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Amor Del Egoista - (Romance Osc - Nero Seal

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AMOR DEL EGOÍSTA

EL MUNDO DE LOS TRES REYES


COPYRIGHT

Reservados todos los derechos. No se permite la


reproducción total o parcial de este libro ni su transmisión en
cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico,
fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito del
autor, salvo para el uso de pequeñas citas en una valoración del
mismo.
Amor del Egoísta es un libro de ficción. Nombres, personajes,
negocios, organizaciones, lugares y acontecimientos o son producto
de la imaginación del autor, o se usan de forma ficticia. Cualquier
parecido con personas reales, vivas o muertas, sucesos o
localizaciones es totalmente casual.
Autor: Nero Seal
www.neroseal.com
author@neroseal.com
Título Original:
Love of the Egoist

Traducción al español:
Gema Cela Rodríguez

Diseño de portada y formato:


www.sublimenovels.com
Copyright del original © 2018
Copyright de la traducción © 2021
AVISO DE CONTENIDO

Amor del Egoísta contiene escenas sexuales explícitas entre


hombres, lenguaje ofensivo, consentimiento dudoso y violencia, y
está destinado a un público adulto. Este libro trata el difícil tema del
síndrome de Estocolmo con todo el dolor y la crueldad que conlleva,
y no está pensado para gente de corazón débil o que se ofende o
escandaliza con facilidad.
«Al principio quería jugar contigo… castigarte. Ahora… lo que quiero
es desmoronar tu mundo y hacerlo añicos. Quiero aislarte,
despojarte de todo, hasta que sólo te quede yo.
Y recuerda, la culpa es exclusivamente tuya.»

AISLAMIENTO. SOLEDAD. UN SILENCIO INTERMINABLE.


Así es el infierno en vida del detective de policía Kuon Leiris.
Su castigo por arruinar un negocio del Duque Negro. Y cuando
anochece, empeora…
Crueldad. Afecto. Locura. Obsesión. Continuos juegos
mentales ante los que no puede sino rendirse. Yugo utiliza a su
presa para satisfacer sus corruptos deseos, poniendo a prueba los
límites de su retorcida relación.
¿Te atreves a entrar en un mundo cruel en el que un hombre
no puede ni decir basta?
PRÓLOGO

—H . —Yugo se sentó al borde del


escritorio de madera noble, haciéndolo crujir, cruzó las piernas y le
dio una ávida calada a un cigarrillo. Su robusto pecho se expandió
hasta que los botones de su camisa negra estaban a punto de
salirse de los ojales. Al exhalar el humo, una mezcla agridulce de
tabaco y vainilla se extendió por la habitación.
Le dedicó una sonrisa al joven arrodillado a sus pies.
—No eres más que un mocoso y aun así te las ingeniaste
para arruinarme un negocio… —le dijo—. Greg, quítale la venda de
los ojos —añadió cuando el prisionero se sobresaltó y giró la cabeza
hacia el sonido de su voz.
Una de las cinco personas presentes en la habitación, un
hombre corpulento que vestía un holgado traje negro y que veía
desarrollarse la escena con su habitual serenidad, como si se
tratase de una interacción frecuente y perfectamente normal, dio un
paso adelante y, con un movimiento rápido, deshizo el nudo de la
coronilla del muchacho.
La venda negra cayó, pero el cautivo no levantó la vista.
Tenía la mandíbula tan apretada que rezumaba tensión. En cambio,
Yugo sonreía mientras balanceaba un pie en el aire y rotaba el pitillo
entre los dedos corazón e índice.
—Mírame cuando te hablo —exigió sin demora.
Greg, que se encontraba detrás del prisionero con las manos
en los bolsillos, se desplazó; sus botas militares se fusionaron con la
nítida y larga sombra negra proyectada por su jefe. Agarró al joven
esposado a sus pies por el pelo y tiró. Forzado a levantar la cabeza,
el muchacho mostró su rostro magullado y cubierto de sangre seca.
Bajo el sol del atardecer, se vislumbraba una herida sangrante en la
comisura de su boca.
—¡Vete a la mierda! —rugió.
Yugo se rio cuando su subordinado forzó al prisionero a
arquear la espalda y le dio un puñetazo en la cara. Tras el giro
brusco de su cabeza hacia la izquierda, el cautivo se inclinó hacia
adelante y escupió un coágulo de sangre en el suelo.
—Qué maleducado. Con lo respetuoso que fui yo, que hasta
te invité a mi casa —murmuró el cabecilla, aplastando el cigarrillo en
el cenicero. Se bajó del escritorio de un salto y se acercó a su presa.
El joven miraba al suelo con los hombros encorvados y los
nudillos completamente blancos; en su cuello, una vena palpitaba.
Yugo se rio despectivamente y, siguiendo el ejemplo de su
subalterno, agarró al muchacho por el pelo y se acercó la cabeza de
un tirón.
—Kuon Leiris llegó a detective a tan tierna edad —dijo
mientras en su rostro se dibujaba una sonrisa sarcástica—. Qué
pena que no vaya a cumplir los veinticinco.
Cuando el prisionero le dirigió una mirada llena de odio y le
escupió en la cara, el criminal dio un paso atrás con los labios
temblando y extendidos en una mueca asimétrica. Tuvo que reunir
fuerzas para contenerse y no destrozarle la cabeza contra el suelo.
—¡Salid! —ordenó con voz escalofriante antes de limpiarse la
saliva sangrienta de la cara con el dorso de la mano.
La habitación se vació en segundos y Yugo se quedó a solas
con el maltrecho detective de policía.
—Qué valiente, ¿no? —Se acuclilló y, mordiéndose el lateral
del pulgar derecho, inspeccionó el rostro de Kuon.
A pesar de los cortes y moratones, podía apreciar lo apuesto
que era el joven. Su corto cabello castaño tenía un look despeinado
y parecía suave. Su frente era alta y ancha; sus ojos, de color
marrón oscuro, eran muy expresivos y se hallaban enmarcados por
unas cejas ligeramente arqueadas. Desafiantes, le miraban
fijamente. Una nariz recta, una barbilla prominente y unos pómulos
definidos completaban su descripción.
Hincándose aún más los colmillos en el pulgar, el criminal vio
cómo el muchacho rechinaba los dientes, apreció lo hinchada y
dolorida que parecía la comisura de su atormentada boca.
—Eh… —Se chupó el dedo y estiró el brazo con la intención
de limpiarle la sangre seca de los labios con lentos movimientos
circulares.
Kuon apartó la cabeza de golpe y, con la cara crispada, se
mordió los labios en un intento por evitar aquel dedo húmedo. La
herida en la comisura de su boca se abrió y aumentó el flujo de
sangre.
Al notar la irritación del detective, Yugo sonrió y se inclinó
hacia él, forzándolo a levantar la vista. Le pasó la lengua por los
labios y lamió el hilo de sangre fresca. El prisionero, presa de
temblores, intentó girar la cara y torció la boca en repulsión.
—Qué bien lo vamos a pasar —prometió el criminal,
relamiendo el sabor metálico. Cuando la curiosidad despertó en su
interior, sintió una punzada de anticipación—. ¡Greg! —llamó,
dándose la vuelta.
La puerta se abrió con un chirrido y el hombretón entró en la
habitación.
—A partir de ahora, nada de golpes en la cara. Quiero verla
completamente curada. Llévatelo al sótano.
CAPÍTULO 1

D , Kuon apenas vio


nada. Tan sólo una serie de puertas, una amplia y lujosa escalera y,
detrás de la cocina, un estrecho pasillo que conducía al sótano.
Una enorme puerta de metal con un cerrojo de seguridad
dejaba entrever el verdadero propósito de aquel espacio. Cuando la
puerta rechinó, apareció una entrada oscura, ansiosa por engullir el
pequeño engranaje de la maquinaria de las fuerzas de la ley. Los
dos guardas se estacionaron a ambos lados de la puerta para
esperar a que entrara. Ante la posibilidad de que el joven los hiciera
caer de una patada, no querían arriesgarse a descender las
escaleras por delante.
El prisionero se detuvo; todos sus instintos estaban alerta, le
gritaban que huyera. Echó un vistazo atrás, deseando que pasara
algo, cualquier cosa; pero Greg se encontraba a su espalda y
bloqueaba la única ruta de escape. Al recibir un fuerte golpe entre
los omoplatos, el muchacho dio un paso adelante.
La oscuridad devoró sus pies. ¡Clic! La luz se encendió y
empezó a parpadear; un molesto zumbido, como si de un enjambre
se tratara, interrumpió el silencio. Poco después la electricidad se
estabilizó. El sótano de hormigón, grande y húmedo, se extendía
bajo la mansión. El suelo pulido estaba lleno de desagües metálicos
empotrados y, en la pared izquierda, una manguera verde colgaba al
lado de la escalera.
Kuon se quedó mirando la válvula de bronce, pensando que
aquel sistema de drenaje debía de haber desaguado la sangre de
mucha gente. «¿Mi sangre también se mezclará con las aguas
residuales?». Otro golpe lo urgió a bajar las escaleras y dirigirse a la
pared opuesta, en la que una enorme celda metálica brillaba bajo la
luz artificial; al verla, apretó la mandíbula. No quería entrar allí, no
quería que lo encerraran en una maldita jaula como si fuera un
animal. Sólo pensarlo le daba escalofríos. Retrocedió y empezó a
darse la vuelta, pero una mano lo agarró por el codo y lo forzó a
girar de nuevo.
Uno de los escoltas, un hombre larguirucho de mediana edad
con orejas de coliflor, fríos ojos cobrizos y líneas muy marcadas
alrededor de la boca, acercó su cara a la del prisionero. Estirando el
cuello hacia adelante, torció su barbilla angulosa hacia arriba a la
derecha; su cabeza parecía estar en un ángulo antinatural,
espeluznante. Le dedicó una sonrisa asesina al joven y le propinó
un puñetazo a la parte baja de la caja torácica en un penetrante
gancho de izquierdas.
«Joder…»
Kuon vio llegar el golpe a cámara lenta. Su cuerpo,
deshidratado y maltrecho, se quedó paralizado, como si su cerebro
supiera lo que se avecinaba, pero no pudiera sino esperar la
confirmación de que algo horrible había ocurrido. En el último
segundo consiguió contraer los músculos y esperó que pudieran
resistir.
El puño se hundió bajo sus costillas y se movió hacia arriba.
El impacto envió una vibración a través de su cuerpo hacia un punto
invisible en mitad de la columna, justo entre los omoplatos. Por un
instante no sintió nada, sólo un extraño anquilosamiento de todo su
cuerpo y el adormecimiento de su cerebro y de sus reacciones.
Después, todo colapsó.
Algo pareció estallar y generar una ola de ácido en ebullición
en el interior de su estómago. En una enloquecedora carrera, su
corazón se saturó de sangre y, acto seguido, redujo la velocidad
hasta quedar inerte en su pecho. Su diafragma y su abdomen se
contrajeron, dejándolo sin aire, y un dolor paralizante, se propagó
desde el punto de impacto hasta la boca de su estómago.
«¿Ya está? ¿Voy a morir así?»
Kuon se encorvó hacia adelante, como si en su estómago se
hubiera abierto un agujero negro y estuviera absorbiendo sus
pulmones. Cuando todo se inclinó, cayó de rodillas y se dobló casi
en posición fetal. «Levántate… levántate o vas a morir…» Al ver
como su atacante se reía maliciosamente mientras se aproximaba
para darle otro golpe, quiso moverse, pero no podía ni levantar la
mano. Una debilidad mortal le oprimía la columna e interrumpía sus
funciones motrices; un sudor frío le cubría el cuerpo. «Joder, no…
¡Levántate, maldita sea!». Todas sus células, todas sus
terminaciones nerviosas, palpitaban con un dolor insoportable. Al
abrir la boca, intentando respirar, una ronca exhalación escapó de
su garganta.
—Basta —dijo alguien. El eco alteró el sonido de la voz,
alargándola y distorsionándola, haciendo imposible determinar su
lugar de origen.
Todo se volvió borroso y, por un momento, el prisionero temió
perder la consciencia.
—Ni de coña. Quiero divertirme un poco —dijo una nueva y
enérgica voz mientras una sombra negra con grandes orejas se
arrastraba por el suelo hacia el joven—. Le voy a cobrar cada
céntimo que me ha costado de la prima.
—He dicho basta —atronó la voz reverberada—. Lárgate si
no quieres perder algún que otro diente.
—Que te jodan… —se quejó la voz enérgica. Aunque la
confianza desapareció de su tono y la sombra retrocedió.
Fluctuando en torno a la fina línea que separa el vacío de la
realidad, Kuon cerró los ojos e intentó recuperar el control de su
cuerpo. El estómago palpitaba, le dolía una barbaridad y hacía que
la angustia y el pánico disociaran su mente. El pulso, que
martilleaba en sus oídos, repetía sin parar: «roto, roto, roto, roto».
Los ojos le ardían y se le hizo un nudo en la irritada garganta; el
temor de que su cuerpo pudiera estar dañado más allá de toda cura
lo sofocaba.
Al escuchar un suave crujido encima de su cabeza, abrió los
ojos instintivamente. A través de una confusa visión en túnel, vio
como la ancha complexión de Greg se arrodillaba a su lado. Cuando
una mano enorme le empujó un hombro y lo hizo caer de lado, algo
pareció reventar bajo sus costillas y electrocutar todas las células de
su cuerpo. Su mejilla se encontró con el frío suelo de hormigón. No
podía moverse. No podía pensar. Ya no existía. El dolor, abrasador
e incapacitante, desvaneció todo su ser. Unos dedos fuertes se
cerraron primero alrededor de un tobillo, después del otro, y las
deportivas volaron por el sótano. El cinturón las siguió. Pero a Kuon
no le importó. Una mano caliente lo agarró del antebrazo y lo puso
en pie.
—Uf… —Incapaz de mantenerse derecho, se dobló. Una
oleada de arcadas le atenazó el estómago y la visión le falló.
Trastabilló y, en vez de caer, quedó colgado de la mano del guarda.
—Haz un informe. —Esta vez, la voz del eco vino de arriba.
Aunque parecía tranquila, el prisionero percibió la amenaza que
contenía.
El subordinado de Yugo se inclinó hacia adelante y dejó su
carga en el suelo. El sonido de sus botas militares se alejó y, poco
después, el ruido metálico de unas llaves y el de un pestillo
deslizándose viajaron por aquel espacio vacío. Las fuertes pisadas
regresaron y una mano persistente volvió a agarrar el brazo del
joven; tiró de él para ponerlo en pie y lo llevó a la celda. El
muchacho intentó mover las piernas, pero tropezó. Su pie derecho
se torció hacia adentro y, de no ser por el apoyo de la mano de
Greg, hubiera vuelto a caer. El sótano se movía delante de sus ojos.
Se sentía tan impotente como una oveja arrastrada al
matadero por el granjero. Sus ojos pasaron de la coronilla de su
carcelero al umbral de metal que le había atrapado el dedo del pie
derecho y después al cubo de hojalata situado en la alejada esquina
izquierda. El guarda se detuvo en mitad de la celda y empujó a Kuon
hacia adelante, arrojándolo sobre una fina esterilla de bambú.
Suspirando, como si encargarse de él fuera un trabajo pesado por el
que su jefe no le pagaba lo suficiente, el hombre sacó unas llaves
del bolsillo, se acuclilló junto a la supuesta cama y le quitó las
esposas de las muñecas. Tras entretenerse un momento,
evaluándolo con la mirada, se levantó y salió de la celda. Al chirrido
de la puerta le siguió el estruendo metálico de tres vueltas
completas de la llave en la cerradura. El prisionero no se molestó en
mirar; sus ojos estaban vacíos, fijos en un rayo de luz que
resplandecía en la barra metálica central. El dolor adormecía su
cerebro. No le importaba lo que pudiera pasar a continuación, ni que
lo pudieran matar. Lo único que quería era que lo dejaran en paz y
que el dolor desapareciera.
Se agarró la cintura y cerró los ojos. A pesar de alejarse, las
pisadas se hacían cada vez más fuertes, como si la construcción del
enorme lugar estuviera diseñada para irradiar todos los sonidos
hacia un punto. Un suave clic rebotó en el sótano y el zumbido
desapareció. Incluso con los ojos cerrados, el joven notó como su
entorno oscurecía. Cuando un portazo completó la oscuridad, todo
dejó de existir.

K , pero los volvió a cerrar, rechazando la


realidad. La luz gris de la mañana se reflejaba en las gruesas barras
de metal, las hacía brillar intermitentemente en aquel espacio
oscuro. El aire fresco que se colaba en el sótano olía a césped
recién cortado y a resina de pino. Ligero, húmedo y lleno de
frescura, enfrió su cuerpo hasta la médula.
Tiritando, inspiró profundamente y volvió a abrir los ojos. Con
el castañeteo de los dientes, liberaba un vaho blanco que se
arremolinaba en el aire. Para intentar luchar por hasta la más
mínima pizca de calor con la impasible frialdad de la caprichosa
mañana primaveral, se abrazó los hombros con dedos temblorosos.
«Estoy helado». El pensamiento, letárgico y perezoso, pasó
por su cabeza y desapareció. Cerró los ojos y prestó atención a su
cuerpo. Todavía sentía dolor en una gran sección del torso, aunque
ya no parecía mortal. «Debería moverme o moriré del maldito
frío…».
Cargando el peso sobre un codo, dobló el cuerpo hacia
adelante para intentar sentarse. Pero empezó a sentir presión en la
cabeza y el dolor se disparó desde su hígado hasta su pecho,
pasando por el estómago. Volvió a desplomarse y, tragando el sabor
amargo de la boca, reprimió una arcada. Aunque la débil luz
procedente de arriba no conseguía iluminar el sótano, se levantó la
camisa y miró hacia abajo. Un moratón negro marcaba la piel de la
parte inferior derecha de su caja torácica.
Combatiendo el impulso de tocar el área inflamada, frunció el
ceño y bajó la camisa. «Da igual… Si no me mata esto, lo hará
Yugo. Hígado magullado o no, no es que pueda llamar a un médico.
Necesito salir de este maldito lugar».
Agarró el barrote más cercano e, intentando mantener el
estómago lo más relajado posible, dobló el brazo con la intención de
levantar el torso y colocarse en una posición semisentada que le
permitiera ver su entorno.
El sótano estaba sumergido en las sombras. Las paredes de
hormigón, oscurecidas al absorber el rocío nocturno, desprendían
un fuerte olor a humedad y moho. La manguera verde colgaba en la
pared opuesta y sus deportivas estaban abandonadas bajo la
escalera.
Lamentó la cautela de Greg. Si el hombre se hubiera limitado
a sacarle los cordones, sus pies no estarían tan jodidamente
congelados. «No es que pueda estrangular a nadie con el hígado
magullado y el cuerpo helado… Uf, mierda».
Al echar la cabeza hacia atrás y mirar hacia arriba con la
ligera esperanza de ver una gran ventana, a Kuon se le encogió el
corazón. Bajo el techo había una hilera de ventanas estrechas que
parecían aspilleras apaisadas, pero todas estaban tapadas con
tablones de madera que hacían de persianas. Además, eran
demasiado estrechas como para colarse por ellas y estaban
demasiado altas como para alcanzarlas.
—¡Holaaa! —gritó. Aunque en el fondo sabía que era inútil,
necesitaba confirmar sus sospechas.
« Holaaa… laaa… laaaaaaa…». Cuando el eco atrapó su voz
y la golpeó contra todas las paredes, se estremeció. Su voz, trémula
y alargada, parecía desesperada y débil; repugnante.
«Mierda de…». Las ventanas, sin marcos y sin cristales,
decían mucho del aislamiento del lugar. Gritar no iba a ser de ayuda
y el sonido alto y deformado de su agitada voz lo volvería loco. «Sí,
claro… como si Yugo fuese a dejarme escapar tan fácilmente. Lo
más probable es que haya pensado en todo y no haya salida de
esta maldita nevera… Dejará que me muera de frío y, cuando llegue
el invierno, alimentará a los perros conmigo». Los lentos
pensamientos apenas cruzaron su aletargada cabeza; no
despertaron emoción alguna. En parte, no podía preocuparse lo
suficiente como para angustiarse por su futuro.
Mientras se frotaba el cuello, su mente abandonó la idea de
escaparse para pasar a su estado físico. El fondo de la garganta le
ardía y cosquilleaba. Quería tragar con desesperación, pero tenía la
boca reseca. Repentinamente consciente de su sed, se lamió los
labios agrietados. Al tirar del cuerpo hacia arriba para recorrer el
suelo con la mirada, la húmeda pared de hormigón le rascó la piel
de la espalda con la aspereza de una lija. Localizó dos bidones de
agua al lado de la puerta. La luz tenue jugaba con el plástico y el
líquido, y les proporcionaba a los botellones el tono azul oscuro del
agua limpia y profunda. «Eso no estaba ahí antes, ¿o sí?».
Intentando recordar, se frotó su palpitante sien con dedos gélidos.
Algo pulsaba bajo sus costillas, en la parte inferior derecha, y un
ligero dolor le bajaba desde el hígado hasta los intestinos.
«A la mierda…». Kuon gimió y agarró otro barrote con la
mano derecha para forzarse a levantarse. Al usar las barras de
metal como apoyo para moverse por la celda, le empezó a sudar la
frente. Cuando llegó a la puerta, se dejó caer de rodillas y agarró la
botella más cercana, derribando la otra con el codo. Desenroscó el
tapón con dedos temblorosos y tomó varios sorbos largos y
apurados de aquella agua, limpia y fría, que le aliviaba la sequedad
de la boca. El sonido de los tragos resonaba en el fondo de su
garganta.
Al sentirse un poco mejor, espiró lentamente por la boca. El
agua había reducido la náusea, pero no le había ayudado con el frío
penetrante. Tras volver a colocar el tapón en la botella, ahora con un
cuarto menos de agua, apoyó la coronilla en el frío metal y se quedó
mirando el cubo de hojalata situado en la alejada esquina izquierda
de la celda.
Le daba repelús.
«Esto no tiene sentido alguno… ¿Por qué sigo vivo?
¿Quieren llegar a un acuerdo e intercambiarme por algo? ¿Quieren
recuperar la heroína?». Una sonrisa burlona distorsionó sus rasgos.
«No pasará nunca. ¿Querrán a alguien? ¿O querrán dar ejemplo?
¿Crucificar a alguien para evitar problemas futuros? No, eso es una
tontería…».

E al abrirse la puerta captó la


atención de Kuon. Una luz dorada iluminó la parte superior de las
escaleras.
¡Clic!
En un acto reflejo, se golpeó la cara con las manos para
protegerse los ojos de la punzante luz. Un zumbido inundó el
sótano.
¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!
El sonido de botas contra el hormigón rebotaba en aquel
espacio vacío. Inminente. Intenso. Estridente. Acallaba el
castañeteo de su dentadura.
Abrió los ojos, preparándose para una pelea, pero la luz era
demasiado dolorosa como para mirar hacia arriba. Así que bajó la
cabeza y escondió sus sensibles pupilas bajo las pestañas, en un
intento por adaptarse. La llave repiqueteó en la cerradura, la puerta
rechinó y una sombra negra eclipsó la luz. Cuando una pesada bota
militar le dio un toque en un costado, demandando movimiento,
levantó la vista.
El guarda vestía un traje, de una talla de más, en
combinación con una camisa blanca inmaculada y botas militares.
Un cuchillo, que colgaba del cinturón, y una pistolera, sujeta con una
correa en un lateral, sobresalían bajo la chaqueta. Al ver que su
carcelero portaba una bandeja plástica con las dos manos, el
prisionero lamentó su corriente incapacidad para pelear.
Greg se acuclilló, dejó la bandeja en el suelo al lado de Kuon
y le hizo un gesto en su dirección. El joven se había quedado
hipnotizado por el arma que colgaba bajo el brazo del hombretón.
«Es fácil. Lánzate hacia adelante, agárrale el brazo, dale un
rodillazo lateral bajo las costillas y sácale el cuchillo. Así de fácil,
hazlo y tal vez consigas la libertad». Se movió, queriendo llevar a
cabo la idea, pero contuvo la respiración cuando un dolor sordo
afloró en su estómago. Tenía el cuerpo demasiado roto como para
ejecutar un movimiento tan rápido.
Se limitó a bajar la vista y seguir el movimiento de aquella
enorme mano.
«Esto no tiene sentido…». La comida de la bandeja lo dejó
totalmente confundido. No se trataba de galletas secas y agua, ni
siquiera de barritas proteicas.
Una sopa, humeante y abundante, prometía calor y olía bien.
A su lado, una pechuga de pollo a la parrilla bañada en una salsa
espesa, acompañada con una guarnición de arroz blanco y
vegetales al vapor.
«Me encierran en un sótano helado, pero me proporcionan

una comida totalmente equilibrada. ¿Qué demonios?».


Kuon levantó la vista e intentó establecer contacto visual.
—Necesito usar el baño.
Además de las palabras, de su boca salió un vaho blanco que
se dispersó en el aire.
Unos ojos negros, inescrutables y desprovistos de
emociones, lo miraban sin la menor reacción.
—Necesito mear. —Volvió a intentar captar la atención del
guarda.
Greg se levantó, señaló con la barbilla el cubo de hojalata y le
dio un empujoncito a la bandeja de plástico con la punta de la bota;
acercándola al prisionero, ordenándole comer.
Kuon tragó saliva y cogió la cuchara con dedos amoratados y
temblorosos. Al llevarse un sorbo a la boca, sus dientes
castañetearon contra el plástico. Pero agradeció el calor que le bajó
por la garganta y que dio paso a una maravillosa calidez en su
estómago.
—¿Qué me va a pasar? —preguntó tras tomar otra
cucharada, apretando los dientes para detener el castañeteo.
Silencio.
—¿Por qué estoy aquí? ¿Para hacer un trato? Puedo
ayudarle a alcanzar el trato que quiera. ¿Heroína? ¿Es eso lo que
quiere? ¿O se trata de algo personal? ¿Qué quiere a cambio?
Dímelo. —Bajó la cuchara y levantó la vista.
El subordinado de Yugo no reaccionó. Su rostro, tosco e
indolente, carecía de todo aquello que podía asociarse con
humanidad. Tenía unos cuarenta años, piel áspera y pelo negro y
corto. Incluso bajo la intensa iluminación de las potentes lámparas,
sus ojos no reflejaban luz alguna. Ocultos bajo unas cejas gruesas y
espesas, parecían unos pozos sin fondo que contenían toda la
oscuridad del mundo. Pese al fuerte olor a loción para el afeitado y a
los cortes recientes en el cuello, su barbilla rasurada estaba
encanecida. La tensa línea de su ancha boca dividía su cara como
una vieja y fina cicatriz blanca.
—Quiero hablar con él —dijo el prisionero.
Nada. Greg se encontraba en la puerta de brazos cruzados y
no reaccionaba, sólo atravesaba al joven con la mirada.
—No tienes por qué formar parte de esto, ¿vale? Puedo
garantizar tu seguridad si…
Con el rostro en blanco, el guarda le dio un empujón más
fuerte a la bandeja con la bota. La sopa se derramó y Kuon no dijo
nada más.
El corazón le dio un vuelco cuando la comprensión acabó con
la esperanza.
«No va a hablar». Volvió a coger la cuchara y empezó a
comer. «Mierda, esto sienta bien… me calienta… Sí, venga,
alimentadme bien para que pueda patearos el culo».

A , mientras Kuon estaba sentado en una


esquina con las rodillas pegadas al pecho y la espalda contra la
pared, intentando acumular un poco de calor, Greg llevó un
calentador de gas industrial. En contraste con el triste sótano de
hormigón, su color amarillo parecía antinatural.
Decidido, el guarda pasó la celda de largo; instaló el
calentador en la esquina más alejada del sótano, lo conectó a una
alta botella roja de propano y se marchó sin pronunciar palabra. El
prisionero frunció el ceño.
«¿Por qué molestarse en mantenerme en buenas
condiciones? ¿Qué ganan con ello? ¿Cuánto valgo? ¿Qué quieren?
Si quisieran dar ejemplo y transmitir un mensaje, ya estaría muerto.
Así que, ¿por qué?».
Le lanzó una mirada asesina al calentador. Proporcionarle
una manta hubiera sido más fácil, pero obviamente su carcelero no
quería arriesgarse a proporcionarle nada que pudiera emplear como
un arma o como un medio de distracción. Eso era algo de lo que el
joven se había percatado cuando las deportivas habían abandonado
sus pies.
«No lo entiendo…». Antes de terminar el pensamiento, el
sonido de las fuertes pisadas le llegó desde arriba y todas las
ventanas, una a una, fueron cegadas con planchas de metal,
cortando toda conexión con el mundo exterior.
Tras ver como el último rayo de luz solar era obstruido con
metal, el prisionero se volvió hacia la única fuente de luz que le
quedaba: la llama azul del gas en combustión.

K cuánto tiempo llevaba en el sótano. Desorientado y


perdido, tumbado en la esterilla, veía como las llamas azules
brillaban en la esquina opuesta. Aunque parecían días, aún le
quedaba agua en los bidones y no tenía hambre, así que no podía
haber pasado más de uno. «Entonces, ¿por qué cojones parece una
eternidad?».
Una corriente de aire caliente alcanzó su cuerpo, acarició su
piel y lo calmó; lo adormiló. Era agradable volver a sentir calor y,
además, no quería moverse. El dolor que sentía en un costado casi
había desaparecido y sólo reaparecía cuando se revolvía. Aun así,
tenía que levantarse. Hacía demasiado tiempo que no usaba un
cuarto de baño y parecía llevar horas con dolor de vejiga. Así que se
apoyó en una de las barras de metal para levantarse y caminó hasta
el otro lado de la celda.
A pesar de avanzar en la oscuridad con la ayuda de los
barrotes, trastabilló y le dio una patada al cubo.
—¡Mierda! —dijo entre dientes, curvando los dedos del pie. El
dolor le subió desde el dedo meñique hasta la rodilla, excitando sus
terminaciones nerviosas.
El cubo se bamboleó y giró, repiqueteando, llenando el
sótano con un fuerte sonido metálico. El ruido exacerbó sus nervios
y le erizó el vello por todo el cuerpo. Incapaz de seguir soportando el
estrépito, Kuon agarró el cubo por el borde y lo detuvo.
A la débil luz de las llamas azules, el cubo parecía limpio, o
nuevo. Brillante.
Lo inclinó hacia la fuente de iluminación y miró en su interior.
En el fondo había un rollo de papel higiénico. Se estremeció; sólo
pensar en alguien limpiando el cubo después de que él lo usara le
daba escalofríos. Sacó el rollo de papel, lo posó en el suelo
polvoriento y agarró el barrote más cercano para enderezarse. El
dolor volvió por un momento y le revolvió el estómago.
Una vez recuperado el aliento, bajó la cremallera de los
vaqueros y se agarró la polla. Era difícil apuntar. Inmerso en la
oscuridad, apenas podía ver el contorno del cubo, pero esperaba no
fallar. Cuando se dejó ir, el fuerte sonido de la orina, al salir y
golpear las paredes de hojalata, le inundó los oídos. Pero al sentir
como el dolor se reducía, cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia
atrás. El alivio fue tal, que liberó aún más la tensión de su cuerpo e
intensificó la sensación de ser por fin capaz de relajarse. Se agitó el
miembro, seguro de que algunas gotas habían caído al suelo, lo
devolvió a los vaqueros y regresó a su esterilla.

—L Y —dijo Kuon con la mirada fija en el suelo


polvoriento. La superficie estaba lisa como un espejo, pero sucia.
Sus calcetines, una vez negros, parecían ahora grises por todo el
polvo del pavimento. Las ropas que llevaba estaban asquerosas,
empapadas de sangre y sudor. Los vaqueros habían perdido el color
y, sobre la rodilla izquierda, había una mancha con un tono rojizo
oxidado que, seguramente, sería sangre suya. La camisa, de color
gris claro, estaba desgarrada en la muñeca y le faltaban botones.
Greg seguía sin flaquear. Cruzando sus anchos brazos sobre
el pecho, se apoyó en la puerta de metal y esperó a que el joven
comiera.
«¿Qué demonios pasa? ¿Qué me estoy perdiendo? ¿Para
qué me necesitan? ¡Piensa, Kuon, piensa! ¿Qué mierda ganan con
esto?» Por mucho que el detective buscara una explicación, no se le
ocurría ninguna buena.
—Necesito usar el baño —dijo, levantando la vista.
«Si me dejaran salir de esta celda, podría intentar salir de
este lío peleando. Si pudiera escapar de este sótano…».
El guarda arqueó las cejas y, dando un paso atrás, tiró de la
puerta y la cerró. La llave repiqueteó en la cerradura. Unos
segundos después todo se sumergió en la oscuridad.
—¡Joder!
CAPÍTULO 2

T , con la camisa empapada de sudor y pegada al


cuerpo, Kuon se atormentaba con pensamientos del negligente error
que había acabado con él en aquella situación. Las llamas azules
del calentador atraparon su mirada y arrastraron su mente a un
estado semihipnótico que, en cierto modo, le ayudó a controlar las
funciones corporales y a no pensar en sus necesidades. No sabía
cuándo volvería Greg y la idea de pasarse horas en aquella celda
con un cubo usado le repugnaba. Además, aún persistía en su
cabeza la ligera esperanza de que el guarda le dejaría utilizar un
baño de verdad. Cuando pestañeó, el trance se profundizó. Ante sus
ojos, se sucedieron jirones de memoria y las llamas azules
empezaron a parecerse a las luces de su coche de policía.
Había sido la llamada de un informante la que lo había
empezado todo.

«R Z . He descubierto algo y
estoy en peligro», soltó abruptamente el confidente antes de colgar.
A Kuon se le hizo un nudo en el estómago al percibir el tono
acuciante, y se quedó un rato con el teléfono pitando pegado a la
oreja.
Andy llevaba cuatro meses haciendo trabajo de campo y, a
pesar de no haber podido acercarse lo suficiente a la gente tras la
que estaba el policía, había levantado sospechas bastantes como
para poner en peligro toda la operación. El detective sabía que el
hombre no era leal y que, ante el peligro, podía cambiar de bando
en cualquier momento; al fin y al cabo, lo había conseguido así.
Pero su influencia en el círculo de Yugo era demasiado alta como
para dejarla escapar y, pese a la falta de confianza, esperaba que
prefiriera trabajar con él antes que ir a prisión.
Así y todo… no lo sacó de la operación. La esperanza de que
el hombre se las hubiera apañado al fin para conseguir algo dominó
sus instintos.

S , Kuon no estaría
encerrado en aquella celda.
Extrañamente, era hasta gracioso. Había estado tan sediento
de conocimientos sobre el Duque Negro que se había convertido en
su sombra y había absorbido toda la información que había sido
capaz de conseguir. Y ahora, que se encontraba más cerca del
hombre que nunca, no era en absoluto feliz.
Tumbado en la esterilla, miraba sin ver el punto que ardía con
una llama azul tras los negros barrotes. Su cerebro, febril debido a
los últimos acontecimientos, no podía descansar y evocaba la
cadena de acontecimientos que lo había llevado directo a la guarida
del Minotauro.
Vio pasar ante sus ojos los innumerables días que había
pasado en la academia de policía. En particular, recordó su último
día allí, lo acertada que le había parecido en aquel momento su
elección. No había sido fácil entrar en el departamento de
homicidios y se sentía orgulloso de haberlo conseguido.
Siempre había pensado que había nacido para aquel trabajo;
que se había estado amoldando a él, perfeccionando sus talentos; y
por ello, no había esperado que su primer caso le afectara tanto.
Cuatro niñas de trece años le habían infligido cuarenta y dos
puñaladas a una amiga, convirtiendo su cuerpecito en un trozo de
carne desfigurado. Todo por un chico. Las fotos de aquella niña
estarían impresas para siempre en su consciencia.
Había intentado bloquear sus emociones y distanciarse. Y,
aunque en algún momento hasta había empezado a pensar que
podía hacer aquel trabajo sin involucrarse mentalmente, todo se
había ido al garete cuando un caso en particular había llegado a su
departamento, el caso de un asesino en serie.
No podía evitar recordar la náusea que lo había atenazado en
el momento en que había visto la primera foto de las víctimas.

S . Los periódicos mostraban los


detalles jugosos en las coloridas portadas. Los medios no dejaban
de especular sobre las vidas privadas de las víctimas y sobre el
perfil psicológico del asesino. Todo el departamento trabajaba en él
sin descanso.
Varias mujeres, copias perfectas unas de otras, con cuerpos
pálidos y empapados en lejía, habían aparecido con el abdomen
abierto por la mitad y relleno con orquídeas. Los órganos internos
habían sido extraídos y reemplazados por un sustrato nutritivo en el
que habían trasplantado paphiopedilum rothschildianum u oro de
Kinabalu. Las plantas maduras, que requerían hasta doce años para
echar la flor a partir de las semillas, florecían en las entrañas de las
víctimas.
Aquellas flores, creciendo en los cuerpos de lo que una vez
habían sido hermosas mujeres, cambiaron a Kuon para siempre.
Repasando continuamente los hechos, perdió su habilidad para
dormir, para comer. Llamó a toda cuanta floristería, mercado o
centro de exhibiciones existía en el país, repitiendo siempre la
misma pregunta, si vendían aquellas flores, y recibiendo siempre la
misma indolente respuesta, no.
Comprendía que era una pérdida de tiempo. Al fin y al cabo,
las flores podían haber sido compradas en cualquier lugar de
Europa o incluso en Malasia. La única razón por la que no paraba
era el número de plantas. Nadie podía comprar tal cantidad de una
especie tan rara y pasar desapercibido.
Vertiendo una cantidad ingente de bebidas energéticas y de
café a través de su irritada garganta, el detective se llevó sin darse
cuenta hasta el agotamiento. Durante un mes, durmió en su
despacho, en un desgastado sofá de cuero.
Los días pasaron, el número de víctimas se incrementó y la
esperanza de que el asesino, apodado el Jardinero, cometiera un
error garrafal se desvanecía por momentos. Kuon dejó de afeitarse y
de ducharse y, a juzgar por lo que decían sus colegas, se volvió una
sombra de sí mismo.
No le importó.
Los medios de comunicación masiva no dejaban de presionar
a la policía. El gobierno hacía exigencias. Sus jefes, en lugar de
concentrarse en capturar al auténtico criminal, intentaban atar todos
los cabos sueltos y ganar tiempo. Hasta intentaron fabricar pruebas
incriminando a alguien para enseñarle a todo el mundo su minucioso
trabajo.
El detective se sentía inútil. Sin saber qué más hacer, solicitó
datos de todos los aeropuertos del país, requiriendo información
sobre la gente que había viajado a Malasia y de todos los controles
de aduanas. La vaga idea de que el asesino podría no haber estado
comprando las flores, sino cultivándolas desde semillas, despertó
sus instintos. De ser así, le habría llevado su tiempo estudiar las
delicadas flores, fallando y triunfando mientras las cuidaba. Además
de tiempo y paciencia, habría requerido el suministro de semillas.
Intentando asegurar, Kuon extendió el período de búsqueda a los
últimos treinta años y filtró el listado, reduciéndolo a hombres
solteros o divorciados de entre veinticinco y cincuenta años.
Observando las fotos de aquellas mujeres
despersonalizadas, robadas de vida, color y órganos internos, no
pudo evitar notar que todas parecían mayores para sus edades y
que se parecían lo suficiente entre sí como para ser hermanas. Eso
lo llevó a la conclusión de que lo más probable era que el asesino
en serie hubiera crecido sin padre y que tal vez siguiera viviendo
con una madre abusiva que había palidecido con la edad.
El detective se pasó noches sin dormir revisando personas
hasta que se le agotó la paciencia.
A través de una niebla de vagos recuerdos, se vio a sí mismo
saliendo de la oficina, cogiendo un taxi al aeropuerto y volando a
Borneo sin decirles nada a sus jefes.
Recordaba el avión aterrizando en Kota Kinabalu y como, tras
coger otro taxi al pie de la montaña del mismo nombre, se quedó allí
parado en medio del bosque, mirando completamente atónito hacia
arriba.
Justo encima de su embotada cabeza, el cielo negro estaba
lleno de luces plateadas. No había visto nunca tantas estrellas y el
aire nunca había sido tan difícil de respirar. La enorme montaña se
cernía en la penumbra, desapareciendo en la noche. Pero su
presencia era fuerte, como si comprimiera el aire que la rodeaba.
Los pájaros nocturnos gritaban en la oscuridad, ocultos en el espeso
follaje de una maraña salvaje. A su alrededor todo parecía peligroso,
irreal, como en un extraño sueño.
Localizó el hotel más cercano y a la mañana siguiente acudió
al parque agrícola Sabah.
Mientras le enseñaba al personal fotos de posibles
sospechosos, de aquellos que consideraba más probables, escuchó
la voz suave de la mujer del antiguo dueño, que le llegaba desde
atrás.
«Oh, ese es Moritz, qué hombre más dulce. Y cuánto cuidado
pone en las flores».
La anciana, que debía de llevar veinte años sin poder
levantarse de la silla de ruedas sin ayuda, fue la única pista que le
llevó a la casa de Moritz Pichler. Un hombre que había comprado
cuatrocientos gramos de semillas hacía más de veinte años. Un
hombre que visitaba aquel parque todos los años, pero que sólo
había volado directamente de Viena a Kota Kinabalu una vez.
Kuon regresó de inmediato a Austria. Siguiendo el protocolo,
llamó a su compañero antes de contactar e interrogar al
sospechoso. Y hubiera esperado por él, si Moritz Pichler, de
cuarenta y cinco años y seguro de su anonimato, no hubiera salido
de su casa transportando dos pesadas bolsas de basura de las que
se deshizo en el maletero de su coche.
Cuando el sospechoso volvió a desaparecer en el interior de
la casa, el detective forzó la cerradura del maletero y abrió las
gruesas bolsas de basura negras. Intestinos y demás órganos
internos, desperdiciados sin motivo, parecían irreales bajo las luces
azuladas de las farolas. Se le heló la sangre, ennegreciéndole las
manos, y empezó a sentir un fuerte martilleo en la cabeza.
Apenas recordaba echar la puerta abajo, entrar en la casa, y
sacar la Glock para apuntar al desconcertado hombre. No le tuvo
que explicar nada al Jardinero. Tarareando, el individuo señaló con
la cabeza la sencilla puerta que conducía a la planta inferior.
El sótano, frío e inmaculado, estaba impregnado del fuerte
olor de la lejía. La visión de una piel blanca y pálida y de un pelo
descolorido, junto con unos ojos enturbiados por la muerte,
paralizaron a Kuon momentáneamente. Deshumanizadas, con las
barrigas abiertas por la mitad, tres mujeres eran utilizadas como
parterres. El detective no recordaba mucho de aquel sótano o de lo
dicho por el Jardinero, pero en aquel esterilizado mundo de pálidas
muñecas sí que recordaba las orquídeas en flor.
Apretó el gatillo sin pensar. Aunque todo se había vuelto
borroso, recordaba los temblores y la reverberación de los disparos
en aquel sótano semivacío. Uno tras otro, lo ensordecieron hasta
que su compañero le agarró las manos desde atrás y lo tiró al suelo.
Aquella fue la primera vez que Kuon disparó un arma contra
un ser humano y, dado que era un excelente tirador, era un milagro
que ninguna de las balas diera en el blanco.
La investigación fue larga y agotadora. Aunque no se
presentaron cargos en su contra, y a pesar de acabar con el reino
de terror del Jardinero, solicitaron su traslado a otro departamento.
Al principio, se sintió decepcionado consigo mismo por
volverse loco y perder el puesto que había trabajado tanto por
conseguir. Además, saber que había tenido suerte de no acabar en
la cárcel, no lo ayudó mucho en la consiguiente depresión. Su
frustración duró semanas. Siempre había creído que vivía para
meter asesinos entre rejas y, privado del propósito de su vida, no
sabía cómo seguir viviendo o qué hacer a continuación.
La unidad de crimen organizado no fue su primera opción.
Aunque se sentía degradado, al menos aún podía proteger a la
gente y convertir el mundo en un sitio mejor. Pero aquel
pensamiento era un pobre consuelo. Lo que de verdad le ayudó, fue
el dosier. El dosier que lo transformó para siempre.
Cuando su nuevo jefe lo obligó a coger aquel caso, Kuon no
estaba en posición de negarse. Así que, con reluctancia, abrió el
expediente y lo leyó; después, lo volvió a leer, una y otra vez. Lo
leyó tantas veces que lo memorizó por completo. En aquel momento
lo comprendió; todo lo que le había sucedido hasta entonces, había
acontecido para que pudiera poner a aquel monstruo entre rejas.
Se obsesionó con el hombre conocido como el Duque Negro.
El hombre de la foto era la auténtica personificación de la maldad,
apuesto como el diablo y ladino como un zorro. Era una de las tres
personas que tenía a Austria en un puño.
Dividida entre tres organizaciones criminales, Viena era un
hervidero de caos. En la cima de aquel turbio mundo, tres hombres.
Los llamados Tres Reyes.
Patrice, el Príncipe Blanco, tenía la habilidad de conseguir un
buen trato hasta con el mismísimo diablo y nunca trataba nada, ni a
nadie, con seriedad. A pesar de traficar con armas y drogas,
siempre sabía qué botones pulsar para que la policía abandonara
cualquier investigación.
Gray, el Hacedor de Reyes, estaba muy involucrado en
política. Sólo Dios sabía qué tratos tenía con el gobierno. A pesar de
tener los mejores prostíbulos, traficar con armas y drogas, y ocultar
a los mejores piratas informáticos del país, la policía nunca iba a por
él. Además de poseer su propia red bancaria y su propia
criptomoneda, el hombre tenía influencia en el mercado de valores.
El último era Yugo, el Duque Negro de Viena, que no
rechazaba nada. Armas ilegales, drogas, asesinatos, secuestros,
pornografía, comercio sexual, tráfico de órganos, esclavitud; todo
formaba parte de su currículum.
La cabeza de Kuon bullía con pensamientos sobre aquel
individuo. Estaba tan absorto con la idea de atraparlo que no le
importaba nada más. La comida era insípida, el aire no le llenaba los
pulmones y sus innumerables rollos duraban menos de una
semana.
Durante meses, intentó acercarse al Duque Negro y falló.
Yugo era intocable. Siempre precavido, nunca cometía
errores. Introducirse en su círculo era imposible. Casi nunca se
reunía con sus subordinados y las órdenes no procedían
directamente de él, sino que todo era ejecutado por sus tres
secuaces:
Rudolph, tráfico humano;
Gustavo, drogas;
Tobías, armas.
La organización tenía una estructura piramidal en la que cada
persona no tenía más que otras tres a su cargo y era imposible
llegar a la cima. Cada miembro conocía directamente tan solo a su
supervisor, a sus tres subordinados y a dos de sus colegas. En
cuanto una rama se veía comprometida, era amputada sin piedad.
Cuando eso pasaba, todas las investigaciones llegaban a un
callejón sin salida.
Sólo la gente de más confianza tenía ocasión de entrar en el
círculo más próximo de Yugo, pero ni siquiera allí el Duque Negro
daba órdenes directamente; al menos, eso era lo que Kuon había
oído.
Siguiéndole la pista a una de las ramas, estaba a punto de
darse por vencido cuando la suerte le sonrió.
Mientras trabajaba encubierto en un pequeño bar poniéndose
en contacto con algunos camellos, salió por la puerta de atrás
siguiendo a un hombre al que llevaba semanas monitorizando. Por
lo que había descubierto, aquel individuo, que salió del bar en medio
de una llamada telefónica, había estado desarrollando un nuevo
canal de tráfico de heroína para Yugo. Al oírle decir algo sobre
«trabajar mañana» y «botes», Kuon encajó el puzle en su cabeza y,
a la mañana siguiente, un control en el río Danubio resultó en la
incautación de una gran cantidad de heroína procedente de
Bratislava.
Así fue como conoció a Andy, el traficante de heroína que
arrestó aquel día. Aterrorizado de la cárcel, el hombre accedió a
convertirse en informante y trabajó bien durante cuatro meses. Al
menos, eso pensó el detective hasta que se dio cuenta de que el
tipo nunca le había proporcionado nada que el Duque Negro no
quisiera que supiera.
Una lástima que se hubiese enterado en su último día de
libertad.
Según lo acordado, acudió al club Zona y se sentó en un
taburete en el bar; en lugar del confidente, lo rodearon tres personas
que vestían trajes negros. Un cañón presionó entre sus omoplatos y
una voz tranquila, que no reconoció, le dijo que no llamara la
atención.
Las instrucciones fueron sencillas: levantarse, salir del club
con ellos y meterse en el coche.
En el aparcamiento, Kuon probó suerte. Se giró y, esperando
un milagro, agarró la mano del tipo más cercano. Retorció aquella
mano armada y apuntó la pistola a uno de los otros hombres, pero
un dolor agudo estalló en su coronilla.
Recordaba la fatiga, el dolor sordo que se extendió por su
cuello, la caída y las patadas que recibió en el abdomen y que lo
dejaron sin aire antes de que todo se volviera negro.

K para desprenderse de aquellas memorias estériles,


y se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano. Agarró el
barrote más cercano y se levantó. Cuando llegó al cubo y se inclinó
para coger el rollo de papel, le dio un calambre en el estómago.
Con la cara ardiendo, se desabrochó los pantalones y se los
bajó.
T , , , , , , …
Irritante, aunque a la vez fascinante, el dedo de Kuon no
dejada de dar golpecitos en el hueco de la pared, creando
continuamente el mismo sonidito. El único que había en el sótano,
aparte de su fuerte respiración.
Para mantener la mente ocupada, llevaba haciendo lo mismo
los últimos siete mil cuarenta y cinco segundos.
«¿Y si Yugo no piensa hacer nada conmigo? ¿Sólo tenerme
aquí? ¿Mantenerme caliente y bien alimentado mientras ve cómo
me vuelvo loco con el silencio? ¿Por qué si no, rechaza reunirse
conmigo? ¿Por qué me retiene aquí? ¿Qué cojones quiere?».
Al apartarse de la pared, intentando deshacerse de aquellos
pensamientos, su mirada se encontró con la bandeja de plástico que
permanecía sin tocar en el suelo. El prisionero se estremeció. No
hacía mucho que Greg había estado allí. Le había llevado comida a
Kuon y había limpiado el cubo con la manguera. Desde entonces el
punzante olor del cloro, mezclado con el olor de la comida de la
bandeja, flotaba en el aire.
«Asqueroso…».
El joven cerró los ojos y se echó la camisa sobre la cabeza
para esconderse tanto de sus pensamientos como del repugnante
olor.

G y asomó la cabeza.
—Jefe, ¿puedo entrar?
Yugo se encontraba reclinado en una ancha silla de cuero,
con los pies en el escritorio y las manos detrás de la cabeza. Al
mirar a su subordinado, con los ojos pesados por la inactividad de la
mañana, reprimió un bostezo. Una tacita de porcelana que contenía
un corto café expreso emitía un vapor aromático que saturaba el
aire.
—¿Qué pasa? —Aunque su grave y melosa voz de barítono
estaba llena de apatía, su mente se activó.
—Llamó Gustavo. Él y Tobías se pasarán por aquí esta
noche.
—¿Eh? —se preguntó el criminal, levantando una ceja. Él no
los había citado, así que debía haber una buena razón para que
acudieran a su casa sin invitación.
Repasó mentalmente los últimos acontecimientos.
—¿Tobías y Gustavo? —murmuró—. Greg, confirma los
rumores sobre la inminente propuesta del grupo Al-Amin. Si de
verdad ofrecen heroína de gran calidad a cambio de armas, quiero
inundar Afganistán con HK416 y Stinger. También quiero saber a
qué se debe el descuento del veinte por ciento en el intercambio.
¿Para qué necesitan las armas con tanta urgencia que están
dispuestos a vender la heroína tan barata? Necesito esa información
para hoy, para antes de que vengan. Si está pasando algo, quiero
saber qué países están involucrados y qué ganan con ello. Usa los
recursos que haga falta, pero asegúrate de que no ignoremos nada.
—Sí, jefe. — Su subordinado vaciló antes de dirigirse hacia la
puerta.
—¿Algo más? —preguntó Yugo, taladrando la ancha espalda
de su subalterno con una mirada penetrante—. ¿Greg?
—No, jefe, de verdad, no es nada. —La voz del hombretón
sonó apagada, así que el Duque Negro aguardó en silencio a que se
explicara. Greg suspiró y se dio la vuelta—. Es sobre el muchacho.
—¿El muchacho? —El criminal frunció el ceño y bajó las
piernas de la mesa. Colocó el respaldo de la silla en posición vertical
y se echó hacia adelante, escudriñando a su empleado.
—El del sótano.
—Oh… ¿qué pasa con él? —Yugo dejó de prestar atención,
sus pensamientos retornaron al grupo Al-Amin y al posible trato. Si
había algo detrás de aquella especulación, tenía que saberlo antes
que Gray y Patrice.
—En realidad nada, jefe. Rompió la bandeja de plástico y se
fabricó un cuchillo. Cada vez es más difícil no hacerle daño…
—¿Qué quiere? —preguntó el criminal automáticamente.
—Lo de siempre. Quiere saber qué va a pasar con él. Y
quiere verte.
—¿Ya está curado? —Yugo se levantó y alisó su traje gris
oscuro.
Greg se encogió de hombros.
—Es difícil de decir. ¿Quieres que lo compruebe?
—No. Puede esperar un par de días más. Ahora no tengo
tiempo para ocuparme de él. Limítate a asegurarte de que no te
mate. —Yugo dio por finalizada la conversación, se aflojó el nudo de
la corbata, a juego con su traje, y se giró hacia la ventana.
K de cuántos días habían pasado. Su cuerpo,
joven y saludable, había sanado y ahora, repleto de energía,
ansiaba actividad, pero su cabeza estaba cansada de pensar en
escapar. Por mucho que intentara usar la materia gris, no podía
encontrar una salida de aquel sótano sombrío.
Su piel, su pelo y su ropa sucia habían absorbido el olor de la
humedad del hormigón de tal forma, que pensaba que nunca sería
capaz de quitarse aquel tufo de encima.
Había tenido que sacarse los calcetines. Además de sucios y
sudados, estaban fríos y húmedos y ya no les proporcionaban calor
a sus pies. Ansiaba quitarse el resto de la ropa inmunda, pero si lo
hacía se quedaría desnudo. Tenía mal sabor de boca, pero no tenía
con qué lavarse los dientes. Sólo podía restregarlos con el dobladillo
de una camisa asquerosa.
La oscuridad y la desorientación engañaban a su mente;
deformaban la realidad y ralentizaban el tiempo. Parecía llevar
meses encerrado, pero su barba incipiente no había crecido mucho,
así que el prisionero suponía que tal vez hubiera pasado una
semana.
Lo peor era el silencio. El exasperante y ensordecedor
silencio, roto sólo por el golpeteo de sus pies desnudos y el sonido
de su respiración.
Aunque a veces hablaba sólo para oír su voz, se callaba
enseguida, incapaz de soportar la burlona exageración de su
desesperación en el eco distorsionado.
Aunque Greg seguía yendo, ahora llevaba la comida en
contenedores suaves de silicona con cubiertos desechables. Los
dejaba en el suelo y, sin dejar de prestar atención a Kuon, limpiaba
el cubo. Al acabar, lo devolvía a la celda, recogía los platos que
había llevado la vez anterior y se marchaba.
El prisionero se había dado cuenta enseguida de que no
podía ganar en un combate abierto, así que intentaba provocar al
guarda para que hablara, pero, como si estuviera sordo, el hombre
nunca reaccionaba.
El joven no podía seguir así eternamente. Dominado por la
desesperación y con la comida como único entretenimiento —la
comida y ver a Greg limpiar su mierda—, el silencio y la oscuridad
parecían estar volviéndolo loco.
«¿Debería rehusar la comida? ¿Yugo me vería entonces?».
Sentado en el suelo, miraba la sopa fría. Verde y espesa,
tenía una textura cremosa. Algo flotaba en medio y, aburrido hasta
la saciedad, cogió la cuchara para pescarlo y comprobar lo que era.
En aquel momento, un ruido metálico rompió el silencio y le informó
de que se había abierto la puerta.
Se levantó enseguida. Las yemas de los dedos le
chisporroteaban con la energía que recorría su cuerpo. Cada visita
del guarda le proporcionaba una potencial oportunidad, una
oportunidad que no tenía el lujo de poder desaprovechar.
La intensa luz artificial le dio en los ojos y lo cegó. Oyó unas
pisadas fuertes descendiendo las escaleras y, por un momento, un
cuerpo robusto bloqueó la luz. Unas llaves repiquetearon y la puerta
de la celda se abrió.
Su vista se adaptó rápidamente, así que miró hacia arriba e
inclinó la cabeza, para seguir al hombretón con la mirada y aprender
la cadencia de su cuerpo mientras esperaba una oportunidad para
golpear. Pero hoy había algo raro. Los movimientos de Greg
parecían acelerados, como si no estuviera allí para quedarse.
Además, no había olor a comida, ni señal de contenedores.
Kuon se tensó.
«Esto es nuevo».
La adrenalina aceleró su corazón. Tragó saliva e intentó
contener la energía que se estaba desbocando en su cuerpo,
acumularla, almacenarla. Los músculos le hormigueaban, ansiaban
pelea.
—El jefe quiere verte. Manos. —El guarda se sacó unas
esposas de la espalda. Su voz, profunda y ronca, resonó en el
sótano. Eran las primeras palabras que le dirigía al prisionero.
Con la boca seca, el joven le echó un vistazo al cuerpo
robusto de su carcelero y calculó sus posibilidades.
«Si dejo que me espose…».
—No hagas ninguna estupidez, chaval —graznó el
hombretón, interrumpiendo el pensamiento de Kuon. Separó las
piernas como si le hubiera leído la mente y, con una advertencia
centelleando en sus ojos hundidos, no le dejó más opción que
estirar los brazos.
¡Clic! ¡Clic!
Cuando el metal le mordió las muñecas, el prisionero frunció
el ceño. No le gustaba aquello, pero no había tenido tiempo para
pensar. El cuerpo de Greg, que bloqueaba la salida, lo envolvió con
una cálida vaharada mentolada de su colonia y de su loción para el
afeitado.
El hombre agarró al joven por el codo y lo sacó de allí.

