Todas Las Canciones Hablan de Ti (Lorena Pacheco)
Todas Las Canciones Hablan de Ti (Lorena Pacheco)
Todas Las Canciones Hablan de Ti (Lorena Pacheco)
© Lorena Pacheco
1ª edición, diciembre 2019
Imágenes de cubierta y del interior: Lorena Pacheco
Diseño de cubierta: Iván Arroyo
ISBN: 9781677830602
Todos los derechos reservados. No se permite la reproducción total o parcial
de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión
en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia,
grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de su autora. La
infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad
intelectual.
A quienes os esforzáis cada día en manteneros a flote.
Índice
Prólogo
Despedidas
Yo no soy valiente
The Elephant House
Destino
Ron Weasley
Que deje de doler
El músico
Gracias por la canción
There you are
Cuatro casualidades
Como un cristal quebrado
Viajar en el tiempo
Fantasmas
Mi vista favorita
Momentos que brillan
El gaitero solitario
Un error
The world’s end
Your time is limited
Scotland in the heart
Una ocasión especial
La esperanza es peligrosa
Feliz cumpleaños, Paula
Tocar el corazón
Epílogo
Agradecimientos
Sobre la autora
Prólogo
Supongo que este año tampoco vamos a conseguir acabarnos las uvas sin
incidentes.
La situación es la siguiente: mi hermana pequeña no deja de observarme
con la clara intención de provocarme un atragantamiento, y yo ya llevo en
la boca tres uvas que aún no he sido capaz de tragar.
Una mirada recriminatoria de mi tía nos está esperando al otro lado de la
mesa. Por suerte, está ocupada masticando, así que no se arriesga a decirnos
nada por miedo a perder el ritmo. Señalo a Paula porque quiero dejar claro
que la culpa de que mi inicio en el 2019 se esté yendo a la mierda es suya.
Mi hermana finge inocencia mientras se lleva la sexta uva a la boca. Dios…
¿Por cuál iba yo?
—Se acabó —suelto, hastiada tras escupir el puré verde en uno de los
preciosos platos de porcelana de mi tía—. Yo paso de las puñeteras uvas.
Ella, como era de esperar, me encaja una colleja.
—No seas marrana —consigue decir. No ha podido menos.
Me quito un trocito de piel de entre los dientes, asqueada.
—El año que viene las cambio por aceitunas rellenas. Decidido.
—Por mí, como si las cambias por gominolas —dice mi hermana—, con
tal de que te las comas conmigo en cierta colina de cierta ciudad.
Mi tía ha fruncido el ceño.
—¿Así que seguís empeñadas en abandonarme?
—No te abandonamos —responde Paula—. Tienes a tu hijo.
—Ya, pero este año no ha llegado a tiempo.
—Llegará el año que viene —insiste mi hermana con convicción.
Pondrá velas a algún santo para que eso ocurra porque sé que no quiere
dejar sola a mi tía, pero tampoco quiere posponer más su ansiado viaje—.
Hoy solo ha faltado por trabajo. Porque la vida adulta es un asco.
Chasqueo los dedos y la señalo.
—Y hablando de la vida adulta… —Dejo la frase en el aire y me levanto
con una sonrisa enigmática para desaparecer tras la puerta de la cocina.
Veo por el rabillo del ojo que mi tía ha apagado la luz del salón. Yo me
limito a encender las velas que ya había colocado antes de cenar y coger la
tarta de tres chocolates mientras entono las primeras notas del cumpleaños
feliz. La voz de mi tía me acompaña con alguna que otra estridencia. En el
último momento, he añadido una bengala. Y aunque sé que es inofensiva,
giro la cara en dirección contraria a esas chispas que pueden quemarme las
retinas.
—¿Ya te has decidido? —le pregunta nuestra tía.
—No hay nada que decidir.
Por supuesto que no. Lleva pidiendo el mismo deseo desde hace… En
fin, ni siquiera lo recuerdo. Sin perder la sonrisa, cierra los ojos y sopla con
fuerza sus dieciocho velas.
—¿Habrá sido un deseo diferente al de las uvas, no?
—No —me responde ella.
—No puedes repetir. —Aunque no creo en la magia de los deseos, me
parece absurdo gastar dos en lo mismo.
—Claro que puedo. Así habrá más posibilidades de que se cumpla.
Suelto un bufido. Mi tía le da un beso en la cabeza.
—Feliz cumpleaños, cariño. Espero que se cumpla.
—Eso no depende de mí.
Mi hermana me dirige una mirada significativa.
—¿No vas a parar hasta que lo diga, verdad?
Niega con la cabeza y pone sus manos bajo la barbilla, expectante. Yo
me limito a suspirar.
—Está bien, me rindo… Iré contigo a Edimburgo.
Sus enormes ojos castaños se abren como platos.
—¿En serio?
—En serio. Allí acabaremos 2019 y empezaremos 2020. Podrás pedir tu
próximo deseo entre gaitas o lo que sea.
Se levanta de golpe y me abraza con tanta fuerza, que está a punto de
tirarme de la silla. Tengo que agarrarme a la mesa para que eso no ocurra.
—¡Me estás asfixiando!
—¿Me lo prometes, no?
—Que sí, pesada.
Se separa un poco y me mira a cinco centímetros de distancia, buscando
la verdad en mis ojos.
—Di las palabras exactas.
Me llevo la mano al corazón de forma teatral.
—Te prometo que estaré en Edimburgo en tu próximo cumpleaños.
Suelta un gritito y me abraza, luego abraza a mi tía, y, a continuación, de
nuevo a mí.
—¡Es el destino, hermanita!
Despedidas
Cojo aire antes de abrir la puerta y lo retengo unos segundos en los
pulmones. Lo suelto en el momento en que pongo un pie descalzo en la
habitación a oscuras. Las luces de las farolas se cuelan por una rendija a
través del cristal de la ventana y alumbran las fotografías de la pared. Me
distingo en la mayoría de ellas, pero apenas me reconozco. No con esa
sonrisa en los labios.
Prefiero permanecer en penumbra; estoy segura de que si ahora enciendo
una luz, por pequeña que sea, se me partirá un poco más el corazón. Los
recuerdos empiezan a abrumarme, sumidos entre sombras y olores
conocidos de frasquitos de perfume ordenados por colores. Ella y su manía
de tener una fragancia para cada día de la semana.
Abro el armario y, durante un instante, tengo que cerrar los ojos. Su olor
es tan intenso todavía que me deja paralizada. ¿Cómo es posible?
Localizo la caja en el estante de arriba y me pongo de puntillas para
alcanzarla. Saco las botas de su caja y sonrío. Tan nuevas, tan brillantes…
Tan poco discretas. Pero así era ella, en realidad. Brillante y llamativa.
Me calzo las botas, no sin esfuerzo, pues son un número menos del que
me corresponde. Por suerte, no son demasiado ajustadas, por lo que puedo
andar sin problemas. Me siento un poco mal estrenándolas, pero sé que es
lo que ella querría. Las guardaba justo para este día, ahora no puedo
dejarlas en el armario sin más.
Me permito un momento de debilidad y busco su mirada en una de las
fotos antes de cerrar la puerta tras mi espalda.
—¿Dani, estás lista? —grita mi tía desde el piso de abajo.
—¡Ya voy!
Corro a por la pequeña maleta y me aseguro de guardar la cámara y la
guía en la mochila. Echo un último vistazo a mi alrededor e ignoro la
sensación de que me falta algo. Porque esta vez estoy segura de que se debe
a que, en realidad, me falta alguien.
Los ojos de mi tía vuelan a mis pies en cuanto aparezco por las
escaleras.
—¿No te hacen daño?
Se refiere a las botas, claro. Niego con la cabeza, en lugar de responderle
que sí, que me hacen daño pero no porque me estén pequeñas. Me hacen
daño porque no están hechas para mis pies.
Nunca lo estuvieron.
El viaje en coche ha sido rápido y silencioso. A las cinco de la mañana,
apenas había coches en la carretera. He notado la mirada de mi tía encima
varias veces, pero, en lugar de hacerme preguntas, se ha limitado a encender
la radio.
El aeropuerto de Valencia es tan pequeño, que apenas tardamos un par
de minutos en llegar al control de equipajes desde que aparcamos.
—Toma. —Ella me ofrece un paquete envuelto en un papel con motivos
navideños.
—¿Qué es esto?
—Un regalo.
—Ya me has regalado los billetes, tía. Eso ya era demasiado.
—Calla y ábrelo.
Lo abro con un nudo en la garganta. Esto solo hará la despedida más
emotiva.
—¿Te gusta?
Le tiembla la voz. Me obligo a levantar la vista y a sonreír.
—Me encanta.
Parpadeo varias veces para alejar las lágrimas. Mi tía ha hecho un
scrapbook con fotos, en las que aparezco con mi hermana, intercaladas con
algunas de Edimburgo que Paula imprimió y pegó hace tiempo en el
cabecero de su cama.
—Las originales siguen en su sitio, estas son copias —aclara, como si yo
pudiera estar preocupándome por eso.
—Esto es… No sé qué decir.
—No hace falta que digas nada. No en voz alta, al menos. Puedes
escribirlo ahí. Es para… vuestra historia. O lo que tú quieras.
Sin soltar el cuaderno, le doy un abrazo y un beso en la mejilla.
—¿Qué pasa? —pregunto al ver que la sonrisa le tiembla en los labios.
—Hay algo más. —Suspira y saca un sobre doblado del bolsillo de su
abrigo—. Es… de tu padre.
Niego automáticamente.
—Puedes tirarla. No pienso leerla.
—Pero Dani…
—He dicho que no.
Las ganas de llorar se han convertido en ganas de gritar.
—Por favor, no empañemos la despedida —le pido—. No se lo merece.
El suspiro de mi tía se me clava en el pecho.
—Está bien. Ven aquí.
Me envuelve en sus cálidos brazos y deposita un beso en mi cabeza. Nos
quedamos varios segundos así, envueltas en un silencio que no necesitamos
llenar.
—Me comeré tus uvas y pediré un deseo.
Me echo a reír.
—No tienes por qué.
—Claro que sí. ¿Y si no funcionan las tradiciones de allí?
—Como si las de aquí funcionaran.
No voy a decir en voz alta lo que estoy pensando: que no creo que pueda
tener peor suerte que en esta mierda de año que estoy ansiosa por dejar
atrás.
Sus ojos castaños comienzan a derramar más lágrimas de las que puede
disimular.
—Eh, ¿qué pasa? Voy a volver.
Sacude la mano.
—No es nada.
—Tía…
—Es que… Va a ser un fin de año muy diferente. Eso es todo.
Trago saliva y asiento.
—Pero tendrás a tu hijo contigo esta vez.
Sonríe con tristeza.
—No me malinterpretes, estoy contenta de que venga. Es solo que… os
voy a echar de menos.
El plural duele, no lo voy a negar. Como también me duele no estar con
ella en una noche en la que la nostalgia será tan fuerte que ni siquiera la
presencia de su hijo podrá reconfortarla del todo. Demasiadas personas
faltaremos a su mesa, y la mayoría ya no se volverán a sentar en ella.
—Y yo a ti —le digo abrazándola de nuevo.
—Ve a por tu destino.
Esas palabras nos hacen reír a las dos. Sin decir nada más, me quita el
cuaderno y abre la mochila que he dejado en el suelo para guardarlo en su
interior.
Espera paciente hasta que paso el control y levanto el brazo para
despedirme de nuevo. La veo mover la mano y llevarse la otra a la nariz.
Odio las despedidas de cualquier tipo, incluso las que significan «hasta
pronto». Es por esa sensación de que una parte de ti se queda en el lugar del
que te marchas y con las personas que dejas atrás.
Cada paso que he dado desde que he salido de casa duele en lo más
hondo del pecho. Qué perra la vida que te quita lo que más quieres sin ni
siquiera avisarte. Que le da igual que a ti te falte el aire y apenas puedas
volver a respirar.
Llego al interior del avión con las emociones a flor de piel. Por un
momento, fantaseo con la posibilidad de que nos estrellemos en algún lugar
recóndito de las montañas. Entonces echo un vistazo alrededor y me fijo en
la niña pequeña que duerme sobre el regazo de su madre. En las personas
que ríen mientras buscan sus asientos y hacen planes.
¿Cómo he podido pensar algo así? Soy una persona horrible que no
merece la sonrisa que me dedica la azafata cuando pasa por mi lado.
Algunas miradas se desvían hacia mis pies. «Paula, ya te dije que las
dichosas botas eran demasiado cantarinas».
Ocupo mi sitio junto a la ventana. A los pocos minutos, el avión
abandona el suelo y las luces se atenúan. Por un momento, me la imagino
parloteando emocionada en el asiento de al lado. Me pongo los auriculares
y evito seguir mirando el hueco vacío de mi derecha, pero mientras giro el
cuello hacia la ventana y dejo salir las primeras lágrimas, me aferro al
reposabrazos como si fuera su mano.
Y, de repente, su voz se cuela en mi cabeza de una manera tan real, que
es como si sus labios estuvieran junto a mi oído.
Es el destino, hermanita.
Yo no soy valiente
Me he pasado el vuelo escuchando la lista de Spotify que Paula creó para
este viaje. Respiro hondo y me quito los auriculares justo cuando termina la
canción Volaré de la película Brave. La princesa Mérida siempre me
recuerda a mi hermana, pues Paula también es curiosa y valiente y ansía ser
libre.
Era. Ansiaba.
Me duele el pecho otra vez. Cierro los ojos y evito mirar de nuevo la
pista de aterrizaje, el cielo encapotado que se muestra al otro lado del
cristal. Sé que es una tontería tratar de retrasar lo inevitable, que no me voy
a pasar los próximos días durmiendo en un banco del aeropuerto y que
tengo que pisar la ciudad.
Sé todo eso y, sin embargo, no soy capaz de asumirlo.
—Are you ok? —me pregunta un señor de cabello blanco y ceño
fruncido.
Debo de tener una cara horrible. Apenas queda ya gente en el avión y yo
sigo sentada con la mano en el pecho como si me fuera a dar un infarto.
—Yes, thank you —consigo responder con mi inglés oxidado.
Me sonríe con amabilidad y asiente mientras espera a que salga antes
que él. Yo también procuro sonreírle, al igual que a las azafatas.
Dios mío… No puedo creer que esté aquí. Tengo la sensación de que la
mochila me pesa más ahora que cuando salió de casa. En el viaje ha debido
de llenarse de más inseguridad y nostalgia, si es que es posible.
¿Por qué eres tan dramática, Dani?
En serio, esa voz otra vez. No sé si me siento mejor o peor por sentirla
tan real sin que lo sea. Tomo aire justo antes de abandonar el avión.
Técnicamente, es el primer paso que doy en tierras escocesas. Miro hacia
abajo en busca de las botas de mi hermana. Quizá parezca una tontería, pero
es como si hubiera cumplido con una misión importante. Sus estúpidamente
chillonas botas amarillas ya se deslizan por el suelo que ella tanto ansiaba
pisar.
Voy en busca del mostrador del Airlink, el autobús que me dejará en el
centro. Por suerte, no hay demasiada cola, así que en apenas unos minutos
ya tengo el billete de ida y vuelta.
Pensar en la vuelta me pone nerviosa. Sé que, por mucho que me haya
dolido, preparar este viaje ha sido algo a lo que aferrarme, una especie de
objetivo que me ha mantenido ocupada y en contacto con mi hermana de
alguna forma. ¿Qué pasará cuando vuelva a casa en unos días?
Bah, qué mierda de pensamientos nada más llegar. Paula tenía razón, soy
tan jodidamente gris como la ciudad de Edimburgo.
Cuando salgo al exterior de la terminal, el viento helado de Escocia me
da la bienvenida. Creo que se me van a cuartear los labios en menos de
cinco minutos.
—Vale, parada D… Parada D… —Resoplo—. ¿Dónde cojones está la
parada D?
Cuando ya he decidido que vale la pena preguntarle a alguien antes que
perder media hora más dando vueltas como una imbécil, escucho una
conversación en español. Al parecer, hay una pareja que está buscando la
misma parada que yo. Decido seguirlos de cerca, lo más disimuladamente
que puedo.
—¿No ves que por aquí no es? —exclama uno de ellos—. Cariño, ¿por
qué no preguntamos y ya?
—Te digo que sé lo que hago —responde el otro con el ceño fruncido.
Voy tan absorta en no perderlos de vista, que termino chocándome
contra su mochila cuando se detiene de golpe. En mi opinión, había estado
haciendo realmente bien lo de ser una espía invisible.
—¿Estás bien? —me dice el que se quejaba, y me ofrece la mano para
que me ponga en pie.
—Sí, lo siento. Yo… —A lo mejor piensan que soy una carterista que
solo quería meter la mano en sus bolsillos.
El chico que hace de guía me mira con el ceño fruncido.
—¿Seguro que estás bien?
Sé que se está fijando en mis ojos rojos, en las ojeras que acunan mis
párpados y en mi nariz de Ronald McDonald.
—Estoy resfriada.
—Vaya… Sí parece que lleves un buen trancazo. ¿Necesitas algo?
¿Estás perdida?
No lo sabes tú bien. Y a tantos niveles, que no sabría ni por dónde
empezar. Drama Queen ataca de nuevo.
—No, qué va… —Me callo de golpe y, al final, suspiro—. La verdad es
que sí.
Los dos se miran y sonríen antes de volverse a mí.
—Soy Fran —se presenta el que consultaba el móvil a la vez que
extiende su mano.
—Daniela.
—Jaume —añade el otro.
—¿Venís de Valencia? —pregunto al escuchar cómo pronuncia su
nombre.
—¿Qué nos ha delatado? —bromea este último—. ¿Tú también, no?
Asiento.
—Imagino que estarás buscando la parada D —comenta Fran—. Puedes
venir con nosotros.
Jaume pone los ojos en blanco.
—Sí, porque lo tenemos todo controlado.
—Muy bien, listo, ¿por qué no te encargas tú? —Fran le pasa el móvil y
se cruza de brazos.
El chico no tarda ni treinta segundos en encontrar la dirección.
—¡Tachán!
—La suerte del principiante —refunfuña un Fran claramente molesto.
Entonces Jaume se ríe y le da un beso en los labios que él acepta a
regañadientes. Cuando se separan, por mucho que intente disimular, ya no
parece enfadado. Me sorprendo al notar que sonrío mientras los observo. Es
bonito que se tengan el uno al otro, que compartan este viaje con la persona
a la que más quieren.
Como si me acabara de leer el pensamiento, Fran se gira hacia mí.
—¿Vienes sola?
Una pregunta con varias posibles respuestas, pero les doy la más
coherente.
—Sí.
—Siempre me ha parecido valiente la gente que viaja sola, ¿sabes?
Sacudo la cabeza.
—Yo no soy valiente.
—Tus ojos dicen lo contrario.
Me obligo a sonreír, aunque aparto la vista de inmediato. No sé qué ve él
exactamente en mis ojos, pero prefiero que no siga indagando. No quiero
que descubra algo que prefiero no mostrar.
En apenas un minuto aparece el autobús azul ante nosotros. En ese
tiempo, Fran ya me ha contado que él es arquitecto y Jaume informático y
que ambos comparten la custodia de un perro pomerania llamado Peluche.
—Vaya… Es un nombre muy…
—¿Cursi? —se aventura Jaume con una sonrisa en los labios.
—¿Dulce?
Fran me da un toquecito amistoso en el brazo.
—No te preocupes, puedes decirlo. Por eso lo elegimos. Es una bolita de
pelo de lo más cursi.
Subo al autobús después de ellos y me siento detrás. Si Paula estuviera
aquí, ya les habría pedido ver tropecientas fotos de Peluche. El vehículo se
llena hasta los topes de turistas emocionados y muertos de frío. Apoyo la
frente en el cristal de la ventana y dejo que mis ojos se pierdan en el paisaje
y mi mente vagabundee muy lejos de allí. Me parece que Fran y Jaume se
giran un segundo para mirarme, pero respetan mi silencio.
Las calles de Edimburgo se dibujan a nuestro alrededor con esa aura de
otra época. Paula tenía razón, es una ciudad con un encanto diferente, como
de uno de esos cuentos mágicos llenos de una belleza tétrica.
Tras un buen rato, Jaume me da un toquecito en el hombro.
—Ya llegamos.
Me cuelgo los cascos del cuello y recojo del suelo la maleta y la
mochila. Ellos me dejan pasar primero y, justo cuando el autobús se detiene
de golpe, Fran me agarra del brazo para que no me caiga. Por instinto, me
aparto de forma algo brusca cuando noto que la manga de la chaqueta se
sube un poco y sus dedos rozan la piel de mi antebrazo. El chico me mira
fijamente un segundo y yo trago saliva. ¿Habrá notado algo?
Estoy paranoica y, por tanto, me comporto como tal. Tengo que hacer o
decir algo, lo que sea, para no levantar ningún tipo de sospecha. Mi silencio
se lo está poniendo demasiado fácil para que piense que escondo algo. Y no
debería importarme, porque ni siquiera los conozco, pero me siento tan
incómoda, que solo pienso en bajar del autobús y salir corriendo.
—No tengo mucho equilibrio —se me ocurre comentar—. Gracias.
—No hay de qué.
Si se ha percatado de algo, no lo demuestra. De nuevo esa amabilidad
que agradezco infinitamente.
Bajo los escalones del autobús y me subo la bufanda hasta casi la nariz.
—Eh, Daniela, ¿quieres venir a tomar algo? —pregunta Jaume.
—Me encantaría, pero tengo que irme.
Ellos asienten y, entonces, Fran se lleva la mano al bolsillo y saca una
tarjeta.
—Puedes llamarnos si necesitas cualquier cosa estos días, ¿vale?
Su pareja frunce el ceño.
—¿Por qué has traído tarjetas de trabajo a Edimburgo? ¿Es que esperas
que te contraten para construir un castillo?
Él alza la barbilla, airado.
—Nunca se sabe.
Jaume y yo rompemos a reír. Me guardo la tarjeta en el bolsillo de la
chaqueta y acepto la mano que me ofrecen.
—Gracias, chicos.
Fran se cuelga del brazo de Jaume y me guiña un ojo.
—Cuídate ese resfriado.
Les dedico una última sonrisa y me quedo observándolos durante unos
segundos hasta que doblan una esquina.
Saco el gorro de la mochila y me tapo las orejas; se me están empezando
a quedar tan tiesas, que creo que podría arrancarlas solo con colgar un
pendiente.
La ciudad de las chimeneas me muestra una silueta conocida que me trae
un leve olor a… ¿Pan? Sonrío porque Paula ya me lo había advertido y yo
no la había creído. Bueno, en realidad ella solía comentar que Edimburgo
olería a palomitas y que sería como pasear por un cine gigante al aire libre.
Al parecer, proviene de la cebada y la malta de las fábricas de cerveza.
Sinceramente, no sé si lo percibo de verdad o solo estoy increíblemente
sugestionada por cada dato que mi hermana grabó a fuego en mi cerebro.
Tampoco importa. Lo único en lo que puedo pensar es en que, de alguna
forma, estar aquí me hace estar más cerca de ella de lo que lo he estado en
los últimos meses.
Y sí, ahora mismo estoy montada en una montaña rusa emocional,
pero… ¿No va de eso la vida?
The Elephant House
Avanzo por las calles de la ciudad con la cabeza en alto, abrumada por
tantos estímulos y recuerdos. Veo a Paula por todas partes y me siento
estúpida y triste. ¿Cómo es posible que una ciudad tenga la huella de
alguien que nunca ha pisado sus calles?
Recuerdo con demasiada nitidez su tono de voz al asegurar que
Edimburgo le había robado el corazón. Me la imagino aquí a mi lado,
mirando los escaparates y diciéndome, como tantas otras veces, que las
fachadas ennegrecidas que tengo delante se deben a que alguien metió la
ciudad en el horno y se le pasó un poco el tiempo. Yo solía responderle,
como si todo aquello tuviera lógica, con un «claro, porque cocinar una
ciudad tiene que ser bastante complicado». Pero Paula diría que eso es lo
que más le gusta de este sitio, su aura oscura y llena de nostalgia.
Nostalgia… Qué palabra tan horrible.
Suspiro profundamente. A veces tengo que parar un momento y tomar
aire con más fuerza. Me duele el espacio que hay a mi alrededor porque
tendría que estar ocupado por ella. ¿Cuántas veces hemos hablado de lo que
haríamos aquí?
Sigo avanzando y veo los autobuses pasar, la gente hablando a toda prisa
a mi alrededor. Mi oído se va acostumbrando al idioma poco a poco y,
cómo no, me asalta otro recuerdo.
El de cuando mi abuelo nos lo enseñaba y nos daba galletas si
acertábamos todas las preguntas, daba igual que estuviéramos a punto de
cenar. Mi abuela le reñía, pero eso formaba parte del juego. Era genial
aprender con él, pero tenía más emoción cuando nos comíamos el premio a
escondidas.
Joder, otra vez mi mente largándose a un momento que parece ya tan
lejano. Me obligo a concentrarme de una maldita vez en lo que tengo
delante y, justo entonces, percibo la silueta de la Universidad de
Edimburgo. No llegué a ir a la universidad en Valencia, pero sí he pasado
muchas veces por delante de sus edificios. En serio, no tienen nada que ver
con esto. Qué puta pasada. Es como estar ante el castillo de alguna película,
con sus estatuas, sus ventanales y sus escaleras. Con esa majestuosidad que
solo posee la historia. Es un monumento totalmente abrumador, uno de los
que Paula marcó en su guía. Busco un bolígrafo en el bolsillo pequeño de la
mochila y dibujo una cruz en el apartado correspondiente.
No me extraña que Lara eligiera esta zona para vivir, y no solo por la
cercanía a las clases, sino por la belleza que emana de cada rincón. Sigo las
indicaciones de Google Maps y, tras un par de minutos, encuentro la puerta
que lleva a su apartamento en una callecita de aceras estrechas y adoquines
mordisqueados.
Palpo con la yema de los dedos los ladrillos de la fachada hasta que doy
con el más rugoso, que está algo suelto. Echo un vistazo a mi alrededor y,
solo cuando estoy segura de que nadie me está observando, escarbo con la
uña para sacarlo un poco de su hueco. Ya le dije que me parecía arriesgado
dejar ahí su llave, como en las películas, cuando los dueños de la casa la
esconden bajo una piedra o dentro de una maceta. ¿Quién le asegura que
nadie la ha visto dejarla? Pero mis preocupaciones le parecieron infundadas,
así que aquí estamos, tocando ladrillos para poder cruzar un umbral.
Esto me hace sonreír. «Paula, es como nuestro propio callejón Diagon».
Pensándolo bien, hay tanta humedad en el ambiente, que sí debo tener el
pelo ya como Hagrid.
Las referencias a Harry Potter me bombardean el cerebro. He crecido
leyendo sus libros y viendo sus películas, y era algo que me encantaba
compartir con mi hermana. Pero cuando todo ocurrió, lo dejé de lado.
En cualquier caso, estos días van, en gran parte, de afrontar las cosas.
Estar en esta ciudad, subirme a ese avión, salir de casa, ponerme estas
botas. Cuando te enfrentas a tus demonios y consigues superarlos, empiezas
a ser capaz de apreciar la belleza que escondían. Como una bruma espesa
que se va disipando y te descubre que el esfuerzo ha merecido la pena.
No hay ascensor, pero, por suerte, es un primer piso. La segunda puerta
a la derecha me espera en un pasillo muy poco iluminado. Introduzco la
llave en la cerradura y entro con la sensación de estar colándome en una
casa. Me sabe fatal entrar por primera vez justo cuando ella no está.
Enciendo la luz junto al recibidor. El apartamento es diminuto y algo
oscuro, pero tiene la esencia de mi amiga en cada rincón, y eso hace que no
me parezca un lugar extraño. Reconozco su gusto por el cine en los pósteres
antiguos que hay colgados sobre el sofá azul, y su manía de coleccionar mil
figuritas y colocarlas por tamaños en diferentes estanterías. Su librería
ordenada por colores y sus lámparas de mimbre en cada rincón. El salón se
separa de la cocina únicamente por una barra en la que descubro un paquete
de chocolatinas Mars junto a una nota:
Siento no estar para recibirte, pero espero que encuentres en Edimburgo
lo que estás buscando, y sea suficiente para que quieras volver. Te quiero.
P.D: Si lo haces, te prepararé estas ricas barritas rebozadas y fritas al
estilo escocés.
Lara
Sonrío sin poderlo evitar. Porque la quiero, porque está loca y porque
siempre intenta sobornarme con comida. Lo de las barritas Mars fritas
suena algo asqueroso, pero también tremendamente tentador.
Me siento culpable por no haber venido antes a verla. Ella ha sido mi
mejor amiga desde el colegio, y cuando decidió venir a estudiar a Escocia
hace más de un año, me enfadé un poco con ella. Ya, no estoy orgullosa de
mi reacción, pero es que la iba a echar tanto de menos… Luego, el tiempo
fue pasando, y yo fui posponiendo el viaje hasta que Paula me hizo
prometerle el fin de año pasado que vendríamos.
Lamento que, justo ahora, Lara esté en España para celebrar la Navidad
con su familia, pero yo no tenía otra opción, no podía esperar para venir.
Ella lo entendió, por supuesto, como siempre. ¿Me atreveré a volver
después de hacer esto? ¿O querré enterrar Edimburgo en el cajón de los
recuerdos agridulces que muy pocas veces me permito abrir?
Alzo la vista y vislumbro el castillo de Edimburgo a lo lejos, en lo alto,
coronando una postal de lo más bonita. Tomo Forrest Road para dirigirme a
mi destino. A mi izquierda, me encuentro con la impresionante George
Heriot’s School, una prestigiosa escuela que aseguran sirvió de inspiración
a J. K. Rowling para crear Hogwarts, su Colegio de Magia y Hechicería. La
verdad es que no me extraña, porque es increíble. Sus torreones grises se
erigen imponentes, como una fortaleza recortándose contra el cielo
blanquecino de esta mañana de diciembre.
Tengo la sensación de que cada calle de la Old Town esconde un secreto
o algo de magia, de que cada edificio está vivo y tiene una historia que
contar.
Dejo atrás también el cementerio de Greyfriars y avanzo por George IV
Bridge hasta que, por fin, veo el escaparate rojo. El corazón se me ha
disparado de tal forma, que es posible que se me salga por la boca y entre
primero para coger un sitio junto a la ventana.
Sonrío al fijarme en el cartel de la entrada: Birthplace of Harry Potter.
Busco en la guía de mi hermana y leo que, técnicamente, no es el lugar en
el que nació Harry Potter, pues J.K. Rowling ya tenía unos pocos capítulos
escritos antes de mudarse a Edimburgo, pero lo que sí es cierto es que
pasaba largos ratos en esta cafetería, dando forma a la saga que mi hermana
y yo hemos adorado desde pequeñas.
