir. Esos
segundos le bastarían al príncipe para anular definitivamente al Guepardo,
capturando su arma. Eohwyn, entre tanto, se haría a un lado; los del pasillo,
tras corregir su desorganización inicial, intentarían derribar la puerta al alimón,
«a la de tres», y entrarían atropelladamente en la habitación, perdiendo el
equilibrio (era posible, incluso, que cayeran al suelo). Uno de ellos recibiría en
seguida un mandoble de Aramir, con toda su alma: se habían acabado las
bromas. Después de esto, apenas quedarían ya un par de Blancos en acción, y
como el príncipe, al fin y al cabo, es uno de los veinte mejores espadachines de
Pietror, las oportunidades para la pareja de príncipes lunienses parecerían
magníficas, y si además Eohwyn hubiera sido capaz de adueñarse de una
segunda espada, serían ya extraordinarias. Después se pondrían el uniforme de
los soldados de la Compañía Blanca eliminados e intentarían escapar del fuerte.
El plan de Aramir tenía una serie de puntos débiles (relativos, ante todo, a la
sincronización de sus acciones con las de Eohwyn), pero en conjunto no estaba
demasiado mal, especialmente si tenemos en cuenta el objetivo que se habían
fijado: morir con dignidad y, sólo si todo iba bien, escapar libres. Sin embargo,
tal y como queda dicho, el orocueno, al abrirse la puerta, no había tenido
tiempo de incorporarse, de manera que recibió el primer golpe de Aramir en el
pecho, lo que le permitió defenderse. Sorprendido por la perspicacia del
prisionero («A pesar de todo», se asombraba el sargento, «ha sido capaz de
reconocer a un orco oculto bajo la capucha de un miembro de la Compañía
Blanca.»), Tserleg dio una voltereta hacia atrás, regresando al pasillo, pero, para
cuando recuperó su posición natural, Aramir, que había saltado en pos de él, ya
le estaba cortando la huida, y la porra improvisada que llevaba el príncipe se
convirtió en una nube difusa que no había manera de detener. Y cuando, justo a
continuación, apareció a su espalda aquella gata salvaje de cabellos claros, al
sargento ya no le quedó más remedio que rodar por el suelo hecho un ovillo,
tratando de evitar sus golpes e implorando, de forma absolutamente
humillante.
—¡Soy uno de los vuestros, príncipe, soy uno de los vuestros! ¡Me envían
Grager y Tangorn! ¡Parad de una vez, maldita sea!
El caso es que el propio Aramir, al ver el cuerpo del centinela tendido en el
pasillo, un poco más allá, ya había sospechado que allí pasaba algo.
—¡En pie! —le gritó—. ¡Las manos a la nuca! ¿Tú quién eres?
—Me rindo. —El sargento sonrió y le tendió al príncipe su acreditación—.
Aquí tenéis, un documento de Grager, donde lo explica todo. Leedlo, y
mientras tanto meteré a éste —señaló al Blanco— en la habitación; su uniforme
nos vendrá muy bien.
—Qué curioso —exclamó sorprendido el príncipe, devolviéndole el papel a
Tserleg—. O sea, que entre mis amigos figura ahora un orco.
—No somos amigos, príncipe —replicó tranquilamente Tserleg—. Somos
aliados. El barón Tangorn...
—¿Cómo? ¿Es que está vivo?
—Sí. Nosotros le salvamos... allí, en Umbror; por cierto, fue él quien insistió
en enviarme a mí a rescataros... Y el barón pidió también que, al abandonar el
fuerte, cosa que vamos a hacer ahora mismo, os llevarais vuestro miralejos.
—¿Para qué demonios lo necesitará? —El príncipe estaba sorprendido, pero
eso no era todo. Parecía haber cedido toda la iniciativa a sus amigos lunienses
(representados por el sargento orocueno) y se disponía a funcionar en régimen
AAA (aguanta, ayuda, aporta). Se limitó a sacudir la barbilla, apuntando hacia
el occidental al que Tserleg, entre tanto, había despojado de su camisola.
—Vive, vive —le tranquilizó el orocueno—. Tan sólo está meditando un rato.
Y el otro también está vivo, ahí, en el pasillo, un poco más allá. Hemos seguido
a pies juntillas vuestra orden de que no hubiera sangre.
El príncipe, por toda respuesta, meneó la cabeza: parece que este orco sabe lo
que se hace.
—Hace un momento mencionó usted que había salvado a Tangorn. En tal
caso, estoy en deuda con usted, sargento: se trata de alguien especialmente
querido para mí.
—Muy bien, ya hablaremos de eso —replicó sorprendido Tserleg—. Poneos
el uniforme, y adelante. Ahora tenemos espadas; nos sobra una incluso.
—¿Qué es eso de que nos sobra una? —intervino por fin Eohwyn—. ¡No diga
tonterías!
El orocueno miró intrigado a Aramir; éste se limitó a abrir los brazos:
cualquiera discute con ella...
—¿Vamos a saltar la empalizada o trataremos de abrir el portón?
—Ni lo uno ni lo otro, príncipe. El patio está ahora atestado de Blancos, todos
en sus puestos y vigilando esos sitios: por ahí no hay quien salga. Trataremos
de escapar por un paso subterráneo.
—¿Cuál, el que nace en la bodega?
—No creo que haya otros aquí. ¿Os ha hablado Eregond de él?
—Naturalmente. Sé que la puerta de acceso se abre hacia fuera, y que se
cierra con llave desde su interior, de manera que desde el exterior no es posible
abrirla ni forzarla, como ocurre con cualquier pasadizo secreto en una fortaleza.
La entrada a la bodega está permanentemente vigilada; eso no es nada nuevo: el
vino, ya se sabe... Eregond no sabía dónde guardan la llave de la bodega, y no
se atrevió a indagar. ¿No la habrá encontrado usted?
—No, no la he encontrado —respondió Tserleg indiferente—. Sencillamente,
probaré a forzar la cerradura.
—¿Cómo?
—Igual que he forzado la cerradura de vuestros «aposentos» y un par de ellas
más por el camino. E igual que tendré que hacer saltar el cerrojo exterior de la
bodega. Por cierto, que ése va a ser precisamente el paso más peligroso: el jaleo
que se puede montar junto a la puerta del sótano, cuando estemos a la vista de
todos. Pero si nos deshacemos del centinela sin armar ruido y abrimos
rápidamente esa puerta, ya habremos resuelto una gran parte del problema:
vos, príncipe, con vuestro nuevo uniforme, podéis remplazar al vigilante,
haciendo como si no hubiera pasado nada; mientras tanto, Eohwyn y yo nos
colaremos adentro, introduciendo con nosotros al centinela noqueado. De esa
manera, tranquilamente y sin sobresaltos, podré emplearme a fondo con la
puerta de acceso al paso subterráneo.
—Porque ese cerrojo será muy difícil de abrir...
—No creo. Seguramente será sólido y pesado, para que no se pueda echar la
puerta abajo, pero, por eso mismo, no debería ser especialmente complicado.
Bueno, ¡a la carga...! ¿Habéis cogido el miralejos, príncipe? Tenemos que darnos
prisa, aprovechando que los Blancos aún están dando tumbos por el patio; de
momento, es allí donde me aguardan, mientras que junto a la puerta de la
bodega sólo hay un vigilante.
—¡Esperad! —les avisó Eohwyn—. ¿Y Eregond? ¡No podemos abandonarle a
su suerte!
—¿Es que han capturado a Eregond? No lo sabíamos...
—Sí, hace un rato. Lo saben todo sobre él.
Tserleg reflexionó durante unos instantes:
—No, no hay nada que hacer. No sabemos dónde lo tienen escondido, y
perderíamos demasiado tiempo buscándolo. Esta misma noche, Grager piensa
cazar a todos los hombres que tiene el Guepardo en el Poblado; así que, si
conseguimos que el príncipe quede libre, mañana podremos canjear también a
Eregond. Y si no os sacamos de aquí, de cualquier manera estará perdido.
—Tiene razón, Eohwyn. —Aramir aseguró la correa del morral donde llevaba
el miralejos y se lo colgó de la espalda—. ¡Adelante, en el nombre del Uno!
El occidental que vigilaba la entrada al sótano paseó la mirada por la sala en
penumbra. A la izquierda estaba la puerta central del edificio del fuerte; de la
derecha partían, formando un abanico, las tres escaleras principales que
conducían a las dos alas, norte y sur, y a la Sala de los Caballeros. Por un raro
capricho, la entrada al sótano no se encontraba en un rincón apartado del
edificio, sino en aquella especie de «vestíbulo general»... Decididamente, en
Lunien todo era raro y antinatural. «Empezando por el príncipe, que no es
príncipe, sino no se sabe qué, y terminando por la estructura de la Compañía
Blanca: ¿dónde se había visto eso de hacer pasar a los oficiales por sargentos y
soldados? Bien está que guarden el secreto de cara al enemigo, toda esa pandilla
de terroristas del lugar (a los que hasta ahora nadie ha visto con sus propios
ojos), ¡pero mira que entre ellos mismos...! Se supone que todos somos
compañeros de armas, o algo por el estilo... pero a nosotros no nos dicen que el
sargento Gront tiene realmente grado de capitán, mientras que nuestro teniente,
el preclaro sir Elward, figura como un simple soldado. Parece de risa, pero yo
creo que por ahora los de la guardia secreta no han sospechado nada de sir
Elward: como ya nos advirtieron durante el periodo de instrucción, la guardia
secreta se ocupa de sus propios asuntos, y la guardia real occidental, al servicio
de Su Majestad, de los suyos... No sé, igual es que los soplones se lo montan así,
mejor para ellos; pero a un soldado todo esto le sienta como un golpe de hoz...
en las amígdalas. Ya sólo faltaría que aquí el jefe de todos fuera algún cocinero
o un ayuda de cámara... Eso sí que sería de risa...»
Al centinela se le aceleró el pulso: en medio del inquietante silencio que
reinaba en el fuerte desierto, y que parecía hacerse más denso en las esquinas
sombrías, resonaban los pasos, cada vez más cercanos, de dos individuos. Los
vio al cabo de unos segundos: por la escalera del ala norte descendían a toda
prisa, casi a la carrera, un soldado y un sargento. Iban derechos hacia la salida,
y parecían estar enormemente alarmados: ¿irían en busca de ayuda? El sargento
llevaba cuidadosamente en los brazos un morral que contenía un objeto grande
y redondo. Cuando estaban ya casi a la altura del centinela, sin aflojar el paso,
intercambiaron algunas palabras y se separaron: el soldado continuó hacia la
salida, mientras que el sargento, por lo visto, había decidido mostrar al
occidental su tesoro. Pero bueno, ¿qué es eso que tiene ahí? Si parece una
cabeza decapitada...
A partir de ahí, ocurrió todo tan rápido, que el centinela sólo volvió en sí
cuando sus manos estaban ya sujetas por una especie de aro, y el soldado que
había aparecido por detrás del sargento (en el cual, sorprendentemente,
reconoció a Aramir) le ponía un arma en el cuello.
—Como abras el pico, te mato —le aseguró el príncipe, sin subir la voz.
El occidental, convulso, tragó saliva y su rostro adquirió una palidez
cadavérica; gruesas gotas de sudor le corrían por las sienes. Los impostores se
miraron, y en los labios del «sargento» («¡Tenebroso Señor del Destino, pero si
es un orco!») se dibujó fugazmente una sonrisa despectiva: ahí la tienes, ésa es
la élite militar del oeste... Esa sonrisa, como se iba a demostrar, no estaba
justificada: es verdad que al tipo aquél le aterraba morir y, sin embargo, a los
pocos segundos consiguió superar su debilidad y gritó «¡alarma!», y esta
palabra dio paso a una serie de réplicas y de ruido de armas por todo Colinas
del Agua.
CAPÍTULO 29

Tras cortar de un certero manotazo el grito del occidental (que, sin una sola
queja, cayó redondo al suelo), el orocueno se volvió hacia Aramir y le dirigió a
Su Alteza algunas palabras, la más suave de las cuales fue: «gilipollas». Su
Alteza asumió que se lo tenía merecido: realmente, al príncipe le perdía su
sentimentalismo sin ton ni son, y había pretendido intimidar al centinela, en vez
de dejarle fuera de combate (pese a la insistencia de Tserleg). El humanitarismo,
como suele pasar, no dio el resultado apetecido: el soldado, pese a todo, se llevó
la dosis prescrita de fracturas y hemorragias internas, pero a ellos ya no les
sirvió de nada, pues su situación se había vuelto desesperada.
Lo cierto es que no tenían tiempo para reflexionar. Tserleg, como una
centella, despojó al centinela de su capote negro, y se lo lanzó a Eohwyn, que
venía corriendo, y dio un grito, señalando la puerta del sótano:
—¡Quedaos ahí los dos! ¡Las espadas, en guardia!
Él, por su parte, arrastró rápidamente al occidental, hasta dejarlo en medio de
la estancia. Un grupo de seis soldados irrumpió por la puerta unos segundos
después y se encontró con las huellas recientes del altercado que acababa de
producirse: el centinela de la puerta permanecía en su puesto, dispuesto a
rechazar un segundo ataque, y había otro occidental tendido en el suelo; un
sargento, que estaba a su lado, de rodillas, se volvió fugazmente hacia los recién
llegados y señaló imperiosamente hacia la escalera del ala sur, y acto seguido se
volvió a inclinar hacia el herido. Los soldados se lanzaron velozmente hacia el
lugar indicado, atronando con sus botas, y al pasar casi rozaron al orocueno con
las fundas de sus espadas. Los fugados tuvieron así un respiro, aunque sólo por
algunos segundos.
—¿Y si nos abrimos paso por la fuerza hasta la empalizada? —Se veía que el
príncipe estaba ansioso por entrar en combate.
—No. Seguiremos el plan previsto. —Dicho esto, Tserleg sacó su
instrumental y se puso a examinar la cerradura tan tranquilo.
—¡Pero no tardarán en darse cuenta de lo que estamos haciendo aquí!
—Cierto... —Introdujo la ganzúa por el ojo de la cerradura y empezó a
tantear el pestillo.
—Y entonces, ¿qué?
—Tienes tres oportunidades para adivinarlo, filósofo.
—¿Combatimos?
—Muy listo... Yo trabajaré, y vosotros me tendréis que defender. Ésas son las
obligaciones propias de nuestras respectivas clases sociales...
El príncipe no pudo por menos que reírse: el tío aquél, definitivamente, le
caía bien. Por lo demás, en ese preciso instante la situación no invitaba a la risa;
el respiro había acabado como tenía que acabar: una pareja de occidentales
indecisos regresó por la escalera sur —«¿A quién se supone que estamos
buscando, mi sargento?»—, mientras que en la puerta hacían su aparición tres
auténticos sargentos de la Compañía Blanca. Éstos no tardaron en caer en la
cuenta de lo que estaba pasando, y gritaron:
—¡Alto ahí! ¡Arrojad vuestras armas! —y todo lo que se supone que hay que
gritar en tales casos.
Tserleg seguía concentrado (podría decirse que incluso abstraído), liado con
la cerradura, sin prestar atención a lo que ocurría a sus espaldas. El diálogo que
se había entablado era enteramente previsible («¡Deponed las armas, Alteza!»,
«Venid vosotros a por ellas...»), de modo que apenas se volvió una vez, y sólo
por un instante, cuando se inició el monótono repiqueteo de las espadas
chocando. Tres sargentos Blancos se retiraron enseguida; uno de ellos, encogido
de dolor, protegía su mano derecha con el otro brazo, mientras su arma estaba
tirada en el suelo: el «círculo mágico» trazado alrededor de la puerta por las
espadas de Aramir y Eohwyn funcionaba, por el momento, de forma intachable.
El príncipe, por su parte, no tenía ocasión de mirar a la puerta (el semicírculo de
los Blancos, con los aceros en alto, se estaba cerrando rápidamente sobre ellos),
pero al rato oyó un chasquido metálico, seguido de una risita extraña de
Tserleg.
—¿Qué ocurre, sargento?
—No pasa nada. Pero hay que ver qué situación: el príncipe heredero de
Pietror y la hermana del rey de Marca ponen sus vidas en peligro para cubrir a
un orco...
—Es cierto, resulta chocante. ¿Cómo va eso?
—Va bien. —Por detrás se oyó el chirrido de una bisagra herrumbrosa, y se
notó un olor a cuarto cerrado y a humedad—. Voy para dentro; defended la
puerta hasta que os avise.
Los Blancos habían formado ya un verdadero muro alrededor de ellos, y se
quedaron paralizados; el príncipe advertía claramente que las acciones de sus
enemigos eran cada vez más confusas. «¿Dónde demonios estarán el Guepardo
y los otros oficiales?» No había dudas, sin embargo: si los combatientes que les
rodeaban no se decidían a atacarles, era tan sólo porque no sospechaban de la
existencia del paso subterráneo. Finalmente, se plantó frente a ellos un soldado
con un brazalete blanco en la manga y se inclinó con afectación ante Aramir:
—Os pido disculpas, Alteza. Soy sir Elward, teniente occidental de la guardia
real. ¿Consideraríais, tal vez, la posibilidad de entregarme a mí vuestra espada?
—¿Y qué tiene usted que los demás no tengan?
—Acaso la guardia secreta ha realizado ciertas acciones que habéis
considerado injuriosas para vuestro honor. De ser así, en nombre de la guardia
real de Su Majestad, a la que yo represento, os pido sinceras disculpas y os
garantizo que nada semejante se volverá a repetir, y os aseguro que los
culpables serán castigados con todo rigor. Podríamos así dar por zanjado este
lamentable incidente.
—Ya no hay vuelta atrás, teniente. Su Alteza la princesa y yo hemos decidido
salir del fuerte en libertad, o morir.
—No me dejáis otra salida que la de desarmaros a la fuerza.
—Adelante, teniente. Pero tened cuidado, no os vayáis a herir por un
descuido...
En esta ocasión, el ataque fue más serio. Sin embargo, mientras los dos
bandos no traspasaron ciertos límites, la pareja de príncipes lunienses llevó la
iniciativa: Eohwyn y Aramir, casi sin altibajos, propinaban a sus adversarios
peligrosos mandobles en las extremidades, aunque no conseguían dejarles fuera
de combate. En poco tiempo, en las filas de los atacantes había ya tres heridos
leves, y la presión sobre ellos iba en aumento; los occidentales peleaban sin
ganas y miraban cada vez a menudo a su teniente: «¡Denos alguna orden clara,
demonios! ¿Les hacemos picadillo o qué?». Los hombres de la guardia secreta,
por si acaso, habían tomado posiciones en las líneas traseras, dejando toda la
iniciativa (y la responsabilidad) en manos de sir Elward, pues era evidente que
allí pintaban bastos.
Pero cuando Aramir ya se estaba felicitando por la manera en que estaban
consiguiendo ganar tiempo para Tserleg, éste apareció de repente a su lado,
blandiendo el yatagán, y anunció en tono fúnebre:
—Resulta que es un nuevo modelo de cerradura opariana, y no soy capaz de
abrirla, príncipe. Debéis rendiros, antes de que sea tarde.
—Ya es tarde —replicó Aramir—. ¿Podemos hacer algo por su vida, Tserleg?
—Difícilmente —negó con la cabeza el orocueno—. No creo que tengan
intención de tomarme preso, la verdad.
—¡Eohwyn...!
—Compareceremos juntos ante el Señor del Destino, amado mío; ¡no puede
haber nada mejor!
—Bueno, vamos entonces a intentar divertirnos, para terminar. —Con estas
palabras, Aramir avanzó temerariamente en dirección a los Blancos, justamente
hacia donde se encontraba sir Elward—. ¡En guardia, teniente! Juro por las
flechas del Cazador que vamos a rociar de sangre las ropas de vuestro amo, ¡y
nunca se lavarán esas manchas!
Cuando el estruendo y los gritos guerreros llenaban ya la sala (la cosa se
estaba poniendo muy fea: poco tardarían en producirse los primeros muertos),
se oyó una voz procedente de la escalera norte, no muy fuerte, pero que todos
los combatientes reconocieron al punto:
—¡Parad todos! ¡Aramir, escuchadme, os lo ruego!
Había algo especial en aquella voz, que hizo que la refriega se quedara como
congelada en cuestión de segundos, y el Guepardo (vistiendo un capote que no
era suyo, apoyando el brazo izquierdo en una especie de muleta y el derecho en
el hombro de un sargento de la Compañía Blanca) avanzó hasta el centro de la
sala. Se detuvo en medio del estupor general, y en ese momento volvió a oírse
su voz autoritaria:
—¡Escapad, Aramir! ¡Deprisa!
De su mano salió un pequeño objeto brillante que rebotó en el pecho de
Tserleg, y éste, perplejo, cogió del suelo una complicada llave de dos paletones
que abría la cerradura opariana.
¡Poco duraron todos aquellos titubeos! Aramir y Eohwyn, siguiendo las
indicaciones del orocueno, retrocedieron rápidamente hacia la puerta, y el
propio Tserleg volvió a meterse en la bodega, mientras sir Elward, que por fin
comprendió el sentido de lo que estaba ocurriendo allí, gritaba:
—¡Traición! ¡Van a escapar por un paso subterráneo! —El teniente estuvo
unos segundos dándole vueltas a la situación, tras lo cual adoptó una decisión
definitiva y, señalando al príncipe con el dedo, gritó solemnemente—: ¡Acabad
con él!
Ahora sí que la cosa iba en serio. Pronto se vio que Eohwyn no resistiría, en el
mejor de los casos, más que algunos minutos: hay que decir que la joven
manejaba estupendamente la espada, casi mejor que el príncipe, pero la espada
occidental que había conseguido no le venía nada bien: era demasiado pesada
para ella. Los dos habían sufrido ya heridas superficiales (él, en el costado
derecho; ella, en el hombro izquierdo), cuando de pronto se oyó a sus espaldas:
—¡El camino está libre, príncipe! Replegaos de uno en uno, por el pasillo que
queda entre los toneles. ¡El morral lo tengo yo!
A los pocos segundos, el príncipe, siguiendo a Eohwyn, estaba ya en la
bodega. De pie sobre el umbral de la puerta, frenó con su espada a un
occidental que se le echaba encima, lo que le permitió ganar unos metros sobre
sus perseguidores, y moverse rápidamente en la oscuridad, pasando por el
angosto pasillo que dejaban los toneles vacíos, colocados unos encima de otros,
formando tres filas.
—¡Venga, más deprisa! —se oía la voz de Tserleg (que a Aramir le parecía
que venía desde arriba).
Los Blancos ya aparecían por el pasillo —sus siluetas se recortaban sobre el
fondo luminoso del hueco de la puerta— cuando, de pronto, un estrépito sordo,
como un montón de troncos desmoronándose, retumbó por delante, y se hizo
una oscuridad total: ni un débil rayo de luz entraba desde el exterior. Poco le
faltó a Aramir para quedarse paralizado, presa del desconcierto, pero ahí estaba
otra vez a su lado el orocueno, surgido de no se sabe dónde, que le tomó de la
mano y tiró de él en la oscuridad; los hombros del príncipe pasaban rozando las
paredes del pasillo; por detrás resonaban las maldiciones y juramentos de los
occidentales, mientras que por delante, en medio de las tinieblas, les llamaba
alarmada Eohwyn:
—¿Qué ha sido eso, Tserleg?
—Nada de particular; me he limitado a menear los toneles de la fila de arriba
para hacer que se cayeran, taponando la entrada. Ahora tenemos un minuto,
por lo menos, de ventaja.
La joven les aguardaba junto a una portezuela muy robusta que daba a una
galería de tierra, estrecha y baja, de unos cinco pies de altura: ahí la oscuridad
era absoluta, ni el mismo orocueno alcanzaba a ver nada...
—¡Eohwyn, id vos por delante y a buen paso! Pero coged el miralejos... Y vos,
Aramir, venid aquí a ayudarme... Pero, ¿dónde demonios la habrán puesto?
—¿Qué es lo que busca?
—Una traviesa. Una no muy grande, de unos seis pies. Tenían que haberla
dejado cerca de esta puerta los hombres de Grager... ¡Aja! ¡Aquí está! ¿Habéis
cerrado ya la puerta, príncipe? Vamos a atrancarla con esta traviesa. Poneos
aquí. Tenemos que dejar bien fijo el madero... en un hoyo... Alabado sea el
Único, el suelo es de tierra, aguantará bien.
Poco después, la portezuela empezó a vibrar por los golpes: habían actuado a
tiempo.
Mientras tanto, en la superficie, en Colinas del Agua, se ajustaban las cuentas.
Amarillo de ira, sir Elward le chillaba al jefe del contraespionaje:
—¡Estás arrestado, Guepardo, o como quiera que te llames! Y ten muy
presente, canalla, que en el norte a los traidores los colgamos de los pies, para
que les dé tiempo a acordarse de todo lo que han hecho antes de morir...
—Cierra el pico, imbécil, das asco. —El capitán le volvió la espalda, cansado.
Se sentó en un peldaño de la escalera y, con los ojos cerrados, se puso a esperar
pacientemente a que le metieran el pie en una especie de férula; por momentos,
su rostro se contraía de dolor: una fractura en un pie no es ninguna broma.
—Sea como fuere, estás arrestado —insistió el occidental. Miró a los oficiales
de la guardia secreta, que formaban un semicírculo en torno a su jefe, y, de
repente, sintió miedo, y eso que él no se amilanaba fácilmente. Aquellas siete
figuras se habían quedado paralizadas, con una inmovilidad extraña, y sus ojos,
normalmente oscuros y vacíos como un pozo seco, se llenaron de pronto de una
temblorosa luz purpúrea, como los de una fiera.
—No, no, ni se os ocurra —se dirigió a sus hombres el Guepardo, y la
luminiscencia purpúrea se extinguió de pronto, como si nunca hubiera
existido—. Que me considere arrestado, si con eso se queda tranquilo; sólo nos
faltaba ahora, para rematar la faena, una escabechina entre los de la Compañía
Blanca.
En aquel preciso instante, en la entrada del fuerte se oyó una gran algazara, y
a continuación las puertas se abrieron y entró, flanqueado por unos centinelas
totalmente alelados, el hombre al que menos esperarían ver allí en ese
momento:
—Grager... —exclamó estupefacto sir Elward—. ¿Cómo se atreve a
presentarse aquí? Para empezar, nadie le ha proporcionado un salvoconducto...
—Quien va a necesitar ahora un salvoconducto —se sonrió el barón— va a
ser usted, no yo. Vengo en nombre de mi soberano, el príncipe de Lunien —
puso mucho énfasis en la pronunciación—. Su Alteza se muestra dispuesto a
olvidar todos los perjuicios que le habéis causado y pretendíais seguirle
causando. Más aún: el príncipe os propone un plan que permitiría a Su
Majestad salvar la cara, y a vosotros personalmente la cabeza.
CAPÍTULO 30

Lunien, el Poblado
15 de mayo de 3019

Hacía una mañana maravillosa. Como en una acuarela, el azul celeste de las
Montañas Sombrías (¡a quién se le habrá ocurrido llamarlas Montañas
Sombrías!) era tan límpido que sus cumbres nevadas parecían notar incorpóreas
sobre el inabarcable vellón esmeraldino de Lunien. Colgada sobre una colina
vecina, Colinas del Agua se ofrecía en esos instantes tal y como la habrían
concebido sus creadores: no como una fortaleza, sino como un mágico refugio
en el bosque. Los rayos del sol naciente habían transfigurado milagrosamente el
prado situado a las afueras del Poblado; el abundante rocío, que antes lo cubría
con una noble capa de plata mate, estalló de repente en una lluvia de
innumerables y diminutos brillantes: se diría que el temprano amanecer de
mayo había cogido por sorpresa a los gnomos que allí se reunían para sus
veladas nocturnas, y ahora tenían que esconderse en los nidos de los ratones, y,
presas del pánico, se habían visto obligados a arrojar sus tesoros,
deliciosamente repartidos por la hierba.
Lo cierto es que en las trescientas o cuatrocientas personas congregadas a esa
hora en el prado, campesinos y soldados en su mayoría, dicho rocío
difícilmente suscitaría asociaciones positivas (por no hablar ya de imágenes
poéticas), pues todos estaban empapados y tiritaban arrecidos. A pesar de eso,
de allí no se movía nadie, al contrario, no paraba de afluir gente. A los
habitantes del Poblado se les habían unido las gentes de los caseríos distantes:
la noticia de que la Compañía Blanca dejaba esa mañana Colinas del Agua,
transfiriendo sus funciones al reconstituido regimiento de Lunien, se había
difundido por toda la región con una celeridad increíble, y nadie deseaba
perderse el espectáculo. En ese momento, contemplaban las dos formaciones
impasibles, la negra y la verde, situadas la una enfrente de la otra, y a sus
oficiales que se dedicaban recíprocamente complicadas secuencias de
movimientos con sus espadas desenvainadas («Hacemos entrega de la plaza»,
«Asumimos el control de la plaza»). Por primera vez, todos aquellos hombres
no se sentían inmigrantes de Pietror, Reinor o Ribera Grande, sino lunienses.
El príncipe de Lunien estaba algo pálido y no se encontraba muy a gusto en
su sillón, cosa que advirtieron sus conocidos; no es menos cierto que las caras
pálidas y las miradas apagadas abundaban en las filas de la Compañía Blanca
(«¡Mirad, tíos!, se conoce que esta noche se han corrido la juerga padre en el
fuerte...» «Sí, fijaos en aquellos tres Blancos de la última fila, a la derecha,
apestan a vino; deberían comer algo: no se tienen en pie, los pobres»). Aramir, a
todo esto, agradecía a la Compañía Blanca los fieles servicios prestados,
despidiéndose ceremoniosamente de los oficiales de su guardia personal, y
luego se dirigió al pueblo:
—Hoy —dijo— celebramos solemnemente la vuelta a casa de nuestros
amigos, que acudieron en nuestra ayuda en los momentos más difíciles, cuando
la joven colonia de Lunien se encontraba indefensa ante las manadas de trasgos
y licántropos sedientos de sangre; ¡nos inclinamos ante vosotros, valerosos
Guardianes de la Ciudadela! («¿Tú has oído eso, compadre?: ¡manadas de
trasgos! ¿Tú has visto alguno alguna vez, aunque sea de lejos?» «Hombre, lo
que es yo, la verdad, verlos no los he visto; pero los que entienden de esto dicen
que no hace mucho, en el arroyo de la Nutria...»). El recuerdo de esta ayuda
permanecerá siempre vivo en nuestros corazones, de la misma manera que el
principado de Lunien será por siempre vasallo del Reino Unido, su escudo
allende el Río Largo. Pero defenderemos el Reino según nuestro propio criterio:
no vivimos en Solarien, sino al otro lado del Gran Río, y eso nos obliga a vivir
en armonía con todos los pueblos de la región, guste o no guste. («¿A qué se
refiere, compadre?» «Bueno, si no he entendido mal, pues, por ejemplo, a los
trolls de las Montañas Sombrías: dicen que si tienen mucho hierro, tirado de
precio, y que, en cambio, andan muy justos de madera...» «Claro, claro...»). Para
terminar, ¡tres hurras por Su Majestad el rey de Pietror y Reinor! («Qué cosas,
compadre...» «Mejor fíjate, cabeza de chorlito, en esos barriles que están
sacando, ahí a la derecha. A mi qué más me da que sea en nombre de Su
Majestad... ¡Hurraaa!»).
El mensajero procedente de Torre Vigía, teniente de la guardia real
occidental, se presentó en el prado cuando la ceremonia estaba en su apogeo; su
caballo estaba cubierto de espuma y movía pesadamente los flancos caídos. Sir
Elward, humillado por los hombres de la guardia secreta («¡Tenga la bondad de
sonreír, sir Elward...!» «Ya se lo hemos dicho: ¡sonría!»), habiendo asistido
impotente a aquella traición inaudita —la entrega sin lucha de una fortaleza
clave—, se animó y sintió renacer en su pecho una esperanza sin fundamento:
de algún modo, Su Majestad había llegado a saber del motín y hacía llegar a la
Compañía la orden de meter en cintura a todos aquellos contumaces traidores,
desde Aramir hasta el Guepardo... ¡Ay! El mensaje, en efecto, era de Altagorn,
pero su destinatario era precisamente el capitán de la guardia secreta. Éste
rompió allí mismo el sello con el Árbol Blanco y se concentró en la lectura;
después, dobló tranquilamente el despacho oficial y se lo tendió, con una
sonrisa inquietante, a sir Elward:
—Lea, teniente, creo que le va a interesar.
La carta incluía instrucciones detalladas acerca de cómo debía actuar la
Compañía Blanca ante las nuevas circunstancias. Altagorn escribía que, para
preservar el statu quo, era preciso descubrir las bases del regimiento de Lunien y
aniquilarlas de un plumazo, de manera que no escapase ni un solo hombre: la
operación debería ser fulminante y totalmente secreta; la atribución a posteriori
de aquellos monstruosos crímenes —a los trolls montañeses, a los trasgos o al
mismísimo Diablo— quedaba al arbitrio del capitán. ¡Pero...!, como hubiera la
más mínima duda sobre el éxito de la operación (supongamos, por ejemplo, que
había transcurrido demasiado tiempo, y el número de lunienses igualaba al de
los Blancos), ésta no se debía llevar a cabo. En ese caso, habría que hacer de la
necesidad virtud y confiar la defensa de Colinas del Agua a los oficiales del
regimiento de Lunien, con la condición de que Aramir ratificara sus vínculos de
vasallaje, y ellos regresarían a Torre Vigía, dejando tan sólo vana red de espías
en el territorio. Su Majestad insistía una vez más en que la persona de Aramir
era intocable, en cualquier circunstancia; a quienes, consciente o
inconscientemente, provocaran un enfrentamiento abierto entre Blancos e
lunienses (lo que desembocaría en una guerra de guerrillas en el principado y
haría saltar por los aires el equilibrio interno en el conjunto del Reino Unido) les
aguardaba una condena por alta traición. En resumidas cuentas: en primer
lugar, «si se actúa, no quedarse a medias»; en segundo lugar, «en la duda, no
precipitarse».
«Hay en el mundo muchos soberanos», escribía Su Majestad en el post
scriptum, «que gustan de presentar sus órdenes en forma de insinuaciones, para
tener más tarde la posibilidad de ocultarse tras el ejecutor material, diciendo
que «no han sido bien interpretados». Pero Piedra de Elfo, de la estirpe de
Deilandil, no es uno de ellos: él siempre asume sus responsabilidades y llama a
las cosas por su nombre, y sus órdenes dicen lo que dicen. Por eso, si en la
Compañía Blanca hubiera oficiales que, en un exceso de celo, confundieran las
prohibiciones tajantes con deseos velados de su señor, al Guepardo le
correspondería neutralizar a tales oficiales a cualquier precio.»
—Como ve, teniente, al preservar su vida en el curso de sus espectáculos
nocturnos, en cierto sentido he infringido las órdenes del rey.
—De modo que conocía usted esas órdenes de antemano... —Sir Elward
miraba al Guepardo con un terror supersticioso.
—Sobrevalora usted mis posibilidades. Lo que sí sé, a diferencia de usted, es
calcular las diferentes combinaciones con un par de movimientos de antelación.
—¡...Ya se van! ¡Hay que ver, se van de verdad! —Grager respiró aliviado,
mientras seguía con la vista la columna de los Blancos que se estiraba a lo largo
de la carretera de Ciudastela; no obstante, mantenía cruzados, de una forma
peculiar, los dedos de la mano izquierda («¡lagarto!, ¡lagarto!»)—. Confieso que
hasta el último momento no me lo acababa de creer; me esperaba de ellos
alguna bajeza... ¡Sois un genio, Majestad!
—Para empezar, nada de «Majestad», sino «Alteza», y tenga muy presente,
barón, que no pienso tolerar bromas a este respecto...
—Os pido disculpas, Alteza.
—Por otra parte —en ese momento Aramir miró con una media sonrisa a los
miembros del regimiento de Lunien que se habían congregado en torno a
ellos—, a todos vosotros os permito que os dirijáis a mí como en los viejos
tiempos: «mi capitán». Ese privilegio, evidentemente, no será hereditario. Y
ahora, muchachos, Su Alteza os invita al castillo, donde la mesa está servida y
las botellas descorchadas; en unos minutos me uniré a vosotros, en compañía
de los señores oficiales y de... eeeh... nuestros invitados de oriente. Y bien,
Grager, eso que decía usted con alivio hace un momento: «ya se van, ya se van»,
¿lo piensa usted en serio?
—De ninguna manera, mi capitán. Su red de agentes...
—Ahí está la cosa. ¿Y qué sugiere usted que hagamos con ella?
—Nada, Alteza.
—Explíquese mejor...
—Con vuestro permiso. No tendría sentido que sometiéramos a juicio a los
hombres del Guepardo que pudiéramos descubrir: si Lunien ha sido y sigue
siendo vasallo de Pietror, su trabajo para el monarca del Reino Unido no
constituye ningún delito. Ante esta clase de situaciones, hay quien prefiere
liquidar discretamente a los espías, pero es una medida extrema. De llevarla a
cabo, estaríamos comunicando de hecho a Torre Vigía que nos encontramos en
un estado... bueno, si no de guerra abierta, sí de manifiesta hostilidad contra
ellos. Y, por último, lo más importante, príncipe: estoy casi convencido de que
no hemos desenmascarado su red al completo; si capturamos tan sólo a la parte
que conocemos, les permitiremos utilizar tranquilamente en lo sucesivo a los
agentes que hayan quedado libres. Pero si no molestamos a ninguno, no podrán
deducir qué es lo que sabemos exactamente, así que se verán obligados, de
acuerdo con las leyes de la conspiración, a partir de la base de que toda su red
de agentes ha sido identificada. En mi opinión, si no la dan definitivamente por
perdida, al menos la dejarán en suspenso por una buena temporada. En todo
caso, yo, en su lugar, me mantendría a una distancia prudencial de esa red
«medio quemada»...
—Muy bien, ahora todo eso lo dejo a vuestro criterio, barón Grager. Os
nombro capitán, investido de plenos poderes.
—¡Vaya! —se rió Tangorn—. Veo, príncipe, que el proceso de formación del
estado de Lunien no sigue el camino más habitual: resulta que la primera
institución que se crea es el servicio de contraespionaje...
—A la fuerza ahorcan... —Aramir se encogió de hombros—. Por lo demás, no
creo que sea un asunto de interés para nuestros invitados... ¿Dónde está usted,
Tserleg? Confieso que estoy en un aprieto: en premio por sus hazañas de
anoche, tendría que otorgarle, indiscutiblemente, un título nobiliario, pero eso
plantea un sinfín de complejidades burocráticas... Por otra parte, ¿le hace
alguna falta un título nobiliario de Pietror a un soldado del desierto?
—¡Ninguna falta, Alteza! —Tserleg negó con la cabeza.
—Fijaos... En tal caso, no nos queda otra alternativa que la de seguir las
antiguas leyendas: ¡pida lo que desee, capitán, de todo corazón! Tenga en
cuenta, eso sí, que por ahora no le puedo ofrecer la mano de ninguna hija, y que
en las arcas del estado... ¿de cuánto disponemos, Eregond?
—Ciento treinta y seis ducados, Alteza.
—Ya... Como puede ver, nuestro raquítico tesoro no es muy tentador...
Seguramente necesitará usted de algún tiempo para pensárselo, ¿no es así,
sargento? Por cierto, todavía tengo otra deuda con usted: por haber salvado a
este valiente caballero...
—Disculpadme, Alteza —se turbó el orocueno—, pero nosotros... ¿cómo
decirlo? Los tres juntos... tenemos una petición común que haceros. Será mejor
que os lo explique el barón Tangorn: considerad que es como si yo le hubiera
cedido a él mis derechos...
—¿Ah, sí? —El príncipe, entre asombrado y divertido, miró de arriba a abajo
a los tres compañeros—. Esto se pone cada vez más interesante. Debo entender
que vuestra petición es confidencial, ¿no es así?
—Así es, Alteza.
—Por lo que he podido deducir, barón, estamos hablando del miralejos —
empezó hablando Aramir, tras apartarse del grupo a una distancia prudencial;
estaba muy serio: en su rostro no quedaba ya ni rastro de la dicha reciente.
—Así que ya os lo imaginabais, príncipe...
—No soy tan tonto; ¿para qué, si no, me ibas a pedir que me lo trajera en la
huida? Lo que no se me había ocurrido pensar es que formaras parte del mismo
equipo que esos hombres... Es decir, que vamos a tener que poner el cristal
mágico en manos de los umbrorianos. Me estáis metiendo en un buen lío, no me
lo negarás...
—Nada de eso, Alteza. Haladdin no está al servicio de Umbror, actúa por su
cuenta y riesgo; y puedo aseguraros que lo hace en beneficio de toda la
civilización de Midgard... Lástima que no tenga derecho a revelaros el objeto de
mi misión; os pido que confiéis en mí.
—No se trata de eso —replicó Aramir—. Tú sabes que siempre he confiado en
ti, para lo que fuera... incluso más que en mí mismo. El problema es el siguiente:
¿no podría suceder, en la práctica, que vosotros tres estuvierais siendo
manejados por otras personas que se aprovecharan de vuestros esfuerzos?
Vuelve a analizar toda la situación, no como amigo de Haladdin y Tserleg, sino
como espía profesional...
—La he analizado muchas veces y puedo decir que, con independencia de
quién fuera el que lo planeó todo en un principio, Haladdin se limita a
desarrollar su propio juego, y creedme si os digo que es un tipo muy duro de
pelar, aunque no lo parezca a primera vista. Más aún: me cae realmente bien, y
haré todo lo que esté en mi mano para conducirle hasta la victoria.
—Muy bien —dijo el príncipe tras unos momentos de reflexión—. Digamos
que me has convencido. ¿Puedo ayudaros en algo concreto?
—Para empezar, aceptando mi dimisión —comenzó diciendo el barón, pero,
al ver la mirada desconcertada de Aramir, aclaró—: Necesito marchar a Opar
por una temporada: me propongo actuar allí a título personal, para no
comprometer a Su Alteza.
CAPÍTULO 31

Pietror, Torre Vigía


17 de mayo de 3019

—¡Su Majestad la reina de Pietror y Reinor! —anunció el maestro de


ceremonias, para luego desvanecerse sin dejar rastro, como si nunca hubiera
estado allí. La verdad es que el personal de palacio poseía, además de los
conocimientos adquiridos, una intuición sobrenatural: es cierto que Altagorn
tenía nervios de acero (la profesión de condotiero así lo exige) y, cuando
alguien mencionaba a la reina en su presencia, ocultaba sus verdaderos
sentimientos, aparentando una indiferencia absoluta, pero mira, por si acaso...
El muy pícaro presentía que, en esas ocasiones, Su Majestad Piedra Elfinita
experimentaba un deseo, fugaz como el soplo de la brisa: o bien entregar a
quien había pronunciado esas palabras al cuidado de los muchachos de la
guardia secreta (de noche, mejor ni mentarlos), o bien desenvainar sin más su
espada Llama del Oeste y seccionarlo cuidadosamente en dos mitades, desde la
coronilla hasta la entrepierna...
¡Dios mío, qué hermosa era! En ninguna lengua humana existen las palabras
necesarias para describir su belleza, sólo los elfos disponen de los términos
adecuados... Pero el problema no residía en su belleza como tal, sino en su
absoluta inaccesibilidad, digna de una estrella: ése era el instrumento del que se
había valido para dirigirle, con mano firme, durante todos esos años, desde el
instante mismo en que él fue a parar por primera vez a los Bosques Encantados
y encontró allí —¡oh, por pura casualidad!— a Estrella Vespertina, lucero de
Valle Profundo, hija del mismísimo Rondel. Nadie podría ya llegar a saber por
qué los elfos le habían elegido a él, uno de los innumerables príncipes
occidentales (en rigor, raro es el occidental que no se considera un príncipe,
convencido de que su genealogía se remonta, si no hasta Lunildur, sí como
mínimo hasta Erendur). En todo caso, los Primeros Nacidos no se equivocaron:
Altagorn desempeñó la misión que le habían encomendado con brillantez.
Pero ahora la miraba con un sentimiento de desesperación desconocido hasta
entonces en él: no tenía sentido seguir luchando, ¿cuánto tiempo se puede estar
persiguiendo un espejismo? Sí, ya era hora de hacer balance, y no tenía ningún
motivo para engañarse a sí mismo. Pues bien, el ignoto atamán de los
montaraces del norte había ganado la más grandiosa guerra de la historia de
Midgard y había subido al trono del Reino Unido, convirtiéndose así en el
primero de los soberanos de occidente... Pero todo esto no le había acercado ni
un paso a la posesión de esa mujer.
—¿Qué más quieres de mí, Estrella? —Comprendía que no era así como debía
hablarle, pero no sabía cómo actuar—. He destruido Umbror y he puesto a tus
pies la corona de Pietror y Reinor; si te parece poco, extenderé las fronteras de
nuestro reino hasta más allá del mar de Estun y las montañas de Vendotenia.
Conquistaré Surania y los países del Lejano Oriente, y haré de ti la reina del
mundo... ¡Sólo tienes que decírmelo!
—¿Acaso tú no lo deseas?
—Ya no. Ahora sólo te necesito a ti... Creo que, por lo que fuera, entonces, en
Valle Profundo, estaba más cerca de ti que ahora...
—Entiéndelo... —en su rostro se dibujó una expresión de lástima y de fatiga,
como una maestra que le vuelve a explicar una vez más una regla de ortografía
a un alumno torpe—, yo no puedo pertenecer a ningún hombre, no te tortures
en vano. Acuérdate de la historia del príncipe Valacar y la princesa Vidumavi,
tal y como figura en vuestras propias crónicas: «Los pietrorianos, por su origen,
se consideraban muy superiores a las gentes del norte; el matrimonio con
alguien de una raza inferior, aunque fuera aliada, constituía una deshonra». No
es de extrañar que aquello desembocara en una guerra civil... Pues bien, desde
la altura de mi ascendencia no se ve ninguna diferencia entre Lunildur y
cualquier reyezuelo negro de la Lejana Surania... Pero eso no es más que una
tontería, comparado con lo verdaderamente importante: la edad. Para mí, tú no
eres ni siquiera un muchacho, sino un niño. Tú tampoco dirías que una niña de
tres años es una mujer, por mucho que su apariencia fuera la de una adulta...
—¿Hablas en serio?
—Por supuesto. De hecho, te comportas como un niño malcriado. Has
conquistado en pocos días las enseñas del poder real y ya estás pidiendo un
juguete nuevo: Estrella, Lucero Vespertino de Valle Profundo. Piénsalo bien:
hasta el amor lo quieres cambiar por un puñado de caramelos, las coronas de
los reinos de los hombres... ¿Cómo es posible que tú, que has tratado a los elfos
desde hace tantos años, no hayas comprendido todavía que a nosotros no nos
hace falta el poder como tal? Créeme, para mí no hay ninguna diferencia entre
la corona de Pietror y esta copa: no se trata de más que de dos trozos de plata
con incrustaciones de piedras preciosas.
—Sí, por lo visto no soy más que un niño. Y en aquella ocasión, en Onirien,
me engañasteis también igual que a un niño.
—Fuiste tú el que se engañó a sí mismo —replicó ella tranquilamente—.
Recuerda cómo ocurrió todo, por favor.
Al instante, las paredes de la sala de palacio se cubrieron de una neblina
plateada, de la que surgieron unas vagas siluetas de mellyrn de Onirien, y
Altagorn oyó de nuevo, como si estuviera ahí mismo, la suave voz de Rondel:
«Acaso renazca con mi hija el reinado de los Hombres sobre Midgard, pero, a
pesar de lo mucho que te aprecio, te diré lo siguiente: Lucero Vespertino no
cambiará el curso de su destino por un mozalbete. Tan sólo el rey de Reinor y
Pietror podrá llegar a ser su esposo». La voz del señor de los elfos se apagó,
dando paso a un susurro inaudible, y Altagorn volvió a ver a su lado a Estrella:
ésta, con un gesto indolente, devolvió a la sala su aspecto habitual.
—Así es como se dijo entonces, Altagorn, hijo de Altatorn. Ésa es la pura
verdad: sólo el rey de Reinor y Pietror podría llegar a ser el esposo de la
princesa de los elfos; pero, ¿acaso alguien prometió que tendría que serlo sin
falta?
—Tienes razón, como siempre... —Altagorn forzó una sonrisa—. A un niño
como yo no se le podía pasar por la cabeza que el señor de Valle Profundo
tratara de desdecirse de su palabra... Qué se le va a hacer, parece haber
encontrado un resquicio perfecto en el contrato; para que luego digan de los
procuradores de Opar...
—Se te ha pagado debidamente por tu trabajo: la Espada nuevamente forjada
y el trono del Reino Unido.
—¡Sí, un trono del que ni siquiera dispongo!
—Bueno, tampoco te quejes tanto. —Ella le puso mala cara—. Además, tú
sabías desde un principio que cuando subieras al trono tendrías como consejero
a un elfo...
—Querrás decir: como gobernador.
—Ya estás exagerando otra vez... Además, han accedido a tus pretensiones:
no te mandaron un consejero cualquiera a Torre Vigía, sino que me mandaron a
mí, para que a los ojos de tus súbditos pareciera que se trataba del clásico
matrimonio dinástico. ¡Pero no sé qué te habrás pensado, que te propusiste
añadir la hija del señor de los elfos a tu colección de doncellas!
—Tú sabes que eso no es verdad. —La voz de Altagorn ya sólo reflejaba una
profunda resignación—. Cuando en Onirien tomaste de mi mano el anillo de
Bahahir...
—Ah, eso... ¿Es que quieres recordarme la historia de Behen y Utien?
Métetelo de una vez en la cabeza: eso no es más que una leyenda, y además una
leyenda humana; a los elfos sólo nos causa risa.
—Gracias por la aclaración... Hablando claramente, para vosotros, el amor
entre van elfo y un ser humano no es más que un caso de bestialismo, ¿no?
—Vamos a dejar ya esta conversación estúpida... Hace un rato mencionaste,
por cierto, la necesidad de respetar los acuerdos. ¿No crees tú que el último
«lamentable incidente», el segundo en pocas semanas, con gente de mi séquito,
ha sido excesivo?
—Mira con lo que sales ahora...
—Pues sí, querido, precisamente. Y, por si habíais llegado a pensar que
Onirien no es capaz de defender a la gente que está a su servicio, le daremos a
tu guardia secreta una lección que no podrá olvidar jamás. Eso si queda alguien
para recordarla.
—Ten muy presente, querida —la renovada rabia de Altagorn contribuía a su
recuperación, igual que reanima la vivificante fetidez del amoniaco; el hielo que
se había formado en su mente se derretía, y el occidental volvía a ser el de
siempre: un blanco lobo ártico enfrentado a una manada de chacales—, ten muy
presente que aquí, por ahora, vosotros no sois los amos. Vamos a llamar a las
cosas por su nombre; si tu «séquito» fuera una verdadera embajada, hace
mucho que se les habría expulsado a todos del país, en virtud de la fórmula:
«por actividades incompatibles con su estatus diplomático».
—¿Sabes? —dijo Estrella pensativa—, a veces te pierde tu excesivo
racionalismo: te hace ser demasiado predecible. Tú nunca te habrías apresurado
a tomar esa clase de medidas de no haber sido absolutamente necesarias; eso
me ha llevado a pensar que los fallecidos se estaban acercando mucho a algo
extraordinariamente secreto e importante. Así que sólo me quedaba averiguar
de qué se habían ocupado en los últimos días.
—¿Y qué? ¿Ha habido progresos?
—¡Oh, sí! Menudo éxito... Si es que a eso se le puede llamar éxito... Confieso
que nosotros hemos hecho la vista gorda ante tus juegos con los muertos; a
decir verdad, nadie creía que un mortal llegara a dominar el sortilegio de la
Sombra hasta el punto de devolverles realmente la vida. Pero ahora te has
propuesto heredar también la negra sabiduría de Umbror: recoges por todas
partes esos fragmentos ponzoñosos y, por lo visto, has llegado a pensar que eso
te sacará del apuro... No lo discuto: eres un aventurero de primerísima clase,
precisamente por eso te elegimos entre tantísimos otros, un hombre muy
inteligente, audaz y absolutamente despiadado, con los demás y contigo
mismo. Ya sé que no es ninguna novedad para ti lo de hacer malabarismos con
una cobra viva, pero créeme: nunca antes, nunca, ¡lo juro por los palacios de
Tierra Divina!, habías planteado un juego tan arriesgado como el de ahora...
—Bueno, también soy un hombre muy pragmático. El secreto reside en que
para vosotros estos juegos no son menos funestos que para mí; me alegro de
que por fin te hayas dado cuenta del grado de peligro que entrañan. Así que
estoy dispuesto a echarme atrás, a cambio de una compensación.
—¡Vaya! ¿Y pides mucho?
—Tú ya conoces el precio; no habrá otro.
Estrella se retiró en silencio: parecía un rayo de sol atravesando una
habitación polvorienta. Y cuando ella se volvió hacia Altagorn y le dijo a media
voz «¡espera!», la victoria fue más completa que en los Campos Cercados y
Círculo Dorado.
—Espera —repitió él; a continuación, levantó desdeñoso la copa de plata, la
misma que ella acababa de utilizar para ilustrar sus invectivas, la apuró y con
un movimiento brusco la estrujó en su mano, como si fuera un cucurucho de
papel: las incrustaciones de rubí saltaron como gotas de sangre entre sus dedos
y rebotaron en el suelo de mármol, sonando como unos dados—. Lo juro por los
palacios de Tierra Divina —repitió despacio lo que ella había dicho antes—;
ahora yo tampoco veo la diferencia entre la corona de Pietror y la copa;
perdona, pero no tenía la corona a mano...
Dicho esto, le arrojó desdeñoso aquel trozo de plata espachurrada, de modo
que Estrella tuvo que recogerlo de mala gana, mientras él se marchaba sin mirar
atrás: parecía que, por primera vez, se imponía en una batalla. Sí, ella tenía
razón: él estaba arriesgando mucho en ese juego, pero no tenía intención de
volverse atrás. Él deseaba a esa mujer, y la conseguiría a cualquier precio. ¿Que
eso no sería posible mientras los elfos siguieran siendo quienes eran? En tal
caso, habría que destruir el fundamento mismo de su fuerza. Era una tarea de
una dificultad increíble, pero mucho más atractiva que la conquista de Surania,
por poner un ejemplo.
En ese momento, la voz del miembro de la guardia real que estaba de servicio
le devolvió a la realidad:
—¡Majestad...! ¡Majestad...! Ha llegado la Compañía Blanca, procedente de
Lunien. ¿Dais vuestro permiso para que pasen?
Altagorn permanecía en silencio, con la cabeza baja y los brazos cruzados; el
Guepardo, sentado enfrente de él en un sillón (con el pie entablillado colocado
de cualquier manera), habiendo concluido su desdichado informe hacía ya
algunos minutos, esperaba ahora el veredicto.
—En esas circunstancias, capitán —el rey se dignó por fin a mirarle—,
debemos dar por buena su actuación. De haber estado en su lugar, yo habría
hecho lo mismo... Lo cual, dicho sea de paso, no resulta sorprendente...
—Efectivamente, Majestad. Nuestra sombra es vuestra sombra.
—Me da la impresión de que querías pedir algo...
—Sí. En Lunien estábamos atados de pies y manos por la orden tajante de
respetar la vida de Aramir. No creéis que sería preciso reconsiderar...
—No, no lo creo. Mira —el occidental se paseaba por la habitación,
pensativo—, he llevado una vida muy agitada, y mis pecados, incluidos las más
graves, son innumerables... Pero nunca he faltado a mi palabra, y nunca lo haré.
—¿Y eso qué tiene que ver con la política real?
—Tiene mucho que ver. Aramir es un hombre de palabra: si yo no me aparto
de mis compromisos, él se atendrá a los suyos. Y a mí me interesa preservar el
statu quo...
—¡Pero ahora empezarán a afluir a Lunien todos los descontentos con el
gobierno de Su Majestad!
—Por supuesto, ¡y eso es algo magnífico! Así, de paso, me libraré de la
oposición en Pietror; además, fíjate: sin ninguna violencia. Ahora Aramir tendrá
un nuevo quebradero de cabeza: conseguir que cierta gente se olvide de la
restauración de la dinastía anterior; insisto en que él también ha empeñado su
palabra.
—¿Y no os inquieta que el príncipe de Lunien haya podido emprender ya, en
secreto, algún tipo de intriga con el oriente?
—¡En tu informe no se decía nada de eso! ¿De dónde procede esa
información?
—El caso es que el que me rompió el pie era un explorador orco, y aquella
misma noche me atendió un médico opariano, creo recordar que se llamaba
Haladdin. Esos tipos habían llegado a través de las Montañas Sombrías, en
compañía del barón Tangorn, un tipo bien conocido...
—¡A ver, descríbeme a ese doctor!
El Guepardo miró asombrado a Altagorn; al proseguir con su exposición, su
voz temblaba muy ligeramente.
—... Sí, es él, sin duda —farfulló el occidental y luego cerró los ojos durante
algunos segundos—. O sea, que Tangorn buscó a Haladdin en Umbror y se lo
ha llevado a Lunien, con Aramir... ¡Qué diablos, capitán, la peor noticia te la
habías reservado para el final! Por lo que se ve, no había valorado como es
debido a ese filósofo, ni mucho menos...
—Perdonad, Majestad, pero sigo sin entenderlo: ¿qué representa ese tal
Haladdin?
—Mira, ahora vas a tener que encabezar una pequeña sección ultrasecreta: el
grupo Feanaro; no va a estar integrada siquiera en la estructura de la guardia
secreta y dependerá directamente de mí. La misión estratégica de Feanaro, en
una buena temporada, consistirá en reunir los conocimientos legados por
Umbror y Fuerteferro: probaremos a utilizarlos en beneficio propio. Para ello,
no bastará sólo con los libros: la gente también es imprescindible...
Precisamente, el número dieciocho en nuestra lista le corresponde al doctor
Haladdin. Siempre cabe la posibilidad, naturalmente, de que se haya
encontrado con Tangorn, el agente de Aramir en Opar, por pura casualidad,
pero yo, personalmente, no creo en esas casualidades...
—¿De manera que pensáis que Aramir está haciendo lo mismo que vos?
—A menudo, las ideas más felices surgen en las mentes agudas al mismo
tiempo; por cierto, los elfos también se están ocupando ahora de esa clase de
indagaciones, claro que con otros fines... Pero la clave está en que a Aramir,
gracias a sus viejos vínculos con el oriente, le resulta mucho más fácil la
búsqueda que a los demás. Por cierto, que las listas por las que nos guiamos
han sido elaboradas a partir de informes previos a la guerra, remitidos por sus
agentes destinados más allá del Río Largo. Gracias al Señor del Viento, los
archivos del Consejo Real cayeron en nuestras manos, no en las de los elfos... En
resumen, capitán, encontrad cuanto antes a Tangorn y sacadle toda la
información que podáis; pensad después en cómo echarle la zarpa al botín de
los lunienses. No hay nada más importante en este momento.
—¿No pretenderéis que organicemos su captura desde el propio Colinas del
Agua? —El Guepardo sacudía la cabeza, desalentado—. Porque allí nuestra red
ha sido prácticamente desmantelada por ese maldito Grager, y difícilmente
podría llevar a cabo una operación de esa envergadura...
—Tangorn no se quedará en Colinas del Agua. Lo más probable es que
Aramir lo envíe a Opar, donde el barón ya actuó con tanto éxito antes de la
guerra. Allí hay ahora mismo muchos exiliados umbrorianos: no puede haber
mejor sitio para las misiones diplomáticas clandestinas. A Haladdin
seguramente ya lo tendrán escondido en alguna parte... Eso será fácil de
comprobar. Voy a despachar un mensajero a Colinas del Agua; en todo caso,
conviene que le haga llegar mis mejores deseos al príncipe de Lunien. Y si el
mensajero no localiza allí ni a Haladdin ni a Tangorn, que es lo que yo creo que
va a ocurrir, envía a tus hombres a Opar de forma inmediata. Manos a la obra,
capitán. Y ponte bien cuanto antes, que hay muchísimo trabajo.

—¿Y dónde está ahora el Glotón?


—En Fuerteferro; es el cabecilla de una banda de saqueadores dungar. Su
misión: el fuego explosivo.
—¿Y el Mangosta?
—En Montaña Azul, condenado a trabajos forzados en una cantera —
respondió el colaborador de Feanaro que estaba poniendo al Guepardo al
corriente de la situación heredada, y le aclaró—: En el marco de la operación
Burlón, capitán. Su salida de allí está programada para el próximo martes.
—¿No se podría acelerar la operación?
—De ninguna manera, capitán. El Mangosta trabaja sin protección, y la
cantera pertenece a gente del entorno de la reina. Si lo delatamos, no durará ni
cinco minutos vivo: «intento de fuga» y listo.
—De acuerdo —asintió, y añadió después—: ¿Dentro de cuántos días volverá
el mensajero de Colinas del Agua?
—No creo que llegue antes del martes.
—En cuanto aparezca, que vaya a verme sin tardanza.
CAPÍTULO 32

Pietror, Montaña Azul


19 de mayo de 3019

A vista de pájaro, la cantera de Montaña Azul, donde se extrae la piedra


caliza para la construcción en Torre Vigía, parecía una taza de porcelana
agrietada en el borde, cuyo fondo y paredes estuvieran cubiertos por centenares
de diminutas y meticulosas hormigas comunes buscando restos de azúcar. En
los días despejados, y éste era uno de ellos, el blanquísimo cráter actuaba como
reflector, concentrando los rayos solares, y en las secciones interiores, sin
ventilación, reinaba un calor infernal. Y si esto era así a mediados de mayo,
Kumai prefería no pensar en lo que podría ser aquello en verano. Por supuesto,
los presos que iban destinados a Ribera Larga, condenados a remar en las
galeras, lo pasaban aún peor, pero todo el mundo estará de acuerdo en que ése
era un triste consuelo. Hoy Kumai estaba de suerte: le tocaba trabajar en la
terraza superior, donde soplaba una brisa fresca y apenas llegaba el sofocante
polvo calizo. Es cierto que los que trabajaban en el perímetro exterior de la
cantera llevaban grilletes en los pies, pero a él le parecía un precio razonable.
Hacía una semana que al lado de Kumai trabajaba Mbanga, un conductor de
olefauntes de combate del cuerpo expedicionario de Surania, que no dominaba
la lengua común. En mes y medio, los vigilantes le habían metido en la cabeza
el vocabulario necesario y —desde su punto de vista— suficiente («levanta»,
«en marcha», «lleva eso», «deprisa», «las manos en la nuca»), pero, por ejemplo,
con la expresión «perezosa bestia negra» se llegó a una situación de estupor
lingüístico que aconsejó dejarlo sencillamente en «negraco». Mbanga no parecía
tener prisa en ampliar ese vocabulario a través de la relación con otros
prisioneros, pues se hallaba en un permanente estado de somnolencia. Tal vez,
no se había cansado de llorar a su añorado Tongo, dado que entre un conductor
y su olefaunte se establece una amistad totalmente humana, muy superior a la
que surge entre un jinete y cualquier caballo. Pero también es posible que el
surenio siguiera habitando en espíritu en aquel sur increíblemente distante,
donde las estrellas son tan enormes sobre la sabana que, poniéndose de
puntillas, podía tocarlas con la punta de su assegai, y donde todo hombre,
gracias a una magia elemental, puede transformarse en un león y todas las
mujeres son bellas e insaciables en el amor.
En otros tiempos, en aquellas tierras floreció una poderosa civilización, de la
que no ha quedado nada, salvo las pirámides escalonadas cubiertas de una
exuberante vegetación tropical y los caminos empedrados con losas de basalto,
sin origen ni destino. Pero la historia de Surania en su forma actual comenzó
hace menos de un centenar de años, cuando Fasimba, joven y decidido caudillo
de los pueblos ganaderos de las regiones del interior del país, prometió —y
consiguió— acabar con el comercio de esclavos. Hay que tener en cuenta que en
los países del sur y del oriente el tráfico de esclavos había existido desde
siempre, pero no se practicaba a gran escala; se limitaba por lo general a la
venta de bellezas para los harenes y otros productos exóticos de esa índole, sin
una gran significación económica. La situación cambió drásticamente cuando
Jand desarrolló el negocio «a escala industrial», implantando por toda Midgard
un tráfico incesante de esclavos negros.
A orillas del profundo golfo, junto a las bocas del Kuwango (principal arteria
fluvial de Surania Oriental), surgió una ciudadela jandiana, bien fortificada, a la
que llamaron, sin ningún pudor, el Puerto de los Esclavos. Al principio, sus
habitantes intentaban capturar los esclavos ellos mismos, pero pronto se dieron
cuenta de que ésta era una actividad complicada y peligrosa; como dijo uno de
ellos, «eso es igual que esquilar a un cerdo: poco pelo y muchos gruñidos». Pero
no se desanimaron y establecieron contactos con los reyezuelos de la región
costera (su principal socio comercial fue un tal Mdikwa). Desde aquel
momento, el género vivo empezó a afluir a los mercados de Jand, a cambio de
abalorios, espejitos y ron de escasa pureza. Muchas personas señalaron, tanto a
los habitantes del Puerto de los Esclavos como a sus respetables agentes en
Jand, que el oficio con el que se ganaban la vida era el colmo de la inmundicia.
Los acusados, como respuesta filosófica, hacían notar que los negocios son los
negocios y que, si existe una demanda, ésta siempre será atendida por unos
proveedores o por otros (en nuestros tiempos, esta argumentación es
sobradamente conocida, así que no será necesario entrar en detalles). Sea como
fuere, aquella industria floreció en el Puerto de los Esclavos, y sus protagonistas
se enriquecían rápidamente, al tiempo que satisfacían sus fantasías sexuales
más extravagantes, gracias a que siempre disponían de muchachas negras (y
muchachos negros) para su disfrute temporal.
Así estaban las cosas en el momento en que Fasimba consiguió envenenar en
el curso de un festín amistoso a seis reyezuelos de la zona (lo cierto es que ellos
se preparaban, a su vez, para envenenar al propio Fasimba, pero éste supo
anticiparse de forma magistral: ése fue siempre su estilo), tras lo cual incorporó
sus dominios a los suyos propios y se proclamó emperador. Tras unificar las
fuerzas de aquellas siete regiones en un solo ejército, en el que impuso una
estricta autoridad centralizada, castigando implacablemente con la muerte
cualquier manifestación de tribalismo, el joven jefe invitó a consejeros militares
de Umbror, que siempre había comprendido la importancia de ejercer
influencia sobre los vecinos de Jand. Los umbrorianos enseñaron muy pronto a
los guerreros negros —que no conocían el miedo, pero tampoco la disciplina—
a llevar a cabo acciones coordinadas en formación cerrada, y el resultado superó
todas las expectativas. Además, Fasimba supo valorar antes que nadie las
auténticas posibilidades de los olefauntes de combate: estos animales se
empleaban en las batallas desde tiempo inmemorial, pero fue él quien decidió
acometer la domesticación a gran escala de las crías, creando con ello en la
práctica una nueva clase de tropas.
El efecto obtenido es comparable al que en otros tiempos produjeron los
tanques: una máquina aislada, adscrita a un regimiento de infantería, es algo,
sin duda, muy útil, pero eso es todo; en cambio, la agrupación de medio
centenar de tanques como fuerza de choque constituye un factor que modifica
radicalmente todo el carácter de la guerra.
De ese modo, tres años después de poner en marcha su reforma militar,
Fasimba emprendió una guerra de exterminio contra los caudillos del litoral
que se dedicaban a la caza de esclavos, y al cabo de medio año ya los había
aniquilado a todos. Por fin, le llegó el turno a Mdikwa. En el Puerto de los
Esclavos reinaba ya el más absoluto abatimiento, cuando llegó un mensajero de
uno de los reyezuelos de la región con buenas noticias: los guerreros de
Mdikwa habían entablado un combate decisivo con el afamado ejército de
Fasimba y lo habían derrotado estrepitosamente; pronto llegaría a la ciudad una
gran partida de esclavos robustos. Los jandianos, sintiéndose reconfortados, no
dejaron, sin embargo, de quejarse al mensajero de que los precios en los
mercados de esclavos de la metrópoli estaban últimamente por los suelos (lo
cual era falso). El mensajero, sin embargo, no se apesadumbró excesivamente:
habían capturado tantos que tendrían suficiente ron para medio año.
A la hora prevista llegó a la ciudad una caravana de esclavos, conducida por
el propio Mdikwa en persona: ciento ochenta hombres y veinte mujeres. A
pesar de las promesas del mensajero, los hombres, encadenados unos a otros,
no parecían gran cosa: estaban extenuados, con el cuerpo lleno de moratones y
heridas vendadas de mala manera con hojas de banano. En cambio, las mujeres,
que venían al frente de la columna completamente desnudas, poseían tales
perfecciones que toda la guarnición se amontonó alrededor de ellas, babeando y
pendientes únicamente de aquello. Pero todo fue en vano... Porque las cadenas
eran falsas; la sangre, pintura; y los propios cautivos, la guardia personal del
emperador. Bajo los vendajes de hojas de banano se escondían cuchillos
arrojadizos de forma estrellada, letales incluso a una distancia de quince yardas,
si bien aquellos guardias podían pasarse perfectamente sin armas de ninguna
clase: todos ellos eran capaces de dar alcance a un caballo en la carrera corta, de
esquivar flechas dirigidas contra ellos o de romper de un puñetazo siete tejas
apiladas. Los asaltantes tomaron las puertas de la ciudad en cuestión de
segundos, y el Puerto de los Esclavos cayó en sus manos. El propio Fasimba
dirigió la operación: él era, precisamente, quien había conducido hasta la
ciudad la «caravana de esclavos», disfrazado con la capa de leopardo de
Mdikwa, a quien todos conocían en la costa. El emperador sabía muy bien que
los representantes de la raza superior no serian capaces de distinguir a unos
«tizones» de otros por los rasgos de sus caras. La verdad es que a Mdikwa la
capa ya no le hacía ninguna falta: le habían dejado atado, expuesto a las feroces
hormigas rojas (ése era el castigo que esperaba a quienes tomaran parte en el
tráfico de esclavos), y éstas ya habían convertido al señor de la costa en un
esqueleto mondo y lirondo.
Dos semanas más tarde, un barco negrero de Jand atracó en el Puerto de los
Esclavos. El capitán, algo sorprendido al ver los muelles desiertos, se dirigió a la
ciudad: regresó escoltado por tres surenios armados, y dio la orden,
trabándosele la lengua del terror, de que desembarcaran los mozos de cuerda
que formaban parte de su tripulación. Realmente, la carga que se vio obligado a
aceptar a bordo de su barco para su traslado hasta Jand habría conmocionado a
cualquiera.
Consistía en un millar y medio de pieles humanas curtidas; más exactamente,
mil cuatrocientas veintisiete piezas, correspondientes a la totalidad de la
población del Puerto de los Esclavos, excepto siete niños a los que Fasimba, por
causas desconocidas, había perdonado lamida. En cada una de las pieles, el
amanuense municipal había escrito, de su puño y letra (le pagaron
correctamente por su trabajo: fue el último en ser ejecutado, y su muerte fue
relativamente benigna), el nombre del propietario, describiéndose además con
todo lujo de detalles las torturas concretas a las que había sido sometido antes
de ser desollado. En las pieles pertenecientes a las mujeres se hacía constar
cuántos guerreros negros habían podido apreciar íntegramente las cualidades
de la dueña; había pocas mujeres en la ciudad, y muchos guerreros, así que las
cifras, dentro de su variedad, eran en todos los casos imponentes... Sólo unos
pocos habitantes del Puerto de los Esclavos habían tenido la dicha de merecer la
breve anotación: «Murió durante el asalto». Y el último número del programa
consistía en una figura disecada, elaborada a partir del gobernador, que era
pariente del mismísimo califa... Los taxidermistas profesionales seguramente no
habrían aprobado la utilización, como material de relleno, de abalorios (los
mismos que los jandianos empleaban para pagar por los esclavos), pero el
emperador tenía sus motivos.
Para algunos, una crueldad tan monstruosa no tenía justificación alguna: el
jefe de los surenios, sencillamente, había disfrazado de venganza contra los
opresores lo que no era sino la exhibición de sus propias tendencias sádicas.
Otros optaban por especular con la idea del «escarmiento histórico», aunque no
faltaran en él los «excesos y extralimitaciones»: qué se le iba a hacer, eran
surenios, no ángeles, y en los años recientes lo habían pasado muy mal... La
discusión sobre estos temas resulta, en general, bastante absurda, y en este caso
concreto no guardaba ninguna relación con los hechos. Y es que lo que había
hecho Fasimba con los habitantes de la desdichada ciudad no era ni una
manifestación espontánea de la crueldad del caudillo, ni la venganza por el
sufrimiento de los antepasados, sino una pieza importante dentro de un sutil
plan estratégico, elaborado y ejecutado con la cabeza absolutamente fría.
CAPÍTULO 33

El califa de Jand, tras recibir como regalo las pieles de sus súbditos y el
cuerpo disecado de su sobrino, reaccionó tal y como había previsto el
emperador: mandó cortar la cabeza al capitán y a toda la tripulación (¡así ya no
volveréis a transportar lo primero que os pongan delante!), juró públicamente
que convertiría a Fasimba en otra figura disecada y armó sin demora un cuerpo
expedicionario que lanzó contra Surania. Recordando la triste suerte de los
marinos, los consejeros no sólo no se pronunciaron contra aquel proyecto
disparatado, sino que ni siquiera se atrevieron a proponer que se enviara por
delante una expedición de reconocimiento del terreno. El califa, en lugar de
ocuparse de los preparativos materiales de la campaña, se entregaba a sueños
ociosos, pensando en los tormentos precisos a los que sometería a Fasimba
cuando éste cayera en sus manos.
Pasado un mes, el ejército de Jand, integrado por unos veinte mil hombres, se
acuarteló en la desembocadura del Kuwango, junto a las ruinas del Puerto de
los Esclavos, que había sido arrasado hasta los cimientos, y desde allí se adentró
en el interior del país. Hay que destacar que los soldados de Jand, a juzgar por
la cantidad de hierro que llevaban encima (y especialmente de ornamentos
dorados que recubrían ese hierro), no tenían parangón en toda Midgard. Lo
malo era que su experiencia militar se limitaba, en la mayoría de los casos, a la
represión de revueltas campesinas y otras acciones de carácter policial. Pero
contra aquellos negros salvajes, eso pareció bastar: en cuanto vieron delante de
ellos a la falange de hierro, brillando amenazante al sol, los surenios se
dispersaron, presa del pánico. Al seguir desordenadamente al enemigo en
retirada, los jandianos dejaron atrás la franja de selva que rodea el litoral y
penetraron en la sabana, donde se encontraron al día siguiente con Fasimba,
que les esperaba pacientemente con el grueso de sus tropas.
El sobrino del califa que dirigía la campaña comprendió demasiado tarde que
el ejército de Surania no sólo superaba en número al de Jand, con el doble de
efectivos, aproximadamente, sino que su capacidad militar era diez veces
mayor. En rigor, ni siquiera hubo una batalla como tal, sino un ataque
devastador de los olefauntes de combate, seguido de la persecución al enemigo
que huía despavorido. La magnitud de las pérdidas de los jandianos es
suficientemente elocuente: mil quinientos muertos y dieciocho mil prisioneros.
Los surenios perdieron poco más de cien hombres.
Poco tiempo después, el califa recibió de Fasimba una relación detallada de la
batalla juntamente con la propuesta de intercambiar los prisioneros por los
surenios que trabajaban como esclavos en Jand: todos a cambio de todos. De lo
contrario, le sugería que enviara al Puerto de los Esclavos un barco capaz de
cargar con dieciocho mil pieles humanas a bordo. En Jand ya sabían muy bien
que, a este respecto, el emperador no hablaba por hablar. Con gran perspicacia,
Fasimba tomó la decisión de liberar a un par de centenares de cautivos,
mandándolos a casa para que difundieran por toda la población de Jand el
contenido de las propuestas de Surania. Como era de esperar, cundió el
descontento entre la gente y se presentía claramente la revuelta. Al cabo de una
semana, el califa, que no disponía en ese momento de ninguna fuerza armada, a
excepción de la guardia de palacio, cedió. En el Puerto de los Esclavos se
verificó el intercambio propuesto por Fasimba. A partir de entonces, el
emperador pasó a ser considerado por los suyos un auténtico dios viviente en la
tierra, dado que, a ojos de los surenios, el regreso de alguien desde la esclavitud
en Jand era equivalente a la resurrección de entre los muertos.
Desde aquella época, el terrorífico imperio de los surenios (donde no existía
la escritura ni la construcción de ciudades y donde, en cambio, era frecuente el
canibalismo ritual, la siniestra magia negra y la caza de brujos) había ampliado
considerablemente sus fronteras. Al principio, los negros sólo habían avanzado
por el sur y el este, pero en los últimos veinte años habían vuelto su atención
hacia el norte, engullendo un pedazo considerable del territorio de Jand y
aproximándose notablemente a los límites de Opar, Pietror meridional y
Lunien. El embajador de Umbror en la corte imperial no paraba de remitir
despachos oficiales a Torreumbría; en su opinión, si no se adoptaban medidas
urgentes, frente a los estados civilizados del centro y el occidente de Midgard,
pronto se levantaría el más temible enemigo que se podía concebir: incontables
hileras de orgullosos guerreros, que no conocían el miedo ni la compasión.
Entonces Umbror, inspirándose en el proverbio jandiano que dice que «la
única forma de acabar con los cocodrilos consiste en desecar la ciénaga»,
empezó a enviar misioneros al sur. Éstos procuraron no aburrir en exceso a los
nativos con relatos sobre el Único, poniendo, en cambio, todo su empeño en
curar a los chiquillos y enseñarles a escribir y hacer cuentas, y ellos mismos
idearon un sistema de escritura para la lengua de Surania, basado en el alfabeto
común. Y cuando uno de los creadores de esta escritura, el venerable Aldjuno,
leyó el primer texto redactado por un surenio de corta edad (una descripción de
la caza del león, de gran fuerza poética), comprendió que había valido la pena
vivir en esa tierra.
Sería muy exagerado afirmar que tal actividad había conducido a una
atenuación apreciable de las costumbres locales. Sin embargo, sí es cierto que
los propios misioneros disfrutaban de una veneración casi religiosa, y todo
surenio, al oír el nombre de Umbror, ponía la más blanca de sus sonrisas.
Aparte de eso, Surania (a diferencia de lo ocurrido con otros países asimilados
por la civilización) no sufrió una pérdida selectiva de memoria: aquí se
recordaba perfectamente quiénes les habían apoyado en otros tiempos, durante
la guerra contra los traficantes de esclavos de Jand. Por eso, cuando el
embajador de Umbror se dirigió al emperador Fasimba III para solicitarle ayuda
en la lucha contra la Alianza de Occidente, éste mandó sin demora, en ayuda de
sus hermanos del norte, un destacamento de élite, integrado por jinetes y
olefauntes. Se trataba, precisamente, del cuerpo de Surania que combatió con
bravura en los Campos Cercados bajo la enseña carmesí del Dragón.
Sólo unos cuantos hombres de aquel cuerpo se salvaron en la batalla, entre
ellos el jefe de la caballería, el famoso capitán Umglangan. Desde aquel día, un
sueño le perseguía incesantemente, un sueño muy claro, tan claro que parecía
real... En mitad de la sabana azul del otro mundo dos filas de soldados
aguardan frente a frente: inmóviles, expectantes, amenazantes; les separan unos
quince pasos, distancia que permite asestar un golpe mortal con el assegai.
Ambas filas están integradas por los guerreros más célebres de todos los
tiempos, pero en la fila de la derecha hay un guerrero menos. Es hora de
empezar, pero el terrible Udugoo, compadeciéndose por alguna razón de
Umglangan, tarda en dar la señal de comienzo de la gran diversión de los
valientes: «Eh, capitán, ¿dónde estás? ¡Corre a ocupar tu puesto en la
formación!». Pero qué puede hacer él, si su corazón de guerrero tira de él con
una fuerza irresistible hacía la peana del negro trono de basalto de Udugoo, y,
en cambio, su deber de jefe le obliga a regresar junto a su emperador para
rendirle cuentas... Era una difícil elección, pero eligió el deber, y por eso, en
aquel momento, tras vencer mil peligros, llega ya a las fronteras de Surania.
Le trae a Fasimba la triste noticia: esas gentes del norte que son como
hermanos para los surenios han caído en la batalla, y en aquellas tierras tan sólo
quedan ya enemigos. «Pero si eso, en cierto sentido, es algo magnífico: ¡ahora
nos esperan numerosas batallas y victorias gloriosas!» Él ha visto en acción a los
soldados del oeste: no habrían resistido de ninguna manera a los guerreros
negros si, en vez de tratarse de un puñado de voluntarios combatiendo bajo la
enseña carmesí, se hubieran enfrentado a un verdadero ejército. Le hace
también saber que su atraso en caballería, del que tanto recelaban, ya no es tal:
hace muy poco tiempo los surenios no sabían montar a caballo, mientras que
ahora se habrían enfrentado dignamente a los mejores jinetes de occidente. Y la
infantería de éstos, por el contrario, estaban aún muy lejos del nivel de la de
Surania; de todo lo que había visto allí, tan sólo la de los trolls se les podía
comparar, y ahora ya, realmente, ninguna. «Y luego estaban los olefauntes, no
hay nada igual, es casi el arma definitiva: si no hubiéramos perdido veinte
ejemplares en aquella maldita emboscada, quién sabe cómo habría acabado
todo en los Campos Cercados... ¿Que les asustan las flechas incendiarias? No
tiene importancia: podemos corregir el adiestramiento de las crías...» Muy bien,
al destruir Umbror, que se interponía entre ellos y los surenios, occidente había
elegido su destino.
El conductor Mbanga estaba ocupado en esos momentos en problemas
bastante menos globales. A pesar de que no sospechaba de la existencia de las
matemáticas, venía resolviendo mentalmente, desde primera hora de la
mañana, un problema de geometría bastante complejo, que habría formulado el
oficial ingeniero de segunda Kumai —de haber estado al corriente de los planes
de su compañero de trabajo— como la «minimización de la suma de dos
segmentos de longitud variable»: desde Mbanga hasta el carcelero y desde el
carcelero hasta el borde del tajo de la cantera. Sin duda, él no estaba a la altura
de Umglangan como para figurar entre los mejores guerreros de todos los
tiempos, pero si lograba morir tal y como tenía previsto, seguro que Udugoo, en
su infinita misericordia, le permitiría cazar eternamente leones en su sabana
celestial. Pero no era nada fácil llevar a cabo sus planes: Mbanga, exhausto tras
mes y medio de hambre y trabajos penosos, debería matar con las manos
desnudas a un tiarrón en plena forma, armado hasta los dientes y siempre
vigilante, y además sólo disponía para ejecutar su plan de veinte segundos,
pasados los cuales acudirían corriendo los carceleros más próximos y le
destrozarían a latigazos: una triste muerte de esclavo...
Todo fue tan rápido que ni siquiera Kumai advirtió los primeros
movimientos de Mbanga. Lo único que vio fue un relámpago negro que se
arrojaba a los pies del vigilante: el surenio se puso en cuclillas (haciendo como
que se colocaba los grilletes) y saltó de repente en plancha, como cuando la
mortífera mamba arborícola cae sobre su presa, atravesando con increíble
precisión el entramado de hojas y ramas... El hombro derecho del negro chocó
violentamente con la pierna de apoyo, justo por debajo de la rótula, del guardia,
que estaba en ese momento de lado. A Kumai le dio la impresión de que había
oído un chasquido áspero, consecuencia de la rotura de la cápsula articular, al
tiempo que se desencajaban los tiernos meniscos cartilaginosos. El pietroriano
cayó al suelo sin un solo grito: choque neurálgico. En un instante, y tras echarse
sobre los hombros el cuerpo inconsciente, el surenio, dando pasitos cortos por
culpa de los grilletes, se movió rápidamente hacia el borde del tajo. Mbanga
sacaba más de treinta yardas a los guardias que acudían ya de todas partes: al
alcanzar el punto que se había propuesto, arrojó su carga hacia abajo, al blanco
y resplandeciente abismo, y se quedó allí parado, armado con la espada
capturada, esperando tranquilo a sus enemigos.
Evidentemente, ninguno de aquellos carroñeros occidentales se atrevió a
batirse con él: se limitaron a acribillarle a flechazos. Pero eso ya no tenía
ninguna importancia: había conseguido caer en combate, con un arma en las
manos; se había ganado el derecho al primer lanzamiento de assegai en las
cacerías de leones en el otro mundo. ¿Qué más le daban a él tres insignificantes
heridas en el vientre, si las comparaba con esa felicidad eterna?
Los surenios siempre mueren sonrientes, y sus sonrisas —como ya
empezaban a intuir algunas personas perspicaces— no anunciaban nada bueno
para los países de Occidente.
CAPÍTULO 34

