COELBRU
COELBRU
COELBRU
el bruto
Leneo Marten
Versión 1.0 –Septiembre del 2018
ASIN: B07GJVVD85
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01 El pacto
Aurel había conseguido las llaves unas pocas horas antes de la llegada
del bruto. El carcelero había ido directo a su celda y se colocó junto a los
barrotes.
—¿Tú eres uno de los putos del príncipe? —le dijo entre risas.
—Pues no —le espetó—, era su sirviente. Le cantaba canciones y le
ayudaba en las tediosas tareas del hogar.
—Ya, y le comías la polla cada vez que te lo mandaba, o te crees que
soy idiota.
Lo cierto es que no era así, el príncipe Koje no era precisamente de los
que les gusta que le coman la polla, aunque Aurel no podía negar que, de vez
en cuando, los soldados de la guardia jugaban con el príncipe, e incluso en
ocasiones con su más cercano servicio.
—¿Quieres comerte una polla de verdad? —siguió el carcelero—. No
una de esas pollas flacuchas y enjabonadas de palacio, una como esta.
El carcelero comenzó a quitarse ciertas partes de su armadura, las que
cubrían un paquete que estaba de lo más abultado, pues su miembro
permanecía alzado antes incluso de haber empezado la charla con Aurel. Aun
con la ropa cubriéndolo se distinguía a la perfección el borde del glande, así
como el cilíndrico cuerpo que tensaba la tela como si la fuese a romper de un
momento al otro.
Tal y como el hombre había asegurado no se trataba de una polla
cualquiera. Aurel, que había visto muchas a lo largo de su vida, consideró
que era voluminosa y gruesa cuando la vio por primera vez. El carcelero se la
empezó a pelar mientras sonreía, invitaba al joven a que se aproximara con
sus gestos, e incluso metió la polla por entre dos barrotes al tiempo que se
agarraba con ambas manos a otros dos. Se le derramaba la saliva por una de
las comisuras de los labios en permanente sonrisa. Movía la cintura en un
suave pero definido meneo hacia delante y hacia atrás, de manera que el pene
entraba y salía a través de la abertura de los (sucios) barrotes.
Aurel tenía pocas ganas de comerle la polla, ya desde la distancia tenía
la desagradable sensación de que olía a pescado muerto. Decidió quedarse
donde estaba para comprobar hasta dónde llegaría aquel tipo, si se aburriría o
seguiría estimulándose hasta correrse... o si abriría la celda para entrar a
follarle, cosa que le estremeció por entero.
No obstante, la situación dio un giro inesperado cuando Aurel atisbó las
llaves de las celdas en el suelo, junto al pedazo de armadura que el otro se
había quitado. Podía cogerlas fácilmente si alargaba un brazo entre dos
barrotes, aunque para ello necesitaba acercarse sin que el carcelero se
extrañara. La polla moviéndose entre los barrotes acabó convertida en la
excusa perfecta.
Resignado, Aurel se acercó y el carcelero acentuó la sonrisa. El
miembro viril respondió a su manera, ejecutando un espasmo de pura
excitación. Cuando llegó a los barrotes, Aurel descubrió que se le había
llenado la boca de saliva. La abrió frente al abultado glande, que engulló
pasando los labios por su superficie con expresa lentitud. El carcelero gimió
de una forma exagerada, haciendo que su voz retumbara a través del largo
pasillo de las celdas. Al momento siguiente todos y cada uno de los presos
miraron, lo vieron agarrado a los barrotes, vieron su culo desnudo y tenso.
El carcelero trató de apretar hacia dentro para introducir el resto de la
polla en la boca pero Aurel no quiso. Reculó un poco, lo justo para mantener
el glande metido, ni un centímetro más. Trataba de controlar la situación,
ganaba tiempo, pues ignoraba cuánto necesitaría para conseguir las ansiadas
llaves. Miraba hacia el suelo, tras comprobar que el otro mantenía los ojos
cerrados. Ya hacía mucho que había conseguido quitarse los grilletes, de
modo que aprovechó que el carcelero estaba sumido en el placer para alargar
una mano hacia el manojo de llaves. Mientras tanto recorría el glande con los
labios una y otra vez y lamía la punta de la polla con la lengua.
La estrategia duró poco. El carcelero metió ambas manos dentro de la
celda para agarrar la parte trasera de la cabeza de Aurel y aproximarla a su
cuerpo. La cara de Aurel quedó encajada entre dos barrotes, a la entera
disposición del excitado hombre.
—Ahora abre bien la boca o harás que te quite los dientes —amenazó.
Y entonces le metió el miembro tan profundamente como pudo. Aurel se
sintió tan colmado que la penetración le provocó una arcada, mas se obligó a
mantener la boca lo más abierta que pudo por temor a que hiciese realidad la
amenaza. La polla comenzó a entrar y salir con rapidez, mientras las manos
del carcelero mantenían la cabeza bien amorrada a los barrotes. El hombre
gemía con insistencia, daba la impresión de que nadie le había comido la
polla en siglos. Tenía los ojos cerrados de nuevo, cosa que permitió a Aurel
volver a acercar una mano a las llaves. No era fácil, apenas veía nada con la
cabeza aprisionada de aquel modo, sometida a los certeros y regulares golpes
con los que el carcelero le llenaba la boca.
Lo que sí alcanzó a ver Aurel fue a los otros prisioneros, algunos de los
cuales se estaban masturbando. Otros, en cambio, se mostraron más
colaborativos. Uno en concreto comprendió la situación y comenzó a guiar la
mano de Aurel. A través de sencillos gestos le indicó que la moviera más
adelante, más hacia la derecha... hasta que al fin Aurel dio con las llaves.
Entonces comenzó el angustioso momento de separarlas del resto de la
armadura, a la que estaban unidas a través de un aro de hierro.
El carcelero no tenía intención de perder el tiempo. Incrementó el ritmo
al que follaba la boca de Aurel, así como los estridentes gemidos, que
sonaban cada vez más intensos y frecuentes. Aurel operaba cada vez con
mayor precisión, ya había comprendido cómo quitar las llaves. Palpando el
aro de hierro halló una irregularidad, una parte que podía abrir para
desenganchar dicho aro de la armadura. Apenas disponía de tiempo, notaba
cómo la polla del carcelero comenzaba a soltar gotas en el fondo de su boca,
un anticipo de que faltaba poco para que se corriera.
De repente, los gemidos se hicieron (aún) más evidentes. Aurel miró con
preocupación las piernas del carcelero, que se tensaban. Sintió que el otro le
apretaba la cabeza con mayor presión y que le metía la polla más rápido.
Entonces, tras un largo gemido, comenzó a llenarle la boca de esperma.
Aurel pensó en apartarse para dejar que el semen cayera al suelo, pero
no había terminado de robar las llaves. Necesitaba de unos últimos
momentos, de modo que dejó la polla alojada en su boca, soltando chorros,
uno tras otro. La sentía latir, notaba cómo el esperma caliente y de intenso
sabor ocupaba todos y cada uno de los espacios en su boca. Luego, como el
carcelero había dejado de moverse, fue él quien siguió comiéndole la polla,
esperando ganar algún momento más.
Al fin, las llaves se soltaron. Aurel trató de no hacer ruido al moverlas
hasta su espalda, donde esperaba ocultarlas a los ojos del carcelero. Fue
imposible, el tintineo se escuchó por todas partes, mas el otro no pareció
darse cuenta. Cuando el hombre sacó la polla de la boca del joven se hallaba
en trance, como si su mente estuviera entumecida, regresando de un lugar
lejano al que su cuerpo no había podido ir. Se quedó mirando el rostro del
joven, sus grandes ojos claros, su cabello rubio, su rosada piel… el semen
que resbalaba desde la comisura de sus labios. Justo cuando parecía que se
iba a marchar, dio nueva orden:
—Trágatelo.
Aurel había planeado escupir el esperma en cuanto el otro se girara, pero
no se atrevió a contradecirle; no mientras estuviera en posesión de las
preciadas llaves, a buen recaudo en la espalda, junto a unas manos que el
carcelero creía bien atadas. De modo que se lo tragó. Luego el otro quiso
comprobarlo, le dijo que abriera la boca y sacara la lengua. El carcelero metió
los dedos en la boca para inspeccionarla. Cuando los sacó, volvió a agarrarse
la polla y la situó justo sobre la lengua. Se apretó el miembro con fuerza
desde la base hasta la punta para liberar una última y densa gota de semen
que cayó sobre la lengua de Aurel. El joven también se la tragó, tal y como el
carcelero deseaba.
Había llegado el momento de la verdad, cuando el hombre recogió las
partes de la armadura que había dejado en el suelo. Aurel siguió cada uno de
sus movimientos con el corazón en un puño, preguntándose qué haría cuando
se diese cuenta de que las llaves no estaban. Se vio a sí mismo muerto, o
golpeado hasta que desease estarlo, pero para su sorpresa no sucedió nada en
absoluto.
Cabía la posibilidad de que el carcelero fuera muy tonto o de que fuera
muy listo. O bien no se había dado cuenta de que no estaban, o bien le daba
lo mismo. Al principio Aurel no comprendió esa segunda posibilidad, pero
más tarde, con la tranquilidad que le otorgaba la soledad, lo meditó con
detenimiento. Supuso que el carcelero tenía prohibido entrar a una celda para
intimar con un preso, debido al lógico riesgo de fuga que ello suponía, pero si
el preso escapaba, entonces nada impedía que le diera el castigo que le
pareciese más adecuado. Aurel concluyó que el otro le había permitido robar
las llaves con la intención de que huyera, para luego atraparlo en la entrada y
hacer lo que quisiera con él. Era probable que quisiera probar su culo, del
mismo modo que había probado su boca.
Había que reconocer que la situación era mejor a bordo del barco respecto a
la celda mugrienta. El sitio donde Aurel tenía que dormir olía un poco mejor,
eso era toda la mejora. Eso y que, por fin, estaban dejando atrás la ciudad que
(por distintas razones) les había condenado a muerte a él y a Conay.
El joven de palacio no tuvo ocasión de ver mucho a su compañero de
viaje, quien siempre estaba hablando con la capitana del barco, apartados
ambos de los demás. No era una charla con la que el bárbaro pareciera
cómodo, siempre se mostraba serio a pesar de las incesantes carcajadas y
guiños de la capitana. Por su parte Aurel tuvo que pasar el tiempo
contemplando el mar, que se veía aterrador a bordo de aquel pedazo de
madera. Cuanto más lejos se hallaban del reino más grandes eran las olas,
tanto que parecían verdaderas montañas sobre las que el barco danzaba en
dudoso equilibrio.
Había más gente allí. Eran todos hombres de piel oscura y cabeza
rapada, vestidos con un simple calzón que se apretaba con más o menos
fuerza a sus nalgas y a sus paquetes, dependiendo de lo apropiada que fuera
la talla. Se trataba de esclavos, pues no les escuchó decir una sola palabra y
en cambio trabajaban sin parar: se encargaban de la orientación de la vela, de
los remos (cuando era necesario), de preparar la comida y la cena, incluso de
manejar el timón, ya que la capitana estaba muy ocupada con el invitado...
con uno de ellos, claro. La muy puta, maldecía Aurel. La miraba con
desprecio, consciente de lo que sucedería más tarde.
Pasó poco rato hasta que Aurel comenzó a vomitar. Tuvo que ser él
mismo quien limpiara el desastre, algo que la fastidiosa mujer dejó claro
entre gritos. A Aurel no le importó demasiado; solo quería que aquello
terminara, solo quería un pedazo de tierra sobre el que posar sus pies, uno
que no se moviera. Un esclavo le ayudó, le trajo los utensilios para que lo
limpiara. Le ofreció también un poco de ropa, pues la suya había quedado
llena de restos de la digestión parcial. Por lo visto, uno de aquellos esclavos
debía ser de su talla, porque la ropa que le dio le quedaba razonablemente
bien. Era una sola pieza larga provista de tirantes que se convertía en una
falda de cintura para abajo gracias a una cuerda que hacía las veces de
cinturón (debajo de la falda Aurel conservó su calzón, que seguía limpio).
Era gris azulada, como toda la ropa que llevaban los esclavos.
Una vez cambiado, el joven lanzó las ropas de palacio al mar. Dejó que
se perdieran para siempre, como quien decide lanzar al olvido un pasado que
no regresará. Miró cómo la ropa se mecía entre las olas y, poco a poco,
quedaba atrás. Ya no se veía la isla. Tampoco el continente, que se hallaba a
tres días de aquel punto perdido en mitad del océano.
El primero de esos días fue cómo si Aurel no existiera, este se sentía tan
mareado que era incapaz de pensar en otra cosa salvo predecir en qué
momento vomitaría de nuevo y dónde tenía las cosas para limpiar el
desagradable resultado del proceso. Pasó la noche acurrucado en un rincón
del enorme (y pestilente) dormitorio comunal donde los esclavos dormían, un
cuarto que compartía con diez hombres, pero no con Conay. El bárbaro
dormía en el camarote de la capitana, aunque dormir no era exactamente lo
que hacían. Los escuchó follar varias veces. Trató de prestar poca atención,
no tenía el cuerpo para centrarse en nada que fuera ajeno al mismo.
El segundo día se encontró mejor hasta el punto en que quiso entablar
conversación con uno de los esclavos. En palacio uno siempre encontraba a
alguien con quien charlar, era lo que más hacían. Sin embargo, Conay no
estaba accesible y de la capitana Aurel no quería saber nada. Pensó el joven
en hablar con el hombre que le había ayudado el día antes, aunque lo cierto es
que no sabía muy bien cómo distinguirlo de los demás, pues le parecían todos
iguales. Hubo de esperar a que fuese el propio esclavo quien se acercase a él.
Se interesó por sus mareos, se alegró al comprobar que ya no los tenía (en
parte porque se había acostumbrado, en parte porque el mar estaba
relativamente calmado). Aquel día Aurel comió por dos, cosa que la capitana
permitió porque el día anterior había comido por medio. Por la tarde, volvió a
hablar con el esclavo.
Se llamaba Durab. Venía de un reino remoto del otro lado del
Continente Embrujado. Tenía una forma de hablar extraña, nunca
pronunciaba una «i» cuando esta formaba parte de una palabra, la cambiaba
por una «e». Le contó que había aceptado trabajar como esclavo para
sobrevivir, pues se marchó de su país durante una cruenta hambruna. Sostenía
que la vida de esclavo podía ser buena si uno tenía la suerte de encontrar un
buen amo. Aseguraba que en su condición podía dormir, comer y follar sin
problemas y que dos de esas cosas eran bastante complicadas de conseguir en
su propia tierra. A Aurel se le ocurrió que aquel hombre quizá era la
compañía habitual de la ninfómana de la capitana, que por este viaje lo había
cambiado por Conay. No se atrevió a preguntarlo y en verdad tampoco le
importaba; procuraba no hablar sobre aquella mujer, hacer como si no
existiera, como ella hacía con él.
Aurel se dio cuenta de que Durab no dejaba de mirarle la piel. Se sentía
atraído por su color rosado, incluso le preguntó si podía tocarla y la tocó,
sintiéndose entonces impresionado por su suavidad. No estaba acostumbrado
a ver pieles que no estuvieran castigadas por el sol, o que no fueran oscuras y
densas como la suya y la de sus compañeros. Aurel sintió que había sido un
contacto colmado de curiosidad, carente de cualquier otra intención. No le
dio más importancia en aquel momento.
Después llegó el turno de Aurel para explicar su vida y milagros. No
quiso extenderse mucho ni dar detalles, no debía contarle según qué cosas a
alguien que había escapado de su país para no morir de hambre. Por ejemplo,
omitió que disfrutaba de tres banquetes diarios, que podía dormir a pierna
suelta más de diez horas al día o que celebrara cada cierto tiempo orgías en
las que participaban miembros de la corte del príncipe, bailarinas, y soldados
de la guardia personal, además de contar con la visita ocasional de los grupos
de teatro o de música. Se limitó a explicar que residía en el palacio y que
trabajaba para el príncipe. No quiso mentir. No quiso tener que guardar
silencio el resto del viaje por no saber qué responder, pues no era bueno
inventándose una vida que no había tenido, ni tenía idea de cómo podía ser
vivir fuera del palacio. Bastó tan breve relato para que los ojos de Durab se
abrieran y se iluminaran.
—¿En el palaceo...? ¿Y cómo es trabajar allé?
—Bueno, supongo que es lo mismo que trabajar para cualquier otro.
Uno hace lo que le mandan y procura que su amo esté siempre contento, lo
que te asegura que tendrás una buena vida. Es lo mismo que en el caso de tu
capitana, pienso yo.
—No es lo mesmo server a una capetana que a un préncepe.
—Claro, se vive mejor en palacio, eso sí. Es la única diferencia. Yo
tenía que estar siempre pendiente de todo, igual que vosotros aquí, en el
barco.
Durab ansiaba saber más, mucho más. Lo pedía con sus negros ojos muy
abiertos, mas no con su voz, pues no pretendía ser impertinente; un esclavo
no solía pedir lo que no se le daba. La conversación terminó en ese punto,
pues Durab no parecía capaz de dar voz a sus incontables interrogantes y
Aurel seguía pensando que no era buena idea hablarle de según qué cosas.
El resto del día transcurrió lento y aburrido. Aurel vio a Durab charlar
con sus compañeros en diversas ocasiones, en las que el interlocutor de turno
miraba al menos una vez a Aurel. Durab solo volvió a hablarle para decirle
que la cena estaba lista y para comentarle que por la noche estaría haciendo
guardia arriba. Arriba quería decir en la cubierta. Aurel no supo porqué se lo
decía, aunque no pensaba visitarle, pues la visión del mar por la noche le
resultaba desagradable y le descorazonaba el alma de una forma que no
alcanzaba a comprender.
La segunda noche fue muy distinta. Aurel no la pasó abrazado a sus
rodillas en un rincón sino que se estiró a dormir. El dormitorio contenía dos
filas de literas, una en cada pared del cuarto compartido, ocho camas en total
para diez personas, aunque siempre había dos que estaban haciendo de vigía
o a cargo del mástil, de modo que no importaba. Aurel tuvo que hacerse un
sitio en el suelo, en el espacio que quedaba entre los dos grupos de literas.
Allí colocó una especie de colchón que los esclavos guardaban como reserva.
Hacía calor, pero al joven no le apetecía dormir sin nada que lo cubriese, de
modo que se quitó la ropa y cubrió su cuerpo con una delgada sábana; en
palacio siempre dormían así.
Aurel cayó en la cuenta de que no había pasado una buena noche desde
que lo sacaron de su dormitorio de siempre, en la parte alta del palacio. No
había podido dormir en la celda y tampoco la primera noche en el barco. De
ese modo, cayó rendido al cabo de escasos segundos de intentarlo.
Un tiempo más tarde, algo despertó al joven. Eran los gemidos de la
capitana (gritos, más bien). Una vez escuchados por primera vez, ya le fue
imposible ignorarlos. La mujer vociferaba con auténtica pasión y también con
claridad, puesto que el camarote de ella era contiguo al dormitorio de los
esclavos. Ya desvelado, Aurel no pudo sino imaginar lo que estaría
sucediendo en aquel otro dormitorio. A juzgar por la ausencia de cualquier
otro ruido, bien podía estar Conay comiéndole el coño, cosa que debía estar
haciendo muy bien. Tras un rato que se le hizo interminable, hubo una
pequeña pausa y después un jadeo largo y agitado. A partir de ese momento
los gemidos se tornaron chillidos y comenzó a escucharse un retumbar
regular, que no por casualidad coincidía con la frecuencia de la voz de la
mujer.
A Aurel se le puso dura al momento, cosa que no pudo evitar. Odiaba a
aquella mujer, pero saber que Conay la estaba follando a tan escasa distancia
le ponía a mil por hora. Trató de ignorar la estridente voz de la mujer, se
centró en el traqueteo de la cama, que era una buena pista para imaginar
cómo Conay se movía, cómo le metía la polla una y otra vez. No se
escuchaban los gemidos de él, pero se intuía con facilidad el constante
movimiento de su fornido cuerpo.
No era el único que estaba excitado en el dormitorio comunitario. Aurel
escuchó el inconfundible sonido de una paja cercana, el movimiento continuo
de un pene que rozaba febrilmente con la sábana. Uno de los esclavos se
había puesto cachondo y se la estaba pelando. Uno no, dos, pues otro ruido
similar surgió de las literas del otro lado. De repente, Aurel estaba rodeado de
pollas en plena faena.
La regularidad de Conay era impresionante, se follaba a la capitana
como si fuera una máquina. Pasaron los minutos y el rimo no aflojaba ni se
incrementaba, permanecía inmutable. De cuanto en cuanto había una pequeña
pausa (Aurel sospechaba que para cambiar de posición) y el ritmo volvía,
igual que antes. Según la posición que adoptaban, se escuchaba también el
ruido de la carne contra la carne, pues al traqueteo y al gemido de turno se
unía el sonido inconfundible del cuerpo de Conay impactando contra el de la
mujer.
Aurel comprendía que los esclavos se estuvieran masturbando. En
verdad a él también le apetecía, pero no se sentía lo bastante seguro; se veía
expuesto, rodeado por ocho camas llenas de ojos que (quizá) podían verle y
llenas de oídos que le escucharían. Optó por no hacer nada, se puso boca
abajo, aplacó la polla entre su cuerpo y el colchón y esperó a que todo pasara.
Mientras tanto, ya eran tres los esclavos que se la estaban pelando, uno de
ellos con síntomas de terminar pronto a juzgar por el sonido inequívoco del
líquido acumulándose en la punta de su polla.
De improviso, Aurel percibió que algo más sucedía. Alguno de los
esclavos se movía más de lo habitual, como si se levantara de la cama. Pensó
que simplemente se había corrido e iba al lavabo para limpiarse, pero no
escuchó más de dos o tres pasos antes de que el esclavo se detuviera. Aurel
tuvo la angustiosa sensación de que lo tenía cerca. De hecho, se sobresaltó al
notar una mano que se metía por debajo de la sábana hasta posarse sobre su
pierna. Le dio un vuelco el corazón. Entendió lo que estaba a punto de
ocurrir.
La mano obró con pericia, sabía bien lo que buscaba. Nada más tocar la
pierna comenzó a subir hasta posarse sobre una de las nalgas desnudas de
Aurel. Las acarició ambas, pasando de la una a la otra y luego volviendo. De
vez en cuando las apretaba con fuerza.
Aurel agudizó el oído, todo él estaba en tensión a la espera de lo que
aconteciera. Le pareció que el esclavo se masturbaba con la otra mano, allí
mismo, a su lado. Pensó que quizá le bastaría con eso: con tocarle el culo
hasta correrse, pero no fue así. El esclavo quitó la sábana que cubría su
cuerpo. Aurel se sintió más desnudo que en toda su vida, temía que todos le
vieran desde las literas, sintió que no era un hombre sino ocho los que le
tocaban el culo.
De repente vio una mano apoyarse en el suelo, junto a su cara, y
percibió que su cuerpo quedaba cubierto de nuevo pero no por la sábana sino
por el cuerpo del esclavo que estaba sobre él. Luego escuchó cómo
acumulaba saliva y la vertía sobre la otra mano, que llevó hacia atrás para
dejar la polla bien untada. Realmente iba a ocurrir, realmente se la iba a
meter, allí, delante de todos los demás. Aurel ni siquiera se preguntó si le
apetecía. Tenía la polla dura, seguía escuchando los rítmicos golpes en el
camarote contiguo... Se preguntó porqué no y concluyo que era mejor ser
penetrado por uno de aquellos pobres hombres que por el maldito carcelero,
al menos ellos parecían buenas personas.
El esclavo volvió a hacer acopio de saliva. La soltó sobre la mano y la
llevó hacia atrás de nuevo, pero esta vez metió los dedos entre las nalgas de
Aurel. Con gran pericia las separó y dejó untuosa la franja intermedia. Acto
seguido los dedos buscaron el ano e insistieron especialmente sobre él, hasta
el punto en que uno de los dedos lo penetró. Después usó la mano para
colocar la polla en posición. Aurel abrió ligeramente las piernas, se preparó
para recibirla. El glande se hundió entonces entre las nalgas, el hombre apretó
para vencer su lastimosa resistencia. El miembro se abrió paso hasta el ano y
se quedó cómodamente alojado encima.
Con la polla en disposición de abrirle el culo, el esclavo puso la segunda
mano apoyada en el suelo, al otro lado de la cabeza de Aurel. Empezó a
meterla. El glande entró despacio, con suavidad gracias a la lubricación,
aunque Aurel sintió una mezcla de sensaciones que al principio no eran muy
agradables. Hacía muchos días que no era penetrado y necesitaba de unos
momentos para acostumbrarse. No obstante, el esclavo se la metía tan
despacio que Aurel asimilaba el tamaño de la polla con relativa comodidad.
Cuando el glande terminó de entrar y el ano se cerró sobre el cuerpo de la
polla, supo que lo peor había pasado. En ese momento, la polla comenzó a
entrar más rápido, como si el esclavo ya no pudiera resistir más la tentación y
se rindiera al placer. Aurel comenzó un largo gemido, pero el otro usó una
mano raudo para taparle la boca.
El joven comprendió entonces que aquella relación era un secreto, que
se suponía que ninguno de sus compañeros tenía que saber lo que hacían. Los
demás seguían masturbándose como si tal cosa, seguramente encandilados
por los constantes chillidos de la capitana, o quién sabe si alguno también
pensaba en Conay.
Todavía con la boca tapada, el esclavo terminó de meter la polla en el
culo, hasta posar su largo y delgado cuerpo sobre las nalgas de Aurel. Así se
quedó un momento, inerte. Luego bajó la cabeza despacio, hasta situar la
boca junto a la oreja del otro y le dijo:
—Shht...
El mensaje fue recibido. El esclavo retiró la mano de la boca de Aurel y
la volvió a poner en el suelo para sostenerse con cierta comodidad. Luego,
comenzó a follarle el culo, muy, muy despacio. Sacó la polla poco a poco, la
volvió a meter de forma igualmente lenta, una velocidad que contrastaba y
mucho con el ritmo de Conay, que seguía embistiendo a la capitana sin cesar.
El escaso obrar del esclavo suponía una buena forma de no hacer ruido y en
verdad a Aurel no le desagradaba, porque el oscuro hombre tenía una polla
muy larga a la que había de acostumbrarse, quizá la más larga que le había
follado jamás (tanto que su propietario tenía que hacer un movimiento muy
amplio cada vez que se la metía).
Aurel alargó una mano hacia arriba en busca del contacto con quien le
enculaba. La suya era una piel extraña, además de ser oscura parecía más
gruesa y olía más fuerte, aunque sospechaba el joven que la causa de ello
eran las condiciones de vida, más que la piel en sí. Le agradó sentir el cuerpo
en movimiento del esclavo, que se mecía sobre él en lenta danza. Alargó la
mano hacia la arqueada espalda, hacia su culo, al que apenas alcanzaba, pero
se esforzó para llegar, pues le parecía que era firme y bien formado. Desde
ese momento lo acompañó en sus movimientos de cintura, lo animó a seguir
dándole por el culo.
El ritmo de Conay se incrementó, los golpes comenzaron a escucharse
más intensos y frecuentes en el camarote de al lado, así como los gritos de la
maldita mujer. Como excitado por la novedad, el esclavo también comenzó a
follar a Aurel con mayor ímpetu, aunque en comparación muy pobre, pues no
se podía arriesgar a que los demás le escucharan. De repente, justo cuando la
mujer liberaba el último gemido, el esclavo se detuvo. Aurel escuchó su
respiración agitada e irregular, próxima como estaba a su oreja. No fue el
único indicio de que se estaba corriendo, lo sintió a través del ano, que
captaba los sucesivos latidos de la polla mientras soltaba el semen en su culo.
Aurel apretó bien fuerte el tenso culo del esclavo hacia sí mismo.
Luego, el hombre se tendió sobre Aurel como si descansara unos
momentos. Aplastó con cuidado el cuerpo del cortesano, todavía con la polla
alojada en su interior. Permaneció no más de un minuto así, justo antes de
alzarse y regresar a su cama.
Todo había quedado en silencio. Había quietud en el camarote de la
capitana y también en el propio, en el que nadie se masturbaba ya.
El tercer día Aurel estuvo muy atento a las caras de los esclavos con los
que se encontraba. No sabía cuál de ellos le había dado por el culo la noche
anterior y lo cierto es que ninguno dio muestras de haber sido el responsable.
Todos le dieron el mismo trato del primer día, entre amables e indiferentes.
Lo que sí sospechaba era que se hablaba de él, pues de nuevo tenía la
sensación de que los esclavos cuchicheaban y le dedicaban miradas furtivas.
Durab durmió hasta el mediodía, pues había pasado toda la noche en la
torre de vigía. Al poco de despertar fue en busca de Aurel para insistir en la
invitación del día anterior.
—Esta noche volveré a estar vegelando. Puedes vener se te apetece. Las
estrellas se ven mue been desde allé arreba—dijo, y al terminar la frase puso
una mano sobre la de Aurel.
Aurel observó a Durab, que lucía sonrisa y brillo en los ojos. Después
miró la mano y por el camino se detuvo en la entrepierna del hombre, que
notó más que abultada; los esclavos apenas poseían ropa, no costaba ver
cuándo uno de los simples calzones que llevaban contenía un miembro viril
en pleno desarrollo.
Durab quitó la mano antes de que el otro pudiese reaccionar y acto
seguido se levantó y se marchó. No volvieron a hablar en todo el día; de
hecho, Aurel no volvió a hablar con nadie en todo el día. El joven tenía la
sensación de que había una atmósfera conspirativa a su alrededor.
Pronto llegó a la conclusión de que había corrido la voz en el barco de
que trabajó en la corte del príncipe Koje. Lo cierto es que había la concepción
de que todo aquel que servía al príncipe era una puta (o un puto). A Aurel le
ofendía mucho que se pensara eso, él nunca había follado con el príncipe, en
todo caso con otros miembros de su corte, pero lo hacía como quien es
invitado a una fiesta o a un banquete y conoce a alguien que le gusta, no
porque fuera parte indispensable de su trabajo como asistente del palacio.
En definitiva, tenía la sospecha de que lo consideraban como a una puta
de alta alcurnia. En cuanto a Durab, no daba la impresión de estar
persiguiendo a una puta, sino de cortejarle con educación y paciencia a partes
iguales.
El dilema mantuvo ocupado a Aurel el resto del día. En realidad poco
más había que pudiese hacer salvo observar la nueva relación entre Conay y
la capitana, considerablemente degradada. Ella le hablaba a gritos o con
desdén, mientras que él la ignoraba por completo. El joven no sabía qué les
había ocurrido ni quería saberlo. Quizá ella, embelesada por la follada de
anoche, pretendía que Conay se incorporara a la tripulación y él se había
negado. Aurel ni siquiera lo preguntaría, le daba lo mismo.
Cuando llegó la tercera y última noche del viaje, Aurel permanecía
expectante. Ignoraba si Conay se follaría de nuevo a la capitana (se había ido
a dormir con ella, pese a las evidentes rencillas entre ambos), o si el esclavo
volvería a intentar algo con él. Estaba nervioso, inseguro acerca de si deseaba
que esto último sucediera o no.
Ya en el camarote, al cabo de un buen rato logró quedarse dormido, pero
solo a medias, como un gato callejero que se despierta al menor ruido. Al
advertir que uno de los esclavos bajaba de la litera se puso en guardia; más
que eso: se colocó boca abajo y la polla se le endureció al instante.
El joven había hecho bien. La mano negra buscaba de nuevo una parte
de su cuerpo para situarse en mitad de la completa oscuridad. Tocó de nuevo
una pierna, mas no perdió el tiempo en juegos sino que apartó la sábana
enseguida. Entonces repitió la liturgia de la noche anterior, pero con mayor
decisión: ensalivó el culo ajeno y la propia polla, la colocó en posición y
apoyó las manos en el suelo, a lado y lado de la cabeza de Aurel. Comenzó a
metérsela, despacio, con paciencia.
Esta vez no hizo falta que el esclavo diera indicaciones, Aurel se
abstuvo de soltar un solo jadeo. El joven alargó dos manos (no una) hacia la
espalda del esclavo y lo acompañó en su largo y pausado obrar. La follada
era, si cabe, todavía más lenta que la noche anterior, pues no había otros
ruidos que ayudasen a disimularla. Además el hombre parecía empeñado en
retrasar la eyaculación, consciente de que era la última noche que tenía a su
disposición aquel trasero suave y delicado.
De pronto, Aurel comenzó a escuchar a otros esclavos que se
masturbaban en las respectivas camas. Había dado por sentado que la otra vez
se hallaban excitados al escuchar a la capitana, pero ahora se preguntó si lo
hacían cada noche. Luego cayó en la cuenta de que quizá se daban cuenta de
lo que estaba ocurriendo un poco más abajo de las camas.
El esclavo siguió follando con la misma lentitud casi hasta el final.
Entonces no pudo evitar subir el ritmo, lo justo como para alcanzar el clímax
pero sin que llegara a escucharse su cuerpo chocando con las nalgas de Aurel.
El otro percibía su esfuerzo muy de cerca: la intensa respiración a través de
su nariz, que en el último instante se hizo más intensa. Justo en el momento
álgido el esclavo dejó escapar una gran bocanada de aire por la boca mientras
el semen comenzaba a verterse en potentes oleadas. Aurel volvió a apretar su
cuerpo contra el propio, esta vez con dos manos, como si pretendiera
ayudarle a impulsar los chorros hacia su culo.
Otra vez el esclavo descansó sobre Aurel y aguardó a que su respiración
volviese a la normalidad. El joven siguió acariciando su culo y su espalda
durante ese lapso, hasta que el otro sacó el miembro de su culo y se levantó
para regresar a su cama sin más.
Aurel estaba tan excitado que consideró seriamente hacerse una paja; no
era el único, al menos dos esclavos se la meneaban en ese instante. Todavía
no lo había decidido cuando escuchó descender de la cama a otro, con el
mismo cuidado y sigilo que el primero (el ruido provenía de la otra hilera de
literas, de manera que estaba claro que no era el mismo).
Este segundo esclavo casi tropezó con el cuerpo de Aurel; en verdad era
complicado moverse por el dormitorio sin tocarlo, pues estaba justo en mitad
de los dos grupos de literas. Por un momento Aurel sospechó que aquel
hombre quizá intentaba salir del dormitorio, pero enseguida le quedaron
claras sus intenciones, tan pronto como se agachó para palpar al joven.
La mano del segundo esclavo se posó torpe en su espalda, comenzó a
recorrerla y pronto se dirigió a las posaderas, pues Aurel seguía aún estirado
boca abajo. No perdió tiempo tocando las nalgas, fue directo entre ellas en
busca del agujero. En cuanto lo halló metió un dedo, sin más. El culo, abierto
y colmado de semen, lo recibió con facilidad. El esclavo hizo un gemido
sordo y se empezó a masturbar con fuerza.
Aquel no era ni mucho menos tan sigiloso como el primero. No
obstante, supo encontrar una forma más eficaz de darle por el culo. Se puso
de rodillas, abrió las nalgas del joven y escupió en ellas. Esparció la saliva
con el dedo por la zona, sin perder la ocasión de volver a meterlo por el culo,
esta vez hasta el fondo. De nuevo un sordo gemido, que se pudo escuchar y
no solo por Aurel. De nuevo se masturbó con fuerza y agitó una polla cuyo
glande se hallaba repleto de líquido preseminal, un acto que también resultó
perfectamente audible. En cuanto dejó de meneársela la colocó en posición y
la metió sin demasiados miramientos.
Aurel estaba seguro de dos cosas. De que era uno de los que se habían
estado masturbando hasta entonces y de que estaba muy enterado de lo que
había hecho su compañero antes que él.
La polla era más gruesa que la del primero. Mientras entraba en el culo
lo ponía a prueba, acostumbrado como estaba el ano al tamaño del primer
pene. Por suerte, no era tan largo. Cuando lo terminó de meter dejó escapar
un jadeo, más largo y no tan sordo como los anteriores.
La forma como le follaba era la siguiente: le abría el culo con ambas
manos para metérsela sin hacer mucho ruido. Eso hacía que su posición fuera
precaria, que le costara sostenerse sobre Aurel, pero por otro lado se movía
sin preocuparse de que las carnes chocaran entre sí generando un sonido de
sobras reconocible. Finalmente el joven isleño optó por echarle una mano y
se abrió él mismo el culo, permitiendo que el otro pudiera apoyar el peso en
el suelo a través de sus manos y haciendo que pudiera embestirle a buen
ritmo. Aurel tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no gemir, la polla de
aquel hombre entraba decidida y profunda. No obstante, era probable que el
trance terminara en breve, dado que la respiración del esclavo era agitada.
En el último momento el segundo esclavo intensificó el ritmo, tanto que,
pese a permanecer las nalgas separadas, su cuerpo comenzó a chocar con el
de Aurel. Poco importaba. De todas formas la discreción era ya inexistente,
pues empezó a jadear al cabo de pocos segundos, hasta que un elocuente
gemido, breve pero intenso, anunció la eyaculación. El esperma brotó de la
polla en completo silencio, el cuerpo del esclavo permaneció en tensión
absoluta mientras derramaba un chorro tras otro. Las pajas de los demás se
escucharon rápidas e indiscretas en mitad de aquel tenso silencio.
Con el semen ya en el culo de Aurel, el esclavo dejó escapar un último y
largo gemido, como para descargar la tensión acumulada. Sacó la polla sin la
menor ceremonia y volvió a su cama para dormir a pierna suelta el resto de la
noche. A su alrededor, todavía había varios compañeros que se le estaban
pelando, ahora sin complejos.
A Aurel le costaba comprender a los esclavos, no hallaba lógica en sus
acciones. Era evidente que todos sabían lo que ocurría, pero daba la
impresión de que pretendían seguir escondiéndose. Todos deseaban follarse
al chico de palacio, pero no querían que los demás supieran quién se lo tiraba.
Había al menos tres que se masturbaban y el joven se preguntó qué
podría más, si el deseo o la vergüenza. Supuso que se vigilaban entre ellos,
que cada uno miraba alrededor para ver quién se masturbaba y quién dormía,
para comprobar si alguien osaba dar el paso siguiente y meterle la polla al
muchacho blanco. Solamente los que ya le habían follado dormían con
placidez.
Tal y como Aurel preveía, otro esclavo bajó de la cama. Aurel estaba
muy excitado, se preparó para recibir la tercera polla: se puso de rodillas y
arqueó la espalda, de modo que podía aprovechar para masturbarse mientras
el nuevo se la metía.
El tercer esclavo dio con él y con su trasero con presteza. Le metió la
polla enseguida, ya ensalivada durante una larga masturbación. El momento
de la entrada fue delicioso para Aurel, abierto y dispuesto como estaba su
culo. No pudo ni quiso aguantar un gemido. ¿Por qué había él de esconderse,
cuando todos sabían lo que sucedía?
El esclavo se lo tiró con fuerza y sin el menor disimulo; ya que había
tenido el valor de bajar a disfrutar del joven, al menos pretendía hacerlo sin
complejos. Estaba muy excitado, le metía la polla con rapidez, casi con ansia,
bien al fondo, chocaba sin cesar su negro cuerpo con el de Aurel, que sentía
los golpes con gran intensidad. El joven se tambaleaba, la polla le causaba
dolor al llegar a lo más hondo, le obligaba a soltar algún que otro gemido más
de los previstos. Aurel deseaba alcanzar el culo de quien le partía en dos para
agarrarlo con fuerza, pero le era imposible; se conformó tocando su pierna,
firme y en constante movimiento.
El tercer esclavo se corrió al cabo de pocos minutos. No contuvo para
nada sus gemidos, altos y consecutivos, que sin duda se escucharon en el
camarote contiguo. Los gemidos excitaron todavía más a Aurel, que sabía su
culo colmado de semen por tercera vez. Se masturbó más deprisa, con la
polla del otro todavía derramándose en su interior, y se corrió con abundancia
sobre el colchón. Todos lo escucharon.
El tercer esclavo se marchó dejando el culo del joven abierto y huérfano.
Las pajas habían cesado alrededor, seguramente porque los demás ya se
habían corrido también, animados por los jadeos de quienes follaban a tan
escasa distancia. Aurel se estiró (con cuidado de esquivar las manchas
causadas por su propio esperma) y dejó que la tranquilidad de la noche se lo
llevara. Se quedó dormido al momento, relajado y satisfecho.
