Las Dos Fundaciones de Buenos Aires
Las Dos Fundaciones de Buenos Aires
Las Dos Fundaciones de Buenos Aires
Hecho el depósito
que marca la ley.
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ESTUDIO PRELIMINAR
POR
ENRIQUE DE GANDÍA
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no puede darse a vida tan efímera y final tan desastroso- es la
que nos ofrece Schmidel.
Su visión es la del comparsa, un tanto ignorante, que solo
anota los pequeños sucesos que ocurren a su derredor, pero
que al recordarlos, años después, en la lejana Baviera, lo hace
con una emoción tan cubierta de indiferencia, que a ratos lo
extraordinariamente dramático de ciertos episodios pierde toda
su inverosimilitud y acaba por parecer cosa natural.
Pero Hernández tiene de la primera fundación de Buenos
Aires una visión fría, de cronista que consigna los principales
hechos ocurridos, con sus fechas exactas, cuidando de no
aumentar ni en uno solo el número de los hombres que tomaron
parte en cualquier expedición. Es el complemento desteñido y
minucioso de Schmidel, que en este caso representa el “color”.
Las poesías, pocas y malas, del clérigo Luís de Miranda,
aunque den algunos datos acerca de las penurias pasadas en la
primera fundación de Buenos Aires, no pueden, en ningún caso,
considerarse como una obra histórica propiamente dicha.
La visión de Miranda es mísera por lo limitada, y catequística
por sus miras de considerar aquellas desventuras como un
castigo del cielo.
Hernández, Schmidel y Miranda representan la visión de los
actores. A ella sigue la visión de los primeros cronistas: el
arcediano Martín del Barco Centenera, cuyo poemastro “La
Argentina” se imprimió en Lisboa en 1602, y el paraguayo Ruy
Díaz de Guzmán, cuya conocida crónica, también denominada
“La Argentina”, debió hallarse terminada en la Asunción en 1612.
Guzmán es mucho más historiador que Centenera. Éste se
complace en rimar lo maravilloso con lo vulgar. Ambos no
despreciaban algunos documentos cuya consulta les era en
ciertos puntos imprescindible. Mientras el arcediano traducía en
verso frases de expedientes del archivo de la Asunción y se
inspiraba en las versiones latinas de 1597 y 1599 de la “Vera
historia” de Schmidel, el capitán payaguayo seguía en sus
descripcines geográficas el mapa de Sebastián Caboto,
reproducía algún documento, hoy perdido, y repetía, a menudo
anacrónicamente, las referencias y ecos que llegaban a sus
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oídos en sus viajes por el Paraguay y el Tucumán, sin que en su
obra hayan tenido influencia ni la “Crónica” del Perú, de Cieza de
León -como se ha supuesto, una vez, infundadamente-, ni
ninguna otra obra de los primitivos cronistas de Indias.
La visión de los tradicionalistas es una mala construcción
literaria a base de plagios hechos a Schmidel, Guzmán y
Centenera. Los cronistas jesuitas Lozano y Guevara, y más
tarde, el Dean Funes, no adelantaron ni siquiera en ningún
pormenor las investigaciones relativas a los orígenes de Buenos
Aires.
Félix de Azara tuvo otra visión muy especial de la conquista
del Río de la Plata: fue la visión del hipercrítico que se propuso
esclarecer con documentos de los archivos paraguayos las
aparentes obscuridades de Schmidel, Guzmán, Centenera y Pero
Hernández. Azara tiene el mérito de haber inaugurado la
crítica histórica en el Río de la Plata; pero sus observaciones
llevan en sí la fatalidad del errar constante. Su historia de la
conquista del Paraguay es la más equivocada de las que han
tratado esta materia. Azara desnaturaliza los hechos, destruye
todo lo auténtico que nos legaron los primitivos cronistas
platenses y sus juicios, tan decisivos pecan de arbitrarios cuando
no de absurdos. En cada página de Azara son más los errores
contenidos, que las afirmaciones casualmente acertadas.
En los años 1801 y 1802, en el “Telégrafo Mercantil, rural,
político económico e historiográfico del Río de la Plata”, dirigido
por el Coronel Don Francisco Antonio Cabello y Mesa, “Enio
Tullio Grope” y “Patricio de Buenos Aires” polemizaron acerca de
los orígenes de esta ciudad en forma elevada y crítica. “Enio
Tullio Grope” mantenía que Buenos Aires se había fundado en el
año 1536. “Patricio”, después de complicados cálculos, se
anticipó a Paul Groussac acertando que un día de febrero se
realizó la fundación; pero se equivocó al sostener que fue en
1535 y no en 1536. “Patricio” demuestra conocer a fondo a los
primitivos cronistas y a ratos exhuma documentos de nuestro
archivo general; pero su visión histórica es nula: no pasa de ser
la de un crítico que discute una fecha.
