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La Vida Oculta - Van Der Meer

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Pieter van der Meer de Walcheren 126

Traducción directa del neerlandés por Felipe M. Lorda Alaiz. Primera


edición española: 1955.
I

A Henri van Haastert

HACÍA poco más o menos un año que yo, en rebelión contra las 126

ideas, las aspiraciones, las costumbres y los sucesos del mundo, y


lleno de dudas respecto a la vida, había mandado a paseo los
estudios de Filosofía que estaba cursando en la Universidad y que
ya no tenían absolutamente ningún sentido para mí; mi resolución,
dicho sea de paso, produjo un gran escándalo y levantó un coro de
protestas entre mis profesores, quienes esperaban de mi aguda
perspicacia, según aseguraban, cosas realmente portentosas, tales
como, ¿por qué no? ...
¡un nuevo sistema filosófico! Hacía, repito, un año de aquello,
cuando, destilando amargura y complaciéndome cruelmente en
sentirme solo entre los hombres, fui a dar con mis tristes huesos a
uno de esos viejos inmuebles, abominablemente sombríos, que
se encuentran indefectiblemente en las barriadas populares de las
grandes urbes y ante cuyo aspecto se piensa con horror en la
posibilidad de estar condenado un día a vivir en ellos.
Era una casa grande y antigua —sin la poesía de las cosas
antiguas, por supuesto— en cuyos cuartuchos se albergaban con
sus penas y zozobras decenas di familias de obreros, mendigos
profesionales, holgazanes vitalicios, tipos que ejercían los oficios
más inverosímiles, gentes de ignorados medios de vida y también,
aunque los menos, pobres de verdad.
Cuando se subía por una de las varias escaleras, todas ellas
sucias y sumidas en una pestilente penumbra, y poco a poco iba
introduciéndose uno en aquella mina inagotable de miseria, se
sentía el agobio aplastante de una desesperanza sin límites, que
sofocaba ignominiosamente en el corazón el resto de aliento o
esperanza que aún podían sostenerle a uno en vida.
Todos los hedores domésticos que despedían las hacinadas
familias se mezclaban entre sí y formaban un vaho nauseabundo, 126

que se instalaba en los huecos de las escaleras, en los rellanos, en


los pasillos y le trastornaba a uno como el contacto de unas manos
sudorosas. Las maderas carcomidas, los muros resquebrajados y
los grises cielos rasos estaban impregnados de ese vaho, y en el
pasamano de la escalera, cubierto como estaba de una grasienta
capa de porquería, se le quedaba a uno la mano pegada. Aquello
olía horrorosamente.
—¡El infierno! —pensaba uno, tratando de respirar. Mas el aire
era espeso y se seguía adelante a tientas por la mugrienta penumbra
que llenaba la casa de arriba abajo, como si en el mundo no brillara
el sol, ni existiera la alegría del vivir, ni brotaran flores.
In cada piso, al recorrer los estrechos pasillos, se pasaba por
delante de un gran número de puertecitas pintadas de marrón y en
las habitaciones que había detrás de las mismas se oía rumor de
voces, gritos infantiles, insultos, juramentos y en ocasiones la
aguda voz de una muchacha entonando la canción de moda.
Yo vivía en la parte posterior del edificio que daba sobre el
patio, en una bohardilla del quinto piso, al final de un estrecho
pasillo en forma de túnel. Aquello, excepcionalmente, era mucho
más tranquilo, ya que todos los pequeños cuartos adyacentes al
mío estaban deshabitados, de suerte que los alborotos y ruidos que
pudieran producir los vecinos no perturbaban el silencio y la
soledad en que yo deseaba vivir.
Mi vida espiritual era por aquellos días lamentablemente
anodina. Vivía en una especie de aturdimiento. Muchas mañanas
me faltaba el valor de levantarme y me quedaba en la cama. A
veces permanecía durante horas, de pie o sentado, con la mirada
estúpidamente absorta en el gran muro ciego que me arrebataba la
luz y el cielo y en el que forzosamente habían de detenerse mis 126

ojos al mirar a través de los cristales mugrientos, pegados en parte


con papel gris, de mi ventanuco. Conocía hasta en sus más
mínimos detalles los caprichosos y desconcertantes dibujos de las
sucias huellas del agua y todas las morbosas manchas que como
llagas cancerosas corroían aquel rostro de piedra.
En mi extremo pesimismo y amargura, a los que me encadenaba
una abulia aplastante, había llegado a excogitar, para escarnio de
mí mismo, dos soluciones teóricas, espléndido resultado, por
cierto, de mis estudios filosóficos: perpetrar un robo a mano
armada para librarme de mi penuria económica o suicidarme y
terminar de una vez. Y estuve una porción de días dándole vueltas
en mi cabeza a aquellos dos miserables productos de mis
especulaciones filosóficas, a semejanza de un viejo chocho
mirando una muñeca por todos lados.
De ordinario, hacia la caída de la tarde, daba un largo pasco por
la ciudad y de regreso a casa compraba pan, leche y una lata de
sardinas, que era en lo que consistían casi siempre mis pobres
comidas. Si hacía mal tiempo, solía darme una vuelta, en el curso
del día, por los cuartuchos deshabitados de mi piso: las puertas
de los mismos estaban siempre abiertas. Iba del uno al otro, tristes
aposentos vacíos, y en ocasiones me detenía durante unos
momentos a considerar su sordidez o a mirar a través de las
ventanas hacia el muro que constituía el descorazonador horizonte
de todos aquellos habitáculos.
Un día, a primeras horas de la tarde —el frío me había retenido
en la cama durante toda la mañana—, cuando me disponía a
recorrer de nuevo aquellos antros, me encontré conque la puerta
próxima a la de mi cuarto estaba cerrada ... Forcejeé un poco el
picaporte. Una voz gritó desde dentro: 126

—¿Quién hay?
No contesté; confuso, me introduje rápidamente en mi propio
aposento y cerré la puerta.
Me senté con el oído atento...
De forma que tenía vecinos. Un vecino. Ya que se trataba de
una voz masculina.
Y mientras estaba meditando sobre aquel suceso inesperado, me
pareció recordar el acento de aquella voz. Se me antojó
conocida. Pero ¿de quién?, ¿de qué época? El tono que había
empleado aquel hombre no era el propio de una persona áspera,
sino más bien afable, simpática.
Aunque sentía una curiosidad extraordinaria por conocer el
rostro y aspecto de mi vecino, evité cuidadosamente encontrarme
con él al subir o bajar las escaleras. Suspendí asimismo mi
recorrida por los aposentos desalquilados. Algo había cambiado en
mi vida, volvía a sentir interés por algo fuera de mí mismo. Cada
mañana, muy temprano, le oía abandonar su habitación. La mayor
parte de los días, cuando se marchaba, aún no había amanecido.
Por más vueltas que le daba al magín no llegaba a comprender qué
iba a hacer fuera de casa a tales horas, especialmente en aquellas
mañanas invernales, oscuras y frías. No podía tratarse de su
trabajo, puesto que alrededor de una hora más tarde regresaba. A
veces le oía cantar en el curso del día admirables tonadas, suaves
y sumamente bellas, melodías completamente desconocidas para
mí, ejecutadas con tono triste y pausado.
Y yo fantaseaba, me inventaba las más peregrinas historias para
explicar la presencia de aquel desconocido que, en todo caso,
no podía ser una persona vulgar.
Fue un tiempo extraño. Yo vivía amorosamente atento a lo que 126

hacía mi vecino, al que no había visto nunca y que con toda


seguridad no se preocupaba de mí lo más mínimo, que ni siquiera
sabía de mi existencia. Su proximidad me hacía bien. El solo hecho
de saber que aquel hombre, del que no conocía más que la voz,
invisible en sus movimientos, vivía allí al lado, me infundía un
sentimiento de gozosa gratitud. Tenía un compañero de infortunio
en aquella morada infernal.
Un incidente inesperado puso fin de pronto a aquel modo de
vivir uno al lado del otro sin encontrarnos, como si un mundo nos
separara.
Un mediodía de diciembre, hacia la caída de la tarde, abandoné
mi pequeño aposento para ir a dar mi acostumbrado paseo por la
ciudad. El pasillo y la escalera estaban ya sumidos en la oscuridad.
Me lancé escaleras abajo para huir lo más pronto posible de
aquellos condenados recintos, tal era la sofocante y
desalentadora atmósfera que se respiraba a lo largo de aquellos
peldaños sucios, desgastados, grasientos y malolientes.
ΛΙ llegar al tercer piso por poco me doy de manos a boca contra
alguien que subía. Inmediatamente acarició mis pituitarias, que
desde hacía tiempo no habían percibido más que las pútridas
emanaciones de aquel infierno, un aroma deliciosamente lozano de
flores y perfume. Me detuve ... La figura también ... Y una voz
surgida de la oscuridad, una voz femenina, me preguntó
amablemente:
—¿Podría usted decirme dónde vive Jan Rijcken?
Me azoré. La falta de costumbre de hablar con una persona,
especialmente con una mujer, y así tan de improviso, en aquel
ambiente nauseabundo, aquella suave fragancia y aquella voz, me
impidieron contestar en seguida. 126

Al fin dije atropelladamente:


—No, no lo sé. Es que... La verdad es que no conozco a nadie
aquí
.. . Jan Rijcken ... Pregunte al portero que conoce a todos los
inquilinos.
—Ya se lo he preguntado —prosiguió la voz
imperturbablemente amable. Ahora, acostumbrados ya mis ojos a
la oscuridad, podía distinguir el pálido óvalo del rostro y el negro
abrigo de pieles que cubría los hombros y el pecho—. Y me ha
dicho que en el quinto piso, en la parte posterior del edificio, al
final del pasillo.
—Allí vivo yo —solté—, pero yo no soy Jan Rijcken.
—¡Eso ya lo sé! —rió la dama—. Jan Rijcken, pintor ...
—Pues no, no sé decirle... —Mas súbitamente me acordé del
nombre y pregunté—: ¿No será el mismo Jan Rijcken que conocí
hace años en el internado, “el hijo de la actriz”, como se le
llamaba?
—Sí, es posible que sea él —dijo la voz con tono más bajo—;
discúlpeme por haberle entretenido. Voy a continuar.
Pasó por mi lado y siguió subiendo. Yo vacilé unos instantes y
luego corrí detrás de ella y cuando le hube dado alcance, dije:
—Si me permite, le indicaré el camino, señora. Debe ser mi
nuevo vecino. ¡Qué raro! Jan Rijcken ... ¿Es pintor? ... Bueno,
supongo que no será pintor de paisajes, pues no es éste que
digamos el lugar más apropiado para un artista semejante.
Habíamos llegado al quinto piso y me puse a andar delante de
ella por el angosto y oscuro pasillo. De vez en cuando encendía
una cerilla para que mi acompañante no se diera contra una esquina 126

o tropezara contra un escalón. No volvió a desplegar los labios. Me


detuve delante de la puerta de la habitación de mi vecino.
—Muchas gracias —dijo la desconocida en un tono que quería
decir: ahora ya puede marcharse.
Sin decir una palabra, saludé con una inclinación de cabeza y
me metí en mi propio cuarto. El deseo de un paseo se había
desvanecido. No había duda, el encuentro y el descubrimiento me
habían causado una profunda impresión. ¿Sería este Jan Rijcken el
mismo que fué compañero mío de internado? Y aquella señora ¿su
madre quizás?
Durante un rato permanecí sentado en una silla situada en el
centro de mi oscuro cuchitril, en aquel alto abandono, con el
mundo entero a mis pies, aguzando el oído para ver si percibía algo
procedente del aposento inmediato.
Hubo un momento en que no pude contenerme más y fui a
llamar a la puerta de mi vecino.
—¿Quién hay? —preguntó en voz alta la misma voz de hacía
unas cuantas semanas.
—Paul Harms, su vecino.
Oí un grito de sorpresa y, mientras abría la puerta y me invitaba
a entrar con un gesto, repitió mi nombre y apellido, y dijo:
—¿Pero eres tú, Paul? ... —Hablaba jovialmente, reteniendo mi
mano en la suya—. ¡Así es que vivimos desde hace meses uno al
lado del otro sin conocer nuestras respectivas identidades! ¡Esto es
absurdo, Paul!
Me llevó junto a la mesa, sobre la que, a los reflejos de la luz,
suavemente dorada, de una lámpara de petróleo, vi unos cuantos
libros, pinceles, lápices y el tiesto de un plato muy grande lleno de
colores. 126

—Mamá —dijo a la dama que estaba sentada junto a la mesa, al


amparo de la penumbra—: Paul Harms, un condiscípulo, y
figúrese, vive aquí al lado y ninguno de los dos sabíamos nada.
—He encontrado a tu amigo en la escalera hace unos
momentos
—dijo la dama—. Él me ha indicado la habitación.
Me senté silenciosamente junto a ellos y no podía apartar mis
ojos del rostro de Jan. Era de rasgos irregulares, feo y muy enjuto.
Llevaba el pelo, rubio y crespo, peinado hacia atrás. Pero no me
detuve en su aspecto exterior. Irradiaba de sus ojos, de todo su
rostro, tan suave serenidad que de pronto sentí brotar de mi
corazón, hasta entonces tan árido, un bienhechor alborozo, como
si súbitamente hubiese descubierto que la vida era realmente bella,
que realmente valía la pena de ser vivida. Y es que Jan Rijcken
miraba con amor, con franco amor. Tal era el secreto. No se
mantenía cerrado, como hacemos todos frente a los demás, frente
a amigos y a extraños. De él dimanaba hacia los demás un
generoso fluido de poderosa ternura.
Mi corazón se sintió colmado de dicha y le percibí al instante
como amigo mío en vida y muerte.
—¿Estás contento aquí, Jan? —le preguntó su madre con su
sonora voz.
—Ya lo creo. —Estaba sentado algo inclinado hacia adelante,
sus dos manos reposadamente entrecruzadas bajo la luz, y su buena
mirada pasó de su madre hacia mí, con una sonrisa—: Estoy
aquí muy bien. No dispongo de mucho espacio, el cuarto no es
lujoso y la madera necesita sin duda una nueva capa de pintura,
pero ¿para qué quiero más? ¿Qué puedo desear más? Tengo una 126

mesa, sillas para mí y para los huéspedes, un estante para los


libros, una cama y una cocina.
Trazó con su mano un ademán circular y señaló después un
rincón en cuya penumbra podían distinguirse, ordenadamente
colocados sobre una mesa, unos cuantos cacharros de cocina. Yo
también me volví U hacia atrás y encima de la cama, que al modo
de un diván estaba cubierta con una colcha multicolor, vi pender
sobre la grisácea pared un gran crucifijo. En la repisa de la
chimenea había otro y sobre la mesa, junto a sus útiles de trabajo,
había un rosario.
Hacía frío. La pequeña estufa estaba apagada. Podíamos ver
nuestros alientos flotando como pequeñas nubecillas en torno a la
lámpara.
La señora Rijcken se ajustó más su abrigo de pieles y preguntó
tímidamente:
—¿Estás siempre aquí con esta temperatura tan baja? ¿Cómo te
es posible trabajar de esta manera?
—Estoy acostumbrado —contestó con apacible alegría—.
Además el frío es saludable cuando se es joven ¿verdad, Paul?
Sospecho que tú, en tu condición de inquilino de este palacio,
tampoco eres un ricachón o un calavera, y no creo que te cueste
trabajo estar de acuerdo conmigo. Una vida dura es buena, curte el
espíritu.
—Si se puede sobrellevar, bueno, pero si no, te arruina para
siempre —opiné yo, pareciéndome que la afirmación de Jan era
excesivamente optimista.
—No, hombre, no, eso no es posible. Todas esas cosas
materiales tienen muy poca importancia. Y piensa en las ventajas 126

de una vida como la que llevamos nosotros. El gran calor de la


estufa no adormece nuestras ganas de trabajar ni nuestra atención.
Nunca nos sentimos pesados ni torpes después de nuestras
comidas. Nuestra cabeza se mantiene despejada y nos sentimos
llenos de vigor durante todas las horas del día, y las agobiantes
preocupaciones que abruman a los ricos, cuyas posesiones les son
causa de mil inquietudes y sobresaltos, nos son a nosotros
completamente desconocidas. Para nosotros lo más insignificante
puede ya colmarnos de alegría y placer.
¡La vida podría ser tan sencilla para todos!
Aunque empleaba un tono jocoso, sentí que hablaba con toda
seriedad, y dije:
—Creo que exageras. Yo también conozco de cerca la pobreza y
abomino de ella; es un poder mortal, un emponzoñamiento
paulatino del espíritu, de nuestros deseos, de nuestros
pensamientos, de todo nuestro ser. Lo he sentido en mi propia
carne, y ¿cómo quieres tener pensamientos elevados y poseer la
felicidad pura, cómo quieres que la paz y la ecuanimidad more en
nuestras almas, cuando se está condenado a vivir en esta casa
pestilente?
—Te equivocas de medio a medio, Paul. Yo te aseguro que la
pobreza es una compañera noble para los que la comprenden,
para los que saben quién es y qué es ...
Tenía una manera de hablar que al instante hacía sentir ganas de
estar completamente de acuerdo con él. Y yo que hasta
entonces había cifrado mis mejores delicias en burlarme de la
opinión de los demás, me vi sometido también a aquella singular
fascinación. Callé y me quedé mirándole, mientras él hablaba con 126

su madre. Percibía el sonido de las palabras que pronunciaban,


pero no penetraba en mí el sentido de lo que decían. Permanecí
sentado, escuchando con sosegado contento el sonido alternante de
las dos voces, y acudieron a mi mente tantas cosas ...
La madre de Jan se había aproximado algo más a la luz y ahora
yo veía su rostro, que la lámpara iluminaba con reflejos dorados.
Jan se parecía a ella, la expresión de su rostro, que no poseía la
belleza mortalmente clásica de los trazos regulares, que le dejan a
uno frío, por más que se admire la forma y la pureza de líneas, era
extraordinariamente viva. Había algo de muchacha en la expresión
de su ancha boca, en la forma de la nariz, en el brillo de
madreperla de su cutis, todavía terso. En cambio sus ojos eran más
viejos, inquisitivos y misteriosamente femeninos, y su mirada tenía
un encanto de conmovedora tristeza. Su voz era sonora, sin la más
mínima afectación, y allí, en aquel mísero ambiente, sonaba como
una alegría de oro ...
Cuando, sintiéndome de pronto intruso, quise marcharme, Jan
insistió en que me quedara y lo hizo en un tono categórico y
como dándome a entender que prefería no quedarse solo con su
madre. Y como si ella temiera también lo mismo, comenzó a
hacerme preguntas con interés casi exagerado sobre mi vida y
sobre mis ocupaciones, que en aquel período de mi existencia no
consistían más que en envilecerme adrede, pasar hambre, abominar
de toda la humanidad y odiar la vida... Les expliqué todo aquello
con los detalles correspondientes. Aquella noche estuve en vena y
a mis oyentes les pareció sumamente curioso el relato de mi vida y
de mis aventuras espirituales.
Jan escuchó atentamente. Y en la expresión de su rostro y en su
actitud advertí que todo lo que yo decía despertaba en él un 126

extraordinario interés.
Cuando la madre de Jan se marchó era ya tarde. Éste la
acompañó hasta el portal de la casa para hacerle luz e indicarle el
camino entre la nauseabunda oscuridad de las escaleras y los
pasillos. En la calle la i estaba esperando su automóvil.
Besó a Jan en ambas mejillas. Había en su actitud, cuando le
besó, algo así como una ternura respetuosa. A mí me dió la mano,
casi al modo de viejos camaradas, y me pidió que fuera a visitarla
en compañía de Jan.
Después pasé buena parte de la noche en el cuarto de Jan,
hablando con él. Recuerdo perfectamente que estuvimos
conversando durante mucho tiempo acerca i del problema del
dolor.
Yo, el rebelde, corroído por la duda, el desasosiego y el odio,
maldecía el dolor. Jan, que era un hombre profundamente creyente,
con un inmenso sosiego interior de paz y amor, aseguró que el
dolor ha de ser explotado a fondo, como si se tratara de una
mina de oro; —“el dolor no es ningún fin en sí, sino un medio para
alcanzar la pureza de alma y ser fuerte y perfecto como Dios”—
dijo. En mi vida había encontrado a una persona semejante. Jan me
pareció aquella noche una noble irrealidad.
También él me contó a grandes rasgos su vida desde que
abandonó el internado al mismo tiempo que yo y nos perdimos de
vista.
Entonces comprendí porqué las relaciones entre Jan y su madre,
que a mí me habían ya causado cierta extrañeza desde el
primer momento, eran tan particulares y qué drama se ocultaba en
el contraste entre aquella dama opulenta, aquella actriz que había
ido a visitar a su hijo en su propio automóvil, y Jan, que se· 126

albergaba en aquella sórdida casa y vivía pobremente,


Desde aquel día el dolor y el amor han vinculado
inquebrantablemente mi vida a la de aquellos dos seres, en
prodigioso ascenso hacia la noción pura de la comunidad de las
almas en Dios.

II

JAN de niño no había conocido nunca la dicha ni la segura


alegría de la casa paterna. En su memoria no se guardaba ese
precioso tesoro de intimidad que casi todos los hombres evocan
con gratitud y desgarradora nostalgia en épocas posteriores de sus
vidas, especialmente cuando son presas de la miseria y del dolor, y
cuyo lejano brillo introduce un poco de calor en su soledad.
Jan fue educado por su abuela materna, que vivía en un
chalecito de una pequeña población situada cerca de la capital.
Delante y detrás de la casita había un jardincito con diminutos
parterres de flores y pequeñitas sendas embaldosadas, limpias
como patenas. Y todo aquello, asociado a la lontananza de unos
verdes prados, llanos como la palma de la mano, se reflejaba en
una gran bola de vidrio que sostenía un bastidor de hierro pintado
de blanco, situado inmediatamente delante de la veranda recubierta
toda ella de vid silvestre.
La anciana, que era de buen corazón e indudablemente quería
mucho a su nieto, no pensaba, empero, más que en limpiar, fuera
verano o invierno, mañana o tarde. En ello fundaba su alegría; era
su pasión, el objeto de mi vida. De ahí que tanto en el exterior
como en el interior de la casa apareciera todo reluciente, cual el
rostro de una joven campesina que acabara de lavarse con jabón 126

blando.
Mentalidad simple y práctica, era incapaz de comprender al
pequeño Jan, un niño soñador, introvertido, cuyos grandes ojos
infantiles, en los que temblaba a veces una angustia, miraban
silenciosamente a su abuela mientras ésta se entregaba eternamente
a las mismas actividades. La abuela hablaba para su sayo, decía
todo lo que iba haciendo, y aquel silencioso mirar del pequeñuelo
le atacaba los nervios, le molestaba. Entonces le ordenaba que se
fuera a jugar, que se marchara al exterior a triscar por la avenida
con los niños de la vecindad. Y Jan, que a la sazón no había
cumplido aún los diez años, no comprendía porqué le hacía
marchar y dio en creer que su abuela no le quería.
Las escasísimas visitas de su madre fueron los grandes y
luminosos acontecimientos de su niñez. Ésta llegaba siempre de
improviso. En su más remoto recuerdo oía su amada voz
llamándole por su nombre desde lejos, desde la carretera que unía
la estación de ferrocarril con la pequeña población. Ella le besaba,
le tomaba en sus brazos y jugaba con él durante toda su
permanencia en casa. Cuando se marchaba, Jan, a pesar de su corta
edad, sentía acentuarse dolorosamente su añoranza por ella y en los
dos o tres días siguientes se acurrucaba en un rincón, en casa o
fuera de ella, para ocultar su amargo llanto. La abuela le buscaba y,
cuando le encontraba en su escondrijo con los ojos arrasados de
lágrimas, echaba en cara al niño, que no comprendía una palabra,
su ingratitud. Y éste sentía miedo.
Más tarde su madre iba a visitarle con un auto, que quedaba
estacionado delante de la casita. Algunas veces, cuando ella
permanecía en casa durante más tiempo, se vestía a Jan de punta en
blanco y podía sentarse junto a su madre en el automóvil, con el 126

que emprendían un raudo viaje hacia las lejanas torrecillas del


horizonte.
Aquellas breves visitas de su madre durante su infancia fueron
para él a lo largo de muchos años algo así como alborozadas
visiones de un mundo de ensueño.
Y de pronto murió la abuela. El niño, que vio a la difunta sin
comprender la rígida inmovilidad de la anciana que el día anterior
se entregaba con toda diligencia a sus habituales quehaceres
domésticos, no se sintió, a pesar de ello, excesivamente
impresionado. Durante aquellos días estuvo continuamente al lado
de su madre. Unas horas después del entierro ésta hizo subir a Jan
en el auto y lo llevó a un gran internado. Tenía entonces diez años.
El director, vestido solemnemente de negro, les recibió con toda
amabilidad. Habló durante unos momentos con la señora Rijcken y
cuando ésta quiso marcharse tuvo que mostrarse algo violento para
obligar a Jan a soltar a su madre, a la que se había agarrado,
sacudido por los sollozos, desesperadamente, como si ya entonces
se le despojara de todo para siempre. Ella atravesó el amplio
vestíbulo y Jan, a través de sus lágrimas, vio como le enviaba un
último beso y salía por la puerta principal. Súbitamente todo se
aquietó en él: cesó de llorar y miró al director que le retenía la
mano. Procedente de la lejanía percibió el constante rumor de un
gran número de niños que jugaban. Y resignado se sometió,
encogido su corazón infantil, al nuevo poder que se le imponía.
Se inició entonces un período de su vida, que había de
prolongarse por espacio de nueve años, en el que posteriormente
evitaba pensar al igual que en su infancia, no porque hubiesen
sucedido cosas tristes, sino porque habían sido una larga serie de
días desolados, transcurridos en un ambiente al que no pudo 126

aclimatarse, en el que se sintió incesantemente desgraciado. La


sorda monotonía de aquella existencia, que los demás muchachos
parecían soportar tan alegremente, solamente fue interrumpida en
raras ocasiones por el efímero gozo de una visita de su madre, o
cuando, durante algunos días de las vacaciones, hacía con ella un
largo viaje en automóvil. La mayor parte de sus vacaciones las
pasaba en el vacío internado, en compañía de otros dos
condiscípulos, tres compañeros de infortunio cuyos padres, que
vivían en otro mundo, los confiaban al cuidado del director y de su
familia.
Jan seguía siendo el mismo ser solitario e introvertido de sus
años infantiles, demasiado arisco para trabar amistad con un
compañero. Y sin embargo sentía una imperiosa e íntima necesidad
de ello. Pero entre sus condiscípulos no pudo encontrar ningún
amigo. Los muchachos le toleraban muy bien, era servicial y
atento; se esforzaba siempre por participar en sus recreos, pero
no le resultaba fácil. De ahí que los demás no se encontraran a
gusto en su compañía. Jan no mostraba gran interés por los rudos
juegos de sus compañeros ni tampoco por las cosas acerca de las
que hablaban. Jan era distinto de los otros y todos se dieron cuenta
de ello inmediatamente.
Esta soledad en medio de un centenar de muchachos no le hizo
indiferente ni amargo. No afectaba a su carácter, que era
suave y fuerte y noble.
Cuando vivía aún con su abuela, preguntó en cierta ocasión a la
señora Rijcken si, al igual que los demás niños, no tenía también él
un padre y dónde estaba. ’’Está muerto”, le contestó su madre con
sequedad, y no era Jan niño para formular dos veces la misma
pregunta. Mas con su imaginación infantil pensaba mucho en aquel 126

hombre al que no conocía ni del que jamás había visto un retrato.


