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COELBRU

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Conay

el bruto

Leneo Marten
Versión 1.0 –Septiembre del 2018

Copyright © 2018 - Manuel Santos Rentero

Todos los derechos reservados.

ASIN: B07GJVVD85

Ilustración por Sonia M.ª Corral

www.soniacorral.com
www.leneomarten.com
01 El pacto

Aurel recordaba días mejores que aquel. En el fondo no le sorprendía el


cambio que acababa de sufrir, sabía que el mundo en el que vivía era
traicionero; un día te hallas en la corte y al día siguiente nadando en la
mierda, literalmente. El suelo de la celda estaba lleno de excrementos, olía a
meados viejos y a cosas podridas e indeterminadas. Su olfato no estaba
acostumbrado a esas cosas, sí en cambio a los perfumes de las mujeres del
palacio, al suave olor de la seda o de las finas pieles enjabonadas con la
regularidad adecuada. Mientras observaba alrededor su rostro reflejaba un
desagrado tan profundo como perpetuo.
Los demás presos, en cambio, parecían de lo más habituados. Puede que
hubieran pasado más tiempo allí, o puede que hubiesen pasado toda la vida
en ratoneras semejantes. Eran hombres de aspecto tosco, de facciones duras,
de cicatrices sobre la piel, de cabellos largos y llenos de nudos imposibles.
Aurel los miró uno a uno; tenían un aspecto que no contribuyó a mejorar el
rictus de su rostro.
Las celdas eran un simple cuadrado desprovisto de cualquier cosa que se
pudiera relacionar con la comodidad, sus barrotes de metal oxidado se
mostraban recubiertos de todo tipo de sustancias resecas. Había dos hileras de
celdas dispuestas las unas frente a las otras. El joven no había tenido tiempo
de contarlas cuando le llevaron allí y asomarse a los barrotes no le permitía
verlas todas, de modo que desistió de saber cuánta gente había encerrada.
Supuso que mucha, pues la operación de limpieza ordenada por la nueva
reina no se había limitado a la corte del antiguo príncipe, como era su caso.
Era obvio que ella había mandado encerrar a otros, las personas de escasa
higiene y modales que alcanzaba a ver en las celdas contiguas.
Aurel permaneció agarrado a sus rodillas en el rincón menos pútrido que
había encontrado en aquel rectángulo de mierda, sin osar mover un solo dedo
por temor a que se le ensuciara sin remedio; por supuesto que el acceso a
agua (limpia) le era imposible. Llevaba un buen rato con los grilletes abiertos,
cosa que no le había costado mucho conseguir. Los carceleros no le
registraron debidamente, subestimaron su capacidad para ocultar objetos
útiles. Además, el joven era mañoso; delgado, flojo, de fácil cansancio, pero
mañoso; algo bueno tenía que tener, algo que le permitiese sobrevivir. A la
maña había que añadir una cierta capacidad para pensar que estaba por
encima de la media. Algunos llamaban a eso inteligencia.
Aurel comenzó a observar a los compañeros presos de otra forma, en
especial al nuevo, un hombre de aptitudes físicas evidentes a juzgar por el
tamaño de todos y cada uno de los músculos de su cuerpo. Lo habían puesto
en una de las dos celdas que quedaban justo enfrente, de modo que lo veía
quisiera o no. Le habían dado duro, se apreciaban golpes en su cara y en su
torso desnudo, así como en las piernas. Ese tipo de gente solía llevar poca
ropa: una pequeña falda de piel de animal que cubría el presumible calzón
que había debajo, nada más. El resto era puro músculo sobre unas botas,
alguna que otra muñequera y una espada colgando del cinturón... aunque era
evidente que se la habían quitado antes de meterlo allí, claro.
Aurel se preguntó si ese hombre sería adecuado. Lo meditó durante
horas. Esperó a que despertara para tener más datos con los que analizarle. La
primera vez que se levantó, el observador se sintió impresionado, pues aquel
hombre era mucho más alto y más apuesto de pie que echado en el suelo.
Lucía un rostro anguloso y denso cabello oscuro que le cubría la cabeza y
también la mandíbula a modo de barba. Su cuerpo se adivinaba fuerte, pero
los músculos no se marcaban en exceso a no ser que los ejercitara; en reposo
daba la impresión de ser un hombre más o menos corriente, bien formado y
(cosa rara en la plebe) sin pelo en el cuerpo. Cuando agarró los barrotes para
comprobar si podía separarlos, los músculos de brazos y torso se hincharon
como globos y se endurecieron como piedras. En ese preciso momento Aurel
se dijo a sí mismo que era el candidato idóneo para sus planes. Le acababa de
demostrar dos cosas: que era muy fuerte y que era muy estúpido.
Por segunda vez desde que lo dejaron en aquella celda, Aurel se alzó y
se acercó a los barrotes, desde donde observó más de cerca al desconocido.
Los carceleros habían tenido la decencia de dejar que conservara sus ropas de
trovador, de modo que al bruto pueblerino no le costó nada imaginar la
procedencia de aquel que tanto le estaba mirando (además de la ropa, era
evidente por su piel fina y rosada, por unos ojos claros y un cabello
completamente rubio que no era común en aquel reino). Nadie que no
perteneciera a la corte del palacio de Kiarham podría haber conservado un
aspecto tan pulcro.
—¿Tienes nombre? —preguntó Aurel.
El otro ni siquiera se dignó a mirarle a los ojos, daba la impresión de
acumular un odio insondable en su interior, el mundo en su totalidad merecía
pagar por las cosas que le habían sucedido. Aurel supo cómo llamar su
atención. Primero le mostró sus manos libres de las argollas, luego hizo
tintinear unas llaves con expresión sugerente marcada en el rostro. Funcionó.
El hombre se lo quedó mirando de hito en hito, como si el joven hubiese
aparecido allí de improviso.
—¿Por qué estás ahí dentro si tienes las llaves? —preguntó, avispado.
—¿A dónde quieres que vaya? ¿Me has mirado bien? No duraría ni
cinco minutos ahí fuera. No tengo mucha experiencia fuera del palacio, como
puedes ver.
—Entonces vuelve al palacio y déjame en paz.
—No puedo volver. La reina ha muerto y la puta princesa Jakia se ha
quedado con la corona. Como yo soy de la corte de su hermano, me ha
echado a los lobos. Si la corona hubiera sido para él habría pasado el resto de
mi vida meando oro, pero aquí me ves. Ser uno de los preferidos del príncipe
es una apuesta bastante arriesgada. Es algo que siempre hay que tener claro.
—¿A mí qué me importa todo eso?
—Nada en absoluto. Te lo cuento para que entiendas lo que te voy a
pedir.
—¿Pedir?
—Yo te saco de la celda y tú me sacas de la ciudad. ¿Qué te parece?
—Aquí no hay más ciudad que esta. Estamos en una isla.
—Ya lo sé, demonios. ¿Es que no vas a poder conseguir un barco? Yo
no tengo ni idea de cómo hacer eso, no conozco a nadie. Me robarán todo el
oro que tengo en cuanto doble la primera esquina.
—¿Tienes oro? —los ojos del hombre adquirieron un cierto brillo fugaz.
—Sí.
—Ahora te empiezo a escuchar. ¿A dónde quieres que te lleve?
—No tengo ni idea, he vivido siempre aquí. Llévame a otro lugar, un
lugar seguro.
—Pocos lugares seguros hay en el continente.
—Ya.
Muchas canciones de palacio que Aurel conocía bien se referían a la
tierra firme como el Continente Embrujado. Los cuentos acerca de brujos,
engendros y dioses con aspecto de monstruo parecían no tener fin.
—Bueno, es tu parte del trato hallar un lugar seguro para mí.
—Ya. Me parece un trato bastante injusto, sabes. Tú usas una llave y a
cambio yo tengo que acompañarte por toda la ciudad, conseguirte un barco y
llevarte por medio continente.
—Bueno, nadie te obliga a aceptar. Eres libre de quedarte aquí
—pudriéndote, añadió, sin decirlo en voz alta.
—No hay ciudades seguras en la costa, están llenas de piratas. Luego
está el desierto y después ya veremos. Uno no sabe qué ciudades son seguras
hasta que pone un pie en ellas. Los tiempos cambian muy deprisa.
—Dímelo a mí...
—Tendrás que darme el oro que tengas. Me das el oro y te llevo a donde
quieras.
—De acuerdo, trato hecho.
—Un momento —saltó el otro tras un momento de costosa duda—. ¿De
dónde has sacado las llaves? No tienes pinta de ser un buen ladrón.
—Ya, bueno, digamos que no soy tan inofensivo como aparento.
Además, al carcelero le daba igual, habrá pensado (con acierto) que no me
servían para nada. Como antes te decía, estoy más seguro aquí dentro que
fuera.

Aurel había conseguido las llaves unas pocas horas antes de la llegada
del bruto. El carcelero había ido directo a su celda y se colocó junto a los
barrotes.
—¿Tú eres uno de los putos del príncipe? —le dijo entre risas.
—Pues no —le espetó—, era su sirviente. Le cantaba canciones y le
ayudaba en las tediosas tareas del hogar.
—Ya, y le comías la polla cada vez que te lo mandaba, o te crees que
soy idiota.
Lo cierto es que no era así, el príncipe Koje no era precisamente de los
que les gusta que le coman la polla, aunque Aurel no podía negar que, de vez
en cuando, los soldados de la guardia jugaban con el príncipe, e incluso en
ocasiones con su más cercano servicio.
—¿Quieres comerte una polla de verdad? —siguió el carcelero—. No
una de esas pollas flacuchas y enjabonadas de palacio, una como esta.
El carcelero comenzó a quitarse ciertas partes de su armadura, las que
cubrían un paquete que estaba de lo más abultado, pues su miembro
permanecía alzado antes incluso de haber empezado la charla con Aurel. Aun
con la ropa cubriéndolo se distinguía a la perfección el borde del glande, así
como el cilíndrico cuerpo que tensaba la tela como si la fuese a romper de un
momento al otro.
Tal y como el hombre había asegurado no se trataba de una polla
cualquiera. Aurel, que había visto muchas a lo largo de su vida, consideró
que era voluminosa y gruesa cuando la vio por primera vez. El carcelero se la
empezó a pelar mientras sonreía, invitaba al joven a que se aproximara con
sus gestos, e incluso metió la polla por entre dos barrotes al tiempo que se
agarraba con ambas manos a otros dos. Se le derramaba la saliva por una de
las comisuras de los labios en permanente sonrisa. Movía la cintura en un
suave pero definido meneo hacia delante y hacia atrás, de manera que el pene
entraba y salía a través de la abertura de los (sucios) barrotes.
Aurel tenía pocas ganas de comerle la polla, ya desde la distancia tenía
la desagradable sensación de que olía a pescado muerto. Decidió quedarse
donde estaba para comprobar hasta dónde llegaría aquel tipo, si se aburriría o
seguiría estimulándose hasta correrse... o si abriría la celda para entrar a
follarle, cosa que le estremeció por entero.
No obstante, la situación dio un giro inesperado cuando Aurel atisbó las
llaves de las celdas en el suelo, junto al pedazo de armadura que el otro se
había quitado. Podía cogerlas fácilmente si alargaba un brazo entre dos
barrotes, aunque para ello necesitaba acercarse sin que el carcelero se
extrañara. La polla moviéndose entre los barrotes acabó convertida en la
excusa perfecta.
Resignado, Aurel se acercó y el carcelero acentuó la sonrisa. El
miembro viril respondió a su manera, ejecutando un espasmo de pura
excitación. Cuando llegó a los barrotes, Aurel descubrió que se le había
llenado la boca de saliva. La abrió frente al abultado glande, que engulló
pasando los labios por su superficie con expresa lentitud. El carcelero gimió
de una forma exagerada, haciendo que su voz retumbara a través del largo
pasillo de las celdas. Al momento siguiente todos y cada uno de los presos
miraron, lo vieron agarrado a los barrotes, vieron su culo desnudo y tenso.
El carcelero trató de apretar hacia dentro para introducir el resto de la
polla en la boca pero Aurel no quiso. Reculó un poco, lo justo para mantener
el glande metido, ni un centímetro más. Trataba de controlar la situación,
ganaba tiempo, pues ignoraba cuánto necesitaría para conseguir las ansiadas
llaves. Miraba hacia el suelo, tras comprobar que el otro mantenía los ojos
cerrados. Ya hacía mucho que había conseguido quitarse los grilletes, de
modo que aprovechó que el carcelero estaba sumido en el placer para alargar
una mano hacia el manojo de llaves. Mientras tanto recorría el glande con los
labios una y otra vez y lamía la punta de la polla con la lengua.
La estrategia duró poco. El carcelero metió ambas manos dentro de la
celda para agarrar la parte trasera de la cabeza de Aurel y aproximarla a su
cuerpo. La cara de Aurel quedó encajada entre dos barrotes, a la entera
disposición del excitado hombre.
—Ahora abre bien la boca o harás que te quite los dientes —amenazó.
Y entonces le metió el miembro tan profundamente como pudo. Aurel se
sintió tan colmado que la penetración le provocó una arcada, mas se obligó a
mantener la boca lo más abierta que pudo por temor a que hiciese realidad la
amenaza. La polla comenzó a entrar y salir con rapidez, mientras las manos
del carcelero mantenían la cabeza bien amorrada a los barrotes. El hombre
gemía con insistencia, daba la impresión de que nadie le había comido la
polla en siglos. Tenía los ojos cerrados de nuevo, cosa que permitió a Aurel
volver a acercar una mano a las llaves. No era fácil, apenas veía nada con la
cabeza aprisionada de aquel modo, sometida a los certeros y regulares golpes
con los que el carcelero le llenaba la boca.
Lo que sí alcanzó a ver Aurel fue a los otros prisioneros, algunos de los
cuales se estaban masturbando. Otros, en cambio, se mostraron más
colaborativos. Uno en concreto comprendió la situación y comenzó a guiar la
mano de Aurel. A través de sencillos gestos le indicó que la moviera más
adelante, más hacia la derecha... hasta que al fin Aurel dio con las llaves.
Entonces comenzó el angustioso momento de separarlas del resto de la
armadura, a la que estaban unidas a través de un aro de hierro.
El carcelero no tenía intención de perder el tiempo. Incrementó el ritmo
al que follaba la boca de Aurel, así como los estridentes gemidos, que
sonaban cada vez más intensos y frecuentes. Aurel operaba cada vez con
mayor precisión, ya había comprendido cómo quitar las llaves. Palpando el
aro de hierro halló una irregularidad, una parte que podía abrir para
desenganchar dicho aro de la armadura. Apenas disponía de tiempo, notaba
cómo la polla del carcelero comenzaba a soltar gotas en el fondo de su boca,
un anticipo de que faltaba poco para que se corriera.
De repente, los gemidos se hicieron (aún) más evidentes. Aurel miró con
preocupación las piernas del carcelero, que se tensaban. Sintió que el otro le
apretaba la cabeza con mayor presión y que le metía la polla más rápido.
Entonces, tras un largo gemido, comenzó a llenarle la boca de esperma.
Aurel pensó en apartarse para dejar que el semen cayera al suelo, pero
no había terminado de robar las llaves. Necesitaba de unos últimos
momentos, de modo que dejó la polla alojada en su boca, soltando chorros,
uno tras otro. La sentía latir, notaba cómo el esperma caliente y de intenso
sabor ocupaba todos y cada uno de los espacios en su boca. Luego, como el
carcelero había dejado de moverse, fue él quien siguió comiéndole la polla,
esperando ganar algún momento más.
Al fin, las llaves se soltaron. Aurel trató de no hacer ruido al moverlas
hasta su espalda, donde esperaba ocultarlas a los ojos del carcelero. Fue
imposible, el tintineo se escuchó por todas partes, mas el otro no pareció
darse cuenta. Cuando el hombre sacó la polla de la boca del joven se hallaba
en trance, como si su mente estuviera entumecida, regresando de un lugar
lejano al que su cuerpo no había podido ir. Se quedó mirando el rostro del
joven, sus grandes ojos claros, su cabello rubio, su rosada piel… el semen
que resbalaba desde la comisura de sus labios. Justo cuando parecía que se
iba a marchar, dio nueva orden:
—Trágatelo.
Aurel había planeado escupir el esperma en cuanto el otro se girara, pero
no se atrevió a contradecirle; no mientras estuviera en posesión de las
preciadas llaves, a buen recaudo en la espalda, junto a unas manos que el
carcelero creía bien atadas. De modo que se lo tragó. Luego el otro quiso
comprobarlo, le dijo que abriera la boca y sacara la lengua. El carcelero metió
los dedos en la boca para inspeccionarla. Cuando los sacó, volvió a agarrarse
la polla y la situó justo sobre la lengua. Se apretó el miembro con fuerza
desde la base hasta la punta para liberar una última y densa gota de semen
que cayó sobre la lengua de Aurel. El joven también se la tragó, tal y como el
carcelero deseaba.
Había llegado el momento de la verdad, cuando el hombre recogió las
partes de la armadura que había dejado en el suelo. Aurel siguió cada uno de
sus movimientos con el corazón en un puño, preguntándose qué haría cuando
se diese cuenta de que las llaves no estaban. Se vio a sí mismo muerto, o
golpeado hasta que desease estarlo, pero para su sorpresa no sucedió nada en
absoluto.
Cabía la posibilidad de que el carcelero fuera muy tonto o de que fuera
muy listo. O bien no se había dado cuenta de que no estaban, o bien le daba
lo mismo. Al principio Aurel no comprendió esa segunda posibilidad, pero
más tarde, con la tranquilidad que le otorgaba la soledad, lo meditó con
detenimiento. Supuso que el carcelero tenía prohibido entrar a una celda para
intimar con un preso, debido al lógico riesgo de fuga que ello suponía, pero si
el preso escapaba, entonces nada impedía que le diera el castigo que le
pareciese más adecuado. Aurel concluyó que el otro le había permitido robar
las llaves con la intención de que huyera, para luego atraparlo en la entrada y
hacer lo que quisiera con él. Era probable que quisiera probar su culo, del
mismo modo que había probado su boca.

—Oye. ¿A qué esperas para abrir la celda? —interrumpió el bruto—.


Espero por tu bien que no me hayas estado tomando el pelo. Si no es verdad
que puedes abrir mi celda te romperé esa bonita cara que tienes.
—Ni siquiera sé cuál es tu nombre. A mí me llaman Aurel el azul,
supongo que por el color de mis ojos.
—A mi no me llaman de ninguna forma.
—Pero tendrás nombre, digo yo.
—Conay.
Conay, el palurdo, pensó Aurel para sus adentros. Pero cuando el tosco
hombre dejó de mirarle y el otro se sintió libre para fijarse en su cuerpo
(ahora más de cerca), cambió el apelativo por otros mucho menos ofensivos,
aunque igualmente inconfesables.
Aurel abrió la puerta de su propia celda despacio, minimizando los
estruendosos chirridos que esta hacía a cada leve movimiento. Después se
aproximó a la de Conay mientras todos los demás gritaban y sacaban los
brazos entre los barrotes, reclamando ellos también ser liberados.
Conay se acercó, como si el hecho de estar más cercano a la puerta
hiciera que se abriese antes. Lo cierto es que imponía mucho más de cerca
que de lejos. Aurel descubrió que se estaba poniendo nervioso, que sus
manos se volvían torpes. Sus ojos, en vez de centrarse en la cerradura, se
perdían en las piernas del otro, que estaban justo tras los barrotes; unas
piernas firmes, tensas, culminadas por la deliciosa oscuridad que otorgaba la
pequeña falda peluda. Un poco más arriba lucían unos marcados
abdominales, que precedían un enorme pecho que se mecía debido a la
respiración.
Aurel cometió el error de dejarse llevar, sus ojos siguieron ascendiendo
hasta el punto de encontrarse con los de Conay, que permanecían
impacientes, pues no comprendían lo que le pasaba al otro. En aquel
momento el joven rubio supo que se estaba poniendo rojo. Se obligó a
centrarse en la cerradura, abrió la celda y Conay salió. Movieron apenas la
puerta para evitar más chirridos (que de todos modos no se escuchaban por la
algarabía y el enfado de los otros presos), cosa que hizo que Conay pasara a
escasos centímetros de Aurel, hasta casi rozarlo.
El joven se estremeció. Desde la lejanía de sus respectivas celdas había
tenido la impresión de que Conay era un tipo simple al que le gustaban las
peleas. Cuanto más cerca lo tenía, más se daba cuenta de que era mucho más
que eso, había algo en él que hacía que no quisiera perder la oportunidad de
verle moverse. No es que mostrara un cuerpo perfecto, no era como los sacos
de músculos (aderezados con sudor y aceite) que luchaban en los anfiteatros.
Lucía un cuerpo de grandes músculos ocultos bajo una apariencia de
sencillez, de uniformidad. Pero sin duda lo que más encandilaba al joven era
la forma de moverse; observar su cuerpo actuar suponía para Aurel un placer
indescriptible, el placer de contemplar un prodigio de la naturaleza.
—Escucha —dijo Aurel, tras salir de la ensoñación en la que él mismo
se había metido—. Tendrás que ocuparte del carcelero. Dale fuerte, ¿quieres?

Tal y como Aurel había pronosticado el carcelero le aguardaba junto a la


puerta con la polla ya lista para la acción (era obvio dado el desinterés
mostrado por este ante el griterío en conjunto de los presos). Sin duda tenía
un castigo preparado para Aurel, algo relacionado con su pene y con las
posaderas del rubio preso. No obstante, Conay apareció de improviso tras
Aurel, cosa que el otro no esperaba en absoluto. Bastó un puñetazo para
zanjar la cuestión, un golpe contundente, rápido y brutal, un puño cerrado
estampado en el centro de su rostro. El carcelero cayó al suelo en redondo.
Era probable que no recuperase el sentido hasta que los fugados hubiesen
encontrado un barco con el que marcharse de aquella ciudad.
Una vez Conay hubo recuperado su espada salieron del palacio con
relativa facilidad. El hecho de que Aurel conservara la ropa que lo distinguía
como acompañante del príncipe (así como el hecho de no haberla llenado de
mierda en la celda) le facilitó las cosas, pues todos cuantos les vieron
interpretaron que tenía permiso para estar allí y para hacer lo que buenamente
quisiera, incluido el caminar junto a un bárbaro de aspecto sospechoso.
Las celdas se hallaban en el subsuelo (carente de luz solar) del mismo
palacio en el que Aurel había pasado toda la vida. En su caso, la diferencia
entre el cielo y el infierno se contaba por pisos. Cuando salieron a la calle no
pudo evitar mirar hacia arriba, a las doradas cúpulas bajo las que había
residido, rodeado de telas sedosas, perfumes dulces y vinos viejos,
acompañado por hombres de todos los tamaños y razas conocidas,
entretenido por la música, el teatro y la danza de bellas mujeres. Después
miró hacia delante mientras Conay le metía prisa con un gesto que hacía
evidente su enfado. Aurel no supo apreciar belleza alguna en la marea de
casas de un piso de altura que se extendía frente a él. No vio más que calles
estrechas y, a lo lejos, un horizonte azul colmado de mar.
Por un momento dudó. Quiso volver a entrar en el palacio para pedirle
(rogarle) a la nueva reina que perdonara al príncipe, para convencerla de que
aquel muchacho estaba demasiado ocupado con los placeres mundanos como
para intentar siquiera disputarle la corona. Ansiaba regresar con él, volver a
su cómoda vida de siempre, encontrarse con aquel soldado de la guardia
personal del príncipe al que siempre tenía ganas de ver.
Conay le agarró del brazo con poca amabilidad y tiró de él. Antes de que
se diera cuenta Aurel ya estaba inmerso en la primera calle y se internaba en
una maraña que siempre había observado desde las alturas. Aquella era una
ciudad pequeña, llena de piojos, insectos y demás pequeños animales
rastreros, entre los que se podía incluir a numerosas personas. No había
forma de volver. La duda se esfumó pronto, tras el convencimiento de que la
reina le habría cortado el cuello nada más verlo, solo para enfurecer todavía
más a su humillado hermano.
Conay corrió todo el tiempo y sin detenerse a recuperar el aliento,
aunque Aurel sí lo necesitaba. El joven le obligó a pararse hasta en cinco
ocasiones, tres de ellas casi seguidas, pues al final del trayecto se encontraba
extenuado. El bruto no dejaba de decirle en voz baja que ya tendría ocasión
de descansar una vez hubiesen llegado al puerto, mientras él buscaba un
barco adecuado. Aurel asentía con la cabeza mientras su cuerpo negaba en
silencio.
Más allá del punto de no retorno en el que uno se mueve por pura
inercia, en que los músculos ya se han rendido en el propósito de anunciar el
fin de su actividad, Aurel halló un motivo para seguir adelante (uno que no
fuese el simple deseo de seguir con vida, que también había quedado atrás, en
una calle empedrada por la que costaba particularmente correr). Dicho
motivo era imaginar el culo de Conay bajo las escasas telas que lo cubrían,
pues ello le resultaba lo bastante estimulante como para seguir pese a la
carencia de fuerzas. Podía intuir el tamaño de las nalgas en función del grosor
de las piernas, que no eran pequeñas. Podía calcular dónde comenzaba a
partirse su culo a juzgar por el arco de la espalda y por las dos pequeñas
hendiduras simétricas que había justo sobre el cinturón, los llamados
hoyuelos de Venus. Podía intuir la curvatura de las posaderas, la firmeza de
la carne, que apenas temblaba a cada zancada… Todo eso hizo que el joven
se esforzara para tener el trasero de Conay siempre cerca, a pesar de la falta
de aliento. Antes de que se diera cuenta atravesaron una última calle y el
horizonte se ensanchó frente a ellos, inabarcable y azul. Miraron a lado y
lado. El puerto se atisbaba a la derecha.
Al ser Kiarham un reino de una sola isla (del mismo nombre, por cierto),
el comercio con el Continente Embrujado resultaba imprescindible. Había
docenas de barcos entrando y saliendo: grandes y pequeños, con remos, velas
y ambas cosas a la vez.
Tal y como Conay había prometido, Aurel pudo descansar. Este se dejó
caer sobre el primer banco que encontró (uno con vistas directas al mar) y le
hizo una señal a Conay para que se fuera en busca de un capitán que les
llevase fuera de la isla. No obstante, el bárbaro se mantuvo allí a la espera de
algo.
—¿Piensas que van a cargar con nosotros a cambio de nada? Vas a tener
que darme algo de oro.
Aurel cayó en la cuenta de que así habían quedado. Cogió la bolsa que
guardaba celosamente colgada del cinturón por la parte de dentro de la ropa
(la misma que le había importunado sin cesar durante la carrera por la ciudad)
y se la dio a Conay, que la sopesó. No necesitó abrirla para saber cuánto
dinero había dentro, lo calculó a peso.
—Tendrás que sacar otra o nos tirarán al mar a medio camino.
—¿Otra? ¿Qué otra?
—Otra bolsa de oro. Dijiste que tenías oro.
—Y ahí lo tienes. Eso es todo lo que tengo.
Conay abrió mucho los ojos al tiempo que su boca se apretó hasta
hacerse muy pequeña. Aurel tuvo la angustiosa sensación de que estaba
reprimiendo unos cuantos gritos, pero lejos de amedrentarse el cortesano se
enfadó de igual modo.
—Soy del séquito del príncipe, no el príncipe. ¿Cuánto oro piensas que
me he podido llevar? —dijo, mostrando las palmas de sus manos y alzando
los hombros—. ¿Acaso ves una carretilla cargada a mis espaldas?
Conay apretó la bolsa con fuerza. Las venas de su brazo se le hincharon
hasta hacerse muy visibles. Aquello no era lo que habían pactado. El bárbaro
había esperado un viaje plácido a bordo de un barco de categoría, una llegada
triunfal al continente, un carruaje que les llevara hasta la primera ciudad
medianamente civilizada, donde pagaría comida y putas durante semanas.
—¿Hay suficiente para que nos podamos ir de esta mierda de isla, o no?
—quiso saber Aurel.
Conay no respondió. Abrió la bolsa, guardó cuatro monedas de oro en
un bolsillo de su ceñida falda (que nadie habría dicho que existía) y la cerró
de nuevo. Después se dirigió en completo silencio a la taberna donde los
capitanes bebían antes de zarpar. Lo cierto es que le daba lo mismo el oro que
aquel muchacho pudiera darle, tenía que irse de la ciudad de todas formas,
pues uno no podía escapar de la prisión del palacio y quedase en la isla como
si nada.
Aurel estaba realmente enfadado. Había sacado al bruto de aquella celda
mugrienta, le había salvado de una muerte segura. Las celdas no estaban
hechas para convertirse en un alojamiento para nadie, la gente que estaba en
ellas moría pronto. ¿Qué había hecho a cambio? ¿Dar un puñetazo? Él mismo
podía haber acabado con el carcelero dándole con algo en la cabeza una vez
se hubiese corrido en su culo y estuviese descentrado.
El joven tenía las piernas cansadas y la mente embotada por las
circunstancias. Aquel viaje no podía acabar bien, eso era algo que sabía de
una forma íntima, que tenía asimilado, de la misma forma que sabía que su
suerte había cambiado para siempre. No obstante, dejó que la brisa
procedente del mar le hiciera olvidar todas las cosas. Se dejó embaucar por el
olor a sal, dejó que los doloridos músculos de las piernas descansaran e
incluso cerró los ojos; no del todo, uno jamás podía cerrar los ojos de verdad
fuera del palacio. Todas las veces que el príncipe y su comitiva habían salido
para disfrutar de un paseo por la isla lo habían hecho debidamente escoltados,
habían encontrado los lugares a visitar vacíos, no por casualidad. Ahora
estaba solo, sin guardias, sin otras víctimas potenciales cerca aparte de él
mismo, sentado en un banco con una ropa que anunciaba a los demás que era
una presa fácil. Era algo que tenía que remediar pronto, tenía que cambiar su
vestimenta.
De repente el estado de relax se esfumó como llevado por una súbita
tormenta. Un pensamiento oculto hasta entonces emergió, uno que había
comenzado como un miedo primitivo y que fue tomando forma a lo largo de
los minutos. Aurel acababa de darse cuenta de que Conay no iba a volver. El
bárbaro podía contratar un barco para él solo y largarse de allí, dejándole
tirado como a un perro; de hecho, era la opción más probable dado su enfado
por el tema del oro.
Sin pensarlo dos veces Aurel se levantó y corrió hacia la taberna. Abrió
la puerta y no lo vio dentro. Todos y cada uno de los que había en el interior
le miraron con unos ojos grandes como naranjas. Luego comenzó a dar
vueltas por el puerto, a mirar en las cubiertas de los barcos o en las escaleras
que llevaban a estas, esperaba ver a Conay subido en uno de los navíos, a
punto de irse con lo que quedara de su bolsa de oro. Pasó largos minutos de
un lado al otro, alargando el cuello, apuntando con sus ojos en todas
direcciones. Perdió la noción del tiempo y del espacio.
Se preguntó Aurel qué sería de él. Se vio a sí mismo subiendo como
polizonte, cosa que no sabía cómo hacer pero cuyas consecuencias conocía
sobradamente, pues por norma general eran arrojados en alta mar. Sin
embargo, la perspectiva de quedarse en la isla también era una muerte segura.
De ese modo, el dilema quedaba reducido a qué tipo de muerte prefería.
De pronto, una mano agarró su brazo, una que era grande y fuerte. Aurel
ya había aprendido a reconocer el rudo tacto de Conay. Se giró hacia él y se
encontró con un rostro todavía contraído por el enfado.
—¿Se puede saber porqué te demonios te has ido del banco? —susurró,
en tono amenazador—. He ido a buscarte y no estabas. Pensaba que te habían
vuelto a coger los guardias del palacio.
Aurel no dijo nada, no supo qué responder. Dejó que Conay lo arrastrara
entre la multitud hasta que el propio bárbaro se dio cuenta de que no podía
tratar de esa forma a alguien vestido de ese modo. Entonces lo soltó, bajo la
amenaza de que no se separara de él en ningún momento. Tras unos
angustiosos momentos durante los que tuvieron que sortear diversas
aglomeraciones de gente (que subía a los respectivos barcos), Conay se
detuvo delante de uno pequeño.
El barco llevaba una bandera que Aurel no había visto en la vida: un
murciélago blanco sobre fondo mitad negro y mitad azul. Era de madera,
poseía una gran vela y muchos remos. No parecía que cupiese mucha gente
dentro. De hecho, no se veía a nadie, salvo a una mujer que tenía aspecto de
ser quien mandaba allí. Conay habló con ella a cierta distancia, señaló a
Aurel, como si antes ya le hubiera hablado de él. La mujer mostraba el rostro
curtido, pero buen cuerpo; buenas tetas y buenas curvas, como habrían dicho
muchos hombres, aunque Aurel no sabía muy bien cómo juzgar ese tipo de
cosas. Desde luego, la ropa que llevaba favorecía mucho esas cualidades,
pues dejaba poco espacio para imaginar el tamaño de sus senos, entre otras
cosas.
La supuesta capitana repasó el cuerpo de Aurel con cierto aire escéptico.
Lo hizo con rapidez pues su avispada mente tardó poco tiempo en comparar
el físico del hombre de palacio con el del bárbaro con el que estaba
negociando. Acto seguido la mujer señaló a Aurel y luego al barco, mientras
pronunciaba una corta frase y se apropiaba de la bolsa con las monedas.
Después, se señaló a sí misma y a Conay. Al parecer el oro solamente les
daba para un billete. Aurel acababa de darse cuenta de cómo Conay iba a
pagar el segundo pasaje.
02 El barco de esclavos

Había que reconocer que la situación era mejor a bordo del barco respecto a
la celda mugrienta. El sitio donde Aurel tenía que dormir olía un poco mejor,
eso era toda la mejora. Eso y que, por fin, estaban dejando atrás la ciudad que
(por distintas razones) les había condenado a muerte a él y a Conay.
El joven de palacio no tuvo ocasión de ver mucho a su compañero de
viaje, quien siempre estaba hablando con la capitana del barco, apartados
ambos de los demás. No era una charla con la que el bárbaro pareciera
cómodo, siempre se mostraba serio a pesar de las incesantes carcajadas y
guiños de la capitana. Por su parte Aurel tuvo que pasar el tiempo
contemplando el mar, que se veía aterrador a bordo de aquel pedazo de
madera. Cuanto más lejos se hallaban del reino más grandes eran las olas,
tanto que parecían verdaderas montañas sobre las que el barco danzaba en
dudoso equilibrio.
Había más gente allí. Eran todos hombres de piel oscura y cabeza
rapada, vestidos con un simple calzón que se apretaba con más o menos
fuerza a sus nalgas y a sus paquetes, dependiendo de lo apropiada que fuera
la talla. Se trataba de esclavos, pues no les escuchó decir una sola palabra y
en cambio trabajaban sin parar: se encargaban de la orientación de la vela, de
los remos (cuando era necesario), de preparar la comida y la cena, incluso de
manejar el timón, ya que la capitana estaba muy ocupada con el invitado...
con uno de ellos, claro. La muy puta, maldecía Aurel. La miraba con
desprecio, consciente de lo que sucedería más tarde.
Pasó poco rato hasta que Aurel comenzó a vomitar. Tuvo que ser él
mismo quien limpiara el desastre, algo que la fastidiosa mujer dejó claro
entre gritos. A Aurel no le importó demasiado; solo quería que aquello
terminara, solo quería un pedazo de tierra sobre el que posar sus pies, uno
que no se moviera. Un esclavo le ayudó, le trajo los utensilios para que lo
limpiara. Le ofreció también un poco de ropa, pues la suya había quedado
llena de restos de la digestión parcial. Por lo visto, uno de aquellos esclavos
debía ser de su talla, porque la ropa que le dio le quedaba razonablemente
bien. Era una sola pieza larga provista de tirantes que se convertía en una
falda de cintura para abajo gracias a una cuerda que hacía las veces de
cinturón (debajo de la falda Aurel conservó su calzón, que seguía limpio).
Era gris azulada, como toda la ropa que llevaban los esclavos.
Una vez cambiado, el joven lanzó las ropas de palacio al mar. Dejó que
se perdieran para siempre, como quien decide lanzar al olvido un pasado que
no regresará. Miró cómo la ropa se mecía entre las olas y, poco a poco,
quedaba atrás. Ya no se veía la isla. Tampoco el continente, que se hallaba a
tres días de aquel punto perdido en mitad del océano.
El primero de esos días fue cómo si Aurel no existiera, este se sentía tan
mareado que era incapaz de pensar en otra cosa salvo predecir en qué
momento vomitaría de nuevo y dónde tenía las cosas para limpiar el
desagradable resultado del proceso. Pasó la noche acurrucado en un rincón
del enorme (y pestilente) dormitorio comunal donde los esclavos dormían, un
cuarto que compartía con diez hombres, pero no con Conay. El bárbaro
dormía en el camarote de la capitana, aunque dormir no era exactamente lo
que hacían. Los escuchó follar varias veces. Trató de prestar poca atención,
no tenía el cuerpo para centrarse en nada que fuera ajeno al mismo.
El segundo día se encontró mejor hasta el punto en que quiso entablar
conversación con uno de los esclavos. En palacio uno siempre encontraba a
alguien con quien charlar, era lo que más hacían. Sin embargo, Conay no
estaba accesible y de la capitana Aurel no quería saber nada. Pensó el joven
en hablar con el hombre que le había ayudado el día antes, aunque lo cierto es
que no sabía muy bien cómo distinguirlo de los demás, pues le parecían todos
iguales. Hubo de esperar a que fuese el propio esclavo quien se acercase a él.
Se interesó por sus mareos, se alegró al comprobar que ya no los tenía (en
parte porque se había acostumbrado, en parte porque el mar estaba
relativamente calmado). Aquel día Aurel comió por dos, cosa que la capitana
permitió porque el día anterior había comido por medio. Por la tarde, volvió a
hablar con el esclavo.
Se llamaba Durab. Venía de un reino remoto del otro lado del
Continente Embrujado. Tenía una forma de hablar extraña, nunca
pronunciaba una «i» cuando esta formaba parte de una palabra, la cambiaba
por una «e». Le contó que había aceptado trabajar como esclavo para
sobrevivir, pues se marchó de su país durante una cruenta hambruna. Sostenía
que la vida de esclavo podía ser buena si uno tenía la suerte de encontrar un
buen amo. Aseguraba que en su condición podía dormir, comer y follar sin
problemas y que dos de esas cosas eran bastante complicadas de conseguir en
su propia tierra. A Aurel se le ocurrió que aquel hombre quizá era la
compañía habitual de la ninfómana de la capitana, que por este viaje lo había
cambiado por Conay. No se atrevió a preguntarlo y en verdad tampoco le
importaba; procuraba no hablar sobre aquella mujer, hacer como si no
existiera, como ella hacía con él.
Aurel se dio cuenta de que Durab no dejaba de mirarle la piel. Se sentía
atraído por su color rosado, incluso le preguntó si podía tocarla y la tocó,
sintiéndose entonces impresionado por su suavidad. No estaba acostumbrado
a ver pieles que no estuvieran castigadas por el sol, o que no fueran oscuras y
densas como la suya y la de sus compañeros. Aurel sintió que había sido un
contacto colmado de curiosidad, carente de cualquier otra intención. No le
dio más importancia en aquel momento.
Después llegó el turno de Aurel para explicar su vida y milagros. No
quiso extenderse mucho ni dar detalles, no debía contarle según qué cosas a
alguien que había escapado de su país para no morir de hambre. Por ejemplo,
omitió que disfrutaba de tres banquetes diarios, que podía dormir a pierna
suelta más de diez horas al día o que celebrara cada cierto tiempo orgías en
las que participaban miembros de la corte del príncipe, bailarinas, y soldados
de la guardia personal, además de contar con la visita ocasional de los grupos
de teatro o de música. Se limitó a explicar que residía en el palacio y que
trabajaba para el príncipe. No quiso mentir. No quiso tener que guardar
silencio el resto del viaje por no saber qué responder, pues no era bueno
inventándose una vida que no había tenido, ni tenía idea de cómo podía ser
vivir fuera del palacio. Bastó tan breve relato para que los ojos de Durab se
abrieran y se iluminaran.
—¿En el palaceo...? ¿Y cómo es trabajar allé?
—Bueno, supongo que es lo mismo que trabajar para cualquier otro.
Uno hace lo que le mandan y procura que su amo esté siempre contento, lo
que te asegura que tendrás una buena vida. Es lo mismo que en el caso de tu
capitana, pienso yo.
—No es lo mesmo server a una capetana que a un préncepe.
—Claro, se vive mejor en palacio, eso sí. Es la única diferencia. Yo
tenía que estar siempre pendiente de todo, igual que vosotros aquí, en el
barco.
Durab ansiaba saber más, mucho más. Lo pedía con sus negros ojos muy
abiertos, mas no con su voz, pues no pretendía ser impertinente; un esclavo
no solía pedir lo que no se le daba. La conversación terminó en ese punto,
pues Durab no parecía capaz de dar voz a sus incontables interrogantes y
Aurel seguía pensando que no era buena idea hablarle de según qué cosas.
El resto del día transcurrió lento y aburrido. Aurel vio a Durab charlar
con sus compañeros en diversas ocasiones, en las que el interlocutor de turno
miraba al menos una vez a Aurel. Durab solo volvió a hablarle para decirle
que la cena estaba lista y para comentarle que por la noche estaría haciendo
guardia arriba. Arriba quería decir en la cubierta. Aurel no supo porqué se lo
decía, aunque no pensaba visitarle, pues la visión del mar por la noche le
resultaba desagradable y le descorazonaba el alma de una forma que no
alcanzaba a comprender.
La segunda noche fue muy distinta. Aurel no la pasó abrazado a sus
rodillas en un rincón sino que se estiró a dormir. El dormitorio contenía dos
filas de literas, una en cada pared del cuarto compartido, ocho camas en total
para diez personas, aunque siempre había dos que estaban haciendo de vigía
o a cargo del mástil, de modo que no importaba. Aurel tuvo que hacerse un
sitio en el suelo, en el espacio que quedaba entre los dos grupos de literas.
Allí colocó una especie de colchón que los esclavos guardaban como reserva.
Hacía calor, pero al joven no le apetecía dormir sin nada que lo cubriese, de
modo que se quitó la ropa y cubrió su cuerpo con una delgada sábana; en
palacio siempre dormían así.
Aurel cayó en la cuenta de que no había pasado una buena noche desde
que lo sacaron de su dormitorio de siempre, en la parte alta del palacio. No
había podido dormir en la celda y tampoco la primera noche en el barco. De
ese modo, cayó rendido al cabo de escasos segundos de intentarlo.
Un tiempo más tarde, algo despertó al joven. Eran los gemidos de la
capitana (gritos, más bien). Una vez escuchados por primera vez, ya le fue
imposible ignorarlos. La mujer vociferaba con auténtica pasión y también con
claridad, puesto que el camarote de ella era contiguo al dormitorio de los
esclavos. Ya desvelado, Aurel no pudo sino imaginar lo que estaría
sucediendo en aquel otro dormitorio. A juzgar por la ausencia de cualquier
otro ruido, bien podía estar Conay comiéndole el coño, cosa que debía estar
haciendo muy bien. Tras un rato que se le hizo interminable, hubo una
pequeña pausa y después un jadeo largo y agitado. A partir de ese momento
los gemidos se tornaron chillidos y comenzó a escucharse un retumbar
regular, que no por casualidad coincidía con la frecuencia de la voz de la
mujer.
A Aurel se le puso dura al momento, cosa que no pudo evitar. Odiaba a
aquella mujer, pero saber que Conay la estaba follando a tan escasa distancia
le ponía a mil por hora. Trató de ignorar la estridente voz de la mujer, se
centró en el traqueteo de la cama, que era una buena pista para imaginar
cómo Conay se movía, cómo le metía la polla una y otra vez. No se
escuchaban los gemidos de él, pero se intuía con facilidad el constante
movimiento de su fornido cuerpo.
No era el único que estaba excitado en el dormitorio comunitario. Aurel
escuchó el inconfundible sonido de una paja cercana, el movimiento continuo
de un pene que rozaba febrilmente con la sábana. Uno de los esclavos se
había puesto cachondo y se la estaba pelando. Uno no, dos, pues otro ruido
similar surgió de las literas del otro lado. De repente, Aurel estaba rodeado de
pollas en plena faena.
La regularidad de Conay era impresionante, se follaba a la capitana
como si fuera una máquina. Pasaron los minutos y el rimo no aflojaba ni se
incrementaba, permanecía inmutable. De cuanto en cuanto había una pequeña
pausa (Aurel sospechaba que para cambiar de posición) y el ritmo volvía,
igual que antes. Según la posición que adoptaban, se escuchaba también el
ruido de la carne contra la carne, pues al traqueteo y al gemido de turno se
unía el sonido inconfundible del cuerpo de Conay impactando contra el de la
mujer.
Aurel comprendía que los esclavos se estuvieran masturbando. En
verdad a él también le apetecía, pero no se sentía lo bastante seguro; se veía
expuesto, rodeado por ocho camas llenas de ojos que (quizá) podían verle y
llenas de oídos que le escucharían. Optó por no hacer nada, se puso boca
abajo, aplacó la polla entre su cuerpo y el colchón y esperó a que todo pasara.
Mientras tanto, ya eran tres los esclavos que se la estaban pelando, uno de
ellos con síntomas de terminar pronto a juzgar por el sonido inequívoco del
líquido acumulándose en la punta de su polla.
De improviso, Aurel percibió que algo más sucedía. Alguno de los
esclavos se movía más de lo habitual, como si se levantara de la cama. Pensó
que simplemente se había corrido e iba al lavabo para limpiarse, pero no
escuchó más de dos o tres pasos antes de que el esclavo se detuviera. Aurel
tuvo la angustiosa sensación de que lo tenía cerca. De hecho, se sobresaltó al
notar una mano que se metía por debajo de la sábana hasta posarse sobre su
pierna. Le dio un vuelco el corazón. Entendió lo que estaba a punto de
ocurrir.
La mano obró con pericia, sabía bien lo que buscaba. Nada más tocar la
pierna comenzó a subir hasta posarse sobre una de las nalgas desnudas de
Aurel. Las acarició ambas, pasando de la una a la otra y luego volviendo. De
vez en cuando las apretaba con fuerza.
Aurel agudizó el oído, todo él estaba en tensión a la espera de lo que
aconteciera. Le pareció que el esclavo se masturbaba con la otra mano, allí
mismo, a su lado. Pensó que quizá le bastaría con eso: con tocarle el culo
hasta correrse, pero no fue así. El esclavo quitó la sábana que cubría su
cuerpo. Aurel se sintió más desnudo que en toda su vida, temía que todos le
vieran desde las literas, sintió que no era un hombre sino ocho los que le
tocaban el culo.
De repente vio una mano apoyarse en el suelo, junto a su cara, y
percibió que su cuerpo quedaba cubierto de nuevo pero no por la sábana sino
por el cuerpo del esclavo que estaba sobre él. Luego escuchó cómo
acumulaba saliva y la vertía sobre la otra mano, que llevó hacia atrás para
dejar la polla bien untada. Realmente iba a ocurrir, realmente se la iba a
meter, allí, delante de todos los demás. Aurel ni siquiera se preguntó si le
apetecía. Tenía la polla dura, seguía escuchando los rítmicos golpes en el
camarote contiguo... Se preguntó porqué no y concluyo que era mejor ser
penetrado por uno de aquellos pobres hombres que por el maldito carcelero,
al menos ellos parecían buenas personas.
El esclavo volvió a hacer acopio de saliva. La soltó sobre la mano y la
llevó hacia atrás de nuevo, pero esta vez metió los dedos entre las nalgas de
Aurel. Con gran pericia las separó y dejó untuosa la franja intermedia. Acto
seguido los dedos buscaron el ano e insistieron especialmente sobre él, hasta
el punto en que uno de los dedos lo penetró. Después usó la mano para
colocar la polla en posición. Aurel abrió ligeramente las piernas, se preparó
para recibirla. El glande se hundió entonces entre las nalgas, el hombre apretó
para vencer su lastimosa resistencia. El miembro se abrió paso hasta el ano y
se quedó cómodamente alojado encima.
Con la polla en disposición de abrirle el culo, el esclavo puso la segunda
mano apoyada en el suelo, al otro lado de la cabeza de Aurel. Empezó a
meterla. El glande entró despacio, con suavidad gracias a la lubricación,
aunque Aurel sintió una mezcla de sensaciones que al principio no eran muy
agradables. Hacía muchos días que no era penetrado y necesitaba de unos
momentos para acostumbrarse. No obstante, el esclavo se la metía tan
despacio que Aurel asimilaba el tamaño de la polla con relativa comodidad.
Cuando el glande terminó de entrar y el ano se cerró sobre el cuerpo de la
polla, supo que lo peor había pasado. En ese momento, la polla comenzó a
entrar más rápido, como si el esclavo ya no pudiera resistir más la tentación y
se rindiera al placer. Aurel comenzó un largo gemido, pero el otro usó una
mano raudo para taparle la boca.
El joven comprendió entonces que aquella relación era un secreto, que
se suponía que ninguno de sus compañeros tenía que saber lo que hacían. Los
demás seguían masturbándose como si tal cosa, seguramente encandilados
por los constantes chillidos de la capitana, o quién sabe si alguno también
pensaba en Conay.
Todavía con la boca tapada, el esclavo terminó de meter la polla en el
culo, hasta posar su largo y delgado cuerpo sobre las nalgas de Aurel. Así se
quedó un momento, inerte. Luego bajó la cabeza despacio, hasta situar la
boca junto a la oreja del otro y le dijo:
—Shht...
El mensaje fue recibido. El esclavo retiró la mano de la boca de Aurel y
la volvió a poner en el suelo para sostenerse con cierta comodidad. Luego,
comenzó a follarle el culo, muy, muy despacio. Sacó la polla poco a poco, la
volvió a meter de forma igualmente lenta, una velocidad que contrastaba y
mucho con el ritmo de Conay, que seguía embistiendo a la capitana sin cesar.
El escaso obrar del esclavo suponía una buena forma de no hacer ruido y en
verdad a Aurel no le desagradaba, porque el oscuro hombre tenía una polla
muy larga a la que había de acostumbrarse, quizá la más larga que le había
follado jamás (tanto que su propietario tenía que hacer un movimiento muy
amplio cada vez que se la metía).
Aurel alargó una mano hacia arriba en busca del contacto con quien le
enculaba. La suya era una piel extraña, además de ser oscura parecía más
gruesa y olía más fuerte, aunque sospechaba el joven que la causa de ello
eran las condiciones de vida, más que la piel en sí. Le agradó sentir el cuerpo
en movimiento del esclavo, que se mecía sobre él en lenta danza. Alargó la
mano hacia la arqueada espalda, hacia su culo, al que apenas alcanzaba, pero
se esforzó para llegar, pues le parecía que era firme y bien formado. Desde
ese momento lo acompañó en sus movimientos de cintura, lo animó a seguir
dándole por el culo.
El ritmo de Conay se incrementó, los golpes comenzaron a escucharse
más intensos y frecuentes en el camarote de al lado, así como los gritos de la
maldita mujer. Como excitado por la novedad, el esclavo también comenzó a
follar a Aurel con mayor ímpetu, aunque en comparación muy pobre, pues no
se podía arriesgar a que los demás le escucharan. De repente, justo cuando la
mujer liberaba el último gemido, el esclavo se detuvo. Aurel escuchó su
respiración agitada e irregular, próxima como estaba a su oreja. No fue el
único indicio de que se estaba corriendo, lo sintió a través del ano, que
captaba los sucesivos latidos de la polla mientras soltaba el semen en su culo.
Aurel apretó bien fuerte el tenso culo del esclavo hacia sí mismo.
Luego, el hombre se tendió sobre Aurel como si descansara unos
momentos. Aplastó con cuidado el cuerpo del cortesano, todavía con la polla
alojada en su interior. Permaneció no más de un minuto así, justo antes de
alzarse y regresar a su cama.
Todo había quedado en silencio. Había quietud en el camarote de la
capitana y también en el propio, en el que nadie se masturbaba ya.

El tercer día Aurel estuvo muy atento a las caras de los esclavos con los
que se encontraba. No sabía cuál de ellos le había dado por el culo la noche
anterior y lo cierto es que ninguno dio muestras de haber sido el responsable.
Todos le dieron el mismo trato del primer día, entre amables e indiferentes.
Lo que sí sospechaba era que se hablaba de él, pues de nuevo tenía la
sensación de que los esclavos cuchicheaban y le dedicaban miradas furtivas.
Durab durmió hasta el mediodía, pues había pasado toda la noche en la
torre de vigía. Al poco de despertar fue en busca de Aurel para insistir en la
invitación del día anterior.
—Esta noche volveré a estar vegelando. Puedes vener se te apetece. Las
estrellas se ven mue been desde allé arreba—dijo, y al terminar la frase puso
una mano sobre la de Aurel.
Aurel observó a Durab, que lucía sonrisa y brillo en los ojos. Después
miró la mano y por el camino se detuvo en la entrepierna del hombre, que
notó más que abultada; los esclavos apenas poseían ropa, no costaba ver
cuándo uno de los simples calzones que llevaban contenía un miembro viril
en pleno desarrollo.
Durab quitó la mano antes de que el otro pudiese reaccionar y acto
seguido se levantó y se marchó. No volvieron a hablar en todo el día; de
hecho, Aurel no volvió a hablar con nadie en todo el día. El joven tenía la
sensación de que había una atmósfera conspirativa a su alrededor.
Pronto llegó a la conclusión de que había corrido la voz en el barco de
que trabajó en la corte del príncipe Koje. Lo cierto es que había la concepción
de que todo aquel que servía al príncipe era una puta (o un puto). A Aurel le
ofendía mucho que se pensara eso, él nunca había follado con el príncipe, en
todo caso con otros miembros de su corte, pero lo hacía como quien es
invitado a una fiesta o a un banquete y conoce a alguien que le gusta, no
porque fuera parte indispensable de su trabajo como asistente del palacio.
En definitiva, tenía la sospecha de que lo consideraban como a una puta
de alta alcurnia. En cuanto a Durab, no daba la impresión de estar
persiguiendo a una puta, sino de cortejarle con educación y paciencia a partes
iguales.
El dilema mantuvo ocupado a Aurel el resto del día. En realidad poco
más había que pudiese hacer salvo observar la nueva relación entre Conay y
la capitana, considerablemente degradada. Ella le hablaba a gritos o con
desdén, mientras que él la ignoraba por completo. El joven no sabía qué les
había ocurrido ni quería saberlo. Quizá ella, embelesada por la follada de
anoche, pretendía que Conay se incorporara a la tripulación y él se había
negado. Aurel ni siquiera lo preguntaría, le daba lo mismo.
Cuando llegó la tercera y última noche del viaje, Aurel permanecía
expectante. Ignoraba si Conay se follaría de nuevo a la capitana (se había ido
a dormir con ella, pese a las evidentes rencillas entre ambos), o si el esclavo
volvería a intentar algo con él. Estaba nervioso, inseguro acerca de si deseaba
que esto último sucediera o no.
Ya en el camarote, al cabo de un buen rato logró quedarse dormido, pero
solo a medias, como un gato callejero que se despierta al menor ruido. Al
advertir que uno de los esclavos bajaba de la litera se puso en guardia; más
que eso: se colocó boca abajo y la polla se le endureció al instante.
El joven había hecho bien. La mano negra buscaba de nuevo una parte
de su cuerpo para situarse en mitad de la completa oscuridad. Tocó de nuevo
una pierna, mas no perdió el tiempo en juegos sino que apartó la sábana
enseguida. Entonces repitió la liturgia de la noche anterior, pero con mayor
decisión: ensalivó el culo ajeno y la propia polla, la colocó en posición y
apoyó las manos en el suelo, a lado y lado de la cabeza de Aurel. Comenzó a
metérsela, despacio, con paciencia.
Esta vez no hizo falta que el esclavo diera indicaciones, Aurel se
abstuvo de soltar un solo jadeo. El joven alargó dos manos (no una) hacia la
espalda del esclavo y lo acompañó en su largo y pausado obrar. La follada
era, si cabe, todavía más lenta que la noche anterior, pues no había otros
ruidos que ayudasen a disimularla. Además el hombre parecía empeñado en
retrasar la eyaculación, consciente de que era la última noche que tenía a su
disposición aquel trasero suave y delicado.
De pronto, Aurel comenzó a escuchar a otros esclavos que se
masturbaban en las respectivas camas. Había dado por sentado que la otra vez
se hallaban excitados al escuchar a la capitana, pero ahora se preguntó si lo
hacían cada noche. Luego cayó en la cuenta de que quizá se daban cuenta de
lo que estaba ocurriendo un poco más abajo de las camas.
El esclavo siguió follando con la misma lentitud casi hasta el final.
Entonces no pudo evitar subir el ritmo, lo justo como para alcanzar el clímax
pero sin que llegara a escucharse su cuerpo chocando con las nalgas de Aurel.
El otro percibía su esfuerzo muy de cerca: la intensa respiración a través de
su nariz, que en el último instante se hizo más intensa. Justo en el momento
álgido el esclavo dejó escapar una gran bocanada de aire por la boca mientras
el semen comenzaba a verterse en potentes oleadas. Aurel volvió a apretar su
cuerpo contra el propio, esta vez con dos manos, como si pretendiera
ayudarle a impulsar los chorros hacia su culo.
Otra vez el esclavo descansó sobre Aurel y aguardó a que su respiración
volviese a la normalidad. El joven siguió acariciando su culo y su espalda
durante ese lapso, hasta que el otro sacó el miembro de su culo y se levantó
para regresar a su cama sin más.
Aurel estaba tan excitado que consideró seriamente hacerse una paja; no
era el único, al menos dos esclavos se la meneaban en ese instante. Todavía
no lo había decidido cuando escuchó descender de la cama a otro, con el
mismo cuidado y sigilo que el primero (el ruido provenía de la otra hilera de
literas, de manera que estaba claro que no era el mismo).
Este segundo esclavo casi tropezó con el cuerpo de Aurel; en verdad era
complicado moverse por el dormitorio sin tocarlo, pues estaba justo en mitad
de los dos grupos de literas. Por un momento Aurel sospechó que aquel
hombre quizá intentaba salir del dormitorio, pero enseguida le quedaron
claras sus intenciones, tan pronto como se agachó para palpar al joven.
La mano del segundo esclavo se posó torpe en su espalda, comenzó a
recorrerla y pronto se dirigió a las posaderas, pues Aurel seguía aún estirado
boca abajo. No perdió tiempo tocando las nalgas, fue directo entre ellas en
busca del agujero. En cuanto lo halló metió un dedo, sin más. El culo, abierto
y colmado de semen, lo recibió con facilidad. El esclavo hizo un gemido
sordo y se empezó a masturbar con fuerza.
Aquel no era ni mucho menos tan sigiloso como el primero. No
obstante, supo encontrar una forma más eficaz de darle por el culo. Se puso
de rodillas, abrió las nalgas del joven y escupió en ellas. Esparció la saliva
con el dedo por la zona, sin perder la ocasión de volver a meterlo por el culo,
esta vez hasta el fondo. De nuevo un sordo gemido, que se pudo escuchar y
no solo por Aurel. De nuevo se masturbó con fuerza y agitó una polla cuyo
glande se hallaba repleto de líquido preseminal, un acto que también resultó
perfectamente audible. En cuanto dejó de meneársela la colocó en posición y
la metió sin demasiados miramientos.
Aurel estaba seguro de dos cosas. De que era uno de los que se habían
estado masturbando hasta entonces y de que estaba muy enterado de lo que
había hecho su compañero antes que él.
La polla era más gruesa que la del primero. Mientras entraba en el culo
lo ponía a prueba, acostumbrado como estaba el ano al tamaño del primer
pene. Por suerte, no era tan largo. Cuando lo terminó de meter dejó escapar
un jadeo, más largo y no tan sordo como los anteriores.
La forma como le follaba era la siguiente: le abría el culo con ambas
manos para metérsela sin hacer mucho ruido. Eso hacía que su posición fuera
precaria, que le costara sostenerse sobre Aurel, pero por otro lado se movía
sin preocuparse de que las carnes chocaran entre sí generando un sonido de
sobras reconocible. Finalmente el joven isleño optó por echarle una mano y
se abrió él mismo el culo, permitiendo que el otro pudiera apoyar el peso en
el suelo a través de sus manos y haciendo que pudiera embestirle a buen
ritmo. Aurel tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no gemir, la polla de
aquel hombre entraba decidida y profunda. No obstante, era probable que el
trance terminara en breve, dado que la respiración del esclavo era agitada.
En el último momento el segundo esclavo intensificó el ritmo, tanto que,
pese a permanecer las nalgas separadas, su cuerpo comenzó a chocar con el
de Aurel. Poco importaba. De todas formas la discreción era ya inexistente,
pues empezó a jadear al cabo de pocos segundos, hasta que un elocuente
gemido, breve pero intenso, anunció la eyaculación. El esperma brotó de la
polla en completo silencio, el cuerpo del esclavo permaneció en tensión
absoluta mientras derramaba un chorro tras otro. Las pajas de los demás se
escucharon rápidas e indiscretas en mitad de aquel tenso silencio.
Con el semen ya en el culo de Aurel, el esclavo dejó escapar un último y
largo gemido, como para descargar la tensión acumulada. Sacó la polla sin la
menor ceremonia y volvió a su cama para dormir a pierna suelta el resto de la
noche. A su alrededor, todavía había varios compañeros que se le estaban
pelando, ahora sin complejos.
A Aurel le costaba comprender a los esclavos, no hallaba lógica en sus
acciones. Era evidente que todos sabían lo que ocurría, pero daba la
impresión de que pretendían seguir escondiéndose. Todos deseaban follarse
al chico de palacio, pero no querían que los demás supieran quién se lo tiraba.
Había al menos tres que se masturbaban y el joven se preguntó qué
podría más, si el deseo o la vergüenza. Supuso que se vigilaban entre ellos,
que cada uno miraba alrededor para ver quién se masturbaba y quién dormía,
para comprobar si alguien osaba dar el paso siguiente y meterle la polla al
muchacho blanco. Solamente los que ya le habían follado dormían con
placidez.
Tal y como Aurel preveía, otro esclavo bajó de la cama. Aurel estaba
muy excitado, se preparó para recibir la tercera polla: se puso de rodillas y
arqueó la espalda, de modo que podía aprovechar para masturbarse mientras
el nuevo se la metía.
El tercer esclavo dio con él y con su trasero con presteza. Le metió la
polla enseguida, ya ensalivada durante una larga masturbación. El momento
de la entrada fue delicioso para Aurel, abierto y dispuesto como estaba su
culo. No pudo ni quiso aguantar un gemido. ¿Por qué había él de esconderse,
cuando todos sabían lo que sucedía?
El esclavo se lo tiró con fuerza y sin el menor disimulo; ya que había
tenido el valor de bajar a disfrutar del joven, al menos pretendía hacerlo sin
complejos. Estaba muy excitado, le metía la polla con rapidez, casi con ansia,
bien al fondo, chocaba sin cesar su negro cuerpo con el de Aurel, que sentía
los golpes con gran intensidad. El joven se tambaleaba, la polla le causaba
dolor al llegar a lo más hondo, le obligaba a soltar algún que otro gemido más
de los previstos. Aurel deseaba alcanzar el culo de quien le partía en dos para
agarrarlo con fuerza, pero le era imposible; se conformó tocando su pierna,
firme y en constante movimiento.
El tercer esclavo se corrió al cabo de pocos minutos. No contuvo para
nada sus gemidos, altos y consecutivos, que sin duda se escucharon en el
camarote contiguo. Los gemidos excitaron todavía más a Aurel, que sabía su
culo colmado de semen por tercera vez. Se masturbó más deprisa, con la
polla del otro todavía derramándose en su interior, y se corrió con abundancia
sobre el colchón. Todos lo escucharon.
El tercer esclavo se marchó dejando el culo del joven abierto y huérfano.
Las pajas habían cesado alrededor, seguramente porque los demás ya se
habían corrido también, animados por los jadeos de quienes follaban a tan
escasa distancia. Aurel se estiró (con cuidado de esquivar las manchas
causadas por su propio esperma) y dejó que la tranquilidad de la noche se lo
llevara. Se quedó dormido al momento, relajado y satisfecho.
Una corriente de frío despertó a Aurel un tiempo más tarde. Alguien
había abierto la puerta y, después, una mano le tocó el brazo con insistencia.
—Ven conmego. ¿Queeres?
Era Durab, que permanecía agachado frente al joven mientras aguardaba
una respuesta. Después de todo lo que había ocurrido la verdad es que Aurel
ni siquiera se había acordado de la oferta para ir mirar las estrellas. En un
primer momento el joven le dijo que no, pero su convicción fue escasa
debido al tremendo sueño que lo embargaba. Durab le cogió del brazo con
suavidad y estiró, insistente.
—Las nubes se han marchado. El ceelo se ve boneto ahora.
Aurel volvió a abrir los ojos. Sin saber muy bien porqué atendió a las
peticiones de Durab. Con pesadumbre, como sumido todavía en un pesaroso
sueño, cogió las ropas que el propio esclavo le había dado el primer día y se
las puso, pues la noche en alta mar no era un lugar donde se pudiera estar
desnudo.
Una vez vestido Durab le cogió del brazo y lo guió hasta la cubierta. En
cuanto atravesaron y cerraron la última puerta, el esclavo perdió la prisa por
seguir adelante, se volvió hacia Aurel y miró con detenimiento su rostro
soñoliento y sonrosado. Pasó una mano entre sus rubios cabellos, y entonces
acercó una boca abierta a la de Aurel, así como una lengua deseosa de
mezclar salivas. Aurel la recibió. Era gorda, generosa en volumen y rápida
colmando la boca ajena de fluido. Durab se la metió bien al fondo y la dejó
allí para que el otro la lamiera, la chupara o la saboreara.
Sin sacar la lengua de donde estaba, Durab apretó su cuerpo contra el
joven y lo llevó hasta la pared más próxima. Una vez allí oprimió a Aurel
para que percibiera su fuerza y sus formas. Estaban expuestos a las
condiciones de la noche, hacía frío, pero Aurel se sentía bien al abrigo de
aquel hombre grande y caliente. Mientras sus lenguas se retorcían entre las
bocas (o en el interior de las mismas), notó el sólido miembro de Durab
pulsar contra su cuerpo; no tenía nada que envidiar en tamaño a los de sus
compañeros. El joven percibía cómo el pene del negro hombre se estremecía
con gran potencia. Poco a poco pugnaba con el del propio Aurel, que se
endurecía a ritmo acelerado.
Entonces las manos de ambos actuaron. Las de Aurel obraron sobre un
culo grande y firme, lo apretaron aun sobre la ropa, lo empujaron para
aproximar el cuerpo de Durab, para sentir cómo su polla se estremecía de
nuevo. Las manos del otro entraron directas por dentro de la ropa del joven,
colándose primero por debajo de la falda y luego por dentro de los calzones,
dos manos enromes sobre un culo pequeño, suave y redondeado. Lo abrieron,
y Aurel recordó entonces que lo tenía lleno de semen ajeno. Trató de frenarle.
Durab no se contrarió por ello, retiró las manos y redujo la pasión de sus
besos, que eran tan intensos que la saliva manaba de las bocas hacia el suelo
en largos y delgados hilos. El esclavo aprovechó el momento para separarse
de la boca del joven, para contemplar sus grandes y claros ojos a la luz de las
estrellas.
Se miraron ambos, de pie el uno frente al otro, de nuevo sin tocarse,
hasta que Durab agarró una de las manos de Aurel y la puso sobre su paquete.
La polla estaba tan desarrollada que ocupaba toda la parte superior de una de
las piernas, pues estaba colocada de lado. Reaccionó agitándose de nuevo en
cuanto la mano de Aurel la apretó. Durab sonrió, era consciente de que su
miembro satisfacía al joven, que no dejaba de acariciarlo en toda su longitud.
—¿Te gusta? —le preguntó—. ¿La queeres?
Aurel asintió. El viento de alta mar le había despertado y los morreos de
Durab le habían excitado, no veía razones para negarse. Al menos ese esclavo
era honesto, había hablado con él, se había trabajado llegar a ese momento,
no como sus compañeros del dormitorio que lo habían usado como un
instrumento vergonzante de placer.
Como ilusionado por algo que se le acababa de ocurrir, Durab agarró de
nuevo la mano de Aurel para llevarlo lejos de la puerta de los camarotes,
concretamente a la popa, donde el timón destacaba como único elemento
relevante. Se lo mostró orgulloso, como si fuera suyo, o como si su manejo
entrañara algún secreto. Aurel no quiso parecer pedante y atendió a sus
breves explicaciones con simulada atención, aunque sus ojos saltaban sin
cesar hacia el azulado paquete del esclavo, que no había menguado ni lo más
mínimo; este lucía además una mancha en la punta, una que era reciente y
húmeda.
Durab miró hacia arriba y señaló. Las estrellas brillaban como Aurel
jamás las había visto, como si se hubiesen multiplicado milagrosamente y
hubiesen ganado potencia. Cuando se volvió hacia Durab, este seguía
mirando hacia arriba, pero se había acercado. De nuevo alargó la negra mano
por debajo de la falda, esta vez para alojarla sobre el calzón. Apretó una de
las nalgas con fuerza. Aurel llevó la mano de nuevo sobre la polla
empaquetada de Durab y la empezó a masturbar.
La oscura mano comenzó a rebuscar entre las nalgas, metiendo los
dedos en la franja que ocultaban hasta hallar el agujero. Apretó con un dedo
hacia dentro a través del calzón. La gran polla se estremecía sin parar, Aurel
comprobó que la mancha de la punta crecía y se renovaba con constantes
aportaciones de líquido. Los dedos comenzaron a colarse por la parte de
abajo del calzón, se abrieron paso entre la carne, tocaron el ano directamente.
—¿Queeres usar el temón? —interrumpió Durab.
Aurel asintió de nuevo, casi sin aliento debido a la excitación. Dio unos
pasos hacia el timón y se agarró a dos de los múltiples salientes. Tal y como
esperaba, Durab se puso a su espalda. El esclavo colocó las grandes manos
sobre las suyas y le dijo (a su particular manera) que la nave giraba si él
movía el timón a un lado o al otro. Por supuesto, se arrimó tanto que hundió
su polla erecta en las nalgas del joven.
El esclavo tardó apenas segundos en levantar la falda de Aurel para que
su paquete entrara en contacto con el calzón sin más intermediarios. Entonces
siguieron las explicaciones. Aurel giró el timón con levedad guiado por las
manos del otro, mientras la polla se restregaba sobre sus nalgas o se apretaba
con tanta fuerza que se estremecía. Aurel no prestaba la más mínima atención
al manejo del bajel, mantenía los ojos cerrados, hacía fuerza con su culo
hacia atrás para sentir toda la dureza del pene. Durab acercó la boca a su oreja
para susurrarle:
—Te la podréa meter, se te apetece… —y apretó para aplastar las
nalgas.
De nuevo la respuesta de Aurel fue gestual, llevó una mano hacia sus
calzones y los bajó para dejar el trasero desnudo a disposición de Durab. El
esclavo hizo lo propio con su ropa. La polla y el culo entraron en contacto
directo por primera vez, la primera manchando al segundo con su mojada
punta.
Aurel esperaba que se la metiera ya, pero para su sorpresa el esclavo se
agachó y metió la cabeza bajo la falda. Comenzó a morder las nalgas, las
abrió con sus grandes y gruesos dedos oscuros y pasó la lengua entre estas,
despacio, desde abajo y hacia arriba. Después metió la lengua en el ano sin
titubear, directa hacia dentro, como antes había hecho en su boca. Al estar el
ano abierto y ser la lengua tan gruesa, entró sin problemas.
La lengua comenzó a entrar y salir con firmeza de su ano. Aurel gimió,
ahora podía hacerlo sin temor a ser escuchado y además lo deseaba con todas
sus fuerzas. Entregado al placer como estaba, no pudo evitar que el semen
que había en el interior de su cuerpo siguiera el camino lógico. Sin previo
aviso, Durab se encontró con el esperma de sus compañeros derramado
minutos atrás. No pareció importarle. Se separó un instante para ver cómo
unos hilos blancos, espesos e irregulares caían lentos hacia el suelo. Lejos de
sentirse contrariado, jugó con ellos. Mantuvo el culo abierto, vio como se
vertían y dio una sonora palmada en la nalga, a la espera de que cayera más
esperma. Luego atrapó uno hilo particularmente grueso con el dedo y lo
metió de nuevo en el culo. Lo metió hasta el fondo y folló el culo con el dedo
por unos momentos. Después volvió a abrir las nalgas con fuerza y aguardó
para ver si caía más. Atrapó el semen a medio camino hacia el suelo y lo
volvió a introducir en el culo. Después se lo siguió comiendo como si tal
cosa.
Aurel no daba crédito. Sentía su trasero manejado con un ansia y una
maestría que no recordaba. Podía haber seguido así hasta el amanecer. No
obstante, Durab se levantó al cabo de largos minutos con la intención de ir
más allá, escupió sobre la mano y se untó la polla, cosa que hizo dos veces.
Lo siguiente que Aurel notó fue el glande acomodado a las puertas de su culo
y la voz de Durab susurrada en mitad de la noche:
—Aqué veene.
La polla entró de una vez, prudente al principio, pero al comprobar la
facilidad con la que ganaba terreno Durab la metió de golpe. Aurel liberó un
largo gemido. Era la polla más grande de todas las que le habían penetrado
aquella noche. Daba gracias de lo que había sucedido en el dormitorio, pues
pensó que de no tener el culo abierto no la habría podido tolerar.
Aurel abandonó el timón para asirse con fuerza al culo de Durab, ya en
movimiento. Allí nadie podía verles ni oírles, de modo que el joven dio
rienda suelta a su garganta, que liberaba generosos gemidos cada vez que
Durab se la metía hasta el fondo, cosa que ocurría sin cesar. No hubo tiempo
para más juegos, los dos estaban tan excitados que no quisieron retrasar una
corrida que se hacía apremiante. Aurel se agarró con una mano al timón
mientras con la otra acompañaba las inquietas posaderas de Durab. Este
agarraba con fuerza la cintura del joven, pues su ritmo era cada vez más alto
y necesitaba mantener su culo bien quieto mientras lo horadaba. Los cuerpos
de ambos chocaban con fuerza y con estrépito. Aurel cada vez jadeaba con
más intensidad, embargado por la velocidad de la polla en su interior.
De repente, Durab comenzó a jadear atropelladamente; no se había
escuchado su voz salvo en los susurros iniciales, de modo que Aurel supo que
la corrida era inminente. Sintió el joven los músculos de su pierna tensarse,
escuchó el grito agónico del esclavo, que le llenaba (de nuevo) el culo con
largos y regulares chorros de esperma. Todavía con la polla metida, todavía
con un Durab cuyos ojos permanecían cerrados y cuya boca lucía abierta, con
la polla soltando las últimas gotas de la esperada eyaculación, Aurel se soltó
del timón para masturbarse. Le bastó con unos pocos y precipitados
movimientos para derramarse sobre la cubierta de popa.
Los dos permanecieron como estaban, unidos íntimamente. Se encararon
y se besaron mientras se acariciaban las respectivas pieles, que ambos
encontraban tan distintas y tan fascinantes.
Cuando Durab sacó la polla y se vistió, parecía otra persona. Acompañó
a Aurel de nuevo al dormitorio sin el menor comentario, sin la menor muestra
de complicidad. Aurel no pensó en ello, cansado como estaba y ansioso por
dormir hasta el amanecer y mucho más allá.