K . Esperaba que lo
llevaran a la ya conocida oficina al final del pasillo, pero en su lugar
el guarda lo llevó al piso de arriba. Aunque las puertas cerradas le
impedían dibujar un buen mapa mental con todos los pormenores,
consiguió captar el interior de una despensa y un comedor. Seguía
mirando hacia atrás, a la gran escalera, cuando Greg abrió una
puerta y lo empujó hacia adentro.
El olor a cloro le inundó las fosas nasales, reavivando las
memorias de aquel maldito sótano decorado con orquídeas. Se
estremeció, se sacudió de encima el recuerdo, y se dio la vuelta
para observar el frío cuarto de baño.
—¿Eh? —Le lanzó al hombretón una breve mirada por
encima del hombro, esperando algún tipo de explicación.
«¿Un cuarto de baño? ¿Ahora? ¿Después de tanto tiempo?
¿Qué broma es esta? No tiene sentido alguno… pero…». El
corazón le latía acelerado y sus músculos se tensaron. Su cabeza
trabajaba a velocidad de procesador mientras analizaba todas las
posibilidades. Su mirada febril saltaba de un objeto a otro intentando
encontrar algo útil, pero no dejaba de moverse. No encontraba
nada.
El baño era demasiado sencillo y minimalista. Tenía paredes
de mármol de color gris azulado, una cabina de ducha con paredes
de cristal opaco, un lavabo y un váter tras una puerta de castaño
entreabierta. Ni maquinillas de afeitar, ni cepillos de dientes.
Completamente vacío, no contenía nada que pudiera utilizarse como
un arma. Incluso el cristal opaco parecía ser un grueso vidrio
templado. No podría romperlo sólo con las manos.
Sin esperar a que se desvistiera, Greg lo agarró por el codo,
lo metió en la cabina de ducha y abrió el agua. Kuon tiritó cuando un
chorro helado le golpeó la piel, pero en unos segundos el agua se
calentó.
—Creo que le interesas al jefe. Límpiate bien y no intentes
nada. Si eres bueno, tal vez te deje marchar cuando se canse de ti.
Atónito ante lo parlanchín que se había vuelto su carcelero, el
cerebro del joven captó las palabras del guarda, pero tardó un rato
en asimilar su significado.
«¿Qué?». La pregunta murió en sus labios al encontrar la
respuesta delante de sus ojos. En un pequeño estante de metal
había una jeringuilla rectal; al verla, se le heló la sangre. Las gotas
de agua que rebotaban en su piel salpicaban la silicona azul de la
que estaba hecha, y se deslizaban por sus redondeados y suaves
laterales, haciéndola brillar.
«Ni de coña…». Dio un paso atrás, intentando librarse de la
obvia alucinación. «Esto no está pasando. ¡Esta mierda no está
pasando!».
El corazón le martilleaba en el pecho mientras intentaba
procesarlo todo. «¿De verdad ha dicho que en unos minutos me voy
a convertir en un jodido esclavo sexual del hombre al que he estado
persiguiendo durante el último año? ¿Lo he entendido bien?».
Una ola de adrenalina recorrió sus extremidades a toda
velocidad y elevó su presión sanguínea. Dejó caer la cabeza y
ocultó los ojos en las cascadas de agua que vertía la alcachofa.
«Ni de coña». La desesperación se extendió en su interior.
Apoyó las manos en los fríos azulejos mojados y, en un intento por
controlar el estremecimiento provocado por la adrenalina, empujó.
«Sobre mi cadáver».
El agua caliente que le corría por la cara nublaba su visión,
pero también le proporcionaba una cobertura perfecta. A toda
velocidad, recorrió su entorno con los ojos ocultos bajo las pestañas.
La puerta de cristal de la ducha estaba completamente abierta y
dudaba que pudiera cerrarla lo suficientemente rápido como para
ganar algo de tiempo o hacerle daño a Greg. En el suelo había
pequeños charcos formados por los chorros de agua que escapaban
de los límites de la cabina, así que debía de estar resbaladizo. Les
echó un vistazo a los pies del guarda. Sus botas militares, que no
pegaban con el traje que vestía, holgado pero clásico, tenían suelas
gruesas y antideslizantes. Él, con los pies desnudos, se rompería el
cuello antes de conseguir que el hombre resbalara en aquel suelo
mojado. La ducha empotrada parecía sólida, así que no iba a ser
capaz de arrancar la grifería de la pared. Al no encontrar nada que
pudiera utilizar, suspiró.
Le lanzó una mirada a su carcelero e intentó determinar sus
puntos débiles.
«¿Las rodillas? Con su peso, sus rodillas deben de ser
débiles. Si apunto…».
—Quédate quieto —le advirtió Greg con ojos indescifrables.
Sacó el cuchillo de la vaina de cuero que colgaba de su cinturón y
se acercó.
Al ver como la luz moría en la absorbente hoja negra militar
de doble sierra, Kuon se quedó rígido. El Gerber Mark II era un
cuchillo que no le importaría tener. Un cuchillo que le advertía que
no hiciera nada estúpido.
El contacto del acero lo dejó sin aliento.
Subiendo desde sus muñecas esposadas, el cuchillo llenó el
aire con el sonido de la tela al ser rasgada. Cuando la camisa que
había llevado durante días golpeó las baldosas del suelo, se
estremeció.
Bajo otras circunstancias, se habría sentido aliviado de
librarse de unas ropas tan sucias y ensangrentadas. Ahora, sólo se
sentía expuesto.
Greg, que no parecía ni lo más mínimamente cohibido por la
desnudez de Kuon, se acuclilló delante de él y empezó a rasgarle
los vaqueros.
«Es la ocasión perfecta… Tengo que intentar…».
Girando el torso y la cadera en direcciones opuestas y,
poniendo todo su peso sobre la pierna izquierda, el prisionero
golpeó el oído del guarda con un rodillazo de derechas. Al menos,
apuntó al oído. Pero o sus músculos se habían atrofiado con la
inactividad y no estaban lo suficientemente rápidos, o el hombre
esperaba el ataque. La rodilla erró la cabeza y se deslizó por el
antebrazo que su carcelero había levantado para bloquear.
El contraataque a su abdomen llegó sin dilación. Lanzado
contra la pared, se dobló con un dolor insoportable. Al golpear el
grifo de la ducha con el centro de la espalda, todas sus
terminaciones nerviosas gritaron de agonía. Las rodillas le fallaron y
acabó de culo en el suelo. Se inclinó hacia adelante y se llevó las
rodillas al pecho; el agua caía a su alrededor y le salpicaba las
caderas.
Intentó respirar, pero sus pulmones estaban bloqueados. Era
como si millones de moscas negras enturbiaran su visión,
impidiéndole ver u oír nada.
Cuando por fin consiguió tomar algo de aire, su visión central
se aclaró. Bajó la cabeza, intentando absorber el dolor, acomodarlo
en su cuerpo, sin perder el control de las extremidades. Una vez
recuperada la compostura, intentó levantarse; pero al apoyar la
mano, esta se deslizó por la resbaladiza pared alicatada.
El insensible rostro de Greg parecía la viva imagen de un
Moai. Golpeó a Kuon en el pecho con su mano enorme y lo devolvió
al suelo. Volvió a acuclillarse y continuó donde lo había dejado:
quitándole la ropa húmeda del cuerpo. Sus botas militares estaban
en el agua, cerca de la entrepierna del joven, y sus manos
trabajaron con rapidez. Una agarraba la pierna por encima de la
rodilla y la otra cortaba los vaqueros.
Cuando el afilado acero tocó sus muslos, el prisionero hizo un
último intento. Entrelazando los dedos, usó sus manos esposadas
para enganchar el brazo de su carcelero y se lanzó hacia adelante.
Cuando el cuchillo le rajó la piel, un estallido de dolor exacerbó su
lado izquierdo. Pero el instante de confusión le permitió colocarse el
brazo del guarda entre el torso y el tríceps. Echó las manos hacia
adelante, metiendo las esposas bajo la axila del hombretón y,
levantando el codo derecho al mismo tiempo que bajaba el puño, le
envolvió el bíceps con la cadena y apretó. Entonces le presionó el
hombro con el codo y se lanzó hacia adelante. Aunque su intención
era golpear a Greg con la frente en la nariz, le dio en la mandíbula.
Con un grito feroz, el subordinado de Yugo se apartó y lo
empujó a un lado con fuerza inhumana. Kuon golpeó la pared
alicatada con un lado de la cabeza y, cuando un puño enorme
colisionó con su sien, perdió el conocimiento.
CAPÍTULO 3

K , pero no quería moverse. Calor y oscuridad


envolvían sus pesadas extremidades. La suavidad y el olor fresco
de una cama le daban la bienvenida a su cuerpo y se dejó hundir en
la sensación. Durante el cautiverio, la rugosidad del suelo le había
causado moratones azulados en los costados. Le dolían hasta los
huesos y todo el cuerpo le pedía a gritos la blandura de una
almohada. Optó por descansar, cabeceando y disfrutando de la
comodidad, pero se acongojó en cuanto volvió en sí y recordó los
sucesos recientes.
Se irguió, apoyándose en un codo, e intentó ver en la
oscuridad, pero la visión le falló. Al no distinguir nada, se llevó una
débil mano a su pesada cabeza para asegurarse de que los ojos
estaban bien.
Sus dedos temblorosos descubrieron tres puntos en la
hinchada ceja izquierda. Palpitaba y parecía febril bajo sus yemas.
«Greg no se contuvo…».
Siguió bajando la mano y tocó una mejilla suave.
«¿Qué demonios? ¿Me afeitó mientras estaba inconsciente?
¡Joder!». Pestañeó y, acto seguido, sonrió. Ya no tenía las esposas,
estaba claro que lo habían subestimado.
Recuperó la visión, o se adaptó a la oscuridad; una de dos.
En la penumbra distinguió las siluetas de una mesa y de algunos
muebles.
Combatiendo el entumecimiento de su cuerpo, apoyó los pies
en el frío suelo de madera y se levantó. Le dio un bajón de tensión.
La habitación onduló y una niebla negra recubrió su visión. Al dar un
inestable paso hacia delante y apoyar una mano contra la suave
superficie de la mesilla de noche para soportarse, tiró algo. Tenía los
ojos secos, le escocían y sentía una pulsación detrás de ellos.
Buscando alivio, los cerró por un segundo.
La cabeza le palpitaba y sentía como si todos los vasos
sanguíneos de su cuerpo se hubieran constreñido. La presión los
hacía vibrar y zumbar como si fueran cables de alto voltaje.
—¿Por fin despierto? —dijo una voz maliciosa en la
oscuridad, asaltando los oídos del prisionero. No era difícil imaginar
el rostro insolente con sus finos labios curvados en una sonrisa
asimétrica.
Kuon se giró para colocarse de frente a la voz. Con los ojos
abiertos como platos y todos los nervios del cuerpo alerta.
Un suave clic precedió a una luz brillante. Hizo una mueca y
se protegió los ojos con la palma de la mano.
«Seguro que los vampiros se sienten así cuando salen a la
luz del día». El pensamiento era tan ridículo que casi sonrió. Unos
segundos después, pasada la primera conmoción, bajó la mano y le
echó un rápido vistazo a Yugo. Al confirmar que el hombre no se
había movido, desvió su atención.
Estaba semidesnudo. Sólo un calzoncillo blanco, que no era
más que una tira fina, y un albornoz de rizo blanco sin cinturón
cubrían su cuerpo. El pequeño arañazo del cuchillo en el costado se
había secado y no había visos de inflamación.
Frunció el ceño. Su cuerpo parecía estar demasiado limpio
para la corta ducha que se había dado. Cerró los ojos e intentó
deshacerse del inquietante sentimiento de haber sido violado en
alguna manera; pensar demasiado en ello no iba a cambiar nada.
A pesar de tener un serio dolor de cabeza, su cerebro no
había perdido la habilidad de pensar; así que analizó sus
alrededores en busca de algo que pudiera emplear como un arma o
de una posible ruta de escape.
Equipada con muebles de madera tallada y altos espejos, la
habitación parecía extemporánea, sacada de un castillo medieval.
En la pared opuesta a la cama había una chimenea de piedra; en el
suelo, una piel de lobo miraba hacia la negra abertura. Tenía la boca
abierta, mostrando los dientes, y las piernas huecas. Aunque
parecía demasiado grande para estar confeccionada con una única
piel, la alfombra era proporcionada. Frente al hogar, en medio de la
habitación, había una mesa de comedor. Encima, un mantel de seda
blanca y cubertería de plata. Auténticos cubiertos de plata y no
cubiertos de plástico que no podían usarse ni para rascarse la piel.
Kuon sonrió; le gustó lo que vio.
En el lado opuesto de la habitación, sentado en una silla de
cuero beis al lado de la chimenea, Yugo inclinó la cabeza y examinó
a su prisionero. Se llevó la mano a la cara y, ocultando su amplia
sonrisa, le dio una bocanada a un pitillo. Un humo dulce y denso le
nubló el rostro antes de disiparse.
Su pelo negro azabache, normalmente engominado hacia
atrás, estaba suelto y enmarcaba sus altos pómulos con unas ondas
suaves. Sus intensos ojos almendrados taladraban al joven con una
mirada extraña, casi íntima. El muchacho se estremeció.
El criminal se puso aún más cómodo y descansó la cabeza
contra el respaldo de la silla. La camisa de seda negra, que envolvía
holgadamente sus anchos hombros, dejaba ver sus clavículas y su
torso, lampiño y musculado.
—Me alegra que aceptaras mi invitación —murmuró,
intentando controlar su sonrisa desbordante, aunque la burla en su
voz era obvia.
Kuon se quedó paralizado. Quería hacer demasiadas
preguntas. Quería saber qué quería el criminal, para qué lo
necesitaba; pero el recuerdo de la jeringuilla rectal azul y las
inquietantes palabras de Greg lo enmudecieron.
Volvió a bajar la mirada. Limpio, desvestido. Su mirada se
dirigió a la mesa y las velas apagadas. No hacía falta hacer
preguntas. Tenía la respuesta delante. Aquella reunión no era para
tratar las condiciones de su liberación y de su cooperación. Estaba
destinada a humillarlo, a hacerlo sufrir. A hacerle pagar cada
kilogramo de heroína que había incautado.
—Acompáñame —susurró Yugo con voz melosa, señalando
la mesa con un gesto—. Debes de estar hambriento. Sírvete.
El prisionero pestañeó eufórico y una sonrisa genuina se
formó en la comisura de sus labios. En su interior, la esperanza de
aún poder luchar se despertó y le inyectó adrenalina en la sangre.
Conocía a aquel hombre, conocía sus pasiones, intereses y
estilo de vida. Se había pasado meses conociéndolo para empezar
a pensar como él, para convertirse en su sombra.
«Cabrón, ¿quieres jugar? Juguemos».
Recorrió la habitación con la mirada antes de devolverla a la
mesa de comedor. Sería estúpido deambular en busca de un arma,
cuando había cuchillos dispuestos para su uso. Relajó los hombros,
intentando que sus movimientos fueran fluidos y tranquilos, y se
dirigió a la mesa. Cuando la habitación osciló, Kuon pestañeó; pero
las rodillas le fallaron y el horizonte se inclinó.
«¿Qué demonios?». Dio un trompicón hacia adelante y
agarró el respaldo de una silla de comedor para mantener el
equilibrio. Al apartar la bata a un lado sin querer, mostró un muslo.
Temiendo perder la ventaja, le echó un vistazo a Yugo para
asegurarse de que seguía en el mismo sitio.
«No… me… jodas». Cuando la dura mirada de ojos grises
siguió su mano y se quedó pegada a su mitad inferior, sonrió.
«¿Funcionará?».
Mientras su cerebro daba vueltas a variables y posibilidades,
le dirigió a su captor una sonrisa incierta.
«Sólo necesito que se acerque… que baje la guardia a mi
alrededor. Y entonces… ya veremos».
Era una idea estúpida y no confiaba en que funcionara, pero
medio desnudo en la guarida de su enemigo no tenía otra cosa que
hacer. Cogió un pedazo de carne asada del plato y se metió los
dedos grasientos en la boca con cara de satisfacción.
Le dio una arcada. No tenía nada de hambre y su estómago
rechazó de inmediato al invasor indeseado. Le costó una barbaridad
fingir placer y tragarse la náusea. Pero se aseguró de mostrar su
lengua sonrosada al lamerse el dedo.
Yugo lo miró con desdén.
Kuon se sintió como un idiota.
Pero era demasiado tarde para lamentos. Ya había
empezado el espectáculo, así que ¿por qué no terminarlo?
El cuchillo se encontraba a centímetros de su cadera. La luz
artificial que destellaba en la hoja lo hechizaba. No podía desviar la
mirada. Sus dedos encontraron el mango, giró el arma en el aire
para cogerlo por la hoja y le lanzó el cuchillo al relajado criminal.
Con un movimiento ligero y fácil, inclinándose a la derecha y
torciendo ligeramente el torso, el hombre lo esquivó. La hoja se
hundió hasta la empuñadura en la mullida silla de cuero.
—Es cuero de avestruz. Se trata de una pieza única que
cuesta mucho más que todos tus órganos juntos. —La sonrisa se
congeló en el rostro de Yugo, su voz irradiaba amenaza. Sus largos
dedos hicieron rodar el cigarrillo antes de tomar otra bocanada y
expulsar un humo espeso.
Un ataque de ira caldeó el rostro del prisionero. Agarró el
segundo cuchillo y lo lanzó en la misma dirección que el primero.
Esta vez el criminal no se movió. Su mano interceptó el
cuchillo, lo volteó con dedos ágiles y lo mandó de vuelta.
Kuon lanzó el cuerpo a un lado para evitar el cuchillo, pero la
cabeza le estalló. Se le oscureció la visión y un espasmo,
amenazando con volverse vomitona, le revolvió el estómago.
Golpeó la mesa con ambas manos e intentó recuperar el equilibrio y
reprimir la náusea.
«Maldito cabrón…», pensó. Sabía que había perdido la
batalla, pero la guerra no había acabado. La cabeza lo estaba
matando y cada vez le era más difícil pensar con claridad.
Se forzó a enderezarse y se rio, mostrando una fila de
dientes blancos y nacarados.
—Eres bueno. No me equivocaba al interesarme por ti —dijo,
imprimiendo una buena cantidad de admiración a su tono.
Los ojos del criminal brillaron con repentina curiosidad. Se
inclinó hacia adelante, sosteniéndose la barbilla con la palma de la
mano. Una pequeña arruga en el medio de su frente añadía uno o
dos años a su apariencia.
«Joder, no puedo creer que esté haciendo esto». Aunque el
corazón le latía con fuerza, Kuon se enderezó y caminó hacia la
cama. Se llevó la mano derecha a la nuca, bajo el cuello del
albornoz, y con la mano izquierda agarró la fría madera pulida del
pilar de la cama.
Sin dejar de observar los movimientos del criminal, deslizó la
mano por el cuello. Se arañó la clavícula y el torso, encima del
corazón, bajo la bata.
«Esto es estúpido, ¡tremendamente estúpido! Parezco
idiota… no se lo va a tragar».
Unos ojos plomizos seguían su mano y una ligera, pero
visible, excitación se despertó en ellos, dilatando las pupilas,
iluminando el rostro de su captor.
«Joder, ¿está funcionando?», pensó asombrado. Cuando se
dejó caer en la cama con un semicírculo, la habitación empezó a dar
vueltas. El movimiento hizo que el estómago se le revolviera y la
bilis le subiera por la garganta. Forzándola a bajar, sonrió y miró a
su secuestrador a los ojos. Con el corazón martilleando su pecho,
se apoyó en los codos y separó las piernas. La fina tela del
calzoncillo se estiró sobre su polla y tomó la forma de sus curvas
dormidas.
—¿Te vas a quedar ahí sentado mirando, o vas a venir a
hacer lo que querías cuando mandaste traerme aquí? Esto es lo que
quieres, ¿verdad, Yugo? —Kuon no pudo controlar el tono y el
nombre salió de sus labios como un escupitajo.
El rostro del criminal dibujó una sonrisa hambrienta y
engreída, embruteciendo su expresión. Un escalofrío recorrió la
espalda del prisionero, pero se libró de él e intentó salvar la
situación. Mientas examinaba la cara entretenida de su captor, en
busca de indicios de emociones, se acariciaba el abdomen como
quien no quiere la cosa. Metió los dedos bajo el calzoncillo y
encontró su miembro dormido.
«Esto es jodidamente estúpido…».
Yugo se levantó, tiró la colilla en el cenicero y, exhalando un
humo denso y dulce, se acercó a su presa.
Una nueva dosis de adrenalina se inyectó en la sangre de
Kuon. Las palmas de las manos se le inundaron de sudor. Contrajo
el pecho y tensó los músculos, preparándose para una pelea. En
cuanto su captor entró en su radio de acción, enganchó la cintura de
la ropa interior con el pulgar y la bajó.
No se había equivocado. El criminal volvió a esbozar una
sonrisa engreída y su nuez de Adán se movió. Se deshizo de la
camisa y bajó la cremallera de sus pantalones de algodón. Estos se
deslizaron, revelando un triángulo oscuro de vello púbico, y se
pararon en sus muslos. La base visible de su polla evidenciaba una
erección completa.
«Mierda…». Por muy preparado que creyera estar para aquel
juego, aquella visión estremeció al prisionero. Aquella ausencia de
ropa interior destrozó su confianza.
La mirada clavada en sus caderas lo irritaba de mala manera,
y ansiaba borrar con el puño la incierta excitación de los ojos de
Yugo. Que otro hombre lo mirara de aquella manera era algo
extraño, incómodo, desconocido.
La postura relajada de su captor le proporcionó la
oportunidad perfecta para atacar. Usando los brazos como soporte,
echó el cuerpo hacia adelante con todo su peso, concentrándolo en
una poderosa patada dirigida al estómago.
El criminal cruzó los antebrazos y bloqueó el golpe, pero
perdió el equilibrio y, bamboleante, dio un paso atrás. Kuon saltó
hacia adelante y cerró los dedos alrededor de la garganta de su
asaltante. Lo hizo tropezar, colocando un pie detrás de las piernas
del hombre, y lo derribó.
Cuando cayeron al suelo sobre la alfombra lobo, aterrizó en
el estómago de Yugo, pero no le soltó la garganta. Intentó
presionarle el codo con la rodilla, pero el tipo levantó los brazos, le
agarró las manos y, al intentar sacárselo de encima, le hundió los
dedos en la piel fina del interior de las muñecas.
Kuon apretó los dientes y le estrujó la garganta con todas sus
fuerzas, aunque las yemas de los dedos le cosquilleaban con las
primeras señales de adormecimiento. La presión que sentía en la
cabeza se intensificó, convirtiendo el dolor de cabeza en
insoportable, y un grito lleno de desesperación salió de su boca. Le
temblaban las extremidades y una niebla blanca le arruinó la visión.
A través de su espesor, vio una gota escarlata caer y chocar con la
mejilla del criminal. Después otra y otra. Pestañeó, intentando
librarse de la alucinación, pero las gotas seguían cayendo y un
sabor metálico le llenó la boca.
«Joder…». Le era difícil respirar y, al inhalar por la boca, se
dio cuenta de que le sangraba la nariz. Mientras el potente latido
vital que vibraba bajo las yemas de sus dedos se extendía
rápidamente por su cuerpo, le empezó a sudar la frente. Yugo, con
las venas de las sienes y el cuello hinchadas, abrió la boca,
intentando respirar.
Mientras el prisionero miraba fijamente las dilatadas pupilas
negras de su captor, el tiempo se ralentizó. Se inclinó hacia la
izquierda para esquivar un puñetazo que apuntaba a su garganta y
apretó aún con más fuerza. Cuando el corazón del hombre se
estremeció bajo sus dedos, el horror lo inundó.
«Si sigo apretando voy a matarlo…».
Titubeó. Se le crisparon los dedos, aflojando ligeramente el
agarre, y el puño del criminal colisionó con su hígado en el todavía
visible y amarillento moratón.
El intenso dolor lo paralizó momentáneamente. Sus dedos
dejaron de apretar y, cuando un codazo en el oído dañó su visión,
sus piernas rehusaron mantener el equilibrio. Yugo se lo sacó de
encima. La habitación empezó a dar vueltas y Kuon soltó la
garganta del hombre y se golpeó el costado contra el suelo. La
sangre que brotaba de su nariz le goteaba por la barbilla y le bajaba
por el cuello.
El criminal tosió y se alejó arrastrando los pies y sujetándose
la garganta con una mano; el prisionero, incapaz de detener a su
captor, se mordió el labio. El dolor ya no era tan intenso. Iba y venía
como una ola de calor que incendiaba su piel y dejaba pequeños
temblores en su cuerpo. Desterrándolo, se puso en pie con dificultad
y se limpió la nariz sangrante con la manga del albornoz. El tejido
blanco, manchado de color escarlata, atrapó su mirada y lo
hipnotizó.
Una mano le agarró el hombro por detrás, forzándolo a girar
sobre sus talones, y un gancho de derechas a la mandíbula lo lanzó
de espaldas contra el suelo.
Ensordecido por un ruido penetrante, todo daba vueltas. La
chimenea se fusionaba con la mesa, lanzando chorros de chispas
cegadoras por toda la habitación desenfocada. Pestañeó. Su mente
estaba totalmente confusa. No sabía en qué parte del dormitorio se
encontraba e intentó incorporarse, pero un gran cuerpo pesado se lo
impidió. Un olor, mezcla entre la fragancia perfumada y leñosa de su
captor y el efluvio amargo del tabaco, lo alcanzó.
Yugo sujetó las muñecas de Kuon a ambos lados de las
caderas y se sentó a horcajadas sobre él. Su cara, enrojecida y
cubierta de sangre, se cernía a pocos centímetros del joven. Al
verla, borrosa y distorsionada, el muchacho se retorció, intentando
poner algo de distancia.
—Entonces ¿es esto lo que te pone? ¿Pelear antes del sexo
duro? Voy a tener que coincidir contigo, es realmente excitante —
graznó el criminal, su voz dañada por el forcejeo. Se limpió la
sangrienta mejilla con el hombro, tosió y se aclaró la garganta.
Atrapado. Con el corazón en la garganta, los ojos del
prisionero deambularon por la palpitante habitación en busca de una
salida. Sus dedos desesperados agarraron la piel de lobo y la
arrugaron en un puño empapado de sudor, mientras un pánico
funesto se filtraba por su cuerpo y se depositaba en sus huesos.
«No. No dejes que te intimide». Cerró los ojos, queriendo
calmarse.
Su firme determinación hizo retroceder el miedo y la
confusión. Seguían allí, acechando en los bordes de su mente, pero
lejos de su alcance. Sus músculos se relajaron y recuperaron la
flexibilidad.
—Me gusta. Hace un momento, cuando te ofreciste a mí,
estabas realmente sexy, pero esto… hasta te creí por un instante.
«Apuesto a que sí», pensó Kuon.
—Me ofrecería a un hombre capaz de satisfacerme —espetó
con una sonrisa desdeñosa dibujada en los labios; no quería darle a
su secuestrador el gusto de su miedo.
Aquellas palabras llenas de odio no parecieron afectar al
criminal. Sonrió y le dio la vuelta al joven, colocándolo sobre su
estómago y arruinándole la visión con el repentino movimiento.
Con manos enérgicas le bajó el albornoz que lo cubría por los
codos y aseguró los brazos a la espalda haciendo un nudo
complicado en el tejido suave. Kuon se sintió indefenso. La presión
aplicada a su espalda le hundió la mejilla aún más en la alfombra.
Apretó los dientes; el pelaje le cosquilleaba los labios y la sangrante
nariz.
—Ojalá pudieran verte tus amiguitas ahora mismo. ¿Qué se
siente al yacer bajo otro hombre, sabiendo que en breves una
persona a la que odias con toda el alma va a follar una y otra vez tu
virginal culo? —preguntó Yugo.
El cuerpo del prisionero se negaba a moverse. El mero
pensamiento de ser violado le paró el corazón. El brutal terror se
infiltró hasta lo más profundo de su ser, paralizó su cuerpo y su
mente. Su captor no bromeaba y, por primera vez en su cautividad,
la gravedad de la situación lo abrumó.
«¿Va a violarme? ¿De verdad?».
Una onda de calor le golpeó los oídos, ahogándolo todo con
un estruendo infinito. Cuando el criminal se inclinó hacia adelante,
mirándole un perfil de la cara, su voz, dulce y calculada, le llenó los
oídos.
—Esta es tu primera vez con un hombre, ¿verdad? Seré
extremadamente dulce contigo, tan dulce que me rogarás que te
siga follando, y que siga, y siga. —Yugo deslizó sus dedos por la
espalda desnuda del joven y los coló bajo el calzoncillo.
Kuon se retorció cuando una mano fría le apretó una nalga.
Firme y áspera, le provocó una tormenta de ansiedad en la boca del
estómago. Una tormenta que se arremolinó en sus entrañas,
chocando con su caja torácica y aplastando su ya jadeante
respiración. Hizo fuerza contra el suelo para intentar darle un
codazo a su secuestrador en la barriga, pero un espasmo doloroso
le curvó los dedos del pie y el ataque se enredó en el albornoz.
El criminal se rio. Apoyó la mano en la cabeza de su
prisionero, que seguía oponiendo resistencia, y se la hundió aún
más en la piel empapada de sangre. Acercó la cara a su cuerpo y
siguió la línea de sus hombros con su cálido aliento, nunca tocando
la piel, nunca apartándose de ella.
La confianza de su captor aterrorizaba al joven. Podía oler su
propio miedo en el aire. Una extraña mezcla entre un olor salado y
uno dulce; el olor de la debilidad, de la cobardía. Lo odiaba.
—Vas a disfrutar. Créeme —susurró Yugo. Su mano se coló
bajo el cuerpo de Kuon y apretó su flácida y dormida polla. Cuando
el muchacho levantó las caderas instintivamente para evitar el dolor,
le proporcionó mejor acceso.
El prisionero se rio. Una alegría fingida que ocultaba el caos y
el pánico que reinaban en su interior. Sus axilas y las palmas de sus
manos, empapadas de sudor, traicionaban sus emociones.
«La violencia debería permanecer como violencia. Si este
cabrón va a hacerlo de todos modos. No quiero que me guste…»,
pensó obstinadamente, rechinando los dientes. Sabía muy bien que
la reacción del cuerpo a la violación, combinada con los malditos
juegos mentales, podía generar confusión y usarse como
herramienta de manipulación. «Ni de coña voy a dejar que me haga
eso a mí».
—¿Quién dijo que es mi primera vez? —Dejó de luchar y
retorció el cuerpo, apoyándose sobre un hombro, para mirar de
frente a su captor. La sonrisa que le ofreció radiaba ganas de jugar y
mostraba sus pulcros y brillantes dientes.
El rostro de Yugo, sonrosado por la lucha, apareció a
centímetros del suyo.
—Dudo que una basura como tú pueda satisfacerme nunca.
Preferiría morir a dejar que me toque alguien como tú —susurró
Kuon, expulsando el aire en el oído y la mejilla de su atacante.
—Eso podría arreglarse fác… —El criminal no pudo finalizar
la frase.
El prisionero forzó su cuerpo a darse la vuelta e irguió la parte
superior con velocidad.
Con la frente golpeó la barbilla de Yugo, causándole una
brecha en la comisura de la boca y tirándolo hacia atrás. La
habitación se volvió borrosa.
Sacudió las manos y el nudo del albornoz se aflojó y acabó
deshaciéndose. Apoyó las manos en el suelo y, empujándose con
ellas, se puso en pie.
La visión le falló, se incrementó su mareo, y trastabilló hasta
el centro de la habitación. Con la frente exudando miles de gotitas,
alcanzó el otro lado de la mesa y, al apoyar en ella todo su peso,
echó el albornoz a un lado. Le dolía el cuerpo, sentía contracciones
en el pecho, su respiración era laboriosa y la cabeza le hormigueaba
por culpa de la tensión.
El criminal se frotó el pómulo y se puso en pie; el descontento
emanaba por todos sus poros. Aunque la sonrisa desapareció de
sus ojos, persistía en sus finos labios y le proporcionaba a su rostro
la aterradora máscara de un asesino sin corazón. Cada paso
adelante acortaba la distancia con su presa.
Al ver la seriedad de su captor, Kuon no tenía el más mínimo
deseo de dejar que Yugo se le acercara. Y cada vez que el hombre
daba un paso, él se movía en la dirección opuesta, intentando
mantener la separación. Cuando la habitación se desdobló delante
de sus ojos, no pudo impedir que su mirada deambulara. Se movía
de un objeto a otro y tenía que forzarse a devolverla a su captor
continuamente. Algo iba mal. Pestañeando con velocidad, golpeó la
sedosa tela del mantel con las manos y trastabilló alrededor de la
mesa. Necesitaba recuperar el control sobre su visión fragmentada y
para eso necesitaba tiempo.
Tras dar tres vueltas alrededor de la mesa, Yugo se cansó de
la absurda persecución y, ladeando la cabeza, dio un paso hacia
ella. Pero el prisionero predijo el movimiento y atacó primero. Colocó
las manos debajo de la mesa y se la lanzó a su perseguidor. La
comida, la cubertería y las velas apagadas volaron a través de la
alfombra de piel de lobo que extendía sus patas huecas sobre el
suelo.
—Se acabó el juego —gruñó el criminal, echando la mesa a
un lado. La cáscara de ser humano civilizado desapareció y, en su
lugar, apareció la naturaleza de un animal salvaje. En un abrir y
cerrar de ojos, se materializó al lado del joven y le lanzó una serie
de rápidos puñetazos a la cabeza.
Kuon se encorvó y levantó las manos. Sus antebrazos
bloqueaban los puñetazos que volaban a izquierda y derecha y
palpitaban de dolor. Al ver venir un derechazo cruzado, retorció el
torso para esquivarlo, pero el poderoso golpe acarició el borde de su
quijada izquierda. La habitación se desintegró y el mareo empeoró
aún más. Luchó por concentrarse en algo. La situación le recordó la
danza salvaje de unos aborígenes largo tiempo olvidados que había
visto una vez en televisión. La cabeza le palpitaba, imitando el
tambor ritual, prometiendo un terrorífico acto de canibalismo.
Un temor desesperado echó raíces en su médula, dejó su
cuerpo helado y llenó su boca con un sabor amargo. Su visión
palpitante pasó de la chimenea al tenedor de plata que yacía en la
desastrada alfombra. Tragó saliva y se tambaleó hacia él.
—Espero que mueras atragantado, hijo de puta… —
Intentando distraer al criminal de su objetivo y despertar un poco de
coraje en su interior, escupió en el suelo. Mientras intentaba
controlar la caótica danza de la habitación, tanteaba con la mano el
aire que lo rodeaba.
Sin perder su falsa y siniestra sonrisa, Yugo se lanzó hacia
delante, rozando el hombro de Kuon con el pecho. Enroscó los
dedos alrededor de su bíceps y, dándole una patada por detrás de
las rodillas, lo mandó al suelo.
Al golpear el piso, un dolor punzante con origen en el codo
subió hasta el hombro y bajó hasta los dedos, antes de extenderse
por todo el cuerpo del prisionero. Sus terminaciones nerviosas
gritaron de agonía. Su mano se entumeció, la cabeza le estalló.
Dejándose caer de rodillas, el criminal presionó la espalda del
joven y le aplastó la garganta con el antebrazo derecho. Con la
mano izquierda le bajó con dificultad la cintura del calzoncillo blanco.
La presión en la cabeza de Kuon aumentó, enturbiando su
visión. El aire se arrastró ruidoso por su laringe, luchando por
atravesar las vías respiratorias. Inundó sus pulmones y retrocedió,
pero al no encontrar una salida se condensó y oprimió su pecho.
Agarró el antebrazo de su atacante e intentó apartarlo mientras con
la rodilla le golpeaba el costado, una y otra vez, pero no le hizo daño
alguno y el hombre no flaqueó. Los ojos del joven cosquilleaban con
las lágrimas causadas por la asfixia. Su pulso se volvió loco, sus
venas se hincharon y la presión en su cabeza se volvió insoportable.
«¿Voy a morir así…? Joder, qué injusto…». Enfocó los ojos
hacia la cara enrojecida y los labios sangrientos de su captor.
«¿Cómo es posible que lo último que vea antes de morir sea el
rostro de este hijoputa? No quiero morir así…».
Lanzando las dos manos hacia adelante y hacia arriba,
agarró la coronilla del criminal y tiró de la cabeza hacia abajo. Yugo
le soltó el cuello, golpeó el suelo con ambas manos, cada una a un
lado de la cabeza del prisionero, y empujó hacia atrás. Pero Kuon
tiró con más fuerza y sus frentes sudorosas chocaron.
El oxígeno regresó rápidamente a sus pulmones,
enardeciéndolos. Cuando le dio un espasmo de tos, ansió agarrarse
la dolorida garganta con las manos; pero continuó tirando del
criminal hacia él, acercándolo. Confuso por un momento, miró hacia
arriba, a aquellos fríos ojos grises que lo miraban fijamente. Aunque
entretenidos, no mostraban bondad alguna, sólo una evidencia clara
de la euforia de la adrenalina.
Inspirando el aire caliente combinado de sus jadeos, envolvió
el brazo derecho alrededor del de su captor y le inmovilizó el codo.
Sus sentidos se despejaron. Imprimió más fuerza a la
inmovilización, lanzó la cadera hacia arriba, ayudándose con las
rodillas dobladas, y se quitó de encima a su atacante. Se dio la
vuelta y se colocó sobre el estómago del hombre.
Con una combinación de ira, adrenalina, temor y
desesperación, lo acribilló con una ducha de rápidos puñetazos a la
cabeza y a la garganta. Recordaba vagamente haber tenido un
objetivo, haber intentado alcanzar algún punto un minuto antes, pero
ya no sabía cuál. Sólo sabía que tenía que destruir al hombre antes
de que lo destruyera a él. La confusión de la adrenalina invadió sus
ojos y lo borró todo a su alrededor.
Yugo bloqueó el ataque con una defensa espontánea.
Levantó la cadera y atrapó un pie de Kuon con el suyo, le agarró un
brazo y tiró de él hacia fuera. Le hizo perder el equilibrio, se lo quitó
de encima y le pateó el estómago, extrayendo un pesado jadeo de
su boca.
El joven golpeó el suelo con las palmas de las manos
mientras un agujero negro se abría en su estómago y absorbía sus
pulmones. Cuando el criminal le machacó la columna vertebral con
un codo, un dolor agudo afloró entre sus omoplatos y lo dejó sin
aliento. Con la otra mano, el hombre le bajó el calzoncillo hasta las
rodillas.
Aterrorizado, el prisionero intentó ponerse a cuatro patas.
«Nunca dejes que tu oponente vea tu espalda», era la principal regla
de toda arte marcial. Tenía que levantarse. Tenía que darse la
vuelta. Tenía que defenderse. Adrenalina pura corría por sus venas
y el martilleo en su cabeza aumentó de intensidad. Pero una
sudoración fría y pegajosa empapaba su cuerpo y la confianza en su
propia fuerza se desplomó.
—Con que te ha tocado alguien antes que yo, ¿eh? —Una
voz ronca y aterradora atravesó el aire.
Pasando la pierna por encima del cuerpo de Kuon, Yugo se
dejó caer de rodillas para quedar a horcajadas sobre él. Sus
caderas, un calor sólido contra la parte trasera de las piernas de su
prisionero. Sonriendo, apretó con sus dedos motivados las dos
nalgas bien definidas del joven y las amasó sin compasión, antes de
exponer los sitios ocultos del muchacho.
—Entonces, no hace falta que sea excesivamente cuidadoso
contigo. Tu culo ya debe de saber cómo aceptar a un hombre,
¿verdad?
Incapaz de moverse, e inundado por el vértigo, Kuon dio una
bocanada de aire y apretó los ojos con fuerza. Escuchó un
escupitajo y un dedo frío le tocó el ano, esparciendo saliva por su
entrada.
—No…
La humillación lo golpeó con más fuerza que ningún puño.
Abrió los ojos de golpe y su mirada deambuló por la habitación. A
sólo un paso de distancia, un tenedor de plata destellaba bajo las
luces amarillentas, lo llamaba. Si pudiera alcanzarlo, cogerlo, y
clavárselo a Yugo en la mano. Retorció la parte superior de su
cuerpo e intentó golpearle la cara al hombre. Pero su captor se rio y
apartó la debilitada mano de un guantazo.
—No… para. ¿Por qué haces esto? —Las sofocadas
palabras murieron en los labios de Kuon cuando dos dedos ásperos
se introdujeron en su cuerpo. El dolor fustigó su recto e intentó en
vano arrastrarse hacia adelante para escapar del dolor, o alcanzar el
tenedor.
—¿Por qué? —La voz de Yugo sonaba completamente seria
—. Tú me jodiste bien no hace mucho. Ahora me toca a mí joderte a
ti. Así que relájate y disfruta.
La ponzoña que vertían sus palabras corrompió el alma de su
prisionero. El joven cerró el puño alrededor de la piel de lobo,
agarrándola con fuerza. En cierta forma, le ayudó a contener la
humillación y a no soltar su escurridiza determinación. Poco a poco,
se movió hacia el tenedor. Tan cerca y a la vez tan lejos, era la única
salvación que podía ver.
«Por favor, deja que lo coja». No sabía a quién le rezaba,
pero necesitaba que alguien le escuchara.
Su boca se abrió en un grito silencioso cuando un tercer dedo
se introdujo en su cuerpo, cortando como una tijera, abriéndolo. El
dolor penetrante lo dejó sin aire. Temblando, intentó sacarse a Yugo
de encima, pero el precipitado movimiento resonó en su cabeza y la
visión le falló.
Cegado, golpeó hacia atrás con el codo, pero la neblina
negra que llenaba la habitación espesaba el aire y frenó el ataque.
Resultó lento y flojo. El criminal se rio y le retorció el brazo,
asegurándolo con un fuerte agarre detrás de la espalda. Los dedos
del hombre le retenían la mano como si fueran esposas.
«No…». Kuon intentó moverse hacia adelante, pero con sólo
una mano y el peso de Yugo aprisionando sus piernas, no podía
desplazarse ni un milímetro.
El tiempo se ralentizó. Los segundos le martilleaban la
cabeza y hacían puré su cerebro. Un minuto duró una eternidad.
Probablemente el infierno fuera así: lleno de dolor, humillación y un
tiempo ralentizado.
Los dedos del criminal se movían, adentro y afuera, lijando el
delicado interior de su prisionero. El joven no podía más que
pestañear en un intento por lavar la oscura niebla de sus ojos
llorosos.
Algún tiempo después, cuando la agonía se hizo por fin
soportable y el velo negro desapareció de sus ojos, Kuon se las
arregló para recuperar el control de su cuerpo. Se movió y su captor
retiró los dedos proporcionándole un ligero alivio, aunque el sólido
agarre de su muñeca no se aflojó.
Desgarrando el aire con los dientes, el prisionero avanzó
usando sólo los dedos de los pies. Un centímetro, otro. El tenedor
estaba muy cerca, un poco más y sería capaz de cogerlo. Entonces
un sonido suave le llegó desde atrás. Yugo le escupió en el culo y
algo sólido y grueso empujó su dolorida entrada, esparciendo la fría
saliva por su ardiente piel. Al encontrar la zona más blanda, el
criminal guio su polla al interior y la forzó a atravesar el tenso anillo
que era el esfínter del joven.
Un dolor cegador lo eclipsó todo. El aire incendió el pecho del
muchacho y una agonía abrasadora bramó por su cuerpo. Un grito
silencioso salió de sus labios, acompañado de un estridente chorro
de aire. Se llevó la mano al estómago, dejando la mejilla presionada
contra el pelaje y su hombro como único soporte. El copete de pelo
de lobo seguía en su puño de nudillos blanquecinos.
El dolor, en el límite entre la cegadora realidad y la oscuridad
de la nada, lo abrumó. La palpitante sangre manchó el velo blanco
de su visión, pintando el mundo carmesí antes de volverlo todo
negro. Su cuerpo se tensó y sus músculos se acalambraron,
empeorando la angustia. Sus ojos, llenos de lágrimas, miraban
abiertos como platos un punto invisible, no veían nada.
Cuando las caderas del criminal golpearon la febril piel de su
trasero, el muro que separaba su mente de la realidad cayó. Al
desintegrarse, liberó el asfixiante flujo de conmoción y terror que
ahora lo inundaba por dentro. La repulsión sacudió violentamente su
esencia, convulsionando todos sus músculos, y un ácido ardiente le
subió a la garganta. Encorvó los hombros y vomitó; derramó una
mezcla ácida de jugos gástricos y sangre por la alfombra.
Yugo bufó, pero siguió hundido en su interior, el agarre de sus
dedos sudorosos en la cadera del joven se reforzó. Se inclinó hacia
adelante. El calor de su pecho presionaba contra la espalda sudada
de su prisionero. Se refrenó un momento antes de salir
completamente y volver a entrar de golpe en aquel cálido cuerpo.
Kuon arqueó el pecho y golpeó con la coronilla la mejilla del
criminal. Los dedos de sus pies se curvaron y su trasero se contrajo.
El dolor lo despedazó, haciendo trizas sus órganos internos y su
orgullo. Dejó caer su peso al suelo y se llevó la mano a la boca para
morder la base del pulgar. Rompió la piel con los colmillos en un
intento por distraerse del dolor de su mitad inferior. Cuando la
sangre inundó su boca, hundió los dientes aún más y le dio la
bienvenida al nuevo dolor; un dolor que no resquemaba con
humillación.
Penetración… penetración… penetración… Cada penetración
de la polla de Yugo resonaba en el estómago y en la cabeza del
Joven. Parecía una vara de metal al rojo vivo abrasando sus
entrañas desde dentro, enviando una vibrante ola de dolor que
atravesaba sus órganos, uno a uno.
Los dedos de su captor se hundieron aún más en su cadera,
magullando su delicada piel; los huevos del hombre le golpeaban el
delicado lugar entre el ano y los testículos con cada fuerte
penetración. Los huesos de las caderas del criminal golpeaban sus
dos bien formadas nalgas y añadían al dolor, o distraían de él; una
de dos.
—Joder —susurró Yugo. Al subir aún más la mano que
sujetaba el brazo retorcido, hundió el puño de nudillos blanquecinos
del joven entre sus sudorosos omoplatos.
Desvaneciéndose en la locura, el prisionero lanzó su mano
libre hacia adelante, anclando su escurridiza consciencia a la
alfombra de piel de lobo y a la realidad. Sus ojos se concentraron en
el tenedor que yacía a unos centímetros de las puntas de sus
dedos. Sus músculos se desgarraron al intentar alcanzarlo y la
yema de su dedo rozó el mango de metal. «Sólo un poco más…».
El tenedor se giró y aterrizó con los dientes hacia arriba. El
retorcido reflejo del hombre que lo estaba violando bailaba boca
abajo en su inmaculada superficie.
El mundo se vino abajó y aplastó su columna vertebral. Dejó
caer la barbilla y sus dedos se alejaron del brillante objeto.
«Es una pesadilla. Esto no es real. Despierta… ¡despierta
maldita sea! Esto no puede ser real… Nada de esto importa porque,
cuando despiertes, todo volverá a la normalidad. Todo estará bien».
El sudor corría por sus sienes y su frente y le goteaba desde
la punta de la nariz hasta la barbilla. Su cuerpo estaba pegajoso y
húmedo y el amargo olor de la sudoración residía en el aire. Le dolía
la cabeza y, en cierto modo, todo dejó de importar. Demasiado
cansado como para preocuparse por nada, cerró los ojos y apoyó la
cabeza en el codo. El enloquecedor dolor se tornó leve; la
humillación, indiferencia.
Algo caliente corría por el interior de su muslo. No quería
pensar en ello. No quería pensar en nada. Sólo quería que el tiempo
pasara más rápido y que aquello se acabara.
Una respiración estridente le cosquilleaba en el cuello y,
cuando se aceleró, Kuon supuso que Yugo estaría a punto de
correrse.
Unos minutos después, el hombre se levantó y se recolocó la
ropa; se dirigió a su silla y encendió un cigarrillo.
No sintiendo más que dolor, el prisionero se levantó con
dificultad; deseaba desaparecer. El tenedor reflejaba la luz y hería
sus ojos sensibles. Se encontraba a sólo unos centímetros, pero ya
no lo llamaba.
Se dio la vuelta.
Con piernas temblorosas, se tambaleó a través de la espesa
niebla de su deteriorada visión hacia la puerta, la empujó con la
mano y salió de la habitación.

G al ver a Kuon salir


bamboleante del dormitorio. Estaba pálido y tenía la piel cubierta de
sangre, los ojos hundidos con ojeras púrpura, y los labios
hinchados, atormentados. Varios nuevos moratones, que prometían
ponerse negros al día siguiente, y brillante sangre carmesí corriendo
por el interior de sus muslos completaban la imagen. El guarda se
adelantó y extendió una mano para intentar soportarlo. Pero el
prisionero se alejó rápidamente de su alcance como si esquivara la
peste. El joven volvió a tambalearse, se apoyó en la pared y se tapó
los ojos con un antebrazo tembloroso.
No parecía que fuera a moverse pronto. Varios minutos
después, el subordinado de Yugo se cansó de esperar. Agarró al
muchacho por el codo y lo arrastró al cuarto de baño.

C , , bombardeaban la
sensible y febril piel de Kuon. La cabeza le estaba matando y una
desagradable ola de náusea recorrió su cuerpo. Las piernas le
fallaron y cayó al alicatado suelo mojado sobre su desnudo culo;
exhausto, impotente. Tenía el estómago revuelto y, al encorvarse
hacia adelante, vomitó una mezcla rojiza que le quemó la garganta.
Vomitó unas cuantas veces más, hasta que no quedó nada
en su interior; ni contenido, ni emociones, ni pensamientos.
Se estremeció. Sus párpados se cerraron por voluntad propia
y el suelo desapareció debajo de él. Ni siquiera intentó resistir; se
dejó ir por completo y se hundió en un sueño glacial, pesado y
envolvente como una piscina helada.
CAPÍTULO 4

A , Yugo observaba la lucha entre el sol


matinal y las grises y espesas nubes, y golpeteaba sus pulcras
uñas, en staccato, contra la sólida superficie del alféizar. Se frotó la
barbilla y se dio la vuelta, situándose de cara a la habitación. Las
piedras negras y cuadradas de los gemelos de su camisa de puño
francés reflejaban la luz dorada procedente de la pesada lámpara de
araña de bronce.
Greg estaba apoyado en la puerta con los brazos cruzados
sobre su robusto pecho. Su traje azul marino estaba arrugado, como
si hubiera dormido en el coche completamente vestido. Su jefe se
arregló su impecable traje negro y miró al tercer hombre que se
hallaba en la habitación.
Tobías, sentado en la silla de cuero negro de los invitados, le
dirigía una mirada penetrante con sus fríos y desinteresados ojos de
pupilas siempre delgadas. El hombre, que llevaba un sencillo jersey
gris, no parecía tener más de veinticinco años a pesar de estar ya
en la cuarentena. Su desarreglada melena dorada se levantaba en
la coronilla en un ángulo extraño por culpa del cojín.
—La última vez que los de Al-Amin se hicieron con una zona
urbana importante fue… ¿hace más de una década? ¿Por qué
ahora? —preguntó Yugo, aunque no esperó a recibir respuesta—.
Kunduz es una ciudad rica y un punto estratégico clave en el norte,
pero no serán capaces de mantenerlo por mucho tiempo. Además
de una propaganda efímera, ¿qué les ofrece? Dudo que lo hagan
sólo por la gloria. Si no les aportase nada sustancial, Ahmad Amin
no malgastaría allí a su personal. A no ser… que quieran a alguien.
¿Alguien del gobierno? ¿Alguien en prisión? ¿Quién?
Tobías ladeó su cabeza rubia bruscamente y mostró sus
dientes torcidos en una sonrisa forzada, siniestra.
«Ya lo sabes, ¿verdad?», pensó Yugo, mirando a su secuaz
con el ceño fruncido. «¿Qué más has descubierto y no me has
dicho?».
—¿Quién sabe? —El hombre se encogió de hombros,
respondiendo ambas preguntas: la hablada y la silenciosa.
—Averígualo. —El Duque Negro le lanzó una mirada
perspicaz a Greg y colocó las palmas de las manos sobre la
superficie lisa de su escritorio de madera noble—. Afganistán carece
de fuerza aérea. Promételes a los de Al-Amin todo lo que puedas
proporcionarles en cuatro días y añade tres helicópteros. Asegúrales
nuestro total apoyo. Si necesitan gente, se la proporcionaremos.
Toma el próximo vuelo a Kabul, reúnete con Ahmad Amin, y
cerciórate de que nuestra oferta sea la mejor. Llámame en cuanto
llegues allí. Gustavo se unirá a ti en unos días.
Tobías se levantó, esbozó una nueva sonrisa siniestra y se
dirigió a la puerta. Sus hombros relajados, moviéndose con cada
paso, le proporcionaban a su delgada constitución el aura peligrosa
y depredadora de una daga afilada.
—Greg, quédate —dijo Yugo. Se enderezó y señaló hacia la
silla vacía con un movimiento de su bien afeitada barbilla.
En cuanto el otro hombre salió de la oficina y cerró la puerta,
el hombretón se aproximó al escritorio, pero no se sentó.
Permaneció de pie frente a su jefe y, mirando al suelo, esperó a que
hablara.
—Supongo que Rudolph no estará contento.
—No. El trato arruinó su acuerdo con la Organización por la
Liberación Islámica. No les agrada que apoyemos al grupo Al-Amin.
Las chicas que quería comprar baratas ahora le cuestan el doble.
Intentó llegar a un entendimiento, pero a la OLI no le gusta la idea
de que Al-Amin obtenga aún más influencia en Afganistán —
contestó su subordinado.
—Rudolph tendrá que dejarlo correr. No puedo perder más
territorios aquí. Las chicas pueden esperar. Ahora mismo tiene de
sobra. —Yugo se rascó una mejilla—. ¿Cómo está el muchacho? —
preguntó.
Greg levantó la vista, momentáneamente boquiabierto.
—Eh… —Tragó saliva, tartamudeó algo ininteligible y,
volviendo a bajar la mirada al suelo, empezó a balancear el cuerpo.
—Te he preguntado cómo está —gritó Yugo, taladrando a su
subalterno con una mirada asesina.
—Vomitó varias veces y perdió la consciencia. Hasta dónde
yo sé, aún no ha vuelto en sí —expuso el hombretón como si se
tratara de un reporte militar. Culpabilidad impregnaba su rostro.
Yugo chasqueó los dedos varias veces y miró a su alrededor.
Al no encontrar lo que quería de inmediato, empezó a irritarse y
frunció el ceño. Cuando recordó dónde había dejado los cigarrillos,
echó la mano atrás, al alféizar de la ventana. Cogió el encendedor,
sacó con dedos ágiles un pitillo de la cajetilla que se encontraba al
lado y se lo llevó a la boca. Apretando el filtro entre los labios,
prendió el mechero, llevó la llama a la punta del cigarrillo e inspiró el
calor. Mientras esperaba a que la primera calada le llenara los
pulmones y le desahogara, bajó los párpados. La tensión abandonó
su cuerpo junto con el humo y se dejó caer en el profundo sillón de
oficina.
Cerró los ojos. No sabía qué hacer con aquel joven. No
quería matarlo, al menos no todavía. Su comportamiento arrogante
y su infatigable energía vital lo atraían, pero no eran razón suficiente
para liberarlo. El muchacho le había arruinado un negocio. Por su
culpa, había perdido clientes, su reputación se había visto afectada,
y sus rivales habían aprovechado la ocasión para beneficiarse y
conseguir nuevos territorios.
Meditabundo, no se dio cuenta de que su cigarrillo se estaba
consumiendo. Greg, completamente inmóvil al lado del escritorio, se
aclaró la garganta para recordarle a su jefe su presencia.
—Prepara la habitación junto a la mía. Quítalo todo excepto
el colchón. Saca las lámparas de araña e instala en su lugar
iluminación empotrada. Cambia la ventana por una de plástico para
que no pueda romperla, pon rejas e instala cámaras ocultas. Hoy. —
El criminal impartió las instrucciones en un tono que no dejaba
espacio para preguntas o desobediencia.
Su subordinado asintió con la cabeza, salió de la oficina y
cerró la puerta.
Yugo rotó la colilla entre los dedos y la aplastó en el cenicero.
—Con que no eras virgen, ¿eh? Sí, claro… Tu cuerpo es
mucho más honesto que tú —susurró mientras la satisfacción
dibujaba en sus labios una sonrisa sarcástica. Se levantó y salió de
la habitación.