Más tarde, aunque sólo tenía aún una vaga idea de la vida —
acababa de cumplir los catorce años—, le extrañó llevar el nombre
de familia de su madre. Así se lo dijo a ésta una vez, mientras
hacían una excursión en automóvil. Ella le atajó rápidamente,
diciendo:
—Eres todavía demasiado joven para comprender.
Pero Jan observó que su madre había experimentado un ligero
sobresalto.
Y cuando menos lo esperaba, algún tiempo después, un
condiscípulo, un compañero de clase de más edad que él, un precoz
por lo visto en materia de sucia experiencia, le lanzó al rostro,
durante una riña, la palabra: bastardo... Ocurrió en el patio de
recreo del colegio una tarde libre en que la mayor parte de los
chicos se habían ido a sus casas. Cinco o seis mozalbetes
presenciaban la riña. Yo, que era alumno de una clase superior, no
conocía a Jan. Pasé cerca del grupo en el preciso instante en que
aquel grandote espetaba el insulto. Me llamó inmediatamente la
atención la palidez del injuriado, que nos miraba a todos con
dolorosa sorpresa, en sus ojos la inexpresada pregunta: “¿Por qué
hacéis esto conmigo?” Luego se arrojó contra el otro, que era
mayor y más fuerte, el cual agarró, riéndose, a Jan, lo lanzó contra
el suelo y se puso a golpearle sin cesar de decir:
-¡Eres un bastardo! ¡Eres el hijo de una actriz! ¡El lijo de una
soltera!
Jan renunció a defenderse. La escena era deplorable. Recibía los
golpes resignadamente y sus dilatados ojos miraban hacia arriba
mortalmente tristes, arrasados de lágrimas, lo cual avivaba aún más 126

el sarcasmo de su enemigo: “¡Llora por su mamaíta!” Lleno de


indignación cogí a aquel bruto por el pescuezo y lo saqué de
encima de Jan. Éste se levantó lentamente y se fue... Aquella
misma tarde vino a verme para darme las gracias, y desde entonces
fuimos amigos, aunque no me habló nunca de su dolor ni de sus
más íntimos pensamientos.
Como yo sabía que pasaba las vacaciones en el internado —en
los últimos años su madre no iba ya a visitarle, Jan parecía
habérselo dicho todo—, le invité dos o tres veces a ir a mi casa,
pero siempre rechazó la invitación diciendo con huraña y triste
sonrisa:
—Eso no es para mí, Paul.
Jan era católico de nacimiento y por eso a los doce años de edad
había hecho la Primera Comunión, pero sin que aquello le
causara una gran impresión. Cuando yo le conocí había ya dejado
de rezar, no por mala voluntad o repugnancia, sino porque la
religión era Ί algo situado todavía al margen de su atención;
hubiérase dicho incluso que ni siquiera pensaba en ella. No como
yo, que sentía un desdén olímpico por aquella estupidez, como me
permitía calificar la fe y lo sobrenatural. Era como si el enigma de
la vida y todas aquellas martirizantes preguntas cuyas respuestas
buscaba y había creído poder encontrar en el estudio de la
Filosofía, a él no le hubiesen preocupado nunca lo más mínimo. Y
hubo siempre en él una aceptación, para mí incomprensible, algo
así como una complacencia, en no resistirse nunca contra el dolor;
parecía considerarlo como su porción correspondiente, y vivía en
una expectación paciente y queda, lo cual no le impedía en
absoluto actuar con energía y, sin meter bulla, efectuar actos y
adoptar actitudes ante las cuales otros aparentemente más 126

vigorosos que él y de naturaleza más activa habrían retrocedido


asustados.
Cuando, al abandonar el internado para proseguir mis estudios
en la Universidad, me despedí de Jan, ninguno de los dos
sospechábamos que no habíamos de volver a vernos hasta al cabo
de seis años.
Un año después de nuestra separación, Jan hizo el examen
de Estado con gran brillantez y el primer día de vacaciones fue a
reunirse con su madre, que habitaba en una gran casa,
lujosamente amueblada, de uno de los barrios ricos de la ciudad.
Hacía muchísimo tiempo que no se veían. Un criado, que no le
conocía, le introdujo en un saloncito en cuyas paredes pendían un
gran número de retratos de su madre caracterizada de los distintos
papeles que habían jalonado su carrera dramática. Jan estuvo
mirando los retratos con gran atención y observó que al pie de las
fotografías de hacía veinte años, es decir de la época en que su
madre debutó en las tablas, cuando él no había nacido todavía,
aparecía otro nombre: Louise Banning, el seudónimo bajo el que
actuó durante· los primeros años de su vida teatral y que ya nadie
conocía.
La señora Rijcken entró en el saloncito silenciosamente, vio a su
hijo, gritó “¡Jan!” y extendió a éste ambas manos. Luego habló
rápida y excitadamente:
—No sabía que eras tú. El criado no ha entendido bien tu
nombre. Ya conoces todos estos retratos ¿no?... Algunos han
salido muy bien
¿no te parece? .. . Pero anda, ven conmigo, vamos a mi habitación ...
Había tomado a su hijo por la mano, como a un niño, y en 126

su rostro resplandecía la dicha.


—Has hecho bien en venir. ¿Cuánto tiempo hacía que.no nos
veíamos? Casi tres años, creo... ¡Si supieras lo ocupada que estoy!
No he podido encontrar un momento para ir a verte: siempre
actuando, aquí y en otras ciudades, o en el extranjero ...
A través de un amplio pasillo que era como una sala, tan
adornado estaba de tapices, muebles antiguos, pinturas modernas
y toda clase de preciosos objetos artísticos, le condujo a su propia
salita de estar, un pequeño aposento de sobrio esplendor. El
alfombrado del suelo y los muebles eran negros; de seda parda los
cojines que adornaban cada una de las sillas de madera de roble
oscura. La violenta luz estival penetraba en la estancia tamizada
por las bajadas celosías y a la luz reinante en el interior, los
candelabros y un búcaro de estaño parecían de plata mate. Sobre
una pequeña mesa baja estaba la viva riqueza de un ramillete de
rosas blancas en un gran jarro de estaño.
La señora Rijcken, que llevaba un sencillo quimono de una
suave tela de color verdemar, fue a sentarse en la silla de alto
respaldo situada delante de su mesita escritorio. Sobre esta última
había un libro abierto. La actriz no lucia joyas. Únicamente en
torno a su desnudo cuello se veía una fina cadenita de oro de la
que pendía, destellante, una pequeña medalla. Durante la
conversación su mano se ponía a jugar de cuando en cuando con
esta medallita. Jan se sentó en un bajo butacón muy cerca de ella.
Se sentía extrañamente fatigado.
—¿Han empezado ya las vacaciones de verano? —preguntó con
afectuoso interés la señora Rijcken.
126
—Sí, mamá. —Y le contó que aquella misma mañana se había
enterado del resultado favorable de su examen de Estado—. Pero
esto no tiene demasiada importancia —continuó diciendo cuando
ella le dio la enhorabuena—. He venido para hablarle de otras
cosas, de usted, de mí, del porvenir, de mis proyectos...
Con las manos entrelazadas descansando en su regazo, la señora
Rijcken miraba a su hijo con silencioso asombro, como si no
acabara de creer que ella era la madre de aquel joven.
Jan había cumplido ya en aquellos momentos diecinueve años,
era de estatura media y grácil de cuerpo. Su rostro reflejaba una
conmovedora mezcla de candor infantil y decidida seriedad. Todo
su ser proclamaba su absoluta sencillez de corazón.
Ni la señora Rijcken ni Jan parecían sentir necesidad, después
de su larga separación, de entregarse a banales expansiones de
afecto. Comprendían que tales expansiones no cuadraban con el
carácter de aquella entrevista, que sabían inevitable desde hacía
años.
—¿Qué planes tienes, Jan? —preguntó la actriz con expresión
preocupada.
Mire usted, madre, precisamente he venido para hablarle de
ello
—contestó Jan sosegadamente y con suave tono—: Hasta ahora
usted ha costeado mi educación; ha satisfecho todos mis deseos,
nunca me ha faltado nada, y sé que seguiría proporcionándome el
dinero necesario para continuar mis estudios sin preocupaciones.
Pero yo no puedo ni quiero aceptarlo. No es que sea un
desagradecido, madre, es que ... —Su voz sonó sorda pero violenta
al añadir—: ... es que ese dinero me abrasaría las manos.
Se calló por espacio de unos instantes.
126
—En lo sucesivo quiero ganar yo mismo el pan que coma.
Prefiero padecer hambre y miseria que vivir con el dinero del
hombre a quien pertenece todo esto —e hizo con la mano un breve
ademán circular. Volvió a callarse.
Delante de él estaba aquella mujer mirándole con los ojos
dilatados por el estupor.
Repuso:
—Desde que lo sé todo, he estado dudando durante mucho
tiempo antes de adoptar una resolución. Era cobarde. Trataba de
acallar mi conciencia con sofismas y falsa compasión para
conmigo mismo y para con los demás. ¿Por qué no seguir
aceptando el dinero de la indignidad? La ofendería gravemente...
Perdóneme, madre, perdóneme las palabras... Ahora veo
claramente cómo debo obrar. Me encuentro en un momento
decisivo de mi vida. Mañana voy a ir a buscar una colocación.
La señora Rijcken no desplegó sus rígidos labios y hubo
angustia en sus ojos cuando Jan, inclinándose hacia ella, tomó una
de sus manos entre las suyas, y empezó a hablar con intimo acento:
—También he venido para otra cosa, madre ... Acaricio un
sueño y debo explicárselo... ¡La vida puede ser tan bella y feliz
para nosotros! Figúrese, madre, nosotros dos, usted y yo ... y nadie
más entre nosotros, ningún extraño... Sacúdase de encima su vieja
vida; abandone todo esto, y empiece conmigo una nueva
existencia. Libérese ... Viviremos juntos, no importa dónde...
donde usted quiera. Pero nosotros dos solos, cada cual trabajando
por su lado. Usted gana de sobra con el teatro y yo también
trabajaré con todas mis ganas. A lo mejor puedo ayudarla de un
modo u otro. Pero deje esta casa, todas estas cosas. Véngase
conmigo. ¡Es tan sencillo! Durante el invierno viviremos aquí, en
la ciudad. Tan pronto termine la temporada teatral nos vamos 126

fuera, bien lejos, a una aldea de las montañas, o al mar.


¡No creo que sea indispensable para ser feliz ir con un coche a toda
velocidad por esos mundos de Dios! ... Sueño un hogar con
usted, madre. ¡Seríamos tan dichosos!
Sobrevino un silencio. A Jan le dominó la impresión de que sus
palabras habían sido inútiles. Se había ilusionado en vano y ahora
escuchaba, amargamente entristecido, las excitadas razones de su
madre.
—Pero, muchacho, no sabes lo que dices. ¿Cómo vas a hacer
para ganarte el pan, dime? ¿Con qué pretendes ganártelo? ¿Qué es
lo que te figuras? Tú no conoces la vida. En el fondo eres un
niño todavía. Tú mismo lo acabas de decir: nunca te ha faltado
nada. Todo lo que has necesitado o deseado, lo has conseguido. No
has tenido más que pedir. Yo he hecho todo lo que he podido ¿no
es verdad, muchacho? Tú no sabes lo que es la vida, la lucha por la
existencia. La vida es dura, infinitamente más cruel de lo que
puede concebir tu joven imaginación. Nadie, absolutamente nadie
te ayudará. Hablas de buscar trabajo, de buscar una colocación,
como si la gente tuviera necesidad de ti, como si te estuvieran
aguardando. Bueno, dime: ¿qué es lo que te propones hacer?
—Daré clases —dijo Jan secamente.
—¿Clases? ¿A quién, a quién darás clases? —Ahora hablaba
en voz alta, oprimiéndose las manos entre sí—. Y cuando, en el
mejor de los casos, después de haberte cansado de esperar y buscar
y pedir y mendigar, hayas encontrado un par de alumnos, dime:
¿qué vas a hacer con la miseria que te den? Tú no conoces las
humillaciones a que se está expuesto cuando se es pobre. Todo el
mundo promete pensar en ti, todo el mundo te da amables 126

consejos, pero nadie te proporciona algo que pueda sacarte de


apuros. Se complacen en verte con el agua hasta el cuello, en
humillarte. Y cuando se ha pasado por todas esas zozobras y se
conoce la odiosa angustia que se apodera de nosotros al pensar en
el día de mañana, se le encoge a uno el corazón ante el simple
recuerdo de semejante existencia. Tú eres un hombre, joven
además, otra cosa es, pero de todos modos ¡cuán desarmado estás
frente a la prepotencia de la miseria! Tú no sabes lo que es pasar
hambre, padecer frió. Piensa unos momentos en lo seguro y
confortable que se siente uno en una habitación caldeada mientras
en el exterior se hace sentir todo el rigor del invierno. Tienes
vestidos, ropa interior. Nunca te ves obligado a hacer cálculos,
miserables cálculos al céntimo. No conoces el bochorno de llevar
unos zapatos rotos, vestidos desgastados, un sombrero viejo, ropa
interior sucia, porque eres pobre, porque no tienes dinero para
sustituir todo eso. Y no puedes hacer nada, andas errabundo, paria
de la vida, por el borde de la existencia, y las delicias sin
preocupaciones, que hacen de la vida algo que vale la pena, la
satisfacción de un deseo súbito, la inmediata realización de un
anhelo, es algo que te está vedado por completo, es patriotismo
exclusivo de los demás...
Se calló durante unos momentos.
La luz uniforme envolvía, inmóvil, a aquellas dos
personas. Luego suplicó:
—Deja que te ayude. Acepta aún mi dinero hasta que hayas
encontrado algo, hasta que estés en condiciones de ganar lo
suficiente para poder vivir.
Él meneó la cabeza. Ya no la miraba. Aquello le entristecía
profundamente, le desalentaba. ¡Había acariciado con tanta ilusión 126

aquel sueño que ahora se desvanecía irremediablemente!


Ella siguió hablando:
—Yo no puedo vivir en la pobreza y las preocupaciones
materiales. Necesito el lujo, necesito ser rica. No me juzgues mal,
Jan ... Yo ya no podría soportar esa espantosa existencia de
estrecheces, privaciones y renunciamientos. No podría
acostumbrarme otra vez a la acuciante penuria, a la inquietud ante
el problema del sustento cotidiano. No puedo ni quiero cambiar mi
vida…
En ese caso no se ... en ese caso ya no tengo nada más que hacer
aquí —dijo Jan aturdido por el dolor que atormentaba su corazón
—.
¡Hubiéramos podido estar tan bien! Pero ya veo que no puede ser,
lo comprendo ... No se preocupe por mi, ya me las arreglaré, no
hay cuidado ... Pero es tan difícil... Yo soy su hijo ... Yo ... ¡Bah! Ya
no sé ni lo que me digo ...
Mientras hablaba, se había levantado. Ella permaneció sentada y
sus dedos jugaban nerviosos con la cadenita de oro.
—Pero ¿a dónde quieres ir? ¿Tienes una habitación, tienes
dinero?
¡Dios mío! ¿Por qué te entregas a la desgracia? Espera todavía,
reflexiona un poco —dijo desesperadamente.
—Ya he reflexionado, y sé que lo que hago está bien —contestó
Jan—. Ahora debo marcharme. Se está haciendo muy tarde
Parecía, en efecto, que no sabía ya lo que se decía.
—¡Es por usted, madre —exclamó aún—, por usted, por
nosotros dos, que he venido!
Ella se puso de pie: los brazos le pendían inertes a lo largo del
126
cuerpo y mantenía la cabeza ligeramente inclinada.
“¡Cuánto la quiero, a pesar de todo!”, pensó Jan, y dijo:
—Adiós, madre; hasta la vista. Ya le escribiré.
Ella meneó la cabeza. Recorrieron en sentido inverso el pasillo
de antes y al pasar por delante de la puerta del pequeño saloncito
Jan vio sobre una silla un sombrero de paja de caballero y un
bastón de paseo. Y ella se dio cuenta de que lo había visto.
Sin decirse ni una sola palabra más, Jan abandonó la casa.
La señora Rijcken estuvo aquella noche extraordinariamente
desagradable con el hombre a quien debía la suntuosa opulencia en
que vivía.
III

AUNQUE Jan no esperaba encontrar en seguida una ocupación


que le permitiera vivir con toda sencillez —distaba mucho de ser
exigente al respecto— y le dejara un margen de tiempo para seguir
estudiando, estaba convencido, sin embargo, de que en un plazo
relativamente breve de tiempo lograría hacerse con una u otra
colocación adecuada a su educación y sus estudios.
Nada dejaba sin probar. Escribía a las señas de todos los
anuncios en que se pedían clases particulares. Nunca llegó una
contestación. Con una carta de recomendación, redactada en
términos de amable benevolencia, que le había dado el director del
internado, recorrió todos los centros de enseñanza de la capital.
Cada mañana emprendía animosamente una nueva peregrinación.
¡Tenía que conseguir lo que buscaba, no había más remedio!
Cuando se le permitía trasponer el umbral de la puerta a la que
había llamado, lo cual no ocurría siempre, y se le daba ocasión de
exponer el objeto de su visita, oía a veces vagas promesas dictadas
por la cortesía, pero casi siempre una negativa rotunda: no se
necesitaba a nadie. Sucedía a menudo también que después de una 126

espera interminable capaz de desalentar al más animoso, Jan


recibía la visita de un subalterno que, en nombre de la dirección, le
rogaba expusiera por escrito su causa con detalladas informaciones
sobre sí mismo y clara especificación de sus capacidades y
experiencias. Jan lo hacía concienzudamente. Y durante muchos
días aguardaba lleno de esperanza una contestación que no había
de llegar nunca.
Una sola persona, a la que al parecer le dolía realmente no poder
ayudar a Jan, entregó a éste una tarjeta recomendándole a un
conocido que posiblemente admitiría al joven como secretario.
El mismo día se dirigió Jan a las señas indicadas. Un criado le
tomó la tarjeta y le dijo que esperara. Jan se quedó en el pasillo, un
pasillo de techo elevado, recubierto de mármoles, y se puso a soñar
qué sé yo qué disparates. El criado regresó con la noticia de que el
señor en aquellos momentos no tenía tiempo, pero rogaba al
solicitante que volviera al día siguiente por la mañana, de siete a
ocho.
Se levantó muy temprano, porque desde su casa al otro extremo
de la ciudad donde vivía aquel rico bienhechor había un buen
trecho. Al llegar se le introdujo en el salón, una amplia estancia
sobrecargada de muebles y objetos de todos los estilos. Cuando
llevaba tres cuartos de hora esperando, entró en el aposento un
anciano caballero, que le dijo secamente "¡Buenos días!” y acto
seguido se puso a hablar sobre una obra gigantesca que había
concebido: un libro, una especie de enciclopedia sobre los
módulos de vida, las costumbres, la psicología y los conceptos
higiénicos y religiosos de todos los pueblos de la tierra. Había de
aparecer simultáneamente en todas las lenguas europeas y 126

probablemente sería traducido al chino, al japonés y a algunos


dialectos africanos. Ahora bien la edición “standard” se hacia en
latín. Y por eso —concluyó— necesito un equipo de
colaboradores,
cabezas despejadas que comprendan mis ideas y sepan elaborarlas.
Jan, a quien aquella rápida exposición de un tema de tanta
amplitud tenía ya algo desconcertado, vio entonces con sorpresa
que aquel singular anciano se llevaba el gollete de una botella que
sostenía en la mano a la boca y tomaba un sorbo del contenido de
la misma.
—Agua —dijo después—. Esto es agua. Por las mañanas me
desayuno con agua.
Jan hizo un signo afirmativo con la cabeza, reprimiendo a duras
penas la risa que le pugnaba por estallar. Y el provecto caballero
siguió hablando sin permitirse punto de reposo. Al fin pidió a Jan
que, para proporcionarle una prueba de sus capacidades, escribiera
tres bosquejos psicológicos-caracterológicos —cada uno de los
cuales no debía rebasar el espacio de una cara de papel de
escribir cartas— sobre el romano del tiempo de Augusto, el
moderno holandés y su hermano el javanés, respectivamente, y que
a la mañana siguiente a la misma hora le llevara sus trabajos.
Lleno de coraje y de gozosa esperanza Jan, sentado en la
pequeña habitación en que venía viviendo desde hacía algunos
meses, puso manos a la obra y al cabo de breve espacio de tiempo
tenía listos sus tres escritos.
El singular anciano le recibió al día siguiente por la mañana de
la misma fría manera y, después de haber leído los trabajos de Jan,
dijo que estaban bien y que esperara unos momentos; tenía 126

trabajo para él.


—Precisamente ahora estoy ocupado en dictar un nuevo
capítulo; trazo el plan, las ideas fundamentales …
Y desapareció, siempre llevando en la mano su botella de agua,
en una habitación contigua. Jan esperó. Durante un cuarto de hora
oyó, procedente de la habitación contigua, la voz del bienhechor,
luego, de pronto, se hizo el silencio. Jan esperó. Y tal vez habría
estado esperando durante toda la mañana, si el criado, al atravesar
por casualidad el salón y verle allí sentado, no le hubiese dicho que
el señor, que sin duda se había olvidado de la presencia de Jan, ya
hacía rato que había salido.
Jan se marchó descorazonado. Inmediatamente escribió una
cartita; y cuando hubo transcurrido una semana sin que llegara
ninguna contestación, emprendió de nuevo la excursión matutina.
Pero fue en vano. El señor había salido de viaje hacia el Sur.
Aquello le causó a Jan una amarga decepción, ya que por mucho
que se esforzara en pasar con lo más justo, era imposible salir
adelante sin más ingreso que las escasas monedas que ganaba
desde hacía algún tiempo por semana ayudando a hacer sus
trabajos escolares a los dos hijos menores del carnicero, un buen
hombre que tenía su pequeño establecimiento en la planta baja de
la casa donde habitaba Jan.
Y estaba llegando el otoño con sus desapacibles días de lluvia y
viento. Hacía frío en la desnuda habitacioncita cuyas puertas y
ventanas ajustaban mal. Aunque Jan conocía ahora ya momentos
de profundo abatimiento al verse en aquel angosto cuarto entre sus
miserables bártulos: un catre de tijera con un colchón de paja, una
mesa vacilante, una silla remendada —la gran maleta de cuero de
color marrón en la que guardaba sus ropas y sus libros parecía 126

extraviada en aquel mísero ambiente—, aunque a veces le había


asaltado de pronto el deseo de ir a ver a su madre y de pedirle
ayuda, vivía en la mansa aceptación de privaciones a las que nunca
había tenido que someterse, en la aceptación resignada de toda
aquella existencia miserable, como si tal existencia viniese
impuesta por el orden natural de las cosas.
Tenazmente siguió buscando un trabajo que se ajustara a sus
capacidades y condiciones; una cosa así tenía que existir. No
cejaba. Pero entre tanto tenía que comer. A diario tenía que
resolver de distinta manera el problema del pan de cada día, esa
angustia implacable, obsesiva, de los pobres. Se veía, pues,
obligado a aceptar lo primero que se le ofrecía, cualquier cosa, por
mísera que fuese. En aquellos días sufrió muchísimo, pero sin
rebeldía ni resistencia, abatido bajo una realidad ruda que parecía
haber hincado en él inexorable y definitivamente, sus garras
poderosas.
Cada sábado por la tarde, durante todo el invierno, hizo facturas
para un tendero de la vecindad. Con lo que éste le daba tenía para
pagarse el domingo una comida caliente.
En días de mucho movimiento trabajaba en un bazar: llevaba
paquetes de un lado para otro o se pasaba horas abriendo y
cerrando la puerta del establecimiento para dejar paso a los
compradores y visitantes que entraban y salían.
Escribió unos cuantos epitalamios y versos de circunstancias
dedicados a difuntos o recién nacidos por encargo de un editor que
le pagaba cada poema a veinticinco centavos de florín, prometía
mucho y terminó metiéndose las ganancias en su propio bolsillo.
Daba clases de francés a la mujer de un carpintero, bebedor 126

empedernido y jovial; aquella pareja acariciaba el sueño de visitar


París desde hacía veinte años y en la realización de aquel ideal
venían esforzándose desde hacía asimismo veinte años ahorrando
lo que podían, pero por lo visto estaban condenados a no alcanzar
el caro objeto de sus aspiraciones, porque el marido se bebió las
ganancias y buena parte de los ahorros y con lo que quedó la
mujer compró unos cuantos libros franceses que ahora traducía
bajo la dirección de Jan.
Durante un mes fue una especie de pinche de cocina de un figón
vegetariano-socialista, donde se pasaba el día fregando platos,
perolas y calderos, y aunque aquel sucio trabajo le disgustaba y era
un verdadero martirio para sus manos, habría persistido en él, si
una heridita que se causó en un dedo no se hubiese infectado,
transformándose en un serio absceso, que le impidió continuar
efectuando aquella faena. De todos modos, mientras tuvo el dedo
malo, pudo ir a comer al figón.
En aquella temporadita de obligado reposo, Jan empezó otra vez
a dibujar y pintar. Antes, en el internado, adornando letras durante
sus horas libres y sobre todo en el período de vacaciones, llegó a
adquirir destreza en ello y poco a poco se aficionó a hacer
pequeñas ilustraciones de textos, al principio únicamente a lápiz o
tinta, después ya a todo color. Los trabajos de Jan recordaban las
ilustraciones de los manuscritos medievales, poseían la misma
nitidez colorística: figuritas de corte primitivo estaban sentadas con
estática actitud o gesticulaban dramáticamente ante un admirable
paisajillo de escenografía teatral. I as horas dedicadas a satisfacer
aquella afición eran para él un delicioso descanso y manejando el
lápiz y el pincel daba forma y figura a los sueños de su soledad. Se 126

