La Revolución Francesa
La Revolución Francesa
La Revolución Francesa
De este modo, la Revolución Francesa creó una nueva sociedad cuya principal
característica sería la eliminación de los privilegios y la proclamación de la igualdad de
todos los ciudadanos ante la ley; sin embargo, este ideal de igualdad se quedaría en el
plano de lo teórico, ya que la nueva sociedad establecería un nuevo tipo de jerarquización
entre los ciudadanos marcada no por el origen o la sangre, como antes, sino por la
posesión de riquezas. Se pasó así de una sociedad estamental cerrada (se era noble por
ser hijo de nobles, sin importar méritos o riquezas) a una sociedad abierta pero clasista (la
nuestra), en que el dinero y los bienes materiales determinan la clase social. El resultado
de la Revolución Francesa, en suma, sería la universalización del ideario burgués y la
ascensión al poder de la misma burguesía, que sería la principal beneficiaria de los
cambios.
La Revolución afectó a otros países además de Francia. Los gobernantes y la aristocracia
de los países vecinos se convirtieron en sus mayores enemigos, y diversas monarquías
europeas formaron coaliciones antifrancesas que tenían como objetivo acabar con el
proceso revolucionario y restaurar el absolutismo. Pero la Revolución encontró apoyo en
los campesinos, en los trabajadores de las ciudades y en las clases medias, y sus ideas
penetraron en los estamentos no privilegiados de los restantes países europeos, que, en
procesos revolucionarios o reformistas, acabarían por adoptar muchos de sus principios a
lo largo del siglo XIX, quedando sus sociedades y sus gobiernos configurados de forma
similar. En este sentido, la Revolución Francesa fue un acontecimiento de alcance
universal.
Causas de la Revolución Francesa.
Debe destacarse, en primer lugar, que el impacto de la filosofía ilustrada en el proceso
revolucionario es una realidad incuestionable. Las ideas que difundió la Enciclopedia de
Diderot y D'Alembert (1751-1772), y las doctrinas políticas y sociales de Montesquieu,
Rousseau y Voltaire dinamitaron los fundamentos teóricos de la monarquía absoluta y
pusieron en manos del elemento burgués el ensamblaje teórico con el que justificar la
destrucción del Antiguo Régimen. El barón de Montesquieu desarrolló la teoría de la
división de poderes en El espíritu de las leyes (1748); Voltaire censuró el poder y
fanatismo de la Iglesia y defendió la tolerancia y la libertad de cultos; Jean-Jacques
Rousseau planteó en El contrato social (1762) el principio de la soberanía popular, que el
pueblo ejerce a través de representantes libremente elegidos.
La crisis financiera como desencadenante inmediato.
Si las causas mencionadas contribuyeron a preparar el clima para el estallido de la
Revolución Francesa, el factor que lo precipitó fue la crisis política surgida cuando Luis
XVI intentó hacer frente a la caótica situación financiera por la que pasaba el erario
público. El déficit crónico de la monarquía se había convertido en el problema más
acuciante para los últimos gobiernos del despotismo ilustrado. Los gastos provocados por
el apoyo a la independencia de las colonias británicas en América y por los dispendios de
la corte de Versalles hacían inaplazable la toma de medidas urgentes en unos momentos
en los que el Estado carecía de crédito ante los banqueros y ya no podía recurrir al
clásico expediente de incrementar la presión fiscal a los que siempre la habían soportado.
La frontal oposición de los poderosos provocó su caída en abril de 1787; le sustituyó
Loménie de Brienne, arzobispo de Toulouse y uno de los más acérrimos enemigos de las
reformas.
El nuevo ministro, una vez comprobado el colapso financiero que amenazaba al Estado,
recurrió de nuevo al proyecto de Calonne, retocado en algunos puntos. En esta ocasión,
los «privilegiados», que se habían erigido en representantes de los intereses de la nación,
negaron al monarca toda capacidad legal para cambiar el sistema fiscal francés y
solicitaron la convocatoria de los Estados Generales, argumentando (conforme a la tesis
del duque Luis Felipe II de Orleans) que eran la única institución histórica que tenía poder
para ello.
Como cuerpo legislativo que actuaba en representación de cada una de las tres clases
sociales, la nobleza, el clero y el pueblo (el «Tercer Estado»), los Estados Generales
habían tenido un importante papel en la Francia de los siglos XIV y XV. Sin embargo, la
deriva centralista y absolutista protagonizada desde entonces por las monarquías
europeas había por lo general reducido este tipo de instituciones a órganos consultivos o
decorativos; era el caso de los Estados Generales, de los que puede incluso afirmarse
que yacían en el olvido: su última reunión había tenido lugar en 1614.