«Q ?», se preguntó Yugo al bajar las


escaleras del sótano. Mientras paseaba sin rumbo por la mansión,
había sentido en su interior una comezón, una especie de
curiosidad, que lo tentaba.
En cuanto su pie tocó el suelo y sintió la humedad, se quedó
quieto. Asqueado por el olor a moho, se estremeció y se palmeó los
bolsillos en busca de un cigarrillo. Al no encontrar ninguno, hizo una
mueca de disgusto.
El zumbido de los fluorescentes vibraba en sus oídos y
aumentaba su irritación.
Se apoyó en la pared para examinar el lugar. Hacía tiempo
que no bajaba y ahora el sótano le parecía extrañamente
desconocido. El liso pavimento estaba ligeramente más oscurecido
alrededor de uno de los desagües; la manguera verde colgaba en la
pared y, en su punta, una gota brillante amenazaba con caer en
cualquier momento. En el suelo, bajo la escalera, había tiradas unas
deportivas.
Hacía calor, demasiado calor. Yugo tiró de su corbata de seda
negra, se aflojó el cuello de la camisa y miró hacia la celda.
En la esquina opuesta, un hombre desnudo yacía hecho un
ovillo sobre una esterilla delgada. Incluso a veinte metros de
distancia, el criminal pudo ver que el prisionero estaba temblando.
Al ver aquel cuerpo fuerte y hermoso que no hacía tanto
tiempo había estado lleno de energía juvenil, pensó en lo fácil que
era quebrantar a un hombre. Lo sabía todo al respecto. El detective
no era el primero y desde luego no sería el último. Si cada vez que
había tenido que elegir se hubiera puesto a pensar en el precio de la
vida humana, Yugo no se habría convertido en quien era. Para estar
en la cima, no se podía dudar. Nunca. Hacía mucho que había
aprendido la lección. Y ahora, aquel arrogante muchacho, que se
había cruzado en su camino, estaba condenado a sufrir.
El criminal recordó el espectáculo provocativo que Kuon
había representado para él y se rio. Su humor se aligeró.
Anticipando la diversión que iba a tener con su nuevo juguete, estiró
la espalda y se crujió los nudillos.
«Sí, claro, y una mierda no eras virgen…».
Ya había subido las escaleras y echado la mano al picaporte
para marcharse, cuando un tenue quejido llegó a sus oídos antes de
difuminarse en el silencio. Débil y desvalido, el gemido no encajaba
en la descarada personalidad del joven. Tal vez por ello le afectó
tanto.
Asaltado por la curiosidad, volvió a bajar, se acercó a la celda
y abrió la puerta. El metal chirrió; el eco se apoderó del penetrante
ruido y lo arrastró por aquel espacio enorme.
Yugo inclinó la cabeza y se acercó al acurrucado prisionero.
—Oye, ¿Leiris? —llamó.
Kuon no se movió.
Insatisfecho, el criminal se arrodilló a su lado, metió los dedos
bajo la nuca empapada de sudor del joven y le giró la cabeza.
Los ojos hundidos y ojeras moradas del muchacho
contrastaban con su piel, pálida y azulada, pero brillante por el
sudor. Sangre seca cubría sus labios hinchados.
«¿Conmoción?», pensó Yugo.
Rozando con la palma de la mano una descolorida mejilla,
bajó el párpado inferior del prisionero con las yemas de los dedos.
Un velo sangriento ocultaba el blanco del ojo y se fundía con el
marrón oscuro del iris.
Frunció el ceño e inclinó la cabeza. Al observar aquella cara
magullada, vaciló un momento; pero entonces, maldiciendo entre
dientes, pasó las manos por debajo de la cabeza y de las rodillas de
Kuon.
—Seguro que me arrepiento… —Tomó aire y levantó el
cuerpo inconsciente.
Tembloroso y caliente, el joven, que tenía aproximadamente
la misma estatura y constitución que el criminal, era más ligero de lo
que el hombre esperaba.
—Maldita sea, estás ardiendo… —Yugo se enderezó—. ¿Por
qué demonios me molesto contigo? Debería de haberte matado
ya… —reflexionó.
A pesar de aquellas palabras, hizo exactamente lo contrario.
Ignorando las miradas curiosas de sus subordinados y
criados, subió a su habitación y depositó al joven en su cama.
«¿Qué demonios estoy haciendo?».
Se sentía sumamente manipulado. Estaba pensando en
mandar buscar un médico cuando unos dedos débiles le agarraron
el antebrazo y le abrasaron la piel con un frío ártico.
—No te vayas… —La voz de Kuon, frágil y suplicante, era
apenas audible—. Tengo frío…
¡Cataplán! En el espacio de unos segundos, el corazón de
Yugo perdió el ritmo, dio un vuelco y dobló su velocidad. Paralizado
e incapaz de moverse, se quedó mirando aquellos semiabiertos y
nublados ojos rojos que lo miraban sin verlo y aquellos dedos
temblorosos.
El prisionero cerró los ojos, pero sus trémulas pestañas
dejaban al descubierto pequeñas medialunas de sus escleróticas
enrojecidas.
«¿Qué es esto? ¿Otro juego?». Abrumado, el criminal no
podía librarse de la débil mano.
Las gotitas de sudor que recubrían el abdomen de Kuon lo
persuadían para que las tocara. Capturaban destellos de la luz solar
que atravesaba la habitación y resplandecían con tonos dorados y
rojos. Cuando una respiración errática levantó aquel torso
musculoso, Yugo tragó saliva; sentía como el calor se extendía por
su estómago.
«Joder…». Sacudió la cabeza en un intento por contenerse,
por no volver a atacar aquel cuerpo.
—Oye, despierta —dijo con deliberada aspereza, no sólo
para captar la atención de su prisionero, sino también para aclararse
la mente.
Los pesados párpados de Kuon se abrieron obedientemente,
desvelando unos ojos desenfocados y apagados. Las pupilas,
dilatadas, interferían en los iris; las escleróticas estaban enrojecidas
por la sangre.
—¿Sabes quién soy? —preguntó Yugo en voz baja.
El joven cerró sus ojos ausentes y los músculos de su cara se
estremecieron como si un pequeño movimiento le produjera un dolor
insoportable.
El rostro del criminal se relajó; todas las emociones
desaparecieron de su superficie. Se libró de la mano del muchacho
y se levantó. «Está semiconsciente, ni siquiera me ve. Obviamente,

no hablaba conmigo».
—Por favor… —Los labios azulados apenas se movieron.
Con un gesto de dolor, Kuon se puso de lado. Su pecho se contraía
con un ritmo absurdo y abrió sus labios ensangrentados en busca
de aire.
—Joder… —dijo Yugo entre dientes, perdiendo su máscara
de templanza y dejándose caer en la cama otra vez. Pasó la palma
de la mano por la frente ardiente de su prisionero para eliminar el
sudor—. No juegues conmigo, ¿me oyes? —dijo con voz tensa y
con una amenaza oculta que contradecía su movimiento.
En contacto con sus dedos fríos, las facciones del joven se
suavizaron, el cuerpo se relajó. Y un sonido rítmico le hizo saber
que el muchacho había caído en el mundo de los sueños.
El criminal se levantó de la cama, sus neuróticos dedos
buscaban algo con inquietud. Para mantenerlos ocupados, cogió un
cigarrillo y lo apretó entre sus labios resecos. Una luz roja alcanzó la
punta del pitillo por un breve instante y se murió cuando bajó el
mechero.
La confusión se entrometía en sus pensamientos y
profundizaba las arrugas de su frente.
«No tenía ni idea de que este muchacho pudiera hacer algo
así… Y pensar que podía aferrarse a mí». Rememoró el momento,
pero no se sintió satisfecho. Se sentía manipulado y eso lo
exasperaba. «¿Con quién hablaba? ¿A quién no quiere dejar ir? No
tiene ningún amante, ¿verdad? No está jugando conmigo, ¿no?».
Se mordisqueó el lateral del dedo pulgar mientras pensaba.
Era como si la irritación de su corazón estuviera siendo raspada;
como si un ratón hambriento, incrustado en su caja torácica,
estuviera intentando liberarse. Sin desviar los ojos de aquel rostro
dormido, se sentó una vez más en la cama.
Sin la mirada de odio, el joven parecía diferente.
«Vulnerable». Yugo se encorvó y se acercó a él. Le acarició con sus
largos y delgados dedos la línea del mentón y una bien definida
clavícula.
—¿Kuon? —susurró.
El prisionero yacía inconsciente. Sus facciones
contorsionadas reflejaban el dolor reinante en su interior.
El criminal inspeccionó el cuerpo desnudo en busca de
daños. Varios cardenales le daban al torso un tono morado. El de
las costillas tenía el contorno amarillo. No se preocupó hasta que
sus ojos captaron sangre seca en el interior de los muslos.
—¿Te hice tanto daño? —Apretando el cigarrillo que tenía
entre los dientes, le dio la vuelta al joven para colocarlo boca abajo
y, con cuidado, le separó las nalgas. Al examinar aquel rojo e
inflamado ano, se estremeció. La sangre seca que cubría la irritada
piel circundante le proporcionaba la ilusión de una herida abierta.
Inspiró por la boca con los dientes apretados, frunció el ceño
y apartó la vista. Durante un buen rato, taladró la pared con la
mirada. Se levantó, fue al armario y sacó una botellita de
metronidazol. Después fue al cuarto de baño y regresó con una
palangana de tamaño medio que colocó en el suelo delante de la
mullida cama.
Se sentó al borde del colchón y, metiendo un brazo bajo el
cuello empapado de sudor y el otro bajo las rodillas, cogió en brazos
el cuerpo inerte. Su camisa se empapó con el sudor de su prisionero
en segundos.
Se encajó la débil cabeza de Kuon en el hombro; el culo,
entre las rodillas de forma que colgara justo encima de la
palangana. Con el brazo izquierdo le rodeó la cintura para poder
sostenerlo pegado firmemente a su cuerpo. El brazo derecho lo
deslizó entre las piernas.
Tocó con un dedo la febril y palpitante carne y, al tantear la
entrada a aquellas entrañas inflamadas, encontró un calor y una
opresión increíbles. Cuando el joven tomó algo de aire, la cabeza le
rodó hacia un lado y la frente golpeó el hombro de su captor.
—Tranquilo —dijo Yugo.
Kuon se tranquilizó.
Tras asegurarse de que no hubiera heridas profundas, el
criminal retiró el dedo y acercó la botella al ano del joven. Dando un
empujoncito en la entrada, guio la punta con el dedo, abrió el
esfínter y vertió el contenido en su interior.
—Aaaaah… —El débil gemido salió de los labios resecos del
prisionero a la vez que una mueca dolorida invadía su pálido y
exhausto rostro.
Yugo se quedó quieto. En su interior se desató una necesidad
intensa, incontrolable, de oír más, de ver las emociones puras y
honestas de Kuon El corazón le dio un vuelco y pareció chocar con
su caja torácica. Sin desviar los ojos de aquel rostro, volvió a apretar
la botella de plástico. Una nueva dosis de la medicina que había
limpiado las entrañas del joven salió del frágil cuerpo roja por la
sangre. El muchacho volvió a temblar y sus débiles dedos agarraron
el cuello de la camisa de su torturador en busca de ayuda.
—Duele… —murmuró con labios azulados.
El corazón del criminal se saturó de sangre.
—¿Cómo me llamo? —demandó encorvándose sobre el
pálido rostro.
Kuon no respondió.
—¿Cuál… es… mi… nombre? —repitió Yugo tras volver a
apretar la botella, inquieto, impaciente.
Se le resecó la boca, cuando el joven abrió sus ojos
inyectados de sangre. Una mirada sangrienta, demoníaca, lo
atravesaba, taladraba su alma. En esta ocasión, lo miraba
directamente, como si estuviera consciente y comprendiera la
realidad.
Los ojos ensangrentados lo observaron un rato.
—Yugo —susurró una voz temblorosa.
Un impulso eléctrico recorrió la columna del criminal y su
semblante se endureció.
—Al principio quería jugar contigo… castigarte. Ahora… lo
que quiero es desmoronar tu mundo y hacerlo añicos. Quiero
aislarte, despojarte de todo, hasta que sólo te quede yo. Quiero
asegurarme de que tus desamparados dedos sólo me busquen a
mí, que tus labios sólo susurren mi nombre. Y recuerda, la culpa es
exclusivamente tuya —dijo con voz inquietante y cara de pocos
amigos.
Se inclinó hacia el resbaladizo pecho de Kuon y, con una
mirada espeluznante en el rostro, introdujo dos dedos en el
maltrecho ano para poder ver aquellas facciones perfectas y puras
retorcerse en agonía.
CAPÍTULO 5

—C —manifestó el viejo doctor, vestido en una


vetusta y simple chaqueta marrón, al examinar los ojos de Kuon con
una minilinterna.
—Dime algo que no sepa… —El criminal sonreía pretencioso
mientras veía el proceso.
—Necesita un hospital, Yugo. Necesita atención profesional.
—Gracias por la preocupación, viejo, pero no va a ir a ningún
sitio. Dime qué hay que hacer y le proporcionaré un cuidado
completo —replicó el hombre, echándose el pelo hacia atrás.
Llevaba la camisa blanca, humedecida por el sudor de su prisionero,
desabrochada en el pecho.
—Yugo, necesita una resonancia. Lleva inconsciente
demasiado tiempo. No me gusta. El trauma podría tener graves
consecuencias —se quejó el médico.
El criminal lo interrumpió levantando una mano.
—¡Se va a quedar aquí! —Sacó una delgada billetera de
cuero y contó varios billetes relucientes. Parecían nuevos, impresos
aquella misma mañana—. Asegúrate de traer todo lo que haga falta
y escribe las instrucciones necesarias. Comprueba además si tiene
alguna ETS; quiero saber si está limpio…
El doctor cogió el dinero, metió los billetes meticulosamente
en una cartera, y la introdujo en un maletín marrón que tenía unos
arañazos profundos en los laterales y parecía tan vetusto como el
propio hombre. Sacó una pequeña libreta e hizo unas anotaciones
con un lápiz romo. Cuando acabó, recogió su equipo y le entregó la
nota al criminal, que se rascó pensativo la barbilla.
El médico abrió su arrugada y flácida boca, pero cambió de
parecer; agarró su viejo y raído abrigo y salió del cuarto sacudiendo
la cabeza.
De pie en medio de la habitación, Yugo se quedó mirando los
apenas legibles garabatos que tenían poco sentido para él.

A , Kuon se despertó. Frunció el


ceño y abrió los ojos, pero los volvió a cerrar de inmediato y se echó
las manos a la cara para proteger sus ojos sensibles de la hiriente
luz solar que inundaba la habitación. Un nuevo gemido resonó en
sus oídos y, al sentir la tráquea vibrar, se dio cuenta de que era
suyo.
La lengua le llenaba la boca y le lijaba la delicada superficie
del paladar; la saliva, espesa y escasa, no le proporcionaba alivio
alguno a su reseca garganta. Le dolían tantas partes del cuerpo que
rehusó contarlas. Se colocó de lado con un gemido y, resguardando
la vista con una mano, entreabrió un ojo.
En una de las esquinas de aquella desconocida habitación
pequeña y vacía, había un hombre. Su visión, desencadenó en la
mente de Kuon una sucesión de jirones de memoria inconexos,
memorias de lo que creía una pesadilla. En protesta, mientras en su
cuerpo afloraban dolores en lugares que nunca deberían de doler,
se dio media vuelta y cerró los ojos.
Un dolor sordo recorría su estómago y baja espalda. Se
sentía ahíto. Su abdomen estaba hinchado y dolorido e incluso el
más pequeño movimiento lo dejaba sin energía. Además, tenía un
nudo en la garganta y le picaban los ojos. Tuvo que apretar los
dientes para no gritar de ira y desesperación.
«No fue una maldita pesadilla…».
Ignorando la reacción de su prisionero, Yugo se acercó y
colocó una bolsa de suero intravenoso en un soporte elevado.
Cuando el ruido de un papel al ser rasgado perturbó el silencio y el
punzante olor del alcohol flotó hasta sus fosas nasales, Kuon se
estremeció. Una mano fuerte le agarró el brazo y algo húmedo le
tocó la cara interior del codo.
Al girar la cabeza de golpe para mirar al criminal, el miedo le
aplastó el pecho como una almádena, extrayendo el aire de sus
pulmones. Se le hizo un nudo en el estómago e, intentando contener
el mareo y el dolor, volvió a cerrar los ojos.
Cuando captó un suave clic y sintió un pinchazo en la piel,
abrió los ojos como platos y su corazón triplicó su velocidad.
—No… —semisuplicó. El pánico le impedía pensar con
claridad. Tras arrancarse la aguja de la vena al tirar del brazo para
soltarse de su captor, pateó el sostén del suero intravenoso.
El soporte se balanceó, se inclinó y empezó a caer, pero
Yugo lo agarró por el centro y lo enderezó.
Kuon se puso boca abajo e intentó levantarse, pero unos
colores brillantes tiñeron su visión y su determinación se extinguió.
Desnudo, a cuatro patas y agarrando las sábanas blancas, las
ganas de vomitar le provocaron una arcada, pero llevaba tiempo sin
comer y el espasmo se transformó en un tosido seco y rasposo.
El rostro del criminal se endureció y su boca desapareció en
una línea compacta. No intentó ocultar su irritación. Presionando el
hombro de su prisionero con la mano, lo forzó a echarse otra vez en
la cama. En sus ojos se podía percibir la amenaza.
Espiró por la boca y agachó la cabeza. Recuperó la calma y
su expresión indolente.
—Si te enfrentas a mí, volveré a violarte —dijo con voz
sosegada y relajada. Agarró la muñeca de Kuon y se acercó la
mano con la palma hacia arriba. La luz del día relucía en la delgada
aguja que sostenía en la otra mano.
Mirando la aguja, el joven tragó la saliva que le inundaba la
boca y sintió como un nudo le bloqueaba la garganta.
—No… no lo hagas…
Yugo vaciló y detuvo la mano a medio camino.
—No es droga. Es una medicina prescrita por un médico. Si
quisiera vender tus órganos o prostituirte en un burdel lo hubiera
hecho mucho antes de que recuperaras la consciencia. Ahora, sé
bueno —dijo, mirando a su prisionero a los ojos.
Sin saber por qué, Kuon le creyó. Su cuerpo se relajó poco a
poco, hasta que se recostó. Exhausto, dejó que el criminal le clavara
la aguja en la vena.
—¿Para qué es la medicina? —consiguió preguntar. La
lengua, hinchada y difícil de mover, amortiguaba las palabras. El
dolor en su cuerpo empeoraba a cada minuto.
—Conmoción cerebral —contestó Yugo mientras aseguraba
la aguja con un esparadrapo.
Sólo cuando su captor se dejó caer en el suelo, se dio cuenta
el joven de lo pálido que estaba el hombre. Su habitual bronceado
dorado estaba atenuado y su piel había perdido el brillo. Tenía los
ojos pesados, con los párpados medio bajados, como si estuviera a
punto de quedarse dormido.
Si le hubiera quedado algo de fuerza, habría sido el momento
perfecto para atacar, pero Kuon apenas podía moverse; pensar en
luchar no tenía sentido. Tras dirigirle una mirada llena de odio al
criminal, se dio media vuelta y se aisló.
Por un momento, deseó no haber despertado.

K y miró instintivamente,
pero al ver quién era perdió el interés y devolvió la vista a la pared
blanca detrás de Yugo.
Las bisagras de la puerta chirriaron y Greg entró en aquella
pequeña habitación blanca, que parecía más un armario que un
cuarto, sin esperar permiso. Cuando cerró la puerta, se esparció a
su alrededor un fuerte olor a comida.
Llevaba una bandeja en la palma de la mano con la destreza
de un camarero profesional; sus caderas se movían, pero su torso
parecía flotar en el aire y no se le agitaba ni un pelo de la cabeza.
Se acercó al colchón y se acuclilló al lado del prisionero para dejar
la bandeja en el suelo a la altura de la almohada; entonces se
levantó y salió de la habitación.
Yugo sonrió y le dedicó una mirada burlona al joven, que
yacía en la cama y que parecía tener como único propósito en la
vida taladrar la pared con una mirada ausente. Enganchó la bandeja
con sus largos dedos, se la acercó y cogió el tazón de sopa.
—Come —dijo, tendiéndole el tazón al muchacho.
Kuon lo ignoró. Ni tenía apetito, ni quería aceptar nada de su
captor.
—Come —repitió amenazante el criminal.
En el estómago del prisionero se generó una ola de irritación
que le subió rápidamente por el pecho y el cuello. Se la tragó, miró
la comida con desdén y se dio la vuelta. El movimiento perturbó algo
en su interior y originó una quemazón en sus entrañas.
—Si no comes tú solo, te forzaré —susurró Yugo,
acercándole el tazón.
Un desagradable rechinar de dientes inundó la cabeza de
Kuon. Sin energía para pelear y deseando que lo dejaran en paz, se
incorporó y apoyó la espalda en la pared; entonces cogió el tazón de
las manos del criminal y se quedó parado sin saber cómo proceder.
La vía conectada a su otro brazo limitaba su capacidad para
doblarlo. Además, dado el dolor de barriga que tenía, no creía que
comer fuera buena idea.
Dejó el tazón en el suelo. Al apartarlo a un lado, se propagó
una onda de sopa que salpicó el piso. Ese pequeño acto de rechazo
exacerbó su nerviosismo incipiente. En una cadena conectada
eléctricamente, sus nervios se comprimieron, se excitaron y estaban
a punto de descargar.
Su autocontrol estaba desapareciendo. Su pulso acelerado le
martilleaba los oídos y su visión palpitaba. Cerró los puños. La
frustración crecía en su interior; incontenible, prometía salir en
cualquier momento. Y lo acabaría lamentando.
Yugo sonrió, la diversión titilaba en sus ojos plomizos.
Aparentemente, cuanto más se resistía Kuon, más se entretenía.
Agarró el tazón, cogió una cucharada de sopa y se la acercó al
joven a la boca. La burla era ahora evidente en sus ojos.
—Creo que no tenemos elección. No queremos que la
comida se enfríe, ¿verdad? —susurró, dedicándole una sonrisa
deslumbrante a su prisionero. Disfrutaba cada vez que la ira y la
indignación aparecían en el rostro del muchacho.
—No importa, la comeré fría —gruñó Kuon a la vez que se
apartaba la cuchara de la cara con la mano libre.
—Abre la maldita boca.
La amenaza resonó en los oídos del muchacho. Empezó a
sentir presión en la cabeza y su visión se nubló con un velo carmesí
de rabia. Arrancó el tazón de las manos de Yugo y, vertiendo toda
su frustración y su ira en el movimiento, lo lanzó contra la pared.
Una grasa amarillenta se esparció por la pared blanca y esquirlas de
porcelana blanca cubrieron el suelo.
La malicia torció el rostro del criminal, desnudó sus dientes. Y
el hombre levantó un puño.
El joven reculó y se preparó para recibir el golpe. Esperando
el dolor, cerró los ojos con fuerza y apretó la mandíbula. Pero el
dolor nunca llegó. En su lugar, escuchó un espeluznante susurro.
—Si vuelves a hacer algo así, te obligaré a limpiar el suelo a
lametones. ¿Entendido?
Kuon abrió los ojos. La confusión se arremolinaba en su
estómago, le daba náuseas. Con las uñas clavándose en la piel y
los nudillos emblanqueciendo, miró hacia arriba. Aunque el ansia de
golpear al cabrón se desató en su interior, no se sentía más fuerte
que un gatito recién nacido. Así que, sin concederle al hombre otra
mirada, desvió la vista. Nunca en la vida se había sentido tan
impotente.
—¡No te he oído! —repitió Yugo más alto y amenazante.
El prisionero se mordió el labio inferior y asintió con la
cabeza. No quería admitir la derrota, pero no podía ganar contra el
criminal. No en aquel momento.
—Cuando te encuentres mejor, bajarás y te disculparás con
el personal por el desastre, ¿me oyes?
El joven no podía creer lo que oía. Lleno de indignación y con
el ego magullado, levantó los ojos, pero bajó la cabeza enseguida,
incapaz de soportar la mirada inflexible de su captor.
Yugo agarró otro plato de la bandeja, cargó un poco de puré
de patatas y de guiso en el tenedor y lo acercó a la boca de Kuon.
—¡Abre!
El prisionero se tragó el orgullo y abrió la boca. Empezó a
sentir calor en la cara. La intensidad del flujo sanguíneo hacía que le
hormiguearan los oídos. Tomó la comida del tenedor y tragó sin
masticar. Su piel se perló con un sudor helado cuando le dio un
calambre en el estómago y la náusea le atenazó la barriga. Pero el
criminal, que mostraba una radiante sonrisa engreída, no se dio
cuenta.
—¿Ves? Puedes ser adorable cuando quieres —susurró con
dulzura, preparando un nuevo bocado.
Kuon se encogió como si le hubieran golpeado con un látigo y
miró con furia a su torturador. Nunca había sentido tal odio.
CAPÍTULO 6

A , como en un extraño ritual, la comida se


servía exactamente al mismo tiempo que le suministraban el suero
intravenoso, y Yugo le daba personalmente de comer. A Kuon se le
llenó la cabeza con la fuerte idea de que el hombre disfrutaba
hiriendo su orgullo.
No sabía qué hacer. Odiaba la presencia del criminal, su
atención burlona y aquella sofocante mezcla de tabaco y colonia
perfumada. Odiaba su contacto cuando le daba de comer o le
limpiaba el cuerpo a la fuerza con un paño húmedo. Su mera
existencia en la misma dimensión que él llenaba sus venas con un
temor gélido.
Su cuerpo se recuperó gradualmente. No le preocupaban los
moratones, pero le dolían las entrañas y, cada vez que necesitaba
usar el baño, la frustración causada por el dolor desenfrenado y la
sangre lo sofocaba.
Aunque Yugo le había dejado un bálsamo, era demasiado
orgulloso y estaba demasiado avergonzado como para siquiera
mirarlo, mucho menos usarlo. Intentaba por todos los medios
bloquear aquellos horribles recuerdos y utilizar aquella pomada
significaría sucumbir a la verdad.
Quería hacer algo, lo que fuera, para que lo dejaran en paz.
El cuarto día, su comportamiento cambió radicalmente. Apretó los
dientes y se comportó como un niño mimado, dándole a Yugo todo
tipo de extrañas órdenes: que le ayudara a vestirse una camiseta y
un pantalón de chándal, que lo alimentara, que le limpiara el cuerpo
con un paño húmedo. Esperaba que el criminal perdiera el interés si
dejaba de entretenerlo, pero en lugar de enfadarse y dejarlo en paz,
el hombre siguió sonriendo y lo irritó a él en su lugar.
Kuon quería darse de cabezazos contra la pared.
El quinto día, mantuvo el silencio. Se comió todo lo que había
llevado Yugo, pero esa fue su única interacción. Cuando terminó, se
puso de cara a la pared para no mirar al hombre.
Sabía que tenía que calmarse. Todos los libros de texto que
había leído sugerían una única actitud: mantener la calma, no
provocar al secuestrador, cooperar. Pero no estaba seguro de poder
hacerlo. Parecía una tarea imposible y la actitud descarada del
criminal no ayudaba precisamente.
La exasperación se había desatado en sus entrañas y
amenazaba con estallar.
—¿No tienes nada mejor que hacer? ¿Aquí plantado todo el
día? Aunque, tal vez… ¿mi culo fue tan jodidamente bueno que
decidiste ser mi enfermero personal? —preguntó cuando el hombre,
con una sonrisa pretenciosa, le quitó la vía la tarde del sexto día.
Yugo levantó las cejas y la risa vibrante que manó de su boca
sacudió su robusto pecho.
Kuon se sintió fatal, perdido. Ver a alguien disfrutar de aquella
manera de su humillación lo sumergió en un abismo de miseria.
—Algo así —replicó el criminal, dirigiéndole una mirada
curiosa y calculadora. Cogió el soporte del suero intravenoso y salió
de la habitación.
L . Yugo iba por las mañanas y
pasaba algún tiempo con Kuon; le daba de comer, le daba
medicinas y le limpiaba el cuerpo con un paño. Nunca se quedaba
mucho rato y, durante aquellas visitas, el contacto nunca se volvió
íntimo. El mismo ritual se repetía al mediodía y una vez más por la
tarde, antes de que se sirviera la cena.
Durante su reclusión, el joven exploró cada centímetro de
aquella vacía habitación blanca. Su cerebro se entumeció por la
soledad, pero cada visita del criminal le producía una extraña
alegría, mezclada con odio y repulsión. Su mente sabía que no se
trataba más que de una reacción emocional al aislamiento, pero no
podía hacer nada al respecto. Deseaba la compañía, la distracción.
Intentaba analizar la situación, recordando el entrenamiento
en la academia de policía, e incluso jugaba mentalmente al ajedrez,
pero sus pensamientos siempre volvían a Yugo. Por mucho que lo
intentara, no conseguía entender qué era lo que quería el hombre o
por qué seguía vivo.

—K —dijo Greg con cara pálida y seria


cuando entró en la oficina de su jefe sin llamar. Cerró la puerta y se
acercó con paso fuerte hasta el escritorio—. Mientras Al-Amin y la
OLI luchaban con las fuerzas de seguridad, alguien tomó la prisión.
El tercer hijo de Ahmad Amin desapareció de su celda. Al-Amin ha
cerrado las carreteras, nadie puede salir de la ciudad.
—¿La OLI? —preguntó Yugo—. ¿No podían evitar que Al-
Amin tomara Kunduz y decidieron unirse a ellos y compartir la fama?
—Se rascó la barbilla y continuó—. El que se haya llevado a Ali ya
habrá abandonado Afganistán. ¿Qué más?
—Corre el rumor de que los soldados que tomaron la prisión
eran caucásicos. Algunos dicen que hablaban alemán. —Su
subordinado bajó la cabeza.
—¿Dónde están Tobías y Gustavo?
—Fueron… invitados a permanecer allí.
—Entonces, sospechan de nosotros. —El criminal se apoyó
en el respaldo de la silla. Colocó las manos detrás de la cabeza y
miró hacia arriba—. Conéctame con Ahmad Amin. Ahora.

S , Kuon
esperaba la cena mientras miraba por la ventana a través de las
rejas negras que lo separaban de la libertad.
Torrentes de luz dorada del sol poniente se abrían paso entre
franjas de nubes grises y bajas, y creaban la ilusión de una cascada
celestial. Los colores cambiaban continuamente. Rosas y azules se
extendían por todo el lienzo celeste como las acuarelas lo harían en
una hoja mojada. Se intensificaron, se difuminaron y, finalmente,
desaparecieron para dar paso a la noche.
Pero incluso con los colores desvanecidos, transformados en
una nada negra, el prisionero siguió mirando a la débil ilusión de lo
que una vez había sido su vida.
Greg abrió la puerta sin llamar e irrumpió en la habitación
blanca.
—Manos —ordenó.
A Kuon se le secó la boca.

L inundaron su mente
en cuanto puso un pie en la ducha. Las rodillas le fallaron y un
miedo visceral, enfermizo, creció en su interior.
«Cálmate… Maldita sea, cálmate, Kuon… Eres más fuerte
que esto. No dejes que vea el miedo en tus ojos. No dejes que
gane. No importa lo que haga, no te quebrará. Sólo es un cuerpo.
Cierra los ojos y acabará pronto». De pie bajo los fuertes chorros de
agua caliente, sus labios se movían mientras intentaba
convencerse. Pero era inútil. A pesar del agua caliente, tenía las
manos rígidas y los músculos duros como rocas por culpa de la
tensión.
La jeringuilla rectal se encontraba en el pequeño estante
delante de sus ojos. La luz artificial destellaba en el látex azul.
Al ver el irritante objeto, no pudo evitar preguntarse si su
propósito era humillarlo aún más o mostrarle que nunca habría más
opción que obedecer la voluntad de Yugo.
La ira se desató en su interior, aplastó su pobre corazón
contra las costillas y le elevó al máximo la presión sanguínea.
Agarró la jeringuilla y la lanzó contra la pared opuesta. La adrenalina
inundó su cuerpo y, al invadir sus extremidades, infundió un temblor
incontrolable a sus dedos.
—Basta —dijo Greg a la vez que cortaba el agua.
Le lanzó una toalla sin perder la hostilidad, esperando
continuamente un ataque. Al ver sus ojos cansados, el prisionero
abandonó la idea de un intento de huida inmediato. Tenía el atroz
presentimiento de que necesitaría la energía para otra cosa.
No se molestó en secarse; presionó la toalla contra la cara
varias veces y se puso el calzoncillo. La tela se empapó con los
hilos de agua que la bajaban por las caderas. En lugar del albornoz,
el guarda le dio unos vaqueros. Cuando se los puso, agradeció
hasta cierto punto la ilusión de protección que le proporcionaban.
En cuanto terminó, Greg lo agarró por el codo, lo sacó del
baño y lo llevó corredor abajo hasta el dormitorio de Yugo. El
hombretón llamó dos veces con los nudillos, abrió la puerta, lo
introdujo en la habitación y cerró.
Todo estaba exactamente igual: vajilla, sábanas inmaculadas
sometidas con una perfección maníaca, el criminal sentado en la
profunda silla de cuero y el fuerte olor a cigarrillos.
A Kuon le dio un vuelco el corazón. No podía creer que los
acontecimientos fueran a repetirse.
«¿Yugo me retiene para esto? ¿Para humillarme? ¿Para
destruir por completo mi orgullo y dignidad?». Se rio por dentro
mientras su boca salivaba con el amargo sabor de la derrota. «La
verdad… ¿por qué matar físicamente a alguien cuando puedes
destruirlo mentalmente? Sin duda forma parte de la naturaleza de
este cabrón».
Los persistentes recuerdos de su última visita a aquella
estancia lo paralizaron, convirtiendo sus intestinos en una tensa bola
de goma. La perspectiva de una nueva violación devolvió el dolor
desgarrador a las profundidades de su cuerpo.
—¿Qué, cansado de darme de comer? —preguntó, dándose
una patada mental por sucumbir al miedo y esforzándose por
mostrar una sonrisa.
El criminal sonrió, aplastó el cigarrillo y se levantó. Al
moverse, su desabrochada camisa de seda negra ondeaba
alrededor de su torso. Se acercó a Kuon y lo forzó a retroceder
hasta casi fundirse con la puerta que se encontraba a su espalda.
Cuando lo agarró del codo con mano firme, el calor que irradiaba de
su pecho rebotó en la piel del joven.
El prisionero se quedó paralizado; un frío ardiente se propagó
por sus venas desde el punto de contacto. Por un segundo, no pudo
moverse, no pudo pestañear, no pudo respirar. Incluso su corazón
se detuvo en su pecho.
—¿Cenas conmigo? —preguntó Yugo con tono intransigente.
Deslizó los dedos por el antebrazo de Kuon y lo soltó.
Retrocedió y ocupó su lugar a la cabecera de la mesa.
Cuando el nudo que atenazada su pecho se deshizo, Kuon
pudo respirar. Se quedó allí plantado mientras un tornado de
confusión iba y venía. Se sentía vacío por dentro. Apretando los
labios, se forzó a presentar una fachada indiferente y ocupó la otra
silla. Apoyó la barbilla en las manos y miró con furia a su captor.
La pausa se prolongó y llenó la habitación con un silencio
ensordecedor.
Le picaban los ojos de mantener el contacto visual, pero se
negaba a romperlo. En contraste con el odio y desafío gélido que él
le imprimía a su mirada, los ojos del criminal brillaban con
curiosidad.
—No me puedes quitar los ojos de encima, ¿verdad?
¿Debería creer que albergas fuertes sentimientos por mí? —Yugo lo
miró lascivamente y le sirvió un pedazo de salmón a la brasa—. No
te preocupes, tendrás todo el tiempo del mundo para
transmitírmelos con tus dulces gemidos. Ahora tienes que comer.
Vas a necesitar mucha energía, créeme.
La máscara que Kuon luchaba por mantener en su rostro se
resquebrajó. Su rostro palideció y sus músculos labiales se
crisparon. Tragó saliva y se echó para atrás en la silla; su apetito
había desaparecido. Un ruido blanco habitaba sus oídos y el dolor
insoportable y la humillación, que aquel hombre le había causado
durante su última interacción en aquel cuarto, ocupaban sus
pensamientos.
Giró la cabeza de golpe, incapaz de controlar su miedo. Un
miedo cortante que se originó en sus intestinos al recordar como
algo grande se había introducido en su cuerpo y lo había
desgarrado.
—¿De verdad voy a tener que recurrir a darte de comer todo
el tiempo? —Yugo se levantó con una sonrisa depredadora.
Kuon se puso de pie y retrocedió un metro de un salto.
El rostro del criminal se endureció y una expresión malvada
borró la sonrisa despreocupada de sus finos labios.

—F a pesar de que era tu primera vez —dijo


Yugo, acercándose a su prisionero. Lo acorraló paso a paso, igual
que un tigre bien alimentado acorralaría a su presa. Mientras se
aproximaba, seguía con la mirada las gotitas de agua que caían del
pelo mojado del joven; dejaban un rastro brillante al deslizarse por
los abdominales y los brazos. Incapaz de resistirse, acercó los
dedos a aquella atractiva piel lampiña.
Kuon tragó saliva con fuerza, pero recuperó el autocontrol,
estampó otra sonrisa falsa en su rostro y desvió la mano del
criminal.
—¿No te dije que estaba lejos de ser mi primera vez? —
preguntó.
A pesar de la obvia negativa a satisfacer la vanidad de su
captor, sus reacciones corporales hablaban por sí solas. Sus
profundos ojos brillantes, su piel blanca y el intenso olor que su
miedo infundía al aire despertaron en Yugo extraños deseos; aquel
muchacho lo atraía a un nivel profundo, primitivo. La forma en que
luchaba con sus miedos, la forma en que se resistía; todo era nuevo
y excitante para el criminal. En toda su vida, nadie le había dicho
nunca no. Querían complacerle. Les encantaba su atención, su
poder, su dinero. Refinados, controlados, falsos, sólo eran honestos
cuando usaba la fuerza para despojarlos de sus máscaras. Sólo
entonces, al emborracharse con su dolor, se sentía satisfecho.
El dolor no miente. El dolor no es un impostor. El dolor era lo
que más le gustaba.
En cambio, las reacciones incontrolables de Kuon eran algo
nuevo. El hombre sentía un hambre voraz por las emociones puras
que atravesaban su rostro. El ansia de hacerle daño, de ver más, de
poseer sus emociones le envenenaba la sangre.
Cuando se acercó y miró al joven a los ojos, vislumbró su
propio reflejo en aquellas pupilas dilatadas por el horror. Al
acariciarle la piel brillante con la mirada, el calor creció en sus
entrañas.
—No es por nada, pero mientes muy mal. Follar a alguien
virgen es diferente. Se puede sentir —faroleó. La sensación de
control y la fuerte excitación lo embriagaron. Su entusiasmo se
incrementó aún más cuando la confusión ensombreció el rostro del
muchacho—. Oh, ¿no lo sabías? Qué mono.
Kuon hizo una mueca, los labios presionados en una línea
blanca; una vena azul apareció en su sien izquierda. Sus hombros
se tensaron y proporcionaron al criminal toda la información que
necesitaba.
Yugo arremetió y capturó las muñecas de su prisionero.
Hundió los dedos en la piel del joven en busca del rápido ritmo de su
pulso.
—El sexo con un hombre no es sólo dolor. ¿Le muestro a tu
cuerpo el placer que ninguna mujer podrá proporcionarle nunca?
El torso mojado del muchacho golpeó contra el de Yugo; su
agitada respiración le acariciaba el cuello. Hilos de agua y sombras
largas y oscuras esculpían aquel cuerpo, proporcionando volumen a
un torso tonificado.
La lujuria se despertó en su abdomen inferior y se extendió
por su médula, nublándole la cabeza. Las pupilas anormalmente
anchas del muchacho lo succionaron, mostrándole el miedo que se
acumulaba en su interior; el mismo miedo que podía oler en el aire
mezclado con el limpio aroma del gel de ducha.
—Gracias, pero paso —respondió Kuon, más hostil de lo que
debería, despertando un entusiasmo depredador en el corazón de
su captor.
Al rozar con el dorso de las manos el frontal de los
pantalones del criminal, el joven se echó a un lado para intentar
romper el contacto. La ansiedad se extendió por su rostro y lo privó
de todo color.
Yugo sonrió. Las reacciones del muchacho lo entretenían; la
necesidad de ver más crecía a cada segundo. Tiró de la cadena de
las esposas y lo acercó.
—Eres un cabrón enfermizo. ¿Qué tiene de bueno hacerlo
con otro hombre? —murmuró Kuon en un obvio intento por
enfadarlo y provocar otra pelea—. ¿Qué pasa?, ¿no se te levanta
por una mujer? Pobrecito.
La voz lo traicionó. Le temblaba mientras retrocedía hasta
aplanar su cuerpo contra la puerta; sus ojos llenos de indefensión y
vulnerabilidad. El criminal inclinó la cabeza. Ninguno de los hombres
que había llevado a su habitación había expresado nunca unas
emociones tan puras e indisimuladas. Ningún hombre había sido tan
honesto en sus reacciones. Al intentar controlar su exterior, aquel
joven era un libro abierto. «¿Cómo será cuando es completamente
honesto?».
—¿Tienes miedo? —Yugo subió las manos por los hombros
de su prisionero, tocando las gotas centelleantes acumuladas en los
bajíos de sus clavículas. La mezcla entre el calor corporal y el
frescor del agua le aceleró el pulso y le secó la boca.
Kuon rechinó los dientes y se llevó las manos al pecho en un
gesto protector. En un intento por mantener cierta distancia, empujó
a Yugo golpeándole el torso con sus antebrazos esposados. Pero el
espacio entre ellos era demasiado pequeño para hacer daño alguno
y el ataque no hizo más que extraerle aire de los pulmones.
Trabajando sus instintos, el criminal le aferró una mano, tiró
de ella hacia abajo, acompañando el movimiento con un rodillazo a
la derecha de la caja torácica, y lo mandó a la cama boca abajo.
Agarró la cadena más cercana, tiró de las manos del joven
hacia arriba y aseguró las esposas con un mosquetón. Un fuerte clic
metálico se unió al intenso jadeo.
El prisionero levantó la vista. Entreabrió la boca y tensó los
hombros cuando su captor, al tirar de las esposas que le sujetaban
las muñecas con una gruesa cadena de acero, lo forzó a moverse
hacia la cabecera. Su rostro palideció, acentuando sus ojos
asustados.
Yugo le dio la vuelta a Kuon con sus fuertes manos, se
hundió en la cama a su derecha y cruzó las piernas; aunque su
pecho subía y bajaba aún un poco más rápido de lo habitual, sus
movimientos recuperaron la serenidad. Apoyó los dedos en el pecho
del joven y los deslizó por su torso fornido siguiendo las hondonadas
de sus músculos. Cuando sus ojos se encontraron, en sus finos
labios se dibujó una sonrisa de oreja a oreja.
CAPÍTULO 7