Una corriente de frío despertó a Aurel un tiempo más tarde. Alguien
había abierto la puerta y, después, una mano le tocó el brazo con insistencia.
—Ven conmego. ¿Queeres?
Era Durab, que permanecía agachado frente al joven mientras aguardaba
una respuesta. Después de todo lo que había ocurrido la verdad es que Aurel
ni siquiera se había acordado de la oferta para ir mirar las estrellas. En un
primer momento el joven le dijo que no, pero su convicción fue escasa
debido al tremendo sueño que lo embargaba. Durab le cogió del brazo con
suavidad y estiró, insistente.
—Las nubes se han marchado. El ceelo se ve boneto ahora.
Aurel volvió a abrir los ojos. Sin saber muy bien porqué atendió a las
peticiones de Durab. Con pesadumbre, como sumido todavía en un pesaroso
sueño, cogió las ropas que el propio esclavo le había dado el primer día y se
las puso, pues la noche en alta mar no era un lugar donde se pudiera estar
desnudo.
Una vez vestido Durab le cogió del brazo y lo guió hasta la cubierta. En
cuanto atravesaron y cerraron la última puerta, el esclavo perdió la prisa por
seguir adelante, se volvió hacia Aurel y miró con detenimiento su rostro
soñoliento y sonrosado. Pasó una mano entre sus rubios cabellos, y entonces
acercó una boca abierta a la de Aurel, así como una lengua deseosa de
mezclar salivas. Aurel la recibió. Era gorda, generosa en volumen y rápida
colmando la boca ajena de fluido. Durab se la metió bien al fondo y la dejó
allí para que el otro la lamiera, la chupara o la saboreara.
Sin sacar la lengua de donde estaba, Durab apretó su cuerpo contra el
joven y lo llevó hasta la pared más próxima. Una vez allí oprimió a Aurel
para que percibiera su fuerza y sus formas. Estaban expuestos a las
condiciones de la noche, hacía frío, pero Aurel se sentía bien al abrigo de
aquel hombre grande y caliente. Mientras sus lenguas se retorcían entre las
bocas (o en el interior de las mismas), notó el sólido miembro de Durab
pulsar contra su cuerpo; no tenía nada que envidiar en tamaño a los de sus
compañeros. El joven percibía cómo el pene del negro hombre se estremecía
con gran potencia. Poco a poco pugnaba con el del propio Aurel, que se
endurecía a ritmo acelerado.
Entonces las manos de ambos actuaron. Las de Aurel obraron sobre un
culo grande y firme, lo apretaron aun sobre la ropa, lo empujaron para
aproximar el cuerpo de Durab, para sentir cómo su polla se estremecía de
nuevo. Las manos del otro entraron directas por dentro de la ropa del joven,
colándose primero por debajo de la falda y luego por dentro de los calzones,
dos manos enromes sobre un culo pequeño, suave y redondeado. Lo abrieron,
y Aurel recordó entonces que lo tenía lleno de semen ajeno. Trató de frenarle.
Durab no se contrarió por ello, retiró las manos y redujo la pasión de sus
besos, que eran tan intensos que la saliva manaba de las bocas hacia el suelo
en largos y delgados hilos. El esclavo aprovechó el momento para separarse
de la boca del joven, para contemplar sus grandes y claros ojos a la luz de las
estrellas.
Se miraron ambos, de pie el uno frente al otro, de nuevo sin tocarse,
hasta que Durab agarró una de las manos de Aurel y la puso sobre su paquete.
La polla estaba tan desarrollada que ocupaba toda la parte superior de una de
las piernas, pues estaba colocada de lado. Reaccionó agitándose de nuevo en
cuanto la mano de Aurel la apretó. Durab sonrió, era consciente de que su
miembro satisfacía al joven, que no dejaba de acariciarlo en toda su longitud.
—¿Te gusta? —le preguntó—. ¿La queeres?
Aurel asintió. El viento de alta mar le había despertado y los morreos de
Durab le habían excitado, no veía razones para negarse. Al menos ese esclavo
era honesto, había hablado con él, se había trabajado llegar a ese momento,
no como sus compañeros del dormitorio que lo habían usado como un
instrumento vergonzante de placer.
Como ilusionado por algo que se le acababa de ocurrir, Durab agarró de
nuevo la mano de Aurel para llevarlo lejos de la puerta de los camarotes,
concretamente a la popa, donde el timón destacaba como único elemento
relevante. Se lo mostró orgulloso, como si fuera suyo, o como si su manejo
entrañara algún secreto. Aurel no quiso parecer pedante y atendió a sus
breves explicaciones con simulada atención, aunque sus ojos saltaban sin
cesar hacia el azulado paquete del esclavo, que no había menguado ni lo más
mínimo; este lucía además una mancha en la punta, una que era reciente y
húmeda.
Durab miró hacia arriba y señaló. Las estrellas brillaban como Aurel
jamás las había visto, como si se hubiesen multiplicado milagrosamente y
hubiesen ganado potencia. Cuando se volvió hacia Durab, este seguía
mirando hacia arriba, pero se había acercado. De nuevo alargó la negra mano
por debajo de la falda, esta vez para alojarla sobre el calzón. Apretó una de
las nalgas con fuerza. Aurel llevó la mano de nuevo sobre la polla
empaquetada de Durab y la empezó a masturbar.
La oscura mano comenzó a rebuscar entre las nalgas, metiendo los
dedos en la franja que ocultaban hasta hallar el agujero. Apretó con un dedo
hacia dentro a través del calzón. La gran polla se estremecía sin parar, Aurel
comprobó que la mancha de la punta crecía y se renovaba con constantes
aportaciones de líquido. Los dedos comenzaron a colarse por la parte de
abajo del calzón, se abrieron paso entre la carne, tocaron el ano directamente.
—¿Queeres usar el temón? —interrumpió Durab.
Aurel asintió de nuevo, casi sin aliento debido a la excitación. Dio unos
pasos hacia el timón y se agarró a dos de los múltiples salientes. Tal y como
esperaba, Durab se puso a su espalda. El esclavo colocó las grandes manos
sobre las suyas y le dijo (a su particular manera) que la nave giraba si él
movía el timón a un lado o al otro. Por supuesto, se arrimó tanto que hundió
su polla erecta en las nalgas del joven.
El esclavo tardó apenas segundos en levantar la falda de Aurel para que
su paquete entrara en contacto con el calzón sin más intermediarios. Entonces
siguieron las explicaciones. Aurel giró el timón con levedad guiado por las
manos del otro, mientras la polla se restregaba sobre sus nalgas o se apretaba
con tanta fuerza que se estremecía. Aurel no prestaba la más mínima atención
al manejo del bajel, mantenía los ojos cerrados, hacía fuerza con su culo
hacia atrás para sentir toda la dureza del pene. Durab acercó la boca a su oreja
para susurrarle:
—Te la podréa meter, se te apetece… —y apretó para aplastar las
nalgas.
De nuevo la respuesta de Aurel fue gestual, llevó una mano hacia sus
calzones y los bajó para dejar el trasero desnudo a disposición de Durab. El
esclavo hizo lo propio con su ropa. La polla y el culo entraron en contacto
directo por primera vez, la primera manchando al segundo con su mojada
punta.
Aurel esperaba que se la metiera ya, pero para su sorpresa el esclavo se
agachó y metió la cabeza bajo la falda. Comenzó a morder las nalgas, las
abrió con sus grandes y gruesos dedos oscuros y pasó la lengua entre estas,
despacio, desde abajo y hacia arriba. Después metió la lengua en el ano sin
titubear, directa hacia dentro, como antes había hecho en su boca. Al estar el
ano abierto y ser la lengua tan gruesa, entró sin problemas.
La lengua comenzó a entrar y salir con firmeza de su ano. Aurel gimió,
ahora podía hacerlo sin temor a ser escuchado y además lo deseaba con todas
sus fuerzas. Entregado al placer como estaba, no pudo evitar que el semen
que había en el interior de su cuerpo siguiera el camino lógico. Sin previo
aviso, Durab se encontró con el esperma de sus compañeros derramado
minutos atrás. No pareció importarle. Se separó un instante para ver cómo
unos hilos blancos, espesos e irregulares caían lentos hacia el suelo. Lejos de
sentirse contrariado, jugó con ellos. Mantuvo el culo abierto, vio como se
vertían y dio una sonora palmada en la nalga, a la espera de que cayera más
esperma. Luego atrapó uno hilo particularmente grueso con el dedo y lo
metió de nuevo en el culo. Lo metió hasta el fondo y folló el culo con el dedo
por unos momentos. Después volvió a abrir las nalgas con fuerza y aguardó
para ver si caía más. Atrapó el semen a medio camino hacia el suelo y lo
volvió a introducir en el culo. Después se lo siguió comiendo como si tal
cosa.
Aurel no daba crédito. Sentía su trasero manejado con un ansia y una
maestría que no recordaba. Podía haber seguido así hasta el amanecer. No
obstante, Durab se levantó al cabo de largos minutos con la intención de ir
más allá, escupió sobre la mano y se untó la polla, cosa que hizo dos veces.
Lo siguiente que Aurel notó fue el glande acomodado a las puertas de su culo
y la voz de Durab susurrada en mitad de la noche:
—Aqué veene.
La polla entró de una vez, prudente al principio, pero al comprobar la
facilidad con la que ganaba terreno Durab la metió de golpe. Aurel liberó un
largo gemido. Era la polla más grande de todas las que le habían penetrado
aquella noche. Daba gracias de lo que había sucedido en el dormitorio, pues
pensó que de no tener el culo abierto no la habría podido tolerar.
Aurel abandonó el timón para asirse con fuerza al culo de Durab, ya en
movimiento. Allí nadie podía verles ni oírles, de modo que el joven dio
rienda suelta a su garganta, que liberaba generosos gemidos cada vez que
Durab se la metía hasta el fondo, cosa que ocurría sin cesar. No hubo tiempo
para más juegos, los dos estaban tan excitados que no quisieron retrasar una
corrida que se hacía apremiante. Aurel se agarró con una mano al timón
mientras con la otra acompañaba las inquietas posaderas de Durab. Este
agarraba con fuerza la cintura del joven, pues su ritmo era cada vez más alto
y necesitaba mantener su culo bien quieto mientras lo horadaba. Los cuerpos
de ambos chocaban con fuerza y con estrépito. Aurel cada vez jadeaba con
más intensidad, embargado por la velocidad de la polla en su interior.
De repente, Durab comenzó a jadear atropelladamente; no se había
escuchado su voz salvo en los susurros iniciales, de modo que Aurel supo que
la corrida era inminente. Sintió el joven los músculos de su pierna tensarse,
escuchó el grito agónico del esclavo, que le llenaba (de nuevo) el culo con
largos y regulares chorros de esperma. Todavía con la polla metida, todavía
con un Durab cuyos ojos permanecían cerrados y cuya boca lucía abierta, con
la polla soltando las últimas gotas de la esperada eyaculación, Aurel se soltó
del timón para masturbarse. Le bastó con unos pocos y precipitados
movimientos para derramarse sobre la cubierta de popa.
Los dos permanecieron como estaban, unidos íntimamente. Se encararon
y se besaron mientras se acariciaban las respectivas pieles, que ambos
encontraban tan distintas y tan fascinantes.
Cuando Durab sacó la polla y se vistió, parecía otra persona. Acompañó
a Aurel de nuevo al dormitorio sin el menor comentario, sin la menor muestra
de complicidad. Aurel no pensó en ello, cansado como estaba y ansioso por
dormir hasta el amanecer y mucho más allá.
Las dos camas que Conay había alquilado se hallaban una a cada lado de la
habitación, que por cierto no era muy grande. Las sábanas lucían sucias, el
colchón estaba roto, en general olía mal. Aurel contaba con todo ello desde
que puso un pie en aquella ciudad. Lo que no había esperado es que el propio
Conay se volviese un problema, o mejor dicho, la compañía de este.
La cosa fue de la siguiente manera: Conay entró en la habitación
acompañado de la no-virgen, la tumbó en la cama y le quitó la túnica de
monje con la que habían disimulado su desnudez. Sin mediar palabra metió la
cabeza entre sus piernas y empezó a comerle el coño sin importarle que Aurel
estuviese allí, sin importarle que hubiese de escuchar (si no ver) lo que
hacían. Las alternativas del joven eran escasas, pues no osaba siquiera a salir
al pasillo sin Conay (no en aquella ciudad y menos aún por la noche).
Además habían entrado en aquella casa de hospedaje con diez bolsas repletas
de monedas de oro en las manos, si alguien les había visto ya estaría
pensando en cómo quitarles de en medio para quedárselas.
La muchacha no reaccionó al principio. Conay debió pensar que era una
frígida o una sosa, pero Aurel comprendía muy bien su falta de apetito. Aun
así, el bárbaro fue constante y pertinaz, siguió comiéndole el coño con
dedicación hasta que ella comenzó a reaccionar con tímidos movimientos y
diminutos jadeos.
Aurel, que estaba tumbado boca arriba, desvió la mirada hacia la pareja.
No tenía interés alguno en ver a la chica, sus ojos buscaban a Conay, del que
solo se atisbaba una cabeza oculta entre dos piernas. Este seguía vestido, se
había quitado la falda pero no el calzón de debajo, de modo que Aurel no
podía verle la polla... todavía. Eso sí, escuchaba su lengua inquieta y su saliva
en movimiento.
La chica dio muestras de sentirse incómoda con la presencia del vecino
mirón; si supiese que los monjes la vieron follar con otros nueve... Aurel
apartó la mirada, trató de no pensar (cosa imposible) en lo sucedía a escasos
metros de distancia. Aquello debía ser el súmmum de la felicidad para
Conay: una buena comida, un robo exitoso y ahora a desvirgar a una
muchacha; aunque iba a descubrir bien pronto que esa última parte era
incierta, si no lo había descubierto ya.
Permanecía Aurel observando la pared cuando escuchó ruido de ropas.
Luego ropas cayendo al suelo y acto seguido un gemido de la mujer. No pudo
evitar girarse de nuevo. Conay estaba sobre ella, le acababa de meter la polla.
Era la décima que le metían a la chica en el mismo día pero al parecer esta
última le satisfacía más que las del templo. Sus delicadas manos comenzaron
por tocar con timidez los brazos del hombre, gruesos y rectos como
columnas, pues sostenían su peso y mantenían su torso firmemente anclado
mientras la cintura se movía con soltura.
Aurel tragó saliva. Intentó verle el miembro a su compañero, pero este
se hallaba bien alojado y las piernas de ella le impedían atisbar ni que fuera
un pedazo. En cambio, sí veía su culo aunque fuera de lejos y de perfil. Le
bastaba con eso, Aurel recordaría la imagen de las posaderas durante algunos
días y muchas noches.
Las manos de ella fueron perdiendo la timidez, se agarraron primero a la
enorme espalda, luego descendieron para posarse sobre el culo del bárbaro.
La polla de Aurel se levantó de nuevo. A pesar de todo lo que había pasado
en el templo de Guon, ver a Conay follando era más de lo que podía manejar,
un sueño hecho realidad. Quiso estar en el lugar de ella, quiso agarrar ese
culo inquieto. Pensó en masturbarse, pero temía que los otros se molestasen.
Siguió observando y tragando saliva, asegurándose de que la memoria
guardaba a buen recaudo el recuerdo de aquel cuerpo en movimiento.
Conay obraba como una máquina: regular e incansable. Miraba
fijamente a los ojos de la chica aunque ella tenía la cara todo el tiempo
ladeada y los ojos cerrados. Él no gemía, no variaba el ritmo ni la posición,
golpeaba una y otra vez esperando derribar las reticencias de la mujer con su
implacable insistencia. La continuó follando durante un rato que a Aurel se le
hizo eterno, hasta que ella comenzó a contonearse. Solo entonces él aumentó
el ritmo y entonces la chica se retorció, le agarró el culo con las uñas y gimió.
Se había corrido, Aurel sospechó que por primera vez aquel aciago día; al
menos en eso Conay sí había sido el primero.
El joven permaneció atento, ansiaba asistir a la eyaculación de su
compañero de viaje. Quedó decepcionado. El bárbaro continuó follando
como hasta el momento, un poco más rápido quizá. Luego, sin la menor
ceremonia, sin la menor muestra de placer, se corrió dentro de ella; o al
menos eso pareció, por el modo en que movió la polla dentro de su coño.
Aurel se lamentó de que un cuerpo tan hermoso y que ejecutaba unos
movimientos tan llenos de virilidad terminase de aquel modo, pues resultó
que en el último momento el bárbaro mostró la misma personalidad que un
muñeco de trapo.
Tan desilusionado estaba el joven que no se fijó en cómo Conay sacaba
su miembro del cuerpo de la muchacha. Para cuando se dio cuenta de que era
su oportunidad para verle la polla ya era tarde, se había vuelto a poner el
calzón (sin limpiarse).
Entonces Conay hizo algo que sorprendió al joven: le dio a la chica una
de las bolsas de oro y, tras recomendarle que la ocultara bien, la invitó a irse.
Aurel se extrañó de que no pasara la noche entera con ella. No entró a discutir
lo de la bolsa de oro, la pobre chica se merecía eso y mucho más después de
todo lo que había pasado; el joven deseó que usara el oro para marcharse de
aquella ciudad maldita que la había enviado a una muerte segura. En cuanto
Conay hubo despachado a la muchacha se tumbó en la cama y comenzó a
roncar al cabo de segundos. Aurel pudo descansar al fin.
La decisión de Conay tomó sentido al cabo de dos horas, que fueron las
únicas que pudieron dormir. Fostea estaba llena de ladrones. Las leyendas
hacían que pocos osasen robar en el templo, pero nada se decía de quienes
robaban a los ladrones. La ciudad poseía ojos por todas partes y a todas
horas, pronto había corrido la voz de que dos extranjeros tenían veinte bolsas
de oro en el dormitorio (una exageración que los perjudicaba de forma
notable).
Conay fue el primero en escucharles, pues siempre dormía con un ojo
abierto, como su suele decir. Cogió la espada y oteó por la ventana. Había
gente fuera, desperdigada. Uno de los últimos en llegar habló con otro y este
señaló hacia la ventana por la que Conay estaba mirando. Algunos llevaban
antorchas, otros no. Luego el bárbaro se dirigió a la puerta del cuarto y la
abrió para aromarse al pasillo, donde dos o tres personas simulaban estar allí
por casualidad.
Aurel no se enteró de nada hasta que notó que alguien le cogía del brazo
y lo zarandeaba. Tardó en recuperar el sentido, pues estaba soñando cosas
muy extrañas acerca de monjes sádicos y monstruos de múltiples penes. La
sacudida creció en intensidad para despertarlo de golpe.
—¡Espabila! —soltó Conay—. Nos tenemos que ir. ¡Ya!
Durante los primeros y confusos instantes Aurel no supo dónde estaba.
No se ubicaba y tenía la sensación de que el asunto con Guon había sido un
sueño que acababa de tener, pero la realidad le espoleó en forma de hombre
malcarado e insistente.
—¡Date prisa, por todos los demonios! Pronto serán tantos que rodearán
la casa por completo y nos impedirán salir.
Aurel entendió entonces que Conay hubiese dejado marchar a la chica,
pues los ojos que los vigilaban de cerca la habían tomado por una simple puta
y la dejaron ir, pendientes como estaban de los dueños de la habitación y su
dichoso oro.
En apenas un minuto Conay y Aurel se prepararon para dejar la
habitación, pues carecían de pertenencias salvo la ropa, la espada y las
preciadas bolsas que habían robado en el templo del dios regional. Conay
salió de la habitación espada en mano. Lo primero que vieron los que estaban
apostados en el pasillo fue un filo que brillaba a la luz de la antorcha
dispuesta en mitad del mismo. Huyeron de allí, pues no querían ser los
primeros en probar la espada, mas Conay estaba seguro de que volverían
pronto con refuerzos, o con armas, o junto a alguien a quien no le importara
morir en primer lugar.
Conay guió a Aurel por la casa como si fuera suya; formaba parte de las
atribuciones de todo buen bárbaro poseer un magnífico sentido de la
orientación. Lo llevó a la parte trasera, abrió la puerta de una patada (sabía
que la discreción era inútil con la casa vigilada por todos los flancos) y
salieron corriendo hacia la calle. Los pocos lugareños que había cerca de
dicha entrada no tuvieron tiempo de reaccionar, avisaron tarde a los demás.
Más tarde acordaron entre todos perseguirles hasta los mismos confines del
desierto, si era necesario.
En verdad era precisamente allí adonde se dirigía Conay: al exterior de
la ciudad, al desierto. Conforme él y su acompañante avanzaban las casas se
hacían menos numerosas y las calles más abiertas, hasta que llegó un punto
en que todo pareció desaparecer. Era como si un dios caprichoso hubiese
dibujado una línea imaginaria en el suelo a partir de la cual la vida no era
posible (salvo de forma residual y muy adaptada a las duras condiciones del
mar de arena). A partir de esa línea solo existía una sucesión de infinitos
granos amontonados en incontables dunas altas como montes. Conay siguió
tirando de Aurel, pero este se detuvo.
—Un momento, un momento. ¿A dónde vamos? Eso es el desierto.
—Muy agudo. Vamos, nos están pisando los talones. ¿De eso no te has
dado cuenta, listo?
El joven se giró. Al final de una de las calles atisbó un montón de
sombras en movimiento, oscuras cabezas que se agitaban en torno a unas
pocas antorchas. Tuvo la impresión de que se cada vez eran más.
—¿Y los caballos y el carruaje? —demandó Aurel—. Ahora tenemos
dinero, se supone que era para eso.
—¡Lo que no tenemos es tiempo para comprarlos! ¡Vamos! Recemos
para que ninguno de esos ladrones tenga caballos o camellos, o estaremos
muertos.
Aurel sufrió un nuevo tirón de brazo. Tenía que seguir a su compañero
de todos modos. Hasta aquel momento había sospechado que lo peor que les
podía pasar era que les despojaran de las monedas y que tuvieran que pasarse
la vida en aquella ciudad, o volver a robar en el templo, o regresar a Kiarham.
No había caído en que aquella gente bien podía darles muerte antes de
llevarse las bolsas de oro.
Era extremadamente difícil correr por el desierto, uno tenía la sensación
de ir a cámara lenta. Por suerte, no solo les ocurría a ellos, los perseguidores
se desplazaban igualmente despacio, salvo uno, que parecía tener la habilidad
de avanzar con particular rapidez sobre la arena. Con el paso de los minutos
acabó por alcanzarles. Conay dio buena cuenta de él. En cuanto lo tuvo cerca
le cortó la mano con la que estaba a punto de agarrar a Aurel. El joven nunca
había visto manejar una espada de ese modo, con los brazos del bárbaro,
tensos y abultados, cogiendo carrerilla para atravesar carne y hueso como si
fueran de mantequilla fundida. El ladrón se quedó tendido en la arena,
gritando y agarrando la zona del corte. Pronto le atendieron algunos
compañeros, aunque la mayoría continuaron la persecución a pesar del claro
mensaje que Conay les acababa de dejar.
La estima que uno tiene por su propia vida suele ser mayor que la que se
tiene por el oro, otorga un plus de fuerza, un ánimo incansable. Los
perseguidores tenían la posibilidad de detenerse, regresar a casa y esperar otra
ocasión (de hecho era una constante recomendación que sus cansadas piernas
y pulmones enviaban al cerebro en forma de imágenes de descanso y
comodidad). Para los perseguidos, en cambio, no había alternativa, el
descanso que visualizaban era eterno, pues veían a la turba de ladrones
matándolos a pedradas o a golpes. Ello suponía un estímulo lo bastante
grande como para que incluso Aurel corriera sin detenerse.
Transcurrió más de una hora. La cuidad era una mancha en el horizonte,
el azul del mar ya no se advertía y el sol despuntaba en el horizonte. Conay y
Aurel se detuvieron, incapaces de continuar. Ya no percibían antorchas tras
ellos, pero eso podía ser debido a la incipiente luz del nuevo día. Una mirada
atenta (mientras respiraban rápido y profundo, con las manos apoyadas sobre
las torturadas rodillas), les dijo que todavía quedaban unos cuantos hombres
empecinados en dar con ellos.
Conay trató de contar cuantos eran. Llegados a aquel punto prefería
cortar brazos o cabezas antes que seguir corriendo un minuto más, pues el oro
pesaba el triple que antes en sus cansados brazos. Se habían sentido tentados
de dejar una o dos bolsas por el camino para contentar a los ladrones, pero no
quisieron, les pertenecía, se lo habían ganado. Los otros no habían hecho
nada para merecerlo salvo aguardar en sus respectivas casas mientras ellos
dos lo robaban.
De pronto Aurel vio una sombra en la cercanía. Enseguida llamó la
atención de Conay, que tenía los ojos entrecerrados en un intento de contar
las lejanas cabezas de quienes se acercaban, y señaló hacia algo que
destacaba en mitad del desierto, un cuerpo grisáceo e irregular. Conay
atendió.
—Vamos allí —concluyó el bárbaro—. Nos servirá para escondernos,
aquí estamos demasiado expuestos. Tú te buscas un buen escondite y ocultas
también las bolsas, yo los mataré conforme vayan llegando.
Aurel asintió. Emprendieron de nuevo la marcha, esta vez hacia un
objetivo definido y tangible, no una agotadora carrera hacia ninguna parte.
Aurel supo lo que era el cuerpo grisáceo cuando ya casi habían llegado:
unas ruinas. Aquello había sido un templo antiguo, siglos o milenios atrás,
del que solo quedaban unas pocas columnas que apenas se tenían en pie.
También había una especie de recuadro oscuro en el suelo, en el que
adivinaron unos escalones que descendían. Daba la impresión de que el
templo todavía conservaba algunas cámaras bajo tierra y que estas eran
perfectamente accesibles. Aurel se internó en estas busca de un escondite
para él mismo y para las bolsas, pues ahora cargaba (lastimosamente) con
todas ellas. Descendió las escaleras despacio, pues apenas venía nada. Abajo
hacía frío, mucho más que arriba, el joven percibió un aliento helado que se
le metía en los huesos, así como una sensación de grandes y gélidos espacios
abiertos.
Cuando Conay vio a su compañero internarse en las sombras dedujo que
era mejor esperar a los ladrones desde allí, ya que ellos no advertirían nada al
mirar hacia la oscuridad, mientras que él los vería bien y podría matarles
antes de que se dieran cuenta de lo que sucedía. De ese modo, también bajó
las escaleras.
Tras una tensa espera, durante la que Conay asomaba la cabeza para
analizar los movimientos de los perseguidores, el bárbaro se dio cuenta de
que los ladrones se habían detenido cerca de las ruinas. Se mostraban
indecisos, hablaban entre ellos. Tras una aparente discusión comenzaron a
volver sobre sus pasos y abandonaron la persecución. En parte extrañado, en
parte aliviado, Conay se adentró en la oscuridad de las ruinas para descansar
y pensar en ello. Se sentó junto a Aurel, que estaba exhausto más allá de toda
medida, incapaz de hacer otra cosa salvo respirar y respirar. Tenían ambos la
boca seca, pero no había agua a su alcance y no la llevaban con ellos, dado
que no tuvieron ocasión de prepararse para la incursión en el desierto. Hacía
un frío terrible, pero el calor de los cuerpos tras la plena actividad lo
mantenía a raya.
Apenas se había sentado Conay y cerrado los ojos, ocurrió algo. La
vetusta baldosa sobre la que se había posado bajó de repente debido al peso
de su cuerpo. Al instante siguiente la tierra comenzó a temblar. Pensaron que
una cosa no tenía relación con la otra, de hecho Aurel ni siquiera sabía del
imperceptible movimiento de la baldosa. Atribuyeron los temblores a un
inoportuno terremoto.
Lo lógico en aquel caso era salir de allí cuanto antes, pues el terremoto
podía derrumbar las ruinas y sepultarles (enterrados con su oro, una imagen
que a Aurel le pareció poética). No obstante, cuando miraron hacia la
abertura de las escaleras advirtieron con horror que se estaba cerrando.
Aquello no era un terremoto sino una gigantesca losa de piedra que se
desplazaba para cubrir la (única) salida.
La imagen de Aurel acerca de una muerte rodeados de oro se tornaba
peligrosamente real. La única cuestión por discernir era si morirían de
hambre, de sed o de frío. La última de las opciones había ganado muchos
puntos, pues el ambiente era aterradoramente gélido en aquel lugar sombrío,
en especial después de que los cuerpos de ambos se enfriaran tras el obligado
descanso.
Las voces de los dos retumbaban aunque hablaran en susurros. No
disponían de ninguna fuente de luz, tenían que inspeccionar el lugar a tientas,
usaban las manos para hacerse una imagen de cómo era aquella gigantesca
cámara, de qué había en el suelo o en las paredes (el techo escapaba a su
alcance). La respuesta fue: nada relevante, solo baldosas medio caídas, roca
vagamente pulida y de cuando en cuando unas estatuas talladas en las
paredes, de aspecto humanoide. Aurel llegó a contar dos de esas figuras en
cada una de las paredes largas y una en la pared corta, ya que la cámara era
rectangular; la otra pared corta contenía las escaleras, de modo que no había
nada tallado allí. Dichas estatuas eran de hombres desnudos, cuyo torso,
brazos y regulares facciones la mano de Aurel identificó sin problemas.
Estaban tallados de manera que medio cuerpo sobresalía de la pared mientras
que la otra mitad quedaba en el interior de la roca.
No había nada más allí, ni salientes a modo de gigantescos pulsadores,
ni palancas, ni cualquier cosa que sugiriera un mecanismo capaz de liberarles
de la agonía y posterior muerte que les esperaba.
Conay no colaboró demasiado, aquella situación le superaba. Daba
patadas a las pequeñas piedras que rodaban por el suelo o maldecía en voz
alta, haciendo que el eco multiplicara sus palabras. En verdad daba lo mismo,
porque el concienzudo trabajo de Aurel inspeccionando todos los elementos
de la cámara tampoco dio resultado alguno. Tras las primeras horas de
exploración Aurel acabó rendido en el suelo y abrazado a sus rodillas. Ya
tiritaba sin remedio, el frío se había metido en sus huesos hasta el punto en
que parecía que surgía de los mismos en vez de proceder del exterior.
Mientras tanto, Conay seguía maldiciendo.
—N-no te v-va a s-ervir de n-nada. Est-tate quieto ya, por f-favor —
pidió Aurel, a duras penas.
—¿Qué te pasa?
—¿Qué me v-va a pasar? ¡Que estoy m-muerto de f-frío! ¿Es que tú no
t-tienes? S-se supone que eres un tipo del d-desierto, ya deberías estar
congelado.
—No soy ningún flojo como tú. Y sé lo que hay que hacer y lo que no
en estos casos. Sentarse no ayuda. Hay que moverse.
—Yo ya n-no puedo m-moverme más. Estoy cansado.
—Pues quédate quieto y morirás pronto.
—Pues sigue moviéndote y m-morirás tarde, pero morirás igual, y s-
solo.
La mandíbula de Aurel se agitaba con vida propia, los dientes le
bailaban los unos sobre los otros. Conay dejó de repente de dar patadas a
diestro y siniestro; supo que Aurel tenía toda la razón, que moverse sin
sentido no traía nada bueno. Tampoco se le ocurría nada que hacer para
salvarse, de modo que fue a sentarse junto a Aurel. Era fácil encontrar al
joven, como fuente que era de ruido de dientes chocando entre sí; a punto
estuvo de tropezar con él.
Conay no sabía qué decir. Era consciente que se habían quedado
atrapados por su culpa, por haber presionado aquella especie de baldosa del
suelo, aunque fuera sin querer. No le había dicho nada a Aurel, pero eso no
quitaba que se sintiera culpable por la suerte de ambos. De ese modo, el
bárbaro alargó una mano sobre el brazo de Aurel, que tiritaba y tenía la piel
helada como una piedra que nunca hubiera visto la luz del sol.
—Ven —le dijo—, ponte aquí.
Conay abrió las piernas y con un gesto obligó al joven a sentarse entre
ellas. Luego apretó las piernas y rodeó su pequeño cuerpo con unos brazos
gruesos y calientes. Entonces se dio cuenta de lo mal que estaba su
compañero, pues abrazarlo era como asirse a un bloque de hielo (algo
esponjoso). Por su parte, Aurel agradeció el contacto con un suspiro nacido
de las profundidades de su alma. Le pareció que el cuerpo de Conay hervía,
que le brindaba un calor capaz de devolverle la vida. No había ningún deseo
sexual por parte del joven, aquello era una simple cuestión de supervivencia o
de necesidad.
Conay asía el cuerpo de Aurel sobre su pecho con los brazos, apretaba
con sus piernas, hacía lo posible por darle calor. Aurel sentía sus músculos,
las firmes formas de su cuerpo, el calor que se expandía por su propio cuerpo
a partir de las zonas que estaban en contacto con las del otro. Era consciente
de que aquella agradable sensación solamente duraría un tiempo, que el
cuerpo de Conay terminaría por enfriarse tarde o temprano. De hecho, él
mismo contribuía a dicho enfriamiento, pues el calor de Conay se perdía en
un vano intento de calentarle y terminaría por desvanecerse sin remedio.
Al menos Aurel disfrutó de unos instantes de comodidad y se sintió
protegido. De repente, dejó de tiritar.
—¿De dónde eres? —le preguntó.
Nunca antes el joven había hallado el momento oportuno para
averiguarlo, pero a las puertas de la muerte sintió curiosidad por conocer a
aquel con quien iba a compartir sus últimos momentos.
—De Antra.
—¿Qué es eso? No lo había oído en la vida.
—Es uno de los reinos perdidos del desierto. Está en el norte.
El joven pensó en los cuentos que se escuchaban en el palacio sobre el
Continente Embrujado. Los reinos perdidos del desierto eran innumerables y
poco conocidos, todos ellos muy antiguos, la mayoría extintos u olvidados.
Los únicos reinos o ciudades-estado con renombre en el continente eran los
que se encontraban en las costas o en las grandes zonas boscosas del norte.
Aurel se dio cuenta de que no le importaba demasiado conocer más
detalles, pero siguió preguntando, pues le encantaba notar cómo la voz grave
y profunda de Conay resonaba en su espalda y la hacía vibrar como si se
tratara de una especie de ronroneo. Conay acariciaba los brazos de Aurel para
calentarlos mientras respondía.
—¿Y cómo fuiste a parar a Kiarham? Está muy lejos, en el suroeste.
—Cuando uno ha dejado atrás su hogar ya no le importa seguir huyendo
el resto de sus días. He vivido en muchos sitios y en ninguno me he sentido lo
bastante a gusto.
Huir del hogar. Eso es lo que Aurel había hecho… obligado, aunque
sospechaba que Conay tampoco abandonó el suyo por capricho.
—¿Tampoco en Kiarham?
—Sí... allí sí, se estaba bien. Tenía buen clima, buenas mujeres y buena
comida. Uno podía ganarse la vida sin tener que estar todo el día robando o
luchando.
—Pero...
—Pero qué.
—Digo que qué pasó. ¿Cómo acabaste en la cárcel?
—Eso me gustaría saber a mí. A tu gente no le gustan los extranjeros,
nos echan la culpa de todo lo malo que sucede allí. Eso es todo.
—Ya veo.
—Es lo mismo que aquí. A la gente del continente no le gustan los
extranjeros. Solo que tampoco le gusta la gente de aquí.
Aurel se sentía bien, quiso cerrar los ojos y dejar que la muerte viniera
por él, una muerte dulce en torno a los brazos protectores de un hombre que
le había salvado la vida, que se había preocupado por él. Pensó que al menos
había conseguido retrasar un poco el momento final, que ambos habían
podido vivir algunas (extrañas) aventuras desde que salieron de la repugnante
celda de Kiarham. Sin duda estarían muertos hace tiempo de haberse quedado
allí.
Conay no dejó que el otro se durmiera, era consciente de que hacerlo
equivalía a la rendición definitiva.
—Escucha, no te puedes dormir —le dijo. Su tono era amable y cálido,
quizá era lo más sincero que Aurel le había escuchado nunca—. Yo no sé
cómo salir de aquí, no sirvo para estas cosas. Puedo luchar, puedo correr,
puedo matar si hace falta, pero no me pidas que resuelva un enigma o que
encuentre algo que no esté a la vista.
—Cada uno tiene sus propios talentos.
—Eso es lo que digo, que eres un tipo listo. Haz algo, inténtalo al
menos.
—Ya lo he hecho. Creo que he estado horas toqueteando por todas
partes y no hay nada que hacer.
—Pues inténtalo otra vez, no tenemos nada que perder. Mientras nos
estemos moviendo seguiremos vivos. Si te quedas aquí sentado en nada
morirás congelado y luego me tocará el turno a mí.
Aurel era consciente de que su compañero tenía toda la razón, aunque
levantarse implicaba dejar de tocar su cálido cuerpo, dejar de sentir su ancha
respiración y la gravedad de su voz. El joven notó las manos de Conay
acariciar de nuevo su brazo, unas manos que ya no eran tan cálidas. Al
principio de abrazarse Conay le calentó, y mucho, pero ahora la situación se
estaba invirtiendo: era Aurel quien enfriaba al otro. Resignado, el joven tomó
la decisión de alzarse y de hacer un último intento por escapar.
Conay también se levantó. En vez de volver a tomarla con las pocas
piedras que había desperdigadas por el suelo comenzó a palpar las paredes en
un desesperado intento por ayudar. Eso sí, las maldiciones que salían de la
boca del bárbaro siguieron su curso, igual que antes.
Tras un nuevo y completo reconocimiento de la cámara subterránea,
Aurel concluyó que, si había algo que hacer, era a través de las estatuas
talladas en las paredes, ya que constituían el único elemento destacable del
lugar. Comenzó a tocarlas con más atención, se acercó a una y la estudió
usando el tacto de sus dedos, con el que recorrió cada parte de la pétrea
figura.
Se encontraba escrutando uno de las caras de piedra cuando recordó lo
sucedido con el monje 19, cómo le había escrutado las facciones, acto que
parecía constituir el máximo sacrilegio de su orden. Se preguntó si los monjes
llevaban máscara porque el dios Guon carecía de rostro o algo por el estilo;
daba la impresión de que si el dios al que veneraban no tenía cara entonces
ellos tampoco la podían tener.
El rostro de piedra era normal, con su nariz, unas pequeñas oquedades
para la boca y los ojos, y algo que simulaba un pelo rizado en la parte de
arriba. Abajo se encontraba el mentón, el cuello, el torso... En verdad aquellas
estatuas, que eran iguales entre sí, habían tomado como ejemplo a hombres
muy bien formados. Mientras recorría con la mano el pecho y el vientre supo
que en su vida había tocado algo que tuviera una forma más perfecta y más
humana, por mucho que la estatua fuera justo lo contrario.
Mientras descendía, descubrió el joven que las formas de piedra estaban
desnudas, que no había ropa que tapara sus partes nobles. También descubrió
que carecían de pene, pues en su lugar había un agujero, mas no uno normal
como pudiera serlo la oquedad de la boca sino uno provisto de partes
dentadas, como si se esperara que algo encajara allí. Más abajo colgaban un
par de testículos y luego las piernas, seguidas de los pies, también desnudos.
Aurel volvió a inspeccionar el agujero que había en la entrepierna de la
estatua. Si había algo en aquella cámara que pudiera hacerse, tenía que ver
con aquello.
De repente, Conay apareció con la respuesta. Había recogido una de las
piedras que pateaba y pensó que tenía una forma un tanto extraña. Buscó a
Aurel llamándolo. Ambos se acercaron mientras hablaban, pues la voz les
servía para guiarse en la oscuridad que les rodeaba. Aurel acabó chocando
con Conay, se topó de improviso con su firme torso. Luego el joven le puso
la mano en un costado para situarse; ahora que se encontraba un poco mejor
(espoleado por una posible respuesta al enigma), el mero contacto con el
bárbaro le puso los pelos de punta y le aceleró el corazón. Le hizo recordar
cuán seca tenía la boca.
