Yeskov Kiril - El Ultimo Anillo
Yeskov Kiril - El Ultimo Anillo
Yeskov Kiril - El Ultimo Anillo
El último anillo
Título original: Poeslednii koltsenosets
© 2004 Fernando Otero Macías por la traducción
Somos débiles, pero a nuestra señal las hordas que están fuera de los muros se alzarán, unidas
en un puño, cayendo sobre vosotros. El yugo no nos tiene confundidos: por larga que sea la
esclavitud, cuando el oprobio acabe con vosotros, bailaremos sobre vuestras tumbas.
RUDYARD KIPLING
Nunca antes, en los campos de batalla, tantos le habían debido tanto a tan pocos.
WINSTON CHURCHILL
PR IM E R A PA R T E
¡Ay de los vencidos!
El oro para el amo; la plata para el criado; las monedas de cobre para la ralea de ineptos
aprendices. «Decís bien», repuso el barón, calándose el yelmo, «¡pero el frío acero reina sobre
todos!»
RUDYARD KIPLING
CAPÍTULO 1
A unas cincuenta millas al este del volcán Monte de Fuego, donde los
bulliciosos y alegres arroyos nacidos bajo las nieves perpetuas de las Montañas
Cenicientas se vuelven sensatos y serios aryks, para después morir
plácidamente en los llanos de Umbror, entre neblinas inconstantes, se extendía
el oasis de Montes del Terror. Desde tiempo inmemorial se obtenían aquí dos
cosechas anuales de algodón, arroz, dátiles y vid, y los trabajos de los tejedores
y armeros locales gozaban de fama en toda Midgard. Es verdad que los
orocuenos nómadas siempre habían mirado con un desprecio indecible a
aquellos miembros de su tribu que optaban por la agricultura o la artesanía:
todo el mundo sabe que la única ocupación digna de un hombre es la cría de
ganado; aparte, claro, del pillaje en las rutas de caravanas... Lo cierto es que eso
no era un obstáculo para que se presentaran regularmente con sus rebaños en
los bazares de Montes del Terror, donde los zalameros comerciantes de Opar
solían despellejarlos a conciencia, haciéndose rápidamente con todas las
mercancías. Estos impetuosos mozos, siempre dispuestos a jugarse el pescuezo
por un puñado de monedas, conducían sus caravanas por todo el oriente, sin
hacerle ascos ni al tráfico de esclavos ni al contrabando ni, llegado al caso, al
bandolerismo propiamente dicho. Su principal fuente de ingresos había sido
siempre, sin embargo, la exportación de metales raros, extraídos en abundancia
en las Montañas Cenicientas por los rechonchos y huraños trolls, mineros y
metalúrgicos sin par, quienes más tarde llegarían a hacerse también con el
monopolio de la construcción en el oasis. Como llevaban mucho tiempo
viviendo juntos, los hijos de los tres pueblos habían aprendido a mirar a las
bellezas de los vecinos con mayor interés que a las propias, a dedicarse
mutuamente pullas y chistes hirientes («se encuentran una vez en los baños un
orocueno, un troll y un opariano...») y, cuando hacía falta, a combatir hombro
con hombro contra los bárbaros de occidente, defendiendo el paso de las
Montañas Brumosas y el desfiladero de Puerta Negra.
En ese ambiente, seis siglos atrás se había erigido Torreumbría, asombrosa
ciudad de alquimistas y poetas, de mecánicos y astrólogos, de filósofos y
médicos, centro de una civilización única en toda Midgard que depositaba su
confianza en el conocimiento racional y no temía oponer a la magia ancestral su
tecnología, aún incipiente. La reluciente aguja de la ciudadela de Torreumbría
se alzaba, sobre los llanos de Umbror, apenas menos alta que el Monte de Fuego,
como un monumento al Hombre: al Hombre libre, que había rechazado, de
forma cortés pero firme, la tutela paterna que le proporcionaban los Moradores
Celestes y había empezado a vivir según su propio entendimiento. Eso
constituía todo un desafío para el agresivo y obtuso occidente, cuyas gentes
seguían despiojándose en «fortalezas» de troncos mientras sus escaldos
recitaban melancólicamente las virtudes inigualables de Andor, que nunca
existió. Constituía igualmente un desafió para el oriente, abrumado por el peso
de su propia sabiduría, donde el yin y el yang hacía ya tiempo que se habían
devorado el uno al otro, sin más fruto que la refinada quietud del Jardín de las
Trece Piedras. Pero constituía también un desafió para alguien más; y es que los
irónicos intelectuales de la Academia de Umbror, sin ser conscientes de ello,
habían llegado hasta un límite más allá del cual el crecimiento de su poder
amenazaba con volverse irreversible... e incontrolable.
... Y Haladdin avanzaba por las calles conocidas de su infancia —partiendo
de los tres escalones gastados de la casa paterna, pasando por el callejón, luego
por detrás del antiguo observatorio, después junto a los plátanos del bulevar
Real, en uno de cuyos extremos se encuentra el zigurat con los Jardines
Colgantes—, en dirección a la Universidad, un edificio de poca altura. Pues era
aquí donde el trabajo le había obsequiado algunas veces con los instantes más
dichosos a los que puede aspirar una persona: cuando se tiene entre las manos,
como si de un pajarillo se tratara, una Verdad a la que todos los demás son
ajenos en ese momento, y eso nos hace más ricos y más espléndidos que todos
los soberanos del mundo... Y en medio de la algazara, en el estruendo del festín,
circulaba la botella del chispeante vino de Aguamarga, y la espuma resbalaba
por los bordes de jarras y copas variopintas, cayendo sobre el mantel entre
gritos de alegría, y todavía quedaba por delante la larga noche de abril con sus
disputas interminables —sobre la ciencia, la poesía, el sistema del universo, y
otra vez vuelta a empezar con la ciencia—, disputas que hacían surgir en ellos la
serena convicción de que su vida era la única vida correcta... Y Sonia le miraba
con sus enormes ojos fríos, de un color entre gris oscuro y castaño traslúcido —
sólo en las jóvenes trolls se encuentra a veces ese matiz casi imperceptible—,
tratando de sonreír con sus últimas fuerzas: «Halik, querido, yo no quiero ser
una carga para ti»; y a él le entraban ganas de echarse a llorar de tanta ternura
como le rebosaba del alma.
Pero las alas del sueño ya le habían traído de vuelta al desierto nocturno,
donde todo recién llegado se queda pasmado con la increíble variedad de
criaturas a las cuales, con los primeros rayos de sol, se las traga literalmente la
tierra. Sabía por Tserleg que ese desierto, como cualquier otro, estaba parcelado
desde tiempo inmemorial: cada bosquecillo de saxaul, cada prado de plantas
espinosas, cada mancha de liquen comestible —de maná— tiene dueño. El
orocueno le nombraba sin dificultad los clanes que dominan los terrenos por los
que discurría su camino, y le indicaba correctamente las lindes entre las
distintas posesiones, para lo cual estaba claro que no se orientaba por los
montículos piramidales de piedra, los llamados abo, sino fijándose en alguna
otra señal que sólo a él le resultaba inteligible. La única propiedad comunal que
había allí eran los abrevaderos: anchas fosas en mitad de la arena que contenían
un agua salobre, aunque potable. Lo que más le llamó la atención a Haladdin
fue el sistema de tsandois: depósitos de agua adiabática, de cuya existencia sólo
había sabido hasta entonces por los libros. Se postró ante el genio ignoto que
había descubierto en otro tiempo que uno de los azotes del desierto —el frío de
la noche— puede servir para vencer el otro —la sequedad—: las piedras, al
enfriarse rápidamente, actúan como un condensador y extraen el agua de un
aire que parece absolutamente seco.
Ni que decir tiene que el sargento desconocía la palabra «adiabático» (en
general, leía poco, pues no encontraba en esa actividad ni provecho ni placer);
no obstante, algunos de los depósitos que se hallaban a lo largo del camino los
había construido él con sus propias manos en otros tiempos. Le llevó cinco años
levantar su primer tsandoi y sintió una profunda decepción al comprobar por la
mañana que no había dentro ni una gota de agua; sin embargo, él mismo supo
dar con el fallo (el montón de piedras era un poco pequeño) y fue en aquel
preciso instante cuando experimentó, por primera vez en la vida, el orgullo del
artesano. Curiosamente, el comercio de ganado no le atraía lo más mínimo, y
sólo por obligación se había dedicado a tales menesteres; en cambio, de los
talleres de guarnicionería no había quien le sacara. Sus parientes hacían gestos
de desaprobación —«cosas de las ciudades»—, y su padre, pendiente de su
extraña afición a los metales, le obligó a estudiar. De ese modo empezó su vida
como mantsag —artesano ambulante que va de campamento en campamento—
y al cabo de un par de años ya sabía hacer de todo. Y cuando le llegó la hora de
acudir a filas —a los nómadas los destinaban a la caballería ligera o a las
compañías de cazadores—, se puso a combatir con el mismo celo con el que
antes construía tsandois o reparaba los arneses de los baktrianes.
En conciencia, hacía ya tiempo que aquella guerra le producía náuseas. Ya se
sabe: la patria, el trono y todo eso... Pero los señores generales no paraban de
diseñar operaciones cuya necedad era evidente incluso a ojos de un simple
sargento como él: para darse cuenta, no hacía falta estudiar en ninguna
academia militar; bastaba y sobraba (así lo pensaba él) con la sensatez de un
artesano. Tras el desastre de los Campos Cercados, por ejemplo, la patrulla de
Tserleg, junto con otras unidades que aún estaban en condiciones de combatir,
recibió la orden de cubrir la retirada (o, más bien, la huida) del grueso de las
fuerzas. A los exploradores les señalaron una posición en campo abierto, sin
suministrarles lanzas largas, y aquel grupo de élite, cada uno de cuyos
miembros había tomado parte en no menos de dos docenas de incursiones
decisivas en la retaguardia del enemigo, sucumbió de forma absurda bajo las
lanzas de los jinetes de Marca, sin tiempo siquiera para distinguir claramente
con quiénes se las habían.
No es cosa de permanecer de brazos cruzados, decidió entonces Tserleg; al
diablo con esta guerra odiosa... «Ya hemos luchado lo nuestro, muchachos: ¡nos
vamos a casa!» Desde aquel maldito bosque, donde no había manera de
orientarse cuando el cielo se nublaba y donde el menor rasguño enseguida
empezaba a supurar, nos pusimos en camino —¡alabado sea el Único!—, y aquí
estamos ya en casa, en el desierto, de donde sabremos salir. En sus sueños,
Tserleg se veía ya en el campamento nómada de Teshlog, que tan bien conocía y
del que sólo les separaba una buena caminata nocturna. Se imaginaba, con toda
nitidez, el momento de su llegada: cómo deshace sin prisas el equipaje y va
viendo qué cosas necesitan ahí un arreglo, y justo entonces les llaman a la mesa.
Más tarde, la señora de la casa, después de haber bebido hasta tarde, iría
introduciendo poco a poco el tema en la conversación: «¡Hay que ver! Sin un
hombre en casa, y con cuatro chavales desharrapados (¿o eran cinco?, ya ni me
acuerdo) revoloteando por ahí, insistiendo en que les dejen tocar un arma...». Y
en medio del sueño aún acertó a pensar: «Si llegara a averiguar a quién le
beneficiaba aquella guerra y me lo encontrara en mitad de un camino
estrecho...».
¿A quién le beneficiaría?, en efecto.
CAPÍTULO 3
Estas palabras las pronunció un anciano de barba blanca, alto, vestido con
una túnica plateada y con la capucha echada para atrás; estaba de pie, con los
dedos apoyados en el borde de una mesa negra, de forma ovalada; alrededor
había cuatro figuras sentadas en altos sillones, medio ocultas en la oscuridad.
Algunas señales mostraban claramente que el discurso del anciano había
surtido efecto: el Consejo estaba de su parte, y sus penetrantes ojos azules, que
contrastaban claramente con su rostro apergaminado, estaban fijos en el único
de los cuatro individuos con el que ahora le tocaba enfrentarse. Éste permanecía
algo apartado, como si desde el principio hubiera querido distanciarse de los
restantes miembros del Consejo, y se tapaba por entero con su capa, de una
blancura deslumbrante; parecía que tuviera escalofríos. Pero de pronto se
irguió, aferrándose a los brazos del sillón, y en las bóvedas oscuras resonó su
voz, profunda y suave:
—Dime: ¿no te dan lástima?
—¿Quiénes?
—¡Las personas, Gandrelf, las personas! Si no he comprendido mal, acabas de
condenar a muerte, en aras de un interés superior, a la civilización de Umbror.
Pero resulta que una civilización es, ante todo, el conjunto de sus integrantes.
En consecuencia, también a ellos habrá que aniquilarlos para que no vuelvan a
reproducirse. ¿No es así?
—La compasión es mala consejera, Searuman. Tú has podido verlo en el
Espejo, como todos nosotros —diciendo estas palabras, Gandrelf señaló un
objeto en el centro de la mesa, que recordaba más bien a un enorme plato lleno
de mercurio—. Muchos son los caminos que conducen al futuro, pero, siga el
que siga Umbror, antes de tres siglos pondrá en acción fuerzas de la naturaleza
que nadie sabrá entonces dominar. ¿Quieres mirar otra vez, y ver cómo, en un
abrir y cerrar de ojos, convierten en cenizas toda Midgard, con el Extremo Oeste
por añadidura?
—Tienes razón, Gandrelf, y no sería honesto negar esa posibilidad. Pero en
tal caso, estás igualmente obligado a aniquilar también a los enanos: en una
ocasión ya despertaron al Terror de las Rotundidades, y apenas si pudimos
entonces, con toda nuestra magia, evitar que irrumpiera en la superficie. Y es
que estos barbudos avarientos, como tú muy bien sabes, son tercos como mulas
y no se muestran en absoluto inclinados a aprender de sus errores...
—Bien; dejemos de ocuparnos de lo que es sólo posible y hablemos de lo
inevitable. Si no quieres mirar en el Espejo, fíjate al menos en las columnas de
humo que salen de sus hornos de carbón y de sus fundiciones de cobre.
Atraviesa el salar en el que han quedado convertidas las tierras situadas al
occidente del Aguamarga, y prueba a encontrar un solo rastro de vida en las
quinientas millas cuadradas que ocupa. Eso sí, ten cuidado, no vayas allí en un
día de viento, cuando el polvo salado se arrastra por la estepa sin fin de la
llanura de Umbror, asfixiando a su paso a todo ser vivo... Todo eso han
causado, ¡fíjate bien!, apenas han aprendido a dar los primeros pasos; ¿qué
crees tú que harán más adelante?
—Es como cuando se tienen críos, Gandrelf; todo son molestias: primero los
pañales sucios, luego los juguetes que se rompen, más tarde el reloj del padre
destripado, y no digamos ya cuando crecen un poco... Qué distinto cuando no
hay niños en casa: hay orden, limpieza, nadie nos distrae...; pero resulta que los
que viven allí no están alegres y, a medida que se acercan a la vejez, lo van
estando aún menos.
—Siempre me ha asombrado, Searuman, la facilidad con que le das la vuelta
a las palabras ajenas y cómo rebates las verdades evidentes a base de sutilezas
casuísticas. Pero esta vez, lo juro por los palacios de Tierra Divina, tus trucos no
te van a servir. En Midgard hay gran cantidad de pueblos que ahora viven en
armonía con la naturaleza y de acuerdo con el legado de sus antepasados. Estos
pueblos, con su peculiar modo de vida, están amenazados por un peligro
mortal, y considero que mi deber es conjurar ese peligro a cualquier precio. El
lobo que se lleva las ovejas de mi rebaño tiene sus razones para actuar
precisamente así, y no de otra manera, pero yo no estoy en absoluto dispuesto a
ponerme en su lugar.
—Me preocupa tanto como a ti, por cierto, el destino de los pietrorianos y de
los marqueños, pero yo trato de ver un poco más allá. Un miembro del Consejo
Blanco como tú no puede ignorar que el conocimiento mágico, tomado en su
conjunto, por principio no puede crecer con respecto a lo que en tiempos
remotos se recibió de manos del Herrero y el Cazador: se podrá ir perdiendo
más o menos deprisa, pero nadie tiene la capacidad de revertir el proceso. Cada
nueva generación de magos será más débil que la anterior, y tarde o temprano
la gente se quedará a solas con la naturaleza. Será entonces cuando precise de la
ciencia y la tecnología, siempre y cuando, claro está, no hayas acabado tú con
todo para entonces.
—¡Tu ciencia no les hace ninguna falta, pues destruye la armonía del
universo y marchita las almas de las gentes!
—Debo decirte que, puestos en boca de un hombre que se propone
desencadenar una guerra, los discursos sobre el alma y la armonía suenan un
tanto equívocos. En cuanto a la ciencia, no es en absoluto peligrosa para ellos,
sino para ti; mejor dicho, para tu enfermizo amor propio. Y es que nosotros, los
magos, no somos, en resumidas cuentas, más que los consumidores de lo que
crearon nuestros antecesores, mientras que ellos son los artífices de un nuevo
saber. Nosotros tenemos la vista puesta en el pasado; ellos, en el futuro. Tú, en
cierta ocasión, elegiste la magia, y por ello nunca traspasarás el límite trazado
por los Dioses, mientras que para ellos, con su ciencia, el aumento del
conocimiento, y, por tanto, del poder, es realmente ilimitado. Te corroe la más
terrible de las envidias: la que el artesano siente hacia el artista... Qué se le va a
hacer: en verdad, ésa es una razón sólida para cometer un crimen; no eres tú el
primero en hacerlo, ni serás el último.
—Ni tú mismo te crees lo que estás diciendo... —dijo Gandrelf, y se encogió
de hombros tranquilamente.
—Es posible que no me lo crea... —sacudió la cabeza con pesar Searuman—.
¿Sabes?, los que actúan movidos por la codicia, por la sed de poder, por el
orgullo herido, todos ésos no me dan tanta pena: por lo menos, les remuerde la
conciencia. Pero no hay nada más terrible que el idealista de mirada limpia,
dispuesto a ser el benefactor de la humanidad: es capaz de cubrir el mundo de
sangre sin torcer el gesto. Estos tipos adoran por encima de todo una frase:
«Hay cosas más importantes que la paz y más terribles que la guerra». Seguro
que a ti también te suena, ¿no?
—Asumo la responsabilidad, Searuman: la historia me absolverá.
—Ah, eso sí que no lo dudo: esta historia la escribirán los vencedores, que
combatirán bajo tus banderas. Aquí tienes una receta infalible: hay que hacer de
Umbror el Imperio del Mal, deseoso de esclavizar toda Midgard, y convertir a
los pueblos que lo habitan en seres fabulosos que van por ahí montados a lomos
de hombres lobos, alimentándose de carne humana... Pero no estaba yo
hablando de la historia, sino de ti. Permite que insista en mi pregunta
inoportuna sobre esas personas en las que está depositado todo el saber de la
civilización de Umbror. No cabe duda de que habrá que aniquilarlas, no en
sentido figurado, sino estrictamente literal: «hay que extirpar el mal de raíz»; si
no, esta aventura no tendría ningún sentido. Hay otra cosa que me interesa:
¿tendrás el coraje de intervenir personalmente en esta «campaña de limpieza»?;
quiero decir: ¿vas a cortarles la cabeza con tus propias manos? No dices nada...
¡Siempre hacéis lo mismo los salvadores de la Humanidad! Si hay que idear un
proyecto que ofrezca «la solución final al problema de Umbror», ahí estáis
vosotros; ahora bien, cuando se trata de poner manos a la obra, os quitáis de en
medio: que se ocupen los ejecutores; así luego, cuando se comprueben sus
«excesos», podréis sacudir la cabeza y hacer una mueca de disgusto...
—Basta ya de demagogia, Searuman —le soltó irritado uno de los que
estaban sentados, que vestía una túnica azul—; más te valdría mirar en el
Espejo. Hasta un ciego podría ver el peligro. Si no detenemos ahora mismo a
Umbror, nunca podremos hacerlo: con el paso de los años culminarán su
«revolución industrial», descubrirán que los compuestos de salitre no sirven
solamente para hacer fuegos artificiales, y ya no habrá remedio. Sus ejércitos
serán invencibles, y los demás países se lanzarán a la carrera a imitar sus
«logros», con todas sus consecuencias... ¿Qué tienes que decir a esto?
—Mientras sea yo quien lleva la capa blanca de Jefe del Consejo, vosotros
tendréis que escuchar todo lo que a mí me parezca oportuno —le replicó
Searuman—. Pero no voy a entrar en la discusión de si vosotros cuatro, al
proponeros manejar el destino del mundo, os estáis arrogando un derecho que
nunca ha correspondido a los magos: veo que sería inútil. Voy a hablar de un
modo que me entendáis...
Sus oponentes compusieron, con sus gestos, una expresiva pantomima
colectiva que podría haberse titulado El asombro, pero Searuman no quiso saber
nada de diplomacias.
—Desde un punto de vista meramente técnico, el plan de Gandrelf para
acabar con Umbror por medio de una guerra de desgaste y del bloqueo a sus
líneas de aprovisionamiento no parece malo, pero tiene un punto vulnerable.
Para vencer en una guerra de esa clase (que sería además muy dura), la
coalición antiumbroriana no podrá pasarse sin un aliado poderoso; con ese fin,
se propone despertar a las fuerzas, ahora adormecidas, de la época anterior a
los hombres: a los moradores de los Bosques Encantados. Esto ya es en sí
mismo un disparate, porque esas fuerzas nunca han servido a nadie, excepto a
ellas mismas. Pero eso no es todo. Para tener la victoria asegurada, habéis
decidido poner en sus manos, mientras dure la guerra, el Espejo, ya que sólo
quien tome parte en ella tendrá derecho a predecir las operaciones bélicas con
su ayuda. Esto es un disparate al cuadrado, pero estoy dispuesto incluso a
entrar a considerar este aspecto del problema si nuestro colega Gandrelf
responde con claridad a una sola pregunta: ¿cómo piensa recuperar después el
Espejo?
—En mi opinión —dijo Gandrelf, haciendo un gesto despectivo con la
mano—, debemos resolver los problemas a medida que vayan surgiendo. ¿Por
qué tenemos que partir de la suposición de que ellos no van a querer devolver
el Espejo? ¿Para qué demonios les va a hacer falta?
Se hizo el silencio; la verdad es que Searuman no se esperaba una estupidez
tan colosal como aquélla. «Así que a todos éstos les parece que eso es lo
correcto...» Tuvo la sensación de estar luchando desesperadamente por salir a la
superficie de un río en pleno deshielo primaveral: estaba a punto de ser
engullido por las aguas heladas.
—¡Rudugast! Tal vez tú tengas algo que decir —sus palabras resonaron como
pidiendo ayuda.
Una silueta marrón se estremeció, como un alumno al que el maestro le
sorprende copiando los ejercicios, e intentó torpemente ocultar con su manga
algo que había delante de él en la mesa. Se oyó un estridor furioso, y por el
brazo de Rudugast trepó impetuosamente una ardillita con la que, por lo visto,
había estado jugando durante toda la reunión. Ya iba a instalarse en el hombro
del mago selvático, pero éste, turbado en extremo, le susurró algo, al tiempo
que fruncía sus pobladas cejas grises, y el animal, sin rechistar, desapareció de
inmediato entre los pliegues de su vestimenta.
—Searuman, querido... Debes disculpar a este pobre viejo, pero lo cierto es
que yo no... en fin, que no he profundizado mucho... Pero no os peleéis, ¿de
acuerdo? Pues lo cierto es que si entre nosotros andamos a la greña, ¿qué será
entonces del mundo? En cuanto a esos... vaya, los de los Bosques Encantados,
no te ofendas, pero creo que tú... bueno, eres demasiado... Recuerdo haberlos
visto en mi juventud, desde lejos, se entiende, y, a mi entender, realmente no
son nada especial; naturalmente, tienen su intríngulis... ¿Y quién no? Viven en
perpetua armonía con los pajaritos y las fierecillas... no como ésos de Umbror, a
los que tú... Eso es lo que yo pienso, quiero decir que... bueno...
«Muy bien», resumió mentalmente Searuman, y se pasó despacio la palma de
la mano por la cara, como si tratara de quitarse la telaraña de cansancio infinito
que se le había quedado pegada. Aquél era el único apoyo con el que podía
haber contado. Ya no le quedaban fuerzas para seguir luchando; todo había
terminado: se había hundido bajo el hielo.
—No es que te hayas quedado en minoría, Searuman, sino que estás
completamente solo. Por supuesto, todas tus consideraciones tienen para
nosotros un enorme valor. —La voz de Gandrelf rebosaba ahora de respeto
fingido—. Vamos a debatir la cuestión del Espejo; no es un asunto nada
sencillo...
—Ahora es tu problema, Gandrelf—respondió Searuman, tranquilo pero
firme, soltándose la hebilla de platagrís junto a la puerta—. Hace mucho que
aspiras a la Capa Blanca: tómala. Haced lo que os parezca oportuno; yo dejo
vuestro Consejo.
—Entonces tu bastón perderá su fuerza, ¿entiendes? —gritó Gandrelf a sus
espaldas; evidentemente, su asombro era genuino, ya no comprendía a su
eterno rival.
Searuman se volvió para contemplar por última vez la lúgubre sala del
Consejo Blanco. La blanquísima capa, que colgaba de un sillón y cuyo extremo
llegaba hasta el suelo, parecía el agua de una fuente iluminada por la luna; la
platagrís del broche le lanzó un resplandor de despedida y se apagó después.
También Rudugast, que había salido en pos de él, se detuvo bruscamente a
medio camino, quedándose en una postura absurda, con los brazos tendidos: el
mago parecía ahora pequeño e infeliz, como un niño que se ve envuelto en las
riñas de sus padres. En ese momento, de sus labios salió una frase que, una vez
más, venía a coincidir de forma sorprendente con otra frase, pronunciada en
una situación análoga en otro mundo:
—No es un crimen lo que vais a cometer, sino algo peor: vais a cometer un
error.
Algunas semanas más tarde, las patrullas de reconocimiento de Umbror
informaron de que en los confines de los bosques septentrionales habían
aparecido, venidos de no se sabe dónde, unos «elfos»: seres esbeltos de cabellos
dorados, voces melodiosas y ojos profundamente helados.
CAPÍTULO 5
Es bien sabido que los soldados vastakos no son como los trolls; la acometida
de Eohmaere los dispersó como si fueran bolos, y el fulgurante ataque en cuña
de la caballería occidental resquebrajó la coraza que formaban las líneas
defensivas de Umbror. Casi de inmediato, en la retaguardia umbroriana se
introdujo una segunda cuña, muy incisiva: eran los restos de la falange gris de
Altagorn, encuadrados ahora en la infantería acorazada de Pietror. Cerca de las
seis de la tarde, ambas cuñas confluyeron en el corazón del Ejército del Sur, en
las proximidades de su campamento. Con ello, la batalla como tal concluía, y
comenzaba la destrucción: una hoguera colosal, surgida donde antes estaba el
parque con los materiales para el asedio, tan pronto arrancaba de la creciente
oscuridad un carro orocueno lleno de heridos, atascado en el barro, como un
olefaunte recubierto de flechas, que recorría el campo sin control, aplastando a
propios y extraños. Eohmaere, que en mitad de todo aquel barullo triunfal se
había topado con Altagorn, estaba abrazando solemnemente, entre gritos de
victoria que se oían por doquier, a su colega de mando, cuando advirtió que un
jinete venía hacia él al galope: era el corneta tímido de antes. El chico, en honor
a la verdad, había exhibido una gran valentía, digna de premio: cuando los
marqueños se encontraron con los restos de la caballería meridional en las
proximidades del campamento umbroriano, se había enfrentado con un
teniente surenio y, para asombro de todos, había derribado de su silla al gigante
negro, arrebatándole la capa carmesí con el Dragón, la misma que ahora agitaba
sobre su cabeza en señal de victoria. Tras desmontar a una decena de pasos de
los caudillos, que le miraron paternalmente, el corneta se quitó el yelmo,
sacudió la cabeza como un caballo impetuoso, y de pronto sus hombros se
cubrieron con una abundante cabellera: ésta brillaba en la luz dorada del ocaso
como los altos tallos de las estepas de Marca.
—¡Eohwyn! —apenas acertó a pronunciar Eohmaere—. Qué diablos...
La joven guerrera, por toda respuesta, le sacó la lengua y, tras arrojarle de
mala manera la capa surenia a su hermano —quien se quedó aturdido,
sujetando contra el pecho el trofeo de su hermana—, se detuvo ante Altagorn.
—Salud, Alti —dijo tranquila, pero sólo la Señora de la Piedad sabría decir lo
que le costaba aparentar esa tranquilidad—. Te felicito por la victoria. Ahora
todos los pretextos a propósito del «servicio militar» han perdido su vigencia, a
mi entender. Y si ya no te soy necesaria, dilo claramente: juro por las estrellas
de la Exaltada que dejaré al instante de amargarte la vida.
«Cómo podías pensar eso, mi bella amazona»; y ahí está ahora ella, sentada
de través en su silla, con la mirada resplandeciente, susurrándole tonterías, y
luego le besa despacio, muy despacio, en presencia de todas esas personas
venerables —pues las muchachas de Marca en general no hacen mucho caso de
los convencionalismos del sur y, desde luego, la heroína de la batalla de los
Campos Cercados se ríe abiertamente de esas cosas—. Pero Eohmaere
observaba ese idilio con gesto sombrío y se decía: «Serás idiota; abre bien los
ojos: en su cara se puede leer quién eres tú para él y quién es él para ti. Por qué
será que estas bobas caen siempre en manos de aventureros así... Si al menos
fuera un guaperas de ésos...». La verdad es que no era el primero de ese mundo
que pensaba así, ni sería el último; y lo mismo pasa en otros mundos...
Por supuesto, no dijo nada de todo eso en voz alta, y se limitó a pedirle: «A
ver, enséñanos qué te pasa en la mano»; pero cuando ella se puso a dar
lecciones —en primer lugar, que si ya era mayor de edad y sabía lo que hacía;
en segundo lugar, que si aquello no era ni siquiera un rasguño, sino
sencillamente...—, entonces él soltó tal grito que dejó sordo a todo el mundo, y
en términos sencillos y enérgicos le explicó a la heroína de los Campos
Cercados lo que haría con ella si antes de contar hasta tres no estaba en el
puesto de primeros auxilios. Eohwyn, riéndose, se cuadró ante él —¡A sus
órdenes, mi capitán!— y sólo viendo el cuidado, nada frecuente en ella, que
puso al subir al caballo, comprendió Eohmaere que aquello no tenía pinta de ser
un simple rasguño. La muchacha, sin embargo, aún tuvo tiempo de apretarse
contra el pecho de su hermano —«Anda, Eohm, no te enfades, porfa; si quieres,
dame unos azotes bien dados, pero no se te ocurra ir con el cuento a nuestra
tía»— y frotarle la mejilla con su nariz, como cuando eran niños... Altagorn los
miraba sonriente, y a Eohmaere le dio un vuelco el corazón al sorprender la
mirada del montaraz: sus ojos eran exactamente iguales que los de un arquero
en el momento de soltar la cuerda.
Sólo al día siguiente comprendió el significado de aquella mirada, cuando,
sin duda alguna, ya era demasiado tarde. Aquel día, en la tienda de Altagorn se
reunió el consejo militar, que contó con la asistencia de Rahil, Gandrelf-
Peregrino y algunos caudillos elfos (su ejército había llegado por la noche,
cuando ya había acabado todo). En aquella reunión, el occidental le expuso sin
rodeos al heredero al trono de Marca —o más bien, a quien ya era rey— que a
partir de aquel momento ya no era su aliado, sino su subordinado, y que la vida
de Eohwyn, que se encontraba en el hospital de Torre Vigía, sometida a una
vigilancia especial, dependía enteramente de la sensatez de su hermano.
—Oh, no cabe duda de que mi queridísimo Eohmaere puede atravesarme con
su espada aquí mismo, y contemplar luego en el miralejos lo que le ocurra a su
hermana; el espectáculo no será apto para pusilánimes. No, ella, claro está, no
sospecha nada de esto; os aseguro que es conmovedor ver cómo colabora en el
cuidado del príncipe Aramir, que ha resultado herido de gravedad. ¿Cómo?
¿Garantías? La mejor garantía es el buen juicio: en el momento en que yo acceda
al trono del Reino Unido de Pietror y Reinor, ya nadie será un peligro para mí...
»¿De qué modo? Pues es muy sencillo. El rey de Pietror, como ya sabéis, ha
muerto; sí, sí, es una tragedia espantosa: enloqueció y se arrojó vivo a la pira
funeraria, imaginaos... El príncipe Aramir fue herido con una flecha
envenenada y tardará en curarse... si es que se cura, eso depende... ¡ejem! de
muchas circunstancias. ¿El príncipe Oromir? Ay. No existe esa esperanza: cayó
peleando contra los orocuenos en el Río Largo, más allá de las cataratas de
Sóror; yo personalmente deposité su cuerpo en la nave funeraria. Y mientras
dure la guerra, yo, como sucesor de Lunildur, no tengo derecho a dejar al país
en la anarquía. Por tanto, asumo la jefatura del ejército de Pietror y de todas las
fuerzas armadas de la Alianza de Occidente... ¿Queríais decir alguna cosa,
Eohmaere...? ¿Nada?
«De ese modo, iniciaremos de inmediato la marcha sobre Umbror; la corona
de Pietror sólo la podré aceptar, se entiende, cuando regrese de allí victorioso.
En cuanto a Aramir, me inclino a cederle el principado de alguna de las tierras
de Pietror: Lunien, sin ir más lejos; a decir verdad, siempre se ha interesado más
por la poesía y la filosofía que por los asuntos de gobierno. En cualquier caso,
no conviene hacer tantas conjeturas: ahora mismo el estado del príncipe es
crítico, y sencillamente podría no sobrevivir hasta nuestro regreso. En
consecuencia, rogad sin cesar por su restablecimiento mientras dure nuestra
campaña, mi querido Rahil; dicen que las oraciones del mejor amigo tienen un
valor especial para los Dioses...
—¿Cuándo salimos? Muy pronto, en cuanto aplastemos en Ciudastela los
restos del Ejército Meridional. ¿Hay más preguntas? No hay preguntas.
En cuanto la tienda se quedó vacía, un hombre con una capa gris, a espaldas
de Altagorn, expresó un reproche respetuoso:
—Habéis corrido un riesgo innecesario, Majestad. Ese Eohmaere no estaba de
muy buen talante, que digamos... Podía perfectamente haberlo mandado todo
al diablo y haberos asestado un golpe...
El montaraz volvió apenas la cabeza y dijo entre dientes:
—Para ser un colaborador de la guardia secreta me pareces, en primer lugar,
un tanto indiscreto y, en segundo lugar, poco observador.
—Os pido disculpas, Majestad... ¿Lleváis la cota de platagrís bajo la ropa?
La mirada burlona de Altagorn recorrió el rostro bronceado y seco de su
interlocutor, deteniéndose por un momento en las hileras de agujerillos que
orlaban sus labios. Durante cerca de medio minuto se mantuvieron en silencio.
—Ya estaba yo casi seguro de que los sesos se te habían quedado dormidos
en la cripta y encima te pones a preguntar de dónde la he sacado... Por cierto,
siempre se me olvida preguntarlo: ¿por qué os cosen la boca?
—No sólo la boca, Majestad. Se considera que todas las aberturas del cuerpo
de una momia tienen que estar herméticamente cerradas; de no ser así, el alma,
tras alejarse del cuerpo, regresaría a los cuarenta días y se dedicaría a vengarse
de los vivos.
—Un método extremadamente ingenuo... esto... de anticoncepción.
—En efecto, Majestad —se permitió una sonrisa la figura gris—. Yo soy la
prueba viviente de eso.
—Bueno, viviente... ¿Y cómo funciona eso de «vengarse de los vivos», por
cierto?
—Sólo cumplimos órdenes. Nuestra sombra es vuestra sombra.
—O sea, ¿que te da igual lo que yo te ordene: matar a un niño pequeño o ser
un padre para él?
—Absolutamente igual. Cumpliré una orden o la otra lo mejor que pueda.
—Muy bien, eso me conviene... Te vas a ocupar de lo siguiente. Hace unos
días uno de mis compañeros de armas en el norte, un tal Anakit, estaba
borracho y se jactó ante sus amigos de que pronto sería tan rico como Zingol;
por lo visto, dispone de informaciones sobre cierta espada legendaria, a cambio
de la cual hay gente dispuesta a pagar cualquier suma. Esas historias deben
cesar de inmediato.
—Así se hará, Majestad. A los que presten atención a esas habladurías...
—¿Por qué?
—¿Qué proponéis si no?
—Ten siempre muy presente una cosa, mi buen amigo: yo mato sin vacilar,
pero nunca, te lo repito una vez más, nunca mato sin que sea absolutamente
imprescindible. ¿Queda claro?
—Eso se llama obrar con prudencia, Majestad.
—Te tomas muchas libertades, teniente —afirmó el montaraz en un tono que
a cualquier otro interlocutor le habría helado la sangre.
—Nuestra sombra es vuestra sombra —repitió con tranquilidad—. De
manera que ahora, en cierto sentido, formamos un todo. ¿Tengo el permiso de
Su Majestad para actuar?
Y Haladdin, que se había quedado con la palabra en la boca, vio que tenía
otra vez delante al Tserleg de siempre, al habitual, al que sabe lo que hay que
hacer.
—Perdona —balbuceó con una voz apagada, sin saber adónde mirar.
—No importa, suele pasar; ya está olvidado. Ahora, intenta recordar
exactamente (también usted, barón): aquellos dos vastakos, ¿los perdimos de
vista cuando yo ya estaba combatiendo con Eloar o antes de eso? ¿Fue antes o
después?
—Yo creo que fue antes...
—Con toda seguridad, antes, sargento; me juego la cabeza.
—Tenéis razón. Así que no sólo no pueden saber que Eloar ha muerto, sino
que ni siquiera sabrán que había entablado un combate... Ahora, veamos...
Doctor, ¿podrá el barón recorrer al menos dos o tres millas? ¿Y con muletas?
—Con muletas, probablemente sí. Le atiborraré a anestésicos... La verdad es
que después le harán reacción, y...
—¡Haga algo, doctor; si no, no habrá «después» que valga para él! Coja el
botiquín, un poco de agua y algunas de esas galletas, nada más; bueno, y algún
arma, lo justo...
Algunos minutos después el sargento le proporcionó a Tangorn un par de
muletas en forma de cruz, que él mismo había preparado acortando las lanzas
de los vastakos, y empezó a dar instrucciones.
—Ahora nos separaremos. Vosotros marcharéis por el borde del hammadi,
avanzando en línea recta hacia el norte.
—¿Cómo que hacia el norte? ¡Pero si allí está el campamento!
—Por eso mismo.
—Ah, ya entiendo... «Haz lo contrario de lo que espera tu enemigo...»
—Veo que piensas, medicucho. Sigamos. No debéis pasar del hammadi al
desierto de arena. En el caso de que (o, más bien, en el momento en que) el
barón empiece a quedarse atrás, te tocará a ti cargar con él; y no vayáis a
deshaceros entonces de las muletas, ¿queda claro? Vigila constantemente que
no se le abra la herida; si no, le va a gotear la sangre a pesar del vendaje,
formándose un reguero. Lo principal para vosotros es no dejar ninguna huella;
en el hammadi eso no es complicado, todo lo que hay allí son guijarros... Yo os
alcanzaré dentro de unas... dos horas, dos horas y media.
—¿Qué tienes pensado?
—Ya os lo explicaré más tarde; ahora cada minuto cuenta. Adelante, águilas,
¡a paso de marcha! ¡Un momento! Échame un par de nueces de cola; a mí
tampoco me vendrán mal.
Y, tras seguir con la vista la partida de sus camaradas, el explorador se puso
manos a la obra. Todavía tenía un montón de cosas que hacer; en parte, se
trataba de pequeños detalles de los que uno podría olvidarse en medio de tanto
trajín. Por ejemplo, recoger todos esos cachivaches, que les podrían venir bien
más adelante, si es que conseguían salir con vida de aquel atolladero —desde
las armas del elfo hasta los libros de Tangorn—, y enterrarlos con mucho
cuidado, tomando puntos de referencia. Luego, preparar su propio equipaje —
agua, raciones, ropa de abrigo, armas— y depositarlo en el hammadi. Y, por
último, lo más importante.
La idea de Tserleg, que Haladdin le había inspirado de pura chiripa, consistía
en lo siguiente: si se imaginaban que Eloar no había muerto durante el ataque
nocturno, sino que había huido al desierto, donde estaría perdido (un elfo en un
desierto es como un orocueno en un bosque, ni más ni menos), aquellos tipos,
sin duda alguna, lo primero que harían sería buscar a su príncipe (o lo que
quiera que fuera para ellos), y sólo más tarde a los guerrilleros que se habían
cargado a seis mercenarios vastakos (una pérdida moderada). Y ahora le tocaba
a él convertir esa hipótesis delirante en un hecho evidente.
Se acercó al elfo, le quitó los mocasines y recogió el peto de cuero rajado que
andaba por ahí tirado; al hacerlo, advirtió que en la mano izquierda del muerto
había un sencillo anillo de plata y, por si acaso, se lo echó al bolsillo. Después
cavó una fosa de un par de pies de profundidad, enterró el cadáver y alisó con
mucho cuidado la superficie; por sí sola, habría sido una acción bastante
ingenua, si no se creaba además la ilusión de que, en ese lugar, el suelo de arena
estaba intacto con absoluta certeza. Para eso nos vendrá bien el cadáver de
algún vastako, cuanto menos deteriorado, mejor: igual nos sirve el del centinela
que mató Haladdin de un flechazo. Tras llevarlo cuidadosamente al lugar
donde había enterrado al elfo, Tserleg le rebanó el cuello al vastako y dejó que
su sangre manara, tal y como hacen los cazadores con sus presas; a
continuación, lo depositó en el charco que se estaba formando, procurando que
su postura resultase natural. Ahora parecía totalmente evidente que el
mercenario había muerto en ese mismo sitio; en buena lógica, sólo sabiendo que
estaba allí se le ocurriría a alguien buscar un cadáver justo debajo de otro que se
había quedado tieso sobre la arena empapada de sangre; a una persona normal
no es algo que se le fuera a pasar por la cabeza.
Así que la mitad del trabajo ya estaba hecha: el auténtico elfo había
desaparecido; ahora había que encontrarle un doble: uno que estuviera vivo y
que fuera muy vivo. El orocueno se puso los mocasines del elfo («¡Demonios,
no entiendo cómo pueden llevar este calzado, sin unas suelas rígidas
normales!») y echó a correr hacia el sur, a lo largo del pie de la duna,
esforzándose por dejar una buena huella en las zonas donde el terreno era más
firme; llevaba puesta, a modo de chaleco, la coraza rasgada, y portaba sus
propias botas en la mano, pues adentrarse sin ellas en el desierto habría sido un
tormento. Cuando se hubo alejado como una milla y media del campamento, el
sargento se paró; nunca había tenido fama de ser un buen corredor, y sentía que
el corazón le palpitaba en la garganta, a punto de salírsele por la boca. De todos
modos, la distancia ya era suficiente, y ahora el «elfo» tendría que huir al
hammadi, donde resultaría prácticamente imposible descubrir sus huellas. A
unos quince pasos del sitio en que se interrumpía el rastro, el explorador lanzó
al guijarral la coraza de cuero de Eloar; eso confirmaría tanto la identidad del
fugitivo como, indirectamente, la dirección de su movimiento a partir de ese
punto, que seguía apuntando hacia el sur.
«Alto ahí», se dijo, «para un poco y piénsatelo una vez más. A lo mejor no
conviene tirar ahí ese peto: se nota mucho que es algo deliberado... A ver, ponte
en su lugar. Tú eres un fugitivo, y no tienes muy claro por dónde seguir; da la
impresión de que te has alejado de tus perseguidores, pero ahora vas a tener
que vagar, no se sabe durante cuántos días, por ese desierto espantoso que es
para ti cien veces más temible que cualquier enemigo de rasgos humanos. Te
tomas tu tiempo, todo el que puedas, para alivio de tus pies; de todos modos, la
ventaja que te proporciona esa coraza es escasa y, si sigues vivo, ya te
comprarás otra igual en la primera armería que encuentres... ¿Resulta creíble?