El día siguiente era el de la llegada al continente. Aurel se alegró de ello


por diversas razones. En primer lugar, estaba convencido de que durante la
cuarta noche le habrían follado todos y cada uno de los esclavos del
dormitorio. Se le ponía dura solo con pensarlo, pero no estaba seguro de que
le apeteciera semejante trajín. En segundo lugar, se sentía encerrado en aquel
barco del que ya conocía cada centímetro cuadrado. Por último, no estaba
nada satisfecho con el trato que le dispensaban ahora los esclavos. No le
dirigían la palabra, apenas una mirada casual que retiraban con presteza. Era
un comportamiento que esperaba en los esclavos sin nombre conocido, pero
que en Durab le resultó molesto en extremo. ¿Dónde habían quedado las
ganas de saber, de conocer o de conversar? ¿Todo se reducía a conseguir
tirarse el culito blanco del joven de palacio y ya está? No habría costado nada
una simple sonrisa, una simple frase amistosa o educada.
Visto el trato que le dispensaban, Aurel se mantuvo alejado de todos y
se dedicó a la contemplación, hasta que vio que su compañero se hallaba en
una situación similar. Conay estaba solo, cosa que no era normal a bordo. No
habían cruzado una palabra desde que embarcaron, tres días atrás. El joven se
apoyó en la baranda de la proa del barco, justo a su lado. Se veía a la legua
que ambos estaban hartos de aquel viaje.
—¿Aquello de allí es el continente? —preguntó el joven, que apuntaba a
una sombra difusa perdida en el horizonte.
—Sí. Llegaremos enseguida.
Aurel agradeció en secreto escuchar a alguien que pronunciara bien las
palabras. Pronto añadió algo que le salió de las mismas entrañas:
—Pues ya era hora, estoy hasta las narices de este puto barco.
—Y que lo digas.
03 El dios-monstruo

El mundo de los hombres es un lugar entre el cielo y el infierno. Para Aurel el


cielo se hallaba en lo alto del palacio de Kiarham, inalcanzable, mientras que
el infiero se encontraba en las celdas del subsuelo. El resto eran innumerables
matices de gris: la propia ciudad de Kiarham, su puerto, el barco comandado
por aquella mujer (cuyo nombre jamás se molestó en conocer)... y ahora, por
fin, el Continente Embrujado.
La ciudad en la que desembarcaron se llamaba Fostea y parecía una
versión sucia de Kiarham. Mostraba la misma sucesión de casas adosadas y
pequeñas, las mismas calles sinuosas y estrechas, el mismo aspecto
descuidado en la gente. Además, era como si alguien hubiera lanzado sobre
todo ello un montón de cubos llenos de deposiciones, vómitos, meados viejos
y comida en mal estado. Tanto seres animados como inanimados poseían un
olor fuerte, una suciedad visible, en forma de manchas resecas o bien de
viscosas y recientes salpicaduras.
No hubo necesidad de grandes despedidas, Aurel y Conay se marcharon
del barco sin mirar hacia atrás y se adentraron en la apestosa ciudad, cuyo
olor ganaba intensidad a medida que avanzaban, debido a la incidencia cada
vez menor de la brisa marina.
Fostea estaba coronada por una torre esbelta y elevada que contrastaba
con el resto de la ciudad por su altura pero también destacaba por un aspecto
pulcro e impoluto. Aurel imaginó que dentro habría reyes y príncipes, que
quizá hallaría en aquel lugar una nueva oportunidad, un nuevo amo rico que
supiese valorar sus capacidades. Apenas tuvo tiempo de señalar a la torre
cuando Conay negó, primero con la cabeza y después de viva voz:
—Ni lo sueñes. Eso no es un palacio, es un templo. No hay nada bueno
que hacer allí.
Aurel bajó el dedo. Mantuvo la boca cerrada hasta que encontraron un
lugar en el que comer.
El joven de palacio empezaba a comprender el funcionamiento del
mundo exterior: todo giraba en torno a las monedas de oro. Una bolsa repleta
de ellas servía para pagar un trayecto de tres días en barco, dos monedas por
un alojamiento de mala muerte, con comida y camas para un día entero. Si las
cuentas no le salían mal (esto es, si Conay no poseía ninguna moneda propia),
Aurel calculó que disponían de suficiente dinero para vivir hasta el día
siguiente.
Mientras tanto, se estaban poniendo las botas. Aurel se había tragado la
comida a una velocidad que ignoraba que tuviera, mientras que Conay
todavía agarraba trozos de conejo asado con las manos pringosas. Tenía los
dedos llenos de salsa y restos de comida, unos dedos que se chupaba con
ahínco cada dos por tres. Aurel no dejaba de mirarlos.
Que les faltaba dinero era algo que Conay ya sabía. De hecho, dicha
cuestión había ocupado su pensamiento durante muchas y silenciosas horas.
La conclusión del bárbaro llegó a Aurel como una bofetada con la mano
abierta, en el sentido de que le devolvió a la cruda realidad de forma
repentina.
—Tendremos que robar una buena cantidad de oro, o nos quedaremos
aquí sitiados durante meses. No pongas esa cara, no queda otra opción —paró
un momento para tragar—. Al Continente no le gusta la gente de fuera, de la
misma forma que a la gente de fuera no le gusta el Continente. Uno puede
llegar hasta aquí, pero a no ser que se pueda pagar un carruaje o unos
caballos, aquí se queda. Al otro lado de la ciudad no hay nada más que
kilómetros de desierto. Los caballos son caros, necesitaríamos otra bolsa de
oro como la que tenías para pagar uno solo; el carruaje ni te cuento. Aquí no
hay nada más que miseria, quedarse no hará que consigamos dinero.
—¿Bueno, pero entonces qué opciones tenemos? Si dices que no hay
dinero, no sé de dónde lo vas a robar. Porque lo harás tú, claro. Yo no sé
hacer ese tipo de cosas.
—Tendrás que aprender. No soy tu esclavo, ya no tienes oro con el que
pagar mis servicios.
—Vas a tener que conseguir dinero de todas formas para marcharte de la
ciudad.
La respuesta llegó después de que Conay se terminara la jarra de vino.
—Cierto, pero no es lo mismo pagar por un viajero que por dos. ¿No os
enseñan a sumar en el palacio?
Conay se levantó, dispuesto a marcharse de allí cuanto antes. Pese a
estar enfurruñado, Aurel le siguió como un perro seguiría a su amo, porque
de él dependía por entero su supervivencia. Se imaginó el joven a sí mismo
involucrado en el atraco a una vieja adinerada, cuando cayó en la cuenta de
que era probable que allí no las hubiera. Fue incapaz de figurarse dónde iban
a cometer el atraco que Conay había anunciado.
—Yo me ocuparé de conseguir el oro —le dijo el bárbaro más tarde—,
pero tú vendrás conmigo, no te vas a quedar tumbado en la cama mientras me
juego la vida. A eso me refería cuando decía que no soy tu esclavo.
—Bueno, me parece bien. Ayudaré en lo que pueda, pero me tendrás
que contar lo que has planeado.
—La única opción en Fostea es robar en el templo —dijo, y señaló a la
oscura torre que coronaba la mugrienta ciudad de entrada al Continente
Embrujado.
El templo de Guon era una estafa, por supuesto. Nadie negaba la
existencia de su dios, pero ello no explicaba por qué los que le rendían culto
residían en un palacio amurallado como una fortaleza donde disfrutaban de
una vida que más que cómoda era lujosa. Nunca salían de allí, les llegaba
comida y bienes desde la ciudad o del exterior (incluso del extranjero), que
entraban puntuales por los custodiados portones.
Conay le contaba todo ello a Aurel mientras observaba a una de esas
grandes puertas de la muralla desde una esquina cercana. A su lado, Aurel
aprovechaba que la atención del bruto se centraba en otra parte para admirar
su cuerpo de arriba abajo. Las piernas... no podía dejar de mirarlas por todo
lo que se ocultaba entre ellas, ya fuera en la parte delantera o trasera.
Las explicaciones de Conay prosiguieron. Los habitantes de Fostea ya
tenían el coco comido. Guon era la deidad de la ciudad y uno de los dioses
del cercano desierto. Al parecer dicho dios se había manifestado en público
cada cierto tiempo causando el terror entre la gente, cosa que había facilitado
que los monjes de la torre impusieran sus condiciones para una convivencia
más o menos pacífica con la deidad. La mayor parte de estas hacían alusión al
mantenimiento de su estilo de vida, aunque el ofrecimiento de una muchacha
virgen cada primero de mes era algo destinado en exclusiva al dios.
La gente que pasaba por la ciudad no solía fijarse en los seguidores de
Guon ni llegaba a creer en su culto; ya poseían dioses propios, o bien no
creían en ninguno. No obstante, Conay no era el primero que había pensado
en entrar a robar en el templo. Muchos otros lo habían intentado antes, pero
no se sabía de ninguno que hubiese vuelto.
Eso era lo que de verdad hacía dudar a Conay. A pesar de la
determinación innata en el bárbaro, Aurel percibía su vacilación, su miedo.
Este no temía enfrentarse a un regimiento de monjes, ni a soldados, ni
siquiera a un monstruo o a un dios, pero sí a lo desconocido, y el templo de
Guon era lo desconocido, pues no se entendía que una comunidad de gente
desarmada hubiese sido capaz de abortar todos y cada uno de los intentos de
robo sufridos. Sin embargo, la inseguridad de Conay no fue obstáculo para
que se decidiesen a intentar hacerse con el oro.
El modo de entrar en el templo fue de todo menos novedoso: Conay dejó
fuera de combate a los portadores de un carruaje con material para los
monjes, disimuló su aspecto de bruto mercenario cubriendo los amenazadores
músculos con una simple ropa de calle y llevó el vehículo rumbo al templo
junto a Aurel. Ambos condujeron el carruaje por varias calles hasta alcanzar
la muralla de la torre. Poco antes de entrar Conay se detuvo, vació una de las
cajas de material en mitad de la calle y mandó a Aurel que se introdujera en
el interior para que nadie le viera entrar.
Llegado el momento de atravesar las puertas, no se le pidió al conductor
ningún salvoconducto, ninguna autorización. Conay atravesó los jardines y
llegó hasta la base de la torre, donde descargó las cajas bajo la atenta
vigilancia de dos monjes (ninguno de los cuales ayudó, por supuesto; no
estaban acostumbrados al trabajo físico ni al esfuerzo, aunque sí a contemplar
el ajeno). Dentro de una de esas cajas iba Aurel, por supuesto. Cuando Conay
se marchó y mientras los monjes le acompañaban a la puerta de la muralla, el
muchacho abrió la caja y se infiltró en la torre. Ese era su cometido: hacerse
pasar por uno de ellos, averiguar dónde guardaban el oro y, por la noche,
arreglárselas para que Conay entrara a robarlo con la máxima rapidez y
precisión posibles.
Aurel sospechó que quien se estaba jugando la vida era él, que el otro
permanecería tranquilo en la ciudad, sentado y aguardando noticias. También
era cierto que tenía muchas más posibilidades de desenvolverse en el interior
del templo, pues era un lugar que guardaba ciertas similitudes con su antiguo
palacio.
Lo primero que hizo el joven fue buscar un uniforme de monje. Los
adoradores de Guon iban ataviados una túnica gris muy holgada con capucha
y un cinturón de cuerda, una especie de chanclas y, lo más importante, una
máscara. Conay le había dado todo tipo de detalles al respecto. Aquel bárbaro
conocía bien la ciudad, así como el templo, se notaba a la legua que era hijo
del Continente Embrujado, aunque Aurel todavía no había tenido ocasión de
preguntarle acerca de sus orígenes.
Por suerte, todos los almacenes y espacios semejantes se hallaban en la
base de la torre, incluida la lavandería. El tiempo que pasó Aurel caminando
a escondidas y temiendo encontrarse con un monje mientras vestía ropa de
calle, se le hizo largo y terrible. Ya en la lavandería, observó con
detenimiento antes de actuar. La definición de la sala era una burla en toda
regla, pues la ropa se lavaba en la ciudad y se entregaba a diario, impoluta y
debidamente planchada, aquel lugar no era sino un enorme vestidor comunal.
Aurel solamente vio a un monje allí. Le observó quitarse la ropa y meterla en
uno de los enormes cestos de ropa sucia. Después buscó una túnica
cualquiera y se la puso.
El joven infiltrado percibió que los monjes iban desnudos debajo de la
túnica, no llevaban nada en absoluto. Ignoraba si aquel monje tenía alguna
razón para actuar así o si ese hecho constituía una norma en el templo, de
modo que le imitó, pues no quería asumir (más) riesgos. Aurel se quitó la
ropa en cuanto se quedó solo, la escondió en un rincón poco accesible y se
hizo con el uniforme completo, que se puso con rapidez. Descubrió que la
máscara iba pegada al rostro mediante una simple goma elástica que se
colocaba alrededor de la cabeza. La túnica tapaba todo lo demás, pues era tan
larga que llegaba hasta el suelo y poseía también una capucha que cubría el
resto de la cabeza. La ropa lucía un número grande, tanto en la espalda como
en las mangas. El joven supuso que le haría bien recordar esa cifra.
Pronto el aspirante a ladrón comenzó a subir por la torre sirviéndose de
unas escaleras que serpenteaban sin final aparente. Lo hizo deprisa, pretendía
atrapar al monje de antes para saber a dónde se dirigía, deseaba conocer las
costumbre del lugar para así mezclarse con ellos y averiguar cosas. La
sensación de correr con los genitales sueltos se le hizo extraña al joven, tanto
como caminar todo el tiempo rozándose la polla con la túnica.
Una de las canciones que se cantaban en el palacio de Kiarham decía
que allí donde uno iba, tenía que hacer lo que viera. Durante buen parte del
día, Aurel observó e imitó. Comió cuando los demás comían, durmió la siesta
mientras los demás dormían. No osó entablar conversación con ninguno de
los lugareños, no se sentía preparado; ello le fue fácil, pues los monjes no
solían hablar a no ser que fuera en petit comité y mediante susurros. Mientras
permaneciera en público Aurel sabía que nadie le diría nada, esa era ahora su
máxima.
Las máscaras que llevaban eran realmente cutres. Aurel no lo había
advertido al ponerse la suya (nervioso como estaba), pero al observar las de
los demás se dio cuenta de que eran muy parecidas a las que se ponían los
grupos de teatro del palacio de Kiarham. Lucían dos agujeros pequeños para
la nariz y dos para los ojos, tan grandes que uno podía ver el contorno de los
mismos, así como el color de las cejas. No existía abertura para la boca.
Aurel había advertido que a la hora de las comidas los monjes comían con
una sola mano, ya que con la otra mantenían la máscara un poco levantada, lo
justo para meter la cuchara o el tenedor. Nadie miraba a sus semejantes en
esos momentos, como si estuviese terminantemente prohibido ver el rostro de
cualquiera de ellos.
En definitiva, tras unas horas de minuciosa observación Aurel concluyó
que la vida en la torre consistía en una rutina cómoda pero aburrida, parecida
a la que ya conocía del palacio, de no ser por esas extrañas costumbres
propiciadas por el uso de la máscara. En palacio uno llevaba lo mínimo que
se podía llevar, en verano había cortesanos que incluso andaban desnudos por
todas partes. Le pareció que el templo era un lugar igualmente confortable,
pero que en cambio estaba colmado de secretos.
El joven tuvo poco éxito en la búsqueda de tesoros. Sabía que mientras
siguiera a los demás no los encontraría, pues las aglomeraciones no surgían
para admirar sacos de oro, sino para hacer cosas cotidianas. Pensó que más
tarde intentaría vagar en soledad por el templo, aunque ello le llenaba de
angustia.
Al atardecer sucedió algo extraño, algo que desbarató por completo los
planes de Aurel. Se hallaba en una gran sala de lectura acompañado por una
docena de monjes cuando algunos que permanecían asomados a las ventanas
de la torre salieron corriendo hacia la puerta. Aquellos que los vieron correr
les siguieron. De pronto Aurel se quedó solo, pero antes de seguirlos quiso
saber qué habían visto. Se asomó a la ventana y observó que había un
carruaje, uno que acababa de cruzar la puerta de la muralla y estaba a punto
de alcanzar la base de la torre. Acto seguido, salió corriendo tras los demás.
Lo que Aurel vio entonces fue algo que le dejó perplejo. Los monjes
hacían cola frente a una puerta flanqueada por dos de ellos, que revisaban el
número de las túnicas y lo buscaban en una lista. Todos ellos se mostraban
ansiosos, parecían agitados como no los había visto en ninguna otra ocasión
durante el día. Aurel hizo cola. Cuando le llegó el turno, mostró la manga al
portero, que lucía el número 42. El otro buscó dicho número en la lista. Aurel
podía haber cogido una túnica cualquiera, era cuestión de suerte que tuviera
permiso para entrar o no. La tuvo, pues el hombre le dejó entrar. Y fue
entonces cuando la perplejidad del joven desapareció para dar paso al más
completo y absoluto asombro.
Había una enorme sala vacía a su disposición, un espacio indeterminado,
pues carecía de ventanas o antorchas que lo iluminaran, y paredes, suelo y
techo eran negros como el carbón. En contraposición, una porción central de
la estancia se mostraba iluminada en exceso gracias a una claraboya circular.
Aurel se acercó a la luz, como todos los que habían tenido la suerte de entrar.
No se podía avanzar hasta la zona iluminada en sí, que estaba bordeada por
una gruesa pared de cristal. En aquella sección, que era inaccesible salvo para
la vista, el suelo era blanco, igual que la única puerta y una especie de mueble
abultado que había en el centro.
Aurel observó a los monjes que permanecían desperdigados alrededor
del muro de cristal, advirtió que procuraban mantenerse alejados entre sí. La
sala era lo bastante grande como para que ello fuera posible, ya que los
afortunados que habían conseguido el permiso para entrar eran pocos. Aurel
se dio cuenta de que permanecían a cierta distancia de la luz, la justa como
para observar el interior sin ser vistos, aunque por el momento la sala central
lucía vacía. De nuevo, les imitó.
No obstante, Aurel faltó a la regla principal a la que se había obligado a
sí mismo cuando entró en el templo: la de estar siempre rodeado de muchos.
Cuando se dio cuenta del error ya era tarde, uno de los monjes ya se había
acercado a él. Llevaba un 19 en la manga.
—Que suerte hemos tenido —le susurró. Su voz sonaba rara tras la
máscara, ya que no había abertura para la boca—. Pero no tanta como los que
estarán ahí dentro.
Aurel asintió; no sabía de qué hablaba, qué más podía hacer.
—Ahora mismo la estarán lavando. También esos tienen suerte, siempre
las pueden tocar... aunque bien mirado les sirve de poco, ya que no tienen
polla.
Aurel fue incapaz de asentir de nuevo, su capacidad de comprensión fue
sobrepasada de forma definitiva.
El monje 19 se le quedó mirando, pensativo. Se asomó hasta atisbar
unas cejas rubias sobre los ojos del monje 42, así como un rizo amarillento
que su capucha no alcanzaba a cubrir.
—No me jodas que eres nuevo. ¿Eres nuevo?
—Sí —contestó, en voz tan baja como la suya.
Pese a que Aurel casi no podía verlos, había otros monjes cerca de ellos.
Confesar era la única forma de que el otro le contara lo que estaba
ocurriendo.
—Pues qué suerte has tenido, la primera vez y te toca ser público. Si te
llega a tocar ser participante te da algo. A mí ya me ha tocado tres veces.
¡Oh! No sabes de qué va todo esto, ¿verdad?
Aurel negó.
—Se trata de la chica. Ya sabes, la virgen del sacrificio. Acaba de llegar,
ahora mismo la están lavando. Tiene que estar bien limpia y perfumada, las
mujeres de la ciudad están hechas un asco. Tú que has entrado hace poco lo
sabrás bien, seguro que todavía te acuerdas del hedor que hace fuera de aquí.
Yo ya no lo recuerdo. Entré aquí para robar un poco de oro y ganarme la
vida, pero me quedé. ¿Cómo no iba a hacerlo? Aquí vivo a cuerpo de rey.
Tengo comida, una cama limpia, dispongo de calor cuando hace frío. Y por si
fuera poco, cada primero de mes nos traen a una virgen para que nos la
follemos. Eso te aseguro que no lo tendría fuera, ni aunque hubiese robado
cien bolsas de oro.
—Pero... pensaba que la virgen era para el dios Guon.
El 19 no pudo evitar echarse a reír.
—Vamos, tío, al dios le importa un comino que sea virgen. Se la va a
comer igual. Podría ser una vieja maloliente, o un hombre, pero ya que
podemos elegir, exigimos una chica que sea joven y virgen. Nos la follamos
toda la noche y luego la ofrecemos al dios. Se hace por sorteo. Hay nueve
monjes que salen elegidos para tirársela y otros nueve que tienen derecho a
mirar cómo se la follan. Los demás se quedan a dos velas, pero bueno,
tampoco somos tantos. Yo llevo un aquí año y medio y me ha tocado tres
veces. Eso sí, nunca he podido desvirgar a ninguna, el primero en metérsela
siempre es un miembro de la cúpula. Ya sabes, en todas partes hay unos que
mandan más que los otros, es inevitable.
La puerta de la pequeña sala contenida tras los muros de cristal se abrió.
Una chica de no más de veinte años entró, con una mano en la entrepierna y
el otro brazo tratando de tapar los pechos. Comenzó a caminar insegura por la
pequeña sala iluminada. Miraba alrededor, pero como al otro lado solo había
oscuridad no veía nada; por eso los monjes no estaban muy cerca del cristal,
para no ser vistos. La chica llevaba una máscara como la de los monjes pero
no costaba imaginar que debajo de esta su rostro permanecía contraído en una
mueca de terror.
—¡Ahí está, ahí está! Dios... está buena.
Aurel miró de reojo al monje. La polla se le estaba poniendo dura y le
levantaba la túnica, pues los monjes no llevaban ropa interior que la pudiese
contener. 19 se la apretaba mientras repasaba a la chica una y otra vez.
—La acaban de limpiar ahora mismo. De eso se encargan los dos
castrados, la llenan de jabón y restriegan su cuerpo con las propias manos. Es
la norma que lo hagan así. Pueden limpiarle las tetas tanto como quieran y el
culo. Seguro que también se han entretenido mucho frotándole el coño. Eso
sí, no pueden pasarse de la raya. Si el monje principal descubre que la
muchacha ha sido penetrada, ordena que les sea arrancado un dedo a cada
uno de los castrados.
19 se tocaba sin parar; la distancia entre lo que hacía y la masturbación
era complicada de discernir. Aurel le escuchaba relamerse y tragar saliva.
—Mírala... Ella no puede ver nada desde ahí dentro, no sabe que
estamos aquí. Sí, eso es... date la vuelta, deja que veamos ese culito que
tienes...
Entonces entraron tres monjes en la sala blanca donde estaba la chica. Se
quitaron las túnicas y quedaron desnudos salvo por la máscara. Uno de ellos
era estirado y escuálido, aunque poseía una barriga prominente. Otro era
moreno, lampiño, joven y bien proporcionado. El último gordo y peludo.
Todos ellos lucían el miembro viril alzado y bien dispuesto.
19 se metió la mano por dentro de la túnica. Sin lugar a dudas ya se
masturbaba; a juzgar por los ruidos de rozamiento circundantes, no era el
único.
—Estos son los primeros —siguió 19—. Tienen una hora para tirársela.
Luego la dejarán descansar otra hora y vendrán los otros tres. Así hasta que
se la hayan follado los nueve del sorteo. Después la subirán arriba para el
dios. Mira, mira, ya viene el primero.
El hombre escuálido tumbó a la mujer en el recuadro central, que resultó
ser acolchado (una especie de gran sofá sin respaldo ni elementos
semejantes). Le abrió las piernas y le metió la polla sin la menor
contemplación. La chica emitió algún sonido, pero Aurel no alcanzaba a
diferenciar si se trataba de un grito o un gemido, pues no se escuchaba nada
lo que sucedía dentro, solo el incesante rozar de ocho pollas contra las
respectivas túnicas de los hombres que había junto a él.
El hombre apretó con fuerza los pechos de la mujer. Aurel hizo una
mueca de disgusto que fue evidente para 19 incluso a través de la máscara.
—No te preocupes por ella —le dijo mientras su mano obraba rauda
bajo la ropa—, no es una muchacha inocente a la que han arrancado de los
brazos de su madre. Seguramente las primeras chicas enviadas al sacrificio
eran en verdad vírgenes, pero Fostea es uno de los puertos más concurridos
del continente y te aseguro que hay más putas que jóvenes castas. Esta en
concreto seguro que es una de ellas. Está más asustada por encontrarse en un
lugar desconocido y por lo que pueda pasar con el dios que porque unos
hombres quieran tirársela. Es lo que hace a diario, sabes.
Aurel no estaba seguro de que las explicaciones del otro le consolaran,
era incapaz de disfrutar de aquello.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de eso?
—Cuando vivía en Fostea formaba parte del comité que escoge a las
sacrificadas. Créeme, es más fácil enviar a la torre a una chica de la calle que
a la hija de un compañero. Es cruel, pero así es la vida.
El primero de los elegidos se la folló con torpeza y con ansia desmedida.
Tardó poco tiempo en correrse. Después le tocó al segundo, el más joven de
los tres, el moreno de buen cuerpo. Dejó a la chica igualmente boca arriba
pero la desplazó a un lado antes de ponerse encima de ella. Aurel advirtió que
la muchacha no se mostraba tan reticente al contacto con ese otro monje,
incluso tuvo la impresión de que se abría bien de piernas para ofrecerle su
sexo.
—Así me gusta... ¿Ves? Ese tío sabe lo que se hace —saltó 19—. Es
consciente de que hay gente mirando, o sea que ha girado a la tía para que los
que estamos en este lado podamos ver cómo se la mete, ya que antes lo
hemos visto por el otro lado. Tiene pinta de ser vigoroso, seguro que se la
follará por un buen rato.
En efecto, tras acomodar las piernas de ella sobre sus hombros, el
moreno se la metió y comenzó a tirársela de un modo mucho más regular que
el primero. Aurel contempló bien el culo del muchacho, se sintió hipnotizado
por el movimiento de sus nalgas, era incapaz de dejar de mirarlas. Cuando
vio que las manos de la chica se posaban en las nalgas del penetrador se le
levantó la polla, que hasta el momento se había mostrado dubitativa por lo
grotesco del espectáculo. No se tocó; por mucho que la situación resultara
excitante, el trasfondo de brutal maltrato le incomodaba profundamente.
19 se dio cuenta de que Aurel la tenía levantada y quiso animarle.
—Vamos, tío. Aprovecha —le dijo, justo antes de darle una rápida
palmada en el culo.
El gesto de 19 no fue en apariencia más que un guiño típico entre
colegas. Así lo consideró Aurel, hasta que pasados unos segundos la mano
del monje volvió a posarse en su culo, mas no como una palmada inofensiva,
sino como un contacto suave y continuado, algo titubeante. Aurel se giró
hacia él. 19 le miraba fijamente a los ojos. Respiraba fuerte por la nariz, se
masturbaba con una mano y con la otra acariciaba la nalga de Aurel con
calculada precaución. Había en los ojos del monje osadía y cautela a partes
iguales, parecía poseído por el morbo. Pasado un momento, al comprobar que
no había reacción negativa a sus actos, 19 se atrevió a apretarle la nalga.
Aurel percibía que el otro estaba aterrado, que su conducta no era la
esperada en aquel lugar sagrado y colmado de normas. Sin duda quería
aprovecharse de la presencia de un novato para satisfacer sus deseos más
inconfesables, unos que quizá no podía realizar con nadie más allí dentro.
Aurel y 19 se miraron todo el tiempo, el lamentable espectáculo de la
chica había desaparecido para ellos dos. El monje no dejó de tocarle el culo,
pero sí de masturbarse. Usó esa mano para alzarse le túnica hasta que le
quedó el miembro a la vista. Aurel comprendió el mensaje. Alargó una mano
hacia la polla de 19 y le empezó a masturbar. El otro respondió a la actitud
solícita de 42 con un nuevo atrevimiento, pues metió la mano por dentro de la
túnica de Aurel en busca de tocar su culo directamente. Resopló al entrar en
contacto con la nalga desnuda. Resopló más largamente al rebuscar entre las
nalgas y hallar el ano con un incisivo dedo. Aurel notó cómo la polla de 19 se
estremecía con fuerza en su mano.
El moreno seguía follándose a la chica en la misma posición, pero ellos
dos ya no miraban. Los ojos de uno permanecían enganchados en los del otro
y viceversa. La mano de 19 obraba indecisa, no sabía si tocar una nalga o la
otra, o las dos, o tocar el ano, o meterle un dedo. Probaba una cosa y al
instante siguiente otra, como si pretendiera hacerlas todas a la vez.
El monje dejó que la túnica colgara de la base de su polla, de modo que
ya no tenía que sostenerla para dejarla a disposición de Aurel. Usó esa mano
(ahora libre) para levantarle la túnica a él, para colocarla de igual modo en la
base de la polla de su compañero de juegos. Se la cogió para comenzar a
masturbarle. No obstante parecía más interesado en su propio pene (que
ofrecía sin reparo a la mano de Aurel) o en el trasero que no dejaba de
manosear un solo instante.
De repente, sin que Aurel lo esperara, 19 volvió a hablar con sus
acostumbrados susurros:
—Pueden follársela por delante o por detrás —de nuevo hablaba de la
chica—. Pueden hacerle lo que quieran, menos quitarle la máscara, eso no se
permite. O sea que no hay forma de que la chica les coma la polla. Las veces
que me ha tocado participar la virgen de turno no me la ha podido chupar.
El mensaje era evidente, 19 pedía a gritos una buena mamada. Aurel se
colocó en disposición de comerle la polla, pero antes 19 retrocedió un par de
pasos con respecto a la zona iluminada para asegurarse de que no quedaban
expuestos a la luz. Entonces Aurel se agachó y se levantó la máscara, de
manera que 19 podía verla de frente si miraba hacia abajo. Al parecer quitarse
la máscara era algo prohibido entre los monjes, probablemente tanto como
comerse las pollas entre ellos. Suponía un nuevo desafío, un nuevo motivo de
excitación para el osado monje 19.
Cuando Aurel engulló el miembro del monje, este se agitó sin control y
jadeó de manera exagerada. Aurel se aferró a su culo metiendo las manos
bajo la túnica. Se la comió de forma intensa, llegando cada vez hasta el final
y a una velocidad considerable. 19 permanecía sumido en un placer tal que
no controlaba su cuerpo, que ejecutaba aspavientos y soltaba gemidos sin
cesar. Cuando Aurel sacó la polla de su boca y le masturbó el lubricado
glande, el monje soltó un jadeo tan alto que a buen seguro llamó la atención
de todos los demás. Después la volvió a engullir para continuar con la
mamada.
Lo que hacía 19 con las manos la pareció curioso a Aurel. En vez de
agarrarle la cabeza para follarle la boca con efectividad, se dedicaba a
reseguir el contorno del rostro del joven con los dedos. Le costaba hacerlo
debido al constante movimiento de la cabeza, pero lo intentaba
concienzudamente. Aurel entendió que se trataba de un nuevo aliciente para
su amante, otra prohibición ignorada que consistía en contemplar el rostro de
un compañero, aunque ello se hiciese de un modo indirecto, a través del
tacto.
Todas aquellas cosas prohibidas hicieron la excitación demasiado
intensa para 19. Tras avisar mediante unos inconfundibles gemidos
consecutivos, comenzó a llenar la boca de Aurel de esperma caliente. Los
primeros chorros salieron con gran ímpetu, golpearon las paredes de la boca
de Aurel con fuerza. Los siguientes simplemente se derramaron y, al final, las
últimas gotas cayeron lastimosas.
Aurel se lo tragó todo. Luego se colocó la máscara y se levantó. No
había culpabilidad en los ojos de 19 cuando volvió a tenerlos enfrente sino
intensidad y complicidad. Antes de que Aurel tuviera tiempo de decidir su
próximo movimiento, 19 le agarró la polla y le empezó a masturbar. Lo hizo
a tientas, pues no desvió la mirada de los ojos del joven un solo instante. Se
la peló hasta que el joven terminó vertiendo su esperma sobre el pene medio
fláccido del monje.
Terminada la relación, ambos se arreglaron las túnicas y observaron de
nuevo lo que sucedía en la sección iluminada. El moreno se acababa de correr
en aquel mismo momento y el hombre gordo estaba a punto de empezar su
turno. Ninguno de los dos prestó la más mínima atención. Estaban por otras
cosas. Aurel maquinaba el modo de meter a Conay en el templo. El monje
trazó otro tipo de plan.
—Cuando terminen estos tres habrá un descanso de una hora —dijo—.
Luego vendrán los tres siguientes. Si quieres podemos ver juntos cómo se la
tiran.
Para su propia sorpresa, Aurel dio una respuesta sin pensarla:
—Sí.
Una vez fuera de la sala, Aurel se mantuvo de nuevo junto a los
grupúsculos de monjes que hallaba, buscando la soledad en mitad de la
multitud. Aprovechó para ultimar los detalles de su plan, consciente de que se
acercaba la noche y de que los eventos relacionados con la violación múltiple
y posterior sacrificio tendrían a los monjes muy ocupados. Gracias a ello
introduciría a Conay en el templo sin problemas. La cuestión era a dónde lo
enviaría, pues no tenía pista alguna del posible paradero del oro de los
monjes.
Entonces le sobrevino al joven un dilema. Podía aprovechar la segunda
parte de la violación para deambular por la torre en busca de los tesoros
ocultos del templo, o podía en cambio aceptar la proposición de 19. La
disyuntiva le hizo dudar durante largos minutos: obligación versus placer,
responsabilidad contra oportunidad. La conclusión fue evidente: el asunto de
Conay podía esperar un poco, dado que habría una tercera sesión con el
consiguiente descanso previo.
La hora pasó rápido y Aurel regresó a la sala de los mirones. Esta vez ya
sabía lo que ocurría allí y también lo que haría. En primer lugar se acercó a la
parte iluminada. Ignoro a la chica, que permanecía estirada sobre la parte
acolchada, abrazada a sus rodillas y a la espera de acontecimientos, y se fijó
en cada uno de los monjes con los que se cruzaba. No prestaba atención a sus
máscaras, todas igualmente ridículas, sino al número impreso en las mangas o
en la espalda. El 23, el 35, el 12... Finalmente se detuvo a esperar, pues
pensaba que el 19 llegaría más tarde.
Justo cuando Aurel sospechaba que no aparecería, alguien se colocó a su
lado. Cuando se giró se encontró con los mismos ojos castaños y con las
mismas cejas de aspecto pelirrojo. No necesitó buscar el número en la manga
para saber que encontraría un 19.
El monje le hizo un gesto consistente en un movimiento de cabeza de
dirección inequívoca. Luego se encaminó hacia el fondo de la sala, hacia la
oscuridad absoluta. Aurel fue tras él. Llegado un punto el joven no veía ni su
propio cuerpo, pero se topó con una mano que le esperaba. Aurel le tendió la
suya y 19 le guió en la oscuridad hasta que alcanzaron la pared más alejada
del luminoso escenario. Ambos llegaron con las pollas ya levantadas,
sabedores de lo que les esperaba. La sala era enorme, cuando alcanzaron la
pared se hallaban tan lejos de los demás que era imposible que nadie los viera
o les escuchara, hicieran lo que hiciesen.
Entonces el monje colocó a Aurel contra la negra pared. Este apoyó las
manos y abrió las piernas, tenía el culo listo para la acción. 19 subió la túnica
de Aurel, dejó su trasero al aire libre, se lo tocó a manos llenas, subiendo y
bajando una mano por cada nalga, resoplando, pues no daba crédito a aquella
suavidad y redondez, tan adecuada para sus ávidas manos.
19 se levantó un poco la máscara, lo justo para escupir sobre una mano,
que luego pasó por entre las nalgas. Repitió el proceso hasta que la mano
resbalaba en mitad del culo sin la menor fricción. Entonces detuvo uno de los
ensalivados dedos en el ano y lo metió dentro. Ambos gimieron, todavía en
susurros, aún temerosos de ser escuchados.
El monje se abrió la máscara una tercera vez, en esta ocasión para
escupir sobre su erecto pene. Tuvo cuidado de untar bien el miembro entero,
pues tenía intención de introducirlo de una sola vez. La oscuridad era total.
Aurel hubo de ayudarle a encarar la polla en el lugar adecuado, pero una vez
situada el monje hizo el primer apretón. No era una polla muy grande y Aurel
todavía tenía el culo abierto por lo sucedido en el barco, de modo que entró
suave como la seda. El resoplido del monje fue muestra de placer en
mayúsculas.
19 sorprendió entonces a Aurel, pues dejó la polla metida sin moverla lo
más mínimo. Hizo otras cosas, cosas que el joven no comprendió en un
principio. Retiró la capucha de Aurel y liberó sus rubios rizos. Luego le cogió
la máscara y se la quitó. Todavía con la polla quieta, comenzó a pasar los
dedos por su cabello y dedicó un tiempo considerable a pasarlos también por
su rostro. Era como si desease conocer las facciones de Aurel a través de las
manos. Resiguió con la punta de sus dedos la frente, la nariz, los pómulos, el
mentón y los labios. Aurel abrió la boca y el otro le metió los dedos dentro,
que fueron chupados con hambre.
La polla del monje seguía inerte, aguardando su momento, que todavía
estaba por llegar. 19 se quitó la propia capucha y arrojó su máscara al suelo.
Las caras de ambos permanecían desnudas, muy cerca la una de la otra. El
monje acercó la boca a la oreja de Aurel, una boca abierta que respiraba con
agitación, en la que cada toma de aire era un jadeo. Le lamió la oreja de
manera superficial en un principio, después le metió la lengua hasta el fondo,
haciendo que Aurel escuchara cada partícula de saliva que se movía en el
interior de la misma.
Con la boca a escasos milímetros de la oreja de su amante, 19 comenzó
a mover la cintura. Lo hizo con suavidad, aunque la espera hizo que ambos
gimieran ante la menor actividad. Aurel escuchó el gemido del otro tan cerca
que lo sintió dentro de su propio ser, la suya era una voz dulce y auténtica
ahora que la máscara no la distorsionaba.
Los jadeos eran regulares y acompasados, a los dos les salían del alma
cada vez que la polla avanzaba. El retroceso de la misma, en cambio, era el
momento propicio para coger aire y prepararse para el siguiente instante de
incomparable placer.
19 comenzó a buscar la cara de Aurel con la boca, le lamió el pómulo.
Estaba obsesionado con su rostro, se lo tocaba sin parar, ya fuera con las
manos o con la lengua. Cuando Aurel acercó la boca a la de él y ambas se
encontraron, el monje se volvió loco de placer, comenzó a follar con
verdadero ímpetu mientras unían sus bocas en una confusión de lenguas y
respiraban con fuerza por la nariz.
El sonido de las carnes chocando era intenso, pero no les importó. Al
contrario, 19 follaba cada vez más rápido, más desinhibido. Aurel estaba
entregado a él por entero, con la espalda bien arqueada y el culo bien
ofrecido. Se le hacía extraño que le tocara el rostro sin parar, pero entendía
que para él era la experiencia más morbosa y excitante posible.
Aurel se sostuvo en la pared usando uno de los antebrazos para poder
llevar la otra mano hacia atrás. Comenzó a tocar el rostro del monje haciendo
que este enloqueciera de gusto. 19 lamió la palma de su mano, chupó su
dedo, se sintió fascinado por el ansia del otro en conocer su cara. Aurel
intuyó que tenía una piel fina y tersa, una nariz recta y pequeña, un mentón
ligeramente pronunciado. Era joven, quizá uno o dos años mayor que él. Su
cabello era rizado y largo.
Los tocamientos se sucedían sin parar, la follada seguía su curso, un
curso que avanzaba imparable hacia el clímax. Aurel aprovechó la mano que
tenía libre para buscar el culo de quien le follaba y acariciarlo, mientras que
19 buscó la polla de Aurel para masturbarle. El ritmo siguió subiendo hasta el
punto de no retorno. Entonces 19 buscó de nuevo la oreja de Aurel, momento
en el que los gemidos dejaron de ser sugerentes susurros para adquirir mayor
volumen, cuerpo y vibración. El monje los lanzaba sobre el oído de su
amante a fin de que este los recibiera en toda su intensidad.
19 no había hablado en todo el rato. Sí en el anterior encuentro, pero
ahora sabía Aurel que ninguna de sus palabras fue genuina, solamente
pretextos para alcanzar un fin determinado. Ahora, por primera vez, el joven
escuchó de boca del monje algo que realmente era auténtico. Entre jadeo y
jadeo, 19 busco un breve espacio, un minúsculo aliento para confesarse:
—Me corro...
Y entonces hubo un fuerte gemido, que sonó estruendoso en el oído de
Aurel, y el esperma volvió a brotar, chorro a chorro. Tan concentrado estaba
19 vertiendo su semen que había dejado de masturbar a Aurel justo cuando
este se hallaba al borde de la eyaculación, pues el clímax había llegado para
ambos al mismo tiempo. Aurel se apresuró a pelársela, lo justo para liberar su
propio semen sobre la negra pared. 19 sintió cómo su amante impulsaba los
chorros fuera de su cuerpo y se alegró por la compenetración entre ambos,
separadas las dos corridas por apenas unos segundos de diferencia. Aurel
creyó leer una sonrisa en el rostro ajeno a través de su agitada respiración.
De nuevo el monje sorprendió a Aurel cuando le giró y se agachó. Se
metió en la boca la polla, de la que todavía caían las últimas gotas
blanquecinas y se la chupó por un breve espacio de tiempo. Después se
levantó, sostuvo la cara de Aurel con ambas manos y le besó en los labios, un
beso que terminó en un chasquido. Aunque la oscuridad era absoluta, los dos
tenían la certeza de estar mirándose a los ojos, unos ojos desnudos en unos
rostros desnudos.
Durante la siguiente hora de descanso las dudas asaltaron a Aurel de
nuevo, esta vez no con respecto a lo que haría durante la tercera sesión, sino
referidas a su destino en general. Conay tenía razón con respecto a aquella
ciudad: no era para él... pero quizá sí el templo. Allí estaría a salvo y, si tenía
cuidado, podía permitirse el lujo de ser quien realmente era. No dudaba que
había otros como él allí dentro, otros como 19; de hecho, le bastaba con que
hubiera uno solo. El único problema eran los sacrificios. No podía
simplemente pensar que no importaban, mucho menos si tenía el dudoso
placer de contemplar las violaciones múltiples o si (Guon no lo quisiera), le
tocaba participar. Era algo que no se sentía capaz de sobrellevar.
El mundo fuera de palacio estaba colmado de salvajadas y los oscuros
relatos sobre el Continente Embrujado que tanto había escuchado en el
pasado resultaban ser de lo más reales. Los dioses del desierto eran crueles y
primarios, y en consecuencia también lo eran las gentes, pues en aquellos
desiertos sin fin la diferencia entre la vida y la muerte muchas veces dependía
de llevarse bien con más o menos de esos dioses. Aurel estaba allí de paso, no
quería convertirse en uno de ellos, en el sirviente de una especie de animal
con poderes (que era la imagen que él tenía de las deidades del continente).
Pese a la tentación de repetir encuentro con 19, Aurel no acudió a la
tercera ronda de violaciones. Tenía que centrarse en el plan. Deambuló por el
templo en busca de un monje que anduviera igualmente solo. Cuando halló a
uno le preguntó si deseaba participar en el tercer y último visionado. Por
supuesto, la respuesta fue un sí que tardó bien poco en ser pronunciado. Acto
seguido se encerraron en un baño para proceder al intercambio de las túnicas.
Era un simple cuarto con una letrina; no olía demasiado bien pero
pasarían poco tiempo allí. Aquel otro monje, el 29, tampoco llevaba nada
debajo, cuando se quitó la túnica quedó vestido únicamente con las sandalias
y la máscara. Tenía buen físico, tirando a normal, como a Aurel le gustaba:
un cuerpo cuidado, debidamente afeitado a excepción del vello púbico.
Aurel se desprendió de la túnica también, sin quitar el ojo de la figura
del otro. Le miró la polla. Tuvo la sensación de que no estaba del todo
fláccida pero tampoco levantada: la tenía a medio gas, como a la espera de
acontecimientos. Aurel se sorprendió por ello. Buscó los ojos de 29 y los vio
apuntando al miembro del joven (que había reaccionado con un lento y
sostenido incremento del volumen). Al sentir la mirada, 29 subió los ojos
hasta interceptar los de Aurel, donde se quedaron suspendidos.
Cuando al fin se intercambiaron las túnicas, 29 ya tenía la polla
levantada y la de Aurel estaba en camino. El joven era consciente de que
podía haber hecho lo que hubiese querido con él: le podría haber tocado la
polla, se la podría haber comido o podrían haber follado... Pero tenía que
abrirle la puerta a Conay.
El infiltrado tuvo la impresión de que había pocos monjes allí a los que
les gustaran las mujeres. Aquel templo era un enorme engaño, una excusa sin
fin, un gran escaparate. Los hombres pedían mujeres jóvenes para luego
buscarse entre ellos. Se preguntó cuántos de los que había en la sala oscura
realmente miraban a la mujer agredida o miraban al violador, o no miraban
nada y se ponían a follar entre ellos, como Aurel y 19, o como podían haber
hecho Aurel y 29.
Después de cambiarse las túnicas salieron del cuarto con un evidente
bulto a la altura de la entrepierna y cada uno emprendió el camino en una
dirección distinta. Aurel sintió lástima por 19, pensó que era probable que le
buscara en aquella tercera sesión. No obstante, iba a encontrarse con que no
había rizos dorados en aquella capucha, que el hombre que llevaba el número
42 era otro. En verdad quizá no importaba tanto, pues el sustituto bien podía
servir de igual modo a sus lascivos propósitos.
Aurel aprovechó que todo el mundo estaba pendiente de las ceremonias
con la (mal llamada) virgen, pues los que no participaban o visionaban se
empleaban en la preparación del altar del sacrificio o hacían las tareas que los
demás no podían. Caminó tranquilamente hacia una de las puertas de la
muralla, la misma por la que Conay había entrado con el carruaje horas atrás.
Tras inspeccionar el modo de abrirla, encontró a su bruto amigo aguardando
allí fuera, oculto entre las sombras y con cara de haber perdido la paciencia.
—¡¿Dónde te habías metido?! Ya pensaba que te habían cortado el
cuello o algo peor.
Aurel sonrió, convencido como estaba de que los monjes preferían hacer
otras cosas con su cuello antes que cortarlo.
—Que va. Estoy bien, no me ha pasado nada.
Conay entró. Aurel cerró la puerta.
—¿Dónde está el oro? —preguntó, directo.
—No lo sé, no lo he podido encontrar. Espera, no te pongas nervioso.
Pensemos un poco. ¿Dónde lo van a guardar? ¿En los almacenes de abajo, tan
cerca de las puertas? No, tiene que estar arriba. No arriba del todo, donde
creo que están las dependencias de Guon, pero cerca. Ves allí y estoy seguro
de que lo hallarás.
—Hubiera sido más fácil que lo encontraras antes, no quiero pasarme
toda la noche dando vueltas por ahí dentro.
—Bueno, no es tan fácil. No puedo ir a donde yo quiera si levantar
sospechas, tenía que seguirles la corriente.
—¿Has podido averiguar cuál es su secreto? No me mires así. Ya sabes,
la forma que tienen de librarse de los ladrones. Ninguno ha logrado salir con
vida de aquí.
Aurel sonrió.
—Ninguno ha querido salir, eso es todo. Siguen allí dentro, se han
quedado. Esa es su arma secreta: el alto nivel de vida que tienen.
Conay se detuvo y lo miró de hito en hito.
—No querrás instalarte aquí. Yo no me voy a quedar, me llevaré el oro
sea como sea.
—No, no, yo tampoco. Robas el oro y nos encontramos fuera, como
habíamos dicho. Te recomiendo que cojas una túnica de la lavandería. Te será
más fácil caminar por la torre.
—Ni hablar, no me pienso poner una de esas cosas. Si alguien tiene la
mala suerte de encontrarse conmigo dejaré que esta hable por mí —dijo al
tiempo que daba un par de toques en el mandoble de su espada.
Aurel abrió la boca para replicar, pero Conay ya estaba avanzando. Era
tozudo como una mula, no comulgaba demasiado bien con el concepto de
discreción. Al parecer robar sin haber matado a nadie por el camino no era
robar en sí.
—De todas formas dudo que encuentres a alguien. Están todos muy
liados con el rollo del sacrificio de la virgen. Evita los espacios comunes y
llegarás arriba sin ser visto. Yo estaré cerca, por si pasa algo.
—¿Una virgen, dices?
—Sí, bueno... una virgen.

Conay se tomó un tiempo para subir. A pesar de su valentía era


consciente de que no podía enfrentarse a una turba de monjes aunque
estuviesen desarmados. Aurel le seguía de cerca, pero no demasiado, pues no
quería que le acusaran de cómplice en caso de problemas; tener que pasar el
resto de su vida en aquel templo era mejor que no tener vida en absoluto.
Subieron escaleras hasta hartarse, siempre las que daban a pasillos
auxiliares, oscuros y vacíos. Tal y como Aurel había predicho los monjes
estaban muy ocupados aquella noche, no vieron más que a dos o tres, a lo
lejos. Juntos llegaron a los pisos superiores, donde acabaron encontrando
varias salas con objetos valiosos. Aurel contempló todas aquellas cosas con
los ojos muy abiertos, preguntándose si sería factible llevarse esa lámpara de
diamantes o aquella estatua de zafiros. Conay era más práctico, sabía que
solamente podían cargar oro en forma de monedas, que por otra parte era lo
único que se aceptaba como pago en cualquier parte. Tratar de vender una
lámpara de diamantes podía suponerles ser arrestados al momento, pues
resultaría obvio de dónde la habían sacado y el templo pagaba bien a quien
procuraba por su particular sentido de la justicia.
Finalmente, Conay dio con las bolsas. Las abrió para comprobar que
había monedas, mordió dos al azar para saber si eran de oro. Miró con
intención analítica a su compañero preguntándose si podía llevarlas en alguna
parte, pero lo descartó sin mediar palabra. Se llenó el pequeño bolsillo de la
falda y agarró seis pesadas bolsas con una mano. Con los músculos y las
venas del brazo marcados por el esfuerzo, se levantó e hizo señas a Aurel
para marcharse.
—¿No puedes llevar más en la otra mano? —le susurró el joven.
—La necesito libre por si tengo que usar la espada.
—No nos ha visto nadie. Solo hay que bajar y correr.
—Es igual, te digo que me va a hacer falta la otra mano —contestó
Conay, deliberadamente críptico.
—¿Para qué?
—Nos llevamos a la virgen. Dime dónde está.

