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A Orillas Del Virú

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Está en la página 1de 580

Mª Elena Obregón Quintana

y Pedro García Carmona

A orillas del Virú

Dedicado a Doña Emperatriz Quintana Viuda de Obregón al cumplir

90 años.

LIBRO DE DEDICATORIAS

Grupo de Lectores en LinkedIn

ENTREVISTA A LOS AUTORES


Cuando los soldados de Pizarro oyeron hablar a los habitantes
de las orillas del río Virú diciendo:

—Las tierras más allá de ese río, están llenas de riquezas sin
cuento.

Comenzaron a referirse al Virú como la meta de sus sueños.


Poco se tardó en deformar la palabra Virú en Perú y por eso ahora
se habla del Perú, y no de Perú, pues se está recordando al río Virú.
Pocos países tienen un artículo en su nombre, apenas La Argentina
y La India, cada una de ellos con una motivación muy específica.
++++++++++++++++

Para poder ponerse en contacto con los autores facilitamos su


dirección:

María Elena y Pedro García Obregón

Si alguien considera hacemos un uso fraudulento de alguna


imagen, le pedimos nos lo comunique y la quitaremos. Gracias.
ÍNDICE
LIBRO I

Parte A

Así comenzó nuestra Aldea

Un día de dolor

Construcción del nuevo Templo

Tragedia en la aldea

La Vida Continúa

+Ciudad de Trujillo, enero 2008

Parte B

Caravana comercial a la Sierra

Caravana comercial en Cajamarca

Incursión en Chan-Chan

Nos enfrentamos a los soldados

Los soldados en nuestra Aldea

Los soldados del Inca en Chan – Chan

+Día martes en Trujillo, enero 2008


LIBRO II

Parte A

Una antigua aventura

Historia de Ankalli

Vuelta de Ankalli

+Día miércoles-mañana en Trujillo, enero 2008

Parte B

Acogida a una familia de huidos

Integración en la Aldea

Una nueva vida

Nuevos peligros

Añoranza de una abuela

De vuelta a la Aldea

Un secreto

+Día miércoles en Trujillo, enero 2008

LIBRO III

Parte A

Los soldados del Inca

Siguiendo a nuestras hermanas

Nos dirigimos a las montañas

Nos adentramos por la sierra

Llegada a la ciudad del Cusco

Los libertadores en el Cusco, 1512

Regreso a la Aldea
+Día jueves en Trujillo, enero 2008

Parte B

Juicio por una pelea

Un extraño en la playa

Diego en la Aldea del Río, 1532

Vuelta de Paku: D. Francisco del Virú, 1551

+Día viernes en Trujillo, enero 2008

EPÍLOGO

Día sábado, domingo y lunes en Trujillo, enero 2008


PRÓLOGO

Trujillo, 1563

1. Entrega del manuscrito.

Me llamo Warayana, en el idioma de mi Aldea significa:

“estrella venida de lejos”. Mi nombre anuncia la realidad de mi

nacimiento, pues soy hija de la MAMA-COYA Sulata y del soldado

andaluz Diego de Villamayor.

Con frecuencia he escuchado a mis gentes afirmar, con toda

verdad, como en mi persona se realiza, la extraordinaria y

misteriosa unión del río Virú y Andalucía.

A lo largo del Manuscrito debería decir “Ayllu”. Pero he

traducido una y otra vez —Ayllu por Aldea— al ser más fácil de

entender, después de la Conquista y además escribiendo en

castellano; pero sin olvidar la pasada realidad, muy anterior a la

llegada del Imperio Incaico y por supuesto de los españoles. Desde

tiempos antiguos cada Ayllu (conjunto de familias vinculadas entre

sí, por parentesco real o ficticio). Se consideraba descendiente de

un antepasado común, habitan la “Marka” parcela de tierra cultivada

por todos los miembros del ayllu, y lugar donde construyen las
viviendas.

Nací, como la gran mayoría de los niños de mi Ayllu, dentro de

las aguas del río Virú, siendo Huayna Capac, padre de Atahualpa y

Huáscar, el Inca del Imperio y Kori, la MAMA-COYA de nuestra

Aldea. En el año 1527 del nacimiento de Cristo.

Cuando en la actualidad, deambulo por los pueblos de estas

tierras (he vuelto a usar las ropas y adornos de las gentes de mi

Aldea), vosotros veis en mí, a una de las muchas ancianas que —

con ojos cansados— admiramos tantas cosas maravillosas que el

paso del tiempo nos ha traído. Yo no deseo alardear de mis poderes,

pero tampoco me oculto, ni siquiera escondo los muchos secretos,

que a lo largo de los años las sucesivas MAMA-COYAS, hemos

atesorado, hasta formar un caudal de creencias y verdades: el

resumen de nuestra sabiduría.

Luego de numerosas conversaciones con varias personas de

mi Aldea; y después de muchas reticencias y dudas por mi parte, he


terminado aceptando mi deber de facilitar, a los que estén

interesados, la oportunidad de conocer —de primera mano—

nuestra forma de vida y nuestras creencias. Esta es la única razón

de este Manuscrito.

Falsos rumores, están dando lugar a incontables engaños. La

verdad se oculta con maledicencias. Con frecuencia tienen la clara

intención de empequeñecer y hasta ignorar la importancia de

nuestra Aldea en la historia, de aquellos tiempos anteriores a la

llegada de los españoles a estas tierras.

Creo necesario dar comienzo a mi narración recordando. Como

cuando yo apenas tenía siete años, murió mi padre en un

desgraciado accidente. Todavía me duele recordarlo. Este

acontecimiento influyó grandemente. Cambió mi vida de una

manera particular.

Tengo muchos y buenos recuerdos de mi padre, siempre fue

para mí un hombre joven, guapo. Sobresalía —casi una cabeza—

por encima de todos los de mi Aldea. Vestía a la usanza de nuestro

pueblo, aunque nada más ver su cara, cubierta por una poblada

barba, constantemente nos lo mostraba como un forastero. Siempre

me pareció muy hábil montando el caballito de totora, pero cuando

junto con otros pescaban, rodearon a un grupo numeroso de atunes

especialmente belicosos. Estos se revolvieron y en fragor de la

lucha, mordieron a varios pescadores. Mi padre sufrió, numerosas

mordeduras, algunas en el cuello, y golpes; le causaron heridas

graves y después de una dolorosa y larga agonía murió. Él siempre


estaba conmigo muy atento y cariñoso, y por mi madre supe,

queriendo tener muchos más hijos.

Pasaron algunos años desde la tragedia de su muerte. Mi

madre empezó a pensar —siguiendo el consejo de mi abuela— que

yo debía asimilar plenamente: el idioma y la cultura de mi padre.

Desde hacía unos años, todos estábamos convencidos:

—Los españoles dominarían por completo el Tahuantinsuyo.

Con pavor veíamos desmoronarse tan gran Imperio, y por

supuesto, los recién llegados, habían venido para quedarse en

nuestras tierras.

Ya tenía nueve años y parecía no se encontraba la oportunidad

para ejecutar como conocería mejor la cultura de mi padre. Se

había hablado con frecuencia del asunto y desde hacía varios Killa

hunta (plenilunios), el dictamen ya estaba decidido, hasta el

extremo de haber celebrado el ritual de mi despedida en el Templo.

Por fin, me enfrenté al hecho: abandonaría por primera vez mi


Aldea. Al recordarlo ahora, no puedo ocultar el desgarro doloroso de

mi corazón.

De amanecida, un día nos pusimos en marcha. Yo acababa de

cumplir los diez años y mi madre me acompañó hasta la ciudad de

Trujillo. El viaje me resultó largo, cuando llegó la noche nos

detuvimos bajo un bosquecillo de Poncianas, por las informaciones

recibidas, nos quedaba un trecho de caminata. A la luz de la fogata

tuvimos varios momentos de silencio, pero otros muchos de

consejos. Por mi parte brotaban sobre todos sentimientos de

pérdida: una familia, amistades, una Aldea, un río: el Virú…

Esta sensación se intensificó al divisar las primeras casas de la

ciudad y llenarme, de una abundancia repentina de nuevos olores,

colores y sonidos, sofocando a todos los que —hasta ese día—

habían llenado mi vida.

Avanzamos por las calles de Trujillo encaminándonos a la Plaza

Mayor, mi madre comenzó a preguntar por el Alcalde-Corregidor.


Cuando comunicaba su intención de ser recibida en audiencia, las

gentes hacían comentarios festivos, burlones y hasta de rechazo.

Con facilidad encontramos la casa donde vivía, al ser una de las

casonas más grandes de la Plaza. A la puerta nos apostamos, yo

pronto terminé sentada en el suelo, un tanto asombrada ante la

indiferencia de las gentes tratando a mi madre, nadie parecía saber

su condición de MAMA-COYA de mi Aldea. Ella no dejaba de

preguntar a cuantos entraban o salían:

—¿Está el Alcalde? ¿Nos puede recibir? ¿Somos la esposa y la

hija de un capitán español?

Transcurrió el tiempo y ya sería media tarde, cuando pasó a


lado un Alguacil, llevando preso a un español, pobremente vestido.

Nos miró, fijándose especialmente en mi madre, dando señales de

conocerla, pero siguió adelante para cumplir su misión. Al rato salió

y acercándose, nos invitó a entrar con amabilidad. Le seguimos

mientras nos hablaba de mi padre, de quien recordaba haber sido

compañero de navegación y gran amigo. Nos acompañó hasta una

sala, llena de cajones de madera, muy oscura y maloliente.

Junto al ventanuco, una pequeña mesa centró nuestra

atención, sobre ella varias velas encendidas rompían —un poco— la

penumbra de la estancia. Sentado, vislumbré la silueta de un

español, enfrascado en la lectura de unos documentos. Al sentir

nuestra presencia, levantó la vista con mirada inquisitiva. Casi con

brusquedad, nos comunicó:

—Yo no soy el Señor Alcalde-Corregidor, pero si su Teniente

Secretario ¿Cuál es vuestra demanda para importunar a su

Excelencia?

Era un personaje de similar autoridad a la del Corregidor, en

todo lo referente a las relaciones entre los españoles y los nativos.

Era como si a lo largo del día, en aquellas oficinas, se hubiera

rumoreado con insistencia: las mujeres de la puerta, vienen a poner

algún pleito contra un capitán castellano. Casi siempre los acusaban

de robos, engaños, promesas incumplidas, a los nativos. Entre los

originarios, era experiencia generalizada, ver con frecuencia como

los españoles se creían —con razón— inmunes ante sus fechorías.

Por eso a todos los presentes se admiraron al escuchar la petición


de mi madre, la MAMA-COYA Sulata:

—Esta niña—dijo señalándome—es la única hija legítima del

Capitán Diego de Villamayor. En nuestra Aldea nos parece

fundamental, que conozca y asimile, el idioma y la cultura de su

padre difunto; así en el futuro, serán más fáciles, las relaciones

entre nuestro pueblo y los conquistadores: ella está destinada a ser

la MAMA-COYA.

A todos los presentes les pareció sensata y muy cabal nuestra

petición, no por eso sería sencillo hacerla realidad.

Pero fue sorprendente lo fácil como se resolvió todo. El

Alguacil, que nos había encontrado en la entrada, afirmó conocer de

antiguo a mi padre al quien tenía en gran estima, se acercó hasta la

mesa del Teniente Secretario y le dijo:

—Pido permiso a Vuecencia, para acoger a esta chica en mi

casa y facilitar su formación. Entre otras razones, tengo algunas

deudas de gratitud con su difunto padre, al que conocí

compartiendo varias campañas de conquista, cuando vinimos a

estas tierras. Luego le perdí de vista, sin embargo, me llegó la

noticia del naufragio sufrido cuando, enviado por D. Francisco

Pizarro, iba camino de Panamá con la misión de reclutar más

soldados para la campaña. Hace poco me llegó información de su

muerte y ahora puedo ayudar a su hija y lo deseo.

Después de una rápida cavilación, y de mirarme con

detenimiento y dubitativo, pues yo me había presentado vestida a la

usanza de mi pueblo, se lo concedieron. Cuando Don Andrés, el


Alguacil, terminó sus diligencias en la Audiencia, me llevó hasta su

casa, siempre acompañada por mi madre.

Le acompañamos ilusionadas y a la vez temerosas ante lo que

nos podíamos encontrar. Después de callejear por Trujillo llegamos

a la casa, estaba a mitad de una pequeña calle, casi toda ya

empedrada. Entramos y nos presentó, explicó a su esposa —

someramente— las circunstancias de mi vida. Tenía prisa para

volver prestamente a sus quehaceres, nos dejó con ella, Doña

Angélica. Una mujer joven con el rostro y las manos muy blancas, el

pelo casi rubio y unos ojos dulces pero de mirada enérgica y

entusiasta. Desde el primer momento nos miramos a los ojos —

como no era muy grande la diferencia de edad entre nosotras—

congeniamos con facilidad, con el tiempo, nos resultó sencillo

descubrir los pensamientos, casi sin hablar. Siempre mi padre me


había platicado en su idioma, yo lo conocía a la perfección.

La casa era —por lo menos— unas cuatro veces más

espaciosa, que la mayoría de las viviendas de mi Aldea, pero mucho

más oscura, las pequeñas ventanas apenas dejaban entrar la luz y

algunas habitaciones hasta carecían de ellas. No solo la casa, sino

todo, daba sensación de provisionalidad, pues aunque la localidad

se estaba construyendo a semejanza de las ciudades de España —

con paredes de piedra y techos de madera— desde el principio

parecía claro: sería una ciudad importante. Sin embargo, la mayoría

de los habitantes seguían pensando y manifestando, el deseo de

continuar la marcha hacia el Cuzco o a otros destinos pues, a su

juicio, sería más provechoso para su honor y su bolsa.

En el patio, bajo un gran algarrobo, mi madre intentó platicar

de largo con Doña Angélica, recordaba muchas palabras usadas

conversando con su marido. Alguna vez recuerdo, como mi padre

nos aseguró: saber castellano nos podría ser muy útil en el futuro, y

en ese momento se presentó la ocasión. Así nos enteramos —no sin

asombro— como Doña Angélica había llegado desde Segovia, hacía

apenas dos años, junto con un grupo de mujeres de España. Era el

deseo de la Reina de Castilla, Doña Isabel: las enviaba para

matrimoniar con los conquistadores. De esta manera protegería a

las mujeres nativas, pues con demasiada facilidad sufrían

violaciones por parte de los españoles, solteros y con frecuencia

envilecidos.

Me dejó mi madre, con esta familia de Trujillo: casi tres años.


Fue un tiempo bastante feliz, aunque las primeras semanas

añoraba, una y otra vez, mi vida en la Aldea y a mi familia.

Mi vida cambió radicalmente, acostumbrada a estar, en

compañía de otros niños: alrededor del río, marchando a las

Cascadas a por barro, cazando cañanes, alimentando a las vicuñas.

Ahora casi no salíamos a la calle, siempre estábamos en el patio

interior con el gran algarrobo y la compañía del trinar de los

ruidosos pájaros, nosotras dos solas. Por todas partes, unos

cuencos de barro, contenían tierra, en ellos había cultivadas,

infinidad de plantas con flores, todas desconocidas para mí.

—En muchos de los viajes —me comentó en una ocasión,

mientras las regaba— traen semillas de España, luego las venden en

el mercado, donde yo las compro, me recuerdan a mi tierra y

alegran todo el patio.

Cada domingo en compañía de Doña Angélica, decidí asistir a

la misa, aunque ella me insistió —sobre todo al principio—: no

tienes obligación de ir, pues no eres cristiana. Pero yo estaba

dispuesta a salir a la calle y conocer, lo mejor posible, la cultura de

los conquistadores. De aquella familia no solo aprendí la nueva

religión, sino también sus tradiciones y costumbres, y hasta la

manera de pensar y vivir. Llegué a leer y escribir y por supuesto

dominar completamente su idioma.

En este documento se recogen los acontecimientos narrados

por mis abuelos: la MAMA-COYA Kori (Mujer valiosa) y su marido

Kinu (Hombre vivaz), sobre la historia de mi pueblo y algunos de los


momentos más extraordinarios.

Al escribir en castellano temo traicionar —sin querer— la

profunda verdad de los hechos, pues les robo: la armonía, el ritmo y

la vida de los acontecimientos narrados. Además, en mi pueblo no

hay narraciones escritas de los hechos ocurridos, solo recuerdos

orales, nunca hemos tenido necesidad de escribir, para recordar

números y algunos hechos nos basta con los quipus. Esta es una de

las razones más poderosas para resistirme tanto a llevar a cabo este

menester. Aunque cada vez veía con más claridad mi obligación de

plasmar estas narraciones, no deben quedar en el olvido.

Ya empiezo a sentir el frío de la vejez en mi cuerpo, y a mi

alrededor muchos jóvenes están relegando nuestro idioma y

tergiversando nuestra historia por ignorancia.

Pertenezco a una aldea conquistada en repetidas ocasiones a

lo largo del tiempo; habíamos sentido la prepotencia de otros

pueblos más poderosos. De ellos recibimos muchas cosas buenas,

pero —con el paso del tiempo— habíamos tenido, al sentir su


crueldad, la necesidad de liberarnos. Tantas atrocidades no

podíamos seguir soportando.

Gritamos: ¡LIBERTAD! Cuando, con la ayuda de los incaicos, nos

sacudimos el yugo terrorífico de los Señores de Chan-Chan.

Gritamos: ¡LIBERTAD! Cuando, con la ayuda de los españoles, nos

libramos del poder aplastante del Inca.

¿Volveremos a gritar: ¡LIBERTAD! ¿Cuándo con nuestras propias

fuerzas nos enfrentemos a los españoles?

Los de Chan-Chan vinieron del norte, más allá del río Manta,

fundaron un reino en el río Moche y nos trajeron su religión, la

división de clases sociales, la burocracia y … Su crueldad.

Los Incaicos vinieron del sur, del Lago Titicaca, fundaron un

reino en el Cusco y nos trajeron su religión, sus conocimientos

astronómicos, el calendario, su organización social, su idioma y ...

Su crueldad.

Los Españoles vinieron de mucho más lejos y también nos

trajeron su religión, la rueda, la pólvora, el caballo, su idioma y ...

Su crueldad.

Me han contado tantas historias de nuestro pueblo. Después

de todo lo escuchado, visto y vivido, no sé: ¿quién nos hizo mayor

bien?, ¿a quién debemos estar más agradecidos? Porque, a pesar

del daño causado, todos nos han traído su cultura, han abierto

nuestras mentes a nuevas verdades enriquecedoras. Tantas veces

su presencia nos ha causado sufrimiento, pero a nadie le puede

extrañar: nuestra realidad actual ha surgido del dolor, como todos


nacemos tras el dolor de un parto.

En la lejanía del tiempo, deseo mis palabras os den suficiente

información, para poder juzgar con conocimiento los hechos, tal y

como nosotros los vivimos.

Junto con el manuscrito (donde he escrito las distintas

narraciones orales escuchadas a los protagonistas) entrego esta

carta.

Todo lo firmo de mi puño y letra ante el Escribano Real, en

Trujillo a 1563.

2. Viaje al Perú y a Trujillo

Agosto 2008

Aquel viernes de mediados de enero, a miles de pies de altura,

el avión de Iberia IB 6653 volaba sobre la jungla del Amazonas,

rodeado de un mar de nubes, aunque en algunos momentos se

podía vislumbrar el verde intenso de la selva, y hasta se llegaba a

intuir el amplio cauce del gran río.


Llevaban muchas horas de viaje desde Madrid. Como era un

vuelo barato, la salida había sido de madrugada y se vieron

obligados a cambiar de avión en Caracas, después de permanecer

varias horas, sin abandonar el aeropuerto. Los pasajeros

dormitaban o conversaban.

Como siempre al inicio del viaje, las azafatas se distribuyeron

por los pasillos y pidieron atención a las instrucciones sobre

seguridad. Las reacciones de los pasajeros fueron muy diversas.

Unos tal vez pensaban: como haya un accidente, todas esas normas

son inútiles; otros las han oído tantas veces que hasta creen ya las

conocen demasiado. Algunos parecen no querer saber nada de la

posibilidad de utilizar los salvavidas. Otros casi mostraban desprecio

al trabajo de las azafatas, enfrascándose en la lectura de algún

periódico. Los menos atienden con atención, supieran las normas o

no, mostrando el respeto oportuno a aquellas profesionales que tal

vez piensan que hacen el ridículo, cuando están cumpliendo un

deber.

Como en todos los viajes, cada pasajero tenía sus propias

motivaciones, algunos volvían después de años, con la intención de

ver a sus familiares, otros iban por primera vez con intereses

laborales o de ocio.

Para Rosa y su esposo Juan, era su tercer viaje por motivos

familiares. Años atrás, Rosa llegó a España desde Lima, traía el

propósito de estudiar y trabajar y eso hizo, pero había dejado a

toda su familia muy lejos. Después de varios años, volvía una vez
más acompañada por su esposo.

Juan había aprendido a percibir la fascinación por una familia y

un país, al que cada vez se sentía más unido e interesado,

particularmente por la historia y la cultura peruana.

Su íntimo deseo consistía en mirar y remirar, en primer lugar

a las personas, pero también los paisajes y los edificios. En las

personas encontraría el presente de la realidad peruana, mientras

los edificios y paisajes les mostraría la esencia de la peruanidad, de

sus raíces profundas. De eso y de otras cosas hablaban, cuando la

voz de una azafata les llenó de alegría:

—Por favor. Ocupen sus asientos y pónganse los cinturones.

En unos minutos iniciaremos las maniobras de aproximación, al

aeropuerto Internacional Jorge Chávez de Lima. La temperatura es

de 14º y el cielo está brumoso.

En la semi-oscuridad del atardecer se veían multitud de luces

de la ciudad, una amalgama de infinitas señales de vida humana. Y

con un pequeño retraso, el avión comenzó a deslizarse suavemente


por la pista.

Mientras descendía, Juan recordó como en otras visitas les

habían dicho:

—El Perú no está reflejado en la ciudad de Lima, y se puede

afirmar: si Lima no estuviera habitado por limeñas y limeños —

profundamente peruanos— Lima no formaría parte del verdadero

Perú.

Basta salir de Lima para ver cielos, ríos, cerros, quebradas,

que contradicen todo lo que se puede ver, oler o tocar dentro de la

ciudad de Lima. Perú es otra cosa, es mucho más.

Suele ser el problema de las grandes ciudades, con facilidad se

aíslan del paisaje y de la vida que les rodea.

Un ejemplo es el río Rímac, parece perder su peruanidad al

discurrir por Lima, su agua deja de ser limpia y abundante para ser

apenas un riachuelo, oscuro y sinuoso.

Uno de sus cuñados le comentó: cuando un limeño está

obligado a salir de Lima, contempla todos los paisajes con ojos de

turistas de otro país, más como un observador extranjero que como

un paisano.

Como en todos los viajes anteriores, Rosa se había puesto en

contacto —previamente— con familiares y amigos pues su intención

era dedicar tiempo a todas aquellas personas.


A los tres días de llegar se reunieron con Adela —una de las

amigas de Rosa— la conocía desde hacía muchos años, había

trabajado con ella antes de su marcha del Perú. Tomando unas

mazamorras moradas en la terraza de un restaurante, junto al

Parque Central de Miraflores y del Palacio de la Municipalidad. La

tarde era apacible, pero calurosa, Adela les dijo:

—Desde hace un tiempo estoy considerando la posibilidad de ir

a Trujillo, no obstante no encuentro el momento adecuado. Vuestra

visita puede ser la ocasión más oportuna.

Adela nació en esa ciudad del norte del Perú, pero hacía

muchos años no la había visitado, pese a tener allí una hermana

casada y varios sobrinos.

—Si me acompañáis, puedo ser vuestro cicerone, pues aunque

hace ya tiempo de la última vez que visité Trujillo, todavía me

acuerdo de algunas cosas, aunque sea con ojos de niña y me haría

mucha ilusión ir con vosotros.


Adela era una mujer animosa, llena de vitalidad, con el pelo

ensortijado, pese a su edad lo mantenía totalmente azabache.

Rasgos finos y modales exquisitos, recientemente jubilada, se

conservaba en plena forma, con sus múltiples ocupaciones.

—Rosa, sobre todo has venido para estar con tu madre y

hermanos en Lima. Pero la excursión a Trujillo os dará una visión

más amplia, pues ni tú, ni tu esposo, habéis salido de Lima en los

anteriores viajes. Juan no conoce nada del Perú y si hacemos el

recorrido en bus, podréis ver los paisajes, sentir los cambios de

temperatura, ver como se deja el invierno para llegar a la Ciudad de

la eterna primavera.

—La verdad —apuntó Juan— me haría mucha ilusión, podemos

hacer una escapada de unos pocos días. A mí me gustaría conocer

Trujillo y los paisajes del camino. ¿Cuánto se tarda en bus?

—Seis o siete horas, creo demora —aclaró Adela— Pero lo

mejor será informarnos en una Agencia de Viajes. Viniendo para

acá, he observado varias adonde preguntar.

Al terminar se encaminaron a la cercana calle Canturías,

donde en la Agencia Chirimoya Tours, les informaron, con un folleto

de paisajes impresionantes, de las opciones de viaje hasta Trujillo.


Viaje a Trujillo.

Sobre las cuatro de la tarde del día sábado, partieron de Lima

en un bus moderno y cuidado. Juan se sorprendió al verlo, en

comparación con los buses urbanos, en su mayoría viejos y

desastrados, ruidosos y malolientes, este parecía pertenecer al otro

Perú, el Perú de las grandes montañas y los ríos habladores.

A lo largo del trayecto hicieron varias paradas, aprovechadas

para estirar las piernas. También subieron al bus, a ofrecer sus

mercancías, algunos vendedores de comida y bebida: mazamorra,

choclo cocido, tamales y objetos de bisutería.

Casi todo el trayecto, Adela y Rosa se sentaron en la tercera

fila de la izquierda, tenían mucho de qué hablar.

—Acabamos de abandonar la Panamericana —dijo Adela— nos

desviamos por el Serpentín de Pasamayo, una zona especialmente


peligrosa. Debe ahorrar unos cuantos kilómetros, porque muchos

camiones y buses la toman, en algunos tramos no hay ni

quitamiedos. ¡Menos mal es mediodía y no hay niebla!.

En esa misma fila, al otro lado del pasillo, se sentaba Juan con

una señora trujillana, muy aficionada a la plática, entusiasta de su

ciudad.

—Veo por su cara que usted no es de Perú ¿O me equivoco?.

—Parece ser fácil reconocerme, pues no es la primera en

mencionármelo, vengo con mi esposa desde España y vamos a

conocer un poco Trujillo.

—Hay mucho para admirar ¿Cuánto día va a visitarnos?

—Creo serán tres o cuatro días, hemos de volver a Lima, nos

quedan solo tres semanas antes de marchar a España.

—Le aseguro: para vivir el todo-Trujillo son muy pocos días,

como saben fue capital provisional de Perú durante la

Independencia, pero terminó cediendo la capitalidad a Lima. Espero

no se pierdan el espectáculo de las marineras. Durante mucho

tiempo se le llamó baile del pañuelito. Sin embargo, un periodista y

músico peruano —el Tunante le decían— la empezó a llamar

Marinera, en honor a nuestro ejército naval, por unas batallas

ganadas por nuestra Marina a Chile. Y también por la semejanza

entre las olas del mar y los movimientos realizado por la bailarina

con su vestido y su cuerpo. Tienen la suerte de llegar cuando se

celebra el Festival de Marineras. Yo todos los años, procuro volver

de Lima, a mediados de enero, para asistir a los actos organizados


por el Club Libertad de Trujillo, un club futbolístico. Hace un tiempo,

tuvo la iniciativa de montar todos los años el Festival de Marineras,

desde entonces no ha dejado de crecer, en número de participantes

y espectadores, no solo peruanos sino también extranjeros.

En este baile se danzan por parejas, el hombre generalmente

calzado, trata de conquistar a la dama, realizado el cortejo con el

fin de enamorarla. En cambio, la mujer danza descalza simulando a

las campesinas, con el tiempo se les endurecen las plantas de los

pies y pueden bailar sobre cualquier superficie —arena ardiente o

asfalto recalentado— eso es para ellas motivo de orgullo. Los

movimientos son sencillos, pero elegantes, los pies, los brazos y las

manos tienen gran importancia, destacando el uso de un pañuelo en

la mano. No hace tanto se empezó a bailar una versión mucho más

vistosa: el hombre monta en el caballo peruano de paso, y con

movimientos muy acompasados corteja a la dama: descalza y a pie.

Aquí queda mucho más clara la intención, la campesina acosada por


el chalán a caballo, ella en el juego —lo rehúye y lo acepta— con su

mirada melosa y provocativa. Como usted verá soy bastante

aficionada a las Marineras, pero tampoco se pueden perder las

ruinas de Chan Chan y otros sitios arqueológicos, muy cercanos a

Trujillo.

Como el camino fue largo, en algunas paradas cambiaron de

asientos y de parejas de conversación.

Pasaron por las Salinas de Huacho, hasta la ciudad de Huacho.

Luego por un desvío, llegaron a los restos arqueológicos de Caral,

considerada la ciudad más antigua de América. Después de

atravesar el pueblo de Pativilca, con apenas 2.000 habitantes, Doña

Dalia se dirigió a Juan:

—Mire, allá a lo lejos se divisa la Fortaleza de Paramonga, una

imponente pirámide escalonada, hecha de adobe. Podría ser un

fuerte militar señalando, el límite sur, del reino del Gran Chimú

cuya capital era Chan Chan.

Por fin salieron del Departamento Lima para entrar a Ancash,

comenzaron un recorrido largo por el desierto y las dunas, pasaron

playas, hasta sentir en el ambiente un tufo penetrante.

—Doña Dalia, ¿sabe por qué es este olor tan intenso a

pescado podrido?

—Si, por supuesto, estamos llegados a Chimbote, uno de los

puertos pesqueros más importantes del país, esa es una de las

consecuencias.

Después de pasar el valle del río Santa, entraron por diversos


túneles y atravesando el Cañón del Pato. Cruzaron el río Santa uno

de los más grandes de la costa peruana y el caserío de San Juanito.

Se adentraron en las Pampas de Virú, y superaron el río de ese

nombre. Comenzaron un largo trecho, la Panamericana era una

línea recta, hasta llegar a un desvío, tomándolo les llevó al Puerto

de Salaverry. Al pasar esa ciudad, encontraron un cruce donde

grandes señales, anuncian las Huacas del Sol y La Luna, centros

ceremoniales mochicas.

A los pocos kilómetros un nuevo desvío: a la izquierda la

carretera al puerto y playa de Huanchaco y la ciudadela de Chan

Chan, a la derecha Laredo. Al llegar al kilómetro 564 empezaron los

arrabales de la ciudad de Trujillo.

Durante las casi ocho horas viajando por la Panamericana

Norte, vieron la maravilla del atardecer sobre el Pacífico. El sol se


va acercando al horizonte, sembrando de sangre las nubes

perezosas, hasta quedar medio enterrado en el mar, dibujando un

largo camino hacia la costa. Se habían sucedido parajes desérticos,

interrumpidos por los valles floridos de los ríos: Salta, Virú y Moche.

En este último se encuentra la ciudad de Trujillo, a la que por fin

llegaron, bastante agotados después de tantas horas de viaje.

Eran las 12 de la noche y comenzaba el domingo. Se alojaron

en el Libertador situado en una de las más importantes casonas

históricas. Un gran hotel del centro de la antigua ciudad de Trujillo,

allá habían reservado plaza por e-mail. Cuando entraron en su

habitación —en la segunda planta— Juan y Rosa, vieron por la

ventana las luces de la Plaza de Armas. En el centro, la Estatua de

la Libertad, (de un escultor alemán, les habían dicho en el Hall del

Hotel), destacaba rodeada de luces y con una verja de protección,

papeleras metálicas y bancos.


Aunque era tarde, todavía algunos trujillanos conversaban

sentados en los bancos o paseaban, pero a Rosa y Juan, les venció

el cansancio y después de unos momentos contemplando el

espectáculo, cerraron la ventana y corrieron las cortinas. Al ser un

edificio antiguo —con gruesas paredes— el bullicio del exterior

llegaba muy amortiguado, rápidamente se durmieron.

Como habían pedido en Recepción, después de unas horas, les

llamaron por teléfono, eran a las 7 de la mañana. Se levantaron y

con prisa se alistaron, querían aprovechar el poco tiempo

disponible. Se reunieron en el comedor con Adela: desayuno

continental y primeras programaciones de actividades.

—En Trujillo y en la periferia, hay tres focos históricos, —

comentó Adela— en solamente 10 kilómetros y formando un

triángulo: la ciudad de Chan-Chan (de la cultura Chimú), la

ciudadela de Trujillo (fundada por Almagro) y la Huaca del Sol y

Huaca de la Luna (de la cultura Mochica). Podemos empezar por la


ciudad de la época de los conquistadores, de hecho residimos en

ella.

Sin rumbo fijo, salieron a deambular por las calles de la

primitiva ciudadela de Trujillo, la actual Avenida España sigue el

trazado de la antigua muralla, edificada cuando los ataques de los

piratas se hicieron frecuentes, realmente la ciudad se encuentra

muy cerca del mar. A las 11 de la mañana asistieron a misa en la

Catedral.

—Como seguro os dais cuenta —se defendió Adela— esta

Basílica no es un edificio original. Esa placa sobre su historia

resume: La antigua Catedral fue destruida por el devastador

terremoto del 14 de febrero de 1619. Años después, otro sismo la

arruinó otra vez. En 1967 fue elevada a la categoría de “Basílica

menor” por el papa Pablo VI. Tres años más tarde en 1970 la

estructura fue víctima de un tercer terremoto causando graves

deterioros, derribando el campanario y la cúpula, al caer dañó el

retablo mayor. En esta ocasión se tardaron dos décadas en arreglar

completamente la estructura.
En un ambiente dominguero, la Catedral se llenó de fieles

abarrotando la nave y al terminar la ceremonia, se desparramaron

por la plaza de Armas.

Ellos también salieron, deambulando pausadamente por el

Jirón Independencia, lleno de viandantes al ser día de fiesta.

Adela sugirió ir a una exposición, les habló del café bar

“Angelmira”, también conocido como Museo de Juguete ubicado en

la esquina del Jirón Junín, lo recordaba de su infancia. A dos

cuadras de la Plaza de Armas, se encuentra en una casona colonial

color celeste. Entraron y pidieron unas Inka—Colas. Una camarera,

muy amable, les informó:

—Subiendo por aquella escalera se llega al Museo del Juguete,

acaba de inaugurarse una zona nueva con juguetes donados por

una familia de Trujillo. En esa sala están distribuidos según las

edades de los niños que los utilizarían, por esos se mezclan de

distintas épocas, hay algunos muy antiguos, muy pocos son


modernos.

Ante nuestras caras de interés y escepticismo.

—Es el primero de su tipo en Sudamérica. —afirmó con

convicción— Pueden ver una magnífica colección privada, propiedad

del pintor Gerardo Chávez. Contiene juguetes de muchas partes del

mundo y también, algunos del período prehispánico peruano.

Por una estrecha escalera, subieron a la planta alta, donde

encontraron el peculiar museo, ocupando las estancias de la antigua

casona.

Así, admirando aquellos objetos infantiles, se les hizo la hora

de la comida y decidieron volver al Hotel.

Encontraron el restaurante casi lleno de comensales pero con

algunas mesas vacías. Un camarero les acompañó y les entregó la

Carta, aprovechando para explicarles el Menú del Día:


Aperitivo: Pisco sour

Entrante: Papas a la huancaína, están cocinadas con papas

amarillas, ají, leche y pan.

Segundo: Olluquito con charqui, tiene dos ingredientes

exclusivamente peruanos: olluco, un tipo de papa propia de los

Andes y charqui, carne seca de llama o alpaca.


Postre: Mazamorra morada elaborada con maíz morado, manzana,

guindas y camote

—A mí —se adelantó Juan— me apetece ese menú, así

degustaré platos típicos.

Adela y Rosa estuvieron de acuerdo y pidieron lo mismo. En

aquella larga conversación, Adela comentó:

—Cuando pensaba venir a Trujillo, una de mis ilusiones era


buscar, en los archivos del municipio, la verdad sobre un rumor

familiar: una de mis bisabuelas vino de España, y se casó con un

peruano de sangre mochica. Se comenta ente nosotros, pero nadie

tuvo nunca seguridad.

—Pues mañana podemos buscar —dijo Juan— ¿Sabes dónde

se puede encontrar esa información?

—No tengo ni idea, —se quejó Adela— tal vez podríamos

preguntar, en primer lugar, en la Municipalidad. También es posible

localizar algo en el archivo de la Catedral. ¡En algún sitio se podrá

encontrar esa información!

Aquella tarde, por ser domingo, no pudieron hacer ninguna

gestión, por eso Adela propuso visitar la ciudad de Chan-Chan. Se

decidieron y en la Avenida de España tomaron un taxi, era el

sistema más fácil, esas ruinas están a 7 kilómetros del centro de

Trujillo. El precio del trayecto era bastante cómodo, apenas 4 soles

por persona, menos de un euro y tardaron unos 10 minutos.

La entrada costó 10 soles (cada adulto) y daba derecho a

visitar la ciudadela, el Museo de sitio y dos Huacas más, cercanas y

de menor importancia. Como no todo está en el mismo lugar, se

debe contratar un taxi u otro vehículo.

El taxista les cobró 60 soles. Les esperaba en cada sitio

visitado y al final les dejó en un restaurante de Trujillo.


Al llegar a la puerta del Complejo Arqueológico se encontraron

rodeados por un grupo grande, de turistas extranjeros, la mayoría

eran norteamericanos, dando lugar un pequeño tumulto. Con voz

profesional la guía explicaba en inglés:

—La reduplicación de una palabra, en el idioma chimú, era la

manera de reforzar su significado, en este caso “Sol Sol” es como

decir Gran Sol. La ciudad está formada por nueve ciudadelas o

pequeñas ciudades amuralladas, construidas todas solamente de

adobe sobre cimientos de piedra. Causa asombro especialmente, la

cantidad y variedad de muros, todos adornados con altorrelieves.

Los hicieron usando moldes y los motivos decorativos más

frecuentes son figuras geométricas, pero también las imágenes de

peces y aves.

Un lugar impresionante y vale la pena. Dentro de la ciudadela

contrataron un guía por 40 soles. Dirigido por él avanzaron,

caminando por las antiguas calles de la ciudad. Escuchando con

atención, especialmente cuando les llevó a la zona de los


guardianes:

—Estas esculturas —les explicó— de 70 centímetros de altura

y unos 800 años de antigüedad. Parece tenían la función de

guardianes y fueron encontradas en 20 nichos situados en la

entrada del conjunto amurallado, al norte de Chan-Chan. Cada

escultura tiene una máscara posiblemente hecha de arcilla y huesos

o conchas trituradas de color beige. Están en pie y llevan un cetro

en las manos. Según los arqueólogos podrían pertenecer a la etapa

media, entre los años 1100 y 1300 d.c., y estaríamos hablando de

las esculturas más antiguas encontradas en este sitio.

Este centro urbano prehispánico es la ciudad de barro más

grande de América prehispánica. Declarada Patrimonio Cultural de

la Humanidad por la UNESCO en 1986.


DÍA LUNES (Mañana)

Ciudad de Trujillo, enero 2008

Muy de mañana visitaron la Biblioteca-Archivo del Palacio

Municipal. Allí entre cientos de escrituras de propiedad y

testamentos, encontraron también, numerosas Partidas de

Bautismo de las primeras parroquias y —lo más llamativo— había

hasta algunos manuscritos de crónicas de la época de la conquista.

Por casualidad después de mucho ojear, descubrieron un

manuscrito, les llamó grandemente la atención. Parecía tratarse de

una narración extraordinaria, escrita por una testigo de la época de

la conquista. La escritora, dice llamarse Wayamara, y recogía las

antiguas narraciones orales de su pueblo.


Después de leerlo atentamente durante un rato, Juan

preguntó a Rosa.

—¿Alguien habrá editado este manuscrito?

—No tengo ni idea —le respondió lógicamente Rosa— pero me

parece muy interesante, si no lo han publicado merece serlo.

Respetando su estilo, su contenido y por supuesto el propósito de

su escritora. Modernizando un poco el lenguaje, pues resulta a

veces muy difícil de entender, con tantas palabras antiguas y

algunas abreviaturas extrañas: se detiene la lectura, hasta saber lo

abreviado.

Buscaron al encargado de la Biblioteca, Juan acercándose a su

mesa le pidió:

—Nos gustaría hacer fotocopias o fotografías de este

manuscrito. ¿Hay algún problema?

—Creo —le dijo después de pensarlo un poco— no parece

haber inconveniente en fotografiarlo, las fotocopias pueden ser

mucho más caras y acá no tenemos ese aparato, deberían salir

fuera y eso si es un problema.

Todo lo demás fue perdiendo interés ante sus ojos, dejando a

Adela investigando sobre su bisabuela. Tenían entre manos algo

muy importante, aunque les empezaron a surgir algunas dudas. De

nuevo se acercaron al Bibliotecario.

—¿Conoce usted a alguien —pregunto Rosa— que nos pueda

informar sobre este Manuscrito?

El bibliotecario, a todas luces interesado por el hallazgo, les


dijo:

—No es fácil de saber —después de reflexionar un tanto,

continuo— Por aquí vino durante un tiempo, para hacer un trabajo

de investigación, un catedrático jubilado de la universidad, se llama

D. Miguel Ladrón de Guevara. Veremos si puedo ponerme en

contacto con él. En su Ficha de Investigador, es casi seguro estará

su número de teléfono, esperen un momento, buscaré en el archivo.

Cuando se quedaron solos, descubrieron casi agotada la

memoria de la cámara digital. El día anterior habían hecho

numerosas fotografías, en la visita a Chan-Chan. Olvidaron vaciar la

cámara en el computador, apenas pudieron hacer catorce fotos del

manuscrito.

Un rato después el Bibliotecario se acercó a la mesa donde

estaba trabajado, con una gran noticia:

—Me he permitido llamar por teléfono a D. Miguel y al

explicarle su petición, me ha dado permiso para: decirles su

dirección y que él les va a esperar. Pueden encontrarle, si lo

desean, hoy a las tres de la tarde en su casa. Estoy seguro, él les

podrá ayudar, y además lo hará muy contento, pues no está muy a

gusto con la jubilación, le he oído quejarse por tener demasiado

tiempo libre.

Anotaron su dirección y le agradecieron las gestiones. Se

acercaron a Adela y la escucharon decir, mostrándoles un volumen

bastante cuidado, pero antiguo:

—Este es uno de los libros de Registros bautismales de los


años, en los que supongo, mi bisabuela daría a luz a mi abuelo. Por

ahora no encuentro nada de interés. Para más dificultad no han

reunido los Libros de Bautismo, de todas las parroquias de Trujillo

de aquella época. En realidad hay solo los libros de tres parroquias,

trajeron esos Libros ante los daños de los sismos. Por eso están los

Libros Bautismales en este archivo, de las demás, hay que consultar

en los Despachos Parroquiales de cada una de ellas, si quiero llegar

a alguna conclusión.

Al estar muy cerca la hora de la comida, marcharon de nuevo

al Hotel. Por la tarde, dejaron a Adela proseguir con sus pesquisas

en la Biblioteca Municipal. Pero ellos habían quedado en visitar la

casa de Don Miguel Ladrón de Guevara y no querían perderse la

oportunidad de hablar sobre el Manuscrito con alguien entendido.


LIBRO PRIMERO
Parte A

3. A orillas del Virú, 1410: Así comenzó nuestra Aldea.

Warayana (hija de MAMA-COYA Sulata y Diego): Narradora.

De las antiguas narraciones conservadas en la memoria de la Aldea


sobre su origen antes de llegar a orillas del río Virú.

Muchas veces al calor de la hoguera, habíamos escuchado de


boca de los ancianos, la historia de la abuela de la abuela de mi
abuela, la MAMA-COYA Tintaya (La que consigue lo que quiere).

Todos, desde niños, escuchábamos con avidez estas

narraciones, contadas por los mayores, cuando en los Killa hunta

(Plenilunios) nos reuníamos. Cada historia está narrada tal y como

me ha llegado a mí. Los protagonistas cuentan los hechos que han

vivido o que han escuchado de los actores.


En esas narraciones se nos explicaba, con gran cantidad de
detalles, los remotos comienzos de nuestra Aldea a orillas del río
Virú.

Al parecer todo empezó bruscamente, nuestro pueblo vivía


plácidamente desde tiempos antiguos, mucho más al norte: en el
Estuario de Virrilá. Un día, casi de improviso, el cielo se fue llenando
de nubes doradas. Comenzó a formarse una tormenta de arena
abrasadora, los vientos intensos y racheados envolvieron árboles,
casas y calles con un denso polvo; y poco a poco se fue paralizando
la vida en la Aldea. Hasta no se podía salir de las casas.
Los hombres volvieron precipitadamente del lugar donde
habitualmente residían —entre cada Killa hunta (plenilunio)—,
habitaban en unas cabañas a orillas del mar, dedicándose a la pesca
y a la elaboración de la sal. De allí llegaron a la Aldea preguntando
qué hacer.
Todo el mundo estaba desquiciado, pasaban los días y la
tormenta no cesaba, es más, a veces parecía se intensificaba, y así,
días y noches interminables.
Las terrazas de los cultivos se cubrieron, primero de una fina
capa de polvo, pero con el tiempo, la cantidad de arena fue
aumentando hasta malograr las cosechas. La acequia dejó de llevar
agua, se taponó con montones de polvo y ramas de arbustos
arrastrados por la corriente.
Dentro de su corral, las llamas y vicuñas se asustaron y
corrieron desconcertadas; algunas entre empellones, rompieron las
vallas y escaparon atemorizadas. Para buscarlas la MAMA-COYA
envió a su hija Naira (Mujer de ojos grandes), con los demás
jóvenes. Comenzaron subiendo el cauce del río, pero apenas podían
ver en medio de la tormenta, el polvo les irritaba los ojos y la
garganta. Los árboles derribados les dificultan el paso, los arbustos
arrastrados por el viento les golpeaban, desgarrándoles la ropa y
arañándoles las piernas y los brazos. Unas horas después los vieron
aparecer: volvían de vacío y cubiertos de polvo.
Y en medio de la catástrofe, no tardó mucho en surgir el peor
enemigo de una Aldea: la desunión.
Una de las Madres, llamada Waywa, en otras ocasiones ya se
había enfrentado a alguna de las propuestas de la MAMA-COYA. En
estas circunstancias conspiró a su espalda, diciendo:
—Todos vamos a morir si nos quedamos aquí —murmuraba,
atizando el miedo y creando más confusión— la tormenta no va a
terminar nunca, la Aldea está maldita.
Como no tuvo la valentía de enfrentarse a la MAMA-COYA —
cara a cara— reunió a un grupo de madres. En una amanecida
abordaron una balsa y con sus maridos e hijos, a escondidas,
abandonaron la Aldea, río abajo camino del mar.
La MAMA-COYA confiaba que la tormenta pronto cesaría, pero
pasaban las jornadas y más bien arreciaba. En pleno día, el sol
estaba velado por el polvo y empezó a sentirse el hambre, con su
trabajo lo habían desterrado de sus vidas desde mucho tiempo
atrás.
Con decisión terminó poniéndose, al frente de su pueblo, para
buscar soluciones.
Reunió el Consejo de Madres.
Pronto todas vieron, como única posibilidad: lanzarse al mar,
buscando otro lugar donde asentar la Aldea.
Junto al Mar, los padres tenían varias balsas grandes de
madera y muchas lanchas de totora. Con presteza, se pusieron
todos, unos cientos de mujeres, hombres y niños, camino del mar.
Fue necesario hacer varios viajes por el río. Cuando todos
estaban reunidos, se acomodaron en las balsas, previstas para
acoger a veinte personas, en cada una de ellas se subieron más de
cincuenta viajeros. Al estar sobrecargadas y en medio de la
tormenta, las olas barrían la superficie, forzándoles a que todos —
para no caer al mar— se sujetaran con cuerdas. Los jóvenes
viajaban en los pequeños caballitos de totora, atadas a las balsas. El
mar estaba alborotado. El temporal balanceaba —violentamente—
las embarcaciones a su antojo.
Pusieron rumbo al sur, encontraron y esquivaron, dejando
atrás, algunas islas pequeñas —inhabitables— estaban cubiertas con
los nidos de miles de ruidosas aves marinas.
Después de varios días de complicada singladura, amaneció un
día radiante, un cielo azul sin atisbo de nubes, ni rastro de polvo.
Pero el hambre seguía presente y se acentuaba.
Los hombres comenzaron a organizar la pesca, desde la balsa
oteaban el mar, buscando el rastro de los peces. Con facilidad
descubrieron un banco de atunes, que avanzaban a gran velocidad
con saltos y cabriolas. Los pescadores se dispersaron en las canoas
de totora alrededor de los peces, entre dos lanchas extendieron la
red, en cada totora iba un pescador. Los que llevaban los extremos
de la red, avanzaban impulsándose con remos, intentando rodear a
algunos peces. Cuando lo conseguían, los demás se acercaban hasta
la red entonces los golpeaban con mazas, mientras se debatían
enredados en la malla. No les costó mucho conseguir un atún para
cada balsa. Eran peces grandes de bastantes kilos, suficiente para
paliar el hambre.

Cada noche se reagrupan para aproximarse al litoral. Todos


procuraban navegar alrededor de la balsa de la MAMA-COYA, con
frecuencia alguna embarcación era arrastrada por la corriente,
alejándose de las demás. Eran momentos de tribulación al ver,
como desaparecía en el horizonte alguna balsa con nuestra gente,
pero después de un tiempo les veían volver y otra vez toda la aldea
flotante se reunía. A mediodía, el sol era abrasador y con frecuencia
les faltaba agua, la sed siempre era más dolorosa que el hambre.
A la semana de navegación avistaron una gran ciudad.
Decidieron seguir adelante pues, en contra del criterio de algunas
madres, la MAMA-COYA afirmó:
—Detenernos en esta ciudad supone, renunciar a construir una
Aldea según nuestras costumbres, además lo normal es no ser bien
recibidos, pues somos muchos. En el Consejo hemos decidido seguir
adelante, buscando un lugar apropiado según nuestros deseos. El
sitio ofrecido por la Pachamama para desarrollar la vida de acuerdo
con sus mandatos.

Unos cuantos días después, encontraron la desembocadura de


un río que regaba una extensa llanura. Al avanzar, en medio del río
se vieron rodeados por un horizonte de vegetación exuberante. Se
llenaron de alegría al contemplar los bosques de frondosos
algarrobos y otros árboles bordeando el río. Las plantas de totoras
verdeaban cubriendo las riberas. Al llegar a unas pequeñas
cataratas se detuvo el avance, desembarcaron dispuestos a
investigar si era una zona habitable. La MAMA-COYA envió a varios
grupos. Se dispersaron entre cánticos de júbilo, a sentir de nuevo,
suelo firme bajo sus pies y percibir las aromas propias de las flores
alegrando el paisaje, y el casi olvidado piar ruidoso de cientos de
pájaros.
Después de un viaje tan largo, algunas madres se dispersaron
en busca de alimentos. Pasó un rato y volviendo los grupos de
expedicionarios con buenas noticias. El valle era fértil y no hallaron
a nadie habitándolo y cultivándolo, tan solo advirtieron las ruinas de
una edificación totalmente abandonada. Habían encontrado
abundantes frutos silvestres, pero comestibles, los repartieron entre
los niños y los más necesitados.

Todos miraron a la MAMA-COYA Tintaya y ella vio en sus ojos


el deseo de quedarse allá. Con voz tan solemne como la decisión
tomada, exclamó:
—Agradecemos a la Pachamama nos haya dado este valle,
sentimos su mandato: hacedlo fructificar y cuidar el río para
conservarlo siempre tan cristalino y limpio como os lo entregó. Lo
nombraremos Virú, así me han sugerido algunas madres, sin
embargo el título definitivo lo acordará el Consejo. Si se decide
llamarlo: Virú, será el recuerdo constante del Virrilá, nuestro lugar
de origen, lo acabamos de abandonar con el corazón dolorido. A su
vera construiremos el Templo según nuestra costumbre y a su
alrededor, como protegiéndolo, iremos edificando la nueva Aldea.

En medio de aquella pequeña muchedumbre se elevaron gritos


de alegría y pronto se organizó el trabajo con las prisas de la
urgencia.
Comenzaron unos días de gran actividad; encontrar un lugar
adecuado, debía estar cerca del río, pero lo suficiente alejado, para
ser inmune a las riadas esperadas cada año. En la lejanía se veían
los cerros nevados, con el deshielo causarían frecuentes crecidas.
Talaron algunos árboles para hacer un espacio despejado,
nivelaron una zona donde construir el templo y las casas.
Nuestro pueblo procedía de un sitio mucho más al norte, en
aquellos días estaba dirigido por la MAMA-COYA Tintaya (La que lo
consigue todo).
Forman parte de los recuerdos tan importantes para nosotros
y procuramos evocarlos una y otra vez, tratando que permanezcan
sin alteraciones, pues son la historia, desde nuestra llegada al río
Virú.

Todas las alusiones a nuestro lugar de origen, estaban siempre

teñidas por la nostalgia; se recordaba la abundancia de alimentos,

además de la pesca y la agricultura. Las numerosísimas aves y sus

huevos, nos proveían de tanta comida, haciéndonos la vida muy


fácil. También la lluvia era más frecuente que acá y no tan fuerte el

calor del mediodía. Pero toda esa maravilla se vio truncada por

aquella tormenta de arena forzándonos a marchar causando una

gran alteración en nuestra vida, pero limitada —solo— al cambio de

lugar. Nos asentamos en este valle y a lo largo del tiempo hemos

vivido según nuestras costumbres, hasta la situación actual. Ahora

sí es un momento de profundas mudanzas, empezando por la

organización social, el idioma y la religión. Todos los fundamentos

de nuestra vida, todo aquello por lo que habíamos vivido durante

tanto tiempo. En estos días se tambalea con la fuerza de un sismo.

Nuestra Aldea se distingue, de otros pueblos cercanos, en

tener como autoridad máxima a una mujer, la llamamos MAMA-

COYA. Es el consejo de Madres, quien la designa entre las hijas de

la anterior MAMA-COYA.

Todas las mujeres adquieren el título de Madres, cuando

ponen el nombre a su primer hijo, esta ceremonia es al cumplir los

5 años. A partir de ese día, la madre pertenece al Consejo de

Madres y el hijo se incorpora a la Aldea. Hasta ese momento era

solo la hija o hijo de una mujer: el hijo de Kori o la hija de Ayka.

Cuando la primera hija de la MAMA-COYA llega a los cinco

años, si es elegida por el Consejo para ser la futura MAMA-COYA, se

le tatúa una araña en cada pie como señal de su elección. A partir

de ese momento, todos en la Aldea se responsabilizan de su

educación.

Su vida cambia a los doce años, cuando debe elegir esposo y


empieza a vivir en su propia casa. Cuando se convierte en Madre,

forma parte del Consejo como heredera; tras la muerte de su

Madre, es la nueva MAMA-COYA.

La vida de la Aldea se organiza alrededor del Templo, según

nuestra usanza, se construye como una gran plataforma

cuadrangular, donde ponemos la Kala de la MAMA-COYA.

Con bloques de adobe, levantamos cuatro muros, cada uno de

un metro de altura y un metro de espesor. Esas paredes formaban

un gran cuadrado, lo rellenamos con arena y piedras y se cierra con

un techo de adobe, sobre ese pavimento se harán las ceremonias

rituales.

Meses antes de empezar a construir el templo, un grupo de

mujeres y hombres, a las órdenes de la hija y sucesora de la MAMA-

COYA se marchan por los montes para buscar la Kala (roca).

Necesitamos atrapar el espíritu de la montaña cercana y traerlo

hasta nuestra Aldea.

En el centro de la gran plataforma colocamos la Kala

ceremonial: un monolito de 2,15 metros de alto y de medio metro

de diámetro, en él tallamos dibujos lineales y en la parte central un

círculo circunscrito en un cuadrado. Al frente colocamos la hoguera

de las ofrendas. Además, en cada esquina de la plataforma, se

enciende una hoguera de luz, para iluminar cuando anochece.

Después de una zona despejada —en torno al Templo— se

construyen las casas de caña y barro. En la primera fila al sur, vive

la MAMA-COYA. Detrás las madres alfareras con los talleres y


almacenes, con su característico olor a madera quemada de los

muchos hornos, uno en cada casa. Y, separada por la calle que sube

hasta la cima del Saraque, están las casas donde viven las Madres

agricultoras con sus ruidosas granjas de patos y almacenes para

guardar los productos agrícolas. Y en las afueras de la Aldea están

los grandes corrales de llamas y alpaca al cuidado de los jóvenes.

En el norte, se sitúan las casas de las madres orfebres,

trabajan el metal y lavan en el río el oro y la plata, la sinfonía de

martillazos llenan todos los pasadizos y plazuelas durante el día. Y,

separadas por la calle que desciende hasta el río, las madres

hilanderas, con sus telares, pilones del tinte y depósitos de ropas y

telas. Sus casas se caracterizan por los colores que adornan sus

paredes.

Nuestra Aldea se sitúa entre el río Virú y el Cerro Saraque.


Una zona que con esfuerzo fuimos allanando y solo cuando era

imprescindible, quitando algunos árboles: algarrobos y chirimoyas.

Otros lo dejamos en lo que serian los patios de las casas. Los

necesitamos para sentirnos cerca de la vida, en ellos anidan

multitud de pájaros alegrando las despertadas mañaneras. Si el

árbol es algarrobo, es fácil que tenga alguna familia de cañanes,

correteando por las ramas o protegiéndose en los huecos de la

corteza del árbol. Entre las casas no hay verdaderas calles, pues

apenas son callejones sin ningún orden, tan solo tratan de

comunicar unas con otras y todas con el Templo. El camino hasta la

cumbre son apenas mil metros pero muy abruptos, aunque con

piernas jóvenes, se alcanza rápidamente la cima. Desde allí, se

distribuye el agua a las terrazas, escalonando toda la pendiente

para conseguir más tierra cultivable.

La acequia traería agua a través de varios kilómetros. Su


construcción, era una de las actividades más complejas. La

pendiente debía ser progresiva, ni muy repentina ni muy suave. Si

el desnivel era muy grande, llegaría demasiada agua a la vez, y no

la podríamos utilizar, sacando el máximo partido, de algo muy

necesario. Si nos alejamos del río estábamos en un territorio donde

la tierra era desértica e improductiva. Pero si el desnivel era muy

suave, el agua se puede remansar, y demorar demasiado en llegar

hasta los cultivos facilitando el encharcamiento y la evaporación. El

recorrido comienza donde el río Virú, antes de caer por las

cascadas, está a la misma altura que la cima del Saraque y se

extiende por las laderas de los montes buscando la inclinación

adecuada para que el agua nos llegue con facilidad. Cada Killa

hunta (plenilunio) los hombres tiene la misión de hacer la inspección

de la acequia, para ello dos o tres caminan todo el recorrido

limpiando si se ha obstruido por alguna piedra o rama, pues con

frecuencia el aire mueve con furia los árboles, empujando todo lo

que encuentra ladera abajo, alcanzando el cauce donde discurre la

amuna, atorando su canal, que si consigue desbordarse, hasta el

Saraque llega muy poca agua, por eso es importante limpiar la

acequia con frecuencia.


En todas nuestras celebraciones, la danza ocupa el primer
lugar, pero para nosotros no solo es sinónimo de diversión o fiesta,
sobre todo, es la expresión de la espiritualidad de nuestro pueblo.
Danzamos para mantener y acrecentar el sentimiento de unidad.
Ejecutamos nuestros bailes como largas caminatas, en grupos
numerosos de hombres y mujeres, unificando el paso y el
movimiento, al ritmo de tambores, avanzamos todos unidos como
una sola realidad, empezamos alrededor de la Kala, pero lo normal
es bajar por el camino de las Chirimoyas hasta el río, y allí
avanzamos por la orilla empapándonos de la fuerza vital del Virú, al
ser la danza del Killa hunta (plenilunio), comenzamos al anochecer y
nos demoramos bastante, mientras algunas madres se encargan de
preparar el banquete de la fiesta, todos los demás mantenemos y
acrecentamos la unidad de nuestro pueblo y volvemos con algarabía
y bullicio hasta la Kala, y allá terminamos después de dar tantas
vueltas, como años nos gobierna la actual MAMA-COYA. A veces se
dice que, con nuestra danza, formamos el cuerpo de una serpiente
multicolor, pero es más, hacemos un tatuaje en movimiento en la
piel de la Pachamama, la serpiente que es un signo de poder es
nuestra ofrenda en medio del clamor de los tambores y el suave
sonoridad de las ocarinas y flautas.
Un grupo de mujeres y hombres, a las órdenes de Naira
(Mujer de ojos grandes), hija y sucesora de Tintaya, habían
marchado, por los montes cercanos, buscando la Kala de la nueva
MAMA-COYA, hasta que con esfuerzo, la transportaron poniéndola
en el centro del Templo.
Pasó el tiempo, con el templo y las casas principales
edificadas, comenzó la espera de la lluvia, todos miraban el cielo
cuando alguna nube se acercaba.
Para utilizar el Templo tenía que ser bañado por la lluvia, pero
en aquel lugar, solamente muy de vez en cuando caía el agua del
cielo.
Una o dos veces al año, nos llegaba una tormenta, aunque
fuera solo con rayos y truenos, si nos dejaba abundante lluvia, era
una gran fiesta, a nadie se le podría ocurrir asociar el aguacero con
el mal tiempo. Pero en esta ocasión era todavía más importante, era
el primer paso para inaugurar el Templo: las lágrimas de Inti lo
purificarían por primera vez. Varios meses después, se desató la
tormenta.
Y aquel anochecer comenzó la danza ritual, todos los de la
Aldea fueron ascendiendo, por las rampas, hacia la Kala. Se hizo un
silencio profundo y entonces la MAMA-COYA Tintaya en compañía de
su hija Naira, avanzó con gran solemnidad.
La multitud contempló a la MAMA-COYA con su melena muy
lacia y tan larga, que en esta ocasión, llegaba a cubrir su espalda.
Por lo general, la llevaba recogida en una trenza adornada con
cintas de colores.
Se presentó vestida con su ropa ceremonial de algodón
multicolor que casi rozaba el suelo; en el pecho dos collares de oro,
plata, turquesa, cuarzo y lapislázuli. Adorno de nariz de oro y plata.
Diademas y corona de cobre dorado enjoyaban su cabeza. Y en su
mano: el cetro de madera con una serpiente de oro. Sus brazos,
pies y manos cubiertos de tatuajes de caracolas, peces, serpientes y
arañas, que como una coraza la protegía y dotaban de poderes
especiales.
Avanzó hasta rodear la Kala, se detuvo en un abrazo
prolongado. Todos la mirábamos extasiados. Después roció con
agua del mar, cada una de las cuatro aristas del monolito, se dirigió
al ojo ceremonial de la Kala y derramó el contenido del cuenco, se
volvió hacia su pueblo y con voz majestuosa ordenó:
—¡Escuchadme! ¡Todas mis hijas e hijos! Durante meses
hemos trabajado para preparar esta Aldea, nos sentimos orgullosos
de comenzar —otra vez— con nuestras costumbres. Hemos de
superar la nostalgia por el lugar que abandonamos, pues la
Pachamama nos ha dado, todo lo que necesitamos junto a este río.
Los regalos se agradecen y se cuidan y más cuando lo que nos
ofrece es su propio fluido vital: el agua. Tengo el deseo de que
todos mis hijos e hijas, manifiesten con sus danzas la alegría de
tener esta Kala en el centro de la Aldea. ¡Que suene la música! Que
resuenen nuestras voces manifestando con el canto, todo nuestro
agradecimiento!.
Gritos de alegría, melodías de ocarinas, quenas, antaras y
tambores llenaron la noche, ahuyentando de aquel templo los malos
espíritus y preservando a toda la Aldea del mal.
MAMA-COYA Tintaya ofreció en la hoguera los primeros frutos
de estas tierras: maíz, frijoles, ají, papas.
Unas hebras de humo, surgidos de la hoguera, modularon en
el cielo una representación del agradecimiento de los nuevos
habitantes del valle.
Entonces, todos los jóvenes, se encaminaron al almacén y
volvieron portando cada uno, un gran cuenco con chicha. Con
actitud ceremoniosa la fueron repartiendo entre la gente. Durante
horas se alargó la danza, la música y la alegría que teníamos,
demasiado tiempo, retenida en nuestros corazones.
Así me lo contaron, una y otra vez. Así fueron los comienzos a
orillas del río Virú, y así lo escribo para mantener viva la memoria
de ese hecho tan trascendental en nuestra historia.

4. A orillas del Virú, 1431: Un día de dolor

Narrado por su marido Anca (Veloz como el águila)


De cómo la muerte de Tintaya nos causó un gran dolor.

Y pasaron los años. Tiempo en que nos fuimos asentando en el


nuevo valle. Las madres agricultoras cubrieron la ladera del Saraque
de terrazas para facilitar los cultivos. Arrancaron árboles y arbustos,
amontonaron las piedras formando muros, que retenían la tierra de
los bancales. La pobre arena de la ladera la enriquecieron con
guano, los jóvenes lo recogían, en algunas colonias de aves
marinas. Hasta la cima del cerro fluía constante, el canal con agua
abundante; se distribuía por múltiples acequias: vivificando las
tierras de la ladera. Ahora todo verdeaba —con distintas tonalidades
— según crecían los diversos cultivos: los maizales con sus
mazorcas doradas, las matas de papas formando hileras, los
arbustos de ají cargados de frutos rojos, las calabazas con sus hojas
inmensas y la yuca.
Las madres alfareras equiparon cada casa con las vasijas
donde conservar los alimentos o para cocinar. Sin olvidar el trabajo
de las hilanderas y las orfebres facilitándonos los instrumentos
metálicos necesarios para los distintos trabajos, ni por supuesto la
labor de los hombres en la Aldea del mar.
La Aldea volvía a tener su Templo, nuestras hijas e hijos eran
más numerosos y fuertes. En el río, los corrales de agua, con
abundante cantidad de tortugas y también las llamas, alpaca y
vicuñas tenían sus rediles. El bosque de los algarrobos se extendía
alrededor del Camino de las Cascadas, en esa arboleda los ancianos
cazábamos los cañanes, son arborícolas y viven dentro de los
árboles, donde construyen huecos profundos, se alimentan de sus
hojas, flores, frutos tiernos. Teníamos las trampas en la que cada
mañana encontrábamos a los cazados de la noche. Dentro de todas
las casas se descubrían los ojillos inquietos de numerosos cuyes que
también nos daban gran cantidad de carne en las fiestas.
Volvíamos a poder mirar al futuro con tranquilidad después de
un tiempo de zozobra.
Pero todas las situaciones tienden a cambiar: llegó el día de
despedir a MAMA-COYA Tintaya, había sido nuestra primera MAMA-
COYA en la orilla del Virú. Ella había mirado y protegido cada rincón
de la Aldea. Se mostraba engalanada, el día en que se encendía —
por primera vez— la cocina de cada casa nueva, librándola por su
poder, de los malos espíritus y de las asechanzas malignas que
merodeaban por todos los lugares habitados.
Aquel día amaneció muy fresco. Sin embargo, no era el frío lo
que me resultaba más molesto, sino la niebla y la humedad
condensada en el valle que se metía en mis viejos huesos y me
adormecía las rodillas. Durante la noche las nubes habían ocultado
la luz de la luna mientras, el viento soplaba desde el mar, con una
brisa suave pero persistente.
Como todas las mañanas, llegó a nuestra morada, mi amigo
Mayta (El que enseña con bondad):
—¿Qué tal ha pasado la noche la MAMA-COYA? —me preguntó
entrando en la casa.
—Pues ya la ves, sin mucha mejoría —le contesté con tristeza
— Y cada vez la veo con menos fuerzas.
En ese momento Tintaya me llamó y cuando entre en su
cuarto, sin apenas abrir los ojos me musitó, quedamente:
—Anca, ya no me resta mucho tiempo, prométeme que serás
fuerte y que apoyarás en todo a nuestra hija.
Apenas le tomé las manos, para que sintiera mi cercanía, ella
me las apretó mientras me susurraba y me miraba a los ojos:
—Gracias Anca, por todos estos años de compañía y felicidad.
Su respiración se tornó fatigosa y un escalofrío le recorrió el
cuerpo abrasado, por la fiebre que la consumía. Poco a poco cerró
los ojos y dejó de respirar plácidamente.
Se rompió la mañana:
—Nuestra MAMA-COYA ha muerto— gritó Mayta, saliendo de la
casa en busca de las Madres.
Comenzó un día de aflicción y lleno de intensa actividad. Unos
jóvenes llevaron, río abajo, la noticia a la Aldea del Mar, para que
también los hombres, pudieran participar en las ceremonias de
despedida de nuestra querida MAMA-COYA. Yo ya era abuelo, por
eso vivía en la Aldea del río con las mujeres, como los demás
hombres de mi edad y mi amigo Mayta.
Desde hacía semanas todos estábamos preocupados, de
manera especial yo que la tenía más cerca y la acompañaba en esos
días con profundo pesar. Las madres habían organizado algunas
cosas en las jornadas previas, cuando ya veíamos que su vida se
terminaba y casi no luchaba contra la enfermedad, parecía que
había perdido las ganas de vivir. A todos los que la visitábamos, nos
miraba con frecuencia, con la profunda ternura, de quien ha
experimentado y ayudado a vivir tantas situaciones, tantas alegrías
y tantas penalidades.
Muchas ceremonias serían necesarias para que fuera digna su
despedida y de esta forma poder mostrar nuestro agradecimiento. A
ella debíamos la fuerza para traernos a estas nuevas tierras y la
decisión de asentarnos definitivamente. A pesar de que algunos
añoraran, durante tiempo aquella tierra que habíamos dejado
huyendo de la tormenta.
Todas las Madres tenían el honor y la obligación de preparar y
realizar los rituales de su entierro, las ceremonias que habían
acompañado las exequias y el duelo, en la sepultura de las
anteriores MAMA-COYAS, a las que tanto debía nuestro pueblo.
Aquella mañana, el cortejo de las madres se puso en marcha
solemnemente; no eran muchos pasos, pero avanzaron muy
lentamente con una mezcla de tristeza y serenidad, incluso cierto
aire festivo. Llevaron su cuerpo —con la delicadeza de hijas— desde
nuestra casa hasta su Kala, allí la desnudaron de toda vestidura y
adorno, solo los tatuajes la protegían y señalaban su dignidad y
poder.
Avanzó mi hija Naira (Mujer de ojos grandes) y ungió el
cuerpo de su madre, con sangre de la Pachamama (agua del Virú) y
lágrimas de Inti (agua de lluvia). La madre más anciana tapó su
rostro con un plato dorado, después comenzaron a envolverla con el
lienzo mortuorio.
Era un tejido —de más sesenta metros— preparado para la
ocasión, en él estaba bordada, con símbolos y figuras, toda la
historia de la Aldea durante el tiempo en que ella nos había
liderado.
Cada una de las Madres se encargó de poner con delicadeza
los signos de su poder. Después de tres vueltas alrededor de su
cuerpo, una Madre avanzó y puso la corona de oro, símbolo de su
poder absoluto. Y así, cada tres vueltas fueron poniendo los aretes y
narigueras ricamente labrados. Los finos collares con cuentas de
piedras preciosas. Los dijes de oro con representaciones de rostros
humanos. Los instrumentos de alfarera pues había sido su trabajo.
Y sus cetros ceremoniales de madera y oro.

Cuando terminaron de envolver su cuerpo, me llamaron.


Entonces subí las escaleras —lentamente— llevando en mis brazos
un maravilloso vestido ceremonial. El atuendo con el que nuestra
MAMA-COYA se había presentado ante nosotros, cada año en la
Fiesta de Inti y en las ocasiones más extraordinarias de la vida de la
Aldea. Lo puse encima de su cuerpo ya envuelto por la tela con la
representación de nuestra historia.
Una bandada de guacamayos cruzó el cielo llenándolo de
graznidos, aleteos y colores.
Fuera de la plataforma, estaban todos los hombres, que a lo
largo del día, habían llegado de la Aldea de Mar. Se arremolinaban
para admirar la despedida a la MAMA-COYA a la que tanto debían y
querían, lo contemplaban todo con el rostro serio y dolorido.
A media mañana mi hija Naira, en compañía de las Madres de
más edad, marchó a su casa. Allí la tatuadora le dio un narcótico.
Luego empezó a tatuarla: en su mano derecha puso el último
tatuaje que la constituía en la nueva MAMA-COYA. (en momentos
especiales a lo largo de su vida, le habían grabado los tatuajes que
la iban preparando para ser la heredera: al ponerle el nombre a los
cinco años, una araña en cada pie. Cuando se casó: una línea de
rombos rojos y negros alrededor del ombligo; cuando tuvo su
primera hija: varias caracolas en piernas y brazos; al poner nombre
a su heredera: una estrella en la frente. Ahora —al suceder a su
madre— le tatuaron la serpiente protectora enroscada en el brazo
derecho).
Luego con mucho cuidado, le ocultó las heridas con cintas de
colores: amarillas por Inti y azules por la Pachamama y la dejó
dormir.
A media tarde la revistieron con su atuendo ceremonial como
nueva MAMA-COYA, le colocaron la corona de oro, la nariguera y
tomó en sus manos su cetro de madera coronado por la serpiente
de oro. Con pausa y también tristeza, se encaminaron hasta el
templo. Al llegar junto al cuerpo de su madre, se quitó las vendas y
nos mostró el último signo grabado en sus brazos. Todos nos
tumbamos —boca abajo— en el suelo y en ese gesto nos
demoramos hasta que ella nos mandó con voz potente:
—Alzaos para despedir a nuestra madre Tintaya, merece que
le ofrezcamos la mejor despedida ¡Tanto le debemos!.
Todos nos levantamos prestos a su mandato. Entonces llamó a
los hombres y ellos, con andares pausados, subieron la caja
mortuoria que habían preparado de madera de algarrobo, que sería
sellada herméticamente, para preservar el cuerpo de la
descomposición.
Cuando terminaron de cerrar la caja con el cuerpo de la
MAMA-COYA dentro, mi hija Naira encendió por última vez la
hoguera de las ofrendas, entre las brasas derramó maíz empapado
en chicha que chisporroteo. En el frío de la tarde se elevó el espíritu
de la MAMA-COYA, como humo blanco y denso caracoleando su
eterna juventud, desde la explanada del Templo todos nos
acuclillamos contemplando el comienzo del viaje de una vida a otra
vida. Ese viaje era difícil y requería ayuda. El «camaqen» o espíritu
del difunto necesitaba de un perro negro, que veía en la oscuridad
de ese camino y podía guiarlo. Creíamos que quienes habían sido
buenos, iban a vivir con el Sol en campos floridos, regados por
numerosos ríos, allí disfrutaban de comida y bebida perpetua. Los
que habían sido malos, vivían bajo tierra en el frío, sin alimento.
Tras una hora de silencio pensando en ese viaje de nuestra
MAMA-COYA, se empezó a construir el recinto de su túmulo. Serían
cuatro paredes de adobe que contendrían la caja de madera con su
cuerpo, su Kala y la hoguera ceremonial. Cada pared,
primorosamente ornamentada con grabados en relieve, había de
tener dos metros de largo por dos de alto, el techo se haría de vigas
de algarrobo. Todo quedaría cubierto por el Templo de la siguiente
MAMA-COYA.

El sol se fue ocultando cuando las Madres Alfareras empezaron


a realizar los grabados en los muros, narran los hechos más
importantes de nuestra historia, luego los colorearon, con primor,
las Madres Hilanderas.
Todavía más profundo se hizo el silencio. Todos permanecimos
contemplando la puesta de sol. La tarde declinaba y teníamos claro
que terminaba una etapa de nuestra historia. Al rato, la luna nos
contemplaba y miles de estrellas se encendieron en el firmamento,
eran las mudas espectadoras que escuchaban la música triste de
ocarinas y tambores que acompaña nuestro baile de despedida.
Y comenzó el banquete. Alrededor del Templo se encendieron
varias hogueras, las cazuelas se llenaron de agua para cocer papas,
yuca y maíz, que las madres agricultoras habían traído en grandes
cestos de totora. Mi nieta Illarisisa (Flor del amanecer) y varios
jóvenes fueron al corral y sacrificaron tres llamas, que se asaron,
también carne de cuy y de cañan. Todos comimos en abundancia.
Los más pequeños se fueron a dormir, pero los demás nos fuimos
durmiendo en el Templo, rodeando el túmulo de la MAMA-COYA
Tintaya.
Mi hija Naira aunque estaba dolorida por los tatuajes, se negó
a abandonar el cuerpo de su madre, una madre la obligó a beber un
narcótico para menguar el dolor. No tardó mucho en quedarse
dormida. Vi en su rostro los rasgos de su madre.

5. A orillas del Virú, 1442: Construcción del nuevo Templo


Anca (Veloz como el águila) Narrador
Donde explico la construcción de un nuevo templo, el de mi hija
Naira.

Con la amanecida comenzó nuestra nueva vida, todas las


madres, los padres y los jóvenes nos reunimos en la explanada del
antiguo Templo. Ya somos una pequeña muchedumbre, respetuosa
y expectante. Pues era mi privilegio, antes que nadie me acerqué a
mi hija, nuestra nueva MAMA-COYA, y besándola, le dije con voz
fuerte y decidida:
—MAMA-COYA Naira, te deseo la sabiduría de tu madre y su
fuerza. Siempre tendrás mi lealtad y la de los habitantes de la Aldea
y con nuestra ayuda, podrás superar todas las dificultades, que los
nuevos tiempos nos depararán. Espero que no olvides nunca a tu
madre —una mujer que nos fue conquistando a lo largo de los años
— con su modo justo y sereno de actuar.
Con un saludo parecido se fueron acercando, uno a uno, todos
los que se convertían en sus hijos, y de los que ella tendría que
cuidar. Le deseábamos sabiduría, para comprender y juzgar con
verdad y también fuerza para decidir lo más conveniente. En el
momento de besar a Naira, a algunos se le llenaron los ojos de
lágrimas de emoción, tal vez recordándola como una niña revoltosa
y vital.
Según nuestras costumbres, el nuevo templo tenía que ser
una plataforma de menor dimensión que la anterior, pero situado
encima de la explanada del antiguo templo, que ahora, después de
enterrar a mi esposa, contenía su túmulo funerario. Desde la
distancia se vería un peldaño más en la pirámide escalonada que se
iría edificando, para cada nueva MAMA-COYA que gobernase en la
Aldea.
Al ser el Templo de mi hija, la MAMA-COYA Naira, su hija
Illarisisa con un grupo de mujeres y hombres, se encargó de traer la
Kala, del monte donde años antes, habían encontrado la Kala de su
abuela. Y ponerla en el centro de la nueva plataforma, exactamente
encima de donde estaba la Kala de la MAMA-COYA Tintaya.
Después de un mes de trabajo intenso de todos los de la
Aldea, pudimos dar por concluida la construcción del Templo. Ya se
alzaba el nuevo escalón de dos metros de altura, ya tenía la nueva
Kala en el centro, la hoguera de las ofrendas y las hogueras de luz
en las esquinas de la plataforma.
Para poder inaugurarlo se necesitaba que fuera purificado por
la lluvia. Todos en la Aldea esperamos durante casi tres meses,
hasta que por fin, amaneció un día tormentoso.

Durante horas, todos los hombres fueron llegando de la orilla


del mar, paseaban por el pueblo empapándose de la lluvia. A media
mañana cesó paulatinamente y salió el sol. En el azul del cielo
palpitaban pálidos brochazos de color blanco, eran los pequeños
recuerdos de la tormenta pasada.
En los meses anteriores, los hombres habían traído, en
grandes cántaros, agua marina, pues la siguiente ceremonia
consistía en rociar con lágrimas de la Mamacocha toda la explanada
del Templo, esta misión las desempeñarán las Madres.
Cuando terminaron, las sustituyeron un grupo numeroso de
hombres, comenzaron a tocar timbales y danzaron alrededor de la
Kala, mientras las madres marcharon a casa de Naira.
Con el toque constante de los tambores, que se prolongó
durante una hora, ahuyentando a los espíritus maléficos: llamados
“Zupay”, y recibiendo a los bondadosos los “huincha”.
Hasta que la MAMA-COYA Naira escoltada por las demás
Madres, avanzó solemnemente desde su casa, portando todos los
adornos de su poder. Al llegar al centro cesaron los tambores. Ella
se abrazó, durante varios minutos, a su Kala, estaban rodeándola
todas las Madres. El silencio que apenas rompían algunos pájaros,
pues al cesar los tambores, habían vuelto a inundar toda la Aldea
con sus cantos. Silencio y emoción.

La MAMA-COYA encendió la hoguera y fue recibiendo, de


manos de cada Madre, las ofrendas a la Pachamama, que en parte
la quemarían. De cada canasto lanzaba al fuego un puñado, lo
demás se empleaba en el banquete de la celebración: chicha, maíz,
papas, yuca, ají pero también cuyes y cañanes. De las llamas ya
sacrificadas y troceadas, echó a la hoguera las cabezas. Los olores
de la comida se extendieron por la Aldea llenándolo todo de vida,
ante la inminencia del gran banquete.
Comenzaron los músicos a tocar y a su alrededor —poco a
poco todos— menos los que se encargaban de preparar la comida;
nos fuimos incorporando a la danza. Dando vueltas, alrededor de la
Kala, al ritmo y cambiando de sentido, cuando los músicos giraban.
En poco tiempo, todo el pueblo formábamos una comunidad
danzante, acompasando el paso, hasta llegar a ser un único
organismo vivo, multicolor y envolvente.

Después de unas horas de danza, cuando la Luna apareció


entre las montañas iluminando la Aldea, comenzó el banquete. Cada
familia se acercaba a tomar lo que necesitaba, para luego situarse
en las escalinatas del templo. Los niños correteaban entre los
grupos y colaboraban en la distribución de las comidas. Las chicas y
chicos no podían beber chicha pues era necesario que algunos
cuidaran de la seguridad. Recordábamos lo sucedido hacía años, en
una de las fiestas. Fuimos atacados por un grupo de pumas y como
todos estaban más o menos inconscientes por la bebida, los pumas
provocaron varias muertes y muchos heridos. Fue en la época de la
antigua Aldea en el Estuario del Virrilá, cuando la MAMA-COYA con
el Consejo de Madres decidieron que en las fiestas, los jóvenes
tendrían que privarse de la bebida para cumplir con esa misión.
Durante la celebración patrullaban por los alrededores de la Aldea
en pequeños grupos. Se encargaban de poner orden entre los
comensales que, con demasiada frecuencia, se embriagaban,
conforme avanzaba la celebración, dando lugar a pequeños
altercados.
Había caído la noche y el aire limpio y tenue, aún impregnado
de la humedad de la tormenta, lo inundaba todo de paz. La Kala,
bañada por el resplandor de la luna distante y ajena al bullicio, a los
gritos y carcajadas: proyectaba su sombra difuminada, sobre las
losetas de adobe de la explanada.
Pasó el tiempo. El viento me acercaba retazos de
conversaciones. Me senté en un peldaño del Templo, y permanecí
pensativo. Me veía, de vez en cuando, acobardado por los años,
aunque activo y fuerte, todavía capaz de muchos esfuerzos. Un
perro viejo se acurrucó entre mis piernas, los niños —algunos muy
pequeños— gateaban sobre las baldosas del suelo. Mi hija después
de quitarse sus vestiduras ceremoniales, se afanaba con las demás
Madres.
Y avanzó la noche, una y otra vez, llegaba a mis manos el
cuenco con la chicha. Al arrullo de las suaves y agradables
sensaciones me quedé medio dormido. Hasta que terminé
durmiendo plácidamente. Al despertar mi boca era incapaz de
articular palabras. Mis ojos no podían enfocar, todo lo veía borroso.
Mientras oía los gemidos de otros a mi alrededor. Las voces
resonaban en mis oídos, me resultaba imposible entender qué
decían. Quería hablar pero era incapaz. Levanté la mirada como si
estuviera en el fondo de un pozo y experimenté una náusea tan
intensa que me dio la impresión que, si llegaba a vomitar,
expulsaría hasta las tripas.
Las carcajadas más sonoras provenían del grupo que
acompañaba a Tarki (Que se hace respetar), el marido de Naira,
uno de los que estaba más bebido, parecía incapaz de dar un paso
sin tambalearse. Era un joven de unos 25 años de cuerpo no muy
alto, pero recio —con cicatrices en la cara— porque tendía a ser
bastante pendenciero e incapaz de conservar la serenidad en
momentos de tensión. Era frecuente cuando en las fiestas, la chicha
le nublaba la razón, que se enfrentará a otros, también
embriagados, en reyertas y peleas.
Tarki se levantó, ni él mismo parecía saber a dónde pensaba
ir, dando varios pasos vacilantes, tropezó con un cuerpo dormido —
cayó de bruces— se alzó pateando al dormido. No era otro que
Qawayu, que aunque anciano tenía un genio muy fuerte y reaccionó
también con dureza, se enzarzaron en golpes y puñetazos sin
renunciar a las patadas y codazos. No tardó en generalizarse la
trifulca y el griterío.
Al poco aparecieron varios jóvenes dispuestos a poner orden,
no les costó mucho averiguar el origen del conflicto y los causantes.
Rodearon a Tarki y lo redujeron con facilidad, la chicha menguaba
bastante sus reflejos, lo echaron al suelo y lo ataron. Escoltado se lo
llevaron a su casa.
Poco a poco volvió la tranquilidad, el relente del amanecer caía
sobre la hierba y amortiguaba el calor del exiguo fuego, que daban
dos pequeños troncos, con el que yo me calentaba.
En muy pocos lugares se oían ya cánticos o conversaciones, el
rumor se había apagado, dominaba el sueño.
Me levanté y me encaminé al río, los árboles de chirimoyas me
rodeaban, inundando la mañana con el aroma ácido de sus frutos.
Al llegar me subí sobre las piedras que alejaban los remolinos
de esa orilla, creando un remanso, donde dejábamos las balsas, que
se mantenían detenidas en ese recodo, fuera de la corriente.
Avancé ensimismado, con la cabeza dolorida por la bebida de
la noche. Las tórtolas se arremolinaban en el prado a la caza de
insectos. De vez en cuando surgía un poco de viento y hacía sisear
las hojas de los árboles. Me metí en el río, llené con una larga
inhalación mis pulmones, me sumergí y sentí que el agua me cubría
totalmente. Con los ojos abiertos avancé nadando al centro, salía a
la superficie, tomaba aire y volvía a sumergirme hasta lo más
profundo, llegando al lecho del río. Algunos peces huían con
parsimonia, me sabían un extraño, pronto tendría que ascender de
nuevo para respirar. En ese momento yo solamente buscaba la
tranquilidad del silencio.
La soledad no se prolongó mucho, al poco apareció mi amigo
Mayta voceando:
—¿Anca estás por allí?, no te veo.
Mi primera intención: fue seguir escondido entre las totoras de
la orilla, pero como insistía en sus llamadas, pensé: puede ser
importante lo que me quiere decir. Nadando me fui acercando hacia
él, al verme exclamó:
—Tu hija Naira te está buscando, me ha preguntado por ti, ¿y
dónde podrías estar? Se me ha ocurrido decirle: en el río.
—¿Para qué me necesita?
—No me ha explicado nada, pero se la veía apurada.
Salí del río y con Mayta me encaminé hacia la Aldea, por el
camino cogimos unas cuantas chirimoyas. Al llegar a casa de Naira,
la encontré con mi nieta.
—Illarisisa, cuéntale a tu abuelo lo que me has mencionado.
—Esta noche cuando vigilaba con los otros jóvenes, Ninan
(Inquieto como el fuego) se ha puesto muy violento conmigo. Me ha
exigido lo elija de esposo. Me he asustado, porque se ha enfrentado
a Churki (Que nunca se rinde) cuando me ha defendido gritando:
ella elegirá a quien quiera.
—Yo puedo —les susurró pensativo— intentar hablar con
Ninan.
—De acuerdo —dijo Naira con enfado— pero déjale bien claro
los derechos de las mujeres.
Salí de allí dispuesto a hablar con Ninan. Por mucho que
busqué, no hubo manera de encontrarlo aquella mañana, nadie
sabía de él, aunque a esas alturas ya todo el mundo conocía mi
búsqueda. No me sorprendió ver cómo aquella tarde, en un
momento cuando estaba solo, se me acercó preguntándome:
—Anca, ¿Qué quieres de mí?
Me pareció intranquilo y hasta enojado, pensé no estaba en
condiciones de atender a muchas razones. Con suavidad le dije:
—¿Dónde has estado esta mañana?
—Paseando por ahí, casi todo el mundo ha estado toda la
amanecida durmiendo la borrachera. Yo he subido hasta las
Cascadas, tenía mucho para reflexionar.
—Y ¿Qué es lo que te inquieta?
Yo le miré esperando, como sucedió, mencionara sus
problemas con Illarisisa.
—Pues de muchas cosas —me contestó pesaroso— sobre todo
de tu nieta Illarisisa. Cada vez me resulta más complicado
entenderla, unos días dice una cosa y otros, la contraria. ¡Me tiene
desconcertado!
Se quedó callado, mientras caminábamos —los dos solos— por
el bosque de algarrobos. Se agachó, cogió una piedra y la lanzó con
furia contra unas tórtolas que levantaron el vuelo alejándose.
—¿Qué te ha dicho Illarisisa? — le pregunté.
—Hace unos días me habló de elegirme, pero anoche, delante
de todos declaró que quería como marido a Churki. ¡No sabe lo que
quiere!. La vi muy rara y me alteró su actitud, pues además, lo
afirmaba sonriendo burlona sin darse cuenta del daño que me
causaba.
—Ninan, tú sabes igual que yo: en nuestro pueblo son las
mujeres las que eligen marido. Illarisisa es libre de hacer lo que
quiera, tú puedes intentar convencerla, pero al final tienes que
aceptar su decisión por mucho que te cueste.
Sin querer seguir escuchando, Ninan comenzó a correr y se
perdió en el bosque, yo me volví preocupado hacia la Aldea.
Algo de razón tiene Ninan, mi nieta era muy dada a hacer
bromas y a veces, si se juega con sentimientos, es difícil controlar
las consecuencias, aunque ella es muy joven para entender tantos
matices del corazón humano.

6. A orillas del Virú, 1455: Tragedia en la Aldea.

Naira: Narradora

Sobre el modo de elegir marido en nuestra Aldea y la tragedia


ocasionada por la reacción de Ninan.

Y llegó la fiesta de la Elección de Marido. Entre nosotros, cada


año en el Killa hunta (plenilunio) de abril se reunía toda la Aldea en
el Templo. Las jóvenes que cumplían 13 años elegirían marido entre
los solteros.
Este año a mi hija Illarisisa, le tocaba, junto a otras 16
jóvenes. Todas se convertirán en Madres, con derecho pleno en el
Consejo, cuando pongan nombre a su primer hijo, si llegaba a
cumplir cinco años.
La tarde otoñal se llenó de alegría y danzas.
Salí de mi casa y en la puerta me esperaban las Madres. Me
saludaron y formamos dos filas; me acompañaron en procesión
hasta el centro del Templo, rocié con agua del mar nuestra Kala,
encendí la hoguera ceremonial y queme las ofrendas. Mi hija
Illarisisa, con las otras jóvenes, avanzaron -solemnemente-
danzando. Al ritmo acompasado de unos tambores, que rompían el
silencio, simulando los latidos de sus corazones jóvenes. Las 17
chicas subieron a la explanada del Templo y rodearon la Kala, con
sus ropas multicolores agitándolas al viento y el suave rumor de sus
collares y brazaletes. Danzaban formando un círculo mágico, pues la
elección de marido, era parte del proyecto de toda la Aldea, que se
fundamentaba en las familias, esa es la gran riqueza que nos
fortalece y nos hace crecer.
Después de una hora de danza, antes de comenzar la Elección,
otorgábamos a cada joven, la casa preparada por toda Aldea. Al
llegar, la dejábamos convertida en propietaria, después de una
breve ceremonia. Por supuesto, había participado en su
construcción junto con todos los demás.
Días antes se distribuyeron realmente las viviendas. Desde la
casa de su madre, cada joven llevaba sus ropas y todo lo que tenía
preparado para comenzar su nueva vida, ahora se realizaba una
simple ceremonia.
Al llegar a la que sería el hogar de mi hija, dije con
solemnidad:
—Illarisisa, entra en la casa que te entregamos. Forma una
familia en la que reine la paz y proporciona a nuestro pueblo:
numerosas hijas e hijos.
Ella entró en la morada y al poco salió con un gran cuenco de
chicha y dándomelo dijo:
—Esta bebida simboliza los bienes que compartiré con todos
los de nuestra comunidad. Bebed, celebrad conmigo este día de
felicidad.
Era la pequeña ceremonia y la fuimos efectuando en la puerta
de cada una de las nuevas casas. Como todos los años, cuando eran
muchas las viviendas entregadas, sucedían desgracias. Algunas
madres, en vez de mojarse los labios con la chicha, realizaban un
verdadero trago en cada invitación, y cuando sufrían los efectos de
la bebida, las tenían que ayudar —entre risas— otras madres.
Acompañada por las Madres volví al Templo. Después de un
tiempo de silencio, algunos padres comenzaron a tocar las caracolas
y con su llamada las jóvenes de nuevo se reunieron junto a la Kala.
El grupo de los chicos que esperaban ser elegidos, acudían —
danzando al son de pequeños tambores— desde el río, donde se
habían preparado toda la mañana, bañándose y honrando a la
Pachamama.
Mi hija me dijo, en múltiples momentos con temor, que Ninan
la había estado siguiendo y hasta acosando. En varias ocasiones lo
descubrió espiándola, como aquella vez, en la que ella se bañaba,
ignorante de que era mirada. Él, aunque desde donde estaba ya
podía verla, se acercó un poco más y al pasar entre los arbustos,
varios pájaros emprendieron el vuelo con un aleteo entrecortado. El
inesperado batir de las alas atrajo la mirada de mi hija y le
descubrió ocultándose entre la maleza.
—Ninan, ¿Qué haces ahí?
—Por favor, Illarisisa, no te asustes, yo solamente pasaba por
aquí y de pronto te he advertido bañándote y he pensado regalarte
estas flores, son Achiote, las acabo de arrancar.

—No te puedo creer, tú me estás persiguiendo y espiando.


Seguro que tu madre te ha mandado a recolectar esas flores, y
ahora me la quieres regalar. ¡Déjame en paz!.
O cuando en otra ocasión le exigió, de modo imperativo:
—Debes escogerme pues soy quien más lo merece y quien
más te quiere.
Ella le aseguró:
—No te quiero y por eso no te elegiré nunca, déjame tranquila,
te lo he pedido muchas veces.
Pero él seguía ofuscado y le agradaba decir, a todo el mundo,
que al final ella se arrepentiría y lo tendría que elegir. Él era el quién
más la merecía: era el más fuerte y valiente de los que esperaban
casarse ese año.
Aunque era conocida esa obsesión de Ninan, a nadie le pasó
por la cabeza a lo que estaba dispuesto, si no era elegido por
Illarisisa. En una ocasión Kantuta (Hombre hábil en la caza) un
joven de los que se casaba este año, estuvo hablando con él
mientras capturaban tórtolas por el bosque de los algarrobos, esto
me contó de esa conversación.

—Mira Ninan por mucho que insistas tienes la partida


totalmente perdida, son las mujeres las que eligen y los hombres no
tenemos nada que hacer en ese asunto, además Illarisisa está
absolutamente decidida a elegir como marido a Churki. No puedes
hacer nada y menos cuando se trata de la heredera de la MAMA-
COYA.
—Bueno —le contestó desabrido— ya veremos, las mujeres
suelen ser muy veletas y caprichosas, cambian con facilidad de
opinión.
—Si eso es lo que piensas de ellas —replicó Kantuta— estás
muy equivocado, por mi experiencia, que no es mucha, cuando una
mujer llega a una decisión, solo razones muy claras la pueden hacer
vacilar. Por cada chica inconstante yo te señalaré un hombre
antojadizo. Cuando somos jóvenes no tenemos muy claro lo que de
verdad importa, pero no sé por qué, son las mujeres la que llegan
primero a descubrir esas cosas fundamentales.
Todos estos pensamientos bullían en mi cabeza mientras los
jóvenes danzaban y observaba moverse con brío a Ninan y a los
demás, mostrando su fuerza y juventud al ritmo de los tambores,
golpeados por los padres con furia. Tal vez con la nostalgia de un
acontecimiento pasado, cuando cada uno de ellos fueron elegidos,
en una ceremonia parecida en años anteriores.

Levanté los brazos y al bajarlos las jóvenes comenzaron a


ingresar en la danza, cada una de ellas se fue emparejando con su
elegido, al quién enlazaba con la cinta multicolor que llevaba en las
manos. Después de bailar durante varias vueltas más, se iban
alejando, guiando cada una a su elegido, hacia la casa donde
empezarían una nueva vida. Illarisisa eligió a Churki, como me
había adelantado en varias ocasiones, un joven dos años mayor que
ella, muy serio y trabajador, guapo y atlético. El ritmo de la
tamborada se fue intensificando, llenando toda la Aldea de agitación
y alegría.
Comenzó el banquete, corría la chicha y la comida. Muchos nos
dimos cuenta de que Ninan no había sido elegido por mi hija, ni por
ninguna de las otras jóvenes. Se quedó desconcertado por la
situación. Huraño y avergonzado, se escondía de las miradas
ocultando su rostro con las manos, como era normal no todos los
hombres fueron elegidos —especialmente cuando eran menos las
jóvenes— la obstinación de Ninan lo ponía en una situación muy
difícil. Su Madre se le acercó dispuesta a consolarlo, pero la rechazo
airado. Ninan se alejó con su tristeza por el camino del río.
Fue avanzando el banquete y la conversación. Al rato llegó
corriendo al Templo Churki (Que nunca se rinde), al que había
elegido mi hija, gritando agitado.
—MAMA-COYA, MAMA-COYA, Ninan ha matado a Illarisisa.
El joven respiraba con dificultad, preso de un tremendo dolor y
desconcierto. La noticia causó un gran revuelo entre los que me
rodeaban.
—Ven conmigo— le dije, dirigiéndome corriendo con él a su
nueva casa.
Y al llegar junto con otras madres y padres, encontramos a
Illarisisa tendida en el suelo, con la cabeza ensangrentada. Intenté
reanimarla, pero estaba muerta, me levanté y dije mirando a
Churki:
—¿Qué ha pasado?
—Llegamos a la casa emocionados y alegres, empezamos a
celebrarlo, cuando apareció en la puerta: Ninan, con el rostro hosco
y malhumorado. Illarisisa salió tratando de aplacarlo. Él seguía
irritado. Sin mediar palabras cogió una piedra y se abalanzó sobre
ella, golpeándola repetidas veces. Cuando yo reaccioné, saltando
sobre él, Illarisisa se desplomó y Ninan, forcejeando, se me escapó
corriendo hacia el río.
—¡Buscarlo! —ordené con dolor— y traerlo inmediatamente.

