Amor Del Egoista - (Romance Osc - Nero Seal
Amor Del Egoista - (Romance Osc - Nero Seal
Amor Del Egoista - (Romance Osc - Nero Seal
Traducción al español:
Gema Cela Rodríguez
«R Z . He descubierto algo y
estoy en peligro», soltó abruptamente el confidente antes de colgar.
A Kuon se le hizo un nudo en el estómago al percibir el tono
acuciante, y se quedó un rato con el teléfono pitando pegado a la
oreja.
Andy llevaba cuatro meses haciendo trabajo de campo y, a
pesar de no haber podido acercarse lo suficiente a la gente tras la
que estaba el policía, había levantado sospechas bastantes como
para poner en peligro toda la operación. El detective sabía que el
hombre no era leal y que, ante el peligro, podía cambiar de bando
en cualquier momento; al fin y al cabo, lo había conseguido así.
Pero su influencia en el círculo de Yugo era demasiado alta como
para dejarla escapar y, pese a la falta de confianza, esperaba que
prefiriera trabajar con él antes que ir a prisión.
Así y todo… no lo sacó de la operación. La esperanza de que
el hombre se las hubiera apañado al fin para conseguir algo dominó
sus instintos.
S , Kuon no estaría
encerrado en aquella celda.
Extrañamente, era hasta gracioso. Había estado tan sediento
de conocimientos sobre el Duque Negro que se había convertido en
su sombra y había absorbido toda la información que había sido
capaz de conseguir. Y ahora, que se encontraba más cerca del
hombre que nunca, no era en absoluto feliz.
Tumbado en la esterilla, miraba sin ver el punto que ardía con
una llama azul tras los negros barrotes. Su cerebro, febril debido a
los últimos acontecimientos, no podía descansar y evocaba la
cadena de acontecimientos que lo había llevado directo a la guarida
del Minotauro.
Vio pasar ante sus ojos los innumerables días que había
pasado en la academia de policía. En particular, recordó su último
día allí, lo acertada que le había parecido en aquel momento su
elección. No había sido fácil entrar en el departamento de
homicidios y se sentía orgulloso de haberlo conseguido.
Siempre había pensado que había nacido para aquel trabajo;
que se había estado amoldando a él, perfeccionando sus talentos; y
por ello, no había esperado que su primer caso le afectara tanto.
Cuatro niñas de trece años le habían infligido cuarenta y dos
puñaladas a una amiga, convirtiendo su cuerpecito en un trozo de
carne desfigurado. Todo por un chico. Las fotos de aquella niña
estarían impresas para siempre en su consciencia.
Había intentado bloquear sus emociones y distanciarse. Y,
aunque en algún momento hasta había empezado a pensar que
podía hacer aquel trabajo sin involucrarse mentalmente, todo se
había ido al garete cuando un caso en particular había llegado a su
departamento, el caso de un asesino en serie.
No podía evitar recordar la náusea que lo había atenazado en
el momento en que había visto la primera foto de las víctimas.
G y asomó la cabeza.
—Jefe, ¿puedo entrar?
Yugo se encontraba reclinado en una ancha silla de cuero,
con los pies en el escritorio y las manos detrás de la cabeza. Al
mirar a su subordinado, con los ojos pesados por la inactividad de la
mañana, reprimió un bostezo. Una tacita de porcelana que contenía
un corto café expreso emitía un vapor aromático que saturaba el
aire.
—¿Qué pasa? —Aunque su grave y melosa voz de barítono
estaba llena de apatía, su mente se activó.
—Llamó Gustavo. Él y Tobías se pasarán por aquí esta
noche.
—¿Eh? —se preguntó el criminal, levantando una ceja. Él no
los había citado, así que debía haber una buena razón para que
acudieran a su casa sin invitación.
Repasó mentalmente los últimos acontecimientos.
—¿Tobías y Gustavo? —murmuró—. Greg, confirma los
rumores sobre la inminente propuesta del grupo Al-Amin. Si de
verdad ofrecen heroína de gran calidad a cambio de armas, quiero
inundar Afganistán con HK416 y Stinger. También quiero saber a
qué se debe el descuento del veinte por ciento en el intercambio.
¿Para qué necesitan las armas con tanta urgencia que están
dispuestos a vender la heroína tan barata? Necesito esa información
para hoy, para antes de que vengan. Si está pasando algo, quiero
saber qué países están involucrados y qué ganan con ello. Usa los
recursos que haga falta, pero asegúrate de que no ignoremos nada.
—Sí, jefe. — Su subordinado vaciló antes de dirigirse hacia la
puerta.
—¿Algo más? —preguntó Yugo, taladrando la ancha espalda
de su subalterno con una mirada penetrante—. ¿Greg?
—No, jefe, de verdad, no es nada. —La voz del hombretón
sonó apagada, así que el Duque Negro aguardó en silencio a que se
explicara. Greg suspiró y se dio la vuelta—. Es sobre el muchacho.
—¿El muchacho? —El criminal frunció el ceño y bajó las
piernas de la mesa. Colocó el respaldo de la silla en posición vertical
y se echó hacia adelante, escudriñando a su empleado.
—El del sótano.
—Oh… ¿qué pasa con él? —Yugo dejó de prestar atención,
sus pensamientos retornaron al grupo Al-Amin y al posible trato. Si
había algo detrás de aquella especulación, tenía que saberlo antes
que Gray y Patrice.
—En realidad nada, jefe. Rompió la bandeja de plástico y se
fabricó un cuchillo. Cada vez es más difícil no hacerle daño…
—¿Qué quiere? —preguntó el criminal automáticamente.
—Lo de siempre. Quiere saber qué va a pasar con él. Y
quiere verte.
—¿Ya está curado? —Yugo se levantó y alisó su traje gris
oscuro.
Greg se encogió de hombros.
—Es difícil de decir. ¿Quieres que lo compruebe?
—No. Puede esperar un par de días más. Ahora no tengo
tiempo para ocuparme de él. Limítate a asegurarte de que no te
mate. —Yugo dio por finalizada la conversación, se aflojó el nudo de
la corbata, a juego con su traje, y se giró hacia la ventana.
K de cuántos días habían pasado. Su cuerpo,
joven y saludable, había sanado y ahora, repleto de energía,
ansiaba actividad, pero su cabeza estaba cansada de pensar en
escapar. Por mucho que intentara usar la materia gris, no podía
encontrar una salida de aquel sótano sombrío.
Su piel, su pelo y su ropa sucia habían absorbido el olor de la
humedad del hormigón de tal forma, que pensaba que nunca sería
capaz de quitarse aquel tufo de encima.
Había tenido que sacarse los calcetines. Además de sucios y
sudados, estaban fríos y húmedos y ya no les proporcionaban calor
a sus pies. Ansiaba quitarse el resto de la ropa inmunda, pero si lo
hacía se quedaría desnudo. Tenía mal sabor de boca, pero no tenía
con qué lavarse los dientes. Sólo podía restregarlos con el dobladillo
de una camisa asquerosa.
La oscuridad y la desorientación engañaban a su mente;
deformaban la realidad y ralentizaban el tiempo. Parecía llevar
meses encerrado, pero su barba incipiente no había crecido mucho,
así que el prisionero suponía que tal vez hubiera pasado una
semana.
Lo peor era el silencio. El exasperante y ensordecedor
silencio, roto sólo por el golpeteo de sus pies desnudos y el sonido
de su respiración.
Aunque a veces hablaba sólo para oír su voz, se callaba
enseguida, incapaz de soportar la burlona exageración de su
desesperación en el eco distorsionado.
Aunque Greg seguía yendo, ahora llevaba la comida en
contenedores suaves de silicona con cubiertos desechables. Los
dejaba en el suelo y, sin dejar de prestar atención a Kuon, limpiaba
el cubo. Al acabar, lo devolvía a la celda, recogía los platos que
había llevado la vez anterior y se marchaba.
El prisionero se había dado cuenta enseguida de que no
podía ganar en un combate abierto, así que intentaba provocar al
guarda para que hablara, pero, como si estuviera sordo, el hombre
nunca reaccionaba.
El joven no podía seguir así eternamente. Dominado por la
desesperación y con la comida como único entretenimiento —la
comida y ver a Greg limpiar su mierda—, el silencio y la oscuridad
parecían estar volviéndolo loco.
«¿Debería rehusar la comida? ¿Yugo me vería entonces?».
Sentado en el suelo, miraba la sopa fría. Verde y espesa,
tenía una textura cremosa. Algo flotaba en medio y, aburrido hasta
la saciedad, cogió la cuchara para pescarlo y comprobar lo que era.
En aquel momento, un ruido metálico rompió el silencio y le informó
de que se había abierto la puerta.
Se levantó enseguida. Las yemas de los dedos le
chisporroteaban con la energía que recorría su cuerpo. Cada visita
del guarda le proporcionaba una potencial oportunidad, una
oportunidad que no tenía el lujo de poder desaprovechar.