Busco los cascos en la mochila y la lista de Spotify con dedos
temblorosos. Aquí está, Prologue de John Williams, de la banda sonora de
Harry Potter y la piedra filosofal.
—Allá vamos, Paula.
Doy al play con un nudo en la garganta que, aunque trato de tragar, solo
se acentúa. Una lágrima traicionera se escapa a la vez que una sonrisa
trémula cuando abro la puerta y dejo que unas botas que no me pertenecen
me guíen hasta el interior.
Destino
Hola, pequeña Granger.
Te escribo desde la cafetería de tus sueños con una sonrisa en los labios
y más lágrimas de lo que me gustaría admitir atenazándome la garganta. Sí,
ya sé que soy una blandengue, pero ¿qué quieres que haga? Me duele tanto
que no estés aquí, ocupando la silla de enfrente, compartiendo mesa
conmigo mientras me robas pedacitos de brownie porque tú ya te has
acabado el tuyo…
En fin, supongo que, de alguna forma, sí que estás. A lo mejor justo
detrás de mí, leyendo por encima de mi hombro cada palabra que escribo.
Estoy estrenando el cuaderno que me ha regalado la tía. Me habría gustado
usarlo para escribir nuestra historia conjunta, esa que nos iba a convertir en
escritoras famosas. Tenías razón, este sitio inspira a cualquiera.
Tengo la banda sonora de Harry Potter en bucle y la carne de gallina
desde hace rato. Hay más de una persona escribiendo en cuadernos o
portátiles. Quién sabe, quizá estén dando a luz a próximos éxitos literarios.
O puede que solo estén volcando sobre una página en blanco sus
pensamientos, su propia historia, tal como estoy haciendo yo.
He traído nuestro ejemplar del primer libro, ese que tú llenaste de
marcadores y tiene la tapa tan manoseada, que incluso ha empezado a
despegarse en una de las puntas. He releído durante un rato el comienzo de
la historia del niño que sobrevivió, pero en mi cabeza era tu voz la que
escuchaba, no la mía.
Creo que es hora de marcharme, aunque me cuesta levantarme. Llevo
aquí más de una hora y, al contrario de lo que creía, no tengo ganas de salir
pitando. Así son algunas situaciones, ¿no? Te imaginas con exactitud cómo
serán y cómo te harán sentir, pero luego ahí está la vida para sorprenderte.
Esta vez ha sido para bien, lo reconozco.
Voy a la barra a pagar, pero antes de salir por la puerta, me encamino
hacia los lavabos. ¿Creías que iba a marcharme sin escribir tu frase? Joder,
Paula, esto es… fantástico. Cuántas frases de Harry Potter, cuántas de
agradecimiento a su autora. Leo Always por todas partes, y alguien ha
escrito una flecha sobre el inodoro para indicar que es la entrada al
Ministerio de Magia.
Dos amigas entran parloteando en inglés. Me saludan brevemente y se
ponen a leer las frases también. Entonces una de ellas saca un rotulador y
escribe un Always con la A en forma del símbolo de las Reliquias de la
Muerte. ¿Original? Ya sé que no, pero estarás de acuerdo conmigo en que es
perfecto.
Es nuestro turno. Destapo el rotulador, trago saliva y procuro que el
pulso no me tiemble. Voy a tener que hacer la letra minúscula para que me
quepa la frase de Dumbledore entera: «La felicidad se puede hallar hasta en
los más oscuros momentos, si somos capaces de usar bien la luz». Hago una
foto a la pared y salgo de The Elephant House tras despedirme de los
camareros con un thank you.
Paula, no sé si aquí encontraré mi destino, como tú siempre me
asegurabas, pero esta ciudad es preciosa. Llevo ya un montón de fotos en la
cámara, y aún no ha acabado el primer día. Incluso me he hecho un selfie
delante de The Elephant House con el cuaderno de la tía en la mano y se lo
he enviado por Whatsapp. Me ha respondido con uno de sus audios
interminables y con un montón de caritas con corazones en los ojos.
Atravieso George IV Bridge y, cuando me interno en Victoria Street, se
me escapa un «guau» en voz alta. Aunque no hubiera seguido el mapa,
habría reconocido su pendiente llena de colorido y el ambiente pintoresco
que la delata. Es aún más espectacular con las luces de Navidad
decorándolo todo.
Busco con ansiedad la fachada roja con letras amarillas que marcaste en
el mapa. The Great Wizard aparece como una luz de aviso en medio de la
calle. Si Victoria Street es el Callejón Diagon, esta tienda bien podría ser
una de las tiendas en las que los alumnos de Hogwarts compraran sus
artilugios. El merchandising es abrumador ya solo en el escaparate, puedo
verlo a través de sus cristales decorados con figuras y volutas. Te prometo
que una de las ventanas parece el espejo de Oesed, y estoy segura de que no
es casualidad. Entro con la sensación de estar poniendo un pie en un
universo paralelo o algo así. Varitas, ropa, tazas y miles de artículos que
casi marean. Tía, hay una puta Nimbus a tamaño real que me encantaría
llevarme a Valencia.
Para variar, está a rebosar de gente. Pregunto a una chica de lo más
amable si tienen el jersey de Ron, pero está agotado. Mierda… Lo siento,
Paula. Te prometo que seguiré buscándolo mientras esté aquí.
Acaban de entrar dos niñas de unos trece años que se parecen como dos
gotas de agua; está bastante claro que son hermanas. Viéndolas tan
emocionadas, solo puedo pensar en que deberíamos ser nosotras. En que ese
destino al que tanto te encomendabas nos arrebató la posibilidad de
compartir esto. Vuelven las ganas de llorar y el vacío en el pecho.
Aunque… ¿Se habían ido en algún momento?
Está empezando a oscurecer y no son ni las cuatro de la tarde. Todavía
estoy digiriendo el brownie, y parece que ya sea hora de cenar.
Recorro la casi media milla que indica Google Maps hasta Princes Street
Gardens. Me llega el olor de las galletitas de jengibre incluso antes de pisar
la moqueta roja del Christmas Market. Un montón de familias, parejas y
grupos de amigos pasean por sus callecitas llenas de puestos de madera
iluminados con luces cálidas. Los troncos de los árboles están rodeados por
diminutos leds de color blanco, y la gran noria se alza imponente en medio
de otra postal de ensueño. Hay letreros que prometen chocolate y dulces de
todo tipo.
Un amable señor me ofrece un vaso de glühwein, ese vino caliente que a
ti te parecía tan apetecible, pero que a mí no me llama en absoluto. Sin
embargo, me veo aceptando la bebida y dando un sorbo sin apenas darme
cuenta. El hombre se ríe, divertido, al ver que arrugo la nariz.
Voy en busca de unas cuantas galletas para quitarme el mal sabor de
boca cuando algo llama mi atención: un pequeño puesto que parece
olvidado por el resto de gente. Cuando me fijo en el cartel de letras
cursivas, abro los ojos, sorprendida. ¿Es una señal? Tú dirías que sí, está
claro.
La palabra destiny está grabada sobre la madera con trazos
rudimentarios. Una mujer que bien podría ser pariente de la profesora
Trelawney me mira expectante a través de los gruesos cristales de sus gafas
de pasta. Según parece, vende figuritas de madera de todos los tamaños.
—Do you make them yourself? —pregunto, fascinada por unos renos
cuyos cuernos pequeños son increíblemente minuciosos—. This is…
amazing.
—Oh, thank you!
Entonces se da la vuelta y rebusca en sus estantes. Solo tarda unos
segundos en volverse hacia mí con una figura de apenas cinco centímetros.
Su mirada dice que cree haber acertado de pleno con su elección.
Bajo la vista y descubro a un chico que toca la guitarra y tiene sus ojos
de madera cerrados.
—It’s… beautiful. —Sonrío yo también. Me gusta lo dulce y calmado
que parece.
Ella asiente y acepta el billete que le entrego. Yo me alejo contenta con
mi compra, acariciando a mi músico dentro del bolsillo.
Ron Weasley
Paula, me va a dar un ataque.
Después de comprar la figurita, he deshecho mis pasos y he continuado
rumbo a la Royal Mile, la avenida más famosa de la Old Town, según tu
guía. Tantos abrazos familiares y amor flotando en el mercado navideño
empezaban a agobiarme.
He pasado por la puerta de Deacon Brodies Tavern, que me ha llamado
la atención por sus dos carteles. Entonces he recordado que ya los había
visto en tu guía. El primero muestra a Deacon Brodie como el ebanista y
cerrajero respetable que era en el siglo XVIII, pero en el segundo se puede
ver que el tipo lleva una bolsa de dinero en la mano y una especie de antifaz
en la cara que, entre tú y yo, lo hace parecer un mapache. El hombre de
negocios convivía en el mismo cuerpo con el ladrón que utilizaba la copia
de las llaves de sus clientes para entrar a robar por las noches. Vaya tela con
el señor Brodie… Aquí pone que esta dualidad inspiró a Robert Louis
Stevenson para escribir El extraño caso del Doctor Jekyll y Mr. Hyde. De
verdad, las referencias literarias de esta ciudad son increíbles.
En fin, que he seguido caminando algo más porque prefería despejar un
poco la mente y he llegado a la Catedral de Saint Giles. Después de unas
cuantas fotos, me ha empezado a rugir el estómago, así que he decidido que
ya había andado bastante y que tenía que cenar. Sí, estás pensando bien, he
elegido Byron porque esas hamburguesas grasientas con queso fundido que
me enseñaste eran demasiado tentadoras.
Así que aquí estaba, pensando en que ya había pasado un día y
sintiéndome capaz de afrontar el siguiente, cuando me ha llegado un
Whatsapp. Creía que sería Lara mandándome algún selfie absurdo que se
hubiera hecho con Snapchat, pero se me ha subido el corazón a la garganta
cuando he leído en la pantallita el nombre de Samuel.
Ya sé que él era uno de los motivos de hacer este viaje, que creías que
era tu destino y que, quizá, este mensaje no debería sorprenderme. Pero
comprenderás que sí lo haga después de que él mismo me asegurara que no
podía quedar conmigo. No me dijo el motivo, pero la verdad es que no hizo
falta. En el fondo, supe que no quería, y lo entendí perfectamente.
Te juro que me tiemblan las piernas, y si no fuera por el corrector, mi
respuesta a su mensaje habría parecido un jeroglífico. Sabía que existía una
pequeña posibilidad de que cambiara de idea, por eso me traje las cartas
igualmente, pero… Joder, creía que entrar en The Elephant House sería lo
más difícil que haría hoy.
Por supuesto, me equivocaba. Y es que no debemos dar nunca nada por
sentado porque, cuando menos lo esperamos, ocurre algo que pone nuestro
mundo patas arriba. Nosotras de eso sabemos un poco, ¿verdad?
Madre mía, me sudan las manos. Estoy segura de que la hamburguesa
me está resultando indigesta. Bueno, a ver, calma. ¿Cuánto puede durar el
encuentro? ¿Diez, quince minutos? Puedo soportarlo.
Me apoyo en el respaldo acolchado de mi asiento y miro al techo lleno
de conductos de ventilación. Respiro hondo. He dejado el móvil sobre la
mesa como si me quemara, así que vuelvo a cogerlo para contestar a
Samuel. Le digo que estoy por la Royal Mile y lo veo escribiendo.
Escribiendo… ¡Por Dios, que ponga algo ya!
«¿Nos vemos en The Tron?». Vale, medio minuto escribiendo para poner
cinco palabras. Supongo que eso quiere decir que está tan nervioso como
yo. He aceptado acudir a ese sitio sin saber qué es ni dónde está. En el mapa
pone que solo hay un par de minutos hasta allí. He pagado la cuenta sin
saber cuántas malditas pounds me ha dicho el camarero, y me he
encaminado hasta el lugar de encuentro. Prefiero esperar en la puerta, así
que me he puesto a dar vueltas y a retorcerme los dedos hasta que veo a un
chico pelirrojo que viene directo hacia mí. Vaya, debía de estar muy cerca.
Ahí está tu Ron Weasley, Paula.
Sonrío tímidamente, aunque me siento morir un poco por dentro cuando
me devuelve el gesto. No soy yo la que tendría que estar aquí, maldita sea.
—Hola —saluda con un acento muy marcado.
Sé que me ha reconocido porque soy la única chica histérica que hay en
la calle mirándolo fijamente, pero también por tus dichosas fotos de
Instagram de sisters before misters y todo ese rollo.
—Hola. —Acepto la mano que me ofrece y vuelvo a apartarla
rápidamente, sin saber ni dónde meterla.
Nos quedamos callados unos segundos eternos hasta que él carraspea y
señala al interior del local.
—¿Entramos?
Agradezco que hable en español, lo reconozco. Ahora mismo no me
creo capaz ni de conjugar el verbo to be.
Samuel busca un par de taburetes libres junto a la barra y me ofrece
asiento primero. Es un caballero, Paula. Aunque supongo que tú ya lo
sabías. Tiene los ojos azules tan claros, que parecen traslúcidos, y una
naricilla respingona cubierta de pecas que le dan un aspecto aniñado. Es
muy mono, hermanita.
Me llevo la mano al bolsillo del abrigo y palpo el papel de las cartas.
Respiro hondo, lista para sacar la artillería pesada, pero él interrumpe el
rumbo de mis pensamientos.
—Tengo que confesarte algo, Daniela.
Alzo las cejas.
—¿Ah, sí?
Asiente con solemnidad, como si fuera a desvelarme un gran secreto.
—Te mentí cuando dije que no podía quedar hoy.
No puedo evitar reírme un poco, a lo que él responde con un ceño
fruncido.
—No, por favor, no me malinterpretes. Es solo que… ya me lo
imaginaba. —Suspiro—. Mira… Esto no es fácil para ninguno de los dos.
Relaja el gesto y se encoge de hombros.
—No, ya lo sé. Y te agradezco que hayas venido, de verdad.
Los siguientes minutos transcurren entre anécdotas banales de mi primer
día en Edimburgo. ¿Sabes, Paula? Veo esa bondad de la que tú siempre
hablabas, esa sinceridad que no parece ninguna fachada. Incluso me he
reído con un par de bromas que ha hecho.
Al final, cómo no podía ser de otra manera, te acabas colando en la
conversación. Y ocurre justo en el momento en que baja la vista y se
encuentra con mis pies.
—Bonitas botas.
Alzo un poco el pie derecho.
—Sí que lo son.
Su sonrisa es triste y su mirada se pierde en la pared llena de botellas.
—Ella era tan… especial.
Me gusta oírle decir eso. Demuestra que le importabas.
—Lo sé.
—Te agradezco que me avisaras.
Trago saliva. Esto se está poniendo difícil por momentos.
—Era lo menos que podía hacer.
El silencio se instala entre nosotros, pero creo que apenas nos damos
cuenta. Seguramente, cada uno estamos en medio de un recuerdo muy
distinto al del otro.
—Oye, no hemos pedido nada —dice entonces él—. ¿Una cerveza?
Asiento, pero no especifico que no quiero una de esas amargas que
saben tan fuertes. Y, cómo no, me cae una tan oscura, que bien podría ser
agua de una acequia. A lo mejor para los escoceses esto es como una Fanta,
pero a mí me sabe a rayos.
—Por el amor de Dios.
Samuel se ríe.
—¿Quieres otra cosa? ¿Un refresco? ¿Un zumo?
Creo que no lo ha dicho con ninguna intención de burlarse, pero…
¿Sabes qué? Que voy a demostrarle a Ron que yo también puedo ser dura.
Además, te prometí que brindaría contigo con un vaso enorme de estos, así
que allá voy.
—Por Paula —digo al levantar el mío.
—Por Paula.
Los cristales chocan y ambos damos un trago que, en el caso de Samuel,
termina con la mitad del contenido.
Seguimos hablando, esta vez de ti, y recordando cuándo os conocisteis
en ese foro de literatura fantástica que tanto te entusiasmaba. Me habla de
las noches en vela, hablando contigo a través de la cámara web, de las
conversaciones interminables al teléfono y la risa que tenías que aguantarte
porque eran las tres de la madrugada y no querías despertarnos a nosotras.
¿Sabes? A veces me despertaba y te escuchaba reír, pero, a pesar de que
me costaba conciliar el sueño de nuevo, nunca te dije nada porque te veía
feliz.
—Admito que me preocupaba que no fueras más que un farsante —le
digo a Samuel—. O que solo estuvieras jugando con mi hermana.
—Lo comprendo. Y yo admito que no esperaba enamorarme de tu
hermana, pero… ocurrió.
¿Has oído eso, Paula? Estaba enamorado de ti. Enamorado. Dios, tengo
ganas de pellizcarle las mejillas.
—Ella también te quería. Siempre hablaba de ti y de cómo sería
cuando…
Me callo de golpe. Cuando os vierais y tocarais por primera vez, cuando
pudierais daros vuestro primer beso.
Veo los ojos azules del chico brillar de una forma diferente. Tal vez sean
un reflejo de los míos ahora mismo. Me acabo la cerveza de un trago,
deseando que el alcohol me rescate esta noche.
—Tengo que confesarte otra cosa —dice tras observar cómo me limpio
el líquido amarillento que me cae por los labios.
¿Otra confesión?
—Adelante.
—Estoy… conociendo a alguien.
Al principio, no entiendo lo que me quiere decir. No sé, durante las
primeras milésimas de segundo. Pero entonces, mi cerebro abotargado y
exhausto enlaza las palabras que han salido de su boca.
—¿Conociendo…?
Se cruza de brazos y aparta la vista. No necesita ponerse a la defensiva.
¿O sí? ¿Parezco enfadada o amenazante?
—Yo… Ni siquiera lo busqué, simplemente un día…
Sacudo la cabeza. ¿Qué estoy haciendo?
—Samuel, no tienes por qué explicarme nada —consigo decir.
—Pero quiero hacerlo.
—Porque te sientes culpable —adivino—, pero no deberías.
Veo en sus ojos que ansiaba oír estas palabras, que necesitaba que
alguien le dijera que lo que le está pasando no es malo. Y que, además, ese
alguien tenía que ser yo.
—Es tan… complicado.
—Lo sé, pero tienes que entender que no necesitas mi permiso, sino
únicamente el tuyo. —Suspiro—. Mira… A mí más que a nadie me duele
decirte esto, pero la vida sigue. Hace más de ocho meses que ella no está,
no puedes llorarla eternamente.
Es fácil dar consejos que luego tú no piensas poner en práctica, pero ese
es otro tema. Ahora entiendo que tengo que hacer de hermana mayor y
aliviar la carga de este chico.
Una lágrima traicionera abandona su ojo izquierdo. El derecho todavía
aguanta. Ya que estamos así, creo que es momento de que todo explote. No,
no es por ser cruel, es que de verdad creo que es mejor acabar con esto
ahora que se ha abierto la veda.
—Tengo algo para ti.
Que deje de doler
Cuando le entrego el paquetito de cartas que tu ataste con un cordel, se
queda mirándolo como una estatua. Le tiembla la barbilla y, por un
segundo, me siento mal por provocarle semejante tristeza.
—Te escribió cartas durante todo este tiempo. Decía que le parecían más
personales y bonitas, que los trazos y las letras escritas a mano le dan un
nuevo sentido a las palabras. Quería dártelas ella misma, pero… —Se me
rompe la voz, ya no puedo evitarlo—. Bueno, te las traigo yo.
Traga saliva y asiente. No creo ni que pueda hablar ahora mismo. No sé
el tiempo que pasa con los ojos puestos sobre el papel, inmóvil, como si yo
no estuviera allí y no hubiera gente a nuestro alrededor. Al final, se atreve a
deshacer el nudo del cordel y abre la primera carta.
Paula, te juro que hace tiempo que no estaba tan nerviosa. ¿Me la va a
leer? Por favor, espero que no. Hay cosas que duele pensarlas, pero
escucharlas en voz alta ya es demasiado. ¿Qué escribiste en esas cartas?
Algo que nos va a romper en pedazos, ¿verdad? Tú eras intensa y de
palabras profundas que ibas tejiendo con una facilidad asombrosa hasta que,
sin darte cuenta, las sientes clavadas en el alma.
Pero Samuel no lee en voz alta. Sus ojos se mueven a toda prisa
siguiendo las líneas, y conforme avanzan en el texto, se humedecen un poco
más hasta que, incapaz de continuar, se detiene de golpe.
Me descubro poniéndole la mano en el hombro para tratar de
reconfortarlo, aunque sé que poco puedo hacer yo. Imagino cómo debe de
sentirse ahora mismo. Con sorpresa, veo que posa su mano sobre la mía y
aprieta mis dedos con desesperación.
Sus mejillas están inundadas ya por un río de lágrimas. Para ser sincera,
las mías también, aunque no sé en qué momento exacto ha pasado.
Desconozco qué me impulsa a hacerlo, pero termino abrazándolo. Siento
que es como un hermano pequeño al que ya no conoceré. Como una parte
de ti que se descubre nueva ante mí, pero que se quedará para siempre en
este pub. En esta ciudad.
—La echo muchísimo de menos —susurra sobre mi hombro.
—Y yo.
Su cuerpo se sacude por el llanto. No sé si la gente nos está mirando,
pero tampoco me importa. Paula… Este chico te quería. Te quería con toda
su alma. Pero, ¿de qué me sorprendo? Tal vez no lo conociera a él, pero te
conocía a ti. ¿Cómo no iba alguien a quererte?
Tras un tiempo que no sabría concretar, nos separamos. Pienso en The
Elephant House y la banda sonora de Harry Potter y me doy cuenta de que
esto es infinitamente peor. Desde que he llegado a Edimburgo esta mañana,
no he hecho más que recordarte y hablarte como si cada vez estuvieras un
poquito más presente, te he sentido junto a mí en cada paso que he dado. No
sé, quizá era una forma de autoengaño que me estaba ayudando a
mantenerme en pie. Pero hablar de ti y llorarte con alguien más… Eso…
Hace tan real tu ausencia, que siento cómo un dolor insoportable nace en mi
pecho y sube hasta la garganta.
—Bueno… Debería irme —anuncia Samuel, más calmado. Se limpia las
lágrimas con el dorso de la mano y trata de sonreír, pero no le sale.
—Gracias por venir.
—No… Gracias a ti, Daniela. De verdad.
Le dedico una sonrisa más antes de verlo desaparecer tras la gente en
busca de la puerta. Yo estoy tan hecha polvo, que no puedo levantarme
todavía del taburete, así que me dedico a pedir algo más fuerte que una
cerveza. Quizá no sea lo más inteligente emborracharme yo sola en una
ciudad extraña, con una orientación dudosa y una tristeza infinita, pero creo
que es justo lo que necesito ahora mismo.
Y para hacerlo todo más masoquista, me dedico a mirar en mi móvil
todas y cada una de tus fotos. Bebo. Y lloro. Y sigo bebiendo. Hasta que la
barra se tambalea y tengo que agarrarme a ella para no caerme del taburete.
Me he convertido en una borracha que ahoga sus penas en la barra de
cualquier bar, con demasiado peso en su espalda como para levantar la
cabeza.
No tengo ni idea de cómo consigo ponerme en pie y moverme entre la
gente hasta la salida. Quizá ya haya pasado un buen rato, quizá me haya
echado una cabecita reparadora sin darme cuenta. O quizá la marea de gente
que está saliendo a la calle me haya arrastrado y facilitado la tarea.
En cualquier caso, ya estoy fuera. Me apoyo en la fachada, que está
congelada y rugosa, y camino sin rumbo fijo. Tras varios intentos de seguir
adelante, tengo que pararme de golpe. Voy a echar la papa, así que me meto
en uno de los montones de callejones que guarda la Royal Mile y me doblo
sobre mí misma para dejar salir el vómito. Dios… Qué asco. Creo que ahí
iba también el brownie.
Camino e ignoro las miradas de desaprobación de los viandantes. Soy
vagamente consciente de que llego a un puente. Siempre me han gustado
los puentes, me provocan sensación de… libertad. Como si aquí arriba nada
pudiera alcanzarme.
Bueno, eso es una chorrada porque precisamente este pequeño puente
está transitado y no me aísla de una mierda, pero aquí estoy… asomada,
agarrándome a la barandilla y con la vista fija en los coches de abajo.
Las lágrimas no dejan de brotar. Mi corazón nada a la deriva ya en un
mar de angustia que parece que vaya a ahogarme. Paula, no quiero que te
preocupes por mí, pero… ¿Cómo no voy a romperme? El instinto me lleva
a clavarme las uñas en el brazo hasta que, al ver una pequeña muesca roja
donde empieza a abrirse la piel, me detengo.
Soy débil e inútil, y me he estado engañando. No voy a poder superar tu
marcha. No voy a poder seguir adelante. ¿Por qué tendría que hacerlo?
¿Qué me queda si ya no estás tú? Me siento perdida y soy incapaz de verle
sentido a lo que me rodea. Lo de esta mañana no ha sido más que un
espejismo.
Sé que aún no he cumplido mi promesa, hermana, pero he venido a
Edimburgo y le he dado las cartas a Samuel. ¿De verdad es necesario que
siga aquí en fin de año? Porque el asfalto que hay más abajo es tan tentador,
tanto…
Algo rápido. Fácil. Y el dolor se terminaría. Quién sabe, quizá nos
volviéramos a encontrar allá donde estés.
Quieres huir.
¡Claro que quiero huir, maldita sea! ¿Es que no ves el infierno en el que
se ha convertido mi vida? ¿Es que no te das cuenta de que cada paso que
doy me cuesta un mundo?
Sigo llorando. Perdóname, por favor, sé que no tengo derecho a decir
nada de eso. Mucho menos a ti, que ya no estás aquí, que ya no tienes la
opción de decidir. Soy una egoísta, una persona débil y cobarde. Tú eras la
fuerte, Paula. Tal vez yo fuera la hermana mayor, pero tú eras la fuerte.
Me inclino un poco más hacia delante y cierro los ojos. Al menos,
dejaría de doler. Y yo solo quiero que deje de doler…
Al principio, creo que me lo estoy imaginado, pero entonces las notas
llegan más claras. Una guitarra no muy lejos de aquí. Los suaves acordes de
una melodía que conozco, aunque no logro identificarla. No hasta que la
voz la acompaña y, de repente, siento como si alguien me hubiera puesto
una manta sobre los hombros. Es cálida… Envolvente. Profunda y dulce,
pero desgarradora en su entonación. Alguien canta Photograph de Ed
Sheeran con un sentimiento difícil de ignorar. La respiración se me calma,
las lágrimas han cesado. Un pellizco en la boca del estómago y una especie
de fuerza invisible que tira de mí hacia el origen de ese sonido que arrastra
el viento.
Sigo recorriendo el puente y ahí está, apoyado en la barandilla. Paula,
¿qué les estás haciendo a tus botas que parece que anden solas? Me acerco,
embriagada por las notas que dibuja su voz. El chico tiene la cabeza
agachada y está mirando la guitarra. Entonces la levanta, pero tiene los ojos
cerrados. Parece tan… Triste. Y tan calmado.
Cuando se humedece los labios para seguir entonando la letra, me
sorprendo pensando que me resultan bonitos. Su pelo oscuro luce
despeinado por el viento, pero no creo que le importe en absoluto. Parece
estar muy lejos de allí, incapaz de ver a la gente que nos hemos reunido a su
alrededor mientras sus dedos siguen acariciando las cuerdas de la guitarra.
La funda del instrumento se encuentra abierta a sus pies, con algunas
monedas en su interior. Estoy decidida a darle yo misma unas cuantas
libras, cuando abre los ojos y me encuentra.
Se me corta la respiración. Por un segundo, creo que deja de tocar.
Ahora solo escucho el latido de mi corazón martilleándome los oídos. El
gorro sigue en mi mochila desde que salí del pub, así que mi pelo suelto
ondea en todas direcciones. Solo cuando un mechón me tapa la visión,
puedo volver a tomar aire.
Y la música vuelve a sonar.
¿Qué acaba de pasar, Paula? Ni siquiera sé de qué color son sus ojos,
pero ha pasado algo cuando se han encontrado con los míos. Como si…
Como si nos reconociéramos. ¿Qué idiotez, no?
Me abrazo a mí misma con fuerza, pero no es por el frío. Creo que
necesito sujetarme, sentir que puedo mantener el equilibrio. Solo que no
puedo, porque ahora mismo estoy hasta arriba de alcohol, tristeza y
desconcierto.
Poco a poco, me encuentro disfrutando del final de la canción.
Saboreando las notas que el viento trae a mis labios, dejando que la calidez
de su voz se cuele bajo mi abrigo y me reconforte bajo el pecho. Una
especie de vértigo, mareo o algo que en realidad no sé definir se encarama a
la boca de mi estómago.
Y entonces, sin previo aviso, todo se vuelve negro.
El músico
Primero noto la pesadez de mis párpados, incapaz de levantarse todavía. A
continuación, percibo la garganta seca y la boca pastosa. Y llega el latigazo
de dolor que me atraviesa el cráneo como un rayo. Me llevo la mano a la
cabeza a la vez que me esfuerzo en abrir los ojos para encontrarme con un
techo blanco del que cuelga una lámpara negra.
Me duele todo el cuerpo. Los recuerdos me asaltan, borrosos, pero
igualmente dolorosos. La Old Town de Edimburgo, frases escritas en las
paredes de unos lavabos, mil luces de Navidad, un vaso de vino caliente, un
músico de madera, Samuel sujetando tus cartas, muchas lágrimas y más
alcohol. Un puente tentador, la caricia helada del viento, dándome un
empujoncito hacia delante.
Automáticamente, me llevo la mano al antebrazo izquierdo. Recuerdo
haber visto algo de sangre. Levanto deprisa la manga y compruebo una
única muesca, un arañazo superficial del que no debo preocuparme. Respiro
aliviada, pero solo hasta que me doy cuenta de que no estoy en la habitación
de Lara.
Frunzo el ceño y miro alrededor. ¿Dónde cojones estoy? Hay un
escritorio lleno de papeles, una guitarra apoyada junto al armario y un
abrigo azul marino sobre el respaldo de una silla. De repente, noto un
cosquilleo en la mano. No puedo evitar que el grito salga de mi boca
cuando me encuentro con un gato pelirrojo olisqueándome como a un atún.
El minino se asusta y pega un bote a la vez, pero ha empezado él, maldita
sea.
—¡Pero de dónde sales tú! —le grito, como si el bicho pudiera
contestarme.
Me ha secuestrado un gato, Paula. Anoche me vio borracha e indefensa
y me trajo a su casa a través de callejones oscuros. Y a juzgar por lo
dolorida que me siento, me ha pegado una paliza mientras dormía.
Sacudo la cabeza. ¿Qué narices estoy pensando?
La puerta de la habitación se abre de golpe y aparece un chico
sobresaltado, que provoca que vuelva a gritar, histérica. Esto es la resaca
más rara de la historia.
—¿Estás bien?