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Con Bartolomé Mitre se abre para la historia argentina una
nueva era. El fue el fundador de los modernos estudios históricos
en nuestro país; el primero que enseñó a las sucesivas
generaciones de historiadores argentinos los métodos más
perfectos para escribir historia, consultando siempre los
documentos y agotando en cada caso el tema, en contra de
Lopez, que aseguraba que la historia no debe estar documentada
como una cuenta corriente y para quien la filosofía valía más que
la erudición.
Mitre tuvo de nuestros orígenes una visión profunda y
comprensiva. Los estudió a fondo, como lo demuestran los
numerosos documentos inéditos, y otros copiados, que se
conservan en su antigua biblioteca del Museo Mitre. No obstante,
no se detuvo largamente en nuestros orígenes históricos, porque
más le interesaban nuestros orígenes nacionales.
Eduardo Madero, en 1892, publicó el primer trabajo
seriamente documentado sobre el puerto de Buenos Aires. Hoy,
la historia de Madero se nos presenta como una valiosa
colección de apuntes, pero en su tiempo produjo hasta el efecto
de despertar en Groussac su afición por los estudios de nuestra
historia colonial.
Clemente L. Fregeiro hiro de la obra de Madero un examen
crítico que hace pensar en los excelentes trabajos que habría
podido producir si otros motivos no se lo hubiesen impedido.
Los miembros de la Junta de Historia y Numismática
Americana fueron los que dieron mayor impulso a los estudios
relacionados con los orígenes de Buenos Aires: Enrique Peña, el
P. Antonio Larrouy, Samuel A. Lafone Quevedo, Manuel M.
Cervera, Anibal Cardoso, Manuel Domínguez -desde el
Paraguay- Enrique Ruíz Guiñazú y otros, prepararon los
materiales que habían de permitir a Paul Groussac escribir su
“Mendoza y Garay”, de tal suerte calcado sobre las monografías
de los mencionados autores, que hasta el mismo final de su vida
de Juan de Garay es una repetición, embellecida, de los
párrafos con que el P. Antonio Larrouy termina sus “Orígenes de
Buenos Aires”.
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En cuanto a la parte geográfica, sabido es que Félix F. Outes
ha hecho publicaciones que sobrepujan en mucho todo lo
alcanzado por los demás estu, diosos en nuestro país.
La obra de Paul Groussac, salvo unos detalles eruditos que
creemos haber rectificado en algunas publicaciones nuestras, fue
hasta ayer la última visión de los orígenes de Buenos Aires:
visión completa de historiador que abarca la epopeya platense
con una mirada amplia, desde el predescubrimiento del Río de la
Plata hasta la muerte de Juan de Garay, y se prolotiga en las
“Notas” a la edición crítica de “La Argentina” de Ruy Díaz de
Guzmán.
La visión histórica más completa de los orígenes de Buenos
Aires fue dada, pues, por Paul Groussac, quién resumió los
trabajos hechos con anterioridad, perfeccionándolos,
ampliándolos y construyendo, como conjunto, una obra orgánica
y continua.
La obra de Groussac es la de un historiador moderno. Se
aseguró que también era la de un artista; pero no: la obra de
Groussac ni llega a tanto ni nunca se propuso serlo.
La primera visión artística de los orígenes de Buenos
Aires, que viene a ser como la esencia de todas las
investigaciones realizadas hasta la fecha -con lo cual parece
cerrarse el ciclo de las búsquedas sobre la conquista- acaba de
lanzarla al público un estilista de alto renombre: Enrique Larreta.
El autor de “La Gloria de Don Ramiro” y “Zogoibi”, y tantas
otras piezas magistrales de literatura, después de ahondar en el
alma dramática de nuestra Pampa, ha vuelto a sentirse llamado
por la época, llena de extraño hechizo, de Carlos V y Felipe II
que tan profundamente analizara y comprendiera en “La Gloria
de Don Ramiro”.
El siglo de Carlos V y Felipe II no solo es soberbio y
maravilloso en España; lo es aún más en América, y es por ello
que Larreta, después de haber concretado en Ávila la expresión
total de Castilla, ha sintetizado en Buenos Aires el espíritu más
hondo de la conquista americana.
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“Las dos fundaciones de Buenos Aires”, con ilustraciones
originales del célebre artista francés Guy Arnoux, son la esencia
de la conquista del Nuevo Mundo.
Admirables sin duda son las escenas de la conquista de
México y Perú, en que un grupo de españoles, aprovechándose
de la sorpresa que causan en los salvajes y del terror que
infunden los caballos y las armas de fuego, logran dominar
prontamente grandes masas de indios.