La intensa luz artificial le dio en los ojos y lo cegó. Oyó unas
pisadas fuertes descendiendo las escaleras y, por un momento, un
cuerpo robusto bloqueó la luz. Unas llaves repiquetearon y la puerta
de la celda se abrió.
Su vista se adaptó rápidamente, así que miró hacia arriba e
inclinó la cabeza, para seguir al hombretón con la mirada y aprender
la cadencia de su cuerpo mientras esperaba una oportunidad para
golpear. Pero hoy había algo raro. Los movimientos de Greg
parecían acelerados, como si no estuviera allí para quedarse.
Además, no había olor a comida, ni señal de contenedores.
Kuon se tensó.
«Esto es nuevo».
La adrenalina aceleró su corazón. Tragó saliva e intentó
contener la energía que se estaba desbocando en su cuerpo,
acumularla, almacenarla. Los músculos le hormigueaban, ansiaban
pelea.
—El jefe quiere verte. Manos. —El guarda se sacó unas
esposas de la espalda. Su voz, profunda y ronca, resonó en el
sótano. Eran las primeras palabras que le dirigía al prisionero.
Con la boca seca, el joven le echó un vistazo al cuerpo
robusto de su carcelero y calculó sus posibilidades.
«Si dejo que me espose…».
—No hagas ninguna estupidez, chaval —graznó el
hombretón, interrumpiendo el pensamiento de Kuon. Separó las
piernas como si le hubiera leído la mente y, con una advertencia
centelleando en sus ojos hundidos, no le dejó más opción que
estirar los brazos.
¡Clic! ¡Clic!
Cuando el metal le mordió las muñecas, el prisionero frunció
el ceño. No le gustaba aquello, pero no había tenido tiempo para
pensar. El cuerpo de Greg, que bloqueaba la salida, lo envolvió con
una cálida vaharada mentolada de su colonia y de su loción para el
afeitado.
El hombre agarró al joven por el codo y lo sacó de allí.
K . Esperaba que lo
llevaran a la ya conocida oficina al final del pasillo, pero en su lugar
el guarda lo llevó al piso de arriba. Aunque las puertas cerradas le
impedían dibujar un buen mapa mental con todos los pormenores,
consiguió captar el interior de una despensa y un comedor. Seguía
mirando hacia atrás, a la gran escalera, cuando Greg abrió una
puerta y lo empujó hacia adentro.
El olor a cloro le inundó las fosas nasales, reavivando las
memorias de aquel maldito sótano decorado con orquídeas. Se
estremeció, se sacudió de encima el recuerdo, y se dio la vuelta
para observar el frío cuarto de baño.
—¿Eh? —Le lanzó al hombretón una breve mirada por
encima del hombro, esperando algún tipo de explicación.
«¿Un cuarto de baño? ¿Ahora? ¿Después de tanto tiempo?
¿Qué broma es esta? No tiene sentido alguno… pero…». El
corazón le latía acelerado y sus músculos se tensaron. Su cabeza
trabajaba a velocidad de procesador mientras analizaba todas las
posibilidades. Su mirada febril saltaba de un objeto a otro intentando
encontrar algo útil, pero no dejaba de moverse. No encontraba
nada.
El baño era demasiado sencillo y minimalista. Tenía paredes
de mármol de color gris azulado, una cabina de ducha con paredes
de cristal opaco, un lavabo y un váter tras una puerta de castaño
entreabierta. Ni maquinillas de afeitar, ni cepillos de dientes.
Completamente vacío, no contenía nada que pudiera utilizarse como
un arma. Incluso el cristal opaco parecía ser un grueso vidrio
templado. No podría romperlo sólo con las manos.
Sin esperar a que se desvistiera, Greg lo agarró por el codo,
lo metió en la cabina de ducha y abrió el agua. Kuon tiritó cuando un
chorro helado le golpeó la piel, pero en unos segundos el agua se
calentó.
—Creo que le interesas al jefe. Límpiate bien y no intentes
nada. Si eres bueno, tal vez te deje marchar cuando se canse de ti.
Atónito ante lo parlanchín que se había vuelto su carcelero, el
cerebro del joven captó las palabras del guarda, pero tardó un rato
en asimilar su significado.
«¿Qué?». La pregunta murió en sus labios al encontrar la
respuesta delante de sus ojos. En un pequeño estante de metal
había una jeringuilla rectal; al verla, se le heló la sangre. Las gotas
de agua que rebotaban en su piel salpicaban la silicona azul de la
que estaba hecha, y se deslizaban por sus redondeados y suaves
laterales, haciéndola brillar.
«Ni de coña…». Dio un paso atrás, intentando librarse de la
obvia alucinación. «Esto no está pasando. ¡Esta mierda no está
pasando!».
El corazón le martilleaba en el pecho mientras intentaba
procesarlo todo. «¿De verdad ha dicho que en unos minutos me voy
a convertir en un jodido esclavo sexual del hombre al que he estado
persiguiendo durante el último año? ¿Lo he entendido bien?».
Una ola de adrenalina recorrió sus extremidades a toda
velocidad y elevó su presión sanguínea. Dejó caer la cabeza y
ocultó los ojos en las cascadas de agua que vertía la alcachofa.
«Ni de coña». La desesperación se extendió en su interior.
Apoyó las manos en los fríos azulejos mojados y, en un intento por
controlar el estremecimiento provocado por la adrenalina, empujó.
«Sobre mi cadáver».
El agua caliente que le corría por la cara nublaba su visión,
pero también le proporcionaba una cobertura perfecta. A toda
velocidad, recorrió su entorno con los ojos ocultos bajo las pestañas.
La puerta de cristal de la ducha estaba completamente abierta y
dudaba que pudiera cerrarla lo suficientemente rápido como para
ganar algo de tiempo o hacerle daño a Greg. En el suelo había
pequeños charcos formados por los chorros de agua que escapaban
de los límites de la cabina, así que debía de estar resbaladizo. Les
echó un vistazo a los pies del guarda. Sus botas militares, que no
pegaban con el traje que vestía, holgado pero clásico, tenían suelas
gruesas y antideslizantes. Él, con los pies desnudos, se rompería el
cuello antes de conseguir que el hombre resbalara en aquel suelo
mojado. La ducha empotrada parecía sólida, así que no iba a ser
capaz de arrancar la grifería de la pared. Al no encontrar nada que
pudiera utilizar, suspiró.
Le lanzó una mirada a su carcelero e intentó determinar sus
puntos débiles.
«¿Las rodillas? Con su peso, sus rodillas deben de ser
débiles. Si apunto…».
—Quédate quieto —le advirtió Greg con ojos indescifrables.
Sacó el cuchillo de la vaina de cuero que colgaba de su cinturón y
se acercó.
Al ver como la luz moría en la absorbente hoja negra militar
de doble sierra, Kuon se quedó rígido. El Gerber Mark II era un
cuchillo que no le importaría tener. Un cuchillo que le advertía que
no hiciera nada estúpido.
El contacto del acero lo dejó sin aliento.
Subiendo desde sus muñecas esposadas, el cuchillo llenó el
aire con el sonido de la tela al ser rasgada. Cuando la camisa que
había llevado durante días golpeó las baldosas del suelo, se
estremeció.
Bajo otras circunstancias, se habría sentido aliviado de
librarse de unas ropas tan sucias y ensangrentadas. Ahora, sólo se
sentía expuesto.
Greg, que no parecía ni lo más mínimamente cohibido por la
desnudez de Kuon, se acuclilló delante de él y empezó a rasgarle
los vaqueros.
«Es la ocasión perfecta… Tengo que intentar…».
Girando el torso y la cadera en direcciones opuestas y,
poniendo todo su peso sobre la pierna izquierda, el prisionero
golpeó el oído del guarda con un rodillazo de derechas. Al menos,
apuntó al oído. Pero o sus músculos se habían atrofiado con la
inactividad y no estaban lo suficientemente rápidos, o el hombre
esperaba el ataque. La rodilla erró la cabeza y se deslizó por el
antebrazo que su carcelero había levantado para bloquear.
El contraataque a su abdomen llegó sin dilación. Lanzado
contra la pared, se dobló con un dolor insoportable. Al golpear el
grifo de la ducha con el centro de la espalda, todas sus
terminaciones nerviosas gritaron de agonía. Las rodillas le fallaron y
acabó de culo en el suelo. Se inclinó hacia adelante y se llevó las
rodillas al pecho; el agua caía a su alrededor y le salpicaba las
caderas.
Intentó respirar, pero sus pulmones estaban bloqueados. Era
como si millones de moscas negras enturbiaran su visión,
impidiéndole ver u oír nada.
Cuando por fin consiguió tomar algo de aire, su visión central
se aclaró. Bajó la cabeza, intentando absorber el dolor, acomodarlo
en su cuerpo, sin perder el control de las extremidades. Una vez
recuperada la compostura, intentó levantarse; pero al apoyar la
mano, esta se deslizó por la resbaladiza pared alicatada.
