Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                
0% encontró este documento útil (0 votos)
148 vistas5 páginas

Literatura Manos Boreman

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1/ 5

Cuentos de terror

Un cuento de terror es una narración por lo general breve,


perteneciente al ámbito literario o popular, que busca causar al lector
sensación de miedo y de angustia, a través de situaciones imaginarias,
fantásticas o sobrenaturales.
Elementos del cuento de: Personajes: Reales o imaginarios y fantásticos.
Por lo general son misteriosos.
Narrador: Como toda narración, el cuento de terror tiene un narrador
definido que es la voz que cuenta la historia.
Acción: La acción del relato de terror está creada en torno al suspenso
generado por acciones asombrosas o siniestras, que ocurren en un
tiempo determinado y que tienen su final en un descubrimiento,
aparición o desenlace.
Motivos recurrentes: Este tipo de relatos a menudo tiene presencia de:
Fantasmas, vampiros, monstruos u otras criaturas sobrenaturales.
Asesinatos, robos, violaciones o situaciones traumáticas o angustiantes.
Elementos mágicos, sobrenaturales, demoníacos o religiosos.
Argumentos de venganza, justicia, descubrimiento de tesoros y mensajes
ocultos.

CUENTOS DE TERROR
MANOS ELSA BORNEMANN

1) Leemos el cuento y luego respondemos:

a) ¿Por qué Martina, Camila y Oriana deben pasar solas la noche? ¿Qué
sucede con los adultos?

Se quedan solas porque la abuela se descompone y la paga en la debe


llevar al médico.

b) ¿Qué idea se le ocurre a Martina para no sentir miedo?


Se acuestan cada una en su cama y se tapan bien hasta la cabeza sacan los
brazos estirados y logran alcanzarse las manitos.

c) Al final del cuento se habla de fantasmas. ¿Queda confirmado que se


trató de fantasmas? Inventen otras explicaciones.
queda parcialmente confirmado qué se trata de fantasmas la misma
sensación de miedo que tienen las tres nenas hacen que logren imaginar
cosas.

d) Relean la última oración del cuento. Imaginen y escriban diez cosas que
asusten a los fantasmas.

Soledad, tristeza, risas, luz, ruidos, gritos , Santos, lluvia, la gente, los
chicos.

2)

a) ¿El cuento leído presenta características de un cuento de terror según lo


leído acerca de este tipo de cuentos? Si tu respuesta es sí, indica cuáles son
esas características.

Sí es de terror. El desarrollo del cuento desde su comienzo, la noche la


tormenta la abuela que se descompone los papás que se van al médico, las
nenas que en su miedo se acuestan y y quieren tomarse de las manos y de
repente siente en qué otras manos las tocan.

b) ¿El ambiente donde se desarrolla la historia presenta algún rasgo


inquietante? Índica que detalles contribuyen a crear un clima suspenso.

Es un campo alejado de la ciudad la noche la tormenta clima va aser un


escenario espectacular para el desenlace y desarrollo de este cuento.

c) Explica con tus palabras que sucede al final del cuento. Señala si lo
ocurrido tiene una explicación lógica o no, y fundamenta tu respuesta.

Si tiene sentido porque las nenas cuentan Cómo logran contenerse en el


momento en que fue lo que hicieron mientras escuchan asombrados y
aterrorizado logran entender que deben correr la cama 10 cm más a medio
para que ellas logran tocarse como si explica las manos que logran juntarlas
como algo espectral de otra naturaleza