La conquista de nuestra patria fue algo muy distinto. Larreta es
el primero en advertirlo: “Aquí la tierra defendióse con fiereza
única. Los naturales no se dejaron intimidar, como en otras
partes, por la novedad del caballo (vocación misteriosa), ni por el
trueno de la pólvora”. Groussac dijo que la conquista rioplatense
se diferenciaba de la conquista de México y el Perú, porque allí
fue verdadera conquista y aquí fue colonización. Disentimos. Las
intenciones de Mendoza no fueron las de venir a colonizar, sino
las de impedir que los portugueses llegaran desde el Brasil a las
minas del Alto Perú (esto ya era una obligación) y alcanzar la
Sierra de la Plata. La misma ilusión que había atraído a Caboto y
a Diego García y atraería más tarde a Juan de Ayolas y a Irala.
La colonización vino después, como en México y el Perú. Lo que
en el Río de la Plata faltó, fue el escenario de los imperios, con
sus palacios, sus templos, sus reyes, sus sacerdotes y sus
cortes. Faltó el decorado teatral. “Esta comarca, que había de ser
un día deheza del mundo, acabó por arrojar de sí a los primeros
conquistadores con el flagelo del hambre”. El drama del hambre
no lo hubo ni en Méxioo ni en el Perú. “Quién sabe -prosigue
Larreta- si la sensibilidad futura, más golosa de expresión que de
brillo, no acaba un día por encontrar mayor belleza en la
quijotesca desgracia de ese cuadro nuestro con su fondo de
llanura salvaje, que en las aventuras espléndidas del Perú y de
México, al empezar la conquista”.
Así es, en efecto: el cuadro de nuestra conquista tiene, “por lo
menos, un sabor más agudo: la especia del de sengaño. Sabor
cervantino. Pimienta de ínsula”. Esto la distingue también de
todas las otras conquistas. Nunca siguieron mayores fracasos a
tan grandes ilusiones. En México y en el Perú no hubo
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desengaños. Los rescates de Moctezuma y Atahualpa
asombraron a España y al Mundo. Pedro Mártir de Anglería
escribía a sus amigos de Italia que “en la superficie de la tierra
encuentran pepitas de oro en bruto, nativas, de tanto peso que
no se atreve uno a decirlo”. Américo Vespucio agregaba que en
las Indias, “el oro, las piedras preciosas, las joyas y demás cosas
de esta clase que acá en Europa reputamos por riquezas, no las
estiman en nada, antes bien las desprecian de todo punto y no
hacen diligencia ninguna por tenerlas”. En México, según Dernal
Díaz, los ballesteros juraban que “todas las saetas y guijaradas
que tuviesen en su aljaba las habían de hacer de oro”, y
Fenández de Oviedo refería que el perro Leoncio, que recibía su
parte de botín lo mismo que cualquier conquistador, había
ganado a Vasco Núñez de Balboa “más de mil pesos de oro”.
Todo en América era delirio. Hasta el Licenciado Lagasca
confesaba que en el Perú habían sido mucho más las nueces
que el ruido. En cambio, en Buenos Aires...
“Año de 1536. Fines de otoño. Las tres de la tarde. El
pampero grita en las rendijas y mete en el interior de la choza el
frío del desierto... Ahí se está don Pedro, arropado hasta las
barbas, pálido como un muerto...” A su lado, junto al lecho, lo
acompaña el hermano de Santa Teresa: Rodrigo de Cepeda.
Larreta ha hecho de esta escena un cuadro inimitable. Nadie
jamás la ha sentido tan intensamente ni la ha comprendido de un
modo más profundo.
Su filosofía y su simbolismo pasarán inadvertidos a muchos
por lo sutiles y elevados. Es la llama que animó “La Gloria de
Don Ramiro” que arde también en Buenos Aires. El mismo siglo,
el mismo espíritu. Por un lado, las esperanzas locas; por el otro
las desventuras terribles. Los hombres lo mismo se lanzaban a
la conquista de las estrellas, que se dejaban morir arrimados a
los árboles, como dice el P. Aguado, “contando de los regalos
que en Itatia habían tenido”. Eran conquistadores aguerridos y
brillantes, o frailes místicos y humildes. El eterno dualismo del
alma española.
La expedición de Mendoza tuvo todo esto. Boato y poderío, al
partir -un sueño de oro en cada conquistador-; peste, hambre y
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muerte cuando Don Pedro se decidió a volver a España. Las
capitulaciones hablaban de tesoros a descubrir, de rescates de
príncipes. “Parecen palabras de don Quijote a su escudero”, dice
Larreta. “No tengo qué comer... me voy y con seis o siete
llagas...” escribía Don Pedro a Ayolas en el momento de
abandonar el Río de la Plata. No hubo jamás un contraste igual.
Tenía razón Larreta al afirmar que hay más belleza en nuestra
conquista que en las de México y Perú. Él lo ha comprendido y
ha hecho de nuestros orígenes un drama y un poema a la vez.