El insensible rostro de Greg parecía la viva imagen de un
Moai. Golpeó a Kuon en el pecho con su mano enorme y lo devolvió
al suelo. Volvió a acuclillarse y continuó donde lo había dejado:
quitándole la ropa húmeda del cuerpo. Sus botas militares estaban
en el agua, cerca de la entrepierna del joven, y sus manos
trabajaron con rapidez. Una agarraba la pierna por encima de la
rodilla y la otra cortaba los vaqueros.
Cuando el afilado acero tocó sus muslos, el prisionero hizo un
último intento. Entrelazando los dedos, usó sus manos esposadas
para enganchar el brazo de su carcelero y se lanzó hacia adelante.
Cuando el cuchillo le rajó la piel, un estallido de dolor exacerbó su
lado izquierdo. Pero el instante de confusión le permitió colocarse el
brazo del guarda entre el torso y el tríceps. Echó las manos hacia
adelante, metiendo las esposas bajo la axila del hombretón y,
levantando el codo derecho al mismo tiempo que bajaba el puño, le
envolvió el bíceps con la cadena y apretó. Entonces le presionó el
hombro con el codo y se lanzó hacia adelante. Aunque su intención
era golpear a Greg con la frente en la nariz, le dio en la mandíbula.
Con un grito feroz, el subordinado de Yugo se apartó y lo
empujó a un lado con fuerza inhumana. Kuon golpeó la pared
alicatada con un lado de la cabeza y, cuando un puño enorme
colisionó con su sien, perdió el conocimiento.
CAPÍTULO 3
C , , bombardeaban la
sensible y febril piel de Kuon. La cabeza le estaba matando y una
desagradable ola de náusea recorrió su cuerpo. Las piernas le
fallaron y cayó al alicatado suelo mojado sobre su desnudo culo;
exhausto, impotente. Tenía el estómago revuelto y, al encorvarse
hacia adelante, vomitó una mezcla rojiza que le quemó la garganta.
Vomitó unas cuantas veces más, hasta que no quedó nada
en su interior; ni contenido, ni emociones, ni pensamientos.
Se estremeció. Sus párpados se cerraron por voluntad propia
y el suelo desapareció debajo de él. Ni siquiera intentó resistir; se
dejó ir por completo y se hundió en un sueño glacial, pesado y
envolvente como una piscina helada.
CAPÍTULO 4
no hablaba conmigo».
—Por favor… —Los labios azulados apenas se movieron.
Con un gesto de dolor, Kuon se puso de lado. Su pecho se contraía
con un ritmo absurdo y abrió sus labios ensangrentados en busca
de aire.
—Joder… —dijo Yugo entre dientes, perdiendo su máscara
de templanza y dejándose caer en la cama otra vez. Pasó la palma
de la mano por la frente ardiente de su prisionero para eliminar el
sudor—. No juegues conmigo, ¿me oyes? —dijo con voz tensa y
con una amenaza oculta que contradecía su movimiento.
En contacto con sus dedos fríos, las facciones del joven se
suavizaron, el cuerpo se relajó. Y un sonido rítmico le hizo saber
que el muchacho había caído en el mundo de los sueños.
El criminal se levantó de la cama, sus neuróticos dedos
buscaban algo con inquietud. Para mantenerlos ocupados, cogió un
cigarrillo y lo apretó entre sus labios resecos. Una luz roja alcanzó la
punta del pitillo por un breve instante y se murió cuando bajó el
mechero.
La confusión se entrometía en sus pensamientos y
profundizaba las arrugas de su frente.
«No tenía ni idea de que este muchacho pudiera hacer algo
así… Y pensar que podía aferrarse a mí». Rememoró el momento,
pero no se sintió satisfecho. Se sentía manipulado y eso lo
exasperaba. «¿Con quién hablaba? ¿A quién no quiere dejar ir? No
tiene ningún amante, ¿verdad? No está jugando conmigo, ¿no?».
Se mordisqueó el lateral del dedo pulgar mientras pensaba.
Era como si la irritación de su corazón estuviera siendo raspada;
como si un ratón hambriento, incrustado en su caja torácica,
estuviera intentando liberarse. Sin desviar los ojos de aquel rostro
dormido, se sentó una vez más en la cama.
Sin la mirada de odio, el joven parecía diferente.
«Vulnerable». Yugo se encorvó y se acercó a él. Le acarició con sus
largos y delgados dedos la línea del mentón y una bien definida
clavícula.
—¿Kuon? —susurró.
El prisionero yacía inconsciente. Sus facciones
contorsionadas reflejaban el dolor reinante en su interior.
El criminal inspeccionó el cuerpo desnudo en busca de
daños. Varios cardenales le daban al torso un tono morado. El de
las costillas tenía el contorno amarillo. No se preocupó hasta que
sus ojos captaron sangre seca en el interior de los muslos.
—¿Te hice tanto daño? —Apretando el cigarrillo que tenía
entre los dientes, le dio la vuelta al joven para colocarlo boca abajo
y, con cuidado, le separó las nalgas. Al examinar aquel rojo e
inflamado ano, se estremeció. La sangre seca que cubría la irritada
piel circundante le proporcionaba la ilusión de una herida abierta.
Inspiró por la boca con los dientes apretados, frunció el ceño
y apartó la vista. Durante un buen rato, taladró la pared con la
mirada. Se levantó, fue al armario y sacó una botellita de
metronidazol. Después fue al cuarto de baño y regresó con una
palangana de tamaño medio que colocó en el suelo delante de la
mullida cama.
Se sentó al borde del colchón y, metiendo un brazo bajo el
cuello empapado de sudor y el otro bajo las rodillas, cogió en brazos
el cuerpo inerte. Su camisa se empapó con el sudor de su prisionero
en segundos.
Se encajó la débil cabeza de Kuon en el hombro; el culo,
entre las rodillas de forma que colgara justo encima de la
palangana. Con el brazo izquierdo le rodeó la cintura para poder
sostenerlo pegado firmemente a su cuerpo. El brazo derecho lo
deslizó entre las piernas.
Tocó con un dedo la febril y palpitante carne y, al tantear la
entrada a aquellas entrañas inflamadas, encontró un calor y una
opresión increíbles. Cuando el joven tomó algo de aire, la cabeza le
rodó hacia un lado y la frente golpeó el hombro de su captor.
—Tranquilo —dijo Yugo.
Kuon se tranquilizó.
Tras asegurarse de que no hubiera heridas profundas, el
criminal retiró el dedo y acercó la botella al ano del joven. Dando un
empujoncito en la entrada, guio la punta con el dedo, abrió el
esfínter y vertió el contenido en su interior.
—Aaaaah… —El débil gemido salió de los labios resecos del
prisionero a la vez que una mueca dolorida invadía su pálido y
exhausto rostro.
Yugo se quedó quieto. En su interior se desató una necesidad
intensa, incontrolable, de oír más, de ver las emociones puras y
honestas de Kuon El corazón le dio un vuelco y pareció chocar con
su caja torácica. Sin desviar los ojos de aquel rostro, volvió a apretar
la botella de plástico. Una nueva dosis de la medicina que había
limpiado las entrañas del joven salió del frágil cuerpo roja por la
sangre. El muchacho volvió a temblar y sus débiles dedos agarraron
el cuello de la camisa de su torturador en busca de ayuda.
—Duele… —murmuró con labios azulados.
El corazón del criminal se saturó de sangre.
—¿Cómo me llamo? —demandó encorvándose sobre el
pálido rostro.
Kuon no respondió.
—¿Cuál… es… mi… nombre? —repitió Yugo tras volver a
apretar la botella, inquieto, impaciente.
Se le resecó la boca, cuando el joven abrió sus ojos
inyectados de sangre. Una mirada sangrienta, demoníaca, lo
atravesaba, taladraba su alma. En esta ocasión, lo miraba
directamente, como si estuviera consciente y comprendiera la
realidad.
Los ojos ensangrentados lo observaron un rato.
—Yugo —susurró una voz temblorosa.
Un impulso eléctrico recorrió la columna del criminal y su
semblante se endureció.
—Al principio quería jugar contigo… castigarte. Ahora… lo
que quiero es desmoronar tu mundo y hacerlo añicos. Quiero
aislarte, despojarte de todo, hasta que sólo te quede yo. Quiero
asegurarme de que tus desamparados dedos sólo me busquen a
mí, que tus labios sólo susurren mi nombre. Y recuerda, la culpa es
exclusivamente tuya —dijo con voz inquietante y cara de pocos
amigos.
Se inclinó hacia el resbaladizo pecho de Kuon y, con una
mirada espeluznante en el rostro, introdujo dos dedos en el
maltrecho ano para poder ver aquellas facciones perfectas y puras
retorcerse en agonía.
CAPÍTULO 5
K y miró instintivamente,
pero al ver quién era perdió el interés y devolvió la vista a la pared
blanca detrás de Yugo.
Las bisagras de la puerta chirriaron y Greg entró en aquella
pequeña habitación blanca, que parecía más un armario que un
cuarto, sin esperar permiso. Cuando cerró la puerta, se esparció a
su alrededor un fuerte olor a comida.
