Samanta Schweblin
Samanta Schweblin
Samanta Schweblin
Sonriendo y vestida de negro, caminando entre las mesas, viene, al fin, nuestra
autora. Escrita la primera línea, la segunda ofrece algunos epígrafes al inicio
que usted leyó: lo de al fin es más por ansiedad que por impuntualidad, y
donde dice nuestra autora debería decir, mejor, la autora nuestra. Digámoslo
bajito, antes de que llegue a la mesa: cuídense de Samanta Schweblin. En
unos segundos la verán llegar y saludar, sacarse su abrigo mientras aún
sonríe, sentarse cómoda a la mesa del bar, pero no, no se engañen, por favor.
Simpática como la ven, esta chica de 31 años nos escribe, nos burla, nos
enfrenta, nos denuncia: leyéndola somos peces boqueando nuestra última gota
de aire, desesperados, sintiendo cómo el filo de la literatura nos abre nuestro
ser.
-En la mayoría de tus historias, creás escenarios en los que los adultos se
ven perdidos, minimizados, caricaturizados. ¿Por qué?
-Siempre me gustó jugar con una mirada distraída, que la gente se encuentre
en una imagen como después de haber hecho zapping. Como si fuéramos un
niño, ¿no? Los niños viven así: ellos no sienten la codificación que nosotros ya
tenemos de la realidad, no sienten ningún prejuicio al momento de observar
algo. Te pongo un ejemplo: vos estás en tu oficina y ya sabés quién es tu jefe,
cómo tenés que actuar, cuáles son los límites, los parámetros hacia adelante y
hacia atrás. Hasta ahí, todo bien. Pero imaginate que estás haciendo zapping,
y que de repente te encontrás en una oficina y al lado tuyo hay un tipo, pero un
tipo que no estás segura de quién es. Esa situación está tan vacía que hay una
obligación a reformular todo, a pensar todo otra vez: por qué estoy acá, quién
es el otro, qué hago yo. A mí me pasa constantemente: yo soy tan, tan
despistada.
-¿La idea es borrar el disco duro, repensar cada tanto lo que se cree que,
por establecido, ya está bien?
-El tema es desarmarnos tanto que no haya prejuicios. Y si los hay, bueno, que
sean mucho más interesantes. Carol Dunlop siempre contaba que si Cortázar y
ella estaban en el living mirando televisión y de repente entraba un elefante
violeta, Cortázar no iba a saltar, gritando: "¡Oh, un elefante violeta!". No,
Cortázar se iba a preocupar de que estuviera cómodo, se iba a preocupar
porque no tenían una silla tan grande para que se sentara, y ahí está lo
interesante, no en la obviedad de que es un elefante. Hay que salirse de lo
normal. Además, ¿qué es lo normal?
-Y de niños...
-Y de niños, sí. Y más que de paternidad, de maternidad, te diría. A veces me
preguntan sobre qué temas escribo, y la verdad es que escribo sobre lo que
entonces siento o busco o me preocupa: temas puntuales. Muchas veces
cuento una historia y no sé qué es lo que quiero decir. Quizá sea el momento
que estoy pasando, a los 30 y pico de años, en una sociedad en la que tener
un hijo no es opcional, a nadie se le ocurre que acaso no querés tener uno. Y
que si llegás a sentir eso, bueno, entonces algo te pasa. Se ve "En la estepa",
el último cuento de Pájaros en la Boca: desear algo que no es lo que querés, o
desear una cosa y que venga otra.
-¿Y en tu caso?
-Y en mi caso, a los siete, ocho años, tuve un novio, un amiguito, que un día
me dijo que quería tener un hijo conmigo. "Ya sé cómo se hace", me
sorprendió. Por lo visto, ya se había estado asesorando. Entonces me pidió
que pusiera las manos así, juntas, ahuecadas, y me dejó, de repente, una
semillita. Una semillita de naranja, pomelo, algo así. "Ahora tenés que ponerte
la semilla en la panza, luego tragártela y así, entonces, nace el hijo", me
explicó. ¿No es fuerte? Es el cuento, igualito, pero al revés.