ejercitaba constantemente, aprovechaba cualquier momento libre,


iba a la biblioteca a leer los escasos libros que versaban sobre el
arte de la ilustración y estudiaba las producciones de viejos
manuscritos. Y no tardó en adquirir una destreza y autoridad
verdaderamente extraordinarias. Sin embargo, lo que hacía no era
una servil imitación de lo antiguo, ya que pintaba incluso láminas
con figuritas modernas, aunque sentidas y ejecutadas en una
forma primitiva.
Aunque Jan tenía que interrumpir continuamente aquel trabajo,
al que se entregaba en cuerpo y alma, con el fin de dedicarse a
cosas de rendimiento más inmediato para atender a su
manutención, logró ver terminadas cinco láminas que le parecieron
aceptables y se le ocurrió que no estaría de más tratar de venderlas;
a lo mejor de aquella manera podría ganar lo suficiente para cubrir
sus necesidades.
El invierno, la cruel estación del año que hace encoger de
pesadumbre y angustia a los desheredados, había pasado.
También Jan había tenido que sufrir amargamente, pero el
esplendor y calidez del primer día de primavera le infundió nuevos
alientos, de forma que, poniéndose debajo del brazo la cartera en la
que, cuidadosamente colocados entre hojas de papel secante,
llevaba los policromos dibujos, se dirigió a casa de un gran
comerciante de objetos de arte.
Pero le ocurrió lo mismo que cuando, unos meses antes, había
estado recorriendo los centros de enseñanza. Solamente una vez se
le pidió que mostrara las láminas. En todos los demás sitios se lo
quitaban de delante al punto se enteraban del motivo de su visita.
Al mediodía el cielo, hasta entonces despejado, se cubrió de 126

negros nubarrones y se levantó un viento impetuoso y frío a tiempo


que se ponía a llover.
Jan temblaba. El traje que llevaba era de una tela muy tenue y
muy pronto estuvo calado hasta los huesos, ya que su ropa interior
de invierno hacía ya tiempo que la había llevado al Monte de
Piedad; sus pies, mal protegidos por unos zapatos deteriorados,
estaban helados y húmedos.
Cansado de andar y desalentado, prosiguió a pesar de todo
su peregrinación, entrando ahora en todos los establecimientos que
encontraba en cuyos escaparates veía expuestos libros antiguos. En
ninguna parte se le acogió favorablemente, nadie quería comprar sus
láminas.
Yendo de tienda en tienda fue alejándose cada vez más de
su barrio. Empezó a oscurecer. El viento, que poco a poco había
ido arreciando hasta convertirse en una huracanada tempestad,
ululaba en lo alto, por encima del rumor callejero de la ciudad, y en
algunas casas y establecimientos ya estaban encendidas las luces.
Estaba recorriendo una calle que le era desconocida, cuando
pasó por delante de una libreria-anticuariado. En el interior estaba
oscuro. Detrás del cristal del escaparate vió expuestos un gran
número de libros viejos c infolios; y colgados en el fondo y a los
lados unos cuantos grabados persas y japoneses. Jan se detuvo
unos momentos y luego siguió adelante, falto de ánimo para probar
una vez más. No obstante, al llegar al final de la calle, dio media
vuelta, volvió sobre sus pasos y se coló de rondón en el
establecimiento sumido en penumbras, donde oyó hablar.
—¿Qué desea? —preguntó una vieja y cascada
voz. Jan no veía a nadie en la oscuridad.
—Nada —contestó con indiferencia, convencido de que también
126
allí le estaba esperando una decepción—, traigo unos dibujos que
quiero vender.
—Vaya. ¿Y de qué siglo son? ¿Y de dónde? —preguntó de
nuevo la misma voz.
—¡Son modernos! Los he hecho yo mismo.
—¿Has oído? —dijo sarcásticamente la voz dirigiéndose a
alguien asimismo envuelto en la oscuridad.
—Claro que lo oigo. Y no comprendo por qué le sorprende de
esa manera. Como si todo lo viejo fuera bello y todo lo moderno
feo.
La voz era joven y tranquila.
—Bueno, anda, enciende la luz. —Y dirigiéndose a Jan, que aún
estaba junto a la puerta, añadió—: Espera, amigo: déjame ver esas
obras maestras.
Empezó a brillar la lucecita de la lámpara y a sus reflejos Jan
pudo ver el portentoso caos reinante en aquel almacén de
antigüedades, muy bajo de techo; una cordillera de libros, repletos
armarios adosados a las paredes, recios y elevados montones por
todas partes, y en medio de aquel desbarajuste la extravagante
figura de un viejecillo sepultado en un butacón bajo y hondo, cuyas
piernas, gotosas y encorvadas, reposaban sobre el borde de una
mesa que desaparecía a su vez bajo un revoltillo indescriptible de
papeles, infolios, láminas y otra buena porción de libros. El
hombrecito se parecía, en su extraña actitud, a una gárgola, a una
quimera de una catedral gótica. Con ojuelos de gran viveza echó
una mirada a Jan, mientras un joven subía la lámpara.
—Gracias, así está bien —dijo, y volviéndose a Jan—: Bueno,
veamos, enséñanos eso.
Jan apoyó la cartera sobre un montón de libros y sacó de ella
una lámina. 126

El joven había ido a situarse junto al comerciante y mientras


miraba, inclinado hacia adelante, el trabajo de Jan, a éste le llamó
la atención la cabeza de aquél, de recia constitución,
completamente afeitada.
—Esto son ilustraciones —rezongó el viejo.
—Curioso —dijo el otro con tono de admiración.
—Curioso, curioso ... Bueno ¿y qué?... Lo importante es que sea
vendible. ¿Es esto vendible? —Se volvió hacia Jan y prosiguió—:
Este joven es un poeta católico, alguien que cree que aún le queda
algo que decir. —Y luego, bruscamente—: ¡Los artistas estáis
todos locos de atar! ¿Quién diablos os manda escribir, pintar,
hacer versos, dibujar? ... ¿Es que no hay bastante, y más que
bastante, con todo lo que se ha escrito y pintado? ¡Mirad, mirad!
Montones, montañas, cordilleras de libros, y todos excelentes;
láminas e ilustraciones las tengo por arrobas; y todas
auténticamente antiguas. ¿Queréis decir qué diantre puedo hace i
con un dibujo datado la semana pasada?
Jan se calló y quiso volver a meter su lámina en la cartera.
—¡Aparta! —le espetó la górgola—. Aun no te he dicho que lo
guardes. Déjame ver los otros.
Echó una mirada todavía a la primera lámina, leyó la firma:
—Jan Rijcken. ¡Ha puesto su nombre al pie del dibujo! ¡No,
amiguito, no, aún te falta lo tuyo para ser tan famoso como tu
tocaya, la actriz!
Jan se estremeció. Pero el viejecillo, que ahora tenía ya en sus
manos las otras láminas, de las que de vez en cuando apartaba los
ojos para hacer un guiño al joven poeta, dijo:
126
—Te doy dos florines y medio por pieza, y además el consejo de
leer vidas y leyendas de santos, e ilustrarlas. Si no tienes libros de
esos, ven aquí y yo te los proporcionaré. ¿Eres católico?
—Sí —contestó Jan, que sentía un radiante alborozo, como no
había experimentado desde hacía mucho tiempo—. Al menos
estoy bautizado y he hecho la Primera Comunión, pero vidas de
santos no he leído nunca.
—Claro que no —gruñó el hombrecillo—. La gente que lee
hoy día esos hermosos relatos puedes contarla con los dedos de la
mano; novelitas y sonetos de amor y productos de “el arte por el
arte”, eso es lo que lee la gente en estos tiempos. Es una
vergüenza, una vergüenza,
¿me oyes? que con tus cualidades, con tu piadosa y primitiva
sensibilidad te muestres tan indiferente como el común de los
mortales ante la verdadera belleza.
De un cajón de la mesa sacó veinte florines, se los dio a Jan, que
los recibió emocionado, y añadió:
—Doce florines y medio por tus dibujos y los otros siete y
medio como anticipo sobre el precio de venta. Pero has de
prometerme leer vidas de santos. Espera ¿sabes lo que vas a hacer?
Mira, toma estos dos libros y te los llevas. Son las vidas de los
Padres del Desierto. Ahí encontrarás temas a montones, y todos
valen la pena, te lo aseguro.
Ayudado por el poeta, que sonreía, Jan cargó con dos gruesos
tomos encuadernados en cuero negro.
—Eso es. Dejas la cartera aquí y te llevas esos libritos. Pero
dime:
¿dónde vives? Tengo que saberlo llevándote esas preciosidades en
préstamo —dijo el hombrecillo, que por lo visto hablaba siempre 126

con tono regañón.


Jan citó la calle.
—Vaya, vaya ¡conque vives allí! No es, que digamos, un barrio
de gente adinerada. Dime, los viejos somos muy curiosos, dime:
cómo te las arreglas para ganarte el sustento. Porque ¡no
pretenderás hacerme creer que con tus ilustraciones ganas lo
suficiente como para andarle con mimos a tu estómago!
Jan se rió.
—Me agarro a todo —explicó—. Pero espero que poco a poco
podré ir dedicando cada vez más tiempo al dibujo.
—¡Todos son iguales! —refunfuñó el hombrecillo—.
¡Idealistas!
¡Qué empeño en pasar hambre! Lee, lee atentamente esas
maravillosas historias de los antiguos eremitas, e ilústralas. Y
cuando tengas algo listo, date una vuelta por aquí.
Cuando aquella noche Jan de regreso a casa iba a buen paso
por las calles, el rostro azotado por la arremolinada lluvia, se sentía
feliz, por más que no acababa de comprender qué era realmente lo
que le había sobrevenido, así tan de repente. Compró unos
comestibles y algo de petróleo y una vez en casa, hizo café y
comió y bebió para celebrar aquel milagroso giro que tomaban las
cosas. Al lado de él, encima de la mesa, estaban los dos gruesos
tomos y después de comer los fue hojeando lentamente.
Administrando cuidadosamente el dinero recibido vivió durante
un mes, que invirtió en leer y dibujar entre transportes de emoción.
Aquellos relatos le introdujeron en un mundo desconocido, un
mundo que le fascinaba en extremo y despertaba en su espíritu
viejos recuerdos y ensueños, ya empalidecidos
Cuando tuvo listas diez láminas, se fue una tarde a ver otra vez 126

al viejo anticuario. Pero encontró la tienda cerrada. ’’Por defunción


del dueño” rezaba un rotulito fijado en la puerta. Jan fué a
preguntar al vecino, un zapatero, el cual, sin apartar la vista del
calzado que estaba remendando, le dijo que el viejo había muerto
hacía cuatro días y que al día siguiente le habían enterrado.
—Las cosas no se me dan fáciles —murmuró Jan para su sayo,
abatido por aquella decepción, mientras vagaba sin rumbo fijo por
las calles de la ciudad con el rollo de dibujos debajo del brazo.
IV

HABÍA transcurrido un año desde que Jan había abandonado el


colegio. Su vida había de ser más o menos la misma durante los
años inmediatamente posteriores, bien gozando durante breve
espacio de tiempo de cierta prosperidad material, bien recayendo
de nuevo, era lo más frecuente, en el paro forzoso y la acuciante
indigencia. Eran días durante los que, vagando sin rumbo fijo por
la ciudad con el estómago vacío, envidiaba a la gente que se
cruzaba en su camino, porque tenían un hogar, tenían trabajo y
comida y seres qu<f les eran caros. En cambio él estaba solo. Y
esta soledad empezó a hacérsele insoportable. Sentía en su
corazón una riqueza de vida inaprovechada, se sentía ávido de
amor, anhelaba amar y nada ni nadie había encontrado que le
saciara.
Entonces brotó en él un afán por no sabía qué acontecimiento,
un suceso que le librara de aquella triste opresión y le facilitara el
despliegue, por decirlo así, de las posibilidades latentes en su alma.
Cada día esperaba algo. Pero un día tras otro caía la noche sobre la
ciudad, sumiendo su pequeño aposento en tinieblas, y no había
cambiado nada, todo seguía de la misma manera. Sin embargo, 126

aquello no podía prolongarse indefinidamente, siempre igual, lo


mismo hasta el fin. Debía existir algo, un hombre, un Dios, una
palabra, que pudiera redimirle y explicarle el sentido de la vida ...
Jan se acordaba mucho de su madre, pero nunca fue a verla.
¿Por qué había de ir a verla? ¿Qué podría decirle? Su madre
tenía
un concepto de la vida tan distinto del suyo, que todo lo que él
hacía se le antojaba a ella ridículo. Una sola vez le escribió una
cartita, pero sin hacer constar sus señas, porque temía encontrarse
con ella. Con la contestación de su madre, mediante la que ésta se
interesaba en términos de gran preocupación por su salud,
aconsejándole que se cuidara mucho, y le preguntaba si podía
hacer algo por él, con una carta así, que le llegó a través de la lista
de correos, se sintió ya muy feliz. Más tarde, cuando él estuviera
en condiciones de ayudarla, acudiría a su lado, pero de momento
no podía hacer nada por ella y sabía que sus palabras y sus ruegos
eran inútiles.
Jan se había convertido en un asiduo visitante de la biblioteca y
de los museos de pintura, centros que en invierno frecuentaba casi
a diario. Allí se estaba caliente y, estudiando los primitivos o
leyendo obras de historia del arte, olvidaba la miseria de su
existencia. De cuando en cuando dibujaba muestras para un
establecimiento de bordados y encajes, pero las ganancias eran
muy escasas y además irregulares, lo cual no le impedía, sin
embargo, dar algo, por poco que pudiera, a otros más pobres que
él.
Los años fueron pasando sin acontecimientos. Mas la monótona
rutina de su penosa existencia no hizo de Jan un escéptico ni un
rebelde. Al contrario, eso agudizaba más su impresionabilidad, 126

aprendía a conocer la realidad, no a través de la empañada


ventana de un aposento caldeado, sino en virtud de su contacto
directo con la misma; su espíritu maduraba, se había convertido en
un hombre que entendía la vida como algo muy serio y que, a pesar
del dolor propio y ajeno que iba acumulando en su corazón,
conservaba una alegría pura, imperturbable, como la de un niño.
En efecto, aún estaba lleno de ilusiones.
Jan no tenía amigos ni conocidos, ni tampoco había vuelto a ver
a ninguno de sus antiguos camaradas de internado, de los que, por
lo demás, nunca había vuelto a acordarse, hasta que en el tercer
invierno de su vida solitaria y en un intervalo de tiempo muy
breve, encontró dos veces en el museo, a Willem Baanders, que en
el internado figuraba en la clase inferior a la de Jan Baanders le
explicó que estaba estudiando la carrera de Derecho y se enteró
sorprendido de que Jan no había ingresado en la Universidad, sino
que se dedicaba a hacer ilustraciones, es decir, que era una especie
de artista. Esto pareció interesarle vivamente, ya que pidió a Jan si
podía ir un día a ver sus obras. Jan eludió una contestación
concreta, aunque prometió a Baanders que iría a visitarle. Había ya
olvidado nuestro héroe aquellos dos encuentros casuales, que le
habían dejado bastante indiferente, cuando, unos meses más tarde,
paseando por un tranquilo sector del parque de la ciudad, volvió a
encontrarse con su antiguo camarada, que en aquella ocasión iba
acompañado de una muchacha, su hermana. Los tres estuvieron
paseando, mientras charlaban, por espacio de una buena hora.
Después fueron a sentarse a la terraza de un café situado junto al
estanque. Era el comienzo de la primavera, un día lleno de
delicias nuevas. Los árboles que rodeaban la tersa superficie del 126

agua estaban esperando en la perlina claridad con un silencio y una


quietud conmovedoras. Jan se sentía perfectamente dichoso, y
cuando al atardecer regresaba solo a su casa no podía quitarse del
pensamiento aquel rostro de muchacha con sus ojos graves, llenos
de alma, ni la infantil pureza de todo su ser. “Lleva una crucecita
de oro”, se dijo íntimamente feliz. Y en el curso de los meses
siguientes, cuando le asediaba de nuevo la estrechez y a veces caía
en el desaliento, aun veía a menudo con los ojos de su
imaginación, produciéndole una extraña alegría, aquel suave
rostro. Sin embargo, parecía haber olvidado por completo la
126
invitación que le había hecho Baanders de ir a visitarles y llevar
consigo algunos dibujos.
Fue por aquellos días cuando Jan empezó a entrar de cuando en
cuando en una iglesia, no para rezar, sino porque unos minutes de
descanso en medio de aquel silencio cerrado y profundo que era
como una insospechada isla en el ruidoso mar del bullicio
callejero, le hacían bien, aliviaban extraordinariamente sus
pesadumbres. Las más de las veces entraba en ellas al caer de la
tarde, se situaba en un apartado rincón y desde allí contemplaba,
profundamente emocionado, la suave muerte de la luz del día a
través de los elevados y policromos ventanales. Aquellas vidrieras
de apagadas piedras preciosas parecían cosas de ensueño. Al
principio visitante ocasional de las iglesias, poco a poco fue
sintiendo la necesidad cada vez más imperiosa de ir a sentarse en el
interior de un templo para meditar, y entonces acudía a su
memoria, entre numerosas preguntas acuciantes, lo que había leído
acerca de aquellos antiguos padres del desierto, aquellos santos
eremitas que, apartados del mundo, eran venturosos y vivían con
Dios. Debía existir un elevado fin que confiriera consagración y
sentido y esplendor, profunda y realmente, a todas las horas de
nuestra vida, a todas las alegrías y sufrimientos...
Volvía a ser invierno. El mundo estaba sepultado bajo la nieve y
helaba todos los días y todas las noches; el cielo era como una
cúpula de metal y el gélido viento del norte soplaba enfurecido,
despiadado, sobre la rígida tierra. Era como si se hubiese
decretado el exterminio de los pobres.
Cierto atardecer, Jan, que había ido a entregar muestras para
bordados a una dama que, como la mayor parte de sus
bienhechores, le pagaba muy mal, recorría apresurado el largo
126
trecho que le separaba todavía de su casa. Las calles estaban
silenciosas; hacía un frío espantoso. Jan se apelotonaba sobre sí
mismo cada vez que una ráfaga de viento le envolvía en su
vorágine glacial. Los árboles desnudos gemían, y allá arriba, en el
cielo de un color violeta oscuro, las estrellas eran como flores de
escarcha. Se introdujo en una calle muy larga y de pronto
descubrió delante de sí a una figura humana que se tambaleaba
como un beodo. Era un hombre. Jan acudió rápidamente a su lado
y le sostuvo, precisamente bajo la intensa luz de un arco voltaico.
—Buenas noches —dijo Jan y en el escuálido rostro,
mortalmente pálido, vio dos ojos negros, dolorosos, que le miraban
como desde otro mundo... Una corta barba gris recubría sus
quijadas. Jan oyó castañetearle los dientes. Unos harapientos
ropajes colgaban del esquelético cuerpo que mantenía los hombros
encogidos.
¿Está usted todavía muy lejos de casa? —preguntó Jan, que
continuó andando al lado del hombre.
—No lo sé —contestó una voz suave.
—¿Dónde vive usted? —volvió a preguntar Jan.
—En ninguna parte. No tengo ni una piedra donde poder
reclinar mi cabeza. Tengo frío, estoy cansado, tengo hambre ...
Y seguía renqueando penosamente como si sus pies
estuviesen heridos. Y Jan le oyó suplicar:
—Déme algo por el amor de nuestro Señor.
Inmediatamente Jan se sacó la chaqueta y la puso sobre los
hombros temblorosos del mendigo.
Éste se detuvo mientras Jan le ayudaba a abotonarse la prenda y
en la mirada con que consideraba a su bienhechor había un
destello profundamente lejano que alentaba extrañamente a Jan. 126

—Dios se lo pagará —dijo el vagabundo.


Jan le ofreció el brazo para que se apoyara en él durante la
marcha y reemprendieron su camino por las calles de la ciudad,
solitarias y silenciosas, como si no hubiera habido más seres vivos
en el mundo que aquellos dos hombres.
—Venga usted conmigo a mi pequeño aposento —había
dicho todavía Jan.
Una hora más tarde, pues habían tenido que andar muy
lentamente, llegaron delante de la casa de Jan, extenuados y
ateridos.
—Ya hemos llegado —dijo Jan castañeteándole los dientes y
tomando de la mano a su compañero para conducirle por las
escaleras y los oscuros pasillos.
Arriba, en su cuartito, encendió la lámpara, colocó la silla
junto a la mesa para su huésped y le dio pan. Encendió también su
estufilla de petróleo y calentó en ella café. En el pequeño armario
de pared encontró todavía un poco de mantequilla y un
pedacito de queso; todo lo puso sobre la mesa.
—¡Es usted mi primer huésped! —rió Jan—. ¡Hala! Coma y
beba. Entonces el hombre se quitó la gorra, hizo el signo de
la cruz,
entrelazó sus manos y rezó.
“Qué vagabundo más extraordinario”, pensó Jan embelesado.
Sirvió el café, se sentó a su vez y juntos comieron y bebieron
en la redonda mesita sobre la que, al reflejo de la suave luz de la
lámpara, estaban las rebanadas de pan y los dos tazones llenos de
humeante café.
126
En el suelo, en un rincón del pequeño aposento, Jan extendió
unos cuantos trapos y papeles y se fabricó una almohada con
libros. Aquella noche dormiría allí, su cama era para el mendigo.
Cuando a la mañana siguiente Jan se despertó ya algo tarde, el
huésped había desaparecido; la cama estaba hecha. Asombrado Jan
echó una mirada alrededor de su habitación y vio entonces sobre la
mesa una crucecita y al lado de ella un papel en el que, escrita con
caracteres de imprenta, aparecía esta frase: "Nuestro Señor se lo
premiará.”
Si no hubiera tenido en sus manos aquella crucecita como
prueba palpable, habría llegado a dudar de la realidad de aquel
encuentro. ’” Así es que no ha sido un sueño. Pero ¡qué raro!, ¡qué
vagabundo más estupendo!”— se dijo para si con una sonrisa,
pensando en el extraño caso.
V

DE un tiempo a aquella parte Jan sentía la añoranza por su


madre más intensamente que nunca. Algunos días, especialmente
después de su encuentro con el mendigo, aquel anhelo se
apoderaba de él con tal vehemencia que constituía un verdadero
martirio. El oprobio de la vida de su madre era para él como una
ardiente llaga que le atormentaba el corazón, y sin embargo echaba
de ver muy bien su impotencia para ayudarla, para librarla del error
e infundir en ella fuerza y confianza que la sostuvieran e
impulsaran a dar el paso necesario.
Hacía poco había comprado en una modesta librería un Nuevo
Testamento y cada noche, antes de acostarse, leía un capítulo de
aquel libro. Durante aquellas lecturas experimentaba la
sensación de que una voz imperiosa, pero al mismo tiempo tierna,
le decía cosas conocidas aunque desde hacía largo tiempo 126

olvidadas. Delante de él, encima de la mesa, al lado de los lápices


y pinceles ordenadamente alineados, reposaba una sencilla
crucecita de madera con una diminuta imagen de Cristo clavada en
ella.
Una tarde, al comienzo de la Cuaresma, Jan que, después de
haber trabajado intensamente en su pequeña habitación durante
toda la mañana, había salido, a pesar del desapacible tiempo
reinante, entró en la iglesia parroquial del barrio donde habitaba.
Vaciló unos instantes cuando vio la nave central llena de gente y
resonaron suavemente en sus oídos los últimos acordes del órgano.
Acababan de terminar las Vísperas y Jan, que a pesar de todo había
ido avanzando hacia la nave lateral y fue a sentarse junto a una
columna, frente al púlpito, vio que un religioso en hábito blanco y
negro subía las escaleras del púlpito, se arrodillaba vuelto hacia el
altar y rezaba. Luego el sacerdote se puso de pie y aguardó unos
instantes.
Era un monje de majestuosa figura, ancho de hombros, con un
rostro afeitado de sano aspecto y llevaba gafas. Sus manos
sujetaban reposadamente, como un capitán de barco en su castillo
de popa, el borde circular del púlpito. A causa de la distancia que
le separaba del predicador Jan no podía distinguir la expresión del
rostro, pero sintió un estremecimiento de veneración, y una
alborozada expectación henchía su alma, cuando el monje, en
medio de un atento silencio, hizo una gran señal de la cruz desde
su frente sobre su pecho —como la gran ala de un pájaro se movió
lentamente la manga blanca de su hábito— a tiempo que decía:
“En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.”
Luego comenzó a hablar sobre el encuentro de Jesús con la
mujer samaritana junto al pozo de Jacob. Su voz era noble y grata 126

al oído.
Jan escuchaba. Y mientras escuchaba, sin apartar un solo
instante los ojos de aquel monje, que citaba incesantemente las
palabras de aquel admirable diálogo entre Jesús y la pecadora y
aclaraba el profundo significado de las mismas, empezó a
verificarse en el alma de Jan el gran cambio. Fue como si de
pronto se iniciara el desvanecimiento de las tinieblas en que hasta
entonces había estado sumido: todas sus angustias y los recuerdos
tristes y su dolor y sus dudas fueron desapareciendo unos tras
otros. Una nueva vida amaneció en su alma. “Si scires donum
Dei, et quis est qui dicit tibi: Da mihi bibere; tu forsitan patisses
ab eo, et dedisset tibi aquam vivam”. —“Si conocieras el don de
Dios y supieras quién te dice: Dame de beber, tú le habrías pedido
sin duda a él y él te habría dado agua viva”. —Jan comprendió
súbitamente con su corazón las palabras que oía. Se vio colmado
de una dulcísima alegría, le inundó la gloriosa lluvia de dorada luz
que su alma radiante rebosaba ... Arrodillóse de suyo y lloró ...
Después del sermón Jan preguntó al sacristán si le sería posible
hablar unos momentos con el monje. Inmediatamente se le
introdujo en la sacristía. Allí estaba el monje, grande y bueno
como un padre.
Hizo una indicación a Jan para que se sentara, se sentó él mismo
y dijo sonriente:
—¿En qué puedo ayudarle?
Le llamó la atención a Jan la expresión de aquel rostro de rasgos
enérgicos. Espíritu y sabia bondad, un reflejo de la paz que no es
de este mundo, y también la pura alegría de un niño, vivían sobre
la despejada frente y en el profundo sosiego de los ojos.
Jan dijo con emocionada sencillez: 126

—Padre: esta tarde he recibido la fe.