Llevaba una bandeja en la palma de la mano con la destreza
de un camarero profesional; sus caderas se movían, pero su torso
parecía flotar en el aire y no se le agitaba ni un pelo de la cabeza.
Se acercó al colchón y se acuclilló al lado del prisionero para dejar
la bandeja en el suelo a la altura de la almohada; entonces se
levantó y salió de la habitación.
Yugo sonrió y le dedicó una mirada burlona al joven, que
yacía en la cama y que parecía tener como único propósito en la
vida taladrar la pared con una mirada ausente. Enganchó la bandeja
con sus largos dedos, se la acercó y cogió el tazón de sopa.
—Come —dijo, tendiéndole el tazón al muchacho.
Kuon lo ignoró. Ni tenía apetito, ni quería aceptar nada de su
captor.
—Come —repitió amenazante el criminal.
En el estómago del prisionero se generó una ola de irritación
que le subió rápidamente por el pecho y el cuello. Se la tragó, miró
la comida con desdén y se dio la vuelta. El movimiento perturbó algo
en su interior y originó una quemazón en sus entrañas.
—Si no comes tú solo, te forzaré —susurró Yugo,
acercándole el tazón.
Un desagradable rechinar de dientes inundó la cabeza de
Kuon. Sin energía para pelear y deseando que lo dejaran en paz, se
incorporó y apoyó la espalda en la pared; entonces cogió el tazón de
las manos del criminal y se quedó parado sin saber cómo proceder.
La vía conectada a su otro brazo limitaba su capacidad para
doblarlo. Además, dado el dolor de barriga que tenía, no creía que
comer fuera buena idea.
Dejó el tazón en el suelo. Al apartarlo a un lado, se propagó
una onda de sopa que salpicó el piso. Ese pequeño acto de rechazo
exacerbó su nerviosismo incipiente. En una cadena conectada
eléctricamente, sus nervios se comprimieron, se excitaron y estaban
a punto de descargar.
Su autocontrol estaba desapareciendo. Su pulso acelerado le
martilleaba los oídos y su visión palpitaba. Cerró los puños. La
frustración crecía en su interior; incontenible, prometía salir en
cualquier momento. Y lo acabaría lamentando.
Yugo sonrió, la diversión titilaba en sus ojos plomizos.
Aparentemente, cuanto más se resistía Kuon, más se entretenía.
Agarró el tazón, cogió una cucharada de sopa y se la acercó al
joven a la boca. La burla era ahora evidente en sus ojos.
—Creo que no tenemos elección. No queremos que la
comida se enfríe, ¿verdad? —susurró, dedicándole una sonrisa
deslumbrante a su prisionero. Disfrutaba cada vez que la ira y la
indignación aparecían en el rostro del muchacho.
—No importa, la comeré fría —gruñó Kuon a la vez que se
apartaba la cuchara de la cara con la mano libre.
—Abre la maldita boca.
La amenaza resonó en los oídos del muchacho. Empezó a
sentir presión en la cabeza y su visión se nubló con un velo carmesí
de rabia. Arrancó el tazón de las manos de Yugo y, vertiendo toda
su frustración y su ira en el movimiento, lo lanzó contra la pared.
Una grasa amarillenta se esparció por la pared blanca y esquirlas de
porcelana blanca cubrieron el suelo.
La malicia torció el rostro del criminal, desnudó sus dientes. Y
el hombre levantó un puño.
El joven reculó y se preparó para recibir el golpe. Esperando
el dolor, cerró los ojos con fuerza y apretó la mandíbula. Pero el
dolor nunca llegó. En su lugar, escuchó un espeluznante susurro.
—Si vuelves a hacer algo así, te obligaré a limpiar el suelo a
lametones. ¿Entendido?
Kuon abrió los ojos. La confusión se arremolinaba en su
estómago, le daba náuseas. Con las uñas clavándose en la piel y
los nudillos emblanqueciendo, miró hacia arriba. Aunque el ansia de
golpear al cabrón se desató en su interior, no se sentía más fuerte
que un gatito recién nacido. Así que, sin concederle al hombre otra
mirada, desvió la vista. Nunca en la vida se había sentido tan
impotente.
—¡No te he oído! —repitió Yugo más alto y amenazante.
El prisionero se mordió el labio inferior y asintió con la
cabeza. No quería admitir la derrota, pero no podía ganar contra el
criminal. No en aquel momento.
—Cuando te encuentres mejor, bajarás y te disculparás con
el personal por el desastre, ¿me oyes?
El joven no podía creer lo que oía. Lleno de indignación y con
el ego magullado, levantó los ojos, pero bajó la cabeza enseguida,
incapaz de soportar la mirada inflexible de su captor.
Yugo agarró otro plato de la bandeja, cargó un poco de puré
de patatas y de guiso en el tenedor y lo acercó a la boca de Kuon.
—¡Abre!
El prisionero se tragó el orgullo y abrió la boca. Empezó a
sentir calor en la cara. La intensidad del flujo sanguíneo hacía que le
hormiguearan los oídos. Tomó la comida del tenedor y tragó sin
masticar. Su piel se perló con un sudor helado cuando le dio un
calambre en el estómago y la náusea le atenazó la barriga. Pero el
criminal, que mostraba una radiante sonrisa engreída, no se dio
cuenta.
—¿Ves? Puedes ser adorable cuando quieres —susurró con
dulzura, preparando un nuevo bocado.
Kuon se encogió como si le hubieran golpeado con un látigo y
miró con furia a su torturador. Nunca había sentido tal odio.
CAPÍTULO 6
S , Kuon
esperaba la cena mientras miraba por la ventana a través de las
rejas negras que lo separaban de la libertad.
Torrentes de luz dorada del sol poniente se abrían paso entre
franjas de nubes grises y bajas, y creaban la ilusión de una cascada
celestial. Los colores cambiaban continuamente. Rosas y azules se
extendían por todo el lienzo celeste como las acuarelas lo harían en
una hoja mojada. Se intensificaron, se difuminaron y, finalmente,
desaparecieron para dar paso a la noche.
Pero incluso con los colores desvanecidos, transformados en
una nada negra, el prisionero siguió mirando a la débil ilusión de lo
que una vez había sido su vida.
Greg abrió la puerta sin llamar e irrumpió en la habitación
blanca.
—Manos —ordenó.
A Kuon se le secó la boca.
L inundaron su mente
en cuanto puso un pie en la ducha. Las rodillas le fallaron y un
miedo visceral, enfermizo, creció en su interior.
«Cálmate… Maldita sea, cálmate, Kuon… Eres más fuerte
que esto. No dejes que vea el miedo en tus ojos. No dejes que
gane. No importa lo que haga, no te quebrará. Sólo es un cuerpo.
Cierra los ojos y acabará pronto». De pie bajo los fuertes chorros de
agua caliente, sus labios se movían mientras intentaba
convencerse. Pero era inútil. A pesar del agua caliente, tenía las
manos rígidas y los músculos duros como rocas por culpa de la
tensión.
La jeringuilla rectal se encontraba en el pequeño estante
delante de sus ojos. La luz artificial destellaba en el látex azul.
Al ver el irritante objeto, no pudo evitar preguntarse si su
propósito era humillarlo aún más o mostrarle que nunca habría más
opción que obedecer la voluntad de Yugo.
La ira se desató en su interior, aplastó su pobre corazón
contra las costillas y le elevó al máximo la presión sanguínea.
Agarró la jeringuilla y la lanzó contra la pared opuesta. La adrenalina
inundó su cuerpo y, al invadir sus extremidades, infundió un temblor
incontrolable a sus dedos.
—Basta —dijo Greg a la vez que cortaba el agua.
Le lanzó una toalla sin perder la hostilidad, esperando
continuamente un ataque. Al ver sus ojos cansados, el prisionero
abandonó la idea de un intento de huida inmediato. Tenía el atroz
presentimiento de que necesitaría la energía para otra cosa.
No se molestó en secarse; presionó la toalla contra la cara
varias veces y se puso el calzoncillo. La tela se empapó con los
hilos de agua que la bajaban por las caderas. En lugar del albornoz,
el guarda le dio unos vaqueros. Cuando se los puso, agradeció
hasta cierto punto la ilusión de protección que le proporcionaban.
En cuanto terminó, Greg lo agarró por el codo, lo sacó del
baño y lo llevó corredor abajo hasta el dormitorio de Yugo. El
hombretón llamó dos veces con los nudillos, abrió la puerta, lo
introdujo en la habitación y cerró.
Todo estaba exactamente igual: vajilla, sábanas inmaculadas
sometidas con una perfección maníaca, el criminal sentado en la
profunda silla de cuero y el fuerte olor a cigarrillos.
A Kuon le dio un vuelco el corazón. No podía creer que los
acontecimientos fueran a repetirse.