Aurel no lo podía creer, estaban subiendo en vez de bajar. Conay había


ido hacia arriba primero, Aurel después.
—A ver si lo he entendido —le había dicho el joven—. Hemos venido
hasta aquí porque necesitamos oro. ¿Sí? Me he jugado la vida para meterte
aquí dentro. Aquí tenemos el oro, no hay más que coger todo lo que podamos
e irnos No quiero tener que volver a robar en otra parte.
—Haz lo que quieras, pero yo voy a llevarme a la muchacha.
—¿Para qué la quieres? Será un lastre. Nos hará gastar más de ese oro
que todavía no tenemos —le decía, mientras el otro se alejaba.
Aurel se planteó sugerir que se llevaran a 19 en vez de a la chica, pero
no dijo nada; era una propuesta absurda, en gran parte porque 19 no deseaba
marcharse de allí. Conay se giró en el último momento para dejar a su
compañero sin argumentos y con la boca muy abierta.
—Si te parece que la vida de una chica vale más que unas bolsas de oro,
adelante, pero yo no voy a permitir que la maten si lo puedo evitar.
Dicho lo cual, el bárbaro emprendió el camino hacia arriba. Aurel se
quedó perplejo. Dejó las bolsas de oro que había cogido y le siguió, enfadado
con Conay, enfadado con los malditos monjes, pero sobretodo enfadado
consigo mismo. No todos fuera del palacio de Kiarham eran unos salvajes, o
unos aprovechados, como el joven acostumbraba a pensar. También había
personas que merecían ser salvadas de un destino aciago.
El piso siguiente era el último de la torre, no había margen de error: los
aposentos del dios Guon estaban allí, o no estaban. Conay llegó primero,
empujado por las ganas de liberar a la prisionera, mientras que Aurel iba
rezagado, de mala gana. Pronto dieron con un lugar que parecía el único
adecuado para un sacrificio: una habitación circular con el suelo de piedra y
un altar cuadrangular del mismo material. Había espejos colocados a lo largo
de toda la pared de forma que la cubrían por completo y también un espejo
redondo que copaba el suelo y otro el techo.
Conay y Aurel aguardaron fuera de la sala. Puesto que iban por separado
cada uno de ellos había abierto la puerta y la había cerrado tras ver el
contenido. Luego se habían escondido cerca a la espera de que la chica fuera
llevada tras las tres sesiones pertinentes. No se habían cruzado en ningún
momento, Conay ignoraba si Aurel había bajado o no, mientras que Aurel
desconocía dónde se había escondido el otro.
Pasaron los minutos largos y tediosos. Aurel ya no se creía nada de lo
que se hablaba en la ciudad o en el templo. No había pisos más arriba de la
torre, ni más habitaciones en aquella planta en las que pudiera morar Guon.
Supuso que el dios era otra estafa, que los monjes subirían a la chica y la
matarían ellos mismos. El dios era enteramente una invención que justificaba
su modo de vida y sus salvajadas.
Los monjes acabaron llegando. Aurel los vio atravesar el pasillo sin
reconocer ninguno de los números de las mangas. Ella caminaba sin grilletes
ni cuerdas, totalmente libre; de todos modos, poco podía hacer contra seis
monjes, agotada como estaba tras los sucesivos encuentros. Todos ellos
entraron en la extraña sala. Los monjes la dejaron allí, salieron y cerraron la
puerta con llave. Aurel se sorprendió. Realmente no la habían matado, no
habían tenido tiempo en apenas dos o tres segundos. Antes de que pudiera
reaccionar, Conay ya corría hacia la puerta, la abría (pues la llave había
quedado puesta en la cerradura) y rescataba a la muchacha. Esta no
permanecía atada al altar, simplemente se había quedado allí sentada y
desnuda. Conay le quitó la máscara, tomó uno de sus delgados brazos y le
mandó seguirle pasara lo que pasara. Salieron ambos de allí corriendo y
dejando la puerta abierta.
Aurel salió de su escondite. No entendía lo que había ocurrido. Miró en
el interior de la sala y no vio nada salvo su propio cuerpo reflejado en los
múltiples espejos. No obstante, se dio cuenta de que algo extraño sucedía,
pues la imagen de su persona en los espejos mostraba el rostro descubierto.
Se palpó la máscara para cerciorarse de que realmente estaba en su sitio,
luego volvió a mirar al espejo y vio de nuevo su cara. Extrañado, se acercó a
la sala. A medida que avanzaba se vio a sí mismo desnudo por completo, a
pesar de a llevar la túnica. Avanzó un poco más.
De pronto, en cuanto el joven hubo puesto ambos pies en el suelo de
piedra (grisácea e irregular, salvaje, distinta del suelo pulido del resto de la
torre), la puerta se cerró a su espalda. Escuchó cómo la llave giraba sola,
aunque no había nadie allí que la pudiese accionar. Se había quedado
encerrado.
Debiera haber sufrido un gran miedo, pero no fue así. Sentía curiosidad
y fascinación. Se desprendió de la máscara para comprobar si la imagen del
espejo cambiaba. Seguía viendo su rostro, también en los espejos dispuestos a
los lados. Se quitó la túnica y las sandalias y continuó observando su cuerpo
desnudo en los múltiples reflejos. Luego, sin saber muy porqué, se tumbó en
el altar. Le pareció que la piedra estaba caliente, que no era tan dura como lo
era el suelo, pero no se fiaba mucho de sus percepciones, que le eran raras,
adulteradas por una especie de droga que flotaba en el ambiente.
No supo cuánto tiempo pasó observando el espejo circular del techo,
pudo haber sido un minuto o una hora. El paso del tiempo también se le hacía
extraño.
De repente, vio algo que sobresalía del suelo espejado. De la parte del
mismo que había junto al altar comenzó a salir lo que parecía una cabeza
humana, seguida de un cuello, de unos hombros, de un torso, brazos y
piernas. Algo parecido a un humano acababa de salir de la nada, como si el
espejo fuera de agua y él hubiera estado sumergido dentro hasta ese
momento.
El sujeto era realmente insólito. Carecía de ojos, nariz u orejas, su rostro
estaba vacío, sin bultos ni aberturas a excepción de una delgada línea con
forma de boca, una boca que Aurel temió repleta de afilados dientes. El resto
del cuerpo también se mostraba yermo, sin pelo, sin nada que no fuese piel
desnuda. Tenía la forma de un hombre de complexión delgada, provisto de
hombros anchos y un pecho marcado. Las manos y los pies también eran
humanos, pero sin uñas. Su piel era oscura pero no como la de Durab sino de
tonalidades entre verdosas y grisáceas. Una mirada más atenta a su
entrepierna le reveló que había una hendidura vertical, cerrada, que a Aurel le
hizo pensar en el sexo de una mujer.
El joven continuaba tendido en el altar. No sentía la necesidad de salir
corriendo, cosa que implicaba que realmente se hallaba bajo los efectos de
algo que condicionaba su pensamiento. Aquel ser debía de ser Guon, el dios
al que veneraban los monjes, aquel a quien ofrecían puntuales sacrificios.
Guon comenzó a caminar. Se movía despacio, como a cámara lenta, o al
menos así es como lo percibía Aurel. Dio varias vueltas al altar para examinar
el cuerpo desnudo de lo que consideraba su regalo, tocaba con la mano al
joven: ahora una pierna, ahora un brazo, un pie o el torso. Miraba al joven
con una cara sin ojos, y sin embargo lo veía, pues en todo momento encaraba
el ausente rostro hacia su cuerpo. Aurel lo observó a través de los espejos.
Tenía una espalda ancha, un trasero pequeño y abultado, perfectamente
humano.
Terminada la inspección de la mercancía, Guon pasó a la acción, pero de
un modo que Aurel jamás habría imaginado. Colocó las piernas abiertas
sobre la cara del joven, de manera que su entrepierna quedaba cerca de la
boca debido a la conveniente altura del altar. Aurel atisbaba el yermo
semblante del dios mirándole tras su largo cuerpo, pero en especial veía la
raja que lucía en su entrepierna, la cual se empezó a abrir como si cobrara
vida. Para su sorpresa Aurel vio que contenía una lengua, larga y empapada,
que salió en dirección a la boca de Aurel. No es que el miembro en cuestión
fuera extraño, en verdad parecía del todo humano de no ser por el lugar del
que surgía. Guon flexionó las piernas para acercar más la lengua a la boca del
joven. Aurel la recibió como si viniera de una boca cualquiera, la engulló y la
mezcló con su propia lengua y saliva. Entonces sobrevino la segunda
sorpresa, pues la lengua de Guon no exudaba saliva sino esperma.
El dios flexionó más las piernas para meter la lengua hasta el fondo de la
boca del joven. Aurel la abrió del todo (pues la base de la lengua de Guon era
ancha) y engulló el apéndice del dios hasta que sus labios alcanzaron la
entrepierna del mismo. Dentro de la boca, la lengua se movía inquieta y
mezclaba el semen que emanaba con la saliva de Aurel, que se tragaba la
mezcla cada poco tiempo para evitar que su boca quedara colmada de
líquidos.
Embargado por la curiosa sensación, Aurel decidió ir más allá. Alargó
las manos hacia las piernas del dios (cuya piel poseía una gruesa textura), que
percibió fuertes. Luego las subió hasta su culo, que manoseó y apretó
mientras le comía la lengua. Carecía de ano, como pronto tuvo ocasión de
comprobar.
Guon llevaba la iniciativa de la situación. De vez en cuando se levantaba
y separaba su lengua de la de Aurel, a veces la bajaba despacio mientras una
gota blanca caía de la punta y el otro la recogía con avidez. Luego la metía
entera en la boca y Aurel respondía apretando el culo del dios hacia esta a fin
de que derramara esperma de forma lenta pero incesante. Durante un
momento el dios incluso le folló la boca, pues se movió rápido sobre la
misma y chocó su entrepierna con el rostro del joven, haciendo que sus
glúteos temblaran a cada impacto.
Pasado un rato (de nuevo difícil de cuantificar), Guon se levantó. Tenía
otra sorpresa para su invitado. Se giró y agachó la cara hasta situarla sobre la
de Aurel, de manera que los rostros de ambos permanecieron enfrentados.
Comenzó el dios a abrir lo que parecía ser su boca. De esta emergió un
glande que descendió lentamente hasta convertirse en un pene plenamente
sólido y desarrollado. Lo único que Aurel echaba en falta eran los testículos,
que o bien no se alcanzaban a ver o bien no existían (de todas formas, el
joven dedujo que quizá ese peculiar miembro viril nada tenía que ver con el
semen, pues el esperma lo poseía la lengua de la entrepierna).
Al formar parte de la boca, el miembro viril del dios permanecía
recubierto de una película de saliva que se renovaba constantemente, estando
siempre lubricado. Al hallarse el rostro de Guon mirando hacia abajo, la
saliva de la polla caía sobre los atónitos labios de Aurel, que la probaron.
Después la cabeza del dios comenzó a bajar, así como su desubicada polla.
Incluso en el estado indefinible en el que se encontraba (medio drogado,
sin una percepción clara del tiempo, el espacio y la propia realidad), Aurel
concluyó que alguien había diseñado mal a aquel dios, que tenía las cosas en
lugares equivocados. Pero no por ello le hizo ascos. Abrió la boca y recibió la
polla, que se introdujo despacio pero sin detenerse, tan hondo que los labios
de ambos se encontraron y se fundieron en un particular beso. La polla era lo
bastante grande como para que le fuese difícil alojarla por entero, además de
que la saliva que liberaba le llenaba la boca si la mantenía mucho tiempo
dentro. Agradecía que Guon sacara la polla, momento que aprovechaba para
tragar y para recobrar el aliento, aunque el miembro descendía enseguida para
colmarle de nuevo.
El juego se repitió varias veces. A Aurel le satisfacía la novedosa
sensación de comerse una polla y hallar al final de la misma unos labios. A
veces Guon se centraba en los besos, deseoso de que los labios de ambos se
rozaran durante un tiempo, pero al humano le incomodaba mantener la polla
alojada en la boca y se la tenía que sacar.
Llegado un momento, Guon agarró la cabeza de Aurel con ambas manos
y comenzó a follarle la boca, no con tanta profundidad como al principio pero
sí con mayor rapidez. La cabeza del dios subía y bajaba sin parar, la saliva se
acumulaba en la boca del otro y se derramaba por las comisuras de los labios
cada vez que la polla entraba. De vez en cuando se detenía para que Aurel
recuperara el aliento. En esas ocasiones el joven respiraba con profundidad
mientras alargaba una mano al miembro para masturbarlo. Este se hallaba
completamente impregnado, la mano se deslizaba a la perfección y permitía
al humano pajearle con gran rapidez.
Excitado ante la posibilidad de que se pudiera correr (cosa que
desconocía) Aurel aceleró la masturbación al tiempo que abría la boca y
sacaba la lengua. Ya había probado el esperma de la aberrante criatura pero
deseaba sentirlo en súbitos chorros, no en un lento goteo.
Cuando Guon dio muestras de querer seguir follándole la boca, Aurel
retiró la mano de su extraño pene y se preparó para recibirlo. De nuevo el
dios se lo metió rápido, de nuevo la saliva se empezó a derramar, pero Aurel
resistió, puso una mano sobre la cabeza del dios y le animó a continuar
penetrándole.
El joven aguantó un buen rato, respiró con fuerza por la nariz al tener la
boca llena todo el tiempo y se concentró tanto como pudo, hasta que ocurrió
lo que deseaba. Sin previo aviso (pues el dios no gemía ni otorgaba indicio
alguno de su estado de excitación), la polla comenzó a latir y soltó chorros de
esperma en una boca que ya estaba lo bastante colmada. Aurel hubo de
reaccionar deprisa, se tragó los primeros chorros con rapidez en tragos
consecutivos, después trató de gestionar los siguientes como pudo. Guon bajó
la polla hasta el fondo de nuevo. Apretó tanto como pudo y liberó unas
últimas gotas mientras los labios de ambos se besaban.
Cuando la criatura retiró el miembro, lleno de espesos hilos de semen y
saliva, Aurel no daba crédito. Jamás había vivido una experiencia como
aquella y sabía que jamás la repetiría. Se preguntó dónde estaban las temibles
fauces del célebre dios-monstruo, cómo devoraba a sus víctimas si no había
nada en su cuerpo que se lo permitiese.
Sin embargo, Guon no había terminado con él. Volvió a caminar en
torno al joven rubio, le tocó de nuevo, como buscando nuevas alternativas.
Durante la segunda vuelta Aurel se movió justo cuando el otro se hallaba a la
altura de sus pies. El joven flexionó y subió las rodillas, dejando a
disposición de la deidad el agujero del culo.
Guon acarició las piernas en sentido ascendente, desde las rodillas hasta
la entrepierna, le tocó después el culo. Lo estudió con sus invisibles ojos, con
unos sentidos que el otro solo podía suponer. Tomó una decisión, trazó un
rumbo.
Quiso lamer el culo de Aurel, mas la posición que tuvo que adoptar para
hacerlo volvió loco al joven por lo atípico de las sensaciones. Guon subió al
altar y se apoyó en el mismo mediante una rodilla y un pie, quedando el
joven entre las dos piernas del ser. Luego agarró a Aurel por los tobillos y lo
posicionó hasta amorrar la entrepierna a su culo. Sacó la lengua y comenzó a
agitar la cintura en suaves y circulares movimientos.
Aurel gimió (ahora que tenía la boca libre para hacerlo), alargó un brazo
hacia el trasero del dios y lo apretó para que la lengua le penetrara el culo,
una lengua llena de semen. Nunca había empujado un culo para meter una
lengua dentro de sí mismo, o había movido una cabeza para meterse una
polla. Todo aquello le desconcertaba y le descolocaba, mas no en un sentido
negativo. Se preguntó el joven si el ambiente enrarecido que turbaba sus
sentidos tenía algo que ver con ese estado de ánimo, pues lo más normal
hubiese sido que se horrorizara ante la espantosa criatura que le follaba.
Aurel no sabía qué le excitaba más, si los contoneos del extraño cuerpo
del dios o su lengua dentro del trasero. La sentía humedecer los alrededores
del ano y luego introducirse en el mismo con fuerza, percibía la hendidura
abierta de la entrepierna del ser sobre el culo.
Guon cambió pronto de parecer. Deseaba algo más satisfactorio que los
juegos que había practicado hasta el momento. Quizá en un principio se había
sentido desorientado por la novedad del sacrificado (ya que los monjes
siempre le habían ofrecido mujeres), pero poco a poco iba ganando
confianza. Se estiró invertido sobre Aurel, como si buscara hacerle un sesenta
y nueve; en verdad era justo lo que pretendía.
Aurel dejó que le abriera las piernas hasta más no poder y permitió que
pusiera el rostro sobre su ano. El dios abrió la boca y la polla salió de nuevo,
tan sólida como antes y tan dispuesta a penetrar. Diversas gotas de saliva
cayeron sobre el ano. Aurel estaba ansioso por que la criatura ejecutara el
siguiente paso.
La suavidad con la que la polla entró fue increíble, siempre recubierta de
saliva como estaba. Aurel gimió todo el tiempo que duró la entrada. Aun
cuando la polla estuvo metida por entero y los labios del dios besaban su ano,
el joven alargó una mano hacia la cabeza y la apretó hacia dentro al tiempo
que abría un poco más (si cabe) las piernas. La polla se quedó allí dentro,
llenó el culo de saliva hasta desbordarlo. La cabeza de Guon empezó
entonces a moverse con cierto ritmo y su miembro a entrar y salir, siempre
certero.
Aurel era incapaz de gestionar tanto placer, no cesaba de gemir y se
aferró con fuerza a las firmes piernas del ser, dispuestas a lado y lado de su
cabeza. El otro se encargaba de mantener las piernas del joven bien
separadas, el ano bien disponible, mientras le metía la polla sin pausa.
Pronto se dio cuenta el joven de que la lengua de Guon permanecía
ansiosa por participar, pues el dios no había adoptado esa posición por
casualidad. La tenía a su alcance, se mostraba fuera de la hendidura de la
entrepierna, se movía y propiciaba que algunas gotas blancas y espesas
cayeran sobre la cara del joven. Aurel se aceró a la lengua del monstruo, la
engulló y agradeció su sabor a esperma caliente. Guon acomodó el cuerpo
sobre el rostro de su amante y apretó hasta que los labios de él tocaron su
cuerpo. Aurel respondió agarrando su trasero con fuerza, una nalga con cada
mano.
El sacrificado estaba en éxtasis. Miró al espejo de un lado y vio al
monstruo mover la cintura a buen ritmo sobre su cara para follarle. Observó
sus brazos abrirle las piernas, así como la cabeza martillearle el culo. Miró al
espejo contrario y la imagen fue la misma observada desde otro punto de
vista. Aurel tenía tantos frentes de placer que no sabía por cuál decantarse.
Dejó una mano sobre el inquieto culo de la criatura y con la otra empujó su
cabeza para le metiera la polla más al fondo. Gemía todo el tiempo, pero sus
gemidos quedaban mudos, pues tenía la boca siempre llena; la lengua se la
follaba sin descanso y derramaba pequeñas pero constantes cantidades de
semen que Aurel tragaba en cuanto los sordos gemidos se lo permitían.
Guon puso las manos bien abiertas en torno al ano, como si estirando a
lado y lado pudiera hacerlo más accesible. El dios aceleró el ritmo, metía la
polla tan rápido que Aurel no podía dejar de jadear, hasta el punto en que el
joven se sacó de la boca la lengua del dios para gritar como la ocasión
merecía. Animado por la excitación del joven, Guon eyaculó de nuevo. El ser
tensó el cuerpo, hundió la polla hasta que los labios tocaron el ano y comenzó
a derramar nuevas oleadas de semen, esta vez en el culo del muchacho.
Todavía estaba el otro soltando esperma cuando Aurel buscó la lengua
del raro amante para chuparla, buscó su propia polla para masturbarse y,
finalmente agarró una de las nalgas del ser. Con la boca y el culo colmados
de caliente y espeso fluido, Aurel volvió a gemir mientras se la pelaba, hasta
que también se corrió.
Tras sacar la untuosa polla y ponerse de pie, Guon dio por terminado el
curioso sacrificio, si es que en algún momento lo había sido. Invitó a Aurel a
levantarse también y se colocaron ambos cara a cara. Como colofón final, la
extraña criatura cogió la cabeza del joven desde la nuca y la acercó a la
propia, de la que todavía nacía una polla erecta, lubricada y con restos de
semen en el glande, a punto de caer. Aurel abrió la boca y la aceptó. Dejó que
se la metiera hasta que se besaron en los labios de nuevo.
Luego el dios descendió del altar y caminó despacio (como siempre
hacía) en dirección al espejo circular del suelo. Puso los pies encima y se giró
hacia Aurel. Le tendió ambas manos, invitándole a marcharse con él.
Aurel permaneció inerte. No tenía ni idea de adónde le llevaría aceptar
la invitación. En todo caso, daba la impresión de que con los sacrificados
ocurría lo mismo que con los ladrones asesinados por los monjes, pues en
ambas cuestiones se había hecho una interpretación libre y tendiente al
catastrofismo de los hechos. Los ladrones muertos en verdad vivían a cuerpo
de rey, y era probable que las vírgenes sacrificadas también permanecieran
sanas y salvas. De todas formas, el lugar en el que estas moraban era un
misterio para Aurel, uno que no estaba seguro de desear conocer; más que
nada porque ignoraba si existía billete de vuelta.
Acababa de llegar al Continente Embrujado y ya había tenido tres
oportunidades de comenzar una nueva vida: en la ciudad pestilente, en el
templo (que ahora no le parecía tan detestable, aunque las violaciones eran
igualmente abominables) o en una dimensión desconocida.
Dado el carácter mostrado por la deidad, era probable que la destinación
a la que le invitaba fuera un lugar más parecido al cielo que al infiero, en el
sentido de que iba a estar cómodo y feliz, disfrutando quizá de una relación
sexual eterna.
El tiempo se acababa. El cuerpo de Guon se hundía en el espejo y
desaparecería pronto, Aurel ya no podría coger sus manos y acompañarle a
un incierto destino. De hecho los pies del dios ya se habían sumergido en el
espejo y el cuerpo entero descendía a buen ritmo. Aurel seguía inmerso en la
atmósfera de tranquilidad y de adormecimiento que le había embargado nada
más entrar en la sala. Ello le impelía a aceptar la oferta, a marcharse con
aquel dios a su lejana morada para follar con él (y quizá con otros seres
similares) hasta el fin de los tiempos. Pero ignoraba si se podía fiar de las
sensaciones adulteradas que había tenido. El miedo a encontrar un auténtico
infierno bajo el espejo le hizo dudar y Guon ya estaba empezando a
esfumarse, el espejo cubría ya parte de su torso.
Con gran pesar Aurel vio cómo desaparecía, primero el dios, luego la
sensación de estar drogado. La puerta volvió a su estado original y se abrió
sola. Aurel no se lamentó por la decisión tomada, se consoló a sí mismo al
concluir que la dimensión de Guon estaría llena de mujeres jóvenes que
probablemente pasaban el tiempo cuchicheando con sus voces chillonas.
Antes de dirigirse a la entrada de la torre el joven cogió un par de bolsas
de oro con cada mano; no eran muchas, todo lo que podía ocultar bajo las
mangas de la túnica. Bajó rápido, temiendo que Conay le estuviera buscando
o que le hubiera dado por muerto. Terminado el sacrificio, se alarmó también
al caer en la cuenta de que los monjes habrían vuelto a sus ocupaciones, pero
lo cierto es que la noche estaba ya muy entrada y sospechó que la mayoría de
ellos dormía después de las emociones de un día largo e intenso.
El tiempo había pasado distinto dentro de la sala de los sacrificios, más
lento. Aurel tuvo tiempo de llegar a la lavandería, ponerse la ropa que había
escondido allí y salir corriendo hacia la muralla, cargado con las bolsas de
oro. Entonces se encontró con que Conay y la muchacha justo abrían la
puerta para salir.
—¡¿Qué haces ahí?! —gritó el bárbaro—. ¡Pensaba que ya habías salido
hace rato!
—No, iba detrás de vosotros. Me entretuve cogiendo esto.
Y le mostró las cuatro bolsas de oro. Sumadas a las de Conay tenían diez
en total, una buena suma. Satisfecho, el hombre terminó de abrir la puerta y
los tres abandonaron la torre. Recorrieron algunas calles antes de sentirse lo
bastante seguros como para relajarse. Apoyados en la pared de una casa,
tomaron aire y se sentaron en el suelo. Permanecieron en completo silencio,
hasta que Conay observó a la chica, que estaba a su lado.
—Entonces... ¿eres virgen? —le preguntó.
La muchacha mintió, seguramente por costumbre. Quizá temía que no se
la valorara del mismo modo si decía la verdad, o puede que se hubiera vuelto
loca de remate después de lo vivido en el templo, cosa que a Aurel no le
extrañaba en absoluto.
En cuanto la muchacha dejó de mirar a Conay este se giró hacia Aurel y
fabricó una sonrisa leve, pícara. Aurel puso los ojos en blanco y suspiró, pues
sabía lo que ocurriría aquella noche.
04 Encerrados

Las dos camas que Conay había alquilado se hallaban una a cada lado de la
habitación, que por cierto no era muy grande. Las sábanas lucían sucias, el
colchón estaba roto, en general olía mal. Aurel contaba con todo ello desde
que puso un pie en aquella ciudad. Lo que no había esperado es que el propio
Conay se volviese un problema, o mejor dicho, la compañía de este.
La cosa fue de la siguiente manera: Conay entró en la habitación
acompañado de la no-virgen, la tumbó en la cama y le quitó la túnica de
monje con la que habían disimulado su desnudez. Sin mediar palabra metió la
cabeza entre sus piernas y empezó a comerle el coño sin importarle que Aurel
estuviese allí, sin importarle que hubiese de escuchar (si no ver) lo que
hacían. Las alternativas del joven eran escasas, pues no osaba siquiera a salir
al pasillo sin Conay (no en aquella ciudad y menos aún por la noche).
Además habían entrado en aquella casa de hospedaje con diez bolsas repletas
de monedas de oro en las manos, si alguien les había visto ya estaría
pensando en cómo quitarles de en medio para quedárselas.
La muchacha no reaccionó al principio. Conay debió pensar que era una
frígida o una sosa, pero Aurel comprendía muy bien su falta de apetito. Aun
así, el bárbaro fue constante y pertinaz, siguió comiéndole el coño con
dedicación hasta que ella comenzó a reaccionar con tímidos movimientos y
diminutos jadeos.
Aurel, que estaba tumbado boca arriba, desvió la mirada hacia la pareja.
No tenía interés alguno en ver a la chica, sus ojos buscaban a Conay, del que
solo se atisbaba una cabeza oculta entre dos piernas. Este seguía vestido, se
había quitado la falda pero no el calzón de debajo, de modo que Aurel no
podía verle la polla... todavía. Eso sí, escuchaba su lengua inquieta y su saliva
en movimiento.
La chica dio muestras de sentirse incómoda con la presencia del vecino
mirón; si supiese que los monjes la vieron follar con otros nueve... Aurel
apartó la mirada, trató de no pensar (cosa imposible) en lo sucedía a escasos
metros de distancia. Aquello debía ser el súmmum de la felicidad para
Conay: una buena comida, un robo exitoso y ahora a desvirgar a una
muchacha; aunque iba a descubrir bien pronto que esa última parte era
incierta, si no lo había descubierto ya.
Permanecía Aurel observando la pared cuando escuchó ruido de ropas.
Luego ropas cayendo al suelo y acto seguido un gemido de la mujer. No pudo
evitar girarse de nuevo. Conay estaba sobre ella, le acababa de meter la polla.
Era la décima que le metían a la chica en el mismo día pero al parecer esta
última le satisfacía más que las del templo. Sus delicadas manos comenzaron
por tocar con timidez los brazos del hombre, gruesos y rectos como
columnas, pues sostenían su peso y mantenían su torso firmemente anclado
mientras la cintura se movía con soltura.
Aurel tragó saliva. Intentó verle el miembro a su compañero, pero este
se hallaba bien alojado y las piernas de ella le impedían atisbar ni que fuera
un pedazo. En cambio, sí veía su culo aunque fuera de lejos y de perfil. Le
bastaba con eso, Aurel recordaría la imagen de las posaderas durante algunos
días y muchas noches.
Las manos de ella fueron perdiendo la timidez, se agarraron primero a la
enorme espalda, luego descendieron para posarse sobre el culo del bárbaro.
La polla de Aurel se levantó de nuevo. A pesar de todo lo que había pasado
en el templo de Guon, ver a Conay follando era más de lo que podía manejar,
un sueño hecho realidad. Quiso estar en el lugar de ella, quiso agarrar ese
culo inquieto. Pensó en masturbarse, pero temía que los otros se molestasen.
Siguió observando y tragando saliva, asegurándose de que la memoria
guardaba a buen recaudo el recuerdo de aquel cuerpo en movimiento.
Conay obraba como una máquina: regular e incansable. Miraba
fijamente a los ojos de la chica aunque ella tenía la cara todo el tiempo
ladeada y los ojos cerrados. Él no gemía, no variaba el ritmo ni la posición,
golpeaba una y otra vez esperando derribar las reticencias de la mujer con su
implacable insistencia. La continuó follando durante un rato que a Aurel se le
hizo eterno, hasta que ella comenzó a contonearse. Solo entonces él aumentó
el ritmo y entonces la chica se retorció, le agarró el culo con las uñas y gimió.
Se había corrido, Aurel sospechó que por primera vez aquel aciago día; al
menos en eso Conay sí había sido el primero.
El joven permaneció atento, ansiaba asistir a la eyaculación de su
compañero de viaje. Quedó decepcionado. El bárbaro continuó follando
como hasta el momento, un poco más rápido quizá. Luego, sin la menor
ceremonia, sin la menor muestra de placer, se corrió dentro de ella; o al
menos eso pareció, por el modo en que movió la polla dentro de su coño.
Aurel se lamentó de que un cuerpo tan hermoso y que ejecutaba unos
movimientos tan llenos de virilidad terminase de aquel modo, pues resultó
que en el último momento el bárbaro mostró la misma personalidad que un
muñeco de trapo.
Tan desilusionado estaba el joven que no se fijó en cómo Conay sacaba
su miembro del cuerpo de la muchacha. Para cuando se dio cuenta de que era
su oportunidad para verle la polla ya era tarde, se había vuelto a poner el
calzón (sin limpiarse).
Entonces Conay hizo algo que sorprendió al joven: le dio a la chica una
de las bolsas de oro y, tras recomendarle que la ocultara bien, la invitó a irse.
Aurel se extrañó de que no pasara la noche entera con ella. No entró a discutir
lo de la bolsa de oro, la pobre chica se merecía eso y mucho más después de
todo lo que había pasado; el joven deseó que usara el oro para marcharse de
aquella ciudad maldita que la había enviado a una muerte segura. En cuanto
Conay hubo despachado a la muchacha se tumbó en la cama y comenzó a
roncar al cabo de segundos. Aurel pudo descansar al fin.
La decisión de Conay tomó sentido al cabo de dos horas, que fueron las
únicas que pudieron dormir. Fostea estaba llena de ladrones. Las leyendas
hacían que pocos osasen robar en el templo, pero nada se decía de quienes
robaban a los ladrones. La ciudad poseía ojos por todas partes y a todas
horas, pronto había corrido la voz de que dos extranjeros tenían veinte bolsas
de oro en el dormitorio (una exageración que los perjudicaba de forma
notable).
Conay fue el primero en escucharles, pues siempre dormía con un ojo
abierto, como su suele decir. Cogió la espada y oteó por la ventana. Había
gente fuera, desperdigada. Uno de los últimos en llegar habló con otro y este
señaló hacia la ventana por la que Conay estaba mirando. Algunos llevaban
antorchas, otros no. Luego el bárbaro se dirigió a la puerta del cuarto y la
abrió para aromarse al pasillo, donde dos o tres personas simulaban estar allí
por casualidad.
Aurel no se enteró de nada hasta que notó que alguien le cogía del brazo
y lo zarandeaba. Tardó en recuperar el sentido, pues estaba soñando cosas
muy extrañas acerca de monjes sádicos y monstruos de múltiples penes. La
sacudida creció en intensidad para despertarlo de golpe.
—¡Espabila! —soltó Conay—. Nos tenemos que ir. ¡Ya!
Durante los primeros y confusos instantes Aurel no supo dónde estaba.
No se ubicaba y tenía la sensación de que el asunto con Guon había sido un
sueño que acababa de tener, pero la realidad le espoleó en forma de hombre
malcarado e insistente.
—¡Date prisa, por todos los demonios! Pronto serán tantos que rodearán
la casa por completo y nos impedirán salir.
Aurel entendió entonces que Conay hubiese dejado marchar a la chica,
pues los ojos que los vigilaban de cerca la habían tomado por una simple puta
y la dejaron ir, pendientes como estaban de los dueños de la habitación y su
dichoso oro.
En apenas un minuto Conay y Aurel se prepararon para dejar la
habitación, pues carecían de pertenencias salvo la ropa, la espada y las
preciadas bolsas que habían robado en el templo del dios regional. Conay
salió de la habitación espada en mano. Lo primero que vieron los que estaban
apostados en el pasillo fue un filo que brillaba a la luz de la antorcha
dispuesta en mitad del mismo. Huyeron de allí, pues no querían ser los
primeros en probar la espada, mas Conay estaba seguro de que volverían
pronto con refuerzos, o con armas, o junto a alguien a quien no le importara
morir en primer lugar.
Conay guió a Aurel por la casa como si fuera suya; formaba parte de las
atribuciones de todo buen bárbaro poseer un magnífico sentido de la
orientación. Lo llevó a la parte trasera, abrió la puerta de una patada (sabía
que la discreción era inútil con la casa vigilada por todos los flancos) y
salieron corriendo hacia la calle. Los pocos lugareños que había cerca de
dicha entrada no tuvieron tiempo de reaccionar, avisaron tarde a los demás.
Más tarde acordaron entre todos perseguirles hasta los mismos confines del
desierto, si era necesario.
En verdad era precisamente allí adonde se dirigía Conay: al exterior de
la ciudad, al desierto. Conforme él y su acompañante avanzaban las casas se
hacían menos numerosas y las calles más abiertas, hasta que llegó un punto
en que todo pareció desaparecer. Era como si un dios caprichoso hubiese
dibujado una línea imaginaria en el suelo a partir de la cual la vida no era
posible (salvo de forma residual y muy adaptada a las duras condiciones del
mar de arena). A partir de esa línea solo existía una sucesión de infinitos
granos amontonados en incontables dunas altas como montes. Conay siguió
tirando de Aurel, pero este se detuvo.
—Un momento, un momento. ¿A dónde vamos? Eso es el desierto.
—Muy agudo. Vamos, nos están pisando los talones. ¿De eso no te has
dado cuenta, listo?
El joven se giró. Al final de una de las calles atisbó un montón de
sombras en movimiento, oscuras cabezas que se agitaban en torno a unas
pocas antorchas. Tuvo la impresión de que se cada vez eran más.
—¿Y los caballos y el carruaje? —demandó Aurel—. Ahora tenemos
dinero, se supone que era para eso.
—¡Lo que no tenemos es tiempo para comprarlos! ¡Vamos! Recemos
para que ninguno de esos ladrones tenga caballos o camellos, o estaremos
muertos.
Aurel sufrió un nuevo tirón de brazo. Tenía que seguir a su compañero
de todos modos. Hasta aquel momento había sospechado que lo peor que les
podía pasar era que les despojaran de las monedas y que tuvieran que pasarse
la vida en aquella ciudad, o volver a robar en el templo, o regresar a Kiarham.
No había caído en que aquella gente bien podía darles muerte antes de
llevarse las bolsas de oro.
Era extremadamente difícil correr por el desierto, uno tenía la sensación
de ir a cámara lenta. Por suerte, no solo les ocurría a ellos, los perseguidores
se desplazaban igualmente despacio, salvo uno, que parecía tener la habilidad
de avanzar con particular rapidez sobre la arena. Con el paso de los minutos
acabó por alcanzarles. Conay dio buena cuenta de él. En cuanto lo tuvo cerca
le cortó la mano con la que estaba a punto de agarrar a Aurel. El joven nunca
había visto manejar una espada de ese modo, con los brazos del bárbaro,
tensos y abultados, cogiendo carrerilla para atravesar carne y hueso como si
fueran de mantequilla fundida. El ladrón se quedó tendido en la arena,
gritando y agarrando la zona del corte. Pronto le atendieron algunos
compañeros, aunque la mayoría continuaron la persecución a pesar del claro
mensaje que Conay les acababa de dejar.
La estima que uno tiene por su propia vida suele ser mayor que la que se
tiene por el oro, otorga un plus de fuerza, un ánimo incansable. Los
perseguidores tenían la posibilidad de detenerse, regresar a casa y esperar otra
ocasión (de hecho era una constante recomendación que sus cansadas piernas
y pulmones enviaban al cerebro en forma de imágenes de descanso y
comodidad). Para los perseguidos, en cambio, no había alternativa, el
descanso que visualizaban era eterno, pues veían a la turba de ladrones
matándolos a pedradas o a golpes. Ello suponía un estímulo lo bastante
grande como para que incluso Aurel corriera sin detenerse.
Transcurrió más de una hora. La cuidad era una mancha en el horizonte,
el azul del mar ya no se advertía y el sol despuntaba en el horizonte. Conay y
Aurel se detuvieron, incapaces de continuar. Ya no percibían antorchas tras
ellos, pero eso podía ser debido a la incipiente luz del nuevo día. Una mirada
atenta (mientras respiraban rápido y profundo, con las manos apoyadas sobre
las torturadas rodillas), les dijo que todavía quedaban unos cuantos hombres
empecinados en dar con ellos.
Conay trató de contar cuantos eran. Llegados a aquel punto prefería
cortar brazos o cabezas antes que seguir corriendo un minuto más, pues el oro
pesaba el triple que antes en sus cansados brazos. Se habían sentido tentados
de dejar una o dos bolsas por el camino para contentar a los ladrones, pero no
quisieron, les pertenecía, se lo habían ganado. Los otros no habían hecho
nada para merecerlo salvo aguardar en sus respectivas casas mientras ellos
dos lo robaban.
De pronto Aurel vio una sombra en la cercanía. Enseguida llamó la
atención de Conay, que tenía los ojos entrecerrados en un intento de contar
las lejanas cabezas de quienes se acercaban, y señaló hacia algo que
destacaba en mitad del desierto, un cuerpo grisáceo e irregular. Conay
atendió.
—Vamos allí —concluyó el bárbaro—. Nos servirá para escondernos,
aquí estamos demasiado expuestos. Tú te buscas un buen escondite y ocultas
también las bolsas, yo los mataré conforme vayan llegando.
Aurel asintió. Emprendieron de nuevo la marcha, esta vez hacia un
objetivo definido y tangible, no una agotadora carrera hacia ninguna parte.
Aurel supo lo que era el cuerpo grisáceo cuando ya casi habían llegado:
unas ruinas. Aquello había sido un templo antiguo, siglos o milenios atrás,
del que solo quedaban unas pocas columnas que apenas se tenían en pie.
También había una especie de recuadro oscuro en el suelo, en el que
adivinaron unos escalones que descendían. Daba la impresión de que el
templo todavía conservaba algunas cámaras bajo tierra y que estas eran
perfectamente accesibles. Aurel se internó en estas busca de un escondite
para él mismo y para las bolsas, pues ahora cargaba (lastimosamente) con
todas ellas. Descendió las escaleras despacio, pues apenas venía nada. Abajo
hacía frío, mucho más que arriba, el joven percibió un aliento helado que se
le metía en los huesos, así como una sensación de grandes y gélidos espacios
abiertos.
Cuando Conay vio a su compañero internarse en las sombras dedujo que
era mejor esperar a los ladrones desde allí, ya que ellos no advertirían nada al
mirar hacia la oscuridad, mientras que él los vería bien y podría matarles
antes de que se dieran cuenta de lo que sucedía. De ese modo, también bajó
las escaleras.
Tras una tensa espera, durante la que Conay asomaba la cabeza para
analizar los movimientos de los perseguidores, el bárbaro se dio cuenta de
que los ladrones se habían detenido cerca de las ruinas. Se mostraban
indecisos, hablaban entre ellos. Tras una aparente discusión comenzaron a
volver sobre sus pasos y abandonaron la persecución. En parte extrañado, en
parte aliviado, Conay se adentró en la oscuridad de las ruinas para descansar
y pensar en ello. Se sentó junto a Aurel, que estaba exhausto más allá de toda
medida, incapaz de hacer otra cosa salvo respirar y respirar. Tenían ambos la
boca seca, pero no había agua a su alcance y no la llevaban con ellos, dado
que no tuvieron ocasión de prepararse para la incursión en el desierto. Hacía
un frío terrible, pero el calor de los cuerpos tras la plena actividad lo
mantenía a raya.
Apenas se había sentado Conay y cerrado los ojos, ocurrió algo. La
vetusta baldosa sobre la que se había posado bajó de repente debido al peso
de su cuerpo. Al instante siguiente la tierra comenzó a temblar. Pensaron que
una cosa no tenía relación con la otra, de hecho Aurel ni siquiera sabía del
imperceptible movimiento de la baldosa. Atribuyeron los temblores a un
inoportuno terremoto.
Lo lógico en aquel caso era salir de allí cuanto antes, pues el terremoto
podía derrumbar las ruinas y sepultarles (enterrados con su oro, una imagen
que a Aurel le pareció poética). No obstante, cuando miraron hacia la
abertura de las escaleras advirtieron con horror que se estaba cerrando.
Aquello no era un terremoto sino una gigantesca losa de piedra que se
desplazaba para cubrir la (única) salida.
La imagen de Aurel acerca de una muerte rodeados de oro se tornaba
peligrosamente real. La única cuestión por discernir era si morirían de
hambre, de sed o de frío. La última de las opciones había ganado muchos
puntos, pues el ambiente era aterradoramente gélido en aquel lugar sombrío,
en especial después de que los cuerpos de ambos se enfriaran tras el obligado
descanso.
Las voces de los dos retumbaban aunque hablaran en susurros. No
disponían de ninguna fuente de luz, tenían que inspeccionar el lugar a tientas,
usaban las manos para hacerse una imagen de cómo era aquella gigantesca
cámara, de qué había en el suelo o en las paredes (el techo escapaba a su
alcance). La respuesta fue: nada relevante, solo baldosas medio caídas, roca
vagamente pulida y de cuando en cuando unas estatuas talladas en las
paredes, de aspecto humanoide. Aurel llegó a contar dos de esas figuras en
cada una de las paredes largas y una en la pared corta, ya que la cámara era
rectangular; la otra pared corta contenía las escaleras, de modo que no había
nada tallado allí. Dichas estatuas eran de hombres desnudos, cuyo torso,
brazos y regulares facciones la mano de Aurel identificó sin problemas.
Estaban tallados de manera que medio cuerpo sobresalía de la pared mientras
que la otra mitad quedaba en el interior de la roca.
No había nada más allí, ni salientes a modo de gigantescos pulsadores,
ni palancas, ni cualquier cosa que sugiriera un mecanismo capaz de liberarles
de la agonía y posterior muerte que les esperaba.
Conay no colaboró demasiado, aquella situación le superaba. Daba
patadas a las pequeñas piedras que rodaban por el suelo o maldecía en voz
alta, haciendo que el eco multiplicara sus palabras. En verdad daba lo mismo,
porque el concienzudo trabajo de Aurel inspeccionando todos los elementos
de la cámara tampoco dio resultado alguno. Tras las primeras horas de
exploración Aurel acabó rendido en el suelo y abrazado a sus rodillas. Ya
tiritaba sin remedio, el frío se había metido en sus huesos hasta el punto en
que parecía que surgía de los mismos en vez de proceder del exterior.
Mientras tanto, Conay seguía maldiciendo.
—N-no te v-va a s-ervir de n-nada. Est-tate quieto ya, por f-favor —
pidió Aurel, a duras penas.
—¿Qué te pasa?
—¿Qué me v-va a pasar? ¡Que estoy m-muerto de f-frío! ¿Es que tú no
t-tienes? S-se supone que eres un tipo del d-desierto, ya deberías estar
congelado.
—No soy ningún flojo como tú. Y sé lo que hay que hacer y lo que no
en estos casos. Sentarse no ayuda. Hay que moverse.
—Yo ya n-no puedo m-moverme más. Estoy cansado.
—Pues quédate quieto y morirás pronto.
—Pues sigue moviéndote y m-morirás tarde, pero morirás igual, y s-
solo.
La mandíbula de Aurel se agitaba con vida propia, los dientes le
bailaban los unos sobre los otros. Conay dejó de repente de dar patadas a
diestro y siniestro; supo que Aurel tenía toda la razón, que moverse sin
sentido no traía nada bueno. Tampoco se le ocurría nada que hacer para
salvarse, de modo que fue a sentarse junto a Aurel. Era fácil encontrar al
joven, como fuente que era de ruido de dientes chocando entre sí; a punto
estuvo de tropezar con él.
Conay no sabía qué decir. Era consciente que se habían quedado
atrapados por su culpa, por haber presionado aquella especie de baldosa del
suelo, aunque fuera sin querer. No le había dicho nada a Aurel, pero eso no
quitaba que se sintiera culpable por la suerte de ambos. De ese modo, el
bárbaro alargó una mano sobre el brazo de Aurel, que tiritaba y tenía la piel
helada como una piedra que nunca hubiera visto la luz del sol.
—Ven —le dijo—, ponte aquí.
Conay abrió las piernas y con un gesto obligó al joven a sentarse entre
ellas. Luego apretó las piernas y rodeó su pequeño cuerpo con unos brazos
gruesos y calientes. Entonces se dio cuenta de lo mal que estaba su
compañero, pues abrazarlo era como asirse a un bloque de hielo (algo
esponjoso). Por su parte, Aurel agradeció el contacto con un suspiro nacido
de las profundidades de su alma. Le pareció que el cuerpo de Conay hervía,
que le brindaba un calor capaz de devolverle la vida. No había ningún deseo
sexual por parte del joven, aquello era una simple cuestión de supervivencia o
de necesidad.
Conay asía el cuerpo de Aurel sobre su pecho con los brazos, apretaba
con sus piernas, hacía lo posible por darle calor. Aurel sentía sus músculos,
las firmes formas de su cuerpo, el calor que se expandía por su propio cuerpo
a partir de las zonas que estaban en contacto con las del otro. Era consciente
de que aquella agradable sensación solamente duraría un tiempo, que el
cuerpo de Conay terminaría por enfriarse tarde o temprano. De hecho, él
mismo contribuía a dicho enfriamiento, pues el calor de Conay se perdía en
un vano intento de calentarle y terminaría por desvanecerse sin remedio.
Al menos Aurel disfrutó de unos instantes de comodidad y se sintió
protegido. De repente, dejó de tiritar.
—¿De dónde eres? —le preguntó.
Nunca antes el joven había hallado el momento oportuno para
averiguarlo, pero a las puertas de la muerte sintió curiosidad por conocer a
aquel con quien iba a compartir sus últimos momentos.
—De Antra.
—¿Qué es eso? No lo había oído en la vida.
—Es uno de los reinos perdidos del desierto. Está en el norte.
El joven pensó en los cuentos que se escuchaban en el palacio sobre el
Continente Embrujado. Los reinos perdidos del desierto eran innumerables y
poco conocidos, todos ellos muy antiguos, la mayoría extintos u olvidados.
Los únicos reinos o ciudades-estado con renombre en el continente eran los
que se encontraban en las costas o en las grandes zonas boscosas del norte.
Aurel se dio cuenta de que no le importaba demasiado conocer más
detalles, pero siguió preguntando, pues le encantaba notar cómo la voz grave
y profunda de Conay resonaba en su espalda y la hacía vibrar como si se
tratara de una especie de ronroneo. Conay acariciaba los brazos de Aurel para
calentarlos mientras respondía.
—¿Y cómo fuiste a parar a Kiarham? Está muy lejos, en el suroeste.
—Cuando uno ha dejado atrás su hogar ya no le importa seguir huyendo
el resto de sus días. He vivido en muchos sitios y en ninguno me he sentido lo
bastante a gusto.
Huir del hogar. Eso es lo que Aurel había hecho… obligado, aunque
sospechaba que Conay tampoco abandonó el suyo por capricho.
—¿Tampoco en Kiarham?
—Sí... allí sí, se estaba bien. Tenía buen clima, buenas mujeres y buena
comida. Uno podía ganarse la vida sin tener que estar todo el día robando o
luchando.
—Pero...
—Pero qué.
—Digo que qué pasó. ¿Cómo acabaste en la cárcel?
—Eso me gustaría saber a mí. A tu gente no le gustan los extranjeros,
nos echan la culpa de todo lo malo que sucede allí. Eso es todo.
—Ya veo.
—Es lo mismo que aquí. A la gente del continente no le gustan los
extranjeros. Solo que tampoco le gusta la gente de aquí.
Aurel se sentía bien, quiso cerrar los ojos y dejar que la muerte viniera
por él, una muerte dulce en torno a los brazos protectores de un hombre que
le había salvado la vida, que se había preocupado por él. Pensó que al menos
había conseguido retrasar un poco el momento final, que ambos habían
podido vivir algunas (extrañas) aventuras desde que salieron de la repugnante
celda de Kiarham. Sin duda estarían muertos hace tiempo de haberse quedado
allí.
Conay no dejó que el otro se durmiera, era consciente de que hacerlo
equivalía a la rendición definitiva.
—Escucha, no te puedes dormir —le dijo. Su tono era amable y cálido,
quizá era lo más sincero que Aurel le había escuchado nunca—. Yo no sé
cómo salir de aquí, no sirvo para estas cosas. Puedo luchar, puedo correr,
puedo matar si hace falta, pero no me pidas que resuelva un enigma o que
encuentre algo que no esté a la vista.
—Cada uno tiene sus propios talentos.
—Eso es lo que digo, que eres un tipo listo. Haz algo, inténtalo al
menos.
—Ya lo he hecho. Creo que he estado horas toqueteando por todas
partes y no hay nada que hacer.
—Pues inténtalo otra vez, no tenemos nada que perder. Mientras nos
estemos moviendo seguiremos vivos. Si te quedas aquí sentado en nada
morirás congelado y luego me tocará el turno a mí.
Aurel era consciente de que su compañero tenía toda la razón, aunque
levantarse implicaba dejar de tocar su cálido cuerpo, dejar de sentir su ancha
respiración y la gravedad de su voz. El joven notó las manos de Conay
acariciar de nuevo su brazo, unas manos que ya no eran tan cálidas. Al
principio de abrazarse Conay le calentó, y mucho, pero ahora la situación se
estaba invirtiendo: era Aurel quien enfriaba al otro. Resignado, el joven tomó
la decisión de alzarse y de hacer un último intento por escapar.
Conay también se levantó. En vez de volver a tomarla con las pocas
piedras que había desperdigadas por el suelo comenzó a palpar las paredes en
un desesperado intento por ayudar. Eso sí, las maldiciones que salían de la
boca del bárbaro siguieron su curso, igual que antes.
Tras un nuevo y completo reconocimiento de la cámara subterránea,
Aurel concluyó que, si había algo que hacer, era a través de las estatuas
talladas en las paredes, ya que constituían el único elemento destacable del
lugar. Comenzó a tocarlas con más atención, se acercó a una y la estudió
usando el tacto de sus dedos, con el que recorrió cada parte de la pétrea
figura.
Se encontraba escrutando uno de las caras de piedra cuando recordó lo
sucedido con el monje 19, cómo le había escrutado las facciones, acto que
parecía constituir el máximo sacrilegio de su orden. Se preguntó si los monjes
llevaban máscara porque el dios Guon carecía de rostro o algo por el estilo;
daba la impresión de que si el dios al que veneraban no tenía cara entonces
ellos tampoco la podían tener.
El rostro de piedra era normal, con su nariz, unas pequeñas oquedades
para la boca y los ojos, y algo que simulaba un pelo rizado en la parte de
arriba. Abajo se encontraba el mentón, el cuello, el torso... En verdad aquellas
estatuas, que eran iguales entre sí, habían tomado como ejemplo a hombres
muy bien formados. Mientras recorría con la mano el pecho y el vientre supo
que en su vida había tocado algo que tuviera una forma más perfecta y más
humana, por mucho que la estatua fuera justo lo contrario.
Mientras descendía, descubrió el joven que las formas de piedra estaban
desnudas, que no había ropa que tapara sus partes nobles. También descubrió
que carecían de pene, pues en su lugar había un agujero, mas no uno normal
como pudiera serlo la oquedad de la boca sino uno provisto de partes
dentadas, como si se esperara que algo encajara allí. Más abajo colgaban un
par de testículos y luego las piernas, seguidas de los pies, también desnudos.
Aurel volvió a inspeccionar el agujero que había en la entrepierna de la
estatua. Si había algo en aquella cámara que pudiera hacerse, tenía que ver
con aquello.
De repente, Conay apareció con la respuesta. Había recogido una de las
piedras que pateaba y pensó que tenía una forma un tanto extraña. Buscó a
Aurel llamándolo. Ambos se acercaron mientras hablaban, pues la voz les
servía para guiarse en la oscuridad que les rodeaba. Aurel acabó chocando
con Conay, se topó de improviso con su firme torso. Luego el joven le puso
la mano en un costado para situarse; ahora que se encontraba un poco mejor
(espoleado por una posible respuesta al enigma), el mero contacto con el
bárbaro le puso los pelos de punta y le aceleró el corazón. Le hizo recordar
cuán seca tenía la boca.
Conay le pidió que revisara la pierda. Le cogió del brazo (pasara lo que
pasara, Conay siempre acababa por cogerle del brazo), localizó su mano, la
tomó y la guió hasta la otra mano de Conay, donde se hallaba la peculiar
piedra. Aurel la comenzó a tocar. Al percibirla cilíndrica y alargada, tardó
menos de un segundo en saber qué era exactamente. Avergonzado, la quitó
enseguida de la mano del otro (obviamente Aurel no tenía nada que ver con
la manufactura de aquel objeto, pero encontrarse ambos tan cerca tocando un
pene de piedra era demasiado para él). De ese modo, Aurel la tomó y se giró.
Recorrió el objeto con sus manos e identificó al momento el glande y la base
del pene. Era una polla de tamaño estándar, una polla en evidente estado de
erección.
—¿Crees que puede servir? —preguntó Conay—. Hay otras… piedras
como esa repartidas por ahí. Las he estado pateando todo el tiempo, pensaba
que eran simples rocas, pero son todas iguales. Tienen esa cosa extraña en un
extremo, que parece como hecha a propósito.
Aurel examinó la base del miembro en busca de la referencia indicada
por su compañero. El agujero estaba dentado, de un modo que se
complementaba con la oquedad de la entrepierna de las estatuas. Entonces se
acercó de nuevo al hombre de piedra que había estado tocando, polla (pétrea)
en mano, y trató de unir ambas partes de una misma cosa. Tras varios
intentos (dificultados por la ausencia de luz y por el retorno de la tiritera), el
pene encajó en el agujero con un sonoro clac. No obstante, sucedía algo
extraño. Una vez colocada, la polla se mostraba girada, con la parte larga del
glande mirando hacia abajo en vez de hacia arriba, y por más que el joven lo
intentaba no la podía colocar en la posición correcta. Tampoco podía
acoplarla de otro modo, pues el encaje entre ambas piezas del mismo puzzle
era único.
—¿Pasa algo? He escuchado un clac.
—No, nada, nada, estoy probando una cosa. Tráeme las otras piedras
que encuentres.
No se atrevía a hablarle de lo que hacía, no se imaginaba diciéndole que
le ayudara a colocar bien la polla de la estatua, aunque era evidente que
Conay había reconocido la forma de la piedra; él tenía una igual pero de
carne, una que sin duda había usado incontables veces. Aurel disipó la
tentación de recrearse en dicho pensamiento, tenía que concentrarse en el
problema. Como había dicho Conay el enigma era cosa suya, estaba en sus
manos (en su mente) salir de aquella situación.
La polla permanecía encajaba de la única forma posible, pero quedaba al
revés. Había que hacer algo al respecto, pero no quedaba ninguna oquedad en
la que acoplar otra cosa, no había nada que pulsar, nada que hacer, al menos
nada que fuera evidente.
Tras unos minutos dándole vueltas, trató de hallar el camino más simple.
Las pollas de las estatuas no estaban erectas porque sí, todo se hacía con una
razón de ser, por un motivo en concreto. La pregunta que cabía hacerse era
obvia: ¿qué se podía hacer con una polla erecta? Las respuestas eran pocas y
Aurel las conocía todas.
Lo primero que intentó fue agarrar la polla y masturbarla. Obró durante
un rato, pero pronto se dio cuenta de que no había forma de que ello iniciase
ningún tipo de proceso mecánico, pues era un movimiento muy superficial.
Lo segundo que probó fue un poco más delicado. Aprovechando que Conay
recogía piedras (pollas) a cierta distancia, se agachó y buscó la punta del pene
pétreo con la boca. Poco a poco se la metió en la boca. El miembro estaba
frío y seco. Aurel pensó que quizá reaccionaría de alguna forma al contacto
de la saliva, que la humedad podía accionar algún resorte oculto, o incluso
uno de origen mágico. Lo chupó varias veces, incluso escupió sobre él y
esparció la saliva con la mano, pero tampoco sucedió nada.
Lo último que se le ocurrió al joven fue que la polla interactuara al sentir
el calor de un cuerpo humano. De nuevo procuró localizar a Conay lo
bastante lejos de él. Se subió el faldón, se bajó el calzoncillo y encaró la polla
hacia su ano. Lo bueno es que ya estaba más o menos lubricada. Lo malo es
que volvía a tener un frío de muerte y aquel pene de piedra lo iba a helar por
dentro en cuanto se lo metiera por el culo.
Al principio fue bien, el glande era suave y redondeado, Aurel tenía
saliva para lubricarlo y lo cierto es que la polla en sí no era de gran tamaño.
Además las estatuas de piedra se hallaban a la altura adecuada, de modo que
no tuvo que hacer grandes peripecias para metérsela por el culo. Eso sí, la
estatua no podía agacharse, ni flexionar las rodillas, ni hacer la más mínima
adaptación, de modo que Aurel tuvo que ocuparse de todo. Se subió a un
pedestal que había a los pies de la estatua, uno que parecía muy conveniente
para aquel menester en concreto; eso le hizo pensar que iba por buen camino.
Agarró la polla de piedra y se la empezó a introducir.
En un primer momento se le hacía extraño sentir que el glande estaba
invertido, pero en cuanto apretó hacia atrás para meterse el resto de la polla
dicho incordio quedó en el olvido. Aurel retrocedió y retrocedió, despacio, al
tiempo que se abría el culo con ambas manos. Era como meterse un cilindro
de hielo, el cuerpo le tiritaba por completo. Los dientes le bailaban otra vez,
aunque tenía la boca muy cerrada para que Conay no escuchase ningún
gemido furtivo. No pudo evitar uno muy leve cuando el miembro petrificado
llegó a lo más hondo. Notó las nalgas contra la fría piedra que era el cuerpo
de la estatua y una espada de puro hielo en el interior de su cuerpo que le
helaba las entrañas. No obstante, también se producía la reacción contraria, la
polla estaba siendo calentada.
Aurel ignoraba cuánto tiempo podía durar aquello, si iba o no a
funcionar. Se sintió un poco estúpido al tiempo que agradeció infinitamente
que no hubiera fuentes de luz en la cámara para no ser visto en semejante
tesitura; no habría sido capaz de hacer algo así con Conay mirando.
De repente, sin que Aurel se moviera un solo ápice y con el cuerpo
temblando como una hoja, ocurrió algo. Fue un ruido pequeño, un
movimiento leve pero que el joven percibió de una forma muy clara: la polla
comenzó a girar sobre sí misma, a colocarse en la posición adecuada (esto es,
con la parte larga del glande mirando hacia arriba). Rotaba dentro mismo de
su culo y le causaba una sensación peculiar que el muchacho no supo
calificar como positiva o negativa. Luego escuchó un temblor y sintió que la
polla de piedra apretaba hacia dentro. Por un momento Aurel pensó que la
figura de piedra había tomado vida y que pretendía follarle de veras.
Asustado actuó y se quitó la polla de piedra del culo. Después, al escrutar de
nuevo la estatua, descubrió que simplemente se había movido desplazado
hacia adelante, como si hubiese salido de la pared que antes albergaba la
mitad de su cuerpo. Una vez fuera, seguía siendo una simple estatua incapaz
de moverse con libertad.
Aurel iba bien encaminado, el misterio se estaba resolviendo. La estatua
había salido de la pared, revelando que era una figura completa, no unas
partes talladas en la misma. Ignoraba lo que sucedería si hacía lo mismo con
todas, pero de momento era lo único que podían intentar; mejor dicho, que
podía intentar, pues no le pediría a Conay que hiciese algo así, sospechaba
que ni siquiera para salvar su vida el bárbaro se habría prestado a meterse una
polla de piedra por el culo.
Sin confesar lo que sucedía, Aurel pidió a su compañero que le diera las
otras piedras que había encontrado. Cuando le preguntó qué había sido aquel
ruido que se escuchó al fondo de la cámara, el otro contestó con un críptico
vamos por el buen camino. Conay no insistió para conocer una respuesta más
detallada, se desentendió del tema del mismo modo que había desistido de
comentar la auténtica forma de las piedras.
Aurel fue a por la segunda estatua. Colocó una de las pollas (era
indiferente cuál, pues todas coincidían en cualquiera de las oquedades
habilitadas), subió al pedestal y se la introdujo en el culo. La segunda estatua
emergió de la pared en cuanto hubo alojado su polla por completo unos
momentos. Después repitió el proceso en la tercera y la cuarta. La quinta fue
la que le costó más, ya casi no tenía saliva en la boca, y aunque su culo estaba
abierto el frío que sentía era aterrador, tanto que le impedía disfrutar de lo
que habría sido una experiencia... distinta.
En un principio Aurel intentó librarse de la ardua tarea de meterse un
quinto miembro. Trató de calentarlo por otros medios: mediante el aire de su
aliento o el (escaso) calor de sus manos. No sirvió. Al parecer la temperatura
necesaria para accionar los mecanismos ocultos tenía que provenir del
interior de un cuerpo... aunque Aurel se preguntó si el suyo todavía albergaba
algo de calor, pues no se lo parecía.
Animado al saber que era la última polla, Aurel la llenó de saliva y la
esparció por el miembro en toda su extensión, consciente de que no había de
quedar ni un pedazo fuera de su culo. Se colocó en posición, agarró el
miembro y lo encaró hacia su ano. Metió el invertido glande con facilidad y
el resto de la polla poco a poco. Mientras retrocedía maldijo la mente enferma
que había diseñado aquellos mecanismos. Pronto concluyó que cualquiera del
Continente Embrujado podría haberlo hecho pues todos allí parecían ser unos
chalados sin remedio.
Aurel se abrió el culo con las manos y siguió desplazándose hacia atrás,
mantuvo los ojos cerrados y la boca abierta y retrocedió hasta que la polla se
introdujo entera en el culo. Entonces, sin que él mismo lo esperara, dejó
escapar un gemido, uno que tuvo tiempo de reprimir antes de que resonara
por toda la cámara. Ignoraba si se estaba acostumbrando a la temperatura, o si
simplemente la excitación había ido en aumento y había calentado su cuerpo,
de la misma forma que la carrera tras la que llegaron a la cámara le permitió
ignorar el frío en los primeros momentos. El caso es que se dio cuenta de que
tenía la propia polla levantada y de que, más que calentar la polla de piedra,
le apetecía moverse en torno a ella. No lo hizo. No quiso correr el riesgo de
que algo saliera mal y diera al traste con lo que parecía la única esperanza de
salir del encierro. Se mantuvo inerte mientras el calor de su cuerpo se
transmitía a la piedra, mientras esta corregía su anómala posición y la última
estatua salía de las entrañas de la tierra, quedando tan libre como las otras
cuatro.
Entonces ocurrió: hubo un enorme temblor, un gran estruendo. Conay y
Aurel miraron esperanzados a la losa que se interponía entre ellos y la luz del
día, mas observaron que no se movía ni un ápice. Algo había sucedido, pero
distinto de lo que esperaban. Contrariado, enfadado por haber ejecutado aquel
engorroso proceso para nada, Aurel comenzó a deambular por la cámara. El
temblor había sido considerable, tenía que haber provocado consecuencias.
Le gritó a Conay que le ayudara a buscar.
—¿El qué?
—Lo que sea. Algo ha tenido que pasar. Creo que ha sonado más bien
por el centro de la cámara... ¡Au!
—¿Qué pasa?
La rodilla de Aurel había chocado con algo. Era un objeto en mitad de la
cámara que antes no estaba, de ello estaba seguro. Se dispuso a palparlo
enseguida.
—¡Eh! ¿Estás bien? —quiso saber Conay.
—Sí, sí, no hace falta que te acerques, todo va bien. He encontrado algo.
De nuevo era información a medias. De nuevo hubo voluntad de no
saber más allá de un cierto punto. No era para menos, pues aquello que Aurel
había hallado en el suelo era otro pene, pero mucho más grande y que parecía
nacer directamente de la tierra. Un estudio más concienzudo del terreno le
reveló pronto que no era así, al menos no exactamente. La nueva polla
pertenecía a otra estatua, una que había medio enterrada en el suelo, de la
misma forma que las otras estaban medio insertadas en las paredes. La
estatua había estado ahí todo el tiempo, habían caminado sobre su cara, sobre
sus brazos, sobre su pecho, y habían identificado todas esas partes como
meras irregularidades del terreno.
Aurel palpó la polla. Utilizó ambas manos para ello debido al grosor del
miembro, que estaba de acorde con el tamaño de la nueva estatua. El glande
era igualmente redondeado y pulido, a diferencia de las demás figuras estaba
bien colocado con respecto al resto del cuerpo. Cuando el joven trató de
comprobar cuán extenso era el miembro en conjunto tuvo que agacharse para
recorrerlo con las manos hasta abajo, pues era enorme. Era evidente que se
trataba del desafío final, el último obstáculo para (quizá) salir de allí. No
estaba seguro de ser capaz de introducir un miembro tan ingente en su
cuerpo, pero la alternativa a no intentarlo era resignarse a una muerte poco
agradable.
Tras respirar hondo un par de veces, Aurel dejó que la saliva que le
quedaba resbalara polla abajo. No se entretuvo mucho, la esparció arriba y
abajo unas pocas veces y se colocó sobre la punta del glande. Ya tenía el culo
abierto, solo era cuestión de concentración y paciencia. Seguía excitado, la
tenía levantada y eso ayudaba mucho, en parte a combatir el frío, en parte a
hacer de aquella experiencia algo mínimamente disfrutable, además de
necesario.
El glande entró bastante bien teniendo en cuenta el tamaño. El ano se
abrió sin esfuerzo sobre la redondeada punta, recubriéndolo con un hambre
que era evidente. Cuando lo introdujo entero dentro del culo, Aurel hubo de
hacer un gran esfuerzo de contención para no gemir. Sin embargo, no se
atrevió a intentar meterse el resto de la polla, que se le hacía demasiado
grande en aquel momento. Prefirió seguir abriendo su culo poco a poco, de
forma que sacó el glande hasta que quedó del todo fuera y luego se lo volvió
a meter por completo. Empezó a masturbarse mientras lo hacía, era
importante sentir aquello como algo deseable, o no iba a ser capaz de
engullirla en su totalidad.
Tras haberse follado el glande unas pocas veces consecutivas trató de
bajar un poco más, tanteó el terreno. Con la boca apretada y los ojos cerrados
hizo descender su cuerpo sobre la polla, centímetro a centímetro, hasta que
sintió que ya no le cabía más. Sin embargo, todavía quedaba mucho camino
por recorrer. Subió de nuevo hasta el borde del glande para volver a bajar al
mismo punto de antes, solo que cada vez que repetía el proceso trataba de
conseguir algún pedazo más de polla en su culo.
Conay permanecía en uno de los extremos de la cámara. Pese a los
intentos de discreción de Aurel, este emitía jadeos constantemente o respiraba
de una forma sospechosa, mas el bárbaro no dijo nada y procuró mantenerse
al margen.
Aurel tenía la percepción de que aquella última polla era muy distinta de
las demás, no solo por lo evidente del tamaño, también porque la percibía
como algo vivo. Las pollas de las estatuas de la pared eran meros pedazos de
roca bien diseñados, tenían el tacto de la piedra y la temperatura de la piedra.
La figura del suelo era distinta, su polla poseía una textura extrañamente
esponjosa para ser de roca e incluso le pareció que estaba caliente. Por
supuesto no era como follarse un miembro de carne, pero tampoco como si
realmente fuese de piedra.
Ello le facilitó las cosas a Aurel, le permitió olvidarse del insoportable
frío que tanto le había molestado durante su estancia en la cámara. Sentir un
miembro más o menos caliente en su interior le llenó de ánimo y le colmó de
fuerza. De hecho, se dio cuenta de que cuanto más bajaba, cuanta más polla
había en su culo, más caliente se mostraba esta, de modo que halló un nuevo
aliciente para continuar descendiendo sobre el extraño pene.
Cuando el joven hubo llegado hasta la mitad descubrió que no podía
tocarse más la propia polla sin riesgo de correrse (cosa que habría supuesto
un escaso aliciente para continuar). Repitió el mismo proceso una y otra vez:
se detenía, esperaba a que el ano se acostumbrara (pues la base de la polla era
más ancha), luego subía hasta el glande y volvía a bajar, despacio, intentando
llegar un poco más lejos a cada intento.
Un agónico rato más tarde, Aurel se hallaba próximo a completar su
objetivo. La polla de la estatua estaba ya tan caliente que había borrado por
completo todo rastro de frío en el cuerpo de Aurel, que se aferraba al
miembro con fervor. Se había adaptado hasta tal punto a su tamaño que ya
era capaz de subir hasta el glande y bajar casi por completo a través de un
amplio y calculado movimiento. Cuando al fin sus nalgas fueron capaces de
tocar el suelo (o el cuerpo de la figura, que venía a ser lo mismo), Aurel
estaba tan sumido en el éxtasis que no pudo evitar gemir. Aun a riesgo de dar
al traste con el necesario aspecto sexual de aquella experiencia, se masturbó.
Con la enorme y caliente polla metida en su interior, bastaron unos segundos
para que ya no hubiese marcha atrás. Cuando Aurel se dio cuenta de que
estaba llegando demasiado lejos y soltó su polla, la corrida ya estaba en
marcha. Se tapó la boca con una mano para no ser escuchado y se retorció
sobre la enorme polla pétrea mientras el semen acudía una y otra vez y se
derramaba en puntuales salvas sobre el torso del gigante de piedra.
Aurel sintió entonces que le molestaba tener el culo tan colmado,
además de que tuvo la sensación de que lo que tenía que ocurrir (fuese lo que
fuese), iba a pasar ya. Comenzó entonces a desprenderse poco a poco del
miembro de piedra.
En cuanto se hubo sentado a descansar en un lado, sucedió: hubo un
temblor, mucho más intenso y prolongado que los anteriores. Pese a no ver
nada, hay cosas que se perciben de un modo inexplicable a través de la
presión del aire, o en base a la forma como el sonido se extiende... el caso es
que Aurel supo que la estatua central no estaba ejecutando un simple
movimiento primario (hacia adelante o hacia arriba), sino que se levantaba
como lo habría hecho una persona normal y corriente, sirviéndose de
movimientos complejos: doblaba los brazos para apoyarse en el suelo y se
impulsaba con la fuerza de sus piernas. Pasados unos segundos de tensa
expectación, supo que el gigante se hallaba de pie frente a él, mirándole con
unos ojos que sí podían ver en la oscuridad.
Aurel pensó entonces que, si había de morir, era menos terrible un
severo golpe que sufrir hambre o frío extremo. No obstante, el ser comenzó a
caminar a través de la cámara en dirección a las escaleras. Sus pasos sonaron
pesados sobre la tierra. Se escuchó también el roce de su cabeza con el techo
y pequeños restos del mismo que caían debido a dicha fricción.
Segundos más tarde la luz volvió a inundar la cámara. Tras un primer
fogonazo que fue intenso (pues el sol irradiaba a placer en pleno día) y que
obligó a Aurel y Conay a cerrar los ojos, al fin lo vieron. En efecto era una
estatua de piedra, de unos tres metros de alto, mezcla de formas pulidas y
bordes agrestes. Lucía un aspecto humanoide, pues no solo tenía piernas y
brazos bien definidos, sino también una polla, que además seguía erecta,
estado que al parecer era habitual en la criatura.
El gigante abría con las manos desnudas la losa que había cubierto la
única entrada (o salida). No poseía ropa ni marcas, era piedra pura, naturaleza
salvaje. Tras abrirla salió al exterior, como si ya no tuviera interés en lo que
había sido su hogar durante incontable tiempo. Conay y Aurel también
salieron, en gran parte para terminar con el agobio del encierro (y con el
temor de que la puerta se cerrara de nuevo), pero también para contemplar a
la criatura. No todos los días se veía a uno de los antiguos dioses en acción,
un gigante dando pasos sobre la interminable arena en dirección a unos
asuntos tan desconocidos como lo eran sus motivaciones.
Detenidos junto al acceso del templo, ambos hombres lo admiraron
perplejos. Tenía el aspecto de un hombre, pero la ausencia de rasgos
definidos en su rostro lo delataba como a un dios, uno de aquellos tan viejos
que la gente se había olvidado de su nombre o de su poder. Tras su apariencia
calmada e imponente uno podía sentir que este no era poco y que los asuntos
de los hombres le tenían sin cuidado.
Aurel lo comparó con el dios Guon y sintió lástima. Un dios tan extraño,
del que ni siquiera se sabía a qué representaba, disponía del culto de una
ciudad entera, mientras que de aquella criatura majestuosa ni siquiera
conocían su nombre.
—En mi tierra también había uno parecido a este —dijo Conay con aire
nostálgico—. Es uno de los dioses olvidados.
—¿Dios de qué?
—De la tierra, supongo. Ha salido de la tierra y está hecho de piedra.
Aurel lo meditó. Trató de recordar las canciones de palacio que hablaban
de divinidades vetustas, pero ninguna mencionaba a una criatura semejante.
No obstante, recordó que a los dioses viejos rara vez se les atribuía una sola
cualidad, pues en las épocas en las que reinaban eran pocos y su papel en el
mundo tenía por fuerza que ser complejo. Estaba de acuerdo con Conay en
que era un dios de la tierra, pero ello no explicaba la importancia que en su
figura tenía el pene, un pene además en permanente estado de erección.
Nada en aquellas criaturas era casual. El pene gozaba de un significado
que sin duda lo relacionaba con otro de sus poderes u otra de sus
atribuciones. Aurel meditó en ello mientras el ser se alejaba y su figura se
tornaba más y más pequeña. El dios se había servido del pene para alzarse,
para salir del suelo... para nacer. Eso era un símbolo evidente. Aurel sabía
que en muchas culturas se asociaba la imagen del pene erecto con la
fertilidad. Pronto concluyó que aquel era el dios de la tierra y también de la
fertilidad, el padre de las cosas vivas que nacían de la tierra.
De pronto y sin mediar palabra, Aurel volvió a entrar dentro de la
cámara. Conay le miró perplejo.
—¡¿A dónde demonios vas?! Si la cámara se vuelve a cerrar no voy a
poder sacarte de ahí, te lo advierto.
—No se cerrará. Espérame fuera, ahora salgo.
Aurel bajó las escaleras. La luz del día penetraba en la cámara a través
de la abertura, de manera que, por primera vez, pudo ver cómo era con sus
propios ojos. Cuando el dios de la piedra había salido no se fijaron en nada
más, mantuvieron la vista clavada en su majestuoso cuerpo y en cómo (por
fin) apartaba la losa que les había mantenido encerrados. Ahora, Aurel se fijó
en cada detalle, guiado por su intuición. El hueco que el dios había dejado al
levantarse no estaba vacío, contenía plantas, unas que acababan de nacer y
que crecían aun mientras el joven las observaba.
Así pues, el suelo de la cámara era un recuadro gris que mostraba una
silueta humana repleta de verde, el lugar donde el dios había estado
durmiendo quién sabe durante cuánto tiempo. Aurel se acercó más. Algunas
de las plantas eran comestibles, poseían frutos que crecían delante de sus
narices. Y lo más importante, bajo las plantas había agua, una enorme
cantidad de agua fresca y perfectamente potable.
El joven mandó a Conay que le trajera algo para recoger el agua. Nada
tenían, pues no se habían preparado para iniciar el viaje, pero Conay se quitó
la falda y trató de hacer una improvisada cantimplora. No sirvió, aunque la
usaron para llenarla de frutos para el camino, que también era una forma de
disponer de agua. Acto seguido bebieron a manos llenas hasta saciarse y se
llevaron los frutos.
Ya fuera de la cámara, los dos viajeros notaron que el precioso líquido
no era corriente, que además de calmar su sed les había fortalecido el agotado
cuerpo y les ayudaba a recobrar su desaparecido ánimo.
05 El hombre alado