Conay le pidió que revisara la pierda. Le cogió del brazo (pasara lo que
pasara, Conay siempre acababa por cogerle del brazo), localizó su mano, la
tomó y la guió hasta la otra mano de Conay, donde se hallaba la peculiar
piedra. Aurel la comenzó a tocar. Al percibirla cilíndrica y alargada, tardó
menos de un segundo en saber qué era exactamente. Avergonzado, la quitó
enseguida de la mano del otro (obviamente Aurel no tenía nada que ver con
la manufactura de aquel objeto, pero encontrarse ambos tan cerca tocando un
pene de piedra era demasiado para él). De ese modo, Aurel la tomó y se giró.
Recorrió el objeto con sus manos e identificó al momento el glande y la base
del pene. Era una polla de tamaño estándar, una polla en evidente estado de
erección.
—¿Crees que puede servir? —preguntó Conay—. Hay otras… piedras
como esa repartidas por ahí. Las he estado pateando todo el tiempo, pensaba
que eran simples rocas, pero son todas iguales. Tienen esa cosa extraña en un
extremo, que parece como hecha a propósito.
Aurel examinó la base del miembro en busca de la referencia indicada
por su compañero. El agujero estaba dentado, de un modo que se
complementaba con la oquedad de la entrepierna de las estatuas. Entonces se
acercó de nuevo al hombre de piedra que había estado tocando, polla (pétrea)
en mano, y trató de unir ambas partes de una misma cosa. Tras varios
intentos (dificultados por la ausencia de luz y por el retorno de la tiritera), el
pene encajó en el agujero con un sonoro clac. No obstante, sucedía algo
extraño. Una vez colocada, la polla se mostraba girada, con la parte larga del
glande mirando hacia abajo en vez de hacia arriba, y por más que el joven lo
intentaba no la podía colocar en la posición correcta. Tampoco podía
acoplarla de otro modo, pues el encaje entre ambas piezas del mismo puzzle
era único.
—¿Pasa algo? He escuchado un clac.
—No, nada, nada, estoy probando una cosa. Tráeme las otras piedras
que encuentres.
No se atrevía a hablarle de lo que hacía, no se imaginaba diciéndole que
le ayudara a colocar bien la polla de la estatua, aunque era evidente que
Conay había reconocido la forma de la piedra; él tenía una igual pero de
carne, una que sin duda había usado incontables veces. Aurel disipó la
tentación de recrearse en dicho pensamiento, tenía que concentrarse en el
problema. Como había dicho Conay el enigma era cosa suya, estaba en sus
manos (en su mente) salir de aquella situación.
La polla permanecía encajaba de la única forma posible, pero quedaba al
revés. Había que hacer algo al respecto, pero no quedaba ninguna oquedad en
la que acoplar otra cosa, no había nada que pulsar, nada que hacer, al menos
nada que fuera evidente.
Tras unos minutos dándole vueltas, trató de hallar el camino más simple.
Las pollas de las estatuas no estaban erectas porque sí, todo se hacía con una
razón de ser, por un motivo en concreto. La pregunta que cabía hacerse era
obvia: ¿qué se podía hacer con una polla erecta? Las respuestas eran pocas y
Aurel las conocía todas.
Lo primero que intentó fue agarrar la polla y masturbarla. Obró durante
un rato, pero pronto se dio cuenta de que no había forma de que ello iniciase
ningún tipo de proceso mecánico, pues era un movimiento muy superficial.
Lo segundo que probó fue un poco más delicado. Aprovechando que Conay
recogía piedras (pollas) a cierta distancia, se agachó y buscó la punta del pene
pétreo con la boca. Poco a poco se la metió en la boca. El miembro estaba
frío y seco. Aurel pensó que quizá reaccionaría de alguna forma al contacto
de la saliva, que la humedad podía accionar algún resorte oculto, o incluso
uno de origen mágico. Lo chupó varias veces, incluso escupió sobre él y
esparció la saliva con la mano, pero tampoco sucedió nada.
Lo último que se le ocurrió al joven fue que la polla interactuara al sentir
el calor de un cuerpo humano. De nuevo procuró localizar a Conay lo
bastante lejos de él. Se subió el faldón, se bajó el calzoncillo y encaró la polla
hacia su ano. Lo bueno es que ya estaba más o menos lubricada. Lo malo es
que volvía a tener un frío de muerte y aquel pene de piedra lo iba a helar por
dentro en cuanto se lo metiera por el culo.
Al principio fue bien, el glande era suave y redondeado, Aurel tenía
saliva para lubricarlo y lo cierto es que la polla en sí no era de gran tamaño.
Además las estatuas de piedra se hallaban a la altura adecuada, de modo que
no tuvo que hacer grandes peripecias para metérsela por el culo. Eso sí, la
estatua no podía agacharse, ni flexionar las rodillas, ni hacer la más mínima
adaptación, de modo que Aurel tuvo que ocuparse de todo. Se subió a un
pedestal que había a los pies de la estatua, uno que parecía muy conveniente
para aquel menester en concreto; eso le hizo pensar que iba por buen camino.
Agarró la polla de piedra y se la empezó a introducir.
En un primer momento se le hacía extraño sentir que el glande estaba
invertido, pero en cuanto apretó hacia atrás para meterse el resto de la polla
dicho incordio quedó en el olvido. Aurel retrocedió y retrocedió, despacio, al
tiempo que se abría el culo con ambas manos. Era como meterse un cilindro
de hielo, el cuerpo le tiritaba por completo. Los dientes le bailaban otra vez,
aunque tenía la boca muy cerrada para que Conay no escuchase ningún
gemido furtivo. No pudo evitar uno muy leve cuando el miembro petrificado
llegó a lo más hondo. Notó las nalgas contra la fría piedra que era el cuerpo
de la estatua y una espada de puro hielo en el interior de su cuerpo que le
helaba las entrañas. No obstante, también se producía la reacción contraria, la
polla estaba siendo calentada.
Aurel ignoraba cuánto tiempo podía durar aquello, si iba o no a
funcionar. Se sintió un poco estúpido al tiempo que agradeció infinitamente
que no hubiera fuentes de luz en la cámara para no ser visto en semejante
tesitura; no habría sido capaz de hacer algo así con Conay mirando.
De repente, sin que Aurel se moviera un solo ápice y con el cuerpo
temblando como una hoja, ocurrió algo. Fue un ruido pequeño, un
movimiento leve pero que el joven percibió de una forma muy clara: la polla
comenzó a girar sobre sí misma, a colocarse en la posición adecuada (esto es,
con la parte larga del glande mirando hacia arriba). Rotaba dentro mismo de
su culo y le causaba una sensación peculiar que el muchacho no supo
calificar como positiva o negativa. Luego escuchó un temblor y sintió que la
polla de piedra apretaba hacia dentro. Por un momento Aurel pensó que la
figura de piedra había tomado vida y que pretendía follarle de veras.
Asustado actuó y se quitó la polla de piedra del culo. Después, al escrutar de
nuevo la estatua, descubrió que simplemente se había movido desplazado
hacia adelante, como si hubiese salido de la pared que antes albergaba la
mitad de su cuerpo. Una vez fuera, seguía siendo una simple estatua incapaz
de moverse con libertad.
Aurel iba bien encaminado, el misterio se estaba resolviendo. La estatua
había salido de la pared, revelando que era una figura completa, no unas
partes talladas en la misma. Ignoraba lo que sucedería si hacía lo mismo con
todas, pero de momento era lo único que podían intentar; mejor dicho, que
podía intentar, pues no le pediría a Conay que hiciese algo así, sospechaba
que ni siquiera para salvar su vida el bárbaro se habría prestado a meterse una
polla de piedra por el culo.
Sin confesar lo que sucedía, Aurel pidió a su compañero que le diera las
otras piedras que había encontrado. Cuando le preguntó qué había sido aquel
ruido que se escuchó al fondo de la cámara, el otro contestó con un críptico
vamos por el buen camino. Conay no insistió para conocer una respuesta más
detallada, se desentendió del tema del mismo modo que había desistido de
comentar la auténtica forma de las piedras.
Aurel fue a por la segunda estatua. Colocó una de las pollas (era
indiferente cuál, pues todas coincidían en cualquiera de las oquedades
habilitadas), subió al pedestal y se la introdujo en el culo. La segunda estatua
emergió de la pared en cuanto hubo alojado su polla por completo unos
momentos. Después repitió el proceso en la tercera y la cuarta. La quinta fue
la que le costó más, ya casi no tenía saliva en la boca, y aunque su culo estaba
abierto el frío que sentía era aterrador, tanto que le impedía disfrutar de lo
que habría sido una experiencia... distinta.
En un principio Aurel intentó librarse de la ardua tarea de meterse un
quinto miembro. Trató de calentarlo por otros medios: mediante el aire de su
aliento o el (escaso) calor de sus manos. No sirvió. Al parecer la temperatura
necesaria para accionar los mecanismos ocultos tenía que provenir del
interior de un cuerpo... aunque Aurel se preguntó si el suyo todavía albergaba
algo de calor, pues no se lo parecía.
Animado al saber que era la última polla, Aurel la llenó de saliva y la
esparció por el miembro en toda su extensión, consciente de que no había de
quedar ni un pedazo fuera de su culo. Se colocó en posición, agarró el
miembro y lo encaró hacia su ano. Metió el invertido glande con facilidad y
el resto de la polla poco a poco. Mientras retrocedía maldijo la mente enferma
que había diseñado aquellos mecanismos. Pronto concluyó que cualquiera del
Continente Embrujado podría haberlo hecho pues todos allí parecían ser unos
chalados sin remedio.
Aurel se abrió el culo con las manos y siguió desplazándose hacia atrás,
mantuvo los ojos cerrados y la boca abierta y retrocedió hasta que la polla se
introdujo entera en el culo. Entonces, sin que él mismo lo esperara, dejó
escapar un gemido, uno que tuvo tiempo de reprimir antes de que resonara
por toda la cámara. Ignoraba si se estaba acostumbrando a la temperatura, o si
simplemente la excitación había ido en aumento y había calentado su cuerpo,
de la misma forma que la carrera tras la que llegaron a la cámara le permitió
ignorar el frío en los primeros momentos. El caso es que se dio cuenta de que
tenía la propia polla levantada y de que, más que calentar la polla de piedra,
le apetecía moverse en torno a ella. No lo hizo. No quiso correr el riesgo de
que algo saliera mal y diera al traste con lo que parecía la única esperanza de
salir del encierro. Se mantuvo inerte mientras el calor de su cuerpo se
transmitía a la piedra, mientras esta corregía su anómala posición y la última
estatua salía de las entrañas de la tierra, quedando tan libre como las otras
cuatro.
Entonces ocurrió: hubo un enorme temblor, un gran estruendo. Conay y
Aurel miraron esperanzados a la losa que se interponía entre ellos y la luz del
día, mas observaron que no se movía ni un ápice. Algo había sucedido, pero
distinto de lo que esperaban. Contrariado, enfadado por haber ejecutado aquel
engorroso proceso para nada, Aurel comenzó a deambular por la cámara. El
temblor había sido considerable, tenía que haber provocado consecuencias.
Le gritó a Conay que le ayudara a buscar.
—¿El qué?
—Lo que sea. Algo ha tenido que pasar. Creo que ha sonado más bien
por el centro de la cámara... ¡Au!
—¿Qué pasa?
La rodilla de Aurel había chocado con algo. Era un objeto en mitad de la
cámara que antes no estaba, de ello estaba seguro. Se dispuso a palparlo
enseguida.
—¡Eh! ¿Estás bien? —quiso saber Conay.
—Sí, sí, no hace falta que te acerques, todo va bien. He encontrado algo.
De nuevo era información a medias. De nuevo hubo voluntad de no
saber más allá de un cierto punto. No era para menos, pues aquello que Aurel
había hallado en el suelo era otro pene, pero mucho más grande y que parecía
nacer directamente de la tierra. Un estudio más concienzudo del terreno le
reveló pronto que no era así, al menos no exactamente. La nueva polla
pertenecía a otra estatua, una que había medio enterrada en el suelo, de la
misma forma que las otras estaban medio insertadas en las paredes. La
estatua había estado ahí todo el tiempo, habían caminado sobre su cara, sobre
sus brazos, sobre su pecho, y habían identificado todas esas partes como
meras irregularidades del terreno.
Aurel palpó la polla. Utilizó ambas manos para ello debido al grosor del
miembro, que estaba de acorde con el tamaño de la nueva estatua. El glande
era igualmente redondeado y pulido, a diferencia de las demás figuras estaba
bien colocado con respecto al resto del cuerpo. Cuando el joven trató de
comprobar cuán extenso era el miembro en conjunto tuvo que agacharse para
recorrerlo con las manos hasta abajo, pues era enorme. Era evidente que se
trataba del desafío final, el último obstáculo para (quizá) salir de allí. No
estaba seguro de ser capaz de introducir un miembro tan ingente en su
cuerpo, pero la alternativa a no intentarlo era resignarse a una muerte poco
agradable.
Tras respirar hondo un par de veces, Aurel dejó que la saliva que le
quedaba resbalara polla abajo. No se entretuvo mucho, la esparció arriba y
abajo unas pocas veces y se colocó sobre la punta del glande. Ya tenía el culo
abierto, solo era cuestión de concentración y paciencia. Seguía excitado, la
tenía levantada y eso ayudaba mucho, en parte a combatir el frío, en parte a
hacer de aquella experiencia algo mínimamente disfrutable, además de
necesario.
El glande entró bastante bien teniendo en cuenta el tamaño. El ano se
abrió sin esfuerzo sobre la redondeada punta, recubriéndolo con un hambre
que era evidente. Cuando lo introdujo entero dentro del culo, Aurel hubo de
hacer un gran esfuerzo de contención para no gemir. Sin embargo, no se
atrevió a intentar meterse el resto de la polla, que se le hacía demasiado
grande en aquel momento. Prefirió seguir abriendo su culo poco a poco, de
forma que sacó el glande hasta que quedó del todo fuera y luego se lo volvió
a meter por completo. Empezó a masturbarse mientras lo hacía, era
importante sentir aquello como algo deseable, o no iba a ser capaz de
engullirla en su totalidad.
Tras haberse follado el glande unas pocas veces consecutivas trató de
bajar un poco más, tanteó el terreno. Con la boca apretada y los ojos cerrados
hizo descender su cuerpo sobre la polla, centímetro a centímetro, hasta que
sintió que ya no le cabía más. Sin embargo, todavía quedaba mucho camino
por recorrer. Subió de nuevo hasta el borde del glande para volver a bajar al
mismo punto de antes, solo que cada vez que repetía el proceso trataba de
conseguir algún pedazo más de polla en su culo.
Conay permanecía en uno de los extremos de la cámara. Pese a los
intentos de discreción de Aurel, este emitía jadeos constantemente o respiraba
de una forma sospechosa, mas el bárbaro no dijo nada y procuró mantenerse
al margen.
Aurel tenía la percepción de que aquella última polla era muy distinta de
las demás, no solo por lo evidente del tamaño, también porque la percibía
como algo vivo. Las pollas de las estatuas de la pared eran meros pedazos de
roca bien diseñados, tenían el tacto de la piedra y la temperatura de la piedra.
La figura del suelo era distinta, su polla poseía una textura extrañamente
esponjosa para ser de roca e incluso le pareció que estaba caliente. Por
supuesto no era como follarse un miembro de carne, pero tampoco como si
realmente fuese de piedra.
Ello le facilitó las cosas a Aurel, le permitió olvidarse del insoportable
frío que tanto le había molestado durante su estancia en la cámara. Sentir un
miembro más o menos caliente en su interior le llenó de ánimo y le colmó de
fuerza. De hecho, se dio cuenta de que cuanto más bajaba, cuanta más polla
había en su culo, más caliente se mostraba esta, de modo que halló un nuevo
aliciente para continuar descendiendo sobre el extraño pene.
Cuando el joven hubo llegado hasta la mitad descubrió que no podía
tocarse más la propia polla sin riesgo de correrse (cosa que habría supuesto
un escaso aliciente para continuar). Repitió el mismo proceso una y otra vez:
se detenía, esperaba a que el ano se acostumbrara (pues la base de la polla era
más ancha), luego subía hasta el glande y volvía a bajar, despacio, intentando
llegar un poco más lejos a cada intento.
Un agónico rato más tarde, Aurel se hallaba próximo a completar su
objetivo. La polla de la estatua estaba ya tan caliente que había borrado por
completo todo rastro de frío en el cuerpo de Aurel, que se aferraba al
miembro con fervor. Se había adaptado hasta tal punto a su tamaño que ya
era capaz de subir hasta el glande y bajar casi por completo a través de un
amplio y calculado movimiento. Cuando al fin sus nalgas fueron capaces de
tocar el suelo (o el cuerpo de la figura, que venía a ser lo mismo), Aurel
estaba tan sumido en el éxtasis que no pudo evitar gemir. Aun a riesgo de dar
al traste con el necesario aspecto sexual de aquella experiencia, se masturbó.
Con la enorme y caliente polla metida en su interior, bastaron unos segundos
para que ya no hubiese marcha atrás. Cuando Aurel se dio cuenta de que
estaba llegando demasiado lejos y soltó su polla, la corrida ya estaba en
marcha. Se tapó la boca con una mano para no ser escuchado y se retorció
sobre la enorme polla pétrea mientras el semen acudía una y otra vez y se
derramaba en puntuales salvas sobre el torso del gigante de piedra.
Aurel sintió entonces que le molestaba tener el culo tan colmado,
además de que tuvo la sensación de que lo que tenía que ocurrir (fuese lo que
fuese), iba a pasar ya. Comenzó entonces a desprenderse poco a poco del
miembro de piedra.
En cuanto se hubo sentado a descansar en un lado, sucedió: hubo un
temblor, mucho más intenso y prolongado que los anteriores. Pese a no ver
nada, hay cosas que se perciben de un modo inexplicable a través de la
presión del aire, o en base a la forma como el sonido se extiende... el caso es
que Aurel supo que la estatua central no estaba ejecutando un simple
movimiento primario (hacia adelante o hacia arriba), sino que se levantaba
como lo habría hecho una persona normal y corriente, sirviéndose de
movimientos complejos: doblaba los brazos para apoyarse en el suelo y se
impulsaba con la fuerza de sus piernas. Pasados unos segundos de tensa
expectación, supo que el gigante se hallaba de pie frente a él, mirándole con
unos ojos que sí podían ver en la oscuridad.
Aurel pensó entonces que, si había de morir, era menos terrible un
severo golpe que sufrir hambre o frío extremo. No obstante, el ser comenzó a
caminar a través de la cámara en dirección a las escaleras. Sus pasos sonaron
pesados sobre la tierra. Se escuchó también el roce de su cabeza con el techo
y pequeños restos del mismo que caían debido a dicha fricción.
Segundos más tarde la luz volvió a inundar la cámara. Tras un primer
fogonazo que fue intenso (pues el sol irradiaba a placer en pleno día) y que
obligó a Aurel y Conay a cerrar los ojos, al fin lo vieron. En efecto era una
estatua de piedra, de unos tres metros de alto, mezcla de formas pulidas y
bordes agrestes. Lucía un aspecto humanoide, pues no solo tenía piernas y
brazos bien definidos, sino también una polla, que además seguía erecta,
estado que al parecer era habitual en la criatura.
El gigante abría con las manos desnudas la losa que había cubierto la
única entrada (o salida). No poseía ropa ni marcas, era piedra pura, naturaleza
salvaje. Tras abrirla salió al exterior, como si ya no tuviera interés en lo que
había sido su hogar durante incontable tiempo. Conay y Aurel también
salieron, en gran parte para terminar con el agobio del encierro (y con el
temor de que la puerta se cerrara de nuevo), pero también para contemplar a
la criatura. No todos los días se veía a uno de los antiguos dioses en acción,
un gigante dando pasos sobre la interminable arena en dirección a unos
asuntos tan desconocidos como lo eran sus motivaciones.
Detenidos junto al acceso del templo, ambos hombres lo admiraron
perplejos. Tenía el aspecto de un hombre, pero la ausencia de rasgos
definidos en su rostro lo delataba como a un dios, uno de aquellos tan viejos
que la gente se había olvidado de su nombre o de su poder. Tras su apariencia
calmada e imponente uno podía sentir que este no era poco y que los asuntos
de los hombres le tenían sin cuidado.
Aurel lo comparó con el dios Guon y sintió lástima. Un dios tan extraño,
del que ni siquiera se sabía a qué representaba, disponía del culto de una
ciudad entera, mientras que de aquella criatura majestuosa ni siquiera
conocían su nombre.
—En mi tierra también había uno parecido a este —dijo Conay con aire
nostálgico—. Es uno de los dioses olvidados.
—¿Dios de qué?
—De la tierra, supongo. Ha salido de la tierra y está hecho de piedra.
Aurel lo meditó. Trató de recordar las canciones de palacio que hablaban
de divinidades vetustas, pero ninguna mencionaba a una criatura semejante.
No obstante, recordó que a los dioses viejos rara vez se les atribuía una sola
cualidad, pues en las épocas en las que reinaban eran pocos y su papel en el
mundo tenía por fuerza que ser complejo. Estaba de acuerdo con Conay en
que era un dios de la tierra, pero ello no explicaba la importancia que en su
figura tenía el pene, un pene además en permanente estado de erección.
Nada en aquellas criaturas era casual. El pene gozaba de un significado
que sin duda lo relacionaba con otro de sus poderes u otra de sus
atribuciones. Aurel meditó en ello mientras el ser se alejaba y su figura se
tornaba más y más pequeña. El dios se había servido del pene para alzarse,
para salir del suelo... para nacer. Eso era un símbolo evidente. Aurel sabía
que en muchas culturas se asociaba la imagen del pene erecto con la
fertilidad. Pronto concluyó que aquel era el dios de la tierra y también de la
fertilidad, el padre de las cosas vivas que nacían de la tierra.
De pronto y sin mediar palabra, Aurel volvió a entrar dentro de la
cámara. Conay le miró perplejo.
—¡¿A dónde demonios vas?! Si la cámara se vuelve a cerrar no voy a
poder sacarte de ahí, te lo advierto.
—No se cerrará. Espérame fuera, ahora salgo.
Aurel bajó las escaleras. La luz del día penetraba en la cámara a través
de la abertura, de manera que, por primera vez, pudo ver cómo era con sus
propios ojos. Cuando el dios de la piedra había salido no se fijaron en nada
más, mantuvieron la vista clavada en su majestuoso cuerpo y en cómo (por
fin) apartaba la losa que les había mantenido encerrados. Ahora, Aurel se fijó
en cada detalle, guiado por su intuición. El hueco que el dios había dejado al
levantarse no estaba vacío, contenía plantas, unas que acababan de nacer y
que crecían aun mientras el joven las observaba.
Así pues, el suelo de la cámara era un recuadro gris que mostraba una
silueta humana repleta de verde, el lugar donde el dios había estado
durmiendo quién sabe durante cuánto tiempo. Aurel se acercó más. Algunas
de las plantas eran comestibles, poseían frutos que crecían delante de sus
narices. Y lo más importante, bajo las plantas había agua, una enorme
cantidad de agua fresca y perfectamente potable.
El joven mandó a Conay que le trajera algo para recoger el agua. Nada
tenían, pues no se habían preparado para iniciar el viaje, pero Conay se quitó
la falda y trató de hacer una improvisada cantimplora. No sirvió, aunque la
usaron para llenarla de frutos para el camino, que también era una forma de
disponer de agua. Acto seguido bebieron a manos llenas hasta saciarse y se
llevaron los frutos.
Ya fuera de la cámara, los dos viajeros notaron que el precioso líquido
no era corriente, que además de calmar su sed les había fortalecido el agotado
cuerpo y les ayudaba a recobrar su desaparecido ánimo.
05 El hombre alado
El sorpresivo regalo encontrado en la cámara del viejo dios fue toda una
ventaja para Conay y Aurel. No necesitaron regresar a Fostea para hacerse
con el agua y el sustento que requerían, pudieron emprender el largo camino
por el desierto de inmediato. A ninguno de los dos les apetecía volver,
sospechaban que no iban a ser bien recibidos, que las noticias acerca del oro
que portaban se habrían extendido a cada rincón de la ciudad.
El oro, ese era el lastre con el que debían cargar. Al cabo de pocas horas
se les hizo tan pesado como el plomo y tan molesto como el sol implacable
que caía sobre sus cabezas. Aurel se había quitado la ropa que le regalara
Durab y la usaba para procurarse algo de sombra, aunque el calor atravesaba
la tela con la promesa de derretir su casi desnudo cuerpo. Conay no tenía
mucha ropa con la que cubrirse, se servía de la falda que había llenado de
frutos, que también llevaba sobre la cabeza.
Los frutos recogidos en la cámara les duraron poco. No podían
conservarse mucho tiempo en aquellas condiciones de modo que los
comieron (con más sed que hambre) antes de que se pudrieran.
Momentáneamente satisfecho, Aurel miró a Conay con preocupación.
Acababan de quedarse sin nada, que era justo lo que había en todas
direcciones. Ni siquiera la idea de volver a Fostea era ya factible, pues
quedaba muy atrás.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó, convencido de que aquel
hombre tenía una respuesta que darle.
—Solo será un día de camino. Si ahorras energía y no te quejas mucho,
mañana habremos llegado.
—¿A dónde, si se puede saber?
—Primero allí —dijo, señalando la única cosa distinta de las eternas
dunas de arena. Se trataba de una sombra lejana, una sucesión de picos
verticales en extremo—. En aquellas montañas encontraremos agua y
sombra. Se llaman Colmillos de Serpiente.
—Un nombre muy alentador.
Aunque Aurel tuvo que reconocer que acertado. Eran montañas altas y
estrechas: dos principales y casi idénticas que realmente parecían colmillos y
otras accesorias que las rodeaban, más pequeñas.
—No hay serpientes allí, si eso te asusta. Ojalá las hubiera porque al
menos tendríamos algo que echarnos a la boca.
—¿No hay animales?
Conay negó con la cabeza. Procuraba no hablar demasiado, tenía
experiencia con los trayectos en el desierto y sabía que la charla cansaba más
de lo necesario. No había abierto la boca desde que salieron de las ruinas
salvo para sugerir la toma de los frutos.
—Solo hay agua y sombra. Cualquier otra cosa que repte por el desierto
a buen seguro que los hombres-pájaro lo habrán cazado ya.
Aurel no supo si preguntar.
—Los hombres-pájaro...
—Viven en esas mismas montañas. Sobrevuelan el desierto y se comen
todo lo que encuentran sobre las dunas, como si fueran águilas o algo así.
—Estupendo. Me encanta la vida en el continente. ¿Y después de las
montañas, qué? Porque imagino que tendremos que comer algún día.
Conay bufó, no estaba de humor para la retórica del joven.
—Después estaremos a un día de camino de Garea. No es la ciudad
donde quería llevarte en un principio, pero es la única a la que se puede llegar
a pie desde la costa. Allí intentaremos comprar un carruaje, o caballos al
menos.
Fue todo cuanto el bárbaro dijo aquel día y más de lo que Aurel hubiera
deseado escuchar. No podía achacarle nada al joven, el destino que este había
escogido para él era idéntico al que tenía para sí mismo. Pero el hambre y la
sed son malas compañeras de viaje y uno tiende a buscar conflictos ante el
menor pretexto. Por eso Conay se mantenía callado y por eso Aurel se dio
cuenta de que esa era la mejor de las decisiones. No por ello le ignoró, ni
mucho menos. Si bien su boca se mantuvo cerrada, sus ojos permanecieron
bien abiertos, en especial porque Conay ya no portaba la falda que hasta
entonces había mantenido su calzón (más o menos) oculto. Durante
kilómetros Aurel no hizo otra cosa salvo caminar y caminar como poseído
por las nalgas de aquel hombre, que procuraba siempre mantener frente a sus
ojos. El joven no se cansaba de observar cómo estas se plegaban y se
desplegaban, de imaginarlas desnudas, de fabular cómo sería tenerlas a su
alcance...
Conay no se dio cuenta de hasta qué punto en otro le observaba, se
limitó a procurar que avanzara a buen ritmo y sin permitirle descanso alguno.
Pasar la noche al raso era lo peor que les podía pasar, suponía una
amenaza mucho más inmediata y temible que la falta de sustento, ya que las
bajas temperaturas al raso dejaban en ridículo a las de la cámara del dios de
piedra. Por ese motivo era vital que llegasen a las cercanías de las montañas
puntiagudas, donde Conay esperaba encontrar un refugio adecuado, un rincón
abrigado por rocas que hubiesen acumulado el intenso calor del día y lo
conservasen (en parte) durante la noche.
En efecto, tras una dura caminata hallaron rocas desperdigadas aquí y
allá, cada vez más numerosas y cada vez más grandes, en ocasiones
agolpadas las unas encima de las otras. Conay estudiaba las posibilidades de
cada rincón como posible refugio, se internaba debajo de las rocas y
calculaba la temperatura de las mismas colocando una mano sobre estas. Los
descartó todos. El sol se estaba poniendo y la muerte por congelación
comenzaba a ser una amenaza tan real como próxima.
Se hallaba Conay inspeccionando uno de los últimos rincones
encontrados cuando lanzó una advertencia a su compañero:
—No te alejes mucho —avisó—. Estamos cerca de los nidos de los
hombres-pájaro, mientras te mantengas cerca de una roca no te...
Un ruido ahogó sus palabras, el que harían unas alas batiéndose en
retirada. Conay emergió del oscuro rincón propiciado por tres grandes rocas
cuando vio dos alas alzando con esfuerzo a su compañero. Ascendían ambos
cuerpos con rapidez, el cazador y el cazado. Conay agarró el mango de la
espada y sopesó el riesgo de lanzarla, pero las posibilidades de darle a Aurel
eran altas. Al cabo de pocos segundos ya estaba lejos para evitar que el
hombre-pájaro se lo llevara.
Aurel no había tenido tiempo de reaccionar. Para cuando se dio cuenta
de que algo le había apresado ya era tarde. Notó unos brazos rodeando su
torso, así como el vigor imponente de dos ingentes alas batiendo el aire a su
alrededor. Estas obraban con fuerza, se movían pesadas hacia abajo y rápidas
hacia arriba, pues era grande el peso que tenían que cargar. Al instante
siguiente Aurel estaba tan alto que ya no se atrevía a intentar nada contra su
captor, pues la caída lo habría matado, o dejado tan atontado que el ser le
capturaría de nuevo con escaso empeño.
Aurel observó los brazos que rodeaban su torso, que parecían humanos
salvo por el color rojizo de la piel. Resignado miró hacia arriba. El hombre-
pájaro era exactamente como lo había imaginado y al mismo tiempo no lo
era. Al escuchar a Conay hablar de ellos había imaginado a un hombre de piel
blanca y cabello rubio (en clara alusión a los ángeles), equipado con unas
enromes alas de blanco plumaje. En efecto, el hombre-pájaro real se
asemejaba a un ser humano con alas, pero su aspecto distaba muy mucho de
ser angelical. Para empezar su piel era roja en todas las partes de su cuerpo,
que permanecían a la vista a excepción de la entrepierna, tapada con un
rudimentario calzón; ello era una vaga señal de civilización que pensó le
resultaría beneficiosa, pues quizá se podía razonar con aquellas criaturas. El
segundo elemento que le llamó la atención fue las alas, pues eran muy
parecidas a las de un murciélago. Calculó que desplegadas alcanzaban los
cuatro metros. Cargaban con el escuálido cuerpo del ser sin problemas,
aunque se las veía forzadas al sostener el peso de los dos.
El tercer elemento destacable le heló la sangre en las venas a Aurel. Este
lo advirtió cuando el hombre-pájaro bajó la vista para observar su botín. El
joven se encontró entonces con un rostro del todo humano de no ser por unos
grandes ojos rasgados y amarillos que casi brillaban en la noche venidera.
El vuelo les llevó a la parte alta de las montañas, como era de esperar.
Aurel fue incapaz de mirar hacia ninguna parte: si lo hacía hacia abajo sufría
vértigo, de frente veía la amenazadora montaña cernirse sobre él, y arriba
hallaba un ser que no le resultaba particularmente agradable a la vista. No
obstante, cerrar los ojos le era inconcebible, pues tenía que saber dónde lo
metía, qué hacía con él, y si había alguna (remota) posibilidad de escapar.
Durante un instante aterrador Aurel vio que el hombre-pájaro no
frenaba, que se echaba sobre la falda de la montaña sin el menor reparo. Alzó
los brazos para cubrirse la cara, un gesto tan absurdo como difícil de evitar.
Temió que el cazador lo lanzara contra la roca para matarlo y después
comérselo. Al momento siguiente el joven se encontró dentro de una oquedad
similar a una cueva y sobre una superficie más o menos acolchada. Miró
hacia fuera y vio el cielo a través de un agujero circular (del diámetro de una
persona media) situado en un costado, el resto del lugar era simple pared de
roca.
El hombre-pájaro se hallaba a poca distancia, ya que el lugar no permitía
otra cosa. Permanecía a la espera de la reacción de Aurel, lo observaba sin
hacer nada. Se sostenía sobre las dos piernas, aunque un poco encorvado
debido a las alas, que pese a estar plegadas se mostraban voluminosas.
Mantenía los brazos flexionados, tan expectantes como sus relucientes ojos.
Aurel aprovechó la inacción para analizar mejor a su captor. En verdad
las alas y los ojos eran lo único no humano que se percibía a simple vista,
aunque una mirada más concienzuda le mostró que los dedos no poseían uñas
sino que terminaban en afiladas puntas de carne endurecida. Era escuálido,
cosa esperable en alguien que volaba con regularidad. El tamaño de los ojos
era el habitual en cualquier persona, pero daban la impresión de ser enormes
debido a la pequeñez del resto de las facciones del rostro. Mostraba una
especie de cresta que se perdía en la nuca, pero no supo reconocer si estaba
hecha de pelo o de plumas diminutas.
Aurel no comprendía por qué el otro se mantenía a la espera, sin duda no
lo había subido hasta allí para observarle, cosa que podía haber hecho en el
propio desierto. No creía que fuese a comerle. Por lo poco que le había
contado Conay acerca de los hombres-pájaro, estos se alimentaban de
pequeños animales del desierto. En todo caso su boca era demasiado pequeña
para intentar comerse a una persona viva, lo cual fue todo un consuelo para
Aurel. Si las cosas se ponían feas, al joven siempre le quedaba la opción de
saltar, que era un modo más rápido de terminar con su vida.
Aurel escrutó la cueva en busca de información adicional. Hallar una
calavera humana habría sido muy revelador pero no encontró más que
pequeños huesos ya muy viejos, con toda probabilidad procedentes de los
pequeños animales que cazaba. El suelo, o lo que fuera, estaba formado por
multitud de cosas, entre las que abundaban plumas y ramas... ¡ramas de
árboles! Aurel sospechó que quizá aquellos seres podían volar más lejos de lo
que había imaginado en un principio, pues se le antojaba que cualquier
bosque quedaría muy lejos de aquel paraje árido y eterno.
En general el lugar se encontraba bastante limpio, no había restos de
comida o excrementos; Aurel concluyó que los primeros debían ir a parar al
cubo de basura más grande que había visto nunca, uno donde los desperdicios
se perdían entre incontables granos de arena. Imaginó que los excrementos
los liberaba mientras volaba, como hacía cualquier criatura que fuese capaz
de hacerlo.
Ambos se observaron de arriba abajo durante minutos. Cuando Aurel
decidió asomarse al agujero y mirar hacia abajo supo que no iba a tener nada
mejor que hacer, al menos hasta que su anfitrión quisiera. La pared vertical
que llegaba hasta el lejano suelo era lisa por completo. El hombre-pájaro no
se inmutó al verle tan próximo al precipicio, sabía que aun si se tiraba tenía
tiempo de pensárselo un poco, saltar y alcanzarle antes de que tocara el suelo.
Pero Aurel no saltó, claro. Se sentó y siguió mirando a su captor, que poco a
poco empezó a acercarse.
De repente, el extraño dio los dos o tres pasos que le separaban de
Aurel. Este se acobardó, se echó para atrás sin tiempo para levantarse, pues
seguía sentado. Se desplazó hacia atrás sirviéndose de brazos y piernas, pero
siempre boca arriba a fin de no perder detalle de lo que hacía el otro.
Lo que ocurrió entonces Aurel no lo pudo creer. El ser se quedó de pie
sobre él y miró hacia abajo, hacia sus piernas, justo en mitad de estas. Alargó
una de sus manos al interior de la falda hasta agarrar la ropa interior del
joven. Entonces la estiró hacia arriba y dejó desnudos su sexo y su culo.
Aurel buscó en primer lugar los ojos del ser, en los que no vio nada distinto a
lo que había visto hasta el momento. En su roja entrepierna, en cambio, se
adivinaba un bulto más que sospechoso.
Aurel quedó perplejo. Toda su vida había sufrido los prejuicios de la
gente, ya que eran muchos quienes le odiaban por culpa de las orgías que se
celebraban en palacio, quienes le miraban con los ojos entrecerrados y la
boca en permanente susurro condenatorio. Y allí estaba, en un continente
donde personas, dioses e incluso animales (o lo que aquello fuera) vivían
dedicados por entero al sexo sin que nada ni nadie los señalara con el dedo.
El ser se quitó la poca ropa que llevaba, que no era más que un simple
faldón rudimentario y verdoso, hecho de piel animal. Al momento quedó
libre un pene perfectamente humano de no ser porque era de un color tan rojo
como el resto de su cuerpo. El motivo del secuestro era ahora evidente. Quizá
(sólo quizá) Aurel no habría de temer por su vida.
El hombre-pájaro se movió con rapidez. Agarró los tobillos de Aurel y
los alzó, con lo que la falda del joven se deslizó hacia abajo para dejar de ser
un obstáculo. Entonces avanzó dejando que su polla se colocara con
habilidad en el lugar adecuado, justo sobre el ano del muchacho. Al mismo
tiempo situó las manos junto al torso del joven y dejó que las piernas de este
reposaran sobre sus hombros.
Todo estaba dispuesto. Todavía sin salir de su perplejidad Aurel clavó
los ojos en los del otro, ahora mucho más próximos. No supo ver en ellos ni
bondad ni maldad, solo simple instinto. Sintió cómo su polla le penetraba,
lenta pero eficaz. No era un pene muy largo ni muy grueso (a pesar de
pertenecer a un ser extraño quizá era la polla más normal y corriente que
penetrara el culo del joven en los últimos tiempos). Entró rápida y sin
problemas. No estuvo mucho tiempo dentro, el hombre-pájaro la sacó y la
volvió a meter de nuevo, pues comenzó a follar sin más esperas.
Los actos de la criatura no estaban guiados por el salvajismo, el ser
obraba de una forma controlada y calculaba los movimientos. Su rostro, lejos
de ser la expresión de un placer incontrolable, permanecía pendiente de los
gestos de Aurel, como si temiera lastimarle más de lo necesario. El joven no
dio muestras de placer ni tampoco de sentirse incómodo. No se atrevía, a
pesar de la aparente inocencia del desahogo del hombre-pájaro nada le
aseguraba que tras haberse corrido en su culo no lo tiraría por el precipicio.
Aurel tuvo que sobrellevar ese miedo durante el tiempo que duró el
coito. La incertidumbre le impidió disfrutar lo más mínimo, aunque la
ausencia de expresión o de muestras de placer del hombre-pájaro tampoco
ayudaba. Aurel no llegó a tocarle en ningún momento, se quedó petrificado
mientras el otro le daba por el culo con mecánica precisión, hasta que, sin
previo indicio, hincó la polla hasta el fondo y la dejó clavada. Empezó
entonces a agitarse lentamente y a soltar chorros de semen en el interior del
desprevenido joven.
Había llegado el momento de la verdad, el de saber si le lanzaría por la
abertura del nido o si le devolvería junto a Conay. Lo cierto es que no ocurrió
ni una cosa ni la otra, simplemente le dejó allí. El hombre-pájaro se alejó de
nuevo con la polla todavía goteando, se colocó la ropa y, tras observar a
Aurel durante un largo momento, salió volando a través del único punto de
entrada/salida.
La noche ya se había cerrado sobre el desierto cuando la criatura alada
regresó. Portaba un lagarto de más de dos palmos en la mano, ya muerto; por
la sangre que lucía en las puntas de sus dedos era evidente que lo acababa de
cazar. Sirviéndose de una fuerza que no daba la impresión de tener, el
hombre-pájaro estiró el reptil desde ambos extremos hasta partirlo en dos.