Los Estados Generales (1788-1789).
Enfrentado a una situación insostenible, Luis XVI aceptó al fin (5 de julio de 1788) la
reunión de los Estados Generales para primeros de mayo de 1789 y la dimisión de
Loménie de Brienne; Jacques Necker, puesto otra vez al frente del ministerio de finanzas,
se convertía en el nuevo hombre fuerte de la situación. Aparentemente, con la
convocatoria de los Estados Generales, la llamada «revuelta de los privilegiados» se
había anotado una victoria; en realidad, era el principio de una nueva etapa caracterizada
por el exclusivo protagonismo de la burguesía. Si los poderosos pretendían aprovechar
los Estados Generales para perpetuar sus privilegios, los burgueses perseguían acabar
con ellos; de ahí que sus primeros objetivos fueran conseguir para el Tercer Estado una
representación similar en cifras a la nobleza y clero juntos, y que se votase por cabeza y
no por estamentos.
El decreto que organizaba los comicios (27 de diciembre de 1788) estableció el modo en
que cada estamento elegiría a sus representantes en los Estados Generales, pero sin
hacer referencia a la importante cuestión del voto, verdadero caballo de batalla de los
dirigentes de la burguesía. La libertad que, en la práctica, concedía la normativa electoral
favoreció a los distintos aspirantes a liderar el Tercer Estado, que pudieron difundir sin
cortapisas sus ideas y proyectos políticos, asumidos por un importante sector de la
sociedad francesa, como quedó reflejado en los cuadernos de quejas (cahiers de
doléances) enviados al rey por instituciones y grupos ciudadanos.
El rey respondió privándoles del salón donde se reunían; bajo el liderazgo de Honoré
Gabriel Riqueti, conde de Mirabeau, y del abate Emmanuel Joseph Sieyès, la Asamblea
Nacional se trasladó a un edificio público utilizado como frontón para el juego de pelota, y,
en medio del entusiasmo general, pronunció el 20 de junio el célebre Juramento del Juego
de Pelota: no separarse hasta que hubiesen dotado a Francia de una Constitución.
Numerosos representantes del bajo clero y otros nobles liberales se unieron a la
Asamblea. Luis XVI hubo de ceder: el 27 de junio reconoció la Asamblea Nacional y
ordenó al clero y a la nobleza que se incorporaran a la misma, lo que suponía una
aceptación de hecho, por parte del rey, del principio de soberanía nacional.
La revuelta popular (1789).
En tanto que abierto desafío a la autoridad monárquica y triunfo de la soberanía nacional
sobre el absolutismo, debe considerarse la constitución de la Asamblea Nacional (y no la
toma de la Bastilla) como el primero de los sucesos revolucionarios; es preciso reconocer,
sin embargo, que difícilmente se hubiera llegado más lejos de no haber contado la
Asamblea con el apoyo popular. Tras el forzado reconocimiento por parte del rey, en
efecto, la aristocracia cortesana empujó de inmediato a Luis XVI a actuar contra la
Asamblea Nacional, acuartelando tropas en Versalles (20.000 soldados) por si era preciso
utilizar la fuerza contra la Asamblea y destituyendo otra vez a Jacques Necker, verdadero
ídolo de la burguesía.
En París crecía la agitación por semejantes noticias: el 12 de julio, conocida la sustitución
de Necker e intuyéndose que la Asamblea iba a ser disuelta por las armas, las masas
populares se amotinaron, sumiendo la ciudad en el caos y la anarquía. Bajo la dirección
del joven periodista Camille Desmoulins, muchos manifestantes tomaron armas del
arsenal de los Inválidos y se dirigieron a la prisión de la Bastilla, símbolo de la opresión
despótica.
El 14 de julio, que se convirtió desde entonces en la fiesta nacional francesa, la Bastilla
fue tomada por los revolucionarios. El acontecimiento tuvo un efecto extraordinario. Se
crearon comités por todas partes, las mansiones nobiliarias fueron asaltadas, se
destruyeron documentos y se dejaron de pagar los derechos señoriales. En la capital se
formó una municipalidad revolucionaria, se creó una Guardia Nacional (a cuyo mando se
puso al Marqués de La Fayette) y se adoptó una escarapela con los colores rojo y azul de
París, a los que se añadió el blanco real.