El sorpresivo regalo encontrado en la cámara del viejo dios fue toda una
ventaja para Conay y Aurel. No necesitaron regresar a Fostea para hacerse
con el agua y el sustento que requerían, pudieron emprender el largo camino
por el desierto de inmediato. A ninguno de los dos les apetecía volver,
sospechaban que no iban a ser bien recibidos, que las noticias acerca del oro
que portaban se habrían extendido a cada rincón de la ciudad.
El oro, ese era el lastre con el que debían cargar. Al cabo de pocas horas
se les hizo tan pesado como el plomo y tan molesto como el sol implacable
que caía sobre sus cabezas. Aurel se había quitado la ropa que le regalara
Durab y la usaba para procurarse algo de sombra, aunque el calor atravesaba
la tela con la promesa de derretir su casi desnudo cuerpo. Conay no tenía
mucha ropa con la que cubrirse, se servía de la falda que había llenado de
frutos, que también llevaba sobre la cabeza.
Los frutos recogidos en la cámara les duraron poco. No podían
conservarse mucho tiempo en aquellas condiciones de modo que los
comieron (con más sed que hambre) antes de que se pudrieran.
Momentáneamente satisfecho, Aurel miró a Conay con preocupación.
Acababan de quedarse sin nada, que era justo lo que había en todas
direcciones. Ni siquiera la idea de volver a Fostea era ya factible, pues
quedaba muy atrás.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó, convencido de que aquel
hombre tenía una respuesta que darle.
—Solo será un día de camino. Si ahorras energía y no te quejas mucho,
mañana habremos llegado.
—¿A dónde, si se puede saber?
—Primero allí —dijo, señalando la única cosa distinta de las eternas
dunas de arena. Se trataba de una sombra lejana, una sucesión de picos
verticales en extremo—. En aquellas montañas encontraremos agua y
sombra. Se llaman Colmillos de Serpiente.
—Un nombre muy alentador.
Aunque Aurel tuvo que reconocer que acertado. Eran montañas altas y
estrechas: dos principales y casi idénticas que realmente parecían colmillos y
otras accesorias que las rodeaban, más pequeñas.
—No hay serpientes allí, si eso te asusta. Ojalá las hubiera porque al
menos tendríamos algo que echarnos a la boca.
—¿No hay animales?
Conay negó con la cabeza. Procuraba no hablar demasiado, tenía
experiencia con los trayectos en el desierto y sabía que la charla cansaba más
de lo necesario. No había abierto la boca desde que salieron de las ruinas
salvo para sugerir la toma de los frutos.
—Solo hay agua y sombra. Cualquier otra cosa que repte por el desierto
a buen seguro que los hombres-pájaro lo habrán cazado ya.
Aurel no supo si preguntar.
—Los hombres-pájaro...
—Viven en esas mismas montañas. Sobrevuelan el desierto y se comen
todo lo que encuentran sobre las dunas, como si fueran águilas o algo así.
—Estupendo. Me encanta la vida en el continente. ¿Y después de las
montañas, qué? Porque imagino que tendremos que comer algún día.
Conay bufó, no estaba de humor para la retórica del joven.
—Después estaremos a un día de camino de Garea. No es la ciudad
donde quería llevarte en un principio, pero es la única a la que se puede llegar
a pie desde la costa. Allí intentaremos comprar un carruaje, o caballos al
menos.
Fue todo cuanto el bárbaro dijo aquel día y más de lo que Aurel hubiera
deseado escuchar. No podía achacarle nada al joven, el destino que este había
escogido para él era idéntico al que tenía para sí mismo. Pero el hambre y la
sed son malas compañeras de viaje y uno tiende a buscar conflictos ante el
menor pretexto. Por eso Conay se mantenía callado y por eso Aurel se dio
cuenta de que esa era la mejor de las decisiones. No por ello le ignoró, ni
mucho menos. Si bien su boca se mantuvo cerrada, sus ojos permanecieron
bien abiertos, en especial porque Conay ya no portaba la falda que hasta
entonces había mantenido su calzón (más o menos) oculto. Durante
kilómetros Aurel no hizo otra cosa salvo caminar y caminar como poseído
por las nalgas de aquel hombre, que procuraba siempre mantener frente a sus
ojos. El joven no se cansaba de observar cómo estas se plegaban y se
desplegaban, de imaginarlas desnudas, de fabular cómo sería tenerlas a su
alcance...
Conay no se dio cuenta de hasta qué punto en otro le observaba, se
limitó a procurar que avanzara a buen ritmo y sin permitirle descanso alguno.
Pasar la noche al raso era lo peor que les podía pasar, suponía una
amenaza mucho más inmediata y temible que la falta de sustento, ya que las
bajas temperaturas al raso dejaban en ridículo a las de la cámara del dios de
piedra. Por ese motivo era vital que llegasen a las cercanías de las montañas
puntiagudas, donde Conay esperaba encontrar un refugio adecuado, un rincón
abrigado por rocas que hubiesen acumulado el intenso calor del día y lo
conservasen (en parte) durante la noche.
En efecto, tras una dura caminata hallaron rocas desperdigadas aquí y
allá, cada vez más numerosas y cada vez más grandes, en ocasiones
agolpadas las unas encima de las otras. Conay estudiaba las posibilidades de
cada rincón como posible refugio, se internaba debajo de las rocas y
calculaba la temperatura de las mismas colocando una mano sobre estas. Los
descartó todos. El sol se estaba poniendo y la muerte por congelación
comenzaba a ser una amenaza tan real como próxima.
Se hallaba Conay inspeccionando uno de los últimos rincones
encontrados cuando lanzó una advertencia a su compañero:
—No te alejes mucho —avisó—. Estamos cerca de los nidos de los
hombres-pájaro, mientras te mantengas cerca de una roca no te...
Un ruido ahogó sus palabras, el que harían unas alas batiéndose en
retirada. Conay emergió del oscuro rincón propiciado por tres grandes rocas
cuando vio dos alas alzando con esfuerzo a su compañero. Ascendían ambos
cuerpos con rapidez, el cazador y el cazado. Conay agarró el mango de la
espada y sopesó el riesgo de lanzarla, pero las posibilidades de darle a Aurel
eran altas. Al cabo de pocos segundos ya estaba lejos para evitar que el
hombre-pájaro se lo llevara.
Aurel no había tenido tiempo de reaccionar. Para cuando se dio cuenta
de que algo le había apresado ya era tarde. Notó unos brazos rodeando su
torso, así como el vigor imponente de dos ingentes alas batiendo el aire a su
alrededor. Estas obraban con fuerza, se movían pesadas hacia abajo y rápidas
hacia arriba, pues era grande el peso que tenían que cargar. Al instante
siguiente Aurel estaba tan alto que ya no se atrevía a intentar nada contra su
captor, pues la caída lo habría matado, o dejado tan atontado que el ser le
capturaría de nuevo con escaso empeño.
Aurel observó los brazos que rodeaban su torso, que parecían humanos
salvo por el color rojizo de la piel. Resignado miró hacia arriba. El hombre-
pájaro era exactamente como lo había imaginado y al mismo tiempo no lo
era. Al escuchar a Conay hablar de ellos había imaginado a un hombre de piel
blanca y cabello rubio (en clara alusión a los ángeles), equipado con unas
enromes alas de blanco plumaje. En efecto, el hombre-pájaro real se
asemejaba a un ser humano con alas, pero su aspecto distaba muy mucho de
ser angelical. Para empezar su piel era roja en todas las partes de su cuerpo,
que permanecían a la vista a excepción de la entrepierna, tapada con un
rudimentario calzón; ello era una vaga señal de civilización que pensó le
resultaría beneficiosa, pues quizá se podía razonar con aquellas criaturas. El
segundo elemento que le llamó la atención fue las alas, pues eran muy
parecidas a las de un murciélago. Calculó que desplegadas alcanzaban los
cuatro metros. Cargaban con el escuálido cuerpo del ser sin problemas,
aunque se las veía forzadas al sostener el peso de los dos.
El tercer elemento destacable le heló la sangre en las venas a Aurel. Este
lo advirtió cuando el hombre-pájaro bajó la vista para observar su botín. El
joven se encontró entonces con un rostro del todo humano de no ser por unos
grandes ojos rasgados y amarillos que casi brillaban en la noche venidera.
El vuelo les llevó a la parte alta de las montañas, como era de esperar.
Aurel fue incapaz de mirar hacia ninguna parte: si lo hacía hacia abajo sufría
vértigo, de frente veía la amenazadora montaña cernirse sobre él, y arriba
hallaba un ser que no le resultaba particularmente agradable a la vista. No
obstante, cerrar los ojos le era inconcebible, pues tenía que saber dónde lo
metía, qué hacía con él, y si había alguna (remota) posibilidad de escapar.
Durante un instante aterrador Aurel vio que el hombre-pájaro no
frenaba, que se echaba sobre la falda de la montaña sin el menor reparo. Alzó
los brazos para cubrirse la cara, un gesto tan absurdo como difícil de evitar.
Temió que el cazador lo lanzara contra la roca para matarlo y después
comérselo. Al momento siguiente el joven se encontró dentro de una oquedad
similar a una cueva y sobre una superficie más o menos acolchada. Miró
hacia fuera y vio el cielo a través de un agujero circular (del diámetro de una
persona media) situado en un costado, el resto del lugar era simple pared de
roca.
El hombre-pájaro se hallaba a poca distancia, ya que el lugar no permitía
otra cosa. Permanecía a la espera de la reacción de Aurel, lo observaba sin
hacer nada. Se sostenía sobre las dos piernas, aunque un poco encorvado
debido a las alas, que pese a estar plegadas se mostraban voluminosas.
Mantenía los brazos flexionados, tan expectantes como sus relucientes ojos.
Aurel aprovechó la inacción para analizar mejor a su captor. En verdad
las alas y los ojos eran lo único no humano que se percibía a simple vista,
aunque una mirada más concienzuda le mostró que los dedos no poseían uñas
sino que terminaban en afiladas puntas de carne endurecida. Era escuálido,
cosa esperable en alguien que volaba con regularidad. El tamaño de los ojos
era el habitual en cualquier persona, pero daban la impresión de ser enormes
debido a la pequeñez del resto de las facciones del rostro. Mostraba una
especie de cresta que se perdía en la nuca, pero no supo reconocer si estaba
hecha de pelo o de plumas diminutas.
Aurel no comprendía por qué el otro se mantenía a la espera, sin duda no
lo había subido hasta allí para observarle, cosa que podía haber hecho en el
propio desierto. No creía que fuese a comerle. Por lo poco que le había
contado Conay acerca de los hombres-pájaro, estos se alimentaban de
pequeños animales del desierto. En todo caso su boca era demasiado pequeña
para intentar comerse a una persona viva, lo cual fue todo un consuelo para
Aurel. Si las cosas se ponían feas, al joven siempre le quedaba la opción de
saltar, que era un modo más rápido de terminar con su vida.
Aurel escrutó la cueva en busca de información adicional. Hallar una
calavera humana habría sido muy revelador pero no encontró más que
pequeños huesos ya muy viejos, con toda probabilidad procedentes de los
pequeños animales que cazaba. El suelo, o lo que fuera, estaba formado por
multitud de cosas, entre las que abundaban plumas y ramas... ¡ramas de
árboles! Aurel sospechó que quizá aquellos seres podían volar más lejos de lo
que había imaginado en un principio, pues se le antojaba que cualquier
bosque quedaría muy lejos de aquel paraje árido y eterno.
En general el lugar se encontraba bastante limpio, no había restos de
comida o excrementos; Aurel concluyó que los primeros debían ir a parar al
cubo de basura más grande que había visto nunca, uno donde los desperdicios
se perdían entre incontables granos de arena. Imaginó que los excrementos
los liberaba mientras volaba, como hacía cualquier criatura que fuese capaz
de hacerlo.
Ambos se observaron de arriba abajo durante minutos. Cuando Aurel
decidió asomarse al agujero y mirar hacia abajo supo que no iba a tener nada
mejor que hacer, al menos hasta que su anfitrión quisiera. La pared vertical
que llegaba hasta el lejano suelo era lisa por completo. El hombre-pájaro no
se inmutó al verle tan próximo al precipicio, sabía que aun si se tiraba tenía
tiempo de pensárselo un poco, saltar y alcanzarle antes de que tocara el suelo.
Pero Aurel no saltó, claro. Se sentó y siguió mirando a su captor, que poco a
poco empezó a acercarse.
De repente, el extraño dio los dos o tres pasos que le separaban de
Aurel. Este se acobardó, se echó para atrás sin tiempo para levantarse, pues
seguía sentado. Se desplazó hacia atrás sirviéndose de brazos y piernas, pero
siempre boca arriba a fin de no perder detalle de lo que hacía el otro.
Lo que ocurrió entonces Aurel no lo pudo creer. El ser se quedó de pie
sobre él y miró hacia abajo, hacia sus piernas, justo en mitad de estas. Alargó
una de sus manos al interior de la falda hasta agarrar la ropa interior del
joven. Entonces la estiró hacia arriba y dejó desnudos su sexo y su culo.
Aurel buscó en primer lugar los ojos del ser, en los que no vio nada distinto a
lo que había visto hasta el momento. En su roja entrepierna, en cambio, se
adivinaba un bulto más que sospechoso.
Aurel quedó perplejo. Toda su vida había sufrido los prejuicios de la
gente, ya que eran muchos quienes le odiaban por culpa de las orgías que se
celebraban en palacio, quienes le miraban con los ojos entrecerrados y la
boca en permanente susurro condenatorio. Y allí estaba, en un continente
donde personas, dioses e incluso animales (o lo que aquello fuera) vivían
dedicados por entero al sexo sin que nada ni nadie los señalara con el dedo.
El ser se quitó la poca ropa que llevaba, que no era más que un simple
faldón rudimentario y verdoso, hecho de piel animal. Al momento quedó
libre un pene perfectamente humano de no ser porque era de un color tan rojo
como el resto de su cuerpo. El motivo del secuestro era ahora evidente. Quizá
(sólo quizá) Aurel no habría de temer por su vida.
El hombre-pájaro se movió con rapidez. Agarró los tobillos de Aurel y
los alzó, con lo que la falda del joven se deslizó hacia abajo para dejar de ser
un obstáculo. Entonces avanzó dejando que su polla se colocara con
habilidad en el lugar adecuado, justo sobre el ano del muchacho. Al mismo
tiempo situó las manos junto al torso del joven y dejó que las piernas de este
reposaran sobre sus hombros.
Todo estaba dispuesto. Todavía sin salir de su perplejidad Aurel clavó
los ojos en los del otro, ahora mucho más próximos. No supo ver en ellos ni
bondad ni maldad, solo simple instinto. Sintió cómo su polla le penetraba,
lenta pero eficaz. No era un pene muy largo ni muy grueso (a pesar de
pertenecer a un ser extraño quizá era la polla más normal y corriente que
penetrara el culo del joven en los últimos tiempos). Entró rápida y sin
problemas. No estuvo mucho tiempo dentro, el hombre-pájaro la sacó y la
volvió a meter de nuevo, pues comenzó a follar sin más esperas.
Los actos de la criatura no estaban guiados por el salvajismo, el ser
obraba de una forma controlada y calculaba los movimientos. Su rostro, lejos
de ser la expresión de un placer incontrolable, permanecía pendiente de los
gestos de Aurel, como si temiera lastimarle más de lo necesario. El joven no
dio muestras de placer ni tampoco de sentirse incómodo. No se atrevía, a
pesar de la aparente inocencia del desahogo del hombre-pájaro nada le
aseguraba que tras haberse corrido en su culo no lo tiraría por el precipicio.
Aurel tuvo que sobrellevar ese miedo durante el tiempo que duró el
coito. La incertidumbre le impidió disfrutar lo más mínimo, aunque la
ausencia de expresión o de muestras de placer del hombre-pájaro tampoco
ayudaba. Aurel no llegó a tocarle en ningún momento, se quedó petrificado
mientras el otro le daba por el culo con mecánica precisión, hasta que, sin
previo indicio, hincó la polla hasta el fondo y la dejó clavada. Empezó
entonces a agitarse lentamente y a soltar chorros de semen en el interior del
desprevenido joven.
Había llegado el momento de la verdad, el de saber si le lanzaría por la
abertura del nido o si le devolvería junto a Conay. Lo cierto es que no ocurrió
ni una cosa ni la otra, simplemente le dejó allí. El hombre-pájaro se alejó de
nuevo con la polla todavía goteando, se colocó la ropa y, tras observar a
Aurel durante un largo momento, salió volando a través del único punto de
entrada/salida.
La noche ya se había cerrado sobre el desierto cuando la criatura alada
regresó. Portaba un lagarto de más de dos palmos en la mano, ya muerto; por
la sangre que lucía en las puntas de sus dedos era evidente que lo acababa de
cazar. Sirviéndose de una fuerza que no daba la impresión de tener, el
hombre-pájaro estiró el reptil desde ambos extremos hasta partirlo en dos.
Comenzó a dar mordiscos a la parte abierta de la mitad que se había
atribuido, mientras que la otra se la ofreció a Aurel. El joven miró el medio
cadáver del lagarto con gesto contrariado; tenía más hambre que en toda su
vida, pero no la suficiente como para comerse un animal crudo, y menos aún
uno con tan mal aspecto.
Viendo la reacción de Aurel, el otro dejó lo que le había ofrecido en
mitad del nido, por si no se atrevía a cogerlo por no acercarse. Siguió
comiendo mientras comprobaba que daba lo mismo, que su invitado no
aceptaría el regalo pasara lo que pasara.
Fue entonces cuando sucedió otra cosa increíble. Una vez el hombre-
pájaro hubo terminado su parte se acercó a la otra mitad del lagarto y la puso
entre las dos palmas de sus manos. Pasaron unos momentos sin que sucediera
nada, hasta que de repente la cresta se le erizó en la cabeza y las manos le
brillaron tanto que Aurel se tuvo que apartar. Poco más tarde, cuando el joven
volvió a abrir los ojos y recuperó la visión, el medio lagarto humeaba como si
hubiera estado al fuego durante largos minutos, cuando no habían pasado más
que segundos. El hombre-pájaro lo dejó en el suelo de nuevo.
Aquellos seres eran más que salvajes con alas y más que animales con
ropas. No eran dioses, pues Conay había hablado de ellos en plural (y si algo
tienen los dioses es que son únicos e irrepetibles), pero sin duda se acercaban
más a los estos que los simples humanos.
Aurel no pudo resistir la tentación de comerse el pedazo de lagarto
cocinado. De hecho lo devoró, por mucho que tuviera un sabor lamentable,
que era entre asqueroso y quemado (al menos la parte abrasada hacía que no
fuera completa e irremediablemente repugnante). El otro debió quedarse
satisfecho de que Aurel aceptase su regalo, aunque al joven le fue difícil
deducirlo por causa de su total carencia de expresión. El ser comenzó a
remolonear por el nido como buscando la posición más cómoda, igual que un
gato dando vueltas antes de echarse una larga siesta. Se estiró y se quedó
mirando a su invitado, que trató de imitarle en todo lo que hacía. Si había
llegado el momento de ir a dormir, había que dormir.
Cada uno permanecía en un lado del nido pero encarados. El hombre-
pájaro vigilaba a Aurel para ver si se dormía, mientras que el otro tenía
curiosidad por saber a dónde le llevaría aquella situación. Estaba en manos
del extraño, dependía de él para volver a la civilización, cosa que tenía que
ocurrir tarde o temprano. Dónde lo dejaría cuando decidiera liberarlo era un
misterio. En todo caso el joven tenía muy claro que no volvería a ver a
Conay, estaba convencido de que el bárbaro seguiría su camino. Aun
suponiendo que tuviera la capacidad de rescatarle, no tenía por qué hacerlo,
pues poseía el oro y sabía bien a dónde ir.
Pasado un rato, al ver que Aurel no se dormía, el hombre-pájaro se
levantó. Se acercó al joven y lo colocó en la misma posición de antes. Se
movió con lentitud pero con decisión, abrió las piernas de Aurel, colocó el
miembro viril y se lo introdujo de nuevo.
A diferencia de antes, Aurel respondió con un gemido, uno auténtico; no
pudo evitarlo, pues la polla entrándole con aquella facilidad le resultó
irresistible. Sin embargo, le incomodaba contemplar aquellos ojos extraños
tan cerca y tan pendientes de él, de modo que miró hacia el agujero que
mostraba el cielo, donde las estrellas y la luna brillaban con fuerza.
Aquella imagen trasladó a Aurel a otros tiempos, le sumió en el pasado.
Se vio de nuevo en el palacio de Kiarham, observando aquel mismo cielo
igualmente estrellado. También permanecía estirado boca arriba y con una
polla metida en el culo. Era la polla de Norren, su añorado Norren... un
soldado de metro ochenta de estatura, ojos castaños y cabello oscuro, corto y
rizado. No es que estuvieran enamorados pero yacían siempre que tenían
ocasión. Norren formaba parte de la guardia personal del príncipe y veía a
Aurel constantemente, pero no podían encontrarse a menudo, pues el príncipe
prohibía de manera explícita que sus trabajadores mantuvieran uniones
estables.
Pese a que se habían sentido atraídos desde el momento en que se vieron
siempre tenían que esperar a que se celebrara alguna orgía para follar con
tranquilidad. Ambos simulaban participar al principio, tonteaban y
toqueteaban, pero no dejaban de vigilarse mutuamente. Rechazaban cualquier
contacto casual y, cuando todos los demás estaban enfrascados en el placer
conjunto, ellos dos buscaban un rincón apartado para disfrutar el uno del otro
en soledad. Ocurrió así desde el día en que se vieron por primera vez.
No obstante, la pasión del principio fue tan intensa que durante una
época ignoraron las normas del príncipe y se vieron a escondidas. Aurel era
incapaz de verle andar por los pasillos sin más, con aquel uniforme que lo
hacía tan irresistible: botas altas, un peto metálico que le cubría el torso, un
casco igualmente metálico, un grueso cinturón del que colgaba la espada, y
debajo un simple calzón, ajustado y pequeño, que precedía unas piernas
gruesas y desnudas. El calzón escondía poco, mostraba a la perfección la
forma de las nalgas, mientras que la parte de delante consistía en un paquete
generoso y redondeado que tampoco invitaba a la imaginación. Norren se
ocultaba a menudo para que Aurel se lo tocara hasta que se le pusiera la polla
dura, cosa que ocurría con facilidad. Entonces Aurel se la comía con
auténtica devoción, degustaba los sordos gemidos del soldado y tocaba sin
cesar sus firmes piernas hasta que Norren se derramaba por completo en la
boca.
Aquella noche, la que Aurel recordaba, los grupos de teatro y música
habían organizado una orgía. Ello no sucedía a menudo (eran demasiado
intensas, demasiado concurridas), pero las pocas veces que tenían lugar se
extendían durante toda la noche, cosa que permitía a los furtivos amantes
permanecer juntos durante muchas horas, o incluso hasta el amanecer. En
aquella ocasión tuvieron la suerte de hallar un dormitorio libre cerca del
escenario de la festividad, uno que osaron ocupar y mantener cerrado con
llave. Follaron con una pasión desmedida hasta que se corrieron, Norren
dentro del culo de Aurel, este sobre su propio torso.
Mientras disfrutaba de aquel momento de placer y comunión, Aurel se
giró hacia la ventana, en la que el cielo y la luna brillaban con intensidad.
Norren no había sacado la polla de su culo por razones que ambos conocían
bien: todavía quedaba mucho por hacer. El fornido soldado simuló
disgustarse frente a un supuesto desinterés por parte de Aurel, cogió al joven
por la barbilla para encarar su rostro hacia el propio y le habló en tono
burlesco.
—¿Qué te pasa? ¿Ya has tenido bastante polla por hoy?
Norren sonreía, pero sus dedos asían con fuerza. Era una de las cosas
que tenía, que en ocasiones se mostraba autoritario en exceso, pero en verdad
a Aurel le gustaba que fuera así.
El soldado obligó a Aurel a abrir la boca y entonces sacó una lengua
gruesa y rosada, bien cargada de saliva. Dejó que esta se deslizara despacio
hacia la boca del joven. Esa era otra cosa que complacía al hombre: jugar con
la saliva y con el semen, fuera suyo o del propio Aurel. De hecho, atrapó todo
el esperma que Aurel había vertido sobre sí mismo con los dedos y lo lamió a
conciencia para combinarlo con su saliva. Después abrió de nuevo la boca de
Aurel y dejó caer la espesa y blancuzca mezcla.
Mientras tanto la polla seguía metida en el culo, inerte pero tan sólida
como lo estaba en el mismo momento que Aurel la sacara del calzón de
Norren, con las venas bien marcadas en el grueso cuerpo cilíndrico.
Mientras la mezcla seguía descendiendo Norren comenzó a mover la
cintura con levedad. Para Aurel aquel sencillo movimiento fue un terremoto,
la polla se le estremeció y su mente se sumergió de manera instantánea en la
marea de pasión que justo acababan de abandonar. El joven alargó una mano
hasta la nuca de Norren para atraer su lengua y su boca. Ambos se besaron
con frenesí y al cabo de unos segundos el vaivén de la cintura del soldado se
incrementó. Los jadeos de los amantes resonaran en el espacio único que
formaban sus bocas.
Norren se detuvo en seco. Disponían de toda la noche por delante, no
pretendía correrse otra vez así como así. Se irguió (con cuidado de mantener
el miembro bien alojado en el cuerpo del muchacho) y cogió uno de los pies
de Aurel. Comenzó a lamerlo, pasó la lengua entre los dedos y después le
chupó el dedo gordo como si de una polla se tratara. Al joven no le
entusiasmaba que le hiciera eso, pero en cambio disfrutaba al verlo tan
erguido, pues la visión del cuerpo del soldado le era irresistible: la boca
abierta, los ojos colmados de lascivia, la lengua obrando, las grandes manos
agarrándole el pie, los gruesos brazos, el torso definido, lleno de pelos cortos
y bien distribuidos, el vientre cuadriculado, el oscuro camino que descendía
en ordenada hilera hasta el vello púbico, antesala de una polla que tenía
metida dentro...
Pasado un rato de lametones, Norren puso sus fuertes brazos a lado y
lado de la cabeza del joven rubio. Se quedó mirándole con fijeza, contándole
con un silencio y una media sonrisa que estaba a punto de darle por el culo a
toda pastilla. Empezó a mover la cintura otra vez, despacio al principio. Aurel
se agarró a los brazos del soldado, tensos y apretados, pero este ansiaba las
manos del joven en otra parte, de modo que se sostuvo momentáneamente
con un solo brazo y se sirvió del otro para guiar una de dichas manos hacia su
trasero.
—Agárrate bien a mi culo —mandó. Siempre daba órdenes, mas eran
cosas que a Aurel le excitaban sobremanera.
El joven obedeció y puso ambas manos sobre el trasero del soldado, de
momento en lento movimiento. Lo acarició y lo apretó, pero pronto hubo de
agarrarse, tal y como el otro había vaticinado, pues comenzó a follarle con
una profundidad y un empuje vertiginosos. La cama comenzó a crepitar,
rivalizando en regularidad y volumen con el sonido de los cuerpos al chocar.
Aurel gimió sin parar; no había razones para evitarlo, al otro lado de la puerta
los gemidos se mezclaban con los ecos de un roce disperso y continuado, se
escuchaba a los grupos de música y de teatro follarse sin descanso y correrse
hasta la extenuación.
Norren comenzó a respirar de una forma muy intensa, el aire sonaba
intenso al entrar por su boca, muy abierta, bajo unos ojos adornados por unas
cejas apretadas. Siguió subiendo el ritmo hasta el punto en que un intenso
gemido se le escapó, cosa que fue señal inequívoca de una nueva
eyaculación. Pero cuando Aurel fue a masturbarse con la intención de
correrse en el mismo momento que su amante, Norren volvió a cogerle la
mano para ponerla en su culo; le encantaba que se lo apretara, que lo usara
para empujar la polla bien adentro.
Después usó esa misma mano para agarrar de nuevo la barbilla de Aurel.
—Abre la boca —le mandó—. Saca la lengua —especificó.
Norren escupió varias veces, una sobre la lengua, otras dos en el interior
de la boca. Luego le metió dos dedos por la misma y cuando Aurel la cerró en
torno a estos, el soldado empezó a meterlos y sacarlos como si le follara la
boca. Los jadeos quedaron entonces encerrados en el cuerpo de Aurel, pues la
cintura del soldado no se había detenido y obraba con la misma potencia.
Norren sacó los dedos de la boca de Aurel para meterlos en la suya propia,
los colmó de saliva previo paso a volver a follarle la boca con ellos. Luego
comenzó a acumular saliva para una nueva sesión de escupitajos, cosa que
Aurel comprendió a tiempo para abrir bien la boca.
Ya no había marcha atrás, estaban ambos demasiado excitados para un
nuevo receso o una posible ralentización. Norren plantó con fuerza las dos
manos sobre la cama y le dio por el culo con todas sus fuerzas. Los gemidos
de ambos parecieron entonces gritos y Aurel llevó una de sus manos a la
polla. Durante un gemido largo y atronador Norren volvió a derramar su
esperma en el cuerpo del joven.
Aurel se corrió también. Durante algunos minutos recuperaron el
aliento, y luego se besaron en las contadas ocasiones en las que la respiración
no era lo bastante urgente para impedirlo. Norren sacó la polla y se tendió
junto a Aurel. Aquella noche durmieron juntos con la brisa de la noche
atendiendo el calor de sus cuerpos, que permanecían unidos a través de las
manos...

El hombre-pájaro seguía a lo suyo, con el mismo ritmo, con el mismo


aparente desinterés. Para él follar era como comer o dormir, un acto mecánico
desprovisto del infinito frenesí que Aurel acababa de rememorar. Aquella
vieja pasión había excitado tremendamente al joven, cuyo miembro se
hallaba a punto de reventar y liberaba algunas gotas de pura lascivia.
Despacio, con suma cautela, Aurel llevó una mano hacia la polla. Atento
a la expresión del hombre-pájaro se masturbó muy despacio mientras el otro
le seguía follando. No supo si se había enterado o si le daba igual, se la siguió
metiendo sin el menor cambio en su expresión o en sus movimientos. El caso
es que Aurel miró hacia un lado, cerró los ojos y siguió a lo suyo mientras
sentía la polla del ser moverse en su interior.
Imbuido por los recuerdos de Norren, Aurel asoció aquella follada con
las de su pasado, hasta el punto en que terminó abriendo sus piernas al
máximo y liberando leves jadeos. Se masturbó cada vez con mayor libertad
consciente de que al otro le daba igual o que quizá incluso le gustara. Al
final, cuando notó que el hombre-pájaro eyaculaba, obtuvo el aliciente que
necesitaba para terminar, se la peló con mayor intensidad y abrió los ojos
para ver su propio semen caer sobre pecho y abdomen.
El hombre-pájaro se retiró. Se hizo un ovillo sobre la amalgama de cosas
más o menos esponjosas que conformaban el nido hasta que su cuerpo quedó
encajado y resguardado. Aurel le imitó al otro lado de la cueva; era el único
modo de soportar el frío de la noche del desierto.
Tumbado a la espera de que el sueño acudiera, Aurel pensó de nuevo en
Norren. Se preguntó qué habría sido de él tras el ascenso de la princesa Jakia
al trono. La corte del príncipe Koje había sido desmantelada, pero a este no se
le había hecho nada, seguía siendo el hermano de la nueva reina. Por lo que
Aurel sabía, el único encarcelado había sido él mismo, quizá por ser uno de
los sirvientes predilectos de Koje, o por simple azar. Desde entonces no había
vuelto a saber nada de los demás. Pensó que era probable que los grupos de
teatro, música y danza hubieran sido expulsados, que las fiestas se
prohibieran, que el palacio se convirtiera en un lugar muerto, colmado de
normas estrictas y de ojos vigilantes y censuradores.
En cuanto a Norren quizá le habrían destinado a otro lugar o puede que
siguiera atendiendo a Koje o a la propia reina. Era un soldado, rara vez les
pasaba nada malo a ellos. Estaban bien vistos, se les necesitaba, y Norren era
uno de los buenos, su posición en palacio no le había llegado por casualidad.
Con una enorme tristeza, Aurel concluyó que era probable que no
volviera a ver a ese hombre en la vida. Lo imaginó adaptarse a la nueva
situación, buscar a un nuevo amiguito que le comiera la polla en cualquier
esquina, que se tragara hasta la última gota de su esperma mientras se
aferraba a su culo firme y redondo, y que le diera la mano durante alguna
noche especial, bañados ambos por la luz de las estrellas. Clavada en el cielo,
la mirada de Aurel escrutó el infinito, como si a lo lejos alcanzara a ver la isla
de Kiarham y su palacio. Se estremeció de frío y se abrazó a sí mismo
pensando en aquella noche que pasaron juntos.
A la mañana siguiente Aurel despertó solo, el hombre-pájaro se había
ido. No le había escuchado salir a pesar de que la noche transcurrió agitada,
pues despertó una y otra vez mayormente a causa de la baja temperatura. De
poco le había servido enterrarse en el mullido suelo del nido, el frío se le
había metido en los huesos, como en las largas y tediosas horas que pasó en
la cámara bajo el desierto. Así era el Continente Embrujado, un lugar de calor
extremo y odioso frío. Un lugar donde humanos y no humanos pugnaban por
meterse en su trasero.
Sin saber muy bien qué hacer, Aurel se asomó al agujero, cosa que hizo
bien agarrado al borde pues no estaba versado a tales alturas y temía
precipitarse sin querer. Trató de divisar a Conay, a quien imaginaba como
una diminuta pulga en mitad de las rocas del desierto, mas no vio nada.
Sospechó que el bárbaro no se habría expuesto a ser secuestrado por los
hombres-pájaro, que seguramente ya había dejado atrás los Colmillos de la
Serpiente y se encaminaba hacia la siguiente ciudad (cuyo nombre el joven
no recordaba). Asomó la cabeza un poco más tratando de ver el menor
resquicio en el que apoyar el pie. Se preguntó si alguna vez reuniría el valor
suficiente para tratar de escapar de aquel nido que era su nueva cárcel, o si
estaba condenado a pasar lo que le quedaba de vida comiendo lagartos
parcialmente asados y abriéndose de piernas.
Al cabo de unas horas, el hombre-pájaro regresó. Portaba un conejo
muerto en la boca, cosa que dejó perplejo a Aurel. Con una mueca de asco
instalada en el rostro, el joven vio cómo le quitaba la piel al animal con sus
propias manos y la tiraba fuera, luego partió el ensangrentado cuerpo en dos
mitades y comió su parte con el ansia típica de un animal escuálido. Aurel se
preguntó de dónde lo había sacado, si habría bosques más cerca de lo que
imaginaba.
El hombre-pájaro guardó celosamente la otra mitad del conejo para su
invitado. En cuanto hubo acabado de comer la cogió para hacer lo mismo que
había hecho con el reptil: calcinarlo con el poder de sus manos. Después le
tendió el chamuscado cuerpo a Aurel, que lo recibió con una mezcla de
hambre y repelús. El resultado no era demasiado bueno, por fuera estaba
quemado y por dentro crudo, pero cierta parte se hallaba justo en el punto en
que podía ser tolerado por una persona civilizada como él.
Aurel comió cuanto pudo y después le dio los restos al otro, una masa
informe e indeseable. El hombre-pájaro la devoró sin más. Luego, sin
siquiera esperar u observar, se acercó al joven con evidentes intenciones de
desahogarse otra vez, pero Aurel se negó. Sorprendiéndose a sí mismo se vio
rechazando al ser en voz alta y mediante gestos contundentes. No pasó nada.
El hombre-pájaro reculó y se sentó. Mostraba el miembro alzado bajo la
extraña ropa que cubría su entrepierna pero no intentó forzar la situación.
Aurel trató de comprender lo que sucedía. Se preguntó si alguien que le
había secuestrado se podía permitir el lujo de flaquear de esa forma. ¿Qué
quería de él? ¿Convertirle en su compañero? ¿Ofrecerle sexo y comida hasta
el fin de sus días? Como animal que parecía probablemente era todo cuanto
podía desear. Aurel no se había negado ninguna vez a que le penetrara. Se
preguntó cuántas ocasiones más tendría para rechazarle antes de que le echara
por el precipicio.
El día pasó largo y aburrido. El hombre-pájaro se durmió al cabo de
poco de la negativa, seguramente disgustado por haber ido hasta los lejanos
bosques a cazar un conejo y obtener a cambio tan mal resultado con sus otros
apetitos. Aurel no tenía nada que hacer, nada en absoluto. Cuando más
tiempo dedicaba a pensar más triste se sentía. Echaba de menos a Norren, el
palacio, incluso a Conay... en verdad echaba de menos cualquier cosa que
supusiera estar fuera de aquel agujero. Concluyó que debía haberse quedado
en el templo de Guon, que habría hecho buenas migas con 19, que quizá
incluso se habría prestado a repetir la extrañísima experiencia de dejarse
follar por el dios de Fostea.
El día pasó lento y tedioso. El hombre-pájaro volvió a salir un par de
veces, Aurel supuso que para estirar las alas, ya que no trajo más presas.
Sospechó que no podía comer mucho, que si subía de peso no levantaría el
vuelo con facilidad, pero al mismo tiempo necesitaba sustento para mover
aquellas enormes alas (y para alimentar su misterioso poder calorífico). Era
un equilibrio complicado que el ser suplía con una sola comida al día. En
todo caso, dicha comida diaria era más de lo que Conay le había procurado al
joven.
Las horas del atardecer las pasaron en la siempre entretenida tarea de
observarse el uno al otro, que básicamente era lo único que podían hacer. El
hombre-pájaro se mantuvo respetuoso, más allá de lo esperable en una mente
animal. Quizá no lo era tanto como Aurel imaginaba. Que no pudiese (o
supiese) hablar no le convertía de forma automática en un ser inferior. En
realidad daba muestras de ser más educado y cauteloso que mucha de la gente
normal que había conocido hasta el momento.
Aburrido, Aurel se tumbó boca arriba para contar las manchas del techo
y escrutar sus irregulares formas. Flexionó las rodillas y sin pretenderlo la
ropa que le hacía las veces de falda descendió levemente, lo suficiente para
que el hombre-pájaro se fijara en las sugerentes sombras que esta apenas
ocultaba. Cuando Aurel le vio mirarle con intensidad enseguida reparó en que
la entrepierna del ser volvía a lucir abultada y que se planteaba un nuevo
intento de encularle.
Sin saber muy bien por qué (quizá movido por el extremo tedio) Aurel
dejó que le follara, mas lo hizo siendo partícipe del proceso e incluso jugando
con su raro amante. Tal y como se encontraba, el joven retiró la ropa que le
cubría la entrepierna, bajó la falda y luego subió las piernas, que dejó bien
flexionadas para mostrar a la criatura el ano, nítido en mitad de la rosada piel.
Puso las manos en ambas nalgas y se abrió el culo frente a sus abiertos y
amarillos ojos. Lo miraba quedamente mientras tanto. El hombre-pájaro se
alzó rápido. Se acercó al joven con la cautela acostumbrada, con aquella
mezcla de movimientos suaves pero raudos que le caracterizaban. De igual
modo que las otras veces acomodó las piernas de Aurel en sus hombros y
metió la polla en su culo con premura. Aurel gimió, pues la esperaba e
incluso deseaba.
El joven tuvo la sensación de que el hombre-pájaro le folló con más
ritmo que las otras veces, como si la espera le hubiera vuelto más fogoso. Él
mismo tampoco era el de antes. Se sentía igualmente extrañado por las
facciones pequeñas y apretadas de aquel hombre y por sus raros ojos, pero
básicamente era igual que cualquier humano corriente. Aurel comenzó a
masturbarse (esta vez sin complejos) y a jadear lo acostumbrado durante
cualquier penetración. Llegado el momento incluso se atrevió a tocar el
cuerpo del otro: alargó una mano a su espalda, tímida al principio, que
procuró esquivar en todo momento el contacto con las plegadas alas, ya que
le habría resultado turbador. La puso a la altura del final de las costillas y
desde ahí comenzó a descender, notó el movimiento de su espalda primero y
de su culo después, bien a través del arco de la propia espalda o bien al
posarlo directamente sobre su trasero. La criatura poseía un culo pequeño que
empujaba al mismo y exacto ritmo con el que la polla penetraba al joven. La
mano permaneció sobre una de las nalgas para acompañar los movimientos
de cintura del hombre-pájaro. Solamente la quitó de allí para satisfacer la
curiosidad, pues quiso tocar la polla del ser con los dedos. La rodeó con el
dedo gordo y el índice mientras esta entraba y salía del culo. Percibió su
dureza y su calor, sintió los dedos aprisionados entre ambos cuerpos. Pronto
devolvió la mano al inquieto culo, pues tuvo la sensación de que los dedos
allí resultaban molestos para el obrar de quien le follaba.
Algo había cambiado, fue como si de repente Aurel viese de otro modo
a su anfitrión. Al tocarle, al aceptarle, sintió que el placer de la criatura era
también el propio, deseó que su miembro siguiera penetrándole y se fue
entregando a él poco a poco. Olvidó todas las reticencias y se dejó embargar
por el tacto de su culo y por el frenesí creciente de su inquieta cintura. El
hombre-pájaro también cambió, pues se vio afectado por la creciente
participación del joven: follaba más deprisa y con más fuerza, espoleado por
los constantes gemidos de Aurel, que le pedían más.
El joven se masturbó sin parar, conocía los ritmos del otro y sabía que
no tardaría en correrse; más aún ahora que su excitación estaba en alza. Él
mismo se hallaba a punto de terminar, se contenía para aguardar el momento
oportuno. En cuanto percibió que le clavaba la polla mandó a la mano
trabajar con fuerza. Mientras la propia se movía a un ritmo frenético la ajena
latía en su ano y derramaba chorros de esperma. Aurel no tardó mucho en
corresponderle. Tras un sonoro jadeo el semen volvió a caer sobre su torso,
esta vez en fuertes e incontroladas salvas que a punto estuvieron de alcanzar
su mentón.
Angustiado, Aurel pasó las siguientes horas preguntándose si se
acostumbraría a aquella situación. Uno se adapta a todo, pero la perspectiva
de vivir en un agujero no era ni mucho menos positiva. Pensó que había
errado al dejarse llevar, que debería haberse negado una y otra vez a las
proposiciones de su captor con la esperanza de que se cansara de él y le
devolviera la libertad. Conforme pasaban las horas cada vez consideraba
menos probable la idea de que le matara, cosa que quizá le costaba más
trabajo que llevarle de vuelta al nivel del suelo.
La segunda noche de Aurel en el nido transcurrió con un sueño
igualmente inquieto pero no tanto frío. A la mañana siguiente Aurel
permanecía sumido en sus deliberaciones particulares cuando el hombre-
pájaro se irguió de repente y se encaró hacia la abertura. Mostraba el cuerpo
en tensión, los afilados dedos dispuestos y los ojos bien abiertos. Aurel miró
sin ver nada más que las mismas vistas de siempre: un cielo sereno carente de
interés. No obstante, la criatura alada siguió atenta y colmada de recelo,
ladeaba la cabeza como si orientara las orejas en la dirección en la que mejor
podían escuchar algún tipo de ruido.
De pronto, aparecieron dos fuertes brazos por la parte de abajo del
agujero de entrada, acompañados de una cabeza que, con afán, trataba de
subir.
—¡Conay! —exclamó Aurel.
El bárbaro se internaba en el nido con gran esfuerzo. El hombre-pájaro
reculaba hacia la pared del fondo con las garras bien firmes y a la espera de
acontecimientos.
Cuando Conay fue capaz de ponerse de pie y se encaró hacia la criatura,
espada en mano, la reacción del otro no se hizo esperar. Su boca, que Aurel
siempre había visto pequeña e inofensiva, se abrió más de lo que habría
podido imaginar, mostró unos colmillos largos y puntiagudos del tamaño del
dedo gordo de la mano de Aurel. Al mismo tiempo el fuego comenzó a bullir
en sus manos y llenó el nido de sombras amenazadoras. Con las alas bien
plegadas (no convenía abrirlas para exponerlas a un posible daño durante la
lucha que se avecinaba) se mostró agresivo en extremo ante el intruso.
Conay no era de los que se achantan. Blandió su espada ante la criatura
y le obligó a retroceder hasta la misma pared, momento en el que el otro le
lanzó el fuego de una de sus manos, que alcanzó el hombro izquierdo de
Conay. El hombre no gritó, en vez de eso apretó sus facciones en un gesto de
ira, que se acumulaba con rapidez en sus cada vez más henchidos brazos. En
mitad de una maldición se acercó para cargar definitivamente contra la
criatura, clavarle la espada en el pecho y matarla allí mismo, pero Aurel saltó
para agarrarle el brazo.
—¡Espera! ¡No lo mates! —pidió. El brazo del bárbaro era tan poderoso
que podía haber arrastrado a Aurel y seguido con el ataque como si nada. Sin
embargo, Conay frenó. Observó a Aurel con rabia mientras de reojo
controlaba a la criatura.
—¡No es peligroso, no me ha hecho daño! —insistió el joven.
—¡¿Qué no es peligroso, dices?! —contestó el otro, en clara alusión a la
quemadura de su hombro, todavía humeante.
—¡No! ¡Se defiende, eso es todo! Te acabas de meter en su casa con una
espada en la mano, ¿qué quieres que haga?
—Te ha secuestrado. Te ha metido aquí durante dos días, dudo que
debamos estarle muy agradecidos. ¿Sabes cuánto me ha costado llegar hasta
aquí? Casi me caigo dos veces.
—Bueno, ese es el problema. No sé cómo demonios has conseguido
escalar al nido, pero ten por seguro que yo no me voy a ir por mi propio pie.
Ya he visto la pared que hay ahí debajo y no pienso intentarlo por nada del
mundo, me mataría. Y tú tampoco deberías arriesgarte más.
Conay aflojó el brazo, del que Aurel todavía tiraba inútilmente. Miró a
la criatura cuyo fuego comenzaba a desaparecer al ver que el intruso se
calmaba.
—La única forma de salir vivos de aquí es con su ayuda —siguió Aurel
—. Nos puede bajar, de la misma forma que me trajo aquí.
—¿Qué te hace pensar que te hará caso? Es un salvaje, un animal. No se
puede razonar con ellos.
—Yo sí que puedo. Confía en mí.
Aurel avanzó hacia el hombre-pájaro. El ser confiaba en él, se lo
permitió. De hecho se ocultó tras el cuerpo del joven en cuanto lo tuvo a su
disposición, con los ojos amarillos clavados en el saco de músculos que
aguardaba al otro lado de su morada. Aurel reclamó su atención, cosa que le
costó bastante pues seguía en tensión, con el cuerpo apretado y tembloroso.
Cuando la tuvo le hizo una serie de gestos entre los que se contaban un dedo
apuntando a sí mismo y después al agujero de entrada. Repitió el mismo
gesto referido a Conay. No sabía qué más decirle pero esperaba ser
entendido. Insistió e insistió, incluso le cogió de una mano y lo llevó hacia el
agujero para señalar después hacia el lejano suelo de arena y piedra.
Finalmente el ser lo comprendió. Tenía que despedirse de Aurel, tenía
que devolverle la libertad. El hombre-pájaro se puso a su espalda, lo agarró
del torso e hizo la intención de lanzarse al vacío.
—Espera un momento —intervino Conay—. ¿Cómo sé que va a volver
a por mí?
—Lo hará, no te preocupes.
Saltaron. El ser desplegó las alas y planearon sobre el desierto durante
un rato que a Aurel se le hizo eterno y sobrecogedor. Por alguna razón
confiaba en que la criatura haría lo correcto. No veía maldad en él, le había
secuestrado para conseguir algo que deseaba, no porque tuviese la intención
de causarle mal; al menos eso es lo que el joven se repetía una y otra vez.
Sin demasiado esfuerzo la criatura con alas de murciélago dejó el cuerpo
de Aurel sobre la arena con suavidad. Ambos se miraron entonces durante un
momento y el joven pensó qué decirle. Dudaba mucho que en la mente del
hombre-pájaro hubiese conceptos tan complicados como el perdón o el
agradecimiento, propios de seres civilizados o que viviesen en sociedad, de
modo que no intentó usar ninguno de ellos. En cambio se sirvió del tacto, de
un contacto que a buen seguro el otro tendría en consideración. Le puso la
mano en un costado y le miró a los ojos. Obviamente no se sentía agradecido
por haber sido secuestrado pero tenía que reconocer que se le había tratado
con un cierto respeto y que además había conseguido comida, cosa que
necesitaba.
El hombre-pájaro le devolvió la misma mirada de siempre, hueca e
inescrutable. Aurel sospechó que tenía prisa por terminar con aquel asunto,
que deseaba sacar a Conay de su nido cuanto antes, cosa que era del todo
comprensible. Alzó el vuelo sin más hasta convertirse en un diminuto punto
que más tarde pareció chocar con la falda de la puntiaguda montaña.
El descenso de Conay fue mucho más abrupto. El hombre-pájaro era
incapaz manejar un cuerpo tan pesado, de modo que tuvo que cambiar de
táctica. Tras lanzarse al vacío abrió las alas, pero no para ejecutar un vuelo
más o menos grácil, sino para frenar un descenso imparable (y que alarmaba
a Conay, que temía que tratara de estamparlo contra el suelo por haberse
atrevido a amenazarle). Las alas apenas moderaron la caída, pero la pericia
del hombre-pájaro fue grande, pues comenzó a planear y a servirse de los
vientos. Giró una y otra vez, bajó en lentas y calculadas espirales, ajustó a
cada momento la posición de las alas y manejó las circunstancias como mejor
pudo.
Terminado el peligroso aterrizaje, Conay fue dejado a pocos metros de
Aurel. Estaban los dos de nuevo en tierra firme. El hombre-pájaro levantó el
vuelo enseguida dispuesto a perder de vista al bárbaro cuanto antes. No miró
hacia atrás.
—¿Decías que hay agua en estas montañas? —pidió Aurel, en cuanto
Conay se hubo acercado—. Porque otra cosa no, pero estoy muerto de sed.
En efecto, la había. Diminutos manantiales descendían de las alturas y
formaban pequeños riachuelos que se perdían en el subsuelo. Aurel miró
hacia arriba y se preguntó de dónde salía aquella agua si no había visto una
sola nube cruzar el desierto. En realidad lo mismo le daba, la cuestión es que
podía beber.
Después Conay aguardó sentado en una roca mientras Aurel le ponía un
paño húmedo sobre la quemadura; no disponían de paños, pero unos calzones
debidamente frotados y limpios realizaban la misma función. Aurel se los
había quitado, consciente de que al menos tenía una falda que le tapara las
vergüenzas, mientras que Conay no tenía nada más que los calzones (la falda
de Conay, que antes habían usado para trasladar frutos, ahora les sirvió para
transportar agua, de un modo penoso, por cierto).
Las bolsas de oro estaban allí, Conay las había ocultado bajo el suelo
antes de escalar el Colmillo. El bárbaro tenía aspecto de estar cansado y
abatido, además de hambriento. Aurel mojó la herida con el calzón
humedecido y vio cómo su cuerpo se tensaba debido al dolor, aunque no se
quejó de viva voz ni una sola vez. El joven sostenía su hombro, un hombro
grueso e hinchado de fuerza en reposo. Tenía unas enormes ganas de
acariciarlo, mas no movió la mano de donde estaba.
—¿Por qué has venido a por mí? —le preguntó, mientras volvía a mojar
el calzón—. Pensaba que me dejarías, que seguirías tú solo hasta la ciudad.
—No puedo cargar solo con todas estas bolsas —replicó el otro, tras una
larga pausa.
—Ya.
—Además, eres listo. Quizá necesite de esa cabeza tuya para llegar a
Hertea.
—¿Hertea? ¿Qué es eso?
—La ciudad donde te dejaré. Vivirás bien allí. Iremos después de
comprar un carruaje en Garea.
Aurel paró de limpiar la quemadura, como si pensara en algo lo bastante
importante como para no poder compatibilizarlo con tan sencilla tarea.
—Es verdad que hacemos un buen equipo —saltó—. Tú tienes músculos
y yo cerebro. Quizá podríamos seguir juntos después de llegar a Hertea.
Conay se revolvió e hizo una mueca que Aurel no fue capaz de apreciar.
—No quiero una vida como la que tú quieres. Cuando lleguemos a
Hertea cada uno seguirá su camino. Me pediste que te llevara a un sitio
seguro y eso haré, aunque tenga que sacarte de un agujero en lo alto de una
montaña. Luego, cumplida mi parte, me llevaré todo el oro que nos quede y
no nos volveremos a ver más.
Aurel volvió a frotar la quemadura con cuidado. Su rostro se ensombreció
tanto como su ánimo.
—Claro, claro —asintió.
06 La embriagadora