Comenzó a dar mordiscos a la parte abierta de la mitad que se había
atribuido, mientras que la otra se la ofreció a Aurel. El joven miró el medio
cadáver del lagarto con gesto contrariado; tenía más hambre que en toda su
vida, pero no la suficiente como para comerse un animal crudo, y menos aún
uno con tan mal aspecto.
Viendo la reacción de Aurel, el otro dejó lo que le había ofrecido en
mitad del nido, por si no se atrevía a cogerlo por no acercarse. Siguió
comiendo mientras comprobaba que daba lo mismo, que su invitado no
aceptaría el regalo pasara lo que pasara.
Fue entonces cuando sucedió otra cosa increíble. Una vez el hombre-
pájaro hubo terminado su parte se acercó a la otra mitad del lagarto y la puso
entre las dos palmas de sus manos. Pasaron unos momentos sin que sucediera
nada, hasta que de repente la cresta se le erizó en la cabeza y las manos le
brillaron tanto que Aurel se tuvo que apartar. Poco más tarde, cuando el joven
volvió a abrir los ojos y recuperó la visión, el medio lagarto humeaba como si
hubiera estado al fuego durante largos minutos, cuando no habían pasado más
que segundos. El hombre-pájaro lo dejó en el suelo de nuevo.
Aquellos seres eran más que salvajes con alas y más que animales con
ropas. No eran dioses, pues Conay había hablado de ellos en plural (y si algo
tienen los dioses es que son únicos e irrepetibles), pero sin duda se acercaban
más a los estos que los simples humanos.
Aurel no pudo resistir la tentación de comerse el pedazo de lagarto
cocinado. De hecho lo devoró, por mucho que tuviera un sabor lamentable,
que era entre asqueroso y quemado (al menos la parte abrasada hacía que no
fuera completa e irremediablemente repugnante). El otro debió quedarse
satisfecho de que Aurel aceptase su regalo, aunque al joven le fue difícil
deducirlo por causa de su total carencia de expresión. El ser comenzó a
remolonear por el nido como buscando la posición más cómoda, igual que un
gato dando vueltas antes de echarse una larga siesta. Se estiró y se quedó
mirando a su invitado, que trató de imitarle en todo lo que hacía. Si había
llegado el momento de ir a dormir, había que dormir.
Cada uno permanecía en un lado del nido pero encarados. El hombre-
pájaro vigilaba a Aurel para ver si se dormía, mientras que el otro tenía
curiosidad por saber a dónde le llevaría aquella situación. Estaba en manos
del extraño, dependía de él para volver a la civilización, cosa que tenía que
ocurrir tarde o temprano. Dónde lo dejaría cuando decidiera liberarlo era un
misterio. En todo caso el joven tenía muy claro que no volvería a ver a
Conay, estaba convencido de que el bárbaro seguiría su camino. Aun
suponiendo que tuviera la capacidad de rescatarle, no tenía por qué hacerlo,
pues poseía el oro y sabía bien a dónde ir.
Pasado un rato, al ver que Aurel no se dormía, el hombre-pájaro se
levantó. Se acercó al joven y lo colocó en la misma posición de antes. Se
movió con lentitud pero con decisión, abrió las piernas de Aurel, colocó el
miembro viril y se lo introdujo de nuevo.
A diferencia de antes, Aurel respondió con un gemido, uno auténtico; no
pudo evitarlo, pues la polla entrándole con aquella facilidad le resultó
irresistible. Sin embargo, le incomodaba contemplar aquellos ojos extraños
tan cerca y tan pendientes de él, de modo que miró hacia el agujero que
mostraba el cielo, donde las estrellas y la luna brillaban con fuerza.
Aquella imagen trasladó a Aurel a otros tiempos, le sumió en el pasado.
Se vio de nuevo en el palacio de Kiarham, observando aquel mismo cielo
igualmente estrellado. También permanecía estirado boca arriba y con una
polla metida en el culo. Era la polla de Norren, su añorado Norren... un
soldado de metro ochenta de estatura, ojos castaños y cabello oscuro, corto y
rizado. No es que estuvieran enamorados pero yacían siempre que tenían
ocasión. Norren formaba parte de la guardia personal del príncipe y veía a
Aurel constantemente, pero no podían encontrarse a menudo, pues el príncipe
prohibía de manera explícita que sus trabajadores mantuvieran uniones
estables.
Pese a que se habían sentido atraídos desde el momento en que se vieron
siempre tenían que esperar a que se celebrara alguna orgía para follar con
tranquilidad. Ambos simulaban participar al principio, tonteaban y
toqueteaban, pero no dejaban de vigilarse mutuamente. Rechazaban cualquier
contacto casual y, cuando todos los demás estaban enfrascados en el placer
conjunto, ellos dos buscaban un rincón apartado para disfrutar el uno del otro
en soledad. Ocurrió así desde el día en que se vieron por primera vez.
No obstante, la pasión del principio fue tan intensa que durante una
época ignoraron las normas del príncipe y se vieron a escondidas. Aurel era
incapaz de verle andar por los pasillos sin más, con aquel uniforme que lo
hacía tan irresistible: botas altas, un peto metálico que le cubría el torso, un
casco igualmente metálico, un grueso cinturón del que colgaba la espada, y
debajo un simple calzón, ajustado y pequeño, que precedía unas piernas
gruesas y desnudas. El calzón escondía poco, mostraba a la perfección la
forma de las nalgas, mientras que la parte de delante consistía en un paquete
generoso y redondeado que tampoco invitaba a la imaginación. Norren se
ocultaba a menudo para que Aurel se lo tocara hasta que se le pusiera la polla
dura, cosa que ocurría con facilidad. Entonces Aurel se la comía con
auténtica devoción, degustaba los sordos gemidos del soldado y tocaba sin
cesar sus firmes piernas hasta que Norren se derramaba por completo en la
boca.
Aquella noche, la que Aurel recordaba, los grupos de teatro y música
habían organizado una orgía. Ello no sucedía a menudo (eran demasiado
intensas, demasiado concurridas), pero las pocas veces que tenían lugar se
extendían durante toda la noche, cosa que permitía a los furtivos amantes
permanecer juntos durante muchas horas, o incluso hasta el amanecer. En
aquella ocasión tuvieron la suerte de hallar un dormitorio libre cerca del
escenario de la festividad, uno que osaron ocupar y mantener cerrado con
llave. Follaron con una pasión desmedida hasta que se corrieron, Norren
dentro del culo de Aurel, este sobre su propio torso.
Mientras disfrutaba de aquel momento de placer y comunión, Aurel se
giró hacia la ventana, en la que el cielo y la luna brillaban con intensidad.
Norren no había sacado la polla de su culo por razones que ambos conocían
bien: todavía quedaba mucho por hacer. El fornido soldado simuló
disgustarse frente a un supuesto desinterés por parte de Aurel, cogió al joven
por la barbilla para encarar su rostro hacia el propio y le habló en tono
burlesco.
—¿Qué te pasa? ¿Ya has tenido bastante polla por hoy?
Norren sonreía, pero sus dedos asían con fuerza. Era una de las cosas
que tenía, que en ocasiones se mostraba autoritario en exceso, pero en verdad
a Aurel le gustaba que fuera así.
El soldado obligó a Aurel a abrir la boca y entonces sacó una lengua
gruesa y rosada, bien cargada de saliva. Dejó que esta se deslizara despacio
hacia la boca del joven. Esa era otra cosa que complacía al hombre: jugar con
la saliva y con el semen, fuera suyo o del propio Aurel. De hecho, atrapó todo
el esperma que Aurel había vertido sobre sí mismo con los dedos y lo lamió a
conciencia para combinarlo con su saliva. Después abrió de nuevo la boca de
Aurel y dejó caer la espesa y blancuzca mezcla.
Mientras tanto la polla seguía metida en el culo, inerte pero tan sólida
como lo estaba en el mismo momento que Aurel la sacara del calzón de
Norren, con las venas bien marcadas en el grueso cuerpo cilíndrico.
Mientras la mezcla seguía descendiendo Norren comenzó a mover la
cintura con levedad. Para Aurel aquel sencillo movimiento fue un terremoto,
la polla se le estremeció y su mente se sumergió de manera instantánea en la
marea de pasión que justo acababan de abandonar. El joven alargó una mano
hasta la nuca de Norren para atraer su lengua y su boca. Ambos se besaron
con frenesí y al cabo de unos segundos el vaivén de la cintura del soldado se
incrementó. Los jadeos de los amantes resonaran en el espacio único que
formaban sus bocas.
Norren se detuvo en seco. Disponían de toda la noche por delante, no
pretendía correrse otra vez así como así. Se irguió (con cuidado de mantener
el miembro bien alojado en el cuerpo del muchacho) y cogió uno de los pies
de Aurel. Comenzó a lamerlo, pasó la lengua entre los dedos y después le
chupó el dedo gordo como si de una polla se tratara. Al joven no le
entusiasmaba que le hiciera eso, pero en cambio disfrutaba al verlo tan
erguido, pues la visión del cuerpo del soldado le era irresistible: la boca
abierta, los ojos colmados de lascivia, la lengua obrando, las grandes manos
agarrándole el pie, los gruesos brazos, el torso definido, lleno de pelos cortos
y bien distribuidos, el vientre cuadriculado, el oscuro camino que descendía
en ordenada hilera hasta el vello púbico, antesala de una polla que tenía
metida dentro...
Pasado un rato de lametones, Norren puso sus fuertes brazos a lado y
lado de la cabeza del joven rubio. Se quedó mirándole con fijeza, contándole
con un silencio y una media sonrisa que estaba a punto de darle por el culo a
toda pastilla. Empezó a mover la cintura otra vez, despacio al principio. Aurel
se agarró a los brazos del soldado, tensos y apretados, pero este ansiaba las
manos del joven en otra parte, de modo que se sostuvo momentáneamente
con un solo brazo y se sirvió del otro para guiar una de dichas manos hacia su
trasero.
—Agárrate bien a mi culo —mandó. Siempre daba órdenes, mas eran
cosas que a Aurel le excitaban sobremanera.
El joven obedeció y puso ambas manos sobre el trasero del soldado, de
momento en lento movimiento. Lo acarició y lo apretó, pero pronto hubo de
agarrarse, tal y como el otro había vaticinado, pues comenzó a follarle con
una profundidad y un empuje vertiginosos. La cama comenzó a crepitar,
rivalizando en regularidad y volumen con el sonido de los cuerpos al chocar.
Aurel gimió sin parar; no había razones para evitarlo, al otro lado de la puerta
los gemidos se mezclaban con los ecos de un roce disperso y continuado, se
escuchaba a los grupos de música y de teatro follarse sin descanso y correrse
hasta la extenuación.
Norren comenzó a respirar de una forma muy intensa, el aire sonaba
intenso al entrar por su boca, muy abierta, bajo unos ojos adornados por unas
cejas apretadas. Siguió subiendo el ritmo hasta el punto en que un intenso
gemido se le escapó, cosa que fue señal inequívoca de una nueva
eyaculación. Pero cuando Aurel fue a masturbarse con la intención de
correrse en el mismo momento que su amante, Norren volvió a cogerle la
mano para ponerla en su culo; le encantaba que se lo apretara, que lo usara
para empujar la polla bien adentro.
Después usó esa misma mano para agarrar de nuevo la barbilla de Aurel.
—Abre la boca —le mandó—. Saca la lengua —especificó.
Norren escupió varias veces, una sobre la lengua, otras dos en el interior
de la boca. Luego le metió dos dedos por la misma y cuando Aurel la cerró en
torno a estos, el soldado empezó a meterlos y sacarlos como si le follara la
boca. Los jadeos quedaron entonces encerrados en el cuerpo de Aurel, pues la
cintura del soldado no se había detenido y obraba con la misma potencia.
Norren sacó los dedos de la boca de Aurel para meterlos en la suya propia,
los colmó de saliva previo paso a volver a follarle la boca con ellos. Luego
comenzó a acumular saliva para una nueva sesión de escupitajos, cosa que
Aurel comprendió a tiempo para abrir bien la boca.
Ya no había marcha atrás, estaban ambos demasiado excitados para un
nuevo receso o una posible ralentización. Norren plantó con fuerza las dos
manos sobre la cama y le dio por el culo con todas sus fuerzas. Los gemidos
de ambos parecieron entonces gritos y Aurel llevó una de sus manos a la
polla. Durante un gemido largo y atronador Norren volvió a derramar su
esperma en el cuerpo del joven.
Aurel se corrió también. Durante algunos minutos recuperaron el
aliento, y luego se besaron en las contadas ocasiones en las que la respiración
no era lo bastante urgente para impedirlo. Norren sacó la polla y se tendió
junto a Aurel. Aquella noche durmieron juntos con la brisa de la noche
atendiendo el calor de sus cuerpos, que permanecían unidos a través de las
manos...
Garea era un lugar distinto a todo cuanto Aurel había visto, se acercaba más
al concepto que tenía de ciudad en comparación con las vistas hasta el
momento, incluida la suya propia. Ya desde fuera se apreciaba su gran
tamaño, con multitud de tenderetes colmados de gente y escoltados por
camellos y carruajes. El interior estaba lleno de calles anchas, muchas de
ellas con mercados surtidos de todo tipo de frutas, verduras y carne seca, mas
no había moscas ni suciedad y el olor imperante era a productos frescos, no a
una indeterminada podredumbre.
Conay se movió deprisa por las calles en busca de un lugar en concreto.
Cuando lo halló y se sentó en la mesa tuvo la boca abierta durante una hora
entera sin que una sola palabra saliera de ella, solamente se escuchaba el
ruido de los dientes trabajando y el de la saliva mezclándose con la comida.
Aurel no había visto a nadie comer tanto en la vida. Él mismo empezó a
comer con hambre pero terminó pronto, un poco asqueado al contemplar el
ansia y los excesos de su compañero. No era para menos, al menos él había
obtenido un poco de sustento del hombre-pájaro, mientras que Conay quizá
no comiera nada en todo ese tiempo.
Después el bárbaro se pasó media hora sentado sin moverse como si
durmiera con los ojos abiertos. Eructó un par de veces, eso fue todo. Pagó al
tendero con una moneda de oro y fue en busca de suplir la siguiente de sus
carencias. Aurel le siguió como un perro seguiría a su amo: sin rechistar, sin
preguntarse siquiera a dónde iban o con qué objeto.
Empero no hubo de ser muy suspicaz para saber a qué tipo de sitio le
llevaba. Calmada su hambre y pospuesto el sueño para más adelante, había
necesidades que Conay necesitaba atender. Entró en un lugar lleno de
pequeñas mesas redondas en las que solo había hombres sentados. Las
mujeres, desnudas de cintura para arriba y vestidas con velos casi
transparentes de cintura para abajo, pululaban en torno a las mesas, o bien
danzaban encima de las mismas o se sentaban al lado de algunos de los
hombres, donde se entretenían durante largo rato.
Conay pago tres monedas de oro al hombre que había en la recepción y
buscó una mesa vacía para él y para Aurel; eran todas redondas con bancos
circulares que las rodeaban en tres cuartas partes de la circunferencia. Conay
se sentó con una sonrisa instalada en la cara y comenzó a escrutar alrededor.
Algunas de las chicas ya le habían puesto el ojo encima al corpulento bárbaro
y se acercaban, mas no estaba bien visto que todas ellas se amontonaran en
torno a una sola mesa, de modo que solo dos afortunadas (las primeras que
tuvieron ocasión), se ganaron el derecho de atender a los nuevos clientes: una
chica delgada de pelo corto se sentó junto a Aurel, una rubia de cabello largo
al lado de Conay. Ambas llegaron con enormes jarras de cerveza en la mano
que les ofrecieron nada más sentarse junto con una ancha sonrisa. Iban tan
perfumadas que fue como si el olor les golpeara en la cara, aunque Aurel
pensó que seguramente era un modo de presentarse de forma agradable,
cuando lo más probable es que estuvieran sucias hasta las trancas,
manoseadas hasta la saciedad por muchos otros.
La mujer del pelo corto quiso entablar algún tipo de conversación con
Aurel pero desistió pronto, en cuanto vio que su cliente no tenía sed de
cerveza ni de mujeres, que era todo cuanto le ofrendaba. El joven permanecía
todo el tiempo pendiente de lo que la rubia hacía con Conay, de modo que la
del pelo corto terminó por aburrirse.
La chica rubia, en cambio, estaba exultante. Se agitaba sin parar con el
claro motivo de que sus pechos se movieran con ella. A menudo los rozaba a
propósito con el brazo de Conay. Eran grandes y muy redondos. Aurel
concluyó que estaban muy bien a juzgar por las constantes miradas de Conay,
que no había mirado otra parte del cuerpo de la mujer desde que esta se
sentara a su lado. Tras dar un largo sorbo en la jarra Conay agarró con la
mano uno de los pechos de la rubia. Se lo apretó, cosa que acentuó la sonrisa
de la mujer. Lo llevó hasta su boca y lo lamió.
Aurel miró alrededor. Todas las chicas que estaban sentadas tocaban y
se dejaban tocar. Se veían brazos moverse con rapidez por debajo de las
mesas, pero nada más. Entendió que estando en aquel salón solo se podía
llegar hasta un cierto punto, o aquel lugar se convertiría en una gran orgía.
La rubia comenzó a acariciar el torso y el abdomen de Conay mientras
este le tocaba los pechos con fervor. Le pareció a Aurel que las manos de la
mujer eran endebles, que pasaban sobre los músculos de su compañero como
sin fuerza. Los toqueteos siguieron, daba la impresión de que el próximo paso
entre ambos estaba a punto de llegar, hasta que de repente la chica se retiró y
detuvo a Conay. Aurel imaginó que ellas tenían esa clase de poder: el de
decidir hasta dónde podían o no llegar los clientes. Quizá había visto a Conay
demasiado lanzado, de modo que quitó sus pechos de la boca del hombre y
aguardó sentada como si nada hubiera sucedido.
Comenzaron entonces a charlar animosamente, ella con la boca llena de
sonrisas, él serio, como siempre, contestando con la brevedad acostumbrada
(es decir, monosílabos en su mayoría). Aurel no escuchaba lo que decían,
sumidos como estaban todos ellos en una marea de voces, gemidos de mujer
y algún que otro jadeo ocasional de hombre. Conay permanecía con la
espalda apoyada en el respaldo del banco circular que compartía con ella,
Aurel y la chica de pelo corto. Tenía las piernas muy abiertas. Ella le pasaba
una mano precisamente sobre una de las piernas, una mano de uñas largas y
coloridas. Se la tocaba despacio y procuraba siempre llegar hasta el calzón
pero sin tocarle el paquete. Él bebía sin parar hasta el punto en que se terminó
la jarra.
Cuando la rubia se levantó con la promesa de traerle otra bebida,
procuró que su culo quedara bien a la vista, apenas cubierto por los tules que
vestía. Conay se lo palmeó, tal y como ella deseaba. Al cabo de poco volvió
con otra jarra de cerveza, pero no la puso sobre la mesa y se sentó, como
antes, sino que insistió en darle de beber a su cliente: colocó la jarra en la
boca de Conay y la entornó despacio para que se la tomara. Mientras tanto, la
mano del hombre se metió por debajo de los delgados tules hasta llegar al
sexo de ella, donde permaneció durante un rato. A buen seguro le metía los
dedos, pues ella jadeaba ocasionalmente y se removía, mientras el brazo de él
se agitaba (de forma leve pero perceptible desde una cierta distancia).
La mujer dejó la jarra en la mesa y se sentó, mas la mano de Conay
siguió metida en su entrepierna. Esta se movía rápida sobre su sexo haciendo
que ella se retorciera y gimiera. Al principio las manos de la chica se
aferraron al enorme brazo de Conay para notar sus músculos en movimiento,
como si no deseara que el brazo se retirara de allí nunca más. Ella ya no
podía hacerle parar, no quería.
Al parecer aquello era lo máximo que se permitía en aquellas
condiciones. Aurel vio multitud de brazos de hombre moverse en las
entrepiernas de las mujeres, así como manos de mujer haciendo trabajos
ocultos en los miembros (más o menos) ocultos de los clientes. Todos
obraban con cierto disimulo, excepto ellas. También Conay, que seguía
sentado como si nada y con las piernas abiertas, mientras su mano jugaba
entre las de la chica y la penetraba con un largo dedo.
Llegado un momento Conay quitó el dedo, solo para llevarlo a su boca y
llenarlo de saliva. Enseguida se lo volvió a meter a la rubia, que se mostraba
como loca por recibirlo. Ella comenzó a gemir despreocupadamente mientras
se cogía sus propios pechos. Luego llevó la mano al paquete de Conay para
agarrar una polla que estaba dura desde hacía rato. Puesto que el calzón del
bárbaro era oscuro Aurel no fue capaz de intuir la forma de su miembro hasta
que la rubia se la agarró con la mano. Entonces se dio cuenta de cuán grande
lo tenía.
Sin embargo, ella no le llegó a sacar la polla. Tan entusiasmada estaba la
rubia con el trabajo que Conay llevaba a cabo que comenzó a gemir con
escándalo y a retorcerse. Luego apretó con fuerza la mano de Conay hacia su
sexo y así se quedó durante unos instantes, degustando un prolongado
orgasmo que disfrutó con unos ojos apretados con fuerza.
La chica se fue después de aquello, se había ganado un merecido
descanso. Conay permaneció a solas con la jarra de cerveza, que ocupó su
interés en cuanto se hubo lamido el dedo que le había metido por el coño a la
rubia. No prestaba atención a lo que Aurel y la chica del pelo corto hacían
(que era nada), cosa que el joven aprovechó, pues no le quitó el ojo de
encima a Conay. Vio cómo perdía la mirada en busca de alguna otra chica,
cómo se tocaba el sólido miembro y así revelaba su forma y disposición
(acostado sobre una de las piernas).
Otra chica apareció en la órbita de Conay al darse cuenta de que aquel
tío macizo estaba desatendido. Nada más sentarse fueron directos al grano. Él
le agarró un pecho, ella echó mano a su paquete: lo manoseó con fuerza, se lo
apretó, le masturbó a través de la ropa. Él abrió bien las piernas como
dándole permiso para que fuera más lejos en sus actividades. Ella abrió uno
de los laterales del calzón, metió la mano y sacó la polla de Conay, no sin
cierto trabajo debido a la longitud y la dureza de la misma.
Aurel abrió la boca perplejo (hubo de tragar saliva varias veces para que
esta no se acumulara y amenazara con derramarse). Por primera vez tenía
frente a sí la polla desnuda de Conay, una polla desarrollada y en pleno
apogeo que además se hallaba a escaso metro y medio de distancia. Era
grande, en consonancia en el proporcionado y carnoso cuerpo al que
permanecía unida. Tenía la piel fina, venas marcadas y un glande rosado, ni
muy grande ni muy pequeño con respecto a la polla, sino del tamaño justo.
No esperaba menos de un cuerpo que parecía haber sido diseñado por una
mente lujuriosa, amante de los detalles, la sincronía y las formas masculinas.
La polla de Aurel se alzó al momento, cosa que se hizo patente a través
de la falda. Del todo embelesado por el pene de Conay, se quedó el joven con
la boca abierta y unos ojos muy fijos en el cercano miembro, que era
masturbado con cierta parsimonia por la nueva chica. La del pelo corto subió
un poco la falda de Aurel y le agarró el miembro. Sin embargo, ella no tenía
ningún interés en este, ni siquiera en su cliente. Al igual que Aurel, ella no
dejaba de observar a Conay: su polla, sus enormes piernas abiertas, su ancho
torso, su rostro concentrado, su mano apretando con intensidad el pecho de la
otra mujer...
De ese modo, ambos compañeros de viaje estaban siendo masturbados a
escasa distancia, uno hipnotizado por los pechos de una mujer, el otro por la
polla del primero. Aquello tenía que ser el sueño de Conay: una buena
comida y después una paja, mientras con una mano se servía cerveza y con la
otra apretaba un pecho.
La chica dejó de pelársela a Conay en cuanto se dio cuenta de que este
se había terminado la (segunda) jarra de cerveza. Por alguna razón no era
permisible que los clientes carecieran de bebida, de modo que se levantó a
buscarle otra. Cuando se marchó el bárbaro la siguió con la mirada
(concretamente a su culo) y se masturbó él mismo, cosa que hizo despacio
con la intención de hacer durar el momento. Se agarró el miembro y lo untó
con abundante saliva. Después dejó que la mano izquierda se moviera con
soltura por toda la longitud de la polla.
La chica no volvió con la jarra, no pudo. Por el camino la atrapó un
hombretón con aspecto de haberse comido a otro, un borracho que le dedicó
algunas palabras que sonaron poco amables y la estiró hacia su mesa con
excesiva autoridad. Tiró todas las jarras vacías al suelo y causó un estrépito
que hizo que todos se giraran. Entonces colocó a la chica sobre la mesa. Él se
puso encima de ella blandiendo su pene con la amenaza de violarla allí
mismo, frente a todos. Conay se guardó el miembro en el interior del calzón.
Faltaba una cosa en su lista de situaciones ideales: una buena pelea.
Aurel no sabía si Conay actuaba porque se había quedado a su chica, o si
era porque el hombre se extralimitaba respecto a las (supuestas) normas del
local. El caso es que fue directo a por él, le llamó la atención y le clavó un
puñetazo en la cara, tan potente que la víctima cayó al suelo en redondo. A
juzgar por el sonido del golpe Aurel habría asegurado que le rompió la
mandíbula, aunque si le dijeran que le había reventado el cráneo y seccionado
la columna vertebral a la altura del cuello también lo habría creído. Es
evidente que el borracho no se levantó. Al segundo siguiente tanto clientes
como servidoras regresaron a sus quehaceres particulares.
Conay cogió a la chica por el brazo y la devolvió a la mesa, mas no se
sentaron.
—Nos vamos —le anunció a Aurel.
—¿Qué? ¿A dónde?
—A dormir un poco. No sé tú pero yo necesito una buena cama, llevo
dos noches durmiendo al raso.
La chica de Aurel había dejado de tocarle cuando vio que Conay se
levantaba. Aurel se colocó bien la ropa y se levantó para luego seguir a su
compañero de viaje, aunque no le concordaba del todo que quisiera dormir
cuando estaba claro que no lo haría, pues llevaba a la chica que había
rescatado cogida de la mano.
El salón en el que habían estado era un lugar de divertimento, como
Aurel bien supuso. El lugar donde los clientes y las chicas verdaderamente se
desenfrenaban era las habitaciones. Conay abrió la puerta de una de ellas, en
la que había dos camas, y sin mediar palabra condujo a la mujer hacia la de la
izquierda. La tumbó, se quitó el calzón y se estiró sobre ella.
Aurel, que había subido solo, cerró la puerta y se dirigió a la cama libre,
la de la derecha. No comprendía por qué el otro le había hecho subir si
pretendía follársela. Sospechó que el alcohol le había hecho descuidado o que
quizá se trataba de un proceder normal entre compañeros. El caso es que el
joven se tumbó en la cama y miró.
Conay se la metió sin muchos rodeos antes incluso de acomodarse.
Entonces se la tiró de la misma forma fría y mecánica que la otra vez que
Aurel tuvo la ocasión de verle: apoyado sobre unos brazos firmes como
columnas comenzó a mover la cintura con regularidad sobre la chica. No dejó
de observarla durante toda la follada, se mantuvo pendiente de su expresión y
de sus gestos. Ella se tocó los pechos y el sexo, como si echara en falta que lo
hiciese Conay. Gemía y gemía sin parar y se retorcía. Al cabo de los minutos
Conay percibió que la mujer se hallaba próxima al orgasmo y subió un poco
el ritmo.
Aurel permanecía tumbado en la cama con la polla tiesa como una roca.
Aunque hubiese querido ignorar lo que ocurría le era imposible, el ruido era
demasiado intenso: la cama crepitaba sin parar, las carnes de los amantes
chocaban con violencia y los gritos de la chica eran incesantes. Conay, en
cambio, no jadeó ni una sola vez. El dominio que ejercía sobre la situación
era tal que se controlaba incluso a sí mismo.
Durante un momento Aurel planteó masturbarse, pero le dio reparo. Se
quedó contemplando la escena con el pene erecto pero sin tocarse siquiera.
De hecho no tuvo que esperar mucho para asistir al orgasmo de la chica. Al
cabo de unas pocas acometidas más Conay también se corrió, aunque resultó
difícil de asegurar por lo poco dado a expresarse que era incluso en ese tipo
de situaciones.
Aurel pensó que podría dormir al fin (si es que la perturbadora visión de
la polla de Conay o su modo de usarla le dejaban). Apartó la mirada mientras
la chica se levantaba y se atusaba la absurda falda de tules, pero ella no se fue
todavía. Aurel escuchó cómo Conay le cuchicheaba algo. El joven se encaró
hacia la pared, poco dispuesto a ver a qué se dedicaban ahora los otros dos,
pero para su mayúscula sorpresa Conay se le acercó con una propuesta
inesperada:
—Eh. ¿Quieres pasar un rato con ella?
Aurel se giró hacia la fuente de las palabras con un gesto lleno de
pesadumbre y un no preparado en la boca, mas al voltearse vio a Conay junto
a su cama completamente desnudo. Y no fue precisamente el rostro del
hombre lo que quedó a la altura de su rostro, sino su erecto pene, una polla
que se acababa de correr y que lucía las venas marcadas y el glande hinchado.
A Aurel le cambió la cara, quedando sus ojos muy atentos y sus cejas
alzadas. Fue incapaz de articular una respuesta.
—Si no, le digo que se vaya. Tengo sueño, me apetece dormir.
Aurel escrutó un momento el rostro de Conay, más arriba. Enseguida sus
ojos volvieron a la polla. De la punta se derramaba una gota tardía de
esperma. Deseó acercarse, estaba a menos de dos metros de distancia. Deseó
atraparla con la lengua y engullir el glande, o la polla entera.
—No, no. Yo también quiero dormir —logró contestar a duras penas.
Conay se dio la vuelta y caminó hacia la chica. Aurel siguió cada uno de
sus movimientos: su polla se tambaleaba a cada paso, la gota cayó al suelo,
después las nalgas desnudas se mecieron durante los tres o cuatro pasos que
el bárbaro dio.
La chica fue despachada de inmediato. Conay se puso el calzón y se
tumbó en la cama, quedándose dormido casi al instante. Aurel se preguntó si
sería capaz de conciliar el sueño después de lo que acababa de ocurrir. La
respuesta fue: ni sí, ni no. Durmió, pues su cuerpo así lo necesitaba (un sueño
cómodo, cálido, distinto a los pasados en el nido del hombre-pájaro), pero su
mente le castigó con incómodas imágenes durante todo el tiempo que duró el
descanso. Apenas las recordaba al despertarse (cosa que ocurrió con
frecuencia), pero sí podía asegurar que versaban sobre la misma temática, ya
que su pene continuaba muy erecto.
El joven solía volver a dormir pronto tras desvelarse, en especial porque
a su alrededor todo seguía como debía estar: los dos solos, cada uno en su
cama y disfrutando del merecido descanso. Pero una de esas veces sucedió
algo extraño que le llamó la atención. Para empezar escuchó voces, mas no
en susurros sino en palabras audibles a la perfección. Tras el primer momento
de confusión (y aun el segundo), Aurel reconoció a la chica rubia, aquella a la
que Conay le había metido el dedo en el salón de abajo. Hablaba con dos
hombres uniformados que se hallaban en torno a la cama de Conay. Lo
levantaban de la cama, uno agarrándole por los tobillos y otro por los brazos.
Aurel se incorporó raudo, incapaz de encontrar lógica alguna a aquella
situación. Conay no solía dormir de un modo tan profundo que alguien se lo
pudiera llevar como si nada. La chica rubia le aclaró las dudas sin ser
consciente de ello, pues las palabras que lanzó iban dirigidas a sus lacayos:
—Tranquilos —les dijo—, dormirá como un lirón durante horas, la
droga que le puse en la cerveza durará por lo menos seis horas más. Por
suerte para vosotros, porque si despertara os mataría a los dos con sus propias
manos, podéis estar bien seguros.
Aurel buscó la espada de Conay. La encontró, pero la ensoñación de
verse cogiéndola y matando a los intrusos se descubrió como absurda. En
verdad lo único (y lo mejor) que podía hacer era cruzar los dedos para que no
reparasen en él. La chica rubia ni siquiera le había mirado, se puso a rebuscar
hasta que encontró las bolsas con las monedas de oro. Entonces habló en
susurros como para sí misma, aunque Aurel llegó a escucharla:
—Además de estar bueno está forrado, el muy cabrón... pero no tiene
porqué saberlo nadie. La reina ya tiene lo que desea: un buen cuerpo que la
entretenga. Yo de eso ya tengo de sobras.
Empujó las bolsas hacia un rincón con el pie y se giró hacia los otros
dos, que ya estaban llegando a la puerta.
—¡Daros prisa! La reina lo quiere en el palacio cuanto antes, hace
mucho que no le llevo a uno como este. Nos pagará bien, es generosa cuando
le ofrezco un género de tanta calidad.
En cuanto hubieron salido los otros dos, la chica regresó con rapidez
hacia las bolsas. Las contó, trató de calcular el valor que contenían a peso.
Solo podía llevarse ocho y con mucho esfuerzo. Entonces fue cuando
percibió los ojos vigilantes de Aurel y le miró por primera vez desde que
había entrado. Ambos sostuvieron la mirada sin moverse. Ella decidió en
primer lugar, tenía experiencia en ello.
—Mira chaval, no quiero problemas y creo que tú tampoco o sea que
olvídate de tu amigo, por lo que a ti respecta ya es propiedad de la reina.
Quédate dos de estas bolsas y márchate; de todos modos no me las puedo
llevar todas de una vez y cuando vuelva a subir ya te habrás llevado.
Considéralo una compensación.
La rubia mostró una sonrisa fabricada y cargada de muchas cosas salvo
auténticos buenos deseos. Se llevó las ocho bolsas casi a rastras y con los
desnudos senos colgando.
Aurel continuó inerte hasta que ella hubo cerrado la puerta tras de sí. Lo
primero que hizo luego fue mirar por la ventana, donde observó que los dos
hombres cargaban al drogado Conay en un carruaje. El escudo de la puerta
del mismo era un lobo de fauces generosas, idéntico al que lucía en las
armaduras de los hombres, que sin duda eran soldados del palacio.
Aurel se fijó entonces en la ciudad y descubrió algo distinto en el centro,
tras la miríada de casas, comunes en forma y altura. Había un gran edificio
colmado de torres y de cúpulas que con su color dorado resplandecían sin
parangón. Sin duda era el palacio a donde llevaban a Conay.
Después de todo lo que había pasado era evidente que no podía hacer
caso de las recomendaciones de la rubia. Emplear el oro restante para
comprar un carruaje en dirección a la siguiente ciudad era una opción, pero
no para Aurel. Conay se jugó la vida para salvarle del hombre-pájaro, tenía
que hacer lo mismo por él, o al menos intentarlo. De todas formas el joven
sabía que en caso de seguir solo acabaría muerto en cualquier esquina.
Aurel recogió las dos bolsas llenas de oro, la falda de Conay y su
cinturón, del que pendía la espada. Se lo puso. Tenía un aspecto de lo más
extraño equipado con semejante arma, pero más raro habría sido llevarlo en
la mano, señal inequívoca de que portaba algo que no era suyo y que, por
tanto, era moralmente más sencillo de substraer.
Avanzó el joven por las calles de la urbe sin problemas, en gran medida
por que contaba con la precaución de llevar ocultas las bolsas de oro
(colgaban estas del cinturón por la parte de dentro de la ropa). El camino al
palacio fue fácil de seguir, todas las avenidas importantes eran concéntricas y
desembocaban en la plaza que daba entrada al mismo. Aurel paró por el
camino a comprar y comer algo de fruta y pan para reponer fuerzas frente a
un futuro que a corto plazo le era muy incierto.
La plaza era enorme, la más grande que había visto en la vida, tanto que
parecía medio vacía pese a contener mucha gente, tanto que el palacio entero
de Kiarham podía haber cabido en ella. Era en esencia circular, salvo la parte
que daba al palacio de la ciudad, que era recta. Entre la plaza y el palacio
había una valla de elegantes barrotes lo bastante espaciados para que uno
apreciara los enormes jardines del interior, pero lo bastante unidos para
impedir que el hombre más delgado tuviese la tentación de pasar entre dos de
dichos barrotes. Por supuesto había también una gran puerta debidamente
escoltada por dos guardias. Aurel se aproximó consciente de que la única
forma de entrar era sirviéndose de ellos.
Supuso que conseguir el permiso de los guardias no era tan fácil como
mostrarles una o dos monedas de oro, que su sueldo les permitía ignorar ese
tipo de donaciones (además de un probable castigo de horca). Pero Aurel no
disponía de otra cosa, ya que usar de la espada de Conay para entrar por la
fuerza se le antojaba del todo ridículo.
Se acercó al primero de los guardias para darle los buenos días. Era un
hombre de metro ochenta, fuerte donde los haya, ataviado con un peto
metálico en el que relucía la figura del lobo luciendo los dientes. Mostraba un
escudo reluciente y una espada brillante que con toda probabilidad nunca
había visto la sangre de cerca. De cintura para abajo llevaba un calzón
ajustado, unas piernas desnudas (colmadas de fino pelo) y unas botas. Tenía
un mentón grande y anguloso, y unos ojos pequeños que se quedaron
clavados en la espada que colgaba del cinturón del joven. Esa espada sí había
visto sangre, pues estaba mellada y poseía manchas viejas que ya nunca
desaparecerían. El soldado observó incrédulo a Aurel, como si su mente fuera
incapaz de asociar aquel hombrecillo rubio de piel delicada con el manejo
que la espada hacía evidente.
Aurel optó por la vía segura. Se levantó un poco el faldón para sacar de
debajo una de las dos bolsas de oro que todavía conservaba y se la mostró
con discreción. El hombre puso unos ojos como naranjas. Calculó que dentro
podía haber el sueldo de un año entero de aburrido trabajo en aquella puerta.
—Tendrá que bastar para que me dejes pasar —susurró Aurel—. No
tengo nada más.
—¿Dejarte pasar? —contestó el soldado usando un tono burlón—. ¿Con
qué motivo?
—Acaban de meter a un amigo mío en el palacio por la fuerza. Iba en un
carruaje.
El soldado sabía bien el motivo del secuestro.
—¿Y...?
—Tengo que rescatarle.
No se le había ocurrido ningún pretexto; nada habría sido tan creíble
como la verdad.
—No haré daño a nadie… —siguió Aurel— ...lo sacaré y ya está.
El soldado lanzó una rápida carcajada.
—¡Claro que no vas a hacer daño a nadie! Para empezar no vas a entrar
con esa espada. Ni cien bolsas de oro me salvarían de perder la cabeza si dejo
pasar a un hombre armado.
Luego el soldado miró hacia el otro lado de la puerta, donde su
compañero aguardaba.
—Espera un momento aquí —mandó el soldado.
Aurel obedeció. Vio al soldado caminar hacia su compañero y a ambos
hablar con voz baja y abundantes gestos. Tras una breve deliberación el
mismo hombre regresó para contarle la conclusión a la que habían llegado.
—Dentro de una hora habrá un cambio de turno. Aprovecharemos ese
momento para acompañarte hasta la entrada del palacio con algún pretexto,
pero necesitaremos esa otra bolsa de oro que tienes bajo la falda, porque
también a los dos guardias de dentro tendrás que sobornar y nuestros sueldos
no son escasos.
Ahora vete, aprovecha el tiempo para hacerte con flores silvestres y
tarros de especias. A la reina le gustan esas cosas y será la excusa que
usaremos para hacerte entrar. Y hazlo sin gastarte mucho dinero, pues ya no
te pertenece.
Aurel se quedó perplejo por la respuesta. No se podía quejar, además de
permitirle la entrada el soldado le escoltaría hasta el mismo palacio, de modo
que atravesaría con seguridad unos jardines que estaban llenos de
trabajadores y soldados haciendo ronda. No obstante el precio les convertiría
de nuevo (a él mismo y a Conay) en dos individuos sin posibilidades en aquel
continente amante del oro.