—¡Maldita sea, está muerto! —constató decepcionado un mocetón albino, tras


machacar sistemáticamente con su tacón los dedos de Mbanga (sin obtener
respuesta alguna), y dirigió sus ojos inyectados en sangre hacia Kumai, que se
había quedado paralizado a cierta distancia—. Pero que me cuelguen —se
cambió el látigo de mano— si su amigo no paga con su pellejo por lo que le ha
ocurrido a Emi...
Instintivamente, Kumai se defendió con el codo del primer golpe, que le
arrancó una tira de piel. Aullando de dolor, poco le faltó para abalanzarse sobre
el albino, en cuyo caso habrían intervenido los cuatro restantes... Le golpearon
largamente, a conciencia, con saña, hasta que pensaron: para qué seguir, si ya
ha perdido el conocimiento. Y alguien tendrá que pagar en serio por el carcelero
despeñado, ¿o no?
A todo esto, se presentó allí el jefe de la guardia y gritó «¡basta ya de juerga!»,
y les ordenó regresar a sus puestos; estaba claro que un fiambre de más en su
informe no era ninguna tontería. Porque la cosa funcionaba así: si una de
aquellas bestias estiraba la pata allí mismo, en el puesto, había que dar
explicaciones al responsable de los trabajos (¡menudo pajarraco!), mientras que
si la espichaba algo más tarde, en el barracón, entonces, mira, se comunicaba
una «baja por causas naturales» y nadie hacía preguntas... Llamó con un gesto a
un grupo de prisioneros que habían contemplado asustados la paliza desde
cierta distancia, y al rato Kumai ya estaba tirado sobre la paja putrefacta donde
solía dormir. Realmente, cualquiera con un mínimo de conocimientos que
echase un rápido vistazo a ese semicadáver, despellejado y cubierto de sangre,
se daría cuenta de que estaba ya más muerto que vivo... Es verdad que dos
meses atrás el troll, gravemente herido en la batalla de los Campos Cercados, se
las había arreglado para esquivar a la muerte; pero en esta ocasión parecía que
la suerte le había dado la espalda definitivamente.
Cuando la caballería de Eohmaere rompió las defensas del Ejército del Sur y
cundió el pánico, el oficial ingeniero de segunda Kumai quedó aislado de su
campamento, situado algo más al norte, viéndose retenido en el terreno del
parque donde se almacenaba el material para el asedio. Junto a él se
encontraban siete soldados de ingenieros; dada su mayor graduación, no tuvo
más remedio que asumir el mando sobre todos ellos. A pesar de su escasa
experiencia en estrategia y táctica militares, era consciente de una cosa: en
pocos minutos, todo ese material técnico, abandonado a su suerte, caería en
manos del enemigo; sólo cabía hacer una cosa: destruirlo. Tras imponer el orden
en su sección con gran firmeza (uno de los soldados, que había gritado algo así
como «¡sálvese quien pueda!», quedó tendido junto a las escalas de asalto
enrolladas), el troll comprobó que, por lo menos, ¡gracias al Único!, tenían nafta
en abundancia. Un minuto más tarde, sus subordinados se afanaban como
hormigas, rociando de combustible los mecanismos de las catapultas y las
plataformas de las torretas de asalto, mientras él acudía a toda prisa a la
«puerta» del parque —una brecha en el anillo de carros que lo rodeaba—,
donde se dio de narices con la vanguardia de la caballería marqueña.
Los pietrorianos se dirigieron sin el debido respeto al umbroriano solitario
que se plantó frente a ellos, y pagaron bien cara su osadía. Kumai pasaba por
fuerte incluso entre los trolls (en una ocasión, durante una juerga estudiantil, se
había paseado por una cornisa llevando en volandas un sillón donde estaba
sentado Haladdin, borracho como una cuba), lo que le permitió emplear como
arma nada menos que una vara de carro, sujetándola firmemente bajo el brazo...
Sólo uno de los cuatro jinetes pudo escapar, volviendo por donde había venido;
los otros cuatro quedaron allí tendidos, derribados por aquel molinete colosal.
Esto no desanimó en exceso a los marqueños. Cuando el crepúsculo daba ya
paso a la noche, aparecieron otros seis jinetes que se desplegaron en
semicírculo, con sus lanzas enhiestas. A Kumai se le ocurrió la posibilidad de
taponar la entrada, tirando del eje trasero de uno de los carros, pero
comprendió que no le daría tiempo; entonces retrocedió un poco y, con la vista
siempre puesta en los enemigos, ordenó a sus hombres:
—¡Quemadlo todo, maldita sea!
—¡No hay tiempo, señor! —le respondieron desde atrás—. No hay modo de
llegar a las catapultas grandes...
—¡Quemad lo que podáis! ¡Venga, con ganas —vociferaba—, los occidentales
están en el parque! —A continuación, ya en la lengua común, desafió a los
marqueños, que se disponían a atacar—: ¿Qué, alguno de vosotros no se tiene
por un cobarde? ¿Quién se atreve a enfrentarse en singular combate con un troll
montañés?
¡Por lo visto, consiguió impresionarles! La formación se deshizo, y a los pocos
segundos se adelantó un paladín, recién llegado a todo correr, con su blanco
plumaje de corneta:
—¿Estáis listo, caballero?
Kumai sujetó firmemente la vara por su parte central, realizó un fulgurante
ataque en horizontal y... de pronto descubrió que el marqueño se le había
plantado justo delante, a tan sólo dos yardas de él. El troll se salvó gracias a que
el arma del marqueño era demasiado ligera y no partió la vara con la que su
oponente paró el golpe. Para ganar unos segundos, el ingeniero retrocedió a
toda prisa hacia el interior del parque, pero no logró alejarse lo suficiente: el
corneta estuvo rápido como una comadreja, y en un combate trabado las
posibilidades de Kumai, con un arma tan tosca como la suya, eran
insignificantes.
—¡Encended el ruego y escapad como podáis! —volvió a gritar, consciente de
que le había llegado su hora. Y así fue: de pronto, el mundo entero estalló en
una llamarada blanquecina de dolor cegador y luego cayó sobre él la oscuridad,
fresca y placentera. El golpe del corneta le había destrozado el yelmo, y ya no
alcanzó a ver cómo, en aquel mismo instante, todo se volvía un mar de fuego:
sus hombres, finalmente, habían cumplido sus órdenes... Unos segundos más
tarde, los marqueños, mientras retrocedían ante el incendio, vieron surgir del
centro de aquel horno crepitante a su temerario oficial, que se movía con pasos
vacilantes, doblado bajo el peso del troll inconsciente.
—¿Qué diablos, corneta...?
—Tengo que averiguar el nombre de este bravo caballero. Al fin y al cabo, le
he derrotado en buena lid...
Kumai volvió en sí a los tres días... en el hospital de campaña de Marca,
flanqueado por tres de sus «ahijados». Los paladines de las estepas no hacían
distingos entre los heridos propios y los del enemigo, y atendían a todos por
igual. Por desgracia, en aquella situación «igual» quería decir «igual de mal»: el
daño en la cabeza del ingeniero era muy considerable, y el único medicamento
que le había tocado en suerte en todo ese tiempo había sido la bota de vino
aportada por su captor, el corneta Jorgen. Éste manifestó su confianza en que,
una vez recuperado, el oficial ingeniero de segunda le hiciera el honor de
enfrentarse nuevamente contra él en un combate singular, aunque
preferiblemente valiéndose de un arma más convencional que una vara de
carro. Por descontado, podía considerarse libre, al menos dentro del perímetro
del campamento, bajo su palabra de oficial... Sin embargo, una semana después
los marqueños partieron para la campaña en Umbror, a conquistar para
Altagorn la corona del Reino Unido, y ese mismo día Kumai, junto a los
restantes heridos, fue enviado a las canteras de Montaña Azul: Pietror era un
estado plenamente civilizado, nada que ver con la atrasada Marca...
Era un verdadero misterio cómo había podido arreglárselas para sobrevivir a
los primeros días de trabajos forzados, con la fractura de cráneo y la conmoción
cerebral que le arrojaban una y otra vez a los remolinos de los
desvanecimientos; había sido, sin duda, la tozudez del troll, su deseo de
contrariar a los carceleros, lo que más le había ayudado. De todos modos, no se
hacía ninguna ilusión sobre el destino que le aguardaba. En sus tiempos, Kumai
había recorrido (de acuerdo con la tradición vigente en las familias trolls
acomodadas) toda la cadena de oficios en las minas de su padre, en Tsagantsab,
desde picador hasta ayudante en los estudios geodésicos; entendía lo suficiente
de la organización de los trabajos mineros como para darse cuenta de que las
consideraciones económicas no tenían allí ninguna importancia, y que a ellos no
les habían mandado a Montaña Azul para contribuir al beneficio de los dueños
de la cantera, sino para morir como perros. La relación entre la dieta y la norma
de producción que se había fijado para los prisioneros umbrorianos constituía a
todas luces una «ejecución a plazos».
A la tercera semana, cuando parte de los presos ya había entregado su alma
al Único, y el resto —¿qué sería de ellos?— se había amoldado como podía a
aquel ritmo criminal, llegaron unos elfos en visita de inspección.
—¡Qué vergüenza! ¡Qué atraso! —no paraban de repetir—. ¿No os dais
cuenta de que estos hombres sirven para cosas más provechosas que llevar
carretillas? Pero si esto está lleno de especialistas de todo tipo; ¡qué demonios,
empleadlos en labores más adecuadas!
Los responsables pietrorianos se rascaron el cogote desconcertados —«¡Pues
si que la hemos hecho buena!»—, y en seguida se organizó un peculiar «censo
de peritos», a resultas del cual algunas decenas de afortunados cambiaron el
infierno de Montaña Azul por un trabajo acorde a su especialidad, y
abandonaron para siempre la cantera.
Bueno, el Único les juzgará... Kumai, en cualquier caso, consideró que no era
lícito comprar su vida al precio de fabricar para el enemigo aparatos voladores
más pesados que el aire (ése era justamente su oficio): hay cosas que,
sencillamente, no se pueden hacer, y punto. Pensar en fugarse de Montaña Azul
era una quimera evidente, y no veía ninguna otra posibilidad de marcharse de
allí; mientras tanto, la extenuación cumplía eficazmente su cometido: cada vez
más a menudo la apatía más absoluta le dejaba completamente aplanado. No es
fácil saber cuánto tiempo habría aguantado aún en esa situación —acaso una
semana; acaso hasta medio año; difícilmente un año—, pero Mbanga, a quien el
Único tenga en su gloria, no sólo se las ingenió para dar finalmente aquel
portazo tan espectacular, sino que, de paso, resolvió los problemas de Kumai de
una vez por todas.
CAPÍTULO 35

Al caer la tarde, en el barracón de los umbrorianos, donde se retorcía,


consumido por la fiebre, el oficial ingeniero de segunda, se asomó un momento
un desconocido: era enjuto e inquieto, y en su rostro moreno de meridional —
originario de más allá del Río Largo— se apreciaba una enorme resolución;
probablemente se trataba de un oficial corsario de Opar que, por un raro
capricho del destino, había ido a parar a Montaña Azul, en vez de colgar de
alguna entena en una galera de la flota real. Permaneció allí cosa de un minuto,
contemplando pensativo aquella piltrafa ensangrentada, por donde las moscas
se paseaban con toda familiaridad, y musitó, sin dirigirse a nadie en concreto:
—Sí, es posible que para mañana ya esté listo...
Después desapareció, pero media hora más tarde, para sorpresa de los
vecinos de Kumai, regresó y se puso a curarle. Pidió que le sujetaran al
paciente, para evitar los movimientos bruscos, y empezó a extenderle sobre las
heridas supurantes un ungüento de color amarillo chillón con un penetrante
olor a alcanfor; el dolor fue tal que arrancó de golpe a Kumai de su estado de
inquieta inconsciencia y, de no haber sido por su agotamiento, difícilmente le
habrían mantenido sujeto los dos compañeros de barracón. Pero el Pirata (así le
habían bautizado los presos) siguió tranquilamente a lo suyo, y en cuestión de
minutos el cuerpo del herido se relajó, después remitió la hinchazón, la fiebre
bajó considerablemente y el troll se sumió en un verdadero sueño.
El ungüento era un auténtico prodigio: por la mañana no sólo se le habían
secado las heridas, sino que empezaron a picarle de un modo insufrible, señal
inequívoca de curación. Sólo unas cuantas seguían inflamadas, y en ellas se
aplicó el Pirata, que se había vuelto a presentar antes de amanecer. Kumai,
totalmente reanimado, recibió de mala gana a su salvador:
—No querría parecer ingrato, pero la verdad es que podría haber encontrado
usted mejor aplicación para ese remedio mágico. ¿Qué sentido tiene rescatar del
otro mundo a quien, de todos modos, va a hacia él en línea recta?
—Bueno, todo hombre debe hacer una tontería de vez en cuando, si no, deja
de ser un hombre... Dese un poco la vuelta... así... Aguante, ingeniero,
enseguida se le pasa... Y en cuanto a lo de hacer tonterías, usted mismo, y
perdone la indiscreción, ¿por qué decidió quedarse en la cantera? ¿Quería
reventar aquí? Podría estar ahora en Torre Vigía, en los talleres reales, sin tener
que soportar todo esto.
—Pero aquí me he quedado... —Kumai, que siempre había seguido la
máxima «ante todo, mucha calma», dejó escapar una exclamación de sorpresa, y
se tuvo que morder la lengua al caer de pronto en la cuenta de una cosa: ¿cómo
se habría enterado ese tipo de cuál era su oficio, si él no había hablado con
nadie de eso, y se había preocupado de mantenerlo en secreto durante el censo?
—Una actitud muy noble —asintió el Pirata, sin ninguna ironía—. Pero es
que, además, en este caso, también desde un punto de vista práctico ha sido la
correcta; entiéndame bien: la única correcta... Porque todos los que en aquella
ocasión tomaron una decisión precipitada ahora están muertos, mientras que
usted, con un poco de suerte, muy pronto estará en libertad.
—¿Muertos? ¿De dónde se ha sacado eso?
—Yo mismo los enterré. Por si quiere saberlo, formo parte de la cuadrilla de
sepultureros de este sitio.
Kumai se quedó un rato callado, asimilando lo que acababa de oír. Lo más
terrible de todo fue que, como primera reacción, pensó: «¡Ellos se lo han
buscado!». Y luego: «Dios mío, en lo que me he convertido aquí dentro...». Por
eso, no captó a la primera el sentido de las palabras del Pirata:
—En definitiva, tomó usted la decisión acertada, mecánico Kumai. La patria,
como ve, no le ha olvidado y ha puesto en marcha una operación especial para
rescatarle. Yo soy uno de los que intervienen en esa operación...
—¿Cómo? —Definitivamente, había perdido el hilo—. ¿Qué patria?
—¿Qué pasa, que tiene usted varias?
—¡Se han vuelto locos! ¿De verdad están dispuestos a cargarse a un montón
de gente para sacarme a mí de este sitio?
—Cumplimos órdenes —respondió secamente el Pirata—; no nos
corresponde a nosotros juzgar quién es más importante para Umbror: una red
de agentes tejida a lo largo de los años o cierto oficial ingeniero de segunda.
—Disculpe... Por cierto, no le he preguntado todavía su nombre...
—Y ha hecho bien; no necesita para nada saberlo. La fuga empieza dentro de
unos minutos y, acabe como acabe, no nos volveremos a ver nunca más.
—¿Dentro de unos minutos? Escuche, estoy mejor, desde luego, pero no tanto
como para... Me gustaría saber cómo voy a cruzar la zona de vigilancia externa.
—Como cadáver, por supuesto. Recuerde que trabajo como sepulturero. No
se preocupe, no es usted el primero ni, toquemos madera, será el último.
—O sea que quienes...
—¡Ay! En ese caso, por desgracia, todo iba en serio. De ése trabajo se
encargaron los elfos, y nosotros no pudimos hacer nada... Bueno, manos a la
obra: ahora va usted a beber un poco de este frasco y después estará «muerto»
durante unas doce horas; no creo que, después de lo de ayer, su muerte
despierte muchas suspicacias. El resto son detalles que a usted no le
conciernen...
—¿Cómo que «no me conciernen»?
—Muy sencillo. Le recomiendo que complete su estupenda máxima: «ante
todo, mucha calma», con esta otra: «cuanto menos sabes, mejor duermes». Lo
que tenga que saber usted, ya lo sabrá a su debido tiempo. Beba, Kumai, el
tiempo apremia.
El líquido del frasco hizo efecto en seguida, en cuestión de segundos; lo
último que vio Kumai fue el rostro moreno del Pirata, que presentaba gran
cantidad de cicatrices diminutas alrededor de los labios.
Lo que ocurrió después con su «cadáver» (pulso filiforme, seis pulsaciones
por minuto, ausencia de reflejos), Kumai nunca llegó a averiguarlo. ¿Para qué le
habría hecho falta saber, realmente, cómo le habían llevado en una carreta
fúnebre, entre una pila de cadáveres, y cómo había permanecido tirado
después, hasta que llegó su transporte, en una cantera abandonada de las
cercanías, oculto bajo una capa de guijarros? Volvió en sí en medio de la
oscuridad más completa; todo iba bien: si el Pirata no había mentido en lo de las
«doce horas», tenía que ser de noche. ¿Dónde estaría? A juzgar por el olor, en
una especie de pocilga... A duras penas había conseguido removerse, cuando
oyó a su lado una voz desconocida que le decía con un acento difícil de
entender:
—¡Sea usted muy bien venido, señor oficial ingeniero de segunda! Puede
usted estar tranquilo: el camino que nos aguarda no es corto, pero los mayores
peligros, ¡uf!, ya están superados.
—Gracias, esto...
—Superintendente. Así, sin más, superintendente.
—Gracias, superintendente. Ese hombre de la cantera...
—Se encuentra bien. Es todo lo que usted necesita saber.
—¿Le podrían transmitir mi gratitud?
—No lo creo. Pero informaré de su petición.
—¿Me permite una pregunta?
—Sí.
—¿Lo que se espera de mi es que construya algún nuevo tipo de armamento?
—Por supuesto.
—¡Pero si mi oficio es completamente diferente!
—¿Pretende usted dar lecciones a sus dirigentes, oficial ingeniero de
segunda?
—De ninguna manera. —Titubeó un poco—. Sólo que no estoy seguro de
que...
—Pero los dirigentes sí lo están. Al fin y al cabo —la voz del superintendente
se ablandó ligeramente—, usted no va a trabajar en solitario. Se ha reunido todo
un equipo de especialistas. El responsable será Djageddin.
—¿Ése?
—Sí, ése.
—No está mal...
Aquello no dejaba de tener su encanto: no pensar en nada y hacer
tranquilamente lo que te ordenaran...
—En resumidas cuentas: descanse y acabe de restablecerse. De no haber sido
por esa estúpida historia con los carceleros, habría podido partir de inmediato,
pero ahora habrá que esperar un poco.
—Mire, para ir a casa, a Umbror, con la salud que tengo me sobra...
—¿Y de dónde se ha sacado —dijo con una risita su invisible interlocutor—
que va a ir usted a Umbror?
—¿Qué insinúa?
—Muy sencillo. Puede que le busquen; al menos hemos previsto esa
posibilidad: los elfos, como ya ha podido comprobar, son gente muy seria...
Pero lo que usted tiene que hacer no es ocultarse, sino trabajar, que son dos
cosas bien distintas.
—Muy bien, y entonces, ¿dónde?
—A ver si se le ocurre. ¿Cuál es el mejor sitio para esconder un objeto
robado? El desván de un policía. ¿Dónde hay menos luz? Justo debajo de la
lámpara. ¿Lo va pillando?
—Usted me está diciendo... —dijo lentamente Kumai, sintiendo un frío
repentino en el hueco del estómago al ver que todos los fragmentos de aquella
sorprendente historia, con su intrépida fuga, iban dando forma
inexorablemente a otra figura, que tenía el nombre de escenificación—, usted
me está diciendo que me voy a quedar aquí, en Pietror...
—No. En principio, la idea de esconderle en Pietror era tentadora, y en
tiempos más normales no habría resultado excesivamente complicado.
Habíamos trabajado específicamente esa opción, pero hemos tenido que
renunciar a ella... Resulta que ahora mismo se está desarrollando en Torre Vigía
una competencia muy intensa entre el rey y la reina, cada uno con sus propios
servicios secretos, los cuales se espían mutuamente de forma continua, y puede
uno caer en la esfera de intereses de esos grupos por pura casualidad, y con
cualquier pretexto. De modo que en estos momentos aquí no hay sitio para
nosotros, por desgracia. Pero el mundo no se acaba en Pietror y Umbror... Por
cierto: si el Reino Unido decidiera utilizarle de tapadillo, lo más probable es que
sus hombres le mandaran a trabajar precisamente a Umbror; el ejército y los
servicios de inteligencia del país vencedor no tendrían problemas para
construirle allí una «torre de cristal» de rechupete. ¿No cree usted?
Durante unos segundos reinó el silencio.
—¡Demonios! ¿Será verdad que llevo todo escrito en la cara?
—No lo dudo, aunque no puedo saber cómo es su cara, a causa de la
oscuridad. En definitiva, deje usted esa clase de elucubraciones en manos de los
especialistas y ocúpese de sus deberes inmediatos, ¿de acuerdo?
—Acepte mis disculpas, superintendente.
—No hay por qué darlas. Por cierto, ya que ha salido el tema... La gente con
la que usted va a trabajar ha llegado a esa «universidad» por distintas vías; a
muchos de ellos los conoce usted bien. Pueden debatir sobre las viejas
borracheras de sus tiempos de estudiantes, sobre los últimos comunicados de la
Resistencia, sobre las diversas cosmovisiones filosóficas... todo lo que les venga
en gana, menos una cosa: la historia de su presencia allí. Los cotilleos acerca de
ese tema pueden costarle la vida a muchas personas, ya sean colaboradores
míos, como nuestro conocido común en Montaña Azul, o colegas suyos que
siguen todavía en poder del enemigo. Lo digo completamente en serio y con
toda responsabilidad. ¿Está todo claro, oficial ingeniero de segunda?
—Así es, superintendente.
—Estupendo. En conclusión: restablézcase lo antes posible, y en marcha.

—Le felicito, Mangosta. —El Guepardo se incorporó en su sillón y miró al


teniente de la guardia secreta, que seguía en posición de firmes—. Ya he visto
su informe con las conclusiones de la operación Burlón. Seis rescatados, un
trabajo magnífico. En nombre de todo el servicio, le transmito nuestro
agradecimiento.
—¡Me debo a Su Majestad!
—Descanse, teniente. Siéntese un momento... Bien se ve que no está usted
destinado en esta plaza... ¿Así que la salida de Montaña Azul se tuvo que
realizar con carácter urgente?
—Así es. El hombre que cierra la cuenta, de quien yo me encargaba (el
ingeniero Kumai, el número treinta y seis de nuestra lista, constructor de
dragones mecánicos), justo la víspera de la fuga se vio envuelto en una historia
completamente absurda. Los carceleros hicieron de él un montón de picadillo, y
tuve que procurarle un remedio urgente; a decir verdad, al principio creí que no
tenía sentido intentar curarle... Conseguí sacarle de allí, pero para hacerlo tuve
que descubrir mis cartas: los soplones habían informado a sus jefes y... En
definitiva, los tipos del grupo de protección que mandasteis allí llegaron justo a
tiempo.
—A tiempo... —rezongó el Guepardo y, claramente disgustado, paseó la
mirada por las paredes destrozadas del aposento secreto—. Si eso es llegar a
tiempo... Dos cadáveres, tres heridos, todo el servicio secreto de Su Majestad la
reina al acecho: buscan a un espía de Umbror, un hombre moreno con unas
cicatrices diminutas alrededor de la boca. Y la policía, a su vez, a la caza de un
presidiario fugado con esos mismos rasgos... Por eso creo, teniente... que ha
llegado el momento de que cambies de aires; prepárate, te espera una misión en
el sur, en Opar.
—¡A sus órdenes, mi capitán!
—Aquí está el expediente, ponte al corriente de todo. El barón Tangorn fue
antes de la guerra agente de Aramir en Opar. Hay razones para creer que ahora
se ocupa más o menos de lo mismo que nosotros: busca para su príncipe
documentación y especialistas de Umbror; según ciertos indicios, debería
aparecer próximamente por Opar. Tu misión consiste en atrapar a Tangorn y
sacarle toda la información que posea sobre ese proyecto de los lunienses. Su
Majestad concede a la operación una importancia extraordinaria.
—Para obtener la información, ¿se le puede tratar con mano dura?
—Dudo que sea posible de otro modo: a juzgar por lo que dice este dossier, el
barón no es de ésos que se prestan a revelar secretos que le han sido confiados
con tal de salvar su vida. De todos modos, después del interrogatorio habrá que
liquidarlo; sobre el papel, somos aliados de Lunien, así que este asunto jamás
deberá salir a la luz.
—¿Cuál será la situación de Tangorn en Opar? ¿Se encontrará allí de manera
oficial o...?
—Más bien, «o». Tú cuentas con una ventaja importante: al parecer, Tangorn
aún no sospecha que vamos tras él. No se descarta que resida, por lo menos, al
principio, en alguna de las hospederías locales, de forma legal, en cuyo caso su
captura no plantearía ningún problema. Pero el barón es perro viejo: en cuanto
se huela que algo no va bien, desaparecerá en esa ciudad como una rana en el
fondo de una charca.
—Está claro. ¿Tendré que actuar por mi cuenta, en solitario?
—Por tu cuenta sí, pero no en solitario. Se te van a asignar tres sargentos;
elígelos tú mismo, de entre los nuestros. Si le encuentras en seguida, debería
bastar con ese apoyo. Pero si le ahuyentáis...
—¡Eso no puede pasar, mi capitán!
—Todo puede pasar, y a todo el mundo —replicó el Guepardo irritado,
mirándose inconscientemente el pie—. Escucha: mientras estés llevando a cabo
tus pesquisas, no tienes derecho a dirigirte, en petición de ayuda, a nuestra red
de agentes local; es una verdadera lástima, porque disponen de muchísimos
colaboradores y, lo que es más importante, de excelentes contactos con la
policía local...
—¿Puedo saber por qué?
—Porque tenemos datos de que en Opar trabajan activamente los elfos, y
existe allí un potente movimiento clandestino proélfico. Onirien no debe
enterarse, bajo ningún concepto, de nuestra operación, ésa es una orden
terminante, pero tengo miedo de las posibles filtraciones: los nuestros padecen
de una gran precariedad y, por desgracia, en Opar sólo contamos con personas
corrientes... —Al llegar aquí, el Guepardo se contuvo un poco y concluyó en un
tono muy prosaico—: En todo caso, el mandato que llevas es de la clase G.
El Mangosta levantó la mirada hacia el capitán, como esperando que le
confirmara lo que acababa de oír. De modo que era a eso a lo que se refería con
lo de «Su Majestad concede a la operación una importancia extraordinaria»... El
mandato de clase G faculta a un colaborador de la guardia secreta para actuar
«en nombre del rey». En las operaciones internacionales eso sólo es posible en
dos casos: para transmitir una orden directa al embajador y para apartar de su
cargo (o para ejecutar allí mismo) al jefe de la red local de agentes.
T E RC E RA PA R T E
Gambito opariano

Un tercio de soldado, un tercio de policía, un tercio de criminal, como le gustaba decir de sí


mismo a ese hombre que formaba parte de una generación legendaria en su profesión. Había
perseguido a los comunistas en Malasia, a los mau-mau en Kenia, a los judíos en Palestina, a
los árabes en Aden y a los irlandeses por todas partes.

JOHN LE C ARRÉ
CAPÍTULO 36

Opar, Lonja de Pescado


2 de junio de 3019

Los langostinos eran magníficos. Estaban dispuestos en la fuente de estaño


como trirremes en posición de combate sobre las lisas aguas de la bahía de
Barangar, suavemente iluminada al amanecer: los rostros punzantes, entre el
revoltijo de bigotes como jarcias, amenazaban al enemigo, y las patas aparecían
recogidas a lo largo del cuerpo, como los remos en el momento del abordaje. En
cada ración entraba media docena, cantidad más que suficiente: por su tamaño
—apenas cabían en la mano— eran dignos de un rey; además, aquel jugo
intenso, que le daba un sabor inigualable a la carne rosácea, algo dulce, bañaba
ya los labios, poco habituados a este manjar, y las puntas de los dedos. Tangorn
miró por el rabillo del ojo a la fuente que venía después, con unas hermosas
ostras a la brasa: eran como piedras cónicas, llenas de adherencias, ligeramente
abiertas por las suturas a causa del calor, exhibiendo tímidamente su contenido
de tonos oscuros, algo tan fascinante como obsceno. La verdad es que no hay
otro sitio en el mundo donde preparen las delicias del mar como en los
pequeños figones cercanos a la Lonja de Pescado: ¡nada que ver con los
restaurantes finos del paseo marítimo de las Tres Estrellas! Qué pena que no
hubieran podido pedir holoturias, no era la época... Resopló y volvió a aplicarse
con el langostino que derramaba su picante jugo caliente, mientras escuchaba
distraído la charla de su compañero de mesa.
—... Estará usted de acuerdo, barón, en que sus países no pasan de ser una
península diminuta, muy pagada de sí misma, eso sí, en el extremo
noroccidental del ecúmeno. Y los habitan auténticos paranoicos que están
convencidos de que el resto del mundo sueña con conquistarlos y esclavizarlos.
Pero tenga la bondad de decirme quién va a necesitar sus mustias alamedas,
plagadas de amanitas, sus nieves que no se derriten en medio año y ese brebaje
pardo, amargo y espumoso que beben allí en vez de vino normal.
No es que la verborrea de ese petimetre excitara lo más mínimo los
sentimientos patrióticos de Tangorn (sobre todo, porque casi todo lo que decía
era la pura verdad); lo que ocurría es que en boca de un alto funcionario del
Ministerio de Asuntos Exteriores de la República de Opar esa clase de
sentencias sonaban un tanto extrañas, sobre todo si se tiene en cuenta que se
habían reunido precisamente por iniciativa suya... El barón no se había
extrañado en exceso cuando, aquella misma mañana, el dueño del
establecimiento que había elegido para hospedarse, El Ancla Feliz, le entregó,
con su habitual obsequiosidad, un sobre cubierto por todas partes de sellos
oficiales. Al fin y al cabo, habían transcurrido ya tres días desde que se había
presentado en Opar, donde había dejado un recuerdo —¿cómo decirlo
suavemente?— ambiguo, aunque seguramente también intenso; era bien
normal que el secretario Gagano solicitara (atendiendo a la petición verbal de
Alkabir, jefe de la sección de Países del Norte del MAE) una reunión
confidencial al huésped de Lunien. En definitiva, ahí estaba Tangorn, «tomando
buena nota», desde hacía un cuarto de hora, de los zafios alardes de aquel
imbécil... «¡Un momento!», se dijo, «¿será de verdad tan imbécil como aparenta?
Bueno, habrá que buscarle las vueltas... no sé, con algún tema intrascendente.»
—Hombre, la verdad, lo de «península diminuta» y «muy pagada de sí
misma» no está mal pensado —reconoció indulgente el barón—. Pero el último
punto de su diatriba, relativo al «brebaje pardo» y «amargo», me veo obligado a
refutarlo. Créame que hace menos de un minuto estaba pensando: ¡ay, qué bien
entrarían con estos langostinos un par de pintas de nuestra deliciosa faztíer!
Tiene que ser negra y amarga como el alquitrán, con la espuma tan densa como
para aguantar el peso de una moneda pequeña... —En este momento sonrió
abstraído y regaló a su interlocutor un gesto cargado de condescendencia—. No
se puede imaginar, mi querido secretario, lo que es una auténtica bitter de
Pietror. El primer trago, el más largo de todos, te deja en el paladar un gusto a
humo que va desvaneciéndose lentamente, ¿sabe?, es algo así como cuando en
primavera queman en los parques las hojas de haya del año anterior; por algo la
llaman «cerveza ahumada»...
El secretario respondió, en ese sentido, que en lo tocante a las variedades de
cerveza sus conocimientos no desmerecían de los de un nativo (y es que llevaba
más de un año trabajando en la sección de Países del Norte), igual que pasaba
con los distintos tipos de aceite de foca, a los que tan aficionados eran los
ribereños del golfo de Hielo...
Hum, así que ya llevaba más de un año en la sección de Países del Norte...
Por supuesto, uno puede despreciar a los extranjeros todo lo que quiera, pero,
¿para qué mostrarles abiertamente esa clase de sentimientos? Ahora, eso de que
hace ya casi cien años que las bitter y las stout, obtenidas mediante el sistema
arcaico de fermentación, no se producen más que en Solitor, o que la cerveza
más popular no es la bitter, sino la lager, sólo que con una caramelización
especial de la malta, eso sí que no: un profesional no tiene derecho a ignorar
esas cosas del país con el que trabaja. Dirán lo que quieran, pero el sesudo y
exigente Alkabir tiene actualmente unos colaboradores de lo más raro.
Y entonces, ¿para qué le habían citado? Primera posibilidad: lo que
pretendían era sacarle de la habitación para fisgar tranquilamente en su
equipaje, buscando su correspondencia, cartas de recomendación y todo eso.
Bueno, un trabajo tan irrelevante les iría bien, si acaso, a los atolondrados boy
scouts que espían para Pietror, pero el servicio secreto de Opar (por lo que él
recordaba de otros tiempos) actúa de forma mucho más elegante... Segunda
posibilidad: Alkabir le comunica, en nombre del MAE, que la República ha
modificado su práctica secular de establecer alianzas provisionales,
manteniendo el equilibrio entre las distintas fuerzas en conflicto; ha decidido
capitular ante los más fuertes —o sea, Pietror— y, como muestra, rechaza
cualquier contacto con el emisario de Lunien (que es lo que, sin duda, le
consideran). Tercera posibilidad —que es la que parece más verosímil—:
Alkabir le da a entender que, a pesar de que la República ha cambiado de hecho
su práctica secular antes mencionada, existen en su seno fuerzas poderosas que
no comparten esa decisión; de ese modo, el «emisario de Lunien» debería
mantener contactos, no con el MAE o con otras instancias oficiales, sino
precisamente con esas fuerzas, a las cuales estaría llamado a representar el
altanero y necio Gagano. Lo más importante era que, en cualquiera de esos
casos, colarse en los despachos del Palacio Azul, invocando sus plenos poderes
(si de verdad los hubiera tenido), era claramente inoportuno... Llegado a ese
punto, a Tangorn le entró la risa: «Es decir, que yo no me creo que Alkabir haya
mandado por casualidad, sin segundas intenciones, justamente a Gagano para
entrevistarse conmigo, y Alkabir no se cree que yo me haya retirado y no sea
representante plenipotenciario (aunque sea de forma extraoficial) de Aramir. El
cuadro que resulta de estas premisas —perfectamente arbitrarias— no es
intrínsecamente contradictorio, y no es fácil comprender qué clase de hechos
podrían convencernos de lo contrario a cada uno de nosotros...».
—¿Qué es lo que le hace tanta gracia? —preguntó altivo el secretario.
—Es que me ha venido a la cabeza una construcción lógica bastante curiosa...
El caso es que se nos ha ido el santo al cielo charlando; seguramente tendrá
usted que volver a su despacho: un humilde viajero, como es mi caso, no
debería distraer de sus obligaciones durante mucho tiempo a alguien de su
categoría. Le agradezco en el alma esta conversación tan interesante. Y, si fuera
tan amable, transmítale a mi queridísimo Alkabir lo siguiente; eso sí, a ser
posible, literalmente y sin aportaciones personales. Dígale que valoro como es
debido su decisión de designar precisamente al secretario Gagano para las
conversaciones conmigo, pero que los tipos de Litoral, 12 son demasiado
simples y toscos y no van a apreciar esa clase de refinamientos...
En ese momento, Tangorn se calló repentinamente, pues al mencionar la
embajada de Pietror su interlocutor miró hacia los lados, como si se sintiera
acosado (se diría que esperaba ver en la mesa de al lado a dos o tres
colaboradores de la guardia secreta de Su Majestad con sus negros uniformes
de gala, desplegando sobre el mantel sus instrumentos de tortura), y,
mascullando alguna excusa ininteligible, se dirigió precipitadamente hacia la
salida. Un caballero solitario con aspecto de comerciante que se deleitaba en la
mesa del al lado con unas huevas de erizo de mar se fijó a su vez en el barón, y
en su rostro se mezclaron —en las proporciones esperables, dada la naturaleza
del incidente— la turbación, el estupor y el susto. Tangorn, por toda respuesta,
le sonrió y, haciendo un gesto con la cabeza en dirección al secretario que ya se
alejaba, se encogió de hombros con toda sinceridad y, mostrándose
compungido, hizo unos giros con un dedo a la altura de la sien. Acto seguido,
se acercó la fuente con las ostras, que se estaban quedando frías (¡no hay que
desperdiciar nada bueno!), extrajo con un movimiento estudiado el molusco de
su fortaleza, a primera vista inexpugnable, y se sumió en sus reflexiones.
La imponente villa de la calle Litoral, donde recientemente se había
establecido la embajada del Reino Unido (aunque sería más exacto llamarla
«departamento territorial de la guardia secreta en Opar») se había granjeado
una siniestra reputación entre los ciudadanos. La inminente anexión de Opar
era algo decidido para Torre Vigía, y ahora se referían a la República como un
«puerto pirata situado en los territorios históricos de Pietror del Sur». El
embajador, sin complicarse la vida con ceremonias extraordinarias, se disponía
a asumir las funciones de gobernador general, y los espías pietrorianos se
comportaban ya como los amos de la ciudad. Por alguna razón, se las daban de
«miembros del servicio de inteligencia», aunque en la práctica no eran más que
unos vulgares matones. Tangorn miraba a esos tipos más o menos como un
bandido generoso de la vieja escuela miraría a una pandilla de jóvenes
buscavidas sin principios. Las personas desaparecidas, los cuerpos flotando en
los canales con señales de tortura, se habían hecho habituales en los últimos
tiempos; hasta hacía poco, los oparianos conseguían tranquilizarse con la idea
de que esas acciones afectaban fundamentalmente a emigrantes de Umbror,
pero el reciente atentado contra el célebre almirante Carnero había desvanecido
esa ilusión.
En resumidas cuentas, la embajada de Pietror era una oficina seria, qué duda
cabe, pero que su sola mención causase tal pánico a un alto funcionario de
servicio... «Aquí hay algo que no me cuadra... A menos que... ¡a menos que ese
capullo trabaje para Pietror! Del susto, se ha debido pensar que le había
desenmascarado y tenía intención de entregarle. Caramba, se ve que he dado en
la diana con mis bromas: con razón dicen que todos los tontos tienen suerte... Y
los hombres de Altagorn no parecen tener mucho temple. Qué gracia: ¿cómo iba
yo a entregar a un traidor en esta ciudad donde los policías que no están
corrompidos hasta la médula están muertos de miedo, y donde la embajada de
Pietror puede enviar en cualquier momento una circular dando instrucciones a
los funcionarios de la administración del Estado? Es verdad que todavía
quedan los miembros del servicio secreto y los militares, pero curiosamente se
comportan como si nada de lo que ocurre fuera con ellos... Bueno, al diablo con
ese Gagano, ¡bastantes problemas tengo yo! Sólo faltaría que mi modesta
persona, por alguna casualidad, suscitara antes de tiempo el interés de los
espías de Pietror.»
«¿Por qué demonios», siguió pensando, después de beberse un buen trago de
vino, que ya no le sabía a nada, «estará todo el mundo convencido de que me he
traído, cosido a los calzoncillos, un mandato como embajador extraordinario y
plenipotenciario del principado de Lunien, acompañado de una proposición
para firmar un tratado defensivo? Bueno, quiero creer que mis compatriotas de
momento se limitan a advertirme: ¡ni se te ocurra, querido amigo, establecer
contactos oficiales con los poderes de la República! Perfectamente, estoy
totalmente dispuesto a seguir ese aviso, ya que no se opone en absoluto a mis
planes. Pero sería divertido, qué diantres, poner en conocimiento de toda esta
gente la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad: ¡a ver si os enteráis
de una vez, colegas, de que yo no tengo, bajo ningún concepto, la menor
intención de entrometerme en el lío que tenéis montado entre Pietror y Opar!
Mi misión es completamente distinta: tengo la necesidad imperiosa de
establecer, en el plazo de tres semanas, contactos serios con las estructuras
conspirativas de los elfos, de las cuales no sé nada de nada, salvo un nombre
que encontramos en los papeles que tenía Eloar: Elandar...»
Tangorn se acabó el vino, arrojó sobre la mesa su última moneda opariana de
plata con el arrogante perfil de Castamir (Sharia-Rana les había dado las
coordenadas de algunas reservas de dinero enterradas, pero él evitaba pagar
con los dungans de oro de Umbror) y, cojeando muy levemente, se dirigió hacia
la puerta. El aficionado a los erizos marinos de la mesa de al lado también había
terminado su banquete y se estaba limpiando con un pañuelo, sin ninguna
prisa, primero los dedos y luego los labios, unos labios finos y que aparecían
cubiertos por infinidad de diminutas cicatrices: ¡señal de alarma! En la mesa
más cercana a la puerta había un grupo de tres marineros, concentrados en
engullir una sopa de mariscos; el de la derecha retiró descuidadamente hacia el
borde de la mesa una botella abierta de barangar: «¡Preparados!». Tangorn
debía alcanzar la puerta del figón en seis o siete segundos, y ése era el tiempo
del que disponía el Mangosta, teniente de la guardia secreta, para tomar una
decisión: actuar de improviso y capturar allí mismo al barón, o mantener el plan
inicial, cuidadosamente elaborado. Pero, ¿quién podía imaginar que el agente
Gagano cometiera un error tan estúpido?
Todo su trabajo se limitaba a dar a entender claramente a Tangorn, en
nombre del MAE de Opar, que su acreditación diplomática no era considerada
adecuada (la idea de capturar a un diplomático de una potencia extranjera —y,
además, presuntamente aliada— no le hacía mucha gracia al teniente), y el
secretario había realizado exitosamente esta tarea. Por desgracia, era un
cobardica (para reclutarle, le habían chantajeado con una solemne estupidez),
por lo que la exigencia del Mangosta de que mantuviera el encuentro a
escondidas de su supervisor habitual en la organización le llenó de terror: era
perfectamente consciente de que en Litoral un «despiste» como ése podía ser
interpretado como un doble juego, con todo lo que eso conlleva. Gagano tenía
un miedo atroz de sus dos amos pietrorianos y, en resumidas cuentas, después
del disparo al azar de Tangorn, se vino abajo estrepitosamente...
«No», se dijo el Mangosta, «no hay que ponerse nervioso. Por ahora no ha
ocurrido nada irreparable: está claro que el barón se ha imaginado que su
interlocutor estaba relacionado con el espionaje de Pietror, pero muy
probablemente lo considera tan sólo una consecuencia de los deseos de Torre
Vigía de poner coto a la actividad diplomática de Colinas del Agua... Bueno, ya
está decidido: que se marche, nos atendremos al plan original.» El teniente
guardó el pañuelo en su bolsillo —en vez de soltarlo sobre el mantel— y
Tangorn pasó junto a la mesa, cercana a la puerta, donde estaba el grupo de
marineros sin que nadie le molestara. Una vez en la calle, se confundió entre la
multitud y se encaminó sin prisa hacia la zona del paseo marítimo; por dos
veces, comprobó si le seguían, sin advertir nada extraño.
Realmente, no había nadie: el Mangosta juzgaba, con buen criterio, que en ese
momento lo más importante era no ahuyentar a su tutelado. En cuestión de
horas, los preparativos de la operación estarían ya totalmente concluidos; el
último detalle que faltaba era un par de uniformes, originales y completos, de la
policía de Opar, que iban a recibir. Esa misma noche, una patrulla policial se
presentaría en El Ancla Feliz en busca de Tangorn; provistos de una orden en
toda regla, le pedirían que les acompañara a comisaría para tomarle
declaración... Y al barón no le permitirían morir sin haber revelado todo lo que
sabía sobre los logros del servicio de inteligencia luniense en su labor de
investigación de la tecnología de Umbror.
CAPÍTULO 37

Es probable que nunca llegue a saberse cuándo empezó a asentarse la gente


en esa alargada y montañosa península y en las islas pantanosas de la laguna
que aquélla delimita. En todo caso, si los habitantes del Reino Unido
pronuncian el nombre de Andor acompañado de una indefectible aspiración,
poniendo los ojos en blanco y alzando hacia el cielo el dedo índice, los
oparianos, en cambio, se rascan el cogote con toda naturalidad: «¿Cómo? ¿Los
andoreanos? Pero, ¿de verdad eres capaz de recordar a todos esos bárbaros?
¿Sabes cuántos de ellos han pasado por aquí?». El destino de Opar como gran
potencia marítima lo determinaron dos circunstancias: su magnífico puerto
natural y el hecho de que el punto más alto de la península alcanza los 5.356
pies sobre el nivel del mar; se trata de las únicas montañas dignas de ese
nombre en todo el territorio al sur de las bocas del Río Largo. En esas
extensiones áridas la palabra «montaña» quería decir «bosque», «bosque»
quería decir «barcos», y «barcos», «comercio marítimo», un comercio que —
todo hay que decirlo— va unido de forma natural al corso y a la piratería
propiamente dicha. A ello hay que añadir su inmejorable situación, justo en el
punto donde todos los caminos se encuentran: el verdadero cruce del mundo, la
base ideal para el intercambio de mercancías y el lugar de destino de las rutas
de caravanas de los países orientales.
La línea continua de las fortificaciones en el istmo de Chevelgar, que une la
península con el continente, y la excelente flota de guerra (garantía contra los
desembarcos enemigos) habían hecho de Opar un lugar inexpugnable; por eso,
resultaba aún más asombroso que a lo largo de la historia lo hubiera
conquistado todo aquél que se lo hubiera propuesto. Pero sería más exacto decir
que los oparianos, en cada ocasión, sin complicarse la vida, reconocían la
soberanía de la correspondiente potencia continental, a la que pagaban un
tributo, asumiendo sensatamente que cualquier guerra, aunque se saldara con
una victoria, le saldría mucho más cara, en todos los sentidos, a una república
comercial como la suya. Su situación se podría comparar con la de un
empresario que, de muy mala gana, pero con toda tranquilidad, unta a un
chantajista a cambio de su «protección», incluyendo de antemano ese dinero en
los costes de su negocio; a él le importa un rábano a cuál en concreto de las
bandas criminales pertenece su «protector», lo único importante es que las
bandas no organicen una refriega con sus metralletas justo delante del
escaparate de su establecimiento.
En el continente las grandes batallas habían sido sustituidas por prolongados
asedios, y los reyes famosos (siempre afanados en conquistar nuevas tierras, en
vez de gobernar prudentemente las que ya poseían) no hacían más que pensar
en cortar la cabeza a sus ministros de finanzas, a los que les daba por frustrar
los ambiciosos planes estratégicos de sus soberanos con sus mezquinas frases
de mercachifles: «¡Las arcas están vacías, sire, y los soldados llevan desde el
pasado mes de septiembre sin cobrar su salario...!»; en una palabra, allí la vida
bullía... Pero los oparianos, mientras tanto, al amparo de sus fortalezas en
Chevelgar, seguían a lo suyo: acondicionaban sus islas pantanosas, las unían
mediante un sistema de diques y puentes y abrían canales. La megalópolis
surgida de las aguas turquesas de la laguna se consideraba, con todo
merecimiento, la ciudad más bella de toda Midgard: los mercaderes y
banqueros locales amasaban fortunas incalculables, gracias a las cuales los más
célebres arquitectos y escultores llevaban ya más de tres siglos desarrollando
aquí su actividad de forma continuada.
En los trescientos años anteriores Opar había adquirido tal poderío que llegó
a estimar innecesario el pagar un tributo a nadie a cambio de tener su
tranquilidad asegurada. Dominando sin oposición los mares, había adoptado la
táctica de establecer alianzas defensivas temporales, ya fuera con Umbror en
contra de Pietror, ya con Pietror en contra de Umbror, ya con Jand en contra de
ambos. Pero en los últimos tiempos la situación había cambiado radicalmente:
Umbror se había venido abajo estrepitosamente, no sin ayuda de Opar, que en
el momento decisivo había proporcionado a Altagorn la flota para el
desembarco (de ese modo, Opar se libraba para siempre de un competidor en
las rutas de caravanas); Jand, desgarrado por una guerra religiosa, había
perdido toda capacidad de influencia sobre la región costera, y desde el sur
avanzaba una nueva fuerza con la que no había modo de entenderse: los
surenios. En conclusión, la República debía optar entre los salvajes del sur y los
bárbaros del norte. El Senado optó por estos últimos, con la esperanza de
defenderse de la invasión surenia con la espada de Altagorn, aunque era
evidente que en esta ocasión el precio de la alianza sería la ocupación efectiva
del país por «el gran vecino del norte». Por eso, no faltaban quienes
consideraban que la causa de la independencia de Opar, unida a sus libertades
cívicas, era digna de arriesgar la vida por ella, empuñando un arma en su
defensa.
Lo cierto es que la mayoría de los ciudadanos no pensaban en estos asuntos
tan tristes o, por lo menos, trataban de apartar semejantes ideas de sus cabezas.
El Opar alegre y cosmopolita, con sus autoridades campechanas y, a su manera,
corruptas, seguía con su vida de siempre, como «cruce principal del mundo».
Aquí funcionaban templos de las tres religiones universales y de innumerables
cultos locales, y un comerciante del país que fuera, tras cerrar un trato, podía
celebrarlo en un restaurante de su propia cocina nacional. Aquí recopilaban,
intercambiaban y robaban información los diplomáticos y espías de países de
los que nadie había oído hablar en el Reino Unido, y en los que, a su vez, a
nadie le importaba lo más mínimo lo que pudiera pasar en ese rincón perdido,
siempre cubierto de nieve, que estaba al norte del Río Largo. Aquí se podía
encontrar cualquier producto nacido de la tierra, el agua o el subsuelo de Erda,
o surgido de las manos y las mentes de sus moradores: desde los más exóticos
frutos hasta los más raros medicamentos y narcóticos; desde la belleza
admirable de una diadema de platino con las famosas esmeraldas de
Vendotenia hasta un yatagán de acero templado de Umbror, con el que se
puede cortar en dos una roca y arquear después la hoja hasta el punto de ceñir
con ella un cuerpo, a modo de cinturón; desde unos insólitos dientes de sílice
(por lo visto de dragón, y dotados de propiedades mágicas) hasta manuscritos
en lenguas ya desaparecidas. (Se cuenta un chiste a este respecto: —¿Es verdad
que existe el Anillo de poder? —No, porque si existiera se podría comprar en el
bazar de Opar.) ¡Y cómo se combinaban aquí las sangres, y qué bellezas surgían
de esa impetuosa mezcla universal! El caso es que Tangorn, en su paseo desde
la Lonja de Pescado hasta el paseo marítimo de las Tres Estrellas, contó no
menos de media docena de mestizas de ésas que quitan el hipo.
Entró en una taberna del paseo marítimo que ya conocía de los viejos tiempos
a tomar una copa de su moscatel preferido. En este líquido dorado, el dulzor y
el amargor guardan un equilibrio tan delicado que el sabor acaba por
desaparecer, y el vino se convierte en la materialización de un aroma: un aroma
que podría parecer elemental, y hasta algo tosco, pero en el que de hecho se
entrelazan multitud de matices, polisémicos e implícitos. Al degustar el trago,
se ven con nitidez las uvas de color topacio iluminadas por el sol, ligeramente
cubiertas por un polvo calizo, y el camino pedregoso, de un blanco
deslumbrante, a través del viñedo, y luego, como si nacieran de los temblorosos
espejismos del mediodía, surgen en el alma los ritmos embriagadores del takato
de seis versos...
Curiosamente, pensaba mientras subía las escaleras agrietadas procedentes
de la oscura y fresca bodega (había comprobado una vez más que no le seguía
nadie), curiosamente, en otros tiempos había creído, totalmente en serio, que
sólo cuando uno siente de verdad, a fondo, el gusto de esa bebida prodigiosa,
comprende el auténtico espíritu de la ciudad de la que procede. Maravillosa,
maldita, tierna, caprichosa, ridícula, depravada, siempre intentando sustraerse
a su entorno: así es la ciudad de Opar. Carroña de increíble belleza y encanto,
que te embriaga con un filtro para poder así seducir a todos cuantos pasan por
su lado, y sólo te deja una elección: matarla o resignarte, aceptándola tal y como
es. Y por fin él, de vuelta tras cuatro años de ausencia, lo había comprendido
con toda claridad: toda su vida en Pietror no había sido sino un largo
malentendido, porque su verdadero hogar estaba allí...
Se detuvo junto al parapeto, se apoyó con el codo en la rosácea piedra caliza,
aún tibia, recorrió con la mirada el grandioso panorama, con las dos bahías de
Opar, la de Harmian y la de Barangar, y de pronto cayó en la cuenta de que
había sido justamente allí, en aquel mismo lugar, donde se había citado
entonces, el primer día de su estancia en Opar, con el barón Grager. El agente
secreto había escuchado la exposición de Tangorn y le había respondido,
articulando netamente cada palabra: «¡Me dan ganas de escupir encima de las
recomendaciones de Aramir! No le permitiré llevar a cabo una verdadera
misión antes de medio año, joven. Para entonces, tendrá usted que conocer la
ciudad mejor que la policía local, hablar las dos lenguas de aquí sin rastro de
acento y contar con un círculo de conocidos en todos los estamentos sociales,
desde los delincuentes hasta los senadores. Eso, para empezar. Si no lo
consigue, puede volver por donde ha venido: dedíquese a la traducción
literaria, seguro que se le da bien». En verdad, todo volvía a estar donde
estaba...
¿Había sido capaz de convertirse en un nativo? Es muy dudoso que eso sea
posible... En cualquier caso, había aprendido a componer takato, un género
muy apreciado por los expertos, a manejarse satisfactoriamente con los aparejos
de los barcos y a entenderse con toda soltura con los contrabandistas de
Harmian en su jerga pintoresca; era también capaz de llevar una góndola con
los ojos vendados por el laberinto de canales de la Ciudad Vieja, y todavía
guardaba en su memoria no menos de una docena de pasajes y otros sitios
donde podría despistar a sus perseguidores, aun cuando le tuvieran acorralado
y dispusieran de toda una brigada para dar con él... En aquel tiempo, había
montado aquí una red de agentes más que aceptable, y después había aparecido
en su vida Elvis, para quien aquella ciudad no tenía secretos... ¿O, tal vez, había
sido él quien había aparecido en la vida de Elvis?
Elvis era la cortesana más brillante de Opar. De su madre, originaria de
Ribera Grande, que regentaba en el puerto un establecimiento sin pretensiones
llamado El Beso de la Sirena, había heredado unos ojos de zafiro y unos cabellos
cobrizos que enloquecían al instante a cualquier meridional; de su padre, un
piloto corsario que había acabado colgado de un trinquete cuando la niña no
había cumplido aún el año, su mentalidad varonil, su carácter independiente y
su inclinación hacia las aventuras bien remuneradas. Esa combinación le había
permitido ascender desde los cuchitriles del barrio portuario, donde había
nacido, hasta la villa de su propiedad en la calle del Jaspe, donde recibía a la
alta sociedad de la República. Los vestidos de Elvis solían irritar la bilis de las
esposas y amantes oficiales de los altos dignatarios, y su cuerpo sirvió como
modelo de tres cuadros y como pretexto de decenas de duelos. Pasar una noche
con ella costaba una fortuna, aunque también podía no costar nada, salvo, por
ejemplo, una dedicatoria poética acertada.
Eso fue lo que ocurrió una vez con Tangorn, que había entrado «de visita» en
su salón: tenía necesidad de establecer contacto con el secretario de la embajada
de Jand, que frecuentaba la casa. Cuando los invitados empezaban a marcharse,
la bella se detuvo ante el pintoresco bárbaro del norte y, con una indignación
que no se reflejaba en absoluto en sus ojos chispeantes y risueños, declaró:
—Me han dicho, barón, que usted ha afirmado hace un rato que llevo el pelo
teñido... —Poco le faltó a Tangorn para desmentir aquella absurda calumnia,
pero se dio cuenta a tiempo de que no era eso lo que se esperaba de él—. Pero
yo soy rubia natural. ¿Desea usted comprobarlo?
—¿Cuándo? ¿Ahora mismo?
—¿Cuándo si no? —Y, tomándole de la mano, le condujo con decisión desde
el salón hasta las dependencias interiores, susurrándole por el camino—: Ahora
veremos si eres tan bueno en la cama como bailando...
Por lo visto, era aún mejor... Por la mañana, Elvis firmó la rendición
incondicional, cuyas cláusulas cumplió con la mejor voluntad durante los
siguientes años. En cuanto a Tangorn, al principio le pareció una aventura
maravillosa, pero nada más; el barón no fue consciente de que esa mujer había
ido ocupando gradualmente en su vida un espacio mucho mayor del que él
estaba dispuesto a permitirse hasta el momento en que ella, con su generosidad
característica, dirigió su atención hacia el joven retoño del senador Loano, un
petimetre de cabeza hueca que componía unos ripios nauseabundos y
melifluos. Siguió un duelo que causó la risa de toda la ciudad (el barón manejó
la espada como si fuera un garrote, golpeando únicamente de plano, con lo que
el mozalbete terminó lleno de magulladuras, así como con una conmoción
cerebral), enfureció a Grager y dejó desconcertado al servicio secreto de Opar:
¡un espía no puede hacer esas cosas! El propio Tangorn recibió la reprimenda
de su superior con total indiferencia, y se limitó a solicitar su traslado inmediato
lejos de Opar... pongamos, por ejemplo, a Jand.
Del año que pasó en Jand no conservaba, por la razón que fuera, ningún
recuerdo coherente: las casas de arcilla, con sus blanquísimos muros brillando
al sol, cerradas a cal y canto, sin ventanas, como los rostros de las mujeres,
ocultos siempre bajo un velo opaco; el olor del aceite de semillas de algodón
recalentado, el gusto desabrido de las tortas (en cuanto se quedaban frías
recordaban, por su sabor y por su consistencia, a la masilla) y, sobre todo, el
sonido incesante de la zurna, parecido al zumbido monótono del mosquito
gigante... No, no había sido capaz de amar ese país, siempre sumido en una
perpetua somnolencia. El barón había intentado olvidar a Elvis refugiándose en
el trabajo: las caricias empalagosas de las bellezas del lugar —ya se había
convencido de ello— no le podían ayudar... Curiosamente, no se le ocurrió en
un principio relacionar la orden repentina de Grager —debía regresar a Opar—
con los informes que él mismo había enviado. Resultó, sin embargo, que una de
las ideas que había dejado caer de paso (convenía analizar la circulación real de
mercancías entre Umbror y los restantes estados situados al este del Río Largo)
le había parecido tan bien orientada a su jefe que éste consideró imprescindible
ocuparse personalmente de la cuestión, sobre el terreno, en el propio Jand. En
cuanto a Tangorn, Grager le designaba su sustituto como agente residente en
Opar:
—Perdona, pero no hay nadie más... Además, ya sabes lo que dicen aquí, en
el sur: «Nadie nace sabiendo».
Al día siguiente de regresar le estuvo buscando una mujer, vestida con una
hopalanda cerrada de Jand, se apartó con gracia el velo y le dijo, con una
sonrisa tímida que le dejó prendado:
—Hola, Tan... Te vas a reír, pero te he estado esperando todo este tiempo. Y
te esperaré otro tanto, si es necesario.
—¿De veras? Ni que hubieras decidido consagrarte al culto de Valia-Vekte —
dijo en tono mordaz, intentando desesperadamente salir a flote de aquel
maldito remolino de color zafiro.
—¿Valia-Vekte?
—Si no me equivoco, se trata de la diosa de la castidad del panteón aritano,
¿no es así? Y el templo aritano está justo a tres manzanas de tu casa, así que ese
culto no se te hará muy pesado...
—No me refería a eso... —Elvis se encogió de hombros—. Por supuesto que
este año me he acostado con mucha gente, pero no era más que trabajo... —Ella
le miró fijamente y luego le dijo abiertamente—: Entérate bien, Tan, y no te
hagas ilusiones: para la gente que se considera «de orden», mi trabajo no es, en
absoluto, más ignominioso que el tuyo... Me refiero a tu auténtica actividad
aquí...
Tangorn estuvo algún tiempo intentando digerir sus palabras, hasta que por
fin pudo reunir fuerzas para reírse:
—No hay nada que objetar: has dado en el blanco... Así es, tienes toda la
razón, Eli. —Dicho esto, la tomó de la cintura, igual que en los viejos tiempos,
como si se prepararan para echarse un baile—. ¡Maldita sea!
—Yo aquí no tengo nada —dijo ella, con una sonrisa triste—. Y tú tampoco...
Sencillamente, estamos condenados el uno al otro; no lo podemos evitar.
Era la pura verdad. Se separaron muchas veces; en ocasiones, por una larga
temporada, pero luego todo volvía a empezar en el mismo punto. Tras esas
separaciones, ella le acogía de todas las maneras posibles: a veces, con una de
sus miradas se formaba en la habitación una capa de escarcha de un dedo de
grosor; otras veces, en cambio, parecía que Erda se hubiera agrietado hasta
dejar al descubierto su centro más inaccesible, permitiendo que emergiera una
protuberancia del Fuego Eterno que dejaba todo reducido a cenizas; otras veces,
en fin, ella se limitaba a suspirar y le acariciaba la mejilla: «Anda, pasa. Ni que
se te hubiera tragado la tierra... ¿Te apetece comer algo?», le decía, como un
ama de casa abnegada que recibe a su esposo tras una ausencia rutinaria por
motivos de trabajo. Los dos eran conscientes de que ambos portaban en la
sangre una dosis letal de un veneno mortífero, y el antídoto (que sólo
proporcionaba, por cierto, un alivio pasajero) únicamente lo podían obtener del
otro.
CAPÍTULO 38

La vida de Tangorn en Opar, como es fácil suponer, no se limitaba a sus


aventuras amorosas. Hay que tener presente que las obligaciones profesionales
del barón dejaron también una huella muy marcada en su relación con Elvis. En
tanto en cuanto ella le había dado a entender de forma inequívoca que estaba al
corriente del lado oculto de sus actividades, el barón, en un principio, llegó a la
conclusión de que ella no estaba vinculada, de ningún modo, al servicio secreto
de Opar. Pero esta conclusión se vio refutada, y de una forma muy dolorosa
para él, cuando en dos ocasiones la «obsequió» con informaciones destinadas
expresamente a ser transmitidas a colegas, y en ambos casos la información no
llegó a su destino, y además la segunda vez la «interrupción del canal» estuvo a
punto de frustrar una operación cuidadosamente planeada.
—... ¿Tú qué piensas, Eli? ¿Será que les intereso tan poco a vuestros servicios
que sus agentes ni siquiera te han pedido que me vigiles?
—¿A qué viene eso? Claro que me lo han pedido. Al poco de volver tú... Pero
se fueron con las manos vacías...
—Y, a partir de entonces, habrás sufrido algún percance...
—Nada serio, Tan, no le des más vueltas, ¡por favor te lo pido!
—A lo mejor no tuviste más remedio que llegar a un acuerdo, aunque no
fuera más que para guardar las apariencias...
—No. No me daba la gana, ni para guardar las apariencias ni para nada...
Como comprenderás, para delatar a la persona que amas hace falta tener unas
convicciones muy firmes y un sentido profundo del deber cívico. Y yo sólo soy
una muchacha que vende su cuerpo, eso no está a mi alcance... Bueno, ¿qué te
parece si dejamos este tema?
Tras este descubrimiento, el barón pensó en aprovechar los innumerables
contactos de Elvis para conseguir información, pero no a sus espaldas (¡Dios no
lo quiera!), sino con su pleno consentimiento. El caso es que Grager y él no se
dedicaban prioritariamente a los barcos de guerra de última generación que
estaban construyendo en los astilleros de la República, o a la fórmula del «fuego
opariano» (una misteriosa mezcla incendiaria, utilizada en los asedios y batallas
navales), sino a cuestiones más prosaicas, como el volumen de las operaciones
comerciales registradas entre las caravanas y la oscilación de los precios de los
productos alimenticios en los mercados de Opar y Torreumbría. También le
interesaban sobremanera al barón los avances técnicos más recientes: de forma
creciente, estaban condicionando la naturaleza de la civilización de Umbror,
que él siempre había admirado sinceramente... Aunque pudiera parecer
sorprendente, de hecho fue el equipo semiaficionado de Aramir (hay que tener
en cuenta que sus miembros no recibieron en todos esos años un céntimo de las
arcas del reino de Pietror) el que adoptó intuitivamente el estilo de trabajo que
sólo en tiempos recientes ha llegado a caracterizar al espionaje. Como es bien
sabido, la mayor parte de la información que obtienen los servicios de
inteligencia (incluidos los más serios) no procede de malvados agentes secretos,
cargados de micro-cámaras y pistolas con silenciador, sino de analistas que
escarban concienzudamente en los periódicos, en los boletines de bolsa y en
otros materiales al alcance del público...
Mientras Tangorn profundizaba —siguiendo las recomendaciones de Elvis—
en la actividad de los financieros oparianos (a su lado, la magia del Consejo
Blanco parecía un juego de niños), Grager, que se había convertido para
entonces en el mercader Algoran, miembro de la segunda corporación, fundó
una compañía en Jand, dedicada al suministro a Umbror de aceite de oliva, a
cambio de productos de «alta tecnología». La casa comercial Algoran y Cía.
prosperaba: anticipándose a la coyuntura en el mercado pietroriano de
productos agrícolas, la firma ampliaba sin cesar su participación en el comercio
de alimentos importados, y durante un tiempo fue capaz incluso de
monopolizar la importación de dátiles. Es verdad que el director de la
compañía evitaba visitar personalmente su filial en Torreumbría (no tenía
razones para suponer que el contraespionaje de Umbror estuviera compuesto
exclusivamente por idiotas que desconocían sus obligaciones), pero en su
situación tampoco era algo imprescindible: un coronel no tiene por qué estar
combatiendo en primera línea, sino a cierta distancia, desde lo alto de una
colina.
El fruto de aquella actividad fue un documento de doce páginas, conocido
actualmente por los historiadores como el Memorándum de Grager.
Considerando en conjunto la tendencia creciente en el promedio de beneficios
del comercio de caravanas (tal y como habían previsto las bolsas de Opar y de
Torreumbría); la presentación en el parlamento de Umbror de una serie de
proyectos de ley proteccionistas, impulsados por el lobby agrario; la reacción
contra el brusco aumento de los costes de producción de los alimentos locales y
una decena larga de factores adicionales, Grager y Tangorn demostraron de
manera fehaciente lo siguiente: Umbror, como país dependiente de la
importación de alimentos, no estaba en condiciones de llevar a cabo una guerra
prolongada de ninguna clase. Estando implicado a ultranza en el comercio
caravanero con sus vecinos (un comercio que, como es fácil suponer, resulta
totalmente incompatible con las acciones bélicas), era el primer interesado en el
mantenimiento de la paz y la estabilidad en la región y, por consiguiente, no
suponía ninguna amenaza para Pietror. Por otra parte, dado que la seguridad
de las rutas comerciales era para Umbror una cuestión vital, actuaría en este
terreno con toda contundencia y, tal vez, de forma algo precipitada. «Si alguien
pretende empujar a Umbror a la guerra», concluían los agentes, «le resultaría
muy sencillo: bastaría con emprender acciones terroristas en la carretera de
Lunien.»
Aramir convocó al Consejo Real de Pietror para exponer estas
consideraciones; era una nueva tentativa de demostrar, con pruebas en la mano,
que la tan cacareada «amenaza militar umbroriana» no era más que un mito. El
Consejo, como siempre, escuchó atentamente la exposición, no entendió nada
de nada, y a modo de conclusión dirigió al príncipe la habitual retahíla de
reproches y admoniciones. En resumidas cuentas, los consejeros le vinieron a
decir, en primer lugar, que «los caballeros no leen las cartas dirigidas a otras
personas» y, en segundo lugar, que sus espías se habían vuelto definitivamente
unos vagos y no daban una a derechas. A continuación, el memorándum de
Grager fue remitido al archivo, donde se cubrió de polvo (al igual que todos los
demás informes del servicio de inteligencia de Aramir), hasta que Gandrelf, de
visita a Torre Vigía, les echó el ojo...
Cuando empezó la guerra, que siguió punto por punto el guión previsto por
ellos, Tangorn comprendió horrorizado que en esa obra se notaba su mano.
—... «El mundo es un texto», amigo mío, todo se acomoda perfectamente a
tus gustos artísticos. ¿Es que no estás satisfecho con alguna cosa? —Grager
forzó una sonrisa maliciosa, mientras servía con mano temblorosa la siguiente
ronda de tequila, o algún otro matarratas parecido.
—Pero si nosotros escribimos otro texto, ¡completamente distinto!
—¿Qué significa «distinto»? El texto, mi adorado esteta, existe únicamente en
interacción con el lector. Cada uno escribe su particular historia de la princesa
Elendeil, y poco importa lo que quisiera decir el propio Alrufin. Resulta que
nosotros hemos creado un texto verdaderamente artístico, toda vez que los
lectores —y aquí el agente hizo unos giros con un dedo, a la altura del oído, de
modo que no quedó claro a quién se estaba refiriendo: si al Consejo Real o si a
ciertas Fuerzas auténticamente superiores— han sabido leerlo de esa forma,
nada previsible...
—Les hemos traicionado... Ellos han jugado con nosotros sin que nos
diéramos cuenta, como si fuéramos niños, pero eso no lo justifica. Les hemos
traicionado —repitió Tangorn, mirando embobado el fondo turbio del vaso, de
una intensa opalescencia.
—Es cierto, no lo justifica... ¿Qué, nos largamos de aquí?
No era capaz de recordar cuántos días llevaban ya de borrachera, ahora que
no eran miembros de ningún servicio secreto. Habían empezado a beber juntos
después de que el jefe de la casa comercial Algoran, habiendo oído hablar de la
guerra, hubiera reventado su caballo para llegar cuanto antes a Opar, donde su
colega le puso al corriente de todos los detalles. Curiosamente, habían
conseguido, cada uno por su cuenta, mantenerse enteros, pero en aquel
momento se miraron a los ojos y comprendieron, de una vez y para siempre,
que aquello suponía el final de todo lo que apreciaban, y que ellos, con sus
propias manos, lo habían destruido. Dos idiotas bienintencionados. Y en
aquella madrugada de pesadilla, entre las náuseas y el pestazo a alcohol, lo que
le hizo volver en sí fue un cubo de agua helada que Grager le echó encima sin
ninguna clase de contemplaciones. Grager seguía siendo el mismo de siempre,
al cien por cien: impetuoso y seguro, y tanto sus ojos inyectados en sangre como
su barba de varios días parecían formar parte de un camuflaje mediocre.
—¡En pie! —anunció secamente—. Volvemos al trabajo. Nos convocan en
Torre Vigía para que informemos personalmente al Consejo Real acerca de las
perspectivas de una paz por separado con Umbror. Naturalmente, con carácter
urgente y en secreto absoluto... ¡Qué diablos, a lo mejor todavía se puede
arreglar algo! Su Majestad el rey Enetor es un gobernante bastante pragmático
y, por lo que se ve, le interesa esta guerra tanto como un paraguas a un lucio.
Estuvieron preparando afanosamente el documento durante tres días, sin
comer y sin dormir, a base de cafés, poniendo todo su empeño y toda su
experiencia en el trabajo: no tenían derecho a equivocarse por segunda vez. El
resultado fue una auténtica obra maestra: una combinación de lógica
implacable e intuición certera, basada en un brillante conocimiento del oriente,
valiéndose de un magnífico estilo literario, capaz de conmover cualquier
corazón; aquélla era la vía hacia la paz, con la oportuna descripción de los
peligros y trampas que acechaban por el camino.
Cuando iban ya en dirección al puerto, Tangorn aprovechó un minuto para
pasarse por casa de Elvis. «Salgo ahora mismo para Pietror; no te preocupes, no
estaré fuera mucho tiempo.» Ella se puso pálida y dijo con voz casi inaudible:
—Pero si te vas a la guerra, Tan. Estaremos separados muchísimo tiempo,
puede que para siempre... ¿No podías, al menos, haberte despedido de mí de
una forma menos cruel?
—¿Por qué dices eso, Elvis? —replicó él, sinceramente sorprendido; estuvo
dudando unos segundos, y después se sinceró—: A decir verdad, a lo que voy
es a intentar detener esta estúpida guerra... En todo caso, me resulta
repugnante, y no estoy dispuesto a entrar en ese juego, ¡te lo juro por los
palacios de Tierra Divina!
—Te marchas a combatir —insistió ella, desesperanzada—, estoy totalmente
segura. Bueno, rezaré por ti... Y, por favor, ¡márchate de una vez!; de nada sirve
que estés ahí mirándome.
Cuando su barco dejaba ya atrás las inhóspitas y borrascosas orillas del sur
de Pietror y se adentraba por la desembocadura del Río Largo, Grager masculló
entre dientes:
—Imagínate que llegamos a Torre Vigía y allí nos reciben con cara de
asombro: «¿Y vosotros quiénes sois? ¿De qué Consejo Real habláis?, ¿os habéis
vuelto locos? Debe tratarse de una broma, nadie os ha llamado y nadie os
espera». Eso sí que tendría gracia...
Pero no se trataba de ninguna broma, y de hecho les estaban esperando
impacientes, en el muelle mismo de Puertorreal:
—¿El barón Grager y el barón Tangorn? Están ustedes arrestados.
Sólo los suyos podían comprar tan barato a los mejores espías de occidente.
CAPÍTULO 39

—Y ahora, barón, cuéntenos cómo vendieron a la patria, allá en Opar.