Me tapo con la sábana hasta el pecho, aunque estoy totalmente vestida.
Cuando veo que él se acerca, estiro el brazo y cojo como arma lo primero
que encuentro. Genial, un mando a distancia. Si intenta atacarme, puedo
amenazarlo con desprogramar su televisión.
—No voy a hacerte nada —dice con voz calmada y las manos en alto.
Sabe que puedo lanzarle el mando a la cabeza en cualquier momento.
Entrecierro los ojos. Carraspeo para que me salga la voz. Por suerte, el
chico no se ha dirigido a mí en inglés. De hecho, ni siquiera tiene acento.
—¿Se puede saber quién eres y por qué estoy aquí?
—Hace unas horas te has desmayado en Cowgate Bridge, delante de mí.
—Hace una pausa—. Bueno, y de más personas.
Vale, yo diría que es tan español como yo. Y debe de tener apenas un par
de años más. Sí, no le echo más de veintitrés o veinticuatro años.
—¿Unas horas? —Me giro un segundo, buscando la ventana—.
¿Todavía es de noche?
—No son más de las dos.
Con el mando aún en la mano, me destapo y me levanto de golpe, pero
mi equilibrio debe de estar durmiendo todavía, porque no me hace ni puto
caso. Las paredes de la habitación se tambalean, pero alguien me sujeta
para que no me coma el suelo.
—Eh, tranquila.
—Tengo que irme.
—Tienes que sentarte —me dice él.
No tengo fuerzas para negarme en estos momentos, así que dejo que me
ayude a sentarme sobre la cama de nuevo. Cierro los ojos porque así es
mucho más fácil no vomitar.
—Sigo sin saber por qué me has traído a tu casa.
—No querías ir a un hospital —responde—. En tus escasos segundos de
lucidez, solo repetías… «Al hospital no. Al hospital no».
Abro los ojos. Se me va la cabeza todavía, pero empiezo a recuperarla
poco a poco.
—No me gustan nada los hospitales.
Se encoge de hombros.
—Ya, ¿y a quién sí?
Vale, buena apreciación.
—Oye, mira, te agradezco que me socorrieras y todo eso, pero… Estar
aquí me parece bastante inapropiado.
—Lo comprendo, pero no sabía a dónde llevarte… No iba a dejarte
tirada en la calle.
Su voz es profunda y calmada, como un bálsamo reconfortante sobre los
músculos doloridos.
—Y gracias de nuevo —repito—, pero tampoco es que ayude en lo de
generar confianza que te quedes oculto en las sombras.
Da un paso adelante y la escasa luz que se cuela por la ventana le da de
lleno en la cara antes de que lo haga la luz tenue de una lamparita. Por
primera vez, me fijo en su rostro. Abro mucho los ojos.
—Eres el músico.
Por un momento, lo veo con su guitarra delante de mí, entonando
canciones de Ed Sheeran y mirándome a los ojos. Los suyos son de color
verde, si no me equivoco.
—Zac —se presenta.
Pronuncia la zeta como lo haría en nuestro idioma.
—¿De Zacarías?
Arruga la nariz.
—Eso me temo. Aunque aquí todos me llaman Zachary, que suena
mejor.
Consigue que sonría un poquito.
—Soy Daniela.
Ahora es él quien sonríe y… Paula, te juro que esa sonrisa ha atravesado
la habitación y se me ha estampado contra la cara.
—Un nombre precioso.
—Gracias.
Nos quedamos en silencio, sin saber qué decir. A ver, recapitulemos:
estoy en casa de un desconocido que canta como los ángeles, metida entre
sus sábanas y con unas pintas que deben de dar bastante miedo. ¿Cómo he
podido acabar así?
—Bueno… Te dejaré sola para que puedas descansar.
Sus palabras han roto el hilo de mis pensamientos. Vuelvo en mí lo justo
para darme cuenta de que no quiero que me deje sola. Todavía recuerdo el
susurro de mis demonios alrededor, convenciéndome de que diera un paso
adelante en ese puente. Ese único pensamiento me hiela la sangre en las
venas.
—Puedes dormir en tu cama —digo de pronto. Se había dado la vuelta
para salir por la puerta, pero se ha quedado quieto, clavado en el sitio. Gira
un poco la cabeza para mirarme—. Quiero decir, que podríamos
intercambiarnos y yo podría, ya sabes, dormir en el sofá.
De verdad que me iría a casa, pero no me creo capaz de avanzar mucho
en estas condiciones. No nos vamos a engañar, aún sigo un poco borracha.
—No voy a dormir.
—¿Ah, no?
Se apoya en el marco de la puerta.
—Aprovecharé para componer algo.
Vuelve a venirme la imagen del músico callejero, cuyas notas cálidas
atravesaron el aire helado para reconfortarnos a todos los que nos paramos a
escuchar.
—¿También compones?
—Lo intento.
Subo las piernas a la cama y me abrazo las rodillas.
—Tu voz es increíble —suelto sin pensar.
Incluso en la oscuridad, puedo ver cómo sonríe.
—¿Seguro que la recuerdas?
—¿Por qué? ¿Me cantarías ahora para que lo hiciera?
Ahora sí escucho la risa.
—Podría.
Parece amable de verdad, ¿sabes, Paula? Estoy segura de que te caería
bien. Tú eras de esas personas confiadas por naturaleza, de las que
encuentran cosas bonitas en la sonrisa de un desconocido.
Me he quedado sonriendo como una idiota, soy consciente cuando él
carraspea un segundo.
—¿Quieres comer algo? ¿Necesitas ir al lavabo?
—Sí y sí —admito—. Además, creo que… —Olisqueo mi jersey y
reprimo otra arcada.
—Te dejaré algo para que te cambies, no he querido desvestirte mientras
estabas inconsciente porque… Bueno, por razones obvias.
—Claro.
Me he puesto roja, y no hay oscuridad que pueda disimularlo. Por suerte,
el gato maldito aparece para destensar el ambiente.
—Vaya, hola.
Zac lo coge en brazos y comienza a acariciarle entre las orejas.
—Se llama Milo. Siento que te haya asustado antes.
—Siento haberlo asustado yo.
Avanzo de rodillas sobre el colchón para acercarme al minino, pero me
bufa con descaro y me deja con la mano en alto. Zac se echa a reír.
—Dale un poco de tiempo.
—Vale, pero has empezado tú —acuso al gato, que maúlla en respuesta.
El bicho salta de los brazos de su amo y se escabulle por la puerta. Zac
rebusca en su armario y me ofrece una sudadera con capucha de color
granate.
—¿Te vale esto?
La acepto con gusto y dejo que me guíe hasta el lavabo. Su piso es muy
pequeño, incluso más que el de mi amiga, con un saloncito acogedor
decorado con vinilos en las paredes y multitud de notas desperdigadas por
la mesa. La guarida de un compositor, de un artista. Hay un tocadiscos
antiguo en una esquina, junto a la ventana.
El espejo del lavabo me devuelve a una Daniela de pelo encrespado,
restos de máscara bajo las pestañas y pálida como el mármol. Me lavo la
cara y arreglo el estropicio como puedo antes de quitarme el jersey con
restos de vómito y colocarme la sudadera de Zac. Es calentita y huele a lo
que imagino es su colonia. Me descubro cerrando los ojos para inhalar, pero
me reprendo porque ni siquiera lo conozco.
Unos golpecitos en la puerta.
—¿Todo bien ahí dentro? ¿Necesitas algo?
Me aliso el pelo con los dedos y abro la puerta con mi asqueroso jersey
en la mano.
—Sí, bien, gracias.
—Puedo lavarte eso —dice señalando la prenda.
—No tienes por qué, de verdad.
—Insisto. —Sin permiso, me arrebata el jersey y se encamina hacia la
cocina, que solo se separa del salón por una barra con un par de taburetes, al
igual que en casa de Lara.
Lo veo poner la prenda en la lavadora y dar al botón.
—¿Te apetece un té?
—Un té estaría bien, sí.
La tetera ya estaba caliente, a juzgar por el vapor que emite, así que
apenas tarda un minuto en preparar dos tazas y colocar las correspondientes
bolsitas.
—¿Azúcar?
Asiento. Añade un par de cucharaditas y me ofrece la taza antes de
señalar el sofá de color gris. Doy vueltas a la cucharilla mientras me fijo en
cómo la bolsita tiñe el agua de marrón.
—Puedo probarlo yo primero, si quieres.
—¿Eh?
—El té de tu taza. Te juro que no he metido ninguna sustancia rara.
Sonrío, avergonzada.
—Oh, no estaba pensando en eso.
Tomo asiento para que vea que no estoy asustada ni recelosa. Es verdad
que no lo conozco y no sé si puedo fiarme de él, pero esa vocecita interior
conocida como instinto de supervivencia está muy callada. A lo mejor solo
es un tipo amable, ¿no?
Zac se sienta en el sillón de en frente. Agradezco que me dé cierto
espacio.
—¿Una noche complicada?
En los últimos minutos, he estado ocupada preocupándome de averiguar
dónde estaba y con quién, pero ahora que ya sé lo que ha pasado, es como si
mi cuerpo comenzara a relajarse y, por tanto, dejara que volviera la tristeza
y el dolor en toda su intensidad. Porque lo cierto es que esta noche ha sido
complicada, sí. Mucho más que eso.
—Algo así.
Da un sorbo al té y decido imitarlo, aunque solo sea por ganar tiempo.
Ojalá el líquido ardiente deshiciera el nudo que se va tensando cada vez
más en la boca de mi estómago.
—Parece que te bebiste medio The Tron.
Levanto la cabeza y lo miro.
—¿Cómo…?
—Trabajo allí —se apresura a aclarar—. Mi turno acabó a los pocos
minutos de que tú y tu amigo llegarais.
—Ah.
Se remueve en su asiento. Creo que teme haber hablado más de la
cuenta. Yo tampoco me siento demasiado cómoda ahora mismo.
—Estabas sola cuando te vi más tarde.
—Sí.
—¿No deberías avisar a tu amigo de que estás bien?
—No era mi amigo —respondo con cierta sequedad—. ¿Estás
interrogándome, Zacarías?
Frunce el ceño.
—No, claro que no.
Suspiro y echo la cabeza hacia atrás.
—Perdona, las últimas horas han sido... —Suelto un bufido. No sé ni
cómo expresarlo con palabras.
—Lo siento.
Niego con la cabeza. ¿Por qué tengo ganas de llorar? Es un desconocido,
no debo llorar delante de él, pero… por otra parte… ¿No sería liberador
contarle a alguien cómo me siento? Alguien al que no voy a volver a ver
jamás.
—La cosa parecía ir bien —se atreve a añadir—. En The Tron, quiero
decir.
—Te fuiste demasiado pronto para ver el final.
—¿Una ruptura?
—Algo peor.
—¿Quieres… contármelo?
Sus ojos verdes escudriñan mi rostro en busca de la respuesta. Su pelo
oscuro luce despeinado, pero le da un toque aniñado encantador. Una
cicatriz atraviesa una de sus cejas negras y hace que me pregunte el motivo
de que esté ahí, cuál es la historia de este chico.
—Era el novio de mi hermana pequeña.
Ahora parece más confuso todavía.
—¿Y tú estabas haciendo de mensajera o algo así?
Me encojo de hombros.
—Bueno, le llevé unas cartas, así que imagino que sí, eso es justo lo que
estaba haciendo.
—¿Y tu hermana no está en Edimburgo?
Sonrío con tristeza.
—Está por todas partes —admito. Veo el desconcierto pintado en su
mirada—. Ella… se fue.
Se me ha quebrado la voz al final de la frase. Zac ha entendido
exactamente a qué me refería, lo sé por el malestar que se dibuja en su
expresión.
—Dios… Lo siento muchísimo.
Levanto la mano.
—No te preocupes.
El silencio vuelve a instalarse entre nosotros. La taza comienza a
enfriarse entre mis manos, pero sigo aferrándola con fuerza, tratando de
absorber los últimos resquicios de calor.
Paula, hablarle de ti resulta liberador, de verdad. No sé por qué, este
chico me inspira confianza, hace que me sienta cómoda. No trata de rellenar
el silencio con palabras absurdas, sino que respeta mi espacio y aguarda
paciente. Debo de haberme vuelto loca, pero la desesperación y la tristeza
estaban a punto de ahogarme… ¿Qué hay de malo en aferrarse un segundo
a un pequeño salvavidas, por precario que sea, para tomar aire?
Cierro los ojos. Las lágrimas me queman las mejillas, pero ya no puedo
intentar controlarlas por más tiempo. Cuando me doy cuenta de que son
reales, abro los ojos y me las limpio a toda prisa con el dorso de la mano
mientras compruebo si él las ha visto. Algo me dice que sí, pero que ha
apartado la mirada en el último momento para dejarme cierta intimidad.
—¿Puedo hacer algo para que te sientas mejor?
Suena sincero y lleno de buenas intenciones. Entonces recuerdo que fue
su voz la que me trajo de vuelta anoche, las notas que rasgaba en las
cuerdas de su guitarra. Estaría bien volver a sentir eso, aunque solo fuera un
momento.
—¿Podrías… cantarme algo?
Alza las cejas, sorprendido.
—¿Ahora?
Me muerdo el labio, avergonzada.
—Tienes razón, es muy tarde. Y ya has hecho más que suficiente.
—No, no, espera. —Se levanta y desaparece por la puerta de su
habitación para, a continuación, volver con la guitarra—. ¿Qué te gustaría
escuchar?
Ahí está, el músico de madera que cobra vida por Navidad. Paula, debes
de estar encantada observando todo esto. ¿Te has preparado ya unas
palomitas?
Sonrío abiertamente cuando lo veo colocarse.
—Lo dejo a tu elección.
Se toca el pelo y se humedece los labios.
—Vamos con el gran Sam Smith.
Le dedico otra sonrisa porque me encanta su elección. Y sé que a ti
también porque lo añadiste a tu playlist de Edimburgo.
Las primeras estrofas de Stay with me rasgan el silencio de la noche. La
voz de Zac suena bajita, poco más que un susurro. Casi de inmediato,
comienzo a sentirme mejor. El pecho me duele un poco menos y los ojos
me pesan un poco más. Sin darme cuenta, mi parpadeo se vuelve más lento
y mis pensamientos comienzan a escurrirse, como si los arrastrara una
corriente.
Creo que en algún momento me he recostado en el sofá, pero no sé
cuándo ha sido. De repente, ya no se escucha la guitarra, pero la voz sigue
ahí. A capela, con ese tono vibrante que se cuela por cada célula.
Alguien me sube los pies al sofá y me tapa con una manta. Alguien que
solo puede ser Zac, porque no creo que Milo esté por la labor. Sin embargo,
no abro los ojos. Me quedo muy quieta, concentrándome en mi propia
respiración y en esa voz. Un repiqueteo suave pero constante se escucha
sobre el cristal de la ventana. Parece que ha empezado a llover. Ya resultaba
raro que no lo hubiera hecho antes; las nubes llevan amenazándonos todo el
día.
Esta vez, el fundido a negro es progresivo. El mundo no desaparece de
repente bajo mis pies, porque hay una melodía que me da la mano para
evitar que vuelva a caer.
Gracias por la canción
Me despierta el ding del microondas. Cuando abro los ojos, necesito unos
segundos para recomponer los pedazos de la noche anterior. El dolor de
cabeza sigue ahí, persistente y punzante.
Alguien tararea una canción. Me giro y encuentro a Zac de espaldas a
mí, preparando algo sobre la encimera de la cocina.
Un gimoteo inevitable escapa de mis labios al incorporarme.
—Buenos días —saluda él.
Mi respuesta es un gruñido ininteligible.
—Siento haberte despertado. —Se limpia las manos con un trapo que
luego apoya en su hombro—. ¿Un gofre?
—¿Con chocolate?
—Por supuesto.
Esbozo una sonrisa perezosa y acepto su oferta. Es extraño despertarme
en casa de este desconocido. Ahora que ya no noto los efectos del alcohol,
la situación todavía me parece más surrealista. Sin embargo, no puedo
obviar que tengo en frente a un chico amable y encantador que ayer hizo
mucho más por mí que ofrecerme su sofá, aunque ni siquiera lo sepa.
Me acerca una pequeña bandeja con un café y un gofre dorado que huele
de maravilla. Despego una esquinita con el tenedor y mi estómago ruge al
escuchar el crujido de la masa.
—Espero que te guste.
Soplo un poco y recibo el bocado con gusto. Un ronroneo de
satisfacción le da las gracias por mí.
—Lo tomaré como un sí.
Alzo el pulgar y me meto otro trozo en la boca. Cualquiera diría que
llevo una semana sin comer, por el amor de Dios.
—¿Desayunas esto todos los días? —pregunto.
Se ha sentado frente a mí, con un plato en sus rodillas.
—Solo los días especiales.
Me sonríe con la boca llena. Su mirada me encuentra apenas un segundo
antes de volver a posarse sobre el plato, pero es más que suficiente para
provocarme ese cosquilleo que ya empiezo a reconocer demasiado bien.
Me pregunto si este es el desayuno que suele preparar a las chicas que se
despiertan en su casa. Si su alojamiento y desayuno es el pack especial de
Zac el músico.
Bueno, ¿y a mí qué más me da, no? No he venido a Edimburgo para
esto, no estoy aquí para sonrojarme ante las palabras de un chico cualquiera
que toca la guitarra.
De repente, siento la imperiosa necesidad de marcharme de allí. Doy un
buen sorbo al café y me pongo en pie con la bandeja en la mano.
—Debería irme ya.
Zac levanta la vista.
—Aún no te has acabado el desayuno.
Me quedan apenas dos bocados del gofre, así que me los llevo a la boca
a la vez y mastico. Las comisuras de sus labios se estiran y la sonrisa se
desvanece.
—Entendido.
Quiero decirle que no pretendo ofenderle, que su compañía ha sido
mucho más que agradable, que me ha ayudado a pasar una de las noches
más difíciles que recuerdo. Pero, en lugar de todo eso, me encamino hacia
su habitación para recoger mis cosas.
No me sigue, sino que aguarda paciente a que me ponga el abrigo y me
cuelgue la mochila del hombro.
—Parece que ya no llueve, pero… ¿Quieres un chubasquero? Te
ofrecería un paraguas, pero no es buena idea cuando hace este viento.
Sacudo la cabeza. Retuerzo el gorro de lana en las manos hasta que
decido ofrecerle una a él a modo de cortesía.
—No te preocupes, tengo capucha. —Sonrío—. De verdad, muchísimas
gracias por acogerme. Y por el desayuno.
Su mano atrapa la mía con una firmeza cálida que me provoca un
escalofrío.
—No hay de qué.
Sí, claro que lo hay. No tenía por qué hacerlo, pero ha cuidado de mí
cuando yo no he sido capaz de hacerlo. Le ha cantado a la pobre y triste
chica borracha hasta que se ha quedado dormida solo porque ella se lo ha
pedido.
Me paso un mechón de pelo tras la oreja, avergonzada al recordar el
espectáculo que monté ayer y que él no me ha recriminado en ningún
momento.
—Y gracias por la canción.
Una sonrisa preciosa viaja hasta su boca y me dispara directa al corazón.
Por un momento, nos quedamos en silencio, mirándonos a los ojos y
sonriendo sin saber qué más decir. Carraspeo cuando soy consciente de que
esto se está volviendo extraño y confuso, y me giro para marcharme.
Me parece escuchar a mi espalda un ligero suspiro, aunque quizá me lo
haya imaginado. Abro la puerta y salgo al rellano.
—¿Vendrás al concierto de esta tarde?
Su pregunta me deja paralizada un instante. Me giro un poco, lo
suficiente como para encontrarme con un chico que se muerde el labio y
hace crujir sus nudillos sin apenas darse cuenta. ¿Está nervioso?
—¿Concierto?
Baja la vista mientras se lleva una mano a la nuca.
—En el mismo sitio de anoche.
Qué mono, por favor.
—Yo…
Hace un gesto con la mano.
—Perdona, ya tendrás tus planes. No he dicho nada.
Se cruza de brazos. Ahora parece impaciente porque me vaya, cosa que
no puedo reprocharle. Mi reacción está dejando mucho que desear. ¿Por qué
no soy capaz de decir algo? Una frase, lo que sea. Dos o tres palabras, quizá
también un verbo.
Venga, Dani, no seas idiota.
Tu voz, Paula. Tu voz me hace despertar como una colleja en la nuca.
—Lo intentaré —respondo al fin con un hilo de voz.
Me doy la vuelta y acelero el paso para alejarme de allí, no sin llevarme
conmigo las pequeñas arruguitas que se han dibujado alrededor de sus ojos
verdes cuando ha vuelto a sonreír.
El frío me ha calado un poco más con cada paso que me he alejado de su
apartamento, a apenas medio minuto de la Royal Mile, muy cerca de donde
trabaja. Decido tomar uno de los autobuses de dos pisos que circulan por la
ciudad. Mientras tomo asiento en la parte superior, desde la que tengo unas
vistas nada desdeñables del paisaje, llamo a mi tía para asegurarle que estoy
bien y que el viaje está siendo… sorprendente. Supongo que es una palabra
bastante acertada para describir mis últimas veinticuatro horas. Cuelgo tras
prometerle que le enviaré más fotos y marco el número de Lara.
—¡Tú! —grita su voz al otro lado. Tanto júbilo hace que tenga que
apartarme un poco el móvil de la oreja.
No puedo evitar sonreír.
—Y tú.
—¿Cómo te va por la maravillosa ciudad de Edimburgo? ¿Ya has
encontrado tu destino?
—Pues…
No le hablo de la figurita de madera que todavía guardo en el bolsillo de
mi abrigo. No le digo que la mujer que me la vendió parecía esconder un
secreto en su sonrisa.
—¡Lo sabía! ¿Cómo se llama?
—¿Qué?
—Has conocido a un tío, ¿no?
Temo que la chica que hay sentada junto a mí la esté oyendo. Quizás
entienda el español o quizás no, pero no me apetece que nadie se entere de
nuestra conversación.
—¿Podrías no gritar, por favor?
—No gritaré si me contestas.
Suspiro.
—Se llama Zac.
La oigo poner la mano en el altavoz y gritar a lo lejos. Bueno, con eso
me conformo.
—Tu hermana tenía razón, tía. Esa ciudad esconde algo para cada mujer
de la familia Glenn.
Pongo los ojos en blanco.
—No creo que sea eso.
Lara chasquea la lengua.
—Lo que tú digas, pero háblame de él. ¿Es guapo?
—¿Eso importa?
—Sabes que sí.
No puedo evitar reírme.
—Es guapo.
—Hija, qué sosa eres. Dime algo más.
—¿Qué quieres que te diga? —Me pego al cristal de la ventana, como si
así pudiera tener más intimidad—. ¿Que tiene unos ojos verdes con motitas
marrones que sonríen aunque sus labios no lo hagan? ¿Que esta mañana su
pelo negro estaba revuelto y lo hacía más atractivo todavía?
—¿Qué? Espera, espera… Vuelve a lo de «esta mañana». ¿Has pasado la
noche con él?
—Sí.
Otro gritito.
—¡Joder, Dani! Yo tardé más de un mes en tener una cita y tú llevas un
día allí y ya has probado las mieles escocesas.
—No me he acostado con él, idiota.
—Oh.
—¿Decepcionada?
—Un poco. ¿Qué habéis hecho entonces?
—Yo beber y hacer el ridículo. Él asegurarse de que no me despertaba
en un callejón cubierta de vómito —respondo con dureza. ¿Es la verdad,
no?—. Y cantarme, Lara. Cantarme hasta que me quedé dormida en su sofá.
—Ese chico es un encanto. ¿Cuándo vas a volver a verlo?
Trago saliva.
—No creo que vuelva a verlo.
—¿Qué? ¿Por qué?
—No te escandalices. ¿No ves que no tiene sentido que lo haga? Él vive
aquí, yo me voy en unos días. Nuestro encuentro quedará como una simple
anécdota más.
Un silencio de varios segundos.
—Si eso es lo que quieres…
Apoyo la frente en el cristal y cierro los ojos. ¿Eso es lo que quiero,
Paula?
—Supongo que da igual lo que yo quiera.
—Te equivocas —ataja mi amiga—. Lo que tú quieras es lo único que
importa.
There you are
Lo que yo quiero es lo único que importa.
Pero… ¿Qué quiero exactamente? ¿De verdad es lo único que importa?
Porque me parece que, al final, al destino, al universo o lo que sea le
importa una mierda lo que nosotros queramos.
No he dejado de darle vueltas a esto en todo el día. No he dejado de
darle vueltas al llegar a casa de Lara, darme una ducha y ponerme ropa
limpia. No he dejado de darle vueltas cuando he paseado hasta el 155 de
West Port, donde el escaparate negro de Lovecrumbs me ha recibido con
luces, plantas y bolsas con etiquetas de cardamomo y chocolate.
Así que aquí estaba, removiendo mi capuccino mientras me fijaba en la
cafetera La Marzocco de color rosa chicle, cuando Zac y su dichoso
concierto han vuelto a asaltar mi cabeza. No, Paula, sé lo que me dirías,
pero no puedo distraerme. Tengo una guía que seguir, un plan que cumplir,
y ningún músico de ojos verdes va a hacer que pierda el rumbo. Además…
¿Para qué? Ni siquiera sé si yo le intereso más allá de ser amable. ¿Quiero
averiguarlo acaso? ¿No sería complicarme demasiado?
Saco tu guía de mala gana para intentar centrarme en lo que realmente
importa. Me pongo los cascos para reproducir High Hopes de Panic! At The
Disco mientras echo un vistazo a tus apuntes sobre el Castillo de
Edimburgo. Por suerte, la estrategia funciona, porque durante un rato solo
me importa el imponente edificio que corona Edimburgo y que me espera
sobre la colina de Castle Hill.
Tomo la Royal Mile de nuevo y trato de ignorar los recuerdos de anoche.
Sigo mi camino hacia el extremo oeste sin dejar de observar mi objetivo, la
antigua fortaleza que vio nacer y morir a reyes de Escocia y que ha sido
escenario de batallas e invasiones a lo largo de todos sus años de historia.
Tres de sus lados están rodeados por escarpados acantilados, por lo que solo
hay un posible acceso al castillo. Puede que subir hasta aquí no sea el mejor
remedio para la resaca, pero no pienso cambiar el plan por un estómago
medio revuelto y un dolor de cabeza. El aire frío sí es reconfortante. Cada
cierto tiempo, voy parando a respirar con calma y a disfrutar de las vistas.
Poco a poco, la ciudad va quedando a los pies de la multitud de personas
que recorremos el mismo camino.
Te he hecho caso, Paula. Saqué en casa la entrada para evitar las colas,
así que, una vez arriba, tardo relativamente poco en acceder al castillo. Y…
es impresionante. Me alucina pensar en los secretos que guardan sus muros,
en la cantidad de veces que el curso de la historia se decidió aquí mismo.
Hay grupos desperdigados por todas partes, con guías turísticos que cuentan
curiosidades en inglés, francés e incluso español. Capto algo de que un
elefante vivió en el castillo y de que hay un cementerio para mascotas.
Levanto la vista y contemplo el cielo un momento. Tiendo a pensar que
estás ahí arriba, observando cada paso que doy. Quizá solo soy alguien
terriblemente egocéntrica. O quizá es que me da miedo estar completamente
sola y me ayuda imaginarte acompañándome.
Durante un par de horas, me pierdo por estancias y explanadas, por
piedras que susurran a su paso, hasta que veo que todo el mundo comienza
a salir al exterior y a reunirse frente a un cañón. Miro a mi alrededor con el
ceño fruncido, buscando respuestas.
—Ahí está, el General de la Artillería —oigo decir a mi espalda.
Es entonces cuando caigo en lo que estoy a punto de presenciar. El One
o’clock Gun, el cañón de la una en punto. La gente da un paso atrás;
algunos se tapan los oídos. Recuerdo que me contaste que esta tradición
comenzó en 1861, para que ni siquiera la niebla impidiera que los marineros
pudieran sincronizar sus relojes. Hago lo propio con el mío justo cuando se
dispara el cañonazo. Los testigos empezamos a aplaudir entre la humareda
que nos envuelve; yo todavía siento el eco del estallido dentro de mi pecho.
Ha sido emocionante, lo reconozco.
Me aprieto la bufanda alrededor del cuello y me acerco al muro de
piedra para admirar el paisaje. Observo los jardines que hay alrededor del
castillo y la sucesión de tejados y chimeneas que se extienden en el
horizonte.
Y como un mal chiste hecho a mi costa, termino mi vista admirando las
Joyas de la Corona, conocidas como los Honores de Escocia. ¿Que dónde
está el chiste? En la exposición está la Piedra del Destino. Destino. Pongo
los ojos en blanco delante de estas reliquias tan importantes y vuelvo a dejar
que mis pensamientos me ganen la partida.
A ver, voy a ser sincera. Esta mañana en casa de Lara, justo antes de
meterme en la ducha, me he dado cuenta de que llevaba la sudadera de Zac.
No soy idiota, sé que tengo que devolvérsela y que él tiene mi jersey, pero
he llegado a plantearme la posibilidad de dejársela en The Tron con una
nota. Puede deshacerse de mi jersey, no me importa, pero volver a verlo me
sigue pareciendo un riesgo innecesario.
Poco recomendable, diría yo. Que un desconocido despierte en ti
sensaciones que no entiendes, no puede traer nada bueno. No a largo plazo,
al menos.
Sin embargo, hace tanto tiempo que nado en un mar oscuro y revuelto,
que dejarme arrastrar por una voz dulce hasta la orilla más cercana se me
antoja demasiado tentador como para ignorarlo.
Se acabó. ¿A quién pretendo engañar? Tengo tantas ganas de verlo como
miedo de hacerlo. Pero recuerdo esa frase que me escribiste en un post it y
que todavía tengo pegada al corcho de la pared de mi habitación, esa que
viste en no sé qué página de Internet. «Hazlo. Y si te da miedo, hazlo con
miedo».
Llevo la sudadera de Zac metida en una bolsa dentro de la mochila. La he
lavado y planchado porque temía haber dejado olor a vómito. Aun así, he
percibido un leve toque de su colonia al sacarla de la secadora de Lara y he
maldecido por aspirar más de la cuenta.
No tengo su número, como es lógico, así que no he podido avisarle de
que voy para allá. Me he planchado el pelo y me he esmerado en un
maquillaje sencillo y natural que borre el recuerdo de la mala cara con la
que me encontró anoche. Apenas he podido comer nada en toda la tarde por
los malditos nervios.
Anoche estaba tan borracha, que tengo serias dudas de haber acertado
con la hora. Sin embargo, cuando alcanzo el puente desde el que lo empecé
a escuchar, sé que llego justo a tiempo. No sé si lleva mucho tocando, pero
sí sé que está en medio de una canción y todavía tengo margen para inspirar
hondo un par de veces antes de acercarme.