Durante la siguiente hora Aurel regresó a los nutridos mercados de la
ciudad, regateó con comerciantes para hacerse con tarros de especias (las más
baratas) y con flores silvestres (las más vistosas). Luego cogió dos monedas
de oro de cada una de las bolsas y las guardó en un pequeño bolsillo que tenía
en la ropa. Después se hizo con otra más de cada bolsa; la comida o la cama
que pudieran conseguir después del rescate dependía de lo que tuviera el
valor de quedarse. Por último buscó un lugar en el que ocultar la espada, para
lo que tuvo que salir a las afueras de la ciudad. La dejó enterrada tras unos
vistosos matorrales señalados por una piedra de curiosa forma.
Entonces volvió a la puerta del palacio, donde aguardó a que los
soldados de relevo llegaran. Mientras tanto, los dos guardias de antes le
miraban sin parar entre risas y comentarios jocosos que no alcanzaba a
escuchar. Saltaba a la vista que ambos se entendían bien, aunque eran como
el día y la noche. El soldado con quien Aurel no había tenido ocasión de
hablar era más bajito y mostraba un cuerpo peor repartido que el de su
compañero, tenía los brazos y las piernas delgados, pero en cambio un vientre
prominente. No obstante, actuaba del mismo modo que el otro y le dedicaba
miradas igualmente sagaces.
En cuanto Aurel vio que llegaba la hora del descanso para los guardias,
se acercó a la puerta. El primero le pidió las dos bolsas de oro y le dijo que
mostrara bien los tarros y las flores mientras caminaban por el interior del
recinto. Él mismo se encargó de que los recién llegados compañeros
comprobaran el género y le dieran el visto bueno, pues no hallaron armas o
venenos ocultos. Aurel escuchó contarles que era un presente para la reina,
que había pedido el material con urgencia para elaborar perfumes. No les
pareció mal, de hecho apenas escrutaron al joven más que de una forma
superficial; la entrada de aquel chico era responsabilidad de los primeros, no
suya. Se colocaron en sus puestos y se prepararon para seis aburridas horas
de guardia en el acceso principal.
Los dos guardias originales escoltaron a Aurel a través del largo camino
bordeado de jardines en dirección al propio palacio. No hablaron una sola
palabra, mas Aurel tuvo la sensación de que no le quitaban el ojo de encima,
como si temieran que arrancara a correr de un momento a otro.
Poco más tarde los mismos guardias se acomodaron en dos garitas que
había a lado y lado de la puerta del palacio. Dicha puerta en verdad no
existía, era un profundo arco a modo de entrada, tras el que se divisaba un
largo pasillo oscuro que se cruzaba con otros tantos.
Aurel se sintió engañado. No había nadie allí que requiriese el segundo
soborno del que el soldado le había hablado antes. El guardia respondió raudo
a su gesto contrariado.
—Vamos, no pongas esa cara. La primera bolsa de oro te ha servido
para pagar a los guardias de la puerta principal y la segunda para pagar a los
de la entrada del palacio. Que seamos los mismos guardias ha sido una suerte
para nosotros. También para ti, pues quizá otros no habrían sido tan
considerados de aceptar tu oferta y te habrían metido la espada entre las
costillas. Salta a la vista que eres extranjero, nadie aquí te habría echado en
falta. Además los guardias de palacio no tenemos por costumbre rendir ante
nuestros actos cuando se trata de intrusos.
El guardia acompañó a Aurel bajo el arco de entrada. Este sintió un
escalofrío al hallarse privado de la luz del sol, pues la sombra que le cubría
estaba colmada del frío de la piedra.
—Ahora escúchame bien. Este palacio es más grande de lo que te
puedas imaginar y hay muchos soldados dentro, todos ellos armados y con
pocas ganas de escuchar pretextos que expliquen tu presencia aquí.
El hombre hablaba en susurros como si temiera que alguien le pudiera
escuchar, aunque no se veía a nadie. Se mantenía al lado del joven,
observaban ambos el largo pasillo cuyo final era una inescrutable oscuridad.
—Yo sé dónde está tu amigo, si me escuchas bien te indicaré los pasos
que tienes que dar para encontrarle sin ser visto. Pero eso va a tener un
precio, claro —añadió mientras miraba al muchacho—. Y ya no te queda oro
con el que pagarme.
Aurel notó la mano del guardia meterse por debajo de la ropa y alcanzar
su desnudo culo. En menos de dos segundos un dedo apretaba con fuerza
sobre el ano. Aurel se quedó perplejo, no había esperado tal cosa. Además no
comprendía cómo se las había arreglado para hallar el agujero con tanta
rapidez; sin duda aquel hombre se manejaba bien en cuanto a traseros se
refiere.
Justo se introducía el dedo (inflexible) por su culo cuando Aurel se giró
hacia el guardia. El calzón del mismo lucía abultado a más no poder, apenas
era capaz de contener una polla que en ese mismo momento se estremecía de
placer. Por si no había quedado lo bastante clara la forma y disposición del
miembro, el guardia se llevó la otra mano al paquete para apretarlo con fuerza
y provocar que se agitara de nuevo. El dedo ya estaba metido hasta el fondo
cuando la voz untuosa y sugerente del hombre se escuchó de nuevo:
—¿Qué me dices? ¿Estás dispuesto a pagar el precio?
El guardia movió el dedo dentro del culo, primero lo hizo rotar, luego lo
metía y sacaba mientras cerraba los ojos y resoplaba. Parecía tan ansioso que
Aurel pensó que le follaría allí mismo, respondiera lo que respondiese.
—¿Qué me asegura que luego vas a enseñarme el camino?
—Tienes mi palabra, chico. Déjame satisfecho y te ayudaré. No tendrás
que esforzarte mucho, con ese culo que tienes seguro que me lo voy a pasar
bien.
Aurel asintió. El guardia sacó el dedo del culo y le puso una mano sobre
el hombro para guiarle. Volvieron algunos pasos hacia atrás, hasta las garitas.
Había dos, una a cada lado del arco de entrada, dispuestas de manera que las
aberturas de ambas permanecían encaradas la una hacia la otra. El guardia
pasó junto a su compañero con la polla tan dura que casi se le salía del
ajustado calzón.
—Me lo tiro yo primero —le dijo—. Tú vigila. Si se acerca alguien das
dos golpes en un lateral para avisar.
Tras acompañar a Aurel hacia la garita, el hombre bajó la mano desde el
hombro del joven hasta su trasero y se metieron los ávidos dedos bajo la ropa
de nuevo, esta vez para apretarle unas nalgas que todavía se hallaban en
movimiento. Aurel caminó para introducirse en la garita y partir de ese
momento no pudo avanzar mucho más, ya que la caseta en cuestión era un
mero recuadro cubierto en tres de sus cuatro costados en el que apenas cabían
los dos.
En cuanto estuvieron ambos dentro, el soldado cerró la cortina que hacía
de puerta, se agachó y metió la cabeza por dentro de la falda de Aurel. Abrió
las nalgas con sus grandes manos y le empezó a comer el culo. Lo hizo con
ansia, sin escatimar ruido al manejar la saliva. Emitía resoplidos sin cesar,
que el joven sentía cálidos y apresurados sobre su piel. Le metía la lengua
con auténtico fervor, cosa que a Aurel le agradaba particularmente, aunque a
veces le apretaba las nalgas con tanta fuerza que le hacía daño. En un
arrebato de placer incluso le palmeó una de ellas con tanto ímpetu que el
sonido se escuchó a mucha distancia. De todas formas, el guardia podía obrar
con tranquilidad gracias a que su compañero se mantenía bien vigilante justo
al lado de la garita, dispuesto a alertar en caso de que alguien se acercara.
El hombre decidió que era el momento de dar paso a la penetración. El
espacio era tan reducido que Aurel sintió el duro paquete chocar contra sus
nalgas nada más levantarse el soldado. Cuando este se bajó el calzón hasta las
rodillas (con trabajo, debido a la mencionada escasez de espacio) el miembro
salió con gran ímpetu y golpeó con fuerza el trasero del joven, mas no se lo
metió todavía. Antes le dio unos golpecitos en los tobillos a Aurel para que
abriera más las piernas y se escupió tres veces sobre la polla. Este le escuchó
masturbarse, ahora que la saliva sobre el miembro lo hacía evidente por el
ruido característico. Por último, el guardia pasó un dedo entre las nalgas para
localizar el agujero, lo metió dentro y lo usó para guiar a la polla hacia su
destino. Nada más sacar el dedo la punta del glande ya estaba colocada allí
mismo, en el justo punto de entrada.
El glande entró con el primer empujón. Aurel apretó el ano para
defenderse de una entrada que le resultaba precipitada, cosa que frenó al
guardia, pero solo por un momento. Enseguida prosiguió, con lo que el resto
de la polla entró con presteza. Aurel gimió, a lo que el otro respondió
tapándole la boca con una mano.
—Calla —susurró—, no queremos que nadie nos oiga, verdad.
Aurel no comprendía qué más le daban los gemidos, si momentos antes
le había golpeado una nalga con la palma abierta de la mano y sus jadeos
constantes se escuchaban a buena distancia. De hecho, en cuanto terminó de
meterle la polla esos mismos jadeos se volvieron recurrentes y exagerados.
Aurel sospechó que era demasiado fogoso o que llevaba mucho tiempo sin
follar. Lo que en verdad ocurría es que se corría de forma prematura. El joven
advirtió a través del ano cómo la polla palpitaba una y otra vez para lanzar los
chorros de esperma.
Sin embargo, el trance no había terminado ni mucho menos. La pronta
eyaculación había sido un accidente, un alto en el camino. El guardia dejó la
polla metida mientras recuperaba el aliento y después comenzó a darle por el
culo como si nada hubiera sucedido. Al principio daba la impresión de estar
preocupado por el ruido, metía la polla con cuidado de no chocar con el
cuerpo del joven y dejó la mano tapando su boca. Se mantuvo así durante un
buen rato, mientras recuperaba la forma. No obstante, con el paso de los
minutos empezó a despreocuparse, conforme la excitación volvía a
apoderarse de él. Empezó a follarle con violencia, le embestía de tal modo
que la garita entera temblaba a causa del constante vaivén.
Dos golpecitos en la pared de la garita hicieron que el hombre se
detuviese. El guardia paró en seco y aguardó mientras escuchaba los pasos de
un grupo de jardineros que salía a realizar algunos trabajos. Todavía no se
habían alejado del todo cuando comenzó a mover la cintura de nuevo, muy
despacio.
—¿Ya se han ido? —preguntó.
—Sí, Barnio, tienes vía libre.
La voz del otro sonaba muy cerca, justo al lado; sin duda escuchaba
cada detalle de la follada y se ponía cachondo perdido. El otro subió el ritmo
de inmediato hasta conseguir que la garita se agitara de nuevo.
La polla de Aurel se levantó, guiada por la ferviente pasión del soldado,
que acometía cada vez con mayor ímpetu. Quiso masturbarse, pero le era del
todo imposible dejar de apoyarse con ambas manos en la pared. Se giró un
momento para ver al guardia, que seguía vestido de cintura para arriba con el
peto del lobo y los dientes. Sus cerrados ojos y su boca bien abierta dejaban
claro el estado de sumo placer en el que se hallaba inmerso.
—Córrete ya —saltó el otro, de pronto—, que no tenemos todo el día.
Aurel lo miró. El segundo soldado permanecía asomado por una rendija
entre la abertura de la garita y la cortina, observaba el trasero en movimiento
de su compañero y se tocaba el paquete con gran insistencia. Este siguió a lo
suyo. Tras palmear el culo de Aurel hasta en tres ocasiones le agarró por la
cintura con sus grandes manos previo paso a llevar sus embestidas al límite.
Entonces comenzó a gemir: primero soltó un jadeo muy breve, luego otro
más largo y después ya no hubo freno. El guardia apretó bien fuerte el cuerpo
de Aurel mientras volvía a llenarlo de semen, esta vez una corrida largamente
trabajada de principio a fin.
Aurel sintió cómo el cuerpo entero del guardia se estremecía, pues el tal
Barnio era una de aquellas personas que parece que estén echando el alma
por el pene cuando se corren. Cuando recuperó la normalidad, el guardia
movió la polla unas últimas veces en el orificio, muy despacio, mientras se
regodeaba por el enorme placer gozado.
—No te muevas —le mandó a Aurel mientras sacaba el untuoso
miembro de su culo; en cuanto lo hizo una parte del esperma comenzó a caer
al suelo desde el abierto agujero.
No lo tuvo vacío mucho tiempo. Apenas escuchó a Barnio subirse los
calzones ya estaba el otro bajándoselos. Se intercambiaron las posiciones.
Aurel sintió otra polla entrando en su culo, una más delgada y que entró con
facilidad. Cuando notó el cuerpo del segundo guardia tocar sus nalgas lo
percibió flojo y caído.
Todo lo que el primero tenía de fuerza y de pasión el segundo lo tenía de
discreto. Su pene entró con facilidad, se movió correoso en mitad de un
completo silencio, y la garita no llegó a tambalearse en ningún momento. No
le agarró el culo al joven, ni se lo palmeó, se limitó a penetrarlo de una forma
mecánica e impersonal. Aurel se sintió un objeto. Podía haberse masturbado,
no requería de ambas manos (ahora no) para apoyarse, pero la falta de
intensidad del segundo guardia le desmotivó. Se limitó a mantener la espalda
arqueada para facilitar lo más posible el tránsito de la polla por su culo y
aguardar a que terminara. Pronto acentuó la curva de la espalda al escuchar
que la respiración del segundo guardia se agitaba y notar que su polla se
metía con mayor rapidez. Tras una respiración intensa e irregular, el otro se
corrió en su culo.
Salieron de la garita al cabo de poco, uno con la menguada polla ya
acomodada en el calzón, el otro atusándose la falda. El joven había pagado el
(enésimo) precio, de modo que el primer guardia tenía que cumplir su parte.
Barnio volvió a coger a Aurel por el hombro y lo internó en el arco de
entrada al palacio, aquel lugar sombrío que era antesala de multitud de
pasillos igualmente penumbrosos.
—Sin duda te has ganado que te dé unas indicaciones —le dijo en
susurros, de nuevo junto a su oreja—. Escucha bien. Deberás girar a la
derecha en la primera ocasión. Hallarás un pasillo largo cuyo final está oculto
a la luz. Allí hay una puerta que no verás con facilidad, pero la reconocerás
porque es la única de esa zona que permanece cerrada con llave. La abrirás y
bajarás por las escaleras. Aquel a quien buscas tiene que estar allí.
A la reina le gusta la intimidad para sus juegos, nadie camina por allí si
no es por orden suya. Sigue mis indicaciones y no tendrás ningún problema.
Ni tú ni yo queremos que le pase nada malo a este culito tuyo, verdad.
Barnio le palmeó una nalga con cierta afabilidad. Luego, como si no le
hubiera bastado, volvió a poner la mano sobre esta para acariciarla
largamente.
—Será bueno que lo conserves, hacía mucho tiempo que no me
encontraba un trasero como el tuyo.
De nuevo la mano se movió rauda bajo la falda; Aurel se preguntó si en
algún momento lo dejaría ir. El dedo halló el ano con rapidez, igual que la
primera vez, un ano que ahora se mostraba abierto y húmedo. Barnio metió el
dedo sin necesidad de apretar y después lo removió una y otra vez.
—En caso de que no logras rescatar a tu amiguito quizá quieras buscarte
a otro. Si decides quedarte en Garea...
No quiso terminar, o no pudo, pues volvía a resoplar. Barnio movió el
dedo con rapidez en el culo y su respiración se agitó por momentos. Aurel le
devolvió a la realidad antes de que volviera a excitarse hasta el punto de no
retorno. Había comprendido el mensaje del guardia a la perfección pero algo
en sus instrucciones no le cuadraba.
—¿Y la llave?
—¿Qué llave?
—Has dicho que la puerta del fondo se abre con una llave. Imagino que
no me vas a cobrar también por conseguirla.
El guardia rió con escándalo.
—Vamos, no te enfades conmigo. Todos hemos salido ganando con
esto.
El dedo seguía entrando y saliendo y la respuesta sin llegar.
—¿Dónde está? —insistió Aurel.
El soldado le mostró la llave, que ocultaba en la otra mano, pero no se la
entregó así como así, sino que se la metió en la boca. Después sacó la lengua
y la llave permaneció justo sobre la misma, esperando ser recogida de un
modo que para Aurel fue fácil deducir. El joven se acercó a la lengua tendida
del guardia.
Barnio estaba excitado de nuevo, su polla se apreciaba sólida en el
calzón y el dedo le penetraba sin piedad. No quiso esperar a que Aurel se
aproximara, le agarró por la nuca y metió la lengua en su abierta boca hasta el
fondo. Allí soltó la llave (junto con una buen cantidad de saliva) que el otro
recogió con la lengua. Luego el joven se deshizo del agobiante contacto con
el guardia y se alejó lo bastante como para deshacerse de su insistente dedo.
La última imagen que tuvo de él fue al verle llevarse el dedo a la nariz, ese
mismo que acababa de sacar de su culo. Lo olía con auténtico fervor.
En efecto, el camino indicado por el guardia no albergaba ningún
peligro. El último pasillo era tan oscuro y se mostraba tan yermo que la única
preocupación de Aurel fue la de no tropezar con alguna baldosa irregular o
chocar con la pared del fondo. A diferencia de los demás lugares del palacio
la proporción de antorchas por metro cuadrado era mísera, cosa que dejaba
claro que aquel no era un lugar de paso o que allí se escondían cosas que no
debían ser vistas.
Al final del pasillo la prometida puerta le esperaba, la única cerrada con
llave. Aurel abrió para encontrarse con una escalera que descendía de manera
abrupta. Olía a moho y había una triste antorcha a media escalera, apenas
capaz de iluminar una pequeña parte del escalonado trayecto. Cerró la puerta
tras de sí y comenzó a bajar, despacio, procurando deslizar el pie sobre cada
escalón hasta sentir que este finalizaba, momento en que pasaba al siguiente.
Así obró tantas veces que perdió la cuenta de cuántos dejaba atrás. Avanzó
hasta que dejó de ver la puerta y se quedó como atrapado en un limbo de
escalones; nada se veía atrás y nada se veía enfrente.
Cuando al fin llegó al término de la escalinata notó (más que vio) un
gran espacio abierto y húmedo a su alrededor. Dicho ambiente le recordó a
las celdas del subsuelo del palacio de Kiarham donde conoció a Conay. Tuvo
que guiarse mediante las tres o cuatro luces que brillaban a lo lejos. Caminó
con todo el cuidado del mundo por un terreno desconocido, en un lugar en el
que no era nada alentador ser descubierto.
La primera antorcha que encontró se hallaba frente a una celda. Estaba
vacía, en el sentido de que no había nadie. Contenía una cruz en forma de
equis, de madera y con grilletes ensartados, cosa que sugería el tipo de
actividades se llevaban a cabo allí abajo.
Aurel Siguió avanzando hasta una segunda prisión, igualmente vacía, y
finalmente encontró a alguien en la tercera. Era Conay. La cruz de madera a
la que permanecía atado tenía dos de sus patas ancladas al suelo, de manera
que el hombre tenía brazos y piernas muy separados, sujetos con firmeza
mediante los grilletes a cada una de las cuatro aspas. Tenía los ojos tapados
con una venda oscura. Aún dormía, probablemente por el efecto de las
drogas.
El joven escrutó alrededor. La celda no poseía ventanas, consistía en
cuatro paredes con la cruz en medio y una pequeña mesa a un lado, pegada a
la pared. Dado que la reja de la celda permanecía abierta, Aurel entró para
inspeccionar dicha mesa. Contenía un frasco de cristal de aspecto muy
elegante y varios paños limpios. Ignoraba para qué servían ni tampoco le
interesaba, lo único que deseaba era desatar a Conay para salir de allí antes de
que les encontrara alguien. Lo malo era que no podía cargar con él. Antes de
nada tenía que hallar la forma de despertarle.
De pronto un ruido le sobresaltó. Arriba, a lo lejos, la puerta se había
abierto y cerrado. Se escucharon voces femeninas previas a los delicados
pasos de sus propietarias bajando los escalones. Hablaban entre risas y con
despreocupada alegría. Aurel se ocultó en las sombras, que eran tan extensas
que le ofrecían multitud de rincones idóneos. Allí esperó a que la comitiva
llegara; albergaba esperanzas de que quizá ellas se encargarían de espabilar al
prisionero.
Se trataba de dos mujeres, ambas vestidas con sencillos trajes de una
pieza, blancos y de aspecto sedoso. Lucían un pelo recogido en sinuosas
trenzas, la piel blanca y unas manos cuidadas. Cuando se asomaron a la celda
de Conay abandonaron por un momento sus estériles comentarios
(cuchicheos de palacio, que Aurel conocía tan bien de sus tiempos en la
corte) para manifestar sorpresa:
—¡Por todos los cielos! ¡Menudo hallazgo!
—¡Desde luego! La reina estará contenta con semejante ejemplar. Hace
tiempo que no le traen uno así.
Aurel las vio mirar a Conay con unos rostros absortos y dedicados por
entero a la adoración del físico masculino. Una de ellas le pasó una tímida
mano por la pierna, justo sobre la rodilla.
—¡¿Qué haces?! —reaccionó la otra—. ¡No se te ocurra tocarlo! ¡Si la
reina se entera te corta la mano!
—Qué exagerada eres. Nadie lo va a saber. Además solo le he tocado,
no he hecho nada prohibido.
—Bueno tú misma. Ya sabes que al final ella se acaba enterando de
todo. Las que había antes de nosotras fueron ejecutadas en público. Dicen las
malas lenguas que decidieron probar el manjar de la reina antes que ella.
—Vale, vale, no seas pesada. Te repito que solo le he tocado.
—Por ahí se empieza, por tocar una pierna. Luego querrás tocar otras
cosas y después ya no habrá forma de frenarte. Sobre todo cuando dejemos
esto abierto.
La mujer quejicosa destapó el frasco de cristal de la mesa y vertió en su
interior un líquido de color lila que portaba celosamente guardado. Por el
modo como gestionaba dicho líquido daba la impresión de valer más que su
propia vida (seguramente así era para quienes regían en aquel lugar). Dejó el
frasco abierto. De la boca del mismo comenzó a manar una suave fragancia
que llegó incluso hasta donde Aurel se escondía.
—¡Vámonos! ¡Corre! Los vapores empezarán a hacer efecto y pronto
despertaran al hombre. Estará en su punto para cuando llegue la reina.
Las mujeres se marcharon a toda prisa, subieron la escalera sin
chismorrear ni reír, como si hubiesen dejado encendida la mecha de una
bomba. Aurel salió de la oscuridad para regresar a la celda de Conay. En
apariencia nada había cambiado salvo por el frasco, que estaba lleno, y por el
ambiente, en el que flotaba un vapor vagamente dulzón. El joven se acercó a
husmear de cerca casi hasta meter la nariz en la abertura del frasco.
Realmente olía bien e incluso identificaba algunos de los elementos que lo
componían, ya que su olfato estaba bien acostumbrado a ciertas fragancias
recurrentes en los palacios. Supo que líquido violáceo incluía una mezcla de
abundantes especias y flores. Debían traerles materias primas constantemente
para elaborar esos perfumes, cosa que el guardia de la entrada bien sabía; por
eso le había aconsejado tan verosímil pretexto para entrar en el palacio.
Aurel dejó el frasco para centrarse en el problema original: cómo liberar
a Conay. La respuesta fue mucho más fácil de lo que había imaginado, ya que
los grilletes simplemente se abrían tras accionarlos con la mano. No tenía
sentido una mayor seguridad ya que el prisionero siempre llegaba drogado, y
una vez colocado en la cruz él mismo era incapaz de liberarse. Pero Aurel sí
podía. De ese modo, fue raudo hacia el grillete central, que mantenía la
cintura de Conay atada al centro de la cruz y lo manipuló para desatarlo.
En ese momento sucedieron dos cosas. Primero, que algo llamó la
atención del joven. Fue un movimiento leve y casi imperceptible, que cuando
fue comprendido por Aurel hizo que la sangre se le subiera a la cabeza. Justo
debajo de sus trabajosas manos la entrepierna de Conay se había estremecido.
Su polla se hallaba erecta y se agitaba sola bajo el calzón.
Lo segundo que pasó es que el joven adquirió consciencia de la
situación que estaba viviendo. No del peligro, o del secuestro, o de la
necesidad de escapar ambos lo antes posible, sino que obtuvo otro tipo de
conocimiento más íntimo, menos vital en comparación con lo antes expuesto,
aunque también relevante. Aurel se acababa de dar cuenta de que el cuerpo de
Conay estaba en sus manos, que podía hacer con este cuanto quisiera.
Envuelto en un completo silencio, el joven miró a su compañero con
otros ojos, unos que estaban colmados de posibilidades y de sentimientos de
culpa mezclados con un deseo latente que crecía sin límite. No se lo pensó
dos veces para colocar ambas manos sobre las piernas del otro, justo por
encima de las rodillas. Las posó sobre los firmes músculos y ascendió, muy
despacio. Apenas había recorrido unos centímetros y la polla del bárbaro
volvió a agitarse, mostró toda su fuerza y volumen a unos ojos que se habían
vuelto muy hambrientos y que permanecían bien abiertos.
La boca de Aurel se colmó de saliva. Este la tragó con compulsión y
luego se relamió los resecos labios. Continuó subiendo las manos por las cada
vez más gruesas extremidades en dirección a la entrepierna. Cuando llegó al
borde del calzón se detuvo, solo para comprobar que la polla de Conay se
volvía a estremecer, como si en la adormilada mente del bárbaro las manos
hubiesen seguido el camino lógico y ya se la manosearan. Aurel en verdad
deseaba hacerlo. No sabía hasta cuándo podría seguir tocándole o hasta
dónde era capaz de llegar. En lo más profundo de su mente era consciente de
que se hallaban en peligro de muerte, pero no parecía ser importante en ese
instante, como si algo alterara su forma lógica de pensar y le hubiese
cambiado lo prioritario por lo complementario, como si algo hubiese hecho
preponderante el deseo sobre la supervivencia.
Entonces comprendió Aurel que esa era la tarea del perfume vertido en
el frasco. El olor había liberado el deseo del joven por Conay y lo había
acentuado en un momento de completa conveniencia, y era probable que
también estuviese actuando en la mente dormida de Conay, excitándolo con
sueños que solo él mismo podía imaginar. Así pues, aunque supiese que en
cualquier momento podía llegar la reina o unos soldados armados hasta los
dientes, Aurel no se pudo detener, pues el perfume ya le había poseído.
Las manos continuaron acariciando las piernas, lentas pero decididas,
arriba y abajo, apretaban con fuerza los duros músculos. Conay los tensaba,
participaba sin saberlo del acontecimiento. Los dedos ascendían cada vez
más, hasta alcanzar una parte cada vez mayor del calzón, hasta que uno de
ellos tocó con la punta el miembro de Conay, que se agitó con particular
fuerza. La parte del calzón que recubría la punta ya se apreciaba humedecida.
Aurel se lanzó hacia la reciente mancha. La lamió con la punta de la
lengua al tiempo que capturaba parte del miembro con los dientes. Lo notó
entonces estremecerse entre sus dientes, sintió su solidez y su poder latente.
Las manos subieron entonces por las piernas, pero por la parte de atrás,
entre la carne y la cruz de madera. Ascendieron hasta encontrar el trasero de
Conay, al que se aferraron con impaciencia. El placer de tocar aquel culo de
proporciones idóneas volvió loco a Aurel. El joven comenzó a respirar con
fuerza y a verter el cálido aliento directamente sobre la polla de Conay, que
seguía atrapada entre sus dientes. Aurel empujó el culo del otro hacia sí
mismo, hizo que su cintura (así como su pene) se apretara contra la boca. El
miembro se estremeció de nuevo y liberó una nueva gota de placer que Aurel
lamió a través de la ropa.
No había marcha atrás, resultaba imposible detenerse. Aurel agarró el
calzón de Conay y lo bajó. La polla del bárbaro se despegó del cuerpo para
apuntar a la cercana boca de Aurel, aunque un hilo espeso y blanquecino
siguió conectando la pierna con la punta del glande. Aurel lo lamió sin la
menor duda. Hacía pocas horas que le había visto la polla de cerca, levantada
y todavía con restos de semen. Ahora nada ni nadie podían impedir que se la
comiera, el joven sabía que lo haría aunque en ese preciso instante apareciese
un guardia a su espalda y lo amenazara de muerte.
Las manos de Aurel regresaron al trasero de Conay, ahora desnudo. A la
perfección de su forma había que sumar el inimitable tacto de la piel humana,
y la satisfacción de manejar cada nalga por separado, pues ahora las unía o
las separaba según su conveniencia.
Aurel lamió sobre la pierna allí donde la polla había liberado líquido;
chupó la zona hasta apoderarse del más mínimo resto. Luego hizo lo propio
alrededor del miembro, ya fuera en las piernas o en el pubis. Movía la cabeza
de un lado al otro, besaba con pasión, restregaba una lengua cargada de fluido
por todas partes. A cada movimiento rozaba la polla sin cesar
deliberadamente, ya fuera con la cabeza, con los labios o con la lengua. A
veces el joven la lamía o la mordía con levedad. Por su parte, Conay empezó
a retorcerse, pues estaba despertando.
Sabedor de que no disponía de todo el día, Aurel se colocó frente al
glande. A pesar de que su respiración era agitada hizo un esfuerzo por tomar
aire. Se relamió los labios, abrió la boca y comenzó a engullir el miembro de
Conay. Avanzó despacio pero sin detenerse. El bárbaro respondió con
silencioso fervor, al penetrar el glande en la boca ajena su polla se agitó de
nuevo y vertió sobre la lengua un poco de líquido, resultado de la excitación.
El joven siguió adelante, centímetro a centímetro, hasta que los labios
alcanzaron la base del pene y la boca de Aurel quedó colmada de la henchida
carne.
Entonces se escuchó un jadeo, un sonido gutural nacido de las
profundidades del bárbaro. Era la primera vez que Aurel escuchaba gemir a
Conay. Con la polla todavía engullida por completo el joven miró hacia
arriba. El otro se mostraba inquieto, su abdomen (enorme debido a la
perspectiva) se retorcía, su pecho (enorme debido a que... era enorme) se
mecía en profundas respiraciones. Su cabeza subía y bajaba, indecisa entre la
expresión del placer y la visión de su propia polla, que de todos modos la
venda de los ojos le impedía.
Ante la quietud de Aurel (que no deseaba sacar el miembro de su boca
ni por un momento), Conay comenzó a mover la cintura hacia adelante para
satisfacer sus ansias de acción. Atado como estaba apenas disponía de
margen para ello, de modo que Aurel se retiró un poco y permitió que Conay
le metiese la polla por la boca cada vez que ejecutaba un calculado
movimiento hacia adelante. El joven planteó masturbarse, pero de ninguna
manera fue capaz de quitar las manos del culo de Conay; concluyó que lo
haría después, cuando el sabor a esperma le colmase por completo la boca.
Conay seguía jadeando de vez en cuando. Aurel concluyó que aquella
situación anómala era cosa del perfume, que los estaba excitando a los dos de
un modo que no era usual. El joven supo que estaba usurpando el papel de la
reina, quien había montado todo un sistema para aprovecharse de ciertos
extranjeros de buen ver. Su perversa majestad poseía contactos en la ciudad
que los drogaban, otros que los llevaban a las celdas y los encadenaban, y por
último doncellas que dejaban que el perfume los volviera locos de placer.
Más tarde ella acudía para comerle la polla durante todo el tiempo que
quisiera, dado que la fragancia mantenía a los presos muy excitados y por
mucho tiempo. Pero esta vez, cuando la reina llegara, los huevos de Conay ya
se hallarían vacíos. Aurel estaba convencido de ello. Al ritmo con el que
Conay jadeaba y movía la cintura no tardaría mucho en derramar su semen.
El joven observaba el atlético cuerpo acercarse y alejarse de su rostro sin
cesar y notaba la polla recorrerle la boca de principio a fin. Tras calcular la
velocidad a la que el otro meneaba la cintura comenzó a mover la cabeza en
el mismo sentido, de modo que cada vez que Conay le metía la polla él
ayudaba a profundizar la penetración. Dicha compenetración se consolidó
durante los largos minutos que duró la mamada, hasta que el joven percibió
que el cuerpo de Conay se tornaba tenso y sus músculos sólidos como una
roca.
Tres gemidos consecutivos le anunciaron a Aurel que el momento de la
verdad estaba al caer. Sin dejar de moverse ni de perder el compás miró hacia
arriba de nuevo. Vio a Conay respirar muy fuerte y con la boca muy abierta.
Luego le vio soltar un largo e intenso gemido, y entonces se corrió.
El esperma comenzó a surgir en calientes y abundantes oleadas en la
boca de Aurel. Brotó con gran ímpetu e impactó cada chorro con fuerza
contra las paredes de la boca, para luego acumularse casi hasta desbordarse.
Aurel trató de contenerlo en su totalidad, no deseaba que se perdiera una sola
gota. Hubo de tragar esperma hasta en tres ocasiones mientras la polla seguía
lanzando salvas una y otra vez.
Solo cuando el joven se lo hubo tragado todo las manos abandonaron el
apretado trasero de Conay. Aurel usó una de estas para oprimir la polla que se
había comido en busca de recibir las últimas gotas rezagadas; apretó hasta en
dirección al glande hasta obtenerlas. Con la otra mano se masturbó
rápidamente, sabedor de que se correría pronto al tener la boca aún llena de
carne y colmada del fuerte sabor del semen.
Tuvo menos tiempo del que habría deseado. La puerta que daba acceso
al lugar se acababa de abrir y de cerrar, y los pasos de una sola persona se
escucharon descender por las escaleras. Aurel se masturbó con rapidez; con la
polla de Conay todavía dura en la boca no le costó hallar motivaciones para
eyacular. Gimió varias veces mientras el semen comenzó a brotar de su polla.
Nadie lo escuchó, porque la boca permanecía cerrada en torno al miembro de
Conay (salvo quizá este último, pero de su estado mental nada se sabía en
realidad y era probable que no fuera consciente de lo que sucedía).
Tras haberse corrido, el embaucamiento propiciado por el perfume
desapareció de repente. Con la lucidez de nuevo al cargo de sus
pensamientos, Aurel se movió raudo. Tuvo tiempo de hacer varias cosas
antes de correr hacia las cercanas sombras en las que estaría a salvo. En
primer lugar liberó a Conay, pues desató los grilletes de piernas y brazos. En
segundo lugar, cerró el frasco de vidrio y se lo llevó consigo; apenas había
tenido tiempo de valorar las futuras aplicaciones de aquel líquido lila, pero
supo que las hallaría con facilidad.
Cuando la reina llegó a la celda de Conay este se hallaba libre, apoyado
en el suelo con un pie y una rodilla, y quitándose la venda de los ojos.
Todavía no se había subido el calzón. Su pene colgaba satisfecho y había
rastros de semen en el suelo (aunque ella no podía imaginar que pertenecían a
otra persona). Horrorizada al ver que su hombre ya había sido usado, la reina
entró en cólera y lanzó un grito a los guardias que aguardaban tras la puerta
de arriba. Dos hombres bajaron a toda prisa por la escalera, atentos siempre a
la voz de su señora.
Conay se hallaba confundido, no sabía dónde estaba ni recordaba nada
de lo sucedido en las últimas horas. Se subió el calzón al verse desnudo y
miró alrededor. Para cuando se decidió a ir tras la reina (a quien consideraba
culpable de su estado), los dos soldados ya habían llegado cargados con sus
escudos, sus espadas y las armaduras que lucían dentados lobos en el pecho.
Miraron al casi denudo y desarmado hombre con rostros colmados de
seguridad, pero los pobres no sabían que sus oportunidades eran escasas.
Estaban acostumbrados a tratar con prisioneros drogados, no con guerreros
experimentados capaces de darle la vuelta a las situaciones delicadas en
cuestión de segundos.
Cuando Conay arremetió contra uno de ellos, este se cubrió con el
escudo, cosa que era previsible. Conay esperaba que el impulso bastara para
tumbar al hombre en el suelo, donde no era más que una tortuga panza arriba,
incapaz de levantarse con presteza debido al peso de la armadura y a tener las
manos ocupadas sosteniendo las armas. Conay le ayudó a aligerar el peso,
pues antes de que pudiera reaccionar le había quitado la espada. La usó para
espantar al otro soldado, que apenas había comenzado a atacarle con la
propia. Cuando las espadas chocaron ambos sintieron qué tipo de fuerza
había tras el arma. El brazo de Conay, que había girado a destiempo, acababa
de neutralizar sin problemas un golpe bien dirigido y ejecutado con gran
impulso. Cuando Conay preparó el siguiente golpe el soldado ya había
comprendido que tratar de detenerlo no iba a servirle de nada. Puso el escudo
en mitad de la trayectoria de la espada, pero tras la acometida terminó en el
suelo, igual que su compañero. Conay le pisó la muñeca para que soltara la
espada. Para cuando los soldados se levantaron, el hombre desnudo y
desarmado al que tenían que reducir poseía dos espadas y ellos ninguna. De
ese modo, hicieron lo que cualquiera habría hecho en aquella situación: salir
corriendo.
Aurel emergió del rincón oscuro en el que se ocultaba cuanto todos los
demás hubieron subido. Sabía que Conay saldría del palacio sin problemas.
El pasillo que había tras la puerta conectaba con el principal y desde allí era
fácil deducir dónde se encontraba la ciudad, que relucía con el brillo
característico del cielo abierto. Los guardias de la entrada (a los que el joven
conocía bien), no se la jugarían con el bárbaro, pues valoraban mucho sus
vidas y sin duda querrían usar el dinero que le habían robado a Aurel. Si
Conay tenía la suerte de no toparse con muchos soldados a lo largo del
camino franqueado por los jardines, se ganaría la libertad muy pronto. En
cuanto a Aurel, aprovecharía la confusión generada por un plebeyo armado
con dos espadas para salir sin que nadie le prestase atención.
El muchacho agarró con fuerza el frasco de la reina y subió. Atravesó el
pasillo oscuro, siempre vacío, y fue hasta la esquina con el pasillo principal,
desde donde se asomó. Varios hombres armados salían corriendo en ese
momento hacia la entrada. No había signos de batalla, solo el sonido de
pasos. Conay ya debía de estar cerca del acceso a la plaza.
La máxima de cualquiera que tuviese un buen sueldo era conservar la
salud para gastarlo. Los guardias tenían como responsabilidad salvaguardar la
seguridad del palacio, de modo que vigilaban que nadie entrase sin el debido
permiso. En cuanto a que alguien saliese, las cosas no estaban tan claras.
Nadie podía acusar a un soldado de desobediencia por dejar que un hombre
que no debiera estar en el palacio restablezca la situación por sí mismo (más
aún si no se ha llevado nada de valor ni ha cometido ningún asesinato).
Saltaba a la vista que Conay llevaba lo puesto y nada más. Evitar su salida
contradecía toda lógica para quien tuviese aprecio a su vida.
En cuanto a Aurel, pocos podían sospechar de su aspecto angelical. Los
escasos soldados que vio apenas se fijaron en él o en el frasco que portaba en
la mano, pues nadie imaginó que se tratara del elixir afrodisíaco de la reina.
El joven no se encontró con los guardias que se habían quedado con sus
bolsas de oro, o al menos no fue capaz de distinguirlos de todos los que
corrían y daban voces en aparente desorden.
Las puertas estaban abiertas y la plaza llena de soldados que todavía
simulaban buscar al extranjero armado. Aurel salió como si nada y, llegado
un punto, arrancó a correr hacia la posada de la que había salido horas atrás.
Era importante llegar antes que Conay; era posible además, ya que Aurel
conocía bien el camino, mientras que el otro lo había hecho drogado y a
bordo de un carruaje, de modo que la lógica dictaba que no daría con la
posada con tanta facilidad. En efecto, Aurel llegó primero. Escondió sus
pertenencias, se metió en la cama e hizo ver que dormía. Cuando Conay
entró, el joven le miró fingiendo sorpresa y simuló unos ojos entrecerrados,
víctimas de un largo sueño.
