La Vida Oculta - Van Der Meer
La Vida Oculta - Van Der Meer
La Vida Oculta - Van Der Meer
HACÍA poco más o menos un año que yo, en rebelión contra las 126
—¿Quién hay?
No contesté; confuso, me introduje rápidamente en mi propio
aposento y cerré la puerta.
Me senté con el oído atento...
De forma que tenía vecinos. Un vecino. Ya que se trataba de
una voz masculina.
Y mientras estaba meditando sobre aquel suceso inesperado, me
pareció recordar el acento de aquella voz. Se me antojó
conocida. Pero ¿de quién?, ¿de qué época? El tono que había
empleado aquel hombre no era el propio de una persona áspera,
sino más bien afable, simpática.
Aunque sentía una curiosidad extraordinaria por conocer el
rostro y aspecto de mi vecino, evité cuidadosamente encontrarme
con él al subir o bajar las escaleras. Suspendí asimismo mi
recorrida por los aposentos desalquilados. Algo había cambiado en
mi vida, volvía a sentir interés por algo fuera de mí mismo. Cada
mañana, muy temprano, le oía abandonar su habitación. La mayor
parte de los días, cuando se marchaba, aún no había amanecido.
Por más vueltas que le daba al magín no llegaba a comprender qué
iba a hacer fuera de casa a tales horas, especialmente en aquellas
mañanas invernales, oscuras y frías. No podía tratarse de su
trabajo, puesto que alrededor de una hora más tarde regresaba. A
veces le oía cantar en el curso del día admirables tonadas, suaves
y sumamente bellas, melodías completamente desconocidas para
mí, ejecutadas con tono triste y pausado.
Y yo fantaseaba, me inventaba las más peregrinas historias para
explicar la presencia de aquel desconocido que, en todo caso,
no podía ser una persona vulgar.
Fue un tiempo extraño. Yo vivía amorosamente atento a lo que 126
extraordinario interés.
Cuando la madre de Jan se marchó era ya tarde. Éste la
acompañó hasta el portal de la casa para hacerle luz e indicarle el
camino entre la nauseabunda oscuridad de las escaleras y los
pasillos. En la calle la i estaba esperando su automóvil.
Besó a Jan en ambas mejillas. Había en su actitud, cuando le
besó, algo así como una ternura respetuosa. A mí me dió la mano,
casi al modo de viejos camaradas, y me pidió que fuera a visitarla
en compañía de Jan.
Después pasé buena parte de la noche en el cuarto de Jan,
hablando con él. Recuerdo perfectamente que estuvimos
conversando durante mucho tiempo acerca i del problema del
dolor.
Yo, el rebelde, corroído por la duda, el desasosiego y el odio,
maldecía el dolor. Jan, que era un hombre profundamente creyente,
con un inmenso sosiego interior de paz y amor, aseguró que el
dolor ha de ser explotado a fondo, como si se tratara de una
mina de oro; —“el dolor no es ningún fin en sí, sino un medio para
alcanzar la pureza de alma y ser fuerte y perfecto como Dios”—
dijo. En mi vida había encontrado a una persona semejante. Jan me
pareció aquella noche una noble irrealidad.
También él me contó a grandes rasgos su vida desde que
abandonó el internado al mismo tiempo que yo y nos perdimos de
vista.
Entonces comprendí porqué las relaciones entre Jan y su madre,
que a mí me habían ya causado cierta extrañeza desde el
primer momento, eran tan particulares y qué drama se ocultaba en
el contraste entre aquella dama opulenta, aquella actriz que había
ido a visitar a su hijo en su propio automóvil, y Jan, que se· 126
II
blando.
Mentalidad simple y práctica, era incapaz de comprender al
pequeño Jan, un niño soñador, introvertido, cuyos grandes ojos
infantiles, en los que temblaba a veces una angustia, miraban
silenciosamente a su abuela mientras ésta se entregaba eternamente
a las mismas actividades. La abuela hablaba para su sayo, decía
todo lo que iba haciendo, y aquel silencioso mirar del pequeñuelo
le atacaba los nervios, le molestaba. Entonces le ordenaba que se
fuera a jugar, que se marchara al exterior a triscar por la avenida
con los niños de la vecindad. Y Jan, que a la sazón no había
cumplido aún los diez años, no comprendía porqué le hacía
marchar y dio en creer que su abuela no le quería.