«¿Yugo me retiene para esto? ¿Para humillarme? ¿Para
destruir por completo mi orgullo y dignidad?». Se rio por dentro
mientras su boca salivaba con el amargo sabor de la derrota. «La
verdad… ¿por qué matar físicamente a alguien cuando puedes
destruirlo mentalmente? Sin duda forma parte de la naturaleza de
este cabrón».
Los persistentes recuerdos de su última visita a aquella
estancia lo paralizaron, convirtiendo sus intestinos en una tensa bola
de goma. La perspectiva de una nueva violación devolvió el dolor
desgarrador a las profundidades de su cuerpo.
—¿Qué, cansado de darme de comer? —preguntó, dándose
una patada mental por sucumbir al miedo y esforzándose por
mostrar una sonrisa.
El criminal sonrió, aplastó el cigarrillo y se levantó. Al
moverse, su desabrochada camisa de seda negra ondeaba
alrededor de su torso. Se acercó a Kuon y lo forzó a retroceder
hasta casi fundirse con la puerta que se encontraba a su espalda.
Cuando lo agarró del codo con mano firme, el calor que irradiaba de
su pecho rebotó en la piel del joven.
El prisionero se quedó paralizado; un frío ardiente se propagó
por sus venas desde el punto de contacto. Por un segundo, no pudo
moverse, no pudo pestañear, no pudo respirar. Incluso su corazón
se detuvo en su pecho.
—¿Cenas conmigo? —preguntó Yugo con tono intransigente.
Deslizó los dedos por el antebrazo de Kuon y lo soltó.
Retrocedió y ocupó su lugar a la cabecera de la mesa.
Cuando el nudo que atenazada su pecho se deshizo, Kuon
pudo respirar. Se quedó allí plantado mientras un tornado de
confusión iba y venía. Se sentía vacío por dentro. Apretando los
labios, se forzó a presentar una fachada indiferente y ocupó la otra
silla. Apoyó la barbilla en las manos y miró con furia a su captor.
La pausa se prolongó y llenó la habitación con un silencio
ensordecedor.
Le picaban los ojos de mantener el contacto visual, pero se
negaba a romperlo. En contraste con el odio y desafío gélido que él
le imprimía a su mirada, los ojos del criminal brillaban con
curiosidad.
—No me puedes quitar los ojos de encima, ¿verdad?
¿Debería creer que albergas fuertes sentimientos por mí? —Yugo lo
miró lascivamente y le sirvió un pedazo de salmón a la brasa—. No
te preocupes, tendrás todo el tiempo del mundo para
transmitírmelos con tus dulces gemidos. Ahora tienes que comer.
Vas a necesitar mucha energía, créeme.
La máscara que Kuon luchaba por mantener en su rostro se
resquebrajó. Su rostro palideció y sus músculos labiales se
crisparon. Tragó saliva y se echó para atrás en la silla; su apetito
había desaparecido. Un ruido blanco habitaba sus oídos y el dolor
insoportable y la humillación, que aquel hombre le había causado
durante su última interacción en aquel cuarto, ocupaban sus
pensamientos.
Giró la cabeza de golpe, incapaz de controlar su miedo. Un
miedo cortante que se originó en sus intestinos al recordar como
algo grande se había introducido en su cuerpo y lo había
desgarrado.
—¿De verdad voy a tener que recurrir a darte de comer todo
el tiempo? —Yugo se levantó con una sonrisa depredadora.
Kuon se puso de pie y retrocedió un metro de un salto.
El rostro del criminal se endureció y una expresión malvada
borró la sonrisa despreocupada de sus finos labios.
G , se habían reducido
últimamente a la simple pero aburrida tarea de vigilar a Kuon, había
cambiado de ubicación y ahora se apoyaba en la pared de la
habitación de Yugo. Le llevó un rato darse cuenta de lo que tenía
que hacer cuando vio el blanco trasero del prisionero marchando
pasillo abajo, rezumando un aura asesina. Se estaba rascando la
cabeza, pensando en seguirlo, cuando su semidesnudo jefe,
riéndose a carcajadas, salió despacio del dormitorio.
—¡Kuon! —llamó el criminal, pero el joven no disminuyó la
velocidad. Miró a su subordinado y le preguntó con voz contenida—:
¿Lo has visto? Tiró la puerta de una patada. ¡Increíble!
El deleite iluminaba su sonrojada cara. Cordialidad y felicidad
brillaban en sus ojos.
El guarda inclinó la cabeza, pero no dijo nada.
L . Algunos llenos de
peleas y moratones, algunos callados y tranquilos, pero la mayoría
empapados con el almizcleño olor del sexo.
Aquella mañana se eternizó. Los negocios mantuvieron a
Yugo apartado de la casa y Kuon se aburría sin su compañía, sin el
único entretenimiento que le era permitido. Alterado, tras hurgar en
las alacenas, abrió las cortinas para dejar entrar la luz del día.
Se le cayó el alma al suelo y dio un paso atrás. La sangre
abandonó su rostro y dejó atrás un agudo sentimiento de temor. La
piel le hormigueaba; tembló y sacudió la cabeza.
—Noooo… —Una arena invisible le llenaba los ojos y la
garganta. Tuvo que pestañear varias veces para aliviar el picor.
Tras las rejas, dónde todavía existía la libertad, un grueso
manto blanco lo camuflaba todo. Copos de nieve fresca cubrían el
suelo y centelleaban en el sol de la mañana. Al caer, bailaban en el
aire y jugaban con el viento. El simple cambio de estaciones agitó
sus emociones aletargadas.
—Invierno… —susurraron sus entumecidos labios.
«¿Cuánto tiempo llevo aquí? He estado tan cómodo que me
he olvidado de todo. Ya ni siquiera intento escapar. Dejé de pensar
en ello. Yugo me quitó la libertad y yo le lamo las manos por ello…
No tengo derecho a llamarme oficial de policía. No tengo derecho a
llamarme hombre». Tragó el sabor salado de su boca y se mordió el
labio para suprimir su temblor. «¿Se debe sólo a que es bueno en la
cama? ¿A que es un poco amable conmigo? ¿A que me sostiene
cuando tengo pesadillas? No tiene más que decir mi nombre y voy
corriendo hacia él, esperando algo que ni siquiera existe, como un
idiota…».
Se acuclilló y se cubrió la cabeza con las manos. Lágrimas
diabólicas le llenaron los ojos y lo emborronaron todo a su alrededor.
«Tengo que salir de aquí…», pensó mientras inspeccionaba
la borrosa habitación. Le dio una punzada en el pecho y sus
pulmones rehusaron dejar entrar el aire. De repente, fue consciente
de los latidos de su corazón: duros, rápidos, irregulares. La presión
en sus tripas se incrementó como si una fuerza invisible le aplastara
las entrañas.
—Oye, ¿qué pasa? Es hora de que te patee el culo. —La voz
engreída de Yugo lo sacó de golpe de su pánico.
Kuon se dio la vuelta; no había oído abrirse la puerta. Su
corazón latía con fuerza en sus oídos. Tragó saliva, se lamió los
labios y su visión se aclaró.
El criminal se acercó con los hombros relajados y una
juguetona sonrisa dibujada en los labios. Parecía desear una buena
pelea.
Una mezcla de melancolía y dolor masticaba las tripas del
prisionero y le retorcía las entrañas. Le dirigió a su captor una
mirada significativa, pero a juzgar por la confusión escrita en su
apuesto rostro, el hombre no entendía su cambio de humor y Kuon
sabía por qué. Yugo no había hecho nada malo últimamente. Es
más, era amable y lo trataba bien.
El joven se levantó, inspiró y, sin decir palabra, se dirigió al
gimnasio.
L ; se transformaban en
bichos estrambóticos y saltaban de las páginas, enredando la
agotada mente de Kuon. El tiempo se ralentizó hasta convertirse en
una eternidad torturadora. Intentaba leer, pero no podía
concentrarse en el libro que sostenía. Sentía calor en la cabeza y le
pesaba con todos los pensamientos que pululaban por ella. La
aparición de Mío había despertado nuevos y feos sentimientos en su
alma, unos de los que no se creía capaz. Unos que odió al instante.
No podía concentrarse en nada. Su mente tenía vida propia y
no dejaba de revisar los recuerdos del extraño encuentro. Detalles
inquietantes se arremolinaban en su cabeza, su memoria amplió los
ojos iluminados de Yugo y se desplazó a sus manos, sosteniendo
aquel frágil cuerpo.
Un calambre se extendió desde su pecho, dejándole una
sensación entumecida y hormigueante en las yemas de los dedos.
Se levantó y se volvió a sentar, limpiándose las manos pegajosas en
los vaqueros, intentando controlar su pulso acelerado.
«Lo llevó a la habitación».
La imagen del criminal sosteniendo el frágil cuerpo contra las
mismas sábanas contra las que lo había sostenido a él hacía sólo
unas horas le revolvió el estómago. Le dio náuseas. Sentado con los
dedos entrelazados en el pelo, inundado con pensamientos
taciturnos, recordó la última mirada que Mío le había dirigido. El
muchacho parecía haberlo reconocido como un rival y le había
mostrado, a su manera, cuál era su lugar. Parecía tener derecho a
hacerlo.