Totalmente. ¿Y por qué se la ha quitado aquí, y no antes? Bueno, sencillamente
no había podido hasta ese momento; quién sabe... le estaban siguiendo, ¿no es
así?, y hasta que no se ha parado aquí, y ha echado un vistazo... ¿Resulta
creíble? Sin duda. Pero, ¿por qué está rasgada? Porque, casi con toda seguridad,
no van a ser mis propios hombres los que la encuentren, sino mis
perseguidores; por cierto, muy probablemente estarán siguiendo el rastro de
mis huellas, así que ha llegado el momento de abandonar la arena y pasar al
guijarral... ¿Resulta creíble? Tal vez... Al fin y al cabo, no hay que contar con que
los enemigos sean imbéciles, pero tampoco conviene tener miedo de que sean
extremadamente perspicaces.»
Ya estaba casi totalmente listo para echar a andar en sentido contrario —se
había puesto las botas en lugar de los mocasines y había masticado una nuez de
cola, amarga y astringente—, cuando, tras echar un vistazo a la coraza (estaba
tirada sobre las piedras de la meseta, como el cascarón de un huevo roto), se
cubrió de sudor frío al reconocer el error que había estado a punto de cometer.
Un cascarón... «Alto... y ese elfo, ¿cómo ha salido de él?, ¿lo ha rasgado mientras
lo tenía puesto, o qué? ¡Con disparates como éste es como todo el montaje se
viene abajo! A ver... soltando el cordón lateral... ¡No! Soltándolo no: cortándolo;
llevo mucha prisa, y la coraza no me sirve de nada. Ahora ya encaja todo.»
Regresó corriendo por el hammadi, orientándose por el fulgor, casi
imperceptible, de la hoguera apagada, junto a la cual le esperaba el fardo con
sus cosas. La cola le había transmitido al cuerpo una ligereza engañosa, y ahora
se veía obligado a refrenar el paso, pues de otro modo le podía dar un ataque al
corazón, sencillamente. Tras recoger el fardo, se obligó a sí mismo a descansar
unos minutos antes de reanudar la marcha; ahora tenía que ir pendiente de
avistar a Haladdin y Tangorn, y eso, como es natural, le obligaba a caminar más
despacio. Resulta que sus camaradas habían recorrido ya más de dos millas: un
ritmo excelente, con el que difícilmente habría contado. A quien primero vio el
explorador fue a Haladdin; descansaba sentado en el suelo, con el rostro
exangüe, inexpresivo, vuelto hacia las estrellas; en cuanto al barón, con quien el
doctor había tenido que cargar durante la última media milla, estaba otra vez
caminando con ayuda de las muletas, empeñado en ganar una decena de
yardas adicional.
—¿Ya se ha ventilado todo el vino élfico, hasta la última gota?
—Te he dejado un poco.
Tserleg, tras divisar a sus compañeros y calcular la distancia que le separaba
de ellos, se dispuso a ingerir una nueva dosis de cola. Sabía que al día siguiente
(si es que llegaban a verlo) sus organismos pagarían por aquella droga, igual
que pagarían por la resina de adormidera, pero no había elección: de otro
modo, no lo lograrían. Más adelante, Haladdin llegaría a la conclusión de que
toda aquella parte del recorrido se le había borrado por completo de la
memoria. A cambio, recordaba con nitidez que entonces la cola no sólo
insuflaba energía en sus músculos exhaustos, sino que agudizaba sus sentidos
de manera insólita, lo que le permitía asimilar de golpe todo lo que se
encontraba dentro de su campo visual, desde el dibujo de las constelaciones, en
las que brotaban de pronto infinidad de pequeñas estrellas que nunca antes
había visto, hasta el olor de la turba presente en el humo de alguna hoguera
increíblemente distante; así que del viaje propiamente dicho no lograba
recordar ni un solo detalle.
Aquella grieta en su memoria se cerró súbitamente, tal y como se había
abierto; el mundo volvió a ser real, y con la realidad reaparecieron el dolor y la
fatiga, tan intensa que hasta la sensación de peligro quedaba arrinconada más
allá de los últimos límites de la consciencia. Y así resultó que ya estaban allí
tumbados, pegados al suelo, detrás de una cresta minúscula, a unas treinta
yardas de las ansiadas ruinas junto a las cuales se adivinaba ya, a la incipiente
luz del alba, el cubo macizo del campamento base.
—¿Y si nos plantamos ahí de una carrera? —preguntó Haladdin a media voz.
—¡Déjate de carreras! —gruñó enfurecido el explorador—. ¿Es que no ves al
centinela en el tejado?
—¿Y él a nosotros?
—Todavía no: él destaca sobre el fondo del cielo gris; nosotros tenemos de
fondo la tierra oscura. Pero, al menor movimiento, nos descubre seguro.
—Pues ya está amaneciendo...
—¿Quieres cerrar el pico? ¡Qué pesado!
De pronto, bajo los pies de Haladdin, del suelo pedregoso surgió un nuevo
sonido siniestro, un golpeteo seco y violento que creció rápidamente hasta
convertirse en un fragor, parecido a un desprendimiento de tierras: van nutrido
grupo de jinetes se aproximaba al trote por la carretera, y el pánico, vuelto a él
de no se sabe dónde, le gritó al oído: «¡Nos han descubierto! ¡Nos están
rodeando! ¡Corred!». Pero el tranquilo bisbiseo del sargento le hizo recobrar el
ánimo una vez más:
—¡En guardia! Cuando yo dé la orden, ¡antes no!, salimos a todo correr. Los
bultos, las muletas y las armas, para ti; para mí, el barón. Ésta es nuestra
oportunidad, la primera y la última.
El destacamento, mientras tanto, había llegado al puesto, donde se produjo el
tumulto habitual en estos casos: los jinetes, soltando maldiciones, se abrían paso
entre soldados atareados y daban parte de la situación a los jefes del puesto y a
los venidos de fuera; los gritos guturales de los vastakos se mezclaban con los
inquietos gorjeos de los elfos; en el tejado, en lugar de una figura, se vieron tres
juntas... y justo entonces, Haladdin, que tardó unos instantes en dar crédito a
sus oídos, oyó la orden, dada en voz baja: «¡Adelante!».
Nunca en la vida había corrido a esa velocidad, desplegando toda la energía
de la que fue capaz. Voló durante unos segundos, hasta alcanzar la «zona
muerta», al amparo de una pared medio derruida; allí soltó su carga y aún tuvo
tiempo de regresar al encuentro de Tserleg, que venía con el barón a cuestas y
estaba a medio camino; éste, sin embargo, le hizo un gesto con la cabeza: espera
un poco, más adelante ya nos cambiaremos la carga. ¡Rápido!, ¡más rápido! Oh,
Único, ¿hasta cuándo van a seguir esos centinelas ineptos embobados con los
recién llegados? ¿Tres segundos más? ¿Diez? Habían llegado a las ruinas,
esperando a cada paso oír la voz de alarma, y se arrojaron al suelo de
inmediato; Tangorn debía de estar tan mal que ni siquiera se quejó.
Despellejándose el rostro y las manos con las plantas espinosas, se introdujeron
en una grieta ancha que había en un muro, y de repente se encontraron en el
interior de una estancia prácticamente completa. Todas las paredes estaban
intactas, sólo en el techo se abría un amplio boquete, por el cual se veía el cielo
matinal, que se iba volviendo cada vez más gris; la puerta de acceso estaba
completamente obstruida por un montón de ladrillos rotos. Sólo entonces
Haladdin lo comprendió: ¡a pesar de todos los pesares, lo habían conseguido!
Ahora disponían de un refugio, el más seguro que podía haber; como cuando la
pata cría a sus patitos justo bajo el nido de la rapaz.
Cerró los ojos un momento, apoyándose contra la pared, y unas olas
placenteras le tomaron de la mano y se lo llevaron lejos de allí, susurrándole
insinuantes: «Ya ha pasado todo... descansa... aunque sea por unos minutos; te
lo has ganado...». Arriba-abajo... arriba-abajo... «¿A qué viene este balanceo? ¿Es
Tserleg? ¿Por qué me sacude del pecho con tanta furia? ¡Qué diablos! Gracias,
amigo... ¡Pero si tengo que ocuparme ya mismo de Tangorn! Y no dispongo de
«unos minutos» para mí, claro que no; en seguida se pasará el efecto de la cola,
y me derrumbaré estrepitosamente... ¿Dónde estará ese dichoso botiquín?»
CAPÍTULO 14
Caía la tarde. El oro fundido del sol bullía aún en el crisol formado por los
dos picos de las Montañas Sombrías, lanzando sus intensas chispas
incendiarias, pero una leve bruma violácea se iba extendiendo sobre la
engalanada acuarela del atardecer en la sierra. El frío turquesa del horizonte,
más intenso en su borde oriental, contrastaba armónicamente con el rosáceo
amarillento, como la pulpa de los melones de Jand, de los despeñaderos
boscosos de Houtín-Hotgor, cortados por profundos desfiladeros, negros como
la nuez moscada. En las colinas arcillosas, cuyas cumbres llanas anunciaban ya
la meseta, las laderas aparecían cubiertas por el crespón ceniciento del ajenjo y
la solianka, coloreado aquí y allá por grandes y vistosas manchas: los prados de
tulipanes silvestres.
Estas flores despertaban en Haladdin sentimientos ambiguos. Si cada tulipán,
por separado, le parecía bello, en cambio, le resultaban poco naturales y
siniestros los extensos mantos, de hasta medio acre, que formaban agrupados.
Sería porque su color reproducía demasiado fielmente el color de la sangre: el
escarlata brillante de la sangre arterial, cuando los iluminaba el sol, o el
purpúreo de la sangre venosa, cuando caía sobre ellos la sombra vespertina,
como ocurría en aquel preciso instante. Ajenjo y tulipanes; cenizas y sangre.
Seguramente, en otros tiempos le habrían venido a la cabeza otras asociaciones
de ideas.
—Nos falta una milla y media. —Tserleg, que marchaba en cabeza, se volvió
hacia sus compañeros de viaje e hizo un gesto con la cabeza, apuntando hacia el
extremo de una mancha de verdura que se fundía con la arcilla amarillenta de
una ladera, frente a un ancho desfiladero—. ¿Qué hacemos, barón? ¿Nos
paramos un rato a descansar, o apretamos el paso, para poder librarnos pronto
del equipaje y quedarnos tan a gusto?
—Ya basta, muchachos, de tenerme entre algodones —replicó con cierto
enojo el pietroriano; aunque por el momento seguía usando las muletas, ya
pisaba con bastante firmeza e incluso se empeñaba en transportar una parte de
la carga—. Si sigo así, nunca me voy a incorporar al régimen ordinario.
—Para las quejas, ahí tienes al doctor; yo aquí me ocupo de la intendencia.
¿Qué nos aconseja el señor doctor, eh?
—Mascar cola, naturalmente —dijo Haladdin en tono irónico.
—Vete por ahí.
Ciertamente la broma era de dudoso gusto; bastaba con recordar el desenlace
de su atropellada carrera hacia las ruinas situadas junto al campamento base
para sentir náuseas. La cola en realidad no proporciona al organismo ninguna
fuerza adicional; se limita a movilizar los recursos ya existentes. Una
movilización análoga se da de forma espontánea en otras ocasiones, como
cuando un individuo, para salvar su vida, franquea de un salto casi una docena
de yardas, o arranca con sus propias manos un bloque de tierra de algunos
quintales; pero la cola permite realizar tales proezas «por encargo», y después
hay que abonar la correspondiente factura: al cabo de un día y medio, la
persona que ha agotado en el momento justo sus últimas reservas se queda
hecha una auténtica piltrafa, tanto física como anímicamente.
Eso es lo que les ocurrió aquella mañana, después de que Haladdin lograra
coser a toda prisa el muslo de Tangorn. En seguida, el barón empezó a tiritar: a
la fiebre causada por la herida se añadió el mono de opio; precisaba de ayuda
inmediata, pero el doctor y el explorador parecían en ese momento medusas
arrojadas a la orilla; no es que fueran incapaces de mover un brazo, es que no
estaban en condiciones de mover siquiera el globo ocular. Tserleg se las arregló
para levantarse al cabo de diez horas, pero todo lo que pudo hacer fue dar de
beber al herido los restos de vino élfico y arroparle con todas las capas
disponibles; en cuanto a Haladdin, se recuperó bastante tarde, de modo que no
pudo atajar de raíz la dolencia del barón. Aunque se pudo evitar la septicemia,
alrededor de la herida se desarrolló una intensa infección local; apareció la
fiebre, Tangorn perdió el sentido y, peor aún, empezó a delirar en voz alta. A
todo esto, había por allí soldados yendo y viniendo a todas horas —utilizaban
como letrina la parte posterior de las ruinas—, así que el sargento empezó a
plantearse seriamente si no tendrían que rematar al barón antes de que éste les
perdiera a todos con su continuo farfullar.
Pudieron superar aquella situación —bendito sea el Único—, pues al segundo
día de tratamiento los antisépticos élficos hicieron efecto, al herido le bajó la
fiebre y la herida empezó a cicatrizar rápidamente. Pero las aventuras aún no
habían terminado. Resulta que en una de las habitaciones vecinas los
mercenarios del puesto, a escondidas de sus oficiales, habían instalado un
enorme recipiente de araka —una especie de cerveza local, hecha de maná—, y
al anochecer se juntaban allí para tomar unas pintas. Ya casi se habían
habituado a la presencia de los soldados: en esos momentos les bastaba con
permanecer inmóviles, en silencio, como los ratones en sus escondrijos, gracias
a que su estancia quedaba totalmente aislada del resto de las ruinas; pero
Haladdin se imaginaba, con todo lujo de detalles, cómo algún oficial de guardia
puntilloso, llevando a cabo un registro para dar con aquel vivificante manantial,
no vacilaba en meter la nariz en su madriguera: «Vaya, vaya... ¿Y estos tres a
qué pelotón pertenecen? ¡Firrr-mes! Menuda curda... ¿Y vuestros uniformes,
granujas?». Eso sí que sería lamentable...
Pero si permanecer en las ruinas era peligroso, abandonarlas habría sido una
verdadera locura: los destacamentos de vastakos y elfos, a pie y a caballo,
seguían peinando el desierto, sin pasar por alto siquiera las hileras de huellas
frescas dejadas por los zorros orejudos. Y a todo esto, se les había presentado
una nueva adversidad: la extrema carencia de agua. Se habían visto obligados a
consumir la mayor parte en el herido, y resultaba totalmente imposible renovar
las reservas porque junto al depósito de la guarnición había gente a todas horas.
Al quinto día la situación se volvió crítica: quedaba media pinta para los tres; el
barón evocó el episodio de Teshgol y comentó en tono sombrío que no parecía
haber mejorado mucho su situación desde entonces. Qué miserable fortuna,
pensaba Haladdin: después de tres semanas de peregrinación por el desierto,
por primera vez sufrían auténtica sed, estando como estaban a un centenar de
yardas de un pozo...
La salvación llegó de donde menos se lo habrían esperado: al sexto día
empezó a soplar el simún, el primero de aquel año. Desde el sur avanzaba un
manto amarillo que se elevaba por los aires; parecía que el horizonte del
desierto se plegara hacia dentro, como el borde deshilachado de una túnica
monstruosa; el cielo adquirió un tono ceniciento, mortecino, y se podía mirar al
deslavazado sol del mediodía como quien mira a la luna, sin entornar los ojos.
Después, los límites entre el cielo y la tierra se borraron por completo, y fue
como si dos sartenes recalentadas chocaran entre sí, originando remolinos
ascendentes de miríadas de granos de arena, cuya danza frenética se
prolongaría durante más de tres días. Tserleg, que sabía mejor que sus
compañeros lo que es un simún, rogó de corazón al Único por todos aquéllos a
los que hubiera sorprendido a la intemperie: un destino tan espantoso no se le
debe desear ni al peor enemigo. Lo cierto es que, en lo tocante a los enemigos, el
Único atendió la demanda del orocueno sólo a medias: más adelante supieron,
por las conversaciones de los soldados, que algunas patrullas, que sumaban en
conjunto unos veinte individuos, no lograron regresar a la base y muy
probablemente perecieron. Ya no tenía sentido continuar con la búsqueda de
Eloar; a estas alturas ya no se encontraría ni su cadáver... A todo esto, el propio
Tserleg, poco antes del anochecer, enfundado en un capote élfico con capucha y
oculto por la sofocante niebla de arena, consiguió por fin llegar hasta el pozo
del patio. Algunos minutos después, cuando Tangorn, alzando la cantimplora
todavía húmeda, propuso un brindis «por los demonios del desierto», el
explorador giró la cabeza con ciertas reservas, aunque no llegó a manifestarlas.
Abandonaron su refugio durante la última noche de simún, cuando éste ya
empezaba a remitir, convirtiéndose en una débil corriente de arena que muy
probablemente enterraría las huellas. El explorador condujo a sus camaradas
hacia Houtín-Hotgor, en el este; contaba con encontrar en esa región montañosa
a orocuenos nómadas, que suelen llevar allí el ganado en busca de pastos
primaverales, para descansar un poco y reponer fuerzas en compañía de alguno
de sus innumerables parientes. De camino pasaron por el lugar donde había
estado el campamento de Eloar y recuperaron con muchísimo cuidado los
trofeos que Tserleg había dejado enterrados. Ya puestos, el explorador no dejó
de cerciorarse de que el cadáver del elfo estaba casi momificado bajo la capa de
arena; y es que, curiosamente, a los elfos muertos no los tocan ni los animales
carroñeros ni los gusanos... ¿Serán acaso venenosos?
Con las primeras luces, dio comienzo su marcha por etapas hacia las
montañas; si avanzaban de día, el riesgo sería enorme, pero debían aprovechar
esos ratos en que se puede andar sin preocuparse por destruir las propias
huellas. Al acabar la segunda jornada de camino llegaron a la meseta, pero
Tserleg todavía no había avistado ningún campamento nómada, y eso
empezaba a inquietarle seriamente.
El valle en el que acamparon debía su verdor al arroyo que allí existía,
pequeño pero afable. Por lo visto, se aburría en su soledad, por lo que
aprovechó la presencia de aquellos huéspedes inesperados para ponerles al
corriente de todas las novedades de ese minúsculo mundo —que si ese año la
primavera se había retrasado, así que los lirios azules que hay junto al tercer
meandro ya no iban a florecer; pero que, en cambio, el día anterior lo habían
visitado unos antílopes conocidos, un viejo macho y un par de hembras
jóvenes...—, y toda aquella verborrea, suave y melodiosa, podrían haberla
estado escuchando interminablemente. Sólo las personas que han permanecido
en el desierto semanas y semanas, sin probar otra cosa que el líquido viscoso y
salobre que hay en el fondo de los abrevaderos de las ovejas o las exiguas gotas
insípidas que destilan los tsandois, son capaces de saber lo que se siente al
sumergir el rostro en una corriente de agua clara. Tan sólo se puede comparar
con el primer roce a la amada tras una larguísima separación. No en vano, el
centro del Paraíso surgido de la imaginación de los habitantes del desierto no
consiste en alguna chabacanería pretenciosa, del estilo del Palacio de Cristal de
los placeres, sino en un pequeño lago al pie de una cascada...
Habían tomado luego un té negro como el carbón, pasándose de mano en
mano, con mucha ceremonia, el único cuenco mellado que el sargento había
podido salvar, no se sabe bien cómo, en medio de tantos sobresaltos
(«¡Auténtica artesanía de Jand, por si no os habías fijado!»), y ahora Tserleg le
iba explicando a Tangorn que el té verde posee un sinfín de virtudes, pero que
la cuestión de si es o no es mejor que el negro le recordaba a esa estúpida
pregunta: «¿A quién quieres más, a papá o a mamá?»; cada uno de ellos tiene su
lugar y su momento; por ejemplo, en el calor abrasador del mediodía... Y
Haladdin escuchaba todo aquello sin prestar demasiada atención, como
escuchaba el murmullo nocturno del arroyo que pasaba por detrás de las rocas,
mientras saboreaba esos instantes prodigiosos de dicha serena, casi hogareña...
La hoguera, que consumía rápidamente los rizomas secos de la solianka (la
ladera vecina estaba casi totalmente cubierta de aquellos tallos grises),
iluminaba intensamente a sus compañeros; el tajante perfil del pietroriano
estaba vuelto hacia el rostro del orocueno que, con su forma de luna, recordaba
a una imperturbable deidad oriental. Y entonces Haladdin experimentó una
súbita melancolía al comprender que aquella extraña amistad estaba viviendo
sus últimos días: sus caminos estaban a punto de separarse, había que pensar
que para siempre. El barón, en cuanto cicatrizase del todo su herida, se dirigiría
a la garganta de Paso de la Araña, pues había resuelto marchar a Lunien, en
busca del príncipe Aramir; en cuanto a ellos dos, tendrían que decidir qué iban
a hacer después.
Lo raro es que, mientras realizaban en compañía de Tangorn aquel viaje
plagado de peligros mortales, no habían averiguado nada, propiamente, de su
vida anterior («¿Está casado, barón?» «Es una pregunta complicada, no se
contesta así como así...» «¿Y dónde se encuentran sus tierras, barón?» «Creo que
eso ya no tiene importancia, porque seguramente me las habrán confiscado...»).
Y, sin embargo, Haladdin sentía cada día más respeto, por no decir afecto, por
ese individuo lacónico y algo socarrón; fijándose en el barón, captó
probablemente por vez primera el sentido de la expresión «nobleza innata». Y
además se percibía en Tangorn ese rasgo tan raro en un aristócrata como es la
seguridad; una seguridad distinta a la que había, por ejemplo, en Tserleg, pero,
en todo caso, incuestionable.
Haladdin, que provenía del tercer estado, no sentía la menor simpatía por la
aristocracia. Nunca pudo entender que alguien se sintiera orgulloso, no tanto de
las acciones concretas de sus antepasados —ya fuera en el trabajo o en la
guerra—, sino de la longitud, como tal, de la cadena, teniendo en cuenta,
además, que casi todos aquellos «nobles caballeros» habían sido en realidad
(puestos a llamar las cosas por su nombre) unos despiadados salteadores de
camino, asesinos por oficio y traidores por vocación, a los que sencillamente les
había ido bien. Aparte de eso, el doctor despreciaba desde su más tierna
infancia a los holgazanes. Pero, a pesar de todo, intuía que si la sociedad
prescindía por completo de la aristocracia, depravada e inútil como era, el
mundo perdería irremediablemente parte de sus encantos. Sin duda alguna,
sería más justo; tal vez, más puro; pero también, seguramente, bastante más
aburrido, ¡y eso tiene su importancia! Al fin y al cabo, él mismo pertenecía a
una cofradía mucho más cerrada que cualquier jerarquía basada en la sangre:
un buen día alguien había tocado sus hombros con una espada —esto lo sabía
muy bien Haladdin—, alguien más poderoso que el monarca del Reino Unido o
que el califa de Jand. Es curioso comprobar, aunque casi nadie se dé cuenta de
ello, hasta qué punto son antidemocráticas por naturaleza la ciencia y el arte...
Sus meditaciones fueron interrumpidas por el sargento, que proponía jugarse
a los chinos el primer turno de guardia. A unos quince pies por encima de sus
cabezas pasó volando, como un gran copo de nieve, una lechuza del desierto,
que con sus tristes lamentos —¡piu-piu-piu!— recordaba que los niños buenos
tenían que estar en la cama, después de haber hecho pipí, hacía ya un buen rato.
—Acostaos vosotros —propuso Haladdin—, que ya me las arreglaré yo solo
junto a la hoguera.
En general, toda aquella noche, entre el fuego (aunque estuviera bien oculto)
y la relajación en la vigilancia, había sido una pura exhibición de anarquía por
su parte. Pero Tserleg estimaba que el riesgo, en el fondo, era escaso, ya que
habían dado por concluida la búsqueda de Eloar y, en condiciones normales, las
patrullas de elfos no se alejaban mucho de la carretera; al fin y al cabo, hay que
permitir que la gente se relaje un poco de vez en cuando: la presión constante
acaba estallando por alguna parte.
Mientras tanto, la hoguera se había acabado de consumir —la solianka casi no
hace brasas, sino que se convierte en ceniza en seguida-y Haladdin, tras meter
el cuenco de Jand del sargento en el puchero con los restos del té, bajó al arroyo
a enjuagar la vajilla. Ya había dejado sobre una piedra de la orilla el puchero
limpio y se estaba echando el aliento caliente en los dedos, entumecidos por el
agua helada, cuando unos reflejos fugaces recorrieron los cantos rodados que
había alrededor, y a su espalda el fuego se reavivó. «¿Quién de ellos estará
despierto?», se sorprendió. «Así, a contraluz, no puedo distinguir nada...» Sobre
el fondo de las llamas, destacaba una silueta negra, inmóvil, con la mano
extendida hacia las lenguas anaranjadas que crecían velozmente. El círculo
luminoso se amplió armoniosamente, sacando de la oscuridad los bultos del
equipaje que estaban allí amontonados, las muletas de Tangorn, apoyadas en
una roca, y los dos durmientes, los cuales... «¿Cómo que los dos? ¿Y quién es el
que está junto a la hoguera?» Y en aquel preciso instante el doctor cayó también
en la cuenta de otra cosa, y era que, al dirigirse hacia el arroyo, que estaba a
unas veinte yardas, para llevar a cabo su «operación de enjuague», no había
cogido ningún arma. Ninguna. Y lo más probable es que al hacerlo hubiera
causado la perdición de sus amigos dormidos.
Entre tanto, la persona que estaba junto al fuego se volvió lentamente hacia el
desdichado centinela y le convocó con un gesto imperioso. Estaba claro como el
día que, de haber sido ése su propósito, los tres compañeros llevarían ya un
buen rato muertos... Aturdido, Haladdin regresó junto a la hoguera, se sentó
frente al recién llegado, que vestía una túnica negra, y... de pronto, se quedó sin
aliento, como si le hubieran propinado un buen golpe en el pecho: bajo la
capucha, totalmente echada hacia adelante, se ocultaba el vacío, desde el cual le
miraba fijamente un triste par de carbones ardientes. Estaba delante de un
espectro.
CAPÍTULO 15
—Qué curioso —dejó caer Haladdin tras una breve reflexión—. Venga esa
propuesta, estoy intrigado.
—Esperad un poco, no tan deprisa. En primer lugar, tened esto presente:
vuestra Sonia está sana y salva. E incluso, relativamente segura... En una
palabra, podéis escaparos con ella, a Opar o a Jand. Continuad ahí vuestras
investigaciones. Al fin y al cabo, es justamente la acumulación y la preservación
del conocimiento...
—¡Basta, no sigáis! —Haladdin hizo una mueca de disgusto—. No pienso
huir a ninguna parte... ¿Eso es lo que queríais oír, no es cierto?
—Cierto —asintió Sharia-Rana—. Pero las personas deben tener elección, y
para la gente como vos eso es especialmente importante.
—¡Hombre! Para que después podáis abrir los brazos y proclamar a los
cuatro vientos: «Tú sólito te has metido en este fregado, chaval; nadie te ha
puesto una lanza en la espalda y te ha arrastrado». Y si de verdad os mandara
ahora al carajo con todas vuestras historias y me largara a Opar, ¿qué pasaría
entonces?
—¡El caso es que no os largáis! Pero no penséis, Haladdin, que os quiero
coger en un renuncio; aquí va a haber muchísimo trabajo, duro y terriblemente
peligroso, así que todo el mundo va a hacer falta: soldados, mecánicos, poetas...
—Y estos últimos, ¿para qué?
—Éstos serán tan necesarios como los que más. Tenemos la misión de salvar
todo cuanto se pueda salvar en esta tierra, pero, sobre todo, la memoria de lo
que somos y de lo que fuimos. Debemos conservarla, como las brasas bajo la
ceniza, en las catacumbas, en la diáspora... Y sin los poetas no sería posible...
—¿Así que yo voy a participar en esas «operaciones de salvamento»?
—Vos, no. Debo revelaros un triste secreto: toda nuestra presente actividad
en Umbror, en el fondo, ya no va servir para cambiar nada. Hemos perdido la
más importante batalla en la historia de Erda; la magia del Consejo Blanco y de
los elfos se ha impuesto a la magia de los espectros, y ahora los brotes de la
razón y el progreso, privados de nuestra defensa, serán arrancados sin piedad
por toda Midgard. Las fuerzas de los magos remodelarán este mundo a su
gusto, y en lo sucesivo no habrá lugar en él para civilizaciones tecnológicas
como la de Umbror. La espiral de la historia, con sus tres dimensiones, perderá
el componente vertical y se convertirá en un circuito cerrado: pasarán los siglos
y los milenios, y lo único que cambiará serán los nombres de los reyes y de las
batallas en que vencieron.
»Y las personas... las personas seguirán siendo para siempre esos seres
miserables y débiles que no se atreven a mirar a la cara a los amos del mundo:
los elfos. Porque, en este mundo cambiante, éstos serán los únicos seres
mortales capaces de transformar su maldición en bendición y, perfeccionándose
con el paso de las generaciones, superar a los inmortales... Dentro de dos o tres
décadas, los elfos habrán convertido Midgard en un césped uniforme y bien
cuidado, y a los hombres en dóciles mascotas; privarán a la gente de una
nadería fundamental, el derecho al acto creativo, y a cambio le obsequiarán con
un sinfín de alegrías simples e inocentes... Por otra parte, os aseguro, Haladdin,
que la gran mayoría no lamentará en absoluto el cambio.
—Esa mayoría no me interesa; que se ocupe de sus propios asuntos. ¿De
manera que nuestro principal enemigo no son los pietrorianos, sino los elfos?
—Los pietrorianos son tan víctimas como vosotros; en general, no hay mucho
que decir de ellos. En rigor, tampoco los elfos son enemigos en el sentido usual
del término; ¿podemos decir que el hombre es enemigo del ciervo? Sí, se dedica
a cazarlo, ¡vaya una cosa!, aunque gracias a eso lo protege en los bosques reales;
pero, por otra parte, canta la fuerza y la gracia del macho adulto, se pasma con
los ojos aterciopelados de la cierva, da de comer en la mano al cervatillo
huérfano... Así ocurre con la crueldad actual de los elfos: es un rasgo temporal
y, en cierto sentido, obligado... Cuando el mundo alcance una situación estable,
seguramente empezarán a actuar con más delicadeza... al fin y al cabo, la
capacidad para el acto creativo implica indudablemente la capacidad para
infringir las normas... y a esa clase de gente se la podrá curar, en vez de matarla,
como en la actualidad.
»Y no habrá razón para que los inmortales de siempre se sigan manchando
las manos: ya aparecerán otros nuevos, locales... Ya ahora se les puede
encontrar... Y, dicho sea de paso, ese mundo élfico no será, dentro de su estilo,
un mal mundo: está claro que una alberca es estéticamente inferior a un arroyo,
pero los nenúfares que florecen en su superficie son realmente espléndidos...
—Está claro. ¿Pero cómo podemos impedirles que conviertan toda nuestra
Midgard en esa... charca con espléndidos nenúfares?
—Ahora os lo explico, aunque hay que remontarse muy atrás. Es una pena
que no seáis matemático, resultaría más sencillo... Si no entendéis algo, no
dudéis en preguntar, ¿de acuerdo? Para empezar, cualquier mundo habitado
incluye dos componentes; en la práctica, se trata de dos mundos diferenciados,
cada uno con sus propias reglas, pero ambos comparten la misma envoltura. Se
ha dado en llamarlos «mundo físico» y «mundo mágico», aunque se trata de
denominaciones puramente convencionales: el mundo mágico es plenamente
objetivo (y, en ese sentido, físico), mientras que el físico tiene toda una serie de
propiedades que no se pueden reducir a la física, y que podrían considerarse
mágicas. En el caso de Erda, se trataría, respectivamente, de Midgard y del
Extremo Oeste, con las razas inteligentes que los pueblan: los hombres y los
elfos. Se trata de mundos paralelos, y sus habitantes no perciben la frontera que
los separa como algo espacial, sino temporal: cualquiera sabe de sobra que
ahora no existen hechiceros, dragones o trasgos, pero sus antepasados, sin duda
alguna, se topaban con todos esos seres... y así, de generación en generación. Y
no se trata de una invención, como muchos sostienen, sino de una consecuencia
puramente objetiva de la estructura dual de los mundos habitados; podría
exponeros los correspondientes modelos matemáticos, pero no sacaríais nada
en claro de ellos. ¿Me seguís?
—Perfectamente.
—Sigamos. Por causas desconocidas (si queréis, consideradlo un raro
capricho del Único) en nuestra común Erda, ¡y sólo en ella!, se produjo un
contacto directo entre los mundos físico y mágico, lo que ha permitido la
interacción entre sus respectivos habitantes en el marco de unas coordenadas
espaciotemporales reales... o, dicho de forma más simple, que se acribillen
mutuamente a flechazos. La existencia de este «pasillo» interespacial se ve
asegurada por el llamado Espejo. Éste apareció en cierta ocasión en el mundo
mágico (precisamente eso: apareció, pero no fue fabricado allí) junto a las siete
Piedras Videntes (los miralejos), y no puede subsistir al margen de las mismas:
resulta que tanto el Espejo como los miralejos son producto de la división de
una misma sustancia, el Fuego Eterno...
—Un momento, el miralejos, ¿no es un sistema de comunicación a larga
distancia?
—Bueno, también se puede utilizar con ese fin. Pero igualmente se podría,
por ejemplo, clavarle unos clavos... aunque no, resultaría incómodo: es
redondo, resbaladizo... ¡En cambio, usado como plomo, iría estupendamente
para la pesca! Debéis entender que cada uno de estos objetos mágicos posee
gran cantidad de propiedades y aplicaciones, pero para la abrumadora mayoría
de ellas no existe en este mundo ni siquiera una denominación. Así que los
emplean para cualquier cosa: los miralejos, para la comunicación a distancia; el
Espejo, como sistema primitivo de predicción del futuro...
—¡Nada de «primitivo»!
—Os garantizo que se trata de una solemne tontería en comparación con
otros recursos suyos... Volveremos más tarde sobre eso. El caso es que el Espejo
no muestra el cuadro objetivo del futuro de Erda, sino alternativas —
¡justamente alternativas!— del destino individual de quien mira en él. Como
científico experimental, no podéis ignorar que los instrumentos de medida
influyen claramente sobre los resultados de la medición, y en este caso, no se
trata de un instrumento más, sino de un hombre, un sujeto dotado de libre
albedrío...
—Digáis lo que digáis, la predicción del futuro es algo que impresiona...
—Os ha dado por la dichosa «predicción del futuro». —Sharia-Rana no ocultó
su enojo—. Y la ruptura del principio de causalidad, por ejemplo, ¿no os
impresiona?
—¿Qué?
—Eso mismo... Muy bien, ya nos ocuparemos del principio de causalidad.
Por ahora os basta con recordar que los miralejos, a grandes rasgos, aseguran el
control sobre el espacio, y el Espejo, sobre el tiempo. Pero resulta que los dos
mundos de Erda son asimétricos con respecto a cualquiera de sus parámetros,
así que el «canal» que los une trabaja de forma muy selectiva. Por ejemplo,
muchos seres mágicos se sienten aquí como en su casa, mientras que sólo un
número reducido de personas ha conseguido habitar —y no por mucho
tiempo— en el Extremo Oeste. Precisamente a éstos es a quienes llaman magos
en Midgard.
—Y los espectros, ¿también son magos?
—Desde luego. Y es que una circunstancia importante ha contrarrestado
dicha asimetría. Por triviales que fueran los recursos de los magos en ese
mundo vecino, ocurrió que sólo ellos tuvieron la habilidad de recibir en sus
propias manos el Espejo y los miralejos y de traerse aquí, a Midgard, esos
bienes. En resumen: los elfos podían poblar Midgard, en tanto que los hombres
no podían poblar el Extremo Oeste, pero por otra parte el control del «canal»
entre los dos mundos quedaba en poder de los magos, que eran representantes
de este mundo. Los contactos eran así posibles, pero no era posible, en cambio,
la expansión de nadie. Como veis, el Único ha creado un sistema
extraordinariamente sofisticado...
—Ya veo, se trata del «principio de la doble llave»...
—Exactamente. Pero hubo una cosa que no supo prever: parte de los magos
quedaron tan fascinados por el Extremo Oeste, que decidieron, a cualquier
precio, rehacer Midgard a imagen y semejanza de ese otro mundo; éstos crearon
el Consejo Blanco. Otros, que acabarían formando la orden de los espectros,
estaban rotundamente en contra: ¿cómo era posible, a menos que se hubiera
perdido el juicio, destruir el mundo propio con el fin de edificar sobre sus
ruinas una mala copia del ajeno? Cada bando esgrimía sus razones, ambos
deseaban sinceramente hacer más felices a las gentes de Midgard...
—Está claro...
—Así es. Cuando empezó la lucha entre el Consejo Blanco y los espectros por
el destino de Midgard, unos y otros contaron pronto con aliados naturales.
Nosotros empezamos a apoyar las civilizaciones más dinámicas de la zona
central de Midgard: principalmente, Umbror y, en menor medida, Opar y Jand;
por su parte, el norte y el occidente, socios tradicionales, y, por supuesto, los
Bosques Encantados, se convirtieron en los baluartes del Consejo Blanco. Al
principio, los blancos no dudaban en absoluto de su victoria. Y es que, cuando
estalló la guerra, tanto el Espejo como casi todos los miralejos estaban en sus
manos; además, en su afán de movilizar contra Umbror toda clase de fuerzas
mágicas, tanto locales como foráneas, facilitaron de hecho la expansión de los
elfos por Midgard. Pero los magos blancos no tuvieron en cuenta una cosa:
nuestro camino, el camino de la libertad y el conocimiento, resultaba tan
atractivo, que muchísima gente, la mejor gente de Midgard, acudía dispuesta a
servir como escudo mágico de la civilización de Umbror. Uno tras otro, se iban
desintegrando bajo los golpes de la magia de occidente, pero otros nuevos
venían a sustituirles. En una palabra, se pagaba por vuestra tranquilidad un
altísimo precio, Haladdin, altísimo...
—¿Y cómo es que nosotros no sabíamos nada de esto?
—Nada de esto debía llegar a vuestros oídos. Si os lo estoy contando ahora es
sólo por una razón: al entrar en combate, no dejéis de recordar que también
estáis luchando por ellos... Puro lirismo, por lo demás... En resumen, el reparto
de fuerzas era muy desigual, pero pudimos, a costa de todas esas víctimas,
defender la civilización de Umbror, hasta que ésta superó su etapa infantil. Si
hubierais dispuesto de unos cincuenta o sesenta años más, habríais culminado
la revolución industrial, tras lo cual ni el mismísimo diablo os podría haber
inquietado. A partir de ese momento, los elfos se quedarían quietecitos en sus
Bosques Encantados, sin molestar a nadie, y el resto de Midgard iría poco a
poco siguiendo vuestros pasos. Pero los magos del Consejo Blanco, al darse
cuenta de que estaban perdiendo la partida, se decidieron a dar un paso
monstruoso: desencadenaron una guerra de exterminio contra Umbror,
implicando abiertamente en ella a los elfos, y a éstos, en pago por sus servicios,
les entregaron el Espejo.
—¿Entregaron el Espejo a los elfos?
—Sí. Eso fue un auténtico disparate; el propio jefe del Consejo Blanco,
Searuman (un individuo bastante perspicaz y previsor), se opuso con todas sus
fuerzas a ese plan, y cuando, a pesar de todo, fue finalmente adoptado,
abandonó las filas de los magos blancos. El Consejo pasó a encabezarlo
Gandrelf, promotor de la «solución final al problema de Umbror»...
—Un momento, ¿quién es ese Searuman? ¿No será el rey de Fuerteferro?
—Ése mismo. Selló una alianza temporal con nosotros, en cuanto comprendió
las consecuencias que para Midgard tendrían los juegos con los pobladores de
los Bosques Encantados; hace ya tiempo que se lo había advertido al Consejo
Blanco: «Utilizar a los elfos en nuestra guerra contra Umbror sería como
quemar la casa para librarse de las cucarachas». Y así ha sido. Umbror está en
ruinas, y el Espejo se encuentra en Onirien, en poder de la reina de los elfos,
Dama Luz; dentro de un tiempo, los elfos se desharán del Consejo Blanco, como
quien sacude las migas del mantel, y gobernarán Midgard a su antojo.
¿Recordáis lo que os dije sobre el principió de causalidad? Pues bien, la
diferencia principal entre el mundo mágico y el nuestro consiste en que allí este
principio no actúa (o, más bien, actúa allí de forma muy restringida). En cuanto
los elfos conozcan las propiedades del Espejo (lo cual no es tan sencillo, ni
siquiera para ellos, que nunca antes habían estado en contacto con él) y
comprendan que otorga poder incluso sobre el principio de causalidad, en ese
mismo instante, y de forma irreversible, convertirán nuestro mundo en un
arrabal pestilente del Extremo Oeste.
—Entonces, ¿no hay salida? —preguntó en voz baja Haladdin.
—Hay una. Todavía hay una. Sólo será posible salvar Midgard si
conseguimos aislarla por completo del mundo mágico. Y para eso hace falta
destruir el Espejo de Dama Luz.
—¿Y nosotros podemos hacerlo? —El doctor movía escéptico la cabeza.
—Si por «nosotros» se entiende los espectros, la respuesta es no. Ya no. Pero
vos, oficial médico de segunda Haladdin, sí podéis. Precisamente vos, y nadie
más que vos —del brazo de Sharia-Rana, que apuntaba hacia el doctor, se
levantó de pronto un frío que no era de este mundo— estáis capacitado para
destruir el fundamento de la fuerza mágica de los elfos y preservar este mundo,
tal y como lo conocemos.
CAPÍTULO 17
Por otra parte, cuando se dice que un territorio está cubierto por tropas, no es más que una
manera de hablar. Un soldado no cubre más terreno que el que tiene debajo de las botas.
—Ahí tenéis vuestro Lunien. —El troll montañés dejó en el suelo el fardo con
el equipaje y señaló hacia el frente, al fondo del desfiladero, donde se
acumulaban las gruesas columnas de un humo levemente verdoso que
producían las retorcidas ramas del chaparro—. Por aquí ya no podemos seguir.
Pero por esta zona hay muchos senderos, no os podéis perder. En cosa de una
hora, os topáis con un arroyo; un poco más abajo hay un vado. Al verlo, parece
tremendo, pero se cruza bien... Lo importante es echarle narices, y no apartarse
del bajío. Ahí la corriente se aguanta bien. Ahora cada uno que coja lo suyo. ¡Y
adelante!
—Gracias, Matun. —Haladdin estrechó con fuerza la mano del guía, ancha
como una pala. Por su constitución y por sus hábitos, el troll parecía un oso: un
bonachón goloso y flemático capaz de convertirse, en un abrir y cerrar de ojos,
en una máquina de matar, terrible no tanto por su fuerza prodigiosa cuanto por
su agilidad y astucia. Su nariz de patata, la escobilla desaliñada de su barba
pelirroja y la expresión de su rostro, propia de un campesino a quien un
prestidigitador de feria acaba de sacarle una moneda de oro de detrás de la
oreja, ocultaban, hasta que llegaba el momento oportuno, a un magnífico
guerrero, diestro e implacable. Mirándole, Haladdin se acordaba de una frase
que había oído por ahí: los mejores soldados del mundo surgen en pueblos
singularmente pacíficos y hogareños; es el caso de esos campesinos que, al
regresar tras una dura jornada, se encuentran con que donde antes estaba su
casa hay un montón de cenizas en el que asoman unos huesos calcinados.
Volvió a recorrer con la mirada los macizos nevados de las Montañas
Sombrías que se alzaban frente a ellos; ni siquiera Tserleg había llevado nunca a
sus hombres por aquellos circos de origen glaciar, por aquellas paredes
verticales, con tramos cubiertos de musgo, nada fiables, o por aquellas
inmensas e intransitables extensiones de rododendro.
—De vuelta a la base, si tienes ocasión, recuérdale a Ivar que nos espere en
julio en este mismo sitio.
—Tranquilo, chaval: el jefe nunca se olvida de nada. Si habéis quedado en
eso, no nos movemos de aquí en todo el final de julio.
—Estoy seguro. Pero si no hemos vuelto para el primero de agosto, podéis
echar un trago en nuestra memoria.