Vuelve a haber personas alrededor suyo. Esquivo a un par de chicos y
observo discretamente por encima de un hombro. Quiero mirarlo sin que
sepa que estoy aquí.
Castle on the Hill. De nuevo Ed Sheeran. Parece otra señal, teniendo en
cuenta dónde he pasado la mañana. O tal vez es que me empeño en ver
señales por todas partes. En parte, es culpa tuya, Paula.
Cuando termina la canción, la gente aplaude y algunos se acercan a darle
unas monedas. Anoche no tuve la oportunidad, pero hoy sí pienso dejar una
en su funda.
No obstante, alguien se me adelanta. Creo que es un mendigo, a juzgar
por su aspecto, pero no podría asegurarlo. El hombre camina encorvado y
renqueante, pero se esfuerza por llegar hasta la funda de la guitarra para
dejar una moneda. Zac le pone una mano en el hombro y trata de
devolvérsela, pero parece que el otro insiste.
El chico está sonriéndole cuando, de repente, sus ojos encuentran los
míos. La sonrisa se le congela en el rostro un segundo para, a continuación,
ensancharse todavía más. Está tan guapo con su gorro de punto y su abrigo
azul marino…
Los latidos de mi corazón se disparan en respuesta. Le devuelvo el gesto
como puedo y pongo toda mi atención en no tropezar. Dejo la moneda sin
dejar de sentir su mirada sobre mí, calentándome la piel de las mejillas. Me
alejo un poco, pero me quedo en primera fila para escuchar la siguiente
canción.
There you are, de Zayn. Dejo que la música atraviese mi piel y se enrede
con mi sistema nervioso, que lo inunde todo hasta que ya no pueda escuchar
mis propios pensamientos. Zac me está mirando a mí. Solo a mí, como si en
realidad no hubiera nadie más aquí, como si estuviéramos en el salón de su
casa. De repente, sigo en su sofá y él toca su guitarra solo porque yo se lo
he pedido.
Madre mía, Paula, ¿qué me está pasando? Al final, el alcohol no tuvo
nada que ver con lo que sentí anoche, ni de coña. Ahora que estoy sobria y
serena, la sensación se multiplica por mil. Me siento flotar, como si mi
cuerpo pesara la mitad, como si la carga de mis hombros se volviera más
liviana.
Luces amarillas en las fachadas. Una fría corriente de invierno. La cálida
voz de un chico de pelo oscuro que cierra los ojos mientras canta pero que,
al volverlos a abrir, me busca entre la gente.
Cuando termina de cantar, soy la primera que aplaude como una loca.
Las notas de la canción todavía hormiguean sobre mi piel. En un acto
espontáneo, me llevo los dedos a la boca y silbo. Algunas personas me
miran sorprendidas, pero terminan sonriendo. Zac no ha dejado de hacerlo
mientras asiente, agradecido, y guarda su guitarra en la funda.
Me acerco hasta él con un dolor de mejillas considerable. Me siento
viva, Paula. Esa es la palabra exacta.
—Has estado increíble.
Se cuelga la funda al hombro.
—Creía que no vendrías.
«Yo también».
Me llevo la mano a la mochila y saco la bolsa con su sudadera.
—Tenía que devolverte esto.
Alza una ceja.
—Ah, entiendo.
—Bueno… No solo he venido por la sudadera… —Mierda, me he
puesto aún más nerviosa—. Quiero decir…
—Tranquila, Daniela. Sea por el motivo que sea, me alegro mucho de
que estés aquí.
Paula, debería ser ilegal sonreír así a alguien, lo digo en serio.
—La he lavado.
—¿Eh?
—La sudadera.
—Oh, vaya.
—¿Qué pasa? ¿He hecho mal? Te juro que no se ha descolorido ni nada
por el estilo.
—No, es solo que… —Se apoya en el muro del puente—. Ya no olerá a
ti.
Ese disparo me ha dado en el centro del pecho, lo reconozco.
—¿Quieres decir que ya no olerá a vómito?
Prefiero bromear porque si me tomo en serio lo que ha dicho, me derrito
aquí mismo.
Su risa suena tan bien como su música.
—¿Tienes hambre?
—¿Tanto suena mi estómago? —vuelvo a bromear. Parezco idiota.
Tuerce una sonrisa encantadora.
—¿Eso era tu estómago? Creía que se avecinaba una tormenta.
Y eso es justo lo que se avecina, Paula. Estoy yendo de cabeza hacia
esas nubes oscuras que están a punto de echarse a llorar.
—Eso es porque apenas he comido nada desde tu gofre.
No sé por qué he dicho eso. Bueno, sí, porque soy gilipollas y cuando
me pongo nerviosa ese hecho se acentúa considerablemente.
—Pues no puedo permitir eso. —Se separa del muro y da un par de
pasos hacia delante. Entonces me enseña su perfil, teñido de la cálida luz de
las bombillas que adornan los escaparates—. Pero antes… Un segundo.
Lo sigo cuando dobla una esquina y se detiene frente a un hombre que
está sentado sobre unos cartones en el suelo. El mendigo de antes.
—Hey, Benny —saluda. Entonces saca un par de monedas de su bolsillo
y las lanza al vaso de plástico que sujeta con dedos huesudos y temblorosos.
—No, no, Zachary. —Benny rebusca en su vaso—. That was for your
music. It warms my heart on this cold night.
Sonrío al escucharlo. No soy la única a la que la música de Zac le resulta
reconfortante.
El músico lo detiene y se pone serio.
—You need it more than me. Please. —El otro refunfuña, pero termina
aceptándolo. Zac saca entonces algo de su mochila—. And... Wait.
Un paquete envuelto en papel azul oscuro, coronado por un lazo de color
plata. El hombre se queda paralizado. Es Zac el que decide entonces abrir el
regalo.
—Merry Christmas, Benny.
Unos guantes afelpados y un gorro de lana de color negro. Miro al chico
con total admiración. ¿Es que su generosidad no tiene límites?
La barbilla de Benny tiembla antes de estrecharlo en un abrazo que, te lo
juro, me provoca un nudo en la garganta. Saco mi cartera y dejo unas
cuantas libras en el vaso de plástico. El hombre me regala una sonrisa de
dientes desiguales.
—God bless you both.
Veo el agradecimiento también en los ojos de Zac.
—Bueno, Daniela, ¿qué me dices? ¿Dejarás que este músico callejero te
invite a cenar?
Cuatro casualidades
Ambos llevamos las manos metidas en nuestros respectivos bolsillos, pero
cuando mi codo choca con el suyo o al revés, nos miramos y sonreímos.
—¿No es un poco tarde para que nos den de cenar en Edimburgo? Son
más de las nueve.
—No si sabes a dónde ir.
Zac me guiña un ojo con descaro y yo me sonrojo como una colegiala
estúpida.
—¿Y a dónde vamos?
Lo sé en cuanto doblamos la esquina. The Tron nos espera con su
escaparate lleno de luces.
—Ah… Tirando de enchufe, ¿eh?
Se encoge de hombros y me abre la puerta para que pase primero. El
sitio está bastante lleno, pero Zac encuentra una mesita redonda libre junto
a la pared de ladrillos.
—Voy a pedir algo. ¿Qué te apetece?
—Algo con patatas fritas. Y nada de alcohol, por favor.
Se ríe.
—Perfecto.
Apoya la funda de la guitarra en la pared y se encamina hacia la barra.
Veo cómo habla con un camarero y, de repente, ambos miran hacia donde
estoy. El compañero de Zac alza una mano para saludarme y yo hago lo
mismo con cierta timidez. Madre mía, tengo la cara ardiendo. Me palpo las
mejillas con el dorso de la mano justo antes de que Zac vuelva a la mesa
con un par de refrescos.
—Bueno, ya está. —Se quita el abrigo y, solo con ese movimiento, me
trae una ráfaga de su colonia que mis fosas nasales reciben con pequeños
aplausos—. Joe nos va a preparar algo.
—Pues mil gracias a Joe —respondo—. Y a ti, claro.
—No, gracias a ti por venir a verme cantar. No sabes la ilusión que me
ha hecho.
—¿En serio?
—Por supuesto, aunque no tenías por qué dejarme ninguna moneda.
—Claro que sí.
Esa sonrisa otra vez.
—¿Te ha gustado la última canción?
—Me ha encantado. Y también lo que has hecho por Benny.
Un silencio cómodo se desliza entre nosotros mientras me sonríe. Me
fijo en su pelo oscuro, revuelto por el viento. Algunos mechones ondulados
le caen por la frente y se apoyan sobre sus cejas, tapando casi toda su
cicatriz.
—¿Cómo te la hiciste? —pregunto sin pensar. Enseguida me arrepiento
—. Vale, no es asunto mío.
—No, tranquila. —Su tono sigue siendo amable. No parece haberse
molestado—. Digamos que tengo unos primos bastante brutos jugando al
hockey.
Siseo al imaginármelo.
—Parece más de lo que fue.
—Pero te queda bien.
Alza la ceja de la que estamos hablando.
—¿Ah, sí?
—Te da un toque misterioso.
Su risa se cuela entre las conversaciones de la gente.
—Nunca me lo habían dicho.
De repente, mis uñas me parecen de lo más interesantes. Otra pequeña
risa escapa de sus labios.
—¿Qué?
—Estás muy bonita cuando te sonrojas.
Me llevo las manos a la cara.
—No digas tonterías.
—Lo digo en serio. Estás adorable.
—¿Adorable? —Arrugo la nariz—. ¿Como un gato?
Zac alza las cejas.
—¿Te pareció adorable mi gato?
No puedo evitar echarme a reír. Vale, está bien, no como un gato.
—Oye, Zac, ¿puedo preguntarte algo?
—Lo que quieras.
—¿Cuánto hace que vives aquí?
—Casi tres años.
Suelto un silbido.
—Vaya, es bastante. ¿Y te gusta?
—Me encanta. —Lo ha dicho sin tener que pensarlo ni un segundo.
—Así que lo de volver a España está descartado, ¿no?
—¿Cómo sabes que soy español? ¿Qué me ha delatado? —bromea—.
No sé, me gusta Madrid, me gusta España, pero… No puedo volver.
—¿No puedes?
Creo que estamos tocando una fibra que no quería. Se remueve en el
asiento.
—Bueno, no es que no pueda, es que… Aquí tengo una vida, ¿sabes? Un
sitio. Un… hogar.
Apoyo mi cabeza sobre una mano.
—Tiene que ser bonito tener un hogar.
—¿Es que tú no lo tienes?
Me encojo de hombros.
—Físicamente hablando sí, desde luego. En Valencia tengo un techo y
una cama donde dormir. No creas que voy acaparando sofás ajenos siempre.
Sonríe.
—Oh, vaya, entonces me siento especial.
Espero haber desviado la atención del tema, pero pronto su rostro se
vuelve serio de nuevo.
—¿Y emocionalmente, Daniela? ¿Qué hay de tu hogar, emocionalmente
hablando?
Niego con la cabeza. Me sabe fatal por mi tía lo que estoy a punto de
decir.
—Siento que mi hogar era una persona que ya no está.
—Tu hermana.
Ahora soy yo la que se mueve inquieta en la silla. ¿Dónde está la
maldita cena que el maldito Joe iba a prepararnos? Deberíamos tener las
bocas ocupadas en comer y no en hablar tanto.
—¿Y hace mucho que…?
—Va a hacer nueve meses.
Traga saliva. Su mano se posa sobre la mía y me da un ligero apretón,
pero no dice nada. Agradezco este gesto mucho más que mil palabras.
—La echo mucho de menos —me veo confesando en voz alta. Aparto la
vista porque siento las lágrimas acumulándose de nuevo, a punto de
desbordarse—. Sin ella me siento…
—¿Perdida?
Alzo la vista hasta él de nuevo. Sorbo por la nariz.
—Exacto. Y culpable —añado con amargura.
Ya que estamos hablando de esto, ¿por qué no soltarlo todo? Paula, casi
puedo escuchar tu reprimenda por lo que acabo de decir, pero no puedo
evitar sentirme así. Sé que yo ni siquiera conducía ese coche, pero…
—¿Culpable?
—Tuvo un accidente cuando venía a recogerme al trabajo. No debí dejar
que lo hiciera. Llovía bastante y yo no llevaba paraguas, por eso insistió
tanto. Pero cuando llueve en Valencia, nos volvemos un poco locos… Así
que perdí a mi hermana porque preferí no mojarme el pelo.
Zac niega sin parar.
—No deberías cargar con ese peso. —Traga saliva—. No creo que nadie
pueda culparte, Daniela.
Aparto la vista.
—Me culpo yo, y eso es suficiente.
—Pero no fue culpa tuya, ni de coña. Y espero que algún día puedas
entenderlo. De verdad.
—Ojalá tengas razón.
Asiente mientras su dedo pulgar acaricia el dorso de mi mano. Creo que
ni siquiera es consciente de ese gesto.
—No me imagino lo que debe de ser perder a un hermano —susurra—.
Yo ni siquiera tengo uno. Pero… sé lo que es sentirse perdido y te puedo
asegurar que, tarde o temprano, vuelves a encontrar tu lugar.
—¿De verdad crees eso?
—Estoy convencido.
Me esfuerzo por dedicarle una sonrisa de agradecimiento. Cuando me
doy cuenta de que nuestras manos siguen en contacto, me aparto
disimuladamente.
—Mi hermana creía en todo ese rollo del destino.
—No es ningún rollo.
Alzo una ceja.
—¿No me digas que tú también lo crees?
—¿Tú no?
—Bueno… Reconozco que empiezo a ser menos rígida en mis opiniones
al respecto.
Da una palmada.
—¡Ajá! Piénsalo, ¿no ha ocurrido nunca nada a tu alrededor que te haga
pensar que hay algo más grande que nosotros?
—¿Hablas de Dios?
Niega con la cabeza.
—No necesariamente. Hablo de… pequeñas señales. Algo que
cualquiera tomaría por coincidencias, pero que pueden ser pistas de lo que
realmente nos espera.
Levanto las manos.
—Madre mía, estoy ante un místico y no lo sabía.
Levanta la barbilla con chulería.
—Hay muchas cosas que todavía no sabes de mí.
Me muerdo el labio mientras me pregunto si es buena idea contarle lo
que estoy a punto de contarle porque, de hecho, no sé prácticamente nada
de él. Paula, ¿tú qué harías? Bueno, qué tontería, sé de sobra lo que harías.
Está bien. Cojo aire y lo expulso con lentitud.
—Vale, de acuerdo. Sí que hay algo.
Zac se inclina sobre la mesa, como si estuviera a punto de escuchar un
secreto inconfesable.
—Soy todo oídos.
—Verás… Según me han contado desde que era pequeña, existe la
creencia de que las mujeres de mi familia encontraremos nuestro destino en
Edimburgo.
Espero antes de continuar para ver su reacción. Se queda callado,
escudriñando mi rostro en busca de un atisbo de humor. Es posible que crea
que le estoy tomando el pelo, pero me parece que se da cuenta de que no es
así. Agradezco que no se ría en mi cara, la verdad.
—Sigue.
—El origen se remonta a mi abuela. Ella conoció a mi abuelo, que era
escocés, aquí. De hecho, en una librería llamada Alice’s bell. Ella trabajaba
allí y mi abuelo era cliente asiduo, o empezó a serlo cuando la conoció. —
Sonrío sin poder evitarlo al pensar en esa historia—. Veinte años más tarde,
mi madre conoció a mi padre mientras los dos estaban de Erasmus. Resulta
que ambos eran de Valencia y jamás se habían cruzado, cosa que ocurrió el
primer día que pisaron Edimburgo.
—Vaya… Sí que es casualidad —comenta Zac.
—Exacto, casualidad.
—O destino.
Pongo los ojos en blanco.
—Mi tía también conoció a su ex mujer aquí, pero en el viaje de vuelta a
Valencia. Vino de vacaciones con unos amigos, y unos cambios de asiento
de última hora por culpa de la compañía aérea hicieron el resto.
A estas alturas, Zac sonríe ya abiertamente.
—Es una tontería, lo sé.
—No me parece ninguna tontería —asegura—. Y diría que a ti tampoco,
porque mira dónde estás.
—Yo he venido solo porque le di mi palabra a Paula.
—No importa el motivo, el hecho es que estás aquí. Al final, todas
acabáis respondiendo a la llamada de esta ciudad. Tiene algo de mágico,
¿no crees?
Sacudo la cabeza.
—Estáis todos locos.
—Un momento… —Entrecierra los ojos—. ¿No era el chico de anoche
el novio de tu hermana?
No entiendo dónde quiere ir a parar.
—Sí, ¿y?
—¿Y verdad que es escocés? De Edimburgo, para ser más concretos.
Chasqueo la lengua.
—Cuatro casualidades, Daniela —sigue diciendo él—. Cuatro mujeres
de tu familia encontraron su destino en esta ciudad.
—¿Me estás diciendo que el destino de alguien tiene que ir de la mano
del amor?
—Para nada. A ver, soy un tipo romántico, ya me has oído cantar —
sigue explicando—, pero no creo que todo propósito del ser humano gire en
torno al amor.
Por fin alguien que piensa como yo. Ladeo la cabeza.
—Me sorprendes, lo reconozco. Es lo más coherente que he oído en
mucho tiempo.
Veo la satisfacción en su rostro, y todavía le dura cuando Joe nos acerca
un plato de patatas fritas, otro de alitas de pollo con salsa y unos nachos con
queso. Ni siquiera espero a que Zac empiece para robar un nacho y
llevármelo a la boca. Gruño de satisfacción.
—¿Sabes qué? Tienes razón. Creo que mi destino era encontrar los
mejores nachos del mundo. Ya está, ya siento mi vida más completa.
Zac rompe a reír y yo acabo uniéndome también. Durante un rato,
comemos y charlamos de cosas mundanas. De platos favoritos y anécdotas
al comerlos. De cómo le costó adaptarse a los horarios escoceses y de la paz
que ha encontrado al vivir solo, alejado de todo lo que conocía. Yo le hablo
de Lara y de su increíble generosidad, de lo bien que le caería si la
conociera.
—¿Y vas a quedarte mucho tiempo?
—Solo hasta que cumpla mi palabra: empezar el nuevo año aquí.
—¿Te vas el primer día de enero? Solo quedan cuatro días.
Ya no hay risas. No entiendo muy bien el motivo, pero se han cortado de
golpe.
—Ya, bueno… Es el tiempo que tengo para cumplir con la guía de
Paula.
—¿La guía de Paula?
Abro la mochila y rebusco en su interior. Saco la guía y el cuaderno que
me regaló la tía. Le muestro las fotos en las que aparecemos juntas.
—Ella preparó bien este viaje. —Acaricio sin darme cuenta tu bonita
cara sobre el papel—. Se suponía que yo la acompañaría a conocer a su Ron
Weasley y luego ella me dejaría en paz con el tema del destino.
—¿Ron Weasley?
—Ya viste a Samuel anoche. Pelirrojo y con pecas, la debilidad de mi
hermana.
Zac sonríe.
—Entiendo. ¿Ella era su Hermione, entonces?
Abro un poco más los ojos.
—¿Eres fan de Harry Potter?
—No sé si podría considerarme fan, pero he leído los libros, sí.
¿Has oído eso, Paula? Los ha leído. ¿Los siete libros? Es más fan de lo
que dice ser, eso seguro.
—Nosotras sí —admito—. Tanto, que teníamos pendiente empezar a
escribir una historia en la misma cafetería en la que J.K. Rowling daba vida
a su universo de magia.
—¿Has ido a The Elephant House?
—Sí.
—¿Y has empezado a escribir?
Aparto la mirada.
—Bueno… Algo así.
Creo que se da cuenta de que no quiero soltar prenda sobre lo que
escribo en estas páginas. Me llevo una patata a la boca y espero a que diga
algo.
—¿Puedo ver la guía de tu hermana?
Agradezco que se limpie con esmero las manos en una servilleta antes
de cogerla. Que ponga ese cuidado en no mancharla dice que se toma esto
en serio.
—Vaya… —Sus ojos viajan rápido entre las páginas—. Aún te queda
mucho por ver. Deberías dejar que alguien que vive aquí te eche una mano.
Lo miro fijamente. Sabe que lo estoy haciendo, pero todavía tarda unos
segundos en enfrentarse a mis ojos.
—¿Estás ofreciéndote a ser mi guía, Zacarías?
No puede evitar arrugar un poco la nariz al escuchar su nombre
completo, pero sabe que lo he dicho aposta para picarlo.
—No, no quiero ser tu guía.
Vaya revés me ha devuelto, ¿eh? Si es que no sé por qué intento ir de
descarada o despreocupada, si no me sale.
—¿Entonces?
Con sumo cuidado, cierra la guía y me la devuelve. Apoya los
antebrazos sobre la mesa y sonríe de esa forma que me hace agradecer estar
sentada.
—Un guía te dice por dónde ir, y yo solo quiero ser tu acompañante.
—¿Mi a… acompañante? —Mi respuesta sale con un balbuceo de lo
más ridículo.
Su voz suena profunda y calmada, amable y sincera.
—No voy a decirte qué pasos seguir, pero puedo caminar junto a ti
mientras los sigues.
Como un cristal quebrado
Bajo las escaleras casi a la carrera, emocionada por el día que tengo por
delante. No voy a mentirte, Paula, en gran parte es porque voy a pasarlo con
él.
Cuando abro el portal y lo veo ahí, tan tranquilo apoyado en una farola y
recibiéndome con una de sus sonrisas deslumbrantes, siento que el sol
calienta un poco más. Aunque, para variar, el cielo está pintado del mismo
gris blanquecino que ayer. Lo raro es que no haya llovido más que unas
pocas gotas desde que llegué.
—¡Buenos días!
—Alguien se ha levantado con buen pie —observa Zac—. Te traigo tu
jersey.
Me entrega una bolsa de papel y, al mirar en su interior, veo que la
prenda está impecablemente doblada.
—Vaya, gracias por acordarte.
—La verdad es que iba a utilizarlo como excusa para volver a invitarte a
mi casa, pero…
—Bueno, tus gofres son un buen reclamo.
El chico se da un toquecito en la frente.
—Tomo nota.
Subo corriendo para dejar el jersey en casa de Lara y vuelvo a bajar en
medio minuto.
—¿A dónde vamos?
Zac se encoge de hombros.
—No lo sé, dímelo tú. ¿Qué dice tu hermana que toca visitar hoy?
Me gusta que te tenga presente, Paula. Ojalá os hubierais conocido. Sé
que habría quedado prendado de ti, como todos los que alguna vez han
tratado contigo.
—Mmm… —Echo un vistazo a la guía—. El Museo de los Escritores.
Zac alza la cabeza.
—¡Cómo no! No esperaba menos de las sucesoras de J.K. Rowling. —
Sonríe—. Pero hoy es domingo, no abren hasta las doce. ¿Qué te parece si
hacemos tiempo tomando algo?
—Me parece perfecto.
Recorremos el camino que hice sola el primer día, pero a su lado parece
mucho más corto.
—Tengo pendiente visitar el cementerio —comento al pasar por la
puerta—. A lo mejor podríamos entrar ahora.
—¿Qué quieres ver exactamente?
—A Paula le fascinaban las historias de fantasmas.
Una sonrisa llena de malicia se dibuja en su rostro.
—Entonces deberíamos dejar esa visita para esta tarde. Ahora hay
demasiada luz, ¿no te parece?
—Pues…
—¿O es que tienes miedo?
Suelto un ¡ja!
—No digas chorradas.
—Decidido entonces —sentencia—. Esta tarde tour de fantasmas.
Finjo que me parece una gran idea. Está claro que caminar entre tumbas
y adentrarme en callejones oscuros era algo que pensaba hacer a plena luz
del día, pero puesto que ya no estaré sola… Bueno, ¿qué más da?
Pasamos ante la estatua del perrito Bobby, un skye terrier cuya nariz se
ve anaranjada y pulida por el contacto de la gente.
—Mi hermana estaba obsesionada con la historia de lealtad de ese perro.
—No es para menos. El pobre Bobby estuvo en la tumba de su dueño
hasta que murió.
Me acerco un segundo.
—¿Por qué la gente le toca la nariz?
—Desde hace tiempo, circula la creencia de que da suerte. A los
escoceses no les hace mucha gracia ver a los turistas frotándola sin parar.
Aparto la mano justo antes de tocarla y lo miro con cara de disculpa. Zac
se echa a reír.
—Anda, vamos.
Nos ponemos en marcha de nuevo. Decido sacar la cámara de la mochila
e ir inmortalizando cuanto vemos mientras Zac me va contando
curiosidades de los lugares por los que pasamos. En un determinado
momento, entre las fachadas grisáceas coronadas por chimeneas de ladrillo,
sobresale una figura como una aguja oscura que se recorta contra el blanco
del cielo.
The Hub.
—Me encanta este edificio. ¿No era una iglesia o algo así?
Levanto la cabeza para admirar la impresionante torre gótica.
—Es la sede del Festival Internacional de Edimburgo, pero en su origen
fue la sede administrativa de la Iglesia de Escocia.
Giro el cuello para observarlo.
—¿Seguro que no eres guía turístico?
Se mete las manos en los bolsillos y se mira las Converse.
—Pues la verdad es que a veces hago algún free tour en español por la
ciudad. Ya sabes, para sacarme un extra.
Lo señalo con mi índice acusador.
—¡Lo sabía!
Levanta las manos.
—Vale, pero una cosa es dar datos, y otra decir qué ruta hacer o no
hacer. —Frunce el ceño—. Borra esa sonrisa, listilla.
—Usted disculpe, señor guía.
Zac chasquea la lengua.
—Bah.
De forma espontánea, me cuelgo de su brazo. Así, sin pensar.
—Venga, no te enfades. Te invito a un café.
Sus ojos se han quedado fijos en mi mano alrededor de su brazo. Me
apresuro a apartarme.
—Perdona.
—No. —Me impide que me aleje y me coge el brazo para volver a
enroscarlo con el suyo. Pone su mano sobre la mía—. Así está bien.
Ay, Paula… Así está bien, dice. Está mucho más que bien. Noto el calor
que emana su cuerpo incluso a través del abrigo. Espero que no note el mío,
porque yo siento como si pudiera consumir mi ropa entera.
Nos quedamos en silencio, admirando la aguja oscura que tenemos
delante de nosotros, cogidos el uno al otro, acompasando nuestra
respiración. Su mano sigue sobre la mía, cálida a pesar del frío de
diciembre.
—¿Cómo te imaginabas este viaje hace unos días?
Cuando lo miro, veo que él no se ha girado hacia mí, sino que sigue con
la vista puesta en el edificio. Yo hago lo mismo.
—Muy diferente. —Ahora sí noto sus ojos puestos sobre mí—. Creí que
estaría lleno de tristeza y nostalgia.
—¿Y no es así?
Asiento, pero continúo sin mirarlo.
—La diferencia está en que creí que solo habría tristeza y nostalgia, pero
hay mucho más.
La mano de Zac aprieta un poco la mía. Me permito apoyar mi cabeza
en su hombro y cerrar los ojos un segundo. Esto me parece tan irreal como
un sueño, tan efímero como un cristal quebrado, a punto de hacerse añicos.
No tiene sentido que esté aquí con él, así. Pero lo estoy.
Su silencio me reconforta. No sé cómo lo hace, pero solo con su
compañía consigue consolarme. Paula, no sé qué estoy haciendo, pero noto
cómo se extiende por mi cuerpo un miedo que amenaza con paralizarme.
Antes tenía prisa por marcharme a casa, ahora me horroriza que llegue ese
momento.
—Ahí tienes tu café —susurra su voz sobre mi cabeza.
Señala una police box, que no es otra cosa que una antigua cabina de
policía reconvertida en cafetería a pie de calle. En su madera pintada de
verde se pueden leer las palabras Coffee y Waffles en letras negras.
—Me parece genial que las reciclaran de esta forma —comento con una
sonrisa—. Y pensar que antes eran como comisarías en miniatura…
—Ahora están para emergencias de cafeína. Bueno, y para viajes en el
tiempo.
Río ante la referencia a Doctor Who y me pongo a la cola tras una chica
que ha pedido un café. Zac quiere invitarme, pero insisto en que hoy me
toca a mí.
—Tómatelo como un pago por el free tour.
—Muy graciosa.
—No, en serio, ni se te ocurra sacar la cartera.
A regañadientes, acepta mi invitación. Ya ves, si solo es un café que está
ardiendo y un gofre con mantequilla.
—Están mucho mejor los tuyos —digo al primer mordisco.
Zac sorbe su café con premeditada lentitud y una pizca de chulería.
—Ni siquiera lo he dudado.
Le doy un codazo amistoso y disfruto de nuestro almuerzo improvisado.
Cuando volvemos a mirar el reloj, vemos que ya son más de las doce, así
que nos encaminamos al Museo de los Escritores.
Escondido tras un callejón de la Royal Mile, el Lady Stair’s Close,
encontramos el edificio en una pequeña plaza que parece salida de otra
época.
En este patio, una especie de cartel dorado con una figura escribiendo
sobre un pupitre anuncia que estamos ante la fachada correcta. Y entre
escaleras de caracol y espacios reducidos, Zac y yo nos adentramos en la
vida y las obras de los tres escritores más ilustres de Escocia: Sir Walter
Scott, Robert Louis Stevenson y Robert Burns.
Después de más de una hora recorriendo esta mansión, me acerco
discretamente a mi acompañante.
—Te confieso que empiezo a aburrirme —susurro.
Él suspira con alivio. Me llevo la mano a la boca para reprimir la
carcajada y sigo sus pasos hasta la salida.
—Por fin… No es que no sea interesante, de verdad, pero…
—Lo sé —ataja él—. No hace falta que digas más.
Vamos bromeando mientras nos alejamos, así que no me fijo en la
dirección. Cuando le pregunto para qué vamos a coger un autobús, Zac
esboza una sonrisa ladina.
—Para viajar en el tiempo.
Viajar en el tiempo
—¿Pero qué…?
Esto no estaba en la guía, Paula. ¿Lo estaba? De verdad, yo no recuerdo
haberlo visto.
—Bienvenida a Dean Village.
A mis pies, en torno al río Leith, se extiende una aldea sacada de algún
cuento de hadas de los hermanos Grimm. Fachadas de ocres pálidos y
marrones en todas sus tonalidades, tejados naranjas que dan paso a
estrechas chimeneas. El musgo creciente sobre el muro de piedra que
bordea el agua oscura del río.
Zac está a mi lado, observándome atentamente. He abierto la boca un
par de veces, pero no he podido hablar.
—¿Cómo…? —Sacudo la cabeza—. No hemos estado ni quince
minutos en el autobús.
—Increíble, ¿verdad?
Lo miro sin entender nada. Sí siento como si hubiéramos viajado en el
tiempo unos cuantos siglos. Solo que al volver la vista atrás…
—Seguimos en el centro de Edimburgo.