—Pensándolo bien, igual la habría vendido; pero, claro, con una patria así a
ver quién es el guapo que encuentra un comprador.
—Que conste en acta: el acusado Tangorn reconoce abiertamente que planeó
pasarse al enemigo, y que si no llegó a hacerlo fue únicamente por
circunstancias ajenas a su voluntad.
—Y ahora, anote lo siguiente: «Tal vez, de todo de lo que planeó no le salió
nada bien».
—Para descuartizarle, basta y sobra con los documentos que usted llevaba
consigo, todas esas «propuestas de paz».
—Fueron realizadas por orden expresa del Consejo Real.
—¡Ya hemos oído esa historia! ¿Puede usted aportar esa orden?
—Al diablo, ya me han salido callos en la lengua tratando de explicarles que
venía marcada con la letra G, y los documentos de esa clase, de acuerdo con las
instrucciones, son destruidos nada más leerlos.
—Supongo, caballeros, que no es propio de ninguno de ustedes el ahondar en
las costumbres de ladrones y espías...
Llevaban ya más de una semana dándole vueltas y más vueltas al mismo
asunto. No es que la culpabilidad de los agentes (y más aún: su inminente
condena) ofreciera ninguna clase de dudas a las partes en litigio, sino que
Pietror, sencillamente, por mucho que tuviera un gobierno arbitrario, era un
estado de derecho. Eso significaba que allí no se podía conducir al cadalso a un
indeseable con un simple gesto de la autoridad: era preciso guardar las
apariencias, acompañando el hecho de toda una serie de formalidades. Lo más
importante es que Tangorn no tuvo en ningún momento la sensación de que lo
que estaba sucediendo fuera injusto: ese sentimiento traicionero que en
ocasiones convierte en unos peleles a personas valerosas y aparentemente
sensatas, empujándolas a escribir humillantes e inútiles solicitudes dirigidas «a
la más alta personalidad». A los agentes secretos no les iban a ajusticiar ni por
error ni por una acusación falsa, sino exactamente por lo que habían hecho:
habían tratado de detener una guerra absolutamente innecesaria para su país;
no había que reprochárselo a nadie, toda había sido correcto y ajustado a las
normas... Así que, cuando una noche levantaron al barón de la cama («¡coja
todas sus pertenencias y diríjase a la salida!»), él no sabía qué pensar.
En las oficinas les recibieron, a Grager y a él, el alcaide de la cárcel de
Puertorreal y el príncipe Aramir, que vestía el uniforme de campaña de un
regimiento desconocido. El alcaide se mostraba hosco y desconcertado: se veía
claramente que le estaban forzando a adoptar alguna medida extremadamente
desagradable para él.
—¿Sabe usted leer? —le preguntó el príncipe.
—Pero en vuestro decreto...
—No es mío, sino del rey...
—¡Cierto, sire, en el decreto real! En él se dice que vais a formar un
regimiento especial de voluntarios para realizar operaciones de alto riesgo en la
retaguardia del enemigo, y que estáis autorizado a reclutar criminales, incluso
«al pie de la horca», tal y como consta en el mismo. ¡Pero lo que no se dice es
que pueda tratarse de sujetos condenados por alta traición y colaboración con el
enemigo!
—Pero tampoco se dice lo contrario. Si no está prohibido, estará permitido.
—Formalmente, así es, sire... —El hecho de que un simple carcelero se
dirigiera al heredero al trono de Pietror con un escueto «sire», y no con el
tratamiento de «Alteza», hizo pensar a Tangorn que la causa del príncipe debía
ir muy mal—. ¡Pero se trata de un descuido evidente! Al fin y al cabo, sobre mí
recae la responsabilidad... En tiempos de guerra... la seguridad de la patria... —
El alcaide cobró nuevas fuerzas, tras haber encontrado finalmente un punto en
el que apoyarse—. En una palabra, no puedo permitirlo... hasta que reciba
aclaraciones por escrito de mis superiores.
—Ah, claro, en estos tiempos difíciles no tenemos derecho a atenernos
ciegamente a la letra de las instrucciones; debemos someterlas a la prueba de
nuestro olfato patriótico... Porque veo que es usted todo un patriota, ¿no es así?
—Desde luego, sire... quiero decir, ¡Alteza! Me complace que hayáis
entendido correctamente mis motivos...
—Pues escucha atentamente, rata carcelaria —prosiguió el príncipe, sin
cambiar de tono—. Fíjate bien en el punto cuarto de los poderes que se me
otorgan en el decreto. No sólo puedo aceptar como voluntarios a cautivos,
criminales y demás: se me atribuye también el derecho a movilizar a la fuerza,
en nombre del rey, a los funcionarios de los departamentos militarizados, entre
los cuales está el tuyo. Así que, o me llevo de aquí a estos dos, o te llevo a ti, ¡y
juro por las flechas del Cazador que allí, pasada Ciudastela, no te faltarán
ocasiones de exhibir tu patriotismo! ¿Qué me dices?...
No se abrazaron hasta perder de vista, en la lejanía, los muros de la prisión.
Tangorn nunca olvidaría cómo se vio en mitad de la calle nocturna, apoyado en
el hombro del príncipe tras haber sentido una debilidad repentina, con los ojos
cerrados y el rostro vuelto hacia el cielo, empapándose lentamente del relente
impregnado de los humos de la ciudad... Vida y libertad, ¿qué más necesita un
hombre, en el fondo? Aramir, sin perder un minuto, les guió con seguridad por
las calles oscuras y encenagadas hasta el puerto.
—Maldita sea, muchachos, ¿por qué desobedecisteis mi orden de quedaros en
Opar sin asomar la nariz? ¿Y qué historia era ésa de vuestra citación?
—Tu orden no nos llegó, y en cuanto a la citación... pensábamos que nos lo
explicarías todo, como miembro que eres del Consejo Real.
—Ya no lo soy: el Consejo Real no quiere derrotistas.
—¡Cómo es posible...! Dime, ese regimiento que has creado... ¿se te ha
ocurrido a propósito para sacarnos de la cárcel?
—Bueno, digamos que no sólo para eso.
—Pero tú te has quedado al descubierto...
—Me río yo de eso. Ahora mi estatus es magnífico: «Como muy lejos, me
mandarán al frente; como poco, me asignarán un pelotón». Así que me
aprovecho todo lo que puedo.
En el atracadero encontraron una pequeña embarcación: cerca, en el mismo
muelle, dos soldados de aspecto un tanto extraño, embozados en sus capotes,
estaban aguardándoles. Saludaron a Aramir (de forma claramente no
reglamentaria), examinaron con la mirada a los agentes y, sin más dilación,
iniciaron los preparativos para la partida, con gran destreza, por lo que Tangorn
pudo llegar a ver.
—¿Qué, príncipe, vamos a zarpar sin esperar a que amanezca?
—Mira, si en el decreto no figura ninguna cláusula relativa a los culpables de
alta traición, se debe, efectivamente, a un simple descuido; tú verás si quieres
comprobar si tardan mucho en darse cuenta.
Aramir no se equivocaba. El Anexo 1 al Real Decreto 3014-227, que excluía de
la amnistía para delincuentes deseosos de contribuir a la defensa de la patria a
los acusados de alta traición, llegó a Puertorreal, con carácter urgente, a la
mañana siguiente: para entonces, la embarcación del príncipe había completado
ya casi la mitad del recorrido hasta el puerto de Harlond, donde tenía su base el
regimiento de Lunien, en proceso de formación. Allí también les podían
alcanzar, evidentemente, pero cuando los funcionarios de policía se presentaron
con la orden de arresto en el campamento de los lunienses, se les explicó que los
buscados —«¡Qué lástima, hace sólo una hora, ni más ni menos!»— habían
zarpado como integrantes de un grupo de agentes que se dirigía a la orilla
opuesta del Río Largo. «Sí, la operación será larga: puede que un mes, puede
que más... No, el grupo opera de forma autónoma, no están previstas las
comunicaciones con ellos; en todo caso, pueden dirigirse hacia allí, pasada
Ciudastela, y tratar de buscarles ustedes mismos, entre los orcos... Entonces, lo
siento, pero no puedo hacer nada por ustedes. Les ruego que me disculpen;
sargento, acompañe a nuestros invitados: tienen asuntos urgentes que atender
en Torre Vigía.»
Con razón dicen que «la guerra lo borra todo»: al poco tiempo se olvidaron
sin más de los agentes «traidores»; no valía la pena ocuparse de ellos.
Tangorn se pasó toda la guerra en Lunien; combatió sin especial entusiasmo,
pero con valor y destreza, protegiendo a sus soldados con todas sus fuerzas, del
mismo modo que, en otra época, había protegido a los agentes a su servicio. De
todas maneras, ésa era una norma del regimiento: las relaciones entre los
oficiales y sus subordinados eran allí muy distintas de lo habitual. Villanos que
servían voluntariamente y bandoleros que se habían ganado la amnistía;
soldados cazadores que se habían pasado toda la vida custodiando ciervos en
los bosques reales y furtivos que se habían pasado toda la vida intentando
subsistir a base de esos mismos ciervos; aristócratas aventureros que
previamente habían sido amigos de Oromir y aristócratas intelectuales que
estaban en estrecho contacto desde antes de la guerra: todos ellos habían dado
lugar a una excelente aleación, que portaba la marca indeleble de su demiurgo,
el capitán Aramir. No es de extrañar que Altagorn ordenase disolver el
regimiento al día siguiente de la victoria de los Campos Cercados.
Tangorn llegó a Umbror por su cuenta y riesgo, de forma privada —el
asesino regresa siempre al lugar del crimen—; la batalla de las puertas de
Círculo Dorado ya había pasado, y lo único que encontró fue el banquete de los
vencedores entre las ruinas de Torreumbría. «Fíjate bien», se obligaba a sí
mismo, «no apartes la vista: ¡admira tu obra!» Después fue a parar, por
casualidad, a Teshgol, en plena «limpieza», y la cuerda se rompió... Desde aquel
momento, vivía con una firme convicción:
Unas Fuerzas Superiores le habían regalado entonces una segunda vida, pero
no se la habían regalado porque sí, de balde, sino para que pudiera expiar el
mal que había causado con su inconsciencia en su vida anterior, antes de
Teshgol. Su intuición le dijo entonces que debía unirse a Haladdin, pero, ¿cómo
asegurarse de que era la decisión acertada? Y de pronto había comprendido,
con una nitidez que no parecía de este mundo, que aquella segunda vida no se
le había concedido indefinidamente, sino tan sólo en préstamo, y que se la
volverían a quitar en cuanto cumpliera su misión. Sí, así era: si no lo descubría
(o si hacía como que no lo había descubierto), podría vivir tranquilamente hasta
una edad avanzada; si lo descubría, obtendría la expiación, al precio de su vida.
Sólo tenía derecho a esa triste elección, pero ese derecho era lo único que le
diferenciaba de los muertos vivientes de Altagorn.
Esa última idea, relativa a los muertos de Altagorn, le hizo regresar del
mundo de los recuerdos al paseo marítimo de las Tres Estrellas, poco antes del
anochecer. Conque los muertos... Lo más probable es que nadie averiguara
jamás de dónde habían salido (puede que alguien sí, pero los elfos saben
guardar sus secretos), pero otra cosa bien distinta eran los barcos de Opar, que
habían transportado ese horrible cargamento hasta los muros de Torre Vigía:
tenían armadores y tripulaciones, registros y pólizas de seguros. El espionaje de
los elfos, sin duda alguna, ya había intervenido en este asunto, intentando
eliminar todo rastro de aquello (por ejemplo, se había difundido el bulo de que
se trataba de una flota pirata, llegada para saquear Puertorreal), pero tampoco
había transcurrido demasiado tiempo desde entonces, y aún quedarían huellas
sin borrar. Esas huellas le llevarían hasta las personas que habían alquilado los
barcos, y éstas, a su vez, hasta el desconocido Elandar: no tendría ningún
sentido empezar desde más abajo aquel juego que Haladdin y él querían
proponer a Onirien.
Lo más curioso era que quien tenía que ayudarle en sus pesquisas era
justamente el servicio de inteligencia de Umbror, el mismo con el que, cuatro
años atrás, les habían acusado injustamente a Grager y a él de haber contactado.
Mientras esperaba su ejecución en la cárcel de Puertorreal, no podía imaginarse
que llegaría un día en que colaboraría efectivamente con esa gente... Tal vez
podría desarrollar sus pesquisas por sus propios medios, pero su red de
colaboradores llevaba mucho tiempo inactiva, y su puesta en marcha requeriría
al menos de un par de semanas, un plazo del que no disponía. Y seguramente
los umbrorianos tendrían abundante material sobre aquel episodio; de no ser
así, habría que poner a sus agentes de patitas en la calle. La duda era si querrían
compartir con él esa información y, en general, establecer algún tipo de
contacto, dado que, para ellos, él no era más que un pietroriano, un enemigo...
Bien, al día siguiente se aclararía todo. El contacto que le había proporcionado
Sharia-Rana era el siguiente: taberna portuaria El Caballito de Mar, un martes
impar (o sea, mañana) a las once horas; pedir una botella de tequila y un platillo
con rodajas de limón; pagar con una moneda de oro; charlar (de lo que fuera)
con alguno de los marineros de la barra; pasar diez minutos sentado en la mesa
del rincón del fondo a la izquierda; dirigirse a continuación a la plaza de
Castamir el Grande, donde a la derecha de las columnas rostrales tendría lugar
el encuentro y el intercambio de contraseñas... Bueno, ¿y ahora qué? ¿Seguía
deambulando por el paseo marítimo y regresaba después sin prisas a la
hospedería?
En ese momento le llamaron: «Ya que está esperando a una mujer, noble
señor, ¡cómprele unas flores!». Tangorn se volvió con desgana y por un instante
se quedó sin aliento: no ya porque la pequeña florista fuese un encanto, sino
porque su cestillo estaba lleno de orquídeas de un color entre violeta y dorado,
de la variedad meotis, rarísimas en aquella estación. Y aquéllas eran las flores
favoritas de Elvis.
CAPÍTULO 40

Todos esos días, con distintos pretextos, había ido aplazando el encuentro
con ella: «Nunca regreses al lugar donde fuiste feliz». Desde que ella le
profetizó, con tanto acierto, «te vas a la guerra», había llovido mucho, y se había
derramado mucha más sangre... Ni ella ni él eran ya los mismos de entonces:
¿valdría la pena pasear entre los restos del incendio y organizar una sesión de
necromancia? Elvis (por lo que había podido averiguar en ese tiempo) era ahora
toda una dama, perfectamente instalada: gracias a su enorme intuición, había
amasado en la bolsa una gran fortuna; aunque no se había casado, estaba
prometida, o al menos tenía un compromiso formal, con uno de los pilares del
mundo empresarial... ¿Para qué demonios iba a presentarse ante ella un
inquietante y peligroso fantasma del pasado? Pero, de pronto, toda aquella
admirable defensa escalonada se había venido abajo de forma estrepitosa en un
abrir y cerrar de ojos.
—¿Cuánto cuestan las flores, guapa? Todo el cesto, me refiero. La chiquilla —
aparentaba unos trece años— miró desconcertada a Tangorn:
—Usted no debe de ser de aquí, señor. Se trata de meotis auténticos, son
caros...
—Sí, sí, ya lo sé... —Se llevó la mano al bolsillo y de repente se dio cuenta de
que no le quedaba ninguna moneda de plata—. ¿Te basta con un dungan?
Los hermosos ojos de la chica se apagaron por un instante; por ellos pasaron
fugazmente, en rápida sucesión, la perplejidad y el temor, para quedar después
tan sólo una mezcla de repulsión y cansancio.
—Una moneda de oro por un cesto de flores... eso es demasiado, noble señor
—dijo con suavidad—. Ya entiendo... ¿Quiere que yo vaya con usted?
El barón nunca había padecido de excesivo sentimentalismo, pero en aquel
momento el corazón se le encogió de lástima y de rabia.
—¡Pero qué dices! Lo único que quiero son las orquídeas, te lo aseguro. Es la
primera vez que te dedicas a esto, ¿verdad?
Ella asintió y se sorbió los mocos, en un gesto infantil.
—Un dungan es muchísimo dinero para nosotros, señor. Mi mamá, mi
hermana y yo podríamos vivir medio año con eso...
—Vivid, entonces, y disfrutadlo —dijo él entre dientes, mientras depositaba
en su mano la pieza de oro con el retrato de Auron—. Reza por mi fortuna,
seguramente me hará falta, y bien pronto...
—¿De modo que no eras un noble señor, sino un caballero de fortuna? —En
ese instante, la chiquilla exhibía una mezcla encantadora de curiosidad,
entusiasmo infantil y coquetería plenamente adulta—. ¡Jamás lo habría
pensado!
—Algo por el estilo. —Tangorn sonrió maliciosamente y, tomando el cesto
con los meotis, se encaminó hacia la calle del Jaspe, seguido por la vocecilla
plateada de la chica:
—¡Seguro que todo te va bien, caballero, confía en mí! ¡Rezaré con toda el
alma, y tengo buena mano, de verdad!
Tina, la vieja criada de Elvis, reculó al abrir la puerta como si hubiera visto un
fantasma. «Aja», pensó él, «por lo que veo, mi presencia constituye una
verdadera sorpresa, y parece que no del gusto de todo el mundo.» Con esa idea,
se dirigió al salón, de donde llegaba una música; le acompañaban los
quejumbrosos plañidos de la vieja, quien debía de presentir que aquella visita,
procedente del pasado, no terminaría bien... El grupo que estaba reunido en el
salón era muy reducido y muy refinado; estaban interpretando la Tercera sonata
de Aquino, y tocaban divinamente; al principio, nadie reparó en la silenciosa
presencia del barón junto a la puerta, y durante algunos segundos él estuvo
observando por detrás a Elvis, que llevaba un vestido ceñido, de color azul
oscuro. Después ella se giró hacia la puerta, sus miradas se encontraron y a
Tangorn le vinieron simultáneamente dos ideas a la cabeza, a cuál más
estúpida: la primera: «Hay mujeres en este mundo a las que todo les sienta bien,
hasta los años»; la segunda: «Habrá que ver si deja caer su copa o no».
Ella se fue acercando hacia él, despacio, muy despacio, como si estuviera
tratando de vencer su resistencia, pero era una resistencia puramente externa,
cosa que se percibía de inmediato; a él le pareció que el problema residía en la
música: ésta había transformado la estancia en un arroyo de montaña que
brincaba de piedra en piedra, y Elvis se veía obligada a caminar trabajosamente
por su cauce, remontando la corriente. Después el ritmo empezó a cambiar, y
Elvis parecía ansiosa por ir a su encuentro, pero la música no remitía: dejó de
ser un torrente que empuja las rodillas para convertirse en un zarzal
impenetrable. Ahora a Elvis le tocaba apartar esa maleza espinosa: le resultaba
difícil y doloroso, tremendamente doloroso, aunque intentaba disimularlo... Por
fin acabó todo: la música se aplacó y cayó formando espirales inertes a los pies
de Elvis, la cual, como si no se lo acabara de creer, le pasó a él con mucho
cuidado las puntas de los dedos por el rostro:
—Dios mío, Tan... Mi pequeño... Has vuelto, a pesar de todo... —Debieron de
quedarse allí de pie, abrazados, toda una eternidad; luego ella le tomó de la
mano suavemente—: Vamos...
Todo fue como antes... y no lo fue. Aquella mujer era totalmente distinta, y él
la descubrió de nuevo, como si fuera realmente la primera vez. No hubo
pasiones volcánicas, ni caricias refinadas que elevan a la persona amada en una
temblorosa telaraña sobre abismos de dulce olvido. Hubo una profunda ternura
que todo lo absorbía, y ambos se disolvieron en ella, y ya no hubo más ritmo
para ellos que la palpitación de Erda, que se abría camino a ciegas entre una
lacerante lluvia de estrellas... «Estamos condenados el uno al otro», había dicho
ella en cierta ocasión; de ser así, parecía que ese día habían ordenado cumplir la
sentencia.
—... ¿Vas a quedarte mucho tiempo en Opar?
—No lo sé, Elvis. Con toda sinceridad, no lo sé... Ojalá fuera para siempre,
pero puede que sea sólo cuestión de días. En esta ocasión, al parecer, no soy yo
quien decide, sino Fuerzas Superiores.
—Comprendo... Eso quiere decir que estás de servicio nuevamente.
¿Necesitas ayuda?
—No es probable. A lo mejor, algún pequeño detalle...
—Ya sabes, querido, que por ti estoy dispuesta a cualquier cosa, incluso a
hacer el amor en la postura del misionero.
—Bueno, seguro que no te pido tamaño sacrificio... —Tangorn se echó a reír,
siguiéndole el juego—. Si acaso, alguna tontería: poner tu vida en peligro un
par de veces...
—Sí, eso es más sencillo. Bien, ¿qué te hace falta?
—Bromeaba, Eli. Entiéndelo: estos juegos se han vuelto ahora realmente
peligrosos; ya no es como en los tiempos idílicos de antes. A decir verdad,
incluso venir a verte ha sido una completa locura, aunque he tomado todo tipo
de precauciones... Así que ahora me tomaré un café rápido y me arrastraré, con
flojera en las piernas, hasta mi alojamiento.
Por unos momentos, reinó el silencio, y después ella le llamó, con una voz
extraña, como si se hubiera desplomado de repente:
—Tan, tengo mucho miedo... Yo soy una pobre mujer, y soy capaz de
presentir lo que va a suceder... No vayas, te lo ruego...
Tenía la cara descompuesta, nunca había estado así... ¿Seguro que nunca? En
el recuerdo de Tangorn surgió en aquel instante una imagen de hacía cuatro
años: «Te marchas a combatir, Tan...» «Demonios, con cada hora que pasa se
vuelve más difícil», pensaba él disgustado... Y ella, mientras tanto, se apretaba
contra él —«No te apartes»— e insistía desesperada:
—¡Quédate conmigo, por favor! En todos estos años, yo nunca te he pedido
nada... ¡Es la primera vez, hazlo por mí!
Y él cedió, sólo para calmarla («En el fondo, para acudir mañana a la cita en
El Caballito de Mar, lo mismo me da salir de un sitio o de otro»), y el grupo del
Mangosta le estuvo esperando en vano toda la noche en El Ancla Alegre.
«Bueno, si no ha venido hoy, ya vendrá mañana. No vamos a organizar una
persecución por toda la ciudad, mejor será aguardarle en su escondrijo, no hay
prisa. Además, dividir el grupo de perseguidores podría traer complicaciones:
al fin y al cabo, el barón fue en su momento la «tercera espada de Pietror», no
un pelagatos cualquiera...» Lo cierto es que el Mangosta sabía esperar mejor que
nadie.
El servicio secreto de Opar, profundamente oculto en las entrañas,
impregnadas de polvo de papel, lacre y tinta, del Ministerio de Asuntos
Exteriores, bajo la cobertura, deliberadamente ininteligible, del DDE —
Departamento de Documentación Especial—, era una organización invisible.
Incluso la ubicación de su cuartel general constituía un secreto de estado: la
llamada Casa Verde de la calle del Pantano, que sólo era mencionada de vez en
cuando, y siempre en voz baja, por «personas debidamente informadas», como
senadores y altos funcionarios, no era en realidad más que un archivo donde se
conservaban documentos desclasificados, tras haber vencido el plazo de ciento
veinte años que prescribe la ley. El nombre del director del Departamento lo
conocían tan sólo tres personas: el canciller, el ministro de la Guerra y el fiscal
general de la República (los colaboradores de la Oficina sólo estaban
autorizados a asesinar contando con la aprobación del ministerio fiscal; no era
infrecuente, por cierto, que dicha aprobación se otorgara con carácter
retroactivo); en cuanto al nombre de sus cuatro vicedirectores, tan sólo él los
conocía.
A diferencia de los servicios especiales creados sobre una base policial (los
cuales, por lo general, conservan siempre una fascinación irresistible por los
fastuosos edificios oficiales situados en las grandes avenidas capitalinas, así
como la tendencia a aterrorizar a sus conciudadanos por medio de leyendas
sobre su omnipresencia y omnipotencia), el DDE surgió en un principio como
un servicio de seguridad dependiente de una gran corporación comercial e
industrial, y se preocupaba ante todo por permanecer en la sombra, en
cualquier circunstancia. La estructura organizativa del Departamento estaba
inspirada en el zamorro, sindicato del crimen opariano: consistía en un sistema
de células aisladas, integradas en la red únicamente a través de sus jefes, los
cuales a su vez formaban células de segundo y tercer nivel. Los colaboradores
de la Oficina adoptaban una identidad falsa, creada a tal efecto, no sólo en el
extranjero, sino también en el interior del país; nunca portaban armas (salvo en
las ocasiones en que su falsa identidad así lo exigía) y no podían revelar, bajo
ningún concepto, su pertenencia a la organización. La ley del silencio y el
umberto (principio que una vez Grager formuló del siguiente modo: «Para
entrar, un dungan; para salir, cien») mantenían unidos a sus miembros de una
manera análoga a la de las órdenes secretas de caballería. Cuesta creerlo,
conociendo las costumbres oparianas, pero en tres siglos de existencia del DDE
(por otra parte, su denominación oficial cambiaba con la misma regularidad
que la piel de una serpiente) los casos de traición en sus filas se podían contar
con los dedos de una mano.
La misión del Departamento consistía en «suministrar a la alta jefatura de la
República información exacta, detallada y objetiva sobre la situación dentro del
país y más allá de sus fronteras» (fin de la cita). Evidentemente, sólo una fuente
imparcial e independiente puede ser objetiva; por eso, el DDE —según
establecía la ley— se limitaba a recopilar información, pero no intervenía en la
toma de decisiones políticas y militares basadas en ella, y no era responsable de
las consecuencias de tales decisiones; era un instrumento de medida, y tenía
categóricamente prohibido inmiscuirse en el proceso estudiado. Esa separación
de funciones es algo de lo más sensato. De no ser así, los agentes tienden o bien
a mostrarse serviles con el poder (comunicándoles tan sólo aquello que desean
oír), o bien a escapar a su control (y entonces empiezan a ocurrir cosas tan
estupendas como la recogida de datos comprometedores de sus conciudadanos,
las provocaciones o las irresponsables acciones subversivas en el extranjero;
además, justifican la necesidad de todo ello por medio de campañas
cuidadosamente orquestadas).
Así que desde un punto de vista legal, todo lo que sucedió aquella tarde de
verano en un discreto chalet, donde se reunieron el director del DDE,
Almandin; su vicedirector primero, Jacuzzi, responsable de la red de agentes y
de las operaciones en el interior; y el jefe de la plana mayor del almirante
Carnero, el capitán de navío Macarioni (superando en este caso la tradicional
animadversión, común a todos los mundos, entre «sabuesos» y «chusqueros»),
tenía un nombre muy concreto, que era el de «alta traición en forma de
conspiración». No es que ninguno de ellos aspirara al poder, ni mucho menos,
sino que los agentes sabían perfectamente que su pequeño y floreciente país
acabaría siendo absorbido por el insaciable despotismo de Pietror, y no estaban
en absoluto dispuestos a seguir sumisamente el ejemplo de las «altas
instancias», que se lo habían hecho encima...
—¿Cómo sigue su jefe, capitán?
—Estupendamente. El estilete tan sólo le rozó el pulmón; nosotros mismos
difundimos los rumores de que el almirante estuvo a punto de morir. Su
Excelencia no duda de que en un par de semanas ya se habrá restablecido y
podrá encabezar en persona la operación Siroco.
—Nosotros, en cambio, tenemos malas noticias, capitán. Nuestros hombres
nos comunican desde Puertorreal que Altagorn ha acelerado drásticamente la
puesta a punto de la flota invasora. Según mis cálculos, estará totalmente
operativa en unas cinco semanas, más o menos.
—¡Rayos y truenos! Eso quiere decir que... ¡al mismo tiempo que nosotros!
—Exactamente. No tengo que explicarles que en los días inmediatamente
anteriores a la adopción del orden de combate definitivo, el ejército y la armada
quedan totalmente indefensos, como el bogavante durante la muda. Ellos se
preparan en Puertorreal; nosotros, en Barangar: estamos prácticamente a la par,
el desfase no pasará de dos o tres días, pero el bando que alcance esa pequeña
ventaja podrá sorprender al enemigo en paños menores, dentro de su propio
puerto. La diferencia estriba en que ellos se preparan para la guerra a plena luz
del día, mientras que nosotros lo tenemos que hacer a escondidas de nuestro
propio gobierno, y malgastamos dos terceras partes de nuestras energías en
tareas de ocultamiento y desinformación... Dígame, capitán, ¿sería posible
acelerar mínimamente los preparativos en Barangar?
—Sólo a costa de poner en peligro su carácter secreto... Pero ha llegado la
hora de jugársela, no hay más remedio. Lo más importante ahora es volver
locos a los de Litoral, 12; pero eso, a mi entender, es asunto suyo...
Cuando el marino se retiró, el jefe del DDE miró inquisitivo a su camarada.
Los espías formaban una pareja muy pintoresca: el orondo Almandin, que
parecía caminar dormido, y el enjuto Jacuzzi, impetuoso cual barracuda. Tras
años de trabajo en común, habían aprendido a entenderse, no ya con medias
palabras, sino con medias miradas.
—¿Y bien...?
—Tengo aquí unos materiales relativos al responsable de los agentes
pietrorianos...
—El capitán de la guardia secreta Marandil; su cobertura legal: subsecretario
de la embajada.
—Ése mismo. Una basura fuera de lo común, incluso en ese ambiente... Me
gustaría saber si es que a toda la escoria de allí nos la mandan flotando a Opar,
para que trabajen aquí de temporeros...
—No lo creo. En Torre Vigía actúan ahora igual que nosotros, sólo que luego
los cadáveres no los echan a los canales, sino a los pozos negros... Bueno, al
grano.
—Bien, conque Marandil. Le puedo asegurar que es un ramillete de
virtudes...
—Y seguro que no habrás dejado de escoger alguna florecilla de ese
ramillete...
—No se crea. En todo lo referente a su pasado, no hay manera de pillarle;
Altagorn ha borrado todos sus pecados. Pero en cuanto al presente... En primer
lugar, exhibe una lamentable falta de profesionalidad, y, en segundo lugar,
carece de solidez y es totalmente incapaz de encajar los golpes. Si comete un
error importante que nos permita dejarle en evidencia, la cosa está hecha. Y
nuestra labor consiste en ayudarle a cometer ese error.
—Muy bien, trabaja en esa dirección... Y, entre tanto, arrójales algún hueso,
para que aparten su atención de la bahía de Barangar. Dales, por ejemplo, no
sé... ¡todo lo que tengamos sobre los agentes de Umbror!
—¿Para qué demonios les hace falta ahora a ellos?
—En principio, para nada. Pero como tú bien has dicho, su falta de
profesionalidad es lamentable. Tienen reflejos de tiburón, primero tragan y
después piensan: y esto, ¿para qué...? Así que ahora seguramente se dedicarán
con entusiasmo a destripar la red de Umbror, que ya no le sirve a nadie, sin
querer saber nada más. De nuevo, se impone un «gesto de buena voluntad» por
nuestra parte: eso nos proporcionará una prórroga, y mientras tanto tú podrás
tender el lazo con el que cazar a Marandil.
Esa misma tarde, un abultado informe del DDE relativo a la red de agentes
umbroriana en Opar fue entregado en Litoral, 12, donde desató un estado
próximo a la euforia. Entre otros apuntes, figuraba en el informe el siguiente:
«Taberna El Caballito de Mar, once de la mañana de un martes impar; pedir
una botella de tequila y unas rodajas de limón y sentarse en una mesa del
fondo, a la izquierda de la sala».
CAPÍTULO 41

Opar, taberna El Caballito de Mar


3 de junio de 3019

Cuando Tangorn empujó la puerta de entrada, hecha de cualquier manera


con tablones de barco, y empezó a descender las escaleras pegajosas en
dirección a la sala principal, impregnada de un penetrante olor a alcohol rancio,
sudor persistente y vómitos, faltaban pocos minutos para las once. A esa hora
temprana había poca gente, pero algunos ya estaban cocidos. En un rincón, un
par de mozos golpeaban de mala gana a un pordiosero gimoteante: al parecer,
había tratado de largarse sin pagar, y puede que hasta hubiese hurtado algunas
monedas; nadie prestaba atención a la paliza, daba la sensación de que tales
números de variedades estaban incluidos en el precio del servicio. En definitiva,
El Caballito de Mar era un establecimiento de aúpa...
Nadie se metió con el barón; el atavío de macarra próspero que había elegido
para ese día era irreprochable; cuatro pájaros de cuenta que estaban jugando
animadamente a los dados, con anillos dorados de dimensiones colosales en sus
manazas tatuadas, trataban evidentemente de determinar a ojo la posición de
Tangorn en la jerarquía criminal, pero, al parecer, no se pusieron de acuerdo en
el veredicto y reanudaron el juego. Tangorn, mientras tanto, se había acodado
indolentemente sobre la barra y observaba la sala, pasándose con la lengua de
un lado al otro de la boca, con mucho tronío, un mondadientes de sándalo casi
tan grande como un remo de galera. No es que esperara discernir quién se
encargaba allí de la labor de contraespionaje (respetaba demasiado a sus
colegas umbrorianos para esperarlo), pero, por si acaso... En la barra bebían
poco a poco su ron dos marineros; a juzgar por su vestimenta y su forma de
hablar, eran originarios de Ribera Larga; uno de ellos era algo más viejo, el otro
era todavía un chaval.
—¿Qué corrientes os han traído hasta aquí? —les preguntó amigablemente el
barón. El mayor, naturalmente, miró a la rata de secano como quien mira al
vacío y no se rebajó a dar una respuesta; el joven, por contra, no guardó los
modales marineros y manifestó en tono solemne:
—Lo que traen las corrientes es peces y mierda; los marineros vienen y van.
—Bueno, ésos parecían auténticos...
Tras haber satisfecho de ese modo el punto relativo a la charla, Tangorn, con
un gesto imperial, arrojó sobre la barra una nianma de oro de Vendotenia:
—Tequila, jefe, ¡el mejor que tenga!
El tabernero, que recordaba, con sus largos bigotes, a una foca, replicó con
sorna:
—Sólo tenemos uno, joven; así que es el mejor y el peor. ¿Te hace?
—No hay quien pueda con vosotros... En ese caso, ponme también unas
rodajitas de limón, para acompañar.
Pero cuando se instaló con su tequila en la mesa del fondo a la izquierda,
captó con el rabillo del ojo cierta agitación en la sala y, de pronto, sin que le
diera tiempo siquiera a estudiar la situación, cayó en la cuenta: ya está, me la
han jugado. Ya estaban allí cuando llegó él, así que no le habían venido
siguiendo; alguien les había soplado dónde tendría lugar la cita y ellos se
habían limitado a esperar al contacto de los umbrorianos, hasta que apareció
él... Estaba perdido, había sido un perfecto estúpido... El grupo de cuatro
rufianes se dividió: dos de ellos se apostaron a ambos lados de la puerta de
entrada, y otros dos se dirigieron hacia él, sorteando las mesas con un paso
rítmico y bamboleante, con la mano derecha metida en el seno de la camisa. De
haber tenido allí el barón su Adormidera, se habría deshecho de esos tipos sin
problemas, sin necesidad siquiera de desfigurarles en exceso, pero, desarmado
(la espada habría desentonado claramente con el camuflaje adoptado), él era
ahora una presa fácil; ¡para que luego digan que «los verdaderos profesionales
no llevan armas»...! Por un momento, le vino a la cabeza una idea absurda:
golpear la botella de tequila contra el borde de la mesa y... «¡Qué cosas se te
ocurren!», se retractó, muy a su pesar; «una botella rota no es una espada y, de
todos modos, no te librarías de los cuatro. Ahora sólo puedes confiar en tu
cabeza... en tu cabeza, y en la fortuna. Pero lo primero es obligarles a que se
salten el guión previsto y ganar tiempo.» Así que ni siquiera se levantó para ir a
su encuentro: se quedó esperando, y sólo cuando sonó en sus oídos un siniestro:
«Las manos sobre la mesa, y quietecito», se volvió ligeramente hacia el que le
hablaba y murmuró, como escupiendo entre dientes:
—¡Idiotas! Mira que echar a perder una operación como ésta. —Después
suspiró y, con aire fatigado, aconsejó al que tenía a su derecha—: Cierra el
hocico, imbécil, no se te vaya a colar un espectro.
—Ahora nos vas a acompañar, sin hacer ninguna tontería —le ordenó aquél,
pero en su voz había una nota muy marcada de perplejidad: el nítido acento de
Torre Vigía del barón no era, ni mucho menos, el que ellos esperaban oír en
boca del «orco» capturado.
—Muy bien, ¿adónde queréis que os acompañe? Como no sea a poner una
lavativa de trementina a unos metepatas que se presentan donde les parece
oportuno sin ponerlo en conocimiento del Centro... Y ahora, con vuestro
permiso —prosiguió el barón con cortesía burlona—, voy a acabar mi bebida: a
la salud de mi placa de capitán, que no me ha servido de nada... Y no os quedéis
ahí parados, pendientes de mí, que parecéis la Torre Blanca de Torre Vigía. No
llevo armas, podéis registrarme.
El primer matón daba la impresión de estar ya a punto de cuadrarse. El de la
izquierda, en cambio, no parecía muy impresionado. O tal vez sí, pero se sabía
mejor las instrucciones. Se sentó a la mesa del barón, enfrente de él, y le hizo
una señal a su compañero para que se situara a la espalda de Tangorn.
—Mantén las manos encima de la mesa; si no, ya sabes... —Dicho esto, le
llenó a Tangorn el vaso de tequila, y le aclaró—: Yo te sirvo. Para mayor
seguridad.
—Estupendo —comentó el barón, con una sonrisa maliciosa (realmente,
aquello no tenía nada de estupendo: el de enfrente permanecía absolutamente
impasible; el de detrás, al que Tangorn no podía ver, parecía estar dispuesto, a
la primera oportunidad, a golpearle en la nuca; su situación no podía ser
peor)—. ¿Y el dedo también me lo vas a chupar tú?
Al ver que los ojos de su enfurecido rival empezaban a echar chispas («Tú
sigue así, tú sigue así y verás...»), él se echó a reír en tono conciliador, y le
explicó, como si acabara de reparar en algo:
—Perdona, tío, no quería ofenderte. No me había dado cuenta: por lo visto,
en esta ciudad hasta hace muy poco ni siquiera sabíais cómo se bebe el tequila.
Seguro que os creíais que era un matarratas como tantos otros, pero qué va.
Claro, si se toma directamente del vaso, sin acompañarlo, no hay quien se lo
trague. Pero bebiéndolo como es debido es una cosa estupenda. ¿Sabes qué es lo
principal? —Tangorn se echó hacia atrás indolentemente y entrecerró los ojos
con aire soñador—. Lo principal es ir alternando su sabor con el de la sal y el
del limón. Fíjate bien: echas en la uña unos granitos de sal; para que no se te
caiga, primero hay que chupar esa zona... —mientras decía esto, se inclinó hacia
el platillo con sal y pimienta que estaba sobre la mesa; el matón reaccionó a su
movimiento y volvió a llevarse la mano al seno de la camisa, pero en esta
ocasión ya no le gritó «¡las manos quietas!»; se ve que ya se iba
acostumbrando—; luego coges un poquitín de sal con la punta misma de la
lengua, y... ¡adentro! ¡Demonios! ¡Menuda porquería dan en El Caballito de
Mar! Y ahora, ¡venga esa rodajita de limón! Así, perfecto...
«Ahora de otra manera, que también está bien... ¡Vuelve a servirme, ya que
hoy te tengo de camarero! Esta vez, no lo voy a tomar con sal, sino con
pimienta. —Ya se estaba inclinando nuevamente hacia el platillo, pero se
detuvo a medio camino y se volvió enojado hacia el segundo rufián—: Oye,
amigo, ¿qué tal si te apartaras un poco, eh? ¡No puedo soportar tu aliento a ajo
en el cogote!
—Yo me limito a seguir las instrucciones —respondió ofendido. «¡Ay,
inocente!», pensó el barón. «Lo primero que tenías que haber hecho, para
«seguir las instrucciones», era no ponerte a hablar conmigo... Este tipo aspira la
ese: es natural de Cinco Ríos... La verdad es que eso no tiene ninguna
importancia, lo que importa es que no está situado exactamente detrás de mí,
sino echado un paso hacia la izquierda, y mide seis pies menos un par de
pulgadas.» ¿Ya? Sí, ya: la cabeza había cumplido; turno ahora para la fortuna...
Un segundo más tarde, Tangorn, sentado de mala manera en su silla, alcanzó
con los dedos de la mano izquierda el platillo con la pimienta molida y, sin
mirar, con un leve movimiento descuidado, lo arrojó hacia atrás, exactamente al
rostro del cincorriano, al tiempo que, por debajo de la mesa, le daba una patada
de puntera en la espinilla al que tenía delante.
Como es sabido, cuando se lleva una sorpresa, la gente reacciona siempre con
una inspiración; por ese motivo, el matón que había sido «sazonado con
pimienta» quedó definitivamente fuera de combate; el que estaba enfrente de
Tangorn emitió un gemido ahogado, «¡ayayay, cabrón!», y, retorciéndose de
dolor, se derrumbó estrepitosamente bajo la mesa, aunque, seguramente, por
poco tiempo: no había llegado a sufrir una rotura. Desde la puerta ya venían a
toda prisa, derribando sillas, los otros dos compinches: uno de ellos, con un
puñal opariano, el otro con una porra, mientras Tangorn estaba rebuscando en
el seno de la camisa del cincorriano, contraído en el suelo, y pensaba, algo
desanimado: «Como sólo lleve encima alguno de esos juguetitos, del estilo de
un rompecabezas o una navaja plegable, se acabó...». Pero no —¡alabado sea el
Luchador!—, se trataba de un gran puñal opariano, de esos que llevan al cinto
los montañeses de la Península: una hoja de media yarda, que se acopla
perfectamente al cuerpo, con la que se pueden asestar tanto ataques punzantes
como cortantes; no es que fuera gran cosa, pero al fin y al cabo era un arma de
guerrero, no de ladrón.
No obstante, cuando se encontró con los dos que venían desde la puerta, no
tardó en comprender que la cosa no se resolvería con un leve derramamiento de
sangre: eran unos tiarrones y manejaban las armas (al menos las cortas) casi tan
bien como él. Y cuando un golpe de porra (gracias a que fue de refilón) le dejó
la mano izquierda muerta, mientras por detrás se le acercaba un tercer enemigo
—cojeando, pero totalmente apto para la lucha—, el barón pensó que la cosa se
ponía muy fea. Pero que muy fea. Y empezó a pelear en serio, dejándose de
bobadas.
El gondolero taciturno, tras recibir un castamir de plata, atracó en el muelle
de carga, medio en ruinas, y al cabo de unos minutos apareció con un traje
nuevo para su pasajero: unos harapos, si se comparan con los fastuosos y
llamativos atavíos de macarra, pero, eso sí, sin rastro de sangre. Tangorn, tras
cambiarse a toda prisa para no perder tiempo, se guardó bajo la camisa el puñal
capturado y la placa de plata, arrancada del cuello de uno de los matones:
«Karanir, sargento de la guardia secreta de Su Majestad Piedra Elfinita»; al
sargento, la placa ya no le servía de nada...La «tercera espada de Pietror» se
había escapado, dejando tras de sí un muerto y dos heridos; por otra parte, lo
más probable era que ya se hubieran ocupado de los heridos como cabía
esperar: en El Caballito de Mar no estimaban a la policía secreta más que en
cualquier otro garito portuario de cualquier mundo...
El propio barón había recibido dos heridas; ninguna era de cuidado, eran
poco más que rasguños. Peor era lo de la mano, entumecida por el porrazo,
pero el barón tenía otras preocupaciones mucho más apremiantes en aquel
momento. Al fin y al cabo, para esas situaciones disponía de algunos remedios
del botiquín de Haladdin. En definitiva, se había deshecho de los cuatro
matones, y pasarían al menos dos o tres horas hasta que les echaran en falta,
pero ese lapso de tiempo era la única ventaja con la que contaba. Pronto
empezaría a buscarle toda la red de agentes pietrorianos, además de los policías
locales, lo cual era mucho más grave. Éstos estaban corrompidos hasta la
médula, pero sabían hacer su trabajo, sin discusión. Dentro de nada, en un par
de horas a lo sumo, sus informadores les pondrían al corriente de que en El
Caballito de Mar se había detectado la presencia de un viejo conocido, el barón
Tangorn; acto seguido, bloquearían el puerto, y hacia el anochecer empezarían a
peinar sistemáticamente la ciudad. En la jerga de los espías, cuando alguien está
en una situación como la suya, se dice que es «un leproso con campanilla»: no
estaba autorizado a pedir ayuda a los integrantes de su antigua red, que llevaba
tiempo inactiva (los materiales anteriores a la guerra relativos a esta red podían
muy bien haber ido a parar a manos del Centro en Torre Vigía), ni entregarse, a
cambio de protección, al servicio secreto de Opar (que sólo le podría poner a
salvo si reconocía que era un «hombre de Aramir», lo cual estaba totalmente
descartado). Lo peor de todo era que había perdido irremediablemente el
contacto con los agentes de Umbror, los únicos que le podrían haber ayudado a
llegar hasta Elandar... En resumen: no había logrado su objetivo y estaba
abocado a la muerte; qué más daba que él no hubiera tenido la culpa de lo
sucedido: la misión de Haladdin parecía condenada al fracaso.
El caso es ya no le quedaba ningún agente, ningún enlace, ninguna cita. ¿Qué
le quedaba? Tenía dinero, mucho dinero, más de cuatrocientos dungans
repartidos en seis escondrijos, además de la cota de platagrís, a buen recaudo
(Haladdin se la entregó para que la vendiese, como último recurso, si no
lograba encontrar el oro de Sharia-Rana); tenía un par de escondrijos de reserva,
para sus «provisiones caseras»—darían con ellos en un par de días, a lo sumo—
, y tenía algunos contactos antiguos (no estaba claro que siguieran siendo
operativos) en el mundo del crimen. Probablemente, eso era todo... Por no
tener, no tenía ni su Adormidera: la espada se había quedado en casa de Elvis, y
en esas condiciones no podía ni pensar en volver a la calle del Jaspe (lo mismo
que a El Ancla Feliz).
Pero cuando el gondolero le dejó en las cercanías de los depósitos del puerto,
tenía todo claro ya: la única táctica sensata en esa coyuntura tan adversa era la
de marcarse un farol a la desesperada. No quedarse agazapado, como una
cucaracha en una grieta, sino caer directamente sobre ellos.
CAPÍTULO 42

Opar, Litoral, 12
4 de junio de 3019

El Mangosta andaba sin prisa por los pasillos de la embajada. Cuanto más
difícil y peligrosa sea una situación, más reposado, cauto y respetuoso (al
menos, con la gente) debe mostrarse un jefe; así que, a juzgar por la apacible
sonrisa firmemente adherida al rostro del Mangosta, la cosa no podía ir peor.
Sorprendió en su despacho al capitán Marandil, agente secreto.
—¡Saludos, mi capitán! Teniente Mangosta: aquí está mi placa. El Centro me
ha enviado a Opar para llevar a cabo una misión absolutamente secreta. Lo
lamento, pero han surgido algunos problemas...
Marandil ni siquiera se dignó a interrumpir el examen de sus uñas, en el que
estaba enfrascado: al parecer, un padrastro, imperceptible a simple vista, le
preocupaba mucho más que los percances del artista ambulante. En ese
momento, además, la puerta se abrió de par en par y entró un mocetón, de casi
siete pies de altura, que apartó al teniente sin ningún miramiento:
—¡Ya es hora de empezar, boss! ¡Una chiquilla de rechupete!
—Seguro que usted ya ha probado el dulce... —replicó el capitán en tono
cáustico, aunque no exento de familiaridad.
—¡Ni pensarlo! El «derecho de pernada» es privilegio del señor feudal, y a
nosotros nos toca después de usted: no somos unos señoritos... Pero la damisela
ya está desnuda y espera con impaciencia.
—Bueno, entonces vamos, no vaya a quedarse helada esperando.
El mozo estalló en carcajadas, y el capitán se dispuso a levantarse de la mesa,
pero se tropezó con la mirada del Mangosta y se sintió obligado a dar
explicaciones:
—Cayó en la redada de anoche, ¡se trata de agentes umbrorianos! Pura
carroña; de todos modos, también ella acabará en un canal...
El Mangosta contemplaba indiferente las molduras barrocas del despacho
(«Menuda horterada»): le preocupaba seriamente que no fuera capaz de
controlar la ira que le embargaba, y que ésta saliera a raudales al exterior a
través de sus pupilas. Evidentemente, el trabajo en un servicio de inteligencia
siempre es cruel, un tercer grado es un tercer grado, la «chiquilla» tenía que
saber dónde se metía cuando decidió participar en ese juego... Todo eso estaba
muy bien, y se ajustaba a las normas... Pero lo que ya no se ajustaba a las
normas —¡todo lo contrario!— era la conducta de sus colegas, esa parejita
encantadora: no parecían servir como soldados, sino... Bueno, al diablo con
todos ellos: el poner orden en las redes regionales de espionaje no era uno de
los objetivos de Feanaro, al menos de momento. Y el teniente volvió a dirigirse a
Marandil, en un tono exhortativo tan respetuoso que cualquier individuo
avispado habría comprendido de inmediato que ya estaba a punto de estallar:
—Le ruego que me disculpe, mi capitán, pero el asunto que me ocupa no
admite demoras, le doy mi palabra. La verdad es que, para ese trabajo —hizo
un gesto en dirección al mozo—, sus subordinados se sabrán arreglar
perfectamente sin su presencia.
El chaval, sencillamente, se partió de risa y, azuzado por la sonrisa maliciosa
del boss, comentó indolente:
—¡No hagas caso, teniente! Ya se sabe que las tres cuartas partes de los
problemas se resuelven por sí solos, y el resto son irresolubles. Mejor vente con
nosotros al sótano; como invitado que eres, el angelito te recibirá sin esperar
turno. Ella sabrá ocuparse de ti, o tú de ella, como prefieras...
Marandil disfrutaba en silencio al ver cómo humillaban al visitante de la
capital. Naturalmente, era preciso prestarle apoyo, qué remedio, pero primero
había que darle una lección: que se enterara de que él allí, en Opar, era un don
nadie.
—¿Tú, cuando estás en presencia de un superior, qué posición adoptas? —
inquirió el Mangosta con voz desvaída, midiendo con la mirada al lacayo de
Marandil, y esforzándose por contener las puntas de sus botas.
—¿Qué? Pues como todo el mundo... ¡no me fallan las piernas!
—Ah, bien pensado... —dijo el teniente con aire pensativo, y con un leve
movimiento, como un paso de baile, se deslizó hacia delante. Su rival le sacaba
una cabeza, y era prácticamente el doble de ancho que él, lo que le impidió
darle demasiado fuerte; pero un puño así es como una pesa, y siempre te puede
derribar de un golpe... El caso es que lanzó el puño y se quedó de piedra: no es
que el Mangosta hubiera esquivado el puñetazo o hubiera saltado hacia atrás;
es que, sencillamente, había desaparecido, esfumándose literalmente en el aire.
El mocetón se quedó parado, con los ojos como platos, hasta que le tocaron en
la espalda, «¡hola!», y el muy imbécil, en efecto, se volvió...
El Mangosta cruzó por encima del cuerpo tendido, con cierta repugnancia,
como si se tratara de un montón de estiércol, y se detuvo ante Marandil, que
había reculado inconscientemente, quedándose detrás de la mesa, con el pánico
claramente dibujado en sus ojos:
—Parece que sus subordinados no se tienen en pie —le comentó secamente—
. ¿Es que les tiene muertos de hambre?
—¡Eres un tipo duro, teniente! —Marandil forzó una sonrisa—. No te
enfades: tenía ganas de verte en acción...
—Eso mismo pensaba yo. ¿Damos el tema por zanjado?
—Por cierto, ¿no serás tú uno de esos... cómo era... ninjokwe?
—Ésa es otra técnica, aunque se basa en los mismos principios... Bueno,
volvamos al tema que nos ocupa. Por lo que respecta a las diversiones en el
sótano, me temo que va a tener usted que contenerse o, más bien, y perdone el
juego de palabras trivial, abstenerse. Ordene a sus hombres que vayan
empezando sin usted. Y que se lleven de aquí a este jovencito insolente.
El Mangosta rechazó tanto el vino como el café que le ofrecieron, y fue directo
al grano:
—Ayer sus hombres intentaron atrapar en El Caballito de Mar al barón
Tangorn. ¿A qué viene eso? Supongo que no se habrán olvidado ustedes de que
Lunien es vasallo de la corona de Pietror...
—¡Pero si no teníamos ni idea de que fuera Tangorn...! Simplemente, se
presentó en una reunión clandestina umbroriana, y los muchachos llegaron a la
conclusión de que se trataba de su enlace.
—¡Aja...! —El Mangosta cerró los ojos durante unos instantes—. Vaya, eso
cambia las cosas... Ahora no hay ninguna duda: el barón está en estrecho
contacto con Umbror. Lo cierto es que ahora también para ellos es un hombre
quemado...
—No te preocupes: le cogeremos esta misma tarde. En las pesquisas no sólo
interviene nuestra gente, sino también la policía de Opar. Ya han encontrado
una de sus guaridas, la había dejado tan sólo media hora antes de que se
presentaran allí...
—Justamente ése es el motivo de mi visita. Deben suspender inmediatamente
la búsqueda de Tangorn. Mienta usted a la policía, dígales, no sé, que todo ha
sido un malentendido, una mala conexión entre dos servicios de inteligencia
hermanos; en una palabra: «riñas de enamorados, amores doblados»... De
hecho, hasta cierto punto, eso se corresponde con la realidad.
—¡No he entendido el chiste!
—No tiene usted nada que entender, capitán. ¿Conoce usted esta letra: G? —
Marandil observó el documento de seda que sostenía el teniente y se quedó
blanco—. Yo me ocuparé del barón: esta historia no tiene nada que ver con
ustedes. Retire a sus colaboradores y, sobre todo, insisto en ello, detenga cuanto
antes a la policía de Opar: como Tangorn llegue a caer en sus manos, y no en las
mías, será una catástrofe, y los dos responderemos con nuestra cabeza.
—Pero, mi teniente... ¡Se ha cargado a cuatro de mis hombres!
—Y ha hecho bien. —El Mangosta se encogió de hombros—. A los cretinos
que se ponen a intimar con los detenidos hay que matarlos. Sobre el terreno...
Quedamos, entonces, en que ustedes interrumpen cualquier búsqueda activa de
Tangorn y esperan tranquilamente. No se puede excluir que muy pronto él
mismo se descubra, de una forma u otra...
—¿Que se descubra él mismo? ¿Qué pasa, está loco?
—En absoluto. Sencillamente, todo parece indicar que está en una situación
desesperada. Y el barón, por lo que puedo saber, es de esa clase de personas
partidarias de jugarse el todo por el todo... De modo que si se entera usted de
algo interesante, infórmeme de inmediato: ice en el asta de la embajada el
gallardete de Colina de Rotam, y en seguida vendrá alguien a recabar la
información. Y cuando todo esto termine, olvídese para siempre de que ha oído
el nombre de Tangorn. ¿Estamos?
—¡Sin duda! Escuche, mi teniente, hemos descubierto que él antes tenía aquí
una amiguita...
—Jaspe, 7, ¿verdad?
—Pues... sí —contestó decepcionado Marandil—. Veo que ya lo sabe...
—Por supuesto. Por lo visto, hace dos noches durmió allí. ¿Y qué más?
—A ella habrá entonces que apretarle las clavijas.
—¿Ah, sí? ¿Y qué espera sacar de ella? —El Mangosta hizo un gesto de
hastío—. ¿En qué posturas hicieron el amor y cuántos orgasmos tuvo en esa
noche? ¿Qué más puede contar? Tangorn no es un idiota redomado que pone
en conocimiento de su amante los asuntos de trabajo.
—Pero de cualquier modo...
—Capitán, se lo repito una vez más: destierre de su cabeza todo lo que tiene
que ver con Tangorn; ahora es asunto mío, no suyo. Si se lo encuentra por la
calle, cambiase de acera, y después limítese a echar humo en su despacho de la
embajada del Cisne de Colina de Rotam. ¿De acuerdo? Por cierto, en relación
con sus problemas: si no he entendido mal, están ahora hurgando ustedes en la
antigua red de espionaje umbroriano. Permítame una pregunta indiscreta:
¿para qué?
—¿Cómo que para qué?
—Sí: ¿tendría la bondad de decirme en qué les estorba? Y, en todo caso, ¿por
qué han empezado a detenerles, en vez de tenerles vigilados y esclarecer cuáles
son sus conexiones?
—Teníamos prisa; no vaya a ser que el DDE esté desarrollando un doble
juego...
—¿El DDE? ¿Así que fueron ellos los que les pusieron en la pista de la red
umbroriana?
—¡Pues claro! Fue un «gesto de buena voluntad»...
—¡Capitán, eso no es más que un cuento para niños tarados! ¿No se le ha
ocurrido pensar por qué les han hecho ese regalo tan estupendo?¿Qué
pretenden a cambio? Muy bien, como ya he dicho, eso es asunto suyo; hagan lo
que puedan. ¡Ha sido un honor!
El Mangosta se dirigió hacia la puerta, pero antes de llegar se volvió
repentinamente:
—Ah, otra cosa más. Por lo que pueda pasar con vuestro celo en el servicio,
capitán... —Se paró un poco, como si estuviera buscando la palabra precisa, y
luego resolvió sus dudas—: Veamos, como alguno de los tuyos, a pesar de todo,
se acerque mínimamente a la casa de la calle del Jaspe, te vas a tragar una
tortilla hecha con tus propios huevos. ¿Me has entendido?
Sus miradas se cruzaron por un solo instante, pero a Marandil le bastó para
tener la certeza absoluta de que el otro se la haría tragar.
La predicción del Mangosta se confirmó punto por punto al día siguiente,
cuando uno de los miembros de la policía de Opar, el inspector Vaddari,
expresó su intención de entrevistarse urgentemente con Marandil. El inspector
no era uno de los policías que trabajaban abiertamente para la embajada de
Pietror, si bien no era poco lo que sabía de todos aquellos juegos. Era un
detective veterano y con mucha experiencia, que sabía orientarse como nadie en
el lado oculto de la vida. Tanto por su edad como por sus méritos, hacía ya
mucho que debería haber obtenido los galones de comisario, y por ese motivo
alargaba la mano sin ningún remordimiento de conciencia. Hay que tener en
cuenta que la corrupción en la policía de Opar estaba avalada por una tradición
centenaria (los policías y los aduaneros que no se dejaban sobornar despertaban
el recelo no sólo de sus compañeros y jefes, sino también de los ciudadanos
honrados: «No, tíos, a ése más vale no darle la espalda en la oscuridad»), pero
Vaddari se distinguía de otros colegas en que la gratificación obtenida se la
curraba siempre a conciencia, sin ampararse en las «dificultades objetivas».
—Sus hombres, señor secretario, estaban buscando a un tal Tangorn, pero
ayer las pesquisas fueron bruscamente interrumpidas. ¿Todavía le interesa ese
individuo?
—Bu-bueno... Sí, es posible... —Marandil, precavido, asintió finalmente.
—Estoy dispuesto a comunicarle el sitio exacto donde va a estar hoy por la
tarde. Siempre que nos pongamos de acuerdo en el precio...
—¿Puedo saber de dónde procede esa información?
—Sí. Él mismo me mandó una carta, fijando la cita.
—¿Y por qué ha decidido usted vender a un cliente potencial?
—Ni siquiera lo había pensado. Lo cierto es que entre las condiciones que él
me fija para la cita no se menciona por ninguna parte que no puedan saber de
ella terceras personas, de modo que me atengo estrictamente a la letra del
acuerdo. Y si Tangorn no contempla esa posibilidad, no es más que un imbécil
con el que no vale la pena tener tratos.
—Ya... ¿Y cuánto pide usted?
—Tres dungans.
—¿Qué? ¿Tú sabes lo que dices, palurdo? ¿Has perdido el norte?
—Soy yo el que pone el precio...
—Pues a mí, por si lo quieres saber, a mí este asunto me deja frío...
—¡Deja ya de vacilar conmigo; tú no sabes con quién estás hablando! Lleváis
un día y medio metiendo las narices en todas partes y, de repente, ¡anda, qué
fallo, la que hemos liado! Hasta el más tonto se da cuenta de que otra gente se
ocupa ahora de cazar al pájaro, y de que a la policía de Opar la han dejado de
lado... Así que ahora tengo que buscarme la vida para averiguar quién más
anda detrás de este tío. ¡Y el tiempo apremia...!
—¡De acuerdo: dos!
—Si he dicho tres, son tres; no estamos en el mercado, regateando por unos
pistachos. No seas tacaño, ¡ni que pagaras de tu bolsillo!
—Vale. Tú ganas. Dos ahora, y el tercero cuando lo hayamos cogido,
siguiendo tus indicaciones.
—¡Que te lo has creído! Yo te digo cuándo y dónde; el resto es cosa tuya, a mí
ni me va ni me viene. Los tres, ya mismo.
—¿Y si me la estás jugando?
—Mira, los dos somos personas adultas, responsables. Yo no soy uno de esos
borrachos del puerto que van ofreciendo el mapa de un tesoro pirata a cambio
de unos tragos...
Tras guardarse las monedas en el bolsillo, Vaddari empezó con las
instrucciones:
—¿Conoces la plaza de Castamir?
—¿La que tiene un lago en medio al que van a parar tres canales?
—Ésa misma. El lago es circular, tiene ciento cincuenta yardas de diámetro,
los canales entran formando ángulos de ciento veinte grados: a las doce, a las
cuatro y a las ocho del cuadrante, contando a partir de las columnas rostrales.
La orilla del lago no es continua, sino que la interrumpen unas escaleras que
bajan hasta el agua: hay dos en cada tramo entre canal y canal; seis en total. A
las siete de la tarde, yo estaré en la escalera situada justo a la derecha del canal
de las ocho, vestido con una capa colorada y un sombrero con una pluma negra.
Por uno de los canales vendrá una góndola de alquiler, un taxi acuático: el
gondolero me recogerá, orientándose por estas mismas señas, y a partir de ese
momento tendrá que seguir mis instrucciones. Yo iré pasando de una escalera a
otra, pero no de forma consecutiva, a lo largo de la orilla, sino atravesando el
lago: primero las siete, luego las once, luego las tres, y así sucesivamente. ¿Se
entiende la idea?
—Perfectamente.
—A esas horas, no suele haber apenas movimiento por el lago; si aparecen
otras góndolas, la mía tendrá que permanecer amarrada, esperando a que pasen
de largo por los canales. Tangorn bajará por una de las escaleras (siempre y
cuando, naturalmente, esté convencido de que no hay ningún peligro) y se
subirá a mi góndola. Irá disfrazado y maquillado; le reconoceremos cuando se
saque de la camisa un pañuelo de cabeza de color lila y lo agite dos veces. Eso
es todo. Ahora es cosa tuya, secretario; que te vaya bien.
Vaddari se levantó y se dirigió hacia la salida del café donde se habían
reunido, al tiempo que pensaba fugazmente: «Me apuesto la cabeza a que el
otro les hace una jugarreta»...
Lo primero que hizo el capitán, tras regresar a la embajada, fue anotar en el
libro de contabilidad donde se registraban los pagos a los agentes: 4 (en letras:
cuatro) dungans. Le dieron ganas de apuntar cinco, pero se contuvo: la avaricia
rompe el saco, y el pájaro, en cambio, picotea los granos de uno en uno, y se
queda satisfecho... Bueno, ¿qué? ¿Izaba la bandera de Colina de Rotam? ¿Y
entregaba a Tangorn, servido en un plato, a ese chillón de la capital? «¿Qué tal
si le hinco yo el diente, y prescindo de la operación de la corona?», decidió de
repente. «Una mano de cartas como ésta no se tiene más que una vez en la vida.
Le cogeré yo solo, y a los vencedores no les juzga nadie...» En ese instante, le
vino a la memoria la mirada del Mangosta, y volvió a sentir un escalofrío: ¿qué
pasaría con él? «No», se tranquilizó, «el plan es seguro, no puede haber fallos;
conozco el lugar y la hora exactos de la cita; cuento con treinta y dos hombres y
con cinco horas para los preparativos, y en cinco horas, si no recuerdo mal, el
Demiurgo aritano de rostro solar se las arregló para crear Erda con todos sus
entresijos: el agua con los peces, el aire con las aves, la tierra con las bestias, el
fuego con los dragones y el hombre con todas sus perversiones...»
CAPÍTULO 43

Opar, plaza de Castamir el Grande


5 de junio de 3019

—¿Cuántos has contado, Jacuzzi?


—Treinta y dos.
—Pues yo sólo veo una docena...
—No querría delatarlos, señalando con el dedo...
—¡Qué cosas tienes, amigo mío! De todos modos, tú eres el responsable de las
operaciones, yo no soy más que un analista; a partir de ahora todas las cartas
están en su mano. —Almandin se reclinó tranquilamente sobre el respaldo de la
silla de mimbre, saboreando el vino; estaban sentados bajo el toldo rayado de
uno de los pequeños cafés al aire libre de la plaza de Castamir, en frente de una
columna rostral cubierta de mascarones de proa de naves de Pietror, y vigilaban
perezosamente el torbellino de la ociosa multitud vespertina—. Bueno, si de
verdad son treinta y dos, eso quiere decir que Marandil ha echado mano de
todos los agentes disponibles, salvo los del servicio de seguridad... Por cierto,
¿no habrás visto por ahí a nuestro artista invitado?
Jacuzzi recorrió una vez más con la mirada la orilla, atestada de gente, del
lago circular, no demasiado limpio. Nobles señores y oficiales de marina,
buhoneros y jóvenes emperifolladas, músicos callejeros y pitonisas, pordioseros
y caballeros de fortuna... A los espías pietrorianos los reconocía sin dificultad
(aunque algunos de ellos estaban bastante bien disfrazados, todo hay que
decirlo), pero al barón, en cambio, no lograba identificarlo de ninguna manera,
lo cual no le hacía ninguna gracia. A menos que... Pero no, qué tontería.
—No parece que esté aquí. Seguramente también él ha detectado la presencia
de esos tipos, se ha reído de ellos y se ha largado sin meter ruido.
—Sí, eso es lo que habría hecho un profesional —asintió Almandin—. Pero el
barón seguro que actúa de otra manera... ¿Qué te apuestas?
—Un momento... —El vicedirector operativo miró perplejo a su jefe—.
¿Quiere usted decir que considera a Tangorn un aficionado?
—No un simple aficionado, querido Jacuzzi, sino un verdadero amateur.
¿Captas el matiz?
—La verdad, no del todo...
—Un profesional no es aquél que domina a la perfección la técnica de su
oficio (aunque no tenga ningún problema a este respecto), sino aquél que,
cuando se le encomienda una misión, siempre se centra en el resultado final, sin
tener en cuenta los aspectos secundarios... Pero el barón, así son las cosas, jamás
ha cobrado por sus servicios: no está atado por un juramento, ni por el umberto,
y está acostumbrado a disfrutar de un privilegio inigualable: hacer sólo lo que
le parece correcto. Y si alguna orden se opone a su concepto del honor y la
conciencia, sencillamente no la cumple, sin importarle las consecuencias, para él
personalmente y para la misión. Como comprenderás, el sitio adecuado para
alguien como él no es un servicio de inteligencia, sino un monasterio de
Vendotenia...
—Creo que ya entiendo lo que quiere decir —asintió pensativo Jacuzzi—. El
barón vive en un mundo de estereotipos y prohibiciones morales, inconcebibles
para nosotros... ¿Sabe?, hace un momento estaba repasando mentalmente el
dossier sobre él, y recordé una conversación curiosa: una amistosa charla
tabernaria. Le preguntaban si sería capaz, en caso de necesidad, de pegar a una
mujer. Se lo estuvo pensando un rato, muy serio además, y luego reconoció que,
en todo caso, sería capaz de matarla, pero jamás de pegarle, bajo ninguna
circunstancia... Por cierto, ese dossier resulta bastante interesante en general;
más que un informe, es una especie de reseña literaria: prácticamente la mitad
consiste en versos y traducciones literarias. Además, al leerlo pensé que una
recopilación tan completa de los takato de Tangorn como la que tenemos en el
Departamento no existe en ninguna otra parte...
—Lástima que no se pueda publicar antes de ciento veinte años, de acuerdo
con la ley sobre desclasificación de secretos oficiales... ¡Aja! Una góndola... Y
bien, ¿qué te apuestas a que ahora nos sale con algún truco endiablado y al final
se la juega a todos esos tipos?
—Creo que lo que más nos conviene es rezar por su éxito o, más bien, por el
fracaso de Marandil...
La pequeña góndola de tres plazas atracó junto a las escaleras que bajaban
hasta el agua, para recibir a bordo a un caballero vestido con un capote rojo y
un sombrero con una pluma negra, y luego empezó a atravesar lentamente el
lago. En ese momento, en la cara de Jacuzzi se dibujó una expresión soñolienta;
sacó sin prisa un lápiz de un intenso color dorado, anotó algunas palabras en
una servilleta, la colocó después en la mesa, con el texto boca abajo y, diciendo:
«Muy bien. Haga su apuesta...», le pasó el lápiz a Almandin. Éste, a su vez, hizo
la correspondiente anotación y los dos se quedaron contemplando en silencio el
desarrollo de la representación.
La góndola describió un triángulo incompleto y regresó hacia la escalera más
próxima a aquélla desde la que había iniciado su recorrido. Ese lugar era el
elegido, desde hacía tiempo, por un grupo de leprosos que, enfundados en sus
hopalandas a rayas, acudían aquí a mendigar su sustento diario. La «lepra fría»
es una enfermedad mortal e incurable, pero, a diferencia de la «lepra caliente»,
prácticamente no es contagiosa (sólo se coge si se estalla una de esas ampollas
sanguinolentas que cubren los brazos y la cara de los enfermos o si, por
ejemplo, se bebe leche del mismo cuenco que uno de ellos), por lo que a los
afectados no se les expulsaba nunca de las poblaciones; los hakimianos de Jand
los consideraban incluso personas especialmente gratas a Dios. Día a día,
aquellas figuras afligidas, dentro de sus sudarios rayados, despertaban en
silencio la compasión de los ciudadanos y parecían recordarles: comparad
nuestro mal con todo aquello que, en vuestra vida cotidiana, consideráis una
desgracia... Eran tan constantes, que parecían un elemento arquitectónico más,
del estilo de los norayes de piedra a los que amarraban las góndolas; por eso,
cuando una de aquellas estatuas de tela se levantó de pronto y se dirigió hacia
la escalera, cojeando levemente, pareció claro que, por fin, el espectáculo había
dado comienzo.
El leproso puso el pie sobre el escalón superior, se sacó de una manga un
pañuelo de color lila y lo mostró fugazmente. En ese mismo instante, el grupo
de curiosos que se amontonaba en torno a un malabarista callejero (hacía juegos
con tres puñales, a unas veinte yardas de la escalera) se dispersó: dos de ellos se
movieron a derecha e izquierda, cortándole la retirada al leproso, y otros dos,
además del propio malabarista, empuñando sus armas, se lanzaron
abiertamente a por la presa. Fue en ese momento cuando se hizo evidente que el
individuo no se había dado cuenta de nada: empezó a descender hacia el agua,
mientras la góndola se mantenía aún apartada, a unas quince yardas de la
orilla. De todos modos, probablemente habría podido saltar a la embarcación y
salvarse, de no haberlo impedido la cobardía del pasajero del capote rojo: éste,
al ver a los tres perseguidores armados, se asustó de tal manera que el
gondolero, resignado ante sus gestos de pánico, decidió alejarse cuanto antes de
la orilla, abandonando al impostor a su suerte. Éste se agitaba
desesperadamente en el escalón inferior, inmediato al agua: no tenía
escapatoria. Unos segundos después, le dieron alcance los «curiosos», que en
seguida le tuvieron bien cogido de los brazos; eso permitió que el
«malabarista», con golpes cortos, sin grandes aspavientos, le machacara el
hígado, antes de propinarle un revés en el cuello con la mano de canto. Ya está.
Listo para su entrega.
Sin embargo, cuando subieron a rastras al «leproso» desde las escaleras a la
orilla, rápidamente se arremolinó un gentío indignado: allí no estaban
acostumbrados a que se tratase de esa manera a los enfermos. Dos hakimianos
que andaban por allí cerca con sus bonetes amarillos de peregrinos no tardaron
en interceder por aquella «criatura de Dios». El escándalo que se había
producido amenazaba con convertirse, de manera espontánea, en un tumulto.
Los hombres de Marandil, desde todos los extremos de la plaza, se abrieron
paso —sacando pecho— a través de la multitud, cada vez más apretujada, hasta
llegar al lugar de los hechos, mientras se oía, a lo lejos, el trinar de los silbatos
de la policía, que tenía los nervios muy alterados... El sujeto de la capa roja,
entre tanto, desembarcó tres escaleras más allá del lugar del altercado, despidió
la góndola y se alejó sin prisa: todo hacía pensar que el destino del falso leproso
no le inquietaba en exceso.
—Bueno, ¿qué te parece el espectáculo, querido Jacuzzi?
—Grandioso. Definitivamente, con Tangorn se pierde un gran director de
escena.
La expresión del rostro del vicedirector operativo apenas había cambiado; sin
embargo, Almandin conocía a su colega desde hacía muchos años, lo que le
permitió advertir que la enorme tensión a la que había estado sometido durante
los últimos diez minutos había remitido, y en las comisuras de los labios se
insinuaba la sombra de una sonrisa triunfal. Al fin y al cabo, esa victoria
también era suya... Entre tanto, Jacuzzi paró a un camarero que pasaba a toda
prisa por allí:
—¡Amigo, una botella de aguamarga!
—¿No tienes miedo de ahuyentar la buena suerte?
—En absoluto. Ya está todo resuelto: tenemos a Marandil en el bolsillo,
cuente con ello.
Mientras esperaban el aguamarga, seguían con curiosidad el desarrollo de los
acontecimientos en la orilla. La riña cesó de repente (a pesar de que el vocerío
parecía incluso aumentar), y en el lugar del tumulto se formó, de manera
espontánea, un espacio vacío, en medio del cual yacía el hombre de la
hopalanda, que trataba en vano de incorporarse. Los «curiosos» y el
«malabarista», a todo esto, se habían desembarazado de la víctima: no sólo la
habían soltado, sino que ellos mismos habían reculado bruscamente, hacia la
multitud; el de la derecha se examinaba las palmas de las manos, y en su cara se
leía una expresión de espanto.
—¡Mire, jefe, esos tíos por fin se han dado cuenta de que el leproso es
genuino! Y en este caso no sirve la expresión «más vale tarde que nunca»...
Mientras le tenían agarrado, seguro que le han estallado un montón de pústulas
de los brazos y se han llenado de icor hasta las orejas, así que ese trío ya se
puede ir dando por perdido... Están reaccionando de una forma muy
emocional, pero yo no soy quién para juzgarles... Descubrir que sólo te quedan
unos meses de vida (si es que a eso se le puede llamar vida) constituye una
novedad demasiado intensa, y se hace difícil mantenerse sereno.
—Hay que suponer que el leproso habrá sacado algún beneficio...
—¡Sin duda! Pienso que cada puñetazo recibido le habrá reportado no menos
de un castamir: Tangorn no es uno de esos simples que tratan de ahorrar en los
pequeños detalles... como dicen en el norte, «aprovechando la nata que queda
entre la mierda».
Cuando el dorado aguamarga burbujeaba en las copas, Jacuzzi preguntó con
descaro (ese día tenía derecho a hacerlo): «¿Quién paga?». Almandin hizo un
gesto de complicidad y le dio la vuelta a la servilleta; luego confrontó las dos
anotaciones y reconoció honradamente: «Me toca a mí». En su servilleta
figuraba una sola palabra: «Gondolero», mientras que en la del director
operativo constaba: «El gondolero - T. En la orilla habrá labor de apoyo».
CAPÍTULO 44

Cuando los últimos ecos del escándalo se apagaron en la orilla, y el leproso se


reintegró a su puesto habitual, Almandin preguntó intrigado:
—Dime, si estuvieras en el lugar de ese zopenco de Marandil... no te voy a
preguntar si serias capaz de atrapar al barón (la duda ofende), sino cuántos
hombres te harían falta, en vez de estos treinta y dos...
Jacuzzi estuvo cerca de medio minuto haciendo cálculos, mirando
tranquilamente a la orilla, y luego emitió su veredicto:
—Tres. Además, no se necesitan espadachines de primera o maestros en el
combate cuerpo a cuerpo; basta con que sean mínimamente capaces de lanzar
una red de seda. Fíjese: estos tres canales afluyen al lago pasando por debajo de
unos puentes de escasa altura: su luz no mide ni diez pies. Situaría a un hombre
en cada puente; evidentemente, el objetivo de la captura es el gondolero, pero,
por si acaso, dispondríamos de un sistema de señalización... Cuando pase
navegando por debajo del puente, el agente dejará caer una red desde arriba;
después, saltaría a la góndola y le clavaría una aguja impregnada en esencia de
mantsenilla... Tenía usted razón, jefe, todo lo que hace ese tipo es una aventura,
cosa de locos. La maniobra de distracción con el leproso no estuvo nada mal,
pero eso no cambia el fondo de la cuestión... Ningún profesional se metería de
esa forma en la boca del lobo. Efectivamente, no es más que un amateur,
aunque brillante y afortunado; le ha salido bien una vez, dos veces, pero a la
tercera caerá...
—Fíjate en eso —le interrumpió Almandin, dirigiendo la vista hacia el
extremo opuesto de la plaza—; nuestro sin par Vaddari ya le está hurgando al
pobre Marandil con su ruda manaza donde más le duele... ¡No, no le va a dejar
así como así! Por cierto, ¿vas a ir tú personalmente a reclutar al capitán o
piensas enviar a algunos de los tuyos?
El café era muy parecido a aquél donde estaban los dos responsables del DDE
—idénticas sillas de mimbre, idéntico toldo a rayas—, pero en aquella mesa
reinaba un ambiente mucho menos festivo. El agente pietroriano estaba abatido;
sin apartar los ojos de la placa que estaba sobre el mantel —«Sargento Karanir,
miembro de la guardia secreta de Su Majestad Piedra Elfinita»—, se limitaba a
asentir con aire estúpido a las palabras que iba dejando caer Vaddari:
—Mira, hoy el barón se ha limitado a comprobar si lo de El Caballito de Mar
había sido una confusión o si efectivamente tratabais de capturarle a él. Ahora
ya no hay ninguna duda, y os devuelve esta placa, con lo cual viene a decir: «Yo
no os he molestado, pero si queréis guerra, la tendréis. Y ya que no os ha
bastado con siete muertos, me propongo dar caza a vuestros hombres por todo
Opar. Ya veréis lo que os espera: un maestro solitario contra una panda de
haraganes tragaldabas». En todo caso, vosotros sabréis cómo os las arregláis con
él, eso a mí me trae sin cuidado. Pero nosotros tenemos aún otro asuntillo que
resolver...
—¿Qué otro asuntillo? —A Marandil parecía darle ya todo igual. Hasta sus
gorilas, que se dejaban ver, para mayor seguridad, detrás de una mesa
apartada, se daban cuenta de que al boss no le iba bien.
—Muy sencillo. Si Tangorn no se hubiera presentado a la cita conmigo, la
cosa no sería tan grave. Pero como se ha presentado, y todos vosotros habéis
hecho el idiota y no habéis pillado ni media de lo que pasaba con el gondolero,
la cosa cambia. No sé la cabeza, pero lo que son los galones, es fácil que los
perdáis por esta pifia... Ahora tengo que redactar el informe de lo sucedido; la
carta de Tangorn llegó a la policía por correo ordinario y con registro de
entrada... Pero bueno, ¡deja ya de hacer el gilipollas! Yo aquí tampoco he venido
solo: puedo hacerle una señal a mis gorilas... ¿Te crees que hemos terminado?
Eso es... tranquilito... ¡En el norte tenéis la mala costumbre de coger por la
fuerza lo que os ofrecen en venta! Por lo que a mí respecta, para mi informe, me
importa un carajo quién era el que conducía la góndola... ¿Qué, no dices nada?
—No entiendo...
—Se conoce que con la desgracia has acabado de volverte idiota. Todo es
sencillo como una naranja: cinco dungans, y allí no ha habido ningún
gondolero. Quiero decir, sí que lo había, pero no era Tangorn. ¿Tú crees que tu
placa de capitán vale cinco dungans, eh?
Cuando el inspector llegó a su desapacible apartamento de soltero, ya había
tenido tiempo de rumiar la propuesta de Tangorn. Evidentemente, ese día el
barón no había cometido aquella temeridad para mandar al otro mundo a tres
agentes pietrorianos y comunicar oficialmente a Marandil: «¡Voy a por ti!». Su
verdadero objetivo, por raro que parezca, no era otro que el de reunirse con
Vaddari para ofrecerle un trabajo delicado. No era previsible que resultase
especialmente complicado (aunque es verdad que el plazo de una semana era
algo escaso), pero sí extremadamente peligroso: cualquier descuido llevaría
inevitablemente al inspector a los sótanos de Litoral, 12, un sitio donde apestaba
a sangre, a carne chamuscada y a vómito agónico. En caso de éxito, por el
contrario, el barón estaba dispuesto a desembolsar ciento veinte dungans: el
sueldo de doce años de trabajo honesto de un comisario de policía. Vaddari
sopesó el riesgo y el precio, y consideró que el trabajo valía la pena; nunca había
sido un cobarde y, una vez que se ponía manos a la obra, siempre llegaba hasta
el final.