Con rapidez se pusieron en marcha múltiples grupos de


búsqueda, corrieron al río y montaron en varias piraguas. Unos se
dirigieron a las cascadas río arriba y otros marcharon hasta el mar.
Luego nos contaron:

—Llegamos a la cascada y como vimos una canoa


abandonada. Nos detuvimos, bajamos a tierra para perseguirlo,
dábamos por supuesto estaría por allí, aunque no lo encontrábamos
en ninguna parte.

Se dispersaron en su búsqueda subiendo por los riscos de las


riberas, espantando ranas y otros animales, oteando entre los
arbustos. Así llegaron a la noche sin haberlo alcanzado, pero con la
seguridad de que estaba en esa dirección, no solo por la canoa
abandonada sino por otros rastros encontrados. Pasaron la noche a
orilla del río, no fue difícil hallar árboles con frutas para alimentarse,
sin embargo, el frío otoñal si fue un problema.
Al día siguiente se pusieron en marcha de nuevo, toda la
mañana encontraron pistas, vieron que la noche la había pasado en
una pequeña cueva, no parecía que borrara las huellas, tal vez
estaba convencido de que nadie le seguía o huía tan aterrorizado sin
pararse a pensar. Lo vieron a media altura de un acantilado, era un
muro bastante vertical, con trechos de piedras sueltas y otras de
rocas vivas de variados colores.
—Ninan detente —le gritó Kantuta, que era muy amigo suyo.
Entonces intensificó su huida, cada vez más desesperado. Los
perseguidores tenían urgencia, pues solamente quedaban unas
horas de luz de aquel día, estaban decididos a darle alcance. Lo
había mandado la MAMA-COYA.
Ya oscurecía cuando los más ágiles le alcanzaron, tuvieron que
esquivar las piedras que les lanzaba desde su altura. Lo rodearon,
pero se zafó con gran violencia y siguió corriendo hasta que le
pudieron reducir, le obligaron a descender. Tenía las manos y
rodillas ensangrentadas de los golpes y rozaduras con las rocas,
parecía alucinado y encolerizado.
Lo trajeron atado hasta la Aldea. Ya anochecía, pero decidí que
sería juzgado, tiene derecho a defenderse, aunque todos sabían lo
que había hecho y no estaban dispuestos a ser demasiados
comprensivos. Yo quería que se hiciera con la solemnidad de un
juicio, para ello me puse la ropa ceremonial y me acuclillé junto a la
Kala rodeada de las Madres. La primera que tomó la palabra fue la
Madre de Ninan:
—Deseo que se haga justicia con mi hijo. Todos sabéis su
obsesión por Illarisisa. Lleva varios años asegurando que le elegiría
como marido. Él me afirmó, en muchas ocasiones, que se habían
puesto de acuerdo y ella lo escogería. Ayer amaneció raro, como
alterado, peleando con sus hermanos y gritando a su abuelo. Estaba
tan ofuscado y encolerizado que no fue capaz de aceptar la decisión
de Illarisisa. Yo sé que Ninan es un hombre bueno, pero también
que merece un castigo. La condena debe facilitarle la oportunidad
de rectificar.
Era de esperar la indignación y se extendió como el fuego por
un bosque azotado por el viento. Surgió un denso murmullo, fue
creciendo hasta convertirse en griterío. De las madres se levantó
una voz:
—No se trata de que rectifique —dijo acalorada— sino que
pague con su existencia, la vida que ha arruinado, pues está en
juego el derecho de la mujer a elegir marido, como ha sido siempre
entre nosotros. Si ahora cedemos, me temo que perderemos ese
derecho, en muy poco tiempo.
Mientras Ninan permanecía encerrado en sí mismo, silencioso
y agestado, en medio de los gritos de repulsa, clavó los ojos en el
suelo y apenas se movía, tan rígido como ausente.
Me dirigí a Churki, el reciente marido de Illarisisa:
—¡Churki!, tienes derecho a expresar tu opinión sobre este
asunto, ¡Adelante!.
Entre sollozos se levantó, diciendo:
—Ninan no merece vivir en la Aldea, pero nosotros tampoco
necesitamos mancharnos con su sangre. Me parece que sería justo
expulsarlo y dejarlo maniatado en la isla de Guañape y si Inti le
sigue permitiendo vivir, que le ayude a salir de allí.
Al escuchar sus palabras descubrí, como muchos estaban de
acuerdo, esto me hizo pensar que esa sería la mejor solución.
—Aunque sé que algunos de vosotros deseáis que Ninan sea
castigado con la muerte y esa también era mi opinión. Sin embargo,
al oír a Churki he cambiado. Esta es mi decisión firme: Será
abandonado en la isla Guañape sin comida ni bebida y con las
manos y los pies atados. ¿Alguna Madre discrepa de esa
resolución?.
El silencio se impuso entre las Madres, dando por buena mi
decisión.

Aquella noche un grupo custodió a Ninan en el corral de las


llamas, mientras los demás acompañaban a Illarisisa al Templo.
Mi hija había sido muy querida y ya estaba preparado todo
para su entierro. Antes de que su cuerpo se pusiera rígido, la había
desnudado, ungidos con agua de mar, ordenando a la tatuadora que
le hiciera el símbolo de casada: una guirnalda de rombos alrededor
del ombligo. Recogí sus piernas de manera que sus rodillas se
juntan con el pecho, con sus brazos las rodee, en esa postura la
envolví en una tela de algodón y con cintas de distintos colores
anude el envoltorio y se transformó en un fardo pequeño que
deposité junto a la Kala. Como hacemos con todos los difuntos,
colocamos cerca de Illarisisa, vasijas y comida para satisfacer sus
carencias inmediatas, pues creemos, que por ser tan grande el
número de difuntos en el otro mundo, el espacio y las tierras de
cultivo no puede ser suficientes y no está mal que lleguen con algo.
El tiempo avanzó en medio de cánticos y danzas de recuerdo.
Con el amanecer Ninan fue expulsado de nuestra Aldea, en el
camino al embarcadero, las voces de condena arreciaron y algunos
hasta le arrojaron puñados de tierra y piedras. Descendieron por el
río dos canoas para cumplir la condena, al llegar al mar se dirigieron
a uno de los islotes del Guañape, allí desembarcaron y con presteza
lo dejaron, pues fueron atacados por los legítimos dueños de esa
isla: bandadas de aves que junto con los lobos de mar, la
habitaban.
Cuando llegaron nos contaron cómo habían abandonado a
Ninan, cumpliendo la sentencia. Todos nos dirigimos, con Illarisisa,
hasta la Cueva de los muertos.
En la cumbre del Saraque, habíamos preparado, hacía ya
tiempo, cuando llegamos a esta Aldea, una cueva como lugar de
reposo de nuestros hermanos, unas grandes rocas cerraban la
entrada, para protegerlos de la acción de algunas alimañas.
Allá nos dirigimos atravesando un frondoso matorral que bajo
el sol agobiante, desprendía intensos olores. Marchamos durante un
largo rato, en el aire vibraban los insectos que buscaban alimento
en las flores. Dejamos de ver la Aldea cuando emprendimos la
subida por vericuetos entre rocas, siguiendo un sendero apenas
marcado. Muy pocas veces al año íbamos a esa cueva. Sobre una
pequeña anda llevada por cuatro porteadores iba el cuerpo de
Illarisisa. Todos la acompañamos en ese último camino. Al llegar, ya
habían quitado las rocas, y la depositamos entre cantos y danzas de
despedida y bastante nos demoramos en volver a nuestra Aldea.
7.A orillas del Virú, 1455: La Vida Continúa.

Naira: Narradora.

De cómo se elige a una heredera de la MAMA-COYA.

En medio de la tristeza la vida continuó en la Aldea. Como


cada tarde las madres íbamos reuniéndonos, junto al río, después
del trabajo. Nos quitábamos la túnica y nos sumergíamos en el
agua, los niños alborotaban entrando y saliendo del río. Algunas
madres, luego nos recostamos, en la reducida playa de arena que
se formaba a la sombra de los árboles, y surgían las
conversaciones.
El Virú venía crecido y había inundado como cada año una
pradera en la que ahora verdeaban las totoras, croaban miles de
ranas y los pájaros picoteaban. Por las rocas de la ribera, vimos
aparecer a un grupo de niños, venían de las pozas donde con
facilidad, en esta época, se podía pescar las truchas que arrastraba
la corriente. Una niña, Cuculi, se nos acercó corriendo. Al llegar
buscó a su madre diciendo:
—Mamá, Kusi me ha pegado —sollozaba abrazándose a su
madre.
—¿Pero qué ha pasado? —La consolaba, entre mimo,
—Yo he pescado dos truchas, Kusi otras cinco, como iba a
decirlo así, y me ha pegado. Quiere os engañemos aceptando que
ella los ha pescado todos.
Cuando llegó con los demás, yo me encaré con Kusi.
—¿Tú los has pescado todos?
—Sí mamá —contestó Kusi con suspicacia pero con decisión.
—¿De verdad le has pegado a Cuculi (Paloma)?
—No, no, ella se ha caído, yo la he visto.
—Hija ¿Por qué me mientes? Márchate a casa, no vas a salir
de allí hasta el próximo plenilunio, ya hablaremos.
Con gran enfado mi hija Kusi (Que tiene siempre suerte) se
alejó corriendo, dejándome pensativa. Y surgió la conversación
entre las madres.
—Tengo dudas, me temo —dijo Sanka (La que tiene siempre
la palabra adecuada)— pueda darnos problemas en el futuro como
MAMA-COYA.
—¿Por qué? —se sorprendió Asiri (Mujer sonriente).
Mi hija Kusi tenía 10 años, era una niña con gran personalidad
y muy revoltosa, aunque nadie podía dudar de su buen corazón.
—Porque va a ser —afirmó Sanka— yo la encuentro muy
violenta y muy parecida a su padre Tarki, muy dada a los
enfrentamientos, además como habéis visto, siempre quiere llevar
razón y con frecuencia sus reacciones son muy agresivas.
Otra madre anciana intervino con firmeza.
—No hace mucho se enzarzó en una pelea, con un chico algo
mayor que ella por cualquier tontería y ya sabéis como acabó,
tuvieron que separarlos dos jóvenes levantándoles del suelo.
—La verdad es que casi le saca los ojos — Apuntó Sanka.
—No seas exagerada — la defendió Asiri.
—Pues la cara le quedó al chico llena de arañazos y una oreja
dañada y ensangrentada.
Durante toda esta conversación yo había permanecido en
silencio, escuchando las opiniones que tenían las madres sobre mi
hija Kusi, hasta que por fin me involucré, porque los ánimos se iban
caldeando inútilmente.
—El día del consejo todas podéis votar y yo tengo una hija de
siete y otra de tres años. Cualquiera de ellas puede ser elegida. Yo
pienso que Kusi es muy temperamental, pero eso es bueno si se la
sabe guiar. Yo me dedicaba especialmente a Illarisisa, era la
heredera elegida por el Consejo, ahora tendré que consagrar más
tiempo a la que elijamos como heredera.
—Por eso debemos meditarlo —continuó Sanka— es una gran
responsabilidad, nos jugamos el futuro de la Aldea.
—Por supuesto —dijo Asiri— yo confío en Kusi. Me parece
adecuada. No se hable más por ahora. Preparar una hoguera para
asar estos peces.
Habían traído doce truchas, las pusieron sobre las rocas y
mientras se encendía la lumbre, Asiri las preparó, atravesándolas
con una caña de totora para poder asarlas. El aire se impregnó de
humo y cuando la fogata se convirtió en brasas, colgaron los peces
entre dos piedras. La grasa caía sobre la lumbre chisporroteando y
llenaba el aire del suculento aroma de las truchas asadas. Éramos
muchos y rápidamente nos comimos toda la pesca.
Aquella noche tuve una larga conversación con Kusi,
estábamos las dos en el patio de nuestra casa, mis otros hijos ya
dormían.
—Tú sabes que las madres vamos a elegir, a quien sustituya a
Illarisisa como mi heredera. Tú eres la mayor, pero eso no significa
nada, es más, algunas madres piensan que no eres la más
adecuada y están por elegir a una de tus hermanas menores.
—Así, ¿Quiénes son esas entrometidas?
—Eso es lo de menos, lo importante es si lo creen y están
dispuestas a decirlo y votar en el Consejo.
—¿Y esas chismosas qué murmuran de mí?
—No son enredadoras. Esta misma tarde les has dado nuevos
motivos. Tú ya no eres una niña pequeña para tratar de esta
manera a los demás.
—Pero…
—No hay peros, no es la primera vez que te peleas. Más de
una vez me han llegado quejas de tu comportamiento. En la fiesta
del próximo Killa hunta (plenilunio) será la votación. Hasta entonces
tú estás castigada, aunque podrás salir de casa y hablar con las
madres, no para jugar con los demás niños. Durante este tiempo
tendrás muchas oportunidades, si quieres aprovecharlas, para
demostrar que mereces ser la futura MAMA-COYA. Yo te recomiendo
que vayas a la casa de todas las madres, las ayudes en sus trabajos
y te podrán conocer mejor. Hasta el presente nunca te habías
planteado ser la MAMA-COYA, ahora puede ser importante
intentarlo, pues tus hermanas son muy pequeñas todavía y yo
confío en ti como otras madres también me han dicho.

Los primeros días, Kusi estuvo muy enfadada y con frecuencia


agresiva con sus hermanos, especialmente cuando todos marchaban
y ella se quedaba sola en el patio rumiando su descontento.
Después, poco a poco, empezó a salir para acompañar y ayudar a
algunas madres en su trabajo.
Yo veía que durante ese tiempo, había experimentado grandes
cambios en su talante, especialmente a partir de una noche que
llegó a casa muy animada.
—Kusi – le pregunté para acompañar su alegría— ¿Dónde has
estado esta tarde?
—He ayudado a Sanka a sacar camotes. Es una mujer muy
simpática, ha sido muy duro, pero lo hemos pasado muy bien,
varias veces Sanka me ha llevado a una sombra y platicamos de
muchas cosas durante algunos ratos. Me pareció una persona muy
influyente, otras madres se le acercaban, para consultarle cosas.

Me quedé mirándola extrañada, ¿Qué le habría dicho Sanka?


Había que valorar que mi hija se fijaba en todo lo que la rodeaba.
También se acercó una mañana al taller de Asiri, luego llegó
como descubrí, con las manos manchadas de los tintes que había
usado.
—Mamá —me preguntó, ocultándolas en la espalda —¿De qué
color tengo la mano derecha?
—Y yo qué sé, de color carne.
—Mírala de color rojo— me enseñó la mano derecha.
—¿Y de qué color tengo la mano izquierda?
—Pues seguro que rojo.
—Pues no mamá, color azul.
En la siguiente fiesta del Killa hunta (plenilunio), reuní el
Consejo de Madres y antes de votar, todos los presentes tenían
derecho a intervenir, si lo deseaba. También los padres que habían
venido para la fiesta, podían hablar, pero no tenían voto en la
elección.
El primero que pidió la palabra fue Tarki, mi marido.
—Todavía estoy dolorido por la muerte de mi querida Illarisisa
y me parece que ahora es Kusi la que tiene que ser elegida. Aunque
algunas de las cosas que se dicen de ella son verdad, tampoco se
puede juzgar a una niña por sus niñadas, sino por su potencial, y en
eso todos sabemos mucho de mi querida Kusi.
—Soy de la misma opinión — manifestó mi padre Anca (Veloz
como el águila)— mi nieta Kusi es una niña de mucho
temperamento y a veces mal genio, tal vez lo ideal para ser la
MAMA-COYA del futuro.
Se levantó un cuchicheo entre las madres y los padres, unos a
favor y otros en contra.
—Sí, tiene mucha personalidad —aceptó Sanka— tal vez
demasiada. Parece muy mandona, queriendo tener la razón siempre
y en todo.
—Pero puede mejorar —defendió Asiri— todavía es muy niña.
Desde el principio las posturas quedaron claras. Si seguíamos
discutiendo únicamente se empeorarían más las cosas, creando
mayor división en la Aldea. Aunque muchas madres levantaron la
voz queriendo intervenir, dije con autoridad.
—Silencio, no es oportuno seguir debatiendo. Que cada madre
hable depositando su parecer en la cesta.
Las madres se fueron acercando, llevando una piedra de color,
si era roja el voto era para Kusi si era verde o amarilla, sería a favor
de una de mis otras hijas. La cesta estaba situada junto a la Kala
vigilada por las dos más ancianas.
Cuando todas las madres ya habían depositado su voto, las
dos hicieron el recuento. Y una de ellas dirigiéndose a los presentes,
gritó:
—¡Ha sido elegida heredera de la MAMA-COYA, su hija Kusi!
Nunca se sabe lo que depara el futuro yo solamente podía
esperar que hubiéramos acertado en la elección.
No todas las madres se fueron contentas de la votación,
alguna empezó a correr el recuerdo de aquella ocasión, todavía en
la antigua Aldea cuando una MAMA-COYA fue destituida. Y luego
exiliada en compañía de su nuevo marido y algunos hijos. Los
recuerdos son confusos de lo que sucedió pero según la información
de un quipu, que se conserva, los hechos fueron dramáticos.

Una MAMA-COYA de la que no se conserva ni siquiera su


nombre, hizo varias cosas que escandalizaron y soliviantaron a las
demás Madres. Tal vez la más grave fue decidir que ella sería la
primera en elegir otro marido en la Fiesta de la Elección, repudiando
al anterior aunque ya le había dado varios hijos, una de ellas era la
heredera, y además para más ofensa, el nuevo elegido ya estaba
casado. El caos se instaló en la Aldea porque casi todas las Madres
apoyaron a la heredera dispuesta a convertirse en la nueva MAMA-
COYA. Ante esta situación varias Madres convocaron el Consejo y
decidieron destituir y expulsar de la Aldea a esa MAMA-COYA
claramente indigna y sustituirla por su hija.
Pero todo esto son historias pasadas y confusas. Esta tarde
ordené a mi hija que viniera junto a la Kala, ella avanzó sonriente y
un tanto cohibida, y en presencia de todos la abracé y besé en la
frente.
—Kusi —le dije— vas a recibir la primera señal que simboliza
el poder que tendrás para proteger del mal, a todos los que serán
tus hijos, cuando seas la MAMA-COYA de esta Aldea.
Llamé a la tatuadora que se acercó y ofreciéndole un cuenco,
le susurró al oído:
—Bebe de este narcótico.
No tardó mucho en hacer efecto la pócima y cuando estaba
adormilada, apartó del fuego el molde ritual y le tatuó con
delicadeza una araña en cada pie.
Luego protegió las llagas con dos cintas azules y yo, ayudada
por mi marido y mi padre, me la lleve a casa. La acosté y mandé
silencio a todos mis hijos para que no la molestaran.

8. DÍA LUNES

Ciudad de Trujillo, agosto 2008


El tiempo pasó muy rápido y empezaron a buscar dónde
comer. Igual que en toda gran ciudad había muchas opciones,
terminaron entrando en el Restaurante “El Mochica”, en la Calle
Bolívar, donde les ofrecieron los platos típicos.
—Tengo que decirles —le recomendó el camarero
amablemente— que es tradición en Trujillo y se sirve solamente los
días lunes: la Sopa Shámbar, es una sopa de trigo con carne de
cerdo, menestras, culantro y ají. Se acompaña con maíz tostado.
Según algunos entendidos, este plato comenzó de una costumbre
de los campesinos de la sierra, quienes con las sobras de la comida
de los fines de semana, preparaban una sopa contundente para
empezar la semana.
En honor a la tradición todos pidieron esa sopa presentada con
tanto interés.

Cuando les llevó la sopa el camarero les dijo:


—En la mesa junto a la ventana está la trujillana María Julia
Mantilla, conocida como Maju, fue la segunda Miss Mundo del Perú,
lo consiguió el año 2004. Si están interesados, fácilmente tendrán
oportunidad de saludarla. Lo mejor será esperar a que ella y los que
la acompañan se levanten para marcharse, así la molestarán lo
menos posible. A veces, tiene que quejarse, cuando es incordiada
por gente con pocos miramientos.
—¿Por qué no me sorprendería —Afirmó Rosa al mirarla— que
haya una relación estrecha, tal vez herencia genética, entre
Warayana y Maju, la Miss Mundo?
—¿No me extrañaría demasiado —se preguntó Juan— que
descendiera de aquella hija de Sulata y del andaluz Diego de
Villamayor, pues se aprecia, en la joven María Julia, el mestizaje?
Maju fue muy agradable. Empezó una breve conversación con
ellos, a los que rápidamente descubrió como españoles. Ella había
estado en Madrid y Barcelona, para celebrar eventos relacionados
con el concurso de Miss Mundo, recorriendo casi todos los países en
su año de reinado.

—Pero reconozco no tuve oportunidad de conocer casi nada,


todo estaba programado por los organizadores. Insistí mucho y
pude estar libre una mañana que aproveche para ir al Museo del
Prado. En Barcelona fue todo más complicado, apenas pude ver la
Sagrada Familia, desde el exterior. Conseguí que, entre evento y
evento, el carro se detuviera un momento, salí a la plaza y pude ver
una de las fachadas de la Iglesia. Verdaderamente maravilloso.
Después de despedirla, terminaron de comer, como todo
estaba cerca, decidieron marchar al hotel para descansar un poco.
De la máquina de fotos, bajaron las fotografías a la computadora
portátil y no tardaron mucho en encaminarse a la casa de D. Miguel,
pensaban sería muy importante su información sobre el Manuscrito.
—He comprobado el callejero —dijo Rosa con el plano de
Trujillo en las manos— y la casa de D. Miguel está muy cerca de
donde estamos, podemos ir andando.
Siguiendo las indicaciones del plano, caminaron por la Av.
Diego de Almagro hasta la Av. de España, desde allí por la Av.
Tupac Yupanqui llegaron a la Av. Los Incas donde encontraron con
facilidad la dirección.

Era una casa pintada de color beige agua. La fachada principal


en la Av. Los Incas, tenía dos ventanas y en el centro una gran
puerta labrada. Tanto las ventanas como la puerta eran de madera
de caoba. La puerta de dos hojas era un gran trabajo de carpintería.
Cada hoja tenía dos filas de cuarterones, tallados manualmente, con
filigranas florales. Cada cuarterón estaba bordeado por tablas
horizontales y verticales, con símbolos marinos tallados a mano:
figuras de peces y escamas.
Como habían llegado demasiado pronto, les pareció más
oportuno, hacer tiempo, dando unos cuantos paseos por la Avenida,
hasta que fuera la hora convenida. Vieron cómo se mezclaban, los
escaparates de comercios modernos con casonas antiguas, pero
muy cuidadas. Daban las tres de la tarde cuando llamaron al timbre
de la puerta y les salió a recibir una señora de edad, que se les
presentó con una sonrisa:
—Yo soy Claudia, la esposa de Miguel, me ha dicho que
esperaba a unos españoles para hablar de un Manuscrito que han
encontrado en la Biblioteca.
Con un gesto les invito a pasar.
—Mi esposo les espera en el despacho. —les aseguró con
amabilidad.
La casa era muy luminosa gracias a dos patios interiores. Más
que entrar a una vivienda, parecía que se entraba a un jardín, que
rebosaba por las ventanas en los pasillos y algunas habitaciones.
El suelo era de madera, con muebles antiguos, aunque muy
bien conservados, por toda la casa correteaba una perrita
alborotadora, pequeña y negra, nadie sabría concretar de qué raza.
—Esta perrita— explicó doña Claudia— nos la regaló mi nieta
en nuestro cincuenta aniversario de boda. Le puso por nombre
Ñusty, en recuerdo de las Ñustas del Antiguo Perú.
Doña Claudia les dirigió, a través de un pasillo, hasta el
estudio de su esposo. Era una estancia amplia, con una gran mesa
con varios montones de papeles y dos sillones de cuero color
burdeos. Dos de las paredes las ocupaban unas estanterías, llena de
libros. En las otras dos: una puerta—ventana se abría a un patio
interior con una gran maceta en la que crecía una miniatura de
algarrobo y una pared con ventana a la fachada lateral de la casa.
Las zonas libres de las paredes estaban decoraba con grabados,
figura y maquetas de restos arqueológicos encontrados en la región.
Se presentaron sin mucha ceremonia, pues aunque recién se
conocían, todo ayudaba a crear un ambiente de familiaridad.
D. Miguel, a pesar de sus 82 años, todavía se movía con la
elegancia de un maestro, acostumbrado a disertar delante de
grupos de alumnos. Tras los anteojos de montura metálica y estilo
clásico, les miraban con atención unos ojos, algo cansados, pero
inquisitivos y con frecuentes destellos de ironía. Después de
presentarse, le explicaron de dónde venían y lo que casualmente
habían encontrado: el famoso Manuscrito.
—D. Miguel —le dijo Juan— nuestra primera pregunta es
¿Cómo se puede saber si este manuscrito ha sido publicado?.
—Para eso, tendré que leerlo y estudiarlo despacio. Por
supuesto hacer algunas averiguaciones bibliográficas.
—También necesitamos —añadió Rosa— una opinión
autorizada sobre, si se puede declarar sin dudar: está escrito en la
fecha que dice, por tanto, es de la época de la conquista, solo así
tiene auténtico valor histórico.
Abrieron la computadora y le mostraron las fotografías de la
portada y varias hojas del manuscrito y al verlas, don Miguel dijo
con pausa.
—La letra es muy cuidada, pero echo en falta las abreviaturas
a la que eran tan aficionados los Escribanos de la época —les miró
antes de proseguir.
—En el manuscrito se declara —aportó Rosa— como autor, no
es un escribano sino una mujer, hija de una MAMA-COYA y de un
soldado andaluz. Y pretende dejar constancia de todo lo acaecido en
su Aldea. La verdadera historia contada por sus antepasados.
Esas palabras le fueron convenciendo, sin embargo, siguió
señalando las posibles incongruencias:
—Demasiado sencilla es la encuadernación. Es llamativo como
siendo tan pobre la presentación, se guardara en el Archivo. Tal vez
quien lo recibió pensó que era particularmente interesante. Aunque
para poder afirmar algo más serio. Debo leer y estudiar
detenidamente el documento.
Comenzó a observar las fotografías en la computadora, cada
una era una página del manuscrito. Pasó casi media hora, Rosa y
Juan, se dedicaron a leer unos libros sobre la Conquista prestado
por D. Miguel, con el deseo de orientarlos mejor en la época y las
circunstancias que reflejaba aquel manuscrito. De pronto levantó la
mirada y les dijo:
—Este manuscrito es muy interesante. Recoge datos
históricos: Durante milenios, en el Norte del Perú, en los valles de
Estuario de Virrilá, de Chira y de Piura, se desarrollaron diversas
culturas. Cuando llegaron Pizarro y sus soldados encontraron a los
Tallan, un pueblo agrícola asentado en esos valles convertidos en
zonas ricas y fértiles. Tenía asegurada suficiente producción de
alimentos para su población, esta situación causó el pasmo de los
primeros conquistadores. Los de este pueblo eran gente muy
hospitalaria. Se caracterizaban por su dominio sobre el mar: su
perfección en la pesca y en la navegación a vela. Sabemos no eran
un pueblo militarista ni conquistador. Es admirable comprobar,
cómo se preocuparon de establecer vínculos comerciales y de
amistad; nunca se platearon la conquista de ningún territorio. Los
habitantes de la Aldea del Manuscrito, parecen un grupo
perteneciente a ese pueblo pacífico, y que llegó del Estuario de
Virrilá hasta el río Virú, aunque la distancia es de más de 500
kilómetros. Por algunos rasgos sociales se puede intuir que este
pueblo es heredero de una Aldea mucho más antigua, tal vez de la
cultura Caral. Esta surgió en el continente americano casi
simultáneamente con otras culturas conocidas: Mesopotamia,
Egipto, India y China.

En una estantería de la biblioteca tenía dos ficheros con fichas


de tamaño octavilla de papel reciclado, antiguas circulares, Orden
del Día de reuniones, etc. que guardaba de su época académica, y
que ahora iba cortando para aprovechar el papel. Algunas fichas
apenas tenían unas líneas, en otras, disminuía la letra, para recoger
párrafos enteros de información. De aquel fichero, D. Miguel les
leía, la ficha apropiada en cada momento.
—Al comienzo de la conquista los recién llegados, se
encontraron con gente de estos pueblos. Fue muy grande su
asombro – siguió comentando D. Miguel — pues en el tiempo que
llevaban por el Nuevo Mundo, no habían visto ningún pueblo con
ese tipo de velas en las embarcaciones, ni que manejaran los
barcos con timón. De manera jocosa, algún cronista dice de
aquellos conquistadores. Como al atisbar en la lejanía ese tipo de
embarcaciones, se desilusionaron pensando que otros europeos se
les habían adelantado. Cuando lo observaron de cerca, descubrieron
que no eran como sus barcos, sino una balsa, aunque con velas y
timón.

Una maqueta representaba una de esas balsas. Y siguió


hablando:
—Por supuesto, no lo saben, pero un día a la semana, me
reúno, en el estudio de Radio Libertad con un grupo de carcamales,
todos profesores de Historia jubilados: unos de la Universidad y
otros de Secundaria. Allí grabamos una conversación para luego
emitirla con el pomposo título de Debates de Historia, a lo largo de
la semana, en distintas horas, se puede oír. Recuerdo el día que
saque a colación un informe sobre la Señora de Cao. Yo había
asistido el 15 de mayo de 2006 en la Universidad, a una conferencia
del Arqueólogo Doctor Régulo Franco Jordán del Instituto Nacional
de Cultura. Dirigía un equipo de arqueólogos peruanos que
trabajaban en la Huaca de Cao, cerca de la pequeña ciudad de
Magdalena de Cao, a unos 60 kilómetros al norte de Trujillo. En esa
Conferencia disertó sobre el descubrimiento de los restos de una
mujer y la llamaron Señora de Cao.

Era increíble cómo un fardo enterrado hace unos 1.700 años,


mantenía oculto uno de los más apasionantes capítulos de la
historia peruana.
Antes de ese hallazgo, todo el mundo científico pensaba: solo
los hombres habían ejercido altos cargos políticos o militares en el
antiguo Perú. Ahora se ponía todo eso en duda, pues esa Señora, se
presentaba con los atributos de la autoridad suprema de una Reina
Guerrera, que había gobernado mil años antes a la aparición de los
Incas. En la conversación afirmé: ese matriarcado se sigue notando
por estas tierras. Nunca se había perdido esa actitud entre las
damas trujillanas.
Pero, uno de los contertulios, D. Antonio, me rebatió no
solamente lo de la Señora, sino lo de las mujeres trujillanas:
—Eso no son más que tonterías de gente influenciada por las
modas. Que moderno suena eso del feminismo, aunque es falso. Y
usted, D. Miguel, no le da vergüenza renegar, traicionar a su
condición, después de años y años siendo hombre, ahora nos viene
con eso de las mujeres. ¡Por favor!, hay que ser coherentes.
—Mire usted —intervino D. Diego tomando el recorte del
periódico que yo había llevado— aquí se habla del ajuar encontrado
con báculos que representaban el poder del gobernante.
—¿Qué es eso de los báculos? —casi se burlaba con sorna D.
Antonio.
—Pues unos cetros de madera forrados de cobre, — remacho
D. Diego— utilizados en las ceremonias como símbolos de poderío y
superioridad, que se encontraron dentro del cofre de madera, en el
que estaba encerrada la Señora.
—Antes de este descubrimiento — volví a tomar la palabra—
no había ninguna información científica sobre el hallazgo de
narigueras en tumbas de mujeres de la cultura Moche. Esas joyas
eran exclusivas de los hombres y lo mismo las porras de madera
forradas con metal dorado, otro elemento masculino. Encontraron
dentro del fardo funerario esos símbolos de potestad y supremacía.

—Que no D. Miguel, que no, — se revolvía cada vez con


menos argumentos, pero con la terquedad que le caracterizaba,
nuestro amigo D. Antonio— No se puede aceptar esa teoría, ¿Qué
ocurría en el Imperio Mochica o en el Inca? La autoridad suprema la
tienen siempre los hombres. Puedo aceptar: brujas, sacerdotisas o
hechiceras pero nunca gobernantes o guerreras. Eso es una
ingenuidad de ignorantes.
—Tampoco le convence las palabras del cronista Cieza — dije
sin mucha esperanza de conseguirlo— no recuerda como afirmó: En
1528, durante el segundo viaje de Pizarro a estas tierras, los
soldados españoles tuvieron trato directo con unas Señoras. Hasta
el extremo de relatar como Pedro Halcón, uno de esos soldados,
pretendió quedarse en una aldea, para matrimoniar con una
Señora. Se presentó ante Pizarro exigiéndoselo imperativamente,
ponderando la belleza y juventud de la candidata, sin embargo,
Pizarro no aceptó esa propuesta, entre otras razones, porque el tal
Halcón tenía fama en el campamento pues "era de poco juicio" y
muy enamoradizo.
—A aquellas Señoras —volvió a meter baza D. Diego— hasta
“las conducían en andas” e inclusive ejercían la poliandria a su
antojo, tenían libertad de escoger consortes y por “cantidad”.
—Bueno eso sí que son habladurías de algunos de los cronistas
— apostilló D. Fernando— pues otros no dicen nada de eso. Además
¿Se tiene alguna constancia de que la Señora de Cao sea tan
antigua?
—Pues sí, Don Fernando, —expliqué sacando y leyendo en voz
alta una de mis fichas— en la conferencia el Arqueólogo habló de
dos factores que habrían contribuido a conservar los restos de la
Señora de Cao.
1º El nivel donde se encontró la tumba. Lejos de la base
de la pirámide aislada de la posible humedad.
2º El uso de cinabrio o sulfato de mercurio. Con la misión
de proteger el cuerpo de los hongos y las bacterias.
Aquella tarde la tertulia estuvo muy animada, pero
también en algunos momentos nos dijimos palabras más fuertes de
lo habitual. Al terminar D. Antonio pidió disculpas alegando.
—Si me contradicen en algunos tema, me solivianto. Deseo
quitéis algunas expresiones cuando se emita, no deseo tratar mal a
ninguno de los tertulianos.
Yo le sugerí:
—Todo tenemos derecho a opinar como queramos y
apasionarse en la defensa de su opción no es un delito.
Lo conseguimos apaciguar y nos fuimos todos a casa de D.
Enrique, uno de los contertulios más constante, ese día había
faltado por estar indispuesto. La discusión continuó durante el
camino y en casa de D. Enrique, aunque delicado, no tuvo reparo en
dar su opinión sobre el particular, con datos leídos en una de sus
agendas, dijo:
—Yo he estudiado, en alguna parte, que los exámenes de
Carbono 14 y ADN indican fallecería entre los 20 y 25 años de edad,
y habría tenido por lo menos un hijo. Y esa Señora tiene tatuajes de
serpientes y arañas en los antebrazos, los tobillos y los dedos de las
manos y los pies.

Y aquella tarde en casa de don Enrique, comenzó de nuevo la


discusión.

Terminado de narrar esta historia pasada, siguieron


conversando sobre el Manuscrito hasta, la siete de la tarde,
entonces dijo don Miguel:
—Si están interesados les puedo recibir mañana a la misma
hora. Yo debo pasear a Ñusty y luego llegara a una iglesia para oír
misa.
—Le importa si le acompañemos – dijo Rosa.
—¡Adelante!, me agradaría ir con ustedes en mi paseo. Ahora
voy a prepararme.
—Nosotros mañana iremos a la Biblioteca —aseguró Juan— a
terminar de fotografiar el Manuscrito, le podemos dejar una copia
en su computadora.
Por supuesto —manifestó don Miguel— así podré estudiar con
detenimiento el manuscrito.
En unos minutos todos estaban preparados, don Miguel se
había puesto la chaqueta de su terno azul marino y el sombrero de
fieltro del mismo color, se despidió de su esposa y salieron a hacer
las gestiones diarias.
LIBRO PRIMERO

Parte B

9. A orillas del Virú 1450: Caravana comercial a la Sierra.

Tarki (Que se hace respetar) Narrador.

Donde se refieren los acontecimientos sucedidos durante una


caravana comercial a la sierra de Cajamarca.

Para celebrar la semana del Killa hunta (Plenilunio) llegué a


media tarde, junto con un grupo de padres desde la Aldea del Mar.
Durante este tiempo todos vivíamos en la Aldea del río, cada uno
con su familia. Atracamos en la ensenada del río, donde un grupo de
vicuñas, que unos jóvenes habían traído, entre empujones y
berridos se arremolinaban para beber, metiéndose en el agua de la
ribera del río. Muchos niños jugaban nadando en las aguas
cristalinas.
Como cada mes, mi hija pequeña me esperaba y corrió hacia
mí, sorteando a los demás niños.
—Papá, Papá— gritaba con alborozo.
Y cuando agachándome le acerque mi cara, ella me miró a los
ojos y sin más me preguntó.
—Papá, ¿me quieres?
—Si, cariño, claro que te quiero mucho.
—Pero Papá, ¿me quieres más que a Kusi?
—Tú sabes que os quiero a todos por igual, si no sería un mal
padre.
—Papá, papá, pero a mí me quieres más que a los demás.
Entonces la subí a mis hombros, comenzó a simular miedo y a
fingir llantos y gritos. Entré con ella en el río, me sumergí y ella
quedó nadando en la superficie. El juego consistía en que yo la
dejaba. Nadaba zambullido y esperaba a que ella llegara, entonces
me levantaba y quedaba otra vez sobre mis hombros. Luego
salíamos del río simulando haberla salvado y ella daba gritos de
alegría.
Después de un rato de juegos, me encaminé hacia mi casa con
ella en mis hombros, saludando a unos y otros que me encontraba
en el camino. Era mi hija más pequeña que iba a recibir su nombre
este año, yo quería que la llamaran Cuculi, porque le gusta bailar a
mi alrededor, como una paloma torcaz. Siempre estaba contenta y a
mí me llenaba de felicidad. Como en cada ocasión me recibían los
cantos de las calandrias, ocultas entre los árboles de chirimoyas del
camino. Cada vez, volvía con más ilusión, luego de tantos días lejos
de la familia.
Al llegar a casa, me recibió mi esposa Naira (Mujer de ojos
grandes), había salido a la puerta alertada por los gritos de Cuculi.
Tras los saludos de costumbre, me encaminé, del brazo de mi
esposa, al taller donde muy afanosa encontramos trabajando a mi
hija Kusi (Mujer que tiene siempre suerte).
—¿Kusi, que haces con tanto interés? ¿Te has olvidado que soy
tu padre?
—No papá —contestó, mientras se acercaba a abrazarme—
nuestra MAMA-COYA espera que termine la vasija para meterla en
el horno. Me está impacientando.
—No seas quejica, Kusi —la recriminó Naira— llevas
demasiado tiempo haciendo ese huaco, ya debería estar en el
horno.

Aquella noche, en la intimidad de nuestra habitación, Naira me


comentó:
—Tarki, he pensado que tú podrías dirigir una caravana
comercial hacia los pueblos del interior. Las Madres han empezado a
hablar de la necesidad de que los hombres, intervengan más en el
desarrollo de la Aldea, y hemos decidido que os ocupéis del
comercio con los pueblos vecinos.
—Pero Naira —le contesté quejoso— nosotros nos dedicamos a
la pesca y también nos encargamos de salar el pescado. En la
semana del Killa hunta (plenilunio) que estamos en la Aldea, nos
ocupamos de los trabajos que nos encomiendan en el Consejo.
Recuerda que el mes pasado estuvimos mejorando los caminos y el
mes anterior ampliamos varios almacenes para guardar el maíz y
las papas. Y todos los meses arreglamos la acequia.
—Por supuesto, yo no digo que no hagáis nada, pero tenéis
que colaborar más, y además del viaje a la sierra, otros tendrán que
ir por el mar a comerciar por los puertos del norte y del sur. Es
acuciante.
—Esa aventura por mar, es más fácil de realizar —le sugerí
midiendo las palabras con cuidado— y podríamos llevar más cosas.
Por tierra todo lo tendríamos que cargar sobre los hombros, pues
poco nos pueden ayudar las llamas.
—Pienso —afirmó Naira— que el comercio con los pueblos de
la sierra, nos sería más fructífero, ellos no tienen sal, fundamental
para conservar los alimentos y nosotros ya empezábamos a tener
demasiada almacenada. Sería muy conveniente usarla en el
trueque, y así obtener sobre todo lana, es muy escasa la que
conseguimos con las pocas alpacas y vicuñas que poseemos.
—Hoy al llegar consideraba —hice como si opinara en voz alta
— que ya me costaba mucho, vivir lejos de vosotros todo el mes.
Con ese viaje estaría mucho más tiempo sin poder veros, y sin
saber nada de ti ni de los niños. A la Aldea del Mar, nos llegan
constantes noticias vuestras, cuando estemos tan lejos, ni eso
sabremos, no sé cómo soportaré tanta incertidumbre.
—Tarki, pero lo normal será un solo viaje en toda la vida —
matizó Naira— cada vez irán aquellos que quieran. Yo espero les
resulte más interesante que estar siempre pescando a orillas del
mar. Podréis conocer gentes distintas y otras culturas, la verdad es
que a mí me gustaría tener esa oportunidad. No descarto que en el
futuro plantee ir yo en una caravana, es seguro que será muy
emocionante.
Todavía no se había tensado demasiado la cuerda, y además
me salía con la absurda idea de ir ella. Cada vez la veía más
decidida, y a pesar de mis reticencias, podía afirmar que tenía
razón, así que le dije.
—De acuerdo, Naira —claudique con desgana— como puedo
preparar ese viaje.
—Espero hables con algunos Padres y organicéis un grupo de
10 o 12 dispuestos a caminar y comerciar. Nosotras prepararemos
lo que llevaréis y los jóvenes seleccionan y entrenan unas llamas
para que os ayuden en el transporte.
Al día siguiente empecé a cumplir el mandato de la MAMA-
COYA, hablando con unos y otros del proyecto. A mi alrededor mi
niña revolotea, hasta que la envié a preguntar, a su madre no sé
qué cosa, pues si no se quedaría todo el tiempo a mi lado. Como yo
barruntaba, el proyecto no despertó ningún entusiasmo entre los
padres.
—Sabemos —manifesté a un grupo de padres— como no hacía
mucho tiempo, de uno de los pueblos de la sierra, llegaron unos
comerciantes y nos intercambiaron lana de alpaca y vicuña por sal.
También les interesó la carne del cañan y del cui, que nosotros
secábamos con sal como hacemos con el pescado. La MAMA-COYA
quiere que vayamos a esos pueblos a intercambiar nuestros
productos.
—Pero es un viaje muy azaroso —me replicaban unos y otros—
y además muy complicado, hay que subir y bajar por los senderos
de la sierra, cargando con las mercancías.
Cómo tampoco todas las Madres estaban convencidas del
provecho de esa andanza, los rumores —a favor y en contra— eran
abundantes. A la mañana siguiente, con mucho esfuerzo, solo tenía
convencido a dos de ellos.
—Solamente porque me lo pides – me confesó Sayri, un
hombre de mi edad, gran pescador y de fuerte carácter— y por no
dejarte solo, aunque sabes mi opinión sobre esa aventura.
—Si, Sayri, lo sé —le repliqué— pero vamos a tener que
hacerlo, la MAMA-COYA está decidida, y aunque va a ser muy duro,
la verdad: tiene razón, no podemos negarnos a progresar.
—Y tú, Kantuta, ¿Qué piensas hacer?
—Yo, nada.
—Pero, ¿Cómo que nada?
—Mira, Tarki, hagas lo que hagas, estás sentenciado, te pones
en una situación comprometida. Si dices que no, te enfrentas
directamente a la MAMA-COYA, no obstante si dices que sí, te metes
durante unos Plenilunios en un viaje trabajoso y hasta arriesgado.
Por eso lo mejor es quedarse mirando como correr del agua del río
Virú y no darse por enterado de lo que nos manifiestas. Nada de
nada. Sin embargo, si quieres le regalo a la MAMA-COYA estas
flores de Ceibo, sé que le gustan mucho.

—Contigo es imposible dialogar. Serás uno de mis mejores


amigos, pero eres un testarudo incorregible. Incapaz de ayudarme
cuando te necesito —me alejé enojado.
Durante los días previos a la fiesta, el proyecto fue
conversación constante en todos los corrillos. Las opiniones se
fueron decantando a favor de negarse. El día de la Fiesta solamente
le pude decir a mi esposa:
—Naira, vas a tener que cambiar de opinión, únicamente he
conseguido que me acompañen cuatro padres, por no dejarme solo.
Todos los demás se niegan a marchar hasta la sierra.
—Ya veremos —reaccionó con cara muy seria, casi
encolerizada, como nunca la había visto antes— voy a convocar una
reunión de todos los hombres. Allí me van a oír.
Por la tarde, cuando estábamos en el Templo, la MAMA-COYA
acudió desde su casa, vestida con todos los atributos de su
autoridad y la cara severa e impenetrable. Yo nunca la había sentido
tan irritada, sentí temor. Llegó a su Kala, se volvió hacia nosotros y
extendió los brazos. Se hizo un tremendo silencio, transcurrieron los
segundos, nadie hablaba ni susurraba y tal vez ni siquiera respiraba.
Paseando lentamente los ojos por todos nosotros, la MAMA-
COYA dijo con voz fuerte y airada:
—Ya sé que no siempre voy a poder estar orgullosa de
vosotros. Me habéis defraudado profundamente. Ahora no estoy
satisfecha de mis hijos. Pero vais a tener la oportunidad de
rectificar. Ya lo sé, solo cuatro estáis dispuestos a acompañar a
Tarki. Yo voy a elegir a otros cinco para formar la caravana, como
sabéis el mandato de comerciar con los pueblos serranos, es una
decisión firme, tomada en el Consejo de Madres, apoyado por mi
autoridad. Y no permitiré a nadie desobedecerlo. Tarki —me ordenó,
mirándome— acércate con los pocos decididos a acompañarte.
Salimos los cinco que estábamos dispuestos, a los que se unió
Kantuta (Hombre hábil en la caza) en el último momento, tenía
fama de no dejar a nadie en la estacada, y como tal cumplió.
Entonces Naira fue escogiendo a los que faltaban, entre los más
fuertes. Todos bajaron la cabeza y obedeciendo a su voz, subieron
poniéndose junto a nosotros. Cuando estaba reunido el grupo nos
dijo:
—Vosotros vais a ser los primeros en realizar esa caravana:
Queremos se convierta en una actividad encomendada a los
hombres; esperamos sea muy fructífera. Será dificultoso, eso ya lo
sabemos, pero se debe hacer todo lo necesario, no podemos
conformarnos, hemos de buscar nuevas metas, únicamente así,
nuestra Aldea crecerá. Cuando pase el tiempo todos veréis como
esta decisión es la más razonable y útil.
Con la resolución ya tomada se celebró la Fiesta, menudearon
los comentarios y la disidencia soterrada. A lo largo de la noche, la
chicha fue desatando la lengua de algunos. Casi todos opinaban que
sería agotador aquel viaje. En la conversación se daban vueltas:
¿Alguien tenía experiencia de una andadura a lo largo de tantos
días?, ¿dónde podrían descansar por la noche?, ¿cómo serían
recibidos en cada aldea del camino?, ¿serían capaces de conseguir
el fin propuesto, sin experiencia en los trueques ni en el comercio?.
Sin embargo, nadie se atrevió a enfrentarse —claramente— a la
decisión de Naira.
Al día siguiente pusimos en marcha los preparativos. Cada
viajero se encargaría de cinco llamas, cargadas con dos paquetes de
15 Kilos, era lo máximo que podían acarrear sin problemas. Con los
jóvenes, fuimos a escogerlas en el corral, tenían que ser fuertes y
dóciles, las debían enseñar a marchar juntas y cargadas. Formaron
grupos de cinco, y las hicimos caminar. En terreno llano no había
mucho problema, las dificultades se presentaban cuando
necesitaban subir por los montes. Para entrenarlas utilizaron los
jóvenes, las cuestas del Cerro Saraque, porque de eso se trataría
sobre todo, de subir y bajar, barrancos.

Durante años, algunos viajeros y comerciantes habían visitado


nuestra Aldea, y nos informaron:
—Siguiendo hasta el nacimiento del Virú era fácil llegar al
Camino Real que unía el Cuzco con Cajamarca. En ese momento
tendríamos que seguir en dirección Norte pues nuestra intención era
comerciar en Cajamarca.
También nos hablaron —con machaconería— en el frío que
afrontaríamos por las peladas montañas. Y en la necesidad de llevar
ropa adecuada y abundante, la que usamos normalmente nos sería
insuficiente. El frío era otra incógnita difícil de resolver con nuestros
conocimientos, limitados a la vida en aquel lugar de clima
privilegiado, como siempre nos decían.
Y cuando fue la siguiente Fiesta del Killa hunta (plenilunio),
volvimos de la Aldea del mar y todo estaba preparado: las llamas
entrenadas y los fardos con las mercancías, prestos para ser
fuertemente amarrados en sus lomos.
Una mañana nos pusimos en marcha, todo el pueblo nos
escoltó durante un tiempo. Después de atravesar el bosque de los
Algarrobos, llegamos a Las Cascadas y allí decidieron despedirnos.

Naira me miró, una y otra vez, queriendo llenarme de coraje.


Mi pequeña Cuculi solo lloraba, cuando nos fuimos alejando por la
ribera del Virú, peñas arriba.
Nos organizamos: avanzábamos caminando todas las horas de
sol. De esta manera cada mañana antes del amanecer, comíamos y
dábamos de yantar a las llamas, les atábamos los bultos y nada
más clarear el cielo, comenzábamos la marcha. Cada uno jalaba de
su grupo de llamas y de esta forma caminábamos durante la
jornada.
Los primeros días remontamos el cauce del río Virú por lo que
siempre disponíamos de agua. Casi todo el tiempo el camino
asciende en fuerte pendiente, yo sentí la tensión en las piernas, el
corazón me palpitaba con fuerza y la respiración se me aceleraba. A
mediodía empezábamos a buscar el lugar más apropiado para pasar
la noche a la vez que avanzábamos.
Unas veces pernoctamos en una cueva, otras nos cobijamos
en pequeños bosques cerca de la ribera del río.
El mejor momento del día era cuando parábamos, ya teníamos
decidido dónde dormir, descargamos las llamas, les dábamos de
comer, nos sentábamos en torno al fuego para almorzar y hablar.
La temperatura casi siempre descendía muy rápidamente al
esconderse el sol. Con frecuencia sacábamos las ocarinas y
tambores y hacíamos música pues la visión de la luna nos recordaba
a nuestras familias. Las noches eran pacíficas, pero frías, nos
acurrucábamos al calor de las llamas, cubiertos con mantas. Aunque
alguna vez vimos, recortarse en la penumbra, la sombra sigilosa de
algún puma: curioseaba y se alejaba al ver el fuego.

Con la amanecida todo volvía a la vida. Las llamas levantaban


la cabeza y se incorporaban, mientras los pájaros reanudaban sus
trinos, interrumpidos durante la noche. Nosotros nos preparábamos
para una nueva jornada de camino cada vez con más cansancio y
con mayor sensación de gelidez: atontados.
Una noche comenzó una nevada, en poco tiempo se acumuló
más de un palmo de nieve en la puerta de la cueva, sin duda se
convertiría en mucha más con el paso de las horas. No sentí ni un
solo ruido a mi alrededor, fue un instante largo, pero el llanto de
una llama, rompió aquel momento mágico.
Al amanecer siguió nevando, en medio del torbellino, ráfagas
de viento agrupaban la nieve en grandes montones. Ese día no
tuvimos fuerzas para continuar la marcha. Alimentamos a las llamas
y después alargamos la conversación, mientras comíamos al calor
de la hoguera, luego hicimos música. Al mediodía dejó de nevar y el
viento se amansó. Por la tarde el sol descendió, tiñendo la nieve de
un rosa deslumbrante. Varios cóndores sobrevolaron el barranco.
Uno de ellos —de repente— plegó las alas y empezó a descender
vertiginosamente, de vez en cuando las extendía para regular la
velocidad y la dirección, desapareció de nuestra vista tras la ladera,
por el mismo lugar se ocultaron los demás, uno detrás del otro.
En una ocasión habíamos recorrido una distancia considerable,
en la que resultó ser una dirección equivocada, cuando nos dimos
cuenta y volvimos sobre nuestros pasos casi se nos terminaba el
día, Panti (Hombre agradable) gritó con enfado.
—¿Cuántas veces he dicho que estábamos equivocados?
—Pues la verdad, yo no te he oído manifestar eso en ningún
momento —me burlé con camaradería.
Hasta llegar a aquel acantilado, nadie lo sabía. Aquella vereda,
era dificultosa, y terminaba haciéndose impracticable.
Después de muchos días de marcha, enfilamos un sendero que
ascendió por una pendiente pronunciada, hasta, por fin, conectar
con el gran Camino. Antes de llegar al llamado Camino del Inca, al
tomar una curva, nos enfrentamos con un grupo de vicuñas, una me
miró a los ojos. No sé si logró enhebrar algún pensamiento, pero
torció la cabeza y comenzó a trotar, y las demás la siguieron
alejándose de nosotros.
Aunque no podíamos estar seguros, intuíamos que era el
camino buscado, y lo confirmamos cuando encontramos antes del
crepúsculo un Tambo y allá nos informaron. Era un pequeño
almacén rodeado de varias chozas y corrales, fuimos muy bien
recibidos por el encargado, Kantuta negoció:
—Nosotros necesitamos un lugar donde dormir y comida. Le
podemos dar este saquito de sal y tal vez algún pescado salado.
—Lo que me ofrecéis os alcanza para descansar un par de días
en el Tambo, y un lugar donde cobijar a las llamas, así como algo
de alimento para vosotros y vuestros animales.
Después de haber dormido en la intemperie, aquella noche fue
un tanto especial y cómoda. Tras comer nos acostamos, casi al
instante, nos dormimos por el mucho cansancio acumulado.

A la mañana siguiente, descansamos como nos había sugerido


el Encargado, dormimos mucho más. Luego, la conversación
acompañada con música: tambores y ocarinas. Los llevábamos
porque son instrumentos pequeños y manejables. Al atardecer se
presentó el encargado y nos comunicó:
—Si mañana siguen por el camino llegarán a Cajamarca. Pero
los Chasquis me han informado que el Inca ya viene dirección al
Cuzco, pasaran por este Tambo. Hace dos días salió de Cajamarca.
—¿Y cuál es el problema? — replicó Kantuta— ¿Qué nos
importa a nosotros el Inca?
El encargado lo miró y con tremendo asombro afirmó:
—Parece que no sabéis lo que decís. Ya se ve, sois de una
aldea perdida. No habéis tenido ningún contacto con el Inca. Para
nosotros es el hijo del Sol, no le podemos ni hablar ni mirar a la
cara. Cuando os encontréis con su comitiva, lo mejor es esquivarla,
si no queréis tener problemas, los soldados no suelen ser muy
amistosos con los caminantes desconocidos. Sobre todo cuando
vuelven de la guerra, organizada cada año, para tenerlos
entrenados y también conquistar algún pueblo más, casi como parte
de su adiestramiento.
Con toda esa información abandonamos el Tambo y cuando
llevábamos dos días caminando, el cielo se llenó de nubes al
amanecer. Divisamos a lo lejos la vanguardia de una comitiva, eran
casi 500 personas, avanzaban lentamente, siguiendo el camino.
—Debemos —pensé en voz alta— alejarnos con rapidez de su
paso, son muchos y como nos han informado podemos encontrarnos
en una situación peligrosa.
—Lo mejor será —intervino Panti— subirnos hasta aquel
bosque, desde allí los contemplaremos pasar, ellos no nos verán.
Cuando la comitiva llegó, hasta donde estábamos nosotros,
con presteza abandonamos el camino ¿Para qué tentar la suerte?
Estando guarecidos, ocultos entre las rocas y los árboles,
empezamos a escuchar música. Contemplamos a los soldados
fuertemente armados, gran cantidad de llamas transportando
alimentos y los utensilios para instalar, en cualquier lugar, un
Tambo provisional donde viviría el Inca.
Avanzaban los músicos y bailarines, rodeando el palanquín del
Inca, una plataforma de madera con un sillón adornado y cubierto
con una sombrilla, sentado viajaba el Inca. Si tocaba con sus pies el
suelo, ocasionaría tremendas desgracias. Detrás varias andas más
pequeñas para algunas de sus esposas, sus acompañantes en ese
viaje; cada palanquín lo llevaban ocho hombres robustos. Los del
Inca avanzaban en silencio, no así los demás, formaban un grupo de
unos cien porteadores turnándose, llevando una u otra anda de las
esposas o acarreando enseres y armas.
No fue repentino, pero empezó a llover, al principio una suave
llovizna, obligando a la comitiva a detenerse y vimos como —en el
mismo camino— comenzaban a instalar el Tambo del Inca.
Empezaron por extender unas placas de oro, estas formarían el
suelo, encima de él, colocaron numerosas pieles de alpaca y lienzos
de algodón. Todo lo cubrieron con una estructura de maderas, sobre
ella pusieron telas enceradas para protegerlo de la lluvia; fue muy
rápida la operación, se notaba su habilidad: lo habían hecho en
innumerable ocasiones. El Inca y sus esposas se refugiaron en el
Tambo mientras todos los demás buscaron donde situarse para
protegerse, pues la lluvia caería, al menos, parte de la noche.
La previsión se cumplió, empezó a diluviar con tanta
intensidad, hasta dejar de distinguir, con claridad a la comitiva,
desapareció tras una espesa cortina de lluvia.
—Aquí no podemos quedarnos —casi grité, en medio de la
tormenta— los árboles no nos ofrecen suficiente cobijo para tanta
lluvia.
Avanzamos bajo el aguacero buscando donde refugiarnos, lo
más lejos posible de la compañía de los incaicos. No fue menester
esforzarnos mucho, encontramos una pequeña cueva en la ladera,
pudimos encender una hoguera sin miedo a ser descubiertos y
secamos la ropa.
Al amanecer, aunque tiritando por el aire cargado de
humedad, nos pusimos en marcha, el suelo embarrado entorpece
nuestros pasos, pero por fortuna había dejado de diluviar. Volvimos
al camino y nos alejamos del Inca en dirección a nuestro destino:
Cajamarca.

10. Los Baños del Inca 1451: Caravana comercial en


los Baños.

Tarki (Que se hace respetar) Narrador.

De la llegada a Cajamarca y de lo acaecido en los Baños de Inca.

En las afueras de Cajamarca encontramos un campamento de


choza, donde se cobijaban los comerciantes y caminantes. Nosotros,
por supuesto: debíamos dar algo a cambio. Como ya era nuestra
costumbre, ofrecimos tres saquitos de sal. Por ello conseguimos un
almacén donde descargar las mercaderías y un corral para
resguardar y alimentar a nuestras llamas.
A la mañana siguiente, Sayri (Hombre que ofrece apoyo) se
quedó al cuidado de las llamas. Los demás nos dirigimos al mercado
de la aldea, cada uno llevábamos un fardo con nuestras mercancías.
Al llegar nos dividimos en grupos. Cientos de personas se
arremolinaban alrededor de múltiples puestos de ventas. Las
vendedoras daban colorido con sus vestidos multicolores. El
ambiente de aquel mercado estaba saturado de gritos y
conversaciones. También de los aromas y en algunos casos la
pestilencia, de tantos productos extendidos sobre pequeñas
alfombras de colores.

Me acerqué, con Kantuta, a una de las vendedoras, tenía


varios atados de lana de alpaca.
—Señora, escuche, nos gusta su lana, nosotros le podemos
ofrecer sal.
—Pues a mí no me interesa su sal —contestó con amabilidad—
¿No tienen otras cosas?
—Sí, tenemos pescado y carne de cuy y cañanes secos.
—Lo siento. Nada de eso me interesa, es más ni siquiera sé,
qué son los cañanes esos — contestó la mujer.
—En nuestra Aldea los cañanes son unos animalitos
comestibles. ¿Qué le interesa comprar? —preguntó Kantuta—.
—Yo quiero sobre todo papas y maíz —nos informó la mujer—
Y también me interesan las verduras.
Por suerte, me acompañaba Kantuta, pues me quedé bastante
desolado por esas palabras. Me embargó un sentimiento de
frustración; no sabía que hacer, todo el viaje habíamos considerado
que nuestra sal, sería un bien muy deseado por cualquiera en la
sierra. Y me encontré con alguien a la que no le interesa. ¿Qué
podíamos hacer? Menos mal que Kantuta me explicó:
—Tarki. Podemos conseguir de otra vendedora, a cambio de
nuestras mercancías: las papas y el maíz. Se lo traeremos a ella,
para cambiarlo por lo que nosotros necesitamos. Nos habla de hacer
trueque, será más fatigoso pero no imposible.
Nos apartamos de allí y seguimos adelante buscando alguna
vendedora con esos productos y hacer el trueque con lo que
nosotros teníamos.
Mientras preguntamos a una y otra comerciante, un anciano
nos dio alcance y se nos acercó diciendo:
—Si solamente necesitáis lana de vicuña y de alpaca, lo mejor
es que vayáis a Pulltumarka. Es un pueblo cercano, apenas a 7 km
de acá, tenéis que seguir el camino de la sierra, que sale de la
Fuente. En el último mes, han estado el Inca y sus soldados. Han
cazado para comer, según su costumbre, han dejado las pieles de
las vicuñas y alpacas al pueblo, por eso tendrán ahora mucha lana.
—Y esperas —le repliqué, todavía desalentado— estén
interesados en nuestros productos.
—Pienso que sí. Pues hace un rato os he oído hablar: tenéis
gran cantidad de sal, y abundante pescado seco.
Kantuta y yo nos miramos, le dimos las gracias y en premio un
pescado salado. Con esa información seguimos paseando por el
mercado; vimos como se complicaban las cosas para obtener lo que
pretendíamos. De todas formas conseguimos algo de maíz y fuimos
a la señora y nos lo cambió por lana.
Al atardecer, en el campamento de los comerciantes, volvimos
a reunirnos. Entre todos escasamente teníamos unos cuantos kilos
de lana y nos habíamos dado cuenta de la dificultad de la
encomienda.
Kantuta contó:
—Según nos ha informado un anciano del mercado, cerca de
aquí hay un pueblo donde tienen mucha lana y seguramente les
interesan nuestras mercancías.

En la reunión, después de comer, todos estuvieron de acuerdo


en que Kantuta y yo fuéramos a Pulltumarka, para investigar las
posibilidades del trueque en ese pueblo.
Luego de un sueño corto y desapacible, con la Luna todavía en
el cielo, nos pusimos en marcha. Era una amanecida clara, lenta y
fría, con suficiente luz para avanzar, por aquel camino andadero. Yo
no levanté la vista al cielo en casi todo el trayecto, ensimismado en
mis pensamientos. La encomienda se nos estaba complicando, pero
no podía permitirme ninguna vacilación y menos dudar del éxito de
nuestra empresa.
—Espero —afirmó Kantuta— que sea más factible en este
pueblo.
Pero lo más inesperado está a punto de suceder.
El sol despuntó en el horizonte. Llegábamos a unas charcas
humeantes, sus aguas brotaban de algunos manantiales, levantando
columnas de vapor. Luego se remansaban en pozas diseminadas, en
un terreno casi horizontal, rodeadas de gran abundancia de
vegetación. Era una zona extensa cubierta de extraordinarios
macizos de hortensias y majestuosos árboles. Pájaros —de plumajes
multicolores— alertados por el ruido de nuestros pasos, levantaban
el vuelo desde algunos arbustos de hojas brillantes por la humedad
del rocío matutino.
Junto a una de las charcas nos sentamos a comer, aunque el
olor del aire era bastante desagradable. En medio de la soledad, se
nos acercó, corriendo, un joven gritando.
—Fuera de aquí. Cómo habéis entrado hasta estas charcas.
Con dignidad, nos fuimos poniendo de pie, sin mostrar ningún
signo de nerviosismo.
—Este es un paraje prohibido – siguió gritándonos.
Nosotros tratábamos de tranquilizarlo, con gestos y nuestras
palabras.
—Perdona, no sabíamos nada de eso.
—Es peligroso bañarse en estas charcas —su enfado iba
cediendo— El agua está ardiente.
—Tranquilo —dijo Kantuta— nosotros no tenemos intención de
bañarnos, ya la notamos muy caliente. El agua hierve como en una
cazuela. Solo estamos comiendo. ¡Sí aquí está prohibido comer, nos
iremos a otro sitio!
Se estaba aplacando, pues aunque seguía conminándonos a
abandonar el lugar, empezaba a entender. Nosotros no habíamos
entrado a esas charcas con aviesa intención, sino únicamente por
ignorancia.
—Yo me llamo Tarki —le expliqué- y mi compañero Kantuta,
hemos venido de muy lejos con el propósito de comerciar con lana.
—Pues estáis confundidos, si esperáis comprar y vender algo
en este sitio. Estos son unos baños, y aquí la gente, viene a
sanarse, con las aguas medicinales, no tiene otras intenciones.
—En Cajamarca, un anciano nos ha enviado aquí, para
conseguir lana de alpaca y vicuña —entonces le pregunté, mirándole
— Tú. ¿Cómo te llamas?
—Yo soy Panti (Hombre agradable), soy el ayudante del gran
Sanador de la Ciénaga y puedo aseguraros que ese anciano,
evidentemente desvariaba. Os ha engañado. Aquí no hay nada con
que comerciar ni gente dedicada a eso.
—Escucha Panti, aquel anciano nos aseguró que ahora hay
lana en este lugar. —Y ante su gesto contrariado, seguí diciéndole—
Nos dijo que durante un tiempo, el Inca y sus soldados han estado
cazando por estos sitios. Comen la carne de los animales, pero las
pieles con la lana, se desperdician.
—Te informaría de como los arrojamos a la Cueva de los
Animales donde se pudren.
—Ves, de eso se trata —le explicó Kantuta— a nosotros nos
interesan esas pieles, especialmente la lana, aunque también nos
podría agradar el cuero, si está trabajado.
Poco a poco el tono fue cambiando, pues empezamos a
encontrar puntos de diálogo.
¿Cuánto podría facilitar las cosas, el joven Panti, si lo teníamos
de nuestra parte?. Bastante alto, de nariz fina, mirada inteligente y
labios carnosos. Luego lo descubrimos como un hombre de talante
alegre y bienhumorado, con frecuencia lo observamos jugar,
rodeado de niños, muy dado a las bromas con los pequeños
bañistas.
Con solo mirar a Kantuta, lo descubrí, también él lo pensaba,
estábamos ante el enlace más oportuno. El joven tenía encanto,
aunque para nuestro gusto, le quedaba un tanto grotesco el
sombrero, rojo escarlata, con el que se engalanaba, por supuesto,
resultaba muy llamativo y cumplía con la misión de conferir
autoridad y distinción a su usuario; para eso lo llevaba.
Sentados en aquella mullida alfombra vegetal, proseguimos
comiendo. Panti nos habló de su familia, especialmente de su
hermana mayor, Illika. Él la considera muy especial por su
extremada capacidad negociadora. La había observado realizando
trueques inverosímiles y negocios casi imposibles.
—Cuando terminéis de comer os presentaré a mi hermana,
con ella podéis hablar —nos informó, metiéndonos prisas— Yo no
tengo mucho tiempo, enseguida empezarán a llegar los bañistas y lo
normal es que esté ocupado toda la mañana.
Rápidamente terminamos la comida.

Los tres empezamos a caminar entre las charcas, hacia un


pequeño collado donde se agrupan algunas chozas, el sol ya había
salido y empezaba a calentar. El poblado se despertaba, preparando
la primera comida del día. Subimos, a buen paso, la pequeña loma
rodeada de vegetación y de pájaros alborotadores. Nos cruzamos
con algunas personas que nos miraban, pero a todos, Panti las
saludaba con gestos y palabras. Al llegar al grupo de las chozas de
su familia, nos pidió:
—Esperad aquí, yo entrare a buscar a mis padres.
Fue solo un momento, pues con premura, volvió a salir con su
madre.
—Estos son Tarki y Kantuta —dijo Panti, presentándonos— Te
piden permiso para hablar con mi hermana Illika.
Aquella señora nos miró con interés y nos señaló, invitándonos
a ir, la choza de su hija, estaba al lado, en el núcleo de cabañas
familiares.
Panti entró en casa de su hermana y al poco salió con ella:
una joven sonriente con un niño en brazos, me sorprendió el brillo
inteligente de sus ojos y sus ademanes pausados y señoriales. Illika
nos embrujó y cuando nos habló su mirada nos envolvió. Yo miré a
Kantuta hasta que él rompió en parte el hechizo, afirmando:
—Panti nos ha dicho que platicáramos contigo, pues te puede
interesar el negocio que nos ha traído hasta acá.
Ella nos invitó a sentarnos en la puerta de su choza a la
sombra de un árbol. Allí le fuimos exponiendo la situación y
nuestras pretensiones; y la conversación se dilató, respondiendo a
sus preguntas. Algunas las llevábamos pensadas y otras surgieron
en la charla, las exponíamos con pasión. De pronto ella nos dijo con
ímpetu:
—Pues será necesario intentarlo. Aunque tenemos que
establecer las condiciones de los trueques.
—Nosotros hemos hablado con tu hermano —afirmé, tratando
de que todo estuviera claro desde el principio— de la posibilidad de
llevar a cabo algo más constante. Tenemos gran abundancia de sal
y podemos enseñaros cómo salar pescado y carne, a cambio de lana
para transportar a nuestra Aldea.
—Las posibilidades son muy atractivas —reflexionó en alto
Illika— pero os comprometéis a seguir trayendo la sal y a
enseñarnos cómo emplearla.
—Eso ya lo tenemos decidido —aseguré con aplomo— yo soy
el representante de la MAMA-COYA para ejercer su autoridad en
este viaje y puedo comprometer nuestra cooperación. Ahora mismo
en Cajamarca, tenemos la sal y otras cosas para el trueque, que
hemos traído en el viaje.
—De acuerdo —afirmó Illika, mirándonos a los ojos y sellando
con este acto nuestras voluntades— Empezamos a trabajar. En
nuestro pueblo es costumbre cerrar los grandes acuerdos con
chicha. ¡Esperad aquí!

Se alzó con presteza, dejando al niño jugando en el prado


rodeado por fantásticas flores azuladas, entró en la choza y sacó un
cántaro de chicha, de donde todos bebimos con solemnidad. Muchas
cosas quedaban por concretar, pero teníamos ya el fundamento
para construir una relación fructífera.
El sol empezó a calentar —tímidamente— aquel paisaje de
multitud de charcas, algunas bastante grandes, aunque la mayoría,
eran pequeñas extensiones de unos cuantos metros, donde
burbujea el agua naciente. Luego rebosa por canales a otras
charcas. Con esos trasvases, se iba enfriando; nuestro amigo Panti
se encargaba de controlar, prohibiendo o autorizando el baño, si la
temperatura era o no la adecuada, para zambullirse buscando la
salud.
Con rapidez nos pusimos en marcha de vuelta a Cajamarca,
mientras Illika organizaba a las mujeres encargadas de traer las
pieles para obtener la lana. Buscamos entre las charcas a Panti, que
con sus instrumentos iba evaluando las temperaturas, rodeado de
un grupo de bañistas, todos esperaban, con paciencia, a que él
autorizará el baño a cada cual según sus achaques. Con pocas
palabras nos despedimos hasta la tarde, pues pensábamos volver
con todos los de nuestro grupo y los productos traídos.
La marcha fue muy distinta a la noche anterior, ahora ya
teníamos un propósito. Las palabras nos comprometían, aunque
todavía no había nada plenamente decidido. Era Illika quien debía
conseguir la lana, y para ello tendría que mover a mucha gente. Si
lo lograba pondríamos el negocio ¿y si no?, pero más valía confiar.
Nos había dado la impresión de ser muy capaz de poner en marcha
todo lo necesario.
Llegamos a Cajamarca, con la sensación de haber tardado
mucho menos que la madrugada. En el campamento, Sayri cuidaba
las mercancías y las llamas, cuando le explicamos nuestras
gestiones, marchó al pueblo para traer a los demás, habían estado
toda la mañana comerciando.
Kantuta y yo nos dedicamos a acomodar el cargamento sobre
las llamas. Cuando acudieron los demás, todo lo teníamos
preparado y nos pusimos en marcha, durante el camino les
explicamos las posibilidades encontradas en el poblado de las
charcas.
A media tarde nos reunimos nuevamente con Illika.
—Venid conmigo —nos dijo al vernos— en las afueras del
poblado, tenemos una choza medio derruida y deshabitada, en ella
os podéis aposentar con un poco de limpieza y arreglo.
Aunque el lugar estaba en mal estado, no nos costó mucho
ponerlo con las mínimas condiciones, después de tantos días a la
intemperie, casi cualquier cosa era una maravilla, al lado hicimos
fácilmente un corral para las llamas.
Aquella noche, entre conversaciones, nos fuimos durmiendo.
Al amanecer llegó Illika, con ella venían otras cuatro mujeres.
—En nuestro poblado —nos comunicó— todos los hombres se
dedican a conservar los baños. Hemos decidido ser las mujeres las
encargadas de vuestro negocio, por ahora, únicamente somos
nosotras.
No me extrañó esa reacción, en nuestra Aldea son las mujeres
quienes organizan, pero eran pocas, nadie más parecía querer
colaborar, solo aquellas cinco mujeres, yo había pensado en mucha
más gente. La primera tarea sería seleccionar las pieles, para
quitarles la lana. Luego las mujeres aprenderían el modo de salar
los peces y la carne.
Illika nos llevó a dos o tres kilómetros del poblado, a la Cueva
de los Animales, una caverna profunda, allá se arrojaban los
animales muertos y donde había dejado abandonadas, las pieles
que buscábamos. Al llegar, nos abofeteó un olor nauseabundo,
insoportable, de tantos animales en descomposición. Mi primera
reacción fue alejarme, sin embargo, encendieron una gran hoguera
en la puerta, el humo hizo más soportable el mal olor. Mis ojos
tardaron un poco en acostumbrarse a la penumbra, a la luz del
fuego empezamos a vislumbrar, los montones de cuerpos de llamas,
alpacas, vicuñas. El frío había conservado en buen estado a los más
recientes, los que a nosotros nos podían ser más útiles. Del fondo
de la cueva salieron multitud de murciélagos, cuando empezamos a
extraer animales muertos de aquella oscuridad.
Con cuchillos de bronce conseguimos quitar la lana de las
pieles. Encontramos pieles de más de cien vicuñas, pero también las
había de alpacas y guanaco.

Cuando volvimos al poblado, después de un día de trabajo, en


la Cueva de los Animales, nos encontramos con los murmullos de
quienes no habían querido ayudarnos. Ya parecía todo encarrilado. Y
surgió lo inesperado. No sé si debíamos haberlo previsto, la esposa
del Gran Sanador, empezó a crear problemas.
—No está bien dedicaros a ese trabajo —murmuraba la esposa
del Gran Sanador— desatendiendo la obligación de cuidar a vuestra
familia, ¿Qué pasará con vuestros hijos abandonados?
Los comentarios airados fueron creciendo cada vez con más
virulencia, y llegué a considerar si no tendríamos un conflicto casi
insuperable. Illika fue a casa del Gran Sanador dispuesta a defender
su postura. Ella entendía como su principal trabajo era cuidar a su
familia, pero podía dedicar algún tiempo —cada día— a esa otra
ocupación.
El Gran Sanador Yaku (Cuidador del Agua) le pidió que le
explicara cuál era su propósito:
—Todo el poblado —comenzó Illika con vehemencia— vivimos
de los regalos ofrecidos por los visitantes a los baños. En algunas
temporadas vienen pocos enfermos, entonces nuestros hijos pasan
necesidades. No podemos depender exclusivamente de ese trabajo
y más cuando nos ha surgido la posibilidad de comerciar con lana y
sal. Nuestra lana nos la cambian por sal, con la que podremos secar
carne y pescado, para comer cuando sea necesario o venderlos en
Cajamarca.
— Pero ¿eso exigirá mucho tiempo de trabajo?
—No, cada mujer podrá dedicar el que considere oportuno y
cuando pueda. No todos los días será necesario. Al final de cada
mes, según el tiempo dedicado, recibirá un beneficio de carne y
pescado para que pueda comerciar con ellos o usarlos en su cocina.
—Bueno —sentencia Yaku el Gran Sanador, mirando de
soslayo a su esposa— Con esas condiciones no veo la dificultad.
Podéis empezar: dentro de un año observaremos como se desarrolla
la operación.
Cuando Illika nos comunicó esa decisión, me pareció que todas
las dificultades se allanaban y así nuestro negocio tenía futuro.
Además, me dijo:
—Mi esposo deseaba hablar contigo, te invitó a mi choza para
comer.
Por mí no había ningún inconveniente, por eso me presenté
aquel atardecer en casa de Illika. Me recibió junto con Usuy
(Hombre que trae abundancia), su esposo. Me habían preparado
una comida un tanto especial.
—Por favor, Illika —pregunté, al recibirla—en ¿Qué consiste
esa comida?
—Esto es el Chairo. Se elabora con Chuño y Charqui. (Chuño:
las papas se congelan por las noches y se deshidratan al sol durante
el día., luego se guardan para usarlas a lo largo del año. Charqui:
carne deshidratada de llama o alpaca), al que se añaden: arvejas
(guisantes), zanahoria, habas, plantas olorosas (hierbabuena,
orégano, perejil, comino) y sal. Ya sabes, si te encuentras en los
Baños y sientes frío, un Chairo caliente puede ayudarte a entrar en
calor.
—Illika —me dice Usuy— me ha hablado, los últimos días,
mucho de vosotros ¿De dónde sois?
—Somos de una aldea a orillas del río Virú, muy cercana del
mar.
—¿Está cerca del río Moche?
—Sí, es un río más al sur del Moche, apenas dos días de
camino ¿Tú has estado por allí?
—No, pero había oído hablar de esos ríos, cuando estaba en el
Cusco. Llevo ya varios años en los Baños, y ahora llegáis vosotros
proponiendo ese negocio únicamente para mujeres.
—No pretendemos —le respondí, un tanto confuso— un trabajo
únicamente para mujeres. En nuestra Aldea son ellas las que
ejercen la autoridad. Por eso nos hemos dirigido a ellas.
—A bueno —replicó Usuy— ya me parecía a mi extraño,
nosotros también poseemos capacidad para contribuir, todos
tenemos faena en los baños, es verdad, solo podríamos dedicar muy
poco tiempo a ese trabajo.
—Eso nos dijo Panti, por eso nos dirigimos en primer lugar a tu
esposa.
—Yo también estoy de acuerdo —afirmó, mirando con cariño a
su esposa— Illika es conocida por su gran capacidad para los
trueques. Es intachable aunque muy trajinante. Todos admiran su
sagacidad, especialmente cuando viene la comitiva del Inca.
Entonces tiene muchas oportunidades, para comerciar, con tanta
gente: porteadores, soldados, recaderos y otros acompañantes.
—Viniendo hacia acá –le comenté— nos cruzamos con la
caravana del Inca ¿Cómo fue la visita en esta ocasión?
—Pues, como siempre —contestó— Un gran alboroto. Ahora,
vinieron con el Inca dos de mis antiguos compañeros, uno era
Consejero y el otro Oficial de Ejército. Volvían de guerrear, es
costumbre organizar cada año una acción militar. En ningún
momento, me pasó por la cabeza, envidiar nada de esos amigos,
menos cuando los veía comportarse tan servilmente delante el Inca.
Yo aquí soy mucho más libre sin tantas preocupaciones ni
ceremonias.
—Pero ellos viven muy bien —le dije— tienen de todo y en
abundancia.
—Pues a pesar de eso, ya te he declarado: yo no envidio su
situación; están llenos de comodidades, no obstante han de
comportarse casi como esclavos del Inca. Siempre pendientes de
agradarlo, de no enfadarlo, y eso a mí no me gusta.
El sol se había ocultado la hoguera nos calentaba. Platicamos
también de mi Aldea, de mi esposa Naira y de mis hijos. Otras
muchas cosas podría contar, pues fue muy larga y amena la
conversación, se fue terminando cuando ya el cielo estaba lleno de
estrellas. Yo me fui a mi cabaña. Con estos pensamientos rondando
mi cabeza, en algún momento me dormí.
Antes de marcharnos hacia nuestra Aldea, convencí a Sayri:
—Alguien ha de quedarse en estos Baños, para encargarse de
enseñar la técnica de secado con sal, también debe ir adquiriendo
lana, mientras nosotros volvemos a nuestra Aldea.
—Bueno yo me quedo —aceptó Sayri, poniendo condiciones—
pero como con la próxima caravana no vengan mi mujer y mis
hijos, yo no me quedaré acá, ni un día más, me volveré.
Estuve de acuerdo, pues esa condición me pareció lógica. Y
como teníamos lana suficiente, había llegado el momento de
regresar, nos pusimos en marcha hacia nuestra Aldea.
Habían pasado siete Plenilunios cuando por fin llegamos a las
Cascadas y todos aceleramos el paso para abrazar a nuestras
familias.
Durante muchos días los pusimos al corriente de nuestras
aventuras. Afirmamos convencidos:
—La MAMA-COYA tenía razón.
Se sucedieron las caravanas a Cajamarca. Debo decir que la
esposa de Sayri marchó al encuentro de su esposo. Durante
bastantes años, fueron los organizadores, con eficacia, de aquellas
misiones comerciales.

11. A orillas del Virú, 1461 Incursión en Chan-Chan.

Asiri (Mujer sonriente): Narradora

De la visita de espionaje en la ciudad de Chan-Chan ante los rumores de


posibles hostilidades.

Muy de mañana por la Aldea se difundió la noticia:


—Esta noche habrá reunión de Consejo con la MAMA-COYA.
Y también:
—El asunto a tratar serán las informaciones llegadas de la
ciudad de Chan-Chan.
Durante el día se sucedieron los corrillos de madres.
Al anochecer todas nos reunimos junto a la Kala del Templo.
Nos acomodamos y después de quemar ofrendas en la hoguera en
honor de la Pachamama, tomó la palabra la MAMA-COYA Naira:
—Aunque ya lo sabéis, me parece interesante escuchar a Asiri
para ponernos al corriente a todas, de lo conocido sobre la situación
en Chan-Chan.
Me levanté y tomé la palabra, rasgando el silencio:
—Como sabéis, durante días he hospedado en mi casa a unos
comerciantes del sur, volvían a su aldea después de estar
negociando un Plenilunio, en Chan-Chan. Han tenido oportunidad de
conocer el ambiente de esa ciudad. Hay, entre los lugareños, un
creciente rechazo a todos los extranjeros, los soldados actúan con
extremada crueldad, se suceden los sacrificios humanos y se ven
próximas las acciones guerreras, contra los pueblos cercanos, ya
parece inminente la muerte del Señor. No son rumores terroríficos,
de gente pusilánime, sino realidades.
Una de las madres de mayor edad, me interrumpió:
—Pero eso ha sido siempre así. Ese pueblo es una amenaza
constante para nosotros, lo tenemos bastante cerca y son belicosos.
—Si, por supuesto —le aclaré, con paciencia— sin embargo,
ahora las noticias son inquietantes, pues durante años se han
dedicado a controlar y someter a los pueblos del Valle del Moche. Ya
toda esa zona la tienen dominada, el rumor insistente es: necesitan
extenderse a otros valles. Y aquí está nuestro peligro. Hora es ya de
que nos enfrentemos a la realidad.
Las reuniones a veces se acaloran. En esta ocasión se alargó
varias horas; la MAMA-COYA detuvo la discusión diciendo:
—Estamos hablando de rumores, por supuesto terroríficos, no
podemos acordar nada sin tener información fiable. Por eso
mandaremos a Asiri y su esposo con la misión de ponernos al
corriente de la situación —y dirigiéndose a mí— Asiri, ¿Estás de
acuerdo en marchar hasta Chan-Chan?
En mi mente se agolparon muchos pensamientos: por
supuesto, me costaría separarme de mis hijos, apenas tiene meses
la más pequeña. También mi marido, Kachi (Agudo, inteligente) no
tendrá inconvenientes en acompañarme, pero… En ese momento no
solo la MAMA-COYA me miraba, todo el Consejo espera mi
respuesta:
—De acuerdo, iremos —contesté— espero conseguir esa
información tan necesaria.
En ese momento, una madre levantó la voz para decir:
— A mí también me gustaría ir a esa ciudad.
—De acuerdo, Sanka —aceptó la MAMA-COYA— tú y tu marido
les podéis acompañar, así seréis más fuertes si hay problemas.
El consejo se disolvió entre conversaciones y preocupaciones.
Me acerqué a Sanka (Mujer que dice la palabra adecuada), con la
que tengo gran amistad, se la conoce como una mujer animosa y
atrevida, casi de mi edad, con la piel tostada por pasar todo el día
bajo el sol, el cabello azabache y ondulado. Le manifesté:
—Nosotras podemos formar equipo, pero va a ser más difícil
para Kachi y Chuwi compenetrarse, en este viaje será muy
importante formar un grupo unido.
—No te preocupes Asiri —me contestó— Estoy segura que mi
marido, Chuwi, será de mucha ayuda, todos sabemos su gran
facilidad para congeniar con la gente.
Al día siguiente los jóvenes llevaron la noticia a nuestros
esposos, rápidamente se unieron a nosotras para emprender los
preparativos.
Chuwi (Simpático, agradable) un hombre de treinta años, de
baja estatura no obstante musculoso, con los ojos oscuros y el pelo
azabache y liso, enmascarado en una gruesa trenza. Tenía fama de
arriesgado, sobre las balsas de totora, en sus labores de pesca y de
amable y acogedor cuando se pasea por la Aldea cumpliendo sus
trabajos en la semana del Killa hunta (plenilunio). ¿Cómo
reaccionará en tierra extraña? Durante ese tiempo no tendrá
posibilidad de navegar y todos sabemos su gran afición a surcar el
mar en su caballito de totora. Mi marido, casi de su misma edad,
por supuesto nos será de mucha utilidad, yo confío plenamente en
él, en numerosas circunstancias, ha manifestado valor, a veces un
tanto imprudente.
Como cada tarde, nos reunimos en el río, para los niños es su
mejor juguete, nadan y se zambullen, hacen rebotar las piedras
saltarinas, llevan a cabo carreras de balsitas y hasta de flores, no
todas flotan igual o se deslizan con la misma facilidad. Después
llegan los jóvenes, y con ellos juegos más violentos y agresivos.
Todos nos bañamos solo con un taparrabos, dejamos colgadas de
los árboles nuestros vestidos de algodón: tejidas con hilos de
distintos colores. Tanto hombres como mujeres, llevamos una túnica
más o menos larga —con mangas en invierno— atada a la cintura
por una cinta.
¿Cuántas veces cruzamos nuestro río nadando?
¿O nos hemos sumergido para reaparecer unos metros más
arriba o abajo, según fuera el reto?
¿Y cuándo se trataba de zambullirse, para subir hasta la
superficie, la piedra más grande?
Veía a mis hijos bañándose, los encomendaría a mi madre.
¿Por cuánto tiempo? De estas cosas conversaba con Sanka, que
también dejará a sus cuatro hijos en la Aldea.
Después de unos días con mucha actividad, estábamos
preparados para nuestra incursión. Llevaríamos cuatro llamas de
carga y alimento suficiente para varias semanas. Al amanecer de un
día caluroso, con el cielo tan azul que solo puede presagiar cosas
buenas, nos pusimos en marcha, pero nosotros en realidad,
estamos preocupados y meditabundos.
Nos encaminamos por la ruta de la sierra, aunque sería más
dura, era claramente la más corta. El sendero a veces desaparecía
por derrumbes de piedras y tierra, pero con tesón, superamos todos
los obstáculos: seguíamos adelante.

Dos días después, a media tarde, desde la cima de un monte


oteamos el valle del río Moche, en aquella gran llanura el río se
dividía en múltiples brazos regando las tierras del final del valle.
Todo estaba verde, más verde que el verdor del paraíso, con
multitud de pájaros, el sonido constante de las ranas y el zumbido
de los insectos.
Una ciudad inmensa se recostaba junto al río muy cerca del
mar. Desde donde estábamos, las casas relucían doradas por los
últimos rayos del sol, y las murallas de la ciudad se llenaban de
sombras destacando su grandeza. Se apreciaban varias ciudadelas
amuralladas —independientes— formando la gran ciudad. A algunas
de las ciudadelas se las veía medio deshabitadas, mientras en otras
la actividad era incesante. Una neblina gris comenzó a borrar el
paisaje y a la gran ciudad de Chan-Chan.
Apresuramos el paso para bajar hasta el valle, llegamos a uno
de los brazos del río cuando ya oscurecía. Entre los árboles
encontramos un pequeño prado lleno de hierba y flores donde
instalamos nuestro campamento.
—Yo me encargo de la hoguera –comunicó Chuwi— voy a
recoger leña.
— Pues yo —se ofreció Kachi— acomodaré a las llamas.
Nos estábamos uniendo en el reparto del trabajo, eso era el
mejor comienzo, aseguraba el buen fin de nuestra misión.
Cuando ya el fuego iluminaba, nos sentamos alrededor para
comer, teníamos carne de cuy seca y también papas y frutas. En
medio de la conversación Sanka se interesó:
—Asiri, a veces me pregunto cómo hacéis para que nuestras
túnicas tengan tantos colores y tan brillantes.
—Pues antiguamente me han dicho —conteste mientras
repartía la comida— se teñían las telas cuando estaban ya tejidas,
pero ahora teñimos los hilos de algodón, y lana de alpaca y vicuña.
Cada hilo de un color. Al tejer se van eligiendo los colores así
quedan formando las figuras en la tela como se desean.
—¿De dónde obtenéis cada uno de los colores?— Preguntó
Chuwi.
—Se consiguen de plantas —quise explicarles— el tinte
amarillo se obtiene de las hojas del almendro y de las cáscaras
molidas de granada, y el negro, de la corteza del granado. El rojo
proviene de las raíces de una planta llamada rubia, y el azul se saca
de la flor del añil. Raíces, hojas, flores y hasta de piedras
machacadas, a veces debemos teñir el mismo hilo con dos colores
para conseguir otro. Son asombrosos los tonos de verde logrados
con hilos amarillos, al teñirlos de nuevo, en color azul.
—Ya lo pensaba, parece bastante difícil.
—Bueno no tanto, si se saben las combinaciones necesarias.
Algunas Madres, experimentadas, consiguen auténticas maravillas.
En la hoguera, un potente chasquido lanzó diminutas brasas
iluminando un instante el campamento, nos sobresaltamos, pero
seguimos con la reunión. Al tiempo se fue apagando la conversación
como la hoguera, y terminamos dormidos.
A la mañana siguiente, me desperté sobresaltada por un
formidable estruendo, el alboroto de un grupo de llamas llegado
corriendo hasta el río, no nos habíamos dado cuenta, sin embargo,
nuestro campamento estaba asentado casi en su camino habitual.
Formaban un grupo numeroso de animales salvajes, entre bufidos y
empellones, se acercaron al agua. Nuestras llamas se encabritaron,
Kachi corrió hasta ellas reteniéndolas. Cuando los intrusos nos
descubrieron, con el mismo estrépito, empezaron a alejarse, camino
del monte.
Ya despiertos, el cielo se fue aclarando, nos acercamos al río
para asearnos, antes de comer y proseguir nuestra marcha a la
ciudad. Recorriendo la ribera encontramos puentes, más o menos
precarios, aunque suficientes para seguir avanzando. Tras varias
horas caminando entre riachuelos, superando carrizales y
bordeando pequeñas parcelas cultivadas de maíz y algodón,
llegamos a los arrabales de la ciudad, eran pobres chozas en las
afueras de las ciudades amuralladas.
La ciudad bullía. Olores nuevos para mí se esparcen por
doquier. Sumidos en medio de aquella algarabía nos dirigimos al
mercado. Empezamos a sentir la animadversión de la gente, algún
insulto:
—¡Marchaos!, ¡fuera de nuestra ciudad! —con malas caras y
peores gestos, intentando acobardarnos— Nadie necesita de vuestra
presencia.
—Así no podemos seguir —dijo Sanka, señalando un lugar
donde ocultarnos— llamamos demasiado la atención.
—Pues la única posibilidad —les apunté pensativa— será
conseguir indumentaria como la de esta ciudad. Nuestras túnicas
multicolores son demasiado alegres, aquí todo el mundo luce colores
tristes: grises o pardos, tal vez esa será la manera de pasar algo
desapercibidos.
—Mirad —señaló Chuwi— como se acicalan el pelo, me parece
hasta grotesco.
—Pues de este modo nos peinaremos también nosotros —
declaró Sanka— ya veréis como fácilmente nos acostumbramos,
aunque los hombres, sí van ridículos con ese flequillo, se asemejan
a tres cuernos de color azul, por encima de la frente.
En compañía de Sanka me acerqué a un puesto de vestiduras,
la vendedora —una anciana regordeta— nos miró con interés, tal
vez nos identificaba por nuestra ropa.
—Nosotros tenemos sal ¿Cuántos vestidos nos puedes dar a
trueque por este saco de sal?
—¿De dónde sois vosotras? —Nos preguntó con interés.
— Venimos del río Virú —Contestamos temerosas.
— Pues no tengo ni idea de dónde está ese río, no he oído
hablar nunca de él. Os puedo dar cuatro túnicas por esa cantidad de
sal.
—Necesitamos dos de hombre y dos para mujer.
—No os preocupéis todas son iguales, solamente se diferencian
por el cinturón y por el modo de ponerlas. Los hombres se
remangan la túnica con el cinturón, así queda más corta.
Después de entregarle la sal, nos señaló un montón de túnicas
animándonos a elegir. Sanka seleccionó dos, por mi parte, otras
dos.
Al despedirnos fuimos donde habíamos dejado a Kachi y Chuwi
con las llamas. Nos alejamos del mercado y nos cambiamos de
ropa. Seguimos andando, sintiendo menos rechazo, pero todavía
nos veían como extranjeros. En todos los sitios donde pedimos
alojamiento fuimos rechazados. Terminamos el día a orillas del río,
rodeados por el tumulto de balsas que iban y venían.

Malamente, nos instalamos bajo un árbol de Guayabas y allí


con tranquilidad —entre risas— nos fuimos transformando un poco
más, comimos algunas guayabas. Únicamente si abríamos la boca,
nuestras palabras nos delatarían. Para mi sorpresa Chuwi —con
esfuerzo— comenzó a platicar imitando a los chimúes, había estado
escuchando durante toda la mañana y ya podía hacer una digna
imitación. Por lo menos eso es lo que yo pensaba.
La mañana siguiente la dedicamos a pasear por la ciudad
escuchando a la gente, nadie se fijó mucho en nosotros, cuando nos
movíamos entre la multitud. No me di cuenta, pero Chuwi nos dejó
y se sentó junto a unos ancianos a la puerta de un almacén de
maíz. Nosotros seguíamos dando vueltas por los puestos de venta,
terminamos sentándonos casi en el centro de la plaza. Pasó el
tiempo y vimos como se acerca Chuwi acompañado por uno de los
ancianos y nos dijo:
—Arumi (Hombre elocuente) nos ha invitado a ir a su casa, en
su juventud estuvo de viaje llegando hasta el río Virú.
¡Muy útil estaba siendo Chuwi!: nos había conseguido alguien
a quien preguntar.
Nos dirigimos en su compañía, al entrar en la casa nos acogió
su esposa, Wara (Estrella), terminamos acomodándonos en la
habitación de los hijos, ya eran mayores y no vivían con ellos. La
casa consistía en dos habitaciones. Cuando una pareja se casaba la
comunidad le regalaba un terreno y le edificaba una habitación. En
ella estaba la cocina y el dormitorio, al empezar a tener hijos
construían otras habitaciones, esas quedaba vacías cuando los hijos
se hacían mayores y se marchaban al casarse.
Estábamos ya instalados en aquella habitación, cuando se
presentó Wara.
—Nos gustaría invitaros a almorzar con nosotros.
— No queremos ser un estorbo —afirmó Chuwi— hemos traído
suficientes provisiones para nuestra estancia en Chan-Chan.
Wara nos miró de un modo entrañable.
—Cuando os he visto llegar me habéis recordado a mis hijos.
No es molestia para nosotros compartir lo poco que tenemos.
—Únicamente lo consentiremos, si vosotros aceptáis nuestras
provisiones.
— De acuerdo —contestó.
La ayudamos a llevar todo a su cocina: maíz, papas, cañan,
cuy y pescado salado. Se encargaría de los comestibles mientras
estuviéramos en su casa.
Al rato nos reunimos con ellos, acomodados bajo el gran
algarrobo de la entrada surgió la conversación.
—¿Cómo fue —se interesó Chuwi— el viaje por el río Virú?
—Hace años —manifestó Arumi— durante una temporada,
recorrimos la sierra.
—Qué interesante ¿Y qué hacíais? ¿Erais comerciantes?
—La verdad, no teníamos nada para comerciar, más bien era
un problema con las autoridades y nos estábamos escondiendo.
¿Vosotros venís también huyendo?
—No. Estamos aquí porque en nuestra Aldea andamos
preocupados, hemos de ver si, los soldados de Chan-Chan, pueden
llegar a ser un peligro para nosotros.
—No sé si vosotros lo sabéis —comenzó a explicarnos Arumi—
pero los acontecimientos futuros, se entienden mejor por algunas
cosas, sucedidas hace bastantes años. Ni se tiene recuerdo de la
llegada por el mar, de unos guerreros venidos del Norte, entraron
por el río Moche, haciendo guerra cruel a toda la gente. No les costó
mucho conquistar las aldeas de las orillas del río, derrotaron a los
jefes y fundaron la ciudad de Chan-Chan. De uno de esos pueblos
sometidos nosotros somos herederos. Cada cierto tiempo nos
revelamos, no aceptamos su dominio. Ahora las cosas se están
volviendo a complicar. Nuestro hijo mayor está en la sierra, con un
grupo de perseguidos; se han enfrentado a los soldados en varias
ocasiones.
—Pero —peguntó Chuwi— ¿por qué hay peligro de ver a los
soldados en nuestra Aldea?
—Por una costumbre extraña —explicó Arumi— cuando muere
el Señor, en su ciudad quedan sus servidores. Su heredero deja
todo como esta y empieza a vivir en su ciudadela. Cada nuevo
Señor de Chan-Chan debe conseguir nuevos tributos, pues todos los
del antiguo Señor, se los reparte su familia. No hereda nada, ni
siquiera el palacio o el templo y mucho menos los tributos de las
aldeas conquistadas en el pasado, por eso cada nuevo Señor
organiza campañas de conquista.
—Debemos preocuparnos —dije pensativa— intentará
conquistar poblaciones del sur. Por allá está nuestra Aldea.
La conversación se alargó alrededor de la hoguera, mientras
una luna inmensa terminó alumbrando todo el cielo.
Entré en la habitación y aunque tenía sueño no podía dormir.
Después de un rato, no recuerdo si mucho o poco, volví a salir al
patio y me sobrecogió sentir la paz de la ciudad, con muchísimos
habitantes. ¿Cuántos miles de personas duermen en este momento?
Solo algunos estarían despiertos: unos por el sobresalto de una
pesadilla, otros por insomnios ocasionales o preocupaciones. Pero la
inmensa mayoría: miles de cuerpos dormidos con las más diversas
posturas. Sin duda era una paz ficticia.
A la mañana siguiente, en compañía de Arumi, nos dirigimos a
la ciudadela del actual Señor de Chan-Chan, llegamos a la muralla y
la bordeamos hasta encontrar la puerta principal.