Como estilo, en momentos se supera a sí mismo. Párrafos hay
en este libro que no se encuentran en ninguna de sus otras
obras. Tales los que relatan la muerte de Juan Osorio, asesinado
por orden de Mendoza en Río de Janeiro, porque había
amenazado sublevarle las naos. ¡Pobre don Pedro! Siempre le
parecía verlo, no “a manera de humo, como todos los espectros”,
sino “espectro claro, macizo, con lujosos atavíos que relucen al
sol, y siempre extendido largo a largo sobre la arena de aquella
bahía maravillosa del Brasil.” Se ha recriminado mucho a Don
Pedro la muerte de Osorio, tal vez con imcomprensión e
injusticia. Así lo entiende también Larreta: “Fueron los otros;
fueron esos judíos con sus mentiras los que hicieron que él,
engañado, ordenara que lo matasen.”
Es la reivindicación que se impone. La inició, hace tiempo, el
investigador paraguayo Manuel Domínguez, en “El alma de la
raza”. Sus razones son de peso. “Los héroes del siglo XVI
miraban con deleite descuartizar al prójimo si éste era un traidor
o le veían sin cuidado carbonizarse si el prójimo era un hereje”.
Mendoza estaba enfermo y Fernández de Oviedo atestigua que
al partir todos pensaban que el adelantado “había de hallar su
sepultura en la mar”. Osorio era un andaluz sin duda demasiado
conversador, pero sus amenazas no podían pasar inadvertidas a
don Pedro. Hoy sentimos lástima por la víctima y odiamos al
victimario, sin pensar que el primero celebraba de antemano los
funerales del segundo. “Con ver esto -dice Domínguez- aquel
hombre despechado sintió rabia, la rabia del hombre enfermo, y
aparte de todo, sería efectivamente alarmante la popu laridad del
maestre de campo y más para la imaginación enfermiza del
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adelantado. En suma, Mendoza, no sin razón, y más en su
violento estado, desconfió de aquel oficial que no tenía el arte
de hacerse perdonar su popularidad sospechsa”. Desconfió con
razón, y secretamente -pues si Osorio lo hubiera sabido se
habría sublevado y lo habría hecho matar- lo enjuició y condenó.
El 5 de marzo de 1544, el Consejo de Indias falló que “Mendoza
oyó y pronunció mal”; pero el pobre Mendoza ya eran muchos
años que había muerto. Nadie lo defendía y el padre de Osorio,
implacable en sus acusaciones, echaba sobre él todo el peso de
su venganza.
Un presagio fue para los conquistadores la muerte de Osorio:
presagio de desventuras, sufrimientos y trabajos sin fin, que
siempre se han realizado en esta América engañosa y cruel.
También fueron como un presagio las mujeres que vinieron en
la armada de Mendoza. Eran muchas. Las había honestas y
fieles a sus maridos, y también “enamoradas”, como las llamaban
los soldados de entonces; pero todas sostenían el espíritu
decaído de los conquistadores afiebrados y hambrientos. Una de
ellas firmó una carta célebre que refleja su inspiración. Se
llamaba Isabel de Guevara y dirigió su misiva a la princesa Doña
Juana, ignorando que había muerto algún tiempo antes. Larreta
halla que esta carta impresiona “por la grandeza trágica de la
situación que describe y por lo que dejan imaginar sus toques
admirables”. Es el mejor juicio que se ha hecho de ella. Y los
toques, en verdad, son admirables: las mujeres hacían centinela,
rondaban los fuegos, armaban las ballestas cuando alguna vez
los indios les venían a dar guerra... Como se sustentaban con
poca comida y no habían caído en tanta flaqueza como los
hombres, les decían, “con palabras varoniles, que no se dejasen
morir...”. Y todo ello lo hacían solamente de caridad.
“Que no se dejasen morir”... Porque los había, como en las
selvas del Cenú, que se dejaban morir y parecían cadáveres, “así
extendidos de espaldas sobre la cubierta, con los ojos cerrados o
muy abiertos y fijos”. Es Larreta, ahora, quien describe el
maravilloso viaje por el Paraná, en busca de la Sierra de la Plata
guíados por Ayolas, lrala y Don Carlos de Guevara. Un
conquistador, Francisco de Villalta, recuerda también aquel viaje
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por entre indios que “huían en ver gente nueva y que nunca
habían visto”, y dice que los tiempos eran “tan abominables y
malos... que visiblemente parecía que en los aires hablaban los
demonios”. Larreta evoca aquellos mementos como si los
hubiese vivido. Cada frase es un cuadro y una emoción.
“Pasan -nos dice-, a ambos lados, las costas salvajes, con sus
bosques terribles. Aquella muy distante, ésta muy próxima. Ha
crujido una rama seca. Alguna pasada alimaña. De pronto en el
gran silencio óyese el grito largo y como sonriente de un pájaro
que parece encantado. El viento empieza a cambiar. Las velas
dan ahora parchazos contra el mástil. Otra vez el grito del ave.