Garea era un lugar distinto a todo cuanto Aurel había visto, se acercaba más
al concepto que tenía de ciudad en comparación con las vistas hasta el
momento, incluida la suya propia. Ya desde fuera se apreciaba su gran
tamaño, con multitud de tenderetes colmados de gente y escoltados por
camellos y carruajes. El interior estaba lleno de calles anchas, muchas de
ellas con mercados surtidos de todo tipo de frutas, verduras y carne seca, mas
no había moscas ni suciedad y el olor imperante era a productos frescos, no a
una indeterminada podredumbre.
Conay se movió deprisa por las calles en busca de un lugar en concreto.
Cuando lo halló y se sentó en la mesa tuvo la boca abierta durante una hora
entera sin que una sola palabra saliera de ella, solamente se escuchaba el
ruido de los dientes trabajando y el de la saliva mezclándose con la comida.
Aurel no había visto a nadie comer tanto en la vida. Él mismo empezó a
comer con hambre pero terminó pronto, un poco asqueado al contemplar el
ansia y los excesos de su compañero. No era para menos, al menos él había
obtenido un poco de sustento del hombre-pájaro, mientras que Conay quizá
no comiera nada en todo ese tiempo.
Después el bárbaro se pasó media hora sentado sin moverse como si
durmiera con los ojos abiertos. Eructó un par de veces, eso fue todo. Pagó al
tendero con una moneda de oro y fue en busca de suplir la siguiente de sus
carencias. Aurel le siguió como un perro seguiría a su amo: sin rechistar, sin
preguntarse siquiera a dónde iban o con qué objeto.
Empero no hubo de ser muy suspicaz para saber a qué tipo de sitio le
llevaba. Calmada su hambre y pospuesto el sueño para más adelante, había
necesidades que Conay necesitaba atender. Entró en un lugar lleno de
pequeñas mesas redondas en las que solo había hombres sentados. Las
mujeres, desnudas de cintura para arriba y vestidas con velos casi
transparentes de cintura para abajo, pululaban en torno a las mesas, o bien
danzaban encima de las mismas o se sentaban al lado de algunos de los
hombres, donde se entretenían durante largo rato.
Conay pago tres monedas de oro al hombre que había en la recepción y
buscó una mesa vacía para él y para Aurel; eran todas redondas con bancos
circulares que las rodeaban en tres cuartas partes de la circunferencia. Conay
se sentó con una sonrisa instalada en la cara y comenzó a escrutar alrededor.
Algunas de las chicas ya le habían puesto el ojo encima al corpulento bárbaro
y se acercaban, mas no estaba bien visto que todas ellas se amontonaran en
torno a una sola mesa, de modo que solo dos afortunadas (las primeras que
tuvieron ocasión), se ganaron el derecho de atender a los nuevos clientes: una
chica delgada de pelo corto se sentó junto a Aurel, una rubia de cabello largo
al lado de Conay. Ambas llegaron con enormes jarras de cerveza en la mano
que les ofrecieron nada más sentarse junto con una ancha sonrisa. Iban tan
perfumadas que fue como si el olor les golpeara en la cara, aunque Aurel
pensó que seguramente era un modo de presentarse de forma agradable,
cuando lo más probable es que estuvieran sucias hasta las trancas,
manoseadas hasta la saciedad por muchos otros.
La mujer del pelo corto quiso entablar algún tipo de conversación con
Aurel pero desistió pronto, en cuanto vio que su cliente no tenía sed de
cerveza ni de mujeres, que era todo cuanto le ofrendaba. El joven permanecía
todo el tiempo pendiente de lo que la rubia hacía con Conay, de modo que la
del pelo corto terminó por aburrirse.
La chica rubia, en cambio, estaba exultante. Se agitaba sin parar con el
claro motivo de que sus pechos se movieran con ella. A menudo los rozaba a
propósito con el brazo de Conay. Eran grandes y muy redondos. Aurel
concluyó que estaban muy bien a juzgar por las constantes miradas de Conay,
que no había mirado otra parte del cuerpo de la mujer desde que esta se
sentara a su lado. Tras dar un largo sorbo en la jarra Conay agarró con la
mano uno de los pechos de la rubia. Se lo apretó, cosa que acentuó la sonrisa
de la mujer. Lo llevó hasta su boca y lo lamió.
Aurel miró alrededor. Todas las chicas que estaban sentadas tocaban y
se dejaban tocar. Se veían brazos moverse con rapidez por debajo de las
mesas, pero nada más. Entendió que estando en aquel salón solo se podía
llegar hasta un cierto punto, o aquel lugar se convertiría en una gran orgía.
La rubia comenzó a acariciar el torso y el abdomen de Conay mientras
este le tocaba los pechos con fervor. Le pareció a Aurel que las manos de la
mujer eran endebles, que pasaban sobre los músculos de su compañero como
sin fuerza. Los toqueteos siguieron, daba la impresión de que el próximo paso
entre ambos estaba a punto de llegar, hasta que de repente la chica se retiró y
detuvo a Conay. Aurel imaginó que ellas tenían esa clase de poder: el de
decidir hasta dónde podían o no llegar los clientes. Quizá había visto a Conay
demasiado lanzado, de modo que quitó sus pechos de la boca del hombre y
aguardó sentada como si nada hubiera sucedido.
Comenzaron entonces a charlar animosamente, ella con la boca llena de
sonrisas, él serio, como siempre, contestando con la brevedad acostumbrada
(es decir, monosílabos en su mayoría). Aurel no escuchaba lo que decían,
sumidos como estaban todos ellos en una marea de voces, gemidos de mujer
y algún que otro jadeo ocasional de hombre. Conay permanecía con la
espalda apoyada en el respaldo del banco circular que compartía con ella,
Aurel y la chica de pelo corto. Tenía las piernas muy abiertas. Ella le pasaba
una mano precisamente sobre una de las piernas, una mano de uñas largas y
coloridas. Se la tocaba despacio y procuraba siempre llegar hasta el calzón
pero sin tocarle el paquete. Él bebía sin parar hasta el punto en que se terminó
la jarra.
Cuando la rubia se levantó con la promesa de traerle otra bebida,
procuró que su culo quedara bien a la vista, apenas cubierto por los tules que
vestía. Conay se lo palmeó, tal y como ella deseaba. Al cabo de poco volvió
con otra jarra de cerveza, pero no la puso sobre la mesa y se sentó, como
antes, sino que insistió en darle de beber a su cliente: colocó la jarra en la
boca de Conay y la entornó despacio para que se la tomara. Mientras tanto, la
mano del hombre se metió por debajo de los delgados tules hasta llegar al
sexo de ella, donde permaneció durante un rato. A buen seguro le metía los
dedos, pues ella jadeaba ocasionalmente y se removía, mientras el brazo de él
se agitaba (de forma leve pero perceptible desde una cierta distancia).
La mujer dejó la jarra en la mesa y se sentó, mas la mano de Conay
siguió metida en su entrepierna. Esta se movía rápida sobre su sexo haciendo
que ella se retorciera y gimiera. Al principio las manos de la chica se
aferraron al enorme brazo de Conay para notar sus músculos en movimiento,
como si no deseara que el brazo se retirara de allí nunca más. Ella ya no
podía hacerle parar, no quería.
Al parecer aquello era lo máximo que se permitía en aquellas
condiciones. Aurel vio multitud de brazos de hombre moverse en las
entrepiernas de las mujeres, así como manos de mujer haciendo trabajos
ocultos en los miembros (más o menos) ocultos de los clientes. Todos
obraban con cierto disimulo, excepto ellas. También Conay, que seguía
sentado como si nada y con las piernas abiertas, mientras su mano jugaba
entre las de la chica y la penetraba con un largo dedo.
Llegado un momento Conay quitó el dedo, solo para llevarlo a su boca y
llenarlo de saliva. Enseguida se lo volvió a meter a la rubia, que se mostraba
como loca por recibirlo. Ella comenzó a gemir despreocupadamente mientras
se cogía sus propios pechos. Luego llevó la mano al paquete de Conay para
agarrar una polla que estaba dura desde hacía rato. Puesto que el calzón del
bárbaro era oscuro Aurel no fue capaz de intuir la forma de su miembro hasta
que la rubia se la agarró con la mano. Entonces se dio cuenta de cuán grande
lo tenía.
Sin embargo, ella no le llegó a sacar la polla. Tan entusiasmada estaba la
rubia con el trabajo que Conay llevaba a cabo que comenzó a gemir con
escándalo y a retorcerse. Luego apretó con fuerza la mano de Conay hacia su
sexo y así se quedó durante unos instantes, degustando un prolongado
orgasmo que disfrutó con unos ojos apretados con fuerza.
La chica se fue después de aquello, se había ganado un merecido
descanso. Conay permaneció a solas con la jarra de cerveza, que ocupó su
interés en cuanto se hubo lamido el dedo que le había metido por el coño a la
rubia. No prestaba atención a lo que Aurel y la chica del pelo corto hacían
(que era nada), cosa que el joven aprovechó, pues no le quitó el ojo de
encima a Conay. Vio cómo perdía la mirada en busca de alguna otra chica,
cómo se tocaba el sólido miembro y así revelaba su forma y disposición
(acostado sobre una de las piernas).
Otra chica apareció en la órbita de Conay al darse cuenta de que aquel
tío macizo estaba desatendido. Nada más sentarse fueron directos al grano. Él
le agarró un pecho, ella echó mano a su paquete: lo manoseó con fuerza, se lo
apretó, le masturbó a través de la ropa. Él abrió bien las piernas como
dándole permiso para que fuera más lejos en sus actividades. Ella abrió uno
de los laterales del calzón, metió la mano y sacó la polla de Conay, no sin
cierto trabajo debido a la longitud y la dureza de la misma.
Aurel abrió la boca perplejo (hubo de tragar saliva varias veces para que
esta no se acumulara y amenazara con derramarse). Por primera vez tenía
frente a sí la polla desnuda de Conay, una polla desarrollada y en pleno
apogeo que además se hallaba a escaso metro y medio de distancia. Era
grande, en consonancia en el proporcionado y carnoso cuerpo al que
permanecía unida. Tenía la piel fina, venas marcadas y un glande rosado, ni
muy grande ni muy pequeño con respecto a la polla, sino del tamaño justo.
No esperaba menos de un cuerpo que parecía haber sido diseñado por una
mente lujuriosa, amante de los detalles, la sincronía y las formas masculinas.
La polla de Aurel se alzó al momento, cosa que se hizo patente a través
de la falda. Del todo embelesado por el pene de Conay, se quedó el joven con
la boca abierta y unos ojos muy fijos en el cercano miembro, que era
masturbado con cierta parsimonia por la nueva chica. La del pelo corto subió
un poco la falda de Aurel y le agarró el miembro. Sin embargo, ella no tenía
ningún interés en este, ni siquiera en su cliente. Al igual que Aurel, ella no
dejaba de observar a Conay: su polla, sus enormes piernas abiertas, su ancho
torso, su rostro concentrado, su mano apretando con intensidad el pecho de la
otra mujer...
De ese modo, ambos compañeros de viaje estaban siendo masturbados a
escasa distancia, uno hipnotizado por los pechos de una mujer, el otro por la
polla del primero. Aquello tenía que ser el sueño de Conay: una buena
comida y después una paja, mientras con una mano se servía cerveza y con la
otra apretaba un pecho.
La chica dejó de pelársela a Conay en cuanto se dio cuenta de que este
se había terminado la (segunda) jarra de cerveza. Por alguna razón no era
permisible que los clientes carecieran de bebida, de modo que se levantó a
buscarle otra. Cuando se marchó el bárbaro la siguió con la mirada
(concretamente a su culo) y se masturbó él mismo, cosa que hizo despacio
con la intención de hacer durar el momento. Se agarró el miembro y lo untó
con abundante saliva. Después dejó que la mano izquierda se moviera con
soltura por toda la longitud de la polla.
La chica no volvió con la jarra, no pudo. Por el camino la atrapó un
hombretón con aspecto de haberse comido a otro, un borracho que le dedicó
algunas palabras que sonaron poco amables y la estiró hacia su mesa con
excesiva autoridad. Tiró todas las jarras vacías al suelo y causó un estrépito
que hizo que todos se giraran. Entonces colocó a la chica sobre la mesa. Él se
puso encima de ella blandiendo su pene con la amenaza de violarla allí
mismo, frente a todos. Conay se guardó el miembro en el interior del calzón.
Faltaba una cosa en su lista de situaciones ideales: una buena pelea.
Aurel no sabía si Conay actuaba porque se había quedado a su chica, o si
era porque el hombre se extralimitaba respecto a las (supuestas) normas del
local. El caso es que fue directo a por él, le llamó la atención y le clavó un
puñetazo en la cara, tan potente que la víctima cayó al suelo en redondo. A
juzgar por el sonido del golpe Aurel habría asegurado que le rompió la
mandíbula, aunque si le dijeran que le había reventado el cráneo y seccionado
la columna vertebral a la altura del cuello también lo habría creído. Es
evidente que el borracho no se levantó. Al segundo siguiente tanto clientes
como servidoras regresaron a sus quehaceres particulares.
Conay cogió a la chica por el brazo y la devolvió a la mesa, mas no se
sentaron.
—Nos vamos —le anunció a Aurel.
—¿Qué? ¿A dónde?
—A dormir un poco. No sé tú pero yo necesito una buena cama, llevo
dos noches durmiendo al raso.
La chica de Aurel había dejado de tocarle cuando vio que Conay se
levantaba. Aurel se colocó bien la ropa y se levantó para luego seguir a su
compañero de viaje, aunque no le concordaba del todo que quisiera dormir
cuando estaba claro que no lo haría, pues llevaba a la chica que había
rescatado cogida de la mano.
El salón en el que habían estado era un lugar de divertimento, como
Aurel bien supuso. El lugar donde los clientes y las chicas verdaderamente se
desenfrenaban era las habitaciones. Conay abrió la puerta de una de ellas, en
la que había dos camas, y sin mediar palabra condujo a la mujer hacia la de la
izquierda. La tumbó, se quitó el calzón y se estiró sobre ella.
Aurel, que había subido solo, cerró la puerta y se dirigió a la cama libre,
la de la derecha. No comprendía por qué el otro le había hecho subir si
pretendía follársela. Sospechó que el alcohol le había hecho descuidado o que
quizá se trataba de un proceder normal entre compañeros. El caso es que el
joven se tumbó en la cama y miró.
Conay se la metió sin muchos rodeos antes incluso de acomodarse.
Entonces se la tiró de la misma forma fría y mecánica que la otra vez que
Aurel tuvo la ocasión de verle: apoyado sobre unos brazos firmes como
columnas comenzó a mover la cintura con regularidad sobre la chica. No dejó
de observarla durante toda la follada, se mantuvo pendiente de su expresión y
de sus gestos. Ella se tocó los pechos y el sexo, como si echara en falta que lo
hiciese Conay. Gemía y gemía sin parar y se retorcía. Al cabo de los minutos
Conay percibió que la mujer se hallaba próxima al orgasmo y subió un poco
el ritmo.
Aurel permanecía tumbado en la cama con la polla tiesa como una roca.
Aunque hubiese querido ignorar lo que ocurría le era imposible, el ruido era
demasiado intenso: la cama crepitaba sin parar, las carnes de los amantes
chocaban con violencia y los gritos de la chica eran incesantes. Conay, en
cambio, no jadeó ni una sola vez. El dominio que ejercía sobre la situación
era tal que se controlaba incluso a sí mismo.
Durante un momento Aurel planteó masturbarse, pero le dio reparo. Se
quedó contemplando la escena con el pene erecto pero sin tocarse siquiera.
De hecho no tuvo que esperar mucho para asistir al orgasmo de la chica. Al
cabo de unas pocas acometidas más Conay también se corrió, aunque resultó
difícil de asegurar por lo poco dado a expresarse que era incluso en ese tipo
de situaciones.
Aurel pensó que podría dormir al fin (si es que la perturbadora visión de
la polla de Conay o su modo de usarla le dejaban). Apartó la mirada mientras
la chica se levantaba y se atusaba la absurda falda de tules, pero ella no se fue
todavía. Aurel escuchó cómo Conay le cuchicheaba algo. El joven se encaró
hacia la pared, poco dispuesto a ver a qué se dedicaban ahora los otros dos,
pero para su mayúscula sorpresa Conay se le acercó con una propuesta
inesperada:
—Eh. ¿Quieres pasar un rato con ella?
Aurel se giró hacia la fuente de las palabras con un gesto lleno de
pesadumbre y un no preparado en la boca, mas al voltearse vio a Conay junto
a su cama completamente desnudo. Y no fue precisamente el rostro del
hombre lo que quedó a la altura de su rostro, sino su erecto pene, una polla
que se acababa de correr y que lucía las venas marcadas y el glande hinchado.
A Aurel le cambió la cara, quedando sus ojos muy atentos y sus cejas
alzadas. Fue incapaz de articular una respuesta.
—Si no, le digo que se vaya. Tengo sueño, me apetece dormir.
Aurel escrutó un momento el rostro de Conay, más arriba. Enseguida sus
ojos volvieron a la polla. De la punta se derramaba una gota tardía de
esperma. Deseó acercarse, estaba a menos de dos metros de distancia. Deseó
atraparla con la lengua y engullir el glande, o la polla entera.
—No, no. Yo también quiero dormir —logró contestar a duras penas.
Conay se dio la vuelta y caminó hacia la chica. Aurel siguió cada uno de
sus movimientos: su polla se tambaleaba a cada paso, la gota cayó al suelo,
después las nalgas desnudas se mecieron durante los tres o cuatro pasos que
el bárbaro dio.
La chica fue despachada de inmediato. Conay se puso el calzón y se
tumbó en la cama, quedándose dormido casi al instante. Aurel se preguntó si
sería capaz de conciliar el sueño después de lo que acababa de ocurrir. La
respuesta fue: ni sí, ni no. Durmió, pues su cuerpo así lo necesitaba (un sueño
cómodo, cálido, distinto a los pasados en el nido del hombre-pájaro), pero su
mente le castigó con incómodas imágenes durante todo el tiempo que duró el
descanso. Apenas las recordaba al despertarse (cosa que ocurrió con
frecuencia), pero sí podía asegurar que versaban sobre la misma temática, ya
que su pene continuaba muy erecto.
El joven solía volver a dormir pronto tras desvelarse, en especial porque
a su alrededor todo seguía como debía estar: los dos solos, cada uno en su
cama y disfrutando del merecido descanso. Pero una de esas veces sucedió
algo extraño que le llamó la atención. Para empezar escuchó voces, mas no
en susurros sino en palabras audibles a la perfección. Tras el primer momento
de confusión (y aun el segundo), Aurel reconoció a la chica rubia, aquella a la
que Conay le había metido el dedo en el salón de abajo. Hablaba con dos
hombres uniformados que se hallaban en torno a la cama de Conay. Lo
levantaban de la cama, uno agarrándole por los tobillos y otro por los brazos.
Aurel se incorporó raudo, incapaz de encontrar lógica alguna a aquella
situación. Conay no solía dormir de un modo tan profundo que alguien se lo
pudiera llevar como si nada. La chica rubia le aclaró las dudas sin ser
consciente de ello, pues las palabras que lanzó iban dirigidas a sus lacayos:
—Tranquilos —les dijo—, dormirá como un lirón durante horas, la
droga que le puse en la cerveza durará por lo menos seis horas más. Por
suerte para vosotros, porque si despertara os mataría a los dos con sus propias
manos, podéis estar bien seguros.
Aurel buscó la espada de Conay. La encontró, pero la ensoñación de
verse cogiéndola y matando a los intrusos se descubrió como absurda. En
verdad lo único (y lo mejor) que podía hacer era cruzar los dedos para que no
reparasen en él. La chica rubia ni siquiera le había mirado, se puso a rebuscar
hasta que encontró las bolsas con las monedas de oro. Entonces habló en
susurros como para sí misma, aunque Aurel llegó a escucharla:
—Además de estar bueno está forrado, el muy cabrón... pero no tiene
porqué saberlo nadie. La reina ya tiene lo que desea: un buen cuerpo que la
entretenga. Yo de eso ya tengo de sobras.
Empujó las bolsas hacia un rincón con el pie y se giró hacia los otros
dos, que ya estaban llegando a la puerta.
—¡Daros prisa! La reina lo quiere en el palacio cuanto antes, hace
mucho que no le llevo a uno como este. Nos pagará bien, es generosa cuando
le ofrezco un género de tanta calidad.
En cuanto hubieron salido los otros dos, la chica regresó con rapidez
hacia las bolsas. Las contó, trató de calcular el valor que contenían a peso.
Solo podía llevarse ocho y con mucho esfuerzo. Entonces fue cuando
percibió los ojos vigilantes de Aurel y le miró por primera vez desde que
había entrado. Ambos sostuvieron la mirada sin moverse. Ella decidió en
primer lugar, tenía experiencia en ello.
—Mira chaval, no quiero problemas y creo que tú tampoco o sea que
olvídate de tu amigo, por lo que a ti respecta ya es propiedad de la reina.
Quédate dos de estas bolsas y márchate; de todos modos no me las puedo
llevar todas de una vez y cuando vuelva a subir ya te habrás llevado.
Considéralo una compensación.
La rubia mostró una sonrisa fabricada y cargada de muchas cosas salvo
auténticos buenos deseos. Se llevó las ocho bolsas casi a rastras y con los
desnudos senos colgando.
Aurel continuó inerte hasta que ella hubo cerrado la puerta tras de sí. Lo
primero que hizo luego fue mirar por la ventana, donde observó que los dos
hombres cargaban al drogado Conay en un carruaje. El escudo de la puerta
del mismo era un lobo de fauces generosas, idéntico al que lucía en las
armaduras de los hombres, que sin duda eran soldados del palacio.
Aurel se fijó entonces en la ciudad y descubrió algo distinto en el centro,
tras la miríada de casas, comunes en forma y altura. Había un gran edificio
colmado de torres y de cúpulas que con su color dorado resplandecían sin
parangón. Sin duda era el palacio a donde llevaban a Conay.
Después de todo lo que había pasado era evidente que no podía hacer
caso de las recomendaciones de la rubia. Emplear el oro restante para
comprar un carruaje en dirección a la siguiente ciudad era una opción, pero
no para Aurel. Conay se jugó la vida para salvarle del hombre-pájaro, tenía
que hacer lo mismo por él, o al menos intentarlo. De todas formas el joven
sabía que en caso de seguir solo acabaría muerto en cualquier esquina.
Aurel recogió las dos bolsas llenas de oro, la falda de Conay y su
cinturón, del que pendía la espada. Se lo puso. Tenía un aspecto de lo más
extraño equipado con semejante arma, pero más raro habría sido llevarlo en
la mano, señal inequívoca de que portaba algo que no era suyo y que, por
tanto, era moralmente más sencillo de substraer.
Avanzó el joven por las calles de la urbe sin problemas, en gran medida
por que contaba con la precaución de llevar ocultas las bolsas de oro
(colgaban estas del cinturón por la parte de dentro de la ropa). El camino al
palacio fue fácil de seguir, todas las avenidas importantes eran concéntricas y
desembocaban en la plaza que daba entrada al mismo. Aurel paró por el
camino a comprar y comer algo de fruta y pan para reponer fuerzas frente a
un futuro que a corto plazo le era muy incierto.
La plaza era enorme, la más grande que había visto en la vida, tanto que
parecía medio vacía pese a contener mucha gente, tanto que el palacio entero
de Kiarham podía haber cabido en ella. Era en esencia circular, salvo la parte
que daba al palacio de la ciudad, que era recta. Entre la plaza y el palacio
había una valla de elegantes barrotes lo bastante espaciados para que uno
apreciara los enormes jardines del interior, pero lo bastante unidos para
impedir que el hombre más delgado tuviese la tentación de pasar entre dos de
dichos barrotes. Por supuesto había también una gran puerta debidamente
escoltada por dos guardias. Aurel se aproximó consciente de que la única
forma de entrar era sirviéndose de ellos.
Supuso que conseguir el permiso de los guardias no era tan fácil como
mostrarles una o dos monedas de oro, que su sueldo les permitía ignorar ese
tipo de donaciones (además de un probable castigo de horca). Pero Aurel no
disponía de otra cosa, ya que usar de la espada de Conay para entrar por la
fuerza se le antojaba del todo ridículo.
Se acercó al primero de los guardias para darle los buenos días. Era un
hombre de metro ochenta, fuerte donde los haya, ataviado con un peto
metálico en el que relucía la figura del lobo luciendo los dientes. Mostraba un
escudo reluciente y una espada brillante que con toda probabilidad nunca
había visto la sangre de cerca. De cintura para abajo llevaba un calzón
ajustado, unas piernas desnudas (colmadas de fino pelo) y unas botas. Tenía
un mentón grande y anguloso, y unos ojos pequeños que se quedaron
clavados en la espada que colgaba del cinturón del joven. Esa espada sí había
visto sangre, pues estaba mellada y poseía manchas viejas que ya nunca
desaparecerían. El soldado observó incrédulo a Aurel, como si su mente fuera
incapaz de asociar aquel hombrecillo rubio de piel delicada con el manejo
que la espada hacía evidente.
Aurel optó por la vía segura. Se levantó un poco el faldón para sacar de
debajo una de las dos bolsas de oro que todavía conservaba y se la mostró
con discreción. El hombre puso unos ojos como naranjas. Calculó que dentro
podía haber el sueldo de un año entero de aburrido trabajo en aquella puerta.
—Tendrá que bastar para que me dejes pasar —susurró Aurel—. No
tengo nada más.
—¿Dejarte pasar? —contestó el soldado usando un tono burlón—. ¿Con
qué motivo?
—Acaban de meter a un amigo mío en el palacio por la fuerza. Iba en un
carruaje.
El soldado sabía bien el motivo del secuestro.
—¿Y...?
—Tengo que rescatarle.
No se le había ocurrido ningún pretexto; nada habría sido tan creíble
como la verdad.
—No haré daño a nadie… —siguió Aurel— ...lo sacaré y ya está.
El soldado lanzó una rápida carcajada.
—¡Claro que no vas a hacer daño a nadie! Para empezar no vas a entrar
con esa espada. Ni cien bolsas de oro me salvarían de perder la cabeza si dejo
pasar a un hombre armado.
Luego el soldado miró hacia el otro lado de la puerta, donde su
compañero aguardaba.
—Espera un momento aquí —mandó el soldado.
Aurel obedeció. Vio al soldado caminar hacia su compañero y a ambos
hablar con voz baja y abundantes gestos. Tras una breve deliberación el
mismo hombre regresó para contarle la conclusión a la que habían llegado.
—Dentro de una hora habrá un cambio de turno. Aprovecharemos ese
momento para acompañarte hasta la entrada del palacio con algún pretexto,
pero necesitaremos esa otra bolsa de oro que tienes bajo la falda, porque
también a los dos guardias de dentro tendrás que sobornar y nuestros sueldos
no son escasos.
Ahora vete, aprovecha el tiempo para hacerte con flores silvestres y
tarros de especias. A la reina le gustan esas cosas y será la excusa que
usaremos para hacerte entrar. Y hazlo sin gastarte mucho dinero, pues ya no
te pertenece.
Aurel se quedó perplejo por la respuesta. No se podía quejar, además de
permitirle la entrada el soldado le escoltaría hasta el mismo palacio, de modo
que atravesaría con seguridad unos jardines que estaban llenos de
trabajadores y soldados haciendo ronda. No obstante el precio les convertiría
de nuevo (a él mismo y a Conay) en dos individuos sin posibilidades en aquel
continente amante del oro.
Durante la siguiente hora Aurel regresó a los nutridos mercados de la
ciudad, regateó con comerciantes para hacerse con tarros de especias (las más
baratas) y con flores silvestres (las más vistosas). Luego cogió dos monedas
de oro de cada una de las bolsas y las guardó en un pequeño bolsillo que tenía
en la ropa. Después se hizo con otra más de cada bolsa; la comida o la cama
que pudieran conseguir después del rescate dependía de lo que tuviera el
valor de quedarse. Por último buscó un lugar en el que ocultar la espada, para
lo que tuvo que salir a las afueras de la ciudad. La dejó enterrada tras unos
vistosos matorrales señalados por una piedra de curiosa forma.
Entonces volvió a la puerta del palacio, donde aguardó a que los
soldados de relevo llegaran. Mientras tanto, los dos guardias de antes le
miraban sin parar entre risas y comentarios jocosos que no alcanzaba a
escuchar. Saltaba a la vista que ambos se entendían bien, aunque eran como
el día y la noche. El soldado con quien Aurel no había tenido ocasión de
hablar era más bajito y mostraba un cuerpo peor repartido que el de su
compañero, tenía los brazos y las piernas delgados, pero en cambio un vientre
prominente. No obstante, actuaba del mismo modo que el otro y le dedicaba
miradas igualmente sagaces.
En cuanto Aurel vio que llegaba la hora del descanso para los guardias,
se acercó a la puerta. El primero le pidió las dos bolsas de oro y le dijo que
mostrara bien los tarros y las flores mientras caminaban por el interior del
recinto. Él mismo se encargó de que los recién llegados compañeros
comprobaran el género y le dieran el visto bueno, pues no hallaron armas o
venenos ocultos. Aurel escuchó contarles que era un presente para la reina,
que había pedido el material con urgencia para elaborar perfumes. No les
pareció mal, de hecho apenas escrutaron al joven más que de una forma
superficial; la entrada de aquel chico era responsabilidad de los primeros, no
suya. Se colocaron en sus puestos y se prepararon para seis aburridas horas
de guardia en el acceso principal.
Los dos guardias originales escoltaron a Aurel a través del largo camino
bordeado de jardines en dirección al propio palacio. No hablaron una sola
palabra, mas Aurel tuvo la sensación de que no le quitaban el ojo de encima,
como si temieran que arrancara a correr de un momento a otro.
Poco más tarde los mismos guardias se acomodaron en dos garitas que
había a lado y lado de la puerta del palacio. Dicha puerta en verdad no
existía, era un profundo arco a modo de entrada, tras el que se divisaba un
largo pasillo oscuro que se cruzaba con otros tantos.
Aurel se sintió engañado. No había nadie allí que requiriese el segundo
soborno del que el soldado le había hablado antes. El guardia respondió raudo
a su gesto contrariado.
—Vamos, no pongas esa cara. La primera bolsa de oro te ha servido
para pagar a los guardias de la puerta principal y la segunda para pagar a los
de la entrada del palacio. Que seamos los mismos guardias ha sido una suerte
para nosotros. También para ti, pues quizá otros no habrían sido tan
considerados de aceptar tu oferta y te habrían metido la espada entre las
costillas. Salta a la vista que eres extranjero, nadie aquí te habría echado en
falta. Además los guardias de palacio no tenemos por costumbre rendir ante
nuestros actos cuando se trata de intrusos.
El guardia acompañó a Aurel bajo el arco de entrada. Este sintió un
escalofrío al hallarse privado de la luz del sol, pues la sombra que le cubría
estaba colmada del frío de la piedra.
—Ahora escúchame bien. Este palacio es más grande de lo que te
puedas imaginar y hay muchos soldados dentro, todos ellos armados y con
pocas ganas de escuchar pretextos que expliquen tu presencia aquí.
El hombre hablaba en susurros como si temiera que alguien le pudiera
escuchar, aunque no se veía a nadie. Se mantenía al lado del joven,
observaban ambos el largo pasillo cuyo final era una inescrutable oscuridad.
—Yo sé dónde está tu amigo, si me escuchas bien te indicaré los pasos
que tienes que dar para encontrarle sin ser visto. Pero eso va a tener un
precio, claro —añadió mientras miraba al muchacho—. Y ya no te queda oro
con el que pagarme.
Aurel notó la mano del guardia meterse por debajo de la ropa y alcanzar
su desnudo culo. En menos de dos segundos un dedo apretaba con fuerza
sobre el ano. Aurel se quedó perplejo, no había esperado tal cosa. Además no
comprendía cómo se las había arreglado para hallar el agujero con tanta
rapidez; sin duda aquel hombre se manejaba bien en cuanto a traseros se
refiere.
Justo se introducía el dedo (inflexible) por su culo cuando Aurel se giró
hacia el guardia. El calzón del mismo lucía abultado a más no poder, apenas
era capaz de contener una polla que en ese mismo momento se estremecía de
placer. Por si no había quedado lo bastante clara la forma y disposición del
miembro, el guardia se llevó la otra mano al paquete para apretarlo con fuerza
y provocar que se agitara de nuevo. El dedo ya estaba metido hasta el fondo
cuando la voz untuosa y sugerente del hombre se escuchó de nuevo:
—¿Qué me dices? ¿Estás dispuesto a pagar el precio?
El guardia movió el dedo dentro del culo, primero lo hizo rotar, luego lo
metía y sacaba mientras cerraba los ojos y resoplaba. Parecía tan ansioso que
Aurel pensó que le follaría allí mismo, respondiera lo que respondiese.
—¿Qué me asegura que luego vas a enseñarme el camino?
—Tienes mi palabra, chico. Déjame satisfecho y te ayudaré. No tendrás
que esforzarte mucho, con ese culo que tienes seguro que me lo voy a pasar
bien.
Aurel asintió. El guardia sacó el dedo del culo y le puso una mano sobre
el hombro para guiarle. Volvieron algunos pasos hacia atrás, hasta las garitas.
Había dos, una a cada lado del arco de entrada, dispuestas de manera que las
aberturas de ambas permanecían encaradas la una hacia la otra. El guardia
pasó junto a su compañero con la polla tan dura que casi se le salía del
ajustado calzón.
—Me lo tiro yo primero —le dijo—. Tú vigila. Si se acerca alguien das
dos golpes en un lateral para avisar.
Tras acompañar a Aurel hacia la garita, el hombre bajó la mano desde el
hombro del joven hasta su trasero y se metieron los ávidos dedos bajo la ropa
de nuevo, esta vez para apretarle unas nalgas que todavía se hallaban en
movimiento. Aurel caminó para introducirse en la garita y partir de ese
momento no pudo avanzar mucho más, ya que la caseta en cuestión era un
mero recuadro cubierto en tres de sus cuatro costados en el que apenas cabían
los dos.
En cuanto estuvieron ambos dentro, el soldado cerró la cortina que hacía
de puerta, se agachó y metió la cabeza por dentro de la falda de Aurel. Abrió
las nalgas con sus grandes manos y le empezó a comer el culo. Lo hizo con
ansia, sin escatimar ruido al manejar la saliva. Emitía resoplidos sin cesar,
que el joven sentía cálidos y apresurados sobre su piel. Le metía la lengua
con auténtico fervor, cosa que a Aurel le agradaba particularmente, aunque a
veces le apretaba las nalgas con tanta fuerza que le hacía daño. En un
arrebato de placer incluso le palmeó una de ellas con tanto ímpetu que el
sonido se escuchó a mucha distancia. De todas formas, el guardia podía obrar
con tranquilidad gracias a que su compañero se mantenía bien vigilante justo
al lado de la garita, dispuesto a alertar en caso de que alguien se acercara.
El hombre decidió que era el momento de dar paso a la penetración. El
espacio era tan reducido que Aurel sintió el duro paquete chocar contra sus
nalgas nada más levantarse el soldado. Cuando este se bajó el calzón hasta las
rodillas (con trabajo, debido a la mencionada escasez de espacio) el miembro
salió con gran ímpetu y golpeó con fuerza el trasero del joven, mas no se lo
metió todavía. Antes le dio unos golpecitos en los tobillos a Aurel para que
abriera más las piernas y se escupió tres veces sobre la polla. Este le escuchó
masturbarse, ahora que la saliva sobre el miembro lo hacía evidente por el
ruido característico. Por último, el guardia pasó un dedo entre las nalgas para
localizar el agujero, lo metió dentro y lo usó para guiar a la polla hacia su
destino. Nada más sacar el dedo la punta del glande ya estaba colocada allí
mismo, en el justo punto de entrada.
El glande entró con el primer empujón. Aurel apretó el ano para
defenderse de una entrada que le resultaba precipitada, cosa que frenó al
guardia, pero solo por un momento. Enseguida prosiguió, con lo que el resto
de la polla entró con presteza. Aurel gimió, a lo que el otro respondió
tapándole la boca con una mano.
—Calla —susurró—, no queremos que nadie nos oiga, verdad.
Aurel no comprendía qué más le daban los gemidos, si momentos antes
le había golpeado una nalga con la palma abierta de la mano y sus jadeos
constantes se escuchaban a buena distancia. De hecho, en cuanto terminó de
meterle la polla esos mismos jadeos se volvieron recurrentes y exagerados.
Aurel sospechó que era demasiado fogoso o que llevaba mucho tiempo sin
follar. Lo que en verdad ocurría es que se corría de forma prematura. El joven
advirtió a través del ano cómo la polla palpitaba una y otra vez para lanzar los
chorros de esperma.
Sin embargo, el trance no había terminado ni mucho menos. La pronta
eyaculación había sido un accidente, un alto en el camino. El guardia dejó la
polla metida mientras recuperaba el aliento y después comenzó a darle por el
culo como si nada hubiera sucedido. Al principio daba la impresión de estar
preocupado por el ruido, metía la polla con cuidado de no chocar con el
cuerpo del joven y dejó la mano tapando su boca. Se mantuvo así durante un
buen rato, mientras recuperaba la forma. No obstante, con el paso de los
minutos empezó a despreocuparse, conforme la excitación volvía a
apoderarse de él. Empezó a follarle con violencia, le embestía de tal modo
que la garita entera temblaba a causa del constante vaivén.
Dos golpecitos en la pared de la garita hicieron que el hombre se
detuviese. El guardia paró en seco y aguardó mientras escuchaba los pasos de
un grupo de jardineros que salía a realizar algunos trabajos. Todavía no se
habían alejado del todo cuando comenzó a mover la cintura de nuevo, muy
despacio.
—¿Ya se han ido? —preguntó.
—Sí, Barnio, tienes vía libre.
La voz del otro sonaba muy cerca, justo al lado; sin duda escuchaba
cada detalle de la follada y se ponía cachondo perdido. El otro subió el ritmo
de inmediato hasta conseguir que la garita se agitara de nuevo.
La polla de Aurel se levantó, guiada por la ferviente pasión del soldado,
que acometía cada vez con mayor ímpetu. Quiso masturbarse, pero le era del
todo imposible dejar de apoyarse con ambas manos en la pared. Se giró un
momento para ver al guardia, que seguía vestido de cintura para arriba con el
peto del lobo y los dientes. Sus cerrados ojos y su boca bien abierta dejaban
claro el estado de sumo placer en el que se hallaba inmerso.
—Córrete ya —saltó el otro, de pronto—, que no tenemos todo el día.
Aurel lo miró. El segundo soldado permanecía asomado por una rendija
entre la abertura de la garita y la cortina, observaba el trasero en movimiento
de su compañero y se tocaba el paquete con gran insistencia. Este siguió a lo
suyo. Tras palmear el culo de Aurel hasta en tres ocasiones le agarró por la
cintura con sus grandes manos previo paso a llevar sus embestidas al límite.
Entonces comenzó a gemir: primero soltó un jadeo muy breve, luego otro
más largo y después ya no hubo freno. El guardia apretó bien fuerte el cuerpo
de Aurel mientras volvía a llenarlo de semen, esta vez una corrida largamente
trabajada de principio a fin.
Aurel sintió cómo el cuerpo entero del guardia se estremecía, pues el tal
Barnio era una de aquellas personas que parece que estén echando el alma
por el pene cuando se corren. Cuando recuperó la normalidad, el guardia
movió la polla unas últimas veces en el orificio, muy despacio, mientras se
regodeaba por el enorme placer gozado.
—No te muevas —le mandó a Aurel mientras sacaba el untuoso
miembro de su culo; en cuanto lo hizo una parte del esperma comenzó a caer
al suelo desde el abierto agujero.
No lo tuvo vacío mucho tiempo. Apenas escuchó a Barnio subirse los
calzones ya estaba el otro bajándoselos. Se intercambiaron las posiciones.
Aurel sintió otra polla entrando en su culo, una más delgada y que entró con
facilidad. Cuando notó el cuerpo del segundo guardia tocar sus nalgas lo
percibió flojo y caído.
Todo lo que el primero tenía de fuerza y de pasión el segundo lo tenía de
discreto. Su pene entró con facilidad, se movió correoso en mitad de un
completo silencio, y la garita no llegó a tambalearse en ningún momento. No
le agarró el culo al joven, ni se lo palmeó, se limitó a penetrarlo de una forma
mecánica e impersonal. Aurel se sintió un objeto. Podía haberse masturbado,
no requería de ambas manos (ahora no) para apoyarse, pero la falta de
intensidad del segundo guardia le desmotivó. Se limitó a mantener la espalda
arqueada para facilitar lo más posible el tránsito de la polla por su culo y
aguardar a que terminara. Pronto acentuó la curva de la espalda al escuchar
que la respiración del segundo guardia se agitaba y notar que su polla se
metía con mayor rapidez. Tras una respiración intensa e irregular, el otro se
corrió en su culo.
Salieron de la garita al cabo de poco, uno con la menguada polla ya
acomodada en el calzón, el otro atusándose la falda. El joven había pagado el
(enésimo) precio, de modo que el primer guardia tenía que cumplir su parte.
Barnio volvió a coger a Aurel por el hombro y lo internó en el arco de
entrada al palacio, aquel lugar sombrío que era antesala de multitud de
pasillos igualmente penumbrosos.
—Sin duda te has ganado que te dé unas indicaciones —le dijo en
susurros, de nuevo junto a su oreja—. Escucha bien. Deberás girar a la
derecha en la primera ocasión. Hallarás un pasillo largo cuyo final está oculto
a la luz. Allí hay una puerta que no verás con facilidad, pero la reconocerás
porque es la única de esa zona que permanece cerrada con llave. La abrirás y
bajarás por las escaleras. Aquel a quien buscas tiene que estar allí.
A la reina le gusta la intimidad para sus juegos, nadie camina por allí si
no es por orden suya. Sigue mis indicaciones y no tendrás ningún problema.
Ni tú ni yo queremos que le pase nada malo a este culito tuyo, verdad.
Barnio le palmeó una nalga con cierta afabilidad. Luego, como si no le
hubiera bastado, volvió a poner la mano sobre esta para acariciarla
largamente.
—Será bueno que lo conserves, hacía mucho tiempo que no me
encontraba un trasero como el tuyo.
De nuevo la mano se movió rauda bajo la falda; Aurel se preguntó si en
algún momento lo dejaría ir. El dedo halló el ano con rapidez, igual que la
primera vez, un ano que ahora se mostraba abierto y húmedo. Barnio metió el
dedo sin necesidad de apretar y después lo removió una y otra vez.
—En caso de que no logras rescatar a tu amiguito quizá quieras buscarte
a otro. Si decides quedarte en Garea...
No quiso terminar, o no pudo, pues volvía a resoplar. Barnio movió el
dedo con rapidez en el culo y su respiración se agitó por momentos. Aurel le
devolvió a la realidad antes de que volviera a excitarse hasta el punto de no
retorno. Había comprendido el mensaje del guardia a la perfección pero algo
en sus instrucciones no le cuadraba.
—¿Y la llave?
—¿Qué llave?
—Has dicho que la puerta del fondo se abre con una llave. Imagino que
no me vas a cobrar también por conseguirla.
El guardia rió con escándalo.
—Vamos, no te enfades conmigo. Todos hemos salido ganando con
esto.
El dedo seguía entrando y saliendo y la respuesta sin llegar.
—¿Dónde está? —insistió Aurel.
El soldado le mostró la llave, que ocultaba en la otra mano, pero no se la
entregó así como así, sino que se la metió en la boca. Después sacó la lengua
y la llave permaneció justo sobre la misma, esperando ser recogida de un
modo que para Aurel fue fácil deducir. El joven se acercó a la lengua tendida
del guardia.
Barnio estaba excitado de nuevo, su polla se apreciaba sólida en el
calzón y el dedo le penetraba sin piedad. No quiso esperar a que Aurel se
aproximara, le agarró por la nuca y metió la lengua en su abierta boca hasta el
fondo. Allí soltó la llave (junto con una buen cantidad de saliva) que el otro
recogió con la lengua. Luego el joven se deshizo del agobiante contacto con
el guardia y se alejó lo bastante como para deshacerse de su insistente dedo.
La última imagen que tuvo de él fue al verle llevarse el dedo a la nariz, ese
mismo que acababa de sacar de su culo. Lo olía con auténtico fervor.
En efecto, el camino indicado por el guardia no albergaba ningún
peligro. El último pasillo era tan oscuro y se mostraba tan yermo que la única
preocupación de Aurel fue la de no tropezar con alguna baldosa irregular o
chocar con la pared del fondo. A diferencia de los demás lugares del palacio
la proporción de antorchas por metro cuadrado era mísera, cosa que dejaba
claro que aquel no era un lugar de paso o que allí se escondían cosas que no
debían ser vistas.
Al final del pasillo la prometida puerta le esperaba, la única cerrada con
llave. Aurel abrió para encontrarse con una escalera que descendía de manera
abrupta. Olía a moho y había una triste antorcha a media escalera, apenas
capaz de iluminar una pequeña parte del escalonado trayecto. Cerró la puerta
tras de sí y comenzó a bajar, despacio, procurando deslizar el pie sobre cada
escalón hasta sentir que este finalizaba, momento en que pasaba al siguiente.
Así obró tantas veces que perdió la cuenta de cuántos dejaba atrás. Avanzó
hasta que dejó de ver la puerta y se quedó como atrapado en un limbo de
escalones; nada se veía atrás y nada se veía enfrente.
Cuando al fin llegó al término de la escalinata notó (más que vio) un
gran espacio abierto y húmedo a su alrededor. Dicho ambiente le recordó a
las celdas del subsuelo del palacio de Kiarham donde conoció a Conay. Tuvo
que guiarse mediante las tres o cuatro luces que brillaban a lo lejos. Caminó
con todo el cuidado del mundo por un terreno desconocido, en un lugar en el
que no era nada alentador ser descubierto.
La primera antorcha que encontró se hallaba frente a una celda. Estaba
vacía, en el sentido de que no había nadie. Contenía una cruz en forma de
equis, de madera y con grilletes ensartados, cosa que sugería el tipo de
actividades se llevaban a cabo allí abajo.
Aurel Siguió avanzando hasta una segunda prisión, igualmente vacía, y
finalmente encontró a alguien en la tercera. Era Conay. La cruz de madera a
la que permanecía atado tenía dos de sus patas ancladas al suelo, de manera
que el hombre tenía brazos y piernas muy separados, sujetos con firmeza
mediante los grilletes a cada una de las cuatro aspas. Tenía los ojos tapados
con una venda oscura. Aún dormía, probablemente por el efecto de las
drogas.
El joven escrutó alrededor. La celda no poseía ventanas, consistía en
cuatro paredes con la cruz en medio y una pequeña mesa a un lado, pegada a
la pared. Dado que la reja de la celda permanecía abierta, Aurel entró para
inspeccionar dicha mesa. Contenía un frasco de cristal de aspecto muy
elegante y varios paños limpios. Ignoraba para qué servían ni tampoco le
interesaba, lo único que deseaba era desatar a Conay para salir de allí antes de
que les encontrara alguien. Lo malo era que no podía cargar con él. Antes de
nada tenía que hallar la forma de despertarle.
De pronto un ruido le sobresaltó. Arriba, a lo lejos, la puerta se había
abierto y cerrado. Se escucharon voces femeninas previas a los delicados
pasos de sus propietarias bajando los escalones. Hablaban entre risas y con
despreocupada alegría. Aurel se ocultó en las sombras, que eran tan extensas
que le ofrecían multitud de rincones idóneos. Allí esperó a que la comitiva
llegara; albergaba esperanzas de que quizá ellas se encargarían de espabilar al
prisionero.
Se trataba de dos mujeres, ambas vestidas con sencillos trajes de una
pieza, blancos y de aspecto sedoso. Lucían un pelo recogido en sinuosas
trenzas, la piel blanca y unas manos cuidadas. Cuando se asomaron a la celda
de Conay abandonaron por un momento sus estériles comentarios
(cuchicheos de palacio, que Aurel conocía tan bien de sus tiempos en la
corte) para manifestar sorpresa:
—¡Por todos los cielos! ¡Menudo hallazgo!
—¡Desde luego! La reina estará contenta con semejante ejemplar. Hace
tiempo que no le traen uno así.
Aurel las vio mirar a Conay con unos rostros absortos y dedicados por
entero a la adoración del físico masculino. Una de ellas le pasó una tímida
mano por la pierna, justo sobre la rodilla.
—¡¿Qué haces?! —reaccionó la otra—. ¡No se te ocurra tocarlo! ¡Si la
reina se entera te corta la mano!
—Qué exagerada eres. Nadie lo va a saber. Además solo le he tocado,
no he hecho nada prohibido.
—Bueno tú misma. Ya sabes que al final ella se acaba enterando de
todo. Las que había antes de nosotras fueron ejecutadas en público. Dicen las
malas lenguas que decidieron probar el manjar de la reina antes que ella.
—Vale, vale, no seas pesada. Te repito que solo le he tocado.
—Por ahí se empieza, por tocar una pierna. Luego querrás tocar otras
cosas y después ya no habrá forma de frenarte. Sobre todo cuando dejemos
esto abierto.
La mujer quejicosa destapó el frasco de cristal de la mesa y vertió en su
interior un líquido de color lila que portaba celosamente guardado. Por el
modo como gestionaba dicho líquido daba la impresión de valer más que su
propia vida (seguramente así era para quienes regían en aquel lugar). Dejó el
frasco abierto. De la boca del mismo comenzó a manar una suave fragancia
que llegó incluso hasta donde Aurel se escondía.
—¡Vámonos! ¡Corre! Los vapores empezarán a hacer efecto y pronto
despertaran al hombre. Estará en su punto para cuando llegue la reina.
Las mujeres se marcharon a toda prisa, subieron la escalera sin
chismorrear ni reír, como si hubiesen dejado encendida la mecha de una
bomba. Aurel salió de la oscuridad para regresar a la celda de Conay. En
apariencia nada había cambiado salvo por el frasco, que estaba lleno, y por el
ambiente, en el que flotaba un vapor vagamente dulzón. El joven se acercó a
husmear de cerca casi hasta meter la nariz en la abertura del frasco.
Realmente olía bien e incluso identificaba algunos de los elementos que lo
componían, ya que su olfato estaba bien acostumbrado a ciertas fragancias
recurrentes en los palacios. Supo que líquido violáceo incluía una mezcla de
abundantes especias y flores. Debían traerles materias primas constantemente
para elaborar esos perfumes, cosa que el guardia de la entrada bien sabía; por
eso le había aconsejado tan verosímil pretexto para entrar en el palacio.
Aurel dejó el frasco para centrarse en el problema original: cómo liberar
a Conay. La respuesta fue mucho más fácil de lo que había imaginado, ya que
los grilletes simplemente se abrían tras accionarlos con la mano. No tenía
sentido una mayor seguridad ya que el prisionero siempre llegaba drogado, y
una vez colocado en la cruz él mismo era incapaz de liberarse. Pero Aurel sí
podía. De ese modo, fue raudo hacia el grillete central, que mantenía la
cintura de Conay atada al centro de la cruz y lo manipuló para desatarlo.
En ese momento sucedieron dos cosas. Primero, que algo llamó la
atención del joven. Fue un movimiento leve y casi imperceptible, que cuando
fue comprendido por Aurel hizo que la sangre se le subiera a la cabeza. Justo
debajo de sus trabajosas manos la entrepierna de Conay se había estremecido.
Su polla se hallaba erecta y se agitaba sola bajo el calzón.
Lo segundo que pasó es que el joven adquirió consciencia de la
situación que estaba viviendo. No del peligro, o del secuestro, o de la
necesidad de escapar ambos lo antes posible, sino que obtuvo otro tipo de
conocimiento más íntimo, menos vital en comparación con lo antes expuesto,
aunque también relevante. Aurel se acababa de dar cuenta de que el cuerpo de
Conay estaba en sus manos, que podía hacer con este cuanto quisiera.
Envuelto en un completo silencio, el joven miró a su compañero con
otros ojos, unos que estaban colmados de posibilidades y de sentimientos de
culpa mezclados con un deseo latente que crecía sin límite. No se lo pensó
dos veces para colocar ambas manos sobre las piernas del otro, justo por
encima de las rodillas. Las posó sobre los firmes músculos y ascendió, muy
despacio. Apenas había recorrido unos centímetros y la polla del bárbaro
volvió a agitarse, mostró toda su fuerza y volumen a unos ojos que se habían
vuelto muy hambrientos y que permanecían bien abiertos.
La boca de Aurel se colmó de saliva. Este la tragó con compulsión y
luego se relamió los resecos labios. Continuó subiendo las manos por las cada
vez más gruesas extremidades en dirección a la entrepierna. Cuando llegó al
borde del calzón se detuvo, solo para comprobar que la polla de Conay se
volvía a estremecer, como si en la adormilada mente del bárbaro las manos
hubiesen seguido el camino lógico y ya se la manosearan. Aurel en verdad
deseaba hacerlo. No sabía hasta cuándo podría seguir tocándole o hasta
dónde era capaz de llegar. En lo más profundo de su mente era consciente de
que se hallaban en peligro de muerte, pero no parecía ser importante en ese
instante, como si algo alterara su forma lógica de pensar y le hubiese
cambiado lo prioritario por lo complementario, como si algo hubiese hecho
preponderante el deseo sobre la supervivencia.
Entonces comprendió Aurel que esa era la tarea del perfume vertido en
el frasco. El olor había liberado el deseo del joven por Conay y lo había
acentuado en un momento de completa conveniencia, y era probable que
también estuviese actuando en la mente dormida de Conay, excitándolo con
sueños que solo él mismo podía imaginar. Así pues, aunque supiese que en
cualquier momento podía llegar la reina o unos soldados armados hasta los
dientes, Aurel no se pudo detener, pues el perfume ya le había poseído.
Las manos continuaron acariciando las piernas, lentas pero decididas,
arriba y abajo, apretaban con fuerza los duros músculos. Conay los tensaba,
participaba sin saberlo del acontecimiento. Los dedos ascendían cada vez
más, hasta alcanzar una parte cada vez mayor del calzón, hasta que uno de
ellos tocó con la punta el miembro de Conay, que se agitó con particular
fuerza. La parte del calzón que recubría la punta ya se apreciaba humedecida.
Aurel se lanzó hacia la reciente mancha. La lamió con la punta de la
lengua al tiempo que capturaba parte del miembro con los dientes. Lo notó
entonces estremecerse entre sus dientes, sintió su solidez y su poder latente.
Las manos subieron entonces por las piernas, pero por la parte de atrás,
entre la carne y la cruz de madera. Ascendieron hasta encontrar el trasero de
Conay, al que se aferraron con impaciencia. El placer de tocar aquel culo de
proporciones idóneas volvió loco a Aurel. El joven comenzó a respirar con
fuerza y a verter el cálido aliento directamente sobre la polla de Conay, que
seguía atrapada entre sus dientes. Aurel empujó el culo del otro hacia sí
mismo, hizo que su cintura (así como su pene) se apretara contra la boca. El
miembro se estremeció de nuevo y liberó una nueva gota de placer que Aurel
lamió a través de la ropa.
No había marcha atrás, resultaba imposible detenerse. Aurel agarró el
calzón de Conay y lo bajó. La polla del bárbaro se despegó del cuerpo para
apuntar a la cercana boca de Aurel, aunque un hilo espeso y blanquecino
siguió conectando la pierna con la punta del glande. Aurel lo lamió sin la
menor duda. Hacía pocas horas que le había visto la polla de cerca, levantada
y todavía con restos de semen. Ahora nada ni nadie podían impedir que se la
comiera, el joven sabía que lo haría aunque en ese preciso instante apareciese
un guardia a su espalda y lo amenazara de muerte.
Las manos de Aurel regresaron al trasero de Conay, ahora desnudo. A la
perfección de su forma había que sumar el inimitable tacto de la piel humana,
y la satisfacción de manejar cada nalga por separado, pues ahora las unía o
las separaba según su conveniencia.
Aurel lamió sobre la pierna allí donde la polla había liberado líquido;
chupó la zona hasta apoderarse del más mínimo resto. Luego hizo lo propio
alrededor del miembro, ya fuera en las piernas o en el pubis. Movía la cabeza
de un lado al otro, besaba con pasión, restregaba una lengua cargada de fluido
por todas partes. A cada movimiento rozaba la polla sin cesar
deliberadamente, ya fuera con la cabeza, con los labios o con la lengua. A
veces el joven la lamía o la mordía con levedad. Por su parte, Conay empezó
a retorcerse, pues estaba despertando.
Sabedor de que no disponía de todo el día, Aurel se colocó frente al
glande. A pesar de que su respiración era agitada hizo un esfuerzo por tomar
aire. Se relamió los labios, abrió la boca y comenzó a engullir el miembro de
Conay. Avanzó despacio pero sin detenerse. El bárbaro respondió con
silencioso fervor, al penetrar el glande en la boca ajena su polla se agitó de
nuevo y vertió sobre la lengua un poco de líquido, resultado de la excitación.
El joven siguió adelante, centímetro a centímetro, hasta que los labios
alcanzaron la base del pene y la boca de Aurel quedó colmada de la henchida
carne.
Entonces se escuchó un jadeo, un sonido gutural nacido de las
profundidades del bárbaro. Era la primera vez que Aurel escuchaba gemir a
Conay. Con la polla todavía engullida por completo el joven miró hacia
arriba. El otro se mostraba inquieto, su abdomen (enorme debido a la
perspectiva) se retorcía, su pecho (enorme debido a que... era enorme) se
mecía en profundas respiraciones. Su cabeza subía y bajaba, indecisa entre la
expresión del placer y la visión de su propia polla, que de todos modos la
venda de los ojos le impedía.
Ante la quietud de Aurel (que no deseaba sacar el miembro de su boca
ni por un momento), Conay comenzó a mover la cintura hacia adelante para
satisfacer sus ansias de acción. Atado como estaba apenas disponía de
margen para ello, de modo que Aurel se retiró un poco y permitió que Conay
le metiese la polla por la boca cada vez que ejecutaba un calculado
movimiento hacia adelante. El joven planteó masturbarse, pero de ninguna
manera fue capaz de quitar las manos del culo de Conay; concluyó que lo
haría después, cuando el sabor a esperma le colmase por completo la boca.
Conay seguía jadeando de vez en cuando. Aurel concluyó que aquella
situación anómala era cosa del perfume, que los estaba excitando a los dos de
un modo que no era usual. El joven supo que estaba usurpando el papel de la
reina, quien había montado todo un sistema para aprovecharse de ciertos
extranjeros de buen ver. Su perversa majestad poseía contactos en la ciudad
que los drogaban, otros que los llevaban a las celdas y los encadenaban, y por
último doncellas que dejaban que el perfume los volviera locos de placer.
Más tarde ella acudía para comerle la polla durante todo el tiempo que
quisiera, dado que la fragancia mantenía a los presos muy excitados y por
mucho tiempo. Pero esta vez, cuando la reina llegara, los huevos de Conay ya
se hallarían vacíos. Aurel estaba convencido de ello. Al ritmo con el que
Conay jadeaba y movía la cintura no tardaría mucho en derramar su semen.
El joven observaba el atlético cuerpo acercarse y alejarse de su rostro sin
cesar y notaba la polla recorrerle la boca de principio a fin. Tras calcular la
velocidad a la que el otro meneaba la cintura comenzó a mover la cabeza en
el mismo sentido, de modo que cada vez que Conay le metía la polla él
ayudaba a profundizar la penetración. Dicha compenetración se consolidó
durante los largos minutos que duró la mamada, hasta que el joven percibió
que el cuerpo de Conay se tornaba tenso y sus músculos sólidos como una
roca.
Tres gemidos consecutivos le anunciaron a Aurel que el momento de la
verdad estaba al caer. Sin dejar de moverse ni de perder el compás miró hacia
arriba de nuevo. Vio a Conay respirar muy fuerte y con la boca muy abierta.
Luego le vio soltar un largo e intenso gemido, y entonces se corrió.
El esperma comenzó a surgir en calientes y abundantes oleadas en la
boca de Aurel. Brotó con gran ímpetu e impactó cada chorro con fuerza
contra las paredes de la boca, para luego acumularse casi hasta desbordarse.
Aurel trató de contenerlo en su totalidad, no deseaba que se perdiera una sola
gota. Hubo de tragar esperma hasta en tres ocasiones mientras la polla seguía
lanzando salvas una y otra vez.
Solo cuando el joven se lo hubo tragado todo las manos abandonaron el
apretado trasero de Conay. Aurel usó una de estas para oprimir la polla que se
había comido en busca de recibir las últimas gotas rezagadas; apretó hasta en
dirección al glande hasta obtenerlas. Con la otra mano se masturbó
rápidamente, sabedor de que se correría pronto al tener la boca aún llena de
carne y colmada del fuerte sabor del semen.
Tuvo menos tiempo del que habría deseado. La puerta que daba acceso
al lugar se acababa de abrir y de cerrar, y los pasos de una sola persona se
escucharon descender por las escaleras. Aurel se masturbó con rapidez; con la
polla de Conay todavía dura en la boca no le costó hallar motivaciones para
eyacular. Gimió varias veces mientras el semen comenzó a brotar de su polla.
Nadie lo escuchó, porque la boca permanecía cerrada en torno al miembro de
Conay (salvo quizá este último, pero de su estado mental nada se sabía en
realidad y era probable que no fuera consciente de lo que sucedía).
Tras haberse corrido, el embaucamiento propiciado por el perfume
desapareció de repente. Con la lucidez de nuevo al cargo de sus
pensamientos, Aurel se movió raudo. Tuvo tiempo de hacer varias cosas
antes de correr hacia las cercanas sombras en las que estaría a salvo. En
primer lugar liberó a Conay, pues desató los grilletes de piernas y brazos. En
segundo lugar, cerró el frasco de vidrio y se lo llevó consigo; apenas había
tenido tiempo de valorar las futuras aplicaciones de aquel líquido lila, pero
supo que las hallaría con facilidad.
Cuando la reina llegó a la celda de Conay este se hallaba libre, apoyado
en el suelo con un pie y una rodilla, y quitándose la venda de los ojos.
Todavía no se había subido el calzón. Su pene colgaba satisfecho y había
rastros de semen en el suelo (aunque ella no podía imaginar que pertenecían a
otra persona). Horrorizada al ver que su hombre ya había sido usado, la reina
entró en cólera y lanzó un grito a los guardias que aguardaban tras la puerta
de arriba. Dos hombres bajaron a toda prisa por la escalera, atentos siempre a
la voz de su señora.
Conay se hallaba confundido, no sabía dónde estaba ni recordaba nada
de lo sucedido en las últimas horas. Se subió el calzón al verse desnudo y
miró alrededor. Para cuando se decidió a ir tras la reina (a quien consideraba
culpable de su estado), los dos soldados ya habían llegado cargados con sus
escudos, sus espadas y las armaduras que lucían dentados lobos en el pecho.
Miraron al casi denudo y desarmado hombre con rostros colmados de
seguridad, pero los pobres no sabían que sus oportunidades eran escasas.
Estaban acostumbrados a tratar con prisioneros drogados, no con guerreros
experimentados capaces de darle la vuelta a las situaciones delicadas en
cuestión de segundos.
Cuando Conay arremetió contra uno de ellos, este se cubrió con el
escudo, cosa que era previsible. Conay esperaba que el impulso bastara para
tumbar al hombre en el suelo, donde no era más que una tortuga panza arriba,
incapaz de levantarse con presteza debido al peso de la armadura y a tener las
manos ocupadas sosteniendo las armas. Conay le ayudó a aligerar el peso,
pues antes de que pudiera reaccionar le había quitado la espada. La usó para
espantar al otro soldado, que apenas había comenzado a atacarle con la
propia. Cuando las espadas chocaron ambos sintieron qué tipo de fuerza
había tras el arma. El brazo de Conay, que había girado a destiempo, acababa
de neutralizar sin problemas un golpe bien dirigido y ejecutado con gran
impulso. Cuando Conay preparó el siguiente golpe el soldado ya había
comprendido que tratar de detenerlo no iba a servirle de nada. Puso el escudo
en mitad de la trayectoria de la espada, pero tras la acometida terminó en el
suelo, igual que su compañero. Conay le pisó la muñeca para que soltara la
espada. Para cuando los soldados se levantaron, el hombre desnudo y
desarmado al que tenían que reducir poseía dos espadas y ellos ninguna. De
ese modo, hicieron lo que cualquiera habría hecho en aquella situación: salir
corriendo.
Aurel emergió del rincón oscuro en el que se ocultaba cuanto todos los
demás hubieron subido. Sabía que Conay saldría del palacio sin problemas.
El pasillo que había tras la puerta conectaba con el principal y desde allí era
fácil deducir dónde se encontraba la ciudad, que relucía con el brillo
característico del cielo abierto. Los guardias de la entrada (a los que el joven
conocía bien), no se la jugarían con el bárbaro, pues valoraban mucho sus
vidas y sin duda querrían usar el dinero que le habían robado a Aurel. Si
Conay tenía la suerte de no toparse con muchos soldados a lo largo del
camino franqueado por los jardines, se ganaría la libertad muy pronto. En
cuanto a Aurel, aprovecharía la confusión generada por un plebeyo armado
con dos espadas para salir sin que nadie le prestase atención.
El muchacho agarró con fuerza el frasco de la reina y subió. Atravesó el
pasillo oscuro, siempre vacío, y fue hasta la esquina con el pasillo principal,
desde donde se asomó. Varios hombres armados salían corriendo en ese
momento hacia la entrada. No había signos de batalla, solo el sonido de
pasos. Conay ya debía de estar cerca del acceso a la plaza.
La máxima de cualquiera que tuviese un buen sueldo era conservar la
salud para gastarlo. Los guardias tenían como responsabilidad salvaguardar la
seguridad del palacio, de modo que vigilaban que nadie entrase sin el debido
permiso. En cuanto a que alguien saliese, las cosas no estaban tan claras.
Nadie podía acusar a un soldado de desobediencia por dejar que un hombre
que no debiera estar en el palacio restablezca la situación por sí mismo (más
aún si no se ha llevado nada de valor ni ha cometido ningún asesinato).
Saltaba a la vista que Conay llevaba lo puesto y nada más. Evitar su salida
contradecía toda lógica para quien tuviese aprecio a su vida.
En cuanto a Aurel, pocos podían sospechar de su aspecto angelical. Los
escasos soldados que vio apenas se fijaron en él o en el frasco que portaba en
la mano, pues nadie imaginó que se tratara del elixir afrodisíaco de la reina.
El joven no se encontró con los guardias que se habían quedado con sus
bolsas de oro, o al menos no fue capaz de distinguirlos de todos los que
corrían y daban voces en aparente desorden.
Las puertas estaban abiertas y la plaza llena de soldados que todavía
simulaban buscar al extranjero armado. Aurel salió como si nada y, llegado
un punto, arrancó a correr hacia la posada de la que había salido horas atrás.
Era importante llegar antes que Conay; era posible además, ya que Aurel
conocía bien el camino, mientras que el otro lo había hecho drogado y a
bordo de un carruaje, de modo que la lógica dictaba que no daría con la
posada con tanta facilidad. En efecto, Aurel llegó primero. Escondió sus
pertenencias, se metió en la cama e hizo ver que dormía. Cuando Conay
entró, el joven le miró fingiendo sorpresa y simuló unos ojos entrecerrados,
víctimas de un largo sueño.
Entonces Conay mostró los músculos tensos y el rostro comprimido en
un gesto de enfado. Estalló de ira al darse cuenta de que ya no poseían las
bolsas el oro. No obstante, su cólera no iba dirigida al joven, pues creyó el
bárbaro que a él también le habían drogado. ¿Qué culpa tenía Aurel de que
alguien les robara y de que le secuestraran? En todo caso, Conay se sintió
disgustado por haberse confiado y por permitir que tales cosas sucedieran.
07 ¿El brujo o el gigante?

Aurel y Conay observaron las escasas monedas que les quedaban. No daban
para mucho. Tenían que escoger entre comer y dormir, o comprar un caballo.
Lo primero significaba emprender un largo camino a pie, lo segundo hacer el
camino más corto pero sin esperanza de llevarse un plato a la boca. Aurel
dejó que el otro resolviera el dilema, no deseaba cargar con el peso de una
mala decisión. Conay optó por el caballo, en singular; con aquellas pocas
monedas podían olvidarse de comprar dos y mucho menos un carruaje.
Conay regateó con el vendedor. Tuvo la tentación de comprar el caballo
de peor aspecto pero temió que no aguantaría, de modo que compró el mejor
que pudo dentro de las escasas posibilidades que tenían. Supo que les serviría
bien.
Evidentemente la silla de montar era para uno. Conay subió y luego le
tendió la mano a Aurel, que se acomodó tras él. Sentados en la misma silla
las piernas del joven tocaban todo el tiempo las de Conay, así como el pecho
su espalda, que le resultó ancha y dura como una roca. Y la (agradable)
sorpresa de Aurel no terminaba ahí, pues cuando el caballo arrancó hubo de
agarrarse al cuerpo de su compañero para no caer. Puso las manos en su
vientre al principio, mas el bárbaro las subió para que se agarrase a su pecho
aduciendo que le molestaban las manos allí abajo. En verdad a Aurel tanto le
daba; si las dejaba en el vientre sufría la incesante tentación de bajarlas hasta
la entrepierna, mientras que en el pecho el disfrute era tan grande que ni se le
pasaba la cabeza moverlas de allí.
En aquellas condiciones ningún viaje fue lo bastante largo para Aurel. El
joven percibía de primera mano el tremendo potencial del bárbaro: sus brazos
manejando las riendas, sus piernas espoleando al animal a cabalgar... Los
cuerpos de ambos se movían al son del trote del caballo, una situación que a
la mente de Aurel (siempre tendiente a versar sobre el mismo tema) no le
costó equiparar a otra del todo distinta, una en la que los dos cuerpos se
movieran igualmente acompasados con otro fin muy distinto. El roce entre
ambos era tan continuado que llegado un momento Aurel tuvo que obligarse
a pensar en otra cosa para que no se le levantara la polla, cosa que (dada la
nula separación) Conay habría notado al instante.
El día pasó rápido y terminó por hacerse muy pesado para los tres. El
caballo, al menos, disponía de agua y alimento, pues el sustento del animal
era prioritario y formaba parte de la compra del mismo. Los viajeros no le
quitaron una sola gota de agua, conscientes de que la necesitaba toda por
cargar con dos cuerpos en mitad de aquel calor infernal.
Dado que era imposible cubrir todo el camino hasta Hertea sin detenerse
a dormir o comer, tuvieron que hacer noche en un pueblo (que no ciudad).
Vencidos por el hambre y agotados por el trote se vieron obligados a vender
el caballo; al menos el animal les había ayudado a cubrir gran parte del
camino. El comprador se aprovechó de la situación desesperada de ambos e
hizo un gran negocio: el caballo a cambio de alojamiento durante una noche y
provisiones para el día siguiente. En verdad era todo cuanto tenía para
ofrecerles y el animal era todo lo que Conay y Aurel poseían.
Tras beber durante muchos minutos y comer con abundancia, los dos
cansados viajeros entraron al dormitorio que les fue dado. Solo había una
cama pero no rechistaron, pues sabían que no había nada más para ellos;
tampoco tenían ganas de quejarse, que era un tiempo que no habrían
empleado en la provechosa tarea de dormir a pierna suelta.
Aurel se quedó parado y analizó la situación. Observó alrededor para ver
si había alguna alternativa para acomodarse, pero el suelo era duro y carecía
de alfombras. Conay no tenía ganas de discutir (de hecho, apenas había
abierto la boca desde que descubriera que les habían robado las bolsas de
oro). Se quitó la falda, se tumbó sobre la cama y al momento siguiente ya
respiraba profundamente. Aurel vio que no la ocupaba en su totalidad, que se
había puesto a un lado. Cauteloso, se hizo con el pedazo libre de la cama y
trató de quedarse dormido. Con cuidado de no tocar al otro adoptó la posición
más cómoda posible y cerró los ojos. También él se quedó dormido de
inmediato.
No obstante, fue un sueño frágil para el muchacho. Conay se movía a
menudo y cada vez que le rozaba o le tocaba Aurel se sobresaltaba. Trató el
joven de ajustarse lo más posible al borde de la cama pero fue inútil, pues los
movimientos de Conay eran amplios y despreocupados.
Justo cuando estaba a punto de quedarse dormido de nuevo, Aurel notó
la mano de Conay. El bárbaro se había puesto boca arriba, roncaba, y al
tender la mano a un lado le tocó el trasero. Había sido algo involuntario, pues
la mano permanecía como muerta sobre el colchón, pero el mero contacto
hizo que la sangre le hirviera al joven y que le copase el miembro viril por
completo.
Poco más tarde la situación se complicó (o mejoró, depende del punto de
vista). Conay se movió hacia Aurel y se puso de lado. Le pasó un brazo por
encima como si le abrazara, aunque la mano quedó colgando en el otro lado,
sin agarrarse a su cuerpo. Pese a ello el peso de su brazo sobre el costado
aumentó el estado de ansiedad de Aurel. Además, este notaba el cálido
aliento de Conay en la nuca, muy cerca.
Aurel no osó moverse ni un ápice por temor a que el otro se girara y
terminase con el involuntario abrazo. Se quedó quieto, tragó saliva y se
mantuvo con la polla tiesa. Era consciente de que aquella noche iba a
descansar, pero no a dormir.
De repente, justo cuando creía que no podía pasar nada más, percibió
algo en el culo, un cuerpo que le rozaba la nalga con una suavidad extrema y
casi imperceptible. Sin embargo, Conay no se había movido y un momento
antes nada le tocaba. La superficie de contacto creció poco a poco, así como
la presión que se ejercía sobre el trasero. Al bárbaro se le estaba poniendo
dura, seguramente por causa del algún sueño.
En cuestión de segundos Aurel se encontró con que el miembro de
Conay se hallaba plenamente erecto y apretado contra su culo. Aquello era
demasiado, no lo podía creer. Conay vestía el calzón acostumbrado y Aurel la
ropa de siempre, pero el contacto era evidente, se sentía con la misma
intensidad que si estuvieran desnudos.
Aurel se excitó de manera definitiva. Se planteó apretar el culo contra la
polla ajena, o sacarla del calzón a ver si con suerte Conay se la metía, o
incluso alcanzar el frasco de la reina y abrirlo. Sabía que el elixir lo excitaría
al máximo, que era capaz de provocarlo para que le follase durante toda la
noche; se lo había llevado exactamente para eso. Pero no lo cogió. Usarlo
implicaba levantarse y por nada del mundo deseaba dejar de notar el miembro
de Conay presionando sobre su nalga.
En un intento de comprobar hasta dónde llegaría aquella situación, Aurel
movió la mano con sumo cuidado hacia atrás. La alojó con cautela entre la
nalga y el bulto de Conay, hasta que la palma y los dedos quedaron
convenientemente adaptados a la forma del mismo. El otro seguía dormido,
roncaba con fuerza sobre su nuca. Aurel era consciente de que mientras
duraran los ronquidos gozaba de un cierto margen para actuar.
Lo siguiente que hizo el joven fue apretar la mano. La polla reaccionó
ante la leve presión con un estremecimiento que acentuó su solidez e hizo
más evidentes sus formas, pero en aquel instante Conay dejó de roncar y
Aurel retiró la mano con presteza.
Entonces Conay se movió, inmerso como estaba en la incesante
búsqueda nocturna de la máxima comodidad. Lo hizo no para alejarse del
joven sino todo lo contrario. La mano que permanecía suelta sobre Aurel se
aferró a su vientre, mientras que el duro paquete aplastó sus nalgas. La boca
del bárbaro también se aproximó a la nuca, casi hasta tocarla con los labios.
Aurel se hallaba en éxtasis. Durante minutos no fue capaz de moverse ni
un ápice. Trató de respirar con levedad a pesar de que el fuego ardía en su
interior. Se moría de ganas de sacar aquella polla del calzón y meterla en el
culo, de sentir aquellos fuertes brazos abrazarle mientras el otro le follaba sin
piedad. Terminó el joven con la boca seca mientras su imaginación se
disparaba.
Cuando volvió a escuchar los ronquidos de Conay, Aurel reinició sus
planes exploratorios. No quiso volver a palpar el bulto del bárbaro, pues este
se hallaba tan apretado a las nalgas que interrumpir el contacto a buen seguro
le habría despertado, pero podía tocar otras partes de su cuerpo. De ese modo,
la mano del joven se desplazó discreta sobre los dos cuerpos y descendió para
posarse con suavidad en el trasero de Conay. Obró con suma cautela, lo tocó
primero con la punta de los dedos y posó la palma poco a poco y sin
presionar, hasta que la mano entera terminó descansando sobre la nalga. Así
permaneció unos minutos, atento a cualquier mínima reacción. Dado que esta
no llegó la mano se movió con prudencia y pasó de una nalga a otra y de la
otra a la una. Aurel estaba tan excitado que se agarró la polla con la otra
mano y la apretó. Imaginó aquel culo en movimiento y la cintura del bárbaro
acometiéndole mientras su miembro le partía en dos.
Aurel comenzó a pajearse con el cuidado que marcaba la situación, pero
estaba tan excitado que sin darse cuenta presionó el trasero de Conay. El
bárbaro reaccionó al estímulo, los ronquidos cesaron y de su garganta surgió
una especie de jadeo. El muchacho retiró la mano enseguida y se dejó de
masturbar.
Entonces Conay apretó la cintura contra Aurel hasta que su polla se
estremeció de nuevo, mecida entre las carnes del joven. Mientras murmuraba
(o gemía, o lo que fuese que hiciera), condujo una mano al culo de Aurel y lo
tocó. El bárbaro obró con expresa intención bajo la ropa para manosearlo
directamente, lo apretó con sus fuertes y grandes dedos y rebuscó con la
intención de hallar un agujero en el que meterse. Uno de sus dedos localizó
con habilidad el ano, donde se posó.
Aurel daba por hecho que le iba a follar, pues el otro ya había ido
demasiado lejos. Estaba el joven por agarrarse la polla cuando, sin previo
aviso, Conay se detuvo. Lo hizo de golpe, como si de repente abriera los ojos
y la ensoñación en la que se hallaba se hubiese disipado. En verdad fue justo
eso lo que ocurrió. El dedo se había movido hacia la parte delantera del
cuerpo que tocaba a la espera de hallar un sexo femenino en el que jugar,
pero al no hallarlo la extrañeza hizo que el bárbaro terminara de despertar.
Conay permaneció inerte unos segundos, pensando dónde estaba y qué
hacía. En sueños había confundido el suave tacto del trasero de Aurel con el
de una fémina y había pretendido ir más lejos. Al darse cuenta de su error
simplemente se dio la vuelta y se dejó embargar por el sueño otra vez. En
segundos roncaba de nuevo, como si nada hubiese ocurrido.
Aurel, en cambio, fue incapaz de dormir, no después de lo que acababa
de suceder. Aguardó a que su compañero diera muestras de hallarse estable y
siguió con el plan. Llevó una mano a su propia polla y se masturbó con la
esperanza de que tras haberse corrido el sueño acudiría a su agotado cuerpo
con mayor facilidad. Se la peló despacio en extremo, pendiente todo el
tiempo de que, cuando llegara el momento de acelerar, el movimiento no se
hiciera evidente a través del colchón compartido. Fue difícil. La primera vez
que el joven estuvo a punto de correrse el colchón tembló y Conay dejó de
roncar. Aurel tuvo que quedarse quieto durante minutos, sobrellevó la
situación a base de movimientos minúsculos, casi inexistentes (aunque
válidos, dado su nivel de excitación), pues se masturbó sirviéndose de dos
dedos que obraron superficiales sobre el miembro. Más tarde, cuando los
ronquidos volvieron a retumbar en el dormitorio, Aurel se masturbó de
nuevo, esta vez hasta correrse. Apartó la sábana por su lado de la cama y dejó
que las salvas de semen cayeran al suelo.
Durante el angustioso momento de la corrida no se escuchó a Conay
roncar. Aurel temió que se hubiera dado cuenta de lo que ocurría, pero dada
la hora que era (indicada por la posición de la luna a través de la ventana)
dudó mucho que al día siguiente su compañero fuera capaz de acordarse de
nada de lo que había pasado. Al menos no hubo muestras de ello, pues a la
mañana siguiente Conay estaba tan normal como siempre: apático, callado y
centrado en lo que había que hacer.
Ese era el problema: que lo que había que hacer era un completo
misterio. Sin oro estaban condenados. Era imposible que lo hubiesen
obtenido en Garea, donde los guardias vigilaban las calles y estaban muy
atentos tras de la huida de Conay del palacio. Fuera de la ciudad no había
nada salvo desierto, caminos polvorientos y algún que otro pueblo sin
nombre como el que les acogía ahora. Todos esos pueblos eran pobres y nada
poseían que se pudiera robar; allí donde había la oportunidad, no existía el
premio.
Con las primeras luces de la mañana, mientras los viajeros cargaban la
comida y la bebida en unas bolsas que el posadero les había dado, este se
compadeció de su situación.
—No llegaréis a Hertea a pie —les advirtió—. El desierto ya no es tan
desolador aquí, hay zonas de matojos y caminos transitables, pero la distancia
es mucha y en ninguno de los pueblos que halléis os atenderán a cambio de
nada.
—Danos el caballo y tendremos algo con lo que pagar.
—Un trato es un trato, caballero. El corcel es mío ahora.
El hombre trataba a Conay como si fuera un señor. Aurel sospechó que
lo hacía con todo aquel que pasara por allí, fuera como fuese, y en verdad
obraba bien.
—Devolveros el caballo solo os permitirá llegar al siguiente pueblo,
nada más. Después el problema será el mismo.
—Entonces no sé a qué viene tu preocupación, si nada puede hacerse.
—Bueno, hay algo. Incluso en este lugar dejado de la mano de los dioses
existen formas de conseguir oro.
—¿Formas legales?
—Por supuesto —rió el posadero—. Aquí no hay nadie que tenga oro,
robar es jugarse la vida por nada. No hay palacios, ni templos, y la gente
carece de cosas de valor. Además, cada uno ha aprendido a servirse de sí
mismo y a no necesitar de nadie. Ofrecerse para un trabajo remunerado es de
lo más complicado en estas tierras.
Conay sabía a lo que se refería. En una ciudad grande un hombre como
él se podía dar a conocer en ciertos lugares donde se buscaba a gente capaz
de hacer trabajos duros o incluso ilegales. En aquellos pueblos perdidos, que
eran lo único entre Garea y Hertea, no había nada de todo eso. El único modo
de que un pueblerino mostrara interés en pactar era mediante un suculento
trato, como el que le había brindado un caballo sano al posadero por un
precio ridículo.
—¿Qué formas son esas? —quiso saber Conay—. No las conozco.
—Sé de alguien que podría pagar por vuestros servicios. No es gente de
este pueblo ni de ningún otro, hablo de personas excepcionales, dotadas de
poder.
—Yo no soy el payaso de nadie, no me voy a prestar a según qué cosas.
—¡Oh, no! No es diversión lo que busca ese tipo de gente, al menos no
el tipo de diversión que pasa por vuestra cabeza. No es nada que tenga que
ver con números de circo, ni tampoco con sexo. Es algo en lo que pienso que
podríais ser buenos.
Conay miró a Aurel, por si acaso el joven comprendía algo de lo que el
posadero decía, mas se topó con un rostro sumido en el estupor.
—¿Vas a decirme de qué se trata?
—¿Te suena de algo la Torre de Ébano?
Conay negó.
—Está no muy lejos de aquí, antes de que lleguéis al próximo pueblo.
Tenéis que desviaros a las montañas del sur y la hallaréis.
—¿Quién hay en esa torre? ¿Un rey?
—¡Oh, no! Cuando hablaba de una persona con poder no me refería a
poder político. Quiero decir poder real. En aquella torre vive un brujo.
Conay, que no había dejado de preparar los bártulos durante la
conversación, se detuvo y observó al hombre con severidad.
—No me gustan los brujos.
—¿Y a quién sí, caballero? A los desgraciados que le llevan oro a
cambio de conocer el futuro, a esos les gusta. Son los suficientes como para
que el brujo tenga oro hasta hartarse, pero este no le sirve para entretenerse.
El brujo se aburre en la torre.
—¿Y qué se supone que puede necesitar de nosotros?
—He de suponer que aventuras, retos, o rompecabezas.
Conay analizó las palabras una por una. Solo le gustó la primera.
—Se dice que el brujo ofrece oro a quien se preste a participar en alguna
de sus pruebas. Cuanto mayor es el desafío mayor es la ganancia.
—¿Y si se pierde? —saltó Aurel, consciente de que tal posibilidad no
rondaba con facilidad por la mente de su compañero de viaje.
—Bueno, no sabría qué decir. Imagino que el brujo se lo cobra del modo
en que mejor le parezca. Quizá sacrifica al perdedor ante los dioses para
conservar su poder, o puede que lo esclavice para que le sirva. En todo caso,
no es bueno, eso seguro.
—Entonces no comprendo que nos haga semejante recomendación —
siguió Aurel—. Nos está llevando de cabeza a una muerte segura, o algo
peor.
—Yo no les recomiendo que vayan, solamente lo menciono. Es una
posibilidad, una oportunidad, diría. De seguir transitando con los bolsillos
vacíos por estos caminos es probable que acaben muertos o esclavizados de
todos modos. Además, parecen perfectamente capaces de salir airosos de la
torre del brujo. Usted parece listo y salta a la vista que su amigo es fuerte.
Formaban un buen equipo... de nuevo aparecía la idea que Aurel había
tenido una vez, en esta ocasión mencionada por otra persona. El joven
observó a Conay y esperó verlo terminar el empaque de las provisiones para
comenzar el largo camino, pero para su sorpresa el bárbaro seguía vacilando.
—No irás a aceptar —saltó Aurel.
—Él tiene razón. Si nos vamos en estas condiciones es probable que
acabemos muertos antes de llegar a Hertea.

Les llevó medio día llegar a la encrucijada anunciada por el posadero.