Como despedida, Matun le dio a Tserleg tal manotazo en la espalda que por
poco no le tumba: «¡Cuídate, explorador!». En esos días, había hecho muy
buenas migas con el orocueno, parecían amigos de toda la vida. A Tangorn, en
cambio, no le dedicó siquiera un mal gesto de despedida; estaba en su derecho,
si de él dependiera, ese pietroriano estirado... Bueno, los jefes sabrían lo que se
hacían. Él había combatido desde los primeros días de la ocupación en la
brigada de Ivar el Tamborilero, y sabía muy bien que no conviene permanecer
más de tres días en el punto de reunión aguardando el regreso de una partida
de exploradores, y ahora resulta que con éstos... ¡una semana! Es una misión de
especial importancia, ¿entendido? Así que el pietroriano estirado no debía estar
ahí sólo de adorno...
«Sí», pensaba mientras tanto Haladdin, pendiente de la cadencia,
acompasada al ritmo de la marcha, de la carga oscilante en la espalda del barón,
que caminaba delante de él, «ahora todo depende de Tangorn: esperemos que
sea capaz de ocultarnos de la vista de los suyos en Lunien, como nosotros le
hemos ocultado estos últimos días. Que sea amigo personal del príncipe Aramir
está muy bien, qué duda cabe, pero habrá que ver si ese príncipe es tan
admirable como dice... Además, bien pudiera ser que el propio Aramir, dado su
actual estatus, no pase de ser un elemento decorativo en el sistema de gobierno
de Altagorn. Y el barón tiene unas relaciones muy peculiares con los poderes de
Torre Vigía; en el Reino Unido le han podido declarar proscrito diez veces ya...
En definitiva, que nos pueden colgar perfectamente a los tres juntos, ya sea de
una rama cercana (en cuanto nos topemos con la primera patrulla pietroriana),
ya sea de los muros de Colinas del Agua; y lo más gracioso es que en el bosque
al barón le ahorcarían para hacernos compañía y en el fuerte a nosotros para
hacérsela a él. Sí, una empresa grandiosa y una compañía magnífica...»
Muy probablemente, unos pensamientos no menos sombríos debieron de
adueñarse del barón diez días atrás, cuando se convenció de que el camino a
Lunien que atraviesa el paso de Hechicería y la garganta de Paso de la Araña
estaría totalmente bloqueado por la presencia de puestos élficos, lo que
significaba que habría que recurrir a la ayuda de los guerrilleros de las
Montañas Sombrías. Lo peor sería tropezar con una de aquellas patrullas
independientes que no reconocían a ningún poder y no pensaban en nada que
no fuera la venganza: de poco serviría ahí apelar a la misión, y el trato que
aquellos guerrilleros dispensaban a sus prisioneros no era menos cruel que el
de sus enemigos... Por suerte, Tserleg, basándose en informaciones de Sharia-
Rana, fue capaz de dar en el desfiladero de Sharateg con la base de una
agrupación perfectamente disciplinada, sometida al mando unificado de las
fuerzas de la Resistencia. La unidad estaba dirigida por un militar profesional,
un veterano manco del Ejército del Norte, el teniente Ivar. Oriundo de aquella
región, había hecho del desfiladero un distrito seguro, totalmente inexpugnable:
a pesar de los pesares, Ivar había provisto los puestos de observación con un
sistema admirable de comunicación sonora, que le había hecho acreedor al
apelativo de El Tamborilero.
El teniente había sopesado impávido el anillo del espectro que le había
mostrado Haladdin, y, tras asentir con la cabeza, se había limitado a plantear
una pregunta: ¿cómo podría contribuir él a que el señor oficial médico
consiguiera sus objetivos? ¿Guiando su grupo de reconocimiento hasta Lunien?
Sin problemas. En su opinión, convenía ir por la garganta de Hotont: en esta
época del año se considera intransitable, por lo que apenas estaría vigilado por
la parte de Lunien. Por desgracia, su mejor guía, Matun, estaba en ese momento
ocupado. ¿Podían esperar dos o tres días? En ese caso, no habría ningún
problema: de paso, aprovecharían para reponer fuerzas y dormir; la ruta que les
esperaba era peliaguda... Y sólo cuando les restituyeron —a los tres— las armas
que les habían requisado en el puesto avanzado de la guerrilla, Tangorn le
devolvió al doctor el veneno que había cogido el día anterior en el botiquín de
Eloar: un obstáculo menos.
Haladdin nunca había tenido ocasión anteriormente de conocer esa parte del
país, y observaba con verdadero interés el modo de vida en el desfiladero de
Sharateg. Los trolls montañeses vivían modestamente, pero exhibían una
dignidad en verdad principesca; ya su hospitalidad rebasaba en ocasiones —a
los ojos de un forastero— cualquier límite razonable, y a Haladdin le hacía
sentirse profundamente incómodo. Ahora, por lo menos, sabía de dónde
procedía esa increíble atmósfera que se respiraba en Torreumbría, en casa de
Kumai, su compañero de estudios universitarios...
Los trolls siempre habían constituido grandes grupos familiares, y como en
una ladera empinada una casa para tres decenas de personas no puede
construirse más que de una manera —haciendo que crezca a lo alto—, sus
viviendas consistían en torres de piedra de gruesos muros, cuya altura
alcanzaba de veinte a treinta pies. El arte de la cantería, desarrollado en la
erección de tales fortalezas en miniatura, hizo que los emigrantes de las aldeas
trolls se convirtieran en los mejores constructores urbanos de Umbror. Otra de
las aficiones de los trolls era la metalurgia. En una primera etapa,
perfeccionaron la forja del hierro, abaratando las armas en este metal, con lo
que todo el mundo pudo disponer de ellas; más tarde, le llegó el turno a las
aleaciones de hierro y níquel (la mayor parte de los yacimientos locales de
hierro incluían ya aleaciones naturales), y a partir de ese momento sus espadas,
que colgaban del cinto de todos los hombres a partir de los doce años, se
convirtieron en las mejores de Midgard. No es sorprendente que los trolls jamás
hubieran reconocido a ningún poder superior, al margen de sus propios
ancianos: sólo a un maníaco se le ocurriría tomar al asalto una torre troll,
apostando medio destacamento de soldados junto a sus muros, con la
perspectiva de recolectar por todo impuesto (o diezmo eclesiástico) unas pocas
decenas de ovejas caquécticas.
Esto lo habían entendido perfectamente en Umbror, por lo que toda su
intervención aquí se limitaba a reclutar soldados, lo cual halagaba
considerablemente el amor propio de los montañeses. Es cierto que más tarde,
cuando su dedicación fundamental pasó a ser la extracción del mineral y la forja
de los metales, esta mercancía se vio gravada con impuestos draconianos, pero
eso resultó una bendición divina: la indiferencia de los trolls hacia las riquezas
y el lujo se hizo proverbial, lo mismo que su tozudez. Esa situación originó una
famosa leyenda de Midgard, según la cual, los trolls que todo el mundo conoce
no constituyen más que la mitad de este pueblo. La otra mitad (a quienes en los
países de occidente llaman erróneamente «enanos», al confundirlos con otro
pueblo mítico de herreros subterráneos), se había vuelto, por el contrario,
avariciosa, y se pasaba toda la vida en galerías subterráneas secretas buscando
oro y piedras preciosas; éstos son tacaños, pendencieros y pérfidos; en una
palabra, son totalmente opuestos a los verdaderos trolls, los que viven en la
superficie. Sea como fuere, hay un hecho incuestionable: la sociedad troll ha
dado a Umbror un gran número de personalidades destacadas, desde jefes
militares y maestros armeros hasta científicos o ascetas, ¡pero ni un solo
representante mínimamente conocido del estamento comercial!
Cuando los aliados occidentales —en el marco de la «solución final al
problema de Umbror»— se apresuraron a «limpiar» las estribaciones de la
cordillera, expulsando a los trolls de sus desfiladeros y desplazándolos hacia las
Montañas Sombrías y las Montañas Cenicientas, pronto se dieron cuenta de que
combatir contra los montañeses era muy distinto que dedicarse a coleccionar
orejas cortadas en el oasis de Montes del Terror... En aquel tiempo, las aldeas
trolls se despoblaron drásticamente (la mayoría de los hombres cayó en la
campaña de Ciudad del Lago o en los Campos Cercados), si bien para mantener
la guerra en aquellos desfiladeros el número de combatientes, como tal, no
desempeñaba un papel relevante: los montañeses siempre tenían la posibilidad
de salir al encuentro del enemigo en los pasos más angostos, donde una decena
de bravos combatientes puede en ocasiones detener a un ejército entero,
mientras las catapultas situadas en lo alto van castigando sistemáticamente la
columna paralizada. Los trolls enterraron hasta tres veces, a base de avalanchas,
a fuerzas considerables que habían irrumpido en sus valles, y así consiguieron
desplazar nuevamente las acciones bélicas a las estribaciones de las montañas;
ahora, en esa zona los vastakos y los elfos ya no se atrevían de noche a asomar
la nariz fuera de los escasos puntos bien fortificados. Y, mientras tanto, a las
aldeas montañesas, convertidas en bases guerrilleras, afluían continuamente
gentes de la llanura: ya que el final parecía acercarse, mejor sería ir a su
encuentro con un arma en las manos y en buena compañía.
CAPÍTULO 24
Entre quienes habían aparecido por Sharateg en las últimas semanas había
una serie de personajes de lo más pintoresco. A uno de ellos —el maestro
Haddami— el doctor lo conoció en el estado mayor de Ivar, donde un opariano
menudo, con el rostro apergaminado y unos ojos infinitamente tristes, trabajaba
como escribano y de cuando en cuando proporcionaba al teniente ideas
interesantísimas en relación con las operaciones de inteligencia. El maestro era
uno de los mayores estafadores del país, y en el momento de la caída de
Torreumbría cumplía en la cárcel local una condena a cinco años por un fraude
de avales bancarios a gran escala. Haladdin no podía valorar los detalles
técnicos del fraude (no entendía ni jota de finanzas), pero teniendo en cuenta
que los negociantes estafados, directores de las tres casas comerciales más
antiguas de la capital, hicieron un esfuerzo titánico para tapar el asunto,
tratando de evitar que acabara en los tribunales y se hiciera público, sin duda
estaba bien concebido. Es fácil adivinar qué perspectivas de trabajo podía haber
en ese campo (el de las grandes maquinaciones financieras) en una ciudad
arrasada, por lo que Haddami recuperó su pequeño tesoro, enterrado
previamente, y se dirigió al sur, con la esperanza de llegar a la patria de sus
antepasados, pero los reveses del destino, tan frecuentes en tiempos de guerra,
no le condujeron al ansiado Opar, sino a la guerrilla de Sharateg.
El maestro era un verdadero pozo de los más variados talentos, y como
echaba de menos el trato con «personas inteligentes», se los mostraba gustoso a
Haladdin. Era capaz, por ejemplo, de imitar con una exactitud increíble la
escritura de otras personas, lo cual, como es de suponer, resultaba muy valioso
en su profesión. Pero no estamos hablando de una primitiva reproducción de
las firmas ajenas, ¡en absoluto! En cuanto se familiarizó con unas cuantas
páginas escritas por el doctor, Haddami compuso en su nombre un texto
coherente, con el resultado de que, al verlo, Haladdin pensó en un primer
momento: «Si esto lo he escrito yo; ahora mismo no recuerdo cuándo ni dónde,
pero éste se ha encontrado un papel mío y está tratando de tomarme el pelo...».
Todo era mucho más sencillo, y al mismo tiempo mucho más complicado.
Efectivamente, Haddami era un grafólogo genial: a partir de las peculiaridades
del trazo y el estilo de un escrito, establecía un retrato psicológico de su autor,
absolutamente fidedigno, y a partir de ahí se identificaba de hecho con él, de
modo que los textos que escribía en nombre de otras personas eran, en cierto
sentido, auténticos. Y cuando el maestro le expuso al doctor todo lo que había
descubierto de su mundo interior, basándose en unos cuantos párrafos escritos
por él, éste sintió una mezcla de turbación y terror: eso sí que era magia, pero
magia negra. Por un momento, Haladdin tuvo una tentación diabólica:
mostrarle al maestro alguna nota de Tangorn, si bien era perfectamente
consciente de que eso sería una bajeza de mayor calibre que la de fisgar
directamente en un diario personal ajeno. Nadie tiene derecho a saber de los
otros más de lo que deseen revelar, y tanto la amistad como el amor se
extinguirán cuando la gente pierda el derecho a mantener sus secretos.
Pero entonces se le ocurrió una idea sorprendente: someter al examen pericial
de Haddami la carta de Eloar, hallada entre las pertenencias del elfo muerto. El
contenido de la carta ya lo había analizado a fondo con el barón cuando estaban
en Houtín-Hotgor, con la esperanza de encontrar en ella alguna pista de cómo
introducirse en Onirien, pero no habían sacado nada en limpio. Ahora
Haladdin, sin saber muy bien por qué, deseaba aprovechar la ocasión para
conocer el retrato psicológico del elfo.
Los resultados le dejaron totalmente desconcertado. Haddami trazó, a partir
de las delicadas volutas de aquella escritura rúnica, el retrato de un individuo
extremadamente noble y amable, aunque excesivamente soñador y tan abierto
que resultaba indefenso. Haladdin puso reparos, pero el grafólogo se reafirmó
en sus conclusiones: analizó igualmente otros escritos de Eloar, como sus notas
topográficas y administrativas, con idénticos resultados; no había error posible.
—¡En ese caso, maestro, todas sus fantasías no valen un pimiento! —
Haladdin estaba fuera de sí, y le contó al experto, que se había quedado
boquiabierto, lo que había encontrado en Teshlog, sin ahorrarle detalles
médicos.
—Escúcheme, doctor —dijo tras un rato de silencio un Haddami que parecía
incluso haber menguado—; a pesar de todo, insisto en que el de Teshlog no era
él...
—¿Cómo que «no era él»? ¡Puede que no violara él personalmente a una niña
de ocho años antes de degollarla, pero lo hizo gente que seguía órdenes suyas!
—¡No, no, Haladdin, no me refería a eso, en absoluto! Entiéndalo: se trata de
un profundo desdoblamiento de la personalidad, de una hondura impensable
para nosotros, los hombres. Imagínese que a usted le hubiera tocado participar,
porque así había surgido, en algo parecido a lo de Teshlog. Usted tiene una
madre, por la que siente un inmenso cariño, y con los elfos la cosa no puede ser
muy diferente: los niños no abundan, y cada miembro de la sociedad tiene
realmente un valor incalculable... En esa situación, seguro que usted haría todo
lo posible para evitar que ella tuviera noticias de esa atrocidad, pero, teniendo
en cuenta la perspicacia de los elfos, la cosa no se solucionaría con una mentira,
o guardando silencio sin más: tendría usted que convertirse verdaderamente en
otra persona. Dos personalidades completamente diferentes en un mismo
individuo, una «para consumo interno», y otra «para consumo externo», por así
decir... ¿Me comprende usted?
—La verdad, no del todo... Desdoblamiento de la personalidad... Eso no es de
mi campo.
Curiosamente, parece que fue precisamente esa conversación lo que empujó a
Haladdin a tomar una decisión acerca de su misión principal, la que constituía
el centro de todas sus preocupaciones, y esa decisión le asustó por su
primitivismo. La había tenido siempre a la vista, y ahora le daba la impresión
de que durante todos esos días se había estado esforzando por apartar la
mirada, haciendo como que no la veía... Aquella noche, el doctor regresó tarde a
la torre donde se alojaban. Los dueños de la casa ya se habían acostado, pero
aún ardía el fuego en el hogar, y él se quedó allí sentado, completamente
inmóvil, con la mirada fija en las brasas anaranjadas. Ni siquiera se dio cuenta
de que Tangorn estaba allí, a su lado:
—Escuche, Haladdin, tiene usted muy mal aspecto. ¿Le apetece beber algo?
—Sí, ¿por qué no...?
El aguardiente de la tierra quemaba en la boca y luego producía un calambre
que se difundía lentamente por todo el espinazo. Haladdin se enjugó las
lágrimas que le asomaban y buscó con la mirada un sitio donde escupir los
restos de aquel matarratas. No es que le hubiera aliviado, pero al menos le
causó cierta indiferencia. Mientras tanto, Tangorn se había cogido otro taburete
por ahí, en la oscuridad.
—¿Un poco más?
—No, gracias.
—¿Ha pasado algo?
—Sí, he descubierto la forma de dejarles a los elfos nuestro regalito.
—¿Y bien?
—Bueno, estoy dándole vueltas a lo de siempre: si el fin justifica o no los
medios.
—Hum... A veces sí, y a veces no... Depende de las circunstancias...
—Ahí está la cuestión; un matemático diría: «A primera vista, es un problema
sin solución». Y el Único, en su inefable sabiduría, en lugar de darnos unas
instrucciones precisas, decidió proveernos de un instrumento tan caprichoso e
inseguro como la conciencia.
—¿Y ahora qué le dice su conciencia, doctor? —Tangorn le miraba con una
curiosidad un tanto burlona.
—La conciencia no es nada ambigua; dice: no puedes. Pero el deber responde:
tienes que hacerlo. Así están las cosas... Se vive muy bien siguiendo la divisa
caballeresca: «Haz lo que debas, y que pase lo que tenga que pasar», ¿no es
cierto, barón? Sobre todo, si el Confidente ya te ha soplado al oído qué es lo que
tienes que hacer exactamente...
—Me temo que en este caso nadie le puede ayudar a tomar la decisión.
—Ni a mí me hace falta que me ayude nadie. Más aún —Haladdin, encogido
de frío, se volvió y acercó la mano a los restos del fuego—, querría librarle de
cualquier compromiso relativo a la participación en nuestra misión. Incluso si
venciéramos, siguiendo mi plan, puede estar seguro de que no será una victoria
como para sentirse orgulloso de ella.
—¿Cómo puede decir eso? —Tangor se quedó de piedra, y su mirada
adquirió de repente el peso de un alud—. ¿O sea, que su proyecto tiene tales
virtudes que es más deshonroso participar en él que dejar en la estacada a un
amigo, que es lo que le he considerado hasta ahora? Agradezco su inquietud
por la limpieza de mi conciencia, doctor, pero, ¿no podría permitirme, pese a
todo, que tomara yo mis propias decisiones?
—Como quiera. —Haladdin se encogió de hombros, escéptico—. Puede
escuchar primero mis reflexiones... y luego renunciar. Se trata de una
combinación bastante compleja, y hay que remontarse muy atrás... ¿Cuál es, a
su juicio, la naturaleza de las relaciones que vinculan a Altagorn con los elfos?
—¿Las relaciones de Altagorn con los elfos? ¿Quiere decir... ahora, después
de que ellos le hayan instalado en el trono de Pietror?
—Evidentemente. Creo haberle oído decir que no conoce usted mal la
mitología oriental: ¿recuerda usted, entre otras, la historia de la cadena de los
enanos?
—Confieso que no la recuerdo...
—Caramba... Es una historia muy instructiva. Hace mucho, mucho tiempo,
los dioses trataban de aplacar a Hahti, un demonio hambriento venido del
Infierno, capaz de devorar el mundo entero. Por dos veces le colocaron sendas
cadenas fabricadas por el Herrero divino: primero, de acero, después, de
platagrís; pero las dos veces Hahti rompió la cadena como si se tratara de una
simple telaraña. A los dioses les quedaba una tercera y última oportunidad;
tuvieron que rebajarse hasta el punto de solicitar ayuda a los enanos. Éstos no
les fallaron, y construyeron una cadena realmente irrompible, hecha de pelos de
peces y de ruido de pasos de gatos.
—¿Pelos de peces y ruido de pasos de gatos?
—Pues sí. Nada de eso existe ya, precisamente porque todo cuanto había en
el mundo se empleó para fabricar la cadena. Aunque a mí me parece que
también debieron de usar otras cosas que tampoco se encuentran en nuestro
mundo: una de ellas podría ser, por ejemplo, la gratitud de los poderosos... Al
caso: ¿cómo cree usted que pagaron los dioses a los enanos por su servicio?
—Seguramente, acabando con ellos. ¿Qué otras posibilidades habría?
—¡Exactamente! O, mejor dicho, quisieron acabar con ellos, porque los
enanos tampoco se chupan el dedo... Pero ésa es otra historia. En fin, volviendo
a Altagorn y los elfos...
El relato de Haladdin fue largo y detallado; ni él mismo creía ya en la solidez
de sus razonamientos. Después se hizo el silencio, roto tan sólo por los aullidos
del viento fuera de los muros de la torre.
—Es usted un hombre terrible, Haladdin. Quién lo iba a pensar... —dijo
Tangorn pensativo; miraba al doctor con renovado interés, y puede que con
respeto—. La misión que hemos emprendido no es un juego de niños, pero si de
verdad estamos condenados a actuar de ese modo para vencer, tal y como lo ha
pensado usted... Quiero decir que no creo que me entren muchas ganas de
recordar juntos esta historia, delante de una copa de buen vino.
—Si estamos condenados a actuar de ese modo para vencer —Haladdin
repitió sus palabras como si fuera el eco—, no creo que me queden muchas
ganas de ver mi imagen reflejada en el espejo. —Y añadió para sus adentros: «Y
en ningún caso me atreveré a mirar a los ojos a Sonia».
—De todos modos —sonrió el barón—, me permito traerle de vuelta a la
tierra pecadora: estas conversaciones recuerdan demasiado al reparto de un
tesoro que aún no ha sido encontrado. Primero hay que vencer en el combate, y
luego ya habrá tiempo para entregarse a las tribulaciones... De momento, hemos
visto la luz al final del túnel, eso es todo. No creo que nuestras probabilidades
de seguir con vida pasen de una entre cinco, así que esto no deja de ser juego
limpio, en cierto sentido.
—¿Nuestras probabilidades? ¿O sea, que podemos seguir contando con
usted, a pesar de todo?
—¿Y adónde iba a ir yo...? ¿No se habrá creído en serio que pueden
arreglárselas sin mí? ¿Cómo pensaba, por ejemplo, contactar con Aramir? Y sin
su intervención, aunque sea pasiva, todos sus planes terminarían antes de haber
empezado. Muy bien... Ahora escuche: en mi opinión, el cebo que ha preparado
no lo puede lanzar en cualquier parte, sino justamente en Opar. Yo me ocuparé
de esa parte del trabajo; allí, Tserleg y usted serían un estorbo para mí. Vamos a
acostarnos, mañana ya pensaré en los detalles.
Al día siguiente, sin embargo, se plantearon otros problemas: se presentó por
fin Matun, el guía largamente esperado, y se lanzaron a la conquista de Hotont.
Empezaba la segunda semana de mayo, pero el desfiladero aún estaba cerrado.
En tres ocasiones, el grupo tuvo que soportar las ventiscas, de la que les
salvaron sus sacos de dormir, hechos de piel de carnero de las nieves; una vez,
tras aguantar día y medio dentro de una especie de iglú —construido por
Matun con bloques de nieve apelmazada cortados a toda prisa—, casi no
pudieron después salir al exterior. En el recuerdo de Haladdin, toda aquella
marcha constituía una pesadilla espesa y pegajosa. La privación de oxígeno tejió
a su alrededor una cortina de minúsculas campanillas de cristal: cada vez que
realizaba el menor movimiento, le entraban unas ganas terribles de tumbarse en
la nieve a escuchar plácidamente su sonido adormecedor (al parecer, no
mienten quienes dicen que la muerte por congelación es la más dulce que
existe...). De aquel estado de semiinconsciencia tan sólo había retenido un
episodio: aproximadamente a media milla de distancia, surgió de no se sabe
dónde una enorme figura peluda, que no era exactamente un mono, pero
tampoco era un oso alzado sobre sus patas traseras; aquel ser se movía con
cierta torpeza, pero a una velocidad asombrosa, y, sin prestarles ninguna
atención, se perdió sin dejar ni rastro en los canchales del fondo de la quebrada.
Fue ésa la primera ocasión en que Haladdin vio a un troll asustado, nunca antes
había pensado siquiera que eso fuera posible.
—¿Quién era ése, Matun?
Pero éste se limitó a hacer un gesto con la mano, como ahuyentando al
Maligno; parece que ya se ha ido, más vale así... El caso es que ahora ya
avanzaban por un sendero trillado entre los frondosos robles de Lunien,
disfrutando del canto de los pajarillos, mientras Matun regresaba en solitario,
atravesando aquellos peligrosos canchales y los extensos neveros.
Ese mismo día, al atardecer, salieron a un calvero donde una decena de
campesinos estaba erigiendo una empalizada alrededor de un par de casas aún
sin terminar. Al verles aparecer, echaron mano de inmediato a sus arcos,
mientras el responsable del grupo, en un tono muy serio, ordenaba a los recién
llegados que depositaran sus armas en el suelo y se acercaran despacio y con las
manos en alto. Tangorn, al llegar a su altura, les comunicó que se dirigían a ver
al príncipe Aramir. Los aldeanos se miraron intrigados: ¿de dónde habrá salido
éste?, ¿vendrá de la luna o se habrá caído de un guindo? El barón, mientras
tanto, escrutaba a uno de los constructores, uno que estaba encima de un árbol
talado, colocando un cabrio, hasta que finalmente prorrumpió en carcajadas:
—¡Vaya, vaya, sargento...! Así recibes a tu jefe...
—¡Muchachos! —gritó el constructor, que estuvo a punto de caerse desde lo
alto—. ¡Que me saquen un ojo si no es éste el teniente Tangorn! Disculpe, señor
barón, no le habíamos reconocido: su aspecto... vaya... Bueno, ahora puede
contar con casi todos los nuestros, así que a la Compañía Blanca ésa... —Y, lleno
de entusiasmo, se despachó a gusto con un gesto obsceno dedicado a Colinas
del Agua, oculto detrás de los bosques.
CAPÍTULO 25
—... Así que vas y se lo sueltas a la cara a los de Colinas del Agua: aquí están
los arqueros libres de la colonia del Mirlo...
—¿Y qué querías que hiciera? ¿Esperar a que el Fuego Eterno se congele?
Tanto al príncipe como a la muchacha sólo les dejan salir del fuerte escoltados
por las tropas de la Compañía Blanca, y no es fácil ponerse a hablar en su
presencia...
La mecha del platillo de aceite, situada en el borde de una tosca mesa de
tablones, lanzaba reflejos cambiantes sobre el rostro del hombre que hablaba,
moreno y vivaz, algo agitanado: el típico aspecto de bandolero mashtang de las
sendas de caravanas al sur del Río Largo; no era de extrañar que en tiempos ese
individuo se hubiera sentido como pez en el agua, tanto en los caravasares de
Jand, entre conductores de baktrianes, contrabandistas y derviches piojosos y
vocingleros, como en las tabernas portuarias de Opar, entre toda clase de
sujetos de dudosísima reputación. Muchos años atrás, había sido precisamente
él, el barón Grager, quien se había encargado de instruir a Tangorn, un pardillo
recién llegado del norte del Río Largo, no sólo en los rudimentos del arte del
espionaje, sino también —lo que seguramente era más importante— en los
innumerables «enredos» del sur, sin cuyo conocimiento detallado nunca dejaría
de ser un chekako, objeto permanente de las pullas tan zalameras como
venenosas de cualquier meridional, desde el chavalillo callejero hasta el
cortesano.
El habitante de la colonia del Mirlo llevó la mano, inquisitivo, hacia la jarra
de vino, pero se encontró con el gesto negativo de Tangorn, casi imperceptible,
y prefirió retirarla: los abrazos y las emociones con ocasión del reencuentro ya
habían quedado atrás; ahora había que trabajar.
—¿Tardasteis mucho en establecer el contacto?
—Dejamos pasar nueve días, lo suficiente para que los otros se olvidaran de
aquel estúpido incidente. Ese día, precisamente, la joven había salido de caza, es
algo que hace habitualmente; vio a un zagal con su rebaño en un calvero
apartado y, con mucho tacto, se separó de sus acompañantes, unos diez
minutos, no más...
—Así que un zagal... Seguro que le ofreció una moneda de oro, acompañada
de una nota...
—Te equivocas. Ella le sacó una astillita del talón y le contó que una vez, de
pequeña, su hermano y ella habían defendido su manada de caballos de los
lobos esteparios... Dime, ¿es verdad que allí, en el norte, todo el mundo se las
arregla solo?
—Sí. Allí, hasta los príncipes pastorean caballos y las princesas ayudan en la
cocina. Bueno, ¿qué pasó con el zagal?
—Ella sencillamente le pidió ayuda, pero con la condición de que no se
enterara absolutamente nadie. Y puedes estar seguro de que aquel muchacho,
de haber ocurrido algo, se habría dejado cortar en pedazos antes que abrir la
boca... En conclusión, el zagal encontró la alquería de la colonia del Mirlo y
transmitió el mensaje de que el viernes siguiente, en la taberna El Ciervo Rojo,
el capitán Eregond estaría esperando a un individuo con una cogorza
monumental, el cual le daría un golpe en el pecho y le preguntaría si no había
sido él quien había mandado a los arqueros de Morthond en los Campos
Cercados...
—¿Cómo? ¿Eregond?
—Imagínate. Sí, nosotros nos quedamos en ese momento tan sorprendidos
como tú ahora. Pero estarás de acuerdo en que la gente de Altagorn,
lógicamente, habría usado como cebo a alguien menos notorio. Así que el
príncipe había actuado bien...
—¡Pero aquí os habéis vuelto todos locos! —Tangorn extendió los brazos,
asombrado—. ¿Cómo se puede confiar en alguien que primero mata a su señor
y luego, al cabo de un mes, traiciona a sus nuevos amos?
—Nada de eso. En primer lugar, él no intervino en la muerte de Enetor; eso
ya ha quedado totalmente aclarado...
—Perdona, pero, ¿cómo se ha demostrado eso? ¿Mirando en los posos del
café?
—Mirando, no en los posos del café, sino en el miralejos. En resumidas
cuentas, ahora Aramir confía plenamente en él, y el príncipe, como sabes,
conoce bien a la gente y no es ningún incauto que se traga cualquier cosa...
Tangorn le dio la razón y silbó sorprendido:
—Para, para... ¿No me estarás diciendo que el miralejos de Enetor se
encuentra en Colinas del Agua?
—Pues sí. En Torre Vigía llegaron a la conclusión de que el cristal se había
«atascado»: lo único que mostraba era la visión del rey asesinado; así que
cuando Aramir quiso llevárselo, «de recuerdo», los otros incluso se alegraron.
—Vaya, vaya...
El barón, inconscientemente, miró hacia la puerta del cuarto vecino, donde
Haladdin y Tserleg se preparaban para pasar la noche. La situación cambiaba
drásticamente; pensó por un instante que, en los últimos días, la suerte les
acompañaba de una manera indecente... «Ay, eso no puede traer nada bueno...»
Grager, siguiéndole la mirada, hizo un gesto en dirección al tabique:
—Esos dos... ¿es cierto que buscan a Aramir?
—Sí. Son de toda confianza; nuestros intereses y los suyos, al menos en este
momento, coinciden plenamente.
—Ya veo... ¿Es una misión diplomática?
—Algo así. Perdona, pero he dado mi palabra...
El jefe de los lunienses estuvo sopesando algo por unos momentos, y luego
rezongó:
—Muy bien, tú sabrás cómo te las apañas con ellos; yo ya tengo suficientes
quebraderos de cabeza. De momento, les esconderé en una base más alejada, en
el arroyo de la Nutria, no vayan a meterse en algún lío. Luego, ya se verá.
—Por cierto, ¿cómo es que de todas las bases has «destapado» precisamente
la de la colonia del Mirlo?
—Porque no es posible llegar hasta aquí sin llamar la atención, así que en el
peor de los casos siempre podríamos escapar. Además, aquí no vive gente: más
que una base, es un puesto de observación.
—¿De cuántos hombres disponemos?
—Cincuenta y dos, incluyéndote a ti.
—¿Y ellos?
—Cuarenta.
—Ya veo: con nuestras fuerzas no es posible tomar el fuerte...
—Ni pensarlo —confirmó Grager—. Podrían acabar con el príncipe, llegado
el caso. Además, Aramir ha dejado muy claro que su liberación debe ser
totalmente incruenta, para que nadie pueda acusarle de romper el vínculo de
vasallaje... No, tenemos otro plan: estamos preparando su fuga de Colinas del
Agua, y cuando el príncipe de Lunien esté bajo nuestro amparo, podremos
conversar con los Blancos en otro tono: «¿Qué tal si os largáis de aquí, tíos?».
—¿Y qué? ¿Habéis elaborado ya los detalles del plan?
—La duda ofende, ¡todo está ya casi resuelto! Mira, el principal problema era
Eohwyn: a ellos sólo les dejan salir de Colinas del Agua por separado, pero el
príncipe, evidentemente, nunca escaparía sin ella. Así que tuvimos que resolver
un acertijo: el príncipe y la princesa tenían que estar, en primer lugar, juntos, en
segundo lugar, sin vigilancia directa, y en tercer lugar, fuera de las edificaciones
del fuerte.
—Hum... Lo primero que se me viene a la cabeza son sus aposentos, pero
evidentemente ahí no se cumple la tercera condición...
—Has fallado por poco: los baños.
—¡Bien pensado! —se echó a reír Tangorn—. ¿Excavando?
—Por supuesto. Los baños quedan dentro de la empalizada, pero retirados
del edificio central. Estamos excavando desde un molino cercano, son casi
doscientas yardas en línea recta, lo cual no es poco. Ya sabes que, cuando se
excava, el principal problema es siempre el de cómo deshacerse de la tierra
extraída: precisamente, desde el molino podemos ir trasladándola en sacos,
embadurnados en harina; parece totalmente natural. Lo más peliagudo habría
podido ser que los vigilantes del fuerte se hubieran dedicado, por puro
aburrimiento, a contar los sacos, y que hubieran visto que se sacaba mucha más
harina del grano que se traía... Por eso hemos tenido que cavar sin emplearnos a
fondo, a la chita callando, pero parece que esta semana, a pesar de todo,
acabaremos.
—¿Y la Compañía Blanca no sospecha nada?
—Eregond jura que no. También es verdad que los otros no le informan de
esas cosas, pero si hubiera habido señales de alarma, las habría detectado.
—¿Y ellos cuentan con una red de agentes en el Poblado y en las alquerías?
—En el Poblado, sin duda, pero en las alquerías no es probable. Date cuenta
de que tienen serios problemas para contactar con sus agentes en el exterior del
fuerte. Los lugareños evitan el trato con la Compañía Blanca (corren todo tipo
de rumores sobre esos tipos, se dice incluso que son muertos resucitados), lo
cual a nosotros nos viene de maravilla: cualquier contacto de un aldeano con
uno de los Blancos salta en seguida a la vista. Ahora, naturalmente, han
espabilado, y llevan a cabo contactos anónimos, utilizando escondrijos, pero al
principio, sólo por eso, dejaron en evidencia a todos sus agentes.
—¿El tabernero del Poblado trabaja para ellos?
—Eso parece. Eso nos complica mucho la vida.
—¿Y los comerciantes que van y vienen de Pietror con mercancías?
—Uno de ellos, sí. El otro es uno de mis hombres; yo tenía la esperanza de
que intentaran reclutarle, con lo que habríamos tenido acceso a su canal de
comunicaciones, pero de momento no han picado en el anzuelo.
—¿Así que por ahora te limitas a tenerlos estrechamente vigilados?
—No sólo. Desde que vi que ya era cuestión de días, decidí dejarles sin
comunicación con Torre Vigía, para que estuvieran entretenidos. Aunque es
poca cosa, les mantendrá alejados del molino y de nuestros caseríos.
—Por cierto, con respecto a las comunicaciones: ¿no hay nadie en el Poblado
que críe palomas?
—Había—Grager sonrió maliciosamente—, pero el palomar, ¡zas!, ardió.
Cosas que pasan...
—¿Y tú no te escondes? Porque ellos seguro que están rabiosos...
—¡Y tanto! Pero, como te digo, en cuestión de días veremos quién lleva la
delantera. Además, de la investigación del incendio del palomar se encargan
nada menos que dos sargentos, ¿te imaginas? Así que ahora sabemos con
exactitud quién dirige el contraespionaje en la Compañía Blanca... Fíjate —
prosiguió pensativo el antiguo agente secreto, sin apartar los ojos entrecerrados
de la lamparilla—, lo que de verdad me asusta es la facilidad con la que adivino
sus movimientos; me basta con ponerme en su lugar y preguntarme: ¿cómo
montaría yo mi propia red en un poblado como éste? Pero eso también significa
que ellos, en cuanto sepan de nuestra existencia, y eso lo tendrán que saber en
poco tiempo, podrán predecir mis pasos con la misma facilidad. Así que no
tenemos más remedio que jugar al ataque... ¡Oh, oh! —Levantó un dedo y lo
dejó quieto a la altura de la sien—. Parece que tenemos invitados. Por lo visto,
los chicos del fuerte se han arriesgado, pese a todo, a comunicarse directamente
con Torre Vigía... Llevaba ya tres días esperando esto.
El carro rodaba por el camino mientras la noche caía rápidamente, y el relente
nocturno se le colaba por el cuello y las mangas al conductor: el dueño del
colmado del Poblado. Casi había dejado ya atrás la barranca de la Lechuza, el
lugar más apartado y lúgubre de todo el trayecto entre el Poblado y Ciudastela,
cuando, saliendo desde detrás de unos espesos arbustos de avellano, cuatro
sombras se plantaron, en completo silencio, a ambos lados del camino. El
tendero conocía muy bien las reglas del juego, por lo que entregó sin rechistar a
los bandoleros una talega con una docena de monedas de plata, con las cuales
pretendía adquirir en Pietror jabón y especias para su tienda. Pero los otros no
mostraron especial interés por el dinero, y obligaron a su víctima a desnudarse:
eso ya no entraba en el juego, aunque el cuchillo que tenía en la garganta no le
animaba a ponerse a discutir. Pero el tendero sólo se asustó de verdad, hasta el
punto de que un sudor frío le empezó a correr a chorros, cuando el cabecilla,
tras hurgar con el cuchillo en la suela de sus botas, le tanteó despacio las ropas
y, exclamando satisfecho, deshizo parte de las costuras. Luego introdujo los
dedos por el descosido y, con mucha destreza, como si fuera un prestidigitador,
extrajo un pedazo cuadrado de seda finísima, en el que había unos signos
inscritos que apenas se distinguían en la oscuridad.
La verdad es que el comerciante no era ningún profesional y, al ver que los
bandoleros lanzaban prestamente una cuerda por encima de una rama próxima,
declaró que él era un hombre del rey. ¿Qué esperaba conseguir con eso? Los
asaltantes nocturnos se miraron perplejos: por su experiencia sabían que los
hombres del rey son tan mortales (si se les cuelga) como los demás. Y uno de
ellos, que había estado mientras tanto haciendo el nudo corredizo en el extremo
libre de la cuerda, comentó secamente que el espionaje no es una partida de
dardos de las que se echan por la noche en El Ciervo Rojo y en la que el
perdedor tiene que pagarse un par de cervezas.
—A decir verdad —siguió diciendo, mientras ajustaba concienzudamente el
«nudo de pirata» (permitiendo así que la víctima asistiera a todos aquellos
siniestros preparativos)—, a decir verdad, este tío ha tenido mucha suerte:
pocas veces, cuando se caza a un espía, se le deja morir de una forma tan rápida
y tan poco dolorosa, dentro de lo que cabe; por fortuna para él, se trata de un
simple enlace, y seguro que no sabe nada del resto de la organización...
En ese instante, el organismo del infeliz tendero expulsó de golpe todos los
productos, líquidos y sólidos, del metabolismo, y empezó, con gran frenesí, a
declarar todo lo que sabía, y el caso es que (tal y como suponían los hombres de
Grager) no era poco lo que sabía.
Los «bandoleros» se miraron satisfechos: habían interpretados sus papeles de
forma irreprochable. El responsable del grupo sacó un caballo de detrás de los
arbustos y, tras dar unas sencillas instrucciones a sus hombres, desapareció: en
la colonia del Mirlo se esperaba hacía tiempo el texto cifrado que acababan de
interceptar. Uno de los que allí se quedaron miró de arriba abajo, sin el menor
entusiasmo, al tembloroso prisionero, y con la punta de la bota le acercó su
ropa, que estaba tirada en la hierba:
—Ahí cerca, detrás de los árboles, hay un riachuelo. Ve a adecentarte un poco
y vístete. Luego vendrás con nosotros. Tú mismo eres consciente de lo que te
podría ocurrir si cayeras en manos de tus amigos de la Compañía Blanca.
El sistema de cifrado usado para escribir el mensaje resultó
sorprendentemente sencillo. Tras comprobar que, siendo como era un texto
relativamente breve, aparecía hasta siete veces la letra I, habitualmente
infrecuente, Tangorn y Grager se imaginaron en seguida que estaban ante un
caso de «sustitución directa» (el llamado «tarabar simple»), que consiste en que
cada letra es sustituida regularmente por otra a lo largo de todo el texto.
Normalmente, las cincuenta y ocho letras numeradas que constituyen las runas
modernas se desplazan en la magnitud convenida: por ejemplo, si el
desplazamiento es de diez posiciones, en vez de X (número 1) se escribirá Y
(número 11), y en vez de Q (número 55), A (número 7). Es un sistema de lo más
primitivo: en el sur, estos «sistemas de cifrado» (si es que se les puede llamar
así) se emplean, si acaso, para los mensajes amorosos clandestinos... Tras
adivinar, al segundo intento, que la magnitud de desplazamiento era catorce
(fecha de redacción del texto), Grager maldijo de forma ampulosa: por lo visto,
estaban tratando de colarles noticias falsas.
Y, sin embargo, no había noticias falsas en aquel mensaje. En absoluto... En él,
un capitán de la guardia secreta de Su Majestad el Rey, apodado el Guepardo,
informaba a su «colega Grager» de que en su partida parecían haber alcanzado
una posición de tablas. Grager, evidentemente, podía neutralizar la red del
Guepardo fuera de los muros de Colinas del Agua y obstaculizar seriamente
sus comunicaciones con Torre Vigía, pero con todo aquello no había avanzado
ni un paso hacia el cumplimiento de su misión principal. ¿No convendría que se
reunieran ellos dos para entablar conversaciones, ya fuera en Colinas del Agua
(con su seguridad garantizada) o en alguna de las alquerías, a elección del
barón?
CAPÍTULO 26
—O sea, que según dices, la princesa Elendeil nunca ha existido, sino que
sencillamente se la inventó ese Alrufin... —Eohwyn estaba tirada en el sillón,
con las piernas recogidas tapándole el cuerpo, con los finos dedos entrelazados
sobre las rodillas y fingiendo un mohín de enojo. El príncipe sonreía y, sentado
en el brazo del sillón, la rozó con los labios para que quitara aquella mueca
encantadora, pero no lo consiguió.
—No, Ari, espera un poco, hablo en serio. Ella entonces vivía, vivía de
verdad. Y cuando muere para salvar a su amado, me entran ganas de llorar,
como si hubiera perdido a una amiga verdadera... Mira, las sagas sobre los
antiguos héroes tampoco están mal, claro, pero no es lo mismo, qué va. Todos
esos Radianstela y esos Lunildur son, no sé, como estatuas de piedra,
¿entiendes? Ante ellos, haces una reverencia y ya está; en cambio, la princesa es
débil y cálida, a ella la puedes querer... ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Tienes mucha razón en lo que dices, ojos verdes. Me parece que Alrufin
estaría encantado de oír tus discursos.
—Elendeil debería haber vivido al comienzo de la Tercera Era. Nadie, salvo
algunos cronistas, recuerda el nombre de esos viejos konungar que gobernaban
entonces las llanuras de Marca; así que, ¿quién es más real?, ¿ellos o esa joven?
Según eso, el poder de Alrufin (¡cuesta pronunciarlo!), ¿era superior al de los
mismísimos Dioses?
—En cierto sentido, sí.
—Sabes, de pronto se me ha ocurrido... Imagínate que alguien, igual de
poderoso que Alrufin, escribiera un libro sobre nosotros... Porque eso podría
suceder, ¿verdad? Entonces, ¿cuál de las dos Eohwyn sería más real?, ¿yo o la
otra?
—Eso me recuerda —sonrió Aramir— que hace un rato me pediste que te
explicara, «de manera que lo entienda una simple aldeana», qué es la filosofía.