¿Se burla o quiere decir que ya está cerca la ciudad de los
templos de oro y calles de plata?...”. De pronto, el drama de la
primera fundación de Buenos Aires termina con la muerte de
Mendoza, en alta mar, cerca de las islas Terceras. “Aquel hombre
fue siempre un arder continuo de pasiones desaforadas”, dice
Larreta. Su cuerpo, arrojado al mar, habrá producido como “el
rumor de un ascua en el agua.”…
Como en las novelas antiguas, pasan muchos años. Otros
tiempos, otros hombres. Ahora es un nuevo personaje. Viene
desde la Asunción, donde habían quedado los restos de la
armada de Mendoza. Funda nuevamente a Buenos Aires. Lo
acompañan muchos jóvenes criollos. Con él hay también
alguien que presenció la primera fundación y ahora mira
conmovido, con las lágrimas en los ojos, cómo resucita una
ciudad que no ha de morir jamás. En el alma del hombre que
asistió a las dos fundaciones suben y bajan, del corazón al
cerebro, emociones imposibles de describir. Entonces, en
tiempos de Mendoza los conquistadores venían del Océano para
buscar en la tierra adentro la riqueza; ahora vienen del interior
para buscar con el comercio del Océano una nueva fuente de
prosperidad. Eran largos años que tanto en el Alto Perú como en
la Asunción, se reclamaba un puerto sobre el Océano. El
Licenciado Matienzo, desde Charcas, lo pedía insistentemente.
Lo mismo habían hecho Martín Suárez de Toledo, Hernando de
Montalvo y Pedro de Orantes, desde la Asunción. Y ahora lo
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fundaba, con toda desenvoltura, Juan de Garay, un vascongado,
nacido en Orduña, la única ciudad de Vizcaya.
Los eruditos han discutido mucho el lugar de su nacimiento.
Hasta hace poco dijeron que había venido al mundo en un pueblo
de la provincia de Burgos; ahora otros sostienen que nació en
una pequeña población de las Encartaciones. Nosotros hemos
probado repetidas veces que nació en Orduña. Hemos
descubierto hasta los restos de su antigua casa solariega, en
aquellas montañas adonde todo argentino debería ir en
peregrinación una vez en su vida.
La historia de las dos fundaciones de Buenos Aires es todo un
símbolo y una predestinación. Larreta -también en esto- ha sido
el primero en comprenderlo.
“Las dos fundaciones tan diferentes una de otra, habían de
dejarle para siempre a la ciudad doble sello. Su historia sería en
adelante conflicto o concierto de esas dos cualidades. Desenfado
andaluz, cordura vizcaína”. Es por todo ello que nuestra ciudad
nació “con un hechizo misterioso”.
El romance de las dos fundaciones ha llegado a su fin. La
visión del artista que se inspira en la historia ha cumplido su
misión: dio vida a cosas muertas, iluminó sombras, corporizó
espectros. Parecía imposible que en tan pocas páginas pudieran
encerrarse tantas bellezas y, no obstante, la obra se ha hecho.
Los historiadores se asombran que en los fríos documentos de la
conquista se haya hallado tanta emoción y tanto espíritu. ¿Este
es el Mendoza que nosotros conocimos -se preguntan- desteñido
en aquellos legajos amarillentos, todos cubiertos de polvo?
¿Este soplo que nos acaricia desde el fondo de
los siglos, es el mismo que corría entonces? ...
Toda obra de arte tiene mucho de personal. En esta no podía
faltar. Cuando la visión artística de los orígenes de Buenos Aires
comienza a disiparse, surje la emoción personal del autor. Son
recuerdos que flotan entre nostalgias vaporosas.
“Yo alcancé a conocer el Buenos Aires aldea -nos cuenta
Larreta- el de Rozas. ¡el de los virreyes!, toque más, toque
menos...” Y luego piensa: “¡Ir de zaguán en zaguán, en verano, a
la hora de la siesta, atisbando! Alguna persiana deja escapar olor
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de sahumerio. En los patios, penumbra de toldo. Junto al aljibe
las hojas anchas, traslúcidas, frías del banano, rociadas con el
agua del cubo de cobre. Vese pasar a la negrita enjoyada y
descalza. Una niña se hamaca en la mecedora, mirando todo el
tiempo hacia la calle. La pantalla despega suspiros. ¡Qué calor!
Pero, ¡qué dulce embriaguez la que llega de las plantas mojadas!
...”.
No conocemos evocación más bella de aquel Buenos Aires de
cuando éramos niños. Volvemos a verlo. Y también nos parece
vernos a nosotros mismos. Comenzábamos a soñar sobre
gruesos libros de historia y de geografía. Nuestra vocación se
forjaba lentamente. De Don Pedro de Mendoza solo sabíamos su
nombre; pero este nombre y aquel título de “adelantado” nos
decían muchas cosas que hoy no sabríamos precisar, pero que
entonces nos impresionaban como un presentimiento.