Sin que hubiese cartel o indicación alguna, el camino se bifurcaba en dos
partes, una de las cuales continuaba recto y la otra hacia el sur, rumbo a un
grupo de pequeñas montañas vagamente boscosas. Habían tenido tiempo de
madurar la decisión hasta ese mismo instante. En verdad, la responsabilidad
recaía sobre Conay, que conocía mucho más las penurias del trayecto. Tras
un último momento de duda, torció hacia el sur.
A pocos kilómetros de la encrucijada ya se percibía el cambio en el
paisaje. El desierto al fin comenzaba a quedar atrás. Los matorrales a lado y
lado del camino eran cada vez más altos aunque también sombríos, como si
se hubieran quedado escuálidos y sin color a medida que crecían. Pararon
varias veces a comer y a beber, cosa que hicieron con cierto descontrol;
sabían que las reservas ya no habían de durar tantos días, pues su destino se
resolvería aquella misma jornada (o quizá durante la madrugada, ya que el sol
se estaba poniendo).
Era casi noche cerrada cuando avistaron la denominada Torre de Ébano.
Más que una torre parecía un huevo puesto de pie aunque su color sí que
hacía honor al nombre: era tan negra que daba la impresión de que la luz
desaparecía el entrar en contacto con las paredes del extraño edificio.
No se apreciaba ninguna ventana, ninguna abertura. Era un completo
misterio lo que contenía. Nada había alrededor salvo los omnipresentes
matorrales y alguna que otra pequeña criatura de movimientos rápidos y ojos
rojizos; sin duda roedores que aprovechaban la conveniente altura de las
plantas para ocultarse.
Aurel calculó que la construcción debía medir unos cinco pisos de
altura, lo que era bastante considerable para estar en mitad de ninguna parte.
La rodeó en busca de un acceso. Cuando ya había descartado encontrarlo se
topó con una mujer que les esperaba con rostro servil y las manos cogidas en
la espalda. Les sonrió. Vestía un complicado cinturón de hierro que descendía
hasta cubrir su sexo. Eso era todo, lo demás estaba a la vista incluidos unos
firmes senos y una curvas que deleitaron a Conay. Mostraba un aspecto
discordante, pues de cuello para arriba daba la impresión de ser una mujer de
mediana edad, no la muchacha bien cuidada que anunciaba el resto de su
cuerpo.
—Bienvenidos —les anunció—. El señor os estaba esperando.
—¿Sabía que vendríamos? —preguntó Conay.
—Por supuesto que sí. ¡Adelante!
La chica/mujer entró, cosa que hizo simplemente atravesando el opaco
material del que estaba hecho el singular edificio. Algo indecisos Aurel y
Conay la siguieron. De espaldas su desnudez era todavía más evidente, pues
no había nada que ocultase su trasero. Sabedora de que Conay se lo estaba
mirando se giró hacia él guarecida su cara con una leve sonrisa.
Al momento siguiente se vieron los tres en mitad de una sala. Era una
estancia corriente, de techo alto y muros de piedra, sin aberturas a excepción
de dos puertas. Ninguna de ellas era la que habían usado para entrar, que
había desaparecido misteriosamente después de usarla. Tras ellos solo
quedaba una oscura pared. Aurel se giró y la tocó para cerciorarse; era sólida,
ya no podían salir. Las otras dos puertas, que sí se apreciaban con claridad,
estaban dispuestas a lado y lado de la sala, la chica en mitad de la misma.
—Cada uno de vosotros tiene que escoger una.
—¿Qué hay tras ellas? —pidió Aurel.
—Un reto, un desafío distinto en cada caso. Una de las pruebas es para
un hombre de gran fuerza y la otra es para un hombre de gran intelecto.
—¿No podemos saber dónde está cada tipo de reto?
—No —dijo, previo paso a sonreír—. Esa es la gracia. Si acertáis y cada
uno consigue un reto a la medida de sus capacidades, tendréis una posibilidad
de sobrevivir. En caso contrario, pereceréis.
Aurel y Conay se miraron. No habían esperado que su destino se eligiera
mediante el azar, mas no podían hacer otra cosa salvo aceptar las reglas del
juego.
Dado que no existía ni la más mínima pista, pues las puertas eran
idénticas (la sala era igual en sus dos simétricas mitades), Aurel se decantó
por la puerta de la derecha y Conay se dirigió a la izquierda. La mujer
permaneció en el centro, a la espera de que se decidieran a abrirlas.
Aurel se giró hacia Conay en el último momento. Se preguntó si lo
volvería a ver. Conay miró a Aurel, sin que este supiera qué le pasaba por la
cabeza. Lo que ambos hallaron cuando cerraron la puerta tras de sí, lo
ignoraban; era oscuridad, una negrura intensa y opresora. Aun así la
presencia de suelo firme les permitió avanzar. Tarde o temprano sabrían si
habían acertado o no.
La mujer decidió guiar a Conay. No era una elección casual, por cierto.
Alrededor de la chica se apreciaba una especie de aureola de luz que permitía
que el bárbaro la viera caminar. Ella se giraba cada pocos pasos y sonreía,
mostraba con orgullo sus atractivas posaderas. Siempre iba por delante, tan
inalcanzable como un sueño. Conay la miraba, agradecido por las atractivas
formas pero sin dejar de permanecer atento a lo que pudiera suceder pues
sabía que las moradas de los brujos estaban colmadas de engaños.
De repente se encontró con que la mujer estaba justo frente a él. Era ella
y no lo era al mismo tiempo. No brillaba, de modo que no la podía ver, pero
su voz sonaba igual y su cuerpo conservaba las formas que él había visto con
los ojos, cosa que el hombre comprobó a través del tacto.
—¿Me llevarás contigo? —le susurró, como si temiera ser escuchada—.
Tienes que sacarme de aquí...
Se acercó tanto a Conay que aplastó sus pechos contra el firme torso del
hombre. Luego le cogió las manos y las llevó a sus senos. Conay los manoseó
sin reparos, los apresó con sus grandes manos. Ella bajó una mano al paquete
del bárbaro para cerciorarse de que crecía a cada instante. Tocó el bulto hasta
que estuvo bien segura de que el miembro se alzaba.
—No te arrepentirás, sabré agradecértelo —insistió.
Entonces metió la mano dentro del calzón y sacó la polla. La mano de
Conay se movió sola a la entrepierna de la chica, pero se encontró con que el
cinturón de castidad que ella llevaba le resultaba infranqueable. No había
forma de acceder a su sexo.
—Tienes que quitármelo... ¡Sácame de aquí y quítame el cinturón!
¡Libérame! —pidió mientras masturbaba al bárbaro.
Sin embargo, Conay no era hombre de escasos recursos. Agarró a la
mujer y la giró, manoseó sus nalgas en busca del orificio de su trasero. Lo
halló libre, pues el cinturón no llegaba hasta allí. Con rapidez Conay se
ensalivó el glande y lo colocó entre las nalgas. Apretó para meter la polla
pensando que ella se mostraría reticente, pero sucedió todo lo contrario, la
mujer se impulsó hacia atrás para engullir el miembro del bárbaro.
Conay le agarró los pechos de nuevo. Ya tenía toda la polla metida en el
culo de la chica cuando esta se giró hacia atrás para pronunciar un último
susurro:
—Si me lo quitas te daré tanto placer que no lo olvidarás jamás...
Dicho lo cual, se escabulló. Fue como si un pez hubiese saltado de las
manos de Conay, la tenía bien agarrada y al instante siguiente ya no estaba
allí. Su polla se había quedado en mitad del aire lo mismo que sus manos,
antes llenas de trémula carne.
Conay se colocó el miembro en el calzón y siguió avanzando a través la
oscuridad, ahora en solitario. Al final del camino (o lo que fuese, pues nada
se veía) halló una puerta. Tras ella había una sala redonda en la que destacaba
un lejano altar. El brujo permanecía sentado allí. La mujer aguardaba a sus
pies, solícita y sonriente; era evidente que se trataba de su esclava.
—Vaya, qué sorpresa —exclamó el propietario de tan extraño lugar—.
Esperaba ver al joven atravesar esta puerta. Tenía un reto preparado para él
pero veo que habéis escogido mal. Cada uno ha optado por intentar resolver
el reto del otro.
A Conay le dio un vuelco el corazón. No se sentía preparado para
enfrentarse a un brujo; los odiaba, siempre engañosos y siempre capaces de
cosas inesperadas. Ni la fuerza bruta ni el filo de la espada servían contra
ellos. Sin embargo, pronto cayó en la cuenta de que la situación debía ser
mucho más complicada para su compañero. Con angustia se preguntó qué
clase de espantosa criatura encontraría Aurel en su camino.

El joven avanzó por un camino igualmente oscuro, solo que no encontró


a nadie con quien interactuar (la esclava del brujo sabía bien a quién tenía que
convencer para que la sacara de allí). Lo que sí halló fue otra puerta y tras
ella una amplia sala circular. Era enorme, tanto que las antorchas de las
paredes (algunas de las cuales se mostraban apagadas) no alcanzaban a
iluminarla en su totalidad, ni mucho menos.
Aurel cerró la puerta y comenzó a caminar con las piernas temblorosas.
Al cabo de poco sus pies quebraron algunos huesos que había esparcidos por
el suelo, un sonido horrible que hizo que se le helara la sangre en las venas.
No quiso comprobar si eran humanos, tuvo la sensación de que era preferible
no saberlo.
Guiado por un mal presentimiento el joven dejó de moverse. Su cuerpo
se negaba a seguir pero por otro lado volver atrás no era una opción. Se
preguntó si esa era la prueba: dar muestra de una firme voluntad y seguir
adelante a pesar del miedo. Pronto descubrió que no era tan sencillo, en
cuanto levantó un pie para dar el siguiente paso. Se detuvo de nuevo al
escuchar el mismo crepitar de huesos de antes a cierta distancia, algo que no
era nada alentador, en especial porque esos otros pasos sonaban mucho más
pesados y porque el otro no tenía ningún reparo en aplastar los despojos.
Aurel permaneció inerte y expectante. Ello no formaba parte de ninguna
táctica, simplemente se hallaba aterrado más allá de toda medida. Temió que
si volvía a pisar un solo hueso el otro le localizaría al instante. De todos
modos el extraño se aproximaba a pesar de la quietud mostrada por el joven,
y sus pasos cada vez sonaban más intensos y potentes, presagio de su enorme
tamaño.
Cuando la criatura se acercó a la zona iluminada por el fuego de una
antorcha, Aurel lo vio por primera vez. El joven había esperado una especie
de monstruo, un ser más horrible incluso de lo que su imaginación era capaz
de suponer. Sin embargo, lo que vio aparecer a la luz de la antorcha fue un
rostro más o menos corriente. El espantoso ser resultó ser un hombre, uno
que medía casi cuatro metros de altura. Su semblante era del todo humano,
salvo por el hecho de que carecía de ojos; no porque se los hubieran quitado,
era su estado natural que en las oquedades para los ojos solamente hubiese
piel.
El joven dedicó un tiempo a contemplarlo, ya que el otro no le podía
ver. El ser mostraba su cuerpo desnudo, no tenía un solo cabello en el cuerpo:
ni en la cabeza, ni en los sobacos, ni en el pubis. No se trataba de un hombre
normal que era muy alto, sino de un gigante en toda regla, perfectamente
proporcionado y cuyos enormes músculos eran todo poder. El coloso iba
descalzo, se movía encorvado como si buscara algo que se arrastraba por el
suelo. Esa cosa que buscaba se llamaba Aurel y muy probablemente tenía
oscuras intenciones para con él.
El joven puso el pie en el suelo, pues todavía lo mantenía alzado y temía
perder el equilibrio. Tuvo cuidado de no pisar ningún otro hueso, pero el
simple ruido resultante de posar la planta del pie bastó para que el otro
dirigiera su ciego rostro hacia él. Al joven le dio un vuelco el corazón. A su
modo, el otro le estaba viendo. Cuando el coloso arrancó a correr Aurel
apenas tuvo tiempo de saltar hacia un lado. Horrorizado, le vio golpear el
suelo con ambos puños justo en el punto en que el joven se hallaba antes, con
tanta fuerza que el suelo se resquebrajó. De haberse quedado allí ya estaría
muerto.
Aquella no era su prueba. Era la de Conay pues solamente él habría
tenido alguna posibilidad contra el gigante; una posibilidad muy remota, por
cierto.

Conay avanzó hacia el centro de la sala dispuesto a combatir con el


brujo o a superar la prueba que este le hubiese preparado. El brujo era un
hombre de avanzada edad, vestía una larga túnica verdosa con ribetes
dorados y adornada con letras extrañas que Conay no supo reconocer.
Mostraba un rostro sereno y una mirada de suficiencia acrecentada por el
hecho de hallarse a una altura relativa. Llevaba una capucha sobre la cabeza
que formaba parte de la túnica y sobre la que lucía una corona hecha de
ramas secas retorcidas entre sí que ascendían hasta conformar algo semejante
a la cornamenta típica de los ciervos.
Apenas hizo el brujo un gesto con la ceja y durante un segundo Conay
fue incapaz de moverse de donde estaba. Cuando el bárbaro se dispuso a dar
el siguiente paso vio sus pies sobre un diminuto círculo de piedra que resultó
ser el punto más alto de una montaña imposiblemente espigada. Más allá del
círculo, en el que apenas cabían sus pies, se apreciaba una caída de
kilómetros de profundidad. Conay observó al brujo, que sonreía. Contempló a
la mujer, que también sonreía, mas no de maldad o satisfacción sino porque
era su cometido ofrecer un rostro bonito a los invitados, fueren cuales fuesen
las circunstancias en que estos se encontraran.
Conay miró alrededor. La sala no había cambiado, las paredes de piedra
y las antorchas seguían siendo igual que antes, pero al bajar la vista de nuevo
vio bajo sus pies un cielo abierto que amenazaba con darle muerte si osaba
dar un solo paso.
El brujo se alzó del trono.
—El poder de la mente es más complejo de lo que parece, verdad. Uno
sabe que algo es una ilusión pero ignorar a los sentidos no está en manos de
cualquiera. ¿O no se trata de una ilusión? Una mente como la mía, capaz de
engañar a la tuya, bien podría haber creado un cielo bajo tus pies, un cielo
real, un cielo capaz de otorgar la muerte. ¿Qué me dices, guerrero? ¿Osarás
dar el siguiente paso?
Conay dudó en un primer momento, pero no era ningún cobarde y el
orgullo le impelía a responder a las provocaciones del adversario. Alzó un pie
y se dispuso a posarlo sobre la aparente nada. Horrorizado descubrió que el
pie no hallaba suelo en el que sustentarse, se hundía en la interminable
profundidad nubosa. Volvió a ponerlo sobre la piedra y el brujo rió con
escándalo.
—¿Eso también ha sido un engaño? ¿O acaso el abismo que tus ojos ven
es más real de lo que sospechabas?
La mujer ayudó al brujo a bajar las escaleras del altar. Ambos caminaron
entonces sobre el cielo abierto y se aproximaron a donde se hallaba Conay,
pero este sabía que si trataba de acercarse a ellos caería sin remedio.
—Acércate, querida. Veamos hasta qué punto este hombre carece de fe.
Obediente, ella empezó a caminar hacia Conay, segura de sí misma y
seductora. Los pechos le temblaban a cada paso, como si caminara sobre la
piedra, no sobre el cielo desnudo. Cuando estuvo a poca distancia del bárbaro
se detuvo y se giró para mostrarle el culo. Se agachó y se abrió las nalgas
mientras le miraba, le enseñó el agujero en el que el hombre había metido la
polla minutos atrás.
Conay ignoraba qué pretendían. Por una parte creía que trataban de
hacerle caer, por la otra que se reían de él. Trató de suponer qué habría hecho
Aurel de estar en su lugar (no en vano se suponía que aquella prueba era para
el joven). Para empezar le conocía lo bastante como para saber que los
ardides de la acompañante del brujo no le habrían afectado en absoluto, pero
eso no era lo importante. Se preguntó si Aurel habría avanzado sobre al
aparente abismo o no. Lo imaginaba de pie con los ojos cerrados, caminando
como si nada sobre el cielo y consciente de que era una ilusión.
Indeciso, Conay optó por una tercera vía más acorde con su proceder.
Agarró el mango de la espada y se preparó para lanzarla contra el brujo. Este
cambió la expresión de improviso, pero no porque se sintiera amenazado sino
por otra razón muy distinta.
—¡¿Acaso piensas matar al único que puede sacaros de aquí?! ¡Jamás
pensé que serías tan necio! Habéis venido aquí en busca de oro, superad los
desafíos y lo tendréis. Matarme os dejará encerrados para el resto de vuestras
miserables vidas.
—¡Cierra la boca de una vez! —exclamó Conay al tiempo que lanzaba
la espada.
Una repentina corriente de aire procedente del cielo que había bajo sus
pies la desvió. De hecho, la espada terminó cayendo en el abismo y se perdió
en la lejana falda nevada de la montaña que se atisbaba bajo los pies del
bárbaro.
—¿Todavía no te ha quedado claro que estás a mi merced? —graznó el
brujo—. ¿No sabes que podemos hacer contigo lo que nos plazca?
—¿Y dónde está el reto, entonces?
—El reto, mi querido guerrero, está en algo que en lo que no estás muy
versado: en el uso de la palabra.
Conay torció el gesto.
—Estás atrapado. Si te mueves, morirás. Deberás quedarte quieto hasta
que terminemos contigo.
Conay relajó los músculos de su cuerpo. Permaneció de pie y erguido,
aunque temía que lo que había de ocurrir a continuación no sería de su
agrado. En aquel momento deseó cambiarse por Aurel, aun sin conocer lo
que el joven enfrentaba.

Quizá de haberlo sabido Conay habría preferido seguir en compañía del


brujo. Aurel ignoraba cómo el titán de cuatro metros lo hacía para localizarle,
cosa que no podía lograr con unos ojos que no poseía. Sospechó que se servía
del oído. El joven escrutó el suelo a su alrededor, en el punto al que había ido
a parar tras saltar para salvar su vida. Había huesos pero si llevaba cuidado
evitaría pisarlos y no sería escuchado. Era eso o quedarse lo más quieto
posible, pero la cercana presencia del gigante le aterraba de un modo
inapelable, pues este se hallaba a no más de cuatro metros de distancia. Si a
través de algún medio (como por ejemplo el olfato) daba con él, ya no podría
escapar.
El joven se levantó despacio con el corazón galopando en su pecho; rezó
para que ninguno de los huesos de las piernas le crujiera al hacerlo. El coloso
también se alzó y se encaró hacia el suelo. Movió los restos esparcidos en el
suelo con los pies esperando encontrar aquello contra lo que había lanzado
sus puños pero nada halló.
El gigante era tan humano que Aurel se preguntó si habría alguna
posibilidad de razonar con él. Se planteó que quizá comprendía las palabras,
mas los movimientos del hombre de cuatro metros se asemejaban más a los
de un animal que a los de una persona. Con tristeza concluyó que
seguramente lo habían tratado como tal durante toda su vida.
Aurel logró ponerse en pie sin ser escuchado. Se encaró hacia la criatura
para vigilar qué hacía y entonces dio un paso atrás previo reconocimiento del
terreno. Poco a poco se alejó hasta que la luz dejó de incidir en su cuerpo
(cosa que le hacía sentir a salvo, pero que carecía de sentido, ya que el otro
no se servía del sentido de la vista). El gigante permaneció en la zona donde
las antorchas cumplían su cometido. Aurel lo vio alzarse y olisquear el aire;
él sabía que había alguien más allí, pero no disponía de medios para
encontrarle. Decidió permanecer inerte a la espera de escuchar el menor
sonido.
Aurel era consciente de que la quietud le salvaba a corto plazo, pero
también de que mantenerse así no solucionaba nada, pues tenía que dar con la
salida. Haciendo acopio de todo su valor comenzó a dar pasos en dirección
contraria a donde el titán se hallaba. Dio uno y después otro, cada vez más
confiado a pesar de la ausencia de luz, hasta que su pie se topó con una
calavera. Se desvió para no pisarla, pero el cráneo le había sobrevenido de
improviso y al esquivarlo de manera precipitada perdió el equilibrio. Aurel
cayó al suelo. Lo hizo además de modo que la bolsa que llevaba atada al
cinturón impactó contra el suelo y su contenido (entre el que se contaba el
frasco de cristal de Garea) causó un ruido atronador.
Aurel vio cómo el gigante arrancaba a correr hacia él y se adentraba en
la oscuridad, después todo fue terror. Se levantó y echó a correr pero sabía
que el otro le alcanzaría en breve pues sus zancadas eran mucho mayores.
Tropezó con multitud de huesos (y otros restos que no supo identificar) que
delataron con escándalo su posición exacta. Con una angustia indescriptible
Aurel escuchó los descalzos pasos del coloso tras él.
Por alguna razón Aurel regresó a la zona iluminada, quizá porque se
sentía más seguro o porque detestaba la idea de morir sin ver en qué
momento y de qué forma se produciría el deceso. Allí permaneció, inerte, a la
espera de que su repentina inactividad despistara al coloso, pero este se
acercó peligrosamente. También se detuvo, se hallaba a la misma distancia de
antes, unos cuatro metros. Aurel temió que pudiera escuchar incluso su
respiración.
No había esperanza de huir para el muchacho. Tenía que buscar otra
solución, una que se le antojaba complicada debido a la ausencia de armas. A
no ser que...

El brujo daba vueltas alrededor de Conay, a veces con los pies sobre la
piedra, a veces sobre el cielo que el bárbaro no osaba pisar.
—Te parecerá que la palabra es un arma inútil, a ti que te sirves de la
fuerza de los músculos y del filo de las espadas, pero no la subestimes. Es la
palabra la que te tiene a un paso de la muerte. Es la palabra la que decidirá si
debes vivir o no.
La mujer permanecía quieta, dispuesta al menor servicio que el brujo
pudiera solicitar. Le dedicaba a Conay una sonrisa, aunque no había muchos
motivos para que el invitado estuviera contento.
—Si vas a usar las palabras contra mí hazlo ya. Difícilmente lo evitaré si
no puedo ir a cerrarte la boca.
—¡Oh, no es tan sencillo! No se trata de una mera ejecución, que por
otra parte ya podría haber llevado a cabo hace minutos. Es más bien un
juicio.
—¿Y debo aceptar que seas mi juez?
—En efecto, lo aceptaste al poner un pie en mi casa. Incluso antes, en el
momento en que decidiste que te jugarías la vida para conseguir el oro que
necesitas. Te quedarás ahí quieto, escucharás mis palabras y responderás a
mis preguntas. Luego yo decidiré tu destino.
—Pregunta pues. No me morderé la lengua, no te tengo miedo.
—Eso ya lo imagino. Pero no es a mí a quien tienes que temer sino a ti
mismo.
El brujo se detuvo. Sonrió y al cabo de unos momentos volvió a caminar
en largos círculos alrededor del cielo que amenazaba a Conay. Se mostraba
concentrado, como si hablara solo o viese cosas que nadie más veía. Pasados
unos minutos volvió a manifestarse:
—¿Te sientes orgulloso de ti mismo? —le preguntó.
—Claro que sí. Hago a cada momento lo que se tiene que hacer.
—Lo que tienes que hacer en tu propio beneficio, no en el de los demás,
desde luego.
—El mundo es un lugar cruel, anciano. Si sacaras la cabeza de esta rara
casa que tienes lo sabrías.
—Lo sé, mi estimado guerrero, lo sé. Mis ojos ven mucho más allá de
estas negras paredes. El mundo es un lugar cruel, ciertamente. Pero la
crueldad no es algo que exista sin más, es algo que se genera, algo que tiene
causa y que tiene responsables. ¿Eres consciente de tu propio papel en esto de
lo que te hablo?
Conay no supo qué decir.
—¿No respondes? Pensé que no tenías miedo de la palabra.
—Soy tan cruel como cualquiera. Si no lo fuera ya estaría muerto. ¿No
lo han sabido ver esos ojos tuyos?
—Eso que dices es muy relativo. Lo que mis ojos han visto es que hace
poco cortaste con tu espada la mano de un hombre que pretendía tu oro.
¿Acaso sabes lo que fue de ese hombre?
Conay negó. Sabía que se refería a uno de los ladrones de Fostea que les
persiguieron a él y a Aurel, que les obligaron a internarse en el desierto antes
de hora.
—Murió, por supuesto. Cuando sus compañeros lo llevaron de vuelta a
la ciudad ya había perdido mucha sangre. En todo caso su herida se infectó y
terminó falleciendo al tercer día, en su casa, rodeado de su mujer y sus dos
hijas. Ahora te pregunto: ¿era necesario que le cortaras la mano? ¿No podías
haberle cortado un dedo, uno que no necesitara para alimentar a su familia?
¿No podías simplemente haberle mostrado la espada y amenazarle para que
os dejase en paz?
—Todo eso suena muy bien, pero si los demás no se lo hubieran llevado
corriendo a la ciudad habrían seguido tras nosotros y quizá nos habrían dado
muerte. No hables como si las vidas de ellos valiesen más que las nuestras.
—No has respondido a las preguntas. Quizá desconocían que estabais
armados, o quizá bastaba con mostrarles la espada para que se rindieran.
—Quizá, quizá... ¿No sabes decir otra cosa? Extraño juicio es este en el
que solo se especula.
—No obstante, así fue como murió tu padre. ¿Me equivoco?
Conay se giró de golpe pues en aquel momento el brujo se hallaba a su
espalda.
—Murió por las heridas que recibió al intentar robar para alimentaros a
ti y a tu madre. No le culpo. Antra es un reino pobre, a veces no hay otra
forma de sustentar a una familia. Tú mismo asististe a su final. Viste cómo
sufrió intensos dolores durante dos días antes de rendirse a la muerte... igual
que el hombre de Fostea al que heriste. Luego, tu madre se vendió como
esclava para darte la oportunidad de que te fueras de allí. Desde entonces te
has hecho muy fuerte, has sobrevivido (que ya es mucho), pero me pregunto
si en el proceso has olvidado quién eres o de dónde has salido. Causas en los
otros el mismo dolor que una vez fue tuyo. ¿Acaso sabes qué será de las hijas
del hombre al que mataste?
El brujo se situó frente al rostro de Conay, que se mostraba comprimido
en un gesto de completa insatisfacción. Le miró con dureza mientras
ejecutaba su primera sentencia.
—Repartes el mismo dolor que sufriste. Te consideras una persona justa
pero formas parte de la misma rueda de crueldad a la que señalas con el dedo
acusador.
Las palabras sonaron profundas como si fueran pronunciadas desde el
fondo de un pozo. Todavía no había desaparecido el eco de las mismas
cuando el circulo de piedra sobre el que se sustentaba Conay se estrechó. Los
bordes del círculo se agrietaron y cayeron, de modo que el bárbaro hubo de
juntar sus pies para evitar caer al abismo.
Conay miró atónito al brujo, sabedor de que había sido cosa suya. Este
le devolvió la mirada y la mantuvo por unos segundos. Luego volvió a
caminar en círculos pausadamente y permaneció largo rato en silencio, como
si meditara.
—Sigamos.

Aurel había hallado una posible solución para salir airoso de la situación
desesperada en que se encontraba. Mientras se maldecía por lo desdichado
que era al no disponer de armas, cayó en la cuenta de que había cosas que
podían ser usadas como tal. El joven metió la mano en la bolsa para sacar el
frasco de elixir. Lo destapó y lo puso con cuidado en el suelo. El olor dulzón
se hizo notar en las proximidades, una fragancia indefinida que hacía difícil
que se localizara el origen de la misma, pues se extendía con rapidez. Ello
mantuvo a Aurel a salvo, al menos por el momento.
El gigante seguía husmeando en las proximidades del joven pendiente
de cualquier pista que le permitiera darle caza. Aurel observó como el elixir
comenzaba a afectarle, ya que mientras el coloso daba pequeños pasos el
miembro viril se le empezó a levantar. Al principio simplemente ganó
volumen, lo bastante para que se tambaleara cada vez que su dueño daba un
paso. Al cabo de poco ascendió más y el glande del titán terminó por
liberarse del recubrimiento de piel que lo contenía.
Aurel era consciente que usar el frasco era su única oportunidad. El
gigante le encontraría tarde o temprano pero era importante que cuando lo
hiciera no fuese para matarle sino para otro menester.
Ignoraba el joven cuánto tiempo tardaba el elixir en surtir efecto, puede
que dependiera de muchos factores, como el tiempo de exposición al olor, o
la singularidad de cada individuo. Las mujeres del palacio de Garea dejaron
el frasco abierto durante varios minutos antes de que llegara la reina, supuso
Aurel que habían calculado previamente el tiempo que tardaba en conseguir
sus máximos efectos. Aurel carecía de ese tiempo. En sus erráticos paseos el
coloso estaba a punto de dar con él y era probable que cuando lo hiciese no
sintiera el deseo sexual como una prioridad sobre otros instintos a los que
estaba más acostumbrado.
Llevado por la impaciencia Aurel agarró el frasco y puso una mano en la
abertura. Lo giró para que el elixir le mojara la palma. Después llevó la
humedecida mano bajo la falda para untar la fragancia directamente sobre la
piel de su trasero.
El olor se hizo entonces mucho más evidente, hasta el punto que resultó
empalagoso para Aurel. El gigante se empezó a acercar, mas lo hizo de un
modo distinto, no como quien pretende cernirse sobre una presa; tenía
curiosidad. Y tenía excitación, cosa que Aurel supo por el tamaño de su pene,
ya del todo desarrollado y apuntando con un desmedido glande en su
dirección. A medida que el otro se acercaba Aurel advirtió hasta qué punto
era enorme su cuerpo y se dio cuenta de lo ingente que era su polla. Se
consoló al pensar que no era ningún monstruo, simplemente un hombre; uno
muy grande, el mayor que había visto jamás.
Cuando el coloso ya estaba a punto de alcanzarle Aurel se sintió más o
menos reconfortado. No daba la impresión de que fuera a matarle aunque lo
cierto es que tampoco sabía muy bien cómo actuaría. Cabía la posibilidad de
que el elixir fuese interpretado de modos diferentes, que generara distintas
formas de hambre según el afectado. De todos modos, a juzgar por el
desarrollo del miembro del gigante estaba claro que ganas de follar no le
faltaban.
El titán ya estaba frente al joven, un poco encorvado hacia abajo para
localizar con su nariz aquel olor que tanto le atraía; de caminar erguido la
punta de su polla habría chocado con el pecho de Aurel. Este no podía dejar
de mirarla. Sentía fascinación y terror al mismo tiempo, lo primero por
razones evidentes, lo segundo porque temía que el enorme hombre le partiera
en dos en caso de meterle semejante miembro.
Aurel se desabrochó el cinturón y se quitó la ropa, quería evitar que el
coloso lo hiciese de malos modos. No obstante, el hombre de casi cuatro
metros de alto no parecía ahora predispuesto a la violencia, el elixir lo había
cambiado por completo. Rodeó con su cuerpo a Aurel, todavía sin tocarle,
como si sintiera respeto o incertidumbre. Desconocía las sensaciones que le
embargaban, sufría una extrema confusión. Algo le decía que la fuente del
olor tenía que ser algo tan valioso como delicado.
Encorvado frente a Aurel (y sobre Aurel al mismo tiempo), el gigante
pasó una mano por su espalda; era tan ancha que la ocupaba casi de lado a
lado mientras descendía. Llegó hasta el culo y apretó ambas nalgas de una
sola vez.
El joven tenía el corazón a mil por hora, cabía la posibilidad de que
aquellas manos hicieran con él algo maravilloso o bien algo terrible. Las
piernas del titán eran columnas de carne, el torso, doblado sobre su cabeza,
eclipsaba la luz de las antorchas. Aurel tenía su polla justo delante, al alcance
de las manos (pues las necesitaba ambas para manejar semejante miembro).
Era imposible que se la pudiera chupar, no le cabía en la boca ni siquiera el
glande, pero se preguntó si debía masturbarle. La mano del gigante, que
removía con insistencia el culo del joven (origen del olor que lo había
encandilado), le animó a intentarlo. Sospechó que si le pajeaba y le excitaba
definitivamente, quizá se salvaría.
Aurel no era ni mucho menos inmune al elixir, que también le afectaba,
como cuando le comió la polla a Conay a sabiendas de que la prioridad era
liberarle y marcharse del palacio de Garea. Alargo las manos hacia la polla
del coloso y se la cogió. Primero usó una mano, que se posó tímida sobre el
costado del miembro viril, pero le pareció que era complicado masturbar
aquel grotesco pene con una sola mano. Se sirvió de las dos para abarcar el
diámetro del miembro (si bien lo hizo con holgura, pues algunos dedos de
una mano se cruzaron con los de la otra al abarcarlo). Comenzó entonces a
obrar para masturbarle. Lo hizo sirviéndose de amplios movimientos, las
manos se desplazaban del glande hasta la base de la polla y luego recorrían el
camino inverso.
El gigante no dio muestras de satisfacción, se mostraba empecinado en
tocarle el culo al otro. Actuaba ahora con las dos manos, con las que agarraba
y separaba las nalgas de Aurel sin recato. Su polla, en cambio, sí pareció
agradecer la masturbación. Al cabo de poco de manosear el miembro una
primera gota apareció en la punta del glande, una de aspecto vagamente
transparente. Tan fascinado se sentía Aurel por aquella polla enorme que
engulló dicha gota sin pensarlo dos veces. Abrió bien la boca y lamió la punta
del glande. Se llevó consigo la gota, que se mostró reticente a desprenderse
del miembro hasta el punto en que se convirtió en un denso filamento.
Después Aurel siguió lamiendo el glande en largas pasadas sin que sus manos
dejaran de trabajar el resto del pene.
El joven deseaba más, se volvía loco al imaginar que aquella monstruosa
polla se pudiera correr en su boca y la llenara de esperma incontables veces.
Sin embargo, el coloso se hizo con la iniciativa, agarró a Aurel por la cintura
con sus manazas y lo giró en el aire. Luego se irguió y condujo el culo del
joven a su boca, deseoso de poseer aquello que le había robado el sentido con
su fragancia. Tanta saliva se había acumulado en la boca del gigante que nada
más abrirla para sacar la lengua esta comenzó a caer sobre el trasero del
joven. Tras el líquido espeso y caliente lo siguiente que notó Aurel fue la
lengua del hombretón surcar sus nalgas en largas pasadas (en verdad le
bastaba con un solo lametón para recorrer cada una de ellas por entero).
Aurel mantuvo las piernas abiertas para facilitarle el acceso. El otro
parecía cada vez más excitado, movía boca, nariz y lengua sobre y entre las
nalgas del joven en busca de aquel olor que lo enloquecía. No le costaba
ningún esfuerzo sostener al joven boca abajo, dada su fuerza y el poco peso
del muchacho.
Aurel sentía al hombre amorrado a sus nalgas, escuchaba el sonido de la
saliva en acción, así como la respiración agitada y condicionada por el
constante uso de la lengua. No se encontraba en una posición cómoda pero
había motivos de sobra para ignorar tal circunstancia. Por ejemplo, que el
grandioso hombre había localizado su ano y se entretenía con él. Pasaba nariz
y boca por encima y lo besaba. Cuando introdujo la lengua en el interior del
mismo Aurel la percibió como si esta fuera la polla de una persona corriente,
pues le entró igual de larga y profunda, además de que estaba perfectamente
lubricada. Gimió y abrió las piernas un poco más, deseoso de que la metiera
bien adentro. El gigante posó los abiertos labios sobre el ano y empujó con la
lengua, cosa que provocó intensos jadeos en el otro.
Dado que la polla del coloso apuntaba hacia arriba, el joven se encontró
con que llegaba a ella en su actual posición. La cogió de nuevo con ambas
manos y la siguió masturbando. La polla reaccionó estremeciéndose, liberó
una nueva gota de placer que Aurel lamió igual que había hecho con la
primera. Luego abrió bien la boca para tratar de engullir el glande. Poco a
poco sus labios recorrieron la esponjosa y rosada punta, hasta que lo
consiguió. Tenía la boca muy forzada y no le cabía nada más pero se sentía
feliz tras conseguirlo, en especial cuando comenzó a masturbar la polla con
ambas manos de nuevo, deseoso de que llegara el momento de recibir lo que
imaginaba como una interminable sucesión de oleadas de semen.
El gigante se volvió loco de placer, comenzó a respirar con fuerza por la
nariz estando su boca cerrada sobre el culo de Aurel. Ya fuera moviendo la
lengua en el interior del ano o bien metiéndola y sacándola del mismo, no se
había separado de este desde que lo descubriera. La nariz le quedaba justo
sobre las nalgas, donde Aurel había esparcido el elixir y donde el gigante
podía olerlo con mayor intensidad. Además el joven le estaba comiendo la
polla, de modo que la excitación del titán tenía que ser máxima.
Dado que Aurel no llegaba demasiado bien a su polla, el hombre actuó
en consecuencia y se agachó un poco para facilitar la mamada. El joven lo
agradeció, mantuvo el glande alojado en el interior su boca y mezcló la saliva
con las ocasionales gotas de placer que se liberaban, cada vez más densas y
frecuentes. Lo masturbaba con mayor holgura ahora sus manos alcanzaban
hasta la base del miembro. Este era tan grande que sentía que masturbaba
algo semejante a un grueso brazo.
La situación siguió invariable durante algunos minutos. A veces el
coloso sacaba la lengua del ano para lamer las nalgas, pero la mayor parte del
tiempo la mantenía en el interior de Aurel y le colmaba con su saliva. El
gigante seguía excitado más allá de toda medida, no solo se hallaba lo más
cerca posible de la anhelada fragancia que había despertado sus dormidos
instintos sino que además su polla estaba siendo usada por unas manos y una
boca que sabían lo que hacían.
Aurel comenzó a masturbarle más deprisa. Notaba la tensión creciente
en el miembro, así como la agitada respiración nasal del descomunal hombre.
Quería que se corriera, deseaba su esperma lo antes posible.
De repente, mientras la lengua ajena le follaba el culo con mayor ímpetu
que nunca, el joven notó que el miembro del gigante se tensaba al máximo y
se preparó para recibir aquello que tanto ansiaba. El coloso sacó la lengua un
momento, necesitaba coger aire. Lo usó para gemir de manera prolongada, un
sonido que retumbó poderoso en las paredes pero que al mismo tiempo
resultó ser de lo más humano, pues fue expresión del máximo placer. Aurel
sintió la polla pulsar con vigor entre sus manos. Al instante siguiente una
oleada de semen le inundó la boca por completo. Rápido de reflejos, el joven
se tragó lo que pudo, mas la boca estaba demasiado llena porque parte del
propio glande se hallaba en el interior de la misma, de modo que el esperma
comenzó a caer al suelo. Todo ello sucedió en un instante, pues solo había
sido el primer chorro.
Consciente de que era imposible manejar aquella cantidad de semen,
Aurel dejó que el glande saliera de su boca, justo mientras el segundo chorro
brotaba. Lo encaró hacia su abierta boca con la esperanza de atrapar los
siguientes. El tercero le entró de lleno, impactó con fuerza en la boca y la
llenó de una sola vez. Mientras se lo tragaba la cuarta salva se esparció sobre
su rostro y resbaló desde el mismo hasta el suelo, donde se estaba formando
un charco blanquecino.
Las siguientes descargas ya no fueron tan abundantes. Mientras el
gigante recuperaba el aliento y sostenía a Aurel en las alturas, el joven volvió
a amorrarse al glande y siguió masturbando aquella monstruosa polla.
Consiguió hacerse con las últimas dosis de esperma, que engulló con ansia.
Después lamió incansable el glande y aguardó hasta obtener cada gota de más
que pudiera salir.

Conay apenas podía moverse, se veía obligado a mantener el equilibrio


constantemente para no caer al abismo. Permanecía siempre atento a sus
propios pies, de modo que eran raras las ocasiones en que se permitía
contemplar el lento paseo del brujo a su alrededor o el siempre amable rostro
de su sirvienta.
Puesto que el brujo había permanecido callado durante minutos el
bárbaro se concedió la licencia de fijarse un momento en ella. Posó la mirada
en su rostro apenas un segundo, pero se cansó pronto de su expresión
prefabricada. En cambio, los firmes y redondos pechos le ofrecían un
panorama más atractivo.
—¿Los deseas? —le preguntó el brujo.
Conay desvió la mirada hacia el anciano, que insistió:
—Vamos, no seas tímido ahora. No has dejado de mirarlos desde que la
viste por primera vez. Incluso se los has tocado. ¿Quieres volver a hacerlo?
No es ninguna trampa, te lo aseguro.
A un gesto del brujo la mujer se aproximó a Conay, caminó sobre el
cielo como si el abismo no fuera con ella. Dado que el bárbaro desconfiaba
de la situación y no reaccionó, fue ella misma quien cogió una de sus manos
para guiarla hacia los pechos. Después hizo lo mismo con la otra hasta que
Conay se encontró toqueteando las dos tetas con ambas manos. Cada vez que
las apretaba la mujer jadeaba embargada por el placer. El bárbaro se relamió,
a pesar de lo tenso de la situación (en general) la polla se le puso dura en el
calzón.
—Fue una buena adquisición —seguía el brujo—. Tiene los mejores
pechos que se han visto jamás.
Conay se sobresaltó, pues su voz había sonado muy cerca. Se giró para
toparse con el viejo y agrietado rostro del anciano a su lado. Soltó los pechos
de la esclava al momento.
—No te detengas, sigue tocándoselos, por favor. Me halaga que te
gusten tanto como a mí.
Conay volvió a poner sus manos sobre los senos, pero permaneció
pendiente del brujo. Sabía que tarde o temprano la trampa saltaría. Sabía
también que si el círculo de piedra se volvía a reducir caería al vacío y, según
le había asegurado el anfitrión de la oscura casa, ello implicaba su muerte.
El brujo rodeó a la mujer. Cuando estuvo a su espalda miró su trasero y
llevó una mano hacia el mismo. Le palmeó una nalga y luego le abrió la otra
hasta mostrar su ano.
—Su culo también es espléndido, como bien has podido comprobar
antes. Ella pensaba que no os estaba observando pero mis ojos llegan a todas
partes. Vi cómo le metiste la polla. Realmente le gustó. A veces cuesta saber
cuándo es realmente ella y cuándo no lo es, ya que al ser mi esclava está
condenada a ofrecer siempre una sonrisa y a mostrarse servicial hasta límites
insospechados. Pero cuando te ofreció su culo lo hizo de veras y cuando
sintió tu polla dentro su gemido fue genuino. Sin embargo su culo y sus
pechos no son lo mejor de ella; tampoco su boca, que quizá algún día tengas
ocasión de probar. Lo mejor de mi sirvienta está aquí dentro —dijo, posando
una mano sobre el cinturón que ocultaba el sexo de la mujer—. ¿Quieres
verlo?
Conay no respondió, ignoraba dónde estaba la trampa, mas el brujo
tomó la decisión por él: pulsó un botón que había en el cinturón, uno que
estaba a la vista y que en apariencia podría haber apretado cualquiera. Al
momento siguiente se escuchó un ruido mecánico, un leve ajuste. El cinturón
se abrió, incluida la parte que cubría la entrepierna de la mujer.
Hacía mucho tiempo que ella no mostraba el sexo al aire libre. Abrió
mucho los ojos y miró a Conay con una expresión entre sorprendida y
anhelante. El bárbaro clavó los ojos sobre el vello púbico de la mujer. Su
mano se movió sola hacia allí, acarició su sexo y pasó los dedos entre los
pliegues del mismo. No tardó en introducir uno en el interior y empujar con
decisión hasta el fondo.
La mujer enloqueció. No se movió ni un ápice salvo por la cabeza, que
ascendió, y sus ojos, que se pusieron en blanco. El gemido que brotó desde
las profundidades de su alma retumbó en toda la sala.
—Esto es lo mejor de ella —aseguró el brujo—, pero no puede usarlo
aquí.
El anciano quitó la mano de Conay del sexo de la mujer. Luego volvió a
ajustar el cinturón de castidad para cubrirlo.
—Mientras lo lleve puesto será mi esclava, pero no le puede ser quitado
mientras se halle en estas paredes, no más que unos pocos segundos, o
moriría. Por eso te rogó que te la llevaras de aquí, porque de otro modo no
será libre de nuevo. Muchas manos la han tocado, muchas pollas han entrado
en su cuerpo, pero su sexo permanece siempre encerrado. Esa es la esencia de
mi poder sobre ella.
El brujo miró a Conay de arriba abajo.
—¿Quieres follártela? —le preguntó—. ¿Quieres llevarla lejos de aquí y
quitarle el cinturón? Digas lo que digas la respuesta es evidente. Tu polla
responde por tu boca, pues luce dura como una roca.
—¿Pretendes que me la lleve a ella en vez del oro que he venido a
buscar?
—No, el oro será tuyo... si sobrevives.
—¿Y ella? ¿Por qué habrías de dármela, si dices que te pertenece?
—He tenido cientos de esclavas a lo largo de mi vida. No me apena
deshacerme de ninguna de ellas, otras vendrán a sustituirla a su debida hora.
—¿Y a qué se debe ese ofrecimiento? ¿Permitirás que me la lleve sin
más?
—Si es lo que más deseas, sí —afirmó el brujo, con cierto tono
enigmático.
Conay comenzó a prever la trampa que llevaba minutos esperando.
—Lo deseo.
—¿Más que a cualquier otra cosa?
—Deseo la comida para alimentarme y el oro para sobrevivir. A ella la
deseo para darme placer. Son cosas distintas.
—Te pregunto si ella es lo que más deseas para que te de placer.
Conay dudó.
—Vamos, has visto su cuerpo —apuntó el brujo—, has probado su
entrega. Te aseguro que tras tantos años de encierro su coño será más que
agradecido contigo. Te dará más placer que ninguna otra mujer... pero me
pregunto si es eso lo que realmente anhelas.
—No sé a dónde quieres llegar a parar.
—¿De veras no lo sabes? —exclamó el brujo, alzando las cejas.
De nuevo se alejó de Conay para volver a dar largas vueltas a su
alrededor. Mandó a la sirvienta que también se alejara. Tras unos minutos
que para Conay resultaron angustiosos el anciano volvió a hablar:
—No han sido labios de esta mujer los que han probado tu esperma en
Garea. No ha sido el recuerdo de su cuerpo lo que te ha atormentado durante
las últimas noches. Ahora dime, guerrero. ¿Realmente es esta mujer a quien
más deseas?
Conay no sabía de qué le hablaba. Ignoraba lo que había pasado en
Garea, más allá de haber despertado drogado frente a la reina y con evidentes
signos de que alguien se había servido de su miembro viril. Respecto a los
sueños, no los recordaba. En cambio miraba los pechos de la esclava y era
incapaz de negar con rotundidad que los anhelaba.
—Sí —contestó.
Pensó que si se mantenía firme el brujo quizá se la entregara. Realmente
la deseaba, el anciano no podía acusarle de mentir. No obstante, el brujo
volvió a situarse frente a los ojos de Conay con rostro severo y su voz se
escuchó de nuevo profunda, como justo antes de su primer veredicto.
—¡No sabes nada, guerrero! ¡No sabes nada de ti mismo! Primero
traicionas tus propios principios y ahora simulas desconocerte.
El escaso suelo en el que Conay se sustentaba comenzó a temblar. El
bárbaro se vio a sí mismo cayendo en el olvido, ya que si el círculo de piedra
se reducía más ya no habría espacio en el que sustentarse.
No obstante, el brujo se detuvo en el último momento. Sus poderosos
ojos abandonaron la plataforma de roca así como su deseo de derrumbarla. Se
posaron sobre la esclava. Luego se quedaron mirando a la nada y escrutaron
más allá del tiempo y del espacio. Vio el destino de aquella mujer relacionado
con claridad con el del acusado. Se dio cuenta de que iba a ser por causa de
ella que el bárbaro comenzaría a atisbar la verdad sobre sí mismo.
El anciano se calmó de forma súbita. Su voz recuperó la normalidad, así
como la expresión de su rostro, que dejó de asemejarse a la de un dios
colérico. Al parecer las cosas debían seguir el curso que él mismo había
propuesto. El brujo se dijo para sus adentros que todavía había remedio para
que aquel montón de músculos comenzase a ser una persona con algo de
coherencia.

Aun cuando dejó de salir semen de la polla del gigante Aurel no se


desprendió de ella; no deseaba hacerlo, seguía fascinado por su enormidad.
Con una boca colmada del esponjoso glande y de sabor a esperma continuó
masturbándole como si pretendiese lograr que al otro le quedasen los huevos
vacíos.
El sentimiento era mutuo, la polla del inmenso hombre no había
menguado en tamaño e intención tras la primera eyaculación. Seguía
henchida, bien dispuesta a ser manoseada y mamada hasta la saciedad,
aunque el gigante se había cansado de meterle la lengua por el culo y ansiaba
ir más allá. Continuó sosteniendo a Aurel boca abajo con cuidado de que
pudiera seguir comiéndole la polla, pero en vez de servirse para ello de las
dos manos lo rodeó con un solo brazo, que usó para apretarlo contra su torso.
Aurel sintió el caliente y firme cuerpo del otro asido al suyo, y así
permaneció, meciéndose en su respiración. Lo siguiente que notó fue un dedo
del titán penetrarle el culo, pues este había dispuesto de una mano
expresamente para ese cometido.
Era un solo dedo pero tenía el tamaño de un pene de tamaño medio.
Aurel gimió al sentirlo entrar, cosa que ocurrió sin cesar, pues el gran hombre
usó el índice para follarle. A veces, cuando se lo metía decidido hasta el
fondo, Aurel gritaba y se retorcía, pero la mayor parte del tiempo lo pasaba
amorrado al glande, pendiente de atrapar cualquier gota que este pudiera
liberar. Le masturbaba con intensidad, la misma con la que el otro le metía el
dedo. Estaban concentrados cada uno en su respectiva tarea, el hombre de
cuatro metros obsesionado con el culo del joven, el otro con la polla del
gigante. El dedo entraba y salía con rapidez, la saliva se acumulaba en la boca
de su dueño, que le caía en largas gotas por las comisuras, mientras la de
Aurel estaba seca.
Esperaba el joven recibir pronto los siguientes chorros de esperma,
sabedor de que su particular amante volvía a excitarse más allá de toda
medida. Percibía mejor las sensaciones de su extraño amante ahora que su
cuerpo entero se mecía a cada respiración del titán, pues lo sentía tomar aire
con mayor frecuencia a cada momento y expulsarlo de un modo cada vez más
audible. Consciente de la creciente excitación del coloso, Aurel le agitaba la
polla con renovada intensidad, con el glande de nuevo alojado por entero
dentro de la boca.
Sin embargo, no tuvo el muchacho ocasión de volverse a tragar su
semen pues el enorme hombre decidió cambiar de postura. De repente supo
que le apetecía correrse en otra parte, una que había tenido tiempo de conocer
muy bien. Con sus grandes manos no le costó nada colocar el cuerpo de
Aurel a su conveniencia. Lo puso en el suelo y tumbado boca arriba.
Aurel se dio cuenta entonces de la verdadera envergadura de aquel
extraordinario ejemplar de ser humano. En un primer momento lo vio
erguido, tan alto que apenas atisbaba su lejana cabeza. Su cuerpo, sombrío a
la escasa luz de las antorchas, se asemejaba a una montaña de carne. Más
abajo, el miembro viril lucía como un auténtico mástil, un arma masiva lista
para la acción. Aurel lo (ad)miró con espanto. Por primera vez desde que
destapara el frasco de elixir tenía miedo, un pánico atroz. Temía lo que el
gigante pretendiese hacer con semejante pene, pues no estaba seguro de ser
capaz de soportarlo.
Resignado, el joven dejó que el otro le agarrara por un tobillo y alzara
parte de su cuerpo. Lo hizo en la medida justa para que la polla quedara
encarada hacia el culo con el que había jugado antes. Aurel apretó los dientes.
El coloso agarró cada una de las piernas del joven desde la base, que era la
parte más gruesa de la extremidad (aunque para él fue como agarrar el mango
de una espada) y comenzó a apretar hacia sí mismo. La polla, lubricada pero
grandiosa, empezó la penetración.
Todavía no había entrado medio glande cuando Aurel comenzó a gritar.
El otro no tuvo mucha consideración por su dolor, siguió empujando decidido
a satisfacer su más hondo deseo. El joven hizo lo posible por soportarlo.
Quizá hubiera podido tolerar el tamaño de la polla de haber tenido el tiempo
y el cuidado necesarios, pero el coloso no atendía a razones. El joven tuvo
que resistir, consciente de que lo peor aún estaba por venir. El único consuelo
fue el de pensar que llegaría un momento en que su culo se acostumbraría al
estremecedor tamaño del pene.
El glande terminó de entrar. El ano se cerró sobre el cuerpo de la polla y
lo aprisionó con fuerza, como si tratara de impedir el avance del mismo. No
obstante, el gigante comenzaba a disfrutar de veras de la penetración, pues
gozaba mientras el glande recorría el interior del joven. Se mantuvo firme al
tiempo que aproximaba (inflexible) las piernas de Aurel a su cuerpo. Este
sentía como si la criatura le partiera en dos. Se vio en la disyuntiva de tratar
de soportar el dolor o bien intentar mitigarlo. Abrió las fosas nasales tanto
como pudo, inhaló los vapores del elixir para que le ayudaran a convertir
aquel suplicio en un indecible placer. Luego dirigió los ojos al desmedido
hombre y contempló su ingente figura manejarle a placer, así como su lejano
rostro comprimido en un gesto de gozo. Mostraba la boca abierta, una boca
de la que caía saliva para luego resbalar sobre su fuerte pecho. La polla
avanzaba y él jadeaba.
El hecho de observar el cuerpo grande y fornido cambió la percepción
que Aurel tenía de la situación. Trató de hacerse uno con él y de compartir su
placer. Sin duda el efecto del elixir tuvo mucho que ver con ese cambio, ya
que Aurel consiguió transformar en cuestión de segundos un tremendo dolor
en placer absoluto. Cuando el otro le hubo metido la polla entera no solo se
sintió colmado sino que se sintió completo. Entonces compartió con el coloso
un gemido de satisfacción y de total consecución.
Permanecieron inertes durante un largo momento que ambos saborearon.
Luego el desmesurado hombre cubrió el cuerpo de Aurel y para el joven fue
como si una espantosa sombra amenazara con aplastarle. El titán posó manos
y rodillas en el suelo y se preparó para darle por el culo a placer. Aurel
apenas veía nada, los brazos y la cabeza del gigante quedaban lejos de su
alcance. Si miraba hacia arriba se encontraba con que su grandioso pecho
eclipsaba toda la luz. También veía su vientre y por último la base de la polla,
que apenas atisbaba.
El joven permanecía expectante, ignoraba cómo podía desarrollarse
semejante follada. Mantuvo sus propias piernas bien abiertas y (lleno de
curiosidad) llevó sus manos al cuerpo que lo cubría. Acarició su pecho
(inabarcable) justo cuando el coloso comenzaba a mover la cintura con cierta
levedad, todavía calibrando la conveniencia de la postura. La monstruosa
polla comenzó a salir y entrar despacio de su culo. Luego Aurel palpó su
torso y lo rodeó para alcanzar la espalda. Tan ancha era que no pudo unir sus
manos sobre la misma pero le bastó para notar la agitación del titán: si tocaba
la parte alta de su espalda percibía firmeza, en cambio si descendía con sus
manos al trasero hallaba un movimiento cada vez más intenso.
Cuando el gigante llegó a cierto ritmo, Aurel no pudo evitar que sus
gemidos retumbaran en las paredes de aquella extraña sala; eran gritos más
bien, coincidentes todos ellos con cada una de las acometidas. Aurel procuró
hacerse con todo el elixir que fue capaz, lo necesitaba para disfrutar de una
experiencia que, de otra forma, le habría resultado insoportable. Sus manos se
aferraron con fuerza a la espalda del titán, en lo que suponía su único punto
de apoyo aparte del suelo. Las embestidas eran tan potentes que lo sacudían
con violencia a cada envite.
El joven notaba la polla tan ancha y tan profunda que se preguntó si
alguna vez sería capaz de disfrutar de una convencional o si a partir de aquel
momento todas le parecerían diminutas en comparación. El ritmo siguió
aumentando. Llegado un momento el gigante soltó un breve jadeo, uno que
sonó grave y gutural, como nacido en el fondo de una profunda caverna.
Aurel lo percibió en su propio interior, se transmitió a su cuerpo desde las
manos posadas en el torso del gran hombre. Se sentía uno con él y compartía
su creciente placer. Trató de abrir al máximo las piernas, ahora que la polla le
penetraba más rápido que nunca. Bajó las manos desde la espalda al trasero
del coloso, aunque no llegaba bien ni hubo forma de que lo pudiera abarcar
en su totalidad; no le importó, le bastaba con acompañar sus movimientos.
Se escuchó un extenso gemido en boca del titán. Ya faltaba poco para
que se corriera, cosa que era evidente por la rapidez con la que le daba por el
culo, de modo que Aurel se preparó. También él estaba excitado más allá de
toda medida, solo que le era imposible masturbarse, pues necesitaba ambas
manos para anclarse al cuerpo del gigante y así soportar las crecientes
embestidas. La única duda del joven era si seguir agarrado a su culo o volver
a aferrarse a su torso, que le otorgaba una mayor estabilidad; la necesitaba
para resistir las acometidas, por mucho que le encantara asirse a sus nalgas.
De ese modo, subió las manos de nuevo a la enorme espalda del hombre, un
firme bastión de tenso músculo al que se agarró con todas sus fuerzas. La
renovada estabilidad le permitió abrir un poco más las piernas, con lo que el
joven invitaba al miembro ajeno a meterse hasta lo más hondo de su ser para
soltar allí todo su esperma.
El tercer gemido del gigante fue largo. Aurel lo escuchó a lo lejos (pues
la cabeza del otro se hallaba a una distancia considerable dadas las
circunstancias) pero lo notó de nuevo a través de las manos, pues el torso al
que permanecía asido vibró. Después vino un cuarto, mucho más intenso, que
se mezcló con un quinto y con un sexto. Entonces Aurel percibió la polla
soltar el semen, supo que le llenaba en largos y cargados chorros, como los
que se había comido antes o más abundantes quizá. También él gimió
largamente, poseído como estaba por el elixir y compenetrado con el placer
de su desmesurado amante. Sin embargo no se corrió, no tuvo ocasión. El
joven continuó anclado a la espalda mientras su cintura seguía agitándose,
ahora más despacio, al tiempo que el esperma se derramaba en su culo chorro
tras chorro. Después se aferró a un pecho que se henchía con fuerza mientras
el gigante recuperaba el aliento.
Aurel rezó para que el otro no se sintiera con fuerzas para una tercera
eyaculación; pese a los efectos sedantes y excitantes de los vapores del elixir,
no estaba seguro de poder resistirlo. Tuvo suerte. Cuando la polla salió de su
culo el coloso se estiró en el suelo con una evidente disposición relajada.
Aurel hubo de sobreponerse a la extraña sensación de percibir su culo
súbitamente vacío. Enseguida se levantó y miró al otro, que permanecía
tumbado boca arriba y con sus inexistentes ojos mirando a ninguna parte, el
pecho sometido a una honda respiración, y la polla a medio camino entre la
acción y el reposo. Aurel observó esta última parte unos momentos. Todavía
estaba lo bastante dura para seguir, de hecho se sintió tentado de acercarse
para volvérsela a comer, esta vez desde una posición más ventajosa. Quería
más de ese semen que brotaba con tanta fuerza, sabía que aún quedaba una
buena cantidad en aquellos huevos y que podía ser suyo si se esmeraba. En
un acto de fuerza de voluntad, el joven se obligó a negarse, pues no era la
razón la que dominaba su mente sino el efecto del elixir. Tenía que
aprovechar la oportunidad para buscar la salida antes de que aquel hombre de
cuatro metros recuperara el instinto asesino que se le suponía.
Aurel se acercó al frasco y le puso la tapa. Lo guardó y comenzó a
recorrer las paredes de la sala en busca de una puerta que no fuera la misma
por la que había entrado. La mayor parte de esas paredes se mostraban a
oscuras, por lo que hubo de andar a tientas hasta que llegó un momento en
que sus manos dejaron de tocar piedra y hallaron una abertura. No tenía ni
idea de a dónde llevaba, pero sospechó que cualquier cambio sería bien
recibido. Se había hablado de que cada uno debía superar un reto, no dos, y el
joven supuso que el suyo quedaría atrás al abandonar aquella sala.
Pronto se halló caminando por un pasillo oscuro de nuevo, como el que
le había llevado hasta la sala del coloso. Uno no podía estar seguro de cuan
largo era ni de cuánto tiempo pasaba allí dentro, solamente se podía avanzar y
avanzar como si el tiempo y el espacio le observaran desde la negrura y se
rieran de él. Tras hallar y abrir una nueva puerta se encontró con que estaba
de vuelta en el exterior. Se giró un momento y ya no vio la puerta, solamente
el muro opaco y sin resquicios aparentes del edificio. Miró alrededor y no vio
otra cosa salvo los matorrales raquíticos de antes, bañados por la luz de un
día que nacía en aquel preciso instante.
Al poco de comenzar a rodear el edificio Aurel vio que Conay también
estaba allí. El bárbaro preparaba a uno de los dos caballos que había a su
lado, uno que lucía pelaje de color negro intenso; intuyó con alegría que el
otro, de color blanco y crin grisácea, era para él. Todo parecía indicar que
habían triunfado.
Conay puso al día a Aurel enseguida. Le contó que el brujo le había
dado oro y dos caballos. No mencionó cómo los había conseguido ni le habló
de cómo era el brujo o qué le había hecho. Tampoco le preguntó acerca de lo
que le había pasado a él, cosa que Aurel agradeció.
La esclava también estaba allí, les asistía con la sonrisa de su boca y el
regalo de sus pechos desnudos. Esperó a que Conay terminara los
preparativos y entonces se subió al caballo negro, a la espalda del bárbaro. Se
agarró a sus músculos (que sobaba con descaro) y ambos aguardaron a que
Aurel trepara al caballo blanco. El joven manifestó su desconcierto, acusó a
Conay de robar al brujo que le había dado todos aquellos presentes, pero este
se apresuró a aclarar que ella formaba parte de dichos presentes. Inseguro (y
malpensado), Aurel subió a su caballo poco dispuesto a discutir algo que
desconocía.
Cabalgaron durante horas. Aurel siempre iba rezagado pues su culo se
hallaba muy dolorido como para soportar el trote de un caballo que corría
demasiado rápido para su gusto. Conay tuvo que detenerse a menudo para
meterle prisa, ansioso como estaba por llegar al siguiente núcleo habitado. El
joven intuyó pronto la razón de aquella prisa, supuso que tenía mucho que
ver con el componente femenino del grupo, a quien sospechó que pronto
vería despojada del cinturón de castidad que todavía portaba.
En efecto, apenas llegaron a la siguiente aldea Conay pagó un
alojamiento para los tres. Ni siquiera tuvo en consideración que Aurel
prefiriera dormir separado, pagó una sola habitación, como siempre. Quizá
obrara por motivos de seguridad, o puede que para ahorrarse una moneda de
oro (que ahora volvieran a tener muchas no significaba que hubiera que
derrocharlas). El caso es que Aurel se vio sometido de nuevo a la compañía
de una mujer en su habitación para dos, una que mantuvo ocupado a Conay
durante algún tiempo.
En todo caso, el joven se hallaba cansado más allá de toda medida por
motivos evidentes: la tensión de haber estado cerca de morir, una relación
sexual bestial y por último un trayecto a caballo de largas horas y sin paradas
ni descansos, salvo las que el propio Aurel imponía cuando ya no podía más.
El joven se tumbó en la cama y decidió que le daba lo mismo lo que
hicieran Conay y la esclava del brujo. Al menos esa era la idea. Pronto
descubrió que no era tan fácil pues la mujer se mostraba tan ansiosa por ser
despojada del cinturón de castidad que la mera expectativa la llevaba a gemir
todo el tiempo.
Viendo que era imposible dormir Aurel se giró hacia ellos. Conay ya se
había desnudado y manoseaba los pechos de ella con frenesí como si fuera
incapaz de decidir si los tocaba o los chupaba, o en cuál de ellos centrarse. El
bárbaro se estaba calentando, aunque poca falta le hacía a juzgar por lo erecto
que lucía su miembro. La mujer trataba de quitarse el cinturón pero no fue
capaz, este debía de tener una especie de sello mágico, algo que hacía que
cualquier otro lo pudiera accionar menos ella misma. Conay respondió pronto
a la petición, abandonó sus pechos y se centró en el mecanismo del cinturón,
que abrió al cabo de escasos segundos: un simple clac y se separó en dos
partes, al igual que el pequeño faldón que cubría su sexo.
Conay lanzó las dos mitades del cinturón al suelo sin el menor cuidado.
Luego llevó una de las manos al sexo de la sirvienta, que la recibió con un
entusiasmo exagerado. Un dedo se metió dentro de ella y la mujer arropó con
sus manos el apéndice penetrador para empujarlo hacia sí. Quién sabe cuánto
tiempo había pasado aquel coño encerrado sin mayor consuelo que algún que
otro contacto muy leve.
Enloquecida como estaba por la liberación de su sexo, ella tomó la
iniciativa: tumbó a Conay en la cama y colocó la entrepierna sobre su rostro.
Comenzó a restregar el sexo sobre una boca abierta.
Aurel dejó pronto de observar los movimientos de ella. Miró la polla del
bárbaro, tiesa, preparada y desatendida. Deseó usarla mientras ellos dos
seguían con lo suyo pero por supuesto no se atrevió. Sabía que en cuestión de
un momento ella la engulliría de un modo u otro.
Amorrado a su coño, Conay le cogió el culo con las manos para
manosearlo una y otra vez. Se le escuchaba respirar con dificultad entre los
continuos roces. Ella solo calmaba sus frenéticos movimientos cuando el otro
le metía la lengua dentro. Se tocaba los pechos ella misma ya que el bárbaro
no tenía más que dos manos y estas se hallaban ocupadas en otros
menesteres.
Luego ocurrió lo que Aurel había predicho, que la mujer se movió rauda
sobre el cuerpo de Conay y pasó de tener su sexo sobre la boca del hombre a
tenerlo sobre la polla. La engulló con rapidez, con ansia, y gimió con una
boca muy abierta. Conay se mantuvo en silencio (como siempre), vio cómo la
mujer cabalgaba sobre su miembro y lo único que hizo fue agarrarle los
pechos, que saltaban sin parar debido al extenuante ímpetu de la esclava.
Aurel se aburrió en ese momento. Ya no veía la polla de Conay, ni
tampoco advertía sus posaderas o su cintura en movimiento; de hecho, apenas
le veía a él, en general. Se giró de cara a la pared y trató de ignorarles, pero
no le fue posible. Aunque Conay no gemía ella lo hacía sin parar, cada vez
más rápido y a mayor volumen. Pronto sus gemidos se convirtieron en
chillidos y entonces, cuando la situación se hizo demasiado exagerada
(incluso para una mujer que había estado privada del sexo durante años)
Aurel miró de nuevo, colmado de curiosidad.
Ella se agitaba tan deprisa sobre la polla de Conay que no parecía
posible y sus gemidos eran ya gritos desgarradores que alcanzaban
frecuencias que excedían la capacidad humana. El propio Conay se mostraba
contrariado, ya no le tocaba los pechos a la mujer sino que se apoyó sobre los
codos para observarla con recelo y se mantuvo atento por si había de actuar
en algún momento. No había placer en su rostro, ya no; había extrañeza
primero y alarma después. Pronto, cuando la mujer dio muestras de ser
definitivamente sobrenatural por causa de su velocidad, Conay buscó el
mango de la espada que descansaba en el suelo, junto a la cama.
De repente la mujer chilló de nuevo, de un modo distinto. Dio la
impresión de que se estaba corriendo, aunque era difícil deducirlo dado lo
extraño de la situación. Entonces los dos humanos comprendieron que el
tercer habitante del dormitorio no lo era. El cuerpo de la mujer comenzó a
brillar, tanto que hubieron de cerrar los ojos. Cuando los abrieron había
desaparecido. La chica se había esfumado mientras una bola de luz escapaba
al exterior atravesando el cristal de la ventana como si fuera de aire.
Durante largos segundos nada se movió en la habitación. Aurel se quedó
pasmado, nunca antes había visto una cosa igual. Aquella especie de criatura
conseguía el poder para recuperar su auténtica forma a través del éxtasis
sexual, por eso el brujo la había podido mantener cautiva, porque tuvo
cuidado de guardar su sexo inaccesible. No se trataba de una sirvienta
particularmente ardiente, como parecía a primera vista, sino de una criatura
desconocida, una especie de ser de energía condenado a la limitación de la
carne por culpa de un simple cinturón de castidad.
Conay permaneció inerte al principio, como si todavía hubiese alguien
(o algo) cabalgando sobre su miembro. Observaba desconcertado su propia
polla como si no pudiera creer que esta se hubiera quedado desatendida.
Luego refunfuñó. Podría haber terminado el trabajo él mismo con cualquiera
de las dos manos, pero estaba enfadado. En verdad el brujo no le había
asegurado que se correría dentro de la que había sido su sirvienta, pero se
sintió engañado por él dado que le había prometido el mayor placer de su
vida. Lo imaginó riéndose en su extraño palacio de negras paredes.
Sin que ninguna palabra inteligible saliera de su boca el bárbaro decidió
olvidarse del asunto. Lanzó unas últimas maldiciones en voz baja y ladeó la
cabeza sobre la almohada, dispuesto a que el sueño se llevara los recuerdos
de aquel infortunado momento. Se quedó boca arriba con la polla bien tiesa
aunque dispuesta a bajar pronto. Aurel la miró y tragó saliva sin poderlo
evitar. Estaba a su alcance, erecta, dura y excitada.
Sin saber muy bien lo que le pasaba por la cabeza, el joven saltó de la
cama. Comenzó a acercarse al adormilado Conay con sigilo, como un
cazador tras la presa. Buscó su rostro, que permanecía oculto ya que se
encaraba hacia el otro lado, y el resto del tiempo contempló su miembro, más
cercano a cada paso. El pecho de Conay se mecía en una respiración que ya
comenzaba a ser profunda, pero sus abiertas piernas parecían una invitación.
La polla apuntaba al techo como suplicando que alguien terminara de darle el
placer que tanto ansiaba.
Justo cuando tenía el pene a su alcance, Aurel dudó. Se preguntó si
Conay le diría o le haría algo. Bien podía gritarle o decirle simplemente que
se fuera, o incluso propinarle un puñetazo… o podía no hacer nada en
absoluto.
En todo caso la polla estaba a su entera disposición y el joven tenía que
actuar antes de que Conay se girara o se pusiera boca abajo. Planeó
masturbarle, pero le pareció que no sería lo bastante placentero para
convencer a Conay de que se dejara hacer. Se planteó meterse la polla por el
culo (sin esfuerzo dado que lo tenía muy abierto), pero al colocarse sobre
Conay sin duda lo despertaría antes de lograrlo.
Finalmente optó por mamársela. Se humedeció los labios con la lengua
y acercó una abierta boca al suplicante glande. Se colocó sin apoyar ninguna
parte de su cuerpo sobre la cama para no prevenir al otro, con la boca a
escasos centímetros de la polla. Entonces descendió, pero no despacio sino
hasta el fondo y sin contemplaciones, pues pretendía el joven que aquella
fuese una entrada triunfal.
El cuerpo de Conay se estremeció por completo al sentir su polla saciada
de repente. Apenas había llegado Aurel a la base del miembro con los labios
cuando observó con detenimiento al bárbaro. Su respiración se agitó de
repente, su barbilla se alzó y sus piernas se retorcieron por causa del placer.
Aurel retrocedió casi hasta la punta y volvió a engullir el pene procurando
que el glande resbalara con facilidad sobre su solícita lengua. Justo al llegar
de nuevo hasta abajo creyó el joven notar el sabor de una gota de placer que
se derramaba. Creyó también escuchar un suave jadeo, aunque nunca antes
había escuchado la voz del bárbaro mientras este se tiraba a una mujer.
De repente, Conay alzó la cabeza lleno de alarma. Miró a Aurel
contrariado y con unos ojos muy abiertos. Al parecer se acababa de dar
cuenta de lo que ocurría. Sin embargo, Aurel no cejó, siguió comiéndole la
polla, despacio, a la espera de lo que el otro pudiera decidir. Tuvo tiempo de
meterla y sacarla de la boca cuatro veces mientras Conay resolvía.
Finalmente el bárbaro no hizo nada. Volvió a acostar la cabeza sobre la
almohada y dejó que Aurel continuara. Cerró los ojos como si con ello
pudiera ignorar quién le comía la polla (si es que eso le importaba), o quizá
fuera para percibir el placer con mayor claridad.
Aurel había pasado miedo. A pesar de su osadía sabía que Conay era un
hombre bastante bruto, capaz de ser más que desagradable si se lo proponía.
La cuestión es que no le había rechazado. No era aquella la primera ocasión
en que le comía la polla al bárbaro, pero sí la primera vez que sucedía con el
conocimiento de Conay.
El joven se acomodó entre las abiertas piernas del otro y obró con
intensidad, con todas las ganas que tenía, que no eran pocas. No carecía de
motivación y además el único temor que guardaba era que Conay se
replantease la decisión. Comenzó pues a mover su boca con rapidez sobre la
polla y se asistió con una ensalivada mano en ocasiones, pero siempre con el
glande metido dentro de la boca, a la espera de cualquier evidencia de gozo
que este liberase. Mientras tanto, continuaba bien pendiente de la respiración
de Conay, que le servía para calibrar su grado de excitación, dado que el
hombre era poco proclive a manifestarlo. No obstante, el bárbaro comenzaba
a respirar deprisa y liberaba leves jadeos.
Aurel dudaba todo el tiempo. Ansiaba hacerse con su semen lo más
rápido posible pero también deseaba que la mamada durase horas. Por una
parte le masturbaba con toda la velocidad de la que era capaz (momento en el
que Conay se tensaba y el aire salía rápido de sus pulmones), pero luego el
joven contemplaba sus gruesas piernas y ponía las manos sobre estas para
acariciarlas, dejando que la boca se ocupara por sí sola de la mamada, poco a
poco.
Fue así como Aurel decidió continuar hasta el final. Conay no solo se
dejó comer la polla, además permitió que le tocara allí donde quisiera. Aurel
descubrió en las piernas y en el vientre del bárbaro un placer tan grande como
el que sentía al devorar su miembro viril, sus manos obraban allí ansiosas y
diligentes.
La boca del joven trabajó sin contención, pues Aurel había tomado la
decisión de no alargar el momento más de lo necesario. Notaba que Conay
estaba a punto de correrse y quería tragarse todo lo que tuviera que darle. Se
colocó del modo más conveniente, de modo que pudo engullir el miembro
con la mezcla adecuada de suavidad, velocidad y profundidad. Una vez
hallada la posición no la abandonó hasta el final. Insistió en sus precisos
movimientos, se mantuvo siempre atento a la tensión en las piernas del otro,
pues sus manos percibían cualquier leve cambio en estas. La propia polla
también se mostraba más tensa y la respiración del bárbaro cada vez más
audible.
Al cabo de poco Aurel supo que debía prepararse. Apretó bien los labios
para contener en la boca todo su esperma y notó a través de estos cómo la
polla lo impulsaba fuera del cuerpo cavernoso. Los calientes chorros
comenzaron a llenar al joven de un espeso sabor. Aurel los tragó sin pensarlo
dos veces al tiempo que los labios continuaban desplazándose arriba y abajo
sobre el miembro y notaban todos y cada uno de los apretones que hacía para
derramarse.
Poco a poco la tensión desapareció del cuerpo de Conay, se diluyó como
si toda ella hubiera estado contenida en el líquido liberado. Las piernas se
relajaron, la propia polla también, mas Aurel no la dejó, no la había liberado
del abrazo de su lengua y de sus labios en ningún momento; no mientras
estuviera lo bastante dura como para seguir comiéndosela y mientras notara
su intenso gusto. Tras la eyaculación se la chupó despacio, eso sí.
De ese modo, la mamada se alargó durante algunos minutos más. Conay
no se movió, cosa que el otro interpretó como un signo de aprobación. El
miembro no había dejado de estar duro un solo momento. Lo que Aurel había
empezado como la recta final de la comida de polla daba la impresión de
querer convertirse en una segunda mamada. Conay y su polla parecían
dispuestos, Aurel (sin duda) también lo estaba. Después de la lógica
adaptación tras la corrida, el joven comenzó a obrar con intensidad de nuevo.
Estaba cansado pero la promesa de una nueva dosis de esperma de su fornido
amante le daba fuerzas para seguir. Además el hecho de que Conay deseara
continuar era buena muestra de lo satisfecho que había quedado.
No obstante, justo cuando la segunda mamada había dejado atrás los
momentos de duda y comenzaba a entrar en la larga etapa de desarrollo hacia
el clímax, justo cuando la boca de Aurel trabajaba el miembro con renovada
intensidad, Conay le detuvo. Ejecutó una seña con la mano e hizo ademán de
darse la vuelta para dormir. Aurel no pudo negarse, claro. Poco a poco
regresó a su cama y le fue imposible evitar que un cierto ánimo de derrota le
consumiese.
El joven tardó algunos minutos en asumir la situación. Al principio se
mostraba enfadado pero con el paso de los minutos terminó por darse cuenta
de que era mucho lo que había conseguido aquella noche. Sabiendo al otro
profundamente dormido se destapó y se masturbó, pues tenía la polla dura
como una piedra y no se la había tocado apenas en todo el día. Eyaculó
pronto y llenó su propio cuello, pecho y vientre de semen. Luego dejó que el
sueño le dominara con toda la fuerza con la que sobrevenía tras una buena
corrida. Decidió que no era momento de pensar en nada más y se durmió.
08 La tribu