La risa de Zac se esparce por el aire hasta morir en el rumor del agua.
—Los monjes de la abadía de Holyrood fundaron esta aldea en el siglo
XII. Fue una fábrica de harina, con un montón de molinos de agua. Hace
unos años, el Ayuntamiento ayudó a restaurar la zona y ahora se ha
convertido en un tranquilo barrio residencial.
—¿Podemos bajar?
—Podemos hacer lo que tú quieras.
Él se adelanta un par de pasos y luego me ofrece la mano para ayudarme
en el descenso. Apenas unos pocos metros después, nos encontramos en
medio de casitas de ensueño, árboles de verdes intensos y puentecitos de
piedra de lo más bonitos.
Pasamos por el patio de vecinos Well Court, con su ropa tendida en
medio de la calle. Según me cuenta Zac, se construyó en 1884 para alojar a
los trabajadores.
Fachadas de ladrillos rojizos y de piedras grises, puertas pintadas de azul
pastel y macetas gigantes junto al escalón de la entrada. Un gato que ni se
inmuta ante nuestra presencia.
—Esto es tan relajante…
—A veces, cuando estoy saturado de la ciudad, me gusta pasear por
aquí. La sencillez de sus calles y el silencio que suele haber me reconfortan.
Si quieres escuchar tus pensamientos, este es tu sitio.
Debo de haber puesto una cara rara, porque se me queda mirando con
gesto interrogante.
—Es que no sé si me gusta demasiado escuchar mis pensamientos.
—¿Y eso por qué?
—No suelen ser muy alentadores.
El rumor del agua es una constante en nuestro paseo. Zac no ha insistido
con el tema, cosa que agradezco, pero, al cabo de unos minutos, el silencio
se empieza a volver raro.
—¿Tus padres vienen mucho a visitarte? —me sale de repente.
La pregunta le ha pillado de improviso, eso está claro.
—La verdad es que no.
—¿Entonces sueles ir tú a España?
Me parece que se me ha visto el plumero por culpa del tono ligeramente
más agudo de esta última pregunta. Paula, soy tan ridícula… Como si él
fuera a venir a visitarme a Valencia.
—Tampoco.
—Oh.
—Supongo que estoy destinado a tener relaciones a distancia.
Trago saliva. ¿Qué ha querido decir?
—¿Con tu familia?
Lo veo negar.
—No solo con mi familia.
Creo que se me para el corazón por un segundo.
—¿Tienes… novia en Madrid?
—Tenía.
¿Soy mala persona si me alegro por ese pretérito imperfecto?
—Lo siento. —Joder, qué mentirosa. Bueno, sí, a ver… Siento si lo ha
pasado mal y todo eso, pero… En fin, Paula, tú ya me entiendes.
—Es mejor así.
«Nota mental: no le van las relaciones a distancia, Daniela. Y tú no eres
más que una desconocida con la que está pasando el rato».
Intento sacar ese pensamiento de mi cabeza ahora mismo o daré media
vuelta y echaré a correr.
—¿Y cómo funciona? Con tu familia, digo.
Se encoge de hombros.
—Regular.
—Ya… No tiene que ser fácil. Aunque Paula solía decir que nada de lo
que vale la pena en la vida lo es.
Me parece ver una sonrisa por el rabillo del ojo, pero no estoy segura, ya
que va mirando al suelo y con la boca muy cerca de su bufanda. Paula, te
juro que eso no era una indirecta, que no lo decía por mí.
—Tuvo que ser una chica increíble —suelta él.
Suspiro y sonrío.
—Sí.
—¿Llevaba mucho tiempo con Ron Weasley?
No puedo evitar reírme.
—Un año.
Sus ojos se posan en tu guía, que llevo pegada al pecho mientras
camino.
—Es bonito tener a alguien a tantos kilómetros pensando en ti.
Me quedo absorta en el verde de sus ojos, que es mucho más
maravilloso que todo el que nos rodea. Trago saliva y carraspeo porque
temo que no me salga la voz.
—¿Quieres volver? Debes de tener hambre.
—No tengo prisa. ¿Y tú?
—No, yo tampoco. ¿Hoy no trabajas?
—Tengo el día libre —responde—. Y en cuanto a lo del hambre… Ven.
Me coge de la mano y tira de mí. A lo mejor ese contacto es una tontería
para él, pero a mí me remueve todo por dentro. Y ya ni te cuento cuando me
pide permiso para cogerme de la cintura con la intención de ayudarme a
impulsarme hacia lo alto de un pequeño muro cubierto de musgo. Zac se
sienta a mi lado sin esfuerzo y abre la cremallera de su mochila.
Muevo los pies, que me cuelgan a un palmo del suelo.
—¿Qué tienes ahí?
Saca unos sándwiches de lechuga, tomate y un poco de queso.
—¡Que aproveche!
Nuestro respaldo es un montón de vegetación, y justo a la izquierda, hay
un puente con varios arcos de piedra. Frente a nosotros, el río Leith recorre
constante su camino.
—Esto está bien. —Levanto la cabeza y cierro los ojos—. Esto está muy
bien.
Zac me da un golpecito cariñoso en la pierna.
—Gracias por todo esto, de verdad —le digo—. No tenías por qué
malgastar tu día libre conmigo.
—¿Malgastar? Creo que es el mejor día libre que he tenido desde que
vivo aquí.
¿Incluso mejor que cuando tenías novia? «Shhh… Calla, Daniela».
—Sí, claro.
—Hablo en serio. No todos los días puede uno pasear al lado de una
promesa de la literatura.
Hago un ademán con la mano.
—En realidad, esa era mi hermana. Ella escribía poesía y sabía
entrelazar las palabras para que significaran algo, ¿sabes?
—Bueno, a ti también se te entiende cuando hablas.
—No me refiero a eso. Paula sabía… tocar tu corazón. Yo nunca podré
hacer eso.
Se me van los ojos a tus botas, hermanita. Siempre estás tan presente,
que a veces aún espero encontrarte a mi lado al girarme. Zac me mira los
pies.
—¿Eran de ella?
—¿Cómo lo has sabido?
—Conozco a gente a la que le gustan sus zapatos, pero no los miran con
tanta adoración.
Sonrío, avergonzada.
—Quería pisar con ellas por primera vez tierras escocesas, pero no le dio
tiempo.
Pellizco el sándwich y arranco otro bocado, aunque lo dejo en mis
dedos.
—Lo que estás haciendo es precioso, Daniela. Ahora mismo debe de
estar sonriendo al verte.
Su hombro toca el mío intencionadamente. Me permito sonreírle un
segundo, pero no quiero mirarlo mucho rato porque me noto al borde del
derrumbe.
—¿Qué opinan tus padres de todo esto?
Zac no tiene ni idea del dardo que acaba de lanzarme. Bueno, creo que
empieza a darse cuenta cuando no levanto la vista y el pan de molde se
ondula bajo mis huellas. Me he puesto tensa.
—Perdona, no debería preguntar tanto.
Me sacudo mis miedos por una maldita vez.
—Yo también te he preguntado, no pasa nada. —Suspiro y cojo aire
hasta que estoy lista—. Mi madre murió hace unos años. Ella… estaba
enferma. Y mi padre… Bueno, me importa una mierda lo que opine,
sinceramente.
—Vaya… No sé ni qué decir.
—Tranquilo, no hace falta que digas nada.
—No, claro que hace falta. Sobre todo, que lo siento muchísimo por lo
de tu madre. No puedo siquiera imaginar…
Sus palabras se pierden en el viento. Lo comprendo, ¿qué dices en un
momento así? Dejo el sándwich en el envoltorio porque necesito mover mis
dedos, retorcerlos, tirar una piedra al río. Lo que sea.
—Fue un infierno, pero fue menos infierno porque Paula y mi tía
estuvieron conmigo.
De forma inconsciente, me llevo la mano derecha al antebrazo izquierdo.
Lo acaricio por encima de la ropa, pero me detengo en cuanto veo que él se
fija más de la cuenta en lo que hago.
—Mi padre se largó. Nos dejó tiradas y ahora tiene otra familia. Al
parecer, tengo un hermano pequeño de cuatro años. ¿No es fantástico?
—Joder…
—Lleva tratando de ponerse en contacto conmigo insistentemente desde
la muerte de mi hermana, ¿sabes? Incluso tengo una carta suya sin abrir en
casa de Lara. Mi tía me la escondió en la mochila a traición, pero no he
querido decirle nada porque paso de discutir por teléfono. No sé por qué no
la he tirado ya.
—A lo mejor la estás guardando para cuando estés preparada para leerla.
—Es que no quiero estar preparada. No se lo merece.
Se me rompe la voz sin poder evitarlo. Hablar de todo esto empieza a
superarme. Zac me pasa el brazo por los hombros y me acerca a él. Su olor
me hace cosquillas en la piel, su respiración consigue calmarme un poco.
Pero es en el momento en que empieza a tararear cuando noto que la
tristeza empieza a diluirse, como una gota de tinta en un vaso de agua.
—Me gusta la melodía. ¿De quién es?
—Mía.
—¿Tiene letra?
Su mano me acaricia el hombro de forma rítmica, y no sé si se está
dando cuenta.
—Todavía no.
Sonrío con los ojos cerrados, acurrucada junto a él. Los latidos de su
corazón golpean fuertes contra su pecho.
—No me puedo creer que esté aquí contigo ahora. Y mucho menos que
te haya contado todo… eso.
No he dejado de repetirme que es un desconocido, que por eso me siento
libre de confiar en él, de desahogarme con él. Pero empiezo a intuir la
verdad.
—Soy un tío que inspira confianza, es otro de mis dones.
—¿Tienes más que no conozca?
La risa estalla en su pecho y me hace reír a mí también. A regañadientes,
me aparto de su abrazo para mirarlo a los ojos. Ahí están las motitas
marrones junto a sus iris, como porciones de tierra en medio de la hierba
recién cortada.
—Puede ser.
—Tú estás empeñado en sorprenderme, ¿verdad?
—Y aún no ha terminado el día.
Paula, ¿recuerdas las veces que la abuela nos contó la historia de cómo
conoció al abuelo? ¿Con qué minuciosidad de detalles nos hablaba de su
amada librería y de que tenía algo de mágica para ellos?
Pues la tengo delante. Lo sé porque acabo de sacar la foto antigua que
nos dio mamá. No tenía esperanza de encontrar este sitio, pero preferí
traerla igualmente.
Hemos seguido bordeando el río Leith, hemos cruzado The Dean
Bridge, y hemos dejado atrás St. George’s Well y St. Bernard’s Well, y yo
no he logrado averiguar a dónde nos dirigíamos por mucho que he
preguntado. Tampoco al adentrarnos en esta calle porque, a decir verdad,
iba tan absorta haciendo preguntas y pidiendo pistas, que no me he fijado en
el nombre de la plaquita.
—Es imposible. —Me giro con los ojos como platos—. ¿Cómo la has
encontrado? Ni siquiera tiene el mismo nombre.
Es verdad. Ahora el cartel reza un simple bookshop de lo más soso. Pero
es esta, Paula, es exactamente esta. Lo sé por la fachada del edificio, por la
doble puerta de la entrada e incluso por la barandilla de negro forjado junto
a los escalones. Ah, los escalones… esos en los que la abuela se sentó
tantas veces. Sobre los que aparece sonriendo en la foto que llevo conmigo.
—Se me da bien encontrar cosas.
Me tapo la boca con ambas manos, emocionada.
—Así que tenías razón, tienes más dones.
Zac se ríe y se acerca a la escalera, pero, en lugar de subirla, me hace un
gesto para que yo lo haga primero.
—¿Lista?
—No. —Una risa nerviosa se me escapa. Este chico no tiene ni idea de
lo que acaba de hacer por mí—. Vale, ya paro.
Me ofrece su mano.
—No, no quiero que pares.
Inspiro hondo y deslizo mi mano sobre la suya. Subo los escalones tras
él, con los ojos moviéndose a mil por hora en todas direcciones. Zac se echa
a un lado para dejarme entrar. Acaricio el asa de la puerta y empujo. El
tintineo cantarín de una campana nos recibe. Alzo la vista. ¿Será la misma
campana que oyó mi abuela todos los días durante un año?
A la izquierda, una mesita blanca con un ordenador y una caja
registradora. Justo detrás, una silla vacía. Las bombillas cuelgan desnudas
del techo y tornan más cálido el blanco de las paredes. Banderines de
colores, multitud de estanterías repletas de libros…
Seguimos avanzando, todavía de la mano, hasta un espacio abierto con
un montón de libros alrededor, pero también en el centro, colocados en una
especie de torre. A la izquierda, una vieja chimenea y una silla antigua.
Sonrío porque, sin haberlas visto en la vida, puedo reconocerlas como
pedazos de la librería original.
Conforme nos adentramos, las paredes se vuelven amarillas y naranjas, y
el suelo gris deja paso a la madera. Sé que el lugar en el que trabajaba
nuestra abuela no tenía este aspecto, pero es como si pudiera sentir su
energía alrededor.
—Estás muy callada —susurra Zac—. ¿Todo bien?
Me lanzo sobre él y lo estrecho como única respuesta. Sus brazos tardan
un segundo en rodearme; seguramente se ha sorprendido de mi reacción.
Pero es que no tengo palabras ahora mismo para describir lo que esto
significa para mí.
Al separarnos, su sonrisa es tan cálida como las paredes que nos rodean.
Acerca la mano y roza apenas un momento mi mejilla con sus dedos, y
durante ese instante, los libros que tenemos alrededor desaparecen.
—Can I help you? —Una chica algo mayor que yo nos sonríe
amablemente desde el otro lado de la estancia.
No dudo en enseñarle la foto en blanco y negro que llevo en la mano.
Una de las esquinas parece mordisqueada por un ratón.
—This is my grandmother. She worked on this bookshop many years
ago.
Los ojos de la dependienta se abren por la sorpresa, emocionados, y me
hace señas para que la siga hasta la entrada. En la pared de detrás de su
mesa, hay un par de fotos en las que no me he fijado al entrar. Señala la de
la derecha, en la que dos mujeres se abrazan en esta misma habitación.
—Mary.
Mary. María. No me lo puedo creer.
—¡Es mi abuela! —exclamo, buscando a Zac con la mirada—. ¡Es ella!
La chica sigue sonriendo.
—Mi abuela. —Se esfuerza por pronunciar bien el español mientras da
toquecitos con el dedo a la mujer que está junto a Mary.
—¿Eran amigas? —pregunto emocionada.
La chica, que se llama Martha, nos cuenta que su abuela fue la
propietaria de este sitio, la Alice original. Siempre le hablaba de la nuestra,
de su amiga española. Hace diez años, la mujer se vio obligada a vender su
librería, pero su nieta acaba de recuperarla recientemente. Por eso el
nombre no aparece en la puerta todavía, por eso no fuimos capaces de
encontrarla en Internet.
Durante un rato, Zac asiste a una emocionada charla entre nietas que
mezclan inglés y español sin ningún tipo de miramiento. Martha escucha
atenta la historia de amor de mis abuelos, cómo cruzaban miradas entre
estos pasillos. Cómo mi abuelo venía una y otra vez y compraba libros que
ni siquiera le interesaban, solo porque ella se los recomendaba.
Les hablo a los dos de mi trabajo en un Fnac de Valencia, de que
siempre he adorado estar rodeada de libros y de que imagino lo increíble
que debe de ser trabajar en un sitio con tanta historia como este.
Al final, Zac y yo nos hacemos con el mismo libro, Alice in Wonderland.
Yo lo leí hace mil años y él nunca lo ha intentado, así que, aunque solo sea
porque la protagonista se llama como la antigua dueña de esta librería,
decidimos que lo iremos comentando conforme lo leamos.
Ninguno de los dos dice en voz alta que eso significaría mantener el
contacto una vez yo me haya ido; creo que preferimos hablar como si todo
esto no tuviera un final.
Le pido a Zac que me haga una foto con Martha en el mismo lugar que
nuestras abuelas, y le prometo a la chica que se la enviaré en cuanto pueda.
Intercambiamos correos y nos damos un abrazo como si fuéramos viejas
amigas antes de salir de esta especie de sueño del brazo del chico que acaba
de hacer posible que se cumpla.
Fantasmas
Bueno, Paula, llegó el momento de adentrarnos en tus amadas leyendas de
fantasmas. Esas que me susurrabas por las noches bajo la luz de una vela,
con la clara intención de quitarme el sueño. Tengo que confesarte algo…
No me daban tanto miedo como te hacía creer, no más de lo que me da
enfrentarme a ellas sin tu mano entre la mía.
Zac espera abajo, en el portal. Después de salir de la librería, hemos
andado unos minutos para coger el autobús 23 en dirección a Chamber
Street. La idea era empezar nuestra ruta en el castillo, pero esta mañana
olvidé coger algo tuyo que no puedo traerme de vuelta a Valencia.
—Algún día te invitaré a subir —digo en cuanto estoy en la calle de
nuevo.
—¿A tu amiga no le importará?
Podría decirle que ella nos dejaría su cama con gusto y que incluso nos
compraría una caja de preservativos si estuviera aquí, pero, obviamente, no
pienso soltarle eso.
—Qué va. De hecho, tengo su permiso.
—¿Le has hablado de mí?
Un ardor conocido me empieza a subir por el cuello.
—Bueno… Puede que tu nombre saliera de pasada en la conversación.
Su risa vuela hasta donde estoy.
—De pasada, eh…
Muerdo mi labio y aparto la mirada. Odio que me mire así porque creo
que sería capaz de soltar cualquier barbaridad por la boca, y no me apetece
quedar en ridículo… una vez más.
—Bueno, ya lo tengo todo. —Doy un golpecito a la mochila y le entrego
una bufanda de cuadros negros y grises—. Toma.
—¿Qué es esto?
—Se llama bufanda.
Pone los ojos en blanco.
—¿Y…?
—Y es para que no te congeles.
—Me pregunto qué será esto que llevo al cuello…
—¿Ese mini pañuelito?
—No es un pañuelito —se queja.
—Oye, solo me preocupo por tus cuerdas vocales. Tienes que cantarme
esa canción nueva cuando la termines.
Relaja el ceño y acaba aceptando mi bufanda con media sonrisa.
—Eres bastante manipuladora, ¿te lo habían dicho?
Se la quito para colocársela yo misma hasta taparle la nariz.
—Mucho mejor.
—No puedo respirar.
Cuelo mi dedo por el borde de lana y rozo su nariz para dejarla al aire.
Sus ojos brillan bajo la luz prendida de la farola bajo la que estamos. Trago
saliva y aparto la mirada.
—¿Vamos?
Carraspea tras un segundo y se pone en marcha. No sé muy bien lo que
acaba de pasar, pero todavía tengo un cosquilleo hormigueándome en las
yemas de los dedos.
Primera parada: cementerio de Greyfriars. Zac se frota las manos al
llegar a la entrada.
—¿Lista para adentrarte en el Edimburgo macabro?
—Mierda, no he cogido los pañales —me burlo.
—Ya veremos si te hace tanta gracia al final de la tarde…
—Borra esa sonrisa y entra de una vez.
Sus risas se cortan en cuanto atravesamos la verja y el silencio nos
envuelve. Hay una placa enorme en la que aparecen con letras doradas los
nombres de personajes famosos que están enterrados bajo este suelo.
Es como si aquí dentro hiciera más frío, como si el aliento congelado de
los muertos nos susurrara palabras que no entiendo. El cielo empieza a
oscurecerse de verdad, y las luces artificiales arrancan sombras alargadas y
siniestras entre las tumbas. Lápidas grises y ennegrecidas en sus bordes, que
salen de entre la hierba como dedos ligeramente torcidos por la tierra. Las
esculturas de piedra llorarán eternamente bajo la capa de musgo que las
cubre.
Nos paramos ante una tumba de alguien especial para la gente de
Edimburgo.
—En realidad, Bobby no está enterrado aquí, sino en el exterior del
edificio.
—Lo sé —digo—, pero este es el sitio que marcó Paula en la guía.
Al pie de la lápida, hay flores y palos de diferentes tamaños. Obsequios
para la mascota fiel que tiene el cariño de todos muchos años después de
morir.
Me agacho para buscar un buen palo para nuestro amigo, Paula. Uno lo
suficientemente grande como para que él lo hubiera encontrado con
facilidad.
—Mi hermana siempre quiso hacer esto —digo al depositarlo sobre el
montón.
Zac asiente.
—Otra tradición cumplida.
Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, ambos guardamos unos
segundos de silencio por Bobby, pero, sobre todo, por ti. Siento un vértigo
en el estómago enrollándose sobre sí mismo. Me doy la vuelta en busca de
más lápidas.
—Sigamos.
Durante un rato, solo se escucha el sonido de nuestras respiraciones y de
los pasos lejanos de algunos visitantes rezagados. De momento, más que
espeluznante, todo esto me parece rodeado de calma y serenidad.
—Eh, Daniela.
Me acerco hasta una tumba en la que puedo leer los nombres de un
padre y un hijo llamados Thomas Riddell.
—La tumba de Voldemort —observo fascinada, aun sabiendo que, a
pesar de que J.K. Rowling paseaba por este cementerio, ha asegurado que la
coincidencia no fue a propósito.
Pero los fans de la saga no podemos evitar maravillarnos al verla, como
si estuviéramos contemplando un pedacito de historia tan valioso como real.
Paula, espero que estés viendo todo esto.
—Procura no cortarte por aquí cerca, no vaya a ser que tu sangre lo
despierte. Ya sabemos cómo acabó eso la última vez…
Miro a Zac con una ceja alzada.
—Mira, el que no era fan.
Se ríe.
—Me acuerdo de lo que leo, eso es todo.
Saco la guía de nuevo y hago una marca con el boli junto a la foto de
esta lápida. La cabeza de Zac se asoma sobre mi hombro.
—Vaya, vaya… —Su voz me hace cosquillas en la oreja—. Nos queda
lo mejor.
Lo sigo hasta un rincón del cementerio, a la espera de que se decida a
hablar. Sé que está haciéndose el interesante y misterioso porque se ha
puesto serio y entrecierra un poco los ojos.
—¿Qué se supone que es esto?
—Convenanters Prison, uno de los lugares más hechizados de
Edimburgo.
Paula, ha sido decir esas palabras y levantarse una ráfaga de viento
helado que me ha puesto la piel de gallina.
—Ah, joder.
—¿Te has asustado?
—No, ha sido el frío.
Sonríe de medio lado y continúa andando hasta que llegamos a un
mausoleo que me resulta familiar. Echo un vistazo a tu guía.
—La tumba de William Mackenzie.
Zac asiente.
—Fue el abogado que consiguió muchas de las sentencias de muerte
para los covenants que participaron en el intento de revuelta contra el rey
Carlos II. Así se ganó su sobrenombre de «sangriento Mackenzie».
—Así que solo era un fiscal cabreado.
La voz de Zac se vuelve más grave y profunda para narrar su cuento de
terror.
—La leyenda dice que una noche fría y lluviosa, un vagabundo forzó la
puerta del mausoleo para buscar refugio, pero acabó despertando al espíritu
de Mackenzie.
Pongo los ojos en blanco.
—¿Y alguien se lo creyó?
—El vagabundo tenía marcas de su ataque.
—¿Que el fantasma lo atacó?
—Y no solo a él. Se registraron más de cuatrocientos casos en los que
visitantes del cementerio presentaban marcas de mordiscos, quemaduras y
cortes que no tenían explicación.
—¿Y seguro que no se habían pasado con el whisky o con algo más
fuerte?
Zac suelta un bufido.
—Dios, qué difícil me lo pones. Es uno de los hechos paranormales
mejor documentados de la ciudad, aunque sea finge un poco.
Me echo a reír.
—Lo siento, es que me cuesta creer que…
Un crujido suena cerca. Me callo de golpe. Zac y yo nos miramos.
—Solo es una rama —digo en voz alta.
Otra vez una corriente de aire extraña, arremolinando hojas alrededor de
nuestros tobillos. Está ya tan oscuro que apenas puedo distinguir la figura
de Zac cuando se acerca al mausoleo.
—¿Qué haces?
—Ha sonado ahí dentro.
—No digas tonterías. Es solo este dichoso viento que nos va a volar a
los dos.
Un graznido corta el aire y me da un susto de muerte. Veo en la cara de
Zac que está encantado con que esto ya no me haga tanta gracia. Entonces
decide apoyar la oreja sobre la madera de la morada del puñetero
Mackenzie. Voy a hablar otra vez, pero se lleva un dedo a los labios y me
pide que me acerque.
—Aquí estoy bien.
—¿No tendrás miedo, verdad?
Refunfuño mientras recorto la distancia que nos separa.
—Vale, ¿y ahora qué?
—Escucha esto.
—¿Está Mackenzie montando una fiestecita o qué?
Zac niega con la cabeza.
—No deberías bromear. Podría escucharte.
Lo miro fijamente. No sé si reírme o largarme de allí.
—Vale, se acabó. —Apoyo una mano en la fría piedra y la otra en la
madera de la puerta, a donde acerco la oreja—. Yo no oigo nada.
—Mira, asómate. —Su cara está pegada a la pequeña ventanita de la
derecha.
Trago saliva y me hago la fuerte cuando acerco la nariz a la de la
izquierda. Durante un momento, solo se escuchan los latidos acelerados de
mi corazón. Puede que no crea en fantasmas, pero ¿y si hay un loco ahí
dentro o algo así?
—Tampoco veo nada, Zac.
Señala a la oscuridad.
—Justo ahí… Algo se ha movido.
—Será una rata o…
Me callo de golpe. Paula, ya no sé si es la sugestión o que de verdad una
sombra más oscura que las demás se está ondulado frente a mí. Me giro lo
justo para mirar a Zac, que sigue observando con atención. ¿Quedaría al
descubierto si ahora mismo le cojo la mano?
Sacudo la cabeza y los hombros, como si así pudiera quitarme esta
maldita sensación que me oprime el pecho. Giro un segundo el cuello y veo
que detrás de nosotros la luz es tan débil que ni siquiera distingo tus botas al
mirar al suelo. Me cago en todo, Paula, qué oscuro está esto.
—Dios mío.
El susurro de Zac me pone alerta. Está a punto de salírseme el corazón
por la garganta.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
Oigo un arañazo en la madera. Busco a Zac con la mirada, pero parece
tan atónito como yo. ¿Hay un mapache ahí dentro o qué? Un gato, tiene que
ser un estúpido gato.
Pero entonces, justo cuando he decidido que ya he tenido suficiente
tensión por el momento, una voz de ultratumba me estalla en la cara.
—¡Fuera de aquí!
Mi vista favorita
Camino furiosa hasta la salida del cementerio, todavía con un dolor de culo
considerable. Las risas de Zac a mi espalda son aún peor.
—¡Espera, Daniela! —Corre hasta mí—. Venga, no te enfades, ha sido
divertido.
—¿Divertido para ti? Ah, no, espera. ¿Divertido para el puto Mackenzie
de los cojones?
Se me ha salido el pelo de la bufanda y se me mete en la boca de forma
molesta. Me lo quito con rabia, pero vuelve a estorbarme. Acabo
quitándome la bufanda y colocándomela como una capucha para mantener
la melena a raya. Al parecer, mi histeria es lo más gracioso que Zac ha visto
en mucho tiempo.
—Oye, solo ha sido una broma.
—Eso díselo a mi culo.
—Está bien.
Me rodea y se agacha un poco en dirección a mis nalgas doloridas.
—¿Me has oído? Solo ha sido una broma. —Se alza de nuevo y busca
mi mirada. Alza el pulgar—. Él dice que me perdona.
Suelto un grito de frustración.
—¡Eres idiota!
—Lo siento, tenía que hacerlo —se justifica—. Tú querías historias de
fantasmas, y parecías tan segura de que nada te asustaría que…
—Que has tenido que buscar una grabación en Youtube lo bastante
espeluznante para hacer que me cayera al suelo de la impresión. Tú estás
fatal, ¿lo sabías? No se puede ser más retorcido.
—¡Venga ya! No puedes estar tan enfadada.
—Que sigas riéndote no ayuda en absoluto.
Se queda parado y se cierra una cremallera invisible en esa bocaza suya.
Conforme nos alejamos del cementerio y mi pulso vuelve a la normalidad,
el cabreo va disminuyendo. Al final, me sabe tan mal que mi acompañante
no haya vuelto a abrir la boca, que suspiro como si me acabara de rendir.
—Está bien… Te perdono.
Sus ojos se abren, emocionados.
—Entonces, ¿vuelves a hablarme?
Esa carita inocente tan falsa me hace sonreír, aunque a regañadientes.
Cuando me muestra el codo como ofrenda de paz, no puedo evitar colgarme
de él.
—¿Me perdonas tú por gritarte?
—No hay nada que perdonar.
Un silencio cómodo vuelve a instalarse entre nosotros.
—Estaba asustada —confieso.
—Ya lo sé, pero te prometo que no volveré a hacerlo.
—No, no quiero que te cortes —respondo para mi propia sorpresa—.
Solo… rebaja un poco el nivel, ¿vale? No es que no puedas gastarme
bromas, pero estaría bien que no me causaran un ataque al corazón.
Asiente y me da un toquecito amigable con su cabeza.
Las calles iluminadas y llenas de gente, los árboles con lucecitas
enroscadas en sus ramas, los coches sobre el asfalto húmedo y el calor de
una bufanda de lana hacen que el miedo de hace un rato parezca ridículo y
exagerado.
Nuestra siguiente parada en la tarde del terror es la plaza peatonal de
Grassmarket, al final de Victoria Street. Cuando llegamos, solo vemos un
paseo repleto de restaurantes y bares de lo más animados.
—Aquí ya solo queda el miedo por gastar demasiado en copas.
Zac se ríe.
—Ya, parece mentira que aquí se ahorcara a tantas personas.
—¿Conoces la historia de Maggie Dickson? He leído su nombre en la
guía, y algo de que la medio ahorcaron… ¿Cómo se puede medio ahorcar a
alguien?
—A Maggie la abandonó su marido, así que ella decidió empezar una
nueva vida. Cuando se quedó embarazada, lo ocultó para evitar un
escándalo porque, técnicamente, aún estaba casada, pero tras dar a luz, el
bebé no sobrevivió.
—Dios mío…
—Horrible, lo sé. Y cuando intentó deshacerse del cadáver en el río, la
descubrieron.
—¿Por qué hizo algo así?
—En esa época era delito ocultar un embarazo, así que la condenaron a
muerte.
—¡Qué barbaridad!
—Se la ahorcó públicamente justo aquí.
Recorro el lugar con la mirada, tratando de imaginar lo horrible de la
situación.
—Entonces ¿por qué lo de medio ahorcada?
—Cuando trasladaban el cuerpo al cementerio, se escucharon gritos
dentro el ataúd.
Lo miro boquiabierta. ¡Madre de Dios!