«Por supuesto que no. Tú siempre eres mi principal
prioridad». Una y otra vez, Kuon oía las palabras de Yugo en su
cabeza, dando vueltas como una aguja en una ranura.
Las horas que pasó en la librería se extendieron hasta una
eternidad angustiosa. Montones de libros que se había muerto de
ganas por leer hacía sólo un día ya no le interesaban. Apilados
contra las paredes, proporcionaban a la espaciosa estancia el olor
polvoriento de las viejas librerías: papel y tinta de impresión.
Su pecho parecía demasiado tenso. Lo rascó con las uñas en
un intento por mejorarlo, dejando marcas rojas en la piel, pero la
dolorosa presión no disminuyó.
«Sobrino… sí, claro… nadie mira de esa forma a un sobrino».
La visión de Yugo besando los hombros angulosos y las
caderas huesudas de Mío le abrasó el alma. Se puso de pie de un
salto y, por décima vez en la última hora, empezó a deambular por
la habitación con la ansiedad de un tigre enjaulado en cada
movimiento.
Greg lo miraba con los ojos como platos y la cabeza inclinada
a un lado, pero a Kuon no le podía importar menos en aquel
momento. Recorrió la habitación de un lado a otro entre las
elevadas pilas. A veces se las arreglaba para calmarse lo suficiente
como para poder permanecer quieto un instante. En esos
momentos, miraba a través de la ventana no enrejada, a la ilusión
de libertad pintada de azul, gris y blanco en todo el paisaje. Pero su
corazón, latiendo con fuerza, lo empujaba hacia adelante, y volvía a
caminar de un lado a otro.
En vano había intentado muchas veces volver al libro que
permanecía abierto en la primera página. Creía que se estaba
volviendo loco. Las líneas que miraba no se quedaban quietas y su
pierna se sacudía por sí sola. Finalmente, el sonido de un teléfono lo
sacó de su miseria proclamando que la obligación había sido
pagada y era hora de volver a su prisión.
El guardia cogió el teléfono y escuchó las cortas órdenes. Sin
mostrar signo alguno de emoción colgó el antiguo receptor, hecho
de un material que muy bien podía ser marfil natural, antes de dirigir
su atención al prisionero.
—Volvamos. —La simpatía se infiltró en la voz de Greg y
aplastó lo que quedaba del orgullo del joven.
Kuon cerró los ojos por un segundo y se levantó.
K . Estaba completamente
congelado y le temblaba el cuerpo. Con el temor de perder las
últimas gotas de calor corporal al menor movimiento, agarraba sus
hombros helados con dedos entumecidos y temblorosos. Mucho
antes de darse cuenta de que era suyo, un suave y amortiguado
quejido interrumpió el molesto castañeteo de sus dientes y resonó
en sus oídos. Frunció el entrecejo y se forzó a estirarse; sus
articulaciones crujieron. Se frotó el ojo izquierdo con un puño helado
y miró la noche.
Estaba solo en la enorme habitación. Las luces estaban
apagadas y un espacio negro ilimitado se extendía más allá de la
ventana. Cúmulos de estrellas se dispersaban por la textura
aterciopelada del cielo; su brillo incrementado por la ausencia de la
luna.
La ventana estaba abierta de par en par.
Se llevó sus temblorosos dedos a la boca. Los sopló y los
frotó, pero su aliento irregular formaba una nube que se evaporaba
en el aire helado junto con la ilusión de calor. La rigidez del cuello le
impidió echar un buen vistazo a su alrededor. Tenía la cabeza
pesada y sentía un dolor palpitante en la sien izquierda.
Hundió los dedos de los pies en la suavidad de la piel de lobo
y se levantó. Cuando se dirigía a trompicones hacia la puerta, echó
un breve vistazo al alto espejo. Su pálido reflejo lo contemplaba;
tenía las mejillas hundidas y el pómulo derecho decorado con la
huella del cuero. Desvió su mirada febril hacia la puerta y le dio un
manotazo a la manilla.
Pestañeó y entrecerró los ojos al percibir la brillante luz
artificial. En cuanto el dolor se redujo, miró hacia afuera. La arruga
de su frente se profundizó.
«Joder, esto no puede ser real…». Decidió probar suerte y
salió sigilosamente de la habitación.
Vacío y desamparado, el pasillo extendía su alfombra roja a
través de la mansión, sediento de movimiento. Una calidez
acogedora le dio la bienvenida y envió escalofríos por su cuerpo. Se
frotó los hombros con sus entumecidas manos.
«¿A dónde fue todo el mundo?»
Recorrió lentamente el pasillo y llegó a la escalera. Cuando
colocó una mano adormecida en el pasamanos, se quedó quieto. Al
oír unas voces amortiguadas provenientes del piso inferior, se puso
en guardia.
«Sí, claro, esto es demasiado bueno para ser verdad…». Una
sonrisa burlona torció sus labios. Quería retroceder, pero la
curiosidad se hizo con el control. Bajó dos escalones y se inclinó
sobre el pasamanos.
—El hombre bomba que se voló junto a la Corte Criminal
Internacional de La Haya en los Países Bajos era ciudadano
austríaco. La Organización por la Liberación Islámica hizo una
declaración esta mañana asumiendo la responsabilidad del ataque
terrorista. El líder de la OLI, Mohamed…
Kuon frunció el ceño cuando alguien apagó la televisión.
—Es el tercero —dijo Yugo—. ¿Cómo es posible que sólo
recluten ciudadanos austríacos y todo esto pase bajo tus narices?
—Mi mejor suposición es que o a Patrice o a Gray les ha
parecido beneficioso cooperar con la OLI mientras nosotros
perdemos dinero por posicionarnos al lado de Amin —dijo una voz
estridente y desagradable, que rechinó en el cerebro del prisionero
como si un cepillo de alambre rascase una superficie oxidada—.
Pero lo más importante es que mañana llega una nueva remesa.
Tienes que estar allí, Yugo. Eres el líder y tu ausencia mina tu
autoridad.
—Si tengo que atender a todos los malditos tratos, ¿para qué
cojones os necesito a vosotros tres? —replicó desinteresado el
criminal.
—¿Cuánto tiempo vas a holgazanear? ¡Estás demasiado
obsesionado con tu juguete! —insistió la rechinante voz. Sus gallos
indicaban… ¿irritación?
Por la forma en que hablaba, no cabía duda de que no se
trataba un simple subordinado. Kuon nunca había oído a nadie
hablarle a Yugo de aquella manera.
—Ocúpate de tus propios asuntos y no metas las narices en
los míos —espetó el hombre. Un largo e incómodo silenció cayó en
la casa.
—No te deseo daño alguno, Yugo. No soy tu enemigo. Por
eso tu comportamiento insensato me preocupa. Juegas a un juego
peligroso. No sólo para ti, sino también para el negocio. Dejas que el
detective viva; no es inteligente. Es más, lo retienes como un perrito
faldero en tu propia habitación. La policía lo está buscando y la
gente ha empezado a hablar. Dicen que te has vuelto blando. Que
tratas al policía como un amante y lo mantienes en tu propia cama.
—¡Cierra la puta boca! ¿Crees que no sé que no te importa
una mierda nada que no sea tu propia piel o tu ganancia personal?
¿En qué cojones te ha contrariado mi pichón? Se comporta
perfectamente —dijo el criminal con clara amenaza,
proporcionándole a Kuon el vívido recuerdo de sus tenaces ojos,
llenos de calidez.
—Yugo, cuando me dijiste que me retirara del trato con la OLI
no dije nada, pero en esto no puedo mantenerme callado. Por favor,
entrégamelo a mí. Con su cuerpo, será admirado. Y cuando esté
deteriorado, me aseguraré de que se libren de él con discreción. No
tendrás ningún problema. —El hombre había cambiado de táctica y
ahora hablaba en tono conciliador.
—Puede que más tarde, cuando me canse de él… —
interrumpió el criminal.
El corazón de Kuon dejó de latir, se le cayó el alma a los pies
y se le hizo un nudo en la garganta. Quería enderezarse, pero sus
paralizadas extremidades rehusaban moverse.
«¿Así de sencillo? ¿Mi vida no significa nada para ti?».
Se tapó los ojos con las manos en busca de cobijo. Tenía el
corazón en un puño y respiraba con dificultad. El aire tóxico
convertía sus pulmones en cenizas. Se dejó caer en las escaleras y
apoyó los codos en las rodillas. Se rascó las mejillas y la barbilla con
sus uñas azuladas.
«Soy un idiota. No ha dejado de decir lo mismo desde el
principio. Me retendrá hasta que deje de entretenerlo». Una neblina
desesperada cayó sobre su corazón.
—Te lo mereces… —susurró lleno de autodesprecio.
—Yugo, eres un hombre inteligente, no hagas una estupidez.