Entonces Conay mostró los músculos tensos y el rostro comprimido en
un gesto de enfado. Estalló de ira al darse cuenta de que ya no poseían las
bolsas el oro. No obstante, su cólera no iba dirigida al joven, pues creyó el
bárbaro que a él también le habían drogado. ¿Qué culpa tenía Aurel de que
alguien les robara y de que le secuestraran? En todo caso, Conay se sintió
disgustado por haberse confiado y por permitir que tales cosas sucedieran.
07 ¿El brujo o el gigante?
Aurel y Conay observaron las escasas monedas que les quedaban. No daban
para mucho. Tenían que escoger entre comer y dormir, o comprar un caballo.
Lo primero significaba emprender un largo camino a pie, lo segundo hacer el
camino más corto pero sin esperanza de llevarse un plato a la boca. Aurel
dejó que el otro resolviera el dilema, no deseaba cargar con el peso de una
mala decisión. Conay optó por el caballo, en singular; con aquellas pocas
monedas podían olvidarse de comprar dos y mucho menos un carruaje.
Conay regateó con el vendedor. Tuvo la tentación de comprar el caballo
de peor aspecto pero temió que no aguantaría, de modo que compró el mejor
que pudo dentro de las escasas posibilidades que tenían. Supo que les serviría
bien.
Evidentemente la silla de montar era para uno. Conay subió y luego le
tendió la mano a Aurel, que se acomodó tras él. Sentados en la misma silla
las piernas del joven tocaban todo el tiempo las de Conay, así como el pecho
su espalda, que le resultó ancha y dura como una roca. Y la (agradable)
sorpresa de Aurel no terminaba ahí, pues cuando el caballo arrancó hubo de
agarrarse al cuerpo de su compañero para no caer. Puso las manos en su
vientre al principio, mas el bárbaro las subió para que se agarrase a su pecho
aduciendo que le molestaban las manos allí abajo. En verdad a Aurel tanto le
daba; si las dejaba en el vientre sufría la incesante tentación de bajarlas hasta
la entrepierna, mientras que en el pecho el disfrute era tan grande que ni se le
pasaba la cabeza moverlas de allí.
En aquellas condiciones ningún viaje fue lo bastante largo para Aurel. El
joven percibía de primera mano el tremendo potencial del bárbaro: sus brazos
manejando las riendas, sus piernas espoleando al animal a cabalgar... Los
cuerpos de ambos se movían al son del trote del caballo, una situación que a
la mente de Aurel (siempre tendiente a versar sobre el mismo tema) no le
costó equiparar a otra del todo distinta, una en la que los dos cuerpos se
movieran igualmente acompasados con otro fin muy distinto. El roce entre
ambos era tan continuado que llegado un momento Aurel tuvo que obligarse
a pensar en otra cosa para que no se le levantara la polla, cosa que (dada la
nula separación) Conay habría notado al instante.
El día pasó rápido y terminó por hacerse muy pesado para los tres. El
caballo, al menos, disponía de agua y alimento, pues el sustento del animal
era prioritario y formaba parte de la compra del mismo. Los viajeros no le
quitaron una sola gota de agua, conscientes de que la necesitaba toda por
cargar con dos cuerpos en mitad de aquel calor infernal.
Dado que era imposible cubrir todo el camino hasta Hertea sin detenerse
a dormir o comer, tuvieron que hacer noche en un pueblo (que no ciudad).
Vencidos por el hambre y agotados por el trote se vieron obligados a vender
el caballo; al menos el animal les había ayudado a cubrir gran parte del
camino. El comprador se aprovechó de la situación desesperada de ambos e
hizo un gran negocio: el caballo a cambio de alojamiento durante una noche y
provisiones para el día siguiente. En verdad era todo cuanto tenía para
ofrecerles y el animal era todo lo que Conay y Aurel poseían.
Tras beber durante muchos minutos y comer con abundancia, los dos
cansados viajeros entraron al dormitorio que les fue dado. Solo había una
cama pero no rechistaron, pues sabían que no había nada más para ellos;
tampoco tenían ganas de quejarse, que era un tiempo que no habrían
empleado en la provechosa tarea de dormir a pierna suelta.
Aurel se quedó parado y analizó la situación. Observó alrededor para ver
si había alguna alternativa para acomodarse, pero el suelo era duro y carecía
de alfombras. Conay no tenía ganas de discutir (de hecho, apenas había
abierto la boca desde que descubriera que les habían robado las bolsas de
oro). Se quitó la falda, se tumbó sobre la cama y al momento siguiente ya
respiraba profundamente. Aurel vio que no la ocupaba en su totalidad, que se
había puesto a un lado. Cauteloso, se hizo con el pedazo libre de la cama y
trató de quedarse dormido. Con cuidado de no tocar al otro adoptó la posición
más cómoda posible y cerró los ojos. También él se quedó dormido de
inmediato.
No obstante, fue un sueño frágil para el muchacho. Conay se movía a
menudo y cada vez que le rozaba o le tocaba Aurel se sobresaltaba. Trató el
joven de ajustarse lo más posible al borde de la cama pero fue inútil, pues los
movimientos de Conay eran amplios y despreocupados.
Justo cuando estaba a punto de quedarse dormido de nuevo, Aurel notó
la mano de Conay. El bárbaro se había puesto boca arriba, roncaba, y al
tender la mano a un lado le tocó el trasero. Había sido algo involuntario, pues
la mano permanecía como muerta sobre el colchón, pero el mero contacto
hizo que la sangre le hirviera al joven y que le copase el miembro viril por
completo.
Poco más tarde la situación se complicó (o mejoró, depende del punto de
vista). Conay se movió hacia Aurel y se puso de lado. Le pasó un brazo por
encima como si le abrazara, aunque la mano quedó colgando en el otro lado,
sin agarrarse a su cuerpo. Pese a ello el peso de su brazo sobre el costado
aumentó el estado de ansiedad de Aurel. Además, este notaba el cálido
aliento de Conay en la nuca, muy cerca.
Aurel no osó moverse ni un ápice por temor a que el otro se girara y
terminase con el involuntario abrazo. Se quedó quieto, tragó saliva y se
mantuvo con la polla tiesa. Era consciente de que aquella noche iba a
descansar, pero no a dormir.
De repente, justo cuando creía que no podía pasar nada más, percibió
algo en el culo, un cuerpo que le rozaba la nalga con una suavidad extrema y
casi imperceptible. Sin embargo, Conay no se había movido y un momento
antes nada le tocaba. La superficie de contacto creció poco a poco, así como
la presión que se ejercía sobre el trasero. Al bárbaro se le estaba poniendo
dura, seguramente por causa del algún sueño.
En cuestión de segundos Aurel se encontró con que el miembro de
Conay se hallaba plenamente erecto y apretado contra su culo. Aquello era
demasiado, no lo podía creer. Conay vestía el calzón acostumbrado y Aurel la
ropa de siempre, pero el contacto era evidente, se sentía con la misma
intensidad que si estuvieran desnudos.
Aurel se excitó de manera definitiva. Se planteó apretar el culo contra la
polla ajena, o sacarla del calzón a ver si con suerte Conay se la metía, o
incluso alcanzar el frasco de la reina y abrirlo. Sabía que el elixir lo excitaría
al máximo, que era capaz de provocarlo para que le follase durante toda la
noche; se lo había llevado exactamente para eso. Pero no lo cogió. Usarlo
implicaba levantarse y por nada del mundo deseaba dejar de notar el miembro
de Conay presionando sobre su nalga.
En un intento de comprobar hasta dónde llegaría aquella situación, Aurel
movió la mano con sumo cuidado hacia atrás. La alojó con cautela entre la
nalga y el bulto de Conay, hasta que la palma y los dedos quedaron
convenientemente adaptados a la forma del mismo. El otro seguía dormido,
roncaba con fuerza sobre su nuca. Aurel era consciente de que mientras
duraran los ronquidos gozaba de un cierto margen para actuar.
Lo siguiente que hizo el joven fue apretar la mano. La polla reaccionó
ante la leve presión con un estremecimiento que acentuó su solidez e hizo
más evidentes sus formas, pero en aquel instante Conay dejó de roncar y
Aurel retiró la mano con presteza.
Entonces Conay se movió, inmerso como estaba en la incesante
búsqueda nocturna de la máxima comodidad. Lo hizo no para alejarse del
joven sino todo lo contrario. La mano que permanecía suelta sobre Aurel se
aferró a su vientre, mientras que el duro paquete aplastó sus nalgas. La boca
del bárbaro también se aproximó a la nuca, casi hasta tocarla con los labios.
Aurel se hallaba en éxtasis. Durante minutos no fue capaz de moverse ni
un ápice. Trató de respirar con levedad a pesar de que el fuego ardía en su
interior. Se moría de ganas de sacar aquella polla del calzón y meterla en el
culo, de sentir aquellos fuertes brazos abrazarle mientras el otro le follaba sin
piedad. Terminó el joven con la boca seca mientras su imaginación se
disparaba.
Cuando volvió a escuchar los ronquidos de Conay, Aurel reinició sus
planes exploratorios. No quiso volver a palpar el bulto del bárbaro, pues este
se hallaba tan apretado a las nalgas que interrumpir el contacto a buen seguro
le habría despertado, pero podía tocar otras partes de su cuerpo. De ese modo,
la mano del joven se desplazó discreta sobre los dos cuerpos y descendió para
posarse con suavidad en el trasero de Conay. Obró con suma cautela, lo tocó
primero con la punta de los dedos y posó la palma poco a poco y sin
presionar, hasta que la mano entera terminó descansando sobre la nalga. Así
permaneció unos minutos, atento a cualquier mínima reacción. Dado que esta
no llegó la mano se movió con prudencia y pasó de una nalga a otra y de la
otra a la una. Aurel estaba tan excitado que se agarró la polla con la otra
mano y la apretó. Imaginó aquel culo en movimiento y la cintura del bárbaro
acometiéndole mientras su miembro le partía en dos.
Aurel comenzó a pajearse con el cuidado que marcaba la situación, pero
estaba tan excitado que sin darse cuenta presionó el trasero de Conay. El
bárbaro reaccionó al estímulo, los ronquidos cesaron y de su garganta surgió
una especie de jadeo. El muchacho retiró la mano enseguida y se dejó de
masturbar.
Entonces Conay apretó la cintura contra Aurel hasta que su polla se
estremeció de nuevo, mecida entre las carnes del joven. Mientras murmuraba
(o gemía, o lo que fuese que hiciera), condujo una mano al culo de Aurel y lo
tocó. El bárbaro obró con expresa intención bajo la ropa para manosearlo
directamente, lo apretó con sus fuertes y grandes dedos y rebuscó con la
intención de hallar un agujero en el que meterse. Uno de sus dedos localizó
con habilidad el ano, donde se posó.
Aurel daba por hecho que le iba a follar, pues el otro ya había ido
demasiado lejos. Estaba el joven por agarrarse la polla cuando, sin previo
aviso, Conay se detuvo. Lo hizo de golpe, como si de repente abriera los ojos
y la ensoñación en la que se hallaba se hubiese disipado. En verdad fue justo
eso lo que ocurrió. El dedo se había movido hacia la parte delantera del
cuerpo que tocaba a la espera de hallar un sexo femenino en el que jugar,
pero al no hallarlo la extrañeza hizo que el bárbaro terminara de despertar.
Conay permaneció inerte unos segundos, pensando dónde estaba y qué
hacía. En sueños había confundido el suave tacto del trasero de Aurel con el
de una fémina y había pretendido ir más lejos. Al darse cuenta de su error
simplemente se dio la vuelta y se dejó embargar por el sueño otra vez. En
segundos roncaba de nuevo, como si nada hubiese ocurrido.
Aurel, en cambio, fue incapaz de dormir, no después de lo que acababa
de suceder. Aguardó a que su compañero diera muestras de hallarse estable y
siguió con el plan. Llevó una mano a su propia polla y se masturbó con la
esperanza de que tras haberse corrido el sueño acudiría a su agotado cuerpo
con mayor facilidad. Se la peló despacio en extremo, pendiente todo el
tiempo de que, cuando llegara el momento de acelerar, el movimiento no se
hiciera evidente a través del colchón compartido. Fue difícil. La primera vez
que el joven estuvo a punto de correrse el colchón tembló y Conay dejó de
roncar. Aurel tuvo que quedarse quieto durante minutos, sobrellevó la
situación a base de movimientos minúsculos, casi inexistentes (aunque
válidos, dado su nivel de excitación), pues se masturbó sirviéndose de dos
dedos que obraron superficiales sobre el miembro. Más tarde, cuando los
ronquidos volvieron a retumbar en el dormitorio, Aurel se masturbó de
nuevo, esta vez hasta correrse. Apartó la sábana por su lado de la cama y dejó
que las salvas de semen cayeran al suelo.
Durante el angustioso momento de la corrida no se escuchó a Conay
roncar. Aurel temió que se hubiera dado cuenta de lo que ocurría, pero dada
la hora que era (indicada por la posición de la luna a través de la ventana)
dudó mucho que al día siguiente su compañero fuera capaz de acordarse de
nada de lo que había pasado. Al menos no hubo muestras de ello, pues a la
mañana siguiente Conay estaba tan normal como siempre: apático, callado y
centrado en lo que había que hacer.
Ese era el problema: que lo que había que hacer era un completo
misterio. Sin oro estaban condenados. Era imposible que lo hubiesen
obtenido en Garea, donde los guardias vigilaban las calles y estaban muy
atentos tras de la huida de Conay del palacio. Fuera de la ciudad no había
nada salvo desierto, caminos polvorientos y algún que otro pueblo sin
nombre como el que les acogía ahora. Todos esos pueblos eran pobres y nada
poseían que se pudiera robar; allí donde había la oportunidad, no existía el
premio.
Con las primeras luces de la mañana, mientras los viajeros cargaban la
comida y la bebida en unas bolsas que el posadero les había dado, este se
compadeció de su situación.
—No llegaréis a Hertea a pie —les advirtió—. El desierto ya no es tan
desolador aquí, hay zonas de matojos y caminos transitables, pero la distancia
es mucha y en ninguno de los pueblos que halléis os atenderán a cambio de
nada.
—Danos el caballo y tendremos algo con lo que pagar.
—Un trato es un trato, caballero. El corcel es mío ahora.
El hombre trataba a Conay como si fuera un señor. Aurel sospechó que
lo hacía con todo aquel que pasara por allí, fuera como fuese, y en verdad
obraba bien.
—Devolveros el caballo solo os permitirá llegar al siguiente pueblo,
nada más. Después el problema será el mismo.
—Entonces no sé a qué viene tu preocupación, si nada puede hacerse.
—Bueno, hay algo. Incluso en este lugar dejado de la mano de los dioses
existen formas de conseguir oro.
—¿Formas legales?
—Por supuesto —rió el posadero—. Aquí no hay nadie que tenga oro,
robar es jugarse la vida por nada. No hay palacios, ni templos, y la gente
carece de cosas de valor. Además, cada uno ha aprendido a servirse de sí
mismo y a no necesitar de nadie. Ofrecerse para un trabajo remunerado es de
lo más complicado en estas tierras.
Conay sabía a lo que se refería. En una ciudad grande un hombre como
él se podía dar a conocer en ciertos lugares donde se buscaba a gente capaz
de hacer trabajos duros o incluso ilegales. En aquellos pueblos perdidos, que
eran lo único entre Garea y Hertea, no había nada de todo eso. El único modo
de que un pueblerino mostrara interés en pactar era mediante un suculento
trato, como el que le había brindado un caballo sano al posadero por un
precio ridículo.
—¿Qué formas son esas? —quiso saber Conay—. No las conozco.
—Sé de alguien que podría pagar por vuestros servicios. No es gente de
este pueblo ni de ningún otro, hablo de personas excepcionales, dotadas de
poder.
—Yo no soy el payaso de nadie, no me voy a prestar a según qué cosas.
—¡Oh, no! No es diversión lo que busca ese tipo de gente, al menos no
el tipo de diversión que pasa por vuestra cabeza. No es nada que tenga que
ver con números de circo, ni tampoco con sexo. Es algo en lo que pienso que
podríais ser buenos.
Conay miró a Aurel, por si acaso el joven comprendía algo de lo que el
posadero decía, mas se topó con un rostro sumido en el estupor.
—¿Vas a decirme de qué se trata?
—¿Te suena de algo la Torre de Ébano?
Conay negó.
—Está no muy lejos de aquí, antes de que lleguéis al próximo pueblo.
Tenéis que desviaros a las montañas del sur y la hallaréis.
—¿Quién hay en esa torre? ¿Un rey?
—¡Oh, no! Cuando hablaba de una persona con poder no me refería a
poder político. Quiero decir poder real. En aquella torre vive un brujo.
Conay, que no había dejado de preparar los bártulos durante la
conversación, se detuvo y observó al hombre con severidad.
—No me gustan los brujos.
—¿Y a quién sí, caballero? A los desgraciados que le llevan oro a
cambio de conocer el futuro, a esos les gusta. Son los suficientes como para
que el brujo tenga oro hasta hartarse, pero este no le sirve para entretenerse.
El brujo se aburre en la torre.
—¿Y qué se supone que puede necesitar de nosotros?
—He de suponer que aventuras, retos, o rompecabezas.
Conay analizó las palabras una por una. Solo le gustó la primera.
—Se dice que el brujo ofrece oro a quien se preste a participar en alguna
de sus pruebas. Cuanto mayor es el desafío mayor es la ganancia.
—¿Y si se pierde? —saltó Aurel, consciente de que tal posibilidad no
rondaba con facilidad por la mente de su compañero de viaje.
—Bueno, no sabría qué decir. Imagino que el brujo se lo cobra del modo
en que mejor le parezca. Quizá sacrifica al perdedor ante los dioses para
conservar su poder, o puede que lo esclavice para que le sirva. En todo caso,
no es bueno, eso seguro.
—Entonces no comprendo que nos haga semejante recomendación —
siguió Aurel—. Nos está llevando de cabeza a una muerte segura, o algo
peor.
—Yo no les recomiendo que vayan, solamente lo menciono. Es una
posibilidad, una oportunidad, diría. De seguir transitando con los bolsillos
vacíos por estos caminos es probable que acaben muertos o esclavizados de
todos modos. Además, parecen perfectamente capaces de salir airosos de la
torre del brujo. Usted parece listo y salta a la vista que su amigo es fuerte.
Formaban un buen equipo... de nuevo aparecía la idea que Aurel había
tenido una vez, en esta ocasión mencionada por otra persona. El joven
observó a Conay y esperó verlo terminar el empaque de las provisiones para
comenzar el largo camino, pero para su sorpresa el bárbaro seguía vacilando.
—No irás a aceptar —saltó Aurel.
—Él tiene razón. Si nos vamos en estas condiciones es probable que
acabemos muertos antes de llegar a Hertea.
El brujo daba vueltas alrededor de Conay, a veces con los pies sobre la
piedra, a veces sobre el cielo que el bárbaro no osaba pisar.
—Te parecerá que la palabra es un arma inútil, a ti que te sirves de la
fuerza de los músculos y del filo de las espadas, pero no la subestimes. Es la
palabra la que te tiene a un paso de la muerte. Es la palabra la que decidirá si
debes vivir o no.
La mujer permanecía quieta, dispuesta al menor servicio que el brujo
pudiera solicitar. Le dedicaba a Conay una sonrisa, aunque no había muchos
motivos para que el invitado estuviera contento.
—Si vas a usar las palabras contra mí hazlo ya. Difícilmente lo evitaré si
no puedo ir a cerrarte la boca.
—¡Oh, no es tan sencillo! No se trata de una mera ejecución, que por
otra parte ya podría haber llevado a cabo hace minutos. Es más bien un
juicio.
—¿Y debo aceptar que seas mi juez?
—En efecto, lo aceptaste al poner un pie en mi casa. Incluso antes, en el
momento en que decidiste que te jugarías la vida para conseguir el oro que
necesitas. Te quedarás ahí quieto, escucharás mis palabras y responderás a
mis preguntas. Luego yo decidiré tu destino.
—Pregunta pues. No me morderé la lengua, no te tengo miedo.
—Eso ya lo imagino. Pero no es a mí a quien tienes que temer sino a ti
mismo.
El brujo se detuvo. Sonrió y al cabo de unos momentos volvió a caminar
en largos círculos alrededor del cielo que amenazaba a Conay. Se mostraba
concentrado, como si hablara solo o viese cosas que nadie más veía. Pasados
unos minutos volvió a manifestarse:
—¿Te sientes orgulloso de ti mismo? —le preguntó.
—Claro que sí. Hago a cada momento lo que se tiene que hacer.
—Lo que tienes que hacer en tu propio beneficio, no en el de los demás,
desde luego.
—El mundo es un lugar cruel, anciano. Si sacaras la cabeza de esta rara
casa que tienes lo sabrías.
—Lo sé, mi estimado guerrero, lo sé. Mis ojos ven mucho más allá de
estas negras paredes. El mundo es un lugar cruel, ciertamente. Pero la
crueldad no es algo que exista sin más, es algo que se genera, algo que tiene
causa y que tiene responsables. ¿Eres consciente de tu propio papel en esto de
lo que te hablo?
Conay no supo qué decir.
—¿No respondes? Pensé que no tenías miedo de la palabra.
—Soy tan cruel como cualquiera. Si no lo fuera ya estaría muerto. ¿No
lo han sabido ver esos ojos tuyos?
—Eso que dices es muy relativo. Lo que mis ojos han visto es que hace
poco cortaste con tu espada la mano de un hombre que pretendía tu oro.
¿Acaso sabes lo que fue de ese hombre?
Conay negó. Sabía que se refería a uno de los ladrones de Fostea que les
persiguieron a él y a Aurel, que les obligaron a internarse en el desierto antes
de hora.
—Murió, por supuesto. Cuando sus compañeros lo llevaron de vuelta a
la ciudad ya había perdido mucha sangre. En todo caso su herida se infectó y
terminó falleciendo al tercer día, en su casa, rodeado de su mujer y sus dos
hijas. Ahora te pregunto: ¿era necesario que le cortaras la mano? ¿No podías
haberle cortado un dedo, uno que no necesitara para alimentar a su familia?
¿No podías simplemente haberle mostrado la espada y amenazarle para que
os dejase en paz?
—Todo eso suena muy bien, pero si los demás no se lo hubieran llevado
corriendo a la ciudad habrían seguido tras nosotros y quizá nos habrían dado
muerte. No hables como si las vidas de ellos valiesen más que las nuestras.
—No has respondido a las preguntas. Quizá desconocían que estabais
armados, o quizá bastaba con mostrarles la espada para que se rindieran.
—Quizá, quizá... ¿No sabes decir otra cosa? Extraño juicio es este en el
que solo se especula.
—No obstante, así fue como murió tu padre. ¿Me equivoco?
Conay se giró de golpe pues en aquel momento el brujo se hallaba a su
espalda.
—Murió por las heridas que recibió al intentar robar para alimentaros a
ti y a tu madre. No le culpo. Antra es un reino pobre, a veces no hay otra
forma de sustentar a una familia. Tú mismo asististe a su final. Viste cómo
sufrió intensos dolores durante dos días antes de rendirse a la muerte... igual
que el hombre de Fostea al que heriste. Luego, tu madre se vendió como
esclava para darte la oportunidad de que te fueras de allí. Desde entonces te
has hecho muy fuerte, has sobrevivido (que ya es mucho), pero me pregunto
si en el proceso has olvidado quién eres o de dónde has salido. Causas en los
otros el mismo dolor que una vez fue tuyo. ¿Acaso sabes qué será de las hijas
del hombre al que mataste?
El brujo se situó frente al rostro de Conay, que se mostraba comprimido
en un gesto de completa insatisfacción. Le miró con dureza mientras
ejecutaba su primera sentencia.
—Repartes el mismo dolor que sufriste. Te consideras una persona justa
pero formas parte de la misma rueda de crueldad a la que señalas con el dedo
acusador.
Las palabras sonaron profundas como si fueran pronunciadas desde el
fondo de un pozo. Todavía no había desaparecido el eco de las mismas
cuando el circulo de piedra sobre el que se sustentaba Conay se estrechó. Los
bordes del círculo se agrietaron y cayeron, de modo que el bárbaro hubo de
juntar sus pies para evitar caer al abismo.
Conay miró atónito al brujo, sabedor de que había sido cosa suya. Este
le devolvió la mirada y la mantuvo por unos segundos. Luego volvió a
caminar en círculos pausadamente y permaneció largo rato en silencio, como
si meditara.
—Sigamos.
Aurel había hallado una posible solución para salir airoso de la situación
desesperada en que se encontraba. Mientras se maldecía por lo desdichado
que era al no disponer de armas, cayó en la cuenta de que había cosas que
podían ser usadas como tal. El joven metió la mano en la bolsa para sacar el
frasco de elixir. Lo destapó y lo puso con cuidado en el suelo. El olor dulzón
se hizo notar en las proximidades, una fragancia indefinida que hacía difícil
que se localizara el origen de la misma, pues se extendía con rapidez. Ello
mantuvo a Aurel a salvo, al menos por el momento.
El gigante seguía husmeando en las proximidades del joven pendiente
de cualquier pista que le permitiera darle caza. Aurel observó como el elixir
comenzaba a afectarle, ya que mientras el coloso daba pequeños pasos el
miembro viril se le empezó a levantar. Al principio simplemente ganó
volumen, lo bastante para que se tambaleara cada vez que su dueño daba un
paso. Al cabo de poco ascendió más y el glande del titán terminó por
liberarse del recubrimiento de piel que lo contenía.
Aurel era consciente que usar el frasco era su única oportunidad. El
gigante le encontraría tarde o temprano pero era importante que cuando lo
hiciera no fuese para matarle sino para otro menester.
Ignoraba el joven cuánto tiempo tardaba el elixir en surtir efecto, puede
que dependiera de muchos factores, como el tiempo de exposición al olor, o
la singularidad de cada individuo. Las mujeres del palacio de Garea dejaron
el frasco abierto durante varios minutos antes de que llegara la reina, supuso
Aurel que habían calculado previamente el tiempo que tardaba en conseguir
sus máximos efectos. Aurel carecía de ese tiempo. En sus erráticos paseos el
coloso estaba a punto de dar con él y era probable que cuando lo hiciese no
sintiera el deseo sexual como una prioridad sobre otros instintos a los que
estaba más acostumbrado.
Llevado por la impaciencia Aurel agarró el frasco y puso una mano en la
abertura. Lo giró para que el elixir le mojara la palma. Después llevó la
humedecida mano bajo la falda para untar la fragancia directamente sobre la
piel de su trasero.
El olor se hizo entonces mucho más evidente, hasta el punto que resultó
empalagoso para Aurel. El gigante se empezó a acercar, mas lo hizo de un
modo distinto, no como quien pretende cernirse sobre una presa; tenía
curiosidad. Y tenía excitación, cosa que Aurel supo por el tamaño de su pene,
ya del todo desarrollado y apuntando con un desmedido glande en su
dirección. A medida que el otro se acercaba Aurel advirtió hasta qué punto
era enorme su cuerpo y se dio cuenta de lo ingente que era su polla. Se
consoló al pensar que no era ningún monstruo, simplemente un hombre; uno
muy grande, el mayor que había visto jamás.
Cuando el coloso ya estaba a punto de alcanzarle Aurel se sintió más o
menos reconfortado. No daba la impresión de que fuera a matarle aunque lo
cierto es que tampoco sabía muy bien cómo actuaría. Cabía la posibilidad de
que el elixir fuese interpretado de modos diferentes, que generara distintas
formas de hambre según el afectado. De todos modos, a juzgar por el
desarrollo del miembro del gigante estaba claro que ganas de follar no le
faltaban.
El titán ya estaba frente al joven, un poco encorvado hacia abajo para
localizar con su nariz aquel olor que tanto le atraía; de caminar erguido la
punta de su polla habría chocado con el pecho de Aurel. Este no podía dejar
de mirarla. Sentía fascinación y terror al mismo tiempo, lo primero por
razones evidentes, lo segundo porque temía que el enorme hombre le partiera
en dos en caso de meterle semejante miembro.
Aurel se desabrochó el cinturón y se quitó la ropa, quería evitar que el
coloso lo hiciese de malos modos. No obstante, el hombre de casi cuatro
metros de alto no parecía ahora predispuesto a la violencia, el elixir lo había
cambiado por completo. Rodeó con su cuerpo a Aurel, todavía sin tocarle,
como si sintiera respeto o incertidumbre. Desconocía las sensaciones que le
embargaban, sufría una extrema confusión. Algo le decía que la fuente del
olor tenía que ser algo tan valioso como delicado.
Encorvado frente a Aurel (y sobre Aurel al mismo tiempo), el gigante
pasó una mano por su espalda; era tan ancha que la ocupaba casi de lado a
lado mientras descendía. Llegó hasta el culo y apretó ambas nalgas de una
sola vez.
El joven tenía el corazón a mil por hora, cabía la posibilidad de que
aquellas manos hicieran con él algo maravilloso o bien algo terrible. Las
piernas del titán eran columnas de carne, el torso, doblado sobre su cabeza,
eclipsaba la luz de las antorchas. Aurel tenía su polla justo delante, al alcance
de las manos (pues las necesitaba ambas para manejar semejante miembro).
Era imposible que se la pudiera chupar, no le cabía en la boca ni siquiera el
glande, pero se preguntó si debía masturbarle. La mano del gigante, que
removía con insistencia el culo del joven (origen del olor que lo había
encandilado), le animó a intentarlo. Sospechó que si le pajeaba y le excitaba
definitivamente, quizá se salvaría.
Aurel no era ni mucho menos inmune al elixir, que también le afectaba,
como cuando le comió la polla a Conay a sabiendas de que la prioridad era
liberarle y marcharse del palacio de Garea. Alargo las manos hacia la polla
del coloso y se la cogió. Primero usó una mano, que se posó tímida sobre el
costado del miembro viril, pero le pareció que era complicado masturbar
aquel grotesco pene con una sola mano. Se sirvió de las dos para abarcar el
diámetro del miembro (si bien lo hizo con holgura, pues algunos dedos de
una mano se cruzaron con los de la otra al abarcarlo). Comenzó entonces a
obrar para masturbarle. Lo hizo sirviéndose de amplios movimientos, las
manos se desplazaban del glande hasta la base de la polla y luego recorrían el
camino inverso.
El gigante no dio muestras de satisfacción, se mostraba empecinado en
tocarle el culo al otro. Actuaba ahora con las dos manos, con las que agarraba
y separaba las nalgas de Aurel sin recato. Su polla, en cambio, sí pareció
agradecer la masturbación. Al cabo de poco de manosear el miembro una
primera gota apareció en la punta del glande, una de aspecto vagamente
transparente. Tan fascinado se sentía Aurel por aquella polla enorme que
engulló dicha gota sin pensarlo dos veces. Abrió bien la boca y lamió la punta
del glande. Se llevó consigo la gota, que se mostró reticente a desprenderse
del miembro hasta el punto en que se convirtió en un denso filamento.
Después Aurel siguió lamiendo el glande en largas pasadas sin que sus manos
dejaran de trabajar el resto del pene.
El joven deseaba más, se volvía loco al imaginar que aquella monstruosa
polla se pudiera correr en su boca y la llenara de esperma incontables veces.
Sin embargo, el coloso se hizo con la iniciativa, agarró a Aurel por la cintura
con sus manazas y lo giró en el aire. Luego se irguió y condujo el culo del
joven a su boca, deseoso de poseer aquello que le había robado el sentido con
su fragancia. Tanta saliva se había acumulado en la boca del gigante que nada
más abrirla para sacar la lengua esta comenzó a caer sobre el trasero del
joven. Tras el líquido espeso y caliente lo siguiente que notó Aurel fue la
lengua del hombretón surcar sus nalgas en largas pasadas (en verdad le
bastaba con un solo lametón para recorrer cada una de ellas por entero).
Aurel mantuvo las piernas abiertas para facilitarle el acceso. El otro
parecía cada vez más excitado, movía boca, nariz y lengua sobre y entre las
nalgas del joven en busca de aquel olor que lo enloquecía. No le costaba
ningún esfuerzo sostener al joven boca abajo, dada su fuerza y el poco peso
del muchacho.
Aurel sentía al hombre amorrado a sus nalgas, escuchaba el sonido de la
saliva en acción, así como la respiración agitada y condicionada por el
constante uso de la lengua. No se encontraba en una posición cómoda pero
había motivos de sobra para ignorar tal circunstancia. Por ejemplo, que el
grandioso hombre había localizado su ano y se entretenía con él. Pasaba nariz
y boca por encima y lo besaba. Cuando introdujo la lengua en el interior del
mismo Aurel la percibió como si esta fuera la polla de una persona corriente,
pues le entró igual de larga y profunda, además de que estaba perfectamente
lubricada. Gimió y abrió las piernas un poco más, deseoso de que la metiera
bien adentro. El gigante posó los abiertos labios sobre el ano y empujó con la
lengua, cosa que provocó intensos jadeos en el otro.
Dado que la polla del coloso apuntaba hacia arriba, el joven se encontró
con que llegaba a ella en su actual posición. La cogió de nuevo con ambas
manos y la siguió masturbando. La polla reaccionó estremeciéndose, liberó
una nueva gota de placer que Aurel lamió igual que había hecho con la
primera. Luego abrió bien la boca para tratar de engullir el glande. Poco a
poco sus labios recorrieron la esponjosa y rosada punta, hasta que lo
consiguió. Tenía la boca muy forzada y no le cabía nada más pero se sentía
feliz tras conseguirlo, en especial cuando comenzó a masturbar la polla con
ambas manos de nuevo, deseoso de que llegara el momento de recibir lo que
imaginaba como una interminable sucesión de oleadas de semen.
El gigante se volvió loco de placer, comenzó a respirar con fuerza por la
nariz estando su boca cerrada sobre el culo de Aurel. Ya fuera moviendo la
lengua en el interior del ano o bien metiéndola y sacándola del mismo, no se
había separado de este desde que lo descubriera. La nariz le quedaba justo
sobre las nalgas, donde Aurel había esparcido el elixir y donde el gigante
podía olerlo con mayor intensidad. Además el joven le estaba comiendo la
polla, de modo que la excitación del titán tenía que ser máxima.
Dado que Aurel no llegaba demasiado bien a su polla, el hombre actuó
en consecuencia y se agachó un poco para facilitar la mamada. El joven lo
agradeció, mantuvo el glande alojado en el interior su boca y mezcló la saliva
con las ocasionales gotas de placer que se liberaban, cada vez más densas y
frecuentes. Lo masturbaba con mayor holgura ahora sus manos alcanzaban
hasta la base del miembro. Este era tan grande que sentía que masturbaba
algo semejante a un grueso brazo.
La situación siguió invariable durante algunos minutos. A veces el
coloso sacaba la lengua del ano para lamer las nalgas, pero la mayor parte del
tiempo la mantenía en el interior de Aurel y le colmaba con su saliva. El
gigante seguía excitado más allá de toda medida, no solo se hallaba lo más
cerca posible de la anhelada fragancia que había despertado sus dormidos
instintos sino que además su polla estaba siendo usada por unas manos y una
boca que sabían lo que hacían.
Aurel comenzó a masturbarle más deprisa. Notaba la tensión creciente
en el miembro, así como la agitada respiración nasal del descomunal hombre.
Quería que se corriera, deseaba su esperma lo antes posible.
De repente, mientras la lengua ajena le follaba el culo con mayor ímpetu
que nunca, el joven notó que el miembro del gigante se tensaba al máximo y
se preparó para recibir aquello que tanto ansiaba. El coloso sacó la lengua un
momento, necesitaba coger aire. Lo usó para gemir de manera prolongada, un
sonido que retumbó poderoso en las paredes pero que al mismo tiempo
resultó ser de lo más humano, pues fue expresión del máximo placer. Aurel
sintió la polla pulsar con vigor entre sus manos. Al instante siguiente una
oleada de semen le inundó la boca por completo. Rápido de reflejos, el joven
se tragó lo que pudo, mas la boca estaba demasiado llena porque parte del
propio glande se hallaba en el interior de la misma, de modo que el esperma
comenzó a caer al suelo. Todo ello sucedió en un instante, pues solo había
sido el primer chorro.
Consciente de que era imposible manejar aquella cantidad de semen,
Aurel dejó que el glande saliera de su boca, justo mientras el segundo chorro
brotaba. Lo encaró hacia su abierta boca con la esperanza de atrapar los
siguientes. El tercero le entró de lleno, impactó con fuerza en la boca y la
llenó de una sola vez. Mientras se lo tragaba la cuarta salva se esparció sobre
su rostro y resbaló desde el mismo hasta el suelo, donde se estaba formando
un charco blanquecino.
Las siguientes descargas ya no fueron tan abundantes. Mientras el
gigante recuperaba el aliento y sostenía a Aurel en las alturas, el joven volvió
a amorrarse al glande y siguió masturbando aquella monstruosa polla.
Consiguió hacerse con las últimas dosis de esperma, que engulló con ansia.
Después lamió incansable el glande y aguardó hasta obtener cada gota de más
que pudiera salir.
Había pocos caminos en el bosque por los que los caballos pudieran
transitar cómodamente. Aurel tuvo el acierto de usar el desplazamiento de la
luna en el cielo para guiarse, de modo que escogió la dirección correcta, la
que les acercaba a la ciudad de Hertea y dejaba atrás los incesantes
infortunios del viaje. Durante muchos y largos minutos no estuvo seguro de
haber acertado, pero cuando se toparon con un riachuelo supo que había
hecho bien, pues no lo habían encontrado antes y parecía lógico encontrarlo
en las cercanías de la llanura anunciada por Conay.
Aurel aprovechó para detenerse. Tenía esperanzas de que los de la tribu
no hubiesen emprendido una persecución. Cuando escaparon del poblado
todavía parecían como embrujados, aunque en realidad Aurel no los había
visto de otro modo y sospechó que quizá siempre eran así. En todo caso no
tenían modo de perseguirles salvo a pie, de modo que les llevaban una
ventaja considerable.
Aurel bajó a Conay del caballo. El bárbaro se había quedado
inconsciente de nuevo de modo que el descenso fue abrupto: prácticamente
hubo de tirarlo al suelo, aunque procuró que el golpe fuera lo más suave
posible. Entonces se dio cuenta el joven de lo mal que estaba su compañero.
El cuerpo le ardía, tenía mucha fiebre y tiritaba.
Aurel aprovechó que disponían de agua para lavarle, pues tenía la piel
pegajosa tras todo lo ocurrido. Olía bastante fuerte y de todos modos pensó
que el agua quizá aliviara la fiebre galopante que sufría. Lo puso junto al
arroyo y comenzó a limpiarle. Recogía el agua con una mano con la que
luego frotaba con su cuerpo. Le limpió los brazos, la cara, el cuello... Frotó el
pecho con más insistencia de la necesaria, pues siguió echando agua encima
cuando ya estaba limpio. Se entretuvo también en el firme vientre y mantuvo
la vista clavada en la entrepierna.
Entonces el joven se convenció a sí mismo de que todo lo que hacía era
por su bien, que su única intención era dejarlo limpio, aun cuando le bajó la
falda hasta la altura de las rodillas y comenzó a limpiarle el miembro, todavía
pegajoso debido a la saliva de la criatura. Lo mojó y lo restregó con
insistencia. Retiró el prepucio para limpiar el glande, limpió también los
huevos, afectados muy levemente. Por último frotó las piernas, siempre en el
mismo sentido: desde las rodillas hasta la entrepierna. Al igual que con el
pecho se entretuvo más de la cuenta con las piernas.
El resto de la noche hizo lo posible por cuidar de él. Lo cubrió con todas
las cosas que pudo, lo colocó entre sus piernas abiertas y abrazó su pecho con
los brazos. Con la espalda apoyada en el tronco de un árbol trató de dormir,
sabiendo que los caballos vigilarían, que le despertarían si los hombres de la
tribu les encontraban.
Conay seguía balbuceando ocasionalmente, aunque cada vez menos. A
pesar de que Aurel le daba todo el calor que podía su cuerpo tiritaba sin
cesar. Tardó horas en recuperarse, casi hasta el amanecer. Aurel pensó que no
lo lograría, pero nada más salir el sol el bárbaro abrió los ojos. Por primera
vez desde hacía muchas horas, era él mismo.
09 El mercenario
Hertea era la mayor ciudad del suroeste del Continente Embrujado y la más
grande que Aurel había visto. Se extendía hasta donde llagaba la vista
ocupando una inmensa llanura rodeada de bosques y coronada por montañas
nevadas. Flanqueada por dos ríos, la urbe disfrutaba de una defensa natural
que la había mantenido indemne durante las largas y belicosas épocas de
guerra.