Desde lejos Arumi miró a los soldados de guardia, para ver si


conocía alguno, y podía facilitarnos la entrada.
—Estamos de suerte —exclamó Arumi— dos nos pueden
ayudar, los conozco; vosotros quedaros aquí, yo voy a hablar con
ellos.
Observamos a Arumi acercarse con paso firme, se sentó y
comenzó a conversar. Desde donde estábamos, medio disimulado
entre la gente, no les podíamos oír. Durante un rato largo los
contemplamos gesticulando entre risas y exclamaciones. De vez en
cuando otros soldados se unían al grupo, parecía como si Arumi se
hubiera olvidado de nosotros, el tiempo pasaba lentamente.
—¿No nos habrá traicionado? —susurró mi amiga Sanka— será
mejor que nos separemos.
—De ninguna manera —contesté— tenemos que confiar.
Cuando ya todos estábamos bastante intranquilos, vimos a
Arumi despidiéndose de los soldados chimúes y acercándose hacia
nosotros.
—Las cosas han ido muy bien —nos dijo como saludo— me ha
dicho que esta tarde será más fácil.
Sanka se le enfrentó:
—Nos hemos puesto muy nerviosos, yo he llegado a decir
asustada: nos está traicionando.
—Lo siento ¡no me conocéis en absoluto! Yo me he jugado la
vida en abundante ocasiones; para mí estas gentes, aunque
parezcan amigos, también son enemigos.
En ese momento, por la puerta principal, salió un grupo de
soldados, avanzando al ritmo de tambores y caracolas, entre ellos
en una litera venía un personaje ricamente engalanado.
—Es el Consejero principal del heredero —nos informó Arumi.
Los soldados empujaban y golpeaban a las gentes, que
recogían sus enseres a toda prisa, tratando de proteger sus pocas
posesiones. La multitud se arremolinaba entorpeciendo el paso,
llegando casi a paralizar la marcha de la pequeña comitiva.
Observamos al Consejero impacientándose y haciendo gestos
a los soldados, estos comenzaron a golpear con ensañamiento a
todo el mundo. Los niños corrían, las mujeres gritaban, pero nadie
escapaba, más bien se amontonaban defendiendo sus pertenencias.
En medio de la confusión, presencie como al resbalar, golpeada por
un soldado, una mujer se desplomó inconsciente. Me aproximé a su
cuerpo muy despacio, me arrodillé a su lado, pensé: ¿podré hacer
algo por ella?. Al mirar lo descubrí, una herida sangraba en su
cabeza, le habían aplastado la cara con un golpe de maza, estaba
muerta. Con sigilo nos fuimos retirando.
Por la tarde, regresamos a esa puerta de la ciudadela y se
volvieron a repetir los movimientos de Arumi, otra vez nos
quedamos esperando. Vimos cómo la gente se amontonaba, esta
vez cerca de la puerta. Ahora Arumi no tardó mucho en volver y
traernos noticias. Nos informó:
—Abrirán los portones a todos los ciudadanos. Habitualmente,
un día a la semana, hay un espectáculo sangriento en la plaza de la
ciudadela. En presencia del Señor y de la muchedumbre, el gran
Sacrificador, ejecutará a unos cuantos prisioneros, apresados en las
numerosas guerras con los habitantes del valle, continuamente
sublevado contra su autoridad.

Al traspasar la puerta, nos encontramos un pasadizo entre las


dos murallas, nos llevaba a la Plaza Ceremonial. El tumulto
avanzaba —en un triste silencio— hasta una plaza inmensa con los
muros decorados con múltiples relieves. Al fondo tres puertas daban
acceso al interior de la ciudadela, la zona reservada, a ella la
muchedumbre no podríamos entrar.
Arumi nos insistió:
—Id con tiento. No olvidéis a los soldados, nos observan
constantemente desde lo alto de las murallas.
En efecto, decenas de ellos armados con arcos y lanzas,
controlaban a la muchedumbre, en previsión de posibles tumultos.
Por una de las puertas entró un grupo de soldados: escoltan
las andas del Señor. Llegaron a una pequeña plataforma desde
donde podía divisar a la gran muchedumbre. Sobre la litera veía a
un anciano demacrado y ricamente vestido, parecía ausente y sin
ningún interés por nada. No tardó mucho en salir y situarse en otra
plataforma el Gran Sacrificador, una máscara horrorosa cubría su
rostro, en su mano derecha brillaba, a la luz del atardecer, el Tumi
Ceremonial.

Cuando llegó el Gran Sacrificador al centro de la plataforma,


cesó la música y con gran potencia para que todos se llenaran de
terror, vociferó:
—Señor de Chan-Chan, ante toda esta muchedumbre voy a
mostrar tu poder. Quien se oponga a tu autoridad, no puede vivir ni
un día más. Tú eres el todopoderoso, el Gran Señor de todas estas
Tierras.
En ese momento, rodeados de soldados y entre empellones,
avanzó un grupo de cinco prisioneros desnudos —eran hombres
jóvenes— se tambaleaba bajo los efectos de una potente droga, con
su voluntad y su fuerza, anuladas.
—Señor de Chan-Chan, estos miserables se han enfrentado a
tu ejército, han rechazado tu autoridad y por eso, en tu presencia
van a morir, dejando su energía para tus aguerridos soldados.
Cada uno trasladaba a su prisionero desnudo y atado por el
cuello. El Decapitador los recibía en el centro de la plaza, sobre un
pedestal de piedra. Le sajaba con el Tumi los brazos recogiendo la
sangre en la Copa ceremonial, de esa copa bebía, para apropiarse
de su energía, quien lo había capturado. Después le cortaba los
brazos por la marca y se los entregaba como trofeo al vencedor,
terminaba su agonía con un golpe seco, descoyuntando su cuello. La
cabeza sangrante se exhibía, en la plataforma central, hasta el
nuevo sacrificio.
La muchedumbre gritaba, algunos horrorizados, se cubrían el
rostro, otros sádicos ante el dolor ajeno sonreían, y aullaban de
placer.
Cuando todos fueron inmolados, el Señor de Chan-Chan se
retiró, acompañado por los soldados y la música. Había terminado el
espectáculo, y algunos soldados empezaron a expulsar —con las
lanzas— a la gente hacia el exterior de la Ciudadela, a través del
angosto pasillo por donde habíamos entrado.
Hábilmente, Arumi, nos fue llevando hacia la puerta por donde
desapareció el Señor. Avanzábamos por un pasillo decorado con
peces y figuras geométricas. Aquel pasadizo terminaba de improviso
en una gran plaza, donde la algarabía, se contraponía al dolor
presenciado, momentos antes en la Ceremonia. Quince o veinte
niños chimúes correteaban a la sombra de grandes árboles. Jugaban
con primorosas mariposas de oro, de apenas un milímetro de
espesor, lindos juguetes con alas de filigrana, a los que se podía —
por su levedad— lanzar al aire y ver revolotear alegremente
venciendo la gravedad, hasta caer en tierra. Un pequeño bosque
rodeaba el gran estanque de los Nenúfares, en las noches sin nubes,
sobre su superficie, se deslizaba majestuosa la luna.

Detrás de unos arbustos nos ocultamos.


De improviso, observamos como corría un joven, atosigado
por algunos soldados. Cuando casi llegaba a donde estábamos
nosotros, Arumi nos susurró:
—Corred. ! Nos van a descubrir¡! ¡Corred!
Nos apresuramos. El joven nos persiguió hasta alcanzarnos.
Juntos llegamos a la plaza ceremonial y ocultándonos entre los
últimos rezagados en la salida, admirando los maravillosos grabados
de las paredes. Con temor conseguimos salir de la ciudadela.
Dirigimos nuestros pasos a casa de Arumi, dando un gran
rodeo por las callejuelas, para despistar a los soldados, tal vez nos
estaban rastreando.
—¿Qué ha pasado en la ciudadela?— nos preguntó Wara
asustada al vernos dominados por el nerviosismo.
Cuando Arumi le puso al corriente de lo sucedido, ella afirmó
con determinación.
—Vámonos inmediatamente de aquí. Antes o después nos
encontrarán. Esto es muy peligroso.
—Mujer, no seas tan alarmista, los hemos despistado. Estoy
seguro, nadie nos ha seguido.
— De todos modos —le contestó— los soldados tienen medios
para saber lo sucedido y tú eres muy conocido.
Ninguno de nosotros abrió la boca ante esta situación
inesperada. No sería adecuado poner en riesgo, la seguridad de esa
familia, después de habernos acogido ¿Qué podíamos hacer?
Wara se enfrentó con el joven.
— ¿Y tú quién eres? No te conozco de nada.
— Yo soy de una aldea de la sierra y me hicieron prisionero.
Nos habíamos enfrentado a la autoridad de Chan-Chan y los
soldados chimúes arrasaron mi pueblo y apresaron a todos los
supervivientes de su ataque. Al llegar a la cárcel, cada soldado,
marcó con fuego el brazo de su prisionero y lo metió en la celda,
luego los irían eligiendo para el sacrificio. Yo llevo semanas
sobreviviendo a la elección, pero antes o después me elegirán para
el sacrificio. Y esta tarde —dominando mi pánico— he aprovechado
el cambio de guardia y en un descuido he huido. Cuando corría sin
saber por donde salir, les he visto, y al intuir vuestro propósito, he
pensado me podíais ayudar.
Wara recordó entristecida:
—Nuestra vida siempre ha sido terrorífica. Teníamos miedo
hasta de respirar, sometidos a los deseos sanguinarios de unos
Jefes; representaba a un dios perverso exigiendo víctimas humanas.
Cuántas veces me han obligado a asistir a la actuación del Gran
Sacrificador, segando la vida a cientos de hombres, jóvenes
prisioneros de sus interminables guerras. Yo recuerdo los alaridos
de dolor, muchas noches poblaban mis pesadillas infantiles. Cuando
ya medio me había olvidado, debía asistir a otra ceremonia
sangrienta, nos forzaba a presenciarlas cada cierto tiempo.
Con esta y otras conversaciones estábamos, cuando de pronto
numerosos soldados irrumpieron en el patio, nos rodearon y nos
fueron apresando a pesar de nuestra oposición. Uno se me
abalanzó, yo le golpeé con saña en el pecho y forcejeé para zafarme
de él.
—¡Quieta! – me gritó y con golpes— me derribó y me bloqueó
en el suelo con su peso.
Entre alaridos y carreras nos fueron apresando y atando a
todos, pero en medio del tumulto, el joven, atemorizado por su
anterior experiencia, logró salir del patio y escapar.
Rodeados de soldados, a los seis nos llevaron a la ciudadela. Al
llegar Arumi susurró:
—Esta no es la fortaleza del Señor, es la de su heredero.
Por las calles de la ciudadela se veía muy poca gente, estaba
todavía en construcción. Algunas murallas y casas se edificaban con
urgencia, al actual Señor parecía no quedarle mucho tiempo de
vida. La mazmorra estaba vacía. Era un agujero en el suelo de una
sala, nos metieron dentro y bloquearon el orificio con palos. Apenas
entraba unos rayos de luz, las antorchas de la sala de los
guardianes se colaba por las ranuras. Fruto de la tensión me dormí,
mi sueño fue una pesadilla: según recuerdo llegaba hacia el gran
Sacrificador y en medio de alaridos de dolor me desperté. Fue una
noche de sobresaltos.
Durante días, casi no nos dieron de comer, el calor agobiante
del medio día nos hacía delirar, Wara nos daba ánimos:
—Aunque la situación es difícil una y otra vez me viene a la
cabeza mi hijo. Si se entera de donde estamos, seguro vendrá a
librarnos.
—Por supuesto —afirmó su esposo Arumi— yo también lo
espero, además es una suerte estar en esta ciudadela, a medio
construir y con pocos soldados. Habrá cambio de Señor, el nuevo ya
está tomando posiciones, nosotros somos sus primeros prisioneros.
—¿Cómo puede su hijo ayudarnos? —pregunté ingenuamente.
—Tal vez no os hemos dicho —explicó Wara— pero nuestro
hijo es el jefe de una cuadrilla de opositores al poder de Chan-Chan.
Viven en la sierra, como lo hicimos nosotros en nuestra juventud,
defienden a las aldeas y se enfrentan a los soldados. Es una vida
dura y llena de contratiempos, sin embargo, no podemos soportar
tantas tropelías.
Una mañana, no recuerdo cuanto tiempo llevábamos
prisioneros, removieron las tablas de la puerta y se personó el
Consejero del futuro Señor.
—Os han cazado dentro de la ciudadela, en la zona prohibida.
Vuestra intención era secuestrar al hijo de un noble, tal vez para
canjearlos por prisioneros. ¿Formáis parte de los rebeldes?
Ante nuestro silencio, sus acompañantes nos golpearon y el
Consejero nos gritó:
—Estoy seguro. Sois de alguna cuadrilla de bandidos. Aunque
os escondáis en la sierra os iremos cazando como a vicuñas. A
vosotros ya os hemos atrapado.
No era verdad, pero no le quisimos decir nada y con esa idea
se marchó, después de amenazarnos con una muerte segura y
dolorosa.
El tiempo pasó lento entre el aburrimiento y la esperanza de
ser liberados. Nos íbamos consumiendo por la falta de sustento, no
todos los días nos lanzaban un cuenco con maíz o papas cocidas;
hasta —algunos días— se olvidaban de bajarnos el cántaro de agua.
Una noche, en el silencio de la madrugada, nos despertó un
susurro:
—¿Estáis ahí? ¿Cuántos sois? No hagáis ruido.
Aquello nos sobresaltó porque no habíamos oído ningún
bullicio, ¿Quién podría ser?
El rostro de Arumi se iluminó al escuchar la voz:
—Hijo, somos nosotros.
—Tranquilos, vamos a sacaros.
Entonces sentí como varios hombres forzaban la puerta de la
mazmorra hasta abrirla y —en medio de la oscuridad— fuimos
saliendo tambaleándonos: desnutridos y desorientados. Llevábamos
varias semanas sin respirar el aire puro ni ver la luz del sol. Aquellos
hombres y mujeres nos sostenían —casi en vilo— llevándonos por
varios pasillos y callejuelas hasta el exterior de la ciudadela,
sorteando los pequeños grupos de soldados que encontrábamos a
nuestro paso.
En toda la noche no paramos de andar —renqueando—
apoyándonos en su fuerza, hasta llegar al monte adonde
contemplamos, por primera vez, la ciudad de Chan-Chan.
Nos encaminaron hacia la cueva donde ellos, con frecuencia,
se refugiaban a recuperar fuerzas. Muy cerca de la cumbre, una
pared casi vertical se elevaba cortando el paso, con cuerdas se
subía, pues un poco más arriba, había una cueva invisible desde
abajo. En el llano un grupo de perros avisaban con sus gruñidos de
la presencia de extraños.
Nos ayudaron a encaramarnos y nos acomodaron. Después de
darnos comida y bebida, nos dejaron dormir: era lo más necesario.
Dormimos aquella noche y el día siguiente con su noche. De vez en
cuando, medio nos despertábamos y siempre había alguien
vigilando y ofreciéndonos comida y agua, para dejándonos seguir
durmiendo.
Después de tantas horas, cuando ya todos estábamos
despiertos y con el deseo de marchar, a nuestra Aldea. Arumi llegó
con su hijo para informarnos de lo sucedido:
—Cuando fuisteis apresados, un vecino llevó a la sierra la
noticia, pero a nosotros no nos llegó hasta hace una semana,
cuando volvimos de Cajamarca. Entonces bajamos a la ciudad y nos
encontramos con la noticia del fallecimiento del Señor, con todo lo
que significa de mudanza y ceremonias. El nuevo Señor debía
presenciar el enterramiento de su Padre, por eso nos resultó tan
fácil liberaros. Esa noche apenas había soldados en la Ciudadela del
heredero y en su mazmorra estabais cautivos, solamente
desarmamos a unos cuantos, y actuamos con sigilo.
Después de todo lo vivido, le dije a Sanka, Kachi y Chuwi con
decisión.
—Mañana nos volveremos a nuestra Aldea. Ya tenemos
suficiente información.
Nos despedimos de Arumi, Wara y dejamos a aquellos
guerreros jugándose la vida por contener las tropelías de los
gobernantes chimús. Y así terminó nuestra aventura en Chan-Chan.

12. A orillas del Virú, 1462: Nos enfrentamos a los


soldados.

Sanka (Mujer que expresa la palabra adecuada) Narradora.

Donde se narra la colaboración de algunos de la Aldea con los


insurgentes de Chan-Chan.

Cuando llegamos pusimos al corriente de nuestra aventura al


Consejo, no podíamos quitarnos de la cabeza la ideas de ser
buscados. El Consejero del nuevo Señor de Chan-Chan nos había
demostrado la capacidad de sus soldados para encontrar a los
rebeldes. A nosotros nos consideraba especialmente peligrosos, no
en balde fuimos los primeros prisioneros de su mazmorra. Habíamos
conseguido escapar, poniendo en ridículo sus medidas de seguridad.
En el Consejo nada se decidía, la MAMA-COYA Naira (Mujer de
ojos grandes) se debatía entre las posturas más temerosas: algunas
madres sugerían marcharnos más al sur, huir abandonando la orilla
del Virú. Otras querían enviar una delegación mostrando nuestro
sometimiento al nuevo Señor. Tampoco faltaban quienes pensaban
—como yo— que lo mejor sería unirnos a los rebeldes y participar
en sus luchas.
Aquella mañana en todos los corrillos se polemiza con estas
posturas. Las más combativas eran las jóvenes, su apuesta más
común, era unirse a los rebeldes, pues no podíamos aceptar su
dominio.
Había estado en Chan-Chan con Asiri (Mujer sonriente), la
encontré en su casa rodeada de toneles, con distintos colores, para
la tintura de los hilos y le pregunté sin rodeos:
—Debemos actuar ¿Asiri, cuento contigo para convencer a la
MAMA-COYA?
—Por supuesto –me contestó decidida— aunque muchas
madres se han dejado dominar por el miedo.
—Razón tienen, en nuestra Aldea nunca hemos tenido un
ejército, siempre vivimos en paz, pero hay momentos donde es
necesario actuar, aunque eso nos cause sufrimiento. ¡Cuantas veces
el mayor riesgo es no arriesgarse!.
Aquella tarde, Asiri y yo, nos reunimos en la cumbre del
Saraque. Entre los cultivos, el maíz cubría la mayoría de las
parcelas, tenía ya las hojas amarillentas, listo para la recogida.
Conversamos con Kusi (Mujer que tiene siempre suerte), la
heredera de la MAMA-COYA, una madre apenas unos años más
joven, las tres estábamos de acuerdo en actuar apoyando a los
rebeldes.
Desde donde nos encontrábamos, podíamos ver toda nuestra
Aldea, con el Templo que tanto nos había costado levantar, y los
grandes árboles bordeando el río Virú. Cuando llegamos, apenas era
un bosque sin nadie cultivándolo, y ahora, con nuestro trabajo, lo
habíamos convertido en un lugar habitable y lleno de encanto.
Solo con el apoyo del Consejo podríamos realizar aquella
misión. Fue una labor premiosa, a algunas madres no había modo
de convencerlas. Pasaron los meses sin tomar ninguna decisión.
Pero, con un creciente desasosiego, ante las noticias llegadas desde
Chan-Chan. Cada vez se afianza más el nuevo Señor y se
acrecentaba el terror entre las gentes, por el poder tomado por su
Consejero, así como su creciente control sobre el ejército.
Después de muchas deliberaciones y varios meses, el Consejo
mando a una cuadrilla de voluntarios para unirnos a los rebeldes. El
grupo estaría comandado por Kusi, en representación de su Madre,
y lo formaría un máximo de 50 personas, lógicamente no se podían
abandonar los trabajos de pesca ni la agricultura.
Fue muy fácil hacer el grupo y empezar el entrenamiento.
Un día nos pusimos en marcha, buscando a los rebeldes.
Seguimos la ruta de la montaña y encontramos la cueva donde nos
habíamos recuperado al salir de la cárcel de Chan-Chan. Pero esta
vez estaba casi vacía, solamente había algunos ancianos, entre ellos
descubrimos con alegría a Arumi y Wara y unos niños. Wara nos
informa:
—Los demás están en una batalla en los alrededores de Chan-
Chan, aunque en unos días volverán. Acá los podéis esperar.
Comenzaron unos días de adiestramiento, aquellos ancianos
llevaban muchos años de lucha y vieron con celeridad, nuestra
buena voluntad y la falta de experiencia, éramos unos novatos. Se
nos acercó uno de ellos: una mujer muy animosa, aunque cargada
de años, ella nos tomó a las mujeres bajo su mando, nos reunió y
nos arengó:
—Lo más importante es ser resistentes en la carrera, no solo
para huir, sino para poder arremeter con rapidez en varios sitios y
así hacerles creer que somos más. Por eso vais a subir y bajar hasta
la cumbre de aquella colina, sentiréis como cada vez lo hacéis con
más rapidez. Ha de resultaros similar: andar paseando o correr
huyendo del enemigo o buscarlo por los bosques para derrotarlo.
De esta manera fue como emprendimos aquellos ejercicios
agotadores, a los pocos días, nos fueron resultando más asequibles.
Teníamos todo el cuerpo dolorido, las piernas y brazos llenos de
raspones y heridas, eran frecuentes los resbalones y las caídas
rodando pendiente abajo. Cada día lo terminamos rivalizando entre
nosotros, con lanzas, palos y mazas.
Una tarde llegó Illampu (El más fuerte), el hijo de Wara y
Arumi con su gente, era bajo y moreno, con el cuerpo recio y sin
grasa, los hombros musculosos y las piernas cortas y ligeramente
arqueadas. Nos contaron sus últimas acciones y aceptaron nuestra
ayuda, se les veía cansados y muchos de ellos magullados. Con
pena recordaban a los muertos y los apresados por los enemigos.
Después de casi una semana descansando, mientras nosotros
seguimos con nuestro entrenamiento, Illampu nos reunió a todos y
nos pidió que le acompañásemos en una acción. Formábamos un
grupo de unas ochenta personas, nos dirigimos hacia el río Moche.
Me atemorizaba y a la vez me excitaba, la continua
incertidumbre. Ahora cada día era cada día. No era como en la
Aldea, donde cada día era igual al pasado y al siguiente: trabajo por
la mañana, reunión en el río al atardecer, y así luna tras luna.
Anochecía y desde una colina descubrimos al ejército enemigo.
Estaban acampados junto al río.
Illampu nos dividió en tres grupos para acercarnos por varios
sitios, y esperar hasta escuchar su orden de actuar. Casi toda la
noche estuvimos esperando su señal. La pendiente era muy
pronunciada, era necesario bajar en zigzag para no despeñarse.
Sigilosos y ocultos por la niebla de la amanecida nos acercamos a la
orilla de río. Al otro lado se extendía el emplazamiento enemigo, en
algunas fogatas todavía humeaban las últimas brasas cubiertas de
ceniza. El río serpenteaba y una frondosa vegetación casi ocultaba
el campamento.
Mientras todos esperábamos en tensión, me acerque —en
silencio— a Kusi y le susurré:
—En la batalla debemos estar siempre juntas. Kusi, por favor,
no me pierdas de vista ni tampoco a Asiri.
—De acuerdo, Sanka —me contestó— Así nos podremos
defender mejor.
Pero, como muy pronto descubrimos, no era tan fácil sobre
todo cuando nos tocaba huir. En esta ocasión se trataba, en
principio, solo de hostigar a los enemigos.
Acercándonos lo más posible al campamento, cada grupo
sigilosamente ocupaba su lugar. Agudice el oído en espera de la
señal, nada más escuchaba el canto de los pájaros y el suave
susurro del viento entre los árboles. De improviso escuché la señal
convenida y comenzamos a lanzar piedras y a gritar con todas
nuestras fuerzas. Con celeridad reaccionaron los soldados, entre el
follaje y los algarrobos floridos, no tardaron en aparecer varios, en
un instante terminaron cercando a nuestro grupo. Lo reconozco, en
ese momento sentí pánico y corrí sin sentido ni dirección, sin
embargo, al poco reaccioné y volví. Acudí al lado de Kusi cuando
uno de los soldados, musculoso y de piel morena, la tenía cogida
por el brazo. Ella lo golpeaba repetidamente y furiosa con la otra
mano. Él alargó el brazo y la golpeó con fuerza en la mejilla. Kusi
lanzó un grito de dolor y empezó a patearlo con ambas piernas, una
de sus patadas le golpeó en la rodilla. El soldado chilló y se apartó
arrodillándose, pero otro agarró con fuerza a Kusi antes de que
pudiera zafarse. Una singular expresión, mezcla de rabia y dolor
desfiguraba el rostro de Kusi. Por sorpresa ataqué, golpeando con la
maza, al que la retenía, fue un movimiento decisivo pues se volvió
soltándola y las dos aprovechamos para huir precipitadamente.
Oímos gritos a nuestro alrededor y vimos carreras y golpes
entre los arbustos. No podía dejar de oír la furia vibrante de los
tambores, los aullidos de guerra lanzados por los soldados. Mi
corazón se comprimió, no obstante corrimos con determinación
pendiente arriba. Yo subía alerta, detrás de Kusi, atenta en aquel
terreno desconocido, lleno de hierbas medio marchitas, escondidas
entre las piedras sueltas, a veces eran matorrales más grandes y lo
ocultaban todo haciendo más difícil el ascenso. De repente nos
percatamos, a unos cincuenta metros —ladera abajo— nos
acosaban una cuadrilla de soldados. Kusi me gritó:
—Sanka, corre hacia la cumbre.
A trompicones nosotros corrimos, los soldados se lanzaron en
nuestra persecución con gritos amenazadores. No había caminos,
pero si lugares más fáciles, de vez en cuando, avanzamos con más
celeridad. La ventaja se fue disminuyendo, uno de los soldados
corrió con más ligereza o determinación y casi nos alcanzó, sin
embargo, se había quedado aislado, subía a cuatro patas,
resbalando en el terreno pedregoso. Cuando llegamos a la cúspide,
le lanzamos piedras para detener su avance, se refugió tras una
roca de nuestra furia, y allí le dejamos.
En la cumbre nos encontramos con los acantilados, miré hacia
abajo, en aquel punto no era muy profundo pero sí un camino
demasiado abrupto. Sentí que perdía el equilibrio, y rápidamente di
un paso atrás. Por allí no podíamos bajar. Corrimos bordeando el
precipicio, hasta encontrar un lugar por donde descender, era una
pendiente muy peligrosa, sin embargo, era la única opción. Yo iba
sin aliento con todo el cuerpo dolorido a causa del esfuerzo. Desde
la altura nos llegaban los gritos de los soldados, que se reagrupaban
mientras nosotros corríamos, por la otra ladera del monte, y nos
ocultamos entre los árboles, fue solo una pausa, sin embargo, nos
permitió sosegar la respiración, al instante nos pusimos de nuevo en
marcha, debíamos proseguir en nuestra huida.
Durante toda la tarde los rebeldes nos fuimos reagrupando,
por el valle nos dirigimos hacia la cabecera del río, era nuestro lugar
de reunión. Cada uno contaba sus vivencias. En una de las paradas,
me tumbé en la ribera de río, metiendo las piernas en el agua: una
oleada de calambres recorrió todo mi cuerpo. Tenía hinchada una
rodilla, al enfriarse se puso rígida, exacerbando más el dolor. Pero el
descanso terminó cuando Kusi nos mandó continuar.
—Sanka, ponte de nuevo en marcha, nos queda mucho trecho
hasta llegar a nuestro punto de reunión.
Ya nos esperaban. La pequeña fogata se estaba apagando,
persistía el olor de la madera al quemarse, en medio del perfume
penetrante de la hierba y las flores.

Alimentamos la fogata y nos fuimos recostando, para comer.


Aquella fue una noche extraña, nosotros habíamos experimentado
un gran fracaso, no logramos nada, solo correr, huir una y otra vez;
en cambio, para Illampu y su gente, no haber tenido víctimas ni
heridos era todo un éxito. Tendríamos que acostumbrarnos: ese era
el modo de enfrentarnos a los soldados.
—Aunque no lo creáis —nos explicó Illampu— hoy hemos
conseguido desbaratar y retrasar sus planes. Si no hubiéramos
atacado en estos momentos, los soldados chimúes habrían
conquistado y asolado una aldea más, causando muertes y
prisioneros. Es lo más que podemos hacer. Si mañana los volvemos
a atacar, conseguiremos retrasar —una vez más— su avance.
Después, cuando lo pensamos, claramente debíamos darle la
razón, eran demasiados. Nosotros no podíamos detenerlos.
Únicamente demorar su avance conquistador.
Pero lo peor estaba por llegar, así un día, nuestra actuación
tuvo consecuencias mucho más trágicas.
En un encuentro sufrimos gran cantidad de pérdidas, todo un
grupo fue masacrado, al verse sorprendidos por los soldados,
actuaron con decisión y los rodearon, entre ellos había varios de
nuestra Aldea, estas bajas no lograron amedrentarnos, aunque nos
embargaron de dolor.
De vez en cuando, gentes huidas de los pueblos conquistados,
llegaban y se unían a nosotros. Pero siempre, éramos muy pocos,
para enfrentarnos a tan numeroso ejército.
A lo largo de los meses continuamos hostigando al enemigo.
En una ocasión, las cosas se torcieron, llevábamos varias
horas caminando, Illampu se detuvo y se agachó, girando la cabeza
de un lado al otro. Todos nos paramos y esperamos en silencio.
Descubrí a los soldados avanzar y desaparecer entre los
árboles del bosque, desde donde yo estaba junto a Kusi, no podía
observar todos sus movimientos, pensaba que se iban alejando y
cuál fue nuestra sorpresa al oír sus gritos y notar que nos habían
rodeado.
—¿Me acompañas? —pregunté impaciente a Kusi.
—Por supuesto Sanka, en ningún momento pensaba dejarte
sola —me replicó Kusi.
Reaccionamos con rapidez, cada uno buscando la escapatoria,
llenos de pánico, éramos seis y ellos unos cuarenta, ¿Qué podíamos
hacer?, correr. Tropecé con una piedra y bajé rodando, varios
metros más abajo, conseguí levantarme y continuar renqueando.
Una roca había golpeado mi cabeza y la herida goteaba sangre, con
miedo y dolor seguí corriendo, de pronto lo descubrí: estaba sola
¿Dónde está Kusi? No la veía por ninguna parte, recordé la promesa
y corrí buscándola entre las rocas y los matorrales. El brazo derecho
me escocía y la cabeza sangraba, me acurruqué al amparo de una
roca. Seguía oyendo los gritos de dolor. No me podía mover. Cerca
pasaron a la carrera varios soldados. Poco a poco se fue haciendo el
silencio en la ladera de la montaña. Sonó la caracola convocando a
los soldados.
Tal vez perdí el conocimiento, porque era noche cerrada
cuando volví a abrir los ojos, seguía sin fuerzas, apenas me podía
mover, la herida de la cabeza ya no sangraba, pero sentía una sed
terrible. Volví a desmayarme, la luz del amanecer se extendió por la
ladera. Las cosas ahora las contemplaba claramente, me había
parecido entrever a unos metros: un cuerpo tendido; efectivamente
era el cuerpo de Kusi, aún respiraba. Me fui acercando con esfuerzo,
arrastrándome entre la maleza. Un golpe había destrozado su cara,
una flecha atravesaba su pierna derecha. No pude reprimir el llanto,
y más cuando me levanté y contemplé a mi alrededor las
consecuencias de la batalla. Solamente Kusi y yo habíamos
sobrevivido. Varios cadáveres se desparramaban por la ladera,
entre ellos descubrí al marido de Kusi, pero de mi marido no había
ni rastro, el silencio era absoluto.
La sed me siguió atormentando, a unos metros me llamaba la
pequeña cascada de un arroyo, con decisión arrastré a Kusi
sollozando de dolor.
—Kusi tranquila, no te muevas mucho —la acallé entre
lamentos.
Recosté a Kusi en la ribera, dentro del agua, el frescor me fue
serenando. Kusi recuperó la conciencia entre lamentos, la saque del
río, le quite con cuidado la flecha y le taponó la herida con un jirón
de su túnica. Allí seguimos, las dos tumbadas semi inconscientes.
Al rato empecé a tener una idea fija:
Volver a nuestra Aldea. Partir sin más dilaciones.
Después de algunos días caminando en ese rumbo, habíamos
agotado las últimas fuerzas. Un día al anochecer empezamos a
sentir como el aire se estaba cargando de humo, un penetrante olor
a madera quemada llenaba el ambiente. Vimos un fuego inmenso
cubriendo toda la montaña y avanzaba empujado por el viento. El
calor se extendía por el aire, un sinfín de partículas incandescentes
se esparcían por todas partes, el furioso chisporroteo de las llamas
se elevaban hacia el cielo. Quedamos sobrecogidas al observar a un
jaguar con sus cachorros, corriendo atemorizados cerca de
nosotras.
—Kusi —susurré a su oído— debemos seguir al jaguar, ella
sabe por dónde huir del fuego, mejor que nosotras.

Con gran esfuerzo nos pusimos a caminar, oleadas de aire


cálido nos envolvían, a mucha velocidad el fuego avanzaba, con un
poder aterrador. Las fragancias de los matorrales quemados
impregnaban el aire.
Llegamos a un río, el agua estaba muy fría, nos sumergimos y
tiritando nadamos a la otra orilla, era una pequeña playa de arena y
allí caímos rendidas.
La noche fue avanzando, el fuego se detuvo al otro lado del
río, algunas chispas saltaban empujadas por el viento, pero se
apagaban al caer en el agua. Poco a poco se fue consumiendo la
vegetación de toda la ladera, las brasas brillaban como diminutos
soles. Grandes árboles se desplomaron, lanzando infinidad de
brasas al aire, arrollando en su caída las ramas de otros árboles que
también se iluminaban en grandiosas llamaradas. En medio del
ruido infernal grandes rocas explotaban, esparciendo multitud de
piedras recalentadas. Hasta las orillas del río llegaban cientos de
animales huyendo. El humo nos envolvía y secó rápidamente
nuestras túnicas.
Cuando al día siguiente, empezó a clarear la mañana, al otro
lado del río todo estaba carbonizado y el agua arrastraba animales
muertos. En la arena de la playa, algunos se paraban medio
calcinados y era nuestra oportunidad para saciar el hambre, ya
estaban asados.
Pero no podíamos quedarnos allí. Seguimos en ruta, rumbo a
nuestra Aldea, donde nos encontramos con algunos huidos de
aquella batalla, llegaron antes que nosotras, con alegría abrazamos
a Asiri y los demás supervivientes.

13. A orillas del Virú, 1470: Los soldados de Chan-Chan en


nuestra Aldea.

Asiri: (Mujer sonriente). Narradora.

En el que se refieren los tristes acontecimientos vividos en la Aldea,


cuando fue asolada por las huestes del Señor de Chan-Chan.
Después de cuatro días caminando nos llenamos de alegría al
ver, a lo lejos: nuestro Templo, nuestro río Virú, nuestras familias.
Aceleramos el paso cruzamos las cascadas y nos dirigimos a través
del bosque de algarrobo hacia la Aldea, éramos un pequeño grupo,
apenas me acompañaban un hombre y dos mujeres de todos los
que marchamos.
Al alcanzar a las primeras chozas, nos salieron al encuentro
unas madres, desde el Saraque nos habían observado llegar. Se
divulgó la noticia y empezaron a acudir las demás para abrazarnos.
Nos dirigimos a la Kala, allí se fueron reuniendo todas las madres,
con algunas acudió la MAMA-COYA Naira, me sorprendió verla tan
mayor, los últimos años habían sido para ella de gran sufrimiento, y
ya era un pálido reflejo de la mujer vibrante y valerosa conocida.
Llorosa nos abrazó.
Con dolor, les comunicamos:
—Somos los únicos supervivientes de aquel grupo de
voluntarios, como recordáis hace varios años salimos dispuesto a
proteger a nuestra Aldea. A casi todos los hemos visto fallecer,
heroicamente, frente a los soldados de Chan-Chan, en tantas
batallas, de otros no sabemos nada.
Durante semanas, fuimos poniendo al corriente de muchos
detalles de nuestra funesta correría. En varias casas hubo disgusto y
amargura, al recordar a madres y padres muertos en las batallas; el
desaliento se instaló en nuestros corazones. Aquellas madres
opuestas a la aventura, se llenaron de razones.
De pronto nos sobresaltó la llegada Kusi y Sanka, venían muy
malheridas, por suerte —vivas— se acrecentó la esperanza: algunos
podrían volver todavía. Pero el tiempo pasó sin nuevas alegrías.
Siempre me había deleitado acompañar a la MAMA-COYA Naira
en sus paseos por la Aldea, con frecuencia caminábamos hasta el
río. Ahora era una anciana, todos la consideramos, llena de
sabiduría y prudencia. En una ocasión me abrió su corazón,
sentadas contemplando nuestro río:
—Asiri, conforme pasa el tiempo, cada vez me descubro más
ignorante. A lo largo de mi vida he aprendido de tantas personas y
circunstancias, ahora hasta me enseñan los niños. Los veo jugar, les
escucho sus preguntas, con frecuencia, no encuentro respuestas.
Sorprendo sus ojos hipnotizados por el asombro, siguiendo el vuelo
de una mariposa. Los habrás observado, con el pelo mojado se me
acercan, les hago la trenza y su alegría cuando les pongo, alguna de
mis cintas, en su cabeza.
Me miró y en silencio, me abrazó. Fue un momento mágico.
Un atardecer, varios Killa hunta (Plenilunios) después, algo
completamente distinto a esos paseos tan agradables, estaba a
punto de presentarse. Observamos en la ladera, al otro lado del río,
pequeños grupos de extraños se iban instalando, formando
campamentos. Encendiendo hogueras, poco a poco, iluminaban toda
la ladera como pequeños puntos de luz. Nuevas amenazas se
cernían sobre nosotros.
En la Aldea cundió el pánico, el viento traía clamores de
tambores y alaridos. Pronto tomamos conciencia de la trágica
realidad:
Eran soldados de Chan-Chan, la MAMA-COYA envío a algunos
jóvenes a la Aldea del Mar, llevando el aviso: todos los padres
debían acudir con rapidez. Y también convocó al Consejo. Las
madres asistimos presurosas. Kusi y yo acercamos, casi en
volandas, a la MAMA-COYA hasta el Templo.
—Todos estamos viendo —tomó la palabra Kusi— el peligro se
nos anuncia inminente. Durante un tiempo se irán concentrando,
reagrupando sus fuerzas. Mañana muy probable, se acercarán a la
Aldea para informarnos de sus intenciones.
—Nunca han venido tantos soldados —evocó la MAMA-COYA,
rememorando antiguas incursiones— como en otras ocasiones
espero, solo nos exijan lo de siempre.
—Hay un nuevo Señor en Chan-Chan —tomó la palabra Kusi—
eso significa mayores exigencias pues los tributos antiguos son de
los familiares de su padre. Nos pedirá mucho más.
—Se me ocurre —insinué yo— podríamos aprovechar esta
noche, para sacar de la Aldea algunos alimentos y llevarlos a la
cima del Saraque o si cabe más lejos, antes de su llegada.
—Asiri me parece muy bien esa idea —me respaldó Kusi con
osadía— yo podría formar un grupo y encaminarnos, con todo lo que
podamos, hasta la Laguna de los Patos, allí esperaríamos la marcha
de los invasores.

El Consejo se dividió en multitud de opiniones, hasta que la


MAMA-COYA determinó con firmeza.
—Estoy de acuerdo con Kusi. Organiza la partida, sin perder
más tiempo.
Kusi me pidió:
—Asiri, quédate para proteger a mi madre, conoces como
actúan los de Chan-Chan.
Reunió un pequeño grupo de madres y padres junto Sanka y
fueron al almacén de alimentos y equiparon a las llamas con bolsas
de maíz, papas, ají, y carne seca de cuy, llama y cañanes. Entre lo
cargado en las llamas y lo que cada uno portaba sobre la cabeza,
consiguieron reunir una gran cantidad de alimentos. Con celeridad y
sigilo se pusieron en marcha, y se alejaron por el camino de la
Cueva de los Muertos, bordeando el cerro Saraque se adentraron en
el desierto.
Al día siguiente, a media mañana, un murmullo de voces, se
puso en marcha y descendió por la ladera y se acercaron a la Aldea
por el camino de las Cascadas. El grupo de soldados, lucía sus
mejores pertrechos, rodeando al Representante del Señor. El
General de aquel ejército, avanzaba majestuosamente sentado, en
la litera portada por ocho forzudos. Una gruesa cadena de oro
adornaba su cuello, simbolizando su poder.
Ante el revuelo de la comitiva, acompañada por el ruido de
tambores y caracolas, todos los de la Aldea nos dirigimos hacia el
Templo. Yo escolté a la MAMA-COYA vestida con los atributos de su
poder, se acomodó junto a la Kala, todos la rodeaban tratando de
disimular el miedo paralizante.
La comitiva llegó hasta la base del templo, por la escalera
subió la parihuela, rodeada de los guerreros más fieros. A unos
metros de la MAMA-COYA, el General detuvo a los porteadores, se
puso de pie y gritó:
—¿Quién es la máxima autoridad de esta aldea?
—Yo soy —afirmó con decisión la MAMA-COYA Naira,
poniéndose en pie— muchas veces hemos recibido al representante
del Señor de Chan-Chan.

—Yo soy el representante del Gran Señor de Chan-Chan y


vengo con una encomienda muy clara: recaudar los tributos de esta
Aldea. El Gran Señor os exige la mitad de todas vuestras cosechas
de bienes.
—No me parece justo —exclamó la MAMA-COYA, alarmada con
esa exigencia— durante mucho tiempo el tributo era un tercio, para
nosotros es un gran sacrificio, pero lo aceptamos así mantenemos la
paz. Ahora nos pides más, es un atropello pues condenará a nuestro
pueblo, a un tiempo de hambre, hasta que recojamos la próxima
recolección.
Ante estas palabras, el General golpeó con su vara la litera, los
porteadores la bajaron al suelo, él saltó y avanzó hasta la MAMA-
COYA.
—La justicia soy yo —gritó, golpeado en la cabeza a nuestra
MAMA-COYA— me vais a obedecer sin rechistar.
A todos nos amedrentó ese movimiento tan rápido y colérico, y
más al ver la saña usada contra nuestra MAMA-COYA, la vimos caer
al suelo con la cabeza ensangrentada.
Los soldados chimúes comenzaron a golpearnos, haciendo
espacio a su Jefe, yo me abalancé hacia la MAMA-COYA para
protegerla, no fui la única y entre todas la rodeamos. Cuando
levanté la vista, mis ojos observaron los rostros atónitos de las
Madres, adiviné en todas ellas un ramalazo de angustia y rabia:
¿Quién puede tratar así a nuestra MAMA-COYA? Todos la
respetamos y tanto debemos. Era la única MAMA-COYA que
habíamos conocido a lo largo de nuestra vida y no solo la honramos,
también la apreciamos como a nuestra madre.

Aquel General volvió a sus soldados. Era un momento tenso y


señalando con el dedo a dos de sus oficiales, le mandó a gritos:
—Tú y tú: llevaros a vuestra gente al almacén de alimentos y
tomad todo lo que encontréis. Esta Aldea nunca nos olvidará, ha de
saber para siempre algo fundamental: no pueden discutir los deseos
del gran Señor. Los demás —continuó resolviendo— haced lo mismo
en todas las casas.
Nuestra MAMA-COYA, estaba inconsciente, apenas mantenía
un hilo de vida, la llevamos a su casa, la edad la había consumido e
iba casi agonizante, no pesa nada en nuestros brazos. Con
delicadeza la tendimos en su cama: un montón de esteras y cojines.
Se quedaron con ella sus hijos y las Madres de más edad.
Toda la Aldea se llenó de gritos y carreras, grupos de soldados
bajaban de la ladera del monte, cruzaban el Virú y sembraron el
pánico en nuestros corazones.
El General se retiró a su campamento y dejó a sus
subordinados organizando el saqueo. Cuando una familia se resistía
defendiendo su casa, no tenían ningún reparo en incendiarla.
Tirando unas teas ardiendo al techo y disfrutando con la visión, las
brasas cayendo del techo, iluminando la habitación y llenándola de
humo. Esperaban hasta ver escapar atemorizados a los escondidos,
entonces los recibían con bastonazos y pedradas. Asolaron el
pueblo, cabaña a cabaña, incendiándolo todo. Ante nuestros ojos
desaparecía, lo que nos había costado, años y esfuerzo construir
aquel paraíso.
Unos jóvenes entraron en el corral de las llamas y guanacos y
abrieron las puertas. Desde dentro las azuzaba —con gritos—
provocando su huida. Cuando unos soldados se percataron y
corrieron hasta ellos, entre golpes algunos quedaron en el suelo con
graves heridas, pero la mayoría escaparon corriendo Saraque
arriba, rumbo a la Laguna de los Patos.
La Aldea se iluminó aquella noche con multitud de incendios y
gritos de desesperación, durante horas todo era confuso y caótico.
Los soldados arrasaron la Aldea, arruinaron el Templo, derribaron la
Kala, violaron a las madres que se resistieron, aplastaron la cabeza
de cuantos encontraron a su paso: niños y mayores. Al avanzar la
noche empezaron a abandonar la Aldea dejando tras de sí una
estela de destrucción y miedo.
Después de haber intentado proteger a mis hijos, volví a la
casa de la MAMA-COYA, me sorprendió el silencio dolorido de las
madres más cercanas.
—Asiri —me sugiere una de ellas— la MAMA-COYA está muy
mal, se muere, desea hablar con su hija, ¿Tú puedes ir a traerla?
Todas lo sabemos: Kusi vendrá cuando los de Chan-Chan se
hayan marchado, pero para entonces tal vez la MAMA-COYA habría
muerto.
—De acuerdo. Inmediatamente salgo con mi hija mayor —le
dije con pesar— tal vez mañana pueda volver con Kusi.
Corrí a mi casa, esquivando en el camino a pequeños grupos
de soldados, todavía se emborrachaban por las calles de la Aldea.
Encontré a una de mis amigas tumbada en el suelo ensangrentada y
muerta, eso a mí no me debía ocurrir. No me iba a suceder. Mi casa,
como casi todas, estaba carbonizada, aunque mis hijos apagaron el
fuego, el techo —de ramas y carrizo— había caído sobre los pocos
objetos del dormitorio y la cocina, mucho peor estaba el taller. Las
telas todavía ardían con humo negro y nauseabundo.
—Todos os quedaréis aquí —les comuniqué al llegar— menos
Sami, ella vendrá conmigo a buscar a Kusi.
—Pero mamá— protesta mi hijo mayor — ¿Por qué no voy yo
contigo?
—Porque has de proteger a tus hermanos, además te quedas
con la misión de traer agua para acabar con el fuego del taller.
Sami, mira si hay algo de agua y si no ve al río, mientras yo busco
qué nos llevamos para comer durante el viaje.
No tardamos mucho en ponernos en camino rumbo a la
Laguna de los Patos.
Era una noche luminosa llena de estrellas, la luna casi llena
nos acompañaba, en nuestra carrera, iluminando el camino. De vez
en cuando Sami me hacía preguntas, sin dejar de caminar deprisa:
—¿Kusi será una buena MAMA-COYA?
—Mamá ¿llegaremos a tiempo para que Kusi hable con su
madre?
—¿Cómo vamos a recuperarnos de la catástrofe, todo está
quemado y deteriorado?
—Algunas madres hablan de abandonar la Aldea ¿Tú qué
piensas?
Yo no tenía ninguna respuesta, en verdad me hacía las mismas
preguntas, pero intenté tranquilizarla.
Desde muchos años atrás no iba por la laguna de los Patos, en
una ocasión hice el camino con un grupo de jóvenes y nos habíamos
entretenido con juegos y conversaciones. Recuerdo la primera vez:
fue unos días antes de mi elección de marido, el elegido venía en el
grupo y tuvimos muchas ocasiones de hablar, llegó a ser el padre de
mis hijos y ahora está muerto, mi añorado Kachi.
Todavía falta bastante tiempo para el amanecer, por la
posición de la luna, sería entre las cuatro y las cinco de la
madrugada, cuando desde un cerro vislumbramos la hondonada
donde estaba la Laguna.
La Laguna de los Patos era un estanque natural, a una jornada
de marcha desde la Aldea, rodeada de vegetación en medio del
desierto, el agua manaba del fondo, muchas aves se concentraban
para beber en medio de la algarabía. A esa Laguna acudimos —de
vez en cuando— nosotros para cazar, pues otros muchos animales
se congregan, sobre todo al atardecer.
Conforme nos acercábamos, el humo de una hoguera se
elevaba entre los árboles de la ribera, en medio del silencio de la
noche.
Al llegar, tanto Sami como yo, jadeábamos por el esfuerzo de
la última carrera, y alzamos la voz gritando:
Somos Asiri y Sami. ¿Buscamos a Kusi?
A nuestros gritos, se levantaron alarmados, ni siquiera tenían
a alguien de guardia, todos se habían dormido. Nos sentamos junto
a la fogata, el aire era fresco en el amanecer. Les contamos lo
sucedido en la Aldea, ellos bastante sabían, por quienes acudieron a
lo largo del día anterior, pero se llenaron de tristeza cuando les
hable de la MAMA-COYA.
—Kusi, en la Aldea te esperan cuanto antes — le informé con
pesadumbre— Allí te necesitamos.
—No podemos regresar —replicó Kusi— todavía no se han
marchado los soldados. ¿No es peligroso volver?
—No hay problema. Yo te acompañaré, para eso he venido —
Afirmé con decisión— Mi hija se quedará ayudando aquí.
Preparamos la partida y antes de una hora, ya estábamos en
camino. El sol empezó a calentar, durante el recorrido nuestras
conversaciones giró en torno al futuro. Yo tenía claro y así se lo hice
ver: tal vez cuando lleguemos, su madre ya estaría muerta, yo la
había dejado casi agonizando, ella sería la nueva MAMA-COYA. En el
rostro de Kusi yo advertía como, a pesar de mis palabras, no
aceptaba la muerte inminente de su madre.
—Cuando la dejé —insistía con incredulidad— estaba muy
anciana y decaída, pero, de ahí a muerta, hay una gran distancia.
Ser la nueva MAMA-COYA no le preocupaba, desde hacía
mucho tiempo lo sabía, en cambio, le costaba aceptar la muerte de
su madre.
Nuestro caminar aquella mañana, fue más lento, el sol
calentaba la arena, disipando el frescor del rocío y convirtiéndolo en
un vaho agobiante. No había sombras, entre las dunas apenas había
pequeños matorrales, bajo ellos se escondían algunos reptiles
huyendo de nuestra vista, eran junto a los insectos, los únicos
indicios de vida visible.
Después de un día caminando llegamos. Desde el cerro
Saraque la visión era terrorífica, la Aldea se veía llena de cadáveres
y ruinas calcinadas. El silencio envolvía las calles, el humo todavía
se elevaba de algunas casas y almacenes. Corrimos Saraque abajo,
rodeamos el Templo hasta la casa de la MAMA-COYA, nos recibieron
en la puerta varias madres, inmediatamente entramos a la casa.
Hacía demasiado calor en la habitación, por el bochorno del
atardecer. Kusi se arrodilló junto a su madre, llevaba un rato
inconsciente, pero nada más cogerle la mano, la MAMA-COYA Naira
abrió los ojos susurrando:
—Kusi, mi tiempo se ha consumido, ahora tú has de ponerte al
frente de nuestro pueblo. Mi dolor es dejarte la Aldea así, destruida
y sin alimentos.
—No te esfuerces más madre, tendremos ocasión para hablar
más adelante.
—Kusi no hay tiempo. Yo confío en ti y todo nuestro pueblo te
seguirán, has demostrado inteligencia y valentía. Has de reconstruir
la Aldea de nuevo, se ha perdido mucho, sin embargo, no podemos
abandonar, el río Virú es nuestro hogar.
En ese momento cerró los ojos y vimos cómo serenamente,
sin ninguna muestra de dolor, dejó de respirar.
Kusi se quedó paralizada mirándola, pero una de las madres
ancianas se le acercó levantándola. Cuando Kusi, con los ojos llenos
de lágrimas, se giró hacia nosotros, sentí que ya era nuestra nueva
MAMA-COYA.
En medio de la tragedia debíamos sacar fuerzas para honrar a
la MAMA-COYA Naira. Ella se lo merecía.
Kusi nos puso en marcha, envió a una madre a la Cueva de los
Muertos, allá una madre estaba vigilado, le informó de la muerte de
la MAMA-COYA y la envió a la Laguna de los Patos para anunciar y
traer a los desplazados con los alimentos.
A la mañana siguiente, con todos los supervivientes de la
Aldea, realizamos los rituales para el entierro, por nuestra situación
nos vimos obligados a improvisar algunas cosas. Los hombres
prepararon rápidamente la caja de madera, les hubiera encantado
hacerla más digna. Los soldados habían robado hasta algunos de
sus objetos ceremoniales, su casa también fue saqueada, no le
pudimos poner sus collares ni su corona de oro pues habían
desaparecido.
Al final colocamos la caja junto a su hoguera y levantamos de
nuevo su Kala, y según nuestra usanza se preparó su cuerpo y se le
envolvió en el lienzo de su vida, en él varias madres bordaron los
últimos hechos y el modo cruento de su muerte. Lo tapiamos todo,
adornando las paredes con relieves.

Nada más terminar el entierro de la MAMA-COYA Naira, se


puso en marcha la caravana rumbo a la Cueva de los Muertos con
todos los fallecidos estos días. Casi todas las familias tenían algún
muerto, en total eran cuarenta y siete, había niños y ancianos pero
también algunas madres y padres. Las familias acompañaban, con
cantos y danzas, a los muertos; el calor era agobiante, un concierto
de chicharras llenaba el aire con un cántico triste y monótono. Cada
parentela llegaba con los suyos y después de depositarlos en la
Cueva, se quedaban en la puerta para acompañar a los demás.
Todos acabaron con una danza de despedida, terminada por los
gritos de bienvenida, pues nosotros abandonamos esta vida con
tristeza, pero saludamos con alegría la nueva vida, la inaugurada
por los que nos habían dejado.
Empezaron unos días de dolor.
Kusi convocó el Consejo y todas las Madres acudimos, como
todavía no habíamos hecho el nuevo templo, nos reunimos
alrededor del túmulo de la MAMA-COYA Naira.
—Ya os he recordado varias veces —aseguró solemnemente
Kusi— las últimas palabras de mi Madre: No podemos, aunque
hayamos perdido mucho, marcharnos de aquí. El río Virú es nuestro
hogar. Algunas de vosotras habéis manifestado el deseo de huir
hacia el sur, de buscar un sitio más tranquilo, más alejado del poder
de Chan-Chan, pero es muy claro el último deseo de nuestra MAMA-
COYA, es más, era un mandato: reconstruir la Aldea. A orillas del
Virú tenemos nuestro hogar. Seguiremos aquí.
En medio del silencio se levantan algunas voces, todas a favor
de permanecer a orillas del Virú.
Pocos años más tarde sucederían cosa imprevisibles, nadie las
podía ni siquiera imaginar. Sin embargo, nuestra decisión, en ese
momento, estaba tomada.
—Ahora lo más importante —continuó Kusi— es organizar el
trabajo para reconstruir la Aldea, sin olvidarnos de lo más
necesario: conseguir alimentos. Los padres se irán a la Aldea del
Mar durante una semana, y traerán pesca y sal. Las agricultoras
harán un inventario de la comida y empezarán a reconstruir los
bancales. Las demás madres se encargarán de arreglar las casas y
almacenes dañados por el fuego y la barbarie, mientras los jóvenes
buscarán las vicuñas y llamas dispersas y recogerán frutas de los
bosques. También los niños deben colaborar, se encargarán de traer
agua del río y cazarán cañanes. Cuando dentro de una semana,
regresen los hombres todos nos ocuparemos en la reconstrucción
del Templo. Mi hija Sisa (Mujer que siempre vuelve a la vida) ya ha
salido a buscar la nueva Kala.
Al escuchar estas palabras no tuve más remedio que admirar
la capacidad organizativa y la autoridad de nuestra nueva MAMA-
COYA. Bajo su gobierno parecía fácil recomenzar, solo sería
necesario vigilar la realización de esos planes.

14. A orillas del Virú, 1470: Los soldados incaicos en


Chan-Chan.

Asiri. Narradora.

De cómo los soldados incaicos asedian la ciudad de Chan-Chan, y se


rindió por la falta de agua y comida.

Las calles de nuestra Aldea iban recobrando su actividad


normal, la MAMA-COYA quiso dar realce a la fiesta de la elección de
marido, participando personalmente. Decidió elegir a Churki
(Hombre que nunca se rinde), había estado casado con su hermana
Illarisisa, y desde entonces permanecía viudo. A Churki se le veía
emocionado, pues había visto en Kusi (Mujer que tiene siempre
suerte), un reflejo de su amada Illarisisa.
Antes de casarse, Kusi me pidió que yo también me casara,
pero las dos habíamos advertido el cuerpo de su marido Chuwi
(Hombre simpático), y cómo moría en medio de una batalla.
Ninguna podía afirmar lo mismo del cuerpo de Kachi (Hombre
inteligente), mi marido, aunque yo no tenía muchas esperanzas,
después de tanto tiempo, ¿pero y si volvía? Yo no podía volver a
casarme.
Ya estaba construido el nuevo Templo y en su explanada se
desarrollaría la ceremonia. Había bastantes murmuraciones, aunque
nunca se mencionaban sus nombres, varias Madres chismorrean
contra la nueva MAMA-COYA.
Una de ellas censuraba con tozudez:
—La costumbre está muy clara: la heredera de la MAMA-COYA
es la primera en elegir al llegar a la edad, eso ya lo ha hecho Kusi,
cuando eligió a su primer esposo, ahora no tiene ese derecho.
Otra madre difundían otro rumor:
—Kusi se ha chanchanizado, al vivir tanto tiempo con gentes
de Chan-Chan, ha tomado algunas de sus costumbres y su manera
de hablar; hasta sus adornos y vestimenta son extraños. Por eso ha
perdido el derecho a ser nuestra MAMA-COYA.
Muy cruel fue quien empezó a llamarla: MAMA-monstruo,
exagerando la deformidad de su rostro, causada por la herida
sufrida en nuestra última batalla. Con el tiempo no era tan grande la
cicatriz, pero se le notaba. A esa madre despiadada el Consejo la
expulsó de la Aldea; aunque yo también apoyé la expulsión me
pareció excesivo. Podría haberla defendido, sin embargo, ella no se
arrepintió y abandonó nuestra compañía junto con su marido y
algunos de sus hijos. En una balsa se dirigieron hacia el sur.
Kusi acepta las críticas y se comprometió a esforzarse para
volver a apreciar todas nuestras costumbres, pues no era
intencionada esa supuesta chachanización. Ella había demostrado —
con hechos— el rechazo a los de Chan-Chan. De lo que no quiso ni
oír hablar, fue de perder el derecho a ser la primera en elegir
marido. Esa era una costumbre arraigada, además revelaba el poder
absoluto de la MAMA-COYA. Ella no quería ni podía renunciar,
aunque realmente era casi una formalidad, las parejas estaban
decididas cuando empezaba la Elección.
El Consejo le dio la razón y poco a poco se aplacaron los
ánimos.
Pasaron los meses después de la fiesta de la Elección y
sucedieron muchas cosas, cada una a su manera, iban a cambiar mi
vida aunque yo todavía no lo supiera.
Como todas las tardes bajé al río, llevaba igual que cada
madre, el cántaro para traer a la casa, el agua del día siguiente. Era
un tiempo de alegría junto al río, todos nos bañábamos y surgían las
conversaciones, con frecuencia a cuenta de los hijos que
revoloteaban a nuestro alrededor. Pero en esta ocasión sucedió lo
impensable.
Por la ladera del monte —al otro lado del río— surgieron varias
figuras avanzando. Poco a poco, lo vimos: eran un grupo de
soldados de Chan-Chan. Venía en cabeza uno con las señales de los
Jefes: las plumas y las pequeñas placas de oro incrustadas en la
túnica. En un momento lo descubrimos: empezó a correr dejando
atrás a los demás.
Nuestros perros vadean el río y rodearon al Oficial, por las
cabriolas a su alrededor, parecían conocerlo. El Oficial siguió
avanzando y al llegar a la orilla me dio un vuelco el corazón:
—Es Kachi, ¡Es mi esposo!
Observamos cómo se tomó unos instantes para recobrar el
aliento, las manos sobre la rodilla, luego se tumbó en la ribera, y
empezó a derramar agua sobre su cabeza y su cara. Una alegría
salvaje se apoderó de él, braceaba enloquecido, saltaba, salpicando
agua a su alrededor, yo no podía comprender su reacción.
—¡Kachi! —dije, y no me di cuenta, estaba gritando— ¡Qué
alegría!
Me lancé al río y en apenas cuatro brazadas lo crucé. Me
abalance y abrazándole susurre:
—¿Dónde has estado? Si supieras cuanto te he extrañado.
Nunca perdí la esperanza de volver a verte, muy en el fondo de mi
corazón te sabía vivo.
Kachi me miraba con rostro impasible, ¿Cuánto le costaba
creer donde estaba y con quien?, y más todavía: yo le abrazaba.
Poco a poco una sonrisa iluminó su rostro. Lo había logrado.
—Tienes muchas cosas para contarnos.
—¿Cómo están mis hijos? —fue su primera pregunta con la voz
rota.
Del otro lado del río comenzaron a llegar, todos lo observaban
con incredulidad, advertí muy emocionada a la MAMA-COYA
abrazándolo. Fueron muchos los abrazos. Los soldados se unieron a
nuestra alegría. Nos montamos en una balsa, abrazado a mí me
dijo:
—Cuando llevaba más de un año en la cárcel, varios de la
Aldea llegaron presos, me contaron la masacre de los soldados. Me
manifestaron como antes del ataque tú estabas viva, pero todos
hablaban de la total destrucción y en consecuencia habíais
abandonado la Aldea, huyendo hacia el sur. Me he quedado aturdido
al contemplar dos milagros: todavía existe la Aldea y tú mirándome
desde el otro lado del río.
En la otra orilla todos nos rodearon y Kachi nos miraba entre
asombrado y risueño. Antes de seguir se bañó, por primera vez
después de tanto tiempo, en nuestro río Virú; en esta situación
llegaron algunos de nuestros hijos y alborozados lo abrazaron.
Empezamos a andar por el camino de las Chirimoyas hasta la
Aldea. Todo el tiempo le mirábamos —aún incrédulos— ante lo que
estábamos viviendo. En la entrada de nuestra casa, él consideró
necesario acercarse hasta el Templo, allí besó la Kala y nos dijo:
—¿Cuántas veces he recordado nuestro Templo? ¿Cuántas
noches me veía danzando, junto con vosotros, en honor a Inti, en
este Templo?
Fue un momento muy emotivo observarlo, con los ojos
anegados en lágrimas, abrazado a la Kala. Pero todos advertimos
que necesitaba descansar.
—Kachi, vamos a casa, —le susurré, tomándole del brazo— ya
está anocheciendo y tendrás mucho tiempo para venir al Templo y
también de contarnos tantas cosas.
Aquella noche les preparé algo de comer y les forcé a dormir
en nuestra habitación, quería quedarse con los soldados en el patio
de la casa, pues la noche era agradable. Se acostó y no tardó
mucho en despertar gritando aterrorizado, su sueño estaba poblado
de pesadillas. Lo abracé tratando de tranquilizarlo y se volvió a
dormir, después de darle a beber una infusión de adormidera.
Por la mañana seguía entre sueños, aletargados. No quise
despertarlo, los soldados mantuvieron el silencio, unos estaban
adormilados, otros fueron a bañarse al río, a medio día me acordé
de su comida. Desperté a Kachi y le hice comer un hervido de maíz
con papas y yuca, cuando estaba comiendo llegó la MAMA-COYA.
—¿Kachi, cómo estás?
—Si algo necesito —dice Kachi— es vuestra compañía, sentir
de nuevo la fuerza de nuestra Aldea, la fuerza de vuestras miradas
y sonrisas.
—Si estás con ánimo —continúa la MAMA-COYA— esta noche
podemos hacer una fiesta. He mandado recado a los hombres:
vendrán de la Aldea del Mar para recibirte.
A la hora, cuando Inti enrojece las nubes, salimos de nuestra
casa, al llegar, en el Templo ya estaban todos, subimos por la
escalinata norte. Nuestro templo ya tiene tres terrazas
superpuestas: la explanada de Tintaya (La que consigue lo que
quiere), encima la de Naira (Mujer de ojos grandes). Ahora también
la de Kusi (Mujer que tiene siempre suerte), en total se eleva unos
cinco metros sobre el suelo.
Kachi avanzó apoyado en mis hombros, yo iba eufórica y
entusiasmada como no había estado desde hacía muchos años.
Después de la danza, se repartió la chicha y nos sentamos en la
explanada. Kachi tomó la palabra diciendo pausadamente:
—Como todos sabéis hace casi cuatro años, la MAMA-COYA
Naira envió a su hija Kusi y a unos cuantos de nosotros, para
colaborar con los rebeldes en la lucha contra los de Chan-Chan.
Participamos en muchas acciones, y durante un tiempo, salimos
más o menos victoriosos, de aquellos encontronazos, conseguimos
retrasar el avance de los soldados, pero la acción más trágica, nos
llevó a una amarga derrota.
Sucedió una mañana, después de dormir bajo un techo de
miles de estrellas, la tensión era palpable, cuando avanzamos
acercándonos a un campamento. Nadie hablaba, nuestros
movimientos eran cautelosos. Desde donde yo estaba veía a Kusi y
a mi esposa Asiri. Con horror observé como las rodeaban
atacándolas con saña, en medio de gritos y gestos agresivos. Kusi
cayó al suelo y la creí muerta, Asiri se precipitó por un abismo y
desapareció de mi vista. Al reaccionar me levanté y me sentí
rodeado de soldados: me golpearon y me hicieron preso.
Luego de varios días, marché junto a un grupo de prisioneros,
llegamos a Chan-Chan. Yo tenía la rodilla destrozada y golpes por
todo el cuerpo, me metieron en una mazmorra con otros quince
prisioneros, allí permanecí —desnudo— más de doce Plenilunios.
La cárcel era una gran sala, en el suelo se abrían las entradas
a las mazmorras, unas cuevas subterráneas, sin ventanas ni
respiraderos, donde se hacinaban los prisioneros. Semana tras
semana elegían a unos cuantos para el sacrificio ritual. Abrían la
trampilla y bajaban varios soldados por una escalera de mano, para
elegir a los destinados a la ofrenda semanal a sus dioses. Yo me iba
librando, pero una tarde me sacaron junto con otros cinco infelices.
Como es su costumbre, a los que iban a ser sacrificados, nos dieron
una droga, para adormecer nuestra voluntad. Cuando la bebí
empecé a tener fuertes espasmos, los músculos se pusieron rígidos
y me desplomé inconsciente.
Dos días después al recuperar la conciencia, me fui enterando
de lo sucedido.
Caí al suelo, el Jefe de los carceleros irritado, grito:
—Este desgraciado ya está muerto, no podemos llevarlo al
sacrificio. ¡Ya lo enterraremos!.
Me patearon y me dejaron en una esquina, al volver del
castigo, nadie me hizo caso, me había convertido, en la sala de los
carceleros, en un objeto más. De vez en cuando me golpeaban para
ver si estaba vivo.
Al recuperar el conocimiento me di cuenta de mi situación.
Procuré moverme lo menos posible, debía seguir siendo un objeto
tirado en una esquina. Una sed horrorosa me desquiciaba, pero
esperé hasta la madrugada, entonces aprovechado la desidia de los
carceleros, pude beber y comer algo.
A la mañana siguiente el Jefe al advertirme, me gritó:
—¡Muerto!, acércate.
Con pánico me acerqué hasta donde él se estaba vistiendo,
temiendo lo peor y cuál fue mi sorpresa cuando me dijo:
—¡Muerto!, tráeme aquella lanza.
Ante esto, yo obedecí con presteza, sin levantarme del suelo
—gateando— tratando de seguir siendo invisible.
Sin ninguna razón conocida, me fui convirtiendo en un criado
peculiar de los carceleros. Me habían cambiado el nombre —Muerto
— siempre estaba desnudo, les traía y llevaba cosas, les limpiaba
sus armas, recibía patadas y empellones, pero milagrosamente,
seguía vivo.
Llegué a ser el encargado de bajar el agua y la comida a las
mazmorras. Al amanecer les bajaba, a cada mazmorra, un cántaro
de agua y otro de comida y a anochecer otro de agua y subir y
vaciar la vasija de excrementos. En cada calabozo malvivían unos
20 prisioneros. No era mucho trabajo, así los carceleros no lo
hacían, se quitaban de encima una obligación. Más de una vez
aproveché sus descuidos para bajarles más agua a unos y otros; la
comida era imposible, la traían cada mañana y se agotaba. Por
experiencia sabía que algunos carceleros descuidados o sádicos, al
bajar el cántaro de agua o de comida, lo zarandeaba y cuando
llegaba a los presos se había perdido alguna cantidad. Yo por eso
siempre me esforcé porque eso no me sucediera a mí y le alcanzara
a los prisioneros el máximo, aunque yo sabía: siempre era menos
de lo necesario y siempre se acababa demasiado pronto.
En esta extraña situación llevaba varios Plenilunios, cuando
aparecieron cinco prisioneros, a los que reconocí inmediatamente, a
todos los conocía. Eran de nuestra Aldea. Fue para mí un golpe
demoledor sus noticias: la destrucción de la Aldea, la huida de todos
sus habitantes, la muerte de tantos familiares y amigos, además
ellos estaban prisioneros.
La vida seguía cada vez con menos sentido, ni siguiera una
salida de la cárcel fue para mí, motivo de alegría. Ya llevaba más de
dos años, cuando el Jefe de los carceleros me dijo:
—Muerto, ponte un taparrabos y ven conmigo.
Le seguí entornado los ojos al salir al patio. Deslumbrado
avancé tras sus pasos por las calles de la ciudadela. Llegamos a su
casa, llevaba muchos años sin ver a ningún niño, y me quedé
mirándolos.
—Muerto, olvídate de los niños, te he traído para meter estos
sacos de maíz en el almacén. Antes del mediodía vendré a por ti,
cuando vuelva todo debe estar terminado. ¡Ponte a trabajar!
Fue un trabajo duro, yo no tenía fuerzas, pero cuando el jefe
volvió había cumplido con su mandato: los veinte sacos de maíz
estaban en el granero. Me dio unos tragos de chicha de regalo y
volvimos a la cárcel.
Aquella tarde expliqué mi aventura a algunos prisioneros,
desde la mazmorra, me preguntaban intrigados.
Entre los carceleros, empezaron a correr rumores sobre un
ejército, los llamaban los soldados del Inca y murmuraban
afirmando:
—Vienen en dirección a Chan-Chan. Lo más alarmante, son
miles. Un ejército de más de 30 mil combatientes, se acerca. El
griterío ensordecedor de tamaña multitud hiela la sangre y
atemoriza.
Fueron días de gran zozobra, el Señor de Chan-Chan organizó
varios sacrificios de prisioneros, en tres semanas fueron sacrificados
casi cien, pidiendo a Kon, su Dios protector, que luchará con ellos
contra sus enemigos.
En todo Chan-Chan, el miedo creció como una nube negra,
apoderándose del ánimo de la población. A la ciudadela llegaban
grupos de soldados narrando derrotas frente al ejército adversario.
El Inca envió una embajada exigiendo la rendición, pero Minchan
Caman, Señor de Chan-Chan, la rechazó, mató a todos los enviados
del Inca, menos a uno, le devolvió para informar amenazador:
—Chan-Chan, nunca se rendirá.
Al recibir esta respuesta, Túpac Inca Yupanqui, hijo de
Pachacútec, aconsejado por sus generales, decidió rodear la ciudad
y bloquearles los canales de suministro de agua. La ciudad de Chan-
Chan está en pleno desierto, por unas acequias les llegaba agua del
río Moche. Esa decisión supuso un duro golpe para la ciudad, pues
en unos días se agotaron las reservas y la gente comenzó a tener
sed.
A la cárcel nos venían todos estos rumores y, aunque
empezamos a sufrir las consecuencias, deseábamos el triunfo de los
soldados incaicos.
Una tarde desaparecieron los carceleros y yo abrí las
mazmorras, y con ayuda de la escalera de mano, facilite la evasión
de los prisioneros, apenas éramos unos ochenta y empezamos a
salir de la cárcel. Todos nos mirábamos y reaccionamos buscando
algo de ropa y cada cual decidió su manera de huir. En la ciudadela
todo era caos, autoridades y militares, corrían sumidos en el
desconcierto. Los soldados incaicos ya superaban la primera muralla
y comenzaban a desperdigarse dentro de la ciudadela, en medio de
aquel caos fue muy fácil salir y sin problemas ocultarme a orillas del
río Moche. Allí muchos fugitivos, nos fuimos escondiendo de los
soldados del Inca y de los otros soldados. Grupos, cada vez más
numerosos, se embarcaron rumbo al mar en pequeñas naves de
totora.
Mi único pensamiento era alejarme de allí.
Tomé la ruta de la sierra buscando la cueva donde se reunían
los rebeldes, no se me pasaba por la cabeza otro sitio al cual acudir.
Llegué en dos días, como poco, pues por mucho que me apresurara
corriendo, la distancia me resultaba muy grande, me fallaban las
fuerzas y a veces pasaba horas acurrucado a la sombra de los
árboles, medio dormido después de comer algunas frutas. Encontré
la cueva y me vi rodeado de los perros, al principio gruñían, pero al
poco me reconocieron. Me recibieron Wara y Arumi junto con unos
cuantos ancianos.
—Mi hijo Illampu con los demás —me informó Wara— se ha
unido a la tropa del Inca en el asalto a Chan-Chan.
Les pude decir que habían ganado la batalla, aunque no sabía
nada de su hijo. Allí me cuidaron durante semanas, entonces nos
llegó noticia de Illampu, pidiéndonos fuéramos a Chan-Chan.
En la ciudad nos encontramos con una situación inesperada:
Túpac Inca Yupanqui, hijo del Inca Pachacútec, había apresado al
Señor de Chan-Chan, y lo envió al Cusco cautivo. En su nombre,
encumbró al hijo del Señor: Chumún Caur, para gobernar la ciudad
en nombre de su padre, sin embargo, como súbdito del Inca.
También nombró a Illampu jefe del ejército de Chan-Chan, con la
misión de controlar al nuevo Señor. Illampu nombró Oficiales para
su milicia, algunos fueron de los rebeldes y como yo era uno de
ellos —pese a mi reticencia— quiso fuera Oficial y tuve que aceptar
el cargo.

Cuando ya estaban las cosas más tranquilas, empezó a


obsesionarme el deseo de volver a nuestra Aldea, la sospechaba
totalmente devastada. Por eso, cuando vi la Aldea desde la ladera
del monte, me llené de alegría. No podía creerlo, allí estaba nuestro
templo, por eso corrí apresuradamente hasta llegar a nuestro Virú.
…...
Al terminar de hablar, el silencio se adueñó de la explanada
del Templo. Ya es casi la medianoche, todos estamos sobrecogidos y
nos sentíamos liberados de la opresión de Chan-Chan. En ese
momento Kusi levantó la voz:
—Hemos vivido tiempos difíciles bajo el dominio de los
chimúes, nos han dejado sin alimentos, han destruido nuestra
Aldea, han matado a muchos de los nuestros. Ahora se presentarán
tiempos mejores. Esperemos que los incaicos no vengan hasta el río
Virú, y si vienen o mandan un emisario, no sea tan crueles.
El silencio alcanzó a toda la concurrencia, cada uno tratando
de comprender la nueva situación, nos encaminamos cada cual a su
casa. Mi marido se puso nuestra ropa y se reintegró en la vida de la
Aldea.

15. DÍA MARTES

Al día siguiente por la mañana, volvieron a casa de D. Miguel


con nuevas dudas y preguntas. En esta ocasión les recibió Doña
Claudia y al mirar por la ventana al patio interior, le elogiaron las
macetas.
—A mi edad ya solo puedo hacer frente a tres de mis hobbys:
la cocina, la jardinería y poner algunas inyecciones. No sé si mi
esposo les ha dicho que cuando nos conocimos, él ya era un joven y
apuesto profesor de la Universidad, pero yo estudiaba enfermería y
fui enfermera hasta abandonarlo —temporalmente— para atender a
mis hijos. Cuando se me hicieron mayores y me dejaron el nido
vacío, volví a ejercer hasta mi jubilación. La cocina fue siempre una
de mis pasiones y las flores son una alegría que me gusta cultivar
Al entrar en el estudio, D. Miguel estaba de un humor
excelente, se diría exultante, les empezó a decir tras los saludos:
—Durante la mañana he leído parte del Manuscrito y me ha
parecido muy interesante la descripción de los Baños del Inca,
mucho antes de la llegada de los conquistadores, eran unos baños
termales. Alrededor de ellos surgió una cultura de sanadores, es la
llamada cultura Cajamarca de la que todavía se sabe muy poco.
Fueron conquistados por el Imperio Inca en la primera expansión
con el gran Pachacutec y aún en la actualidad es un importante
centro termal. Pero lo más relevante de este relato, es la relación
de la Aldea con los Chimús. Sobre ese tema hay muchas noticias
interesantes. Yo conozco a Doña Victoria, una profesora jubilada de
la Universidad Nacional, allí se desempeñaba como profesora de
Arqueología. Es una verdadera experta en la Cultura Chimú, la
llamé anoche por teléfono, para informarle de lo que estamos
haciendo y terminó pidiéndome les animara y convenciera para
visitarla. Tiene mucho interés en conocerle, si a ustedes les parece
oportuno.
—Por supuesto, será muy interesante —reaccionó con rapidez
Rosa— es más, puede darnos información sobre la autenticidad del
Manuscrito.
—Vive muy cerca de la actual Avenida Juan Pablo II, en la
calle Los Canarios —explicó Don Miguel— está un poco lejos de acá,
iremos en taxi.
Todo se pusieron a organizar el desplazamiento, D. Miguel se
retiró a su habitación, se puso el saco y el sombrero, mientras Rosa
pedía a Doña Claudia información para llamar a un taxi. No tardaron
ni una hora en llegar a casa de Doña Victoria, los recibió
dirigiéndolos a su despacho. Doña Victoria reflejaba en sus gestos y
palabras su amplia experiencia académica, el pelo cano enmarca un
rostro juvenil, aunque parecía tan joven como Don Miguel de hecho
era mayor, pero muy arreglada. No había salido a la calle esa
mañana, esa era la manera ordinaria de presentarse a las visitas.
Enviudó, de otro profesor de la Universidad. Mantenía arreglado el
despacho de su marido, distinto al suyo, nos recordó:
—Cuando estuve en España, coincidí durante un tiempo con
Doña Claudia y Don Miguel, ya nos conocíamos desde hacía algún
tiempo. Estado allá leí un libro: Una habitación propia, escrito por
Virginia Woolf. Cuando volví y me casé, en esta casa cada uno, hizo
un despacho personal.
En una de las paredes un gran póster informaba de la Cultura
Chimú.

Don Miguel tomó la palabra:


—Como Warayana afirma en la carta de presentación del
manuscrito, los chimúes llegaron al Valle del Moche del norte.
—Vinieron por el mar —continuó Doña Victoria— no se sabe
muy bien desde dónde, aunque algunos arqueólogos hablan, de un
pueblo guerrero, venido de Manta en el actual Ecuador, en una flota
de balsas, con toda su corte y guerreros. Fundaron la ciudad como
Capital de la Cultura Chimú. Vinieron dirigidos por Tacaynamo, el
primer soberano de Chan-Chan. El último de los Señores,
Minchanman fue derrotado por los soldados incaicos, que
conquistaron y destruyeron la ciudad.
—Pero cuando llegaron los Españoles —afirmó Don Miguel—
encontraron una ciudad totalmente en ruinas. A unos kilómetros
fundaron la actual Trujillo.
—La Cultura Chimú —continuó Doña Victoria— creemos se
formó por la fusión de la cultura Mochica y cultura Lambayeque,
alrededor de 700 antes de Cristo. Su centro administrativo fue la
gran ciudad de Chan-Chan, compuesta por miles de edificios y un
laberinto de calles y callejones. Tal vez vivieron, en su época de
apogeo, unas 60.000 personas, por tanto, fue una de las ciudades
más grandes de América del Sur y se la reconoce como la mayor
ciudad de adobe en el mundo.
En aquel despacho se respiraba la cultura Chimú, en otra
pared estaba decorada con otro cuadro mucho más explícito.

—La gran extensión de Chan-Chan —continuó Doña Victoria—


se debe a que es una ciudad de ciudades. Porque al morir el
gobernante de turno, quedaban sellados para siempre sus palacios,
patios ceremoniales, talleres y depósitos donde ejerció su poder.
Todo se convertía en un enorme mausoleo, una ciudad fantasma,
silenciosa y deshabitada para siempre. Al sucesor le tocaba ocupar
un espacio vecino donde edificaría su ciudadela, con los palacios
para albergar a su corte con sus sacerdotes, guerreros y sirvientes.
Cuando los incaicos la destruyeron, estaba formada por diez
ciudadelas amuralladas. Las más antiguas fueron abandonadas
muchos años antes y aunque sus edificios estaban deteriorados,
nadie había profanado sus tesoros. Los incaicos se llevaron gran
cantidad de oro, plata y piedras preciosas al Cuzco.
—Algunos arqueólogos sostienen —afirmó Rosa— como leímos
en un libro prestado el otro día por D. Miguel, que de esta Ciudad
salieron los maravillosos adornos de la Koricancha en el Cusco.
—Por supuesto, es una explicación muy razonable —dijo D.
Miguel— pues la cantidad de metales preciosos encontrados por los
españoles en el Cuzco, bien pudieron ser fruto de la rapiña en
Chan-Chan. Era la ciudad más importante en ese momento, más
rica y habitada que el Cuzco.
—Cuando llegaron los españoles —volvió a intervenir Doña
Victoria— se equivocaron al pensar que esas ruinas estaban
desvalijadas sin objetos valiosos. Hay constancia, al menos, de un
Cacique obsequiando a un Escribano real de Trujillo, con un
deslumbrante tesoro de oro, de plumas y de perlas, extraído de la
ciudadela más antigua.
—Visitamos el domingo las ruinas —manifestó Juan— y
parecían de una ciudad bastante inhabitable, nosotros sufrimos
mucho del calor.
—Pues según estudios realizados —contestó Doña Victoria—
los techos facilitaban la circulación de corrientes de aire. Además,
había gran cantidad de jardines, pozos y lagunas artificiales.
Recreando un microclima especial, mucho más agradable dentro de
las ciudadelas.
—¿Qué se sabe de sus ideas religiosas? —Preguntó Juan.
—Los chimúes adoraban a la Luna por su influencia en las
plantaciones y en las mareas, además con ella calculaban el tiempo,
y celebraban el plenilunio como el momento de su mayor
manifestación. Veían a la Luna mucho más poderosa que el Sol
porque podía brillar en la oscuridad. Por otra parte, el alma de los
fallecidos iba a la orilla del mar, desde donde era transportada por
lobos marinos hacia su última morada, alcanzaba a la Luna por
medio de su estela en el mar. Pero la práctica religiosa chimú, llegó
a ser bastante cruenta, en algunas ocasiones especiales, sobre todo
en las catástrofes. En estas situaciones ofrecieron la vida de niños
en honor a la Luna (Shi), las masacres de habitantes de las aldeas
rebeldes, eran mucho más frecuentes, cuando los capturaban
formaba parte de los sacrificios como manifestación del poder del
Señor de Chan-Chan.

—En el Complejo Arqueológico —comentó Juan— nos hablaron


de la Huaca del Sol y de la Luna, situados fuera de las ciudades
¿Esos restos tienen relación con los chimúes?
—Los chimúes estaban muy influenciados por la cultura
Mochica, su actividad les precedió en esta zona. Pero pertenece a la
cultura Mochica, el complejo arqueológico ubicado en las afueras de
la ciudad de Chan-Chan. Se considera la capital religiosa y
administrativa de los Mochicas. La Huaca del Sol: centro político.
Muy cerca se encuentra la Huaca de la Luna: centro ceremonial.
Está conformada por niveles superpuestos, con un interior decorado
con figuras policromadas, de su deidad “Aia Paec” El Degollador,
uno de los dioses más temido. También de guerreros, de sacerdotes
y el desfile de cautivos desnudos camino de la muerte.
La conversación se alargó durante la mañana, hablando de
muchas cosas cada vez más profundas de la cultura Chimú.
Al llegar la hora de marchar, le facilitaron copia de todo el
manuscrito, ya lo tenían fotografiado y se encaminaron a casa de
Don Miguel para dejarlo y luego volvieron al hotel.
LIBRO SEGUNDO

Parte A

16. A orillas del Virú, 1521: Una antigua aventura.


Mayta (Hombre que aconseja con bondad) Narrador.
Donde se narra la extraordinaria andanza, para algunos fue la
ocasión de hacer un gran viaje.

Aquella mañana, como todos los días, un rayo de sol entró por el
hueco de la ventana, iluminando la pared de enfrente. Después de
despertarme salí, según mi costumbre, a dar un paseo junto al río y
bañarme.
Me encontré con Anca (Hombre veloz igual al águila), un anciano
como yo, pero más delgado y huesudo, con los ojos aún vivos y la voz
rotunda, su nombre era una caricatura de su personalidad. Era, lento y
obstinado, con frecuencia solitario y malhumorado. Aficionado a recordar
los tiempos idos, sobre todo en las noches de nostalgia, cuando la chicha
le soltaba la lengua más de lo acostumbrado. Era en especial de aquellos
días cuando llegamos a este valle y lo convertimos en nuestra casa y las
aventuras de los comienzos.
Durante un rato nos acompañamos, sin muchas palabras, en el
camino. En aquel amanecer —una niebla suave— que todo lo deja ver, sin
embargo, todo lo difumina en la lejanía. Cubría la Aldea como un manto
de soledad, poco a poco se iría rompiendo por el tumulto de la actividad
cotidiana. Entre los montes se fue intensificando la luz del nuevo sol.
Dimos una caminata hasta el bosque de los Algarrobos donde
teníamos las trampas para cazar cañanes, unos pequeños lagartos,
forman parte de nuestra comida y también para secarlos y comerciar con
las Aldeas cercanas. Como todos los días había casi una docena; elegimos
a los machos, en esta ocasión siete, y soltamos a las hembras y los
pequeños para dejarlos crecer.
Tal vez con intención de distraerme, Anca, empezó a hablar:
—Mayta, cuando pienso en la actual facilidad para conseguir
comida, recuerdo aquellos días de hambre, los de nuestra juventud,
cuando vivimos la gran aventura. ¿Te acuerdas?
—Como me voy a olvidar —le respondí con desgana— casi nos
cuesta la vida.
Aquel viaje realizado en nuestra juventud, ha dejado una huella, tan
profunda, ocupando muchas de nuestras actuales conversaciones.
Pequeños detalles, momentos de miedo o tensión, asombro ante la
belleza, dolores en todo el cuerpo al trajinar por la navegación, añoranza
de los hermanos de Huacho y de Ankalli perdido una noche, al caer al
mar.
La gran aventura sucedió cuando ya estábamos establecidos en este
valle. La MAMA—COYA Tintaya reunió al Consejo para comunicarles las
cavilaciones rumiadas desde hacía tiempo:
—Es necesario llevar a cabo un viaje comercial hacia el Sur, nuestro
río es pobre en minerales y necesitábamos cobre, oro y plata.
El Consejo apoyó este deseo y toda la Aldea se puso en marcha,
con celeridad construimos tres grandes balsas, con gruesos troncos de
madera ligera y porosa, reciamente unidas mediante sogas. Dos palos
robustos colocados en el centro de la balsa sostenían una gran vela
cuadrada de algodón y así sería más maniobrera, además se le puso un
timón. Sobre la cubierta construimos como una casa, una zona protegida,
donde la espuma de las olas no perjudicara las mercaderías.
Mientras nosotros construimos las balsas, en la Aldea prepararon
varios cántaros y los llenaron de agua y alimentos, igual tenían maíz y
papas como ají y carne de cañan y cui. Y en otras vasijas pusieron ropa
de diversos colores, telas de lana de vicuña y de algodón, mantas
finamente bordadas con adornos de aves, peces y árboles. También
objetos de oro y plata de las formas más diversas y muchas otras cosas:
como conchas rojas y blancas, perlas y esmeraldas.
Cada balsa era una auténtica casa flotante, dos habitáculos con
paredes de madera, ocupaban el centro, detrás de las velas, que se
izaban en un tronco de tres metros de altura, en cada una viajarían varias
Madres y quince pescadores. También irían, algunos caballitos de totoras,
escoltando cada balsa. Al final casi resultó una Aldea flotante.

Fueron muchos —de madrugada— a reunirse con nosotros en la


Aldea del Mar para despedirnos. Algunas Madres y niños, junto con la
MAMA-COYA Tintaya, habían pasado la noche, los demás fueron llegando.
Cuando todo estaba preparado, en medio del ajetreo de gritos y carreras,
busqué con la vista a Anca, se abrazaba lloroso a su Madre. Montamos en
las balsas, durante muchos días y muchas noches, serían nuestro hogar.
Entonces, Nina (Mujer vivaz), volvió a la orilla y se acercó a la MAMA-
COYA, esta se quitó uno de sus collares y se lo puso en el cuello, sería el
signo de la autoridad de Nina durante el viaje.
Con alegría y cierta inquietud nos lanzamos hacia el sur, en brazos
de la brisa, nos mecía e impulsaba con decisión. Tanto el cielo como el
mar nos envolvía, estaban serenos y azules. La multitud se arremolinó,
moviendo los brazos en la partida. A mí alrededor había caras serias,
algunos tal vez rumiaban: esta es una despedida definitiva, otros solo
pensábamos: todo saldrá bien y pronto volveremos. Nos fuimos alejando
poco a poco hasta perder de vista a nuestras familias.
En mi balsa iba Nina (Mujer vivaz), una madre hilandera de mal
genio y gritona cuando las cosas no iban según su criterio, pero amable y
hasta dulce, si todo estaba a su gusto. Nina dejaba en la Aldea a sus
cuatro hijos ya mayores. Su vida se encontraba marcada por la muerte de
su esposo —perdido en el mar— cuando una ola inmensa le sorprendió
pescando, junto a varios más; todas las barcas de totora fueron
arrastradas hacia alta mar, no volvió ninguno. Durante meses se conservó
la inquietud, hasta aceptar lo inevitable: todos habían muerto. El carácter
de Nina se enturbió y no solamente sus hijos sufrieron los gritos.
En nuestra barca las mercancías eran sobre todo telas bordadas, los
trabajos de metal iban en las otras balsas, las tres balsas llevaban sus
alimentos y el agua necesaria para la travesía.
El cabeceo no tardó en causar mareos, sobre todo a las Madres, la
misión consistía en buscar los metales necesarios, por eso la mayoría
eran orfebres, poco acostumbradas al balanceo continuo. Navegamos
todos juntos, dejando fuera en cabeza, la balsa de Nina.
Cada día de navegación, nos acompañaba una costa desértica. De
vez en cuando, verdeaba al llegar a las desembocaduras de los ríos, por
todos ellos nos adentrábamos. Buscando las aldeas donde pudiéramos
comerciar, éramos recibidos con hospitalidad, pero poco oro y metales
nos podían ofrecer por nuestros productos. Una y otra vez volvíamos al
mar y seguíamos hacia el sur. Cada noche, rastreábamos un lugar para
pernoctar; cuando el sol empezaba a hundirse en el mar, nos
acercábamos a la costa buscando el cobijo de alguna ensenada.
Sin embargo, no siempre podíamos refugiarnos.
Sería media tarde cuando —a lo lejos— alcanzamos a ver una línea
por encima de las olas, era la silueta de unas montañas, las recibimos con
grandes gritos de alegría. Desde el día anterior, el viento nos había
alejado llevándonos mar adentro, la noche la pasamos en alta mar, lejos
de la protección de la playa. Era una isla habitada por miles de aves.
Al anochecer nos encontramos bordeando altos y empinados
acantilados cubiertos por los excrementos de los pájaros marinos; fuimos
recibidos por multitud de gritos y furiosos aleteos. No éramos
bienvenidos.
Esa noche pernoctamos con las balsas varadas en una pequeña
bahía, bajo el cielo cuajado de estrellas. Apenas ráfagas intermitentes de
conversación quebraban el silencio. Todos estábamos agotados después
de la noche pasada en alta mar.
Zarpamos al romper el alba con muy buen tiempo y nos alcanzó un
viento constante, avanzábamos con facilidad.
—Al cabo de algunos días, no recuerdo cuantos —sentenció Anca—
llegamos a un puerto muy protegido, donde acercamos nuestras balsas.
Luego lo supimos: era un amarradero de pescadores.
Amanecía sobre Huacho. El sol naciente lucía dominando un
impresionante cielo azul, el ambiente era húmedo en aquellas horas de la
mañana. Junto al muelle se apiñaban las viviendas bajas de adobe. Las
casas de los pescadores. Cuando la balsa comenzó a acercarse al puerto y
esas manchas que —en la lejanía— se movían de un lado para otro, se
hicieron más nítidas, no se asustaban al vernos llegar. Parecían
acostumbrados a recibir la visita de extraños. Pero no pude intuir lo que
encontraríamos en ese pueblo tan acogedor. Cerré los ojos y dejé al aire,
cargado de mar, acariciar mi rostro. Giré la cabeza y encontré, al otro
lado de la balsa, la espalda de Anca, bregaba con la vela hinchada y
rugiendo ante el ímpetu del viento.
La agitación en el mar fue desapareciendo, aunque la brisa se había
tornado caprichosa, con facilidad cambiaba de dirección y no todas las
rachas tenían la misma fuerza. Las nubes bajas —color gris oscuro— de
los últimos días habían desaparecido, para dar paso a un cielo azul
radiante, miles de pájaros lo surcaban camino de los bancos de peces. A
gritos llamé a Anca para concertar los movimientos de acercamiento. El
ruido de las olas al romper era cada vez más intenso —constantemente—
nos empapamos con el agua pulverizada, no obstante atracamos sin
novedad las balsas en la ensenada del puerto.
Allí nos detuvimos, teníamos necesidad de reparar una de las balsas
con bastantes desperfectos, pues a veces el mar se embravece y
zarandea nuestras pequeñas barcas entre olas inmensas y vientos
terroríficos. Necesitábamos maderas y cuerdas para repararlas. También
llevábamos muchos días sin beber agua fresca, la que quedaba en los
cántaros ya estaba bastante sucia y corrompida, debíamos renovarla.
Nada más desembarcar, sentimos un difuso rechazo, miradas
huidizas, sutiles desplantes. En el barrio de los pescadores, unos niños
nos recibieron a gritos, a ellos se unió el ruidoso revolotear de gaviotas
gritonas. No era un buen augurio.
Mientras algunos buscaban medios para reparar las balsas, varios
fuimos acompañando a Nina. Llegamos a la plaza del mercado, allí nos
separamos en pequeños grupos, Nina y yo atravesamos la zona donde
vendían frutas y verduras; nos adentramos entre los puestos de
orfebrería buscando metales.
Podría ser un día muy largo y desde luego lo fue. Sucedieron
muchas cosas, los hechos se precipitaron. Cuando estaba con Nina,
negociando un trueque, acudieron a la carrera Anca y algunos de los
nuestros.
—¿Qué sucede? —pregunté intrigado.
—Nada —respondió Anca acalorado, su rostro estaba lívido y los
labios le temblaban.
—No lo parece —dijo Nina enfadándose.
—¡No pasa nada! —volvió a afirmar, mientras con los ojos buscaba
entre la muchedumbre.
Decidí no continuar insistiendo. Cuando Anca se cerraba en sí
mismo, seguir porfiando era como bracear en medio del oleaje, antes de
salir te hunde.
Pero enseguida se descubrió el motivo de su nerviosismo. Por la
calle, sorteando los numerosos puestos de venta y a los compradores,
llegaron corriendo algunos de los nuestros, se habían dispersado por el
pueblo.
Nos unimos a ellos y en la huida entramos en un callejón sin salida.
Incapaces de seguir, nos camuflamos junto a unas cestas con olor a
pescado podrido. Las moscas nos incomodaban, pero era nuestra mejor
opción ante el griterío de los perseguidores. Allí permanecimos esperando
que se relajara el ambiente, se dejó de oír los gritos. Entonces nos
contaron:
—A Huacho hace años —empezó a narrar Anca— llegaron unos
extraños, hablaban como nosotros. Residían todos juntos en el barrio de
la Salina y tenían a una mujer, la MAMA—COYA, ejerciendo la máxima
autoridad, conservaban tanto su idioma como sus costumbres. A ese
barrio nos dirigimos y los encontramos. Son unas treinta casas, con calles
estrechas con trazado laberíntico. Nos presentamos ante la MAMA—COYA,
resultó ser Waywa, ¿Recordáis?, se enfrentó a MAMA—COYA Tintaya,
huyó de la antigua Aldea con un grupo, cuando la tormenta de arena. Nos
recibieron con recelo, sin embargo, pronto empezaron a hacernos
preguntas sobre sus recuerdos. Por las personas añoradas. Se
sorprendieron al saber como todo el pueblo se había salvado y ahora
estábamos establecidos a orillas del río Virú. En sus ojos se empezó a ver
la envidia, sobre todo cuando les hablamos de nuestro nuevo Templo. A
ellos no les habían permitido hacer el suyo y a veces se sentían
hostigados por sus vecinos. La MAMA—COYA nos invitó a comer esa
noche.
Entonces tomó la palabra Qawayu (Hombre veloz):
—Cuando salimos del Barrio de la Salina para avisaros de que nos
habían invitado. Empezaron los problemas, un grupo de jóvenes nos
gritaban “ya hay muchos salineros en nuestro pueblo” y nos tiraban
piedras, sentimos el odio y el rechazo de aquel grupo. Corrimos
despavoridos pues eran demasiados.
Nos marchamos al puerto, hasta donde habíamos dejado las balsas,
allí Nina organizó la defensa. Ocho pescadores se quedaron custodiando
las balsas, los demás la acompañamos al barrio de la Salina, procurando
no llamar la atención, eludiendo las zonas del mercado donde había aún
mucha gente.
—Estar muy atentos a todo, hay algo extraño en el ambiente —
comentó Nina mientras Qawayu nos guiaba.
En el barrio nos recibieron como a hermanos, hubo abrazos y besos.
No se sorprendieron al contarles nuestro reciente problema con los
jóvenes.
—Cuando llegamos —empezó a hablar la MAMA—COYA Waywa—
nos recibieron con hospitalidad, éramos casi cuarenta, pues en el viaje
perdimos a algunos niños. En este pueblo observamos no tenían nuestra
técnica de salar los pescados, tan solo los secaban al sol, pero no todos
los pescados se pueden secar así y algunos los perdían al podrirse.
Hicimos una salina y empezamos a salarlos y a venderlos. Al poco tiempo
nuestra situación mejoró. Fue inevitable, siguió la envidia. Por eso
nosotros nos fuimos agrupando en este barrio como una reacción
defensiva, el trazado de las calles nos protege. A veces soportamos burlas
y agresiones cuando vamos al mercado. ¡Ya estamos acostumbrados!