—A juzgar por tu aspecto, querido Jacuzzi, se te puede felicitar por la


victoria.
—Ha sido más fácil de lo que esperaba: se ha venido debajo de inmediato. «Si
permitimos que la historia del gondolero fugado llegue a oídos del Centro en
Torre Vigía, se sabrá que tuvo a Tangorn a su alcance en dos ocasiones, y las
dos le dejó escapar. Ningún agente de inteligencia creería en esa clase de
coincidencias. «Actúa usted de acuerdo con el barón y, además, para proteger a
su cómplice, ha matado a sangre fría a siete de sus hombres»: así es como
aparecerá todo esto en la instrucción judicial. A usted le bajarán al sótano, le
sacarán a golpes la confesión de que trabaja para Colinas del Agua y luego le
liquidarán.» Esa secuencia lógica le ha parecido intachable, y ha asumido las
obligaciones inherentes al servicio. Así pues, Macarioni ya puede acelerar los
trabajos en Barangar: el espionaje pietroriano se ha quedado ciego y sordo... ¿Y
sabe lo que pedía como pago? Resulta que ahora en Opar, además de la gente
de Marandil, trabaja también para ellos un grupo especial, que obedece órdenes
directas del Centro...
—Ya veo...
—Esos tíos, por suerte, no se ocupan de Barangar; por la razón que sea,
andan a la caza de Tangorn, y han apartado de esa tarea a los agentes que
operan aquí permanentemente. Les dirige un teniente, al que llaman el
Mangosta, que tiene un mandato de la clase G; según Marandil, es un
profesional de primerísima clase...
—Muy interesante...
—Marandil ha desobedecido una orden expresa del Mangosta: olvidarse de
la existencia del barón, y puede ser arrestado en cuanto el teniente sea
informado. El caso es que el capitán pretende, «por lo que pudiera pasar», que
nosotros mismos liquidemos al Mangosta y a los suyos. Creo que es una
petición muy razonable; así pues, ahora nos toca cuidar de ese canalla como si
fuera la niña de nuestros ojos, al menos hasta que dé comienzo el Siroco. En una
palabra, jefe, va a tener usted que solicitar la autorización del fiscal general.
Nuestro queridísimo Almaran es muy legalista y siempre echa pestes de las
liquidaciones, pero en esta ocasión deberá acceder a nuestra petición...
—Me pregunto si no temes que se plantee la siguiente cuestión: la persona
que autoriza el asesinato de un oficial del servicio de espionaje de Pietror,
¿vivirá todavía mucho tiempo? ¿Y qué clase de muerte le espera?
—Almaran es un tiquismiquis y un leguleyo, pero de ningún modo un
cobarde; acuérdese del asunto Arreno, cuando no quiso saber nada ni de las
amenazas ni de la intercesión de los dos senadores y, a pesar de los pesares,
mandó a la horca a tres cabecillas del zamorro. Y en el caso del Mangosta todo
está clarísimo: actúa al margen de la ley, se introdujo en Opar con documentos
falsos, organiza robos y asesinatos... No, no debería haber ningún problema a
este respecto.
—Cierto: por ese lado no debería haberlos; el verdadero problema consiste en
que a esos tíos hay que encontrarlos...
—¡Los encontraremos! —replicó con cierta ligereza el vicedirector
operativo—. En esta ciudad todavía seguimos siendo los amos, a pesar de todo.
Encontrar a Tangorn es cuestión de uno o dos días, y con ese cebo pescaremos
de paso a los que andan detrás de él.
—No sé, no sé...
Las dudas de Almandin resultaron proféticas. Los agentes del DDE
rebuscaron por todo Opar, mirando literalmente debajo de las piedras, pero no
dieron ni con el Mangosta ni con Tangorn: no había ni rastro de los dos
tenientes, era como si las aguas se los hubieran tragado... ¿Y por qué «como si»?
Al cuarto día de búsqueda ya no había dudas: ninguno de los dos se encontraba
en la ciudad; muy probablemente, el cuerpo del barón yacía en el fondo de
algún canal, mientras que el Mangosta habría desembarcado en Puertorreal,
para informar del éxito de su misión... Al diablo con ellos: para Marandil, el
peligro ya había pasado, y no había motivos para entrometerse en esas
querellas entre Pietror y Lunien.
Lo curioso del caso es que la conclusión a la que llegó el servicio secreto de
Opar, en el sentido de que Tangorn no se encontraba en la ciudad, se ajustaba
exactamente a la realidad. Para entonces el barón llevaba ya un buen tiempo a
bordo del falucho Pez volador, fletado por él mismo, que durante todos esos días
había permanecido al pairo, a unas diez millas de la costa, a la altura del cabo
Djurindja, al sur de Opar, lejos de las principales rutas marítimas. A los tres
contrabandistas que integraban la tripulación del falucho —el Tío Sarrakesh y
dos de sus «sobrinillos»— se les hacía rara semejante manera de pasar el
tiempo, pero se reservaban sus opiniones, pensando con buen criterio que un
tipo que larga medio centenar de dungans por un flete de tres semanas tiene
derecho a que no le abrumen con preguntas y consejos. Incluso si les había
metido sin advertírselo en algún asunto grave —como lo del año pasado,
cuando el asalto al transporte del oro del tesoro de la República—, bien valía la
pena correr ese riesgo a cambio de sus dungans. Lo cierto es que el pasajero no
tenía ninguna pinta de ser del gremio, a pesar de que se había presentado con
una recomendación del mismísimo Vittano el Cojo, a quien llamaban en broma
(por supuesto, a sus espaldas) el «príncipe de Harmian». La pasada noche del
doce al trece, la tripulación había tenido por fin ocasión de mostrar a su
empleador sus habilidades profesionales. Delante de las narices de las galeras
ligeras del servicio de vigilancia aduanera, el Pez volador se había escabullido
sorteando el laberinto de arrecifes que bordea el límite occidental de la bahía de
Harmian. Después, en una cala recóndita recogieron, tras el intercambio de
señales prescrito en tales casos, el correo para el barón, antes de partir
nuevamente hacia Djurindja.
Una de las cartas era de Vaddari. El inspector le hacía saber que había
realizado su tarea: había averiguado la dirección de dos apartamentos
clandestinos de los que disponía en la ciudad el servicio secreto de Pietror, y
había recopilado todo tipo de informaciones sobre sus ocupantes y su sistema
de vigilancia. En cambio, en una segunda cuestión no había sacado nada en
limpio (como, por lo demás, ya había previsto Tangorn): todos los individuos
que tenían alguna relación con la historia de los barcos de Altagorn, o bien
habían muerto —a consecuencia de enfermedades repentinas o de desgraciados
accidentes—, o bien habían perdido por completo la memoria, y todos los
documentos de la oficina portuaria, correspondientes a un buen número de
años, habían sido enmendados (sin presentar raspaduras visibles); en resumen,
parecía que gran cantidad de barcos de Opar no hubieran existido jamás. Más
cosas: los dos senadores tanteados al efecto habían afirmado unánimemente
que no recordaban los detalles de la sesión en que se adoptó la decisión de
tomar partido por Pietror en la Guerra del Anillo, pero que seguramente se
podían encontrar en los protocolos del Senado del veintinueve de febrero; los
intentos de hacer notar a los padres de la patria que el año en curso no era
bisiesto los recibieron como una broma estúpida. Ya desde muy atrás, toda
aquella historia olía a chamusquina, y Tangorn aprobó muy sinceramente la
decisión de Vaddari de no delatarse manifestando un excesivo interés por ese
turbio asunto de los barcos, no fuera a verse implicado en uno de los habituales
incidentes lamentables.
Por todo ello, la segunda comunicación adquiría un enorme valor: se trataba
de las informaciones recopiladas en ese tiempo por Elvis, remitidas a través del
propio Vaddari y, en última instancia, de los hombres de Vittano. Ella había
hablado con muchos amigos suyos de los círculos políticos y empresariales; el
tema de las conversaciones era perfectamente inocente y no debería alertar a
quienes en aquellos días estaban pendientes de ella, tanto del DDE como de
Litoral, 12. La información más importante, como suele ocurrir, estaba al
alcance de todo el mundo, y el cuadro resultante de ella era de lo más
interesante.
Tres años atrás, aproximadamente, cuando la llama de la guerra empezaba a
prender en el norte, entre la juventud opariana surgió de pronto un entusiasmo
generalizado por los elfos. Para algunos, los más superficiales, aquello no pasó
de ser una moda basada en los símbolos y cánticos élficos, pero otras personas,
más rigurosas, sostenían que se trataba de una verdadera ideología. Esta
ideología —al menos, tal y como era descrita en la exposición de Elvis— parecía
una combinación disparatada de las doctrinas de los derviches de Jand («no
poseer nada, no desear nada, no tener nada») y los anarquistas umbrorianos (la
reorganización de la sociedad sobre la base de la libertad personal absoluta y la
igualdad de todos sus miembros), aderezada con desvaríos bucólicos sobre la
«unidad global con la Naturaleza».
Lo más sorprendente era que los jóvenes intelectuales oparianos pudieran
caer en una trampa tan burda, ¡pero vaya si caían, y de qué manera! Más aún, al
cabo de poco tiempo se empezó a ver que no compartir esos puntos de vista
podía resultar molesto e incluso peligroso: los individuos que tenían la
desgracia de manifestar opiniones divergentes al respecto comenzaron a sufrir
el ostracismo y la hostilidad manifiesta de los demás: «los hijos siempre son
crueles»...
Dos años más tarde todo concluyó tan repentinamente como había
empezado. De todo el movimiento (pues se trataba, sin duda alguna, de un
movimiento organizado), sólo quedó la escuela artística de los elfinarios —una
variedad muy interesante del primitivismo—, así como una decena de gurús
medio chiflados, que predicaban con entusiasmo la inmediata transformación
de toda Midgard en los Bosques Encantados. Su principal ocupación, por cierto,
consistía en difamarse entre ellos y tirarse a las jovencitas, envueltas en humo
de hierba, que formaban parte de su rebaño... Los jóvenes responsables se
apartaron por completo de todos esos juegos y regresaron al seno familiar, del
que no habían querido saber nada durante más de un año. Sus explicaciones no
destacaban por su originalidad —desde «el diablo nos ha enredado» hasta
«quien no es revolucionario en su juventud no tiene corazón; quien no se
vuelve conservador en la madurez no tiene cerebro»—; pero, ¿acaso necesitaban
explicaciones sus progenitores, una vez recuperada la posibilidad de ver con
sus propios ojos, sentado a la mesa, al hijo adorado? Todo eso podría parecer
una tontería, que no merecería mayor atención (¿quién sabe qué clase de
epidemias pueden extenderse entre los jóvenes?; luego sientan la cabeza y ya
está), de no haber sido por una circunstancia especial.
Resulta que los retornados, entre los que se contaban los retoños de las más
ilustres familias de la República, sintieron, todos a una, un inusitado fervor por
el servicio al estado, como nunca antes se había visto en los medios de la
«juventud dorada». La conversión de un soñador medio bohemio o un vividor
mundano en un funcionario instruido se considera, en general, algo infrecuente,
y cuando tales casos empiezan a contarse por decenas y por centenares, hay que
examinar el fenómeno con muchísima atención. Si a todo eso se añadía el hecho
de que en los últimos dos años todos ellos habían desarrollado una carrera
fantástica (demostrando al hacerlo una admirable solidaridad y ayuda mutua,
muy superior a la de los miembros del zamorro), ascendiendo notablemente en
el escalafón, el cuadro era más que preocupante. No había ninguna duda: al
cabo de siete u ocho años esos muchachos ocuparían los puestos clave en todos
los departamentos oficiales de Opar, desde el Ministerio de Asuntos Exteriores
hasta el Almirantazgo, desde la Tesorería hasta el servicio secreto, y de forma
totalmente incruenta, sin infringir ley alguna, caerían en sus manos todos los
resortes del poder efectivo de la República. Pero lo más asombroso era que en
Opar a nadie le preocupaba nada de aquello; si acaso, tal o cual anciano
marasmático, secretario de algún departamento de la administración,
comentaría enternecido, sin mucho tino: «Resulta que nosotros denostamos a
nuestros jóvenes, y ellos... ¡hay que ver! ¡Unas verdaderas águilas! Todo sea por
el bien de la patria»...
Tangorn dejó a un lado la lista, elaborada por Elvis, de unas tres decenas de
retornados y, sumido en sus reflexiones, se dedicó a observar la gaviota que
seguía incesante, en busca de comida, al Pez volador. Estaba totalmente inmóvil,
suspendida en el abismo azul del viento, y recordaba a una chova sobre los
campos; precisamente a esa chova habría que asignarle uno de los nombres de
la lista, el de aquél con quien tendría que trabajar. Y aquí el problema no residía
en las dificultades de la elección del nombre concreto; lo triste era que esos
muchachos —basándose en lo poco que había podido averiguar— le caían
realmente bien. Idealistas y desinteresados, su honradez sólo era comparable a
su propia ingenuidad... Por desgracia, hacerles ver que en el mismo Onirien (en
el real, no en aquél que había erigido su imaginación juvenil), a juzgar por lo
poco que se conocía, no reinaba en absoluto la libertad ni se habían suprimido
las diferencias de clase, y que la «corrupta y venal pseudodemocracia» que les
había criado —para su propia desgracia— presentaba, a pesar de todo, una
serie de ventajas en comparación con aquella dictadura teocrática, no parecía
posible.
De ese modo, estaba buscando a los tipos más simpáticos y, posiblemente,
más afines a él en todo Opar.
Los estaba buscando para matarlos.
¿Cómo era aquello que decía Haladdin? «¿El fin justifica los medios?: la
cuestión no se puede resolver en abstracto...»
CAPÍTULO 45

Opar, calle del Farol


Noche del 14 al 15 de junio de 3019

Los oparianos sostienen unánimes que quien no ha visto el Gran Carnaval no


ha visto nada en este mundo; puede que suene demasiado tajante, pero no
carece de fundamento... No se trata tanto de la belleza de los fuegos artificiales
y de los desfiles de comparsas, aunque en sí mismos sean algo extraordinario:
hay otra cosa mucho más importante. El segundo domingo de junio es el día en
que saltan por los aires todas las barreras sociales: las prostitutas callejeras se
transforman en señoritas de buena familia, y las señoritas en prostitutas; un par
de comediantes que representan una anécdota de la vida de los montañeses de
la península, famosos por su simpleza, pueden ser, en la vida real, senador el
uno y miembro del gremio de los mendigos el otro; ese día, el tiempo gira hacia
atrás y todo el mundo puede recobrar su juventud, maravillosa y alocada, como
si se tratara de los dulces y tibios labios de una joven desconocida en su antifaz
negro, que ha sido arrebatada a su anterior acompañante en medio del
torbellino de la danza; ese día, en fin, está mal visto enriquecerse y robar es algo
reprobable. Ese día, a todo el mundo se le permite todo, salvo una cosa:
desvelar el incógnito de la pareja.
En ese sentido, hay que lamentar la actuación de dos caballeros que se habían
quedado rezagados de un pasacalles que, cubierto de serpentinas y
acompañado del estruendo de los petardos, se alejaba por la calle del Farol,
desde la esquina con el callejón de la Menta. Es cierto, no obstante, que
actuaban con la mejor intención. Esos dos individuos —uno con un maillot
multicolor de atleta de circo; el otro adornado de pies a cabeza con cascabeles
de bufón— se inclinaron sobre un hombre tendido en el suelo, vestido con una
capa de astrólogo, azul y dorada. Trataron, sin mucha habilidad, de reanimarle
(«Eh, tío, ¿qué te pasa?»), y al hacerlo le quitaron su máscara plateada; daba la
impresión de que los propios «salvadores» apenas se tenían en pie.
En ese momento, procedente del callejón, avanzaba a buen paso hacia ellos
un alegre grupo de tres muchachas que lucían dóminos de distintos colores.
—¡Unos caballeros, unos caballeros! —gritaron alborozadas, batiendo palmas
al mismo tiempo—. ¡Y hay uno para cada una! ¡Alto ahí, atleta mío! ¿Te vienes
conmigo, guapetón?
—Mejor dentro de un rato, amigas —se excusó—. Como podéis ver, nuestro
colega ha quedado fuera de combate...
—Pobrecillo. Se ha pasado bebiendo, ¿verdad?
—No se entiende. Estaba participando en el pasacalles, perfectamente, y de
repente, sin venir a cuento, ¡zas!, ha perdido el sentido... Se conoce que ha
bebido un poquillo...
—¿Y si le devuelvo a la vida con un beso? —coqueteó la del dominó azul.
—Si fueras tan amable, preciosa —dijo el bufón con una sonrisa burlona—. A
lo mejor, vomita, y ya sabes que eso te deja como nuevo.
—¡Ay, cómo sois! —se ofendió la joven.
—Venga, guapísimas, nada de caras largas —dijo risueño el atleta, en tono
conciliador, y estrechó firmemente entre sus brazos, por debajo de la cintura, a
la del dominó blanco (acción que fue inmediatamente premiada con un
lánguido: «¡Eh, tú, descarado!»)—. Sois las tres un verdadero encanto, nos
gustáis con locura y todo eso... ¿No habéis bebido nada? Qué pena... ¿Qué os
parece, entonces, si bajáis vosotras por el callejón de la Menta hasta la orilla, y
vais pidiendo aguamarga para todos en alguno de los quioscos de allí? —
Mientras decía esto, le entregó a una de las muchachas un cestillo con monedas
sueltas—. Y, sobre todo, a ver si pilláis sitio cerca de los músicos. En cinco
minutos estamos con vosotras; mientras tanto, vamos a tratar de dejar a éste un
poco más retirado, para que duerma la mona en ese parque, tumbado en la
hierba... ¡Nos ha caído encima una buena!
Y cuando las chicas, acompañadas del ruido que sus tacones producían en el
adoquinado, se alejaron por el callejón, el bufón, casi sin creérselo todavía,
sacudió la cabeza y recuperó el aliento:
—¡Uf! Ya estaba convencido de que habría que cargárselas...
—Sí, ya sé que eres partidario de las soluciones sencillas y rápidas —
murmuró el atleta—; contigo hay que andarse con ojo... ¿Y has pensado en que
después nos tendríamos que deshacer de tres cadáveres?
—No había caído —reconoció el otro—. Bueno, ¿qué? ¿Cree que ya nos
hemos librado de ellas, jefe?
—No está tan claro. No digo que nos las carguemos, pero sí deberíamos
seguirlas... A saber qué clase de chicas eran, aunque tampoco parecían
sospechosas. Venga, ve detrás de ellas hasta la orilla, y si hay algo, vuelve de
inmediato.
—¿Y usted? Aquí solo...
—La mantsenilla es muy segura; el tipo ése no va a volver en sí antes de una
hora. Ayúdame a echármelo a la espalda —mientras decía esto, el atleta se puso
de rodillas al lado del astrólogo, que seguía sin moverse—; ya me las arreglaré
para recorrer las cien yardas que hay hasta nuestra entrada.
El astrólogo emergió de su modorra narcótica lentamente, con mucha
dificultad; sin embargo, en cuanto empezó a dar las primeras señales de vida, le
taparon la nariz para obligarle a abrir la boca y vaciaron en ella un frasco de
estimulante a base de cola: el tiempo apremiaba, había que darse prisa con el
interrogatorio. Tosió penosamente (parte de aquel líquido ardiente no le había
pasado bien) y abrió los ojos; al primer vistazo comprendió dónde estaba: cómo
no comprenderlo... Un local sin ventanas (seguramente un piso bajo, más que
un sótano), dos individuos con disfraces de carnaval (un atleta de circo y un
bufón)... Un momento... pero claro, los dos participaban con él en un pasacalles,
y luego —¡eso es!— había sido el atleta el que le había ofrecido un trago de vino
de una petaca que tenía grabados dos alegres dragones del Lejano Oriente... Un
buen vino, pero habían bastado un par de gotas para caer redondo y aparecer
después a saber dónde, con las manos firmemente atadas al brazo de un sillón,
delante de un taburete donde llamaba la atención un bacinülo de latón con el
instrumental, y bastaba con echarle un vistazo para que las tripas quedaran
sumergidas en una especie de mucosidad gélida... Pero, ¿cómo podía ser? Se
acordaba perfectamente de que el atleta también había bebido vino de esa
misma petaca... ¿Un antídoto? Bah, qué más daba ya; lo importante era saber
quiénes eran esos individuos... ¿Serían del Departamento? ¿O del propio
Litoral, 12? Dirigió la mirada al rostro, iluminado por los reflejos rojizos, del
bufón, que estaba atareado atizando el fuego en un gran brasero de pie, y sufrió
un espasmo tan violento que casi le produjo una contractura en la espalda.
—¿El señor Algali, subsecretario del Ministerio de Asuntos Exteriores, si no
me equivoco? —rompió el silencio el atleta; estaba sentado, algo apartado,
observando atentamente a su prisionero.
—No se equivoca. ¿Con quién tengo el honor? —Parecía haberse dominado y
no mostraba terror, tan sólo asombro.
—Mi nombre, de cualquier modo, no le diría nada. Represento a la guardia
secreta del Reino Unido, y espero que podamos entendernos. Aquí,
evidentemente, no hay tantos lujos como en Litoral, 12, pero nuestro sótano
tiene poco que envidiar al de allí...
—Tienen ustedes unos métodos de reclutamiento muy extraños, la verdad
sea dicha. —Algali se encogió de hombros, y en sus ojos se vislumbró cierto
alivio—. Ya es hora de que se enteren de que aquí, en el sur, es más sencillo
comprar cualquier cosa que hacerse con ella por la fuerza. ¿Quieren captarme
para su organización? ¡Lo que haga falta! ¿Qué necesidad había de montar este
absurdo espectáculo?
—El espectáculo no es tan absurdo como parece. Lo que necesitamos no son
documentos sobre la situación en Jand, a los que usted, por su posición, tiene
acceso, sino algo bien distinto.
—No entiendo... —El secretario elevó una ceja desconcertado.
—¡Basta ya de hacerte el loco! Me has entendido perfectamente, a menos que
seas un perfecto imbécil... Lo que nos interesa es la red élfica a la que
perteneces... Nombres, citas, contraseñas. ¿Estamos?
—¿La red élfica? ¿Qué pasa, que os habéis metido koknar? —replicó
desdeñoso Algali, seguramente más desdeñoso de lo que la situación requería.
—Ahora escúchame, y con mucha atención. No me apetece lo más mínimo
tener que recurrir a todo esto durante nuestra charla. —El atleta abarcó con un
gesto la bacinilla y el brasero—. Tenemos dos opciones: o bien largas todo lo
que sabes, y luego vuelves a casita y en adelante trabajas tranquilamente para
nosotros; o bien lo largas todo igualmente, pero en este caso con nuestra ayuda
—y aquí volvió a señalar el brasero—, y entonces ya no sales de aquí: ya te
puedes imaginar qué pinta tendrías después, y no hay por qué herir la
sensibilidad de tus amiguitos élficos. A mí me gusta más la primera opción, ¿y a
ti?
—A mí también. Pero resulta que, de todos modos, no tengo nada que contar,
te pongas como te pongas. Os habéis colado; yo no soy vuestro hombre.
—¿Es tu última palabra? Quiero decir, ¿la última antes de que empecemos?
—Sí. Se trata de un error: jamás he oído hablar de ninguna red élfica.
—Tú lo has querido, chaval. —La voz del atleta dejó paso a una risa
satisfecha—. Mira, si fueras un funcionario opariano normal, estarías sufriendo
ahora un ataque de histeria, cubierto de mocos, o, si no, te habrías sacado tú
mismo la red de la imaginación. Nosotros, evidentemente, te pillaríamos en
algún renuncio, y tú empezarías otra vez a inventarte cosas... Pero tú, por la
razón que sea, ni siquiera intentas ganar tiempo. Así que, si acaso tenía alguna
duda sobre ti, ahora todo está más claro que el agua. ¿Tienes algo que decir?
Algali callaba: no tenía nada que decir, ni para qué hacerlo. Pero lo más
importante es que había descendido sobre él, no sabía de dónde, una extraña
serenidad. Una fuerza, de la que él se sentía una pequeña parte, había acudido
en su ayuda; sintió su llegada casi de forma física, algo así como el roce de unas
cálidas manos maternas: «¡Resiste, hijo mío! Tienes que resistir: no durará
mucho, y no será tan terrible... ¡No temas, yo estoy aquí a tu lado!». Y lo más
asombroso era que la presencia invisible de esa fuerza no se le ocultaba
tampoco al atleta; le bastó una sola mirada a la sonrisa resignada de Algali para
saber, con absoluta certeza, que no tenía nada que hacer: la víbora se le había
escapado entre los dedos. Ahora ya no tenía al otro en su poder; podía hacer
con él lo que quisiera, que moriría sin dejar escapar una sola palabra. Esas cosas
pasan; no muy a menudo, pero pasan... Y en ese momento golpeó en el rostro al
hombre atado al sillón, descargando toda su rabia con aquel golpe —«¡Ah,
escoria, yacija de los elfos!»— en el que se hacía evidente su derrota.
—¿«Yacija de los elfos»? ¡Qué interesante...!
Nadie había advertido que un cuarto individuo, disfrazado de bandido
mashtang, se había colado por la puerta. Por cierto que su espada de mashtang
distaba mucho de ser uno de los elementos de su disfraz: tras descargarla con
fuerza por la empuñadura en la sien del atleta, dejó a éste al margen de los
acontecimientos posteriores. El bufón, entre tanto, tuvo tiempo de hacerse a un
lado y desenvainar su arma, pero eso le sirvió de bien poco: estaba muy lejos de
pertenecer a la clase de los espadachines, así que el recién llegado no necesitó ni
diez segundos para abrir, mediante una larga acometida en diagonal, el pecho
de su adversario; la sangre salió disparada en todas direcciones, salpicando
incluso al astrólogo. Tras limpiar cuidadosamente la hoja de su espada con un
trapo cogido del suelo, el mashtang contempló contrariado al prisionero:
—Por lo que veo, noble caballero, estos tipos le acusaban de pertenecer al
movimiento élfico clandestino. ¿Es cierto?
CAPÍTULO 46

—No sé de qué me habla. —La dicción de Algali dejaba mucho que desear: se
estaba tanteando con la lengua los dientes que se le movían, tratando de
evaluar las dimensiones del estropicio.
—Al diablo, jovencito; yo no soy tan tonto como para preguntar si pertenece
al movimiento clandestino. Lo que le estoy preguntando es qué querían de
usted los hombres de la guardia secreta de Altagorn.
Algali no decía nada, tratando de hacerse cargo de la situación. Todo aquello
se parecía a esos espectáculos cochambrosos, en los que el intrépido salvador
(«todo vestido de blanco») baja por el tubo de la chimenea en el preciso instante
en que la princesa ya ha caído en las garras peludas del cabecilla de los
bandidos, pero todavía no ha llegado, de forma rocambolesca, a perder su
inocencia... O, más bien, se parecería a esa clase de espectáculos si no fuera por
una serie de circunstancias: la espada con la que el mashtang estaba cortando en
ese momento sus apretadas ligaduras era perfectamente real; la cuchillada que
había asestado con esa misma espada en el pecho del bufón era —a juzgar por
el sonido— no menos real; y la sangre, de la que Algali se limpió con la mano
derecha algunas gotas caídas en su mejilla, era sangre auténtica, y no zumo de
frambuesa... En definitiva, parecía haberse metido por casualidad en un nuevo
problema, ajeno a él; pero, en cualquier caso, peor de como estaba antes no
podía estar.
—A propósito, soy el barón Tangorn. ¿Cómo se llama usted, monada?
—Algali, subsecretario del Ministerio de Asuntos Exteriores, para servirle.
—Mucho gusto. Vamos a ver si aclaramos la situación. Mi irrupción en este
chalet debe de parecer sin duda alguna una de esas casualidades que sólo se
dan en las novelas; de modo que le resultaré un personaje sumamente
sospechoso...
—¡Oh, no! ¿Por qué había de serlo? Le estoy extremadamente reconocido,
barón. —Algali se inclinó ante él, exageradamente ceremonioso—. De no haber
sido por su caballerosa intromisión, no habría podido escapar a una muerte
horrible. Estos hombres, créame, se habían empeñado en que yo formo parte de
no sé qué organización élfica...
—Si le parece, vamos a analizar todo esto desde mi punto de vista. Si usted
me lo permite, voy a partir de la base de que mis colegas de Pietror no se
equivocaban... ¡Le ruego que no me interrumpa! —En ese momento, en la voz
del mashtang se sintió con claridad un timbre imperioso—. El caso es que he
venido a Opar, procedente de Lunien, con una misión concreta: entrar en
contacto con los elfos y poner en su conocimiento cierta información de una
importancia vital; evidentemente, no de balde. Por desgracia, mi misión ha
llegado a oídos de Altagorn, quien desea impedir la transmisión de esa
información; también para él es cuestión de vida o muerte. Su guardia secreta
empezó a seguirme la pista. El día tres de este mes intentaron atraparme en la
taberna El Caballito de Mar y desde entonces andamos jugando al ratón y al
gato por toda la ciudad, aunque es verdad que, en el curso del juego, el ratón se
ha convertido de pronto en un escorpión: a ellos, estas diversiones les han
costado siete muertos... bueno, si contamos a éste —señaló despectivamente
hacia el bufón—, ocho ya... Resulta que esta misma tarde he conseguido por fin
descubrir uno de sus domicilios clandestinos: calle del Farol, 4; naturalmente,
he decidido hacerles una visita. ¿Y qué me he encontrado aquí? Los abnegados
hombres de la guardia secreta, desentendiéndose por completo de la vigilancia
exterior del edificio, interrogan a un tipo que parece pertenecer a la red élfica,
precisamente la misma red con la que estoy intentando contactar, sin ningún
éxito, desde hace ya dos semanas... No está mal, hablando de casualidades de
novela... ¿Cuál de las dos casualidades resulta más sospechosa?
—Hombre, si hablamos en teoría...
—¡Oh, sí, claro, en teoría! Habíamos quedado en que su pertenencia al
movimiento élfico no era más que una hipótesis convencional... Mire, a pesar de
todo, yo me inclino a creerme su historia; para ser sincero, lo cierto es que no
tengo elección. Para empezar, usted no va a tener más remedio que
esconderse...
—¡Ni pensarlo! A mí, todos estos juegos de espías...
—Escucha, ¿tú eres idiota o qué? Una vez que has entrado en el campo visual
de la gente de Litoral, 12... se acabó, ¡adiós, muy buenas! La única forma que
tienes de demostrarles que no eres miembro de la red élfica es muriendo
torturado; en ese caso, se encogerán de hombros y dirán: «Qué se le va a hacer,
estábamos confundidos...». Así que, si de verdad no tienes nada que ver con
todo esto, ya puedes ir buscando una rendija donde ocultarte por una buena
temporada; que yo, fíjate bien, no tengo el menor interés en hurgar en tus
asuntos y ofrecerte mis propios escondrijos... Ahora bien, si perteneces a los
grupos clandestinos élficos, después de esta «salvación milagrosa» tendrás que
dar explicaciones, largas y complicadas, a los de vuestro servicio de seguridad,
o como quiera que le llaméis. En ese caso, cuéntales sin más todo aquello de lo
que has sido testigo, y diles lo siguiente: el barón Tangorn, de Lunien, quiere
contactar con Elandar...
—Es la primera vez que oigo ese nombre.
—Como que no podías haberlo oído. En cualquier caso, si tus jefes consideran
que el asunto merece la pena, te espero los viernes, a las siete de la tarde, en el
restaurante La Caballa Verde. Pero no te olvides de decirles que no estoy
dispuesto a tratar con nadie que no sea el propio Elandar; los sucedáneos no me
valen.
Y cuando el mashtang sacó al astrólogo al porche del chalet, en medio de la
noche iluminada por los estallidos de los cohetes de carnaval, le hizo una
última advertencia a su tutelado:
—Espera. En primer lugar, recuerda la casa, el número y todo eso; créeme, te
vendrá bien. En segundo lugar, cuando el atleta me aclare cómo es que Litoral,
12 ha decidido ir contra el subsecretario del MAE, Algali, yo enviaré su
declaración escrita en un paquete postal que te estará esperando en el arrabal de
Harmian, en casa de la tía Mandino... Venga, chaval, largo de aquí, que yo voy a
charlar con nuestro amigo antes de que se acabe de enfriar el brasero...
No parecía, sin embargo, que el subsecretario se hubiera tomado muy en
serio los consejos del mashtang. Estuvo un rato deambulando por las calles
nocturnas (probablemente intentaba descubrir si le seguía alguien, ¡para
partirse de risa!), y luego entró en el bar La Estrella Fugaz, el favorito desde
hacía tiempo de un público integrado por toda clase de artistas y gente próxima
a la bohemia; si allí siempre había barullo, en la noche de carnaval era
sencillamente imposible hacerse un hueco. Con la iluminación, pronto se pudo
apreciar que las aventuras vividas no habían dejado de afectar a Algali: las
manos, por ejemplo, le temblaban visiblemente. Mientras esperaba junto a la
barra a que el barman le preparara un nomeolvides, un cóctel con once
ingredientes, se dedicaba a apilar mecánicamente las monedas, tratando de
formar una pequeña columna, pero los dedos no le obedecían y la columna se le
vino abajo dos veces; el barman, pendiente de esos ejercicios arquitectónicos,
apartó el cóctel y le dijo:
—Deja mejor que te sirva un vaso de ron; te sentará mucho mejor...
Durante un par de horas, estuvo haciendo tiempo en un rincón, sin dirigirse a
nadie ni terciar en ninguna conversación; después, se pidió de pronto un
segundo cóctel, tras lo cual salió precipitadamente, y estuvo callejeando hasta
que llegó al puente de los Deseos Cumplidos, totalmente solitario a esas horas
de la madrugada. Y desapareció.
Si alguien hubiera seguido a Algali, habría invocado en aquel lugar a algún
espíritu maligno: un instante antes, allí había un hombre y... de repente, ya no
había nadie. En principio, se podría pensar, por ejemplo, en un salto a una
góndola que hubiera pasado bajo el puente, pero el puente de los Deseos
Cumplidos tiene una luz de treinta pies de altura; difícilmente estaría
capacitado un burócrata del MAE para esa clase de numeritos circenses, sobre
todo porque la sincronización de los movimientos tendría que ser sencillamente
extraordinaria, y eso no se consigue así como así... El caso es que cualquier otra
posible explicación parecía igualmente fantasiosa; claro que siempre se podría
decir, con toda intención, aquello de «¡la magia de los elfos!», pero la verdad es
que esas palabras difícilmente explicaban nada... En definitiva, la manera
precisa mediante la cual Algali consiguió llegar hasta una insignificante casita
de pescadores en la orilla de la bahía de Barangar quedó sin explicar.
Al cabo de un par de horas, estaba en medio de la barraca, completamente
desnudo, con los brazos extendidos y los ojos cerrados. Una muchacha delgada,
de pelo moreno, que recordaba al vivino, ese pájaro de triste canto, le pasaba
muy despacio, rozándole muy levemente, las manos por la espalda. Tras
inspeccionar de esa forma su cuerpo, la muchacha hizo un gesto negativo con la
cabeza:
—Está limpio, no ha sido impregnado con ninguna sustancia mágica.
—¡Muchas gracias, pequeña! —La persona que estaba sentada en un rincón,
encima de un barril rajado, tenía un rostro duro y sereno de capitán que
permanece impasible en el puente de mando sacudido por la tormenta—. ¿Estás
cansada?
—No demasiado. —Trataba de sonreír, pero la sonrisa que le salió era
totalmente inexpresiva.
—Descansa como una horita...
—No estoy cansada, de veras.
—Vete a descansar. Es una orden. Luego comprueba una vez más las ropas,
hilo a hilo: temo que le hayan puesto alguna sustancia indicadora... ¿Y tú qué
dices? —se dirigió hacia un joven con un disfraz carnavalesco de murciélago.
—El contraespionaje no ha detectado a ningún agente enemigo; al menos,
desde La Estrella Fugaz hasta el puente. Yo le he seguido (al final ha habido que
desenredar la escalera de cuerda por la que ha descendido hasta la góndola):
todo correcto.
—¿Ha habido problemas?
—Ninguno. A la primera señal de alarma, el cóctel nomeolvides más los
montoncitos de monedas que se le caían, pusimos a trabajar al grupo de
seguridad. El barman, después del segundo cóctel, le comunicó en qué poste
concreto del pretil del puente debía encontrar la escalerilla, y todo ha ido sobre
ruedas.
—Muy bien. Por el momento, todo el mundo está libre de servicio. Y usted,
Algali, póngase algo de ropa, siéntese y empiece a contar su historia. Le escucho
atentamente.

Tras seguir con la mirada al subsecretario del MAE que se alejaba por la calle
del Farol, el hombre que se le había presentado como el barón Tangorn
(efectivamente, se trataba de él) regresó a la casa. En el semisótano había una
intensa actividad: el atleta y el bufón —sanos y salvos— arreglaban
cuidadosamente la habitación. El bufón ya se había despojado de las ropas
ensangrentadas (la sangre de cerdo procedía de una vejiga oculta entre las
ropas, que había sido atravesada por la espada del barón) y en ese momento,
haciendo gestos de dolor, se estaba quitando la cota de platagrís que llevaba
puesta debajo. Al ver a Tangorn, se giró hacia un lado para mostrarle un bulto
que se estaba poniendo morado:
—¡Mira lo que me has hecho, jefe! Voy a parecer un monstruo... ¡Me has roto
una costilla!
—Con todos los dungans que te llevas, ya puedes aguantar. Si lo que buscas
es una propina, lo llevas claro.
—¡Menudo genio! Si hubieras tenido más cuidado al golpear con la espada,
no estaríamos hablando de esto ahora; ¿por qué coño tenías que darme de esa
manera? ¿Y si la cota se llega a romper, qué?
—El caso es que no se ha roto —replicó el barón con indiferencia—. Por
cierto, tráela para acá.
Por si acaso, había recubierto la cota con un esmalte negro, de modo que no
se podía distinguir de una vieja coraza umbroriana normal y corriente; no tenía
la menor intención de exhibir la platagrís delante de sus compinches.
—¡Inspector! —llamó al atleta, que mientras tanto había estado limpiando
con mucho cuidado las gotas de sangre del respaldo del sillón—. No se olvide
de poner el brasero en su sitio.
—Escúcheme, barón —le contestó enojado—, ¡no necesito que me enseñe a
borrar huellas! —Acto seguido repitió (con toda razón, como tuvo que
reconocer Tangorn) los habituales dichos sobre el hijo precoz que se pone a dar
consejos sexuales a su padre, y sobre los inconvenientes de hacer el amor en
medio del paseo marítimo de las Tres Estrellas, en vista de que los que andan
por ahí no te dejan en paz con sus recomendaciones.
—¿De dónde habéis sacado todo esto? —Tangorn le estaba dando vueltas en
la mano a unas tenazas de aspecto siniestro, cogidas al azar entre el montón que
había en el bacín de hojalata...
—Le compré por tres castamires todos sus instrumentos a un sacamuelas del
bazar, y encima añadió algunas herramientas de cerrajero. Están un poco
manchados de sangre seca, pero, si uno no se fija demasiado, es un artículo que
puede tener muy buena salida...
—Muy bien, linces. Os agradezco el servicio —dicho esto, entregó a Vaddari
y a su ayudante sendos saquitos con monedas de oro—. ¿Cuánto tiempo
necesitáis para acabar de arreglarlo? ¿Os bastará con diez minutos? —El
inspector hizo un cálculo mental y asintió—. Perfectamente. Tu barco —el
barón se dirigió al bufón —zarpa al amanecer; en esas tierras, con cincuenta
dungans tendrás más que de sobra para montar una tienda de bebidas o una
posada, y olvidarte para siempre de Opar... y de los agentes secretos de Opar,
¿no es así? Eso sí, no te recomiendo que publiques tus memorias sobre los
sucesos de esta noche...
—¿Qué leches es eso de «publicar las memorias», eh, jefe?
—Se trata de personas que empiezan, en estado de embriaguez, a inventarse
historias de su propia vida. También están esos otros que se pasan de listos y
mandan cartitas a la policía...
—¡Qué cosas se te ocurren, jefe! —exclamó el bufón—. ¿Cómo iba yo nunca a
traicionar a un colega?
—Ten esto muy presente: Vittano el Cojo me debe un favor y se considera
hermano mío, así que si pasa algo te irá a buscar, no a Vendotenia, sino al
mismísimo Extremo Oeste.
—Me ofendes, jefe.
—No te ofendo, me limito a prevenir posibles errores. Si no, ya sabes que a
veces la gente cae en la tentación: cobrar dos veces por el mismo trabajo...
Bueno, linces, que os vaya muy bien. Espero con toda mi alma que no nos
volvamos a ver.
Dicho esto, el barón pareció marcharse, pero justo en la puerta se detuvo y se
quedó allí parado unos segundos, como si estuviera indeciso: para el trabajo
que le esperaba en el piso de arriba, era imprescindible hacer de tripas corazón.
CAPÍTULO 47

Lo cierto es que aquella casa de la calle del Farol, 4 era realmente un


domicilio clandestino del espionaje pietroriano, pero sus verdaderos inquilinos,
dos sargentos de la guardia secreta, no habían tomado parte en los hechos antes
narrados: durante todo ese tiempo habían permanecido en una sala del piso de
arriba, atados de pies y manos y con una mordaza en la boca. Los sargentos
habían sido cogidos desprevenidos en el curso de una operación relámpago,
diseñada por Vaddari y Tangorn y ejecutada por ellos mismos con la
colaboración de un atracador apodado el Plomo, a quien le había llegado la
hora de cambiar urgentemente de aires, alejándose de Opar. La presencia de ese
tercer cómplice le gustaba al barón no sólo por su experiencia profesional, sino
además para que el número de captores de Algali coincidiera con el de los
auténticos ocupantes de Farol, 4. Y dado que durante la representación uno de
los dos captores había sido asesinado por Tangorn, ahora le tocaba a uno de los
sargentos despedirse de este mundo, atravesado por una espada, pero en este
caso de verdad... «Ciertamente, el mundo es un texto», pensó fugazmente el
barón, mientras abría la puerta de la sala, «eso no hay quien lo remedie.»
—Bueno, qué, valientes, ¿me reconocéis? —Tangorn iba ahora sin máscara, y
mientras les desamordazaba, sus prisioneros tuvieron la oportunidad de
examinarle atentamente, comparando el natural con las descripciones de sus
informantes; a juzgar por la forma en que uno de ellos se acobardó y por el
estupor del otro, la cosa estaba clara: le habían reconocido y no esperaban de él
nada bueno—. ¿Hablamos con toda sinceridad o queréis que os haga picadillo,
sin más?
El que antes se había arrugado se despachó entonces con todo tipo de
imprecaciones incoherentes: se veía que trataba desesperadamente de sofocar
su terror. En cambio, el segundo tenía toda la pinta de ser un tipo duro; miró
fijamente a Tangorn a la cara, y por fin dijo:
—¡Haz lo que tengas que hacer, víbora! Pero recuerda que tarde o temprano
te acabaremos por encontrar. Y te colgaremos de los pies, como se merecen los
traidores...
—Sí, es probable que pase eso... con el tiempo. —El barón se encogió de
hombros y desenvainó la espada (la decisión ya estaba tomada)—. Pero no serás
tú uno de los que lo vean, eso te lo aseguro.
Dicho esto, clavó su espada en el pecho del prisionero y la sacó de inmediato;
la sangre salpicó de una forma increíble... En esos tres años, la «tercera espada
de Pietror» había acuchillado en combate a muchísima gente, pero nunca había
matado a sangre fría a un hombre desarmado e indefenso, por mucho que se
tratara de un enemigo jurado; se daba perfecta cuenta de que estaba
traspasando una frontera, más allá de la cual ya no hay vuelta atrás, pero no
tenía elección. La única concesión que se hizo fue la de asestar el golpe
justamente en la parte superior derecha del pecho: esas heridas permiten a
veces seguir viviendo y la víctima, si está muy bien avenida con la Fortuna,
consigue salir adelante. El barón no necesitaba para nada un cadáver, pero su
herida tenía que ser real, para no despertar luego en los elfos la sospecha de que
todo aquello no era más que un espectáculo de aficionados.
Pero cuando, sujetando firmemente la espada, se volvió hacia el otro
sargento, éste empezó a arrastrar convulsivamente las piernas por el suelo, en
un intento infructuoso de retirarse y, como diría el Plomo, «cantó hasta con el
culo». Y es que, aunque aseguran que el orden de los factores no altera el
producto, vaya si lo altera, ¡y de qué modo! Tangorn tuvo incluso que
interrumpir su confesión torrencial, porque todos aquellos testimonios sobre la
vida, fortunas y adversidades de Litoral, 12 apenas le interesaban.
—Muy bien. ¿Y hace mucho que vuestros agentes empezaron a investigar la
conjura élfica?
—Yo de eso no había oído hablar siquiera. Puede que otros...
—¿Cómo que «no habías oído hablar»? Y entonces a ese elfo, ¿para qué lo
habíais capturado?
—¿De qué elfo me habla? —El prisionero estaba desconcertado.
—Bueno, no es un elfo; me refiero al tipo que trabaja para el movimiento
élfico clandestino... Ése que liberé hace un rato en vuestro sótano.
—¡No... no entiendo nada! ¡No habíamos oído una palabra sobre tales elfos!
—¡Vaya! —Tangorn sonrió siniestramente—. Yo debo ver visiones... A lo
mejor, es que alguien os lo ha echado a hurtadillas en el sótano, ¿eh?
—Escuche, le he contado todo lo que sé; si caigo en manos de Marandil, estoy
perdido. ¿Para qué iba a querer mentirle?
—Bueno, vale. Ya basta de marear la perdiz. Yo, por si quieres saberlo, he
dado con vuestra guarida siguiendo a ese tipo del movimiento élfico: Algali,
subsecretario del MAE. Y he visto con mis propios ojos cómo dos jovencitos,
disfrazados de carnaval, le ofrecían alguna clase de bebedizo, tras lo cual lo
metieron a rastras en vuestro chalet. Así que me decidí de inmediato a haceros
una visita... ¿No me estarás diciendo que andan por aquí dos más de los
vuestros, escondidos detrás de unas cortinas?
—No, no, qué va, ¡se lo juro por lo que más quiera! ¡Nosotros no seguíamos a
nadie! —El sargento tenía la mirada totalmente perdida: no le faltaban motivos
para ello.
—Ya veo... Parece que por fin he dado con algo interesante, entre tanta basura
como te empeñas en hacerme tragar. Habrá que pensar que se trata de vuestra
misión principal y que para mantenerla en secreto estáis dispuestos a cualquier
sacrificio... Pero resulta que yo estoy interesado, pero que muy interesado, en
esta historia: ¡no cuentes con que vas a estirar la pata tan rápido como tu
compañero, y con tan poco sufrimiento! ¿Sabes lo que pienso hacer contigo,
para empezar?
El sargento era una de esas personas que, cuando están muertas de miedo,
empiezan a discurrir mucho mejor que en condiciones normales. Para escapar a
la pesadilla que le anunciaba el barón, se inventó a toda prisa su propia versión
de lo ocurrido: por lo visto, según dijo él, habían atrapado al subsecretario del
MAE Algali siguiendo instrucciones verbales, de las que no había constancia
escrita, de Marandil... Como Tangorn le pilló en una serie de contradicciones, el
otro introdujo sobre la marcha en su relato las correcciones pertinentes... Así,
hasta que su historia adquirió la suficiente coherencia lógica y la debida
verosimilitud. En realidad, el barón, planteando de forma magistral las
preguntas encaminadas a tal efecto, había obligado al sargento a construir la
misma leyenda que él ya había elaborado en los días previos...
Una vez que el sargento hubo puesto todo aquello por escrito —por
duplicado, además—, Tangorn le volvió a atar, cogió las placas de los dos
sargentos (el hablador se llamaba Aravan; el tipo duro, Morimir; al quitarle la
cadenita del cuello, el barón le tocó ligeramente la arteria carótida: tenía pulso,
al menos, de momento) y abandonó la casa, seguido por los gritos
desgarradores de su obligado contertulio: «¡Desátame! ¡Deja que me largue!».
Lo cierto es que, para los planes de Tangorn, cuanto más tarde cayera en manos
de sus colegas de Litoral, 12, mejor: el barón lo primero que hizo fue buscar a
un policía de servicio (lo cual no era nada sencillo en la noche de carnaval) y
comunicarle que en la casa de Farol, 4 la puerta estaba entreabierta y se oían
unos gritos de auxilio procedentes del interior. «No tiene ninguna pinta de ser
una broma; igual se trata de unos borrachos haciendo el gamberro.» Después
preparó un paquete lacrado con la confesión de Aravan, a la que añadió su
placa, y dispuso su entrega en el arrabal de Harmian. El otro ejemplar de dicha
confesión lo recibiría a la mañana siguiente el embajador del Reino Unido; que
se devanara los sesos, junto con Marandil, tratando de descifrar el significado
de todo aquello: la perplejidad, como es bien sabido, lleva a la inactividad...
Tangorn regresó al Pez volador cuando ya había amanecido y al instante cayó
rendido por el sueño. El trabajo ya estaba hecho, ahora sólo cabía esperar: el
cebo que había lanzado —el nombre auténtico de uno de los cabecillas
subversivos— era tan apetitoso que los elfos no podían desentenderse de un
posible encuentro; se presentarían, aunque no fuera más que para acabar con
él... Seguramente, las verificaciones de los elfos les llevarían algunos días, así
que no tendría por qué aparecer por La Caballa Verde hasta el viernes
siguiente, día 20: le sobraba tiempo para preparar la entrevista con Elandar, así
como la forma de cubrirse la retirada.

—...Y sólo está dispuesto a hablar con el propio Elandar en persona; ha


insistido en que no quiere saber nada de sucedáneos...
—¿Se ha vuelto usted loco? —La mirada del Gran Maestre era aterradora—.
Él no puede conocer ese nombre, ¡nadie puede conocerlo fuera de Onirien!
—Y, sin embargo, él lo conoce, mi señor. ¿Debemos contactar con él?
—Desde luego. Pero no usted, sino yo personalmente; es un asunto
demasiado grave. O bien dispone, efectivamente, de alguna información
relevante, y en tal caso es preciso que la obtengamos, o bien nos está
provocando, y entonces debemos liquidarlo, antes de que sea tarde... ¿Cuánto
tiempo necesitará el servicio de seguridad para verificar esa extraña historia de
la liberación milagrosa?
—Creo que cuatro días serán suficientes, mi señor. En principio, este mismo
viernes podríamos acudir ya a La Caballa Verde.
—Y otra cosa más. Ese Algali... Ha oído un nombre que no debería haber
oído. Ocúpese de que no vaya por ahí divulgándolo: a nadie, nunca.
—Así se hará, mi señor. —El jefe del servicio de seguridad apartó la mirada
por un instante—. Si lo consideráis imprescindible...
—Sí, así lo considero. Ese muchacho está quemado hasta las cejas: ahora
empezarán a perseguirle los de la guardia secreta, así como los del DDE, y no
tenemos derecho a poner en peligro a todo el movimiento clandestino... Ya sé lo
que está usted pensando: «Si no estuviéramos hablando de un hombre, sino de
un elfo, a lo mejor los planteamientos eran diferentes». ¿Me equivoco?
—En absoluto, mi señor —respondió el otro, en un tono inexpresivo—. La
seguridad de la Organización está por encima de todo, ése es el abecé.
Únicamente me gustaría recordarle que quien tiene que establecer el contacto
con Tangorn es precisamente Algali, y que también es él el encargado de
recoger el envío en el arrabal de Harmian. En conclusión, esa acción habrá que
aplazarla al menos hasta el viernes...
«Sí», pensó el Gran Maestre, sintiendo un orgulloso momentáneo, «les hemos
educado de forma ejemplar, y en sólo dos años. Basta con pronunciar la frase
mágica: «Lo primero es el deber», y se acabaron las preguntas; quién podía
pensar que todos estos humanistas, amantes de la libertad, iban a dar taconazos
y a cuadrarse con tanta abnegación, encontrando en todo ello un profundo
sentido sagrado que no estaba al alcance de sus débiles mentes de civiles...»
Pensándolo bien, Algali todavía se podía considerar afortunado: de cualquier
modo, todos ellos estaban ya muertos, del primero al último, pero sólo él
moriría feliz, colmado de ilusión y de fe en un futuro radiante, mientras que sus
camaradas, en cambio, no tendrían más remedio que contemplar, antes de su
muerte, la obra que habían realizado con sus propias manos y comprenderían
entonces para quiénes habían estado preparando el terreno...

—¡Barril de pus! No hay quien saque nada de estos estúpidos pietrorianos;


¿pero usted adonde miraba, Jacuzzi?
El vicedirector operativo pocas veces había visto a su jefe en un estado
semejante. El informe sobre el ataque nocturno de Tangorn al número 4 de la
calle del Farol había sacado de sus casillas a Almandin; por si esto fuera poco,
las noticias sobre la situación en Torre Vigía que le acababa de trasladar
Dimitriadis, tercer vicedirector del DDE (responsable de la inteligencia política),
no habían contribuido, por lo visto, a mejorar su humor...
—Pero, ¿no se da usted cuenta de que ese pirado, con su vendetta, si no se
lleva hoy mismo por delante a Marandil, se lo llevará mañana, y de paso dará al
traste con toda la operación Siroco?
—Me temo que no se trata de ninguna vendetta, y que Tangorn no es ningún
pirado; lo que ocurre es que no estamos en condiciones de desentrañar su
plan... ¡Parece increíble, pero este amateur sigue ganando una partida tras otra!
¡Es como para creer que le ayudan Fuerzas Superiores!
—Bueno, ¡basta ya de misterios...! ¿Qué hay del capitán?
—Si lo que pretendía el barón era destrozarle, no lo ha podido hacer mejor. Y
la confesión escrita de Aravan ha acabado de rematar al infeliz: él jura que no
había dado ninguna orden de capturar a Algali, y que no sabe nada de nada...
¡Qué delirio! Esperemos que las declaraciones del propio elfinario, cuando
demos con él, aclaren un tanto las cosas...
—¡Deje a Algali en paz! —exclamó Almandin—. Eso no tiene nada que ver
con las garantías de seguridad para su agente Marandil, ¿está claro?
—¡Perfectamente! —respondió el vicedirector operativo, mirando con aire
lúgubre a la mesa.
Una vez más, se topaba de frente con la misma pared. Dos años atrás, cuando
puso encima de la mesa del director del DDE los primeros materiales relativos a
las organizaciones proélficas de Opar, se le ordenó que interrumpiera todas sus
investigaciones en esa línea y suspendiera las actividades de los agentes que ya
se habían infiltrado. Desde entonces, se había ido encontrando absolutamente
en todas partes con las huellas de esas estructuras conspirativas, como si fueran
cagaditas de ratones en una cómoda vieja, pero a cada ocasión había recibido
instrucciones de no meterse en camisa de once varas y olvidarse de la alta
política: «De todo eso ya se encarga Dimitriadis». Lo más probable era que,
simultáneamente, al jefe del servicio de inteligencia política le comunicaran,
más o menos en los mismos términos, que «de todo eso se encargaba Jacuzzi»,
aunque no parecía fácil corroborar esas sospechas: las consultas entre dos
vicedirectores (al igual que cualquier otro tipo de contactos semejantes entre
colaboradores, al margen del conducto reglamentario) estaban tajantemente
prohibidas por la normativa del Departamento... Eso era algo que se castigaba
igual que las infracciones al umberto... «Pues nada», decidió en cierto momento,
con una sensación de alivio que a él mismo le sorprendió, «seguramente
Almandin tendrá sus razones, que no estarán al alcance de mi propio nivel de
información... Se tratará de una alianza estratégica secreta con los elfos en
contra de Pietror, o algo por el estilo... Al fin y al cabo, yo soy un detective y ya
he hecho mi trabajo; del resto que se ocupen los jefes y los analistas. Como decía
el inolvidable Hojalatero: «Nuestra misión consiste en cantar como gallos; que
amanezca o no, ya no es cosa nuestra».»
—¿Qué piensa usted, Jacuzzi? ¿Está el director en condiciones de continuar
con el trabajo?
—En este momento, está totalmente hundido; no para de lloriquear y suplica
que le permitan escapar cuanto antes, tal y como se acordó en su momento...
—¡Ahí está la cosa! —El director golpeó furioso con la palma de la mano el
mensaje cifrado que le había llegado esa mañana, procedente de la plana mayor
de Carnero—. A Marandil, incluso sin tener en cuenta todo esto, cada día le
resulta más difícil guardar el secreto de lo que está pasando en la bahía de
Barangar: sus subordinados tampoco son ciegos... —«Los subordinados no son
ciegos... ¿Eso no lo dirá por mí y mi relación con los elfos?», se le ocurrió pensar
a Jacuzzi, pero inmediatamente rechazó la idea—. Y encima tenemos toda esta
cadena de fracasos estrepitosos, con un montón de cadáveres, por cortesía de
ese aventurero luniense... En cuestión de días, a nuestro capitán le despojarán
de sus galones de oficial y le procesarán... Resumiendo, tiene usted que
encontrar cuanto antes a Tangorn y aislarlo a cualquier precio... A cualquiera,
¿está claro? Que puede usted hacerlo sin derramar sangre, bendito sea Dios;
que no, lo liquida sin más contemplaciones, y se acabó la presente historia. Y
por lo que respecta a la red de agentes de Pietror, ¿seríamos capaces, llegado el
caso, de bloquear fácilmente todos sus canales de comunicación con el
continente, sean del tipo que sean? ¿Y de mantener el bloqueo incluso hasta la
segunda o tercera semana de julio, cuando empiece el Siroco?
—Pienso que sí. Cortaremos los caminos terrestres que pasan por Chevelgar,
y Macarioni se pondrá en contacto con la guardia costera para que ésta refuerce
la vigilancia.
—De acuerdo. Otra cosa: ya que Tangorn, a pesar de todo, está en la ciudad,
habrá que pensar que el Mangosta también sigue aquí. ¿Hay alguna novedad al
respecto?
—Cómo se lo diría yo... Ha aparecido una pista, pero la verdad es que, de
momento, es muy borrosa. Me explico: estos los últimos días mis hombres no le
han quitado la vista de encima a la amiga de Tangorn, Elvis. Bueno, pues
resulta que se ha detectado un detalle bastante extraño; no parece que tenga
mayor importancia, pero...
Las medidas más banales, como puede ser el refuerzo en el régimen de
vigilancia, dan en ocasiones resultados totalmente inesperados. La mañana del
día 20, mientras examinaba el parte diario, Jacuzzi se encontró con el informe
de la guardia costera: en la noche del 19 al 20, mientras intentaba introducirse
en la bahía de Harmian, había sido capturado un falucho, el Pez volador,
propiedad del célebre contrabandista conocido como el tío Sarrakesh. Además
del patrón, se encontraban a bordo los dos hombres que integran la tripulación;
la bodega del falucho estaba totalmente vacía, por lo que no había bases legales
para proceder a la incautación de la embarcación, y esa misma tarde Sarrakesh
había sido puesto en libertad. En el informe, no obstante, se señalaba que el Pez
volador intentaba escapar de la galera de vigilancia fronteriza, navegando
prácticamente pegada a la orilla de la península, plagada de bancos de arena y
escollos; posiblemente —concluían los guardias fronterizos—, a bordo del
falucho viajara además un pasajero que, aprovechando la oscuridad, habría
saltado por la borda, ganando la orilla a nado.
No es fácil deducir qué aspecto concreto de esta vulgar historia portuaria
llamó la atención del vicedirector del DDE, aunque bien podría tratarse de un
vago presentimiento... El tío Sarrakesh, por lo que recordaba, estaba vinculado
al zamorro Vittano el Cojo, y su especialidad era el suministro ilegal a Surania
de armas de acero a cambio de nueces de cola, cuya importación, por su parte,
constituía un monopolio de la República. La cola era un género muy preciado, y
el volumen de la carga transportada de contrabando en el viaje de regreso solía
ser moderado (menos de una docena de sacos de grano); para arrojarlo por la
borda, si la cosa se ponía fea, no se requerían más de dos o tres minutos. Por
eso, el que la bodega del Pez volador estuviera vacía no le sorprendió en
absoluto al vicedirector. Lo que sí era raro era que un perro policía
especialmente adiestrado para ello no había detectado en el barco ningún olor a
cola; eso fue lo que le llevó a dirigir toda su atención hacia la versión de los
vigilantes fronterizos, quienes sostenían que la única «carga» que llevaba el
barco era un pasajero desconocido. En otros tiempos, todo eso habría parecido
un auténtico disparate, pero no ahora, cuando el Departamento ponía todo su
empeño en cortar todos los posibles canales de comunicación y buscaba a los
agentes pietrorianos ilegales del grupo del Mangosta. Jacuzzi consideraba que
en ese momento crítico para el país las bromas sobraban, por lo que ordenó
someter a los contrabandistas detenidos a un interrogatorio «activo»: un par de
horas después, uno de los «sobrinos» de Sarrakesh se vino abajo y describió al
pasajero que se había fugado a nado, a quien Jacuzzi identificó sin dificultad
con el barón Tangorn.
Al identificarlo, profirió un juramento, breve pero sustancioso, un pequeño
«exabrupto marinero», pues se había dado cuenta de que no sería posible dar
con el barón en el plazo previsto. Sarrakesh era nativo de la península y, sin
duda alguna, habría conducido a Tangorn a alguna de las aldeas de montaña de
la zona, con sus parientes. Incluso aunque averiguara dónde se había escondido
el barón exactamente (y eso era algo muy complicado), ¿de qué le serviría? Los
montañeses en ningún caso entregan un fugitivo a la policía. Para los habitantes
de la península, las leyes de la hospitalidad son sagradas e inviolables; de nada
vale intentar negociar con ellos a este respecto. Y para atrapar a Tangorn por la
fuerza no bastaba con una pareja de gendarmes: se necesitaría una operación
militar de envergadura, a la que nadie, por descontado, daría el visto bueno...
¿Y si enviara a las montañas a unos ninjokwe asesinos? Como posibilidad
extrema, siempre podría servir, pero... «Bueno, habrá que arriesgarse a esperar
hasta que el barón trate de regresar a las islas: mucha falta le hará, cuando la
pasada noche, a despecho del peligro evidente, subió al Pez volador y puso
rumbo a la bahía de Harmian; ha perdido temporalmente el contacto con los
contrabandistas de Vittano, de modo que ya no puede contar con la vía
marítima, y el Gran Dique lo podemos bloquear sin mayores problemas.»
—Buscadme todo lo que tengamos sobre las relaciones familiares y las
amistades del tío Sarrakesh —ordenó el vicedirector a su ponente, al que había
mandado llamar—. No creo que exista un dossier independiente sobre él, así
que habrá que repasar todos los materiales relativos al zamorro Vittano el Cojo.
Y otra cosa más: ¿quién dirige actualmente las labores de información entre los
montañeses de la península? ¿Raschua...?
CAPÍTULO 48

Península de Opar, cerca del poblado de Iguatalpa


24 de junio de 3019

El nogal a cuya sombra se habían acomodado tenía doscientos años, como


mínimo; por sí solo, con sus raíces, se bastaba para defender una buena porción
de la ladera situada sobre la senda que discurre desde Iguatalpa hasta el paso
entre las montañas, y parecía desempeñar esa tarea a la perfección: las lluvias
primaverales, especialmente intensas ese año, no habían causado allí ni
desprendimientos ni baches recientes. La brisa erizaba de cuando en cuando su
magnífica copa, y en esos momentos los reflejos del sol empezaban a gotear
silenciosamente, pasando a través de ella, sobre el follaje muerto, pardo y
amarillento, que se acumulaba al pie del tronco, junto al nacimiento de las
poderosas raíces. Tangorn se tendió con placer sobre ese maravilloso lecho (sin
duda, las trochas del país no eran ningún regalo para su pierna herida), se
reclinó, apoyándose en el codo izquierdo, y al momento notó que tenía debajo
algo que le molestaba. ¿Una ramita? ¿Un guijarro? El barón, desganado, tardó
algunos segundos en resolver un dilema: o bien removía esa tupida y elástica
alfombra hasta dar con el estorbo, o bien se corría un poco hacia la derecha, sin
complicarse la vida; miró a su alrededor, resopló y optó por cambiarse de sitio:
no le apetecía alterar nada allí, aunque fuera una minucia imperceptible.
El panorama que se abría ante sus ojos transmitía una paz extraordinaria:
incluso la catarata de Uruapan (trescientos pies en los que se encarnaba la furia
de los dioses del río, caídos en la trampa de sus cofrades de las montañas)
parecía desde allí una simple hilacha de un bordado de plata que hubiera
quedado suelta sobre la tela verde oscuro de la ladera boscosa. Algo más a la
derecha, ocupando el centro de la composición, se elevaban sobre un precipicio
brumoso las torres del monasterio de Guatapao: una vetusta palmatoria de
cobre oscurecido, enteramente cubierto de una noble pátina de hiedra. «Qué
curiosa arquitectura», pensaba Tangorn, «todo lo que en mis tiempos vi en Jand
tenía un aspecto completamente distinto, lo cual no es sorprendente: lo mismo
ocurre con la variedad autóctona de la fe hakimiana, tan diferente de la
ortodoxia de Jand. La verdad es que, en términos generales, los montañeses se
mantuvieron paganos durante largo tiempo; su adopción, hace dos siglos, del
hakimianismo, la más cruel y fanática de las religiones universales, no fue sino
un nuevo pretexto para seguir oponiéndose a los habitantes de las islas,
tolerantes y acomodaticios, con esa mezquindad que había convertido sus vidas
en una perpetua compraventa, siempre dispuestos a anteponer la ganancia al
honor y la indemnización a la vendetta...» En ese momento, las pausadas
reflexiones del barón fueron interrumpidas abruptamente, pues su compañero
de viaje, al que le había dado tiempo, entre tanto, de vaciar su morral y
disponer sobre de él, a modo de mantel, los khachapuri de la mañana, que aún
se conservaban calientes, y una bota de vino, dejó de repente el cuchillo con el
que estaba cortando unas lascas de basturma —ese jamón recio, curado hasta
que adquiere la transparencia del cristal de las vidrieras—, levantó la cabeza y,
sin apartar la mirada de la curva de la senda, recogió con un movimiento
instintivo la ballesta que estaba tirada en un lado.
Lo cierto es que en esta ocasión la alarma era infundada, y un par de minutos
más tarde el viajero ya estaba sentado, con las piernas cruzadas, junto a la mesa
improvisada, proponiendo un brindis, largo y alambicado como las vueltas y
revueltas de un sendero que trepara por una ladera interminable. «Es un
pariente», así se lo presentaron a Tangorn (éste se limitó a encogerse de
hombros: en esas montañas todos eran parientes, y los que no eran parientes de
sangre, eran miembros de la familia política o, en último extremo, compadres),
«de Irapuato, al final del valle.» Después los montañeses entablaron una
conversación intrascendente acerca de las perspectivas de la cosecha de maíz y
de los sistemas para templar el acero que usaban los herreros de Iguatalpa e
Irapuato; mientras tanto, el barón, cuyas intervenciones en aquella charla de
sobremesa no despertaban, en todo caso, más que una reiterada sonrisa cortés,
se dedicó a hacer los honores al vino de la tierra. Extremadamente áspero y
espeso, ocultaba en su fondo ambarino unos trémulos brillos rosáceos, idénticos
a los primeros rayos solares cuando caen sobre una pared empapada de rocío
tras reflejarse en una concha amarillenta.
Hasta entonces, Tangorn no había apreciado el encanto de esta bebida, lo cual
no tenía nada de extraño: no aguanta el transporte, ni en botella ni en barril, y
todo el que se vende en las tierras bajas no es más que una imitación. Se trata de
un vino que sólo se puede beber allí donde se elabora, y a las pocas horas de
que lo hayan trasvasado a unos cántaros, con ayuda de unos asideros de
bambú, desde las pipas donde se ha completado la fermentación; después,
apenas sirve ya para aplacar la sed. Sarrakesh, en el tiempo que duró su
obligada inactividad a bordo del Pez volador, ilustró encantado al barón acerca
del proceso de elaboración del vino en esa tierra: le explicó cómo pisan la uva
en una especie de barquichuelas de madera (se pisan los racimos enteros, de ahí
la inusitada aspereza de estos vinos), y cómo vierten el mosto, por unos
regueros, en las pipas, que están enterradas en los huertos; cómo, más tarde, lo
que hay que hacer, al quitar el tapón, es coger, con mucho cuidado, el recipiente
de costado con un gancho alargado y apartarse hacia un lado, de modo que, al
salir el espeso y violento espíritu del vino —el djinn—, éste no le dé en la cara a
la persona presente, volviéndola loca...
Lo cierto es que la mayoría de los recuerdos del viejo contrabandista
referentes a su vida en la aldea no destacaban por su excesiva calidez. Era aquél
un mundo muy peculiar, donde los varones siempre estaban en guardia y jamás
se separaban de sus armas, mientras que las mujeres, vestidas de negro de pies
a cabeza, no eran más que sombras silenciosas, pegadas en todo momento a la
pared más distante; un mundo donde los minúsculos ventanucos en los gruesos
muros de las casas no eran realmente sino troneras para las ballestas, y donde el
principal producto de la economía local lo constituían los cadáveres, resultado
de las incesantes y absurdas vendettas; un mundo donde el tiempo se había
detenido y cada paso que se daba había sido decidido con diez años de
antelación. No resulta sorprendente que el alegre aventurero Sarrakesh (a quien
por aquel entonces llamaban de forma muy distinta) se hubiera sentido allí,
desde muy crío, un cuerpo extraño. Y a todo esto, ahí al lado estaba el mar,
abierto para todos y que a todos iguala... Por eso ahora, cuando con mano firme
gobernaba su falucho, desafiando las enormes olas coronadas de espuma, en
plena tempestad, y gritaba como loco al ver que alguna orden suya no se
cumplía de inmediato —«¡Venga, botarates, más deprisa! ¡Moveos, mil
rayos!»—, todo el mundo lo tenía claro: ese tipo sí que había encontrado su
lugar en la vida.
Precisamente por eso, el lobo de mar no dudó en oponerse abiertamente a
Tangorn cuando a éste le entraron las prisas por estar de vuelta en la ciudad
para el día veinte sin falta:
—¡Ni pensarlo! Estaríamos perdidos de todas todas.
—Mañana tengo que estar en la ciudad.
—Escucha, amigo, tú no me has contratado como gondolero, para pasearte de
noche por el canal de Derivación. Tú lo que necesitabas era un profesional,
¿verdad? Pues si ese profesional te dice «hoy no se puede pasar», es que no se
puede, y punto.
—Tengo que ir a la ciudad —insistió el barón—, ¡cueste lo que cueste!
—Claro que irás, pero derechito al catre del calabozo. El servicio de vigilancia
costera se ha reforzado desde hace dos días, ¿lo entiendes, no? El paso a la
laguna está cerrado; en este momento, ni un delfín se colaría sin ser detectado.
Hay que esperar: no son capaces de mantener mucho tiempo esta situación... Al
menos, hasta principios de la semana que viene, cuando la luna entre en cuarto
menguante.
Tangorn estuvo un rato dándole vueltas a la situación.
—Veamos. Si nos cazan, ¿qué te puede pasar? ¿Medio año en la cárcel?
—La cárcel es lo de menos; lo más gordo es que me requisarán la
embarcación.
—¿Y cuánto vale tu Pez volador?
—Por lo menos, unos treinta dungans.
—Perfecto. Te lo compro... por cincuenta. ¿Hace?
—Estás como una cabra —dijo el contrabandista, haciendo un gesto de
desesperación.
—Puede. Pero las monedas con las que pago no las han acuñado en ningún
manicomio.
Después, todo sucedió tal y como había pronosticado Sarrakesh. Y cuando, a
unas cincuenta brazas de la proa del falucho, el agua, traspasada por los rayos
de luna, se elevó impetuosamente —la galera que les había dado alcance
acababa de lanzarles un proyectil con la catapulta, a modo de advertencia—, el
patrón, entornando los ojos, calculó la distancia que les separaba de los
rompientes que bullían a estribor (aquella noche, el Pez volador, aprovechando
su escasísimo calado, trataba de infiltrarse en la laguna, pasando para ello muy
cerca de la orilla de la península, por entre los bajíos llenos de escollos,
intransitables para los navíos de guerra), se dirigió al barón y le ordenó: «¡Salta!
¡Apenas hay un cable de distancia hasta la orilla: podrás llegar. En el poblado
de Iguatalpa busca la casa de mi primo Botasceaneanu, ahí podrás ocultarte por
una temporada. Dale a él los cincuenta dungans. Venga, corta ya las amarras,
culo de mal asiento...» «¿Quién me mandaría a mí», reflexionaba el barón,
«meterme de cabeza en esta aventura? Con razón dicen que el camino más corto
no siempre es el más rápido. Pase lo que pase, la semana ya está perdida, eso ya
no tiene remedio... A buenas horas me doy yo cuenta...»
En ésas estaba Tangorn, cuando en la charla de sobremesa (o, más bien, de
«sobremorral») de los dos montañeses salió a relucir una nueva palabra —
«alguaciles»— y, a partir de entonces, se puso a escuchar atentamente.
En rigor, no se trataba de alguaciles, sino de gendarmes venidos de la ciudad,
y no estaban a las órdenes del corregidor local, sino de su oficial ordinario. Los
nueve hombres —diez con el oficial— se habían presentado en Irapuato dos
días atrás. Se supone que andaban detrás del famoso bandolero Guanaco, pero
sus métodos eran un tanto extraños: no formaban patrullas, sino que se
dedicaban a husmear por las casas, preguntando si nadie del poblado había
visto a algún forastero. Pero quién iba a contarles algo a esos chacales de las
islas, aun suponiendo que hubieran visto algo... Aunque, por otra parte,
pensándolo bien, también había que entender a esos tipos: en «el combate
contra los bandidos», que era como las autoridades exigían que se le llamara,
ellos se limitaban a hacer el paripé, y poco más; tampoco eran de piedra, y eso
de corretear por peñascos y barrancos, y exponer la cabezota a las ballestas, a
cambio de una paga irrisoria, mientras sus colegas registraban tranquilamente
las caravanas en el Gran Dique...
Cuando el huésped se marchó, el acompañante de Tangorn (se llamaba
Ciecorello, y el barón ya había renunciado a entender qué clase de parentesco le
ligaba a Sarrakesh) comentó pensativo:
—Parece que te tienen cercado.
—Así es —asintió Tangorn—. ¿No estarás pensando en entregarme en
Irapuato?
—¿Te has vuelto loco? ¡Pero si hemos comido del mismo pan...! —En ese
momento, el montañés se calló, reparando en algo; luego prosiguió en otro
tono—: Sabes, los de abajo dicen de nosotros que, por lo visto, somos unos
tarugos, que no sabemos entender una broma. No digo yo que no: aquí la gente
es muy estricta y por una broma de ésas te pueden degollar tranquilamente...
Por otra parte —de repente le salió una sonrisa picara (igualito que un abuelo
que les promete a sus nietos el truco que consiste en «arrancarse» el pulgar)—,
nadie daría en ningún caso por tu cabeza los cincuenta dungans que le debes a
mi familia. Así que lo mejor será que te lleve hasta la ciudad, como hemos
acordado, y que me gane honradamente ese dinero, ¿no crees?
—Tienes toda la razón. Y habrás pensado en la posibilidad de ir dando un
rodeo, por caminos secundarios, ¿o no?
—Hombre... En Irapuato ahora no habrá quien entre; habrá que dar un rodeo.
—Un rodeo... La cosa es más seria de lo que tú te crees. En Guajapan han
aparecido esos extraños buhoneros, eran cuatro e iban armados hasta los
dientes; y en Coalcoman, tres semanas antes de lo previsto, se presentó el
recaudador de impuestos con los alguaciles. Ahora, mira: Irapuato... Esto no me
gusta nada.
—Es cierto... Guajapan, Coalcoman, Irapuato... Nos han rodeado por todas
partes. Tal vez sólo...
—Si te refieres al camino de Tuanojato —el barón hizo un gesto de
disconformidad—, no te hagas ilusiones; también allí ha aparecido alguien: una
especie de malabaristas ambulantes que entretienen al público con sus ballestas,
apagando velas sin apuntar, y cortando con el yatagán un hueso de albaricoque
lanzado al aire. Pero eso, justamente, nos viene bien. Lo malo es lo otro. Nos
tienen rodeados, en eso tienes razón, por todas partes, pero en cambio en
nuestro poblado ninguno de ellos ha asomado la nariz. ¿A qué podrá deberse?
—A lo mejor, sencillamente, no han llegado todavía.
—Eso no se sostiene. De hecho, al propio Guajapan sólo se puede llegar
pasando por Iguatalpa, ¿no es así? La pregunta es: si uno de esos grupos se
presentara en el poblado, ¿serían capaces de cogerme?
—¡En la vida! Tú ya nos has alertado de la posible presencia de desconocidos,
y hemos vigilado como es debido. Y ya pueden mandarnos un centenar de
gendarmes, si quieren, que yo me las arreglaré para sacarte del poblado por
patios traseros y huertas. Y ahí, en las montañas, ponte tú a buscar... Y si traen
perros policías, para algo están el tabaco y la pimienta...
—Es verdad. Y ellos lo saben tan bien como nosotros. ¿Cómo se explica eso?
—¿Quieres decir... —el montañés entrecerró los ojos y agarró firmemente su
puñal, tanto que los nudillos de sus dedos se pusieron blancos—... quieres decir
que se han olido que tú estás en Iguatalpa?
—Probablemente. Cómo, ahora no importa. Eso, en primer lugar. Y, en
segundo lugar, y esto es lo que a mí me hace menos gracia, se ve que actúan de
forma muy primitiva... Parece que todos esos «buhoneros», «cazadores de
bandidos» y «recaudadores de impuestos» han tejido a nuestro alrededor una
especie de red envolvente. Pero sólo es una red en apariencia: en realidad, lo
que hay es un círculo de ojeadores que, a base de ruidos y de gritos, obligan a
los animales a aproximarse a los cazadores...
—Hay algo que se me escapa...
—Es muy sencillo. Tú, por ejemplo, cuando oíste decir que los gendarmes
estaban en Irapuato, ¿qué fue lo primero que se te pasó por la cabeza? Eso es:
pensaste en un sendero que fuera dando un rodeo por los montes. Y ahora
dime: ¿hace falta ser muy listo para apostar al lado de ese sendero a una pareja
de ballesteros embozados?
Ciecorello estuvo un buen rato en silencio, y después proclamó en un tono
ritual: «¿Y entonces qué vamos a hacer?», reconociendo oficialmente la
autoridad de Tangorn.
—Pensar —respondió el barón, encogiéndose de hombros—. Lo principal es
no hacer movimientos bruscos, que es justo lo que están esperando que
hagamos. Veamos: Guajapan, Coalcoman, Irapuato, ahí lo único que hay son
«ojeadores»; ahora tenemos que pensar muy bien dónde han situado a los
verdaderos «cazadores», y cómo darles esquinazo...
«Veamos», pensaba, «se trata de un problema típico: pongamos que tengo
que capturar a un tal barón Tangorn, castaño, de treinta y dos años de edad y
seis pies de estatura, el cual, además de destacar por sus rasgos septentrionales
absolutamente infrecuentes por estos pagos, presenta desde hace poco tiempo
una nueva seña personal, consistente en una leve cojera... Aunque parezca raro,
el problema no es tan sencillo como parece. ¿Dónde sitúo el «círculo de
tiradores» que va a actuar contra él? Y, aparte de eso, ¿quiénes serán sus
integrantes? Bien, esto último parece que está claro: tiene que tratarse de
agentes capaces de identificarle (y que no haya por los alrededores ninguno de
esos espantajos armados hasta los dientes). Es probable que el barón vaya
disfrazado y maquillado, de modo que incluso para los que recuerden su rostro
la cuestión se complica. ¿Cuántos hombres con esas características se podrían
reunir? Como mucho, una docena, aunque puede que no haya más de siete u
ocho... al fin y al cabo, ya han pasado cuatro años. Supongamos que una
docena... Los repartimos en cuatro turnos (no se puede estar más de seis horas
trabajando en tareas de identificación: los ojos «se llenan de espuma»)... Sí, no
son muchos... Dividir a este grupo no tendría ningún sentido, habrá que
mantenerlo estrechamente unido, dentro del conjunto de los «cazadores»; no
podemos incluir a una parte de ellos entre los «ojeadores»: como dispersemos a
nuestros hombres, nosotros... ¡Bah, estoy atontado!... ¿Para qué leches iba a
haber identificadores entre los «ojeadores», si no se van a encontrar con
Tangorn? Ni que el barón fuera tonto... Por lo demás, estos hombres no
necesitan conocer el verdadero objetivo de la operación: les basta con andar
entre los matorrales, haciendo crujir las ramas, y ya está... En resumen: los que
de verdad sirven para esta misión son cuatro gatos, y no se les puede
desperdigar, sino que tienen que estar bien juntitos... ¡Pero claro!»
—Nos estarán esperando en el Gran Dique: es imposible no pasar por ahí —le
comunicó media hora más tarde a Ciecorello, que parecía incluso algo hinchado
de tanto esfuerzo mental, algo a lo que no estaba acostumbrado—. Y así es
como vamos a pasar...
—¡Tú has perdido el juicio! —fue todo lo que acertó a decir el montañés, tras
escuchar el plan de Tangorn.
—Eso ya me lo han dicho muchas veces —dijo el barón, extendiendo los
brazos—; así que si de verdad estoy loco, soy un loco muy afortunado... Bueno,
¿qué, vienes conmigo? Ten en cuenta una cosa: no voy a perder mucho tiempo
tratando de convencerte; me será más fácil si lo hago solo.

—Todo concuerda, mi señor. Los hombres de Litoral, 12 intentaron, en efecto,


atraparle en El Caballito de Mar, y luego, una vez más, en la plaza de Castamir.
En ambas ocasiones se les escapó. En El Caballito hubo cuatro muertos; en
Castamir, tres hombres fueron contagiados de lepra; si se trataba de encubrir
una maniobra esporádica de desinformación, el precio ha sido excesivo, para mi
gusto. En cuanto a Farol, 4, se trata realmente de un domicilio clandestino de la
guardia secreta de Pietror, y también es cierto que llevó a cabo un ataque
sorpresa contra él; uno de los sargentos que ocupaban la casa recibió una herida
grave de espada en el pecho: el médico que le atendió corrobora el relato de
Algali. La placa de guardia secreto es auténtica, la letra de Aravan se
corresponde al cien por cien con la que aparece en las explicaciones
atolondradas que está dando por escrito en la comisaría de policía. Y a Algali le
buscan ahora todos los agentes de Pietror; andan como locos... En una palabra,
no parece que se tratase de un camelo.
—Y entonces, ¿por qué no apareció el día doce por La Caballa Verde?
—Puede que descubriese en el restaurante a nuestros muchachos del grupo
de protección, y decidió, no sin razón, que habíamos incumplido las
condiciones del acuerdo. Eso, en el mejor de los casos; en el peor, cabe la
posibilidad de que los hombres de Altagorn hayan acabado por encontrarle...
Confiemos en que todo haya ido bien, mi señor, y esperemos hasta al próximo
viernes, día veintiséis. Y habrá que prescindir de la protección; si no, puede que
todo vuelva a fallar.
—Tienes razón. Pero no debe salir de La Caballa Verde por su propio pie...
CAPÍTULO 49

Opar, Litoral, 12
25 de junio de 3019

El Mangosta andaba sin prisa por los pasillos de la embajada.