Pues mira: estas reflexiones tuyas son, justamente, filosofía, aunque hay que
reconocer que bastante ingenua. Entiéndelo: sobre estas mismas cuestiones han
meditado antes que tú muchísimas personas, y no todas las respuestas que han
dado, ni mucho menos, son más que necedades a las que no merece la pena
prestar atención. Mira, por ejemplo... Sí, sí, ¡adelante! —respondió Aramir al oír
la llamada a la puerta y, desconcertado, miró de reojo a Eohwyn: de noche, en
palacio, ¿quién diablos podía ser?
La persona que entró vestía el negro uniforme de gala de sargento de la
Guardia Pietroriana de la ciudadela (al príncipe siempre le intrigó ese hecho: la
Compañía Blanca usaba uniformes negros) y, nada más verlo, a Aramir, por la
razón que fuera, se le encogió el estómago, era como si le hubieran pinchado en
alguna parte... Ya iba a mandarle a Eohwyn que saliera, pero el recién llegado le
pidió suavemente que se quedara: lo que iban a tratar le afectaba directamente a
Su Alteza.
—Ante todo, permitidme que me presente, príncipe, aunque sea con cierto
retraso. Mi nombre es lo de menos, pero podéis llamarme Guepardo. En
realidad no soy sargento, sino capitán de la guardia secreta, aquí está mi
identificación, y dirijo el contraespionaje en esta zona. Hace algunos minutos he
arrestado al comandante de Colinas del Agua, acusado de conspiración y alta
traición. No obstante, no puede excluirse que Eregond se haya limitado a
cumplir órdenes vuestras, sin ser él personalmente consciente del sentido que
tenían, en cuyo caso su falta no sería tan grave. En definitiva, de eso es de lo
que quería tratar en este momento.
—¿No podría ser más claro, capitán? —El rostro de Aramir permanecía
totalmente inalterable, y fue capaz de aguantarle, sin pestañear, la mirada al
Guepardo, quien, como ocurría con todos los oficiales de la Compañía Blanca,
tenía una mirada aterradora. No obstante, salvo por la mirada, el rostro del
capitán era sumamente agradable: varonil y al mismo tiempo algo triste.
—Tengo la certeza, príncipe, de que no habéis entendido correctamente el
sentido de mis obligaciones. Tengo el deber de preservar vuestra vida al precio
que sea; repito: al que sea. No porque me resultéis simpático, sino porque ésa es
la orden de mi rey: si os ocurriera alguna desgracia, surgirían rumores que
culparían inequívocamente a Su Majestad. ¿Y por qué habría él de pagar por
otros? Eso por una parte. Y, por otra, estoy obligado a prevenir cualquier
posible intento de empujaros a que rompáis los vínculos de vasallaje que habéis
contraído. Imaginaos que algunos insensatos atacaran el fuerte y os «liberaran»
para convertiros en símbolo de la Restauración. Si pereciera en esa acción
alguno de los hombres del rey, cosa muy probable, Su Majestad, por mucho que
quisiera, no podría cerrar los ojos ante lo sucedido. El ejército real ocuparía
Lunien, y eso desataría una sangrienta guerra civil en el Reino Unido.
Considerad, pues, que estoy aquí para protegeros de cualquier posible
estupidez.
Curiosamente, en el discurso del Guepardo (¿en la entonación?; no, más bien
en la estructura de las frases) había algo que despertó nuevamente en Aramir la
sensación de que estaba conversando con Altagorn.
—Aprecio mucho vuestro trabajo, capitán, pero no entiendo qué relación
guarda todo esto con el arresto de Eregond.
—Debéis saber que hace algún tiempo se entrevistó en El Ciervo Rojo con un
hombre alto y enjuto, cuya sien izquierda está atravesada por una larga cicatriz,
y que tiene un hombro mucho más alto que el otro. ¿No sabréis de quién os
hablo, por casualidad? Su aspecto es difícil de olvidar...
—Confieso que no le recuerdo. —El príncipe sonrió, procurando, no sin
motivo, que la sonrisa no pareciera demasiado forzada—. Seguramente, lo más
sencillo seria preguntárselo al propio Eregond.
—Oh, Eregond va a tener que responder a un montón de preguntas. Pero
vuestra escasa memoria, príncipe, es bastante sorprendente. Entiendo que el
capitán Aramir, del regimiento de Lunien, pueda no recordar la cara de todos
sus soldados, pero si hablamos ya de oficiales y sargentos, se supone que
debería hacerlo... El aspecto, insisto, es impactante...
—¿Y a qué viene ahora el regimiento de Lunien?
—¿Cómo que a qué viene? Debéis saber que muchos de los que combatieron
en las filas de esa admirable unidad no regresaron a Pietror al concluir la
guerra. Lo más notable fue la falta total de oficiales y sargentos que hubieran
regresado: en total, sumaban medio centenar. Bien, parte de ellos debió de
fallecer, estábamos en guerra, ¡pero no todos...! ¿Qué pensáis, príncipe, adonde
pudieron dirigirse? ¿No estarán aquí, en Lunien?
—Es posible. —El príncipe se encogió de hombros, con indiferencia—. Pero
no tengo ni la menor idea de todo esto.
—Precisamente, príncipe, eso es lo que pasa: ¡que no tenéis ni idea! Fijaos
bien: sería perfectamente normal y natural que se hubieran quedado en Lunien,
lugar relacionado con su servicio y donde gobierna su amado capitán (pues en
el regimiento, en efecto, os veneraban; eso no es ningún secreto para nadie).
Pero, por alguna razón, ni uno solo de ellos se ha presentado oficialmente en
Colinas del Agua y ha solicitado ponerse a vuestras órdenes. Estaréis de
acuerdo en que eso no es precisamente natural; ¡es algo sospechoso, sumamente
sospechoso! Lo lógico es suponer que el regimiento se ha conservado como
organización disciplinada, aunque ha pasado a la clandestinidad, y ahora esos
hombres estarán madurando los planes para vuestra «liberación». Y me parece
que ya hemos discutido adonde nos llevaría eso.
—Vuestras conjeturas, capitán, son muy curiosas y, a su manera, lógicas; pero
si éstas son todas las pruebas de la traición de Eregond, con las que os
proponéis...
—Dejadlo ya, príncipe —el Guepardo hizo una mueca de disgusto—, ¡no
estamos ante un jurado! En este momento, lo que me preocupa no son los
obstáculos jurídicos, sino el verdadero grado de culpabilidad de ese
conspirador aficionado. Y de inmediato surge la pregunta: ¿cómo ha podido un
comandante que prestó sus servicios en Torre Vigía, en las filas de la Guardia
de la Ciudadela, ponerse en contacto con el sargento Rankorn, arquero libre,
que se pasó toda la guerra, sin interrupción, en los bosques de Lunien? Alguien
tuvo que presentarles (aunque fuera por carta), y aquí el principal candidato...
sois vos, príncipe. En cualquier caso, ¿actuó Eregond por su propia iniciativa o,
como parece más verosímil, cumplía órdenes vuestras?
«Se acabó», comprendió Aramir. «¿Cómo se les pudo ocurrir enviar en esa
ocasión como enlace precisamente a Rankorn, que es tan fácil de identificar
contando con su descripción... Las descripciones verbales de los sargentos... ¡ay,
ésos sí que cavan bien hondo! Y, por lo que se ve, El Ciervo Rojo estaba mucho
más vigilado de lo que yo pensaba... Hemos perdido claramente, pero el precio
que nos va a tocar pagar a cada uno va a ser muy distinto: a mí me espera la
prolongación de mi cautiverio honorífico, mientras que al capitán le espera una
muerte atroz. Lo más terrible es que no puedo hacer nada por él: habrá que
entregar a Eregond a su destino y seguir viviendo con la conciencia de la propia
vileza... La ilusión más estúpida consiste en creer que es posible alguna clase de
acuerdo con el enemigo victorioso. En esas «negociaciones» resulta imposible,
por principio, obtener algún beneficio, ni para uno mismo, ni para los demás;
todo obedece a un único esquema: «Lo mío es mío, y lo tuyo también es mío».
Por eso hay una ley de hierro en la guerra secreta: en cualquier circunstancia, se
debe guardar silencio o negarlo todo, hasta el hecho mismo de la propia
existencia. Si reconozco mi papel en los contactos con los lunienses, no salvaré a
Eregond, y sólo conseguiré precipitar la caída de Grager y los suyos...»
Todas estas ideas pasaron como un torbellino por la cabeza del príncipe,
antes de levantar la mirada hacia el Guepardo y decir con firmeza:
—No tengo ni la menor idea de los contactos del comandante con los
hombres del regimiento de Lunien, si es que efectivamente han existido. Sabéis
de sobra que en todo este tiempo no he cambiado con él ni diez frases; ese
hombre, al fin y al cabo, mató a mi padre.
—Es decir —resumió secamente el agente secreto—, que no queréis salvar a
este hombre... no ya de la muerte, pero sí al menos de la tortura...
«Se lo tenía bien preparado», pensó Aramir, y respondió en voz alta:
—Si en este caso se ha producido, efectivamente, una traición, cosa de la que
no me habéis convencido por el momento, el capitán Eregond deberá afrontar
un castigo severo. —Después, eligiendo cuidadosamente las fórmulas
empleadas, concluyó—: Estoy dispuesto a jurar ante el trono de los Dioses que
jamás he tenido ni tengo la intención de faltar a la palabra dada: las
obligaciones hacia el soberano son inviolables.
—Entendido —dijo pensativo el Guepardo—. Y vos, Eohwyn, ¿qué tenéis que
decir? ¿Estáis también dispuesta, por el bien de la causa, a consumar la traición
y entregar a vuestro hombre a unos lobos hambrientos? Pero, ¿de qué estaré yo
hablando? —se sonrió—; si el que va a padecer el potro es un oficial cualquiera,
un plebeyo. ¿Qué importancia va a tener para una persona de sangre azul? ¡A
ella, de todos modos, no la amenaza nadie!
Entre las numerosas virtudes de Eohwyn no destacaba su capacidad para
controlar sus emociones: se puso pálida y miró impotente a Aramir. El
Guepardo había acertado a dar con un punto vulnerable de su defensa: la joven
era incapaz, por su naturaleza, de permanecer impasible mientras un camarada
perecía a su lado. «¡Estate callada!», le ordenó Aramir con la mirada, pero ya
era tarde.
—¡Y ahora escuchadme los dos! No me interesan lo más mínimo las
confesiones de ciertas personas: yo no soy juez, sino agente de contraespionaje;
sólo necesito informaciones sobre la distribución de los soldados procedentes
del regimiento de Lunien. No pretendo matar a esos hombres: mi objetivo
consiste justamente en prevenir el derramamiento de sangre... Ahora deberíais
hacerme caso: habéis perdido, ya no tenéis nada que hacer. Obtendré de vos
esas informaciones, cueste lo que cueste. Evidentemente, ni yo ni nadie tiene
derecho a someter a la hermana del rey de Marca a un tercer grado, pero lo que
sí puedo hacer es obligarla a presenciar las torturas de Eregond, a quien habéis
traicionado, de principio a fin, ¡lo juro por el silencio del Señor del Destino!
El príncipe, mientras tanto, jugueteaba distraído con su pluma, que estaba
sobre un manuscrito inacabado, sin advertir que con su codo izquierdo había
arrastrado involuntariamente su copa medio vacía hasta el borde de la mesa.
Un poquito más, y la copa caería al suelo, Guepardo volvería instintivamente la
cabeza al oír el ruido... y en ese momento él saltaría por encima de la mesa,
alcanzando el cuello del jefe del contraespionaje, y entonces, quién sabe... Pero,
de pronto, la puerta se abrió de par en par, sin que nadie hubiera llamado, y
entró en la habitación precipitadamente un teniente de la Compañía Blanca,
mientras dos soldados se apostaban junto a la puerta, en la penumbra del
pasillo. «Ya he vuelto a retrasarme», comprendió Aramir, sabiéndose perdido,
aunque el teniente, sin juzgarle digno de su atención, susurró unas palabras
inaudibles al oído del Guepardo, que se quedó muy sorprendido.
—Continuaremos con esta charla dentro de unos minutos, príncipe —soltó el
capitán según salía, camino de la puerta. Sonó la cerradura, retumbaron las
botas al alejarse impetuosamente, y se hizo el silencio, un silencio inquietante y
algo confuso, como si el propio silencio fuera consciente de su inestable
fugacidad.
—¿Qué buscas ahí? —Ella estaba sorprendentemente tranquila, por no decir
resignada.
—Algo que se parezca a un arma.
—Sí, buena idea... Espero que también cuentes conmigo.
—Escucha, pequeña, yo te he metido en todo esto y no te he sabido proteger...
—Tonterías. Tú has hecho lo que tenías que hacer, Ari. Sencillamente, por
esta vez la suerte ha estado de su parte.
—¿Habrá que despedirse?...
—Venga. Pase lo que pase, siempre habremos tenido este mes... Sabes,
seguramente se trata de la envidia de los Dioses: hemos recibido demasiada
felicidad...
—¿Estás preparada, ojos verdes? —En ese momento, tras los recientes
acontecimientos, era un hombre totalmente distinto.
—Sí. ¿Qué tengo que hacer?
—Fíjate atentamente. Las puertas se abren hacia este lado, y las jambas
también quedan para adentro...
CAPÍTULO 27
Puede parecer un tópico, pero en este mundo todo tiene un precio. El precio
de un soldado es el tiempo y el dinero (que, en el fondo, son la misma cosa) que
se precisan para entrenar, armar y equipar a uno nuevo que le sustituya.
Además, en cada época hay una cantidad límite, por encima de la cual no
tendría sentido incrementar el precio de la preparación de un combatiente:
cuando se alcanza cierto grado de maestría, pero sin que se haya conseguido la
invulnerabilidad total. ¿Para qué malgastar esfuerzos, intentando convertir a un
soldado corriente en un espadachín de primerísima clase, si de todos modos no
se le puede defender de las flechas de ballesta ni (lo que es aún más humillante)
de una disentería?
Pensemos, por ejemplo, el combate cuerpo a cuerpo. Es algo sumamente
práctico, pero para alcanzar la perfección se necesitan años de entrenamiento
continuado, y el soldado, por decirlo suavemente, tiene además otras
obligaciones. Caben aquí varias soluciones: en el ejército de Umbror, por
ejemplo, consideraban que bastaba con enseñar a cada soldado no más de una
docena de técnicas, y que esas combinaciones de movimientos debían
quedárseles grabadas en la mollera hasta alcanzar, literalmente, «el nivel de los
reflejos rotulares». Por supuesto, no se podía prever todas las situaciones
potenciales, pero, en esa docena de técnicas se incluía indefectiblemente la de
liberación de una llave posterior asfixiante.
¡Tiempooo... uno!: un súbito y violento pisotón, ligeramente hacia atrás; el
tacón, en el empeine del adversario, haciendo pedazos, como si se tratara de un
pajarillo, los frágiles huesos unidos a sutiles terminaciones nerviosas.
¡Tiempooo... dos!: flexionamos las rodillas y, con los muslos algo girados, nos
liberamos de la presión del enemigo, debilitada ya por el tremendo dolor
infligido, deslizándonos hacia abajo y hacia la derecha, hasta un punto que nos
permita, mediante un brusco movimiento hacia atrás, hincar el codo izquierdo
en la entrepierna del rival. A continuación —una vez que sus manos han
descendido ya hasta los genitales machacados— existen varias posibilidades:
Tserleg, por ejemplo, como «tiempo tres», había aprendido a propinar una
doble palmada en los oídos: adiós a la membrana del tímpano, desconexión
garantizada. No se trataba de uno de esos ballets afectados, propios de las artes
marciales del Lejano Oriente, donde el jeroglífico de las posturas no es más que
una nota en la partitura de la Música de las Esferas, sino de la lucha cuerpo a
cuerpo tal y como la entienden en Umbror, y aquí todo se hace en serio y sin
florituras.
A continuación, lo primero que hizo Tserleg fue ponerse de rodillas y
levantar el párpado del astuto capitán de la Compañía Blanca (todo en orden,
las instrucciones de Grager se habían respetado: la pupila reaccionaba); sólo
después de esto se permitió apoyarse en la pared, agotado. Con los ojos
entornados, se obligó a sí mismo a vencer el dolor y tragó saliva: gracias al
Único, la laringe estaba intacta. ¿Qué habría pasado si el otro hubiera llevado
preparada una cuerda con un lazo? En ese caso, sanseacabó... «¿Cómo he
podido ser tan estúpido? Pero, sobre todo, ¿cómo habrá sido capaz de calcular
lo que iba a hacer yo...? Un momento, en ese caso, en la puerta de Aramir
también me deben estar esperando con impaciencia...»
El centinela occidental apostado en el pasillo que conducía a los «aposentos
principescos» oyó unos pasos que se arrastraban pesadamente por las
escaleras... Un ruido débil, un quejido ahogado, silencio... De nuevo, unos pasos
inseguros... Reculó rápidamente hacia el fondo del pasillo, desenvainó la
espada y esperó, preparado para dar la voz de alarma en cuanto hiciera falta. El
soldado estaba dispuesto a todo, pero cuando en el extremo del pasillo apareció
la figura del Guepardo, encorvado y apoyándose en la pared con la mano
izquierda, se quedó boquiabierto. El centinela avanzó, blandiendo su arma, y
echó una rápida mirada a la escalera por la que el otro acababa de subir: no
había nadie. «Sublime Señor del Viento, pero, ¿quién le habrá dejado así? ¿No
se habrá envenenado?» Mientras tanto, al capitán le fallaron definitivamente las
fuerzas, resbaló lentamente por la pared y se quedó inmóvil, con la cabeza
ladeada y las manos sobre el vientre; se notaba que la última parte del recorrido
la había realizado ya semiinconsciente, con el «piloto automático». El occidental
miraba al Guepardo con un sentimiento en el que se mezclaban la perplejidad,
el terror y —todo hay que decirlo— cierta malevolencia. «La guardia secreta, ¡y
una leche...! Estos ninjokwe de medio pelo...» Volvió a mirar por la escalera por
la que había llegado de mala manera el capitán y se puso en cuclillas para
examinar al herido.
Aunque parezca raro, lo cierto es que, cuando la capucha que hasta entonces
había ocultado el rostro del Guepardo cayó hacia atrás, el soldado pensó por un
momento que el enigmático y todopoderoso jefe del servicio de contraespionaje
había decidido, por alguna razón, convertirse temporalmente en un orco. Esa
idea absurda fue lo primero que le vino a la cabeza, pero justo un instante
después ya no la podía mantener: el «zarpazo de tigre», que fue el golpe que
eligió en este caso Tserleg, es muy eficaz, aunque lo mejor es propinarlo de
abajo arriba, eso es lo único que hace falta. Ni que decir tiene que era un golpe
brutal, pero la condición impuesta, recordémoslo, hacía referencia expresa a los
ataques mortales, no a la mutilación; ¡vale que se trataba de unas prácticas, pero
no de un día de campo, cono! Tras registrar, por pura rutina, al centinela (no
tenía ninguna llave de los «aposentos principescos», pero tampoco contaba con
ello), el sargento recogió la carga que había dejado al pie de la escalera, metió la
mano en el saco donde llevaba sus herramientas, y se ocupó de la cerradura.
«¡Hay que ver!», pensaba, mientras se subía las mangas del uniforme del
Guepardo, que le quedaban demasiado largas. «Toda la guerra sin recurrir a
esto, y tener que venir aquí a perder la virginidad. Leyes y usos de guerra, punto
relativo al uso de uniformes militares ajenos y de símbolos médicos: los
culpables serán colgados de la rama más cercana; y, la verdad, se lo merecen...
Por lo demás, esto me va a venir ahora estupendamente: seguramente, será
preferible presentarse ante el príncipe caracterizado como carcelero, sin
causarle ninguna sorpresa, que con mi aspecto genuino de orco. Me voy a
volver a cubrir el rostro con la capucha y —¡tengo una idea!—, sin decirle nada,
le entregaré el documento de Grager.»
Por fin saltó la cerradura, y Tserleg respiró aliviado: la mitad del trabajo ya
estaba hecho. Hay que señalar que, mientras se encargaba de la cerradura,
estaba de rodillas, y resulta que la puerta se abrió de par en par antes de que a
él le diera tiempo a incorporarse. Eso fue lo que le salvó: de otro modo, ni
siquiera una reacción felina del orocueno le habría permitido atajar el golpe de
Aramir.
Abalanzarse sobre el que entra por una puerta, después de haber estado
escondidos detrás de la jamba (si tenemos la suerte de que ésta sobresalga de la
pared), es algo bastante corriente, y se le puede ocurrir a cualquiera, pero
también presenta algunas dificultades. Lo que mejor percibe una persona es lo
que ocurre a la altura de sus ojos; por eso, si alguien decide lanzar con todas sus
fuerzas algo como un cuchillo o una silla contra la cabeza de un intruso, esa
acción no pillará desprevenida a la víctima, salvo que sea un verdadero
papanatas. Ése es el motivo por el que las personas competentes (y el príncipe
era una de ellas) no buscan únicamente la fuerza del impacto. Lo que hacen es
ponerse en cuclillas, y su golpe no sigue una trayectoria vertical, sino
horizontal. El impacto recibido, como hemos dicho, es más débil, pero se
produce en... bueno, justo donde hace falta, y lo más importante es que cuesta
muchísimo reaccionar ante él.
El guión de los acontecimientos subsiguientes, tal y como lo había concebido
Aramir, era el siguiente: al Guepardo (o a quienquiera que entrase primero),
que se estaría retorciendo de dolor, lo metería en la habitación cargando con él
y lo arrojaría a la izquierda del vano de la puerta. Eohwyn, mientras tanto, tras
haber ocupado su posición junto a la jamba derecha, quedando tapada por la
puerta cuando ésta se abriera, la volvería a cerrar de un portazo y cargaría todo
su peso sobre ella. Los hombres que permanecieran en el pasillo, naturalmente,
se lanzarían de inmediato al asalto de la puerta, pero en el primer ataque lo más
seguro es que cada uno actuara por su cuenta, dado lo inesperado de la
situación, por lo que la joven tenía muchas posibilidades de resistir. Esos
segundos le bastarían al príncipe para anular definitivamente al Guepardo,
capturando su arma. Eohwyn, entre tanto, se haría a un lado; los del pasillo,
tras corregir su desorganización inicial, intentarían derribar la puerta al alimón,
«a la de tres», y entrarían atropelladamente en la habitación, perdiendo el
equilibrio (era posible, incluso, que cayeran al suelo). Uno de ellos recibiría en
seguida un mandoble de Aramir, con toda su alma: se habían acabado las
bromas. Después de esto, apenas quedarían ya un par de Blancos en acción, y
como el príncipe, al fin y al cabo, es uno de los veinte mejores espadachines de
Pietror, las oportunidades para la pareja de príncipes lunienses parecerían
magníficas, y si además Eohwyn hubiera sido capaz de adueñarse de una
segunda espada, serían ya extraordinarias. Después se pondrían el uniforme de
los soldados de la Compañía Blanca eliminados e intentarían escapar del fuerte.
El plan de Aramir tenía una serie de puntos débiles (relativos, ante todo, a la
sincronización de sus acciones con las de Eohwyn), pero en conjunto no estaba
demasiado mal, especialmente si tenemos en cuenta el objetivo que se habían
fijado: morir con dignidad y, sólo si todo iba bien, escapar libres. Sin embargo,
tal y como queda dicho, el orocueno, al abrirse la puerta, no había tenido
tiempo de incorporarse, de manera que recibió el primer golpe de Aramir en el
pecho, lo que le permitió defenderse. Sorprendido por la perspicacia del
prisionero («A pesar de todo», se asombraba el sargento, «ha sido capaz de
reconocer a un orco oculto bajo la capucha de un miembro de la Compañía
Blanca.»), Tserleg dio una voltereta hacia atrás, regresando al pasillo, pero, para
cuando recuperó su posición natural, Aramir, que había saltado en pos de él, ya
le estaba cortando la huida, y la porra improvisada que llevaba el príncipe se
convirtió en una nube difusa que no había manera de detener. Y cuando, justo a
continuación, apareció a su espalda aquella gata salvaje de cabellos claros, al
sargento ya no le quedó más remedio que rodar por el suelo hecho un ovillo,
tratando de evitar sus golpes e implorando, de forma absolutamente
humillante.
—¡Soy uno de los vuestros, príncipe, soy uno de los vuestros! ¡Me envían
Grager y Tangorn! ¡Parad de una vez, maldita sea!
El caso es que el propio Aramir, al ver el cuerpo del centinela tendido en el
pasillo, un poco más allá, ya había sospechado que allí pasaba algo.
—¡En pie! —le gritó—. ¡Las manos a la nuca! ¿Tú quién eres?
—Me rindo. —El sargento sonrió y le tendió al príncipe su acreditación—.
Aquí tenéis, un documento de Grager, donde lo explica todo. Leedlo, y
mientras tanto meteré a éste —señaló al Blanco— en la habitación; su uniforme
nos vendrá muy bien.
—Qué curioso —exclamó sorprendido el príncipe, devolviéndole el papel a
Tserleg—. O sea, que entre mis amigos figura ahora un orco.
—No somos amigos, príncipe —replicó tranquilamente Tserleg—. Somos
aliados. El barón Tangorn...
—¿Cómo? ¿Es que está vivo?
—Sí. Nosotros le salvamos... allí, en Umbror; por cierto, fue él quien insistió
en enviarme a mí a rescataros... Y el barón pidió también que, al abandonar el
fuerte, cosa que vamos a hacer ahora mismo, os llevarais vuestro miralejos.
—¿Para qué demonios lo necesitará? —El príncipe estaba sorprendido, pero
eso no era todo. Parecía haber cedido toda la iniciativa a sus amigos lunienses
(representados por el sargento orocueno) y se disponía a funcionar en régimen
AAA (aguanta, ayuda, aporta). Se limitó a sacudir la barbilla, apuntando hacia
el occidental al que Tserleg, entre tanto, había despojado de su camisola.
—Vive, vive —le tranquilizó el orocueno—. Tan sólo está meditando un rato.
Y el otro también está vivo, ahí, en el pasillo, un poco más allá. Hemos seguido
a pies juntillas vuestra orden de que no hubiera sangre.
El príncipe, por toda respuesta, meneó la cabeza: parece que este orco sabe lo
que se hace.
—Hace un momento mencionó usted que había salvado a Tangorn. En tal
caso, estoy en deuda con usted, sargento: se trata de alguien especialmente
querido para mí.
—Muy bien, ya hablaremos de eso —replicó sorprendido Tserleg—. Poneos
el uniforme, y adelante. Ahora tenemos espadas; nos sobra una incluso.
—¿Qué es eso de que nos sobra una? —intervino por fin Eohwyn—. ¡No diga
tonterías!
El orocueno miró intrigado a Aramir; éste se limitó a abrir los brazos:
cualquiera discute con ella...
—¿Vamos a saltar la empalizada o trataremos de abrir el portón?
—Ni lo uno ni lo otro, príncipe. El patio está ahora atestado de Blancos, todos
en sus puestos y vigilando esos sitios: por ahí no hay quien salga. Trataremos
de escapar por un paso subterráneo.
—¿Cuál, el que nace en la bodega?
—No creo que haya otros aquí. ¿Os ha hablado Eregond de él?
—Naturalmente. Sé que la puerta de acceso se abre hacia fuera, y que se
cierra con llave desde su interior, de manera que desde el exterior no es posible
abrirla ni forzarla, como ocurre con cualquier pasadizo secreto en una fortaleza.
La entrada a la bodega está permanentemente vigilada; eso no es nada nuevo: el
vino, ya se sabe... Eregond no sabía dónde guardan la llave de la bodega, y no
se atrevió a indagar. ¿No la habrá encontrado usted?
—No, no la he encontrado —respondió Tserleg indiferente—. Sencillamente,
probaré a forzar la cerradura.
—¿Cómo?
—Igual que he forzado la cerradura de vuestros «aposentos» y un par de ellas
más por el camino. E igual que tendré que hacer saltar el cerrojo exterior de la
bodega. Por cierto, que ése va a ser precisamente el paso más peligroso: el jaleo
que se puede montar junto a la puerta del sótano, cuando estemos a la vista de
todos. Pero si nos deshacemos del centinela sin armar ruido y abrimos
rápidamente esa puerta, ya habremos resuelto una gran parte del problema:
vos, príncipe, con vuestro nuevo uniforme, podéis remplazar al vigilante,
haciendo como si no hubiera pasado nada; mientras tanto, Eohwyn y yo nos
colaremos adentro, introduciendo con nosotros al centinela noqueado. De esa
manera, tranquilamente y sin sobresaltos, podré emplearme a fondo con la
puerta de acceso al paso subterráneo.
—Porque ese cerrojo será muy difícil de abrir...
—No creo. Seguramente será sólido y pesado, para que no se pueda echar la
puerta abajo, pero, por eso mismo, no debería ser especialmente complicado.
Bueno, ¡a la carga...! ¿Habéis cogido el miralejos, príncipe? Tenemos que darnos
prisa, aprovechando que los Blancos aún están dando tumbos por el patio; de
momento, es allí donde me aguardan, mientras que junto a la puerta de la
bodega sólo hay un vigilante.
—¡Esperad! —les avisó Eohwyn—. ¿Y Eregond? ¡No podemos abandonarle a
su suerte!
—¿Es que han capturado a Eregond? No lo sabíamos...
—Sí, hace un rato. Lo saben todo sobre él.
Tserleg reflexionó durante unos instantes:
—No, no hay nada que hacer. No sabemos dónde lo tienen escondido, y
perderíamos demasiado tiempo buscándolo. Esta misma noche, Grager piensa
cazar a todos los hombres que tiene el Guepardo en el Poblado; así que, si
conseguimos que el príncipe quede libre, mañana podremos canjear también a
Eregond. Y si no os sacamos de aquí, de cualquier manera estará perdido.
—Tiene razón, Eohwyn. —Aramir aseguró la correa del morral donde llevaba
el miralejos y se lo colgó de la espalda—. ¡Adelante, en el nombre del Uno!
El occidental que vigilaba la entrada al sótano paseó la mirada por la sala en
penumbra. A la izquierda estaba la puerta central del edificio del fuerte; de la
derecha partían, formando un abanico, las tres escaleras principales que
conducían a las dos alas, norte y sur, y a la Sala de los Caballeros. Por un raro
capricho, la entrada al sótano no se encontraba en un rincón apartado del
edificio, sino en aquella especie de «vestíbulo general»... Decididamente, en
Lunien todo era raro y antinatural. «Empezando por el príncipe, que no es
príncipe, sino no se sabe qué, y terminando por la estructura de la Compañía
Blanca: ¿dónde se había visto eso de hacer pasar a los oficiales por sargentos y
soldados? Bien está que guarden el secreto de cara al enemigo, toda esa pandilla
de terroristas del lugar (a los que hasta ahora nadie ha visto con sus propios
ojos), ¡pero mira que entre ellos mismos...! Se supone que todos somos
compañeros de armas, o algo por el estilo... pero a nosotros no nos dicen que el
sargento Gront tiene realmente grado de capitán, mientras que nuestro teniente,
el preclaro sir Elward, figura como un simple soldado. Parece de risa, pero yo
creo que por ahora los de la guardia secreta no han sospechado nada de sir
Elward: como ya nos advirtieron durante el periodo de instrucción, la guardia
secreta se ocupa de sus propios asuntos, y la guardia real occidental, al servicio
de Su Majestad, de los suyos... No sé, igual es que los soplones se lo montan así,
mejor para ellos; pero a un soldado todo esto le sienta como un golpe de hoz...
en las amígdalas. Ya sólo faltaría que aquí el jefe de todos fuera algún cocinero
o un ayuda de cámara... Eso sí que sería de risa...»
Al centinela se le aceleró el pulso: en medio del inquietante silencio que
reinaba en el fuerte desierto, y que parecía hacerse más denso en las esquinas
sombrías, resonaban los pasos, cada vez más cercanos, de dos individuos. Los
vio al cabo de unos segundos: por la escalera del ala norte descendían a toda
prisa, casi a la carrera, un soldado y un sargento. Iban derechos hacia la salida,
y parecían estar enormemente alarmados: ¿irían en busca de ayuda? El sargento
llevaba cuidadosamente en los brazos un morral que contenía un objeto grande
y redondo. Cuando estaban ya casi a la altura del centinela, sin aflojar el paso,
intercambiaron algunas palabras y se separaron: el soldado continuó hacia la
salida, mientras que el sargento, por lo visto, había decidido mostrar al
occidental su tesoro. Pero bueno, ¿qué es eso que tiene ahí? Si parece una
cabeza decapitada...
A partir de ahí, ocurrió todo tan rápido, que el centinela sólo volvió en sí
cuando sus manos estaban ya sujetas por una especie de aro, y el soldado que
había aparecido por detrás del sargento (en el cual, sorprendentemente,
reconoció a Aramir) le ponía un arma en el cuello.
—Como abras el pico, te mato —le aseguró el príncipe, sin subir la voz.
El occidental, convulso, tragó saliva y su rostro adquirió una palidez
cadavérica; gruesas gotas de sudor le corrían por las sienes. Los impostores se
miraron, y en los labios del «sargento» («¡Tenebroso Señor del Destino, pero si
es un orco!») se dibujó fugazmente una sonrisa despectiva: ahí la tienes, ésa es
la élite militar del oeste... Esa sonrisa, como se iba a demostrar, no estaba
justificada: es verdad que al tipo aquél le aterraba morir y, sin embargo, a los
pocos segundos consiguió superar su debilidad y gritó «¡alarma!», y esta
palabra dio paso a una serie de réplicas y de ruido de armas por todo Colinas
del Agua.
CAPÍTULO 29
Tras cortar de un certero manotazo el grito del occidental (que, sin una sola
queja, cayó redondo al suelo), el orocueno se volvió hacia Aramir y le dirigió a
Su Alteza algunas palabras, la más suave de las cuales fue: «gilipollas». Su
Alteza asumió que se lo tenía merecido: realmente, al príncipe le perdía su
sentimentalismo sin ton ni son, y había pretendido intimidar al centinela, en vez
de dejarle fuera de combate (pese a la insistencia de Tserleg). El humanitarismo,
como suele pasar, no dio el resultado apetecido: el soldado, pese a todo, se llevó
la dosis prescrita de fracturas y hemorragias internas, pero a ellos ya no les
sirvió de nada, pues su situación se había vuelto desesperada.
Lo cierto es que no tenían tiempo para reflexionar. Tserleg, como una
centella, despojó al centinela de su capote negro, y se lo lanzó a Eohwyn, que
venía corriendo, y dio un grito, señalando la puerta del sótano:
—¡Quedaos ahí los dos! ¡Las espadas, en guardia!
Él, por su parte, arrastró rápidamente al occidental, hasta dejarlo en medio de
la estancia. Un grupo de seis soldados irrumpió por la puerta unos segundos
después y se encontró con las huellas recientes del altercado que acababa de
producirse: el centinela de la puerta permanecía en su puesto, dispuesto a
rechazar un segundo ataque, y había otro occidental tendido en el suelo; un
sargento, que estaba a su lado, de rodillas, se volvió fugazmente hacia los recién
llegados y señaló imperiosamente hacia la escalera del ala sur, y acto seguido se
volvió a inclinar hacia el herido. Los soldados se lanzaron velozmente hacia el
lugar indicado, atronando con sus botas, y al pasar casi rozaron al orocueno con
las fundas de sus espadas. Los fugados tuvieron así un respiro, aunque sólo por
algunos segundos.
—¿Y si nos abrimos paso por la fuerza hasta la empalizada? —Se veía que el
príncipe estaba ansioso por entrar en combate.
—No. Seguiremos el plan previsto. —Dicho esto, Tserleg sacó su
instrumental y se puso a examinar la cerradura tan tranquilo.
—¡Pero no tardarán en darse cuenta de lo que estamos haciendo aquí!
—Cierto... —Introdujo la ganzúa por el ojo de la cerradura y empezó a
tantear el pestillo.
—Y entonces, ¿qué?
—Tienes tres oportunidades para adivinarlo, filósofo.
—¿Combatimos?
—Muy listo... Yo trabajaré, y vosotros me tendréis que defender. Ésas son las
obligaciones propias de nuestras respectivas clases sociales...
El príncipe no pudo por menos que reírse: el tío aquél, definitivamente, le
caía bien. Por lo demás, en ese preciso instante la situación no invitaba a la risa;
el respiro había acabado como tenía que acabar: una pareja de occidentales
indecisos regresó por la escalera sur —«¿A quién se supone que estamos
buscando, mi sargento?»—, mientras que en la puerta hacían su aparición tres
auténticos sargentos de la Compañía Blanca. Éstos no tardaron en caer en la
cuenta de lo que estaba pasando, y gritaron:
—¡Alto ahí! ¡Arrojad vuestras armas! —y todo lo que se supone que hay que
gritar en tales casos.
Tserleg seguía concentrado (podría decirse que incluso abstraído), liado con
la cerradura, sin prestar atención a lo que ocurría a sus espaldas. El diálogo que
se había entablado era enteramente previsible («¡Deponed las armas, Alteza!»,
«Venid vosotros a por ellas...»), de modo que apenas se volvió una vez, y sólo
por un instante, cuando se inició el monótono repiqueteo de las espadas
chocando. Tres sargentos Blancos se retiraron enseguida; uno de ellos, encogido
de dolor, protegía su mano derecha con el otro brazo, mientras su arma estaba
tirada en el suelo: el «círculo mágico» trazado alrededor de la puerta por las
espadas de Aramir y Eohwyn funcionaba, por el momento, de forma intachable.
El príncipe, por su parte, no tenía ocasión de mirar a la puerta (el semicírculo de
los Blancos, con los aceros en alto, se estaba cerrando rápidamente sobre ellos),
pero al rato oyó un chasquido metálico, seguido de una risita extraña de
Tserleg.
—¿Qué ocurre, sargento?
—No pasa nada. Pero hay que ver qué situación: el príncipe heredero de
Pietror y la hermana del rey de Marca ponen sus vidas en peligro para cubrir a
un orco...
—Es cierto, resulta chocante. ¿Cómo va eso?
—Va bien. —Por detrás se oyó el chirrido de una bisagra herrumbrosa, y se
notó un olor a cuarto cerrado y a humedad—. Voy para dentro; defended la
puerta hasta que os avise.
Los Blancos habían formado ya un verdadero muro alrededor de ellos, y se
quedaron paralizados; el príncipe advertía claramente que las acciones de sus
enemigos eran cada vez más confusas. «¿Dónde demonios estarán el Guepardo
y los otros oficiales?» No había dudas, sin embargo: si los combatientes que les
rodeaban no se decidían a atacarles, era tan sólo porque no sospechaban de la
existencia del paso subterráneo. Finalmente, se plantó frente a ellos un soldado
con un brazalete blanco en la manga y se inclinó con afectación ante Aramir:
—Os pido disculpas, Alteza. Soy sir Elward, teniente occidental de la guardia
real. ¿Consideraríais, tal vez, la posibilidad de entregarme a mí vuestra espada?
—¿Y qué tiene usted que los demás no tengan?
—Acaso la guardia secreta ha realizado ciertas acciones que habéis
considerado injuriosas para vuestro honor. De ser así, en nombre de la guardia
real de Su Majestad, a la que yo represento, os pido sinceras disculpas y os
garantizo que nada semejante se volverá a repetir, y os aseguro que los
culpables serán castigados con todo rigor. Podríamos así dar por zanjado este
lamentable incidente.
—Ya no hay vuelta atrás, teniente. Su Alteza la princesa y yo hemos decidido
salir del fuerte en libertad, o morir.
—No me dejáis otra salida que la de desarmaros a la fuerza.
—Adelante, teniente. Pero tened cuidado, no os vayáis a herir por un
descuido...
En esta ocasión, el ataque fue más serio. Sin embargo, mientras los dos
bandos no traspasaron ciertos límites, la pareja de príncipes lunienses llevó la
iniciativa: Eohwyn y Aramir, casi sin altibajos, propinaban a sus adversarios
peligrosos mandobles en las extremidades, aunque no conseguían dejarles fuera
de combate. En poco tiempo, en las filas de los atacantes había ya tres heridos
leves, y la presión sobre ellos iba en aumento; los occidentales peleaban sin
ganas y miraban cada vez a menudo a su teniente: «¡Denos alguna orden clara,
demonios! ¿Les hacemos picadillo o qué?». Los hombres de la guardia secreta,
por si acaso, habían tomado posiciones en las líneas traseras, dejando toda la
iniciativa (y la responsabilidad) en manos de sir Elward, pues era evidente que
allí pintaban bastos.
Pero cuando Aramir ya se estaba felicitando por la manera en que estaban
consiguiendo ganar tiempo para Tserleg, éste apareció de repente a su lado,
blandiendo el yatagán, y anunció en tono fúnebre:
—Resulta que es un nuevo modelo de cerradura opariana, y no soy capaz de
abrirla, príncipe. Debéis rendiros, antes de que sea tarde.
—Ya es tarde —replicó Aramir—. ¿Podemos hacer algo por su vida, Tserleg?
—Difícilmente —negó con la cabeza el orocueno—. No creo que tengan
intención de tomarme preso, la verdad.
—¡Eohwyn...!
—Compareceremos juntos ante el Señor del Destino, amado mío; ¡no puede
haber nada mejor!
—Bueno, vamos entonces a intentar divertirnos, para terminar. —Con estas
palabras, Aramir avanzó temerariamente en dirección a los Blancos, justamente
hacia donde se encontraba sir Elward—. ¡En guardia, teniente! Juro por las
flechas del Cazador que vamos a rociar de sangre las ropas de vuestro amo, ¡y
nunca se lavarán esas manchas!
Cuando el estruendo y los gritos guerreros llenaban ya la sala (la cosa se
estaba poniendo muy fea: poco tardarían en producirse los primeros muertos),
se oyó una voz procedente de la escalera norte, no muy fuerte, pero que todos
los combatientes reconocieron al punto:
—¡Parad todos! ¡Aramir, escuchadme, os lo ruego!
Había algo especial en aquella voz, que hizo que la refriega se quedara como
congelada en cuestión de segundos, y el Guepardo (vistiendo un capote que no
era suyo, apoyando el brazo izquierdo en una especie de muleta y el derecho en
el hombro de un sargento de la Compañía Blanca) avanzó hasta el centro de la
sala. Se detuvo en medio del estupor general, y en ese momento volvió a oírse
su voz autoritaria:
—¡Escapad, Aramir! ¡Deprisa!
De su mano salió un pequeño objeto brillante que rebotó en el pecho de
Tserleg, y éste, perplejo, cogió del suelo una complicada llave de dos paletones
que abría la cerradura opariana.
¡Poco duraron todos aquellos titubeos! Aramir y Eohwyn, siguiendo las
indicaciones del orocueno, retrocedieron rápidamente hacia la puerta, y el
propio Tserleg volvió a meterse en la bodega, mientras sir Elward, que por fin
comprendió el sentido de lo que estaba ocurriendo allí, gritaba:
—¡Traición! ¡Van a escapar por un paso subterráneo! —El teniente estuvo
unos segundos dándole vueltas a la situación, tras lo cual adoptó una decisión
definitiva y, señalando al príncipe con el dedo, gritó solemnemente—: ¡Acabad
con él!
Ahora sí que la cosa iba en serio. Pronto se vio que Eohwyn no resistiría, en el
mejor de los casos, más que algunos minutos: hay que decir que la joven
manejaba estupendamente la espada, casi mejor que el príncipe, pero la espada
occidental que había conseguido no le venía nada bien: era demasiado pesada
para ella. Los dos habían sufrido ya heridas superficiales (él, en el costado
derecho; ella, en el hombro izquierdo), cuando de pronto se oyó a sus espaldas:
—¡El camino está libre, príncipe! Replegaos de uno en uno, por el pasillo que
queda entre los toneles. ¡El morral lo tengo yo!
A los pocos segundos, el príncipe, siguiendo a Eohwyn, estaba ya en la
bodega. De pie sobre el umbral de la puerta, frenó con su espada a un
occidental que se le echaba encima, lo que le permitió ganar unos metros sobre
sus perseguidores, y moverse rápidamente en la oscuridad, pasando por el
angosto pasillo que dejaban los toneles vacíos, colocados unos encima de otros,
formando tres filas.
—¡Venga, más deprisa! —se oía la voz de Tserleg (que a Aramir le parecía
que venía desde arriba).