Las escasísimas visitas de su madre fueron los grandes y
luminosos acontecimientos de su niñez. Ésta llegaba siempre de
improviso. En su más remoto recuerdo oía su amada voz
llamándole por su nombre desde lejos, desde la carretera que unía
la estación de ferrocarril con la pequeña población. Ella le besaba,
le tomaba en sus brazos y jugaba con él durante toda su
permanencia en casa. Cuando se marchaba, Jan, a pesar de su corta
edad, sentía acentuarse dolorosamente su añoranza por ella y en los
dos o tres días siguientes se acurrucaba en un rincón, en casa o
fuera de ella, para ocultar su amargo llanto. La abuela le buscaba y,
cuando le encontraba en su escondrijo con los ojos arrasados de
lágrimas, echaba en cara al niño, que no comprendía una palabra,
su ingratitud. Y éste sentía miedo.
Más tarde su madre iba a visitarle con un auto, que quedaba
estacionado delante de la casita. Algunas veces, cuando ella
permanecía en casa durante más tiempo, se vestía a Jan de punta en
blanco y podía sentarse junto a su madre en el automóvil, con el 126
al oído.
Jan escuchaba. Y mientras escuchaba, sin apartar un solo
instante los ojos de aquel monje, que citaba incesantemente las
palabras de aquel admirable diálogo entre Jesús y la pecadora y
aclaraba el profundo significado de las mismas, empezó a
verificarse en el alma de Jan el gran cambio. Fue como si de
pronto se iniciara el desvanecimiento de las tinieblas en que hasta
entonces había estado sumido: todas sus angustias y los recuerdos
tristes y su dolor y sus dudas fueron desapareciendo unos tras
otros. Una nueva vida amaneció en su alma. “Si scires donum
Dei, et quis est qui dicit tibi: Da mihi bibere; tu forsitan patisses
ab eo, et dedisset tibi aquam vivam”. —“Si conocieras el don de
Dios y supieras quién te dice: Dame de beber, tú le habrías pedido
sin duda a él y él te habría dado agua viva”. —Jan comprendió
súbitamente con su corazón las palabras que oía. Se vio colmado
de una dulcísima alegría, le inundó la gloriosa lluvia de dorada luz
que su alma radiante rebosaba ... Arrodillóse de suyo y lloró ...
Después del sermón Jan preguntó al sacristán si le sería posible
hablar unos momentos con el monje. Inmediatamente se le
introdujo en la sacristía. Allí estaba el monje, grande y bueno
como un padre.
Hizo una indicación a Jan para que se sentara, se sentó él mismo
y dijo sonriente:
—¿En qué puedo ayudarle?
Le llamó la atención a Jan la expresión de aquel rostro de rasgos
enérgicos. Espíritu y sabia bondad, un reflejo de la paz que no es
de este mundo, y también la pura alegría de un niño, vivían sobre
la despejada frente y en el profundo sosiego de los ojos.
Jan dijo con emocionada sencillez: 126
de una niñita, por más que ya había cumplido veinte años; su voz
infundía alborozo y al mirarla parecía contemplarse la diáfana
profundidad de un alma pura. No era locuaz, escuchaba siempre
atentamente, y cuando reía parecía de pronto que la dicha se había
convertido en sonido.
La conversación fue siempre animada, ora seria, ora de nuevo
retozona tras un súbito cambio, y Jan se encontraba a sus
anchas entre aquella familia, aunque había cosas que él entendía de
muy distinta manera. Ellos no habían conocido nunca la amarga
miseria y esto hacía que en ocasiones emitieran juicios algo
superficiales; posiblemente no habían reflexionado nunca sobre
semejantes situaciones, mas Jan se dio cuenta de que había en ellos
la posibilidad, puesto que poseían la fe fuerte, de soportar
heroicamente, como verdaderos cristianos, las contrariedades y el
dolor.
Le llamó la atención la reposada sencillez de la señora
Baanders, la apacible actitud de un espíritu ecuánime que, aunque
inconsciente de la vida, es fuerte porque conoce a Dios.
El señor Baanders era un hombre de aspecto sano, amable,
cincuentón, con ojos inteligentes tras un binóculo de oro. La
expresión de su rostro vigoroso era noble y grave, y a deducir por
las preguntas que dirigió a Jan acerca del trabajo de éste y por su
conversación se advertía que era un hombre de dilatados
conocimientos y general desarrollo.