Sueños, sueños... Pero, acaso, ¿no es la belleza un sueño?
La vida misma, ¿no lo es? También fue un sueño la conquista de
nuestro río, que se creía encantado y conducía al Potosí famoso,
la Sierra que brota plata. Un sueño la historia de Mendoza,
aquellas carabelas que se deslizaban silenciosas y magníficas,
las velas henchidas de viento fresco, con una cruz latina
desafiando el misterio.
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LAS DOS FUNDACIONES
DE BUENOS AIRES
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QUIEN sabe si la sensibilidad futura más golosa de
expresión que de brillo, no acaba un día por encontrar
mayor belleza en la quijotesca desgracia de ese cuadro
nuestro con su fondo de horizonte salvaje, que en las
aventuras espléndidas del Perú y de Méjico, al empezar
la conquista.
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al Pacífico. Sería como pasar la red por un mar de
riquezas. Las capitulaciones decían: «Que de todos los
tesros que se ganasen, ya fueran metales, piedras u otros
objetos y joyas…» «Que en caso de conquistar algún
imperio opulent…» Parecen palabras de don Quijote a su
escudero.
El Paraje
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puertitas sospechosas. Único tque de lirismo: genoveses
con aros.
Más allá, un inmenso puente de hierro que sirve de
transportador entre la Boca y Avellaneda. La gente va y
viene, de ribera a ribera, colgada de una grande armazón
aérea. En una de las láminas que puso Hulsius en la obra
de Schmidel, vese en ese mismo sitio la horca
rectangular. Cuelgan de ella tres ajusticiados. También
aparecen al pie los soldados famélicos que, según el
autor, les cortaron los muslos.
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Centenera, en la «Argentina», siempre maldiciente, dice
que el Adelantado murió
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«Concertábamos irnos a tierra de moros, pidiendo por
amor de Dios que allí nos descabezasen». Un pariente
topó con ellos del otro lado del Adaja y volviólos de prisa.
Ya la madre, temiendo que se hubiesen ahogado en el
pozo, revolvía el agua con un palo.
¡QUÉ ojos tan raros los de Teresa! Aun en medio del día
tenían allí dentro misterio de otro mundo; llamas de la
tiniebla, como cuando se mira de afuera, desde una
plaza, un altar encendido. Rodrigo los ve siempre ante sí.
Sobre todo por la noche, al contemplar las
constelaciones, aquellas constelaciones tant más
hermosas que las de España, y ya no son ojos
corporales, sino fervor difuso y atento, pupilas de
eternidad. ¿No será que aquella locura de la niñez…?
Indios en vez de moros.
El espectro
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—¿Y será el aire eso?
Rodrigo menea la cabeza aprobando.
—¿Pero no es ansí que vocean los salvajes cuando
avanzan en tropel?
—Vuestra señoría sabe que aquí todo es bravío, hasta
los aires.
—Verdad. ¡Y qué malos son para mi dolencia!
Paréceme que me van pudriendo los güesos.
Vuelve a gemir y a llevarse otra vez la mano a la
pierna; pero, en seguida, como si solo quisiera pensar en
el desastre reciente, exclama:
—¡Ah, deventurado Osorio, y qué falta nos hiciste a mí
y a todos! ¿Y no nos decía aquel extremeño, amigo de
Pizarro, que los indios huían com gamos así que se les
ponía por delante un caballo con si jinete y se les
mandaban algunas pelotas de arcabuz?
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Osorio
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RODRIGO murió poco después. Había salido con Ayolas
de Buena Esperanza, el 14 de octubre de ese mismo año.
Le mataron los payaguás, a orillas del alto Paraguay. No
se sabe precisamente de qué suerte ni adónde.
Mujeres
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de bellezas en bruto, espontáneas, naturales, zumo
primero de la realidad. Además, la carta, no solo nos
impresiona por esa preciosa y rara virtud, sino por la
grandeza trágica de la situación que describe y por lo que
dejan imaginar sus toques admirables.
He aquí algunos párrafos. Estamos a orillas del
Riachuelo.
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propios hijos, y como llegamos a una generación de
yndios que se llamaban tinbues, señores de mucho
pescado, de nuevo le servíamos en buscarles diversos
modos de guisarlo porque no les diese en rostro».
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PASAN, a ambos lados, las costas salvajes, con sus
bosques terribles. Aquélla muy distante, ésta muy
próxima. Ha crujido una rama seca. Alguna pesada
alimaña. De pronto, en el gran silencio, óyese el grito
largo y como sonriente de un pájaro que parece
encantado. El viento empieza a cambiar. Las velas dan
ahora parchazos contra el mástil. Otra vez el grito del
ave. ¿Se burla o quiere decir que ya está cerca la ciudad
de los templos de oro y calles de plata? Isabel despierta a
una compañera. «¡Hala!» Se la lleva consigo a los remos.