—Y lo más desconcertante fue que, como ya se le había aplicado la pena
correspondiente, no podían volver a ejecutarla.
No puedo evitar reír, aliviada.
—¡Menos mal!
—Pues sí, Maggie la medio ahorcada tuvo una larga vida después de
aquello.
Suspiro.
—Me encantan los finales felices.
Zac me guiña un ojo.
—¿Quieres oír más historias?
Asiento, entusiasmada. Paula, esto me recuerda a tu obsesión por ver
Cuarto Milenio y luego narrármelo como si yo no hubiera visto el programa
a tu lado en el sofá.
Seguimos paseando mientras Zac me habla de Burke y Hare, dos
inmigrantes irlandeses que vendían cuerpos a la universidad de Edimburgo,
en concreto al doctor Robert Knox.
—Todo comenzó el día que falleció alguien en la pensión en la que se
hospedaban. Hare era el amante de la dueña, y le quitó el muerto de encima,
nunca mejor dicho, a cambio de un trato suculento con el doctor Knox.
Chasqueo la lengua.
—Ese doctor me da mala espina.
Zac sigue hablando.
—¿Por qué crees que los cementerios tenían rejas? Lo de robar cuerpos
de sus tumbas estaba a la orden del día. Pero nuestros amigos irlandeses
pensaron que se lucrarían más rápido si no tenían que esperar al
fallecimiento por causas naturales.
—¿Mataban a la gente para vendérsela al doctor muerte?
—Diecisiete personas en un año y medio.
—¡Por Dios!
—Incluso hay una técnica de asesinato conocida como burking. Uno
tapa la nariz y la boca de la víctima mientras el otro le coge los pies y le
lleva las rodillas al pecho para que expulse todo el aire.
Me llevo la mano al estómago.
—¿No te he dicho que me gustan los finales felices?
—Bueno, Burke murió en la horca y pagó así por sus crímenes.
—¿Y Hare?
—Recibió la inmunidad a cambio de confesar y testificar contra Burke.
—Pero era un asesino y un ladrón de cuerpos sin escrúpulos… Eso es
totalmente injusto.
Zac se encoge de hombros.
—Pero el pueblo ya tenía un culpable para la horca.
—Bah.
La siguiente historia es la de la última mujer ahorcada, Jesse King, y su
marido, Thomas Pearson, unos infanticidas asquerosos que me revuelven
todavía más el estómago. Una pareja que adoptaba bebés ilegítimos a
cambio de dinero, pero que luego guardaba sus diminutos cadáveres en su
propia casa. A pesar de que la creencia es que fue el marido el criminal, ella
se declaró culpable para salvarlo.
—Esto es vomitivo, Zacarías.
—Bueno, si lo piensas, ahí se esconde una historia de amor, porque ella
dio su vida a cambio de la de su marido.
—Imagino que no crees algo tan enfermizo.
Sacude la cabeza.
—No, tienes razón. Es algo horrible, lo mires por donde lo mires.
Veo que mi narrador parece estar pensándose algo.
—¿Qué?
—¿Entonces no te cuento la historia de James Douglas, no?
Lo observo, reticente.
—¿Y ese quién es?
—El hijo del marqués de Queenberry, que sufría algún tipo de demencia.
Una vez que se quedó solo en casa, a cargo de un sirviente de diez años…
—No me gusta por dónde va esto…
Me mira de reojo y sonríe con malicia.
—Se suponía que James estaba encerrado, pero consiguió escapar.
Cuando el marqués volvió a casa, su hijo había descuartizado y asado al
niño y ya había empezado a comérselo.
Me paro de golpe y lo miro fijamente.
—¿Se puede saber qué asquerosidades lees tú por las noches?
—Solo soy curioso.
—Morboso.
Se encoge de hombros.
—Llámalo como quieras, pero te recuerdo que hago free tours y debo
estar actualizado en la historia de Edimburgo.
—Te juro que prefiero al poltergeist del cementerio que a esa panda de
caníbales y asesinos. Ni se te ocurra proponerme cenar ahora mismo.
Sus risas consiguen relajar mis nervios, crispados ante toda la sangre y
las vísceras que han pasado por mi imaginación. Continuamos el paseo
hasta el final, y entonces Zac se detiene.
—Deberías sacar tu cámara.
Se cuela por una callejuela entre dos edificios y sube las escaleras a toda
prisa. Lo sigo casi con la lengua fuera, sin saber qué narices es lo que me
espera allí arriba.
—Por favor, no me digas que voy a hacerle una foto a una pared y, al
revelarla, encontraré a un espíritu poniendo morritos —jadeo detrás de él.
Zac sacude la cabeza, como si yo no tuviera remedio. El sarcasmo es un
escudo potente ante el miedo.
—Date la vuelta.
Me quedo petrificada. ¿Es que nos persigue alguien o… algo? Ni
siquiera hemos llegado al final de la escalera.
—No quiero sorpresas.
—No puedo prometerte eso, lo siento.
Él ya está girado del todo con una sonrisa enorme en la boca. Al menos,
no parece que estén a punto de descuartizarnos.
Maldigo por lo bajo mientras me giro lentamente y, de pronto, me quedo
sin habla.
Paula, tengo ante mí una instantánea mágica. Una postal increíble con el
castillo de Edimburgo al fondo, en lo alto de su roca, iluminado ligeramente
por un amarillo cálido. El mismo que proyecta la farola de esta calle sobre
los muros de piedra de las casas.
—Esto es…
Baja un par de escalones por delante de mí y me da la espalda. Se mete
las manos en los bolsillos y admira el paisaje.
—The Vennel. Mi vista favorita del castillo.
Me fijo en la silueta de Zac recortada contra la increíble postal que
parece sacada de otra época. Sin lugar a duda, esta también es mi vista
favorita del castillo. Quizá de Edimburgo al completo.
Saco la cámara y disparo sin flash para no alterar los colores que crean
una atmósfera tan abrumadora. Zac se gira al escuchar el clic y sonríe al
objetivo. Vuelvo a apretar el botón
—¿Puedo?
Le entrego la cámara y espero a que enfoque. Sin embargo, se me queda
mirando. Al ver que no entiendo lo que quiere decirme, me hace un gesto
con la cabeza.
—Vamos, ponte ahí.
—No me gustan las fotos.
—Venga… Déjame hacerte solo una. Quiero recordar esta noche con
todo lujo de detalles.
Trago saliva y me coloco junto a la barandilla de la escalera, con el
castillo a mi espalda. El viento me despeina, pero estoy tan nerviosa, que ni
siquiera soy capaz de moverme. Por favor, que dispare de una vez.
—Espera.
Zac baja la cámara y se acerca a mí. Sus dedos atrapan un mechón de mi
pelo que me tapaba media cara y lo pone tras mi oreja. La luz de la farola
arranca en sus ojos destellos dorados. Los baja un segundo hacia mis labios
y yo trago saliva. Doy gracias por la oscuridad, puesto que debo de tener la
cara de color bermellón.
Vuelve a la posición de antes y aprieta el botón.
—Preciosa —comenta al mirar el resultado en la pantallita.
Me acerco y miro por encima de su hombro.
—¿Hay algo que no se te dé bien, Zacarías? —Él me mira—. Ahora me
entero de que también tienes ojo de fotógrafo. Tener tantos dones tendría
que estar prohibido.
Al abrigo de la oscuridad no podría decirlo con seguridad, pero me
parece que se sonroja bajo mi bufanda. Estoy a punto de decirle si quiere
que nos saquemos una juntos, pero no lo hago. Nos quedamos en silencio,
observando el horizonte.
—¿Puedo preguntarte algo, Daniela? —pregunta de pronto. Yo asiento
—. ¿Qué has cogido de tu hermana en casa de Lara?
Vaya… Me sorprende que no me lo haya preguntado antes. Sonrío con
cariño cuando saco la muñeca de la mochila.
—No muerde. —Le ofrezco su manita de plástico—. Hola, me llamo
Berta.
He intentado imitar la voz que ponías, pero ha sido un fracaso. Aunque
parece que a él le ha hecho gracia, porque le estrecha la mano con
verdadero ímpetu. Vuelvo a guardarla en la mochila con cuidado y sigo
caminando.
La voz de Zac suena a mi espalda.
—¿Vas a… explicármelo?
—Llévame a Mary King’s Close y lo entenderás.
Momentos que brillan
Bajo la Royal Mile se esconde Mary King’s Close, formado por un conjunto
de calles del siglo XVII que se ocultan a simple vista. Se trata de una ciudad
subterránea, anclada en el tiempo, que hoy en día constituye una de las
atracciones turísticas más famosas de Edimburgo, como bien sabes.
—No deberías haber comprado mi entrada —susurra Zac.
Le hago un gesto para que guarde silencio mientras avanzamos con el
pequeño grupo tras nuestra guía, que va vestida de época para la ocasión.
He comprado las entradas esta mañana, pero quería que fuese una sorpresa.
Solo quedaban en inglés, así que tengo que prestar especial atención para no
perderme.
El chico parece enfurruñado. No sé por qué le afecta tanto que me haya
gastado unas cuantas libras en él, sobre todo después de todo lo que está
haciendo por mí.
—Oye, tú ya has estado y yo quería que me acompañaras, no habría sido
justo que te hiciera pagar otra vez.
—Eso lo tenía que haber decidido yo —masculla.
Un matrimonio nos dedica una mirada reprobatoria mientras Caroline, la
guía, nos conduce por este laberinto de casas y calles. Nos cuenta que el
nombre del callejón se debe a la comerciante Mary King, aunque no era
nada común poner el nombre de una mujer a un callejón.
Nos adentramos en las profundidades del Edimburgo del siglo XVII y
encontramos calles con ropa tendida y edificios de varios pisos, donde se
hacinaban demasiadas personas. Bajamos escaleras y cuestas, y visitamos
habitaciones con las paredes de piedra, en las que víctimas de la terrible
peste sufrieron durante años. Sinceramente, no esperaba encontrarme con
figuras a tamaño real, como si se tratara de los propios enfermos. Me pone
la piel de gallina.
Caroline nos cuenta que el doctor creía que la enfermedad se transmitía
por el aire, por eso llevaba un traje de cuero y su característica máscara con
pico de pájaro para protegerse.
—Esa vestimenta era la que impedía que el doctor se contagiara, ya que
lo protegía de las picaduras de pulga, que eran las que realmente transmitían
la enfermedad.
Miro a Zac con sorpresa ante su pequeña aportación mediante susurros.
Me sonríe en respuesta, aunque solo un poco. Creo que se le va pasando el
enfado.
Hacia la mitad del recorrido, llegamos a la habitación de Annie, el
fantasma al que le traigo tu muñeca. Paula, te juro que si se me aparece la
niñita aunque solo sea para darme las gracias, me quedo tiesa aquí mismo.
Caroline nos cuenta que, en 1992, una médium japonesa visitó este
callejón. Cuando llegó a la habitación en la que nos encontramos, el
fantasma de una niña llamada Annie se le apareció llorando porque su
familia la había abandonado y, además, había perdido su muñeca. Al
parecer, la médium le compró otra en la Royal Mile y bajó de nuevo para
dejarla en la habitación de Annie.
Yo he bajado aquí exclusivamente para dejar a Berta con Annie, aunque
debo reconocer que me da una pena terrible. Es tu muñeca, Paula… y va a
quedarse en este sitio frío y solitario con el supuesto fantasma de una niña.
—¿Estás bien?
Doy un respingo porque ni había notado que Zac estaba a mi lado. Echo
un vistazo por encima de mi hombro para asegurarme de que nadie me oye.
Vuelvo a mirar el montón de muñecas y peluches que los visitantes del
callejón han ido dejando en la habitación. Algunas tienen un rostro
espeluznante.
—No quiero… dejarla aquí. Annie ya tiene muñecas suficientes.
Creo que mi tono ha sonado infantil. Acaricio el pelo rubio de Berta y él
asiente.
—Pero era lo que tu hermana quería, ¿no?
Me tiembla la barbilla. Voy a ser yo la que monte el numerito de las
lágrimas, y no Annie.
—Sí… Supongo que sí.
Acerco a Berta a mi regazo y la estrecho sin importarme que alguien
pueda verme. El montón de muñecas se vuelve borroso cuando las lágrimas
se acumulan en mis ojos, y agradezco que aquí no haya demasiada
iluminación. Zac parece notar que necesito un empujón para acabar con
esto, así que pone su mano sobre la mía y me ayuda a dejar la muñeca en lo
alto de la pirámide de brazos y cabelleras de hilos brillantes. Berta se queda
ahí, con su vestidito azul y su sonrisa dulce. Sé que solo es un pedazo de
plástico con peluca, pero para mí es mucho más, Paula. Una parte de ti que
espero que Annie cuide bien.
Suspiro. Un pensamiento irracional me cruza la mente, el de que ojalá
las demás muñecas sean buenas con ella. De verdad, tantas historias me
están afectando al cerebro.
La voz de Caroline sobresale del resto de murmullos de la habitación y
nos indica que tenemos que seguir. Cuando salimos al exterior de nuevo, yo
solo quiero alejarme todo lo posible de Mary King’s Close.
—Necesito un poco de aire.
Tomamos High Street y continuamos por Lawnmarket sin un rumbo fijo
que seguir. Voy perdida en mis pensamientos, con los ojos fijos en tus botas,
pisando adoquines desiguales, hasta que Lawnmarket se abre. Entonces me
da por alzar la vista. El cartel verde de Ensign Ewart parece hacerme un
guiño con las palabras Wines & Spirits, escritas a su izquierda.
Dejo que el aire helado me llene los pulmones y me giro hacia Zac, que
ha permanecido en silencio todo el camino de vuelta.
—Esta noche hemos tenido varios spirits, ¿qué tal unos pocos wines?
El chico sonríe ante mi broma estúpida.
—No hemos cenado nada.
—Dios… Es verdad. —Me froto la cara—. ¿Te estoy matando de
hambre, no?
Él niega con la cabeza.
—No lo digo por eso. Es solo que… Bueno, no sé si que te pongas a
beber con el estómago vacío es la mejor decisión que puedes tomar ahora.
Frunzo el ceño. No me gusta el tono que ha empleado, como si yo no
fuera más que una adolescente cabeza hueca que no sabe lo que hace.
—Relájate, papá.
Aprieta los dientes, lo sé porque el músculo de su mandíbula se tensa.
Creo que está armándose de paciencia.
—Daniela…
Sacudo la cabeza y alzo las manos.
—Está bien, ya lo pillo. ¿Qué tal si picamos algo y tomamos solo una
cerveza? Te prometo que no vomitaré otra vez.
Pongo todo mi esfuerzo en no ser cínica y desagradable y en mostrar una
mirada de niña buena que consiga convencerlo. Su expresión se relaja y
termina asintiendo. Cuando abre la puerta, el murmullo creciente del
interior nos envuelve incluso antes de poner un pie dentro.
Arcos de piedra se abren en paredes blancas con lámparas rojas ancladas
en ellas. Dos espadas cruzadas sobre una pared, techos robustos con vigas
de madera, carteles vintage, réplicas de algún cuadro famoso, botellas y
jarras por todas partes…
—Me gusta.
Me giro hacia Zac.
—¿No habías estado nunca? —Él niega con la cabeza—. Vaya, así que
por fin estamos en igualdad de condiciones.
—Supongo que sí.
Frente a la barra de madera hay un enorme barril, que imagino que hace
de mesa. Después de pedir un par de sándwiches y unas cervezas, elegimos
un rincón discreto bajo un farolillo y una pizarra enmarcada en rojo, en la
que alguien ha escrito hot drink y live music.
—A lo mejor podrías tocar aquí.
Su risa se pierde entre el resto de la gente.
—¿Qué tiene de malo el sitio donde lo hago ahora?
—Nada —me apresuro a aclarar—. Pero podría estar bien, ¿no? Rasgar
las cuerdas sin que los dedos estén a punto de caerse de tus manos por
congelación.
Sonríe mientras se los retuerce.
—No es tan fácil.
—¿Por qué no?
Me mira, incrédulo.
—¿Crees que debería entrar aquí con mi guitarra y, simplemente,
ponerme a cantar?
Me encojo de hombros.
—Por ejemplo.
Se ríe una vez más, aunque no percibo humor en su mirada.
—Sí, claro.
—¿Y si hablaras con el dueño?
Levanto la vista y echo un vistazo alrededor, como si así pudiera
reconocerlo.
—No es tan fácil —repite.
Suelto un bufido.
—Eso ya lo has dicho. ¿Qué es lo peor que podría pasar?
—¿Que dijera que no?
—¿Y qué?
Se cruza de brazos y aparta la mirada. Es entonces cuando el camarero
nos trae el pedido y yo ya doy por hecho que Zac no va a responder. Pero
entonces, sus labios vuelven a despegarse.
—No sé si podría soportar otro rechazo.
Trago saliva. Ya sé que no lo conozco en absoluto, pero este Zac es
distinto al que estoy acostumbrada a ver. Es la primera vez que distingo la
decepción en sus ojos y no me gusta en absoluto.
—Mira… No pretendo juzgarte, pero… ¿Prefieres no intentarlo nunca
solo por miedo?
«Hazlo. Y si te da miedo, hazlo con miedo».
Sus ojos verdes responden por él. Suspiro y doy un sorbo a mi cerveza.
No quiero presionarle más; yo sé muy bien lo que es que el miedo te
paralice. ¿Quién soy yo para dar lecciones o consejos? Nadie. Una turista
que pronto solo será un recuerdo.
—Tengo varios relatos escritos —suelto de repente.
¿Por qué, Paula? ¿Por qué he tenido que abrir la boca y soltar algo que
no tiene nada que ver con esta conversación?
Zac parece confundido, y no me extraña. En realidad, yo también lo
estoy.
—Nunca he querido que nadie los lea —confieso—. Mi hermana era la
única que lo hacía.
—¿Por qué me cuentas esto?
Me aparto el pelo de la cara.
—No lo sé. Es solo que… entiendo cómo te sientes. Paula siempre me
animó a que los colgara en un foro o algo así, pero nunca me atreví. Y
ahora que ya no está… —Suspiro—. Era la que solía darme los
empujoncitos, ¿sabes?
—Entiendo.
—Sé que solo soy una desconocida, y no estoy diciendo que yo sea
capaz de convencerte para que lo intentes. Tampoco es que pretenda
presionarte o meterme donde no me llaman, pero creo que eres un músico
increíble y que cualquier local mataría por contar contigo.
Su mano suelta el asa de su bebida y me busca por encima de la mesa.
Atrapa mi brazo con dedos helados y me mira a los ojos.
—No tienes ni idea de todo lo que eres capaz, Daniela.
¿Eso quiere decir que él sí tiene esa idea? Pero… ¿Cómo? Ni siquiera
me conoce. No sé qué ha querido decir exactamente, pero solo puedo
sonreírle en respuesta. Dios, Paula… Este chico me está trastornando.
Su dedo pulgar traza círculos sobre la manga de mi jersey. Ese simple
movimiento me pone la piel de gallina. Solo espero que él no se dé cuenta
del escalofrío que me recorre la columna, y de que no decida subir sus
dedos unos centímetros, porque tendré que apartarme.
La intensidad de este momento se rompe cuando un hombre con varias
pintas de más choca contra la silla en la que está sentado Zac. El tipo
masculla unas disculpas sin tan siquiera mirarnos y nosotros no podemos
evitar echarnos a reír.
Quizá suene surrealista, Paula, pero ¿sabes qué? Hoy me he dado cuenta
de que un solo instante puede significar más que toda una vida. Que hay
momentos que brillan mucho más que otros y que, por efímeros que sean,
se graban en nuestro corazón para que los recordemos al detalle.
Apenas sé nada de él, pero Zac no ha dejado de darme instantes que
destellan en mi cajón de recuerdos, y pienso atesorarlos junto a los tuyos
para recurrir a ellos cuando necesite algo de luz.
El gaitero solitario
Con el estómago lleno y unas sonrisas relajadas, tomamos Castle Hill
porque me he empeñado en ver el castillo más de cerca. Llevo viéndolo
toda la noche ahí, en el fondo de cada instantánea, y me apetece que sea la
última parada en nuestra ruta antes de volver a casa.
La piedra de los muros del castillo está teñida de naranjas y amarillos
verdosos. Una bruma blanquecina ha cubierto el suelo y trepa como una
enredadera en busca de las almenaras, como si quisiera colarse en el
interior.
—Vaya… Por fin veo la niebla de Escocia. Empezaba a pensar que solo
era otra leyenda.
—Y no una niebla cualquiera, en Edimburgo lo que tenemos es haar —
explica Zac.
—¿Haar?
—Así es como se conoce aquí a esta niebla densa y fría. Es un buen
efecto para acabar nuestro tour de fantasmas.
—¿Es que hay más historias?
Su risa calienta un poco el aire a mi alrededor.
—Tantas, que no sé si es posible contarlas, pero hoy solo tengo una más
para ti.
Una sonrisa siniestra tuerce sus labios.
—¿Ahora es cuando me matas, verdad? A la pobre turista confiada.
¿Qué vas a hacer con mi cadáver?
—¿Tan evidente soy?
Me encojo de hombros.
—Pienso gritar y correr, que lo sepas.
Se acerca a mí, sin perder esa sonrisa, y me pasa el brazo por los
hombros. El pulso se me dispara, pero no tiene nada que ver con el miedo,
aunque eso es lo que diré si él se da cuenta y me pregunta.
Él carraspea y nos gira hacia el imponente castillo.
—Cuenta la leyenda que, hace siglos, se descubrieron túneles
subterráneos. Al parecer, los habían excavado para conectar el Castillo con
otros lugares de la ciudad. Con la intención de averiguar a dónde
conducían, se envió a un gaitero para que tocara mientras los exploraba.
Así, al escuchar su música en la superficie, podrían hacerse una idea de
dónde estaban dichos túneles. —Hace una pausa dramática y se humedece
los labios. Su voz tan cerca de mi oído me tiene totalmente paralizada—.
De repente, la música paró de golpe. Buscaron al gaitero, pero nunca lo
encontraron.
—¿Se quedó atrapado en los túneles?
Zac asiente.
—Algunas personas aseguran haber escuchado el sonido de las gaitas al
pasear por aquí, como si el gaitero solitario siguiera buscando una salida.
Frunzo el ceño. El viento arrastra un silbido a mis oídos, pero no percibo
ninguna gaita.
—Me imagino a ese pobre hombre dando vueltas con su gaita, perdido
en medio de un laberinto. Y su fantasma vagando por los túneles
eternamente.
—¿Por qué solo por los túneles?
—Tú eres el experto, ¿no se quedan los espíritus anclados a los lugares
donde murieron?
—¿Y si el fantasma encontró la salida? ¿Y si subió a la superficie y vaga
por aquí, dispuesto a contarle a cualquier turista su historia?
Lo miro con los ojos entrecerrados.
—¿Qué…?
—Quizá estuviera harto de estar solo ahí abajo, y ahora camine por las
calles de la ciudad que lo dejó morir. Puede que en compañía de una chica
preciosa con botas amarillas y ojos grises como el cielo de Edimburgo.
Alzo la ceja y sonrío.
—Muy buena, gaitero. Pero cuéntame, ¿por qué te cambiaste a la
guitarra?
Zac no sonríe en absoluto. Sus ojos verdes me escudriñan con
intensidad, su mano se aferra con más fuerza sobre mi hombro, como si
quisiera evitar que escapara.
—He estado solo mucho tiempo, Daniela.
Intento sacudirme de su amarre y volver a bromear, pero no me suelta.
Me pega a su costado y mira hacia el castillo con ojos vacíos.
—Zac, no tiene gra…
—Necesito pedirte algo.
—¿Qué? —Estoy aturdida. No entiendo lo que está pasando ahora
mismo ni por qué se toma tan en serio lo de contar historias de miedo.
—Mi cuerpo sigue allí abajo —susurra su voz. Es fría y monótona,
como el repiqueteo de la lluvia sobre el cristal de una ventana—. Ayúdame
a sacarlo.
Ahora sí, lo aparto de un empujón y doy dos pasos atrás mientras su risa
estalla en el silencio de la noche.
—¡Vete a la mierda!
Se dobla por la mitad, con la mano en el estómago, incapaz de hablar
con claridad.
—¡Te lo estabas creyendo!
Aprieto los labios y los puños. Empiezo a considerar la posibilidad de
estamparle uno en la cara.
—¡Claro que no! Pero estoy aquí en mitad de la noche, envuelta en tu
puñetera haar, frente a una fortaleza de hace siglos, con un chiflado al que
conozco de hace dos días tratando de asustarme con leyendas de espíritus
atormentados.
Se esfuerza por cortar la risa porque nota que me estoy empezando a
cabrear.
—Perdona si no estaba demasiado cómoda con tu historia de recuperar
el cadáver de un gaitero perdido.
Al final, alza las manos, pero sigue manteniendo la distancia.
—Tienes razón, perdona.
—Me alegro de que te estés divirtiendo tanto hoy —mascullo entre
dientes.
Mira al cielo con una sonrisa y suspira.
—La verdad es que sí, lo estoy pasando en grande. —Suelto un bufido
—. Y no me refiero a tu costa, lo digo en serio.
—Ya…
Baja la vista y me busca.
—De verdad, Daniela, hoy has hecho muy feliz a este desconocido.
Gracias.
La maldita niebla fantasmal se enrosca en mis extremidades y me cala el
abrigo, pero el estremecimiento que me recorre ahora mismo tiene más que
ver con las palabras sinceras del chico solitario que me mira a los ojos.
—Soy yo la que tiene que darte las gracias, Zac. Tú… has hecho que mi
viaje a esta ciudad sea mucho más fácil.
Da un paso hacia mí. Yo no me muevo del sitio porque no quiero, pero,
sobre todo, porque tampoco puedo. De repente, su cercanía me vuelve a
poner nerviosa.
—Siento si me he pasado un poco hoy, pero estoy tan cómodo contigo,
que olvido que nos acabamos de conocer.
Nada, Paula, ni rastro del enfado. Se ha diluido entre la niebla y ha
desaparecido.
—Yo también estoy muy cómoda contigo —confieso—. Y te aseguro
que eso no es típico en mí. No soy una persona demasiado sociable.
Me regala una sonrisa preciosa que me calienta el corazón. Sé que tengo
la nariz y las manos frías, pero ahora mismo solo siento el rubor que me
asciende por el cuello y debe de teñir ya mis mejillas.
Mirar a Zac es el equivalente a perderte y encontrarte, ¿sabes? Una
contradicción maravillosa que me cosquillea en la boca del estómago. El
verde de sus ojos se ve tan oscuro, que casi parece negro. Se lleva una mano
al pelo y lo revuelve, nervioso.
—Daniela, hay algo que quiero preguntarte —comienza a decir—. Y
llevo queriendo hacerlo toda la noche.
Lo miro con preocupación. ¿Por qué ya no sonríe?
—Espero que no vayas a pedirme ayuda para rescatar otro cadáver.
Sigue estando serio mientras da otro paso en mi dirección. Y otro más.
Levanto la cabeza cuando lo tengo a escasos centímetros de mi cuerpo. Su
mirada baja hasta mis labios. Lo veo tomar aire y expulsarlo, como si
estuviera preparándose para algo importante. De forma inconsciente, me
llevo la mano al pecho, como si así pudiera calmar mis latidos.
Madre mía, Paula, me va a dar un ataque en tres, dos, uno…
—¿Puedo besarte?
El tiempo se ha detenido a nuestro alrededor. Ahí está, otro instante que
brilla tanto como una llama ardiente que arrasa todo a su paso. Y no sé si es
por este calor que me incendia desde dentro o por mis latidos enfurecidos
rebotando contra mis costillas, pero reúno el valor para ponerme de
puntillas y buscar yo misma sus labios.
Sus manos me acarician la cara y el pelo. Una de ellas desciende por mi
espalda y me aprieta más contra él. Yo me cuelgo de su nuca y hago lo
mismo, mientras nuestros sabores se encuentran a los pies de una fortaleza
centenaria en una ciudad repleta de un millón de leyendas.
Un error
Mi pulso se dispara en cuanto pongo un pie en Princes Street Gardens. Ya
he estado aquí antes, visitando puestecitos navideños y bebiendo un vino
caliente horrible. Aquí fue donde el destino me avisó de lo que me
esperaba, aquí le compré a esa mujer la figurita de madera del músico.
Meto las manos en el bolsillo. Las vuelvo a sacar. Las meto de nuevo.
Paula, no me he sentido así desde… Espera, nunca me he sentido así. Esto
es nuevo para mí y no sabes lo mucho que me gustaría poder llamarte ahora
mismo para que pudieras ir tranquilizándome mientras paseo entre los
árboles de estos inmensos jardines en busca del culpable de que esté tan
atacada.
Aún estoy intentando mentalizarme de lo que pasó anoche entre
nosotros. Después de besarnos bajo la atenta mirada del Castillo, Zac me
acompañó a casa sin soltar mi mano ni una sola vez. Y sí, estaba nerviosa,
pero lo sentí como algo… natural, ¿entiendes? Como si el hecho de que
nuestros dedos se entrelazaran significara que dos piezas encajan a la
perfección.
Me cruzo con parejas y familias, con algunos que han vencido a la
pereza y ahora corren por este parque bajo un sol introvertido que apenas se
deja ver momentáneamente entre las nubes. Y, de repente, lo veo.
Está de espaldas, observando la maravillosa fuente de un color que va
entre el azul pastel y el verde menta, con esos detalles dorados alrededor de
figuras femeninas entre las que se incluyen algunas sirenas.
Zac lleva su abrigo azul marino y mi bufanda alrededor de su cuello, la
distingo incluso en la distancia. Este pequeño detalle me obliga a sonreír.
Doy ligeros pasos con cuidado, pues no quiero que sepa que ya estoy
aquí. La imagen que tengo delante es impresionante, con la Ross Fountain
sobre la hierba húmeda a los pies del Castillo de Edimburgo, firme testigo
de todo lo que ocurre entre los dos. Me permito sacar la cámara e
inmortalizar este momento porque, diga lo que diga él sobre algunos
miradores de la ciudad, mi mejor vista de Edimburgo siempre incluye a un
músico de ojos verdes.
El viento revuelve su cabello oscuro. Se saca una mano del bolsillo y se
la pasa por la cabeza para tratar de aplacar algunos mechones. Es entonces
cuando se da media vuelta y me ve. Su sonrisa es tan inmensa, que me
contagia de inmediato. Cuando por fin llego hasta él, no tengo que
preguntarme cuál es el siguiente paso a seguir o cómo debería saludarlo.
Zac recorta la distancia que nos separa y me agarra de la cintura para darme
un suave beso en los labios.
—Vaya… —es lo único que me sale al separarnos.
Ahora mismo me siento embriagada de su sabor y de la risa que escapa
de su boca.
—¿Sueno exagerado si digo que te he echado de menos desde que te
dejé en casa de tu amiga?