No se deslizaba a lo largo de las paredes como una sombra incorpórea y
arrebatada, sino que sencillamente andaba por los pasillos, despertando con sus
pasos el eco en todos los rincones del edificio dormido, y las lamparillas de las
paredes arrancaban a la penumbra, de forma periódica, su uniforme negro de
gala con los cordones plateados de oficial en el hombro izquierdo. La verdad es
que Marandil supuso, casi de inmediato, que aquello no era más que una
ilusión debida a lo inestable de la luz: de hecho, el teniente iba de paisano, y la
plata en su hombro y su pecho era sencillamente una mancha blancuzca de
moho... «Pero si no es moho: ¡es escarcha, totalmente natural...! Escarcha en la
ropa, ¿de dónde habrá salido?» En ese mismo instante llegó hasta el rostro del
capitán un soplo débil, pero muy nítido, algo así como una corriente helada
procedente de una bóveda; al mismo tiempo, las llamas de las lamparillas
asintieron al unísono, como tratando de confirmar: «¡No te hagas ilusiones, no
es ninguna alucinación!». Los muros de la embajada, transformada en una
fortaleza inexpugnable; el doble anillo de vigilantes, leales como perros; el DDE
y su inigualable sistema de detección... todo había resultado inútil...
Se podía sentir en la piel el frío mortal que emitía la figura que se
aproximaba, un frío que, aparte de dejar completamente pegadas al suelo las
botas de Marandil, había convertido el torbellino de sus pensamientos
aterrorizados en una gelatina cuajada. «Hasta aquí hemos llegado. Porque tú ya
sabías desde el principio que esto tenía que acabar así... Al llegar la confesión de
Aravan, supiste cuándo, y ahora acabas de descubrir cómo, eso es todo...»
Mientras tanto, el teniente se metamorfoseaba ante su vista en una verdadera
mangosta, como cuando ésta, de forma pausada y balanceándose ligeramente,
se acerca furtivamente a una cobra: el hocico aplanado y triangular, las orejas
muy juntas —rasgos con los que la propia mangosta adopta un cierto aspecto
serpentino—, los pequeños rubíes de los ojos y los dientes aguzados, de un
blanco deslumbrante, bajo los bigotes erizados. Y él, Marandil, era la cobra...
Una cobra vieja y cansada, con los colmillos venenosos ya mellados... De un
momento a otro aquellas mandíbulas se cerrarían sobre su garganta, y brotaría
un surtidor de sangre de su arteria carótida, y crujirían las cervicales, delicadas
como una labor de encaje... Reculó un poco, tratando en vano de protegerse con
el brazo de la pesadilla que se le echaba encima, y de pronto cayó de espaldas
aparatosamente: sus tacones habían tropezado con el extremo levantado de una
alfombra de pasillo.
Fue el dolor (la caída le hizo bastante daño en un codo) lo que sacó al capitán
de aquel trance, devolviéndole a la realidad. Por alguna razón, los efectos del
terror se habían modificado: si antes le dejaba paralizado, ahora le estimulaba, y
Marandil, tras ponerse en pie de un salto, salió disparado por el pasillo en
penumbra, haciendo que la línea discontinua que formaban las lamparillas en
las paredes se fundiese en un trazo ígneo. «La escalera... hacia abajo... Un salto
por encima de la barandilla, hasta el siguiente tramo... una vez más... Aquí
debería haber un vigilante, ¿dónde se habrá metido? El pasillo que lleva al
despacho del agente secreto... Pero, ¿dónde están los vigilantes? ¿Se los ha
tragado la tierra...? Siento pasos a mi espalda, cadenciosos, como si cortaran en
porciones regulares el silencio compacto y pegajoso del pasillo... ¡Aaah! ¡Pero si
por aquí no hay salida...! Y ahora, ¿para dónde tiro...? Al despacho, no tengo
elección... La llave... no entra en la cerradura, ¡su padre...! Seré idiota, es la llave
de la caja fuerte... Tranquilo, tranquilo... ¡Sublime Herrero, ayúdame...! Esta
maldita cerradura siempre jorobando... Y los pasos cada vez más cerca, como
una gotera cayendo en un cráneo rasurado... (Qué curioso, por cierto: ¿por qué
no echará a correr...? ¡Cierra el pico, cabrito, y no seas gafe!)... Con calma... la
hago girar... ¡Ya está, por fin!»
En cuanto la puerta del despacho se abrió un poco, Marandil se coló como
una lagartija en una grieta; una vez dentro, cargó todo el peso del cuerpo sobre
ella, y consiguió echar la llave en el preciso instante en que los pasos del
mutante se detenían ante el umbral. El capitán no tenía fuerzas ni para
encender la luz del interior; tembloroso y empapado en sudor, se sentó
directamente en el parqué en mitad de la habitación, dentro del amplio
cuadrado de luz lunar, cruzado por las sombras del enrejado que protegía la
ventana. Lo raro era que Marandil era consciente de que su espantoso
perseguidor no había desaparecido, pero allí, sentado en esa alfombrilla
plateada, por alguna razón se sentía seguro, como en el juego infantil, cuando
llegamos a tiempo de gritar: «¡Por mí, por todos mis compañeros y por mí el
primero!». Se puso a contemplar distraído los dibujos que formaban a su lado
las sombras lunares en el suelo, hasta que se le ocurrió mirar directamente a la
ventana. Poco le faltó entonces para aullar de terror y desesperación.
Sobre la cornisa, con la cara casi pegada al cristal, vio a un hombre, en cuyas
facciones había algo que recordaba asombrosamente a una hiena.
Estaba claro que ese segundo mutante no tendría ninguna dificultad para
romper de una patada el enrejado de la ventana y saltar al interior, pero no se
movía de su sitio y se limitaba a mirar fijamente a Marandil con sus redondos
ojos fosforescentes... Mientras tanto, sonaba por detrás un débil chirrido
metálico: el Mangosta ya se estaba ocupando de la cerradura. «Menos mal que
la llave está puesta», pensó por un momento el capitán, pero justo en ese
instante un golpe terrible hizo estremecerse la puerta. Al lado de la cerradura se
formó una brecha ovalada de unas seis pulgadas de diámetro, a través de la
cual penetraba un débil haz de luz procedente del pasillo; casi de inmediato,
además, este haz de luz quedó reducido a unos escasos rayos: algo taponaba el
agujero desde fuera. Acto seguido, se oyó el chasquido de la cerradura, y la
puerta del despacho se abrió de par en par... Sólo entonces Marandil
comprendió que lo que había hecho el teniente había sido atravesar de un
puñetazo el entrepaño de la puerta, meter la mano por la brecha y accionar
tranquilamente desde fuera la llave que estaba metida en la cerradura. El
capitán quiso lanzarse hacia el antepecho de la ventana (el hombre hiena de la
cornisa exterior le inspiraba menos terror que el Mangosta), pero entonces,
desde la impenetrable oscuridad que cubría los rincones del cuarto, se
adelantaron, elegantes y silenciosas, otras dos criaturas más, que él identificó al
instante: lobos.
Le sacaron a rastras, tirándole de las piernas, de debajo de la mesa en la que
intentó atrincherarse, y rodearon a su presa, enseñándole los colmillos y
cubriéndole con un fétido olor a perro y un intenso aliento carnívoro, mientras
él, plenamente consciente del castigo ineludible que le aguardaba por su
traición, gimoteaba tirado en el suelo, tratando convulsivamente de protegerse
el cuello y las ingles... Y de repente, toda aquella visión se desvaneció, dejando
su sitio a la voz impasible del Mangosta:
—Capitán Marandil, queda usted arrestado por orden del rey. Sargento,
requísele el arma, la placa y la llave de la caja fuerte. ¡Al sótano con él!
¡No! ¡No! ¡Nooo! No es posible, eso no puede ocurrirle a él... A cualquiera,
menos a él, al capitán Marandil, de la guardia secreta, jefe de los agentes
destacados en Opar... Se lo llevaron a rastras para abajo, por aquella escalera
empinada y llena de grietas (de pronto se acordó, con una precisión asombrosa,
que había exactamente veinte escalones, y que el cuarto, empezando a contar
desde abajo, tenía en el centro un buen bache), y después, en el sótano, le
arrancaron de un tirón la ropa y, ya desnudo, le ataron los pulgares a un gancho
y le colgaron de una viga... Y entonces volvió a encontrarse frente a frente con el
rostro del Mangosta, que le miraba fijamente a los ojos:
—No me interesan tus tejemanejes con el servicio secreto de Opar. Lo que
quiero saber es quién te sugirió la idea de dirigir a los elfos contra nuestro
grupo, enfrentando a su movimiento clandestino con la guardia secreta de Su
Majestad. ¿Para quién trabajas en Torre Vigía? ¿Para la gente de Estrella? ¿Qué
saben ellos de la misión de Tangorn?
—Yo no sé nada, ¡lo juro por lo más sagrado! —decía Marandil, con la voz
ronca, crispado por el dolor que sentía en las articulaciones dislocadas y
sabiendo de sobra que de momento se habían limitado al calentamiento
previo—. Yo no he dado ninguna orden de capturar a ese Algali; Aravan debe
de haber perdido el juicio, a menos que actuara por su cuenta...
—Proceda, sargento... ¿Y quién te ordenó que les hablaras de mí a los elfos...?
Sabían hacer muy bien su trabajo, y dosificaban el dolor con gran precisión,
sin permitirle que llegara a perder del todo el sentido, y aquello duraba mucho,
toda una eternidad... Después todo acabó: la piedad de los Dioses en verdad es
infinita, y las dulces manos de la Tejedora le sostuvieron, llevándoselo hacia el
más seguro de los refugios: las sombrías estancias del Señor del Destino.
Un rayo de sol caía directamente en los ojos de Marandil: era ya cerca de
mediodía. Con un quejido, apartó la cabeza —bastante pesada, como si no
hubiera dormido nada— del capote enrollado que le había servido de
almohada, tratando en vano de tragar o de carraspear para aclararse la garganta
reseca. Como de costumbre, buscó a tientas por el suelo, cerca del diván, la
botella de ron medio vacía, le quitó el tapón con los dientes y echó unos buenos
tragos. Realmente el alcohol ya no le ayudaba: para despejarse de verdad,
necesitaba esnifar koknar; el terror de esos días había acabado de carcomer las
entrañas del agente, dejando de él tan sólo la triste envoltura, llena de arrugas.
Últimamente el capitán nunca franqueaba las puertas de la embajada, y dormía
de día, sin cambiarse de ropa: estaba convencido, por la razón que fuese, de que
el Mangosta se presentaría a buscarle justo a medianoche, como en las
pesadillas que le atormentaban.
Esas pesadillas eran extravagantes y muy variadas. En una ocasión, la
patrulla especial del Mangosta, integrada por siluetas de ninjokwe, se introdujo
en su despacho; otra vez, se le apareció un fantasma de lo más natural, saliendo
del fondo del gran espejo de pared, fabricado en Jand (al despertarse, no tardó
en hacerlo añicos); otra, quien forzó la puerta parecía un policía corriente,
provisto de toda clase de acreditaciones y documentos. El sueño que recordaba
con más viveza era aquél en que cuatro enormes murciélagos, del tamaño de un
gato, se abalanzaban sobre él. Veloces e invulnerables, perseguían de noche al
capitán por todo el edificio y, mientras lanzaban sus chillidos siniestros, le
golpeaban en la cabeza con sus alas membranosas, intentando alcanzarle en los
ojos: la nuca, el cuello y las manos, con las que se cubría el rostro, los tenía
masacrados, convertidos en un amasijo sanguinolento, por culpa de sus finos y
aguzados colmillos. Sólo en ese momento se producía invariablemente el
mismo desenlace: «Capitán Marandil, queda usted arrestado por orden del rey.
Sargento, requísele el arma, la placa y la llave de la caja fuerte. ¡Al sótano con
él!».
—¡Señor secretario! ¡Señor secretario, despierte! —Entonces se dio cuenta de
que no se había despertado por sí solo: el ordenanza daba muestras de
impaciencia en la puerta del despacho—. El señor embajador le llama
urgentemente.
«Le llama urgentemente»: se trataba de alguna novedad. Tras haber recibido,
diez días atrás, con el correo de la mañana, el envío con la declaración de
Aravan, el embajador extraordinario y plenipotenciario del Reino Unido, sir
Eldred, le había pedido explicaciones al capitán; lo único que obtuvo de éste fue
un balbuceo lastimoso, con el que vino a decir que él no tenía la culpa y que los
demás eran unos incompetentes; desde entonces, el embajador no había querido
saber nada de Marandil, convertido en un apestado, y había roto con él
ostentosamente. Lo peor de todo era que la versión de los hechos que Tangorn
había dictado a Aravan resultaba tan convincente que hizo dudar a Marandil de
su propio juicio: ¿y si de verdad había dado él esa orden en un momento de
ofuscación? Hasta tal punto llegó a convencerse, que liquidó al herido Morimir
(«¿y si éste, al volver en sí, confirma la existencia de la orden de capturar a
Algali?»), pero, al hacerlo de forma precipitada, dejó numerosas huellas y con
ello se cortó las posibles vías de retirada. Marandil sentía físicamente el vacío
sofocante que se había formado a su alrededor en la organización: sus
subordinados, como un solo hombre, evitaban cruzar la mirada con él, y
dondequiera que entraba las conversaciones cesaban al punto. Era consciente de
que le había llegado la hora de salir corriendo, pero tenía aún más miedo de
verse solo en aquella ciudad. Su única esperanza era que el DDE cazara al
Mangosta antes de que éste le cazara a él; en lo que ya no confiaba era en que su
propio servicio de seguridad (convenientemente aleccionado a tal efecto) fuera
capaz de detener al teniente.
—¿A qué viene tanta prisa? Ni que hubiera un incendio —le preguntó
ceñudo al ordenanza, mientras trataba de arreglarse la ropa, bastante arrugada
tras el sueño.
—Parece que ha aparecido un cadáver; dicen que es uno de los suyos.
Destaca por presentar numerosas cicatrices junto a los labios...
Marandil entró en el despacho del embajador casi a la carrera... y al instante
le agarraron de los brazos, con mucho cuidado, dos pordioseros situados a
ambos lados de la puerta, vestidos con unas camisolas indecentes. Sir Eldred
estaba algo apartado; tanto en su postura como en la expresión de su rostro se
apreciaba una chocante combinación de altivez aristocrática ultrajada y
servilismo burocrático; se notaba que a Su Excelencia le acababan de poner su
célebre lavativa de trementina: algo así como tres cubos. En el sillón del
embajador estaba sentado, con las piernas cruzadas, el mismísimo Mangosta,
tan mugriento como sus hombres.
—Capitán Marandil, queda usted arrestado por orden del rey. Sargento,
requísele el arma, la placa y la llave de la caja fuerte. ¡Al sótano con él! —Y, tras
ponerse en pie, dijo, mirando de medio lado—: Le recomiendo vivamente,
señor embajador, que le dé un buen azote en el culo al jefe de seguridad. Para
empezar, hay como mínimo cuatro formas de entrar hasta este despacho, pero
eso de que ni tan siquiera los accesos a las alcantarillas estén protegidos con
rejas... ¡Semejante abandono es algo inconcebible! Así que no se sorprenda si
una mañana cualquiera se encuentra con un campamento gitano en el jardín de
la embajada, y una pareja de vagabundos durmiendo en el vestíbulo...
¡No! ¡No! ¡Nooo! No es posible, eso no puede ocurrirle a él... A cualquiera,
menos a él, al capitán Marandil, de la guardia secreta, jefe de los agentes
destacados en Opar... Se lo llevaron a rastras para abajo, por aquella escalera
empinada y llena de grietas (de pronto se acordó, con una precisión asombrosa,
que había exactamente veinte escalones, y que el cuarto, empezando a contar
desde abajo, tenía en el centro un buen bache), y después, en el sótano, le
arrancaron de un tirón la ropa y, ya desnudo, le ataron los pulgares a un gancho
y le colgaron de una viga... Y entonces volvió a encontrarse frente a frente con el
rostro del Mangosta, que le miraba fijamente a los ojos:
—No me interesan tus tejemanejes con el servicio secreto de Opar. Lo que
quiero saber es quién te sugirió la idea de dirigir a los elfos contra nuestro
grupo, enfrentando a su movimiento clandestino con la guardia secreta de Su
Majestad. ¿Para quién trabajas en Torre Vigía? ¿Para la gente de Estrella? ¿Qué
saben ellos de la misión de Tangorn?
—Yo no sé nada, ¡lo juro por lo más sagrado! —decía Marandil, con la voz
ronca, crispado por el dolor que sentía en las articulaciones dislocadas y
sabiendo de sobra que de momento se habían limitado al calentamiento
previo—. Yo no he dado ninguna orden de capturar a ese Algali; Aravan debe
de haber perdido el juicio, a menos que actuara por su cuenta...
—Proceda, sargento... ¿Y quién te ordenó que les hablaras de mí a los elfos...?
Sabían hacer muy bien su trabajo, y dosificaban el dolor con gran precisión,
sin permitirle que llegara a perder del todo el sentido, y aquello duraba mucho,
toda una eternidad... Después todo acabó: la piedad de los Dioses en verdad es
infinita, y las dulces manos de la Tejedora le sostuvieron, llevándoselo hacia el
más seguro de los refugios: las sombrías estancias del Señor del Destino.
Eso de que «se lo llevan»... ¡ni soñarlo!
—... ¡Y no confíes, miserable, en estirar la pata antes de largarlo todo! ¿Para
quién trabajas, de la corte de Estrella? ¿Cómo se realizan los contactos? Nada
había terminado: todo acababa de empezar...
CAPÍTULO 50

Opar, Gran Dique


26 de junio de 3019

El Gran Dique de Opar no figuraba entre las doce maravillas del mundo, de
acuerdo con la relación establecida en su día por Ash-Sharam en su Historia
general, pero seguramente eso obedecía únicamente a las particularidades del
gusto de ese ilustre vendoteniano: éste no mostró predilección por las
edificaciones funcionales (por muy grandiosas que fuesen), sino por las
fruslerías rebuscadas, del estilo de la aguja de Torreumbría o el Templo
Colgante de Mendor. El terraplén de mil quinientas yardas que unía la
península con las islas llevaba cuatro siglos asombrando a los visitantes de
Opar: más ancho que cualquiera de las calles de la ciudad, permitía el paso
simultáneo de dos caravanas de baktrianes marchando en sentido contrario.
Realmente, para eso fue construido: desde entonces, los mercaderes que
llevaban y traían mercancías entre el continente y las islas podían prescindir de
las barcazas para la travesía. Claro que no de balde: tal y como afirmaban las
malas lenguas, juntando las monedas de plata que a lo largo de esos cuatro
siglos los caravaneros habían aportado al tesoro municipal, se podría haber
construido un segundo dique al lado del ya existente.
Ante el macizo edificio de la aduana, que se alzaba a la entrada del dique por
la parte de la península, se extendía toda una pequeña ciudad de abigarradas
tiendas, pabellones y tenderetes de bambú. Aquí el mercader, agotado tras
cinco días recorriendo las escarpadas revueltas de la carretera de Chevelgar,
tenía toda clase de oportunidades para perder su dinero de un modo más
agradable que en el despacho del cobrador de derechos aduaneros. El humo
grisáceo que cubría los braseros, impregnado del olor de la carne —casi tan
apetitoso como la carne misma—; las jóvenes de todos los colores y de todos los
tamaños que, muy oportunamente, mostraban sus encantos; los profetas y
magos que se ofrecían, por unos cuantos piccolos, a predecir el resultado de la
próxima compra y, por un castamir, a reducir a polvo para siempre a toda la
competencia... Allí los pordioseros, siempre tenaces, pedían limosna a gritos; los
carteristas iban de acá para allá; los tahúres y los trileros convocaban con gran
maestría a toda clase de pardillos; también era aquél el lugar donde los policías
dirimían, con todo rigor, sus chanchullos (ése sí que era un destino lucrativo; se
dice que cierto guardia principiante presentó a sus superiores, muy convencido,
la siguiente solicitud: «Experimentando una extrema estrechez económica con
ocasión del nacimiento de mi tercer hijo, ruego me trasladen, aunque sea de
forma transitoria, al Gran Dique»). En una palabra, era una especie de Opar en
miniatura, con todo su colorido.
Ese día la cola avanzaba a paso de tortuga. No sólo daba la impresión de que
los funcionarios de aduanas se iban a quedar dormidos de un momento a otro
(lo que no les impedía meter las narices sistemáticamente en cada bulto), sino
que además había surgido un obstáculo adicional en el propio dique, donde a
los constructores se les había ocurrido cambiar el revestimiento de la calzada.
Un karavan-bashi de Jand, un tipo robusto de barba negra, se había dado
cuenta ya de que los aduaneros —¡así les castigue el Todopoderoso con
calenturas y llagas purulentas!— llevaban tanto retraso que no había forma
humana de que sus baktrianes estuvieran en las islas antes de la hora de la
comida, lo que suponía que ese día de bazar había que darlo por perdido.
Bueno, para qué ponerse nervioso y echar humo por las orejas... todo está en
manos del Todopoderoso. Tras encargar a su ayudante que vigilara los
animales y las mercancías, decidió dar una vuelta por los pabellones para matar
el tiempo.
Tras reponerse en una de las tascas (tallarines, tres raciones de un exquisito
arroz azafranado y un plato de pastelillos dulces con orejones), se disponía a
regresar, pero se quedó embobado delante de un pequeño tablado, donde una
bailarina aceitunada se contoneaba de forma irresistible, vestida únicamente
con unas cuantas cintas de seda que flotaban al viento. Dos montañeses de la
península se la comían con los ojos, empezando por sus hermosas caderas que
se movían siguiendo un ritmo inequívoco y siguiendo por el vientre satinado;
no se olvidaban, claro, de manifestar de vez en cuando su desprecio, como si
sintieran una profunda aversión («¡bah!, ¿qué verán en ellas los de la ciudad?
Pero si no hay por dónde agarrarlas...»), al tiempo que intercambiaban
conmovedores tópicos sobre los rasgos morales de las ciudadanas. El
caravanero ya estaba calculando por cuánto le saldría un conocimiento más
estrecho de la bailarina en su tienda, situada detrás del tablado, pero de pronto
apareció de no se sabe dónde un predicador hakimiano —una momia calva,
cubierta con unos harapos medio podridos, con ojos encendidos como ascuas—
y lanzó sobre la marcha una ráfaga de acusaciones contra los libertinos «que
contemplan con ojos lascivos la prostitución practicada por nuestra hermana
caída». La «hermana caída» oía todo esto como quien oye llover, pero el
caravanero optó por apartarse rápidamente; más valía que se llevase Dios al
paraíso a ese predicador, antes de que agregara alguna nueva y terrible
maldición...
No obstante, tenía unas ganas locas de estar con una mujer: cinco días de
abstinencia, ahí es nada... La verdad, ¡qué tiempos aquéllos! Miró a su alrededor
y, os lo aseguro, ahí mismo, a una decena de pasos, sin exagerar, encontró la
solución. A primera vista, la muchacha no valía nada: era una flacucha de unos
diecisiete años, que además tenía un adorno en forma de moratón, del color del
vino añejo, bajo el ojo izquierdo; pero el jandiano, con mirada experta, supo
valorar los méritos de su figura flexible, y poco le faltó para relamerse
descaradamente: ¡aquí sí que hay sustancia, chavales! Y en cuanto a su cara, ya
se sabe que, si es necesario, siempre se la puede cubrir con una tela.
—¿Qué, amiga, nos aburrimos?
—Piérdete —replicó indiferente; su voz era algo ronca, pero agradable—. Te
has confundido, papaíto, yo no me dedico a eso.
—¡Dice que no se dedica a eso!... ¿No será que nunca te han ofrecido un buen
precio? No temas, vamos a hacer todo como es debido... —Y, entre risotadas, la
agarró del brazo, medio en broma, pero con mucha firmeza.
La muchacha le respondió con una breve retahíla que habría sacado los
colores a un contramaestre pirata; después, con un movimiento preciso y
desenvuelto, liberó su brazo de las garras del karavan-bashi y reculó
bruscamente, yendo a parar al pasaje que quedaba entre una tienda llena de
remiendos y un tenderete torcido hecho con esteras de junco. No había ninguna
picardía en su acción: para soltarse, hace falta retroceder en la dirección que
marca la falange segunda del pulgar del tipo que te tiene agarrado; es verdad,
sin embargo, que eso, de entrada, choca y a menudo invita a sacar las oportunas
conclusiones. Pero no en esta ocasión: el excitado jefe de caravanas («¡ya sólo
faltaba esto: que una putita de su edad se ande con remilgos!») se introdujo a
toda prisa en el pasaje que había entre las tiendas y fue en pos de su esquiva
presa...
Antes de medio minuto el jandiano estaba ya de vuelta en la plaza. Caminaba
con mucha precaución, casi como si lo hiciera de puntillas, y, al tiempo que
sofocaba sus bramidos de dolor, se apretaba el vientre con la mano derecha y
cubría ésta, cuidadosamente, con la izquierda. Todo hay que decirlo, ese
aldeano era un auténtico botarate... Dislocar el pulgar de una mano hostil no
supone ningún problema para un agente del DDE, por muy verde que esté, y
aquella muchacha no era ninguna novata. Muy poco después, Fei (así la
llamaban sus camaradas del Departamento) regresó a su sector de la plaza,
aunque, eso sí, el desafortunado caravanero difícilmente la habría reconocido
ahora, ni siquiera topándose con ella de frente: a la buscona se la había tragado
la tierra, y su lugar lo había ocupado un joven aguador, andrajoso y mugriento,
y sin rastro del moratón bajo el ojo (y es que los observadores suelen fijar su
atención en esa clase de señas)... Hay que destacar que regresó a su puesto en el
momento oportuno; un mendigo ciego, sentado junto al acceso al dique, se
había puesto a declamar melancólicamente «¡una ayudita, buenas gentes!», en
vez de su habitual «¡buenas gentes, una ayudita!», señal de: «¡A mí!».
Como es lógico, Fei recordaba con todo detalle las referencias para la
búsqueda («Varón septentrional, castaño, seis pies de altura, ojos grises... treinta
y dos años, aunque parece más joven... cojea levemente de la pierna
derecha...»), a pesar de que en esta ocasión sólo intervenía en el dispositivo de
seguridad de la operación, como subordinada inmediata de uno de los
encargados de la identificación: el mendigo ciego. Lo que no podía sospechar
era que este ciego fuera el mismísimo primer vicedirector del DDE en persona,
como tampoco que el día anterior le habían advertido muy seriamente a Jacuzzi
de que si su proyecto de caza y captura de Tangorn no daba resultado en el
curso de las jornadas siguientes, no se libraría de la destitución... Mientras
lanzaba sus gritos al viento («¿Quién quiere agua? ¡Agua freeesca!»), la joven se
iba mezclando hábilmente con la multitud, tratando de paso de adivinar quién
había despertado el interés de su jefe.
En aquel preciso instante entraba en el dique un carro cargado de sacos, muy
probablemente de maíz; un montañés, alto y delgado, de veintiocho a treinta
años, llevaba las riendas de la pareja de mulas, y la distancia entre su fez
carmesí y el adoquinado del camino medía justamente los seis pies
reglamentarios. En cuanto a lo demás... Aun prescindiendo de la cojera (la cual,
en realidad, podía ser igual de llamativa que su moratón de antes), el caso es
que sus ojos no eran grises para nada. Los sacos... los sacos sí eran importantes:
eso era lo que hacía pensar que el barón pudiera tener allí algo que ver.
Atravesar el dique oculto en un tonel de vino o entre un montón de alfombras,
eso estaba muy visto; era algo tan gastado, tan banal, tantas veces ridiculizado,
que precisamente por su teatralidad podría seducir a Tangorn, siempre
inclinado a las decisiones paradójicas. Ésa era la causa de que los aduaneros
trabajaran ese día con tanto celo (entre ellos se había difundido un rumor: en el
dique, para poner coto a cualquier forma de concusión, actuaban de incógnito
inspectores especiales del Tesoro Público), y daba tiempo a que todos los carros
de los lugareños —que, por culpa de las obras en la carretera, avanzaban a paso
de tortuga— los inspeccionara discretamente un perro adiestrado a tal efecto.
De ese modo, tras poner una cruz sobre los sacos y sobre su dueño, Fei caló
con la mirada a uno que se acababa de colar («¡Eh, mucho cuidado...! Apártate,
¿o acaso quieres probar mi látigo?»), y se fijó también en los gendarmes
montados que pasaban con su captura: seis montañeses detenidos, encadenados
de dos en dos. Convencida de que todo estaba en orden, miró un poco más
allá... ¡Vaya, vaya!
Eran unos peregrinos hakimianos, que volvían a la ciudad después de su
Shavar-Shavana, la tradicional romería de tres semanas que se celebraba en uno
de sus santuarios serranos. Unos treinta hombres, con los rostros enfundados,
en señal de humildad, en unas capuchas penitenciales; cerca de la mitad eran
epilépticos o lisiados... entre ellos, algunos cojos... Realmente, era el disfraz
ideal; incluso si conseguían reconocer al barón (lo cual era prácticamente
imposible), ¿cómo apartarlo del grupo de peregrinos? ¿A la fuerza, dando la
correspondiente orden a la cuadrilla de «peones camineros»? Pero el lío sería
tan descomunal, que sólo de pensarlo daba miedo, y al día siguiente en la
ciudad podría llegar a producirse una escabechina entre hakimianos y
aritanos... ¿Hacerle salir, con algún engaño, por un lateral del camino? Pero,
¿cómo? Enfrascada en estas reflexiones, poco le faltó para perderse el momento
en que su ciego se levantó, cedió su puesto —muy productivo— a otro miembro
del gremio de los pordioseros y, dando golpes con su bastón en el enlosado de
la carretera, salió detrás de los peregrinos: eso significaba que había reconocido
a Tangorn con toda seguridad.
Al cabo de algunos segundos, Fei sustituyó su papel de aguador por el de
lazarillo. Les seguían, a cierta distancia, dos montañeses, los mismos que habían
contemplado embobados a las bailarinas, en compañía del desdichado karavan-
bashi (uno de ellos era Raschua, agente del DDE en la península). Más lejos
venía un pintoresco grupo formado por dos petimetres con cierta pinta de
delincuentes y un funcionario de aduanas; llegó la hora del almuerzo para la
cuadrilla de peones: también ellos se dirigieron en fila india hacia la ciudad. La
emboscada en el dique había funcionado: el viejo caballo —Jacuzzi— no había
pisoteado el sembrado...
—No hay otro igual, chiquilla. El plan era magnífico, hay que aplaudirle... A
decir verdad, he dado con él de prora casualidad... Los nuestros no han hecho
más que meter la pata. Lástima que no juegue en nuestro equipo...
En la voz del vicedirector operativo había incluso una nota de ternura; sí, la
verdad es que la victoria invita a la magnanimidad y a la autocrítica. De pronto,
le vino a la memoria la mesa del café de la plaza Castamir, el sabor del
aguamarga que bebieron entonces para celebrar el éxito del gondolero, y su
propio veredicto: «No es más que un amateur, aunque brillante y afortunado; le
puede salir bien una vez, dos, pero a la tercera acabará por sucumbir...».
Efectivamente, ahí estaba esa tercera vez: nadie puede tener suerte
indefinidamente.
—¿Y cómo ha podido reconocerle bajo la capucha?
—¿Bajo la capucha...? ¿Así que tú te habías pensado que era uno de los
peregrinos?
—¿Cómo dice...?
—Por supuesto que no. Era uno de los detenidos, el de la derecha de la
primera pareja. Con la cara envuelta en un trapo ensangrentado; además, todos
cojeaban, por culpa de los grilletes: no es ninguna bobada...
—Pero los gendarmes...
—Sólo los gendarmes eran auténticos. Y él estaba realmente detenido, ¡ahí
radicaba el éxito del plan! Una decisión magnífica, de una gran elegancia... Lo
más importante ahora es que no te pares, y que no abras la boca, para que la
gente no se vuelva. Aprende, chiquilla, mientras siga habiendo maestros vivos...
No lo digo por mí, lo digo por él.
CAPÍTULO 51

—De cualquier modo, no lo entiendo... o, al menos, no del todo —reconocía


Fei, consciente de que su jefe estaba de un excelente humor y, por tanto, en
disposición de dar explicaciones.
—Sus cálculos eran correctos: los gendarmes, sin duda alguna, habrían
despertado nuestra curiosidad, pues el uso de uniformes sustraídos es un
método habitual de camuflaje, pero no así los hombres a los que habían
capturado, si es que se trataba de verdaderos gendarmes. Así que se las arregló
para que le arrestaran. Todavía no sé exactamente cómo, pero eso no es lo más
importante: caben muchas posibilidades... Por ejemplo, pudo llegar a Irapuato
y, en la posada del lugar, tirarle a alguno de ellos media jarra de vino en el
uniforme... Ellos, desde luego, le darían para el pelo, lo cual le permitiría llevar
vendada la jeta, llena de magulladuras, pero después lo trasladarían sin
impedimentos hasta la ciudad, y encima lo tendrían oculto durante dos o tres
meses, en el refugio más seguro: en prisión; allí no iríamos a buscarle ni
nosotros ni la gente de Altagorn. Eso suponiendo que él estuviera dispuesto a
permanecer encerrado, porque también podía estar en contacto, a través de
algún delincuente, con su gente, con esa Elvis, sin ir más lejos, que se encargaría
de untar a los jueces o a los responsables de la prisión, y estaría libre en un par
de días... Pero la posibilidad de que permanezca una temporada entre rejas no
entra para nada en mis planes.
Caminando a unas quince yardas por detrás de los gendarmes (que eran
realmente los «perseguidores de los bandidos» de Irapuato), Jacuzzi y su
acompañante llegaron al edificio de la comisaria de policía del puerto. Aquí
dividieron a los detenidos: a cuatro de ellos los condujeron a la prisión de Ar-
Horan, que asomaba por detrás del canal de Derivación, mientras que a
Tangorn y al montañés (al que Raschua, a esas alturas, ya había logrado
identificar con un tal Ciecorello, sobrino tercero de Sarrakesh), que iban
encadenados el uno al otro, el suboficial de guardia los introdujo personalmente
en las dependencias policiales. Tras esperar un cuarto de hora de cortesía,
Jacuzzi también entró. El agente de guardia trató de impedir el paso a los dos
pordioseros, pero Jacuzzi le plantó delante de sus narices la placa de comisario
de policía (llevaba consigo todo tipo de acreditaciones falsas, desde la de
capitán de navío del servicio de ingenieros del Almirantazgo hasta la de
inspector de aduanas; lo importante era no confundirse a la hora de mostrarlas)
y le ordenó que les condujera hasta su jefe.
—Comisario Rahmadjanian —se presentó al entrar en el despacho. El titular
del mismo, un gordo desaseado, con las mejillas caídas, que parecía la viva
caricatura de un jefe de policía, hizo un intento fallido de sacar del sillón su
inabarcable trasero, y saludó al visitante:
—Inspector jefe Djezin. Tome asiento, comisario. ¿En qué puedo servirle? Por
cierto, ¿esta joven es su ayudante?
—Por supuesto.
El camuflaje de «muchacho» de Fei no había confundido en ningún momento
a Djezin. Jacuzzi ya se había dado cuenta, por toda una serie de detalles, de que
el jefe era, por una parte, bastante observador (cosa nada sorprendente: siendo
como era la comisaría del puerto una mina de oro, siempre había un sinfín de
candidatos para cubrir ese puesto tan goloso) y, por otra, sencillo y directo, sin
dobleces: por ejemplo, sobre su mesa, a la vista de todo el mundo, había una
botella de vino élfico por la que habría tenido que pagar, en la tienda Elfinita
del paseo marítimo de las Tres Estrellas, el equivalente a unos tres meses de su
salario... «Ya he visto todo lo que tenía que ver»: ése fue el deprimente
comentario que se hizo a sí mismo Jacuzzi; menos mal que el cuidado de la
buena imagen de la policía de Opar no formaba parte de las obligaciones del
DDE.
—Hace una media hora han debido traer a esta comisaría a dos montañeses
detenidos... —empezó a hablar, pero el inspector jefe protestó enérgicamente:
—Está usted en un error, comisario, en la última media hora no nos han
traído a nadie.
Fue algo tan inesperado que Jacuzzi trató de explicarle al gordo que no tenía
sentido discutir, que él lo había visto todo con sus propios ojos...
—Se lo habrá figurado usted, comisario —le respondió con todo descaro, tras
hacerle una señal al guardia apoyado en el marco de la puerta—. El cabo puede
confirmarlo: ¡ni tenemos ni hemos tenido aquí a ningún montañés detenido!
—Parece que no nos entienden, chica. —Jacuzzi sacudió la cabeza con pesar.
Era una frase convencional. Al instante, el dedo índice de Fei, que había
adquirido de pronto la dureza de un estilete de acero, se hincó en la base del
cuello del cabo, justo en el hueco entre las clavículas, y un segundo después la
gruesa puerta del despacho se cerró desde dentro, dejando aislado al inspector
jefe de sus subordinados que andaban por el pasillo. Jacuzzi, mientras tanto,
agarró del brazo a Djezin (que había tratado de alcanzar su arma) y con una
leve presión en la mano le hizo caer en el sillón, sintiendo que le faltaba el
aliento. Mirando a los lados, el vicedirector operativo rompió con el canto de la
mano el cuello de la botella de vino élfico, y reanimó al policía echándole por la
cabeza y el cuello su preciado contenido, tras lo cual levantó al infeliz
cogiéndole de las solapas y le preguntó, sin más rodeos:
—¿Dónde están los montañeses?
El gordo temblaba y sudaba, pero no decía nada. No había tiempo para
andarse con miramientos: de un momento a otro intentarían echar la puerta
abajo, así que Jacuzzi fue extremadamente conciso en su propuesta:
—Diez segundos para pensar. Después, empezaré a contar hasta cinco, y a
cada número te rompo un dedo. Y a la de seis te corto el cuello con esta navaja...
Mírame a los ojos: ¿tengo pinta de estar bromeando?
—¿Sois del servicio secreto? —susurró abatido el inspector jefe, demudado
del terror; estaba más claro que el agua que no se había ganado los galones
jugándose el pellejo ante los cuchillos de los bandoleros en sus guaridas del
arrabal de Harmian.
—Ya han pasado seis segundos. ¿Y bien?
—¡Lo contaré todo, todo lo que sé! Me ordenaron que los pusiera en
libertad...
—¿Le ordenaron que los dejara en libertad? —A Jacuzzi le dio la impresión
de que el suelo de la habitación se hundía bajo sus pies, y experimentaba en el
vientre una desagradable sensación de caer al vacío.
—Son hombres del rey de Pietror, de su guardia secreta. Estaban realizando
una misión en la península, pero los montañeses les desenmascararon y les
condenaron a muerte. Consiguieron escapar, y a través del bosque llegaron
hasta Irapuato... Allí, y en vista de que los gendarmes de la ciudad andan ahora
detrás del bandolero Guanaco, le ordenaron al responsable de la operación que
les evacuaran a la ciudad, haciéndoles pasar por detenidos... Y aquí, en
comisaría, se las han arreglado para proporcionarles algún atuendo ciudadano,
y les han sacado por la puerta de atrás... Y además han dicho —llegado a este
punto, se retorcía atormentado— que si me voy de la lengua y le cuento esta
historia a alguien, a quien sea, no pararán hasta encontrarme, aunque me
tengan que ir a buscar al fondo del mar o al Extremo Oeste... Ya sé yo que la
guardia secreta de Pietror, oficialmente, no nos puede dar órdenes, pero...
Bueno, usted ya me entiende...
—¿Cómo sabes que eran hombres de Altagorn?
—Uno de ellos, que tenía facciones claramente septentrionales, de Pietror,
exhibió una placa de sargento de la guardia secreta de Su Majestad...
—El sargento Morimir o el sargento Aravan... —dijo con dificultad Jacuzzi,
que no reconocía su propia voz; ¿cómo había podido ofuscarse de ese modo, y
olvidarse de las placas de la guardia secreta que Tangorn había conseguido en
su ataque a Farol, 4?
—¡Justo; el sargento Morimir! Así que usted conoce a esos hombres...
—Más de lo que me gustaría. Cuando ese Morimir se cambió de ropa, ¿no se
fijó usted en lo que llevaba en los bolsillos?
—Sólo dinero, nada más.
—¿Mucho dinero?
—Unos diez castamires y algunas monedas sueltas.
—¿Qué clase de ropa les han dado?
El vicedirector operativo asentía mecánicamente, con algún extremo remoto
de su conciencia pendiente de la descripción detallada de los harapos que el
servicial Djezin había suministrado a sus distinguidos huéspedes; de cualquier
manera, todo aquello no valía ya para nada. Diez castamires... Se volvió hacia
Fei:
—Ahora vas a salir de aquí por la puerta trasera, como han hecho ellos. A la
izquierda, hacia el canal de Derivación, verás la tienda Eruko. Puede que se
hayan cambiado de ropa ahí mismo: no es una tienda barata, pero con diez
castamires a lo mejor les ha llegado. Si no, sigue por la orilla...
—¿Hasta llegar al rastro?
—Eso es. Ellos necesitan cambiarse de ropa a toda costa: ésa es nuestra única
oportunidad. Muévete...
Se apoyó abatido sobre la tapia de piedra que había junto a la entrada de la
comisaría: sin mirar, extendió la mano —Raschua, que estaba a su lado,
depositó en ella al punto una botellita de ron—, echó un par de tragos y se
quedó mirando fijamente al sol que descendía hacia el ocaso. Tenía la mente en
blanco. Por supuesto, tarde o temprano darían con la pista de Tangorn, pero eso
a él personalmente no le salvaría; el plazo que le había dado Almandin expiraba
en una hora. El caso es que no sentía la menor animadversión hacia el barón:
había jugado limpio...
—¡A sus órdenes, jefe! —Fei apareció delante de él, exultante y agitada: se
notaba que había venido corriendo todo el camino—. Se cambiaron de ropa en
Eruko, como usted decía, y luego han entrado en el Banco de Crédito del Mar,
justo al lado.
No podía ser, pero así era. Parecía como si aquel día el destino se hubiera
propuesto demostrar qué poco cuentan nuestros propios esfuerzos y
capacidades al lado de sus caprichos. «Al fin y al cabo», pensaba Jacuzzi,
mientras marchaba con Fei a toda prisa hacia el Banco del Mar (la muchacha
había tenido la precaución de encargar a tres chavalines de la calle que se
quedaran vigilando), «creo que todo va a quedar en un buen susto, ¡uf!, pero, en
cambio, para el barón... Sí, hoy la suerte le ha dado la espalda definitivamente:
parece que todo lo hace a la perfección, que es un ejemplo para todo el mundo,
pero luego mira...»
Para cuando Tangorn y Ciecorello, vestidos ahora con ropas lujosas, pero
discretas, volvieron a salir a la calle, los agentes del DDE ya habían tenido
tiempo de tejer a su alrededor una telaraña impenetrable. A todo esto, los dos
amigos se despidieron abrazándose tres veces, al estilo montañés, y cada uno se
fue por su lado. La razón de su visita al banco se aclaró muy pronto: uno de los
agentes, experto en «pesar bolsillos», calculó a ojo que Ciecorello salió tan
cargado de oro «como la trucha de huevas en septiembre». Jacuzzi ordenó que
no perdieran tiempo con el montañés, que dejaran que se fuera adonde le diera
la gana, y que centraran toda su atención en Tangorn. En ese momento llegaron
refuerzos —un retén de vigilancia—, con lo que las posibilidades de escapar del
barón se volvieron nulas: nadie puede resistir en solitario a toda una
organización, a poco seria que ésta sea.
Durante las dos horas siguientes, Tangorn estuvo dando vueltas por la
ciudad, mostrando toda su audacia y valía: tan pronto se mezclaba con la
multitud en el bazar, como se escondía en pasajes desiertos e insignificantes, o
saltaba repentinamente a una góndola de alquiler; sin embargo, fue incapaz, no
ya de dar esquinazo a sus vigilantes, sino incluso de identificarlos: el DDE no es
como el espionaje pietroriano, lo integran profesionales de primerísima fila...
Sólo una vez estuvo a punto el relajado Jacuzzi (que ahora se mantenía a
distancia, como «estado mayor» de la operación) de recibir un serio aviso de las
Fuerzas Superiores: ¡no te confíes antes de tiempo! Los vigilantes le informaron
de que el barón, tras efectuar meticulosas comprobaciones, había entrado en el
restaurante La Caballa Verde: ¿tenían que entrar tras él, a riesgo de descubrirse,
o era preferible esperar en la calle?
—¿Está vigilada la parte trasera del edificio? —preguntó Jacuzzi: pura
formalidad.
El agente, por toda respuesta, tragó saliva descompuesto...
—¡La madre que os parió! —maldijo el vicedirector, sintiendo una vez más
que la tierra se hundía bajo sus pies—. ¿Pero es que no sabéis que en esa
maldita Caballa las ventanas de los retretes tienen un tamaño que permite sacar
a rastras a un jabalí? ¡Largo de esta oficina, papanatas! ¡Fuera de mi vista!
Mientras decía esto, Jacuzzi tuvo tiempo de pensar que, si finalmente
Tangorn había eludido la vigilancia y había llegado a entrar en los servicios del
restaurante, él ya no estaría en condiciones de echar a nadie de ninguna parte...
Pero todo fue bien. En aquel momento, el barón estaba cenando
ceremoniosamente en un reservado de La Caballa Verde con dos caballeros,
uno de los cuales ya había sido identificado por los agentes con el subsecretario
del MAE, Algali, en paradero desconocido desde hacía un tiempo.
CAPÍTULO 52

Opar, restaurante La Caballa Verde


26 de junio de 3019

—Por cierto, ¿cómo terminó la historia de los frustrados esponsales de su


prima? —preguntó Tangorn, sin mostrar especial interés; habían acabado la
cena, y en ese momento Algali, obedeciendo una seña casi imperceptible de su
compañero, les dejó, y pasó del reservado a la sala general...
—No tuvo mayor importancia: seguro que Linoel anda ahora metida en una
nueva relación... Pero si usted se había propuesto impresionarme, haciéndome
ver que está al tanto de la crónica social de Onirien, debo decirle que el efecto
producido ha sido más bien el contrario: esa historia está ya muy pasada...
«Uno a cero a mi favor», se dijo el barón; «si no, ¿a qué viene tanta prisa en
dar explicaciones? Se conoce que los elfos tampoco son tan sabios y perspicaces
como los pintan...» Pero lo que comentó en voz alta, encogiéndose de hombros,
fue lo siguiente:
—Tan sólo quería asegurarme de que es usted el verdadero Elandar; ha
salido a relucir el nombre de Linoel, que es lo que yo pretendía. Sin duda, ha
sido algo muy ingenuo, pero... —En ese momento, sonrió algo turbado—. Por
cierto, ¿no podría usted quitarse el antifaz?
—Con mucho gusto.
Sí, no cabía ninguna duda, su compañero de mesa era un elfo: las pupilas no
eran redondas, sino verticales, como las de los gatos o las serpientes; también
podía fijarse en las puntas de las orejas, tapadas por el peinado, pero no había
necesidad... «Bien, ya has llegado a la meta. «... A través de bosques cubiertos
de musgo e impetuosos ríos, a través de pantanos cenagosos y montañas
nevadas, discurría el camino del caballero, y aquel ovillo mágico le condujo
hasta la garganta de Uggun, donde en vez de tierra había escorias calcinadas;
donde no fluían los arroyos, sino la bilis; donde no crecía la verde hierba, sino el
beleño y la cicuta. Aquí, bajo las duras rocas de granito, se hallaba el cubil del
dragón...» Es verdad que tú no eres, puestos a fijarnos en las antiguas baladas,
ningún caballero intrépido, sino un escudero pícaro que se ha acercado hasta la
entrada de la madriguera con la idea de dejar allí el cebo y salir después por
piernas. A Haladdin le tocará combatir con la serpiente cuando ésta se arrastre
reptando hasta el exterior, pero el doctor sólo tendrá posibilidades de vencer si
antes el monstruo se traga el cebo envenenado que tú le vas a lanzar: el paquete
lacrado que has sacado hace dos horas de la caja de seguridad del Banco del
Mar, donde ha estado guardado todo este tiempo junto con la cota de platagrís
y alguna otra cosita... Todo esto, claro, es de lo menos caballeresco que uno se
puede imaginar, pero nuestra misión consiste en liberar al mundo del dragón,
no en pasar a integrar el repertorio de nobles héroes de los cuentos infantiles.»
—Espero que esté usted satisfecho —dijo el elfo, rompiendo un silencio que
empezaba a alargarse: en el fondo de sus ojos titilaba una llamita azulada de
burla.
—Sí, supongo que sí. Aunque no conozco personalmente a Elandar, parece
ajustarse a la descripción... —Eso no había sido más que un farol, pero,
aparentemente, había colado; en cualquier caso, todas las posibilidades de
comprobarlo ya estaban agotadas—. Y, si no es usted quien dice ser, créame: ha
llegado el momento de abandonar el juego... El problema reside en que la
información que me propongo transmitirle puede costarle la cabeza a algunos
de los máximos jerarcas de Onirien, de modo que es probable que se lancen a la
caza del depositario del secreto, al igual que han hecho conmigo los hombres de
Altagorn. El hijo de la klofoel Eornis sabrá administrar esta información
debidamente y, al mismo tiempo, lo que no es poco, seguir vivo, mientras que
un elfo que ocupe una posición algo más baja... Las noticias peligrosas se
destruyen juntamente con sus portadores, sean éstos quienes sean: eso es un
axioma; usted mismo debe ser consciente de lo que supone estar en posesión,
de forma casual, de una información inadecuada para su nivel... —Diciendo
esto, Tangorn miró elocuentemente hacia el lado por el que acababa de salir
Algali.
—Tiene usted razón —asintió tranquilamente el otro, siguiendo la mirada de
Tangorn—. Yo, efectivamente, soy Elandar, y usted, barón, en vista de que
conoce el título interior de dama Eornis, está, efectivamente, al tanto de lo que
se cuece en Onirien. Me temo únicamente que pueda usted sobrevalorar mi
posición en la jerarquía élfica...
—En absoluto. Sencillamente, a usted le ha tocado desempeñar el mismo
papel que a mí: el de intermediario. Porque la información, como
probablemente ya habrá adivinado, va dirigida a su madre. Más aún, tengo
motivos para suponer que la klofoel Eornis tampoco será el destinatario final.
—Ya... ya veo... —respondió pensativo Elandar—. O sea, que Aramir ha
conseguido pruebas de que alguien en Onirien se entiende en serio con
Altagorn y se propone utilizar el Reino Unido como el as de triunfos en su
partida contra la Soberana... Y ahora el príncipe de Lunien cuenta con que, a
cambio de la información, ésta le devolverá el trono de Torre Vigía, ¿no es así?
—Le repito que yo no soy más que un intermediario y no estoy facultado
para mencionar ningún nombre... Pero, a decir verdad, ¿cree usted que hay algo
poco creíble en esa hipótesis?
—En principio, es perfectamente verosímil... Yo diría, incluso, que demasiado
verosímil. Lo que sucede es que, personalmente, no confío en usted, barón; ni
un tanto así, el caso es ése... Se ha levantado demasiado revuelo en torno suyo...
Eso de que los hombres de Altagorn le andan persiguiendo podría ser verdad,
pero en este asunto su suerte resulta sospechosa: primero en El Caballito de
Mar, después en la charca esa de la plaza de Castamir... Y encima la historia de
la liberación de Algali, ¿quién puede creer en tantas casualidades?
—Bueno, me resulta difícil negarlo: la historia, en efecto, es poco menos que
increíble —dijo el barón, abriendo al tiempo los brazos—. ¿O sea, que usted
sospecha que lo ocurrido en Farol, 4 no fue más que una representación mía?
—Lo sospechaba hasta ayer mismo —reconoció Elandar con aire ceñudo—.
Pero ayer el capitán Marandil fue arrestado e hizo una confesión detallada en
relación con este episodio. Reconoció que había ordenado capturar a Algali...
Tangorn necesitó de toda su capacidad de autocontrol para no partirse de
risa. Con razón dicen: «si algo va demasiado bien, es que no va bien».
—Con todos mis respetos, creo que no estamos avanzando —dijo
bruscamente, sintiendo que había llegado el momento de pasar al ataque—. En
cualquier caso, no le corresponde a usted tomar la decisión: perdone que se lo
diga, pero no es propia de su rango... Sólo quiero saber una cosa: ¿considera
usted posible hacer llegar mi mensaje a dama Eornis, pero de tal manera que
nadie más en Onirien se entere de ello? Si no es así, esta conversación carece de
objeto, y yo tendré que buscar otros canales.
El elfo, pensativo, pasó la palma de la mano por el paquete que estaba sobre
la mesa: buscaba, evidentemente, indicios de influjos mágicos. Tangorn contuvo
el aliento: «el dragón se aproximó al cebo y empezó a olfatearlo precavido».
Realmente, no tenía de qué temer: en el plano físico, aquello estaba totalmente
limpio, no cabían sorpresas.
—Confío —sonrió el barón— en que sea usted capaz de llegar a la conclusión
de que no hay ningún veneno o encantamiento mágico sin necesidad de
desenvolverlo...
—Bueno, sí, más o menos... Pero el paquete —Elandar lo sopesó en su
mano— pesa casi media libra, y en su interior se percibe claramente la presencia
de metal... mucho metal. ¿Qué más hay aquí dentro, aparte del propio mensaje?
—El mensaje está envuelto en varias capas de gruesas láminas de plata, para
que no se pueda leer desde el exterior con ayuda de la magia. —El elfo asintió
de forma casi imperceptible—. El envoltorio externo es de tela de saco, y los
nudos donde se ponen los sellos de lacre llevan insertados unos anillos
metálicos. No es posible abrir este paquete sin que se note: ni se puede despegar
con vapor el lacre del exterior, porque éste penetra demasiado profundamente
entre las fibras de la tela de saco; ni se puede separar cuidadosamente el sello
con una fina cuchilla candente, porque lo impide el anillo incluido en su
interior. Así es como sellan el correo de los gobernantes en Jand, yo no conozco
un método más fiable... Por cierto, que éste lleva un seguro adicional: los nudos
con los que van sujetos los anillos seguramente no los conoce nadie entre los
elfos. Fíjese.
Dicho esto, Tangorn anudó rápidamente un trozo de bramante alrededor de
las cachas del cuchillo de postre y le entregó el cubierto a Elandar. Éste se pasó
un rato tratando de desentrañar las sutilezas de la cuerda, hasta que, claramente
contrariado, renunció a sus intentos.
—¿Alguno de los nudos marineros locales?
—En absoluto. Resulta que los elfos, tan dados a la rutina, atan siempre la
cuerda al arco de la misma manera, cuando de hecho se conocen al menos tres
formas de hacer ese nudo. Ésta es una de ellas...
Elandar, irritado, se guardó el paquete en el seno de la camisa y de nuevo se
puso a observar el nudo. «Vaya, somos la raza superior, y tropezar en una cosa
tan tonta como ésta... es humillante, ¿entiendes?» Tangorn se quedó inmóvil, no
se atrevía a dar crédito a sus ojos. «El dragón se había tragado el cebo...» Se lo
había comido, a pesar de todo, ¡animalito...! ¡Lo había engullido, lo había
devorado, se lo había merendado, se lo había zampado! Entonces el elfo, como
si hubiera percibido ese alegre revoloteo en la cabeza y en el corazón de
Tangorn, levantó los ojos y miró fijamente al barón, y éste sintió con espanto
cómo una fuerza invencible le atraía hacia las grietas sin fondo de las pupilas de
Elandar, quien con sus dedos helados y viscosos le robaba los secretos del
alma... «No debes mirar, no debes mirar a los ojos del dragón: ¡cualquier
chiquillo sabe eso!» Y consiguió escapar, luchando a la desesperada, como el
zorro que cae en un cepo y debe dejar, atrapados en las quijadas de acero,
mechones de pelo, jirones de carne ensangrentada con fragmentos de huesos y
trozos de tendones desgarrados. «¡Yo no sé nada; soy un intermediario,
únicamente un intermediario, y nada más!» El dolor era terrible, totalmente
físico, pero después todo cesó repentinamente; había conseguido liberarse... ¿O
le había soltado el propio elfo? Y entonces llegó hasta él la voz de Elandar, en
una brusca transición que recordaba a un sueño:
—El hecho de que nos odies no tiene mayor importancia: la política hace en
ocasiones extraños compañeros de cama. Pero tú ocultas algo con respecto a
este paquete, algo importante y peligroso; eso es lo peor de todo. ¿Y si hubiera
ahí dentro algún secreto de estado de estas tierras, como la fórmula del fuego
opariano o los mapas del Almirantazgo? Y al salir de aquí, los agentes del DDE
me cogen con las manos en la masa, y yo acabo condenado a treinta años de
galeras, si es que no me ahorcan en Ar-Horan: al fin y al cabo, estamos en
tiempos de guerra, y nadie se anda con bromas. Sería una forma perfecta de
quitarme de en medio: acusarme de espionaje, ¿no es así?
—Eso no es cierto —protestó débilmente Tangorn, sin fuerzas para abrir los
ojos; no se oía su voz, no sabía si le apetecía vomitar o, directamente, morirse...
¿Cómo se sentirá una mujer después de que la violen?
—No es cierto... —repitió Elandar en tono irónico—. Puede ser. ¡Pero me da
la sensación de que su regalo huele a podrido!
«Pero el dragón no pensaba tragarse el cebo; se limitó a mordisquearlo
levemente y después, por si acaso, lo arrastró entre gruñidos al interior de su
madriguera. Ahí estaba condenado a perecer, entre fragmentos de cotas de
mallas de los caballeros que habían osado retar al monstruo, coronas de
príncipes, custodias doradas de las ciudades que había destruido y esqueletos
de doncellas martirizadas...» «Todo ha terminado», comprendió Tangorn: había
sido derrotado en aquel combate, el más importante de su vida. El Uno había
sido testigo: él había hecho todo lo humanamente posible, pero en el último
momento la Fortuna le había vuelto la espalda... a él y a Haladdin. ¿Significaba
eso que estaba equivocado desde el principio, y su misión no era del agrado de
las Fuerzas Superiores?
Mientras tanto, Algali regresó al reservado: ya era hora de ir acabando.
Elandar, convertido de nuevo en un refinado caballero de nobles facciones,
divirtió a sus compañeros de mesa con chistes nuevos, lamentó que otros
asuntos le obligaran a abandonar tan encantadora compañía («Oh, no, barón, no
es necesario que me acompañen, de ninguna manera; abúrrase un poco, en
compañía de mi queridísimo Algali, durante otros diez minutos») y, como
despedida, llenó las copas con el contenido de una petaca plateada («¡Por
nuestro éxito, barón! Esto es auténtico vino élfico, nada que ver con esa birria
que venden en el Elfinita, créanme»). Por fin, tras beberse de un trago aquel
líquido espeso de color rubí intenso, se volvió a poner el antifaz y se dirigió
hacia la salida.
Durante un par de minutos, Tangorn y Algali permanecieron sentados en
silencio, frente por frente, y sus copas, intactas, estaban en mitad de la mesa
como postes fronterizos. «Nuestro querido Elandar se asegura de que yo no
juegue con ventaja, saliendo a la calle detrás de él», pensó el barón, desganado.
«Me gustaría saber si el señor subsecretario es consciente de que, si yo quisiera,
podría largarme ahora mismo de aquí a través del ventanuco de los servicios.
En principio, puede que lo sepa, aunque lo dudo... Lo más importante es que a
mí eso ya no me sirve de nada...
«Menuda putada te he hecho, muchacho», pensó de pronto, al encontrarse
con la mirada del «portador de una información inadecuada para su nivel», una
mirada franca como la de un niño. «A lo mejor, las Fuerzas Superiores me han
dado la espalda por eso... Me han dado la espalda, y ahora resulta que me he
estado bañando para nada en toda esta mierda que no hay manera de limpiar:
bañándome contigo y con el tipo aquél de Farol, 4. He jugado contigo, como
ellos conmigo: qué cierto es eso de que los dioses siempre ríen los últimos...»
—Sabes, yo voy a seguir un rato aquí sentado; pero tú, si aprecias tu vida,
deberías largarte de este sitio a la velocidad del rayo: tus camaradas elfos te han
condenado a muerte. Te recomiendo que uses la ventana del retrete: un hombre
de tu complexión puede salir por ahí sin problemas.
—Aun suponiendo que le creyera —respondió el joven con desdén—, no
aceptaría de ningún modo librarme de la muerte gracias a usted.
—¿Sí? ¿Y por qué?
—Porque es usted un enemigo. Usted combate en el bando de las Fuerzas de
la Oscuridad, de modo que, por definición, cada una de sus palabras es una
mentira, y cada una de sus acciones, un mal.
—Estás equivocado, muchacho. —Tangorn suspiró cansado—. Yo no estoy ni
con el bando de los oscuros ni con el de los iluminados; yo, en todo caso, estoy
con el bando de los multicolores.
—Ese bando no existe, barón —le replicó Algali, cuyos ojos echaban
chispas—. Se acerca la Batalla de las Batallas, y cada persona, ¡óigame bien,
cada persona!, tendrá que elegir entre la Luz y las Tinieblas. Y quien no esté con
nosotros estará contra nosotros...
—Deliras. Ese bando existe, ¡vaya que si existe! —Tangorn ya no sonreía—. Si
peleo por algo, es porque esa Batalla de las Batallas, que tanto anheláis, nunca
llegue. Lucho por el derecho de los multicolores a seguir siendo multicolores,
sin verse arrastrados a esa «movilización general» vuestra. Y en cuanto a lo de
la Luz y las Tinieblas... Las Fuerzas de la Luz, si no he entendido mal, ¿las
encarna tu amo?
—¡No es el amo, sino el Maestro!
—Lo que tú digas. Y ahora mira aquí. —Dicho esto, sacó de su bolsillo una
piedrecilla blanca, parecida al cuarzo, sujeta a una cadena de plata—. Esto es un
detector de venenos élfico. ¿Habías visto alguno?
Al introducirla en las copas con el vino élfico, la piedrecilla emitió, en los dos
casos, un siniestro reflejo violáceo.
—A juzgar por el color, este veneno debería hacer efecto en una media hora...
Muy bien, yo soy un enemigo, no hay nada que decir; pero servirle veneno al
propio discípulo, ¿qué, también es una tradición de las Fuerzas de la Luz?
Entonces ocurrió algo que Tangorn no se esperaba de ninguna manera. Algali
tomó la copa más próxima a él, se la llevó rápidamente a los labios y, antes de
que el barón pudiera sujetarle la mano, la vació de un trago.
—¡Miente! —El joven palideció; su rostro, inspirado, estaba lleno de una
emoción que no era terrenal—. Y aunque no mintiera, daría igual: sería algo
necesario para la misión. Para nuestra misión...
—Bueno, muchas gracias, amigo... —El barón sacudió la cabeza,
reanimándose tras unos instantes de estupor—. No te puedes imaginar cómo
me has ayudado...
Sin despedirse, se dirigió hacia la salida, y en la misma puerta se volvió por
última vez para echar un vistazo al fanático, abocado a la muerte: «Da miedo
pensar lo que será de Midgard si estos críos se hacen con el poder. Es posible
que no haya jugado muy bien la partida, pero, por lo menos, he elegido el
bando correcto».
Jacuzzi no tuvo que hacer un gran esfuerzo para abstenerse de acudir a la
puerta de La Caballa Verde y confiar en los especialistas del grupo de
vigilancia. Ni el hecho mismo del contacto de Tangorn con el movimiento
clandestino élfico, ni la personalidad de su compañero de mesa, despertaban un
excesivo interés en aquel momento en el vicedirector del DDE. Sabía que el
destino de la República, y el suyo personal, dependían enteramente de una sola
circunstancia, de la dirección que tomara el barón al salir de la Caballa: para la
derecha o para la izquierda, hacia el puerto o hacia la Ciudad Nueva. Era
consciente de ello, pero él no podía cambiar las cosas, tan sólo podía rezar a
todos los dioses que conocía: al Único, a la Faz Solar, al Innombrable, incluso a
ese Uno Padre de Todos de los bárbaros del norte o a la Gran Serpiente
Udugoo. ¿Qué más le quedaba por hacer? Cuando por fin oyó: «El objetivo ha
salido del restaurante, se dirige hacia la Ciudad Nueva», su primer
pensamiento cabal fue: "¿Cuál de todos ellos habrá acogido mis súplicas? A lo
mejor, es verdad que sólo hay un dios, pero las diversas naciones y gentes les
asignan distintos pseudónimos operativos y nombres en clave...».
—Las calles ya están desiertas —informaba entre tanto con preocupación el
jefe de la brigada de vigilancia—, y el objetivo es extremadamente precavido.
Mantenerle bajo control va a ser muy difícil...
—...y, sobre todo, absolutamente innecesario —concluyó la frase Jacuzzi,
bromeando: el vicedirector tenía la sensación inequívoca de que la Fortuna
estaba de su parte; el presentimiento de la victoria, más grato, incluso, que la
propia victoria, henchía todo su ser—. Retiren la vigilancia, por completo.
Grupo de captura: actúen conforme a la segunda opción.
CAPÍTULO 53

Opar, calle del Jaspe, 7


Noche del 26 al 27 de junio de 3019

De noche, la calle del Jaspe estaba desierta, pero el barón no alteraba su


costumbre de comprobarlo todo. No obstante —se reía para sus adentros—, si
de verdad alguien le estaba siguiendo, la tarea del espía no resultaba
envidiable: no estaban en el puerto, con su alboroto incesante, sino en un
respetable barrio aristocrático, en cuyas calles, al caer la noche, hay más o
menos la misma cantidad de gente que en la luna que las ilumina... Aunque,
pensándolo bien, quién podía necesitarle ahora, una vez que habían arrestado
al zoquete de Marandil... Más importante era saber si él seguía necesitándose a
sí mismo... ¿Y Elvis? Lo que de verdad necesitaba en aquel instante era
justamente ese refugio silencioso donde reflexionar sin prisas sobre lo ocurrido:
¿allí, en La Caballa Verde, no había podido vencer o no había querido hacerlo?
En el último momento, se había asustado de su propia victoria, pues nunca
había dejado de tener presente su acuerdo tácito con las Fuerzas Superiores: al
concluir la misión, concluiría también su vida terrena... Y no es que se hubiera
acobardado, no; sencillamente, en el instante decisivo del duelo con Elandar no
había sido capaz de apretar los dientes a fondo, con toda su alma; no habían
sido las fuerzas, ni la habilidad, ni siquiera la suerte, las que le habían fallado,
sino la determinación y el coraje...
Pensando en todo eso, había llegado hasta la joyería del venerable Chakti-
Vari (la serpiente sobre la puerta anunciaba a los potenciales cacos que, al modo
de Vendotenia, la protección del local corría allí a cargo de cobras reales; igual
era una patraña, pero vete tú a comprobarlo), después cruzó la calzada y, tras
una nueva verificación, abrió con su llave la cancela de la tapia de conchas, de
ocho pies de altura. La casa de Elvis, de dos pisos, estaba en medio del jardín, al
final de un sendero de arena. Las pinceladas de plata que la luna aplicaba
generosamente sobre las frondas enceradas de los laureles acentuaban la espesa
oscuridad reinante bajo los arbustos, mientras las cigarras hacían sonar sus
címbalos de forma ensordecedora... Y si tenemos en cuenta, además, que
quienes esperaban al barón en aquel jardín lunar serían muy capaces de
ocultarse fácilmente a plena luz del día en medio de un prado recién segado, y
de atravesar, sin hacer el menor ruido, un parqué cuarteado y cubierto de hojas
secas, no sorprenderá que el golpe en la nuca (con una porra de tela rellena de
arena: un sistema barato y contundente) le cogiera desprevenido.
Sumido en la oscuridad, el barón no pudo ver cómo algunas figuras, vestidas
con hopalandas negras, se inclinaban sobre él, ni tampoco cómo a su alrededor
aparecían, como nacidas de las sombras, otras figuras, también con hopalandas,
aunque de un corte algo distinto. Tampoco vio lo que ocurrió a continuación,
pero, incluso, aunque lo hubiera visto, difícilmente habría entendido nada: un
combate de ninjokwe no es algo que los ojos de un aficionado puedan seguir
con facilidad. Más que nada, recuerda a una danza aérea de hojas secas,
turbadas por un súbito remolino; la lucha se desarrolla en medio de un silencio
absoluto, totalmente antinatural, interrumpido únicamente por el sonido de los
golpes que alcanzan su objetivo.
Cuando, al cabo de siete u ocho minutos, el fuerte olor de las sales
amoniacales, con su efecto revulsivo, le hizo volver en sí, todo había acabado
ya. Apenas había conseguido abrir ligeramente los ojos, cuando uno de aquellos
individuos vestidos con hopalandas retiró el frasquito de su rostro y se alejó sin
decir palabra; el barón se notaba la espalda rígida y se encontraba incómodo, y
a los pocos segundos se dio cuenta de que le trasladaban hasta la puerta misma
del chalet y le depositaban allí, apoyado en los escalones del porche. A su
alrededor, los de las hopalandas seguían yendo y viniendo atareados, sin hacer
el menor ruido; al pasar por la amplia mancha de luz lunar, se pudo ver que
algunos arrastraban un bulto con una forma muy característica, del cual
sobresalían unas botas ligeras. Dos de aquellos tipos conversaban en voz baja
por detrás de Tangorn; uno de ellos hablaba con el acento pausado propio de
los naturales de la península; el barón, sin volver la cabeza, aguzó el oído.
—... Sólo hay cadáveres. A uno de ellos le habían arrojado una red, pero tuvo
tiempo de envenenarse.
—Ya veo... Un fastidio, por decirlo suavemente. ¿Y de los nuestros?
—Los chicos lo han pasado muy mal. Tenemos dos muertos y otros dos
tullidos; no recuerdo nada igual...
—¿Quiénes...?
—Django y Ritva.
—Maldita sea... Presente su informe. Y dentro de cinco minutos no tiene que
quedar aquí ni rastro.
—A sus órdenes.
Según se aproximaban, los pasos despertaban un murmullo en la hierba, y
delante de Tangorn se plantó un hombre alto y delgado, vestido, a diferencia
del resto, con ropas corrientes de paisano, aunque su rostro también estaba
oculto por una capucha.
—¿Cómo se encuentra, barón?
—He estado peor otras veces; gracias. ¿A qué se ha debido...?
—Intentaron capturarle los integrantes de un comando especial de Altagorn,
con la intención, suponemos, de interrogarle y acabar después con usted.
Nosotros se lo hemos impedido, aunque, por razones comprensibles, no
esperamos su gratitud.
—¡Aja! Así que me han utilizado como cebo. —Al pronunciar la palabra
«cebo», al barón se le escapó una risa burlona, pero en seguida se contuvo, y el
dolor en la nuca le hizo cerrar los ojos—. ¿Son ustedes del DDE?
—Conozco esas siglas, pero ahora no se trata de una cuestión de siglas. Tengo
una mala noticia que darle: mañana será usted formalmente acusado de
asesinato.
—¿De los agentes pietrorianos?
—¡Ojalá...! De un ciudadano de la República de Opar: Algali, a quien usted ha
envenenado esta misma noche en La Caballa Verde.
—Está claro... ¿Y por qué no van a presentar la acusación hasta mañana?
—Porque a mi departamento, por una serie de motivos, no le conviene lo que
usted pueda revelar en el curso de la instrucción y en el juicio. Tiene usted de
plazo hasta el mediodía de mañana para desaparecer de Opar de una vez por
todas. Pero si usted se demora y acaba en prisión, en tal caso, nos deberá
disculpar, pero nos veremos obligados a asegurarnos su silencio por otros
medios... Mañana por la mañana, por la carretera de Chevelgar, parte una
caravana del honorable Cantaridis, y en ella habrá un par de baktrianes libres;
la guardia fronteriza en el istmo recibirá las órdenes de arresto con el debido
retraso. ¿Todo claro, barón?
—Todo, menos una cosa. Lo más sencillo habría sido liquidarme... aquí
mismo. ¿Qué le impide hacerlo?
—Solidaridad profesional —dijo con una sonrisa burlona el hombre de la
capucha—. Además, me gustan sus takato.
Para entonces, el jardín se había quedado vacío: los de las hopalandas, uno
tras otro, se habían ido desvaneciendo en silencio en la oscuridad nocturna, la
misma que los había engendrado. El hombre de la capucha se marchó detrás de
los suyos, pero antes de desaparecer para siempre en las sombras lunares, entre
los arbustos de laurel, se volvió de pronto y dijo:
—Ah, barón, un último consejo gratuito. Mientras esté todavía en Opar, vaya
con cuidado. Le he estado siguiendo todo el día, desde el Gran Dique, y tengo
la sensación de que ha agotado usted sus reservas de buena suerte, hasta la
última gota. Es una de esas sensaciones que te vienen de pronto y... No bromeo,
créame.
Pues sí, parecía que sus reservas de buena suerte estaban de verdad agotadas.
Aunque, según se mire: ese día había vencido limpiamente a todos los que se le
habían puesto por delante —a los elfos, a los hombres de Altagorn, al DDE—, y,
al mismo tiempo, se las había arreglado para seguir vivo... No, eso no era
verdad: él no había seguido vivo, sino que le habían dejado vivir, que no es lo
mismo... ¿Y si todo aquello hubieran sido imaginaciones suyas? El jardín estaba
vacío, no había nadie a quien preguntar; como no fuera a las cigarras... Se puso
de pie y comprendió inequívocamente que el golpe en la cabeza no lo había
soñado: en su cráneo chapoteaban ruidosamente el dolor y la náusea, a partes
iguales, llenándolo hasta la altura de los extremos de las orejas. Al llevarse la
mano a la camisa para buscar la llave, tocó el tibio metal de la cota de platagrís:
se la había puesto en el banco, para mayor seguridad de cara a su entrevista con
Elandar... Ni que decir tiene que le había ayudado mucho...
Nada más meter la llave en la cerradura, la puerta se abrió de par en par, y el
barón se encontró con el mayordomo adormilado: el enorme y flemático
surenio Unkwa, tras el cual asomaba la asustada Tina. Dejando atrás al servicio,
entró en la casa; a su encuentro venía ya Elvis, que bajaba corriendo las
escaleras, al tiempo que se cerraba la bata.
—¡Dios mío!, ¿qué te ha pasado? ¿Estás herido?
—No, tan sólo un poco bebido. —En ese momento, se tambaleó de veras, y
tuvo que apoyarse contra la pared—. Pasaba por aquí... y me dije: entraré un
momento a recordar viejos tiempos.
—Embustero... —Ella sollozó, mientras sus manos, emergiendo de sus
amplias mangas, le rodeaban el cuello—. ¡Ay, me tienes harta!
Estaban tumbados el uno al lado del otro, casi sin tocarse, y él le pasaba
despacio la mano por encima, desde los hombros hasta la curva de la cadera,
suavemente, muy suavemente, como si temiera borrar la plata lunar que bañaba
sus cuerpos.
—¡Eli! —por fin se decidió, y ella, como si presintiera de pronto lo que allí iba
a decirse, se incorporó lentamente, abrazándose las rodillas y dejando caer
sobre ellas la cabeza. Las palabras no salían de los labios; él le rozó la mano y
notó que ella la retiraba: casi nada, pero para superar ese «casi nada» él
necesitaba ahora toda la vida que le quedaba, y no era seguro que bastara. Lo
cierto es que, con ella, siempre había sido así: por principio, era incapaz de
montar escenas, pero, en cambio, sabía hacer tan bien lo de quedarse callada,
que al cabo de una semana él se sentía el mayor animal del mundo... que es lo
que realmente era. «Antes de que yo volviera, ella tenía en perspectiva
proyectos matrimoniales serios, y es que ya no es ninguna chiquilla: anda cerca
de la treintena... Hablando en plata, es usted un cerdo, señor barón, un cerdo
egoísta y sin sentimientos.»
—Vuestro servicio secreto, amablemente, me ha dado de plazo hasta mañana
al mediodía para que me marche de Opar para siempre; pasado ese plazo, me
matarán sin más contemplaciones. Me tienen controlado, y ya no me es posible
escapar. Así están las cosas, Eli... —En ese momento, se le ocurrió pensar que
probablemente fuera así, en ese mismo tono, como se le dice a una amante: «en
los próximos días no conviene que nos veamos; me parece que mi mujer se ha
olido algo»; y poco le faltó para taparse la cara del asco que se daba.
—Se diría que te estás justificando, Tan. ¿Por qué? Yo sé muy bien que ése es
nuestro destino... No te preocupes por mí... —ella levantó la cabeza y se echó a
reír sin ruido—; esta vez, he sido más previsora que la anterior.
—¿Qué quieres decir?
—Cosas mías, cosas de mujeres...
Elvis se levantó, arrojando la bata, y en ese movimiento había algo tan
definitivo que él no pudo evitar decir:
—¿Adónde vas?
—A prepararte el equipaje, ¿adónde si no? —respondió algo sorprendida—.
Mira, yo nunca voy a ser una dama de la alta sociedad, lo siento... Me falta
sutileza. Ahora tendría que ponerme histérica o, aunque sólo fuera para
guardar las apariencias, colgarme de tu brazo, ¿no es así?
Había perdido tantas cosas de una sola vez: la meta que había estado
persiguiendo durante todos aquellos meses, la fe en sí mismo, el país que había
llegado a ser para él —tal vez, contra su voluntad— una segunda patria... Y
ahora perdía a Elvis... Y en ese momento, consciente de que todo había acabado,
se arrojó hacia delante a la desesperada, como quien se tira desde un muelle, en
un intento imposible de alcanzar a nado el barco que se aleja del puerto.
—Escucha, Eli... De verdad que no me puedo quedar en Opar, pero tú... ¿Qué
me responderías si yo te propusiera que te vinieras conmigo a Lunien, y te
convirtieras allí en la baronesa Tangorn?
—Te respondería —en su voz se apreciaba tan sólo un cansancio mortal—
que, por desgracia, durante toda tu vida has sido excesivamente aficionado al
modo condicional. Y las mujeres, por naturaleza, prefieren el imperativo... Lo
siento.
—¿Y si cambio de modo verbal? —Hacía los mayores esfuerzos por sonreír—.
En imperativo suena así: ¡cásate conmigo! ¿Así está mejor?
—¿Así? —Se quedó parada, con los ojos cerrados y las manos apretadas sobre
el pecho, como si de verdad estuviera escuchando algo atentamente—. ¿Sabes?,
¡muchísimo mejor, realmente! A ver, repítelo...
Y él se lo repitió. Al principio, de rodillas, a los pies de ella; después,
cogiéndola en brazos y girando por toda la habitación, en un baile lento.
Entonces sí que se puso ella algo histérica, con carcajadas y sollozos... Cuando,
finalmente, volvieron los dos a la cama, lo primero que hizo ella fue ponerle un
dedo en los labios y, después, tomando una mano de él entre las suyas, la
acercó cuidadosamente hasta su vientre y susurró muy bajito: «¡Chis! ¡Cuidado,
no le vayas a asustar!».
—O sea, que tú... que nosotros... —fue todo lo que acertó a decir.
—¡Pues sí! Antes te dije que esta vez había sido más previsora que entonces,
hace cuatro años. Pasara lo que pasara después, siempre le habría tenido a él...
¿Entiendes? —riéndose en silencio, se pegó a Tangorn y le frotó cariñosamente
el pecho con su mejilla—; por alguna razón sé perfectamente que va a ser un
chico, tu vivo retrato.
Él estuvo un rato tumbado en silencio, tratando inútilmente de poner en
orden sus ideas: demasiadas cosas en muy poco tiempo. «La pasada vida de
aventurero de Tangorn ha llegado a su fin, de eso no hay ninguna duda; pero, a
lo mejor, ese tranquilo idilio familiar con Elvis es precisamente el final al que se
referían las Fuerzas Superiores... ¿Y no será, por contra, que me pagan una
compensación para que deje en la estacada a Haladdin? Porque, claro, ya queda
dicho que yo estoy incapacitado para hacer nada por él, mi misión en Opar ha
fracasado sin remedio... ¿Es posible? ¿Y si ahora te propusieran volver a jugar la
partida y dar la vida a cambio de la victoria sobre Elandar? No sé... Hace tan
sólo media hora la habría dado sin pensarlo, pero ahora no sé... Seguramente,
he encontrado un pretexto plausible para escabullirme, si hay que ser sinceros.
Sí, me tienen bien cogido... No hay nada que hacer», pensó, sabiéndose
condenado; «yo ya no tengo fuerzas para resolver este enigma, poniéndome en
el lugar de las Fuerzas Superiores. Y que pase lo que tenga que pasar...»
—Escucha —había renunciado definitivamente a sus intentos de agrupar sus
ideas dispersas: de todos modos, sobre su superficie caían sin cesar toda clase
de naderías—, ¿no te aburrirás allí, en Colinas del Agua? Hay que reconocer
que es un sitio de mala muerte...
—¿Sabes?, aquí, en esta capital mundial, en mis veintiocho años, me he
divertido de lo lindo; tengo suficiente para otras tres vidas más como ésta. No le
des tantas vueltas... Y, en todo caso, señor barón —diciendo esto, se encorvó de
un modo muy seductor, cruzando los brazos por detrás de la cabeza—, ¿no le
parece que ha llegado el momento de cumplir con sus deberes conyugales?
—¡Por supuestísimo, señora baronesa!
CAPÍTULO 54

Al alba, el vivino cantaba en el jardín. El pájaro se había instalado en una


rama del castaño situado justo enfrente de la ventana abierta de su alcoba, y sus
tristes y melódicos trinos le parecieron al principio a Tangorn hilos arrancados a
la tela de su propio sueño. Con mucho cuidado, para no inquietar a Elvis, que
seguía dormida, se levantó de la cama y se asomó por la ventana. El diminuto
cantante levantó la cabeza, con lo que las plumas amarillas del cuello se
erizaron, formando una mullida pechera, y repartió con generosidad las escalas
que rubricaban magistralmente su concierto; después, con una turbación
afectada, se volvió de medio lado y miró expectante al barón: «¿Qué? ¿Te ha
gustado?». «¡Gracias, pequeño! Yo ya sé que los vivinos sois pájaros del bosque,
que no soportáis la ciudad... ¿Has venido volando hasta aquí sólo para
despedirte de mí?» «¡Que te lo has creído!», le guiñó un ojo en plan de burla, y
voló a ocultarse en medio del jardín; sí, el vivino era un opariano genuino, y el
sentimentalismo nórdico no iba para nada con él.
Unos pies desnudos, rápidos y casi inaudibles, se arrastraron por el suelo, y
Elvis, aún con la tibieza del sueño, se apretó contra su espalda, recorriendo con
sus labios los omóplatos y la columna.
—¿Qué estabas mirando?
—Había un vivino cantando. Un auténtico vivino, en plena ciudad, ¿te das
cuenta?
—Ah... Ése es mi vivino. Lleva aquí casi un mes.
—Ya... ya entiendo —dijo despacio Tangorn, sintiendo («¡tiene gracia la
cosa!») una especie de ataque de celos—. Y yo que creía que había venido hasta
aquí por mí...
—Escucha... a lo mejor, tienes tú razón, y no es mío, sino tuyo... El caso es que
apareció por este jardín cuando viniste tú... Sí, justo, ¡a primeros de mes!
—De cualquier forma es la mejor despedida de Opar que uno puede desear...
¡Mira, Eli, allí también hay otro que ha venido a despedirse! —Se echó a reír,
señalando al siniestro policía adormilado, apostado en la acera de enfrente de la
calle del Jaspe, junto a la joyería de Chakti-Vari—. El servicio secreto, con una
tosecilla delicada, me recuerda que, hasta el momento de la partida, «vaya con
cuidado»... Bueno, a propósito de la partida, ¿no te habrás arrepentido? Igual
prefieres reunirte más adelante conmigo, tras dejar aquí todo arreglado...
—¡Qué dices! —respondió tajantemente—. ¡Yo me voy contigo! En esa
caravana hay dos baktrianes libres, ¿acaso no es una señal del destino? Y en
cuanto a mis negocios aquí... De todos modos, mi abogado tendrá que ocuparse
de ellos, no es cosa que se resuelva en una semana. Seguramente, lo mejor será
convertirlo todo en oro; me imagino que allí, en el norte, el papel moneda no
estará en circulación...
—Eso allí ni lo han oído mencionar —asintió él, mirando sonriente a Elvis,
mientras ésta se vestía—. Menuda pareja vamos a hacer, querida; todo un
clásico: un aristócrata arruinado, cuyas únicas posesiones son una espada y un
título apolillado, se casa por dinero con vana viudita próspera de clase media...
—... la cual empezó su carrera, hace ya tiempo, comerciando a diestro y
siniestro con su propio cuerpo —continuó Elvis, en el mismo tono—. Se mire
por donde se mire, todo un bodorrio... No es ya un escándalo, sino un filón de
oro para las comadres de toda clase y condición.
—Así es... —Daba la impresión de que se le había ocurrido algo de repente,
porque hacía gestos de asentimiento para sus adentros—. Escucha, de pronto he
pensado... Hasta el mediodía queda muchísimo tiempo. ¿Y si nos casamos
ahora mismo? Por el rito de cualquiera de las religiones que hay en Opar: tú
eliges.
—Sí, claro, cariño... Y en cuanto al rito, también a mí me da lo mismo.
Podemos casamos por el aritano, en vista de que hay un templo a dos pasos de
aquí.
—¿Qué pasa, Eli? ¿No estás contenta?
—¡No, no, qué dices...! Es que de pronto he tenido un presentimiento, muy
desagradable... Justo cuando has mencionado lo de la boda.
—Tonterías —respondió con firmeza—. Vamos a vestirnos, y adelante; con
los aritanos, qué más da. Por cierto, tu piedra, si no me equivoco, es el zafiro...
—Sí, ¿por qué?
—Mientras tú te atavías, me da tiempo a cruzar la calle, a la tienda del
venerable Chakti-Vari, a por un regalito de bodas. Es verdad que éstas no son
horas, pero por este dinero —levantó en la mano la bolsa con los restos del oro
de Sharia-Rana— seguro que el vejete salta de la cama como un faisán
asustado...
De repente, se calló, al ver el semblante de Elvis: estaba completamente
pálida, y sus ojos, del color del aciano, se habían vuelto negros: todo pupila.
—¡No! ¡Tangorn, cariño, no vayas, te lo ruego!
—Pero, ¿qué te sucede, pequeña? ¿Es otro de tus presentimientos? —Por toda
respuesta, ella sacudió rápidamente la cabeza, sin fuerzas para pronunciar una
palabra—. Ten en cuenta que nadie me amenaza, estoy fuera de la partida y ya
no le intereso a nadie...
—Muy bien —dijo ella, recuperando el dominio de sí misma—, vamos. Pero
los dos juntos, ¿de acuerdo? En cinco minutos estoy lista. ¿Me prometes que no
vas a salir de casa sin mí?
—¡Sí, mami!
—¡Qué niño tan obediente!
Elvis le besó sonoramente en la mejilla y salió por el pasillo; se la oyó dar
algunas órdenes a Tina, que no paraba de refunfuñar. «Bravo, señor barón»,
pensaba él descontento; «a esto hemos llegado... La mujer amada te tiene que
llevar cogidito de la mano, para garantizar tu seguridad: se ve que tú solo no
vales para eso... Sin duda, has salido muy mal parado del juego (lo cual, desde
luego, no contribuye a tu autoestima), pero, como ahora te quedes esperando
obediente a Elvis, pierdes el derecho a llamarte hombre... Y, además, si sus
presentimientos no la engañan, peor para ellos. Porque, aunque como espía
nadie daría por mí un ochavo en el bazar, aún sigo siendo la tercera espada de
Pietror... Aquí tengo mi Adormidera y mi cota de platagrís, así que, ¡atreveos,
valientes! Y que vuestras cabezas me sirvan de premio de consolación... mi
estado de ánimo es el más adecuado... ¡Bah!», a punto estuvo de estallar en
carcajadas, «por lo visto, empiezo a tomarme en serio los presentimientos de las
mujeres.» Recorrió con la mirada el jardín vacío (desde la ventana del segundo
piso se veía todo perfectamente); la calle del Jaspe, donde no había un alma,
salvo el agente del DDE con su uniforme de policía; la tienda de Chakti-Vari y
sus cobras guardianas... Allí no pasaba nada... «Demonios», le dio tiempo a
pensar, mientras pasaba las piernas por encima del antepecho de la ventana;
«cuidado con el parterre: como chafe los alhelíes, Elvis me corta la cabeza...»
Elvis estaba casi ya lista cuando captó con el rabillo del ojo un movimiento en
el jardín. Con el corazón encogido, retrocedió hacia la ventana y vio a Tangorn
en el sendero del jardín; éste le mandó un beso, tras lo cual se dirigió hacia la
cancela. Tras susurrarle a su esposo un par de expresiones más acordes con su
juventud portuaria que con su presente estatus, Elvis se convenció, con cierto
alivio, de que el barón iba armado y, a juzgar por su paso, no tenía intención de
ponerse a tontear con ninguna beldad en aquella mañana de verano. Muy
atento, salió por la cancela, cruzó la calle, cambiando un par de frases con el
policía, y alargó la mano hacia la aldaba de bronce de la puerta de la joyería...
—¡Taaan! —un grito desesperado desgarró el silencio.
Tarde.
El policía se llevó la mano a la boca y, un instante después, el barón,
agarrándose la garganta entre convulsiones, se desplomó sobre el pavimento.
Cuando ella bajó corriendo a la calle, no había ni rastro del «policía», y
Tangorn vivía sus últimos segundos. Un dardo envenenado, lanzado con una
umpitana —un pequeño tubo de los pigmeos de la Lejana Surania—, se le había
clavado en el cuello, un dedo por encima del borde de la cota de platagrís: a la
«tercera espada de Pietror» no le había dado tiempo siquiera ni a desenvainar
su Adormidera... El barón se aferró —con tal fuerza que le produjo moratones—
a los brazos de Elvis, que trataba de incorporarle, y en un estertor alcanzó a
decir:
—A Aramir... dile... misión... —se esforzaba por añadir algo más (de hecho, la
frase que había pensado era: «A Aramir dile que la misión ha fracasado»), pero
no tenía aire en los pulmones. Los alcaloides del antiaris, que constituyen la
base del veneno de los pigmeos, causan la parálisis de los músculos de la
respiración... De ese modo, el barón no sólo no logró completar su misión, sino
que ni siquiera pudo informar a sus camaradas de su fracaso. Con ese
pensamiento, murió.
Desde un desván cercano, a través de un respiradero cubierto de telarañas,
observaba la escena un hombre apodado el Barquero: un limpiador de la
organización de Elandar. Perplejo, bajó su ballesta, tratando inútilmente de
entender quién se le podía haber adelantado con tanta habilidad. ¿El DDE? Para
los de Litoral, 12 era un trabajo demasiado limpio... ¿Y si no era más que la
siguiente treta del barón? Tal vez, para asegurarse, debería dispararle una
flecha, a pesar de todo...
Para entonces, el Mangosta ya se había deshecho de su uniforme de policía y,
tras recobrar su identidad legal como embajador acreditado ante del MAE de
Su Majestad el sultán Sagul V el Piadoso, poderoso soberano de las islas
Florissant, inexistentes en la naturaleza, sin más que hacer se dirigió al puerto.
Allí le esperaba el falucho Holoturia, fletado de antemano. El duelo entre los dos
tenientes había acabado como tenía que acabar: un profesional se distingue de
un amateur, entre otras cosas, porque no se limita a jugar hasta que mete un
tanto de bella factura, o hasta que le sobreviene una «crisis psicológica», sino
hasta el sexagésimo segundo del último minuto del partido. Hay que señalar,
por cierto, que el citado sexagésimo segundo sorprendió al Mangosta
precisamente en el puerto, donde tuvo ocasión de demostrar, una vez más, su
elevada profesionalidad. Difícilmente habría acertado él mismo a formular qué
era exactamente lo que no le gustaba del comportamiento de la tripulación del
Holoturia, pero lo cierto es que nada más volverse —como si fuera a plantearle
alguna pregunta— hacia el capitán, que venía detrás de él por la pasarela, le
destrozó la laringe con el canto de la mano y saltó a las aguas, sucias de aceite y
herrumbre, plagadas de manchas irisadas, que separaban el muelle de la borda
del barco. Eso le proporcionó algunos segundos de ventaja, lo suficiente para
sacarse de la manga y meterse en la boca una pequeña píldora verdosa, así que
lo que cayó en manos de los agentes de Jacuzzi fue tan sólo un nuevo (el cuarto
de ese día) cadáver sin identificar: el comando especial encargado de la
operación Feanaro había acabado empatado —a cero— con el servicio secreto
de Opar.
Tangorn murió en los brazos de Elvis, paralizada por el dolor, sin llegar a
saber lo más importante: su muerte, a manos de agentes de la guardia secreta,
se convirtió precisamente en la prueba definitiva que resolvió las dudas de
Elandar, y ese mismo día el paquete de Tangorn fue enviado hacia el norte,
hacia Onirien, por caminos desconocidos para la gente. Tampoco llegó a saber
que Elvis había interpretado el confuso balbuceo que pronunció antes de morir
como si fuera una frase completa: «A Aramir dile: ¡misión cumplida!», y que
ella se encargaría de cumplir ese encargo debidamente... Y Alguien que teje sin
cesar el suntuoso tapiz de las casualidades, apenas visibles, y de las debilidades
humanas, totalmente evidentes, que nosotros llamamos Historia, borró al
instante de su memoria este episodio; así es un gambito: se sacrifica una pieza,
se desarrolla el juego, y asunto concluido...
CU A R T A PA R T E
Rescate entre las sombras

Una vez y otra vez lo repite, hasta que la noche toca a su fin: «¡No cerréis el trato con un
oso que camina igual que nosotros!»