Fueron unas horas agradables, pues tanto ellos como nosotros


teníamos muchas preguntas y muchos recuerdos.
Después de varios días pusimos rumbo al sur. Cuando debíamos
navegar contra el viento, la única opción era zigzaguear. Nos alejamos,
cuando la línea de la costa se perfilaba en la distancia, cambiamos de
rumbo volviendo a la orilla. Esas maniobras nos permitían avanzar
aunque fuera poco, de esta manera estuvimos algunos días esperando
que cambiara la dirección del viento.
—¡Eh, mira esto! —rompió súbitamente Qawayu el silencio del mar.
Giré la cabeza hacia el lugar donde me indicaba y contemplé un
grupo de delfines, surgiendo —una y otra vez— entre las olas,
aparentaban jugar con la estela de la balsa.
¿No te parece maravilloso? —gritó, corriendo hacia el borde de la
balsa para contemplar más de cerca la evolución de los animales.
—Dan ganas de echarse al agua —contesté— y nadar con ellos.
Un viento favorable nos empujó raudos hacia el sur. Levanté la
vista. Las gaviotas indicaban la cercanía de la tierra, revoloteando a
nuestro alrededor.
Seguíamos navegando sin obtener lo que buscábamos, sufriendo la
cólera del mar: tormentas y días de sol abrasador. No parecía muy
fructífero nuestro viaje, pero para nosotros fue una gran aventura. Nina
empezaba a cansarse de tanta navegación y comenzó a hablar de volver.
Se decidió cuando, en una loma de la costa, contemplamos una imagen
grabada en la arena, el viento nos acercaba a aquel pequeño acantilado
batido por las olas, rompían con fuerza, entre las rocas con explosiones
de espuma.
Ante nosotros una imagen, un tatuaje de la Pachamama. Una figura
estilizada en actitud de oración. Con los brazos en alto —eso es lo que yo
vi— aquel símbolo despedía, en adoración al Sol, cuando cada tarde se
ocultaba tras el horizonte. Otros solamente observaron tres postes
grabados en la roca, uno más largo: unido entre sí formando la figura de
un árbol. Pero lo que todos advertimos, fue una señal.

—Nos volvemos —aseguró Nina— Esa es mi decisión.


Aquella noche la pasamos en un pequeño puerto natural, protegido
por un espigón de rocas. Cuando a la mañana siguiente intentamos
recomenzar el viaje, ni el viento ni el fuerte oleaje, nos permitieron
continuar. Ante aquel descanso forzoso Nina nos mandó explorar la costa
buscando alimentos y agua.
Cuando decidimos salir de aquel lugar, se desató la tragedia,
primero fuimos arrastrados hacia el sur durante varios días. Perdimos
contacto con las otras dos balsas. En medio de una de esas tormentas
vimos como las olas se llevaban a mi amigo Ankalli (Ligero, rápido en el
andar), su pérdida aumentó en nosotros el deseo, cada vez más intenso,
de volver a ver a nuestras familias.
El camino de vuelta creí iba a ser fácil, pero me equivoqué, fueron
muchos días de navegación, abundantes jornadas de tranquilidad y otras
etapas de tormentas, en los que el mar se ponía hostil, chocaban entre sí
las olas, en medio nuestra barca era zarandeada con furia.
Nos llenamos de alegría cuando vimos en la lejanía a las otras dos
balsas. Aunque una tenía desperfectos, la pudimos arrastrar entre las
otras dos. Allí, rodeados por aquellos cántaros, bregando con las velas y
el timón, habíamos pasado muchos días, tanto buenos como malos
momentos, todos afrontados con la ilusión de la juventud.

17. A orillas del Virú 1525: Historia de Ankalli.

Ankalli (Ligero, rápido en el andar) Narrador.

Cuenta una experiencia terrorífica, comenzó en el viaje de 1490.

Acabo de volver a la Aldea, he de empezar situando mi historia. Han


pasado más de 20 años desde aquel viaje al sur en busca de metales. La
MAMA-COYA Tintaya nos mandó con esa misión, fue un viaje bastante
movido, pero agradable. Tuvimos la oportunidad de conocer muchos
sitios. Estábamos viendo aquel magnífico Tatuaje de la Pachamama
cuando nos refugiamos de unos vientos agresivos en una extensa bahía,
junto a la playa, unas grandes rocas daban refugio a cientos de aves
cuando el huracán arreciaba.
Después de unos días detenidos nos pusimos en marcha, azuzados
por la urgencia de volver y por los gritos de ánimo de Nina (Mujer vivaz)
no fuimos capaces de controlar las balsas y el oleaje nos arrastró con
furia hacia el sur, esa situación duró varios días. En medio de una
tormenta, con vientos recios y racheados fui golpeado por una ola, caí al
mar y casi inconsciente por la embestida vi la balsa —con mis
compañeros— alejarse hasta perderse en la lejanía.
No sé explicar: cómo recuperé la conciencia en la orilla de la playa.
Al principio no comprendía dónde estaba, aunque en cuanto pude me
puse en movimiento, no en vano siempre estuve orgulloso de mi nombre.
No recuerdo bien, solo tengo la idea de seguir la línea de la costa hacia el
norte, llegué a la desembocadura de un río bastante caudaloso. Al no
tener como cruzarlo, avance por una orilla deseando encontrar alguna
aldea. Había pasado muy poco tiempo y con el cielo cubierto de nubes
altas, pero sin dejar nada de lluvia, se oscurecía la tarde mitigando el
calor. Desde un pequeño cerro —descubrí era el cementerio— pude intuir
una gran ciudad en la cima, hacia ella llegaban caminos y yo me acerqué
con desconfianza, no sabía dónde estaba ni a quienes me enfrentaba.
Era la Ciudadela de Chinchaycamac, la capital de un Imperio. Al
andar por sus calles lo descubrí: había tenido relación con ellos, cuando
sus navegantes pasaban por la Aldea del Mar en sus viajes hacia el norte,
por eso yo los conocía y ahora los estaba viendo; era una ciudad con dos
pirámides de adobe inmensas. En la más alta, cada piso lo ocupaban
oficinas y talleres, en el último se situaba la residencia del Cacique de
Chincha.
De pronto me acordé: uno de aquellos comerciantes, al pasar por
nuestra Aldea, se detuvo pues su balsa necesitaba reparación. Yo le
ayudé y tengo muy clara su cara ante mis ojos, pero no consigo
acordarme de su nombre. Necesito buscarlo, pues si él o alguno de sus
amigos hace un viaje comercial al norte, podrá llevarme a casa. Con este
pensamiento me encaminé al Barrio de los Navegantes. Ocupa una zona
muy extensa cerca de la pirámide del Cacique, por allí solo había
callejones y recovecos separando las viviendas, aunque también encontré
algunas plazas más extensas. Empecé a escuchar: unos se dedicaban al
comercio en dirección al sur y otros hacia el norte. Dando vueltas y
preguntando se me paso el día, por la noche me acurruqué en una de las
plazas, después de comer algunas frutas recogidas por el camino.
Comencé el nuevo día con la ilusión de encontrar quien me podría
ayudar, era demasiado el premio: volver a casa. Seguí buscando, mirando
y preguntando. Sabía más o menos la fecha de su paso por el Virú, con
ese dato me fui acercando a mi salvación. Me costó un día más y muchas
desilusiones, pero al fin me llegó la recompensa, estaba frente a Yupanki
(El que honra a sus ancestros) a quien con tanto ahínco había buscado.
Me reconoció y recordó mi participación en aquel momento delicado de su
navegación.
—En aquella ocasión —me dijo, invitándome a su mesa— veníamos
del norte, de unas islas donde habíamos cambiado: nuestro cobre y
cerámicas por Mullu ¿tú sabes algo del Mullu?
—Por supuesto —quería mostrar mis conocimientos— es muy caro,
lo debéis ir a buscar mucho más al norte de mi río y es el caparazón de
un molusco; de color rosado y de tacto áspero. Es muy llamativo, con él
se hacen todo tipo de adornos.
—El uso del Mullu —me manifestó Yupanki— en las ropas como en
los collares y pulseras, está reservado a los nobles. Las cosas hechas con
el mullo son para ocasiones importantes. En ofrendas rituales o adornos
de dignidad.
—Por lo oído —recordé— debe ser muy difícil pescarlos.
—Pues sí, para conseguirlo —apostillo— se sumergen varios metros
en el mar, lo encuentran enterrado en la arena del fondo, es una labor
costosa y hasta peligrosa.
Seguimos conversando de muchas cosas de sus viajes, entonces le
explique mi situación, el naufragio y mi deseo de volver a mi Aldea.
—Estoy organizando una caravana —continuó Yupanqui — de unos
200 porteadores. Llevaremos a Siquillapucara una cantidad importante de
mullu. Para la vuelta de esa ciudad, trayendo la lana de alpaca, metales y
orfebrería conseguida por el trueque de los 250 kilos de mullu, llevados
para vender. Cada porteador conducirá 3 llamas cargando unos 30 kilos
cada una, él trasportará sobre 10 kilos. Si tú quieres puedes venir, con
ese trabajo me pagarías el viaje a tu Aldea, pues luego tengo pensado
montar una navegación al norte para conseguir más Mullu.
—Por supuesto —dije con ilusión— cuenta conmigo es la mejor
forma de regresar. Siempre te estaré agradecido.
Y siguiendo la costumbre de aquellos tiempos, empezamos a hablar
de los incaicos.
—Y como llegaron —pregunte— los incaicos a estas tierras.
—El ejército incaico —me respondió— quiso establecer una relación
de amistad, no una conquista. Dijeron querer solo la aceptación de la
superioridad cuzqueña y entregaron obsequio mostrando la magnificencia
del Emperador Inca. Nosotros no tuvimos problemas para reconocer al
Inca y continuar viviendo pacíficamente en nuestros dominios. Pero por
esas negociaciones el Cacique debe pasar varios meses al año viviendo a
la corte del Inca, donde le otorgan los máximos honores, es el único
llevado en andas junto al Inca, pero a la vez manifiesta la sumisión de su
pueblo a los Incaicos.
La otra pirámide es el templo, que no aumentaba con cada nuevo
Cacique, como sucede en el Templo de vuestra Aldea, pero es muchísimo
más grande. A su alrededor se construyeron otras pirámides más
pequeñas. Los espacios intermedios se dividieron con altos y gruesos
muros formando plazas amuralladas separadas por estrechos pasadizos.
Esa zona alberga las casas de los artesanos de plata, textiles, madera y
cerámica.
Los comerciantes chincha mantenemos rutas comerciales por tierra
con caravanas utilizando como bestias de carga las llamas; llegamos
hasta el Cusco. Además, los chincha aprendimos habilidades marinas; y
nuevos conocimientos como la construcción de barcas con troncos de
balsa, las más grandes capaces de transportar veinte personas además de
una gran carga, y el uso de la vela.
—Nuestras embarcaciones —le dije— son muy parecidas a las
vuestras.
Después de unos días se puso en marcha la caravana. Buscando el
camino del interior, luego de muchas vueltas y en pocas jornadas
llegamos al valle del Mantaro. En una de las cimas vi una ciudad:
Siquillapucara era la capital de la confederación Xauxa–Huaca está
fortificada, por una parte unas laderas muy empinadas le sirven de
defensa natural, por otras la circundan tres murallas concéntricas de
piedra. No hay calles, sino pasadizos en laberinto. Las casas son de piedra
y barro con planta de forma circular, con solo piso y techo de paja,
aunque existen algunas con techo abovedado con lajas de piedra. Nada
más llegar sentí la tristeza de sus habitantes, al preguntar me contaron:
—Hace unos diez años vino el ejército incaico a nuestro valle, al
frente venía el Inca Pachacutec. Fueron sometiendo a pequeñas aldeas en
su avance, pero al llegar a Siquillapucara, nos rodearon y como es su
costumbre nos exigieron pagar tributos y ser sus vasallos.
—Y fuisteis aplastados, nosotros también tenemos historias en las
relaciones con los incaicos —dije, queriendo dejar claro cuál era mi
postura con ese pueblo invasor.
—Les costó bastante —me informó Aruni (Elocuente)— pero eran
tantos y nos cercaron. El hambre y la sed nos obligó a salidas
desesperadas, causando grandes daños a su ejército, por eso, cuando
terminamos rindiéndonos, Pachacutec ordenó la mutilación de las dos
manos a todos los varones y la mutilación de la mano derecha a todas las
mujeres.
—Si te he visto y a muchos sin manos —dije con espanto— pero no
me imaginaba a un Inca tan cruel.
—Los jóvenes —continuó Aruni— en la actualidad tienen 20 años se
libraron, pues apenas tenían 10, cuando el castigo y ahora están cada vez
más inquietos. Además, muchos de los castigados han inventado armas:
porras, lanzas; se las sujetan a los brazos con cuerdas, y son capaces de
causar estragos, entre los enemigos. Hace unos días vinieron los enviados
del Inca, y nuestro Jefe rechazó toda sus imposiciones.
—Eso supondrá —opiné con pena— volver a la guerra con el nuevo
Inca.
—Por supuesto, sin embargo, es necesario —me manifestó Aruni y
me preguntó— he observado la caravana en la que vienes ¿traéis algo
para el Hatun Curacas?
—Para él, creo es el Mullu —le dije— al venir hemos oído rumores
sobre los movimientos del ejército incaico. Cada vez están más peligrosos
los caminos.
Las noticias del avance desde el Cusco, con el inca Tupac Yupanki a
la cabeza eran más y más insistentes y cuando intentamos volver
después del trueque, resultó imposible, todos los caminos estaban
cortados por los cuzqueños. Nos encontrábamos atrapados en una guerra
y debería atenerme a las consecuencias.
Cuando Túpac Yupanki invadió el valle, en plan de conquista, el
jefe de nuestros espías, nos contó la conversación, con uno de sus
generales:
—Cuando esta ciudad se opuso a tu padre, el glorioso Pachacutec,
nos costó someterla y fue castigada de modo ejemplar: cortándoles las
manos a sus habitantes.
—Deben de ser los más jóvenes —aportó otro de sus oficiales— sin
experiencia de guerra. Será fácil someterlos.
Nos resistimos y la ciudad de Siquillapucara fue cercada. El asedio
duró más de una Luna. Algo le hicieron al manantial, y dejó de llegar
agua por la acequia. Causaron incendios alrededor de la ciudad
dificultando con el humo la respiración, al fin fuimos vencidos por el
hambre y la sed, las provisiones se agotaron.
Los soldados incaicos entraron en la ciudad y fueron muchos los
enfrentamientos. Los mutilados se defendieron con las armas inventadas,
causando destrozos y pánico entre los enemigos, pero como siempre
sucedía, la multitud de soldados al final se imponían sobre nuestro arrojo
y valor.
Una vez derrotados fuimos deportados en masa a la región
septentrional de Chachapoyas. Yo no era de esa ciudad, no obstante
recibí el mismo castigo. La orden se cumplió y la imponente ciudad fue
despoblada para siempre. La rabia del vencedor no quedó allí; Túpac
Yupanqui ordenó:
—Derribad viviendas, palacios y templos. Todo echarlo por los
suelos, salvo ocho casas, dejarlas intactas para la eterna ignominia de
esta obstinada ciudad. No se llamará Siquillapucara será: Tunanmarca
(quechuas: Tunan que significa punta; y marca, que quiere decir pueblo).

Hombres y mujeres abandonamos las tierras y las casas. Nos


convertimos en «pinakuna» ocupamos un nivel inferior en la escala social
incaica. Éramos propiedad del estado, enviándonos a trabajar en zonas de
difícil acceso.
Después de un largo viaje arribamos a una ciudad, Kuélap, en la
cresta de una sierra. Nos topamos con un enorme muro de piedra de 20
metros de altura y con tres puertas, tras cada una de ellas encontramos
un pasillo en forma de embudo. Se estrechaba obligando a pasar de uno
en uno, un infalible sistema defensivo. Esta ciudad jamás fue conquistada
por los incaicos, por eso el Inca Tupac Yupanki nos llevó allá, para cultivar
los campos de coca y actuar como oposición a los habitantes de esta
zona: los chachapoyas.

Éramos esclavos, no pertenecíamos a ninguna persona o


instituciones: solo éramos propiedad del Inca quien decidía sobre nuestra
vida o muerte. No trabajábamos en las minas, canteras ni otras
construcciones estatales, esa era misión de la Aldea más cercana. No
participamos en la guerra, ni se nos permite portar armas, ni viajar.
Tampoco el Inca nos puede regalar a sus favoritos, ni a sus esposas, ni
siquiera a sus guerreros triunfantes, no éramos objeto de venta,
arrendamiento ni préstamo. Pero nuestra vida era muy dura por el lugar
donde debíamos vivir: zonas con aguas contaminadas, con clima caluroso
y húmedo, enjambre de insectos. Y sobre todo la terrible e incurable
enfermedad de úlceras faciales la uta: carcomiendo nuestro rostro y
desfigurándolo.
Y empezaron a pasar los años, yo seguía añorando a mi familia y mi
aldea, cada vez las veía más lejos, sin embargo, nunca deje de pensar y
desear un cambio en mi suerte. En mis conversaciones seguía rondando
la idea de escapar.
—Todavía no estoy enfermo —razonaba— mientras no tenga
ninguna marca señalándome como esclavo, podré huir.
—Pronto se dará una oportunidad —afirmó Aruni (Elocuente)—
siempre se presentan posibilidades de escapar, cuando hay más soldados
y caminantes hacia el Cusco, para celebrar el Inti Raymi. Si uno yendo
solo, se aleja de esta zona y se incorpora a alguna caravana, puede pasar
desapercibido. Yo no me arriesgaría.
—Pues yo, si —afirmé sin pensarlo mucho— necesitó marchar con
mi familia, además yo no tengo parte, en vuestra guerra con el Inca.
Debo reconocer el apoyo de algunos de los llevados desde
Siquillapucara, se arriesgaron consiguiéndome ropa de los incaicos para
poder camuflarme. Y una mañana con la determinación de la furia, me
alejé por los montes, después de estar andado todo el día, con la
oscuridad me acerqué al Camino Real, y como me había dicho Arumi, con
facilidad me incorpore a una caravana camino del Cusco.

18. A orillas del Virú 1525: Vuelta de Ankalli.

Ankalli (Ligero, rápido en el andar) Narrador.

Cuenta su vuelta a la Aldea.

Encontré a unos viajeros, una familia formada por Hawka (Libre de


preocupaciones) y su esposo Limachi (Conocedor de los caminos).
Vestidos a la usanza cuzqueña, la ropa colorista llena de bordados
geométricos, un chullo en la cabeza y a la espalda, la chuspa (bolsa), con
las hojas de coca, la quena y las llamas cargadas con la comida para el
viaje, con la mirada cansada y ademanes pausados, casi tímidos. Cuando
empezamos a hablar, descubrir su extraña situación: no pertenecían a
ninguna aldea, su vida discurría por los caminos, de pueblo en pueblo
llevando sus historias. Sobre una llama transportaba unas mantas
enrolladas; luego vi representaban a los Incas y algunos hechos
especialmente gloriosos. Algo debieron sospechar de mi situación, pero
me permitieron acompañarlos con el disfraz de sirviente, a esa misión yo
estaba últimamente muy acostumbrado.
Se detuvieron en un Tambo y resultó no ser la primera vez,
Apumayta (Señor bondadoso) el Jefe el Tambo, los recibió con muestras
de contento, ofreciéndole alojamiento durante tres días a cambio de sus
narraciones. Limachi y Hawka aceptaron encantados, le dijeron:
—Marchamos hacía el Cusco queremos asistir a la fiesta de Inti
Raymi, la instauró el Inca Pachacutec en honor a su padre el Sol hace ya
algunos años. Solo pedimos, poder descansar hasta mañana, entonces os
narraremos grandes hechos acaecidos en el pasado.
Por toda la zona alrededor del Tambo, se difundió la noticia y al día
siguiente un grupo numeroso de personas se instalaron a la sombra de los
árboles dispuestos a escuchar.

HAWKA (poniéndose en pie comenzó a narrar)


—Hace mucho, mucho tiempo. Un pueblo se vio obligado a huir de
las orillas del lago Titicaca ante los ataques de gentes belicosas. Después
de una larga caminata de varios días llegaron al valle del Cusco, pero allí
regía un pueblo guerrero: los Chancas. No obstante, empezaron la
construcción de su ciudad: la llamaron el Cusco (el ombligo del Mundo),
no estaban dispuestos a dejarse avasallar una vez más. Debían conseguir
el respeto de pueblos aguerridos luchando por la misma zona. Pronto el
Cusco fue considerado como un reino pequeño pero cada vez más
poderoso. Y eso lo convirtió en un rival y un botín lucrativo para los
pueblos circundantes.
Cuando finalmente los Chancas atacaron el Cusco, el Inca
Huiracocha creyó imposible defender la ciudad, las fuerzas Chancas eran
superiores. Tanto él como su sucesor e hijo, Urco, huyeron presos del
pánico, dejando la ciudad y sus habitantes a su suerte.
Sin embargo, —su hijo menor: Pachacútec— se quedó y
rápidamente reunió a los menos aterrorizados y montó la defensa.
Organizó las fuerzas rápidamente y se mantuvo al frente.
Esa noche, antes de la batalla, rezó al Dios Creador incaico:
Wiracocha-Huiracocha, este se le apareció y juró ayudarlo.
Pachacútec no iba a ser el sucesor de su padre, de ninguna manera.
La oportunidad se presentó y el futuro Inca Pachacútec se puso al frente
de aquellos Quechuas. Fue cuando se les comenzó a llamar incaico pues
su jefe era el Inca, un pueblo en extremo belicoso, acostumbrado al
esfuerzo y el trabajo duro, austero, casi inexpresivo, de férrea voluntad y
cuerpo resistente.
Detuvo la narración; se sentó comenzando a hacer música.

LIMACHI (se puso en pie y caminando en torno de la hoguera,


continuó con voz solemne)
—Los guerreros Chancas, iniciaron un asalto, en cuatro frentes,
contra la ciudad nada más amanecer. Pachacútec y su grupo de
seguidores lucharon con increíble resistencia y determinación, aunque
superados en número. Todos los ciudadanos de Cusco, incluidas mujeres
y niños, se unieron a la batalla por su ciudad. Cuando desde los cerros
cercanos, las fuerzas huidas, vieron como Pachacútec lograba contener a
los atacantes, recuperaron el coraje y regresaron para ayudar. Con estos
refuerzos, Pachacútec defendió con éxito el Cusco y logró una gran
victoria contra los Chancas.
En su intento por mostrarse ante su padre como un líder y hasta
merecer ser un sucesor capaz, Pachacútec (conocido como Yupanqui en
ese momento) le otorgó el botín de la batalla sometiéndose a su
autoridad. Su padre lo recibió, pero lamentablemente se lo entrego a su
sucesor el Inca Urco, esto fue un insulto público al joven Pachacútec.
La suerte o —como él sostenía— la ayuda de Wiracocha, le dio muy
pronto su segunda oportunidad. Los Chancas se reagrupaban para un
asalto renovado y en mayor número. Al enterarse, Pachacútec se
apresuró con sus fuerzas con la intención de tenderles una emboscada. Lo
logró, encontrando al ejército Chancas cuando aún estaba preparándose,
y su ataque sorpresa fue brillante. Siguió una feroz batalla y Pachacútec
logró decapitar al líder chanca. Al ver esto, los soldados enemigos
huyeron, y muchos murieron en la huida. Pachacútec regresó al Cusco
como un héroe glorificado. No solo defendió la ciudad, sino que también
consiguió una gran derrota contra los enemigos tradicionales de los
incaicos: los chancas.
Inca Urco no lo aceptó y se sublevó junto a un pequeño ejército,
pero a Pachacútec no le cogió por sorpresa y en un enfrentamiento le
venció. Como castigo mandó descuartizarlo y lanzar sus restos a un
barranco.
HAWKA (volvió a ponerse en pie, la ayudé a extender entre dos
árboles una tela bordada, prosiguió ante el asombro de los escuchantes,
mientras su esposo se sentaba y comenzaba a tocar suavemente la
flauta).
—Comenzaron a llegar a la ciudad del Cusco numerosas llamas
cargadas de ofrendas. Conforme se aproximaba el día de la ceremonia,
los curacas invitados hacían su ingreso en la capital con gran fastuosidad
rodeados por su séquito. Cada uno de los visitantes traía hermosos
regalos en señal de reconocimiento: vistosas andas, queros decorados,
suaves mantas, metales preciosos y exóticas plumerías. Llegado el día
esperado, los sacerdotes hicieron una serie de sacrificios y plegarias,
incluyendo la inmolación de niños, parte del ritual conocido como Cápac
Cocha. Después solemnemente su padre —el Inca Huiracocha— procedió
a colocar la borla real Mascaipacha (símbolo del poder inca) en la cabeza
del joven Yupanqui. Nombrándolo de allí en adelante, como Pachacútec
Yupanqui Cápac Intichuri, es decir, (hijo del Sol, transformador del
mundo). Ahí lo tenéis.

LIMACHI (se puso en pie, continuó con voz solemne)


—A través de una conquista despiadada y una astuta diplomacia,
logró cambiar el destino de este pueblo para siempre. Los hechos de su
ascenso al poder y la expansión de su reino no tiene paralelo en los
recuerdos de la historia, expandió su territorio de una sola ciudad a un
vasto imperio, abarcando todo el oeste de América del Sur, y todo —solo
— durante su vida.
Los siguientes veinte años Pachacútec, demostraría su valía como
un gobernante sobresaliente. Reconstruyó y amplió la ciudad del Cusco e
inició una serie de conquistas dando lugar al nacimiento del Imperio
Incaico. Organizó el ejército y les dio una nueva misión: la de construir un
imperio. Ese ejército se ganó la reputación de ser imparable, pues
contaba con el apoyo divino de su Padre Wiracocha-Huiracocha. Pero,
gran parte de su éxito, se debía a sus armamentos y tácticas bien
elaboradas. Un guerrero incaico iba equipado: con escudo de piel curtida,
hondas, mazas y hachas de hueso y cobre.
El número de soldados, a veces desproporcionado ante los pequeños
grupos de combatientes de las aldeas, suponía una ventaja dando a
Pachacútec la fuerza necesaria en las batallas.
Después de reconstruir el Cusco, salió de la ciudad con un ejército
de 40 mil soldados. Este número parece un poco exagerado, pero tal vez
se contaban los refuerzos conseguidos en la marcha de ese ejército a
través de tierras casi deshabitadas. El ejército señaló nuevas rutas,
puentes fluviales y encrucijadas en lugares favorables y estratégicos y
sentó las bases del “Qhapac Ñan”, la famosa red de caminos incaicos.

HAWKA (en este caso, Limachi extendió —con mi ayuda— otra


imagen, hizo música creando un ambiente de creciente atención)
—Cuando encargó las expediciones conquistadoras a su hijo y
sucesor Túpac Yupanqui, Pachacútec continuó con las remodelaciones de
la capital del imperio: la ciudad del Cusco. Puso en marcha grandes
construcciones: el templo de Qoricancha y la fortaleza de Sacsayhuamán,
el aumento de la población demandaba más viviendas. Creó nuevos
barrios, con nuevas plazas y "canchas"; también comenzó una serie de
emprendimientos agrícolas: varias áreas cercanas fueron utilizadas como
sementeras. Se intensificó la producción agrícola gracias a la creación de
canales y a los nuevos sistemas de almacenamiento y construcción de
andenes consiguiendo mucha más tierra de cultivo.
Promulgó numerosas leyes y fue reconocido y valorado como el más
grande Inca por sus contribuciones a la expansión y consolidación del
naciente Imperio incaico.
Cuando Pachacútec murió, todo el imperio lloró durante un año y se
sacrificaron niños. Además, se mataron alrededor de 3.000 llamas: 2.000
solo en Cusco.

Hacía tiempo el Inca Pachacutec había elegido a su hijo Túpac


Yupanqui de 16 años para ceñir la borla amarilla de co-gobernante. Este
hecho, bastante insólito, pero fue posible por el gran prestigio de
Pachacutec, todos lo aceptaron, aunque según la costumbre debía ser
nombrado Hatun Auqui (príncipe heredero) por las panacas reales: la
familia formada por toda la descendencia del Inca. Tomó como esposa
principal a su hermana paterna Mama Ocllo.
A los 30 años, cuando murió su padre se hizo cargo de todo el
poder. Durante su cogobierno y su gobierno empleó la mayor parte de su
tiempo en campañas bélicas de conquista. Lo llamaron el "Inca viajero",
por sus largas ausencias fuera de Cusco.
LIMACHI (se me acercó, y señalándome como si yo fuera
representante de los pueblos sometido, continuó)
—Tupac Yupanqui dirigía el ejército, reprimiendo —con dureza—
todas las rebeliones. Conquistaba nuevas tierras y aldeas, obligándolas a
tributar. La expansión imperial se basaba en la “paz en el interior
conseguida por guerra en el exterior.” Con esta idea los ejércitos incaicos
al mismo tiempo: descubren, conquistan y extienden sus dominios sobre
un extenso territorio. Crearon un imperio poderoso, con una expansión
irresistible por toda la zona de los Andes.
Una élite de soldados rodeaban constantemente al Inca durante sus
viajes de conquista. Eran tropas de origen cuzqueño, con el tiempo se
incluyeron soldados destacados de otras etnias. Esta guardia imperial
llegó a ser de unos 10.000 miembros. Gozaban de grandes privilegios, el
Inca les procuraba alimentos, les daba casa, ropa y muchos regalos de
coca, joyas y esposas.
El ejército incaico derrotó a los Chachapoyas y se enfrentó al
Imperio Chimú. Ante su resistencia, Túpac Yupanqui, elaboró una certera
estrategia: secar el río Moche, principal proveedor de agua a Chan Chan.
Como la ciudad se encuentra en medio del desierto, no tardó muchos días
en rendirse.
En su avance de conquista solo los detuvo la selva amazónica por el
este, debido a su clima y algunos animales: insectos y serpientes. Por el
oeste, el litoral marino exclusivamente fue una dificultad, al presentarse
en la costa, Túpac Yupanqui tenía sobre 25 años y se enteró por unos
viajeros de la existencia de unas islas muy ricas y decidió organizar una
expedición marítima. Durante meses estuvieron fabricando las
embarcaciones; bajo la dirección de pescadores de la zona, cortaron
totoras y las entrelazaron con sogas, en el centro construyeron una
especie de habitación de madera.
Cuando terminaban cada barco, hacían pequeños recorridos —
ejercitándose— sin alejarse mucho de la costa. Aprendieron y se
acostumbraron a navegar.
Llegó el momento de partir y Túpac Yupanqui eligió a 2.000
soldados de los más experimentados, en las artes de navegar. En cada
barca de totora irían 50 soldados, la gran flota estaba formada por 120
naves. Cada una, manejada por unos cuantos pescadores de Tumbes y
los soldados dirigidos por Túpac Yupanqui. Y se aventuraron en un viaje
memorable.
Habían pasado más de dos años cuando un día empezaron a arribar
—a distintas playas— las balsas supervivientes, aunque algunas se
perdieron, la mayoría volvió. Por el retraso hubo un movimiento para
nombrar a otro hijo de Pachacutec como heredero, pues muchos les
dieron por extraviados.
Contaron hazañas grandiosas y hallazgos de islas, algunas
habitadas, pero otras muchas, pequeñas ínsulas, llenas de leones marinos
y focas. Volvieron con oro, plata, esmeraldas y animales raros, y también
gente de piel negra. En el Imperio cuando algún niño era albino —hecho
muy poco frecuente— lo llevaban hasta el Inca, lo consideraban un signo
de buena suerte —hijos de la Luna— su presencia beneficiaría al Inca y a
todo el Imperio. En cambio la piel negra era totalmente desconocida,
empezaron a verlos como hijos de la noche y por tanto también signos
beneficiosos y Tupac Yupanqui los llevó hasta su padre en el Cusco, allá
tiritaban de frío, además por la falta de oxígeno, poco a pocos enfermaron
y murieron.
En el atardecer el frío se fue intensificando y decidieron dejar el
relato restante para otra ocasión, alrededor del fuego siguieron
informando a los más interesados.

HAWKA (contó una última historia mientras su esposo hacía música


con la ocarina)
—Cuando asumió el poder, continuó la construcción de la fortaleza
de Sacsayhuamán y tomó medidas de gobierno mostrándose digno
heredero de su padre. Mejoró el Camino (Qhapac Ñan) y la red de
Tambos así como el servicio de mensajeros (Chasquis). Siguiendo —a
sus consejeros— reorganizó la economía imperial con nuevos impuestos
y estableció el servicio de siervos al servicio del estado (Yanaconas)
Pero surgió un conflicto familiar. Chuqui Ocllo —una de sus
concubinas— lo convenció de nombrar como heredero a su hijo Cápac
Huari a costa de un niño, el príncipe Titu Cusí Huallpa (futuro Huayna
Cápac) su heredero natural, tenido con su esposa principal y hermana, la
coya Mama Ocllo.
En algún momento Túpac Yupanqui, cambio de idea y revocó esa
decisión, sin embargo, la vengativa Chuqui Ocllo lo envenenó. Murió hacia
1493 en su palacio de Chinchero, luego de veintidós años de reinado. A su
momia se le rindieron honores casi divinos.
Los conjurados fueron descubiertos y ajusticiados por los leales a
Huayna Cápac.
Habréis visto, así como nosotros vamos hacia el Cusco, de allá
llegan familias enteras en pequeños grupos, se presentan exhaustos, no
del camino, sino del miedo a ser detenidos, vienen huyendo. En la
ciudad se ha instalado el terror, los militares, funcionarios y todos los
partidarios de la concubina Chuqui Ocllo se marchan, con sus familias,
apresuradamente intentando salvar sus vidas, pues los seguidores de
Huayna Capac buscan a todos los que en el futuro pueden ser enemigos.
Descubrí como yendo con Hawka y Limachi era más seguro hacer
los caminos y alojarme en los Tambos, si iba solo sería detenido pues no
tenía ningún motivo para justificar mi marcha, con ellos yo era su
sirviente, por eso los seguí hasta el Cusco, además me aseguraron:
—Marcharemos por las aldeas del camino de la costa cuando
termine la fiesta.
Podría ir acompañándolos, pero sería a su ritmo, parando en aldeas
y Tambos para contar las historias. Ya me había demorado seis años
desde mi salida de la Aldea, a las órdenes de Nina (Mujer vivaz) y parecía
necesario tardar un poco más, así aseguraba la vuelta.
Pasó el tiempo y en compañía de Hawka y Limachi casi me
convertí en un cuenta-historias, a veces sustituía a Limachi en sus
narraciones, mientras ellos hacían música acompañando mi relato. Fue un
tiempo muy agradable y cada vez, se alejaba de mí, la urgencia de
volver, sobre todo cuando me uní a Yuria (Alba, aurora) la conocí en el
Cusco, su marido la había abandonado y con facilidad congeniamos,
además cada vez más me gustaba la vida andariega, haciendo honor a mi
nombre y me daba oportunidad de conocer a tantas personas de distintas
culturas. Después de la fiesta nos pusimos en camino una vez más,
rumbo a la costa, los cuatro: Hawka (Libre de preocupaciones) y su
esposo Limachi (Conocedor de los caminos), Yuria (Alba, aurora) y yo;
con las llamas formamos una pequeña caravana, dispuestos a enseñar
nuestras historias en aldeas y Tambos. Descendimos por un valle,
acompañando a un río, seguro nos llevaba hasta el mar y encontraríamos
aldeas en sus riberas. Luego de varios días de marcha.
—¿Qué es eso —dijo Yuria, señalando una enorme imagen— ocupa
parte de la ladera
—Es una imagen—declaré— del mismo estilo del Adorador del Sol,
en palabras de mi amigo Mayta. Pero esta imagen es claramente más
humana, y mira hacia donde saldrá el Sol al día siguiente y se iluminará
con lo primeros rayos.
—También en el llano hay otra—apuntó Limachi— la figura de
colibrí tiene dimensiones colosales.
Me quedé asombrado, era un paisaje desértico y lleno de estas
figuras inmensas.
Seguimos avanzando para encontrar las ruinas de una ciudad
construida sobre una colina muy próxima al río, parecía llevar siempre
agua pues se podían vislumbrar zonas de cultivo en las orillas. En la
ciudad, desde donde estábamos, se veían varios edificios grandes, semi-
derruidos y también una gran pirámide escalonada del estilo del Templo
de nuestra Aldea junto al Virú, todo era muchísimo más grande e
impresionante.

Descubrimos un Tambo incaico, no estaba muy lejos, pero al


empezar a caminar, parecía alejarse.
Ya oscurecía cuando llegamos, nos acercamos con prevención, ¿no
sabíamos lo que encontraríamos? Aunque sí conocíamos como
funcionaban y la importancia de caer simpático al Iwxawi (Jefe de un
Tambo). Escuchamos el ronco sonido de un Pututu, un penacho de
plumas blancas adorna su cabeza. Observe como un Chasqui salía a su
encuentro y ambos recorrían un tramo juntos, en esos metros escucharía
los mensajes traídos de viva voz y tomaría la bolsa con los quipus y los
objetos enviados por el Inca. Para hacer más rápido el relevo, el agotado
Chasqui, le acamparía un tiempo comprobando si el nuevo Chasqui había
memorizado todos los mensajes, luego volvía al Tambo a comunicar las
noticias públicas, comer y descansar. Aprovechamos el pequeño tumulto
para presentarnos.
—Me gustaría hablar con el Encargado, somos unos viajeros
camino del mar, mi nombre es Ankalli y necesito ayuda para volver a mi
Aldea.
—Yo soy Jalaru (Favorecedor) el Jefe de este pequeño Tambo —se
presentó un hombrecillo con solo un brazo y ojos curiosos— no parecéis
de estas tierras.
—No, por supuesto, hace unos Killa Hunta (Plenilunios) yo caí del
barco donde viajaba en misión comercial de mi Aldea, desde entonces
estoy vagando con estos amigos buscando la ruta de vuelta al río Virú,
pero no encontramos el Gran Camino a Cajamarca.
—Muy lejos estáis —contestó con una sonrisa su esposa Qhispisisa
(Flor de libertad)— este es un pequeño Tambo en un camino poco
transitado, apenas lo recorren mis hijos haciendo de chasquis: llevando y
trayendo noticia y mandatos.
Qhispisisa nos pidió que les acompañáramos en la comida.
—He visto únicamente desierto —expliqué cuando recibí mi parte—
las ruinas de una ciudad y esas figuras tan extrañas. No me parece un
lugar muy transitado ni cultivado.
—Pues, hace algún tiempo —dijo Jalaru— pasó por aquí un sabio y
nos explicó muchas cosas de esas imágenes. Parece que fueron hechas
hace bastantes años, por un pueblo ya desaparecido; dejó las figuras
como recordatorio de su manera de honrar a la Pachamama. Para ellos
los tatuajes más importantes de la Pachamama son los ríos: llevando su
Sangre, surcando su cuerpo ocasionando figuras asombrosas. A imitación,
ellos han creado esas imágenes como tatuajes ofrecidos a la Pachamama.
Su adoración consistía en circular —danzando— por los caminos formados
por las realizadas en los llanos, mientras en las laderas de los montes las
figuras suelen ser más o menos humanas en actitud de admiración o
adoración.
—Debían reunirse mucha gente —apostilló Hawka— pues algunas
líneas son muy largas.
—Cada celebración se desarrollaba durante varios días en torno al
Killa hunta (Plenilunio) del Calor: consistía en hacer un tatuaje o
terminar un empezado el año anterior. Todo marchar danzando, a la vez,
esparcen agua por el camino: simulando un río, aparentando la sangre de
la Pachamama. Los que iban en cabeza derramaban el agua de su
cántaro, cuando lo terminaba, los de detrás avanzaban ocupando su lugar
y haciendo lo mismo con el agua de su cántaro. Así peregrinaban entre
músicas y danzas. Todo se desarrollaba a lo largo de la noche a la luz de
la Luna y de las antorchas. La ceremonia terminaba cuando cada uno se
habían quedado sin agua. En ese momento se detenía la cabecera y todos
se sentaban sobre el camino, entonando: cánticos a la Pachamama. De
esta forma permanecían hasta el comienzo del nuevo día. Cuando los
rayos del nuevo Sol los iluminaba, se tendían durante un rato, boca
arriba, en agradecimiento.

—Solo me queda —dijo pensativo Limachi— admirar la belleza de


esa ceremonia ¿La ciudad también fue construida por ese pueblo?
—Esa población es conocida como Cahuachi —empezó a narrar
Jalaru— era el principal centro ceremonial de ese pueblo, su nombre
significa (lugar donde viven los videntes). Se trataba de un sitio religioso
con muy pocos habitantes, pero con el tiempo fue creciendo hasta
convertirse en una gran ciudad, con varias pirámides truncas construidas
en adobe y grandes templos, pero hace mucho tiempo fueron
abandonadas. Creció, sobre todo por su situación, junto al río Nazca con
caudal de agua a lo largo del año, eso es poco frecuente en los ríos de
esta zona; además, subiendo por el propio valle es fácil llegar a los
Andes, donde conseguían abundante lana de vicuña y alpaca junto con
otras riquezas. Una vez al año, la ciudad bullía de visitantes para la
celebración del Killa hunta (Plenilunio) en los Tatuajes. Eso son cosas del
pasado, ahora nuestra vida es mucho más sencilla, muy pocas veces
alguna Autoridad ha visitado este Tambo, por supuesto, jamás ha venido
el Inca.
Cuando yo entre a presentarme, uno de sus hijos, llamado: Kanki
(De gran personalidad) acababa de llegar del Tambo de orillas del mar,
donde había recogido y aquí entregado al siguiente, los Quipus con
destino al Cusco.

—Solo formamos parte —me explico, antes de retirarse a dormir—


de la maquinaria de comunicación entre el Cusco y la costa. Muchas veces
he trasportado el pescado para el Inca, lo llevamos fresco en unos pocas
jornadas, del mar hasta la cocina del Inca, recorriendo una distancia de
600 kilómetros en ascensión en solamente tres días. Gracias a Inti, a mí
me toca una etapa, minúscula, de todo ese recorrido. Además, tiene una
ventaja: cuando se lleva algo pesado, vamos dos o tres y hasta podemos
ir conversando, tal vez la parte más dura de nuestra misión es la soledad.
El esfuerzo de la carrera se compensa con la coca, somos los únicos
autorizados, junto con algunos privilegiados, a mascarla aunque
exclusivamente durante nuestra carrera.
—Pero —preguntó Yuria— ¿todos los Tambos están a la misma
distancia?
—No necesariamente —afirmó Kanki— desde el anterior Tambo hay
25 kilómetros y hasta el siguiente casi 30, pues la distancia depende de
las dificultades del terreno, lo normal es tardar una dos horas de carrera,
siempre se corre poniendo todas nuestras fuerzas. Como hacemos los dos
mismos recorridos, un día: ida y vuelta al más cercano al mar y al día
siguiente: ida y vuelta al más cercano al Cusco. Algunos nos vamos
midiendo el tiempo invertido, con el deseo de ir haciéndolo cada vez en
menos tiempo.
Aquella tarde dimos una sesión de historias en el patio del Tambo,
cada vez se desarrollaban con más música. Yuria era una virtuosa con la
ocarina, yo solo podía colaborar —marcando el ritmo— golpeando un
cántaro lleno de chicha con un mazo pequeño de madera, cuando no me
tocaba hacer alguna narración.
Pasaron los meses mientras nos acercábamos a la Aldea, al llegar
me enteré, como al darme por muerto, la venida de los expedicionarios
había sido muy triste, además, mi esposa termino volviéndose a casar.

Yo me sentía muy bien con Hawka (Libre de preocupaciones), su


esposo Limachi (Conocedor de los caminos) y Yuria (Alba, aurora). No
quería volver a encerrarme en la Aldea con sus rutinas. Después de un
tiempo contándoles mi historia y también las narraciones como hacíamos
en todas las aldeas y Tambos.
Una tarde, a modo de despedida, organizamos una representación
de nuestras historias.

HAWKA (puesta en pie en uno de los escalones de Templo, dirigió la


mirada a la MAMA-COYA y comenzó, al mismo tiempo la música de la
ocarina de YURIA, llenó todo lugar)
—Esta narración se la escuchamos a Chun (Silencioso, tranquilo)
uno de los criados personales de la princesa Mama Ocllo, esposa principal
y hermana de Túpac Yupanqui.
Formábamos un pequeño grupo dentro del gran ejército. En el
grupo estaban las numerosas esposas secundarias y concubinas y la
multitud de hijas e hijos. No tengo problema en decir: Huayna Capac, el
hijo menor de Mama Ocllo, desde niño era mi favorito, con él jugaba y le
acompañaba cuando salía de caza, el ambiente era muy peligroso
moviéndonos entre una y otra guerra por los pueblos vecinos. Túpac
Yupanqui, después de vencer a los Señores de Chan-Chan desplazó su
ejército más al norte, conquistando Quito y derrotando a los Cañaris. De
vez en cuando nos llegaba la orden de Pachacutec de ir al Cusco, para
cumplir el indispensable requisito de ser nombrado oficialmente Hatun.
Entonces toda la familia nos dirigimos a cumplir los deseos de su padre.
Pachacútec, todavía con vida salió a nuestro encuentro con el deseo
de conocer a su nieto de quien había oído hablar elogiosamente. Huayna
Capac causó muy buena impresión al anciano y le mandó dirigiera la
ceremonia de la toma de la fortaleza de Sacsayhuamán por el ejército,
todos los años se hacía en recuerdo de la batalla cuando defendieron la
ciudad en la guerra con los Chancas. A Pachacútec le gustó tanto la
actuación del joven y poco a poco vimos como lo convirtió en su favorito.
El ambiente en la corte del anciano Inca estaba enrarecido por la
inminencia de su muerte. De ese nido de intrigas nos marchamos a una
nueva pacificación, una vez más los Cañaris se habían sublevado, creando
problemas en el norte del Imperio. Durante esa campaña, nos llegó
noticia de la muerte de Pachacutec y todos pensamos en Huayna Capac,
el más pequeño de los hijos de Mama Ocllo, como heredero, en medio de
estas discusiones, una de sus concubinas enveneno al Inca Túpac
Yupanqui para conseguir fuera uno de sus hijos el sucesor. Había logrado
el apoyo de cierto sector de la nobleza para sus propósitos y propició una
insurrección. Yo protegía al joven Huayna Capac, el hijo del Inca Túpac
Yupanqui y de la princesa y esposa principal Mama Ocllo. Lo primero, una
vez designado Inca, fue reprimir la rebelión de uno de sus setenta
hermanastros. Nombró consejero a su tío, para así tener su apoyo, pero
fue difícil asentarse en el poder, era todavía un niño y vivimos un tiempo
escondidos en Machu Pichu para escapar de las intrigas de la codiciosa
concubina de su padre. Allá estuvimos varios Intis Raymi un gran fiesta
instaurada por su abuelo el Inca Pachacutec muerto unos 20 años antes.

LIMACHI (se acercó a la MAM-COYA, y pidió permiso para seguir,


volviéndose hacia la gente, continuo)
—Con un inicio tan agitado empezó el gobierno del nuevo Inca,
dedicó todos sus esfuerzos a consolidar los terrenos conquistados por su
padre y sofocar las revueltas de provincias levantiscas. Asumió el control
político y religioso del Imperio. Por primera vez se concentraban todos los
poderes en una sola persona. Sus campañas tenían la tendencia a
dirigirse siempre hacia el norte. Entre las primeras al reino de los
chachapoyas, que se habían rebelado —una vez más— al poder imperial
aprovechando la muerte de Túpac Inca.
El Inca se encontraba en los funerales de su madre cuando tuvo
noticia del alzamiento y dispuso marchar de inmediato a la región. Los
primeros choques resultaron favorables a los chachapoyas, haciendo
retroceder varias veces al ejército incaico. La política incaica de renovar
las tropas dio sus frutos, una nueva oleada de gente fresca terminó por
aplastar a los agotados, pero heroicos chachapoyas, quienes ofrecieron
paz incondicional.
Sin embargo, pese a su relajamiento y a su apego por la bebida y
las mujeres, no puede negarse: mantuvo sólidamente unido el Imperio
fruto de su gran capacidad de liderazgo, gran voluntad y un admirable
arrojo.
Designó a su hijo Huáscar como su sucesor, permitiéndole
correinar. Dejándolo a cargo del gobierno del Cuzco, emprendió una
expedición compuesta por un ejército de doscientos mil hombres, sin
incluir mujeres y yanas. En su recorrido por el Imperio llego hasta el
norte, con el propósito de incrementar su poder en dicha zona, Huayna
Cápac contrajo matrimonio con Paccha Duchicela, la reina de Quito: Shyri
XVI. Trasladó la Corte imperial a Quito, moviéndose así hacia el norte el
centro político del Imperio.
Huayna Cápac, dejó una numerosísima descendencia. De los hijos
varones, alcanzaron renombre: Huáscar, legítimo y Atahualpa, ilegítimo.
De todas maneras, de los hijos del Inca no importaba su origen materno:
eran hijos del Inca, y eso era lo importante.

A mí me cedieron el honor de terminar la narración, (la había oído


numerosas veces contada por HAWKA)
—Tradicionalmente, el Inca dejaba el trono a su primogénito. En el
caso de Huayna Cápac, sin embargo, su hijo mayor, Ninan Cuyochi,
falleció antes que él. Aunque poco después, Huayna Cápac se encontró en
su propio lecho de muerte, y fue esta la razón para romper la tradición y
dividir el imperio entre sus dos hijos menores: Huáscar y Atahualpa.
Decidió dejar como Inca del Cuzco a Huáscar mientras Atahualpa
sería el Inca en Quito pues su madre era la Reina Shyri XVI de Quito.
Huáscar veía en Atahualpa la mayor amenaza a su poder, había
pasado una década combatiendo en las campañas de su padre y tenía el
apoyo de muchos militares. Permitió permaneciera como gobernador de
Quito, por respeto a los deseos de su difunto padre, pero con dos
condiciones: que no hiciera campañas militares para expandir sus
territorios y que se reconociera vasallo suyo y le pagara tributos.
Atahualpa aceptó.
Todo salto por los aires cuando Huáscar ordenó a su medio
hermano Atahualpa, presentarse en el Cuzco, llevando el cadáver de
Huayna Capac y le jurara formalmente su vasallaje.
El ejército Atahualpa cayó sobre la Ciudad Imperial, fue saqueada y
destruida completamente. Huáscar fue hecho prisionero y obligado a
presenciar esta destrucción. Se buscaba no dejar vestigios de la ciudad
del Cusco, así como de su arrogante nobleza imperial.

Aquella tarde volvimos a ver los ojos embelesados de quienes nos


atendían, todos tenía deseos de conocer los hechos más relevantes.
Después de unos días en la Aldea, con la autorización de la MAMA-
COYA, me uní a los tres y seguimos el camino, llevando a quienes nos
querían escuchar, el conocimiento de las historias de nuestro pueblo.

19. DÍA MIÉRCOLES — Mañana.

Por la mañana del día miércoles, se acercaron a casa de D. Miguel,


él les había llamado por teléfono al hotel. Al llegar, Doña Claudia les
recibió un tanto apurada:
—Perdonen a mi marido, sin yo enterarme les ha llamado. Ustedes
deben tener otras cosas más importantes, pero está, algo obsesionado,
con ese dichoso Manuscrito. Además, esta mañana tenemos cita con el
médico, ya les avisaré a la hora de marchar.
—No se preocupe, Doña Claudia —se disculpó Rosa— nosotros sí
estamos interesados, y tenemos poco tiempo antes de volver a Lima.
—Buenos días —se presentó D. Miguel— quiero hablarles de
Paracas. Me ha parecido muy interesante lo que dice el Manuscrito.
—Por favor, pasen a mi despacho— les insistió D. Miguel.
Con reticencia entraron, no querían perturbar los horarios de la
casa, su intención era marcharse lo más rápidamente posible.
D. Miguel abrió su cartera, en la que únicamente llevaba algunos
recortes de periódicos y dos sobres: uno con fichas en blanco y otro con
las usadas. Todavía no las había ordenado en el fichero —del sobre de las
fichas utilizadas— les enseñó una ficha sobre el Candelabro:
(En la Bahía de Paracas, en el departamento de Ica, se ubica el jeroglífico llamado
el Candelabro o el Tridente. Está grabado sobre la ladera de una inmensa roca. Para ver
este jeroglífico en toda su dimensión, es necesario acercarse a la costa desde el mar. El alto
del poste principal del Candelabro alcanza 200 metros de altura. Los postes de los costados
tienen una altura de 60 metros y los canales, es decir los surcos que fueron grabados y
hacen visible el diseño, tienen una profundidad oscilando entre 1,2 y 3,2 metros).
—No cabe dudas —les manifestó don Miguel— el jeroglífico guarda
relación con las líneas de Nazca, pero su origen es un misterio y se han
formulado varias hipótesis algunas disparatadas. Muchos hablan de los
bucaneros: la figura estaría indicando el camino de un tesoro escondido.
Otros afirman se trata de un símbolo de la masonería, grabado por orden
del general José de San Martín. Muchísimo más curiosa es la hipótesis
que afirma un origen alienígena. El Candelabro apuntaría directamente a
las líneas de Nazca. Según esta teoría funcionaban, en una época remota,
para señalizar el descenso a la tierra de naves de extraterrestres.
—Esta última —comentó Juan— parece una teoría un tanto extraña.
Es curioso, afirman con insistencia: las líneas de Nazca solamente se
puedan apreciar desde el aire, por eso al estar construidas en una época
sin medios para volar ¿Cómo las hicieron? Según algún arqueólogo: todas
las esculpidas en las laderas de los cerros son visibles desde el llano y las
del llano, se pueden ver desde los cerros.
—Por supuesto —aclaró D. Miguel— desde el aire se aprecian
mejor, pero no es verdad que solo se observen desde un avión. La teoría
más consensuada es que fue grabada por la antigua cultura Nazca para
orientar a los navegantes. El Candelabro sería en realidad una
representación de la Cruz del Sur. Las demás estrellas de la constelación
Centauro también están plasmadas en la roca, y por ello exhibe la
peculiar figura de un candelabro.
Si es para orientar a los navegantes, la piedra estratificada donde
fue grabado el símbolo, llega directamente hasta el agua y no deja ningún
espacio de playas en la zona. El paraje no pudo haber funcionado como
punto de llegada para las embarcaciones, pues es un pequeño acantilado
golpeado por las olas, como se muestra en las fotografías del lugar.
—Tal vez —le dijo Rosa con precaución— al igual que las Líneas de
Nazca. Este candelabro sea un tatuaje de la Pachamama, realizadas por
las culturas antiguas, con la misma finalidad mágica, con la que se
hicieron los tatuajes de la Dama de Cao.
—Eso es lo que dan a entender los navegantes del manuscrito y me
parece una afirmación muy sagaz. Me gustaría poder profundizar en esa
explicación, y si ustedes me autorizan a escribir un artículo sobre el tema
en el periódico.
—Por supuesto que no hay ningún inconveniente —aclaró Juan
viendo a Rosa asentir.
Varios meses después de esa conversación, cuando ya estaban de
vuelta del viaje, en las Islas Canarias. A Rosa y Juan les llegó un e-mail
de Laura —la nieta de D. Miguel— dándoles la dirección del blog. Se lo
había hecho a su abuelo, en él se reproducía el artículo publicado —días
antes— en el periódico local, llamado La Libertad, de Trujillo:
https://ladrondeguevara.webs.com/
(Al empezar a estudiar las Líneas de Nazca, muchas han sido las teorías
intentando explicar su origen y significación.
Por comparación con los dibujos de la cerámica de la cultura Nazca, se le
atribuye su construcción, por tanto, tendría unos 200 años antes de Cristo de
antigüedad.
No se puede olvidar el gran trabajo de la matemática germana María Reiche.
Durante más de medio siglo investigó las representaciones de Nazca, y afirmó, en
resumen: las líneas de Nazca son un gigantesco calendario sobre los movimientos del
sol, la luna y las constelaciones. El mapa de la bóveda celeste más grande del mundo,
las incontables líneas que cruzan el desierto en todas las direcciones fueron usadas
para fijar los movimientos del Sol y la Luna.
Sobre esta hipótesis surgieron dudas, pues no todas las figuras responden a esa
exposición.
Otra teoría nos habla de algunos detalles que pueden explicar su sentido: En el
desierto se ven con frecuencia espejismos, los dibujos del desierto sería para capturar
el agua de los espejismos. Tal vez los antiguos Nazca debieron de pensarlo. La
multitud de líneas en el desierto serían acequias para canalizar el agua fantasma, por
ello las líneas están hechas con trazos continuos y sin interrupciones así poder retener
y canalizar esa agua vivificadora.
No queriendo enfrentarnos a esas explicaciones, pero con el deseo de seguir
profundizando en el misterio. Nos atrevemos a presentar una nueva teoría, siguiendo
un axioma científico: la explicación más sencilla es la que tiene más posibilidades de
ser la verdadera, la consideramos posible.
Nos preguntamos:
¿Y si las Líneas de Nazca son meros, aunque sublimes tatuajes de la
Pachamama?
Los tatuajes corporales están presentes, desde antiguo, en casi todas las
civilizaciones. Tiene en algunos casos la misión de manifestar la pertenencia a una
comunidad, en otros mostrar cualidades de la persona: casado, soltero, grado militar:
como los galones y estrellas en todos los ejércitos del mundo. También muestran
poderes mágicos o místicos.
La Señora de Cao tiene algunos de los dibujos de Nazca tatuados en sus brazos,
piernas y manos, con un sentido distintivo y místico. Serpientes, peces y otras figuras
cargadas de simbolismo envuelven a la Dama, como una armadura de magia y poder.

Para los antiguos peruanos la Tierra es Pachamama. Las líneas y los símbolos
de animales y gente que se pueden ver en Nazca podrían ser sus tatuajes).
La conversación continuo, no solo deseaba hablarles de las Líneas
sino sobre todo de Pachacutec.
—He estado estudiando algunas cosas mencionadas en el
Manuscrito. El gran Pachacútec y su camino
Es el primer Inca con alusiones históricas. Se da por sentada su
verdadera existencia, por lo cual es considerado el primer Inca histórico,
los anteriores están demasiado ocultos por las leyendas. Pero la
relevancia de su figura y legado, ha llevado a varios investigadores a
resaltar su importancia. Era un hombre brutal. La muerte y los sacrificios
humanos no eran algo extraño en las culturas de la zona. Esto se muestra
perfectamente a lo largo del gobierno de Pachacútec: ejecutó a dos de
sus hermanos. También a dos de sus propios hijos. A sus enemigos no les
fue mejor: fue notoriamente despiadado con los cautivos y rara vez
mostró misericordia. Sin embargo, se ha dicho con verdad que es “el más
grande hombre que ha producido la raza aborigen de América”.
Sus logros dan lugar a la más importante época de la sociedad
incaica, años de cambios, continuados —después de su muerte en 1471—
por su hijo Túpac Yupanqui, definido por sus conquistas como “El
Alejandro Magno del Nuevo Mundo” y su nieto Huayna Cápac.

Las imágenes usadas por los caminantes cuenta-historias son muy


parecidas a las láminas de Felipe Guamán Poma de Ayala en su obra
“Primer nueva corónica y buen gobierno” un manuscrito descubierto en
1909 en Dinamarca, una copia muy bien realizada por la Biblioteca
nacional del Perú me la regalo mi nuera Emma Rosa y tal ver Poma de
Ayala se inspiró en unas imágenes anteriores empleadas para contar las
narraciones por los cuenta-historias, que recorrían todo el Incanato
buscándose la vida con ese oficio
Los incaicos empezaron a expandirse por toda Sudamérica desde el
ombligo del mudo: El Cusco, a partir de ese momento las redes viales se
incrementaron exponencialmente hasta cubrir una extensión de casi
60.000 kilómetros.
Antes de la llegada de los españoles, los incaicos ya habían
construido 8.500 kilómetros de caminos en América. Según los expertos,
es una obra comparable —nada más ni nada menos— a la del antiguo
Imperio Romano. Fueron 8.500 kilómetros, recorriendo buena parte de
América, por las alturas de los Andes, entre los 1.000 y los 4.500 metros
sobre el nivel del mar. Es una de las maravillas de la historia humana, un
tesoro arqueológico y cultural.
—El viaje a Oceanía —le dijo Rosa—nos ha sorprendido mucho,
nunca pensamos que los incaicos pudieran hacer un viaje marítimo tan
largo.
—Durante mucho tiempo—nos explicó don Miguel— se consideró
una fábula para enaltecer a los Incas, que uno de ellos: Tupac Yupanki,
hubiera dirigido una expedición de esa naturaleza. Todo debió surgir de la
crónica de Sarmiento de Gamboa, que escribió:
"Andando Topa Inga Yupanqui conquistando la costa de Manta, ..., aportaron allí
unos mercaderes que habían llegado por la mar de hacia el poniente en balsas, navegando a
la vela. De los cuales se informó de la tierra de donde venían, que eran unas islas, ...,
adonde había mucha gente y oro. Y como Topa Inga era de ánimos y pensamientos altos y no
se contentaba con lo que en tierra había conquistado, determinó tentar la feliz ventura que le
ayudaba por la mar, ... y …, se determinó ir allá. Y para esto hizo una numerosísima
cantidad de balsas, en que embarcó más de veinte mil soldados escogidos".
"Navegó Topa Inga y fue y descubrió las islas Auachumbi y Niñachumbi, y volvió de
allá, de donde trajo gente negra y mucho oro y una silla de latón y un pellejo y quijadas de
caballo...".
El hecho es tan inusitado que Sarmiento de Gamboa se ve obligado
a explicar: "Hago instancia en esto, porque a los que supieren algo de
Indias les parecerá una caso extraño y dificultoso de creer".
Otro enclave en la Polinesia a resaltar en esta travesía del llamado
"Inca Navegante" es la ISLA DE PASCUA, la cual también nos depara
varias sorpresas. Allí se encuentra el no muy promocionado Templo de
Vinapú, de innegable arquitectura incaica con un tallado exactamente
igual al de las calles cuzqueñas en las épocas de Pachacútec y su hijo
Túpac Yupanqui.
Leí en un artículo del historiador peruano José Antonio del Busto:
"Tomé varias fotografías de ese lugar (en la isla de Pascua) y después las traje al Perú para
enseñárselas a mis amigos arqueólogos. Todos me decían: '¡si, esto es inca!, pero ¿dónde
has tomado estas fotografías que tienen el mar atrás?', entonces les expliqué, 'esto es
Pascua, es la Isla de Pascua' ante su asombro". Parecen pruebas irrefutables de la
presencia incaica en la isla.
Sobre las 12 de la mañana, doña Claudia, se acercó al Despacho:
—Espero no hayas olvidado la cita con el cardiólogo.
—Ya estamos terminando —se defendió don Miguel— si me
acompañan podremos seguir hablando.
—Por supuesto —declaró Rosa— así también nos pueden enseñar
cosas de Trujillo.
Y los dos matrimonios se pusieron a callejear en dirección al
médico.
De lejos saludaron a un joven con su novia, de ellos le dijo don
Miguel:
—Ese chico es nieto de unos españoles, llegaron en el año 1937 al
Perú, don Pedro era catedrático de Geografía e Historia en un Instituto de
Segunda Enseñanza en Valencia y doña Dorita nacida en Picassent.
—Su padre —explicó doña Claudia— había sido sastre de pueblo
durante años, todos sus hijos e hijas aprendieron a cortar y coser los
trajes, se los hacían a los campesinos, una vez al año, cuando iba al
pueblo el día de la feria semanal.
—Ellos vinieron —continuó don Miguel— huyendo de las
consecuencias de la guerra en España, con dos hijos pequeños. Nos
contaron sus peripecias durante la guerra, por edad ninguno había
participado en el frente, pero como todos los españoles sufrieron las
consecuencias. Al estar en Valencia, cuando empezó el conflicto, se
encontraron en la zona republicana; se sentían orgullosos, pues la
República se presentaba como el futuro democrático. Pero cuando en
1936 el gobierno se trasladó de Madrid hasta Valencia, empezaron a
sentir la posibilidad de perder la guerra, pues el Gobierno daba señales de
retirada. En ese momento toda la familia se trasladó a Francia, allí se
enteraron del final de la guerra en 1939. La llegada masiva de refugiados,
a los «campos de internamiento», establecidos por las autoridades
francesas, encerraron a cerca de 550.000 españoles. Esos verdaderos
campos de concentración se construyeron a toda prisa junto a la frontera,
con barracones y muchas zonas a la intemperie. A los prisioneros apenas
se les daba comida, y nunca se les ofreció agua potable ni ropa de abrigo
o para refugiarse del viento. Muchos murieron de desnutrición,
enfermedades diversas.
Era don Pablo Neruda como Cónsul Delegado para la Inmigración
Española, y participó activamente en la organización de la travesía del
Winnipeg. Este buque lo consiguió para el traslado, un viejo carguero
francés con solo 20 personas de tripulación y fue adaptado para llevar a
los 2.200 refugiados españoles. Convirtieron bodegas de carga, en
dormitorios con literas de tres plantas. El hacinamiento estaba asegurado,
pero les parecía un paraíso a aquellas personas después de haber pasado
tantas penalidades en el frente y en el campo de internamiento. En París
se fueron reuniendo las familias. El viaje a Chile tardó 30 días, los
primeros días y últimos de navegación los hicieron a oscuras, por temor a
sufrir atentados de submarinos alemanes.

El 2 de septiembre de 1939 el Winnipeg atracó en el puerto de


Valparaíso, Chile. Al día siguiente desembarcaron los españoles y fueron
recibidos por las autoridades chilenas. Aunque previamente algunos
habían bajado, unos días antes en el puerto de Arica, norte de Chile,
dispuestos a comenzar una nueva vida.

Un grupo de ellos se quedó en Valparaíso, no obstante la mayoría


viajó en tren a Santiago, capital de Chile, donde también se les tributó un
cariñoso recibimiento.

Allí empezaron a situarse doña Dorita y don Pedro con sus hijos,
pero hacía tanto frío para ellos que don Pedro enfermó. El médico le
recomendó vivir en una zona más cálida, en vez de Santiago podrían
encontrar trabajo en el norte de Chile, tal vez en Arica o incluso pasar
hasta el Perú. Como todavía no se habían instalado, le resultó fácil
marchar de Chile al Perú. La zona de Trujillo era famosa por tener una
eterna primavera. Aquí les conocimos, ella haciendo trabajos de costura y
él dando clases particulares a algunos alumnos.

—Llegamos—dijo doña Claudia— a ser grandes amigos y todavía


nos reunimos con frecuencia, sobre todo para celebrar el santo de doña
Salvadora y don Pedro, pues en España se celebra el santo más que el
cumpleaños, aquí es al revés.
LIBRO SEGUNDO

Parte B

20. Aldea del río, 1477: Acogida de una familia de


huidos.

Dumma: narrador

Donde Dumma cuenta cómo llegó a la Aldea junto con su familia.

Muchas veces me han pedido, al anochecer al calor de la hoguera,


noticias de mi historia. Me llamo Dumma y me presenté en la Aldea del
río con unos 12 años, huyendo —junto con mis padres y mis 3 hermanos
— del norte, de más allá de Cajamarca.
Los Incas iniciaron la conquista de nuestro territorio hacia 1460
bajo las órdenes del príncipe Tupac—Yupanqui, durante el reinado del
Inca Pachacutec y lograron someter a los pueblos de la Sierra. Ante tan
tremenda opresión, todas nuestras Aldeas se unieron en un levantamiento
general, pero fuimos aplastados por el hijo de Tupac Yupanqui, Huayna—
Cápac. Nos defendimos, mucho les costó derrotarnos, pero luego de
varios años de cruenta lucha, todas las Aldeas fueron sometidas.
Nuestro pueblo estaba formado por más de 25 tribus. Organizados
en Aldeas, más o menos congeniábamos las del mismo valle y más o
menos nos uníamos en la lucha con las tribus de los valles cercanos.
Compartíamos una cultura y manteníamos intensas redes de intercambio
comercial. Sin embargo, cada Aldea funcionaba independiente de las
demás; no había una autoridad, una ley, o un poder político por encima
del jefe local.
La llegada del ejército incaico fue el motivo para unir —ante el
enemigo— a todas las Aldeas, y produjo un grupo, los incaicos nos
llamaron “los cañaris”. Si los jefes nativos querían resistir al ejército del
Inca, debían aliarse. Lo hicimos y luchamos contra la conquista y
ocupación, pero fue sin ningún éxito.

Mi familia y yo vivíamos en Hatun Cañari —ahora la llaman


Ingapirca— ya entonces era un gran centro religioso. Hasta allá arribó el
ejército del Inca, se dice más de 30.000 soldados. Eran gente
experimentada y adiestrada. Nosotros solo podíamos reclutar unos 500
hombres y además sin experiencia guerrera. Fuimos derrotados con
facilidad y entraron en nuestra ciudad.
En esos días aciagos, un grupo de soldados acudió a nuestra casa,
agredieron a mi madre: se enfrentó a ellos protegiendo a mis hermanos.
Los golpes mataron a mi hermana pequeña, refugiada en brazos de mi
madre. Comenzaron unos días de terror, los soldados derribaban con saña
nuestras casas.
Aunque no lo sabíamos, quien más riesgo corrían eran los niños
pequeños y los ancianos, pues el propósito de los conquistadores era
deportar a mujeres y hombres útiles para el trabajo.
Después de aquellos sangrientos días —una tarde— nos reunieron
en la plaza y un jefe nos vociferó:
—El Inca os enviará al Cusco, allá trabajaréis en la construcción de
unos palacios. No debéis preocuparos de la comida, ni del vestido. El Inca
os proveerá de todo lo necesario, cuando acabéis la faena, podréis volver
en paz a vuestra tierra.
Fue una noche muy larga, con constantes intentos de escapadas,
nadie creía esas promesas, cada evasión finalizaba mal, pues los soldados
estaban alerta.
Al día siguiente se organizó la caravana y comenzamos a transitar.
Familias enteras, avanzábamos bajo los gritos de los soldados por el
Camino Real. Al llegar la noche, nos hicieron acampar en el mismo
sendero, en una pequeña hondonada, rodeados de hoguera y soldados,
atemorizados por gritos constantes y carreras en la oscuridad. Fue una
noche sin luna y con mucha desesperación.
A la mañana siguiente los soldados nos despertaron entre alaridos y
empujones, fueron separando a los padres del resto de la familia.
—Así seguro no intentaréis huir— Nos gritaban.
Fue un momento muy doloroso, nos costaba creer sus promesas.
Entre nosotros, surgieron los rumores, el más doloroso: solo le interesan
los hombres, ya veréis como a las mujeres y los niños los abandonan a su
suerte.
Pasaban los días, caminamos hasta Cajamarca, allí volvieron a
reunir a cada familia, y se relaja un tanto la vigilancia. Los soldados
empezaron a tener gran cantidad de chicha a su disposición. Mis padres
decidieron aprovechar la ocasión para intentar escapar. De esta manera
en mitad de una noche salimos —con sigilo— del campamento. Al poco
amaneció y durante todo el día avanzamos en nuestra huida, con miedo a
ser perseguidos y atrapados. Mi hermana Duchicela se encargaba de mis
dos hermanos menores, mientras yo ayudaba a mis padres, llevando
nuestras pocas pertenencias: ropa y algunas herramientas.
Al atardecer del día siguiente, llegamos a la orilla de un lago. Allí,
ocultos entre la maleza, pasamos la noche. A la mañana todo el cuerpo
me dolía, especialmente las piernas. Nuestro avance fue más lento,
descendimos las montañas buscando los valles, el clima se iba haciendo
cada vez más agradable, los riachuelos eran muy abundantes.
Un momento especial fue cuando vimos, en la otra orilla del río,
varios árboles de Camu-Camu, los frutos parecían maduros y buscamos la
manera de cruzar.

Mi padre, ayudado por un bastón, tanteaba las rocas y avanzaba, le


seguían mis dos hermanos pequeños —jugando— vigilados por Duchicela
procurando no se distrajeran, después iba yo y cerrando la marcha, mi
madre Guatamba. En un instante uno de mis hermanos resbaló y cayó al
río, el agua le arrastró, mi madre gritaba y quería ayudarle, pero fue mi
hermana quien se lanzó al río, logrando agarrarlo y sacarlo a la orilla.
Cuando cuento este acontecimiento, creo es necesario aclararos:
vosotros aprendéis a nadar, aun sin saber andar, por eso, seguro os
parecerá un hecho sin importancia. Pero debéis saber: ninguno de
nosotros sabíamos nadar, porque en nuestra sierra los ríos y lagos son de
agua muy fría, y no es normal bañarse y mucho menos nadar en los ríos.

Del río salieron tiritando, mi madre les quitó la ropa y los envolvió
en mantas. Así quedaron sentados al sol, con los vestidos colgados en un
arbusto, mientras mi padre y yo, conseguimos los frutos del Camu-Camu
y preparamos un gran banquete, allí pasamos la noche. Al amanecer nos
pusimos en marcha siguiendo el curso del río, a veces el valle se
bloqueaba y el río bramaba entre dos paredes de rocas, entonces
nosotros nos alejábamos de la orilla.
Una vez, subiendo tanto tiempo por una pendiente, la noche se nos
echó encima sin tener decidido donde dormir, en medio de la ladera
improvisamos un campamento. Del viaje solo recuerdo el cansancio y la
alegría de la liberación.
Después de mucho caminar llegamos a la Aldea bajando por el río,
llevábamos varias semanas buscando donde asentarnos. Vimos un grupo
de niños jugando, nadando en la orilla. Procuramos hacer gestos
amistosos, pero ellos huyeron corriendo hasta la Aldea. Al rato vimos un
grupo de mujeres: se acercaban con paso decidido, una de ellas, alzó la
voz y nos dijo.
—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis?
No entendimos bien sus palabras, pues hablaba un idioma
desconocido. Mi padre, Chamba, replicó en el lenguaje de los incaicos y
así pudimos comunicarnos.
—Veníamos del norte —afirmó con decisión mi padre— huyendo de
los soldados del Inca, han conquistado nuestro pueblo. Tenemos la
intención de encontrar un lugar donde instalarnos.
—Yo soy la MAMA-COYA Kusi —manifestó aquella mujer— podéis
quedaros en la Aldea durante un tiempo, se reunirá el consejo de madres
y decidiremos.
En compañía de aquellas mujeres subimos por el camino de las
Chirimoyas hasta la Aldea y nos alojaron en una casa vacía, parecía
abandonada aunque estaba habitable. Era una sola estancia de planta
circular, como las de nuestra Aldea, las demás casas eran de cuatro
paredes. En todas el suelo era de tierra tan aplastada, mojada y vuelta a
pisar, que llegaba a tener casi la consistencia del adobe de las paredes. Mi
madre nos fue acomodando, en la penumbra distinguimos al fondo una
estera, colgando del techo, dividía la habitación en dos estancias.
Al atardecer vinieron varios jóvenes, entre ellos Sisa (Mujer que
siempre vuelve a la vida), la hija de la MAMA-COYA, nos llevaron víveres
pensando, como en efecto sucedía, no tendríamos casi nada. Se quedaron
con nosotros y surgió la conversación. Para mí fue una sorpresa ver cómo
Sisa llevaba la voz cantante y, relegando a mi padre, se dirigía
directamente a mi madre. Empecé a suponer: en esta Aldea la función
social de la mujer era distinta, pero aún no tenía muchos motivos para
suponerlo.
Y así empezó nuestra vida en la Aldea, al poco tiempo, un atardecer
se reunió el Consejo de Madres y nos llamaron para comunicarnos su
decisión.
—Durante estos días os hemos observado —comenzó a declarar la
MAMA-COYA Kusi— y estamos inclinados a aceptaros. Con algunas
condiciones: hablaréis nuestro idioma, aunque podéis usar el vuestro
cuando converséis entre vosotros. Colaboraréis en los trabajos. Chamba
se marchará a la Aldea del Mar donde participará con los demás esposos
en la pesca. Guatamba puede elegir uno de los trabajos de las Madres.
Duchicela y Dumma se incorporarán al grupo de los jóvenes en sus
labores y los dos pequeños cuando cumplan los cinco años se le pondrá
nombre y formarán parte de la Aldea, por ahora solo son los hijos de
Guatamba. ¿Aceptáis estas condiciones?
Mis padres hablaron entre ellos y al fin mi madre respondió:
—Estamos de acuerdo.
—Muy bien —retomó el hilo la MAMA-COYA— también participaréis
en las costumbres de nuestro pueblo. Cada día nos reunimos todas las
madres a orillas del Virú. Entre baños y conversaciones resolvemos los
problemas y nos sentimos como una comunidad. Tú, Guatamba,
participarás, como todas las Madres en el Consejo. Una vez al mes
celebramos la fiesta del Killa hunta (Plenilunio), durante esa semana, los
hombres vienen a la Aldea, viven con sus familias y colaboran en los
trabajos especiales. La fiesta del Templo, alrededor de la Kala, vosotros
podéis no participar en esa ceremonia, pero si en la celebración: la
comida y las danzas de la noche.
Mi hermana se acerca a mi madre y le susurra:
—Mamá, pregunta sobre nuestros vestidos y nuestros adornos del
pelo.
—Duchicela —interrumpió la MAMA-COYA— tú también puedes
hablar en este Consejo, pues todos habéis sido invitados. ¿Qué te
preocupa o no estás de acuerdo?
—A nosotros —afirmó Duchicela— nos gusta vestir de otro modo,
nuestras túnicas tienen colores mucho más vivos y brillantes, comemos
otras cosas y además, no nos cortamos el pelo nunca. La Pachamama nos
lo ha regalado y nosotros lo respetamos y adornamos
—Ya hemos considerado esas costumbres —aclaró la MAMA-COYA—
y nos parecen honorables. Si surgiera algún problema en el futuro, se
debatiría en el Consejo, pero parece no ser cosas demasiado importantes.
Muchos asuntos terminaron aclarados en aquel Consejo y nosotros
queríamos quedarnos en la Aldea aunque para ello debiéramos aceptar
algunas de sus costumbres.

21. Aldea del río, 1477: Integración en la Aldea.

Dumma: narrador

De la manera como me case con la futura MAMA-COYA.

Al día siguiente, unos jóvenes trasladaron a mi padre a la Aldea del


Mar. Mi madre eligió ser hilandera, pues en eso tenía alguna experiencia.
A mi hermana y a mí nos acogieron los jóvenes con entusiasmo.
Duchicela puso reparos en cazar cañanes, sin embargo, no en cuidar las
llamas, cuando se las confiaron.
Varios días después, Sisa, me pidió les acompañará en la correría
de algunos jóvenes: llevaban —cada mañana— comida a la Aldea del Mar
y traían de allá la sal y el pescado.
Al llegar a la Aldea del Mar quedé anonadado. Yo había visto
muchos ríos y algunos lagos. Es más durante años viví junto a uno, pero
al contemplar por primera vez, aquella inmensa franja azul bajo un sol
radiante, me quedé desconcertado. Era el mar. Las olas avanzaban y
retrocedían sembrando de espuma la arena, en el rompiente estallan en
miles de burbujas y a lo lejos no se veía ninguna orilla. Una gran roca se
adentraba en el mar y dividía la playa, cuando llegamos la marea la
convertía casi en una isla, aunque algunas pequeñas rocas, la unen a la
playa. El viento llegaba después de acariciar el mar y cargarse de
humedad.
Bajo unas palmeras, los hombres tenían las chozas, muy cerca a
unos metros y a pleno sol, estaba el secadero de pescado. Sisa me llevó
hasta la salina, se encontraba al otro lado de la gran roca.
A nuestro antiguo pueblo solían llegar, de vez en cuando, algún
comerciante con sal, pero no me podía imaginar de dónde se sacaba ni
cómo se obtenía.
En las salinas encontramos a mi padre, luego de abrazarlo, me
contó apasionado:
—Cuando llegue aquí, me quedé mirando el mar y la salina, como
tú y todavía sigo asombrado. Me costó mucho dormir los primeros días
con el murmullo de las olas, ya me voy acostumbrando. Como no sé
navegar, ni por supuesto nadar, por ahora mi trabajo consiste en salar
pescado y cuando termino, me vengo a esta roca a contemplar el mar y
pienso en vosotros. ¡Cuánto le gustaría a tu madre ver el mar!
Estaba hablando con él cuando un hombre se nos acercó y me dijo:
—¿A qué no sabes cómo llamamos a esa roca? —señaló donde
estábamos sentados— Con motivo de la llegada de tu padre, la
designamos el Asiento de Chamba. Pues casi todas las tardes le
encontramos sentado en ella contemplando la puesta de sol.
Ayudé a mi padre con el saco de sal y nos encaminamos a las
barracas.
—¿Cómo se encuentra tu madre? —Me preguntó— ¿Se la ve a gusto
en la nueva Aldea y con esta gente?
—Muy bien, muy bien —le expliqué— trabaja de hilandera y se le ve
alegre y contenta.
—¿y Duchicela?
—Ya sabes como es mi hermana. Sigue protestando por algunas
cosas. Pero cada vez está más a gusto y animada.
Al llegar, colocamos el saco de sal en la barca, donde la llevaríamos
de vuelta hasta la Aldea del río.
Sisa se nos acercó y dirigiéndose a mi padre le dijo:
—La MAMA-COYA Kusi me ha mandado preguntar: ¿Qué tal estás? Y
¿Te gustan las faenas que te encomiendan?
—Me encuentro bien, el trabajo es duro, desde hace mucho tiempo
estoy acostumbrado y me llevo bien con todos.
Varias horas después, con las barcas cargadas de sal y pescado,
remontamos el río rumbo a la Aldea, al ir contra-corriente, tuvimos que
hacer mucho más esfuerzo con los remos y en algunos sitios los remolinos
zarandeaban la barca. Yo lo puedo asegurar: estaba bastante
atemorizado. A mi lado remaba Sisa, intenté ocultar mi miedo. Estaba
seguro: ella me miraba de reojo, aunque lo disimulaba. Yo deseaba se
terminara cuanto antes el trayecto. Pero llegamos a una zona donde el río
se encajona y acelera. Para avanzar nos acercamos a una orilla, las
totoras ralentizan la marcha. Tres jóvenes saltaron y nadando subieron a
la orilla, desde allí jalaron con cuerdas de la barca, mientras los demás
remamos entre los rápidos. Se veía aquellos jóvenes lo habían hecho
muchas veces, mientras yo, más que colaborar me agarraba asustado a
las cuerdas que aseguraban las mercaderías. No tardamos mucho en
llegar a un remanso, los de la orilla volvieron nadando hasta la barca, los
caballitos de totoras iban amarrados a la balsa. Solo me serené al ver de
nuevo el embarcadero de la Aldea.
De vuelta le conté a mi madre lo contemplado y la conversación con
mi padre. Ella deseaba también ver el mar.
En la Aldea, mi madre comenzó a trabajar con las madres
hilanderas y le llamaba la atención cómo obtenían el color rojo y como no
podían conseguir el color de muchas de sus prendas. En nuestro pueblo el
color rojo se obtenía de unos pequeños insectos parásitos de las tunas o
chumberas. Como por aquí hay muchas tunas, sería fácil conseguirlo, así
se lo dijo a la MAMA-COYA Kusi y con su autorización, organizó a unos
cuantos jóvenes para marchar a conseguir los insectos. Me pidió fuese
con ella y para mi sorpresa también se apuntó Sisa.
En el amanecer andábamos por la orilla del Virú, camino del mar,
pues Sisa afirmó haber visto —en esa zona— algunas tunas, era una
caminata agradable. Mi madre y Sisa platicaron con frecuencia, se las
notaba muy amigables. Cuando llegamos a una zona con tunas, mi madre
nos explicó:
—¿Observáis esas manchas blancas sobre la tuna? Ahí viven los
insectos. Los llamamos Chupika, por el color sangre, con el que mancha
nuestros dedos. Para cazarlos basta con raspar con un palo y recogerlos
en un cuenco, así evitamos los pinchos, defensores de las palas de las
tunas, para no dañarnos.
Después de ver la manera de hacerlo, nos fuimos dispersando por la
tunera. A nuestro alrededor, revoloteaban los pájaros. Estábamos
robando su comida. Tardamos toda la mañana en llenar cada uno su
cuenco, pues aunque hay muchos, son unos insectos muy pequeños.
Cuando nos reunimos todos, mi madre nos sentó en una duna para
comer, desde allí oteó por primera vez el mar. En el horizonte apenas se
distinguía del cielo, una balsa se acercó a la orilla dejando una estela. No
era probable mi padre viajara en ella, pues no sabía navegar y todos
respetan su miedo, por ahora. Pero seguro eran hombres de la Aldea del
Mar. Mi madre quedó anonadada y yo también, pues desde aquella altura,
se ve la extensión majestuosa del azul, ribeteada con la espuma de las
olas. Era una visión totalmente desconocida para nosotros, en aquel
silencio roto por el piar y aleteo de los pájaros sentimos, por primera vez
la inmensidad del abrazo de la Pachamama a la Mamacocha. El sol en lo
más alto nos contemplaba. Después de un rato nos marchamos hacia la
Aldea.
Al llegar, mi madre nos pidió pusiéramos, las Chupika sobre
grandes esteras, las extendimos al sol.
—Mañana —dijo mi madre— ya se podrán emplear para teñir
cualquier tela.
Al día siguiente hizo la primera prueba. Puso en una olla agua a
calentar y cuando ya estaba hirviendo vertió un puñado de Chupika.
Paulatinamente, se tiñó de rojo sangre el agua, después metió una tela de
lana de vicuña, durante un rato removió todo con fuerza, luego apartó la
olla del fuego y fue sacando la tela impregnada de un espléndido color
rojo.
Todos los acompañantes, la seguimos hasta la casa de la MAMA-
COYA Kusi, donde le mostramos el fruto de nuestro trabajo.
Varios meses después, una atardecida mi madre me pidió la
acompañara a dar un paseo, solo los dos. Salimos por el camino de las
Cascadas. No podía ni imaginármelo, aunque por su cara parecía que algo
la tenía preocupada, yo nunca he sido muy bueno leyendo pensamientos,
pero a la luz de la luna se sentó sobre una piedra y me preguntó:
—Dumma, ¿Qué te pasa con Sisa?
—¿Con Sisa?, nada que yo sepa.
—No sé, siempre estáis juntos, Fue ella quien empezó a querer
tenerte a su lado, sin embargo, ahora eres tú, quien la buscas
constantemente.
Mi madre exageraba, Sisa me caía bien, me encontraba a gusto a
su lado, la veía simpática, le estaba agradecido, nunca se burlaba de mi
ignorancia, siempre me defendía.
—Mira, Dumma, estoy empezando a sospechar: Sisa quiere elegirte
como esposo, ¿Qué piensas hacer? En este pueblo, son las mujeres las
que eligen y los hombres no se pueden negar.
—Pero madre, eso es imposible, yo ni soy de aquí.
—Dumma, ¿en algún momento Sisa te ha dicho algo de tu melena?
—¿De mi pelo?
—Si, de porque no te cortas la cabellera como hacen ellos.
—No, Bueno una vez algo me expresó, aunque ni me acuerdo. No
parece preocuparle mucho eso del pelo.
—¿Y de otras de nuestras costumbres?
—Madre, yo no me hago ningún problema para aceptar todas sus
tradiciones, por supuesto, si me pide cortarme el pelo, no hay
inconveniente y lo haré.
—Dumma, tú lo sabes yo quiero lo mejor para ti, y me preocupa os
ilusionéis y luego tengáis problemas. No llevamos ni un año en esta Aldea
y de vez en cuando a mí me sorprenden algunas de sus cosas. No
conocemos todas sus tradiciones ni su historia. ¿Sabes lo que significa ser
el esposo de la MAMA-COYA? Por qué Sisa es la heredera y será la MAMA-
COYA.
—Estás haciendo un problema donde no lo hay, solo son
suposiciones. Ya hablaré con Sisa.
Yo estaba entusiasmado, me llevaba muy bien con todos aquellos
jóvenes. Y otra vez empezaron los problemas. ¡Qué complejo es el mundo
de los mayores!
El día siguiente busqué la ocasión para hablar en solitario con Sisa,
no fue nada fácil, no dejábamos de hacer cosas y cuando estábamos más
o menos solos, surgían otras conversaciones. Pero al atardecer, en el río,
Sisa andaba chapoteando, entre las rocas del corral de las tortugas, me
vio llegar y se acercó a la orilla, nos alejamos de todos y nos sentamos
debajo de un algarrobo.
Sin vaguedades le dije:
—Sisa, mi madre me ha dicho: pregúntale, ¿estás pensando en
elegirme para ser tu esposo?.
—Ah, eso le interesa.
—Si, y como debes saber eso es algo irrealizable.
—Anda, y ¿Por qué es imposible?
La miré asombrado, mi madre tenía razón y yo no me había dado
cuenta de nada. No solo era complejo el mundo de los mayores sino
también incomprensible el universo de las mujeres. ¡Ahora me sale Sisa
con esas!.
—Pero Sisa no te das cuenta: yo soy un extraño para ti. Y ni
siquiera sé el significado de ser el marido de una MAMA-COYA.
—Y porque te complicas la vida, las cosas siempre son mucho más
fáciles. Yo te elegiré como marido y ya está.
—Sisa, no te van a dejar.
—Ahora mismo voy a buscar a mi madre y le voy a decir mi decisión
y tiene una única alternativa: obtener la autorización del Consejo.
—Bueno, eres muy libre, haz lo que considere adecuado, yo ya te
he avisado
—De acuerdo ¿Cuándo yo te elija, me aceptarás? Es lo único que
me interesa saber.
Ya llegábamos al meollo, esto se había liado ¿Qué le podía
contestar? Me gustaría decirle: sí. Según mi madre conseguiría el rechazo
de toda la Aldea. Sin embargo, no estaba dispuesto a decirle: no.
—Debes preguntar a tu madre, antes de determinar nada.
—Mi madre hará lo que yo le pida. Nadie puede influir sobre mi
decisión. Es mi vida y yo resolveré cómo vivirla.
Se puso de pie con rapidez. Yo busqué su mirada y la vi decidida
entonces me manifestó:
—Y tú tienes dos días, para darme una respuesta.
Me miró directamente, con los ojos fijos en mí y con algo de
descaro. Sentí como si me estuviera enfrentando a un desafío y por
alguna razón eso me desconcertó. Fue un momento tenso. Hacía años no
había sentido ese desconcierto. Se dio la vuelta y me dejó solo bajo el
Huarango. Me levanté y la seguí, intenté retenerla para dialogar, pero
apretó el paso y se alejó. Al llegar a la Aldea se acercó a su madre, y las
dos se apartaban conversando.
Al día siguiente, cuando todos nos reunimos para ir a la Aldea del
Mar, Sisa me dijo:
—Hoy no vienes con nosotros, la MAMA-COYA quiere hablar contigo.
Por cómo me lo contó, me malicié que las cosas habían ido bien
para su objetivo.
Me dirigí a donde estaba la MAMA-COYA Kusi, y nada más llegar a
su taller, ella me preguntó:
—¿Cómo estás Dumma? —Me miró con una sonrisa— Ayer mi hija
me lo dijo: te va a elegir para marido, queda pendiente tu aceptación. Tú
únicamente debes consentir, no olvides quien elige es la mujer y si el
hombre no acepta ese año no puede ser elegido por otra hasta el próximo
año.
—¿No será un problema que yo no sea de la Aldea?
—Va a ser la primera vez, Sisa está decidida y no hay nada en
contra, si tú aceptas nuestra cultura. Es más, en el último Consejo hemos
determinado decir a Duchicela que si quiere, puede elegir como marido a
algún joven de la Aldea. No se lo anuncies, debo ser yo quien se lo
comunique. Búscala y dile que quiero hablar con ella.
No sabía dónde encontrar a Duchicela —buscándola— me enteré de
que había marchado a la cascada de los guacamayos a por arcilla. Volví
con esa noticia a la MAMA-COYA Kusi, me recibió sonriente con las manos
llenas de barro, en medio de su taller.
—Dumma ¿estás más tranquilo? ¿Sabe algo de esto tu madre?
—Por supuesto, ella fue la primera en insinuármelo.
—¿Y está de acuerdo?
—Solo le preocupa la decisión del Consejo, no quiere crear un
problema en la Aldea.
—Pues vete, y comunícale a tu madre: se acaba de reunir el
Consejo de las Madres Ancianas y están de acuerdo con la decisión de
Sisa.
Ya todo estaba claro, no habría problemas, si las Madres Ancianas
habían decidido una cosa, por supuesto el Consejo de Madres lo
aprobarían. Busque a mi madre y la puse al corriente, para mi sorpresa
ella se alegró y me dijo:
—Ya te puedes ir cortando tu cabellera.
—Nadie me lo ha dicho —le contesté entre bromas — únicamente tú
estás obsesionada con mi pelo.
—No es tu pelo, ya advertirás como Sisa te hace cambiar de
costumbres. Terminará gustándote el ceviche de cañan y todas las cosas
de esta Aldea.
Entre los jóvenes hubo comentarios cuando se fue conociendo la
noticia, aunque a la mayoría no les sorprendió, sobre todo a las chicas.
Mi hermana Duchicela sí había tenido problemas, pues desde el
principio se sintió algo desplazada, todas las chicas de su edad ya estaban
casadas y muchas de ellas hasta tenían hijos, además siempre se veía
fuera de nuestro grupo. Por otro lado, era muy presumida, y teniendo en
cuenta como llevábamos el pelo en nuestro pueblo: le poníamos un aro de
tela bordado alrededor de la cabeza, algunos descuidados lo hacían de
piel de calabaza. Se recoge todo el pelo y se enrolla en la parte superior.
Por eso nos llaman los incaicos despectivamente: cabeza de calabaza
“mate—uma” al fijarse solamente en los que van desaliñados.
Duchicela siempre lo adornaba con plumas de guacamayo. Así es
como se llevaba en las fiestas de nuestro pueblo, pero aquí llamaba
demasiado la atención. Y qué decir cuando se lo soltaba para lavarlo en el
río, al principio si no estaba muy limpio, no, luego el pelo se extiende
sobre el agua antes de hundirse formando una nube alrededor de su
cabeza.
¿Alguien se puede imaginar la cara de Duchicela cuando le
comunicaron que podía elegir marido? Para empezar creyó debía elegir
marido. Que era obligatorio. Ella ni siquiera se había fijado en los jóvenes
de la Aldea. No los valoraba inferiores, no obstante sí demasiados
pequeños para ella, con sus quince años ya se consideraba mayor, solo
podía elegir entre un grupo de niños de apenas doce o trece años.