Con los ojos cerrados, las manos ocultas en las mang.is de in
hábito, cl monje permanecía sentado, escuchando atentamente.
Después de una breve pausa, Jan prosiguió:
—No sé decirle exactamente cómo me ha sobrevenido ... había
entrado en la iglesia, como venía haciendo de cuando en cuando...
no para rezar, sino porque me gusta permanecer sentado aquí
dentro... es algo que me reposa ... No sabía que usted iba a
predicar. Lo oí, y cuando usted repetía las palabras de Jesús, éstas
se hicieron vivas en mí, no sé decirle más . . . Jesús se ha
enseñoreado de mí.
La voz de Jan temblaba de emoción.
—Vengo a pedirle su ayuda. Hasta ahora he vivido como un
inconsciente, al margen del mundo de la verdad. De niño no fui
piadoso, hice mi Primera Comunión sin amor... y ahora, de
repente, todo se me ha hecho claro y vivo. Es horrible y no tengo
más que una sola tristeza: la que me ocasiona el gran pecado de no
haber creído ni comprendido antes las palabras divinas.
Y Jan siguió hablando y le proporcionaba un alivio tan inmenso
explicar a aquel inmóvil y silencioso monje, que parecía estar
abismado en la oración, las vicisitudes de su vida, su juventud, la
historia de su madre, su dolor, su vida presente... Siempre había
estado en la espera de algo grande. Fue como una confesión y a los
ojos de su espíritu todo el misterio de Dios y los hombres apareció
sencillo y diáfano.
—¿Por qué esta gracia para mi? —preguntó Jan agobiado por la
inmensidad de su dicha.
—Si en toda la redondez de la tierra no hubiera más que un solo 126

hombre y ese hombre fuese usted, Dios habría entregado a su Hijo


para redimirle a usted, Jesús habría nacido, habría hablado, habría
sufrido por usted solo. Es por consiguiente su deber, su gloriosa
misión, amar al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo como si, para
servirle, adorarle y amarle, no hubiera en el mundo nadie más que
usted. Y para ello rece, mi joven amigo, rece mucho, rece sin cesar,
con todo su corazón, con toda su mente, con toda su alma.
Así dijo el sacerdote y fue como si a Jan se le colocara de una
vez y para siempre en el lugar que le correspondía dentro del
orden divino del mundo.
Jan regresó a la iglesia en compañía del monje. Al entrar, éste le
ofreció agua bendita y Jan se persignó. Ambos se postraron de
rodillas cerca del altar, en la iglesia solitaria, y Jan rezó las
oraciones que aún recordaba de su niñez, el Padrenuestro y el Ave
María. Las repitió numerosas veces y se esforzó por que sus
palabras fueran realidades en él.
Aquella noche, de regreso en su pequeño aposento, Jan leyó el
cuarto capítulo del Evangelio de san Juan, en el que se relata
el encuentro de Jesús con la mujer samaritana, y fue como si se le
diera a beber el agua viva que Jesús ofrece a todos los que tienen
sed.
Entonces amaneció para Jan un tiempo de quietas y silenciosas
delicias.
Hasta hacía poco la morada de su alma había permanecido
cerrada, estaba vacía, reinaba en ella una soledad triste, pero,
llegado el momento, Dios debía entrar en ella y ni cerrojos ni
puertas podían estorbar la entrada al divino ladrón. Y Jan había
reconocido inmediatamente al excelso ladrón y le había acogido 126

como al gran Rey oculto bajo un disfraz. Ya que él no había


tenido que librar previamente una dolorosa lucha consigo mismo,
ni había necesitado desvirtuar cuidadosamente determinadas
objeciones o quebranto y rechazar todo un sistema de vida, sino
que lo aceptó todo a la par; su alma se zambulló en el amor de Dios
como un nadador se arroja al agua desde la elevada orilla del río, o
como un pájaro levanta el vuelo y alcanza rápidamente las alturas.
Todas las mañanas muy temprano iba a Misa, rezaba con un
modo de furia despótica, impetuoso asaltante del cielo, y
comulgaba, todas las mañanas. Ahora que sabía qué vinculo
poderoso, aunque invisible, unía a las almas entre sí en virtud de la
Comunión de los Santos y de la ley de la Reversibilidad, tal como
le había enseñado el padre al instruirle en el esplendor espiritual de
la fe católica, ¿era de extrañar que anhelase volver a ver a su madre
para decirle las grandes cosas que le habían ocurrido? Ahora sí
tenía algo que darle, ahora sabía que, mediante la oración, el
dolor y las privaciones, podía efectuar actos eficaces para salvarla
y conducirla por caminos ocultos a la nueva vida.
Después de haber intentado verla en vano repetidas veces con
breves intervalos de tiempo —la señora Rijcken estaba de viaje—,
al fin un día la encontró en casa. Habían transcurrido cerca de
cuatro años desde la última vez que había hablado con ella.
Le recibió en la salita de estar, en cuyo ambiente la veía siempre
al recordarla. Nada había cambiado, las mismas cosas
continuaban en los mismos sitios; le pareció a Jan que cl diálogo
de hacía cinco años volvía i reanudarse después de un breve
silencio.
Y Jan contó a su madre las circunstancias de su «inversión y le
habló de la gran ventura que había encontrado en ello. 126

Mientras hablaba, ella tenía fijos en él los ojos dilatados por la


sorpresa, y cuando se calló, en la expresión del rostro de la actriz
apuntó una mala voluntad, la sombra de una sonrisa burlona, lo
cual no escapó a la atención de Jan.
—¿Pero es de veras todo eso que me cuentas? —dijo, y el
acento de su voz no disimulaba su incomodidad.
—Pero, madre ¿cómo podría ser de otra manera? —repuso Jan,
sintiéndose de pronto desalentado ante la indiferencia, ante la
ausencia de la más mínima resonancia, ante la incomprensión más
absoluta. Echó de ver con súbita consternación que su madre y él
vivían en dos mundos completamente distintos, que no había ni
una sola vibración que les fuese común, que estaban separados por
un abismo infinito, insalvable. La señora Rijcken no entendía el
sentido de las palabras de su hijo, estas palabras ni siquiera la
alcanzaban.
Y Jan oyó que su madre decía, desde allí mismo, pero desde una
región muy remota:
—¿Cómo has ido a parar a semejante situación? Ya paso porque
reces, eso lo hacen todos los hombres de cuando en cuando... pero
convertirte al catolicismo, aprisionar tu vida en esa iglesia cuya
moral estrecha niega la vida esplendorosa, amplia y rica, que
encasilla el bien y el mal como un droguero coloca sus artículos en
pequeños cajones, que oprime a las almas ávidas de grandeza y de
vida con angustiosas meditaciones y autovejámenes ... ¡Eso es una
estupidez propia de un hombre sin carácter! ¿Te es lícito todavía
venir a verme?
¿Que te autoriza a hablar con tu madre, que ha conculcado todos
los mohosos conceptos morales de la burguesía y vive libremente
como una pagana? ¿Qué vienes a hacer aquí? 126

Jan comprendió que era completamente inútil seguir hablando


con ella acerca de lo que a partir de su conversión le llenaba el
alma a rebosar y se limitó a decir simplemente.
—Usted también es católica. Incluso me hizo bautizar.
—¡Eso no quiere decir nada! —replicó ella con ligereza—. No
es más que una formalidad. ¿Por qué lo hice? ... No sabría darte
ninguna razón. Pero es que tú te lo tomas tan horrorosamente en
serio ...
—Entonces ¿es qué no cree usted en Dios? ¿Acaso no reza
usted nunca? —preguntó mirándola con sus francos ojos.
Ella se echó a reír.
—¡Eres un tonto! —exclamó—. ¡Esas cosas no se
preguntan!
¡Acerca de eso no se habla! ¡Eso es una cuestión exclusivamente
personal!
Su tono de mofa sonaba a falso.
—¿Por qué no puedo preguntárselo? —insistió Jan
obstinadamente
—. ¿Es qué se puede hablar de todo excepto de lo más importante?
—Te digo que eres un tonto —dijo ella riéndose a carcajadas
—. No conoces la vida. ¿Has vivido? ¿Conoces a los hombres y las
feroces pasiones de que están poseídos contra las cuales no hay fe
ni oración que se resista? —Y entonces comenzó de pronto a
defenderse contra reproches que Jan no había formulado y que
posiblemente no se le había ocurrido nunca formular—. ¿Crees tú
que puede agradarme pensar en el pasado, en mis actos,
atormentarme con la idea de haber hecho algo equivocadamente?
El pasado es una cosa muerta, no hay que pensar nunca en él, no
hay por qué molestarse por él. El pasado ha dejado de existir, no 126

es nada. En cambio el momento presente ... vivir ese momento,


ahondar en él como en un tesoro enterrado, gozar cada uno de los
segundos de tu vida, saborearlos, tomarlos entre los labios y
estrujarlos como un fruto... eso tienes que hacer, eso hago yo.
¡El pasado! ... Pero ¡si no sé lo que es!...
Jan miró a su madre con sus graves y claros ojos y dijo de pronto:
—Pero sj yo no me avergüenzo de ello, no es ningún secreto
ignominioso que me obsesione y mantenga oculto con
angustioso recelo. ·
Esperó unos instantes.
—Escucha. Se trata de una historia vulgar y corriente. Lo
mismo pasa todos los días y a decir verdad no explica gran cosa. Yo
era joven, aún no llevaba un año trabajando en el teatro, cuando
conocí a tu padre. Era estudiante. Aunque yo desempeñaba papeles
de muy escasa importancia, a él no le pasé inadvertida; me
enviaba regularmente flores, quiso entablar relaciones conmigo.
¡Éramos los dos tan jóvenes! ... Éramos como dos niños inocentes.
Forzosamente teníamos que encariñarnos... Y nuestro amor fue
sincero y desinteresado, también por mi parte, por más que yo era
pobre y él rico. Tal vez fue él quien despertó en mi el ansia de
riqueza y placeres, la necesidad del lujo. Satisfacía todos mis
deseos, nada había para mi suficientemente bello. Nos queríamos
mucho, figúrate ¡nuestro primer amor! ... Pero nuestra felicidad no
se prolongó más que por espacio de algunos meses.
Ahora estaba sentada algo inclinada hacia adelante, el mentón
entre sus manos, y tenía la vista fija en el suelo. Su voz se había
hecho muy tenue, átona, era como si leyese algo inexpresivamente.
—No éramos el uno para el otro. Él procedía de un medio donde
imperaban rigurosas normas morales, de una familia católica, 126

aunque, cuando le conocí, no parecía sentir demasiado apego por


los mezquinos conceptos sobre la bondad y decoro que en ella
dominaban. Yo fui su pasión juvenil, el arrebato de sus ansias de
vida, de sus anhelos de libertad, de aire libre, de libre goce, de su
avidez de felicidad ... Sin embargo, como reacción contra el
ambiente en el que yo me desenvolvía, y contra el amplio concepto
de la vida que yo profesaba, no tardó en volver a caer cada vez más
bajo el dominio de aquellas ideas acerca de la moral que se le
habían inculcado desde la niñez. No éramos el uno para el otro. Mi
manera de pensar, mis ideas sobre las cosas, todo lo que yo hacía o
dejaba de hacer era totalmente distinto de lo que él había visto
hasta entonces; no podía aceptarlo, era algo cuya extrañeza le
desazonaba y que, después del breve tiempo de los primeros
espejismos, le zahería, le afrentaba. Rehuía el encuentro con los
camaradas cuyo trato frecuentaba yo todos los días y que, por
supuesto, distaban muchísimo de ser honestos burgueses; cl tono
de sus conversaciones y sus ideas le molestaban
extraordinariamente. No éramos el uno para el otro.
Jan seguía escuchando, inmóvil; en su interior oraba, pensaba en
Dios, y sufría con una loca alegría, su corazón se le rompía de
compasión por aquella que le estaba hablando, por aquel joven que
la había amado, que era su padre y a quien no conocía; pensaba en
la vida y en las oscuras y tristes figuras de los hombres, y de nuevo
se apresuró a refugiar sus pensamientos, orante, en Dios.
—De suyo fue estableciéndose entre nosotros una distancia que
de día en día fue ensanchándose más. Hasta que se marchó. Yo ya
sabía entonces que iba a ser madre, pero todavía no se lo había
dicho. ¿Por orgullo? ¿Por temor a la apariencia de que intentaba
retenerle? Ya que era un hombre noble. No lo sé. El caso es que no 126

se lo dije... Poco después de tu nacimiento, tú ya estabas con la


abuela, vino a verme; se había enterado de todo y venía a decirme
que quería casarse conmigo. Es mi deber, dijo. Me pidió en
matrimonio, me ofreció su nombre. Mas yo no quise aceptar, de
una vez y para siempre, y nunca me he arrepentido de ello. Pese a
toda su nobleza, aquel matrimonio hubiera terminado
catastróficamente. Cuando se dio cuenta de que yo no cedería
nunca, me manifestó el deseo de reconocer al recién nacido como
hijo suyo. También me negué a ello... El niño llevará mi nombre, le
dije . .. Insistió durante mucho tiempo. ¡Ah, no, no era un joven
ordinario! ... Deseaba hacerlo todo bien, entonces aún me quería,
creo ... en todo caso estoy segura que obraba con sinceridad, pero
hubiéramos sido terriblemente desgraciados, y yo quería vivir,
gozar, ser libre... Al cabo se marchó definitivamente y desde
entonces no he vuelto a verle ni he vuelto a oír hablar de él …
Hasta creo que ha muerto... De todas maneras para mí es como si
hubiese muerto... Estuvo un momento en mi vida, hace mucho
tiempo, y todo el pasado está muerto, muerto ...
Permanecieron sentados silenciosamente durante algunos
instantes, ambos sumidos en sus respectivos pensamientos.
Jan perecía de dolor y amor, mas poco a poco aquella
turbación fue convirtiéndose en una inefable paz de resignación
que se hizo visible en sus ojos en la forma de una suave claridad.
Súbitamente experimentó la agitación de un presentimiento: a lo
largo de ocultos caminos aquellas tristezas se ordenarían un día
para constituir una armonía pura, excelsa, diáfana.
—Se acabó —continuó diciendo ella con la misma átona voz—.
A decir verdad ha sido una estupidez haberte hablado de todo esto.
El pasado... pero ¡si ya no existe! ... Es algo que creamos con 126

nuestra imaginación, no responde a ninguna realidad ... No me


haces ninguna pregunta, y haces bien, porque no pienso contestarte
... Nunca me acuerdo de aquello. Está completamente fuera de mí,
se acabó ...
—No, no se ha acabado —dijo Jan con calma—, siempre está
presente, constituye un todo con nosotros y hay que darle una
solución; cómo y cuándo, lo ignoro. Dios le dará la solución
adecuada, tarde o temprano. Y entre tanto debemos rezar ...
debe usted seguir rezando ...
Ella le miró y trató de adoptar un tono burlón:
—Vaya, ¿cómo sabes que rezo? ¡Debías haberte hecho
predicador, Jan!
—Debe usted seguir rezando —repitió éste con obstinada
calma
—. Si no lo hace será siempre desgraciada y vivirá en discordia
consigo mismo.
—Pero ¡si yo no soy desgraciada, si yo no vivo en discordia
conmigo misma! —exclamó con vehemencia, y se echó a reír—.
¿Qué estás diciendo? Me lo he sacudido todo de encima y no
quiero saber nada de remordimiento de conciencia sobre el pasado,
que está muerto, muerto, está muerto, ¿me oyes bien? ...
Jan meneó la cabeza y se levantó
silenciosamente. No se dijo ni una palabra más.
Se despidieron y Jan se marchó. Ninguno de los dos sospechaba
lo que les reservaba el porvenir.
VI

POR aquellos mismos días Jan encontraba con frecuencia en la


Biblioteca a Willem Baanders, quien apenas le divisaba acudía 126
prestamente a su lado, le saludaba con sentida cordialidad y
manifestaba verdadero contento cuando Jan aceptaba la invitación
de ir a tomar un café con él en un bar de las inmediaciones.
Jan fue descubriendo, al frecuentar el trato de Baanders que
éste era un muchacho de buen corazón, superficial, con una cabeza
atiborrada de lugares comunes, de conversación intrascendente, sin
impulso en sus deseos, satisfecho de todo; ahora bien, por Jan, que
era tan distinto de los demás, Willem sentía evidentemente un
sincero interés. Era incomprensible, puesto que nada tenían de
común, no existía entre ellos la más mínima afinidad de
inclinaciones, ideas, temperamento o carácter, el uno había de
haber sentido por el otro una absoluta indiferencia, pero lo cierto
era que Baanders sintió una especie de veneración por Jan,
mientras que éste le estaba agradecido a aquél por brindarle de
forma tan espontánea su amistad.
Ya que Jan no tenía a nadie con quien expansionarse. El padre,
su amigo y director espiritual, estaba casi siempre ausente, en
viajes misionales por provincias, y cuando Jan hablaba con él,
naturalmente la conversación giraba en torno a cosas más
importantes que su vida cotidiana y sus ilustraciones. Y desde que
poseía la fe, había nacido en Jan la necesidad de compartir con los
demás su superabundancia de amor.
Una tarde Willem, a quien encontró de nuevo en la Biblioteca,
logró convencerle no sin dificultades, que le acompañara a su casa,
invitado a cenar. Y Jan experimentó una desconocida sensación de
alegría cuando entró por primera vez en el cuarto de estar de la
familia Baanders y vio allí reunidos a todos sus miembros, padres e
hijos; la madre y una de las hijas mayores cosían; delante de la
puerta abierta del jardín había dos niñitas jugando con una 126

muñeca; un mozalbete de unos catorce años estaba profundamente


ensimismado en la lectura de un libro y en la estancia contigua
alguien tocaba el piano. A Jan le sentó benéficamente la atmósfera
de segura felicidad que se respiraba entre aquella gente.
El señor Baanders, que estaba leyendo el periódico, salió al
encuentro del visitante desconocido con sencilla cordialidad y
ademán hospitalario, y Jan pudo comprobar que en aquella
casa no se le consideraba como un extraño hostil, sino como un
huésped.
—¡Dichosos de ellos! —Pensó Jan. Por muy mediocre que
Willem se manifestase en todos los aspectos, había hablado
siempre con entusiasmo de su familia. Jan comprendió que, pese a
la diversidad de caracteres, dotes y disposiciones, lo cual en otras
familias, cuando los hijos son mayores, conduce casi
inevitablemente a tristes discordias y distanciamientos, la vida
familiar de los Baanders se mantenía armónicamente solidaria
gracias a los suaves y fuertes vínculos de la fe.
Hubo un momento en que cesó el piano y de la estancia
contigua entró en la sala una muchachita vestida de color claro, la
hermana mayor de Willem. Jan reconoció a Madeleine, la saludó y
explicó a los padres que unos dos años atrás se habían conocido
una tarde en el parque.
Jan fue huésped de la familia Baanders hasta bien adelantada la
noche. Se sintió entre ellos perfectamente feliz. Le encantaba la
despreocupada alegría de los hijos; de esta alegría gozaban también
el padre y la madre, aunque era más reflexiva, más grave, y en los
ojos y las expresiones del rostro de Madeleine se convertía en un
ensueño de pura apacibilidad. Madeleine poseía la lozana sencillez 126

de una niñita, por más que ya había cumplido veinte años; su voz
infundía alborozo y al mirarla parecía contemplarse la diáfana
profundidad de un alma pura. No era locuaz, escuchaba siempre
atentamente, y cuando reía parecía de pronto que la dicha se había
convertido en sonido.
La conversación fue siempre animada, ora seria, ora de nuevo
retozona tras un súbito cambio, y Jan se encontraba a sus
anchas entre aquella familia, aunque había cosas que él entendía de
muy distinta manera. Ellos no habían conocido nunca la amarga
miseria y esto hacía que en ocasiones emitieran juicios algo
superficiales; posiblemente no habían reflexionado nunca sobre
semejantes situaciones, mas Jan se dio cuenta de que había en ellos
la posibilidad, puesto que poseían la fe fuerte, de soportar
heroicamente, como verdaderos cristianos, las contrariedades y el
dolor.
Le llamó la atención la reposada sencillez de la señora
Baanders, la apacible actitud de un espíritu ecuánime que, aunque
inconsciente de la vida, es fuerte porque conoce a Dios.
El señor Baanders era un hombre de aspecto sano, amable,
cincuentón, con ojos inteligentes tras un binóculo de oro. La
expresión de su rostro vigoroso era noble y grave, y a deducir por
las preguntas que dirigió a Jan acerca del trabajo de éste y por su
conversación se advertía que era un hombre de dilatados
conocimientos y general desarrollo.
Pero quien le atraía más a Jan era Madeleine, de cuya apacible
figura, de cuyo ser tan íntegro, puro y deliciosamente lozano
emanaba un encanto que obligaba a Jan a mirarla sin cesar, y
cuando se encontraban sus miradas le parecía al joven que la vida
adquiría un nuevo resplandor; un suave alborozo, como nunca 126

había conocido, henchía su corazón.


—¿Sigue siendo lucrativa la profesión de ilustrador? —preguntó
el señor Baanders con amable interés.
—¡De ninguna manera! —se echó a reír Jan con sencillez,
mientras iba mirando a uno tras otro como un niño al que le escapa
por completo la seriedad de semejante pregunta—. ¡En cierta
ocasión gané con ello veinte florines! Un hombrecillo muy
singular, un anticuario, me los dió por un par de dibujos y como
anticipo de las láminas que había de hacer. Y cuando volví, había
muerto ...
Me parece una ocupación propia de gente rica opinó Willem.
Pero, ¿por qué se dedica usted a eso, si no le rinde? repuso el
señor Baanders, sinceramente sorprendido y con un tono de
desaprobación apenas perceptible en su voz.
Jan le miró con la boca abierta y dijo desconcertado: —No lo sé,
nunca he pensado en eso.
Luego se echó a reír con tan infantil despreocupación que, al
cabo de un momento, todos le miraban con ojos regocijados, como
si de pronto se sintieran dichosos ante la sola presencia, ante la
sola existencia de una persona semejante.
—Barrunto que es usted un sujeto bastante antisocial —sonrió
el señor Baanders—. ¡Sería trabajo en balde tratar de constituir la
sociedad con individuos como usted!
Jan miró confuso y dijo modestamente:
—¿Por qué? No comprendo bien lo que quiere usted decir .. .
Me esfuerzo por ser cristiano, amar a Jesús y a mis semejantes...
No puede haber error en ello. ¡Yo no soy un individuo
importante! ... De eso estoy seguro. La sociedad no tiene necesidad
de mi, pero yo creo que si cada cual pensara más en Dios, habría 126

en el mundo bastante menos dolor...


—Exactamente, esa reflexión la hago yo también con mucha
frecuencia —dijo la señora Baanders con rostro radiante—: falta
amor. Casi todos somos fariseos, orgullosos de nuestra propia
bondad y decoro. Somos cristianos de boquilla. Cuando los hechos
han de poner a prueba nuestro cristianismo, retrocedemos. No
amamos a Dios, por eso tampoco amamos a nuestro prójimo.
—Desde esta noche conozco algunas excepciones —rió Jan.
—Las apariencias engañan —dijo Willem con tono burlón.
—¡Aquí no! —rio Jan, mientras su mirada recorría el rostro de
todos con expresión de felicidad, cual si hubiera descubierto un
precioso tesoro.
—¿Me permiten venir otra vez? —preguntó Jan al despedirse.
—Tantas veces como usted quiera —contestaron el señor y la
señora Baanders al mismo tiempo, coincidencia que causó general
regocijo.
—Y tráigase algunos dibujos —pidió Madeleine.
—Sí, sí, hazlo —insistió Willem ruidosamente—, y como
recompensa Madeleine tocará algo al piano.
Mientras aquella noche Jan se encaminaba a casa no cesaba de
sonreír; no sabía a ciencia cierta porqué se sentía tan feliz: ¿era por
toda la familia o únicamente por aquella muchacha, que
permanecía sentada silenciosamente, escuchaba con atención y
miraba con tan dulces ojos? Hubiera querido volver a casa de los
Baanders al día siguiente.
Cómo habían ido así las cosas, no lo comprendía, pero es el caso
que cuando la familia se marchó a mediados de julio, como todos
los años, fuera de la ciudad, Jan sólo había repetido la visita dos 126

veces y en ambas ocasiones estuvieron ausentes el señor Baanders


y Madeleine.
Por aquella época visitaba a su madre con frecuencia, pero
aquellas visitas, a pesar de ser muy breves, eran para él un martirio.
La señora Rijcken se mostraba siempre muy cariñosa con su hijo y
a menudo le preguntaba a este si podía ayudarle de alguna
manera, pero evitaba por todos los medios imprimir a la
conversación un tono de seriedad. Jan empezaba a desesperar de su
conversión. Únicamente Dios tiene poder para ello; este
pensamiento le tranquilizaba, cuando estaba solo, ya que estar
junto a ella, oír su rápido tono de conversación, aparentemente
normal, hablando sobre las cosas más insignificantes, mientras a
ambos les sofocaban inexpresados pensamientos, y el silencio de
Jan, todo eso convertía aquellas entrevistas en un refinado
tormento. De ahí que fuera toda una liberación tanto para la señora
Rijcken como para Jan el que la actriz abandonara la ciudad para ir
a pasar las vacaciones en un paraje montañoso del extranjero.
—No te pido que me acompañes, porque sé de antemano que
has de rechazar mi invitación —le dijo con particular amargura,
que le causó a Jan un intenso dolor.
Otra vez solo, trabajaba y esperaba.
Hacia la mitad del verano, que aquel año era realmente
espléndido, Jan recibió una carta de Willem Baanders, mediante
la que éste le invitaba a pasar unas semanas con su familia en su
residencia veraniega: “Vivimos aquí entre colinas cubiertas de
bosque y llenas de claros arroyos, en medio de un silencio que a
veces se me hace un poco insoportable. La pequeña población en
cuyas inmediaciones está situada nuestra casa posee- una pequeña 126

iglesia muy antigua y bella y un párroco que representa de un


modo muy digno a Nuestro Señor ante los aldeanos, leñadores y
fabricantes de zuecos. Anúnciame tu llegada con algunos días de
anticipación para que salga a buscarte a la estación de X con un
vehículo prehistórico mediante el que nos trasladaremos a nuestra
casa de campo, situada a unos 25 kilómetros de la ciudad.”
Jan sabía que no podía ir, le faltaba el dinero para el viaje,
y aunque también deseaba salir de la ciudad y volver a ver a
Madeleine, cuyo rostro y figura no podía olvidar, había algo que le
obligaba a renunciar a la apetecida alegría, a privarse de ella. Pero
le causó mucha pena tener que rechazar la invitación. Ya que la
vida en la ciudad, metido en la bohardilla de aquel denso y
maloliente barrio obrero, mientras el sol maduraba el cielo y la
tierra, se le hacía insoportable. En aquellos deliciosos días dorados
sentía una desgarradora nostalgia por el campo, por el verde y
apacible silencio de los prados, por los bosques y las soleadas
colinas y los umbrosos y frescos valles y el anchuroso espacio; y
no veía más que piedras y muros que se calcinaban bajo los
ardores de un sol implacable; no respiraba más que pestilencias,
que ni siquiera la brisa nocturna era capaz de ahuyentar y que en
forma de húmeda miasma permanecía flotando en las casas, en las
habitaciones y en las zahúrdas, durante todo el verano.
Repetidas veces se sintió Jan abatido, agotado y enfermo. Fue
aquella una época difícil para él. Poco trabajo y poca comida. Y sin
embargo, era feliz. Cada mañana muy temprano iba a la iglesia
parroquial para asistir a la Misa y comulgar y entonces su
alma, sepultada bajo la inmensa oleada del amor, vivía a veces
momentos de una dicha inefable. ¿Qué podían entonces contra él
las amargas miserias de la vida? 126

Jan esperaba, no sabía qué, y estaba preparado.