—Basta —espetó el Duque Negro—. Lo que hago y con
quién lo hago no es asunto tuyo. Mis decisiones son sólo mías. ¡Haz
lo que te pago para que hagas y guárdate tus opiniones! ¿Cómo es
que Mío vino aquí solo? ¿Dónde estaban sus guardaespaldas?
¿Quién cojones es responsable de él? Despide al cabrón. Si me
entero de que lo vuelves a perder de vista, te arrancaré la piel a
tiras.
—Mío se escapó… —empezó a excusarse el hombre, pero
no pudo seguir.
—¡Te pago para que contrates a gente de la que nadie pueda
escapar! —El barítono melodioso de Yugo desapareció. Su voz cayó
y adquirió notas guturales—. No dejes que vuelva a pasar.
—Muy bien, pero ¿por qué no profundizas y te enteras de la
razón por la que se escapó? —gruñó el extraño—. Se enteró de que
te habías conseguido un nuevo juguete sexual. No le has llamado
en un mes. Pensó que ya no lo necesitabas.
—Tonterías —replicó sin confianza el criminal.
—Demuéstraselo. Entrégame al detective —insistió la
desagradable voz.
Se hizo el silencio.
Era obvio que Yugo no quería deshacerse de su juguete, pero
Kuon ya no era un iluso. Tenía pocas probabilidades de que el
hombre le negara a Mío cualquier cosa que pidiera.
«Esto es absurdo… Mi vida depende de los deseos de un
mocoso malcriado». Aquellos pensamientos irónicos llevaron una
sonrisa triste a sus labios.
—Lo pensaré —graznó el criminal.
El prisionero había oído suficiente. La idea de escapar
desapareció reemplazada por agotamiento y hastío. Se levantó y,
arrastrando los pies, volvió a trompicones a la habitación. Sus
movimientos eran mecánicos. Sus emociones estaban entrelazadas
en un alborotado nudo de hirientes serpientes venenosas.
Miraba ausente el horizonte con los labios estirados en una
sonrisa sarcástica y antinatural. Las palabras de Yugo habían
desgarrado un enorme pedazo de carne de su pecho y se sentía
como si hubiera visto a los perros darse un festín con él.
«¿Cómo pude creer que mi existencia le importaba? ¿Cómo
podía estar tan equivocado? No ha dejado de decirme que sólo soy
un juguete. En cuanto Mío le pida que se libre de mí, no lo pensará
dos veces, ¿verdad? No soy mejor que un condón usado».
«Yugo, entrégamelo a mí. Con su cuerpo, será admirado. Y
cuando esté deteriorado, me aseguraré de que se libren de él con
discreción. No tendrás ningún problema». Cuando su cerebro le
proporcionó amablemente el recuerdo, lo recorrió un escalofrío.
Entró en la aireada habitación y se hundió en la silla. El cuero
helado rozaba su espalda desnuda, pero no se molestó en cerrar la
ventana o vestirse. Cosas como la temperatura habían dejado de
importarle. A juego con su corazón, todo se congeló a su alrededor.
El intenso olor dulce de los cigarrillos se había evaporado en
el aire, había sido reemplazado por el debilitado olor del antiséptico
de limón y el débil olor de la resina de pino que llevaba el viento. La
habitación había cambiado para siempre y parecía extraña, ajena.
Antes, ni siquiera con el ventanal cubierto por las pesadas cortinas
se había sentido oprimido en aquel dormitorio. Ahora, hasta con la
ventana abierta de par en par y el penetrante viento corriendo por la
habitación, las paredes se cerraban a su alrededor. Incluso el aire se
condensaba con un olor extraño y bloqueaba sus vías respiratorias.
Su instinto de autoconservación empezó a trabajar,
exigiéndole que se marchara, pero sus ojos masoquistas
encontraron la cama y rechazaron seguir adelante. Las sedosas
sábanas estaban sometidas con una perfección maníaca. Ni una
sola arruga alteraba aquella superficie lisa como un espejo; las
esquinas estaban estiradas con una simetría ideal.
Se le revolvió el estómago. No quería volver a echarse en
aquella cama, la misma en la que Yugo había sostenido a otra
persona. Su instinto natural se volvió en su contra. Al acurrucarse en
el frío cuero, se rozó la congelada nariz contra el antebrazo.
«Felicidades, Yugo. Has ganado. ¿Querías quebrarme y ver
qué había dentro? Supongo que lo has logrado».
Hasta el último rescoldo de calor desapareció de su interior y
todo dejó de importar. Estaba muerto por dentro.
E en la habitación a través de la
ventana enrejada. Copos de nieve, blancos y esponjosos, bailaban
en el viento, chocaban y giraban, desvaneciéndose en el pálido cielo
de fondo.
A pesar de un cansancio debilitador, Kuon no pegó ojo
aquella noche. Su corazón latía por lo menos el doble de rápido,
agotándolo, llenando su caja torácica con un dolor leve. El cuarto
era sofocante y, aunque la calefacción central hacía un buen trabajo
y lo mantenía caliente, su cuerpo parecía helado. Su cerebro se
rebelaba en su contra y expulsaba todo pensamiento de su cabeza.
La nada, imitando perfectamente la atmósfera de la vacía habitación
blanca, inundó su consciencia.
Sus ojos vacíos miraban fijamente por la ventana y veían la
nieve moverse en el aire. Fascinado con la nada, no notó como se
abría la puerta y Mío entraba en la estancia.
Cuando el chaval tosió, intentando llamar su atención, le
dirigió su nublada mirada. Pestañeó varias veces en un esfuerzo por
deshacerse de la ilusión, incluso se frotó los ojos con los puños,
pero el chico no se fue a ninguna parte; seguía allí con su pequeña
cara seria y resuelta.
—Sé quién eres.
Kuon se levantó y sus piernas entumecidas se movieron con
un sonido casi chirriante. Se acercó a Mío y lo miró a la cara.
—También sé lo que va a pasar contigo. Puedo ayudar.
—¿Qué? —graznó el prisionero. Se frotó su dolorida
garganta. No entendió lo que había dicho el chaval, su cabeza
estaba demasiado vacía como para absorber información alguna.
—Esta noche, Yugo te entregará a Rudolph. Tiene un burdel
muy bueno para los amantes de cosas bonitas como tú.
—¿Qué? —volvió a preguntar Kuon, boquiabierto. La
información rebotaba en su cerebro adormecido.
—¿Qué eres, idiota? Si es así, no voy a perder mi tiempo. ¡Le
haré un favor al mundo y rellenará un impreso de solicitud para un
premio Darwin con tu nombre!
—¿Qué? —preguntó el prisionero por tercera vez,
anonadado.
Mío perdió el interés. Se rio, dio media vuelta y echó la mano
al manillar de la puerta. Al volver en sí, Kuon lo agarró por el brazo.
—No, espera, ¿cómo sabes eso y por qué te importa?
—Rudolph me lo dijo ayer. Pensó que me haría feliz. Por
supuesto, quiero que Yugo sea sólo mío. No me gusta que se
acueste contigo. Busca las cosas que no puede obtener de mí en
otros y eso me molesta, pero no me gusta lo que va a hacer contigo.
—El chaval bajó los ojos; la maldad infantil que rezumaban sus
facciones lo hacía parecer aún más joven—. No es que me importe
lo que te pase, pero no quiero que sea culpa mía, ¿sabes?
—¿Y cómo puedes ayudarme? —Una leve sonrisa tocó las
comisuras de la boca del prisionero. En cierto modo, la franca
explicación de Mío le gustaba a su instinto y le hacía confiar en él un
poco más—. ¿Por qué ibas a jugarte el cuello por mí?
—Yugo nunca me haría daño. No arriesgo nada —afirmó el
chico, sacando pecho.
Kuon pensó lo infantil que seguía siendo: vanidoso y valiente,
imaginándose a sí mismo como un superhéroe invulnerable. Él
también solía ser así.
Cuando el salvaje acero de un arma apareció en la delgada
mano del chaval, el prisionero frunció el ceño y se tensó. El calor
inmediato, que se extendió desde su corazón hasta sus
extremidades, derritió el aire a su alrededor. Le dio una punzada en
la cabeza, rebotando contra las paredes de su cráneo y obturando
su visión.
—Greg está abajo. Ahora no hay nadie fuera. Tenemos diez
minutos para salir de aquí. Iré contigo. El guion es un secuestro. Si
soy tu rehén, nunca dispararán. ¡Vamos!
Kuon se quedó paralizado cuando Mío le entregó el arma.
—¿Dónde conseguiste el arma?
—¿Vienes o no? Oye, incluso aunque Yugo nunca me haría
daño, estoy arriesgando cosas por ti, ¿sabes? ¿Y si después me
deja?
—Oh, lo siento… —se disculpó el prisionero. Su cerebro se
había atrofiado debido al aislamiento y el entendimiento no iba lo
suficientemente rápido.
«¿Será esta mi última oportunidad? Tal vez deba intentarlo…
cualquier cosa es mejor que sentarse a esperar a que me vendan a
un burdel».