RUDYARD KIPLING
CAPÍTULO 55

El Bosque Tenebroso, cerca de la fortaleza de Colina Hechicera


5 de junio de 3019

—Las huellas son recientes. Muy recientes... —se dijo Rankorn en voz baja; se
puso de rodillas y, sin volverse, le hizo una señal con la mano a Haladdin, que
venía a unas quince yardas por detrás de él: «Acercaos, por el sendero».
Tserleg, que cerraba la marcha, adelantó al doctor, que había reculado
obediente por el lateral, y ahora los dos sargentos examinaban con mucha
solemnidad el pequeño hoyo de arcilla, intercambiando comentarios en voz
baja sobre asuntos de interés general. La opinión de Haladdin, como es lógico, a
los rastreadores les traía sin cuidado; realmente, no ya el parecer de Haladdin,
es que ni siquiera el voto del orocueno contaba mucho en aquel conciliábulo: los
exploradores tenían su propio escalafón. Los enemigos de ayer —el explorador
luniense y el jefe del pelotón de reconocimiento en el regimiento de
exploradores de Paso de la Araña— se trataban con un respeto exquisito (como
podrían tratarse, por ejemplo, un maestro orfebre y un maestro armero), pero
una cosa era el desierto y otra bien distinta el bosque: ambos profesionales
conocían a la perfección las demarcaciones de sus respectivas diócesis. Y el
explorador se había pasado en los bosques toda su vida, desde que tenía uso de
razón.
En aquellos tiempos tenía la espalda erguida, caminaba sacando pecho —el
hombro derecho no sobresalía todavía por encima del izquierdo— y su rostro
no estaba desfigurado por una cicatriz muy desigual, de color vivo; era guapo,
valiente y afortunado, y la camisola verde botella del uniforme de
guardabosques real le sentaba divinamente; en resumidas cuentas, traía
loquitas a las jóvenes... Los mozos de las aldeas cercanas no le estimaban
demasiado, cosa que a él le parecía de lo más natural: estaba claro que a los
aldeanos sólo les caían bien los guardabosques que «se hacían cargo», mientras
que Rankorn cumplía con sus obligaciones con el rigor propio de la juventud.
Siendo un hombre del rey, podía despreciar a los terratenientes del lugar, y
muy pronto puso en su sitio a sus criados; éstos, en tiempos de sus
predecesores, se habían acostumbrado a husmear en el bosque real como si
fuera su propia despensa. Todos consideraban digna de recordar su historia con
la banda de Eggi el Cernícalo, que había entrado en su territorio: él solo se
deshizo de esos tipos, sin esperar a que los hombres del sheriff se dignaran a
despegar sus traseros de los bancos de la posada La Jarra de Tres Pintas. En
resumen, en la comarca trataban al joven guardabosques con respeto, aunque
también con recelo, sin especial simpatía; pero, ¿para qué necesitaba él su
simpatía? Desde pequeño estaba acostumbrado a vivir solo, y se relacionaba
menos con sus coetáneos que con el bosque; el bosque lo era todo para él: su
compañero de juegos, su confidente, su maestro, y, con el tiempo, llegó a ser su
verdadera casa. Se decía incluso que por sus venas podría correr sangre de la
raza silvana, originaria de los siniestros bosques vírgenes, pero, claro, quién
sabe lo que se puede llegar a decir en las aldeas perdidas, durante las noches
lluviosas del otoño, cuando tan sólo las brasas de picón impiden que salgan de
los rincones sombríos las viejas criaturas maléficas que allí moran.
Para colmo, Rankorn —con gran disgusto de todas las mozas casaderas de los
alrededores— dejó por completo de tomar parte en las fiestas y reuniones de las
aldeas, y en cambio empezó a frecuentar la caseta, medio derruida, del guarda,
situada en los confines: allí vivía, desde hacía algún tiempo, una vieja
herbolaria, venida de algún lugar remoto del norte, poco menos que de Tierra
de Hierro, con su joven nieta llamada Lianika. Qué pudo ver en esa pecosa
cubierta de harapos un joven tan apuesto, sólo el Señor del Viento lo sabe;
muchos creían que había sido cosa de brujería: la vieja conocía todo tipo de
ensalmos y sabía curar con hierbas y mediante la imposición de manos, y de eso
vivía. De Lianika se decía que hablaba con toda clase de animales y pájaros en
su propio idioma y que era capaz, por ejemplo, de obligar a un armiño a
ponerse de pie en la palma de su mano, en compañía de un ratón de campo que
le lavaba tranquilamente el hocico. Es posible, no obstante, que ese rumor
hubiera surgido simplemente porque, a diferencia de lo que ocurría con los
animales del bosque, ella no quería saber nada de la gente y evitaba su
compañía por todos los medios; al principio, llegaron a pensar que podría ser
muda. «Nada, nada», levantaban la cabeza ofendidas las bellas del lugar,
cuando alguien mencionaba en su presencia la extraña elección del
guardabosques real; «ya veis, la cabra siempre tira al monte...»
Lo cierto es que, aunque ellos dos, seguramente, estaban hechos el uno para
el otro, su historia no tuvo un final feliz... Resulta que una tarde la muchacha se
encontró en un sendero del bosque con la alegre compañía del joven señor, que
había salido de caza y, de paso, según su costumbre, a «mejorar un poco la raza
de sus siervos»... Hacía ya tiempo que tales diversiones suscitaban la
desaprobación, incluso, de otros terratenientes vecinos: «La verdad, señor, esa
inclinación vuestra a andar detrás de todo lo que se mueve y respira»... Para él,
se trataba de algo muy corriente, no valía la pena tomárselo en serio. Pero,
¿quién podía pensar que esa idiota iría después a tirarse de cabeza al agua?
¿Acaso pretendía perjudicarle? «Con razón dice la gente, amigos míos, que los
del norte son un poco raros...»
A Lianika la enterró sólo Rankorn: la vieja no pudo superar la muerte de su
nieta y a los tres días expiró, sin llegar a recuperar el conocimiento. Los vecinos
acudieron al cementerio principalmente por curiosidad: ¿colocaría el
guardabosques sobre el montón de tierra recién removida de la tumba una
flecha con una pluma negra, mientras juraba vengarse? No, no se arriesgó...
Con razón dicen que un látigo no sirve para romper un mazo. De poco le valía
ser un hombre del rey: el rey estaba lejos y, en cambio, la mesnada del
terrateniente (dieciocho matones, dignos de la soga), ahí mismo. Por otra parte,
claro, se veía que al muchacho le temblaban las piernas, y bastante más de lo
que parecía en un principio... Este último punto de vista lo sostenían ante todo
aquellos lugareños que acababan de perder una apuesta absurda (dos a uno, e
incluso tres a uno), convencidos de que Rankorn proclamaría, pese a todo, su
propósito de vengarse, y ahora, de mala gana, depositaban el dinero perdido
sobre la mesa, pringosa de cerveza, de La Jarra de Tres Pintas.
El joven señor, sin embargo, no lo veía así: salvo en lo tocante a su afición a
los cuerpecitos sonrosados, se mostraba en todo asombrosamente sensato. El
guardabosques no le había dado la impresión de ser un hombre de los que se
resignan a que esas historias terminen sin consecuencias o de los que se ponen
(lo cual, en el fondo, viene a ser lo mismo) a llamar a las puertas de la justicia,
presentando toda clase de escritos. Hay que ver, esa campesina vivaracha, a
quien él, cuando se le había presentado la ocasión, tanto bien había hecho en la
linde del bosque, a pesar de sus objeciones («¡Demonios, todavía me duele el
dedo que me mordió!»)... Con toda sinceridad, si hubiera sabido de antemano
que un tipo como Rankorn le había echado ya el ojo, él se habría limitado a
pasar de largo... más aún, cuando la muchacha había resultado... ¡bah, no tenía
el menor interés...! Bueno, qué iba a decir ahora: lo hecho, hecho está. Tras
confrontar sus propias impresiones con las opiniones del jefe de su mesnada, el
landlord se convenció: no convenía hacerse ilusiones por el hecho de que no
hubiera aparecido ninguna flecha negra; lo único que quería decir era que
Rankorn no era amigo de los gestos teatrales y que le importaban un comino los
chismorreos de los mirones. Era un tipo serio, así que había que tratarle con
toda seriedad... Esa misma noche la casa del guardabosques, que estaba en un
lugar apartado, ardió por los cuatro costados. La puerta principal estaba
obstruida por una viga, y cuando el ventanuco de la buhardilla, intensamente
iluminado desde el interior, se cubrió con la sombra de un hombre que
pretendía saltar al exterior, desde abajo, desde la oscuridad, le llovieron las
flechas; ya nadie volvió a intentar escapar del edificio en llamas.
Un guardabosques real quemado vivo: eso no era lo mismo que cuando un
labriego piojoso acaba tontamente pisoteado por los caballos de su señor; aquí
no era tan fácil borrar todas las huellas. Aunque...
—En la comarca, sire, todos están convencidos de que han sido cazadores
furtivos. El difunto, que en paz descanse, no les daba tregua, así que ellos
decidieron vengarse. Mal asunto... ¿Un poco más de vino? —Estas palabras se
las dirigía el joven señor al alguacil llegado de Harlond, el cual, cosas de la vida,
se alojó bajo su techo y pudo disfrutar de su hospitalidad.
—Sí, sí, ¡muchas gracias! Un clarete maravilloso, hacía mucho que no probaba
nada igual —asintió cortésmente el alguacil, un vejestorio soñoliento y sin
fuerzas, con una corona de cabellos plateados que enmarcaban una calva rosada
como el tocino de la aldea. Llevaba un buen rato admirando las llamas de la
chimenea a través del vino que llenaba su copa de fino cristal (artesanía de
Opar), cuando levantó hacia el anfitrión sus ojillos azules, un tanto
descoloridos, que de pronto ya no parecían soñolientos, sino profundamente
helados—. Por cierto, esa ahogada... ¿era una de vuestras siervas?
—¿Qué ahogada?
—Decidme, ¿es que por aquí se ahogan con frecuencia, cada dos o tres días?
—Ah, ésa... No, era de algún lugar del norte. ¿Y eso qué importancia tiene?
—Puede que la tenga. O puede que no... —El alguacil volvió a levantar la
copa a la altura de los ojos y dijo pensativo—: Vuestra hacienda, señor, es un
regalo para la vista por su cuidado y acondicionamiento, es un ejemplo que
deberían imitar todos los propietarios de los alrededores. Según mis cálculos,
las rentas anuales deben ascender a no menos de doscientos cincuenta marcos,
¿no es así?
—Ciento cincuenta —mintió el landlord sin pestañear, y recobró el aliento,
aliviado: gracias al Uno, la conversación giraba ahora en torno a bobadas de
carácter práctico—. Y además, casi la mitad se va en impuestos... Y luego están
las hipotecas...
Bueno, si no habían sido unos furtivos, habrían sido otros. No tardaron en
elegir al candidato adecuado: tras permanecer el tiempo preciso en el potro de
tortura, con un brasero bajo los talones, el tipo confesó todo lo que hiciera falta,
y fue empalado con todas las de la ley, como ejemplo para los restantes siervos.
El alguacil regresó a la ciudad con su bolso de piel bien pegado su costado
derecho, un bolso cuyo peso se había visto incrementado de golpe en ciento
ochenta marcos de plata... Y bien, ¿se acabó? Pues sí, qué diablos, ¡se acabó!
Desde el primer momento, al terrateniente le inquietó el hecho de que no se
hubiera encontrado hueso alguno entre los restos de la casa de Rankorn. El jefe
de la mesnada le tranquilizaba diciendo que el edificio era grande, que el piso
no era de tierra, sino de tablas, y que había estado ardiendo más de una hora: el
cadáver debió consumirse totalmente; eso pasa a menudo. El joven señor, sin
embargo, siendo —como ya se ha dicho— una persona extraordinariamente
precavida, mandó a sus hombres que volvieran a rebuscar entre los restos del
incendio... Pero aquello no hizo más que confirmar sus peores temores. El
guardabosques, un hombre que no paraba de dar sorpresas, resultó ser
igualmente cauto: de su bodega partía un conducto subterráneo, de unas treinta
yardas, que llegaba al exterior; en el suelo se encontraron manchas recientes de
sangre, lo que indicaba que alguna de las flechas había dado en el blanco
aquella noche.
—¡Buscadle! —ordenó el joven señor: no muy alto, pero en un tono que hizo
que a todos sus hombres (unos tipos de la peor ralea), que le estaban
escuchando en formación de combate, se les pusiera la carne de gallina—. O él,
o nosotros: ya no hay vuelta atrás. Por el momento, alabado sea el Cazador,
debe de estar recuperándose en algún lugar del bosque. Si escapa, yo me puedo
dar por muerto, pero vosotros, ¡todos vosotros!, moriréis primero, os lo
prometo...
El landlord encabezó personalmente la batida, declarando que esa vez no se
quedaría tranquilo hasta que no viera el cadáver de Rankorn con sus propios
ojos. Durante todo el día pudieron seguir sin dificultad las huellas del fugitivo,
que les llevaban hacia el interior del bosque: ni siquiera había tratado de
ocultarlas, convencido sin duda de que le habían dado por muerto. Pero lo
cierto es que, a la caída de la tarde, el jefe de la mesnada se topó en unos
arbustos, cerca de la senda que iban siguiendo, con una ballesta cargada... O,
para ser más exactos, la ballesta la descubrieron unos segundos más tarde,
cuando la flecha ya estaba profundamente clavada en el vientre del jefe.
Mientras los hombres armaban un gran alboroto, agolpándose en torno al
herido, una segunda flecha les llegó volando desde alguna parte, atravesando el
cuello de otro de ellos. Pero en esta ocasión el propio Rankorn se delató: a unas
treinta yardas, algo más abajo de donde ellos estaban, se vio fugazmente su
silueta entre unos árboles, atravesando una vaguada. De inmediato, como un
solo hombre, se lanzaron en su busca, introduciéndose por el angosto espacio
que dejaban unos arbustos de avellano... Ésa era precisamente su intención: que
todos a una salieran corriendo tras él, sin fijarse en lo que tenían debajo. Como
resultado, tres de ellos cayeron de golpe en aquella fosa de caza, algo con lo
que, la verdad, ni él mismo contaba; los bandoleros de Eggi el Cernícalo, que
eran quienes, en su momento, habían tendido aquella trampa, habían hecho su
trabajo a conciencia: ocho pies de profundidad y el fondo lleno de estacas
untadas con restos de carne podrida, que causarían, como mínimo, una
septicemia.
A todo esto, la noche se les echaba encima. Los miembros de la mesnada se
habían vuelto muy cautos: avanzaban en pareja y cuando, tras registrar palmo a
palmo el bosque, detectaron finalmente a Rankorn, oculto entre unos arbustos,
no quisieron arriesgarse y le acribillaron a flechazos desde una distancia de
veinticinco yardas. Por desgracia, al acercarse más (expuestos a una rama de
quinientas libras, desprendida de una copa vecina), descubrieron, en vez del
ansiado cadáver, un atadillo de cortezas cubierto con unos harapos... Fue el
landlord el primero en comprender que no les sería nada fácil salir por piernas
del santuario de la banda de Eggi, adonde les había atraído tan hábilmente ese
condenado silvano: a su alrededor, el bosque nocturno estaba plagado de
trampas mortales, y con cuatro heridos graves (además de los dos muertos) el
destacamento carecía de movilidad. Y también se daba cuenta de que, en
aquellas circunstancias, su abrumadora superioridad numérica no servía de
nada y hasta el amanecer el papel de presas en aquella cacería les estaba
reservado a ellos.
CAPÍTULO 56

Adoptaron una defensa en círculo; no podía concebirse un lugar peor (una


vaguada atestada de arbustos de avellano, sin ninguna visibilidad), pero
ponerse a buscar otro sitio habría sido aún más peligroso. Ni pensar en hacer
fuego: sería fatal no ya el quedar expuestos a la luz, sino hasta hablar en voz
alta; tuvieron incluso que vendar a los heridos en la más absoluta oscuridad, a
tientas. Sin soltar en ningún momento ni sus arcos ni los puños de sus espadas,
los mesnaderos se esforzaban por ver y por oír en la noche sin luna, disparando
sin vacilar al percibir el menor ruido, el menor movimiento, en aquella neblina
que surgía del follaje putrefacto. Al final, pasada la una de la noche, alguno
acabó por perder los nervios: el muy idiota, al grito de «¡silvanos!», le disparó
una flecha al compañero de al lado, que se había apoyado un momento en él
para desentumecer una pierna, y luego, haciendo crujir los arbustos, se lanzó al
interior del anillo defensivo. Vino después lo más terrible, algo que sólo puede
ocurrir en el curso de un combate nocturno: una vez roto el orden, se desató un
pánico generalizado entre los defensores, con movimientos caóticos en la
oscuridad y flechas disparadas a ciegas, todos contra todos...
Ahora bien, en este caso no se trataba de un infortunado azar: quien había
provocado aquel desaguisado disparando sobre un camarada no había sido
otro que el propio Rankorn. Al amparo de la oscuridad, el guardabosques se
hizo con la capa de uno de los muertos (por suerte, nadie estaba pendiente de
ellos), se mezcló con los mesnaderos que montaban guardia y se puso a esperar.
En realidad, tuvo un sinfín de oportunidades de dispararle una flecha por la
espalda al landlord y, en medio de la inevitable confusión, desvanecerse después
sin impedimentos en la oscuridad; pero no quiso aprovechar una ocasión tan
sencilla, tenía otros planes.
Las consecuencias del combate para los desafortunados perseguidores sólo se
hicieron evidentes cuando amaneció: el destacamento había perdido dos
guerreros más, pero lo peor —¡oh espanto!— era que no había ni rastro del
mismísimo señor. Pensando que durante la refriega nocturna se podía haber
alejado de los suyos, ocultándose en la oscuridad (era lo más probable: sólo un
imbécil se lanzaría a todo correr por el bosque; una persona normal se quedaría
quieta bajo un arbusto, sin moverse hasta que dieran con ella), los mesnaderos
empezaron a registrar los alrededores, llamando a gritos a su amo. Lo
encontraron a unas dos millas del lugar de los incidentes: llegaron hasta él
atraídos por los graznidos de una bandada de cuervos, que para entonces ya
habían salido volando. El joven señor estaba atado a un árbol, y de su boca
ensangrentada asomaban los genitales amputados. «Se le atragantó la polla»,
murmuraban después maliciosamente en las aldeas...
Toda la población de los alrededores se incorporó con entusiasmo a la
búsqueda del monstruo, aunque no tuvieron más éxito que si hubieran tratado
de cazar el eco del bosque. A partir de entonces, la carrera del guardabosques
real, abocado inevitablemente al bandolerismo, fue de lo más corriente, como
corriente iba a ser también su final: «y en su horrible desvarío palpa en su
cuello el dogal; y cuanto más forcejea, cuanto más lucha y porfía, tanto más en
su agonía aprieta el nudo fatal». Herido en combate contra los hombres del
sheriff de Harlond y sometido después a tortura en el potro, Rankorn debería
haber adornado la horca local, justo el mismo día en que el barón Grager llegó a
la ciudad, tratando de conseguir nuevos reclutamientos para el regimiento de
Lunien, bastante diezmado en el curso de la guerra. «¡Anda...! Este hombre me
vendría bien», dijo el barón, más o menos con la misma cara con la que una
dienta en una charcutería señala con el dedo la pieza de jamón que le ha
gustado («mire, me va a poner...»); al sheriff sencillamente le rechinaban los
dientes.
Más allá de Ciudastela, las cosas seguían por el estilo; el regimiento de
Lunien combatía con bastante más éxito que otros y, como suele ocurrir en tales
casos, fue el último es recibir nuevos efectivos. En general, la cosa no iba nada
bien con los reemplazos (en Torre Vigía, los que antes de la guerra proclamaban
más alto que nadie que era necesario «liberar de una vez por todas Midgard de
las tinieblas del oriente» se habían encontrado de pronto con un montón de
asuntos inaplazables en la orilla occidental del Río Largo; en cuanto al pueblo
llano, desde el principio se había mostrado claramente reticente hacia esa
Guerra del Anillo), así que el punto invocado en su día por Aramir, relativo al
reclutamiento de efectivos para el regimiento «incluso al pie de la horca», debía
ser aplicado profusamente. En realidad, el propio Grager seguía caminando «al
pie de la horca», pero la guerra estaba en pleno apogeo, y no había suficientes
manos en los escritorios de los juzgados de Pietror como para ocuparse de un
oficial destinado en el frente.
Convertir el saco de huesos que el barón había rescatado de las siniestras
mazmorras de Harlond en algo parecido a un hombre le costó lo suyo al médico
del regimiento. Rankorn ya no era capaz de disparar con el arco como antes (la
articulación del hombro, lisiada, había perdido su movilidad para siempre),
pero seguía siendo un excelente rastreador, y su experiencia en emboscadas y
otras acciones de guerra en el bosque tenía un valor incalculable. Acabó la
guerra con el grado de sargento, y tras ella tomó parte con entusiasmo, a las
órdenes de su teniente, en la liberación de Aramir y su proclamación como
soberano de Lunien. Se disponía entonces el explorador a levantar su propia
casa, en algún lugar apartado de la presencia de la gente, como el valle del
arrollo de la Nutria, cuando Su Alteza el príncipe de Lunien le preguntó si
estaría dispuesto a acompañar a sus dos huéspedes al norte, al Bosque
Tenebroso.
—Yo ya no estoy de servicio, mi capitán, y las obras de caridad no son lo mío.
—Eso es lo que necesito: alguien que no esté de servicio. Y no se trata aquí de
obras de caridad: están dispuestos a pagar bien. Di cuál es tu precio, sargento.
—Cuarenta marcos de plata —dijo Rankorn sin pensárselo, sólo para que le
dejaran en paz. Pero el fibroso orco de nariz aguileña (por lo visto, debía ser su
jefe) se limitó a asentir:
—De acuerdo —y empezó a desatar la bolsa trenzada con un dibujo élfico; así
que, cuando sobre la mesa hizo su aparición un puñado de oro de diversa
procedencia (Haladdin se preguntaba hacía tiempo de dónde habría sacado
Eloar las njanmas de Vendotenia y los chengis cuadrados de los archipiélagos
del sur), el explorador ya no podía volverse atrás.
Haladdin y Tserleg estaban encantados de haberse descargado de cualquier
responsabilidad: todos los preparativos de la expedición a Colina Hechicera
corrieron a cargo de Rankorn. Es verdad que el sargento orocueno se probó con
mucha prevención los ichigui de piel que les había comprado en el Poblado
(decididamente, no se fiaba de un calzado sin suelas duras), pero, en cambio, la
poniazhka que empleaban allí a modo de macuto le parecía estupenda,
decididamente: la carcasa resistente, hecha con dos varas de cerezo arqueadas,
unidas a presión, formando un ángulo de noventa grados (doblan las varas de
cerezo nada más cortarlas, y cuando se secan adquieren la dureza del hueso),
permite transportar cargas de forma angulosa y de hasta cien libras de peso, sin
tener que preocuparse de cómo acoplarla a la espalda.
En aquellos días, el orocueno, para sorpresa del doctor, prefirió dejar los
aposentos para invitados que el príncipe les había proporcionado y trasladarse
al cuartel de la guardia personal de Aramir. «Yo soy un hombre sencillo, señor,
y en medio de tanto lujo me siento como una mosca entre la nata: no es bueno
ni para la mosca ni para la nata.» Al día siguiente apareció con los ojos
hinchados, pero muy ufano: resulta que los lunienses, hartos de oír hablar de
las hazañas del sargento en la noche de la liberación del príncipe, le usaron
como sparring de dos de los mejores especialistas en el combate cuerpo a cuerpo
de su regimiento. Tserleg ganó una de las peleas, y perdió la otra (mostrando
acaso con ello la suficiente sensatez), para entera satisfacción de ambos bandos;
después de eso, hasta el manifiesto rechazo a la cerveza del orocueno en las
reuniones vespertinas encontraba la comprensión de los exploradores: es un
tipo competente, está en su derecho... ¿Y qué se bebe en tu tierra...? ¿Kumys?
Perdona, pero eso aquí no nos ha llegado... Pero en cierta ocasión Haladdin fue
al cuartel a visitar a su compañero de aventuras y se dio cuenta de que en su
presencia cesaba la animada charla común y se instalaba un incómodo silencio:
para aquellos mozos campesinos, liberados por fin de la obligación de lanzarse
flechas unos a otros, el sabio doctor no era más que un estorbo fastidioso, un
jefe.
Para dirigirse al norte eligieron una ruta navegable: no sabían quién
dominaba por entonces las Tierras Pardas, en la orilla izquierda del Rió Largo.
Llegaron hasta las cataratas de Sóror (aproximadamente, dos tercios del
camino) navegando a vela, ya que en esa estación en el valle del Gran Río
soplan vientos fuertes y constantes del sur. A partir de ahí, tuvieron que seguir
en unas canoas huecas, muy ligeras, que llaman oblaski. En esa parte del
trayecto, Haladdin y Tserleg viajaban en calidad de carga transportada en las
embarcaciones: «No conocéis el río, y lo mejor que podéis hacer por el
destacamento es mantener en todo momento el culo bien pegado al fondo de las
canoas, evitando cualquier movimiento brusco». El día dos de junio la
expedición llegó al meandro circular que forma el Río Largo antes de la
afluencia en él del Svetlianka, que nace en el bosque de Fangaorne. Más
adelante comenzaban los Bosques Encantados: Onirien en la orilla derecha, el
Bosque Tenebroso en la izquierda; desde allí hasta Colina Hechicera había algo
más de sesenta millas en línea recta. Los hombres de Aramir se quedaron a
vigilar las embarcaciones, trasladándolas, para evitar complicaciones, a la orilla
derecha, la de Marca; mientras tanto, ellos tres, tras un día de camino,
contemplaron enfrente la muralla dentada, de color verde oscuro, formada por
los abetos del Bosque Tenebroso.
Aquel bosque no se parecía en nada a los bosques de robles, llenos de sol y de
vida, de Lunien: dada la inexistencia de árboles jóvenes y de matorrales,
recordaba la inmensa columnata de un templo ciclópeo. Bajo las bóvedas
reinaba un silencio absoluto: la gruesa alfombra de musgo de color verde
intenso, cubierta aquí y allá de manchas blancuzcas, con aspecto de tubérculos,
absorbía cualquier sonido. Aquel silencio, en medio de las sombras diáfanas y
verdosas, creaba una ilusión de mundo subacuático, donde no faltaban las
«algas»: las desastradas barbas canosas del liquen que colgaba de las ramas de
los abetos; sin un rayo de sol, sin un soplo de viento, Haladdin sentía
físicamente cómo le oprimía el pecho el espesor, de muchos metros, del agua.
Los árboles eran gigantescos; sólo era posible hacerse una idea de sus
verdaderas dimensiones por los troncos caídos: no había manera de pasar por
encima de ellos, y para rodearlos había que recorrer de cien a ciento cincuenta
pies en uno y otro sentido; por eso, las zonas donde se habían producido
derribos de árboles eran intransitables, y era preciso contornearlas. Además, el
interior de esos troncos estaba carcomido, convertido en un laberinto por las
hormigas titanes, grandes como la palma de la mano, que atacaban con furia a
cualquiera que cometía la imprudencia de apoyarse en las paredes de su
morada. En dos ocasiones, se toparon con esqueletos humanos, bastante
recientes; unas elegantes mariposas, negras como el carbón, revoloteaban en
silencio sobre ellos: fue un espectáculo tan terrible que incluso alguien como el
orocueno, que había visto de todo, se persignó sin decir nada, haciendo la señal
del Único.
La existencia de manadas de hombres lobo y de arañas del tamaño de una
rueda de carro no era más que un cuento infantil: el bosque no se tomaba la
molestia de mostrarse abiertamente hostil al hombre, el cual le resultaba
perfectamente ajeno, igual que le resulta ajeno a la extensión del océano o a la
llama helada de los neveros de Montañas Sombrías, situados por encima de las
nubes. La fuerza del bosque no se manifestaba actuando contra ellos, sino
mediante la indiferencia y el distanciamiento; por eso, el que la percibía con
mayor intensidad era precisamente el guardabosques Rankorn. Esa fuerza era
la que había ido acumulando —siglo a siglo, gota a gota— Colina Hechicera en
sus piedras encantadas; tres fortalezas mágicas —Colina Hechicera en el Bosque
Tenebroso; Torre Hechicería en la garganta de Paso de la Araña; Ag-Djakend en
medio de la elevada meseta estéril de Shurab, en el norte de Jand— formaban
un triángulo defensivo en torno a Umbror, un triángulo alimentado por la
fuerza ancestral de los bosques, la luz de las nieves de las montañas y el silencio
de los desiertos. Al erigir esos «resonadores» mágicos, los espectros, en su
deseo de ocultar su verdadera finalidad, les dieron el aspecto de fortalezas;
seguramente se lo pasarían en grande cada vez que un coronel occidental se
paseaba enloquecido sobre las baldosas resquebrajadas del recinto de Colina
Hechicera, tratando inútilmente de encontrar algún rastro de la guarnición que
había combatido a sus soldados (habían empleado esa artimaña por última vez
dos meses atrás: la «guarnición especular» mantuvo atareados durante cerca de
dos semanas a los elfos y a las milicias de Ciudad del Lago, permitiendo que el
auténtico Ejército del Norte regresara prácticamente intacto a Puerta Negra). Y
es que no era nada recomendable introducirse en los subterráneos del castillo,
tal y como advertían honradamente las inscripciones en la lengua común
grabadas en las paredes.
Las consultas en el sendero se prolongaban. Haladdin se desprendió de su
poniazhka (en un primer momento, como siempre, la sensación era muy
agradable, como de flotar ingrávido en el aire; después esa sensación se
disipaba, dejando paso al cansancio acumulado tras la marcha) y se aproximó a
los sargentos. Los dos parecían muy inquietos: todos esos días habían
atravesado el bosque por sendas apartadas, evitando el camino trillado que une
Colina Hechicera con Puerta Negra; a pesar de eso, los rastreadores no habían
dejado de advertir la presencia de gente, incluso en esas espesuras encantadas...
y ahora, ahí las tenéis: huellas recentísimas. Huellas de las botas del uniforme
de infantería de Umbror... Y, en cambio, Sharia-Rana no había dicho ni palabra
sobre la presencia de unidades umbrorianas en el entorno de la fortaleza.
—Igual se trata de desertores del Ejército del Norte, que todavía andan por
aquí...
—Es muy poco probable... —Tserleg se rascaba el cogote—. Un desertor se
habría largado a cualquier otro lugar, al mismísimo infierno, si hiciera falta.
Pero éstos tienen su base por aquí cerca, no hay duda: no llevaban carga, a
juzgar por la profundidad de las pisadas...
—Es una huella extraña —le secundó Rankorn—. Los hombres de vuestro
Ejército del Norte deberían tener las botas muy gastadas ya, pero éstas parece
que acabaran de salir del almacén. Fíjate ahí, ha quedado la marca del borde de
la bota.
—Pero, en definitiva, ¿por qué tienen que ser umbrorianos?
—Bueno... —los dos rastreadores intercambiaron una mirada, algo ofendidos
incluso—; se nota por la altura del talón... la forma de la puntera...
—No estoy de acuerdo. Tserleg y yo llevamos ichigui, ¿y qué?
Hubo un breve silencio.
—Demonios... También es verdad... Pero, ¿qué sentido tiene...?
Realmente, no tenía ningún sentido... Y la decisión adoptada repentinamente
por Haladdin fue absolutamente irracional: un salto en el vacío. En rigor, ni
siquiera fue una decisión suya, sino que alguna fuerza extraña le ordenó en voz
baja «¡adelante, muchacho!», y ante eso sólo cabía o bien someterse sin
pensárselo dos veces, o bien no entrar en ese juego en absoluto.
—Veamos... Hasta Colina Hechicera, si no me equivoco, no queda
prácticamente nada, apenas una docena de millas. Vamos a acercarnos al
camino; a partir de ahí, vosotros os quedáis y yo sigo hasta la fortaleza. Solo. Si
en tres días no he vuelto, se acabó: podéis daros media vuelta, porque yo ya no
estaré vivo. En ningún caso os acerquéis a la fortaleza. En ningún caso, ¿está
claro?
—Pero, ¿es que se ha vuelto usted loco, señor mío? —exclamó el orocueno.
—Sargento Tserleg —no sospechaba siquiera que fuera capaz de hablar en
ese tono—, ¿ha entendido usted la orden?
—En efecto... —Por un momento, no supo qué decir—. ¡En efecto, señor
oficial médico de segunda!
—Magnífico. Ahora tengo que dormir a fondo, y pensar muy bien lo que les
voy a decir a estos tipos de las botas nuevas, si es que la fortaleza está en sus
manos. Quién soy yo, dónde he pasado estos meses, cómo he llegado hasta aquí
y todo eso... De dónde he sacado estos ichigui, por ejemplo: por aquí no se ven
estas cosas.
CAPÍTULO 57

Kumai desplazó el timón, y el planeador se detuvo en las alturas,


manteniéndose inmóvil en el vacío con las alas desplegadas, tan seguro como
siempre. Desde allí, Colina Hechicera se abría ante sus ojos como si lo tuviera
en la palma de la mano, con todos sus bastiones y revellines decorativos, con las
mazmorras en el centro, donde se habían instalado los talleres, y con el hilillo
del camino que conducía hasta allí, serpenteando entre colinas cubiertas de
brezo. Volvió a recorrer con la mirada los alrededores y sonrío maliciosamente:
la idea de ocultar el «monasterio de los armeros» allí, en el culo del mundo, ante
las mismas narices de los elfos de Onirien, había sido genial, por su misma
desfachatez. Es cierto que muchos de los colegas allí reunidos, entre los muros
de la ciudadela mágica, no estaban demasiado a gusto (algunos sufrían
continuas pesadillas durante la noche; otros habían padecido de pronto
enfermedades enigmáticas), pero los trolls son gente coriácea y flemática que no
cree en pamplinas, así que el ingeniero se encontraba allí perfectamente,
absorbido a todas horas por su trabajo.
Aunque formalmente el responsable de todos ellos era Djageddin —un
célebre químico, óptico y electromecánico de la universidad de Torreumbría—,
en la práctica la empresa la dirigía el comandante Grizzly, quien recordaba
efectivamente a un gran oso gris de las mesetas boscosas del nordeste; allí nadie
conocía ni su nombre auténtico ni el cargo que ocupaba en el servicio de
inteligencia. Kumai no se podía imaginar siquiera cuál sería su origen: ¿tal vez
descendía de aquellos trolls del norte que habitaron en tiempos en las Montañas
Brumosas, y que fueron después mezclándose poco a poco con los dungar y los
habitantes de Tierra de Hierro?
Kumai conoció al comandante al poco de llegar a la fortaleza (los hombres del
superintendente le llevaron hasta allí relevándose a lo largo de la carretera de
Colina Hechicera: tenían montado un verdadero servicio de postas, los
transportes llegaban en poco más de un día); el Grizzly le interrogó durante
largas horas, con un interés obsesivo por conocer todos los detalles de la vida
de Kumai: poco le faltó para interesarse por los gustos sexuales de su primera
novia. Infancia, estudios, servicio militar; nombres y datos, características
técnicas de los aparatos voladores y costumbres de sus compañeros de
parranda en la universidad, descripciones de los mineros que trabajaban para
su padre y fórmulas usadas en los brindis en los banquetes de los trolls...
«Afirma usted que el tres de mayo de 3014, día de su primer vuelo, estaba
nublado; ¿está usted completamente seguro? ¿Cómo se llama el barman del
tugurio Echigidel, que está enfrente de la universidad...? Ah, sí, es cierto, el
Echigidel está un poco más lejos, siguiendo por el bulevar... El oficial ingeniero
de primera Shagrat, de su regimiento, ¿es uno alto, encorvado, que arrastra de
la pierna derecha? Ah, que el Tres Estrellas no cojea...» No hacía falta ser muy
listo para darse cuenta de que querían comprobar si se les había colado algún
piojo, pero, ¿para qué tantas complicaciones? Y cuando Kumai mencionó sobre
la marcha algún detalle de su fuga de Montaña Azul, el Grizzly hizo un gesto
de reproche:
—¿Es que no le han dicho que ese es un tema vedado?
—Pero... —se turbó el ingeniero—, yo, la verdad, no creía que la prohibición
le afectara también a usted...
—¿Le previnieron acerca de la existencia de alguna excepción a la regla?
—En absoluto... Disculpe.
—Vaya acostumbrándose... Muy bien, ha superado usted la prueba. Sírvase.
—Dicho esto, el comandante le acercó a Kumai una tetera ancha con la boquilla
desportillada y un cuenco, fabricado en Jand, de porcelana fina de color crema,
llegado hasta allí a saber cómo, mientras él se enfrascaba en el estudio de la
lista, elaborada por el mecánico, de todo lo que necesitaba para su trabajo
(bambú, madera de balsa, lona de Opar... todo ello en grandes cantidades; y
seguramente ya saldría después alguna cosa más)—. Por cierto, sus antiguos
colaboradores, como el maestro Mhamsuren... si estuvieran ellos aquí,
¿supondrían una ayuda apreciable?
—¡Por supuesto! ¿Y eso sería posible?
—Para nuestra organización no hay nada imposible. Basta con recordar todo
lo relativo a esa gente: señas personales, lazos familiares, amistades, hábitos...
Cualquier detalle nos viene bien, así que haga memoria.
Pero al cabo de media hora el comandante dio un ligero golpe con la palma
de la mano en el montón de hojas anotadas, y concluyó lacónicamente:
—Si están vivos, los encontraremos... —y Kumai, por alguna razón, pensó de
inmediato: «Éstos los encuentran»—. Cámbiese, señor oficial ingeniero de
segunda. —El Grizzly señaló con la mirada el nuevo uniforme de Umbror, que
no incluía distintivos (así es como iban uniformados allí todos: desde el
constructor Djageddin hasta el asistente, pasando por los vigilantes, siempre
callados, miembros del servicio de inteligencia)—. Venga, le mostraré nuestro
lugar de trabajo...
El lugar de trabajo era espacioso y ameno. A Kumai le esperaba, por ejemplo,
un magnífico planeador con una estructura que él nunca había visto: las alas,
rectas y estrechas como espadas élficas, con sus cerca de veinte yardas de
envergadura, no parecían apoyarse en nada: se trataba de un material increíble,
más ligero que la madera de balsa y más sólido que el alerce; como
complemento del planeador había también una catapulta maleable para los
lanzamientos. «¡Pero si esos materiales no se encuentran en la naturaleza, me
juego la cabeza!» El mecánico comprendió entonces que estaba delante del
legendario Dragón de los espectros, cuyo alcance de vuelo dependía de una sola
circunstancia: de cuánto tiempo era capaz de aguantar sin tomar tierra el piloto
que viajaba en su barquilla. Por lo demás, Kumai aprendió fácilmente a pilotar
el Dragón: como es bien sabido, cuanto más avanzado es un aparato, más
sencillo es su manejo.
A la vez que Kumai, aparecieron en Colina Hechicera cuatro ingenieros de
Fuerteferro, especializados en el «fuego explosivo»: así llamaban a una
sustancia incendiaria, en forma de polvo, parecida a otra que empleaban en
Umbror para los fuegos artificiales. A los forteferranos los había traído el
Glotón, un tipo más bien bajo, fibroso, con las piernas algo arqueadas, que
recordaba a un montañés dungar; era el encargado de reemplazar al Grizzly
cuando éste tenía que ausentarse de la fortaleza para atender sus actividades
secretas. En un principio, los especialistas umbrorianos se mostraron bastante
escépticos con respecto al fuego explosivo (al cual, al poco tiempo, empezaron a
llamar sencillamente «polvo»): los recipientes cerámicos que fabricaron, en
forma de gota y con unas pequeñas alas, llegaron muy lejos en su vuelo, casi a
dos millas, pero su precisión, por decirlo suavemente, dejaba mucho que
desear: más o menos doscientas yardas. Además, en una ocasión una «gota
volante» hizo explosión en el propio canal direccional, matando a un trabajador
que andaba por allí cerca; al enterarse, por los forteferranos, de que esas
situaciones se daban —«hombre, no puede decirse que con regularidad, pero
pasar, pasa»—, los umbrorianos se miraron entre sí y dijeron: «¿Has oído, tío?
Que se metan el fuego explosivo ése por donde les quepa: con él, te cargas antes
a tus compañeros que a los enemigos...».
Sin embargo, no habían pasado ni tres días desde aquel accidente cuando los
catapultistas, orgullosos de su nuevo proyectil, invitaron al Grizzly a presenciar
los disparos de prueba. Desde la distancia habitual de trescientas yardas, ya al
primer intento convirtieron un grupo de ocho blancos en un coladero; todo el
secreto estaba en la esfera de cerámica hueca, llena de polvo con clavos partidos
y provista de una mecha que la unía a las vasijas con la nafta incendiaria. El
siguiente paso era casi obligado: consistió en colocar los envases con el polvo
dentro de un depósito de gelatina explosiva, obtenida mediante la disolución de
jabón en una parte de nafta depurada, consiguiéndose así que en el momento
de la explosión unos viscosos copos incendiarios se esparcieran por todas
partes... El Grizzly contempló en aquella ocasión las treinta yardas de terreno
consumidas hasta dejar al desnudo la capa mineral del suelo y se dirigió
asombrado a Djageddin: «¿Y todo esto lo ha hecho una sola vasija? ¡Os felicito,
muchachos: por fin habéis inventado algo que vale la pena!».
Entonces a Kumai se le ocurrió que esos proyectiles —fueran incendiarios o
fueran de fragmentación—, además de ser lanzados con catapulta, podrían
también ser arrojados desde los planeadores. «No tiene sentido», le objetaron.
«¿Cuántos vuelos podrías realizar en lo que dura una batalla? ¿Dos? ¿Tres? No
vale la pena.» «Si se trata de arrojar los proyectiles sobre las tropas enemigas,
desde luego que no. Pero si se alcanza personalmente a milord Altagorn y a
milord Peregrino, sí vale la pena, y mucho.» «¿Crees que podrías hacerlo?»
«¿Por qué no? No es necesario acertarle justo a la persona concreta; basta con
que caiga en un radio de treinta yardas...» «Escucha, en cierto modo, vaya... no
es algo muy noble...» «¿Qué?» «Bueno... sólo quería decir que... la guerra
caballeresca de antes, con sus «¿estáis preparado, bravo caballero?» y todo eso,
se ha acabado ya... El Único es testigo de que ésa no era nuestra intención.»
Sí, la guerra caballeresca parecía haber llegado a su fin... Los constructores de
Umbror, por ejemplo, hacían grandes progresos en la mejora de las ballestas, un
arma sobre la que siempre había pesado en Midgard una prohibición tácita.
(«¿Por qué crees tú que los caballeros odian de ese modo la ballesta? Yo diría
que hay algo personal en ese odio suyo, ¿no?» «Sin duda han oído eso de que
las armas a distancia son armas de cobardes.» «No, yo creo se trata de algo más
complejo. Date cuenta de que nadie protesta contra los arcos. La clave está en
que en el mejor de los arcos la fuerza que se obtiene de la cuerda equivale a cien
libras, mientras que en una ballesta equivale a mil.» «¿Y eso qué implica?»
«Pues que un arquero sólo puede derribar a un soldado con armadura si le
acierta en sitios muy concretos, como la rendija de la visera o las junturas de la
coraza, por ejemplo: es un arte muy refinado, hay que empezar a practicarlo a
los tres años de edad y sólo hacia los veinte se alcanza cierta destreza. En
cambio, el ballestero dispara a bulto: caiga donde caiga, siempre atraviesa el
objetivo; en un mes de entrenamiento, un aprendiz de quince años que jamás ha
tenido el arma en sus manos, se limpia los mocos con la manga, apunta desde
una distancia de cien yardas y manda al otro barrio al célebre barón N.,
vencedor en cuarenta y dos torneos y autor de no sé cuántas hazañas más... Ya
sabes lo que dicen en Opar: «El Único creó a unos hombres fuertes y a otros
débiles, y el inventor de la ballesta los igualó a todos»; y ahora los «fuertes»
están que trinan: desaparece, según ellos, la sublime belleza del arte de la
guerra.» «Así es. Además, los pecheros ya empezamos a estar hartos de que nos
toque siempre bailar con la más fea: la verdad es que esos tipos maldita la falta
que nos hacen, con todos sus escudos, sus plumajes y demás zarandajas. Si,
total, para defender a la patria nos podemos apañar con los ballesteros, que nos
salen mucho más baratos...» «Es usted demasiado materialista, compadre...»
«Las cosas son como son. Y yo debo de ser muy bruto, pero a mí nadie me ha
conseguido explicar por qué machacarle a uno los sesos con una espada es un
acto honorable y, en cambio, si se hace con un disparo de ballesta, es una
vileza.»)
Pero todo aquello —las ballestas de acero provistas de espejos de
aproximación, las «gotas volantes» y hasta los proyectiles arrojados desde el
cielo— iba a parecer una broma inocente en comparación con lo que la jefatura
invisible —por boca del Grizzly— les exigía en esos días. En las Montañas
Brumosas se conocían desde hacía mucho tiempo algunos desfiladeros donde la
niebla brota de las hendiduras de las rocas, antes de disolverse después en el
aire inmóvil, sin dejar rastro visible. Los pocos que habían podido salir de allí
contaban que sólo con respirar ese aire se notaba en la boca un gusto dulzón,
muy desagradable, y una ola de somnolencia invencible se adueñaba del
cuerpo. Y bastaba con ver los esqueletos de los animales que se acumulaban allí
por todas partes para comprender cómo terminaban tales sueños. De manera
que se trataba de idear un procedimiento para dirigir esa niebla contra el
enemigo...
Kumai era un hombre disciplinado («el deber es el deber»), pero ese proyecto
de la jefatura —envenenar el aire— le produjo náuseas: ¿cómo se podía llegar a
concebir una cosa así...? El «arma del castigo»... Gracias al Único, él era
mecánico, no químico, así que no tenía que intervenir personalmente en esos
trabajos.
Dejó caer desde una altura de cien pies un par de guijarros (escogidos por su
peso, equivalente al de los proyectiles explosivos; cayeron perfectamente, al
lado del blanco), y después posó el planeador en la carretera, a una milla y
media de Colina Hechicera, allí donde el camino, tras dejar una blanca cicatriz
arenosa en el rubor enfermizo de los brezales que empezaban perder las flores,
penetraba en el sombrío cañón y lo acompañaba hasta la espesura del bosque.
Descendió de la barquilla y se sentó al borde del camino, mirando con
impaciencia hacia la fortaleza. Estaba esperando que le trajeran unos caballos:
quería comprobar si era posible que el Dragón levantara el vuelo directamente
desde tierra, tirando de él con caballos, tal y como habían hecho con un viejo
modelo de planeadores. Pero, ¿dónde se habían metido? Ni que les hubieran
mandado al otro mundo...
Como Kumai miraba sobre todo hacia el lado de Colina Hechicera, no se dio
cuenta de que un individuo, procedente del bosque, se acercaba por el camino,
hasta que estuvo tan sólo a unas treinta yardas de él. Al contemplar al recién
llegado, el troll meneó la cabeza, creyendo que estaba viendo visiones («¡No
puede ser!»), hasta que por fin, sin poder contenerse, corrió a su encuentro y un
segundo después le estrechaba entre sus brazos.
—¡Con cuidado, maldita sea, que me rompes una costilla...!
—¡Hay que palpar bien, no vayas a ser tú una alucinación...! ¿Hace mucho
que te localizaron?
—No mucho. Primero, lo más importante: Sonia está sana y salva, con
nuestra gente, en las Montañas Cenicientas...
Haladdin escuchó atentamente el relato de Kumai; entre tanto, no dejaba de
fijarse, con los ojos entrecerrados, en la continua actividad de las vistosas
abejitas del lugar entre las flores de brezo. «Hay que ver, los capullos de los
espectros, la madre que los parió... Tenían que haberlo pensado mejor: a quién
se le ocurre guardar el miralejos en un avispero como éste... Y, con la fama de
pardillo que tengo, menos mal que no me he encontrado con esos profesionales
del servicio de inteligencia: me habrían obligado a confesar en un santiamén, y
adiós muy buenas. Y contárselo todo al Grizzly y al Glotón, las cosas como son,
es un disparate absoluto. Se presenta en su ultrasecreto «monasterio de los
armeros» cierto oficial médico de segunda: «Perdonad que os moleste un
momento, colegas; tengo que sacar de su escondrijo el miralejos y llevárselo al
príncipe Aramir, en Lunien. Sigo un mandato de la Orden de los espectros; lo
que pasa es que, nada más transmitírmelo, el que lo ha hecho va y se me muere
delante de mí, así que no hay nadie que pueda confirmarlo... Como prueba,
puedo mostrar este anillo de espectro, desprovisto, eso sí, de toda propiedad
mágica...» Menudo cuadro... Lo más probable es que ni siquiera me tomen por
un espía, sino por un chiflado. Puede que me dejen entrar en la fortaleza (los
especialistas en venenos no los regalan por ahí), pero seguro que luego no me
dejan salir; yo, desde luego, no dejaría salir a... ¡Alto ahí, alto ahí...!»
—¡Eh, Halik, despierta! ¿Estás bien?
—Todo en orden, disculpa. Es que me ha venido una idea a la cabeza. Mira,
yo he venido hasta aquí para realizar una tarea que no tiene nada que ver con
vuestro «monasterio de los armeros»... ¿Habías oído hablar de estos anillos?
Kumai sostuvo el anillo en la palma de su mano y dio un silbido de
admiración.
—¿Inoceramio? —Sí, señor.
—No me estarás diciendo que...
—Si te lo estoy diciendo. ¡Oficial ingeniero de segunda Kumai!
—¡A sus órdenes!
—En nombre de la Orden de los espectros... ¿Está usted dispuesto a hacer
todo lo que le mande?
—Así es.
—Ten muy presente que ninguno de tus superiores en Colina Hechicera debe
saber nada de esta misión.
—¡Piensa muy bien lo que dices!
—Kumai, querido amigo... No tengo derecho a revelarte la esencia de la
operación, pero te juro por lo que más quieras, te juro por la vida de Sonia, que
es lo único que aún puede salvar nuestra Midgard. Tú eliges... Si me presento
ante el Grizzly, seguramente me requerirá alguna confirmación de mis plenos
poderes; mientras sus superiores se ponen en contacto con los míos, pueden
pasar no ya semanas, sino meses; para entonces, todo habrá acabado ya. ¿Te
crees tú que los espectros son omnipotentes? ¡Y unas narices! Por si te interesa
saberlo, ni siquiera me advirtieron de que en Colina Hechicera había toda esta
historia con el servicio de inteligencia... Se supone que ellos tampoco estarían
enterados...
—No me extraña —refunfuñó Kumai—. Si a nuestro habitual desorden
encima se le añade el secretismo, no hay manera de enterarse de nada.
—¿Qué, harás lo que te pida?
—Sí, lo haré.
—Entonces escucha y quédate con lo que te voy a decir. En la Gran Sala del
castillo hay una chimenea; en la pared del fondo tiene que haber una piedra con
forma de rombo...
CAPÍTULO 58

Lunien, Colinas del Agua


12 de julio de 3019

«No hay trabajo más duro que esperar»: grabado en bronce, para que no se
borre con el uso. Y es más duro aún cuando esperar es tu única tarea: ya has
hecho todo lo que podías hacer, ahora sólo te queda esperar sentado hasta que
suene la campanilla: «¡A escena!». Esperar un día y otro día, preparado a todas
horas, aunque puede que la campanilla nunca llegue a sonar, eso ya no
depende de ti, ahí las que disponen son otras Fuerzas...
Haladdin, en la inactividad forzosa tras su expedición a Colina Hechicera, se
sorprendió al verse envidiando sinceramente a Tangorn, que desarrollaba su
juego, mortalmente peligroso, en Opar: mejor era arriesgar la vida a cada
minuto que limitarse a esperar. Cómo se maldijo por aquellos pensamientos
involuntarios, cuando, la semana anterior, un demacrado Aramir le había
entregado la cota de platagrís: «Y sus últimas palabras fueron: «Misión
cumplida»...» Era como si él atrajera las desgracias.
Se acordó también de su regreso de Colina Hechicera. En esa ocasión no
consiguieron pasar inadvertidos: soldados del servicio de inteligencia, tropas
encargadas de vigilar la posible presencia de elfos en el Bosque Tenebroso, les
siguieron la pista, siempre encima de ellos, como los lobos tras el ciervo herido.
Bueno, al menos ahora sabía exactamente cuánto valía su vida: cuarenta
marcos, tantos como había entregado, sin vacilar, a Rankorn; si no hubiera sido
por la maestría del explorador, probablemente se habrían quedado entre los
abetos del Bosque Tenebroso, sirviendo de alimento a sus mariposas negras... A
orillas del Río Largo se encontraron con una emboscada, y cuando las flechas
silbaban a su alrededor era ya tarde para gritar: «¡Eh, muchachos, somos de los
vuestros, sólo que de otro departamento!». Tuvo entonces que disparar contra
los suyos, y para vencer empleó flechas élficas envenenadas, y ya nunca
conseguiría lavarse esa mancha...
«¿Sabes qué es lo más triste de todo, querido doctor Haladdin...? Pues que
ahora tú, amigo mío, estás atado por lazos de sangre, y por eso mismo te has
visto privado del más alto don del Único: el derecho a elegir. Siempre llevarás a
la espalda tanto a los caídos junto a los sauces del Río Largo, con sus uniformes
umbrorianos sin distintivos, como a Tangorn, enviado a la muerte; así que si te
propones renunciar a tu objetivo, diciendo «no puedo más», en ese mismo
instante pasarás a ser un vulgar asesino y un traidor. Para que esos muertos no
resulten baldíos, estás obligado a vencer, y, para alcanzar esa victoria, deberás
marchar una vez y otra vez entre cadáveres, en medio de una suciedad
inconcebible. Un círculo vicioso... Pero todavía te aguarda la misión más
terrible, y el hecho de que la vayas a culminar con las manos de otro —las
manos del barón Grager— no cambia las cosas. Como sentenció entonces
Tangorn: «Es un reparto justo: los organizadores tienen las manos limpias y los
ejecutores la conciencia limpia»; maldita sea...»
(Antes de salir para Opar, Tangorn había supervisado el ensayo de la escena
central, tras lo cual, impasible, constató lo siguiente:
—Esto no nos vale. Te delatas en cada mirada, en cada entonación; la
impostura se nota a la milla: para reconocerla, no hace falta ser un elfo, y
encima ellos son mucho más perspicaces que nosotros... Perdóname, me debería
haber dado cuenta desde el primer momento de que este trabajo te venía
grande. Aunque se tragaran mi cebo en Opar, tú aquí, de todos modos, no
sabrías tirar del anzuelo para sacar el pez gordo: se te escaparía...
—Sí que sabré. Dado que es necesario, sabré hacerlo.
—No. Y no discutas; yo tampoco sabría. Para interpretar esta escena de una
forma convincente, sabiendo al mismo tiempo todo lo que hay por debajo, no
basta con tener nervios de acero: hace falta ser, no ya un canalla, sino un
desalmado...
—Se lo agradezco, sir.
—No hay de qué, sir. Puede que con el tiempo seas capaz de convertirte en
un desalmado, pero nosotros no disponemos, en ningún caso, de ese tiempo.
Así que sólo veo una salida: añadir una pieza suplementaria...
—¿Cómo dices?
—Es nuestra forma de hablar. Es preciso incorporar a un intermediario,
manejándolo sin que él sea consciente... ¡Uf...! En otras palabras, el
intermediario tiene que estar convencido de que lo que dice es verdad. Además,
teniendo en cuenta el nivel de la parte contratante, debería tratarse de un
profesional de primera clase.
—¿Te refieres al barón Grager?
—Hum... Como solía decir tu sargento: «Veo que piensas, medicucho».
—¿Y de qué modo le vamos a enganchar?
—Exponiéndole nuestro temor a que durante las conversaciones los elfos te
puedan liar, valiéndose de algún invento mágico o hipnótico, y conviertan el
canje en un atraco... Lo cual, dicho sea de paso, es la pura verdad. Y tú lo
tendrás un poco más fácil: compartirás fraternalmente con el barón esta tinaja
llena de mierda... Como solía decir el célebre Su-Wei-Go: «Es un reparto justo:
los organizadores tienen las manos limpias y los ejecutores la conciencia
limpia».
—¿Quién era ese Su-Wei-Go?
—Un espía, ¿quién si no?
Picaron, cuando llegaba a su fin el octogésimo tercer día de los cien que les
habían concedido. Antes de caer a tierra, los últimos rayos de sol atravesaban el
retumbante espacio de la Sala de los Caballeros, vacía a esas horas, y, al clavarse
en la pared del fondo, se esparcían sus reflejos anaranjados. Unos reflejos
cálidos y vivos, que parecían querer saltar de la pared al rostro y las manos de
la hermosa muchacha, vestida con un polvoriento traje masculino, que había
escogido el sillón donde solía comer Aramir. «La verdad es que se la puede
considerar perfectamente una muchacha», se dijo Grager a sí mismo, «a pesar
de que, según los criterios humanos, habría que echarle unos treinta años, y en
cuanto a su edad real, da miedo sólo de pensarlo. Decir que es muy bella y no
decir nada es lo mismo: claro que es posible describir el Retrato de una bella
desconocida, del gran Alvendi, en los términos propios de un atestado policial,
pero, ¿merece la pena? Me gustaría saber si este doctor Haladdin había sido
capaz de predecir su llegada, igual que se predicen las fechas de los eclipses
lunares —es un trabajo de orfebre, una delicia—, pero no ha dado ninguna
muestra de alegría por este motivo, más bien al contrario; ¿a qué se deberá?»
—En nombre del príncipe de Lunien, os doy la bienvenida a Colinas del
Agua, dama Eornis. Soy el barón Grager, es posible que hayáis oído hablar de
mí.
—Oh, sí...
—¿Elandar os hizo llegar el envío del barón Tangorn? —Eornis asintió, y acto
seguido sacó de un discreto bolsillo un anillito corriente de plata con unas runas
élficas medio borradas, y lo depositó en la mesa, delante de Grager:
—Entre los anillos que iban incluidos en los sellos de lacre del paquete, estaba
también éste. Perteneció a mi hijo Eloar, que ha desaparecido sin dejar rastro
alguno. Aquí deben de saber qué suerte ha corrido... ¿He interpretado
correctamente el sentido de su envío, barón?
CAPÍTULO 59

—Lo habéis interpretado correctamente, milady. Pero, ante todo, pongamos


los puntos sobre las íes: yo no soy más que un intermediario, igual que mi
difunto amigo. Seguramente, existe la posibilidad de recurrir a la magia élfica
para hurgarme en los sesos, pero en cualquier caso no encontraréis ahí nada
distinto a aquello que me propongo comunicaros.
—Siempre se están exagerando las posibilidades de los elfos...
—Tanto mejor. Sabed que vuestro hijo está vivo. Está preso, pero regresará
con los suyos si nos ponemos de acuerdo en el precio.
—Oh, todo lo que haga falta: piedras preciosas, armas de Roca Escondida,
manuscritos mágicos...
—Lo lamento, milady: quienes lo tienen en su poder no son mashtang
meridionales que comercian con sus rehenes. Al parecer, son representantes del
servicio secreto de Umbror.
El rostro de Eornis no se alteró, pero sus finos dedos se aferraron al brazo del
sillón hasta volverse blancos.
—¡No estoy dispuesta a traicionar a mi pueblo para salvar a mi hijo!
—¿Y no queréis saber siquiera qué nimiedad se os pide?
Y cuando, al cabo de una eternidad condensada en un par de segundos,
respondió: «Sí quiero», Grager, que tenía a sus espaldas decenas de
reclutamientos, comprendió, sin temor a equivocarse, que la jugada ya estaba
hecha; en lo sucesivo, era una cuestión de técnica: un final de partida en
situación de superioridad.
—En tal caso, vayan por delante algunos detalles complementarios. Eloar
perdió el contacto con su gente y se extravió en el desierto; cuando le
encontraron, estaba a punto de morir de sed, así que, para empezar, los
guerrilleros umbrorianos le salvaron la vida...
—¿Le salvaron la vida? ¿Esos monstruos?
—Dejad eso, milady: con cuentos sobre la «cecina humana» se podrá
atemorizar a todos los palurdos que se quiera, pero conmigo no cuela. Al fin y
al cabo, me he pasado cuatro años combatiendo a los orcos, y sé de qué me
hablo; esos tipos siempre han apreciado la valentía ajena, y han tratado
dignamente a sus prisioneros: eso no se les puede negar. Lo malo no es eso, lo
malo es que han averiguado que vuestro Eloar participó personalmente en las
operaciones de «limpieza», término que, como sabréis, no es más que un
eufemismo para referirse a los asesinatos en masa de la población civil...
—¡Pero eso es mentira!
—Por desgracia, es la pura verdad. —Grager suspiró fatigado—. Resulta que
mi difunto amigo, el barón Tangorn, tuvo ocasión de observar con sus propios
ojos el trabajo del destacamento de vastakos de Eloar... Por consideración a
vuestros sentimientos maternos, no os voy a describir ahora los hechos de los
que fue testigo el barón.
—¡Le juro que se trata de un error monstruoso! Mi pobre hijo... Un momento,
¿ha dicho usted vastakos? Es posible que, sencillamente, no fuera capaz de
detener a esas fieras...
—Dama Eornis, un jefe responde de las acciones de sus subordinados como si
fueran propias; no sé qué pasará entre los elfos, pero entre los humanos es así...
Pero, si os he contado todo esto, es tan sólo para que tengáis muy claro que, si
no llegamos a un acuerdo sobre el precio de la liberación de vuestro hijo, más le
vale no confiar en la convención sobre los prisioneros de guerra. Se limitarán a
entregárselo a los parientes de las víctimas de la «limpieza»...
—¿Qué... —tragó saliva de forma instintiva— qué es lo que tengo que hacer?
—En primer lugar, querría conocer con precisión cuál es vuestra posición en
la jerarquía de Onirien.
—¿Acaso ellos no lo saben?
—Tan sólo por las palabras de Eloar, y estaréis de acuerdo en que él ha
podido inflar su valor como rehén. Ellos necesitan saber hasta qué punto sois
poderosa: lo de klofoel es una dignidad, no una especialidad, ¿no es así? Si os
dedicáis a cosas sin importancia, como la educación de los príncipes o el
ceremonial, entonces, a juicio de ellos, no tendría sentido tratar con vos.
—Yo soy la klofoel del Mundo.
—Aja... o sea, que dentro de la corte de la Soberana os encargáis de los
asuntos relativos a la diplomacia, el espionaje y, en un sentido más amplio, la
expansión de los elfos por Midgard, ¿no es así?
—Sí, podría decirse que sí. ¿Está usted satisfecho del nivel de mi poder?
—Totalmente... Bueno, al grano. En uno de los campos de trabajo pietrorianos
que controlan los elfos, se encuentra cierto prisionero de guerra umbroriano.
Tenéis que organizar su fuga, y a cambio recibiréis a vuestro hijo, eso es todo.
Tengo la impresión de que, en lo tocante a «traicionar a vuestro pueblo»,
vuestra conciencia puede estar tranquila.
—Pero Onirien nunca accederá a esa clase de intercambios, si es que estamos
hablando de un miembro de la familia reinante de Umbror...
—No puedo hacer comentarios acerca de vuestras conjeturas, dama Eornis,
pues ni siquiera estoy al corriente del asunto. Pero tenéis razón en una cosa: si
alguien en Onirien, aunque sea una sola persona, llegara a enterarse de nuestros
contactos, estáis perdida; y vuestro hijo, por consiguiente, también.
—Muy bien, estoy de acuerdo... Pero ante todo debo cerciorarme de que mi
hijo realmente está vivo: un anillo se puede tomar de un cadáver.
—Me parece justo. Examinad este documento. —Era el momento más
arriesgado, el más decisivo, aunque Grager no lo sabía. Pero si Haladdin
hubiera contemplado el rostro impertérrito de la elfo mientras leía atentamente
las runas emborronadas, como si las hubiera escrito alguien bebido («Querida
madre estoy vivo me tratan bien»), se habría dado cuenta en seguida de que
todo iba bien: el maestro Haddami no le había fallado; no en vano, durante casi
todo un día, se había «metido en la piel del personaje».
—¿Qué le han hecho, salvajes?
—Según él mismo dice, está en una prisión subterránea; desde luego, no es la
floresta de Onirien —dijo Grager, abriendo los brazos—. Realmente, no se
encuentra todo lo bien que él quisiera...
—¿Qué le han hecho? —repitió con calma—. No pienso mover un dedo
mientras no tenga la garantía de que está bien, ¿entendido? Voy a revolver
todos los campos de prisioneros y...
—¡Calmaos, obtendréis esas garantías!... No pueden haber montado este
tinglado, en contacto con la trama conspirativa, para ser luego ellos mismos
quienes impidan el canje, ¿no os parece? Incluso han propuesto... —En este
momento, Grager hizo una pausa efectista—. ¿Queréis veros con él?
—¿Cómo? ¿Es que él está aquí? —dijo, levantándose de un movimiento
rápido.
—¡Vaya, pedís demasiado! Podréis hablar con él a través de las Piedras
Videntes. A una hora concreta, que vamos a fijar ahora mismo; no sé, digamos...
a mediodía del primero de agosto, ¿qué os parece? Eloar se acercará al miralejos
de Umbror, y vos al vuestro...
—En Onirien no hay ninguna Piedra Vidente —sacudió la cabeza Eornis.
—Eso ya lo saben ellos —asintió Grager—. Para acelerar el asunto, han
pensado en cederos temporalmente uno de sus propios cristales; después lo
devolveréis junto con el prisionero, qué se le va a hacer. Pero ellos, a su vez,
también exigen garantías: hay formas de descubrir un miralejos con ayuda de
otro miralejos, los elfos sabéis de esto más que yo, y no están dispuestos,
lógicamente, a descubrir al enemigo su zona de despliegue. Por eso hay dos
requisitos innegociables. El primero es que el cristal se os entregará «cegado»,
dentro de un saco hermético, y además irá dispuesto en régimen de
«receptor»... Disculpad, milady, yo de todo esto no entiendo ni palabra, me
limito a repetir sus instrucciones, como un loro; bien, sólo podréis sacar el
miralejos del saco y situarlo en régimen de «comunicación recíproca» justo a
mediodía del uno de agosto. Si osáis hacer todo esto antes de esa fecha (para
curiosear cómo van las cosas por los refugios secretos de los umbrorianos),
entonces, sintiéndolo mucho, uno de los espectáculos que presenciaréis será el
de la ejecución de Eloar. ¿Está claro?
—Sí.
—Y, en segundo lugar, exigen que durante la sesión de comunicación os
encontréis lo más lejos posible de Umbror: en Onirien... Por eso, a mediodía del
uno de agosto, cuando vuestro miralejos empiece a funcionar como «emisor»,
tienen que ver en él algo que sólo exista en Onirien... Sabéis, a este respecto,
sintieron de pronto, sin venir a cuento, una gran desconfianza, de manera que
estuvimos casi media hora escogiendo un elemento característico de Onirien,
que no se pueda confundir con nada ni haya manera de falsificar. Entonces
alguien recordó que vuestra Soberana posee un enorme cristal mágico que sirve
para mostrar imágenes del futuro; así que decidieron que eso era precisamente
lo que nos hacía falta.
—¿El Espejo de Dama Luz?
—Ellos lo llamaban de otra manera, pero sin duda habéis entendido a qué me
refiero.
—¡Pero se han vuelto locos! Conseguir permiso para acercarse al Espejo de la
Soberana es una tarea increíblemente complicada...
—¿Y por qué se van a haber vuelto locos? Ellos ya lo han dicho: «Para ella
constituye, de paso, una oportunidad de mostrar cuál es su peso real en el
entramado de Onirien...» En resumen, así queda la cosa: a mediodía del
primero de agosto sacaréis el miralejos de su saco, lo pasaréis del régimen de
«receptor» al de «comunicación recíproca», y en ese momento en el de Umbror
tendrá que verse el Espejo de Dama Luz; después haréis la operación inversa y
veréis a vuestro hijo, vivo y sano... bueno, relativamente sano. Tras eso, os
comunicarán exactamente a quién hay que sacar y de qué campo hay que
sacarlo. Cualquier nueva conversación relativa a la marcha de la operación se
verificará igualmente a través del miralejos. ¿Alguna objeción?
—Esto no nos va a salir bien —dijo de pronto con una voz muy apagada, y él
se dio cuenta en seguida del lapsus: «nos»; perfecto, todo iba según lo previsto.
—¿Cómo es eso?
—A espaldas del Consejo de las Estrellas no se puede introducir en Onirien
ningún objeto mágico. Y un miralejos está cargado de la magia más poderosa,
así que no podré pasarlo a escondidas por el puesto de la guardia fronteriza.
—Sí, ellos ya habían oído hablar de esa prohibición. ¿Pero es que acaso afecta
a la mismísima klofoel del Mundo?
—Qué idea más equivocada se tiene del orden élfico —dijo, al tiempo que
forzaba una sonrisa—. Ese orden alcanza a todos, incluso a la Soberana y el
Soberano. La guardia fronteriza tan sólo obedece al klofoel de la Paz, a nadie
más.
—Bueno, si todo el problema reside esos guardias, me alegro de poder
descartar ese pequeño problema, que a vos os parece irresoluble —dijo Grager
con un desinterés estudiado—. El miralejos os lo entregarán en directamente en
la propia capital de Onirien, en Ciudad de los Árboles.
—¿Cómo que... en Ciudad de los Árboles? —Se había quedado pasmada, y
Grager tuvo la clara sensación de que ése no era el problema.
«Te has asustado», así lo entendió él, «por primera vez en toda la
conversación te has asustado de verdad... ¿A qué viene eso ahora? Desde luego,
enterarte de que en tu propia capital hay agentes enemigos capaces de
introducir objetos que te están vedados incluso a ti, a una todopoderosa
ministra del rey, constituye una sorpresa considerable. Pero hay otra cosa más
importante: este movimiento te ha pillado desprevenida; hasta ahora, y
teniendo en cuenta que habías recibido con antelación el anillo de Eloar, todos
los giros de nuestra entrevista, en mayor o menor medida, los tenías ya
previstos... Los tenías previstos, y traías preparada la respuesta adecuada, y por
eso hasta este momento yo no había tenido ocasión de constatar cuáles eran tus
verdaderos sentimientos, y me tenía que conformar con aquello que pretendías
hacerme creer... Debería haberme dado cuenta en seguida de que te estabas
rindiendo demasiado pronto, de que accedías muy fácilmente a ser reclutada;
porque sin duda eras consciente de que aquello no era ni más ni menos que un
reclutamiento: hasta el fin de tus días estarías atrapada y nosotros, en cierto
sentido, seríamos colegas... Sí, claro, el hijo está en poder del enemigo, le
amenaza una muerte espantosa. Pero da lo mismo: al fin y al cabo, ella es un
hombre de la corte, así que en su carrera hasta lograr el sillón (o dondequiera
que se sienten allí durante las sesiones del Consejo de las Estrellas) de klofoel
habrá tenido que superar todos esos juegos de tira y afloja propios de los
intrigantes. Naturalmente, a Haladdin le toca decidir, pero yo, en su lugar, no
pondría en manos de Eornis ni una triste navaja de bolsillo, así que no digamos
ya el miralejos... ¡Ay!, seguro que, con ocasión del canje, ella se la da con queso
a este sabio doctor, como quien engaña a un crío, me juego el cuello. Claro, que
a lo mejor no pasa eso, porque ella no sabe cómo hacerlo. Y es que ese tío
también se guarda algunos ases en la manga: no soy capaz de imaginar cómo
pretende entregarle en secreto el cristal en el Bosque Encantado, pero es un
hecho que no va de farol.»
—Habéis oído bien, dama Eornis, justamente en Ciudad de los Árboles. Este
año os encargáis vos de la organización de la Fiesta de las Luciérnagas
Danzarinas, ¿no es así?
CAPÍTULO 60