VII

AL comienzo del invierno Jan se mudó de casa y vino a habitar


el aposento contiguo al mío en aquel horrible inmueble a que he
aludido al principio. Poco después de aquella tarde en que a
consecuencias de mi encuentro casual con la señora Rijcken
descubrí la identidad de mi vecino y reanudé con él nuestra antigua
camaradería, éramos ya dos amigos inseparables. Jan me relató
muy pronto su vida, me habló de su triste juventud, de las penosas
relaciones que sostenía con su madre y la amarga pesadumbre que
ello le causaba, de su asendereada existencia y de su dicha. Y yo,
que vivía estúpidamente amargado, admiraba la sencillez y la
fuerza tranquila y gozosa con que lo sobrellevaba todo. Era una
sabiduría infantil tan alborozada, había tanta confianza y seguridad
en sus conceptos que muchas veces le escuchaba estupefacto. El
asiduo trato de Jan ejercía en mí una benéfica influencia, de tal
suerte que muy pronto, cuando le oía hablar, cuando le veía seguir
su camino profundamente atento a cosas que a mí me eran
completamente extrañas, empezaron a parecerme ridículas mis
melancolías y mis presuntuosos pesimismos, y me sentía
espiritualmente pobre. Poco a poco Jan se convirtió en el punto
central de mi vida; sin darme cuenta de ello acomodaba mi
existencia a la suya, y aunque yo era mayor que él y en
cierto modo más inteligente y tenía más experiencia, era Jan
quien, sin advertirlo él mismo, dirigía nuestra vida común.
Yo iba a todas partes con él, a la biblioteca, al museo, a ver a
su
madre, a visitar a la familia Baanders en cuya casa se me 126
había recibido, en mi condición de amigo de Jan, con toda
cordialidad. Aunque no nadábamos, ni muchísimo menos, en la
abundancia, aquel invierno y las semanas inmediatamente
posteriores de la primavera constituyen una de las épocas más
felices de mi vida. Había descubierto en Jan con gran alegría un ser
humano que no hablaba nunca de posición social, dinero u
honores; parecía incluso que ni siquiera sospechaba la existencia
de tales cosas o en todo caso no atribuía a las mismas
absolutamente ningún valor. Buscaba y veía en cada hombre el
alma, creada a imagen y semejanza de Dios; lo demás no
despertaba en él el más mínimo interés.
Después de haber estado dos veces con Jan en casa de su madre,
en ocasión de lo cual ésta no pudo por menos que advertir la
fanática amistad que yo sentía por su hijo, la señora Rijcken me
pidió, en un momento en que Jan no podía oírnos, una entrevista a
solas con ella. Me dijo que fuera a buscarla un día al teatro,
después de la representación. "No diga nada a Jan”, me recomendó
manteniendo su índice pegado a los labios.
Fui. Esperé en el saloncito contiguo a su camerino, lleno de
curiosidad por saber las razones de aquella entrevista solicitada por
la señora Rijcken. Ésta, una vez terminada la representación, entró
en el saloncito acompañada de su doncella; llevaba un espléndido
abrigo de noche; inmediatamente empezó a hablar de su hijo, me
preguntó sobre la vida del mismo. Yo no me extendí demasiado al
contestarle, me limité a hablarle de nuestra existencia en común y
se la describí en términos optimistas.
Mas esto no la satisfizo. Me di cuenta de que estaba
preocupada.
Dijo que Jan era un tonto por pasar tantas privaciones y no querer 126
admitir nada de ella, su madre.
—Ya tiene edad suficiente para saber lo que hace —dije yo
evasivamente, pues conocía muy bien las razones de la negativa de
Jan.
—¡Pero no va a poder soportar esa vida! —y hubo una angustia
maternal en su voz y en su ser que me emocionó—, va a arruinar
su salud, va a terminar muriéndose . ..
—No lo creo —contesté yo con calma—. Usted exagera. Usted
se figura las cosas mucho peores de lo que son. Comemos
regularmente todos los días.
—No, señor Harms. Estoy mejor enterada que usted. A estas
alturas hace ya casi seis años, creo yo, que vive en la pobreza,
sometido a toda clase de privaciones. A la larga su constitución
física no podrá soportarla. No es fuerte. Al primer quebranto de
salud, se desplomará. Está agotado. Durante estos últimos años ha
comido demasiado poco. Se le nota. Y usted tiene que ayudarme.
Verá usted: él no quiere aceptar nada de mí, pero usted ... a usted
puedo ir dándole algo, cosas para comer o dinero con el que
comprar reconstituyentes para Jan, sin decirle nada a él. Los
necesita, créame, los necesita ...
Hablaba nerviosamente, con acento casi implorante. Con un
gesto rápido me puso un sobre en la mano.
Debe usted aceptarlo —dijo al mismo tiempo— por amistad
hacia Jan. Entre él y yo hay un malentendido; cada uno de nosotros
tiene su propia visión de la vida. Pero usted y yo juntos podemos
cuidar de él, sin que él se dé cuenta. Prométame que no se lo
dirá nunca. Por lo demás él no sospechará nunca de suyo que su
bienhechora soy yo — añadió suavemente con un asomo de
amargura en la voz. 126

Acepté silenciosamente su donativo, por amistad hacia Jan, y


varias veces en el curso de aquel invierno me hizo llegar de un
modo u otro algunas cantidades de dinero que yo me apresuré a
invertir en alimentos y combustible. Frecuentemente, en los días
fríos, ardía entonces la estufita, y yo preparaba comidas calientes.
Al principio Jan no dejó de manifestar su sorpresa ante aquel lujo
sin precedentes y en dos o tres ocasiones me preguntó, riendo, de
dónde sacaba el dinero para atender a aquellos exorbitantes
dispendios.
—¡Ah, es mi secreto! —decía yo. Y no sospechaba nada.
Ya la primera vez, pocos días antes de Navidad, que fui con Jan
a ver a la familia Baanders, observé de inmediato que Madeleine
había causado una profunda impresión en el ánimo de mi amigo.
Me pareció evidente que aquellos dos seres, jóvenes ambos y
puros, habían nacido el uno para el otro. Y yo me congratulaba ya
de aquella dicha venidera ...
Concebí por Willem y su jovial mediocridad una antipatía que, a
pesar de mis esfuerzos, no lograba vencer. En cambio, entre el
señor Baanders y yo surgió muy pronto una confianza fundada en
una consideración mutua. Incluso parecía encontrarse más a MIS
anchas hablando conmigo sobre temas filosóficos, políticos y
religiosos, acerca de los cuales yo sostenía opiniones que por lo
visto le interesaban, que conversar con Jan, cuya actitud frente a
los problemas de la vida se le antojaba extraña, excéntrica y
absoluta y que por lo demás carecía de la más elemental
disposición para discutir con un hombre que compartía los más
viables conceptos cotidianos.
A la señora Baanders la consideraba yo como una buena ama de
126
casa, de buen corazón, pero insignificante.
Una vez terminada la jornada de trabajo, al atardecer, íbamos
asiduamente a pasar unas horas con aquella familia, en cuya casa el
señor Jan y el señor Paul, como se nos llamaba, éramos recibidos
siempre con grandes muestras de afecto. Se hacía música,
Madeleine un tocaba muy bien el piano, y era una delicia vi i a |
an escuchando con arrobo, retozándole la dicha en los ojos. Éste
llevaba de vez en cuando algunas de sus ilustraciones, que pasaban
de mano en mano y se contemplaban con admiración. Sólo en raras
ocasiones participaba el señor Baanders en estas veladas. Por lo
común tomaba el té con los demás y se retiraba en seguida a su
gabinete de estudio, situado en el piso superior.
Así fue transcurriendo el invierno, y parecía como si la felicidad
hubiese establecido su morada entre nosotros.
Hasta que de la forma más inopinada ocurrió algo que bien
mirado, igualmente hubiera podido tener lugar antes o después,
algo que desencadenó rápidamente una catástrofe, a la que, no
obstante, hoy día hoy que sé— considero como un beneficio
deseado y preparado por Dios para salvación de todos nosotros.
Era un domingo de primavera, a primeras horas de la noche. El
señor y la señora Baanders y yo estábamos sentados a la sala de
estar y escuchábamos una pieza de música que ejecutaba al piano
Madeleine, a la cual podíamos ver a través de la puerta abierta de
la estancia contigua, donde ella estaba sentada ante el piano
bañada en la suave luz de una lámpara de pie. Detrás de
Madeleine estaba Jan en actitud de arrobada atención. Willem,
bien arrellanado en una butaca, fumaba un cigarrillo.
—Toca a las mil maravillas —dije yo quedamente, cuando
126
Madeleine hizo sonar el acorde final.
La señora Baanders me miró y asintió con la cabeza, y el señor
Baanders me preguntó:
—¿Ha visto usted los últimos trabajos de nuestro amigo Jan?
¿Qué lleva entre manos ahora?
—La vida de Benito Labre. Algo extraordinario —seguí
diciendo en voz baja—, mejor que todo lo que ha estado haciendo
hasta ahora. Cada lámina es un verdadero portento de colorido y
sensibilidad. Yo creo que ahora alcanza con frecuencia momentos
de indiscutible maestría. Es un temperamento de artista, lo lleva en
la sangre. .. ¿No ha visto actuar nunca a su madre?
—¿Su madre? ¿Vive todavía? Yo creía que sus padres habían
muerto hacía tiempo. La verdad, no sé por qué, pero siempre
he estado convencido de que Jan era huérfano —dijo el señor
Baanders sin disimular su sorpresa y hablando también, sin querer,
en voz baja.
Y yo, sin el más mínimo recelo, me eché a reír.
—¡Qué va! ... Su madre es la conocida actriz Louise Rijcken.
—¿Una actriz? —exclamó la señora Baanders asombrada, y me
miró durante irnos segundos tan aturdida que comprendí al instante
que había cometido una grave falta revelando aquel dato vulgar tan
a la ligera. Pero era ya demasiado tarde. Pensé afligido: son gente
simpática, pero ¡qué estrechez de miras!
No se me escapó que en la mirada que el señor Baanders dirigió
a Jan, cuando éste penetró en la sala de estar acompañado de
Madeleine, había algo extraño, algo vehementemente inquisitivo.
La señora al principio se mostró reservada. Pero aquello no duró
mucho. Ya que aquella noche Jan estaba en vena. Brillaba en sus
ojos la felicidad, como pudiera brillar en los de un niño 126

alborozado, y se puso a contar cosas de su vida. Nosotros nos


habíamos agrupado espontáneamente a su alrededor. Nos habló
de los difíciles años en que iba en busca de trabajo, que solicitaba
en todas partes y en todas partes le negaban; pero explicaba todo
aquello sin amargura, parecía como si para él tanto la bienandanza
como la adversidad fuesen motivos de gratitud. Trajo a colación
divertidos detalles de su casual visita al viejo anticuario, relató su
encuentro con el singular mendigo y también aquella extravagante
historia del rico bienhechor que se desayunaba con agua.
—Y toda esa gente, entonces no lo sabían, ni yo tampoco, pero
todos me han ayudado, me han llevado hacia el camino que
conduce a Nuestro Señor. Todos ustedes también. —Nos miró a
todos, uno tras otro, con ojos risueños y se rió dichoso—; ¿por qué
no he de decirlo?
¡Me siento tan feliz aquí, entre ustedes! Yo nunca he conocido la
verdadera vida de familia. Ustedes que siempre han vivido así, no
pueden figurarse lo que significa para mí. Les estoy por ello muy
agradecido. Dios se muestra muy bondadoso conmigo y yo no lo
merezco. ¡He estado tanto tiempo renegando de Él! Pero ha vuelto
a atraparme. Me ampara bajo la cúpula de su amor y ¡me siento tan
seguro debajo de ella! Y ¿quién sabe? ... A lo mejor me reserva aún
mayores venturas ...
Hablaba con una emoción tan íntima y entrañable, irradiaban
sus ojos una luz tan cálida, y su voz henchida de viril ternura, y sus
gestos y su sonrisa, todo su ser, que nosotros, prendidos en el
embeleso de su júbilo, olvidamos todas nuestras propias
preocupaciones, todos nuestros propios pensamientos y
mezquindades y le escuchábamos transidos de emoción como un
grupo de niños en torno a alguien que explica un cuento de hadas. 126

Mientras él hablaba, la vida se hacía diáfana como un cristal.


Cuando Jan se calló, eché de ver con angustia y tristeza que ya
estaba próximo el momento de marcharnos; y nadie se atrevía a
romper el benéfico encanto. El primero que se puso de pie fue el
señor Baanders. Se había hecho tarde. Y mientras nos
despedíamos, vi que nuestro anfitrión le preguntaba algo a Jan,
el cual, sonriente, hizo unos signos afirmativos con la cabeza y
contestó unas palabras.
Nos dirigimos lentamente a casa. Hacía una oscura noche de
primavera sin estrellas. Con delicia aspiraba yo el tibio aire, que
incluso allí, en la gran urbe, tenía un remoto dejo de tierra, hierba
fresca y plantas aromáticas.
Habíamos caminado ya un largo trecho, cuando pregunté a Jan:
—¿Qué te ha dicho el señor Baanders cuando nos
marchábamos?
¿O se trata de un secreto?
—¡Qué va! —contestó Jan—. Me ha pedido que fuera a
hablar con él mañana por la mañana. Por lo demás, tal vez yo
también tenga algo que decirle ...
Se calló. A nuestro alrededor zumbaba profundamente la vida
de la ciudad, como un océano.
Tras una breve pausa Jan prosiguió:
—¿Quieres creerlo, Paul? ... No sé cómo explicarte ... pero esta
noche ha sido muy hermosa para mí. —Se rió un momento—. He
hablado mucho esta noche ¿verdad? ... Quiero a esa gente. Paul,
tú eres un incrédulo, pero yo te aseguro que Dios es infinitamente
bueno. O si no dime, tú que respecto a mí lo sabes todo, que
conoces mi vida y las tristes circunstancias de la misma, ¿no es
maravilloso que haya trabado amistad con esta familia? Aunque 126

mañana me lo arrebataran todo ¿no me queda más que suficiente


para todo el resto de mi vida con el recuerdo de las horas
inolvidables que he pasado entre ellos? — Y con tono más bajo,
entrañablemente confidencial, añadió—: A Madeleine, ¿ves?, yo
creo que la quiero. Estoy seguro, Paul, ¡la quiero!
... Pero ¿me quiere ella a mi? No puedo apartar de mi mente
el pensamiento de que ella no conoce más que un solo amor, el
amor a Nuestro Señor. ¿No es maravilloso? Pero ¿y yo? ... Y
precisamente por eso quiero tanto a esa deliciosa criatura. Y ¿por
qué ha de quererme? ...
Y se echó a reír.
Atolondrado y sin comprender absolutamente nada de lo que
decía, le escuchaba yo silenciosamente mientras hacíamos camino.
Jan vivía en un mundo de pensamientos que me era desconocido.
Al llegar a casa, me senté unos momentos junto a la vela
encendida de su habitación y dije:
—Jan: me parece que esta noche he dicho una inconveniencia.
—¿Por qué?
—Mientras estaba hablando con el señor Baanders sobre tu
trabajo, nombré a tu madre y tanto él como su mujer se
mostraron muy sorprendidos al enterarse de que vivía. Creían que
tú eras huérfano de padre y madre.
—¿A eso le llamas una inconveniencia? —sonrió
tranquilamente Jan—. Bueno ¿y qué? Nunca se ha presentado
una oportunidad o ha habido motivos para hablarles de eso. No lo
he mantenido oculto. Por lo demás no conocen mi vida pasada.
Nunca he hablado de eso. Mañana lo haré. Dios bondadoso lo
arregla todo.
—Es posible. Pero ¿y si no salen las cosas bien? 126

—También perfecto —dijo Jan con admirable calma.


Mientras me estuve desvistiendo en mi pequeña habitación para
meterme en la cama, sabia que Jan estaba arrodillado junto al
crucifijo y rezaba, y aquel pensamiento me infundió una paz
desconocida, y permanecí durante largo tiempo aguzando el oído
para ver si percibía las palabras de sus oraciones. Reinaba un
silencio sepulcral. “Debe rezar sin palabras”, me dije tontamente y
me venció el sueño.
VIII
AL día siguiente por la mañana, hacia las once, el señor
Baanders recibió a Jan en su gabinete de estudio. Juntos estuvieron
mirando la bien provista biblioteca cuyas hileras de libros
recubrían las paredes desde el suelo hasta cerca del techo. El señor
Baanders sacó de los estantes algunas obras sobre historia del arte
y se las mostró a Jan, que no podía disimular su admiración ante
aquella espléndida colección de libros, entre los que figuraban
también algunos ejemplares raros y curiosos. De por sí Jan se
puso a hablar de su trabajo de ilustrador y de sus planes para el
futuro; así transcurrió una hora, sin que el señor Baanders dijera a
Jan porqué había pedido a éste que fuera a verle.
Cuando el propio Jan preguntó: "¿Qué quería usted decirme?”,
el señor Baanders pareció inventar algo rápidamente, tomó de un
anaquel un gran libro plano sobre catedrales y dijo con cierta
precipitación:
—Mire, en primer lugar habría de hacerme usted una cubierta
ilustrada para este libro y en segundo me gustaría mucho que
ideara para mí un ex-libris. Haga un par de diseños, yo ya escogeré
entre ellos. y en lo que respecta a los honorarios, lo arreglaremos 126

cuando usted quiera, amigo Jan.


—¡Vaya! ¡Esto es un encargo espléndido! —exclamó Jan
mostrando su contento—. Haré todo lo posible para conseguir algo
muy bello.
—No lo dudo —dijo el señor Baanders—, y vea usted —señaló
los libros—, aún quedan bastantes que necesitan unas cubiertas.
No olvide que le dejo completamente libre en lo que respecta a la
elección del tema y ejecución. No importa lo que valga. Pero ha de
ser algo hermoso, algo original. Mire, aquí tengo una serie de vidas
de santos...
—Subió dos o tres peldaños de la escalerilla de mano y, mientras
sacaba de uno de los estantes superiores algunos volúmenes, dijo
de pronto—: No sabia que su madre vivía todavía ...
Jan levantó la mano sin querer:
—Paul me ha dicho que ayer noche le habló a usted sobre mi
madre. Sobre todo no debe usted pensar que me he callado adrede
y que quería ocultarle algo. Nunca se ha presentado la ocasión para
hablar de ello. Yo no tengo secretos para usted.
El señor Baanders depositó los libros sobre la mesa:
—Mire, son éstos. Tal vez habría sido mejor que lo hubiese
sabido antes. Trabaja en el teatro ¿no es así?
—Sí, y es una actriz realmente extraordinaria —contestó Jan
que había cogido uno de los tomos y miraba al señor Baanders,
vuelto éste hacia los estantes.
—Los lomos, a mi juicio, han de ser todos iguales, pero en la
cubierta anterior, donde figure el título, ha de dar expresión con su
trabajo, de un modo u otro, a la índole y rasgos esenciales del santo
cuya vida se relata. Creo que está usted en condiciones de hacer 126

esto como nadie... ¿Y su padre?


—No le conozco.
—Su padre y su madre ¿tenían el mismo apellido? El apellido
de usted es el mismo de su madre...
Ambos tenían un libro en la mano. El rostro de Jan estaba
velado por la tristeza y el señor Baanders parecía buscar algo.
—No lo sé —dijo Jan—, no estaban casados —y miró con sus
claros ojos a aquel hombre subido a la escalerilla de mano—: no la
condeno.
—No la condeno —replicó el señor Baanders—. No soy
quien para condenarla, ni a ella ni a nadie. —Y luego, sin
transición—: Ya ve que tengo un bonito trabajo para usted. Para
empezar llévese éste
—y entregó a Jan el libro grande y plano— y piense también en el
ex- libris. Espere... —Se dirigió a su mesa escritorio y de un cajón
sacó un sobre—. Aquí tiene un anticipo para gastos, exactamente
igual que el viejo anticuario del que nos hablaba usted ayer
noche... ¡Ah, sí! . .. Antes de que se me olvide: esta semana no
estaremos en casa, nos vamos fuera; cuando estemos de vuelta, le
escribiré unas líneas.
Algo extrañado por el tono de aquellas palabras, Jan hizo un
signo de asentimiento con la cabeza sin desplegar los labios. El
señor Baanders le acompañó hacia abajo; llegados al vestíbulo,
puso una mano sobre el brazo de Jan, miró a éste a los ojos y
suplicó con voz queda: "Rece por mí.” Luego le estrechó la mano,
pareció que iba a decir algo más, pero abrió silenciosamente la
puerta de la casa y Jan pasó por su lado dirigiéndole una leve
inclinación de cabeza con el libro sobre las catedrales debajo del 126

brazo.
Después de haber caminado un buen trecho en dirección a su
casa, Jan enderezó sus pasos hacia la calle donde vivía el padre, su
confesor. Unas horas más tarde, después de haber pasado todo
aquel tiempo esperando en vano el regreso de Jan y cuando
empezaba ya a estar intranquilo ante la prolongada ausencia del
mismo, llegó un empleado de telégrafos y me entregó una carta
urgente. Desde hacía meses no recibía una carta semejante. Me
sobresalté, creí que le había ocurridoalgo a Jan. Rasgué
inmediatamente el sobre, busqué la firma: Baanders, y leí el breve
contenido de la misiva, escrito a toda prisa: “Querido amigo:
Por poco que pueda venga a verme inmediatamente. Debo
hablarle con toda urgencia de un asunto muy grave. (Esta frase
estaba subrayada.) Estaré en casa durante toda la tarde, y le
espero.”
Volví a leer el escrito, examiné las palabras cuyo trazo irregular
denotaba un gran nerviosismo y sentí una súbita angustia. Me puse
el sombrero y salí disparado hacia la casa de los Baanders.
La sirvienta que acudió a abrirme y que sabía ya, por lo visto,
que iba a llegar, me introdujo inmediatamente en el gabinete de
estudio del señor Baanders.
Éste, al verme entrar, se puso de pie. Me indicó una silla,
delante de su mesa escritorio, y él mismo se sentó detrás de ella, de
tal forma que quedaba entre donde estaba yo y la ventana, cuyo
raudal de luz me daba de lleno en el rostro y me impedía distinguir
claramente las facciones de mi interlocutor.
Me llamó la atención su calma, su solemnidad casi, como si
hubiera tenido delante de mí un hombre que, hallándose en una 126

coyuntura extremadamente importante, había de tomar una


decisión suprema.
—Le agradezco mucho que haya acudido tan pronto a mi
llamada
—dijo con voz normal.
—Sería un placer para mí poder serle útil en algo, señor
Baanders
—contesté con toda sinceridad, pues sentía un gran afecto por
aquel hombre.
Tras una breve pausa empezó a hablar lentamente, como si
lo hiciera con recelo, sin cesar de mirarme.
—Jan Rijcken ha estado esta mañana aquí y quisiera hacerle
unas preguntas acerca de él...
—Me lo esperaba —le interrumpí.
—Usted le conoce desde hace años y es amigo suyo. También
nosotros queremos mucho a Jan. Por lo demás no es posible otra
cosa, hay que quererle por fuerza ¿no es verdad? Usted me
comprende, sabe lo que quiero decir. Su noble ser ejerce sobre uno
una atracción irresistible ...
Hice unos insistentes signos de asentimiento con la cabeza y
dije nervioso:
—Y nadie escapa a esa fascinación. Es una persona admirable.
No conozco a otro como él. Con cualquier otro, por mucha
confianza que nos inspire, nos mantenemos siempre en guardia; no
nos entregamos por completo, le vemos con ojos críticos y por
grande que sea la amistad que nos une con él en todo se
considera uno mismo mejor. Un abismo insalvable nos separa. En
cambio eso no ocurre con Jan. Jan salva ese abismo con su amor.
Incluso aquellos que le tienen por tonto, que nada comprenden de 126