Niego con la cabeza.
—Suenas terriblemente encantador.
Me pasa un brazo por los hombros que ya siento familiar y me da un
beso en la cabeza. Deja allí su nariz unos segundos y aspira. Los dos
alzamos la vista en busca del escenario que lo ha cambiado todo. Durante
nuestro silencio, sé que los dos estamos recordando el beso que nos dimos
ahí arriba, con una niebla fría envolviendo nuestros cuerpos y un fuego
consumiendo nuestros labios.
—¿Qué toca hoy?
A regañadientes, me separo un poco de él y busco en mi mochila tu guía.
Paso la página donde empieza el 30 de diciembre y señalo la foto.
—Calton Hill.
Zac me toma de la mano mientras paseamos por los jardines. Paula, veo
unos cuantos bancos de madera con esas placas conmemorativas dedicadas
a personas que ya no están. Ojalá poder pagar una de estas con tu nombre.
Le hablo a Zac sobre mi vista al mercadito navideño y la figurita de
madera. Le hago pasear entre los puestecitos para enseñarle dónde la
compré, pero me detengo de golpe cuando llego a la esquina en la que se
supone que tendría que estar.
—No puede ser. Estaba aquí.
—¿Seguro que no te has equivocado? El mercado es enorme.
Miro alrededor y niego con la cabeza.
—Segurísimo. ¿Es normal que desaparezcan algunos puestos en estos
días?
Zac frunce el ceño.
—No que yo sepa. A lo mejor… Han cambiado el cartel o algo así. O el
glühwein se te subió a la cabeza.
Lo miro con la ceja alzada.
—No tiene gracia.
—Vale, vale —se apresura a responder—. Será cosa de magia.
—Claro, mi hada madrina apareció de la nada con unas gafas de pasta
enormes y me vendió a un músico de madera.
—Un músico… —murmura Zac—. Entonces es cosa del destino.
—Pues el destino se quedó con un billete de diez libras muy real.
Zac se echa a reír y me saca de los jardines para llegar a Princes Street.
Nos cruzamos con un montón de autobuses y bicicletas, y a la derecha
encontramos la impresionante aguja victoriana que es el Monumento a
Scott.
En una mano llevo la cámara para ir inmortalizando lo que veo, y en la
otra sujeto a alguien que todavía me parece irreal.
—Podríamos venir esta noche a montar en el Star Flyer —comenta al
pasar junto a la atracción que hay tras el monumento.
Alzo la vista para fijarme en lo que la otra noche, en el mercadito, me
pareció un palo muy largo lleno de luces. No llegué a acercarme, pero ahora
puedo ver perfectamente los columpios que cuelgan de arriba.
—¿Es que quieres que vomite en otro jersey, Zacarías?
Suelta una carajada.
—Entendido.
Al final de la avenida se puede distinguir el edificio del lujoso hotel
Balmoral, con su banderita en lo alto de la torre del reloj.
—¿Sabías que J.K. Rowling terminó de escribir en ese hotel Harry
Potter y las Reliquias de la Muerte? Hace casi trece años.
—Lo sabía —admite—, y también que dejó escrito ese hecho en la
habitación. En la 552, para ser exactos.
Lo miro con los ojos entrecerrados.
—Tú estás muy al día de esa saga de la que no eres fan.
Se muerde el labio.
—Tengo que reconocer que he estado investigando un poco estos días.
Alzo las cejas.
—¿Qué?
—Bueno, como a ti te gusta tanto…
Tiro de él para que se incline y poder besarlo. Cuando me separo, una
sonrisilla está bailando en sus labios.
—Cuando quieras hacemos maratón de todas las películas.
Me río ante su oferta, pero no digo nada. Prefiero seguir andando antes
que pensar en el hecho de que eso no va a pasar nunca.
—Oye, ya que estamos hablando del tema… ¿Tú no sabrás dónde hay
tiendas que vendan el jersey de Ron Weasley, verdad? No lo encuentro por
ninguna parte.
—Imagino que ya has buscado por Victoria Street.
—Imaginas bien.
Me dedica un gesto de disculpa.
—Entonces ni idea, lo siento.
—No importa.
Paula, te prometo que he seguido mirando, pero sin ningún éxito. Sé que
podría comprártelo en cualquier otro momento o lugar, pero lo especial era
adquirirlo aquí, y no pienso rendirme hasta que me suba de nuevo al avión.
Las escaleras de Calton Hill son el principio de un ascenso que resulta
más gratificante cuando vamos haciendo pequeñas paradas para mirar lo
que dejamos atrás: una panorámica de Edimburgo digna de inmortalizar,
con la New Town como protagonista.
—Eh, reconozco eso —comento al llegar arriba.
Señalo a una especie de pequeño templo circular, sostenido por
columnas y elevado por un podio.
—Es el Dugald Stewart Monument —explica Zac—. Sale siempre en la
típica instantánea de Edimburgo tomada desde Calton Hill.
Saco la cámara, pero él me detiene un segundo.
—Espera, desde el otro lado, mirando hacia Princes Street.
Me lleva hasta el lugar al que se refiere y se coloca detrás de mí. Me
sube los brazos para que enmarque la fotografía perfecta. Su respiración
detrás me pone nerviosa.
—Ahí, con el Dugald Stewart a la izquierda. Dispara.
Le doy las gracias, y su respuesta viene en forma de beso suave en el
cuello, justo bajo el lóbulo de mi oreja derecha. Cierro los ojos durante el
segundo en que sus labios permanecen ahí y deseo que el día no termine
nunca.
Nos giramos de cara a los monumentos otra vez. A la izquierda, Playfair
Monument; a la derecha, Nelson Monument, una torre en forma de
telescopio. Un poco más adelante, al fondo, el National Monument nos
recibe con sus inconfundibles doce columnas clásicas.
—Se empezó a construir en 1826 —comienza a decir Zac— con la
intención de conmemorar a los soldados que murieron en las Guerras
Napoleónicas. Pretendían que fuese una especie de réplica del Partenón de
Atenas.
Ladeo la cabeza y observo la imponente estructura, que más que un
templo parece un simple pórtico.
—¿No se les olvidó algo? No sé… Ponerle un techo y tal.
Zac se ríe.
—Se quedaron sin fondos.
Lo miro boquiabierta.
—¿En serio?
—Como lo oyes.
Algunas personas han subido los enormes escalones del monumento
para poder sentarse con unas vistas inmejorables, pero yo prefiero sentarme
a los pies del Dougald Stewart Monument.
El césped húmedo a través de los vaqueros me provoca un escalofrío.
Dejo que Zac me envuelva con su brazo y me acurruco en busca de calor.
La ciudad se muestra como una sucesión de tejados oscuros y agujas que se
clavan en el cielo azulado de esta mañana. Es una suerte que hoy se vea el
sol.
—Podría quedarme aquí todo el día.
Levanto la vista.
—Es una lástima que tengas que irte a trabajar.
Zac me aprieta un poco más. Yo me quedo mirando su rostro, con sus
pómulos altos y sus labios rosados, con sus ojos verdes enmarcados por
bonitas pestañas… Alzo la mano y acaricio su ceja partida, voy bajando en
su perfil, acariciándolo con las yemas de mis dedos.
Cuando llego a sus labios, no puedo evitar el impulso de besarlos.
Entreabre los suyos, y su aliento se cuela en mi boca con ganas, como el
viajero que vuelve a la calidez de su hogar. Atrapa mi nuca y enreda sus
dedos en mi pelo. Está sonriendo cuando se separa de mí, y mantiene los
ojos cerrados.
—Voy a llamar para dejar el trabajo.
Rompo a reír y beso la punta de su nariz.
—Deja eso para cuando seas un cantante famoso dentro de… No sé, un
año, como máximo.
Una sonrisa traviesa se dibuja en su cara.
—Voy a actuar esta tarde.
Alzo las cejas.
—Oh, de acuerdo. Me pasaré a verte.
Se gira del todo para tenerme justo en frente. Niega con la cabeza.
—No, Daniela. Voy a… actuar esta tarde. —Se muerde el labio—. A las
cinco. Bajo un techo.
—¿Qué? ¿Dónde?
—En el fin del mundo.
Debo de tener cara de gilipollas ahora mismo.
—¿Eso es un… juego de palabras o algo así?
Su risa dibuja volutas de vaho sobre nosotros.
—He hablado con un amigo que conoce al dueño del pub The world’s
end.
Me llevo las manos a la boca.
—Dios mío, que va en serio.
—Va en serio.
Suelto un chillido y me tiro sobre él, haciéndolo caer de espaldas sobre
el césped. Su risa se mezcla con el sonido de mis besos, esos que le doy por
toda la cara, ignorando que estamos rodeados de personas que pasean.
Cuando por fin puedo separarme de él y volver a mi sitio, veo que hay
quien nos mira con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Es mi Ed Sheeran! —grito en español.
Zac me tapa la boca con la mano mientras se ríe.
—¿Quieres hacer el favor de callarte?
Se ha sonrojado hasta las orejas, ¡por fin no soy la única! Aunque debo
decir que a él le queda mucho mejor que a mí. Dios… Está absolutamente
adorable.
Durante un rato, solo apoyo la cabeza en su hombro y dejo que vuelva a
abrazarme. El silencio nos envuelve, la ilusión todavía planea sobre
nuestras cabezas, y apenas hay espacio para otra cosa que no sea alegrarme
por él.
—Ahora te toca a ti leer esa carta.
Al principio, no entiendo lo que me está diciendo. Cuando por fin caigo,
frunzo el ceño.
—¿A qué viene eso?
Se echa hacia atrás y se apoya sobre sus codos.
—A algo que me dijiste anoche sobre no intentarlo por culpa del miedo.
—¿Y yo tengo miedo de hablar con mi padre?
—Está bastante claro que sí.
Acaba de joder el momento, espero que sea consciente de ello.
—Lo único que yo siento respecto a él es rabia y rencor.
—¿Seguro que no te da miedo intentarlo por si vuelve a desaparecer?
Paula… ¿Qué coño está pasando? De verdad, no lo entiendo. ¿Cómo se
puede ir todo a la mierda en apenas un segundo? Bueno, qué tontería de
pregunta… Ambas sabemos que un solo instante puede cambiarte la vida.
—Oye, tú no me conoces. No sabes nada sobre mí o sobre mi familia.
—Sé que todo el mundo merece una segunda oportunidad.
Me cruzo de brazos.
—¿Ahora te crees con derecho a darme lecciones porque le has pedido a
un tío tocar en su local?
—¿Qué? No, yo solo…
Estoy tan cabreada, Paula, que podría tirarlo colina abajo.
—Tiene que ser genial vivir sin responsabilidades, ¿eh?
—¿Yo no tengo responsabilidades?
—Bueno, si consideras responsabilidades dar de comer a un gato arisco
y sonreír a todo el mundo mientras sirves copas o tocas canciones de Ed
Sheeran en la calle...
Sé que estoy siendo mezquina, pero ya no puedo parar.
—Tú tampoco sabes nada sobre mí —se escuda él.
Ese hecho es tan cierto como doloroso.
—Bueno, sé que te has creado una burbuja en esta ciudad con tus gofres
y tu gato y que te importa bien poco lo que pase fuera de ella. Que eres lo
suficientemente egoísta como para no visitar a tu familia ni siquiera en
Navidad. Es mejor quedarte aquí y convertir a una desconocida en una obra
de caridad.
Veo el dolor en su mirada.
—Estás siendo muy injusta.
Se me escapa una risa amarga.
—No me hables a mí de injusticia.
Sus ojos verdes se me clavan como dos puñales.
—Claro, porque la única que tiene problemas y lo ha pasado mal has
sido tú, ¿verdad?
—No, pero al menos yo no me avergüenzo de dónde vengo ni ignoro a
las personas que me importan.
—No, tú solo te avergüenzas de ti misma.
No lo veo venir. No soy capaz de asimilar la rapidez con la que me
agarra el brazo izquierdo y tira de la manga de mi chaqueta hacia arriba.
Sus ojos se abren por la sorpresa ante lo que encuentra.
No sé qué esperaba ver, pero estoy segura de que no era esto.
—¿Qué coño crees que estás haciendo? ¡No vuelvas a tocarme! —Las
lágrimas me queman la garganta.
—Daniela, lo siento…
Me pongo en pie y me sacudo los vaqueros.
—Vete a la mierda.
—De verdad, no he debido hacer eso, perdóname.
Busca mi mano con la suya, pero me aparto de un tirón.
—No me toques.
Me muestra las palmas desnudas y da un paso atrás.
—Vale, no te tocaré.
Todos los sentimientos buenos están sepultados sobre toneladas de odio
y desprecio, aunque no estoy segura de que todas vayan dirigidas a él.
—Nunca debí haber confiado en ti.
—Lo único que he intentado es ayudarte, lo único que quiero es que
dejes de tener miedo de enfrentarte a las cosas, de que no escondas quién
eres. Sé lo que es eso y… es una mierda.
—¿Por eso no vas a ver a mamá, Zac? —escupo en un tono más agudo
de lo normal—. ¿Por miedo? ¿Es que crees que no se sentirá orgullosa de su
pequeño si le dices que tocas en la calle por unas míseras monedas?
Su rostro se ensombrece por la tristeza y, a continuación, por un dolor
profundo y antiguo que ahora flota en sus ojos, delante de mí.
—Lo que intento evitar es que se sienta culpable. Vine a esta ciudad por
una razón, vine porque quería una vida mejor, porque quería ayudar a los
míos. Las cosas se han torcido, pero al menos me gano la vida. ¿Sabes que
hay meses en los que apenas tengo para comer y mis compañeros me
preparan comida con lo que sobra en el bar? —continúa él—. ¿Sabes que
mi padre no puede trabajar y mi madre tiene que hacerse cargo de él y por
eso casi todo el dinero que gano se lo envío a ellos? ¿Sabes que creen que
aquí todo me va bien y que puedo seguir ayudándoles sin problemas?
¿Sabes que cada vez que tengo que mentirles se me parte un poco más el
corazón?
El nudo de mi garganta es una bola imposible de tragar.
La mirada se le empaña.
—Quizá soy un cobarde, Daniela, puede que tengas razón. Pero estoy
recorriendo mi camino lo mejor que puedo, y no el de nadie más. Y lo estoy
haciendo con mis propios zapatos. —Sus ojos viajan a mis botas. A tus
botas. Me quedo callada—. Esto… ha sido un error.
La certeza de la verdad que me ha arrojado encima me quema dentro de
la cabeza. Lo observo darse la vuelta y caminar colina abajo para alejarse
de mí. Y con cada paso que da, mi corazón se agrieta un poco más.
Y todo desaparece. Nosotros dos… Este espejismo absurdo que yo tomé
como un oasis en medio del desierto.
Él tiene razón, Paula. Esto ha sido un error.
The world’s end
Querida Daniela,
Ni siquiera sé cómo empezar a decirte todo lo que quiero decirte.
Supongo que, en primer lugar, te debo un LO SIENTO. Así, en mayúsculas.
Pero no uno vacío, de esos de los que tú ya estás harta. Este es de verdad,
de los que salen de la boca del estómago.
Sé que no tengo derecho a pedirte nada, que no puedo pretender ser tu
padre cuando no me he comportado como tal. He sido un cobarde toda la
vida, hija. He huido cuando las cosas se ponían feas, y supongo que esta es
mi penitencia. No te culpo por guardarme rencor y no querer verme. La
verdad es que solo puedo comprenderte.
Llevo meses tratando de ponerme en contacto contigo en vano, y te
prometo algo que sí cumpliré: esta es la última vez que insisto.
Eso no quiere decir que tu padre no vaya a estar ahí, preocupándose por
ti, pero hay que saber cuándo rendirse. Y yo pienso respetar tu decisión.
Nunca me perdonaré por lo que os hice a ti y a tu hermana. Nunca me
perdonaré por dejar que pagarais los errores de un adulto. Tampoco voy a
pedirte que me perdones tú, aunque sea lo que más deseo.
Tu hermano no deja de preguntar por ti y por Paula, solo quiere saber
cuándo podrá conocerte al fin. Le digo que quizás algún día, pero no
quiero darle falsas esperanzas, a pesar de que yo mismo las tenga.
Solo… me gustaría pedirte una segunda oportunidad. No sé si me la
merezco; probablemente no, pero anhelo que dentro de tu corazón
encuentres la forma de dármela.
Te quiere,
Papá
Una segunda oportunidad.
«Sé que todo el mundo merece una segunda oportunidad».
He leído la carta más de diez veces. He llorado sobre el papel y
emborronado la letra con mis lágrimas. He intentado tragarme la rabia, he
pensado y sopesado opciones y, para cuando he terminado de meterla en el
sobre, he tomado dos decisiones. Cojo el abrigo y la mochila y salgo por la
puerta para poner en práctica la primera.
Y tal como tú dijiste, Paula, voy a hacerlo. Aunque sea con miedo.
El fin del mundo hace esquina y es de color azul, al menos en lo que a su
fachada se refiere. La tipografía de las letras doradas de The world’s end
parece sacada de El señor de los anillos.
Los nervios me atenazan el estómago. En la entrada, una pequeña
pizarra indica que hay música en vivo. Echo un vistazo al reloj. Las 16:59.
Tomo aire y lo expulso con lentitud antes de abrir la puerta. Nada más
entrar, escucho el sonido amortiguado de mis botas sobre la moqueta de
cuadros. Las paredes son de piedra, como las de una antigua muralla, y
sujetan cuadros, lámparas e incluso hachas. El lugar está abarrotado de
gente que charla animadamente delante de unas cervezas y una buena
hamburguesa con patatas. Ocupan sillas de madera oscura y respaldos
acolchados casi del mismo color.
Busco con la mirada un escenario o una pequeña tarima, pero no hay
nada. No parece un sitio en el que suelan tocar muchos músicos, pero
finalmente distingo una esquina algo más despejada muy cerca de la barra.
Hay un taburete solitario y un micrófono. Una funda de guitarra conocida
apoyada en la pared.
Busco un rincón discreto, pero lo suficientemente cerca como para poder
mirarlo a los ojos. Ni siquiera sé si se alegrará de verme o si estoy a punto
de fastidiarle la mejor oportunidad que ha tenido.
La duda cruza mi mente, pero no tengo tiempo de prestarle más atención
cuando el camarero sale de detrás de la barra y toma el micrófono entre sus
manos para anunciar a un tal Zachary. Me uno a los aplausos del público y
espero impaciente a que aparezca.
Mi corazón da un brinco cuando lo ve llegar con mi bufanda colgada a
ambos lados del cuello. Da las gracias al camarero y al dueño por la
oportunidad y se sienta sobre el taburete. Lo veo rozar la bufanda casi
imperceptiblemente y tragar saliva cuando sus labios se acercan al
micrófono y sus dedos a las cuerdas de la guitarra.
Reconozco los primeros acordes, aunque en la versión original es un
piano el que introduce las primeras letras de Lost without you, de Freya
Ridings. Paula, he escuchado esta canción en infinitas ocasiones, pensando
en lo perdida que me sentía sin ti. Pero una misma canción, una misma
letra, puede hablar de distintas personas. Me pregunto sobre quién habla la
canción de Zac, y me reprendo a mí misma cuando me encuentro deseando
que se trate de mí.
Sus ojos se abren de repente y, como aquella primera noche, me
encuentran entre la multitud. Lo veo tragar saliva. Se salta un acorde. Pero
todo ocurre en milésimas de segundo, y creo que nadie más se ha dado
cuenta.
No me había percatado de que tengo la mano en el pecho mientras su
voz se abre paso hasta mí. Cada nota se me clava en lo más profundo del
corazón. Apenas puedo respirar con normalidad cuando termina la canción.
Aplaudo más tarde que los demás porque las manos ni siquiera me
responden. Zac asiente y da las gracias, pero vuelve a fijarse en mí.
Me atrevo a sonreírle. Algo pequeño, minúsculo, apenas una ligera
curva en mis labios. Su rostro se mantiene inexpresivo, pero la canción que
escoge a continuación me parece una respuesta. There you are, de Zayn.
Mi sonrisa se hace más amplia. Muevo los labios y canto cada estrofa.
Luego viene Say you won’t let go de James Arthur y Small Steps de Tom
Gregory.
Y, por fin, llega su sonrisa.
Es difícil explicar la calidez que eso me provoca, el alivio que siento y
las ganas de abrazarlo. Cuando termina la última canción, anuncia un
descanso de cinco minutos. En cuanto suelta la guitarra, cruza el pub hasta
llegar a donde estoy.
—Lo siento —es lo primero que dice—. Lo siento tanto, que apenas sé
qué más decir.
—Yo también lo siento, Zac.
Él niega con la cabeza.
—Lo que yo he hecho ha sido… —Suspira—. No he debido decir que te
avergonzabas de ti misma, no tenía ningún derecho.
—No, no lo tenías. —Mi voz suena tranquila, aunque yo no lo estoy en
absoluto.
—Yo soy el que se avergüenza de sí mismo por haberte hecho algo así.
Sus ojos viajan hasta mi brazo izquierdo. Aparto la vista, incómoda.
—No he venido aquí por eso, sino para verte cantar.
Baja la mirada.
—No me lo merezco. —Está a punto de romperse, puedo verlo, pero
entonces sus ojos captan mis pies—. ¿Qué…?
Alzo una de mis botas negras con cordones.
—Ahora llevo mis propios zapatos.
Me mira con el brillo en los ojos de quien ve algo por primera vez. Sin
decir nada más, atrapa mi cara entre sus manos y me besa. Un silbido se
escucha de fondo, seguido de otro y otro más. Nos separamos entre risas.
—Dios mío, vete ya —le pido, empujándolo hacia su taburete.
Zac da un beso a mi bufanda y me señala antes de arrancar la segunda
ronda con Kill my mind de Louis Tomlinson. Me uno a las palmas de la
gente, a sus voces animadas por la cerveza y la buena música.
El ambiente es increíble y Zac está disfrutando como un niño. Veo su
frente perlada en sudor; lo está dando todo en su diminuto escenario
improvisado, tan feliz, que me contagia a mí también.
Al terminar, la gente pide otra y él vuelve a mirarme. Con la guitarra
todavía colgada del cuello, da unos pasos hacia mí.
—¿Conoces la canción Vuela de Bombai?
Asiento.
—¿Vas a cantar en español?
Su preciosa sonrisa se tuerce con picardía.
—Vamos.
Apenas tengo tiempo de negarme, porque, en dos segundos, me ha
arrastrado junto a su micrófono y estoy aquí, muerta de vergüenza. El foco
me cae sobre la cara y Zac anuncia que va a compartir la próxima canción
con una compañera muy especial.
—A girl of sea and sun.
—¿Qué estás haciendo? —mascullo entre dientes.
—Por favor, vuela conmigo.
Incrédula, lo veo anunciar que la próxima canción va a ser in spanish.
La gente aplaude y yo solo puedo desear que me trague la tierra o que no se
me olvide la letra de la canción. Cualquiera de las dos me sirve ahora
mismo, aunque preferiría la primera opción.
Zac canta las primeras frases y, a continuación, me mira con las cejas
levantadas, esperando que continúe. No puedo, Paula, ni siquiera soy capaz
de abrir los labios.
Sigue cantando él, pero, sin previo aviso, mis pies se mueven solos y me
colocan junto a él. Me inclino sobre el micrófono y busco sus ojos verdes
mientras cantamos que somos cometas en el cielo volando al son del viento.
El público me vitorea. Yo me tapo la cara con una mano y Zac se pone
en pie para sacarme a bailar. La guitarra acaba en su espalda y nosotros
cantando a capela en mitad del fin del mundo. No sé si alguien entiende la
letra de la canción, pero cuando terminamos por segunda vez la estrofa que
dice quiero sentirte en una puesta de sol, la gente ya corea el uooo de
después con las manos en alto.
Zac vuelve a coger la guitarra y yo me he venido arriba y he cogido el
micrófono con las dos manos. No puedo parar de sonreír y de cantar y
saltar. Él busca mi contacto y yo atrapo sus mejillas mientras río sin parar y
escondo un poco la cara en su cuello.
La canción termina.
La gente aplaude.
Zac se aferra a mi cintura y me besa.
La gente aplaude más.
Paula, todo esto es increíble. ¿Te habrías imaginado alguna vez verme en
una situación parecida? Si hasta me daba vergüenza cantar con el karaoke
ese de micrófonos rosas que tenemos en casa.
Lo que yo te diga, a mí en esta ciudad me está pasando algo raro.
¿Destino? Yo qué sé. Esto tiene pinta más bien de trastorno de personalidad.
Zac y yo nos despedimos tirando besos y dando las gracias, como si
fuéramos un dueto musical conocido en la ciudad. Y después de una
reverencia descoordinada, salimos a la calle todavía con una sonrisa tirante
en nuestras bocas.
—¡Madre mía!
No puedo evitar echarme a reír. Una mezcla entre el subidón por haber
hecho algo así y el alivio de que haya terminado.
—Eres increíble. —Zac me toma de la mano y me acerca a él de nuevo
—. Y preciosa. Y valiente.
Sonrío contra su boca.
—Venga ya, no hace falta que me hagas la pelota.
—Lo digo en serio. You kill my mind… —canturrea.
Alzo una ceja.
—Así que esa canción hablaba de mí.
Zac atrapa un mechón de pelo que se me ha salido de la bufanda y lo
coloca tras mi oreja. Detiene sus ojos en los míos y luego baja hasta mis
labios.
—Todas las canciones hablan de ti.
Your time is limited
La noche nos encuentra entre sonrisas y caricias en la puerta del fin del
mundo, y ya no estoy hablando del pub.
Zac me explica que hace tiempo, cuando las murallas de Edimburgo
contaban con seis puertas de acceso, había una justo aquí, en la zona de
Netherbow, que separaba Edimburgo de Canongate. Todo aquel que quería
cruzar esa puerta para entrar a la ciudad tenía que pagar un impuesto.
—Eran muchos los que no podían permitirse el precio, así que para ellos
aquí era donde terminaba el mundo. De ahí el nombre. —Me mira fijamente
—. ¿Qué?
—Estás muy guapo cuando recitas tus rollos de guía.
Su risa me acaricia la mejilla.
—¿A dónde quieres ir? Hoy hay una procesión de antorchas hasta
Holyrood Park.
—Ah, así que era por eso. Pensaba que eran unos ciudadanos
descontentos —bromeo.
Zac sonríe aún más.
—Podemos ir hasta allí y…
—A tu casa —lo corto.
—¿Qué?
Entrelazo mis dedos con los suyos.
—Quiero ir a tu casa.
Su piso me ofrece una bienvenida acogedora. Ya no hay tantos papeles en la
mesita del salón y sobre el sofá, y su gato me observa con sus ojillos
amarillos indiferentes.
—Al menos ya no parece que vaya a atacarme —comento mientras dejo
el abrigo sobre el respaldo del sofá.
Zac acaricia al minino y se sienta en el sillón de la esquina.
—Dale tiempo y acabará pidiéndote que le rasques entre las orejas.
—Bueno, tiene hasta mañana para eso.
Lo he dicho sin pensar, pero cuando veo cómo me está mirando Zac, sé
que ha sido como una bofetada para él.
Ahora también para mí.
—Siéntate, por favor.
No me gusta cómo suena su tono de voz, tan apagado y solemne. Tan…
triste.
—No me va a gustar esta conversación, ¿verdad?
Sus ojos se pasean por sus dedos hasta que deciden mirarme.
—No pienso dejarlo en un simple lo siento, Daniela. No es lo que te
mereces y yo no quiero ser esa clase de tío.
—¿Qué clase de tío?
—De los que no dan explicaciones.
—No tienes que…
Alza la mano y yo callo de golpe. Espero paciente a que reúna el valor
de continuar. Me fijo en su mandíbula marcada, en el ascenso de su nuez al
tragar saliva, en cómo su pecho se hincha un poco al tomar aire.
—Quiero volver a pedirte perdón. Porque apenas te conozco, porque no
tenía ningún derecho a decir todo eso y, sobre todo, por obligarte a
mostrarme una parte de ti sin pensar en cómo te sentirías.
Soy yo la que traga saliva ahora.
—Tú no sabías lo que había bajo la manga, Zac.
—Pero llevo días viendo cómo te tocas el brazo, incluso cuando no te
das cuenta. Veo cómo intentas siempre ofrecerme el otro y das pequeños
respingos cuando rozo esa zona. Sabía que era lo suficientemente doloroso
como para no hablar de ello con un desconocido.
Inspiro. Expiro. Parece que se me da de pena esconder las cosas. Es hora
de explicárselo, Paula.
—En primer lugar… No creo que seas un desconocido. Al menos, ya no.
Y en segundo lugar… Quiero explicarte por qué tengo esas marcas.
—No tienes por qué hacerlo.
—Quiero hacerlo —insisto—. Esta vez soy yo la que lo ha decidido,
¿vale?
El dolor por lo que ha hecho esta mañana recorre sus ojos.
—Vale.
Lentamente, levanto la manga de mi jersey y acaricio los relieves en la
carne.
—Nunca he sabido afrontar los problemas. No de una forma sana, al
menos. —Suspiro—. Soy introvertida, poco dada a socializar. Creo que
Lara ha sido mi única amiga de verdad. Y Paula… era quien me daba un
motivo para ponerme en pie. Escondía esa necesidad bajo una fachada de
hermana mayor preocupada que, aunque era real, no era lo que me definía.
Sí, claro que me preocupaba por ella y trataba de cuidarla, pero creo que yo
siempre la necesité más que ella a mí, ¿sabes? Solo que nunca lo reconocí
abiertamente.
»Empecé a autolesionarme cuando mi madre murió. Al principio,
conseguí ocultarlo bastante bien, hasta que un día me quedé dormida con la
cuchilla en la mano. No sé cuánta sangre había perdido, pero la suficiente
como para no enterarme del camino al hospital. Mi tía no hacía más que
llorar, y mi hermana parecía haber envejecido diez años de golpe mientras
se fijaba en las vendas de mi brazo, de pie en aquella habitación horrible.
Paro un segundo para limpiarme las lágrimas, pero Zac no dice nada.
Quiere dejarme acabar, y lo agradezco en el alma. No sé si sería capaz de
seguir si me detengo del todo.
—Que mi padre no estuviera a la altura ni siquiera cuando murió mi
madre, me ponía furiosa y triste al mismo tiempo. Y volví a recaer. Hasta
que Paula me hizo jurarle por su vida que jamás volvería a hacer algo así,
que si realmente la quería… Encontraría otra forma de encajar el dolor.
—Tranquila. —La mano de Zac se posa sobre la mía, que está
temblando—. Puedes parar cuando quieras.
—Lo sé, pero… Solo quiero que lo entiendas. Nunca pretendí hacerme
daño, no de verdad. No como para que mi familia tuviera que temer por mi
vida. Era solo una forma de… desviar el dolor. El dolor físico conseguía
imponerse al dolor emocional. De alguna forma, era algo que podía
controlar, la única parte de mi vida sobre la que tenía poder de decisión. —
Me llevo una mano a la cara y suspiro—. Sé que suena absurdo. Y cobarde.