Los Blancos ya aparecían por el pasillo —sus siluetas se recortaban sobre el
fondo luminoso del hueco de la puerta— cuando, de pronto, un estrépito sordo,
como un montón de troncos desmoronándose, retumbó por delante, y se hizo
una oscuridad total: ni un débil rayo de luz entraba desde el exterior. Poco le
faltó a Aramir para quedarse paralizado, presa del desconcierto, pero ahí estaba
otra vez a su lado el orocueno, surgido de no se sabe dónde, que le tomó de la
mano y tiró de él en la oscuridad; los hombros del príncipe pasaban rozando las
paredes del pasillo; por detrás resonaban las maldiciones y juramentos de los
occidentales, mientras que por delante, en medio de las tinieblas, les llamaba
alarmada Eohwyn:
—¿Qué ha sido eso, Tserleg?
—Nada de particular; me he limitado a menear los toneles de la fila de arriba
para hacer que se cayeran, taponando la entrada. Ahora tenemos un minuto,
por lo menos, de ventaja.
La joven les aguardaba junto a una portezuela muy robusta que daba a una
galería de tierra, estrecha y baja, de unos cinco pies de altura: ahí la oscuridad
era absoluta, ni el mismo orocueno alcanzaba a ver nada...
—¡Eohwyn, id vos por delante y a buen paso! Pero coged el miralejos... Y vos,
Aramir, venid aquí a ayudarme... Pero, ¿dónde demonios la habrán puesto?
—¿Qué es lo que busca?
—Una traviesa. Una no muy grande, de unos seis pies. Tenían que haberla
dejado cerca de esta puerta los hombres de Grager... ¡Aja! ¡Aquí está! ¿Habéis
cerrado ya la puerta, príncipe? Vamos a atrancarla con esta traviesa. Poneos
aquí. Tenemos que dejar bien fijo el madero... en un hoyo... Alabado sea el
Único, el suelo es de tierra, aguantará bien.
Poco después, la portezuela empezó a vibrar por los golpes: habían actuado a
tiempo.
Mientras tanto, en la superficie, en Colinas del Agua, se ajustaban las cuentas.
Amarillo de ira, sir Elward le chillaba al jefe del contraespionaje:
—¡Estás arrestado, Guepardo, o como quiera que te llames! Y ten muy
presente, canalla, que en el norte a los traidores los colgamos de los pies, para
que les dé tiempo a acordarse de todo lo que han hecho antes de morir...
—Cierra el pico, imbécil, das asco. —El capitán le volvió la espalda, cansado.
Se sentó en un peldaño de la escalera y, con los ojos cerrados, se puso a esperar
pacientemente a que le metieran el pie en una especie de férula; por momentos,
su rostro se contraía de dolor: una fractura en un pie no es ninguna broma.
—Sea como fuere, estás arrestado —insistió el occidental. Miró a los oficiales
de la guardia secreta, que formaban un semicírculo en torno a su jefe, y, de
repente, sintió miedo, y eso que él no se amilanaba fácilmente. Aquellas siete
figuras se habían quedado paralizadas, con una inmovilidad extraña, y sus ojos,
normalmente oscuros y vacíos como un pozo seco, se llenaron de pronto de una
temblorosa luz purpúrea, como los de una fiera.
—No, no, ni se os ocurra —se dirigió a sus hombres el Guepardo, y la
luminiscencia purpúrea se extinguió de pronto, como si nunca hubiera
existido—. Que me considere arrestado, si con eso se queda tranquilo; sólo nos
faltaba ahora, para rematar la faena, una escabechina entre los de la Compañía
Blanca.
En aquel preciso instante, en la entrada del fuerte se oyó una gran algazara, y
a continuación las puertas se abrieron y entró, flanqueado por unos centinelas
totalmente alelados, el hombre al que menos esperarían ver allí en ese
momento:
—Grager... —exclamó estupefacto sir Elward—. ¿Cómo se atreve a
presentarse aquí? Para empezar, nadie le ha proporcionado un salvoconducto...
—Quien va a necesitar ahora un salvoconducto —se sonrió el barón— va a
ser usted, no yo. Vengo en nombre de mi soberano, el príncipe de Lunien —
puso mucho énfasis en la pronunciación—. Su Alteza se muestra dispuesto a
olvidar todos los perjuicios que le habéis causado y pretendíais seguirle
causando. Más aún: el príncipe os propone un plan que permitiría a Su
Majestad salvar la cara, y a vosotros personalmente la cabeza.
CAPÍTULO 30
Lunien, el Poblado
15 de mayo de 3019
Hacía una mañana maravillosa. Como en una acuarela, el azul celeste de las
Montañas Sombrías (¡a quién se le habrá ocurrido llamarlas Montañas
Sombrías!) era tan límpido que sus cumbres nevadas parecían notar incorpóreas
sobre el inabarcable vellón esmeraldino de Lunien. Colgada sobre una colina
vecina, Colinas del Agua se ofrecía en esos instantes tal y como la habrían
concebido sus creadores: no como una fortaleza, sino como un mágico refugio
en el bosque. Los rayos del sol naciente habían transfigurado milagrosamente el
prado situado a las afueras del Poblado; el abundante rocío, que antes lo cubría
con una noble capa de plata mate, estalló de repente en una lluvia de
innumerables y diminutos brillantes: se diría que el temprano amanecer de
mayo había cogido por sorpresa a los gnomos que allí se reunían para sus
veladas nocturnas, y ahora tenían que esconderse en los nidos de los ratones, y,
presas del pánico, se habían visto obligados a arrojar sus tesoros,
deliciosamente repartidos por la hierba.
Lo cierto es que en las trescientas o cuatrocientas personas congregadas a esa
hora en el prado, campesinos y soldados en su mayoría, dicho rocío
difícilmente suscitaría asociaciones positivas (por no hablar ya de imágenes
poéticas), pues todos estaban empapados y tiritaban arrecidos. A pesar de eso,
de allí no se movía nadie, al contrario, no paraba de afluir gente. A los
habitantes del Poblado se les habían unido las gentes de los caseríos distantes:
la noticia de que la Compañía Blanca dejaba esa mañana Colinas del Agua,
transfiriendo sus funciones al reconstituido regimiento de Lunien, se había
difundido por toda la región con una celeridad increíble, y nadie deseaba
perderse el espectáculo. En ese momento, contemplaban las dos formaciones
impasibles, la negra y la verde, situadas la una enfrente de la otra, y a sus
oficiales que se dedicaban recíprocamente complicadas secuencias de
movimientos con sus espadas desenvainadas («Hacemos entrega de la plaza»,
«Asumimos el control de la plaza»). Por primera vez, todos aquellos hombres
no se sentían inmigrantes de Pietror, Reinor o Ribera Grande, sino lunienses.
El príncipe de Lunien estaba algo pálido y no se encontraba muy a gusto en
su sillón, cosa que advirtieron sus conocidos; no es menos cierto que las caras
pálidas y las miradas apagadas abundaban en las filas de la Compañía Blanca
(«¡Mirad, tíos!, se conoce que esta noche se han corrido la juerga padre en el
fuerte...» «Sí, fijaos en aquellos tres Blancos de la última fila, a la derecha,
apestan a vino; deberían comer algo: no se tienen en pie, los pobres»). Aramir, a
todo esto, agradecía a la Compañía Blanca los fieles servicios prestados,
despidiéndose ceremoniosamente de los oficiales de su guardia personal, y
luego se dirigió al pueblo:
—Hoy —dijo— celebramos solemnemente la vuelta a casa de nuestros
amigos, que acudieron en nuestra ayuda en los momentos más difíciles, cuando
la joven colonia de Lunien se encontraba indefensa ante las manadas de trasgos
y licántropos sedientos de sangre; ¡nos inclinamos ante vosotros, valerosos
Guardianes de la Ciudadela! («¿Tú has oído eso, compadre?: ¡manadas de
trasgos! ¿Tú has visto alguno alguna vez, aunque sea de lejos?» «Hombre, lo
que es yo, la verdad, verlos no los he visto; pero los que entienden de esto dicen
que no hace mucho, en el arroyo de la Nutria...»). El recuerdo de esta ayuda
permanecerá siempre vivo en nuestros corazones, de la misma manera que el
principado de Lunien será por siempre vasallo del Reino Unido, su escudo
allende el Río Largo. Pero defenderemos el Reino según nuestro propio criterio:
no vivimos en Solarien, sino al otro lado del Gran Río, y eso nos obliga a vivir
en armonía con todos los pueblos de la región, guste o no guste. («¿A qué se
refiere, compadre?» «Bueno, si no he entendido mal, pues, por ejemplo, a los
trolls de las Montañas Sombrías: dicen que si tienen mucho hierro, tirado de
precio, y que, en cambio, andan muy justos de madera...» «Claro, claro...»). Para
terminar, ¡tres hurras por Su Majestad el rey de Pietror y Reinor! («Qué cosas,
compadre...» «Mejor fíjate, cabeza de chorlito, en esos barriles que están
sacando, ahí a la derecha. A mi qué más me da que sea en nombre de Su
Majestad... ¡Hurraaa!»).
El mensajero procedente de Torre Vigía, teniente de la guardia real
occidental, se presentó en el prado cuando la ceremonia estaba en su apogeo; su
caballo estaba cubierto de espuma y movía pesadamente los flancos caídos. Sir
Elward, humillado por los hombres de la guardia secreta («¡Tenga la bondad de
sonreír, sir Elward...!» «Ya se lo hemos dicho: ¡sonría!»), habiendo asistido
impotente a aquella traición inaudita —la entrega sin lucha de una fortaleza
clave—, se animó y sintió renacer en su pecho una esperanza sin fundamento:
de algún modo, Su Majestad había llegado a saber del motín y hacía llegar a la
Compañía la orden de meter en cintura a todos aquellos contumaces traidores,
desde Aramir hasta el Guepardo... ¡Ay! El mensaje, en efecto, era de Altagorn,
pero su destinatario era precisamente el capitán de la guardia secreta. Éste
rompió allí mismo el sello con el Árbol Blanco y se concentró en la lectura;
después, dobló tranquilamente el despacho oficial y se lo tendió, con una
sonrisa inquietante, a sir Elward:
—Lea, teniente, creo que le va a interesar.
La carta incluía instrucciones detalladas acerca de cómo debía actuar la
Compañía Blanca ante las nuevas circunstancias. Altagorn escribía que, para
preservar el statu quo, era preciso descubrir las bases del regimiento de Lunien y
aniquilarlas de un plumazo, de manera que no escapase ni un solo hombre: la
operación debería ser fulminante y totalmente secreta; la atribución a posteriori
de aquellos monstruosos crímenes —a los trolls montañeses, a los trasgos o al
mismísimo Diablo— quedaba al arbitrio del capitán. ¡Pero...!, como hubiera la
más mínima duda sobre el éxito de la operación (supongamos, por ejemplo, que
había transcurrido demasiado tiempo, y el número de lunienses igualaba al de
los Blancos), ésta no se debía llevar a cabo. En ese caso, habría que hacer de la
necesidad virtud y confiar la defensa de Colinas del Agua a los oficiales del
regimiento de Lunien, con la condición de que Aramir ratificara sus vínculos de
vasallaje, y ellos regresarían a Torre Vigía, dejando tan sólo vana red de espías
en el territorio. Su Majestad insistía una vez más en que la persona de Aramir
era intocable, en cualquier circunstancia; a quienes, consciente o
inconscientemente, provocaran un enfrentamiento abierto entre Blancos e
lunienses (lo que desembocaría en una guerra de guerrillas en el principado y
haría saltar por los aires el equilibrio interno en el conjunto del Reino Unido) les
aguardaba una condena por alta traición. En resumidas cuentas: en primer
lugar, «si se actúa, no quedarse a medias»; en segundo lugar, «en la duda, no
precipitarse».
«Hay en el mundo muchos soberanos», escribía Su Majestad en el post
scriptum, «que gustan de presentar sus órdenes en forma de insinuaciones, para
tener más tarde la posibilidad de ocultarse tras el ejecutor material, diciendo
que «no han sido bien interpretados». Pero Piedra de Elfo, de la estirpe de
Deilandil, no es uno de ellos: él siempre asume sus responsabilidades y llama a
las cosas por su nombre, y sus órdenes dicen lo que dicen. Por eso, si en la
Compañía Blanca hubiera oficiales que, en un exceso de celo, confundieran las
prohibiciones tajantes con deseos velados de su señor, al Guepardo le
correspondería neutralizar a tales oficiales a cualquier precio.»
—Como ve, teniente, al preservar su vida en el curso de sus espectáculos
nocturnos, en cierto sentido he infringido las órdenes del rey.
—De modo que conocía usted esas órdenes de antemano... —Sir Elward
miraba al Guepardo con un terror supersticioso.
—Sobrevalora usted mis posibilidades. Lo que sí sé, a diferencia de usted, es
calcular las diferentes combinaciones con un par de movimientos de antelación.
—¡...Ya se van! ¡Hay que ver, se van de verdad! —Grager respiró aliviado,
mientras seguía con la vista la columna de los Blancos que se estiraba a lo largo
de la carretera de Ciudastela; no obstante, mantenía cruzados, de una forma
peculiar, los dedos de la mano izquierda («¡lagarto!, ¡lagarto!»)—. Confieso que
hasta el último momento no me lo acababa de creer; me esperaba de ellos
alguna bajeza... ¡Sois un genio, Majestad!
—Para empezar, nada de «Majestad», sino «Alteza», y tenga muy presente,
barón, que no pienso tolerar bromas a este respecto...
—Os pido disculpas, Alteza.
—Por otra parte —en ese momento Aramir miró con una media sonrisa a los
miembros del regimiento de Lunien que se habían congregado en torno a
ellos—, a todos vosotros os permito que os dirijáis a mí como en los viejos
tiempos: «mi capitán». Ese privilegio, evidentemente, no será hereditario. Y
ahora, muchachos, Su Alteza os invita al castillo, donde la mesa está servida y
las botellas descorchadas; en unos minutos me uniré a vosotros, en compañía
de los señores oficiales y de... eeeh... nuestros invitados de oriente. Y bien,
Grager, eso que decía usted con alivio hace un momento: «ya se van, ya se van»,
¿lo piensa usted en serio?
—De ninguna manera, mi capitán. Su red de agentes...
—Ahí está la cosa. ¿Y qué sugiere usted que hagamos con ella?
—Nada, Alteza.
—Explíquese mejor...
—Con vuestro permiso. No tendría sentido que sometiéramos a juicio a los
hombres del Guepardo que pudiéramos descubrir: si Lunien ha sido y sigue
siendo vasallo de Pietror, su trabajo para el monarca del Reino Unido no
constituye ningún delito. Ante esta clase de situaciones, hay quien prefiere
liquidar discretamente a los espías, pero es una medida extrema. De llevarla a
cabo, estaríamos comunicando de hecho a Torre Vigía que nos encontramos en
un estado... bueno, si no de guerra abierta, sí de manifiesta hostilidad contra
ellos. Y, por último, lo más importante, príncipe: estoy casi convencido de que
no hemos desenmascarado su red al completo; si capturamos tan sólo a la parte
que conocemos, les permitiremos utilizar tranquilamente en lo sucesivo a los
agentes que hayan quedado libres. Pero si no molestamos a ninguno, no podrán
deducir qué es lo que sabemos exactamente, así que se verán obligados, de
acuerdo con las leyes de la conspiración, a partir de la base de que toda su red
de agentes ha sido identificada. En mi opinión, si no la dan definitivamente por
perdida, al menos la dejarán en suspenso por una buena temporada. En todo
caso, yo, en su lugar, me mantendría a una distancia prudencial de esa red
«medio quemada»...
—Muy bien, ahora todo eso lo dejo a vuestro criterio, barón Grager. Os
nombro capitán, investido de plenos poderes.
—¡Vaya! —se rió Tangorn—. Veo, príncipe, que el proceso de formación del
estado de Lunien no sigue el camino más habitual: resulta que la primera
institución que se crea es el servicio de contraespionaje...
—A la fuerza ahorcan... —Aramir se encogió de hombros—. Por lo demás, no
creo que sea un asunto de interés para nuestros invitados... ¿Dónde está usted,
Tserleg? Confieso que estoy en un aprieto: en premio por sus hazañas de
anoche, tendría que otorgarle, indiscutiblemente, un título nobiliario, pero eso
plantea un sinfín de complejidades burocráticas... Por otra parte, ¿le hace
alguna falta un título nobiliario de Pietror a un soldado del desierto?
—¡Ninguna falta, Alteza! —Tserleg negó con la cabeza.
—Fijaos... En tal caso, no nos queda otra alternativa que la de seguir las
antiguas leyendas: ¡pida lo que desee, capitán, de todo corazón! Tenga en
cuenta, eso sí, que por ahora no le puedo ofrecer la mano de ninguna hija, y que
en las arcas del estado... ¿de cuánto disponemos, Eregond?
—Ciento treinta y seis ducados, Alteza.
—Ya... Como puede ver, nuestro raquítico tesoro no es muy tentador...
Seguramente necesitará usted de algún tiempo para pensárselo, ¿no es así,
sargento? Por cierto, todavía tengo otra deuda con usted: por haber salvado a
este valiente caballero...
—Disculpadme, Alteza —se turbó el orocueno—, pero nosotros... ¿cómo
decirlo? Los tres juntos... tenemos una petición común que haceros. Será mejor
que os lo explique el barón Tangorn: considerad que es como si yo le hubiera
cedido a él mis derechos...
—¿Ah, sí? —El príncipe, entre asombrado y divertido, miró de arriba a abajo
a los tres compañeros—. Esto se pone cada vez más interesante. Debo entender
que vuestra petición es confidencial, ¿no es así?
—Así es, Alteza.
—Por lo que he podido deducir, barón, estamos hablando del miralejos —
empezó hablando Aramir, tras apartarse del grupo a una distancia prudencial;
estaba muy serio: en su rostro no quedaba ya ni rastro de la dicha reciente.
—Así que ya os lo imaginabais, príncipe...
—No soy tan tonto; ¿para qué, si no, me ibas a pedir que me lo trajera en la
huida? Lo que no se me había ocurrido pensar es que formaras parte del mismo
equipo que esos hombres... Es decir, que vamos a tener que poner el cristal
mágico en manos de los umbrorianos. Me estáis metiendo en un buen lío, no me
lo negarás...
—Nada de eso, Alteza. Haladdin no está al servicio de Umbror, actúa por su
cuenta y riesgo; y puedo aseguraros que lo hace en beneficio de toda la
civilización de Midgard... Lástima que no tenga derecho a revelaros el objeto de
mi misión; os pido que confiéis en mí.
—No se trata de eso —replicó Aramir—. Tú sabes que siempre he confiado en
ti, para lo que fuera... incluso más que en mí mismo. El problema es el siguiente:
¿no podría suceder, en la práctica, que vosotros tres estuvierais siendo
manejados por otras personas que se aprovecharan de vuestros esfuerzos?
Vuelve a analizar toda la situación, no como amigo de Haladdin y Tserleg, sino
como espía profesional...
—La he analizado muchas veces y puedo decir que, con independencia de
quién fuera el que lo planeó todo en un principio, Haladdin se limita a
desarrollar su propio juego, y creedme si os digo que es un tipo muy duro de
pelar, aunque no lo parezca a primera vista. Más aún: me cae realmente bien, y
haré todo lo que esté en mi mano para conducirle hasta la victoria.
—Muy bien —dijo el príncipe tras unos momentos de reflexión—. Digamos
que me has convencido. ¿Puedo ayudaros en algo concreto?
—Para empezar, aceptando mi dimisión —comenzó diciendo el barón, pero,
al ver la mirada desconcertada de Aramir, aclaró—: Necesito marchar a Opar
por una temporada: me propongo actuar allí a título personal, para no
comprometer a Su Alteza.
CAPÍTULO 31
El califa de Jand, tras recibir como regalo las pieles de sus súbditos y el
cuerpo disecado de su sobrino, reaccionó tal y como había previsto el
emperador: mandó cortar la cabeza al capitán y a toda la tripulación (¡así ya no
volveréis a transportar lo primero que os pongan delante!), juró públicamente
que convertiría a Fasimba en otra figura disecada y armó sin demora un cuerpo
expedicionario que lanzó contra Surania. Recordando la triste suerte de los
marinos, los consejeros no sólo no se pronunciaron contra aquel proyecto
disparatado, sino que ni siquiera se atrevieron a proponer que se enviara por
delante una expedición de reconocimiento del terreno. El califa, en lugar de
ocuparse de los preparativos materiales de la campaña, se entregaba a sueños
ociosos, pensando en los tormentos precisos a los que sometería a Fasimba
cuando éste cayera en sus manos.
Pasado un mes, el ejército de Jand, integrado por unos veinte mil hombres, se
acuarteló en la desembocadura del Kuwango, junto a las ruinas del Puerto de
los Esclavos, que había sido arrasado hasta los cimientos, y desde allí se adentró
en el interior del país. Hay que destacar que los soldados de Jand, a juzgar por
la cantidad de hierro que llevaban encima (y especialmente de ornamentos
dorados que recubrían ese hierro), no tenían parangón en toda Midgard. Lo
malo era que su experiencia militar se limitaba, en la mayoría de los casos, a la
represión de revueltas campesinas y otras acciones de carácter policial. Pero
contra aquellos negros salvajes, eso pareció bastar: en cuanto vieron delante de
ellos a la falange de hierro, brillando amenazante al sol, los surenios se
dispersaron, presa del pánico. Al seguir desordenadamente al enemigo en
retirada, los jandianos dejaron atrás la franja de selva que rodea el litoral y
penetraron en la sabana, donde se encontraron al día siguiente con Fasimba,
que les esperaba pacientemente con el grueso de sus tropas.
El sobrino del califa que dirigía la campaña comprendió demasiado tarde que
el ejército de Surania no sólo superaba en número al de Jand, con el doble de
efectivos, aproximadamente, sino que su capacidad militar era diez veces
mayor. En rigor, ni siquiera hubo una batalla como tal, sino un ataque
devastador de los olefauntes de combate, seguido de la persecución al enemigo
que huía despavorido. La magnitud de las pérdidas de los jandianos es
suficientemente elocuente: mil quinientos muertos y dieciocho mil prisioneros.
Los surenios perdieron poco más de cien hombres.
Poco tiempo después, el califa recibió de Fasimba una relación detallada de la
batalla juntamente con la propuesta de intercambiar los prisioneros por los
surenios que trabajaban como esclavos en Jand: todos a cambio de todos. De lo
contrario, le sugería que enviara al Puerto de los Esclavos un barco capaz de
cargar con dieciocho mil pieles humanas a bordo. En Jand ya sabían muy bien
que, a este respecto, el emperador no hablaba por hablar. Con gran perspicacia,
Fasimba tomó la decisión de liberar a un par de centenares de cautivos,
mandándolos a casa para que difundieran por toda la población de Jand el
contenido de las propuestas de Surania. Como era de esperar, cundió el
descontento entre la gente y se presentía claramente la revuelta. Al cabo de una
semana, el califa, que no disponía en ese momento de ninguna fuerza armada, a
excepción de la guardia de palacio, cedió. En el Puerto de los Esclavos se
verificó el intercambio propuesto por Fasimba. A partir de entonces, el
emperador pasó a ser considerado por los suyos un auténtico dios viviente en la
tierra, dado que, a ojos de los surenios, el regreso de alguien desde la esclavitud
en Jand era equivalente a la resurrección de entre los muertos.
Desde aquella época, el terrorífico imperio de los surenios (donde no existía
la escritura ni la construcción de ciudades y donde, en cambio, era frecuente el
canibalismo ritual, la siniestra magia negra y la caza de brujos) había ampliado
considerablemente sus fronteras. Al principio, los negros sólo habían avanzado
por el sur y el este, pero en los últimos veinte años habían vuelto su atención
hacia el norte, engullendo un pedazo considerable del territorio de Jand y
aproximándose notablemente a los límites de Opar, Pietror meridional y
Lunien. El embajador de Umbror en la corte imperial no paraba de remitir
despachos oficiales a Torreumbría; en su opinión, si no se adoptaban medidas
urgentes, frente a los estados civilizados del centro y el occidente de Midgard,
pronto se levantaría el más temible enemigo que se podía concebir: incontables
hileras de orgullosos guerreros, que no conocían el miedo ni la compasión.
Entonces Umbror, inspirándose en el proverbio jandiano que dice que «la
única forma de acabar con los cocodrilos consiste en desecar la ciénaga»,
empezó a enviar misioneros al sur. Éstos procuraron no aburrir en exceso a los
nativos con relatos sobre el Único, poniendo, en cambio, todo su empeño en
curar a los chiquillos y enseñarles a escribir y hacer cuentas, y ellos mismos
idearon un sistema de escritura para la lengua de Surania, basado en el alfabeto
común. Y cuando uno de los creadores de esta escritura, el venerable Aldjuno,
leyó el primer texto redactado por un surenio de corta edad (una descripción de
la caza del león, de gran fuerza poética), comprendió que había valido la pena
vivir en esa tierra.
Sería muy exagerado afirmar que tal actividad había conducido a una
atenuación apreciable de las costumbres locales. Sin embargo, sí es cierto que
los propios misioneros disfrutaban de una veneración casi religiosa, y todo
surenio, al oír el nombre de Umbror, ponía la más blanca de sus sonrisas.
Aparte de eso, Surania (a diferencia de lo ocurrido con otros países asimilados
por la civilización) no sufrió una pérdida selectiva de memoria: aquí se
recordaba perfectamente quiénes les habían apoyado en otros tiempos, durante
la guerra contra los traficantes de esclavos de Jand. Por eso, cuando el
embajador de Umbror se dirigió al emperador Fasimba III para solicitarle ayuda
en la lucha contra la Alianza de Occidente, éste mandó sin demora, en ayuda de
sus hermanos del norte, un destacamento de élite, integrado por jinetes y
olefauntes. Se trataba, precisamente, del cuerpo de Surania que combatió con
bravura en los Campos Cercados bajo la enseña carmesí del Dragón.
Sólo unos cuantos hombres de aquel cuerpo se salvaron en la batalla, entre
ellos el jefe de la caballería, el famoso capitán Umglangan. Desde aquel día, un
sueño le perseguía incesantemente, un sueño muy claro, tan claro que parecía
real... En mitad de la sabana azul del otro mundo dos filas de soldados
aguardan frente a frente: inmóviles, expectantes, amenazantes; les separan unos
quince pasos, distancia que permite asestar un golpe mortal con el assegai.
Ambas filas están integradas por los guerreros más célebres de todos los
tiempos, pero en la fila de la derecha hay un guerrero menos. Es hora de
empezar, pero el terrible Udugoo, compadeciéndose por alguna razón de
Umglangan, tarda en dar la señal de comienzo de la gran diversión de los
valientes: «Eh, capitán, ¿dónde estás? ¡Corre a ocupar tu puesto en la
formación!». Pero qué puede hacer él, si su corazón de guerrero tira de él con
una fuerza irresistible hacía la peana del negro trono de basalto de Udugoo, y,
en cambio, su deber de jefe le obliga a regresar junto a su emperador para
rendirle cuentas... Era una difícil elección, pero eligió el deber, y por eso, en
aquel momento, tras vencer mil peligros, llega ya a las fronteras de Surania.
Le trae a Fasimba la triste noticia: esas gentes del norte que son como
hermanos para los surenios han caído en la batalla, y en aquellas tierras tan sólo
quedan ya enemigos. «Pero si eso, en cierto sentido, es algo magnífico: ¡ahora
nos esperan numerosas batallas y victorias gloriosas!» Él ha visto en acción a los
soldados del oeste: no habrían resistido de ninguna manera a los guerreros
negros si, en vez de tratarse de un puñado de voluntarios combatiendo bajo la
enseña carmesí, se hubieran enfrentado a un verdadero ejército. Le hace
también saber que su atraso en caballería, del que tanto recelaban, ya no es tal:
hace muy poco tiempo los surenios no sabían montar a caballo, mientras que
ahora se habrían enfrentado dignamente a los mejores jinetes de occidente. Y la
infantería de éstos, por el contrario, estaban aún muy lejos del nivel de la de
Surania; de todo lo que había visto allí, tan sólo la de los trolls se les podía
comparar, y ahora ya, realmente, ninguna. «Y luego estaban los olefauntes, no
hay nada igual, es casi el arma definitiva: si no hubiéramos perdido veinte
ejemplares en aquella maldita emboscada, quién sabe cómo habría acabado
todo en los Campos Cercados... ¿Que les asustan las flechas incendiarias? No
tiene importancia: podemos corregir el adiestramiento de las crías...» Muy bien,
al destruir Umbror, que se interponía entre ellos y los surenios, occidente había
elegido su destino.
El conductor Mbanga estaba ocupado en esos momentos en problemas
bastante menos globales. A pesar de que no sospechaba de la existencia de las
matemáticas, venía resolviendo mentalmente, desde primera hora de la
mañana, un problema de geometría bastante complejo, que habría formulado el
oficial ingeniero de segunda Kumai —de haber estado al corriente de los planes
de su compañero de trabajo— como la «minimización de la suma de dos
segmentos de longitud variable»: desde Mbanga hasta el carcelero y desde el
carcelero hasta el borde del tajo de la cantera. Sin duda, él no estaba a la altura
de Umglangan como para figurar entre los mejores guerreros de todos los
tiempos, pero si lograba morir tal y como tenía previsto, seguro que Udugoo, en
su infinita misericordia, le permitiría cazar eternamente leones en su sabana
celestial. Pero no era nada fácil llevar a cabo sus planes: Mbanga, exhausto tras
mes y medio de hambre y trabajos penosos, debería matar con las manos
desnudas a un tiarrón en plena forma, armado hasta los dientes y siempre
vigilante, y además sólo disponía para ejecutar su plan de veinte segundos,
pasados los cuales acudirían corriendo los carceleros más próximos y le
destrozarían a latigazos: una triste muerte de esclavo...
Todo fue tan rápido que ni siquiera Kumai advirtió los primeros
movimientos de Mbanga. Lo único que vio fue un relámpago negro que se
arrojaba a los pies del vigilante: el surenio se puso en cuclillas (haciendo como
que se colocaba los grilletes) y saltó de repente en plancha, como cuando la
mortífera mamba arborícola cae sobre su presa, atravesando con increíble
precisión el entramado de hojas y ramas... El hombro derecho del negro chocó
violentamente con la pierna de apoyo, justo por debajo de la rótula, del guardia,
que estaba en ese momento de lado. A Kumai le dio la impresión de que había
oído un chasquido áspero, consecuencia de la rotura de la cápsula articular, al
tiempo que se desencajaban los tiernos meniscos cartilaginosos. El pietroriano
cayó al suelo sin un solo grito: choque neurálgico. En un instante, y tras echarse
sobre los hombros el cuerpo inconsciente, el surenio, dando pasitos cortos por
culpa de los grilletes, se movió rápidamente hacia el borde del tajo. Mbanga
sacaba más de treinta yardas a los guardias que acudían ya de todas partes: al
alcanzar el punto que se había propuesto, arrojó su carga hacia abajo, al blanco
y resplandeciente abismo, y se quedó allí parado, armado con la espada
capturada, esperando tranquilo a sus enemigos.
Evidentemente, ninguno de aquellos carroñeros occidentales se atrevió a
batirse con él: se limitaron a acribillarle a flechazos. Pero eso ya no tenía
ninguna importancia: había conseguido caer en combate, con un arma en las
manos; se había ganado el derecho al primer lanzamiento de assegai en las
cacerías de leones en el otro mundo. ¿Qué más le daban a él tres insignificantes
heridas en el vientre, si las comparaba con esa felicidad eterna?
Los surenios siempre mueren sonrientes, y sus sonrisas —como ya
empezaban a intuir algunas personas perspicaces— no anunciaban nada bueno
para los países de Occidente.
CAPÍTULO 34
JOHN LE C ARRÉ
CAPÍTULO 36
Todos esos días, con distintos pretextos, había ido aplazando el encuentro
con ella: «Nunca regreses al lugar donde fuiste feliz». Desde que ella le
profetizó, con tanto acierto, «te vas a la guerra», había llovido mucho, y se había
derramado mucha más sangre... Ni ella ni él eran ya los mismos de entonces:
¿valdría la pena pasear entre los restos del incendio y organizar una sesión de
necromancia? Elvis (por lo que había podido averiguar en ese tiempo) era ahora
toda una dama, perfectamente instalada: gracias a su enorme intuición, había
amasado en la bolsa una gran fortuna; aunque no se había casado, estaba
prometida, o al menos tenía un compromiso formal, con uno de los pilares del
mundo empresarial... ¿Para qué demonios iba a presentarse ante ella un
inquietante y peligroso fantasma del pasado? Pero, de pronto, toda aquella
admirable defensa escalonada se había venido abajo de forma estrepitosa en un
abrir y cerrar de ojos.
—¿Cuánto cuestan las flores, guapa? Todo el cesto, me refiero. La chiquilla —
aparentaba unos trece años— miró desconcertada a Tangorn:
—Usted no debe de ser de aquí, señor. Se trata de meotis auténticos, son
caros...
—Sí, sí, ya lo sé... —Se llevó la mano al bolsillo y de repente se dio cuenta de
que no le quedaba ninguna moneda de plata—. ¿Te basta con un dungan?
Los hermosos ojos de la chica se apagaron por un instante; por ellos pasaron
fugazmente, en rápida sucesión, la perplejidad y el temor, para quedar después
tan sólo una mezcla de repulsión y cansancio.
—Una moneda de oro por un cesto de flores... eso es demasiado, noble señor
—dijo con suavidad—. Ya entiendo... ¿Quiere que yo vaya con usted?
El barón nunca había padecido de excesivo sentimentalismo, pero en aquel
momento el corazón se le encogió de lástima y de rabia.
—¡Pero qué dices! Lo único que quiero son las orquídeas, te lo aseguro. Es la
primera vez que te dedicas a esto, ¿verdad?
Ella asintió y se sorbió los mocos, en un gesto infantil.
—Un dungan es muchísimo dinero para nosotros, señor. Mi mamá, mi
hermana y yo podríamos vivir medio año con eso...
—Vivid, entonces, y disfrutadlo —dijo él entre dientes, mientras depositaba
en su mano la pieza de oro con el retrato de Auron—. Reza por mi fortuna,
seguramente me hará falta, y bien pronto...
—¿De modo que no eras un noble señor, sino un caballero de fortuna? —En
ese instante, la chiquilla exhibía una mezcla encantadora de curiosidad,
entusiasmo infantil y coquetería plenamente adulta—. ¡Jamás lo habría
pensado!
—Algo por el estilo. —Tangorn sonrió maliciosamente y, tomando el cesto
con los meotis, se encaminó hacia la calle del Jaspe, seguido por la vocecilla
plateada de la chica:
—¡Seguro que todo te va bien, caballero, confía en mí! ¡Rezaré con toda el
alma, y tengo buena mano, de verdad!
Tina, la vieja criada de Elvis, reculó al abrir la puerta como si hubiera visto un
fantasma. «Aja», pensó él, «por lo que veo, mi presencia constituye una
verdadera sorpresa, y parece que no del gusto de todo el mundo.» Con esa idea,
se dirigió al salón, de donde llegaba una música; le acompañaban los
quejumbrosos plañidos de la vieja, quien debía de presentir que aquella visita,
procedente del pasado, no terminaría bien... El grupo que estaba reunido en el
salón era muy reducido y muy refinado; estaban interpretando la Tercera sonata
de Aquino, y tocaban divinamente; al principio, nadie reparó en la silenciosa
presencia del barón junto a la puerta, y durante algunos segundos él estuvo
observando por detrás a Elvis, que llevaba un vestido ceñido, de color azul
oscuro. Después ella se giró hacia la puerta, sus miradas se encontraron y a
Tangorn le vinieron simultáneamente dos ideas a la cabeza, a cuál más
estúpida: la primera: «Hay mujeres en este mundo a las que todo les sienta bien,
hasta los años»; la segunda: «Habrá que ver si deja caer su copa o no».
Ella se fue acercando hacia él, despacio, muy despacio, como si estuviera
tratando de vencer su resistencia, pero era una resistencia puramente externa,
cosa que se percibía de inmediato; a él le pareció que el problema residía en la
música: ésta había transformado la estancia en un arroyo de montaña que
brincaba de piedra en piedra, y Elvis se veía obligada a caminar trabajosamente
por su cauce, remontando la corriente. Después el ritmo empezó a cambiar, y
Elvis parecía ansiosa por ir a su encuentro, pero la música no remitía: dejó de
ser un torrente que empuja las rodillas para convertirse en un zarzal
impenetrable. Ahora a Elvis le tocaba apartar esa maleza espinosa: le resultaba
difícil y doloroso, tremendamente doloroso, aunque intentaba disimularlo... Por
fin acabó todo: la música se aplacó y cayó formando espirales inertes a los pies
de Elvis, la cual, como si no se lo acabara de creer, le pasó a él con mucho
cuidado las puntas de los dedos por el rostro:
—Dios mío, Tan... Mi pequeño... Has vuelto, a pesar de todo... —Debieron de
quedarse allí de pie, abrazados, toda una eternidad; luego ella le tomó de la
mano suavemente—: Vamos...
Todo fue como antes... y no lo fue. Aquella mujer era totalmente distinta, y él
la descubrió de nuevo, como si fuera realmente la primera vez. No hubo
pasiones volcánicas, ni caricias refinadas que elevan a la persona amada en una
temblorosa telaraña sobre abismos de dulce olvido. Hubo una profunda ternura
que todo lo absorbía, y ambos se disolvieron en ella, y ya no hubo más ritmo
para ellos que la palpitación de Erda, que se abría camino a ciegas entre una
lacerante lluvia de estrellas... «Estamos condenados el uno al otro», había dicho
ella en cierta ocasión; de ser así, parecía que ese día habían ordenado cumplir la
sentencia.
—... ¿Vas a quedarte mucho tiempo en Opar?
—No lo sé, Elvis. Con toda sinceridad, no lo sé... Ojalá fuera para siempre,
pero puede que sea sólo cuestión de días. En esta ocasión, al parecer, no soy yo
quien decide, sino Fuerzas Superiores.
—Comprendo... Eso quiere decir que estás de servicio nuevamente.
¿Necesitas ayuda?
—No es probable. A lo mejor, algún pequeño detalle...
—Ya sabes, querido, que por ti estoy dispuesta a cualquier cosa, incluso a
hacer el amor en la postura del misionero.
—Bueno, seguro que no te pido tamaño sacrificio... —Tangorn se echó a reír,
siguiéndole el juego—. Si acaso, alguna tontería: poner tu vida en peligro un
par de veces...
—Sí, eso es más sencillo. Bien, ¿qué te hace falta?
—Bromeaba, Eli. Entiéndelo: estos juegos se han vuelto ahora realmente
peligrosos; ya no es como en los tiempos idílicos de antes. A decir verdad,
incluso venir a verte ha sido una completa locura, aunque he tomado todo tipo
de precauciones... Así que ahora me tomaré un café rápido y me arrastraré, con
flojera en las piernas, hasta mi alojamiento.
Por unos momentos, reinó el silencio, y después ella le llamó, con una voz
extraña, como si se hubiera desplomado de repente:
—Tan, tengo mucho miedo... Yo soy una pobre mujer, y soy capaz de
presentir lo que va a suceder... No vayas, te lo ruego...
Tenía la cara descompuesta, nunca había estado así... ¿Seguro que nunca? En
el recuerdo de Tangorn surgió en aquel instante una imagen de hacía cuatro
años: «Te marchas a combatir, Tan...» «Demonios, con cada hora que pasa se
vuelve más difícil», pensaba él disgustado... Y ella, mientras tanto, se apretaba
contra él —«No te apartes»— e insistía desesperada:
—¡Quédate conmigo, por favor! En todos estos años, yo nunca te he pedido
nada... ¡Es la primera vez, hazlo por mí!
Y él cedió, sólo para calmarla («En el fondo, para acudir mañana a la cita en
El Caballito de Mar, lo mismo me da salir de un sitio o de otro»), y el grupo del
Mangosta le estuvo esperando en vano toda la noche en El Ancla Alegre.
«Bueno, si no ha venido hoy, ya vendrá mañana. No vamos a organizar una
persecución por toda la ciudad, mejor será aguardarle en su escondrijo, no hay
prisa. Además, dividir el grupo de perseguidores podría traer complicaciones:
al fin y al cabo, el barón fue en su momento la «tercera espada de Pietror», no
un pelagatos cualquiera...» Lo cierto es que el Mangosta sabía esperar mejor que
nadie.
El servicio secreto de Opar, profundamente oculto en las entrañas,
impregnadas de polvo de papel, lacre y tinta, del Ministerio de Asuntos
Exteriores, bajo la cobertura, deliberadamente ininteligible, del DDE —
Departamento de Documentación Especial—, era una organización invisible.
Incluso la ubicación de su cuartel general constituía un secreto de estado: la
llamada Casa Verde de la calle del Pantano, que sólo era mencionada de vez en
cuando, y siempre en voz baja, por «personas debidamente informadas», como
senadores y altos funcionarios, no era en realidad más que un archivo donde se
conservaban documentos desclasificados, tras haber vencido el plazo de ciento
veinte años que prescribe la ley. El nombre del director del Departamento lo
conocían tan sólo tres personas: el canciller, el ministro de la Guerra y el fiscal
general de la República (los colaboradores de la Oficina sólo estaban
autorizados a asesinar contando con la aprobación del ministerio fiscal; no era
infrecuente, por cierto, que dicha aprobación se otorgara con carácter
retroactivo); en cuanto al nombre de sus cuatro vicedirectores, tan sólo él los
conocía.
A diferencia de los servicios especiales creados sobre una base policial (los
cuales, por lo general, conservan siempre una fascinación irresistible por los
fastuosos edificios oficiales situados en las grandes avenidas capitalinas, así
como la tendencia a aterrorizar a sus conciudadanos por medio de leyendas
sobre su omnipresencia y omnipotencia), el DDE surgió en un principio como
un servicio de seguridad dependiente de una gran corporación comercial e
industrial, y se preocupaba ante todo por permanecer en la sombra, en
cualquier circunstancia. La estructura organizativa del Departamento estaba
inspirada en el zamorro, sindicato del crimen opariano: consistía en un sistema
de células aisladas, integradas en la red únicamente a través de sus jefes, los
cuales a su vez formaban células de segundo y tercer nivel. Los colaboradores
de la Oficina adoptaban una identidad falsa, creada a tal efecto, no sólo en el
extranjero, sino también en el interior del país; nunca portaban armas (salvo en
las ocasiones en que su falsa identidad así lo exigía) y no podían revelar, bajo
ningún concepto, su pertenencia a la organización. La ley del silencio y el
umberto (principio que una vez Grager formuló del siguiente modo: «Para
entrar, un dungan; para salir, cien») mantenían unidos a sus miembros de una
manera análoga a la de las órdenes secretas de caballería. Cuesta creerlo,
conociendo las costumbres oparianas, pero en tres siglos de existencia del DDE
(por otra parte, su denominación oficial cambiaba con la misma regularidad
que la piel de una serpiente) los casos de traición en sus filas se podían contar
con los dedos de una mano.
La misión del Departamento consistía en «suministrar a la alta jefatura de la
República información exacta, detallada y objetiva sobre la situación dentro del
país y más allá de sus fronteras» (fin de la cita). Evidentemente, sólo una fuente
imparcial e independiente puede ser objetiva; por eso, el DDE —según
establecía la ley— se limitaba a recopilar información, pero no intervenía en la
toma de decisiones políticas y militares basadas en ella, y no era responsable de
las consecuencias de tales decisiones; era un instrumento de medida, y tenía
categóricamente prohibido inmiscuirse en el proceso estudiado. Esa separación
de funciones es algo de lo más sensato. De no ser así, los agentes tienden o bien
a mostrarse serviles con el poder (comunicándoles tan sólo aquello que desean
oír), o bien a escapar a su control (y entonces empiezan a ocurrir cosas tan
estupendas como la recogida de datos comprometedores de sus conciudadanos,
las provocaciones o las irresponsables acciones subversivas en el extranjero;
además, justifican la necesidad de todo ello por medio de campañas
cuidadosamente orquestadas).
Así que desde un punto de vista legal, todo lo que sucedió aquella tarde de
verano en un discreto chalet, donde se reunieron el director del DDE,
Almandin; su vicedirector primero, Jacuzzi, responsable de la red de agentes y
de las operaciones en el interior; y el jefe de la plana mayor del almirante
Carnero, el capitán de navío Macarioni (superando en este caso la tradicional
animadversión, común a todos los mundos, entre «sabuesos» y «chusqueros»),
tenía un nombre muy concreto, que era el de «alta traición en forma de
conspiración». No es que ninguno de ellos aspirara al poder, ni mucho menos,
sino que los agentes sabían perfectamente que su pequeño y floreciente país
acabaría siendo absorbido por el insaciable despotismo de Pietror, y no estaban
en absoluto dispuestos a seguir sumisamente el ejemplo de las «altas
instancias», que se lo habían hecho encima...