Manos, de Elsa Bornemann


Montones de veces —y a mi pedido— mi inolvidable tío Tomás me contó esta historia
"de miedo" cuando yo era chica y lo acompañaba a pescar ciertas noches de verano.
Me aseguraba que había sucedido en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. En
Pergamino o Junín o Santa Lucía... No recuerdo con exactitud este dato ni la fecha
cuando ocurrió tal acontecimiento y —lamentablemente— hace años que él ya no está
para aclararme las dudas. Lo que sí recuerdo es que —de entre todos los que el tío
solía narrarme mientras sostenía la caña sobre el río y yo me echaba a su lado, cara a
las estrellas— este relato era uno de mis preferidos. — ¡Te pone los pelos de punta y
—sin embargo— encantada de escucharlo! ¿Quién entiende a esta sobrina? —me
decía el tío—. Ah, pero después no quiero quejas de tu mamá, ¿eh? Te lo cuento otra
vez a cambio de tu promesa... Y entonces yo volvía a prometerle que guardaría el
secreto, que mi madre no iba a enterarse de que él había vuelto a narrármelo, que iba
a aguantarme sin llamarla si no podía dormir más tarde cuando —de regreso a casa—
me fuera a la cama y a la soledad de mi cuarto. Siempre cumplí con mis promesas.
Por eso, esta historia de manos —como tantas otras que sospecho eran inventadas
por el tío o recordadas desde su propia infancia— me fue contada una y otra vez. Y
una y otra vez la conté yo misma —años después— a mis propios "sobrinhijos" así
como — ahora— me dispongo a contártela: como si —también— fueras mi sobrina o
mi sobrino, mi hija o mi hijo y me pidieras: —¡Dale, tía; dale, mami, un cuento "de
miedo"! Y bien.
Aquí va:
Martina, Camila y Oriana eran amigas amiguísimas. No sólo concurrían a la misma
escuela, sino que —también— se encontraban fuera de los horarios de las clases.
Unas veces, para preparar tareas escolares y otras, simplemente para estar juntas. De
otoño a primavera, las tres solían pasar algunos fines de semana en la casa de campo
que la familia de Martina tenía en las afueras de la ciudad. ¡Cómo se divertían
entonces! Tantos juegos al aire libre, paseos en bicicleta, cabalgatas, fogones al
anochecer... Aquel sábado de pleno invierno —por ejemplo—lo habían disfrutado por
completo, y la alegría de las tres nenas se prolongaba —aún— durante la cena en el
comedor de la casa de campo porque la abuela Odila les reservaba una sorpresa:
antes de ir a dormir les iba a enseñar unos pasos de zapateo americano, al compás de
viejos discos que había traído especialmente para esa ocasión. Adorable la abuela de
Martina. No aparentaba la edad que tenía. Siempre dinámica, coqueta, de buen
humor, conversadora. Había sido una excelente bailarina de "tap"1. Las chicas lo
sabían y por eso le habían insistido para que bailara con ellas. — ¿Por qué no lo dejan
para mañana a la tardecita, ¿eh? Ya es hora de ir a descansar. Además, la abuela no
paró un minuto en todo el día. Debe de estar agotada. La mamá de Martina trató —en
vano— de convencerlas para que se fueran a dormir a las cuatro y no sólo a las niñas,
porque la abuela tampoco estaba dispuesta a concluir aquella jornada sin la anunciada
sesión de baile. Así fue como —al rato y mientras los padres, los perros y la gata se
ubicaban en la sala de estar a manera de público— la abuela y las tres nenas se
preparaban para la función casera de zapateo americano. Afuera, el viento parecía
querer sumarse con su propia melodía: silbaba con intensidad entre los árboles. Arriba
—bien arriba— el cielo, con las estrellas escondidas tras espesos nubarrones. La
improvisada clase de baile se prolongó cerca de una hora. El tiempo suficiente como
para que Martina, Camila y Oriana aprendieran —entre risas— algunos pasos de "tap"