Cuando llegó la fiesta de la elección, la MAMA-COYA entregó las


casas a cada joven, después volvieron al templo y allí comenzaron la
danza. En primer lugar, eligió Sisa, se colocó a mi lado enlazando mi
cintura con una cinta. Después le tocó —por edad— a mi hermana
Duchicela. No lo debo decir, pero dio un espectáculo, tras varias vueltas
alrededor de los jóvenes, intentó enlazar a Takiri (Hombre que crea
música). Takiri se zafó y se arrojó al suelo, la danza se interrumpió
bruscamente.
—Yo no puedo casarme contigo —exclamó Takiri— nada me habías
manifestado y me causa mucha intranquilidad tu conducta en tantas
cosas.
La MAMA-COYA Kusi se levantó de inmediato y avanzó unos pasos
hasta los jóvenes, con voz fuerte manifestó:
—Takiri, no puedes rechazar una elección, si Duchicela te ha elegido
debes ser su esposo.
—MAMA-COYA —contestó Takiri desde el suelo— yo no quiero
casarme con alguien de fuera de la Aldea. Además, no sabe o no respeta
nuestras costumbres. No me había dicho nada.
—Takiri —declaró la MAMA-COYA— aunque Duchicela tiene sus
propias costumbres, tú debes respetar las nuestras, y ya sabes: si te
niegas a aceptar la elección, ya nadie te podrá elegir este año.
—Esto es injusto —se quejó Takiri— pero lo acato
Abandonó al grupo de danzantes y bajó de la explanada del templo
uniéndose al de los padres.
—Duchicela —manifestó la MAMA-COYA— quieres elegir a otro.
—No MAMA-COYA, yo también voy a dejar la danza.
Después se reanudó y todas las jóvenes eligieron marido.
Me gusta recordar como al año siguiente mi hermana Duchicela
escogió a Takiri y en esta ocasión aceptó encantado, también fue un año
muy especial para mí. De pronto me encontré casado, apenas llevaba
nueve meses en esta Aldea y mi vida había dado un vuelco total.

22. Aldea del río, 1478: Una nueva vida.

Dumma: narrador

De cómo organicé mi nueva vida.

Y mi vida sufrió una revolución. Nada más terminar la fiesta de la


Elección, Sisa me llevó a la nueva casa. Resultó ser una vivienda antigua
en el barrio de las alfareras, tenía cuatro habitáculos independientes, en
medio un patio con árboles. Desde una calle estrecha se entraba en la
primera habitación, a la izquierda la hoguera de la cocina y en la
estantería con cacerolas, sartenes y cuencos. En la pared de la derecha se
apilaban, en varias alacenas, las vasijas con maíz, frijoles, ají, maní, etc.
Una estera separaba un espacio para el dormitorio. Una puerta
comunicaba con el patio —enfrente— el taller de alfarería con su horno, a
la izquierda, las dos pequeñas habitaciones, para niños y niñas cerraban
el patio. Si la casa hubiera sido nueva no tendría edificadas las
habitaciones de los niños, los padres las harían cuando las necesitaran.
Esta casa había sido utilizada por una madre alfarera, se trasladó a otra
más cercana del templo, cuando murió su madre. Y ahora era la nuestra.
A mí me agradó, y a Sisa también, aunque me dijo que le habría
gustado más una casa nueva. Nos la habían arreglado, especialmente el
techo, era nuevo, olía a verde: las totoras, el carrizo y las palmas lo
cubrían. Al suelo le habían echado una nueva capa de tierra. En resumen,
todo para mí, estaba muy bien.
Y empezamos. Según costumbre el recién casado, estaría durante
doce Killa hunta (Plenilunios) en la Aldea del río, luego se incorporará,
con los demás padres, a la Aldea del Mar. Ese año se presentaba lleno de
novedades. Sin darme cuenta dejé de estar constantemente con Sisa, yo
seguía con los jóvenes, dedicado a cosas tan variadas como llevar a las
llamas a comer por los alrededores, viajar a la Aldea del Mar para traer y
llevar cosas. En cambio, Sisa, empezó a trabajar de alfarera, en verdad le
costó bastante: el horno demoró en encenderlo hasta dos meses. No
paraba en casa, o estaba con su madre o en el taller de alguna alfarera.
Mucho tiene que aprender.
La mayoría de los días nos veíamos al atardecer a orillas del río,
durante el día cada uno estaba con sus tareas. Yo salía de casa al
amanecer a realizar mis trabajos y dejaba a Sisa casi siempre
refunfuñando, queriendo acompañarme, pero ella debía empezar a
fabricar los objetos de barro mandados por la jefa de las alfareras. Bueno,
ya lo he dicho, le constó comenzar.
Una tarde yo jugaba con los más jóvenes en el río, me di cuenta:
iba anocheciendo y Sisa no aparecía. Debería ir a buscarla, o tal vez no.
Me acerqué a la MAMA-COYA Kusi, ya se estaba marchando.
—MAMA-COYA —le informé— Sisa no ha venido esta tarde.
Ella me miró con extrañeza.
—Corre a vuestra casa a investigar, luego te espero en la mía y me
informas.
Y me apresuré con creciente preocupación ¿Qué puede haber
pasado? Llegué llamándola y no me contestó nadie. Pero Sisa salió del
taller al patio, con toda la ropa manchada de barro y la cara llena de
enfado.
—¿Qué ha pasado? No te he visto en el río.
—Para ríos, estoy yo – me replicó casi a gritos—.
—¿Qué pasa?
—Esta mañana he tenido un problema con la jefa. ¿Te parece
normal? Tardé en hacer un cántaro, todo el día de ayer y me lo ha roto en
mis narices.
—¿Por qué se ha portado así?
Sisa seguía vociferando y yo no sabía cómo consolarla.
—Ayer me mandó hacer un cántaro para el ají, se lo había pedido
una madre. Esta mañana se lo he llevado y nada más verlo me ha dicho:
—La figura del ají, ha de estar hecha en barro y pegada al cántaro,
no parece un ají.
Yo lo había hecho sin molde, y lo creía adecuado.
—¿No tienes ningún molde del ají?
—Pues no, no tengo todavía moldes, pero no me parecía necesario.
Y esa bruja me repetía una y otra vez
—Para ser la MAMA-COYA debes hacer todas las cosas siempre bien.
—Algo de razón tenía — le dije.
—Sí, ponte de su parte.
—Sisa ¿Qué has hecho para solucionar el problema?
—Fui al taller de mi madre y sin pedírselo, le cogí el molde del ají y
llevo todo el día con el dichoso cántaro. Hace un rato lo he metido en el
horno.
—Bueno, pues si ya lo has conseguido, aunque ya es de noche, ven
conmigo al río, tienes que limpiarte.
—¿Por qué te empeñas?, no tengo ganas.
Con buenas palabras poco a poco la convencí y allí fuimos los dos,
camino del río, a la luz de la luna. Pasamos por la casa de la MAMA-COYA
a informar de la situación y para evitar que se preocupara. Al llegar al río
seguía enfadada, me quité la túnica y la ayudé. Me metí en el agua y ella
se quedó sentada sobre una roca. Desde el agua, la llamé simulando
ahogarme y como no reaccionaba continué nadando hasta la otra orilla.
Salí por el arenal, y con gestos y gritos, la llamé. Al poco, ella se metió en
el agua y avanzó con agilidad hacia donde yo estaba.
Cuando llegó le comenté.
—¿Qué te ha parecido como he nadado yo? La verdad soy un buen
alumno ¿Recuerdas como me enseñaste?

Abrazándola, la besé y nos tumbamos en la arena. Millones de


estrellas cubrían el firmamento, pero ella continuaba enfadada. Yo ya la
iba conociendo y sabía que era muy dura, muy rígida, debería pasar un
poco más de tiempo antes de reaccionar y más en esta ocasión, le habían
tocado el orgullo, y ella era muy orgullosa. Por eso me sorprendió
comentado:
—Aunque todavía me duele, la jefa tenía razón —y en broma afirmó
— cuando sea MAMA-COYA no la expulsaré de la Aldea como llevo
maquinando todo el día.
La abracé y nos revolcamos por la arena, después de varias vueltas,
se zafó y corrió hasta el río, cientos de ranas saltaron con ella, luego salté
yo.
Nadamos para un lado y para otro, pero el frescor de la noche nos
hizo tiritar. Salimos del agua y corriendo nos marchamos a nuestra casa.
Sacó el cántaro del horno, comimos y nos fuimos a dormir.
Me sentía inquieto, con zozobra, presintiendo que algo me iba a
suceder, tantos días de tranquilidad preludiaban cambios. Aquel tiempo
de asombros terminó con una sorpresa mayor. Como cada tarde bajé al
río, el día había sido especialmente caluroso, el aire se estancó desde la
mañana y ninguna nube nos protegía de Inti. De camino al río recogí
algunas chirimoyas, maduras y calientes, las refrescaría en el agua antes
de repartirlas entre los niños, llegué con las manos llenas, procurando no
perder ninguna.
Se presentó Sisa, platicando con mi hermana Duchicela. Cada vez
se las notaba más unidas. Desde lejos me divisaron. Sisa avanzó por la
ribera del río hasta donde yo estaba. Salí del río y abrazándola, la besé.
—Duma, te veo muy despistado y como siempre ¿no te das cuenta
de nada?
—¿De qué me tengo que dar cuenta?,
—Pues aunque estés muy despistado, vas a ser padre.
—¿Sisa, estás segura?
—He hablado con mi madre y ella me ha dicho: dentro de seis Killa
hunta (Plenilunios) seré madre. Ella tiene experiencia y no se equivoca.
La abracé y puse mi mano sobre nuestro hijo. Y aquella tarde
corrió, como el agua de las cascadas, la noticia por toda la Aldea. Todo el
mundo me felicitaba con alegría.
Por la noche Sisa me preguntó estando acostados:
—¿Tú qué quieres que sea, niño o niña?
Yo no había pensado nada, pues ese asunto no es de mi
incumbencia, pero le dije:
—Si yo pudiera elegir pediría niño. Aunque me da igual, siempre
que se parezca a mí.
—Eso es imposible, tú solo has despertado a uno de los hijos que yo
ya tengo preparados.
—Eso lo decís aquí por qué en mi pueblo sabemos es otra versión,
yo lo he hecho y lo he puesto dentro de ti para que lo alimentes y cuides,
hasta que nazca y por eso se tiene que parecer a mí.
—Eso ya lo veremos.
—Yo tendré razón si tiene mis rasgos y mi pelo.
Pasó el tiempo y cada vez era más notorio el embarazo de Sisa.
Una de sus amigas, recién casada como ella, tuvo un problema en
el parto y murió junto con su hijo. Este hecho causó zozobra en la Aldea y
preocupación entre las embarazadas.
Yo le declaré a Sisa:
—Cuando pienso en nuestra amiga me entra una terrible inquietud
¿y si también tú tienes problemas?
—¿Tú sabes el significado de Sisa? —me explicó— Pues me pusieron
ese nombre “quien siempre vuelve a la vida”, porque cuando tenía tres
años estuve muerta.
—Eso nunca me lo has contado.
—Porque hace ya mucho tiempo. Yo estaba en el río con otros niños
y nos alcanzó un árbol arrastrado por el agua, venía flotando, una rama
me golpeó y me hundí. Ante los gritos varias madres se lanzaron a
ayudarnos. Y una me sacó, ¿Imaginas quién fue?
Yo quedo desconcertado pues no se me ocurre quien pudiera haber
sido.
—Pues la bruja a quien estuve, durante todo el día, maquinando
como expulsar de la Aldea. Cuando el otro día estábamos en el río, en
medio de mi enfado me acordé de este hecho. Me contaron como me
tendió en la arena de la orilla y con desesperación me zarandeó, yo
seguía sin respirar, estaba muerta. Al poco llegó mi madre y empezó a
golpearme, eché agua por la boca y tosiendo comencé a respirar. Yo ya
me he muerto y no puedo volver a morir.
Ella estaba muy segura y no tenía sentido preocuparla, aunque yo
seguía pensando en el peligro, y más cuando me explicaron:
—En la Aldea han muerto tres madres al dar a luz. También es
verdad, que en ese tiempo han nacido cientos de niños sin problemas.
Pasó el tiempo y cada vez a Sisa le resulta más fatigoso el trabajo,
pero todas las tardes la acompañaba a orillas del río. Sisa se echaba y
chapoteaba en el remanso de agua, donde apenas fluía la corriente y
había muy poca profundidad; el frescor la relajaba. A nuestro alrededor
los niños y las madres jugaban y charlaban animosamente.
Una tarde Sisa, sentada dentro del río, empezó a quejarse de
dolores, aunque según la opinión de las madres todavía le faltaban
algunos días:
—Me ha llegado el momento —dijo entre dolorida y asustada.
Yo comencé a gritarles a las madres, cada vez más nervioso,
Acudieron con premura: una era de la opinión de sacarla del agua, otras
de dejarla donde estaba, eso mandó la MAMA-COYA Kusi al acercarse a su
hija.
El agua se enturbió alrededor de Sisa, la MAMA-COYA me pidió la
agarrara por los hombros, todo fue muy rápido y ayudada por la MAMA-
COYA nació nuestra hija.
Con el nacimiento de mi hija, comenzó el Killa hunta (Plenilunio)
del Padre, así lo llamaban en la Aldea, durante ese tiempo el padre se
quedaba en la Aldea dedicado a cuidar a su hijo recién nacido. Era una
costumbre muy interesante, porque el padre tenía la oportunidad de
sentirse más unido al hijo. Por supuesto, unos nueve Plenilunios había
estado el recién nacido dentro del cuerpo de la madre. Pero eran
suficientes, de esta manera el padre le podría: oír cuando lloraba, mirar
cuanto sonreía y acariciar cuando dormía.
Como siempre había algún padre con esa misión en la Aldea, yo ya
sabía en qué consistía, pues los había visto durante este año. Cada
mañana cuando el alba apagaba las estrellas me levantaba para llevar a
mi hija al río donde la bañaba, luego la llevaba a su madre para que la
alimentara y durante el día la contemplaba mientras dormía y jugaba con
ella, y ya por la tarde la volvía a bañar en el río.
Desde los primeros días se dejaba sumergir y se quedaba con los
ojos abiertos mirándome y manoteando queriendo nadar. Yo nunca la
soltaba, pero nunca, nunca. La verdad eso fue al principio cuando le ponía
la mano debajo de su barriga y ella flotaba y pataleaba. Me hacía ver
como disfrutaba en el agua cuando la sacaba, rompía a llorar, deseando
quedarse. Para mí era gozar de mayor intimidad con mi hija, a veces
estábamos solos los tres: el río Virú, mi hija y yo. Cuando la bañaba, le
cantaba canciones, y ella me miraba embobada, hacía mucho que no
apreciaba tanto la vida como en esos momentos. Cuando mi hija abría los
ojos era a mí a quien veía. También consideraba la fragilidad de su vida y
anhelaba verla ya crecida, corriendo por la arena. No le es fácil a un niño
sobrevivir en medio de tantos peligros. Bañándola con frecuencia yo la
quería hacer fuerte.
Cuando terminaba el Killa hunta (plenilunio) de Padre, la MAMA-
COYA Kusi me dijo:
—Dumma, has de incorporarte a la Aldea del mar, con todos los
padres, al terminar la fiesta de este Plenilunio te marcharás.
Como decir: no lo esperaba, cuando los últimos días había estado
pensando —una y otra vez— en esta realidad tan cercana. Alejarme de mi
hija me dolía, pero debía hacerlo, todos lo llevaban a cabo en esta Aldea.
Era duro enfrentarse, al día a día, sin las miradas de mi niña, ni las
palabras de Sisa durante tanto tiempo.

23. Añoranza de una abuela.

Takiri: (El hombre creador de música). Narrador.

Donde se narra la añoranza de Duchicela.

Cuando Duchicela me eligió para ser su marido, me quedé


espantado. Había hablado con otra chica y lo teníamos decidido, esa
joven me elegiría. Duchicela eligió en segundo lugar, no habíamos
hablado nada conmigo, se adelantó a aquella joven y quedamos
desconcertados. Con su manera de actuar, Duchicela rompía nuestra
costumbre, en la ceremonia la joven elegía, pero antes el asunto siempre
se había hablado y en consecuencia se llegaba a la ceremonia con todas
las parejas decididas.
Después de aquel espectáculo, quedé bastante dolido y me
sorprendió los posteriores actuaciones de Duchicela. Descubrí como ella
buscaba ocasiones para estar conmigo. Nunca había ido a cazar cañanes y
ahora, cuando yo iba, hacía lo posible por unirse al grupo. Seguía sin
querer cazarlos, le repugnaba tocarlos, se atrevía a llevar el cesto donde
los metíamos. También con frecuencia la sorprendí mirándome. En medio
del rechazo a su aspecto, yo lo reconozco: físicamente me atraía, era una
mujer muy hermosa.
Mi sorpresa fue grande cuando, una mañana llegó al río, para unirse
al grupo de los que íbamos a las Cascadas.
¡Se había cortado el pelo, al estilo de las demás jóvenes!
Dos trenzas adornadas con cintas de colores, enmarcaban su rostro,
finos aretes de oro pendían de sus orejas. Parecía otra, más joven y
elegante. Aquel casquete de pelo enmarañado, sobre la cabeza, la
avejentaba y afeaba. Para mí aquello siempre había sido un adorno
repugnante.
Desde aquel día, empezó a deslumbrarme, todas sus acciones y
hasta el acento al pronunciar nuestras palabras, me sonaba más musical.
Por eso nadie se sorprendió cuando —al año siguiente— Duchicela me
eligió y yo acepté convencido, esta ve lo teníamos hablado.
Su reacción al venir los soldados de Huacho, huyendo de la Aldea
despavorida, sin decirle nada a nadie, me dejó totalmente impactado. No
puedo asegurar fuera la primera desilusión sufrida. Pero no fue una
reacción normal.
¡Todos tuvimos miedo! Sin embargo, nadie huyó despavorido.
Cuando volvió, le afeé:
—No me has avisado, tu conducta ha sido desproporcionada.
—¡Calla!, ¡cállate, de una vez! —me espetó, sintiéndose ultrajada—
tú no has padecido el ataque de un ejército en tu Aldea. Al verlos llegar lo
he revivido todo, no hace tanto en mi pueblo, cuando esos mismos
soldados nos masacraron.
Al mencionarle:
—Van camino de las tierras de tu familia, a someterlos de nuevo.
Su reacción fue obsesiva:
—Tenemos que ir a ayudarles —repetía constantemente a todo el
mundo— Me siento especialmente obligada a proteger a mi abuela.
Su abuela era la madre de su madre, ella se había encargado de
cuidarlos, cuando durante el tiempo empleado, en los trabajos de
reparación de caminos y puentes, a los que les obligaban los
representantes del Inca, Guatamba y su marido los dejaban en la aldea.
Ante su insistencia yo me resistía:
¡El viaje no solo sería duro sino muy peligroso!.
Pero en su argumentación, Duchicela también se aprovechaba de mi
afición a la música.
—En ese viaje tendrás muchas oportunidades –me decía— de
encontrar y conseguir nuevos instrumentos musicales.
Cuando yo era muy niño, mi madre me construyó una ocarina que
aún conservo. Para que yo, de apenas cuatro años, la pudiera tocar, la
hizo muy pequeña. Fue tal mi afición, que quitármela: era el mayor
castigo. Cuando a los cinco años me pusieron nombre, a todo el mundo le
pareció adecuado llamarme: Takiri (Hombre que crea música).
Esa vieja historia, ahora, Duchicela la usaba a favor de su decisión
Las madres estaban divididas, aunque aceptaban el motivo como
justificado: ayudar a su abuela. A todos les parecía una gran locura.
Ante la insistencia de Duchicela se reunió el Consejo. Después de
largas discusiones la decisión fue clara: si yo la acompañaba, nos
uniríamos a la caravana de la sal —como todos los años— iría a
Cajamarca. Desde allí podríamos marchar, nosotros dos más al Norte, a la
tierra de los Cañaris.
Aquel año el jefe de la caravana era Kantuta (Hombre diestro en la
caza). No nos costó mucho convencerlo, cuando fuimos a la Aldea del Mar
a informarle de la decisión del Consejo.

—Seguro os habrán dicho —nos explicó, cuando le comunicamos


nuestra intención de acompañarles— en aquella zona es muy importante
cuidar las ojotas. Si no llevamos los pies bien cubiertos, la lluvia y la
nieve nos lo hace pasar bastante mal. Hemos conseguido, con cortezas de
raíz de algarrobo, unas ojotas muy útiles; las atamos a los pies, con tela
de algodón.
Un año más, partió la caravana de la sal hacia Cajamarca. Duchicela
y yo nos incorporamos, no éramos los únicos novatos, pero si los más
jóvenes. Nosotros estábamos recién casados, aunque no teníamos todavía
hijos; todos los demás eran padres y algunos como Kantuta habían hecho
el recorrido en diversas ocasiones.
Casi un Plenilunio después llegábamos a Cajamarca —sin
detenernos— atravesamos la ciudad y subimos hasta los Baños. Sayri
(Hombre quien siempre da apoyo) apareció, de pronto, junto a una
charca, se acercó a nosotros con saltos y muestras de alegría.
—Bienvenidos —exclamaba abrazando y besando a cada uno— No
os esperaba tan pronto. Sois bienvenidos.
Sayri seguía viviendo, con toda su familia en los Baños. Era desde el
comienzo, el encargado del comercio de nuestra Aldea en aquella zona.
Algunos conocían también a Illika. Duchicela le explicó nuestro objetivo.
Se volvió a repetir la misma historia, a nadie le parece prudente
viajar por aquellas comarcas.
—Toda la información —explicó Illika— es terrorífica. Son días de
guerra. Los soldados incaicos están persiguiendo, por las montañas, a
grupos de Cañaris desafiantes de su poder.
—Pero hemos venido —se empecinaba Duchicela— para proteger a
mi abuela y no nos marcharemos sin intentarlo.
En vista de la situación, Sayri se ofreció a escoltarnos, lo mismo
Usuy (Hombre que trae abundancia), el marido de Illika.
Yo había llegado en muy malas condiciones, con mareos, dolor de
cabeza, escalofríos y cansancio extremo. Me afectaba la altura y durante
los días de subida no había conseguido adaptarme. En compañía de
Duchicela, me acercaba todas las mañanas a las charcas y Panti (Hombre
agradable) me informaba:
—Esta laguna es la más adecuada para tus dolencias— después de
comprobar la temperatura— y ya te puedes bañar.
Duchicela y yo nos quitamos la ropa y tiritando nos metíamos.
Sumergirme en aquella agua caliente me relajaba y era el único momento
del día y de la noche, sin frío.
A los diez días, los cuatro: Duchicela, Sayri, Usuy y yo nos pusimos
en marcha. Yo ya me había recuperado. Era, con mucho, el más débil,
pues por primera vez en mi vida, me enfrentaba al intenso frío de
aquellas altísimas montañas, cubiertas de nieve; en las que durante la
noche, el ventarrón gélido casi me malograba el sueño.

Nunca eran suficientes las mantas y ponchos para protegerme, me


acurrucaba entre los cuerpos de las llamas. Usuy se burlaba de mí.
—Me recuerdas a algunos de los compañeros que tuve en la Escuela
de Cusco. Toda su vida habían vivido en las Aldeas de la costa y cuando
llegaban al Cusco, no dejaban de tiritar y de quejarse del frío. Uno de
ellos enfermó y tuvo que volver a su aldea.
—No me extraña —comenté airado— es muy normal que alguien no
se acostumbre a este frío y a la altura. Pero vosotros llevabais una vida
regalada, propia de los privilegiados en aquella Escuela.
—No creas, uno de los jefes, nos enseñaba técnica militar, era
especialmente duro. Cada mañana nos levantaba a gritos y nos hacía
correr durante horas. Terminábamos saliendo del patio y bajando hasta el
río, lo teníamos que atravesar nadando y volver; al fin, veníamos
corriendo y hambrientos a nuestra habitación, chorreando agua fría.
Como nos vigilaba, nadie podía escapar de aquella tortura. Algunos lo
intentaron y fueron azotados y permanecieron todo el día en el patio,
atados con estacas en el suelo, sin agua ni comida. Luego a nadie se le
ocurrió repetirlo.
—Era un poco salvaje ese profesor ¿No?
—Bueno, se trataba de hacer de aquellos niños de ocho años, que lo
habían tenido todo, pues eran de las familias privilegiadas de cada tribu:
unos recios soldados, capaces de mandar a cientos de militares y hacerse
respetar en el campo de batalla, o unos funcionarios incaicos competentes
para transmitir toda la fuerza en las órdenes recibidas. En definitiva, ser
el mismo Inca en todas las circunstancias, y reflejar su poder de hijo del
Sol.
Una mañana, llevábamos caminando bastante rato, cuando
empezamos a ver, con más claridad, la silueta de una montaña con la
cumbre nevada. Me sentí avasallado por su presencia. Nuestro caminar
era dificultoso — alrededor— una nube de hojas secas, se arremolinaba
bajos los sauces, de la ribera de un río. Nos detuvimos y ocultamos entre
los matorrales al observar pasar, a media ladera, a un grupo de soldados.
No teníamos ningún interés en explicar a nadie nuestra misión.
—Son guerreros incaicos —dijo Usuy— no nos han descubierto.
Cuando se alejaron, reanudamos nuestra marcha.
Varios días después, llegamos a Hatun Cañar. Duchicela no
reconocía su Aldea. Donde antes únicamente se encontraban chozas
circulares y almacenes, había ahora extraordinarios edificios de piedra.
Los constructores acarreaban grandes monolitos para las nuevas
edificaciones, eran extranjeros, y a todos —mujeres y hombres— les
faltaban las dos orejas. Guiados por Duchicela nos encaminamos hacia su
antigua choza, pero no la encontramos, en su lugar estaban edificando,
en piedra, un gran palacio. Una de las mujeres que se afanaba puliendo
los cantos de un bloque nos declaró:
—A todos los Cañaris, al capturarlos, los concentraban en un corral
de llamas y cuando había suficiente organizaban caravanas para llevarlos
al sur. Nosotros somos de Chachapoyas. Nos resistimos y fuimos
derrotados, nos deshonraron cortándonos las orejas y nos castigaron a
trabajar en esta Aldea.

Duchicela me indicó la siguiera, y avanzamos por una calle angosta


hacia las afueras. Llegamos al corral de llamas, nos ocultamos tras los
matorrales. Allí, bajo la vigilancia de varios soldados incaicos, grupos de
Cañaris se agrupaban en torno a hogueras, malheridos y hambrientos,
nos sorprendió ver solo a hombres y mujeres.
—Como quieren hacerlos trabajar —nos dijo Usuy— no les interesa
los ancianos ni los niños.
Con cautela nos acercamos al corral, para observar más de cerca, si
de verdad, no había allí ningún anciano. Pronto nos convencimos: todos
eran hombres y mujeres capaces de realizar un largo viaje y ser útiles en
trabajos pesados.
—Y entonces ¿Dónde podemos buscar a mi abuela?
—Desde luego —aventuré yo— no la encontraremos aquí. Tal vez
esté escondida en algún lugar de la Aldea, Duchicela ¿Piensas en alguna
familia conocida donde pueda encontrarse?.
—En varias se puede esconder, ¡vamos a investigar! —se
empecinaba Duchicela— hemos de estar seguros de que no está en el
pueblo.
Cuando nos dirigimos de vuelta a la Aldea, Usuy nos susurró:
—Alguien nos sigue. Aunque procura ocultarse, sus movimientos lo
delataban.
Con disimulo se detuvo —escondiéndose— los demás seguíamos
adelante. Cuando quien nos rastreaba llegó a su altura, con presteza, lo
agarró inmovilizándole, al escuchar el pequeño tumulto, volvimos sobre
nuestros pasos ¿habíamos cazado un espía?
Resultaba ser un joven, que pese a su camuflaje, Duchicela
identifica como un Cañari.
—¿Qué es lo que buscas? ¿Por qué nos persigues?
Al escuchar hablar a Duchicela, le dijo:
—Al veros pensé si serias de esta Aldea. Tú, te pareces a mi prima
Duchicela, pero los hombres, no pueden ser Cañaris.
—Por supuesto soy Duchicela, y tú ¿Qué sabes de mi abuela?
—Yo soy tu primo Parina. Hay algunos fugitivos refugiados en la
sierra, podríamos intentar localizarlos. Mi padre antes de ser llevado con
mi madre al Cusco, me mandó:
—Huye, no puedes ayudarnos. Si nosotros conseguimos liberarnos,
nos ocultaremos en la laguna de la Culebrilla.
Yo hui y hace ya algún tiempo me muevo escondido por las casas
de la aldea ¡No sé a dónde ir!.
En ese momento, un grupo de soldados nos avistaron y ante sus
gritos, nos lanzamos calle abajo. Duchicela se me adelantó.
Cada poco miraba hacia atrás para cerciorarse si yo la seguía. No
tardamos en salir a campo abierto y dejamos de oír los gritos de los
perseguidores. Duchicela se sentó en la hierba y contempló cómo —poco
a poco— se ocultaba el sol. Los demás también nos acurrucamos bajo los
arbustos. Parina comenzó a hablar:
—Entre los muchos sitios donde se pueden haber refugiado los
huidos de la Aldea. El lugar más lógico y más razonable es la laguna de la
Culebrilla. ¡Duchicela!, recuerdas como allí, una vez al año, nos
reuníamos gentes de muchas Aldeas para celebrar, entre danzas y
ofrendas, ceremonias en honor de la Culebra.
—Me acuerdo —musitó Duchicela— allí había una pequeña laguna
alimentada por un riachuelo. Serpenteante como una culebra, traía agua
de los neveros de las montañas cercanas. Se vaciaba por un arroyo, que
se habría camino entre las rocas. Cada año bloqueamos esa salida con
piedras y tierra. Cuando volvíamos al año siguiente el agua rebosaba,
pero la laguna se había hecho más grande. Ahora seguro que ha crecido.
—Por supuesto —afirmó Parina— el año pasado el agua cubría las
gradas inferiores del templo.
—Por mis recuerdos —se explayó Duchicela— ese templo estaba a
bastantes metros de la laguna.
—¿Ese pantano está muy lejos de aquí? —pregunté yo.
—Apenas a dos jornadas —afirmó Parina— debemos subir y bajar
varios montes.
—Pues es lógico —terció Sayri— llegar a esa laguna y tratar de
encontrar a tu abuela.
A todos nos pareció bien y nos pusimos en camino hacia una cueva
cercana. La brisa movía las hojas. Las estrellas empezaron a dejarse
contemplar en el firmamento, mientras nosotros avanzamos dirigidos por
Parina. Entramos en una cueva y después de comer, Duchicela me dijo:
—Takiri, ¿y si haces música para alegrar estos momentos tan
tristes? ¿Cuántas veces vi a mi abuela, cantar y danzar?
Saque la ocarina, Usuy una flauta y los demás acompañaron
golpeando rítmicamente, con palos, las cazuelas. Se extendió mucho rato
aquella música improvisada.
El día siguiente amaneció frío y ventoso, ya desde primeras horas
de la mañana se presagiaba desapacible, hasta las nubes barruntaban
lluvia. Pero nosotros ya estábamos muy acostumbrados.
Como nos había asegurado Parina, a los dos días, avistamos la
laguna. Era mediodía, cuando dejando atrás uno de los pasos más
críticos, ante nuestros ojos se presentó una maravillosa vista de la
laguna. El viento riza la superficie con pequeñas olas, matorrales de
montaña cubrían un paisaje desértico, en la orilla sur de la laguna un
grupo de chozas rodeaban a un templo.
—Bajaré yo —nos anunció Parina— para alertarles de vuestra
llegada.
—Yo también iré contigo —se apuntó Duchicela.
Y allí permanecimos viéndoles alejarse. Ante aquella inmensidad me
quedé absorto en mis pensamientos: grandes cumbres cubiertas de nieve,
inmensas laderas de rocas desnudas y la laguna reflejando blancos
jirones de nubes.
Al rato Duchicela, desde la orilla de la laguna, nos hizo gestos y
bajamos nosotros también, al llegar me detuve, respirando con dificultad,
doblado por el flato, enseguida me enderecé y comencé a mirar en
derredor. Un grupo de cañari de todas las edades me rodeaban, nunca
había observado a tantos juntos; con la ropa y el peinado de Duchicela y
su familia cuando llegaron a la Aldea del Virú.
Si yo asombrado los contemplaba, ellos nos miraban sin
comprender como, gente de etnias tan distintas, acompañábamos a unos
cañaris.
Nos recibieron con amabilidad, una de las ancianas se interesó por
nuestra situación:
—¿Cuánto tiempo lleváis sin comer?
Pero antes de contestar nada, Duchicela indagó por su abuela.
Sin darle respuesta a su pregunta, nos llevó a una choza, el frío y el
viento eran muy intensos también para ellos. Alrededor de una hoguera,
nos calentamos. Dejamos de tiritar y nos ofrecieron comida, aquel guiso
de papas me llenó de energía, yo más que hambre tenía frío. Sentía como
si todo aquello le pasara a otra persona, viviendo en un sueño, en una
pesadilla.
En la conversación Parina se me acercó y me preguntó:
—¿Cuándo Duchicela llegó a tu Aldea, iba con ella su hermano
Dumma?
—Sí, se presentaron sus padres y hermanos, también Dumma.
—Dumma y yo éramos muy amigos, hicimos muchas travesuras
juntos, me quedé muy triste cuando se marchó, huyendo. Al llegar a esta
laguna se me han hecho presente tantos recuerdos. Cada año acudíamos
con la caravana de nuestra Aldea y cuando los mayores hacían sus danzas
y ofrendas, nosotros corríamos bordeando la laguna. Casi siempre ganaba
Dumma, era el primero —metiéndose en el agua helada— en atreverse a
vadear el río; otros vacilábamos renuentes, cuando cruzábamos, él ya nos
había sacado bastante ventaja.
Formábamos un grupo de amigos de la misma edad. Solo Dumma y
yo, estamos ahora libres. Los demás: o murieron o están deportados en
varios lugares, unos en el Cusco, otros en Chachapoyas. De dos de ellos,
no sé nada.

Una señora nos repartió la camada de su perra. Así cada uno de


nosotros tenía un perro. A mí me correspondió una perra negra, le enseñé
a buscar objetos escondidos, la llamaba la Negra, aunque tenía algunas
manchas en las patas traseras. Cuando nos reuníamos siempre íbamos
rodeados de aquella jauría de perros, con ellos hacíamos carreras y
salíamos a cazar. Todavía algunos corretean por la aldea buscando a sus
dueños, se les ve tristes.
Duchicela continuaba preguntando, a todo el mundo por su abuela.
Pero las respuestas recibidas, más y más la desmoralizaban. ¡Nadie sabía
nada de ella!.
Un anciano aseguró haberla contemplado muerta, era el hermano
menor de la abuela de Duchicela. Nos explicó:
—Salí, junto con mi hermana, huyendo de la Aldea a refugiarnos en
las montañas, mi hermana era ya muy anciana y solo resistió tres días de
hambre y agotamiento. Estaba en una situación muy desastrosa y una
mañana, al despertarla nos sorprendió: había muerto mientras dormía.
Aunque todos más o menos lo esperábamos, esta revelación afectó
con intensidad a Duchicela, no podía contener las lágrimas y ninguno de
nosotros —aunque lo intentamos— consiguió consolarla. Todos nos
dolimos, nada podíamos hacer, al fin la sospecha se había troncado en
certeza.
—Ya no tiene sentido —se lamentó Duchicela— seguir buscando. Lo
mejor será volver. Aquí ya no podemos hacer nada.
Esa sensación la teníamos todos sus acompañantes: habíamos
hecho hasta lo imposible.
—¿Yo puedo ir con vosotros? —suplicó Parina.
Le miramos asombrados y Duchicela le explicó:
—Donde nosotros vamos la vida es muy distinta. Siempre hace
calor, pero mucho calor ¡Ni te imaginas!, y el campo está muy seco, solo
hay vegetación en las orillas del río.
—Eso es cierto —la contradije con suavidad— sin embargo, tú te
has acostumbrado en poco tiempo, Parina lo podrá conseguir aunque le
costará.
—Seguro —aceptó Duchicela— ¡luego no quiero escuchar quejas!.
24. De vuelta a los Baños del Inca, 1484.

Takiri: (Hombre creador de música). Narrador

De cómo surgen nuevos problemas.

Después de varios días recogimos nuestro equipaje y nos pusimos


en camino.
Más adelante nos adentramos en un bosque, donde la hierba y los
matorrales empezaban a ser más altos, casi como árboles, era una
arboleda de algarrobos con ejemplares de distintos tamaños. Cada uno
marchaba ensimismado en sus pensamientos, la brisa movía las hojas
secas y nuestros pasos rompían el silencio, hasta que el golpear del agua
en una cascada nos envolvió.
Si ya tenía frío, descender el barranco y penetrar en la nube, me
empapó toda la ropa y comencé a tiritar. Seguimos adelante siguiendo la
ribera del río.
Se me acercó Parina y comenzó a caminar a mi lado, a lo lejos
vimos unos arbustos muy extraños
—Parina —le dije— ¿tú conoces esa planta?, por mi tierra no las he
visto nunca.
—Si, por supuesto son una de las más curiosas, la llamamos Puya.
Durante decenas de años va creciendo muy lentamente. Sus hojas
espinosas la hacen parecer un arbusto común, cuando uno se acerca
encuentra una planta grande, llegando a medir hasta cuatro metros de
altura. Constituye un espectáculo desconocido en la aridez de la puna.
Pero lo más curioso, de pronto entre los meses de abril y julio —sin
una razón conocida— empieza a crecer en el centro una inflorescencia de
hasta unos 12 metros de altura. La planta ha alcanzado su madurez. El
tallo contiene infinidad de flores, produciendo más de diez millones de
semillas, esto ocurre solo una vez en su vida, cuando ha vivido entre 80 y
150 años (el promedio de crecimiento es de un centímetro al mes). Las
flores son de color amarillento y al secarse se vuelven violáceas. Las
hojas verdes empiezan a marchitarse y adquirir un color oscuro. La planta
se agosta por completo, mientras cada semilla conserva la capacidad de
geminar durante seis meses.
Como nos habíamos detenido observando las puyas, nos dio alcance
Usuy, al escuchar nuestra conversación, nos explicó:
—Cuando llegué a los Baños, cerca de una charca vivía una Puya,
empezó a crecer y en unos años alcanzó los 10 metros. Luego a las pocas
semanas nacieron pequeños frutos, terminaron explotando. Las semillas
volaron varios metros, llenaron muchas charcas, las vimos alejarse hasta
más de un kilómetro. Una sola planta puede liberar millones de semillas
pequeñas y aladas, el viento las esparcen buscando tierra libre donde
asentar las nuevas puyas. Es peculiaridad de esta planta: solo se
reproduce por diseminación de semillas. Tal vez eso explica la producción
de tantas semillas por cada planta.

—Un momento importante —apostillo Parina— en la vida larguísima


de la Puya, es el tiempo de la polinización. Si esta se malogra no habrá
semillas. En este momento trascendental participan muchos animales: el
picaflor gigante se afana, pero también colaboran las moscas, las avispas,
los escarabajos, las hormigas y las abejas. Es un buen refugio para los
insectos.
Estábamos conversando cuando nos alcanzó Duchicela con el
pequeño Dumma. Se habían retrasado, contemplando el vuelo
majestuoso de unos cóndores. Se lanzaban —en picado— hasta una
pradera donde algunos cuyes se dispersaban. Usuy se encargó del
pequeño Dumma, poniéndoselo sobre los hombros, se alejó corriendo en
medio del alborozo del niño, al verlo tan integrado en nuestro grupo,
Parina me preguntó:
—¿Cómo conocisteis a Usuy? No me cabe en la cabeza, que siendo
incaico aceptáis su compañía. ¿Por qué Usuy es incaico? ¿No?
—Si, la historia de Usuy es muy curiosa, a mí me la contó Sayri. En
resumen: un joven cuzqueño, por amor a Illika, una joven de los Baños,
abandona a su familia y un gran futuro en la corte imperial: ahora sería
un consejero del Inca o uno de sus generales.
—Lo siento, pero yo —casi susurra Parina— sigo sintiendo una
tremenda aversión, en su cara contemplo la cara de los que asolaron mi
Aldea, maltrataron a mis hermanos y se llevaron prisioneros a mis
padres.
—A mí me parece una buena persona. Usuy ha sabido ganarse a
todos los de los Baños; además conoce cómo piensan y se comportan los
incaicos.
En ese momento nos dio alcance Sayri y terció en la conversación:
—También a mí me costó, cuando llegue por primera vez a las
Charcas. Lo veía como a un enemigo, mi misión era laborar junto con
Illika, y él parecía el marido competidor. No era así, Usuy respetaba las
decisiones y el trabajo de su esposa.
—Pues debe ser, a veces sin motivo, uno siente rechazo por algunas
personas. A mí me cae mal. Me cuesta esfuerzo conversar con él. Cuando
lo miro, se me hace presente el rostro de aquel soldado entrando en mi
casa. Nunca había visto unos ojos tan llenos de odio, entró en la casa
golpeándolo todo, con una furia incontrolada, derribó a mi madre y golpeó
a mis hermanos. Ciego de pánico, yo hui al entrar otros soldados.
Aquellas escenas todavía no me dejan vivir, mis sueños se pueblan de
pesadillas. Se me presenta el rostro de aquel soldado, aunque poco a
poco, se va desdibujando, pero quedan sus ojos saciados de odio. Ese día
después de correr lleno de un miedo irracional, me detuve avergonzado
por no haber defendido a mi familia. Cuando volví, escondiéndome en la
noche, me asaltó la tragedia: la choza estaba destruida y varios de mis
hermanos yacían muertos, no había rastros de mis padres. Esa es otra de
mis pesadillas: mis hermanos sin vida, dos niñas y un niño, sobre todo,
mi hermana más pequeña —mi engreída— que con sus cuatro años hasta
podía ser mi hija. Con los ojos abiertos, pero la mirada vacía, su pecho
destrozado por la lanza que rompió su corazón. Con miedo sentí el vacío.
Por la noche, arrasado de pena, envolví sus cuerpos en telas guardadas
por mi madre en un arcón, luego los fui llevando hasta una pradera,
donde los enterré, como buenamente pude. Al término el bullicio era
grande, apenas había amanecido cuando busqué a mis padres, grupos de
soldados celebraban la victoria entre gritos y carreras. A más de uno
encontré, derribado por la borrachera, a uno de ellos le arrebaté su ropa
para disfrazarme. Así llegué hasta donde tenían reunidos a todos los de la
Aldea y allí, entre la penumbra de las hogueras, descubrí a mis padres.
Merodeando por el pueblo fue cuando os encontré, mis padres ya no
estaban en la aldea y como no sabía nada de ellos, se me ocurrió
sugeriros marchar a la Laguna, en busca de la abuela de Duchicela y tal
vez también de mis padres.
Era el tipo de conversaciones habituales para soportar el viaje,
bastante triste por el final de la abuela de Duchicela y por la preocupación
con el niño que nos acompañaba, lo llamábamos pequeño: Dumma. Solo
Duchicela y yo sabíamos la verdad: era hijo de Dumma. Claramente, se le
parecía, pero pensábamos presentarlo como un huérfano encontrado, en
las calles de Hatun Cañar, mientras buscábamos a la abuela.
El valle parecía diferente a la luz del día, cuando ayer, coronamos la
cumbre y pusimos el campamento, ya era de noche. Pero ahora, ante
nuestros ojos, se extendía el peregrinar lento y sinuosos de un río,
bordeado de vegetación, grandes sauces cubrían las riberas, sombreando
la corriente al llegar al lago. Una vez más, como me sucedía con
frecuencia, me quedé inmóvil contemplando la belleza del paisaje, y
deseando ser un cóndor para sobrevolarlo todo, desde las alturas, con la
ocarina improvise una pequeña canción de admiración.
Al amanecer el cielo, cargado de nubes de tormenta, lo vaticina y
luego durante todo el día andamos bajo el aguacero. Cuando ya
andábamos empapados, nos refugiamos en una oquedad, no se podía
llamar a aquello: cueva. Al menos, el suelo estaba sin humedad y nos la
ingeniamos para encender una fogata, secar la ropa y calentarnos.
En dos ocasiones Usuy y Parina, protegidos por una tela encerada,
se alejaron bajo la lluvia y volvieron con cantidad de ramas muertas, pero
totalmente mojadas. Las apilaron alrededor del fuego donde se fueran
secando y al rato, aunque desprendiendo humo blanco, estaban en
condiciones de arder. Cuando llegó la noche cesó la lluvia, se encendieron
las estrellas y la luna llena inundó el cielo. Comimos y platicamos.
—¿Takiri me ha hablado de ti —dijo Parina— aunque no sabe, cómo
ni por qué, te a instalarte en los Baños?
Eso dio pie Usuy, para empezar a contarnos su vida:
—Yo nací en el Cusco y a los ocho años ingresé en la Casa del Saber
(El Yachayhuasi) donde estudian los hijos de los nobles. Allá nos reunimos
jóvenes de todos los pueblos, nos enseñaban: el quechua, técnicas
militares, geografía, historia del Imperio, astronomía y religión. De esa
Escuela saldríamos los jefes militares, los altos funcionarios y los futuros
sabios del Imperio. Allí conocí al hijo del señor de Chan-Chan, era un
joven muy ambicioso y muy poco inclinado a aceptar la autoridad del
Inca. Por eso sé algo de la Aldea de Takiri, él nos declaraba:
—Hasta más al sur del río Virú, se extiende el dominio de mi padre.
—Pero —interrumpí interesado— en esa escuela había alumnos de
todas las etnias incorporadas al Imperio, por la diplomacia o por la fuerza.
—Por supuesto —argumentó Usuy— era un modo de unificar a
todas las gentes aunque fueran de distintas tribus. Los hijos de los
nobles, recibían las mismas enseñanzas y aprendían el idioma común, el
quechua. Uno de los profesores era un amauta de nombre Chikan (Único,
distinto a todos), él nos enseñó la historia de nuestro pueblo. Le gustaba,
especialmente, hablar de Pachacútec, así afirmaba:
—Fue el gran Pachacútec quien fomentó el sistema de mitimaes
(traslados) de población. Se trata de desplazar a grupos humanos —a
veces los supervivientes de una tribu derrotada— a otro lugar recién
conquistado, allá realizan los trabajos necesarios para unificar y dar
cohesión al imperio. Gracias a Pachacútec, los incaicos dejaron de ser una
simple tribu habitante del Cusco, para formar el Tahuantinsuyo: un
Estado, con distintas culturas, idiomas y religiones. El Imperio incaico
logró dominar y controlar política, militar y económicamente a todas las
tribus ubicadas en las laderas de los Andes. Esta transformación fue fruto
de una expansión fulminante. Creando un ejército muy bien entrenado y
con métodos expeditivos de lucha, emboscada, asedios y hasta un
sistema bastante desarrollado de espías.
Pachacutec instauró el culto a Viracocha (mar de aceite), el
Creador, el Inca se sentía protegido por Viracocha de modo especial.
Pachacutec hizo se le ofrecieran tributos y se le rindiese culto, y mandó
construir una estatua —de oro— del tamaño de un niño de diez años, con
el dedo índice extendido, para mostrarle como: el que todo lo ordena.

Por orden expresa del Inca Pachacútec se iniciaron las grandes


obras: palacios, caminos, puentes y tambos. Organizo el trabajo comunal
(minka) en el que todas las familias de una aldea participaban en la
construcción y luego en la conservación de los caminos, de los puentes y
los Tambos.
Creó y organizó el sistema de los chasquis. A pie y corriendo,
circulan llevando los informes del Inca de un extremo al otro del imperio,
Los mensajes estaban contenidos en los “quipus” (nudo en quechua),
sorprendentes manojos de cuerdas coloreadas, con nudos.
—Tampoco —continuo Usuy— se olvidó el profesor en elogiar el uso
del agua y de las terrazas de bancales. Para llevarla a aldeas y zonas de
cultivo se originó un entramado de acequias, desde los lagos, ríos y
fuentes la distribuían hasta cientos de metros, en algunos casos
kilómetros. Era misión de la Casa del Saber, descubrir las cualidades y
aptitudes de cada uno de nosotros. En mi último año, yo había sido
elegido para ser un alto funcionario del gobierno, pero me vine hasta los
baños acompañando a mi madre. Para sus dolores, el médico le había
recomendado, los baños en este lugar. Nos vinimos aprovechando, unos
días de descanso. Nuestra estancia se prolongaría —como máximo—
durante un Killa hunta (Plenilunio), sin embargo, se fue alargando.
A mi padre, con frecuencia, enviábamos mensajes sobre la salud de
mi madre. Él nos replicaba, pidiéndome con insistencia:
—Tú debes volver al Cusco, aunque tu madre se quede, pues tú
estás comprometido a finalizar la formación en la Casa de Enseñanza.
Yo daba largas, tenía otros muchos motivos para no marchar al
Cusco.
Un día, cuando ya habían pasado cuatro Plenilunios, mi padre
aprovechó para venir a Cajamarca con una misión del Inca. Desde
Cajamarca se trasladó a los Baños, vio a mi madre bastante recuperada y
decidió volviéramos con él. Yo había intentado convencer a Illika, para
hacer un viaje al Cusco —una visita provisional— pero ella se había
negado rotundamente. No estaba dispuesta a abandonar los Baños, yo
tampoco tenía muchos deseos de volver al Cusco. Cuando se lo expliqué a
mi padre, montó en cólera.
—No te puedo comprender, renunciar a un cargo importante en la
gobernación del Imperio, por el amor de una pueblerina, incapaz de
entender los beneficios de vivir en una gran ciudad como el Cusco,
además de vivir junto al Inca y los nobles.
La situación fue terrible, yo no cedí, no podía renunciar al amor de
Illika.
Mis padres se marcharon. Después de escuchar a mi padre
exclamar airado:
—Te expulso de mi familia y de mi parentela (Ayllu). No solo dejas
de ser mi hijo, además te maldigo por tu desobediencia.
Yo me quedé, trabajando en los Baños: arreglo los caminos, edifico
o restauro cabañas para los bañistas y últimamente me dedico también a
la administración de la economía.
Con esta conversación se fue agotando el fuego de la hoguera,
hicimos un poco de música, saqué la ocarina y los demás me
acompañaron como era costumbre. Recordé a nuestra gente, luego —
poco a poco— nos fuimos durmiendo.

A la mañana siguiente nos pusimos de nuevo en marcha, no


teníamos casi alimentos, ¡Más nos valdría llegar pronto a Cajamarca!,
pues el hambre empezaba hacer mella en nuestras fuerzas.
Pero súbitamente las cosas se complicaron.
Un atardecer bajábamos la ladera de una montaña, cuando oteamos
a un grupo de soldados incaicos. Avanzaban con despreocupación,
descendiendo de la cima. En ese momento nosotros estábamos
desparramados: Duchicela, Usuy y Sayri casi llegando al fondo del valle,
mientras Parina y yo, estábamos todavía a media ladera. Fue él quien los
descubrió
—Mira, Takiri —me susurró— Esos soldados se nos acercan.
Empezamos a correr cuesta abajo, alejándonos de los soldados y
aproximándonos a nuestros amigos. Aceleramos procurando hacer el
menor ruido posible. Tratando de pasar desapercibidos. En aquel terreno
pedregoso, con muy pocos matojos, era difícil ocultarse. Cuando nos
vieron los soldados, comenzaron a gritar y a perseguirnos. ¡En mi vida
había corrido con tanta decisión!, pero todo fue en vano, aquellos
soldados corrían con fuerza, mientras nosotros estábamos debilitados. Al
dar un salto, aterricé —rodando— entre las piedras, unos matorrales
detuvieron mi caída, entonces un soldado me golpeó; poco después, otros
alcanzaron a Parina rodeándolo. Por el alboroto de la persecución,
nuestros compañeros ya habían llegado al río, descubrieron como nos
apresaban. Usuy reaccionó con rapidez, corrió ladera arriba a nuestro
encuentro.
Cuando llegó, una veintena de soldados nos rodeaban.
—¿Quién manda aquí?
El tono autoritario de la pregunta hizo vacilar a aquellos hombres y
uno de ellos se presentó.
—Yo soy el jefe de este grupo ¿Y tú quién eres?
—Me llamo Usuy y soy oficial del ejército del Inca, a todos estos los
llevó al Cusco.
—¿Pero qué me dices?
—He hablado claramente. Son representantes de algunas Aldeas y
van conmigo a entrevistarse con el Inca.
Ya habían acudido los demás.
—Son dos cañaris: Duchicela y Parina y dos del río Virú: Sayri y
Takiri. Llevan mensajes de paz para la fiesta del Inti Raymi.
No sé si estas palabras le convencieron, pero la actitud decidida de
Usuy, le amedrentó lo suficiente para forzarlos a reconocer:
—De acuerdo, sin embargo, viajar así es muy peligroso, sin escolta
y fuera del Camino Real.
—Vamos por aquí atajando hasta Cajamarca, allí se reunirá toda la
caravana. Es verdad, medio nos hemos perdido, necesitamos comida.
Para mi sorpresa aquellos soldados nos ofrecieron:
—Tenemos maíz, papas y carne seca.
Más me sorprendió Usuy, habló dirigiéndose, tanto a los soldados
como a nosotros:
—Bajaremos todos al río y allí podréis prepararnos la comida.
Yo no podía creer lo que estaba sucediendo, menos aún Parina, no
sabía ni donde mirar, viéndose acogido e invitado a comer por soldados
incaicos.
Bajamos hasta el río y, en una pequeña pradera, los soldados
prepararon la hoguera y la comida. Con gestos, Usuy consiguió
detenernos. Nosotros no debíamos colaborar, sino mantener nuestra
encomienda ficticia: representantes auténticos de varios pueblos amigos
del Inca.

Pero no nos quedamos esperando. En el campo se podía ya recoger


la quinoa, nos dispersamos, y con las manos fue fácil recolectar unos
cuantos kilos. Puestos al fuego en un huaco —con agua— no tardó en
convertirse en una masa muy alimenticia.
Los soldados no iban camino de Cajamarca, tenían orden de unirse
a un ejército y dirigirse hacia Chachapoyas. Si hubieran ido en nuestra
dirección, estoy seguro, Usuy los hubiera convertido en nuestra escolta.
Cuando, después de comer, los soldados siguieron su derrotero y
nosotros recuperamos nuestra realidad, Parina no salía de su asombro
¿Cómo Usuy había dominado la situación? Era incaico y sabía manejar la
mentalidad de los soldados, las órdenes de un oficial se aceptan siempre.
A partir de ese momento, Parina comenzó a ver con otros ojos a
Usuy, todos nos dimos cuenta de su cambio de actitud. Empezó a
respetarlo y admirarlo. Era frecuente encontrarlos trabajado en equipo.
Como Duchicela casi siempre avanzaba ensimismada, le estaba
costando asimilar la muerte de su abuela. En el silencio yo me sentía
como una hormiga ante la inmensidad del paisaje, era una experiencia
única recorriendo aquel lugar solitario. A veces el viento barría las nubes
y, por unos instantes se contemplaban, las cimas nevadas, de unos
montes imponentes, en momentos las nubes lo cerraban todo, hasta los
rayos del sol se debilitan. Este viaje me estaba llenando de nuevas
experiencias. Hasta entonces mi mundo se reducía al río Virú —ahora—
con mis propios ojos, contemplaba la inmensidad de un universo
desconocido. Solo había oído las explicaciones de los caminantes llegados
a la Aldea o de los expedicionarios de las caravanas de la sal.
—¿En qué piensas? —me interrumpió Duchicela acercándose— tú
estás sintiendo como yo, cuando contemplé el mar por primera vez. Las
nubes tan cercanas, abrazadas a las montañas, los días de lluvia
incesantes, el sabor imposible de la nieve, la pequeñez de nuestra propia
realidad, contemplando la inmensidad de los montes. Yo también quedé
anonadada frente al mar, miraba y miraba; todavía no puedo comprender
si a lo lejos se terminaba el mar. Si se termina ¿había algo detrás del
horizonte?
Una lluvia intensa y repentina interrumpió nuestra conversación.
Corrimos ladera abajo para reunirnos con los demás, bajo la protección de
unas rocas. Llovió tenue, pero constantemente toda la noche, nosotros
continuamos acurrucados en medio de la soledad y el silencio.
Parina como yo, jamás había salido de su aldea. Avistar desde el
cerro la ciudad de Cajamarca, con sus palacios de paredes enrojecidas por
el sol del atardecer y sus largas calles con casas de adobe. Las charcas
humeantes sobre la loma lejana, le paralizaron y exclamo:
—Que pasa ¿aquel incendio puede llegar hasta la ciudad?
—No te preocupes —le explicó Sayri— allí es donde vamos. Aquello
no es fuego, pero no te voy a decir nada. Vas a admirar una maravilla, no
te puedes imaginar este regalo de la Pachamama. Cuando yo llegué por
primera vez también me sorprendió.
Aceleramos el paso gastando nuestras últimas fuerzas, bordeamos
la ciudad de Cajamarca. Parina ya tendría ocasión de conocerla, Usuy y
Sayri tenían verdadera urgencia de abrazar a sus familias, nos
encaminamos hacia los Baños.

Era media tarde cuando llegamos a las primeras charcas.


—Ven, Parina —animó Sayri— acércate y mete la mano en ese
charco.
Parina hizo lo que le pedía Sayri.
—¡Qué le pasa al agua, está caliente!— exclamó amedrentado.
—Pues esta charca es de las más alejadas de la fuente. Cuando
vayamos subiendo, cada una, estará más caliente. Observarás como
humean las primeras, en ellas el agua está hirviendo.
—Duchicela ¿Qué has sabido de tu abuela? —Nos gritó a modo de
saludo Illika, abrazando a su marido— que delgados estáis todos —
exclamó mientras nos abrazaba a cada uno— ¿Y este quién es?
—¡Alto!, detente —la tranquilizó Usuy— ya tendremos tiempo de
contar nuestras aventuras y de responder a todas tus preguntas.
—Mi abuela ha muerto —dijo Duchicela— ya era muy mayor para
superar una realidad tan dolorosa.
—Lo más urgente ahora —afirmó Sayri— es comer y dormir. Yo, por
lo menos, estoy exhausto —y se dirigió hacia su casa— venid todos
conmigo.
Nos acercamos a su casa, donde encontramos a su familia y
algunos venidos en la caravana con nosotros desde la Aldea. Hubo gritos
de alegría. En pocos minutos, nos sentábamos alrededor de la hoguera;
esta era la primera comida abundante y agradable, desde nuestra salida
hacia tierra de Cañaris. Al fuego pusieron varias vasijas calentando agua,
en unas echaron papas, en otra: la yuca; también asaron trozos de carne
de alpaca.
Poco a poco —a nuestro alrededor— se fueron reuniendo y
hablando, mientras preparaban la comida, todos miraban a Duchicela, y
terminó diciendo:
—Ha sido muy doloroso aceptar la muerte de mi abuela. Habría
deseado ayudarla. Pero ya no podemos hacer nada. En su nueva vida
conocerá nuestra intención en este viaje. Los últimos días he pensado
mucho y ha sido lo mejor, era demasiado mayor para una caminata tan
larga, si pretendíamos llevarla con nosotros. Lo único penoso es la
desgracia sufrida por mi pueblo. Os presento a mi primo Parina, nos ha
ayudado y ahora desea acompañarnos hasta la Aldea del Virú. Y este
niño, lo llamamos pequeño Dumma, es un huérfano, lo encontré y he
adoptado como hijo.
Parina, alzó respetuoso la cabeza, saludando a los presentes, a
nuestro alrededor se arremolinaban. El pequeño Dumma sonreía
encantado al ver a otros niños de su edad.
—Yo he sufrido mucho —afirmó Parina— durante muchos días he
estado escondiéndome de los soldados incaicos por las casas de mi Aldea.
He perdido a toda mi familia. Al encontrar a Duchicela encontré a mis
últimos parientes. Su madre, Guatamba, es hermana de mi madre y mis
primos, espero saludarlos en la Aldea del Virú, son los únicos que me
quedan.
De pronto se acercó Kantuta hasta donde estábamos comiendo.

—¡Qué alegría!, ya habéis vuelto. Desde hace unos días estaba


esperándoos; Yaku (Cuidador del Agua), el Gran Sanador quiere hablar
con Duchicela y contigo, Takiri.
—Espero nos deje en paz hasta mañana —reclamé yo— estamos
muy cansados después de tantas caminatas.
—Por supuesto —concedió Kantuta— no me dijo tener mucha prisa.
A la mañana siguiente, en compañía de Duchicela, fui a casa de
Yaku. Nos recibió Panti (Hombre agradable), el ayudante del gran
Sanador, nos invitó a pasar y luego de presentarnos se marchó, tenía
mucho trabajo en los Baños. Junto a la hoguera encontramos a un
anciano con la cara arrugada, casi sin pelo, de ojos pequeños, pero de
mirada intensa; con un temblor bástate visible en las manos.
Prácticamente recluido en su habitación, hacía varios años no salía, el
ambiente estaba cargado de humo y olores enfermizos.
—Agradezco —comenzó a decir, levantando la cabeza— la visita,
tenía muchos deseos de conversar con vosotros. Sobre vuestra aldea y
ese hecho tan extraordinario del poder de las mujeres, si no he entendido
mal, Kantuta me ha manifestado: la autoridad máxima la ejerce una
mujer, la MAMA-COYA.
—Cuando yo llegué a la Aldea —explicó Duchicela— también me
resultó muy raro, yo soy cañari, y en mi tierra, los hombres ocupan todos
los cargos de poder, aunque bien sabemos, como a veces dejan mucho
que desear.
—Yo siempre lo he vivido así—intervine con decisión—no es ninguna
cosa extraña, además nunca he escuchado la más mínima crítica, a esta
manera de gobierno. En cambio, a mí me resulta rarísimo, vuestra actitud
reverencial con el agua.
Y entonces lo vimos, nos miramos y Duchicela captó lo mismo:
aquel anciano venerable se sentía solo, necesitaba conversación, tener a
alguien escuchándole, su inquietud del principio, paso un segundo plano.
—Os explicaré —comenzó Yaku, acomodándose junto a la hoguera,
arropado por las mantas multicolores— nosotros admiramos en el agua la
sangre de la Pachamama, fluye entre las rocas vivificándolo todo. Una vez
al año nos reunimos cientos de personas, llegan de muchas zonas de los
alrededores. Familias enteras, en un ambiente festivo, van ocupando
todos los lugares en torno a las charcas. Lo primero son los bailes,
después la ofrenda en al altar del agua, aquí junto a mi casa, cada familia
trae su regalo, generalmente chicha, coca o maíz. Luego todos participan
en el banquete.
Las llamas engalanadas dan colorido a los Baños, con sus bufidos y
carreras enardecen la fiesta, ya de por sí, animada.

El festejo del último año coincidió con la estancia en los Baños del
Inca Pachacutec. Habían estado por la zona de los cañaris sometiendo a
las aldeas sublevadas, volvían con una gran cantidad de prisioneros:
hombres y mujeres. Los situaron fuera del recinto de las balsas,
custodiados por soldados. Entre ellos algunos estaban heridos, solo
ejecutaron a los que no podían andar. Otros presentaban signos de haber
sido azotados con crueldad, todos permanecían silenciosos, como
ensimismados en su desgracia. Con ello tan cerca no podíamos celebrar
con alegría nuestra fiesta. Pedimos al Inca los mandara hacia el Cusco, y
conseguimos se pusiera en marcha la caravana con los presos. El Inca y
su corte se quedaron para la Fiesta, ya estaba bastante entristecido el
ambiente, pero cuando quiso bañarse en la primera fuente, desde
entonces se conoce como el Pozo de Pachacutec, corrieron rumores de
descontento entre los asistentes a la Fiesta.

En esa Fuente solo podía entrar el Gran Sanador —una vez al año—
el día de la Fiesta del Agua. En esa ocasión el Inca permaneció toda la
mañana, con sus esposas y algunos de sus criados. La jornada se
trastocó, las gentes se impacientaban pensando en la marcha a sus
pueblos. Se iba retrasando la Fiesta y el camino de vuelta sería nocturno.
Hasta el atardecer no pudimos realizar los ritos del agua. Mis
colaboradores me acercaron grandes cántaros; yo sacaba con el cuenco
ceremonial y lanzaba agua sobre el pueblo, mientras avanzaron con un
baile de alabanza hasta la puerta del pozo.
La conversación se alargó durante la mañana. Pesé: (estar en esta
casa, junto al fuego y escuchando al anciano, es una manera de
descansar). En varias ocasiones, Yaku (Cuidador del Agua), nos invito a
chicha, servida en huacos típicos de la zona, nos pidió se los acercáramos
de una estantería.

Durante aquellos días, la confianza de Parina y Usuy se hizo más


estrecha, con frecuencia se les veía pasear charlando entre risas. Usuy se
había propuesto presentarle a todas las jóvenes casaderas, organizó más
de una reunión donde Parina contó cosas de su vida, tan distinta a las
costumbres de nuestra Aldea y de los Baños. Un día, llegaron los dos,
hasta donde yo estaba, mirando embobado, el fluir del agua de la fuente
y Usuy me dijo:
—Vamos a ir a dar una vuelta por el bosque ¿Quieres venir con
nosotros?
—¿Pero qué vais a hacer?
—Conozco una arboleda donde suelen organizarse muy llamativos
combates de pájaros. Son los “tunki”, los gallitos de las rocas, una de las
aves más coloridas y preciosas. Su aspecto tan peculiar, y su variedad de
cantos, los convierten en una ave excepcional; ya observaréis como
alardean delante de las hembras queriendo llamar la atención.
—Voy con vosotros —declaré, poniéndome en marcha— ya me
estoy cansando de no hacer, casi nada en todo el día, después de tanta
caminata por la sierra.

Avanzamos hasta llegar a un acantilado donde vimos un conjunto


de edificaciones funerarias. Cientos de nichos —similares a ventanas—
horadadas en la roca de origen volcánico. Cada túnel, nos dijo Usuy,
alcanza entre 8 y 10 metros de profundidad. Sus entradas son de forma
rectangular o cuadrangular, de 50 a 60 centímetros de altura.
Asombrados por el paisaje comenzamos a observar a los Tunki:
—Siempre viven en pequeñas comunidades —nos susurró Usuy—
Aunque no son fáciles de observar pues permanecen ocultos la mayor
parte del día, solo salen del bosque en determinadas horas.
Los admiramos en la orilla del río bañándose y tomando agua. De
tamaño mediano, unos 30 centímetros. El macho tiene la cabeza de un
hermoso color rojo anaranjado intenso, ojos del mismo color, patas y pico
amarillos, negras las alas y la cola. Con una cresta en forma de abanico
muy prominente. Las hembras son —en general— marrón rojizo oscuro,
lo que le permite fusionarse con las rocas.
—Mirad, —nos señaló Usuy—los machos se están reuniendo en
aquel árbol, ese sitio yo lo llamo ‘cantadero’. Fijaos como actúan.
Allí empezaron a ejecutar una especie de concurso de baile y canto.
Colocados en absolutos órdenes, se exhiben ante las hembras, cada uno
realizando su mejor actuación.
—La cresta —nos insinuó— cumple un papel principal: parece ser lo
que más atrae a las hembras, la intensidad de su color y su tamaño.

Desde donde nos ocultábamos, vimos mucho alboroto, aleteos y


trinos. Estábamos presenciando una de las maravillas de la naturaleza.
Varios días después, las hembras pondrían los huevos, en hendiduras del
acantilado, buscando lugares inaccesibles. Aquella tarde volvimos —a los
baños— comentando la maravilla presenciada.
Se convirtió en una costumbre, una vez al día, bajábamos a las
charcas. Panti nos encaminaba a la más adecuada. En una de esas
ocasiones escuché una conversación entre Usuy y Parina.
—Creo que estoy cambiando de idea —dice Parina—.
—¿De qué me hablas?
—De la posibilidad de permanecer aquí ¿Te costó mucho adaptarte
a esta gente?
—Bueno mi caso es un tanto extraño, yo me quedé por Illika. Ella
no quería marcharse conmigo al Cusco y yo tampoco tenía interés en
volver a mi antigua vida. Habla con Sayri, tal vez él necesite ayuda en su
trabajo, pero decláraselo antes a Duchicela por si tiene algo pensado para
ti en su aldea.
Aunque estas palabras de Parina me sorprendieron, siempre me
parecía muy decidido a ir —con nosotros— hasta la casa de su tía, a
orillas del Virú. Claramente, era la postura más apropiada: él había
residido siempre entre el frío y la nieve, le asustaba la idea de vivir en un
lugar tan seco y caluroso.
Aquella tarde en una charca cercana, Duchicela enseñaba al
pequeño Dumma a nadar. Desde la orilla yo los contemplaba, veía cada
vez a Duchicela más alegre, parecía como si volcara —sobre el pequeño
Dumma— todo el amor recibido de su abuela.
Al rato llegó Parina, no parecía muy decidido, se acercó a orilla de la
charca, se sentó y empezó a hablar.
—Duchicela, ¿y si le pregunto a Sayri, si tiene trabajo para mí?
Llevo varios días dándole vueltas a la idea. Estaría dispuesto a quedarme
aquí.
—¡Qué me dices! Me parece muy bien —le animó Duchicela— es
una buena solución para ir adaptándote a otras costumbres. Muchas
veces tendrás la posibilidad de ir con alguna de las caravanas hasta
nuestra casa. Allí serás siempre bienvenido. No te imaginas la alegría de
mi madre cuando se lo mencionemos: un hijo de su hermana está vivo.
Os dábamos a todos por muertos ¿no te estará pasando a ti como a
Usuy?
—No, pero no lo descarto, ya he observado algunas jóvenes
atractivas y una me ha empezado a llamar la atención.
—Pues espabila —le comenté yo con socarronería, terciando en la
conversación— sería muy triste arrepentirse de haber esperado
demasiado y perder la oportunidad.
A la mañana siguiente Sayri nos comentó su conversación con
Parina la noche anterior. Le pareció decidido a quedarse y le sería de gran
ayuda y muy útil, pues siempre tenía mucho trabajo en el saladero.
Después de esos días de tranquilidad nos pusimos en marcha,
integrándonos en la caravana, camino de nuestra Aldea.
25. Un secreto, 1485: De cómo se resuelven antiguas
dudas.

Duchicela: narradora.

Takiri y yo mantuvimos un gran secreto, al llegar de


Cajamarca a la Aldea.

Todo comenzó en los días cuando estuvimos en la Laguna de la


Culebrilla. Una tarde acudió al campamento un grupo de cañari, venían
rotos por el cansancio y hambrientos, durante varios días habían vagado
sin rumbo por la sierra, temerosos y huidizos. Nada más verlos sentí
como me tensaba, pues a una joven —con solo mirarla— la recodé y ella
se sintió reconocida, me adelanté y con una antigua familiaridad, la
abracé. Fue un abrazo largo, sin palabras, la ayudé cuando cayó al suelo
desmayada, la llevé hasta una cabaña, le puse un poncho, tiritaba de
fiebre. Le preparé comida y con delicadeza le ayudé a comer, al final la
dejé adormilada.
Pero aquella tarde, cuando ya había descansado, tuvimos una larga
conversación. Estábamos los tres, con nosotras, Takiri medio adormilado
protegiéndose del frío. Shabalula era una joven menuda, de rasgos finos,
en sus ojos nada más se notaba la tristeza y vacío, estaba demacrada, y
casi con un hilo de vida. Yo no dejaba de mirarla con cariño.
—Shabalula, ¿Cómo te ha ido?
—Estos han sido unos años muy duros, cuando vosotros huisteis, se
sucedieron los desastres y el dolor. Cada vez era peor y nunca parecía
mejorar. Yo tenía un motivo de pena más. ¿Cómo está tu hermano
Dumma?
Titubee al responder.
—Bien, todos nos hemos adaptado a la nueva Aldea. Vivimos cerca
del mar, junto a un río. Allí no conocen la nieve ni el frío y tienen unas
costumbres muy extrañas. En la Aldea manda una mujer, no porque sea
una anciana, sino que hereda el poder de su madre la MAMA-COYA.
—Yo no te he preguntado eso —me cortó Shabalula con desgana—
solo me interesa Dumma. Todavía me duele ¿nunca me buscó?, y estaba
vivo. Yo sabía como os escapasteis en Cajamarca, cuando os llevaban
presos al Cusco, pasaron los meses y no volvió a buscarme. Nació nuestro
hijo.
—¡Tienes un hijo! —exclamé asombrada.
—¡Tenemos un hijo!, Dumma es el padre. Tú sabes igual que yo:
estábamos casados. ¡Todo el pueblo lo conocía Y no entiendo por qué nos
abandonó, y nunca volvió a buscarnos.
—Ni él, ni nadie, sabía lo de un hijo. ¿Cómo le llamas?
El rostro de Shabalula se dulcificó.
—Dumma, como su padre. Lo he dejado con mi madre en la Aldea,
ya tiene casi tres años y es un niño muy fuerte.
—Cuando llegamos a la Aldea del río, recuerdo como mis padres
hablaron con Dumma, y después de varias deliberaciones todos
pensamos: habrías muerto o sería imposible encontrarte.
—Si, pero tú has vuelto, ¿Qué es tan importante, qué buscas?
—Yo he venido a proteger a mi abuela.
—No intentes defender a Dumma. Tú has regresado, él me dejó en
el olvido, fue un cobarde. Y seguro, se habrá casado otra vez.
—Cuando lo conocí en la Aldea —comentó Takiri, interviniendo por
primera vez, y tratando de componer— siempre veía a Dumma muy
preocupado, no nos dijo por qué, no obstante estaba pensativo y triste.
—Sus padres, especialmente su padre —explicó Shabalula— no me
aceptaban como esposa de su hijo, porque yo soy algo mayor, casi cuatro
años. Dumma y yo seguimos adelante, nos reuníamos a escondidas en las
afueras del pueblo. Un grupo de árboles, cerca del camino de la sierra,
son testigos de nuestro amor, de nuestras promesas, hasta hablamos de
marcharnos a otros lugares, buscar otro sitio donde no fuéramos
rechazados. Pero todo terminó con la llegada de los soldados incaicos y
con la huida de Dumma.
—Bueno, realmente Dumma no huyó por propia voluntad —me vi
forzada a matizar— con toda la familia fuimos obligados a marchar al
Cusco, junto con otros también apresados.
En ese momento, Shabalula perdió el conocimiento, en medio de
temblores inquietantes. Yo salí corriendo en busca de ayuda y cuando
volví con una anciana, había recobrado el sentido y solo tenía ánimo para
mirarme. Cogió con fuerza mi mano y susurrando me pidió.
—Por favor, Duchicela, ayuda a mi hijo. Su padre lo podrá proteger,
aquí no puede sobrevivir en medio de esta guerra. Me siento morir y no
quiero dejarlo abandonado.
La mire y con delicadeza le acaricie el rostro, luego empecé a llorar
al saberla tan desvalida. Aquella chica tan animosa, no hacía tanto
tiempo, juntas habíamos soñado un futuro tan distinto del que ahora
vivíamos, desde luego mucho mejor.
Recordé pequeñas historias: cuando las dos, junto con otras niñas
de nuestra edad, nos encargábamos de adornar —con flores silvestres y
con cintas de colores— a las llamas ofrecidas en sacrificio a la Culebra, en
la laguna donde ahora estábamos despidiéndonos. Buscamos por los
campos cercanos flores violetas, pues habíamos decidido, para ese año,
adornar las dos alpacas blancas solo con flores violeta y cintas azules. Nos
costó varios días encontrar suficientes flores de ese color, luego, cuando
la caravana se encaminó hacia la laguna, muchos elogiaron nuestro
trabajo.
Casi dos días duró la agonía de Shabalula, me insistió en el
compromiso de llevar al niño a su padre. Mi promesa la llenó de
serenidad. Y así, arropada por nuestro cariño, murió a orillas de la Laguna
de la Culebrilla. Y allí la enterramos.

El compromiso adquirido nos obligó a volver a la Aldea.

No fue difícil encontrar a la abuela y al pequeño Dumma, ni


tampoco convencerla y ganarnos su simpatía y nos lo entregara cuando le
contamos nuestra promesa a Shabalula. Hice un transportín con telas y
cintas. Lo acomodamos, por turnos, a la espalda, cuando marchábamos y
él se cansaba de andar o teníamos prisa.
Cuando llegamos a Cajamarca a todos les dijimos:
—Yo he adoptado al pequeño Dumma, es un huérfano de los
cañaris.
Nadie pensó fuera el hijo de Dumma. Aquel niño se ganó muy
pronto el corazón de todos, especialmente el de Takiri. Decidimos
conservaría el lenguaje de los cañaris, por eso, en ese idioma siempre yo
le hablaba, mientras los demás y Takiri le conversaban en la lengua de
nuestra Aldea.
El viaje fue largo, pero al final la caravana con las llamas cargadas
de lana, alcanzó a otear el Cerro de Saraque. Nuestra llegada fue motivo
de gran alborozo. Cuantas cosas podríamos contar, aunque algunas,
Takiri y yo decidimos ocultarlas. Durante el viaje, habíamos acordado,
mantener en secreto que el pequeño Dumma era hijo de Dumma,
opinamos sería un problema para Sisa descubrir —como su esposo— tenía
un hijo Cañari.
No obstante para nuestra sorpresa comenzaron a surgir rumores.
Enseguida se empezó a hablar del parecido evidente entre Dumma y el
pequeño Dumma.
La MAMA-COYA Kusi nos interrogó sobre el particular.
—No puedo dudar de vuestra palabra, pero necesito me aclaréis si
el pequeño Dumma es hijo de Dumma, como se rumorea insistentemente
desde vuestra llegada.
Takiri y yo nos miramos, no podíamos mantener la mentira, además
la MAMA-COYA había tenido la prudencia de hablarnos a solas, se lo
diríamos a ella y que decidiría si se mantenía en secreto.
—Cuando estábamos en tierra de los Cañaris —empece a manifestar
— encontramos una amiga mía, yo la sospechaba casada con mi hermano
Dumma. Ella nos comunicó antes de morir, quien era el padre del
pequeño Dumma y le prometimos traerlo con su padre. Eso hemos hecho
y yo lo estoy cuidando como mi hijo, porque tememos esta situación haga
sufrir inútilmente a Sisa.
—Creo ser yo la más adecuada —se adelantó la MAMA-COYA Kusi—
para informar a mi hija, pues aunque Dumma debió hablarnos de su
situación cuando vino a nuestra Aldea. Es lógico pensar, que los fugitivos
al llegar a un lugar extraño, guardan sus secretos. Y cuando ya están
integrados les cuesta mucho trabajo hablar del pasado. Además, no
sabemos si Dumma ha platicado de todo esto con Sisa.
La MAMA-COYA nos mandó:
—Duchicela ve con Takiri a buscarla, quiero que estéis presentes
cuando se lo comunique.
La encontramos en su casa trabajando de alfarera.
—Sisa —le dije— tu madre quiere chalar contigo. Puedes ahora
acompañarnos.
Sisa nos miró contrariada ¿Qué es tan urgente para interrumpir mi
trabajo? Pero nos siguió hasta la casa de la MAMA-COYA, de camino
intenté prepararla:
—Cuando estábamos de viaje lejos de la Aldea, muchas cosas nos
han ocurrido, algunas agradables y otras preocupantes. Casi todas nos
han sorprendido.
—Es lógico —aventuró Sisa intrigada— todo viaje ocasiona
contratiempos y sorpresas.
Llegamos a la casa de la MAMA-COYA, aunque yo entre
acompañando a Sisa, Takiri se quedó fuera. La MAMA-COYA le mandó
entrar también:
—Takiri, es mejor comentar entre todos lo que voy a decirle a mi
hija. —Y dirigiéndose a ella, le declaró— ¿Sisa, no sé si Dumma te ha
explicado que cuando salió de su tierra dejó a una mujer esperando un
hijo?
—Eso no pudo explicarlo —intervine aclarando— cuando salimos
huyendo, nadie sabía del embarazo Shabalula. Dumma solo podía
declarar que allá, en medio de una guerra, quedaba una mujer con quien
estaba comprometido.
—Creo recordar como alguna vez Dumma me habló de su salida de
vuestra Aldea, también de los amigos, a quienes había dejado, a todos los
daba por muertos. Nunca me habló, claramente, de ninguna Shabalula.
Pero cuando habéis vuelto vosotros —trayendo al pequeño Dumma—
tenía el propósito de preguntarle, si él era el padre de ese niño. No
solamente se le parece, sino además, tu Duchicela, lo tratas con un cariño
especial.
—Shabalula —aclaré con firmeza— poco antes de morir, me lo
confió, yo soy su tía, al ser hijo de Dumma. Yo le prometí cuidaría de él y
lo traería con su padre. Yo me he encariñado y querría quedármelo como
hijo.
—Para tomar una decisión —afirmó Sisa— quiero hablar primero
con Dumma.
La MAMA-COYA se dirigió a Takiri y le mandó.
—Takiri, mañana irás a la Aldea del Mar y traerás a Dumma, este
asunto no puede esperar más.
Al día siguiente, cuando se disponía a cumplir ese encargo, le pedí
encarecidamente:
—Dile a Dumma todo, como nos lo explicó Shabalula, así cuando
llegue sabrá por qué le llama la MAMA-COYA Kusi, y no será tan grande la
sorpresa.
Durante el camino de vuelta. Casi no hablaba. Permanecía
ensimismado escuchando la historia de Shabalula. Todas sus preguntas
fueron sobre el pequeño Dumma, para él fue una gran sorpresa, pues
nunca se le pasó por la cabeza pensar haber dejado un hijo en la Aldea
Cañari, también le hizo varias preguntas sobre Shabalula.
Al llegar a la Aldea, saltó raudo de la barca y con Takiri, corrió hacia
la casa de la MAMA-COYA, no hallaron a nadie. Siguieron buscando y me
encontraron en la de Sisa, con la MAMA-COYA y el pequeño Dumma.
Estábamos sentadas a la sombra del árbol en el patio, haciendo
carantoñas al niño, Dumma se acercó, lo tomó en sus brazos y se le
quedó mirando.
—No sabía nada de ti. Pero me alegro mucho de haberte encontrado
—y dirigiéndose a Sisa— ¿ya le habéis explicado que tiene una hermana?
—No le hemos referido nada —intervine con celeridad— ¿Takiri te
ha dicho que yo lo he adoptado? Esperábamos a tu conversación con Sisa
para ver la mejor solución.
El pequeño Dumma correteaba por el patio ajeno a la charla.
—Al principio me costó entender —explicó Sisa, dirigiéndose a
Dumma— ¡Puedes comprender mi desconcierto!, ya he tenido tiempo de
valorar tu trauma, abandonando aquel pueblo en medio de la guerra y
dejando a tantos conocidos y amigos en manos de los enemigos.
—Sisa, perdona que no te hablara de la existencia de Shabalula,
estaba convencido de su muerte y desde luego no tenía idea del
embarazo.
Se hizo el silencio, ya no había nada más que decir. Yo miraba los
ojos de Dumma, pero me fue imposible leer sus pensamientos. Él
observaba al pequeño Dumma. Afirmé con decisión, poniéndome en pie:
—Ya está todo claro, si todos estáis de acuerdo el pequeño Dumma
—dije señalando— tiene una hermana: la hija de Sisa, tiene un padre:
Dumma, tiene una madre: Shabalula muerta en la sierra y tiene otra
madre: yo y una abuela: la MAMA-COYA Kusi.
Siguió un profundo silencio, ahora, cada uno de los presentes, debía
aceptar esa solución, y fue la MAMA-COYA la primera en hablar, casi con
la voz solemne de los Consejos de Madres:
—Desde este momento el pequeño Dumma será mi nieto.
Aunque parezca extraño, de pronto, todos comenzaron a aceptar, y
misteriosamente asumieron mis palabras.

26. Aldea del río, 1502: Nuevos peligros.

Sisa (Mujer que siempre vuelve a la vida): narradora

De cómo nuevos peligros amenazan la vida de la Aldea.

Aquella mañana —como casi siempre— me detuve con mi hija en la


casa de la MAMA-COYA Kusi camino del río. Su abuela la tomó en brazos
y la besó en la frente deseándole un día venturoso. La llevaba en un cesto
de mimbre. Al llegar al río la saqué con cuidado y la sumergí en el río,
mientras limpiaba las telas usadas para envolverla.
Estaba con otra madre haciendo lo mismo con su hijo cuando
vimos, en la cumbre del cerro Saraque un grupo de gente avanzando
hacia la Aldea, era una fila interminable de personas haciendo sonar sus
roncas caracolas. Aceleramos el baño y corrimos a avisar a la MAMA-
COYA.
Al acercarse más, los miré aterrorizada, eran soldados del Inca,
llevaban los mismos ornamentos y banderolas. De vez en cuando
visitaban nuestra Aldea, siempre causándonos daños.
Pero esta vez no se acercaron. De modo pacífico siguieron
caminando hasta las Cascadas, río Virú arriba, allí se detuvieron,
montando un campamento, era como una Aldea en movimiento, donde
solo faltaban niños.
A lo largo de la mañana los vimos avanzar, divididos en
agrupaciones de unas veinte o veinticinco personas. En cada grupo, solo
unos diez vestían de soldados, por eso llevaban cascos, los otros eran
porteadores, pastores de llamas y mujeres. A veces entre cada grupo
había espacio y se distinguían claramente sus integrantes. Uno era más
numeroso y en medio, sobre un palanquín, llevaban al Jefe. Entre las
cuadrillas corrían jóvenes mensajeros transmitiendo las órdenes. Uno de
esos heraldos llegó hasta la Aldea y le comunicó a la MAMA-COYA Kusi.
—El Jefe os espera en su campamento al atardecer.
Se reunió con premura el Consejo de Madres y decidieron que con
la MAMA-COYA irían algunas de ellas y todos los jóvenes.
Al crepúsculo nos pusimos en camino, llevamos como regalos,
cestos con chirimoyas y cántaros con chicha. Cruzamos las lindes del
campamento moviéndonos por su asentamiento. Sobre la pradera
cubierta de hierba y flores se habían instalado, cada grupo alrededor de
una hoguera, algunos también montaron cabañas de esteras. Era una
muchedumbre perfectamente organizada. En algún grupo se oían risas y
conversaciones, en otros había danzas al son de tambores. Los últimos en
llegar todavía descargaban de las llamas los alimentos y las armas,
haciendo montones: mazas, lanzas, arcos y flechas, escudos, cascos y
armaduras. Nosotros avanzamos en medio de aquella Aldea improvisada.
En una pequeña explanada, junto a las Cascadas, distinguimos una
cabaña especialmente adornada. Allí nos dirigimos y encontramos al Jefe.
En varias hogueras, junto a la entrada se calentaban las ollas de barro
con los alimentos: maíz con papas, yuca con cuy y ají.
Nos detuvimos y al poco se asomó a la puerta el Jefe, y nos dijo:
—Nosotros somos la guarnición de Huacho y nos han ordenado
concentrarnos en Cajamarca, allí emprenderemos una acción militar en la
zona norte. Necesitamos alimentos para el viaje.
Aunque velada, sus palabras sonaban como una amenaza. La
MAMA-COYA Kusi le entregó nuestros regalos, diciéndole:
—Te damos gracias porque no habéis dañado la Aldea y te prometo
el tributo acostumbrado.
Todo estaba declarado, les daríamos los alimentos solicitados.
Iniciamos la comida y terminó como era habitual con danzas.
Cuando ya la chicha había afectado a sus colaboradores más cercanos y al
mismo Jefe, se presentó ante nosotros un Chasqui, con su gran penacho
de plumas blancas y amarillas.

—Traigo un quipu para el Jefe de la guarnición de Huacho


—Yo soy —movió la cabeza intrigado.
Entonces le entregó en mano, el mensaje.
—Que venga el lector de quipu — gritó el jefe— necesito me lea la
información.
Inmediatamente, se presentó ante todos los comensales, el lector y
tomando el quipu comenzó a explicar:
—La cuerda principal es de color rojo, por tanto, es un mensaje
directo del Inca. La primera cuerda dice venir de Cajamarca, de donde
salió este quipu, hace dos días. La segunda cuerda es el destinatario, el
jefe de la guarnición de Huacho. La tercera nos manda ir inmediatamente
a Cajamarca. La cuarta nos pregunta cuántos soldados forma esta
expedición y cuánto tiempo tardaremos en llegar.
Cuando terminó la lectura vimos como los colaboradores del Jefe se
movían nerviosos. Todos lo sabían, tardarían en llegar a Cajamarca, al
menos doce días, una comitiva como esta, difícilmente puede avanzar
más de 20 kilómetros por día.
Nosotros miramos a la MAMA-COYA Kusi, levantándose hizo ademán
de marcharse.
—MAMA-COYA —la detuvo con energía el Jefe— mañana al
amanecer reanudaremos la partida, durante esta noche iremos a la Aldea
a recoger los tributos.
Comenzaron unas horas muy ajetreadas, grupos de soldados venían
y se marchaban vaciando nuestros almacenes.
A lo largo del día siguiente, la litera y la comitiva se pusieron de
nuevo en marcha. En ese momento me di cuenta: esos soldados iban a
combatir a los cañaris, una vez más se habían levantado en armas ante la
opresión del Inca. Sentí el dolor de la impotencia.
No podía olvidar como los vencidos, después de haber puesto
resistencia, los trataban con suma crueldad. Se les llevaban al Cuzco en
una marcha humillante, con las manos atadas. Sus ídolos los pisoteaba el
Inca, cuando llegaban a su presencia. Los encerraban en horrendas
mazmorras, donde había fieras, serpientes y toda clase de sabandijas.
Cuando un grupo se resistía con especial valentía, la represalia era
extrema: hacían tambores con la piel de los vencidos, flautas con sus
huesos, con sus dientes collares y con sus cráneos vasos para beber.
Volví a ocuparme de mi hija, no conseguía nada con esos tristes
pensamientos, mi niña era el futuro, un porvenir que yo deseaba fuera
muy distinto.