Y L por sus hombros y la lanzó


a un lado con mano impaciente. Las gruesas venas superficiales de
sus poderosos brazos y de su abdomen se hincharon al presionar la
piel limpia del torso de su prisionero con sus largos dedos, que
podrían haber pertenecido a un escultor.
Para Kuon, aquellos dedos fríos y crueles que se deslizaban
por su cuerpo y recorrían su joven anatomía, haciendo breves
pausas en los canales de sus músculos abdominales,
manoseándolo, examinando cada centímetro, eran como barras de
metal incandescente.
Tumbado boca arriba y sin poder huir, sabía que el criminal
podía sentir su acelerado corazón bajo los dedos. Pero por mucho
que intentara dominarlo, su órgano motor parecía creer que podía
escapar de las voraces demandas de su torturador aumentando la
velocidad de sus latidos.
—Tienes un cuerpo hermoso. —Yugo se inclinó hacia delante
y se puso a cuatro patas. Posó la lengua en un pezón del joven y le
dejó un rastro húmedo abdomen abajo, haciendo que se retorciera
—. ¿Mi contacto te da asco? No hace mucho te aferraste a mí y me
rogaste que no te soltara.
Al oír semejante mentira, Kuon se olvidó del miedo y se rio.
Un instante después sus ojos se volvieron inexpresivos y sus labios
esbozaron una sonrisa.
—¿Deliras? ¡Escucha lo que dices! —forzaron las palabras
su salida.
—Eh… No te acuerdas, ¿verdad? Qué pena, estabas
irresistible. En ese caso, te refrescaré la memoria. —Yugo se lamió
los labios y sobrevoló con ellos el cuerpo extendido ante él,
quemándole la piel con su intensa respiración. Cuando sus labios se
posaron sobre el ombligo, clavó los codos en el colchón junto a las
caderas del prisionero.
Un sabor amargo llenó la boca del joven mientras la cálida
lengua de su captor giraba en torno a su ombligo. Un doloroso nudo
en la garganta le dificultaba la respiración y no le dejaba tragar. El
punzante frío del miedo envolvió su cuerpo y entumeció sus piernas.
Instintivamente contrajo el estómago, pero eso no detuvo la boca del
hombre.
El criminal se rio entretenido.
Kuon cerró los ojos un momento. La determinación de no
alimentar a Yugo con su miedo lo ayudó a relajarse y simular
indiferencia. Dirigió la mirada hacia la pared mientras intentaba
apagar sus emociones.
Pero los labios de su torturador subieron y se desplazaron
hacia la izquierda. Unos dientes afilados le mordisquearon el
músculo oblicuo y desde allí siguieron mordisqueando camino de las
costillas. Unas manos enormes se cerraron alrededor de su cintura
cuando el hombre se impulsó hacia arriba; al presionarle el costado
derecho con las rodillas, le rozó la piel con la gruesa tela de sus
pantalones. La cálida boca viajó hasta un pezón y chupeteó la
areola.
Cuando cerró los ojos y se concentró en su respiración, Kuon
encontró cierta armonía interna. Para distraer su mente, se imaginó
un lugar recóndito en el que los pájaros cantaban despreocupados,
los rayos dorados del brillante sol de mediodía perforaban el cielo, y
el agua en lo alto de una cascada de alta montaña se precipitaba
con un ruido estridente. En aquel mundo imaginario, se sumergió en
el agua rompiente y disfrutó del suave hormigueo en sus piernas.
Incluso escuchó el zumbido de una abeja que polinizaba una
olorosa flor silvestre.
Canturreando, Yugo se echó hacia atrás y se sentó en las
rodillas. Tras manosear los costados de su prisionero, curvó los
dedos en la cintura de los vaqueros y, desplazándolos hasta el
centro, le desabrochó el botón del pantalón. Un suave tictac resonó
en la entrepierna del joven cuando, diente a diente, el hombre le
bajó la cremallera.
Sosteniéndose sobre un codo, el criminal se inclinó hacia
adelante. Se movió hacia abajo y cubrió el cuerpo del muchacho con
besos apasionados, perturbando con su cálido aliento el ligero y casi
invisible pelo del abdomen inferior. Coló una mano bajo el calzoncillo
y la llevó hacia la dormida polla.
Aunque la inquietud lo puso tenso, Kuon consiguió reprimir
sus emociones en segundos y permitió que su captor hiciera lo que
quisiera. No le veía sentido a resistirse. Ya había perdido.
La expresión de Yugo se endureció y frunció el ceño
momentáneamente. Inclinó la cabeza hacia un lado y, enganchando
los dedos en la parte superior de los vaqueros de su prisionero, los
bajó de golpe junto con el calzoncillo y se los dejó alrededor de los
tobillos.
El brusco movimiento quemó la piel del joven y lo dejó
expuesto. Cada vez que su torturador se movía y perturbaba el aire
que lo rodeaba, se sentía helado en una habitación caliente.
El criminal posó una mano, amplia y fría sobre el pecho de
Kuon, justo sobre el corazón y, sin moverse, lo escuchó latir.
Llevó la mano izquierda a la cabeza del joven. Con el pulgar
le acarició las venas palpitantes de la frente y las sienes y, tras
deslizarse a lo largo de su pómulo, siguió la tensa línea de su boca.
Tirando del labio inferior hacia abajo, trazó un camino a lo largo de
la barbilla, sobre la esbelta garganta, hasta que alcanzó las
clavículas.
Cuando el prisionero tragó saliva bajo su contacto, esbozó
lentamente una sonrisa y sus ojos adquirieron un brillo interior.
En una persistente caricia, su mano fría pasó por encima de
una axila y se detuvo en un costado. Sus dedos, entusiastas, se
hundieron entre las costillas. Mientras que la húmeda calidez de su
boca se posó en un lado del cuello y se movió hacia abajo,
saboreando, aprendiendo, seduciendo el cuerpo que tenía a su
merced, intentando descubrir, centímetro a centímetro, qué partes
reaccionaban a su contacto.
Aunque el corazón de Kuon aumentó su velocidad, se calmó
rápidamente y volvió a la normalidad, dominado por la voluntad de
su dueño.
—Eh… —Yugo se lamió los labios. Con las cejas
prácticamente juntas, sopló una suave bocanada de aire desde el
plexo solar del joven hasta el ombligo, para después bajar por el
pubis, perturbando el rizado pelo oscuro. Al arañar la delicada
superficie de la piel del pecho y del estómago del muchacho, sus
uñas dejaron un rastro blanco que se tornó rojo en segundos. Movió
su sonrosada lengua ligeramente entre los labios y, al doblarla hacia
abajo, tomó el miembro que tenía delante en la boca.
Una calidez y una suavidad increíbles envolvieron la polla del
prisionero, sólo para desaparecer cuando su captor la soltó con un
sonido húmedo e irritante.
Al mismo tiempo que un aliento caliente rebotaba en su piel
húmeda, una suave risita llegó a sus oídos.
—Mira quién se está despertando… —El criminal plantó un
ligero beso en la punta de la verga de Kuon y rodeó el glande con la
lengua.
Recorrió con sus manos anchas los costados del joven hasta
llegar a las caderas, arañándole la piel, dejándole una sensación
extraña, entre dolorosa y cosquilleante. Abrió la boca y lo tomó
completamente en su interior, recibiéndolo con una calidez intensa y
resbaladiza, presionando la nariz contra su pubis.
El prisionero se estremeció; su cuerpo se estaba sublevando
contra su voluntad. El calor creció en la boca de su estómago y se
extendió; incendió su piel, hirvió su sangre.
Yugo sonrió en contacto con el sexo del muchacho. Cuando
la suave carne que se encontraba bajo su lengua respondió con una
sacudida, sus ojos destellaron.
Kuon sacudió la cabeza, se perforó el labio inferior con un
colmillo y su polla recuperó la flacidez. Cuando le dio la bienvenida
al dolor, buscando distraerse con él, el sabor metálico intensificó sus
sentidos.
—No te atrevas a resistirte —gruñó Yugo. Se movió hacia
arriba para situarse frente al joven y le rozó el pecho con el suyo,
desnudo y acalorado. Al colocar todo su peso sobre la mano
derecha, presionándola contra el corazón del muchacho, le hincó
dolorosamente el afilado codo en el estómago. Agarrando un
puñado de pelo castaño, tiró de él hasta que estaban nariz con
nariz.
El prisionero lo ignoró todo y no se molestó en mirar a su
asaltante. Bajó los párpados; su pecho subía y bajaba rítmicamente.
El hombre estaba demasiado cerca y la mezcla de la fragancia
perfumada y leñosa de su colonia junto con el olor acre del tabaco le
inundó los pulmones. El aliento caliente de su captor le cosquilleaba
en los labios.
Kuon dejó de respirar.
Apoyada en su pecho, la mano del criminal parecía una roca.
Lo perturbaba, abrumaba y sofocaba. Quería sacársela de encima,
librarse de su presión aplastante, pero no podía moverse.
—Oh, vaya, has vuelto a morderte, ¿verdad? —murmuró
Yugo. Se acercó un poco más al joven, rozando las puntas de sus
narices, y su caliente y resbaladiza lengua le acarició los labios
hinchados.
El prisionero abrió los ojos como platos; su corazón pareció
pararse para, a continuación, dispararse hasta alcanzar un ritmo
absurdo.
—Vaya, ¿de verdad? —susurró el criminal. La excitación
salpicó sus ojos y coloreó sus altos pómulos—. ¿Tu boca es tu
punto débil? ¿Tan sencillo? Kuon, eso es demasiado adorable.
El joven apretó los dientes; las mejillas le hormigueaban con
el sonrojo. A medida que el irritante calor se extendía en su interior,
las palmas de sus manos se humedecían. La reacción de su propio
cuerpo lo molestaba, lo hacía avergonzarse, sentirse mal,
enfermizo. Aquello no debería haber pasado nunca. Era aún peor
que su primer encuentro. Violencia seguida de dulzura; los gestos
de un amante en una escena de violación.
Lo odiaba.
Yugo se ruborizó. Sus ojos brillaban con evidente lujuria. El
contacto visual duró unos segundos, pero Kuon rehusó mantenerlo y
enfocó la vista en la pared. No era capaz de mirar aquella cara
excitada y ansiosa. No podía soportar todas aquellas emociones
dirigidas hacia él.
Sus reacciones, originadas por un contacto tan modesto,
parecieron excitar la imaginación de su captor.
—Mírame. —Los dedos del criminal apretaron la mandíbula
del joven y le giraron la cabeza, haciéndole levantar la vista. Con
ojos hambrientos, miró fijamente el rostro del muchacho, devorando
su alma, haciendo trizas sus defensas, partiéndolo en dos.
El prisionero sintió como el pecho de Yugo subía y bajaba en
contacto con el suyo; su mano le quemaba el corazón, su aliento le
cauterizaba los labios. La invisible ola de excitación que fluía desde
la piel del hombre, junto con la mezcla de aromas penetrantes,
rebotaba contra la tensa superficie de su cuerpo.
Sujetándole la barbilla con una mano, el criminal presionó sus
dedos contra las bisagras de la mandíbula del joven y le abrió la
boca. Tragó saliva y le inspeccionó los ojos antes de juntar sus
labios e invadirle la cavidad bucal con la húmeda suavidad de su
lengua.
Kuon se estremeció y sacudió la cabeza intentando evitar el
beso, pero los dedos de su captor se hundieron aún más, enviando
latigazos a su cerebro. Se le crispó la cara y gruñó; ondas de pánico
recorrían su cuerpo. Cuando la presión sobre su mandíbula
disminuyó, mordió el labio que acariciaba el suyo. Una mezcla
cobriza, de saliva y sangre, inundó su boca.
Yugo entrecerró los ojos y, apartándose de golpe, se llevó la
mano a los labios para limpiarse la sangre que le bajaba por la
barbilla. Se sentó de rodillas y le dirigió a su prisionero una mirada
asesina; sus ojos resplandecían con furia.
Al joven no le importó. Quería escupir, pero no podía levantar
el cuerpo lo suficiente. Giró la cabeza a un lado y se limpió la boca
en el brazo levantado, dejando un rastro rojo y húmedo en su piel.
—Estoy cansado de tus caprichos —afirmó el criminal,
mirándose la mano cubierta de sangre—. ¿Quieres hacerlo difícil?
¡Pues hagámoslo! Voy a jugar duro. ¿Qué te parece si grabamos
una película consumando nuestro mutuo afecto? ¿Te excitaría la
cámara? ¿O tal vez tus gemidos serán más potentes y apasionados
al saber que pretendo enviar una copia al departamento de policía?
¿Crees que a tus colegas les gustará mi regalo?
Kuon apretó los dientes y los músculos de su mandíbula
estiraron su piel. Algo caliente bullía en su interior y estaba a punto
de derramarse. Se le nubló la visión y la sangre le martilleaba en la
cabeza. Cerró los puños y se echó hacia adelante. Pero las cadenas
tintinearon y lo devolvieron hacia atrás.
Gruñó y tiró, una y otra vez, llenando la habitación con un
chirrido metálico constante; pero las cadenas no cedieron. Las
esposas se clavaron en su piel y se la levantaron. Le bajaban hilos
de sangre por los brazos. La desesperación se extendió
rápidamente, dejando su cuerpo sin energía. Con el pecho en
tensión, giró la cabeza hacia un lado y fijó la vista en un rayo de sol
que se colaba por la cara cortina.
—¿Ni siquiera tengo derecho a resistirme? Todo rehén tiene
derecho a intentar escaparse —musitó. Su labio inferior había
empezado a estremecerse y lo mordió para frenar el temblor.
Yugo frunció el ceño. Colocó la mano bajo la barbilla de su
prisionero, exigiéndole otra vez que lo mirara. Acercó la cabeza y le
rozó la línea de los labios.
Kuon apretó la mandíbula, impidiendo que el criminal
penetrara, pero el hombre sonrió en contacto con su boca y deslizó
la lengua por sus dientes antes de retirarla. Acto seguido, unos
labios exigentes le capturaron el labio inferior y lo chuparon.
La presión sanguínea del joven se incrementó, calentándole
la piel. El aire ya no le llenaba los pulmones y al abrir la boca
intentando respirar, le proporcionó a su captor mejor acceso.
La furtiva lengua serpenteó en su interior. Intentó apartar su
entonces ardiente cara, pero los dedos del hombre se deslizaron
hacia abajo y le estrujaron el cuello; no lo suficiente como para
sofocarlo, pero sí para dificultarle la respiración.
Con el cerebro hirviendo y su piel fundiéndose, la
desquiciante pasión de algo erróneo y retorcido enardeció su mitad
inferior.
Yugo se rio en contacto con su boca y apartó la mano de su
garganta. Bajó la cabeza y miró.
—Mira lo que tenemos aquí… —susurró, dibujando una
sonrisa engreída.
Agarró la polla endurecida de su prisionero, haciéndolo
estremecer.
—¿Te ha besado algún hombre? —preguntó junto a la mejilla
del joven, con la voz ronca por la excitación—. Dime la verdad. Si
mientes lo sabré.
A Kuon se le secó la boca y su cabeza se enfrió
gradualmente. Su mirada pasó con velocidad de una esquina del
techo a otra, buscando algo que pudiera darle fuerzas o distraerlo.
Cada movimiento del cuerpo de su captor lo ponía en tensión y le
revolvía el estómago.
—¿No me has oído? — La respiración impaciente del criminal
inflamó el cuello de su prisionero—. Te he hecho una pregunta. ¿Te
ha besado algún hombre?
—¡Piérdete, pervertido!
—Estupendo. Seré tu primer y tu último hombre, recuérdalo.
Si alguna vez te toca algún otro, te destruiré, ¿me entiendes? —
susurró Yugo, fusionando sus respiraciones.
—¡Vete a la mierda! —bramó el joven en cuanto sus labios se
separaron. El desagradable sabor metálico persistía en su boca,
pero no quería pensar de quién era la sangre. Sus labios se
extendieron en una sonrisa. Decirle aquello a su torturador sentaba
bien.
—¿Sí? —dijo el criminal con voz empalagosa. Se rio,
entrecerrando los ojos—. ¿No te da miedo morir? A ver qué te
parece esto: destrozaré a todo aquel que te toque después de mí.
Masacraré a todos sus familiares hasta la tercera generación. Y tú...
tú estarás a mi lado, viendo como mujeres y niños inocentes mueren
en agonía, sabiendo que es únicamente culpa tuya.
Kuon tragó saliva y su sonrisa se difuminó. La extraña
impresión de que la circulación sanguínea se estaba interrumpiendo
en sus venas le dejó una sensación hormigueante y fría en las
yemas de los dedos. Aunque la amenaza sonaba absurda, una
parte de él sabía que Yugo no mentía.
—Ahora, sé bueno y te haré sentir bien —susurró el criminal,
liberando la flácida polla del joven de su encarcelamiento.
Le agarró el hombro con la mano izquierda, besó su camino
cuello abajo y le mordisqueó la clavícula; al mismo tiempo, con la
mano derecha, delineó su cuerpo musculado.
—¿Te excita el contacto de tu violador y te atreves a
llamarme a mí pervertido?
Sus palabras penetraron en el corazón de Kuon como si
fueran balas. Sus ojos destellaron. Quería decir algo, pero Yugo lo
amordazó con otro beso. Apoyando una mano en la sábana junto a
su nalga derecha, el hombre se colocó entre sus piernas y, tras
empujar los vaqueros con el pie y liberarlos de los tobillos, se las
separó con sus rodillas angulosas.
El prisionero se tensó. Un ligero y molesto temblor se inició
en sus extremidades. Intentó controlar los músculos, pero se le
curvaron los dedos de los pies y el temblor empeoró. La fría mano
del criminal se detuvo un momento en el vientre del joven antes de
moverse hacia abajo, enredándose en su grueso y negro vello
púbico.
Todos los nervios del muchacho se elongaron al máximo. La
mano de su captor, deslizándose sobre su piel dolorosamente tensa,
le llenó la cabeza con la cacofonía de los estridentes y aterrorizados
sonidos de sus pensamientos.
Un contacto ligero como una pluma se movió bajo la curva de
su flácida polla, jugando con sus huevos, antes de detenerse en la
fina piel situada entre su ano y sus bolas; entonces bajó un poco
más.
Le dio un bajón de tensión, dejándole la cara fría y pálida. Los
ojos le ardían. Fijos en un punto invisible, no era capaz de cerrarlos.
Quería tragar el nudo que tenía en la garganta, pero su boca estaba
demasiado seca y tenía la lengua pegada al paladar. Una ola glacial
de memorias terribles inundó su cuerpo y lo sofocó. El dolor que lo
había hecho trizas aquella noche y la humillación que había
destrozado su corazón se reavivaron en cada célula de su cuerpo.
—No tienes por qué tener miedo. No volveré a hacerte daño
—dijo Yugo con voz velada.
Kuon percibió algo en ella, algo sombrío y extraño, pero no
sabía qué exactamente.
Las palabras no lo ayudaron lo más mínimo. Su cuerpo no se
relajó y su mirada se perdió. Hacía mucho que había desaparecido
su erección.
—Oh, joder —maldijo el criminal, jadeante. Abrasando la piel
de su prisionero con una respiración larga e insatisfecha, se echó a
un lado y recostó la espalda en los almohadones. Cogió un cigarrillo
del cajón más cercano y encendió el mechero. El aroma a vainilla
nubló la habitación, ahogándolos a los dos en silencio.
Tras ver un rato como el fino humo que manaba de la punta
del cigarrillo subía haciendo espirales en el aire, el joven bajó la
vista. Un llamativo anillo reluciente en el dedo meñique de Yugo
captó su atención y le ayudó a calmarse al proporcionarle un punto
de descanso para los ojos.
La piedra ovalada era negra y totalmente opaca, sus bordes
pulidos brillaban con la luz que reflejaba. Estaba engarzada en oro
de calidad; el anillo parecía caro, al igual que todo lo que rodeaba a
su captor. Cuanto más lo miraba, más insípida encontraba la joya.
Nunca había entendido que los hombres llevaran adornos,
especialmente los muy elaborados.
Cuando el criminal dio una calada, Kuon se estremeció y
salió del trance.
—Si no vas a hacer nada, deja que me largue. —Sus
palabras temblorosas fueron ignoradas.
—Hoy no te voy a follar, no te preocupes, pero te voy a meter
un dedo. No te va a doler, te lo prometo. A cambio, tendrás que
satisfacerme con la boca. —Yugo aplastó el cigarrillo en el cenicero
y estableció contacto visual con su prisionero.
—Deja de soñar despierto. No voy a satisfacerte, ni con mi
mano, ni con mi boca. No será mutuo. Haz lo que quieras y acaba
de una vez.
Los ojos del criminal se tensaron, sus labios desaparecieron
en una fina línea y su mejilla se estremeció. Agarró a Kuon por el
pelo y se acercó la cabeza. La cadena hizo un sonido metálico al
hundirse en las muñecas del joven cuando sus narices se
encontraron.
—Por supuesto que lo harás. Me perteneces y me vas a
obedecer —dijo Yugo. Su aliento olía tabaco.
Las palabras enardecieron el rostro del prisionero.
En un movimiento brusco, el criminal se puso de rodillas, se
desabrochó el cinturón, lo sacó de las hebillas y lo tiró al suelo; todo
ello sin soltar el pelo de Kuon. Con mano impaciente, soltó el botón
del pantalón, casi arrancándolo, y bajó la cremallera. Deslizó los
pantalones por las caderas con una sola mano y se sacó la polla, la
acercó al rostro del joven y le pasó la punta por los labios. El olor del
gel de baño y el olor característico de la excitación sexual masculina
inundó las fosas nasales del muchacho.
—Abre.
El prisionero intentó torcer la cabeza y liberarla del agarre; la
repugnancia se extendió en su interior, haciéndolo salivar. Agarró la
cadena, buscando la fuerza del sólido y frío metal, y levantó las
rodillas.
El rostro de Yugo se distorsionó en una mueca y, con todo el
cuerpo en tensión, presionó la cara de Kuon contra su ingle.
—¡Abre la maldita boca!
—¡Vete a la mierda! —replicó el joven, antes de cerrar los
ojos, a la espera de recibir un golpe en cualquier momento.
El golpe nunca llegó. El criminal soltó el pelo del muchacho y
se apartó. Se levantó y, acercándose a un pequeño escritorio, cogió
un móvil y marcó un número. Apoyando el codo en la oscura
madera tallada, esperó respuesta.
—¿Anry? Quiero divertirme. Envíame un cámara inteligente.
Sí, ya puedes apostarlo. Mi cara debe ser eliminada de la grabación
a posteriori. —Yugo se rio. Cuando colgó el teléfono, su rostro
esbozaba una sonrisa triunfante.
A Kuon le dio un vuelco el corazón.
Una lucha violenta tuvo lugar en su interior. La idea de
convertirse en una estrella del porno gay lo destrozaba, pero
tampoco quería rogarle a su captor que abandonara la idea. Ambas
alternativas le parecían igual de repugnantes.
Cerró los ojos y enterró la cara en el brazo levantado y en un
pedazo de almohadón, pero hasta la suavidad se volvió en su
contra. El cojín, con su débil aroma a colonia perfumada y dulces
cigarrillos, no hacía más que recordarle la realidad.
Incapaz de contener la desesperación, abrió los ojos; sus
extremidades se quedaron sin fuerzas. Por primera vez en mucho
tiempo, no tenía ni idea de qué hacer. El mundo que se había
construido con trabajo duro, todo lo que había logrado, se había ido
a la mierda por culpa de aquel hombre.
—Por favor, no… —consiguió decir a pesar de la viscosidad
de su garganta. Si hubiera levantado la vista en aquel momento,
probablemente habría visto el triunfo en los ojos de Yugo. Pero no lo
hizo. Siguió mirando la luz del sol que penetraba en la sombría
habitación a través de las pesadas cortinas; siguió mirando el polvo
que, haciendo espirales en el aire, brillaba con tonos verdes y
dorados.
Vergüenza y repugnancia lo recorrían en olas sofocantes.
—No ¿qué?
—No lo hagas… la cámara… —Se encogió de hombros y se
calló, incapaz de pronunciar las palabras que el criminal quería oír,
lo haré.
—Vale, cambiaré de idea si me lo pides amablemente —dijo
Yugo con ligero desdén.
Kuon estableció contacto visual. Su corazón martilleaba en su
pecho, embistiéndolo con auténtico odio. Le dolía la mandíbula de
apretarla con tanta fuerza. Apretó los labios y le dirigió a su captor
una mirada furiosa.
—Vaya, qué mirada más feroz… Es una pena que no puedas
matar con ella, ¿verdad? —dijo el criminal, casi con admiración—.
Venga, pídemelo. Di «Yugo, por favor, seré obediente». Dame el
gusto.
—¡Vete a tomar por culo, cabrón! —estalló el prisionero. Las
cadenas se tensaron, volviendo a incrustarse en su piel. Gruñó y
cerró los ojos, contando hasta diez para calmarse.
Pero diez segundos no eran suficientes para recuperar la
compostura. Quería volver a imaginar la cascada, las canciones de
los pájaros, los zumbidos de las abejas; pero por mucho que lo
intentara, no lo conseguía.
Pasaron diez minutos. Diez minutos de completo silencio;
lentos y desagradables. Permaneció quieto, ocultando la cara en el
brazo, contando los segundos. Mientras, mirando a la pared, Yugo
fumaba.
Los dos estaban esperando.
Un suave golpe en la puerta hizo que a Kuon le diera un
vuelco el corazón.
—Jefe, el cámara está aquí —afirmó Greg al abrir la puerta.
CAPÍTULO 8

—P … —Kuon apenas oyó su propia voz. La cabeza le


daba vueltas y, aunque la piel le ardía, por dentro estaba congelado.
Incluso su propio pulso, que latía en su garganta, lo estaba
traicionando, estrujándole la tráquea, dejándolo sin aire.
Su captor sonrió y se tiró en la cama a su lado; el colchón
rebotó bajo su peso. Con una mano fría, le tocó la mejilla y la deslizó
arriba y abajo por su piel sin afeitar.
—Por favor ¿qué? —preguntó Yugo, todavía burlón.
Inclinándose hacia adelante, besó al joven en los labios.
—Por favor, nada de cámaras… —pronunció el muchacho,
constreñido, junto a la boca de su captor.
Una mirada calenturienta titiló en los ojos del criminal.
Extrañamente dulce, levantó la mano y acarició el corto
cabello castaño de su prisionero.
«Joder, debo parecer deprimente y débil. Incluso este cabrón
parece sentir lástima por mí». Kuon cerró los ojos con fuerza.
—¿Serás obediente?
Aunque asintió con la cabeza y no dijo nada, su rostro no
podía ocultar la tormenta de emociones que estaba haciendo trizas
su alma y se torció en una mueca.
—Greg, cancélalo. Dile que se marche —gritó Yugo la orden,
deshaciéndose del resto de su ropa con urgencia; primero los
pantalones negros, después el calzoncillo y los calcetines.
El joven mantuvo los ojos cerrados. No quería ver lo que
estaba a punto de pasar. No quería ver desnudo a su captor, pero
cuando un suave sonido metálico, que le llegó desde arriba, llamó
su atención, levantó instintivamente la vista.
Lamiéndose los labios, el criminal manipuló la cadena y la
presión en los brazos tensionados de Kuon se redujo.
Las caderas de su captor, incómodamente cerca de su cara,
hicieron estremecer al prisionero. Una mano firme agarró la cadena
entre las esposas y tiró hacia arriba, forzándolo a levantar su mitad
superior.
De rodillas en la mullida cama, Yugo le dio una orden
silenciosa con la barbilla.
—¿De verdad es tan malditamente genial forzar a alguien a
hacer algo así? —Traicionando su lucha interior, al joven le
temblaba la mejilla. Tiró de la cadena, arrancándola de la mano de
su captor y se apoyó en un codo.
«Joder…» Contuvo la respiración mientras lo inevitable se
aproximaba a su boca. En cuanto la polla semierecta del criminal le
tocó los labios, tragó saliva y cerró los ojos.
La mezcla del suave aroma del gel de baño con el penetrante
olor de la excitación se intensificó. El miembro caliente se abrió paso
a través de sus labios y se deslizó sobre su lengua, llegando hasta
su garganta, ocupando todo el espacio de su boca.
Quería vomitar. Agarró a Yugo por las caderas y se echó
hacia atrás, intentando evitar una arcada. La saliva le inundó la
boca, pero no quería tragar. Dejó que el líquido escapara a través de
sus labios y, esperando que un desolador tornado de sofocante
repulsión apareciera, hizo una mueca. Extrañamente, la repulsión no
apareció. Tenía náuseas, pero no se debían a la polla que tenía en
la boca, sino más bien al acto de violación.
En contacto con su lengua, la sangre bombeada a la polla del
criminal la hacía palpitar, enviando vibraciones hacia su mandíbula y
sus sienes. Intentó desactivar su cerebro y sus sentimientos.
Manteniendo la lengua al margen, dejó que el miembro entrara y
saliera de su boca en un ritmo monótono y mecánico. Su cabeza se
movía, pero sus pensamientos viajaron muy lejos, fundiéndose en el
límite entre el sueño y la realidad.
No duró mucho.
Con dedos brutales, Yugo lo agarró por el pelo, se apartó la
cara de la ingle y lo tiró a un lado.
—Eres malísimo. Mira, ¡se está poniendo flácida! —se quejó,
exudando veneno.
—Si querías una mamada de alta calidad, ¿por qué no
llamaste a un profesional? —replicó Kuon, poniéndose de lado, al
odiar ver a su torturador desnudo, y limpiándose secretamente la
boca con el dorso de la mano.
Cuando su captor se rio, el prisionero se estremeció. Unas
manos fuertes le dieron la vuelta, poniéndolo boca abajo, e hicieron
presión en sus robustos hombros, masajeándolos.
Los dedos fríos que amasaban sus tensos músculos le
calentaron la piel a medida que se movían junto a su columna, hacia
la zona lumbar. Cuando se deslizaron hasta su culo y le apartaron
las nalgas, tragó saliva. Usando sus manos esposadas como
soporte, arqueó la espalda y miró por encima del hombro. Yugo
examinaba el trasero del joven con expresión seria. Y el ceño
fruncido.
—Mira, perfectamente curado —dijo, antes de enviar un
fuerte y frío soplido de aire a la arrugada entrada.
Los hombros de Kuon se tensaron; bajó la cabeza intentando
matar toda emoción. Los rápidos aporreos que sentía en el pecho
resonaban en las yemas de sus dedos.
—¿Sigues asustado? —La voz del criminal era apenas
audible y llena de algo que, en otro tiempo, su prisionero habría
identificado como tristeza.
Aunque abrió la boca como queriendo decir algo, cambió de
idea, probablemente pensando que perturbar el aire no iba a
cambiar nada. Y, la verdad, no importaba lo que dijese; el joven no
estaba interesado en escucharlo.
Yugo se chupó el dedo índice y lo presionó contra el ojete,
sondando su suavidad. Kuon se estremeció; se le puso la piel de
gallina por todo el cuerpo y el corazón, que martilleaba en su
garganta, pareció desplazarse hasta sus oídos. Agarró la sábana,
arrugándola en sus puños, mientras su frente descansaba en los
blancos nudillos.
—Ya te he dicho que no te voy a hacer daño. ¿Por qué
cojones no me crees? —estalló el criminal, tirándole del hombro y
estableciendo contacto visual.
—¿Quién en su sano juicio te creería, cabrón retorcido?
¿Sabes siquiera lo mucho que duele? ¡Intercambiemos los papeles
y te lo enseño! —gritó el prisionero, con el cuerpo temblando por la
adrenalina.
Yugo sonrió y se le suavizaron los ojos.
—¿Qué te divierte tanto? —gruñó el joven, tirando de la
cadena—. Deja que me vaya. Estoy cansado.
La sonrisa del criminal se transformó en una ligera carcajada.
Y, presionando con la mano la espalda de Kuon, lo inmovilizó en el
blando colchón.
—¿Daño, dices? Deja que le pida disculpas a ese sitio al que
le hice tanto daño. —Volvió a separar las nalgas del muchacho y la
húmeda calidez de su lengua se posó en la delicada abertura.
Girando alrededor de la arrugada piel, examinó la entrada.
—¿Qué demonios haces? ¡Para! —Con el culo y la espalda
tensos, el prisionero intentó librarse de la boca de su captor. Pero la
cadena se tensó, haciendo un ruido metálico, y el malvado acero de
las esposas se clavó en sus muñecas, haciendo fluir sangre fresca.
El corazón le latía con fuerza. Era difícil pensar, era difícil
concentrarse en algo que no fuera la lengua que le abrasaba el ano.
—¿Que qué hago? Disculparme, ¿no lo ves? —susurró Yugo,
añadiendo un dedo a la lengua. El primer nudillo, cubierto de saliva,
se deslizó en el cuerpo del joven y en un momento, tras una ligera
resistencia, todo el dedo estaba dentro. La lengua, circundando el
borde, intentó acallar las pequeñas punzadas de dolor.
Kuon dejó de respirar. Sus músculos, paralizados por el
miedo, se tensaron alrededor del dedo de criminal, impidiéndole
moverlo.
—Relájate —Mientras el dedo serpenteaba en el interior de
su prisionero, buscando algo, apoyó la otra mano en el trasero del
joven y lo frotó.
La cantidad de sangre bombeada al rostro del muchacho
hacía que le hormigueara. La repugnancia por el acto de coacción lo
estaba volviendo loco. No sabía dónde poner la cara, cómo calmar
su corazón, o cómo librarse del molesto ruido en su cabeza.
—Boca arriba —ordenó Yugo, retirando el dedo.
Luchando con la náusea y tragándose su orgullo, Kuon se dio
la vuelta. La frialdad de las sábanas, en contraste con su espalda
caliente, agudizó su sensibilidad. Se llevó el antebrazo a la cara y se
protegió los ojos de la realidad y la vergüenza.
El criminal se movió entre las piernas de su prisionero y se
las separó aún más. Apoyó las manos en las rodillas del joven y,
tras recorrer sus muslos, se encontraron en el centro. Cuando una
mano agarró su flácida polla, mientras la otra se colaba bajo sus
huevos y sus fríos dedos presionaban su ano, el muchacho se
retorció.
—No te muevas.
Un dedo forzó la entrada, extendiendo una quemazón por su
conducto y haciéndolo respirar entre dientes.
Esperaba que el dolor empeorara. Pero no lo hizo; en su
lugar, su verga se sumergió en la tórrida profundidad de la boca de
Yugo. El dedo, buscando un camino a ciegas, despertó algo en su
interior. Un apremiante impulso eléctrico recorrió la parte baja de su
ser y se extendió por su cuerpo, enviando ligeros temblores a sus
extremidades.
Abrió los ojos como platos y, deslizando el antebrazo hasta la
boca, acalló un gemido en gestación.
«¿Qué demonios?». Aquella sensación no se parecía a nada
que hubiera experimentado hasta entonces. Intentó tragar saliva,
pero se le secó la garganta. Los lugares que tocaba su captor
ardían. En su interior, con el dedo deslizándose por el recto arriba y
abajo, se estaba iniciando una poderosa conflagración. El calor
irradiaba por su cuerpo y se mezclaba con la vergüenza y la
humillación.
«Esto no está pasando… Esto no está pasando…». Kuon
cerró los ojos, imaginándose una mujer hermosa con enormes y
brillantes ojos azules y suaves y rechonchos labios. Sentada en la
cama, la joven se llevó la rodilla al pecho y, con su pelo rubio
cayendo en cascada sobre sus hombros y ocultando su desnudez,
le sonrió. El prisionero entrelazó sus dedos con el brillante cabello
de la muchacha, deseando que tomara su polla en su cálida boca.
Aquellos ojos suplicantes y anhelantes, que lo miraban desde abajo,
lo consumían por dentro. La recostó y, enterrando la cara en la
suavidad de sus pechos, recorrió el cuerpo de la mujer a besos, en
busca de sus dulces labios.
La concentración se reflejaba en su cara seria. Quería con
toda el alma eliminar aquel momento de su memoria y reemplazarlo
con otra cosa.
Pero la boca de Yugo, pegada al miembro del joven, se
detuvo; su respiración, caliente hacía sólo un momento, se enfrió en
la piel húmeda del muchacho. Se limpió la boca, que brillaba con la
saliva, con el antebrazo y gateó cama arriba hasta que sus rostros
estaban al mismo nivel. Su rápida respiración cosquilleó los labios
de su prisionero.
—No te atrevas a pensar en mujeres. Mírame cuando te hago
una mamada.
La mirada vidriosa de Kuon se topó con unos despiadados
ojos grises; una sonrisa engreída habitaba en la cara de su captor
que, asintiendo con la cabeza, le lamió los labios, volvió a bajar y
cerró la boca alrededor de su carne enrojecida, extrayendo una
respiración ronca de sus pulmones.
Una lengua tenaz le circundó el capullo, recogió las primeras
gotas de líquido preseminal de la hendidura y se desplazó hacia
abajo. Cuando se detuvo un momento a frotar el frenillo, envió
sacudidas de un placer sensitivo por su cuerpo.
Era extraño, erróneo, pero en cierta forma la orden
pronunciada por el criminal contra sus labios, no le permitió apartar
la mirada. A través de la niebla tóxica de su forzada excitación y
luchando por mantener el control sobre su cuerpo, miraba fijamente
a la cara del hombre, asombrado con un pensamiento: «¿cómo
puede alguien parecer tan engreído con una polla en la boca?». En
un suspiro, el pensamiento se derritió y Kuon se rindió al forzado
placer.
Yugo parecía conocer el cuerpo del joven mejor que todas las
amantes del muchacho. Deslizó la lengua por toda su longitud y
rodeó sus elevados huevos. Siguió bajando hasta que se encontró
con el dedo introducido en el recto y rozó con la nariz sus tensas
bolas, balanceándolas. La lengua retrocedió y regresó en un largo
lamido, haciendo que su prisionero tensara el culo. Le excitó el
frenillo con la punta de la lengua durante un rato y tarareó satisfecho
al ver como una gota melosa salía de la hendidura y se estiraba
hacia abajo, resplandeciendo en el aire. La lamió con la lengua,
plana y caliente; cerró los labios alrededor del capullo y se metió
toda la polla en la boca.
Arriba y abajo, arriba y abajo, la bombeó.
Combatiendo el inminente orgasmo, Kuon volvió a morderse
el labio, pero el dolor sólo intensificó sus sensaciones. Tenía la
cabeza pesada, caliente y abotargada. La dejó caer hacia atrás,
estirando la piel de su garganta, mientras una respiración acelerada
y estridente salía vibrando de su pecho. Agarró la cadena en busca
de apoyo, y los dedos de sus pies se curvaron, arrugando la
sábana.
La energía, dulce y dolorosa, que se estaba acumulando en
su abdomen inferior, llegó a su límite y estaba a punto de detonar.
Intentado contener lo inevitable, tensó los músculos.
—Yugo, para… —susurró, perdiendo el control de su cuerpo.
Sus palabras animaron aún más a su captor. Los dedos del
hombre se volvieron más enérgicos y las pasadas de su lengua aún
más rápidas.
—No… No quiero… —empezó a decir Kuon.
«…sentirme bien…».
Torció la cabeza y, luchando con su cuerpo, ahogó un
gemido. Una violenta descarga lo golpeó desde dentro y envió
despiadadas olas a sus extremidades, lo envolvió en un clímax
ardiente y enloquecedor. Se dobló. Estirada al límite, la cadena
rechinó.
El tiempo se ralentizó hasta parar y todo se desdibujó. La
visión le falló; la sangre, que parecía bombear en algún punto detrás
de sus ojos, se desplazó a sus oídos. Desmoronándose y
respirando a bocanadas, se vació en la boca del criminal.
En cuanto se desvaneció la última sacudida de placer que se
disparó a través de su cuerpo, se hizo el silencio. Se tranquilizó, se
relajó y volvió a caer en la almohada, pintando las sábanas blancas
con las rojas gotas de sangre de sus muñecas esposadas.
Yugo tragó, se lamió los labios y se incorporó sobre los
codos. Se desplazó, se recostó al lado del joven y posó la mano en
su torso jadeante. Radiaba alegría mientras le acariciaba el
estómago con los dedos.
—¿Vuelvo a delirar o puede ser que gritaras mi nombre
mientras te corrías?
Confundido, Kuon abrió los ojos y vio burla en la mirada de su
atormentador, pero cuando la sangre inundó su cara junto con los
recuerdos, apartó la mirada.
—¿Disfrutaste? —preguntó implacable el criminal—. Puedo
hacerlo aún mejor.
Sin esperar respuesta, agarró el pelo de su prisionero y le
lamió los labios, dejando que se saboreara a sí mismo.
Separó sus bocas y se sentó de rodillas.
—Ahora intentémoslo otra vez. Sabes cómo lamer un helado,
¿verdad? Abre la boca y dame placer.
Su cuerpo desnudo emitía el embriagador olor de la
excitación y la prueba evidente de su deseo, llena de sangre, vertía
gotas cristalinas en las arrugadas sábanas.
Llevó el dorso de la mano derecha al pómulo de Kuon y la
deslizó por su piel hormigueante, hasta que, con un curioso pulgar,
le enganchó el labio inferior y le separó la tensa mandíbula. Se
sonrojó y sus párpados descendieron, cubrieron a medias sus iris
grises. El dedo pulgar se coló aún más, frotando la lengua del joven
antes de aprisionarla y usar el agarre para acercar la cara del
muchacho a su ingle. Cuando un capullo rojo chillón apareció frente
a su rostro y una gota transparente como el cristal se formó en la
hendidura, el prisionero cerró los ojos, incapaz de mirar.
—Mírame —forzó Yugo, esparciendo líquido preseminal por
los labios rojos y mordidos de Kuon.
El joven frunció el ceño, pero obedeció. Estableció contacto
visual con su captor y, aunque le llevó un momento, se venció a sí
mismo y abrió la boca, capturando la húmeda punta.
—Ahora sé un buen chico y escúchame. Intenta seguirme. —
El criminal se lamió los labios. Mientras su pecho musculado y
robusto se hinchaba con su respiración irregular, la lengua de su
prisionero se fundió con el resbaladizo capullo.
Unas gotas templadas se derramaron en la boca de Kuon y
su garganta se cerró en un acto reflejo. Esperaba que un sabor
desagradable y devastador venciera a su autocontrol, pero la polla
no sabía mal; el líquido preseminal que goteaba de la abertura tiraba
a dulce, aunque con un ligero toque salado.
—Relaja la garganta y llévala más adentro. Eso es, buen
chico.
Yugo dejó caer la cabeza hacia atrás, revelando una larga
garganta con una nuez bien definida. Su pecho subía y bajaba en un
patrón apresurado y sus dedos se entrelazaron en el pelo corto de
su prisionero.
—Ahora saca la lengua —dijo con voz baja y grave.
Persiguiendo su placer, su mano imponía cierto ritmo a los
movimientos del joven—. Chúpala como si fuese helado derretido.
Eso es… muy bien… por todos los lados… oh… joder…
Cuando un suave y amortiguado gemido salió de los labios
de su captor, Kuon casi se atragantó con la saliva. Su mirada pasó
de la garganta del criminal al ondulado relieve de su torso; con cada
ligero movimiento de su cuerpo, unos músculos flexibles se movían
constantemente bajo la piel bronceada por el sol. A través de la piel
del cuello, brazos e ingle, se podían ver unas venas gruesas, llenas
de sangre. Extendiéndose por toda la longitud del miembro que
tenía en la boca, pulsaban en su lengua.
Sentía calor en las mejillas y un hormigueo se instaló en su
parte baja. Se retorció.
La piel lampiña de Yugo, estirada sobre sus firmes músculos,
brillaba con gotitas de sudor. La sensación de deslizamiento en la
boca del prisionero y el fuerte olor proveniente de la excitada ingle
de su captor jugaban con su cabeza. Cuando la polla que tenía
entre los labios se hinchó, lista para rebosar, la sangre se bombeó
ardiente a su abdomen inferior, endureciendo su miembro.
Avergonzado, volvió a retorcerse e intentó ocultar y controlar
su reacción física.
La mirada lasciva del criminal, nublada con languidez,
recorrió el cuerpo del joven; cuando llegó a la parte inferior, se
aclaró y se enfocó. Al levantar la vista y ver la sonrojada cara del
joven esposado, abrió la boca asombrado.
—Vaya. ¿Te empalmaste haciéndome una mamada?
El hombre se apartó tan rápido que Kuon no pudo reaccionar.
Un sonido húmedo y repulsivo le asaltó los oídos. Y unas pocas
gotas de saliva se escaparon de su boca y le bajaron por la barbilla,
dejando un rastro húmedo y pegajoso en su piel.
Yugo tragó saliva; en la profundidad de sus ojos, se
arremolinaban llamas de pasión plateadas. Se inclinó hacia adelante
y su suave y caliente lengua pasó por la barbilla y los labios de su
prisionero, recopilando la humedad. El joven reculó y limpió el beso
en la almohada, incómodo y avergonzado por las reacciones de su
cuerpo.
Con un ruido metálico, el mosquetón liberó las esposas.
El criminal se acomodó en los cojines como si estuviera en
una silla confortable, agarró las muñecas del muchacho y tiró de él
para que se acercara.
Con dificultad, luchando consigo mismo, Kuon obedeció.
Inclinó la cabeza, se mordió el labio y, aplastando el resto de su
orgullo, se sentó en el regazo de su captor. Al usar el hombro de
Yugo como apoyo, lo pintó del rojo sucio de su sangre seca.
Intentando no atraer la atención sobre su manipulación, se colocó
tan lejos de la erecta polla del hombre como pudo y espiró con
suavidad. Recorrió con la mirada aquel musculado torso en la
búsqueda desesperada de un punto de descanso. Pero falló.
El contacto de piel con piel hacía que fuera aún más
consciente de sus desnudeces. La piel caliente bajo sus dedos
sudorosos, la sonora respiración del criminal, la frialdad de los
muslos del hombre bajo su trasero y el aire que rodeaba su excitada
y expuesta entrepierna: todo asaltaba sus sentidos. Todo estaba en
su contra.
Yugo tragó saliva. Jirones de niebla se arremolinaban en el
abismo de sus ojos. Cuando apretó las nalgas de su prisionero con
dedos firmes y tiró de él para que se acercara aún más, la excitación
sonrojó su rostro e intensificó el rojo de sus labios.
—Bésame —ordenó. Sus pupilas, que ocupaban todo el
espacio disponible, empujaban los iris hasta el límite, reduciéndolos
a diminutos anillos.
Kuon torció la cara. No quería cumplir la orden y recorrió con
la mirada toda la habitación, en busca de una posible ruta de
escape.
—Te he dado una orden clara, ¿verdad? ¿Tengo que
forzarte?
Mientras miraba a la boca de su captor, le temblaban los
labios. Se rindió mentalmente y una sonrisa patética se dibujó en su
rostro. Sus extremidades se debilitaron, le dolía la garganta y un
sabor amargo le inundó la boca. Algo se revolvió en su estómago y
sintió como su centro de gravedad se desplazaba, moviéndose en
sus entrañas, creando un pequeño agujero negro. Un agujero que
absorbió sus órganos, eliminando de su cuerpo todo aquello que no
necesitaba, intentando alcanzar la perfección del vacío.
—Qué cabrón eres. Juro que te mataré con mis propias
manos —susurró derrotado, aplastado por su absoluta
insignificancia.
Apenas acabó de hablar, cubrió con sus labios los de Yugo y
el sabor salado de la sangre volvió a llenar su boca.
Y , pero el depredador que había
en su naturaleza sonrió bajo el beso. Apretó el cuerpo de Kuon
contra su propia piel, tocándole el vientre con la polla, marcándolo
con su aroma y las gotas de su deseo. Las manos le ardían con la
necesidad de aplastar aquel fuerte cuerpo, de destruir al detective,
de arruinar su alma y su anatomía, exprimiendo gemidos de dolor y
de placer de su arrogante boca.
Agarrando las perfectas cachas de su prisionero, gruñó y
controló sus demonios. Quebrar al joven en aquel momento sería
demasiado fácil, demasiado rápido para su gusto. Quería alargar el
placer, disfrutar de cada gota de energía juvenil, de cada emoción
que pudiera extraer del hermoso cuerpo del muchacho.
La habitación se movió ante sus ojos, fundiéndose,
evaporándose. Tenía la cabeza tan recalentada que no podía
contener pensamiento alguno. No se había sentido tan excitado
desde… No recordaba haber querido a alguien tan
desesperadamente en sus treinta y tres años. Aquellos ojos
reticentes, abrumados por el dolor, el orgullo y una abierta
humillación, jugaban con su mente.
Sofocado por el calor, su cabeza desconectó. Necesitaba
algo, algo que sólo unas entrañas calientes y suaves podían calmar.
Deslizó los dedos hacia abajo hasta que se encontraron con un
pliegue. Kuon se tensó en sus brazos y, respirando a través de sus
dientes apretados, le hundió las puntas de los dedos en el pecho.
La cercanía de aquel joven y fuerte cuerpo, aferrándose al
suyo, lo estaba volviendo loco. Siempre le había encantado la
compañía de jóvenes frágiles y delicados. Daba por hecho que
alguien la mitad de su tamaño se aferraría a él con lágrimas de
desesperación. Pero cuando alguien fuerte y orgulloso reaccionaba
a su contacto mostrando la misma debilidad, le daba un colocón que
lo mareaba con euforia. Sólo podía comparar aquella sensación con
la de amansar a un animal salvaje con las manos desnudas.
Escurrió la otra mano entre sus mojados torsos y enrolló los
dedos alrededor de las dos pollas, moviendo la carne hinchada de
sangre arriba y abajo. La respiración abrasadora que manaba de la
boca de su prisionero le cosquilleaba el cuello. Sonrió. Capturando
los labios del joven con los suyos y le acarició el trasero. Bajó la
mano un poco más, masajeó la entrada e introdujo un dedo en aquel
caliente cuerpo que se retorcía. El muchacho se tensó y, al contraer
el círculo de su fuerte esfínter alrededor del dedo de su captor,
interrumpió su movimiento.
—Relájate —ordenó Yugo en voz baja.
Pero incluso si Kuon quería seguir sus órdenes, parecía
perdido, como si no supiera cómo. Cuando tensó la cara, su captor
lo comprendió: estaba dolorido. El criminal retiró el dedo, lo
humedeció con la lengua e intentó volver a insertarlo.
—No contengas la respiración, relaja tu estómago… Bien.
Ahora empuja contra mí —susurró, abrasando el cuello de su
prisionero con sus palabras. La otra mano se movía con un ritmo
lento y deliberado, mezclando la espesa textura de sus goteantes
deseos.
El joven hizo una mueca y puso cara de asco. El criminal
pensó que, si en aquel momento el muchacho hubiera tenido un
arma, probablemente se hubiera suicidado, incapaz de contener la
vergüenza que sacudía sus músculos faciales.
Kuon rasgó el aire con los dientes, pero sus músculos se
relajaron y dejaron que el dedo penetrara.
—Buen chico —murmuró Yugo, buscando la próstata con el
dedo.
El cuerpo del prisionero se volvió a tensar; los dedos le
temblaban, repercutiendo contra la piel de su captor. Tenía la frente,
caliente y húmeda, oculta en el sudoroso cuello del hombre y le
clavaba los dedos en los hombros, blanqueando su piel enrojecida
con la fuerza del agarre.
«¡Joder! ¿Cómo puede ser tan sexy?», pensó el criminal. Le
hormigueaba la piel y su corazón aceleró su ritmo. Retiró el dedo de
aquellas entrañas calientes y pasó el brazo alrededor de la cintura
del joven, acercándolo aún más. Dejando que las dos notorias
erecciones se frotaran la una contra la otra, llevó la mano a la cara
del muchacho y se la levantó.
Una niebla espesa enturbiaba los ojos semiabiertos de Kuon.
Su piel brillaba con el color de la excitación y había sangre escarlata
goteando por su barbilla.
Yugo le inclinó la cabeza y frunció el ceño. Tocándole la
barbilla con el dedo pulgar, intentó limpiar el rastro de sangre, pero
sólo la esparció por el mentón.
—No te muerdas. —El ansia por saborear aquellos labios
rojos ensangrentados era abrumadora. Al doblar el torso hacia
adelante, fusionó sus respiraciones. Titubeó un segundo antes de
lamer la sangre de los labios del joven.
El prisionero se quedó paralizado momentáneamente, pero al
final esquivó el contacto. Mientras intentaba salir del regazo del
criminal, lo golpeó con las manos en el pecho.
—Quieto —dijo Yugo, apretando el joven cuerpo contra el
suyo.
El corazón de Kuon traicionaba a su miedo interior y a su
confusión con un violento latido que resonaba en los dedos que
estaban en contacto con su ancha espalda.
—¿Qué demonios haces? Eso es asqueroso —dijo
temblando, intentando apartar a su torturador con las manos
esposadas. Pero, al retorcerse y frotar inconscientemente su polla y
su estómago contra la erección del hombre, enardeció su deseo.
—Quédate quieto —susurró Yugo, sosteniendo la nuca del
joven con una mano mientras la otra acariciaba la espalda
musculada del muchacho, recorriéndola arriba y abajo como si
estuviera intentado grabar el relieve de aquel cuerpo en la memoria.
Tras varios segundos, seguro de que su prisionero había
abandonado la lucha, volvió a colar la mano derecha entre sus
cuerpos y rodeó con los dedos sus pulsantes miembros. Apoyó el
pulgar encima y frotó las húmedas puntas, esparciendo un cálido
fluido por sus longitudes.
Un minuto… después otro, llenos con una respiración bronca
y un ruido húmedo.
Parecía que Kuon ya no podía pensar con claridad. Sujetó
con más fuerza los hombros del criminal y arqueó el pecho,
presionándose contra la sólida complexión de su cuerpo. Separando
sus labios ensangrentados, cerró los ojos y dejó caer la cabeza
hacia atrás.
Temeroso de perderse el menor cambio, Yugo no podía
apartar los ojos del joven y absorbía todas sus expresiones. Sus
dedos volvieron a encontrar el tenso agujero y se colaron en su
interior, buscando el punto G.
El estómago del prisionero se crispó; la piel de su cuello y de
sus hombros se llenó de brillantes puntos rojos que se propagaron
pecho abajo. Tenía los labios curvados y jadeaba mostrando los
dientes. Dejó caer el peso hacia adelante y su cabeza encontró
descanso en la clavícula de su captor, chorreando un hilo de sudor
por su torso.
El ruido de chapoteo proveniente de abajo se intensificó. El
olor salado del sudor excitó la nariz del criminal. Sin pensarlo, se
acercó y besó el rastro desde la sien de Kuon hasta su cuello,
saboreando el sabor de su acalorado cuerpo.
—Uf… —gimió el joven.
El suave quejido resonó en los tímpanos de Yugo. Era débil,
apagado. Impotente. Y no pudo evitar almacenarlo en su memoria.
Absorto en él, casi se perdió el momento en que la polla del
muchacho bombeó un fluido caliente y le lanzó semen a la mano y
el estómago.
La mezcla entre dolor y placer que reflejaba el rostro de su
prisionero le envió la sangre hirviendo a la cabeza, estrechando la
visión de sus ya entrecerrados ojos. Cuando el último espasmo se
desvaneció, soltó las manos del joven, húmedas y temblorosas, de
sus hombros y las llevó a su polla. Unos segundos de estimulación;
sólo hizo falta eso para lanzarlo al abismo del clímax. Con sus
mejillas en contacto, absorbió el débil y excitante olor de la piel
resplandeciente con fluidos corporales. El último y dulce espasmo
se transformó en la serenidad de la satisfacción. Y, cuando un
maravilloso vació llenó su interior, sonrió.
Se reclinó en los almohadones, alcanzó un cigarrillo y lo
encendió. Casi dejó caer el mechero, al mirar por fin a Kuon. Los
ojos del joven eran más fríos que el hielo ártico. La incontenible
pasión, que había ardido en sus dilatadas pupilas y había estado allí
hacía sólo un minuto, se había desvanecido. El muchacho parecía
tranquilo y distante. Se levantó, se puso los vaqueros con dificultad
al tener las manos esposadas y, sin decir palabra, salió de la
habitación.
En cuanto la puerta se cerró, la compostura abandonó el
rostro de Yugo. Se puso de pie al instante y, cuando tiró de una
lámpara de pared, una puerta oculta se abrió al lado del cabecero.
Entró en una pequeña habitación llena de monitores y clavó los ojos
en uno de ellos; uno que, brillando con una luz suave y estable,
mostraba una habitación vacía. La puerta que se veía en la pantalla
se abrió y el fuerte joven hizo su aparición.
Kuon llevaba los hombros muy separados y la cabeza alta,
como si nada en el mundo pudiera tocarlo. Pero sólo mantuvo la
fachada hasta que la puerta se cerró. Entonces sus hombros se
hundieron y, apoyando las manos en la lisa superficie de la puerta,
se dejó caer al suelo. Cuando el prisionero inclinó la cabeza, el
criminal deseó poder ver su expresión. El desasosiego lo apuñaló
como si fuera una daga. Quería algo, pero no sabía qué. Inquieto,
golpeó la pared con un puño.
—Tan fuerte y a la vez tan débil… —murmuró para sí mismo,
viendo el tembloroso cuerpo en el monitor.
AK . Su corazón martilleaba en su
pecho.
«¿Qué demonios?». Cerró los ojos con fuerza y arañó la
puerta con las uñas, derrapando por la lisa superficie. «Lo sentí. Su
contacto me puso cachondo. ¡Me corrí con él! Dos jodidas veces…».
Giró la cabeza bruscamente a un lado, como intentando
expulsar la memoria de su mente. No ayudó.
«Reaccioné ante él. Mi cuerpo reaccionó. No soy mejor que
él. Me violó y aun así disfruté con su contacto».
Le dio un puñetazo a la puerta. Después otro y otro, vertiendo
toda su frustración en el asalto. Le ardían los ojos, tenía un nudo en
la garganta y ondas de pánico recorrían su cuerpo. Se llevó el puño
a la boca y hundió los dientes en la enrojecida y afectada piel de sus
nudillos.
«¿Por qué cojones? ¿Por qué ha pasado? ¿Soy igual que él?
Tuve ocasión de matarlo, de estrangularlo. Su vida estaba en mis
manos. ¿Por qué no lo maté? ¿Por qué dejé que me violara la
primera vez? Y una vez más… ¿Por qué no me defendí? ¿Por qué
no morí peleando? Todo hombre debería ser capaz de protegerse a
sí mismo. ¿Por qué fracasé? ¿Alguna parte de mí quería que esto
pasara?».
Cuando el mundo se volvió borroso, se desplomó sobre su
trasero. Su rostro palideció y sus extremidades se debilitaron; un
cansancio mortal pulverizó su columna vertebral. Se llevó las rodillas
al pecho, las envolvió con sus brazos y enterró la cabeza.
«No, no… Kuon, cálmate. Cálmate. Respira. Piensa en ello.
Nunca te han interesado los hombres, ¿verdad? Y desde luego no
estás tan mal de la cabeza como para disfrutar cuando te violan».
Cerró los ojos con fuerza e intentó recordar si había deseado a
algún hombre, pero no podía. Ahora que lo pensaba, no recordaba
haber estado interesado en nadie en particular. Había tenido
relaciones con muchas mujeres, pero no recordaba haberlas
deseado. Su cuerpo reaccionaba a la estimulación y el sexo era
agradable, pero nunca había estado obsesionado con ninguna.
Jamás había iniciado una relación sexual. Si alguien se
esforzaba por llamar su atención, intentaba devolverle el cariño;
pero nunca había estado enamorado. Una familia y un trabajo
estable formaban parte de su plan como algo que lo mantendría con
los pies en la tierra, algo normal. Lo que más ansiaba era la
normalidad. Al final, las chicas con las que salía seguían su camino
sin mirar atrás al sentir que sus sentimientos no eran
correspondidos.
Kuon tragó saliva al darse cuenta de que nunca había tenido
especial interés en las mujeres, aunque tampoco había mirado
nunca a los hombres.
«No eres como él. No eres tan sumamente retorcido. Eres
una víctima, no un jodido pervertido que disfruta cuando lo violan».
—Una víctima. —La palabra pesó en su corazón.
Al dejar caer la cabeza hacia atrás, se encontró con la puerta
con un leve golpe. Con los ojos irritados y abiertos como platos miró
fijamente al techo.
«¿Cómo puede un detective de policía ser víctima de una
violación? ¿Cómo puedo fallar a la hora de defenderme a mí mismo
y exigir el derecho a defender a otros? No merezco que me llamen
oficial de policía. No merezco que me llamen hombre. Me corrí en
sus manos. Mi cuerpo reaccionó a su contacto… dos veces».
Su rostro se sonrojó, inundado de calor. Vergüenza y
humillación atenazaban su tráquea mientras sus ojos recorrían
aquella habitación vacía.
—Nooo… —susurró y sacudió la cabeza, tragando la bilis de
su boca.
«¿Te excita el contacto de tu violador y te atreves a llamarme
a mí pervertido?». Cuando las palabras de Yugo resonaron en su
cabeza, su corazón se congeló. Las lágrimas no derramadas
desaparecieron y un odio abrasador incendió su sangre.
«El cabrón está jugando conmigo. Está jugando con mi
mente. Se trata de una especie de retorcida guerra psicológica. Me
violó e hizo que me corriera, me empujó a cuestionarme a mí
mismo».
Ahora todo tenía sentido.
El aislamiento, el que no le permitiera las necesidades
básicas, la desorientación temporal junto con la humillación. Buena
comida y, por último, el asalto: la constante presencia del criminal y
su falsa amabilidad.
«Me dejó en un sótano helado. Después llevó un calentador,
para mostrar que se preocupaba. Me violó, después se ocupó de mi
cuerpo. Está jugando con mi cerebro, intentando justificar sus
acciones y hacerme creer que todo lo que me hace es culpa mía».
Su cuerpo le demandó que se moviera, así que se levantó.
Su cerebro estaba agitado por la velocidad de sus pensamientos.
«Obtuvo la reacción que había planeado y ahora soy un
desastre. Quiere esto. Quiere dominarme y humillarme. Castigarme.
Estoy haciendo exactamente lo que quiere, alimentando sus
necesidades manipuladoras».
Frente a sus ojos vio pasar información de libros de texto:
tipos de violaciones, tipos de violadores, métodos de evasión.
Cerró los ojos.
Yugo, con su comportamiento egoísta y no negociable, era el
perfecto ejemplo de un violador airado en el que, de forma perversa,
el pobre control de la ira se mezclaba con tendencias sádicas; al
menos, así había acontecido la primera violación.
«Pero hoy fue diferente». Kuon caminó de un lado a otro de
la habitación. «Los sádicos y furiosos no usan preliminares. Maldita
sea, ¿por qué nunca presté la debida atención a los casos de
violación?».
Entrelazó los dedos en el pelo e intentó exprimir la
información de su cerebro, pero falló.
«No es inseguro, así que no busca reafirmar su poder y su
motivación no es la posesión. Le place manipularme y humillarme.
Joder, me duele la cabeza».
Incapaz de etiquetar a Yugo y de detectar sus tácticas, siguió
dando vueltas en la habitación. La cabeza le estaba matando y se
arañó los brazos con las uñas, como si intentara eliminar la
suciedad de su piel.
CAPÍTULO 9

C con un potencial cliente, la noche


ya había apagado las canciones de los pájaros. Sin molestarse en
librarse de la chaqueta que había vestido todo el día y que lo llevaba
sofocando las dos últimas horas, Yugo se dirigió a la habitación
secreta. Tras cerrar la puerta, se dejó caer en una silla y buscó con
las pupilas dilatadas el monitor que quería. La pantalla estaba
oscura.
—¿Ya dormido? —murmuró. Presionó un botón y activó la
visión nocturna. Cuando la pantalla cambió y se iluminó en verde,
localizó la figura de su prisionero tumbada en mitad del colchón.
Como si fuera la primera vez que lo veía, se quedó un buen
rato viéndolo dormir. No sabía por qué, pero encontraba la imagen
extraña. Aunque tenía los ojos cerrados, Kuon no parecía estar
durmiendo. Sus músculos se retorcían con constantes espasmos.
Se estremecía y sacudía los hombros como si tratara de sacarse
algo de encima. Entonces giró la cabeza y abrió la boca como si
estuviera hablando.
Yugo se quedó inmóvil. Con los ojos fijos en el monitor,
intentó leer los pálidos labios, pero no lo consiguió. Y el joven volvió
a girar la cabeza.
—Está hablando en sueños, ¿y qué? —razonó el criminal
consigo mismo, aunque nunca le había sido fácil lidiar con la
curiosidad. El descontento se propagó en su interior con la fluidez
de la leche derramada. Cuando el prisionero volvió a girar la cabeza,
amplió sus labios. Repetían una y otra vez una simple palabra: no.
Yugo esperó a que Kuon dejase de sufrir la pesadilla.
Después esperó un poco más y, tras otros cinco minutos, fue a
darse una ducha. Pero incluso cuando volvió, goteando agua por
todo el suelo y secándose el pelo con una toalla, el prisionero
seguía revolviéndose en la cama. El criminal frunció el entrecejo y
regresó a su habitación; una vez echado en la cama, encendió un
cigarrillo. Las sedosas sábanas azules se oscurecieron y perdieron
el brillo al beber la humedad de su cuerpo desnudo.
Cerró los ojos y llenó los pulmones con el dulce humo; la
agradable frialdad de la seda natural envolvía sus hombros. Sus
músculos se relajaron, pero la ansiedad lo ponía nervioso. Por
mucho que lo intentara, no era capaz de desconectar; sus
pensamientos no dejaban de girar en torno al joven que dormía en
la estancia contigua a la suya.
—¿Por qué diablos no puedo sacarte de la cabeza? —se
preguntó. Al recordar la mirada desafiante y atrevida que aquellos
ojos expresivos le dirigían con frecuencia, sonrió. Pero entonces el
flujo de memoria cambió su curso y pasó a evocar al prisionero,
débil y frágil, yaciendo en la cama; le temblaba el cuerpo, tenía los
labios descoloridos y sus ojos centelleaban febrilmente; sus dedos
helados lo agarraron de la mano y le rogaron que se quedara.
Yugo aplastó el cigarrillo en el cenicero, se levantó, se puso
los pantalones y salió del dormitorio.
—Greg, instala un micrófono en su habitación la próxima vez
que se duche. —Un portazo siguió a sus tranquilas palabras.
—Jefe. —Su subordinado lo siguió de cerca.
—¿Qué pasa?
—La OLI ha emitido un comunicado. Han asumido la
responsabilidad del secuestro de Ali de la prisión. Tobías y Gustavo
han sido liberados y volverán a Viena la próxima semana. El
acuerdo es sólido.
—¿La OLI? ¿Qué quieren de Amin?
—Quieren que el grupo Al-Amin se les una en la lucha por
crear un califato dentro de Afganistán. Le dieron un mes para que
haga los arreglos necesarios.
—¿Más propaganda? Amin nunca entregará Afganistán. Su
propia gente los ejecutaría, a él y a su familia. La OLI no espera que
acceda; necesitan un motivo para justificar otro asesinato. Dile a
Rudolph que se busque a otro proveedor de esclavos. Apoyaremos
a Amin.
—Sí, jefe.