Aurel y Conay se aproximaron satisfechos. Atrás habían quedado las
aventuras, las desventuras y las penurias. Ahora no quedaba más que un
merecido descanso. Después la prometida separación, pues aquella era la
ciudad donde Conay había dicho que dejaría a Aurel.
Fueron admitidos sin reservas, como todos los que llegaban allí. Los
puentes que daban acceso a la ciudad siempre permanecían tendidos, la
vigilancia era testimonial; en un valle rodeado de imponentes desiertos y
extraños bosques ninguna urbe rechazaba a los viajeros, del mismo modo que
los viajeros no se permitían el lujo de resultar incómodos para los anfitriones;
es cierto que había robos y asesinatos en Hertea, como en todas partes, pero
rara vez los extranjeros se veían mezclados en los mismos.
El caballo blanco de Aurel avanzó junto al negro de Conay por la
avenida principal que se extendía tras uno de los puentes de entrada. Había
callejuelas a lado y lado, un tránsito constante de personas, caballos y
carruajes, mas no se divisaba en el centro ninguna torre, ningún palacio.
Aurel se sintió extrañado. Hasta las aldeas más cochambrosas por las que
habían pasado poseían algún monumento o templo destacable, aunque
estuviese en desuso.
—¿Y el palacio? —preguntó—. ¿Está fuera de la ciudad?
—No hay ninguno en Hertea.
—Pero... dijiste que éste era un buen sitio para quedarme.
—Lo es, pero no hay palacios ni templos. Hertea es un lugar sin dueños,
sin señores y sin dioses, es una de las únicas ciudades libres que quedan. Por
eso te dije que aquí estarías bien. Uno se puede ganar la vida de muchas
formas y, si tiene cuidado de rodearse de buenas compañías, estar tranquilo.
Aurel no comprendió a qué se refería. Torció el gesto mientras se
imaginó a sí mismo viviendo en alguna de aquellas casas pequeñas y de
fachada descuidada. Conay insistió:
—Los tiempos en los que dormías entre sábanas de seda terminaron
cuando saliste de Kiarham. Aquí no hay ese tipo de palacio y si lo hay te
aseguro que no es un lugar deseable.
—Quizá no para ti.
—¿Eso es lo que quieres? ¿Vivir en un palacio donde el precio de tu
cabeza dependa del humor de tu señor? La reina te mandó ejecutar porque
eras amigo del príncipe. Eso mismo te puede pasar en cualquier otro palacio.
—Pero es que vivir aquí... no sé ni por dónde empezar. ¿A qué me voy a
dedicar? Tengo que ganarme la vida de alguna forma.
—Hay bibliotecas, sitios en los que alguien con cabeza es bien valorado.
Busca esos sitios y te vendes bien. En cuanto tengas oro no tendrás que
preocuparte de nada. Te haces con una casa, contratas a alguien que te guarde
las espaldas y ya está. Eso es lo importante aquí, tener un par de buenos
brazos que te defiendan.
Como los tuyos, pensó Aurel, mas no lo dijo.
—¿A eso te dedicabas tú? ¿A guardar espaldas?
—No —contestó con sequedad.
Conay movía la cabeza a uno y otro lado como buscando algo. Aurel
sabía lo que era. El bárbaro estaba acostumbrado a satisfacer sus necesidades
cada vez que llegaba a una ciudad, cosa que no sería distinta en Hertea. Lo
primero que hizo fue hallar un lugar para los caballos, cerca de una de las
plazas que se adivinaban en cada encrucijada de avenidas. Luego se dirigió a
un sitio del que emanaba el olor de una deliciosa mezcla de carnes cocinadas.
Aunque tenía hambre Aurel dejó el plato a medias, se sentía inquieto por su
futuro a corto plazo.
—Necesitaré un poco de tiempo para encontrar trabajo —le dijo a
Conay, que comía sin complejos y sirviéndose de ambas manos—. Quizá
quieras... guardar mis espaldas hasta que me haya ganado algo de oro.
Conay hubo de tragarse todo lo que tenía en la boca antes de responder;
usó un largo trago de cerveza para que la comida bajara.
—Como quieras, pero no me quedaré mucho aquí.
—¿No? Hablabas tan bien de Hertea que pensé que también te
instalarías aquí.
—No. Es un buen lugar para ti pero no para mí.
—¿Qué harás, entonces?
—Iré más al norte —contestó, de nuevo sin dar más explicaciones que
las justas.
Aurel abandonó la comida definitivamente. Quiso ofrecerse para
acompañar a Conay en su viaje a quién sabe dónde pero no daba la impresión
de que él así lo deseara. Se preguntó si era una carga para él a pesar de que le
había salvado la vida en más de una ocasión.
Miró a su alrededor y se fijó en la gente: hombres rudos de espesas
barbas y grandes barrigas caminaban por todas partes. Por supuesto era el
ambiente esperable en aquel tipo de establecimiento (en las calles había visto
a gente más normal). Durante minutos el joven se imaginó a sí mismo
viviendo allí, pero la perspectiva de quedarse solo le resultaba espantosa. Se
había acostumbrado a viajar. Se había acostumbrado a preocuparse de Conay,
y a que Conay se ocupara de él. Eso era algo de lo que no deseaba
desprenderse. Sin embargo, no podía acompañar a quien no le deseaba a su
lado.
Conay no estaba mostrando sus mejores dotes, como si pretendiera
recordarle a Aurel cuán enojosa podía llegar a ser su compañía. Tras una
comida que acabó resultando muy desagradable a la vista del joven (por los
nulos modales del bárbaro) Conay buscó una habitación compartida para
pasar el resto del día, pues no era conveniente que Aurel durmiera solo
(resultaba el joven un bocado muy tentador para cualquiera de las múltiples
variantes de delincuencia existentes).
La siguiente necesidad imperiosa de Conay era la de dormir, en especial
después de dos días de camino por el bosque. La tribu no les había vuelto a
perseguir pero la noche anterior a su involuntaria clonación el bárbaro lo pasó
mal y al día siguiente se encontraba muy débil.
Aurel imaginó que Conay caería rendido sobre la cama y que le
escucharía roncar al segundo siguiente, en especial después de haberse puesto
las botas con la comida. No fue así. El bárbaro dejó a Aurel descansando en
la cama y salió para volver al cabo de poco acompañado de una mujer ligera
de ropa. Ella entró sonriente, caminaba en saltitos que hacían que sus pechos
saltaran e hipnotizaran a Conay. Se dejó tumbar en la cama y no prestó
atención alguna a Aurel, que la miró con cara de pocos amigos. Abrió las
piernas y esperó a que Conay se quitara la ropa, cosa que hizo con la lógica
premura.
De nuevo Aurel se encontró con la fastidiosa situación de asistir a una
follada ajena. Era algo que le excitaba sin que lo pudiera evitar pero al mismo
tiempo le enfurecía. Aquella tipeja estaba recibiendo la polla de Conay sin
haber hecho mérito ninguno mientras que él había atravesado medio
continente junto a él y le había salvado la vida varias veces.
Entre fastidiado y aburrido trató de mirar al techo. Era imposible no
pensar en lo que ocurría, sobre todo cuando la chica se manifestó durante la
entrada de la polla, pues a partir de ese momento sus gemidos fueron
constantes, además de que se mezclaron con el sonido de los cuerpos
chocando. Aurel se apretó la polla para tratar de apaciguar una tensión que le
tentaba a cada instante.
Era imposible para Aurel no mirar aunque fuera un momento. Sus ojos
ya eran expertos en ignorar las formas femeninas, siempre dispuestas del
mismo modo (el modo en que Conay gustaba de colocarlas). No buscó los
pechos, que se movían sin parar por las embestidas, ni el rostro esquivo y
jadeante, ni las piernas apoyadas sobre los hombros de Conay o simplemente
sueltas a lado y lado. Buscó los brazos del hombre, fuertes como columnas de
piedra, buscó la espalda en tensión, buscó el culo en perpetuo y regular
movimiento. Observó con deseo y con dolor a partes iguales, sabedor de que
nunca tendría para sí aquel cuerpo, al menos no de aquel modo. Contempló la
escena con la tranquilidad de saber que Conay permanecía siempre pendiente
de la joven de turno...
No obstante, algo había cambiado. El rostro de Conay no apuntaba a la
mujer, el bárbaro no permanecía pendiente de sus gestos y de sus reacciones.
Conay miraba al lado, miraba a Aurel.
El joven no se movió de donde estaba pero al cruzarse sus ojos con los
de Conay sintió que un terremoto le recorría por dentro. El corazón le dio un
vuelco previo paso a galopar a cien por hora. Aquello no era el resultado de
un accidente o una casualidad, pues el bárbaro sostuvo sus ojos clavados en
los de Aurel y su mirada era intensa, tan penetrante como el miembro que
obraba en el interior de la mujer.
Aurel se sintió de inmediato embargado por aquellos ojos negros. Sin
ser capaz de desengancharse de ellos volvió a contemplar el resto del cuerpo
de Conay en movimiento: sus brazos, su espalda, su culo... Se le puso la polla
tan dura que se le estremecía sin parar, mas fue lo único en su cuerpo que
cambió, pues permaneció paralizado, atónito y sorprendido más allá de toda
medida.
No supo Aurel cuánto duró la mirada. Supuso que más de lo normal,
pues la mujer tuvo tiempo de gemir y retorcerse una docena de veces.
Cuando Conay devolvió su atención a la mujer, el joven Aurel continuó
observando al bárbaro de todos modos. Se quedó inerte mientras la seguía
follando, mientras ella se agarraba a sus brazos o a su espalda, o trataba de
anclarse a su trasero (que le quedaba muy lejos, pues tenía los brazos bastante
cortos). Se quedó quieto mientras ella se corría entre espasmos y gritos, y
también mientras él eyaculaba pasados escasos segundos. Se quedó pasmado
cuando la mujer se vistió y se fue tan risueña como cuando había llegado, y
aun cuando Conay se tumbó en la cama rendido por fin a un sueño que
reclamaba su tiempo con mayor fuerza que nunca. Lo que aquella enigmática
mirada significaba era una incógnita para él.
Los viajeros pasaron la mayor parte del día entre la cama y los
comedores, disfrutando de un merecido descanso. A Conay se le veía
inusualmente relajado cosa que Aurel comprendió con el paso de las horas.
La ausencia de grandes poderes resultaba tranquilizadora para el bárbaro, no
había allí reyes caprichosos, ni monjes que hablaran en nombre de dioses
crueles y terribles. En Hertea cada uno se valía por sí mismo y mientras él
sostuviese una espada en la mano y los demás advirtieran el diámetro de su
brazo no tenía nada que temer.
Fue al segundo día de estancia en la ciudad cuando Aurel se decidió a ir
en busca de una especie de trabajo con el que ganarse la vida. Tras dar
vueltas y más vueltas resultó que la primera propuesta de Conay había sido la
buena: la biblioteca era un lugar idóneo para el joven. Poco acostumbrados a
recibir a gente instruida, los responsables de la misma enseguida le
propusieron más trabajos de los que podía aceptar, pues el joven no solo
sabía leer y escribir, también era capaz de componer música o poesía, o de
escribir el guión de una obra de teatro (cosa que nunca había hecho en
Kiarham pero que había visto hacer infinidad de veces). Las sensaciones allí
fueron buenas. Por primera vez desde que llegaron, Aurel pensaba de veras
que Hertea podía ser una buena opción para él.
Durante el largo viaje el joven había tenido más de una ocasión para
establecerse. En el templo de Guon, en la ciudad de Garea o incluso en el
nido de un hombre-pájaro... pero aquella era sin duda la mejor de las
propuestas. Cuando fue al encuentro de Conay (que había esperado en la
puerta de la biblioteca para no desacreditar a Aurel con su perturbadora
presencia), lo hizo con una sonrisa. Dicha sonrisa pronto se tornó amarga ya
que el momento de la separación se acercaba de forma lenta pero inexorable.
La mente de Aurel se colmó de sensaciones agridulces. Por un lado
disponía de un futuro prometedor en el que por fin volvía a ser valorado por
hacer las cosas que en verdad le gustaban. Se vio a sí mismo residiendo en un
buen barrio de la ciudad, rodeado de gente culta y con suficiente oro para
pagar un par de fuertes brazos (y quizá también otras partes del cuerpo) que
lo protegieran. No obstante, cada vez que miraba a Conay ese futuro le sabía
a poco. El joven observaba cada una de las partes del bárbaro como si ya lo
echara de menos, aprovechaba cada ocasión para tratar de memorizar el color
de su piel, su forma de moverse, las escasas expresiones que hacía o la
gravedad de su voz.
Se encontraba en uno de esos momentos de tristeza mientras tomaban
una cerveza, de nuevo en la mesa de un gran comedor. Este era distinto a los
otros que habían visitado, allí todos los hombres que entraban y salían
portaban vistosas espadas y lucían músculo y cicatrices como si fueran
trofeos. Aurel era el único que desentonaba mientras que Conay pasaba
inadvertido, ya que era uno más entre iguales. No había mujeres o niños, solo
hombres fornidos y grandes jarras de cerveza.
Conay bebía como si su estómago tuviese un agujero del tamaño de la
boca de la jarra; llevaba cinco cuando Aurel apenas tenía la suya a la mitad.
El bárbaro no ofrecía mucha conversación (más bien ninguna) y Aurel llegó a
la conclusión de que no merecía la pena tratar de arrancarle las palabras, se
dedicó a dar pequeños sorbos y a observar alrededor a la espera de algo que
le entretuviera.
El joven percibió entonces que alguien le miraba. Era un hombre de piel
oscura que se acababa de sentar en una mesa del otro lado del salón y que
mantuvo los ojos clavados en los de Aurel durante más rato del que se
consideraría prudente. Comenzó entonces un juego de miradas entre ambos,
pues parecía que se buscaban todo el tiempo: cada vez que Aurel se centraba
en alguna otra cosa volvía sin remedio a buscar el negro rostro del hombre y
entonces se encontraba con que el otro actuaba de la misma forma.
Aurel no supo qué pensar. Él era el único rubio de ojos azules del lugar
y el único de complexión delgada. Desde luego no le pareció tan extraño que
otros le miraran aunque con el paso de los minutos advirtió que lo que el otro
sentía no era simple curiosidad. Era normal que la gente de allí le dedicara
una mirada fugaz, dos a lo sumo, pero lo del negro suponía una insistencia
poco habitual. Por su parte, el propio Aurel sufría de un irremediable interés
por la situación.
Trató el joven de fijarse en el cuerpo del observante con todo el disimulo
posible. Sin duda le sacaba una cabeza de altura a Aurel, pero no era
precisamente delgado sino todo lo contrario: al igual que los demás presentes
parecía un saco de músculos. Lucía un rostro anguloso y pequeño salvo por
unos labios gruesos que eran típicos de la gente de su raza. Mostraba el cuello
grueso, la cabeza rapada, los hombros redondeados y un abultado pecho. No
había pelo en su cuerpo, vestía una tela gruesa que se sostenía en uno de sus
hombros pero que dejaba el otro desnudo, una sola pieza de ropa cogida por
un pesado cinturón que la convertía en falda bajo la cintura.
El hombre bebía (como todos) y permanecía sumido en un ambiente de
distensión. A medida que pasaban los minutos ya no le importaba que su
interés por Aurel fuera evidente, pues no apartaba los ojos del joven en
ningún momento. Lo miró con fijeza todo el tiempo y Aurel respondió del
mismo modo. La única diferencia con respecto a unos minutos atrás es que
ahora ambos actuaban con desvergüenza y observaban el cuerpo del otro sin
complejos.
Aurel admiró las oscuras y gruesas piernas del hombre. Llevaba unas
botas que se enredaban en la pierna hasta casi alcanzar las rodillas. De estas
hasta la oscuridad propiciada por la falda no había nada salvo una piel negra
y brillante. El hombre permanecía con las piernas abiertas, pero las abrió más
al notar los ojos escrutadores del joven, como invitándole a que acentuara su
mirada. Aurel supo entonces que su intuición iba bien encaminada, que aquel
gigantesco negro tenía un evidente interés sexual para con él. Hasta dónde le
llevaría dicho interés era algo que desconocía.
El joven se prestó al juego y aceptó la invitación. ¿Qué daño podía hacer
mirar en la oscura entrepierna que el desconocido le brindaba? Una vez
abiertas el grosor de las piernas se hizo todavía más evidente. El hombre
bebió de su jarra con cuidado de que sus ojos siguieran bien pendientes de los
de Aurel. Este bebió también de la suya pero sin perder detalle de las abiertas
piernas. Tanto se fijó que creyó ver una sombra que descendía de entre las
mismas, un cuerpo oscuro que apenas se adivinaba por el contraste con la
madera del banco en el que el hombre estaba sentado. Resultaba obvio lo que
aquel cuerpo redondeado era.
Aurel comenzó a tragar saliva. Buscó los ojos del hombre para encontrar
en ellos respuestas a sus preguntas pues no comprendía hasta qué punto
deseaba jugar el desconocido. Luego volvió a mirar a la entrepierna, todavía
demasiado oscura e inescrutable, hasta que el negro solucionó el problema de
la falta de luz. Llevó sus manos al extremo de la falda y la comenzó a retirar a
fin de que las piernas se vieran más. Poco a poco, pulgada a pulgada, la
entrepierna comenzó a quedar a la vista. La sombra que Aurel había visto
(que había tomado por la punta de un fláccido pene) era en verdad la bolsa de
los huevos. La polla no la había divisado antes porque se hallaba alzada y
oculta por la negrura circundante. A medida que la falda retrocedía comenzó
a atisbar el miembro viril en toda su extensión: primero el rodado y henchido
glande, luego el resto de la polla, que era un tenso cilindro de carne oscura
colmado de gruesas venas.
Aurel deseó meterse bajo aquella mesa y después entre las oscuras
piernas, pero no podía, así como tampoco mostrarle al otro su polla (que
estaba dura pero escondida) o tocarse, a no ser que fuese de un modo puntual.
Conay permanecía enfrente, pensando en sus cosas (o no pensando en nada),
pero a buen seguro capaz de advertir cualquier movimiento sospechoso. En
cambio, el negro de enfrente estaba solo y podía hacer y deshacer sin causar
los recelos de nadie.
De ese modo, el juego siguió su curso. Una vez liberada la negra polla el
hombre se empezó a tocar, siempre con los ojos clavados en Aurel, con los
que percibía su hambre. Actuó con extrema suavidad consciente de que otros
apreciarían el movimiento de su brazo o de su hombro si se masturbaba a
placer. Comenzó por poner un dedo sobre la base de la polla y presionar con
suavidad. Cada vez que retiraba dicha presión el miembro oscilaba hasta
retornar a la posición original. Gracias a dicho movimiento Aurel apreció con
mayor claridad el tamaño del pene, que no era nada desdeñable teniendo en
cuenta que pertenecía a un cuerpo que debía rondar el metro ochenta de
estatura y cuyos músculos se mostraban ingentes por doquier.
El dedo siguió con la tarea de ejecutar sus minúsculos empujes sobre el
miembro. Aurel no dejaba de observarlo, solo para internarse en los ojos
negros del hombre o para vigilar lo que hacía Conay, que bebía
invariablemente con la mente perdida en sus pensamientos.
Pronto el negro avanzó en el particular juego. Tal y como estaba se
agarró el pene con dos dedos y lo palmeó sobre su otra mano, revelando una
dureza que ya era evidente antes de tal demostración. Fueron apenas dos o
tres golpes que se escucharon a gran distancia, aunque nadie salvo Aurel
prestó atención. Después el hombre rodeó la base de la polla con los dedos
gordo y corazón para comenzar a masturbarse muy, muy despacio. En verdad
los dedos apenas avanzaban, se mantenían siempre cerca de la base del pene.
Cualquiera que mirara por encima de la mesa no habría apreciado la menor
agitación. Por debajo de la misma la polla ejecutaba una lenta danza
destinada a la provocación.
Aurel tuvo que apretarse la polla con disimulo para calmar sus ansias.
Llevaba días sin correrse (desde que ocurrió lo de la tribu del bosque), no
había tenido ocasión ni tampoco ganas, salvo cuando Conay y él se miraron
durante la enésima follada del bárbaro con una joven. Ahora el inesperado
espectáculo le excitaba tanto que se le escaparon algunas gotas de placer sin
apenas tocarse. Tragaba saliva todo el tiempo y tenía la boca seca por mucho
que hacía pequeños tragos de cerveza cada poco tiempo.
La lenta (agónica) masturbación del hombre siguió su curso sin pausa
pero sin que los dedos aumentaran el ritmo o el alcance. Estos seguían
ceñidos al principio de la polla y limitados a un movimiento parcial que para
Aurel ya suponía demasiado poco, pues el joven deseaba ver aquella gran
polla en movimiento y en plenitud. El otro parecía divertirse con las ansias de
acción que el joven le imploraba con la mirada. Sonreía con levedad ante su
desesperación, una medio sonrisa que era tan sutil como el movimiento de su
pene.
El hombre levantó la polla hacia arriba para seguir con la masturbación,
sirviéndose de los dos mismos dedos que la movían adelante y atrás. Aurel
tuvo entonces una visión clara de la envergadura del miembro, que en aquella
posición casi tocaba la parte de abajo de la mesa con la punta. Se continuó
masturbando, hizo que los testículos subieran y bajaran igual de despacio que
el cuerpo cavernoso.
De repente los dedos comenzaron a moverse muy deprisa, limitados por
igual a la base de la polla pero agitándola con rapidez. Sin que nada en el
pétreo rostro oscuro cambiara, la polla se tensó como nunca. Acto seguido el
negro abrió las piernas tanto como pudo y empezó a eyacular. El esperma
salió despedido hacia la mesa y chocó con la parte de abajo de la misma.
Cada uno de los chorros de semen impactó y se quedó clavado en la madera
apenas un segundo, aguardando a que la gravedad lo reclamara y lo hiciera
descender hacia el suelo en densas y lentas hileras que formaban blancas y
volubles columnas.
Aurel no lo daba crédito. Hasta siete chorros impactaron contra la mesa.
Luego el semen comenzó a caer directo desde la polla hasta el suelo, carentes
los chorros de la fuerza necesaria para impactar con la parte de abajo de la
mesa. Cuando hubo terminado de eyacular había un charco de semen en el
suelo y una sonrisa instalada en el rostro del dueño de la polla. Entonces el
hombre escondió el pene entre las piernas de nuevo, bajo la falda. El
espectáculo había dado a su fin. El negro se terminó la cerveza de un largo
sorbo y se marchó.
Aurel tuvo que esperar un buen rato a que se le pasara la erección. La
cerveza y la imposibilidad de masturbarse le habían dado unas irremediables
ganas de mear pero no quiso levantarse hasta que el pene hubiera vuelto a un
tamaño que pasase desapercibido a simple vista; ignoraba cómo podían
tomarse todos aquellos hombretones de alrededor ver a un joven escuálido
empalmado en aquel lugar. Cuando se hubo calmado se alzó y preguntó
dónde podía encontrar el servicio. Conay señaló en la dirección pertinente
con la cabeza.
La puerta en cuestión daba a un pasillo estrecho al final del cual había
otra que daba a un urinario, bastante sucio y maloliente (era esperable que lo
fuera). Aurel aguantó la respiración durante el tiempo que fue capaz, que no
le dio para vaciar la vejiga pero al menos le evitó tener que respirar aquel
fuerte olor durante toda la evacuación.
De vuelta al pasillo su mente comenzó a rescatar los temas que había
intentado mantener apartados en las últimas horas; no podía mantenerlos a
raya durante mucho tiempo ya que su vida estaba a punto de cambiar de un
modo radical... otra vez. No estaba seguro de desear tal cosa, del mismo
modo que no lo estuvo cuando salió de la prisión de Kiarham en compañía de
Conay. Pero al igual que entonces no quedaba otro remedio. Las cosas ya no
eran como él quería, nunca iban a volver a serlo. Tenía que adaptarse, eso era
todo.
Apesadumbrado, Aurel avanzó por el pasillo con el rostro absorto y el
paso lento. Vio una gran figura sombría que entraba y se acercaba en
dirección al urinario y se apartó para dejarle pasar. No obstante, cuando el
hombre estaba a punto de pasar por su lado Aurel lo miró a la cara y lo
reconoció. Era el de la mesa, el negro de casi dos metros.
Las miradas se cruzaron de nuevo y, de la misma forma que antes,
ambos se quedaron como hipnotizados mutuamente. Permanecieron en
contacto los ojos de los dos mientras pasaban el uno junto al otro. Apenas
cabían en el estrecho pasillo, de modo que Aurel se acercó a la pared y se
detuvo. El otro no hizo el menor esfuerzo por evitar el contacto, más bien al
contrario: se puso de lado para pasar, pero en vez de aproximarse a la pared
opuesta se apretó bien contra el joven y le rozó cuanto pudo. Justo mientras
permanecían en contacto, el hombre se detuvo y agachó la cabeza hacia
Aurel, que tuvo que mirar hacia arriba para seguir viendo sus ojos.
—¿Cómo te llamass? —le preguntó. Tenía una voz grave y profunda, un
acento extraño que arrastraba las eses al principio y al final de cada palabra.
—Aurel.
—Bonito nombre —siguió, sin moverse.
Era evidente que la conversación resultaba un mero trámite, una forma
de ganar tiempo. Lo importante es que seguían en contacto. Lo importante es
que Aurel notaba crecer el miembro del otro a través de la escasa ropa que
(apenas) los separaba.
—Yo me llamo Dahmir.
El miembro se levantaba con creciente rapidez. En segundos Aurel había
pasado de notar un bulto informe a percibir un pene sólido y definido.
Acababa de ver cómo se corría y ahí estaba otra vez, preparado para la
acción.
—¿Eress de por aquí, Aurel?
Dahmir no perdió el tiempo. Mientras su polla se terminaba de
endurecer una de sus largas y negras manos fue en busca del culo de Aurel.
Le apretó una nalga para luego quedarse allí, acariciándola sobre la ropa.
Aurel no supo qué responder. Estaba sorprendido por la situación pero lo
cierto es que dudaba entre responder que no era de allí o todo lo contrario.
Terminó por balbucear algo que no era ni una cosa ni la otra. Mientras tanto
su polla también creció, animada por el contacto continuado de la mano ajena
en el trasero. Terminaron ambos penes tocándose y pugnando por comparar
sus respectivas durezas. Ya no había marcha atrás.
—Estoy sseguro de que ssi te hubiera visto antess me acordaría—siguió
—. ¿De dónde vieness?
—De Kiarham.
—Eso está lejoss. De hecho, creo que nunca antess había visto a alguien
de Kiarham. ¿Todoss allí sson como tú?
Lo preguntó en alusión a los rubios rizos de Aurel, que en el Continente
Embrujado eran muy poco comunes. También lo dijo por sus ojos azules. La
mano continuaba obrando sobre la nalga, se desplazaba de arriba abajo con
lentitud para calibrar su tamaño y consistencia. Los miembros de ambos
seguían en contacto, el de Dahmir más largo y más grueso que el de Aurel.
Eso era algo que se notaba a pesar de que los penes permanecían separados
por las ropas de ambos, pero que se hizo muy evidente cuando Dahmir apretó
el cuerpo de Aurel contra el suyo sirviéndose de la mano que tenía en su culo.
Entonces las pollas se estremecieron con fuerza y al unísono.
—¿Todoss allí tienen un culo tan bien formado como el tuyo? —dijo,
sin esperar a que Aurel respondiera a la pregunta anterior.
Entonces Dahmir movió la mano bajo la ropa de Aurel para tocarle
mejor. La delgada tela del calzón apenas fue una barrera para sus dedos
ansiosos. Le agarró una nalga con tal fuerza que Aurel dio un respingo.
Dahmir sonrió, satisfecho. Comenzó entonces a mover la cintura siguiendo
un movimiento sutil que apenas se notaba a simple vista pero que era más
que perceptible a través del roce entre los miembros endurecidos. La mano
comenzó a moverse sin contemplaciones sobre las nalgas, pasaba de una a
otra y se introducía un dedo entre ambas con la tela del calzón todavía
presente.
Dahmir tenía la boca abierta todo el tiempo, como si necesitara más aire.
Aproximó su rostro al de Aurel tan despacio que el otro apenas lo notó, hasta
que vio su boca enorme justo enfrente con una lengua rosada y gruesa
removiendo la saliva en el interior.
Cuando Dahmir puso la otra mano en el trasero de Aurel y le separó las
nalgas, el joven miró hacia la puerta del pasillo temeroso de que alguien
entrara y les viera en aquella tesitura tan comprometedora. Dahmir reaccionó
pronto: agarró la barbilla de Aurel y la encaró de nuevo hacia su cara. Con un
sencillo gesto propició que abriera la boca y entonces se aproximó
definitivamente, previo paso a sacar la lengua. La saliva se aglutinaba en la
punta de esta hasta que formó una densa gota justo cuando la lengua del
negro estaba sobre la boca abierta de Aurel. La gota siguió engordando hasta
hacerse pesada y caer. El joven la recogió, mas luego no tuvo tiempo de
cerrar la boca, pues la lengua de Dahmir se introdujo en esta y la colmó.
La mano que había sostenido la barbilla descendió de nuevo hacia el
culo, por debajo de la falda. Se metieron los dedos por la parte de abajo del
calzón para agarrar una nalga y mantenerla bien separada mientras un dedo
de la otra mano buscaba certero el agujero oculto. Lo penetró y la polla de
Dahmir se agitó con fuerza tres veces seguidas. Su lengua era tan grande que
ocupaba casi toda la boca de Aurel sin apenas moverse, pero no se mantuvo
quieta ni mucho menos. Mientras tanto, seguía mirando al joven con unos
ojos bien abiertos.
Dedo y lengua continuaron metidos en el cuerpo del joven hasta que
Dahmir alejó de nuevo el rostro.
—Date la vuelta, quieress. Voy a follarte ese bonito culo que tieness.
El dedo seguía dentro. La otra mano acariciaba la nalga como si el negro
todavía no diera crédito a su envidiable forma y su exacta proporción.
—Pero aquí no...
—Nadie noss molestará. No sse atreverían, me he ganado una fama en
esta ciudad.
Cuando el dedo salió Aurel comprendió que había llegado el momento
de que entrara otro cuerpo mucho más grande. Podía haberse negado, o
sugerirle que al menos entraran en el urinario, pero nada dijo. Con cierta
dificultad debido al reducido espacio se dio la vuelta. Escuchó un ruido de
ropa en movimiento a su espalda así como a Dahmir escupiendo sobre su
propia polla en varias ocasiones, ya que había mucha carne por lubricar.
Aurel no había visto su polla salvo a lo lejos, durante la masturbación
bajo la mesa. Había percibido con vaguedad su tamaño y su fuerza en los
últimos minutos, pero el primer contacto real que tuvo con el pene de Dahmir
fue a través de su ano. Un lubricado glande se posó encima del mismo y
comenzó a empujar con moderada fuerza. Le pareció entonces que era más
grande de lo que había calculado, que su culo no soportaría la penetración sin
una mayor preparación. Pero no había tiempo, la polla siguió entrando y él
reprimió un quejido. Dahmir respondió metiendo un buen pedazo de polla de
golpe, como si deseara escuchar ese grito que Aurel se había aguantado.
Luego la sacó un poco, lo justo para escupir de nuevo encima de la polla y
volverla a meter.
El miembro entró despacio pero sin detenerse. Aurel se empezó a
preguntar hasta qué punto era largo cuando sintió el cuerpo de Dahmir
rozando sus nalgas; de todas formas, aún quedaba un trecho pues la polla
podía seguir avanzando mientras hubiera margen para apretarlas. La notó
entrar mientras percibía a Dahmir cada vez más próximo y también cuando el
negro dio un impulso final para llegar hasta lo más hondo. Aurel hizo fuerza
con el culo e intentó alejarse de él pero Dahmir le agarró de la cintura para
detenerlo. Apretó bien fuerte el cuerpo del joven contra su polla y disfrutó del
dolor que provocó la profundidad de su entrada.
De repente Dahmir sacó la polla del todo. La cambió por dos dedos que
obraron sin cesar, más empeñados en mantener el agujero abierto que en
agrandarlo. Mientras tanto, Aurel escuchó cómo se volvía a escupir sobre la
polla y cómo se masturbaba con rapidez. Le escuchó también resoplar, sabía
que tenía los ojos clavados en su culo y que lo admiraba profundamente; era
una de aquellas personas expresivas que necesita manifestar lo que le gusta
todo el tiempo. Aurel no podía negar que le fascinaba sentirse deseado de
aquel modo.
Cuando Dahmir se decidió a meter de nuevo la polla, esta entró con
mayor facilidad, pues a diferencia de la primera vez no la metió con voluntad
de incomodar a Aurel sino para empezar a follarle. El joven apenas había
digerido el grosor de la polla, sabía que tardaría unos minutos en comenzar a
disfrutar de verdad. Dahmir no se quedaba corto dando muestras de su placer,
hablaba con el culo de Aurel además de jadear a menudo. De vez en cuando
también se permitía la licencia de dar una sonora palmada a una de las nalgas.
Era más que evidente que alguien follaba en el pasillo, los sonidos
resultaban claros e inconfundibles. A Dahmir no parecía importarle, al igual
que Conay él también opinaba que dos brazos fuertes eran toda la ley que
imperaba en aquella ciudad. Al parecer se había ganado el derecho de hacer
lo que quisiera, incluido follarse a un joven en mitad de un espacio público.
Aurel no estaba acostumbrado a ese tipo de situaciones, vigilaba todo el
tiempo la puerta temiendo que alguien les viera. Poco a poco se
acostumbraba al tamaño del miembro, su ano se relajaba y dejaba de
resistirse a la intrusión para aceptarlo en su interior. El joven incluso se
planteaba alargar una mano hacia el negro trasero que lo embestía, pero de
nuevo miraba a la puerta y se incomodaba. Los gemidos, las palabras de
Dahmir, los bofetones en su culo, la polla entrando y saliendo... todo ello le
haría enloquecer de placer en otras circunstancias, pero no así. El miedo a ser
descubierto hacía que todas aquellas cosas quedaran distantes en un segundo
plano.
Dahmir seguía a la suya. No le bastaba con penetrar aquel culo o darle
palmadas, agarraba las nalgas, las movía, las separaba. Se mostraba fascinado
por aquel culo blanco en el que su polla se movía prieta y deseada. Follaba
todo el tiempo al mismo ritmo pero llegado un momento sus gemidos
subieron en intensidad y entonces ocurrió algo que Aurel no esperaba:
Dahmir sacó la polla y se masturbó frente a su culo. Aurel se giró, extrañado.
Vio el enorme brazo de Dahmir agitarse con gran rapidez y al poco sintió
chorros de esperma caliente chocar contra su trasero. El primero salió
disparado hacia la espalda, el segundo y el tercero acertaron en su ano y lo
golpearon con el ímpetu característico de las primeras salvas. Se escuchó el
sonido de densas gotas caer al suelo.
Justo cuando Aurel se planteaba vestirse y dejar atrás aquel episodio
(entre morboso e incómodo), vio una figura entrando en el pasillo. Nunca
supo si le estaba buscando o si simplemente iba a mear, el caso es que Conay
permanecía inerte en la puerta y mirando a los otros dos. Pese a lo
inexpresivo que siempre era, se le veía atónito.
Aurel se quedó petrificado. Dahmir no, siguió echando esperma sobre el
ano y sobre las nalgas. Colocó el glande en posición e introdujo la polla a fin
de soltar los últimos chorros dentro del culo. La metió hasta el fondo y gimió
mientras el semen seguía brotando. Se apretó bien fuerte al culo de Aurel y
alzó la barbilla. Dejó que el aire saliera de su abierta boca con generosidad
hasta conformar una larga vocal, que no era tanto un jadeo como la voluntad
de manifestar su placer.
Conay movió los ojos a lo largo y ancho de la escena, se detuvo a
contemplar cada detalle con la misma cara de pasmo que se le había quedado
el entrar en el pasillo. Aurel solamente era capaz de mirar los ojos del
bárbaro, le estremecía verlos moverse sin parar. Dahmir mantuvo la polla
metida durante lo que pareció un día entero, la movió despacio en el interior
del joven y disfruto del sosiego de haberse corrido dentro. Cuando la sacó
Conay ya se había ido.
Dahmir siguió observando el culo de Aurel un poco más, le dio un par
de sonoras palmadas y por último se guardó el miembro dentro de la ropa.
—Eress un joven muy guapo, Aurel, y por lo que veo nuevo en la
ciudad. Si necesitass a alguien que guarde tus espaldass, podráss encontrarme
en este local, vengo a menudo.
Aurel apenas se había llegado a subir los calzones cuando la mano de
Dahmir volvió a prender una de las nalgas a modo de despedida.
—Quizá no te cobre por miss sservicios. Al menos no con monedas de
oro, ya me entiendes.
Dicho lo cual se fue. Aurel apenas escuchó sus palabras, las guardó en
algún lugar recóndito de su cabeza para meditar sobre ellas en otro momento.
Tenía otras cosas más imperiosas en las que pensar. Se terminó de vestir, se
atusó la ropa y se peinó. Cogió aire y regresó a la sala, donde Conay
aguardaba sentado. Nada más llegar Aurel a la mesa el bárbaro se levantó
para salir del local y sin decir palabra. Aurel le siguió.
No hablaron el resto del día, lo cual no era en verdad novedoso, aunque
de algún modo Aurel notaba que se había abierto una brecha entre ambos, un
escollo que era ya insalvable. La separación entre ambos no solo iba a ser
inevitable, llevaba camino de tornarse incluso deseable.
El día terminó sin que el uno dejara de ignorar al otro y el siguiente
comenzó del mismo modo. Conay comía, dormía y acompañaba a Aurel en
las gestiones que este hacía para comenzar a construirse una vida en Hertea,
mas lo hacía obligado, como si la promesa hecha en las cárceles de Kiarham
le pesara ahora como una losa. Aurel volvió a la biblioteca, donde se reunió
con otras personas más ancianas y con aspecto de poseer un mayor poder de
decisión que durante la primera visita. Se tomaron las primeras decisiones en
firme, Aurel comenzaría pronto sus trabajos allí.
Al atardecer regresaron al mismo local donde se habían encontrado con
Dahmir. Ello sorprendió a Aurel, pero no tanto como descubrir que Conay
parecía estar buscando al gran hombre de piel oscura del día anterior. De
hecho dio la impresión de que esperaba verle entrar por la puerta pues se
giraba todo el tiempo hacia la misma. Aurel no osó preguntar; no se había
atrevido a hablarle desde que le viera siendo penetrado por Dahmir. Se limitó
a beber cerveza y a esperar a que el día terminara. Poco había que se pudiera
hacer hasta el siguiente ya que la compañía que le ofrecía Conay no daba para
más.
De repente el bárbaro se alzó y fue raudo hacia la puerta del local. Salió
a la calle aun con la jarra de cerveza a medio terminar. Aurel no le siguió,
pues la bebida estaba impagada y suponía que Conay no había decidido
marcharse del local todavía. En efecto la salida del bárbaro había sido
temporal y con un claro objetivo. Aurel lo descubrió pronto, en cuanto vio
que los hombres del local se asomaban a las ventanas y se agolpaban en la
puerta. También al escuchar el estruendo de cosas que se rompían.
Le costó mucho trabajo al joven abrirse paso entre quienes taponaban la
puerta, había capas y capas de hombres grandes y musculosos que se
apretaban los unos contra los otros, que gritaban y se empujaban. Aurel logró
escabullirse entre algunos de ellos siempre procurando que su paso fuera
discreto y carente de molestias para los demás (pues uno solo de aquellos
gigantes le podía tumbar con un simple gesto). Cuando logró asomarse a la
calle no dio crédito a lo que veía. Conay estaba enzarzado en una pelea y su
rival no era otro que Dahmir.