Las dos cantan a compás:
El regreso
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bola de humo. ¡A la mar! como el de tantos otros
compañeros suyos que se habían embarcado punt menos
que agonizantes.
«Delenda»
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Juan de Garay
29
artillería.
Con equidad, previsión y mucho seso partió y repartió
Garay solares y huertas, echando luego a la suerte las
chacras. Todavía en la casona vascngada el amo sentado
a la cabecera de la mesa trincha el ave y va poniendo en
cada plato la presa. Arte cisoria. Se escribieron tratados
sobre ello. (Aquí en Buenos Aires, en tiempos de mi
niñez, saber trinchar daba renombre). Tan contentos
quedaron todos con la distribución de Garay que este
pudo volverse a los pocos días a Santa Fe, a su dilecta
Santa Fe. Ya Buenos Aires quedaba fundada
definitivamente. Cabildo, rollo, cruz; y su plano, «en
pergamino de cuero».
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sarracena. A las casas de la antigua Hispalis, Ichbililiah,
Sevilla, luego «Julia Romulea», el árabe y el moro solo
agregaron el revestimiento. Quedaba siempre el
vestybulum, el atrium, el peristylium, es decir, el zaguán,
el patio, el patinillo y las habitaciones laterales (cubícula).
Todo pasó al Nuevo Mundo con los aventureros
andaluces.
Recuerdo
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YO alcancé a conocer el Buenos Aires aldea, el de
Rozas, ¡el de los virreyes!, toque más, toque menos. Las
calles, es cierto, estaban muy mal empedradas. Había
aceras de uno o dos metros de alto, con escalones
desgastados en las esquinas, terriblemente bruñidos. Los
niños los bajábamos con las asentaderas. Las señoras
sentíanse a veces sobrecogidas de pánico y no se
decidían a desprenderse del viejo cañón español que
servía de poste. ¡Pero, en cambio, las casas!...
32
LAS gentes eran entonces más felices. (Tal vez algún día,
fuera del aseo —que ya conocieron romanos y árabes–,
casi todo lo que hoy se llama progreso será mirado como
proliferación morbosa, neoplasma. Se volverá a la
sencillez. La misma lentitud recobrará su valor. Habrá
trenes para ricos con obligación de andar muy despacio.
Aquellos que no puedan pagarse ese lujo vivirán
protestando. A los pobres se les hará viajar a velocidades
infames).
Hoy
La Plaza
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CUANDO se mira una imagen de la antigua Plaza de
Mayo, y sobre todo si se toma para el caso una de las
preciosas acuarelas de Pellegrini, se da uno cuenta del
encanto que debió tener aquel conjunto de arquitecturas
toscas, pero tan expresivas.
Plaza amplia, ambiciosa. Suelo salvaje. Cal. Mucho de
zoco berberisco. No se siente, como en otras plazas de
América, la magia del metal fabuloso. Tierra de pastores,
no de mineros. Ni una portalada de aquellas que imitaban
la labor de la platería. Pero ¡cuánto bienestar para los
ojos en esas líneas ingenuas, en esas paredes sencillas
—blancor de almidón—, que decían tan bien con la
juventud y la casta de la ciudad!
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el porvenir un pueblo de artistas, de grandes artistas.
Cuand se le antoje reparar el daño lo hará con grandeza
y con elegancia.
Esperanza
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arquitectónico, a suficiente distancia, dos frontispicios
simétricos. Sendas portadas suntuosas. Único
ornamento. «Esas dos columnas, me dice mi amigo,
evitaron que se levantara en medio de la plaza el
monumento a la Independencia». Peligro inmenso en
esta dase de reformas ese estilo «Exposición», que ya
anunciaban algunos proyectos.
¡AH, por fin! Hacia el naciente, la vista del río, sin que
nada se interponga. —«Ya ve usted, me dice mi
acompañante, que de aquellos depósitos del puerto y de
la antigua Casa de Gobierno, ni señales».— Trabajo
habrá dado persuadir y destruir. —De ningún mdo, me
responde.— Menos de una hora. En la última revolución.
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barcos lejanos, los colores del agua.
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hubiesen llenado de entusiasmo, allá en el siglo XII, al
agrónomo sevillano Abú Zacaría, el Virgilio musulmán.
Toda esa concretada ansiedad dice, en efecto, a su
modo, la virtud de nuestro suelo, la feracidad de aquel
país nuestro, cuya misma forma hace pensar en un
cuerno de abundancia, o, más propiamente, en el fondo
repleto de esa cornucopia de la América del Sur que, al
ensancharse hacia lo alto, diríase que acaba en un
rebosamiento de frutas y flores simbólicas, sobre el cual
—mariposas verdes— volasen las Antillas. Sin embargo,
tanto aquellos dones de la tierra como todo lo que guarda
esta casa, obra hechicera, obra admirable de un gran
arquitecto argentino, don Martín Noel, pusímoslo aquí,
ante todo, a manera de homenaje, de cordial homenaje,
destinado a probarle a España, una vez más, la firmeza
de nuestro afecto y a celebrar con ella su actual
esplendor, el actual empuje de sus fuerzas intactas, y,
asimismo, eso que pudiera llamarse su nueva promesa
moral, en estos tiempos obscuros.