su modo de ser, han de reconocer que emana de él algo


indefinible . .. El otro día estaba hablando con su madre sobre...
Con un rápido ademán el señor Baanders dejó caer su mano
sobre la mesa y, mirándome firmemente a los ojos, me dijo:
—¿La conoce usted personalmente?
—Ya lo creo —contesté—. El año pasado la vi por primera vez
en ocasión de una de las visitas que hizo a Jan. Ya sabe usted que
vivimos en habitaciones contiguas. Y después, en compañía de
Jan e incluso solo, la he visitado varias veces.
—Precisamente quería hablarle sobre la señora Rijcken. Por eso
le he pedido que viniera a verme. —Su voz era tranquila, normal y
muy clara—. Comprenderá usted que me era imposible hacerle
ciertas preguntas al propio Jan. Lo único que podía hacer y lo que
me parecía también la mejor solución era dirigirme a usted ... Le
pido un servicio de amigo, un servicio para mí, para todos
nosotros, para Jan. Debe usted ayudarme, usted puede ayudarme.
Debo saberlo todo. Es absolutamente necesario. Sé que su madre
trabaja en el teatro. Usted lo dijo anoche y el propio Jan me lo ha
confirmado esta mañana. Pero debo saberlo todo. ¿Quién es su
padre? Jan no le conoce. ..
Callé. Vacilaba. Una tarde Jan me había contado
confidencialmente la vida de su madre, tal como ésta misma se la
había contado a él. ¿Podía yo ahora hacer partícipe de aquellas
tristes cosas a otro, a un extraño? ¿Por qué tenía el señor Baanders
tanto interés en saberlo? ¿Mera curiosidad o estrechez de miras,
mezquinos miramientos sociales? No, esto último no podía ser la
razón que le había movido a enterarse de ciertos detalles de la vida
privada de Jan. Podía advertirse en la gravedad de su actitud y, por 126

lo demás, yo creía conocerle bien y sabía que era incapaz de


sentimientos viles.
Me quedé mirándole vacilante y algo confuso. Hizo un gesto
como dando a entender que se hacía cargo de mis escrúpulos. Yo
sentía una gran cortedad ante la coyuntura de tener que explicar
aquellas intimidades incluso a una persona como el señor
Baanders, al que tenía por una persona digna de todo respeto.
—Tenga usted presente, señor Harms, que no le hago una
pregunta de tal naturaleza sin tener muy graves razones para
ello. Debo saber quiénes son los padres de Jan ... ¿Le ha
hablado Jan alguna vez de mi hija Madeleine?
Al hacer aquella pregunta su voz traicionó una ligera agitación.
—Sí —contesté—, anoche, sin ir más lejos, y con entrañable
entusiasmo y veneración.
—¿Cree usted que la quiere?
—¿Usted se refiere, por supuesto, al amor con que un joven
quiere a una muchacha?
El señor Baanders hizo un signo afirmativo con la cabeza.
—No lo sé —repuse—. Si quiere que le diga la verdad, no me
he fijado. Jan es tan distinto de todos nosotros. Pero es muy
posible. Sí, algo de eso debe haber. Ahora recuerdo que ayer
noche, cuando regresábamos a casa, me habló de ella con gran
admiración.
El señor Baanders aproximó su silla a la mía y puso su mano
sobre mi mano.
—Tiene usted que ayudarme, Paul; debe usted hablar,
decirme todo lo que sepa. —Dijo estas palabras haciendo tanto
hincapié en ellas y tanto encarecimiento, me miró tan 126

intensamente, con una expectación tan dolorosa, que yo, como si


de pronto se me hubiera mostrado evidente la necesidad de
explicar todo aquello, referí rápidamente la efímera historia de
amor de la joven actriz y del estudiante, los padres de Jan, hablé de
la niñez y juventud de éste, de su vida en el internado, de sus
relaciones con su madre, de la que nunca había querido admitir ni
un céntimo, de las estrecheces que había sufrido, de su valor y de
su noble naturaleza.
Mientras yo hablaba, los ojos del señor Baanders estuvieron
en todo momento pendientes de mis labios o lanzaban una fugaz
mirada a los míos. Escuchaba con gran avidez mis rápidas
palabras. No me interrumpió ni una sola vez. Parecía estar
dominado por una profunda emoción. Cuando terminé,
permaneció callado. Estaba inmóvil. Adiviné que en aquel quieto
cuerpo se agitaba un tempestuoso tumulto, que en aquella pálida
cabeza, que me estaba mirando sin verme, se había desencadenado
una conturbadora lucha interior.
Por fin dijo lentamente, y me costó entenderle, tanto había
cambiado su voz:
—¿Sabe usted donde vive la señora Rijcken?
—Sí —contesté, y cité la calle y el número.
Se levantó, pareció tener ciertas dificultades para sostenerse de
pie, como si estuviera bebido:
—Pero ¿su nombre? ¿Por qué se llama Louise Rijcken y no
Louise Banning?
—¡Es verdad! ¿Cómo lo sabe? Debutó en el teatro con el
nombre de Louise Banning —exclamé.
El señor Baanders hizo un signo afirmativo con la cabeza como
un autómata. Luego me asió violentamente por el brazo: 126

—¡Venga conmigo! —dijo.


Yo me levanté. Mientras nos dirigíamos al vestíbulo, inclinó su
rostro junto al mío —vi lleno de extrañeza la brillante humedad de
los grandes globos oculares tras sus lentes— y dijo en voz baja,
penetrante, desesperada y a pesar de todo también, creo yo, con
una extraña exaltación de firmeza:
—¿Sabe usted quién era aquel estudiante? . . . Yo ... yo ... ¡yo!...

IX
ME puse a caminar a su lado como envuelto en una vorágine,
como aturdido por un mazazo en la cabeza. No decíamos una
palabra, andábamos de prisa, yo no reconocía las calles por donde
pasábamos, me limitaba a andar al compás de mi acompañante;
sólo cuando nos detuvimos delante de la casa de la señora Rijcken,
adquirí conciencia del mundo que me rodeaba.
El señor Baanders llamó. Me parece que tuvimos que esperar
mucho tiempo. Al fin se abrió la puerta.
—La señora no está en casa —dijo el criado.
Ninguno de los dos habíamos pensado en esta posibilidad.
—¿No está en casa? —oí que repetía mi acompañante como si
no acabara de entender el significado de aquellas palabras.
—La señora no está en casa —dijo el criado una vez más—. A
estas horas del día no está casi nunca.
—¿Dónde está entonces? —preguntó el señor Baanders.
—No puedo decírselo, señor —dijo el otro con su lisa voz de
lacayo.
126

—¿A qué hora va a volver? —insistió el señor Baanders


—. Tengo que hablar con la señora. Se trata de un asunto
importante.
La expresión de su rostro hizo comprender al criado que
realmente se trataba de algo grave.
—La señora no regresa hasta esta noche, bastante tarde. Actúa
en el teatro Tivoli. Tal vez pueda usted hablar con ella durante un
entreacto, en su camerino, o bien después de la representación.
Nos marchamos. Recorrimos lentamente la calle,
completamente desconcertados, y, sin darnos exacta cuenta de lo
que hacíamos encaminamos nuestros pasos hacia un jardín público
cercano.
—¿Qué debo hacer? —dijo el hombre que andaba a mi lado—.
Paul, aconséjeme, ayúdeme a buscar una solución ¡Es todo tan
absurdo! Es inverosímil, es un tormento demasiado refinado. Paul,
si usted supiera lo que pasa en mi interior desde que sé . .. Todo se
ha venido abajo. Mi vida está destrozada. No puedo soportarlo ...
Como dos pacíficos paseantes que tomaran el sol primaveral,
caminábamos uno al lado del otro por las pequeñas avenidas del
parque. Reinaba una temperatura muy agradable y los rayos
oblicuos del sol colgaban en las lozanas frondas tapices de tenues
transparencias. Un mirlo silbaba inquieto desde algún ramaje; más
adelante había otro que gorjeaba.
—Imagínese, Paul —oí que se lamentaba el hombre—. Dentro
de dos o tres horas he de estar en casa, sentado a la mesa frente a
frente con mi mujer, entre mis hijos. ¡No es posible!
126
Yo buscaba, buscaba algo que decirle, algo que pudiera
infundirle aliento.
—Envíe un telegrama urgente a su señora o telefonéele diciendo
que le retiene un negocio u otro y que no podrá estar en casa a la
hora de comer. Si usted quiere, yo puedo quedarme a su lado y esta
noche le acompañaré al teatro
—dije tratando de ayudar de una manera u otra a mi atribulado
amigo.
—Sí, eso está bien. Gracias, Paul. Usted también conoce el
camino. Yo no estoy en condiciones de ir solo. Ya no recuerdo por
dónde se va —se mofó amargamente de sí mismo—. Pero ¿cómo
es posible que tuviera tan olvidado todo aquello?
Abandonamos el parque y nos metimos por una calle que
conducía al centro de la ciudad.
Al pasar por delante de una iglesia, el señor Baanders entró en
ella y yo le seguí. Permaneció por espacio de más de un cuarto de
hora postrado de rodillas, inmóvil, profundamente inclinado hacia
adelante, ocultándose el rostro con las manos. Salvo nosotros dos,
no había nadie en la iglesia, bajo cuyas bóvedas empezaba ya a
reinar la penumbra. Como un rubí fulguraba la pequeña lámpara
del altar. Me fui a sentar en una de las sillas de la última fila, en la
parte posterior de la iglesia, y paseé con cierta timidez mi mirada
por el silencioso recinto, en el que flotaba todavía un vago aroma
de incienso. Esperé y discurrí conturbado sobre la tragedia de la
vida, sobre la zozobra de los hombres que, como ciegos, se desvían
del camino estrecho pero seguro y se arrojan unos contra otros para
atormentarse cruelmente...
126
Ya había oscurecido. Estábamos en el centro de la ciudad,
estruendoso, agitado, en el que empezaban a titilar miles de
lucecillas y donde la muchedumbre se movía en todas direcciones.
En lo alto, por encima de todo, brillaba el claro cielo.
Fuimos a cenar a un restaurantillo apacible. Yo tenía un apetito
voraz; el señor Baanders apenas probó bocado, hablaba
incesantemente, como si temiera quedarse a solas con sus
pensamientos. Sólo de cuando en cuando comprendía yo algunas
frases de lo que decía, tal era el tumulto de palabras que se
atropellaban en su boca. No veía una salida por ninguna parte. La
catástrofe se había puesto en movimiento y tenía que aplastarle. No
había escapatoria posible.
—Que yo sufra es razonable y justo, pero ¿y los demás?
¡Jan y mi mujer y Madeleine! ...
Yo dije de pronto:
—Jan lo arreglará todo. Él encontrará la solución.
—¿Usted cree? —y miró con un destello de esperanza en sus
ojos—. Es mi hijo ... Pero ¿cómo, cómo ha de encontrar la
solución? . .. No puedo defenderme, no puedo defenderme, soy
culpable . .. Esta tarde hemos estado en la iglesia ¿recuerda? ... Y
yo he pedido al cielo calma, resignación, fuerza ... Hágase tu
voluntad, hágase tu voluntad, repetía. Pero las palabras no vivían
en mí. Sólo pensaba en el oprobio y en el dolor que he acumulado
por mi propia culpa sobre mí mismo y sobre los seres que me son
queridos . .. Madeleine y Jan, esas dos inocentes criaturas que se
aman y que ahora ...
Un exceso de compasión me había hecho ya casi insensible a
126
sus amargas quejas y a su desesperación.
—Usted no cree, usted no reza, usted no admite la existencia de
una Providencia divina. Para usted todo esto no es más que una
absurda casualidad. Usted en mi caso, se encogería de hombros ...
Pero yo no puedo. Yo sé que es un castigo de Dios . ..
—Ya le he dicho que Jan le ayudará —dije bruscamente,
poniéndome de pie, pues no podía soportar ya más sus
lamentaciones.
Después, más que andar por la ciudad lo que hicimos fue
galopar por ella como si alguien nos persiguiera, por espacio de
una hora.
A las once menos diez estábamos en la oscura salida posterior
del teatro. En la casilla débilmente iluminada del pasillo estaba el
portero.
Pregunté a éste por la señora Rijcken.
—Dentro de un cuarto de hora terminará la representación —me
contestó soñoliento, echando una mirada a su reloj.
—Me parece mejor ir arriba en vez de esperar aquí — dije
dirigiéndome al señor Baanders, que estaba muy pálido, aunque
por lo demás, parecía conservar la calma y el dominio de sí mismo.
Hizo un signo afirmativo con la cabeza.
—Conozco el camino —dije al portero que al principio no nos
quería dejar pasar.
Subimos por la angosta escalera de caracol cuya viva
iluminación ponía en evidencia su suciedad. En los pasillos reinaba
el silencio. No me costó trabajo encontrar el camerino de la señora
126
Rijcken; su tarjeta de visita estaba sujeta a la puerta.
La doncella nos hizo entrar en el abominable saloncito de felpa
roja y retorcidos adornos dorados. Durante unos momentos
permanecimos de pie, llenos de confusión, bajo la intensa luz de la
lámpara eléctrica y yo vi con cierto sobrecogimiento reflejadas
nuestras dos oscuras figuras en los grandes espejos que recubrían
las paredes desde el suelo hasta la altura de un hombre, y se me
figuró que nos rodeaban unos cuantos espectadores curiosos.
La doncella, que me había reconocido, nos dijo que esperáramos
unos momentos: la señora vendría en seguida.
—Ahora mismo voy a buscarla.
Entró en el camerino propiamente dicho, al que daba acceso una
puerta de comunicación, y muy pronto reapareció con un manto
sobre el brazo, cruzó el saloncito y se fue.
Nos quedamos solos. El señor Baanders fue a sentarse en el
canapé de detrás de la puerta, yo permanecí de pie junto a la
entrada, incapaz de dominar el nervioso temblor que agitaba todo
mi cuerpo.
Muy a lo lejos sonaron, como una súbita granizada, los aplausos
del público. La representación había terminado. Ya se
aproximaban rápidos pasos por el suelo de madera del pasillo,
mientras unas voces conversaban con gran animación. Pasaron a lo
largo del camerino. Y de repente el edificio se puso a resonar con
toda suerte de ruidos y rumores.
Otra vez oí cómo se aproximaban unos breves y rápidos pasos.
“Ésta es ella” —pensé. La puerta se abrió y, en efecto, la señora
Rijcken, envuelta en el amplio manto de color morado que cubría
126
toda su figura, penetró en la estancia.
Sonrió al verme y me estrechó la mano amablemente.
—Buenas noches, Paul. Me alegra verle por aquí.
¿Cómo está Jan?
Entonces advirtió a través del espejo la presencia de otra
persona, permaneció con la mirada fija en la imagen y, sin
volverse, dijo:
—¿Quién es?
Yo susurré nervioso:
—Es el señor. .
Desde el espejo dos ojos dilatados la estaban mirando fijamente.
Se desvaneció la sonrisa que había iluminado su rostro, sobre el
cual resplandecía aún, por decirlo así, la luz de las candilejas.
Entre tanto la figura sentada en el canapé se había levantado y
saludaba con una leve inclinación de cabeza.
La señora Rijcken se volvió lentamente, sin desplegar los labios,
hacia aquel hombre y le miró inquisitivamente. como tratando de
recordarle. Inconscientemente se ajustó el manto sobre su pecho.
“¿Y ahora qué? ... ¿Y ahora qué? ...” —pensé completamente
aturdido al ver aquellas dos personas frente a frente en aquel
horrible saloncito que de espejo en espejo se iba dilatando con
extrañas lejanías y convertía nuestras tres figuras en una apiñada
multitud.
La doncella canturreaba desde la estancia contigua una
deplorable tonada callejera.
126
Con una expresión de infinita sorpresa, mirándome ora a mí ora
al otro, y mientras parecía debatirse por contener unas
irreprimibles ganas de reír, la señora Rijcken fué aproximándose a
su antiguo amante.
—¿Es usted?. ..
—Sí —contestó el señor Baanders con voz apenas perceptible.
—¿Aquí?... ¿Y por qué?...
Estaba viendo con angustia que de un momento a otro iba a
estallar en carcajadas.
—Lo sé todo —dijo él, mirando fijamente a la que desde hacía
tantos años no había vuelto a ver.
—¿Qué todo? ...
En su rostro se configuró una expresión de orgullo, algo de reto
y desdén. Se echó a reír.
—Silencio —susurré yo, situándome a su lado y poniendo
suavemente mi mano sobre su brazo.
—¡Usted también! Los dos tienen el aspecto de venir a
comunicarme una desgracia —trató de bromear, pero yo vi su boca
contraída por un rictus nervioso.
—Es lo que venimos a hacer —dijo él, y su calma me causó una
impresión más profunda que la creciente emoción que se estaba
apoderando de ella—. Desde . . .
¿Desde cuándo, Paul? ¿Cuándo me lo dijo usted? ... —Yo no
estaba en condiciones de contestar a aquella absurda pregunta—.
Conozco a Jan desde hace más de un año, pero durante todo este
126
tiempo he estado sin saber nada. Hasta que ayer noche ... sí,
exactamente, fue ayer noche y esta tarde ¿no es verdad, Paul? ... se
me dio a conocer de pronto la horrible realidad . . .
—Bueno ¿y qué? . .. —dijo ella descaradamente, pero acto
seguido añadió con tono más suave—: Perdónenme, no sé lo que
me digo ...
Desamparada, me miró a mí, luego a Baanders, cuyo
abatimiento le había convertido repentinamente en un viejo.
—Usted no comprende todavía la situación, el alcance de la
calamidad ni las consecuencias de la misma. Es mucho más grave
de lo que usted pueda imaginar —siguió hablando con voz átona,
tratando de mantener el dominio de sí mismo—. Yo estoy casado
desde hace veinticinco años, ¿se hace usted cargo? Tengo mujer y
siete hijos. Y ahora quiere la fatalidad, mejor dicho, la vengadora
Providencia que Jan se haya convertido en amigo nuestro, un
amigo al que todos queremos. —Su tono solemne sonaba lleno de
sencillez y sincero dolor—. Tengo también una hija. Se llama
Madeleine. Y entre Jan y ella ha brotado una tierna inclinación,
inexpresada todavía, pero esas dos criaturas, todo pureza, se aman,
más y de un modo distinto a como se quieren dos amigos, a como
se quieren . .. hermano y hermana . .. Debemos salvarles, debemos
buscar una solución, debemos protegerles contra la desgracia que
les acecha. .. Por eso he venido aquí. —Y echó una mirada a su
alrededor, por el rojidorado saloncito, donde había estado siendo
joven, hacía más de veinticinco años, obcecado por la pasión—.
Pero no sé qué hacer...
La señora Rijcken seguía de pie entre nosotros, envuelta en su
amplio manto, alta y noble de apostura. Oprimió las manos contra
126
la boca como si ahogara un grito y no podía apartar sus ojos del
pálido rostro de Baanders, que a su vez tenía la mirada fija en ella.
—¿Es que el mundo no es lo suficientemente grande?
—oí que decía con voz átona—. ¿Por qué este dolor para un ser
noble y bueno como Jan? ¿Por qué había de encontrarse con usted?
¿Precisamente con usted y sus hijos? Es una refinada crueldad del
destino. Es horrible, es horrible —cantó casi, agitando la cabeza
arriba y abajo.
—Yo soy el padre de Jan —siguió diciendo él como si hubiese
olvidado por completo nuestra presencia—. Ahora que encuentro a
mi primogénito, lo pierdo para siempre. Se nos castiga
severamente, señora, por aquel solo pecado de nuestra juventud.
¿Qué debemos hacer?
Ella le miró, por lo visto sin comprender el sentido de algunas
palabras.
Sentí yo entonces una compasión tan grande por aquellos dos
seres humanos que se debatían inútilmente bajo la garra poderosa
de la fatalidad, o de la Divinidad
—ya no sabía a qué atenerme—, me sentí de pronto tan
enajenado ante el espectáculo de la vida con sus enigmáticas
tragedias, que sonreí como un insensato, di unas palmadas y dije:
—Todo se arreglará, todo se arreglará, ya lo verán. Al punto que
Jan se entere. Deben ustedes decírselo, él encontrará una solución,
él será la salvación de usted, y de usted, y de sí mismo y de todos
nosotros ... Si les parece bien, se lo diré yo mismo . . . Durante toda
la tarde y parte de la noche está esperándome en casa. Voy
inmediatamente hacia allí y se lo digo. Y mañana voy a verle a
usted, y a usted. Pero marchémonos ahora — ap re m i é — , e s i 126

nú t i l y s u p e r fl u o q u e s i g an atormentándose. Tengan
confianza en Jan. Vamos... — dije dirigiéndome al señor Baanders
que tomó su sombrero del canapé. Se me hacía intolerable
continuar en el saloncito vivamente iluminado, con aquellos
relumbrantes espejos donde se reproducían nuestras figuras como
espectadores de nosotros mismos.
Pareció que mis palabras habían infundido un poco de aliento en
el ánimo de la señora Rijcken como del señor Baanders, quienes
hicieron un signo de aprobación con la cabeza y dijeron al mismo
tiempo:
—Está bien.
Me dirigí a la puerta, la abrí y al volverme vi sin sorpresa que
Baanders y la señora Rijcken se daban la mano. Murmuré
estúpidamente:
—¡Qué cosas más raras pasan en la vida! . ..
Llevé al señor Baanders a su casa sin que durante todo el
camino intercambiáramos una sola palabra sobre el caso, me
despedí de él delante de su domicilio con un estrecho apretón de
manos y la promesa de que al día siguiente por la mañana, lo más
pronto posible, iría a verle, y salí disparado en dirección a mi
cuarto.
Aunque cuando llegué eran ya más de las doce de la noche,
encontré a Jan trabajando en la mesa, junto a la lámpara. Al verme
entrar me miró con rostro risueño.
—Esta noche he dibujado algo muy bueno —dijo con gran
contento—: una ilustración para el señor Baanders, el Hijo Pródigo
126
... Pero, ¿dónde te has metido durante todo el día?
Me incliné sobre su hombro en el que había apoyado una mano.
El pequeño dibujo estaba allí deste liando como un agrupamiento
puro de piedras pie ciosas verdes, moradas, azules, rojas y
amarillas. Era una preciosidad de extasiante colorido. Y en la
sencilla actitud de las figuritas vivía una conmovedora y tierna
sensibilidad.
—Es extraordinariamente bello —dije admirado.
—Sí, amigo, sí, ya empiezo a entender en el asunto. Y
¿sabes qué he pensado esta noche mientras estaba dibujando? ...
Pues he pensado ilustrar el Misal. El texto lo escribo yo mismo con
una clase de letras que todavía no he encontrado. Y por todas
partes ilustraciones, en ocasión de todas las fiestas. Es un trabajo
gigantesco, pero puede ser muy hermoso.
Mientras hablaba lleno de entusiasmo, fui a sentarme al otro
lado de la mesa. Estaba muerto de cansancio: mis ojos, mi rostro,
todo mi cuerpo me hacían daño de puro fatigado que estaba.
Jan me miró inquisitivamente.
—Tienes una cara muy extraña esta noche, Paul. ¿Qué has
estado haciendo durante todo el día? ¿Hay algo que te inquieta, que
te hace cavilar? Tienes que decírmelo. Lo veo en tus ojos. No,
muchacho, tú no puedes ocultarme nada. Tienes el aspecto de estar
deshecho. Ésos no son tus ojos normales. ¿Qué pasa, Paul?
Puso su mano sobre la mía que yo había dejado caer sobre la
mesa bajo la luz de la lámpara. Y nuevamente apareció en su rostro
aquella expresión irresistible, llena de bondad y amor, que tenía la
virtud de apaciguar y esclarecer el alma agitada por los más
violentos tumultos. 126

Me di cuenta que a Jan no tenía necesidad de prepararle


prudentemente antes de darle la fatal noticia, así es que, mirándole
profundamente en los ojos claros, hondos, sinceros, comencé a
hablar.
—Sí, tengo que decirte algo espantoso. Algo trágico por encima
de toda descripción. Pero tú podrás soportarlo, estoy seguro ...
—¿Se refiere a mí? —preguntó con resignación casi gozosa.
—Sí, a ti. —E inmediatamente añadí—: Sé quién es tu padre...
—Quién es mi padre ... —repitió despacio, mirándome con
sorpresa y una extraña mezcla de dolor y alegría.
—Sí, tu padre. Tu padre es el señor Baanders. Toda esta tarde he
estado con él y juntos hemos ido a visitar a tu madre en el
camerino del teatro. De allí vengo ahora.
En sus ojos temblaban las lágrimas.
—¿El señor Baanders, el padre de Madeleine, es mi padre? —
preguntó con voz queda.
Hice un signo afirmativo con la cabeza, incapaz de pronunciar
una sola palabra más. Los sollozos se me agolpaban a la garganta.
Su mano, que reposaba sobre la mía, se crispó.
—¡Eso es increíble!
Su voz sonaba sorda, como si le costara trabajo hablar. Algo
más tarde dijo:
—El círculo de mi vida se ha cerrado y yo estoy preso dentro.
¿Y los demás? ¿Cómo lo soportarán? .. . Me es imposible medir el
126
alcance de todo esto ... Aún no acabo de comprenderlo ... no lo
abarco en su totalidad... Paul:
¿quieres explicarme ordenadamente cómo ha ocurrido?
Mientras hice un ordenado y minucioso relato de mi visita al
señor Baanders, que me había llamado mediante una carta urgente,
de nuestras correrías por la ciudad y de nuestra visita a la madre de
Jan en el teatro después de la representación, él escuchó con
tranquila atención sin interrumpirme ni una sola vez. Cuando hube
terminado, dijo:
—Gracias, Paul. Así está mejor. Ahora haz lo que voy a decirte.
Estás agotado. Necesitas descanso. Son cerca de las dos. Vete a
acostar. No debías habértelo tomado tan por la tremenda. —Su
rostro se configuraba de nuevo con la bondadosa expresión de un
hombre que no piensa en sí mismo—. Mañana seguiremos
hablando.
—Les he prometido que mañana por la mañana iría a verles para
decirles qué es lo que piensas hacer.
—¿Qué pienso hacer? —me miró con actitud reflexiva
—. Aún no lo sé. Me han cogido de nuevo.
—A mí me ha hecho trizas —gemí y empecé a llorar de
sobreexcitación.
Jan extendió consternado sus manos hacia mí y dijo en voz baja,
con todo su corazón:
—Paul, amigo... no tienes que tomártelo así. Es espantoso, ya lo
sé, pero piensa que todo este dolor no es sin objeto, y yo te aseguro
que todo se arreglará, que de esta desesperada amargura, de esta
126
pesadumbre ha de brotar algo hermoso. Qué cosa, cómo y cuándo,
no lo sé, claro. Pero debemos aceptarlo sin rebeldía, sin resistencia;
debemos admitirlo con júbilo, como si fuera un rico don ... Es
difícil, Paul, es difícil... Es sencillo decir con los labios la palabra
aceptación, mas es el corazón quién debe decirlo, lleno de gozo. Y
esto es arduo. Conserva la calma. ¿No ves? ... Yo también estoy
tranquilo. Y sin embargo es un golpe horrible para mi. En el
mismo momento en que encuentro a mi padre, lo pierdo para
siempre, y cuántas cosas más... Pero no me desespero. Así está
bien, ya que nada ocurre en el mundo sin que Dios lo quiera o lo
permita. Él sabe porque pisotea mi corazón.
—Yo no puedo pensar así, no puedo sentir así. Tú tienes la fe, y
eso te da fuerza. Yo no tengo más que mis sentimientos humanos
—dije algo más tranquilo por influencia de la bienhechora calma
de su ser.
—Si yo no tuviera la fe, no podría soportar lo que me ocurre —
dijo Jan lentamente, y sólo entonces comprendí cuán intenso era su
dolor.
Durante algún tiempo estuvimos sentados uno frente al otro sin
decir palabras. Reinaba por doquier de la noche tan absoluto
silencio que parecía como si estuviéramos solos en el mundo.
Sin darme cuenta de ello, hubo un momento en que apoyé la
cabeza sobre mis manos, que reposaban en la mesa, y me dormí:
un sueño profundamente tenebroso. Cuando me desperté y volví a
adquirir conciencia del mundo que me rodeaba, me pareció que
había transcurrido una eternidad desde que había entrado allí.
Levanté un poco la cabeza, vi la lámpara encendida. Jan no estaba
ya sentado a la mesa frente a mí, sino arrodillado en un rincón del 126

pequeño aposento, inmóvil, delante de un crucifijo que pendía de


la pared.
Yo acabé de despertarme y fijé mi mirada en aquella figura
hincada de rodillas.
Transcurrió así un espacio de tiempo que me pareció muy largo.
Al fin Jan se levantó y, viendo que yo estaba despierto, se acercó
con una sonrisa venturosa:
—Esto te ha hecho bien, ¿no es verdad? Lo veo en tus ojos.
Paul, esta noche tenías una expresión en tus ojos que daba miedo.
Vete ahora a la cama. Son más de las cuatro y media.
Sin embargo, esperé todavía algo más, no podía sustraerme al
poder de su clara mirada, era como si de ella irradiara luz.
Dijo:
—Mañana en el curso del día, en realidad hoy mismo, saldré de
la ciudad para siempre. Me marcho afuera.
—Voy contigo —dije al instante.
—Está bien, Paul. A lo mejor tú conoces un lugar alejado que
nos convenga. Debo desaparecer. Es mejor que no vuelva a ver a
nadie. Sería demasiado amargo y demasiado difícil y no
sacaríamos nada con ello. Luego te veré. Diles que me voy. Diles
también que les quiero, más que nunca. Sin duda el señor Baanders
sabrá dar una explicación a Madeleine que justifique mi marcha.
¡Lo había soñado todo de tan distinta manera! Pero así debe estar
mejor.
Permanecimos de pie, uno al lado del otro, por espacio de unos
momentos.
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Luego me fui a mi cuartucho, me tumbé vestido sobre la cama y
me dormí inmediatamente.