El público jaleaba y vociferaba. En realidad no animaban a ninguno de
los dos pese a que Dahmir era conocido en Hertea mientras que Conay no;
uno nunca sabía quién iba a ser el próximo hombre fuerte de la zona. Aurel
no comprendía la situación. Que él supiese no había sucedido nada entre
ambos, de hecho Conay había salido en su busca nada más verle, antes
incluso de que Dahmir entrara en el local (lo cual había sido una sabia
decisión, ya que una pelea dentro del local habría facilitado que otros se
sumaran, molestos porque durante la lucha alguien derribara las jarras de
cerveza, por ejemplo).
Conay llevaba ventaja, pues el otro no había previsto que nadie se
lanzara contra él. Justo en ese momento el negro hombre se levantaba
aturdido y mostraba un moratón en la mejilla. Conay le esperaba en guardia y
listo para el contraataque. Se observaron durante largos segundos, se
estudiaron.
Aurel abrió la boca y gritó en un vano intento de detener la trifulca sin
sentido, pero ni siquiera el hombre que tenía al lado le escuchó en mitad del
griterío generalizado y abrumador. No pudo evitar que Dahmir saltara hacia
Conay. Se impulsó con tanta fuerza y era tan grande que recordaba a un
rinoceronte. Arrastró a Conay al suelo como si este fuera un chiquillo de
piernas temblorosas, a pesar de que le esperaba con los músculos en tensión y
preparados para el impacto. Una vez en el suelo el negro le dio un puñetazo
tras otro e hizo que la cabeza del bárbaro girara en fugaces y violentos
movimientos.
Conay tenía que reaccionar. Se sirvió de la potencia de sus piernas para
alzar el cuerpo entero de Dahmir y echarlo a un lado, y luego se puso de pie.
Ahora lucían ambos el rostro magullado y de nuevo se analizaban para
planear el siguiente ataque.
Aurel miró hacia atrás. No vio nada, ya que los espectadores le rodeaban
por todas partes, pero supo que Conay había dejado la espada dentro. Aquel
era un enfrentamiento limpio, sin armas, cuerpo a cuerpo.
Dahmir volvió a lanzarse sobre Conay, consciente de la ventaja que le
confería ser más alto y más grueso. Le sacaba una cabeza a Conay y toda la
masa de más que tenía respecto a su rival era puro músculo. Conay se vio
obligado a servirse de su agilidad y de su experiencia, con la que preveía
dónde golpearía el otro y cómo se movería. Durante tensos minutos Conay
dio la impresión de manejar la situación, pues esquivaba a placer casi todos
los golpes de Dahmir (al menos los que prometían causar mayor daño). El
bárbaro también le asestaba algunos pero hacían escasa mella en el firme
cuerpo del negro.
Los espectadores rieron a lo grande al ver fallar a Dahmir una y otra vez.
Debieron pensar que Conay le tomaba el pelo o jugaba con él. Dahmir se
llevaba los peores impactos, los que Conay le propinaba cuando el otro se
encontraba ocupado preparando uno de sus infructuosos asaltos, mas el
aguante del negro era mucho. Era necesario golpearle de forma incesante para
derrotarle y Conay no tenía ocasión de hacerlo tan a menudo como era
necesario.
Al final ocurrió lo que era inevitable. Quizá fuera por el cansancio de
Conay o porque Dahmir ya había aprendido la mayoría de las artimañas de su
rival, el caso es que de repente el bárbaro no fue capaz de esquivar uno de los
golpes del negro, uno que era potente en particular. Después del primero vino
un segundo y el tercero le tumbó en el suelo.
Aurel estaba convencido de que Conay se levantaría, de que la lucha
todavía sería larga. Su sorpresa fue ver que Conay permanecía en el suelo,
abatido sin remedio. De hecho, Dahmir se supo ganador nada más asestar el
tercer golpe, pues no había aprovechado que el adversario caía al suelo para
rematarle.
Los hombres agolpados en puertas y ventanas comenzaron a aplaudir
por lo que había sido un buen espectáculo. Cuando Conay recuperó el aliento
recibió la mano del propio Dahmir, que le ayudó a ponerse en pie.
Minutos más tarde todo el mundo volvió a su lugar, a sus quehaceres,
como si nada hubiera sucedido. Dahmir no entró en el local pero sí lo hizo
Conay, que mostraba el cuerpo lleno de heridas y moratones. Aurel lo vio
pasar a su lado sin saber muy bien qué decir o qué hacer. Lo miró sentarse y
terminarse la jarra de cerveza tranquilamente. Luego el bárbaro pagó la
cuenta y se dirigió al dormitorio que tenían alquilado. Aurel fue tras él; el
joven seguía estando a su cuidado y seguía imitándole en la mayoría de cosas
que hacía. A pesar de ser media tarde se estiró en la cama, al igual que
Conay, y permaneció mirando hacia el techo. Justo cuando el joven pensaba
que su apático compañero se había quedado dormido lo escuchó hablar por
primera vez en días:
—Es un mercenario —le dijo—, pero de esos que les gusta la buena
vida. Protege bien a sus clientes. Le resulta fácil, tiene fama de ser
invencible, pocos se atreven a meterse con él.
Aurel sabía que se refería a Dahmir. Apenas entendía sus palabras, en
parte por los golpes que Conay tenía en la cara, en parte porque le hablaba de
espaldas.
—Cuidará bien de ti —concluyó.
Aurel ignoraba de qué estaba hablando. Era cierto que Dahmir le había
sugerido la posibilidad de ofrecerle protección pero eso era algo que Conay
no pudo haber escuchado.
El bárbaro se durmió pronto, mas su compañero continuó con la
reflexiva tarea de observar el techo. De repente lo comprendió todo. El
combate no había sido casual. Conay había provocado a Dahmir para ponerlo
a prueba, para saber si era cierto lo que se hablaba de él. Conay había
probado al negro mercenario para saber si era digno de proteger a Aurel, si
era digno de ser su sustituto.
Aurel se giró para mirar al bárbaro cuya espalda se mecía al son de una
respiración honda y pausada. Ahora que ya tenía nuevo trabajo y nuevo
protector, sabía que Conay se marcharía al día siguiente.
10 Una nueva vida
Había llegado la hora. La tarde caía y la luz del Sol estaba por desaparecer.
Conay no despertó de la siesta hasta el día siguiente, se quedó dormido
profundamente al poco de luchar contra Dahmir. Aurel sabía que se iría al
amanecer. Con la mirada perdida, sintió que un puño le agarraba el corazón.
No deseaba que se fuera mas poco podía hacer para evitarlo.
Fue incapaz el joven de dormir en toda la noche. Dejó que la luz se
disipara, que convirtiera poco a poco el blanco techo de la estancia en una
oscuridad impenetrable. Vio cómo las horas pasaban y todo cuanto podía
hacer era observar de vez en cuando a Conay. El bárbaro seguía dándole la
espalda, respiraba hondo y dejaba que el sueño curara sus heridas.
Cuando la luz del nuevo día se adueñó de la habitación Aurel ni siquiera
recordaba en qué había estado pensando toda la noche. En verdad no creía
que hubiese pasado tanto tiempo. Sin apenas moverse siguió aguardando no
sabía muy bien el qué.
Conay se agitó y holgazaneó sobre la cama. No se había movido en toda
la noche, agotado como estaba por el combate contra Dahmir, pero en cambio
durante la mañana sí. Aurel no dejó de mirarle de que no lo contemplaría
mucho más tiempo. Cuando el bárbaro se puso boca arriba supo que tenía el
pene erecto por la forma del bulto que mostraba el calzón. Quiso levantarse
de la cama para ir a tocarlo, deseó arrebatarle la ropa y sacar su polla para
comérsela hasta el final como ya había hecho en dos ocasiones. Se preguntó
si le dejaría hacerlo, o si tendría el valor suficiente para intentarlo.
Meditó sobre ello largamente. Demasiado en realidad, pues al cabo de
un rato Conay despertó y no tardó en ponerse en marcha. Se levantó para
comenzar a hacer acopio de sus escasas pertenencias: la espada, el oro y las
provisiones. Estaba claro que no se preparaba para visitar a los caballos o
para desayunar, como las otras mañanas, porque ninguna de esas cosas
requería del arma o del dinero. Se marchaba para siempre.
Aurel ni siquiera hizo amago de levantarse para seguirle, como había
hecho sin cesar durante los últimos meses. En cambio, observó el pie de su
propia cama, donde se hallaba la bolsa en la que guardaba sus cosas. Entre
estas se encontraba el perfume que robó de la reina de Garea, que usó para
seducir al propio Conay y también al gigante de la casa del brujo. Le dio un
vuelco el corazón. Utilizarlo ahora suponía su única oportunidad de yacer con
el bárbaro y la última. Si lo abría ahora, antes de que se fuera, todavía tenía
tiempo de hacer su sueño realidad, dejaría que los vapores poseyeran la
voluntad de Conay y lo convirtieran en presa de un deseo sexual exacerbado
e inevitable.
El bárbaro ya había colgado el oro y la espada de su cinturón. Sin
apartar la vista de la cintura del bárbaro, Aurel llevó una mano hacia la bolsa
para comenzar a rebuscar a tientas en busca del frasco de cristal. El paquete
de Conay todavía se percibía abultado, Aurel se hallaba a unos centímetros de
dar uso de aquel extraordinario volumen oculto bajo la ropa. Tocó el frasco
con la punta de los dedos. Conay ya había comenzado a caminar desde la
cama hasta la puerta, era ahora o nunca. Llegó el joven a tocar con los dedos
la tapa del frasco justo en el momento en que Conay se detuvo en la puerta.
Nada sucedió, el frasco continuó cerrado. Aurel no se decidía a abrirlo.
Aquel no era el modo con el que deseaba ser follado por Conay, prefería que
se marchara a obligarle a hacer algo que en verdad no deseaba. No obstante,
la puerta tampoco se abrió a pesar de que la mano de Conay permanecía
detenida sobre el pomo.
Aquella extraña situación de pausa continuada se demoró más de lo
esperable. Aurel sospechó que Conay buscaba unas últimas palabras de
despedida o algo por el estilo, de modo que retiró la mano de la bolsa y
adoptó una posición de reposo a la espera de recibirlas. Sin embargo, Conay
no dijo nada. Todavía encarado hacia la puerta abandonó el pomo y se
desprendió del cinturón en el que tanto empeño había puesto minutos antes.
Dejó que cayera al suelo junto con la espada y la bolsa llena de oro. También
se desprendió de la bolsa colmada de víveres.
Aurel sospechó que quizá el bárbaro no se había recuperado bien de las
heridas, que se había sentido mal justo en el momento de la partida, aunque
cuando Conay se giró hacia él y comenzó a aproximarse a su cama lo vio en
buen estado de salud: caminaba erguido y su paso era decidido. Conay
mostraba entre ceja y ceja un claro motivo, un objetivo. A juzgar por su
mirada y por la dirección de sus pasos no cabía duda de que dicha meta era el
propio Aurel.
Conay se detuvo a los pies de la cama desde donde miró al joven con
unos ojos penetrantes, oscuros e insondables. Aurel seguía pensando que el
bárbaro tenía algo que decirle, unas últimas palabras, no estaba listo en
absoluto para lo que estaba a punto de ocurrir. Conay nada dijo sino que
actuó. Agarró la sábana con la que Aurel se cubría y la apartó con un gesto
contundente. El corazón del muchacho se puso a cien por hora en un instante.
Apenas podía dejar de mirar los negros ojos de Conay pero logró zafarse de
estos para observar el paquete del bárbaro, que durante tantos minutos se
había apropiado de su entera atención. Este continuaba abultado, el miembro
bajo la ropa lucía duro y voluminoso.
Todavía no había Aurel asimilado lo que ya era evidente cuando Conay
se bajó el calzón hasta los pies y lo lanzó a un costado. Su miembro se
enderezó, pasó de permanecer sobre una pierna (forzado por la tela) a apuntar
hacia delante, descarado y completamente erecto. Realmente iba a ocurrir, y
sin que fuera necesaria la intervención de un brebaje mágico. En el último
momento el propio Conay había decidido regresar sobre sus pasos para hacer
algo que había deseado en secreto durante largo tiempo.
Aurel estaba petrificado. Ni en sus más locos sueños habría sospechado
que Conay le follaría de verdad y ahora se sentía tan abrumado por la
sorpresa que no era capaz de reaccionar. No se movió ni un ápice mientras
Conay se subía a la cama con la polla bien dispuesta. Aurel no la miró, no
pudo, permanecía enganchado a los ojos de Conay, que le tenían poseído. Los
vio aproximarse mientras el cuerpo del bárbaro gateaba sobre la cama y su
miembro permanecía en suspensión a la espera de una penetración que ya
nada ni nadie impediría.
Conay también estaba prendido de los ojos de Aurel, obraba sin dejar de
mirarlos haciendo gala de un admirable control de la situación. Mientras los
dos rostros se acercaban agarró los tobillos de Aurel y los alzó. El joven no
llevaba más que los calzones puestos. El propio Aurel se los quitó para
liberar su trasero, así como una polla que se hallaba alzada y deseosa.
Conay avanzó un poco más. Dejó que las piernas de Aurel descansaran
sobre sus hombros y maniobró hasta que la polla comenzó a restregarse con
el cuerpo del joven. Chocó al principio con su pene, más delgado y corto pero
igualmente dispuesto (ambos se estremecieron por el contacto mutuo). No
obstante, el objetivo de Conay era otro y Aurel lo compartía. Se movieron los
dos con la mismo propósito hasta que el miembro de Conay comenzó a rozar
contra las abiertas nalgas.
Pasaron así unos momentos que fueron largos pero les parecieron
breves. Conay agitaba la cintura con suavidad a fin de que su polla (el glande
en especial) chocara contra el trasero del joven y le mostrara así su dureza.
Después empujaba y la polla se deslizaba entonces sobre la carne hasta que
sobresalía por encima o por uno de los costados del culo, o bien chocaba
contra el ano y se quedaba encajado en el mismo a la espera de que un
apretón lo metiera dentro.
Aurel continuaba rígido e incrédulo. Había colaborado para configurar
la postura actual pero mantenía las manos inertes sobre la cama. No había
duda de que estaba excitado más allá de toda medida, su polla se estremecía
sin cesar y cuando la de Conay se meneaba sobre culo deseaba con todas sus
fuerzas que lo hiciera dentro del mismo. Cada vez que el joven atisbaba la
polla asomando por un costado de su propio cuerpo, anhelaba percibir tal
tamaño en el interior de sí mismo.
El juego no duró mucho más. Conay escupió sobre una mano para luego
extender la saliva a lo largo de la polla. Colocó el glande sobre el ano y
entonces clavó las dos manos sobre el colchón. Los brazos se mostraron
rectos y firmes, el rostro permaneció serio e inexpresivo. Una dulce mezcla
de quietud y tensión colmaba el ambiente del dormitorio, hasta que un
minúsculo movimiento de cintura embargó los sentidos de los dos hombres
por completo.
El ensalivado glande comenzó a entrar. Aurel hizo lo posible por
relajarse y así aceptarlo, flexionó más las piernas como si con ello pudiera
acelerar la penetración, mas esta dependía por completo de lo que el bárbaro
decidiera y su determinación era la de actuar de una forma lenta y sosegada,
pero muy intensa a la vez. El glande entró pronto, siendo abrazado al
momento por un ano que lo apretaba con moderada fuerza. Luego comenzó la
larga entrada del resto del miembro que se extendió durante un lapso
considerable.
El control con el que el pene avanzaba era algo que Aurel nunca antes
había sentido. Cada minúscula parte que le penetraba lo hacía a la misma
proporción y velocidad que la anterior, con una lentitud que no creía posible
y que le volvía loco (era difícil decidir si de placer o de ansia). Al final,
cuando la polla hubo entrado por completo, el bárbaro permaneció inerte.
Aurel comenzó entonces a reaccionar. Había sido una entrada tan
progresiva que su ano estaba adaptado a la perfección al tamaño de la polla,
no se sentía molesto sino que la deseaba más al fondo. Quiso abrir más las
piernas, que la polla le penetrara hasta el límite, pero Conay se resistió a
ceder ante las presiones del joven, le vigilaba con una mirada que tenía su
propio peso.
Sin nada más que hacer que aceptar que el bárbaro se había hecho con el
control de la situación, Aurel actuó por sí mismo en la medida de lo posible.
Por primera vez alzó las manos de la cama y tocó el cuerpo de Conay.
Comenzó por los brazos. Posó las manos sobre las muñecas y subió despacio,
a lo largo de las cada vez más duras y gruesas columnas de carne. No podía
mirarlos, sus ojos seguían robados por los dos pozos negros con los que
Conay le observaba, pero los veía a través de las manos: acarició con
innombrable placer las curvas de sus músculos y las duras bolas que eran sus
hombros. Luego comenzó a tocarle el torso pasando las manos con deliberada
lentitud por los costados, también en tensión. Sintió su respiración, que era
tan agitada y tensa como la propia pese a la quietud de ambos cuerpos. El
joven todavía no se había hecho a la idea de estar tocándolo, no de aquel
modo y (desde luego) no en aquella situación.
Las manos de Aurel se movieron entonces a la sólida espalda del otro
(su polla se estremeció varias veces mientras descendía por la misma).
Bajaron hacia la curva de la espalda, que se mostraba muy acentuada, y
buscaron desesperadas las nalgas del bárbaro. Las manos se posaron sobre el
culo de Conay con precipitación, como si ya no soportaran la espera. Había
estado (ad)mirando ese trasero durante semanas y soñando con tocarlo
incontables noches y días. El deseo de sentirlas apretando contra su cuerpo
era el más grande que había tenido nunca, un deseo hecho ahora realidad.
Aurel no supo muy bien qué hacer con aquellas nalgas pues ansiaba
hacerlo todo al mismo tiempo: apretarlas, acariciarlas con suavidad o incluso
golpearlas. Tras un momento de indecisión las acarició, pues ante todo quería
verlas con las manos, quería memorizar su forma y su consistencia, del
mismo modo como había observado el resto del cuerpo pero sirviéndose del
tacto. Apenas las apretó mientras las recorría de arriba abajo y después de
abajo arriba. Pronto el ansia se adueñó de él y quiso apretarlas, mas lo hizo
empujando el cuerpo de Conay hacia el suyo con la esperanza de que la polla
del bárbaro le penetrara un poco más. Aurel hizo fuerza con las manos y le
aplastó las nalgas al tiempo que forzaba sus propias piernas a abrirse más.
Creyó sentir que la polla entraba un poco, aunque lo que de verdad quería es
que se moviera, pues Conay todavía mantenía la cintura quieta desde que le
había metido el miembro por el culo.
El bárbaro terminó por ceder ante los deseos del otro, que también eran
los propios. Sin previo aviso deshizo el camino andado y sacó la polla casi
hasta la altura del glande. Luego la metió de nuevo. Aurel gimió con toda el
ímpetu de quien ha estado conteniéndose más de lo soportable; percibir aquel
cuerpo de ensueño darle (al fin) por el culo hizo que la voz le brotara del
fondo del alma, tan genuina y tan espontánea como nunca.
Conay le embistió durante algunos minutos con una fuerza moderada.
No era más que un anticipo. Tan de repente como había empezado paró,
mantuvo la polla completamente metida y se detuvo, quedándose ambos
inertes salvo por una respiración que era rápida y profunda en ambos.
Aurel recordó las veces que vio a Conay follar con mujeres. No le había
visto hacer ese tipo de cosas con ellas. En aquellas ocasiones le pareció más
una herramienta que un amante, un instrumento efectivo que obraba con
cierta frialdad. Conay solía entretenerse en las entrepiernas de las mujeres y
después las penetraba hasta que se corrían, permanecía siempre pendiente de
ellas, siempre vigilante...
En aquel preciso momento Aurel se dio cuenta de algo. Supo qué era lo
que realmente le importaba a Conay. Todas las veces que el bárbaro se había
follado a una mujer la observaba con intensidad a los ojos pero ellas no
respondían a la mirada salvo de forma casual o puntual, cuando en realidad
era justo eso lo que Conay deseaba: una íntima conexión, una comunicación
continuada con la otra persona. Era lo que siempre había estado buscando
pero ellas no se daban cuenta ocupadas como estaban en su propio placer, o
simplemente ajenas a lo que él ofrecía. Ahora los ojos de Aurel permanecían
entregados a los de Conay y, por primera vez en mucho tiempo, el bárbaro
sentía que de verdad estaba conectado a su amante.
Aurel comprendió que estaba a su merced y lo aceptó de buen grado.
Continuó recorriendo el cuerpo del bárbaro con las manos, incapaz de decidir
qué parte le gustaba más (pues todas le fascinaban), pero se negó a intervenir
en las decisiones de Conay. Era su papel determinar el momento y la
intensidad con los que le daría por el culo, era su cometido encontrar en los
ojos de Aurel lo que este más deseaba y dárselo de la manera que más le
placiera. Ya no podían dejar de mirarse. Lo que había comenzado como una
potente atracción ahora era un nexo comunicativo de vital importancia. Los
brazos, la espalda, la polla... nada importaba tanto como permanecer atento a
los ojos del amante, a lo que este pedía a través de los mismos en mitad del
silencio aparente.
Ese contacto tan íntimo era casi imposible de conseguir. Ninguna de las
mujeres con las que Conay había estado podría habérselo dado pues sus
encuentros con ellas eran tan fugaces como únicos. Llegar a tal nivel de
compenetración requería de un gran deseo mutuo, sumado a un vasto
conocimiento del otro y a la intervención de una química imposible de
explicar. Todas esas cosas existían entre Aurel y el bárbaro.
Conay volvió a follar, esta vez más rápido y durante más tiempo. Aurel
se agarró a los brazos del bárbaro, eran el único punto de referencia de un
mundo que se tambaleaba a su alrededor. Gimió por cada una de las
embestidas sin importarle que alguien le escuchara; no había nada para él en
la ciudad ni en el continente, los dos ojos oscuros que tenía sobre la cabeza
eran todo su universo. Sintió el traqueteo de la cama bajo ellos, escuchó el
cuerpo de Conay chocar con el suyo, gozó de la polla deslizándose en su culo
con envidiable precisión... y de nuevo la cintura del bárbaro cesó sus
movimientos.
El cuerpo de Conay lucía lleno de sudor; una gota cayó de su magullado
rostro al de Aurel. Las respiraciones eran más intensas a cada pausa que
hacían. Aurel sabía que llegaría un punto en que Conay no se detendría y se
correría dentro de él. No sabía cómo resistir hasta que llegara ese momento,
sospechaba que él mismo podía eyacular en cualquier instante.
En verdad la pausa fue más breve que la anterior, como si el propio
Conay tampoco fuera capaz de negarse al placer inmediato de la acción,
mucho más intenso que el de la espera. Comenzó a meterle la polla con más
fuerza que nunca, tanto que Aurel se agarró al torso del bárbaro, pues la
estabilidad que el joven hallaba en sus brazos se le hacía escasa. Permaneció
anclado a su espalda gimiendo sin parar y haciendo un esfuerzo por mantener
los párpados bien abiertos, pues era relevante que el contacto visual se
mantuviese en todo momento. Llegado un momento, Conay redujo la
velocidad de las acometidas, agarró una de las manos que Aurel tenía en su
espalda y la condujo más abajo hasta ponerla sobre su culo. Entonces volvió
a recuperar el ritmo de antes.
Aurel comprendió el mensaje. De hecho, le encantó sentir las nalgas en
movimiento, tanto que puso ambas manos en el trasero del bárbaro para
acompañarle en todas y cada una de sus embestidas. Hizo lo que quiso con su
culo: lo apretó con todas sus fuerzas, lo empujó contra sí mismo para meter la
polla bien al fondo, incluso lo palmeó con fuerza, embargado como estaba
por el placer.
Conay subió el ritmo aún más. La cama se tambaleaba pero los gemidos
de Aurel eran tan altos que no se escuchaba nada más. El joven dejó de
apoyar las piernas en los hombros de Conay para así poder abrirlas al
máximo, al tiempo que presionó con fuerza el culo del bárbaro hacia sí
mismo. Percibía la polla agitarse con fuerza en su interior pero ansiaba más,
sabía que el punto de no retorno estaba muy cerca y lo anhelaba con todas sus
fuerzas. Miró con ojos implorantes a quien le follaba deseando que no se
detuviera esta vez. Gimió e hizo que su polla se estremeciera una y otra vez
pues sentía que el semen estaba a punto de brotar de la misma sin que la
hubiese tocado siquiera.
De repente Aurel escuchó un jadeo salir de la boca entreabierta de
Conay. Había sido más una respiración intensa que otra cosa pero ya era un
gran logro, pues apenas había escuchado nada en otras ocasiones. Lo que
estaba claro es que la repentina expresividad del bárbaro no había sido por
casualidad. Tras el primer amago vino otro que fue más evidente. Unas pocas
embestidas más tarde se escuchó un gemido alto y profundo.
Aurel sospechaba que se iba a correr de un momento a otro, percibía el
esperma acumulado en la punta de su propia polla. Esta chocaba con el
cuerpo en frenético movimiento del bárbaro y bastaba ese leve contacto para
que los chorros de semen comenzaran a salir disparados. Saber que Conay
estaba a punto de eyacular en su culo le excitaba más allá de toda medida. No
obstante, haciendo gala de un ingente control de sí mismo, Conay se detuvo
de nuevo. Fue un cese abrupto que ambos sintieron como un perjuicio. A
pesar de la súbita quietud, Aurel creyó notar la polla de Conay agitándose,
probablemente soltando unos primeros (e involuntarios) chorros de esperma
en su culo. Él mismo también estaba a punto de terminar.
El joven no quería esperar, no podía, era incapaz de aceptar una
sumisión tan absoluta. Colmado de sudor y víctima de una respiración
alterada, Aurel no aprovechó la pausa para reponerse sino que pidió más, lo
exigió con sus implorante e intensa mirada. Pronto comenzó a moverse
alrededor de la polla tanto como la posición se lo permitía, pues necesitaba
sentirla en su culo, fuera del modo que fuese. Como no podía meterla y
sacarla con la suficiente holgura realizó movimientos rotatorios. Seguía
agarrado al culo del bárbaro, no había quitado las manos de allí desde que el
propio Conay las pusiera.
El bárbaro dejó que su amante jugara cuanto quisiera pero en verdad
necesitaba detenerse para no eyacular. Cuando sintió que derramaría su
esperma sin pretenderlo, puso fin a la situación. Acomodó de nuevo las
piernas de Aurel en sus hombros y sacó el miembro del culo por completo. El
joven lo miró atónito, como si le hubieran arrancado el agua a un sediento,
mas la polla se mantuvo a escasa distancia del hambriento ano. Conay espero
a que se le pasaran las imperiosas ganas de soltar las descargas de semen y
entonces la volvió a meter, pero solo el glande, que sacó al cabo de escasos
segundos.
Era una tortura para Aurel, que se había acostumbrado a sentirse
colmado y en ausencia del pene notaba que le faltaba algo esencial. El joven
apretó el culo de Conay para que se la metiera de nuevo pero este se resistió,
no estaba dispuesto a que Aurel le obligara a cambiar los planes. Siguió
introduciendo apenas la punta para luego sacarla de nuevo, así durante varios
agónicos minutos. La polla pasaba más tiempo descansando suspendida en
mitad del aire que en el interior del culo. Así se recuperaba y se preparaba
para la embestida final, pues ambos estaban convencidos de que en cuanto
Conay le volviera a dar por el culo con ganas se correrían sin remedio.
Al cabo de poco el bárbaro comenzó a meter hasta media polla, aunque
después la sacaba del todo de igual modo. La sensación era más gratificante,
constituía la promesa de que pronto hincaría hasta lo más hondo. Aurel
aguardó con paciencia y procuró que el anhelo que hervía en su sangre se
expresara con contundencia a través de la mirada sostenida, con la que le
contó a su amante que quería la polla entera ya, y que ansiaba el semen
vertiéndose en su culo.
La penetración volvió a ser completa al cabo de poco. Conay agarró los
tobillos de Aurel para mantener sus piernas abiertas y le metió la polla hasta
el fondo, pero la sacó de inmediato, dejando el culo tan huérfano como
abierto. Obró de esa forma varias veces. Fue el único momento en el que dejó
de mirar a los ojos de Aurel, cuando se fijó en el ano para ver cómo recibía su
polla y como quedaba abierto cuando la sacaba.
Liberado de la posesión de los dos ojos negros, Aurel también observó
cosas que no había tenido ocasión de ver antes. Mientras notaba con
calculada frustración cómo su culo se llenaba y se vaciaba contempló el torso
musculado de Conay agitarse, así como los fuertes brazos sostener sus
piernas.
Conay le metía la polla cada vez más a menudo. Aurel gemía cada una
de las veces, como si fuera una respuesta automática de su cuerpo (un
supuesto oyente habría podido contar las veces que el bárbaro le había metido
la polla limitándose a escuchar los jadeos del joven). El juego duró menos
tiempo del que el propio Conay había calculado. Llegado un punto metió la
polla hasta el fondo y ya no fue capaz de sacarla más. La dejó dentro mientras
adoptaba la misma posición de antes: colocó las piernas del otro en sus
hombros y apoyó las manos sobre la cama hasta que rostro quedó sobre
rostro. Se miraron otra vez, conectaron de nuevo. Se dijeron sin palabras que
había llegado la hora.
La última fase comenzó despacio. Conay penetró el culo de Aurel poco
a poco, aunque para el joven ni siquiera dicha suavidad le libraba de gemir,
de un modo igualmente leve. Aurel volvió a poner las manos sobre el culo del
bárbaro y se preparó para lo que venía. Los dos respiraron hondo en previsión
de que les faltaría el aire en breve.
El ritmo fue subiendo de forma gradual de manera que la aceleración
casi no se percibía. En ese sentido Conay se asemejaba más a un robot que un
ser humano, pues era capaz de mantener una regularidad asombrosa durante
largo tiempo y la elevaba tan despacio que para darse cuenta del cambio uno
tenía que retrotraerse a muchos minutos atrás. Aurel ya ni siquiera recordaba
lo tortuoso de la pausa anterior, solo había en su mente lugar para la
inminente recompensa. Todas las veces que la quietud de la polla le había
importunado o las veces que la ausencia de la misma le había exasperado,
ahora se veían compensadas.
El placer se manifestaba en toda su extensión: a través de los ojos, a
través de las manos, a través del culo. Atrapado por la mirada de Conay, que
era oscura en apariencia pero transparente en intención, el joven sentía el
cuerpo del bárbaro en preciso movimiento, percibía la mitad superior de su
cuerpo quieta y anclada al mismo tiempo que notaba la agitación de la parte
inferior, pues su trasero se mostraba inquieto mientras la polla entraba y salía
una y otra vez.
Con el paso de los minutos la respiración de Conay fue cambiando. A
medida que le daba por el culo con mayor intensidad el aire hacía más ruido
al entrar y salir de sus fosas nasales, que se mostraban bien abiertas. Aurel
cogía el aire por la boca todo el tiempo y gemía al son de los golpes. Tras el
nuevo cambio de ritmo (igualmente progresivo) Conay terminó también
respirando por la boca. De nuevo la cama se tambaleaba y de nuevo los
cuerpos chocaban con violencia. Habían alcanzado otra vez el punto de
mayor velocidad en la follada solo que esta vez no habría más pausas y
seguirían hasta el final.
Las manos de Aurel, que no se separaban del culo de Conay, notaban
cómo sus nalgas temblaban por la violencia de los impactos. Volvió a separar
las piernas cuanto pudo, las flexionó al límite. Aunque parecía que no
quedaba nada más que el joven pudiera hacer físicamente para conseguir que
la polla le entrara más al fondo, consideraba que le quedaba un último
recurso, algo que era sutil, más cercano a una sensación indefinible que a un
acto que pudiese controlar realmente. De algún modo hizo que su culo se
abriera más, centró la atención en su ano y en sus piernas, y se entregó de un
modo absoluto. La respuesta de Conay no tardó en llegar. El ritmo subió
hasta volverse infernal y el aire se escuchó profundo al entrar y salir de su
boca.
Aurel advirtió que la situación se había invertido. Cuando Conay follaba
con una mujer siempre se mantenía atento a las reacciones de ella para actuar
en consecuencia y para buscar la mejor manera de que alcanzase el orgasmo
sin preocuparse del propio. Ahora era al revés. A través de la mutua
vigilancia que se había establecido entre ambos Aurel era capaz de estar al
tanto del momento en el que se encontraba Conay, podía leer hasta qué punto
se aproximaba al orgasmo y cuánto faltaba para que eyaculara. De alguna
manera preveía que el clímax de Conay también era el suyo, que cuando el
bárbaro se corriera también lo haría él y sin que ello le supusiera ningún
esfuerzo. Conay también era consciente de la compenetración, a medida que
se acercaba el momento sabía que Aurel también eyacularía: notaba su polla
dura y mojada, percibía su culo estaba entregado por completo.
Pronto llegó el primer jadeo de Conay. Unas fuertes embestidas más
tarde, el segundo. Aurel tenía la boca y los ojos muy abiertos, atentos al más
mínimo cambio en el rostro del otro. Conay abrió mucho la boca y comenzó a
apretar las cejas. Subió el ritmo al límite y liberó un tercer gemido mucho
más intenso. El sonido grave de su voz hacia que el cuerpo entero le temblara
en las raras ocasiones en las que el bárbaro expresaba su excitación de viva
voz. Aurel percibía las vibraciones en el cuerpo del otro. El semen de ambos
estaba por salir, sus cuerpos acumulaban tensión para soltar los chorros de
forma abrupta en cualquier momento.
Justo cuando la presión parecía estar a punto de estallar Conay comenzó
a gemir de forma atropellada. Aurel respondió del mismo modo, imbuido
como estaba por el estado de su amante. Le agarró el culo con fuerza para
acompañarle durante las últimas embestidas y se abrió a él como nunca se
había abierto.
Conay no pudo evitar cerrar los ojos, necesitaba dedicar sus sentidos por
entero a la apabullante cantidad de información que su glande le enviaba
desde las profundidades de Aurel. Ya no habría podido detenerse aunque
hubiese querido; por supuesto no lo deseaba. Alzó la barbilla y apretó la polla
bien al fondo. Entonces los gemidos del bárbaro fueron tan potentes que
sobrepasaron de largo los de Aurel, quien se quedó sorprendido por las
inéditas muestras de placer del otro.
El joven no permitió que la sorpresa lo distrajera, se dejó arrastrar por la
corriente, la misma en la que había estado sumergido durante tantos minutos,
la misma en la que los ojos oscuros de Conay le habían hundido. Su cuerpo
permanecía receptivo más allá de toda medida. Todas las percepciones que le
llegaban le impulsaban a correrse: los imponentes gemidos de Conay, su culo
apretado, su polla pulsando en el culo mientras derramaba dentro los chorros
de esperma. Lo más fácil para Aurel en aquel momento hubiera sido alargar
una mano hacia el propio pene y masturbarse durante unos segundos. No se
había tocado la polla en todo el tiempo pero le bastaba un mínimo contacto
para soltarse. Sin embargo no podía hacerlo con facilidad con el cuerpo de
Conay sobre el suyo de modo que intentó correrse sin la mano. Era
relativamente fácil, teniendo en cuenta el estado de comunión en el que
estaban los dos. Con Conay lanzando los últimos chorros, convertidos sus
gemidos en sosegadas versiones de los anteriores, Aurel se empezó a retorcer
de manera que su polla comenzó a rozarse con el torso del bárbaro. Fueron
apenas unos breves roces, pero bastaron. Todavía asido fuertemente al trasero
de Conay, Aurel siguió contoneándose mientras su polla vertía chorros sobre
su mismo torso y manchaba también el del compañero.
Pasado el momento del clímax, mientras recuperaban el aliento y los
músculos se relajaban, los ojos de ambos se volvieron a encontrar. Qué iba a
pasar entonces era una gran incógnita para Aurel. Deseaba que Conay se
acercara para darle un largo beso o que dejara la polla metida y le volviera a
follar al cabo de un breve descanso. También albergaba esperanzas de que el
bárbaro hubiese cambiado de opinión y optase por quedarse con él en Hertea.
Ansiaba que se convirtiera en su protector, como lo había sido durante las
últimas semanas; su protector y su amante.
Todas esas ideas rondaban por la cabeza de Aurel y se desprendían a
través de su mirada límpida. Ignoró si Conay las captaba. Allí seguía él,
observándole y con la polla alojada en su interior, de la que seguramente
todavía caía alguna que otra gota.
No hubo respuesta para las silenciosas plegarias del joven. Pasado un
momento que ambos habrían calificado de extraño, Conay se levantó, sacó la
polla y se puso de pie junto a la cama. Buscó el calzón que se había quitado y
se lo puso. Aurel le miró implorante. Permaneció prendado por su cuerpo,
que tanto desnudo como vestido le resultaba igualmente arrebatador. De
nuevo lo miró como si se despidiera de él, como si en el fondo ya supiera que
todas las esperanzas que se le acababan de pasar por la mente eran en verdad
vanas ilusiones.
Conay no dijo nada. Una vez vestido, fue en busca del cinturón y de la
bolsa que había dejado junto a la puerta. Pronto puso la mano sobre el pomo
y fue como si nada hubiera pasado, se hallaban en la misma situación de
antes.
El bárbaro se detuvo un momento antes de abrir y barajó la posibilidad
de añadir alguna última frase o palabra de despedida, mas optó por mantener
el silencio. Al parecer no había nada nuevo que añadir, nada que cambiara las
últimas palabras que le había dicho el día anterior. Aurel ya tenía una nueva
ciudad, un nuevo trabajo y un nuevo cuidador. Todo cuanto tenía que hacer
era comenzar esa nueva vida. El bárbaro abrió la puerta, la atravesó y la cerró
a su paso.
Aurel no se había movido desde que Conay se levantara. Había pasado
de tener sus ojos a un palmo de distancia a perderlos para siempre. Con el
corazón en un puño sintió que su vida entera cambiaba de repente... otra vez,
como cuando fue expulsado del palacio de Kiarham y se vio encerrado en una
prisión. Ahora el cambio era más leve o al menos eso parecía. Las
perspectivas de futuro en Hertea parecían razonablemente buenas: era un
lugar donde hallaría a gente culta como la que estaba acostumbrado a tratar.
Las penurias de los viajes por los desiertos habían quedado atrás, así como el
frío, el hambre o los constantes encuentros con criaturas desconcertantes.
No obstante, ahora que estaba cómodo y protegido, al joven había
dejado de parecerle tan fastidioso estar en constante peligro de muerte.
Incluso se planteó la posibilidad de coger todas sus cosas y seguir a Conay
allá donde fuese, pues estaba seguro de que él seguiría viajando por el
Continente Embrujado. Y si había algo que deseaba con todas sus fuerzas era
permanecer a su lado.
Aurel se sentó. Pensó cuánto tardaría en hacer acopio de sus
pertenencias, ahora que todavía estaba a tiempo de ir en busca de Conay. No
obstante, el bárbaro no le había propuesto en ningún momento que le
acompañase, ni siquiera después de lo que acababa de ocurrir.
Finalmente los minutos pasaron rápidos entre indecisión y cobardía.
Aurel permaneció sentado en la cama mientras escuchaba el grácil y elegante
trote del caballo negro, que se alojaba en las caballerizas de abajo. Conay se
marchaba y ya era imposible alcanzarle.
En verdad la separación estaba anunciada desde el mismo momento en
que lo conoció, pero eso no hizo que fuera fácil. Aurel tuvo la certeza de que
nunca conocería alguien como él, de que nadie le haría sentir esa mezcla de
deseo perpetuo y de comunicación absoluta que Conay le había dado.
Sin embargo, las cosas ocurrían al margen de su voluntad, como bien
había descubierto el día en que la reina Jakia se hizo cargo del trono de
Kiarham. Quizá ello no era tan terrible. Cada nueva etapa de la vida escondía
cosas que no eran tan espantosas como parecían en un principio. No en vano
el horror que había conocido en la cárcel de su antiguo palacio le había
permitido conocer a Conay. Lo que hubiera de ocurrir en el futuro quizá
escondiera nuevas y agradables sorpresas.
—Además, quién sabe —se dijo a sí mismo—. Quizá algún día nuestros
caminos vuelvan a cruzarse.
fin
Índice de contenido
Titulo
Presentación
01. El pacto
02. El barco de esclavos
03. El dios-monstruo
04. Encerrados
05. El hombre alado
06. La embriagadora
07. ¿El brujo o el gigante?
08. La tribu
09. El mercenario
10. Una nueva vida
Fin