K . Aunque carecía de reloj en la


habitación, sabía que era de madrugada. El cielo silencioso, que se
extendía más allá de la ventana enrejada, abrazaba la tierra con una
niela espesa que lo borraba todo. Los pájaros, completamente
despiertos, ya habían empezado sus trinos mañaneros; aunque sin
confianza, como si no estuvieran seguros de que la mañana hubiera
llegado. El aire húmedo, que se colaba en la habitación por una
ventana ligeramente abierta, olía a pino.
Pero aquella mañana era diferente. Llena de tensión, como si
alguien le hubiera comprimido los nervios al máximo y ahora su
cuerpo resonara con anticipación. Ansiaba actividad, ansiaba
cualquier cosa que pudiera sacarlo de aquel cuarto. Librarlo de
aquel agobiante techo blanco.
Desde la habitación podía ver el bosque y la hierba joven,
ambos vestidos de verde desde hacía algún tiempo, y no podía
evitar preguntarse cuánto llevaba allí atrapado. Hacía diecisiete días
que había recuperado la consciencia tras la primera violación. Las
ventanas estaban orientadas al este, así que no era tarea difícil
contar los días. Pero no estaba seguro de cuánto tiempo había
permanecido en el sótano. Ya hacía calor durante el día y suponía
que le había llegado la hora a abril.
No quería malgastar ni un segundo más, así que se levantó y
se dispuso una vez más a recorrer la estancia en busca de un punto
débil. Tanteó las rejas y la solidez del alféizar e incluso dio
golpecitos en las paredes buscando huecos, pero todo en vano. Su
prisión no tenía otra salida que la puerta por la que había entrado.
«No puedo seguir aquí… si lo hago, me volveré loco. Seguro
que Yugo acaba conmigo. Si no lo hace él, lo hará esta maldita
habitación». Derrotado, cerró los ojos. La ira y la irritación se
propagaron a través de su sangre como un incendio, quemando sus
entrañas. No sabía cómo superar la frustración, así que se sacó la
camisa gris, la tiró en una esquina, se echó al suelo y empezó a
contar flexiones de brazos. La actividad física era la única forma que
conocía de aclararse la cabeza y pasar el rato.
«Joder, qué débil estoy…», pensó molesto e insatisfecho
consigo mismo. Se llevó la mano derecha a la espalda y, forzando
sus músculos perezosos, continuó el ejercicio con la izquierda. Para
su cerebro, que no dejaba de pensar en la huida, el entrenamiento
pasó inadvertido.
Cuando todo su cuerpo entró por fin en calor y sudaba a
mares, cerró los ojos y se imaginó un oponente. Un contrincante
habilidoso y astuto. Vio como sus manos aparecían en el aire y sus
largas piernas le apuntaban al cuerpo y la cabeza. Una vez la ilusión
se volvió nítida, dio un paso adelante y repelió los primeros ataques
de su enemigo imaginario, practicando sus combos.
A Kuon le encantaba aquel juego y nunca se cansaba de él.
Tal vez por eso, su mente siempre le ganaba. Su oponente
imaginario siempre había sido ligeramente más rápido, más ágil y
definitivamente más fuerte.
Tras un par de minutos, le dio una fuerte punzada en la
cabeza, que hizo que la habitación empezara a dar vueltas, y tuvo
que dar por terminado el entrenamiento. Combatiendo el mareo, se
agachó y se dejó caer en el suelo; una vez sentado, cruzó las
piernas al estilo indio. Su mente, que seguía sin olvidar la idea de la
huida, empezó a recrear la planta del edificio centrándose en las
habitaciones en las que había estado. Inspeccionó las proyecciones
imaginarias y ahondó en detalles que no sabía que recordaba.
«El baño no es una opción…», pensó al recordar el austero
cuarto, que encajaría mejor en un hotel que en la casa de alguien
que se restregaba el trasero en cuero de avestruz todos los días. La
ventana era demasiado estrecha y dudaba que, estando esposado,
pudiera dejar a Greg fuera de combate.
«¿El dormitorio? Si puedo conseguir que Yugo se relaje hasta
tal punto que me saque las esposas… tal vez tenga una
oportunidad. Podría atacarlo por detrás y noquearlo. No puedo
luchar con él abiertamente. Ahora no… estoy demasiado débil».
El mareo se desvaneció. Sin pensar en su incapacidad para
soportar el impacto, se levantó y se acercó a una pared; flexionó los
hombros, separó los pies para colocarse en posición y lanzó unos
cuantos golpes contra la lisa superficie blanca. Sus músculos llenos
de sangre protestaban y su piel, perlada de sudor, relucía como si la
hubieran abrillantado con aceite.
La pared a la que ya llevaba media hora dando una paliza no
tardó en romperse; la recorría una red de pequeñas grietas,
suficientes como para que el enlucido se cayera.
—¿Qué haces? —La familiar voz parecía entretenida.
Kuon, concentrado en el entrenamiento, no había oído abrir la
puerta.
—Prepararme para destrozar tu jodida cara. —No se molestó
en ocultar el plan. Cuando se colocó de frente a Yugo y vio sus ojos
almendrados brillando con curiosidad, lo embargó el odio.
Al criminal le temblaban los labios y no tardó en estallar en
carcajadas. El prisionero frunció el ceño y bajó los nudillos, rotos y
llenos de sangre. La confusión lo atenazaba. Ver al hombre reírse
de aquella manera lo hacía sentirse estúpido. La ira se desvaneció
y, en su lugar, sólo quedó agitación mental y ansiedad.
—¿Cómo piensas destrozar mi jodida cara con esas manos?
—Con su camisa blanca a medio abotonar, Yugo se lanzó hacia
adelante, le agarró la mano y se acercó los nudillos rotos a la cara.
—Oh, no te preocupes por eso. Ya se me ocurrirá algo —
replicó Kuon con una sonrisa y un golpe rápido. Necesitaba
cabrearse para vencer el miedo, así que había intentado
incrementar su furia con un ataque. Pero el puño resbaló por el
pómulo de su captor, rozándolo y pintándolo de un color cobrizo.
«Mierda, subestimé su velocidad». Un quejido suave y
frustrado escapó de su garganta. Volvió a intentarlo, esta vez con
una serie de golpes, pero todos ellos se estrellaron contra la
defensa espontánea del criminal.
La risa de Yugo se propagó por toda la habitación, resonó
contra las paredes y se distorsionó.
Kuon pestañeó. Por un momento, le pareció ver cierta
cordialidad en aquellos ojos crueles.
«No, no puede ser. Es un monstruo, no un ser humano. Es
imposible que mire a otros con afecto. No tiene sentimientos. Es un
cabrón desalmado, capaz de cualquier cosa para conseguir lo que
quiere».
Le hervía la sangre al no ser capaz de destrozar el rostro del
criminal. Le ardía la cara y le palpitaban las sienes.
«Ni siquiera me toma en serio», gritó su orgullo herido. Se
maldijo a sí mismo, a Yugo, y a aquel estúpido cuarto que lo había
retenido durante tanto tiempo que había perdido tono muscular. La
cabeza le volvía a dar vueltas. Ansiaba usar las piernas, pero la
náusea limitaba sus ataques a las manos.
Golpe tras golpe, lanzó combinaciones de puñetazos
intentando golpear el plexo solar y la cara sonriente de su captor; no
vio venir la represalia. Todavía temblando de risa, el hombre se
desplazó con rapidez a la derecha del prisionero, giró el torso y
bloqueó el ataque con ambos antebrazos, dejando que el nudillo
derecho del joven se deslizara por un brazo. Con una velocidad
ridícula, le agarró la muñeca con la mano izquierda desde arriba, a
la vez que le sujetaba el puño con la derecha desde abajo. Acercó el
costado izquierdo al costado derecho del muchacho, tiró de la mano
bloqueada hacia arriba y, tras un pequeño desplazamiento hacia la
izquierda, le dio un codazo en la articulación del hombro. Acto
seguido se situó detrás de él para evitar que le diera una patada en
la rodilla. Kuon dobló las piernas y cayó al suelo; un dolor agudo se
extendió por su torso y las venas de las sienes empezaron a
palpitar.
Yugo relajó el agarre y se dobló de manera que sólo unos
centímetros separaban sus rostros. El prisionero sentía su aliento en
la cara, sentía su excitación.
—Cuántas alegrías me das —susurró el criminal. Giró la
cabeza del joven y juntó sus labios en un beso, liberándole la
muñeca, pero rodeándole la garganta con el brazo en un agarre
ligero por detrás. Deslizó la lengua en su boca y lamió sus labios
tiernos y sus dientes lisos, intentando involucrar a su reticente
lengua en la batalla.
Kuon podía sentir en la espalda el calor que traspasaba la
fina camisa que vestía su captor. Podía sentir un latido violento y
frustrante golpeándole entre los omoplatos mientras su propio
corazón palpitaba en su garganta bajo el codo del hombre. El temor
agudizaba sus sentidos.
El calor resbaladizo de la lengua de Yugo en sus labios
adormeció sus defensas. No importaba lo mucho que intentara
escapar del temor paralizador e invasivo, no conseguía hacerlo. Y al
creer que iba a fracasar de todos modos, su cuerpo abandonó la
pelea.
La lengua artera del criminal se deslizaba por sus labios y
manipulaba las cuerdas de su cuerpo, ajustándolas y pulsándolas,
extendiendo su vibración a las terminaciones nerviosas.
Un manto rojizo le nubló la visión. El odio y la desolación se
entrelazaron en su interior formando un nudo devastador. No podía
respirar, no podía tragar y no podía cerrar los ojos y dejar de mirar
fijamente al hombre.
Lo aborrecía.
Una mano se coló en sus pantalones de deporte grises y
unos dedos tibios apresaron su polla y empezaron a moverse.
Cuando el agarre de su cuello se afianzó, empezó a sentir los
latidos de su corazón martilleando sus oídos, ahogándolo todo con
un ruido descomunal.
El temor de volver a ser violado y el recuerdo de los
orgasmos que había experimentado la última vez inundaron su
mente. No quería aquello ni remotamente, pero su cuerpo reaccionó
y lo traicionó de la peor forma posible.
Un sudor helado goteaba por su espalda cuando su cuerpo
tomó el control, protegiéndose a sí mismo. Cerró los puños e intentó
apartar el miedo a un lado.
—Basta. No me beses. —Se retorció, escupió en el suelo y
se limpió la boca con el dorso de la mano.
—¿Te molestan mis besos? —bramó Yugo—. ¿Beso mal?
—No quiero que me bese un hombre peludo. Es asqueroso
—espetó Kuon, intentando liberar su cuello y golpear al hombre en
la cara con la coronilla.
El criminal reforzó el agarre, aplastándole la garganta con el
antebrazo, y lo forzó a ir al suelo boca abajo. Se dejó caer de culo
en su zona lumbar y, al instante, se levantó lo suficiente como para
dejar que se diera la vuelta.
—Entonces, ¿si me afeito las pelotas ya no será un
problema? —El hombre se lamió los labios y se inclinó hacia
adelante para hablar pegado a sus labios—. Si lo prefieres así, dalo
por hecho.
Kuon jadeó intentando sacarse a Yugo de encima, pero era
demasiado pesado. La suave tela de los pantalones negros de su
captor le frotaba el estómago cada vez que se retorcía.
—¿Me rechazas? ¿Lo has pensado detenidamente? —El
criminal cerró las manos alrededor de las muñecas de su prisionero
y apretó. Su dura mirada acabó con la agresividad del joven al
devolverle al máximo el instinto de supervivencia.
Cuando el hombre le agarró las manos, tiró de ellas para
colocárselas bajo la camisa y después las desplazó hacia abajo,
forzándolo a recorrer con los dedos sus pectorales, abdomen e ingle
masculinas, el detective formó una fina línea blanca con los labios.
Liberando una de las manos, Yugo deslizó la palma por el
resbaladizo estómago de Kuon y, sin pensarlo dos veces, echó la
mano atrás y le agarró su hinchado miembro.
El prisionero cerró los ojos humillado. No podía entender por
qué su cuerpo reaccionaba de aquella manera cuando lo odiaba con
toda el alma.
—Mírate. Tienes un hombre peludo sentado en tus caderas y
estás erecto.
Aquellas palabras fueron como una bofetada y el joven abrió
los ojos de golpe.
Los crueles ojos del criminal se clavaron en los suyos durante
varios segundos. Finalmente, el hombre tragó saliva, se levantó y se
acercó a la puerta.
—Te besaré tanto como quiera. No le voy a preguntar a mi
juguete cómo quiere que juegue con él —dijo en voz baja y tranquila
antes de salir de la habitación.
Kuon gruñó y le dio un puñetazo al suelo en cuanto se cerró
la puerta, poniendo toda su decepción y humillación en el golpe. Sus
dañados nudillos empezaron a sangrar otra vez. Su cuerpo estaba
tenso y le dolía. El pecho le picaba, parecía una vieja herida
rogando que le quitaran la costra. Sacudió la cabeza y volvió a
machacar el puño contra el suelo.
No habían pasado ni diez minutos cuando la puerta se abrió y
Yugo volvió a entrar como si no hubiera pasado nada. Llevaba un
antiséptico, vendajes y una gran sonrisa.
Se arrodilló al lado del joven y, tras colocarse unos guantes
médicos, le agarró una de las manos heridas. Con movimientos
ligeros y habilidosos, cogió un bastoncillo, lo empapó en antiséptico
y limpió la sangre. El fuerte olor de la mezcla química llegó flotando
al prisionero mientras veía trabajar a su captor. Un tornado de
confusión se arremolinó en su interior y le hizo perder el hilo lógico
de los acontecimientos.
La expresión del criminal gritaba concentración. A Kuon se le
pasó por la cabeza el extraño pensamiento de que el hombre estaba
intentando hacer el proceso lo más indoloro posible.
«Sí, claro. Como si algo así pudiera ser».
Sin prestar atención a su paciente, Yugo vendó las heridas.
—No te entiendo —murmuró el joven, cuando el hombre le
cogió la otra mano.
El criminal se quedó quieto y levantó sorprendido la cabeza.
Mientras miraba sus ojos de color gris claro, Kuon decidió que no
valía la pena guardar silencio. «¿Por qué no preguntar? En el peor
caso, me ignorará». Si le contestaba, existía la posibilidad de que
consiguiera meterse en su cerebro.
—Me fuerzas a hacer… —se trabó, incapaz de pronunciarlo
—… estas cosas, pero también tratas mis heridas. No puedo
comprender qué es lo que quieres de mí. ¿Por qué no me matas?
Yugo sonrió. Parecía que la franqueza de la pregunta lo
entretenía. Tomándose su tiempo e irritándolo con su silencio, se
encargó de la segunda mano y, sólo cuando el vendaje abrazaba el
puño del joven, el hombre lo miró a los ojos.
—¿Qué quiero? —preguntó. Sus labios se extendieron en
una sonrisa extraña e insolente teñida con un toque de satisfacción,
una sonrisa que el prisionero ansiaba borrar con un puño—. Me
diviertes. No puedo dejar que te vayas y lo sabes. Y tengo todo el
tiempo del mundo para matarte o venderte a un prostíbulo. Por eso,
hasta que me canse, cuidaré bien de ti.
Los labios de Kuon se retorcieron en una mueca despectiva y
tuvo que usar cada onza de su fuerza de voluntad para no golpear al
hombre que tenía sentado enfrente.
—Bueno… gracias por la verdad. —Se levantó y se acercó a
la ventana. Estar sentado viendo aquel semblante entretenido
superaba su capacidad mental. Se tragó el odio que lo atormentaba
por dentro y se enfrentó a Yugo con una sonrisa forzada y engreída.
—Eso significa que tengo que asegurarme de que no te aburras
hasta que tenga oportunidad de escapar, ¿verdad?

A , Yugo se dio cuenta de lo duro que


sus palabras habían golpeado a Kuon. Al ver su piel palidecer y sus
ojos oscuros y brillantes nublarse, el criminal se preguntó si habría
cruzado una línea con las amenazas. Al fin y al cabo, no quería su
miedo para nada.
«Si no es eso, ¿entonces qué?», reflexionó. Se mordió un
pulgar y miró al suelo. Inyectada por un dardo que había dado en el
blanco, la confusión penetró en su estable mundo interior. Aquellos
sentimientos eran nuevos. Normalmente, el dolor y el miedo eran lo
que lo excitaba, pero con aquel joven no estaba seguro de querer lo
mismo. «Quiero que sea débil ante mí… impotente. Pero sólo
conmigo. Quiero que sus dedos se aferren a mis mangas y que,
como aquella noche, sus pálidos labios me supliquen que no me
vaya. Si me odiase, no habría pasado. No puedo destrozarle la
cabeza cada vez que quiera oírle decir esas palabras… ¿verdad?».

Se revolvió perplejo el pelo, se levantó y se acercó a Kuon.


—Bésame —le ordenó, viendo como la confusión se extendía
por su rostro—. Ya lo has hecho antes, ¿de qué te sorprendes?
El joven no se movió. Siguió mirándolo fijamente a los ojos.
—¿Vas a hacerme esperar hasta el anochecer? Haz lo que te
digo. ¿O te gusta que te obligue? — amenazó Yugo.
El prisionero dio un paso adelante y apoyó sus manos
vendadas en los hombros de su captor. En sus labios se dibujaba
una sonrisa asesina, y el criminal podía leer en sus ojos todas las
maldiciones que no podía decir en voz alta.
—¿Qué tiene de bueno hacer esto con alguien como yo? Si
te gustan jóvenes, búscate a alguien de piernas lisas, cintura
estrecha y manos diminutas. O alguien que no te odie. ¿No quieres
que sea mutuo? —Kuon miró a su captor a los ojos, esperando una
respuesta.
—Tú también te excitas al tocarme. Encuentra la respuesta
en ti mismo —replicó el hombre. Sin esperar a que el joven diera el
primer paso, le rodeó el torso con las manos y lo acercó.
Sus labios se juntaron. Aturdido, el prisionero cerró los ojos.
—Cenarás conmigo esta noche —le informó Yugo,
haciéndole abrir sus confusos ojos—. Y a partir de hoy aféitate todos
los días. Si no lo haces tú, lo haré yo. Rascas.
El criminal vibraba con orgullo y triunfo. Se sentía como si un
animal salvaje y peligroso, rendido, le hubiera dejado entrar en su
territorio; sólo eso lo alegraba inmensamente. Tocó con los dedos la
boca del joven y le estiró el labio inferior hacia abajo, revelando sus
dientes blancos y brillantes. Le dirigió otra sonrisa y salió de la
habitación.
CAPÍTULO 10

H desde la última vez que Kuon había


estado en el dormitorio de Yugo. Tres semanas de un aislamiento
interrumpido sólo por la entrega de comida y las visitas de su
secuestrador. Visitas que apestaban a humillación, tabaco de vainilla
y el sofocante tufo de la excitación masculina.
Al principio, el miedo a ser violado lo paralizaba cada vez que
el criminal se presentaba. Su propia insignificancia lo
desmoralizaba, eliminaba todo respeto por sí mismo y le infundía un
profundo entumecimiento emocional. Cada encuentro, lleno de
besos y orgasmos forzados, era un tipo de humillación distinto.
Cada maldita vez que hacía acto de presencia, el hombre se
aseguraba de meterle la lengua en la boca y la mano en los
pantalones. Aunque no lo había vuelto a follar, el hombre no había
salido ni una sola vez de allí sin buscar el orgasmo en las manos o
en la boca de su prisionero o sin hacer que se corriese.
La confusión y el aislamiento jugaban con la cabeza de Kuon.
Hasta el tiempo se había vuelto en su contra. Nubes grises
ocultaban el sol y vertían cascadas de agua inagotables en una
tierra ya empapada. Tenía dificultades con la orientación temporal.
Hacía demasiado frío para comienzos de mayo. El sol apenas
bendecía el suelo con sus rayos y, a su alrededor, en vez de una
floreciente primavera parecía desarrollarse el final del otoño.
Ya no podía distinguir entre blanco y negro y cada vez que
alguien hablaba con él, cada vez que alguien lo visitaba, se sentía
inquieto y eufórico.
El silencio arraigó en su cerebro y lo atormentaba con
retraimiento; capa a capa, lo privaba de sentido. Cada vez que Greg
le llevaba la comida, se sentía extrañamente excitado. Para
mantener la mente apartada de Yugo, de las cosas que el hombre le
hacía, contaba las grietas de las paredes y los árboles que podía ver
desde la ventana. No ayudaba. Al ser su única fuente de
información, el criminal llenaba sus pensamientos y expulsaba todo
lo demás.
En más de una ocasión se hizo una paja pensando en
mujeres; quería evitar que su cuerpo reaccionara al contacto de su
captor. En esos días, como si supiera lo que había hecho, el hombre
lo castigaba, le imponía un orgasmo tras otro, forzando un placer
seco y doloroso sobre su cuerpo y sobre su mente exhausta.
Kuon dejó de luchar. No podía evitar admitir que había algo
malo en él.
Aquellos sentimientos no eran naturales. No importaba con
cuántas mujeres se había acostado hasta entonces, ninguna había
evocado en su interior unas emociones tan fuertes como Yugo. El
hombre lo derretía, le hervía la sangre, le desdibujaba la mente
sometiéndola a su voluntad; todo aquello era nuevo.
«Estoy dañado». Se golpeó la coronilla contra la pared,
intentando calmarse. Su interior pulsaba con un deseo contenido.
Aunque el criminal se había ido, sus besos aún le quemaban la piel.
«Estoy tan jodidamente corrompido. ¿Por qué demonios soy así?».
Una llamada telefónica había interrumpido una sesión y el
Duque Negro se había marchado. Diez minutos después, el cuerpo
de Kuon ansiaba desfogarse.
«No… Esto es culpa suya. Esos extraños sentimientos no
son más que un vínculo emocional con mi captor, el síndrome de un
secuestrado. Es una ilusión de mi jodida mente. Todo pasará, sólo
tengo que huir. El aislamiento juega con mis sentimientos y
emociones; mi mente privada de información se aferra a cualquier
tipo de distracción».
La indeseada excitación circulaba por su abdomen inferior
como irritante lava fundida en busca de una salida. Su polla
palpitaba; estaba hinchada y hacía presión contra la rugosa tela de
sus vaqueros. La adrenalina inundaba su cuerpo.
—Joder —consiguió decir. Como una marca recién hecha con
un hierro candente, el beso persistente del criminal le quemaba sus
labios palpitantes—. ¿Por qué?
Se frotó la boca con el dorso de la mano intentando eliminar
la sensación, pero no ayudó. Obviamente, había algo malo en él.
«¿Por qué demonios siento todo esto? ¿Por qué?».
Respiró profundo varias veces, pero su erección no se redujo
ni un poco. Se levantó y recorrió la habitación para distraerse, pero
la quemazón rehusaba calmarse.
—¡Maldito seas! —gruñó espatarrado en el suelo. La
confusión lo resquemaba y eliminaba la vergüenza y los principios.
Se desabrochó los vaqueros, tomó la verga con la mano y se mordió
el labio. Aunque intentó concentrarse en la imagen de una mujer con
curvas, sólo veía los ojos de Yugo llenos de excitación.
—Cabrón —maldijo, pero su mano no dejó de moverse.
Y mientras veía el monitor. Tuvo que
reunir toda su fuerza de voluntad para combatir la necesidad de
volver a aquella habitación y ayudar a Kuon con aquel simple acto.
—Cabrón. —Los altavoces resonaron con la voz de su
prisionero.
Al morirse por el deseo de averiguar lo que el joven
murmuraba en sueños, había ordenado que instalaran un micrófono
en su habitación; pero nunca había imaginado recibir semejante
regalo. El insulto dibujó en sus labios una sonrisa de satisfacción.
—Será mejor que sólo estés soñando con un cabrón: yo —le
susurró al monitor. En aquel momento el joven de la pantalla se
estremeció y un dulce y débil gemido salió de su boca.
Cuando una ola de calor le bajó por la columna, Yugo apretó
los puños.

K , se limpió las manos con una toalla y la lanzó a


una esquina. Se le revolvió el estómago; su propio olor se había
adherido a sus manos.
«Asqueroso». Sacudió la cabeza; no quería pensar en lo que
había hecho. Se acercó a la puerta y la golpeó con los puños.
Si aquello seguía así, iba a perderse a sí mismo. No podía
permitir que pasara. Además, Yugo era un criminal, un enemigo.
Sólo eso era razón más que sólida para reavivar el fuego del odio en
su corazón, por no mencionar la violación.
—¡Eh, tengo que echar una meada!
La puerta se abrió. El rostro siempre insensible de Greg lo
recibió y el frío acero de las esposas envolvió sus muñecas. El
hombretón lo agarró del codo y lo sacó de la habitación.
El baño no estaba lejos, a unos seis metros, pero en esos
breves segundos su cerebro trabajó a toda marcha en busca de
nuevos detalles, de cualquier cosa que pudiera proporcionarle una
salida.
Las paredes estaban recubiertas con un papel de color oro
viejo y verde pistacho en la parte superior y con madera en la parte
inferior. Las puertas de madera de haya eran sólidas, o eso le
parecía, y la alfombra de color vino era una tira que recorría la
mansión de un lado a otro, de ventana a ventana. La escalera al
piso inferior dividía el pasillo en dos. Su cerebro lo registraba todo
en busca de cualquier ventaja que pudiera usar para escapar.
«Puede que nunca tenga otra oportunidad». El inquietante
pensamiento cruzó su mente cuando Greg cerró la puerta del baño
a sus espaldas.
«Maldita sea, tengo que hacer algo o me volveré loco. Yugo
retorcerá tanto mi cerebro que nunca volveré a ser normal. O peor…
pronto se cansará de mí y me matará o me venderá, ¿quién sabe?».
Cuando acabó de mear, se apoyó en el lavabo; se bamboleó,
se agarró la cabeza y se derrumbó en las baldosas. El sonido
apagado resonó en su cabeza.
—¡Oye, tío! —Greg se acercó corriendo hasta él, se arrodilló
y lo puso boca arriba. Unos dedos ásperos le tantearon la garganta,
buscando el pulso.
La preocupación del hombretón casi le hizo sentirse mal por
echar la cabeza de golpe hacia adelante y regalarle un cabezazo. El
excitante sonido de la nariz del guarda al romperse le dio un
escalofrío. El enorme cuerpo se tambaleó y cayó al suelo con los
ojos en blanco.
La primera parte de su espontáneo plan había ido sin trabas.
Mientras rebuscaba en los bolsillos del hombre, se disculpó
mentalmente con él por la nariz rota. En cuanto encontró la llave de
las esposas, se libró del irritante acero de sus muñecas. Esposar
gente era su trabajo y aquel prolongado cambio de papeles lo tenía
deprimido.
Agarró a Greg por las muñecas y tiró de él hacia el retrete. El
sudor perló su frente y empezó a jadear con fuerza. O el hombre era
pesado, o él estaba demasiado débil para trabajar más rápido; en
cualquier caso, el tiempo no dejaba de pasar y le entró el pánico.
Respiró hondo y se secó la frente; rodeó la base del inodoro
con los brazos del guarda y los esposó detrás. Tras comprobar las
restricciones dos veces, hizo pedazos la camisa del hombre
inconsciente y la retorció en una mordaza para metérsela en la
boca.
Se apoyó en los fríos azulejos de la pared y cerró los ojos un
momento para recobrar el aliento. La salida se encontraba en el piso
de abajo, pero ¿cómo atravesar el espacio sin ser detectado? Una
vez más visualizó mentalmente el plano de la casa y se valió de las
habitaciones en las que había estado para orientarse.
«Joder, tengo que intentar las escaleras. Incluso aunque me
pillen, sigue siendo mejor que permanecer sentado a la espera de
que Yugo use mi cuerpo para su enfermizo placer. Sólo malgastaré
un poco de tiempo abriendo todas las puertas en busca de una
escalera trasera que tal vez ni exista».
Abrió la puerta un par de centímetros. Agarró con su sudada
mano la fría madera y observó desde el interior del baño el vació
pasillo. Sonriendo por su suerte, corrió hacia las escaleras. La
alfombra de color vino se hundía y volvía a su posición bajo sus pies
desnudos.
Las bisagras de una puerta chirriaron a su espalda.
—¿A dónde crees que vas? —resonó una voz suave en sus
oídos.
Un escalofrío recorrió la columna de Kuon. Al mirar atrás, vio
los ojos de Yugo; brillaban con una furia aterradora y despiadada.
Se estremeció y dejó escapar una corta risa nerviosa. Su
pretendida sonrisa debía de parecer falsa en su cara horrorizada y
sintió cómo desaparecía.
Se dice que cuando un animal salvaje acorralado siente cerca
la muerte es capaz de actos temerarios; el cerebro de un humano
acorralado trabaja a triple capacidad. Por eso, un hombre en una
situación estresante puede hacer cosas contrarias a su habitual
forma de pensar. Una idea temeraria, pero más clara que el agua,
brotó en el cerebro del prisionero.
Una ventana.
La única salida en la que podía pensar era una sencilla
ventana al final del pasillo.
«El segundo piso…». Kuon miró hacia arriba y evaluó la
altura del techo. «¿Tres metros de alto? Incluso aunque el piso
inferior sea algo más alto, contando con el metro y medio hasta los
cimientos, si no me rompo el cuello tendré tiempo suficiente para
desaparecer. Yugo no va a saltar detrás de mí y si tengo suerte no
habrá nadie alrededor».
Al tener una ventana como único entretenimiento en la vida,
había notado que la gente apenas caminaba alrededor de la
mansión. Además, no soltaban a los perros hasta que se ponía el
sol. Tenía la fuerte sensación de que el criminal confiaba demasiado
en la tecnología. De ser así, los guardias de seguridad
probablemente observarían más las carreteras que el patio interior.
Tal vez pudiera llegar a un coche o esconderse en el bosque.
Cualquier cosa sería mejor que sentarse y esperar.
El terror de su cara se transformó en entusiasmo juvenil y se
rio embriagado con la loca idea. Se relajó y esbozó una sonrisa;
quería que Yugo creyera que estaba a punto de rendirse. Incluso
levantó las manos. Su sonrisa cambió, se volvió ligeramente ladina,
ligeramente culpable. Vio como su captor devoraba cada uno de sus
movimientos, vigilaba hasta el menor cambio en su actitud, en su
postura.
Kuon desconectó su cerebro y dejó que el instinto animal
tomara el control.
Se acercó a su captor como si admitiera la derrota, aún con
las manos en alto. Su sonrisa juguetona se transformó en una corta
risa al mirar al hombre a los ojos; como un niño malcriado que
espera un castigo, se preguntaba: «¿y ahora qué?». El criminal
inclinó la cabeza. Parecía curioso, hasta perplejo.
«Ahora». El joven se lanzó hacia adelante y aplicó toda su
fuerza a un único golpe justo en el plexo solar de Yugo.
Cuando el hombre espiró de golpe y se dobló, le mandó un
rodillazo a la mandíbula, lo echó a un lado, y corrió hacia la ventana.
El cielo azul brillaba al otro lado. Nunca en su vida había visto un
azul tan claro. El color de la libertad, el símbolo de la libertad y de la
esperanza.
«En cuanto toque el suelo con los pies, tengo que dejar que
las rodillas amortigüen el golpe y rodar». Se cubrió la cabeza y se
arrojó contra la ventana, como si fuera un nadador olímpico que se
quiere zambullir en la piscina lo más lejos posible, intentando
conseguir hasta la más mínima ventaja desde el principio.
—¡No, para, idiota! —El grito de Yugo resonó en sus oídos.
La ventana se destrozó con estruendo y fragmentos de cristal
roto se hundieron en su piel. Mientras se precipitaba hacia el suelo,
el contenido del estómago le subió a la garganta. El dolor excedía
su imaginación. Intentó controlar el aterrizaje, pero apenas consiguió
desplazar su centro de gravedad para asegurarse de caer de pie.
Miró hacia abajo. Un nudo en la garganta lo dejó sin respiración.
Había cristales rotos esparcidos por todo el suelo.
«Mierda…».
Cuando golpeó el suelo empapado, cristales afilados se
hundieron en su pie izquierdo. Las rodillas le fallaron y, al caer hacia
adelante, golpeó el suelo con las manos y los antebrazos. Hizo una
voltereta simple sobre su hombro izquierdo y acabó boca arriba. El
dolor le impidió completar la voltereta y ponerse en pie. En su lugar,
rodó hacia atrás sobre su espalda. Perdió el control sobre su cuerpo
y sobre los acontecimientos; estiró los brazos hacia los lados y
golpeó el suelo intentando neutralizar aquella energía indeseada,
pero el retroceso ya le había golpeado la cabeza. Los cristales se
clavaron aún más en sus antebrazos y en su espalda y un quejido
contenido se abrió camino entre sus labios.
Todo se volvió borroso. Ramalazos de dolor le atravesaban la
cabeza. Por un momento pensó que iba a perder la consciencia.
«No te desmayes, no te desmayes maldita sea. Si lo haces,
estás muerto».
Respiró hondo unas cuantas veces para intentar relajarse y
dejó que su cuerpo se recuperara. En cuanto el condenado velo se
levantó de sus ojos y el ruido que resonaba en sus oídos se apagó,
se las arregló para mirar a su alrededor. Requirió toda su fuerza de
voluntad para obligar a su cuerpo a obedecer y ponerse en pie.
Un trozo de cristal se hundió aún más en su pie.
—Shhhh… —resopló, se dobló y se sacó la esquirla. La
sangre salpicó el suelo, pero desapareció en la húmeda suciedad
cuando dio un paso adelante.
El tenue disco solar se ocultaba bajo un manto de nubes de
lluvia y el azul perfecto que había visto a través de la ventana había
desaparecido. Sus pies, cubiertos de barro, se entumecieron. Un
viento helado azotaba su piel expuesta y arrancaba gotitas de
sangre de la punta de sus dedos.
El ruido que resonaba en su cabeza no le dejaba pensar con
claridad. A través de una turbia visión en túnel apenas veía a dónde
iba. La sangre que chorreaba de su mano derecha dejaba un rastro
de manchas negro-rojizas en la hierba. Parecía un motivo retorcido
de un cuento de hadas de los hermanos Grimm, sólo que había un
claro rastro de su ADN único en lugar de un rastro de miga de pan.
«¿Me habré rajado una vena?», pensó con apatía a la vez
que aceleraba el ritmo. «Así no llegaré lejos…».
El sonido de una corriente de agua captó su atención.
Levantó la mano, intentando protegerse los ojos de los penetrantes
rayos de un sol repentinamente despierto, y entornó los ojos.
«¿Un río?». Un rayo de lucidez atravesó su mente. A cada
minuto que pasaba, sentía la cabeza más pesada, como si estuviera
llena de plomo. Era difícil pensar. «Tengo que llegar al río…
Entonces analizaré la situación…».
Se quedó quieto y exploró su entorno. No le haría daño
hacerse una idea de en dónde se encontraba, qué parte del país
podía ser, si es que estaba aún en Austria.
A unos cuarenta y cinco metros había un arroyo. Parecía
contaminado; tenía un color turbio, terroso. No recordaba nada
parecido en Viena.
—¡Jefe, aquí! —gritó una voz a su espalda.
A Kuon le entró el pánico. «No puedo volver. Ni de coña voy a
volver».
Su cabeza se llenó con recuerdos del dormitorio de Yugo, de
sus manos, sus labios, su cuerpo. Se estremeció.
«Le golpeé… me matará. O peor…».
Reunió las fuerzas que le quedaban y cojeó hacia el río. El
tiempo se ralentizó y por un momento creyó que nunca llegaría.
Cuando sus pies desnudos tocaron el agua helada, se sintió
tremendamente aliviado. Sin pensarlo dos veces, lanzó su maltrecho
cuerpo a las turbias profundidades.
El hiriente arroyo helado atrapó su cuerpo y le robó la
respiración. El agua lodosa llenó su visión y penetró en su boca y en
su nariz. Un gemelo se acalambró. La corriente, que tiraba de él
hacia adelante y hacia abajo, lo alejaba de la orilla. Intentó luchar
por volver a la superficie, pero su cuerpo era retorcido y lanzado
contra el empedrado suelo. Un dolor punzante estalló en su coronilla
y todo se desvaneció.

—¡T ! —gritó Yugo mientras transportaba el


cuerpo inconsciente de su prisionero. Greg, que se presionaba con
la mano la nariz sangrante y acababa de salir del edificio, volvió
corriendo al interior.
La ropa húmeda se pegaba a la piel del criminal y restringía
sus movimientos. Bajó el cuerpo de Kuon al suelo y apoyó la oreja
en su pecho desnudo.
Silencio…
—No… —Su corazón se saturó de sangre y, por un largo
momento, pareció dejar de latir—. No te vas a librar tan fácilmente
—susurró. Miró el brazo del prisionero. Los cortes rezumaban una
sangre oscura. La esperanza se abrió paso y lo excitó. Respiró
hondo, cerró la nariz del joven con los dedos y, presionando su boca
contra aquellos labios inconscientes, envió el aire de sus pulmones
a la boca del muchacho. Lo hizo una y otra vez. Apoyó sus fuertes
manos en la piel azulada del detective y empezó a realizarle
compresiones en el pecho.
—Uno… dos… tres… cuatro… —contó en voz alta. Cuando
llegó a quince volvió a acercar la oreja al pecho de Kuon.
Nada.
—Joder —maldijo. Repitió el proceso una y otra vez.
Incrementó el número de compresiones en el pecho, pero el joven
permanecía inconsciente—. No te atrevas a morir, ¿me oyes? ¡Tu
maldita vida me pertenece! —gritó y golpeó al muchacho en el
esternón—. Sólo yo puedo matarte, ¿te enteras?
Volvió a golpearlo. El cuerpo se estremeció e hilos de agua
enlodada salieron de su boca abierta; cuando un violento tosido se
apoderó de Kuon, se irguió de golpe y vomitó agua sucia.
El alivio dejó a Yugo sin energía. Sin pensarlo, agarró al
convulsionante prisionero y lo apretujó entre sus brazos.
—Duele… —dijo el joven entre dientes, devolviendo a su
captor a sus cabales.
Aturdido por su propio comportamiento, el criminal miró
aquella cara azulada, cubierta de sangre y suciedad, como si
estuviera viendo un fantasma. Los dientes del muchacho
castañeteaban, su mano temblorosa le agarró la camisa mojada y
su mirada febril le taladró el alma.
El corazón de Yugo se aceleró en una loca carrera. Se puso
en pie, levantó al apaleado Kuon en brazos y volvió a la casa sin
decir palabra.
CAPÍTULO 11

—T , ha perdido mucha sangre y tiene


dos venas dañadas. Tendremos suerte si no le da una septicemia,
Yugo. —El viejo sacudió la cabeza—. ¿Cómo es que resulta herido
continuamente?
—Gracias, doc. —El criminal ignoró la cuestión y le dio unos
golpecitos al médico en su fino y redondeado hombro—. ¿Cuándo
se recuperará?
—Es un joven muy fuerte. Le di unos tranquilizantes y
dormirá unas siete horas más. Si tenemos suerte y no hay infección
alguna, volverá a estar en pie en un par de días y completamente
curado en unas dos semanas. Voy a dejar unos antibióticos.
Asegúrate de que los toma dos veces al día después de comer. Más
vale prevenir que curar.
Yugo asintió con la cabeza. Al darse cuenta de que la
conversación había llegado a su fin, el viejo doctor agarró a Greg,
que seguía presionándose un pañuelo contra la nariz, por el codo y
lo sacó de la habitación.
—Ven, amigo mío. Déjame ver qué puedo hacer por ti.
En cuanto se cerró la puerta, la máscara neutra de Yugo cayó
y dejó a la vista su expresión preocupada.
—Idiota… —murmuró, dejándose caer de rodillas en la piel
de animal situada junto a la cama en la que yacía su dormido
prisionero. Reposó la cabeza en una mano pálida y vendada y cerró
los ojos—. Te voy a matar con mis propias manos en cuanto te
encuentres mejor…
K y miró ausente al techo. Seguía en aquella
maldita habitación blanca que no tenía ni un punto de color. Su plan
brillante había fallado. ¿O, tal vez, había muerto y se encontraba en
su jodido infierno particular?
Un aislamiento constante en una nada blanca. La locura del
silencio. La comezón de una mente solitaria.
Ninguna de las opciones lo aliviaba. Se mordió el labio y se
giró hacia la pared. Le dolía todo el cuerpo, la cabeza le pesaba
mucho e incluso el más pequeño movimiento tiraba de las heridas
que se estaban cerrando en su espalda y las abría.
Una desesperación sofocante atenazaba su pecho, lo
abrumaba. Los ojos le picaban, pero estaba demasiado débil como
para levantar el brazo y protegerlos del sol que penetraba en la
habitación.
«Mierda… Yugo nunca me perdonará. Le habrá enfurecido
que su maldito juguete decidiera aplicar sus propias reglas».
Una muerte larga y agonizante provocada por una bala en el
estómago era el castigo más amable que podía esperar. Ni siquiera
quería pensar qué otras cosas se podía inventar el enfermizo y
retorcido cabrón.
Intentó levantarse, pero estaba lleno de tranquilizantes; no se
sentía más fuerte que un gatito recién nacido. Y aunque su sedienta
garganta le ardía, su orgullo le impedía pedir agua o ayuda.
Miró hacia abajo, apartó la manta de una patada e intentó
evaluar el daño. Su brazo izquierdo, mano derecha, pie derecho y
parte de su torso estaban cubiertos con vendajes apretados. Se
llevó la mano izquierda a la cara e intentó cerrar el puño. Falló. Sus
dedos apenas se movieron y siguieron estirados.
—Perfecto… —susurró mientras exploraba su vendado
pecho con la otra mano—. Es… jodidamente perfecto. Qué plan
más brillante, Kuon. Tus habilidades analíticas en situaciones
altamente estresantes superan la comprensión.
Yacer en una habitación blanca era aburrido, así que miraba
fijamente el nublado y melancólico cielo que se hallaba al otro lado
de la ventana. Como no sentía energía alguna en su maltrecho
cuerpo, no intentó levantarse. Las drogas que suponía le habían
proporcionado habían perdido su efecto y le dolían los cortes.
Al final del día, sufriendo con la sed y la incertidumbre sobre
su futuro, empezó a mascullar cosas sin sentido para ahuyentar
aquel silencio desgarrador. Cuando Greg le llevó la comida en un
plato de plástico, el cielo y la tierra ya se habían fusionado. El
guarda lo miró con desconfianza, dejó la bandeja en el suelo y se
dio la vuelta para marcharse.
—Siento lo de… Tenía que intentarlo. No es nada personal —
dijo Kuon.
El hombretón, que vestía una chaqueta negra, se quedó
quieto en la puerta, bloqueando la vista del pasillo, y miró hacia
atrás con los ojos entrecerrados.
—Cuando… si me recupero puedes devolverme el favor —
añadió el prisionero.
Los labios de Greg se extendieron en una amplia sonrisa.
—Ahora entiendo por qué le gustas al jefe. —El guarda le dio
el visto bueno, pulgar arriba, y salió de la habitación.
—¿Gustar? Si esto es gustar, no quiero saber qué es odiar —
murmuró Kuon para sí mismo. Como no quería profundizar en la
idea, cerró los ojos.

E , llena con largas horas de


soledad y la nerviosa espera del siguiente encuentro. Kuon
intentaba adivinar qué clase de comportamiento tendría que adoptar,
intentaba imaginar las reacciones de Yugo y se esforzaba por
preparar posibles razonamientos. Pero el criminal no acudió al día
siguiente.
Al prisionero le dio un vuelco el corazón. Sus inquietantes
pensamientos le daban ganas de vomitar. ¿Era posible que hubiera
firmado su propia sentencia de muerte? O tal vez había cabreado
tanto al hombre que había decidido no volver a relacionarse con él.
«¿Me dejará aquí para siempre? ¿Siempre solo?». Un
extraño pánico se desencadenó en su interior con ese pensamiento.
Y aunque intentó librarse de él, regresaba una y otra vez.
Las frecuentes visitas de Greg le daban la ligera esperanza
de que Yugo no lo mataría. Al menos, no por ahora.
Una vez al día, el guarda le cubría los cortes con una gruesa
capa de antiséptico y le cambiaba los vendajes; dos veces al día, le
proporcionaba medicamentos. Pero por mucho que Kuon lo
presionara, el hombretón rechazaba hablar sobre su jefe e ignoraba
todas las preguntas.

S , Yugo no podía dejar de pensar en las


últimas noticias. En su interior reinaba la irritación y no dejaba de
golpetear con los dedos el reposabrazos de cuero.
Ali Amin había sido ejecutado hacía doce horas. La noticia de
su decapitación circulaba por internet. Las calles de Afganistán
estaban inundadas de sangre.
La ejecución no le importaba, pero el cargamento que había
enviado al grupo Al-Amin, y que contenía un centenar de cajas de
munición para HK416, había sido robado en su trayecto a Kunduz.
Aquel maldito conflicto afectaba a sus jodidos negocios. Si la guerra
entre la OLI y Al-Amin no cesaba, iba a tener problemas para sacar
la heroína de contrabando de Afganistán. Si tenía que contratar un
ejército cada vez que necesitaba escoltar un cargamento, el acuerdo
del veinte por ciento que tenía sería nulo. Debía asegurar el canal
sin hacer una inversión importante.
Se frotó la frente. La cabeza le palpitaba con un dolor sordo
debido a la falta de sueño. El agotamiento y el envolvente calor
proveniente de la chimenea tomaron el control.
Necesitaba descansar, pero cualquier intento de dormir sería
una tortura; daría vueltas en la cama sin parar si no calmaba antes
su irritación. Además, hacía tiempo que no veía a su prisionero. Se
había mantenido alejado el tiempo suficiente como para asegurarse
de que no lo mataría en el acto en un ataque de furia ciega, de que
le proporcionaría un castigo justo.
Se levantó y abrió la puerta.
—Greg, trae a Kuon.

H desde su intento de huida. Aunque la


mayoría de sus cortes había curado, más o menos, la agitación de
Kuon se agudizaba con cada minuto que pasaba. Sentado en el
colchón, esperaba la cena.
El cielo tras la ventana enrejada se volvió púrpura y
bandadas de cuervos negros volaban hacia el bosque.
Cuando la puerta se abrió, miró en dirección al sonido.
Greg entró en la habitación. Tenía el ceño fruncido y los
labios apretados en una línea delgada.
—El jefe quiere verte —dijo, dirigiéndole una mirada extraña.
«Es la hora…», pensó Kuon, ofreciendo las manos al guarda
para que se las esposara, esperando que el acero se cerrara
alrededor de sus muñecas.
El guion se repitió. Se dio una ducha con la mirada fija en la
pequeña e irritante jeringuilla rectal que yacía persistente en un
estante. Sus manos enjabonadas lavaron su cuerpo de forma
mecánica mientras el inminente encuentro ocupaba su cabeza.
«¿Me habrá perdonado? Si quisiera matarme, ¿por qué
ducharme? ¿Por qué se molestó en curarme? ¿Qué quiere ahora?
¿Quiere venderme? ¿Quiere follarme?
Kuon bajó la vista. Un pequeño tornado de irritación se
desató en su interior y empezó a girar, estimulando sus emociones,
desnudando sus terminaciones nerviosas.
Forzó su miedo y sus pensamientos a un lado y se dio la
vuelta. Sin molestarse en secarse, se puso los vaqueros que le
tendió Greg, cubrió sus hombros empapados con un albornoz y
siguió al hombre a la habitación de Yugo. El agua corría por sus
empapados vendajes y goteaba de sus dedos.
Ni a él ni al guarda les importaba.
Cuando el hombretón abrió la puerta, Kuon entró y miró a su
alrededor. La inquietud aceleró su flujo sanguíneo y oprimió su caja
torácica, de repente demasiado pequeña para sus pulmones y su
corazón.
En lugar de la brillante luz de las lámparas de alta potencia, la
habitación estaba sumida en la suave iluminación de las lámparas
de noche. Por primera vez en su cautividad, la chimenea estaba
encendida y, bien alimentada con una madera de olor dulce,
mostraba un fuego amarillo, crepitante. La piel de lobo, con sus
piernas huecas extendidas, miraba al fuego con ojos de cristal
centelleante. El olor de la madera ardiendo ganaba al olor del
tabaco inherente a aquella habitación.
La mesa no estaba, pero lamentablemente Yugo sí. Fumaba
sentado en su silla favorita. El pelo negro caía sobre su rostro
indescifrable e indolente. Sus finos y obsesivos dedos giraban un
cigarrillo del que salía un humo espeso.
Kuon bajó la mirada y se fijó en el pecho del criminal que
estaba abrazado por una camisa de seda de color blanco níveo y
cuello estilo mao.
Apretó los dientes, echó los hombros hacia atrás y, al levantar
la vista, enlazó su mirada con los ojos impersonales del hombre.
Incluso si era el último día de su vida, pensaba vivirlo con dignidad.
El corazón martilleaba en sus oídos.
Cerró los ojos e intentó reprimir sus emociones
contradictorias. Se apoyó en la pared, cubierta con papel de seda
dorado, y esperó. No pensaba iniciar una conversación. No tenía
nada que decir. Ni iba a disculparse ni iba a pedir misericordia, así
que no tenía motivos para malgastar oxígeno.
La pausa se alargó, pero parecía alterarle sólo a él. Podía ver
los ojos metálicos del Duque Negro destellando ligeramente en la
penumbra, observándolo.
Con un movimiento relajado, el criminal aplastó el cigarrillo y
esparció una serie de chispas rojas por la base del cenicero. Se
levantó con elegancia gatuna y se acercó a su presa. Cuando el
intenso y aromático olor de la colonia de su captor le dio de lleno,
Kuon contuvo la respiración.
Yugo tiró de una manga del albornoz. La prenda cayó y dejó
los hombros de su prisionero expuestos al aire caliente de la
habitación.
—¡Boca abajo! —ordenó con dureza, señalando a la cama.
—¿Qué? —Tras mirar al lecho, el joven devolvió la mirada a
su secuestrador. Con el corazón en un puño, retrocedió.
Una ira pura y brutal distorsionaba las facciones del criminal.
El hombre agarró al muchacho por el codo y lo tiró en la cama como
si fuera un viejo y aburrido juguete.
—¡Ponte… boca… abajo! —bramó, repitiendo la orden.
Hundió las rodillas en el colchón y le golpeó la espalda con la mano,
presionándolo aún más entre las sábanas. Agarró la cadena que
unía las esposas y lo forzó a levantar las manos vendadas para
asegurarlas con un mosquetón. El agua goteante desapareció en la
seda blanca del juego de cama.
Yugo bajó las manos, las metió bajo el estómago de Kuon y
le abrió la bragueta. Fue brusco; sus movimientos, erráticos,
descuidados. Una fría ola de miedo inundó al detective. Sólo una
vez había visto así a su captor y aún recordaba el dolor desgarrador
que entonces lo había hecho trizas.
El criminal enganchó con los dedos la cintura de los vaqueros
de su prisionero y se los quitó de un tirón; se arrastró de rodillas
hasta sus pies y le envolvió los tobillos en frío cuero. Kuon sintió
como sus piernas se separaban por la fuerza y oyó un clic metálico.
Palideció al mirar por encima del hombro. Con rostro impasible, el
hombre le había esposado las piernas a las patas de la cama y
había asegurado los cierres con pequeños mosquetones.
—¿Qué… qué estás haciendo? —Los escalofríos que
recorrían la médula del joven vibraban en su temblorosa voz,
traicionaban al miedo y la ansiedad.
Yugo cogió un objeto largo y negro del suelo y lo chascó en el
aire.
A Kuon se le paró el corazón. Otro chasquido hizo que se
encogiera. El látigo de cuero negro que sostenía el criminal parecía
despiadado.
—Te estoy castigando —replicó el hombre con un brillo
malvado centelleando en sus ojos.
—No, esp… espera… No puedes decirlo en serio. —El sudor
se abrió paso en la piel del prisionero. Le temblaban los dedos y
tuvo que agarrar la cadena para detener el movimiento. Sus
músculos se tensaron y un sabor amargo llenó su boca. La
determinación de afrontar su destino como un hombre se
desvaneció. El pensamiento de lo que Yugo pretendía hacer se
repetía en su cabeza, perforaba su cerebro y dejaba salir su miedo
—. Tenía que hacerlo, ¿por qué no lo entiendes?
—Lo entiendo… —aseguró el criminal con sinceridad—. Pero
ahora tengo que castigarte. Cuando un esclavo escapa, hay que
castigarlo. Si no, podría volver a huir. ¿Sabes cómo solían castigar a
los esclavos fugitivos? —preguntó con voz gélida.
Kuon no respondió. De repente lo comprendió. No importaba
lo que dijera, lo que hiciera; aunque suplicara el perdón, no
cambiaría nada. Habían pasado cinco días. La ira de Yugo debería
haberse aplacado. Aquella era una venganza calculada, planeada;
despiadada, cruel, implacable.
«¿Qué esperaba?».
Se sintió como un idiota por esperar que el hombre lo
entendiera. Era muy simple… aquella era la forma del criminal de
mostrarle su lugar, de restregarle en la cara su propia insignificancia,
de pulverizar los restos de su orgullo.
«Sólo soy un juguete para él, nada más».
—Les daban latigazos —dijo Yugo entre dientes. El látigo se
disparó en el aire y chascó contra la piel desnuda del esposado
prisionero.
Kuon se sacudió. Un dolor abrasador chamuscó la piel entre
sus omoplatos y extrajo una ráfaga de aire de sus labios. Abrió la
boca, expulsando pequeñas y poco profundas exhalaciones. Las
cadenas hacían un sonido metálico en sus temblorosos dedos
mientras intentaba adaptarse a aquel dolor incandescente.
«Joder, eso duele…».
El criminal no tenía prisa. Le dejaba recuperarse y,
entretanto, veía cómo se retorcía.
Para intentar ralentizar su palpitante corazón y aclarar su
turbia visión, Kuon inspiró profundamente por la boca. Agachó la
cabeza mientras los últimos rastros de dolor que se deslizaban por
su cuerpo dejaban a su paso una quemazón molesta, pero
soportable.
¡Zasssss! Llegó sin avisar. Sus músculos se tensaron y el
entusiasta azote volvió a girar en el aire antes de que un ardiente
latigazo le cortara la piel encima de la cadera izquierda.
Kuon respiró a través de los dientes. Arqueó la espalda y
contrajo el culo. Quería gritar, pero no podía dejar que Yugo ganara.
Rechinando los dientes, esperó a que el dolor se redujera.
—¡Joder! —gritó al recibir en la espalda un nuevo golpe de la
ardiente serpiente de cuero. El dolor desbordante no dejaba espacio
para los pensamientos, la terquedad o la determinación. Tiró de las
cadenas y sus ojos se desenfocaron. La visión le daba vueltas. Sus
dedos temblaban mientras agarraban la cadena.
Recibió otro golpe, sin esperar. Y otro… y otro…
Todo su cuerpo gritaba con un dolor insoportable que se
intensificaba con cada latigazo. Cuando su rostro se llenó de sal,
cerró los ojos para limpiarlos en la almohada. Temblaba con la
adrenalina y el dolor mientras un golpe tras otro caía en su espalda
empapada de sudor.
Un grito tras otro salió de sus labios hasta que todo lo que le
rodeaba se fusionó con la oscuridad.