y la abuela se quedara exhausta y muy acalorada. Pronto, todos se retiraron a sus
cuartos. Alrededor de la casa, la noche, tan negra como el sombrero de copa que
habían usado para la función. Las tres nenas ya se habían acostado. Ocupaban el
cuarto de huéspedes, como en cada oportunidad que pasaban en esa casa. Era un
dormitorio amplio, ubicado en el primer piso. Tenía ventanas que se abrían sobre el
parque trasero del edificio y a través de las cuales solía filtrarse el resplandor de la
luna (aunque no en noches como aquella, claro, en la que la oscuridad era un enorme
poncho cubriéndolo todo). En el cuarto había tres camas de una plaza, colocadas en
forma paralela, en hilera y separadas por sólidas mesas de luz. En la cama de la
izquierda, Martina, porque prefería el lugar junto a la puerta. En la cama de la derecha,
Camila, porque le gustaba el sitio al lado de la ventana. En la cama del medio, Oriana,
porque era miedosa y decía que así se sentía protegida por sus amigas. Las chicas
acababan de dormirse cuando las despertó —de repente— la voz del padre.
Terminaba de vestirse —nuevamente y de prisa— a la par que les decía: —La abuela
se descompuso. Nada grave —creemos—, pero vamos a llevarla hasta el hospital del
pueblo para que la revisen, así nos quedamos tranquilos. Enseguida volvemos. Ah,
dice mamá que no vayan a levantarse, que traten de dormir hasta que regresemos.
Hasta luego. ¿Dormir? ¿Quién podía dormir después de esa mala noticia? Las chicas
no, al menos, preocupadas como se quedaban por la salud de la querida abuela. Y
menos pudieron dormir minutos después de que oyeron el ruido del auto del padre,
saliendo de la casa, ya que a la angustia de la espera se agregó el miedo por los
tremendos ruidos de la tormenta que —finalmente— había decidido desmelenarse
sobre la noche. Truenos y rayos que conmovían el corazón. Relámpagos, como
gigantescas y electrizadas luciérnagas. El viento, volcándose como pocas veces antes.
— ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! —gritó Oriana, de repente. Las otras dos también lo
tenían, pero permanecían calladas, tragándose la inquietud. Martina trató de calmar a
su amiguita (y de calmarse, por qué negarlo) encendiendo su velador. Camila hizo lo
mismo. La cama de Oriana fue —entonces— la más iluminada de las tres ya que —al
estar en el medio de las otras— recibía la luz directa de dos veladores. —No pasa
nada. La tormenta empeora la situación, eso es todo —decía Martina, dándose ánimo
ella también con sus propios argumentos. —Enseguida van a volver con la abuela.
Seguro —opinaba Camila. Y así —entre las lamentaciones de Oriana y las palabras de
consuelo de las amigas más corajudas— transcurrió alrededor de un cuarto de hora en
todos los relojes. Cuando el de la sala —grande y de péndulo— marcó las doce con
sus ahuecados talanes, las jovencitas ya habían logrado tranquilizarse bastante, a
pesar de que la tormenta amenazaba con tornarse inacabable. Las luces se apagaron
de golpe. — ¡No me hagan bromas pesadas! — chilló Oriana—¡Enciendan los
veladores otra vez, malditas! —y asustada, ella misma tanteó sobre las mesitas para
encontrar las perillas. Sólo encontró las manos de sus amigas, haciendo lo propio. —
¡Yo no apagué nada, boba! —protestó Camila. — ¡Se habrá cortado la luz! —supuso
Martina. Y así era nomás. Demasiada electricidad haciendo travesuras en el cielo y
nada allí —en la casa— donde tanto se la necesitaba en esos momentos... Oriana se
echó a llorar, desconsolada. — ¡Tengo miedo! ¡Hay que ir a buscar las velas a la
cocina! ¡Hay que bajar a buscar fósforos y velas! ¡O una linterna! —"¡Hay que!" "¡Hay
que!" ¡Qué viva la señorita! ¿Y quién baja, ¿eh? ¿Quién? —se enojó Camila—. Yo, ¡ni