27. DÍA MIÉRCOLES— Tarde

Cuando llegaron esa tarde, Doña Claudia les animó a entrar al


estudio donde estaba su marido:
— Ya conocen el camino —dijo con amabilidad.
D. Miguel casi dormitaba en uno de los sillones, pero reaccionó
nada más vernos, se levantó con la agilidad de sus ochenta años
cumplidos, les estrechó la mano. Encendió la computadora y mientras se
ponía en marcha.
—¿Y qué nos puede contar del los cañaris?—le pidió Rosa.
—También he investigado sobre los cañaris, no sabía mucho de
ellos, pues nadie los considera peruanos, sino más bien ecuatorianos.
Después de estudiar sus relaciones con los incaicos, muchos de ellos
fueron deportados a algunos lugares del Imperio Inca. Sabemos fue un
pueblo más antiguo, pero sin ninguna apetencia conquistadora, las
distintas Aldeas solo se unían cuando había un enemigo exterior.
Se aliaron para formar un frente común. Lo hicieron y lucharon
contra la conquista y ocupación incaica, sin éxito. Siempre rechazaron la
dominación y con frecuencia se sublevaron, los Cañaris engañaron y
traicionaron cuanto pudieron a los incaicos. Para los incaicos era un
pueblo de costumbres extrañas, desde su peinado por eso lo llamaban, de
modo despectivo, cabeza de calabaza hasta su religión, adorando a la
culebra.
En el conflicto entre Atahualpa y Huáscar, sobre la sucesión en el
cargo de Inca, los Cañaris dieron su apoyo a Huáscar pues ya habían
sufrido la crueldad de Atahualpa. Por desgracia, su candidato resultó
perdedor y debieron aguantar la ira y venganza de un Atahualpa
triunfante. Según la crónica de Pedro Cieza de León (1547), la masacre
de Cañaris fue tan brutal: sobrevivió solo un hombre por cada cinco
mujeres. Todo esto pasó con anterioridad al desembarco de Pizarro en
Tumbes, antes de la llegada los españoles al Perú. Tan pronto lo
supieron, tres jefes Cañari fueron a Tumbes para ofrecerle su alianza,
siempre con el afán de derrotar y expulsar de sus tierras a los odiados
incaicos.
Desde ese momento los Cañaris colaboraron con los españoles en
calidad de guías, cargadores, soldados y hasta consejeros de los nuevos
conquistadores.
Es necesario decirlo con rotundidad: los actuales peruanos también
descienden de los Cañaris, como de los Mochicas, de los Paracas, de los
Chimús, de los Incas y de los Españoles, algunos además tenemos sangre
negra. Aunque hay una canción hablando de una raza pura, la verdad
somos consecuencia de la maravilla del amor humano.
—Y no olvidemos —declaró Juan— yo soy fruto de la mezcla de
iberos, celtas visigodos y por supuesto romanos, judíos y musulmanes;
como yo eran los españoles venidos en la conquista.
—Cuando yo era escolar, me enseñaron —explicó Rosa— que los
incaicos no tenían escritura. ¿Los Quipus servían para transmitir
mensajes?
—No conocían la escritura con caracteres sobre una superficie. Pero
el Quipu era un sistema equivalente a la escritura pues es posible lograr
más de 8 millones de combinaciones gracias a la diversidad de colores,
distancias entre las cuerdas, posiciones y tipos de nudos posibles.
El Quipu (quechua Khipu: significa nudo), fue un sistema de
cuerdas de lana o de algodón y nudos de uno o varios colores.
Consta de una cuerda principal, sin nudos, de la cual salen otras
con nudos y de diversos colores, formas y tamaños. Los colores se
identifican como productos y los nudos con la cantidad. Puede haber
cuerdas sin nudos, como también cuerdas no arrancando de la principal
sino de una cuerda secundaria.
Su utilización más conocida es la de sistema de numeración y
contabilidad. No obstante podrían ser también libros con una escritura
alfanumérica donde los números, simbolizados en cada nudo, representan
una letra. Fueron utilizados para registrar la población de cada uno de los
grupos étnicos, clasificado por sexo y edad. Las cantidades de productos
guardados en los tambos y de los ganados, tierras, etc., los calendarios,
las observaciones astronómicas, las cuentas de las batallas y las
sucesiones dinásticas y quizás hasta obras de literatura.
Actualmente, se sigue investigando el significado de cerca de 600
Quipu sobrevivientes, lo que podría servir para ampliar nuestro
conocimiento.
Siguieron hablando de aquellas historias tan interesantes, hasta
llegar la hora del paseo.
Al dar el primer paso en la calle, don Miguel se santiguó, sin
ostentación, pero sin disimulo, tomó del brazo a Rosa y a Juan le dio la
correa de Ñusty.
—Tal vez —empezó a hablar— se han sorprendido al verme
santiguar, esta costumbre la empecé a realizar, desde hace algunos años
cuando salgo a la calle. Ya lo hacía mi abuelo. En una ocasión hasta
expresó en voz alta: En el nombre del Padre… Y me dijo: cuando marcho
a la calle, podrías pensar: salgo porque yo lo decido, porque a mí me
apetece, cuando la verdad es: salgo porque Dios quiere.
—Esa costumbre —aportó Rosa— también la he visto en algunas
personas en España.
—Pues a mí, después de observar a mi abuelo, me costó empezar
bastante tiempo. Durante años estuve dando vueltas a unas palabras
escuchadas en una canción de un cantante español. Creo se llama Serrat,
cantando una poesía de Antonio Machado: El Cristo de los gitanos,
siempre con sangre en las manos. Y luego: es la fe de mis mayores.
—En efecto, un catalán —afirmó Juan.
Don Miguel continuó:
—La fe de mis mayores. Eso me intrigaba. Y si mi problema
consistía en considerarme más inteligente que mis mayores. No podía
poner en duda: mi entendimiento estaba mucho más cultivado, ¡solo con
mirar en mi abuela analfabeta!, ¿y si yo tenía más verdades, pero había
perdido la verdad? La verdad de mis mayores. No era más verdadera mi
abuela rezando con su esposo cada día el rosario, o aquel bisabuelo
yendo cada día a misa. No estaría yo obnubilado por la soberbia de la
inteligencia. ¿No sé si les aburro con mi cantinela?
Durante estos minutos, varias personas le habían saludado, él
respondió a todos, aunque seguía con su verdad.
—No —le animó Juan— nos está enseñando mucho.
—Pues aquí tienen una nueva lección —levantó la vista ante los
árboles del Parque, diciendo con ironía— esta es la Plazuela de Pinillos en
recuerdo de uno de los héroes peruanos, un capitán del Aire. Un
personaje importante, sin embargo, su Plaza ha quedado como parque
donde yo suelto a Ñusty para hacer sus cosas: ríos y montaña, también
corretear a su antojo.
Como veis hay bastantes niños con sus madres, a veces, con el
padre y algunas parejas de novios, paseando o sentadas a la sombra de
los árboles. Es un lugar tranquilo.
Doña Claudia, nos alcanzó en el parque y se unió al grupo. Cuando
marcharon, don Miguel le pasó la correa de la Ñusty a Juan y tomó con
un brazo a su esposa y con el otro a Rosa:
—Así es como suelo ir cuando voy con Claudia y alguna de mis
hijas, me siento muy bien acompañado.
—Muchas gracias —dijo Rosa, con una sonrisa socarrona— por
considerarme como una hija suya.
Saludaron a muchísima gente. Resultaba lógico, doña Claudia era
aún más conocida. No en vano había atendido a muchas familias del
barrio con su trabajo de enfermera.
Por la Calle Moche siguieron hasta la Avenida de España y allí
llegaron a una iglesia. Se acercaron y a la puerta, una señora mayor
pedía limosna, don Miguel saludó.
—Buenas tardes, doña Luisa, me podría cuidar a la perrita.
—Por supuesto, don Miguel, la tendré vigilada como todos los días.
—Gracias.
Y entraron a la Iglesia, no tenía nada especial, no era de las
famosas, simplemente una parroquia de barrio. Al terminar la misa
salieron. Don Miguel dio una moneda a doña Luisa.
—Muchas gracias, por cuidar de Ñusty.
—Como siempre se ha portado muy bien. ¡Que Dios le bendiga!.
—Hasta mañana, doña Luisa.
La siguiente parada habitual antes de volver a su casa era pasar
una hora en la Cebichería Morena de Oro, jugando a los naipes con un
grupo de amigos y tomarse un vasito de pisco.
—El médico me permite tres dedos de un vaso pequeño. Tampoco
me pone pegas mi hija, la médico de Lima.
Les habló durante el trayecto de los jugadores, sus amigos:
—Todos son jubilados, aunque de las más dispares profesiones, uno
era camionero, otro camarero y el más mayor fue durante años el
barbero del barrio.
Pero le rondaba otro pensamiento, así que don Miguel les dijo:
—Han escuchado en la Lectura eso de: La piedra desechada por los
Arquitectos. Yo lo interpreto pensando: los arquitectos o constructores,
no son los albañiles, son los que saben, los sabios, los inteligentes, los
catedráticos esos desechan la piedra que resulta ser la piedra angular de
la bóveda.
—Miguel —protestó doña Claudia— cambia de tema, ya les estás
atosigando con tus ideas.
—Claudia, no es de este modo, como nosotros hacemos las cosas.
—¿Pero qué me insinúas?
—¿No recuerdas? Hay una técnica más sutil en estos casos.
—Por supuesto —recordó doña Claudia, mirando a Rosa con
complicidad— Nosotros desde hace mucho tiempo tenemos un modo de
pedir el cambio de tema. Cuando éramos todavía novios un día entramos
en una discusión política, yo soy y en aquella época mucho más, de
izquierdas, de las simpatizantes del APRA. Y Miguel más bien bastante de
derechas. El tema de discusión ya lo he olvidado, en cambio no el
disgusto, pues nos duró varios días. Yo no quería volver a hablar con
Miguel, me había molestado profundamente sus palabras prepotentes y
cerriles. Yo jugaba en el equipo de baloncesto de Enfermería, y el
domingo cuando estábamos compitiendo, una compañera me señaló a
Miguel, igual que todos los domingos, sentado en la grada de
espectadores. Me dije a mí misma:
—Míralo, ahí está, como si nada hubiera pasado.
Al terminar el partido, me esperó donde acostumbraba, y volvimos
a hablar. Entonces lo decidimos, cuando una conversación, a alguno de
los dos nos pareciera se convertía en discusión, podía pedir, con el gesto
del baloncesto, tiempo muerto. Entonces el otro cambiaba de tema
inmediatamente.
—Cuando los hijos fueron creciendo —dijo don Miguel— debíamos
hacerlo con disimulo, porque se daban cuenta y nos embromaban: Ya
empiezan los deportistas con sus cosas.
—Pero el sistema —prosiguió doña Claudia— nos ha funcionado, en
algunos casos también en reuniones de amigos. Aunque cada vez lo
usamos menos. Ya nos conocemos lo suficiente para saber qué nos puede
molestar.
Al llegar a la Cebichería le dejaron con sus amigos.
De camino a casa Rosa preguntó:
—Doña Claudia, que tal está, de salud, don Miguel, se le ve muy
entero y se mueve con agilidad.
—Ahora va mejor, lo pasamos mal hace unos años, cuando tuvo un
problema de corazón, consiguió recuperarse muy bien, y ahora toma
todas las medicinas y cuida la comida. ¡Ya me encargo yo!.
—Y usted —intervino Juan— ¿Qué tal está?
—Yo siempre me he cuidado y ya veis como me manejo. No sé si os
podéis imaginar como de guerrera era cuando joven, jugaba a baloncesto
y al poco de casarnos pasé una temporada en la cárcel.
—¿Cómo fue eso? —se asombró Rosa— no me lo puedo imaginar.
—Terminé la carrera de Enfermería. Cuando decidimos casarnos
tuvimos largas conversaciones. Hicimos las llamaba, por Miguel,
Capitulaciones Personales, en recuerdo de las Capitulaciones de Santa Fe
entre los Reyes de España y Cristóbal Colón antes del descubrimiento. En
ideas políticas nunca habría un acuerdo, solo aceptamos una tregua
perpetua. Miguel, como podéis suponer respetó siempre —a rajatabla—
fruto de su plena honestidad personal, yo la rompí alguna vez,
especialmente si había elecciones. Sobre todo cuando por primera vez
pude votar. Tenía más de 30 años y me concedió ese derecho uno de los
grandes enemigos del APRA, el General Odría, en 1955 reformó la ley
electoral y aceptó el sufragio de las mujeres.
En el tema religioso, los dos habíamos sido educados como
católicos, pero ambos —en ese momento— vivíamos en la tibia
comodidad del agnosticismo si no escepticismo. No obstante en
consideración a nuestras familias, decidimos casarnos en la Iglesia y
bautizaríamos a los futuros hijos, como a las niñas se les hacen los
agujeros para los aretes, y así, si luego quieren ponerse pendientes en las
orejas, tienen donde colgarlos.
Estas Capitulaciones las hicimos entre bromas y veras.
—Pero —siguió insistiendo Rosa— ¿Cómo fue eso de la cárcel?
En ese momento llegaron a la casa y doña Claudia les invitó a un
té, lo aceptaron encantados pues les interesaba la historia de su estancia
en la cárcel. Se acomodaron en el salón.
—Yo no solo era simpatizante —siguió contando doña Claudia,
removiendo su té— era militante del APRA (Alianza Popular
Revolucionaria Americana). Un partido político fundado en Trujillo y había
sido perseguido por algunos de los gobiernos militares. El APRA fue el
primer partido movilizando a los jóvenes y a las mujeres aunque todavía
no tenían derecho a votar, no obstante podíamos hacer mucho ruido. En
aquella época funcionaban dos países en un mismo Perú, el de los
hombres, reducido a los pocos implicados en la política y el de las
mujeres, no tenían ni derecho a voto. La mayoría de los hombres se
mantenían alejados de la política, solamente le gustaba quejarse y
despotricar en las cantinas.
Miguel y yo nos casamos, fuimos de viaje de novios a Lima. A la
vuelta organizamos una manifestación y terminamos 15 jóvenes ante el
juez. La acusación fue: actos subversivos contra el Estado Peruano. Por
ello nos condenaron, nosotros insistimos en haber participado en una
manifestación pacífica contra medidas imperialistas del Gobierno. No
estábamos contra el Estado.
De nada nos sirvió. Con otras cinco chicas fui condenada a tres
años de cárcel. No tengo buenos recuerdos de esos años encarcelada. La
convivencia era difícil al principio, pero nosotras seis, formábamos un
pequeño grupo, dentro de las casi cincuenta presas por otros motivos
políticos y las casi quinientas penadas por causas muy variadas: robos,
asesinatos. Algunas de las políticas les ayudábamos a leer las cartas de
sus maridos o enamorados y empezamos a enseñarles a leer. Pero lo
realmente duro era, el silencio nocturno, pues los pequeños sonidos se
agrandan, yo nunca me acostumbré, todavía a veces me retumban
aquellos ruidos desconocidos y terroríficos. Además, una de las
carceleras, una mujercilla flaca y de ojos saltones —la veía tan siniestra—
cuando me miraba, un escalofrío recorría mi cuerpo. El tiempo se
anquilosó en un perenne presente de monotonía.
Si yo todavía no estaba totalmente enamorada de Miguel, esos años
fueron decisivos. Se puso de mi parte, a pesar de sus ideas:”esto es una
injusticia” repetía. Yo le pedí no hiciera mucho ruido, no iba a servir para
nada y además él podía sufrir las consecuencias, no sería el primer
expulsado de la Universidad por estos asuntos.
—¿Y estuvo usted en la cárcel los tres años? —preguntó Juan.
—Sí, salí a los dos años y siete meses, nadie me podía ayudar. A
mis padres les pedí dijeran a mi hermano, en aquel momento era un
joven oficial del ejército, lo que yo le decía una y otra vez a Miguel. No
intervengan en mi favor de ninguna manera.
Cuando salí de la cárcel, prometí a Miguel que mientras el APRA
fuera perseguido, yo no intervendría en ninguna de sus actividades.
Además, muy pronto empezaron a cambiar mis obligaciones familiares.
—Hemos oído hablar de su hija de Lima, —preguntó Rosa— ¿Pero
cuántos hijos tienen?
—La mayor, Dulce, es profesora de Historia en la Universidad en
Piura, luego están los dos de Lima: Antonio militar y la médico Laura;
otros dos aquí en Trujillo, la profesora de Secundaria, Luisa que es la
mamá de Marta y el pequeño Pedro, que abandonó los estudios y ahora
es taxista.
Cuando se preparan para marchar a su Hotel, llegó don Miguel de la
cebichería, se despidieron hasta el próximo día.
LIBRO TERCERO

Parte A

27. Camino al Cusco, 1511. Los soldados del Inca.

Kori (Mujer de gran sensatez): narradora.

Donde se hace relación de los acontecimientos sucedidos en la


Aldea, y el secuestro de tres jóvenes.

Aquella mañana desperté con un humor raro. Por la noche


había sentido un dolor intenso cerca del ombligo, no conseguí
dormir bien, tal vez se me acercaba la Kamachina, mi madre me
había hablado de ese momento, cuando abandonaría el mundo de
las niñas para entrar en el de las mujeres ¿Sería ese el motivo?. Yo
necesitaba correr y gritar, una punzada de desasosiego me
mantenía nerviosa, con una tensión extraña.
Nuestra casa, con el suelo repisado de tierra, era bastante
grande. Varias estancias rodeando un gran patio: el taller de la
alfarería con el horno y los estantes atiborrados de vasijas, la
habitación de mis padres y las de los hijos. En la estancia de mi
madre ya se empezaban a oír ruidos, aunque el silencio era total en
la casa. Cuando —aun adormilada— estaba encendiendo el horno,
salió al patio mi madre y me saludó:
—¿Qué te pasa, Kori?, muy atareada estás, ya has empezado
el trabajo.
—Si, esta mañana me iré con las demás niñas a por arcilla —le
explique excitada.
Mi madre me miró entre sorprendida e intrigada
—A qué tantas prisas, si tenemos arcilla suficiente.
—Si, pero necesito respirar un poco, no sé la razón, estoy muy
intranquila.
—Bueno, hija, hazlo si quieres.
Salí de la casa, las calles estaban desiertas, sin embargo, ya
empezaban a despertarse el rumor propio de los talleres. Varios
perros me acompañaban, me encaminé a casa de mi amiga Ururi
(lucero de la mañana) y al entrar en su patio me recibió el alboroto
de los pájaros dando la bienvenida al nuevo día, yo seguía nerviosa,
extraña. Cuando se levantó Ururi nos fuimos en busca de las demás
niñas y nos pusimos en camino hacia la cascada de los
Guacamayos. Todo estaba en calma, el viento apenas removía las
hojas de los árboles, en ellos piaban multitud de pájaros.
Al rato llegamos al acantilado, río arriba junto a las cascadas.
Allá recogimos la arcilla, rodeadas de guacamayos; con gran
alboroto comían el barro, lo necesitaban para ingerir algunas frutas,
así dejaban de ser venenosas.
Junto al río, se extendía un prado cuajado de flores, al
acercarme una ligera brisa meció, con movimiento ondulante, la
superficie florida. Continué caminando hasta las piedras, el torrente
se abría paso, espumeando en una pequeña cascada. Me desnudé y
me acosté de espaldas en el agua de la orilla, cerré los ojos y sentí
el burbujear por todo mi cuerpo. Permanecí tendida viendo los
árboles, escuchando el trinar de los pájaros y sintiendo el vuelo de
las mariposas.
La Pachamama me acariciaba y yo me sentía feliz, sintiendo
como el agua empezaba a ensangrentarse a mi alrededor.
Cuando llegaron las demás, se rompió con sus gritos el
hechizo. Sin decirle nada a nadie, me vestí y nos encaminamos de
vuelta. En el remanso de la Aldea, atamos —a la sombra del
algarrobo— a las llamas, cargadas de las bolas de arcilla. Y nos
metimos en el agua para limpiarnos y jugar, todo en nosotras
mostraba la pura alegría de vivir: saltos y cabriolas alborotaban a
los peces, los sentíamos huir a esconderse entre las rocas. El agua
del río se amansaba en la curva y su sonido era muy débil, apenas
un murmullo.
— Kori, mira, ¿Quiénes son esos? —gritó asustada Ururi.
Desde el río vimos aparecer, por la cumbre del Saraque, unos
hombres; por sus vestiduras sospechamos podrían ser soldados del
Inca. Avanzan silenciosos y se detuvieron esperando a los demás,
luego la comitiva empezó a descender hacia la Aldea.
Nosotras corrimos, olvidando a las llamas y la arcilla, nuestros
gritos de alarma, llenaban el aire.
La Aldea se movilizó, las Madres se acercaron a la alfarería
donde estaba trabajando la MAMA-COYA Sisa, se unió a las demás
Madres.
Los soldados incaicos se unieron al tumulto, lanzando al aire
sus gritos de guerra mientras bajaban las cuesta, pero cesaron de
repente, al comprender que nosotros no éramos un peligro, y el
ambiente quedó en un silencio, roto solo por el rumor de los
pájaros. Una paz cargada de tensión enmudeció a toda la Aldea,
pues no era la primera visita, y siempre nos causaban desgracias,
¿Cuál sería esta vez?
La entrada del Jefe, un sujeto serio, marchaba muy erguido y
con determinación, no presagiaba nada bueno. Se encaramó en el
templo, y plantado junto a nuestra Kala, se presentó con
prepotencia y alardes de autoridad:
—Poneos de rodillas —nos gritaban los soldados— estáis en
presencia de los Ojos y la Boca del Inca.
Por supuesto, nos negamos y fue nuestra MAMA-COYA quien
se enfrentó a él, intentando apaciguar sus exigencias, pues de
acuerdo a su costumbre, respetarían nuestra tradición.
No nos arrodillaríamos ante nadie y no profanarían nuestro
templo. Únicamente deberíamos —además de nuestras creencias—
aceptar a Inti como dios supremo y al Inca como el hijo de Inti. Esto
último tenía más consecuencias en nuestra vida. Pues el Inca nos
exigía tributos.
Junto a los soldados caminaban unas cuantas jóvenes, por sus
gestos y actitud, mostraban ser cautivas. Descubrimos porque nos
visitaban en esta ocasión: debían elegir unas cuantas jóvenes para
llevarlas al Inca y ser educadas para Vírgenes del Sol, Ñustas.
Podrían ser esposas secundarias del Inca, o entregarlas como
esposas a los jefes locales, como premios a la lealtad, por eso
debían ser jóvenes y, por supuesto, de una belleza sobresaliente.
Cuando iban a elegir a quienes se llevarían, mi madre nos
deformó el rostro con arcilla —a todas las jóvenes— pero cuando
nos divisó el Jefe, dijo con voz irritada:
—¿Eso se os ocurre? Pues ahora, os meteréis en el río.
Nos empujaron, de malos modos, hasta el arroyo.
—Quiero veros totalmente desnudas —gritó un militar—
Meteos en el agua y limpiaos todo el barro.
Algunas empezaron a llorar cuando los soldados les
arrebataron la ropa sin miramientos, o más bien con miradas
lujuriosas. Todas nos lanzamos al agua para cubrir nuestros cuerpos
desnudos y removiendo la arena —la enturbiamos— el Virú nos
protegería.
Como castigo, nos hicieron salir del río y nos llevaron
desnudas ante el Jefe. Nos tapábamos con las manos, pero los
soldados nos empujaban con saña.
De nuestra Aldea —en esta ocasión— raptaron solo a tres. Una
niña pequeña llamada Kurmi (Brillante Arco Iris). Ururi (Lucero de la
mañana) una joven de mi edad y yo. Ante el llanto de Kurmi
quisimos reanimarla.
—Kurmi, no llores, nosotras te protegeremos.
No obstante ella no se dejaba consolar, pues veía como
nosotras tampoco podíamos hacer nada; es más estábamos llenas
de miedo y bajo una apariencia de fortaleza, temblamos ante lo
inesperado y desconocido.
Como tributo también exigieron a la Aldea, seis llamas de las
más fuertes, cada una cargada con maíz, papas y yuca.
Cuando al día siguiente se pusieron en marcha, y a las tres
nos reunieron con las jóvenes de las otras Aldeas, se me acercó mi
madre y sigilosamente me aseguró:
—Os liberaremos. Te lo prometo Kori.
Esas palabras resonaron en mi memoria, jornada tras jornada,
en los 34 días caminado hacia el Cusco. Cogí uno de los adornos de
mi muñeca y lo utilicé como cuenta días —cada amanecer hacía un
nudo— fue mi Kipu personal.
Avanzamos por una zona desértica con extensas dunas, en las
márgenes del camino, grandes árboles ofrecían sombras. En los
sitios de arenales móviles, el sendero estaba protegido por muros
de adobe. Era un trayecto muy bien cuidado, llamado el Camino de
la Costa, partía de El Cusco y bajaba al mar a la altura de Nazca.
Desde allí se prolongaba hacia el norte, hasta Tumbes llegando a la
ciudad de Quito. De vez en cuando, nos cruzábamos con otras
comitivas. Nosotras íbamos atadas y caminábamos todas juntas.
Veía como cada paso nos alejaba de los nuestros. Ururi seguía muy
preocupada, mientras Kurmi —en su juventud— se iba animando,
conversando con las otras niñas de su edad. Llegamos al final de la
jornada a un Tambo, donde nos alojaron y nos dieron de comer,
después de tantas horas de caminata y tristeza.

Por la noche, el Jefe del Tambo nos explicó:


—Estos son los albergues del camino y también funcionan
como centros de almacenamiento de alimentos, algodón u otros
materiales básicos para la supervivencia. De este modo, en épocas
de desastres naturales, los Tambos proveen de algunos alimentos a
las Aldeas más cercanas. Son una especie de seguro catastrófico de
la administración incaica, creados para proteger a su gente. Los
Tambos se reparten cada 20 o 30 kilómetros, una jornada de
marcha de un Chasqui.
Cuando nos dejaron, quedé tendida —boca arriba— sobre la
paja, no podía dormir. Busqué estrellas, pero no había ninguna,
mantuve los ojos abiertos. Pensando en mi madre, en las gentes de
mi Aldea y en Kinu y casi se me llenaron los ojos de lágrimas. A mi
lado, Ururi se agitaba, tal vez soñando, entre gemidos, o
simplemente estaba desvelada como yo. Se giró hacia mí y
temblorosa me susurró
—¿Kori, estás despierta? —Yo abrí los ojos y la miré— Hemos
de huir.
Entonces la abracé y me abrazó.
—Ururi —le susurré al oído— esperaremos una ocasión
propicia. Ahora estamos atadas y encerradas. Todavía no hemos
visto a los enviados por nuestra MAMA-COYA. Ellos nos librarán.
—Pero, Kori, ¿no te das cuenta?, cada vez nos alejamos más
—Se quejó, su voz reflejaba impotencia y miedo.
—No te preocupes Ururi, estamos juntas, verás cómo
escapamos antes de sufrir ningún daño.
Entre sollozos, nos dormimos por el cansancio.
La amanecida nos encontró abrazadas. Comenzábamos una
nueva jornada de camino, y así en días soleados y otros nublados,
íbamos avanzando hacia nuestro destino.
Después de una jornada especialmente fatigosa, varias
tormentas oscurecieron el cielo y nos acompañaron a lo largo del
día, llegamos al Tambo Huacho. Empezaba a anochecer y entre las
nubes rojas, ya casi en el horizonte aún brillaba el sol.
El Tambo Huacho me pareció muy grande, no era solo el
almacén de víveres y las viviendas del encargado y los Chasquis;
además estaba rodeado por las chozas de una guarnición de
soldados y un poblado de pescadores.
Cuando llegamos, la tropa la formaban muy pocos militares; la
mayoría habían salido a pueblos cercanos, para sofocar brotes de
rebelión, pues como en otras muchas ocasiones, incendiaban la
zona. El poblado se dilata rodeando al puerto. Los pescadores salían
y entraban del muelle, dejaban cestas con peces para poner a salar,
un penetrante olor a salitre y pescados muertos, impregnaba el
ambiente. Muchos tenían la nariz o las orejas cortadas,
consecuencia de algún castigo.
Por las callejuelas de la Aldea nos encontramos con un
tremendo alboroto. Uno de los pescadores era acusado de robar y la
multitud lo llevaba —entre empujones— a la choza del Jefe. Yo
estaba bastante cerca cuando salió a recibir al tumulto. El Jefe era
un sujeto alto y mal encarado, me pareció no veía por los dos ojos,
el derecho lo tenía inmóvil, y una herida cruzaba su cara desde la
ceja a la boca, era la señal de una batalla, de un golpe recio;
también se movía con dificultad.
Los lugareños, entre gritos, acusaban a uno de ellos, de robar
un saco de sal del Tambo, y lo empujaban en actitud hostil, pero el
acusado lo negaba con vehemencia.
La multitud es inhumana por naturaleza, gente que, de una en
una son personas, se convierten en manada aullante cuando son
muchedumbre.
El Jefe mandó llamar al encargado del Tambo, al llegar le dijo:
—Investiga con rapidez, si ha desaparecido algún saco de sal
del almacén.
El encargado consultó las existencias y los datos del Quipu y
pudo afirmar la certeza de la información.
El acusado, por tanto, había cometido dos delitos. Robar y
mentir: los más graves para los incaicos, además seguía
asegurando ser inocente. Solo correspondía hacer una investigación,
el Jefe la encargó a dos soldados. Cuando encontraron un saco de
sal en la choza del acusado, no fue difícil alcanzar una conclusión y
una sentencia: culpable.
Y en medio de los alojamientos militares, lo ajusticiaron en
presencia de todos los pescadores para escarmiento.
Nos detuvimos dos días en aquel Tambo, luego seguimos el
camino, rumbo al sur, hasta arribar al Tambo Colorado.
Se sucedieron muchas jornadas de fatiga y miedo, nunca me
había sentido tan cansada, además nos alejamos de nuestra Aldea y
de nuestra gente. Caminatas y descansos, subiendo riscos y
cruzando riachuelos, entre los gritos y empellones de los soldados
cuando alguna caía al suelo por agotamiento. Todos mis recuerdos
del viaje son dolorosos.

28. Camino al Cusco, 1511: Siguiendo a nuestras hermanas.

Kinu (Hombre vivaz) Narrador.

De la reacción de Kinu ante el secuestro y de cómo se puso en


marcha para liberarla.

Los jóvenes nos agitamos ante el secuestro de nuestras


compañeras. Era un comentario común:
—No podemos conformarnos. Nosotros no aceptamos de
ningún modo la prepotencia de ese pueblo dominador. Debemos
liberarlas. Nadie puede someternos de esa manera.
La MAMA-COYA Sisa eligió a unos cuantos, entre los más
aguerridos. Concedió su autoridad a Utuya (Mujer fuerte), una joven
madre hilandera —regordeta— pero muy enérgica y ágil, todos la
respetábamos. El grupo lo formarían en total 16: cuatro madres,
tres padres, cinco chicas y cuatro chicos. Al recibir la noticia me
puse en marcha de inmediato. Busqué a la MAMA-COYA y me
presenté voluntario. Aunque yo siempre procuraba mantenerme
alejado de los problemas, estaba enamorado de Kori, y esperaba,
como ella me había dicho, ese año me elegiría para casarnos. La
MAMA-COYA lo aceptó y yo me incorporé a la expedición.
Esa tarde, víspera de nuestra marcha, me fui al río, a la
pequeña playa de guijarros. Subí por el peñasco y me acomodé
entre los matorrales, bajo el gran algarrobo, allí con frecuencia me
encontraba con Kori, para mí: la más hermosa, delicada, suave y
siempre sonriente de las mujeres.
Aquellas conversaciones se nos habían hecho cada vez más
necesarias, fantaseábamos sobre nuestro presente y futuro. Aquí
nos declaramos: cuando estuviéramos lejos uno del otro, la luna
sería nuestra alianza, y al mirarla, escucharíamos lo que el otro le
manifestara, y ahora era la ocasión. Estuve contemplando la misma
luna vista por ella, un rato largo. Aunque pueda resultar exagerado,
con frecuencia, me parecía oír música cuando estábamos juntos, y
ahora estando lejos, todo había perdido sentido y color.
Un día, en medio de nuestra conversación, apareció un
hombre caminando por la ribera del río. De vez en cuando se
detenía a mirar alrededor, pero luego proseguía la marcha. El sol
desaparecía poco a poco, demorándose entre los arbustos de las
cimas de los montes. Por fin el caminante se detuvo en un lugar, tal
vez lo encontró adecuado: unos cuantos árboles sombrean una roca
muy cerca del agua. A lo lejos el sendero se elevaba en el margen
rocoso del arroyo. Kori me miró al reconocer al caminante, no pudo
contener su alegría—aquel nómada— narraba leyendas y cuentos,
historias de nuestra gente.
Mientras estuviera con nosotros estaba asegurada la diversión.
Pero hoy hasta el río daba la impresión de discurrir con desgana y
hasta los pájaros habían desaparecido. Después de un rato
demorándome en la orilla del Virú, llegue a grabar su rostro sobre la
arena, y pensando en ella volví a la Aldea a preparar la partida.
Ya amanecía cuando nos pusimos en marcha. Formábamos un
pequeño grupo y avanzamos con rapidez, debíamos dar alcance a la
caravana de los soldados, nos llevaban casi un día de ventaja.
Cuando los avistamos por primera vez, estaba anocheciendo y los
vimos instalarse en un Tambo. Nosotros pasamos la noche al raso,
alejados del camino y ocultos por unas dunas, y vigilando por
turnos. Tenían a las chicas atadas, dentro de un cercado, junto al
Tambo. Al menos la noche era agradable, solo una suave brisa
marina, movía unas pocas nubes, por momentos ocultaban o
mostraban a la luna, ajena a nuestra desdicha.
Cuando las nubes desaparecieron, en el cielo palpitaban las
estrellas. El viento traía —a veces— rumores de cantos y clamores
desde el Tambo. A hora inusitada de la noche, escuché en la bruma
del sueño, gritos recios, sugerían cualquier situación extrema, tal
vez las cautivas habían intentado huir. No llegaríamos a saber lo
sucedido.
A la mañana siguiente, apenas hubo claridad, volvimos a
ponernos en camino. Nuestra principal misión era no perderles de
vista, aunque sin ser descubiertos por sus captores. Esa maniobra
no era nada fácil, solo pequeños matorrales, se extendía a ambos
lados, en muchas zonas de la ruta. A veces, el sendero discurría
entre grandes árboles dando sombra a los caminantes y dando la
posibilidad de aproximarnos más. Eran acercamientos inútiles, pues
no podíamos ponernos en contacto, y mostrarles nuestra presencia
y disposición a ayudarles.
Poco a poco nos fuimos concienciando: la tarea no iba a ser
nada fácil. Con igual monotonía se repitieron varias jornadas. El
hambre empezó a ser nuestro principal problema, debíamos
racionar la comida y tratar de cazar algún pájaro o conejo, también
encontramos nido con huevos en los árboles; no obstante hay algo
peor: tener sed y no tener agua; esa situación también la vivimos
con frecuencia. Un vaho ardiente flotaba en el aire, desfigurando el
perfil de las dunas.
Avanzamos por el dorado deslumbrante de las arenas, a
nuestra derecha se extendía el azul intenso del mar, surcado por el
blanco de las olas espumeantes.
Íbamos fuera del camino, para no ser vistos o interceptados.
Utuya nos sugirió aprovechar la situación, y sin dejar de acechar,
nos mandó fuéramos con los perros intentando cazar. Mullu
(Hombre que trae suerte) un joven de mi edad, era el más experto,
él nos dirigía, pero a mí no me tenía demasiada simpatía, pues
pensaba que era yo responsable, de no sé qué cosas, sucedidas en
el pasado.
A veces descubríamos algunos conejos, pero desaparecían con
premura entre los matorrales, buscando sus madrigueras. En una
ocasión, Mullu levantó la vista y percibió algo, salió corriendo. Yo
seguí su mirada, pero no advertí nada de particular; hasta
vislumbrar a un grupo de conejos saltando entre las hierbas. Los
perros corrieron para tratar de cerrarles la retirada a sus
madrigueras. Cuando consiguieron bloquear la entrada de una
guarida, uno de nosotros se quedó con los perros, los demás nos
dispersamos tratando de sorprenderlos entre los arbustos, o
facilitando a Mullu, lo pudiera alcanzar con sus flechas. Y todo esto,
sin hacer mucho ruido. Nuestros perros no ladran, solo se relacionan
entre ellos con gruñidos. De vez en cuando podíamos tener carne
fresca, sin embargo, otros días era necesario conformarse con
nuestra hambre.

Llegamos al río Santa, entonces las cosas tomaron un cariz


realmente malo. El gran puente por donde avanzaron los soldados
con las jóvenes, estaba vigilado y nosotros no podíamos usarlo, no
teníamos ningún permiso ni motivo para pasar. Tampoco éramos
capaces de vadearlo pues era un río hondo, ancho y de gran
corriente.
Nos dirigimos río arriba, buscando un lugar donde fuera
posible cruzarlo. Los pájaros se asustaban al vernos. Remontaban el
vuelo por encima de nuestras cabezas, se alejaban con sus trinos en
cualquier dirección.
Encontramos otro puente, en este caso era un grueso cable de
maguey, se extendían de una orilla a la otra, por el cual se
deslizaba un recipiente a manera de canasta, dentro se metía el
viajante y era halado por un hombre dedicado a esa labor.
Encontramos otro más, pero de nuevo, el guardián nos denunciaría
si nos presentábamos queriendo cruzar.

Dedicamos varios días, subiendo por la ribera del río con


premura y desesperación; no podíamos esperar la bajada de la
crecida, no sabíamos cuándo llegaría. Encontramos un paraje
tranquilo, rodeado de juncos, se mecían suavemente y a la sombra
de un gran árbol vislumbramos a un puma, con sus tres cachorros,
jugueteando a su alrededor. Tuvimos tiempo para escondernos
entre las rocas de la ribera —tal vez nos intuyó— pues se fue
alejando con precaución. Un puma con cachorros es siempre muy
peligrosa, con facilidad se siente acosada y reacciona con extrema
ferocidad.
Después de subir un terraplén arenoso, alcanzamos un lugar
donde, detenido entre unas rocas, un árbol caído y remolcado, nos
acercaba hasta la mitad de río, desde allí podríamos hacer un
puente hasta la otra orilla. Sería una maniobra peligrosa. El agua
estaba embravecida, si caíamos nos arrastraría.
Atada con una soga a la cintura, Qalani (Mujer enérgica), una
joven madre de unos 25 años —su hija era una de las cautivas—
también tenía dos hijos más, todavía sin nombre. Atlética y
acostumbrada a los ríos, pues dedicaba, varias horas al día, a
buscar oro y otros metales en nuestro Virú. Fue quien se lanzó la
primera, sin esperar ninguna indicación.
El agua la arrastró, pero llegó a la otra orilla, aunque río abajo,
en un arenal con juncos y flores. Subió por la ribera hasta nuestra
altura y sujetó la soga a un árbol, le enviamos con facilidad otra
cuerda. Ya teníamos una, donde agarrarnos con las manos y otra,
situada un metro por debajo para ir apoyando los pies, por
supuesto, era un puente improvisado y provisional, aunque
suficiente.
Empezamos a pasar, cuando le tocó a Mullu, se mascó la
tragedia. Resbaló y quedó sujeto solo por una mano, en la otra
llevaba uno de los perros. El perro se asustó y —al revolverse— los
dos cayeron al río. Al perder el equilibrio, la fuerza del agua lo lanzó
sobre una roca, donde se golpeó, se hundió, volvió a salir y a
sumergirse. Todavía no sé si por valentía o por imprudencia, yo me
impulsé al río. Con dos brazadas pasé de la zona estrecha de las
rocas y llegué a donde el río se ensanchaba y el agua se remansa.
No me fue difícil agarrar a Mullu, arrastrado inconsciente, y llevarlo
a la orilla. Qalani, junto con otros, se acercaron hasta nosotros y
nos sacaron del agua.
Arrastraron sobre la arena el cuerpo de Mullu, tenía una
brecha sangrando en la cabeza. No tardó en abrir los ojos y empezó
a quejarse también de dolor en un brazo. El perro salió del agua por
sus propios medios. Al lugar fueron llegando los demás.
Y Utuya determinó:
—En este arenal del río Salta, permaneceremos, hasta que
Mullu recupere las fuerzas para seguir adelante.
Amaya (Hija muy querida) una madre muy joven, acababa de
poner nombre a su primera hija, entendida en hierbas y curaciones,
preparó con raíces y hojas un ungüento, cubrió las heridas después
de limpiarlas. También le inmovilizó el brazo dañado con unas cañas
y lo recostamos a la sombra de un gran árbol.
Teníamos mucho tiempo para pescar y cazar algunos patos,
con frecuencia acudían bandadas de aves, hasta los árboles junto al
río, llenándolo con su algarabía y sus colores. También encontramos
frutas, raíces y algunos huevos en los nidos, todo esto daban
variedad a nuestra comida.
Cuando a Mullu le explicaron su accidente y cómo yo me había
lanzado a salvarlo, quiso hablar conmigo.
—Muchas gracias, Kinu —me dijo cuando pasé a su lado— tu
valor me ha salvado la vida.
—Salté sin pensar —le contesté, preguntando— ¿te sigue
doliendo el brazo?
—Si, todavía no lo puedo mover, aunque la herida de la
cabeza, casi se ha cerrado con el ungüento de Amaya.
Cuando nos pusimos de nuevo en persecución de nuestras
hermanas, habíamos perdido varios días. Nos dirigimos rumbo al
mar para buscar el Camino Real, algunos días después lo
encontramos y seguimos nuestra marcha, las habíamos perdido de
vista, pero como estábamos descansados, apretamos el paso.
—Cuanto más nos acerquemos al Cusco —comentó Amaya—
más difícil será. Seguro encontraremos más soldados. Debemos
darnos prisa para alcanzarlos antes.
Corríamos sin descansar apenas. Poco se hablaba entre
nosotros, y la mayor parte del tiempo solamente se percibían
nuestros pasos, alguien entonaba una u otra canción, rompiendo la
monotonía y los demás uníamos nuestras voces al canto. No solían
ser alegres, no obstante nos ayudaban a caminar. Lo peor de la
caminata era el aburrimiento, las horas se amontonaban, el cuerpo
seguía por inercia y casi se dejaba de pensar por la fatiga.
Mucho tenía de majestuosa, la solitaria desolación de los
parajes por donde avanzábamos: mar y dunas de arena, cielos
nublados y estrellados, soledad y hambre, un día y otro. Y entre
todas estas cosas, nuestra cuadrilla, un grupo pequeño de personas
con una misión por cumplir.
Nos acercábamos —con cautela— a los Tambos, pero no había
rastro de Kori, Ururi o Kurmi, ni de sus captores.
Una tarde nos detuvimos antes de lo habitual, los alrededores
de un Tambo, pararon nuestro avance, nos sorprendió su
importancia.
Conseguimos infiltrarnos y averiguar: habían estado allí, sin
embargo, ya se habían marchado rumbo al Cusco.
Era el Tambo de Huacho, y todos recordábamos, la narración
de un encuentro con la MAMA-COYA Waywa, durante aquel antiguo
viaje comercial, cuando un grupo de nuestra Aldea, viajó tratando
de conseguir metales.
—Antes de seguir —propuso Utuya— podemos ponernos en
contacto con los habitantes del Barrio, creo recordar lo llamaban
Barrio de la Salina. Tal vez nos puedan informar mejor.
Esta sería una buena oportunidad de conocer cómo se
encontraba nuestros familiares, después de tanto tiempo sin tener
noticias. Para averiguarlo, paseamos por los alrededores de la
Salina. Indagamos, sin saber cómo ni qué preguntar. Tuvimos
muchos rechazos, algunos desaires, eso agudizó nuestro interés.
—¿Por qué nadie quiere hablar? —Pensé con temor— ¿Qué ha
pasado?
Un niño nos mencionó a una abuela, tal vez, lo podría saber y
nos encaminó hacia donde encontrarla.
A la anciana la localizamos moliendo maíz, nos observó a
todos con sumo interés, movía la cara buscando nuestros ojos, las
manos le empezaron a temblar ligeramente, cuando tocaba
nuestras manos.
Sapana (Hija única) era una mujer emotiva, de lágrima fácil,
con los sentimientos a flor de piel, pero recelosa y firme. En ella se
intuía la gracia de su juventud, hacía ya tanto tiempo.
La gente pasaba por la calle despreocupada. Cuando nadie
podía oírla, Sapana se inclinó hacia nosotros y nos dijo en tono
amable:
—Por favor, acompañarme —se puso en pie y comenzó a
andar con paso lento y renqueante. Todos la seguimos.
Bajamos una cuesta de pendiente suave y cruzamos un
pequeño arroyo, alejándonos del pueblo. Nos quería llevar lejos de
oídos indiscretos. Mujer robusta, aunque ya achacosa, sus ojos
reflejaban el cansancio de una larga vida, acentuando sus palabras
con gestos de la cara y de las manos. Se sentó a la sombra de un
gran algarrobo, nosotros nos acomodamos a su alrededor, se
escuchaba el leve rumor de las hojas, movidas por la brisa, el canto
de los grillos y el oleaje lejano. Después de volver a mirarnos
detenidamente a cada uno de nosotros. Explicó con unas palabras
de sonoridad antigua, por la cadencia de su pronunciación:
—Yo fui una de las primeras niñas nacidas en Huacho, cuando
llegaron aquí mis antepasados, al terminar el gran viaje desde su
Aldea de origen en el Estuario de Virrilá. Muchas veces he oído las
narraciones y otras yo he sido la narradora. Hace diez años sufrimos
una tremenda persecución, todavía no nos hemos recuperado.
Durante los primeros tiempos nuestra Aldea se vio reducida a
un barrio de este pueblo, éramos apenas cinco familias. Con la
intención de comerciar empezamos a salar pescado, como era
nuestra costumbre, para eso hicimos una salina, al poco comenzó a
dar sus frutos, sacos de preciosos y brillantes granos de sal. A
cambio de sal conseguimos de los pescadores: pescados para
limpiarlos, quitando las cabezas y las vísceras, puesto durante un
tiempo entre capas de sal, luego los lavábamos y oreábamos en un
sitio fresco. Una vez salados, los cambiábamos por otros productos.
En pocos años, nuestro barrio creció y lo fuimos adornando
con casas mejores: hasta fuentes en las plazas. No tardó mucho en
surgir la envidia, con desprecio nos empezaron a apodar: “los
salineros”. Algunos se burlaban de nuestras costumbres y creencias.
Y menudeaban las pequeñas agresiones.
Todo se complicó cuando se convirtió en Cacique, una persona
llena de un odio mortal e insensato hacia nosotros. Corría un rumor
sobre su madre, se insinuaba había sido violada por un salinero, por
tanto, ese sería el padre del Cacique, pero ese rumor no era muy
creíble. Sea lo que fuera, nos quiso expulsar de Huacho. Al
negarnos, mandó tapiar las calles de entrada a nuestro barrio.
Tardaron un tiempo, fue un proceso lento, y cada vez nos obligaban
a dar una vuelta más larga para llegar hasta el mercado.
Un día, todas las calles estaban tapiadas, convirtieron nuestra
barriada en una cárcel. Las primeras semanas, a pesar de las
restricciones, no fueron tan trágicas como las siguientes, cuando
empezó a escasear el alimento y se hizo cada vez más difícil
sustentar a los niños y ancianos, y comenzaron las muertes. Se
reunió el Consejo de madres y en aquel ambiente de pesadumbre
tomó la palabra la MAMA-COYA:
—¿Qué vamos a hacer? Necesitamos actuar de una vez.
Nuestra gente está atemorizada y las cosas van a ir a peor.
—No podemos —arguyó una Madre— poner en peligro la vida
de todos nuestros hermanos.
—Ha llegado el momento de rebelarnos —contestó la MAMA-
COYA con decisión— cuando más lo retrasemos más vidas
pondremos en peligro.
—Si hemos de salir —sugirió otra Madre— el sitio más
adecuado es la calle de la Salina, aunque es alta, la muralla está
alejada del pueblo y no suele estar muy custodiada.
—Necesitamos actuar con inteligencia y valor —terminó la
MAMA-COYA— Todos estamos implicados.
Las Madres jóvenes organizaron patrullas, con hombres y
jóvenes, para tratar de salir de la cárcel donde estábamos
encerrados. Intentaron romper el cerco y traernos alimentos, pero a
algunos los cogieron y mataron. El ejército del Cacique era muy
superior a nuestras fuerzas, además nos íbamos debilitando por la
hambruna.
Fueron días de sufrimiento, cada familia se vio afectada por la
tragedia. Algunos vagaban por las calles, buscando algo de comida,
sumidos en la desesperación, otros —enloquecidos— preguntando
por sus familiares perdidos. Nos convertimos en un arrabal
fantasma silencioso y atemorizado. Del otro lado de la muralla,
jóvenes y niños nos lanzaban piedras, y en algunos casos antorchas
encendidas, propagando el fuego por nuestras chozas.
La llegada de los soldados incaicos fue para nosotros la
salvación, así no fuimos exterminados totalmente, pues tomaron la
ciudad, mataron al Cacique y dispersando a su ejército.
Los soldados se asombraron cuando, al acercarse hasta
nuestro barrio, derribaron los obstáculos de las calles, y
contemplaron a los esqueléticos y hambrientos supervivientes. Nos
movíamos como muertos vivientes, incapaces de reaccionar, poco a
poco, nos alimentaron y fuimos recobrando las fuerzas.
Apenas quedábamos 19 supervivientes, decididos a reconstruir
nuestra cultura. Habíamos sufrido y aprendido tantas cosas. Ahora
procuramos mantener nuestras actividades, lo más secretamente
posible. Yo soy la nieta de la MAMA-COYA Waywa y antes del
desastre fui elegida MAMA-COYA.
—Perdona Sapana, yo he escuchado a mi madre —expuso
Amaya— asegurar que su madre era hija de una hermana de
Waywa. Tu abuela y mi bisabuela eran, por tanto, hermanas.
Waywa dejó allá en la Aldea, cuando la abandonaron, por lo menos
a seis hermanos, recordados en las historias de la llegada al río
Virú.
La conversación se extendió con tantos recuerdos familiares y
personales. No podíamos ponernos de acuerdo sobre la actuación de
la MAMA-COYA Tintaya, pues para la historia de Huacho, no había
estado a la altura de las circunstancias, al retrasar la salida por la
tormenta de arena, mientras la decisión de Waywa de marchar
había salvado a varias familias. Pero ellos no sabían o no querían
aceptar: la actuación de la MAMA-COYA Tintaya, había salvado a
todo el pueblo.
Al preguntarle sobre nuestras jóvenes cautivas, no nos pudo
decir nada, solo sabia de un grupo de soldados que pasaron por
Huacho y a los pocos días se fueron hacia el Cusco.
Se hizo el silencio, nadie habló, ya no había necesidad de
explicar nada más.
Salimos de Huacho y seguimos el camino, al poco subimos
unos cerros de muy poca altura y nos encontramos con una
maravilla, una extensa laguna con frondosa vegetación y con
muchas clases de pájaros, una laguna encantada, en medio de tanto
desierto. Fue la ocasión para bañarnos, cazar algún pato y pescar.
Una bandada de pájaros llegó de improviso y se ocultaron entre las
ramas de un árbol. No podíamos detenernos más aunque el lugar
nos recordaba a nuestro río Virú. Acompañados por el canto de los
pájaros nos pusimos de nuevo en marcha.
Tras una larga y fatigosa jornada acampamos en las afueras
de un Tambo. Habíamos corrido y andado, el doble de lo normal,
por un camino llano pero polvoriento.
Atravesamos un riachuelo y dos cerros resultaron más altos de
lo que parecían de primera impresión. En un día superamos dos
Tambos, aunque solo habíamos visto vestigios de la caravana, la
jornada no se interrumpió con la puesta de sol —poco a poco— se
perdían los contornos de los montes y de los grandes árboles,
envueltos en las sombras. A la tenue luz de la luna, seguimos
marchando hasta el agotamiento. En los días siguientes
encontramos muchos Tambos y los superamos en nuestro andar
hacia el sur.
Un día, al despertar, todos estábamos cubiertos de pequeñas
hormigas, sin saberlo, aquella noche habíamos dormido sobre la
entrada de un hormiguero, todo el cuerpo estaba lleno de sus
picaduras bastante dolorosas, un ungüento hecho por Amaya (Hija
muy querida) nos alivió rápidamente la quemazón y todo quedó en
uno de los múltiples recuerdo de esta aventura. Después de
interminables jornadas, de fatigoso caminar, a veces con hambre y
otras con sed, un día, a la caída de la tarde, coronamos una loma
desde donde oteamos el Pucahuasi (Tambo Colorado) a orillas del
río Pisco, era una ciudad inmensa. Nos miramos asombrados: jamás
habíamos estado en una ciudad tan grande y por supuesto tan bien
cuidada.
De lejos su muralla pintada con franjas de blanco, rojo y
amarillo, resultaba impresionante. Allí se cruzaban el camino de la
Costa y el que se dirigen al Cusco subiendo por los montes.
Nos separamos en tres grupos para entrar fácilmente en el
Tambo con discreción:
—Debemos —explicó Utuya— ser muy cautos y movernos con
sumo cuidado, no podemos llamar la atención.
Encontramos varios recintos, servían de alojamiento a los
funcionarios, a sus Chasquis y para un pequeño ejército. También
vimos grandes almacenes y depósitos. Alrededor de una gran plaza
destacaba el Templo del Sol, Casa de las Vírgenes y el Palacio-
Mansión de la autoridad máxima y donde se hospedaría el Inca si
viajaba alguna vez por la zona.
Nos admiraba el trazado de las calles, estrechas y rectas y las
casas con puertas angostas, pero altas y las fachadas decoradas con
muchas pero reducidas ventanas. Al ver nuestras caras de asombro
un viandante nos manifestó:

—Estas casas están muy bien, aunque nada parecido al


esplendor y perfección de los palacios y viviendas del Cusco.
En la Casa de las Vírgenes del Sol no estaban Kori, Ururi, ni
Kurmi, sin embargo, nos enteramos: habían pasado unos días
descansando antes de seguir para el Cusco junto con las otras
jóvenes.
29. Nos dirigimos a las montañas.

Ururi (Lucero de la mañana): Narradora.

De lo acaecido durante el viaje hasta llegar al Cusco.

Al ponernos en marcha una vez más, el paisaje comenzó a


cambiar, abandonamos la orilla del mar para internarnos en los
montes, pronto nos encontramos con zonas de bosque cerrado, en
donde no penetraba la luz y con pendientes resbaladizas a causa de
la humedad.
Cuando terminó el tercer día, ya nos encontrábamos en medio
de las cumbres. Por la noche me desperté varias veces tiritando,
nunca estaba lo bastante caliente. Al día siguiente amanecí con el
cuerpo tan entumecido: no podía ni moverme, pero con una serie de
movimientos lentos, acompañando cada uno de ellos con un
gemido, me levanté.
El paisaje desplegaba todos los matices del verde, bajo la
tenue neblina de la mañana. Ese día contemplamos maravillados,
como por las laderas de los montes cercanos, trotaba un inmenso
rebaño de vicuñas, guanacos y alpacas. Repartidos en grupos
numerosos, interminables. Todo el monte parecía vivo, se movía
como el oleaje marino, el ruido de sus pasos, amortiguado por la
lejanía, nos llegaba, a semejanza del chocar de los guijarros al
retirarse las olas en un mar embravecido. Ante nuestros ojos
parecían hormigas blancas y doradas volviendo con premura a su
hormiguero. Pronto descubrimos la razón de su carrera: pequeños
grupos de pumas las perseguían y acosaban.
Poco a poco los montes se fueron cubriendo de nubes
presagiando lluvia, marchábamos despacio —atemorizadas— los
relámpagos rompían el cielo y los truenos retumbaban por el valle,
empezó a llover, gruesas gotas golpeaban las hojas de los árboles y
el suelo olía a tierra mojada.
Al tomar una curva, en la ascensión, vislumbre el Tambo del
final de esa jornada, aceleramos el paso —jadeando— con la
garganta irritada por el aire congelado, los dedos de los pies
dormidos, la nariz y las orejas enrojecidas, llegamos. Cuando
entramos, rápidamente me arrimé a la hoguera, y me sentí caliente
por primera vez, desde que comenzamos a alejarnos de la costa y
nos adentramos en los montes. Me mantuve tan cerca como era
posible, lo bastante para sentir, no solo como mi cara se calentaba,
sino como casi se me quemaba. En el interior no había más luz que
la hoguera, pero era suficiente para ver y comer.
El encargado, un hombre delgado con la boca rodeada de
arrugas y mirada amable, acostumbrado a días de frío y nevadas,
nos atendió con afabilidad, ayudado por su esposa. Sus dos hijos
mayores eran de los Chasquis del Tambo.
Con la amanecida de nuevo el camino nos esperaba. Casi todo
el día marchamos por encima de las nubes, de vez en cuando se
movían y nos dejan observar parte del gran valle iluminado. Aunque
pronto lo volvía a ocultar, y la densa niebla nos impedía contemplar
los árboles. A lo lejos se divisaba un gran incendio asolando la
ladera de la montaña. Hasta nosotros llegaba la humareda,
impregnando el ambiente de olores tostados, nos dificultaba la
marcha. Después de una empinada ascensión pasamos una galería
construida en la roca para acortar el camino. El túnel no era muy
largo, pero si muy oscuro, la humedad resbalaba por sus paredes
convirtiendo el suelo en un lodazal. Al salir de nuevo a la luz, por
decenas, nos recibieron los colibríes —de flor en flor— centelleaban
su arco iris de colores.
La tarde avanzaba con rapidez y el sol comenzó a negarnos su
calor. Yo seguía obsesionado con el frío, con cada nuevo jadeo, el
aire cortante me hacía arder la garganta. Tuvimos la suerte de no
asorocharnos, por la altura de aquella sierra, como sucedió con
algunas de las prisioneras. Por la noche muy cerca de mí, en busca
de calor —sufriendo en silencio— estaba Kori, la veía mucho más
niña, con el susto en la cara y esporádicos temblores de miedo y
frío. Murmuró algo en sueños, luego caí también rendida por el
cansancio.
Tras la noche comenzó un día de descanso, a media mañana
escuchamos el sonido del Pututu. Era el aviso, el Chasqui estaba
llegando —así prevenía con tiempo— a quien debía tomar su relevo
hasta el próximo Tambo, y convocaba a todos los habitantes para
escuchar si traía algunas noticias.
Durante la noche y la mañana siguiente, sopló un viento
embravecido, levantando torbellinos de nieve: nos golpeaba las
mejillas y disminuían la visibilidad. Al salir lo encontramos todo
nevado, el cielo estaba cerrado: la luz del sol apenas lo atravesaba,
por supuesto, ningún rayo iluminaba el paisaje. Muy duro y difícil
era caminar sobre la nieve, cubriéndonos hasta la rodilla, y pensé
en el Chasqui, esa misma mañana, había salido para hacer su
trayecto con toda esa nieve.
De pronto un tremendo ruido, rompió el silencio, caminábamos
en la mitad de una ladera y en la cima comenzó el rugir de una
avalancha, grandes extensiones de nieve se deslizaban hacia
nosotros, arrastrándolo todo, rocas, arbustos y animales. Conforme
avanzaba la gran nube de nieve, temimos que nos alcanzaría, pero
no podíamos hacer nada. Kori me gritó situándose al amparo de una
roca y junto a ella nos acurrucamos varias jóvenes.
La avalancha llegó casi inmediatamente, vimos cómo
arrastraba a quienes iban en la cabeza de nuestra caravana. No se
oía nada, solo el estruendo, apenas gesticulaban —aterrorizados—
arrastrados ladera abajo. Nosotras permanecimos atónitas,
sintiendo como una parte de nieve, nos pasaba por encima. Con la
misma rapidez como surgió el ruido, se hizo el silencio, entonces
comenzaron los gritos de los soldados tratando de organizar la
caravana.

Habíamos tenido mucha suerte, solamente unos pocos


murieron cubierto de rocas y nieve. El camino había desaparecido,
además no se podía avanzar sobre tamaña cantidad de nieve, era
como arenas movedizas: nos hundíamos, y allí nos quedamos
paralizados. Tal vez al día siguiente, se congelaría y sería posible
continuar aunque con dificultad.
Todos nos reagrupamos cerca de las rocas para pasar la
noche, antes de dormir protegida por el calor de otros cuerpos, volví
a pensar en mi Aldea y en la triste situación donde nos
encontrábamos.
Allí permanecimos cuatro días y nos llenaron de alegría las
palabras de aliento del Jefe.
—Ánimo, en solo dos o tres jornadas llegaremos al Cusco.
Con la tarde ya avanzada, mientras el sol se suavizaba,
divisamos una ciudad a lo lejos, de ella nos separaba un profundo
barranco por donde descendía el camino, para luego, zigzagueando
ladera arriba llevarnos a la meta. Desde una pequeña loma,
barruntamos la ciudad con sus relucientes palacios, nos quedamos
maravillados. Se presentaba ante mis ojos la panorámica más
asombrosa jamás vista en toda mi vida: El Cusco.

Desde donde estábamos, ayudé a distinguir a Kori, los palacios


con sus grandes fachadas de piedra y fuera de la ciudad las chozas
de los campesinos y transeúntes.

El Jefe de la caravana nos detuvo a todos y exclamó


emocionado:

—Desde aquí se ve mi casa. Observáis los tres ríos rodeando


una pequeña colina, sobre ella se recuesta la ciudad, a semejanza
de un puma. Todos sabemos: la cabeza es la fortaleza de
Sacsayhuamán y el corazón el Koricancha.

El espectáculo era mucho más grandioso de lo nunca


imaginado. Alrededor de una gran plaza, las fachadas, adornadas
con placas de oro, centellean con la vida recibida por el sol del
ocaso.

—Junto al Koricancha está el palacio del Inca y el de las


Vírgenes del Sol —siguió informándonos— Pasaremos la noche en
una cueva de la ladera y mañana llegaremos a la ciudad.

30. Nos adentramos por la sierra.

Qalani (Mujer enérgica): Narradora.

Donde se hace relación del viaje desde el Tambo Colorado al Cusco,


con las dificultades causadas por el frío y la altitud.

Nada nos retenía en el Tambo Colorado, en el bullicio de la


gente, nos arrimamos a una caravana, vimos que se dirigían al
Cusco, para celebrar la fiesta del Inti Raymi, al ser un grupo
numeroso, nosotros podíamos pasar desapercibidos.
Uno de ellos, después de mirarnos con burla, nos amonestó:
—¿Solo con esa ropa pensáis ir? Así, poco aguantaréis.
Sentiréis un frío como nunca en vuestra vida, vosotros lleváis ropa
adecuada al desierto, no para la montaña y menos para estas
cumbres.
Amablemente, nos acompañó a comprar mantas y ponchos de
lana, nuestra ropa era de algodón bastante liviano y necesitaríamos
ropa de lana de alpaca, gruesa y caliente. También nos animó a
comprar coca pues la precisaríamos para tolerar la dureza del
camino y el cansancio.

Y siguiendo esos y otros consejos, nos pusimos de nuevo en


marcha.
Varias jornadas después, a media mañana, comenzó a caernos
una lluvia fina, enseguida nos dejó calados, pero seguimos adelante
con más determinación, andando sobre una tierra convertida en
barro. A poco la pendiente se suavizó, como si hubiéramos llegado a
una cima, siguió lloviznando con una lluvia persistente, la tormenta
amenazaba con volverse eterna. Al borde del camino los árboles
brillaban a la mortecina luz del mediodía, algunos conservaban las
últimas hojas —casi muertas— en las ramas, otros estaban ya
totalmente desnudos.
Comencé a escuchar un murmullo constante y desconocido, al
voltear una curva del camino lo vimos: era agua precipitándose
llenando de espuma toda la pared. Surgía a media ladera de la
montaña, tal vez había horadado el monte, y brotaba con violencia
por varios lugares desde donde se precipitaba al vacío. Agua
golpeada por agua, en la caída interminable de la cascada. Varios
metros más abajo se formaba una corriente cristalina, la ladera
repleta de colores, piedras de distintos metales, brillaban reflejando
la luz filtrada por la neblina.

Desde las cumbres el río avanzaba, con incesante furia, a


través de profundos barrancos, quebradas y tajos. Por un tosco
puente cruzamos el riachuelo. Envueltos en el canto de las ranas, el
piar de los pájaros, y contemplando las orquídeas colgando de los
árboles, no podíamos olvidar el peligro constante. Unas aves
trinaban en la distancia, tal vez anunciando nuestra llegada. Me
acordé de Kori, Ururi y Kurmi aunque también podría decir: siempre
las tenía en mi pensamiento.
Conseguirán escapar. No son las primeras mujeres decididas,
pero tal vez en esta ocasión necesitarán de nuestra ayuda.
La caravana se detenía cada atardecer en un Tambo, no tenían
prisa, habían calculado el itinerario para llegar con tiempo al Cuzco
y celebrar la fiesta. A nosotros nos acuciaba otras prioridades.
Deberíamos avanzar lo más rápidamente posible, si queríamos
alcanzar a nuestras hermanas antes de llegar al Cuzco, pues
pensábamos, una vez estuviéramos en la ciudad, sería mucho más
difícil rescatarlas. Por eso, sin calcular bien los riesgos, decidimos
aligerar la marcha, aunque el camino nos era desconocido.
En muchos lugares encontrábamos montoncitos de piedras,
colocadas unas sobre otras. Eran oraciones de anteriores viajeros.
Nosotros también añadimos algunas piedras, uniéndonos a esas
oraciones.

Varias horas después de haber dejado atrás un Tambo, nos


alcanzó la oscuridad con el cielo cubierto de nubes. Aquella noche
nos detuvimos en una cueva, encendimos una fogata. El aire se
llenó de humo. Entró Utuya, se paró un momento en medio de
aquella niebla, buscando con los ojos, terminó avanzando hasta
donde estábamos, se sentó junto al fuego y nos miró.
¿No sé si hemos hecho bien abandonando la caravana? —nos
confió temerosa.
Todos callamos comprendiendo su preocupación. En el exterior
una lluvia constante regaba la tierra y hacía crecer los ríos dándoles
vida, sentimos la presencia de varios pumas merodeando a nuestro
alrededor. Muchas veces debimos vérnosla con pumas, pero en esta
ocasión era distinto, nunca se nos acercaron tanto y en la oscuridad,
cuando ellos cazan y en un lugar desconocido para nosotros.
Había ya luz del día y un ruido me despertó, a mi alrededor se
acurrucaban mis compañeros, arrebujados en las mantas, que
malamente nos protegían del frío de aquella cueva, donde nos
habíamos refugiado.
—Ya me he despertado —Le susurré a Utuya sentada a mi
lado.
—Me he dado cuenta.
—Bueno … ¿Y ahora qué?
Utuya me miró sin verme, sacudió la cabeza, su larga
cabellera revoloteo en torno a sus hombros. Sus pensamientos
estaban en otra parte (¿Qué sería de su hija?), se levantó y anduvo
unos pasos hacia la puerta de la cueva, permaneció inmóvil
contemplando la salida de sol. Luego regresó lentamente donde
estábamos, soltó a los perros y con gestos, me indicó que la
siguiera. A nosotras dos se fueron uniendo los demás, ya se habían
despertado, y salimos de la cueva. La lluvia me golpeó la cara,
continué adelante. De los pumas no se veía ni rastro, aunque sin
señales de su presencia, restos de una vicuña esparcidos entre los
matorrales. Habían estado muy cerca, pero les resultó más fácil
cazarla, que molestarnos a nosotros.
—Si te encuentras con pumas —comentó Amaya— ¿Sabes qué
hacer?
—Subirte a un árbol —se defendió con gracia Mullu— y además
lo más rápido posible.
—Así te alcanzaría —siguió atacando Amaya— pues por muy
veloz que seas, él lo es mucho más. Lo mejor es detenerse y abrir
los brazos, vocear, tirarle lo que tengas en las manos. Pero nunca
salir corriendo y, menos todavía, agacharse y coger una piedra,
pues tendrías cuatro patas y te convertirías, para él, en una presa
más y te atacaría.
—Yo prefiero —confesé convencida— no enfrentarme a ningún
puma. Se les ve demasiado peligrosos.
Ante esta ocurrencia algunos sonrieron.
Regresamos a la cueva y después de comer: charqui, (carne
seca en tiras), fruta y raíz de yuca, nos volvimos a poner en camino.
Sobre la tierra embarrada apenas se distinguía el sendero.
Salimos desafiando un frío intenso: nos sonrojaba la cara y
convertía en humo nuestra respiración. El camino discurría paralelo
al cauce de un río, aunque a veces, hileras de piedras hacían de
puente a la otra ribera. Me detuve contemplando el arroyo
avanzando sinuoso, ocultándose a veces, en la frondosa vegetación,
enseguida retomé la marcha con paso decidido. Caminamos por un
sendero, pero de repente, la vereda comenzó a ascender hasta la
cima de otro monte. Escalamos por una abrupta pendiente
agarrándonos, en los matorrales. Ya teníamos los brazos y las
piernas llenas de moratones, arañazos y heridas. Llegamos a la
cima resoplando y con los pulmones doloridos por el frío. En medio
de la niebla solo pude ver el primer tramo de una escalera en
bajada, con un desnivel preocupante. Cualquier resbalón sería fatal.
Aunque todos éramos conscientes del peligro no faltó quien gritaba
de vez en cuando.
—¡Cuidado! ¡Atención!.
Fue una jornada llena de sobresaltos y con la sensación, difusa
de inutilidad, ¡Poco habíamos avanzado! Mucho antes de la puesta
del sol, comenzaron a hacerse las sombras entre las montañas, era
una situación extraña, sin embargo, deberíamos habituarnos.
Debajo de un gran árbol nos sentamos a comer y advertimos una
gruta donde —mal que bien— nos acomodaríamos para pasar la
noche. Una obscuridad muy larga.
Por fin amaneció. Avanzaba la aurora y retrocedía lentamente
la negrura. Necesitábamos el calor del sol, estábamos ateridos y
temblorosos. Ante nuestros ojos, una vez más, se desplegaba la
belleza impresionante de una naturaleza virgen. Sobre el cielo se
elevaba majestuoso un cóndor, y se levantó un viento susurrante
entre las ramas altas de los árboles. El sol brillaba proyectando
largas sombras aunque desprendiendo poco calor, en aquella
mañana invernal de frío penetrante.
Poco a poco desaparecieron los árboles y un paisaje desolado
de colinas, sin vegetación, de color ocre y picos grisáceos ocupó
todo el panorama. Un viento gélido y polvoriento se adueñó del
paisaje. Nuestro grupo se estremeció, avanzando entre el polvo
reseco, se nos introducía en la garganta, oídos y ojos. Tosiendo,
escupiendo y lagrimeando en medio de aquel vendaval sería nuestra
compañía durante días de sufrimiento y desolación. Sentía un dolor
punzante en la cabeza, me zumbaban los oídos. ¿Qué podía hacer?,
solo seguir adelante, pasara lo que pasase debíamos llegar hasta el
Cusco.
Hubo muchos momentos de soledad, sobre todo cuando el
grupo se esparcía a lo largo del estrecho sendero, con la pared de la
montaña a la izquierda y el acantilado a la derecha.
Yo en esa ocasión avanzaba la tercera de la fila y en algún
recodo, podía ver quien me seguía, dispersos a lo largo del sendero,
algunos en parejas pero la mayoría en solitario. Cada cierto tiempo
el que avanzaba en primer lugar se detenía, y poco a poco nos
volvíamos a reagrupar.
Por la tarde formábamos un solo grupo, pues el camino se
ensanchaba y llaneaba bordeando el acantilado.
—¡Mirad, qué maravilla! — gritó admirada Amaya.

Señalaba a nuestra derecha donde una pequeña laguna,


reflejaba las nubes del cielo. Un grupo de flamencos llenaban de una
belleza inexplicable el atardecer. Siguieron danzando, en las orillas
de la laguna, cuando nos alejamos cuesta arriba. Aunque nos
esforzamos nunca llegamos a alcanzar al grupo de los soldados. Por
fin, conseguimos llegar al Cusco.

31. Llegada a la ciudad del Cusco.

Kori: Narradora.

Kori narra cómo fueron recibidas en el Cusco y de la manera de


vivir de las Vírgenes del Sol.
Después de cruzar el río y subir los terraplenes de la ribera, el
camino entraba en un campamento, con callejas de tierra y chozas
provisionales. La caravana se encaminó a la ciudad. Dejamos atrás
las primeras casas, muy parecidas a las de nuestra Aldea,
continuamos caminando cerca de media hora —calculé— durante la
cual avanzamos a través de calles abarrotadas.

En ambos lados de las avenidas se extendían tenderetes con


toda clase de tejidos y alfarería, más adelante una gran plaza acogía
las tiendas de pescado seco, carne, verduras y frutas. Los
compradores pululaban luciendo sus multicolores vestidos de fiesta.
Por todas las calles se desparramaba la gente y menudeaban los
gritos.
Al transcurrir el tiempo, fui descubriendo las miradas
sorprendidas de los viandantes, algunas personas nos rodeaban
acercándose con curiosidad. El grupo de soldados protegía a las
quince jóvenes, mientras cruzábamos lentamente la ciudad.
¡A nosotras nos miraban!.
Unos nubarrones bajos y oscuros cubrieron el cielo,
amenazando con descargar agua, un viento constante y fuerte los
impulsaba.
Observaba por sus callejuelas gentes de muchas regiones, de
todas las Aldeas del Imperio. Escuchaba el ruido de los pies
descalzos o de las sandalias, el golpe seco de las pezuñas de las
llamas sobre las piedras de la plaza, el sonido ronco de las caracolas
proclamando la venida de algún personaje, las voces de la multitud,
los gritos alborozados de los niños.
Llegamos al centro de la ciudad, donde estaban los palacios
deslumbrantes, con planchas de oro laminado colgando de salientes
de las paredes, los muros construidos con inmensas rocas
vitrificadas.
Junto a la plaza se alzaba el Koricancha, la fachada con sillares
de granito tallado y oro fundido en las junturas de los bloques.
Cerca los palacios de los Incas. Entre ellos se sitúa la Casa de Las
Vírgenes del Sol.
Allí nos esperaban.
En la amplia sala donde nos llevaron, ya había unas cuantas
jóvenes, vinieron en caravanas de otras zonas del Imperio. No podía
comprender, pero sucedía ante nuestros ojos, bueno sí podía, pero
no quería, era demasiado cruel el modo como nos trataban algunas
de las mujeres al recibirnos, gritos y malas maneras. Nosotras tres
nos juntamos en un abrazo protector, así casi nos aislábamos de
tanta crueldad. A empujones nos situaron en las esterillas donde
cada una descansaría.
—¿Tú quién eres? —me ladró con furia una de ellas.
La gente no me conocía, eso me llenaba de turbación y
desasosiego, como si perdiera un anclaje de seguridad. Desde mi
nacimiento, todos a mi alrededor, sabían quién era y además era la
sucesora de la MAMA-COYA
Al rato nos llevaron comida al sitio de cada una, era como si la
esterilla fuera el terreno de donde no podíamos salir. De esta
manera nos tuvieron varios días, debíamos pedir permiso para
movernos de nuestra jaula simbólica, cuando lo necesitábamos. No
nos podíamos comunicar ni mucho menos abrazar, aunque veía a
Ururi y Kurmi muy cerca, a mi lado, me sentía muy sola y aislada en
aquella sala desangelada y fría.
Seguía dando vueltas al modo de escapar de aquel infierno.
En qué momento me quedé dormida, no lo recuerdo. Pero al
despertar, por la claridad de las ventanas, entendí el sol debía estar
cercano al mediodía. Junto a quienes nos habían vigilado durante la
noche, descubrí a una extraña mujer. Con mirada incisiva y experta
nos observaba, valorándonos. Pronto lo supe, era la Mama-Cuna.
Una anciana de melena marchita, con cara inteligente llena de
arrugas y ojos brillantes. Seleccionó a dos de nosotras, las de mayor
edad, no volvimos a verlas.
Después de darnos algo para comer, nos llevaron en una larga
fila al Koricancha. Me sentía sobrecogida al entrar y observar el
pavimento y las paredes cubiertas de láminas de oro y en el frontal
—el Punchao— una representación del Sol hecha de oro puro, medía
más de un metro de diámetro.

El Punchao, permanece en el Templo durante el día, al ir


anocheciendo era llevado en procesión a la plaza, para ser
venerado, pidiendo vuelva a lucir dominando el cielo durante el día
siguiente. Las Ñustas, por turnos, lo acompañaban en la procesión.
Las recién llegadas, empezaríamos a escoltar al Punchao luego de
nuestra presentación al Inca
Aquel día fuimos al Templo las recién llegadas, pues era
necesario purificarnos, antes de ser mostradas a Inca. Nos obligaron
a desnudarnos totalmente y una a una, bajamos a la piscina. El
agua entraba por un caño desde el exterior y rebosaba por otro
canal, llevándola otra vez fuera. Para las de Aldeas de la sierra,
poco acostumbradas a bañarse, sería molesto, pero para las de la
costa, estaba demasiado fría y tiritábamos. Permanecíamos en el
agua esperando la orden de salir, entonces recibimos para
ponernos: una camisa blanca hasta la rodilla y encima un poncho
multicolor.

Luego nos sacaron al jardín del Templo y estuvimos recibiendo


los rayos de Inti-Sol. Paseando, vimos árboles, pájaros y animales
hechos de oro macizo y a tamaño natural. Una fuente, también de
oro, con cinco caños y rodeada de un pequeño estanque, el centro
de todos los caminos de ese vergel. Después de varias horas de
paseo habíamos entrado en calor y se relajó un poco el ambiente,
podíamos hablar entre nosotras. Yo me aparté del bullicio,
llevándome a Ururi y a Kurmi a una de las plazuelas del jardín. Nos
abrazamos infundiéndonos valor. Posteriormente, volvimos en fila y
en silencio hasta nuestra sala-prisión.
Al día siguiente seríamos presentadas al Inca. Por supuesto,
no sabíamos la enorme sorpresa que nos esperaba, especialmente a
mí.
Durante la mañana nos estuvieron aleccionando: Al llegar a la
sala nos tenderíamos en el suelo boca abajo y así estaríamos
esperando la orden de levantar, Inca nos iría golpeando con su
bastón de oro. Al alzarnos, en ningún momento, le miraríamos a los
ojos, le hablaríamos si él nos preguntaba, eso no sucedía nunca en
los últimos años. Entonces, dejando caer la capa al suelo, nos
desnudaríamos totalmente, y giraríamos en su presencia. Cuando
notáramos su marcha hacia otra Ñusta, nos tumbaríamos boca
arriba encima de la capa. Luego el Inca elegiría a quien pasaría esa
noche con él.

Íbamos solo las nuevas Ñustas y nos llevaron, por largos


pasillos, a la sala donde veríamos al Inca. Allí nos tumbamos y en
esa postura estuvimos —según creo recordar— un rato
interminable. El suelo de piedra, aunque cubierto de alfombras, nos
hacía tiritar, nos movíamos como si nadáramos, se me fueron
entumeciendo, brazos y piernas. Era una situación humillante y
sumamente desagradable.
Por fin precedido por varios soldados, entró el Inca, yo me
asusté cuando la Mama-Cuna nos avisó, pues estaba aterida de frío.
Al golpearme el Inca, me puse de pie y le miré a los ojos,
levantando la cara con orgullo, dejé caer al suelo mi capa, aunque
por dentro temblaba, no debía notar —de ninguna manera— mis
sentimientos.
Y fue mi desgracia, al terminar de vernos a todas, la Mama-
Cuna se me acercó para decirme con gran ceremonia:
—El Inca te ha elegido.
Cuando el Inca, sus acompañantes y mis compañeras se
fueron, yo permanecí en la sala esperando. La Mama-Cuna me
mandó la siguiera, por la manera de hablar, sabía que no tenía otra
opción. Andamos por varios pasillos, yo no estaba en situación de
fijarme en nada, caminaba como sonámbula, hasta entrar en un
aposento donde cuatro antorchas y una hoguera daban luz y calor.
Unos soldados echaron ramas aromáticas en el fuego: tomillo,
romero. Era una estancia íntima, pero lujosa, las paredes cubiertas
de tapices con suntuosas decoraciones de animales y plantas. En
una esquina había varias alfombras y cojines que hacían de cama
para el Inca, muchos adornos dorados completaban la decoración.
La Mama-Cuna me ungió todo el cuerpo con aceites olorosos y
me vistió con una espléndida túnica blanca. Cuando terminó me
abandonó en la sala, al dejarme sola, me acurruqué junto a la
hoguera y quedé expectante y atemorizada. Las brasas crepitaban
iluminando aquella estancia. Cerré los ojos y disfruté con absoluta
nitidez, de mi Aldea y mis gentes; nuestro río deslizándose
lentamente entre las rocas. Contemplé el rostro amado de Kinu
observándome con cariño. Estaba a punto de entregar mi virginidad
al Inca, pero mi corazón sería para siempre de mi Kinu.
Al rato entró el Inca y se recostó en su lecho, me llamó con
apenas un gesto. Me acerqué arrastrándome temerosa. Él sonreía
aparentando indiferencia. Desde el pasillo —de pronto— llegó un
tumulto de voces y pasos. En la puerta se presentó la esposa
principal y hermana del Inca, la MAMA-COYA Rahua Ocllo, con el
rostro agestado y gesticulando. Me apartó de su camino con un
empellón, como si no me viera, y se le plantó delante:
—Hermano, perdona si te molesto, ¡no te habrás olvidado!.
Entonces yo te lo recuerdo: me corresponde esta noche dormir
contigo. Márchate. —me dijo casi sin mirarme— Déjanos solos.
Me quedé inmóvil, incapaz de reaccionar, no sé qué debía
hacer. Comprendí, no sé como, era la oportunidad de huir de
aquella situación tan desagradable y la aproveché. En el pasillo
encontré a un soldado y le supliqué:
—Llévame con la Mama-Cuna —me obedeció con presteza,
pues había escuchado los gritos dentro del aposento del Inca.
Mi deambular por los pasillos fue muy distinto, me había
quitado un gran peso de encima y me dominaba un ansia aún más
fuerte de escapar. Pasamos por un recinto, en sus paredes colgaban
grandes tablones pintados con figuras, donde se mostraban, los
hechos históricos más relevantes de cada Inca, y así podían ser
reconocidos y ensalzados. Después siguieron más pasillos, una
maraña que me desconcertó, se me hizo mucho más largo el
recorrido. Por todas parte se contemplaban cosas bellas: tapices,
alfombras y multitud de objetos de oro. Hasta llegar a donde
estaban las Ñustas.
32. Los libertadores en el Cusco, 1512.

Mullu (Hombre cuya presencia trae suerte): Narrador.

Donde se refieren a los acontecimientos sucedidos para encontrar y


liberar a las secuestradas.

A media mañana la llovizna empezó a ceder, el aire se veía


limpio y daba gusto respirar, pero nosotros no estábamos
acostumbrados a tanta lluvia. En nuestra Aldea, muy de vez en
cuando, caía una tormenta, apenas duraba unas horas, en cambio,
aquí podía estar todo el día y, a veces, varios días sin dejar de
llover.
Soplaba una ráfaga de aire gélido, arrebatando de los árboles
las últimas hojas de aquel largo otoño. Llevábamos ya más de un
Killa hunta (Plenilunio) andando y el camino era más y más agreste,
cuesta arriba. Los restos de nieve me hacían resbalar a cada paso.
Con los resbalones algunas piedras rodaban pendiente abajo, hacia
el abismo. En los neveros se nos hundían los pies, a veces hasta la
rodilla.
Me asomé al borde del precipicio, desde donde se disfrutaba
de la inmensa belleza, de un valle de exuberante vegetación, y en el
fondo, una pequeña laguna de aguas transparentes reflejaba las
nubes grises. En un prado cercano pastaban rebaños de llamas y
vicuñas, algunas se acercaban a beber de la laguna, otras se
alejaban trotando por la ladera. A lo lejos unos nativos reparaban
un puente mientras, una pareja de cóndores sobrevoló el precipicio,
entre las rocas tendrían su nido.
La amanecida era muy fría. Transcurrieron largos minutos. El
manto blanco de los montes ya lo tenía muy conocido, pero de
pronto comenzó una gran nevada, una maravilla cubriendo poco a
poco la tierra. Contemplaba por primera vez la caída de la nieve. El
viento arremolinaba los copos apenas vislumbrados en la tímida
claridad de la mañana.
Cuando llegamos al Cusco, nuestra prioridad, por supuesto,
era encontrar y ver la manera de liberar a Kori, Ururi y Kurmi, para
eso habíamos venido.
En las afueras de la ciudad, cada año, se concentraban los
asistentes a la fiesta. En chozas improvisadas, donde pasaban
varias noches. Las hogueras reunían a su alrededor a familias
enteras. Cada amanecer un suave rumor de voces y gritos me
aseguraba que otra vez el poblado se había puesto en marcha.
Como estábamos resueltos a no perder ni un solo día, a la mañana
siguiente, Utuya nos dividió en pequeños grupos, cada anochecer
nos reuniremos en la puerta del Koricancha, para luego recogernos
en el poblado donde pasaríamos la noche.

Entramos por una de las cuatro puertas, nos acercamos a la


fuente donde debíamos lavarnos la cara, las manos y los pies
mientras rezábamos y pedíamos permiso para entrar en la ciudad
sagrada. Así empezaron nuestras correrías por la gran ciudad. Visité
el Koricancha con Kinu y Qalani. Encontramos una escalera tallada
en piedra descendiendo hasta una especie de sótano. Entrecerré los
ojos al asomarme a la penumbra, tardé en acostumbrarme. Pude
entrever un montón de antorchas apiladas junto a una mortecina
hoguera. De allí surgían dos pasadizos, elegimos al azar uno y lo
seguimos, pasando por diversos recintos, en cada uno de ellos una
escalera, como comprobamos, subía a un palacio. Qalani marchaba
delante con una de las antorchas. El aire, a medida que
avanzábamos, se volvió casi irrespirable, con olor a tierra y moho,
la luz de la tea se atenuaba. La fría humedad lo impregnaba todo y
en ese ambiente se adueñó de mí, el desánimo.
Caminamos durante mucho tiempo impresionados y también
asustados por las cosas vistas o simplemente intuidas. Poco a poco,
el techo empezó a retirarse de nuestras cabezas y las paredes se
alejaron. Se iba haciendo más ancho el pasillo, de pronto estábamos
en el centro de una sala ancha y alta con varias escaleras que
subían al gran templo, el Sacsayhuaman.
Al asomarnos al exterior por la puerta del Acantilado, el viento
batía con fuerza entre las piedras y era muy difícil escucharnos,
pero solo nos interesaba buscar un posible camino de fuga. Este
podría ser, pues desde el centro de la ciudad, el túnel nos llevaba
directamente al exterior del pueblo, sin que nadie nos molestase.
Regresamos por aquel pasadizo hasta el Koricancha.
Varios días hicimos el mismo recorrido, llegando a conocer
muy bien todos los recovecos, además preparamos ya en el campo,
en una cueva, lo necesario para la huida. No sabía por qué, sin
embargo, estábamos convencidos: conseguiríamos liberarlas y ese
sería el camino de escapada.
El frío nos aturdía con frecuencia y también el ruido constante
de la gente. Para nosotros era extraño, el continuo murmullo de las
fuentes, varios chorros de agua brotaban de cualquier muro de
piedra, no se parecía ni al mar ni al Virú. En la Aldea no había
ningún manantial, siempre se iba hasta el río a por agua. En cambio
en esta ciudad aparecían —por cientos— distribuidas por plazas y
calles. Qalani estaba muy interesada y estudiaba el sistema,
pensando en hacer lo mismo en nuestra Aldea. Comprobó como el
agua pasaba de una fuente a otra, desde la parte alta de la ciudad
hasta el río. Algo así podíamos hacer nosotros, del cerro Saraque
bajaría un canal a la Aldea y en varios lugares podríamos tener
fuentes.
En nuestro deambular por las calles del Cusco, cuando
volvíamos al sitio donde nos reunimos: la Koricancha. Una noche
creí escuchar pasos persiguiéndonos, nos ocultamos en un portal. El
corazón me bailaba en el pecho, esperé temeroso en la oscuridad,
durante un rato en vano. Al poco, aparecieron tres soldados,
siguieron su camino entre bromas. La tensión nos hacía ver peligros
por todas partes, en medio de mi desazón, logré serenarme y reunir
suficiente valor para continuar.

Como cada mañana nos acercábamos a la plaza principal para


asistir a las ceremonias de la fiesta preparatoria del Inti Raymi. Las
calles y plazas siempre estaban abarrotadas de gente de todas las
partes del Imperio. Empezaban los tres días antes del 21 de junio,
en esos días no se podía encender ningún fuego en la ciudad y así
se preparaban para la fiesta, luego se prolongará hasta tres días
más.
El día 21 de junio celebraríamos la gran Fiesta de Kinsa Inti.
Un rumor seco, murmullo de cientos de voces susurrantes,
crecía cuando se agolpaba la gente en la plaza, ocupando todos los
sitios. De esta manera transcurrieron varias horas en un ambiente
de tensa y fría espera. Pero de vez en cuando, el murmullo crecía,
con el alboroto de los siervos de algún Cacique, que llegaba
empujando para situarle cerca de la tribuna del Inca.
Todo comenzó cuando, con la amanecida, la plaza se llenó con
el sonido de múltiples Caracolas y tambores anunciando la llegada
del Inca. Me desperté de mis pensamientos y volví de nuevo al caos
de la plaza. Vimos aparecer el Sapa Inca, el Inca Supremo, el gran
Huayna Cápac, sentado en el trono sobre unas parihuelas de oro
macizo. Detrás, en otra litera, su esposa principal y hermana, la
MAMA-COYA Rahua Ocllo, venerada casi tanto como su esposo.
Delante de ellos, unos hombres, ricamente vestidos, voceaban a la
multitud:
—Abrid paso, saludad al Hijo del Sol, nuestro gran Inca, el hijo
de Viracocha, el Poderoso, el Supremo.
A continuación, en solemne procesión, el grupo numeroso de
sus hijos e hijas. Llegando al centro de la gran plaza de la ciudad. El
Inca Supremo subió, en la litera, al baluarte central y desde allí
dirigió la vista hacia el horizonte.
Los asistentes se descalzaron y, en silencio, miraban donde
esperaban el nacimiento del Sol. Transcurrió un largo rato de
absoluto silencio. La aurora iluminaba poco a poco el cielo. Como las
nubes, este año, no impedían la visibilidad del sol, será un año sin
especiales dificultades: sismos, tormentas dañinas, aludes
mortíferos.
De pronto, el primer rayo del sol naciente asomó. En ese
momento el Inca se puso en pie en su litera y besó a su Padre Sol;
luego con gran ceremonia, cogió con sus manos, una copa de oro
con chicha sagrada y con gesto solemne, invitó a beber a su padre:
el Sol.
La multitud se estremeció y todos los asistentes se pusieron en
cuclillas, con los brazos extendidos hacia adelante, en gesto de
súplica, para recibir la fuerza vivificadora de Inti.
Después bebió el Inca, pues es el Hijo del Sol, y entonces
derramó la copa de oro, la de su Padre Sol, en el canal excavado en
el suelo así llegaría la chicha sagrada hasta el Koricancha. Luego
tomó otra gran copa de plata para invitar a beber a la MAMA-COYA
y sus ministros. El resto de chicha, lo arrojó con teatralidad sobre
todos los asistentes a la ceremonia.
Era la señal: todos podían beber la chicha sagrada, las Ñustas
la habían traído en grandes cántaros, ahora corría a raudales entre
los asistentes. También se repartían los panecillos de maíz
preparados por las Ñustas para la Fiesta.
A continuación se realizaron las ofrendas al Sol, padre de
todas las cosas y de todos los humanos y animales.
Con voz fuerte y ceremoniosa el Inca, en pie, declaró el
pasado año como un año bueno y productivo:
—Oh Inti. Hoy solo tengo motivos de agradecimiento. Mi
corazón rebosa felicidad contemplando, a la multitud de tus hijos
reunidos a mi alrededor, para celebrar la Fiesta.
—Oh Inti, este ha sido un año de numerosos bienes, los
hemos recibido con agradecimiento de tus generosas manos.
—Oh Inti, las cosechas han sido muy abundantes, de todos los
frutos necesarios. Gracias por Tu benévola y constante protección
—Oh Inti, los sismos enviados a veces por la Pachamama, Tú
les has quitado su fuerza destructiva, consiguiendo no nos afectarán
con su poder demoledor.
—Oh Inti, te ofrecemos las cinco llamas negras, el choclo y las
papas, mostrando nuestra gratitud y la absoluta dependencia de
este pueblo a tu gran generosidad.

Todos los asistentes lo sabían: si el Inca hubiera decidido que


el año era aciago, había sacrificios humanos de niños, mujeres,
hombres y Ñustas. En cambio, al ser un año propicio, se inmolaban
unas llamas negras, los únicos animales absolutamente puros pues
mantienen un color uniforme en todo el cuerpo, las llamas blancas
tienen el morro negro.
En medio del tumulto, perfectamente organizado, se pusieron
en marcha hacia el Koricancha, en donde se volverá a encender el
fuego sagrado, por medio de unos espejos. Ese fuego será repartido
desde esta fogata, a todos los fogones de la ciudad.
La ceremonia se acompañaba con danzas y ofrendas de grano,
flores y animales, quemados en las nuevas hogueras.
La carne de las llamas, una vez asada, se repartía entre los
asistentes, con alegría por la fiesta todo se consumía.
Otra vez me maravillé de la explosión de color y de sonido.
Ropas brillantes y multicolores. En la cabeza de las mujeres
sombreros planos y dos gruesas trenzas de cabello y cintas de
colores. Los hombres con una trenza sin adornos. Por un momento
recorrí el lugar con la mirada hasta descubrir, con asombro, entre
los acompañantes del Inca al grupo de las Ñustas, en primera fila
caminaba Kurmi junto a las más pequeñas. Tres columnas más
atrás avanzan Kori y Ururi, tan unidas como si fueran de la mano.
Me quedé atónito al ver el semblante de Kori, pensé debía estar
perdida en sus pensamientos, pues con el rostro rígido avanzaba,
con la vestidura ceremonial, igual a la de todas las jóvenes
vírgenes. Un repentino frío me hizo tiritar.
Utuya nos buscó con la mirada, pues nosotros estábamos
dispersos entre la multitud en pequeños grupos. Cuando me miró,
comprendí que ella también las había descubierto. Permanecí un
buen rato paralizado, intentando decidir qué hacer. Utuya me sacó
de mis pensamientos gesticulando para que no bebiéramos de la
chicha, debíamos estar en forma, por si surgía la oportunidad.
En medio de la multitud, nos fuimos reuniendo camino al
Koricancha. Al terminar la ceremonia, los soldados llevaron al Inca y
a la Colla a su palacio y luego acompañaron a las Ñustas hasta la
Casa de las Vírgenes. Cuatro soldados quedaron custodiando la
puerta. En la pequeña plaza danzaban algunos hombres y mujeres.
Nosotros le acompañábamos bailando también con aparente
despreocupación.
La chicha sagrada era realmente embriagante y vimos cómo
afectaba a los danzarines, algunos caían derrengados al suelo. En
nuestro deseo de pasar desapercibidos, también nos fuimos
recostando, simulando la borrachera.
Al poco vimos como del interior de la casa, les llevaban a los
soldados de la puerta, un gran cántaro con chicha.
Utuya nos hizo llegar su instrucción:
—Cuando ella diera la señal todas las mujeres la seguirán,
ellas más fácilmente pasarían desapercibidas dentro de la Casa de
las Vírgenes, los hombres nos quedaríamos protegiendo su vuelta.
La chicha afectó, al poco tiempo, a todos los soldados,
entonces Utuya se incorporó y simulando embriaguez, se acercó a la
puerta.
Yo no llegué a reír, pero si sonreí, al pensar:
—¡Qué astuta es nuestra Utuya!.
Uno de los guardias se movió con languidez, la indolencia
inducida por la chicha enturbiaba sus sentidos, los demás
dormitaban.
Las mujeres, imitándola, siguieron a Utuya entrando en la
Casa de las Vírgenes.
Mucho después nos contaron, que al entrar pasaron un pasillo
con puertas a derecha e izquierda, cada una correspondía a una
habitación y donde vieron a una Ñusta más o menos ebria.
Alcanzaron el final del pasillo, allí se transformaba en una gran sala,
donde estaban todas las recién llegadas. Había tremendo júbilo,
gritos y carreras, la chicha también les afectaba.
En el tumulto fue fácil encontrarlas, porque Kurmi se abalanzó
llorosa sobre su madre, lo mismo hicieron Kori y Ururi, las tres
estaban juntas tramando cómo escapar.
Después de la primera impresión todas iniciaron la huida.
Caminaron por el pasillo con pasos rápidos y decididos,
procurando no llamar la atención, pero cuando estaban a punto de
llegar a la salida, un soldado del interior dio la alarma.
—Alerta, guardias, escapan unas Ñustas.
Los de la puerta se despertaron y las atacaron, intentando
retenerlas. Entonces nosotros pudimos intervenir, sacamos las
porras ocultas bajo los ponchos y empezamos a defenderlas.
Un soldado —tambaleante— golpeó la cabeza de Ururi, fue un
golpe dado con poca fuerza, pero le hizo sangrar. Kinu atacó, fue
rechazado con un empellón, cayó al suelo y dolorido se fue
levantando.
Todos emprendimos la carrera hacia el Koricancha ahí, como
habíamos previsto, nos metimos en el túnel y corrimos, guiados por
Qalani, los dos kilómetros nos llevarían, por debajo de toda la
ciudad, hasta Sacsayhuaman.

Al salir, nos dirigimos al Camino de la Sierra, partiendo del


Cusco, pasaría por Cajamarca y llegaría hasta Quito, este Camino
Real tenía entre 6 a 8 metros de ancho, estaba totalmente
empedrado. Las cuestas eran salvadas mediante graderías y los ríos
atravesados por puentes. En estos caminos existía información para
los viajeros por ejemplo: indicaciones de distancias y direcciones,
ubicaciones de los Tambos, etc. Mucho antes de llegar a Cajamarca,
tomaríamos un sendero, también formaba parte del Camino Real,
así alcanzar el Camino de la Costa que pasaba cerca de nuestra
Aldea.
Encontramos lo preparado para la huida, comida y ropa,
abandonamos el Cusco.

33. Regreso a la Aldea.

Kinu. Narrador, enamoriscado de Kori.

En donde se narra lo acaecido durante la alegre marcha de vuelta a


la Aldea.

Ya en el camino, en la carrera caí al suelo. Me volvieron a


brotar lágrimas en los ojos, las lágrimas me impedían ver a Kori con
claridad, parpadeé y sonreí. Mientras las lágrimas descendían
resbalando por mi mejilla. Sentía un mareo en la boca del
estómago. Tenía el cuerpo cubierto de un sudor frío. Kori estaba en
pie a mi lado. La miré, pero no pude oír sus pensamientos. Me
ofreció la mano y me ayudó a levantar. Fui detrás de ella, temiendo
perderla y perderme. Sorteando a los caminantes que me salían al
paso, en la carrera estuve a punto de derribar a un anciano, me
increpó con gritos.

Al frente se veía, majestuosa, la cresta nevada de una de las


muchas montañas, pero ni la excelsa belleza del entorno lograba
mitigar el cansancio y la falta de oxígeno.
Ahogándonos por la altura, seguimos corriendo, la noche nos
envolvió en su silencio, en mi cabeza no dejé de escuchar voces y
más voces, gritos y más gritos. Se repetían una y otra vez las
mismas imágenes, fogonazos de los últimos acontecimientos
vividos. El golpeteo del agua sobre las rocas se confundía con los
latidos de nuestros corazones. A mi lado se recostó Kori, encima de
la hierba cuajada de flores, su piel tostada, entre canela y miel, le
daba una apariencia mágica a la luz de la luna, su dulzura y sus
ganas de vivir lo impregnaba todo. Se me acercó y me miró a los
ojos sonriendo. Y nos fuimos durmiendo.
Era sobrecogedor el silencio presente en esas montañas.
Medio despiertos, esperamos durante un largo rato mientras
se hacía de día. Ya se había consumido la leña de la hoguera, y
apenas humeaba. La mañana era preciosa con un cielo de un azul
rabioso, parecía como si nada malo pudiera ocurrir bajo un cielo tan
radiante. La noche me había serenado bastante, empezaba el
primer día de una vida nueva. Todavía existía riesgo, aunque no
inminente. Ignorábamos si podían seguirnos, pero debíamos
descansar de vez en cuando para respirar y coger fuerzas. Nos
consolaba pensar: los soldados del Inca no estaban en muy buenas
condiciones para perseguirnos.
A media mañana comenzó a caer la nieve con más intensidad.
Envolvimos las ojotas de cuero con lienzos de algodón para
protegernos los pies. Las ramas de los árboles, se adentraban, por
el peso de la nieve, en muchos puntos del camino, dificultaban
nuestros pasos. Utuya decidió nos detuviéramos para refugiarnos. El
viento gélido nos hacía temblar, nos acurrucamos todos juntos, al
abrigo de unas rocas. Nada parecía poder conseguir que la nieve
dejará de caer desde lo más alto del cielo, densa e inagotable.
Deberíamos estar allí —tal vez— hasta el día siguiente, entonces
preparamos parapetos para protegernos del viento con ramas y
nieve. Conseguimos un refugio bastante confortable —pero glacial—
por muchas hojas extendidas sobre el suelo, el frío nos llegaba y
tiritábamos, fue un día y una noche horrible.
Al amanecer, la nieve se veía impoluta y virgen. Ni una sola
pisada la mancillaba, nadie —ni persona ni animal— había dejado su
huella. Impresionaba su belleza y soledad. Blancas nubes
empezaban a subir, desde lo más profundo del valle, hasta
detenerse en las cimas de los montes.
A lo lejos comenzamos a escuchar el canto de un río, para
cruzar encontramos una pasarela de tablas y un trenzado de
cuerdas como barandilla. Este puente se apoyaba sobre dos grandes
estribos de piedras con fuertes y sólidos cimientos. En el fondo, a
bastantes metros, rugía el río Apurimac. Nunca había contemplado
un puente tan largo, no tendría menos de 200 pasos y el viento lo
movía con fuerza. Atravesaba un precipicio de vértigo, el río lo había
construido a lo largo de milenios. Ahora rugía en el fondo medio
oculto por la vegetación. Una confusión de rocas lo rompían en mil
pedazos, transformando el color verde, en el blanco de la espuma.

Pese a la primera impresión nos resultó muy fácil cruzar el


puente y seguimos nuestro caminar ilusionados.
Habría sido más prudente no aventurarse por esa zona, pero
no conocíamos aquellos senderos. Nos acercamos a un lugar donde
la senda se volvió casi impracticable, grandes rocas, desprendidas
tal vez en el último terremoto, lo obstaculizaban, también el camino
desaparecía enterrado bajo montañas de tierra, deslizada por la
lluvia. Ya había gente de las Aldeas cercanas reparándolo, sin
embargo todavía les quedaba trabajo por hacer.
Después de muchas noches, al calor de la hoguera, saqué mi
ocarina y la música nos acompañó. Una estrella fugaz cruzó el
firmamento, el viento creció, meciendo las copas de los árboles y
avivando las brasas de la hoguera.
Entre comentarios y descansos, llegamos hasta el borde de un
precipicio. Kori se apartó del grupo y se quedó contemplando el
esplendor del valle. Yo pocas veces la perdía de vista —me acerqué
— nos sentamos en el borde del saliente rocoso, en silencio, los dos
contemplamos las mismas maravillas, sentí como en el horizonte se
cruzaban nuestras miradas y entonces cantaron los grillos, la tarde
se pobló de sus mensajes: intensos, monótonos, obsesivos.
Reclamos de un amor profundo. Yo siempre tenía el mismo
pensamiento dando vueltas en mi cabeza, y susurré casi a su oído:
—Entonces, ¿me elegirás?
Ella me observó con una sonrisa y dijo:
—Por supuesto, lo haré. Estoy decidida. Pero hemos de
esperar y todavía ser muy cuidadosos, ¿entiendes?
—Lo comprendo.
Kori permaneció inmóvil frente a mí, sus contornos se
desdibujaban a la tenue luz de la hoguera. Sin dejar de mirarla a los
ojos, fui acercando mi mano hasta tomar la suya. Permanecimos
callados un rato, poniéndose de pie, ella manifestó:
—Debemos dormir, todavía nos queda mucho camino hasta
casa.
Después de una noche intranquila, comenzó un nuevo día.
—Mirad el mar —exclamó Kurmi alborozada.
Yo solo veía terminar el verde y empezar el azul de cielo, sin
embargo, ella insistía:
—Se ve en el horizonte una franja blanca, será la arena, luego
el azul intenso del mar y el celeste más claro del cielo.
Ante su insistencia empezamos a aceptar: allí estaba el mar, y
llenos de alegría apresuramos la marcha entre gritos y canciones.
Al tomar una de las infinitas curvas de camino nos topamos
con un hombre tendido en el suelo.
—Es un Chasqui —afirmó Kori, al advertir su penacho de
plumas.
Nos acercamos, y Mullu lo estudió despacio. Tendría como él
unos veinte años. Advertimos sus heridas sangrantes, tenía la cara
contraída por el dolor y varios zarpazos en brazos y piernas. El
joven abrió los ojos, gimió débilmente, pidiendo agua y con
dificultad nos dijo:
—Me ha atacado un jaguar. Mucha hambre debía tener para
salir a cazar en pleno día. Yo me he defendido. Pero solo al oír el
alboroto de vuestra llegada se ha asustado y marchado.