A la mañana siguiente apenas se miraron a la cara. Conay no habló pero eso


era lo habitual en él. En verdad tampoco era raro que el bárbaro evitara mirar
a Aurel, de modo que este no tuvo forma de saber si algo había cambiado
entre ambos.
Puesto que había pocas cosas que hacer en aquella aldea se prepararon
para continuar hacia Hertea. Todos aquellos pueblos perdidos en el desierto
subsistían en base a los viajeros ocasionales, poseían nada más y nada menos
que lo que estos pudieran necesitar: cama, comida, provisiones y medios de
transporte. Aurel y Conay lavaron su ropa y la tendieron al sol. Mientras se
secaba desayunaron hasta hartarse y acto seguido compraron varias bolsas
con bebida y provisiones sólidas. Por último Conay observó los caballos y
camellos que el tendero puso a su disposición. Eran siete. Podían comprarlos
todos y cada uno con el oro que se habían ganado en la casa del brujo pero ya
tenían los dos caballos con los que habían llegado hasta allí, el blanco y el
negro, que seguían siendo útiles para el camino que les quedaba. No obstante,
el bárbaro buscaba otra cosa, algo que no tenía patas, crines, ni jorobas, sino
ruedas.
El tendero fue recompensado con creces por todas las molestias, pues
con las monedas de oro que le dejaron bien podía vivir durante meses sin
hacer nada. A cambio Aurel y Conay consiguieron satisfacer todas y cada una
de sus necesidades, además de comprar un carro que pudiera ser llevado por
los dos caballos que poseían. Dicho carro disponía de cuatro ruedas y dos
asientos enfrentados en el interior, que estaba cubierto por completo. Había
una puerta en cada lateral y en cada una de estas una ventana. Al fin habían
terminado las penurias del viaje.
Era casi mediodía cuando los viajeros partieron. Se habían tomado su
tiempo para los preparativos y tanto el secado de la ropa como la puesta a
punto del carro les retrasaron más de lo esperado. En realidad tanto daba. Una
vez los caballos se pusieron en marcha se hallaron cómodamente sentados y
solo habían de aguardar a que el viaje concluyera.
Conay iba en el asiento posterior, una mano en la espada, la otra sobre
una de las bolsas de oro. Tenía las piernas muy abiertas ya que de otro modo
apenas cabían; Aurel permanecía sentado enfrente con las piernas muy juntas
en el espacio que quedaba entre las del bárbaro. No hablaron, apenas
cruzaron las miradas, ocupados como estaban los ojos de ambos en las
ventanillas laterales; cada uno se había apropiado de una de ellas. Aurel se
preguntó si aquello iba a ser siempre así, si nunca más volverían a hablar
salvo que fuera imprescindible.
El desierto quedó atrás, se extendía a los lados o en la lejanía, pero cerca
del camino los matorrales eran cada vez más abundantes e incluso daba la
impresión de que se convertirían en frondosos bosques de un momento al
otro. El camino en sí era de tierra, donde el carro se desplazaba sin problemas
y los caballos con cierta soltura. El único inconveniente era que cada vez que
pasaban sobre una piedra de cierto tamaño el carro daba un salto y en alguna
ocasión parecía que volcarían. Pese a ello, Aurel consiguió que el trayecto
discurriera en la brumosa consciencia del que dormita, pues pasó gran parte
del tiempo dando largas (aunque penosas) cabezadas. Poco más podía hacer
dado el silencio perpetuo de su compañero de viaje.
El bárbaro no durmió en todo el tiempo, cada vez que Aurel volvía en sí
lo veía atento y preparado para cualquier contingencia. No soltaba el mango
de la espada ni la bolsa de oro que se había adjudicado bajo ningún concepto.
No iba a permitir que les volvieran a robar, sabía que las posibilidades de
conseguir oro desde donde se hallaban hasta Hertea eran nulas.
Se detuvieron varias veces para dar de comer y de beber a los caballos.
Conay los cuidaba como si fueran sus hijos, quizá porque en verdad se
preocupaba por ellos o quizá porque le resultaban imprescindibles para llegar
a su destino. Atendía también el carro, cuyas ruedas estaban quedando
maltrechas por las piedras del camino. Luego subía y se sentaba. Los caballos
ya sabían a dónde tenían que ir, poseían una especie de inteligencia inusitada,
una cierta comunión mental con su propietario; no por casualidad habían
salido de la casa de un brujo.
Durante los minutos posteriores a una de las paradas, Conay observó a
Aurel, cosa que no había sucedido en todo el día. El joven se dio cuenta de
ello al despertar por accidente del sueño en el que permanecía sumido, pero
se hizo el dormido de nuevo y trató de vigilar a Conay con los ojos tan
cerrados como pudo. Lo vio mirándole de nuevo, sobre todo a la cara. Deseó
conocer lo que le estaría pasando por la cabeza. Se preguntó si habría
reconocido su forma de comerle la polla la otra noche, pues se la había
mamado dos veces en poco tiempo, la primera en el templo de Garea.
Tras una infructuosa sucesión de (silenciosas) preguntas sin respuesta
Aurel abrió los ojos, pero no hacia la ventana o alguna otra parte insustancial
o casual, sino directos al rosto de Conay. Para su sorpresa el otro mantuvo la
mirada. Fueron apenas unos segundos de contacto continuado pero intensos y
repletos de emociones varias. Aurel notó cómo se le aceleraba el propio
corazón, tercio incertidumbre, tercio miedo, tercio excitación. No osó decir
nada y tampoco tuvo la impresión de que Conay fuese a abrir la boca en
ningún momento.
Entonces un detalle llamó la atención de Aurel, algo más allá de los
oscuros y enigmáticos ojos del hombre... concretamente más abajo. Lo
percibió durante uno de los incesantes saltos que el carro hacía al pasar sobre
las piedras. Expectante, Aurel observó la entrepierna de Conay justo donde
había creído ver ese algo. La falda lucía tensa debido a que el bárbaro
mantenía las piernas muy abiertas. En mitad de la misma (un poco hacia un
lado) se apreciaba un bulto suave y alargado cuyo origen no costaba deducir,
mas Aurel no le dio mucha importancia… hasta que el carro pasó sobre otra
piedra. Entonces el bulto de Conay volvió a saltar e hizo evidente que la
forma oculta bajo la falda poseía una consistencia notable.
Aurel cayó en la cuenta de que Conay no llevaba nada bajo la falda pues
el calzón no había tenido tiempo de secarse antes de la partida, solo vestía la
comentada falda y debajo de esta sus genitales se hallaban tan libres como
desnudos. El salto que dieron, propiciado por la inestabilidad del terreno,
hizo evidente que el bárbaro tenía el miembro erecto. Tras la revelación
Aurel no dejó de mirarlo. Cada vez que pasaban sobre un bache la polla
golpeaba la falda movida por la inercia del traqueteo y oscilaba arriba y abajo
con una intensidad decreciente, hasta que recuperaba el estado de reposo que
le era normal.
A Aurel se le puso el corazón a cien. Se preguntó si aquello era un
accidente o una provocación, si Conay pretendía que le retirara la falda y le
comiera la polla o si se trataba de una erección accidental debida al recuerdo
de lo sucedido la noche anterior. El joven tragó saliva y buscó de nuevo los
ojos de Conay en busca de una respuesta. Este apenas sostuvo la mirada un
segundo, después la desvió hacia la ventana. Aurel comprendió. Giró la
cabeza hacia la ventana opuesta y vigiló de reojo el bulto, que comenzó a
perder fuerza hasta desvanecerse.

Ya había llegado el atardecer cuando el paisaje se tornó cada vez más


vistoso, los arbustos ya alcanzaban a divisarse a través de las ventanas del
carro y cada vez eran más altos. Llegado un punto la frondosidad obligó a los
caballos a detenerse. Conay bajó del carruaje, alarmado. El camino se detenía
frente a ellos para luego internarse en un tupido bosque.
Aurel también salió. De nuevo sin mediar palabra se pusieron manos a la
obra, pues el carro ya no les era útil en aquel terreno. Comieron y bebieron
para aligerar peso, alimentaron también a los caballos. Luego cargaron a
estos con las escasas pertenencias que poseían (consistentes en bolsas de oro
y otras con algo de ropa o provisiones) y los guiaron por el bosque, sabedores
de que no era un lugar donde dichos animales se desenvolvieran con soltura.
Conay llevó al caballo negro y Aurel al blanco. Ambos caminaban
riendas en mano, mientras con la otra apartaban la maleza o las ramas que se
interponían en el camino. Se sorprendieron de la naturalidad con que los
caballos se manejaban en el bosque, sin dar muestras de estar asustados o
siquiera intranquilos. De hecho los dos humanos estaban más inquietos que
los propios caballos, miraban a todas partes como esperando a que algún
animal les asaltara; Conay portaba el mango de la espada agarrado con
firmeza, como siempre.
Era noche cerrada cuando tomaron la decisión de parar a descansar. No
ataron a los caballos, conscientes de que no se marcharían pasara lo que
pasara. De nuevo comieron y bebieron aprovechando un pequeño claro que
había entre los árboles, Conay sin reparo, Aurel con dudas, pues se estaban
quedando ya sin provisiones.
—Hertea no queda muy lejos —aclaró Conay—. Después de atravesar el
bosque hay una gran llanura, la ciudad está por allí. Gracias al carro hemos
hecho el camino de varios días a pie, ya no tiene sentido que guardemos
tantos víveres. Te los puedes comer sin problemas.
Conay había hecho un pequeño fuego, más para darles calor que para la
comida, aunque el bárbaro lo usó para calentarla. De nuevo sentado frente a
Conay, Aurel vio la luz del fuego relucir en sus anchas piernas. Estaba
sentado en el suelo con las piernas flexionadas y la falda ocultando un sexo
que el joven sabía desnudo y accesible. Sin embargo, Aurel no quiso que
Conay le pillara espiándole y desvió la mirada. El bárbaro no se sentía
cómodo con aquella especie de tensión sexual entre ambos y él no quería
contribuir a que su enojo fuera a más. Aun así, cada vez que sabía a Conay
ocupado con alguna cosa Aurel clavaba los ojos en la falda y sus alrededores
a la espera de volver a atisbar un bulto, o incuso de ver la punta de la polla
asomar por la parte de abajo.
Aurel no dijo nada durante la larga pausa, se limitó a comer y a
observar. Quiso preguntarle si al llegar a Hertea se separarían pero no se
atrevió; no quería escuchar una respuesta que sabía que no le gustaría. Más
tarde Aurel trató de tumbarse para descansar, mas Conay no se movió ni un
ápice.
—¿Es que no vas a dormir? —preguntó el joven—. Nadie nos robará en
mitad del bosque, aquí no hay nadie.
—No son las personas lo que me preocupa. Hay muchas cosas en los
bosques del continente que te quitarían las ganas de dormir.
Pero Aurel no sabía qué cosas eran y de todos modos intuyó que poco
podía hacer contra estas si se presentaban. De ese modo, se acomodó y cerró
los ojos.
Los caballos compartían el parecer de Conay, también permanecieron
atentos (el negro más que el blanco, como si tuviera una especie de conexión
con su propietario y compartiera sus recelos). Ya fuera por sus sentidos
propios de animal o por alguna característica obtenida de su anterior y
peculiar dueño, notaron que algo sucedía. Comenzaron a ponerse nerviosos y
se mostraron inquietos. Conay afinó sus sentidos y agarró con (más) fuerza el
mango de la espada.
—¡Sht! Despierta —le mandó a Aurel—. ¡¡Sht!!
Aurel escuchó el segundo aviso y abrió los ojos pesaroso. Lo primero
que vio entonces fue una sombra agitarse detrás de Conay. Después asistió
impotente a la caída de su compañero al suelo mientras una forma humana
sobresalía de la oscuridad armada con un palo de madera.
Apenas tuvo tiempo el joven de ponerse de pie cuando otras siete
sombrías figuras se sumaron a la primera. Los tenían rodeados. Conay estaba
inconsciente, los caballos no paraban de relinchar y de agitarse, mas eso era
lo único que podían hacer.
De noche y en mitad de la espesura, Aurel no atinó a contar cuántos
hombres había allí. Eran de piel oscura, como los marineros del barco que les
llevó al continente y la escasa ropa apenas ayudaba a diferenciarlos de la
negrura dominante en el tupido bosque. Vio que llevaban a Conay entre
cuatro, uno por cada extremidad. A él lo guiaban sirviéndose de puntuales
empujones con los palos de madera. Sus rostros eran graves, casi
inexpresivos. Ignoraron a los caballos, que de todos modos les siguieron a
una distancia prudencial, pues no deseaban ser separados de sus amos pero
tampoco entrar en contacto con los extraños.
El recorrido estuvo lleno de accidentes, Aurel no veía el suelo por el que
caminaba ni las ramas de los árboles hasta que estas le golpeaban en la cara o
le rozaban las piernas o los brazos. Al joven le pareció un trayecto
interminable. Cuando al fin terminó se encontró con que habían llegado a un
nuevo claro en el bosque, mucho más grande que el que habían usado para
descansar. De hecho, era tan grande que contenía una aldea entera en su
interior.
La luz de la luna penetraba serena por el ausente techo de copas de
árboles, de modo que Aurel tuvo la ocasión de ver con cierta claridad. Había
rudimentarias tiendas a modo de habitáculos que el joven utilizó para hacerse
una idea de cuántos integrantes tenía aquella especie de tribu que les había
secuestrado. Contó doce aunque supuso que había más tiendas lejos del
alcance de sus ojos. Estaban todas ellas desperdigadas en aparente desorden.
Algo llamó su atención poderosamente. Era un altar en mitad de la
aldea, un rectángulo de piedra en torno al cual las tiendas habían sido
dispuestas. Todas ellas se mostraban encaradas al mismo, como si le
rindieran pleitesía. Los cuatro lugareños que portaban a Conay depositaron su
cuerpo sobre dicho altar y comenzaron a obrar en torno a él.
Respecto a Aurel, lo dejaron a su libre albedrío, como si no les
interesara demasiado; no le encerraron ni le vigilaron. De hecho, Aurel podía
haberse ido de vuelta a por los caballos y haber huido del bosque, aunque era
obvio que no iba a llegar muy lejos sin la guía de Conay. En vez de eso, el
joven se acercó al altar, donde su compañero permanecía estirado boca arriba.
Uno de los hombres vertía en su boca un líquido blanco sirviéndose de un
pequeño cuenco de barro con diminutas inscripciones talladas. Los otros tres
ataban a Conay al altar. Visto de cerca la forma del mismo no era casual,
tenía argollas dispuestas de modo que una persona estirada podía quedar
convenientemente inmovilizada. Eso era justo lo que hacían los lugareños:
atar las muñecas y los tobillos de Conay a las argollas, de modo que no se
podría mover de allí.
Todavía no habían terminado de atar al bárbaro cuando Aurel vio que la
gente de la aldea se aproximaba al altar y lo rodeaba, pero todavía a cierta
distancia. Eran todos altos, fornidos y oscuros. Vestían una especie de tela a
modo de falda, apenas cogida a la cintura por un cordel. Algunos de ellos le
empujaron para acomodarse cerca del altar pero ni siquiera le miraron, solo
tenían ojos para Conay.
Aquel asunto comenzó a darle mala espina a Aurel. Tal y como iban las
cosas daba la impresión de que se disponían a sacrificar a su compañero.
Cuando el joven miró alrededor para comprobar qué tipo de gente se
aglutinaba en el lugar, certificó que no había mujeres o niños que fuesen a
participar de lo que preveía que sería un dudoso espectáculo. Dado que las
proximidades del altar le conferían una mejor perspectiva de la aldea en su
totalidad, Aurel volvió a contar las tiendas y comprobó que había unas veinte,
número que coincidía sospechosamente con la cantidad de personas que
aguardaban en torno al altar. Las tiendas no eran tan grandes como para que
una familia entera pudiese dormir en su interior, de modo que Aurel supo que
aquella especie de tribu estaba formada solo personas de género masculino.
Conay empezó a despertar. No podía moverse del altar, tenía los brazos
atados a cada lateral y las piernas sujetas a uno de los lados cortos del
rectángulo de piedra. Tampoco es que lo intentara con gran ahínco, pues
balbuceaba y se retorcía con dificultad y sin fuerza. Le habían drogado.
Aurel se planteó salir corriendo para buscar la espada de Conay y
empezar a rebanar cabezas hasta que los miembros de aquella tribu se dieran
por vencidos. Un joven que no había usado jamás una espada contra veinte
hombres que habían reducido a Conay sin la menor dificultad... una
perspectiva poco alentadora. De todos modos, Aurel se dio cuenta de que los
de la tribu permanecían absortos, no hacían otra cosa salvo mirar hacia el
cielo y esperar. Poco a poco la luna se desplazaba hasta el centro del claro,
una luna que se mostraba llena.
Todavía no había Aurel tomado una decisión cuando los
acontecimientos se precipitaron. Conay iba a ser víctima de una especie de
sacrificio pero no como el joven había imaginado. Lejos de sacar puñales
para sacarle el corazón, los cuatro hombres que habían transportado y atado a
Conay a la piedra se quitaron la escasa ropa que cubría sus miembros viriles
y se colocaron junto al altar, dos en cada uno de los lados largos del
rectángulo de piedra. Se empezaron a masturbar; a pesar de la escasa luz el
febril movimiento del brazo derecho de cada uno no daba lugar a la duda.
Aurel miró a su alrededor, atónito. Los demás habían pasado a la acción:
unos liberaban un miembro duro y negro, otros dejaban que la polla alzara la
ropa por sí sola. Todos se tocaban, con menor ímpetu que los que se
masturbaban en el altar, con más suavidad, como si esperaran a que les
llegara el turno. Parecían mantenerse en una especie de trance colectivo, ya
que mantenían los ojos clavados en la luna llena.
Aurel observó a los cuatro del altar. Estaba embelesado por sus cuerpos:
sus oscuras y anchas espaldas, sus culos delgados, firmes y carnosos, y el
sugerente (y creciente) agitar de sus brazos. Uno de ellos comenzó a gemir
hasta lanzar su esperma sobre el indefenso (y ausente) Conay. En respuesta
los otros tres incrementaron el ritmo de sus respectivas masturbaciones y se
corrieron también, los dos últimos al mismo tiempo.
En cuanto los cuatro primeros se apartaron del altar, otros tantos de los
que aguardaban subieron para reemplazarles y comenzaron también a
pelársela sobre el cuerpo de Conay. Era como si siguieran un orden ya
establecido pues no habían hablado entre ellos ni pactado nada que Aurel
hubiese sabido captar.
La situación cambió en ese momento. Quizá los cuatro primeros tenían
una especie de privilegio, ya que habían obrado con un aparente respeto por
parte de los demás, que se limitaron a toquetearse en la distancia. Ahora era
distinto. Los cuatro nuevos rodeaban de igual modo a Conay y se
masturbaban sobre su ya mojado cuerpo pero no con tanta ceremonia y
meticulosidad como los primeros. Tanto los que estaban a un lado del altar
como al otro se tocaban los culos entre sí, se estimulaban para alcanzar el
orgasmo lo antes posible, se acariciaban y se apretaban las nalgas mientras
con el otro brazo sacudían la polla con fuerza.
Aquellos que permanecían lejos del altar también comenzaron a actuar.
El hombre que Aurel tenía al lado se desprendió de la ropa y liberó un pene
grande y erecto. Aurel supuso que (de alguna forma) ese hombre sabía que
iba a ser el próximo en subir al altar a depositar su semen. Se tocaba el
miembro, bien en caricias o en duros apretones, pero no se masturbaba, no
todavía.
Aurel se empezaba a excitar por la situación. No deseaba formar parte
en aquella especie de orgía puesto que desconocía a dónde le llevaría; si
después de todas aquellas corridas alguno de los negros sacaba un puñal y le
arrancaba el corazón a Conay él no quería ser partícipe. En realidad pensó
que debía hacerse con la espada para impedir que algo así sucediera, pero
temía que los lugareños se sintiesen amenazados y la emprendieran con él.
Finalmente, el joven se convenció de que solo iría a por el arma cuando viese
que las cosas se ponían serias y que la vida de su compañero corría peligro
inminente. Si se daba el caso, esperaba que el trance en el que se mantenían
sumidos aquellos hombres le ayudaría a reducirles con relativa facilidad.
Aurel se calmó lo suficiente como para seguir fijándose en todo lo
demás, observó a los cuatro hombres que se masturbaban y se tocaban los
culos, y también el negro pollón que había a su lado, a escasos centímetros de
distancia. Quiso tocarlo pero no se atrevió, pues vio que ninguno usaba una
polla que no fuera la propia.
Entonces se decidió el joven a hacer lo que sí veía a su alrededor: tocar
el culo. Alargó una mano por la parte de atrás de su extraño compañero y la
posó sobre una de las nalgas. El solo acto de tocarle hizo que se excitara
hasta el punto en que se empezó a masturbar, aunque despacio. No fue lo
único que hizo, la mano del negro hombre se movió rápida en busca del culo
de Aurel, rebuscó entre la ropa y le apretó una nalga en cuanto la tuvo a
disposición. Dicho contacto fue intenso y apasionado, cargado de un ímpetu
que contrastaba con su carencia de actitud, pues el hombre seguía con el
rostro aletargado. La mano que obraba en el culo del joven se movía con
avidez y con hambre, le apretaba una nalga y luego la otra, a veces con tanta
fuerza que le hacía daño. Aurel contemplaba su negra polla moverse en mitad
de una lenta masturbación mientras le acariciaba el trasero, grande y firme.
Los cuatro segundos hombres eyacularon. Aurel vio a uno de ellos
gemir con fuerza al tiempo que el compañero que tenía al lado le metía un
dedo por el culo. Luego se corrieron otros dos, casi a la vez, y al final el
último. Apenas se habían retirado cuando tres hombres más subieron al altar
con la polla bien dispuesta a derramarse sobre Conay.
El cuarto hombre de ese nuevo turno era el que Aurel tenía al lado. Pero
cuando este se encaminó hacia el altar quiso que Aurel le acompañara. Sin
que la negra mano se separara del culo del joven le empujó hacia el altar (de
hecho, usó esa misma mano para impulsarle). Aurel podía haberse
escabullido, pues en el estado de trance en el que se hallaban todos ellos no
parecían muy capaces de actuar con la contundencia necesaria para
impedírselo. Pero no escapó sino que se dejó llevar.
El cuarto hombre se puso en el espacio que había quedado libre junto al
hombro de Conay. Aurel se colocó a su lado, próximo a la cabeza del
prisionero. La visión del cuerpo del bárbaro fue algo que el joven no
olvidaría en mucho tiempo. Había semen por todos lados: sobre el pecho,
sobre el abdomen, sobre los hombros... En parte se mostraba como espesos
goterones de un fuerte color blanco, en parte lucía diluido y disperso.
Regueros de semen se deslizaban cuerpo abajo, hacia la piedra, algunos
resecos, otros que resbalaban en ese preciso momento. En algunos casos se
podía adivinar con facilidad la trayectoria de los chorros de semen
derramados, en otros era imposible, dado que estos se habían cruzado y se
habían superpuesto los unos sobre los otros formando una confusa amalgama
sobre la piel del bárbaro.
Aurel observó la cara de Conay. Él también estaba como en trance, en su
caso inducido por el líquido que le habían hecho tragar (sospechó que quizá
le dieron algo que los propios miembros de la tribu habían tomado
previamente). El caso es que el bárbaro seguía murmurando cosas
ininteligibles y movía la cabeza a uno y otro lado, pero sin ver ni escuchar
nada. En verdad sus brazos y sus piernas estaban relajados, no hacía nada por
intentar liberarse de las argollas que lo mantenían aferrado al altar. Aurel
agradeció que así fuera pues imaginó que no le haría mucha gracia ver el
estado en el que se encontraba.
Los cuatro hombres empezaron a masturbarse con rapidez. Aurel notó
que una mano pugnaba con la suya para tocarle el culo a aquel que estaba a
su lado; el trasero de ese hombre quedó compartido, pues cada uno le tocó
una nalga. Los demás hacían lo mismo: se tocaban el trasero sin parar en
busca de un estímulo para correrse cuanto antes. Al parecer cada vez había
más prisa por eyacular, las masturbaciones cada vez duraban menos. Aurel
miró hacia arriba y se preguntó si tenía algo que ver que la luna estuviese a
punto de alcanzar el punto central del claro en el bosque.
La negra mano que tocaba el culo de Aurel rebuscó entre las nalgas en
busca del orificio oculto. El hombre lo penetró sin dilación en cuando lo hubo
hallado con un dedo que comenzó a meter y sacar del culo del joven sin
parar. A él le sucedía lo mismo, pues el del otro lado también le estaba
metiendo el dedo por el culo; Aurel ayudó al mantener apartada una de las
nalgas para favorecer que el otro le penetrara.
Las manos se movían rápidas sobre las pollas, los cuerpos se tensaban y
los dedos entraban raudos en los culos. De repente uno de los cuatro se
corrió. Aurel contempló perplejo cómo el semen brotaba: cargados chorros
eran lanzados con fuerza y caían víctimas de su propio peso. El de su lado se
corrió acto seguido de una forma parecida. A juzgar por el color y la cantidad
del esperma daba la impresión de que ninguno de aquellos hombres había
eyaculado en semanas. El semen nuevo cayó sobre el menos reciente, o sobre
zonas que todavía no habían sido ocupadas por las sucesivas corridas. Era
cuestión de (poco) tiempo que gran parte de la piel de Conay quedara
impregnada de semen ajeno.
Los dos que se habían corrido eran los que estaban enfrente de Aurel. Se
fueron, de modo que aquel lado del altar quedó vacío, mientras que los tres
que quedaban seguían masturbándose (excepto Aurel, que tenía la polla dura,
pero no se había tocado). El espacio vacío fue ocupado de inmediato por tres
hombres que ya se masturbaban con ganas antes de subir, tantas que uno de
ellos eyaculó nada más llegar. Era justo el que estaba enfrente de Aurel, al
otro lado del rostro de Conay. Aurel vio perplejo caer el semen sobre la cara
del bárbaro y entrar varios de los chorros dentro de la boca. Otro de los recién
llegados se corrió también y luego Aurel notó que el culo del que tenía al
lado se tensaba y se apretaba. Por la intensidad con la que le metían el dedo
por el culo y por sus gemidos, supo que también se disponía a terminar.
Los miembros de la tribu se retroalimentaban y se excitaban entre ellos,
sumidos todos en el éxtasis colectivo. Cuando Aurel vio eyacular al que tenía
al lado, dos más se corrieron al mismo tiempo. El joven nunca había visto
tanto semen junto. Llegó un punto en que los chorros salían sin cesar, blancos
y densos sobre Conay, se mantenían sobre su piel formando charcos que se
acrecentaban con la llegada de nuevas salvas, o bien caían a un costado y
resbalaban con rapidez hacia la piedra, arrastrados llevar por su propio peso.
Aurel miró alrededor, a los que antes se habían mantenido al margen.
Algo estaba ocurriendo, la situación se descontrolaba por momentos. Había
ahora una especie de fiebre que los llevaba a todos ellos a desear correrse
cuanto antes. Ya no había normas, los hombres se tocaban en todas partes, se
masturbaban con fuerza, estuvieran o no sobre el altar, incluso unos a otros.
Aunque Aurel los veía a todos iguales supo reconocer a más de uno que ya se
había corrido antes y que aspiraba a descargarse de nuevo. Eso sí, ninguno de
ellos derramó una sola gota de semen que no cayera sobre el cuerpo de
Conay. Cada vez que uno se iba llegaban otros dos para llenar su espacio.
Pronto había diez hombres trabajándose la polla al mismo tiempo alrededor
del altar, la mayoría corriéndose con rapidez.
Ninguna de aquellas pollas era pequeña. Durante un momento de
excitación Aurel deseó poseerlas todas y cada una, deseó que vertieran el
semen en su rostro en vez de sobre el cuerpo de Conay. El joven decidió
dejarse llevar por la situación. Se quitó la ropa y puso una mano sobre su
propia polla, más que dura. Era pequeña en comparación con los miembros
de la tribu pero deseaba compartir su dicha.
El hombre que estaba al lado de Aurel no se había marchado del altar en
ningún momento. Tampoco había sacado el dedo del culo de Aurel, en el que
seguía obrando; deseaba volver a eyacular y lo penetraba de nuevo para
excitarse. No era el único. En aquel momento de completa locura la tribu al
completo se la pelaba a toda prisa, algunos se abrían paso hasta el altar con la
polla bien apretada y en cuanto tenían vía libre soltaban un semen que apenas
habían podido contener. Otros buscaban formas rápidas de excitarse para
correrse por segunda o quizá por tercera vez.
Uno de los hombres de la tribu se puso detrás del compañero de Aurel y
le toqueteó el culo con ansia. Halló su agujero y puso la polla sobre el mismo
para meterla sin contemplaciones. Aurel le abrió la nalga para facilitar la
penetración (de igual modo que había hecho antes, cuando lo que le metían
era un simple dedo). Ambos se volvieron locos de placer, uno por ser
penetrado y Aurel al percibir con sus dedos el tacto de la polla ajena en
movimiento; llegado un momento no tuvo tanto interés en mantener la nalga
abierta como en sobar la polla penetrante.
Aurel reconoció al follador, era uno de los cuatro primeros, que ansiaba
volver a verter semen sobre el sacrificado. El joven percibía el ímpetu de su
cuerpo impactando contra el del penetrado, pues la mano le quedaba entre
ambos. Fue una follada rápida e intensa. Justo antes del clímax, cuanto el
penetrador ya estaba dominado por los gemidos, sacó la polla del culo y se
abrió paso con rapidez. Se corrió sobre Conay, por supuesto. De hecho en
aquellos últimos momentos de absoluta orgía no había un solo momento que
no cayera semen sobre el bárbaro; el propio Aurel tenía que contenerse todo
el tiempo para no llenarle la cara.
De repente el dedo que había estado penetrando el culo de Aurel durante
varios minutos desapareció. Su negro compañero lo había sacado, pero no
quedaría el orificio vacío por mucho tiempo. Apenas tuvo tiempo Aurel de
sentir una mano tocarle el trasero cuando notó que un glande se acercaba a su
ano y lo apretaba. No necesitó girarse para ver que era otro de los cuatro
primeros. Tampoco necesitó más pistas para saber lo que iba a ocurrir, pues
le introdujo la polla sin reparos. Le dio por el culo sin piedad, hasta el fondo
y apretando con fuerza desmedida.
Aurel tuvo que soltarse la polla para no correrse de inmediato. Se vio
obligado a buscar un punto de apoyo o la fuerza de las embestidas le habría
tirado sobre Conay. Halló un rincón del altar de piedra que estaba libre y se
apoyó. Los miembros de la tribu gemían poco, solo al correrse y aun entonces
se les escuchaba apenas. Los gemidos de Aurel sonaron atronadores en
comparación. No podía reprimirlos, no con una de aquellas grandes pollas
taladrándole el culo.
Ocurría lo mismo por todas partes, los que se masturbaban en aquel
momento estaban siendo follados por los demás, todos ellos tratando de
(volver a) eyacular antes de que llegara la hora. Aurel miró hacia arriba. La
luna estaba a punto de llegar al que creía el momento culminante.
El que le follaba comenzó a jadear y sacó la polla tan abruptamente
como se la había metido. Se hizo un sitio junto a Aurel y se corrió hasta
llenar el pecho de Conay con nuevas descargas de esperma. El culo de Aurel
se llenó pronto, pues una segunda polla negra se metió dentro para excitarse,
igual de grande y de ansiosa que la anterior.
Aurel volvió a gemir. Apoyado como estaba en la esquina del altar, tenía
justo debajo la cara de Conay, llena de esperma que le resbalaba en todas
direcciones. El bárbaro continuaba con los ojos cerrados y la boca abierta,
musitaba cosas sin sentido. La polla de Aurel estaba cerca del rostro de su
compañero de viaje, y muy excitada, tanto que sentía que se podía correr casi
sin tocarse, que podía contribuir a llenar a Conay de más semen. Decidió no
hacerlo, en parte porque necesitaba de ambas manos para resistir las
embestidas del segundo follador. Pero Conay movía la cabeza a lado y lado
sin parar, y en un determinado momento la dejó encarada hacia la polla de
Aurel. Entonces el hombre que enculaba al joven comenzó a gemir, próximo
como estaba a correrse, y Aurel se sintió tan excitado por la situación que se
llevó una mano a la polla y se masturbó.
Bastaron unos leves movimientos para que el semen brotara del
miembro del joven. Los chorros salieron incontrolables debido a las brutales
embestidas del que le follaba. Algunos mancharon los labios o las mejillas
del bárbaro, otros se perdieron... y otros entraron en su boca.
La polla que había en el culo de Aurel salió rauda. Se hizo un sitio,
como las demás, y se derramó. Aurel estaba cansado, avergonzado y
ensimismado a partes iguales. Contempló de nuevo el panorama y vio a
cuatro grandes pollas negras soltando semen sobre Conay. Aunque ya eran
chorros débiles y casi incoloros el espectáculo visual era aterrador e
impresionante. La cantidad de semen que había sobre el cuerpo de Conay era
increíble.
Tan de repente como la extraña ceremonia había empezado, terminó.
Los integrantes de la tribu se retiraron, todavía ensimismados, como si sus
actos y sus voluntades estuvieran sujetos a un guión perfectamente
establecido. Sus rostros seguían idos y sus ojos perdidos en ninguna parte. Se
alejaron del altar y se arrodillaron hacia el mismo, como a la espera de un
determinado acontecimiento.
Aurel también se alejó, por alguna razón no deseaba estar allí cuando
ocurriera lo que tuviese que ocurrir. Miró a la luna, que justo acababa de
situarse en el centro del claro, en línea recta sobre el altar. Una nube surgió
en mitad del cielo despejado y se movió rauda hacia la luna para cubrirla y
dejar el bosque sumido en una penumbra casi absoluta. Al cabo de unos
segundos desapareció tan velozmente como había aparecido. Cuando la luz
de la luna bañó de nuevo el bosque, algo había cambiado. Conay continuaba
sobre el altar con el esperma derramándose o secándose a lo largo de todo su
cuerpo, pero habían aparecido dos nuevas criaturas en la escena; y decir
criaturas en vez de personas era bastante aproximado, pues tenían más
aspecto de dioses o monstruos que de seres humanos.
Aurel los contempló con suma atención. Mostraban el cuerpo y las
proporciones de un hombre corriente pero no había nada en sus rostros, cosa
que Aurel sabía que era propia de los dioses y de los semidioses (como
Guon). Aguardaban ambas figuras a lado y lado del altar, permanecían
encaradas al mismo aunque carecieran de ojos. Lucían una piel grisácea a la
luz de la luna.
Uno de ellos se mantuvo inerte todo el tiempo. El otro caminó hacia el
altar y agachó la cabeza hacia el cuerpo del sacrificado. De la zona
correspondiente del rostro del extraño se abrió algo parecido a una boca de la
que emergió una lengua larga y rosada. La criatura comenzó a lamer la piel
de Conay y se llevó el esperma a la boca (o lo que fuese). Comenzó por las
piernas, que era donde menos había, puso la lengua sobre la rodilla (la parte
inferior de la pierna apuntaba hacia el suelo y se había librado de la ducha de
semen) y ascendió lentamente. Solo se detuvo para entrarla en la boca cada
vez que esta se colmaba de espeso líquido. Luego hizo lo mismo en la otra
pierna. Se tomó su tiempo, al parecer no había ninguna prisa.
Cuando comenzó a lamer el vientre de Conay este se retorció, aunque
Aurel no supo si era por un supuesto placer o simplemente porque percibía
algo. Allí el semen era tan abundante que a cada pasada la lengua se llenaba
por completo y regresaba a la boca, arrastrando hacia la misma densos hilos
de semen que se mostraban empecinados en permanecer sobre la piel del
bárbaro. Tardó largos minutos en recorrer el torso, buscó cada uno de los
regueros para seguirlos con la lengua, atrapó las espesas aglomeraciones en el
ombligo y en los distintos hoyuelos propiciados por la forma de los músculos.
La criatura obraba de forma lenta y meticulosa. Llegado un momento se
subió encima del altar, colocó manos y pies en los escasos lugares del mismo
que Conay no ocupaba y prosiguió con su cometido, lamía el pecho y el
cuello del sacrificado. Aurel se estremeció al ver la lengua de la criatura
sobre el firme pecho de su compañero o sobre su cuello. Tuvo unas
sensaciones difíciles de calificar al ver cómo le lamía la cara, así como
cuando abrió la boca de Conay para meterle la lengua dentro, bien al fondo,
como si pretendiera recoger el semen que hubiera caído dentro. Selló los
labios sobre los de Conay y clavó su lengua al fondo, donde trabajó el tiempo
que consideró necesario.
La otra criatura no hacía nada, se mantenía inerte y pendiente de los
actos de su gemelo. Los miembros de la tribu seguían postrados, con la cara
hacia el suelo, como si no osaran dirigir sus ojos hacia las deidades a las que
veneraban. Aurel era el único que veía lo que estaba pasando pues el propio
Conay no era consciente de nada, por suerte para él.
Cuando el ser hubo terminado con la boca del bárbaro, le retiró la falda
y libero una polla que estaba alzada (Aurel supuso que por el efecto de la
droga). Como era evidente acercó la boca al miembro y lo chupó. Dispuestos
de aquel modo pareciera que hacían un sesenta-y-nueve, aunque el ser no
poseía sexo apreciable y Conay no tenía ninguna disposición de hacer nada.
Aun así el bárbaro reaccionó a la mamada de un modo bastante lógico, pues
se agitó y se retorció en respuesta a una boca que le engullía el pene con
maestría.
La mamada duró varios minutos. Justo antes de terminar Aurel alcanzó a
ver la polla de Conay estremecerse una y otra vez, sin duda liberando más
semen en la boca de la criatura; uno que estaba caliente, a diferencia del
ingerido antes.
Tras la eyaculación el ser lamió el miembro unas pocas veces más.
Luego se levantó para observar el cuerpo de Conay desprovisto ya de todo
resto de esperma. Acto seguido la criatura se aproximó a la otra, que era su
misma imagen. Se acercó tanto que se puso justo enfrente, momento en el
que Aurel se dio cuenta de hasta qué punto eran idénticos, pues daba la
impresión de que había un espejo entre ambos. Para sorpresa del joven la
criatura siguió avanzando, como si fuese capaz de atravesar a su gemelo. Su
cuerpo no pasó a través, como había esperado Aurel, sino que se fundió con
el otro hasta que solamente quedó una criatura que mostraba el mismo
aspecto de las dos anteriores.
En aquel mismo momento pasó otra nube sobre la luna llena; Aurel no
quiso creer que fuese por casualidad, cada vez que sobrevenía un cambio
surgía una nube de lo más oportuna para despojar de luz el lugar. Cuando esta
volvió a inundar el claro la criatura inerte había cambiado por completo.
Seguía quieta, de pie frente al altar, pero ya no era un ser sin rostro y de piel
grisácea. Ahora era realmente un ser humano, o algo que se le parecía mucho.
De hecho, Aurel creyó reconocer a ese nuevo hombre que acababa de
aparecer como por arte de magia. Dio unos pasos hacia adelante para
cerciorarse. ¡Era Conay! Un Conay idéntico al que había sobre el altar, de no
ser porque parecía más alto y su piel era tan oscura como la de los hombres
de la tribu.
Entonces Aurel comprendió varias cosas. La primera, que acababa de
asistir a la creación de un ser humano. La luz de la luna llena, que era el
símbolo femenino de la fertilidad, y el semen de los hombres de la tribu,
habían sido utilizados por aquel extraño dios para dar vida a una nueva
persona. Dicha persona era mezcla de los distintos espermas que había
ingerido, aunque saltaba a la vista que el preponderante era el último, el que
había recogido directamente del pene de Conay, pues el nuevo humano era
idéntico a él. La piel oscura, así como una cierta complexión algo más
atlética, había sido la contribución del resto de esperma combinado.
Aurel concluyó que aquella era la forma como la tribu crecía. No había
niños ni mujeres, solo hombres. Ellos capturaban a los viajeros que se
internaban en el bosque y los ofrecían a su deidad, que hacía de los
secuestrados un nuevo miembro de la tribu.
Aurel se aproximó. El Conay original no se movía, estaba como agotado
por el trance. El otro tampoco, era como un muñeco sin vida, un cuerpo sin
alma. Aurel lo rodeó (caminando a una distancia prudencial pues no osaba
acercarse mucho) y lo miró de arriba abajo. El cabello del nuevo Conay
también era distinto, tan corto como en los hombres de la tribu. No fue la
única sorpresa. El clon tenía los ojos abiertos, unos ojos que eran azules.
Aurel se sobresaltó al comprender que aquello había sido su pequeña
contribución a la gestación del nuevo hombre, que el semen que había soltado
sobre la cara y la boca de Conay había sido recogido y procesado por la
criatura divina y que había sido usado para dotar al hombre de una
característica que ni Conay ni los hombres de la tribu poseían.
No tuvo el joven más tiempo para observarle. El último acto de aquella
extraña representación estaba a punto de tener lugar, el momento en el que el
nuevo hombre debía recibir un alma que le diera la vida. Ya no había
criaturas divinas en el claro del bosque pero uno de los hombres de la tribu se
había levantado y portaba en su mano un afilado cuchillo. Con cierta
parsimonia comenzó a caminar hacia Conay, que seguía indefenso sobre el
altar. Parecía evidente que se disponía a matarlo y que era entonces cuando el
nuevo humano recibiría el alma que le faltaba para despertar.
Aurel no podía permitirlo. Se acercó raudo a las argollas para liberar a
Conay pero se encontró con que no servía de nada, pues este no se podía
mover y él no era capaz de cargar con su pesado cuerpo. El joven buscó otra
solución. Corrió para coger una piedra y la lanzó con certera puntería al
hombre que se acercaba puñal en mano. Lo derribó, pero al volver junto a
Conay para que volviese en sí se dio cuenta de que otros dos hombres se
habían levantado, también con cuchillos en la mano. Era necesario matar al
sacrificado para que el nuevo hombre de la tribu cobrase vida y los oscuros
hombres no iban a cejar en el empeño.
Aurel cogió la cara de Conay con ambas manos y le gritó. Su voz resonó
en mitad del silencio del bosque sin ningún resultado. La zarandeó pero
Conay seguía atontado, apenas capaz de abrir unos ojos tras los que no había
nada salvo una ingente confusión.
Los dos hombres armados seguían acercándose y Aurel temió que si los
derribaba se alzarían otros cuatro. La única solución era escapar de allí. Pasó
el brazo de Conay sobre sus hombros y trató de levantarlo, pero le fue
imposible. Si optaba por arrastrarlo no llegarían muy lejos del altar.
Desesperado, Aurel miró a un lado y al otro en busca de una respuesta, y
se encontró con que tenía dos: los caballos. El caballo blanco y el caballo
negro se hallaban cerca, permanecían asomados al claro, ocultos entre los
cercanos árboles. Eran su salvación, la única. Los llamó. No usó ningún
nombre pues no se los habían dado, simplemente los llamó. Los caballos
respondieron, mas no se limitaron a acercarse sino que se interpusieron entre
los hombres armados y el altar, con cuidado de no ponerse al alcance de los
puñales pero logrando asimismo que los atacantes retrocedieran.
Había sido una mera distracción, una que permitió que el caballo negro,
el de Conay, se colocase junto al altar para recoger a su amo. Sin embargo,
Aurel no era capaz de levantar a Conay y ponerlo sobre el animal, y temía
que ni siquiera eso sirviera, pues caería al instante en cuanto el caballo diera
los primeros pasos. Consciente de que la única solución se hallaba en manos
del propio Conay levantó una mano abierta para coger carrerilla y la estampó
en la cara de Conay. Luego le cogió por los hombros para zarandearlo con
todas sus fuerzas.
—¡Despierta! ¡¡Despierta, maldita sea!!
Hubo dos nuevas bofetadas. Conay abrió los ojos otra vez. Durante un
breve instante volvieron a ser los que Aurel acostumbraba a ver. De ese
modo, el joven insistió con las bofetadas hasta que los ojos de Conay
regresaron, esta vez para quedarse. Pese a ello su cuerpo no respondía,
víctima de la droga y el agotamiento. Aurel agarró su cara de nuevo y se puso
delante, procuró que Conay no pudiese ver otra cosa aparte de su gesto
urgente y no pudiese escuchar más que sus palabras.
—¡Sube al caballo! ¡¿Me oyes?! ¡Sube! ¡Al! ¡Caballo!
Conay escrutó alrededor y entornó las cejas, era incapaz de distinguir o
comprender cuanto veía. Aurel giró su cara hacia el caballo, que estaba a la
espera. El bárbaro ignoraba lo que sucedía pero no tenía por qué desconfiar
de Aurel ni tampoco del caballo. Pese a no entender nada de lo que pasaba
hizo un gigantesco esfuerzo y trató de superar la distancia que le separaba del
animal (enorme dadas las circunstancias). Aurel le ayudó, pues acompañó o
corrigió cada uno de sus movimientos, que eran erráticos y carecían de
fuerza. Finalmente consiguió colocarlo, de una forma bastante penosa, ya que
las piernas de Conay colgaban por un costado del caballo y la cabeza por el
otro, pero por suerte el animal tuvo el buen tino de cabalgar despacio hasta
alejarse.
Aurel reclamó al caballo blanco, al que subió sin problemas. Miró a los
hombres armados que se quedaron atónitos sin saber qué hacer. Miró también
al Conay oscuro preguntándose qué sería ahora de aquel cuerpo sin alma.
Tuvo la angustiosa sensación de que volvería a verlo y de que el reencuentro
no sería amable.

Había pocos caminos en el bosque por los que los caballos pudieran
transitar cómodamente. Aurel tuvo el acierto de usar el desplazamiento de la
luna en el cielo para guiarse, de modo que escogió la dirección correcta, la
que les acercaba a la ciudad de Hertea y dejaba atrás los incesantes
infortunios del viaje. Durante muchos y largos minutos no estuvo seguro de
haber acertado, pero cuando se toparon con un riachuelo supo que había
hecho bien, pues no lo habían encontrado antes y parecía lógico encontrarlo
en las cercanías de la llanura anunciada por Conay.
Aurel aprovechó para detenerse. Tenía esperanzas de que los de la tribu
no hubiesen emprendido una persecución. Cuando escaparon del poblado
todavía parecían como embrujados, aunque en realidad Aurel no los había
visto de otro modo y sospechó que quizá siempre eran así. En todo caso no
tenían modo de perseguirles salvo a pie, de modo que les llevaban una
ventaja considerable.
Aurel bajó a Conay del caballo. El bárbaro se había quedado
inconsciente de nuevo de modo que el descenso fue abrupto: prácticamente
hubo de tirarlo al suelo, aunque procuró que el golpe fuera lo más suave
posible. Entonces se dio cuenta el joven de lo mal que estaba su compañero.
El cuerpo le ardía, tenía mucha fiebre y tiritaba.
Aurel aprovechó que disponían de agua para lavarle, pues tenía la piel
pegajosa tras todo lo ocurrido. Olía bastante fuerte y de todos modos pensó
que el agua quizá aliviara la fiebre galopante que sufría. Lo puso junto al
arroyo y comenzó a limpiarle. Recogía el agua con una mano con la que
luego frotaba con su cuerpo. Le limpió los brazos, la cara, el cuello... Frotó el
pecho con más insistencia de la necesaria, pues siguió echando agua encima
cuando ya estaba limpio. Se entretuvo también en el firme vientre y mantuvo
la vista clavada en la entrepierna.
Entonces el joven se convenció a sí mismo de que todo lo que hacía era
por su bien, que su única intención era dejarlo limpio, aun cuando le bajó la
falda hasta la altura de las rodillas y comenzó a limpiarle el miembro, todavía
pegajoso debido a la saliva de la criatura. Lo mojó y lo restregó con
insistencia. Retiró el prepucio para limpiar el glande, limpió también los
huevos, afectados muy levemente. Por último frotó las piernas, siempre en el
mismo sentido: desde las rodillas hasta la entrepierna. Al igual que con el
pecho se entretuvo más de la cuenta con las piernas.
El resto de la noche hizo lo posible por cuidar de él. Lo cubrió con todas
las cosas que pudo, lo colocó entre sus piernas abiertas y abrazó su pecho con
los brazos. Con la espalda apoyada en el tronco de un árbol trató de dormir,
sabiendo que los caballos vigilarían, que le despertarían si los hombres de la
tribu les encontraban.
Conay seguía balbuceando ocasionalmente, aunque cada vez menos. A
pesar de que Aurel le daba todo el calor que podía su cuerpo tiritaba sin
cesar. Tardó horas en recuperarse, casi hasta el amanecer. Aurel pensó que no
lo lograría, pero nada más salir el sol el bárbaro abrió los ojos. Por primera
vez desde hacía muchas horas, era él mismo.
09 El mercenario