Bosque de Onirien, Ciudad de los Árboles Noche


del 22 al 23 de julio de 3019

La Fiesta de las Luciérnagas Danzarinas, que se celebra en la noche del


plenilunio de julio, es una de las más importantes para los elfos, por lo que,
sabiendo quién y cómo la organiza un año dado, un ciudadano avezado de
Onirien puede sacar conclusiones relevantes sobre la verdadera situación en el
seno de su gobierno, oficialmente «más unido que nunca». Aquí, cualquier
nadería está cargada del más profundo significado, pues en todas ellas se
reflejan los matices de esa lucha sin cuartel por el poder, única cosa que da
sentido a la vida de los inmortales jerarcas élficos. En esas condiciones, un
detalle totalmente inocente (como el de quién representa en dicha festividad al
Soberano de Dolno: un primo segundo o un sobrino) puede tener mucha más
importancia que, por ejemplo, la conmovedora aparición, en la fiesta del
penúltimo año, de lord Estebar, antiguo klofoel de la Fuerza, desaparecido sin
dejar rastro diez años atrás junto a los restantes participantes en la «conjura de
Cerebrant». Un par de horas permaneció el ex klofoel en el talan (puesto de
observación situado en la copa de un mellyrn), a la izquierda de los Soberanos
de Onirien, para volver después a desaparecer en la nada; se aseguraba (bien es
verdad que en voz muy baja y tomando muchas precauciones) que se lo habían
llevado a los subterráneos que están bajo el Túmulo de la Triste Aflicción, pero
no los guardias, dependientes del klofoel de la Paz, sino las bailarinas de la
klofoel de las Estrellas... ¿Por qué? ¿Para qué? «Gran misterio es éste.»
En principio, eso está bien: el poder, para seguir siendo poder, debe ser
inescrutable e impredecible; de otro modo, no es un poder digno de ese
nombre, sino un simple mando... No está de más recordar aquí de qué manera,
en uno de los mundos vecinos, los expertos extranjeros intentaban descifrar,
año tras año, los vericuetos de la política de cierto estado poderoso y
enigmático: se fijaban en el orden en que se situaban, encima del panteón del
Fundador, los jerarcas de ese estado con ocasión de las grandes celebraciones;
en qué casos se había dejado de lado la ordenación alfabética de los nombres a
la hora de enumerarlos, y en otros detalles semejantes.
Los expertos eran competentes y sabios; sus conclusiones, profundas y de
una lógica impecable; ¿habrá que asombrarse, entonces, de que ni una sola vez
acertasen en sus vaticinios? Así que, si hubieran contratado a tales expertos
para que analizaran la situación en Onirien, en torno a la Fiesta de las
Luciérnagas Danzarinas del año 3019 de la Tercera Era, seguramente habrían
llegado a una conclusión en esta línea: «Dado que la organización de la Fiesta
de este año ha recaído por primera vez en la klofoel del Mundo, eso debe
indicar que, dentro de la jefatura élfica, los expansionistas se han impuesto
claramente sobre los aislacionistas, por lo que hay que esperar un decidido
incremento de la presencia élfica en las regiones clave de Midgard. Algunos
analistas suponen que en la base de todo esto se sitúa el nuevo reparto de
funciones en el séquito de la Soberana, inquieta por el extraordinario
reforzamiento de las posiciones del klofoel de la Paz». Lo más gracioso era que,
en sí mismas, esas construcciones lógicas eran perfectamente correctas, como,
por lo demás, ocurría siempre con sus fallidos análisis...
Por lo que respecta a la fiesta, era de una belleza excepcional. Evidentemente,
sólo un elfo puede apreciar esa belleza en toda su magnitud; pero, por otra
parte, pensándolo bien, el ser humano es tan primitivo y limitado, que le basta
y le sobra con unas miserables migajas del verdadero esplendor, que siempre
está delante de los ojos... Los habitantes de Onirien se reunían en esa noche en
los talans más próximos al Dama Blanca: desde la altura de la copa del mellyrn
se abrían unas vistas de ensueño sobre el valle, donde en los prados empapados
de rocío, rodeados de lóbregas fábricas (plata labrada, como en las monedas de
Roca Escondida), resplandecían las constelaciones de lamparillas. El propio
firmamento nocturno, al lado de ese increíble espectáculo, parecía un pálido
reflejo suyo en un viejo espejo de bronce; y eso es lo que era, en realidad: todo el
movimiento de los astros celestes sobre Midgard se limita a reflejar lo que
ocurre en esa noche a orillas del Dama Blanca. Pero los mortales, como queda
dicho, sólo tenían acceso a una parte insignificante de todo aquello: podían
deleitarse con las figuras en forma de estrellas, inalteradas desde hacía siglos
(ellos se encargaban de la colocación de las lamparillas sobre la hierba), pero los
mágicos dibujos trazados por las bailarinas con sus candiles —y es
precisamente esa danza el fundamento último de la magia de los Primeros
Nacidos— pasaban totalmente inadvertidos a sus ojos. Sólo muy de cuando en
cuando algunos vagos ecos de esos mágicos ritmos llegaban hasta el mundo de
los hombres a través de la inspiración de los más grandes escaldos y músicos,
envenenando para siempre sus almas con la añoranza de una perfección
inalcanzable.
Eornis, en su condición de klofoel de la Fiesta, se encontraba a media noche
en el centro de aquel «firmamento», justo allí donde siete fíalas (seis de ellas
brillantes y la séptima excepcionalmente resplandeciente) formaban sobre los
prados del Dama Blanca la constelación de la Hoz de los Dioses, cuyo mango
señalaba el polo del mundo. Estaba completamente sola (las bailarinas,
encabezadas por la klofoel de las Estrellas —sólo a ellas se les permitía acceder
al «firmamento»—, se habían alejado hacía rato por debajo de las bóvedas de
los mellyrn), esforzándose en vano por adivinar cómo pensaba cumplir su
promesa el barón Grager: «Justo al amanecer, con las primeras luces del día,
encontraréis el saco con la Piedra Vidente entre la hierba, muy cerca de la fíala
que representa a la Estrella Polar en la Hoz de los Dioses». El paso al
«firmamento» estaba prohibido —bajo pena de muerte— a cualquier elfo,
incluidos a los más allegados a la klofoel, así que no había que temer que nadie
pudiera descubrir el miralejos antes que ella... Sí, ¿pero cómo iban a llegar hasta
allí los propios espías umbrorianos? Tenía que haber sido... tenía que haber
sido... ¿alguna de las bailarinas? Pero eso era imposible: ¡una bailarina aliada
con el Enemigo! ¿Sí? Y que la klofoel del Mundo estuviera aliada con el
Enemigo, ¿eso sí era posible?
«Pero yo no estoy aliada con el Enemigo», se corrigió, «yo me limito a jugar
mi partida. Es verdad que estoy dispuesta a hacer todo lo necesario para salvar
a mi pobre hijo, pero no tengo intención de cumplir las condiciones que ellos
han planteado para el trato... Por la mañana recibiré el miralejos, a mediodía del
primero de agosto conoceré el nombre del heredero al trono de Umbror (¿de
quién podrá tratarse?), y más tarde, durante el intercambio de rehenes, ya me
las arreglaré para que finalmente caiga en mis manos, ¡no hay que preocuparse!
Por lo visto, todavía no saben de lo que son capaces los elfos... ¡pronto lo
sabrán!
«Aquí el peligro no está en los hombres (¿qué me pueden hacer esos
repugnantes gusanos?), sino en mi gente. Si gano esta partida, arrojaré a los pies
del Soberano el miralejos, junto con la cabeza del príncipe de Umbror; una
victoria grandiosa, y que alguien se atreva a abrir la boca: a los vencedores no
los juzga nadie... Pero si fracaso o si, sencillamente, no me dejan llevar el juego
hasta el final... En ese caso, todo esto se vería de inmediato como un acuerdo
con el Enemigo, como una flagrante traición, y el klofoel de la Paz daría su
mano derecha con tal de poder comunicarme la sentencia y conducirme a sus
subterráneos, situados bajo el Túmulo de la Triste Aflicción... Como le surja la
menor sospecha acerca de mis conversaciones con los lunienses, sus guardias se
pondrán a investigar, como sólo ellos saben hacerlo, y todo habrá terminado
para mí. El caso es que he podido justificar ante la Soberana mi visita a Colinas
del Agua, explicando precisamente que «según noticias procedentes de Opar,
alguien en Onirien está empezando a desarrollar su propio juego, de común
acuerdo con Altagorn, y no se puede descartar que ese alguien sea el klofoel de
la Paz». Cuando se entere de nuestra conversación, y tendrá que enterarse tarde
o temprano, no le quedará otra salida que la de comprometerme de forma
incontestable a ojos de los Soberanos, y ese trabajo lo va a realizar a conciencia...
»¿Y si todo esto», se inquietó de repente, «empezando por los sucesos de
Opar, no fuera más que una rebuscada intriga del klofoel de la Paz, y sus
guardias están esperando para echarme el guante en cuanto toque un saco que
contenga una piedra con forma de miralejos? ¿Elandar y esos barones de
Lunien actúan contra mí, a favor del klofoel de la Paz? No, no tiene ningún
sentido... Estoy huyendo de mi propia sombra. ¿Y cómo es posible que todos
esos espías lunienses —con el consentimiento de Aramir, sin duda— estén
jugando en el mismo equipo que los umbrorianos? Bueno, precisamente eso sí
parece claro: actuando como intermediarios, esperan obtener en este trato su
correspondiente «comisión»: una klofoel élfica, comprometida por su
colaboración con el Enemigo, a la que después podrán manejar... Y el caso es
que así podría ocurrir si yo tuviera intención de cumplir sus condiciones...
»Sea como fuere, ya no hay vuelta atrás: únicamente la victoria en este
«intercambio de rehenes» me puede salvar, y no sólo salvarme, sino hacerme
ascender un peldaño. Y después... después ya encontraré a los que hoy van a
depositar junto a la Estrella Polar el saco con la Piedra Vidente; y lo haré yo
sola, aprovechando las posibilidades de mi propio Servicio, adelantándome a la
Guardia, y entregaré a esos traidores al Consejo: «Nuestro sin par protector de
la Paz ha estado en los últimos tiempos tan ocupado en el esclarecimiento de
supuestas conjuras (a un precio que todos conocemos muy bien), que ha pasado
por alto la existencia en Ciudad de los Árboles de una verdadera red de espías
del Enemigo... ¿Y no será que no la ha pasado por alto? ¿No será que algunos
hilos de esa red llegan más arriba de lo que yo me puedo atrever a suponer?».
De un golpe como ése ya no se repondría; por mucho que le amparase el
Soberano, sería una victoria en toda regla, de la Soberana, y también mía.»
Mientras tanto, el Dragón de Kumai planeaba invisible sobre el cielo nocturno
de Onirien, recorriendo los meandros del Dama Blanca, tenuemente iluminados
por la luna. Al ver las brillantes luces azuladas, diseminadas en una extensa
zona en mitad del valle, formando un mapa estelar bastante preciso, el
ingeniero respiró aliviado e hizo descender el planeador: por el momento, todo
se ajustaba exactamente a lo planeado. Buscó entre aquellas «constelaciones» la
de la Cubeta, que en esa zona llamaban, a saber por qué, la Hoz de los Dioses...
Perfecto, estaba donde tendría que estar en el cielo verdadero, y también la
Estrella Polar estaba en su sitio... Qué curioso, ¿con qué harán esos faroles? Se
ve que es una luz fría; a lo mejor es esa sustancia que brilla en los pudrideros...
La Cubeta crecía vertiginosamente de tamaño; Kumai tanteó a sus pies, en el
fondo de la barquilla, hasta dar con el saco —lo había sacado la noche anterior
de su escondrijo, detrás de una piedra romboidal que había en la pared del
fondo de la chimenea de Colina Hechicera—, y de pronto soltó un improperio
para sus adentros. «Maldita sea, pero si no me ha dicho cuáles son las medidas
reales de esa figura: ¿cómo voy a calcular ahora mi altura, en plena oscuridad?»
En un principio, Haladdin pensaba pedirle únicamente a Kumai que
recogiera el saco en su escondite y lo dejara caer al día siguiente, durante el
vuelo de entrenamiento, en algún sitio alejado de la fortaleza, para que más
tarde lo pudiera recuperar y llevárselo de allí. Pero, de pronto, el doctor se
quedó callado en mitad de una frase, y dijo perplejo:
—Dime una cosa: ¿tú podrías llegar volando desde aquí hasta el propio
Onirien?
—Sin problemas. Bueno, no tanto como sin problemas, pero podría.
—¿Y si fuera de noche?
—La verdad es que nunca he volado de noche a esa distancia... Es difícil
orientarse.
—¿Y si es una noche de luna? ¿Y si te digo que, en el sitio que a mí me
interesa, va a haber unas luces en tierra que te podrán servir de orientación?
—Entonces sería más fácil. ¿Qué sucede, que hay que realizar un
reconocimiento desde el aire?
—Es que me he acordado de lo bien que se te da ahora el soltar cargas desde
tu planeador, dirigiéndolas a un blanco terrestre. Algo parecido es lo que habrá
que hacer en Onirien...
Kumai justificó el vuelo nocturno ante sus superiores en Colina Hechicera de
una forma muy decidida: le planteó al Grizzly la posibilidad de perfeccionar el
bombardeo nocturno. «¿Para qué diablos hace falta eso?» «Para dejar caer
proyectiles incendiarios sobre el campamento enemigo. Si te pasas toda la
noche anterior a la batalla sin dormir, apagando llamas en las tiendas, por la
mañana no estás para dar muchos gritos de guerra.» «Hum... no está mal
pensado. Haga usted la prueba, ingeniero.» Partió al anochecer. «Volaré en
círculo, hasta que oscurezca», hizo un giro amplio, para que no le vieran desde
la fortaleza, y sólo entonces tomó rumbo oeste-noroeste; todavía alcanzó a
distinguir el lugar donde el Dama Blanca aporta sus aguas al Río Largo, a partir
de ahí se trataba de hacer lo de siempre...
Kumai abrió la mano y el saco cayó hacia abajo, en medio de la oscuridad
interrumpida por las «estrellas». A los pocos segundos, el morro del planeador
cubrió la Estrella Polar de la Cubeta: todo iba bien; a menos que estuviera muy
confundido con su altura, el objetivo había sido alcanzado. «¿Qué es eso?
¿Algún veneno?» «Qué va. Eso es magia.» «¿Magia? No digáis tonterías...» «Tú
haz caso a los de Onirien, este saco no me gusta nada.» «Ya, ya. Cuando la cosa
se pone fea, todo el mundo se olvida de los médicos y acude a los brujos...»
Muy bien, él ya había hecho su trabajo; los jefes sabrían para qué había servido
aquello: cuanto menos sabes, mejor duermes. Había llegado el momento de
girar en redondo y tomar el camino de vuelta; estaba lejos, y el viento cada vez
soplaba más fuerte.
Al efectuar el viraje, con su habitual audacia, sobre las aguas soñolientas del
Dama Blanca, Kumai no tuvo en cuenta una circunstancia: la altura de los
mellyrn. Para ser más exactos, no podía imaginar siquiera que hubiera en el
mundo árboles como ésos.
Y hubo un primer golpe, cuando una de las ramas rozó muy levemente el
extremo de un ala, convirtiendo de pronto el planeador en uno de esos vilanos
que giran sin parar, como los que los mellyrn arrojan a cientos en otoño sobre
los restos secos de estrella dorada.
Y hubo un segundo golpe, cuando el Dragón ciego e indefenso viró con fuerza
hacia la derecha y se incrustó en una copa vecina, desgarrándose con un
chasquido la piel del revestimiento y rompiéndose el espinazo y las costillas
que soportaban todo el armazón.
Y hubo un tercer golpe, cuando todos esos restos cayeron tronco abajo con
gran estruendo, precipitándose sobre el talan lleno de elfos estupefactos,
prácticamente a los pies del klofoel de la Paz.
En realidad, Kumai acababa de completar su misión, así que se le podría
haber incluido perfectamente en la lista de «bajas asumibles», y al hacerlo se
habría comentado filosóficamente que no es posible preparar la tortilla sin
romper antes los huevos. Sin embargo, una circunstancia venía a complicar las
cosas: el troll se lastimó seriamente en su caída, pero siguió viviendo, y eso,
como es fácil suponer, era algo catastrófico.
CAPÍTULO 61

Klofoel de la Paz:... Sólo debemos apresuramos cuando queremos atrapar una


pulga o cuando, de pronto, nos entra cagalera, honorable klofoel de la Fuerza.
Así que no tenéis por qué meterme prisa: los trolls son gente muy testaruda,
para sacarle información valiosa, necesito tiempo, y no poco.
Soberana: Pero, ¿cuánto tiempo os haría falta, klofoel de la Paz?
Klofoel de la Paz: Calculo que tres días al menos, oh preclara Soberana.
Klofoel de la Fuerza: ¡Pero si no tiene más que poner a trabajar a esos haraganes
que andan por debajo del Túmulo de la Triste Aflicción, oh preclaros
Soberanos! Este asunto no tiene mayor dificultad: que utilice su brebaje de la
verdad, y en un cuarto de hora ese engendro del Diablo largará todo lo que
sabe.
Soberano: Así es, klofoel de la Paz, ¿por qué no empleáis el brebaje de la
verdad?
Klofoel de la Paz: ¿Debo considerarlo una orden, oh preclaro Soberano?
Soberano: No, no, por qué...
Klofoel de la Paz: ¡Os doy las gracias, oh preclaro Soberano! Hay algo
sorprendente: si a mí se me ocurriera dar lecciones al klofoel de la Fuerza acerca
de cómo debe situar a los arqueros en la batalla, y cómo a los jinetes, él lo
consideraría una ofensa, y tendría toda la razón del mundo. Pero resulta que,
cuando se trata de desenmascarar a los criminales, todo el mundo parece que
entiende más que yo.
Soberano: Hombre, tampoco es necesario...
Klofoel de la Paz: En cuanto a lo del brebaje de la verdad, honorable klofoel de
la Fuerza, con su ayuda puede uno introducirse fácilmente en la mente
humana; eso no supone ningún problema, para eso, como muy bien acabáis de
recordar, un cuarto de hora es suficiente. El problema consiste en orientarse
después en ese montón de cachivaches que se desparrama al abrir esa mente;
creedme si os digo que para apartar el grano de la paja no basta con una
semana. Eso de obtener una confesión con ayuda del brebaje de la verdad es
una necedad: ¡lo que necesitamos no son confesiones, sino información...! Y
cuando algo va mal desde el principio, siempre surgen los malentendidos...
Ahora no serviría de nada volver a interrogarle, se convertiría en un absoluto
cretino... Por tanto, permitidme aplicar métodos más tradicionales.
Soberana: Lo habéis explicado todo perfectamente, klofoel de la Paz, os lo
agradezco. Veo que la investigación está en buenas manos, actuad del modo
que os parezca más oportuno. Únicamente, se me acaba de ocurrir una cosa... El
dragón mecánico nos llegó volando desde el exterior; por eso, en el curso de las
pesquisas pueden salir a relucir algunos matices sumamente interesantes,
relacionados no tanto con los Bosques Encantados, como con Midgard. ¿Cuál es
vuestro parecer, Soberano? ¿Podría tal vez interesarnos que se sumase a la
investigación la klofoel del Mundo? Ella es quien mejor se orienta en todo lo
relativo a las peculiaridades de esas tierras... Soberano: ¡Sí, sí, eso es algo muy
sensato! ¿No es cierto, klofoel de la Paz?
Klofoel de la Paz: No tengo el atrevimiento de juzgar las órdenes de la preclara
Soberana, oh preclaro Soberano. Pero, ¿no sería más sencillo apartarme a mí de
esta tarea? En vista de que no se confía en mí...
Soberano: ¡Qué estáis diciendo! ¡No se os ocurra ni pensarlo! Yo, sin vos, me
sentiría como si no tuviera manos...
Soberana: No debemos pensar en las ambiciones personales, sino en el bien de
Onirien, klofoel de la Paz. Es un asunto fuera de lo común, y siempre es mejor
contar con dos especialistas que con uno solo. ¿No estáis de acuerdo conmigo?
Klofoel de la Paz: ¡Desde luego, oh preclara Soberana!
Klofoel del Mundo: Trabajar mano a mano con vos, honorable klofoel de la Paz,
ha sido siempre mi sueño. Pongo todos mis conocimientos y habilidades a
vuestra entera disposición; confío en que no resulten inútiles.
Klofoel de la Paz: No tengo ninguna duda, honorable klofoel del Mundo.
Soberana: Bien, podemos dar por concluido este asunto; en lo sucesivo,
tenednos al corriente de todo, klofoel de la Paz... ¿Qué deseaba comunicar al
Consejo la klofoel de las Estrellas?
Klofoel de las Estrellas: No quisiera inquietaros en vano, oh preclaros
Soberanos y honorables klofoels del Consejo, pero esta mañana, al amanecer,
parece haberse alterado el diseño de las constelaciones. Eso significa que ha
habido un cambio en todo el ordenamiento mágico de los Bosques Encantados;
ha aparecido aquí una nueva fuerza mágica, y muy poderosa... Por lo que
recuerdo, eso sólo ha ocurrido una vez: cuando trajeron a Ciudad de los
Árboles el Espejo de la Soberana.
Soberana: ¿Y no podrían haberse equivocado vuestras bailarinas, klofoel de las
Estrellas?
Klofoel de las Estrellas: Yo misma querría creerlo, oh preclara Soberana. Esta
noche repetiremos nuestra danza...

Kumai volvió en sí antes de lo que esperaban los elfos. Levantó la cabeza, que
parecía que le fuera a estallar de dolor, y observó las paredes, de una blancura
deslumbrante, que recordaban a la porcelana; no había ventanas: desde las
paredes parecía fluir hacia el suelo la mortecina luz azulada de una fíala, fijada
sobre la puerta de barrotes. No le habían dejado ropa de ninguna clase; tenía la
muñeca derecha encadenada a un estrecho banco encajado en el suelo; al
rozarse la cabeza, retiró sorprendido los dedos: le habían rapado, y habían
untado la larga cicatriz reciente que tenía en lo alto del cráneo con un producto
maloliente y grasiento. Se incorporó poco a poco y, cerrando los ojos, tragó
instintivamente los restos repugnantes de vómitos secos; ya era consciente de
todo, y sentía terror, como nunca en la vida lo había sentido. Habría dado
cualquier cosa a cambio de la posibilidad de morir en ese mismo instante, antes
de que ellos empezaran, pero, por desgracia, no tenía nada que dar.
—¡Venga, levántate de una vez, troll! ¡Mira que eres blando, engendro del
Diablo! Te ha tocado en suerte un camino muy largo hasta el otro mundo, así
que en marcha.
Había tres elfos: un varón y una hembra vestidos con idénticas capas
plateadas y negras y un gigantón con una cazadora de cuero que les
acompañaba sumiso. Se habían plantado en la celda sin hacer el menor ruido, y
se movían con una ligereza que no parecía natural, como si fueran enormes
mariposas, aunque, por algún motivo, se notaba claramente que su fuerza no
desmerecía de la del troll. La elfo miró de arriba a abajo, sin ningún pudor, al
prisionero y le dijo algo al oído a su compañero: a juzgar por su sonrisa,
cualquier guarrería; él hizo incluso un gesto de reproche.
—Puede que quieras contarnos algo, troll...
—Puede que quiera. —Kumai se había sentado, tras apartar cuidadosamente
los pies del banco, y estaba esperando a que se le pasara el vértigo; había
tomado una decisión, y el terror se fue por sí solo: sencillamente, ya no había
sitio para él—. ¿Y qué me daréis a cambio?
—¿A cambio? —Al comprobar su desfachatez, el elfo perdió el don del habla
por unos segundos—. A cambio, una muerte rápida. ¿Acaso te parece poco?
—Es poco. La muerte rápida la tengo en el bolsillo de todos modos: por si no
lo sabíais, estoy enfermo del corazón... desde crío. Así que no sirve de nada
torturarme. Por lo que veo, no das una.
—Mientes con mucha gracia —el elfo tenía una risa argentina—, qué
divertido.
—Inténtalo si quieres. —Kumai se encogió de hombros—. Después, por la
muerte de un espía durante los interrogatorios, los jefes te darán para el pelo.
¿O no?
—Los jefes somos nosotros, troll... —El elfo que llevaba puesta la capa se dejó
caer ágilmente en el taburete que le había traído, entre tanto, el de la cazadora—
. Pero de todos modos te escuchamos con interés. Sigue mintiendo...
Pero, ¿para qué mentir? Se daba cuenta de cuál era su situación: estaba
metido en un buen lío. Pero no era ningún estúpido fanático, y no tenía ningún
deseo de morir por esa clase de fantasmas: la patria, los juramentos y cosas así.
¿Para qué? En todos los proyectos absurdos en los que había participado, los
jefes le habían mandado una y otra vez a la muerte, mientras ellos se quedaban
sentaditos en la retaguardia: lobos infames... Él contaría todo lo que sabía, que
no era poco: el mando le había encomendado diversas misiones especiales, en el
pasado y en el presente, y las había llevado a cabo. Pero no en vano. ¿Prometéis
respetar mi vida? Total, para vosotros, en el fondo, no es nada. Que le
encerraran para siempre en una prisión subterránea, que le obligaran a trabajar
como un esclavo en las minas de plomo, que le cegaran y le privaran de sus
atributos de varón... ¡pero que le permitieran vivir!
—Entonces habla, troll. Si nos cuentas la verdad, y esa verdad nos parece
interesante, entonces te encontraremos un trabajo en nuestras minas. ¿Qué decís
a eso, dama Eornis?
—¡Por supuesto! Es cierto, ¿por qué no íbamos a respetarle la vida?
Así pues, su nombre era Tuchka (no debía liarse después... Realmente, de
niño le llamaban así; se le ocurrió a Sonia, que era muy traviesa, y se quedó con
ese nombre hasta la universidad: Tuchka, Tuchka...); graduación: oficial
ingeniero de segunda; último destino: el destacamento guerrillero de... Indun
(se acordaba muy bien de aquel vejete tan agradable: les daba clases de óptica
en segundo). Base del destacamento: el desfiladero de Tsagantsab en las
Montañas Cenicientas (ahí estaba la mina de su padre, la naturaleza parecía
haber creado esos parajes para la guerra de guerrillas, era imposible que no
actuara allí la Resistencia... De todos modos, así, sobre la marcha, era difícil
inventar algo más coherente). Ayer... un momento, ¿qué día es hoy? Sí, sí,
perdón, ya sé que aquí las preguntas las hacéis vosotros... Veamos, el día
veintidós, por la mañana, le ordenaron volar a Onirien, con la misión de llegar
allí en la noche del veintidós al veintitrés y observar la disposición de las
lamparillas en el valle del río Dama Blanca; él personalmente opinaba que toda
esa misión era un auténtico disparate, pero sus jefes, después de tantos reveses,
habían perdido el norte, les había dado por los enigmas; no, en este caso la
orden no procedía de Indun... al hombre que se la había dado era la primera vez
que lo veía, por lo visto, era uno del servicio de inteligencia, se hacía llamar
Chacal... ¿Sus rasgos? Más bien bajo, bizco... bueno, era un orocueno, con una
cicatriz pequeña encima de la ceja izquierda... No, justo encima de la
izquierda...
—Pero qué ingenuo eres, troll. Y no te llamo Tuchka, porque ese nombre es
tan falso como toda tu historia. Sabes, hay dos reglas de oro para actuar en un
interrogatorio: evitar las mentiras descaradas y los detalles innecesarios; y tú
has infringido las dos desde el principio... Dime una cosa, piloto del dragón
mecánico, ¿con qué fuerza, y en qué dirección, soplaba el viento ese día?
Se acabó... ¿Quién iba a pensar que el elfo entendía de navegación aérea? El
caso es que Kumai, mientras soltaba esa sarta de sandeces, no se olvidó de
prepararles también una sorpresa a sus compañeros de charla: la postura que
había adoptado, servil y sumisa, le permitió doblar las piernas sin
impedimentos, y ahora, al comprender que ese juego había concluido, se lanzó
hacia delante como un resorte, intentando alcanzar con su mano izquierda —la
que tenía libre— al elfo de la capa plateada. Y es muy posible que lo hubiera
alcanzado de no haber cometido un fallo muy frecuente: miró a los ojos del elfo,
que era justo lo que no tenía que hacer...
El klofoel de la Paz, con un movimiento airado de la mano, impidió que el de
la cazadora se arrojara como un milano sobre el troll, que estaba aturdido —
«¿Ahora qué pasa, que tienes un tic, torpón?»—, y se volvió en tono de guasa
hacia su compañera:
—¿Seguís con la idea de pasar un rato a solas con este buen mozo, dama
Eornis? ¿No os lo habéis pensado mejor?
—¡Al contrario! Es encantador... ¡una fiera, una auténtica fiera!
—¡Ay, picaruela! ¿Sabéis una cosa? Os lo podéis quedar, ya que tanto os han
llamado la atención sus atributos varoniles. Pero no antes de que nos ocupemos
un poco de él. No vaya a ser que se despida de la vida en vuestros brazos, pues
algo así bien podría suceder, y se lleve consigo todo lo que sabe... Y seguro que
eso os causaría el mismo disgusto que a mí, ¿no es cierto?
CAPÍTULO 62

—¡No te duermas! —El de la cazadora de cuero, que estaba de pie detrás del
taburete de Kumai, le dio al ingeniero una de sus habituales patadas en el talón,
y el dolor le arrancó repentinamente de aquellos delicioso instantes de olvido.
—¿De dónde venías, troll? ¿Cuál era tu misión? —Le preguntó otro distinto,
que estaba delante de la mesa. Trabajaban en pareja: uno hacía las preguntas,
siempre las mismas, hora tras hora; el otro lo único que sabía era que,
golpeándole repetidamente por detrás, en el talón, le obligaba incorporarse, o
bien, por el contrario, a dejar caer la cabeza abotargada por la falta de sueño. No
es que le diera muy fuerte, pero lo hacía siempre, una y otra vez, en el mismo
sitio, por lo que después de decenas de golpes el dolor se hacía insoportable;
todos sus pensamientos se reducían a una cosa: cómo evitar la siguiente patada,
la cual, de todos modos, llegaba inevitablemente... Kumai no se hacía ilusiones:
aquello todavía no era nada, aún no se habían empleado a fondo con él,
limitándose a no dejarle beber ni dormir.
Se negaba a pensar en lo que vendría después, cuando los otros
comprendieran por fin que no iban a sacar nada útil de él en ningún caso. Se
había propuesto únicamente aguantar mientras fuera posible y ganar algún
tiempo para el Grizzly y el Glotón: eran tipos listos, seguro que ya se habían
imaginado lo que pasaba, y se las arreglaban para poner a salvo el «monasterio
de los armeros». Resulta que, cuando emprendió el vuelo, se había dejado en el
taller —por un descuido estúpido—, encima de unos planos, un croquis de la
ruta hasta la desembocadura del Dama Blanca, y ahora tenía la esperanza de
que los agentes de inteligencia pudieran relacionar de algún modo su
desaparición con las copas de los árboles de la zona... «Pero, ¿cómo van a
adivinar que no me he matado, sino que he caído vivo en manos de los elfos?
¿Y, además, qué podrían hacer, aunque lo adivinasen? ¿Tendrían que evacuar
Colina Hechicera? No sé... De las visiones y los milagros se ocupa el Único, yo
sólo puedo resistir y confiar...»
—¡No te duermas! —En esta ocasión, el que tenía a sus espaldas se pasó de la
raya, y el golpe hizo que Kumai se desvaneciera en serio. Cuando el ingeniero
volvió en sí, ya no estaba el de la cazadora, aunque sí el de la primera vez, con
su capa plateada y negra, sentado solemnemente a la mesa.
—¿Nunca te habían dicho, troll, que eres un tipo increíblemente afortunado?
Hacía ya muchísimo tiempo que había perdido la cuenta de los días que
llevaba allí; una luz hiriente, que se reflejaba en las paredes, le irritaba los ojos
llorosos por falta de sueño, y bajo los párpados se acumulaban ya montañas de
arena ardiente. Cerró los ojos y, sin poder evitarlo, volvió a resbalar hacia el
abismo del sueño... Le despertaron nuevamente con una sacudida, diferente a la
acostumbrada y hasta podría decirse que sumamente respetuosa: le
zarandearon de los hombros. Por lo visto, algo había debido cambiar entre los
elfos...
—Bueno, continúo. No sé quién te sugirió que realizaras el vuelo vistiendo el
uniforme de Umbror, pero nuestros legisladores, ¡así se los trague el Fuego
Eterno!, han llegado de pronto a la conclusión de que, por ese motivo, no debes
ser considerado un espía, sino un prisionero de guerra. Y, según las leyes de
vuestra Midgard, los prisioneros de guerra se encuentran al amparo de la
Convención: no se les puede obligar a quebrantar sus juramentos de soldado, y
todo eso... —El elfo se puso a examinar unos papeles que había sobre la mesa y,
al encontrar el pasaje que buscaba, se lo señaló con el dedo, visiblemente
contrariado—. Según tengo entendido, amiguito, te quieren canjear por otro.
Firma aquí y vete a dormir.
—No sé escribir —dijo Kumai, tras despegar los labios llenos de sangre
reseca.
—Un piloto del dragón mecánico que no sabe escribir... No está mal eso...
Bueno, pues firma con el dedo.
—Vete al diablo.
—Por mí, puedes hacer lo que te plazca; ahora mismo anoto: «Se negó a
firmar», ya ves qué fácil... Estos papeles, de todos modos, no le importan un
rábano a nadie, salvo a tus propios mandos, si es que finalmente se aviene al
canje. Eso es todo, eres libre... en cierto sentido... ¡Llevaos al detenido! Perdón,
señor: no es usted nuestro detenido, sino nuestro prisionero de guerra...
Y cuando otros tipos con cazadora de cuero se llevaban al ingeniero por el
pasillo, el klofoel de la Paz fue detrás de él y le susurró:
—Tu dios es afortunado, troll: en un par de horas, me habría ocupado de ti en
serio, y... ¿Por qué tuviste que venir a Onirien, eh?
Se acabó de convencer de su victoria en cuanto vio sobre la mesita de su celda
unas cuantas galletas élficas y, especialmente, una jarra de agua helada: sus
paredes de arcilla estaban totalmente cubiertas de una fina telaraña plateada
que se deshacía de inmediato al contacto con los dedos, formando gruesas gotas
temblorosas. El agua tenía un ligerísimo gusto dulzón, pero él no lo apreció: un
hombre que lleva varios días sin beber no se da cuenta de esas cosas.
Y vino el sueño, maravilloso y ligero, como siempre después de una victoria.
Olía a hogar: a madera vieja y a piel del sofá, a la pipa del padre y a otras cosas
que carecen de nombre: mamá se afanaba en silencio en la cocina y,
enjugándose una lágrima furtiva, le preparaba sus frijoles favoritos, mientras
Sonia y Haladdin, despreocupados, como antes de la guerra, rivalizaban para
preguntarle por sus aventuras y, bueno, chicos, hay tanto que contar, no me
vais a creer...
Y él, sonriente y feliz, charlaba en el sueño.
Y ojalá se hubiera limitado a charlar, en vez de responder cabalmente a las
preguntas que le hacía una voz monótona, que le mantenía dormido.
En Colina Hechicera le dieron por muerto: «Según todos los indicios, en el
transcurso de su último vuelo de entrenamiento, verificado en horas de
oscuridad, no calculó correctamente su altura y se precipitó contra unos árboles:
la búsqueda, en las cercanías del castillo, del cadáver y de los restos del aparato
volador no ha dado resultado hasta el momento». Al día siguiente, el Grizzly,
siguiendo instrucciones, selló los papeles del ingeniero, incluidos los mapas de
vuelo, y los remitió al cuartel general de Feanaro en Torre Vigía: sin leerlos.

Consejo de las Estrellas de Onirien


25 de julio del año 3019 de la Tercera Era

Klofoel de la Paz:... Así que, como podéis ver, es perfectamente factible obtener
resultados sin tortura y sin el brebaje de la verdad, que destruye el cerebro.
Soberana: Sois un verdadero maestro en vuestro oficio, klofoel de la Paz. ¿Y
qué habéis conseguido sacar en claro?
Klofoel de la Paz: El nombre del piloto del dragón es Kumai; su graduación,
oficial ingeniero de segunda. Voló, tal y como suponíamos, desde Colina
Hechicera; allí, a juzgar por lo que ha contado, ha surgido un verdadero nido de
víboras: constructores umbrorianos refugiados intentan crear, al amparo de su
servicio secreto, un arma sorprendente. El verdadero objetivo de su vuelo,
siguiendo instrucciones de la Orden de los espectros, era el de arrojar sobre el
«firmamento» del Dama Blanca un saco con cierto objeto mágico, cuyo destino
desconoce; hay que pensar que fue precisamente esa magia la que percibieron la
honorable klofoel de las Estrellas y sus bailarinas. Mi Guardia ha llevado a cabo
una serie de búsquedas específicas en el valle del Dama Blanca, pero no ha
descubierto dicho objeto: alguien se llevó el saco. En relación con esto, oh
preclaros Soberanos... os pido que me entendáis bien... En relación con esto,
debo insistir en que se aparte de las investigaciones a la honorable klofoel del
Mundo.
Soberana: Debéis llamar a las cosas por su nombre, klofoel de la Paz. ¿Creéis
que la klofoel del Mundo ha llegado a alguna clase de acuerdo con el Enemigo,
y que el objeto arrojado desde las alturas iba destinado personalmente a ella?
Klofoel de la Paz: Yo no he dicho eso, oh preclara Soberana. No obstante, tan
sólo las bailarinas y la klofoel de la Fiesta tienen acceso al «firmamento». Si el
objeto arrojado por el troll hubiera estado ya presente en el «firmamento»
durante la Danza de las Luciérnagas, ellas seguramente podrían haber sentido
su presencia, pero tras su marcha se quedó sola junto al río la honorable klofoel
del Mundo...
Soberana: ¿Y no pudieron encontrar ese saco umbroriano los elfos que recogen
las fíalas al amanecer? ¿Y llevárselo, por pura inconsciencia?
Klofoel de la Paz: En principio, podrían haberlo hecho, oh preclara Soberana;
mi Guardia ya trabaja en esa línea. Por eso os pido que sólo de forma
provisional, hasta que se aclaren las cosas, la klofoel del Mundo quede al
margen de la investigación del «caso del saco umbroriano», eso es todo.
Soberano: Parece una medida cautelar muy razonable, ¿no pensáis así?
Soberana: Como siempre, tenéis razón, Soberano. Sin embargo, ya que damos
por sentada la traición de la klofoel, ¿por qué no suponer que las bailarinas, de
común acuerdo, descubrieron efectivamente aquella noche el saco umbroriano
y se lo llevaron para su propio uso? De ser así, empezamos a entender por qué
no han podido localizar hasta este momento en Ciudad de los Árboles la fuente
que origina un fondo mágico tan potente...
Klofoel de las Estrellas: ¿Cómo debo interpretar vuestras palabras, oh preclara
Soberana? ¿Me estáis acusando de formar parte de una conjura?
Soberano: Sí, sí, Soberana; debo reconocer que en cierto modo yo también he
perdido el hilo de vuestros razonamientos... ¿Acaso es posible algo tan
espantoso como una conjura de las bailarinas? Porque son capaces de...
Soberana: No existe tal «conjura de las bailarinas», ¡calmaos, Soberano! Tan
sólo era un ejemplo. Ya que todo el mundo se encuentra bajo sospecha... que sea
todo el mundo, sin excepciones de ninguna clase... Por cierto, ya va siendo hora,
en mi opinión, de que oigamos a la klofoel del Mundo.
Klofoel del Mundo: Os lo agradezco, oh preclara Soberana. Ante todo, y aunque
parezca extraño, quisiera expresar mi apoyo a la honorable klofoel de las
Estrellas. Se le ha echado en cara el que no sea capaz de encontrar en Ciudad de
los Árboles la fuente de esa magia tan potente... Sin embargo, me atrevería a
decir que la misión que se le ha encomendado es comparable a búsqueda de las
nieves de antaño.
Soberana: ¿No podríais explicaros con más claridad, klofoel del Mundo?
Klofoel del Mundo: ¡Os pido disculpas, oh preclara Soberana! El honorable
klofoel de la Paz habla, por la razón que sea, de un objeto mágico, que fue
arrojado sobre el «firmamento» y que alguien se llevó después de allí con malas
intenciones, como si se fuera un hecho incontrovertible...
Klofoel de la Paz. Es que se trata de un hecho incontrovertible, honorable
klofoel del Miando. En el interrogatorio al troll no sólo estuvimos presentes
nosotros dos: al menos tres testigos independientes pueden confirmar sus
declaraciones.
Klofoel del Mundo: Os traiciona la memoria, honorable klofoel de la Paz; la
memoria, y la inalterable costumbre de ver conjuras por todas partes. Lo que
confesó el troll fue que había dejado caer sobre el «firmamento» un saco, de
cuyo contenido no sabía nada de nada. ¿Por qué os afanáis en buscar el cuerpo
del delito? ¿No pudo tratarse acaso de fuego de los pantanos o de alguna otra
clase de porquería mágica impalpable que se derritiera con los rayos del sol,
tras contaminar los alrededores? Por lo demás, no me atrevo a opinar sobre las
técnicas mágicas en presencia de la honorable klofoel de las Estrellas...
Klofoel de las Estrellas: Considero muy verosímil vuestra suposición, honorable
klofoel del Mundo. Mucho más verosímil, en todo caso, que la conjura de las
bailarinas.
Soberana: ¿Deseabais comunicar algo más sobre los resultados de la
investigación, klofoel del Mundo?
Klofoel del Mundo: ¡Sin duda, oh preclaros Soberanos! El honorable klofoel de
la Paz está convencido de que Colina Hechicera, de donde partió el dragón, está
bajo el control de Umbror, pero yo he llegado a otras conclusiones... Bien, con
respecto a los espectros, la idea de que el troll habría actuado siguiendo
instrucciones de esa Orden, es un disparate manifiesto: todos sabemos
perfectamente que la Orden Negra hace ya mucho que desapareció. Pero la
historia de Kumai no deja de ser, a pesar de ello, sumamente interesante. Cayó
prisionero en los Campos Cercados y después, como cabía esperar, se estuvo
pudriendo en las canteras de Montaña Azul, hasta que le prepararon una fuga,
precisamente en su calidad de experto en dragones mecánicos. El troll está
convencido de que quienes le sacaron de allí eran agentes de inteligencia de su
patria, Umbror, pero parece más bien que al infeliz le tienen engañado. El
séquito de la reina Estrella tiene motivos para suponer que todas esas fugas de
constructores del penal de Montaña Azul se deben atribuir, ni más ni menos,
que a Su Majestad Piedra Elfinita, entusiasta de la tecnología militar de Umbror.
Según los datos de Estrella, el rey ha organizado a este fin un servicio especial
ultrasecreto, cuya columna vertebral está constituida por una serie de muertos
que él ha devuelto a la vida por medio del sortilegio de la Sombra. No se sabe
mucho de tales individuos; entre lo poco que se sabe, destaca el hecho de que
todos ellos utilizan nombres de animales salvajes. ¿Cómo explicáis, honorable
klofoel de la Paz, que el troll, cuando se inventó aquella ingenua historia en la
que intervenía un «miembro del espionaje umbroriano», diera a este personaje
el apodo de Chacal? ¡Sencillamente, porque todos los «espías umbrorianos» con
los que ha tenido relación en Colina Hechicera tenían nombres de animales! De
manera que no tengo ninguna duda de que el servicio secreto de Altagorn
controla Colina Hechicera, y de que fue justamente esa gente la que envió aquí
el dragón. Y de esa circunstancia se desprende la siguiente pregunta al
honorable klofoel de la Paz: ¿recordáis de qué hablasteis con Altagorn, cuando
os entrevistasteis a solas con él durante más de dos horas, con ocasión de su
visita a Ciudad de los Árboles el pasado mes de enero?
Klofoel de la Paz: ¡Disculpadme, pero si me entrevisté con él, lo hice por
expreso deseo de los preclaros Soberanos!
Soberana: ¿Os dais cuenta, Soberano, de los cuadros tan interesantes que
surgen ante nuestros ojos cuando la información no se nos presenta de forma
unilateral, sino que procede de dos fuentes independientes y, todo hay que
decirlo, no muy bien avenidas?
Soberano: ¡Sí, sí, tenéis razón! Pero yo, a decir verdad, me he perdido un
poco... Todo eso de que el klofoel de la Paz está relacionado con esos...
muertos... no será más que una broma, ¿no es así?
Soberana: También yo espero que no se trate más que de una broma. En
definitiva, nuestra primera misión ha de consistir en destruir Colina Hechicera,
y además de forma inmediata, para poder sorprenderles...
Klofoel de la Fuerza: ¡Oh preclara Soberana, yo incendiaré ese nido de víboras,
hasta dejarlo convertido en cenizas!
Soberana: Si no recuerdo mal, ya lo «incendiasteis», en compañía del
Soberano, hace apenas tres meses... No, no, tengo ahora otros planes para vos...
más serios. De Colina Hechicera me ocuparé personalmente en esta ocasión;
hay que destruir sus muros: sólo en ese caso es posible que la cosa resulte.
Además, tengo mucho interés en capturar vivo a alguno de esos «animalillos»
de Altagorn... ¿Cuánta gente hay en esa fortaleza decorativa, klofoel de la Paz?
Klofoel de la Paz: Algunas decenas, oh preclara Soberana; se podría precisar
más...
Soberana: No es necesario. Poned a mi disposición a un millar de
combatientes, klofoel de la Fuerza: partiré de inmediato. Y en cuanto a los
demás... El klofoel de la Paz y la klofoel del Mundo continuarán con la
investigación, como hasta ahora: en mi opinión, este trabajo en común está
dando magníficos resultados, ¡hay que seguir así! Las bailarinas y la klofoel de
las Estrellas que mantengan la búsqueda del objeto mágico arrojado sobre
Ciudad de los Árboles; pero que lo hagan conjuntamente con la Guardia, no
vaya a ser que quien lo encuentre caiga en la tentación de dedicarse al estudio
de sus propiedades mágicas en solitario... Y vos, klofoel de la Fuerza,
permaneced en Ciudad de los Árboles, como máximo responsable, vigilando a
todos los demás: son unos niños, unos auténticos niños que en el momento
menos pensado, mientras mamá está fuera, son capaces de incendiar la casa...
Al klofoel de la Paz, por ejemplo, no le conviene jugar a los soldaditos con sus
queridos guardias fronterizos; la klofoel de las Estrellas no debe, bajo ningún
concepto, atildarse ante mi Espejo; la klofoel del Mundo... En fin, ya me
entendéis, klofoel de la Fuerza...
Klofoel de la Fuerza: ¡Perfectamente, oh preclara Soberana! A todos estos
marrulleros los tengo muy calados ya... Soberano: ¿Y qué hay de mí, Soberana?
Soberana: Pues vos, Soberano, lo de siempre; actuad como corresponde al
poder supremo de Onirien: acercaos a la gente, firmad decretos y todas esas
cosas...
CAPÍTULO 63

El Bosque Tenebroso, al sur de la fortaleza de Colina Hechicera


31 de julio de 3019

No paraba de llover. Hacía ya tres días que el aire venía cargado de una
llovizna helada, plenamente otoñal; cada vez que se oía tronar, parecía como si
alguien estuviera sacudiendo con desgana las gotitas de agua del colchón de las
nubes, tan vencido y arqueado que casi llegaba hasta el suelo. El arroyo que
frenaba el avance de la columna dirigida por el Grizzly se había convertido en
esos días en un verdadero río, con fuerza suficiente para arrastrar los cantos
rodados por los bancos de arena. Mientras seis soldados se ocupaban de tender
una pasarela colgante (imprescindible para el traslado de los heridos), sus
compañeros permanecían inmóviles en la orilla, ateridos de frío, y los hilos de
agua gélida que les resbalaban de los rostros demacrados, convirtiendo las
ropas, empapadas previamente en sudor, en una compresa helada, se llevaban
gradualmente lo poco que quedaba de su ardor guerrero. Una magnifica
combinación: la huida, la inmovilidad y las tiritonas...
El Grizzly observó la cuerda horizontal, de la que colgaba, amarrado por el
pecho y la cintura, el primero de los heridos graves. Miró después al vado, un
poco más allá de aquel remanso, y vio a los jinetes que luchaban contra la
corriente para cruzar, llenando de espuma el agua parda, y sintió cómo en sus
pómulos endurecidos volvían a brotar unos bultos. Aquello no acabaría bien,
seguro que no: perder casi una hora para cruzar el río era algo con lo que no
contaba en absoluto, y los elfos, antes incluso de eso, les venían pisando los
talones y podía sentirse su aliento en el cogote... Mientras la mayoría de los
hombres resistía a la desesperada en Colina Hechicera, con la sola misión de
retener al grueso de las fuerzas del ejército élfico, que había irrumpido dos días
antes en el Bosque Tenebroso, al Grizzly se le confió el mando de una columna
integrada por los constructores de Umbror y Fuerteferro, y había conseguido,
de forma milagrosa, eludir el círculo de los asaltantes antes de que se cerrara
por completo. En aquel momento, conducía a toda velocidad la columna hacia
el sur, siguiendo la carretera, e intentaba, a su vez, atraer hacia sí a los
perseguidores élficos, apartándolos del Glotón, que huía en solitario, portando
en un morral toda la documentación del «monasterio de los armeros» que no
habían podido enviar con los anteriores correos.
Todos los cálculos del Grizzly se basaban en el supuesto de que los elfos
lanzaran tras ellos a un número relativamente reducido de perseguidores, de tal
manera que fuera posible superarles y rechazarles, para unirse después a las
fuerzas de Altagorn, las cuales controlaban la carretera a su paso por las Tierras
Pardas con vistas a prevenir eventuales acciones de los auténticos umbrorianos.
Y la cosa no había ido demasiado mal hasta que se toparon con aquel
endiablado riachuelo... ¡Tiempo, les faltaba tiempo! El Grizzly se quedó quieto,
expectante, oculto tras el tronco musgoso de un abeto: en el momento menos
pensado, podría vislumbrarse una sombra sigilosa, enfundada en un capote
verde oscuro de camuflaje, pasando fugazmente entre los árboles en el
crepúsculo lluvioso... Aunque era muy probable que no alcanzara a ver nada, y
que la última impresión que recibiera en su vida fuera el corto silbido de una
flecha élfica.
—¡Mi teniente! —Uno de sus subordinados se acercó por detrás—. El
transporte de las personas custodiadas y de sus efectos personales ya ha
concluido. Es su turno.
«Han estado muy vivos», se felicitó el Grizzly, y se paró de pronto, mientras
examinaba una vez más el riachuelo crecido y los resbaladizos cantos rodados,
siempre traicioneros, de las orillas. «Y, ahora, hay que andarse con ojo.
¡Primeros Nacidos, acordaos de lo que os digo: os vamos a devolver este tiempo
perdido con creces!»
—¡Sargento!
—¡Sí, mi teniente!
—¿Cuántas ballestas de acero tenemos?
El escuadrón élfico, comandado por lord Ereborn, alcanzó el rió media hora
después de que la columna del Grizzly, tras cruzar a la otra orilla, se difuminara
entre la cortina de la lluvia. Durante unos diez minutos los observadores élficos,
ocultos tras los árboles, examinaron atentamente la orilla de enfrente: no vieron
nada. A continuación, un voluntario llamado Edoret, con el arma a la espalda,
se introdujo cuidadosamente en el río y, siempre pendiente de un posible
disparo enemigo, empezó a avanzar, buscando el mejor camino entre el bajío y
los remolinos. Cuando el agua le llegaba a la altura de los muslos, las piernas le
fallaron y la corriente le arrastró, pero el elfo nadaba como una nutria y, tras
sortear una roca, pronto alcanzó un remanso en la orilla opuesta, donde, entre
las ramas de los sauces que emergían del agua, cubiertas de hierbas empapadas
y harapientas, se acumulaba la espuma, inconsistente y amarillenta. Edoret
salió del agua, hizo un gesto a los suyos y se paró a calcular el mejor modo de
superar los cantos de la orilla, sin desnucarse sobre las piedras mojadas; los
observadores contuvieron la respiración y soltaron sus arcos: al parecer, todo
salió bien. El manual de campaña de cualquier ejército, en cualquiera de los
mundos, exige en tales situaciones que se le dé tiempo al explorador para que
estudie el terreno; sin embargo, Ereborn, ansioso por cobrar la presa antes de
que anocheciera, decidió ahorrarse esas precauciones: obedeciendo un gesto de
su superior, cinco elfos se pusieron en marcha, siguiendo los pasos de Edoret.
Cuando el agua les llegaba hasta las rodillas, aproximadamente, se oyó sobre
el riachuelo el sonoro gorjeo del mirlo de pecho azul: ésa era la señal para que,
en la orilla opuesta, una serie de ballestas descargaran una andanada de flechas.
Tres elfos cayeron gravemente heridos, se hundieron en el agua y se los llevó la
corriente; un cuarto, con el húmero astillado, logró alcanzar la orilla y llegó a
duras penas hasta los árboles; peor le fue al quinto, quien quedó tendido justo
donde la profundidad del rió empezaba a disminuir: la flecha le había acertado
en el vientre y, atravesándole las tripas, había ido a clavarse en la columna. Para
Edoret, atrapado en la orilla enemiga, el tiempo pareció detenerse: por un
instante fugacísimo, el explorador alcanzó a divisar a los ballesteros que se
habían parapetado a cierta distancia, tras un ribazo (pudo incluso contarlos:
eran seis); calculó fríamente el tiempo que necesitaría para soltar su espada, que
llevaba atada a la espalda de forma un tanto complicada, y llegar corriendo
hasta sus enemigos, resbalando a cada paso en los cantos mojados... Finalmente,
tomó la única decisión sensata: saltó otra vez al río y, hundiendo la cabeza, dejó
que la corriente se lo llevara. Una flecha de ballesta salió disparada en su busca,
pero sólo consiguió trazar, en el lomo de una piedra lustrosa que sobresalía del
agua, una raya blanquecina que olía a cuerno quemado, y que la lluvia se
encargó de borrar en cuestión de segundos.
Lord Ereborn era lo que se suele llamar un «joven de buena familia»; no tenía
dotes de mando, ni siquiera esa experiencia militar que se asocia a la sangre
derramada; en cambio, andaba sobrado de valentía y ambición, una mezcla
harto peligrosa... En seguida se dio cuenta de que no tenían enfrente a la
retaguardia de la columna perseguida, sino a un grupo de tiradores que se
encargaba de cubrir la retirada del grueso de las fuerzas; por ello,
aprovechando el punto flaco de las ballestas —su baja frecuencia de tiro (un par
de flechas por minuto, frente a la docena del arco)—, decidió jugarse el todo por
el todo y ordenó un ataque frontal. Ereborn enarboló la espada de su familia,
Garra de dragón, hizo sonar por dos veces el cuerno y entró en el río dando una
gran zancada que causó una espectacular salpicadura. El jefe élfico llevaba una
armadura de «acero esponjoso» de Roca Escondida, material que casi competía
en solidez con la platagrís, por lo que no tenía miedo de las flechas procedentes
de la otra orilla. Muy mal hecho.
En seguida pudo apreciar, en toda su extensión, la diferencia existente entre
los aparatos que había conocido hasta entonces, como los empleados por los
cazadores de Tierra de Hierro, y las ballestas de acero de última generación, con
las que se alcanzaba en la cuerda una fuerza equivalente a mil doscientas libras.
El proyectil perforador de tres onzas de peso se hundió en el pecho de Ereborn,
en su zona inferior derecha, a una velocidad de ochenta yardas por segundo: los
eslabones de la cota de malla fabricada en Roca Escondida salieron airosos de la
prueba, impidiendo que la punta triédrica de la flecha desgarrara las entrañas
del elfo, pero el golpe de media tonelada en la zona del hígado era más que
suficiente, a pesar de todo, para acabar con la vida de cualquiera. El rostro
exangüe, enfundado en el yelmo plateado, se derrumbó en el turbio bajío; el
capote de camuflaje, hinchado al entrar en el agua, se fue arrugando después
bajo la superficie... Todo aquello desapareció para siempre: la vetusta armadura
se convirtió en un plomo de pesca... Y al joven ordenanza que se había lanzado
en su ayuda el proyectil le acertó justo en el entrecejo.
Y el ataque se paró en seco. Sí, de haberse tratado de ejércitos humanos —ya
fueran salvajes surenios, caballeros de Marca o infantes de marina de Opar—,
dada una superioridad numérica tan evidente, se habrían lanzado en masa
hacia delante, pavimentando ese desdichado vado con sus propios cadáveres, y
en cuestión de minutos habrían acabado con la exigua línea de tiradores. Pero
no los elfos: la vida de los Primeros Nacidos es demasiado valiosa como para
que sus cuerpos cubran la orilla de un arroyo sin nombre del Bosque
Tenebroso. En el fondo, no habían ido hasta allí a combatir, sino a cazar
(aunque se tratase de una presa muy peligrosa), y con semejante actitud no iban
a dedicarse a trepar por una escala de asalto ni a cruzar un río desafiando las
flechas... Tras retirar a los muertos y heridos, los elfos se pusieron a cubierto,
protegidos por los árboles, para enviar desde allí una lluvia de flechas sobre las
posiciones del enemigo. Sin embargo, al poco tiempo se vio que el intercambio
de flechas no estaba dando el resultado apetecido, pues no favorecía a los
Primeros Nacidos. La explicación había que buscarla en la lluvia tan
prolongada: las cuerdas de los arcos élficos se habían humedecido de forma
persistente, y sus flechas caían sin fuerza; pero, sobre todo, era imposible
apuntar con precisión: los proyectiles de los huidos de Colina Hechicera hacían
blanco sin parar. ¡Con razón dicen que esas ballestas son un invento del Diablo!
Había que replegarse al interior del bosque, dejando en la orilla únicamente a
algunos observadores bien camuflados. Sir Taranquil, que había tomado el
mando en sustitución de Ereborn, contó los cuerpos alineados, sobre los cuales
ya revoloteaban las mariposas negras, salidas de no se sabe dónde («Hay que
ver, ni la lluvia las estorba»), añadió mentalmente los cuatro que se había
llevado antes la corriente y, rechinándole los dientes, juró para sus adentros por
los tronos de los Dioses que aquellos ballesteros (orcos, o lo que fuera, daba
igual) pagarían con creces por lo ocurrido, y estaba dispuesto a desobedecer la
orden de la Soberana: «Atrapad al menos a unos cuantos vivos». Al rato regresó
la patrulla de reconocimiento que había enviado, y las noticias que le
transmitieron eran tan nefastas como todos los acontecimientos de la última
hora. A ambos lados del sendero había extensas zonas con árboles derribados,
patrimonio de las hormigas gigantes; por delante de ellos, los árboles caídos
llegaban hasta el mismo río, por lo que el plan de Taranquil —desplegar parte
de sus fuerzas por la orilla, río arriba y río abajo, obligando al enemigo a que
extendiera su línea defensiva, ya de por sí bastante frágil— no era viable. «Y si
volvemos atrás y damos un rodeo, ¿hasta dónde alcanzan esos obstáculos?»
«¡No puedo saberlo, sir! ¿Queréis que lo compruebe?» «¡No vale la pena!...» No
había ya tiempo para expediciones de esa clase; llevaban mucho retraso y la
noche se les echaba encima... No quedaba más remedio, tenían que atacar de
frente.
Pero atacar de frente tampoco significa atacar a lo loco; sir Taranquil era un
jefe mucho más experimentado que su predecesor, y no tenía ninguna prisa en
meterse en el agua de forma temeraria, convirtiéndose en un blanco móvil. Sus
soldados volvieron a apostarse tras los árboles, junto al vado, y otra vez
comenzó el duelo de los francotiradores. La diferencia estaba en que los elfos
habían cambiado las cuerdas de sus arcos por otras de repuesto, y además había
escampado; sus flechas caían por fin como correspondía, y podían ya mostrar
(los elfos son, sin duda alguna, los mejores arqueros de Midgard) sus
verdaderas posibilidades... Los ballesteros umbrorianos disparaban desde el
suelo, protegidos por las rocas, por lo que no había forma de comprobar si
había alguna baja entre ellos, pero Taranquil habría jurado que de los seis que
antes componían el grupo quedaban ahora dos a lo sumo. Únicamente tras
haber sacado el máximo partido a su superioridad en el número de arqueros,
ordenó el ataque... Pero desde la orilla opuesta, como respuesta, les llegó una
andanada de flechas: dispersa e imprecisa, pero a cargo nuevamente de seis
ballesteros. ¿Qué broma del Diablo era aquélla: acaso habían recibido
refuerzos?
CAPÍTULO 64

De pronto, cesaron totalmente las flechas procedentes de la otra orilla, y


alguien agitó por encima de unas rocas una especie de trapo, atado al forro de
una espada. Los arqueros élficos se apresuraron a saludar la novedad con una
descarga de flechas, pero Taranquil, cayendo en la cuenta, les ordenó: «¡Dejad
de disparar!». Después, algo más bajo, insistió: «De momento, no disparéis.
Parece que se rinden. Veamos...». El trapo se dejó ver aún durante un tiempo, y
luego, ante los asombrados ojos de los elfos, apareció el explorador Edoret, sano
y salvo, con la espada en la mano: «¡Venid aquí, rápido!».
—¿Dónde estarán los demás? —inquirió sir Taranquil, tras examinar el
interior de aquella fortificación natural: antes había seis ballesteros, apostados
en sus «aspilleras», situadas entre las rocas de la orilla, y, en cambio, tan sólo
había allí dos cadáveres (los uniformes eran umbrorianos, sin distintivos, pero
ellos mismos, a juzgar por su aspecto, no eran orcos; a uno de ellos le salía una
flecha élfica de la cuenca de un ojo; el otro tenía el cráneo hendido por la espada
de Edoret).
—No puedo saberlo, sir —respondió el explorador, dejando la cantimplora
que le había pasado uno de los camaradas que le rodeaban, disgustado por
tener que interrumpir el relato de sus hazañas: les estaba contando cómo él,
protegido, al parecer, por el mismísimo Señor de las Aguas y el Cazador, había
logrado finalmente salir a la orilla a unas trescientas yardas del vado, y había
caído sobre el enemigo por la espalda—. Al principio eran seis, efectivamente,
pero para cuando yo llegué hasta aquí, sólo quedaba un pájaro en el nido —
Edoret señaló al que había matado con su espada—; era él quien se dedicaba a
disparar sucesivamente con las distintas ballestas... En mi opinión, sir, los
demás lograron escapar; de todos modos, casi no les quedaban ya flechas.
¿Debemos dar comienzo a la persecución?
Cuando alcanzó la columna del Grizzly el jinete procedente del vado (se
trataba de una recompensa insólita para el primer herido: poder alejarse a
caballo, para llevar la información a los suyos), estaba efectuando una breve
parada en medio de un extenso brezal, de los que tanto abundan en el límite
entre el Bosque Tenebroso y las Tierras Pardas. El teniente escuchó el parte en
silencio, y su rostro, por vez primera en los tres últimos días, se relajó
mínimamente: por el momento, todo iba según lo previsto. En efecto, los elfos
no parecían haber enviado tras ellos al grueso de sus fuerzas, que debían seguir
aún atascadas en el asedio a Colina Hechicera, sino a un centenar aproximado
de cazadores...
«A saber, además, a cuántos de ellos se podrán quitar de en medio los
ballesteros en ese riachuelo furioso... ¡Con razón dicen que no hay mal que por
bien no venga! Lo más importante es que, si mis hombres resisten al menos un
par de horas (y seguro que resisten, no me cabe ninguna duda), antes de que
caiga la noche podremos reunimos con la gente de Su Majestad. Tienen que
haber recibido ya el mensaje, y deben estar acudiendo en nuestra ayuda a
marchas forzadas... ¡Y entonces preparaos, Primeros Nacidos! ¿Será posible que
al final consigamos escapar?
«¿Dónde se podría montar ahora un nuevo «monasterio de los armeros»?
¿Tal vez en el propio Umbror? Aunque digo yo que, después de la intervención
directa del ejército pietroriano, hasta a los más botarates de estos sabihondos se
les tendrá que caer la venda de los ojos... Pero, por otra parte, casi es mejor así;
ahora no tienen adónde ir: «Mirad, tíos, la pura verdad es que habéis estado
trabajando para el enemigo todo este tiempo; si queréis, os entregamos a
vuestra gente con las debidas explicaciones... Ah, que no queréis...». Seguro que
nos ayudan a fabricar el «arma del castigo», ¡encantados de la vida! Pero bueno,
todo eso está por ver, y no conviene distraerse ahora con estas cosas; de
momento, mi tarea consiste en poner a salvo a todas estas personas que están
bajo mi custodia, y de lo demás ya se ocuparán mis superiores. ¿Quién iba a
pensar que todos estos Djageddin y compañía acabaran siendo el mayor tesoro
del estado? Lo cierto es que nosotros tampoco nos vamos a quedar sin trabajo:
¡a esta gente no se le puede quitar la vista de encima!
»¡Cómo han sabido, los muy astutos, convertir esas ridículas «gotas volantes»
en un arma de verdad! Por ejemplo, eso de que la precisión en la caída de la
«gota» aumenta notablemente si se imprime a su vuelo un movimiento de
rotación, como ocurre con las flechas, fue algo que tuvieron claro desde el
primer momento, pero, claro, ¿cómo podían hacer que esa maldita vasija girase
alrededor de un eje longitudinal? Le añadieron toda clase de aspas en espiral, a
modo de plumaje: un disparate de tomo y lomo... Entonces alguien se acordó de
las «girándulas»: en Torreumbría usaban esa clase de fuegos artificiales en sus
fiestas; se trata de un aro ligero con un eje, al que hacen girar mediante unos
cilindros que contienen una mezcla combustible, acoplados tangencialmente al
aro. Decidieron combinar este juguete con la «gota»: le practicaron a ésta, en la
parte más gruesa de las paredes —allí donde la corriente de fuego escapa al
exterior a través del estrecho cuello—, algunos canales oblicuos en la cara
interior, una especie de líneas helicoidales, y así consiguieron que esa «vasija
volante» empezara a girar, lo cual estaba pero que muy bien...
«Precisamente, la descripción de ese invento la lleva ahora en su morral el
Glotón, que intenta escapar en solitario cruzando la espesura del Bosque
Tenebroso. No pasa nada, es un tipo muy bregado, y el bosque es para él como
su propia casa, así que seguro que sale adelante; en un lugar convenido de la
orilla del Río Largo, entre unos sauces bajos, encontrará una canoa con
provisiones. Desde allí hasta Torre Vigía hay todavía un largo camino, y
además sólo debería viajar de noche, pero tampoco es preciso apresurarse... De
modo que, aun en el caso de que esta columna no consiga ponerse a salvo,
siempre habrá un arma nueva a disposición de Su Majestad, ¡y no una
cualquiera!»
Estas reflexiones del Grizzly fueron interrumpidas por los centinelas:
—¡Mi teniente! Allí delante se ve un hombre a caballo; ¡se acerca a toda prisa!
Cuando el teniente vio al jinete, que ya había desmontado junto a la cabeza
de la columna, primero no quiso dar crédito a sus ojos, y después el rostro se le
iluminó con una amplia sonrisa, totalmente espontánea: era verdad, el «padre
comandante» había venido en persona a traerles ayuda, sin delegar en nadie...
—¡Salud, mi capitán!
—¡Descanse, teniente! —respondió escuetamente el Guepardo; tanto su capa
gris (¿no era la misma que llevaba entonces, cuando avanzaban por los Campos
Cercados?) como su exhausto caballo estaban llenos hasta arriba de barro del
camino—. Ocúpese de la defensa: los elfos estarán aquí en un cuarto de hora.
—¿Cuántos son?
—Unos doscientos. Desembarcaron anteayer al norte de las Tierras Pardas;
nos han bloqueado el camino y ahora vienen a nuestro encuentro.
—Ya veo —dijo como pudo el Grizzly; de pronto recordó, con toda claridad,
cómo diez minutos atrás se había confiado de forma inadmisible, al recibir las
noticias procedentes del vado: «Bueno, parece que al final vamos a conseguir
escapar...». ¡Ay!, tenía entonces que haber tocado madera: su propia cabeza, por
ejemplo.
—Ya ve usted, mi capitán, de cuántos hombres dispongo... No podremos
resistir hasta que lleguen los refuerzos.
—¿Qué dice usted, teniente? ¿De qué refuerzos habla? No hay refuerzos ni
los habrá...
—¿Y usted? —fue todo lo que acertó a decir el Grizzly.
—Yo, como puede ver, estoy aquí. —El capitán se encogió de hombros, y ese
gesto le dio por un momento un aspecto absolutamente civil.
—De modo que hemos sido traicionados...
—¡Tiene usted mucha razón, teniente!: trai-cio-na-dos —subrayó la palabra el
Guepardo, en plan de burla—. No hemos sido traicionados, sino sacrificados en
aras de los sagrados intereses del estado. Lo mismo que hizo usted, fíjese en lo
que le digo, con los defensores de Colina Hechicera: «hay que sacrificar a la
minoría en beneficio de la mayoría», ¿me equivoco? En resumidas cuentas: en
Torre Vigía han considerado que enfrentarse abiertamente a los elfos no resulta
oportuno en este momento, y han retirado sus fuerzas de la carretera, tras
destruir metódicamente toda la infraestructura que tenían en la zona. «¿Cómo?
¿Colina Hechicera? ¿Qué es eso de Colina Hechicera? A mí que me registren...»
—Y, a mi entender, a usted no le ha gustado en absoluto esa decisión, ¡mi
capitán!
—Yo, como puede ver, estoy aquí —repitió el jefe de Feanaro, tras una
pausa—. Y es que, en nuestro Servicio, no se contemplan lujos tales como un
informe oficial recomendando el pase a la reserva...
—¡Eeelfooos! —se oyó un grito, proferido, no con terror, sino más bien con
cierto cansancio mortal.
—¡Vamos, sin miedo! —exclamó el Guepardo; se puso de pie sobre los
estribos y, alzando hacia el cielo encapotado su estrecha espada élfica (¡sí, sí,
seguro, era la misma de los Campos Cercados!), ordenó—: ¡Disponga una
defensa en cuadro, teniente! ¡Los jinetes, en el flanco derecho!
Es muy posible que añadiera algo más, algo perfectamente histórico, como lo
que resonó en parecidas circunstancias sobre unas dunas de arena en uno de los
mundos vecinos: «¡Los burros y los sabios, en el centro!». En cualquier caso,
esas palabras no estaban destinadas a figurar en las páginas de los manuales
escolares de Midgard: las filas de los elfos que avanzaban sobre ellos aún
estaban algo lejos para poder oírlo, y entre quienes se ocupaban en ese
momento de la defensa, al lado del Guepardo, ninguno llegaría a ver el
amanecer del primero de agosto. Así son las cosas.
CAPÍTULO 65

Bosque de Onirien, Ciudad de los Árboles


1 de agosto de 3019

Se habían reunido en la Sala Azul del palacio de Ciudad de los Árboles a


primerísima hora de la mañana, a instancias de la klofoel de las Estrellas. Era un
día plenamente otoñal: gélido y transparente, como el agua de un manantial del
bosque, por lo que los escalofríos que castigaban a dama Eornis (imperceptibles,
por lo demás, para el ojo ajeno) podían ser atribuidos precisamente a tales
circunstancias; al menos, eso es lo que ella quería creer. «¿Qué se le habrá
ocurrido ahora a esta dueña de las Estrellas? Sublime Uno, espero que sus
bailarinas no hayan encontrado el miralejos escondido... Bueno, no creo que lo
hayan encontrado (eso es imposible), pero a lo mejor han adivinado dónde
está...» A todo esto, el problema más grave —cómo acceder ese mediodía al
Espejo, férreamente custodiado por los hombres del klofoel de la Fuerza—
seguía sin resolverse, y ella no tenía ninguna idea al respecto...
Había pasado ya una semana desde que todos se convencieron de que lo que
había que buscar era, efectivamente, un objeto material (la versión que
apuntaba al fuego de los pantanos y otras emanaciones mágicas, que había
dejado caer la klofoel del Mundo, fue seriamente contrastada y, naturalmente,
no se pudo sostener) y emprendieron la búsqueda sistemática. Cuando se decía
que las bailarinas de la klofoel de las Estrellas «husmeaban los veneros de la
magia», la descripción no podía ser más ajustada: realmente actuaban como los
perros, siguiendo el rastro con el olfato. Todos esos días, las muchachas habían
deambulado sin pausa, en estado de trance, por Ciudad de los Árboles,
tanteando el espacio con sus manos tendidas hacia delante: algo que lo mismo
podía recordar al rastreo de una chocha perfectamente mimetizada con las
hojas muertas que al juego infantil de «frío, frío, caliente, caliente». Por ahora,
había sido «frío»: el objeto mágico tenía que estar por allí cerca, evidentemente,
pero, por la razón que fuera, no llegaban a tocarlo. Así lo había previsto Eornis:
desde el primer momento no había recelado tanto de la magia de las bailarinas
como de la Guardia del klofoel de la Paz, con sus rutinarios métodos policiales;
lo cierto es que las investigaciones de éstos también se habían estancado.
El peligro le llegó a la klofoel del Mundo por una vía totalmente imprevista.
El klofoel de la Fuerza, a quien la Soberana había designado como
administrador mientras ella encabezaba la expedición de castigo en el Bosque
Tenebroso (de todos los miembros del Consejo, tan sólo podía confiar en este
militronche que nunca había jugado su propio juego), había venido exhibiendo
su proverbial «celo irracional». Sus subordinados, entre otras cosas,
sustituyeron a la guardia de palacio, y un buen día los klofoels descubrieron
con asombro que no sólo no les permitían pasar a la Sala Azul para la sesión del
Consejo, sino que todos sus intentos de explicarse con aquellos tarugos se
estrellaban ante sus inflexibles «¡ésas son las órdenes!». El malentendido,
naturalmente, se arregló enseguida, pero todos tuvieron muy claro desde aquel
momento que, hasta el regreso de la Soberana, el orden en palacio lo
establecería el klofoel de la Fuerza, de acuerdo con su propio criterio. Y como la
Soberana había prohibido expresamente que, en su ausencia, se autorizara el
acceso al Espejo a la klofoel de las Estrellas (precaución totalmente sensata), él
había decidido, sencillamente, impedir el paso a la torre de la Luna, que era
donde se custodiaba el cristal mágico, a todos los klofoels. «Nada: o todos o
ninguno...» De modo que, si en las horas que restaban hasta el mediodía, dama
Eornis no encontraba el sistema de vencer ese obstáculo, todo su plan,
elaborado hasta el último detalle, se iría al garete, y nada podría ya salvar a
Eloar...
—¿Cómo va vuestra búsqueda, honorable klofoel de las Estrellas? —preguntó
Eornis, con amable indiferencia, mientras ocupaban sus asientos alrededor de la
mesa del Consejo.
—Nada nuevo. He solicitado que os convocaran por una razón mucho más
grave...
Eornis, sorprendida, levantó los ojos hacia la señora de las fuerzas mágicas
del Bosque Encantado: tenía aspecto de estar muy enferma, y su voz resultaba
terriblemente mortecina. Sí, por lo visto, ese asunto tenía que ser realmente
grave.
—No pretendo aburriros con descripciones detalladas de los rituales mágicos,
honorables klofoels del Consejo, y vos, oh preclaro Soberano; nos queda muy
poco tiempo... si es que nos queda algo. En resumidas cuentas, hace más o
menos una semana que mis bailarinas y yo misma empezamos a percibir unas
extrañas pulsaciones, procedentes del mismo campo mágico que ha originado
el Espejo. Al principio, se trataba de un ligero temblor, después creció hasta dar
lugar a verdaderas convulsiones, y anoche esas convulsiones compusieron un
ritmo totalmente definido, y extremadamente desagradable... Decidme, ¿es que
ninguno de vosotros ha sentido nada?
—¡Yo lo he sentido! —La klofoel de la Memoria rompió bruscamente el
silencio que se había instalado en la mesa, y no es fácil saber qué fue lo que
sorprendió más a los allí reunidos: la propia comunicación de la klofoel de las
Estrellas o esa insólita alteración del orden establecido; formalmente, todos los
klofoels eran de igual rango, pero nunca hasta entonces se le había ocurrido a
uno de los «menudos» (una serie de bibliotecarios de palacio, nodrizas y
maestros de ceremonias) entrometerse en las conversaciones de los Soberanos y
los Cuatro Grandes—. ¡Ha ocurrido todo exactamente como habéis dicho, oh
honorable klofoel de las Estrellas! Pero yo no sabía que era por culpa del
Espejo...
«¿Y cómo ibas a saberlo, rata miserable?», pensaba Eornis irritada. «¿Qué
sabrás tú de nada, aparte de tus manuscritos polvorientos del País de Balar y de
tus estúpidas sagas? Pues sí que he estado yo buena: ¿cómo no se me había
ocurrido relacionar todas esas palpitaciones con el Espejo? O sea, que de ahí es
de donde me vienen estos escalofríos... Otra cuestión es si merece la pena
reconocer el hecho, haciéndole el juego a esta carroña astral... Probablemente sí,
y habría que ir incluso algo más lejos.»
—En mi opinión, la honorable klofoel de la Memoria ha demostrado un gran
valor al confesar abiertamente algo que todos sentimos, pero que no nos
atrevemos a manifestar en voz alta. El sentimiento que todos nosotros
experimentamos es un intenso terror injustificado: ¿no es así, honorables
miembros del Consejo?
—Puede que algunas otras señoritas experimenten también ese «intenso
terror injustificado», ¡pero yo personalmente no tengo miedo de nada, klofoel
del Mundo! Y sabed que no necesitamos...
—Os lo agradezco, honorable klofoel de la Fuerza; ya hemos tomado buena
nota de vuestro parecer. Los restantes miembros del Consejo comparten, a mi
entender, lo expresado por la honorable klofoel del Mundo. —La klofoel de las
Estrellas hizo una leve inclinación en dirección a Eornis—. Sólo que nuestro
terror no está en absoluto injustificado. Resulta que el Espejo... cómo
explicároslo... en cierto sentido está vivo. Y el ritmo oscilatorio que ha creado, el
mismo que percibís ahora, es algo bien conocido en las prácticas mágicas: es el
ritmo de los dolores de parto, pero al revés... Algo espantoso. El Espejo
presiente su fin y, al mismo tiempo, la desaparición de todo nuestro mundo...
Lo presiente, y trata de hacer llegar su grito hasta nosotros, ¿entendéis? Y los
astros que hay encima de Onirien parece que hubieran enloquecido...
—¿Y todo esto puede tener algo que ver con ese objeto mágico que no
consiguen encontrar vuestras bailarinas? —se apresuró a decir el klofoel de la
Paz.
—Sí, es posible —asintió con aire sombrío la klofoel de las Estrellas: se notaba
que no estaba dispuesta a abordar ese tema, y ni siquiera le devolvió la
insinuación, soltándole un merecido «a vuestra Guardia, por cierto, las cosas no
le van mucho mejor», o algo por el estilo.
—Disculpad un segundo: ¿cómo debemos interpretar eso de que «nuestro
mundo está condenado»? —El que hablaba era el Soberano; hay que ver: por fin
se había despertado el venerado señor.
—¿Cómo queréis interpretarlo, oh preclaro Soberano? Lo que existía ya no
existirá. Y lo mismo ocurrirá con todos nosotros.
—¡Entonces, debéis hacer algo, lo que sea! ¡Klofoel de las Estrellas! ¡Y también
vos, klofoel de la Paz! Yo... Al fin y al cabo, soy yo quien os lo ordena... Como
Soberano...
En los rostros de los Cuatro Grandes se podía leer con toda claridad: «¿Qué
sería de nosotros sin tus mandatos, oh Alteza Serenísima?» La klofoel de las
Estrellas intercambió unas miradas con la klofoel del Mundo y con el klofoel de
la Paz, se entretuvo un poco con el klofoel de la Fuerza y dijo por fin:
—En primer lugar, oh preclaro Soberano, necesito mirar yo misma en el
Espejo; ahora mismo, sin perder un minuto.
—Sí, claro, faltaría más. Id ahora mismo...
«Esto es el fin», pensó la klofoel del Mundo, sintiéndose perdida; no
levantaba la vista de la esmeralda de su anillo, con su juego de tonalidades
verdes. «No tengo forma de oponerme a esa propuesta: ella ha jugado
hábilmente sus cartas, y todo el Consejo, incluido este marasmático, está de su
parte...» En ese momento, sin embargo, se levantó de su asiento un personaje
vestido con una armadura resplandeciente, quien por sus dimensiones y la
finura de sus rasgos recordaba a los ídolos de piedra que vigilan el curso bajo
del Río Largo. Mientras Eornis se preguntaba si el klofoel de la Fuerza se
desprendería alguna vez de su yelmo y su coraza de platagrís (por ejemplo,
cuando hacía el amor), éste, con franqueza castrense, expresó su opinión acerca
de los alarmistas y de los civiles, que, en el fondo, venían a ser la misma cosa.
Él, por ejemplo, no percibía ninguna clase de ritmos maléficos: y, además, ¿de
qué conocían la klofoel de las Estrellas y sus bailarinas ese «ritmo de los dolores
de parto»? Se supone que son vírgenes... En resumidas cuentas, la Soberana le
había ordenado expresamente que no permitiera a la klofoel de las Estrellas
acercarse al Espejo, y cualquier intento de quebrantar esa orden sería
considerado como una tentativa de rebelión... con todo lo que eso conlleva...
¿Qué decís vos, oh preclaro Soberano?
—Sí, sí —balbuceó el amo de Onirien (sin duda, la inevitable furia de la
Soberana le daba más miedo que el hipotético fin del mundo)—, será mejor, en
cualquier caso, que esperemos hasta que ella regrese de su expedición a Colina
Hechicera...
—¡Despertad, preclaro Soberano! —Eornis miró perpleja a la klofoel de la
Memoria, que acababa de pronunciar esas inauditas palabras: la infeliz debía de
haber perdido por completo el sentido de la realidad—. Nuestro mundo se
precipita hacia el abismo; si aún hay alguien que lo puede salvar, esa persona es
la klofoel de las Estrellas, y este badulaque del yelmo reluciente se aferra a unas
instrucciones recibidas no se sabe ya cuándo... Muy bien, con él no vale la pena
discutir, en vez de cerebro tiene un vaciado de bronce; pero todos vosotros...
¿Será posible, Sublime Uno, que ni siquiera ahora, cuando estamos al borde del
desastre, seáis capaces de dejar a un lado vuestras mezquinas intrigas?
Y Eornis comprendió en aquel instante que ese ratón de biblioteca se había
limitado a expresar en voz alta lo que pensaba la docena de klofoels
«menudos», y no sólo ellos, como se pudo comprobar a continuación. Porque al
encuentro del enfurecido klofoel de la Fuerza, que se había puesto en pie de un
salto, derribando su sillón, iba ya, rodeando la mesa, con sus suaves andares de
tigre, el klofoel de la Paz: tenía la mano colocada en el puño de la espada, pero
lucía una sonrisa en los labios capaz de congelar el Fuego Eterno.
—Hace un momento hacíais referencia a la «rebelión», honorable klofoel de la
Fuerza... Es una idea bastante interesante, ¿no estáis de acuerdo, oh preclaro
Soberano?
—Bueno, yo... o sea... —farfulló patéticamente el Soberano, y de pronto se
quedó desconcertado: los «menudos» se habían retirado hacia las paredes, y...
—¡Alto! —La determinación con la que intervino la klofoel del Mundo era
análoga al fogonazo de un relámpago: todas las piezas del rompecabezas que
había ido reuniendo con mucho cuidado acababan de encajar repentinamente,
de la única forma posible—. ¡Me estoy dirigiendo a vos, klofoel de la Fuerza!
Es muy probable que no se hubiera dignado a escuchar a ningún otro, pero la
klofoel del Mundo, en todas las intrigas de los últimos años, había tomado
partido invariablemente por la Soberana, y eso le permitía ejercer cierta
influencia sobre él.
—Efectivamente, la preclara Soberana mencionó, de paso, medio en broma,
que la klofoel de las Estrellas no debía atildarse ante el Espejo. Pero ella no
impuso ninguna restricción al acceso al cristal de los restantes klofoels. ¿Estáis
de acuerdo conmigo, honorable klofoel de la Fuerza?
—Ciertamente, así fue...
—¡Ya lo veis! Ahí está la solución: en cumplimiento de la voluntad del
Consejo, seré yo quien suba a la torre de la Luna... Por supuesto, mis
capacidades mágicas no se pueden comparar con los dones de la honorable
klofoel de las Estrellas, pero al menos seré capaz de proporcionarle una
descripción exhaustiva de la situación en que se encuentra el Espejo.
—¿Pero os imagináis siquiera, honorable klofoel del Mundo —meneó la
cabeza la klofoel de las Estrellas—, lo peligroso que puede ser mirar en el
Espejo para quien no esté protegido por mis dones mágicos, por utilizar vuestra
misma expresión?
—Pero si yo no tengo la menor intención de mirar en el Espejo: mi
abnegación, os lo aseguro, no llega tan lejos... —Eornis se echó a reír—. La
preclara Soberana, por lo que yo sé, tiene la costumbre de utilizar en estos casos
a seres humanos huéspedes de Onirien: de todos modos, son mortales, conque
tarde o temprano... Precisamente ahora tenemos uno en nuestro poder: ese troll
volador. Espero que aún no haya sido liquidado, honorable klofoel de la Paz...
—Aún no. Pero convendría adecentarle un poco: cuando el infeliz se dio
cuenta de todo lo que había confesado, se vino abajo de forma estrepitosa; al
principio, intentó acabar con su vida, y después cayó en un estado de
postración completa...
—Eso no es ningún impedimento. Entonces, antes de mediodía pondréis el
troll a mi disposición, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Pero debo deciros, honorable klofoel del Mundo, que esto me
hace sentir cierta inquietud por vos; un troll siempre es un troll: una criatura
salvaje, impredecible, con él nunca se sabe... En definitiva, será mejor que
subamos los tres juntos a la torre de la Luna: vos, el troll y yo. Será lo más
seguro.
—Me conmueve vuestra preocupación, honorable klofoel de la Paz.
—No tenéis por qué agradecérmelo, honorable klofoel del Mundo.
CAPÍTULO 66