Nosotros, ni lo sabíamos ni lo queríamos, sin embargo,


habíamos salvado a aquel muchacho.
—Inti me ha protegido —repetía el Chasqui malherido.
Estas cosas de vez en cuando suceden, si hubiéramos llegado
un rato después o camináramos en silencio —como muchas veces
hacíamos— solo habríamos encontrado un cadáver. Casualidad o
protección.
Amaya preparó un remedio se lo puso sobre las heridas y las
cubrió con cuidado. Con una manta y dos ramas aparejamos una
litera para llevarlo hasta un Tambo, nos había mencionado, antes de
desmayarse, que estaba muy cerca.
En el Tambo nos recibieron como a héroes, al ver lo sucedido y
nuestra actuación. El Jefe nos invitó a entrar en el cobertizo de los
Chasquis. Los brillantes y profundos ojillos de varios cuyes,
destacaban en la oscura penumbra de la habitación. Nos dio algo de
comida y cobijo. Nos agradeció lo hecho sin querer y queriendo:
salvar y transportar al Chasqui herido
Al llegar la noche, al calor de la hoguera, devoramos como no
lo hacíamos en los últimos días, pues se nos habían agotado las
provisiones y solo teníamos raíces, huevos de pájaros y algunas
ranas. En la conversación Kurmi recordó:
—En el camino hemos vislumbrado, en la lejanía el mar.
—Por supuesto —afirmó uno de los Chasquis, dijo llamarse
Lariku, un joven con la piel curtida por el sol de la montaña y los
labios agrietados— Muchas veces yo lo he observado. Cuando el día
es muy claro y el sol se acerca al atardecer, se puede ver el mar. Yo
soy de un pueblo de pescadores y sigo teniendo añoranza del
murmullo de las olas, de los atardeceres y del olor del pescado
fresco asándose en las brasas. Pienso volver pues también hay una
muchacha, espero me recuerde como yo a ella.
—¿Y Lariku, cómo has llegado a este Tambo? —Kurmi quiso
alargar tan agradable velada.
—¿Pero no van a vuestra Aldea los soldados del Inca a reclutar
jóvenes?
Con rapidez intervino Qalani para evitar indiscreciones.
—A nuestra Aldea solo van a exigirnos alimentos.
—Pues a la nuestra —continuó Lariku— todos los años van a
seleccionar a jóvenes y los traen a los Tambos donde los entrenan.
Yo estoy seguro volveré a mi pueblo, sin embargo, la mayoría se
quedan en los Tambos como ayudantes del Encargado.
—¿En el Tambo hay muchos trabajos, además de correr de
chasqui?
—Por supuesto. Lo primero es marchar llevando y trayendo la
información hasta el siguiente Tambo, aunque aquí también hay
mucho trabajo. Ahora dos de nosotros han ido a un Tambo cerca del
mar para traer sal y pescado seco, otros están en las Aldeas
cercanas, recogiendo los alimentos y ropa, para guardarlos en los
depósitos mientras no sea necesario repartirlos, si hay una época de
carestía.

Y así, en tan agradable compañía nos fuimos durmiendo. No


puedo decir en qué momento abandoné esta realidad para trotar por
el mundo de mis sueños.
Al amanecer el Jefe nos preparó una comida especial, mandó
poner al fuego una gran cazuela para cocer maíz y papas, también
le echaron trozos de carne de cuy y de llama. Fue una comida
abundante y sustanciosa, para nuestros estómagos agradecidos.
También nos suministró alimentos para el viaje.
—Aunque todo está rigurosamente controlado, ya me apañaré
y no se notara en la próxima inspección.
Y nos explicó:
—El camino os llevará al fondo del valle, durante un tiempo
iréis bordeando el río Apurimac. Hasta llegar a una bifurcación, allí
tomar el camino de la derecha, aunque no os encamine directo al
mar, os llevará al norte antes de dirigiros hacia el mar. He mandado
al siguiente Tambo información de vuestra llegada con Lariku, acaba
de salir con ese destino. Allí el Encargado es amigo y os tratará
como merecéis.
Esta vez emprendimos la marcha con un nuevo ánimo, la brisa
fue haciéndose más cálida, al avanzar perezoso el día y todo fue
como nos había dicho. Al atardecer llegábamos al Tambo, donde nos
recibieron con las mismas muestras de agradecimiento. Casi
siempre compensa hacer el bien.
Al otro día, el Jefe nos advirtió:
—No paréis en el siguiente Tambo, el encargado es hombre
muy riguroso y hasta quisquilloso, os hará preguntas y tal vez no
queráis responder.
Algo sospechaba sobre nuestro viaje y no podíamos contestar
con la verdad, si indagaba el porqué de la caminata, de dónde
veníamos y menos aún a qué Aldea íbamos. Serían pistas para
nuestros posibles perseguidores.
No quiero terminar mi relato sin mencionar a Veloz —mi perro
— me acompañó hasta el Cusco y de vuelta. Cuando todavía era un
cachorro empezó a seguirme. En la Aldea siempre había varios
grupos de perros deambulando libremente por todas partes y a
veces se enzarzaban en ruidosas peleas. Pero a este perrito yo
siempre lo tenía cerca, con frecuencia se acurrucaba entre mis
piernas o me acompañaba allá donde fuera.

34. DÍA JUEVES


Al llegar aquella tarde encontraron a don Miguel haciendo la
estatua, consistía en acompañar a su esposa cuando descolgaba la
ropa ya seca. Don Miguel iba a su lado y ponía en sus brazos la que
le daba doña Claudia. Les saludó con alborozo, y les pidió:

—Por favor, esperen, debo recoger la ropa con mi esposa.


Al terminar la tarea fueron a su despacho y les entregó varias
fichas fotocopiadas, sobre aspectos fundamentales de la época de
los Incas. La primera ficha la leyó Rosa en voz alta, en ella se hacía
mención, a narraciones encontradas en el Manuscrito.

—¿Qué decir del Tambo Colorado?


Está situado en el Valle de Pisco y a media hora de la ciudad de Pisco, es la
ruina de adobe mejor conservada de todo el Perú, solamente faltan los techos.
Fue edificado en la época del Inca Pachacutec con la finalidad de albergar a
soldados y altos dignatarios. La arquitectura y el trazado típico incaico se mantienen
con una única particularidad: la construcción es de adobe y muestra la adaptabilidad
de los andinos al nuevo ambiente costeño, pues acá no tenían piedras para edificar.
Recibe su nombre del color rojizo presente en sus edificios. En la actualidad
mucho del colorido original se ha perdido, lavado por las lluvias y erosionado por el
paso de los siglos.
Este conjunto se encuentra a 800 metros sobre el nivel del mar y en un sitio
constantemente soleado y seco.
Por su situación geográfica, en la unión de la ciudad del Cusco con el camino
de la costa, fue un centro importantísimo en las expediciones militares al sur: Chile;
como al norte: Territorio Chimú. Aunque no se tiene constancia de vistas del Inca,
hay una zona preparada para recibir a autoridades.
Don Miguel leyó la ficha sobre la Ciudad del Cusco.

—La historia y tradición presentan a la ciudad incaica con la forma de un


puma, felino considerado una deidad en el mundo Incaico. Tiene calles estrechas,
normalmente muy rectas y empedradas. Las paredes de los edificios de la zona
central están construidas de piedra tallada, mientras en los suburbios eran de adobe
(barro—ladrillo). Los techos son de paja.
Las casas no tenían muchas puertas ni ventanas, para mantener la
temperatura en las estaciones frías.
La vida giraba alrededor de su gran Plaza, empedrada con lajas y cubierta
con arena del mar para evitar accidentes en las estaciones lluviosas.
Cuando Martín Bueno, Pedro Martín y Juan Zárate llegaron, quedaron
asombrados por la opulencia del lugar. Planchas de oro de 2 kilos cada una, cubrían
los bloques de piedra del muro del templo. Además —en su interior— un jardín
alberga varias estatuas de oro macizo representando árboles, pumas, vicuñas y otros
animales propios del Imperio. En el altar mayor de Koricancha un disco solar de oro
simbolizaba a Inti.

A Juan le tocó la ficha de La Chinkana.


—Muchos cronistas e investigadores hablan de un túnel (Chinkana) construido
por los incaicos. Conectaba el Koricancha con la fortaleza de Sacsayhuamán, una
distancia de unos 2 kilómetros.
Durante años se sospechó que ocultaban en esos pasadizos las piezas más
valiosas y sagradas de oro, pues cuando llegaron al Cusco los conquistadores
españoles habían desaparecido. Estatuas, discos solares, árboles, flores, pájaros,
cántaros y objetos ceremoniales.
¿Y si las escondieron en salas subterráneas, donde se accedía a través de
largos túneles secretos existentes en el subsuelo de la ciudad?.
Todavía se sigue especulando, sobre esas toneladas de oro, desaparecidas en
aquellos años trágicos.

Estas fichas resumen algunos aspectos fundamentales del


Imperio Inca, así fue como lo encontraron los españoles al llegar
hasta el río Virú y después cuando avanzaron hacia el Cusco.
Don Miguel tomó la palabra:
—Si los capítulos anteriores son muy interesantes reflejando la
realidad de una sociedad rica en pensamientos y culturas. El que
habla sobre la llegada de los españoles, es también muy ilustrativo,
nos muestra la situación ventajosa encontrada por los invasores, al
estar el Impero Incaico dividido en una lucha sucesoria. Cuando
Ayka y Purik se encuentran con unos españoles en su viaje hacia el
norte en el Estuario del Virrilá, los ven comportarse de una manera
muy extraña: quieren ganárselo, actuando como gentes pacíficas.
Es cierto: Pizarro castigó alguna actuación agresiva, contra los
habitantes de una aldea. Cuenta Hernando de Soto:
—Llegue con cuarenta hombres a un lugar donde descubrimos
un pueblo destruido por la guerra, aunque con los depósitos llenos
de alimentos. Los soldados quisieron repartirse el oro y las mujeres,
pero Pizarro nos había mandado: no se debía dañar a los nativos y
nos contuvo con dureza. Lo mejor será hacer—como Hernán Cortés
en México— a los nativos, aliados en la lucha contra los incaicos.
—¿Fueron muchos —preguntó Juan— los pueblos que
apoyaron a los españoles?
—Bastantes —dijo don Miguel— con algunas etnias fue muy
fácil; el caso de los cañaris es notable. Menos de cien años antes de
la llegada de los españoles, los soldados incaicos se habían
adueñado de su tierra: los cañaris la llamaban Guapondelig, “valle
tan grande como el cielo”. Y lo conquistaron por la fuerza, puesto
que los cañaris —valerosos guerreros— se opusieron con toda su
arrojo. En la ciudad de los Cañaris, mataron 60 mil hombres,
porque le habían sido contrarios. Los incaicos llamaron al valle
Tomebamba o “Valle del cuchillo”, con cuchillos abrieron el pecho de
los cañaris para dar ejemplo. Con estos antecedentes, la llegada de
los españoles fue vista como una liberación; los cañaris no dudaron
en aliarse con los conquistadores en su lucha contra los incaicos.
Otras etnias colaboraron: los chachapoyas e incluso los chimús
pues, todos habían sido conquistados por la fuerza, solo unos pocos
años antes. Eran pueblos recientemente aniquilados, con muchos
miembros heridos o con familiares masacrados pidiendo justicia.
Escuchad lo que tengo en esta ficha:
"Hubo dos tipos de factores. Los conocidos como la guerra entre los dos
hermanos (Huáscar y Atahualpa), la pólvora, los caballos. Pero el elemento
desconocido es más importante: los grandes señores andinos querían sacudirse el
yugo del Inca, porque les habían quitado sus mejores tierras. Se sentían despojados y
la llegada de Pizarro los ayudó", precisa una historiadora peruana, María
Rostworowski.
—Nos ha perturbado —comentó Juan— la noticia del noble
chimú sobre la matanza de niños y llamas. ¿Solamente sabíamos de
los sacrificios humanos de los aztecas en México? ¿Qué paso en el
Perú precolombino?
—Hasta hace unos años, los casos en el Perú se reducían a
casi nada, había rumores sobre los mochicas y los chimús. Los
sucesos de algunos niños ofrecidos por los incaicos, eran
excepcionales, apenas se han encontrado, una docena de momias,
en las laderas de montañas a gran altura. Por eso ha sorprendido
tanto, la evidencia del mayor sacrificio humano de menores, en el
continente y en el mundo. Recientemente, se ha encontrado en la
costa norte peruana, a pocos metros del océano Pacífico y cerca de
Chan-Chan: la ciudad de barro más grande de Latinoamérica; las
huellas del sacrificio de los chimús relatado en el Manuscrito. En un
artículo reciente, el arqueólogo Prieto escribió:
—“A partir de lo investigado. El sacrificio de los niños podría haber ocurrido
por la presencia del fenómeno climático conocido como El Niño —caracterizado por
el calentamiento de las aguas marinas— que causan potentes lluvias e inundaciones.
Posiblemente, ofrendaron lo más notable que tenían como sociedad y lo más
importante es el futuro, los niños, y las llamas eran animales trascendentales en su
economía, en esa época no había caballos ni otras bestias de carga”.
En la ceremonia los chimús, auténticos expertos en anatomía,
sacaron el corazón a cientos de infantes y llamas, para ello le
cortaron el esternón y abrieron la caja torácica.
También se están hallando certezas de esos sacrificios entre
otras culturas precolombinas, eso puede explicar la sensación de
libertad —de algunas personas— al descubrir como los
conquistadores no hacían ningún sacrificio humano a su Dios.
Habitualmente los españoles, eran sanguinarios, pero a la vez
proclamaban la absoluta necesidad de respetar la vida humana. En
las batallas, donde con asiduidad, estaban en minoría, se revolvían
causando el mayor número de heridos y muertos; y a la vez les
repugnaba los sacrificios de inocentes.
Como todos los días después de estar en casa de don Miguel,
a la hora prevista salieron con la Ñusty, camino del parque, la
iglesia y la cantina, era el orden habitual del paseo.
Cuando aquella tarde al llegar al parque, una ambulancia
avanzó ululando por la Avenida de los Incas, y sorpresivamente
Ñusty lloró, alguien estaba sufriendo intensamente. Todos la
miraron asombrados, parecía muy grande la capacidad de los
animales para sentir el dolor humano.
—Esto —pregunta Rosa— ¿le ha pasado otras veces a Ñusty?
—Si —afirma don Miguel – aunque no siempre al escuchar la
sirena de la ambulancia. Tal vez solo lo siente si lleva a alguien
sufriendo, no cuando va de vacío, por mucho ruido que haga.
Durante el paseo fueron numerosos los saludos de los
transeúntes.
—El que me acaba de saludar fue alumno mío en la
Universidad. Trujillo es una gran ciudad, pero todavía en los barrios,
mucha gente nos conocemos. Alguna vez he pensado que si
perdiera la memoria y empezará a pedir ayuda, muchos sabrían mi
nombre y me llevarían hasta la puerta de mi casa. A mi esposa,
todos la conocerían y le llamarían doña Claudia, cuando le contarán
lo que me había pasado.
Aquel atardecer las calles estaban llenas de gente, parecía
como si el frescor de la tarde animara a todos los trujillanos a salir
a las calles. Eran muchas las familias paseando.
LIBRO TERCERO

Parte B

35. Juicio por una pelea.

Wayna: (Hombre fuerte) Narrador.

Narración de cómo mi familia se encontró con unos viracochas y de


lo sucedido con Paku.

En la Aldea estábamos de fiesta, era la festividad mensual del


Killa hunta (Plenilunio), por las calles se agrupaban las familias, los
niños correteaban entre juegos, y todo nos preparábamos para
acudir al Templo.
En aquel ambiente relajado, no podía precisar, cuál fue el
motivo. Surgió una acalorada discusión por un lado Iraya (Hombre
que socorre), un hombre más bien menudo de cuerpo, sin ninguna
particularidad en su rostro, pero los años y el mar habían dibujado
arrugas en su frente. Por otro Purik (Hombre andariego), un hombre
de su edad, más alto y musculoso, severo y de trato difícil, mal
carácter agudizado tras la muerte de su esposa, Ayka (Mujer afable
en el trato). Yo soy el marido de su hija Illawara (Mujer afortunada).
Los dos se encontraron paseando junto al río, cuando los
ánimos se caldearon. Entre ambos cayó un silencio frío, gélido y
espeso. Se miraron a los ojos. En un instante, el encontronazo
alcanzó tal violencia, rodando los dos por el suelo, intercambiando
un buen número de puntapiés y puñetazos. A la refriega acudí con
otros, para separarlos.
Al levantarse Iraya tenía la cara magullada y un ojo
completamente hinchado. Purik se zafó con violencia de nosotros y
corrió a la Aldea, a poco llegó empuñando una maza y dispuesto a
vengar la supuesta afrenta. Fue un momento de tensión, pero
reaccionaron con rapidez varias Madres y algún hombre,
impidiéndole llegar hasta Iraya. En la trifulca Purik golpeó a varios
hombres e hirió con la maza en la cabeza, a una Madre. Al final lo
desarmaron y ataron.
El hecho era grave y no podía quedar sin castigo.
Aquella noche, la MAMA—COYA Kusi reunió el Consejo de
Madres, se vistió con algunos de sus atributos y acompañada por las
Madres de más edad, ascendió al centro del Templo y delante de la
Kala se acuclilló. Testigos no faltaban, no obstante debían escuchar
la defensa de Purik, fue conducido y desatado, en presencia de todo
el pueblo, en la explanada del Templo.
La MAMA—COYA Kusi comenzó recordando, se le juzgaba por
delitos muy graves como mostrar, con hechos, el deseo de matar a
un hombre y, además, en la pelea lesionar a una Madre, de los dos
sucesos había muchísimos testigos.
—Purik, ¿Qué nos puedes afirmar en tu defensa?
—Todos sabéis lo ocurrido con Ayka, mi esposa —Purik
empezó a decir con decisión.
—También era mi hermana – gritó Iraya.
—Claro, era tu hermana mayor, eso nadie lo olvida – afirmó
Purik cediendo muy serio— pero era mi esposa y la madre de mis
hijos, yo no puedo permitir, a nadie dudar de mi actuación ni de mi
responsabilidad, en el triste suceso de su muerte. Como sabéis soy
inocente.
Y con pasión mi suegro nos explicó lo que tanto le
atormentaba:
—No puedo contar todo lo sucedido, solo lo que viví y
recuerdo. Hace ya bastantes Killa hunta (Plenilunios) un día, al venir
a la Aldea para la Fiesta, mi esposa Ayka me dijo que quería salir a
navegar. Únicamente lo había hecho cuando, con 10 años, llegamos
a esta Aldea. Luego nunca lo repitió más. Según su plan, saldríamos
con nuestros hijos y podía ser una ocasión para comerciar con otras
Aldeas. Fue preparando lo que llevaríamos: ropa de la que ella
hacía, algún objeto de alfarería y de metal, cosas pequeñas y poco
pesadas, para que la balsa la pudiéramos manejar: el marido de
nuestra hija Illawara y yo. Aquel viaje se convirtió en el motor de
todos sus pensamientos y decisiones y cada obstáculo era un reto
nunca un final, se crecía ante las dificultades con vitalidad y
entusiasmo.
Hasta que un día, terminados todos los preparativos y con la
autorización de la MAMA—COYA, comenzamos nuestra aventura.
Con gran alegría nos embarcamos. Nosotros dos junto con
nuestra hija Illawara y su esposo Wayna, ambos se resistieron pues
no tenían ninguna ilusión aventurera, pero como todavía no tenían
ningún hijo, Ayka con facilidad los convenció. También nuestros tres
hijos más pequeños nos acompañaban.
Todos sabéis como nuestro hijo mayor, sufrió un accidente,
cuando jugando con un grupo de amigos, se alejaron de la Aldea.
Dos de ellos volvieron después de un tiempo y comunicaron que
habían sido atacados por pumas. Organizaron las Madres y los
jóvenes una batida, volviendo al lugar del ataque, allí solo
encontraron sus ropas desgarradas y algunos restos. También se
nos murieron dos hijos casi recién nacidos, sin nombre: una niña y
un niño.
Tomando rumbo al norte. Avanzamos con rapidez
aprovechando el viento favorable y las corrientes. Ayka estaba
extasiada con la belleza del mar. Al principio ella y nuestro hijo Paku
(Hombre inteligente), se marearon, lo pasaron mal, pero pronto se
acostumbraron al continuo vaivén del oleaje.
Mi esposa era una persona fuerte e independiente – todos lo
sabéis como yo— sin embargo, también era apasionada y sensible,
muy capaz de admirar la belleza y disfrutar de las cosas buenas.
Mientras yo manejaba el timón, ella abrazando a nuestros hijos,
contemplaba con mirada soñadora la costa cercana. Ahora se me
hace presente un gesto muy suyo: con aire decidido se echaba para
atrás un mechón de pelo negro que caía sobre su frente. Y me miró.
Vi en ella tal cara de felicidad que aún hoy me estremezco al
recordarla.
Llegamos al río Moche y seguimos costeando, antes de que se
ocultara el sol, avistamos una gran urbe; la visión de sus murallas,
teñidas de rojo por el sol moribundo del atardecer, era
impresionante. Al anochecer toda la villa quedó en tinieblas. En el
espectacular cielo nocturno contemplamos una lluvia de estrellas
que recorría el firmamento. Luego al desembarcar lo supimos: era
Chan—Chan. Desde el mar la advertíamos como una ciudad muy
colosal, extensa y majestuosa.
Al día siguiente recorrimos algunas de sus calles llenas de
transeúntes, con grandes muros adornados por relieves. En uno de
sus mercados, comenzamos a abrirnos paso en medio de la
muchedumbre, sorteando múltiples puestos de venta y corrillos de
curiosos, allí nos pusimos a vender, entre los comerciantes que
ofrecían sus productos a grandes voces.
De madrugada, las mujeres habían traído sus canastas con
papas, frutas y otras mercancías, se instalaron en el mercado y,
sentadas en el suelo, pasaban hilando y vendiendo todo el día.
No tardó mucho tiempo para que Ayka, comenzara a conversar
con las vendedoras de los alrededores, les fue dando detallada
razón de nuestro viaje, y una de ellas le contó que era un rumor
persistente: la ciudad se estaba deshabitando.
Las gentes llevaban varios años abandonándola después de la
agresión del Inca. Cuando el ejército del Inca se acercó a la ciudad,
las autoridades se negaron a rendirse, entonces les cortó las
acequias que les llevaban el agua desde el río Moche, fueron días
angustiosos, de sed y hambre que todos recordaban con terror. Solo
la sed les derrotó. Pero el Inca les hizo pagar cara su rebeldía,
muchos fueron enviados al Cusco y muy pocos volvieron.

Aquel día, para nosotros, el mercadeo no fue muy fructífero.


Sin embargo, nos impresionó la ciudad y nos alarmó una noticia que
nos comunicó un cliente.
—¿Vosotros no soy de aquí, habéis tenido que salir de vuestra
Aldea para poder sobrevivir?
—Somos – le dije sin dar muchos datos— de un pueblo del sur.
Es la primera vez que venimos a esta población.
—¿Y qué os parece?
—Una grandiosa ciudad —afirmé realmente admirado.
—Si, pero medio desierta —contestó con cara compungida
aquel hombre— y con las calles muy sucias. Por todas partes veréis
ruinas y desolación. ¿Habéis escuchado noticias de los viracochas?
Yo estoy seguro de que no pueden ser hijos de Viracocha, aunque
sean blancos y barbudos, porque no son capaces de mantener su
palabra, mienten y roban. También guerrean y codician el oro, pero
en eso son como algunos de nuestros jefes, es lo que pasa con el
Inca. Están llegando en grandes casas flotantes, ya les han
encontrado, varias veces, por la zona de Tumbes.
—Por nuestra Aldea nadie ha conocido nunca a esas gentes.
Nosotros vamos hacia el norte, no nos gustaría tener sorpresas.
Por estos comentarios y otros que siguieron, me resultó un
hombre deprimente y negativo, capaz de bajar el ánimo al tipo más
eufórico con solo escucharle y yo no estaba demasiado alegre por
las vicisitudes de la aventura.
Que contraste con el modo de ser de Ayka: con su confianza
ciega en el mañana, con un optimismo contagioso y no que
menguaba ante ninguna dificultad.
Volvimos al puerto y nos embarcamos, nuestro deseo era
seguir buscando donde cambiar las mercancías, no pasó por mi
cabeza las consecuencias y lo que nos haría sufrir la aventura. Ayka
seguía muy ilusionada y me dijo:
—Me gustaría, aprovechar la marcha al norte para buscar la
Aldea de donde salimos hace tantos años ¿Purik, no te gustaría
también a ti?
Me quedé pensativo, me pedía mi opinión, pero bien sabía yo,
que de nada serviría contradecirla, sin pensarlo mucho, con la mejor
cara le contesté:
—Podemos intentarlo. No será fácil, yo casi no recuerdo donde
estaba ese valle, solo que la Aldea se encontraba a orillas del
Estuario de Virrilá.
—Verás como todo nos sale bien – Sentenció Ayka.
Tuvimos varias jornadas con navegación muy agradable, con
días luminosos y noches tranquilas. Nuestra balsa respondía y en los
atardeceres, se llenaba el cielo de nubes rojizas, cuando nos
dirigíamos a la costa para estar más protegidos durante la noche.

Una de aquellas noches fue bastante especial, la luna nos


iluminaba desde lo más alto del cielo, con esa luz podíamos ver,
estábamos al pie de un acantilado de paredes escarpadas. Un
estrecho camino permitía llegar hasta una cueva en la ladera, a
unos metros del nivel del mar. La marea estaba baja. Había dejado
al descubierto una pequeña playa donde podíamos fondear la balsa
y pasar la noche. Al acercarnos empezamos a escuchar tremendo
alboroto en el mar, un grupo de pingüinos se defendían de los
ataques de los lobos de mar, que saltaban desde las rocas y los
rodeaban lanzando berridos penetrantes e intimidatorios.
En la refriega uno de los lobos se acercó peligrosamente a
nuestra balsa. Todos nos asustamos pues se movió bruscamente.
Nuestro hijo Paku cayó al mar, en medio de aquel peligro. Solo la
rápida reacción de Ayka, lanzándose al agua, mientras Paku
braceaba para no alejarse, le salvó, ella le ayudó acercándolo a la
balsa así entre mi hija y yo los sacaríamos a los dos. Wayna ni se
enteró, en ese momento bregaba con el timón en otra parte de la
barca.
Ayka lo salvó, pero nos llenó de aprensión, Paku empapado y
con frío, temblaba como una hoja seca en el momento de caer del
árbol. Los pingüinos aprovecharon el caos para huir y todo fue
quedando en silencio, el viento amainó hasta convertirse en una
ligera brisa, que rizaba con pequeñas olas la superficie del mar.

Al día siguiente nos fuimos animando, aunque mi hija Illawara


empezó a decir:
—Tal vez mejor sea regresar a casa.
A Ayka le resultó muy fácil volverla a ilusionar con el viaje y
sus aventuras. ¡Cuántas cosas vería y luego podría contar!
Y por supuesto seguimos camino del norte, y ahora también
rumbo a la Aldea natal. El lugar donde dejamos el Templo y
nuestras casas por la tormenta de arena. ¡Con frecuencia lo
recordamos cerca de la hoguera por las noches!.
Después de bastantes días y muchas pequeñas aventuras
llegamos al Estuario de Virrilá. Una gaviota pasó volando sobre el
paraje, Ayka alzó la cabeza para mirar su airoso vuelo, que era un
buen presagio. El río bajaba crecido y algunos campos cercanos se
habían inundado. Los efectos de la antigua tormenta eran visibles,
grandes dunas de arena cubrían parte del paisaje, en las riberas del
río casi no había árboles, cuando ya observábamos los restos de la
antigua Aldea, nos acercamos a una pequeña ensenada en el río y
desembarcamos. Todo estaba deshabitado y medio derruido. Mi hija
pequeña se quedó embobada, siguiendo con la mirada, el vuelo de
una mariposa enorme y multicolor que se ocultó entre los
matorrales, alejándose de otras que la perseguían. La tarde era
luminosa.
Nos encaminamos hacia la Aldea del Estuario de Virrilá
siguiendo a Ayka, que nos quería llevar a su antigua cabaña. Según
recordaba debía estar donde ahora sobresalen de la arena los restos
de una casa, solo se intuía un montón de bloque de adobe. Con
ayuda de sus hijos empezó a quitar arena rebuscando:
—¿Qué buscas? — Le pregunté intrigado.
—Empiezo a recordar mi cofre, mi madre me lo hizo de barro
con una tapa. Yo decía que era mi tesoro. Tenía una concha
regalada por mi padre cuando me pusieron mi nombre.
Al remover los escombros huyeron algunos bichos, una culebra
sobresaltó a Illawara, que buscaba con especial ahínco el tesoro de
su madre, hasta que lo encontró.
Cuando se lo dejó en sus manos, Ayka empezó a acariciarlo,
se sentó en el suelo, todos la rodeábamos. Ella lo miraba sin
atreverse a abrirlo. Su rostro se fue aniñando. De verdad parecía
una niña que acaricia su tesoro más valioso. Y vimos cómo,
conteniendo el aliento, abrió muy despacio aquel cofre infantil.
Ante sus ojos de niña contempló la concha de su padre y
también unas piedras de colores y hasta unos huevos de pájaros.
Después de sumergirse en su niñez, levantó los ojos. Vio su
vida actual. Tomó la concha y me la ofreció a mí, era la herencia de
su padre. Entregó a cada hijo una de las piedras y se quedó
mirando, lo que todavía permanecía en el cofre. Estoy seguro: en
ese momento pensó en sus hijos muertos.
Solo cuando una bandada de patos, rompió con su algarabía
aquel hechizo, me atreví a decir con voz entrecortada por la
emoción:
—Yo también quiero visitar mi antigua casa.
Bordeando el Templo nos acercamos a la zona de las
hilanderas. Estaba en mejor estado, apenas faltaban los techos,
pero por eso la arena cubría el interior de las casas, eso las protegió
de la destrucción. Había que remover demasiada, queríamos llegar
hasta el suelo. En las alacenas de la pared todavía estaban las
vasijas donde se guardaba la comida. El de maíz con sus granos
grabado en el exterior y el de yuca, papas, ají; alineados como
cuando los dejamos. Me pareció recordar a mi madre preparando la
comida. En la lejanía un jilguero entonó su canto de amor.
Después subimos al templo, allí estaba la primera Kala de la
MAMA—COYA Tintaya, nos acercamos e imitamos a Ayka que la
abrazó y besó.
Encendimos la hoguera y a su alrededor empezamos a comer.
Ayka contaba sus recuerdos —mezclados— con lo que había oído a
los mayores. De pronto comenzó a cantar, su voz se elevó en
agradecimiento, con un ritmo cadencioso, terminó levantándose
danzando, todos la imitamos y con nuestro baile, alrededor de la
Kala, recordamos y honramos a nuestros antepasados.
No nos enteramos, pero algo sucedía en el río.
Llegó una barca con cinco viracochas, desde lejos nos vieron
danzando en el Templo, se dividieron en dos grupos para
sorprendernos, avanzaron con cautela, sigilosamente. Cuando los
descubrimos, ya estaban dos de ellos en la plataforma del Templo y
se acercaban con gestos intimidatorios y con las espadas en la
mano.
Wayna y yo cogimos las mazas y nos dispusimos, con miedo, a
defender a la familia. No pudimos hacer nada, acudieron otros tres
viracochas y se oyó el estruendo de un rayo con su trueno; había
salido de la mano de uno de ellos. Aquello nos paralizó de pánico y
caímos en tierra. Wayna y yo gateando retrocedimos hasta nuestra
familia.

—¡Capitán! —susurró uno de ellos, joven y casi sin barba— no


parecen ser peligrosos. ¿Por qué no intentamos conversar?
—¡Adelante!, Antonio, pero con mucho cuidado —mandó el
capitán— los demás no os mováis, ni los perdáis de vista.
El joven guardó su espada y se nos acercó, haciendo gestos de
paz, mostraba las manos desnudas y hasta se quitó de la cabeza el
casco que casi ocultaba su cara.
—Venimos en paz —declaró— no queremos hacer daño.
Paz, no daño, lo repetía en aymara y quechua en un intento de
comunicarse con nosotros.
Estábamos atemorizados, Ayka levantó la mirada y durante
unos segundos dudó cómo actuar, al advertir el semblante tenso,
aunque amable del Jefe, terminó poniéndose en pie y en un gesto
de valor —a mí claramente me faltaba— cogió comida y bebida,
avanzó hacia el Jefe. Le ofreció de nuestra chicha. El Capitán guardó
su espada y con ceremonia bebió de la copa y comió con la mano un
poco de maíz, una sonrisa le iluminó la cara, con muchas arrugas
alrededor de los ojos.
Todavía con recelo, pues no se me olvidaba lo escuchado en
Chan—Chan aquel hombre, parecía más pesimista que realista:
—Siempre serán mentirosos esos falsos viracochas.
Sin embargo, al observarlos de cerca no me daban tanto
miedo, el del trueno permanecía alejado, los otros se mostraban
amistosos. Mi hijo Paku, empezó a gesticular, todos le miraron
asombrados de tal habilidad.
Señalándose a sí mismo dijo:
—Paku.
Apuntando a su madre:
—Ayka.
Indicándome a mí:
—Purik.
El soldado se señaló a sí mismo diciendo:
—Antonio.
Apuntando al Capitán:
— Luis.
Si no hubiera sido testigo, y alguien me lo contara, no lo
habría creído. La rápida reacción de Paku, nos causó tal sorpresa,
que en silencio, nos miramos desconcertados. Con dificultad empezó
una conversación, y todos nos fuimos relajando. Paku y Antonio
llevaban la voz cantante, pero otros fueron metiendo baza. Antonio
sabía algunas palabras en aymara y quechua. También hablaba en
su idioma y mi hijo repetía esas palabras, con gran facilidad.
El problema surgió cuando al atardecer los viracochas
manifestaron el deseo de marcharse y se empeñaron en llevarse
con ellos a mi hijo, a quien empezaron a llamar Paquillo —aducían
con razón— que les sería muy útil para entenderse con los nativos.
Todavía no consigo comprender por qué Paku estaba a favor de
acompañarlos. Su madre y yo nos negamos, no queríamos perder a
otro hijo, sentimos que lo secuestraban, sin embargo, eran más y
no podíamos olvidar: el trueno en manos de uno de ellos. Paku se
fue despidiendo de sus hermanos, enseñándoles la piedra dada por
su madre.
—Con esta piedra, os llevaré siempre conmigo, os recordaré,
además estoy seguro de volver con vosotros cuando me canse de
esta aventura.
Su madre y yo le abrazamos entre sollozos, pero montó en la
barca y se marchó con ellos.
—Hijo no nos olvides —le gritó su madre, Ayka, desde la orilla
— Vuelve, te estaremos esperando.
Aquella fue una noche triste, ni siquiera la luna iluminaba
nuestra zozobra y surgió la firme decisión de volver a nuestra Aldea.
—Ya está bien de aventuras —se quejó Ayka— nosotros no
somos aventureros.
Varios días después, cuando ya nos encaminábamos hacia
nuestra Aldea, nos fuimos metiendo en un temporal, el viento
arreció y la superficie del mar se veía rizada, había cobrado vida, el
vaivén de las olas se fue intensificando.
La corriente nos arrastró, aquello me asustó. El aullido del aire
era terrible. La oscuridad creció a cada minuto que pasaba y las
rachas de viento hacían temblar la vela con un ruido ensordecedor.
Miraba a Ayka y a mis hijos y me sentía impotente. Mi esposa y uno
de nuestros hijos se marearon y se refugiaron en la zona protegida.
De pronto una ola enorme barrio la balsa arrastrando todos los
enseres —sin atar— de la superficie. Cuando la tiniebla se hizo más
oscura y nos encontrábamos al límite de nuestras fuerzas, la
tempestad empeoró. El mar se convirtió en un remolino
zarandeándonos en todas las direcciones. Mi hija tomó el timón
mientras Wayna y yo bregábamos con la vela. La vela mojada por la
lluvia se resistía y a cada golpe de viento se nos izaba obligándonos
a volver a sujetarla. En medio de esa situación mi hija no podía
mantener el rumbo de la barca cara a las olas. La balsa bailaba con
cada nueva ola.
En mi desesperación, grité:
—Ayka, ayuda a tu hija a mantener el rumbo.
No vi nada, luego ella me contó cómo su madre intentó
acercarse al timón, pero fue arrastrada por una ola, y golpeada por
un cajón, terminó arrojada por la borda al mar.
Un nuevo relámpago iluminó por completo la embarcación. Mi
hija gritó pidiendo auxilio, y al mirar y no ver a Ayka, la busqué con
la vista y la vi flotando cerca de la balsa. Me até una cuerda a la
cintura y me lancé a rescatarla. Fueron momentos de angustia,
braceando en medio de las olas, llegué hasta Ayka y la abracé,
Wayna nos arrastró a los dos hacia la balsa.
Tendimos a Ayka en la zona protegida, pero no respiraba, no
se movía, había recibido un fuerte golpe en la cabeza antes de caer
al mar. Todos llorábamos, mirándola y tratando de despertarla. La
lluvia y las lágrimas me dificultaban la visión. La tormenta seguía,
las náuseas acudieron a mi boca y todo empezó a dar vueltas a mi
alrededor, yo ya no pensaba, estaba como alucinado.
Paulatinamente, casi tan de repente como comenzó, amainó la
borrasca, primero se fueron debilitando los golpes de viento, luego
las olas perdieron fuerza, cada vez menos lograban superar la altura
de las defensas de la nave, sin embargo, la lluvia continuó hasta
media tarde. Luchábamos por recobrar la calma. Un silencio dolorido
se instaló en la balsa, solo se oía nuestra respiración jadeante, el
aleteo de la vela y el murmullo del agua chocando contra la proa.
Sin Ayka, yo me sentía vacío, y además poco a poco culpable.
—¡Si no le hubiera dicho que fuera al timón!
—¡Si no hubiera cedido en su deseo de viajar!
Mi hija Illawara se acercó y llorando me abrazó con fuerza, al
oído me susurra con firmeza:
—No te sientas culpable. El mar se la ha querido llevar.
Yo no podía aceptar la desgracia, me resistía, lloraba. Ante
una muerte tan imprevista y trágica era muy difícil transmitir
serenidad y afecto, pero mi hija lo intentó manteniendo el abrazo y
algo consiguió.
Illawara empezó a actuar como su madre, tomó las riendas de
la situación, nos mandó subir la vela y dirigirnos a la orilla,
estábamos cerca de donde sucedió la batalla de lobos y pingüinos, y
aunque la marea subía, nos pudimos acercar hasta la playa. Entre
todos bajamos a Ayka.
Como estábamos lejos de nuestra Aldea, la cueva del
acantilado sería un buen lugar donde enterrarla. Hasta allí la
subimos, era una cueva bastante grande, podíamos escuchar las
olas rompiendo en las rocas, unos metros más abajo. Illawara
desnudo a su madre y, según nuestra costumbre, la envolvió en las
telas confeccionada por ella. Como en los rituales de la Cueva de los
Muertos danzamos en su honor despidiéndonos y saludando su
nueva vida.
…...
Después de escuchar esta narración, se hizo el silencio, yo
estaba muy emocionado, se me hacía presente toda la gran
aventura. Miramos a la MAMA—COYA, vimos como tras hablar con el
Consejo, sentenció:
—Está claro: tú no eres responsable de la muerte de Ayka, eso
ya todos lo sabíamos. Y aunque Iraya te provocó, nunca podemos
permitir a alguien desear la muerte de su hermano. Tu castigo es la
expulsión durante un año. Puedes quedarte en la Aldea del Mar. Tus
hijos no podrán visitarte ese año y tú no podrás venir aquí.
Iraya también merece un castigo: será expulsado medio año a
la Aldea del Mar. Y jamás podrá hablar en público de la muerte de
su hermana Ayka.

36. Aldea del Mar 1532: Pensamientos perturbadores

Chuwi (Hombre simpático) Narrador

Donde se hace relación de la conversación con un sabio incaico y


otros temas importantes.
Como cada atardecer me encontraba sentado sobre un tronco,
con la vista fija en el mar, muy cerca de nuestra pequeña y
destartalada aldea, formada por unas 60 cabañas de barro y caña,
apenas cubiertas con un ligero techo de palmas, donde malamente
nos protegíamos del sol y de la escasa lluvia. Junto a los
habitáculos, está el secadero de pescado, y al alcance de la vista las
salinas, en cada charco se reflejaban distintos tonos de rosa, verde
y blanco, un mosaico encantador.
La noche caía lentamente sobre la playa, en mis pensamientos
revoloteaban las noticias llegadas de la Aldea. La zozobra causada
por las nuevas ideas y las consecuencias imprevisibles, y dañinas
oscureciendo el futuro.

Los Señores del Valle de Lambayeque, llevaban ya varios años,

enfrentándose a la rebelión de sus súbditos, estos abandonaron y

quemaron los templos. Se dispersaron por los valles cercanos —en

pequeños grupos— sembrando el terror y las calamidades, hasta ser

sometidos por los soldados chimúes. Esto sucedía en los pueblos de


los alrededores; más lejos, desde el Cusco, nos llegaban los

soldados incaicos, asolando todos los pueblos rebeldes.

Ante estos problemas:

—¿Tiene alguna posibilidad de sobrevivir nuestro pueblo, en

medio de tanto enfrentamiento?

—¿Han vuelto los ansiados viracochas esperados, desde

antiguo, por algunas gentes?

—¿Acaso nuestro Creador Viracocha nos ha abandonado o

como algunos dicen, se ha vuelto a dormir?

Todo lo que hasta ese momento era claro e inamovible se

tambaleaba. Estaba comenzando un nuevo tiempo o era

simplemente la insatisfacción de los jóvenes, con su tendencia a

enfrentarse a los mayores. Era preocupante ver como se difundía

entre las gentes, la pérdida del deseo de vivir, en un mundo

derrumbándose por todas partes. Nos habían llegado noticias de

algún suicidio colectivo. Todos los habitantes de un poblado

cercano, se arrojaron al mar, desde lo alto de un acantilado,

movidos por el desengaño y la desesperación. Sucedió después de

una ceremonia de ofrenda a los dioses, se sentían abandonados en

las dificultades, cuando más los necesitaban.

Nuestra existencia se ha desarrollado siempre en el vaivén

incesante de los días y las noches, dando lugar a una realidad

avanzando con absoluta regularidad y llenándonos de seguridad.

Esa monotonía al sentir la presencia constante de los demás

miembros de la Aldea, nos da tranquilidad. Para nosotros la mayor


desgracia es estar aislados: ser marginados por nuestros hermanos.

Según nuestra forma de pensar toda la realidad es sagrada y

dual: tierra-mar, hembra-macho, día-noche. Arriba-abajo, pasado-

futuro, delante-detrás. Estamos convencidos: nunca se puede dar

una situación, donde los opuestos luchen entre sí, buscando la

hegemonía. Son parte del todo, se complementan y sin uno, no hay

otro. Algo tan sencillo, requiere por nuestra parte, un esfuerzo

constante, para evitar esa lucha por la hegemonía, que desequilibra

la belleza, engendrada por la Pachamama y nos ha regalado.

Aquellos años, fueron tiempos de zozobra y desgracia, de

incertidumbre y dolor. Acontecimientos muy extraños, como no se

recordaban en nuestra memoria —sucedieron— removiendo los

fundamentos de nuestras creencias y de nuestra visión del mundo.

Hace unos 25 años, más o menos, llegó a la aldea una familia

huyendo de Chan Chan, pertenecía a la élite de los chimús, el padre

era del grupo más cercano al Señor, pero escaparon horrorizados. El

Gran Decapitador había sugerido al Señor, como solución a los

problemas, pues llevaba unos meses con unas lluvias intensas y

desconocidas dificultando el sembrado de los campos y augurado

una época de hambruna. Debían aplacar a los dioses del mar, con

un sacrificio de niñas, niños y llamas jóvenes. Empezaron a elegir a

los candidatos, la mayoría serían hijos de la nobleza chimú, pero

también de algunas de las tribus vasallas de los chimús.

—A mí me había tocado participar, en la selección de los

doscientos niños, aunque durante un tiempo nos engañamos


pensando sería una ofrenda simbólica. A lo largo de un Killa hunta

(Plenilunio) los fuimos reuniendo en una casa al lado de la Laguna

de los Nenúfares, allí varias mujeres los cuidaban, mientras iban

llegando más y más. Yo pude proteger, escondiendo a mi hija

mayor. Mi mujer y ella pasaron bastantes días viviendo en una u

otra casa de algunos familiares, cada día las noticias de su paradero

inquietaban a mis otros hijos y a mí, pues era frecuente no saber

nada de ellas, durante días de angustia, fue un tiempo de terror y

de lluvias continuas. Una mañana el Gran Decapitador, cubierto con

un manto negro, junto con sus ayudantes, vinieron a la casa donde

teníamos reunidos a los niños. Con gran alboroto nos pusimos en

camino hasta el mar, desde Chan Chan hay un poco más de un

kilómetro, no llevábamos a los doscientos previstos, pues nos había

resultado imposible reclutarlos, por la oposición de muchos padres,

además cuando comenzó la marcha, algunos consiguieron escapar.

De todas formas estoy seguro había 140 entre niños y niñas de 5 a

14 años y si, las 200 llamas menores de nueve meses marchaban

entre bufidos, azuzadas por los pastores. Avanzamos

ceremoniosamente, los niños en cuatro hileras. Las llamas como es

lógico, formaban un rebaño indisciplinado controlado por los

pastores y los perros. Había parado de llover después de muchos

días, aún recuerdo como las sandalias de los mayores dejábamos

huellas, los niños descalzos, las pezuñas de las llamas y las patas de

los perros también se marcaban en el suelo blando.

—Pero ¿tú sabías como sacrificarías a aquellos niños


inocentes?.

—Aunque lo sabía, intentaba no tenerlo en cuenta, no darme

por enterado. Seguía horrorizado, no podía resistirme. Durante toda

esa mañana era un muerto viviente, actuaba como un animal

domesticado. Al llegar al lugar elegido, en un acantilado sobre el

océano, dimos bebidas narcotizantes a los niños y los hicimos

danzar durante un rato sin parar, algunos iban cayendo por el sueño

provocado por la bebida, entonces los recostamos sobre una zona

llena de hierbas. Y empezó lo peor: entre dos llevábamos a cada

niño hasta el lugar, preparado por el Gran Decapitador, para la

ofrenda. Los sujetábamos, mientras él —con el Tumi— hacía un

corte horizontal en el pecho, partiendo el esternón por la mitad, y

con las manos, separaba las costillas, con gran profusión de sangre,

una vez adentro, cortaba la aorta con sus uñas y saca el corazón

palpitante.

El olor intenso, a sangre joven, brotaba de aquellos cuerpos

masacrados. En un huaco lo colocaba y cerrándolo, ponían el huaco

en un palanquín. El cuerpo lo envolvíamos en un lienzo de algodón

blanco y lo dejábamos cuidadosamente en una tumba. A algunos les

manteníamos el tocado propio de su tribu: una especie de gorro de

colores, en otros casos un lienzo enrollado en la cabeza adornado

con algunas plumas de guacamayo. Entonces se sacrificaba una

llama y se ponía junto con el niño o niña en la misma tumba, a los

niños asesinados los dejamos enterrados mirando al mar, mientras

las llamas quedaban en la dirección opuesta, hacia los Andes.


Cuando terminamos los sacrificios, llevamos el palanquín con

los huacos —todo ensangrentado— hasta la orillas del mar y lo

depositamos en una barca, la dejamos libremente: se fue

internando en el océano, así los dioses recibirían nuestra ofrenda.

—Todo muy triste y desgarrador —había interrumpido,

diciendo la MAMA-COYA.

—Fue una mañana difícil de olvidar —siguió recordando el

padre chimú— algunos se resistieron. Quisieron impedirlo cuando

vieron, con qué finalidad, habíamos llegado hasta ese acantilado. La

mayoría pensábamos se trataría de un simple gesto de adoración,

sin sacrificar ni los niños ni las llamas, pero cuando descubrimos la

realidad, algunos reaccionaron y se enfrentaron a los ayudantes del

Gran Decapitador, estos —sin miramientos— los masacraron. Allá


dejamos sus cadáveres, mal enterrados, cuando nos dirigimos a la

orilla del océano.

Esta historia pesaba sobre nosotros y era un comentario

recurrente en la Aldea: como se podía entender que alguien

aceptara la muerte de sus hijos pequeños, como sacrificio a los

dioses.

En ese momento, ya era una historia pasada, aunque no

podíamos olvidarla, por el contrario un personaje muy importante

nos proporcionó múltiples motivos de conversación y meditación.

Acaba de marchar de la Aldea del mar rumbo a su destino.

Los hechos sucedieron de la siguiente manera: Habíamos

llegado de la Aldea del río, cuando vimos como, por el camino de la

costa se acercaba una pequeña comitiva, eran nueve hombres y 3

mujeres, llevando a un personaje muy anciano en unas andas.

Resultó ser un amauta de nombre Chikan (Único, distinto a todos),

era uno de los hombres más cultos del imperio incaico, gozaban de

una elevada consideración.

En esta ocasión marchaba camino de Quito, una ciudad mucho

más al norte, llevaba una misión muy relevante, pero no quiso

detallarla, pues era una orden directa del Inca Huáscar para su

hermano Atahualpa. El padre de ambos, Inca Huayna Capac, decidió

dividir el Imperio en dos partes: el sur, con capital en el Cusco, para

su hijo: Huáscar, y el norte, con centro en Quito, para su hijo

predilecto: Atahualpa.
El amauta Chikan, por su estado de salud y su avanzada edad,

había decidido ir por el Camino de la Costa, aunque el de la sierra —

por Cajamarca— era más corto era, por supuesto, más peligroso,

por el frío y las avalanchas, que de vez en cuando, cortaban el

camino. Aunque iba en las andas con un pequeño techo, llegó

bastante dolorido y renegando del calor, estuvo con nosotros

durante varios días recuperándose. Ese tiempo lo aprovechamos

para conversar. Nunca habíamos tenido a alguien tan ilustrado, con

tantos conocimientos, y que poseyera hasta saberes científicos. Al

atardecer, de modo espontáneo, surgieron conversaciones sobre los

asuntos más interesantes.

—Excelentísimo Chikan —le dije una tarde, sentados a la

sombra del algarrobo, mirando la salina— estamos bastante

confundidos sobre los dioses ¿Qué piensan los sabios?. De los

incaicos hemos recibido al dios Inti, pero nosotros tenemos otros

especialmente, la Luna.

—En el Cusco los sabios discutimos, aunque casi todos

estamos de acuerdo. Hay un solo dios: Viracocha, es el creador de

los demás dioses, el hombre, los animales y las plantas. Viracocha

en las culturas antiguas: Caral, Chavín y Wari, era ya el dios

supremo. Los incaicos, le cedimos el privilegio de presidir, nuestro

propio panteón de dioses, aunque permanecemos fieles a la antigua

creencia: la preeminencia de Inti. El día de la fiesta, 21 de junio

celebraremos a Kinsa Inti simbolizado en: Apu Inti (Padre Sol) —

Kusip Inti (Hijo del Sol) — Intip Auki (Luz del Sol) y en un único
Dios: Kinsa Inti. Como tal vez habéis oído explicar a los

conquistadores ellos también hablan de un único dios, pero dicen,

formado por tres entidades. No tengo claro si nosotros pensamos lo

mismo con respecto a Inti.

—La situación sigue siendo confusa —le dije con respeto—

pues Viracocha, creemos se marchó por el océano. Nosotros en

honor a la Luna, celebramos el Killa hunta (plenilunio) con danzas y

comidas. El Sol no tiene tanto poder, pues la Luna ilumina cuando

más se necesita la luz, además no daña quemando: ni a los

hombres, ni a los animales, ni a las plantas, y extiende su dominio

también sobre el mar.

—A pesar de esas objeciones —continuó disertando Chikan

(Único, distinto a todos)— consideramos y enseñamos a Viracocha

como el ser perfecto y ordenador del cosmos en tres partes:

El mundo de arriba (Hanan Pacha): en el que creó el sol (Inti),


la luna (Mama Killa), las estrellas y los demás seres celestiales;

ordenando sus funciones y movimientos.

El mundo de aquí (Kay Pacha): el presente y tangible de la

Tierra (Pachamama) y el Mar (Mamacocha). Donde suscitó una

nueva generación de hombres y mujeres, modelando rocas y

piedras que cobraron vida para fundar los diferentes pueblos y

reinos.

Y mundo de adentro (Uqu Pacha): lo de abajo o de las cosas

no germinadas, de donde los nuevos hombres salieron a través de

las pacarinas: cuevas, lagos y manantiales.

—Todo eso es muy interesante —acepté pensativo— pues

también para nosotros por encima de la Luna está Viracocha. ¿Y qué

debemos pensar de una vida tras la muerte?

—Para los incaicos, la muerte es un pasaje sagrado hacia la

siguiente vida, creemos en la vida después de la muerte, y lo

suponemos como un territorio donde ascienden los más virtuosos,

cruzando un puente hecho de pelo. También es el lugar adonde

llegan los miembros de la nobleza, todos allí disfrutan de comida y

bebida perpetua. Los no virtuosos: mentirosos, ladrones y ociosos,

en cambio, parecen eternamente en una vida posterior en un sitio

siniestro donde el hambre y el frío los atormentará para siempre. El

viaje de la muerte es difícil y se precisa tener ayuda; el espíritu del

difunto (camaqen) necesita de un perro negro, porque según la

creencia, puede ver en la oscuridad de ese camino y consigue

guiarlo hasta la meta. En raras ocasiones, las almas a veces quedan


atrapadas en la Tierra, tal vez por no contar con esa ayuda, y

permanecen vagando y exigiéndoles constantes ofrendas de comida

y bebidas a sus parientes vivos. De esto, no hay ninguna

explicación, sobre todo porque después de un tiempo, no vuelven a

presentarse. Es un misterio.

Muchas más cosas hablamos con el sabio antes de su marcha.

Estas son las más importantes, las que más nos preocupaban.

Una mañana, como habitualmente hacemos, Purik (Hombre

andariego), castigado a estar en la Aldea del Mar por aquella pelea

famosa. Fue con otros tres de los nuestros, hasta el tambo del

Camino del Inca, llevaban las 8 llamas cargadas con los habituales

sacos de sal, para pagar los tributos al Inca, y así poder seguir

siendo libres; a la sal le añadimos, en esta ocasión, unos peces

salados para el Encargado, pues es crucial tenerlo a nuestro favor.

—Cuando estábamos en el Tambo —nos contó Purik— vimos

pasar una comitiva de cientos de porteadores, con llamas cargadas

de bultos. Algunos se detuvieron a tomar agua o comida: eran

chimús, obligados a transportar aquellos fardos hasta el Cusco. Al

preguntar, el Encargado de Tambo nos dijo:

—Los chimús no se han sometido voluntariamente, es más,

junto con los cañaris y los chachapoyas, han sido los pueblos que

más se han enfrentado y resistido el empuje del ejército incaico,

hasta el extremo de ganarles algunas batallas.


—A los chimús los sometieron, porque al final, los incaicos

decidieron interrumpir las acequias, cortaron el agua necesaria para

la ciudad: en consecuencia se rindieron. Como castigo, esas

caravanas van cargadas con las maravillas elaboradas los chimús y

se encaminan hasta el Cusco. Famosos por su habilidad en el

trabajo de los metales preciosos: solían hacer objetos en tamaño

real, tanto unas mariposas, como unos pájaros, árboles o animales,

de oro y plata macizos.

—Pero —le comentó Purik extrañado— siempre van con tantos

soldados protegiendo los tesoros, es casi un ejército.

—Pues esta no es la única caravana —les comentó el

encargado del Tambo— desde hace un tiempo, son frecuentes,

siempre fuertemente escoltadas, por soldados incaicos. Deben ser

muchos los tesoros de los Señores de Chan Chan. Hoy, envueltos en


telas de algodón, entre varios llevan un algarrobo de casi tres

metros de altura, pero lo sorprendente: es un árbol con sus ramas y

algunos pájaros, todo de oro y plata. El jefe de una caravana, hace

unos días, se detuvo en el Tambo a descansar. Me dijo:

—Estamos haciendo en el Cusco un jardín abarrotado de

plantas y animales de oro y plata a imitación del encontrado en

Chan Chan, estaba situado en el centro de una de las ciudadelas,

rodeando el Estanque de los Nenúfares, lugar donde jugaban los

niños chimús, el nuestro está en el Jardín de la Koricancha, allá

estamos llevando estos tesoros.

—Otro asunto preocupante —les recordé un atardecer,

mientras comíamos— es la situación del inmenso imperio incaico. Se

ha extendido por una zona amplísima, tiene un peculiar sistema de

expansión: ofrece a un pueblo más o menos pequeño, las ventajas

de pertenecer a un amplio imperio. Dispuesto a ayudarles en las

necesidades; eso lo ejemplifican en los Tambos, que almacenan

alimentos y los reparten en épocas de carestía. Además, el sistema

de caminos y el correo de los chasquis, deslumbran a los pequeños

y aislados pueblos.

—Pero sabemos —intervino Wayna: (Hombre fuerte)— si esa

actitud diplomática y colaborativa no funciona, entonces un ejército,

numerosísimo, en comparación con el que aquellos pueblos podían

reclutar, se les viene encima, con todo su poder destructor. Eso lo

sufrieron los cañaris, los chachapoyas y también los chimús. Los

ejércitos imperiales arrasaron con el enemigo.


—En los dos casos —dije yo, con tiento— les imponen hablar el

idioma quechua y la adoración al Sol (Inti), aunque no pretenden

destruir las creencias locales, sus huacas o santuarios, deben

aceptar el predominio de Inti. También exigen obediencia al Inca,

Señor del Cusco. Deben pagar obligatoriamente el tributo: las

personas deben dar su trabajo y las aldeas entregar comestibles y

otros bienes, en algunos casos: hijas para ser Ñustas e hijos para

ser Chasqui.

—Chuwi, nos está llegado mucha información —aseguró Purik

— de ese inmenso Imperio, parece que se tambalea. No es la

primera vez que el Imperio incaico se desangra con la lucha

fratricida de varios pretendientes al Incanato. Las crisis de sucesión

han sido un fenómeno muy frecuente en la historia política del

imperio. Según el derecho incaico, quien aspira a ser el nuevo

soberano, debe demostrar ser el «más hábil». Lo normal es, como

en el caso de Huayna Cápac, que la sucesión entre los múltiples

hijos del Inca muerto no sea fácil de resolver. Murió sin haber

designado un sucesor para dirigir todo el imperio y dejó más de 50

posibles herederos entre los más de 200 hijos reconocidos, pero

ilegítimos, dos ellos quedaron —más o menos— designados como

Incas, uno en el Cusco y otro en Quito.


—Como nos ha informado el Excelentísimo Chikan —dijo Purik
— el Inca murió en 1529 y se sospecha, envenenado por un
chachapoyas, no de viruela pues en su cuerpo no se encontraron las
señales de esa enfermedad. Tras su fallecimiento los cuzqueños
aceptaron como Soberano a su hijo Huaskar (Huáscar), pero no fue
reconocido por la élite de Quito, liderada por Atawallpa (Atahualpa).
Así las cosas, el Imperio Incaico estaba envuelto en una guerra
fratricida y con estructuras políticas y militares muy debilitadas.
Aquella noche nos retiramos a dormir, cada uno a su choza,
cuando la hoguera estaba apagada, el cielo presidido por una luna,
camino de ser Llena, acompañada por miles de estrellas.
Enredado en esos pensamientos, últimamente tantas veces
me desconcertaba, me desperté escuchando como me llamaban a
gritos:
—Chuwi, Chuwi, corre, ¡ven!.
Me levanté con prisa pues era extraña tanta urgencia y
algarabía. No tardé en llegar junto a los demás, y todos observamos
como, zarandeado por el oleaje, aparecía un hombre, con ropa
desconocida y extraña. Quedó tendido, inconsciente, mecido por las
olas, sobre la arena.
—¿No será uno de los viracochas de los que habla todo el
mundo?
Con precaución nos acercamos dispuesto a auxiliarlo, pero al
observarlo moverse, nos detuvimos.
Cuando abrió los ojos, escuchó el graznido de las gaviotas,
revoloteado a su alrededor, con cuidado se incorporó, apoyándose
en un brazo, intentó erguirse, sin embargo, cayó nuevamente de
bruces.
En efecto, la barba y la vestidura no era de la gente de aquí.
Como no parecía peligroso, nos fuimos acercando con
precaución, le ayudamos a levantarse, lo llevamos a la sombra de
un árbol y le dimos agua y comida. Era robusto y bien formado,
mirada franca y directa. Su presencia, imponía pues era muy alto.
Lo acogimos en nuestra Aldea, sorprendido, pues conocía
nuestra legua.
Varias noches le escuchamos narrar su historia. Mi amigo Kinu
tuvo con él, una conversación más larga:
—Cada mes vamos a la Aldea del Río para la fiesta de
plenilunio y allí te presentaremos a la MAMA-COYA Kori, a quien
mostraras tu respeto y ella, con el Consejo de Madres, decidirás si
eres aceptado en nuestro pueblo.
—De donde yo vengo —afirmó Don Diego— también una mujer
era quien gobernaba, la Reina Isabel, y en su nombre me
presentaré yo ante vuestra MAMA-COYA Kori, pues aunque me he
enterado de que ahora gobierna su hijo D. Carlos, para mí la reina,
aunque ya haya muerto, es Doña Isabel. Cuando llegaron con
Pizarro a las costas del norte, uno de los primeros jefes nativos que
salió a su encuentro no fue un hombre, sino una mujer, por estas
tierras es frecuente tengan autoridad las mujeres.
—Yo soy el marido de nuestra MAMA-COYA Kori.
—Pero puedes dejar de serlo si ella te rechaza y elige otro.
—No, eso no es posible, entre nosotros esa costumbre ya se
terminó, pues nuestra primera MAMA-COYA, cuando llegamos a este
río, anulo esa costumbre. Si el escogido muriere o en cinco años
una MAMA-COYA no tuviera ninguna hija, entonces elegiría otro,
siempre sería uno soltero.
—¿Antes podía escoger otro hombre, soltero o casado? –se
interesó D. Diego.
—Si, y eso a veces creaba problemas, si prefería a uno ya
casado.
—¿Cómo se llama la heredera?
—Yo ya le he dado vida —le informó Kinu— dentro del cuerpo
de Kori, a cuatro mujeres y a otros tres hombres. Y mi hija Sulata
ha sido la elegida.
—¿Pero, no es la mayor?
—Sí lo es, aunque podría no serlo. Cuando cumple 5 años la
hija mayor de la MAMA-COYA, se reúne el consejo de las Madres y
al ponerle nombre, deciden si va a ser la heredera, o esperan a que
llegue a esa edad la siguiente hija.
—En Castilla el heredero —afirmó Don Diego— es el hijo mayor
del Rey, sea hombre o mujer, ya se ve, es otro sistema.
Aquella noche, sobre nuestras costumbres, otras muchas
preguntas nos hizo y dentro de su ignorancia, observamos mostraba
respeto por nuestro modo de vida.

37. Aldea del Río 1532: D. Diego cuenta su historia

Chuwi (Hombre simpático) Narrador

Donde se hace relación de la llegada de Diego de Villamayor a la Aldea y de


su historia desde su llegada desde Andalucía.

Comenzó a narrar y desde el principio acaparó la atención de


todos, hasta de los más pequeños, acostumbrados a escuchar
narraciones, le miraban embobados. Nos aseguraba haber vivido
tanto tiempo, en las nuevas tierras, como allá donde hacía años
nació, nos habló de personas y tierras desconocidas para nosotros:
—En un barco me dirigía hasta Panamá, mi Jefe, el capitán D.
Francisco Pizarro, nos enviaba para conseguir más soldados y
dinero. Nada más abandonar la ensenada donde le dejamos con
unos cuantos españoles, nos enredamos en una tormenta, las olas
decidieron: aquel viaje había finalizado. El barco se desarboló, el
mástil mayor se quebró y cayó con toda su arboladura, las
maromas, el velamen y los aparejos hicieron volcar al barco y sus
tripulantes nos hundimos. Después de un tiempo de desconcierto,
algunos nos agarramos a tablones o barriles, pero el frío y el
cansancio fue mermando nuestras fuerzas. Y como veis, a esta
playa soy el único en llegar, aunque espero otros estén vivos, en
zonas cercanas.
Yo, hace años, vine embarcado desde Sevilla y me quedé
vagando por La Española, una isla en el mar Caribe, luego me
trasladé a Santa Marta, una ciudad en el continente.
Cierta noche de escasa luna, mi suerte se torció, o tal vez, se
enderezó: un grupo de alguaciles, me detuvo con las manos en la
masa. Huíamos de un comerciante a quien acabábamos de robar,
sin darme cuenta me encontré rodeado de alguaciles, mis
compañeros de correrías, se dispersaron por las callejuelas y me
dejaron solo y abandonado.
Después de pasar la noche en el calabozo, me llevaron ante el
Juez, comenzó preguntándome sobre mi nombre:
—A mí siempre me han llamado Dieguito —le contesté entre
cohibido y temeroso— no me conozco otro nombre.
—¿Es que no tienes padres? —me apretó el Juez.
Solamente pude contestarle:
—Señor Juez, debo tener padres, como todo el mundo, pero
los míos se dieron prisa en desaparecer de mi vida.
—Bueno, cuéntanos tus hazañas —terció el Escribano.
Yo comencé a explicarle:
—Tendría en torno a 10 años cuando me embarqué, era el
cuarto viaje de Colón hacia el nuevo Mundo.
En la época era frecuente, ellos lo sabían, se embarcaran como
grumetes, al servicio del barco o de pajes de algún noble, niños de
10 o 12 años.
Por el puerto de Cádiz, yo deambulaba con otros chiquillos de
mi edad, cuando —no recuerdo las circunstancias— tuve la
oportunidad de ser grumete en la nao Vizcaína, que se preparaba
para ir a las tierras recientemente descubiertas. Mi misión en el
barco consistía en alimentar a los animales: vacas y yeguas
embarazadas. También debía regar con frecuencia, unas plantas de
vid y un olivo para mantenerlas con vida.
El viaje fue muy tranquilo, pero al internarnos en el Mar del
Caribe, comenzaron las dificultades, llegó a hundirse la Vizcaína y
empecé a pensar en quedarme. Cuando Colón terminó su viaje y se
marchó el 12 de septiembre de La Española rumbo a España, yo me
escabullí. De grumete llegué, como granuja me quedé.
Comenzó para mí una nueva vida. Durante aquellos días
estuve deambulando por el puerto. Acostumbrado a estar
totalmente rodeado de órdenes y contraordenes, me encontré con la
más plena libertad, podía entrar y salir cuando quería, comer y
beber cuando podía y en cualquier momento descomer y desbeber.
Al pasar por la Española una expedición a Tierra Firme me
embarqué llegando hasta la Costa, vine con D. Rodrigo de Bastidas
en su último viaje a estas tierras y fundando la ciudad de Santa
Marta.

En esta ciudad mis negocios, entre empellones y carreras —


por lo general— eran beneficiosos, sobre todo cuando me uní a una
pandilla de rapaces, malvivíamos trapicheando por las callejuelas
del puerto. Una niña de 13 años llevaba la voz cantante, aunque no
era la mayor del grupo, si era la más decidida y valiente, todos la
obedecíamos. Su historia era muy parecida a la mía, ella también
había llegado como grumete, haciéndose pasar por chico, y bajo ese
engaño seguía buscándose la vida. Aunque su nombre era Juana, en
su nueva vida todos la llamábamos: Juanillo.
Cuando me llevaron ante ella, me sorprendió su voz, entre
afónica y ronca. Luego supe que todas las mañanas, para tener una
voz más varonil, hacía gárgaras con una infusión de hierbas,
recomendada por una anciana nativa.
Me acogieron en sus filas, pues al ser desconocido entre los
comerciantes, tenía más facilidad para acercarme a sus negocios y
dar el golpe, después corría hasta la esquina más próxima, donde
entregaba el botín a algún compañero y nos separábamos en
nuestra huida. Vivíamos en las entrañas de una vieja barcaza,
abandonada en un extremo del puerto. Muchos fueron los avatares
en los que me vi envuelto y de todos ellos supe aprender.
Todo esto lo consignó, entre admirado y emocionado, el
Escribano Judicial, D. Adolfo de Villamayor, un joven sevillano, que
escribía mi narración y de vez en cuando me miraba asombrado.
Al terminar, me arriesgué al poner cara de desvalido, el Juez
consultó con sus ayudantes, pero D. Adolfo tomó rápidamente la
palabra:
—Señor Juez, con su venia, deseo manifestar mi intención de
acoger a este rapaz, pues me sería de gran utilidad como paje.
Así comenzó para mí una nueva vida, en casa de D. Adolfo y
de Doña Catalina, su esposa, aunque todavía estaba en España, D.
Adolfo afirmaba que pronto vendría, en compañía de su hijo, al
quién ni siquiera conocía, pues marchó hacia acá, antes de su
nacimiento.
—Tal vez te sorprenda mi nombre —me dijo un día— Adolfo
no es un nombre frecuente ni en Castilla ni en Andalucía, como mi
padre fue militar en los Tercios en Europa y en una escaramuza un
soldado holandés le salvó la vida, en su honor me nombró a mí,
Adolfo, este es un nombre común en el centro de Europa.
Mis días empezaron a llenarse de múltiples actividades,
acompañaba a D. Adolfo en sus trabajos y hacia todas las gestiones
mandadas. Él me repetía con frecuencia.
—Dieguito, me has explicado como eras muy rápido con los
pies y las manos, ahora debes de ser, mucho más rápido de
entendederas.
Y así fui aprendiendo a leer y escribir, también fui entendiendo
el habla de los nativos, pues eran frecuentes los pleitos entre
castellanos pero también entre nativos, y por supuesto entre
castellanos y nativos. Yo asistía a muchos de ellos como ayudante
de D. Adolfo.
No me olvidé de mis antiguos compañeros de andanzas, con
quienes me cruzaba con frecuencia por las calles, mientras ellos
hacían sus estropicios, los saludaba de lejos; normalmente yo iba
con prisas y tampoco me interesaba parecer amigo de gentes con
aquella mala fama. Pero sí, me pasaba por la barcaza algunas
tardes y les llevaba comida y vestidos.
Un día nos llegó la noticia esperaba por mi señor desde hacía
tanto tiempo: Fue a través de un grumete que se presentó,
corriendo, en nuestra casa.
—Debo hablar con D. Adolfo —informó a la doncella que le
abrió la puerta, diciéndole— Me envía Doña Catalina para informarle
que acaba de arribar en uno de los barcos, recién llegado de
España. Le espera impaciente en el puerto.
Inmediatamente, la doncella se puso en movimiento, nos
encontró en el Juzgado. Fue a mí a quien se lo comunicó, pues
estaba más cerca de la puerta de la Sala de Audiencias. Nos
encontrábamos en medio de un juicio, yo se lo comuniqué al oído a
D. Adolfo, tardó en comprenderlo —me miró interrogativo— se lo
repetí dos veces más, pues era lo que menos esperaba escuchar
aquella mañana. Se puso muy nervioso, el Juez le miró extrañado,
manifestándole:
—¿Qué sucede, Señor Secretario?
—Señoría, mi esposa acaba de llegar de España, me pide que
la recoja en el puerto.
—Pues no se hable más. Se suspende este juicio. Vaya usted
con urgencia.
—Señoría —pidió D. Adolfo— solicito permiso para utilizar su
calesa, aunque esta no es una gestión oficial.
—Por supuesto —concedió el Señor Juez, con una sonrisa— las
normas está para saltáselas, cuando el motivo lo requieres.
Adelante, Señor Secretario.
Nos dirigimos con presteza a puerto, en algunos lugares la
multitud nos dificultaba la marcha; cuanto más nos acercábamos a
nuestro destino, era más difícil avanzar. Curiosos, soldados y
estibadores, llenaban el muelle de bocinazos y saludos. En la
cubierta del barco todavía deambulaban los últimos pasajeros.
D. Adolfo, la vio y la llamó a gritos, ella se acercó a la borda
saludando con alegría. Yo, nada más contemplarla, quedé prendado
de su persona.
Era joven y muy guapa, de pelo castaño en una larga melena
enmarañada, luego de tan penoso viaje, con tantas dificultades y
penurias. Daba la mano a un niño, de unos cuatro años, nacido tres
meses después la partida de D. Adolfo de Sevilla.

Yo no dejaba de mirarla, mientras trajinaba con su equipaje y


se despedía de algunas de sus compañeras de viaje, con quien
había creado amistad y todavía no habían desembarcado.
La llegada de doña Catalina, supuso un revuelo absoluto en
nuestras vidas.
Aunque ya con D. Adolfo, yo todos los domingos iba a misa,
doña Catalina me enseñó a rezar el rosario, y todos nos reuníamos
para rezarlo —cada noche— luego de cenar.
A la tenue luz de las velas y con frecuencia yo cabeceando,
ella sacaba el rosario, lo llevaba en la cintura, bajo la ropa. Era una
soga fina con nudos, nudos dobles para cada misterio y sencillos
para cada Ave María. Nos había dicho que ese era el Rosario del
caminante. En su pueblo era costumbre llevarlo en la cintura, tanto
los hombres como las mujeres.
Con ella llegó a nuestra mesa el mantel, los platos de cerámica
de Talavera (desechamos las escudillas de madera) y variedad de
cuchillos y cucharas. Yo desconocía que para la carne y el pescado
eran distintos —bueno— yo no sabía, casi nada de nada. Pero para
D. Adolfo también fue una sorpresa, un nuevo utensilio. En los
últimos años, había llegado a las mesas de la nobleza castellana,
desde la corte veneciana, lo llamaban: tenedor y Doña Catalina nos
enseñó la manera de utilizarlo.
Con el tiempo me convertí en inseparable de Adolfito, un niño
espabilado, hablaba con un deje extraño, como Doña Catalina, y me
hacía reír con facilidad. Pronto, doña Catalina me dejó llevarlo a
donde me mandara D. Adolfo, por supuesto, nunca le soltaba de la
mano cuando me lo encomendaba.
Recuerdo en una ocasión, yo hablaba con D. Adolfo sobre las
relaciones entre los blancos y los indios. Doña Catalina canturreaba
canciones de su lejana Andalucía, al escucharnos, nos cortó:
—No os dais cuenta, ¡aquí no hay ni indios ni blancos!.
—¡Pero mujer! —Se defendió D. Adolfo.
Y ella, cuando apenas llevaba unos meses con nosotros,
aclaró:
—Quienes vivían en estas tierras no son indios, pues esto no
es la India. Más al oeste si hay una nación llamada la India, se sitúa
muy lejos de aquí, en otro continente. Los habitantes de antes de
nuestra llegada se deben denominar, nativos, tal vez: indígenas,
aborígenes, oriundos, autóctonos, naturales o hasta originarios.
Fijaos si hay nombres adecuados, como veis lo llevo tiempo
pensando. Cuando oigo lo de indios, me rechina esa manera de
seguir insistiendo en una equivocación, los primeros como Colón
erraron, es hasta comprensible, supusieron llegaban a las Indias.
Sin embargo, que vosotros sigáis en el error, me parece una
conducta castigable.
—Bueno, no te alborotes tanto, en eso pareces tener razón,
pero ¿Qué puedes decir de los blancos? —Pregunto D. Adolfo
—Pues tengo para mí —señaló con prudencia Doña Catalina,
volviendo a retomar su discurso— que todos los venidos de Castilla
somos mestizos de árabes, godos, judíos, romanos, fenicios y hasta
íberos y celtas. Solamente los traídos por la fuerza de África son
negros, pero también pueden ser mezclas de distintas razas de
africanos, de eso yo no sé nada. Eso por ahora, pues ya se
empiezan a advertir, toda clase de mestizos, correteando por las
calles, estoy convencida de algo: aquí se está cocinando otra nueva
mezcla, con la ferocidad de los deseos.
Y otras muchas cosas debimos admitir, pues nuestra Doña
Catalina, a mí siempre me deslumbraba, por su belleza y sus ideas,
por su manera directa de hablar y también por su alegría
contagiosa.
Pasaron los años y eran constantes los rumores sobre nuevos
descubrimientos, andanzas, batallas y conquistas. Grandes hazañas
inflamando mi imaginación, como la de cualquier joven.

Una tarde el Gobernador D. Pedro de Lerma, convocó para el


día siguiente, a todos los ciudadanos de Santa Marta; los
voceadores lazaron el mensaje, por las calles y plazas de la ciudad.
Era media mañana de un día cambiante: el sol brillaba a ratos en el
cielo, en otros se velaba detrás de nubes blancas velozmente
impulsadas por el viento. Había llovido un poco, varias veces, por la
noche y en las primeras horas de la mañana y el empedrado de la
Plaza Mayor estaba aún mojado, con el brillo peculiar de las piedras
pulidas: un resplandor deslumbrante.

Al llegar, en compañía de D. Adolfo, la encontramos llena de


gente variada. Paseaba, se agitaba, hablaba, gritaba y se
arremolinaba con un estruendo ensordecedor. El sonido penetrante
de una trompeta fue acallando el alboroto. Se retiró del balcón el
trompetero y salió el Gobernador acompañado por el Capitán
Marqués D. Francisco Pizarro:
—Como sabéis —levantó la voz el Gobernador— acaba de
llegar desde España el capitán D. Francisco Pizarro, me ha
presentado unas Capitulaciones firmadas en Toledo, el 26 de julio
de 1529, en las que nuestro Rey D. Carlos le concede los títulos de
Gobernador, Capitán General, Adelantado y Alguacil Mayor de las
tierras por él descubiertas en la provincia Nueva Castilla, también
llamada del Perú. En dichas Capitulaciones se le autoriza a alistar
una tropa para la conquista y colonización de esas tierras. En esta
Gobernación se abrirá un reclutamiento dirigido a quienes deseen
acompañarle, pero como sabéis quien se apunte, solo con una razón
muy grande podrá desapuntarse en el futuro. Entre caballeros, la
palabra es ley.
La noticia caldeó el ambiente hasta límites insospechados.
Podía ser mi oportunidad, sin embargo, me costó decidirme. Me
sentí arrastrado por el entusiasmo de mi amigo Luis, un joven hijo
de un rico comerciante de telas, después de la noticia le encontré en
uno de los corros formados en la plaza. Con él fantaseaba con
frecuencia sobre nuestro futuro y ahora veíamos una señal.
Al día siguiente, caminábamos hacia el Juzgado, cuando
comunique mis ilusiones y elucubraciones a D. Adolfo.
—Sabes, Diego —me confió, con pesadumbre— no puedo
negarme a tu designio; pero también conoces mi opinión sobre esas
aventuras. Muchas veces hemos hablado de sus peligros, de como
tantos vuelven lisiados: sin un ojo, sin un brazo; y otras ocasiones
los damos por muertos o desaparecidos. Con frecuencia están
arruinados y con deudas desmesuradas, pues las cosas no son tan
fáciles como parecen desde aquí.
—Pero, yo debo aprovechar las ocasiones para hacerme un
futuro y únicamente quien se arriesga, puede triunfar. Usted es mi
ejemplo, no recuerda como se aventuró dejando Castilla y buscando
fortuna en estas tierras.
Permaneció mirándome y con voz queda, me dijo algo
meditado con frecuencia:
—No me sorprende tu deseo, es más, de vez en cuando me
rondaba ese pensamiento. Esperaba no fuera tan pronto. —y
añadió, mirándome a los ojos— En reconocimiento a tantos servicios
como me has prestado, si quieres, te daré mi apellido. Podrás ser D.
Diego de Villamayor.
Ese sí era un obsequio, un regalo casi tan precioso como los
conocimientos y la educación recibida. Me llenó de orgullo, pues
nunca había pensado en esa posibilidad. Me convertía en hidalgo y
podría, fácilmente, enrolarme hasta como oficial.
—Gracias —contesté emocionado, dejado que me abrazara en
medio de la calle.
Cuando se lo declaré a Doña Catalina, me miró como nadie me
ha mirado nunca, tal vez esa era una mirada de madre, eso yo no lo
podía saber, lo más parecido a una madre, para mí, era ella. Nada
me dijo, pero su mirada era suficiente. Más difícil fue convencer a
Adolfito, ya era un jovenzuelo de diez años, serio y espabilado. No
quería que me marchara, me reprochó enfurruñado:
— Solo miras por ti y por tu conveniencia.
En esos años se había convertido en mi sombra y no quería
comprender que yo quisiera marcharme y dejarlo.
Fueron días de mucha actividad: D. Adolfo redactó y me
entregó los documentos, convirtiéndome en su hijo adoptivo. Me
presenté ante Pizarro con mi amigo Luis. No fue difícil conseguir
pertenecer a su tropa, no había muchos aspirantes. Yo le podía ser
muy útil, pues no solo sabía leer y escribir, también conocía las
lenguas de los nativos, en resumen, me incorporé como Alférez,
aunque para ello debía conseguir una espada y un caballo. Yo era
pobre para hacer frente a esos gastos, menos mal, tenía a D. Adolfo
y a otros amigos, quienes me prestaron lo suficiente. Quedé
endeudado, pero caballero con armadura y espada ropera.
Me compré un caballo nacido ya en esta tierra, su madre vino
de Castilla en un viaje accidentado, se prolongó mucho más de lo
acostumbrado, cuando una tormenta rompió el palo mayor. Solo
llegaron tres de las siete yeguas embarazadas, las demás murieron
en el viaje y los marineros se las comieron con alborozo, casi nunca
contaban con la posibilidad de tener carne fresca. A mi caballo lo
llamé Tejón por su color rojizo, a teja antigua, y era un potro de
tres años muy brioso, aunque ya estaba domado, yo sería su primer
propietario.
Muy distinta fue la espada, una vieja pieza elaborada en
Toledo con guarnición de lazo y hoja ancha, había tenido muchos
dueños como mostraban, adornando la hoja, las numerosas marcas
y magulladuras. Le añadieron unas conchas metálicas para mayor
protección de la mano. La armadura se redujo a un simple peto de
cuero con remaches de hierro, ligero y fácil de usar.
Casi todas las tardes salía, con mi amigo Luis, a las afueras de
la ciudad; los dos éramos novatos en la caballería y en el uso de la
espada. Cabalgábamos familiarizándonos con nuestras monturas.
Tejón era demasiado inquieto y en varias ocasiones me derribó,
pero he de reconocerme culpable de los tropiezos. Cuando los
caballos se cansaban, echábamos pie a tierra y nos enzarzábamos
en combates de espada. A nosotros, poco después, se unió también
D. Gonzalo, un joven de veinte años, hermanastro de D. Francisco
Pizarro, le había convencido en España, ilusionándolo con esa
aventura. Y ahora le nombró Teniente de la tropa, él tampoco tenía
mucha habilidad cabalgando o luchando con espada, sin embargo,
sería nuestro Jefe.
Una tarde se me presentó Juanillo de improviso, luego de
vernos en nuestros aguerridos combates, se me acercó a solas:
—Dime la verdad ¿te marchas con Pizarro?
Durante esos años yo había crecido en edad y estatura, y ya le
superaba casi en una cabeza, vestida como rapaz, seguía teniendo
la apariencia de un jovenzuelo imberbe.
—Me alegro mucho verte. Sí, es verdad, me voy de aventurero
—le manifesté sinceramente casi con temor por su reacción.
—Tu seguro lo sabes: a mí en Santa Marta cada vez me
resulta más difícil sobrevivir. ¿Por qué no me llevas como tu criado?
Aquí se me acumulan los enemigos y estoy constantemente
huyendo de alguaciles y comerciantes.
—¿Te crees capaz de ajustarte a la vida militar?. Además, si
has de ser mi criado, me debes obedecer, pero la disciplina y,
muchos menos la obediencia, son de tu agrado. ¡Bien que te
conozco!
—Por supuesto —contestó con una sonrisa irónica— pero te lo
juro, hasta tu esclava seré, si es necesario. Quiero salir de este
lugar, necesito conocer nuevas gentes y me urge hacerme rica,
entonces volveré a ser mujer y libre.
—¡Piénsalo! Me pides algo muy serio y arriesgado sobre todo
para ti. Has cavilado como serías tratada, si te descubren en un
barco camuflada, con el disfraz de hombre.
—En eso te doy la razón, sin embargo, no te preocupes, sé
defenderme, además tú sabes como puedo serte útil en muchas
situaciones.
—Bueno, Juanillo, lo meditaré, a pesar de tus muchas
maldades, confío en tu lealtad.
Aquella misma tarde, reflexioné que estaba en deuda con ella,
me acerqué hasta la barca donde vivía y cuando se lo comuniqué,
otros de mis antiguos compañeros se animaron.
—Yo también quiero marchar contigo.
—Y yo.
—Y yo.
Les prometí intentarlo, para unos como soldados y los más
pequeños criados de algunos amigos míos. No podría intuir lo que
sucedería con aquella tropa, a las órdenes de Juanillo, dentro del
ejército de Pizarro.
Como mi trato con D. Gonzalo Pizarro era cada vez más
amistoso, en realidad llegamos a ser grandes amigos, me fue fácil
conseguir que todos formáramos el germen de una compañía en la
que de D. Gonzalo sería el teniente, mi amigo Luis y yo seríamos los
alféreces y aquel grupo de rapaces: los soldados y criados.
Desde la ciudad Nombre de Dios llegó un mensaje de D. Diego
de Almagro, antiguo compañero del Capitán Pizarro, en los viajes
anteriores a la Nueva Castilla. Le demandaba que con urgencia se
pusiera en su marcha, pues ya se habían demorado demasiado en
Santa Marta. Aquel mensaje fue una revolución para los que nos
preparábamos para marchar, pues algunos nos habíamos
acostumbrado y estábamos muy a gusto en nuestra nueva forma de
vida. En las afueras de la ciudad, habíamos construido un cuartel
con cabañas, en el que ejercitábamos nuestras nuevas habilidades,
en un ambiente de camaradería desconocido para muchos de
nosotros.
Juanillo y su gente se fueron organizando y empezaron a
trapichear, pero sin dejar de cumplir, escrupulosamente, sus nuevas
obligaciones: cuidado de los caballos, limpieza de las armas,
elaboración de las comidas.
Llegó el momento, el Capitán Pizarro ordenó ponernos en
marcha.
Amanecía un día sereno. Durante horas fuimos acomodando,
en dos barcos, todos los preparativos para el viaje. Algunos de los
soldados, venidos desde España con los hermanos Pizarro, no se
presentaron a la llamada —tal vez— alarmados por los malos
informes recibidos de Nueva Castilla y desertaron en el último
momento.
Ya estábamos todos embarcados, cuando empezó la maniobra
de salida, el primer barco iba el Capitán Pizarro. Yo iba en el
segundo con sus hermanos D. Hernando y D. Gonzalo, bajé hasta el
muelle donde, en medio de un tumulto de gente, me despedí de D.
Adolfo, su esposa y Adolfito. Fue un momento de intensa emoción,
Doña Catalina me abrazó y me entregó su rosario:
—Te lo pones en la cintura —me pidió— y rézalo todas las
noches. ¡Santa María, te me guarde!
No puedo decir que la obedeciera, pero sí, cada vez que lo veo
en mi cintura, me llega aquella mirada tan especial, aquella mirada
de madre, y me ha acompañado durante todo este tiempo.
Los dos barcos se mantuvieron a la vista durante el recorrido.
El tiempo nos fue propicio y estábamos provistos de marinería muy
ducha en el arte de marear por aquellas aguas traicioneras. Una
travesía placentera de apenas tres días, nos llevó hasta el puerto
Nombre de Dios, sin incidentes reseñables, salvo los mareos
sufridos por quienes llevábamos demasiado tiempo en tierra y nos
habíamos olvidado del balanceo constante de la mar.

Un joven grumete con quien Juanillo y su tropa hicieron migas,


les contó lo sucedido en su última venida a este puerto: cómo
empezó a soplar un fuerte vendaval, dificultando el acercamiento
pacífico al puerto. Las altas olas amenazaba con arrastrar la nave
contra las rocas, permanecieron toda la noche a merced del fuerte
oleaje. Bajo una intensa lluvia, se vieron obligados a achicar agua
constantemente; al amanecer remitió el temporal.

Yo aproveché para charlar en profundidad con D. Gonzalo, el


más joven de los hermanastros de Capitán Pizarro, sobre los futuros
planes de viaje. Su hermano D. Francisco le proporcionó muy pocos
pormenores de su anterior aventura por el Perú, solo les había
hablado de las grandes riquezas —presuntamente— encontradas en
aquellas tierras.
Al llegar al puerto advertimos su insignificancia: era una
mísera aldea, situada cerca de una ciénaga insalubre y maloliente.
Nada más desembarcar se puso en marcha la caravana, llevaría a
todos los soldados, pertrechos y animales, hasta la ciudad de
Panamá a orillas del mar Pacífico.
Cuatro días nos costó hacer ese recorrido, a través de la selva,
por el llamado: Camino Rea. Algunas zonas estaban encenagadas
por lluvias copiosas de los últimos meses, en otras los insectos nos
amargaban la vida. En la segunda jornada, a media tarde, nos
encontramos con un estrecho túnel, completamente a oscuras. Al
entrar, no se veía nada al principio, y después, tras acostumbrar los
ojos a aquella oscuridad, se distinguían, apenas, las paredes
toscamente labradas en la roca. Las mulas llevaban los pertrechos,
aunque se resistieron, terminaron avanzando pues ya estaban
acostumbradas a ese túnel. Mucho más nos costó conseguir
entraran nuestros caballos, debimos taparles los ojos y hacerles
acompañar por las mulas, así en tropel avanzaron.
Aquella noche, como todas, nos alojamos en un pequeño
campamento, a lo largo de la ruta se distribuía para facilitar la
conexión entre el océano Atlántico y el Pacífico. Del bosque me
llegaba el canto de un pájaro —estoy seguro— jamás lo había
escuchado, también eran desconocidos los gritos y aullidos que
poblaban la noche. Jirones de nubes corrían, cambiando de forma a
cada instante, arrastradas por el viento. Agotado por la jornada me
disponía a dormir, cuando de modo intempestivo entró Juanillo en
mi cabaña.
—Me acaban de ofrecer dos mastines —me informó— me han
asegurado que nos pueden ser útil en la caza y también para
olfatear al enemigo y evitar emboscadas. Según parece algunos los
están utilizando para aterrorizar a los nativos, les suelen tener
mucho miedo al oírlos ladrar además son muy robustos; los perros
de estas tierras son más pequeños y al parecer solo gruñen.

Nuestro viaje con Pizarro desde Panamá hacia el Virú fue con 3
navíos, 180 españoles, varios nativos auxiliares, 37 caballos y los
perros dogos, el año de 1531.
38. Revolución en la Aldea 1532

Sulata (Mujer hermosa) Narradora.

De cómo conocí al padre de mi hija: Warayana.

Como todos los meses para celebrar la fiesta del Killa hunta
(Plenilunio), los hombres vinieron a la Aldea del Río, entraron a la
ensenada en un grupo bullicioso de canoas. El ronco sonido de las
caracolas y tambores, anunciaba su llegada.
En esta ocasión, además de los niños, muchas madres bajaron
a recibirlos, pues desde hacía unos días, nos llegó la noticia: venía
con ellos el náufrago viracocha. La algarabía bulliciosa los
acompañaba, subiendo la pequeña cuesta, sombreada de
chirimoyas. Atravesaron toda la aldea hasta el templo, donde les
esperaba la MAMA-COYA Kori, con ella estaba yo, su hija Sulata.
Mi Madre se había puesto, para la ocasión, algunas de las
vestiduras rituales. Se quitó su vestido de trabajo, después de
lavarse las manos del barro por la faena. Tomó de un gancho de la
pared, una túnica de algodón, verde intenso con pequeñas flores de
verde más pálido. Se la echó sobre la cabeza, la ciñó con un grueso
cinturón de cuero con incrustaciones de plata y oro. Se puso el
adorno de nariz de oro y plata. Y por último se colocó como
diadema, la corona de cobre dorado.
Luego nos dijo Diego, los tatuajes de sus manos le llamaron
mucho la atención. Yo ya tenía tatuadas las arañas de los pies y la
serpiente en mi brazo, pues cada año la heredera era marcada con
las señales de su futuro poder.
Le vimos acercarse temeroso, tal vez cohibido, sin saber cómo
manifestar su respeto. Mientras asciende por la rampa de las cinco
plataformas de nuestro Templo, buscaba a su alrededor qué hacían
los demás, pero al no advertir nada extraño, decidió poner una
rodilla en tierra, luego nos aseguró esa era la manera de actuar
delante de la Reina de Castilla. Y así él lo hizo.
Fue un momento de emoción y silencio, entonces declaró,
mirando con determinación a la MAMA-COYA Kori:
—Deseo pedirte permiso para celebrar la fiesta en la Aldea,
desde mi llegada todos me han recibido con afecto y yo deseo
corresponder.
Mi madre lo miró, sorprendida pues le entendía, aunque no
hablaba claramente nuestro idioma, se le comprendía casi todo. Se
acercó hasta él y agarrándolo por los brazos, le hizo levantar, y con
gestos pausados y ceremoniosos lo abrazó, acogiéndolo en nuestra
Aldea, rodeada de los gritos alborozados de los presentes.
No pude intuir su influencia en mi vida futura, cuando aquel
joven español, abrazado a mi madre con afecto.
Aquella noche nuestra MAMA-COYA le invitó a comer. Cuando
nos reunimos en torno a la hoguera, a la puerta de la casa, nos
sorprendió que no se sentara como nosotros, con las piernas
dobladas por delante de tal forma que las rodillas queden altas, al
nivel de la barbilla.
—Perdonar, no puedo imitar vuestra manera de sentaros, no
estoy acostumbrado, estaré demasiado incómodo para comer con
tranquilidad.
Le vimos sentado con las piernas cruzadas delante.
Toda su historia, ya la ha contado Chuwi (Hombre simpático)
en este Manuscrito, podéis suponer mis pensamientos, escuchado
sus palabras y las caras de sorpresa de todos los oyentes, grandes y
pequeños, tanto mujeres como hombres.
Cuando hablábamos con él, nuestras preguntas a veces le
sorprendían, pero eran fruto del desconocimiento de su modo de
vida, en algunas cosas tan distinto al nuestro, en otras ocasiones al
escucharle, no podíamos salir de nuestro asombro.
Yo casi no me daba cuenta, sin embargo, desde su llegada era
muy frecuente me acompañara a las gestiones encomendadas por
mi madre la MAMA-COYA y me agradaba su compañía.
No dejaba de contemplar el color sonrosado de su piel, y
cuando se bañaba en el río mostraba las partes de su cuerpo sin
broncear, me resultaba un color muy atractivo, así como su pelo
castaño claro y sus ojos misteriosos. Un día mi madre se le acercó
y sin muchos preámbulos le explicó:
—Se acaba la semana de la fiesta y si quieres permanecer en
la Aldea, debes marchar a la aldea del Mar con los hombres hasta el
próximo Plenilunio, esas son nuestras costumbres, y todos, las
cumplimos.
—De acuerdo, MAMA-COYA —contestó Diego— estoy dispuesto
a permanecer en esta Aldea, pues me habéis acogido, como me
habría recibido Doña Catalina, de la que tanto os he hablado.
En la Aldea del Mar, le fue muy fácil incorporarse a la pesca,
pues aunque nunca había montado en un caballito de totora, la
navegación la tenía en la sangre desde muy joven y se adaptó muy
fácilmente a esos trabajos.
La MAMA-COYA me mandaba ir a la Aldea del Mar, casi todos
los días, me resultaba más atractivo ir allí y estar con Diego.
Los jóvenes nos dedicamos a entrenar a las llamas para las
caravanas y —a traer y llevar cosas— entre la aldea del mar y la
del Río. Formábamos un grupo en casi todos los trabajos: Warakusi
(Estrellita alegre), Pilpintu (Mariposa) y Yupanki (Hombre honrado)
lo puedo decir: eran mis mejores amigos.
—Sulata —me insinuó Pilpintu, en un momento de
tranquilidad, navegando por el Virú rumbo al mar— me pareces
demasiado mirona, cuando te observo, siempre te veo mirando a
Diego, a veces, un tanto embelesada.
—Se te advierte un poco ida —me importunó Warakusi— ¡Te
estás deslumbrando!. Enamorarse es como deslumbrase, y es muy
peligroso pues no se calibran muy bien, ni las virtudes ni los
defectos, eso me ha enseñado mi madre.
—Además, es muy viejo—-apuntó Yupanqui, con un deje de
envidia— casi nos dobla la edad y con los pelos en la cara parece
deforme, no sé como veis en él algo agradable.
Los vaivenes de la navegación interrumpieron la conversación,
pero me quede pensativa. Cuando llegamos a la Aldea del Mar
encontramos a Diego extendiendo, peces con sal, sobre las cañas
para secarlo. En ese momento, Wayna: (Hombre fuerte) le
preguntó:
—¿Cuánto tiempo estuvisteis navegando, desde vuestro país
hasta llegar a esta región, para vosotros desconocida?
—El último sitio conocido por nosotros, fue una isla llamada
Gran Canaria y después navegamos más de un mes, ayudados por
unos vientos llamados alisios, con fuerza nos empujaban hacia el
oeste, a lo desconocido para mí, aunque no para Colón pues ya
había venido, tres veces antes, a estas tierras. Llegamos a isla de
Martinica y a lo largo de un año visitamos muchas islas, a cada una
el Almirante, cuando las rodeábamos y era claramente una isla, le
ponía el nombre más adecuado.
—¿Encontrasteis muchas islas? —me interesé, interviniendo en
la conversación.
—Por supuesto, miles, algunas bastante grandes, se tardaba
más de un día en contornear su costa, sin embargo, no nos
detuvimos en ninguna, porque Colón venía de España con una
misión: buscar un canal de acceso al siguiente océano que debería
estar más al oeste y nos acercaría a las islas de las especies. En
nuestra marcha hacia el oeste, nos encontramos con una costa, al
impedirnos seguir navegando, derivamos hacia el sur, pero por
mucho que costeábamos, no había ningún canal por donde avanzar
hacia el oeste. Si encontramos varios ríos, al llevar el agua dulce no
podían ser una conexión con el otro mar, pues solo a algunos
marineros se le ocurría pensar en un océano de agua dulce, aunque
con la cantidad de maravillas encontradas, hasta esa posibilidad era
posible. No había manera de encontrar ese acceso. Las dos naves se
hallaban en mal estado, intentamos regresar a Cuba, pero
naufragamos en Jamaica. Todos los barcos estaban ya afectados por
los gusanos de la madera y podridos, y comenzaban a hundirse,
siendo la única solución achicar el agua con cubos. En medio de
esos desastres, el cielo empezó a oscurecerse y las olas se
alborotaron, Colón sabía, por sus conversaciones con los nativos de
la tribu de los Taínos, que se nos acercaba un huracán.
—Acá, —explicó Wayna— no tenemos el problema de los
huracanes, hay tormentas, sin embargo, como tú describes a los
huracanes, no son como las tempestades conocidas por este mar.
—¡De buena os libráis!, los huracanes son el mayor peligro en
la navegación entre aquellas islas. Nosotros conseguimos llegar
hasta Jamaica y en sus costas encallamos, habíamos naufragado en
una isla desconocida. Hicimos un campamento con las maderas,
medio podridas de las naves; intentamos convivir con los nativos,
nos ofrecieron comida y bebida. Allá las peripecias fueron muchas,
ya casi no me acuerdo de los días de calor y hambre. Terminamos
peleando con los nativos y pagamos las consecuencias, nos
quedamos sin su ayuda y la necesitábamos para sobrevivir. Colón
envió a uno de sus capitanes y seis marineros a pedir socorro.
Marcharon y pasaron seis meses y nadie había venido a rescatarnos,
por fin apareció en la isla una carabela, en ese momento
quedábamos 110 vivos, de ellos solo 72 regresaron España, los
demás decidimos permanecer en el Nuevo Mundo. Yo dejé de ser
grumete y me convertí en granuja, como ya os he dicho.
—¿Qué te impresionó más de estas tierras? —Le preguntó
Yupanki (Hombre honrado).
—Demasiadas cosas son maravillosas: los huracanes,
muestran una fuerza descomunal de la naturaleza, algo desconocido
en los mares europeos. En el mar Caribe relativamente frecuentes y
muy peligrosos, por los vientos de fuerza extraordinaria. Formando
un torbellino girando en grandes círculos, cuando se va
desplazando, acompañado por lluvias torrenciales. Todo junto, al
alcanzar a un barco, lo zarandea de tal manera que su maderamen
ruge como un animal atrapado, con frecuencia se rompen la velas y
el barco queda como un juguete descontrolado, hasta terminar
hundiéndose. En casos así, he perdido a muchos compañeros, a
veces pienso en la protección de Doña Catalina, me va sacando de
tantas situaciones de peligro.
—¿Y otras cosas te llamaron la atención? —insistió Yupanki.
—Muchas: la majestuosidad de los Andes nevados y como no
la belleza de las mujeres nativas. Miran de una manera intrigante —
y dirigiéndose a mí— Sulata, como se llaman esas flores, las
doradas de aquellas lomas, pues el contraste con el azul del mar es
espléndido.