Hertea era la mayor ciudad del suroeste del Continente Embrujado y la más
grande que Aurel había visto. Se extendía hasta donde llagaba la vista
ocupando una inmensa llanura rodeada de bosques y coronada por montañas
nevadas. Flanqueada por dos ríos, la urbe disfrutaba de una defensa natural
que la había mantenido indemne durante las largas y belicosas épocas de
guerra.
Aurel y Conay se aproximaron satisfechos. Atrás habían quedado las
aventuras, las desventuras y las penurias. Ahora no quedaba más que un
merecido descanso. Después la prometida separación, pues aquella era la
ciudad donde Conay había dicho que dejaría a Aurel.
Fueron admitidos sin reservas, como todos los que llegaban allí. Los
puentes que daban acceso a la ciudad siempre permanecían tendidos, la
vigilancia era testimonial; en un valle rodeado de imponentes desiertos y
extraños bosques ninguna urbe rechazaba a los viajeros, del mismo modo que
los viajeros no se permitían el lujo de resultar incómodos para los anfitriones;
es cierto que había robos y asesinatos en Hertea, como en todas partes, pero
rara vez los extranjeros se veían mezclados en los mismos.
El caballo blanco de Aurel avanzó junto al negro de Conay por la
avenida principal que se extendía tras uno de los puentes de entrada. Había
callejuelas a lado y lado, un tránsito constante de personas, caballos y
carruajes, mas no se divisaba en el centro ninguna torre, ningún palacio.
Aurel se sintió extrañado. Hasta las aldeas más cochambrosas por las que
habían pasado poseían algún monumento o templo destacable, aunque
estuviese en desuso.
—¿Y el palacio? —preguntó—. ¿Está fuera de la ciudad?
—No hay ninguno en Hertea.
—Pero... dijiste que éste era un buen sitio para quedarme.
—Lo es, pero no hay palacios ni templos. Hertea es un lugar sin dueños,
sin señores y sin dioses, es una de las únicas ciudades libres que quedan. Por
eso te dije que aquí estarías bien. Uno se puede ganar la vida de muchas
formas y, si tiene cuidado de rodearse de buenas compañías, estar tranquilo.
Aurel no comprendió a qué se refería. Torció el gesto mientras se
imaginó a sí mismo viviendo en alguna de aquellas casas pequeñas y de
fachada descuidada. Conay insistió:
—Los tiempos en los que dormías entre sábanas de seda terminaron
cuando saliste de Kiarham. Aquí no hay ese tipo de palacio y si lo hay te
aseguro que no es un lugar deseable.
—Quizá no para ti.
—¿Eso es lo que quieres? ¿Vivir en un palacio donde el precio de tu
cabeza dependa del humor de tu señor? La reina te mandó ejecutar porque
eras amigo del príncipe. Eso mismo te puede pasar en cualquier otro palacio.
—Pero es que vivir aquí... no sé ni por dónde empezar. ¿A qué me voy a
dedicar? Tengo que ganarme la vida de alguna forma.
—Hay bibliotecas, sitios en los que alguien con cabeza es bien valorado.
Busca esos sitios y te vendes bien. En cuanto tengas oro no tendrás que
preocuparte de nada. Te haces con una casa, contratas a alguien que te guarde
las espaldas y ya está. Eso es lo importante aquí, tener un par de buenos
brazos que te defiendan.
Como los tuyos, pensó Aurel, mas no lo dijo.
—¿A eso te dedicabas tú? ¿A guardar espaldas?
—No —contestó con sequedad.
Conay movía la cabeza a uno y otro lado como buscando algo. Aurel
sabía lo que era. El bárbaro estaba acostumbrado a satisfacer sus necesidades
cada vez que llegaba a una ciudad, cosa que no sería distinta en Hertea. Lo
primero que hizo fue hallar un lugar para los caballos, cerca de una de las
plazas que se adivinaban en cada encrucijada de avenidas. Luego se dirigió a
un sitio del que emanaba el olor de una deliciosa mezcla de carnes cocinadas.
Aunque tenía hambre Aurel dejó el plato a medias, se sentía inquieto por su
futuro a corto plazo.
—Necesitaré un poco de tiempo para encontrar trabajo —le dijo a
Conay, que comía sin complejos y sirviéndose de ambas manos—. Quizá
quieras... guardar mis espaldas hasta que me haya ganado algo de oro.
Conay hubo de tragarse todo lo que tenía en la boca antes de responder;
usó un largo trago de cerveza para que la comida bajara.
—Como quieras, pero no me quedaré mucho aquí.
—¿No? Hablabas tan bien de Hertea que pensé que también te
instalarías aquí.
—No. Es un buen lugar para ti pero no para mí.
—¿Qué harás, entonces?
—Iré más al norte —contestó, de nuevo sin dar más explicaciones que
las justas.
Aurel abandonó la comida definitivamente. Quiso ofrecerse para
acompañar a Conay en su viaje a quién sabe dónde pero no daba la impresión
de que él así lo deseara. Se preguntó si era una carga para él a pesar de que le
había salvado la vida en más de una ocasión.
Miró a su alrededor y se fijó en la gente: hombres rudos de espesas
barbas y grandes barrigas caminaban por todas partes. Por supuesto era el
ambiente esperable en aquel tipo de establecimiento (en las calles había visto
a gente más normal). Durante minutos el joven se imaginó a sí mismo
viviendo allí, pero la perspectiva de quedarse solo le resultaba espantosa. Se
había acostumbrado a viajar. Se había acostumbrado a preocuparse de Conay,
y a que Conay se ocupara de él. Eso era algo de lo que no deseaba
desprenderse. Sin embargo, no podía acompañar a quien no le deseaba a su
lado.
Conay no estaba mostrando sus mejores dotes, como si pretendiera
recordarle a Aurel cuán enojosa podía llegar a ser su compañía. Tras una
comida que acabó resultando muy desagradable a la vista del joven (por los
nulos modales del bárbaro) Conay buscó una habitación compartida para
pasar el resto del día, pues no era conveniente que Aurel durmiera solo
(resultaba el joven un bocado muy tentador para cualquiera de las múltiples
variantes de delincuencia existentes).
La siguiente necesidad imperiosa de Conay era la de dormir, en especial
después de dos días de camino por el bosque. La tribu no les había vuelto a
perseguir pero la noche anterior a su involuntaria clonación el bárbaro lo pasó
mal y al día siguiente se encontraba muy débil.
Aurel imaginó que Conay caería rendido sobre la cama y que le
escucharía roncar al segundo siguiente, en especial después de haberse puesto
las botas con la comida. No fue así. El bárbaro dejó a Aurel descansando en
la cama y salió para volver al cabo de poco acompañado de una mujer ligera
de ropa. Ella entró sonriente, caminaba en saltitos que hacían que sus pechos
saltaran e hipnotizaran a Conay. Se dejó tumbar en la cama y no prestó
atención alguna a Aurel, que la miró con cara de pocos amigos. Abrió las
piernas y esperó a que Conay se quitara la ropa, cosa que hizo con la lógica
premura.
De nuevo Aurel se encontró con la fastidiosa situación de asistir a una
follada ajena. Era algo que le excitaba sin que lo pudiera evitar pero al mismo
tiempo le enfurecía. Aquella tipeja estaba recibiendo la polla de Conay sin
haber hecho mérito ninguno mientras que él había atravesado medio
continente junto a él y le había salvado la vida varias veces.
Entre fastidiado y aburrido trató de mirar al techo. Era imposible no
pensar en lo que ocurría, sobre todo cuando la chica se manifestó durante la
entrada de la polla, pues a partir de ese momento sus gemidos fueron
constantes, además de que se mezclaron con el sonido de los cuerpos
chocando. Aurel se apretó la polla para tratar de apaciguar una tensión que le
tentaba a cada instante.
Era imposible para Aurel no mirar aunque fuera un momento. Sus ojos
ya eran expertos en ignorar las formas femeninas, siempre dispuestas del
mismo modo (el modo en que Conay gustaba de colocarlas). No buscó los
pechos, que se movían sin parar por las embestidas, ni el rostro esquivo y
jadeante, ni las piernas apoyadas sobre los hombros de Conay o simplemente
sueltas a lado y lado. Buscó los brazos del hombre, fuertes como columnas de
piedra, buscó la espalda en tensión, buscó el culo en perpetuo y regular
movimiento. Observó con deseo y con dolor a partes iguales, sabedor de que
nunca tendría para sí aquel cuerpo, al menos no de aquel modo. Contempló la
escena con la tranquilidad de saber que Conay permanecía siempre pendiente
de la joven de turno...
No obstante, algo había cambiado. El rostro de Conay no apuntaba a la
mujer, el bárbaro no permanecía pendiente de sus gestos y de sus reacciones.
Conay miraba al lado, miraba a Aurel.
El joven no se movió de donde estaba pero al cruzarse sus ojos con los
de Conay sintió que un terremoto le recorría por dentro. El corazón le dio un
vuelco previo paso a galopar a cien por hora. Aquello no era el resultado de
un accidente o una casualidad, pues el bárbaro sostuvo sus ojos clavados en
los de Aurel y su mirada era intensa, tan penetrante como el miembro que
obraba en el interior de la mujer.
Aurel se sintió de inmediato embargado por aquellos ojos negros. Sin
ser capaz de desengancharse de ellos volvió a contemplar el resto del cuerpo
de Conay en movimiento: sus brazos, su espalda, su culo... Se le puso la polla
tan dura que se le estremecía sin parar, mas fue lo único en su cuerpo que
cambió, pues permaneció paralizado, atónito y sorprendido más allá de toda
medida.
No supo Aurel cuánto duró la mirada. Supuso que más de lo normal,
pues la mujer tuvo tiempo de gemir y retorcerse una docena de veces.
Cuando Conay devolvió su atención a la mujer, el joven Aurel continuó
observando al bárbaro de todos modos. Se quedó inerte mientras la seguía
follando, mientras ella se agarraba a sus brazos o a su espalda, o trataba de
anclarse a su trasero (que le quedaba muy lejos, pues tenía los brazos bastante
cortos). Se quedó quieto mientras ella se corría entre espasmos y gritos, y
también mientras él eyaculaba pasados escasos segundos. Se quedó pasmado
cuando la mujer se vistió y se fue tan risueña como cuando había llegado, y
aun cuando Conay se tumbó en la cama rendido por fin a un sueño que
reclamaba su tiempo con mayor fuerza que nunca. Lo que aquella enigmática
mirada significaba era una incógnita para él.
Los viajeros pasaron la mayor parte del día entre la cama y los
comedores, disfrutando de un merecido descanso. A Conay se le veía
inusualmente relajado cosa que Aurel comprendió con el paso de las horas.
La ausencia de grandes poderes resultaba tranquilizadora para el bárbaro, no
había allí reyes caprichosos, ni monjes que hablaran en nombre de dioses
crueles y terribles. En Hertea cada uno se valía por sí mismo y mientras él
sostuviese una espada en la mano y los demás advirtieran el diámetro de su
brazo no tenía nada que temer.
Fue al segundo día de estancia en la ciudad cuando Aurel se decidió a ir
en busca de una especie de trabajo con el que ganarse la vida. Tras dar
vueltas y más vueltas resultó que la primera propuesta de Conay había sido la
buena: la biblioteca era un lugar idóneo para el joven. Poco acostumbrados a
recibir a gente instruida, los responsables de la misma enseguida le
propusieron más trabajos de los que podía aceptar, pues el joven no solo
sabía leer y escribir, también era capaz de componer música o poesía, o de
escribir el guión de una obra de teatro (cosa que nunca había hecho en
Kiarham pero que había visto hacer infinidad de veces). Las sensaciones allí
fueron buenas. Por primera vez desde que llegaron, Aurel pensaba de veras
que Hertea podía ser una buena opción para él.
Durante el largo viaje el joven había tenido más de una ocasión para
establecerse. En el templo de Guon, en la ciudad de Garea o incluso en el
nido de un hombre-pájaro... pero aquella era sin duda la mejor de las
propuestas. Cuando fue al encuentro de Conay (que había esperado en la
puerta de la biblioteca para no desacreditar a Aurel con su perturbadora
presencia), lo hizo con una sonrisa. Dicha sonrisa pronto se tornó amarga ya
que el momento de la separación se acercaba de forma lenta pero inexorable.
La mente de Aurel se colmó de sensaciones agridulces. Por un lado
disponía de un futuro prometedor en el que por fin volvía a ser valorado por
hacer las cosas que en verdad le gustaban. Se vio a sí mismo residiendo en un
buen barrio de la ciudad, rodeado de gente culta y con suficiente oro para
pagar un par de fuertes brazos (y quizá también otras partes del cuerpo) que
lo protegieran. No obstante, cada vez que miraba a Conay ese futuro le sabía
a poco. El joven observaba cada una de las partes del bárbaro como si ya lo
echara de menos, aprovechaba cada ocasión para tratar de memorizar el color
de su piel, su forma de moverse, las escasas expresiones que hacía o la
gravedad de su voz.
Se encontraba en uno de esos momentos de tristeza mientras tomaban
una cerveza, de nuevo en la mesa de un gran comedor. Este era distinto a los
otros que habían visitado, allí todos los hombres que entraban y salían
portaban vistosas espadas y lucían músculo y cicatrices como si fueran
trofeos. Aurel era el único que desentonaba mientras que Conay pasaba
inadvertido, ya que era uno más entre iguales. No había mujeres o niños, solo
hombres fornidos y grandes jarras de cerveza.
Conay bebía como si su estómago tuviese un agujero del tamaño de la
boca de la jarra; llevaba cinco cuando Aurel apenas tenía la suya a la mitad.
El bárbaro no ofrecía mucha conversación (más bien ninguna) y Aurel llegó a
la conclusión de que no merecía la pena tratar de arrancarle las palabras, se
dedicó a dar pequeños sorbos y a observar alrededor a la espera de algo que
le entretuviera.
El joven percibió entonces que alguien le miraba. Era un hombre de piel
oscura que se acababa de sentar en una mesa del otro lado del salón y que
mantuvo los ojos clavados en los de Aurel durante más rato del que se
consideraría prudente. Comenzó entonces un juego de miradas entre ambos,
pues parecía que se buscaban todo el tiempo: cada vez que Aurel se centraba
en alguna otra cosa volvía sin remedio a buscar el negro rostro del hombre y
entonces se encontraba con que el otro actuaba de la misma forma.
Aurel no supo qué pensar. Él era el único rubio de ojos azules del lugar
y el único de complexión delgada. Desde luego no le pareció tan extraño que
otros le miraran aunque con el paso de los minutos advirtió que lo que el otro
sentía no era simple curiosidad. Era normal que la gente de allí le dedicara
una mirada fugaz, dos a lo sumo, pero lo del negro suponía una insistencia
poco habitual. Por su parte, el propio Aurel sufría de un irremediable interés
por la situación.
Trató el joven de fijarse en el cuerpo del observante con todo el disimulo
posible. Sin duda le sacaba una cabeza de altura a Aurel, pero no era
precisamente delgado sino todo lo contrario: al igual que los demás presentes
parecía un saco de músculos. Lucía un rostro anguloso y pequeño salvo por
unos labios gruesos que eran típicos de la gente de su raza. Mostraba el cuello
grueso, la cabeza rapada, los hombros redondeados y un abultado pecho. No
había pelo en su cuerpo, vestía una tela gruesa que se sostenía en uno de sus
hombros pero que dejaba el otro desnudo, una sola pieza de ropa cogida por
un pesado cinturón que la convertía en falda bajo la cintura.
El hombre bebía (como todos) y permanecía sumido en un ambiente de
distensión. A medida que pasaban los minutos ya no le importaba que su
interés por Aurel fuera evidente, pues no apartaba los ojos del joven en
ningún momento. Lo miró con fijeza todo el tiempo y Aurel respondió del
mismo modo. La única diferencia con respecto a unos minutos atrás es que
ahora ambos actuaban con desvergüenza y observaban el cuerpo del otro sin
complejos.
Aurel admiró las oscuras y gruesas piernas del hombre. Llevaba unas
botas que se enredaban en la pierna hasta casi alcanzar las rodillas. De estas
hasta la oscuridad propiciada por la falda no había nada salvo una piel negra
y brillante. El hombre permanecía con las piernas abiertas, pero las abrió más
al notar los ojos escrutadores del joven, como invitándole a que acentuara su
mirada. Aurel supo entonces que su intuición iba bien encaminada, que aquel
gigantesco negro tenía un evidente interés sexual para con él. Hasta dónde le
llevaría dicho interés era algo que desconocía.
El joven se prestó al juego y aceptó la invitación. ¿Qué daño podía hacer
mirar en la oscura entrepierna que el desconocido le brindaba? Una vez
abiertas el grosor de las piernas se hizo todavía más evidente. El hombre
bebió de su jarra con cuidado de que sus ojos siguieran bien pendientes de los
de Aurel. Este bebió también de la suya pero sin perder detalle de las abiertas
piernas. Tanto se fijó que creyó ver una sombra que descendía de entre las
mismas, un cuerpo oscuro que apenas se adivinaba por el contraste con la
madera del banco en el que el hombre estaba sentado. Resultaba obvio lo que
aquel cuerpo redondeado era.
Aurel comenzó a tragar saliva. Buscó los ojos del hombre para encontrar
en ellos respuestas a sus preguntas pues no comprendía hasta qué punto
deseaba jugar el desconocido. Luego volvió a mirar a la entrepierna, todavía
demasiado oscura e inescrutable, hasta que el negro solucionó el problema de
la falta de luz. Llevó sus manos al extremo de la falda y la comenzó a retirar a
fin de que las piernas se vieran más. Poco a poco, pulgada a pulgada, la
entrepierna comenzó a quedar a la vista. La sombra que Aurel había visto
(que había tomado por la punta de un fláccido pene) era en verdad la bolsa de
los huevos. La polla no la había divisado antes porque se hallaba alzada y
oculta por la negrura circundante. A medida que la falda retrocedía comenzó
a atisbar el miembro viril en toda su extensión: primero el rodado y henchido
glande, luego el resto de la polla, que era un tenso cilindro de carne oscura
colmado de gruesas venas.
Aurel deseó meterse bajo aquella mesa y después entre las oscuras
piernas, pero no podía, así como tampoco mostrarle al otro su polla (que
estaba dura pero escondida) o tocarse, a no ser que fuese de un modo puntual.
Conay permanecía enfrente, pensando en sus cosas (o no pensando en nada),
pero a buen seguro capaz de advertir cualquier movimiento sospechoso. En
cambio, el negro de enfrente estaba solo y podía hacer y deshacer sin causar
los recelos de nadie.
De ese modo, el juego siguió su curso. Una vez liberada la negra polla el
hombre se empezó a tocar, siempre con los ojos clavados en Aurel, con los
que percibía su hambre. Actuó con extrema suavidad consciente de que otros
apreciarían el movimiento de su brazo o de su hombro si se masturbaba a
placer. Comenzó por poner un dedo sobre la base de la polla y presionar con
suavidad. Cada vez que retiraba dicha presión el miembro oscilaba hasta
retornar a la posición original. Gracias a dicho movimiento Aurel apreció con
mayor claridad el tamaño del pene, que no era nada desdeñable teniendo en
cuenta que pertenecía a un cuerpo que debía rondar el metro ochenta de
estatura y cuyos músculos se mostraban ingentes por doquier.
El dedo siguió con la tarea de ejecutar sus minúsculos empujes sobre el
miembro. Aurel no dejaba de observarlo, solo para internarse en los ojos
negros del hombre o para vigilar lo que hacía Conay, que bebía
invariablemente con la mente perdida en sus pensamientos.
Pronto el negro avanzó en el particular juego. Tal y como estaba se
agarró el pene con dos dedos y lo palmeó sobre su otra mano, revelando una
dureza que ya era evidente antes de tal demostración. Fueron apenas dos o
tres golpes que se escucharon a gran distancia, aunque nadie salvo Aurel
prestó atención. Después el hombre rodeó la base de la polla con los dedos
gordo y corazón para comenzar a masturbarse muy, muy despacio. En verdad
los dedos apenas avanzaban, se mantenían siempre cerca de la base del pene.
Cualquiera que mirara por encima de la mesa no habría apreciado la menor
agitación. Por debajo de la misma la polla ejecutaba una lenta danza
destinada a la provocación.
Aurel tuvo que apretarse la polla con disimulo para calmar sus ansias.
Llevaba días sin correrse (desde que ocurrió lo de la tribu del bosque), no
había tenido ocasión ni tampoco ganas, salvo cuando Conay y él se miraron
durante la enésima follada del bárbaro con una joven. Ahora el inesperado
espectáculo le excitaba tanto que se le escaparon algunas gotas de placer sin
apenas tocarse. Tragaba saliva todo el tiempo y tenía la boca seca por mucho
que hacía pequeños tragos de cerveza cada poco tiempo.
La lenta (agónica) masturbación del hombre siguió su curso sin pausa
pero sin que los dedos aumentaran el ritmo o el alcance. Estos seguían
ceñidos al principio de la polla y limitados a un movimiento parcial que para
Aurel ya suponía demasiado poco, pues el joven deseaba ver aquella gran
polla en movimiento y en plenitud. El otro parecía divertirse con las ansias de
acción que el joven le imploraba con la mirada. Sonreía con levedad ante su
desesperación, una medio sonrisa que era tan sutil como el movimiento de su
pene.
El hombre levantó la polla hacia arriba para seguir con la masturbación,
sirviéndose de los dos mismos dedos que la movían adelante y atrás. Aurel
tuvo entonces una visión clara de la envergadura del miembro, que en aquella
posición casi tocaba la parte de abajo de la mesa con la punta. Se continuó
masturbando, hizo que los testículos subieran y bajaran igual de despacio que
el cuerpo cavernoso.
De repente los dedos comenzaron a moverse muy deprisa, limitados por
igual a la base de la polla pero agitándola con rapidez. Sin que nada en el
pétreo rostro oscuro cambiara, la polla se tensó como nunca. Acto seguido el
negro abrió las piernas tanto como pudo y empezó a eyacular. El esperma
salió despedido hacia la mesa y chocó con la parte de abajo de la misma.
Cada uno de los chorros de semen impactó y se quedó clavado en la madera
apenas un segundo, aguardando a que la gravedad lo reclamara y lo hiciera
descender hacia el suelo en densas y lentas hileras que formaban blancas y
volubles columnas.
Aurel no lo daba crédito. Hasta siete chorros impactaron contra la mesa.
Luego el semen comenzó a caer directo desde la polla hasta el suelo, carentes
los chorros de la fuerza necesaria para impactar con la parte de abajo de la
mesa. Cuando hubo terminado de eyacular había un charco de semen en el
suelo y una sonrisa instalada en el rostro del dueño de la polla. Entonces el
hombre escondió el pene entre las piernas de nuevo, bajo la falda. El
espectáculo había dado a su fin. El negro se terminó la cerveza de un largo
sorbo y se marchó.
Aurel tuvo que esperar un buen rato a que se le pasara la erección. La
cerveza y la imposibilidad de masturbarse le habían dado unas irremediables
ganas de mear pero no quiso levantarse hasta que el pene hubiera vuelto a un
tamaño que pasase desapercibido a simple vista; ignoraba cómo podían
tomarse todos aquellos hombretones de alrededor ver a un joven escuálido
empalmado en aquel lugar. Cuando se hubo calmado se alzó y preguntó
dónde podía encontrar el servicio. Conay señaló en la dirección pertinente
con la cabeza.
La puerta en cuestión daba a un pasillo estrecho al final del cual había
otra que daba a un urinario, bastante sucio y maloliente (era esperable que lo
fuera). Aurel aguantó la respiración durante el tiempo que fue capaz, que no
le dio para vaciar la vejiga pero al menos le evitó tener que respirar aquel
fuerte olor durante toda la evacuación.
De vuelta al pasillo su mente comenzó a rescatar los temas que había
intentado mantener apartados en las últimas horas; no podía mantenerlos a
raya durante mucho tiempo ya que su vida estaba a punto de cambiar de un
modo radical... otra vez. No estaba seguro de desear tal cosa, del mismo
modo que no lo estuvo cuando salió de la prisión de Kiarham en compañía de
Conay. Pero al igual que entonces no quedaba otro remedio. Las cosas ya no
eran como él quería, nunca iban a volver a serlo. Tenía que adaptarse, eso era
todo.
Apesadumbrado, Aurel avanzó por el pasillo con el rostro absorto y el
paso lento. Vio una gran figura sombría que entraba y se acercaba en
dirección al urinario y se apartó para dejarle pasar. No obstante, cuando el
hombre estaba a punto de pasar por su lado Aurel lo miró a la cara y lo
reconoció. Era el de la mesa, el negro de casi dos metros.
Las miradas se cruzaron de nuevo y, de la misma forma que antes,
ambos se quedaron como hipnotizados mutuamente. Permanecieron en
contacto los ojos de los dos mientras pasaban el uno junto al otro. Apenas
cabían en el estrecho pasillo, de modo que Aurel se acercó a la pared y se
detuvo. El otro no hizo el menor esfuerzo por evitar el contacto, más bien al
contrario: se puso de lado para pasar, pero en vez de aproximarse a la pared
opuesta se apretó bien contra el joven y le rozó cuanto pudo. Justo mientras
permanecían en contacto, el hombre se detuvo y agachó la cabeza hacia
Aurel, que tuvo que mirar hacia arriba para seguir viendo sus ojos.
—¿Cómo te llamass? —le preguntó. Tenía una voz grave y profunda, un
acento extraño que arrastraba las eses al principio y al final de cada palabra.
—Aurel.
—Bonito nombre —siguió, sin moverse.
Era evidente que la conversación resultaba un mero trámite, una forma
de ganar tiempo. Lo importante es que seguían en contacto. Lo importante es
que Aurel notaba crecer el miembro del otro a través de la escasa ropa que
(apenas) los separaba.
—Yo me llamo Dahmir.
El miembro se levantaba con creciente rapidez. En segundos Aurel había
pasado de notar un bulto informe a percibir un pene sólido y definido.
Acababa de ver cómo se corría y ahí estaba otra vez, preparado para la
acción.
—¿Eress de por aquí, Aurel?
Dahmir no perdió el tiempo. Mientras su polla se terminaba de
endurecer una de sus largas y negras manos fue en busca del culo de Aurel.
Le apretó una nalga para luego quedarse allí, acariciándola sobre la ropa.
Aurel no supo qué responder. Estaba sorprendido por la situación pero lo
cierto es que dudaba entre responder que no era de allí o todo lo contrario.
Terminó por balbucear algo que no era ni una cosa ni la otra. Mientras tanto
su polla también creció, animada por el contacto continuado de la mano ajena
en el trasero. Terminaron ambos penes tocándose y pugnando por comparar
sus respectivas durezas. Ya no había marcha atrás.
—Estoy sseguro de que ssi te hubiera visto antess me acordaría—siguió
—. ¿De dónde vieness?
—De Kiarham.
—Eso está lejoss. De hecho, creo que nunca antess había visto a alguien
de Kiarham. ¿Todoss allí sson como tú?
Lo preguntó en alusión a los rubios rizos de Aurel, que en el Continente
Embrujado eran muy poco comunes. También lo dijo por sus ojos azules. La
mano continuaba obrando sobre la nalga, se desplazaba de arriba abajo con
lentitud para calibrar su tamaño y consistencia. Los miembros de ambos
seguían en contacto, el de Dahmir más largo y más grueso que el de Aurel.
Eso era algo que se notaba a pesar de que los penes permanecían separados
por las ropas de ambos, pero que se hizo muy evidente cuando Dahmir apretó
el cuerpo de Aurel contra el suyo sirviéndose de la mano que tenía en su culo.
Entonces las pollas se estremecieron con fuerza y al unísono.
—¿Todoss allí tienen un culo tan bien formado como el tuyo? —dijo,
sin esperar a que Aurel respondiera a la pregunta anterior.
Entonces Dahmir movió la mano bajo la ropa de Aurel para tocarle
mejor. La delgada tela del calzón apenas fue una barrera para sus dedos
ansiosos. Le agarró una nalga con tal fuerza que Aurel dio un respingo.
Dahmir sonrió, satisfecho. Comenzó entonces a mover la cintura siguiendo
un movimiento sutil que apenas se notaba a simple vista pero que era más
que perceptible a través del roce entre los miembros endurecidos. La mano
comenzó a moverse sin contemplaciones sobre las nalgas, pasaba de una a
otra y se introducía un dedo entre ambas con la tela del calzón todavía
presente.
Dahmir tenía la boca abierta todo el tiempo, como si necesitara más aire.
Aproximó su rostro al de Aurel tan despacio que el otro apenas lo notó, hasta
que vio su boca enorme justo enfrente con una lengua rosada y gruesa
removiendo la saliva en el interior.
Cuando Dahmir puso la otra mano en el trasero de Aurel y le separó las
nalgas, el joven miró hacia la puerta del pasillo temeroso de que alguien
entrara y les viera en aquella tesitura tan comprometedora. Dahmir reaccionó
pronto: agarró la barbilla de Aurel y la encaró de nuevo hacia su cara. Con un
sencillo gesto propició que abriera la boca y entonces se aproximó
definitivamente, previo paso a sacar la lengua. La saliva se aglutinaba en la
punta de esta hasta que formó una densa gota justo cuando la lengua del
negro estaba sobre la boca abierta de Aurel. La gota siguió engordando hasta
hacerse pesada y caer. El joven la recogió, mas luego no tuvo tiempo de
cerrar la boca, pues la lengua de Dahmir se introdujo en esta y la colmó.
La mano que había sostenido la barbilla descendió de nuevo hacia el
culo, por debajo de la falda. Se metieron los dedos por la parte de abajo del
calzón para agarrar una nalga y mantenerla bien separada mientras un dedo
de la otra mano buscaba certero el agujero oculto. Lo penetró y la polla de
Dahmir se agitó con fuerza tres veces seguidas. Su lengua era tan grande que
ocupaba casi toda la boca de Aurel sin apenas moverse, pero no se mantuvo
quieta ni mucho menos. Mientras tanto, seguía mirando al joven con unos
ojos bien abiertos.
Dedo y lengua continuaron metidos en el cuerpo del joven hasta que
Dahmir alejó de nuevo el rostro.
—Date la vuelta, quieress. Voy a follarte ese bonito culo que tieness.
El dedo seguía dentro. La otra mano acariciaba la nalga como si el negro
todavía no diera crédito a su envidiable forma y su exacta proporción.
—Pero aquí no...
—Nadie noss molestará. No sse atreverían, me he ganado una fama en
esta ciudad.
Cuando el dedo salió Aurel comprendió que había llegado el momento
de que entrara otro cuerpo mucho más grande. Podía haberse negado, o
sugerirle que al menos entraran en el urinario, pero nada dijo. Con cierta
dificultad debido al reducido espacio se dio la vuelta. Escuchó un ruido de
ropa en movimiento a su espalda así como a Dahmir escupiendo sobre su
propia polla en varias ocasiones, ya que había mucha carne por lubricar.
Aurel no había visto su polla salvo a lo lejos, durante la masturbación
bajo la mesa. Había percibido con vaguedad su tamaño y su fuerza en los
últimos minutos, pero el primer contacto real que tuvo con el pene de Dahmir
fue a través de su ano. Un lubricado glande se posó encima del mismo y
comenzó a empujar con moderada fuerza. Le pareció entonces que era más
grande de lo que había calculado, que su culo no soportaría la penetración sin
una mayor preparación. Pero no había tiempo, la polla siguió entrando y él
reprimió un quejido. Dahmir respondió metiendo un buen pedazo de polla de
golpe, como si deseara escuchar ese grito que Aurel se había aguantado.
Luego la sacó un poco, lo justo para escupir de nuevo encima de la polla y
volverla a meter.
El miembro entró despacio pero sin detenerse. Aurel se empezó a
preguntar hasta qué punto era largo cuando sintió el cuerpo de Dahmir
rozando sus nalgas; de todas formas, aún quedaba un trecho pues la polla
podía seguir avanzando mientras hubiera margen para apretarlas. La notó
entrar mientras percibía a Dahmir cada vez más próximo y también cuando el
negro dio un impulso final para llegar hasta lo más hondo. Aurel hizo fuerza
con el culo e intentó alejarse de él pero Dahmir le agarró de la cintura para
detenerlo. Apretó bien fuerte el cuerpo del joven contra su polla y disfrutó del
dolor que provocó la profundidad de su entrada.
De repente Dahmir sacó la polla del todo. La cambió por dos dedos que
obraron sin cesar, más empeñados en mantener el agujero abierto que en
agrandarlo. Mientras tanto, Aurel escuchó cómo se volvía a escupir sobre la
polla y cómo se masturbaba con rapidez. Le escuchó también resoplar, sabía
que tenía los ojos clavados en su culo y que lo admiraba profundamente; era
una de aquellas personas expresivas que necesita manifestar lo que le gusta
todo el tiempo. Aurel no podía negar que le fascinaba sentirse deseado de
aquel modo.
Cuando Dahmir se decidió a meter de nuevo la polla, esta entró con
mayor facilidad, pues a diferencia de la primera vez no la metió con voluntad
de incomodar a Aurel sino para empezar a follarle. El joven apenas había
digerido el grosor de la polla, sabía que tardaría unos minutos en comenzar a
disfrutar de verdad. Dahmir no se quedaba corto dando muestras de su placer,
hablaba con el culo de Aurel además de jadear a menudo. De vez en cuando
también se permitía la licencia de dar una sonora palmada a una de las nalgas.
Era más que evidente que alguien follaba en el pasillo, los sonidos
resultaban claros e inconfundibles. A Dahmir no parecía importarle, al igual
que Conay él también opinaba que dos brazos fuertes eran toda la ley que
imperaba en aquella ciudad. Al parecer se había ganado el derecho de hacer
lo que quisiera, incluido follarse a un joven en mitad de un espacio público.
Aurel no estaba acostumbrado a ese tipo de situaciones, vigilaba todo el
tiempo la puerta temiendo que alguien les viera. Poco a poco se
acostumbraba al tamaño del miembro, su ano se relajaba y dejaba de
resistirse a la intrusión para aceptarlo en su interior. El joven incluso se
planteaba alargar una mano hacia el negro trasero que lo embestía, pero de
nuevo miraba a la puerta y se incomodaba. Los gemidos, las palabras de
Dahmir, los bofetones en su culo, la polla entrando y saliendo... todo ello le
haría enloquecer de placer en otras circunstancias, pero no así. El miedo a ser
descubierto hacía que todas aquellas cosas quedaran distantes en un segundo
plano.
Dahmir seguía a la suya. No le bastaba con penetrar aquel culo o darle
palmadas, agarraba las nalgas, las movía, las separaba. Se mostraba fascinado
por aquel culo blanco en el que su polla se movía prieta y deseada. Follaba
todo el tiempo al mismo ritmo pero llegado un momento sus gemidos
subieron en intensidad y entonces ocurrió algo que Aurel no esperaba:
Dahmir sacó la polla y se masturbó frente a su culo. Aurel se giró, extrañado.
Vio el enorme brazo de Dahmir agitarse con gran rapidez y al poco sintió
chorros de esperma caliente chocar contra su trasero. El primero salió
disparado hacia la espalda, el segundo y el tercero acertaron en su ano y lo
golpearon con el ímpetu característico de las primeras salvas. Se escuchó el
sonido de densas gotas caer al suelo.
Justo cuando Aurel se planteaba vestirse y dejar atrás aquel episodio
(entre morboso e incómodo), vio una figura entrando en el pasillo. Nunca
supo si le estaba buscando o si simplemente iba a mear, el caso es que Conay
permanecía inerte en la puerta y mirando a los otros dos. Pese a lo
inexpresivo que siempre era, se le veía atónito.
Aurel se quedó petrificado. Dahmir no, siguió echando esperma sobre el
ano y sobre las nalgas. Colocó el glande en posición e introdujo la polla a fin
de soltar los últimos chorros dentro del culo. La metió hasta el fondo y gimió
mientras el semen seguía brotando. Se apretó bien fuerte al culo de Aurel y
alzó la barbilla. Dejó que el aire saliera de su abierta boca con generosidad
hasta conformar una larga vocal, que no era tanto un jadeo como la voluntad
de manifestar su placer.
Conay movió los ojos a lo largo y ancho de la escena, se detuvo a
contemplar cada detalle con la misma cara de pasmo que se le había quedado
el entrar en el pasillo. Aurel solamente era capaz de mirar los ojos del
bárbaro, le estremecía verlos moverse sin parar. Dahmir mantuvo la polla
metida durante lo que pareció un día entero, la movió despacio en el interior
del joven y disfruto del sosiego de haberse corrido dentro. Cuando la sacó
Conay ya se había ido.
Dahmir siguió observando el culo de Aurel un poco más, le dio un par
de sonoras palmadas y por último se guardó el miembro dentro de la ropa.
—Eress un joven muy guapo, Aurel, y por lo que veo nuevo en la
ciudad. Si necesitass a alguien que guarde tus espaldass, podráss encontrarme
en este local, vengo a menudo.
Aurel apenas se había llegado a subir los calzones cuando la mano de
Dahmir volvió a prender una de las nalgas a modo de despedida.
—Quizá no te cobre por miss sservicios. Al menos no con monedas de
oro, ya me entiendes.
Dicho lo cual se fue. Aurel apenas escuchó sus palabras, las guardó en
algún lugar recóndito de su cabeza para meditar sobre ellas en otro momento.
Tenía otras cosas más imperiosas en las que pensar. Se terminó de vestir, se
atusó la ropa y se peinó. Cogió aire y regresó a la sala, donde Conay
aguardaba sentado. Nada más llegar Aurel a la mesa el bárbaro se levantó
para salir del local y sin decir palabra. Aurel le siguió.
No hablaron el resto del día, lo cual no era en verdad novedoso, aunque
de algún modo Aurel notaba que se había abierto una brecha entre ambos, un
escollo que era ya insalvable. La separación entre ambos no solo iba a ser
inevitable, llevaba camino de tornarse incluso deseable.
El día terminó sin que el uno dejara de ignorar al otro y el siguiente
comenzó del mismo modo. Conay comía, dormía y acompañaba a Aurel en
las gestiones que este hacía para comenzar a construirse una vida en Hertea,
mas lo hacía obligado, como si la promesa hecha en las cárceles de Kiarham
le pesara ahora como una losa. Aurel volvió a la biblioteca, donde se reunió
con otras personas más ancianas y con aspecto de poseer un mayor poder de
decisión que durante la primera visita. Se tomaron las primeras decisiones en
firme, Aurel comenzaría pronto sus trabajos allí.
Al atardecer regresaron al mismo local donde se habían encontrado con
Dahmir. Ello sorprendió a Aurel, pero no tanto como descubrir que Conay
parecía estar buscando al gran hombre de piel oscura del día anterior. De
hecho dio la impresión de que esperaba verle entrar por la puerta pues se
giraba todo el tiempo hacia la misma. Aurel no osó preguntar; no se había
atrevido a hablarle desde que le viera siendo penetrado por Dahmir. Se limitó
a beber cerveza y a esperar a que el día terminara. Poco había que se pudiera
hacer hasta el siguiente ya que la compañía que le ofrecía Conay no daba para
más.
De repente el bárbaro se alzó y fue raudo hacia la puerta del local. Salió
a la calle aun con la jarra de cerveza a medio terminar. Aurel no le siguió,
pues la bebida estaba impagada y suponía que Conay no había decidido
marcharse del local todavía. En efecto la salida del bárbaro había sido
temporal y con un claro objetivo. Aurel lo descubrió pronto, en cuanto vio
que los hombres del local se asomaban a las ventanas y se agolpaban en la
puerta. También al escuchar el estruendo de cosas que se rompían.
Le costó mucho trabajo al joven abrirse paso entre quienes taponaban la
puerta, había capas y capas de hombres grandes y musculosos que se
apretaban los unos contra los otros, que gritaban y se empujaban. Aurel logró
escabullirse entre algunos de ellos siempre procurando que su paso fuera
discreto y carente de molestias para los demás (pues uno solo de aquellos
gigantes le podía tumbar con un simple gesto). Cuando logró asomarse a la
calle no dio crédito a lo que veía. Conay estaba enzarzado en una pelea y su
rival no era otro que Dahmir.
El público jaleaba y vociferaba. En realidad no animaban a ninguno de
los dos pese a que Dahmir era conocido en Hertea mientras que Conay no;
uno nunca sabía quién iba a ser el próximo hombre fuerte de la zona. Aurel
no comprendía la situación. Que él supiese no había sucedido nada entre
ambos, de hecho Conay había salido en su busca nada más verle, antes
incluso de que Dahmir entrara en el local (lo cual había sido una sabia
decisión, ya que una pelea dentro del local habría facilitado que otros se
sumaran, molestos porque durante la lucha alguien derribara las jarras de
cerveza, por ejemplo).
Conay llevaba ventaja, pues el otro no había previsto que nadie se
lanzara contra él. Justo en ese momento el negro hombre se levantaba
aturdido y mostraba un moratón en la mejilla. Conay le esperaba en guardia y
listo para el contraataque. Se observaron durante largos segundos, se
estudiaron.
Aurel abrió la boca y gritó en un vano intento de detener la trifulca sin
sentido, pero ni siquiera el hombre que tenía al lado le escuchó en mitad del
griterío generalizado y abrumador. No pudo evitar que Dahmir saltara hacia
Conay. Se impulsó con tanta fuerza y era tan grande que recordaba a un
rinoceronte. Arrastró a Conay al suelo como si este fuera un chiquillo de
piernas temblorosas, a pesar de que le esperaba con los músculos en tensión y
preparados para el impacto. Una vez en el suelo el negro le dio un puñetazo
tras otro e hizo que la cabeza del bárbaro girara en fugaces y violentos
movimientos.
Conay tenía que reaccionar. Se sirvió de la potencia de sus piernas para
alzar el cuerpo entero de Dahmir y echarlo a un lado, y luego se puso de pie.
Ahora lucían ambos el rostro magullado y de nuevo se analizaban para
planear el siguiente ataque.
Aurel miró hacia atrás. No vio nada, ya que los espectadores le rodeaban
por todas partes, pero supo que Conay había dejado la espada dentro. Aquel
era un enfrentamiento limpio, sin armas, cuerpo a cuerpo.
Dahmir volvió a lanzarse sobre Conay, consciente de la ventaja que le
confería ser más alto y más grueso. Le sacaba una cabeza a Conay y toda la
masa de más que tenía respecto a su rival era puro músculo. Conay se vio
obligado a servirse de su agilidad y de su experiencia, con la que preveía
dónde golpearía el otro y cómo se movería. Durante tensos minutos Conay
dio la impresión de manejar la situación, pues esquivaba a placer casi todos
los golpes de Dahmir (al menos los que prometían causar mayor daño). El
bárbaro también le asestaba algunos pero hacían escasa mella en el firme
cuerpo del negro.
Los espectadores rieron a lo grande al ver fallar a Dahmir una y otra vez.
Debieron pensar que Conay le tomaba el pelo o jugaba con él. Dahmir se
llevaba los peores impactos, los que Conay le propinaba cuando el otro se
encontraba ocupado preparando uno de sus infructuosos asaltos, mas el
aguante del negro era mucho. Era necesario golpearle de forma incesante para
derrotarle y Conay no tenía ocasión de hacerlo tan a menudo como era
necesario.
Al final ocurrió lo que era inevitable. Quizá fuera por el cansancio de
Conay o porque Dahmir ya había aprendido la mayoría de las artimañas de su
rival, el caso es que de repente el bárbaro no fue capaz de esquivar uno de los
golpes del negro, uno que era potente en particular. Después del primero vino
un segundo y el tercero le tumbó en el suelo.
Aurel estaba convencido de que Conay se levantaría, de que la lucha
todavía sería larga. Su sorpresa fue ver que Conay permanecía en el suelo,
abatido sin remedio. De hecho, Dahmir se supo ganador nada más asestar el
tercer golpe, pues no había aprovechado que el adversario caía al suelo para
rematarle.
Los hombres agolpados en puertas y ventanas comenzaron a aplaudir
por lo que había sido un buen espectáculo. Cuando Conay recuperó el aliento
recibió la mano del propio Dahmir, que le ayudó a ponerse en pie.
Minutos más tarde todo el mundo volvió a su lugar, a sus quehaceres,
como si nada hubiera sucedido. Dahmir no entró en el local pero sí lo hizo
Conay, que mostraba el cuerpo lleno de heridas y moratones. Aurel lo vio
pasar a su lado sin saber muy bien qué decir o qué hacer. Lo miró sentarse y
terminarse la jarra de cerveza tranquilamente. Luego el bárbaro pagó la
cuenta y se dirigió al dormitorio que tenían alquilado. Aurel fue tras él; el
joven seguía estando a su cuidado y seguía imitándole en la mayoría de cosas
que hacía. A pesar de ser media tarde se estiró en la cama, al igual que
Conay, y permaneció mirando hacia el techo. Justo cuando el joven pensaba
que su apático compañero se había quedado dormido lo escuchó hablar por
primera vez en días:
—Es un mercenario —le dijo—, pero de esos que les gusta la buena
vida. Protege bien a sus clientes. Le resulta fácil, tiene fama de ser
invencible, pocos se atreven a meterse con él.
Aurel sabía que se refería a Dahmir. Apenas entendía sus palabras, en
parte por los golpes que Conay tenía en la cara, en parte porque le hablaba de
espaldas.
—Cuidará bien de ti —concluyó.
Aurel ignoraba de qué estaba hablando. Era cierto que Dahmir le había
sugerido la posibilidad de ofrecerle protección pero eso era algo que Conay
no pudo haber escuchado.
El bárbaro se durmió pronto, mas su compañero continuó con la
reflexiva tarea de observar el techo. De repente lo comprendió todo. El
combate no había sido casual. Conay había provocado a Dahmir para ponerlo
a prueba, para saber si era cierto lo que se hablaba de él. Conay había
probado al negro mercenario para saber si era digno de proteger a Aurel, si
era digno de ser su sustituto.
Aurel se giró para mirar al bárbaro cuya espalda se mecía al son de una
respiración honda y pausada. Ahora que ya tenía nuevo trabajo y nuevo
protector, sabía que Conay se marcharía al día siguiente.
10 Una nueva vida

Había llegado la hora. La tarde caía y la luz del Sol estaba por desaparecer.
Conay no despertó de la siesta hasta el día siguiente, se quedó dormido
profundamente al poco de luchar contra Dahmir. Aurel sabía que se iría al
amanecer. Con la mirada perdida, sintió que un puño le agarraba el corazón.
No deseaba que se fuera mas poco podía hacer para evitarlo.
Fue incapaz el joven de dormir en toda la noche. Dejó que la luz se
disipara, que convirtiera poco a poco el blanco techo de la estancia en una
oscuridad impenetrable. Vio cómo las horas pasaban y todo cuanto podía
hacer era observar de vez en cuando a Conay. El bárbaro seguía dándole la
espalda, respiraba hondo y dejaba que el sueño curara sus heridas.
Cuando la luz del nuevo día se adueñó de la habitación Aurel ni siquiera
recordaba en qué había estado pensando toda la noche. En verdad no creía
que hubiese pasado tanto tiempo. Sin apenas moverse siguió aguardando no
sabía muy bien el qué.
Conay se agitó y holgazaneó sobre la cama. No se había movido en toda
la noche, agotado como estaba por el combate contra Dahmir, pero en cambio
durante la mañana sí. Aurel no dejó de mirarle de que no lo contemplaría
mucho más tiempo. Cuando el bárbaro se puso boca arriba supo que tenía el
pene erecto por la forma del bulto que mostraba el calzón. Quiso levantarse
de la cama para ir a tocarlo, deseó arrebatarle la ropa y sacar su polla para
comérsela hasta el final como ya había hecho en dos ocasiones. Se preguntó
si le dejaría hacerlo, o si tendría el valor suficiente para intentarlo.
Meditó sobre ello largamente. Demasiado en realidad, pues al cabo de
un rato Conay despertó y no tardó en ponerse en marcha. Se levantó para
comenzar a hacer acopio de sus escasas pertenencias: la espada, el oro y las
provisiones. Estaba claro que no se preparaba para visitar a los caballos o
para desayunar, como las otras mañanas, porque ninguna de esas cosas
requería del arma o del dinero. Se marchaba para siempre.
Aurel ni siquiera hizo amago de levantarse para seguirle, como había
hecho sin cesar durante los últimos meses. En cambio, observó el pie de su
propia cama, donde se hallaba la bolsa en la que guardaba sus cosas. Entre
estas se encontraba el perfume que robó de la reina de Garea, que usó para
seducir al propio Conay y también al gigante de la casa del brujo. Le dio un
vuelco el corazón. Utilizarlo ahora suponía su única oportunidad de yacer con
el bárbaro y la última. Si lo abría ahora, antes de que se fuera, todavía tenía
tiempo de hacer su sueño realidad, dejaría que los vapores poseyeran la
voluntad de Conay y lo convirtieran en presa de un deseo sexual exacerbado
e inevitable.
El bárbaro ya había colgado el oro y la espada de su cinturón. Sin
apartar la vista de la cintura del bárbaro, Aurel llevó una mano hacia la bolsa
para comenzar a rebuscar a tientas en busca del frasco de cristal. El paquete
de Conay todavía se percibía abultado, Aurel se hallaba a unos centímetros de
dar uso de aquel extraordinario volumen oculto bajo la ropa. Tocó el frasco
con la punta de los dedos. Conay ya había comenzado a caminar desde la
cama hasta la puerta, era ahora o nunca. Llegó el joven a tocar con los dedos
la tapa del frasco justo en el momento en que Conay se detuvo en la puerta.
Nada sucedió, el frasco continuó cerrado. Aurel no se decidía a abrirlo.
Aquel no era el modo con el que deseaba ser follado por Conay, prefería que
se marchara a obligarle a hacer algo que en verdad no deseaba. No obstante,
la puerta tampoco se abrió a pesar de que la mano de Conay permanecía
detenida sobre el pomo.
Aquella extraña situación de pausa continuada se demoró más de lo
esperable. Aurel sospechó que Conay buscaba unas últimas palabras de
despedida o algo por el estilo, de modo que retiró la mano de la bolsa y
adoptó una posición de reposo a la espera de recibirlas. Sin embargo, Conay
no dijo nada. Todavía encarado hacia la puerta abandonó el pomo y se
desprendió del cinturón en el que tanto empeño había puesto minutos antes.
Dejó que cayera al suelo junto con la espada y la bolsa llena de oro. También
se desprendió de la bolsa colmada de víveres.
Aurel sospechó que quizá el bárbaro no se había recuperado bien de las
heridas, que se había sentido mal justo en el momento de la partida, aunque
cuando Conay se giró hacia él y comenzó a aproximarse a su cama lo vio en
buen estado de salud: caminaba erguido y su paso era decidido. Conay
mostraba entre ceja y ceja un claro motivo, un objetivo. A juzgar por su
mirada y por la dirección de sus pasos no cabía duda de que dicha meta era el
propio Aurel.
Conay se detuvo a los pies de la cama desde donde miró al joven con
unos ojos penetrantes, oscuros e insondables. Aurel seguía pensando que el
bárbaro tenía algo que decirle, unas últimas palabras, no estaba listo en
absoluto para lo que estaba a punto de ocurrir. Conay nada dijo sino que
actuó. Agarró la sábana con la que Aurel se cubría y la apartó con un gesto
contundente. El corazón del muchacho se puso a cien por hora en un instante.
Apenas podía dejar de mirar los negros ojos de Conay pero logró zafarse de
estos para observar el paquete del bárbaro, que durante tantos minutos se
había apropiado de su entera atención. Este continuaba abultado, el miembro
bajo la ropa lucía duro y voluminoso.
Todavía no había Aurel asimilado lo que ya era evidente cuando Conay
se bajó el calzón hasta los pies y lo lanzó a un costado. Su miembro se
enderezó, pasó de permanecer sobre una pierna (forzado por la tela) a apuntar
hacia delante, descarado y completamente erecto. Realmente iba a ocurrir, y
sin que fuera necesaria la intervención de un brebaje mágico. En el último
momento el propio Conay había decidido regresar sobre sus pasos para hacer
algo que había deseado en secreto durante largo tiempo.
Aurel estaba petrificado. Ni en sus más locos sueños habría sospechado
que Conay le follaría de verdad y ahora se sentía tan abrumado por la
sorpresa que no era capaz de reaccionar. No se movió ni un ápice mientras
Conay se subía a la cama con la polla bien dispuesta. Aurel no la miró, no
pudo, permanecía enganchado a los ojos de Conay, que le tenían poseído. Los
vio aproximarse mientras el cuerpo del bárbaro gateaba sobre la cama y su
miembro permanecía en suspensión a la espera de una penetración que ya
nada ni nadie impediría.
Conay también estaba prendido de los ojos de Aurel, obraba sin dejar de
mirarlos haciendo gala de un admirable control de la situación. Mientras los
dos rostros se acercaban agarró los tobillos de Aurel y los alzó. El joven no
llevaba más que los calzones puestos. El propio Aurel se los quitó para
liberar su trasero, así como una polla que se hallaba alzada y deseosa.
Conay avanzó un poco más. Dejó que las piernas de Aurel descansaran
sobre sus hombros y maniobró hasta que la polla comenzó a restregarse con
el cuerpo del joven. Chocó al principio con su pene, más delgado y corto pero
igualmente dispuesto (ambos se estremecieron por el contacto mutuo). No
obstante, el objetivo de Conay era otro y Aurel lo compartía. Se movieron los
dos con la mismo propósito hasta que el miembro de Conay comenzó a rozar
contra las abiertas nalgas.
Pasaron así unos momentos que fueron largos pero les parecieron
breves. Conay agitaba la cintura con suavidad a fin de que su polla (el glande
en especial) chocara contra el trasero del joven y le mostrara así su dureza.
Después empujaba y la polla se deslizaba entonces sobre la carne hasta que
sobresalía por encima o por uno de los costados del culo, o bien chocaba
contra el ano y se quedaba encajado en el mismo a la espera de que un
apretón lo metiera dentro.
Aurel continuaba rígido e incrédulo. Había colaborado para configurar
la postura actual pero mantenía las manos inertes sobre la cama. No había
duda de que estaba excitado más allá de toda medida, su polla se estremecía
sin cesar y cuando la de Conay se meneaba sobre culo deseaba con todas sus
fuerzas que lo hiciera dentro del mismo. Cada vez que el joven atisbaba la
polla asomando por un costado de su propio cuerpo, anhelaba percibir tal
tamaño en el interior de sí mismo.
El juego no duró mucho más. Conay escupió sobre una mano para luego
extender la saliva a lo largo de la polla. Colocó el glande sobre el ano y
entonces clavó las dos manos sobre el colchón. Los brazos se mostraron
rectos y firmes, el rostro permaneció serio e inexpresivo. Una dulce mezcla
de quietud y tensión colmaba el ambiente del dormitorio, hasta que un
minúsculo movimiento de cintura embargó los sentidos de los dos hombres
por completo.
El ensalivado glande comenzó a entrar. Aurel hizo lo posible por
relajarse y así aceptarlo, flexionó más las piernas como si con ello pudiera
acelerar la penetración, mas esta dependía por completo de lo que el bárbaro
decidiera y su determinación era la de actuar de una forma lenta y sosegada,
pero muy intensa a la vez. El glande entró pronto, siendo abrazado al
momento por un ano que lo apretaba con moderada fuerza. Luego comenzó la
larga entrada del resto del miembro que se extendió durante un lapso
considerable.
El control con el que el pene avanzaba era algo que Aurel nunca antes
había sentido. Cada minúscula parte que le penetraba lo hacía a la misma
proporción y velocidad que la anterior, con una lentitud que no creía posible
y que le volvía loco (era difícil decidir si de placer o de ansia). Al final,
cuando la polla hubo entrado por completo, el bárbaro permaneció inerte.
Aurel comenzó entonces a reaccionar. Había sido una entrada tan
progresiva que su ano estaba adaptado a la perfección al tamaño de la polla,
no se sentía molesto sino que la deseaba más al fondo. Quiso abrir más las
piernas, que la polla le penetrara hasta el límite, pero Conay se resistió a
ceder ante las presiones del joven, le vigilaba con una mirada que tenía su
propio peso.
Sin nada más que hacer que aceptar que el bárbaro se había hecho con el
control de la situación, Aurel actuó por sí mismo en la medida de lo posible.
Por primera vez alzó las manos de la cama y tocó el cuerpo de Conay.
Comenzó por los brazos. Posó las manos sobre las muñecas y subió despacio,
a lo largo de las cada vez más duras y gruesas columnas de carne. No podía
mirarlos, sus ojos seguían robados por los dos pozos negros con los que
Conay le observaba, pero los veía a través de las manos: acarició con
innombrable placer las curvas de sus músculos y las duras bolas que eran sus
hombros. Luego comenzó a tocarle el torso pasando las manos con deliberada
lentitud por los costados, también en tensión. Sintió su respiración, que era
tan agitada y tensa como la propia pese a la quietud de ambos cuerpos. El
joven todavía no se había hecho a la idea de estar tocándolo, no de aquel
modo y (desde luego) no en aquella situación.
Las manos de Aurel se movieron entonces a la sólida espalda del otro
(su polla se estremeció varias veces mientras descendía por la misma).
Bajaron hacia la curva de la espalda, que se mostraba muy acentuada, y
buscaron desesperadas las nalgas del bárbaro. Las manos se posaron sobre el
culo de Conay con precipitación, como si ya no soportaran la espera. Había
estado (ad)mirando ese trasero durante semanas y soñando con tocarlo
incontables noches y días. El deseo de sentirlas apretando contra su cuerpo
era el más grande que había tenido nunca, un deseo hecho ahora realidad.
Aurel no supo muy bien qué hacer con aquellas nalgas pues ansiaba
hacerlo todo al mismo tiempo: apretarlas, acariciarlas con suavidad o incluso
golpearlas. Tras un momento de indecisión las acarició, pues ante todo quería
verlas con las manos, quería memorizar su forma y su consistencia, del
mismo modo como había observado el resto del cuerpo pero sirviéndose del
tacto. Apenas las apretó mientras las recorría de arriba abajo y después de
abajo arriba. Pronto el ansia se adueñó de él y quiso apretarlas, mas lo hizo
empujando el cuerpo de Conay hacia el suyo con la esperanza de que la polla
del bárbaro le penetrara un poco más. Aurel hizo fuerza con las manos y le
aplastó las nalgas al tiempo que forzaba sus propias piernas a abrirse más.
Creyó sentir que la polla entraba un poco, aunque lo que de verdad quería es
que se moviera, pues Conay todavía mantenía la cintura quieta desde que le
había metido el miembro por el culo.
El bárbaro terminó por ceder ante los deseos del otro, que también eran
los propios. Sin previo aviso deshizo el camino andado y sacó la polla casi
hasta la altura del glande. Luego la metió de nuevo. Aurel gimió con toda el
ímpetu de quien ha estado conteniéndose más de lo soportable; percibir aquel
cuerpo de ensueño darle (al fin) por el culo hizo que la voz le brotara del
fondo del alma, tan genuina y tan espontánea como nunca.
Conay le embistió durante algunos minutos con una fuerza moderada.
No era más que un anticipo. Tan de repente como había empezado paró,
mantuvo la polla completamente metida y se detuvo, quedándose ambos
inertes salvo por una respiración que era rápida y profunda en ambos.
Aurel recordó las veces que vio a Conay follar con mujeres. No le había
visto hacer ese tipo de cosas con ellas. En aquellas ocasiones le pareció más
una herramienta que un amante, un instrumento efectivo que obraba con
cierta frialdad. Conay solía entretenerse en las entrepiernas de las mujeres y
después las penetraba hasta que se corrían, permanecía siempre pendiente de
ellas, siempre vigilante...
En aquel preciso momento Aurel se dio cuenta de algo. Supo qué era lo
que realmente le importaba a Conay. Todas las veces que el bárbaro se había
follado a una mujer la observaba con intensidad a los ojos pero ellas no
respondían a la mirada salvo de forma casual o puntual, cuando en realidad
era justo eso lo que Conay deseaba: una íntima conexión, una comunicación
continuada con la otra persona. Era lo que siempre había estado buscando
pero ellas no se daban cuenta ocupadas como estaban en su propio placer, o
simplemente ajenas a lo que él ofrecía. Ahora los ojos de Aurel permanecían
entregados a los de Conay y, por primera vez en mucho tiempo, el bárbaro
sentía que de verdad estaba conectado a su amante.
Aurel comprendió que estaba a su merced y lo aceptó de buen grado.
Continuó recorriendo el cuerpo del bárbaro con las manos, incapaz de decidir
qué parte le gustaba más (pues todas le fascinaban), pero se negó a intervenir
en las decisiones de Conay. Era su papel determinar el momento y la
intensidad con los que le daría por el culo, era su cometido encontrar en los
ojos de Aurel lo que este más deseaba y dárselo de la manera que más le
placiera. Ya no podían dejar de mirarse. Lo que había comenzado como una
potente atracción ahora era un nexo comunicativo de vital importancia. Los
brazos, la espalda, la polla... nada importaba tanto como permanecer atento a
los ojos del amante, a lo que este pedía a través de los mismos en mitad del
silencio aparente.
Ese contacto tan íntimo era casi imposible de conseguir. Ninguna de las
mujeres con las que Conay había estado podría habérselo dado pues sus
encuentros con ellas eran tan fugaces como únicos. Llegar a tal nivel de
compenetración requería de un gran deseo mutuo, sumado a un vasto
conocimiento del otro y a la intervención de una química imposible de
explicar. Todas esas cosas existían entre Aurel y el bárbaro.
Conay volvió a follar, esta vez más rápido y durante más tiempo. Aurel
se agarró a los brazos del bárbaro, eran el único punto de referencia de un
mundo que se tambaleaba a su alrededor. Gimió por cada una de las
embestidas sin importarle que alguien le escuchara; no había nada para él en
la ciudad ni en el continente, los dos ojos oscuros que tenía sobre la cabeza
eran todo su universo. Sintió el traqueteo de la cama bajo ellos, escuchó el
cuerpo de Conay chocar con el suyo, gozó de la polla deslizándose en su culo
con envidiable precisión... y de nuevo la cintura del bárbaro cesó sus
movimientos.
El cuerpo de Conay lucía lleno de sudor; una gota cayó de su magullado
rostro al de Aurel. Las respiraciones eran más intensas a cada pausa que
hacían. Aurel sabía que llegaría un punto en que Conay no se detendría y se
correría dentro de él. No sabía cómo resistir hasta que llegara ese momento,
sospechaba que él mismo podía eyacular en cualquier instante.
En verdad la pausa fue más breve que la anterior, como si el propio
Conay tampoco fuera capaz de negarse al placer inmediato de la acción,
mucho más intenso que el de la espera. Comenzó a meterle la polla con más
fuerza que nunca, tanto que Aurel se agarró al torso del bárbaro, pues la
estabilidad que el joven hallaba en sus brazos se le hacía escasa. Permaneció
anclado a su espalda gimiendo sin parar y haciendo un esfuerzo por mantener
los párpados bien abiertos, pues era relevante que el contacto visual se
mantuviese en todo momento. Llegado un momento, Conay redujo la
velocidad de las acometidas, agarró una de las manos que Aurel tenía en su
espalda y la condujo más abajo hasta ponerla sobre su culo. Entonces volvió
a recuperar el ritmo de antes.
Aurel comprendió el mensaje. De hecho, le encantó sentir las nalgas en
movimiento, tanto que puso ambas manos en el trasero del bárbaro para
acompañarle en todas y cada una de sus embestidas. Hizo lo que quiso con su
culo: lo apretó con todas sus fuerzas, lo empujó contra sí mismo para meter la
polla bien al fondo, incluso lo palmeó con fuerza, embargado como estaba
por el placer.
Conay subió el ritmo aún más. La cama se tambaleaba pero los gemidos
de Aurel eran tan altos que no se escuchaba nada más. El joven dejó de
apoyar las piernas en los hombros de Conay para así poder abrirlas al
máximo, al tiempo que presionó con fuerza el culo del bárbaro hacia sí
mismo. Percibía la polla agitarse con fuerza en su interior pero ansiaba más,
sabía que el punto de no retorno estaba muy cerca y lo anhelaba con todas sus
fuerzas. Miró con ojos implorantes a quien le follaba deseando que no se
detuviera esta vez. Gimió e hizo que su polla se estremeciera una y otra vez
pues sentía que el semen estaba a punto de brotar de la misma sin que la
hubiese tocado siquiera.
De repente Aurel escuchó un jadeo salir de la boca entreabierta de
Conay. Había sido más una respiración intensa que otra cosa pero ya era un
gran logro, pues apenas había escuchado nada en otras ocasiones. Lo que
estaba claro es que la repentina expresividad del bárbaro no había sido por
casualidad. Tras el primer amago vino otro que fue más evidente. Unas pocas
embestidas más tarde se escuchó un gemido alto y profundo.
Aurel sospechaba que se iba a correr de un momento a otro, percibía el
esperma acumulado en la punta de su propia polla. Esta chocaba con el
cuerpo en frenético movimiento del bárbaro y bastaba ese leve contacto para
que los chorros de semen comenzaran a salir disparados. Saber que Conay
estaba a punto de eyacular en su culo le excitaba más allá de toda medida. No
obstante, haciendo gala de un ingente control de sí mismo, Conay se detuvo
de nuevo. Fue un cese abrupto que ambos sintieron como un perjuicio. A
pesar de la súbita quietud, Aurel creyó notar la polla de Conay agitándose,
probablemente soltando unos primeros (e involuntarios) chorros de esperma
en su culo. Él mismo también estaba a punto de terminar.
El joven no quería esperar, no podía, era incapaz de aceptar una
sumisión tan absoluta. Colmado de sudor y víctima de una respiración
alterada, Aurel no aprovechó la pausa para reponerse sino que pidió más, lo
exigió con sus implorante e intensa mirada. Pronto comenzó a moverse
alrededor de la polla tanto como la posición se lo permitía, pues necesitaba
sentirla en su culo, fuera del modo que fuese. Como no podía meterla y
sacarla con la suficiente holgura realizó movimientos rotatorios. Seguía
agarrado al culo del bárbaro, no había quitado las manos de allí desde que el
propio Conay las pusiera.
El bárbaro dejó que su amante jugara cuanto quisiera pero en verdad
necesitaba detenerse para no eyacular. Cuando sintió que derramaría su
esperma sin pretenderlo, puso fin a la situación. Acomodó de nuevo las
piernas de Aurel en sus hombros y sacó el miembro del culo por completo. El
joven lo miró atónito, como si le hubieran arrancado el agua a un sediento,
mas la polla se mantuvo a escasa distancia del hambriento ano. Conay espero
a que se le pasaran las imperiosas ganas de soltar las descargas de semen y
entonces la volvió a meter, pero solo el glande, que sacó al cabo de escasos
segundos.
Era una tortura para Aurel, que se había acostumbrado a sentirse
colmado y en ausencia del pene notaba que le faltaba algo esencial. El joven
apretó el culo de Conay para que se la metiera de nuevo pero este se resistió,
no estaba dispuesto a que Aurel le obligara a cambiar los planes. Siguió
introduciendo apenas la punta para luego sacarla de nuevo, así durante varios
agónicos minutos. La polla pasaba más tiempo descansando suspendida en
mitad del aire que en el interior del culo. Así se recuperaba y se preparaba
para la embestida final, pues ambos estaban convencidos de que en cuanto
Conay le volviera a dar por el culo con ganas se correrían sin remedio.
Al cabo de poco el bárbaro comenzó a meter hasta media polla, aunque
después la sacaba del todo de igual modo. La sensación era más gratificante,
constituía la promesa de que pronto hincaría hasta lo más hondo. Aurel
aguardó con paciencia y procuró que el anhelo que hervía en su sangre se
expresara con contundencia a través de la mirada sostenida, con la que le
contó a su amante que quería la polla entera ya, y que ansiaba el semen
vertiéndose en su culo.
La penetración volvió a ser completa al cabo de poco. Conay agarró los
tobillos de Aurel para mantener sus piernas abiertas y le metió la polla hasta
el fondo, pero la sacó de inmediato, dejando el culo tan huérfano como
abierto. Obró de esa forma varias veces. Fue el único momento en el que dejó
de mirar a los ojos de Aurel, cuando se fijó en el ano para ver cómo recibía su
polla y como quedaba abierto cuando la sacaba.
Liberado de la posesión de los dos ojos negros, Aurel también observó
cosas que no había tenido ocasión de ver antes. Mientras notaba con
calculada frustración cómo su culo se llenaba y se vaciaba contempló el torso
musculado de Conay agitarse, así como los fuertes brazos sostener sus
piernas.
Conay le metía la polla cada vez más a menudo. Aurel gemía cada una
de las veces, como si fuera una respuesta automática de su cuerpo (un
supuesto oyente habría podido contar las veces que el bárbaro le había metido
la polla limitándose a escuchar los jadeos del joven). El juego duró menos
tiempo del que el propio Conay había calculado. Llegado un punto metió la
polla hasta el fondo y ya no fue capaz de sacarla más. La dejó dentro mientras
adoptaba la misma posición de antes: colocó las piernas del otro en sus
hombros y apoyó las manos sobre la cama hasta que rostro quedó sobre
rostro. Se miraron otra vez, conectaron de nuevo. Se dijeron sin palabras que
había llegado la hora.
La última fase comenzó despacio. Conay penetró el culo de Aurel poco
a poco, aunque para el joven ni siquiera dicha suavidad le libraba de gemir,
de un modo igualmente leve. Aurel volvió a poner las manos sobre el culo del
bárbaro y se preparó para lo que venía. Los dos respiraron hondo en previsión
de que les faltaría el aire en breve.
El ritmo fue subiendo de forma gradual de manera que la aceleración
casi no se percibía. En ese sentido Conay se asemejaba más a un robot que un
ser humano, pues era capaz de mantener una regularidad asombrosa durante
largo tiempo y la elevaba tan despacio que para darse cuenta del cambio uno
tenía que retrotraerse a muchos minutos atrás. Aurel ya ni siquiera recordaba
lo tortuoso de la pausa anterior, solo había en su mente lugar para la
inminente recompensa. Todas las veces que la quietud de la polla le había
importunado o las veces que la ausencia de la misma le había exasperado,
ahora se veían compensadas.
El placer se manifestaba en toda su extensión: a través de los ojos, a
través de las manos, a través del culo. Atrapado por la mirada de Conay, que
era oscura en apariencia pero transparente en intención, el joven sentía el
cuerpo del bárbaro en preciso movimiento, percibía la mitad superior de su
cuerpo quieta y anclada al mismo tiempo que notaba la agitación de la parte
inferior, pues su trasero se mostraba inquieto mientras la polla entraba y salía
una y otra vez.
Con el paso de los minutos la respiración de Conay fue cambiando. A
medida que le daba por el culo con mayor intensidad el aire hacía más ruido
al entrar y salir de sus fosas nasales, que se mostraban bien abiertas. Aurel
cogía el aire por la boca todo el tiempo y gemía al son de los golpes. Tras el
nuevo cambio de ritmo (igualmente progresivo) Conay terminó también
respirando por la boca. De nuevo la cama se tambaleaba y de nuevo los
cuerpos chocaban con violencia. Habían alcanzado otra vez el punto de
mayor velocidad en la follada solo que esta vez no habría más pausas y
seguirían hasta el final.
Las manos de Aurel, que no se separaban del culo de Conay, notaban
cómo sus nalgas temblaban por la violencia de los impactos. Volvió a separar
las piernas cuanto pudo, las flexionó al límite. Aunque parecía que no
quedaba nada más que el joven pudiera hacer físicamente para conseguir que
la polla le entrara más al fondo, consideraba que le quedaba un último
recurso, algo que era sutil, más cercano a una sensación indefinible que a un
acto que pudiese controlar realmente. De algún modo hizo que su culo se
abriera más, centró la atención en su ano y en sus piernas, y se entregó de un
modo absoluto. La respuesta de Conay no tardó en llegar. El ritmo subió
hasta volverse infernal y el aire se escuchó profundo al entrar y salir de su
boca.
Aurel advirtió que la situación se había invertido. Cuando Conay follaba
con una mujer siempre se mantenía atento a las reacciones de ella para actuar
en consecuencia y para buscar la mejor manera de que alcanzase el orgasmo
sin preocuparse del propio. Ahora era al revés. A través de la mutua
vigilancia que se había establecido entre ambos Aurel era capaz de estar al
tanto del momento en el que se encontraba Conay, podía leer hasta qué punto
se aproximaba al orgasmo y cuánto faltaba para que eyaculara. De alguna
manera preveía que el clímax de Conay también era el suyo, que cuando el
bárbaro se corriera también lo haría él y sin que ello le supusiera ningún
esfuerzo. Conay también era consciente de la compenetración, a medida que
se acercaba el momento sabía que Aurel también eyacularía: notaba su polla
dura y mojada, percibía su culo estaba entregado por completo.
Pronto llegó el primer jadeo de Conay. Unas fuertes embestidas más
tarde, el segundo. Aurel tenía la boca y los ojos muy abiertos, atentos al más
mínimo cambio en el rostro del otro. Conay abrió mucho la boca y comenzó a
apretar las cejas. Subió el ritmo al límite y liberó un tercer gemido mucho
más intenso. El sonido grave de su voz hacia que el cuerpo entero le temblara
en las raras ocasiones en las que el bárbaro expresaba su excitación de viva
voz. Aurel percibía las vibraciones en el cuerpo del otro. El semen de ambos
estaba por salir, sus cuerpos acumulaban tensión para soltar los chorros de
forma abrupta en cualquier momento.
Justo cuando la presión parecía estar a punto de estallar Conay comenzó
a gemir de forma atropellada. Aurel respondió del mismo modo, imbuido
como estaba por el estado de su amante. Le agarró el culo con fuerza para
acompañarle durante las últimas embestidas y se abrió a él como nunca se
había abierto.
Conay no pudo evitar cerrar los ojos, necesitaba dedicar sus sentidos por
entero a la apabullante cantidad de información que su glande le enviaba
desde las profundidades de Aurel. Ya no habría podido detenerse aunque
hubiese querido; por supuesto no lo deseaba. Alzó la barbilla y apretó la polla
bien al fondo. Entonces los gemidos del bárbaro fueron tan potentes que
sobrepasaron de largo los de Aurel, quien se quedó sorprendido por las
inéditas muestras de placer del otro.
El joven no permitió que la sorpresa lo distrajera, se dejó arrastrar por la
corriente, la misma en la que había estado sumergido durante tantos minutos,
la misma en la que los ojos oscuros de Conay le habían hundido. Su cuerpo
permanecía receptivo más allá de toda medida. Todas las percepciones que le
llegaban le impulsaban a correrse: los imponentes gemidos de Conay, su culo
apretado, su polla pulsando en el culo mientras derramaba dentro los chorros
de esperma. Lo más fácil para Aurel en aquel momento hubiera sido alargar
una mano hacia el propio pene y masturbarse durante unos segundos. No se
había tocado la polla en todo el tiempo pero le bastaba un mínimo contacto
para soltarse. Sin embargo no podía hacerlo con facilidad con el cuerpo de
Conay sobre el suyo de modo que intentó correrse sin la mano. Era
relativamente fácil, teniendo en cuenta el estado de comunión en el que
estaban los dos. Con Conay lanzando los últimos chorros, convertidos sus
gemidos en sosegadas versiones de los anteriores, Aurel se empezó a retorcer
de manera que su polla comenzó a rozarse con el torso del bárbaro. Fueron
apenas unos breves roces, pero bastaron. Todavía asido fuertemente al trasero
de Conay, Aurel siguió contoneándose mientras su polla vertía chorros sobre
su mismo torso y manchaba también el del compañero.
Pasado el momento del clímax, mientras recuperaban el aliento y los
músculos se relajaban, los ojos de ambos se volvieron a encontrar. Qué iba a
pasar entonces era una gran incógnita para Aurel. Deseaba que Conay se
acercara para darle un largo beso o que dejara la polla metida y le volviera a
follar al cabo de un breve descanso. También albergaba esperanzas de que el
bárbaro hubiese cambiado de opinión y optase por quedarse con él en Hertea.
Ansiaba que se convirtiera en su protector, como lo había sido durante las
últimas semanas; su protector y su amante.
Todas esas ideas rondaban por la cabeza de Aurel y se desprendían a
través de su mirada límpida. Ignoró si Conay las captaba. Allí seguía él,
observándole y con la polla alojada en su interior, de la que seguramente
todavía caía alguna que otra gota.
No hubo respuesta para las silenciosas plegarias del joven. Pasado un
momento que ambos habrían calificado de extraño, Conay se levantó, sacó la
polla y se puso de pie junto a la cama. Buscó el calzón que se había quitado y
se lo puso. Aurel le miró implorante. Permaneció prendado por su cuerpo,
que tanto desnudo como vestido le resultaba igualmente arrebatador. De
nuevo lo miró como si se despidiera de él, como si en el fondo ya supiera que
todas las esperanzas que se le acababan de pasar por la mente eran en verdad
vanas ilusiones.
Conay no dijo nada. Una vez vestido, fue en busca del cinturón y de la
bolsa que había dejado junto a la puerta. Pronto puso la mano sobre el pomo
y fue como si nada hubiera pasado, se hallaban en la misma situación de
antes.
El bárbaro se detuvo un momento antes de abrir y barajó la posibilidad
de añadir alguna última frase o palabra de despedida, mas optó por mantener
el silencio. Al parecer no había nada nuevo que añadir, nada que cambiara las
últimas palabras que le había dicho el día anterior. Aurel ya tenía una nueva
ciudad, un nuevo trabajo y un nuevo cuidador. Todo cuanto tenía que hacer
era comenzar esa nueva vida. El bárbaro abrió la puerta, la atravesó y la cerró
a su paso.
Aurel no se había movido desde que Conay se levantara. Había pasado
de tener sus ojos a un palmo de distancia a perderlos para siempre. Con el
corazón en un puño sintió que su vida entera cambiaba de repente... otra vez,
como cuando fue expulsado del palacio de Kiarham y se vio encerrado en una
prisión. Ahora el cambio era más leve o al menos eso parecía. Las
perspectivas de futuro en Hertea parecían razonablemente buenas: era un
lugar donde hallaría a gente culta como la que estaba acostumbrado a tratar.
Las penurias de los viajes por los desiertos habían quedado atrás, así como el
frío, el hambre o los constantes encuentros con criaturas desconcertantes.
No obstante, ahora que estaba cómodo y protegido, al joven había
dejado de parecerle tan fastidioso estar en constante peligro de muerte.
Incluso se planteó la posibilidad de coger todas sus cosas y seguir a Conay
allá donde fuese, pues estaba seguro de que él seguiría viajando por el
Continente Embrujado. Y si había algo que deseaba con todas sus fuerzas era
permanecer a su lado.
Aurel se sentó. Pensó cuánto tardaría en hacer acopio de sus
pertenencias, ahora que todavía estaba a tiempo de ir en busca de Conay. No
obstante, el bárbaro no le había propuesto en ningún momento que le
acompañase, ni siquiera después de lo que acababa de ocurrir.
Finalmente los minutos pasaron rápidos entre indecisión y cobardía.
Aurel permaneció sentado en la cama mientras escuchaba el grácil y elegante
trote del caballo negro, que se alojaba en las caballerizas de abajo. Conay se
marchaba y ya era imposible alcanzarle.
En verdad la separación estaba anunciada desde el mismo momento en
que lo conoció, pero eso no hizo que fuera fácil. Aurel tuvo la certeza de que
nunca conocería alguien como él, de que nadie le haría sentir esa mezcla de
deseo perpetuo y de comunicación absoluta que Conay le había dado.
Sin embargo, las cosas ocurrían al margen de su voluntad, como bien
había descubierto el día en que la reina Jakia se hizo cargo del trono de
Kiarham. Quizá ello no era tan terrible. Cada nueva etapa de la vida escondía
cosas que no eran tan espantosas como parecían en un principio. No en vano
el horror que había conocido en la cárcel de su antiguo palacio le había
permitido conocer a Conay. Lo que hubiera de ocurrir en el futuro quizá
escondiera nuevas y agradables sorpresas.
—Además, quién sabe —se dijo a sí mismo—. Quizá algún día nuestros
caminos vuelvan a cruzarse.
fin
Índice de contenido

Titulo
Presentación
01. El pacto
02. El barco de esclavos
03. El dios-monstruo
04. Encerrados
05. El hombre alado
06. La embriagadora
07. ¿El brujo o el gigante?
08. La tribu
09. El mercenario
10. Una nueva vida
Fin

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