Se lamió los labios agrietados, pero su lengua estaba
demasiado seca para proporcionarle alivio alguno.
«Joder, qué calor hace aquí…».
Una cosquilleante gota de sudor le cayó por la sien, se la
secó mientras seguía a Mío fuera de la habitación. Sus pies
desnudos se hundieron en la gruesa alfombra.
Delante de él, el cuerpo esbelto del chaval se movía sin
esfuerzo. Unas manos delicadas fluían libremente alrededor de unas
caderas huesudas, envolviendo al chico en una enorme confianza.
Mío llegó a la escalera, se inclinó sobre el pasamanos e
inspeccionó el piso inferior.
—Tres a la izquierda, uno a la derecha. ¡Vamos! —Agarró el
brazo de Kuon y se rodeó el cuello con él.
El prisionero vaciló. No le gustaba la idea de implicar a aquel
chaval en sus asuntos. «¿Y si resulta herido? ¿Y si aun así
disparan? ¿Y si una bala perdida le da a Mío? Nunca me lo
perdonaría».
Lo que más odiaba era a las personas que involucraban a
gente inocente en sus actos criminales y ahora se había convertido
en uno de aquellos cabrones.
—¿Eres realmente idiota? ¡No tenemos tiempo! ¡Date prisa!
—dijo Mío entre dientes antes de hundir los dedos en la mano de
Kuon y forzarlo a apuntarle con el arma a la sien.
El olor de pan fresco le llegó al prisionero y la náusea subió
su estómago.
Podía sentir el corazón latiendo en su cabeza, desnudándolo
de toda capacidad para pensar con racionalidad. Gotas de sudor
nublaban su visión. Se estremeció. Una corriente, proveniente del
piso inferior, le corroía la piel sudorosa.
Sacudió la cabeza, intentando aclararse la mente. Aquello no
ayudó mucho; sus pensamientos eran pesados y lentos. Se
arrastraban por el fondo de su consciencia, allí dónde no podía
alcanzar ni pescar ni uno.
Mío tiró de él, bajando las escaleras.
Kuon inspiró, llenando sus pulmones al máximo.
«Vamos, hazlo. Es demasiado tarde para dar la vuelta».
La alfombra borgoña que cubría las escaleras captó su
atención un momento. Aquel tono de rojo se parecía demasiado a la
sangre seca. Puede que Yugo la hubiera elegido por aquel motivo:
la sangre de verdad no sería visible en ella.
Bajando escalón a escalón, hizo todo lo posible por no
incomodar al chaval.
—¡Mío! —exclamó Greg, alarmado. Las venas abultaron su
frente y su cuello, la chaqueta negra le quedaba apretada en los
hombros. Sacó un arma y apuntó el ojo negro del cañón a la cabeza
de Kuon.
La adrenalina que circulaba por el cuerpo del prisionero torció
su cara en una loca sonrisa. Le palpitaban las sienes. Intentó ajustar
el arma en su mano sudorosa y, poniendo el dedo en el gatillo, se
acercó el delgado cuerpo.
—Usad dos dedos para dejar vuestras armas en el suelo y
poned las espaldas contra la pared. Cualquier movimiento
innecesario y el muchacho muere —dijo con voz calma, confiada. La
voz que había usado tantas veces para arrestar criminales.
Las facciones de Mío se agudizaron, sus ojos abiertos como
platos dirigían miradas suplicantes en todas direcciones. Un gimoteo
escapó de su boca y sus manos temblorosas cubrieron sus trémulos
labios mientras unas jodidas lágrimas de verdad bajaban por sus
pálidas mejillas.
«Joder, este muchacho es un genio. Le daría un óscar».
Admirando la actuación, Kuon observó las cambiantes expresiones
del chaval por el rabillo del ojo.
—¡Greg, tengo miedo! —gritó el chico, su cuerpo tembló
cuando exprimió más lágrimas de sus ojos brillantes.
—Todo saldrá bien, Mío —intentó tranquilizarlo Greg, incluso
dibujó una tensa sonrisa en su tosca cara. Manteniendo las manos a
la vista, dejó el arma en el suelo—. Cálmate, haz todo lo que diga
Kuon y estarás bien, te lo prometo.
Una risa contenida recorrió el cuerpo del chaval, que vibraba
en las manos del prisionero, pero no alteró sus facciones. Tragó
saliva y asintió con la cabeza. Sus ojos brillaban con confianza.
—¡Vosotros también! ¡Armas al suelo, de uno en uno! Tú
primero —dijo Kuon, dándole la orden al hombre más cercano con la
barbilla.
El hombre dio un paso adelante, sosteniendo el arma con el
cañón hacia arriba y su otra mano elevada en el aire. Su
sobresaliente frente y sus prominentes pómulos ahogaban sus
profundos ojos en sombras. Líneas agudas alrededor de la boca y
de los ojos, demasiado profundas para su edad media, sugerían una
vida difícil y un carácter salvaje.
—Calma —dijo con voz sorprendentemente suave,
aterciopelada. Apuntando el cañón a la ventana, se dobló y dejó el
arma en el suelo. Se enderezó y dirigió el arma hacia el prisionero
con el pie.
Kuon tragó saliva pasando el nudo en su garganta al ver
como los otros dos hombres ponían sus armas en el suelo. Cuando
miró por la ventana, vio un todoterreno negro aparcado en el patio.
—Llaves en la mesa. ¿Quién tiene las llaves?
Uno de los hombres dio un paso adelante, manteniendo las
manos abiertas enfrente de su cara. La mirada fascinante de sus
pálidos ojos miraba bajo unas cejas espesas.
Los ojos del prisionero inspeccionaron el cuerpo del hombre.
La chaqueta estaba desabrochada y la esquina de una cartuchera
sobresalía bajo el brazo derecho.
—Vete a la mesa y saca las llaves con dos dedos de tu mano
derecha. Déjalas en la mesa y vuelve a la pared. Asegúrate de que
pueda ver tus manos en todo momento.
Cuando el hombre, con un traje de tres piezas, hizo
exactamente lo que le dijo, supuso que el tipo era bueno en su
trabajo: seguir órdenes sin hacer preguntas. Sin revelar nada con el
rostro, como si estuviera hecho de piedra, el hombre volvió a
levantar las manos y dio un paso atrás, intentando no enfadarle.
Kuon bajó el último escalón, aún presionando el arma contra
la sien del chaval. La vena azulada que pulsaba justo encima del
cañón mostraba signos de un latido perfectamente estable. En
contraste, perseguido por la adrenalina, el suyo corría a una
velocidad endemoniada.
Se estremeció. Chorros de sudor le recorrían la espalda y el
torso, empapando la clara tela vaquera. Sus ojos ardían con la sal.
Abrió la boca y mordió el aire en un intento por alimentar su
hambrienta sangre con oxígeno.
De pie en el piso inferior por primera vez, observó sus
alrededores. Preguntándose qué hacer, miró fijamente a una puerta
discreta bajo la escalera; la llave sobresalía en la cerradura.
—Greg, abre esa puerta. Es una despensa, ¿verdad? —El
cañón del arma se deslizó por la sien del chaval, empujando un
mechón de pelo suelto de su frente.
—Kuon, no lo hagas. Deja que se vaya. ¡Eres oficial de
policía, por el amor de dios! ¡Recupera la cabeza! Yugo no tiene por
qué saberlo. Deja que Mío se vaya y vuelve a tu habitación. Te lo
prometo, no pasará nada. —El guarda dio un paso adelante,
manteniendo las manos en el aire.
La risa alocada que se desató en la garganta del prisionero
hizo que Greg se encogiera y retrocediera unos pasos. Kuon se
lamió los labios resecos y un sabor salado inundó su boca. Su voz
sonó ronca cuando repitió su exigencia.
Rechinando los dientes, el subordinado de Yugo abrió la
puerta. Miró al joven a los ojos y, con la mirada llena de reproche,
esperó más instrucciones.
—¡Todo el mundo, dentro! —Kuon reforzó la orden con un
ligero empujón a la mejilla del chaval con la punta del arma. Mío,
representando su papel, dio un aullido lastimero y cerró los ojos con
fuerza; dedos finos arrugaban su jersey—. ¡Cerrad la puerta!
Los hombres entraron en la pequeña y sombría habitación sin
protestar y cerraron la puerta.
—¡Mío, vete a cerrar la puerta con llave! —dijo el joven,
intentando controlar su pesada respiración.
El delgado rubio voló hacia la despensa y volvió con Kuon en
un latido, agarrando la llave en su diminuta mano. De camino,
recogió las armas del suelo y le sonrió.
El prisionero se dio prisa y se metió el arma en la parte de
atrás de la cintura. El frío metal se pegó a su sudorosa espalda.
Cogió las llaves del coche, agarró la mano de Mío y salió corriendo
de la casa.
—¿Te hice daño? —preguntó, manteniendo la puerta abierta
para el chaval, que rio por la nariz, ondeó la mano en el aire y se
dirigió hacia el coche.