—¿Cómo sigue su jefe, capitán?
—Estupendamente. El estilete tan sólo le rozó el pulmón; nosotros mismos
difundimos los rumores de que el almirante estuvo a punto de morir. Su
Excelencia no duda de que en un par de semanas ya se habrá restablecido y
podrá encabezar en persona la operación Siroco.
—Nosotros, en cambio, tenemos malas noticias, capitán. Nuestros hombres
nos comunican desde Puertorreal que Altagorn ha acelerado drásticamente la
puesta a punto de la flota invasora. Según mis cálculos, estará totalmente
operativa en unas cinco semanas, más o menos.
—¡Rayos y truenos! Eso quiere decir que... ¡al mismo tiempo que nosotros!
—Exactamente. No tengo que explicarles que en los días inmediatamente
anteriores a la adopción del orden de combate definitivo, el ejército y la armada
quedan totalmente indefensos, como el bogavante durante la muda. Ellos se
preparan en Puertorreal; nosotros, en Barangar: estamos prácticamente a la par,
el desfase no pasará de dos o tres días, pero el bando que alcance esa pequeña
ventaja podrá sorprender al enemigo en paños menores, dentro de su propio
puerto. La diferencia estriba en que ellos se preparan para la guerra a plena luz
del día, mientras que nosotros lo tenemos que hacer a escondidas de nuestro
propio gobierno, y malgastamos dos terceras partes de nuestras energías en
tareas de ocultamiento y desinformación... Dígame, capitán, ¿sería posible
acelerar mínimamente los preparativos en Barangar?
—Sólo a costa de poner en peligro su carácter secreto... Pero ha llegado la
hora de jugársela, no hay más remedio. Lo más importante ahora es volver
locos a los de Litoral, 12; pero eso, a mi entender, es asunto suyo...
Cuando el marino se retiró, el jefe del DDE miró inquisitivo a su camarada.
Los espías formaban una pareja muy pintoresca: el orondo Almandin, que
parecía caminar dormido, y el enjuto Jacuzzi, impetuoso cual barracuda. Tras
años de trabajo en común, habían aprendido a entenderse, no ya con medias
palabras, sino con medias miradas.
—¿Y bien...?
—Tengo aquí unos materiales relativos al responsable de los agentes
pietrorianos...
—El capitán de la guardia secreta Marandil; su cobertura legal: subsecretario
de la embajada.
—Ése mismo. Una basura fuera de lo común, incluso en ese ambiente... Me
gustaría saber si es que a toda la escoria de allí nos la mandan flotando a Opar,
para que trabajen aquí de temporeros...
—No lo creo. En Torre Vigía actúan ahora igual que nosotros, sólo que luego
los cadáveres no los echan a los canales, sino a los pozos negros... Bueno, al
grano.
—Bien, conque Marandil. Le puedo asegurar que es un ramillete de
virtudes...
—Y seguro que no habrás dejado de escoger alguna florecilla de ese
ramillete...
—No se crea. En todo lo referente a su pasado, no hay manera de pillarle;
Altagorn ha borrado todos sus pecados. Pero en cuanto al presente... En primer
lugar, exhibe una lamentable falta de profesionalidad, y, en segundo lugar,
carece de solidez y es totalmente incapaz de encajar los golpes. Si comete un
error importante que nos permita dejarle en evidencia, la cosa está hecha. Y
nuestra labor consiste en ayudarle a cometer ese error.
—Muy bien, trabaja en esa dirección... Y, entre tanto, arrójales algún hueso,
para que aparten su atención de la bahía de Barangar. Dales, por ejemplo, no
sé... ¡todo lo que tengamos sobre los agentes de Umbror!
—¿Para qué demonios les hace falta ahora a ellos?
—En principio, para nada. Pero como tú bien has dicho, su falta de
profesionalidad es lamentable. Tienen reflejos de tiburón, primero tragan y
después piensan: y esto, ¿para qué...? Así que ahora seguramente se dedicarán
con entusiasmo a destripar la red de Umbror, que ya no le sirve a nadie, sin
querer saber nada más. De nuevo, se impone un «gesto de buena voluntad» por
nuestra parte: eso nos proporcionará una prórroga, y mientras tanto tú podrás
tender el lazo con el que cazar a Marandil.
Esa misma tarde, un abultado informe del DDE relativo a la red de agentes
umbroriana en Opar fue entregado en Litoral, 12, donde desató un estado
próximo a la euforia. Entre otros apuntes, figuraba en el informe el siguiente:
«Taberna El Caballito de Mar, once de la mañana de un martes impar; pedir
una botella de tequila y unas rodajas de limón y sentarse en una mesa del
fondo, a la izquierda de la sala».
CAPÍTULO 41
Opar, Litoral, 12
4 de junio de 3019
El Mangosta andaba sin prisa por los pasillos de la embajada. Cuanto más
difícil y peligrosa sea una situación, más reposado, cauto y respetuoso (al
menos, con la gente) debe mostrarse un jefe; así que, a juzgar por la apacible
sonrisa firmemente adherida al rostro del Mangosta, la cosa no podía ir peor.
Sorprendió en su despacho al capitán Marandil, agente secreto.
—¡Saludos, mi capitán! Teniente Mangosta: aquí está mi placa. El Centro me
ha enviado a Opar para llevar a cabo una misión absolutamente secreta. Lo
lamento, pero han surgido algunos problemas...
Marandil ni siquiera se dignó a interrumpir el examen de sus uñas, en el que
estaba enfrascado: al parecer, un padrastro, imperceptible a simple vista, le
preocupaba mucho más que los percances del artista ambulante. En ese
momento, además, la puerta se abrió de par en par y entró un mocetón, de casi
siete pies de altura, que apartó al teniente sin ningún miramiento:
—¡Ya es hora de empezar, boss! ¡Una chiquilla de rechupete!
—Seguro que usted ya ha probado el dulce... —replicó el capitán en tono
cáustico, aunque no exento de familiaridad.
—¡Ni pensarlo! El «derecho de pernada» es privilegio del señor feudal, y a
nosotros nos toca después de usted: no somos unos señoritos... Pero la damisela
ya está desnuda y espera con impaciencia.
—Bueno, entonces vamos, no vaya a quedarse helada esperando.
El mozo estalló en carcajadas, y el capitán se dispuso a levantarse de la mesa,
pero se tropezó con la mirada del Mangosta y se sintió obligado a dar
explicaciones:
—Cayó en la redada de anoche, ¡se trata de agentes umbrorianos! Pura
carroña; de todos modos, también ella acabará en un canal...
El Mangosta contemplaba indiferente las molduras barrocas del despacho
(«Menuda horterada»): le preocupaba seriamente que no fuera capaz de
controlar la ira que le embargaba, y que ésta saliera a raudales al exterior a
través de sus pupilas. Evidentemente, el trabajo en un servicio de inteligencia
siempre es cruel, un tercer grado es un tercer grado, la «chiquilla» tenía que
saber dónde se metía cuando decidió participar en ese juego... Todo eso estaba
muy bien, y se ajustaba a las normas... Pero lo que ya no se ajustaba a las
normas —¡todo lo contrario!— era la conducta de sus colegas, esa parejita
encantadora: no parecían servir como soldados, sino... Bueno, al diablo con
todos ellos: el poner orden en las redes regionales de espionaje no era uno de
los objetivos de Feanaro, al menos de momento. Y el teniente volvió a dirigirse a
Marandil, en un tono exhortativo tan respetuoso que cualquier individuo
avispado habría comprendido de inmediato que ya estaba a punto de estallar:
—Le ruego que me disculpe, mi capitán, pero el asunto que me ocupa no
admite demoras, le doy mi palabra. La verdad es que, para ese trabajo —hizo
un gesto en dirección al mozo—, sus subordinados se sabrán arreglar
perfectamente sin su presencia.
El chaval, sencillamente, se partió de risa y, azuzado por la sonrisa maliciosa
del boss, comentó indolente:
—¡No hagas caso, teniente! Ya se sabe que las tres cuartas partes de los
problemas se resuelven por sí solos, y el resto son irresolubles. Mejor vente con
nosotros al sótano; como invitado que eres, el angelito te recibirá sin esperar
turno. Ella sabrá ocuparse de ti, o tú de ella, como prefieras...
Marandil disfrutaba en silencio al ver cómo humillaban al visitante de la
capital. Naturalmente, era preciso prestarle apoyo, qué remedio, pero primero
había que darle una lección: que se enterara de que él allí, en Opar, era un don
nadie.
—¿Tú, cuando estás en presencia de un superior, qué posición adoptas? —
inquirió el Mangosta con voz desvaída, midiendo con la mirada al lacayo de
Marandil, y esforzándose por contener las puntas de sus botas.
—¿Qué? Pues como todo el mundo... ¡no me fallan las piernas!
—Ah, bien pensado... —dijo el teniente con aire pensativo, y con un leve
movimiento, como un paso de baile, se deslizó hacia delante. Su rival le sacaba
una cabeza, y era prácticamente el doble de ancho que él, lo que le impidió
darle demasiado fuerte; pero un puño así es como una pesa, y siempre te puede
derribar de un golpe... El caso es que lanzó el puño y se quedó de piedra: no es
que el Mangosta hubiera esquivado el puñetazo o hubiera saltado hacia atrás;
es que, sencillamente, había desaparecido, esfumándose literalmente en el aire.
El mocetón se quedó parado, con los ojos como platos, hasta que le tocaron en
la espalda, «¡hola!», y el muy imbécil, en efecto, se volvió...
El Mangosta cruzó por encima del cuerpo tendido, con cierta repugnancia,
como si se tratara de un montón de estiércol, y se detuvo ante Marandil, que
había reculado inconscientemente, quedándose detrás de la mesa, con el pánico
claramente dibujado en sus ojos:
—Parece que sus subordinados no se tienen en pie —le comentó secamente—
. ¿Es que les tiene muertos de hambre?
—¡Eres un tipo duro, teniente! —Marandil forzó una sonrisa—. No te
enfades: tenía ganas de verte en acción...
—Eso mismo pensaba yo. ¿Damos el tema por zanjado?
—Por cierto, ¿no serás tú uno de esos... cómo era... ninjokwe?
—Ésa es otra técnica, aunque se basa en los mismos principios... Bueno,
volvamos al tema que nos ocupa. Por lo que respecta a las diversiones en el
sótano, me temo que va a tener usted que contenerse o, más bien, y perdone el
juego de palabras trivial, abstenerse. Ordene a sus hombres que vayan
empezando sin usted. Y que se lleven de aquí a este jovencito insolente.
El Mangosta rechazó tanto el vino como el café que le ofrecieron, y fue directo
al grano:
—Ayer sus hombres intentaron atrapar en El Caballito de Mar al barón
Tangorn. ¿A qué viene eso? Supongo que no se habrán olvidado ustedes de que
Lunien es vasallo de la corona de Pietror...
—¡Pero si no teníamos ni idea de que fuera Tangorn...! Simplemente, se
presentó en una reunión clandestina umbroriana, y los muchachos llegaron a la
conclusión de que se trataba de su enlace.
—¡Aja...! —El Mangosta cerró los ojos durante unos instantes—. Vaya, eso
cambia las cosas... Ahora no hay ninguna duda: el barón está en estrecho
contacto con Umbror. Lo cierto es que ahora también para ellos es un hombre
quemado...
—No te preocupes: le cogeremos esta misma tarde. En las pesquisas no sólo
interviene nuestra gente, sino también la policía de Opar. Ya han encontrado
una de sus guaridas, la había dejado tan sólo media hora antes de que se
presentaran allí...
—Justamente ése es el motivo de mi visita. Deben suspender inmediatamente
la búsqueda de Tangorn. Mienta usted a la policía, dígales, no sé, que todo ha
sido un malentendido, una mala conexión entre dos servicios de inteligencia
hermanos; en una palabra: «riñas de enamorados, amores doblados»... De
hecho, hasta cierto punto, eso se corresponde con la realidad.
—¡No he entendido el chiste!
—No tiene usted nada que entender, capitán. ¿Conoce usted esta letra: G? —
Marandil observó el documento de seda que sostenía el teniente y se quedó
blanco—. Yo me ocuparé del barón: esta historia no tiene nada que ver con
ustedes. Retire a sus colaboradores y, sobre todo, insisto en ello, detenga cuanto
antes a la policía de Opar: como Tangorn llegue a caer en sus manos, y no en las
mías, será una catástrofe, y los dos responderemos con nuestra cabeza.
—Pero, mi teniente... ¡Se ha cargado a cuatro de mis hombres!
—Y ha hecho bien. —El Mangosta se encogió de hombros—. A los cretinos
que se ponen a intimar con los detenidos hay que matarlos. Sobre el terreno...
Quedamos, entonces, en que ustedes interrumpen cualquier búsqueda activa de
Tangorn y esperan tranquilamente. No se puede excluir que muy pronto él
mismo se descubra, de una forma u otra...
—¿Que se descubra él mismo? ¿Qué pasa, está loco?
—En absoluto. Sencillamente, todo parece indicar que está en una situación
desesperada. Y el barón, por lo que puedo saber, es de esa clase de personas
partidarias de jugarse el todo por el todo... De modo que si se entera usted de
algo interesante, infórmeme de inmediato: ice en el asta de la embajada el
gallardete de Colina de Rotam, y en seguida vendrá alguien a recabar la
información. Y cuando todo esto termine, olvídese para siempre de que ha oído
el nombre de Tangorn. ¿Estamos?
—¡Sin duda! Escuche, mi teniente, hemos descubierto que él antes tenía aquí
una amiguita...
—Jaspe, 7, ¿verdad?
—Pues... sí —contestó decepcionado Marandil—. Veo que ya lo sabe...
—Por supuesto. Por lo visto, hace dos noches durmió allí. ¿Y qué más?
—A ella habrá entonces que apretarle las clavijas.
—¿Ah, sí? ¿Y qué espera sacar de ella? —El Mangosta hizo un gesto de
hastío—. ¿En qué posturas hicieron el amor y cuántos orgasmos tuvo en esa
noche? ¿Qué más puede contar? Tangorn no es un idiota redomado que pone
en conocimiento de su amante los asuntos de trabajo.
—Pero de cualquier modo...
—Capitán, se lo repito una vez más: destierre de su cabeza todo lo que tiene
que ver con Tangorn; ahora es asunto mío, no suyo. Si se lo encuentra por la
calle, cambiase de acera, y después limítese a echar humo en su despacho de la
embajada del Cisne de Colina de Rotam. ¿De acuerdo? Por cierto, en relación
con sus problemas: si no he entendido mal, están ahora hurgando ustedes en la
antigua red de espionaje umbroriano. Permítame una pregunta indiscreta:
¿para qué?
—¿Cómo que para qué?
—Sí: ¿tendría la bondad de decirme en qué les estorba? Y, en todo caso, ¿por
qué han empezado a detenerles, en vez de tenerles vigilados y esclarecer cuáles
son sus conexiones?
—Teníamos prisa; no vaya a ser que el DDE esté desarrollando un doble
juego...
—¿El DDE? ¿Así que fueron ellos los que les pusieron en la pista de la red
umbroriana?
—¡Pues claro! Fue un «gesto de buena voluntad»...
—¡Capitán, eso no es más que un cuento para niños tarados! ¿No se le ha
ocurrido pensar por qué les han hecho ese regalo tan estupendo?¿Qué
pretenden a cambio? Muy bien, como ya he dicho, eso es asunto suyo; hagan lo
que puedan. ¡Ha sido un honor!
El Mangosta se dirigió hacia la puerta, pero antes de llegar se volvió
repentinamente:
—Ah, otra cosa más. Por lo que pueda pasar con vuestro celo en el servicio,
capitán... —Se paró un poco, como si estuviera buscando la palabra precisa, y
luego resolvió sus dudas—: Veamos, como alguno de los tuyos, a pesar de todo,
se acerque mínimamente a la casa de la calle del Jaspe, te vas a tragar una
tortilla hecha con tus propios huevos. ¿Me has entendido?
Sus miradas se cruzaron por un solo instante, pero a Marandil le bastó para
tener la certeza absoluta de que el otro se la haría tragar.
La predicción del Mangosta se confirmó punto por punto al día siguiente,
cuando uno de los miembros de la policía de Opar, el inspector Vaddari,
expresó su intención de entrevistarse urgentemente con Marandil. El inspector
no era uno de los policías que trabajaban abiertamente para la embajada de
Pietror, si bien no era poco lo que sabía de todos aquellos juegos. Era un
detective veterano y con mucha experiencia, que sabía orientarse como nadie en
el lado oculto de la vida. Tanto por su edad como por sus méritos, hacía ya
mucho que debería haber obtenido los galones de comisario, y por ese motivo
alargaba la mano sin ningún remordimiento de conciencia. Hay que tener en
cuenta que la corrupción en la policía de Opar estaba avalada por una tradición
centenaria (los policías y los aduaneros que no se dejaban sobornar despertaban
el recelo no sólo de sus compañeros y jefes, sino también de los ciudadanos
honrados: «No, tíos, a ése más vale no darle la espalda en la oscuridad»), pero
Vaddari se distinguía de otros colegas en que la gratificación obtenida se la
curraba siempre a conciencia, sin ampararse en las «dificultades objetivas».
—Sus hombres, señor secretario, estaban buscando a un tal Tangorn, pero
ayer las pesquisas fueron bruscamente interrumpidas. ¿Todavía le interesa ese
individuo?
—Bu-bueno... Sí, es posible... —Marandil, precavido, asintió finalmente.
—Estoy dispuesto a comunicarle el sitio exacto donde va a estar hoy por la
tarde. Siempre que nos pongamos de acuerdo en el precio...
—¿Puedo saber de dónde procede esa información?
—Sí. Él mismo me mandó una carta, fijando la cita.
—¿Y por qué ha decidido usted vender a un cliente potencial?
—Ni siquiera lo había pensado. Lo cierto es que entre las condiciones que él
me fija para la cita no se menciona por ninguna parte que no puedan saber de
ella terceras personas, de modo que me atengo estrictamente a la letra del
acuerdo. Y si Tangorn no contempla esa posibilidad, no es más que un imbécil
con el que no vale la pena tener tratos.
—Ya... ¿Y cuánto pide usted?
—Tres dungans.
—¿Qué? ¿Tú sabes lo que dices, palurdo? ¿Has perdido el norte?
—Soy yo el que pone el precio...
—Pues a mí, por si lo quieres saber, a mí este asunto me deja frío...
—¡Deja ya de vacilar conmigo; tú no sabes con quién estás hablando! Lleváis
un día y medio metiendo las narices en todas partes y, de repente, ¡anda, qué
fallo, la que hemos liado! Hasta el más tonto se da cuenta de que otra gente se
ocupa ahora de cazar al pájaro, y de que a la policía de Opar la han dejado de
lado... Así que ahora tengo que buscarme la vida para averiguar quién más
anda detrás de este tío. ¡Y el tiempo apremia...!
—¡De acuerdo: dos!
—Si he dicho tres, son tres; no estamos en el mercado, regateando por unos
pistachos. No seas tacaño, ¡ni que pagaras de tu bolsillo!
—Vale. Tú ganas. Dos ahora, y el tercero cuando lo hayamos cogido,
siguiendo tus indicaciones.
—¡Que te lo has creído! Yo te digo cuándo y dónde; el resto es cosa tuya, a mí
ni me va ni me viene. Los tres, ya mismo.
—¿Y si me la estás jugando?
—Mira, los dos somos personas adultas, responsables. Yo no soy uno de esos
borrachos del puerto que van ofreciendo el mapa de un tesoro pirata a cambio
de unos tragos...
Tras guardarse las monedas en el bolsillo, Vaddari empezó con las
instrucciones:
—¿Conoces la plaza de Castamir?
—¿La que tiene un lago en medio al que van a parar tres canales?
—Ésa misma. El lago es circular, tiene ciento cincuenta yardas de diámetro,
los canales entran formando ángulos de ciento veinte grados: a las doce, a las
cuatro y a las ocho del cuadrante, contando a partir de las columnas rostrales.
La orilla del lago no es continua, sino que la interrumpen unas escaleras que
bajan hasta el agua: hay dos en cada tramo entre canal y canal; seis en total. A
las siete de la tarde, yo estaré en la escalera situada justo a la derecha del canal
de las ocho, vestido con una capa colorada y un sombrero con una pluma negra.
Por uno de los canales vendrá una góndola de alquiler, un taxi acuático: el
gondolero me recogerá, orientándose por estas mismas señas, y a partir de ese
momento tendrá que seguir mis instrucciones. Yo iré pasando de una escalera a
otra, pero no de forma consecutiva, a lo largo de la orilla, sino atravesando el
lago: primero las siete, luego las once, luego las tres, y así sucesivamente. ¿Se
entiende la idea?
—Perfectamente.
—A esas horas, no suele haber apenas movimiento por el lago; si aparecen
otras góndolas, la mía tendrá que permanecer amarrada, esperando a que pasen
de largo por los canales. Tangorn bajará por una de las escaleras (siempre y
cuando, naturalmente, esté convencido de que no hay ningún peligro) y se
subirá a mi góndola. Irá disfrazado y maquillado; le reconoceremos cuando se
saque de la camisa un pañuelo de cabeza de color lila y lo agite dos veces. Eso
es todo. Ahora es cosa tuya, secretario; que te vaya bien.
Vaddari se levantó y se dirigió hacia la salida del café donde se habían
reunido, al tiempo que pensaba fugazmente: «Me apuesto la cabeza a que el
otro les hace una jugarreta»...
Lo primero que hizo el capitán, tras regresar a la embajada, fue anotar en el
libro de contabilidad donde se registraban los pagos a los agentes: 4 (en letras:
cuatro) dungans. Le dieron ganas de apuntar cinco, pero se contuvo: la avaricia
rompe el saco, y el pájaro, en cambio, picotea los granos de uno en uno, y se
queda satisfecho... Bueno, ¿qué? ¿Izaba la bandera de Colina de Rotam? ¿Y
entregaba a Tangorn, servido en un plato, a ese chillón de la capital? «¿Qué tal
si le hinco yo el diente, y prescindo de la operación de la corona?», decidió de
repente. «Una mano de cartas como ésta no se tiene más que una vez en la vida.
Le cogeré yo solo, y a los vencedores no les juzga nadie...» En ese instante, le
vino a la memoria la mirada del Mangosta, y volvió a sentir un escalofrío: ¿qué
pasaría con él? «No», se tranquilizó, «el plan es seguro, no puede haber fallos;
conozco el lugar y la hora exactos de la cita; cuento con treinta y dos hombres y
con cinco horas para los preparativos, y en cinco horas, si no recuerdo mal, el
Demiurgo aritano de rostro solar se las arregló para crear Erda con todos sus
entresijos: el agua con los peces, el aire con las aves, la tierra con las bestias, el
fuego con los dragones y el hombre con todas sus perversiones...»
CAPÍTULO 43
—No sé de qué me habla. —La dicción de Algali dejaba mucho que desear: se
estaba tanteando con la lengua los dientes que se le movían, tratando de
evaluar las dimensiones del estropicio.
—Al diablo, jovencito; yo no soy tan tonto como para preguntar si pertenece
al movimiento clandestino. Lo que le estoy preguntando es qué querían de
usted los hombres de la guardia secreta de Altagorn.
Algali no decía nada, tratando de hacerse cargo de la situación. Todo aquello
se parecía a esos espectáculos cochambrosos, en los que el intrépido salvador
(«todo vestido de blanco») baja por el tubo de la chimenea en el preciso instante
en que la princesa ya ha caído en las garras peludas del cabecilla de los
bandidos, pero todavía no ha llegado, de forma rocambolesca, a perder su
inocencia... O, más bien, se parecería a esa clase de espectáculos si no fuera por
una serie de circunstancias: la espada con la que el mashtang estaba cortando en
ese momento sus apretadas ligaduras era perfectamente real; la cuchillada que
había asestado con esa misma espada en el pecho del bufón era —a juzgar por
el sonido— no menos real; y la sangre, de la que Algali se limpió con la mano
derecha algunas gotas caídas en su mejilla, era sangre auténtica, y no zumo de
frambuesa... En definitiva, parecía haberse metido por casualidad en un nuevo
problema, ajeno a él; pero, en cualquier caso, peor de como estaba antes no
podía estar.
—A propósito, soy el barón Tangorn. ¿Cómo se llama usted, monada?
—Algali, subsecretario del Ministerio de Asuntos Exteriores, para servirle.
—Mucho gusto. Vamos a ver si aclaramos la situación. Mi irrupción en este
chalet debe de parecer sin duda alguna una de esas casualidades que sólo se
dan en las novelas; de modo que le resultaré un personaje sumamente
sospechoso...
—¡Oh, no! ¿Por qué había de serlo? Le estoy extremadamente reconocido,
barón. —Algali se inclinó ante él, exageradamente ceremonioso—. De no haber
sido por su caballerosa intromisión, no habría podido escapar a una muerte
horrible. Estos hombres, créame, se habían empeñado en que yo formo parte de
no sé qué organización élfica...
—Si le parece, vamos a analizar todo esto desde mi punto de vista. Si usted
me lo permite, voy a partir de la base de que mis colegas de Pietror no se
equivocaban... ¡Le ruego que no me interrumpa! —En ese momento, en la voz
del mashtang se sintió con claridad un timbre imperioso—. El caso es que he
venido a Opar, procedente de Lunien, con una misión concreta: entrar en
contacto con los elfos y poner en su conocimiento cierta información de una
importancia vital; evidentemente, no de balde. Por desgracia, mi misión ha
llegado a oídos de Altagorn, quien desea impedir la transmisión de esa
información; también para él es cuestión de vida o muerte. Su guardia secreta
empezó a seguirme la pista. El día tres de este mes intentaron atraparme en la
taberna El Caballito de Mar y desde entonces andamos jugando al ratón y al
gato por toda la ciudad, aunque es verdad que, en el curso del juego, el ratón se
ha convertido de pronto en un escorpión: a ellos, estas diversiones les han
costado siete muertos... bueno, si contamos a éste —señaló despectivamente
hacia el bufón—, ocho ya... Resulta que esta misma tarde he conseguido por fin
descubrir uno de sus domicilios clandestinos: calle del Farol, 4; naturalmente,
he decidido hacerles una visita. ¿Y qué me he encontrado aquí? Los abnegados
hombres de la guardia secreta, desentendiéndose por completo de la vigilancia
exterior del edificio, interrogan a un tipo que parece pertenecer a la red élfica,
precisamente la misma red con la que estoy intentando contactar, sin ningún
éxito, desde hace ya dos semanas... No está mal, hablando de casualidades de
novela... ¿Cuál de las dos casualidades resulta más sospechosa?
—Hombre, si hablamos en teoría...
—¡Oh, sí, claro, en teoría! Habíamos quedado en que su pertenencia al
movimiento élfico no era más que una hipótesis convencional... Mire, a pesar de
todo, yo me inclino a creerme su historia; para ser sincero, lo cierto es que no
tengo elección. Para empezar, usted no va a tener más remedio que
esconderse...
—¡Ni pensarlo! A mí, todos estos juegos de espías...
—Escucha, ¿tú eres idiota o qué? Una vez que has entrado en el campo visual
de la gente de Litoral, 12... se acabó, ¡adiós, muy buenas! La única forma que
tienes de demostrarles que no eres miembro de la red élfica es muriendo
torturado; en ese caso, se encogerán de hombros y dirán: «Qué se le va a hacer,
estábamos confundidos...». Así que, si de verdad no tienes nada que ver con
todo esto, ya puedes ir buscando una rendija donde ocultarte por una buena
temporada; que yo, fíjate bien, no tengo el menor interés en hurgar en tus
asuntos y ofrecerte mis propios escondrijos... Ahora bien, si perteneces a los
grupos clandestinos élficos, después de esta «salvación milagrosa» tendrás que
dar explicaciones, largas y complicadas, a los de vuestro servicio de seguridad,
o como quiera que le llaméis. En ese caso, cuéntales sin más todo aquello de lo
que has sido testigo, y diles lo siguiente: el barón Tangorn, de Lunien, quiere
contactar con Elandar...
—Es la primera vez que oigo ese nombre.
—Como que no podías haberlo oído. En cualquier caso, si tus jefes consideran
que el asunto merece la pena, te espero los viernes, a las siete de la tarde, en el
restaurante La Caballa Verde. Pero no te olvides de decirles que no estoy
dispuesto a tratar con nadie que no sea el propio Elandar; los sucedáneos no me
valen.
Y cuando el mashtang sacó al astrólogo al porche del chalet, en medio de la
noche iluminada por los estallidos de los cohetes de carnaval, le hizo una
última advertencia a su tutelado:
—Espera. En primer lugar, recuerda la casa, el número y todo eso; créeme, te
vendrá bien. En segundo lugar, cuando el atleta me aclare cómo es que Litoral,
12 ha decidido ir contra el subsecretario del MAE, Algali, yo enviaré su
declaración escrita en un paquete postal que te estará esperando en el arrabal de
Harmian, en casa de la tía Mandino... Venga, chaval, largo de aquí, que yo voy a
charlar con nuestro amigo antes de que se acabe de enfriar el brasero...
No parecía, sin embargo, que el subsecretario se hubiera tomado muy en
serio los consejos del mashtang. Estuvo un rato deambulando por las calles
nocturnas (probablemente intentaba descubrir si le seguía alguien, ¡para
partirse de risa!), y luego entró en el bar La Estrella Fugaz, el favorito desde
hacía tiempo de un público integrado por toda clase de artistas y gente próxima
a la bohemia; si allí siempre había barullo, en la noche de carnaval era
sencillamente imposible hacerse un hueco. Con la iluminación, pronto se pudo
apreciar que las aventuras vividas no habían dejado de afectar a Algali: las
manos, por ejemplo, le temblaban visiblemente. Mientras esperaba junto a la
barra a que el barman le preparara un nomeolvides, un cóctel con once
ingredientes, se dedicaba a apilar mecánicamente las monedas, tratando de
formar una pequeña columna, pero los dedos no le obedecían y la columna se le
vino abajo dos veces; el barman, pendiente de esos ejercicios arquitectónicos,
apartó el cóctel y le dijo:
—Deja mejor que te sirva un vaso de ron; te sentará mucho mejor...
Durante un par de horas, estuvo haciendo tiempo en un rincón, sin dirigirse a
nadie ni terciar en ninguna conversación; después, se pidió de pronto un
segundo cóctel, tras lo cual salió precipitadamente, y estuvo callejeando hasta
que llegó al puente de los Deseos Cumplidos, totalmente solitario a esas horas
de la madrugada. Y desapareció.
Si alguien hubiera seguido a Algali, habría invocado en aquel lugar a algún
espíritu maligno: un instante antes, allí había un hombre y... de repente, ya no
había nadie. En principio, se podría pensar, por ejemplo, en un salto a una
góndola que hubiera pasado bajo el puente, pero el puente de los Deseos
Cumplidos tiene una luz de treinta pies de altura; difícilmente estaría
capacitado un burócrata del MAE para esa clase de numeritos circenses, sobre
todo porque la sincronización de los movimientos tendría que ser sencillamente
extraordinaria, y eso no se consigue así como así... El caso es que cualquier otra
posible explicación parecía igualmente fantasiosa; claro que siempre se podría
decir, con toda intención, aquello de «¡la magia de los elfos!», pero la verdad es
que esas palabras difícilmente explicaban nada... En definitiva, la manera
precisa mediante la cual Algali consiguió llegar hasta una insignificante casita
de pescadores en la orilla de la bahía de Barangar quedó sin explicar.
Al cabo de un par de horas, estaba en medio de la barraca, completamente
desnudo, con los brazos extendidos y los ojos cerrados. Una muchacha delgada,
de pelo moreno, que recordaba al vivino, ese pájaro de triste canto, le pasaba
muy despacio, rozándole muy levemente, las manos por la espalda. Tras
inspeccionar de esa forma su cuerpo, la muchacha hizo un gesto negativo con la
cabeza:
—Está limpio, no ha sido impregnado con ninguna sustancia mágica.
—¡Muchas gracias, pequeña! —La persona que estaba sentada en un rincón,
encima de un barril rajado, tenía un rostro duro y sereno de capitán que
permanece impasible en el puente de mando sacudido por la tormenta—. ¿Estás
cansada?
—No demasiado. —Trataba de sonreír, pero la sonrisa que le salió era
totalmente inexpresiva.
—Descansa como una horita...
—No estoy cansada, de veras.
—Vete a descansar. Es una orden. Luego comprueba una vez más las ropas,
hilo a hilo: temo que le hayan puesto alguna sustancia indicadora... ¿Y tú qué
dices? —se dirigió hacia un joven con un disfraz carnavalesco de murciélago.
—El contraespionaje no ha detectado a ningún agente enemigo; al menos,
desde La Estrella Fugaz hasta el puente. Yo le he seguido (al final ha habido que
desenredar la escalera de cuerda por la que ha descendido hasta la góndola):
todo correcto.
—¿Ha habido problemas?
—Ninguno. A la primera señal de alarma, el cóctel nomeolvides más los
montoncitos de monedas que se le caían, pusimos a trabajar al grupo de
seguridad. El barman, después del segundo cóctel, le comunicó en qué poste
concreto del pretil del puente debía encontrar la escalerilla, y todo ha ido sobre
ruedas.
—Muy bien. Por el momento, todo el mundo está libre de servicio. Y usted,
Algali, póngase algo de ropa, siéntese y empiece a contar su historia. Le escucho
atentamente.
Tras seguir con la mirada al subsecretario del MAE que se alejaba por la calle
del Farol, el hombre que se le había presentado como el barón Tangorn
(efectivamente, se trataba de él) regresó a la casa. En el semisótano había una
intensa actividad: el atleta y el bufón —sanos y salvos— arreglaban
cuidadosamente la habitación. El bufón ya se había despojado de las ropas
ensangrentadas (la sangre de cerdo procedía de una vejiga oculta entre las
ropas, que había sido atravesada por la espada del barón) y en ese momento,
haciendo gestos de dolor, se estaba quitando la cota de platagrís que llevaba
puesta debajo. Al ver a Tangorn, se giró hacia un lado para mostrarle un bulto
que se estaba poniendo morado:
—¡Mira lo que me has hecho, jefe! Voy a parecer un monstruo... ¡Me has roto
una costilla!
—Con todos los dungans que te llevas, ya puedes aguantar. Si lo que buscas
es una propina, lo llevas claro.
—¡Menudo genio! Si hubieras tenido más cuidado al golpear con la espada,
no estaríamos hablando de esto ahora; ¿por qué coño tenías que darme de esa
manera? ¿Y si la cota se llega a romper, qué?
—El caso es que no se ha roto —replicó el barón con indiferencia—. Por
cierto, tráela para acá.
Por si acaso, había recubierto la cota con un esmalte negro, de modo que no
se podía distinguir de una vieja coraza umbroriana normal y corriente; no tenía
la menor intención de exhibir la platagrís delante de sus compinches.
—¡Inspector! —llamó al atleta, que mientras tanto había estado limpiando
con mucho cuidado las gotas de sangre del respaldo del sillón—. No se olvide
de poner el brasero en su sitio.
—Escúcheme, barón —le contestó enojado—, ¡no necesito que me enseñe a
borrar huellas! —Acto seguido repitió (con toda razón, como tuvo que
reconocer Tangorn) los habituales dichos sobre el hijo precoz que se pone a dar
consejos sexuales a su padre, y sobre los inconvenientes de hacer el amor en
medio del paseo marítimo de las Tres Estrellas, en vista de que los que andan
por ahí no te dejan en paz con sus recomendaciones.
—¿De dónde habéis sacado todo esto? —Tangorn le estaba dando vueltas en
la mano a unas tenazas de aspecto siniestro, cogidas al azar entre el montón que
había en el bacín de hojalata...
—Le compré por tres castamires todos sus instrumentos a un sacamuelas del
bazar, y encima añadió algunas herramientas de cerrajero. Están un poco
manchados de sangre seca, pero, si uno no se fija demasiado, es un artículo que
puede tener muy buena salida...
—Muy bien, linces. Os agradezco el servicio —dicho esto, entregó a Vaddari
y a su ayudante sendos saquitos con monedas de oro—. ¿Cuánto tiempo
necesitáis para acabar de arreglarlo? ¿Os bastará con diez minutos? —El
inspector hizo un cálculo mental y asintió—. Perfectamente. Tu barco —el
barón se dirigió al bufón —zarpa al amanecer; en esas tierras, con cincuenta
dungans tendrás más que de sobra para montar una tienda de bebidas o una
posada, y olvidarte para siempre de Opar... y de los agentes secretos de Opar,
¿no es así? Eso sí, no te recomiendo que publiques tus memorias sobre los
sucesos de esta noche...
—¿Qué leches es eso de «publicar las memorias», eh, jefe?
—Se trata de personas que empiezan, en estado de embriaguez, a inventarse
historias de su propia vida. También están esos otros que se pasan de listos y
mandan cartitas a la policía...
—¡Qué cosas se te ocurren, jefe! —exclamó el bufón—. ¿Cómo iba yo nunca a
traicionar a un colega?
—Ten esto muy presente: Vittano el Cojo me debe un favor y se considera
hermano mío, así que si pasa algo te irá a buscar, no a Vendotenia, sino al
mismísimo Extremo Oeste.
—Me ofendes, jefe.
—No te ofendo, me limito a prevenir posibles errores. Si no, ya sabes que a
veces la gente cae en la tentación: cobrar dos veces por el mismo trabajo...
Bueno, linces, que os vaya muy bien. Espero con toda mi alma que no nos
volvamos a ver.
Dicho esto, el barón pareció marcharse, pero justo en la puerta se detuvo y se
quedó allí parado unos segundos, como si estuviera indeciso: para el trabajo
que le esperaba en el piso de arriba, era imprescindible hacer de tripas corazón.
CAPÍTULO 47
Opar, Litoral, 12
25 de junio de 3019
El Gran Dique de Opar no figuraba entre las doce maravillas del mundo, de
acuerdo con la relación establecida en su día por Ash-Sharam en su Historia
general, pero seguramente eso obedecía únicamente a las particularidades del
gusto de ese ilustre vendoteniano: éste no mostró predilección por las
edificaciones funcionales (por muy grandiosas que fuesen), sino por las
fruslerías rebuscadas, del estilo de la aguja de Torreumbría o el Templo
Colgante de Mendor. El terraplén de mil quinientas yardas que unía la
península con las islas llevaba cuatro siglos asombrando a los visitantes de
Opar: más ancho que cualquiera de las calles de la ciudad, permitía el paso
simultáneo de dos caravanas de baktrianes marchando en sentido contrario.
Realmente, para eso fue construido: desde entonces, los mercaderes que
llevaban y traían mercancías entre el continente y las islas podían prescindir de
las barcazas para la travesía. Claro que no de balde: tal y como afirmaban las
malas lenguas, juntando las monedas de plata que a lo largo de esos cuatro
siglos los caravaneros habían aportado al tesoro municipal, se podría haber
construido un segundo dique al lado del ya existente.
Ante el macizo edificio de la aduana, que se alzaba a la entrada del dique por
la parte de la península, se extendía toda una pequeña ciudad de abigarradas
tiendas, pabellones y tenderetes de bambú. Aquí el mercader, agotado tras
cinco días recorriendo las escarpadas revueltas de la carretera de Chevelgar,
tenía toda clase de oportunidades para perder su dinero de un modo más
agradable que en el despacho del cobrador de derechos aduaneros. El humo
grisáceo que cubría los braseros, impregnado del olor de la carne —casi tan
apetitoso como la carne misma—; las jóvenes de todos los colores y de todos los
tamaños que, muy oportunamente, mostraban sus encantos; los profetas y
magos que se ofrecían, por unos cuantos piccolos, a predecir el resultado de la
próxima compra y, por un castamir, a reducir a polvo para siempre a toda la
competencia... Allí los pordioseros, siempre tenaces, pedían limosna a gritos; los
carteristas iban de acá para allá; los tahúres y los trileros convocaban con gran
maestría a toda clase de pardillos; también era aquél el lugar donde los policías
dirimían, con todo rigor, sus chanchullos (ése sí que era un destino lucrativo; se
dice que cierto guardia principiante presentó a sus superiores, muy convencido,
la siguiente solicitud: «Experimentando una extrema estrechez económica con
ocasión del nacimiento de mi tercer hijo, ruego me trasladen, aunque sea de
forma transitoria, al Gran Dique»). En una palabra, era una especie de Opar en
miniatura, con todo su colorido.
Ese día la cola avanzaba a paso de tortuga. No sólo daba la impresión de que
los funcionarios de aduanas se iban a quedar dormidos de un momento a otro
(lo que no les impedía meter las narices sistemáticamente en cada bulto), sino
que además había surgido un obstáculo adicional en el propio dique, donde a
los constructores se les había ocurrido cambiar el revestimiento de la calzada.
Un karavan-bashi de Jand, un tipo robusto de barba negra, se había dado
cuenta ya de que los aduaneros —¡así les castigue el Todopoderoso con
calenturas y llagas purulentas!— llevaban tanto retraso que no había forma
humana de que sus baktrianes estuvieran en las islas antes de la hora de la
comida, lo que suponía que ese día de bazar había que darlo por perdido.
Bueno, para qué ponerse nervioso y echar humo por las orejas... todo está en
manos del Todopoderoso. Tras encargar a su ayudante que vigilara los
animales y las mercancías, decidió dar una vuelta por los pabellones para matar
el tiempo.
Tras reponerse en una de las tascas (tallarines, tres raciones de un exquisito
arroz azafranado y un plato de pastelillos dulces con orejones), se disponía a
regresar, pero se quedó embobado delante de un pequeño tablado, donde una
bailarina aceitunada se contoneaba de forma irresistible, vestida únicamente
con unas cuantas cintas de seda que flotaban al viento. Dos montañeses de la
península se la comían con los ojos, empezando por sus hermosas caderas que
se movían siguiendo un ritmo inequívoco y siguiendo por el vientre satinado;
no se olvidaban, claro, de manifestar de vez en cuando su desprecio, como si
sintieran una profunda aversión («¡bah!, ¿qué verán en ellas los de la ciudad?
Pero si no hay por dónde agarrarlas...»), al tiempo que intercambiaban
conmovedores tópicos sobre los rasgos morales de las ciudadanas. El
caravanero ya estaba calculando por cuánto le saldría un conocimiento más
estrecho de la bailarina en su tienda, situada detrás del tablado, pero de pronto
apareció de no se sabe dónde un predicador hakimiano —una momia calva,
cubierta con unos harapos medio podridos, con ojos encendidos como ascuas—
y lanzó sobre la marcha una ráfaga de acusaciones contra los libertinos «que
contemplan con ojos lascivos la prostitución practicada por nuestra hermana
caída». La «hermana caída» oía todo esto como quien oye llover, pero el
caravanero optó por apartarse rápidamente; más valía que se llevase Dios al
paraíso a ese predicador, antes de que agregara alguna nueva y terrible
maldición...
No obstante, tenía unas ganas locas de estar con una mujer: cinco días de
abstinencia, ahí es nada... La verdad, ¡qué tiempos aquéllos! Miró a su alrededor
y, os lo aseguro, ahí mismo, a una decena de pasos, sin exagerar, encontró la
solución. A primera vista, la muchacha no valía nada: era una flacucha de unos
diecisiete años, que además tenía un adorno en forma de moratón, del color del
vino añejo, bajo el ojo izquierdo; pero el jandiano, con mirada experta, supo
valorar los méritos de su figura flexible, y poco le faltó para relamerse
descaradamente: ¡aquí sí que hay sustancia, chavales! Y en cuanto a su cara, ya
se sabe que, si es necesario, siempre se la puede cubrir con una tela.
—¿Qué, amiga, nos aburrimos?
—Piérdete —replicó indiferente; su voz era algo ronca, pero agradable—. Te
has confundido, papaíto, yo no me dedico a eso.
—¡Dice que no se dedica a eso!... ¿No será que nunca te han ofrecido un buen
precio? No temas, vamos a hacer todo como es debido... —Y, entre risotadas, la
agarró del brazo, medio en broma, pero con mucha firmeza.