C del látigo aterrizaba en la espalda de Kuon


con consumada precisión. Uno a uno, decoraron su piel con
verdugones rojos, calentaron sus sobresalientes nudos musculares.
Eran Lo suficientemente profundos como para dejar unas marcas
perfectas, dolorosas y duraderas, pero no como para hacer brotar la
sangre.
Yugo inspiró el embriagador olor del cuero húmedo y del
sudor y cerró los ojos por un instante. Los sibilantes sonidos del
cuero al cortar el aire, los ruidosos golpes de la lengüeta contra la
piel desnuda, los quejidos amortiguados y el arqueo de aquella
espalda, fuerte y musculada, lo intoxicaban. Se le recalentó la
cabeza y su visión perdió las esquinas a la oscuridad. La niebla de
la euforia fluía en su interior.
Tragó saliva y abrió los ojos; vio como las sacudidas de dolor
se transmitían por las extremidades de Kuon. Congestionado con la
agonía, su prisionero era hipnotizante.
Los gritos amortiguados, los tirones de las extremidades
encadenadas y de los hombros, el sudor corriendo por la ancha
espalda y las continuas vueltas de la hermosa cabeza chorreando
sudor en las sábanas; todo ello desencadenaba algo crudo y salvaje
en lo más profundo del criminal.
Rotó los hombros. Ardía bajo la fina capa de auténtica seda
china y estiró el cuello para intentar encontrar algo de alivio en el
aire fresco que se colaba bajo la camisa. Tenía la boca seca y se
lamió los labios.
Aquello no era suficiente. Le hervía la sangre, sus latidos
resonaban en su garganta y en su ingle. La habitación se sumergía
en la oscuridad con cada silbido del látigo.
Su brazo retrocedió y el hambriento cuero golpeó la piel de
Kuon con más fuerza de la prevista. Yugo se quedó quieto, viendo
como el joven se retorcía de agonía. Los jadeos cortos y
superficiales del muchacho sacudían su cuerpo en una larga y
mantenida convulsión.
Pequeñas gotas escarlata rezumaban a cada lado de la línea
recién dibujada. El criminal se acercó.
El olor de la sangre llenó la habitación, electrizó el aire y le
nubló la mente. Delante de sus ojos se formó un espeso velo
sangriento. Los gritos que profería su víctima con cada golpe
inyectaban una adrenalina intoxicante en sus venas.
La vista lo hipnotizaba. Riachuelos rojos de pintura corporal
brillaban en la penumbra… una floritura negra de su pincel de
cuero… un intenso e intoxicante olor de sangre, sudor y fuego. Se
sentía tan poderoso como un artista. El creador de un cuadro
incomparable en su excelencia, de una obra maestra en un lienzo
excepcional. Cada pincelada que daba en aquella piel lisa lo
mareaba con la euforia.
La adrenalina cantaba en su interior y tocaba las tensas
cuerdas de sus nervios, ahogaba su cerebro en un diluvio de
endorfinas.
—¡Jefe, vas a matarlo! —exclamó Greg al entrar corriendo en
la habitación. Su rostro palideció al ver las sábanas empapadas de
sangre.
Yugo se dio la vuelta. Tenía el labio superior curvado, la cara
retorcida en una mueca. Un gruñido brutal se abrió paso en su boca;
levantó la mano deseando darle un latigazo a su subordinado, pero
se quedó paralizado al notar la alarma en sus ojos hundidos. La
sangrienta niebla que le nublaba la visión se levantó. Se miró la
mano que sostenía el azote de cuero. Lentamente, como si hubiera
estado en un sueño y temiendo lo que iba a ver, miró a la cama
empapada de sangre.
—Jodido… —se maldijo a sí mismo. Tiró el látigo a un lado y,
con dedos temblorosos, encendió un cigarrillo.
CAPÍTULO 12

K , sin apenas levantarse,


durante tres largos días. No comió, no bebió y no habló.
Su cuerpo estaba hecho polvo. Le dolía todo y todos sus
nervios estaban tensos. Un dolor profundo y persistente residía en
sus huesos y se propagaba… propagaba… propagaba… hasta
involucrar a todas las células de su cuerpo. Cada vez que se movía,
los cortes de su espalda se abrían y sangraban. Cuando no se veía
lanzado a la fría nada de un sueño profundo y reconfortante,
afrontaba la cruel y estremecedora realidad de la fiebre que se
había asentado en su interior. Las sábanas se empapaban de sudor.
Sentía un frío constante y ni siquiera podía abrazarse el estómago
sin hacer que la espalda volviera a sangrar. Pero nunca pidió ayuda,
nunca tocó los medicamentos dejados a su lado.
Yugo era un visitante frecuente. Siempre que iba, actuaba de
una forma extraña. Cambiaba los vendajes de su prisionero y le
untaba las heridas con un ungüento anestésico. Más que
preocuparse, parecía morirse por hablar. Pero por mucho que lo
intentara, el joven cerraba los labios con fuerza y no respondía.
El cuarto día, el criminal se enfureció. Agarró a Kuon por el
cuello de la camisa y lo levantó del colchón en el aire, desgarrándole
nuevamente las heridas de la espalda. Con la otra mano le presionó
el borde de un vaso contra la boca y vertió en ella el agua que
contenía.
Cuando parte del agua que se precipitó hacia su faringe le
entró en los pulmones, el prisionero se agarró la garganta, apartó la
mano del hombre de un manotazo y se dobló en el colchón con un
ataque de tos. Con la otra mano se golpeó el pecho para intentar
que el agua saliera de su sistema respiratorio. La habitación daba
vueltas mientras se esforzaba por respirar.
—Si no comes tú solo, te alimentaré a la fuerza, ¿me oyes?
¿Empiezo ya? —Yugo agarró al joven por su corto pelo castaño y
acercó sus caras—. ¿O es que prefieres que sea yo el que te dé de
comer?
Kuon no respondió, se limitó a mirar los ojos plomizos de su
captor. El odio que sentía bullía bajo su piel. El criminal palideció,
frunció el entrecejo y relajó indeciso los dedos.
—Si no has empezado a comer a la hora de la cena, me voy
a cabrear. —Dio un paso atrás y se giró hacia la puerta. Mientras
apretaba y relajaba un puño, giró la cabeza para mirar a su
prisionero. Una profunda arruga estropeaba su frente. Se volvió a
dar la vuelta y salió de la habitación.
En cuanto se cerró la puerta, el joven sintió como el agujero
negro de su pecho se abría y el tirón de la gravedad absorbía todos
sus órganos.
—Puf… —suspiró, se hizo un ovillo y enterró la cara en las
rodillas intentado conservar la cordura. Le temblaron los hombros al
recordar aquella noche. La espalda le dolía, las heridas recién
curadas se habían desgarrado otra vez, pero no le importaba.

L Y . Hacía mucho que había dejado


de autoanalizarse y ahora ya ni intentaba nombrar sus sentimientos
encontrados, sabía que era inútil.
Entró en la pequeña habitación trasera llena de monitores y
miró a una de las pantallas. El humo espeso que salía de un
cigarrillo le llenaba los pulmones y adormecía sus tensos nervios, le
proporcionaba un ligero alivio.
Su cabeza era un bullicio. Empezó a creer que el tabaco era
demasiado débil para su estado mental y que debería ahogar su
irritación con alcohol.
Una y otra vez, sus pensamientos regresaban a la mirada
llena de asco que Kuon le había dirigido. Despectiva y llena de odio,
aquella mirada se había clavado hasta el fondo en sus pupilas,
había succionado su alma y lo había dejado inquieto, perdido. Y no
le gustaba nada. No le gustaba cómo había cambiado el joven.
Sentía que no volvería a sonreírle con su sonrisa fingida y
arrogante. Incluso empezó a dudar si volvería a ver aquella mirada
atrevida y retadora que admiraba.
Maldijo entre dientes y, como si aplastara su propia
frustración, aplastó el cigarrillo en el cenicero.

P en una guerra silenciosa. Yugo había


dejado de exigir respuesta alguna y también había dejado de hablar.
Parecía que sólo iba para comprobar cómo curaban las heridas de
su prisionero. Durante sus visitas, actuaba raro; se sentaba al lado
del joven en el colchón en completo silencio. Pero sus amenazas no
habían sido en vano y, aunque no pudiera hacer que el muchacho
hablara, había conseguido que empezara a comer.
La palabra soledad adquirió otro significado para Kuon.
Si antes las visitas del criminal habían saciado su necesidad
de información, ahora tenía que morderse el labio para evitar hablar.
Con cada día que pasaba, sentía como el creciente poder del
aislamiento borraba su orgullo, sus estándares y sus principios. Su
cerebro le seguía diciendo que era una herramienta que siempre se
había usado para extraer información de los prisioneros. Que sólo
era la forma de manipulación que Yugo utilizaba para atravesar sus
defensas mentales, para aplastar su espíritu, pero no podía sino
rendirse.
Hablaba solo continuamente. Mientras iba de una pared
blanca a otra, contando grietas, manchas e imperfecciones, debatía
consigo mismo. Cuando no estaba entrenando, jugaba al ajedrez en
su cabeza o miraba por la ventana hasta que el anochecer lo
borraba todo a su alrededor. Pero aquello no era suficiente.
Necesitaba mantenerse ocupado. Necesitaba el sencillo contacto
humano. Mantenerse en silencio era difícil cuando su subconsciente
le exigía que hablara.
Aquel día aburrido y apagado había acallado los pájaros y
sumido el bosque en una niebla blanca. En su monótona vida como
prisionero, cualquier cambio lo excitaba, incluso uno malo. El
aislamiento y aquella puñetera vacía habitación blanca lo volvían
loco. Por eso, una especie de alegría le hizo un nudo en la garganta
cuando Greg entró en la estancia.
—El jefe te espera —le informó el guarda. Unos rayos rosas y
azules se entremezclaron en el cielo al otro lado de la ventana—.
Será mejor que no lo enfades, tío. Últimamente ha estado
malhumorado. Pórtate bien y no te hará daño.
Kuon no respondió. Le dirigió al hombre una mirada fría,
levantó las manos y esperó a que el acero rodeara sus muñecas
con un resonante clic.

E L alertó a Yugo. Cuando


Kuon entró en el dormitorio, el agua goteaba de su pelo castaño y
empapaba el albornoz blanco que colgaba de sus hombros. Su torso
centelleaba en la tenue luz, y los pequeños riachuelos de agua que
corrían por sus musculados abdominales humedecían la cintura de
su calzoncillo blanco. El vendaje alrededor de su torso había
desaparecido.
«Parece tan joven…», pensó el criminal al verlo moverse.
«Nueve años es una diferencia enorme. Ni siquiera había nacido
cuando maté a un hombre por primera vez».
Haciendo mucho ruido con las esposas, el prisionero se quitó
la ropa y la dejó caer en el suelo. Su expresión estaba vacía, sus
ojos nunca se encontraron con los de su captor.
Conteniendo las primeras chispas de irritación, Yugo frunció
el ceño, se levantó de la silla y, pasando junto a la mesa rebosante
de comida, se acercó al joven.
Kuon apretó los labios y, sin hacer ningún movimiento
innecesario, sin fanfarronear, sin jugar, sin siquiera mirar a su
torturador, se dio la vuelta. Un vendaje adhesivo cubría la mayor
parte de su espalda y dejaba muy poca piel visible.
Se dejó caer en la cama, se colocó boca arriba y, con las
manos apoyadas en el pecho, separó las piernas. La máscara
insensible seguía adherida a su rostro, sus ojos vacíos miraban al
techo.
Yugo rechinó los dientes. Un rayo de furia se originó en su
corazón y, al rebotar por todo su cuerpo, incendió todas sus células.
Se arrancó la camisa de lino beige y los botones acabaron por el
suelo y la piel de lobo.
—Si lo quieres hacer por las malas, ¡que así sea!
La cama se hundió bajo su peso al hincar una rodilla. Apoyó
las manos en la superficie elástica del colchón y gateó hacia delante
sobre el cuerpo desnudo de su prisionero. Cuando su cara estaba a
la altura de la ingle de Kuon, le sopló en la polla. El flujo de aire, al
jugar con el suave pelo rizo, capturó una gota de agua y la persiguió
abdomen arriba. Envolvió sus manos ávidas alrededor de la piel
húmeda de las caderas del joven e inspiró, llenando sus pulmones
con el aroma fresco y limpio de aquel cuerpo.
El muchacho no se encogió y el criminal avanzó hasta su
pecho, hasta su cuello.
La mayor parte del agua se había secado, pero las diminutas
gotas aún dispersas por aquella piel brillante pedían que las
lamieran. Cuando su excitación se desató, un abrasador muro de
fuego recorrió a Yugo por dentro.
La boca se le secó al inclinarse sobre su prisionero, así que
presionó la punta de la lengua contra el hueco de una bien definida
clavícula y bebió el agua allí acumulada. Estampó un beso hiriente
en la piel lisa del joven y le dejó una marca roja y palpitante.
Entonces se desplazó hacia abajo.
La mayoría de los pequeños cortes en la piel de Kuon, ya
curados y blanquecinos, prometían desaparecer en un futuro
cercano. Ansioso por memorizarlos todos mientras aún existían,
Yugo lamió las partes dañadas como un perro que lame los cortes
en los cuerpos de sus cachorros. Centímetro a centímetro, cubrió el
brazo izquierdo del joven con besos, primero desde el hombro hasta
el codo y después más abajo hasta la parte más dañada del
antebrazo.
Cuando alcanzó con la boca la cicatriz de color rojo intenso
donde el cristal había rajado las venas de su prisionero, contuvo la
respiración, presionó la lengua contra el tejido recién formado y
perfiló la zona. Mientras tanto, no dejaba de mirar el rostro del
muchacho en busca de señales de inquietud. El sabor salado y
electrizante de la herida cerrada persistía en su lengua y se relamió
una y otra vez.
La excitación lo hacía vibrar y estrechaba su visión. Bajó la
boca y estampó el dorso de la mano de Kuon con besos húmedos.
Tras pasar la lengua por el pulgar, se desplazó hacia la izquierda y
desvió su atención hacia las caderas del joven. Con besos húmedos
y tiernos mezclados con besos que dejaban la marca de sus
dientes, recorrió aquel fuerte cuerpo desde las caderas hasta el
abdomen, hasta el pecho y las clavículas, hasta que volvió a
alcanzar el cuello.
El prisionero inclinó la cabeza en un intento obvio por evitar
un beso en la boca. Sus labios desaparecieron en una fina línea y
cerró los ojos.
Ese pequeño movimiento molestó a Yugo enormemente.
Agarró la barbilla de Kuon y lo puso de frente. Se inclinó aún
más y le devoró la blanca hendidura de los labios. Movió la lengua
por el borde y buscó una entrada.
—Abre la boca —ordenó. Cuando el joven separó los labios y
lo dejó entrar, arqueó una ceja.
Sin darle mayor importancia, controló su acelerada
respiración y colisionó sus bocas en un ávido beso húmedo.
Aunque el muchacho seguía pasivo, sus suaves labios
sabían tan bien que a Yugo no le importó. Profundizó el beso y, al
deslizar la lengua en el interior de su boca, llegó a la tierna
superficie de la mejilla interior.
Desplazó su peso al codo derecho y entrelazó los dedos en el
pelo mojado de su prisionero. Le lamió la lengua y le chupó el labio
inferior. Llevó la otra mano por la ondulada superficie de los
musculados abdominales de Kuon y después hacia abajo, hacia el
definido hueso de su cadera.
Acariciando aquel fuerte y hermoso cuerpo, disfrutó de la
flexibilidad de los músculos del joven, del aroma limpio de su piel e
incluso del sabor salado de las partes dañadas. Pero en algún sitio
de su interior, en una sección remota de su cerebro, un sentimiento
inquietante lo molestaba.
—Tócate los pezones… —ordenó, preparándose
mentalmente para recibir a cambio una mirada llena de odio.
En vez de reaccionar como esperaba, Kuon cerró los ojos y
movió las manos hacia la izquierda, estirando la cadena de las
esposas. Sus pulgares apenas se movían, pero masajeaban sus
pezones.
«¡Oh, mierda!», pensó Yugo, retrocediendo. Sentado sobre
sus rodillas entre las piernas de su prisionero, se hundió un colmillo
mecánicamente en el dedo pulgar. La deslumbrante vista que había
frente a sus ojos no lo hacía feliz, todo lo contrario. En lugar de
aquella hipnotizante escena, preferiría ver una mirada orgullosa
llena de resistencia y oír un millón de maldiciones, todas dirigidas a
él. Ver aquella deliberada obediencia era difícil y desagradable.
«¿Hasta dónde podrá llegar con este juego?».
—Hazte una paja, quiero verlo —dijo inflexible—. Separa más
las piernas.
Kuon abrió los ojos, salpicados de confusión. Pero tras un
segundo volvió a cerrarlos y separó más las piernas. Su flácida polla
rodó hacia un lado. Un rastro de pelo negro se extendía desde el
pubis hasta la entrepierna. El criminal tragó saliva y se lamió los
labios.
Con la mano ahuecada, el joven agarró su miembro. Su
rostro era una máscara indolente; su carne, suave y sin vida. Su
captor se dio cuenta de que no sentía nada. Pero los dedos del
muchacho se movieron rítmicamente arriba y abajo y dieron paso a
una sonrosada cabeza que brillaba en la apagada luz de las
lámparas de noche.
Yugo empezó a arder con una pequeña llama azul. Algo
desagradable se arremolinaba en su pecho, le envenenaba la
sangre. Le dio una palmada en la cadera al joven.
—Ponte a cuatro patas, preséntate —dijo con voz ronca. Su
mirada diabólica nunca abandonó el rostro de Kuon. Sus ojos
atentos buscaban emociones apenas superficiales, así fue como
notó lo tensos que se volvieron los músculos de la mandíbula de su
prisionero.
«No lo quebré…». El alivio llevó una sonrisa a la comisura de
su boca. El joven dejaría de actuar y le daría una patada en la
barriga en cualquier momento, estaba seguro.
—Te gusta cuando te toco por dentro, ¿verdad? Tócate —
añadió como ataque preventivo en un tono casual, desdeñoso.

M Y , Kuon sentía como su orgullo


era despedazado. Al oír la nueva orden, vibrando con emociones
encendidas, se puso a cuatro patas, apretó los dientes con
vergüenza y presionó la mejilla contra aquella almohada que, al
haber absorbido el olor de los cigarrillos y del intoxicante aroma de
la colonia de Yugo, olía a su captor.
La piel de su espalda se estiró y tuvo que arquear el pecho
para reducir la tensión, pero eso sólo levantó más su trasero en el
aire. Cuando se dio cuenta, cerró los ojos avergonzado y bajó el
culo. Al arquear la espalda, algunas de las heridas se abrieron.
Un armazón de frío acero se le enganchó en las pelotas
cuando pasó las manos entre las piernas. Con un dedo alcanzó su
arrugada entrada. Allí, entre las piernas, estaba caliente y tenso.
Sus muñecas esposadas frotaban la tierna carne de su entrepierna
y el malvado acero pellizcaba su piel y su vello púbico.
Le dio un escalofrío. Aunque la angustia se propagaba por lo
más profundo de su ser, su superficie permanecía en calma total.
Cuando atravesó con el dedo el apretado anillo de músculos
y lo forzó a profundizar, le ardía la cara. Le escocían las entrañas y
su esfínter se contrajo. Su cuerpo se paralizó y su tráquea se
bloqueó, rehusaba dejar entrar el aire. El dolor no era sólo físico. Su
orgullo y su respeto por sí mismo estaban siendo puestos a prueba
de la forma más agonizante que había experimentado en su vida.
Pero no pensaba hacer nada.
«Si Yugo quiere un esclavo, puede tener un esclavo mientras
quiera. Cualquier lugar del mundo, ya sea un burdel o una mesa de
operaciones, es mejor que esa maldita habitación blanca».
Kuon entornó los ojos. Aunque el rostro de su captor estaba
sumido en las sombras, pudo ver sus labios temblorosos y sus ojos
entrecerrados.

—Bueno, parece que aprendiste bien la lección… —susurró


el criminal, goteando veneno, estirando sus finos labios en una
sonrisa feroz—. Creo que es hora de recompensarte e introducirte
en la vida adulta mostrándote lo bueno que puede ser el sexo de
verdad.
El prisionero se encogió como si hubiera vuelto a recibir un
latigazo. Cerró los ojos por un momento y encorvó los hombros, se
escondió en ellos. Deseó relajarse e intentó recuperar el control y
calmar su respiración irregular.
—Boca arriba —ordenó Yugo, apretando los dientes. Sin
esperar a que el joven obedeciera, lo empujó de lado.
Le capturó un tobillo con una mano rugosa y tiró de él para
acercarse las caderas. Cuando un dolor agudo se extendió
rápidamente por su espalda y las costras se rompieron bajo las
vendas, el pensamiento de que iban a volver a sangrar cruzó la
mente de Kuon.
«Está enfadado…», pensó con total indiferencia, desviando
su mirada hacia la ventana. Las cortinas estaban echadas y una luz
tenue se filtraba a través de pequeñas rendijas. «Me pregunto si
alguna vez abrirá las cortinas. ¿Se puede ver el río desde aquí?».
El criminal arremetió, aprisionó al joven con su peso y le
separó sus piernas musculadas con las rodillas. Su torso desnudo
estaba caliente en contacto con el del muchacho y su aliento
tabacoso revoloteó sobre los labios de su prisionero cuando se
inclinó hacia adelante en busca de otro beso forzado. Con una mano
caliente le sujetó los huevos y los manoseó un rato; los dedos se
enredaron en su vello púbico y después reptaron más abajo.
Cuando Yugo le introdujo un dedo, todos los nervios del
cuerpo de Kuon gritaron. Un miedo ciego y chispas de pánico lo
inundaron. Sus extremidades se volvieron letárgicas; su corazón,
por el contrario, triplicó su velocidad. Mientras bombeaba su
tembloroso aliento, el joven se dio cuenta de que el rostro de su
captor se había ensombrecido con preocupación, pero estaba
demasiado ocupado conteniendo sus emociones como para hacerle
mucho caso.
El criminal retiró el dedo, lo humedeció con saliva y una vez
más tocó el encogido esfínter. El primer nudillo se deslizó hacia
dentro.
—Relájate o te volverá a doler… —Su voz sonaba suave,
parecía transmitir compasión.
Kuon estaba confundido e intentaba encontrar una razón para
aquella actitud, pero el dedo le presionó la próstata y lo devolvió a la
realidad. Sólo se lo había imaginado. Su torturador no tenía lugar en
su corazón para compasión.
Los ojos de color gris claro de Yugo parecían atravesar los
suyos. Cuando el hombre le robó el aliento con los labios, el
prisionero cerró los ojos en un intento por contener sus
sentimientos.
El odio… la suavidad de aquellos labios y aquella lengua… el
ansia por pelear… la fragancia aromática y leñosa mezclada con el
tabaco amargo y dulce a la vez… el caos y el desorden… el dulce
cosquilleo en su médula y su ingle.
Todo aquello era demasiado. El rostro del criminal frente al
suyo era un blanco muy interesante con el que le gustaría usar los
puños.
Yugo le acarició una mejilla. Aunque sintió como el hombre
sonreía pegado a su boca, Kuon no abrió los ojos. El calor reptó
bajo su piel y erizó el pelo de todo su cuerpo. Su respiración
dificultosa desapareció en la boca de su captor. Cuando ondas de
dulces y dolorosos espasmos se propagaron lentamente desde su
esternón hasta sus hombros y después hacia abajo por su médula,
se entregó más al beso.
Era estimulante y sus pensamientos se evaporaron. Una
dulce excitación lo bañó en calor, llevando más y más sangre a sus
partes bajas.
Cuanto más lo besaba Yugo, más erecto se ponía. A pesar
de la batalla de voluntades, su cuerpo no podía resistir el contacto y
lo más probable era que aquella honestidad fuera lo único que había
impedido durante tanto tiempo que el criminal lo destrozara.
Un dedo se convirtió en dos, después en tres. Pero cuando el
hombre añadió también el dedo meñique, Kuon respiró entre
dientes. Ladeó la cabeza repentinamente y rompió el beso mientras
intentaba relajarse, pero el desgarrador dolor en sus tensas
entrañas no se lo permitía. Sus músculos se acalambraron y el dolor
empeoró. El inminente acto lo atemorizaba y no era capaz de seguir
ocultándolo.
—¿Duele? —susurró el criminal, acariciándole el pómulo con
los dedos.
El prisionero no respondió. No lo oyó. El caos que invadía su
corazón ahogó las palabras del hombre con el rugido de la sangre
que martilleaba sus oídos.
El dolor no era tan malo como en la primera violación, pero su
cuerpo seguía resistiendo toda intrusión. Las palabras de Yugo lo
aterrorizaron. No podía volver a pasar por aquello. No podía dejar
que pasara. Sus músculos se contrajeron, detuvieron los dedos del
criminal, y el dolor nubló su visión.
Un terror primitivo y brutal a aquel acto forzado de pura
violencia obligó a su mente racional a abandonar su cabeza. Los
pulmones le ardían; había olvidado respirar y estaba privado de
oxígeno.
—Tranquilo, tranquillo —le murmuró el hombre al oído antes
de retirar los dedos.
Kuon suspiró. Cuando el alivio distendió su garganta, bebió el
aire con avidez. Su visión se nubló con el bajón de tensión y tragó
saliva intentando humedecer su reseca boca. Sabía que no se había
acabado. No era idiota y tampoco era ya un ingenuo como para
creer que su captor lo iba a dejar estar.
Usando la mano izquierda como soporte, Yugo abrió el cajón
superior de la mesita de noche que estaba junto a la cama.
—Soy más grande que mis dedos. Lo más probable es que te
duela —le avisó, echándose para atrás con un lubricante en la
mano. Sentado sobre sus rodillas, abrió el tapón y se vertió el gel
transparente en la palma. Lo calentó con los dedos y embadurnó
con él toda la abertura del prisionero.
Al presionar con el codo contra el colchón a la derecha del
hombro del joven, deslizó el pecho sobre su estómago mojado.
—Respira hondo, relaja el estómago. Cuanto más te relajes,
mejor te sentirás —susurró, haciéndole cosquillas a su prisionero,
levantándole lo pelitos del cuello.
Algo duro presionó el ano de Kuon y avanzó muy despacio,
estirando sus tensos músculos.
—Ah… —Un gemido estrangulado salió de su boca. El dolor
cortante lo desgarró por dentro. Ladeó la cabeza de golpe y mostró
los dientes. Insoportable. Era imposible que se pudiera acostumbrar
a aquello. A aquello o a la humillación, el bochorno y la vergüenza.

A K , dilatadas por el dolor,


se filtraban en los iris marrones, Yugo sintió una plétora de
emociones encontradas. Quería ver aquella cara apuesta
retorciéndose de dolor, oír a aquel muchacho jadeando y ver sus
ojos sin fondo llenos de lágrimas. Al mismo tiempo, odiaba la idea
de que sintiera dolor.
—Intenta relajarte —le susurró—. Puedes morderme si te
duele mucho —le ofreció en voz baja, acercándole el antebrazo a la
boca.
El prisionero no reaccionó. Bajó la barbilla hacia un hombro.
Una profunda arruga marcaba su frente; sus labios desaparecieron
al reprimir un grito de dolor. Sus manos restringidas formaron puños
contra el pecho del criminal. Temblaban, llenaban la habitación con
un rechinante ruido metálico.
Un sabor amago llenó la boca de Yugo. Su corazón latía con
fuerza y podía sentirlo en la cabeza. Al estar demasiado tenso, los
fuertes músculos internos de Kuon se contraían alrededor de su
polla, le estrujaban la erección como un tornillo de banco al rojo
vivo. Hizo un gesto de dolor, pero no se retiró; esperó a que el
cuerpo del joven se adaptara.
—Relájate —le dijo en la boca, reafirmando su consejo con
un ligero beso—. No quiero hacerte daño.
El prisionero se quejó y giró la cabeza al otro lado. Bajo la
fina capa de sudor que barnizaba su cuello asomaban gruesas
venas azules. El criminal se movió lentamente hacia abajo y
abalanzó su boca sobre la piel lisa bajo la oreja, rozando con la
nariz el cabello empapado.
—Mírame —le ordenó en el oído con voz áspera por la
excitación. Le dejó la marca brillante de un beso en el cuello y se
apartó, ardía con el deseo de ver las pupilas de Kuon dilatadas por
el deseo y no por el dolor.
No sabía por qué, pero le resultaba increíblemente difícil
contenerse con aquel joven, hasta doloroso. Quería penetrar
enteramente por la fuerza, precipitarse en la suave y caliente
profundidad de aquel cuerpo tentador y cada segundo de retraso era
una agonía para su deseo abrasador. Lo único que lo refrenaba de
tomar lo que le pertenecía eran aquellos ojos húmedos por el dolor,
el orgullo herido y los rudimentos de la pasión ocultos en su interior.
Tras unos minutos, su esfuerzo dio fruto. El lubricante se
esparció por el recto del prisionero y calmó su sufrimiento; sus
tensas entrañas se relajaron lo suficiente como para que Yugo se
moviera. Al criminal le hizo falta toda su fuerza de voluntad para
deslizar toda su longitud en un impulso lento y deliberado y no
golpear sus caderas contra el trasero de Kuon. Cuando sus huevos
se encontraron con la caliente entrepierna del joven, los músculos le
temblaban con fuerza. Los lugares en los que sus pieles se rozaban
ardían y se derretían con sudor.
«Es imposible que me siga conteniendo… Qué bien lo voy a
follar, qué locura». Golpeó su empapada frente contra el pómulo del
muchacho. Deseaba permanecer así un minuto más.
En un intento por distraer y distraerse, se lamió los labios y
besó la boca de su prisionero. Compartiendo el mismo aliento, le
acarició las mejillas sonrojadas y jugó con su pelo, dejando que su
cuerpo se acostumbrara.
—No duele tanto, ¿verdad?
Al ver una mirada asesina destellear antes de desaparecer
tras las pestañas aleteantes de Kuon, Yugo sonrió. Sus caderas se
movieron solas y una pequeña sacudida le respondió desde las
entrañas del joven. Una y otra vez, le otorgaron unas sensaciones
increíbles con su calor palpitante y su suavidad.
Mientras se movía en pequeños y controlados impulsos, se
dio cuenta: el cuerpo del joven se había amoldado al suyo. Lo había
aceptado.
El rostro del prisionero brillaba con un rojo oscuro y la
excitación le nublaba los ojos. Su boca, suave y tentadora, dejó de
resistir los besos de su captor y su tímida lengua respondió a las
caricias.
Yugo miró hacia abajo y volvió a sonreír: Kuon estaba
semierecto. El estómago del joven centelleaba con su sudor y subía
y bajaba con sus jadeos. Su capullo sonrosado se escurrió del
prepucio y besó la sensible piel de su cadera.
El criminal tragó saliva. La impetuosa presión que sentía en
la cabeza borró todo pensamiento de su cerebro y lo dejó sediento.
Pasó los brazos bajo las rodillas del joven con manos temblorosas,
le levantó las piernas y dejó caer los tobillos sobre sus hombros.
Sus caderas cogieron velocidad y aceleraron el ritmo, apuntando al
punto G del prisionero.
«Más… más rápido… más fuerte…».
La cabeza de Kuon rodó a un lado; le temblaba el cuerpo.
Sus manos húmedas agarraron los hombros sudorosos del criminal,
quemándolo con el frío acero. Abrió la boca, pero, en lugar de
quejas, sólo expulsaba chorros de aire caliente.
La mente de Yugo se aclaró. La ansiedad de los últimos días
desapareció reemplazada por ternura y cordialidad. Se inclinó hacia
adelante y besó la sien mojada de Kuon. Le sujetó la nuca con una
mano y coló la otra entre sus cuerpos en busca de la pulsante y
goteante polla del joven.
Tras varias cortas caricias, un largo y prolongado gemido
escapó del pecho arqueado del muchacho y un fluido blanco
erupcionó de aquella cabeza hinchada de sangre y se desparramó
sobre su torso.
Con el corazón liviano, el criminal apretó los brazos de su
prisionero, presionándolo más profundamente contra su propia piel,
húmeda por el sudor. El caótico ritmo del corazón de Kuon vibraba
en las yemas de sus dedos, pero Yugo siguió moviéndose; no
quería parar y dejar que recuperara el aliento.
El crudo olor del sexo y el sudor llenó la habitación,
condensando el aire. Era tan difícil respirar que rasgó el aire con los
dientes. Le dolía el pecho, le ardían los pulmones, pero siguió
persiguiendo su placer.
Tras desaparecer unos minutos, la erección del joven revivió.
En la piel de su pecho y su estómago aparecieron brillantes
manchas rojas. El sudor le goteaba desde detrás de las rodillas y
corría por sus muslos y por los hombros y el pecho del criminal. Su
cabeza inquieta giraba de un lado a otro, desparramando su
humedad corporal por las sábanas.
Un hilo cosquilleante corría por la frente del criminal y bajaba
por la nariz; una gota brillante se desprendió y se estrelló con el
vibrante estómago de Kuon.
—Qué sexy —dijo el hombre antes de volver a atacar los
labios hinchados del joven, chupando el sabor salado del labio
superior.
Todo lo que rodeaba a Yugo se fusionó, perdió los contornos
y se atenuó. El repiqueteo en los oídos del muchacho creció y
calientes olas de sudor y sangre lo lanzaron al vacío atemporal de la
euforia.
El criminal llevó a su prisionero al clímax dos veces más. Y él
se corrió en su interior dos veces, pero su erección nunca decreció.
No quería parar, no quería salir ni una vez. Un deseo posesivo se
extendió en su interior. Muy pronto, gemidos forzados y sonidos
blandos llenaron la habitación. Su semen se derramó del interior del
joven, formando ríos delgados y pegajosos, espoleados por las
fuertes penetraciones.
Sin vergüenza, exploró aquel cuerpo desnudo y
resplandeciente. Su boca salivaba cada vez más; su corazón latía a
toda velocidad y sentía una punzada en el pecho.
Pasó la cabeza bajo una pierna de Kuon y lo puso primero de
lado y después boca abajo. Metió las manos bajo sus caderas y le
levantó el trasero.
«Tan… jodidamente… sexy», pensó, con la mirada fija en el
orificio chorreante. Yugo tragó saliva y se apretó la base de la polla
momentáneamente antes de guiar su palpitante longitud de vuelta al
interior de su prisionero. Frotando su cabeza roja contra la abertura
sensible y espasmódica, volvió a entrar en aquel rezumante trasero,
lleno hasta el borde con su propio jugo.
Sonidos eróticos y sucios llenaron la habitación con nueva
fuerza y en un par de minutos el joven empezó a gimotear. El
músculo de su anillo se contrajo y exprimió la verga de su captor.
Echó la cabeza para atrás y un alto gemido escapó de su boca.
Drenado de toda fuerza, su cuerpo colapsó en la cama.
El criminal sonrió y sin avergonzarse ni lo más mínimo por el
cuerpo inconsciente que yacía bajo él, continuó. Al frotar aquella
espalda con las manos, sobre los vendajes empapados de sudor,
manchas de sangre atravesaron el tejido blanco.
Le palpitaba la cabeza, tenía la visión borrosa. Hizo varias
penetraciones más antes de aferrarse a la piel de Kuon. Los lugares
que tocó palidecieron. Lanzó la cabeza hacia atrás con la boca
abierta y un rugido brutal y gutural escapó de su garganta. Su
cuerpo tembló un largo minuto y liberó las últimas gotas de energía,
antes de derrumbarse jadeando al lado del joven.
Dos largos minutos pasaron antes de que rompiera el
silencio.
—Kuon… lamento… —dijo con voz contenida. Se le daba
fatal decir «lo siento» y cada vez que tenía que disculparse con
alguien era un auténtico desastre. Al forzar la salida de aquellas
palabras, sentía que perdía una parte de su alma de una forma de lo
más dolorosa y cruel. Sintió presión en la cabeza al no oír respuesta
a su patético y dolorosamente entregado intento de disculpa. Agarró
al joven por el hombro y tiró de él para acercarlo—. Kuon…
El cuerpo inmóvil no se resistió cuando le dio la vuelta. Los
músculos faciales del muchacho estaban relajados, sus ojos
cerrados y la línea de los labios blanda. Estaba durmiendo.
Una sonrisa burlona retorció los labios de Yugo. Se levantó
y fue al baño a buscar una palangana.
CAPÍTULO 13

K y observó su entorno con una mirada


confusa, pero no reconoció su paradero. Los débiles rayos de luz,
que se filtraban en la habitación a través de unas ranuras en el
grueso cortinaje, jugaban con una enorme araña de bronce, creando
toques iridiscentes en sus gotas de cristal. Estaba acostado en una
resistente cama de roble equipada con una serie de adiciones
sofisticadas: cadenas, ganchos y correas fijadoras. En la esquina
opuesta del dormitorio había una silla detestable tapizada con un
cuero beige granuloso. La alfombra lobo había perdido su encanto y,
sin las traviesas llamas bailando en sus ojos de cristal, yacía
indiferente.
«La habitación de Yugo…». La comprensión extrajo un suave
quejido de su boca.
La agradable somnolencia se esfumó de golpe. Las sábanas,
empapadas con fluidos corporales, se pegaban a su cuerpo. La
sensación pegajosa y desagradable le hizo sentirse sucio.
Asociaba aquella estancia con violencia y dolor. Allí todo le
recordaba los actos que habían tenido lugar en aquella misma
cama. Aunque el aire estaba cargado con el penetrante olor del
sudor y del almizcle, el olor empalagoso del sexo ahogaba y
abrumaba sus sentidos.
«Gocé…». Kuon se mordió el labio mientras miraba las motas
de polvo que bailaban en los rayos luminosos. El titilar de sus
colores llevó su mente a un estado hipnótico. «Fue placentero. Las
cosas que me hizo fueron placenteras. ¿Qué demonios me pasa?
¿Cómo algo así pudo proporcionarme tanto placer? ¿Cómo puede
la violencia proporcionar gozo? No quería que parara… Estoy mal
de la cabeza. ¿Siempre he sido así? ¿Siempre me han gustado los
hombres?».
El recuerdo de las manos y los labios de Yugo sobre su
cuerpo despertó la memoria muscular. Se estremeció e intentó
librarse de ella. Revivir al criminal penetrando su cuerpo era
embarazoso, incluso vergonzoso. Aquella sumisión ante otro
hombre, la máxima posible, hería su orgullo, le hacía sentirse débil.
«Tal vez las cosas serían diferentes si nunca hubiera habido
violencia». Al salir de su adormilamiento, su rostro palideció.
«¡Nooooo! ¿Qué cojones estoy pensando? ¿Qué me ha hecho ese
cabrón? Kuon, estás confundido, eso es todo. Sabe Dios cuánto
tiempo hace que no estás con una mujer; cualquiera reaccionaría.
¡No significa nada! Te violó, te azotó y jugó con tu cabeza, todo para
su entretenimiento. ¿Qué demonios te pasa?».
La determinación se hizo con el control. Cuando regresara a
su vida normal, todo volvería a ser como antes. Habría mujeres
hermosas y tendría el trabajo que se le daba bien. Las manos de
Yugo y las cosas que le había hecho quedarían más que olvidadas,
no serían más que pesadillas. Por difícil que fuera, su mente y su
cuerpo dejarían atrás aquel deseo antinatural y aquellos dañinos
recuerdos.
Pero antes tenía que marcharse, tenía que salir de aquel
lugar, aunque fuera para ir a la habitación exageradamente blanca.
Dejaría que aquellas paredes afectaran a su confuso cerebro con su
deprimente monotonía. Eclipsarían aquellos pensamientos
sediciosos y sustituirían aquella locura con el insípido e inútil deseo
de la libertad.
Sacudió la cabeza como un perro empapado que sale del río
a la orilla. Intentó levantarse, pero algo grande y pesado restringía
sus movimientos, lo sujetaba a la cama.
Frunció el ceño y miró hacia abajo. Unos brazos fuertes
envolvían su torso y una pesada cabeza reposaba en su estómago.
Yugo dormía inconsciente del peligro. A pesar de sus facciones
afiladas, su apuesto rostro personificaba la serenidad.
«No le doy el más mínimo miedo». El molesto pensamiento
perturbaba a Kuon. «Cabrón… Ahí recostado como si yo fuera una
almohada. ¿Qué harías si te estrangulara hasta matarte? Ahora
mismo estrujaré tu garganta y la vena de tu cuello dejará de latir. Tu
arrogante cara se pondrá roja, después azul. Tus crueles ojos se
abrirán de par en par con el horror y la sorpresa…».
Los malignos pensamientos abarrotaban su consciencia.
Miraba al criminal con tanto odio que desearía poder taladrarle la
sien.
«Parece más joven cuando duerme… más amable…».
Con semblante serio, exploró el rostro dormido de Yugo.
«Con el pelo revuelto, apenas parece mayor que yo. Y esa
cara hermosa, ¿cómo puede pertenecer a semejante escoria?
¡Sácatela! ¡Muestra tu fealdad interna! Engañas a todo el mundo…».
Kuon apretó los dientes, intentando detener el castañeteo. Le
dolía la piel. Estaba abatido, abrumado por su cerebro hecho papilla.
Aquella despreocupada cara adormecida enardecía sus
sentimientos encontrados y exacerbaba todas las terminaciones
nerviosas de su exhausto cuerpo. Aun así, al recordar los
humillantes golpes del látigo, tensó la mandíbula y apartó con
cuidado el peso inconsciente para levantarse.
Las piernas le fallaron y un fastidioso dolor sordo en la zona
lumbar lo devolvió a la realidad. Mientras se frotaba el cuello, la
aversión le revolvió las tripas. En aquella habitación, todo le daba
asco. No le dejaba olvidar los gemidos de placer que el contacto de
su captor había extraído de su actual reseca garganta. Resonaban
en su cabeza, distorsionados con desagradables ecos. Seguir allí un
minuto más sería angustioso. Se puso el calzoncillo con dificultad y
se dirigió a la puerta acompañado por el ruido metálico de las
esposas.
—¿Te marchas? —lo sobresaltó una voz.
El joven se quedó paralizado, con todos los músculos tensos.
La voz de Yugo lo había fulminado. Kuon no respondió y, sin que el
criminal lo detuviera, bajó la cabeza y se marchó.

A , Yugo lo mandó llamar todas las


tardes. Aunque le dejaba recuperarse y no siempre penetraba su
cuerpo, tenían sexo de una forma u otra durante horas. A lo largo de
aquel tiempo, Kuon cambió. Se abrió, se emancipó, dejó de negar
sus deseos físicos. Llegó hasta tal punto que su cuerpo se excitaba
con la menor de las caricias. Dejó de ocultarlo, no sólo a sí mismo,
sino a su captor. La barrera moral cayó finalmente a manos del
Duque Negro.
Pero por muy fogoso que fuera en los momentos de pasión,
el prisionero se volvía frío en cuanto acababan. No hablaba y no
reaccionaba a los patéticos esfuerzos del criminal por provocarlo. El
sexo era lo único que los conectaba y el joven se aseguraba de que
el hombre lo supiera. Se levantaba de la cama en cuanto lo soltaba
y desaparecía de la habitación antes de que tuviese ocasión de
llamarlo.
Todas las noches, Yugo se sentaba frente al monitor; veía a
Kuon moverse en la cama y lo escuchaba desvariar y susurrar en
sueños. Aquella vigilia se había vuelto una especie de ritual sin el
que no podía vivir. El misterio de las pesadillas del detective lo
obsesionaba.
Además, estaba furioso. Su relación no había evolucionado lo
más mínimo. Creía que estaban estancados en un callejón sin
salida. No sólo poseía el cuerpo del joven, sino que el muchacho
hasta había empezado a disfrutar de sus relaciones íntimas, así que
¿por qué no era feliz? Al parecer no era suficiente. Le faltaba algo y,
cada vez que Kuon salía del dormitorio con los labios apretados por
la repulsión, el criminal se sentía roto y abatido. Le dolía el corazón
como si le hubieran vertido ácido sulfúrico en el pecho.
La noche en la que el prisionero, en su estado febril, le había
agarrado la mano y le había pedido que no se fuera no dejaba de
repetirse vívidamente en su mente. Pero aquel recuerdo imborrable,
desgastado por el tiempo, se volvió irreal. Hasta empezó a dudar
que hubiera pasado de verdad. Aun así, seguía aferrándose a él con
una melancolía dolorosamente cautivadora. El Kuon actual nunca le
pediría que se quedara. Nunca llamaría su nombre. Distante, frío y
sólo interesado por el sexo, lo estaba enloqueciendo.
—¿Con qué sueñas? —le preguntó al monitor sin obtener
respuesta. Se levantó de la silla y se pasó los dedos por el pelo
engominado.
—No… por favor, no lo hagas… ¡No! —dijo una voz grave y
cansada a través de los altavoces.
Yugo apagó el monitor. El corazón le latía con confianza
cuando salió del dormitorio.
El largo pasillo, que estaba decorado con un papel clásico y
tenía muchas puertas, estaba vacío a aquella hora del día. Sólo
había una persona que no dormía. Greg, apoyado en la pared,
estaba absorto en algún primitivo juego de su teléfono. Los débiles
altavoces producían sonidos de rebotes y colisiones de vez en
cuando.
—Puedes irte —dijo el criminal antes de abrir la puerta de la
habitación blanca—. Me quedaré aquí hasta la mañana.
El guarda, vestido de traje hasta por la noche, levantó las
cejas. Su rostro reflejaba sus dudas y su preocupación, pero no dijo
nada. Le deseó buenas noches a su jefe y se retiró. Yugo resopló.
Sabía perfectamente lo que le quería decir su subordinado, aunque
no se atreviera a hacerlo. Llevaban trabajando juntos tanto tiempo
que habían desarrollado una especia de comunicación silenciosa. El
hombretón era un libro abierto para él.
El criminal cerró la puerta y se quitó la ropa, dejando un
descuidado rastro de prendas caras. Se acuclilló al lado del colchón
y se detuvo un momento a ver como Kuon se revolvía en su humilde
cama.
—No…
El gemido, desesperado y reprimido, le hizo la boca agua y lo
forzó a tragar saliva. Pero Yugo perdió la confianza. A pesar de la
oscuridad, podía ver como la sudoración cubría el rostro de su
prisionero, podía ver lo pálido que estaba.
Se hundió en el colchón y se metió bajo la gruesa y cálida
manta. Pegó su cuerpo a la fría y húmeda figura del joven dormido y
lo rodeó con los brazos.
—Todo va bien. Estoy aquí —le susurró sin haber recuperado
el aliento.
«¿Y si mis actos son la causa de sus pesadillas?». El miedo
le robó el calor corporal. Pero el demudado semblante se suavizó en
la oscuridad y, en contacto con su captor, la rigidez abandonó el
cuerpo de Kuon. Su estridente respiración se reguló y se recuperó y
sus dedos helados, apoyados en el pecho del criminal, se relajaron.
Yugo suspiró aliviado y cerró los ojos.

K , pero no tenía prisa por abrir los ojos. Nada


bueno lo esperaba, ni hoy, ni mañana, ni dentro de una semana;
puede que nunca. Ya no contaba los días. Sabía que era finales de
verano, pero hacía tiempo que había dejado de importarle. Un
despiadado sol abrasador consumía el aire de su habitación. Y una
depresión asfixiante se extendía en su interior. No quería levantarse,
no quería comer, ni siquiera quería abrir los ojos. Ya no le interesaba
nada de aquel mundo. Podría dormir todo el día y no le importaría.
Cualquier cosa era mejor que mirar las paredes blancas de su
prisión.
La picajosa manta lo acaloraba y aplastaba. Cuando una
apática patada no ayudó a sacársela de encima, volvió a intentarlo,
pero no cambió nada. La manta no se movió. Suspiró y se forzó a
abrir los ojos.
«¿Qué demonios?». Su visión borrosa obviamente lo
engañaba e intentó arreglarlo con un pestañeo. De hecho, parpadeó
una y otra vez, pero la alucinación no flaqueó.
Yugo dormía con una sonrisa tranquila en los labios. Y como
la otra noche, le rodeaba la cintura con los brazos y descansaba la
cabeza en su estómago.
«¿Otra vez? ¿Qué cojones pasa?», pensó atónito. Le dio la
vuelta al hombre con cuidado para quitárselo de encima, y resopló al
pensar en lo frívolo que era el criminal al relajarse en su presencia.
«No teme por su vida ni lo más mínimo… ¿Cómo puede ser
tan confiado? ¿De verdad cree que puede vencerme si le ataco
mientras duerme?».
Kuon volvió a resoplar. Pero acarició los labios de su captor
con el pulgar. Parecían suaves y cálidos y eran agradables al tacto.
Le estiró el labio inferior hacia abajo y mostró sus dientes, rectos y
blancos. Yugo se lamió los labios y mordió el aire; su dentadura
empezó a castañetear como si estuviera masticando comida.
—No te babees encima de mí —murmuró riéndose el
prisionero.
Al recorrer con la mirada aquella cara dormida y
despreocupada, se dio cuenta de que el criminal tenía unas
pestañas muy largas. Bajo el sol matinal, proyectaban sombras
alargadas sobre sus afilados pómulos. Su piel lisa brillaba con salud
y una barba de un día cubría sus mejillas cóncavas y la áspera línea
de su barbilla.
El joven tragó saliva y echó la mano con la intención de
apartar el pelo negro de la frente de su captor. Pero se quedó
paralizado.
«¿Qué demonios estoy haciendo?» Retiró la mano de golpe y
se levantó abrumado por su comportamiento. «¿Acabo de tocarle
los labios? ¿Qué cojones me pasa?».
Sacudió la cabeza intentando librarse de aquella extrañeza, y
le dirigió al hombre una mirada nueva, centrada y analítica.
Observaba sus facciones, ansioso por encontrar algún fallo en su
descripción, pero aquel luminoso y hermoso rostro lo desarmaba.
—Podría estrangularte ahora mismo, ¿sabes? —mintió en
voz baja, intentando pensar en otra cosa. Apuntó los dedos a la
garganta del criminal. Una idea estúpida se le pasó por la cabeza
por segunda vez y le levantó el ánimo de una forma irracional. Tal
vez porque sentir poder sobre la vida de otra persona lo colocaba,
tal vez porque Yugo confiaba en él lo suficiente como para dormir en
su presencia; una de dos. Por supuesto, nunca pensó seriamente en
atravesar aquel corazón helado con un acero sediento de sangre.
Aunque lo matase, ¿qué pasaría después? Era una de las cabezas
de la Hidra. Si la seccionaba, sería reemplazada por otras dos.
Organizaciones como la suya no morían con su líder. Además, él no
saldría de allí con vida. Incluso aunque pudiera salir, quería destruir
al hombre de otra manera. Con el Jardinero había aprendido que no
era un asesino; sólo encontraría la paz cuando su captor estuviera
entre rejas.
Se acercó a la pared y se dejó caer al suelo. Echó un rápido
vistazo a la puerta y después se volvió hacia la ventana. Aunque la
puerta no estuviera cerrada o Yugo tuviera las llaves en el bolsillo, lo
más probable es que Greg estuviera de guardia fuera de la
habitación. El criminal era despreocupado, pero no era un idiota; no
permanecería en la misma estancia que él sin apoyo alguno.
Mirando el brillante cielo de verano a través de la ventana y las rejas
negras de su prisión, Kuon esperó. ¿Cuánto tiempo hacía que había
salido y disfrutado del aire fresco? Con el corazón en un puño por
culpa de la nostalgia, le dirigió a su captor una mirada que apestaba
a resentimiento.
Algún tiempo después, el hombre bostezó y estiró los
músculos, flexionándolos bajo su piel apenas bronceada. Una ancha
sonrisa habitaba su rostro. Abrió sus ojos somnolientos, se rascó el
pecho desnudo y observó indolente sus alrededores.
El prisionero, sentado frente a él, no desvió su implacable
mirada.
En cuanto sus ojos se encontraron, Yugo sonrió; pero
entonces su expresión se oscureció.
—Te mudas a mi habitación. De ahora en adelante, comerás
conmigo, dormirás conmigo, respirarás conmigo. Te vas a la cama
conmigo y te levantas conmigo. Si yo no duermo, esperas por mí. Si
te despiertas antes, sigues acostado a mi lado y esperas.
¿Entendido? —dijo firme y recalcitrante con voz suave y tranquila.
Desconcierto y desconfianza despertaron en el corazón de
Kuon. Se le escapó una risa nerviosa por la nariz y, como si una
presa reventara en su interior, una risa potente e histérica salió de
su boca. Estuvo hipando, retorciéndose y respirando con dificultad
por culpa de calambres en los costados durante cinco largos
minutos. Los ojos se le estaban llenando de lágrimas, pero no podía
controlar el flujo de agua.
Yugo frunció el ceño. Cuanto más veía reír al joven, más
oscura se volvía su expresión.
Jadeando, el prisionero se secó los ojos con un puño. No
habló, pero le dirigió a su torturador una mirada envenenada.
«Pronto me hará un calendario para mis necesidades». Era la
idea más ridícula que había tenido nunca y empezó a reírse otra
vez. Los ruidos que hacía parecían hipidos con sonidos guturales
añadidos.
—Te mudas esta tarde. La habitación será despejada de
objetos peligrosos, por si tenemos malentendidos en el futuro. —El
criminal se levantó y se acercó al joven con la intención de
acariciarle un pómulo, pero el muchacho le dio un manotazo y evitó
el contacto—. Kuon, me estoy cansando de esto. Déjalo ya.
¿Durante cuánto tiempo vas a seguir callado? —Su voz vibraba con
irritación. Con el submaxilar en tensión, agarró la mano de su
prisionero y le lamió los dedos con su caliente y húmeda lengua.
«Jodidamente increíble». Kuon ignoró a su captor. La
frustración y el dolor le envenenaban la sangre. La fatiga
distorsionaba su visión y la energía abandonó su cuerpo.
«No entiende nada». Acercándose al colchón, se dejó caer
de rodillas, se hizo un ovillo y se echó la manta sobre la cabeza. No
quería hablar y, envuelto en el calor corporal residual y el olor de la
colonia y los cigarrillos de Yugo, cerró los ojos.
«¿De qué sirve hablar? No lo entenderías ni aunque te lo
gritara al oído…», pensó al bajar los párpados.
El criminal no dijo nada. Permaneció en la habitación un
minuto más y se marchó dejándolo en paz.
CAPÍTULO 14

C Y , aquella misma tarde Kuon fue


trasladado a la habitación principal.
Al entrar en el sombrío cuarto, se sintió degradado al nivel de
un perro que se ha ganado el derecho de guardar a su durmiente
dueño; pero en cierta forma, estaba también excitado por abandonar
su vacía y blanca prisión. Aquí, en el dormitorio de su captor, al
menos podría encontrar algo que hacer, algo con lo que ocupar la
mente.
El criminal no había mentido; el prisionero confirmó sus
palabras tras su primera vuelta a la habitación. No encontró nada
que pudiera utilizarse como arma. Una pesada lámina de metal
sellaba la chimenea; las cadenas que colgaban alrededor de la
cama estaban aseguradas con candados y no encontró nada con lo
que intentar abrirlos. Rejas de hierro negras bloqueaban la recién
instalada ventana de plástico. Y, aumentando su decepción, no
había libros, ni televisión, ni siquiera lápiz y papel.
Pero aun así algo cambió. Si bien antes había estado
siempre solo, excepto durante las tardes llenas de sudor y de un
penetrante olor a sexo, ahora estaba casi siempre con Yugo. Su sed
de información y simple contacto humano había sido saciada por las
comidas compartidas, la cama y los fluidos corporales. A veces,
cuando estaba de un especial buen humor, el criminal hablaba. E
incluso aunque Kuon no respondiera, el hombre seguía
compartiendo sus ideas sobre política, economía y, a veces, sobre
sus negocios.
El prisionero absorbía las migajas de información hipnotizado
por aquella voz baja y humeante, pero apenas había nada que no
supiera ya.
La actitud de su captor hacia él también cambió. Se volvió
totalmente atento en la cama, regalándole un orgasmo tras otro,
ahogándolo en sus propios gemidos. Pero si el hombre había estado
mimado alguna vez, no era nada comparado con su transformación.
Mandón, autoritario, egoísta. Sus necesitadas exigencias y la sed
por atención volvían loco a Kuon. Disfrutando de su poder, Yugo lo
había privado de utilizar todo objeto afilado, a excepción de la
cubertería, y al prisionero no le había quedado más opción que dejar
que el hombre le cortara las uñas y le afeitara la cara. Sin embargo,
mientras yacía desnudo, hecho un ovillo, el joven tenía que
admitirlo: el entrenamiento era un éxito.
«Mi cuerpo lo desea. Todas las tardes, anticipo su contacto.
Soy patético… repugnante. Lo único positivo es que salí de aquella
odiosa habitación blanca. ¿Pero salí a dónde? ¿Al corazón de
Sodoma y Gomorra? ¿A este vivero de enfermedades de
transmisión sexual? Voy a hacer pedazos su jodida querida
avestruz».
No estada preparado para admitir que se sentía más feliz en
compañía de Yugo que encerrado en aquella jodida habitación
blanca el solo. Por eso sólo podía verter su frustración en la
inocente silla, tapizada con los restos del pobre pájaro africano.
El criminal, que sólo hacía un momento abrazaba a Kuon tras
haberlo follado hasta dejarlo inconsciente una y otra vez, fumaba
tranquilo a su lado. Normalmente fumaba mucho, pero después del
sexo, consumía un cigarrillo tras otro; sus besos siempre tenían un
regusto a tabaco con sabor a vainilla. Su mano fría descansaba en
la cadera del joven, y todavía llevaba los vaqueros. La cremallera
estaba bajada y se le veía la ropa interior.
Ningún pensamiento sensato habitaba la cabeza del
prisionero, sólo un delirio alucinógeno. Abrumado por el cansancio
físico, no se molestó en analizar sus pensamientos; miraba la luz del
sol que dejaban pasar las cortinas de la habitación.
«Me pregunto si el fantasma de la atormentada y asesinada
avestruz sigue aquí, con sus restos. ¿Está descansando? Si es así,
¿qué piensa al ver que su propio cuero es restregado por el culo de
este cabrón desalmado?».
Se sentía amodorrado. Sus somnolientos ojos, capturados
por la luz iridiscente que jugaba en las gotas de la lámpara de
araña, perdieron la habilidad para moverse. Se distanció del mundo
y sobrevoló el límite de la realidad. La mano libre de su captor, que
le acariciaba los cardenales del costado y de la espalda, lo ayudó a
dormir.
—Kuon… —llamó Yugo, aunque el joven no reaccionó—.
¿Con qué sueñas?
El prisionero se despertó de golpe, se dio la vuelta y miró al
criminal. Su cara completamente pálida.
«¿Q… qué?», quería preguntar, pero sus labios se abrían y
cerraban sin emitir sonido alguno. El tonto pensamiento de que, tal
vez, había guardado silencio demasiado tiempo y había olvidado
cómo hablar cruzó su mente. ¿Y si sus cuerdas vocales se habían
atrofiado y ahora eran inútiles? Sacudió la cabeza, intentando
librarse de la diabólica sugerencia. Se levantó y fue descalzo al
aseo.
—¡Deja que te lave! —Yugo salió corriendo de la cama para
seguirlo.
Kuon sintió una ardiente ola de vergüenza rompiendo en su
cara.
«Y una mierda, no voy a dejar que me laves el culo». Corrió
al cuarto de baño, le dio un portazo en las narices al criminal y
buscó con los dedos el pestillo.
Cuando el hombre embistió la puerta y lo desequilibró hacia
el lado opuesto del cuarto de baño, se golpeó el hombro contra la
pared de azulejos beige.
Yugo entró en la estancia con los puños apretados; los ojos le
brillaban con furia.
—No vuelvas a atreverte a cerrarme la puta puerta en las
malditas narices. La próxima vez que lo hagas, la romperé junto con
tus bonitos dientes —amenazó mientras se acercaba.
El prisionero, que se frotaba el hombro dolorido, no
respondió. Cerró los labios con fuerza y le dirigió al criminal una
mirada que valía mil palabras. Sacudió la cabeza, se acercó a la
taza del retrete y se quedó quieto. Le llevó dos segundos darse
cuenta de que el hombre no le iba a dar privacidad. Le lanzó una
mirada sarcástica y abrió los brazos haciéndole una pregunta muda
que sólo podía significar: «¿de verdad vas a mirar?».
—Ohhhh, ¡quieres mear! —El rostro de Yugo se encendió con
una sonrisa. Con toda la oscuridad desaparecida de sus facciones,
se acercó a Kuon y le rodeó la cintura con sus brazos musculados.
Apoyó su barbilla afilada en el hombro del joven y le envió a la oreja
su cálido aliento—. Quiero mirar. Muéstramelo.
El prisionero se hizo a un lado a toda velocidad, se giró y
empujó al criminal en el pecho con las dos manos como diciendo:
«lárgate».
«Hace un minuto amenazó con romperme los dientes y ahora
quiere un abrazo? ¿Qué cojones le pasa?». Apretó los dientes y
tragó saliva con fuerza. La cabeza le palpitaba, y tenía los puños
apretados; anhelaba golpear aquel rostro irritante y engreído.
—Venga, los dos somos hombres. Además, ya lo he visto
todo en todos lados. ¿Por qué ser tímido? —Una risa odiosa resonó
en el cuarto de baño. Yugo interceptó la mano de Kuon, evitando
que un puñetazo le alcanzara los dientes y lo acercó—. No seas
tímido. Deja que te ayude.
El criminal dirigió al jadeante joven hacia el inodoro y rodeó
con los brazos su cuerpo musculado. Le agarró la flácida polla y
apuntó al corazón de la taza de porcelana blanca. Su pecho
quemaba la espalda de su prisionero y una humedad pegajosa
persistía en su piel.
—Kuon, estás malgastando nuestro tiempo —dijo mientras
miraba con curiosidad infantil el capullo—. Vaaamos, ¡deja que
gotee!
El joven puso los ojos en blanco, suspiró y enterró la cara en
las manos, asombrado por lo que la enfermiza y febril imaginación
de aquel pervertido podía idear.
—¿No funciona? Deja que te ayude —dijo Yugo con una
especie de conmiseración. Apoyó una mano en el bajo vientre del
prisionero, lo frotó con un movimiento circular y después le presionó
la vejiga—. ¡Vamos!
Los nudillos de Kuon se pusieron blancos. Cerró los ojos y
contó hasta diez, para intentar controlar su ira y no destrozar la
hermosa oreja de su captor.
—Vale, si no quieres mear, ¿por qué no continuamos dónde
lo habíamos dejado? —preguntó el criminal con voz melosa.
Dejándose caer de rodillas, tomó el flácido miembro de su prisionero
en la boca y envolvió su carne dolorosamente sensible con una
suavidad increíble.
«¡Qué hijo de puta!», pensó el joven, asqueado. Si aquellos
ansiosos labios no paraban en aquel instante, seguro que pasaba
algo malo. Apartó la cabeza del hombre y se puso de frente al
impecable inodoro.
A Yugo se le iluminaron los ojos, le hacían chiribitas. Se puso
en cuclillas y apoyó su barbilla en las manos, con la curiosidad de
un niño que ve como una crisálida se transforma en mariposa. Kuon
lo intentó. Cerró los ojos, se concentró, pero no salió nada. La
mirada curiosa y burlona con la que el criminal le taladraba la polla,
le estrangulaba mentalmente la uretra.
Viendo que no goteaba nada, Yugo estiró el brazo, queriendo
volver a tocar la verga de su prisionero. Su mirada empujó al límite
el orgullo del joven, que rugió como un animal herido y salió hecho
una furia del baño.
La puerta cerrada no fue un obstáculo. Kuon no lo pensó dos
veces antes de echarla abajo de una patada. Emanando furia, se
encaminó con paso firme pasillo abajo, pasando por delante de los
aturdidos empleados del hogar. Fue hasta el aseo de invitados que
había usado no hacía tanto tiempo y cerró la puerta de un portazo.