Cuando dejaron atrás a los centinelas que, por orden del klofoel de la Fuerza,
vigilaban la entrada a la torre de la Luna, el sol ya estaba muy cerca del cénit.
Por la estrecha escalera de caracol tuvieron que subir en fila india. El klofoel de
la Paz iba por delante, superando los peldaños con ligereza y elasticidad;
realmente, no sentía ningún temor del troll que le seguía, y ni siquiera le había
esposado, limitándose a aplicarle el conjuro de la Telaraña. Cerraba la marcha
dama Eornis, que iba repasando por última vez los detalles de su plan. Sí,
existían algunas posibilidades de éxito, pero eran absolutamente insignificantes,
y lo peor de todo era que no dependía de su habilidad, sino de una serie
inconcebible de casualidades... Bien, en cualquier caso su larguísima partida
con el klofoel de la Paz se acercaba a su fin, y sólo uno de los dos estaba
destinado a descender aquel día de la torre: quién de los dos exactamente, eso
ya dependía de cómo se repartieran las cartas...
La planta superior de la torre de la Luna consistía en una habitación circular
de unas diez yardas de diámetro, sin más mobiliario que el Espejo: el cristal
estaba engastado en un marco de platagrís, con unas patas curvas de un pie y
medio, de modo que la estructura recordaba a una mesita. Seis ventanas ojivales
ofrecían unas maravillosas vistas sobre Ciudad de los Árboles. «Tiene gracia»,
observó de paso Eornis; «este troll es uno de los pocos hombres que ha podido
contemplar un panorama auténtico de la capital de los elfos, pero no se lo va a
poder contar a nadie; cuando tenemos intención de dejar marchar a nuestros
huéspedes, no les permitimos visitar ni los talans que están a orillas del Dama
Blanca, y luego esos necios se van de aquí con la sacrosanta convicción de que
nosotros vivimos realmente colgados de esas perchas.»
—Acercadlo al Espejo, klofoel de la Paz, pero no le quitéis aún la Telaraña...
Nada más pronunciar estas palabras, la klofoel del Mundo cayó en la cuenta
de que, efectivamente, algo horrible le estaba pasando al Espejo. El cristal estaba
completamente negro, con una negrura insondable que se cubría, a intervalos
regulares, de una luminiscencia roja; se percibía claramente que el Espejo se
estaba quedando literalmente paralizado en mitad de un grito silencioso de
dolor y de espanto. «Tal vez le perjudique estar tan cerca del miralejos», pensó,
ya tarde, Eornis. De todos modos, la cosa ya no tenía remedio... «Aguanta», se
dirigió mentalmente al Espejo, «en irnos minutos todo habrá terminado.» Y,
como haciéndose eco de esa idea, el cristal estalló interiormente, emitiendo una
llamarada roja de una intensidad excepcional que le recordó por un momento al
Fuego Eterno... Esa impresión, sin embargo, no tardó en desvanecerse, pues la
klofoel del Mundo tenía cosas más urgentes en que pensar: el klofoel de la Paz
seguramente ya había advertido (o, más bien, ya se había olido) que la
habitación no estaba tan vacía como parecía a primera vista; el caso es que, de
acuerdo con su plan, él debía advertirlo, y además por sí mismo, sin que ella
tuviera que hacerle la menor insinuación... Era algo delirante: ¡tenía que confiar
en la intuición y en la gran profesionalidad de su enemigo mortal!
Entre tanto, el klofoel de la Paz había examinado la estancia con toda
atención, sin encontrar nada sospechoso, como era de esperar. Buscar allí
cualquier cosa con ayuda de la magia habría resultado inútil: el Espejo crea a su
alrededor un campo mágico de tal intensidad que anula por completo los
campos de los restantes objetos. Una habitación absolutamente vacía y una
mesita baja con unas patas finas... «¿Seria yo capaz de esconder aquí un objeto,
por pequeño que fuera? Habría que intentarlo... ¡No es nada fácil!... Un
momento, un momento... Un objeto pequeño... ¿Qué fue lo que dijo el troll?
«Más o menos, como la cabeza de un niño pequeño.» Ya entiendo: para eso
necesitabas tú subir hasta aquí...»
—¡Klofoel del Mundo! Quedáis detenida por traición. ¡Retiraos hacia la
pared!
Estaban de pie, cara a cara, separados por el Espejo; el klofoel de la Paz
desenvainó su espada: no estaba dispuesto a conceder ninguna ventaja a
aquella víbora que, de todos modos, era mortalmente peligrosa.
—Deja caer el puñal del cinto... Así, muy bien... Ahora el estilete, lo llevas en
la manga izquierda... ¡Apártalos con el pie! Y ahora vamos a hablar. El objeto
mágico que buscan sin éxito las bailarinas de esa majareta astral está sujeto a la
cara inferior de la mesita, ¿no es así? Para poder verlo, hay que ponerse a gatas
delante del Espejo, cosa que a nadie se le ocurriría. Y como sencillamente es
imposible encontrar este objeto con ayuda de la magia, la situación de las
bailarinas era como la de esos perros a los que se les pide que encuentren,
guiándose por el olfato, un pañuelo perfumado escondido en un saco de
pimienta molida... Te felicito, ¡muy bien pensado! Por cierto, ¿qué clase de
objeto es?
—Un miralejos —respondió Eornis, sabiéndose condenada.
—¡Caramba! Eso sí que no me lo esperaba. ¿De quién es el regalito? ¿Del
enemigo?
—No. De Altagorn.
—No intentes liarme...
—Es verdad. Su Majestad Piedra Elfinita es un tipo previsor, nunca mete
todos los huevos en la misma cesta. ¿O es que te creías que eras el único que
había hablado con él a solas el pasado mes de enero? Acaba conmigo, y verás
cómo deja de echarte una mano en tu juego contra la Soberana.
—Te equivocas, querida: cuantos menos aliados tienes, más los aprecias; así
que él no puede prescindir de mí. Y a ti te esperan un montón de experiencias
interesantes en los subterráneos del Túmulo: esos tipos tienen una imaginación
increíble, y les pienso ordenar que no te dejen morir muy deprisa...
—Para eso tendrás que presentar pruebas de mi traición, lo que quiere decir
que tendrás que entregar el miralejos al Consejo. ¿No sería mejor que te lo
guardaras para ti, y que hicieras de mí tu agente en el entorno de la Soberana?
Puedo darte muchas cosas, como tú muy bien sabes...
—¡Ya basta de charla! ¡La cara contra la pared, rápido! ¡Al suelo! ¡Al suelo, he
dicho! ¿Cómo lo has sujetado a la mesita? ¿Con magia?
—No, con jugo pegajoso de ankasar. —Ella se sometió, abatida, y, mirando a
la pared, le rogó—: Haz el favor de escucharme...
—¡A callar!
Había pronunciado esa orden algo sofocado; probablemente, a sus espaldas,
el klofoel de la Paz debía de estar ya en una postura muy forzada, palpando la
cara inferior del cristal: ¡ahora o nunca! Durante su penoso e inútil regateo de
perdedora, no había cejado en su empeño de abrirse paso, a través del denso
campo mágico del Espejo, activado en espera del inminente cataclismo, hacia
los hilos grises y pegajosos del conjuro de la Telaraña con el que el klofoel de la
Paz había enredado al troll. Cualquier conjuro presenta la marca indeleble del
individuo que lo ha impuesto, por lo que sólo éste puede levantarlo; para los
demás, esa operación implica un peligro mortal y, por lo general, no da ningún
resultado; afortunadamente, la Telaraña se obtiene mediante una de las
fórmulas mágicas más sencillas, donde el componente individual prácticamente
no está presente: es pura técnica, por lo que puede uno arriesgarse... «Ahora
todo dependerá de la actuación del troll, una vez que se vea libre.
Evidentemente, está hundido desde que se dio cuenta de que, de un modo para
él desconocido, había revelado todo lo que sabía al enemigo; lo importante, sin
embargo, es ver hasta qué punto está hundido. Si está completamente hundido,
si se ha convertido en una medusa, entonces, no hay remedio; pero si ha sido
capaz de mantener su hombría, y conserva al menos el deseo de ajustar las
cuentas con quien le empujó astutamente a cometer esa traición, yo podría
ayudarle. Yo a él, y él a mí...»
En ese preciso instante Eornis rompió la Telaraña, como quien rompe una
venda que se ha quedado pegada a una herida: de un solo movimiento; si no,
resulta imposible. El terrible dolor, que le sacudió las entrañas, la dejó
obnubilada por un momento; eso es lo que pasa cuando se levanta un conjuro
ajeno, aunque se trate de uno tan simple como el de la Telaraña, y por mucho
que quien lo levanta sea nada menos que una klofoel de los elfos... Cuando se
recobró de su desvanecimiento, al cabo de unos segundos, todo había
terminado. El klofoel de la Paz yacía boca abajo en el suelo, al lado del Espejo,
con la cabeza desencajada en una postura absurda, como tratando de mirar algo
a sus espaldas, y el troll (sin duda, se había echado encima del elfo, que estaba
de rodillas delante de la mesita, y le había retorcido el cuello sin más arma que
sus propias manos) ya se había subido al antepecho de una ventana con el
propósito evidente de saltar: una decisión que, por parte de Eornis, no encontró
el menor impedimento. «El honorable klofoel de la Paz dejó al troll libre de su
conjuro y, en un descuido, se dio la vuelta», se sonreía ella maliciosamente, «yo
no pude hacer nada... ¡Todo fue tan inesperado, honorables miembros del
Consejo! Estoy inmensamente agradecida al difunto: si no se hubiera ofrecido a
acompañarme a la torre, seguramente yo estaría ahora en su lugar...»
Mientras daba el último paso en toda su vida, Kumai aún tuvo tiempo de
recorrer con la mirada el magnífico cuadro de la capital de los elfos, de modo
que todas aquellas torres y puentes colgantes se hundieron ante su vista, como
si formaran parte de un decorado teatral, al tiempo que se le acercaban
vertiginosamente las baldosas hexagonales del patio. Su último pensamiento
fue:
«Estos cabrones son capaces de volver a reunir mis pedazos...»
Igual habrían sido capaces de reunirlos (¿quién sabe, en el fondo, hasta dónde
llega el poder de los elfos?), sólo que no se les concedió tiempo para eso... Ni
para eso, ni para nada más. Porque el sol, mientras tanto, ya había trepado
hasta el cénit, y Eornis, tras extraer el miralejos del saco protector con la costura
de plata, lo aproximó al Espejo, que había enloquecido por completo y parecía
dispuesto a salir corriendo sobre sus encorvadas patas de platagrís. Tras
aguardar el momento convenido, la klofoel del Mundo hizo coincidir la
posición de dos lucecitas naranjas en el interior del cristal mágico, con lo que
situó el miralejos en régimen de «comunicación recíproca»...
CAPÍTULO 67

Reinor, torre de Colina del Viento


Umbror, borde occidental del cráter del volcán Monte de Fuego
1 de agosto del año 3019 de la Tercera Era,
un cuarto de hora antes de mediodía

—¡Hay que aguantar! —ordenó Gandrelf con un hilo de voz, como si


sostuviera en vilo una carga insoportable; esa carga, en realidad, existía, y el
hecho de que fuera inmaterial no cambiaba las cosas. Los magos del Consejo
Blanco —los cuatro— se habían quedado sin fuerzas, y un denso sudor, que
presagiaba el desvanecimiento, resbalaba por sus rostros cerúleos. La verdad es
que para aquella tarea les habría convenido formar un pentágono, pero ahora
su número sólo daba para un cuadrado... ¡Ay, Searuman, Searuman...!
Todo el suelo de la sala estaba ocupado por un enorme mapa de Midgard,
dibujado sobre las baldosas de piedra: era un tanto esquemático, pero reflejaba
con precisión las proporciones y la orientación con respecto a los puntos
cardinales. En la parte central del mapa, que correspondía a Reinor, se
encontraba en ese momento el miralejos, que lanzaba en todas direcciones
destellos desiguales de diversos colores: amarillos, azules, verdosos. Sin
embargo, los esfuerzos de los magos blancos no habían sido inútiles: los
fogonazos se fueron transformando poco a poco en una luminiscencia continua,
que después se descompuso en rayos separados, cada uno de un color, finos
como agujas de tejer. Entonces Gandrelf pronunció un breve conjuro
reafirmante, que retumbó como una orden —«¡Fuer-za!»—, los magos lo
repitieron a coro, y después se permitieron cierto relajamiento, como si
hubieran depositado por fin en el suelo un aparador, lleno hasta arriba de
objetos de cristal, que hubieran trasladado a mano. Perfecto, la primera parte
del trabajo ya estaba resuelta.
Las líneas de colores que, partiendo del miralejos central, se dispersaban en
abanico por el suelo y acababan atravesando las paredes de la sala, unían en ese
momento dicho cristal con los otros seis que estaban repartidos por toda
Midgard: no era posible, desde luego, determinar el punto exacto en el mapa
donde se hallaba cada uno de esos otros miralejos; únicamente se podía precisar
la dirección, lo cual no era poco, por cierto. En primer lugar, Gandrelf estudió el
rayo amarillo dorado, orientado estrictamente hacia occidente, hacia las
inabarcables extensiones oceánicas. La luz amarilla indicaba que ese segundo
miralejos se encontraba en un estado normal de funcionamiento; tenía que ser,
por tanto, el miralejos del rey de los elfos occidentales, Carpintero el
Constructor de navíos; el mago se aseguró de que ese rayo pasaba justamente
por el punto del litoral donde debía situarse la torre de Colinas de las Torres, y
sacudió satisfecho la cabeza: el mapa estaba perfectamente orientado, podía
seguir adelante.
Dos rayos de color verde apagado, prácticamente en línea recta —uno de
ellos apuntaba hacia el nor-noroeste, al golfo de Hielo; el otro llevaba dirección
sur-sudeste, hacia las bocas del Gran Río— no despertaron su interés:
seguramente se trataba de los dos miralejos sepultados en los abismos marinos;
el primero era el del barco hundido del príncipe Arvedi; el segundo, el
miralejos de Ciudastela, arrastrado por la corriente del Río Largo. Y ahí estaban,
por último, los responsables de tanto trajín: dos rayos azules (lo que quería
decir que se trataba de miralejos que estaban funcionando, y que además lo
hacían protegidos por fundas que contenían plata) que se separaban formando
un ligero ángulo divergente, dirigiéndose hacia el sudeste. Hacia Umbror. Su
puñetera madre... Sí, en efecto...
—¿De dónde han sacado los de Umbror ese segundo cristal, Gandrelf?
—Fijaos bien en el mapa: no se observa ninguna línea que lleve a Colinas del
Agua. Probablemente, Su Alteza el príncipe de Lunien, como continuación de
sus juegos con oriente, que ya había iniciado antes de la guerra, habrá
entregado el miralejos de Enetor a esos engendros del Diablo... Mal nacido...
Lástima que Altagorn no le estrangulara entonces, en el hospital...
—Eso es hablar por hablar... ¿Y si resulta que Altagorn y Aramir han sellado
un acuerdo secreto para oponerse a los elfos, utilizando lo poco que queda de
los orcos tras su desastre? En tal caso, el miralejos de Torre Vigía se lo podría
haber dado a los orcos el propio Piedra Elfinita... Al fin y al cabo, ahora todos
intrigan contra los elfos... incluidos nosotros mismos... aunque cada uno lo haga
por su cuenta.
Daba lo mismo, pensó confuso Gandrelf: el sentido general del cuadro no
podía ser más claro. La profecía de Vakalabat era ambigua, pero una de sus
posibles interpretaciones era la siguiente: «La magia desaparecerá de Midgard
junto con los miralejos» (y eso debía suceder justo aquel mediodía); en caso
contrario, nunca desaparecería... ¿Y eso? Volvió a fijarse en los rayos azules,
«umbrorianos»: uno de ellos atravesaba Torreumbría y el extremo oriental del
mar de Aguamarga; el segundo estaba situado algo más hacia el oeste, pasaba
más o menos a la altura de Montes del Terror y el Monte de Fuego... ¿El Monte
de Fuego? O sea, que han pensado en...
Pero tal vez... No, no, qué diablos, no puede tratarse de una coincidencia...
Por lo visto, esos estúpidos umbrorianos han decidido arrojar su cristal al Fuego
Eterno, para destruirlo. Bueno, que les aproveche: ¿qué van a conseguir con
eso? Evidentemente, afectará a los campos mágicos de los otros miralejos, y con
ellos al Espejo, pero, desde luego, ¡no tanto como para que desaparezca la
magia de Midgard! Ni siquiera en el caso de que se destruyera, al mismo
tiempo, algún otro miralejos que estuviera funcionando en ese momento como
receptor...
—¡Gandrelf! Echa un vistazo: ¡algo raro pasa con el rayo «oriental»!
Lo cierto es que el jefe del Consejo Blanco ya había advertido que algo iba
mal con el rayo que atravesaba la zona oriental de Umbror: había empezado a
variar periódicamente de intensidad y color, como cuando por el cielo pasan
cada cierto tiempo plomizas nubes de tormenta.
—¡Pero eso es imposible! —volvió a manifestarse el mago de la capa azul—.
Sólo hay una cosa en Midgard capaz de influir sobre el campo de un miralejos:
el Espejo. Pero el Espejo lo tienen los elfos, en Onirien, y el miralejos está en
Umbror...
En ese momento una sospecha espantosa traspasó la mente de Gandrelf.
—Ese miralejos no está en Umbror —dijo con voz ronca, señalando el mapa
de Midgard—. El rayo que apunta en esa dirección atraviesa el este de Umbror,
es cierto. Pero antes de llegar hasta allí, esa misma línea, ¡fijaos bien en el mapa!,
pasa justo por Ciudad de los Árboles: ahí es donde se encuentra el miralejos, ¡al
lado del Espejo!
—Espera, puede que no sea más que una coincidencia, los elfos de Onirien
nunca han tenido un miralejos, y el miralejos de Carpintero está en su sitio...
—¡Antes no lo tenían, pero ahora, como podéis ver, sí lo tienen! No sé quién
le habrá hecho ese regalo a la Soberana Dama Luz... Altagorn, Aramir o los
orcos... pero ella, por la razón que sea, ha colocado juntos los dos cristales. A
mediodía, los orcos (si es que son orcos, cualquiera sabe) soltarán su miralejos
en el cráter del Monte de Fuego, el Fuego Eterno pasará del miralejos del Monte
de Fuego al de Onirien, y de éste al Espejo, ¡y entonces será el fin! Cuando se
destruya el Espejo, se volverán a fundir con el Fuego Eterno todas las demás
Piedras Videntes, entre ellas la nuestra. —Al oír estas palabras, los magos
blancos se apartaron instintivamente, como si la llama mortífera ya quemara
sus rostros—. ¡Ahí tenéis la profecía de Vakalabat! ¡Rápido, al triángulo!
Ayudadme, puede que aún estemos a tiempo...
Gandrelf se puso de rodillas delante del miralejos, y entre sus manos
comenzó a temblar una hilera compacta de chispas de color violáceo, y él se
puso a enrollarla alrededor de una esfera de cristal, como cuando se devanan
los suaves hilos de la lana para formar un ovillo; en el ambiente se notó de
pronto un frescor que producía un ligero picor en la nariz, como si hubiera
caído un rayo muy cerca de allí. Los otros tres magos ya habían transfundido su
fuerza al jefe del Consejo Blanco, toda su fuerza, sin reservas, y se habían
quedado inmovilizados a su alrededor, como estatuas mudas; ninguno de ellos
quería pensar en el devastador dragón de fuego que podía salir en cualquier
momento de su huevo de cristal. Las manos de Gandrelf se movían cada vez
más rápido; vamos, vamos, mago blanco, hay mucho en juego, más que
mucho... ¡todo!
Pero después se dejó caer al suelo, y estuvo unos segundos quieto, con los
ojos cerrados; tuvo que sacar con los dientes el tapón de la frasca de vino élfico:
tenía los dedos helados, y ya siempre los tendría así. Dio un par de tragos,
sosteniendo la frasca entre ambas manos, completamente insensibilizadas, y,
sin mirarle, se la pasó a Rudugast. Habían actuado a tiempo... A pesar de todo,
habían actuado a tiempo... La línea de luz que unía su miralejos con el del
Monte de Fuego ya no era azul, sino de un color entre rojizo y violáceo: en
cuanto aquellos tipos sacaran su cristal del envoltorio de plata que lo protegía, a
su alrededor se desplegaría, formando un centelleante hilo celeste, el conjuro de
Gandrelf. Oh, no le gustaría estar en el pellejo de la persona que tenía en sus
manos esa esfera... «Bueno, ahora nos toca respirar hondo y pensar en cómo
apoderarnos de ese miralejos: seguramente, después de todo esto se quedará
tirado entre las rocas del Monte de Fuego.»

Haladdin apartó la vista del magma rojo que bullía bajo sus pies, en el
profundo crisol del cráter, lanzando fogonazos dorados, y, protegiéndose con la
mano los ojos entrecerrados, calculó la posición del sol, muy próximo ya al
mediodía. Onirien se encuentra bastante más al oeste, de modo que su
mediodía, el del Monte de Fuego, debía preceder al de Onirien más o menos en
un cuarto de hora... Sí, seguramente ya había que ir pensando en sacar el
miralejos y esperar hasta que el Espejo apareciera en él... si es que,
naturalmente, Kumai había llevado a cabo su misión... «Ni se te ocurra dudarlo,
¿me oyes?», se reprochó a sí mismo. «Él ha hecho todo lo que tenía que hacer, y
eso lo sabes de sobra... Y ahora te toca a ti, dentro de unos minutos, matar a esa
mujer... bueno, a esa mujer no, a esa elfo... qué más dará... No le des más
vueltas, todo está ya pensado y requetepensado, una y mil veces. Claro,
siempre podrías encomendarle la «ejecución de la sentencia» a Tserleg (ahí le
tienes, intentando distraerse con unos guijarros: ¡qué nervios!), pero eso, la
verdad sea dicha...»
El viaje al Monte de Fuego no había sido demasiado complicado. Hasta la
garganta de Hotont les acompañó Rankorn —el explorador, según decía, tenía
que buscar un sitio donde instalar una alquería, en el curso alto del arroyo de la
Nutria—, y allí tomó el relevo Matun. Para Matun, el encuentro con el grupo de
exploradores de Haladdin equivalía a un breve permiso para apartarse del
frente: en Umbror la guerra continuaba, mientras que allí, en las Montañas
Sombrías, todo era paz y sosiego. Para entonces, Aramir ya había dado todos
los pasos necesarios para concertar la paz con los trolls de aquellas montañas, y
la semana anterior sus esfuerzos diplomáticos habían culminado con éxito:
había llegado a Colinas del Agua una delegación integrada por tres miembros
de la jefatura de los trolls. A alguno —«no quiero señalar a nadie con el
dedo»— ese acercamiento no le hizo ninguna gracia, de modo que un grupo de
saboteadores, especialmente preparado al efecto, estaba esperando a la
delegación a su llegada al Poblado. Sin embargo, el servicio del barón Grager
estuvo a la altura de las circunstancias: no sólo impidió la intentona, sino que
pudo demostrar que los hilos de esa provocación llegaban hasta «la otra orilla
del Río Largo». Los saboteadores que salieron ilesos del combate fueron puestos
en libertad, y se les encomendó que hicieran saber a Su Majestad que debería
diversificar un tanto sus métodos... A los jefes de los trolls, en cualquier caso,
las pruebas de Grager les convencieron plenamente: siguiendo la tradición,
compartieron una torta con el príncipe de Lunien y sellaron la alianza, tras lo
cual partieron, dejando a sus hijos menores para que sirvieran en la guardia de
corps de Aramir (la verdad es que, para entonces, los campesinos de Lunien ya
llevaban bastante tiempo comerciando con los trolls, sin contar con el permiso
de sus gobernantes). Los elfos, que controlaban Paso de la Araña, montaron en
cólera al saber de este acuerdo, pero no podían hacer nada: su poder no llegaba
tan lejos.
—¿Qué tal le va al grupo de Ivar, Matun? ¿Qué es del maestro Haddami? ¿Os
seguís divirtiendo con sus bromas?
—Haddami murió —respondió gravemente el troll—. Descanse en paz; era
un hombre justo. Nadie diría que era de Opar...
Entonces cayó en la cuenta de los rasgos de Haladdin, le cambió la cara y dijo
torpemente:
—¡Le ruego que me disculpe, señor! Lo he dicho sin pensar... ¿Y qué ha sido
del pietroriano que les acompañaba?
—También murió.
—Ya veo...
Con el destacamento de Ivar no permanecieron más que unas pocas horas; el
teniente se empeñaba en ofrecerles compañía hasta el Monte de Fuego («La
llanura no es un lugar seguro ahora mismo, andan por ahí deambulando
partidas de vastakos»), pero el sargento se reía: «Ya ves, Matun, ¡pretenden
guiarme a mí por el desierto!». Tenía razón: ayudar al orocueno en el desierto
era como enseñar a nadar a un pez, y en su situación un grupo pequeño era
mucho mejor que uno grande. Así que continuaron los dos solos; terminarían
igual que habían empezado...
Sí, había llegado la hora... Haladdin desató el saco, extendió el recio tejido, en
el que estaban entrelazados unos hilos de plata, y tomó en sus manos la pesada
esfera de cristal, buscando en su interior, débilmente opalescente, las lucecitas
naranjas que servían para sintonizarlo.

Allí, bajo las bóvedas de Colina del Viento, el remotísimo miralejos del Monte
de Fuego se reflejaba en forma de una gigantesca pompa de jabón, de cinco o
seis pies de diámetro. Se veía que su desconocido amo le estaba dando vueltas
en la mano al cristal: en la superficie de la esfera aparecían continuamente las
huellas, de color rojo vivo, de las enormes palmas, con tanta precisión que se
podían apreciar los dibujos de las líneas papilares.
—¿Qué está pasando? ¡Gandrelf, explícanoslo! —El mago de la capa azul ya
no se podía aguantar.
—Nada. Eso es lo malo: que no pasa nada. —Las palabras de Gandrelf
sonaron uniformes, sin rastro de vida—. Mi conjuro no ha funcionado. Por qué,
no lo sé.
—Entonces, ¿es el fin?
—Así es.
Se hizo el silencio; todos parecían estar pendientes de la caída de los últimos
granos de arena en el reloj, que medía el tiempo de sus vidas.
—¿Qué, os dais cuenta de lo que habéis conseguido? —rompió de pronto el
silencio una voz burlona que, por cierto, no había perdido en todos esos años su
tono seductor—. «La historia me absolverá...»
—¿Searuman?
El antiguo jefe del Consejo Blanco, sin esperar a que le dieran permiso o le
invitaran a entrar, avanzaba por la sala con paso firme y amplio, y todos
parecieron sentir de repente la absoluta impropiedad de esa palabra: «antiguo».
—La profecía de Vakalabat, ¿verdad, Rudugast? —se dirigió al mago
selvático, mientras miraba atentamente las líneas de luz que partían de los
miralejos; a los restantes miembros del Consejo parecía ignorarlos por
completo—. Aja... este rayo, si no me equivoco, lleva al Monte de Fuego...
—Quieren destruir el Espejo... —intentó terciar Gandrelf, algo más animado.
—Cierra el pico —le soltó Searuman, sin volver la cabeza, al tiempo que
apuntaba con su recia barbilla en dirección al rayo de Onirien, que había
perdido su brillo en ese mismo instante—. Ahí tienes tu Espejo, admíralo... Te
has cubierto de mierda, demiurgo...
—¿Te podemos ayudar en algo, Searuman? —dijo Rudugast en tono
conciliador—. Toda nuestra magia...
—Sí: cogiendo la puerta, y rápido. Y «toda vuestra magia» os la podéis meter
por el culo: ¿es que no os habéis enterado todavía de que la persona que está en
el Monte de Fuego es absolutamente inmune a cualquier acción mágica? Voy a
probar con los argumentos racionales; así, de repente, causa impresión... Bueno,
¿qué hacéis ahí parados? —les espetó a los estupefactos miembros del Consejo,
que se amontonaban junto a la salida—. Ya os he dicho que os vayáis todos al
quinto infierno, ¡así que largo, si no queréis que os coja de vuestras partes!
Y, sin ocuparse más de los magos blancos que se marchaban a toda prisa de la
sala, le dio la vuelta al miralejos, lo ajustó para la comunicación multilateral, y
llamó en voz baja:
—¡Haladdin! Doctor Haladdin, ¿me escucha? Contésteme, se lo ruego.
CAPÍTULO 68

Transcurrieron algunos segundos angustiosos, hasta que desde el fondo del


miralejos llegó una voz perpleja:
—¡Le escucho! ¿Quién me llama?
—Podría haberle dicho que soy un espectro, y usted nunca habría llegado a
descubrir el engaño, pero no voy a hacer eso. Soy Searuman, jefe del Consejo
Blanco.
—Antiguo jefe...
—No, actual. —Searuman se volvió y echó una mirada a la capa blanca que
Gandrelf había arrojado precipitadamente; bien hecho: no fuera a enredarse por
un descuido mientras se lanzaba escaleras abajo—. Desde hace ya tres minutos.
El miralejos estuvo unos segundos callado.
—¿Cómo es que sabe mi nombre, Searuman?
—No hay demasiadas personas en Midgard que sean absolutamente ajenas a
la magia; los espectros tenían que elegir necesariamente a una de ellas para
consumar la profecía de Vakalabat...
—¿Cómo dice?
—Se trata de una profecía muy antigua que asegura que un infausto día «la
magia desaparecerá de Midgard junto con los miralejos». La fecha de ese suceso
fue cifrada de un modo muy complejo: teniendo en cuenta los números que
aparecen en la profecía y sus posibles combinaciones, ya en más de una ocasión
se ha pensado que iba a ocurrir, pero de momento no ha pasado nada de eso.
Hoy es una más de esas fechas, y los espectros, en mi opinión, decidieron
aprovecharse de la profecía para destruir los miralejos y el Espejo: «el mundo es
un texto»... Ahora usted arrojará su miralejos al Monte de Fuego, el miralejos de
Onirien hará que el Espejo se queme en el Fuego Eterno... y el mundo mágico
de Erda perecerá para siempre.
—¿Por qué ha de perecer? —se oyó en el miralejos tras una pausa
momentánea.
—Ah... ya entiendo. Por lo que se ve, Sharia-Rana y usted se han tratado...
—¿Por qué piensa usted eso? —En la voz de Haladdin había una nota de
perplejidad.
—Porque ésa es su teoría sobre la estructura de Erda: dos mundos, el físico y
el mágico, unidos por medio del Espejo. Los elfos, que desde su mundo han
pasado al nuestro, inevitablemente destruirán con su magia los fundamentos de
la existencia de éste. Por eso debemos aniquilar el Espejo, aislando esos dos
mundos en beneficio de ambos... ¿Qué, se parece al texto original?
—¿Y lo que usted viene a decir es que todo eso es mentira? —respondió
fríamente Haladdin.
—¡De ninguna manera! Ésa es una teoría sobre la estructura del mundo, ni
más ni menos; Sharia-Rana, por el que siento un grandísimo respeto, se aferraba
a ella, y estaba en su derecho; ahora bien, de ahí a actuar en función de esa
teoría...
—¿Y qué dicen las restantes teorías? Explíquemelas, honorable Searuman,
todavía hay tiempo: cuando llegue el momento de soltar el miralejos en el
Monte de Fuego, ya le avisaré, no se preocupe.
—Es usted muy amable, Haladdin, se lo agradezco. Veamos, el punto de vista
generalmente aceptado afirma que los mundos físico y mágico, efectivamente,
están separados. También es cierto que el Espejo y los miralejos fueron creados
en el mundo mágico, pero si han venido a parar a este mundo, al mundo físico,
no ha sido por casualidad. Esos cristales constituyen la base de la existencia de
ese otro mundo... es como esa aguja del cuento, que está en un huevo, el cual
está en un pato, el cual está en una liebre, la cual está en un baúl. Destruyendo
el Espejo y los miralejos, destruirá usted, como quien no quiere la cosa, todo ese
mundo mágico. Pero, por una ironía del destino, resulta que esos objetos han
sido instalados aquí, en este mundo, no mágico, precisamente para su mejor
conservación, igual que ocurre con el baúl del cuento... Por supuesto, usted
puede decir: «Ése es un problema del mundo mágico, a mí ni me va ni me
viene». Pues bien, tengo que darle una mala noticia: los dos mundos son
simétricos...
—¿Me está usted diciendo... —Haladdin hablaba pausadamente—, me está
usted diciendo que en ese mundo mágico también hay algo, escondido allí
«para su mejor conservación», que garantiza la existencia de nuestro propio
mundo, nuestra «aguja que está en un huevo», y todo eso...?
—Exactamente. Y al destruir ese otro mundo, firmará usted la sentencia de
muerte de su propio mundo. Como usted sabe, en ocasiones nacen hermanos
siameses, con los cuerpos parcialmente unidos; es evidente que si uno de ellos
mata al otro, él mismo morirá de septicemia al poco tiempo. Cuando arroje
usted el miralejos al cráter del Monte de Fuego, aquel mundo perecerá al
instante, y este mundo empezará a morir, lenta y dolorosamente. Nadie sabe
cuánto durará su agonía: ¿un minuto, un año, algunos siglos? ¿Quiere usted
hacer la prueba?
—Eso será si tiene usted razón, y no Sharia-Rana...
—Evidentemente. Y usted, como ya he dicho, parecía dispuesto a hacer la
prueba, para ver cuál de las dos teorías es la verdadera. Una prueba crucial,
como suele decirse en su ambiente...
El miralejos callaba; al parecer, Haladdin no sabía qué contestar.
—Escuche, Haladdin —prosiguió Searuman, picado ya por la curiosidad—,
¿será posible que haya montado usted todo este lío únicamente para ajustar
cuentas con los elfos? ¿No les estará dando usted demasiada importancia?
—Hay que estar muy atento con ellos, la verdad.
—Es decir, que usted está realmente convencido de que los elfos, tarde o
temprano, se harán con el control de toda Midgard... ¡Eso es un disparate,
amigo mío! Por muchas habilidades que tengan los elfos, y me atrevo a
asegurar que han sido enormemente exageradas por las habladurías de la gente,
en toda Midgard su número no pasa de quince mil, veinte mil a lo sumo. Dese
cuenta: unos pocos millares, y nunca serán más, mientras que los hombres se
cuentan por millones, y esa cifra no para de crecer. Hágame caso: los hombres
tienen ya fuerza suficiente como para no temer a los elfos, ¡todo su problema se
reduce a un complejo de inferioridad!... Sharia-Rana —continuó Searuman tras
una pausa— tenía razón al decir que el caso de nuestra Erda es único: sólo en
ella se produce un contacto directo entre los mundos físico y mágico, y sus
moradores, personas y elfos, pueden comunicarse entre sí. ¡Piense en las
posibilidades que eso nos ofrece! No habrá que esperar mucho tiempo para que
los hombres y los elfos empiecen a vivir en paz y armonía, enriqueciéndose
mutuamente con los logros de sus respectivas culturas...
—¿A vivir según los preceptos del Extremo Oeste? —ironizó Haladdin.
—Eso depende de los propios hombres. ¿Acaso han perdido hasta tal punto
su autoestima que se ven a sí mismos como arcilla dócil en manos de unas
fuerzas extrañas? Da vergüenza oírlo, palabra de honor.
—O sea, que llegará un tiempo en que los elfos dejarán de mirar a los
hombres como si fueran boñigas de vaca... ¡Qué lindas historias!
—En otros tiempos, doctor, los hombres se comían al primero que pasaba por
delante que no fuera de su misma cueva, y ahora, en cambio, estará de acuerdo
conmigo en que han aprendido a comportarse de otra manera. Lo mismo pasará
con los elfos, ¡hay que darles tiempo, eso es todo! Hombres y elfos son muy
diferentes: precisamente por eso se necesitan mutuamente, créame...
El miralejos se calló; Haladdin estaba sentado, encorvado, como si de pronto
hubiera perdido un eje.
—¿Quién era, señor? —Tserleg, que estaba a unos diez pasos de Haladdin, un
poco por debajo de éste en la ladera, miraba al cristal con terror supersticioso.
—Searuman. Soberano de Fuerteferro, jefe del Consejo Blanco de los magos,
etcétera, etcétera... Pretende disuadirme: según él, si tiro el miralejos al Fuego
Eterno, el mundo entero morirá.
—¿Cree que miente?
—Creo que sí —dijo Haladdin tras pensarse la respuesta.
Pero, en realidad, no estaba nada convencido de eso; más bien, al contrario.
Searuman podía haber declarado perfectamente algo como: «Habiendo perdido
la partida, los espectros, antes de abandonar este mundo, decidieron finalmente
destruirlo, valiéndose de una tercera persona», y fundamentar de un modo
convincente esa explicación (en el fondo, ¿cómo sabía Haladdin que los
espectros eran «de los suyos»?: sólo por las palabras del propio Sharia-Rana).
Podía, pero no lo había hecho, y precisamente por eso Haladdin se sentía
inclinado a fiarse de lo que le había contado el mago blanco. «¿Quiere usted
hacer la prueba, para ver cuál de las dos teorías es la verdadera?» Sí, así estaba
la cosa...
«Ha conseguido lo que se proponía», comprendió Haladdin, sintiendo un
repentino terror. «Me ha hecho dudar, y con ello he perdido irreversiblemente
el derecho a actuar... Estoy profundamente convencido de que la duda habla en
favor del reo. Realizar algo como lo que yo tenía pensado, conociendo las
posibles consecuencias (y ahora ya sé cuáles serian, gracias a Searuman), sólo es
propio de un dios o de un maníaco, y yo no soy ni lo uno ni lo otro. Y lo de
abrir luego los brazos: «¡Órdenes son órdenes!», tampoco me va, no es mi
estilo... Y, para colmo, seguro que no tienes demasiadas ganas de quemar con
tus propias manos a esa belleza élfica, ¿verdad? Pues no, no tengo muchas
ganas, por decirlo suavemente. ¿Y eso, en mi caso, qué sería: un mérito o un
demérito?
«Perdonadme, muchachos... perdonadme también vos, Sharia-Rana, y usted,
barón», en este momento, cayó de rodillas en sus pensamientos; «todo lo que
habéis hecho ha resultado inútil. Sé que os estoy traicionando, y que traiciono
también vuestro recuerdo, pero se me ha exigido que tome una decisión que me
viene demasiado grande... No sólo a mí: le vendría demasiado grande a
cualquiera; sólo el Único podría tomar una decisión así. Todo lo que tengo que
hacer ahora es bloquear mi miralejos, impidiendo que actúe como «emisor», y
quemarlo en el Monte de Fuego, y dejar que las cosas sigan su curso, sin
intervenir en ellas. No valgo yo para ser el amo y señor de los destinos del
mundo: yo estoy hecho de otra pasta... o, para ser más exactos, no es que esté
hecho de otra pasta, es que estoy hecho de mierda... Qué se le va a hacer, es lo
que me merezco.»
Y como si pretendiera apoyarle en la decisión tomada, el miralejos se iluminó
por dentro repentinamente y le mostró el interior de una torre con ventanas
ojivales, donde se veía una especie de mesita con las patas encorvadas y el
rostro, pálido como la muerte —y, por eso mismo, aún más hermoso—, de
dama Eornis.
CAPÍTULO 69

Aunque parezca increíble, en ocasiones el curso de la historia se ve alterado


por culpa de detalles minúsculos e insignificantes. En el caso que nos ocupa,
todo se decidió, a fin de cuentas, por la interrupción temporal de la llegada de
sangre al músculo de la pantorrilla izquierda de Haladdin, interrupción debida
a la mala postura que había adoptado durante algunos minutos. Al doctor se le
durmió la pierna, y cuando por fin se incorporó con dificultad y cambió de
postura para desentumecer la pantorrilla dolorida, la esfera lisa del miralejos se
le escapó de las manos y rodó despacio por la suave ladera exterior del cráter.
Tserleg, que estaba algo más abajo, al oír las maldiciones reprimidas de su jefe,
lo interpretó como una orden de que hiciera algo y se lanzó a atajar la bola de
cristal...
—¡No lo toques! —se oyó un grito desgarrador.
Demasiado tarde.
El orocueno atrapó el miralejos, y en ese mismo instante se quedó paralizado
en una postura absurda, al tiempo que su cuerpo se cubría con una especie de
escarcha, formada por chispas temblorosas de color lila. Haladdin corrió
alocadamente hacia su compañero y, sin pensárselo dos veces, le arrebató
impetuosamente aquel juguete diabólico; tuvieron que transcurrir algunos
segundos para que el doctor cayera en la cuenta, perplejo, de que a él el
miralejos no le había causado el menor daño.
Entre tanto, aquellas chispas se habían apagado, dejando en el ambiente un
raro olor a hielo, y el orocueno cayó lentamente sobre las piedras desprendidas;
durante su caída, Haladdin pudo oír unos ruidos sordos, un tanto extraños.
Trató de levantar al sargento, y se asombró de lo mucho que pesaba.
—¿Qué tengo, doctor? —En el rostro, siempre sonriente y despreocupado, del
orocueno, se notaban ahora el miedo y el desconcierto—. Los brazos y las
piernas... no siento... nada... ¿Qué tengo?
Haladdin quiso tomarle el pulso, pero retiró la mano sorprendido: la
extremidad del orocueno estaba dura y helada como una piedra... ¡Santo cielo,
pero si es que era una piedra! En la otra mano, Tserleg tenía dos dedos rotos, y
el doctor se puso a examinar la zona recién fracturada, brillante como el cristal
—la piedra caliza de los huesos, porosa y blanca como la nieve, el mármol rosa
oscuro de los músculos, las vetas de color granate que ocupaban el lugar de los
vasos sanguíneos—, quedándose pasmado de la increíble exactitud de aquella
imitación de piedra. El cuello y los hombros del orocueno, en cambio, se
mantenían calientes y sensibles; al palparle el brazo, Haladdin advirtió que el
límite entre la piedra y los tejidos vivos pasaba en aquel momento justo por
encima del codo, y ascendía lentamente por el bíceps. Estaba decidido a
tranquilizar a Tserleg con alguna mentira relativa a la «pérdida pasajera de la
sensibilidad a causa de la descarga eléctrica», sepultando la verdad con oscuros
términos médicos, pero el explorador ya había visto su mano lisiada y no
necesitaba más explicaciones:
—¡No te rindas!, ¿me oyes? Dame el golpe de gracia... éste es el momento
oportuno...
—¿Qué ha pasado ahí, Haladdin? —la voz alarmada de Searuman reapareció
en el miralejos.
—¿Cómo? Mi amigo se está convirtiendo en una piedra, ¡eso es lo que está
pasando! ¡Habéis sido vosotros, canallas!
—¿Qué ha hecho? ¿Ha tocado el miralejos? ¿Cómo has permitido que lo
hiciera?
—¡Vete al diablo! ¡Desembrújale de inmediato!, ¿me has oído?
—Yo no puedo hacer eso: no ha sido un sortilegio mío; piénsalo: ¿qué gano
yo con esto? Y nadie puede quitar un conjuro ajeno, ni siquiera yo...
Seguramente, los botarates de mis antecesores pensaban detenerte de esa
manera...
—¡A mí me da igual de quién sea el conjuro! ¡Intenta desembrujarle lo mejor
que puedas o, si no, arrastra hasta tu miralejos al que ha hecho esto!
—Ya no está ninguno de ellos aquí conmigo... Lo siento mucho, pero no
puedo hacer nada por tu amigo... aunque me vaya la vida en ello.
—Escúchame, Searuman. —Haladdin hacía todo lo posible por controlarse,
consciente de que con gritos no mejorarían las cosas—. Mi amigo puede tardar
cinco o seis minutos en petrificarse por completo. Si eres capaz de levantarle el
conjuro en ese tiempo, haré lo que deseas: bloquearé mi miralejos, para que no
actúe como «emisor», y lo tiraré al Monte de Fuego. Tú sabrás cómo te las
arreglas para quitarle el conjuro. Y si no eres capaz de quitárselo, haré lo que
tenía pensado hacer, aunque confieso que casi me habías disuadido. ¿Qué
dices?
—¡Sé razonable, Haladdin! ¿De verdad quieres acabar con todo un mundo, o
más bien con dos mundos, para salvar a un solo hombre? Y ni siquiera para
salvarle, porque ese hombre, de todos modos, va a perecer después junto con
ese mundo...
—¡Me traen sin cuidado todos vuestros mundos!, ¿está claro? Te lo pregunto
por última vez: ¿vas a usar tu magia, o no?
—Lo único que puedo hacer es repetir lo que una vez les dije a esos tarugos
del Consejo Blanco: «No es un crimen lo que vas a cometer, sino algo peor: vas a
cometer un error».
—¿Sí? ¡Pues voy a tirar mi bola al cráter! Así que lárgate de ahí echando
leches, si es que puedes... Calcula tú mismo de cuánto tiempo dispones,
aplicando la fórmula de la caída libre; a mí siempre se me han dado mal las
pruebas orales de cálculo...
El Glotón, teniente de la guardia secreta, también afrontaba en aquellos
momentos una elección nada sencilla.
Ya había alcanzado las terrazas fluviales del Río Largo y tenía muchas
posibilidades de llegar felizmente hasta la canoa salvadora, cuando unos elfos
que venían pisándole los talones sin descanso le obligaron a buscar refugio en
un abrupto kurum —una hoya originada por el hundimiento de rocas de
aluvión—, como los que suelen escoger los verdaderos glotones para instalar en
ellos sus cubiles. Pensando que podría atajar, el teniente atravesó en línea recta
el kurum, saltando de piedra en piedra; para avanzar de ese modo, es
fundamental no perder el impulso inicial y no pararse en ningún momento:
salto, rebote; salto, rebote; salto, rebote. Con tiempo seco, no resulta
especialmente complicado; pero en esos días, después de las prolongadas
lluvias, los líquenes adheridos a la roca, en la que dibujaban chorreras de
pintura negra y naranja, se empapaban de agua y se esponjaban, por lo que
cada una de esas manchas entrañaba un peligro mortal.
El Glotón no había cruzado aún ni la mitad de la hoya cuando comprendió
que había sobrevalorado la ventaja que les sacaba a sus perseguidores: cerca de
él cayeron las primeras flechas. Éstas seguían una trayectoria muy dilatada,
claramente al límite de su alcance, pero el teniente conocía de sobra las
posibilidades de los elfos —los mejores arqueros de Midgard—, y no pudo
evitar mirar para atrás para calcular la distancia. Tras el último salto, tomó
impulso con la pierna izquierda en la superficie inclinada de una roca con
forma de baúl, al tiempo que volvía la cabeza, y de repente el liquen mojado,
tan resbaladizo como la clásica cáscara de melón, se deslizó bajo su bota
umbroriana (¡ay, ya presentía él que ese calzado con las suelas duras no le iba a
traer nada bueno!), y el Glotón salió trastabillado hacia la derecha, yendo a
parar a una hendidura profunda y estrecha, como no había otra igual. Sus uñas
rotas trazaron unos surcos inútiles en la capa de liquen que recubría la «tapa del
baúl», pero allí era imposible agarrarse... En ese momento, le vino a la cabeza
un pensamiento completamente estúpido, «ay, ¿por qué no seré un verdadero
glotón?», justo antes de que un chasquido en el tobillo derecho, que se le había
quedado atrapado en una grieta que parecía un cepo, anunciara un dolor
insoportable en la columna del teniente que le hizo perder el conocimiento.
Sorprendentemente, el desmayo del Glotón fue muy breve. El teniente se las
arregló para acomodarse en la hendidura, cogiendo una postura que le permitía
cargar todo el peso sobre la pierna sana, la izquierda; haciendo un esfuerzo,
conseguiría aflojar las correas del morral y sacárselo por encima de la cabeza. El
paquete con los documentos de Colina Hechicera estaba provisto de una carga
incendiaria de gelatina inflamable (qué listo era el Grizzly: estaba en todo), de
modo que no tenía más que frotar la piedra del encendedor umbroriano: un
pequeño recipiente hermético de porcelana con la proporción adecuada de
nafta. Después de soltar el cordón que cerraba el morral, y tras asegurarse de
que tenía el encendedor en el bolsillo, decidió comprobar por última vez cuál
era su situación, para lo cual se echó hacia atrás (le resultaba imposible estirarse
por completo), justo a tiempo de ver cómo unas figuras en forma de columna,
vestidas con capotes verdes, parecían caer lentamente sobre él desde el cielo
incoloro del mediodía. Tan sólo unos cuantos metros le separaban de sus
captores, y el teniente comprendió con toda claridad que, de las dos tareas que
le quedaban por hacer en esta vida —prender la mecha de la carga incendiaria y
tragarse la píldora verdosa que le habría salvado—, sólo tenía tiempo para una;
ahora bien, concretamente para cuál de las dos... eso lo tenía que resolver el
oficial del Feanaro, y sin que nadie le soplara... De modo que lo último que vio
el Glotón, antes de que un golpe en la cabeza le dejara fuera de combate, fue la
llama azulada de la nafta envolviendo el cabo, algo despeluzado, de la mecha
impregnada de nitro.
Volvió en sí en un calvero del bosque, con unas extensas vistas sobre el valle
del Gran Río. Tenía las manos atadas a la espalda; su uniforme umbroriano se
había convertido en un montón de harapos chamuscados; toda la parte
izquierda de su cuerpo era una pura quemadura: alabado sea el Herrero, había
funcionado el invento. Tardó en mirar a su izquierda —casi no podía abrir ese
ojo por culpa del icor coagulado—, donde vio a un elfo en cuclillas: limpiaba,
con cara de asco, el cuello de su cantimplora con un trapo viejo; al parecer,
acababa de meterle al prisionero un poco de vino élfico en la boca.
—¿Qué, ya estás despierto? —inquirió el elfo con una voz melodiosa.
—¡Umbror y el Ojo! —respondió mecánicamente el Glotón (menudo fastidio:
tener que preservar ese estatus a la hora de la muerte, pero así son las cosas...).
—Deja ya de fingir, aliado. —El Primer Nacido sonrió, aunque en sus ojos
había tanto odio que sus finas pupilas de gato se quedaban reducidas a un
hilillo—. Así que nos vas a explicar en qué consisten esos extraños juegos de Su
Majestad Piedra Elfinita, ¿verdad, animalito? Entre aliados no debe haber
secretos...
—Umbror... y... el Ojo... —La voz del teniente era uniforme, como antes,
aunque sólo el Señor del Viento sabe el esfuerzo que eso le suponía; el elfo,
como si fuera por un descuido, dejó caer su mano sobre el tobillo fracturado del
prisionero, y...
—Sir Engold, mire allí; ¿qué es aquello?
El elfo se volvió al oír los gritos de sus compañeros, y pudo observar atónito
cómo, pasado el Río Largo, allí donde debía encontrarse Ciudad de los Árboles,
se elevaba a gran velocidad hacia el cielo algo que recordaba a un gigantesco
diente de león: un fino pedúnculo en forma de flecha, de una blancura
deslumbrante, coronado por una inflorescencia esférica de color rojo
translúcido. «Uno Todopoderoso, si de verdad ha ocurrido en Ciudad de los
Árboles, ¿qué tamaño tiene eso? ¿Y qué será de Ciudad de los Árboles después
de esto? No habrán quedado ni las cenizas...» En ese momento, un grito
sofocado le obligó a reaccionar:
—¡Sir Engold, el prisionero! ¿Qué le ha pasado?
A pesar del ímpetu con el que había vuelto en sí, no había tardado después
en fallecer. El prisionero estaba muerto, y no hacía falta ningún médico para
certificarlo: ante los ojos perplejos de los elfos, en cuestión de segundos se
convirtió en un esqueleto, cubierto aquí y allá por los restos de la piel
momificada. El cráneo amarillento, con las cuencas de los ojos llenas de arena,
presentaba unos dientes burlones que asomaban por debajo de los labios
ennegrecidos y arrugados; parecía que se estuviera cachondeando de Engold:
«Venga, pregunta lo que te apetezca... Si quieres, puedes bañarme en el brebaje
de la verdad, igual te sirve de ayuda...».
En su palacio de Torre Vigía, Altagorn veía estupefacto cómo se transformaba
imperceptiblemente el rostro de Estrella, que estaba sentada enfrente de él. En
realidad, nada había cambiado, pero él tenía la convicción absoluta de que algo
importante, acaso lo más importante, se iba para siempre, desaparecía, como
cuando un sueño maravilloso se nos escapa de la memoria al despertar... tal vez
se tratara de una seductora indefinición de los rasgos, que ahora se habían
vuelto totalmente humanos. Y cuando, unos segundos después, se completó la
metamorfosis, él emitió su veredicto, que trazaba una línea final al pie de ese
periodo de su vida: «Sí, es una mujer bella, no se puede negar. Muy bella,
incluso. Y nada más».
Por supuesto, ninguno de sus súbditos vio nada de esto y, si lo hubieran
visto, probablemente no le habrían atribuido ningún significado. Por el
contrario, sus anales recogieron concienzudamente otro suceso de ese
mediodía: cuando en Onirien se destruyó el Espejo, los cinco miralejos que
quedaban en Midgard también hicieron explosión, y en ese momento se levantó
de entre las olas de la bahía de Ribera Grande, que recogía las aguas del Río
Largo, un gigantesco geiser que creció hasta una altura de casi media milla. El
geiser originó un tsunami de cuarenta pies, que se llevó por delante algunas
aldeas de pescadores de Ribera Grande, junto con sus moradores; es poco
probable, sin embargo, que a nadie se le ocurriera pensar que también esos
infelices habían sido víctimas de la Guerra del Anillo.
Más sorprendente es que Su Majestad Piedra Elfinita, a pesar de sus dotes de
observador y de su perspicacia, tampoco relacionara esos dos hechos ocurridos
el mediodía del primero de agosto del año 3019 de la Tercera Era, los cuales, en
cierto sentido, pusieron el punto final a su existencia. Y después, durante
mucho tiempo, nadie se dedicó a elaborar esa clase de secuencias lógicas: no
tenían esa posibilidad.

—¡Dobla el brazo, rápido! —ordenó Haladdin, mientras practicaba un


torniquete en la cara anterior del brazo izquierdo de Tserleg, a la altura del
codo—. Y no te quites el trapo, si no quieres desangrarte...
La mano del sargento se descongeló en cuanto el volcán recibió en su seno el
miralejos, de modo que la sangre empezó a brotar con fuerza, como era de
esperar en un individuo que había perdido un par de dedos completos. Aparte
del torniquete, no disponían de otros medios para detener la hemorragia: los
remedios hemostáticos del botiquín élfico, incluida la legendaria raíz de
mandrágora (capaz incluso, según afirmaban algunos, de «calafatear» una
arteria carótida dañada), habían dejado de actuar por completo, tal y como se
pudo comprobar al instante. Quién iba a pensar que eso también era magia...
—Escucha... entonces, ¿hemos vencido?
—¡Sí, qué demonios! Si es que a esto se le puede llamar victoria...
—No lo he entendido, señor doctor... —Se diría que los labios, grises por la
pérdida de sangre, no obedecían al sargento—. ¿Qué quiere decir eso de «si se
le puede llamar victoria»?
«¡Ni se te ocurra!», se advirtió a sí mismo Haladdin. «La decisión ha sido mía,
y solamente mía; no tengo el menor derecho a involucrar a Tserleg en esto. Él
no debe dudar en absoluto de aquello de lo que acaba de ser testigo, y causa
involuntaria por añadidura... Sencillamente, por su propio bien. Y ya que para
él es mejor así, que sea nuestro propia Batalla de Batallas: una victoriosa Batalla
de Batallas...»
—Me refería, simplemente, a que... Mira, no va a creer en nuestra victoria ni
una sola persona en toda Midgard: no hay que temer que nos deslumbren las
muestras colectivas de agradecimiento... Y acuérdate de lo que te digo: los elfos
y los hombres del otro lado del Río Largo ya encontrarán una forma de reflejar
esta historia en la que ellos aparezcan, a pesar de todo, como los vencedores.
—Sí —asintió el orocueno, y se quedó callado por un momento, como si
estuviera escuchando los rugidos de las entrañas de la Montaña de Fuego, que
se iban apagando lentamente—. Lo más seguro es que pase eso. Pero, a
nosotros, ¿qué nos importa?
EPÍLOGO

—... ¿Qué dice la Historia?


—La historia, señor, miente; como siempre.

GEORGE BERNARD SHAW

Ten el valor de soñar y de mentir.

F RIEDRICH NIETZSCHE

Nuestra narración se basa enteramente en los detallados (aunque presentan


ciertas lagunas) relatos de Tserleg, los cuales se conservan entre los miembros
de su clan en forma de leyenda oral. Es importante subrayar que no
disponemos de ninguna clase de documentos que los avalen. Haladdin, de
quien se podrían haber esperado testimonios más extensos, no dejó escrita ni
una sola línea sobre este asunto; los otros protagonistas directos de la búsqueda
del Espejo de Dama Luz —Tangorn y Kumai— guardan silencio por motivos
más que evidentes. De modo que cualquiera que lo desee puede proclamar, con
la conciencia muy tranquila, que todo esto no pasa de ser un desvarío senil del
orco, a quien se le habría ocurrido en la vejez modificar el final de la Guerra del
Anillo; al fin y al cabo, para eso se han inventado las memorias: para que los
veteranos puedan convertir a posteriori sus derrotas en victorias.
A todos aquéllos a quienes esta versión de la historia les haya parecido, si no
la verdadera, sí al menos digna de atención, probablemente no dejarán de
interesarles ciertos acontecimientos que desbordan su marco temporal. Cuenta
Tserleg que él acompañó a Haladdin en su viaje del Monte de Fuego a Lunien;
el doctor parecía gravemente enfermo y en todo el camino no pronunció diez
palabras seguidas. En una de las paradas, el sargento se quedó dormido tan
profundamente que no se despertó hasta la tarde del día siguiente, con muy
mal cuerpo y un fuerte dolor de cabeza. Su compañero ya no estaba a su lado:
en su lugar encontró la cota de malla de platagrís, donde apareció doblada una
carta de despedida. En ella Haladdin le comunicaba que Midgard ya estaba
libre de la maldición élfica y que él, como jefe de la operación, agradecía al
sargento su excelente servicio y le recompensaba con esa valiosa coraza. En
cuanto al propio doctor, lamentablemente, «había pagado un precio tan alto por
la victoria que ya no podía encontrar un lugar entre los hombres». Las últimas
palabras suscitaron en el explorador los pensamientos más sombríos, los cuales,
por fortuna, no se vieron confirmados: a juzgar por las huellas, Haladdin había
llegado hasta la carretera de Lunien, y desde allí se había dirigido a algún lugar
en el sur.
Curiosamente, hace unos años, cierto doctorando imprudente de la cátedra
de Historia Medieval de la Universidad de Opar, dando por cierta la leyenda
sin el menor espíritu crítico, no dudó en emprender, en ese sentido, una serie de
investigaciones en los libros de contabilidad de los monasterios orientales,
donde desde hace ya mil quinientos años se registra todo con una
meticulosidad inhumana. Y, lo que son las cosas, el pájaro consiguió sacar a la
luz una asombrosa coincidencia: efectivamente, en enero de 3020 (según la
cronología de la época), en el monasterio de las cuevas de Gurvan-Eren, situado
en las montañas del norte de Vendotenia, profesó un novicio de aspecto
opariano, haciendo voto de silencio, y tras haber donado al monasterio... un
anillo de inoceramio. A partir de ahí, el doctorando llegó a una conclusión (y
cito las actas de la correspondiente sesión de la cátedra) «apresurada, frívola y
completamente anticientífica, relativa a la identidad entre el mencionado
novicio y el legendario Haladdin». El consejo científico, por descontado, le dio
tal palo al «cazafantasmas» que éste juró no volver a perder nunca más el
tiempo con el que iba a ser el tema de su tesis doctoral, y desde entonces se
aplica a la tarea de limpiar con un cepillito fragmentos de cerámica procedentes
de los montones de basura de Jand, correspondientes al periodo de la Séptima
Dinastía.
Por lo que respecta al auténtico Haladdin, su nombre aparece en el programa
de numerosos cursos universitarios, si bien es cierto que no de Fisiología,
especialidad a la que consagró su vida, sino de Historia de la Ciencia, como
ejemplo del riesgo que entrañan los saltos hacia delante cuando se dan con
excesivo impulso. Sus brillantes investigaciones sobre el funcionamiento de las
fibras nerviosas se adelantaron tanto a su tiempo que quedaron al margen del
contexto científico general y fueron tranquilamente olvidadas. Tres siglos más
tarde, sus trabajos cayeron en manos de unos médicos de la Escuela de Lunien
que andaban a la búsqueda de antiguas recetas de antídotos. Sólo entonces se
vio claramente que Haladdin se había anticipado en más de un siglo al célebre
Vespuno: no sólo demostró experimentalmente la naturaleza eléctrica de la
excitación del axón, sino que predijo la existencia de los neurotransmisores e
incluso elaboró un modelo de su mecanismo de acción. Por desgracia, esa clase
de «prioridades» tan sólo les interesan a los historiadores: para la comunidad
científica propiamente dicha todo eso carece por completo de sentido. En
cualquier caso, el último de los trabajos que se conocen de Haladdin está
fechado en el año 3016 de la Tercera Era, y el punto de vista oficial sostiene que
falleció en el transcurso de la Guerra del Anillo.
Volvamos, entonces, a Tserleg, dado que su historicidad no ofrece ninguna
duda. Como es sabido, en el invierno de 3020 la ocupación de Umbror concluyó
de forma brusca e inexplicable, y poco a poco empezó a restablecerse la
normalidad. La población de la ciudad sufrió en aquellos tiempos muchas
privaciones (en rigor, la civilización umbroriana como tal jamás volvió a
restablecerse), pero a los nómadas esas calamidades no les afectaron en exceso.
El sargento solía decir que un hombre hecho y derecho, a quien los brazos le
nacen de donde le tienen que nacer, y no del culo, dondequiera que vaya se
hace compadre del rey, y esta máxima la puso él en práctica durante toda su
vida. Tras regresar a su tierra, acabó por convertirse en el fundador de un clan
tan grande como poderoso, que ha conservado —gracias a la tradición oral,
habitual entre los pueblos nómadas— el relato de sus andanzas.
Hay que decir, por cierto, que el destino ulterior del otro sargento, Rankorn,
fue casi idéntico al de Tserleg, con la diferencia, claro está, de que el antiguo
explorador no prosperó en la meseta de Houtín-Hotgor, sino al otro lado de las
Montañas Sombrías, en el valle del arrollo de la Nutria. La alquería que levantó
allí, a la que dio el extraño nombre de Lianika, creció rápidamente, y en unos
cinco años era ya un verdadero poblado; por eso, una vez, cuando estaban de
pesca y su hijo pequeño encontró entre las piedras del río la primera pepita de
oro de Lunien, los vecinos se limitaron a encogerse de hombros: ya se sabe,
dinero llama dinero... Si hubiera surgido la ocasión, al cabo de los años, de
reunirse con el orocueno, seguro que habrían llevado el debate sobre las
respectivas bondades de la cerveza negra y el kumys, iniciado en su día en el
Bosque Tenebroso, al terreno de la práctica. Pero no surgió la ocasión...
En cuanto a la cota de malla de platagrís, Tserleg decidió entregársela a la
chica de Haladdin, junto con el relato sobre la proeza de su amigo, en paradero
desconocido. Pero Kumai había muerto, y el explorador, personalmente, no
sabía casi nada de ella, aparte de su nombre, Sonia (un nombre muy frecuente
entre las trolls), y de algunos datos imprecisos sobre su participación en la
Resistencia, por lo que sus indagaciones no dieron ningún resultado. El
orocueno llegó a desesperarse —hay que decir que el sentimiento de
responsabilidad de los orocuenos en esa clase de asuntos es ilimitado—, y a
partir de entonces decidió considerarse —a sí mismo y a sus descendientes— no
dueño, sino mero custodio de esa reliquia. Al final, un tataranieto del sargento
la donó —junto con los quebraderos de cabeza que le causaba— al Museo de
Historia de Aguamarga, donde puede ser admirada en la actualidad, al lado de
otras curiosidades de la enigmática civilización umbroriana. «¡Aja!», dirá en
este momento un apologista de la leyenda. «¿Es que una cota de malla, que
podemos ver y tocar, no constituye para usted un argumento sólido?» A lo cual
alguien podría replicar, muy serio, que la cota de malla no demuestra nada, al
fin y al cabo, porque Haladdin —incluso si nos atenemos a la versión de
Tserleg— ya se había hecho con ella antes incluso de recibir el anillo del
espectro. ¡Y tendría toda la razón del mundo!
Por cierto, ya que ha salido la platagrís. En los museos de Erda se conservan
en la actualidad un total de cuatro corazas de ese material, pero la técnica para
su fabricación sigue siendo un misterio. Si queréis que un amigo metalúrgico os
arroje algún objeto contundente, hacedle una pregunta inocente sobre esta
aleación. Miles de veces se ha verificado su composición: un 86% de plata, un
12% de níquel, y un resto formado por nueve metales raros y dispersos, desde
vanadio hasta niobio; en definitiva, aunque el examen radioscópico permite
determinar, hasta con nueve cifras después de la coma, la estructura del
material, cuando luego alguien intenta reproducirlo, entonces... ¡ni de coña!
Otros, no sin malicia, recuerdan que, para fabricar la platagrís, los viejos
maestros artesanos ponían en el metal —y debía quedarse ahí para siempre—
una pequeña parte de su alma; y puesto que en los tiempos que corren ya no
hay almas, sino que tan sólo existe «la realidad objetiva, tal y como la palpan
nuestros sentidos», entonces, tíos, no soñéis con ver la auténtica platagrís ni en
pintura...
La última tentativa en este terreno se debió, hace un par de años, a unos
chicos listos del Centro de Tecnologías Avanzadas de Reinor, que habían
recibido la correspondiente beca de la Corporación Aeroespacial de Tierra de
Hierro. Una vez más, todo quedó en nada: les presentaron a sus clientes una
lámina de dos milímetros de grosor de cierto material (86,12% de plata, 11,96%
de níquel, y así sucesivamente), asegurando que aquello era la auténtica
platagrís, y que todo lo demás eran cuentos; bueno, como suele pasar en estos
casos, solicitaban nuevos fondos para el estudio ulterior de aquel nuevo
invento. Al parecer, el jefe de la fábrica de cohetes, sin pestañear, sacó de debajo
de la mesa una ballesta cargada, procedente de un museo, apuntó al
responsable del proyecto y le propuso que se cubriera con su lámina: que
resiste, tendrás tu dinero; que no, de todos modos, no te va a hacer ninguna
falta. Del proyecto, evidentemente, nunca más se supo... Tampoco puedo
garantizar que la cosa fuera exactamente así (yo me limito a repetir lo que me
han contado), pero personas que conocen muy bien al jefe de Tierra de Hierro
Aerospace aseguran que esa broma es muy de su estilo: no en vano desciende
del famoso Rey Brujo.
La cosa está mucho más clara en el caso del inoceramio, material del cual
estaba hecho, según se cree, el anillo de los espectros: el motivo de que casi
nunca llegue a manos de los hombres es bien sencillo. La presencia de este
metal del grupo del platino en la corteza de Erda es completamente irrelevante
—su índice en la Tabla de Clark es de 4-10-8 (el oro, por ejemplo, tiene un índice
de 5-10-7, y el iridio, de 1-10-7)—, pero, además, y a diferencia de los restantes
platinoides, no se encuentra disperso en la naturaleza, sino que siempre aparece
en forma de gruesas pepitas; la probabilidad de encontrarse con una de esas
piezas la puede calcular el lector, si no es muy perezoso. No hace mucho, por
cierto, en las minas de Kigvali, en Surania Meridional, encontraron una pepita
con el increíble peso de 87 onzas; el título de un artículo de un periódico local,
dedicado a ese suceso, era: «El hallazgo del siglo: seis libras de inoceramio.
Pueden hacerse anillos para una compañía de espectros». Por lo demás, este
metal no posee ninguna propiedad especial, salvo su densidad, superior a la del
osmio.
Bueno, ya está bien de tanto hablar de cachos de hierro...
Elvis nunca se casó. Se encerró en su chalet de la calle del Jaspe, dedicada a
criar al hijo nacido en su momento, tras los acontecimientos ya descritos. Este
hijo llegaría a ser nada menos que el comodoro Amengo, cuyas navegaciones se
considera que inauguraron oficialmente la época de los grandes
descubrimientos geográficos. El comodoro dejó a su muerte un croquis de la
línea costera del nuevo continente que más tarde recibiría su nombre, unas
anotaciones de sus viajes, admirables desde el punto de vista estrictamente
literario, y una larga hilera de corazones femeninos rotos... Cosa que, por cierto,
no contribuyó a que su vida familiar fuera dichosa. Además del Gran
Continente Occidental (el cual fue confundido durante mucho tiempo con el
Extremo Oeste, y en sus nativos muchos creyeron reconocer los rasgos de los
legendarios elfos), entre los descubrimientos de Amengo figura un pequeño
archipiélago tropical, al que bautizó, con toda justicia, como las Islas del
Paraíso. Más adelante, este nombre sería suprimido por la Santa Iglesia (las
jóvenes de ese lugar parecían enteramente la encarnación de las huraníes, tal y
como las representa la abominable herejía hakimiana), si bien las dos islas
principales del archipiélago, cuya forma recordaba asombrosamente al símbolo
del yin y el yang, conservaron los nombres que les había puesto su descubridor:
Elvis y Tangorn.
Para mi gusto, el célebre navegante inmortalizó el recuerdo de sus
progenitores del mejor modo posible. Sin embargo, la historia amorosa de la
cortesana de Opar y el aristócrata pietroriano hace ya varios siglos que persigue
a los escritores, quienes, por causas desconocidas, cuando no convierten a sus
héroes en unas incorpóreas sombras románticas, reducen todo el asunto a un
lance erótico bastante chusco. Por desgracia, la última versión cinematográfica
amenguiana —El espía y la pecadora— no constituye una excepción: la censura de
Pietror le colocó tres rombos muy merecidos, mientras que en la puritana Tierra
de Hierro prohibieron totalmente su exhibición. Los méritos artísticos de la
película son bastante modestos, pero, en cambio, se atiene de forma exagerada a
la corrección política: Elvis es negra (¡uy, perdón!, suranioamenguiana), las
relaciones entre Tangorn y Grager están teñidas de una marcada coloración
homoerótica... La crítica pronosticó, unánimemente, que el jurado del Festival
Cinematográfico de los Puertos de Plata, temiendo ser acusado de racismo,
sexismo y otros ismos terribles, concedería a la cinta todos los premios
imaginables... y así fue. Hay que decir que la incomparable Gunun-Tua obtuvo
su Estrella Dorada con toda justicia.
Almandin y Jacuzzi murieron en la horca, en el patio interior de la prisión de
Ar-Horan, en una de las sofocantes noches de agosto de 3019; junto a ellos
fueron ejecutados el capitán de navío Macarioni y otros siete oficiales de la
Armada que habían encabezado el llamado «motín del almirante Carnero». Así
es como fue bautizada a posteriori la operación Siroco, en la cual el almirante,
mediante un ataque preventivo, destruyó la totalidad de la flota invasora
pietroriana, sorprendida en sus propios muelles, tras lo cual ordenó el
desembarco e incendió los astilleros de Puertorreal. Tras esta operación,
Altagorn, que se hallaba en una posición insostenible, se vio obligado a firmar
—para salvar la cara— el tratado de Colina de Rotam. Según este tratado, Opar
reconocía su condición de «parte inseparable del Reino Unido», pero, como
contrapartida, se aseguraba «a perpetuidad» su estatus de ciudad libre;
únicamente, el Senado pasaba a llamarse Consejo Municipal, y el ejército,
guarnición. El embajador extraordinario Alkabir, encargado de representar a la
República en estas negociaciones, consiguió introducir incluso un punto
adicional, por el cual quedaban prohibidas en el territorio de Opar las
actividades de la guardia secreta de Su Majestad. A pesar de todo esto, la
incursión del almirante Carnero fue considerada —para entera satisfacción
tanto del rey de Pietror como de los senadores de Opar— un vulgar acto de
piratería, y los participantes en el mismo tratados como desertores y traidores,
acusándoseles de haber despreciado los juramentos militares y el honor
esperable en unos oficiales.
Ni que decir tiene que, para el pueblo, los colaboradores de Carnero (el
propio almirante se libró del juicio: había muerto en la batalla de Puertorreal)
eran unos héroes que habían salvado a la patria del yugo extranjero; sin
embargo, y por muchas vueltas que se le dé, el hecho de que habían
desobedecido una orden era incontestable... El fiscal general de la República,
Almaran, resolvió ese dilema ético y moral de un modo muy sencillo: «¿Decís:
«A los vencedores no les juzga nadie»? ¡Y un cuerno! Si existe una ley, tiene que
ser igual para todos; si no, es mejor que no exista tal ley»; el entusiasmo de su
brillante requisitoria (hoy día, no hay manual de jurisprudencia que no la cite,
aunque sea de forma fragmentaria) se ve perfectamente reflejado en la frase,
verdaderamente histórica, con que concluye: «¡Ya puede hundirse el mundo,
que la ley debe ser cumplida!». De todos modos, allá cada cual, pero los
dirigentes del servicio secreto de Opar que fueron ajusticiados deberían haber
sabido que, en asuntos de esa naturaleza, la gratitud de la patria suele tener un
gustillo muy particular...
Sonia no llegó a saber nada de la misión de Haladdin (algo que, si no hemos
entendido mal, constituía una de las mayores preocupaciones del doctor), y
hasta el fin de sus días estuvo convencida de que, sencillamente, tanto Kumai
como él no habían regresado de los Campos Cercados. No obstante, el tiempo
es compasivo y, cuando sus heridas cicatrizaron, ella pudo realizar su destino
vital: se convirtió en una amante esposa y una madre admirable, que hizo feliz a
un hombre excepcionalmente justo, cuyo nombre —en el marco de este relato—
es completamente irrelevante.
Las personas de la realeza, desde mi punto de vista, tienen mucho menos
interés, pues su destino ya lo conoce todo el mundo. Para aquéllos a los que les
dé pereza alargar la mano y coger un libro de la estantería o, en su defecto,
refrescar la memoria repasando algún manual de historia del bachillerato, les
recordaré que el reinado de Altagorn fue uno de los más brillantes en la historia
de Midgard y constituye uno de esos puntos de referencia que permiten trazar
la frontera entre la Edad Media (la «Tercera Era») y los Tiempos Modernos. En
vez de tratar de ganarse el aprecio de la aristocracia de Pietror (lo cual era una
causa perdida de antemano), este usurpador apostó decididamente por el tercer
estado, al cual no le interesaban fantasmas tales como los «derechos dinásticos»,
sino asuntos como los porcentajes en la asignación de los impuestos o la
seguridad en las rutas comerciales. En vista de que no tenía nada que hacer con
la nobleza, se sintió libre, paradójicamente, para emprender una reforma
agraria que limitó de forma radical los derechos de los terratenientes en
beneficio de los agricultores libres. Ése fue el fundamento del célebre «milagro
económico» pietroriano y de la subsiguiente expansión colonial. Por otra parte,
los órganos representativos de poder instituidos por Altagorn (como contrapeso
de la oposición de la nobleza) han sobrevivido, prácticamente intactos, hasta
nuestros días, permitiendo que el Reino Unido ostente con pleno merecimiento
su título de «democracia más antigua de Midgard».
Es bien sabido que el rey contribuyó por todos los medios al desarrollo de las
ciencias, los oficios y la navegación; que escogió a personas de talento, al
margen de su ascendencia, para los principales cargos del reino; y que disfrutó
del más sincero amor de las gentes del pueblo. La única mancha en su
expediente se suele situar en el comienzo mismo de su reinado, cuando la
guardia secreta (una organización siniestra, hay que reconocerlo) se vio
obligada a proteger el trono, con mano de hierro, de los desafíos de los
arrogantes señores feudales; lo cierto es que en la actualidad la mayoría de los
especialistas coinciden en que la escala del terror de esa etapa fue enormemente
magnificada por los historiadores afines a la nobleza... La mujer de Altagorn, la
bella Estrella, a la que la leyenda atribuye un origen élfico, no desempeñó papel
alguno en los asuntos de gobierno y se limitó a transmitir a su corte cierto aura
de misterio. No tuvieron hijos, de modo que la dinastía de los Elfinitas no se
prolongó más allá de sus fundadores, y el trono del Reino Unido fue heredado
por el príncipe de Lunien... En otras palabras, todo volvió al punto de partida.
Resulta muy complicado ofrecer un análisis político-económico del gobierno
de los primeros príncipes de Lunien, Aramir y Eohwyn, pues no parece que
hubiera allí ni política ni economía, sino que todo consistió en una prolongada
balada romántica. En la tarea de forjar la encantadora imagen del «hada de los
bosques de Lunien» (¿verdad que suena raro?: en otros tiempos, Lunien —el
corazón industrial de Midgard— estaba cubierto de bosques...) debieron de
colaborar todos los poetas y artistas de la época, ya que la modesta corte de
Aramir fue para ellos una especie de santuario, y se consideraba una
descortesía no peregrinar hasta allí. Pero incluso si tenemos en cuenta la
inevitable idealización del prototipo, todo hace pensar que Eohwyn debió ser
una mujer excepcional
Gracias a esa pléyade de artistas, disponemos actualmente de algunos
retratos del príncipe Aramir; entre los que he tenido ocasión de contemplar, el
más logrado aparece en la monografía El agnosticismo filosófico y sus primeros
representantes, recientemente publicada por la editorial La Torre de Colina del
Viento, de Torreoeste. En cualquier caso, ninguna de esas representaciones
tiene nada que ver con el perfil de la chapa que adorna, a modo de escarapela,
las boinas de color mostaza de los guardias reales del regimiento de
paracaidistas de Lunien. Por cierto, que también pertenecen a este regimiento
los famosos «mangostas»: un grupo especial antiterrorista cuyos miembros han
podido ser vistos estos últimos días en las televisiones de toda Erda, mientras
liberaban brillantemente en el aeropuerto de Torre Vigía a los pasajeros de un
avión de las aerolíneas de Vendotenia secuestrado por unos hannanitas
fanáticos del Frente de Liberación de Mingad del Norte.
En todo el tiempo en que fue príncipe de Lunien, Aramir tomó una sola
decisión en política exterior: aprobó la solicitud presentada por el barón Grager
en su informe, quien expresaba su deseo de que le destinaran al sur del río
Harnen, para llevar a cabo una serie de operaciones indagatorias y subversivas
que él mismo había planeado. «... Todos los indicios apuntan a que será allí, en
Surania Próxima, donde se decida en los años venideros el destino de
Midgard.» Por raro que parezca, todo lo que se ha podido averiguar hasta
ahora acerca de la suerte ulterior de Grager de Arania (a quien a veces se
ensalza, no sin fundamento, como «salvador de la civilización occidental») no
pasa de ser una colección de leyendas y anécdotas inverosímiles. Se conoce
únicamente el resultado final de sus esfuerzos: el grandioso alzamiento de los
aranianos nómadas contra el poder de Surania, el cual condujo en última
instancia —y gracias al efecto dominó— a la caída del siniestro imperio de los
surenios, y a su división en toda una serie de tribus enfrentadas entre sí. Nadie
sabe de qué modo se ganó ese intelectual aventurero su incontestable autoridad
sobre los brutales salvajes de la sabana de Surania. La posibilidad de que
hubiera rescatado, por pura casualidad, al hijo del caudillo araniano en el
mercado de esclavos de Jand no es más que un cuento de hadas perfectamente
inverosímil; otra versión, según la cual su camino hacia las cumbres del poder
habría pasado por el lecho de la suma sacerdotisa Svantantra, es ingeniosa y
novelesca, pero entre la gente que conoce mínimamente la realidad del sur lo
único que consigue suscitar es una sonrisa... Ni siquiera las circunstancias de la
muerte del barón se conocen claramente: algunos dicen que murió cazando
leones; otros, que le mataron por un azar absurdo, cuando mediaba en un
conflicto entre dos pequeños clanes aranianos por el uso estival de unos
abrevaderos.
En cuanto al destino de Eohmaere, resulta tan asombroso que sigue habiendo
autores que tratan de demostrar que no estamos ante una personalidad
histórica, sino ante una figura legendaria. Habiendo ascendido, tras la campaña
de Umbror, al trono de la Marca, descubrió, para su sorpresa y profundo
disgusto, que ya no tenía con quién combatir (al menos, en la zona de Midgard
que estaba a su alcance). Durante un tiempo, el glorioso guerrero intentó
distraerse con torneos, cacerías y aventuras amorosas, pero no tuvo mucho
éxito y cayó en la más profunda melancolía. (El respeto a la realidad histórica
nos exige reconocer que en los festines de amor este chevalier sans peur et sans
reproche sobresalió por su falta absoluta de gusto y por su fabuloso apetito: no
en vano, los chistosos de Eoderas le propusieron a su monarca que inscribiera
en su escudo la divisa: «Bueno para todas»). Un buen día, en su alma que
languidecía por la inactividad forzosa, reverdecieron de pronto los recuerdos
de cierta admirable fe oriental, la cual, pensándolo bien, le había llevado a la
victoria en los Campos Cercados. En su arrebato inicial, Eohmaere decidió
hacer del hakimianismo la religión oficial de Marca, pero acto seguido se le
ocurrió un plan aún más ameno.
Por aquel entonces, en el califato de Jand se estaba desarrollando una callada
guerra religiosa entre dos sectas opuestas del hakimianismo. Sigue sin estar
claro cómo se las arregló Eohmaere para decidir cuál de las dos debía adoptar
como fe verdadera; personalmente creo que se lo tuvo que jugar a cara o cruz,
porque, en lo tocante al dogma, las divergencias reales no fue capaz de
precisarlas ni el sínodo de los doctores en teología, reunido a tal efecto. Sea
como fuere, el caso es que convirtió a la fe verdadera a toda su guardia real, que
también se había quedado sin trabajo y estaba dispuesta a combatir con quien
fuera y por la razón que fuera (cuenta la leyenda que, interrogado uno de los
paladines de Eohmaere acerca de cómo se sentía tras haber tomado la senda de
la fe verdadera, éste respondió, con toda naturalidad: «Alabado sea el
Luchador; como siempre: las botas no andan solas»), y después marchó al sur.
Antes de salir de Eoderas, Eohmaere puso al frente de los asuntos del reino,
como administrador, a un primo segundo; naturalmente, esta decisión sumió al
país en el abismo de las contiendas dinásticas, que se prolongaron durante casi
un siglo y tuvieron su lógica culminación en la Guerra de los Nueve Castillos,
en la cual toda la caballería de Marca pereció sin remedio.
En Jand, para sorpresa de sus compañeros, Eohmaere renegó efectivamente
de su vida anterior, como vida pecadora que había sido, repartió entre los
pobres todos sus bienes, salvo la espada, e ingresó en la Orden de los
hannanitas (derviches y soldados a un tiempo). Poniendo su talento como jefe
militar al servicio del bando religioso que le había reclutado, acabó en el curso
de tres batallas con toda la fuerza militar del enemigo, y en cosa de medio año
concluyó triunfante una guerra santa que duraba ya veintiséis años: los buenos
creyentes le dieron el apelativo, ganado a pulso, de «la Espada del Profeta»; los
cismáticos, el de «la Cólera del Señor». Al final de la tercera de aquellas batallas,
cuando era ya evidente el desastre sin paliativos de los heréticos, Eohmaere
cayó alcanzado por una piedra procedente de una catapulta enemiga: era la
mejor muerte que podía desear un verdadero caudillo como él. Los hakimianos
se apresuraron a incluir a Eohmaere en la lista de los mártires de la fe, así que se
supone que no debería tener ningún problema en lo tocante a su trato con las
huraníes.
En fin, con esto podemos ir poniendo el punto final... Pero antes, como
conclusión, me gustaría señalar una cosa: las lagunas existentes en el relato
original de Tserleg las he completado según mi propio criterio, y nuestro
veterano no es responsable de tales fantasías. Sobre todo, si tenemos en cuenta
que, con seguridad, muchas personas se aplicarán con celo a la tarea de culpar
al narrador (¿a quién si no?) por haberse apartado de la versión comúnmente
aceptada sobre los acontecimientos que pusieron fin a la Tercera Era.
Acontecimientos que —debemos recordar— han llegado al gran público de
Erda, en el mejor de los casos, a través de una adaptación literaria —El señor de
los anillos— de la materia épica de los países occidentales, cuando no por medio
de la serie televisiva de temática histórica titulada La espada de Lunildur, o por el
juego de marcianitos de ordenador Galerías de Morie.
Sería ocioso recordar a esos críticos que El señor de los anillos constituye,
además de un ejercicio de invención filológica, un ejemplo de la historiografía
de los vencedores, los cuales ya se sabe cómo suelen presentar a los vencidos.
Porque, en caso de que allí se hubiera cometido un genocidio (perdonad, pero
decidme, si no, qué fue de todos aquellos pueblos tras la victoria de occidente),
resultaba especialmente importante convencer a todo el mundo (y, en primer
lugar, convencerse a ellos mismos) de que eso no eran personas, sino... orcos y
trolls. Tampoco serviría de mucho plantearles a dichos críticos la siguiente
cuestión: ¿cuántas veces se ha visto en la historia de la humanidad que un
gobernante, un buen día, como quien no quiere la cosa, le ceda el trono al
primer pelagatos que baja del monte (perdón: a un occidental venido del
norte)? Una vez más me asalta la tentación de preguntar: ¿cuál fue el verdadero
precio que tuvo que pagar Piedra Elfinita a esos asombrosos colaboradores que
había encontrado en la Senda de los Muertos? Porque llamar a filas a las fuerzas
del mal absoluto (¡al servicio de una causa justa, claro está!) es algo de lo más
normal, no ha sido él el primero ni será el último en hacerlo; pero pretender que
esas fuerzas, una vez cumplido su cometido, regresen obedientes a la nada, sin
exigir a cambio compensación alguna... No sé yo... Tengo que confesar que yo
nunca he oído nada semejante. Aunque siempre sería posible... Sí, sería posible,
¿pero para qué? En todo caso, no tengo ningunas ganas de enredarme en
semejante polémica.
En resumidas cuentas: hay que vivir en paz, colegas. Lo cual, en el caso que
nos ocupa, significa: si no te gusta, no hagas ni caso, pero a los demás déjanos
en paz.

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