Pues ¿quién no echa de ver que, en lo que va de siglo,
en medio de la universal incertidumbre, España,
reanimada por el genio natural de su Rey, ha emprendido
una nueva vida de claridad y horizontes, sorprendiendo a
propios y extraños con el gran poder de sus reservas
materiales y espirituales? Diríase, además, que de todas
partes, y en especial de América, le llega ahora un aliento
de instintiva esperanza, como si el futuro equilibrio, la
futura armonía entre el alma y el mundo no pudiera
venirnos sino de la nación que hubiese puesto mayor
vehemencia en sus anhelos contrarios, mayor intrepidez
en sus conquistas humanas y divinas.
¿Y cuál otra nación conoció experiencias más
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extremosas? En busca siempre de la gloria máxima,
tocando a cada paso, en uno y en otro sentido, los límites
opuestos de la pasión, el sí y el no igualmente rotundos,
igualmente recios ante las solicitaciones temporales,
hallaríase, tal vez por eso mismo, en la hora presente,
mejor aparejada que otra alguna para alcanzar la tan
buscada unidad, como si la hubiera venido preparando
adrede a través de su historia.
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empresas históricas. Al non plus ultra del mundo antiguo
sobrepone el plus ultra de su ansiedad sin límites. Por
eso tuvo que ser ella la que traspusiera las Columnas de
Hércules y descubriese el Nuevo Mundo. ¿Y qué
representan aquellos fanales encendidos que empezaron
a brillar entonces en el de los guerreros y monjes, de las
iglesias-castillos, de la joya caballeresca sobre el negro
ropaje? Contraste y enlace a la vez de dos exaltaciones,
cuyo símbolo mayor es esa ciudad de Ávila, donde fray
Juan de la Cruz exclamaba: «Aire de la almena, lámparas
de fuego.»
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MUY arrimados a esa inspiración popular infalible han
aparecido en España, en los últimos tiempos, pintores
extraordinarios, los mejores pintores modernos. Hay
quien piensa que lo mismo podría decirse de los músicos.
Pero lo que no deja lugar a duda es que ninguna nación
cuenta con escritores tan originales e intensos como los
que cultivan actualmente vuestra vega literaria, todos muy
conocedores también del rústico idioma, de esa
incomparable gramática sazonada y ahumada de
terruños y aldeas. Hasta en la misma Filosofía hay, por
fin, quien nos va mostransdo lo que puede dar en esta
tierra el genio metafísico a favor de ese don tan español
de la imagen aguda y sabia.
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Y qué de posibilidades para la España nueva si se piensa
en su comunidad de estirpe y de lengua con las jóvenes
naciones que ella nutrió con su sangre más ardorosa,
como el ave eucarística, ¡abriéndose tantas veces el
pecho! Ahora, por fin, todas ellas no sólo reconocen lo
que le deben, sino que le piden otra vez su espíritu
animador y originario, único remedio contra bastardías de
todo orden y, en especial, contra cierto exotismo sin alma
que nos trae la muerte de aquella admirable excelencia
moral heredada de España, de aquella admirable fineza
de raza que produjo en nuestras pampas el milagro del
gaucho, el más señoril campesino que haya existido
nunca. (Prueba también, sea dicho de paso, de su
ascendencia andaluza, pues ¿quién ignora que en esta
tierra todo el mundo es señoril, en el buen sentido estétic
y espiritual del vocablo? Lo es el zagal, lo es el obrero, lo
es el mendigo).
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castellano cada vez más exacto, más colorista y más
puro.
En fin, hoy día en la Argentina vamos comprendiendo
lo que vale poder decir, con todo derecho, «nuestro
Cervantes».
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ESTA vez la Argentina, como todas las repúblicas de
América, vuelca, riberas del Guadalquivir, su cesta
alegórica. Pero no se trata ya solamente de ofrendas
naturales como las que figuran en las viejas estampas.
Son ahora símbolos de una prosperidad ambiciosa, hija
de nuestro propio esfuerzo. Sin embargo, muchos de los
que acabamos de cruzar el Océano, rumbo a España,
aunque hayamos navegado en grandes barcos veloces,
bajo diferentes banderas, hemos dejado viajar por
momentos la imaginación en una flota espectral, en una
flota incorpórea y antigua, flota de tres bajeles, cuyo
nombre no es menester decir; y quisiéramos ahora que
todo español, soñando como nosotros, viese en ese
retorno ilusorio de las carabelas el signo místico de
nuestra gratitud conmovida y de una inmensa y común
esperanza.
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