G , se habían reducido
últimamente a la simple pero aburrida tarea de vigilar a Kuon, había
cambiado de ubicación y ahora se apoyaba en la pared de la
habitación de Yugo. Le llevó un rato darse cuenta de lo que tenía
que hacer cuando vio el blanco trasero del prisionero marchando
pasillo abajo, rezumando un aura asesina. Se estaba rascando la
cabeza, pensando en seguirlo, cuando su semidesnudo jefe,
riéndose a carcajadas, salió despacio del dormitorio.
—¡Kuon! —llamó el criminal, pero el joven no disminuyó la
velocidad. Miró a su subordinado y le preguntó con voz contenida—:
¿Lo has visto? Tiró la puerta de una patada. ¡Increíble!
El deleite iluminaba su sonrojada cara. Cordialidad y felicidad
brillaban en sus ojos.
El guarda inclinó la cabeza, pero no dijo nada.

Y K en el baño. Lo agarró por el codo y lo forzó


a ponerse de frente a él. Le acercó su sonriente cara, le cubrió la
fina línea blanca de la boca con los labios y le dio un lametazo por el
borde con su lengua exigente. El enojo del joven se calmó, sus
hombros se relajaron y sus ojos perdieron su mirada fría. Abrió los
labios y dejó entrar a su captor.
—De verdad que quiero verlo. ¡Por favor, Kuon! —susurró
suplicante el criminal, pegado a la boca de su prisionero.
Yugo nunca le había suplicado nada. Exigía, ordenaba, pero
nunca pedía amablemente. Y cuando lo rechazaba, se cabreaba.
Por eso, Kuon se sintió en conflicto. Titubeó un momento,
preguntándose si cooperar sería o no buena idea. Mostrar ese tipo
de cosas nunca había formado parte de sus fantasías sexuales.
Sólo pensar en ello despertaba resentimiento en el fondo de su
corazón; pero, por otro lado, ¿y si le mostraba a Yugo que con un
simple por favor podía conseguir mucho más que con pura
violencia? ¿Y si el hombre nunca había desarrollado unas simples
habilidades comunicativas y no tenía ni idea de cómo lidiar con la
gente? Esa idea ya se le había ocurrido antes. Aún inseguro de
hacer lo correcto, asintió ligeramente con la cabeza, decidiendo
darle una oportunidad y no rechazarle si lo pedía adecuadamente.
—¿Puedo tocar? —preguntó el criminal, lamiéndose los
labios. Su mirada lujuriosa se deslizó a lo largo de la larga y blanda
polla del joven, del glande cubierto con el prepucio. Parecía tan
nervioso como un niño que no quería seguir enfadando a sus padres
y se esforzaba por comportarse.
Cuando el muchacho volvió a asentir titubeante, a Yugo se le
escapó una risa. Apoyó la barbilla en el hombro de su prisionero, le
agarró el miembro y apuntó el capullo al centro del retrete.
«No puedo creer que esté haciendo esto. Kuon cerró los ojos
e intentó relajarse, pero no sucedió nada. La vejiga le dolía con la
presión, pero seguía sin salir ni una gota. Los dedos de su captor en
su minga, la ardiente mirada, la barbilla sobre su hombro; todo lo
distraía, todo estaba asociado con el sexo y no con sofocar sus
necesidades naturales.
Podía sentía el ardor radiactivo que exudaba el pecho del
criminal penetrando en su cuerpo a través de la piel, mutando sus
células, cambiándolo. El hombre le acarició el cuello con sus labios
fríos y susurró:
—¡Haz pum-pum con tu artificiero!
La ridiculez de la situación llevó el autocontrol del joven
mucho más allá de sus límites. Su cabeza cayó hacia atrás y una
risa ruidosa sacudió su cuerpo.

A que oía una risa tan diáfana, Yugo se


animó. Kuon desbordaba júbilo; sus ojos llorosos brillaban mientras
las lágrimas se escapaban de las esquinas de sus ojos como
pequeños rayos. Cuando abrió los labios, su captor, hipnotizado, no
pudo apartar la mirada de la sensible superficie rosa de su boca.
El criminal había oído reír al joven varias veces, pero nada
como aquello. Normalmente, eran cortas risas nerviosas o histéricas
las que sacudían el cuerpo del muchacho, pero esta vez era
diferente. Viva. Real. Alegre. A Yugo le encantó. Sonrió, abrazó a
Kuon y descansó la frente en el recodo de su cuello.
El prisionero no podía parar de reír, pero había algo positivo
en ello. Su problema psicológico pareció desaparecer y un líquido
amarillento fluyó en un fuerte chorro inodoro abajo.
—¡Kuon, deja de reír! ¡Estamos fallando! —soltó el criminal,
poniendo toda su atención en el proceso de dar en el blanco, pero
eso sólo añadió combustible al fuego.
Incapaz de mantenerse derecho, el joven se dobló por la
cintura. Sus temblorosas manos golpearon la pared de azulejos en
busca de apoyo, mientras un nuevo ataque de risa se iniciaba con
fuerzas renovadas. El goteo dibujó figuras en el aire, inundándolo
todo a su alrededor.
—Joder, Kuon, ¡esto no es nada sexy! ¡Deja de relinchar
como un caballo! —dijo Yugo con voz seria y concentrada,
intentando operar la polla, doblándola a un lado u otro en una
desesperada puja por dar en el blanco.
Cuando el prisionero terminó y los últimos calambres de su
desvanecida risa se transformaron en silencio, el criminal,
sintiéndose exhausto, retrocedió lentamente.
—Qué vergüenza… Lo hemos inundado todo —dijo con voz
deprimida— ¿Estás contento? Te las has apañado para reducir a
pedazos mi fantasía sexual.
Cuando miró a Kuon, se le secó la boca. La metamorfosis
que se estaba llevando a cabo en el rostro del joven era
sorprendente. La cálida y amable sonrisa que reinaba en aquella
apuesta cara hacía sólo un momento desapareció bajo la mirada de
su captor. Al ver el asombro del hombre, la expresión cambió y una
máscara impenetrable de indiferencia reapareció en su rostro.
—Kuon, —El criminal acercó al muchacho y besó sus
reticentes labios—, quiero limpiarte. No es bueno dejar mi esperma
dentro.
Dio un paso adelante y no le dejó a su prisionero otra opción
que retroceder. Una y otra vez, paso a paso, guio el fuerte cuerpo
hacia atrás. Recorrió con las manos los brazos del joven,
acariciando sus músculos. Con los párpados caídos, le plantó
ligeros y persistentes besos por toda la boca.
Cuando la espalda de Kuon presionó la fría superficie de la
pared de azulejos de color azul claro de la ducha integrada, y no
había más espacio para seguir moviéndose, Yugo le rodeó el torso
con los brazos. Con un contacto ligero como una pluma, contó con
las yemas de los dedos los ondulados y rojos cardenales de la
espalda del joven. Sus insaciables labios se deslizaron por la
barbilla del muchacho hacia su cuello y chuparon con fuerza la piel
sensible.
Un ruido ligero, demandante, en el fondo de la garganta de su
prisionero, envió escalofríos por la columna vertebral de Yugo. Para
intentar ocultar su piel de gallina, abrió el agua; los chorros de agua
caliente los envolvió en una red de titilantes salpicaduras.
«Qué jodidamente hermoso…», pensó, mirando fijamente a
Kuon bañado por el agua. Con los labios abiertos, la mirada febril y
el pelo oscuro, ahora lo suficientemente largo como para cubrirle los
ojos, alborotado sobre su elevada frente, el detective era irresistible.
El criminal tragó saliva. La sangre le bajó a la ingle y el deseo
de derretir sus cuerpos en una dulce e intoxicante carrera borró todo
pensamiento de su cabeza.
Presionó la bomba de la botella del gel de ducha y un líquido
amarillo con textura como la miel, le llenó la mano. Extendiendo la
sedosa textura entre los dedos, deslizó las manos por los muslos de
su prisionero. Dio un paso adelante. Colocó una rodilla entre las
piernas del joven y se las separó.
Lamiendo el agua que corría por la cara del muchacho y
envolviendo su sensual pecho, estrujó su tonificado trasero.
Mientras generaba espuma bajo los movimientos circulares de sus
manos, el gel chorreaba por las piernas de Kuon, se arremolinaba
alrededor de sus pies y desaparecía por el desagüe.
Le mordió el lóbulo de la oreja y presionó sus labios en el
lateral del cuello en un beso duradero que hizo florecer una mancha
roja. Abrió la boca y la deslizó hacia abajo, no besando, no
mordiendo, pero quemando la piel de su prisionero con el largo
lamido de sus labios y de su lengua. Sus dientes atraparon una
protuberante clavícula y se hundieron en la carne con fuerza
suficiente como para dejar marca, sólo para aliviar la piel afectada y
enrojecida con la lengua.
Sus dedos resbaladizos, tras toquetear y jugar con las
perfectas nalgas del joven lo suficiente, se movieron hacia el centro.
El muchacho se estremeció. Tenía la cabeza agachada y presionaba
la sien contra un lado de la cabeza de Yugo, enviándole su cálido
aliento a la oreja.
Kuon estaba sensible allí abajo y aún bajo los chorros de
agua tibia, su piel estaba caliente. Su arrugada entrada, hinchada
tras la larga sesión de sexo, se abrió sin resistencia dejando entrar a
los dedos de su captor.
Sus entrañas palpitantes se retorcieron alrededor de los
dedos del criminal, chupándolos como si pidieran aún más.
Resbaladizas, suaves, húmedas, y convulsionando de forma febril,
despertaron en el hombre una sed profunda y pura, el cegador
deseo de perseguir su propio y primitivo placer. Su polla se movió en
sus vaqueros contra la ingle del joven. El muchacho retorció las
manos. Cuando unos dedos temblorosos le agarraron los hombros,
el corazón de Yugo se detuvo por un segundo.
«Hostias», pensó, jadeando contra el hombro de su
prisionero.
Durante su tiempo juntos, había descubierto que el cuerpo de
Kuon era especialmente sensible después del sexo. Cada toque de
la piel irritada le producía un placer dulcemente doloroso, lo cual
producía una asombrosa ola de excitación. Pero aun sabiendo todo
eso, el agarre desesperado y frenético del joven a su piel lo dejaba
siempre sin respiración.
Tibios y espesos signos de su propia presencia le chorreaban
por la muñeca, se diluían con el jabón y el agua. Abriendo y
cerrando los dedos y extrayendo las últimas gotas, acarició las
delicadas y tibias profundidades de aquellas temblorosas entrañas.
El calor que se originó en su cabeza se extendió a través de
su cuerpo, enervando su sed. Su adicción al cuerpo de su prisionero
crecía cada día. No importaba cuantas veces lo hubieran hecho,
Yugo siempre ansiaba más. Incluso un pequeño y efímero toque de
la piel del joven intoxicaba su mente, abrasándolo con deseo.
Pasó el brazo bajo la rodilla de Kuon, y le llevó la pierna
alrededor de la cadera, cubierta con un vaquero empapado. Su sexo
erecto se tensó bajo la tela húmeda, frotando contra la entrepierna
del joven.
El criminal acercó al muchacho aún más. Colisionando sus
pechos, lo besó en la sien y el contacto de algo caliente en su
abdomen envió millones de pequeños impulsos eléctricos desde su
estómago hasta su pecho y sus extremidades.
Se apartó de la piel sensible y miró hacia abajo, a la carne
erecta y palpitante de su prisionero. Sus labios se estiraron en una
sonrisa y su mirada subió deambulando hasta alcanzar el rostro del
joven.
Torrentes de agua corrían por los pómulos sonrojados por la
excitación de Kuon. Sus labios abiertos dejaban salir una respiración
rápida y ronca, sus ojos estaban oscurecidos, eclipsados por la
pasión que salpicaba su interior. Mirando aquella cara, brillante con
salud y excitación, Yugo pensó en lo joven que aún era.
En aquel momento, más que nunca, el muchacho le
recordaba a un hermoso y poderoso dios griego: magnífico, fuerte,
apasionado y honesto con sus deseos. Se le incendió la sangre al
mirar aquellos ojos melancólicos. Ansiaba poseer cada célula de
aquel cuerpo perfecto, obligar al joven a someterse, hacerse con el
control de todo pensamiento y emoción hasta que sólo quedara él.
—Me perteneces —susurró. Sus dedos subieron por la
musculosa espalda de Kuon, se deslizaron por el cuello y una lisa
mejilla hasta que se encontraron con los labios. Su pulgar separó
aquellos labios hinchados y su lengua invadió la adaptable boca.
El joven arqueó la espalda y se doblegó inconscientemente a
su voluntad. Chorros de agua golpeaban su pecho y se
desperdigaban en todas direcciones en millones de gotitas.
Yugo interrumpió el beso y se dejó caer, golpeando el suelo
con las rodillas y dejando a su prisionero sin soporte, sin equilibrio.
Intentando mantenerse en pie, el muchacho se apoyó en la pared de
azulejos y separó mucho las piernas.
La cabeza del criminal estaba a la altura perfecta para tomar
el brillante capullo de Kuon en la boca. Besó la punta y después
chupó toda la longitud. Latía en su lengua y un débil sabor salado
invadió su boca.
—Ahhhh… —El prisionero no se contuvo. Entrelazó los
dedos en la húmeda masa del pelo de su captor y lo agarró, tiró de
él en un deseo desesperado por obtener más.
Yugo introdujo dos dedos en las vibrantes entrañas del joven
y estiró los suaves músculos, calentándolos. Al lamerle las zonas
más sensibles, sumergió al joven en el abismo del placer. El
muchacho se retorció, se dobló y gimió en las manos de su captor.
Perdió la cabeza; sus ojos inconscientes brillaban, reflejando su
estado mental. Mientras sostenía el cuerpo de Kuon, el criminal se
sentía como un maestro herrero trabajando un metal maleable.
Pero la insatisfacción hizo mella. Aquello no era suficiente.
Las caricias se detuvieron. Los inexpresivos ojos de color
marrón oscuro del prisionero se abrieron con descontento y miraron
a su torturador a la cara.
«Deslumbrante», pensó Yugo, luchando con el fuerte deseo
de inmovilizar al joven. Su corazón martilleaba, la sangre resonaba
en sus oídos y hervía en sus venas. Estrujó con los dedos la base
de la polla del muchacho y esbozó una sonrisa sádica. La confusión
de Kuon le encantaba.
Cuando el labio inferior le tembló, el joven se lo mordió con
un colmillo. Se dejó caer al suelo y se arrodilló; su cara mojada
apareció al mismo nivel que la de su captor. Deslizó las manos por
sus robustos hombros y sus ojos se iluminaron con pura lujuria. Se
inclinó hacia adelante esperando obviamente un beso.
—Kuon… —susurró el criminal. Se lamió los labios, el sabor
salado del líquido preseminal persistía en su lengua—. Pídeme que
siga…
Pero el prisionero no respondió. Parecía como si su
consciencia hubiera escapado de su cáscara física sin dejar nada
atrás, salvo el primitivo deseo del placer carnal. Sus ojos eran unos
pozos de excitación sin fondo. Aquellos ojos absorbieron el alma de
Yugo, le exigieron que se acercase y le dejase saborearse a sí
mismo en sus labios.
Unos tímidos labios acariciaron los suyos y un sabor
mentolado invadió su boca. Una lengua abrasadora tocó el borde de
sus labios y se desplazó lentamente entre ellos.
«Hostia puta…». Una vibración se engendró en la
profundidad de su médula y se dispersó por todo su cuerpo en
forma de arrebatos temblorosos. Se esforzó por contenerse, por no
atacar al joven y devorarlo. Necesitaba que se sometiera, que lo
aceptara. Necesitaba romper el muro que su prisionero había
construido a su alrededor.
Rodeó con la mano el miembro de Kuon y le hizo unas pocas
caricias. Al verlo estremecerse, sonrió.
—Di mi nombre. Pídeme que continúe. Habla conmigo, deja
que te oiga —susurró con voz profunda, pausada. Sus labios
escaparon de los labios perseguidores del joven y se deslizaron
sobre su cuello.
El muchacho no parecía haber oído una palabra. La
necesidad lo abrumaba, llevando olas enloquecedoras de excitación
a su piel. Yugo las sentía tan claras como si fueran vibraciones
físicas de aire comprimido. El prisionero le agarró los hombros, le
dobló una rodilla hacia adelante y lo empujó al suelo.
—Vaya… —murmuró el criminal—. Nunca pensé que podría
pasar algo así.
Apoyado en un codo, no podía desviar su mirada llena de
admiración del apasionado joven, que parecía estar poseído por otra
persona. El muchacho se había vuelto rapaz, agresivo y brusco,
reclamando lo que quería con uñas y dientes.
Por primera vez, Kuon besó voluntariamente el cuerpo de su
captor.
Le rozó con los labios la piel y le dejó un rastro sensible en el
abdomen. Con dedos impacientes, tiró de la húmeda tela vaquera
para bajársela de las caderas mientras descendía y le acariciaba
con la nariz los muslos, abrasándolos con su agitada respiración.
Titubeó antes de que su sonrosada lengua apareciera entre los
labios y le tocara la punta de la polla. Cuando una gota cristalina
apareció en la abertura, el deseo de lamerla y sentir su dulzura
floreció en su cara excitada.
Yugo gimió cuando su verga se deslizó en la boca de su
prisionero. Vio como sus pesados párpados ocultaban sus ojos
marrones y una gota de saliva le bajaba por la barbilla.
Quería correrse. Su excitación era demasiado fuerte como
para contenerla; la presión en la boca del estómago, insoportable. Al
intentar extraer su nombre de aquellos labios, no torturaba sólo al
joven sino también a sí mismo.
—Kuon… —Entrelazó sus dedos en la húmeda melena del
muchacho y con suavidad le apartó la cabeza de su miembro
pulsante. Se levantó, lo agarró por el codo y lo puso en pie de un
tirón.
Las manos del prisionero golpearon la pared cuando su
captor, con la impaciencia acelerando su sangre, lo empujó hasta el
final de la cabina de ducha. El hombre apoyó una mano en el centro
de su espalda y presionó su ardiente pecho contra la pared
azulejada. El joven se estremeció y respiró entre dientes.
En anticipación, separó los pies y arqueó la espalda.
A Yugo se le puso la piel de gallina. Se sentía como si
volviera a tener trece años, cuando había visto porno por primera
vez en su vida, acariciándose con una mano sudorosa y temblorosa.
Anhelaba follar a Kuon hasta dejarlo grogui, enterrarse en su
trasero voluptuoso y deleitar su mirada con la visión de su palpitante
entrada. Pulsaba, pidiendo ser llenada, amada, satisfecha. El deseo
incontrolable de saborear aquel agujero hambriento jugaba con su
cerebro.
—Joder, Kuon… qué bonito —susurró, se lamió los labios, se
dejó caer de rodillas y tocó con la boca la entrada arrugada,
estrujando la base de su propia polla en un deseo de no correrse…
todavía.
Cuando su lengua, cálida y resbaladiza, entró en el cuerpo
del joven casi sin resistencia, saboreó jabón en su boca. Un sonido,
entre queja y rugido, lleno de decepción, salió de la laringe del joven
que, temblando, dejó caer la cabeza.
—Yugo… —susurró el prisionero.
El criminal cerró los ojos mientras unos calambres
fantasmales oprimían su pecho. Tuvo que flexionar los músculos
para dominar la repentina comezón bajo su piel. La primera palabra
que había salido de aquella boca después de largas y agotadoras
semanas de silencio fue su nombre. Pero segundos después, oyó
otra que lo contentó aún más y que curvó sus labios en una tonta
sonrisa.
—Cabrón…
—Estoy aquí. —Sus intestinos se retorcieron en un calambre
doloroso; seguir conteniéndose parecía imposible. Sus órganos
internos ardían, su sangre hervía y su piel ansiaba obtener un
respiro. No podía pensar con claridad, hasta la vista lo traicionaba,
estrechándose en un pequeño punto: el firme trasero de Kuon.
Se levantó, agarró el torso del joven con sus brazos y entró
en su tembloroso cuerpo de una vez. Resbaladizas, temblorosas,
suaves, las entrañas del muchacho se cerraron a su alrededor con
una alegría dulce y cálida. Un suave gemido lleno de languidez y
contento resonó en el cuarto de baño.
Una penetración, y otra, y otra más. El prisionero arqueó la
espalda, estremeciéndose, derritiéndose y desvaneciéndose bajo
las manos posesivas de Yugo. Con los ojos nublados por la
excitación, giró la cara a medias, con la boca abierta, esperando un
beso. El criminal dudaba que el joven fuera consciente de lo que
estaba pasando a su alrededor. Su habilidad para controlar sus
movimientos también parecía perdida. Sus manos, golpeando y
deslizándose por la pared, dejaban sus huellas en la superficie
mojada de los claros azulejos. Sus labios se movían por sí solos,
balbuceando constantemente un único nombre.
El cuerpo de Kuon convulsionó y un largo y necesitado
quejido salió de sus labios. Sus músculos interiores se contrajeron y
se cerraron dolorosamente alrededor de la longitud del criminal. Sus
ojos oscuros se pusieron en blanco.
—Joder —gimió Yugo, apretando los hombros de su
prisionero. Tiró de él y lo acercó, presionando su pecho contra
aquella espalda empapada de agua. La cabeza le daba vueltas, la
visión le dejó de funcionar, su corazón aporreaba su caja torácica.
Le dio una punzada en el pecho y por un momento creyó estar
sufriendo un ataque al corazón. Se inclinó hacia adelante a la vez
que el joven se inclinó hacia atrás. Sus alientos calientes se
mezclaron e intoxicaron su exacerbado cerebro. Jadeó y un jugo
abrasador dejó su cuerpo, marcando las entrañas del joven.
El criminal jadeaba, flotando entre el sueño y la realidad. Sus
labios, irritados por los besos, esbozaron una sonrisa de
autosatisfacción mientras cariñosamente abrazaba a Kuon. Su
flácido miembro se deslizó del cuerpo relajado y unos dedos
diestros lo reemplazaron. El joven, relajado después del sexo, cerró
los ojos y le cedió su peso, dejándole que vaciara su cuerpo de la
evidencia de su desenlace.
CAPÍTULO 15

E sólo para volver a cerrarlos.


Memorias vivas y bochornosas de su último coito se repetían en su
cabeza. Apretó la mandíbula en un intento por contener la
demoledora cascada de frenéticas emociones.
«¡Vete a la mierda, Kuon!», gritó mentalmente. Las palabras
resonaron en su cerebro emocional y vulnerable. Dominado por el
autodesprecio, emitió un largo quejido. «Casi le rogué que me
follara. Se apoderó de mi cuerpo y de mi mente. Lo único en lo que
puedo pensar son sus manos, sus labios y el sonido de su voz.
Quiero que… Joder, qué patético. ¡Esto es lo peor! Kuon, ¿te has
vuelto loco? ¿Has perdido la cabeza? ¿Por qué cojones ansías
tanto su contacto? ¿Por qué me pone tan cachondo que pierdo la
cabeza?».
Al levantarse, ignoró el ligero dolor que tenía en la espalda y
el trasero. Los acontecimientos seguían repitiéndose en su cabeza
mientras su mente febril buscaba una explicación. Pero al
encontrarse con un punto muerto tras otro, se sentía atrapado,
abrumado. Miró a su alrededor como un animal acorralado. Gracias
a todos los dioses, estaba solo.
«Dejé que me sostuviera la polla mientras meaba… ¿Qué me
pasa? ¿Estoy enfermo? Cada día que pasa me cambia un poco.
Aun encima de corromper mi cuerpo, ahora también ha retorcido mi
moral. Quiero morir…».
Perdió las fuerzas y volvió a caer en aquellas sábanas que
olían como el hombre al que pertenecían. Un grito primitivo salió de
su boca. Lo único que quería era dormirse y no despertar jamás. Se
cubrió la cabeza con la almohada y cerró los ojos.
«Qué vergüenza. Y lo peor es que… en cierta forma… me
gusta su compañía. ¡Oh, mierda! ¡Kuon, venga! Para él no eres más
que un muñeco. Te romperá y después te desechará… esto es un
juego. Lo dijo él mismo, ¿lo has olvidado? Sólo es amable porque
quiere ser amable. Porque hace tiempo que no lo cabreas. ¿Has
olvidado el sabor de su látigo?».

D , Kuon estuvo sentado al borde


de la cama con el pelo entre las manos. Intentó con todas las fibras
de su ser calmar sus emociones tumultuosas.
«No me debería dejar llevar por falsas esperanzas. No siente
nada por mí. No soy más que otro joven al que follar para
entretenerse. Sólo un juguete con el que jugar hasta romperlo.
Entonces, ¿por qué cojones es tan amable conmigo? ¿Por qué?
Esto me está volviendo loco. ¿Y por qué estoy tan pirado que quiero
saber lo que piensa? Vínculo emocional con el secuestrador… esto
no es más que un vínculo emocional con mi secuestrador».
—¡Uffff! —gritó. Agarró la almohada y enterró la cara en su
suavidad.
La puerta se abrió y Yugo entró con una bandeja llena de
comida.
—¿Hambriento? —preguntó de buen humor. Al ver la
almohada retorcida que Kuon tenía en las manos, la curiosidad
iluminó sus ojos. La comisura de la boca le tembló y se levantó poco
a poco—. ¿Qué haces?
Dejó la bandeja, intentando no derramar nada, y se sentó
junto a su prisionero. Le quitó la almohada y la dejó a un lado.
Aún incapaz de ordenar sus embarulladas emociones, el
joven bajó la vista y no respondió. La sombra de la decepción
endureció las facciones del criminal y borró su sonrisa asimétrica.
—Kuon, creía que habíamos superado esta fase. Apasionado
en la cama, indiferente fuera de ella. ¿Qué intentas decir? Deja ya
este juego. Habla conmigo.
—Deja que me vaya. Te prometo que me iré de Viena y
nunca iré a por ti. No diré nada. ¿Por favor? —contestó el
prisionero, apenas audible. No se hacía ilusiones. Ya no—. ¿Cuánto
tiempo me vas a retener aquí? ¿No es ya suficiente? ¡Deja que me
vaya o mátame!
Yugo se quedó paralizado, sobresaltado.
—No puedo. Si te dejo ir, te marcharás.
Se hizo el silencio en la habitación. Kuon usó toda su
capacidad mental para tratar de descifrar las palabras del criminal,
pero su significado se le escapaba. Sacudió la cabeza intentando
librarse del delirio.
—¿Te sientes mal aquí conmigo? ¿Te repugna mi contacto?
¿Por qué te quieres ir? ¿Qué es lo que te hace infeliz? Lo tienes
todo: buena comida, una cama caliente, un sexo genial conmigo. Te
trato bien, ¿verdad? ¿Por qué no puedes ser feliz? —La mirada
penetrante de Yugo estaba clavada en los labios abiertos del joven.
El prisionero examinó el rostro de su captor, pero su
expresión era seria; no había signos de broma en su ceño fruncido y
sus labios apretados.
«Joder, lo dice en serio… de verdad…». Al ver las comisuras
caídas y la forma en que el hombre agarraba la sábana en un puño,
pestañeó. «Esto es absurdo».
Le temblaron los labios antes de estirarse en una sonrisa
tímida y perpleja. Sonrisa que se extendió por momentos hasta que
se transformó en una risa neurótica incontrolable. Ni siquiera sabía
por qué se reía, pero la situación era estúpida, imposible, una mala
comedia con un diálogo asqueroso y un argumento absurdo. Las
lágrimas le hacían cosquillas en los ojos y se los secó con el dorso
de la mano, asombrado por lo rara que era su vida. Cuando su
cuerpo dejó de temblar y su pecho dejó de respirar con dificultad,
apretó los dientes.
—Si cubres a un gato con una almohada intentará liberarse,
aunque no le estés haciendo daño. Me retienes aquí en contra de mi
voluntad, Yugo. Me robaste mi libertad. Has limitado mi mundo, lo
has reducido a ti y a estas paredes. Eres un criminal y mi deber es…
era meter a gente como tú en la cárcel. A tu lado, he empezado a
odiarme a mí mismo. Odio que me estés cambiando. ¿No has
jugado ya todo lo que te apetecía?
—¡No! —Soltó el hombre—. Come.
—Entonces mátame.
—No.
—¿Cuánto tiempo me vas a retener aquí?
—Te he dado una orden. ¡Coge el puñetero tenedor y
empieza a comer! —La voz de Yugo rezumaba enojo y sus nudillos
emblanquecieron.
«Es inútil…», pensó Kuon. Bajó la cabeza a los brazos,
cruzados sobre sus rodillas.

A D Yugo volvió a casa más tarde de lo habitual. Tras


estar ocupado toda la mañana, ansiaba ver a Kuon. Sentía como su
humor mejoraba con cada paso que lo acercaba al dormitorio. Abrió
la puerta y entró. La débil sonrisa que curvaba las comisuras de su
boca murió en su rostro.
El viento helado que se colaba en la habitación jugaba con la
cortina e introducía en el cuarto el olor fresco del bosque. Las luces
estaban apagadas y la estancia estaba llena de sombras
rocambolescas. Sábanas limpias cubrían la cama recién hecha,
pero su prisionero no estaba en ningún sitio. Tampoco estaba Greg,
que se suponía que tenía que seguirlo a todos lados.
Mientras miraba a su alrededor en busca de señales de
pelea, la angustia le revolvía las tripas y la inquietud le oprimía el
pecho. La habitación parecía limpia. Si había habido una pelea, los
rastros ya habían sido limpiados. Su corazón palpitaba con fuerza
cuando salió de la habitación. El ligero temor de que el joven
pudiera haber escapado le atenazaba la garganta y llenaba su boca
con un sabor amargo. Recorrió el pasillo abriendo todas las puertas
que se encontró en el camino.
Yugo percibió un suave siseo y giró la cabeza de golpe hacia
las escaleras. La criada, que llevaba un mono vestido negro, pisó el
último escalón; su delantal de encaje blanco susurraba con cada
movimiento. Al ver al hombre, redujo la velocidad e inclinó la cabeza
para saludarlo. Cuando pasó a su lado con la intención de entrar en
el cuarto de baño y él se dirigió a ella, sus hombros se tensaron.
—¿Has visto a Greg? —A pesar de intentar controlar el tono,
el criminal no pudo evitar que se notara su irritación y la mujer se
encogió.
—Está en el gimnasio con tu… invitado —balbuceó la
doncella. Se quedó quieta con la atención de un suricato que
observa el horizonte esperando el peligro. Sus ojos cautos lo
miraban con desasosiego.
Yugo frunció el ceño, descontento con la noticia. Ignorando a
la sirvienta, aceleró el paso, abrió la puerta del gimnasio de un
manotazo y entró en aquel espacio enorme. La gruesa goma azul se
hundió con su peso al pisarla. Cuando le llegó un fuerte olor a sudor,
dio un paso atrás y se apoyó en el marco de la puerta.
Dos animales salvajes daban vueltas a la habitación con las
espadas curvadas en elegantes poses, reduciendo centímetro a
centímetro y segundo a segundo la distancia que los separaba. No
pestañeaban y mantenían continuamente el contacto visual; sus
músculos estaban tensos e hinchados de sangre. Gruesas venas
azules se mostraban bajo sus pieles sudorosas.
Sus reflejos danzaban en el caleidoscopio de los espejos que
los rodeaban, repitiendo todos sus movimientos. La puesta de sol
coloreaba una parte del suelo de goma azul con un naranja sucio, y
la luz que penetraba por la ventana panorámica cubría sus cuerpos
con un cálido brillo dorado. Diversas toallas blancas estaban tiradas
por el gimnasio.
Kuon se lanzó hacia adelante con una combinación de golpes
rápidos al torso de su oponente, apuntando a su plexo solar, hígado
y costillas flotantes. Una patada baja intentó alcanzar la rodilla de
Greg por detrás.
El hombretón se desplazó y evitó la patada. Moviendo las
manos con tremenda velocidad para alguien de su tamaño, repelió
el ataque. Con expresión fría, fue a por el contragolpe. Su pesado
antebrazo apuntó al centro del bíceps del joven, buscando un punto
doloroso, intentando paralizarle el brazo. Cuando el muchacho
levantó la mano para bloquearlo, el asalto del guarda patinó hacia
su hombro por sus tonificados muslos sin causar serios daños. Pero
aun así Kuon tuvo que dar un paso atrás.
Los golpes que alcanzaban la piel dejaban marcas rojas e
hinchadas en los cuerpos semidesnudos. El sudor corría por la
columna vertebral del prisionero y coloreaba la tela vaquera de su
cintura de un azul oscuro. Yugo vio como su estómago subía
ligeramente con una respiración controlada. Los ojos del joven,
llenos de atención, estaban clavados en los de Greg.
Aunque parte del criminal quería exigir una explicación, la
curiosidad ganó. Quería ver al muchacho en acción, quería ver su
hermoso cuerpo en el calor del combate, radiando amenaza. Se
cruzó de brazos.
Kuon cambió la guardia, levantando más los brazos para
proteger la zona de la garganta a la que había apuntado el guarda
con su último golpe, y ajustó la distancia. Su estrategia de ataque
cambió a una serie de patadas altas y bajas. Pero su oponente, que
tenía la reputación de ser uno de los mejores luchadores del entorno
de Yugo, se desplazó hacia la izquierda. Cuando una poderosa
patada golpeó la parte inferior del pulmón izquierdo del joven,
lanzándolo contra la pared cubierta de espejos, el criminal dio un
respingo. El muchacho se agarró la cintura y cayó de rodillas; su
cuerpo se sacudía con un ataque de tos irrefrenable.
Yugo palideció. Avanzó lentamente para interrumpir, pero
Greg se acercó primero a Kuon y le tendió la mano. La sonrisa que
se mostraba en la tosca cara del guarda era una expresión
desconocida para el criminal. El prisionero, que respiraba con
dificultad, devolvió la alegre sonrisa y cogió la mano tendida.
—Abres demasiado los brazos. Mantén los codos más bajos.
Mi ataque te obligó a protegerte la garganta y desprotegiste el resto
del cuerpo. Mantén la atención en mi cintura, no me mires a los ojos,
no mires mis movimientos. Intentas predecirlos. No lo hagas. Deja
que tus instintos tomen el control. Busca huecos, oportunidades.
Deja que te defiendan tus reflejos y usa el cerebro para atacar.
¿Quieres volver a intentarlo? —El hombretón tiró del joven para
levantarlo y, al instante, el muchacho estaba en pie, tocándole el
hombro con su pecho desnudo.
Yugo empezó a sentir presión en la cabeza y su visión se
nubló con un pesado velo de celos y furia. Cuando dio un paso
adelante, sentía en los oídos y la garganta un martilleo que
resonaba en las yemas de sus dedos. Ya no veía a dos machos
peleando. Veía a un macho seduciendo a su hembra.
—¡Fuera! —rugió. Su corazón ardía con una emoción
aniquiladora y despiadada.
—Yugo, ¿cuándo volviste? —Kuon sonrió ajeno al humor de
su captor. Cogió una toalla del suelo y se secó el sudor que corría
por su brillante y enrojecida cara.
—¿Quién cojones te dio permiso para salir de la habitación?
—preguntó el criminal, acercándose a lo que consideraba su
propiedad.
—Venga… No puedo quedarme sentado sin hacer nada las
veinticuatro horas del día. —El prisionero volvió a sonreír; sus ojos
hacían chiribitas y sus movimientos, normalmente ágiles, ahora eran
fluidos gracias al calentamiento de los músculos y al acelerado flujo
de sangre.
—Me perteneces y me vas a obedecer. Sólo harás lo que yo
te permita hacer —afirmó implacable Yugo. El deseo de hacer daño
al joven nunca había sido tan abrumador. En aquel momento, más
que nunca, quería quebrarlo, forzarlo a someterse, hacerle pedir
clemencia.
—¿Por qué estás enfadado? No hice nada malo. Si temes
que intente escapar, te doy mi palabra de que no haré ningún intento
de camino aquí o de vuelta, ni durante el entrenamiento —razonó
Kuon. Su buen humor se desvaneció. La incomprensión y el
resentimiento hicieron su aparición y torcieron sus músculos faciales
en una mueca amargada.
—Por supuesto que no —soltó el criminal, agarrando a su
prisionero por los hombros y acercándolo. Tenía los ojos clavados
en los pozos sin fondo de sus pupilas—. Porque no vas a volver a
abandonar mi dormitorio.
—Estoy harto de tu egoísmo —explotó el joven. Con la
mandíbula tensa, le dio un puñetazo a su captor en la mejilla; sus
nudillos conectaron con el pómulo con un ligero sonido carnoso.
Por un momento, todo se difuminó y un tremendo dolor brotó
en la cabeza del Yugo. El lateral de la cara le ardía y le empezó a
palpitar. Dio un paso atrás, hacia la puerta, intentando contener el
dolor, pero perdió el equilibrio.
—Lo odio. ¡Te odio! Me tratas peor que a un perro. Me follas
de vez en cuando y en cuanto acabas me devuelves a una alacena.
¡No soy tu juguete sexual!
El criminal se limpió la sangre de la comisura de la boca y se
levantó. La visión le falló un momento. Con el corazón retumbando
en la garganta, se arrojó hacia adelante y contraatacó. Lanzó
puñetazos rápidos al torso de Kuon, apuntando a su esternón y a los
laterales de sus brazos; intentaba evitar hacerle daño, aunque
quería hacérselo de todos modos. Sus movimientos eran ligeros y
rápidos; ni siquiera su traje blanco, confeccionado con una tela
gruesa, era capaz de entorpecerlos. Cuando volvió a atacar, dos
golpes dieron en el blanco y lanzaron al joven unos pasos hacia
atrás.
El muchacho se dobló y se frotó el pecho dolorido. Sus
pulmones expulsaban roncamente el aire.
—Soy yo quien decide cómo te trato. No tienes derecho a
quejarte. Eres mi prisionero y tu vida está en mis manos. No eres mi
amante, no eres una mascota, eres una cosa y ya deberías de
haber aprendido tu maldito lugar hace tiempo —espetó Yugo con
rabia apenas contenida.
—¡Entonces trátame como una maldita cosa! ¿Por qué
cojones fisgoneas en mis sentimientos, cabrón? —La fachada
insensible se rompió y se cayó, dejó a la vista la decepción y el dolor
de Kuon. Cogió la toalla y se marchó furioso pasando por delante
del estupefacto criminal.
—No te he disculpado —afirmó el hombre, golpeando con la
mano la superficie de la puerta y forzándola a volver al marco.
—Te odio… —soltó el joven cuando unas manos empujaron
su cuerpo a un lado.
—Lo sé —susurró Yugo, cubriendo la boca de su prisionero
con la suya.
CAPÍTULO 16

—K ,¿ ? —Una densa nube de humo salió de la


boca de Yugo junto con la pregunta y se desvaneció en el aire.
Estaba sentado en el cálido suelo de goma, apoyado contra la
puerta de madera. La cabeza de su prisionero descansaba en su
regazo y los dedos largos y aristocráticos del criminal le alborotaban
lentamente su suave pelo suelto.
—¿Por qué te interesan mis sueños? —replicó el joven, que
aún sentía la adrenalina corriendo por sus venas. No esperaba que
las palabras del hombre le hicieran tanto daño.
Aquello era confuso, equivocado, doloroso.
No esperaba ser tan vulnerable a unas simples palabras. Y la
mano amable que le acariciaba el pelo removía sus emociones
contradictorias aún más.
Cerró los ojos con fuerza para aislarse del mundo exterior.
No deliraba sobre los sentimientos de Yugo. No creía que el
hombre lo amara; sin embargo, había albergado la esperanza de
que sintiera algo por él. Se equivocaba.
—¿Les preguntas a todas tus cosas qué piensan y con qué
sueñan?
—¿Estás enfadado? —El criminal se rio e inspeccionó el
gimnasio en busca de un cenicero; al no encontrar ninguno, tiró la
ceniza en el paquete de cigarrillos.
—Una cosa no puede enfadarse. No tiene sentimientos —
replicó indolente Kuon.
—¿Es siempre igual de difícil contigo? ¿Por qué no puedes
escuchar y hacer lo que te digo? —le reprochó Yugo, arrugando la
cajetilla con la mano. La agresividad se extendió por su cuerpo en
vibraciones visibles y envenenó su expresión facial.
—¿Qué? —espetó el prisionero. Se enderezó de golpe y miró
al hombre a los ojos. Las palabras resonaron en su cabeza; la rabia
le hervía la sangre—. ¿Por qué no puedes ver que estás rodeado
por seres humanos y preocuparte un poco por sus sentimientos?
El criminal le echó una mano a la mejilla, pero el joven reculó
y se alejó a rastras por el suelo de goma. Sentado y de brazos
cruzados, Kuon miró por la ventana.
El sol se estaba poniendo y sus últimos rayos naranja
coloreaban un abedul semidesnudo que se encontraba justo frente a
la abertura. El fuerte viento doblaba su tronco y sus ramas, haciendo
pedazos los restos del follaje muerto y descolorido. No se sentía
más fuerte que aquel árbol, igual de impotente, igual de vulnerable
frente a los avances de Yugo. No podía rehusar, no podía resistirse,
ni siquiera podía exigir privacidad sin consecuencias. La amabilidad
del hombre era superficial y se deshacía de ella fácilmente cuando
las cosas no iban como quería.
Un sabor amargo llenó la boca del joven y tragó saliva en un
intento por librarse de todo ello de una vez, del sabor amargo y de
sus inquietantes emociones.
—Vale, no te cabrees. —Una tímida sonrisa apareció en los
labios del criminal, que no bajó la mano extendida—. Lo permitiré.
Pero con una condición.
—¿Cuál? —Kuon giró la cabeza. Su corazón, lleno de alarma
y desconfianza, golpeaba con fuerza su caja torácica. Con el cuerpo
torcido, atravesó al hombre con una mirada cautelosa, pero la
esperanza que alcanzaba su rostro suavizaba sus facciones.
—Vendrás aquí sólo conmigo.
—¿Cómo puedes ser tan tirano? —preguntó asombrado el
prisionero, sacudiendo la cabeza. Aun así, se puso de rodillas, tomó
la mano de su captor y cerró el trato con un apretón. La calidez de la
mano de Yugo trepó por sus arterias y envió un suave cosquilleo a
las yemas de sus dedos.

L . Algunos llenos de
peleas y moratones, algunos callados y tranquilos, pero la mayoría
empapados con el almizcleño olor del sexo.
Aquella mañana se eternizó. Los negocios mantuvieron a
Yugo apartado de la casa y Kuon se aburría sin su compañía, sin el
único entretenimiento que le era permitido. Alterado, tras hurgar en
las alacenas, abrió las cortinas para dejar entrar la luz del día.
Se le cayó el alma al suelo y dio un paso atrás. La sangre
abandonó su rostro y dejó atrás un agudo sentimiento de temor. La
piel le hormigueaba; tembló y sacudió la cabeza.
—Noooo… —Una arena invisible le llenaba los ojos y la
garganta. Tuvo que pestañear varias veces para aliviar el picor.
Tras las rejas, dónde todavía existía la libertad, un grueso
manto blanco lo camuflaba todo. Copos de nieve fresca cubrían el
suelo y centelleaban en el sol de la mañana. Al caer, bailaban en el
aire y jugaban con el viento. El simple cambio de estaciones agitó
sus emociones aletargadas.
—Invierno… —susurraron sus entumecidos labios.
«¿Cuánto tiempo llevo aquí? He estado tan cómodo que me
he olvidado de todo. Ya ni siquiera intento escapar. Dejé de pensar
en ello. Yugo me quitó la libertad y yo le lamo las manos por ello…
No tengo derecho a llamarme oficial de policía. No tengo derecho a
llamarme hombre». Tragó el sabor salado de su boca y se mordió el
labio para suprimir su temblor. «¿Se debe sólo a que es bueno en la
cama? ¿A que es un poco amable conmigo? ¿A que me sostiene
cuando tengo pesadillas? No tiene más que decir mi nombre y voy
corriendo hacia él, esperando algo que ni siquiera existe, como un
idiota…».
Se acuclilló y se cubrió la cabeza con las manos. Lágrimas
diabólicas le llenaron los ojos y lo emborronaron todo a su alrededor.
«Tengo que salir de aquí…», pensó mientras inspeccionaba
la borrosa habitación. Le dio una punzada en el pecho y sus
pulmones rehusaron dejar entrar el aire. De repente, fue consciente
de los latidos de su corazón: duros, rápidos, irregulares. La presión
en sus tripas se incrementó como si una fuerza invisible le aplastara
las entrañas.
—Oye, ¿qué pasa? Es hora de que te patee el culo. —La voz
engreída de Yugo lo sacó de golpe de su pánico.
Kuon se dio la vuelta; no había oído abrirse la puerta. Su
corazón latía con fuerza en sus oídos. Tragó saliva, se lamió los
labios y su visión se aclaró.
El criminal se acercó con los hombros relajados y una
juguetona sonrisa dibujada en los labios. Parecía desear una buena
pelea.
Una mezcla de melancolía y dolor masticaba las tripas del
prisionero y le retorcía las entrañas. Le dirigió a su captor una
mirada significativa, pero a juzgar por la confusión escrita en su
apuesto rostro, el hombre no entendía su cambio de humor y Kuon
sabía por qué. Yugo no había hecho nada malo últimamente. Es
más, era amable y lo trataba bien.
El joven se levantó, inspiró y, sin decir palabra, se dirigió al
gimnasio.

L . Kuon no podía concentrarse. Falló


demasiados golpes, irritando manifiestamente al criminal. No era
una sorpresa que, al final de la segunda hora, su cuerpo estuviera
cubierto de marcas rojas que prometían volverse moratones negros
y azules. Regodeándose en su autocompasión, no prestaba
atención a los movimientos de su captor; se distanciaba del mundo
de vez en cuando y sólo volvía a él con la ayuda de los puños del
hombre.
El rostro de Yugo se oscurecía cada vez que un golpe en el
blanco mancillaba el cuerpo de su prisionero. Varias veces expresó
su preocupación, pero el joven nunca explicó nada; evadía las
preguntas con bromas, le pedía que no prestara atención.
—Basta —espetó el hombre, dirigiéndole una mirada
exasperada al muchacho. Enganchó la toalla del suelo y se la lanzó
a la cara. Sin limpiarse su propio sudor, salió con paso decidido del
gimnasio y lo dejó solo.
Kuon bajó los ojos y descansó la vista en el blanco y suave
tejido de rizo. Parecía tan suave y blanco como el agua cristalizada
tras la ventana.
Con la nieve blanca cubriendo el suelo, se sentía enterrado
vivo bajo la presión de su propia existencia. Una existencia que no
sabía cómo parar sin empeorar las cosas. Persiguiendo la
supervivencia, se adaptaba. Las sonrisas falsas y las expresiones
que había llevado demasiado tiempo como una máscara se
infiltraban en su naturaleza y le volvían cobarde, un putón; sometían
su voluntad.
Se limpió la cara empapada de sudor. Le dolía el cuerpo, sus
músculos temblaban, su cabeza palpitaba. Cuando salió del
gimnasio detrás de su captor, no se sentía más fuerte que un perro
apaleado.
—¡Yugo! —Una voz alegre sonó en la mansión y un chaval,
que no parecía tener más de dieciséis años, corrió hacia el criminal
y saltó a sus brazos, pasando a Kuon de largo. El suave olor de un
aliento fresco dejaba un fino rastro a su paso. Rodeó al hombre con
sus diminutos brazos y le hundió los tobillos en las caderas mientras
enterraba la cara en su cuello musculado, inspirando. Sus
afiladísimos codos de alabastro sobresalían, parecían dolorosos,
como si estuviera rotos.
Con semblante adusto, el prisionero examinó al chico.
Vestido con ropa veraniega, su complexión era frágil y flaca. Parecía
débil, mal alimentado, casi anoréxico, pero aquello no arruinaba su
macabra belleza. Su piel blanca tenía un tono azulado causado por
una red de venas ligeramente visibles bajo ella. La melena de pelo
rubio se enroscaba en su cuello, cayendo en una cascada de
suaves medias ondas sobre sus hombros angulares. Parecía ajeno
a este mundo, fantasmal.
El chaval levantó la vista. Su mirada intensa taladró el alma
de Kuon; sus ojos de color azul celeste eran grandes, pero no
infantiles. Le proporcionaban a su cara, ligeramente femenina, una
expresión depredadora antinatura. La forma en que inspeccionó al
prisionero era arrogante, al igual que su caída y caprichosa boca.
—Oh, vaya, ¿qué le ha pasado a tu cara? —dijo el chico,
desviando su atención a Yugo y al moratón rojo de su pómulo.
—Mío, ¿qué haces aquí? —preguntó el criminal, sosteniendo
el flaco trasero con las manos.
—Te echaba de menos. —El chaval se sonrojó, tocó la nariz
del hombre con el dedo índice y lo arrastró hacia su barbilla bien
afeitada—. Hace tiempo que no vas a verme.
Yugo sonrió, sus ojos miraban al chico con auténtica
adoración. Pero la atención de Mío ya había regresado al prisionero.
Kuon tragó saliva, se sentía como un intruso. Nunca había
visto aquella mirada en el rostro de su captor. La forma en que los
intensos ojos del chaval lo examinaban arriba y abajo dejó un
regusto amargo en su boca. Aquella escena no estaba hecha para
sus ojos, para los ojos de nadie. Parecía íntima y pertenecía a la
privacidad.
—Yugo, ¿quién es? —La mirada desvergonzada de Mío
seguía tanteando el cuerpo semidesnudo del prisionero.
—Es… —Por primera vez desde la llegada del chico, los ojos
del criminal deambularon hasta Kuon. Su expresión… ¿perpleja?
Abrió la boca como si fuera a decir algo, pero cambió de idea;
sonrió, se encogió de hombros y añadió—: No quiero que te
preocupes por cosas innecesarias.
Las palabras de su captor escocieron al prisionero. La
poderosa necesidad de marcharse en aquel instante le hizo un nudo
en el estómago, pero sus piernas se pegaron al suelo, rehusaban
moverse.
—Un nuevo juguete, ¿verdad? —Mío se movió nervioso en
los brazos de Yugo, su interés en Kuon se desvaneció en el aire.
«¿Un nuevo juguete?», resonaba en la cabeza del
prisionero; su pecho rígido hacía doloroso y difícil respirar como si
las palabras le hubieran dado una patada en el plexo solar.
—Yugo, llévame a la habitación —demandó el chaval,
haciendo pucheros. Sus rollizos labios estaban llenos y parecían
antinaturalmente rojos en su pálida cara. Para alguien tan joven,
parecían pecaminosos, besados, experimentados.
A Kuon le pareció erróneo.
—Mío, no es buen momento —intentó razonar el criminal,
pero aquellos ojos azul claro se llenaron de lágrimas.
El chico dio una patada al aire con su pequeño pie.
—No… no has tenido tiempo para mí ni me has invitado en
meses, ¿y me dices que estás ocupado? ¿Tienes tiempo de sobra
para tu juguete sexual y no para mí? Llevo mucho tiempo
portándome bien, ¡estoy cansado de esperar! —exclamó.
Su respiración se volvió superficial y rápida y salía de su boca
con sonidos roncos y agudos. Su frágil pecho subía y bajaba. Yugo
cedió, se rio y sacudió la cabeza.
—Por supuesto que no. Tú siempre eres mi principal prioridad
—susurró en la pequeña oreja de su equipaje de mano.
El chaval se derritió; esbozó una sonrisa suave y anhelante
hasta que sus ojos se encontraron con los de Kuon. Entonces su
expresión se endureció, sus ojos perdieron toda la ternura y alzaron
una mirada cruel y triunfante.
Aunque las palabras de Yugo estaban dirigidas a los oídos de
Mío, el detective oyó cada palabra como si hubiera sido susurrada
en su propio oído.
—Greg, lleva a Kuon a la biblioteca —ordenó el criminal,
cambiando el peso en sus manos. Sin mirar a su prisionero, mirando
sólo al chico, se fue directo a la habitación principal.
Los restos de las lágrimas se secaron en los ojos azul claro y
el chico, una vez más, le dedicó a Kuon una mirada despectiva. Sus
labios se estiraron en una sonrisa pícara revelando unos nacarados
dientes afilados.
—Greg… ¿quién es ese muchacho? —preguntó el prisionero
estupefacto, no quería aceptar lo que había pasado frente a sus
ojos. Lo único que entendía es que aquel chaval era especial para
Yugo.
—Es Mío, el sobrino del jefe. Parece joven, pero tiene veinte
años.
—¿Veinte? —Kuon miraba al guarda con la boca abierta. Se
quedó callado un rato, mientras pensaba en lo que había pasado—.
¿Son… íntimos? —preguntó con voz débil y culpable.
—El jefe piensa un mundo de él. Lo malcría demasiado. Y el
muchacho podría ser un actor brillante si quisiese. Un segundo está
llorando y al siguiente riendo a carcajadas. El jefe responde al
chasquido de sus dedos. Aunque ve a través de él, le deja hacer lo
que quiere. En cuanto a lo íntimos que son, será mejor que se lo
preguntes tú al jefe.