Pero quien le atraía más a Jan era Madeleine, de cuya apacible
figura, de cuyo ser tan íntegro, puro y deliciosamente lozano
emanaba un encanto que obligaba a Jan a mirarla sin cesar, y
cuando se encontraban sus miradas le parecía al joven que la vida
adquiría un nuevo resplandor; un suave alborozo, como nunca 126
VII
brazo.
Después de haber caminado un buen trecho en dirección a su
casa, Jan enderezó sus pasos hacia la calle donde vivía el padre, su
confesor. Unas horas más tarde, después de haber pasado todo
aquel tiempo esperando en vano el regreso de Jan y cuando
empezaba ya a estar intranquilo ante la prolongada ausencia del
mismo, llegó un empleado de telégrafos y me entregó una carta
urgente. Desde hacía meses no recibía una carta semejante. Me
sobresalté, creí que le había ocurridoalgo a Jan. Rasgué
inmediatamente el sobre, busqué la firma: Baanders, y leí el breve
contenido de la misiva, escrito a toda prisa: “Querido amigo:
Por poco que pueda venga a verme inmediatamente. Debo
hablarle con toda urgencia de un asunto muy grave. (Esta frase
estaba subrayada.) Estaré en casa durante toda la tarde, y le
espero.”
Volví a leer el escrito, examiné las palabras cuyo trazo irregular
denotaba un gran nerviosismo y sentí una súbita angustia. Me puse
el sombrero y salí disparado hacia la casa de los Baanders.
La sirvienta que acudió a abrirme y que sabía ya, por lo visto,
que iba a llegar, me introdujo inmediatamente en el gabinete de
estudio del señor Baanders.
Éste, al verme entrar, se puso de pie. Me indicó una silla,
delante de su mesa escritorio, y él mismo se sentó detrás de ella, de
tal forma que quedaba entre donde estaba yo y la ventana, cuyo
raudal de luz me daba de lleno en el rostro y me impedía distinguir
claramente las facciones de mi interlocutor.
Me llamó la atención su calma, su solemnidad casi, como si
hubiera tenido delante de mí un hombre que, hallándose en una 126
IX
ME puse a caminar a su lado como envuelto en una vorágine,
como aturdido por un mazazo en la cabeza. No decíamos una
palabra, andábamos de prisa, yo no reconocía las calles por donde
pasábamos, me limitaba a andar al compás de mi acompañante;
sólo cuando nos detuvimos delante de la casa de la señora Rijcken,
adquirí conciencia del mundo que me rodeaba.
El señor Baanders llamó. Me parece que tuvimos que esperar
mucho tiempo. Al fin se abrió la puerta.
—La señora no está en casa —dijo el criado.
Ninguno de los dos habíamos pensado en esta posibilidad.
—¿No está en casa? —oí que repetía mi acompañante como si
no acabara de entender el significado de aquellas palabras.
—La señora no está en casa —dijo el criado una vez más—. A
estas horas del día no está casi nunca.
—¿Dónde está entonces? —preguntó el señor Baanders.
—No puedo decírselo, señor —dijo el otro con su lisa voz de
lacayo.
126
nú t i l y s u p e r fl u o q u e s i g an atormentándose. Tengan
confianza en Jan. Vamos... — dije dirigiéndome al señor Baanders
que tomó su sombrero del canapé. Se me hacía intolerable
continuar en el saloncito vivamente iluminado, con aquellos
relumbrantes espejos donde se reproducían nuestras figuras como
espectadores de nosotros mismos.
Pareció que mis palabras habían infundido un poco de aliento en
el ánimo de la señora Rijcken como del señor Baanders, quienes
hicieron un signo de aprobación con la cabeza y dijeron al mismo
tiempo:
—Está bien.
Me dirigí a la puerta, la abrí y al volverme vi sin sorpresa que
Baanders y la señora Rijcken se daban la mano. Murmuré
estúpidamente:
—¡Qué cosas más raras pasan en la vida! . ..
Llevé al señor Baanders a su casa sin que durante todo el
camino intercambiáramos una sola palabra sobre el caso, me
despedí de él delante de su domicilio con un estrecho apretón de
manos y la promesa de que al día siguiente por la mañana, lo más
pronto posible, iría a verle, y salí disparado en dirección a mi
cuarto.