La muchacha le respondió con una breve retahíla que habría sacado los
colores a un contramaestre pirata; después, con un movimiento preciso y
desenvuelto, liberó su brazo de las garras del karavan-bashi y reculó
bruscamente, yendo a parar al pasaje que quedaba entre una tienda llena de
remiendos y un tenderete torcido hecho con esteras de junco. No había ninguna
picardía en su acción: para soltarse, hace falta retroceder en la dirección que
marca la falange segunda del pulgar del tipo que te tiene agarrado; es verdad,
sin embargo, que eso, de entrada, choca y a menudo invita a sacar las oportunas
conclusiones. Pero no en esta ocasión: el excitado jefe de caravanas («¡ya sólo
faltaba esto: que una putita de su edad se ande con remilgos!») se introdujo a
toda prisa en el pasaje que había entre las tiendas y fue en pos de su esquiva
presa...
Antes de medio minuto el jandiano estaba ya de vuelta en la plaza. Caminaba
con mucha precaución, casi como si lo hiciera de puntillas, y, al tiempo que
sofocaba sus bramidos de dolor, se apretaba el vientre con la mano derecha y
cubría ésta, cuidadosamente, con la izquierda. Todo hay que decirlo, ese
aldeano era un auténtico botarate... Dislocar el pulgar de una mano hostil no
supone ningún problema para un agente del DDE, por muy verde que esté, y
aquella muchacha no era ninguna novata. Muy poco después, Fei (así la
llamaban sus camaradas del Departamento) regresó a su sector de la plaza,
aunque, eso sí, el desafortunado caravanero difícilmente la habría reconocido
ahora, ni siquiera topándose con ella de frente: a la buscona se la había tragado
la tierra, y su lugar lo había ocupado un joven aguador, andrajoso y mugriento,
y sin rastro del moratón bajo el ojo (y es que los observadores suelen fijar su
atención en esa clase de señas)... Hay que destacar que regresó a su puesto en el
momento oportuno; un mendigo ciego, sentado junto al acceso al dique, se
había puesto a declamar melancólicamente «¡una ayudita, buenas gentes!», en
vez de su habitual «¡buenas gentes, una ayudita!», señal de: «¡A mí!».
Como es lógico, Fei recordaba con todo detalle las referencias para la
búsqueda («Varón septentrional, castaño, seis pies de altura, ojos grises... treinta
y dos años, aunque parece más joven... cojea levemente de la pierna
derecha...»), a pesar de que en esta ocasión sólo intervenía en el dispositivo de
seguridad de la operación, como subordinada inmediata de uno de los
encargados de la identificación: el mendigo ciego. Lo que no podía sospechar
era que este ciego fuera el mismísimo primer vicedirector del DDE en persona,
como tampoco que el día anterior le habían advertido muy seriamente a Jacuzzi
de que si su proyecto de caza y captura de Tangorn no daba resultado en el
curso de las jornadas siguientes, no se libraría de la destitución... Mientras
lanzaba sus gritos al viento («¿Quién quiere agua? ¡Agua freeesca!»), la joven se
iba mezclando hábilmente con la multitud, tratando de paso de adivinar quién
había despertado el interés de su jefe.
En aquel preciso instante entraba en el dique un carro cargado de sacos, muy
probablemente de maíz; un montañés, alto y delgado, de veintiocho a treinta
años, llevaba las riendas de la pareja de mulas, y la distancia entre su fez
carmesí y el adoquinado del camino medía justamente los seis pies
reglamentarios. En cuanto a lo demás... Aun prescindiendo de la cojera (la cual,
en realidad, podía ser igual de llamativa que su moratón de antes), el caso es
que sus ojos no eran grises para nada. Los sacos... los sacos sí eran importantes:
eso era lo que hacía pensar que el barón pudiera tener allí algo que ver.
Atravesar el dique oculto en un tonel de vino o entre un montón de alfombras,
eso estaba muy visto; era algo tan gastado, tan banal, tantas veces ridiculizado,
que precisamente por su teatralidad podría seducir a Tangorn, siempre
inclinado a las decisiones paradójicas. Ésa era la causa de que los aduaneros
trabajaran ese día con tanto celo (entre ellos se había difundido un rumor: en el
dique, para poner coto a cualquier forma de concusión, actuaban de incógnito
inspectores especiales del Tesoro Público), y daba tiempo a que todos los carros
de los lugareños —que, por culpa de las obras en la carretera, avanzaban a paso
de tortuga— los inspeccionara discretamente un perro adiestrado a tal efecto.
De ese modo, tras poner una cruz sobre los sacos y sobre su dueño, Fei caló
con la mirada a uno que se acababa de colar («¡Eh, mucho cuidado...! Apártate,
¿o acaso quieres probar mi látigo?»), y se fijó también en los gendarmes
montados que pasaban con su captura: seis montañeses detenidos, encadenados
de dos en dos. Convencida de que todo estaba en orden, miró un poco más
allá... ¡Vaya, vaya!
Eran unos peregrinos hakimianos, que volvían a la ciudad después de su
Shavar-Shavana, la tradicional romería de tres semanas que se celebraba en uno
de sus santuarios serranos. Unos treinta hombres, con los rostros enfundados,
en señal de humildad, en unas capuchas penitenciales; cerca de la mitad eran
epilépticos o lisiados... entre ellos, algunos cojos... Realmente, era el disfraz
ideal; incluso si conseguían reconocer al barón (lo cual era prácticamente
imposible), ¿cómo apartarlo del grupo de peregrinos? ¿A la fuerza, dando la
correspondiente orden a la cuadrilla de «peones camineros»? Pero el lío sería
tan descomunal, que sólo de pensarlo daba miedo, y al día siguiente en la
ciudad podría llegar a producirse una escabechina entre hakimianos y
aritanos... ¿Hacerle salir, con algún engaño, por un lateral del camino? Pero,
¿cómo? Enfrascada en estas reflexiones, poco le faltó para perderse el momento
en que su ciego se levantó, cedió su puesto —muy productivo— a otro miembro
del gremio de los pordioseros y, dando golpes con su bastón en el enlosado de
la carretera, salió detrás de los peregrinos: eso significaba que había reconocido
a Tangorn con toda seguridad.
Al cabo de algunos segundos, Fei sustituyó su papel de aguador por el de
lazarillo. Les seguían, a cierta distancia, dos montañeses, los mismos que habían
contemplado embobados a las bailarinas, en compañía del desdichado karavan-
bashi (uno de ellos era Raschua, agente del DDE en la península). Más lejos
venía un pintoresco grupo formado por dos petimetres con cierta pinta de
delincuentes y un funcionario de aduanas; llegó la hora del almuerzo para la
cuadrilla de peones: también ellos se dirigieron en fila india hacia la ciudad. La
emboscada en el dique había funcionado: el viejo caballo —Jacuzzi— no había
pisoteado el sembrado...
—No hay otro igual, chiquilla. El plan era magnífico, hay que aplaudirle... A
decir verdad, he dado con él de prora casualidad... Los nuestros no han hecho
más que meter la pata. Lástima que no juegue en nuestro equipo...
En la voz del vicedirector operativo había incluso una nota de ternura; sí, la
verdad es que la victoria invita a la magnanimidad y a la autocrítica. De pronto,
le vino a la memoria la mesa del café de la plaza Castamir, el sabor del
aguamarga que bebieron entonces para celebrar el éxito del gondolero, y su
propio veredicto: «No es más que un amateur, aunque brillante y afortunado; le
puede salir bien una vez, dos, pero a la tercera acabará por sucumbir...».
Efectivamente, ahí estaba esa tercera vez: nadie puede tener suerte
indefinidamente.
—¿Y cómo ha podido reconocerle bajo la capucha?
—¿Bajo la capucha...? ¿Así que tú te habías pensado que era uno de los
peregrinos?
—¿Cómo dice...?
—Por supuesto que no. Era uno de los detenidos, el de la derecha de la
primera pareja. Con la cara envuelta en un trapo ensangrentado; además, todos
cojeaban, por culpa de los grilletes: no es ninguna bobada...
—Pero los gendarmes...
—Sólo los gendarmes eran auténticos. Y él estaba realmente detenido, ¡ahí
radicaba el éxito del plan! Una decisión magnífica, de una gran elegancia... Lo
más importante ahora es que no te pares, y que no abras la boca, para que la
gente no se vuelva. Aprende, chiquilla, mientras siga habiendo maestros vivos...
No lo digo por mí, lo digo por él.
CAPÍTULO 51
Una vez y otra vez lo repite, hasta que la noche toca a su fin: «¡No cerréis el trato con un
oso que camina igual que nosotros!»
RUDYARD KIPLING
CAPÍTULO 55
—Las huellas son recientes. Muy recientes... —se dijo Rankorn en voz baja; se
puso de rodillas y, sin volverse, le hizo una señal con la mano a Haladdin, que
venía a unas quince yardas por detrás de él: «Acercaos, por el sendero».
Tserleg, que cerraba la marcha, adelantó al doctor, que había reculado
obediente por el lateral, y ahora los dos sargentos examinaban con mucha
solemnidad el pequeño hoyo de arcilla, intercambiando comentarios en voz
baja sobre asuntos de interés general. La opinión de Haladdin, como es lógico, a
los rastreadores les traía sin cuidado; realmente, no ya el parecer de Haladdin,
es que ni siquiera el voto del orocueno contaba mucho en aquel conciliábulo: los
exploradores tenían su propio escalafón. Los enemigos de ayer —el explorador
luniense y el jefe del pelotón de reconocimiento en el regimiento de
exploradores de Paso de la Araña— se trataban con un respeto exquisito (como
podrían tratarse, por ejemplo, un maestro orfebre y un maestro armero), pero
una cosa era el desierto y otra bien distinta el bosque: ambos profesionales
conocían a la perfección las demarcaciones de sus respectivas diócesis. Y el
explorador se había pasado en los bosques toda su vida, desde que tenía uso de
razón.
En aquellos tiempos tenía la espalda erguida, caminaba sacando pecho —el
hombro derecho no sobresalía todavía por encima del izquierdo— y su rostro
no estaba desfigurado por una cicatriz muy desigual, de color vivo; era guapo,
valiente y afortunado, y la camisola verde botella del uniforme de
guardabosques real le sentaba divinamente; en resumidas cuentas, traía
loquitas a las jóvenes... Los mozos de las aldeas cercanas no le estimaban
demasiado, cosa que a él le parecía de lo más natural: estaba claro que a los
aldeanos sólo les caían bien los guardabosques que «se hacían cargo», mientras
que Rankorn cumplía con sus obligaciones con el rigor propio de la juventud.
Siendo un hombre del rey, podía despreciar a los terratenientes del lugar, y
muy pronto puso en su sitio a sus criados; éstos, en tiempos de sus
predecesores, se habían acostumbrado a husmear en el bosque real como si
fuera su propia despensa. Todos consideraban digna de recordar su historia con
la banda de Eggi el Cernícalo, que había entrado en su territorio: él solo se
deshizo de esos tipos, sin esperar a que los hombres del sheriff se dignaran a
despegar sus traseros de los bancos de la posada La Jarra de Tres Pintas. En
resumen, en la comarca trataban al joven guardabosques con respeto, aunque
también con recelo, sin especial simpatía; pero, ¿para qué necesitaba él su
simpatía? Desde pequeño estaba acostumbrado a vivir solo, y se relacionaba
menos con sus coetáneos que con el bosque; el bosque lo era todo para él: su
compañero de juegos, su confidente, su maestro, y, con el tiempo, llegó a ser su
verdadera casa. Se decía incluso que por sus venas podría correr sangre de la
raza silvana, originaria de los siniestros bosques vírgenes, pero, claro, quién
sabe lo que se puede llegar a decir en las aldeas perdidas, durante las noches
lluviosas del otoño, cuando tan sólo las brasas de picón impiden que salgan de
los rincones sombríos las viejas criaturas maléficas que allí moran.
Para colmo, Rankorn —con gran disgusto de todas las mozas casaderas de los
alrededores— dejó por completo de tomar parte en las fiestas y reuniones de las
aldeas, y en cambio empezó a frecuentar la caseta, medio derruida, del guarda,
situada en los confines: allí vivía, desde hacía algún tiempo, una vieja
herbolaria, venida de algún lugar remoto del norte, poco menos que de Tierra
de Hierro, con su joven nieta llamada Lianika. Qué pudo ver en esa pecosa
cubierta de harapos un joven tan apuesto, sólo el Señor del Viento lo sabe;
muchos creían que había sido cosa de brujería: la vieja conocía todo tipo de
ensalmos y sabía curar con hierbas y mediante la imposición de manos, y de eso
vivía. De Lianika se decía que hablaba con toda clase de animales y pájaros en
su propio idioma y que era capaz, por ejemplo, de obligar a un armiño a
ponerse de pie en la palma de su mano, en compañía de un ratón de campo que
le lavaba tranquilamente el hocico. Es posible, no obstante, que ese rumor
hubiera surgido simplemente porque, a diferencia de lo que ocurría con los
animales del bosque, ella no quería saber nada de la gente y evitaba su
compañía por todos los medios; al principio, llegaron a pensar que podría ser
muda. «Nada, nada», levantaban la cabeza ofendidas las bellas del lugar,
cuando alguien mencionaba en su presencia la extraña elección del
guardabosques real; «ya veis, la cabra siempre tira al monte...»
Lo cierto es que, aunque ellos dos, seguramente, estaban hechos el uno para
el otro, su historia no tuvo un final feliz... Resulta que una tarde la muchacha se
encontró en un sendero del bosque con la alegre compañía del joven señor, que
había salido de caza y, de paso, según su costumbre, a «mejorar un poco la raza
de sus siervos»... Hacía ya tiempo que tales diversiones suscitaban la
desaprobación, incluso, de otros terratenientes vecinos: «La verdad, señor, esa
inclinación vuestra a andar detrás de todo lo que se mueve y respira»... Para él,
se trataba de algo muy corriente, no valía la pena tomárselo en serio. Pero,
¿quién podía pensar que esa idiota iría después a tirarse de cabeza al agua?
¿Acaso pretendía perjudicarle? «Con razón dice la gente, amigos míos, que los
del norte son un poco raros...»
A Lianika la enterró sólo Rankorn: la vieja no pudo superar la muerte de su
nieta y a los tres días expiró, sin llegar a recuperar el conocimiento. Los vecinos
acudieron al cementerio principalmente por curiosidad: ¿colocaría el
guardabosques sobre el montón de tierra recién removida de la tumba una
flecha con una pluma negra, mientras juraba vengarse? No, no se arriesgó...
Con razón dicen que un látigo no sirve para romper un mazo. De poco le valía
ser un hombre del rey: el rey estaba lejos y, en cambio, la mesnada del
terrateniente (dieciocho matones, dignos de la soga), ahí mismo. Por otra parte,
claro, se veía que al muchacho le temblaban las piernas, y bastante más de lo
que parecía en un principio... Este último punto de vista lo sostenían ante todo
aquellos lugareños que acababan de perder una apuesta absurda (dos a uno, e
incluso tres a uno), convencidos de que Rankorn proclamaría, pese a todo, su
propósito de vengarse, y ahora, de mala gana, depositaban el dinero perdido
sobre la mesa, pringosa de cerveza, de La Jarra de Tres Pintas.
El joven señor, sin embargo, no lo veía así: salvo en lo tocante a su afición a
los cuerpecitos sonrosados, se mostraba en todo asombrosamente sensato. El
guardabosques no le había dado la impresión de ser un hombre de los que se
resignan a que esas historias terminen sin consecuencias o de los que se ponen
(lo cual, en el fondo, viene a ser lo mismo) a llamar a las puertas de la justicia,
presentando toda clase de escritos. Hay que ver, esa campesina vivaracha, a
quien él, cuando se le había presentado la ocasión, tanto bien había hecho en la
linde del bosque, a pesar de sus objeciones («¡Demonios, todavía me duele el
dedo que me mordió!»)... Con toda sinceridad, si hubiera sabido de antemano
que un tipo como Rankorn le había echado ya el ojo, él se habría limitado a
pasar de largo... más aún, cuando la muchacha había resultado... ¡bah, no tenía
el menor interés...! Bueno, qué iba a decir ahora: lo hecho, hecho está. Tras
confrontar sus propias impresiones con las opiniones del jefe de su mesnada, el
landlord se convenció: no convenía hacerse ilusiones por el hecho de que no
hubiera aparecido ninguna flecha negra; lo único que quería decir era que
Rankorn no era amigo de los gestos teatrales y que le importaban un comino los
chismorreos de los mirones. Era un tipo serio, así que había que tratarle con
toda seriedad... Esa misma noche la casa del guardabosques, que estaba en un
lugar apartado, ardió por los cuatro costados. La puerta principal estaba
obstruida por una viga, y cuando el ventanuco de la buhardilla, intensamente
iluminado desde el interior, se cubrió con la sombra de un hombre que
pretendía saltar al exterior, desde abajo, desde la oscuridad, le llovieron las
flechas; ya nadie volvió a intentar escapar del edificio en llamas.
Un guardabosques real quemado vivo: eso no era lo mismo que cuando un
labriego piojoso acaba tontamente pisoteado por los caballos de su señor; aquí
no era tan fácil borrar todas las huellas. Aunque...
—En la comarca, sire, todos están convencidos de que han sido cazadores
furtivos. El difunto, que en paz descanse, no les daba tregua, así que ellos
decidieron vengarse. Mal asunto... ¿Un poco más de vino? —Estas palabras se
las dirigía el joven señor al alguacil llegado de Harlond, el cual, cosas de la vida,
se alojó bajo su techo y pudo disfrutar de su hospitalidad.
—Sí, sí, ¡muchas gracias! Un clarete maravilloso, hacía mucho que no probaba
nada igual —asintió cortésmente el alguacil, un vejestorio soñoliento y sin
fuerzas, con una corona de cabellos plateados que enmarcaban una calva rosada
como el tocino de la aldea. Llevaba un buen rato admirando las llamas de la
chimenea a través del vino que llenaba su copa de fino cristal (artesanía de
Opar), cuando levantó hacia el anfitrión sus ojillos azules, un tanto
descoloridos, que de pronto ya no parecían soñolientos, sino profundamente
helados—. Por cierto, esa ahogada... ¿era una de vuestras siervas?
—¿Qué ahogada?
—Decidme, ¿es que por aquí se ahogan con frecuencia, cada dos o tres días?
—Ah, ésa... No, era de algún lugar del norte. ¿Y eso qué importancia tiene?
—Puede que la tenga. O puede que no... —El alguacil volvió a levantar la
copa a la altura de los ojos y dijo pensativo—: Vuestra hacienda, señor, es un
regalo para la vista por su cuidado y acondicionamiento, es un ejemplo que
deberían imitar todos los propietarios de los alrededores. Según mis cálculos,
las rentas anuales deben ascender a no menos de doscientos cincuenta marcos,
¿no es así?
—Ciento cincuenta —mintió el landlord sin pestañear, y recobró el aliento,
aliviado: gracias al Uno, la conversación giraba ahora en torno a bobadas de
carácter práctico—. Y además, casi la mitad se va en impuestos... Y luego están
las hipotecas...
Bueno, si no habían sido unos furtivos, habrían sido otros. No tardaron en
elegir al candidato adecuado: tras permanecer el tiempo preciso en el potro de
tortura, con un brasero bajo los talones, el tipo confesó todo lo que hiciera falta,
y fue empalado con todas las de la ley, como ejemplo para los restantes siervos.
El alguacil regresó a la ciudad con su bolso de piel bien pegado su costado
derecho, un bolso cuyo peso se había visto incrementado de golpe en ciento
ochenta marcos de plata... Y bien, ¿se acabó? Pues sí, qué diablos, ¡se acabó!
Desde el primer momento, al terrateniente le inquietó el hecho de que no se
hubiera encontrado hueso alguno entre los restos de la casa de Rankorn. El jefe
de la mesnada le tranquilizaba diciendo que el edificio era grande, que el piso
no era de tierra, sino de tablas, y que había estado ardiendo más de una hora: el
cadáver debió consumirse totalmente; eso pasa a menudo. El joven señor, sin
embargo, siendo —como ya se ha dicho— una persona extraordinariamente
precavida, mandó a sus hombres que volvieran a rebuscar entre los restos del
incendio... Pero aquello no hizo más que confirmar sus peores temores. El
guardabosques, un hombre que no paraba de dar sorpresas, resultó ser
igualmente cauto: de su bodega partía un conducto subterráneo, de unas treinta
yardas, que llegaba al exterior; en el suelo se encontraron manchas recientes de
sangre, lo que indicaba que alguna de las flechas había dado en el blanco
aquella noche.
—¡Buscadle! —ordenó el joven señor: no muy alto, pero en un tono que hizo
que a todos sus hombres (unos tipos de la peor ralea), que le estaban
escuchando en formación de combate, se les pusiera la carne de gallina—. O él,
o nosotros: ya no hay vuelta atrás. Por el momento, alabado sea el Cazador,
debe de estar recuperándose en algún lugar del bosque. Si escapa, yo me puedo
dar por muerto, pero vosotros, ¡todos vosotros!, moriréis primero, os lo
prometo...
El landlord encabezó personalmente la batida, declarando que esa vez no se
quedaría tranquilo hasta que no viera el cadáver de Rankorn con sus propios
ojos. Durante todo el día pudieron seguir sin dificultad las huellas del fugitivo,
que les llevaban hacia el interior del bosque: ni siquiera había tratado de
ocultarlas, convencido sin duda de que le habían dado por muerto. Pero lo
cierto es que, a la caída de la tarde, el jefe de la mesnada se topó en unos
arbustos, cerca de la senda que iban siguiendo, con una ballesta cargada... O,
para ser más exactos, la ballesta la descubrieron unos segundos más tarde,
cuando la flecha ya estaba profundamente clavada en el vientre del jefe.
Mientras los hombres armaban un gran alboroto, agolpándose en torno al
herido, una segunda flecha les llegó volando desde alguna parte, atravesando el
cuello de otro de ellos. Pero en esta ocasión el propio Rankorn se delató: a unas
treinta yardas, algo más abajo de donde ellos estaban, se vio fugazmente su
silueta entre unos árboles, atravesando una vaguada. De inmediato, como un
solo hombre, se lanzaron en su busca, introduciéndose por el angosto espacio
que dejaban unos arbustos de avellano... Ésa era precisamente su intención: que
todos a una salieran corriendo tras él, sin fijarse en lo que tenían debajo. Como
resultado, tres de ellos cayeron de golpe en aquella fosa de caza, algo con lo
que, la verdad, ni él mismo contaba; los bandoleros de Eggi el Cernícalo, que
eran quienes, en su momento, habían tendido aquella trampa, habían hecho su
trabajo a conciencia: ocho pies de profundidad y el fondo lleno de estacas
untadas con restos de carne podrida, que causarían, como mínimo, una
septicemia.
A todo esto, la noche se les echaba encima. Los miembros de la mesnada se
habían vuelto muy cautos: avanzaban en pareja y cuando, tras registrar palmo a
palmo el bosque, detectaron finalmente a Rankorn, oculto entre unos arbustos,
no quisieron arriesgarse y le acribillaron a flechazos desde una distancia de
veinticinco yardas. Por desgracia, al acercarse más (expuestos a una rama de
quinientas libras, desprendida de una copa vecina), descubrieron, en vez del
ansiado cadáver, un atadillo de cortezas cubierto con unos harapos... Fue el
landlord el primero en comprender que no les sería nada fácil salir por piernas
del santuario de la banda de Eggi, adonde les había atraído tan hábilmente ese
condenado silvano: a su alrededor, el bosque nocturno estaba plagado de
trampas mortales, y con cuatro heridos graves (además de los dos muertos) el
destacamento carecía de movilidad. Y también se daba cuenta de que, en
aquellas circunstancias, su abrumadora superioridad numérica no servía de
nada y hasta el amanecer el papel de presas en aquella cacería les estaba
reservado a ellos.
CAPÍTULO 56
«No hay trabajo más duro que esperar»: grabado en bronce, para que no se
borre con el uso. Y es más duro aún cuando esperar es tu única tarea: ya has
hecho todo lo que podías hacer, ahora sólo te queda esperar sentado hasta que
suene la campanilla: «¡A escena!». Esperar un día y otro día, preparado a todas
horas, aunque puede que la campanilla nunca llegue a sonar, eso ya no
depende de ti, ahí las que disponen son otras Fuerzas...
Haladdin, en la inactividad forzosa tras su expedición a Colina Hechicera, se
sorprendió al verse envidiando sinceramente a Tangorn, que desarrollaba su
juego, mortalmente peligroso, en Opar: mejor era arriesgar la vida a cada
minuto que limitarse a esperar. Cómo se maldijo por aquellos pensamientos
involuntarios, cuando, la semana anterior, un demacrado Aramir le había
entregado la cota de platagrís: «Y sus últimas palabras fueron: «Misión
cumplida»...» Era como si él atrajera las desgracias.
Se acordó también de su regreso de Colina Hechicera. En esa ocasión no
consiguieron pasar inadvertidos: soldados del servicio de inteligencia, tropas
encargadas de vigilar la posible presencia de elfos en el Bosque Tenebroso, les
siguieron la pista, siempre encima de ellos, como los lobos tras el ciervo herido.
Bueno, al menos ahora sabía exactamente cuánto valía su vida: cuarenta
marcos, tantos como había entregado, sin vacilar, a Rankorn; si no hubiera sido
por la maestría del explorador, probablemente se habrían quedado entre los
abetos del Bosque Tenebroso, sirviendo de alimento a sus mariposas negras... A
orillas del Río Largo se encontraron con una emboscada, y cuando las flechas
silbaban a su alrededor era ya tarde para gritar: «¡Eh, muchachos, somos de los
vuestros, sólo que de otro departamento!». Tuvo entonces que disparar contra
los suyos, y para vencer empleó flechas élficas envenenadas, y ya nunca
conseguiría lavarse esa mancha...
«¿Sabes qué es lo más triste de todo, querido doctor Haladdin...? Pues que
ahora tú, amigo mío, estás atado por lazos de sangre, y por eso mismo te has
visto privado del más alto don del Único: el derecho a elegir. Siempre llevarás a
la espalda tanto a los caídos junto a los sauces del Río Largo, con sus uniformes
umbrorianos sin distintivos, como a Tangorn, enviado a la muerte; así que si te
propones renunciar a tu objetivo, diciendo «no puedo más», en ese mismo
instante pasarás a ser un vulgar asesino y un traidor. Para que esos muertos no
resulten baldíos, estás obligado a vencer, y, para alcanzar esa victoria, deberás
marchar una vez y otra vez entre cadáveres, en medio de una suciedad
inconcebible. Un círculo vicioso... Pero todavía te aguarda la misión más
terrible, y el hecho de que la vayas a culminar con las manos de otro —las
manos del barón Grager— no cambia las cosas. Como sentenció entonces
Tangorn: «Es un reparto justo: los organizadores tienen las manos limpias y los
ejecutores la conciencia limpia»; maldita sea...»
(Antes de salir para Opar, Tangorn había supervisado el ensayo de la escena
central, tras lo cual, impasible, constató lo siguiente:
—Esto no nos vale. Te delatas en cada mirada, en cada entonación; la
impostura se nota a la milla: para reconocerla, no hace falta ser un elfo, y
encima ellos son mucho más perspicaces que nosotros... Perdóname, me debería
haber dado cuenta desde el primer momento de que este trabajo te venía
grande. Aunque se tragaran mi cebo en Opar, tú aquí, de todos modos, no
sabrías tirar del anzuelo para sacar el pez gordo: se te escaparía...
—Sí que sabré. Dado que es necesario, sabré hacerlo.
—No. Y no discutas; yo tampoco sabría. Para interpretar esta escena de una
forma convincente, sabiendo al mismo tiempo todo lo que hay por debajo, no
basta con tener nervios de acero: hace falta ser, no ya un canalla, sino un
desalmado...
—Se lo agradezco, sir.
—No hay de qué, sir. Puede que con el tiempo seas capaz de convertirte en
un desalmado, pero nosotros no disponemos, en ningún caso, de ese tiempo.
Así que sólo veo una salida: añadir una pieza suplementaria...
—¿Cómo dices?
—Es nuestra forma de hablar. Es preciso incorporar a un intermediario,
manejándolo sin que él sea consciente... ¡Uf...! En otras palabras, el
intermediario tiene que estar convencido de que lo que dice es verdad. Además,
teniendo en cuenta el nivel de la parte contratante, debería tratarse de un
profesional de primera clase.
—¿Te refieres al barón Grager?
—Hum... Como solía decir tu sargento: «Veo que piensas, medicucho».
—¿Y de qué modo le vamos a enganchar?
—Exponiéndole nuestro temor a que durante las conversaciones los elfos te
puedan liar, valiéndose de algún invento mágico o hipnótico, y conviertan el
canje en un atraco... Lo cual, dicho sea de paso, es la pura verdad. Y tú lo
tendrás un poco más fácil: compartirás fraternalmente con el barón esta tinaja
llena de mierda... Como solía decir el célebre Su-Wei-Go: «Es un reparto justo:
los organizadores tienen las manos limpias y los ejecutores la conciencia
limpia».
—¿Quién era ese Su-Wei-Go?
—Un espía, ¿quién si no?
Picaron, cuando llegaba a su fin el octogésimo tercer día de los cien que les
habían concedido. Antes de caer a tierra, los últimos rayos de sol atravesaban el
retumbante espacio de la Sala de los Caballeros, vacía a esas horas, y, al clavarse
en la pared del fondo, se esparcían sus reflejos anaranjados. Unos reflejos
cálidos y vivos, que parecían querer saltar de la pared al rostro y las manos de
la hermosa muchacha, vestida con un polvoriento traje masculino, que había
escogido el sillón donde solía comer Aramir. «La verdad es que se la puede
considerar perfectamente una muchacha», se dijo Grager a sí mismo, «a pesar
de que, según los criterios humanos, habría que echarle unos treinta años, y en
cuanto a su edad real, da miedo sólo de pensarlo. Decir que es muy bella y no
decir nada es lo mismo: claro que es posible describir el Retrato de una bella
desconocida, del gran Alvendi, en los términos propios de un atestado policial,
pero, ¿merece la pena? Me gustaría saber si este doctor Haladdin había sido
capaz de predecir su llegada, igual que se predicen las fechas de los eclipses
lunares —es un trabajo de orfebre, una delicia—, pero no ha dado ninguna
muestra de alegría por este motivo, más bien al contrario; ¿a qué se deberá?»
—En nombre del príncipe de Lunien, os doy la bienvenida a Colinas del
Agua, dama Eornis. Soy el barón Grager, es posible que hayáis oído hablar de
mí.
—Oh, sí...
—¿Elandar os hizo llegar el envío del barón Tangorn? —Eornis asintió, y acto
seguido sacó de un discreto bolsillo un anillito corriente de plata con unas runas
élficas medio borradas, y lo depositó en la mesa, delante de Grager:
—Entre los anillos que iban incluidos en los sellos de lacre del paquete, estaba
también éste. Perteneció a mi hijo Eloar, que ha desaparecido sin dejar rastro
alguno. Aquí deben de saber qué suerte ha corrido... ¿He interpretado
correctamente el sentido de su envío, barón?
CAPÍTULO 59
Kumai volvió en sí antes de lo que esperaban los elfos. Levantó la cabeza, que
parecía que le fuera a estallar de dolor, y observó las paredes, de una blancura
deslumbrante, que recordaban a la porcelana; no había ventanas: desde las
paredes parecía fluir hacia el suelo la mortecina luz azulada de una fíala, fijada
sobre la puerta de barrotes. No le habían dejado ropa de ninguna clase; tenía la
muñeca derecha encadenada a un estrecho banco encajado en el suelo; al
rozarse la cabeza, retiró sorprendido los dedos: le habían rapado, y habían
untado la larga cicatriz reciente que tenía en lo alto del cráneo con un producto
maloliente y grasiento. Se incorporó poco a poco y, cerrando los ojos, tragó
instintivamente los restos repugnantes de vómitos secos; ya era consciente de
todo, y sentía terror, como nunca en la vida lo había sentido. Habría dado
cualquier cosa a cambio de la posibilidad de morir en ese mismo instante, antes
de que ellos empezaran, pero, por desgracia, no tenía nada que dar.
—¡Venga, levántate de una vez, troll! ¡Mira que eres blando, engendro del
Diablo! Te ha tocado en suerte un camino muy largo hasta el otro mundo, así
que en marcha.
Había tres elfos: un varón y una hembra vestidos con idénticas capas
plateadas y negras y un gigantón con una cazadora de cuero que les
acompañaba sumiso. Se habían plantado en la celda sin hacer el menor ruido, y
se movían con una ligereza que no parecía natural, como si fueran enormes
mariposas, aunque, por algún motivo, se notaba claramente que su fuerza no
desmerecía de la del troll. La elfo miró de arriba a abajo, sin ningún pudor, al
prisionero y le dijo algo al oído a su compañero: a juzgar por su sonrisa,
cualquier guarrería; él hizo incluso un gesto de reproche.
—Puede que quieras contarnos algo, troll...
—Puede que quiera. —Kumai se había sentado, tras apartar cuidadosamente
los pies del banco, y estaba esperando a que se le pasara el vértigo; había
tomado una decisión, y el terror se fue por sí solo: sencillamente, ya no había
sitio para él—. ¿Y qué me daréis a cambio?
—¿A cambio? —Al comprobar su desfachatez, el elfo perdió el don del habla
por unos segundos—. A cambio, una muerte rápida. ¿Acaso te parece poco?
—Es poco. La muerte rápida la tengo en el bolsillo de todos modos: por si no
lo sabíais, estoy enfermo del corazón... desde crío. Así que no sirve de nada
torturarme. Por lo que veo, no das una.
—Mientes con mucha gracia —el elfo tenía una risa argentina—, qué
divertido.
—Inténtalo si quieres. —Kumai se encogió de hombros—. Después, por la
muerte de un espía durante los interrogatorios, los jefes te darán para el pelo.
¿O no?
—Los jefes somos nosotros, troll... —El elfo que llevaba puesta la capa se dejó
caer ágilmente en el taburete que le había traído, entre tanto, el de la cazadora—
. Pero de todos modos te escuchamos con interés. Sigue mintiendo...
Pero, ¿para qué mentir? Se daba cuenta de cuál era su situación: estaba
metido en un buen lío. Pero no era ningún estúpido fanático, y no tenía ningún
deseo de morir por esa clase de fantasmas: la patria, los juramentos y cosas así.
¿Para qué? En todos los proyectos absurdos en los que había participado, los
jefes le habían mandado una y otra vez a la muerte, mientras ellos se quedaban
sentaditos en la retaguardia: lobos infames... Él contaría todo lo que sabía, que
no era poco: el mando le había encomendado diversas misiones especiales, en el
pasado y en el presente, y las había llevado a cabo. Pero no en vano. ¿Prometéis
respetar mi vida? Total, para vosotros, en el fondo, no es nada. Que le
encerraran para siempre en una prisión subterránea, que le obligaran a trabajar
como un esclavo en las minas de plomo, que le cegaran y le privaran de sus
atributos de varón... ¡pero que le permitieran vivir!
—Entonces habla, troll. Si nos cuentas la verdad, y esa verdad nos parece
interesante, entonces te encontraremos un trabajo en nuestras minas. ¿Qué decís
a eso, dama Eornis?
—¡Por supuesto! Es cierto, ¿por qué no íbamos a respetarle la vida?
Así pues, su nombre era Tuchka (no debía liarse después... Realmente, de
niño le llamaban así; se le ocurrió a Sonia, que era muy traviesa, y se quedó con
ese nombre hasta la universidad: Tuchka, Tuchka...); graduación: oficial
ingeniero de segunda; último destino: el destacamento guerrillero de... Indun
(se acordaba muy bien de aquel vejete tan agradable: les daba clases de óptica
en segundo). Base del destacamento: el desfiladero de Tsagantsab en las
Montañas Cenicientas (ahí estaba la mina de su padre, la naturaleza parecía
haber creado esos parajes para la guerra de guerrillas, era imposible que no
actuara allí la Resistencia... De todos modos, así, sobre la marcha, era difícil
inventar algo más coherente). Ayer... un momento, ¿qué día es hoy? Sí, sí,
perdón, ya sé que aquí las preguntas las hacéis vosotros... Veamos, el día
veintidós, por la mañana, le ordenaron volar a Onirien, con la misión de llegar
allí en la noche del veintidós al veintitrés y observar la disposición de las
lamparillas en el valle del río Dama Blanca; él personalmente opinaba que toda
esa misión era un auténtico disparate, pero sus jefes, después de tantos reveses,
habían perdido el norte, les había dado por los enigmas; no, en este caso la
orden no procedía de Indun... al hombre que se la había dado era la primera vez
que lo veía, por lo visto, era uno del servicio de inteligencia, se hacía llamar
Chacal... ¿Sus rasgos? Más bien bajo, bizco... bueno, era un orocueno, con una
cicatriz pequeña encima de la ceja izquierda... No, justo encima de la
izquierda...
—Pero qué ingenuo eres, troll. Y no te llamo Tuchka, porque ese nombre es
tan falso como toda tu historia. Sabes, hay dos reglas de oro para actuar en un
interrogatorio: evitar las mentiras descaradas y los detalles innecesarios; y tú
has infringido las dos desde el principio... Dime una cosa, piloto del dragón
mecánico, ¿con qué fuerza, y en qué dirección, soplaba el viento ese día?
Se acabó... ¿Quién iba a pensar que el elfo entendía de navegación aérea? El
caso es que Kumai, mientras soltaba esa sarta de sandeces, no se olvidó de
prepararles también una sorpresa a sus compañeros de charla: la postura que
había adoptado, servil y sumisa, le permitió doblar las piernas sin
impedimentos, y ahora, al comprender que ese juego había concluido, se lanzó
hacia delante como un resorte, intentando alcanzar con su mano izquierda —la
que tenía libre— al elfo de la capa plateada. Y es muy posible que lo hubiera
alcanzado de no haber cometido un fallo muy frecuente: miró a los ojos del elfo,
que era justo lo que no tenía que hacer...
El klofoel de la Paz, con un movimiento airado de la mano, impidió que el de
la cazadora se arrojara como un milano sobre el troll, que estaba aturdido —
«¿Ahora qué pasa, que tienes un tic, torpón?»—, y se volvió en tono de guasa
hacia su compañera:
—¿Seguís con la idea de pasar un rato a solas con este buen mozo, dama
Eornis? ¿No os lo habéis pensado mejor?
—¡Al contrario! Es encantador... ¡una fiera, una auténtica fiera!
—¡Ay, picaruela! ¿Sabéis una cosa? Os lo podéis quedar, ya que tanto os han
llamado la atención sus atributos varoniles. Pero no antes de que nos ocupemos
un poco de él. No vaya a ser que se despida de la vida en vuestros brazos, pues
algo así bien podría suceder, y se lleve consigo todo lo que sabe... Y seguro que
eso os causaría el mismo disgusto que a mí, ¿no es cierto?
CAPÍTULO 62
—¡No te duermas! —El de la cazadora de cuero, que estaba de pie detrás del
taburete de Kumai, le dio al ingeniero una de sus habituales patadas en el talón,
y el dolor le arrancó repentinamente de aquellos delicioso instantes de olvido.
—¿De dónde venías, troll? ¿Cuál era tu misión? —Le preguntó otro distinto,
que estaba delante de la mesa. Trabajaban en pareja: uno hacía las preguntas,
siempre las mismas, hora tras hora; el otro lo único que sabía era que,
golpeándole repetidamente por detrás, en el talón, le obligaba incorporarse, o
bien, por el contrario, a dejar caer la cabeza abotargada por la falta de sueño. No
es que le diera muy fuerte, pero lo hacía siempre, una y otra vez, en el mismo
sitio, por lo que después de decenas de golpes el dolor se hacía insoportable;
todos sus pensamientos se reducían a una cosa: cómo evitar la siguiente patada,
la cual, de todos modos, llegaba inevitablemente... Kumai no se hacía ilusiones:
aquello todavía no era nada, aún no se habían empleado a fondo con él,
limitándose a no dejarle beber ni dormir.
Se negaba a pensar en lo que vendría después, cuando los otros
comprendieran por fin que no iban a sacar nada útil de él en ningún caso. Se
había propuesto únicamente aguantar mientras fuera posible y ganar algún
tiempo para el Grizzly y el Glotón: eran tipos listos, seguro que ya se habían
imaginado lo que pasaba, y se las arreglaban para poner a salvo el «monasterio
de los armeros». Resulta que, cuando emprendió el vuelo, se había dejado en el
taller —por un descuido estúpido—, encima de unos planos, un croquis de la
ruta hasta la desembocadura del Dama Blanca, y ahora tenía la esperanza de
que los agentes de inteligencia pudieran relacionar de algún modo su
desaparición con las copas de los árboles de la zona... «Pero, ¿cómo van a
adivinar que no me he matado, sino que he caído vivo en manos de los elfos?
¿Y, además, qué podrían hacer, aunque lo adivinasen? ¿Tendrían que evacuar
Colina Hechicera? No sé... De las visiones y los milagros se ocupa el Único, yo
sólo puedo resistir y confiar...»
—¡No te duermas! —En esta ocasión, el que tenía a sus espaldas se pasó de la
raya, y el golpe hizo que Kumai se desvaneciera en serio. Cuando el ingeniero
volvió en sí, ya no estaba el de la cazadora, aunque sí el de la primera vez, con
su capa plateada y negra, sentado solemnemente a la mesa.
—¿Nunca te habían dicho, troll, que eres un tipo increíblemente afortunado?
Hacía ya muchísimo tiempo que había perdido la cuenta de los días que
llevaba allí; una luz hiriente, que se reflejaba en las paredes, le irritaba los ojos
llorosos por falta de sueño, y bajo los párpados se acumulaban ya montañas de
arena ardiente. Cerró los ojos y, sin poder evitarlo, volvió a resbalar hacia el
abismo del sueño... Le despertaron nuevamente con una sacudida, diferente a la
acostumbrada y hasta podría decirse que sumamente respetuosa: le
zarandearon de los hombros. Por lo visto, algo había debido cambiar entre los
elfos...
—Bueno, continúo. No sé quién te sugirió que realizaras el vuelo vistiendo el
uniforme de Umbror, pero nuestros legisladores, ¡así se los trague el Fuego
Eterno!, han llegado de pronto a la conclusión de que, por ese motivo, no debes
ser considerado un espía, sino un prisionero de guerra. Y, según las leyes de
vuestra Midgard, los prisioneros de guerra se encuentran al amparo de la
Convención: no se les puede obligar a quebrantar sus juramentos de soldado, y
todo eso... —El elfo se puso a examinar unos papeles que había sobre la mesa y,
al encontrar el pasaje que buscaba, se lo señaló con el dedo, visiblemente
contrariado—. Según tengo entendido, amiguito, te quieren canjear por otro.
Firma aquí y vete a dormir.
—No sé escribir —dijo Kumai, tras despegar los labios llenos de sangre
reseca.
—Un piloto del dragón mecánico que no sabe escribir... No está mal eso...
Bueno, pues firma con el dedo.
—Vete al diablo.
—Por mí, puedes hacer lo que te plazca; ahora mismo anoto: «Se negó a
firmar», ya ves qué fácil... Estos papeles, de todos modos, no le importan un
rábano a nadie, salvo a tus propios mandos, si es que finalmente se aviene al
canje. Eso es todo, eres libre... en cierto sentido... ¡Llevaos al detenido! Perdón,
señor: no es usted nuestro detenido, sino nuestro prisionero de guerra...
Y cuando otros tipos con cazadora de cuero se llevaban al ingeniero por el
pasillo, el klofoel de la Paz fue detrás de él y le susurró:
—Tu dios es afortunado, troll: en un par de horas, me habría ocupado de ti en
serio, y... ¿Por qué tuviste que venir a Onirien, eh?
Se acabó de convencer de su victoria en cuanto vio sobre la mesita de su celda
unas cuantas galletas élficas y, especialmente, una jarra de agua helada: sus
paredes de arcilla estaban totalmente cubiertas de una fina telaraña plateada
que se deshacía de inmediato al contacto con los dedos, formando gruesas gotas
temblorosas. El agua tenía un ligerísimo gusto dulzón, pero él no lo apreció: un
hombre que lleva varios días sin beber no se da cuenta de esas cosas.
Y vino el sueño, maravilloso y ligero, como siempre después de una victoria.