—Esas flores las llamamos Amancae y todos los otoños


adornan con ese manto los montes, pero tienen un tiempo de vida
muy corto, apenas lucirán de 2 a 4 días, aprovecha ahora para
contemplarlas, son muy tímidas y muy pronto desaparecerán.
Ante esas palabras dirigidas a mí, me sentí descubierta y solo
me atreví a mirar hacia el mar, perdiéndome en sus olas, sin
atreverme a fijarme en el rostro de Diego. Le contesté y sin dilación
me levanté, marchando hasta la salina, para ayudar a mi amiga
Warakusi en la preparación de los costales de sal.
Así un día y otro, llegábamos a orilla del mar y yo terminaba
buscando a Diego, a veces había salido al mar de pesca y como no
se alejaban mucho, los podíamos ver bregando en los caballitos de
totoras, volvían la mayoría de las veces con peces grandes, después
de luchas encarnizadas para atraparlos. Otras ocasiones estaba en
el secadero de peces o en la salina.
—¿Y qué fue de Juanillo? —le pregunté mientras paseábamos
junto al mar.
—A ella, con su cuadrilla de compinches, no le costó mucho
adaptarse a la vida de los marineros, cuando iban en el barco se
esforzaban en cumplir las órdenes, creándose fama de disciplinados,
tenían asegurada la comida, aunque poca, más de la que gozaban
con sus latrocinios en el pasado. A ella le gustaba, cuando los
barcos llegaban a puerto, escabullirse con algunos de sus secuaces
y buscarse la vida en las tabernas. Comenzaba con sus trapicheos,
en uno de aquellos puertos la perdí de vista Mucho tiempo después
me llegaron noticias, se había casado, convirtiéndose en la mujer de
un Encomendero por la zona de Piura. Ese encomendero era uno de
nuestros colegas, desde cuando íbamos de correrías todo juntos,
antes de embarcarnos con Pizarro. Más que la mujer del
Encomendero, era la Encomendera camuflada, pues solo detrás de
un hombre, ella podía hacer realidad su verdadera afición: manejar,
por lo escondido, las personas y a las coyunturas misteriosas de la
vida.
—¿Y qué es un Encomendero? —pregunto Yupanki.
—Es un soldado o capitán, que recibe un valioso premio como
recompensa por los méritos en el servicio de armas. No le dan
tierras pues las tierras seguirán siendo del Rey de España, pero le
encomiendan un grupo de nativos con la obligación de enseñarle la
nueva Religión, y en compensación trabajaran para el Encomendero.
Como me explicó D. Adolfo es una institución, con una razón
importante: los indígenas están obligados, en su condición de
vasallo libre del Rey, a pagar tributo a la Corona como todos. Ese
trabajo era el tributo a la Corona pagado a través del Encomendero.
Sin embargo, pasados los primeros años, los encomenderos dejaron
de vivir en el lugar de su encomienda, se marcharon para Lima y
allá, esperaron recibir el fruto del trabajo de los nativos, sin darles
nada a cambio. Esta situación llevó a la Corona a imponer el deber
de residencia en la Encomienda propia y a dar un buen trato a los
nativos. Pero muchas veces eso no se cumplió y se dieron
demasiados abusos.
—Es difícil creer algunas de las historias narradas sobre los
españoles —pregunté un poco dolorida— ¿Cómo pueden ser tan
crueles?
-Mira Sulata, yo no tengo por qué defender a nadie, solo
puedo hablar de lo que conozco, y te digo: es frecuente que esa
gente endurecida en miles de situaciones negativas desarrolle
muchos problemas de inseguridad, en algunos casos como
reacciones desproporcionadas por el caos de su vida. Muy solitaria y
sin el arraigo en una familia, que nunca tuvieron o han abandonado
antes de salir de España. No es de extrañar que algunos
enloquezcan de tristeza. Y se dejen llevar por el miedo irracional a
perder lo que tienen y que en el pasado nunca habían tenido, ante
esa posibilidad se comporten con brutalidad. Esto no justifica nada,
pero a mí me parece suficiente explicación de algunas actuaciones
terroríficas.
Cada vez estaba más prendida de sus gestos tan varoniles y
de la confianza creada a su alrededor. Muchas veces, vi como
algunos padres se acercaban a preguntar y sus respuestas llenas de
sensatez les convencían, y se alejaban de él mostrando su gratitud;
otras veces eran su respuesta a las preguntas de alguna madre
sobre el trato dado por los españoles a las mujeres.
Él ya llevaba un par de Plenilunios con nosotros, y observaba
nuestro modo de vida, no se limitaba a criticar el modo de actuar de
los españoles. Alababa las soluciones suscitadas en nuestra Aldea,
dando a las madres una condición de igualdad con los padres, para
conseguirlo damos el poder a la MAMA-COYA. A él le pareció muy
importante nuestra norma: la heredera no era siempre la mayor, si
no una de las hijas, elegida por todas las madres. Así se evitaba la
posibilidad de un hijo claramente incapaz, heredando el poder.
—Nuestras tierras fueron conquistadas —explico un día a
Wayna: (Hombre fuerte)— hace ya mucho tiempo, por los
habitantes de Roma. También nos subyugaron y quienes se
resistieron fueron llevados a Roma como esclavos, eso leí en un
libro prestado por Don Adolfo. Ese Imperio bastante parecido al de
los incaicos, con sus ejércitos avasalladores, dispuestos a conquistar
todo el mundo conocido, primero por las buenas y después si se
resisten, por las malas, dio lugar a un imperio grandioso, aunque no
fue tan extenso como el Incaico. Varios Emperadores indignos se
hicieron con el poder, pues eran el heredero natural: Calígula, Nerón
y otros; vosotros, eligiendo entre las hijas de la MAMA-COYA, podéis
buscar a la mejor.
Desde tiempo atrás, me gustaba salir de mañana, a la orilla
del Virú, el viento movía mi melena, mientras yo corría, casi
huyendo de mis pensamientos, pues cada vez era más fuerte mi
inclinación hacia Diego, no lograba quitarme de la cabeza su rostro
y menos su mirada. Ya empezaban los rumores, no siempre
bienintencionados, a recorrer las callejuelas de la Aldea. Pues
aunque me costó, pronto empecé a confiar en sus palabras, a veces
su mirada me obligaba a sospechar si conseguía conocer todos sus
pensamientos.
Mi madre me contó la conversación, tenida con mi padre,
Kinu:
Ya calentaba el sol cuando, llegué corriendo a la casa de la
MAMA-COYA en busca de Kori, a nadie más podía decirlo, pero no la
encontré. ¿Dónde podía estar a esa hora?
Nadie supo darme noticia. Pensé si andaría por el río, aunque
no tenía motivo para justificar esa posibilidad. Volví a correr
bajando la cuesta de las chirimoyas, al llegar a la ensenada
pregunté por ella. Nadie me sabía dar razón. Una Madre buscadora
de metales en el agua, me aseguró:
—Por aquí, no la he visto en toda la mañana.
Podía estar en cualquier sitio. Volví a la casa, decidido
permanecer en la puerta, por allí debería aparecer, además las
piernas no me daban para mucho más.
Estaba esperando cuando pasó y se detuvo a hablar con una
de las Madres de más edad, me preguntó por Kori, también la
estaba buscando, no me preguntó nada y se marchó. Al rato llegó
Kori, venía del huerto donde una madre le había pedido ayuda para
algún asunto de aguas.
—Kori, ¿debo hablar contigo?
—Bien, pasa al taller, allí podemos hablar con tranquilidad.
Cuando se sintieron solos, Kinu le declaró apesadumbrado:
—Acabo de toparme con nuestra hija Sulata demasiado
acaramelada con Diego ¡Puede haber problemas!. ¿Qué pasará si
decide elegirlo como esposo?
—¿Pues no sé qué puede pasar?
—¡Te parece normal!, nunca una MAMA-COYA ha tenido por
esposo una persona de fuera de nuestra Aldea. Y menos alguien
como Diego, ha venido de otra cultura y con unas extrañas
costumbres. Es cierto, se ha adaptado muy bien a nosotros, pero
¿Qué piensa en su interior? A veces me preocupa, y si tras la
fachada de normalidad, no podamos intuir sus pensamientos ni sus
deseos. ¿Y si no es como nos hace creer?
—Te entiendo perfectamente —le dijo mi madre— he hablado
con ella y estamos reflexionando sobre la manera de resolver el
problema, pues está decidida a elegirlo, veremos cuando se lo diga
a él y le aclare nuestras costumbres.
—No me voy tranquilo, va a ser una revolución, la mayor de
todas. El asunto de la boda de Dumma será apenas un juego en
comparación con este suceso.
Tras esta conversación entre mis padres, tuve un diálogo con
Diego, y como me había aconsejado mi madre le explique
claramente mis propósitos y sus compromisos.
—Diego, llevas muy poco tiempo entre nosotros, nos
enorgullece saber como aceptas nuestras costumbres y además
estás dispuesto a vivir en nuestra Aldea y como nosotros. Pero a
veces, cuando te miro a los ojos, me pareces un enigma profundo.
Nos ha llegado noticia del último Inca: Atahualpa, como aceptó
vuestra religión antes de morir, yo para casarme contigo, deberé
aceptar tu religión.
—Sulata, yo aprendí a rezar al Dios de Doña Catalina, y a la
madre de Dios: Santa María. Estando con vosotros, no he dicho
nada de mi religión, porque nadie me ha preguntado, y para mí es
algo personal e íntimo, acá no tenemos templos a ese Dios y yo no
puedo exigir cambios en vuestra religión, pues en ella no todo es
malo, al revés, pensáis muchas cosas como un cristiano de verdad
debería creer. He visto con qué reverencia celebráis el Killa hunta
(Plenilunio); con qué cariños os tratáis unos a otros, no permitiendo
las ofensas ni las agresiones; cómo defendéis la verdad y cómo
cuidáis a los ancianos. Todo eso es un buen resumen de los 10
Mandamientos de los cristianos.
—Pero para nosotros ¿la Luna es nuestra diosa?

—¡Para! ¡Detente! Antes de seguir hablando ¡Escucha! Yo os


he oído decir como la Luna fue creada por un dios superior,
Viracocha. Él hizo: el Sol, la Luna, la Pachamama, la Mamacocha.
No estáis afirmando a la Luna, como el dios supremo, ese Dios
supremo puede ser el de los cristianos, aunque lo llaméis Viracocha.
—Si eso pensamos y así, adoramos a Viracocha a través de
sus creaciones más cercanas: el Sol (Inti), la Luna (Mama Killa).
Pero algún día me deberás hablar de tu religión.
De este modo fue como, en el año 1533, se celebró en nuestra
Aldea una boda totalmente extraordinaria.

39. Vuelta de Paku: D. Francisco del Virú 1551.

Warayana-María: Narradora

De cómo cambió la vida en nuestra Aldea.

Cuando volví a la Aldea, después de pasar varios años en


Trujillo, me recibieron con una gran fiesta. Yo había sido elegida —
años antes— como la heredera de la MAMA-COYA Sulata y aunque
ya se veían multitud de cambios, todavía algunas de nuestras
tradiciones se conservaban. Mi situación era muy extraña, tenía ya
más de 16 años, pero no estaba casada y, por tanto, no poseía una
casa en la Aldea. Mi madre, Sulata, se había vuelto a casar y ya
tenía otras hijas, la mayor, hasta estaba casada, aunque no tenía
hijos.
En Trujillo, en todo momento, me habían tratado con cariño y
hasta con delicadeza. Doña Angélica pasaba por una situación
parecida a la mía, también fue dolorosa su marcha de España. A
menudo añoraba a sus padres y otros familiares, los había dejado
muy lejos. Se ensimismaba, con frecuencia recordando costumbres
y hasta el clima del país donde pasó su infancia y juventud.
—Acá estamos ya en verano —me explicaba— allá están
celebrando la Navidad y con frecuencia, en esa época, suele caer
nieve en Segovia, acá solo nieva en la sierra.
Yo jamás había visto la nieve. Doña Angélica intentaba
comprender y trataba de explicarme las razones de esa rareza del
clima: nos abrumaba a ambas. ¿Cómo era posible, en un sitio
verano y en el otro invierno?.

Unos meses después, nació el primer hijo de la familia, y yo


me encargué de cuidarla, fue desde muy pequeña una niña
revoltosa, constantemente tomaba cosas y se la llevaba a la boca,
para mí fue como una de las hermanas dejadas en la Aldea. La
llamaron en el bautismo: Isabel. Y me explicaron ese rito de su
religión, y yo empecé a cavilar.
—Tal vez sería necesario bautizarme —les explique una noche
— para integrarme más en vuestra cultura.
—El Inca Atahualpa —dijo Don Andrés— aceptó el bautismo,
así consiguió le cambiarán la condena. Si se bautizaba le ofrecieron
la muerte por garrote vil, en vez de la hoguera o la horca. Este era
un modo más digno de morir, pues el reo permanece sentado,
cuando desde atrás con una soga lo estrangulan, le ahorran la
indignidad de patalear inconscientemente, como sucede en la
muerte en la horca.
—El Inca lo aprobó —les expliqué— pues querría conservar su
cuerpo, en la religión incaica, creemos en la vida después de la
muerte y la conservación de los restos es fundamental para acceder
a la nueva vida.
—Atahualpa tomó —recordó Doña Angélica—el nombre de
Francisco Atahualpa en honor a Francisco Pizarro. Y pidió llevaran
sus restos a Quito y tuvieran compasión por sus hijos.
Por todas estas cosas, cuando estaba a punto de volver,
queriendo hacer de mi vuelta a la Aldea algo lo más sencillo posible,
se lo pregunté a mi madre por medio de un emisario. Y ella me dijo:
—Si quieres, no parece malo bautizarte, pues eso no puede ser
un problema. Tu padre estaba bautizado, y no por eso dejó de ser
una buena persona en todas los acontecimientos de su vida.
Decidí hacerlo y pedí el nombre de Warayana-María, en honor
a mis raíces, el Virú y la Madre de Jesús, de quien me habla hablado
mi padre.
Al llegar a la Aldea fueron muchas las sorpresas, por ejemplo,
me equivocaba pensando que debería cambiarme la ropa, por ser
del estilo de los españoles: el corpiño y la falda larga; para no tener
problemas, nada más llegar a casa de mi madre, me puse la túnica
propia de los de la Aldea.
Se reunió el Consejo de Madres y sin muchas discusiones, la
MAMA-COYA decidió:
—Hija, tu caso es especial, no debes hacer la hipocresía de
renunciar a tu manera de vestir y de vivir. Te construiremos una
casa al estilo de los españoles, con mesas, sillas y camas. Solo en
las ceremonias deberás vestir las ropas rituales. Tu trabajo será
anotar la historia de nuestro pueblo, pues solamente tú, sabes leer
y escribir en el nuevo idioma. Esa es una misión muy importante, le
debes dedicar todo tu tiempo, ¡Te encomendamos ese trabajo!.
Tendría la oportunidad de conversar con los ancianos para
matizar los recuerdos de mi infancia. Mis escritos deberían reflejar
—fielmente— las narraciones transmitidas desde el comienzo de la
aldea junto al río Virú.
Una de mis fuentes más importantes para conocer nuestra
historia sería mi abuelo Kinu, por eso con frecuencia le acompañaba
procurando me explicara antiguas narraciones.
Aquella tarde el Virú traía el agua de las primeras lluvias, en
ese lugar se remansaba, después de haber tronado en las cascadas.
Le llamé, acercándome y vi como mi abuelo Kinu removía las
brasas, saltaron algunas chispas y se reavivó la hoguera. Sintió un
escalofrío pues ya era agosto y a orillas del río se notaba la bajada
de temperatura.
—Abuelo, Abuelo.
Él apenas me podía vislumbrar, pues ya anochecía y además a
sus ojos los entorpecía la neblina de tantos años y tantas visiones.
! Cuántas cosas habría contemplado¡
—Abuelo —le dije— ya te estamos esperando para comer.
El abuelo me miró como si nunca me hubiera visto.
—Coge la manta y vamos —me pidió, levantándose.
De la mano, los dos nos encaminamos a la Aldea, mi abuelo
renqueando a causa de antiguas heridas.
Unos perros silenciosos nos acompañaban con sus cabriolas.
Durante muchos días platiqué con los ancianos de la Aldea,
sus recuerdos están recogidos en este Manuscrito.
Ya solo me resta consignar las historias contadas por Paku,
aquel muchacho, hijo de Ayka (Mujer afable en el trato), quien se
marchó con unos españoles.
Si mi vuelta fue origen de muchas mudanzas, la visita de D.
Francisco del Virú, ocasionó una auténtica conmoción.
Llegó a la Aldea con un séquito de 9 personas: su mujer, sus
cinco hijos, el secretario y dos doncellas, además traían dos caballos
y varios asnos cargados con regalos para la Aldea.
Su mujer: Doña Pilar, hija legítima del capitán extremeño D.
Pedro Méndez y de doña Elena, la hija de un cacique de Cajamarca.
Era una mestiza de cara hermosa, menuda y robusta, genio fuerte
pero de risa fácil, con el pelo lacio y los ojos rasgados. Se movía con
la soltura de la seguridad, le gustaba usar la ropa de las mujeres
españolas con algunos detalles de su pueblo natal: cintas de
colores, aretes y muñequeras. Su estampa era peculiar, aunque
muy atractiva, en la Aldea fue muy comentada su manera de ser y
su jovialidad, con facilidad se ganó la confianza de las madres.
Sus hijos: Pedro, Isabel, Rosa, Luis y Pilar
El secretario: Don Íñigo López, un joven extremeño recién
llegado de España, con su familia. Su padre le había encomendado a
D. Francisco del Virú, su educación en la nueva tierra. La primera
impresión nos alarmó, al ver su rostro serio y sus ademanes
comedidos y envarados. No tardó mucho en tomar confianza con los
jóvenes. Pareció como si se abriera un baúl con regalos, empezó a
bromear y hasta coquetear con las jóvenes, consiguiendo casi
parecer uno más en la Aldea
Las doncellas: Julia y Enriqueta, dos nativas bautizadas, del
pueblo de doña Pilar, se encargaban de sus hijos y de su casa. Y
doña Pilar las quería españolizar, las dos eran muy espabiladas y ya
sabían leer, escribir y contar.
D. Francisco, nada más llegar, se presentó en la casa de la
MAMA-COYA Sulata. Ante ella se quitó el sombrero, haciendo una
gran reverencia —los niños empezaron a imitar ese modo de saludar
— le pidió permiso para volver a la Aldea. Luego Doña Pilar entregó
a la MAMA-COYA una vestidura de seda verde turquesa con
brocados de oro, plata y piedras preciosas. Realmente era un
vestido digno de nuestra MAMA-COYA. Mi madre, Sulata, nos había
enseñado a aceptar la nueva cultura con espíritu tolerante, pero sin
renunciar a nuestras raíces. En la primera fiesta se puso el nuevo
vestido de seda turquesa y encima su capa multicolor de lana de
vicuña. Lo antiguo y lo nuevo.
Paku (D. Francisco del Virú) luego se dirigió a la casa de su
familia, le recibió su hermana Illawara, quien le acompañó en aquel
viaje donde encontraron a los viracochas. Le reconoció rápidamente
y le abrazó emocionada, le comunicó de la muerte de su madre en
el viaje de vuelta y de su padre. Doña Pilar también le regaló telas
de seda muy apreciadas y adornos para las hijas.
Platicando con su hermana les encontré, pues hasta entonces
—yo estaba en el río—no me había enterado de su llegada, corrí
cuando me lo comunicaron para presentarme y conocerlo. Había
oído hablar de él en muchas ocasiones, pero no le conocía, pues
hasta ahora no habían venido por la Aldea ni coincidimos en Trujillo.
Cuando yo viví en esa ciudad, él se habían marchado a la Ciudad de
los Reyes con Pizarro.
Paku (Hombre inteligente), era un hombre de unos 50 años,
recio y bien parecido, la versión masculina de Illawara, y como ella
risueño y decidido. La frente alta y los pómulos marcados, los labios
carnosos y los ojos de mirada sagaz y penetrante. Se presentó
vestido a la usanza española; en casa de su hermana, se puso la
ropa de nuestra Aldea, decía sentirse muy orgulloso de vestir como
sus antepasados. Sobre el pecho llevaba, engarzada en una cadena
de oro, aquella piedra entregada por su madre del tesoro infantil y
él la había utilizado siempre, como un recuerdo de su origen.
Al pueblo le regaló los dos caballos, macho y hembra. Los
jóvenes se aficionaron mucho a ellos, y Don Iñigo les enseñó a
montar. Todos nos admirábamos al ver aquellos caballos, altos y
lustrosos, cabalgando por los alrededores de nuestra Aldea.
Enseguida destacaron Kusirimay (La de alegre hablar) y Lariku
(Indómito, ni se inclina ni humilla) como buenos jinetes, pero todos
los demás, también se interesaron y muchos llegaron a montar con
soltura.
Desde mi casa podía observarlos cabalgar por la ribera del río,
atenta a las evoluciones de los caballos, las chicas y los chicos
jóvenes, actuaban, cada vez, con más destreza. Todos cayeron al
suelo muchas veces —es cierto— aunque sin consecuencias graves,
hasta dominar la técnica. Según me dijeron a la yegua la llamaron:
Río, era magnífica, casi blanca apenas una manchas negras en la
frente y junto a las pezuñas delanteras, y al otro: Virú, un brioso
caballo tostado, siempre nervioso pero noble.
Por aquellos días fueron muy frecuentes mis conversaciones, a
veces a solas, con D. Francisco, necesitaba escuchar para escribir
sus recuerdos y opiniones.
Él había vivido muy cerca de aquellos españoles y sabía muy
bien como pensaban, yo solo conocía unos pocos españoles, apenas
a mi padre y la familia de Doña Angélica.
Le pregunté directamente:
—¿Qué opinas de los españoles?
—En los primeros 50 años desde su llegada a estas tierras,
han venido los malvados y malditos de la sociedad de España:
mendigos y maleantes. En algunos casos con delitos graves,
llegaron huyendo para refugiarse en las nuevas tierras. A otros
solamente le movía el deseo de progresar en los estamentos
sociales, en España eran muy rígidos e inamovibles, en cambio aquí
todo era distinto. Por supuesto, también vinieron algunos movidos
por la religión, con el deseo de extender su doctrina por el Nuevo
Mundo, pero eran los menos.
Uno de aquellos primeros, a quien conocí con más
profundidad, me contó su experiencia.
—Cuando llegué hasta por las noches soñaba con el oro. De
dónde vengo se suele decir: Poderoso caballero es don dinero. La
pobreza me había golpeado muchas veces. Al llegar aquí, alcanzar
los tesoros se aplazaba en el tiempo o se desplazaba de un lugar a
otro, ¿Dónde lo encontraría? Pues era tan grande y desconocida la
nueva tierra. Y ¿sí cien pasos más allá, detrás de aquellas lomas, se
encontraba una mina de oro?, ¿si otro llega antes, yo lo perdía?. No
se podía perder el tiempo, ni siquiera dormir. Aquí sí: el tiempo es
oro. ¿Dónde estaba esperándome el tesoro? También es realmente
frustrante tener éxito, en una ocasión llegué a poseer kilos de oro —
hasta 16 kilos— pero el oro ni alimenta ni siquiera calienta ante el
frío; además es pesado, difícil de trasportar y comprando lo
necesario, se gasta rápidamente.
—¿Cómo se explica —pregunte a Paku— el coraje de esos
primeros españoles, siempre dispuestos a sacrificios inhumanos por
seguir adelante?
—Por un lado las informaciones, más o menos, fantasiosas,
por otro los hallazgos de algunos tesoros, dando pie a recuperar con
fuerza leyendas antiguas, había muchos mitos culturales en la
España de esa época: la Fuente de la Eterna Juventud, el Monte de
Oro y hasta El Dorado, una ciudad de oro. Al ver la riqueza de estas
tierras, su grandeza y fecundidad, no les resultó difícil pensar: aquí
se podían hacer realidad sus más quiméricos deslumbramientos. Ese
fue el motor para llevar a cabo auténticas proezas: cruzar desierto y
selvas, subir a las grandes montañas atravesando los Andes, en una
búsqueda alucinante de metas imposibles.
—¿Eran muy pocos para enfrentarse a los ejércitos de los
nativos —le sugerí— y además llegaron a pelear con frecuencia
entre ellos?
—Las conquistas no las hicieron soldados disciplinados, sino
gente, en su mayoría, sin ninguna experiencia militar. Se
organizaron como grupos de bandoleros, en torno a aquellos que,
por tener dinero, suerte o valor personal, se convirtieron en jefes.
Se lanzaba a pelear por el oro con la desesperación del hambre.
Porque eran pobres, muy pobres todos y casi todos con su honor
cargado de deudas. Quien no debía su espada, tendría que
responder por su coraza, pues para equiparse se habían endeudado.
Las riquezas robadas no eran nunca suficientes, además se le
agotaba muy rápidamente, pues las cosas apremiantes,
inevitablemente se vendían al precio de kilos de oro: un caballo, una
espada toledana, zapatos de cuero, se convirtieron en bienes tan
preciados como el oro y la plata. Eran frecuentes las peleas
sangrientas, los odios y las envidias entre los conquistadores.

—D. Francisco —le pregunté— ¿Llegaste a conocer a D.


Francisco Pizarro?
—No solo le conocí, durante mucho tiempo fui uno de sus
secretarios, y le acompañaba con frecuencia en los encuentros con
los nativos. El Marqués, Don Francisco Pizarro, era una persona
harto curiosa, por su personalidad se había convertido en el Jefe de
la expedición al Perú, tenía una fuerte ascendencia sobre aquellos
hombres. Sabía qué decir y cómo, en las situaciones extremas en
que se encontraban con frecuencia, pero al tratarlo más de cerca se
descubría su profundo complejo de inferioridad. Al no saber leer ni
escribir, se sentía limitado y a la vez, inferior a otros muchos de sus
subordinados. Por eso yo me situé a su lado, y cada vez confiaba
más en mis opiniones. Yo era un nativo, de ninguna manera le podía
hacer sombra, sin embargo, le servía en el trato con los caciques y
escribiendo sus cartas, leyendo los mapas, en resumen siendo su
inteligencia, en las situaciones complicadas.
—¿Y qué sucedió en Cajamarca? —inquirí con intención—me
han llegado varias versiones de aquellos hechos.
—Durante el trayecto, Pizarro le envió un mensaje a
Atahualpa, comunicándole su deseo de encontrarse con él, para
saludarlo de parte del Rey de España. Llegamos a Cajamarca, y
encontramos la ciudad totalmente vacía y abandonada. El Inca y sus
súbditos habían marchado para celebrar una fiesta de Inti a los
Baños, un lugar a pocos kilómetros. Pizarro se dispuso a estudiar la
defensa de la plaza central. Era inmensa, toda cercada por muros y
con solo dos puertas, para salir a las callejuelas del pueblo.
Impaciente por la espera, Pizarro envió dos embajadas para
saludar al Inca. Atahualpa las recibió muy bien, pero no se dignaba
acudir. Pizarro dedicó la espera a distribuir a sus leales en los
edificios de la plaza.
El Inca por fin nos informó, a través de un heraldo:

—Mañana iré a Cajamarca y me reuniré con vosotros.

Ese fue el primer gran error de Atahualpa, pues si nos hubiera


recibido en los Baños, rodeado de su ejército, habríamos penetrado
dentro de la multitud de soldados incaicos y encerrado con facilidad,
afortunadamente para los españoles, eso no sucedió.
Desde esa tarde, los 165 españoles descubrieron, como las
laderas de los montes cercanos, se llenaban de hogueras, parecían
miles los soldados incaicos rodeando Cajamarca. Entre los españoles
cundió el pánico, empezaron a murmurar:
—Esta jornada va a terminar en trágica derrota. ¡Todos
moriremos!
Como luego nos enteramos, no todos los soldados acampados
en las laderas, eran incaicos. También había enemigos de los
incaicos: chimús, chachapoyas y algunos cañaris, allá estaba
esperado ver cómo se desarrollaba la lucha, dispuestos a favorecer
a los españoles y así sacudirse el yugo del Imperio Incaico.
Pizarro había dividido sus huestes en cuatro grupos y todos
estaban escondidos en los edificios rodeando la plaza.
En el primer cobertizo esperaba Hernando Pizarro con catorce
jinetes.
De Soto con dieciséis caballos estaban en el segundo.
Un capitán se situaba en el tercero con otros tantos soldados.
Francisco Pizarro esperaba en el cuarto con veinticinco
efectivos de a pie y tres jinetes.
En medio de la plaza, en un fortín de madera estaba el resto
de la gente con Pedro de Candia y nueve arcabuceros, más un
falconete, al ser más grande y pesado, podía lanzar piedras como
balas, de más de un kilo.

Cuando al día siguiente, se presentó el Inca llevado por sus


nobles sobre un trono de oro, creyendo —tal vez— convencería a
los españoles de su auténtico carácter divino por esa manifestación
de esplendor.
Antes de entrar en la plaza, algunos de sus soldados la
ocuparon parcialmente, pero el grueso de su ejército quedó en las
afueras. Se sorprendió de encontrar la plaza vacía. Al preguntar a
sus nobles por los españoles, le dijeron:
—Deben estar muertos de miedo, permanecen escondidos en
los barracones.
Fue entonces cuando el dominico Valverde con una cruz entre
las manos acompañado por Martinillo —el intérprete— avanzó con
mucha solemnidad. Y pronunció el requerimiento formal a Atahualpa
de abrazar la fe católica y servir al rey de España, al mismo tiempo
le entregaba la Biblia.
Atahualpa no podía suponer como su gesto de arrojar al suelo
aquel objeto desconocido (le habían dado una Biblia diciéndole era
la palabra de Dios, él se lo puso al oído y no oyó nada) iba a
originar la ira de los españoles.
El diálogo fue narrado de modo distinto por algunos testigos.
Posiblemente, la tremenda angustia vivida en esos instantes,
impidió recordar después, las frases exactas, cruzadas entre los
diversos actores de la tragedia.
Muchos insisten en los errores cometidos por Atahualpa, el
más importante: acudir encima de una imponente parihuela de oro
llevado por sus nobles. Desde esa posición elevada dominaba la
situación, pero era muy visible, así Pizarro y los suyos lo localizaron
fácilmente. Tras el Inca —en otra parihuela— iba el Curaca de
Chincha, el único personaje del Imperio autorizado a ser llevado en
andas detrás del Inca y sus esposas, En un momento Pizarro,
titubeo, no sabiendo cuál de los dos era el Inca. Los españoles se
encaminaron a por los dos: ordenó a Juan Pizarro dirigirse hacia el
Curaca y él y sus soldados avanzaron hacia quien pensaba y
acertaron: era el Inca.
Pizarro dio la señal de ataque: los soldados emboscados
empezaron a disparar y la caballería cargó contra los
desconcertados nativos. El silencio —lleno de amenazas— se
transformó en la más tremenda de las algaradas. Estalló el trueno
del falconete y retumbaron las trompetas, era el aviso para que los
jinetes salieran al galope de los barracones. Sonaron los cascabeles,
atados a las patas de los caballos y los disparos ensordecedores de
los arcabuces: los gritos y alaridos se generalizaron. En ese
instante, Juan Pizarro, se abalanzó en dirección del Señor de
Chincha y lo mató, sin darle oportunidad de bajar de sus andas. En
la confusión, los aterrados indígenas, en un esfuerzo por escapar,
derribaron una pared de la plaza y lograron huir. Tras ellos se
lanzaron los jinetes dándoles alcance y matando a cuantos podían,
mientras otros morían aplastados por las sucesivas avalanchas
humanas. Desconcierto y caos.
Por su parte, Francisco Pizarro con sus soldados, masacraron a
los nobles incaicos porteadores del anda del Inca. Al ver la
situación, un español sacó su cuchillo para ultimar a Atahualpa, pero
Pizarro se lo impidió con un manotazo, por eso terminó con una
herida en la mano al proteger al Inca: nadie debía dañar al Inca, lo
intuía acertadamente, la vida del Soberano le podría resultar más
útil que su muerte. Por fin, los españoles agarraron por un costado
la parihuela, lograron volcarla y apresaron al soberano.
Al cabo de media hora de matanza, yacían muertos en la plaza
varios centenares de nobles nativos, junto con miles de indígenas,
además el Inca Atahualpa estaba prisionero. Aquella noche en
medio de los lamentos y la euforia, tal vez Pizarro se acordó de
Hernán Cortés, de quien había aprendido y en esta ocasión aplicado,
una nueva arma de guerra: si capturaba al rey divinizado, sus
súbditos quedarían desconcertados.
En aquel nefasto 16 de noviembre de 1532, había terminado
para siempre el Tahuantinsuyo, el Imperio de los Incas se fue
desmoronando, con la misma rapidez como se extendió por toda esa
zona de los Andes.
—Don Francisco ¿Cómo fue la relación entre Atahualpa y
Pizarro?
—Entre Atahualpa y el Marqués surgió una sorprendente y
mutua admiración, a Pizarro le atraía la absoluta seguridad
demostrada por Atahualpa en todos sus actos y a este, la autoridad
emanada de los gestos y decisiones de Pizarro. En una ocasión, tuve
oportunidad de preguntar a Atahualpa por qué se presentó en
Cajamarca con tanto descuido en su protección. Y él me confió:
—Cuando nos llegó el mensaje de la venida de los viracochas
hacia Cajamarca, mis consejeros me recomendaron atacar, pues
eran muy pocos. Nuestra confianza era muy grande, hasta a uno de
los jefes de mi guardia, le parecían suficiente doscientos soldados
para matarlo a todos, pero ¿Y si eran los viracochas? ¿Y si no tenían
actitud hostil? No podía arriesgarme, necesitaba conocerlos con mis
propios ojos. Marché a los Baños a hacer una ofrenda especial a Inti
pidiéndole que nuestro encuentro fuera fructífero. Si eran los
viracochas me reconocerían como hijo del Sol, pues ellos también
serían hijos del Sol. Lamentablemente, se dieron demasiados
malentendidos cuando nos encontramos. Tal vez era imposible un
acuerdo beneficioso para todos. Y no es verdad —como afirman
algunos españoles— que nosotros llegamos a Cajamarca totalmente
ebrios; en verdad, habíamos terminado en los Baños una ceremonia
al Sol, pero no bebimos demasiada chicha. Tan escasa fue nuestra
resistencia por la sorpresa y el tumulto de un día aciago.
—Asombroso —exclamó Paku— ¡Atahualpa seguía todavía
soñando con alguna solución! Y tratando de encontrar una
justificación al desastre.
El Inca estaba convencido de su carácter divino, sin embargo,
cuando estando prisionero, mandó matar a su hermano Huáscar y a
toda su familia, tal vez, empezó a dudar de su plena legitimidad
para ser el hijo del Sol, el legítimo heredero de Huayna Capac.
Mientras desde distintos lugares del Imperio partían hacia
Cajamarca miles de toneladas de oro para pagar el rescate de
Atahualpa. El aposento no terminaban de llenarse de plata y oro.
Llegó a Cajamarca, Almagro y un grupo de soldados, cuando ya
Pizarro empezaba a confiar en Atahualpa. Le forzaron a juzgarlo
para condenarlo a muerte. Don Diego de Almagro, se dedicó a
malmeter en ese momento decisivo. Hablaba de la existencia de un
ejército incaico —posibilidad muy presente— preparándose para
atacarnos y matarnos.
Confirmándolo, un día llegaron a Cajamarca dos indígenas
cañaris, diciendo venir huyendo, hablando de un ejército acampado
a tres leguas, dispuestos a atacar unos cincuenta mil guerreros.
Pizarro estaba convencido de la imposibilidad de resistir, si un
ejército organizado y poderoso como el incaico les rodeaba. Sus
capitanes confiaba solamente en la muerte de Atahualpa para
salvarse, pero el Marqués dudaba porque llegó a apreciar a
Atahualpa. Me llamó una tarde:
—Llamar a Paquillo, le necesito.
—Estoy pensando —me explicó, cuando estuvimos solos— en
la posibilidad de enviarlo como rehén a España ¿qué te parece?
—Es una posibilidad mas no hay tiempo, los guerreros parecen
hallarse muy cerca de la ciudad. Y los caminos ya no son seguros.
En tan dramáticos momentos, Quispesisa, llegó a Cajamarca,
donde estaba su hermano prisionero. Atahualpa para ganarse la
simpatía de Pizarro, se la entregó como esposa, se casaron por el
rito incaico, tenía 18 años, seguía la costumbre del Imperio de
establecer matrimonios para formar alianzas. Después fue bautizada
con el nombre de Inés Huaylas.

Influenciado por Almagro, quien consideraba necesaria la


muerte de Atahualpa, para evitar rebeliones de los indios, tomó la
decisión de entablar un proceso donde —estabas seguro—
condenaría a muerte al Inca. Ante esta posibilidad, Francisco Pizarro
decidió enviar a su hermano Hernando fuera de Cajamarca, pues
Hernando Pizarro se opondría a esa muerte, había llegado a ser muy
buen amigo del Inca, con quien con frecuencia jugaba al ajedrez,
Atahualpa aprendió ese juego, viendo jugar a los soldados.

Reunió un Consejo de Guerra, ante el cual Atahualpa fue


acusado de fratricidio, idolatría, poligamia y de conspirar en contra
del Rey de España. Fue condenado a morir en la hoguera, sentencia
modificada por garrote vil. Pues Atahualpa se bautizó, con más o
menos convencimiento, en el último momento de su vida. Yo sentí
un dolor profundo al advertir como Pizarro —a sus 54 años— rompió
a llorar por ejecutar a aquel hombre. El capitán curtido en tantas
escaramuzas sangrientas, arrancó a llorar de dolor por ajusticiar a
quien había llegado a ser su amigo. Atahualpa fue juzgado y
condenado a morir y al día siguiente se cumplió la sentencia. Sobre
las siete de la tarde le sacaron de su habitación, para llevarlo a la
plaza mayor de Cajamarca. Por el camino preguntó a quienes le
llevaba a ejecutar:

—¿Por qué me matáis?

—Hay muchos motivos, sobre todo, haber mandado tu ejército


sobre Cajamarca para destruirnos.
—Ese ejército —respondió entristecido— apoyaba a mi
hermano Huáscar, por eso lo mandé matar y esos soldados son mis
enemigos.
Pero aquella explicación no sirvió de nada y lo llevaron hasta el
lugar de la ejecución.
De esta forma terminó la vida del último emperador del
Imperio Incaico, el décimo catorce de su historia y también el
Último Shyri, rey de Quito. Fue el comienzo de unos hechos tan
extraordinarios como difíciles de explicar. Cuando se insiste en la
acción efectuada por 165 hombres españoles, considerándolos
actores principales de la conquista de un Imperio de más de diez
millones de habitantes, más de tres millones de kilómetros
cuadrados de extensión. Se olvida la importante y trascendental
acción de miles de indígenas, de las más diversas etnias: desde
chimús a chachapoyas, chinchas o mochicas; apoyándoles en las
batallas y en la reorganización de la sociedad post-incaica naciente.
Pizarro lloró la muerte de Atahualpa, y todos los años en el
aniversario del asesinato, se retraía en su habitación pasando el día
en soledad —meditabundo— deprimido.

Yo siempre le fui leal aunque ahora ya muerto y después de la


división en pizarristas y almagristas, yo soy neutral. Mi lealtad era a
D. Francisco, al quién debo todo lo que soy y tengo, pero no a los
españoles, de quienes también he recibido desaires y burlas, cuando
no atropellos y mentiras.
—¿Qué le debes al Marqués? —tercié con una pregunta tal vez
malintencionada
—Yo a su lado aprendí tantas cosas. Él me hizo Hidalgo al
nombrarme Secretario Escribano. Por eso soy el primer Hidalgo
peruano. Yo poseo un Manuscrito firmado por D. Francisco Pizarro
concediéndome el Título. Dejé de ser Paquillo para ser D. Francisco
del Virú. En su sociedad tener un título es manifestación de nobleza
y puerta de acceso para todas las posibilidades. Y nosotros
formamos ya parte de esa sociedad. Esta sociedad con muchas
injusticias y no pocos agravios, pero con mucha más libertad y
posibilidades que la de nuestros padres.
En la inmensidad del Perú, los españoles son muy pocos y lo
seguirán siendo, en cambio, cada vez somos más nosotros, quienes
tenemos el futuro en nuestras manos. Los nacidos de la mezcla, hija
de un español como tú, Wayamara o mi mujer, Pilar, o quienes
hemos recibido idioma y religión. Nuestra vida ha cambiado
totalmente, mis hijos están creando una sociedad, espero sea
mejor, sin embargo, estoy seguro: será distinta.
—Hay rumores sobre la existencia de algunos grupos de

personas, que se llaman así mismos: profetas. ¿Se enfrentan

radicalmente a los españoles generando situaciones caóticas?.

—Son gente extraña, quieren una separación radical entre

castellanos e incaicos, fomentando el rechazo total, comenzando por

la vestimenta, los caballos, los nombres y por supuesto la religión.

Ve necesario frenar las tendencias colaboracionistas, cada vez son

más intensas. Para lograr el retorno a la sociedad antigua, los

incaicos castellanizados deben purificarse: ayunando, comiendo sin

sal ni ají, evitando las relaciones sexuales. Especialmente tienen


prohibido consumir la carne de los animales traídos por los

conquistadores: porcinos, ovinos, bovinos y aves extrañas. El

profeta anuncia el fin del mundo como inminente y preludia un

Pachacuti (cambio del rumbo de la tierra). En realidad, desea una

nueva manera de vivir en el mundo andino. El autor del movimiento

es un incaico castellanizado, llamado Juan Chocne —un iluminado—

viaja difundiendo por los pueblos su doctrina. Le acompañan dos

mujeres haciéndose llamar: Santa María y María Magdalena.

………

Esas conversaciones con Paku, me fueron animando a dejar


por escrito nuestra historia, pues será el fundamento de todo lo
construido, más allá del Virú, en el futuro.

Carta pegada al final del Manuscrito.

Con la información facilitada en las conversaciones con el


Secretario-Escribano, Don Francisco del Virú y las aportaciones de
las ancianas y ancianos de la Aldea. Después de cuatro años, de
trabajos y correcciones, estoy en condiciones de entregar el
Manuscrito al Escribano Real, en la Ciudad de Trujillo y junto con él
dejaré esta Carta para poner en antecedentes a los venideros
lectores del Manuscrito.
Me siento cohibida pues no conozco a quienes en el futuro
leerán mi escrito.
Además ¡Cuánto tiempo habrá pasado, desde el momento de
entregar, este Manuscrito al Escribano Real de Trujillo, el año de
Nuestro Señor: 1563!
Con todo respeto me dirijo a ustedes, los futuros lectores, para
agradecerles su comprensión, yo no soy un Escribano, y además,
mis conocimientos del castellano son muy limitados. Pero puedo
jurarles con plena conciencia: todo lo escrito en este Manuscrito,
responde a la más estricta verdad de lo sucedido, en aquellos años
tan extraordinarios en la historia de mi tierra. O al menos, lo he
contado, tal como me llegó de boca de los narradores.
Espero haber sido útil en la defensa de mi Aldea, pidiendo
perdón si alguna de mis palabras han podido ofender o molestar,
manifiesto con todas mis fuerzas: nunca ha sido esa mi intención.
Quiero terminar con un recuerdo agradecido a mis padres: la
MAMA-COYA Sulata y Don Diego de Villamayor, ellos me supieron
transmitir el deseo de reconocer y respetar los anhelos y opiniones
de todo el mundo, tratando de comprender y unir cuanto se pueda,
en beneficio de la paz y la concordia, solo así los países pueden
seguir creciendo cuidando a todos sus ciudadanos. Y un último
deseo: ¡Cuanto me gustaría llegar a conocer el futuro de este país,
con tantas y tan variadas raíces!
Muchas gracias, a todas las personas que leyendo este libro
lleguen, a conocer y a querer más, a nuestro gran Virú.
Firmado por Warayana-María, el año de Nuestro Señor: 1563

40. DÍA VIERNES


Don Miguel les recibió con más documentos, conteniendo
información sobre la llegada y primeras actuaciones de los
castellanos:
—Don Francisco del Virú —apuntó Rosa, con documentos
en la mano— habla de la contestación creciente a los españoles.
—Desde el comienzo de la conquista —continuó don Miguel—
hubo grupos de nativos revelándose. Algunos incaicos porque no
podían aceptar el fin de su imperio y apoyando a sus antiguos
generales, plantaron cara a los invasores; con bravura se
enfrentaron en algunas batallas, o eran derrotados o no quedaban
muy bien parados. Poco a poco volvieron a sus aldeas. Quienes al
principio —apoyaron a los españoles— para liberarse de la opresión
del los incaicos, fueron paulatinamente sintiendo su crueldad. Pues
con frecuencia actuaban al margen de las leyes emanadas de la
Corona, algunos ni siquiera las llegaron a conocer, todo era muy
lento y estaban muy lejos. Por avaricia y muchas veces por
reacciones injustas se fueron enemistando con los naturales.
Sin embargo, esa actitud de rechazo totalmente justificado fue
aumentando, también entre los hijos de los conquistadores, los
criollos: nacidos en América. Con frecuencia, se enfrentaban a sus
padres, pues al haberse criado en una nueva sociedad, tan distinta
de la traída por sus progenitores desde España, no podían aceptar
comportamientos ni actitudes muchas veces inhumanas y
repugnantes.
Otro grupo, cada vez más numeroso eran los mestizos: tenían
la herida del abandono, o no conocían quien era su padre o habían
sido rechazados; esa marca de nacimiento los relegaba socialmente.
Y por último la multitud de nativos, descendientes de incaicos,
chinchas, chachapoyas, chimús e incluso cañaris.
—Pero, quienes fueron los auténticos responsables de la
Independencia.
—He leído un libro del profesor italiano: Vincenzo Paglione,
sobre un arequipeño inspirador de las independencias de América:
Juan Pablo Viscardo y Guzmán. Era descendiente de una familia
criolla, de buena posición económica, tenía el quechua como lengua
materna. Fue un intelectual exiliado por ser jesuita, al ordenar
Carlos III la expulsión de los jesuitas de España y sus colonias.
Estando en Italia se enteró de que Túpac Amaru II se había
rebelado en el Cusco, en septiembre de 1781. Entonces escribió dos
cartas al cónsul inglés de Italia, proponiendo a su gobierno la
necesidad de ayudar a los rebeldes peruanos:
—El Perú es una comunidad nacional integrada por criollos, mestizos e
indios. Y sometida a una metrópoli que ejerce su opresión a través de los
peninsulares, extranjeros advenedizos, usurpadores y enemigos de las gentes del
país. “Carta a los españoles americanos”.
Viscardo postulaba, por primera vez, una idea de nación
“criollista”, tal como dos décadas más tarde se presentaría. Ha sido
reconocido por los historiadores del Tercer Congreso de Historia de
América en Buenos Aires, como el “primer precursor ideológico de la
independencia americana”. Esos españoles americanos son los
criollos, los auténticos responsables de la Independencia lograda
años después.
—¿Qué le ha parecido la historia de Don Diego?— intervino
Rosa— parece un personaje peculiar.
—La verdad, muy interesante. Resumen bastante bien la
realidad de los españoles, con gran sinceridad, acepta la visión
negativa de su actuación, tal como ahora la vemos. No justifica
acciones frecuentes, pero inhumanas causadas por algunos
españoles. Desde el principio los clérigos aseguraron que los nativos
tenían alma por eso podían ser bautizados. Aunque entre los
indígenas, no era tan clara la existencia de una parte espiritual,
aunque algunos de sus sabios, explicaban que pasaba a la otra vida
algo distinto del cuerpo, abandonado en la tumba. También —entre
los españoles— algunos ponían en duda la existencia de alma para
los nativos y así se justificaban para tratarlos casi como a animales
en trabajos extenuantes y con castigos degradantes.
—¿Cómo fue —quiso saber Juan— la entrada de Pizarro en el
Perú?
—Un cronista aseguraba que, cuando por tercera vez llegó,
encontró el pueblo construido por sus hombres a orillas del río
Tumbes, quemado y destruido por el ataque de los nativos. Al hacer
averiguaciones sobre esas tierras, se enteraron de la guerra
fratricida en el Imperio y esa situación podía serles muy útil para su
propósito. Nos cuenta el cronista Mena, que Atahualpa había
enviado a uno de sus capitanes, disfrazado para espiar a los recién
llegados. Este oficial propuso atacar al ejército español en un
desfiladero, pero el Inca incomprensiblemente se lo impidió.
Durante varios días continuó Pizarro su camino hasta llegar cerca de
Atahualpa. El Inca les mandó regalos de carne asada, maíz y
chicha. No obstante, un Curaca amigo de los españoles les
recomendó no probar bocado por temor a que fuesen víveres
envenenados.
—¿Y el primer encuentro con Atahualpa?—preguntó Rosa
—Por fin, un día al atardecer entraron en Cajamarca,
temerosos de algún choque armado, sin embargo, la ciudad estaba
desierta. Al día siguiente, Hernando de Soto y Hernando Pizarro
solicitaron a Francisco Pizarro permiso para dirigirse al campamento
de Atahualpa en los Baños. Fueron los dos solos montando sendos
caballos y encontraron al Inca sentado a la entrada de una casa
rodeado de sus principales y de sus mujeres. Hernando de Soto se
acercó al soberano hasta mover, con el resoplido del caballo, una
borla de su tocado. El Inca no hizo el menor gesto de sorpresa o de
temor. Así era su actitud, plena confianza en su poder, ante
aquellos monstruos montados en caballos. El encuentro definitivo
en Cajamarca se hizo esperar, término presentándose, con todo su
esplendor y sin pizca de cobardía
—Desde luego -apuntó Rosa- ¿cuánto más estudiamos estos
hechos, más nos sorprende la conducta de Atahualpa?
—Es la actuación de una persona sumamente inteligente, pero
desbordada por los acontecimientos. Lo hasta ese momento
inmutable, se ve removido bruscamente, él tenía una confianza
ciega en el poderío incaico: el Inca es el hijo del Sol.
—En el libro se hace mención de mujeres llegando al Nuevo
Mundo: Doña Angélica, Doña Catalina, Juanillo. ¿Fueron muy
numerosas en los primeros viajes?
Don Miguel se levantó y tomó uno de los ficheros,
rápidamente encontró un sobre con fichas, era: Mujeres en la
Conquista, se lo dio a Rosa y le pidió las fuera leyendo:
—La emigración clandestina —relativamente fácil y según
parece frecuente— tuvo especial incidencia entre las mujeres. Al ser
sobre todo unos viajes encubiertos sus datos son difíciles de
localizar.
En un documento fiable del Supremo Consejo de Indias, se
asegura: de los 45.327 emigrantes llegados a América en los cinco
primeros años, 10.118 eran mujeres. Y solo de quien se conoce su
procedencia, hay certeza: 50% andaluzas, el 33% castellanas y el
16% extremeñas.
Fueron numerosas: unas, esposas de conquistadores; otras,
venidas a matrimoniar; las menos, religiosas; y un número
indeterminado de prostitutas y pilluelas como Juanillo. Todas esas
mujeres dieron un fuerte impulso a la colonización creando familias,
en muchos casos, participando en la educación de las nativas.
En ese Documento también se habla de las circunstancias que
rodeaban a esos viajes: Los barcos eran dirigidas por 2 o 3 oficiales,
manejadas por la tripulación (10 o 12 marineros) y una treintena de
pasajeros. Algunos animales: yeguas embarazadas, vacas y mulos.
También árboles: vides, olivos y semillas. Todos convivían con
pulgas, chinches, piojos, cucarachas y ratas.
En otra ficha, leyó:
—No existían los camarotes personales y los pasajeros cada
noche, se acomodaban en cualquier rincón, en un espacio mínimo,
en la mayoría de las ocasiones, no superaba el metro cuadrado por
persona.
No nos resulta fácil imaginar la vida en esas naves, durante un
mes —más o menos— con la incertidumbre presente en cada noche
y cada nuevo día. A veces la mar estaba tan tranquila, fácilmente se
llegaba a tener la impresión de estar detenidos: imposible avanzar.
En otras, la tormenta amenazaban la seguridad de la carga y de las
personas. Y lo más personal: las situaciones higiénicas durante el
viaje, con el aseo limitado y los malos olores potenciados. Y que
decir de la imposible intimidad de aquellas mujeres —
particularmente pudorosas— sin ningún lugar donde ocultarse.

D. Miguel tenía esa tarde una cita con el médico, pero antes
de despedirse les explicó:
—Lo sucedido durante el encuentro en Cajamarca está
perfectamente descrito en el Manuscrito, así como la muerte de
Atahualpa. Aunque no se menciona nada, D. Francisco Pizarro y su
esposa Inés Huaylas, tuvieron una hija llamada Francisca Pizarro
Yupanqui. Tras el fallecimiento de su padre, Francisca era
descendiente legítima del Gran Marqués de la Conquista y de la
Familia Imperial Incaica de Huayna Cápac, pues era hermanastra:
tanto de Huáscar como Atahualpa, los dos últimos Incas Supremos.
Fue cortejada por algunos notables españoles, entre ellos su tío
Gonzalo Pizarro. Si se hubieran casado serían una poderosa pareja,
con capacidad para coronarse reyes del Perú, al menos eso temían
en España.

En 1550, Francisca fue llevada a España, y allí casó en


primeras nupcias, a la edad de veinte años con su tío Hernando
Pizarro de cincuenta cumplidos. De esta unión nacieron cinco hijos:
Francisco, Juan, Gonzalo, Isabel e Inés, pero la descendencia de los
Pizarro y la princesa Inca Inés, en la actualidad ya se ha extinguido.
Terminaron despidiéndose y quedando para una cena en el
hotel el día sábado. Habían invitado al matrimonio como
agradecimiento a su colaboración, pues sin ellos todo su esfuerzo
con el Manuscrito habría sido infructuoso.

EPÍLOGO
41. DÍA SÁBADO

Una mañana al salir, el Maître del hotel se acercó a Rosa y le


propuso:
—He escuchado su deseo de organizar una comida al estilo
español. Una de las cocineras es española, lleva ya muchos años en
Trujillo pues se casó con un trujillano, les prepararía la comida para
esa invitación.
En su compañía acudieron a la cocina y se presentaron a Lola:
—Usted nos podría preparar unas tapas de tortilla de patatas,
calamares fritos, una pequeña paella.
—Por supuesto, con mucho gusto y como yo soy de Galicia,
añadiría unos pulpos a la gallega.
—¡Adelante!, lo dejamos a su criterio.
Doña Claudia y don Miguel a la hora prevista se presentaron
en el hotel —iban con sus mejores galas— se advertía, hasta en la
ropa, la importancia de esa cena.
El camarero les condujo a una mesa especialmente adornada.
Como detalle, había puesto, en el centro, una banderita de España
y hasta un pequeño toro de porcelana.
Les sirvieron el aperitivo y Rosa aprovecho para preguntar:

—¿Doña Claudia, cómo fue su viaje a España?


Pero fue don Miguel quien comenzó a explicar:
—Nada más salir de la cárcel, empecé a darle vueltas a la idea
de marchar del Perú, por algún tiempo al menos. Solicite una Beca
de estudios para España. Se trataba de un Curso de Arqueología de
la Universidad Complutense, duraría nueve meses y me pagarían el
viaje y el alojamiento, solo necesitábamos el dinero para el pasaje
de Claudia. Teníamos ahorrado suficiente, habían sido tres años de
muy pocos gastos ¿A qué fiestas iba a ir yo, con ella en la cárcel?
—Recuerdo, mi primera reacción: me negué radicalmente —
apostilló doña Claudia— después de pensarlo, me comprometí: si le
otorgaban la beca sería cosa del destino, sin embargo, creía —con
absoluta certeza— que con mis antecedentes políticos, no se la
concederían nunca.
—Yo había seguido su consejo y muy poca gente sabían lo de
la cárcel, además, en aquel momento, la Universidad tenía fondos,
pues fueron unos años de bastante prosperidad económica. El
gobierno se aprovechó de la guerra de Corea para impulsar las
exportaciones de materias primas. Como siempre esa prosperidad
no llegó al pueblo, como siempre, fomentó la corrupción de los
políticos. A nosotros nos consiguió la ansiada Beca y la posibilidad
de estar, Claudia, más tranquila lejos de su afición militante.
—Tuvimos un problema añadido —recordó doña Claudia— un
mes antes de salir nos enteramos: estaba embarazada. No os
hacéis una idea de la reacción de Miguel al saberlo: Se acabó el
viaje, no podemos poner en riesgo al niño. Pero yo me mantuve
firme. Si era el destino, mi primer hijo nacería en España. ¿Por qué
no? El embarazo es una situación extraordinaria, pero no es una
enfermedad. Y por supuesto seguimos adelante.
—Los dos viajábamos en avión por primera vez —siguió don
Miguel rememorando— sería un gran recorrido: de Trujillo a Lima
iríamos en autobús para luego, montados en un avión, hacer el
resto: Quito, Cartagena de Indias y por fin Madrid. El viaje se nos
hizo muy largo y pesado, en Cartagena hasta nos hicieron cambiar
a un avión más grande, para cruzar el Atlántico, allí nos demoramos
un día completo de la mañana a la noche. Por fin llegamos a Madrid,
nuestra primera impresión no fue muy agradable, era el 17 de
septiembre de 1953 y todavía se notaban algunas señales de la
reciente guerra incivil en los edificios. En la gente descubrimos un
regusto amargo en el alma, se sentía: habían sido muchas
desgracias, demasiado trágicas, muy cerca y en casi todas las
familias.
—Además —intervino doña Claudia— nos íbamos de un
gobierno militar y allí encontramos otro también militar y muy
parecido.
—En la Universidad de Madrid nos dieron una dirección donde,
tal vez, nos podíamos alojar. Fuimos en un taxi pues no sabíamos
las calles, y allí nos ofrecieron una habitación con derecho a cocina,
bastante aseada y digna, estaba en la C/ Cadalso, un bulevar ancho
con árboles. Resultó estar muy cercana a la Facultad donde me
matricularía, podía ir andando cada mañana. También cerca de la
Plaza de España y la Gran Vía. Nos llamó mucho la atención un
edificio, en ese momento, se estaba construyendo, la Torre de
Madrid, sería el rascacielos más alto de Europa. Nosotros lo vimos
de 30 plantas, pero llegaría a tener 37, era una barbaridad,
acostumbrados a edificios de 3 o 4 alturas, aquel de casi 150
metros de altura nos asombraba. Como quedaban más de quince
días para empezar las clases, nos dedicamos a conocer la ciudad;
Claudia compró un plano y antes de salir a la calle, estudiábamos
un recorrido. Teníamos opción de autobús y metro para
desplazarnos. Nuestra primera visita fue al Museo de Prado, aunque
luego volvimos otras veces. Por supuesto, estuvimos en la Puerta
del Sol, en Cibeles y la Puerta de Alcalá.
—Cuando empezaron las clases —tomó la palabra doña
Claudia— me quedé sola muchas horas, empecé a aburrirme,
algunas mañanas eran especialmente largas. No recuerdo como se
me ocurrió buscar dónde podría ejercer de enfermera. Fui a la Cruz
Roja y allí me ofrecieron ser voluntaria, podía ir al hospital cuando
quisiera y aquello me gustaba. A veces participaba en una urgencia
o acompañaba a algún enfermo para hacerle las pruebas clínicas, o
simplemente darle compañía a quien no tenía acompañante. Estaba
en esos trabajos, cuando un día al llegar Miguel de la Universidad le
dije: “un médico se ha enamorado de mí”. Era por supuesto una
broma, pero al ver la reacción de Miguel —el enfado se pintó en su
cara — con rapidez le aclaré: ese médico podía ser mi abuelo por la
edad. Únicamente me había ofrecido trabajar en un Hospital
privado, allí algo me pagarían, aunque seguiría figurando solo como
voluntaria. Así me repartía entre, el Hospital de la Cruz Roja: dos
días a la semana y los demás días en el hospital privado.
—Pudimos hacer un viaje a Valencia, —añadió don Miguel—
con el dinero ganado por Claudia en ese hospital. Aquella familia de
españoles de Picassent, nos habían dado direcciones de familiares y
amigos: a unos cuantos pudimos visitar y dar noticias de doña
Dorita y don Pedro.
—En las navidades —recordó doña Claudia— estuvimos ocho
días en París. Al volver nos cambió la vida, nació nuestro primer
hijo, como tenía algunas amigas en el Hospital pude contar con su
ayuda en los primeros días, casi no sentimos la lejanía de nuestras
familias.
Fue una velada interesante, escuchando las vivencias de doña
Claudia y don Miguel.
42. DÍA DOMINGO

De vuelta a orillas del Virú 2008.

Después de estudiar el manuscrito surgió, para Rosa y Juan, la


necesidad de visitar el Río Virú, de buscar la Aldea, se sentían
fascinados por la historia.
—Alguna señal se podrá encontrar del Templo —pensó en voz
alta, Juan— y tal vez localizar las tumbas de las MAMA-COYAS o las
de la Cueva de los Muertos.
—A mí —contesto Rosa— me gustaría encontrar las
construcciones del embarcadero o de los caminos por el cerro
Saraque con la acequia.
Había varias opciones, desecharon la de alquilar un auto, pues
necesitaban alguien conocedor de la zona para guiarles por el Virú.
Lo mejor sería buscar algún taxista, versado en el lugar y dispuesto
a llevarles, pues tan solo estaba a 46 kilómetros de Trujillo, al sur
por la Panamericana.
Preguntaron en la recepción del Hotel, desde donde llamar un
taxi, les enviaron a la puerta, allá uno esperaba a posibles clientes.
Le explicaron su interés y el taxista se sinceró con ellos:
—La verdad, yo no les sería útil para hacer ese viaje, pues no
he estado nunca en Virú y no les podría movilizar como ustedes
pretenden.
Les habló de una Cantina donde solían reunirse muchos
taxistas para comer o conversar.
—Allí podrán preguntar, pues seguro alguno ha nacido o ha
vivido en Virú y le puede interesar su propuesta.
—Nos podría llevar a esa Cantina —le pidió Juan— para ver si
es posible esa excursión.
—Por supuesto —le dijo el taxista abriéndoles la puerta del
carro— la cafetería tiene nombre, pero todos la conocen como la
Cantina de los Taxistas.
Recorrieron algunas calles llenas de tráfico, amenizadas por
los frecuentes bocinazos de los autos, disputándose con saña los
carriles de la calzada.
Cuando llegaron, entraron en una sala grande, distribuida en
varios niveles, separados por escalones, en cada zona había unas
mesas con sillas. Las paredes ofrecían múltiples fotografías de autos
antiguos, los primeros taxis circulando por la ciudad de Trujillo.
Aunque era la hora de comer, no encontraron muchos clientes.
Rosa, a quienes había les explicó su propósito:
—A quien más le puede interesar es al señor Cesar —recordó
pensativo uno de los comensales— creo nació en Virú y de vez en
cuando se moviliza hasta allí.
—¿Y como lo podemos encontrar? —preguntó Rosa.
—Eso es muy fácil, nosotros les ayudaremos a buscarlo,
esperen tranquilos en la cantina, rápidamente les daremos razón de
Don Cesar.
En pocos minutos empezó a correr por la ciudad, de un taxista
a otro, el mensaje:
—Un “colorao” y su esposa, están en la cantina, y buscan al
señor Cesar.
Dispuestos a esperar, Rosa y Juan se acomodaron en la
Cantina. Pidieron unos refrescos, el camarero les ofreció chicha de
Jora de maíz y les explicó.
—Es una bebida tradicional, se bebe desde antes de la época
de los Incas, ellos la usaban para sus rituales sagrados, ofrendas a
Inti y a la Pachamama. Nosotros la elaboramos de modo artesanal
según la receta más auténtica.
—¿No será una fórmula secreta? – pregunta Rosa.
—No, por supuesto, aunque si tenemos algunos trucos para
elaborarla más sabrosa. Lo fundamental es hacer la Jora del maíz,
esto se consigue dejando, durante un día, el maíz remojado en
agua, luego se pone sobre un paño húmedo hasta verlo germinar.
En dos o tres días tenemos la Jora de maíz, entonces se seca y
después se muele. Esa harina se tuesta durante 20 minutos para
luego poner a hervir entre 2 a 4 horas. Sin dejar de remover la
masa hasta evaporar —más o menos— la mitad del agua, en ese
momento se endulza (ese es uno secreto) y se enfría. Luego se
cuela con un lienzo y se deja en un recipiente un par de días,
fermentando.
¿Si fermenta es una bebida alcohólica? —protestó Juan—, he
pedido un refresco, eso, para mí, es siempre sin alcohol.
—Sí, pero es muy poco alcohólica, ¡les gustará!.
—Bueno, traiga esa chicha —terminó aceptando Rosa—
aunque tendremos cuidado pues puede ser de muy alta gradación.
—No se preocupen —aclaró el camarero— ya me encargaré yo
de que no terminen muy “tomaditos”.
A la mesa se arrimó un hombre joven, se presentó como
taxista y se ofreció a llevarlos a Virú.
—¿Es usted el señor Cesar? – preguntó Juan.
—No, yo me llamo Antonio y he estado en Virú en varias
ocasiones y puedo trasladarles por un cómodo precio.
—¿Pero sabe, deberá llevarnos hasta el río y buscar las ruinas
de la aldea del Saraque?
—Seguro, será fácil encontrar esos sitios.
—Tal vez sea realizable, sin embargo, nosotros deseamos nos
lleve alguien conocedor del lugar, para no perder el tiempo. El señor
Cesar vivió allá en su juventud. Esperaremos a hablar con él.
No muy conforme, Antonio se levantó, farfullando quejoso por
perder una carrera tan apetecible.
En una mesa cercana, el camarero sirvió uno de los platos
típicos de Trujillo, el ceviche de cañan. En el Manuscrito habían
aprendido: era un pequeño lagarto, se comía en la zona, desde
hace muchos miles de años. Al verlo cocinado, les resultó algo
revulsivo —tal vez— se habían separado tanto, tanto, de la
naturaleza y además tienen tantas opciones alimenticias. Su
estómago ya no resiste las comidas más tradicionales. Otro gallo
cantaría sin no se hubieran apartado tanto de la naturaleza y no
tuvieran otros manjares para elegir.
No tardó ni una hora en presentarse el Señor Cesar en la
Cantina. Oyeron como todos le llamaban “el alcalde”, pero no
llegaban a saber por qué le llaman así. Cesar, podía ser el nombre
del verdadero Alcalde de Trujillo, o fueran parientes, ni siquiera
sabían si a él le molestaba ese apelativo y se lo decían para
fastidiarle. Por si acaso ellos siempre le llamaron: Señor Cesar.
Era un hombre de unos cincuenta años, grueso y bonachón,
con la ironía propia de los trujillanos y con su extrema delicadeza.
Se le notaba muy escuchado y leído, como declaró uno de sus
colegas, escuchado porque había atendido a mucha gente, y lo
hacía con interés y preguntando con aprecio.
Se presentó saludando con amabilidad y aceptando un asiento
en la mesa. Le invitaron a chicha, le explicaron el plan y le pidieron
un presupuesto.
—Queremos estar todo el día en la zona del Río Virú, llegar
hasta las orillas del torrente, y si es posible, acercarnos al cerro
Saraque en busca de las ruinas de un antiguo Templo. Hemos
encontrado un Manuscrito, sobre los habitantes de una aldea cerca
del Río Virú, con terrazas de cultivo en las laderas del Saraque.
El señor Cesar, no solo hizo preguntas, cada vez se le notaba
más entusiasmado con el proyecto. Rosa extendió sobre la mesa el
plano, elaborado siguiendo las informaciones encontradas en el
Manuscrito.
—En Virú —terminó por explicar el señor Cesar— tengo
muchos familiares y amigos de mi juventud, y el plan de viaje me
parece muy interesante. En cuanto al precio, podemos quedar en el
costo del combustible, pues yo puedo aprovechar para saludar a
mis familiares. Aunque yo nunca oí hablar de unas ruinas en el
cerro, pero sí fui muchas veces al río con los jóvenes a pescar y
bañarnos. Será interesante, echarle un vistazo a ese mismo río, con
la información de ese Manuscrito.
Quedaron en partir, al día siguiente, de madrugada, y así
poder aprovechar toda la luz del día.

43. DÍA LUNES

De la recepción del Hotel, a las seis de la mañana,


comunicaron por teléfono a Rosa y Juan: un taxista les esperaba en
la puerta. Rosa se acercó a la habitación de Adela y como ya
estaban todos preparados, bajaron con presteza. Antes de ponerse
en marcha invitaron al señor Cesar a desayunar, aunque él ya había
comido, se sentó a la mesa y aceptó una mazamorra morada,
mientras ellos tomaban café, leche y tamales. Como todos tenían
urgencia, se demoraron muy poco.
Al subir al taxi, Juan se puso en el asiento junto al señor
Cesar. Tenía la intención de aprovechar el viaje para prepararlo,
contándole lo leído en el manuscrito y así podría entender mejor, lo
que buscaban con tanto interés.
Fue un viaje muy agradable, de apenas una hora, por la
Panamericana rumbo al Sur. Pronto quedó claro: los conocimientos
del señor Cesar sobre la antigüedad peruana, casi se reducía a los
múltiples tópicos, ensalzando a los Incaicos y denigrando a los
españoles. La existencia de Chan-Chan, a donde al parecer, había
llevado turistas con frecuencia, le tenía intrigado.
—En una ocasión le hice una carrera —les comentó— a dos
personas, estuvieron todo el recorrido hablado sobre la importancia
de aquella ciudad y del Imperio Chimús y como fueron conquistados
por los soldados Incaicos y sometidos a su tiranía. Hablaron
también de la Señora de Cao y de otros sitios cercanos a Trujillo.
Retazos de aquella conversación me llevaron una tarde, a buscar en
la Biblioteca Municipal, algunos libros sobre estos temas. Encontré
cualquier cantidad de libros. Me llevé a casa un volumen
recomendado por la señora Bibliotecaria, y lamentablemente me
resultó bastante aburrido. Y así terminó, malamente, mi afición por
ese asunto, no volví a intentar conocer más.
El viaje también dio oportunidad para hablar de la familia y de
sus amigos de Virú.
—En una ocasión, acá a mi lado, cómo está usted, se sentó
una señora de edad. Me dijo estar asustada, por los nombres que
ponen ahora a los niños, no recuerdo como llamaban a una nieta
suya, ella afirmaba muy convencida: quienes tienen un nombre
cristiano, cuentan en el supra-mundo con alguien protegiéndoles.
Solo por esa ayuda, es recomendable poner nombres, de quien nos
puedan auxiliar en los caminos de la vida.
Por teléfono, había conectado con su gran amigo Luis, a su
casa les llevaría, de él recibirían, información de primera mano,
sobre el lugar.
En el Grifo Gran Chimú, pararon a llenar el tanque de
combustible, al reanudar la marcha, la Panamericana atravesó las
primeras calles de Virú. Llegaron cuando ya el sol rompía el cielo.
Las casas de la ciudad se desparramaban a lo largo de la carretera.
Una de las calles, como todas en el lado derecho, se alejaba de la
Panamericana y les llevaban hasta el centro: la Plaza de Armas. A
esa barriada los mapas la llamaban Saraque, era allí donde estaban
la Municipalidad Provincial, la Comisaría, el Estadio y el Cementerio
del Virú. En algunas calles vieron Arcos de madera, decorados con
cintas de colores y flores.
—Señor Cesar —preguntó intrigado Juan— ¿Qué son esos
Arcos? He descubierto ya varios.

—Son de los catorce Arcos para la fiesta, por esas calles


pasarán Las Diabladas, en la fiesta del Señor de la Sangre. El
sábado anterior al primer domingo de julio será la venida del Señor
y luego el Concurso de Danzas. Y por la noche, se desarrolla la
Retreta de las Bandas y la quema de fuegos artificiales como
símbolo de víspera. El domingo, día central, después de la misa,
sobre las seis de la tarde, comenzará la procesión principal llevando
al Señor de la Sangre hacia la Capilla, edificada a los pies de la
Huaca Santa Clara. El lunes de amanecida, el Señor de la Sangre
regresa al templo del Virú, en el camino se encontrará con el Señor
de la Sangre de Lima, el Señor de Huamanzaña y La Pastorcita. En
el Barrio El Alto lo esperarán las imágenes de San Pedro, San Pablo
y San Isidro. Son encuentros emocionantes, sobre todo para los
viruñeros, esperan durante el año estas fiestas.

Cerca de la Plaza de Armas, encontraron la casa del señor Luis


y su esposa Teresita, les recibieron con alegría, por supuesto, la
alegría era por abrazar al señor Cesar, no le habían visto en varios
años. El señor Cesar presentó a Rosa, Adela y Juan.

—Según el señor Cesar, usted nos puede orientar —comentó


Rosa— En primer lugar nos gustaría una explicación sobre el río,
pues lo hemos cruzado y apenas es una acequia canalizada.

—Desde hace unos años —comenzó el señor Luis— en esta


parte del Perú se está realizando una gran obra de ingeniería es el
Proyecto Especial CHAVIMOCHIC. Consiste en la derivación de las
aguas del río Santa a través de un canal para conducirla, por medio
de túneles y puentes, hacia los valles de Chao, Virú, Moche y
Chicama. Ese canal enlaza esos cuatro ríos aportándoles caudal
constante de agua, al unirse con el Río Virú, lo alimenta para
distribuir agua por todo el valle.

—Toda esa construcción —sentencia el señor Cesar— ha


cambiado totalmente el paisaje del valle y hasta el antiguo recorrido
del río Virú. El cerro Saraque nos servirá para localizar el primitivo
cauce.

—Señor Luis —preguntó Rosa— ¿Por dónde quiere que


empecemos a buscar?

—Yo les acompañaré en toda la excursión, me interesa buscar


con ustedes. Podemos ir esta mañana, río arriba, hasta el cerro y
allí buscar la aldea, después vendremos a casa para comer y por la
tarde podemos ir hasta el mar.

Sin más dilaciones se encaminaron hacia el cerro Saraque.

Dos carreteras comienzan en el pueblo, y alejándose del mar,


acompañan las riberas del río. Por la del margen derecho se
acercaron al cerro, lo superaron buscando las cascadas, eran cuatro
caídas sucesiva y resultaron muchísimo más pequeñas de lo
imaginado. El agua era muy poca, pero muy limpia, saltaba entre
las piedras y se remansa en cristalinas lagunas. Muy cerca estaría el
acantilado de los Guacamayos.

A la sombra de unos árboles, sobre un pequeño prado, se


sentaron a contemplar las cascadas.

—Acá, en este remanso —susurró Rosa— Kori (Mujer de gran


sensatez) sintió la caricia de la Pachamama cuando el agua se
ensangrentó a su alrededor por la Kamachina.

—Tal vez ya estaban estos árboles cuando los niños venían a


por arcilla —comentó Juan— o son los retoños de aquellos, pues los
algarrobos tienen una larga vida y estos se ven muy retorcidos y
añosos.

Durante un rato permanecieron ensimismados.

—En este lugar Ninan —recordó Rosa— abandonó la canoa y


se internó por el monte huyendo, después de matar a Illarisisa.

Luego montaron de nuevo en el todoterreno y volviendo sobre


sus pasos, se aproximaron al Cerro.

—En esta zona debía estar la Aldea —comentó Rosa al llegar al


paraje donde se acercaba la ladera del Cerro, al río— Dice el
Manuscrito, entre el Virú y el Cerro: edificaron el Templo, las casas
y los almacenes.

Detuvieron el auto, los cinco se apearon y comenzaron a


andar: algarrobos, matorrales, algún cañan huía a su paso, cientos
de pájaros les daban la bienvenida, el aire vibraba con el aleteo de
los insectos, pero no encontraban ni rastro de la Aldea, ni de los
andenes para el cultivo, ni de las acequias. Todas las laderas de la
colina estaba llena de guijarros, rocas, algunos árboles y mucha
maleza.

Se acercaron al río, por el camino de las chirimoyas, ahora


totalmente cubierto de zarzales, sin rastro de los árboles, que
tantas veces habías regalado sus frutos a las madres de vuelta a
casa —al atardecer— tras haber estado un tiempo en el Virú de
cháchara y baños. Y ¿dónde estaba el remanso con el
embarcadero?, el lugar de los juegos infantiles

Dieron muchas vueltas, aunque todo era baldío, allí no había


ningún resto de la Aldea.

—¿Dónde puede estar la Aldea? —preguntó Juan intrigado—


parece se ha volatilizado.

El señor Luis frunció el ceño y explicó, paseando la vista por el


monte.

—No lo sé. Pero se me ocurren algunas explicaciones. Ha


pasado mucho tiempo y con frecuencia, en la antigüedad, el río
creció con las lluvias e inundó las riberas. No es extraño pensar que
hace años viniera una riada más importante y arramblar rocas,
fango y árboles. Pudiera arrasar la Aldea y cubrirla de los materiales
arrastrados.

—Eso pudo ser —admitió, de mala gana, el señor Cesar— sin


embargo, ¿Qué pasó con los andenes de la ladera? ¿Dónde está los
cultivos? No hay ni rastro y en otros muchos lugares se han
conservado ¿Habréis contemplado fotos de Machu Pichu?

—También se me ocurre otra explicación —afirmó pensativo el


señor Luis— y si algún sismo o algún huaico hizo desplomarse la
ladera, y arrastró la zona de cultivo enterrando la Aldea.

—Pues es una explicación —afirmó pensativa, Rosa, y un tanto


confusa— mientras los arqueólogos no tengan tiempo, esta Aldea
estará esperándoles. Ahora tienen demasiados sitios donde buscar,
sin embargo, algún día le llegará su turno.

Era muy difícil darse por vencidos, después de haber estado


soñando, durante tanto tiempo con aquel paraje. Incansables
subieron y bajaron el cerro, una y otra vez, intentando encontrar
alguna señal de ruinas o huellas de la antigua Aldea. Hicieron
cientos de fotos, eso sería lo único que podrían llevarse.

—Allí, en la lejanía —les dijo el señor Luis— sobre el cerro al


otro lado del río, se dibuja la mole inmensa del Castillo de Tomabal,
es una edificación de adobe. Ya estaba construida mucho antes de
la llegada de los españoles al Perú y todavía permanece como
recuerdo y señal de sus antiguos habitantes.

—En el Manuscrito —apuntó Adela— se afirma que cuando


llegaron al valle encontraron una gran edificación, aunque ya estaba
deshabitada y en parte arruinada.

A la sombra de un algarrobo, se sentaron, dejando vagar la


vista y la imaginación, Rosa comenzó a hablar, en medio del piar de
los pájaros y zumbido de cientos de insectos.

—A lo largo de estos días, ¿cuántas veces hemos paseado


imaginariamente por esta Aldea? Hemos despedido a la caravana
hacia Cajamarca, dirigida por Tarki (Que se hace respetar), sufrido
con el asesinato de Illarisisa (Flor del amanecer) o con el rapto de
Kurmi (Brillante Arco Iris), Ururi (Lucero de la mañana) y Kori
(Mujer de gran sensatez) llevadas hasta el Cusco. También hemos
celebrado tantas veces el Plenilunio con las sucesivas MAMA-COYAS
desde Tintaya (La que consigue cuanto quiere) a Naira (Mujer de
ojos grandes) de preclara inteligencia siempre interesada en el
progreso de la Aldea, Kusi (Quien tiene siempre suerte) valiente
luchadora contra Chimús e incaicos o Sulata (Mujer hermosa)
revolucionaria al casarse con Diego de Villamayor y aceptar tantos
cambios.

—Para mí —intervino Juan— la aventura de Ankalli (Rápido en


el andar) y como cuenta la vida de los Incas: Pachacutec, Tupac
Yupanki y Huayna Cápac, me ha parecido muy aleccionador.
También las actuaciones de la familia de Duchicela y Dumma, es
elogiable su modo de integrarse en la Aldea.

—Yo me quedé prendada de Don Diego —comenzó Adela— la


finura como narra su historia, siempre fue un caballero, de esta
tierra se enamoró y por supuesto del río Virú y de Sulata. Con
frecuencia pienso en su hija Warayana (Estrella venida de lejos) con
cuanta delicadeza hace de periodista, interrogando a sus mayores y
a Don Francisco del Virú (Paku - Paquillo) para luego escribir el
Manuscrito y entregarlo, pensando en los futuros lectores.
Se hizo la hora de comer y decidieron volver al pueblo. En el
auto la conversación estaba llena de desilusión ¡Qué pena no haber
encontrado nada! Tal vez se había ilusionado en demasía.

Al llegar al pueblo, como ya la hora era tardía, se encaminaron


directamente al Restaurante El Fogón, donde la señora Teresita ya
les espera. Había hablado con la propietaria del Restaurante, doña
Rosita, y además de encargar la comida, había negociado para que
una pareja, bailara marineras, en honor a sus invitados.

Cuando se acercaban, las notas musicales de la marinera


inundaban el cobertizo, donde se situaba el comedor. Rayos de sol
atravesaban la cubierta, llenándolo de columnas de luz y de
manchas de sombras en las mesas y el suelo. En una de las mesas
sobre el mantel de papel azul con rayas blancas, estaban
preparados seis servicios, hacia esa mesa encaminó a la comitiva la
señora Teresita. Otras mesas estaban ocupadas por trabajadores de
una empresa cercana de conservas vegetales. Por el Chavimochic
habían empezado a surgir, varias empresas de elaboración de los
productos agrícolas: espárragos, pimientos de piquillo, alcachofas.
Daban nueva vida a la ciudad, y en España se ven con frecuencia,
PRODUCTO DEL PERÚ, en los envases de conservas vegetales.
—Estos son los famosos Chicharrones de cerdo —presentó
orgullosa doña Rosita— se cocina con su piel y en su grasa.
Acompañados con papas sancochadas y maíz tostado, se añade una
salsa criolla hecha con cebolla picada y limón y hierbabuena.

—Según la leyenda este plato —comentó el señor Luis— era el


preferido de D. Francisco Pizarro, pues en su infancia había criado
cerdos en su Extremadura natal. En este manjar se allegaban los
sabores peruanos: papa y maíz, productos desconocidos en su
tierra, con el cerdo traído por ellos desde España.

En la conversación hablaron de su rechazo a los cañanes, pero


también de su admiración por la papa, se puede comer: cocida,
asada, ahumada y frita. No hay más modos de cocinar un alimento.

Por la tarde marcharon en busca de la Aldea del Mar, pero con


la experiencia de la mañana, y sabiendo la provisionalidad de esas
construcciones —apenas consistía en unas cabañas— lo más
probable sería no encontrar nada, esperaban al menos disfrutar, de
la puesta de sol, pensando que los habitantes de esa Aldea, la vería
cada atardecer durante años.

Rosa sintió el frescor de la brisa en el rostro, cuando a lo lejos


empezó a vislumbrar el mar. Y solamente se pudieron extasiar al
contemplar como Inti, solemnemente desaparecía en la lejanía del
Océano Pacífico.

—Por aquí— habló Rosa— estaba la salina, el secadero y el


puerto de donde salieron aquella primera misión marítima, dirigidos
por Nina (mujer inquieta, vivaz) después de muchas aventuras
llegaron al Candelabro, creyeron era un tatuaje de la Pachamama,
representando a un humano, despidiendo cada tarde, al sol
zambulléndose en el mar. En este paraje acogieron a un sabio, un
amauta de nombre Chikan (Único, distinto a todos) y le reveló
grandes verdades, sobre la vida del más allá y la divinidad de
Viracocha, el Dios supremo.

—Y a esta playa llego Diego —dijo Adela— luego de su


naufragio, cambiando su vida por completo.

Siguieron paseando y recordando.

Durante el día habían admirado el paisaje con árboles y flores.


Oyeron el rumor del río y el canto de los pájaros. Tocaron el agua
con sus pies y se refrescaron la cara. Captaron el aroma de los
campos y la fragancia del mar. Saborearon los frutos de los
algarrobos y —sobre todo— habían llenado sus pulmones, cuando
se disponían a marchar, con el aire de las orillas del Río Virú.
Para ponerse en contacto con los autores facilitamos su dirección:

María Elena y Pedro García Obregón

Índice biográfico, elaborado con datos del Manuscrito y


de otros documentos de la época.

44. Narradores de Historias

Warayana

En el idioma de la Aldea significa: “estrella venida de lejos”. Y en su


nombre se pregona la realidad de su nacimiento, pues es hija de la
MAMA-COYA Sulata y del soldado andaluz Diego de Villamayor.

Se puede afirmar: en su persona se realiza, con toda plenitud, la


extraordinaria y misteriosa unión del río Virú y Andalucía.

Anca (Veloz como el águila)


Marido de Tintaya, en su juventud participó en un gran viaje
que les llevó hasta Huacho, donde se pusieron en contacto con los
que habían huido con Waywa. Luego se dirigieron al sur hasta la
península de Paracas donde contemplaron, maravillados, el
Candelabro.

Naira (Mujer de ojos grandes) N. 1.423 - M. 1.473

Segunda MAMA-COYA, 1.441, tenía 18 años y gobernó 32


años, hija de Tintaya y Anca, recordada por su gran inteligencia.
Fueron decisivas, para el futuro de la Aldea. Murió asesinada por el
Representante del Señor de Chan-Chan cuando la Aldea fue
asaltada.

Tarki (Que se hace respetar)

Dirigió la caravana comercial a los Baños de Inca. Durante


años se sucedieron las caravanas a Cajamarca. Dejó al mando de
una especial de delegación de la aldea a Sayri y bastantes años
organizaron, con eficacia aquellas misiones comerciales.

Asiri (Mujer sonriente)

Narra la aventura cuando unos cuantos fueron enviados a


investigar lo que sucedía en Chan-Chan y luego sufrió las
consecuencias de la llegada del los soldados de Chan-Chan a la
Aldea
Sanka (Mujer que dice la palabra adecuada)

Después de muchas deliberaciones y muchos meses, el


Consejo autorizó a que un grupo de voluntarios se unieran a los
rebeldes, el grupo estaría comandado por Kusi en representación de
su Madre.

Mayta (Hombre que aconseja con bondad)

Narra la extraordinaria aventura que supuso para algunos la


ocasión de conocer la costa más al sur del Virú. Participó en el viaje
comercial bastante ruinoso que llegó, junto con Anca hasta el
Candelabro.

Dumma

Muchas veces, me han pedido que cuente mi historia. Llegué a


la Aldea del Río con unos 12 años huyendo junto con mis padres y
mis 3 hermanos del norte, de más allá de Cajamarca.

Takiri (Creador de música)

Marido de Duchicela, a la que acompañó hasta su tierra, en


busca de su abuela y resultó que había fallecido cuando llegaron,
Caminaron hasta más al norte de Cajamarca

Duchicela

Hermana de Dumma le costó integrarse en la Aldea, pero


terminó casándose con Takiri.

Ankalli (Ligero, rápido en el andar)

Narra su experiencia realmente terrorífica, naufragó en el viaje


de 1490, y después de grandes peripecias, llego a ser esclavo del
Inca, volvió a la Aldea convertido en un cuanta-historias recorriendo
el Tahuantinsuyo.

Sulata (Mujer hermosa) N. 1.519 - M 1.568

Sexta MAMA-COYA, 1.546 tenía 27 años, gobernó 22 años. Se


había casado con D. Diego en 1.533, era considerada de una belleza
deslumbrante.

Otros personajes

Tintaya (La que consigue cuanto quiere) (N. ¿? - M. 1.441)

Primera MAMA-COYA, ¿1.400? Condujo a su pueblo a orillas


del Virú, cuando en su antigua Aldea, una gran tormenta de arena,
lo anegó todo, convirtiendo aquel valle en inhabitable. Fue una gran
MAMA-COYA, muy querida y recordada, por su prudencia y decisión.

Aprovechó el traslado del pueblo para reformar algunas


costumbres, tal vez, la de mayor trascendencia social, fue la de
prohibir la que autorizaba a la MAMA-QOYA, a disponer a su antojo
sobre su matrimonio, pudiendo en cualquier momento despedir a su
marido y elegir otro.
Waywa (Veloz como el viento)

Madre que se enfrentó a la MAMA-COYA Tintaya (La que


consigue lo que quiere) y con unas cuantas familias abandonó el
valle, se dirigieron al sur, se establecieron en Huacho donde el
pueblo prosperó con el comercio de la sal y el salado de pescados,
pero siempre se sintió ajeno a la cultura y costumbres de aquel
pueblo. Sufrieron persecución y fueron casi aniquilados

Nina (mujer inquieta, vivaz)

Madre que dirigió el viaje en busca de metales llegando al


Tambo Huacho y luego al Candelabro.

Qawayu (veloz, ligero)

Compañero de Anca (Veloz como el águila)

Illarisisa (Flor del amanecer)

Heredera de la MAMA-COYA Naira (Mujer de ojos grandes),


que el día de su boda fue asesinada por Ninan (Inquieto y vivaz
como el fuego) pues había elegido como marido a Churki (que
nunca se rinde, persistente). Se la recuerda como una joven muy
hermosa con gran personalidad, aunque algunos señalan que había
prometido, como jugando, antes de elegir marido, que elegiría a
uno o a otro de los jóvenes. Tal vez por ello se puede entender la
reacción de Ninan (Inquieto y vivaz como el fuego) al no ser
elegido.

Churki (que nunca se rinde, persistente)

Elegido por Illarisisa (Flor del amanecer) como marido y quedó


viudo el mismo día de la boda. Varios años después fue elegido
como segundo marido por Kusi, la hermana de Illarisisa, cuando
Kusi volvió de la lucha con los soldados de Chan–Chan donde
falleció su primer esposo heroicamente en la lucha.

Ninan (Inquieto y vivaz como el fuego)

En su juventud mató a Illarisisa (Flor del amanecer), fue


condenado al destierro en la Isla de Guañape. Allí lo dejaron atado,
se sospecha que uno de los que le llevaban, le aflojo las ataduras de
las manos así le fue fácil liberarse y luego de unos días
alimentándose de huevos, al ver que no tenía posibilidades de
encontrar agua decidió evadirse nadando, consiguió llegar a la costa
y se alejó de la Aldea. Se estableció en Cajamarca donde llegó a ser
un próspero comerciante. Nunca quiso acercarse a su antigua Aldea

Kusi (quien tiene siempre suerte)

N. 1.450 - M 1.503

Tercera MAMA-COYA, 1473 tenía 23 años, gobernó 30 años.


En su juventud enviada por su Madre, comandó al grupo de
voluntarios que durante años, hostigaron a los soldados de Chan–
Chan que se extendieron fuera del valle del Moche amenazando la
Aldea

Kurmi (brillante Arco Iris)

Fue secuestrada por los soldados incaicos, cuando era una


niña de 7 años

Utuya (mujer fuerte y decidida)

Dirigió la expedición para liberar a las secuestradas por los


soldados de Inca

Sapana (Hija única)

Última MAMA-COYA de Huacho, la encontraron los que seguían


a los secuestradores de Kori y les narra cómo su pueblo fue
perseguido por un cacique de Huacho, Recibieron como libertadores
a los soldados del Inca. Por envidia de su triunfo, sufrieron
vejaciones y casi fueron exterminados. Nunca pudieron construir un
Templo según se acostumbra y a escondidas mantuvieron sus leyes
y el poder de la MAMA-COYA que les gobernó

Purik (Caminante, andariego)

Esposo de Ayka, que protagonizó una dura pelea con Iraya al


reaccionar ante las insinuaciones de ser culpable de la muerte de su
esposa. Fue desterrado durante un año a la Aldea del Mar
Iraya (El que ayuda y socorre)

Hermano de Ayka, nunca quiso aceptar que la muerte de su


hermana fue por un accidente. Culpaba a Purik

Ayka (cariñosa, afable en el trato)

Logró ilusionar a su marido para hacer un largo viaje con toda


su familia. Después de estar en Chan-Chan, bordearon la costa
hacia el norte, para encontrar la Aldea original a orillas del Estuario
de Virrilá.

Illawara (estrella afortunada)

Hija de Ayka y Purik, esposa de Wayna

Paku (útil e inteligente)

Hijo de Ayka y Purik, se marchó con los españoles que le


convirtieron en intérprete, llegó a ser escribano de Pizarro, al que
acompañó hasta la Ciudad de los Reyes

HIMNO ACTUAL A VIRU

CORO I

Eres tú, oh Virú, Madre Tierra


que a la patria su nombre inspiró,

la fuente eterna que bebieron

nuestros pueblos por su libertad

ESTROFA

Suelo patrio y cuna gloriosa

de la noble cultura Virú,

brazo enhiesto y tambo de imperio

casta Inca, Mochica – Chimú.

Tu ciudad esmeralda del valle

armonía de paz y quietud,

siembra un pueblo que canta y rebosa

los valores de la juventud.

ESTROFA

Tomabal, un castillo del arte,

Milenario Queneto eres tú,

magna piedra angular que sostiene

la grandeza del pueblo Virú.

Levantemos al tope las almas,

que nos une la fe, la inquietud.

Chavimochic fomenta la siembra,


La cosecha, el honor, la virtud.

CORO II

Eres tú, oh Virú, Madre tierra,

la que España, San Pedro nombró.

La Virgen de los Dolores cuide

su fiel pueblo, posada de amor (bis)

ÍNDICE

PRÓLOGO

Entrega del Manuscrito. Trujillo 1563

Viaje al Perú. Lima 2008

Ciudad de Trujillo, enero 2008

LIBRO I

Parte A

Así comenzó nuestra Aldea

Un día de dolor
Construcción del nuevo Templo

Tragedia en la aldea

La Vida Continúa

+Ciudad de Trujillo, enero 2008

Parte B

Caravana comercial a la Sierra

Caravana comercial en Cajamarca

Incursión en Chan-Chan

Nos enfrentamos a los soldados

Los soldados en nuestra Aldea

Los soldados del Inca en Chan – Chan

+Día martes en Trujillo, enero 2008

LIBRO II

Parte A

Una antigua aventura

Historia de Ankalli

Vuelta de Ankalli

+Día miércoles-mañana en Trujillo, enero 2008

Parte B

Acogida a una familia de huidos

Integración en la Aldea

Una nueva vida


Nuevos peligros

Añoranza de una abuela

De vuelta a la Aldea

Un secreto

+Día miércoles en Trujillo, enero 2008

LIBRO III

Parte A

Los soldados del Inca

Siguiendo a nuestras hermanas

Nos dirigimos a las montañas

Nos adentramos por la sierra

Llegada a la ciudad del Cusco

Los libertadores en el Cusco, 1512

Regreso a la Aldea

+Día jueves en Trujillo, enero 2008

Parte B

Juicio por una pelea

Un extraño en la playa

Diego en la Aldea del Río, 1532

Vuelta de Paku: D. Francisco del Virú, 1551

+Día viernes en Trujillo, enero 2008

EPÍLOGO

Día sábado, domingo y lunes en Trujillo, enero 2008

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