loca! — ¡Yo tampoco! —agregó Martina—. Esta Oriana se cree que soy la Superniña,
pero no. Yo también tengo miedo, ¡qué tanto! Además, mi mamá nos recomendó que
no nos levantáramos, ¿recuerdan? Oriana lloraba con la cabeza oculta debajo de la
almohada. —Buaaaah... ¿Qué hacemos entonces? ¡Me muero de miedo! Por favor,
bajen a buscar velas... Sean buenitas... Buaaah... Martina sintió pena por su amiga. Si
bien eran de la misma edad, Oriana parecía más chiquita y se comportaba como tal.
Se compadeció y actuó —entonces— cual si fuera una hermana mayor. —Bueno,
bueno; no llores más, Ori. Tranquila... Se me ocurrió una idea. Vamos a hacer una
cosa para no tener más miedo, ¿sí? — ¿Q--ué..? —balbuceó Oriana. —¿Qué cosa?
—Camila también se mostró interesada, lógico (aunque seguía sin quejarse, el temor
la hacía temblar). Martina continuó con su explicación: —Nos tapamos bien —cada
una en su cama— y estiramos los brazos, bien estirados hacia afuera, hasta darnos
las manos. Enseguida, lo hicieron. Obviamente, Oriana fue la que se sintió más
amparada: al estar en el medio de sus dos amigas y abrir los brazos en cruz, pudo
sentir un apretoncito en ambas manos. — ¡Qué suertuda Ori!, ¿eh? — bromeó Camila.
—Desde tu cama se recibe compañía de los dos lados... —En cambio, nosotras... —
completó Martina— sólo con una mano... Y así —de manos fuertemente entrelazadas
— las tres niñas lograron vencer buena parte de sus miedos. Al rato, todas dormían.
Afuera, la tormenta empezaba a despedirse. Gracias a Dios, la abuela ya se siente
bien —les contó la madre al amanecer del día siguiente, en cuanto retornaron a la
casa con su marido y su suegra y dispararon al primer piso para ver cómo estaban las
chicas—. Fue sólo un susto. Como —a su regreso— las niñas dormían plácidamente,
la abuela misma había sido la encargada de despertarlas para avisarles que todo
estaba en orden. ¡Qué alegría! —Así me gusta. ¡Son muy valientes! Las felicito —y la
abuela las besó y les prometió servirles el desayuno en la cama, para mimarlas un
poco, después de la noche de nervios que habían pasado. —No tan valientes,
señora... Al menos, yo no... —susurró Oriana, algo avergonzada por su
comportamiento de la víspera—. Fue su nieta la que consiguió que nos calmáramos...
Tras esta confesión de la nena, padres y abuela quisieron saber qué habían hecho
para no asustarse demasiado. Entonces, las tres amiguitas les contaron: —Nos
tapamos bien, cada una en su cama como ahora... —Estirarnos los brazos así, como
ahora... —Nos dimos las manos con fuerza, así, como ahora... ¡Qué impresión les
causó lo que comprobaron en ese instante, María Santísima! Y de la misma no se
libraron ni los padres ni la abuela. Resulta que por más que se esforzaron —estirando
los brazos a más no poder— sus manos infantiles no llegaban a rozarse siquiera. ¡Y
había que correr las camas laterales unos diez centímetros hacia la del medio para
que las chicas pudieran tocarse —apenas— las puntas de los dedos! Sin embargo, las
tres habían —realmente— sentido que sus manos les eran estrechadas por otras, no
bien llevaron a la acción la propuesta de Martina. — ¿Las manos de quién??? —
exclamaron entonces, mientras los adultos trataban de disimular sus propios
sentimientos de horror. — ¿De quiénes??? —corrigió Oriana, con una mueca de
espanto. ¡Ella había sido tomada de ambas manos! Manos. Cuatro manos más aparte
de las seis de las niñas, moviéndose en la oscuridad de aquella noche al encuentro de
otras, en busca de aferrarse entre sí. Manos humanas. Manos espectrales. (Acaso
— —a veces, de tanto en tanto— los fantasmas también tengan miedo... y nos
necesiten...)
FIN

También podría gustarte