Aunque cuando llegué eran ya más de las doce de la noche,
encontré a Jan trabajando en la mesa, junto a la lámpara. Al verme
entrar me miró con rostro risueño.
—Esta noche he dibujado algo muy bueno —dijo con gran
contento—: una ilustración para el señor Baanders, el Hijo Pródigo
126
... Pero, ¿dónde te has metido durante todo el día?
Me incliné sobre su hombro en el que había apoyado una mano.
El pequeño dibujo estaba allí deste liando como un agrupamiento
puro de piedras pie ciosas verdes, moradas, azules, rojas y
amarillas. Era una preciosidad de extasiante colorido. Y en la
sencilla actitud de las figuritas vivía una conmovedora y tierna
sensibilidad.
—Es extraordinariamente bello —dije admirado.
—Sí, amigo, sí, ya empiezo a entender en el asunto. Y
¿sabes qué he pensado esta noche mientras estaba dibujando? ...
Pues he pensado ilustrar el Misal. El texto lo escribo yo mismo con
una clase de letras que todavía no he encontrado. Y por todas
partes ilustraciones, en ocasión de todas las fiestas. Es un trabajo
gigantesco, pero puede ser muy hermoso.
Mientras hablaba lleno de entusiasmo, fui a sentarme al otro
lado de la mesa. Estaba muerto de cansancio: mis ojos, mi rostro,
todo mi cuerpo me hacían daño de puro fatigado que estaba.
Jan me miró inquisitivamente.
—Tienes una cara muy extraña esta noche, Paul. ¿Qué has
estado haciendo durante todo el día? ¿Hay algo que te inquieta, que
te hace cavilar? Tienes que decírmelo. Lo veo en tus ojos. No,
muchacho, tú no puedes ocultarme nada. Tienes el aspecto de estar
deshecho. Ésos no son tus ojos normales. ¿Qué pasa, Paul?
Puso su mano sobre la mía que yo había dejado caer sobre la
mesa bajo la luz de la lámpara. Y nuevamente apareció en su rostro
aquella expresión irresistible, llena de bondad y amor, que tenía la
virtud de apaciguar y esclarecer el alma agitada por los más
violentos tumultos. 126
X
DESPUÉS de haber efectuado por la mañana el encargo
particularmente penoso de notificar al señor Baanders y a la señora
Rijcken la marcha de Jan, hacia las doce del mediodía regresé a
casa, donde encontré a Jan ocupado en meter nuestra ropa, nuestros
libros y demás efectos en dos maletas. En medio del desorden
reinante en el cuarto expliqué a mi amigo brevemente que su
decisión no había servido, al parecer, de gran alivio al hombre que
iba profundamente inclinado bajo el peso de su culpa y todavía no
poseía fuerzas para aceptar el desquiciamiento de su vida.
—Está en las manos de Dios —dijo Jan.
A la señora Rijcken la había encontrado muy preocupada por
Jan; el modo como éste había aceptado el golpe fatal sin atender
gran cosa a su propio dolor no causó a su madre ninguna extrañeza,
y en la decisión de su hijo de abandonar la ciudad para de esta
manera facilitar a los demás el olvido reconoció la noble y
abnegada naturaleza del mismo.
—Ella pertenecerá a Dios más que nadie —dijo Jan, pero no
comprendí aquellas palabras enigmáticas. No me preguntó
absolutamente nada. Le oculté que tanto al señor Baanders como a
la señora Rijcken había tenido que prometerles que de cuando en
cuando les escribiría dándoles noticias de la vida de Jan. Ambos
me habían dado asimismo cierta cantidad de dinero que no me
atreví a rechazar. Y además había hablado unos momentos con la
señora Baanders. Cuando, procedente del gabinete de trabajo del 126
Nació en Utrecht (Holanda) en 1880, hijo de una familia noble protestante. Su entorno familiar, su formación artística y humanística y una inclinación natural
hacia el bien lo condujeron tanto a la literatura como a la política. En 1911 se convirtió al catolicismo, al que abrazó con fervor. En los años veinte sus artículos y libros
estimulan a un grupo de artistas y escritores que inician el "movimiento de los jóvenes católicos" que hace florecer a la Iglesia en Holanda. A la muerte de su esposa en
1953 ingresa al monasterio de Oosterhout donde permanece hasta su muerte en 1970.