X
DESPUÉS de haber efectuado por la mañana el encargo
particularmente penoso de notificar al señor Baanders y a la señora
Rijcken la marcha de Jan, hacia las doce del mediodía regresé a
casa, donde encontré a Jan ocupado en meter nuestra ropa, nuestros
libros y demás efectos en dos maletas. En medio del desorden
reinante en el cuarto expliqué a mi amigo brevemente que su
decisión no había servido, al parecer, de gran alivio al hombre que
iba profundamente inclinado bajo el peso de su culpa y todavía no
poseía fuerzas para aceptar el desquiciamiento de su vida.
—Está en las manos de Dios —dijo Jan.
A la señora Rijcken la había encontrado muy preocupada por
Jan; el modo como éste había aceptado el golpe fatal sin atender
gran cosa a su propio dolor no causó a su madre ninguna extrañeza,
y en la decisión de su hijo de abandonar la ciudad para de esta
manera facilitar a los demás el olvido reconoció la noble y
abnegada naturaleza del mismo.
—Ella pertenecerá a Dios más que nadie —dijo Jan, pero no
comprendí aquellas palabras enigmáticas. No me preguntó
absolutamente nada. Le oculté que tanto al señor Baanders como a
la señora Rijcken había tenido que prometerles que de cuando en
cuando les escribiría dándoles noticias de la vida de Jan. Ambos
me habían dado asimismo cierta cantidad de dinero que no me
atreví a rechazar. Y además había hablado unos momentos con la
señora Baanders. Cuando, procedente del gabinete de trabajo del 126

señor Baanders, descendía la escalera, vi a su señora de pie en el


pasillo, al parecer, esperándome. Me condujo al interior de una
pequeña habitación próxima. Su sencillo semblante ofrecía señales
de una intensa emoción.
—Paul —susurró con lágrimas en los ojos—. ¿Cómo está su
amigo? —Comprendí que lo sabía todo—. Le queríamos como a
un hijo propio... Está loco de dolor
—añadió señalando hacia arriba: se refería a su marido
—. Pero, ¿qué va a hacer ahora su amigo?
—Hoy mismo se marcha de la ciudad.
—Dígale que debe rezar mucho por nosotros, por su padre —un
sollozo le impidió seguir hablando por espacio de unos instantes—;
por mí, por Madeleine. Pero no le diga que lo he pedido yo. No
debe usted hablar de mí.
Hice un signo de asentimiento con la cabeza, no supe qué decir;
también a mí comenzaba a afectarme aquello profundamente,
comenzaba a ser superior a mis fuerzas aquella triste tragedia.
Saludé y me marché.
Cuando las maletas estuvieron llenas, trasladamos mis
escasísimos muebles y todas mis cosas al cuarto de Jan, donde
habían de permanecer almacenadas en tanto no encontráramos una
casita en el campo. Allí, a aquellos cuchitriles no volveríamos
nunca más.
Dado que Jan dejó a mi cuidado la búsqueda de nuestro nuevo
lugar de residencia, yo pensé inmediatamente en una aldea en la
que hacia años había pasado mis vacaciones de verano. Estaba
126
situada a unos cincuenta kilómetros al sur de la ciudad, junto a un
gran bosque, en medio de tierras de pan llevar y huertos; desde el
lugar donde uno debía apearse del tren hasta la aldea había su
buena hora andando. Yo sabía que había allí un albergue barato
donde de momento podríamos hospedarnos.
Mientras arreglaba con el propietario de la casa- colmena
algunas cosas referentes a nuestros pequeños cuartos —el hombre,
no sin sorpresa por mi parte, se mostró muy complaciente —y
llevaba luego un maletín lleno de chucherías al monte de piedad y
a los traperos, Jan fue a hacer una visita al monje, con el objeto,
según me contó él mismo unos días más tarde, de que la autoridad
sobrenatural del sacerdote sancionara el dolor y sus propios
pensamientos y actos y de esta suerte los convirtiera en fuerza viva
en el oculto mundo de las almas.
Estaba ya atardeciendo cuando desde el apeadero del ferrocarril
emprendimos el camino hacia la aldea.
El sol poniente extendía prolongadas sombras luminosas al lado
de los árboles y de las alquerías de enhiestos tejados. En el aire
traslúcido y quieto, como poblado de un polvo de oro finísimo,
resonaba el canto de invisibles alondras. En los huertos los
manzanos, cubiertos con el blanco vellocino de sus flores, parecían
novias, y todos los árboles, arbustos y setos ostentaban la densa
capa de su nuevo verdor.
Andábamos por el medio del camino, uno detrás de otro,
apoyados sobre nuestros hombros el grueso palo al que habíamos
sujetado las maletas.
Hace una tarde espléndida —dijo Jan, paseando su mirada por la
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tierra y dirigiéndose después al cielo.
Espera, espera ... Dentro de poco aún será más hermosa —
prometí yo.
La tierra estaba esmaltada de flores, como un jardín. Aquí y allá,
entre la oscura fronda de viejos olmos, asomaba el fino tejado de
cañas de una alquería. De vez en cuando, amablemente, resonaba
en el quieto silencio reinante un rumor de voces, el ladrido de un
perro, el prolongado mugido de una vaca que iba a ser ordeñada...
Y hubo un momento en que muy a lo lejos sonaron los tañidos del
toque del Ángelus.
El camino corría a través de pequeños bosques, donde los
pájaros armaban una inquieta algarabía de trinos y gorjeos... Un
ruiseñor tempranero ejercitaba su voz que, exultante de júbilo,
destacaba por encima de todos los rumores como un rayo de luz
más luminoso que el aire.
Entonces el camino apareció bordeado de setos de oxiacanta de
color verde amarillento, y ante nosotros, medio oculta entre los
altos árboles que, a los dorados reflejos del sol, parecían ramilletes
de flores, vimos la aldea, la vieja iglesita con la cuadrangular y
achatada torre y las bajas casitas rodeadas de jardines, en medio de
la blanca lozanía de los árboles frutales.
—Esto está bien —sonrió Jan.
Entablé negociaciones con la dueña del albergue y muy pronto
estábamos sentados en la amplia y acogedora sala cuyas ventanas
daban sobre el espeso arbolado de la plaza, un campo recubierto de
césped a lo largo del cual el camino rodeaba, trazando un amplio
recodo, la aldea y se dirigía hacia el bosque.
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Después de la comida de la noche aún dimos un corto paseo por
los campos, mientras la luna derramaba sobre el mundo su queda
luz de tonalidades verdes. Aunque estaba pálido y daba señales de
cansancio, Juan reveló los benéficos efectos del sosiego y silencio
reinantes en aquel lugar. No tardó en retirarse al aposento que se le
había destinado, en el que había una cama gigantesca con una torre
de mantas y almohadas encima de ella.
—¡Necesito una escalera para subir ahí arriba! —rió Jan de muy
buena gana.
Yo dormía en una de las piezas del piso superior.
Al día siguiente convertimos la habitación de Jan en nuestra sala
de estar, a cuyo efecto colgamos en las blancas paredes unas
cuantas láminas multicolores, colocamos los libros,
cuidadosamente alineados, sobre una mesa y en la repisa de la
campana de la chimenea, y en el claro y espacioso aposento desde
cuyas ventanas, por encima de la arboleda y de los setos, se
divisaba el oscuro lindero del bosque, reinaba tan íntima atmósfera
de paz y cabal ventura, que, gozosamente sorprendido, exclamé:
—¿Por qué no habremos venido aquí antes?
¿Recuerdas nuestras bohardillas en esa maldita ciudad?
¡Qué tontos hemos sido!
Jan se echó a reír, pero la expresión de cansancio que advertí en
su semblante no me gustó.
A primeras horas de la tarde fuimos a visitar al párroco del
lugar, un anciano y sencillo sacerdote que nos recibió amablemente
y, cuando se enteró de que Jan era un converso, en seguida se puso
a hablar animadamente con éste acerca de la religión. Nos dijo que
le fuéramos a visitar con frecuencia y que, si queríamos leer vidas 126

de santos, su biblioteca estaba a nuestra disposición.


Durante la comida de la noche estuvimos hablando, sobre todo
yo, que observaba con preocupación el aspecto de Jan, víctima al
parecer de una gran fatiga interior, acerca de nuestra futura vida en
aquellos parajes.
—A ver si encontramos una pequeña alquería, con un jardín y
un huerto, en las afueras del pueblo. Nos hacemos llevar los
bártulos allí y ¡vivimos como dos felices ermitaños!
Aquella misma noche Jan se sintió mal. Pensé que la violenta
conmoción de lo sucedido, aquel golpe inesperado, hacía sentir
ahora sus efectos en aquel organismo nada fuerte de suyo, minado
además por todos aquellos años de privaciones y mala
alimentación, falto de resistencia ahora para soportar sin grave
quebranto las tremendas emociones de los últimos días.
Cayó enfermo. En vista de que dos días después su estado
seguía de la misma manera, hice ir a buscar al doctor de la aldea
vecina. Éste, después de haber reconocido a Jan, dijo:
—Hay que esperar. Aún no puedo decir en qué va a i r a parar
todo esto. Pero su amigo está extraordinariamente débil.
Por propio impulso el párroco vino a preguntar por qué Jan, que
en las primeras mañanas de su estancia en el pueblo había asistido
a misa y había comulgado, no acudía ya a la iglesia, y se prestó de
muy buen grado a llevar al enfermo cada mañana el Cuerpo de
Nuestro Señor. Nunca he visto en ojos humanos un destello de
dicha como el que brilló en los de Jan al oír y aceptar aquel
ofrecimiento.
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Con la ayuda de la dueña del albergue, una piadosa mujer, ya
muy de mañana preparé una pequeña mesa junto a la cama; la
buena mujer puso en ella un crucifijo entre dos cirios y dos búcaros
de flores, y una pequeña fuente con agua bendita y un ramito de
palmera al lado. Ella y su marido, dos ancianos labriegos
taciturnos, y su hija menor, una muchacha de diecisiete años, el
único de los hijos que aún quedaba en casa, habían concebido por
mi amigo una especie de respetuosa veneración. Ellos cuidaron que
la puerta principal de la casa estuviera abierta cuando el sacerdote,
precedido de un monaguillo vestido de sotana y roquete, que
llevaba en una mano una vela encendida y con la otra tocaba de
cuando en cuando una campanilla, se dirigía a la casa desde la
iglesia, pasando por debajo de los árboles de la plaza, lleno de
recogimiento, con el precioso alimento sobre el pecho bajo el
amparo de sus viejas manos consagradas. Permanecieron
arrodillados junto a la puerta abierta de la habitación, inclinaron
profundamente sus cabezas y se persignaron cuando Dios pasó por
delante de ellos, y asistieron a la comunión de Jan, quien, pálido,
mas con una expresión profundamente hermosa de paz en su enjuto
semblante, inmóvil, la parte superior del cuerpo y la cabeza medio
incorporados mediante unas cuantas almohadas blancas, las quietas
manos entrelazadas, reposaba en la cama gigantesca.
Después le dejamos solo. Y cuando algo más tarde le entré el
desayuno, me dio la mano y me miró con tanta claridad en sus
ojos, con una expresión tan maravillosa, de dicha en su rostro, que,
embargado de emoción, tuve que apretar los dientes para no llorar.
Pero su estado no experimentaba el más mínimo cambio.
Comencé a inquietarme. El doctor, que visitaba al enfermo casi
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todos los días, no dejó de citarme algunos nombres científicos,
pero me dio la impresión de que tampoco comprendía gran cosa de
todo aquello. Jan estaba enfermo desde hacía ya tres semanas; se
habían desvanecido aquellos gloriosos y plenos días estivales, las
flores se habían desprendido de los ramajes y empezaba a
oscurecer bajo los grandes árboles; decidí escribir a la madre de
Jan y al señor Baanders. Estuve esperando durante días, pero no
llegó ninguna contestación.
Cuando le veía tendido en aquella cama, quieto, silencioso, fija
la mirada de sus grandes ojos —ya casi no le quedaban fuerzas ni
para moverse, y también su voz se había debilitado
extremadamente— me asaltaba una gran angustia que no me
atrevía, empero, a expresar con palabras. Me resistía a dar crédito a
mi sospecha. Al doctor el estado de Jan le parecía de suma
gravedad, pero no desesperado, ni mucho menos ...
No obstante, Jan pidió espontáneamente que se le administrara
la Extremaunción, y esta ceremonia, a la que asistía por primera
vez en mi vida y que, con sus hermosas palabras y significativos
ademanes, mediante los cuales se prepara sosegadamente al alma
del enfermo y se la conduce a su destino, me produjo una honda
impresión, infundió en él sin duda alguna nuevos alientos.
Al día siguiente me fui a la ciudad con el pretexto de ver qué
hacíamos con nuestros muebles y de ir a buscar algunas cosas de
las que teníamos necesidad, pero en realidad me llevó allí el
propósito de entrevistarme con la madre de Jan y el señor Baanders
o de averiguar cómo y dónde podría dar con ellos. La dueña del
albergue y su hija me prometieron cuidar del enfermo de muy
buena gana, contentas incluso de poder manifestar de tal manera
sus sentimientos de afecto por Jan. 126

Desde la estación me dirigí inmediatamente a casa de la señora


Rijcken. Estaba de viaje. Y el criado, el mismo criado de siempre
con su estirado rostro, me dijo que había reexpedido mi carta a la
señora, pero, como que ésta estaba haciendo una jira, ignoraba en
aquel momento las señas exactas de la misma.
Me apresuré a ir a ver a la familia Baanders. El señor estaba
fuera de la ciudad desde hacía algunas semanas, y la doncella que
me dijo esto creía que por el momento no se le esperaba.
—¿Quiere usted preguntárselo a la señora?
Esperé en el pasillo y acudió a mi memoria la breve
conversación que sostuve con la madre de Madeleine en aquel
aposento de al lado, el día siguiente de la catástrofe.
—¿Quiere usted pasar? La señora viene en seguida.
Otra vez estaba en aquella pieza, como hacía algún tiempo.
Acababa de consultar mi reloj —aún faltaban dos horas para la
salida de mi tren— cuando entró la señora Baanders.
—Mi marido no está en casa; está en el extranjero, en un
sanatorio, haciendo una cura de reposo. Dentro de poco iré a
buscarle. Pero si tiene usted que comunicarle algo importante,
puedo escribirle.
Mientras hablaba, noté que pensaba en Jan.
—No, no sé —titubeé. Me parecía imposible hablar a aquella
mujer sobre Jan—. No hay prisa —mentí, pero ella comprendió
que trataba de ocultarle la verdad.
—¿Se trata de su amigo? —preguntó valientemente, y enrojeció,
126
pero siguió mirándome con franqueza a los ojos.
Asentí con la cabeza.
—¿Qué pasa?
Su voz denotaba tan sincera preocupación, la expresión de su
rostro formuló al mismo tiempo que sus labios la pregunta con
tanto apremio y encarecimiento, que lleno de confianza y sin
detenerme más a pensar si sería adecuado o no decírselo, le
contesté:
—Jan está enfermo de extrema gravedad. Temo lo peor. Parece
que el doctor no sabe lo que tiene. Pero el pobre Jan se está
consumiendo por momentos.
Eché de ver que Jan también le era a ella muy querido. "Qué
raro —pensé— precisamente esta mujer.. . ”
Después de un breve silencio me preguntó:
—¿Ha avisado usted a su madre?
Me sorprendió su resolución y su rápida manera de actuar.
—Sí —contesté—, pero está haciendo una jira y no ha recibido
mi carta.
—¿Ha preguntado su amigo por ellos?
—No, nunca. No hemos vuelto a hablar de lo sucedido.
—Entonces ¿está allí completamente solo?
—He estado siempre a su lado.
—Sí, sí, ya sé ... ¿Cree usted que morirá?
Hice un signo de afirmación con la cabeza, incapaz de hablar, ya
que la horrible palabra, que aún no me había atrevido a pronunciar,
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me tenía perplejo.
Un momento más tarde, dije:
—No se queja; creo que está rezando continuamente. Es
desgarrador presenciar su soledad, ver en su rostro aquella
expresión de dolor casi alborozada.
La fatalidad de la vida me paralizaba hasta convertirme en un
ser sin voluntad. No sabía qué hacer. Sólo deseaba vivamente
volver a la habitación donde estaba Jan para permanecer a su lado.
—¿Cuándo sale su tren? —me preguntó de pronto la señora
Baanders.
Consulté mi reloj.
—Dentro de hora y media —dije.
—Bien. Voy con usted.
—¡Señora! ... —Y me quedé mirándola con emocionada
sorpresa.
—Sufre por causa de los demás. Está solo. Los demás están muy
lejos, por eso debo ir a su lado ... ¿Quiere usted esperarme aquí
unos momentos? Voy a disponer el viaje ... Madeleine cuidará de
los pequeños.
Me senté y esperé.
Media hora más tarde nos dirigíamos a la estación.
Una vez llegados al albergue, encargué a la dueña que preparara
comida y habitación para la señora Baanders, a la que presenté
como una amiga del enfermo, y me fui a ver a Jan. Durante mi
ausencia el doctor le había visitado una vez más, diciendo que
aquello no podía durar ya mucho, todo lo más unos cuantos días. 126