L ; se transformaban en
bichos estrambóticos y saltaban de las páginas, enredando la
agotada mente de Kuon. El tiempo se ralentizó hasta convertirse en
una eternidad torturadora. Intentaba leer, pero no podía
concentrarse en el libro que sostenía. Sentía calor en la cabeza y le
pesaba con todos los pensamientos que pululaban por ella. La
aparición de Mío había despertado nuevos y feos sentimientos en su
alma, unos de los que no se creía capaz. Unos que odió al instante.
No podía concentrarse en nada. Su mente tenía vida propia y
no dejaba de revisar los recuerdos del extraño encuentro. Detalles
inquietantes se arremolinaban en su cabeza, su memoria amplió los
ojos iluminados de Yugo y se desplazó a sus manos, sosteniendo
aquel frágil cuerpo.
Un calambre se extendió desde su pecho, dejándole una
sensación entumecida y hormigueante en las yemas de los dedos.
Se levantó y se volvió a sentar, limpiándose las manos pegajosas en
los vaqueros, intentando controlar su pulso acelerado.
«Lo llevó a la habitación».
La imagen del criminal sosteniendo el frágil cuerpo contra las
mismas sábanas contra las que lo había sostenido a él hacía sólo
unas horas le revolvió el estómago. Le dio náuseas. Sentado con los
dedos entrelazados en el pelo, inundado con pensamientos
taciturnos, recordó la última mirada que Mío le había dirigido. El
muchacho parecía haberlo reconocido como un rival y le había
mostrado, a su manera, cuál era su lugar. Parecía tener derecho a
hacerlo.
«Por supuesto que no. Tú siempre eres mi principal
prioridad». Una y otra vez, Kuon oía las palabras de Yugo en su
cabeza, dando vueltas como una aguja en una ranura.
Las horas que pasó en la librería se extendieron hasta una
eternidad angustiosa. Montones de libros que se había muerto de
ganas por leer hacía sólo un día ya no le interesaban. Apilados
contra las paredes, proporcionaban a la espaciosa estancia el olor
polvoriento de las viejas librerías: papel y tinta de impresión.
Su pecho parecía demasiado tenso. Lo rascó con las uñas en
un intento por mejorarlo, dejando marcas rojas en la piel, pero la
dolorosa presión no disminuyó.
«Sobrino… sí, claro… nadie mira de esa forma a un sobrino».
La visión de Yugo besando los hombros angulosos y las
caderas huesudas de Mío le abrasó el alma. Se puso de pie de un
salto y, por décima vez en la última hora, empezó a deambular por
la habitación con la ansiedad de un tigre enjaulado en cada
movimiento.
Greg lo miraba con los ojos como platos y la cabeza inclinada
a un lado, pero a Kuon no le podía importar menos en aquel
momento. Recorrió la habitación de un lado a otro entre las
elevadas pilas. A veces se las arreglaba para calmarse lo suficiente
como para poder permanecer quieto un instante. En esos
momentos, miraba a través de la ventana no enrejada, a la ilusión
de libertad pintada de azul, gris y blanco en todo el paisaje. Pero su
corazón, latiendo con fuerza, lo empujaba hacia adelante, y volvía a
caminar de un lado a otro.
En vano había intentado muchas veces volver al libro que
permanecía abierto en la primera página. Creía que se estaba
volviendo loco. Las líneas que miraba no se quedaban quietas y su
pierna se sacudía por sí sola. Finalmente, el sonido de un teléfono lo
sacó de su miseria proclamando que la obligación había sido
pagada y era hora de volver a su prisión.
El guardia cogió el teléfono y escuchó las cortas órdenes. Sin
mostrar signo alguno de emoción colgó el antiguo receptor, hecho
de un material que muy bien podía ser marfil natural, antes de dirigir
su atención al prisionero.
—Volvamos. —La simpatía se infiltró en la voz de Greg y
aplastó lo que quedaba del orgullo del joven.
Kuon cerró los ojos por un segundo y se levantó.

L atenuaba todos los sonidos


excepto el rugido de su sangre y el tamborileo de su corazón. Cada
latido hacía temblar su visión y pintaba las esquinas de su campo
visual de negro. Los colores del papel pintado y de la alfombra
parecían apagados como en una foto antigua. Lo único que brillaba
era la manilla de la puerta. La luz artificial centelleaba en el bronce
pulido e hipnotizaba a Kuon, no le dejaba mirar a otro lado.
El tiempo, líquido y palpable, se ralentizaba mientras se
acercaba a la habitación. Empezó a ser consciente de la vibración
de sus propios pasos, de la sensación de la mullida alfombra bajo
sus pies descalzos. Intentó tragar la presión en sus oídos, pero no
fue a ninguna parte. Una mano temblorosa cubrió la manilla y la
empujó hacia abajo.
Cerró los ojos, inspiró y abrió la puerta.
El olor cítrico del antiséptico usado en la casa le dio de lleno.
Las cortinas estaban muy abiertas al igual que la ventana enrejada.
Un viento enérgico irrumpía en el cuarto intentando arrancar las
cortinas de las anillas, metiendo nieve y alboroto en el dormitorio.
El pecho de Kuon se contrajo, sus pulmones estaban
demasiado oprimidos como para tomar aire alguno. Su mirada de
desplazó a la cama e inmediatamente desvió los ojos, reprimiendo
la náusea.
Había sábanas nuevas. No eran las mismas que las de la
mañana. Privado de todo tipo de entretenimiento, prestaba especial
atención a todo pequeño cambio hecho a su alrededor. Aquella
mañana las sábanas habían sido negras. Ahora eran violetas.
Unos calambres abrasadores alrededor de su corazón
empezaron a ahogar la sangre que circulaba por sus venas.
«Así son las cosas… Ya me parecía».
Tenía la cabeza pesada, como si estuviera llena de plomo
hirviendo, y tuvo que esforzarse para mantenerla levantada. Sus
músculos se debilitaron, la energía abandonó su cuerpo y
gradualmente sus extremidades se tornaron flácidas.
Una fatiga aplastante y densa, con la presión de cientos de
atmósferas, cayó sobre sus hombros, empujándolo hacia abajo.
Volvió a mirar a la cama y su corazón sangró con odio. En ese
instante supo que no podía volver a tocarla.
Sin volver a mirarla, se fue al lado opuesto de la habitación.
No encontró fuerzas para cerrar la ventana, tampoco es que
quisiera. El pequeño pensamiento de que el olor del sexo
reaparecería si la cerraba le producía una agonía insoportable.
Hundió una rodilla en el cojín de la silla y, en un segundo, se
hizo un ovillo en el granulado cuero de avestruz. La fina cicatriz del
cuchillo mancillaba su superficie. Temblando, se agarró la cintura en
un intento por conservar el calor que se disipaba. Bajó los párpados
y la oscuridad lo inundó.
CAPÍTULO 17

K . Estaba completamente
congelado y le temblaba el cuerpo. Con el temor de perder las
últimas gotas de calor corporal al menor movimiento, agarraba sus
hombros helados con dedos entumecidos y temblorosos. Mucho
antes de darse cuenta de que era suyo, un suave y amortiguado
quejido interrumpió el molesto castañeteo de sus dientes y resonó
en sus oídos. Frunció el entrecejo y se forzó a estirarse; sus
articulaciones crujieron. Se frotó el ojo izquierdo con un puño helado
y miró la noche.
Estaba solo en la enorme habitación. Las luces estaban
apagadas y un espacio negro ilimitado se extendía más allá de la
ventana. Cúmulos de estrellas se dispersaban por la textura
aterciopelada del cielo; su brillo incrementado por la ausencia de la
luna.
La ventana estaba abierta de par en par.
Se llevó sus temblorosos dedos a la boca. Los sopló y los
frotó, pero su aliento irregular formaba una nube que se evaporaba
en el aire helado junto con la ilusión de calor. La rigidez del cuello le
impidió echar un buen vistazo a su alrededor. Tenía la cabeza
pesada y sentía un dolor palpitante en la sien izquierda.
Hundió los dedos de los pies en la suavidad de la piel de lobo
y se levantó. Cuando se dirigía a trompicones hacia la puerta, echó
un breve vistazo al alto espejo. Su pálido reflejo lo contemplaba;
tenía las mejillas hundidas y el pómulo derecho decorado con la
huella del cuero. Desvió su mirada febril hacia la puerta y le dio un
manotazo a la manilla.
Pestañeó y entrecerró los ojos al percibir la brillante luz
artificial. En cuanto el dolor se redujo, miró hacia afuera. La arruga
de su frente se profundizó.
«Joder, esto no puede ser real…». Decidió probar suerte y
salió sigilosamente de la habitación.
Vacío y desamparado, el pasillo extendía su alfombra roja a
través de la mansión, sediento de movimiento. Una calidez
acogedora le dio la bienvenida y envió escalofríos por su cuerpo. Se
frotó los hombros con sus entumecidas manos.
«¿A dónde fue todo el mundo?»
Recorrió lentamente el pasillo y llegó a la escalera. Cuando
colocó una mano adormecida en el pasamanos, se quedó quieto. Al
oír unas voces amortiguadas provenientes del piso inferior, se puso
en guardia.
«Sí, claro, esto es demasiado bueno para ser verdad…». Una
sonrisa burlona torció sus labios. Quería retroceder, pero la
curiosidad se hizo con el control. Bajó dos escalones y se inclinó
sobre el pasamanos.
—El hombre bomba que se voló junto a la Corte Criminal
Internacional de La Haya en los Países Bajos era ciudadano
austríaco. La Organización por la Liberación Islámica hizo una
declaración esta mañana asumiendo la responsabilidad del ataque
terrorista. El líder de la OLI, Mohamed…
Kuon frunció el ceño cuando alguien apagó la televisión.
—Es el tercero —dijo Yugo—. ¿Cómo es posible que sólo
recluten ciudadanos austríacos y todo esto pase bajo tus narices?
—Mi mejor suposición es que o a Patrice o a Gray les ha
parecido beneficioso cooperar con la OLI mientras nosotros
perdemos dinero por posicionarnos al lado de Amin —dijo una voz
estridente y desagradable, que rechinó en el cerebro del prisionero
como si un cepillo de alambre rascase una superficie oxidada—.
Pero lo más importante es que mañana llega una nueva remesa.
Tienes que estar allí, Yugo. Eres el líder y tu ausencia mina tu
autoridad.
—Si tengo que atender a todos los malditos tratos, ¿para qué
cojones os necesito a vosotros tres? —replicó desinteresado el
criminal.
—¿Cuánto tiempo vas a holgazanear? ¡Estás demasiado
obsesionado con tu juguete! —insistió la rechinante voz. Sus gallos
indicaban… ¿irritación?
Por la forma en que hablaba, no cabía duda de que no se
trataba un simple subordinado. Kuon nunca había oído a nadie
hablarle a Yugo de aquella manera.
—Ocúpate de tus propios asuntos y no metas las narices en
los míos —espetó el hombre. Un largo e incómodo silenció cayó en
la casa.
—No te deseo daño alguno, Yugo. No soy tu enemigo. Por
eso tu comportamiento insensato me preocupa. Juegas a un juego
peligroso. No sólo para ti, sino también para el negocio. Dejas que el
detective viva; no es inteligente. Es más, lo retienes como un perrito
faldero en tu propia habitación. La policía lo está buscando y la
gente ha empezado a hablar. Dicen que te has vuelto blando. Que
tratas al policía como un amante y lo mantienes en tu propia cama.
—¡Cierra la puta boca! ¿Crees que no sé que no te importa
una mierda nada que no sea tu propia piel o tu ganancia personal?
¿En qué cojones te ha contrariado mi pichón? Se comporta
perfectamente —dijo el criminal con clara amenaza,
proporcionándole a Kuon el vívido recuerdo de sus tenaces ojos,
llenos de calidez.
—Yugo, cuando me dijiste que me retirara del trato con la OLI
no dije nada, pero en esto no puedo mantenerme callado. Por favor,
entrégamelo a mí. Con su cuerpo, será admirado. Y cuando esté
deteriorado, me aseguraré de que se libren de él con discreción. No
tendrás ningún problema. —El hombre había cambiado de táctica y
ahora hablaba en tono conciliador.
—Puede que más tarde, cuando me canse de él… —
interrumpió el criminal.
El corazón de Kuon dejó de latir, se le cayó el alma a los pies
y se le hizo un nudo en la garganta. Quería enderezarse, pero sus
paralizadas extremidades rehusaban moverse.
«¿Así de sencillo? ¿Mi vida no significa nada para ti?».
Se tapó los ojos con las manos en busca de cobijo. Tenía el
corazón en un puño y respiraba con dificultad. El aire tóxico
convertía sus pulmones en cenizas. Se dejó caer en las escaleras y
apoyó los codos en las rodillas. Se rascó las mejillas y la barbilla con
sus uñas azuladas.
«Soy un idiota. No ha dejado de decir lo mismo desde el
principio. Me retendrá hasta que deje de entretenerlo». Una neblina
desesperada cayó sobre su corazón.
—Te lo mereces… —susurró lleno de autodesprecio.
—Yugo, eres un hombre inteligente, no hagas una estupidez.
—Basta —espetó el Duque Negro—. Lo que hago y con
quién lo hago no es asunto tuyo. Mis decisiones son sólo mías. ¡Haz
lo que te pago para que hagas y guárdate tus opiniones! ¿Cómo es
que Mío vino aquí solo? ¿Dónde estaban sus guardaespaldas?
¿Quién cojones es responsable de él? Despide al cabrón. Si me
entero de que lo vuelves a perder de vista, te arrancaré la piel a
tiras.
—Mío se escapó… —empezó a excusarse el hombre, pero
no pudo seguir.
—¡Te pago para que contrates a gente de la que nadie pueda
escapar! —El barítono melodioso de Yugo desapareció. Su voz cayó
y adquirió notas guturales—. No dejes que vuelva a pasar.
—Muy bien, pero ¿por qué no profundizas y te enteras de la
razón por la que se escapó? —gruñó el extraño—. Se enteró de que
te habías conseguido un nuevo juguete sexual. No le has llamado
en un mes. Pensó que ya no lo necesitabas.
—Tonterías —replicó sin confianza el criminal.
—Demuéstraselo. Entrégame al detective —insistió la
desagradable voz.
Se hizo el silencio.
Era obvio que Yugo no quería deshacerse de su juguete, pero
Kuon ya no era un iluso. Tenía pocas probabilidades de que el
hombre le negara a Mío cualquier cosa que pidiera.
«Esto es absurdo… Mi vida depende de los deseos de un
mocoso malcriado». Aquellos pensamientos irónicos llevaron una
sonrisa triste a sus labios.
—Lo pensaré —graznó el criminal.
El prisionero había oído suficiente. La idea de escapar
desapareció reemplazada por agotamiento y hastío. Se levantó y,
arrastrando los pies, volvió a trompicones a la habitación. Sus
movimientos eran mecánicos. Sus emociones estaban entrelazadas
en un alborotado nudo de hirientes serpientes venenosas.
Miraba ausente el horizonte con los labios estirados en una
sonrisa sarcástica y antinatural. Las palabras de Yugo habían
desgarrado un enorme pedazo de carne de su pecho y se sentía
como si hubiera visto a los perros darse un festín con él.
«¿Cómo pude creer que mi existencia le importaba? ¿Cómo
podía estar tan equivocado? No ha dejado de decirme que sólo soy
un juguete. En cuanto Mío le pida que se libre de mí, no lo pensará
dos veces, ¿verdad? No soy mejor que un condón usado».
«Yugo, entrégamelo a mí. Con su cuerpo, será admirado. Y
cuando esté deteriorado, me aseguraré de que se libren de él con
discreción. No tendrás ningún problema». Cuando su cerebro le
proporcionó amablemente el recuerdo, lo recorrió un escalofrío.
Entró en la aireada habitación y se hundió en la silla. El cuero
helado rozaba su espalda desnuda, pero no se molestó en cerrar la
ventana o vestirse. Cosas como la temperatura habían dejado de
importarle. A juego con su corazón, todo se congeló a su alrededor.
El intenso olor dulce de los cigarrillos se había evaporado en
el aire, había sido reemplazado por el debilitado olor del antiséptico
de limón y el débil olor de la resina de pino que llevaba el viento. La
habitación había cambiado para siempre y parecía extraña, ajena.
Antes, ni siquiera con el ventanal cubierto por las pesadas cortinas
se había sentido oprimido en aquel dormitorio. Ahora, hasta con la
ventana abierta de par en par y el penetrante viento corriendo por la
habitación, las paredes se cerraban a su alrededor. Incluso el aire se
condensaba con un olor extraño y bloqueaba sus vías respiratorias.
Su instinto de autoconservación empezó a trabajar,
exigiéndole que se marchara, pero sus ojos masoquistas
encontraron la cama y rechazaron seguir adelante. Las sedosas
sábanas estaban sometidas con una perfección maníaca. Ni una
sola arruga alteraba aquella superficie lisa como un espejo; las
esquinas estaban estiradas con una simetría ideal.
Se le revolvió el estómago. No quería volver a echarse en
aquella cama, la misma en la que Yugo había sostenido a otra
persona. Su instinto natural se volvió en su contra. Al acurrucarse en
el frío cuero, se rozó la congelada nariz contra el antebrazo.
«Felicidades, Yugo. Has ganado. ¿Querías quebrarme y ver
qué había dentro? Supongo que lo has logrado».
Hasta el último rescoldo de calor desapareció de su interior y
todo dejó de importar. Estaba muerto por dentro.

—¿P ? Caray, esto está


jodidamente congelado. ¿Por qué no cerraste la ventana? —La
alegría de la voz de Yugo se tornó confusión al entrar en el
dormitorio.
El hombre había sacado a Kuon de su cenagal de
pensamientos desagradables y, cuando encendió la luz, el joven se
restregó los ojos y se protegió la cara con la mano.
Una multitud de copos de nieve se colaron en el dormitorio
con una racha de viento y platearon la piel de lobo.
—¡Kuon! —El criminal le dirigió una mirada llena de reproche
y se acercó rápidamente a la ventana. El viento se murió. Las
pesadas cortinas se cerraron e interrumpieron la vista del ilimitado
cielo.
Lo último que quería ver el prisionero era la apuesta cara de
su captor. Pero, por mucho que intentara mirar a cualquier otro lado,
sus ojos masoquistas tenían mente propia y no dejaban de mirar al
hombre, lanzando el alma de su dueño al abismo del infierno.
Yugo se acercó, llevando consigo el familiar aroma de la
vainilla amarga. Se detuvo muy cerca, tanto que sus rodillas se
rozaron, y le acarició una mejilla helada.
—Joder, estás congelado.
Kuon se echó hacia atrás para evitar el contacto y cerró los
ojos. Por primera vez en mucho tiempo, la caricia de su captor le
produjo un dolor insoportable. Aquellos dedos no le proporcionaron
la habitual dulce tentación. No despertaron el calor aletargado en lo
más profundo de su ser. Marcaron su piel como si estuvieran hechos
de un metal abrasador.
—¿Qué pasa? —preguntó el criminal lleno de preocupación
—. No has estado aquí más de medio día. —Se inclinó hacia
adelante y deslizó las manos por los reposabrazos. La bronceada
piel de sus largos y musculosos brazos brillaba con salud bajo la luz
artificial.
—Nada. Ignórame… —replicó el prisionero sin el menor
atisbo de sonrisa, fijando su mirada en la piel de lobo.
—Oh, estás de mal humor… —susurró Yugo con voz
empalagosa. Pasó las manos bajo los hombros y las caderas del
joven y lo levantó—. De todos modos, deberíamos calentarte.
Conozco la mejor manera de resolver ambos problemas.
—¡No, no quiero! —Kuon intentó liberarse. Asaltado por las
náuseas y el fuerte aroma boscoso de la colonia de su captor,
estaba a punto de vomitar. Las manos que rodeaban su cuerpo le
causaban dolor; parecían estrujar sus órganos internos,
aplastándolos con dedos fuertes, con el deseo de extraer un poco
de zumo.
—Tonterías, claro que quieres. No te he tocado en todo el
día. —El criminal se dirigió hacia la cama.
—¡No! —El prisionero agarró los hombros desnudos de su
torturador y taladró sus ojos con una mirada febril. Le ardía la cara y
el corazón palpitaba en su garganta—. Por favor, te lo ruego, hoy
no. No me encuentro bien. Quiero estar solo —dijo con agitación.
Con la mejilla temblando, Yugo dejó caer su carga.
Kuon, apenas capaz de cambiar el centro de gravedad, hizo
una mueca de dolor al golpear el suelo con los talones.
—¿Quieres estar solo? —Los ojos del criminal brillaban con
una emoción intensa y devoradora—. Así que, ¿por fin te cansaste
de actuar?
Agarró al joven de la mano y lo sacó de la habitación.
—¡Enciérralo!

Y en la cara de su prisionero. La resistencia del


joven lo cabreaba y millones de agujas atravesaban su alterado
cerebro. Las cosas iban mal desde aquella mañana y no podía
encontrar motivo alguno para semejante cambio. El día anterior todo
había ido bien. Kuon le sonreía, hablaba con él, lo besaba. «¿Qué
demonios ha cambiado?» Si se tratara de uno de sus amantes
habituales, pensaría que, como muchas veces antes, la aparición de
Mío había provocado celos. Pero el detective no lo amaba, sino todo
lo contrario; le abriría la garganta sin dudarlo si tuviera oportunidad.
Además, el cambio había sido anterior. «¿Qué demonios ocurrió
esta mañana?». Se pasó los dedos por el pelo. «¿Ha estado
actuando todo el tiempo? ¿Era sólo un juego? Puede que no se
abriera nunca y todo haya sido mentira. ¿Puede que me haya
equivocado todo el tiempo y no haya nada honesto en él?».
—¿Qué demonios pasa contigo? —Entró en la pequeña
habitación llena de monitores y encendió una de las pantallas con
dedos inquietos y temblorosos.
Cuando el plasma se iluminó, mostró la vacía habitación
blanca con el solitario colchón en la esquina. La puerta se abrió y
Kuon entró. Parecía enfermo, demasiado pálido. Cerró la puerta y
se acercó al colchón; se dejó caer de rodillas y pegó con la cara en
la almohada.
—¿Qué demonios pasa? —Yugo golpeó la pared y provocó
una melladura en la superficie lisa.
CAPÍTULO 18

E en la habitación a través de la
ventana enrejada. Copos de nieve, blancos y esponjosos, bailaban
en el viento, chocaban y giraban, desvaneciéndose en el pálido cielo
de fondo.
A pesar de un cansancio debilitador, Kuon no pegó ojo
aquella noche. Su corazón latía por lo menos el doble de rápido,
agotándolo, llenando su caja torácica con un dolor leve. El cuarto
era sofocante y, aunque la calefacción central hacía un buen trabajo
y lo mantenía caliente, su cuerpo parecía helado. Su cerebro se
rebelaba en su contra y expulsaba todo pensamiento de su cabeza.
La nada, imitando perfectamente la atmósfera de la vacía habitación
blanca, inundó su consciencia.
Sus ojos vacíos miraban fijamente por la ventana y veían la
nieve moverse en el aire. Fascinado con la nada, no notó como se
abría la puerta y Mío entraba en la estancia.
Cuando el chaval tosió, intentando llamar su atención, le
dirigió su nublada mirada. Pestañeó varias veces en un esfuerzo por
deshacerse de la ilusión, incluso se frotó los ojos con los puños,
pero el chico no se fue a ninguna parte; seguía allí con su pequeña
cara seria y resuelta.
—Sé quién eres.
Kuon se levantó y sus piernas entumecidas se movieron con
un sonido casi chirriante. Se acercó a Mío y lo miró a la cara.
—También sé lo que va a pasar contigo. Puedo ayudar.
—¿Qué? —graznó el prisionero. Se frotó su dolorida
garganta. No entendió lo que había dicho el chaval, su cabeza
estaba demasiado vacía como para absorber información alguna.
—Esta noche, Yugo te entregará a Rudolph. Tiene un burdel
muy bueno para los amantes de cosas bonitas como tú.
—¿Qué? —volvió a preguntar Kuon, boquiabierto. La
información rebotaba en su cerebro adormecido.
—¿Qué eres, idiota? Si es así, no voy a perder mi tiempo. ¡Le
haré un favor al mundo y rellenará un impreso de solicitud para un
premio Darwin con tu nombre!
—¿Qué? —preguntó el prisionero por tercera vez,
anonadado.
Mío perdió el interés. Se rio, dio media vuelta y echó la mano
al manillar de la puerta. Al volver en sí, Kuon lo agarró por el brazo.
—No, espera, ¿cómo sabes eso y por qué te importa?
—Rudolph me lo dijo ayer. Pensó que me haría feliz. Por
supuesto, quiero que Yugo sea sólo mío. No me gusta que se
acueste contigo. Busca las cosas que no puede obtener de mí en
otros y eso me molesta, pero no me gusta lo que va a hacer contigo.
—El chaval bajó los ojos; la maldad infantil que rezumaban sus
facciones lo hacía parecer aún más joven—. No es que me importe
lo que te pase, pero no quiero que sea culpa mía, ¿sabes?
—¿Y cómo puedes ayudarme? —Una leve sonrisa tocó las
comisuras de la boca del prisionero. En cierto modo, la franca
explicación de Mío le gustaba a su instinto y le hacía confiar en él un
poco más—. ¿Por qué ibas a jugarte el cuello por mí?
—Yugo nunca me haría daño. No arriesgo nada —afirmó el
chico, sacando pecho.
Kuon pensó lo infantil que seguía siendo: vanidoso y valiente,
imaginándose a sí mismo como un superhéroe invulnerable. Él
también solía ser así.
Cuando el salvaje acero de un arma apareció en la delgada
mano del chaval, el prisionero frunció el ceño y se tensó. El calor
inmediato, que se extendió desde su corazón hasta sus
extremidades, derritió el aire a su alrededor. Le dio una punzada en
la cabeza, rebotando contra las paredes de su cráneo y obturando
su visión.
—Greg está abajo. Ahora no hay nadie fuera. Tenemos diez
minutos para salir de aquí. Iré contigo. El guion es un secuestro. Si
soy tu rehén, nunca dispararán. ¡Vamos!
Kuon se quedó paralizado cuando Mío le entregó el arma.
—¿Dónde conseguiste el arma?
—¿Vienes o no? Oye, incluso aunque Yugo nunca me haría
daño, estoy arriesgando cosas por ti, ¿sabes? ¿Y si después me
deja?
—Oh, lo siento… —se disculpó el prisionero. Su cerebro se
había atrofiado debido al aislamiento y el entendimiento no iba lo
suficientemente rápido.
«¿Será esta mi última oportunidad? Tal vez deba intentarlo…
cualquier cosa es mejor que sentarse a esperar a que me vendan a
un burdel».
Se lamió los labios agrietados, pero su lengua estaba
demasiado seca para proporcionarle alivio alguno.
«Joder, qué calor hace aquí…».
Una cosquilleante gota de sudor le cayó por la sien, se la
secó mientras seguía a Mío fuera de la habitación. Sus pies
desnudos se hundieron en la gruesa alfombra.
Delante de él, el cuerpo esbelto del chaval se movía sin
esfuerzo. Unas manos delicadas fluían libremente alrededor de unas
caderas huesudas, envolviendo al chico en una enorme confianza.
Mío llegó a la escalera, se inclinó sobre el pasamanos e
inspeccionó el piso inferior.
—Tres a la izquierda, uno a la derecha. ¡Vamos! —Agarró el
brazo de Kuon y se rodeó el cuello con él.
El prisionero vaciló. No le gustaba la idea de implicar a aquel
chaval en sus asuntos. «¿Y si resulta herido? ¿Y si aun así
disparan? ¿Y si una bala perdida le da a Mío? Nunca me lo
perdonaría».
Lo que más odiaba era a las personas que involucraban a
gente inocente en sus actos criminales y ahora se había convertido
en uno de aquellos cabrones.
—¿Eres realmente idiota? ¡No tenemos tiempo! ¡Date prisa!
—dijo Mío entre dientes antes de hundir los dedos en la mano de
Kuon y forzarlo a apuntarle con el arma a la sien.
El olor de pan fresco le llegó al prisionero y la náusea subió
su estómago.
Podía sentir el corazón latiendo en su cabeza, desnudándolo
de toda capacidad para pensar con racionalidad. Gotas de sudor
nublaban su visión. Se estremeció. Una corriente, proveniente del
piso inferior, le corroía la piel sudorosa.
Sacudió la cabeza, intentando aclararse la mente. Aquello no
ayudó mucho; sus pensamientos eran pesados y lentos. Se
arrastraban por el fondo de su consciencia, allí dónde no podía
alcanzar ni pescar ni uno.
Mío tiró de él, bajando las escaleras.
Kuon inspiró, llenando sus pulmones al máximo.
«Vamos, hazlo. Es demasiado tarde para dar la vuelta».
La alfombra borgoña que cubría las escaleras captó su
atención un momento. Aquel tono de rojo se parecía demasiado a la
sangre seca. Puede que Yugo la hubiera elegido por aquel motivo:
la sangre de verdad no sería visible en ella.
Bajando escalón a escalón, hizo todo lo posible por no
incomodar al chaval.
—¡Mío! —exclamó Greg, alarmado. Las venas abultaron su
frente y su cuello, la chaqueta negra le quedaba apretada en los
hombros. Sacó un arma y apuntó el ojo negro del cañón a la cabeza
de Kuon.
La adrenalina que circulaba por el cuerpo del prisionero torció
su cara en una loca sonrisa. Le palpitaban las sienes. Intentó ajustar
el arma en su mano sudorosa y, poniendo el dedo en el gatillo, se
acercó el delgado cuerpo.
—Usad dos dedos para dejar vuestras armas en el suelo y
poned las espaldas contra la pared. Cualquier movimiento
innecesario y el muchacho muere —dijo con voz calma, confiada. La
voz que había usado tantas veces para arrestar criminales.
Las facciones de Mío se agudizaron, sus ojos abiertos como
platos dirigían miradas suplicantes en todas direcciones. Un gimoteo
escapó de su boca y sus manos temblorosas cubrieron sus trémulos
labios mientras unas jodidas lágrimas de verdad bajaban por sus
pálidas mejillas.
«Joder, este muchacho es un genio. Le daría un óscar».
Admirando la actuación, Kuon observó las cambiantes expresiones
del chaval por el rabillo del ojo.
—¡Greg, tengo miedo! —gritó el chico, su cuerpo tembló
cuando exprimió más lágrimas de sus ojos brillantes.
—Todo saldrá bien, Mío —intentó tranquilizarlo Greg, incluso
dibujó una tensa sonrisa en su tosca cara. Manteniendo las manos a
la vista, dejó el arma en el suelo—. Cálmate, haz todo lo que diga
Kuon y estarás bien, te lo prometo.
Una risa contenida recorrió el cuerpo del chaval, que vibraba
en las manos del prisionero, pero no alteró sus facciones. Tragó
saliva y asintió con la cabeza. Sus ojos brillaban con confianza.
—¡Vosotros también! ¡Armas al suelo, de uno en uno! Tú
primero —dijo Kuon, dándole la orden al hombre más cercano con la
barbilla.
El hombre dio un paso adelante, sosteniendo el arma con el
cañón hacia arriba y su otra mano elevada en el aire. Su
sobresaliente frente y sus prominentes pómulos ahogaban sus
profundos ojos en sombras. Líneas agudas alrededor de la boca y
de los ojos, demasiado profundas para su edad media, sugerían una
vida difícil y un carácter salvaje.
—Calma —dijo con voz sorprendentemente suave,
aterciopelada. Apuntando el cañón a la ventana, se dobló y dejó el
arma en el suelo. Se enderezó y dirigió el arma hacia el prisionero
con el pie.
Kuon tragó saliva pasando el nudo en su garganta al ver
como los otros dos hombres ponían sus armas en el suelo. Cuando
miró por la ventana, vio un todoterreno negro aparcado en el patio.
—Llaves en la mesa. ¿Quién tiene las llaves?
Uno de los hombres dio un paso adelante, manteniendo las
manos abiertas enfrente de su cara. La mirada fascinante de sus
pálidos ojos miraba bajo unas cejas espesas.
Los ojos del prisionero inspeccionaron el cuerpo del hombre.
La chaqueta estaba desabrochada y la esquina de una cartuchera
sobresalía bajo el brazo derecho.
—Vete a la mesa y saca las llaves con dos dedos de tu mano
derecha. Déjalas en la mesa y vuelve a la pared. Asegúrate de que
pueda ver tus manos en todo momento.
Cuando el hombre, con un traje de tres piezas, hizo
exactamente lo que le dijo, supuso que el tipo era bueno en su
trabajo: seguir órdenes sin hacer preguntas. Sin revelar nada con el
rostro, como si estuviera hecho de piedra, el hombre volvió a
levantar las manos y dio un paso atrás, intentando no enfadarle.
Kuon bajó el último escalón, aún presionando el arma contra
la sien del chaval. La vena azulada que pulsaba justo encima del
cañón mostraba signos de un latido perfectamente estable. En
contraste, perseguido por la adrenalina, el suyo corría a una
velocidad endemoniada.
Se estremeció. Chorros de sudor le recorrían la espalda y el
torso, empapando la clara tela vaquera. Sus ojos ardían con la sal.
Abrió la boca y mordió el aire en un intento por alimentar su
hambrienta sangre con oxígeno.
De pie en el piso inferior por primera vez, observó sus
alrededores. Preguntándose qué hacer, miró fijamente a una puerta
discreta bajo la escalera; la llave sobresalía en la cerradura.
—Greg, abre esa puerta. Es una despensa, ¿verdad? —El
cañón del arma se deslizó por la sien del chaval, empujando un
mechón de pelo suelto de su frente.
—Kuon, no lo hagas. Deja que se vaya. ¡Eres oficial de
policía, por el amor de dios! ¡Recupera la cabeza! Yugo no tiene por
qué saberlo. Deja que Mío se vaya y vuelve a tu habitación. Te lo
prometo, no pasará nada. —El guarda dio un paso adelante,
manteniendo las manos en el aire.
La risa alocada que se desató en la garganta del prisionero
hizo que Greg se encogiera y retrocediera unos pasos. Kuon se
lamió los labios resecos y un sabor salado inundó su boca. Su voz
sonó ronca cuando repitió su exigencia.
Rechinando los dientes, el subordinado de Yugo abrió la
puerta. Miró al joven a los ojos y, con la mirada llena de reproche,
esperó más instrucciones.
—¡Todo el mundo, dentro! —Kuon reforzó la orden con un
ligero empujón a la mejilla del chaval con la punta del arma. Mío,
representando su papel, dio un aullido lastimero y cerró los ojos con
fuerza; dedos finos arrugaban su jersey—. ¡Cerrad la puerta!
Los hombres entraron en la pequeña y sombría habitación sin
protestar y cerraron la puerta.
—¡Mío, vete a cerrar la puerta con llave! —dijo el joven,
intentando controlar su pesada respiración.
El delgado rubio voló hacia la despensa y volvió con Kuon en
un latido, agarrando la llave en su diminuta mano. De camino,
recogió las armas del suelo y le sonrió.
El prisionero se dio prisa y se metió el arma en la parte de
atrás de la cintura. El frío metal se pegó a su sudorosa espalda.
Cogió las llaves del coche, agarró la mano de Mío y salió corriendo
de la casa.
—¿Te hice daño? —preguntó, manteniendo la puerta abierta
para el chaval, que rio por la nariz, ondeó la mano en el aire y se
dirigió hacia el coche.

—G D . Por un momento pensé que de verdad eras


idiota. —Mío se rio y cerró la puerta del coche de un portazo. Se
hundió en el asiento de cuero, estiró las piernas y se puso cómodo.
Unos diminutos dedos con uñas azuladas se restregaron la nariz.
Cuando se estremeció, abrió los labios y se sopló en las manos.
Chorros de su aliento se condensaron en el aire frío.
Dejando el arma en su espalda, Kuon cogió el resto de las
armas del regazo del chaval y las lanzó al asiento de atrás. Echó la
mano hacia adelante, encendió el motor y puso el calentador al
máximo. El olor de la gasolina y el cuero le dieron náuseas, pero no
abrió la ventana; miraba aquel pequeño cuerpo que tenía cerca.
Chorros de aire caliente golpearon el rostro de Mío,
ondeando su ligero y esponjoso pelo. Estiró sus dedos helados y
acercó las manos a la fuente de calor; sus labios esbozaron una
sonrisa angelical. En aquel momento, el prisionero entendió por qué
Yugo adoraba a aquel chaval y por qué él nunca sería capaz de
ganarse su corazón.
El pensamiento lo resquemó.
«¿Cuándo empezó a importarme tanto? ¿Desde cuándo
quiero que Yugo sea mío?».
—Mío… —susurraron sus labios. Mío se dio la vuelta en su
asiento.
—¿Qué?
—Nada. —Kuon sacudió la cabeza, arrancó el coche y
aceleró.
El asiento de cuero absorbió su sudor y ahora rozaba la febril
piel de su espalda. Se enderezó, intentando no tocarlo. El dolor se
extendía desde su cuello a su sien izquierda, erosionando su
cerebro, acabando con todo pensamiento y dejando atrás sólo
terminaciones nerviosas desnudas y alteradas.
—¿A dónde? —preguntó al pasar la verja. Giró el volante y
llevó el coche a una carretera de asfalto liso.
—Tal vez me haya precipitado en mis conclusiones… —
murmuró Mío, inspeccionando su rostro—. ¡Muy lejos de aquí, burro!
Puso los ojos en blanco. Su expresión, exagerada y teatral,
como gritando: «mira con qué clase de cretino tengo que lidiar…».
Abrió la guantera y sacó un mechero y una cajetilla de cigarrillos.
—¿Quieres uno? —Se metió un pitillo entre los labios y
acercó el mechero a la punta. Sus diminutos dedos se nublaron con
el pesado humo cuando echó una calada. La delgada red de venas
azules parecía una tela de araña en sus párpados caídos; el placer
se extendió por su rostro y coloreó sus mejillas.
A Kuon le parecía equivocado. Cosas como los cigarrillos
nunca deberían ser sostenidas por aquellas manos frágiles, pero
guardó silencio ya que no tenía derecho a opinar.
Cuando el grueso aroma del fuerte tabaco llenó el vehículo,
apretó los labios.
Concentrándose en la conducción, miraba las señales que
pasaban zumbando, intentando averiguar dónde estaban, pero su
cabeza estaba demasiado pesada con la nada. Tras cinco minutos,
cuando hacía tiempo que el asfalto había sido olvidado y una
carretera rodada se contorneaba a través del denso bosque, se dio
por vencido y preguntó:
—Mío, ¿dónde estamos?
—En algún lugar cerca de Nestelberg.
—¿Nestelberg? —repitió Kuon, extrayendo un mapa de
carreteras de su memoria—. ¿En Ötscher? Oh vaya… ¿Cuántas
horas hay de aquí a Viena?
—Unas dos. ¡Oh, mierda! —maldijo el chaval. Pateó el
salpicadero con su pie fino de muñeco.
Kuon perdió su único pensamiento, frunció el ceño y miró a la
hermosa cara de Mío.
—¿Qué pasa?
—¡Nos estamos quedando sin gasolina! Así no vamos a ir a
ninguna parte. No es suficiente para llegar a Viena. —Los brillantes
ojos claros del chaval destellaron con furia. Golpeó el salpicadero
con los dedos y dijo entre dientes—: ¡Apaga el maldito secador de
pelo: está agotando la gasolina!
Sin esperar por el prisionero, apagó el aire acondicionado y
miró alrededor. Profundas arrugas cortaban su frente de porcelana.
—Vayamos a la ciudad o a la gasolinera más cercana y
separémonos —dijo Kuon en voz baja. La cabeza le latía con fuerza
y sentía punzadas detrás de los ojos.
—No, tengo una idea mejor. Gira aquí a la derecha, dirígete
al río. —Mío se inclinó sobre el brazo del joven y, con una fuerza
increíble, torció el volante.
Kuon se estremeció cuando el coche chirrió y, derrapando,
siguieron la doblez de la carretera.
—¿Estás loco? ¿Tienes tendencias suicidas? —Hirviendo en
la superficie, atacó verbalmente al chaval en cuanto recuperó el
control del volante, pero el chico se moría de la risa e ignoró su
rabia.
Cruzando las manos sobre la barriga, Mío pateó el
salpicadero en un ataque incontrolable. Su cabeza de pelo
encrespado echada hacia atrás, su sonrosada boca completamente
abierta y sus ojos color azul claro desaparecidos con la risa.
Un minuto después, sus ojos se abrieron e inclinó la cabeza a
un lado. Inspeccionó el rostro de Kuon con manifiesta curiosidad,
disfrutando del cambio de emociones como si estuviera viendo a un
choco cambiar de color.
—Escucha, te agradezco tu ayuda y todo, pero esto no es un
juego. ¡Sal del coche! —El prisionero frenó y se cernió sobre el
chaval—. No es seguro que estés conmigo. Pilla un taxi. Vuelve con
Yugo.
—¿Qué taxi? ¿Eres idiota? ¡Mira a tu alrededor! En cualquier
caso, no voy a ninguna parte. Si estoy contigo no pasará nada,
relájate —susurró Mío.
Kuon dejó caer la cabeza al volante sin saber qué hacer.
Estaba demasiando cansado para resistir.
—¡Vengaaaa! Enciende el coche. ¡Estamos perdiendo
tiempo! —gritó el chico. Cuando el prisionero se estremeció, se rio
—. Hay un embarcadero no lejos de aquí. Apuesto a que Yugo cree
que nos dirigimos a la ciudad y no nos buscará allí. Pillaremos un
bote y bajaremos el río Erlauf. Antes o después llegará al Danubio.
—¿Un bote? ¿Dónde vamos a encontrar un bote?
—Siempre hay botes. ¿Tienes un plan mejor?
Había algo realmente malo en todo esto, pero Kuon no
conseguía averiguar qué. Todo el secuestro había ido demasiado
bien para ser cierto. El instinto de autoconservación hablaba en su
cabeza, pero no conseguía atar todos los hilos. Su cerebro no
funcionaba ni lo más mínimo. Se limpió el sudor helado que le caía
por la cara y se lamió la sal de los labios.
«¡Piensa, Kuon! Vale, Mío habló de un embarcadero. Si dejo
allí el coche, lo encontrarán enseguida. Probablemente tenga GPS.
Tengo que librarme de él. ¿Y si lo hundo? Yugo se dará cuenta
enseguida. Y está nevando. No llegaré lejos así y Mío… Joder, no
puedo abandonarlo en mitad de la nada, quién sabe qué podría
pasarle. No parece que tenga otra opción; tengo que volver a confiar
en él. Cuando lleguemos al embarcadero, lo dejaré en el coche,
cogeré un bote y eso será todo».
Su pie pisó el acelerador y el coche tomó velocidad siguiendo
la ruta que había sugerido el muchacho. Diez minutos después
chirrió hasta pararse al lado de una hilera de garajes.
El sólido cielo era impenetrable. Esparcía nieve
generosamente por todo el bosque y las orillas del río y
desempolvaba la suciedad congelada. Tocando la arrugada
superficie del río, los esponjosos copos de nieve se derretían y
desaparecían para siempre.
Kuon abrió la puerta de un portazo y salió. Sus pies
descalzos tocaron el suelo congelado, pero no se dio cuenta.
Observó el entorno. Su cuerpo sobrecalentado le dio la bienvenida
al viento helado.
—¡Esp… espera! ¿A dónde crees que vas? ¡Te morirás de
frío, idiota! —señaló Mío, saliendo del coche.
El jersey fino que abrazaba su esquelético pecho parecía
demasiado insustancial como para combatir el mordaz frío. Kuon
juró entre dientes, maldiciéndose por dejar que el chaval se
involucrara en aquella sospechosa iniciativa. Debería haberlo dejado
en la mansión.
—¡Métete en el coche y espera por Yugo! —ordenó y, sin
mirar al chico, caminó a zancadas hacia los garajes. La nieve crujía
bajo sus pies desnudos. Copos de nieve, gordos y esponjosos, se
derretían en su ardiente piel, mezclándose con el sudor.
—Maldita sea, eso fue rápido… —dijo Mío, corriendo detrás
de Kuon, Le agarró una mano y lo arrastró hacia el embarcadero—.
¡Corre, nos han encontrado!
—¿Encontrado? —En cierto modo, aquello era divertido y el
prisionero se rio. Miraba fijamente la ruta que habían abandonado
no hacía mucho. Sus pupilas se centraron en tres todoterrenos
negros que trepaban por la bacheada carretera hacia el
embarcadero—. Vete a casa, Mío. No puedes hacer nada más.
—¡Ni de coña! —exclamó el chaval con voz chillona, sus ojos
se iluminaron con bailarinas llamas azules.
Kuon no podía dejar de mirar. Con la furia, la piel de Mío se
sonrojaba, las fosas nasales ondeaban y los labios temblaban,
revelando una brillante fila de dientes perfectos. El viento que
jugaba con el pelo del chaval le lanzaba nieve a la cara, creando la
impresionante visión de una auténtica belleza nórdica. Le pasó el
pulgar sobre el párpado para barrer los pesados copos de nieve que
cubrían sus ligeras pestañas.
«Qué muchacho más bueno. Yugo es un cabrón con suerte al
ser amado por alguien como Mío. Es una pena que aún no se haya
dado cuenta».
—¡Busquemos un bote!
—Basta, Mío. Se acabó. —El viendo ululaba y amortiguaba la
tranquila voz de Kuon, pero los dedos del chaval no soltaron su
empapada mano. Bajando la cabeza, el chico tiró de él hacia el
embarcadero. Pero incluso tras llegar al final, no había ningún bote.
—¡Maldita sea! —juró Mío—. ¿Por qué estás tan tranquilo?
¿No te importa? Te venderá, ¡¿cómo puede no importarte una
mierda?!
Una amplia sonrisa dividió el rostro de Kuon mientras le daba
al chaval unos golpecitos en la cabeza. Sus dedos entrelazados en
el suave y acolchado pelo.
—Vete con Yugo. Él te quiere.
Las facciones hermosas se retorcieron. Con la mejilla
temblando, Mío se metió bajo su brazo y ordenó:
—Ponme la pistola en la cabeza. ¡De prisa! ¡Todavía tenemos
una oportunidad!
—¿Aún no has jugado lo suficiente? —El prisionero sonrió,
pero siguió la orden. Ya no importaba lo que hiciera. En cualquier
caso, Yugo lo mataría. «O peor…». Se estremeció al recordar el
ávido látigo abriendo su piel.
Desde la pasada noche, después de volver de aquella
abandonada habitación, su mente había estado adormecida. Se
sentía extraño, como si sus acciones no fueran suyas. Alguien más
movía sus extremidades, poniendo palabras en su boca; él sólo
observaba. Ya no le importaba su vida, pero aún le preocupaba Mío.
Tres todoterrenos negros frenaron cerca del agua y un grupo
de gente, todos con trajes negros, acudieron en manada al
embarcadero. Apuntando sus armas a la sonriente cara del joven
semidesnudo, que rodeaba con sus brazos el delgado cuerpo del
tembloroso chaval, se movieron en su dirección. En medio de aquel
entorno monótono, parecían una manada de pingüinos; el único
punto brillante era Yugo, que llevaba un traje blanco como la nieve.
Su paso era confiado, su boca apretada en una tensa línea. Sus
ojos grises atravesaban el alma de Kuon, devorando las últimas
gotas de vida de su prisionero; el puño con los nudillos blancos
estrujaba el acero sediento de sangre de un arma.
—Kuon, suelta el arma —ordenó, parando a unos tres
metros. Cuando levantó la mano, la pupila negra de su arma apuntó
a la cabeza del detective—. Kuon, baja el arma. Hablemos.
La visión del prisionero se agudizó, distinguiendo los copos
de nieve que caían sobre el pelo liso y los altos pómulos del criminal
y buceaban en el túnel sin fondo del cañón del arma. Cuando algo
titiló en sus profundidades, inclinó la cabeza, preguntándose si era
una alucinación o si había visto la brillante punta de una bala.
Su presión sanguínea se disparó.
Sin apartar los ojos de Yugo, sonrió. La aparición de su
captor había despertado un persistente dolor en su pecho. Como el
dolor de una herida al cerrarse, picaba y rogaba ser rascada.
«Venga, dispara» Le pidió silenciosamente, pero el criminal
no apretó el gatillo. «¿A qué esperas? ¡Dispara!».
—Kuon, deja que Mío se vaya y baja el arma. Hablemos, por
favor. —Yugo se acercó despacio, manteniendo la mano izquierda
elevada en el aire.
El prisionero no respondió, no se movió. El mordaz viento lo
despojaba de calor corporal.
El muro de gente sin rostro se cerró a la espalda del Duque
Negro; todos ellos apuntando sus armas al joven que sostenía
ligeramente el delgado y frágil cuerpo. Si Yugo se molestase en
mirar más de cerca, le parecería raro que, en vez de forzar al chaval
a estarse quieto, protegiera el pequeño cuerpo del penetrante viento
con una mano.
—Kuon, baja el arma. Voy a contar hasta tres. Uno… —dijo el
criminal con voz llena de amenaza.
«Supongo que se acabó. Me meterás una bala en la cabeza
sin pensarlo dos veces y el muchacho podrá volver a tu cama esta
noche», pensó Kuon, contando sus últimos segundos. «No tengo
ningún sitio al que volver, ni aunque me dejes marchar. Me pregunto
si el agua está helada. Sería bueno saberlo antes de morir».
Sus ojos vidriosos se fijaron en el polvoriento cielo invernal y
encontraron el débil disco solar. Tomó una buena bocanada de aire
fresco, disfrutando del suave cosquilleo en su nariz.
—Dos…
—Tres —terminó Kuon.
Levantó el brazo y apuntó su arma al criminal. Los ojos grises
se abrieron, se endurecieron. La nuez de Yugo se movió y el
hombre frunció el ceño.
«¿Estás dolido?», le preguntó Kuon mentalmente. «Tu
juguete te levantó la mano… ¿te duele? Bien. A mí también me
duele, Yugo. Tal vez esto te haga recordar…».
—¡Vamos, dispara! —susurraron los labios del prisionero,
pero su captor no disparó.
Una mirada inquebrantable ataba sus ojos mientras seguían
allí de pie, incapaces de moverse, incapaces de apretar el gatillo.
«¿Tanto te asusta hacerle daño?» Una sonrisa amarga
parpadeó en el rostro de Kuon. Agarró la barbilla de Mío, lo acercó y
le dio en ligero beso en la sien.
La sangre abandonó las mejillas del criminal; preocupación y
confusión aparecieron en su cara.
«No, Yugo, no es un beso de la muerte». Una leve sonrisa
curvó los labios del joven. Empujó al chaval hacia adelante y lo guio
directamente a los brazos del hombre.
Ese simple movimiento cortó la tensión. El criminal corrió
hacia el frágil chico y lo abrazó. Sus manos tantearon arriba y abajo
la huesuda complexión, asegurándose de que no estuviese herido.
La última esperanza que aún se estremecía en el pecho de
Kuon murió. No tenía a dónde ir, a dónde volver. No podía
imaginarse volviendo a su antigua vida, a su trabajo. Después de
todo lo que había pasado, no había vuelta atrás para él. Su nueva
vida, la que había llevado los últimos meses, era una ilusión de su
aislado cerebro. Y ahora aquella ilusión se había roto. Incluso la
vacía habitación blanca ya no le daría la bienvenida. Había tocado
aquello que, sin duda, Yugo más amaba.
Sus ojos taladraron la preocupada cara mientras el criminal
ponía a Mío tras su ancha complexión para protegerlo del potencial
peligro.
«Menudo jodido chiste…». Kuon se rio y se limpió la nieve
derretida de la cara con el dorso de la mano.
Dirigiéndole una última mirada al cielo opaco, vestido con el
color de los ojos del criminal, susurró:
—¡Adiós, Yugo!
Se llevó el arma a la cabeza y apretó el gatillo.
—¡Nooo! —Un grito desesperado cortó el aire cuando sonó el
disparo.
Pesadas gotas de sangre golpetearon en staccato el
embarcadero de madera.
Otra gota… y otra…
El fuerte cuerpo de Kuon, no hacía mucho lleno de la
infatigable energía vital de la juventud, cayó a cámara lenta al
helado entablado.
El impacto envió ondas de aire en todas direcciones,
levantando la nieve que reposaba en el embarcadero en el aire. Se
arremolinó y con suavidad volvió a aterrizar en el enfriado cuerpo
del joven. Su débil mano dio una sacudida, intentando cerrar el puño
en un intento por sentir el suave cosquilleo de la nieve que se
derretía en ella. Sus brillantes ojos se cerraron y sus extremidades
se relajaron.
EPÍLOGO

H desde el terrible incidente. De pie en el


sitio exacto en el que no hacía mucho Kuon había apuntado un
arma a la cabeza de Mío, Yugo miraba el agua negra del río helado.
El penetrante viento le apuñalaba a través de su chaqueta blanca y
le lanzaba nieve, heladora e hiriente, a la cara.
Cerró los ojos y recordó la extraña mirada que el joven le
había dirigido antes de apretar el gatillo. Al sentir una punzada en el
pecho, cerró los puños.
—¿Por qué, Kuon? —articuló con un nudo en la garganta. Se
acuclilló y tocó con los dedos la sangre, ahora seca y cubierta de
hielo. No era difícil de localizar, estaba por todas partes; una gruesa
capa revestía los viejos y deteriorados tablones de madera.
Mientras tocaba la sangre congelada y sentía como se
derretía bajo sus dedos, el criminal vislumbró una ilusión; por un
segundo, le pareció estar tocando la piel de Kuon, el sitio exacto en
el que había penetrado la bala. Se llevó la mano a los ojos y, al
verse los dedos, cubiertos de tierra y sangre, un gruñido atronador
escapó de su garganta. Golpeó con todas sus fuerzas el tablón
negro, empapado en la sangre del detective. Golpeó y golpeó.
Aunque el cielo invernal estaba oscureciendo, Yugo no podía
forzarse a dejar aquel lugar. Y al llegar la noche, las tinieblas se
tragaron el bosque al otro lado del río, su coche e incluso la sangre
que cubría sus dedos.
SOBRE NERO SEAL

Periodista, jugador de póquer, organizador de eventos de


casino, diseñador y especialista en SEO, Nero Seal lo probó todo
antes de comprometerse con la idea de ser un escritor de ficción
gay. Viviendo en uno de los países más homofóbicos del mundo,
tiene mucho que decir. Es un ávido viajero que crea sus mundos
imaginarios basándose en los sitios que ha visitado y la gente que
ha conocido.
Los caracteres siempre hablan en su cabeza, forzándolo a
escribir sus historias, usando sus cuarenta y nueve fetiches como la
última arma de seducción. Cuando las voces de su cabeza no le
hacen trabajar como un esclavo, dibuja, se va de caminata o
procrastina las cosas importantes en favor de la satisfacción
momentánea.
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