Olía a hogar: a madera vieja y a piel del sofá, a la pipa del padre y a otras cosas
que carecen de nombre: mamá se afanaba en silencio en la cocina y,
enjugándose una lágrima furtiva, le preparaba sus frijoles favoritos, mientras
Sonia y Haladdin, despreocupados, como antes de la guerra, rivalizaban para
preguntarle por sus aventuras y, bueno, chicos, hay tanto que contar, no me
vais a creer...
Y él, sonriente y feliz, charlaba en el sueño.
Y ojalá se hubiera limitado a charlar, en vez de responder cabalmente a las
preguntas que le hacía una voz monótona, que le mantenía dormido.
En Colina Hechicera le dieron por muerto: «Según todos los indicios, en el
transcurso de su último vuelo de entrenamiento, verificado en horas de
oscuridad, no calculó correctamente su altura y se precipitó contra unos árboles:
la búsqueda, en las cercanías del castillo, del cadáver y de los restos del aparato
volador no ha dado resultado hasta el momento». Al día siguiente, el Grizzly,
siguiendo instrucciones, selló los papeles del ingeniero, incluidos los mapas de
vuelo, y los remitió al cuartel general de Feanaro en Torre Vigía: sin leerlos.
Klofoel de la Paz:... Así que, como podéis ver, es perfectamente factible obtener
resultados sin tortura y sin el brebaje de la verdad, que destruye el cerebro.
Soberana: Sois un verdadero maestro en vuestro oficio, klofoel de la Paz. ¿Y
qué habéis conseguido sacar en claro?
Klofoel de la Paz: El nombre del piloto del dragón es Kumai; su graduación,
oficial ingeniero de segunda. Voló, tal y como suponíamos, desde Colina
Hechicera; allí, a juzgar por lo que ha contado, ha surgido un verdadero nido de
víboras: constructores umbrorianos refugiados intentan crear, al amparo de su
servicio secreto, un arma sorprendente. El verdadero objetivo de su vuelo,
siguiendo instrucciones de la Orden de los espectros, era el de arrojar sobre el
«firmamento» del Dama Blanca un saco con cierto objeto mágico, cuyo destino
desconoce; hay que pensar que fue precisamente esa magia la que percibieron la
honorable klofoel de las Estrellas y sus bailarinas. Mi Guardia ha llevado a cabo
una serie de búsquedas específicas en el valle del Dama Blanca, pero no ha
descubierto dicho objeto: alguien se llevó el saco. En relación con esto, oh
preclaros Soberanos... os pido que me entendáis bien... En relación con esto,
debo insistir en que se aparte de las investigaciones a la honorable klofoel del
Mundo.
Soberana: Debéis llamar a las cosas por su nombre, klofoel de la Paz. ¿Creéis
que la klofoel del Mundo ha llegado a alguna clase de acuerdo con el Enemigo,
y que el objeto arrojado desde las alturas iba destinado personalmente a ella?
Klofoel de la Paz: Yo no he dicho eso, oh preclara Soberana. No obstante, tan
sólo las bailarinas y la klofoel de la Fiesta tienen acceso al «firmamento». Si el
objeto arrojado por el troll hubiera estado ya presente en el «firmamento»
durante la Danza de las Luciérnagas, ellas seguramente podrían haber sentido
su presencia, pero tras su marcha se quedó sola junto al río la honorable klofoel
del Mundo...
Soberana: ¿Y no pudieron encontrar ese saco umbroriano los elfos que recogen
las fíalas al amanecer? ¿Y llevárselo, por pura inconsciencia?
Klofoel de la Paz: En principio, podrían haberlo hecho, oh preclara Soberana;
mi Guardia ya trabaja en esa línea. Por eso os pido que sólo de forma
provisional, hasta que se aclaren las cosas, la klofoel del Mundo quede al
margen de la investigación del «caso del saco umbroriano», eso es todo.
Soberano: Parece una medida cautelar muy razonable, ¿no pensáis así?
Soberana: Como siempre, tenéis razón, Soberano. Sin embargo, ya que damos
por sentada la traición de la klofoel, ¿por qué no suponer que las bailarinas, de
común acuerdo, descubrieron efectivamente aquella noche el saco umbroriano
y se lo llevaron para su propio uso? De ser así, empezamos a entender por qué
no han podido localizar hasta este momento en Ciudad de los Árboles la fuente
que origina un fondo mágico tan potente...
Klofoel de las Estrellas: ¿Cómo debo interpretar vuestras palabras, oh preclara
Soberana? ¿Me estáis acusando de formar parte de una conjura?
Soberano: Sí, sí, Soberana; debo reconocer que en cierto modo yo también he
perdido el hilo de vuestros razonamientos... ¿Acaso es posible algo tan
espantoso como una conjura de las bailarinas? Porque son capaces de...
Soberana: No existe tal «conjura de las bailarinas», ¡calmaos, Soberano! Tan
sólo era un ejemplo. Ya que todo el mundo se encuentra bajo sospecha... que sea
todo el mundo, sin excepciones de ninguna clase... Por cierto, ya va siendo hora,
en mi opinión, de que oigamos a la klofoel del Mundo.
Klofoel del Mundo: Os lo agradezco, oh preclara Soberana. Ante todo, y aunque
parezca extraño, quisiera expresar mi apoyo a la honorable klofoel de las
Estrellas. Se le ha echado en cara el que no sea capaz de encontrar en Ciudad de
los Árboles la fuente de esa magia tan potente... Sin embargo, me atrevería a
decir que la misión que se le ha encomendado es comparable a búsqueda de las
nieves de antaño.
Soberana: ¿No podríais explicaros con más claridad, klofoel del Mundo?
Klofoel del Mundo: ¡Os pido disculpas, oh preclara Soberana! El honorable
klofoel de la Paz habla, por la razón que sea, de un objeto mágico, que fue
arrojado sobre el «firmamento» y que alguien se llevó después de allí con malas
intenciones, como si se fuera un hecho incontrovertible...
Klofoel de la Paz. Es que se trata de un hecho incontrovertible, honorable
klofoel del Miando. En el interrogatorio al troll no sólo estuvimos presentes
nosotros dos: al menos tres testigos independientes pueden confirmar sus
declaraciones.
Klofoel del Mundo: Os traiciona la memoria, honorable klofoel de la Paz; la
memoria, y la inalterable costumbre de ver conjuras por todas partes. Lo que
confesó el troll fue que había dejado caer sobre el «firmamento» un saco, de
cuyo contenido no sabía nada de nada. ¿Por qué os afanáis en buscar el cuerpo
del delito? ¿No pudo tratarse acaso de fuego de los pantanos o de alguna otra
clase de porquería mágica impalpable que se derritiera con los rayos del sol,
tras contaminar los alrededores? Por lo demás, no me atrevo a opinar sobre las
técnicas mágicas en presencia de la honorable klofoel de las Estrellas...
Klofoel de las Estrellas: Considero muy verosímil vuestra suposición, honorable
klofoel del Mundo. Mucho más verosímil, en todo caso, que la conjura de las
bailarinas.
Soberana: ¿Deseabais comunicar algo más sobre los resultados de la
investigación, klofoel del Mundo?
Klofoel del Mundo: ¡Sin duda, oh preclaros Soberanos! El honorable klofoel de
la Paz está convencido de que Colina Hechicera, de donde partió el dragón, está
bajo el control de Umbror, pero yo he llegado a otras conclusiones... Bien, con
respecto a los espectros, la idea de que el troll habría actuado siguiendo
instrucciones de esa Orden, es un disparate manifiesto: todos sabemos
perfectamente que la Orden Negra hace ya mucho que desapareció. Pero la
historia de Kumai no deja de ser, a pesar de ello, sumamente interesante. Cayó
prisionero en los Campos Cercados y después, como cabía esperar, se estuvo
pudriendo en las canteras de Montaña Azul, hasta que le prepararon una fuga,
precisamente en su calidad de experto en dragones mecánicos. El troll está
convencido de que quienes le sacaron de allí eran agentes de inteligencia de su
patria, Umbror, pero parece más bien que al infeliz le tienen engañado. El
séquito de la reina Estrella tiene motivos para suponer que todas esas fugas de
constructores del penal de Montaña Azul se deben atribuir, ni más ni menos,
que a Su Majestad Piedra Elfinita, entusiasta de la tecnología militar de Umbror.
Según los datos de Estrella, el rey ha organizado a este fin un servicio especial
ultrasecreto, cuya columna vertebral está constituida por una serie de muertos
que él ha devuelto a la vida por medio del sortilegio de la Sombra. No se sabe
mucho de tales individuos; entre lo poco que se sabe, destaca el hecho de que
todos ellos utilizan nombres de animales salvajes. ¿Cómo explicáis, honorable
klofoel de la Paz, que el troll, cuando se inventó aquella ingenua historia en la
que intervenía un «miembro del espionaje umbroriano», diera a este personaje
el apodo de Chacal? ¡Sencillamente, porque todos los «espías umbrorianos» con
los que ha tenido relación en Colina Hechicera tenían nombres de animales! De
manera que no tengo ninguna duda de que el servicio secreto de Altagorn
controla Colina Hechicera, y de que fue justamente esa gente la que envió aquí
el dragón. Y de esa circunstancia se desprende la siguiente pregunta al
honorable klofoel de la Paz: ¿recordáis de qué hablasteis con Altagorn, cuando
os entrevistasteis a solas con él durante más de dos horas, con ocasión de su
visita a Ciudad de los Árboles el pasado mes de enero?
Klofoel de la Paz: ¡Disculpadme, pero si me entrevisté con él, lo hice por
expreso deseo de los preclaros Soberanos!
Soberana: ¿Os dais cuenta, Soberano, de los cuadros tan interesantes que
surgen ante nuestros ojos cuando la información no se nos presenta de forma
unilateral, sino que procede de dos fuentes independientes y, todo hay que
decirlo, no muy bien avenidas?
Soberano: ¡Sí, sí, tenéis razón! Pero yo, a decir verdad, me he perdido un
poco... Todo eso de que el klofoel de la Paz está relacionado con esos...
muertos... no será más que una broma, ¿no es así?
Soberana: También yo espero que no se trate más que de una broma. En
definitiva, nuestra primera misión ha de consistir en destruir Colina Hechicera,
y además de forma inmediata, para poder sorprenderles...
Klofoel de la Fuerza: ¡Oh preclara Soberana, yo incendiaré ese nido de víboras,
hasta dejarlo convertido en cenizas!
Soberana: Si no recuerdo mal, ya lo «incendiasteis», en compañía del
Soberano, hace apenas tres meses... No, no, tengo ahora otros planes para vos...
más serios. De Colina Hechicera me ocuparé personalmente en esta ocasión;
hay que destruir sus muros: sólo en ese caso es posible que la cosa resulte.
Además, tengo mucho interés en capturar vivo a alguno de esos «animalillos»
de Altagorn... ¿Cuánta gente hay en esa fortaleza decorativa, klofoel de la Paz?
Klofoel de la Paz: Algunas decenas, oh preclara Soberana; se podría precisar
más...
Soberana: No es necesario. Poned a mi disposición a un millar de
combatientes, klofoel de la Fuerza: partiré de inmediato. Y en cuanto a los
demás... El klofoel de la Paz y la klofoel del Mundo continuarán con la
investigación, como hasta ahora: en mi opinión, este trabajo en común está
dando magníficos resultados, ¡hay que seguir así! Las bailarinas y la klofoel de
las Estrellas que mantengan la búsqueda del objeto mágico arrojado sobre
Ciudad de los Árboles; pero que lo hagan conjuntamente con la Guardia, no
vaya a ser que quien lo encuentre caiga en la tentación de dedicarse al estudio
de sus propiedades mágicas en solitario... Y vos, klofoel de la Fuerza,
permaneced en Ciudad de los Árboles, como máximo responsable, vigilando a
todos los demás: son unos niños, unos auténticos niños que en el momento
menos pensado, mientras mamá está fuera, son capaces de incendiar la casa...
Al klofoel de la Paz, por ejemplo, no le conviene jugar a los soldaditos con sus
queridos guardias fronterizos; la klofoel de las Estrellas no debe, bajo ningún
concepto, atildarse ante mi Espejo; la klofoel del Mundo... En fin, ya me
entendéis, klofoel de la Fuerza...
Klofoel de la Fuerza: ¡Perfectamente, oh preclara Soberana! A todos estos
marrulleros los tengo muy calados ya... Soberano: ¿Y qué hay de mí, Soberana?
Soberana: Pues vos, Soberano, lo de siempre; actuad como corresponde al
poder supremo de Onirien: acercaos a la gente, firmad decretos y todas esas
cosas...
CAPÍTULO 63
No paraba de llover. Hacía ya tres días que el aire venía cargado de una
llovizna helada, plenamente otoñal; cada vez que se oía tronar, parecía como si
alguien estuviera sacudiendo con desgana las gotitas de agua del colchón de las
nubes, tan vencido y arqueado que casi llegaba hasta el suelo. El arroyo que
frenaba el avance de la columna dirigida por el Grizzly se había convertido en
esos días en un verdadero río, con fuerza suficiente para arrastrar los cantos
rodados por los bancos de arena. Mientras seis soldados se ocupaban de tender
una pasarela colgante (imprescindible para el traslado de los heridos), sus
compañeros permanecían inmóviles en la orilla, ateridos de frío, y los hilos de
agua gélida que les resbalaban de los rostros demacrados, convirtiendo las
ropas, empapadas previamente en sudor, en una compresa helada, se llevaban
gradualmente lo poco que quedaba de su ardor guerrero. Una magnifica
combinación: la huida, la inmovilidad y las tiritonas...
El Grizzly observó la cuerda horizontal, de la que colgaba, amarrado por el
pecho y la cintura, el primero de los heridos graves. Miró después al vado, un
poco más allá de aquel remanso, y vio a los jinetes que luchaban contra la
corriente para cruzar, llenando de espuma el agua parda, y sintió cómo en sus
pómulos endurecidos volvían a brotar unos bultos. Aquello no acabaría bien,
seguro que no: perder casi una hora para cruzar el río era algo con lo que no
contaba en absoluto, y los elfos, antes incluso de eso, les venían pisando los
talones y podía sentirse su aliento en el cogote... Mientras la mayoría de los
hombres resistía a la desesperada en Colina Hechicera, con la sola misión de
retener al grueso de las fuerzas del ejército élfico, que había irrumpido dos días
antes en el Bosque Tenebroso, al Grizzly se le confió el mando de una columna
integrada por los constructores de Umbror y Fuerteferro, y había conseguido,
de forma milagrosa, eludir el círculo de los asaltantes antes de que se cerrara
por completo. En aquel momento, conducía a toda velocidad la columna hacia
el sur, siguiendo la carretera, e intentaba, a su vez, atraer hacia sí a los
perseguidores élficos, apartándolos del Glotón, que huía en solitario, portando
en un morral toda la documentación del «monasterio de los armeros» que no
habían podido enviar con los anteriores correos.
Todos los cálculos del Grizzly se basaban en el supuesto de que los elfos
lanzaran tras ellos a un número relativamente reducido de perseguidores, de tal
manera que fuera posible superarles y rechazarles, para unirse después a las
fuerzas de Altagorn, las cuales controlaban la carretera a su paso por las Tierras
Pardas con vistas a prevenir eventuales acciones de los auténticos umbrorianos.
Y la cosa no había ido demasiado mal hasta que se toparon con aquel
endiablado riachuelo... ¡Tiempo, les faltaba tiempo! El Grizzly se quedó quieto,
expectante, oculto tras el tronco musgoso de un abeto: en el momento menos
pensado, podría vislumbrarse una sombra sigilosa, enfundada en un capote
verde oscuro de camuflaje, pasando fugazmente entre los árboles en el
crepúsculo lluvioso... Aunque era muy probable que no alcanzara a ver nada, y
que la última impresión que recibiera en su vida fuera el corto silbido de una
flecha élfica.
—¡Mi teniente! —Uno de sus subordinados se acercó por detrás—. El
transporte de las personas custodiadas y de sus efectos personales ya ha
concluido. Es su turno.
«Han estado muy vivos», se felicitó el Grizzly, y se paró de pronto, mientras
examinaba una vez más el riachuelo crecido y los resbaladizos cantos rodados,
siempre traicioneros, de las orillas. «Y, ahora, hay que andarse con ojo.
¡Primeros Nacidos, acordaos de lo que os digo: os vamos a devolver este tiempo
perdido con creces!»
—¡Sargento!
—¡Sí, mi teniente!
—¿Cuántas ballestas de acero tenemos?
El escuadrón élfico, comandado por lord Ereborn, alcanzó el rió media hora
después de que la columna del Grizzly, tras cruzar a la otra orilla, se difuminara
entre la cortina de la lluvia. Durante unos diez minutos los observadores élficos,
ocultos tras los árboles, examinaron atentamente la orilla de enfrente: no vieron
nada. A continuación, un voluntario llamado Edoret, con el arma a la espalda,
se introdujo cuidadosamente en el río y, siempre pendiente de un posible
disparo enemigo, empezó a avanzar, buscando el mejor camino entre el bajío y
los remolinos. Cuando el agua le llegaba a la altura de los muslos, las piernas le
fallaron y la corriente le arrastró, pero el elfo nadaba como una nutria y, tras
sortear una roca, pronto alcanzó un remanso en la orilla opuesta, donde, entre
las ramas de los sauces que emergían del agua, cubiertas de hierbas empapadas
y harapientas, se acumulaba la espuma, inconsistente y amarillenta. Edoret
salió del agua, hizo un gesto a los suyos y se paró a calcular el mejor modo de
superar los cantos de la orilla, sin desnucarse sobre las piedras mojadas; los
observadores contuvieron la respiración y soltaron sus arcos: al parecer, todo
salió bien. El manual de campaña de cualquier ejército, en cualquiera de los
mundos, exige en tales situaciones que se le dé tiempo al explorador para que
estudie el terreno; sin embargo, Ereborn, ansioso por cobrar la presa antes de
que anocheciera, decidió ahorrarse esas precauciones: obedeciendo un gesto de
su superior, cinco elfos se pusieron en marcha, siguiendo los pasos de Edoret.
Cuando el agua les llegaba hasta las rodillas, aproximadamente, se oyó sobre
el riachuelo el sonoro gorjeo del mirlo de pecho azul: ésa era la señal para que,
en la orilla opuesta, una serie de ballestas descargaran una andanada de flechas.
Tres elfos cayeron gravemente heridos, se hundieron en el agua y se los llevó la
corriente; un cuarto, con el húmero astillado, logró alcanzar la orilla y llegó a
duras penas hasta los árboles; peor le fue al quinto, quien quedó tendido justo
donde la profundidad del rió empezaba a disminuir: la flecha le había acertado
en el vientre y, atravesándole las tripas, había ido a clavarse en la columna. Para
Edoret, atrapado en la orilla enemiga, el tiempo pareció detenerse: por un
instante fugacísimo, el explorador alcanzó a divisar a los ballesteros que se
habían parapetado a cierta distancia, tras un ribazo (pudo incluso contarlos:
eran seis); calculó fríamente el tiempo que necesitaría para soltar su espada, que
llevaba atada a la espalda de forma un tanto complicada, y llegar corriendo
hasta sus enemigos, resbalando a cada paso en los cantos mojados... Finalmente,
tomó la única decisión sensata: saltó otra vez al río y, hundiendo la cabeza, dejó
que la corriente se lo llevara. Una flecha de ballesta salió disparada en su busca,
pero sólo consiguió trazar, en el lomo de una piedra lustrosa que sobresalía del
agua, una raya blanquecina que olía a cuerno quemado, y que la lluvia se
encargó de borrar en cuestión de segundos.
Lord Ereborn era lo que se suele llamar un «joven de buena familia»; no tenía
dotes de mando, ni siquiera esa experiencia militar que se asocia a la sangre
derramada; en cambio, andaba sobrado de valentía y ambición, una mezcla
harto peligrosa... En seguida se dio cuenta de que no tenían enfrente a la
retaguardia de la columna perseguida, sino a un grupo de tiradores que se
encargaba de cubrir la retirada del grueso de las fuerzas; por ello,
aprovechando el punto flaco de las ballestas —su baja frecuencia de tiro (un par
de flechas por minuto, frente a la docena del arco)—, decidió jugarse el todo por
el todo y ordenó un ataque frontal. Ereborn enarboló la espada de su familia,
Garra de dragón, hizo sonar por dos veces el cuerno y entró en el río dando una
gran zancada que causó una espectacular salpicadura. El jefe élfico llevaba una
armadura de «acero esponjoso» de Roca Escondida, material que casi competía
en solidez con la platagrís, por lo que no tenía miedo de las flechas procedentes
de la otra orilla. Muy mal hecho.
En seguida pudo apreciar, en toda su extensión, la diferencia existente entre
los aparatos que había conocido hasta entonces, como los empleados por los
cazadores de Tierra de Hierro, y las ballestas de acero de última generación, con
las que se alcanzaba en la cuerda una fuerza equivalente a mil doscientas libras.
El proyectil perforador de tres onzas de peso se hundió en el pecho de Ereborn,
en su zona inferior derecha, a una velocidad de ochenta yardas por segundo: los
eslabones de la cota de malla fabricada en Roca Escondida salieron airosos de la
prueba, impidiendo que la punta triédrica de la flecha desgarrara las entrañas
del elfo, pero el golpe de media tonelada en la zona del hígado era más que
suficiente, a pesar de todo, para acabar con la vida de cualquiera. El rostro
exangüe, enfundado en el yelmo plateado, se derrumbó en el turbio bajío; el
capote de camuflaje, hinchado al entrar en el agua, se fue arrugando después
bajo la superficie... Todo aquello desapareció para siempre: la vetusta armadura
se convirtió en un plomo de pesca... Y al joven ordenanza que se había lanzado
en su ayuda el proyectil le acertó justo en el entrecejo.
Y el ataque se paró en seco. Sí, de haberse tratado de ejércitos humanos —ya
fueran salvajes surenios, caballeros de Marca o infantes de marina de Opar—,
dada una superioridad numérica tan evidente, se habrían lanzado en masa
hacia delante, pavimentando ese desdichado vado con sus propios cadáveres, y
en cuestión de minutos habrían acabado con la exigua línea de tiradores. Pero
no los elfos: la vida de los Primeros Nacidos es demasiado valiosa como para
que sus cuerpos cubran la orilla de un arroyo sin nombre del Bosque
Tenebroso. En el fondo, no habían ido hasta allí a combatir, sino a cazar
(aunque se tratase de una presa muy peligrosa), y con semejante actitud no iban
a dedicarse a trepar por una escala de asalto ni a cruzar un río desafiando las
flechas... Tras retirar a los muertos y heridos, los elfos se pusieron a cubierto,
protegidos por los árboles, para enviar desde allí una lluvia de flechas sobre las
posiciones del enemigo. Sin embargo, al poco tiempo se vio que el intercambio
de flechas no estaba dando el resultado apetecido, pues no favorecía a los
Primeros Nacidos. La explicación había que buscarla en la lluvia tan
prolongada: las cuerdas de los arcos élficos se habían humedecido de forma
persistente, y sus flechas caían sin fuerza; pero, sobre todo, era imposible
apuntar con precisión: los proyectiles de los huidos de Colina Hechicera hacían
blanco sin parar. ¡Con razón dicen que esas ballestas son un invento del Diablo!
Había que replegarse al interior del bosque, dejando en la orilla únicamente a
algunos observadores bien camuflados. Sir Taranquil, que había tomado el
mando en sustitución de Ereborn, contó los cuerpos alineados, sobre los cuales
ya revoloteaban las mariposas negras, salidas de no se sabe dónde («Hay que
ver, ni la lluvia las estorba»), añadió mentalmente los cuatro que se había
llevado antes la corriente y, rechinándole los dientes, juró para sus adentros por
los tronos de los Dioses que aquellos ballesteros (orcos, o lo que fuera, daba
igual) pagarían con creces por lo ocurrido, y estaba dispuesto a desobedecer la
orden de la Soberana: «Atrapad al menos a unos cuantos vivos». Al rato regresó
la patrulla de reconocimiento que había enviado, y las noticias que le
transmitieron eran tan nefastas como todos los acontecimientos de la última
hora. A ambos lados del sendero había extensas zonas con árboles derribados,
patrimonio de las hormigas gigantes; por delante de ellos, los árboles caídos
llegaban hasta el mismo río, por lo que el plan de Taranquil —desplegar parte
de sus fuerzas por la orilla, río arriba y río abajo, obligando al enemigo a que
extendiera su línea defensiva, ya de por sí bastante frágil— no era viable. «Y si
volvemos atrás y damos un rodeo, ¿hasta dónde alcanzan esos obstáculos?»
«¡No puedo saberlo, sir! ¿Queréis que lo compruebe?» «¡No vale la pena!...» No
había ya tiempo para expediciones de esa clase; llevaban mucho retraso y la
noche se les echaba encima... No quedaba más remedio, tenían que atacar de
frente.
Pero atacar de frente tampoco significa atacar a lo loco; sir Taranquil era un
jefe mucho más experimentado que su predecesor, y no tenía ninguna prisa en
meterse en el agua de forma temeraria, convirtiéndose en un blanco móvil. Sus
soldados volvieron a apostarse tras los árboles, junto al vado, y otra vez
comenzó el duelo de los francotiradores. La diferencia estaba en que los elfos
habían cambiado las cuerdas de sus arcos por otras de repuesto, y además había
escampado; sus flechas caían por fin como correspondía, y podían ya mostrar
(los elfos son, sin duda alguna, los mejores arqueros de Midgard) sus
verdaderas posibilidades... Los ballesteros umbrorianos disparaban desde el
suelo, protegidos por las rocas, por lo que no había forma de comprobar si
había alguna baja entre ellos, pero Taranquil habría jurado que de los seis que
antes componían el grupo quedaban ahora dos a lo sumo. Únicamente tras
haber sacado el máximo partido a su superioridad en el número de arqueros,
ordenó el ataque... Pero desde la orilla opuesta, como respuesta, les llegó una
andanada de flechas: dispersa e imprecisa, pero a cargo nuevamente de seis
ballesteros. ¿Qué broma del Diablo era aquélla: acaso habían recibido
refuerzos?
CAPÍTULO 64
Cuando dejaron atrás a los centinelas que, por orden del klofoel de la Fuerza,
vigilaban la entrada a la torre de la Luna, el sol ya estaba muy cerca del cénit.
Por la estrecha escalera de caracol tuvieron que subir en fila india. El klofoel de
la Paz iba por delante, superando los peldaños con ligereza y elasticidad;
realmente, no sentía ningún temor del troll que le seguía, y ni siquiera le había
esposado, limitándose a aplicarle el conjuro de la Telaraña. Cerraba la marcha
dama Eornis, que iba repasando por última vez los detalles de su plan. Sí,
existían algunas posibilidades de éxito, pero eran absolutamente insignificantes,
y lo peor de todo era que no dependía de su habilidad, sino de una serie
inconcebible de casualidades... Bien, en cualquier caso su larguísima partida
con el klofoel de la Paz se acercaba a su fin, y sólo uno de los dos estaba
destinado a descender aquel día de la torre: quién de los dos exactamente, eso
ya dependía de cómo se repartieran las cartas...
La planta superior de la torre de la Luna consistía en una habitación circular
de unas diez yardas de diámetro, sin más mobiliario que el Espejo: el cristal
estaba engastado en un marco de platagrís, con unas patas curvas de un pie y
medio, de modo que la estructura recordaba a una mesita. Seis ventanas ojivales
ofrecían unas maravillosas vistas sobre Ciudad de los Árboles. «Tiene gracia»,
observó de paso Eornis; «este troll es uno de los pocos hombres que ha podido
contemplar un panorama auténtico de la capital de los elfos, pero no se lo va a
poder contar a nadie; cuando tenemos intención de dejar marchar a nuestros
huéspedes, no les permitimos visitar ni los talans que están a orillas del Dama
Blanca, y luego esos necios se van de aquí con la sacrosanta convicción de que
nosotros vivimos realmente colgados de esas perchas.»
—Acercadlo al Espejo, klofoel de la Paz, pero no le quitéis aún la Telaraña...
Nada más pronunciar estas palabras, la klofoel del Mundo cayó en la cuenta
de que, efectivamente, algo horrible le estaba pasando al Espejo. El cristal estaba
completamente negro, con una negrura insondable que se cubría, a intervalos
regulares, de una luminiscencia roja; se percibía claramente que el Espejo se
estaba quedando literalmente paralizado en mitad de un grito silencioso de
dolor y de espanto. «Tal vez le perjudique estar tan cerca del miralejos», pensó,
ya tarde, Eornis. De todos modos, la cosa ya no tenía remedio... «Aguanta», se
dirigió mentalmente al Espejo, «en irnos minutos todo habrá terminado.» Y,
como haciéndose eco de esa idea, el cristal estalló interiormente, emitiendo una
llamarada roja de una intensidad excepcional que le recordó por un momento al
Fuego Eterno... Esa impresión, sin embargo, no tardó en desvanecerse, pues la
klofoel del Mundo tenía cosas más urgentes en que pensar: el klofoel de la Paz
seguramente ya había advertido (o, más bien, ya se había olido) que la
habitación no estaba tan vacía como parecía a primera vista; el caso es que, de
acuerdo con su plan, él debía advertirlo, y además por sí mismo, sin que ella
tuviera que hacerle la menor insinuación... Era algo delirante: ¡tenía que confiar
en la intuición y en la gran profesionalidad de su enemigo mortal!
Entre tanto, el klofoel de la Paz había examinado la estancia con toda
atención, sin encontrar nada sospechoso, como era de esperar. Buscar allí
cualquier cosa con ayuda de la magia habría resultado inútil: el Espejo crea a su
alrededor un campo mágico de tal intensidad que anula por completo los
campos de los restantes objetos. Una habitación absolutamente vacía y una
mesita baja con unas patas finas... «¿Seria yo capaz de esconder aquí un objeto,
por pequeño que fuera? Habría que intentarlo... ¡No es nada fácil!... Un
momento, un momento... Un objeto pequeño... ¿Qué fue lo que dijo el troll?
«Más o menos, como la cabeza de un niño pequeño.» Ya entiendo: para eso
necesitabas tú subir hasta aquí...»
—¡Klofoel del Mundo! Quedáis detenida por traición. ¡Retiraos hacia la
pared!
Estaban de pie, cara a cara, separados por el Espejo; el klofoel de la Paz
desenvainó su espada: no estaba dispuesto a conceder ninguna ventaja a
aquella víbora que, de todos modos, era mortalmente peligrosa.
—Deja caer el puñal del cinto... Así, muy bien... Ahora el estilete, lo llevas en
la manga izquierda... ¡Apártalos con el pie! Y ahora vamos a hablar. El objeto
mágico que buscan sin éxito las bailarinas de esa majareta astral está sujeto a la
cara inferior de la mesita, ¿no es así? Para poder verlo, hay que ponerse a gatas
delante del Espejo, cosa que a nadie se le ocurriría. Y como sencillamente es
imposible encontrar este objeto con ayuda de la magia, la situación de las
bailarinas era como la de esos perros a los que se les pide que encuentren,
guiándose por el olfato, un pañuelo perfumado escondido en un saco de
pimienta molida... Te felicito, ¡muy bien pensado! Por cierto, ¿qué clase de
objeto es?
—Un miralejos —respondió Eornis, sabiéndose condenada.
—¡Caramba! Eso sí que no me lo esperaba. ¿De quién es el regalito? ¿Del
enemigo?
—No. De Altagorn.
—No intentes liarme...
—Es verdad. Su Majestad Piedra Elfinita es un tipo previsor, nunca mete
todos los huevos en la misma cesta. ¿O es que te creías que eras el único que
había hablado con él a solas el pasado mes de enero? Acaba conmigo, y verás
cómo deja de echarte una mano en tu juego contra la Soberana.
—Te equivocas, querida: cuantos menos aliados tienes, más los aprecias; así
que él no puede prescindir de mí. Y a ti te esperan un montón de experiencias
interesantes en los subterráneos del Túmulo: esos tipos tienen una imaginación
increíble, y les pienso ordenar que no te dejen morir muy deprisa...
—Para eso tendrás que presentar pruebas de mi traición, lo que quiere decir
que tendrás que entregar el miralejos al Consejo. ¿No sería mejor que te lo
guardaras para ti, y que hicieras de mí tu agente en el entorno de la Soberana?
Puedo darte muchas cosas, como tú muy bien sabes...
—¡Ya basta de charla! ¡La cara contra la pared, rápido! ¡Al suelo! ¡Al suelo, he
dicho! ¿Cómo lo has sujetado a la mesita? ¿Con magia?
—No, con jugo pegajoso de ankasar. —Ella se sometió, abatida, y, mirando a
la pared, le rogó—: Haz el favor de escucharme...
—¡A callar!
Había pronunciado esa orden algo sofocado; probablemente, a sus espaldas,
el klofoel de la Paz debía de estar ya en una postura muy forzada, palpando la
cara inferior del cristal: ¡ahora o nunca! Durante su penoso e inútil regateo de
perdedora, no había cejado en su empeño de abrirse paso, a través del denso
campo mágico del Espejo, activado en espera del inminente cataclismo, hacia
los hilos grises y pegajosos del conjuro de la Telaraña con el que el klofoel de la
Paz había enredado al troll. Cualquier conjuro presenta la marca indeleble del
individuo que lo ha impuesto, por lo que sólo éste puede levantarlo; para los
demás, esa operación implica un peligro mortal y, por lo general, no da ningún
resultado; afortunadamente, la Telaraña se obtiene mediante una de las
fórmulas mágicas más sencillas, donde el componente individual prácticamente
no está presente: es pura técnica, por lo que puede uno arriesgarse... «Ahora
todo dependerá de la actuación del troll, una vez que se vea libre.
Evidentemente, está hundido desde que se dio cuenta de que, de un modo para
él desconocido, había revelado todo lo que sabía al enemigo; lo importante, sin
embargo, es ver hasta qué punto está hundido. Si está completamente hundido,
si se ha convertido en una medusa, entonces, no hay remedio; pero si ha sido
capaz de mantener su hombría, y conserva al menos el deseo de ajustar las
cuentas con quien le empujó astutamente a cometer esa traición, yo podría
ayudarle. Yo a él, y él a mí...»
En ese preciso instante Eornis rompió la Telaraña, como quien rompe una
venda que se ha quedado pegada a una herida: de un solo movimiento; si no,
resulta imposible. El terrible dolor, que le sacudió las entrañas, la dejó
obnubilada por un momento; eso es lo que pasa cuando se levanta un conjuro
ajeno, aunque se trate de uno tan simple como el de la Telaraña, y por mucho
que quien lo levanta sea nada menos que una klofoel de los elfos... Cuando se
recobró de su desvanecimiento, al cabo de unos segundos, todo había
terminado. El klofoel de la Paz yacía boca abajo en el suelo, al lado del Espejo,
con la cabeza desencajada en una postura absurda, como tratando de mirar algo
a sus espaldas, y el troll (sin duda, se había echado encima del elfo, que estaba
de rodillas delante de la mesita, y le había retorcido el cuello sin más arma que
sus propias manos) ya se había subido al antepecho de una ventana con el
propósito evidente de saltar: una decisión que, por parte de Eornis, no encontró
el menor impedimento. «El honorable klofoel de la Paz dejó al troll libre de su
conjuro y, en un descuido, se dio la vuelta», se sonreía ella maliciosamente, «yo
no pude hacer nada... ¡Todo fue tan inesperado, honorables miembros del
Consejo! Estoy inmensamente agradecida al difunto: si no se hubiera ofrecido a
acompañarme a la torre, seguramente yo estaría ahora en su lugar...»
Mientras daba el último paso en toda su vida, Kumai aún tuvo tiempo de
recorrer con la mirada el magnífico cuadro de la capital de los elfos, de modo
que todas aquellas torres y puentes colgantes se hundieron ante su vista, como
si formaran parte de un decorado teatral, al tiempo que se le acercaban
vertiginosamente las baldosas hexagonales del patio. Su último pensamiento
fue:
«Estos cabrones son capaces de volver a reunir mis pedazos...»
Igual habrían sido capaces de reunirlos (¿quién sabe, en el fondo, hasta dónde
llega el poder de los elfos?), sólo que no se les concedió tiempo para eso... Ni
para eso, ni para nada más. Porque el sol, mientras tanto, ya había trepado
hasta el cénit, y Eornis, tras extraer el miralejos del saco protector con la costura
de plata, lo aproximó al Espejo, que había enloquecido por completo y parecía
dispuesto a salir corriendo sobre sus encorvadas patas de platagrís. Tras
aguardar el momento convenido, la klofoel del Mundo hizo coincidir la
posición de dos lucecitas naranjas en el interior del cristal mágico, con lo que
situó el miralejos en régimen de «comunicación recíproca»...
CAPÍTULO 67
Haladdin apartó la vista del magma rojo que bullía bajo sus pies, en el
profundo crisol del cráter, lanzando fogonazos dorados, y, protegiéndose con la
mano los ojos entrecerrados, calculó la posición del sol, muy próximo ya al
mediodía. Onirien se encuentra bastante más al oeste, de modo que su
mediodía, el del Monte de Fuego, debía preceder al de Onirien más o menos en
un cuarto de hora... Sí, seguramente ya había que ir pensando en sacar el
miralejos y esperar hasta que el Espejo apareciera en él... si es que,
naturalmente, Kumai había llevado a cabo su misión... «Ni se te ocurra dudarlo,
¿me oyes?», se reprochó a sí mismo. «Él ha hecho todo lo que tenía que hacer, y
eso lo sabes de sobra... Y ahora te toca a ti, dentro de unos minutos, matar a esa
mujer... bueno, a esa mujer no, a esa elfo... qué más dará... No le des más
vueltas, todo está ya pensado y requetepensado, una y mil veces. Claro,
siempre podrías encomendarle la «ejecución de la sentencia» a Tserleg (ahí le
tienes, intentando distraerse con unos guijarros: ¡qué nervios!), pero eso, la
verdad sea dicha...»
El viaje al Monte de Fuego no había sido demasiado complicado. Hasta la
garganta de Hotont les acompañó Rankorn —el explorador, según decía, tenía
que buscar un sitio donde instalar una alquería, en el curso alto del arroyo de la
Nutria—, y allí tomó el relevo Matun. Para Matun, el encuentro con el grupo de
exploradores de Haladdin equivalía a un breve permiso para apartarse del
frente: en Umbror la guerra continuaba, mientras que allí, en las Montañas
Sombrías, todo era paz y sosiego. Para entonces, Aramir ya había dado todos
los pasos necesarios para concertar la paz con los trolls de aquellas montañas, y
la semana anterior sus esfuerzos diplomáticos habían culminado con éxito:
había llegado a Colinas del Agua una delegación integrada por tres miembros
de la jefatura de los trolls. A alguno —«no quiero señalar a nadie con el
dedo»— ese acercamiento no le hizo ninguna gracia, de modo que un grupo de
saboteadores, especialmente preparado al efecto, estaba esperando a la
delegación a su llegada al Poblado. Sin embargo, el servicio del barón Grager
estuvo a la altura de las circunstancias: no sólo impidió la intentona, sino que
pudo demostrar que los hilos de esa provocación llegaban hasta «la otra orilla
del Río Largo». Los saboteadores que salieron ilesos del combate fueron puestos
en libertad, y se les encomendó que hicieran saber a Su Majestad que debería
diversificar un tanto sus métodos... A los jefes de los trolls, en cualquier caso,
las pruebas de Grager les convencieron plenamente: siguiendo la tradición,
compartieron una torta con el príncipe de Lunien y sellaron la alianza, tras lo
cual partieron, dejando a sus hijos menores para que sirvieran en la guardia de
corps de Aramir (la verdad es que, para entonces, los campesinos de Lunien ya
llevaban bastante tiempo comerciando con los trolls, sin contar con el permiso
de sus gobernantes). Los elfos, que controlaban Paso de la Araña, montaron en
cólera al saber de este acuerdo, pero no podían hacer nada: su poder no llegaba
tan lejos.
—¿Qué tal le va al grupo de Ivar, Matun? ¿Qué es del maestro Haddami? ¿Os
seguís divirtiendo con sus bromas?
—Haddami murió —respondió gravemente el troll—. Descanse en paz; era
un hombre justo. Nadie diría que era de Opar...
Entonces cayó en la cuenta de los rasgos de Haladdin, le cambió la cara y dijo
torpemente:
—¡Le ruego que me disculpe, señor! Lo he dicho sin pensar... ¿Y qué ha sido
del pietroriano que les acompañaba?
—También murió.
—Ya veo...
Con el destacamento de Ivar no permanecieron más que unas pocas horas; el
teniente se empeñaba en ofrecerles compañía hasta el Monte de Fuego («La
llanura no es un lugar seguro ahora mismo, andan por ahí deambulando
partidas de vastakos»), pero el sargento se reía: «Ya ves, Matun, ¡pretenden
guiarme a mí por el desierto!». Tenía razón: ayudar al orocueno en el desierto
era como enseñar a nadar a un pez, y en su situación un grupo pequeño era
mucho mejor que uno grande. Así que continuaron los dos solos; terminarían
igual que habían empezado...
Sí, había llegado la hora... Haladdin desató el saco, extendió el recio tejido, en
el que estaban entrelazados unos hilos de plata, y tomó en sus manos la pesada
esfera de cristal, buscando en su interior, débilmente opalescente, las lucecitas
naranjas que servían para sintonizarlo.
Allí, bajo las bóvedas de Colina del Viento, el remotísimo miralejos del Monte
de Fuego se reflejaba en forma de una gigantesca pompa de jabón, de cinco o
seis pies de diámetro. Se veía que su desconocido amo le estaba dando vueltas
en la mano al cristal: en la superficie de la esfera aparecían continuamente las
huellas, de color rojo vivo, de las enormes palmas, con tanta precisión que se
podían apreciar los dibujos de las líneas papilares.
—¿Qué está pasando? ¡Gandrelf, explícanoslo! —El mago de la capa azul ya
no se podía aguantar.
—Nada. Eso es lo malo: que no pasa nada. —Las palabras de Gandrelf
sonaron uniformes, sin rastro de vida—. Mi conjuro no ha funcionado. Por qué,
no lo sé.
—Entonces, ¿es el fin?
—Así es.
Se hizo el silencio; todos parecían estar pendientes de la caída de los últimos
granos de arena en el reloj, que medía el tiempo de sus vidas.
—¿Qué, os dais cuenta de lo que habéis conseguido? —rompió de pronto el
silencio una voz burlona que, por cierto, no había perdido en todos esos años su
tono seductor—. «La historia me absolverá...»
—¿Searuman?
El antiguo jefe del Consejo Blanco, sin esperar a que le dieran permiso o le
invitaran a entrar, avanzaba por la sala con paso firme y amplio, y todos
parecieron sentir de repente la absoluta impropiedad de esa palabra: «antiguo».
—La profecía de Vakalabat, ¿verdad, Rudugast? —se dirigió al mago
selvático, mientras miraba atentamente las líneas de luz que partían de los
miralejos; a los restantes miembros del Consejo parecía ignorarlos por
completo—. Aja... este rayo, si no me equivoco, lleva al Monte de Fuego...
—Quieren destruir el Espejo... —intentó terciar Gandrelf, algo más animado.
—Cierra el pico —le soltó Searuman, sin volver la cabeza, al tiempo que
apuntaba con su recia barbilla en dirección al rayo de Onirien, que había
perdido su brillo en ese mismo instante—. Ahí tienes tu Espejo, admíralo... Te
has cubierto de mierda, demiurgo...
—¿Te podemos ayudar en algo, Searuman? —dijo Rudugast en tono
conciliador—. Toda nuestra magia...
—Sí: cogiendo la puerta, y rápido. Y «toda vuestra magia» os la podéis meter
por el culo: ¿es que no os habéis enterado todavía de que la persona que está en
el Monte de Fuego es absolutamente inmune a cualquier acción mágica? Voy a
probar con los argumentos racionales; así, de repente, causa impresión... Bueno,
¿qué hacéis ahí parados? —les espetó a los estupefactos miembros del Consejo,
que se amontonaban junto a la salida—. Ya os he dicho que os vayáis todos al
quinto infierno, ¡así que largo, si no queréis que os coja de vuestras partes!
Y, sin ocuparse más de los magos blancos que se marchaban a toda prisa de la
sala, le dio la vuelta al miralejos, lo ajustó para la comunicación multilateral, y
llamó en voz baja:
—¡Haladdin! Doctor Haladdin, ¿me escucha? Contésteme, se lo ruego.
CAPÍTULO 68
F RIEDRICH NIETZSCHE