El sol entraba en la habitación por la ventana lateral que estaba


abierta. Un mirlo silbaba deliciosamente entre las quietas hojas del
arbolado. Y el reflejo de la luz en las blancas paredes derramaba un
suave resplandor sobre el rostro de Jan, que, al verme entrar,
sonrió. Levantó un poco sus manos que reposaban sobre la colcha.
—¿Qué tal, Jan? —pregunté con voz queda, sentándome en la
silla que estaba junto a la cabecera de la cama.
—Bien —susurró él—; aquí se está mejor que en nuestras
bohardillas, Paul. Quería pedirte que escribieras al Padre. Quisiera
verle, antes de que sea demasiado tarde.
Reprimí la consternación que me produjeron sus palabras.
Asentí con la cabeza:
—Lo haré esta misma noche... Pero ha venido alguien conmigo
que desea saludarte.
Me miró con ojos interrogantes.
—La señora Baanders —dije.
Entrelazó lentamente sus manos, y su rostro adquirió una
expresión de tan gozosa apacibilidad que comprendí al punto que
había pensado mucho en aquella mujer.
Me hizo una seña con la mano derecha indicándome que debía ir
a buscarla. Al ponerme de pie, dijo todavía:
—Gracias, Paul.
En la sala encontré a la señora Baanders, que se había despojado
del sombrero y del abrigo, junto a una ventana, esperando, la
mirada perdida en el exterior. Mi corazón se derretía de
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conmiseración y de amor.
—Señora, Jan desea verla.
Cuando subió la pequeña escalera que daba acceso a la
habitación vio ya, a través de la puerta abierta, el rostro del
enfermo. Andando de puntillas se acercó a la cama. Jan levantó las
dos manos, que la señora Baanders cogió con suavidad y mucha
ternura. Se inclinó sobre el enfermo como una madre y le dió un
beso en la frente.
—Perdóneme —oí que decía Jan, mirándola con dilatados ojos.
—No hables, no hables —dijo ella maternalmente—, estás
demasiado débil para hablar.
Mas él sacudió la cabeza sonriendo ampliamente. Era como si
todos sus movimientos, cada palabra, la expresión de sus ojos, de
su boca, la actitud completa de su quieto cuerpo, hubiesen
adquirido un profundo significado, como si su alma se hubiese
hecho visible.
Jan dijo:
—Está bien que haya venido. Desde que sucedió aquello no la
había vuelto a ver.
Habló de "lo sucedido” con tal calma que aquella tragedia
parecía haber perdido todo su espanto y todo su significado.
Prosiguió:
—Gracias. —Y a continuación, con esa singular preocupación
de los moribundos por nuestro bienestar corporal, preguntó—: ¿No
está usted cansada del viaje?
¿Espero que Paul no le habrá hecho recorrer a pie el camino
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desde el apeadero hasta aquí? —Al decir esto me dirigió una
sonrisa—. Buenas gentes éstas de aquí, la dueña, el dueño y su hija
... Y el anciano párroco es un santo varón; cada día me trae a
Nuestro Señor. Y Paul, el fiel camarada de los momentos difíciles,
me ha cuidado como si yo fuera un rey ·. ·
Teníamos que retener el aliento para poder oírle, tanto se le
había debilitado la voz. Continuó diciendo:
—Voy a pedirle algo que sin duda es muy difícil, pero que no
puede usted negarme... Yo ya no viviré mucho, me doy perfecta
cuenta de ello... Tampoco deseo vivir más . . . aunque es amargo,
muy amargo morir cuando se es joven todavía ... Perdone a mi
padre y a mi madre y rece sin cesar por ellos, más por mi madre...
Dios la alzará de su vida y le dará la gracia...
Sus labios se movieron todavía, pero de su boca no salió ningún
otro sonido; extenuado, cerró los ojos.
La señora Baanders, que estaba arrodillada junto a la cama y
acariciaba suavemente la mano derecha del enfermo, lloraba en
silencio, no sé si de tristeza o de emoción.
Yo permanecía de pie y contemplaba un espectáculo arrobador:
la dicha residía en el rostro del moribundo, una dicha pura,
perfecta, como todavía no había visto expresada en un rostro
humano.
A horas ya algo avanzadas de la noche, estando yo sentado en el
sillón que habíamos instalado en la habitación débilmente
iluminada del enfermo para velar le durante la noche, vino el
doctor.
—Estaba cerca de aquí —justificó su visita a aquellas horas—, y
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no he querido pasar de largo sin despedirme ... Creo que quiere
morir. Es un caso muy singular.
Transcurrió la noche. Una grande y negra noche de primavera.
Desde el exterior, en la proximidad y la lejanía, llegaban a mi oído
a través de la ventana abierta los cantos aflautados, nítidos, de los
ruiseñores. Era una noche de inefable embeleso. Y aquellos trinos,
que ascendían y descendían como un flujo y reflujo de sonidos
eternamente alternantes y esplendían como estrellas y como flores,
y que eran la única gran voz de la sofocante noche de la vida con
sus oscuros y apasionados gritos, aquellos trinos selváticos
resonaban profundamente en mi corazón como un júbilo de dolor.
Y luego todo quedó silencioso y quieto. Una quietud y un
silencio prolongados, infinitos, una espantosa ausencia de sonido.
En todo el mundo no había más que aquella pequeña habitación y
aquel hombre joven que se estaba muriendo y yo...
Comenzó a amanecer. En el exterior, bajo la pálida luz que el
cielo, donde empalidecían las estrellas, derramaba sobre la tierra,
se produjo un murmullo. Muy a lo lejos cantó un gallo. Un mirlo se
puso a silbar muy cerca de la ventana. La cerré, para evitar que
entrara el aire fresco de la madrugada.
Observé con viva atención el apacible rostro del moribundo que
parecía dormitar. Permanecía inmóvil, únicamente su pecho se
agitaba con lentos movimientos apenas perceptibles al compás de
la respiración.
A veces creía que me estaba llamando, me inclinaba entonces
profundamente sobre él, y mientras las lágrimas se deslizaban por
mis mejillas y goteaban sobre su blanca camisa, mi amigo abría los
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ojos y me miraba desde un abismo de luz. Era escalofriante y
majestuoso.
Una voz susurró:
—¿Estás ahí todavía?
—Sí, Jan, aquí estoy.
Y sus palabras fueron suaves como un soplo:
—Prométeme, Paul, que te quedarás al lado de mi madre.
—Lo prometo, Jan.
Poco después penetró en la habitación la señora Baanders y, al
indicarle yo con una seña que aquello se acababa, se postró de
rodillas junto a los pies de la cama y con la mirada puesta en el
rostro del agonizante, se entregó al rezo del Rosario.
Se hizo rápidamente de día. De pronto penetró a través de la
ventana un rayo de sol, una línea dorada que cruzaba la habitación
en diagonal.
Entonces Jan, realizando un último esfuerzo, musitó lentamente:
—Decidles a todos que no deben estar tristes, sino rezar y
alegrarse, siempre llenos de alegría... ya que Dios, que es amor,
está cerca ...
Luego la cabeza se hundió profundamente hacia atrás en el
hueco de las almohadas, y ya no vi más que el cuerpo exánime,
mortalmente inmóvil.
Tres días más tarde recibió sepultura en el pequeño cementerio
de la aldea, frondoso paraje situado cerca de la iglesia. La señora
Baanders se marchó el mismo día de la muerte de Jan, no podía
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dejar solos por más tiempo a sus hijos. La dueña del albergue, su
hija, al gunos vecinos y yo fuimos las únicas personas que
acompañamos a Jan a su última morada. El anciano párroco cantó
la Misa de Requiem.
A la mañana siguiente regresé a la ciudad.
XI
EL año inmediatamente posterior a su muerte lo transcurrí en
una prolongada y furiosa embriaguez, en violento contraste con los
bellos dias, demasiado bre- vefe de mi convivencia con Jan.
De regreso a la pequeña bohardilla a la que, después de todo lo
sucedido, no hubiera podido acostumbrarme de nuevo, la misma
tarde de mi llegada a la ciudad me dirigí inmediatamente a casa de
la señora Rijcken, sin tener la menor idea de cómo podría dar
cumplimiento a la promesa hecha a Jan en su lecho de muerte. La
señora Rijcken continuaba ausente. Pero esta vez el criado sabía
sus señas: precisamente aquella misma mañana se las había
comunicado su señora con el ruego de reexpedir a las mismas toda
su correspondencia. Entonces le telegrafié, primero dándole una
noticia preventiva, al día siguiente diciéndole que Jan había
muerto.
A las diez horas de nerviosa espera recibí a mi vez un telegrama
mediante el que la señora Rijcken me rogaba apremiantemente que
me pusiera en viaje hacia la ciudad donde ella se encontraba; tenía
que hablarme.
No vacilé un solo instante. Hice un viaje interminable en un tren
nocturno, pero me hallaba en un estado de tal excitación que, sin
detenerme a pensarlo, hubiera emprendido un desplazamiento a
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otra parte del mundo si en ella había de encontrar a la madre de
Jan.
Cuando a la mañana siguiente llegué a su hotel, un cierto hotel
Palace, y pregunté al conserje por la señora Rijcken, el hombre me
dijo, al oír mi nombre, que se me esperaba. Un botones me
condujo, por entre el laberinto de pasillos y escaleras, a la
habitación de la actriz.
Sin saludarme, la señora Rijcken me cogió por el brazo y me
preguntó con la voz entrecortada por los sollozos:
—Cuénteme, cuéntemelo todo, todo ... ¿Qué ha pasado? . ..
Santo Dios, Paul, ¿cómo ha podido ocurrir así tan de repente?
Aturdido por el dolor le hablé de nuestra marcha, hacía unas
semanas, de la ciudad, para instalarnos en el campo, de la
enfermedad de Jan, de mi intento de advertirla a tiempo, de la
muerte de su hijo.
Ella escuchaba con los ojos dilatados de consternación,
arrasados de lágrimas.
Cuando me callé, preguntó:
—¿No dijo nada para mí? Yo vacilé unos instantes.
Ella me miraba con apasionada expectación. Dije:
—Poco antes de su muerte, quizás un cuarto de hora antes de
morir, me dijo: “Prométeme, Paul, que te quedarás al lado de mi
madre.” Es todo lo que dijo. Y yo se lo prometí. Por eso he venido
a verla inmediatamente. Por lo demás usted misma me ha llamado.
Eso es todo.
Después de reflexionar sin duda en ello por espacio de algunos
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minutos, mientras permanecía sentada algo inclinada hacia
adelante, cubriéndose el rostro con las manos y sollozando
suavemente, dijo como si hablara para consigo misma:
—Debemos obedecer a Jan, debemos hacer lo que ha pedido.
Así es que usted se queda a mi lado. Pero déjeme ahora sola, señor
Harms. Vuelva esta tarde y hablaremos del futuro y de lo que esté
en nosotros hacer. Ahora tengo necesidad de estar sola.
Entonces se inició para mí una existencia maravillosa.
Acompañaba a la señora Rijcken por todas partes, arreglaba sus
asuntos, cuidaba de su correspondencia, de sus contratos, de sus
viajes, me había convertido en su secretario, su factótum y su fiel
amigo al mismo tiempo.
En los primeros tiempos de nuestra convivencia hablábamos
casi a diario de Jan y yo tenía que contarle una y otra vez su vida y
todas las particularidades de aquellas últimas semanas en que
vivimos en el campo y Jan permaneció enfermo. No obstante, a la
larga el dolor de la señora Rijcken, que sin duda alguna había sido
entrañable y sincero, pareció entibiarse y muy pronto ni siquiera se
llegó a citar entre nosotros el nombre de Jan.
Aquel verano lo pasamos en un balneario de las montañas y
desde allí hacíamos todos los días grandes excursiones en
automóvil. Yo go- zaba extraordinariamente de aquella vida sin
preocupaciones, yendo de arrobo en arrobo, ya que era la primera
vez que veía la alta montaña con sus grandiosas soledades y las
conmovedoras aldeas y pequeñas poblaciones perdidas en el fondo
de los valles o en las soleadas laderas de los montes, embozadas en
su dicha, infinitamente lejos del ardiente tumulto de la vida. Me
deleitaban las mañanas —el mundo bañado en una luz perlina 126

como un paraíso—, los atardeceres impolutos y las inmensas


noches misteriosas, los días que con pausado paso avanzaban como
reyes sobre los montes, todas las horas, cuando el paisaje se
deslizaba vertiginoso hacia atrás al paso raudo de nuestro
automóvil, bajo las delicias alternantes de la luz. Aprendí a
conducir el coche y a partir de entonces salíamos solos. Ninguna
preocupación, nada de angustias ya pensando en el día de mañana,
nada de malos olores, nada de desesperación, nada de cuitas, sino
siempre a mi alrededor aquellas altas montañas cuyas cimas
cubiertas de nieve inmaculada, que reverberaba a los reflejos de la
luz del sol, eran más resplandecientes que el cielo, y abajo los
cálidos y verdes valles y los claros arroyos y las pequeñas
viviendas felices de los hombres. Aquello fue para mí sumirme de
una voltereta en la hermosa apariencia de la vida.
A comienzos de otoño regresamos a la ciudad. Iba a iniciarse la
temporada teatral. Y una vida distinta, rebosante asimismo de
ocupaciones, fiestas, ensayos, representaciones, viajes, me avasalló
sin dejarme un solo momento libre para volver en mí.
Entonces conocí al hombre que mantenía a la señora Rijcken, el
que daba a ésta dinero, mucho dinero para satisfacer el afán de lujo
que la devoraba, el dinero de la infamia, como lo llamaba Jan. Se
trataba de un individuo insignificante, ni bueno ni malo. Me
encontré con él en dos o tres ocasiones y apenas nos dirigimos la
palabra. Parecía como si la señora Rijcken tratara de evitar que nos
encontráramos.
Aparte de las horas de la mañana en que me dedicaba
juntamente con ella a arreglar la correspondencia y otros asuntos,
126
apenas veía a la actriz. Actuaba casi todos los días y, cuando no, se
iba de visita o acudía a una u otra fiesta. Se encontraba en el
pináculo de su gloria. Y yo comprendía el entusiasmo de los
espectadores. Actuaba de una manera arrebatadoramente bella. Su
sola presencia en escena, su manera de andar, su figura, sus
ademanes constituían ya un embeleso para la vista, y cuando se
ponía a hablar, cuando su voz de plata sonaba en la sala atestada de
gente, se experimentaba la sacudida de la belleza.
Yo seguía viviendo en la vorágine del momento, en la alegría, a
veces dolorosa, que me producía la violencia de aquella vida
acuciante llena de intensas emociones, aunque de cuando en
cuando recordaba con desgarradora nostalgia a Jan y los días
transcurridos en su compañía, a la familia Baanders, de la que no
sabía nada, ni tampoco me sentía con ánimos para visitarla.
Así fue aproximándose el día en que iba a cumplirse el primer
aniversario de la muerte de Jan. Sin embargo, la señora Rijcken,
con la que había dejado de hablar de su hijo hacía ya meses,
parecía, entregada en cuerpo y alma a su agitada existencia, no
querer pensar en el pasado. De lo que ocurría en su interior, de la
oculta vida de su alma, no sabía nada. Y no obstante era su único
amigo verdadero.
Pero sucedió que en la mañana del día del aniversario de la
muerte de Jan, una vez que hubimos despachado, según costumbre,
los asuntos del día y hubimos trazado a grandes líneas el plan de
hacer, apenas terminada la temporada teatral, un gran viaje en
automóvil por el extranjero, tal vez por Italia, la señora Rijcken
dijo de pronto:
—Paul —y puso sus ojos en mí al decirlo con confianza y
126
sencillez, una mirada que me hizo recordar a Jan inmediatamente
—: ¿No podríamos ir hoy al cementerio donde está enterrado Jan?
—Está bien —contesté vivamente—. Es la primera vez. ¿Por
qué no ha ido nunca?
—No lo sé …
—Es extraño que ahora no hablemos nunca de Jan, como
hacíamos al principio ...
Mas comprendí de inmediato que entonces su estado de ánimo
experimentaría un cambio.
—A pesar de todo, me acuerdo siempre de él —se disculpó— y
rezo. Tengo que rezar todos los días. Yo creo que es él quien me
obliga a ello.
Aquel día parecía consternada a causa de Jan, y y a mí esto me
produjo una gran alegría.
Hora y media más tarde nuestro automóvil entraba en la aldea.
Hacía un día tan hermoso como aquel en que, un año atrás, Jan y
yo llegábamos allí a pie. Todo seguía igual: los árboles frutales
llenos de flores, las alquerías, los campos, el bosque, nada había
cambiado. Sólo Jan no estaba allí. Le eché en falta con
extraordinaria vehemencia, como no me había ocurrido durante
todo aquel tiempo transcurrido desde su muerte.
Detuvimos el automóvil delante del albergue, el dueño y la
dueña del mismo me reconocieron inmediatamente y me saludaron
con toda cordialidad y, cuando se enteraron de que nos llevaba allí
el deseo de visitar la tumba de Jan, nos dijeron que durante todo
aquel tiempo habían cuidado de ella y que en torno a la cruz de
madera habían puesto una gran cantidad de flores. Les pedí que 126

dispusieran dos cubiertos para la cena, y la señora Rijcken y yo nos


dirigimos al cementerio.
La aldea estaba sumida en el silencio y la quietud inmensa de
los campos, apenas perturbados por el rumor fugaz del vuelo de los
pájaros entre las tiernas frondas en la proximidad y algo más lejos
por algunos ruidos campestres. Y en el minúsculo cementerio, que
circundaba un seto de elevadas oxiacantas llenas de flores, aún
reinaba un silencio y una paz más profundos, una paz y un silencio
de extáticas lápidas sepulcrales y enhiestas cruces. Me parecía
como si hubiese encontrado entonces el origen del silencio y la
quietud.
Jan yacía en la parte posterior, junto al seto. Sobre su tumba
habían brotado algunas flores, un rosal trepaba por la cruz de
madera pintada de blanco, en la que figuraba su nombre, la fecha
de su nacimiento y la de su muerte.
Nos habíamos llevado un cesto lleno de flores y cuando las
hubimos desparramado, sin decir palabra, sobre la tumba, me
quedé de pie mirando la cruz, leyendo una y otra vez el nombre, la
fecha de nacimiento y la de su muerte. La señora Rijcken se
arrodilló en tierra y vi que movía los labios, rezaba.
Atravesábamos otra vez, ya de regreso, la plaza de la aldea,
cuando la señora Rijcken, mirando la cuadrangular y chata torre de
la iglesia, observó:
—¡Qué paz! Éste es un buen lugar para él. Y al cabo de un
momento:
—Voy a entrar en la iglesia un momento.
Hice un signo de asentimiento con la cabeza y la seguí.
126

Hacía frío en el interior de la pequeña iglesia. A través de las


policromas vidrieras penetraba una luz maravillosa que se
derramaba bajo las antiguas bóvedas y en torno a los pilares. No
había nadie, excepto el viejo párroco, que estaba arrodillado en un
reclinatorio, muy cerca del altar. Al entrar nosotros, no se movió.
Me llamó la atención el que la señora Rijcken humedeciera sus
dedos de la mano derecha en la pila de agua bendita situada cerca
de la puerta de entrada y se santiguara. Casi de puntillas, para no
perturbar el silencio reinante, nos dirigimos hacia la derecha, por la
estrecha nave lateral. Allí, en la hornacina de un altar, había una
antigua y sencilla imagen de María en medio de una gran profusión
de flores.
La señora Rijcken permaneció rezando, la mirada puesta
constantemente en la imagen de María, un buen cuarto de hora,
mientras yo, sentado, reflexionaba; lejanos recuerdos bullían en mí
y de pronto pensé con gran extrañeza que era un incrédulo.
Cuando ella se levantó, la imité y salí de la iglesia para esperarla
en el exterior. Estaba contemplando el amable paisaje que ofrecían
aquellos con tornos con sus alquerías, en cuyas ventanas palpitaba
un reverbero de tonalidades verdes bajo la sombra de los copudos
árboles, cuando percibí detrás de mí los pasos de la señora Rijcken.
Me volví y vi su rostro. La expresión del mismo era grave en grado
sumo, mas de una gravedad como nunca había visto en ella
anteriormente.
Silenciosos, atravesamos uno al lado del otro la solitaria plaza
en dirección al albergue ante el cual estaba el automóvil.
De pronto la señora Rijcken se detuvo y dijo agitada de un
126
modo sorprendente:
—Debo decírselo, amigo Paul. No lo comprendo. Hace unos
momentos me ha ocurrido algo singular, incomprensible.
La miré asombrado.
—Mientras estaba en la iglesia rezando a Nuestra Señora, he
oído súbitamente una voz —no sé decirle si brotaba en mí misma o
procedía del exterior—, que, con suavidad, pero al mismo tiempo
con ahincado encarecimiento, me ha dicho: "Ve y escucha.” He
obedecido y he visto el interior de una iglesia que no conozco; no
se trataba de esta pequeña iglesia; era completamente distinta. Y en
el púlpito de la misma he visto un sacerdote. Llevaba un hábito
blanco y negro; no he distinguido su rostro, pero he oído el sonido
de su voz, una voz potente y armoniosa. Y al mismo tiempo he
visto a Nuestra Señora, que tal vez se parecía a la imagen que hay
en esta pequeña iglesia, y tenía la certeza de que me estaba
diciendo: "Busca a ese sacerdote, él te ayudará.” ¿No es
asombroso?
La miré con ojos escrutadores, pero no descubrí en ella la más
mínima señal de exaltación. Hablaba con sencillez, tranquilamente,
como alguien que da cuenta detallada de un acontecimiento del que
ha sido testigo presencial.
—¿Qué debe significar todo eso? —pregunté algo
estúpidamente, reconociendo en mi fuero interno que no podía
dudar ni un solo momento de la veracidad de lo que me estaba
diciendo.
—No lo sé —contestó la señora Rijcken con voz queda, la
mirada fija al frente de ella, mientras reanudábamos nuestro
126
camino en dirección al albergue en cuya puerta abierta nos estaba
esperando la dueña del mismo.
Mientras cenábamos' —estábamos sentados en la misma mesa
donde, hacía un año Jan y yo habíamos tomado por espacio de
algunos días nuestras comidas, situada junto a la ventana que daba
sobre los árboles de la plaza— la señora Rijcken dijo una vez más:
—No comprendo lo que debe significar. ¿Cree usted que
debería buscar a ese sacerdote?
—Quizás sí —dije algo perplejo.
La acompañé también a la habitación que había ocupado Jan y
donde había muerto. También allí estaban todas las cosas en el
mismo sitio. Parecía como si todo hubiese sucedido el día antes... o
aún tuviese que suceder ...
Al atardecer estábamos de nuevo en la ciudad.
Se inició entonces una época de mi vida sumamente extraña.
Durante nuestro viaje de vacaciones, que se prolongó por espacio
de tres meses —el verano de aquel año fue espléndido: una larga
serie de día transidos de sol—, la señora Rijcken se dedicó a buscar
con frenético empeño, invirtiendo en ello a veces varios días
consecutivos, la realidad de su visión. Entrábamos en todas las
iglesias que nos salían al paso. Pero no reconoció a ninguna de
ellas.
Empezó a dudar. Me preguntaba si no habría sido un simple
sueño o si no habría sido víctima de una alucinación.
Cuando había cesado de buscar y parecía haber echado en
olvido la confusa visión, de nuevo experimentó el mismo
fenómeno, exactamente igual que la primera vez: vio el interior de
126
una iglesia y al sacerdote, y oyó el sonido de una voz y
nuevamente las mismas palabras: “Busca a ese sacerdote, él te
ayudará.”
Reanudó su búsqueda. Visitamos los lugares conocidos y medio
ignorados de peregrinación mariana, Kevelaar, Lourdes, La Salette,
todos los parajes donde la Madre de Dios era objeto de una
devoción especial. Pero de todas partes salió decepcionada.
En cierta ocasión le dije:
—¿Por qué no habla usted acerca de todo esto con un sacerdote?
Ella inclinó la cabeza y se sonrojó:
—Eso no puedo hacerlo. No me atrevo. No vivo debidamente.
He vivido en el pecado durante demasiado tiempo. ,
Pasó el verano. No habíamos entrado todavía en el invierno,
mas una neblina de mortal tristeza envolvía la tierra, y las
amarillentas hojas iban desprendiéndose unas tras otras de los
árboles, como lágrimas.
Me entregué de nuevo a disponer las cosas para emprender la
próxima campaña teatral, cuando un buen día la señora Rijcken me
mandó llamar a una hora desacostumbrada; tenía que hablarme.
Tal vez no reproduzca ahora textualmente las palabras que me
dijo, pero sí transcribo con fidelidad el sentido de las mismas:
—Voy a dar comienzo a una nueva vida. No sé cómo ni en qué
va a consistir ... Pero abandono el teatro definitivamente. Todo
esto, toda esta riqueza a la que tengo apego, de la que jamás creí
que podría separarme, debo devolverla. Abandono mi riqueza y mi
gloria. Hace años le dije un día a Jan que la pobreza me infundía
verdadero pavor, que prefería antes la infamia que sufrir 126

estrecheces, que prescindir del lujo, que conocer las atroces


preocupaciones por el pan de cada día y las amargas privaciones.
No me resulta fácil separarme de esta vida. Pero de esta manera no
puedo continuar. Ayúdeme, Paul, por la amistad que le unía a Jan.
Hoy mismo escribiré al hombre que me ha dado esto y del que aún
sigo recibiendo el dinero de la infamia. Lo que me pertenece en
propiedad personal lo entregaré a los pobres. Hace mucho tiempo
Jan me propuso lo mismo. En aquella ocasión me negué a hacerlo,
llena de cólera, y me reí de las palabras de mi hijo. ¿No será ahora
demasiado tarde? ¿Querrá interceder por mí todavía Nuestra
Señora?
La emoción me dejó sin habla. La vida es, en ver dad,
inextricablemente enigmática.
Y lo hizo tal como había resuelto.
Abandonó su rica casa y el teatro. Solamente se llevó consigo lo
indispensable al trasladarse a una habitación de uno de los barrios
más apartados de la ciudad. A partir de entonces se vistió con
extrema sencillez y me llamó la atención lo noble y bella que se
hizo la expresión de su rostro, la prestancia de toda su persona, y
observé asimismo que de día en día se iba pareciendo más a Jan.
Volví a alquilar una bohardilla y reanudé mi antigua existencia,
pues me negué a admitir lo que ella quiso darme generosamente
para mi mantenimiento y financiación de mis estudios. Y me puse
a vivir en espera de grandes acontecimientos, lleno de inquietud,
de apasionada curiosidad y de enorme asombro.
Poco tiempo después estaba trabajando en mi bohardilla —en
rudo contraste con el lujo en que me había desenvuelto a lo largo
126
del año inmediatamente anterior, me ganaba la vida muy
precariamente dando clases y escribiendo crónicas teatrales—
cuando alguien llamó a mi puerta y, al decir: “¡Entre!”, penetró en
mi cuarto la señora Rijcken.
Al instante eché de ver en su rostro que había ocurrido algo muy
importante.
“¡Ha encontrado!” —pensé con intensa alegría.
—Silencio, Paul —dijo sentándose junto a mi mesa, y sonrió
como únicamente Jan sabía hacerlo en ciertos momentos de dicha
—; se lo voy a explicar ordenadamente. ¡Es tan hermoso, tan
hermoso! ... Usted sabe que, desde que se obró el gran cambio en
mi vida, me puse a buscar otra vez. Recorrí todas las iglesias de la
ciudad, pero no encontré la que buscaba. Durante aquellos días
dudé de todo. Conocí la angustia mortal de los réprobos ... Pero
ayer por la mañana, después de la Misa, tuve otra vez con toda
claridad aquella visión, la misma hasta en sus más mínimos
detalles, y al propio tiempo adquirí entonces la certidumbre de que
muy pronto había de encontrar al sacerdote que tenía que
ayudarme .. . Ayer por la tarde venía aquí, cuando al atravesar una
plazoleta pasé por delante de una iglesia en la que aún no había
estado. Entré en ella. Y de pronto me encuentro instalada en la
realidad. Reconozco la iglesia, oigo la voz. En el púlpito hay un
sacerdote en hábito blanco y negro. Le reconozco, es el sacerdote
de mi visión ...
—¡Estuvo usted en la iglesia parroquial de Jan, consagrada a
Nuestra Señora, refugio de los pecadores!
—exclamé yo.
—Ya lo sé, ya lo sé —rió ella llena de bienaventurada felicidad
126
—; pero escuche, escuche ... Una vez terminado el sermón
pregunté al sacristán si podía hablar con el religioso. Me esperaba
en la sacristía. Se lo dije todo. Y escuche, Paul, escuche: aquel
sacerdote era el mismo monje dominico que convirtió a Jan ...
Y me miró con sus bellos ojos transidos de alma, riendo y
llorando al mismo tiempo:
—¿Hay algo más hermoso? ¿No es una maravilla advertir cómo
se hace visible, por decirlo así, la buena mano de Dios? La nueva
vida no empieza realmente hasta ahora. He de reparar, he de hacer
todo lo posible por reparar el mal que he hecho a los hombres y
sobre todo a Dios. He pecado de todas formas, con mi corazón, con
mi espíritu, con mi cuerpo, con mi alma. No me queda más que
una salvación, una sola salvación, la misericordia de Dios, y la
intercesión de Nuestra Dulce Señora.
He visto cambiar a mucha gente, para bien o para mal, pero una
transformación tan profundamente completa como la de esta mujer,
que un día se embriagaba apasionadamente con la gloria terrena y
poseía el poder formidable del arte en su suprema expresión de
sensualismo, no tiene par. Fue entonces una mujer sencilla, sin
adornos, sin bellos vestidos; estuvo peregrinando como una
mendiga de una iglesia a otra hasta que, tres meses más tarde,
ingresó en el noviciado de un convento carmelitano.
La última vez que la vi, el día antes de su partida, estuvimos
hablando mucho de Jan y me llamó la atención el hecho de que
hablara de él como de alguien que estuviese en vida. Me dijo
también cosas maravillosamente hermosas acerca del amor de
Dios. Y cuando se despidió de mí, me dijo mirándome
profundamente en los ojos: 126

—Ahora le esperamos a usted, Paul.


No tuvieron que esperar durante mucho tiempo.
¿Cómo resistir el poderoso impulso que me empujaba a
postrarme de hinojos al pie de la Cruz?
Ahora voy a visitar con frecuencia a la familia Baanders. Y
siempre hablamos de Jan y de su madre. Durante la primera velada
que pasé con ellos después de aquella larga ausencia, el señor
Baanders me contó que el día en que la señora Louise Rijcken
ingresó en el convento, él y su mujer habían recibido una carta de
ella, una carta tan hermosa, tan henchida de arrepentimiento,
humildad y amor, que se habían puesto de pie a la vez y habían
rezado juntos el Magnificat.
ACERCA DEL AUTOR

Nació en Utrecht (Holanda) en 1880, hijo de una familia noble protestante. Su entorno familiar, su formación artística y humanística y una inclinación natural
hacia el bien lo condujeron tanto a la literatura como a la política. En 1911 se convirtió al catolicismo, al que abrazó con fervor. En los años veinte sus artículos y libros
estimulan a un grupo de artistas y escritores que inician el "movimiento de los jóvenes católicos" que hace florecer a la Iglesia en Holanda. A la muerte de su esposa en
1953 ingresa al monasterio de Oosterhout donde permanece hasta su muerte en 1970.

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