Porque eso es lo que soy, ¿no? Una cobarde que necesita las botas de su
hermana pequeña para seguir adelante.
Él niega con la cabeza.
—No me pareces ninguna cobarde. Y yo no debí decirte eso.
—Fallaste en las formas —le concedo—, pero tenías razón en el fondo.
Porque la puta verdad es que me da un miedo terrible seguir sin ella, que
me siento incapaz de encontrar mi camino y que me resulta mucho más
fácil recorrer el suyo. Este viaje… Esto iba a ser una especie de punto y
aparte. Y el vértigo que siento al pensar en ello me revuelve el estómago.
—La vida está llena de vértigo —contesta él—. Y, en cualquier caso…
¿Por qué tenemos que saber a dónde vamos?
—¿A qué te refieres?
—No dejamos de preguntarnos cuál será nuestro camino. ¿Y si no hay
una única respuesta? ¿Y si no hay ninguna maldita respuesta en absoluto?
Levanto las cejas y lo observo.
—Nunca lo había visto de ese modo.
—La existencia ya es complicada de por sí, Daniela. Bastante hacemos
con levantarnos cada día de la cama y hacerlo lo mejor que sabemos. Esa
manía por exigirnos demasiado y presionarnos solo nos causa ansiedad.
Vamos a dejar que la vida nos sorprenda y, con suerte, nos hará cruzarnos
con una chica de ojos grises que dará significado a cada canción.
No puedo evitar sonreír. Sus dedos acarician mis mejillas y arrastran las
lágrimas.
—Seguro que pensaste eso la primera noche que me viste. Borracha,
despeinada y con la máscara de pestañas emborronada por el llanto.
—Estabas tan bonita, tan vulnerable, tan…
—¿Débil?
—Humana. Y yo solo quise abrazarte y decirte que todo saldría bien,
aunque ni siquiera tenía idea de quién eras o cuál era tu historia. Pero quería
creerlo, y todavía quiero. Las cosas… mejorarán.
—Cuando lo dices tú parece cierto.
—Porque lo es.
Sus dedos entre mis dedos. Sus ojos sobre los míos. Un silencio
tranquilo, abrazándonos a ambos.
—Siento mucho lo de tus padres —digo entonces. Veo que está a punto
de quejarse, pero lo detengo—. No, ahora te toca a ti recibir mis disculpas.
—Sé que solo intentabas herirme.
—Y lo conseguí.
—Sí, pero luego viniste a verme cantar y… te juro que se me olvidó por
qué estaba enfadado.
—Te juzgué, Zac. Juzgué tu buen humor y tu forma de vida sin tener ni
idea de lo que había detrás.
—Bueno… La verdad es que yo tampoco me abrí demasiado. Podría
haberte demostrado que confiaba en ti y hablarte un poco de mi vida.
—Solo era una descono…
—No lo vuelvas a decir, por favor. —Frunce el ceño—. Supongo que yo
también he tratado siempre de ponerme una fachada… Una en la que me
empleé a fondo, para ver si al final terminaba siendo real. No me
malinterpretes, soy un tipo bastante sencillo que ha conseguido encontrar
felicidad en las pequeñas cosas, pero debajo de todo eso…
—Lo sé. Ahora lo sé, al menos. —Sonríe con cariño y yo hago lo
mismo. Nuestra discusión parece algo demasiado lejano en el tiempo—. He
leído la carta de mi padre.
Y ahora leo la sorpresa en su rostro.
—¿Y?
Me levanto y decido sentarme a horcajadas sobre él. Acaricio su pelo y
su ceja.
—Puede que todo el mundo merezca una segunda oportunidad.
Sus manos vuelan a mi cara para acercar sus labios a los míos. En ese
beso decimos demasiadas cosas, muchas más de las que hemos dicho ya
con nuestras palabras. Y, de pronto, no es suficiente. El calor de mis labios
se extiende y, en apenas un par de segundos, ya ocupa todo mi cuerpo. Mis
manos se pelean con los botones de su camisa. Cuando cuelo los dedos a
través de la abertura y acaricio su piel, él termina de ayudarme a quitársela
del todo. Mis ojos distinguen un borrón oscuro sobre su pectoral izquierdo.
Dejo de besarlo y recorro las palabras del tatuaje con los dedos.
Feliz cumpleaños, Paula
Me pongo la servilleta entre las piernas y coloco los M&M’s que ha traído
Zac. Cuento hasta doce y vuelvo a meter el resto en la bolsa. Cuando me ha
preguntado esta tarde si quería tomar uvas, le he dicho que prefería no
atragantarme delante de él.
Lo que no le he dicho es que me veía incapaz de tomarlas sin tenerte a ti
en frente haciéndome reír.
—¿Qué estás haciendo? —pregunto al ver que él me imita—. ¿Y tus
uvas?
—No he comido uvas desde que vivo aquí. Solo te he preguntado antes
porque pensé que tú igual sí querías pedir el deseo y todo eso.
—Podemos pedirlo igualmente, ¿no?
Frunce el ceño.
—¿Confías en el poder de los M&M’s?
Lo miro fijamente.
—No confío en el de las uvas.
Zac se ríe y saca su móvil. Al parecer, se ha descargado una aplicación
para controlar las campanadas, con sus correspondientes cuartos y todo.
—Allá vamos —anuncia al tomarme la mano.
Tengo un nudo en la garganta y una presión en el pecho. Hay tantos
recuerdos agolpándose en mi cabeza, ansiosos por un poco de atención, que
apenas puedo fijarme en el reloj que tengo en frente.
Paula, espero que estés aquí ahora, aunque no pueda verte. Espero que
me acompañes en el momento exacto en el que cumpla mi palabra.
Y así, con la boca llena de chocolate y los dedos entrelazados con mi
destino, me despido del año más complicado de mi vida.
El cielo oscuro se tiñe de colores. Los fuegos artificiales han comenzado
por fin, el ruido es ensordecedor incluso desde la colina. La pólvora estalla
en millones de diminutas partículas brillantes que iluminan Edimburgo
sobre nuestras cabezas. La gente empieza a gritar. Suenan unas gaitas al
otro lado del monumento y veo que un grupo de amigos se pone a bailar
ceilidh, la danza escocesa que me obligabas a ver en Youtube cada dos por
tres.
—Eh, tú.
La voz suave de Zac me acaricia la mejilla. Cuando me giro, me dedica
una sonrisa enorme manchada de chocolate.
Empiezo a reír. Y a llorar. No entiendo qué coño me pasa, pero no puedo
parar. Abrazo al chico que tengo delante, dejo que sus dedos asciendan por
mi espalda y se aferren a mi jersey.
Y le doy un beso con el que intento transmitirle todas las cosas
maravillosas que siento por él.
—¿Has pedido el deseo? —me pregunta al separarnos.
—Sí, ¿y tú?
—Por supuesto.
Ninguno de los dos decimos nada, pero nos miramos con la complicidad
de quienes comparten un secreto.
Abrazados y tapados de nuevo con la manta, alzamos la cabeza para
seguir el recorrido de los fuegos artificiales, con sus estelas chispeantes y su
nube de humo que va cambiando de color. El cielo se vuelve rojo, amarillo,
azul y blanco. Morado y rosa. Dorado deslumbrante.
—Dame las manos.
Zac se ha puesto de pie frente a mí. Tiene las palmas hacia arriba. En
cuanto pongo mis manos encima, tira de mí y comienza a cantar Auld lang
syne, esa canción escocesa que es tradición cantar tras las campanadas de
medianoche.
Mis ojos se llenan automáticamente de lágrimas que me atenazan la
garganta. Intento entonar alguna palabra suelta, que es lo único que me sé,
pero la voz ni siquiera me sale. Paula, es la canción que pusimos en tu
funeral… Esa que escuchabas cuando afuera llovía y soñabas despierta con
los ojos fijos al otro lado de la ventana.
De repente, a la voz dulce de Zac se han unido algunas más que tenemos
alrededor. Una chica que tengo bastante cerca me ofrece su mano. En la otra
sujeta la del chico al que había estado abrazando. Sin apenas darme cuenta,
en tan solo unos segundos, se nos unen un padre y sus dos hijos y otra
pareja muy joven. El sonido de nuestras voces unidas me pone la piel de
gallina.
Por un momento, cierro los ojos e imagino que la mano fría de dedos
finos que tengo a mi derecha es la tuya. Que el cabello castaño y ondulado
que baila alrededor de la cabeza de la chica es el tuyo.
Que la sonrisa que me dedica es la tuya.
Pasan los minutos y la canción por fin termina. Aún tardamos un poco
en separarnos, como si nos costara despertar del hechizo de la música. Nos
despedimos entre sonrisas y buenos deseos por el año que acaba de entrar.
Zac no ha soltado mi mano en todo este tiempo.
—¿Estás bien?
—¿Lo dices por los ríos de lágrimas que tengo en la cara? —Hago un
ademán—. Perfectamente.
Sonríe y ayuda al viento a secarme las lágrimas. A nuestro alrededor, la
gente sigue celebrando. Algunos ya empiezan a descender la colina.
Me suelto de Zac y busco en mi mochila.
—¿Qué es eso?
Se refiere el cartoncito que he preparado en casa de Lara y el rollo de
cinta adhesiva que he tomado prestada de uno de sus cajones de la cocina.
—Ya que no puedo pagar una de esas placas…
Le doy la espalda y busco el banco de madera más cercano. Ya tiene una
plaquita metálica en el centro del respaldo, pero voy a poner la tuya al lado
hasta que el viento la arranque, la lluvia la deshaga o alguien decida
despegarla.
Zac observa en silencio mientras la pego con todo el cuidado que soy
capaz de reunir. Cuando termino, me separo unos pasos.
—¿Crees que está recta? —pregunto al ladear la cabeza.
El brazo de Zac me envuelve. Un suspiro sobre mi pelo. No lo miro
cuando responde, pero percibo la sonrisa en su voz.
—Está perfecta.
Abro la mochila otra vez. Dejo sobre la manta las velas y cojo la bengala
y el mechero porque he decidido empezar por lo más difícil. Zac se ríe al
verme tan acojonada.
—Dudo que puedas encender una bengala con la mente.
—¿Eh?
—Acerca la llama, Daniela.
—¡Oye, solo necesito un poco de tiempo! Ya lo he hecho antes, ¿vale?
Se echa a reír y me la quita de las manos.
—Vale, vamos a hacer una cosa. Tú coges el 19 y yo me encargo de la
bengala.
Suspiro, aliviada.
—De acuerdo.
Estiro el cuello hacia atrás por miedo a que las chispas asesinas se me
metan en los ojos. Le pido a Zac que tenga cuidado y él se acerca todavía
más al fuego.
—Por favor, ¡estate quieto!
—No pasa nada, de verdad.
—Calla y enciéndeme las velas.
Con la mano libre, coge el mechero y apunta la llama a las dos mechas
blancas. No entiendo cuándo ha pasado, pero el viento se ha detenido.
Quizá nos quiere dar un respiro para que podamos hacer esto bien. Quizá…
haya sido cosa tuya.
Levanto las manos al cielo con las velas encendidas y Zac hace lo
mismo con la bengala.
—Feliz cumpleaños, Paula.
Algo me hace cosquillas en la mejilla. Me doy cuenta de que es otra
lágrima cuando me humedece el labio. No sé cómo me pueden quedar
todavía, de verdad. Mi cara tiene que parecer ya un cuadro abstracto.
Soplo las velas. La bengala se consume en medio de la oscuridad. Y,
cuando me giro buscando a Zac, tiene algo en las manos.
—¿Qué es eso?
—Un regalo.
—¿Por qué?
—¿Es un cumpleaños, no?
Miro el envoltorio con dibujitos de Harry Potter y vuelvo a mirarlo a él.
—¿Es un regalo para… mi hermana?
—Claro. ¿Piensas abrirlo?
Tardo un segundo en reaccionar. Ahogo un grito cuando mis dedos
temblorosos descubren lo que es.
—¡El jersey de Ron!
Me lanzo al cuello de Zac y me echo a llorar otra vez.
—¿Cómo lo has conseguido?
—Un conocido de otro conocido. ¿Te gusta?
Sujeto el jersey contra mi pecho y con la otra mano acaricio su mejilla
despacio, clavando mis ojos en los suyos para que entienda que la felicidad
que siento ahora mismo es solo culpa suya.
—Eres el destino más increíble que una chica podría desear.
Los fuegos artificiales se han trasladado bajo mi piel, sobre la colina que
es mi corazón.
No sé cómo voy a ser capaz de despedirme de él mañana, pero ahora
solo quiero abrazarlo mientras revivo en mi mente cada detalle de este
viaje, cada canción y cada recuerdo.
Paula, gracias por hacerme llegar hasta aquí. Gracias por darme las alas
que necesitaba para lanzarme al vacío.
Gracias por creer que yo también tenía un destino esperándome en
Edimburgo.
Tocar el corazón
El camino al aeropuerto ha transcurrido en silencio, al menos en su mayor
parte. Aunque Zac no ha soltado mi mano ni un segundo, ni siquiera al
entrar en el autobús.
Llevo la mochila cargada hasta los topes. Y no solo de dulces, figuritas
de regalo y jerséis de grosor considerable, sino de recuerdos maravillosos y
segundas oportunidades. De una pizca de amor propio.
También llevo un par de perdones en los bolsillos. Aunque parezca
mentira, uno es para mí misma.
Cuando llegamos a la terminal, nos quedamos quietos durante un
momento, observando a las personas que buscan sus puertas de embarque
con prisas, pero también a las que se reencuentran con sus seres queridos
bajo este mismo techo.
Parejas que se besan, hermanos que se abrazan. Un pinchazo me
atraviesa la boca del estómago.
—Bueno… Llegó la hora.
Zac asiente con un gesto rígido. Creo que no ha sonreído ni una sola vez
desde que ha venido a recogerme esta mañana. Lleva más de una hora
arrastrando mi maleta con ese ceño fruncido que, aunque lo hace
terriblemente atractivo, también me preocupa bastante.
Se lleva la mano al cuello para quitarse mi bufanda, pero lo detengo a
medio camino.
—Quiero que te la quedes.
Ahora sí, sonríe un poco y vuelve a anudársela con delicadeza como una
corbata.
—A lo mejor podrías volver pronto —dice entonces—. Ya sabes, para
quedarte al menos un par de semanas con Lara. Ni siquiera has podido
verla.
Por muy generoso que suene por su parte, sé que el hecho de que no
haya podido ver a mi amiga no es lo que más le preocupa ahora mismo.
—Sí… A lo mejor.
—O yo podría ir a Valencia.
Lo miro fijamente.
—No puedes malgastar el dinero así, Zac.
—Ir a verte no sería malgastarlo.
Suspiro.
—Antes deberías ir a ver a tus padres, ¿no crees?
Me coge las manos.
—Entonces nos encontraremos en Madrid, ¿qué me dices?
Ver la esperanza en sus ojos me parte el alma.
—¿Y luego qué?
—Ya iremos viendo.
Vuelvo a suspirar.
—Zac, no voy a pedirte que me esperes. No puedo garantizarte nada, no
podemos poner patas arriba nuestras vidas por algo que no sabemos seguro
si funcionará.
—¿Es que hay algo seguro en esta maldita vida? —pregunta exasperado
—. ¿Es que no vale la pena luchar por lo que tenemos? Luchar… por mí.
Joder, otra vez estoy llorando. Paula, de verdad, dame fuerzas para no
derrumbarme en medio del aeropuerto.
—Dijiste que no te gustaban las relaciones a distancia.
—Yo no he dicho eso nunca.
—Claro que sí.
Niega con ahínco.
—No, dije que eran difíciles.
—Y que dejarlo con tu novia fue lo mejor —añado yo.
Sus cejas se juntan.
—Pero eso no fue por la distancia. Fue por ella, por mí… Por los dos.
Porque no nos entendíamos. Contigo es diferente.
—¿Y si no lo es?
Me pone las manos en los hombros, desesperado porque lo crea.
—Lo es. Sé que lo es.
—Por favor… —susurro—. No lo pongas más difícil.
Traga saliva y baja las manos a sus costados.
—No creo que esto pueda ser más difícil.
Aparta la vista, pero atrapo su cara y lo obligo a mirarme.
—Necesito caminar con mis botas, Zac, tal como dijiste. Pero tengo que
hacerlo con mi propio impulso, ¿entiendes? Nunca he sabido hacer nada por
mí misma. Siempre me apoyé en Paula, vine aquí por ella. No puedo
cargarte con ese peso a ti también. No es tu responsabilidad. Es la mía. Solo
mía.
—Tú no…
—No —lo interrumpo—. Tengo que demostrarme que puedo hacerlo
sola. Por favor, dime que lo entiendes. Necesito que lo entiendas.
La emoción se agolpa en sus ojos verdes. Los cierra cuando mi pulgar se
mueve por su mejilla y besa la palma de mi mano. Acaricio el resto de su
cara, me detengo en la cicatriz de su ceja. Aunque tengo fotos en la cámara,
intento retener en mi memoria cada detalle.
Todo esto parece inverosímil. El chico al que acabo de conocer que me
ruega que me quede, el dolor agudo que amenaza con partirme el pecho en
dos.
Zac se limita a asentir con los labios fruncidos. Le tiembla la barbilla,
pero cuadra los hombros y se esfuerza por sonreír.
—Voy a despedirme aquí. —Su voz suena ronca, como si le hubieran
raspado la garganta con una lija—. No quiero ver cómo desapareces por la
puerta.
Dejo la mochila en el suelo y me limito a abrazarlo con fuerza. Cuando
lo beso por última vez, mis lágrimas se cuelan entre nuestros labios. Apoya
su frente contra la mía y abre los ojos.
—Me contaste que tu hermana sabía tocar el corazón y que tú no serías
capaz de hacerlo nunca.
Retengo el aire en los pulmones. Empiezo a verlo borroso, así que
parpadeo para espantar las lágrimas.
—No solo has tocado el mío, Daniela —continúa él—. Lo llevas en esa
mochila con el resto de recuerdos.
Sin decir nada más, se aparta de mi lado y me da la espalda. Y yo me
quedo con mi propio corazón encogido mientras lo veo marchar.
El viaje de vuelta ha sido horrible, sobre todo porque me he dedicado a
echar sal en las heridas en forma de canciones que para mí ya no son solo
una sucesión de palabras con una melodía de fondo.
El avión se ha detenido hace rato. El sol de Valencia se cuela por la
ventana y me molesta en los ojos. Pensé que me alegraría de verlo, pero no
es así. Lo que daría por cambiar este cielo azul por otro más gris y lluvioso.
Un chico me deja pasar primero. Estoy a punto de darle las gracias
cuando nuestros ojos se encuentran en el pasillo.
—¿Daniela?
El chico que está justo detrás de él se asoma por su hombro y abre
mucho los ojos.
—¡Eres tú!
Fran y Jaume me abrazan como dos viejos amigos. Me alegro de verles,
hacen que vuelva a sonreír y que no me sienta tan sola. Tal vez porque ellos
también llevan un trocito de Edimburgo pintado en sus ojos.
—Chicos, tenemos que dejar de vernos así —bromeo mientras
caminamos por el pasillo hacia la puerta—. Hay unas cuantas cafeterías en
esta ciudad.
—¡Desde luego! —exclama Fran detrás de mí—. ¿Cómo te ha ido el
viaje? Veo que te has dejado el resfriado en Edimburgo.
Los ojos de Jaume escudriñan mi sonrisa y bajan hasta la pantalla de mi
móvil. Cuando me doy cuenta de la foto que tengo abierta, lo bloqueo
enseguida.
—Diría que se ha dejado algo más allí —responde con cariño.
Suelto un suspiro.
—Eso da para más de un café.
La pareja se ríe y se despide al llegar al control de equipajes. Esta vez,
les doy mi número yo también, aunque todavía conservo su tarjeta.
No he facturado, así que me dirijo directamente hacia la salida. La tía
está esperándome entre la gente, y suelta un gritito cuando me ve aparecer.
Levanta los dos brazos, como si no hubiera llamado mi atención lo
suficiente.
—¡Estás preciosa!
—Tía, no puedo respirar.
Paula, está utilizando tu estilo anaconda de una forma muy eficaz.
Estarías orgullosa.
—Trae aquí —me quita la mochila—. Vaya, sí que pesa. Venga,
cuéntamelo todo. ¿Has comido bien? ¿Has pasado frío? ¿Has usado el
cuaderno?
—Eh… Sí a todo.
—Pero dime algo más.
Cruzamos el paso de cebra que nos lleva al aparcamiento y ella saca el
ticket para validarlo en la maquinita. De pronto, el aire de Valencia me
resulta asfixiante, y no tiene que ver con su humedad ni la temperatura.
Es… otra cosa.
—Estoy agotada. ¿Te lo cuento comiendo?
El coche estaba muy cerca. Me dejo caer en el asiento con un suspiro. Ni
siquiera pienso tirarle en cara lo de carta ahora, aunque sé que terminará
preguntándome ella.
—Está bien. —Me acaricia el pelo y sonríe.
Saco el móvil para quitar el modo avión y me doy cuenta de que no ha
arrancado el motor todavía. Me giro y la encuentro mirándome.
—¿Qué pasa?
—Feliz Año Nuevo, cariño.
Me inclino para besar su mejilla y abrazarla otra vez.
—Lo mismo digo.
Al menos verla a ella es un consuelo, Paula. Probablemente lo único
bueno de esta vuelta a casa tan extraña.
Por fin pone el coche en marcha. En lo que dejamos el aeropuerto atrás,
mi móvil empieza a recibir señal y me entra un correo electrónico. Me da
un vuelco el corazón cuando veo de quién es. Intercambiamos nuestras
direcciones anoche, antes de dormir.
En el asunto solo pone «La he acabado». Lo abro con el corazón a mil
latidos por minuto. El cuerpo del mensaje está en blanco, pero hay un audio
adjunto.
Dios mío, Paula. ¿Debería esperar hasta llegar a casa?
Bloqueo el teléfono. Pasan dos segundos y lo vuelvo a desbloquear. A la
mierda, no puedo esperar. Me tiemblan las manos al ponerme los cascos, y
ni te cuento cuando abro el archivo.
Esa voz… Tengo su voz para escucharla cuando quiera. Cierro los ojos
mientras escucho la letra y trato de aprenderme el estribillo.
Un deseo caprichoso del destino
Ahora ya no importa nada el camino
Unos ojos tristes. Un solo segundo
Yo te seguiría hasta el fin del mundo
Cuando la música termina, deseo mantener el eco de su voz y de las
cuerdas de su guitarra en mi cabeza.
—¿Qué pasa? —pregunta la tía con el ceño fruncido—. ¿Qué es lo que
te ha hecho llorar y sonreír al mismo tiempo?
Me limpio la cara con el dorso de la mano y me giro hacia el asiento del
conductor.
—El destino.
Es el destino, hermanita.
Epílogo
La bandeja repiquetea sobre la madera cuando la tiro a toda prisa a la barra.
Me quito el delantal y cojo mi abrigo.
—The table! —grita John a mi espalda.
Esquivo la esquina por un milímetro.
—See you later!
Pero él me hace detenerme un momento. Pone esa mirada seria de
encargado con la que echa broncas a los nuevos, y me dice que no hace falta
que vuelva. Le pregunto si me está despidiendo en un tono claramente de
burla, pero me llama fucking idiot y me dice que me da la tarde libre.
Le doy un beso en la calva y el masculla un go de malas pulgas. Es el
jefe más cojonudo que he tenido nunca, las cosas como son.
En realidad, no llego tarde, pero estoy tan nervioso, que solo quiero estar
allí cuanto antes. Quiero ser el primero porque me muero por verla llegar.
Ha empezado a llover y no llevo chubasquero, pero me da
absolutamente igual. Bajo el ritmo cuando apenas quedan unos pasos y
consulto el móvil de nuevo. Leo su mensaje otra vez: «Te veo en el fin del
mundo».
Hace treinta y dos días que nos despedimos en el aeropuerto. Hace
treinta y dos días que mi corazón prefirió marcharse con ella que quedarse
en mi pecho. Y en todo este tiempo, he intentado darle espacio, respetar su
decisión y no ser un pesado de cojones. Me he tragado mil veces las ganas
de enviarle una canción, y he limitado todo lo que he podido mis «te echo
de menos». Pero soy humano, y hay cosas que no puedo controlar.
Hemos hablado mucho. Hemos recordado. Hemos añorado y hemos
soñado. Hemos comentado Alice in Wonderland hasta altas horas de la
noche. La he visto esforzarse por volver a construirse, por demostrarse que
es fuerte y que quiere hacer las cosas mejor.
Me dolió tanto verla marchar, que incluso me planteé la posibilidad de
volver a España. Una puta locura, como ella se encargó de decirme alguna
vez. Al fin y al cabo, hacía apenas unos días que nos conocíamos. Y, sin
embargo, yo siempre sentí que ya la conocía. ¿Sabes esa sensación, cuando
ves a una persona por primera vez, de que en realidad se trata de un
reencuentro? Eso me pasó con tu hermana, Paula.
Y sé que a ella le pasó lo mismo. Lo supe cuando me envió este
cuaderno y me abrió la última puerta de su corazón, cuando leí todo lo que
sintió durante aquellos días en los que nos enamoramos.
Sonrío al pensar en que ella lo llamaría destino. Al final, tú tenías razón.
La veo aparecer desde la distancia. Con su abrigo gris y sus botas de
cordones. El pulso se me dispara tan de golpe, que tengo que apoyarme en
la pared para mantener el equilibrio.
Ella todavía no me ha visto. Se está peleando con el viento por su
paraguas. Alerta de spoiler: va a ganar el viento. Disfruto unos segundos
más del espectáculo y luego me acerco a ella, que resopla una y otra vez
mientras se saca el pelo de la boca.
—¿Es que no has aprendido nada de esta ciudad?
Baja el paraguas y se gira lentamente. Sus ojos grises se abren por la
sorpresa. Tiene el pelo húmedo y gotitas de agua en las pestañas.
—¿Por qué crees que la mayoría de la gente lleva chubasquero en lugar
de paraguas? —sigo diciendo—. Solo vas a conseguir romp…
Se ha lanzado a mis brazos y me ha clavado el paraguas en la espalda,
pero no me importa en absoluto. Dejo que acaricie mis mejillas, que se
detenga en mi ceja partida.
—Eres tú —susurra en mi oído—. Cómo te he echado de menos.
Entierro la nariz en su pelo y aspiro su olor, que se ha mezclado con la
lluvia.
—No más que yo.
Y ahí está, esa sonrisa preciosa, esa arruguita en su nariz salpicada de
diminutas pecas que han inspirado varias de mis canciones. Acuno su cara
entre mis manos y me inclino para besarla despacio.
—Es incluso mejor de lo que recordaba —comenta al separarnos.
Me río y la vuelvo a besar. La arrastro hasta un saliente para dejar de
mojarnos. Comenzamos a andar.
—¿Qué tal el viaje? ¿Y Lara? —pregunto a toda prisa—. No puedo
dejar de sonreír.
—Todo bien. Y Lara está histérica y ansiosa por esa cita doble con tu
amigo Joe.
—Él también, pero no le digas que te lo he dicho.
Se lleva la mano al corazón.
—Palabrita.
—¿Qué tal la familia?
Suspira.
—Bueno… Con mi tía bien, ya lo sabes. Y con mi padre… ahí vamos,
esforzándonos. Pero tengo un hermano pequeño de lo más divertido, tengo
que reconocerlo.
Le paso un brazo por los hombros.
—No sabes lo mucho que me alegro.
—¿Y tus padres?
—Ayer hablé con mi madre. Supongo que están bien, como siempre.
Sonríe con dulzura. Sabe que es un tema complicado para mí, así que no
insiste.
—Bueno, dime, ¿hasta cuánto te quedas exactamente?
Es una pregunta que es mejor hacer cuanto antes, la verdad.
—No lo sé.
Me detengo en nuestro pequeño paseo hasta la puerta del fin del mundo
y la observo.
—¿No tienes billete de vuelta? —Y ahí está, la esperanza arañando mi
puerta otra vez—. ¿Y tu trabajo?
Su sonrisa oculta algo cuando agacha la cabeza y se mira las botas.
—Empiezo mañana.
Esas palabras me causan un cortocircuito.
—¿Cómo…?
Saca su móvil y busca algo para enseñármelo. Un correo electrónico. El
remitente es una tal Martha y en el asunto…
Alzo la vista y la miro, atónito.
—¿La librería de tus abuelos?
Daniela asiente, y su sonrisa ilumina más el día de lo que lo haría el sol.
—Supongo que es cosa de familia, ¿eh?
Mi risa resuena por toda la calle justo antes de alzarla en volandas. Sus
carcajadas se unen a las mías y yo no puedo evitar seguir saltando y
bailando.
—¡Vamos, bájame!
A regañadientes, lo hago.
—No me lo puedo creer, Daniela. Es…
—¿El destino?
Sonrío abiertamente.
—Sí, claro que sí.
Sus brazos se enrollan alrededor de mi cuello. Su frente busca la mía.
—Puede que los M&M’s sean más efectivos que las uvas.
—Pienso comprar toneladas de ellos.
Ella se ríe. Yo vuelvo a besarla.
—¿Puedo decírtelo ya? —pregunto.
Sabe a lo que me refiero. Sabe que me muero por decirlo en voz alta
desde hace tiempo. Sabe que no lo he hecho antes porque ella me lo pidió,
porque creía que complicaría más las cosas.
Cierra los ojos y sonríe.
—Te quiero.
Su nariz está muy pegada a la mía.
—Te me has adelantado —me quejo, aunque no estoy para nada molesto
—. El primer te quiero era mío.
—Todos van a ser tuyos, mi querido músico de ojos verdes.
Se lo repito en el oído sin parar. Derramo te quieros por su cuello, sus
ojos y sus labios.
El destino.
El fin del mundo.
Una chica de ojos grises y corazón cálido.
Y la letra de una canción sin final que pienso cantar hasta que me quede
sin voz.
Agradecimientos
Mi primer agradecimiento tiene que ser para ti, Iván. Por ser el mejor
partner in crime del mundo, por tus «¿en qué te puedo ayudar?», por
regalarme tu tiempo y tu amor con tanta generosidad. Gracias por tu
paciencia ante mis bufidos y por traerme donuts para merendar. Somos un
equipo. Y siempre lo seremos.
Gracias a María Viqueira por vivir conmigo esta historia cada día, por
ser una lectora cero increíble. Compi, me has dado la energía extra que
necesitaba. Gracias por emocionarte conmigo y por todos los comentarios.
Por saber siempre que decir para levantarme el ánimo.
Un enorme gracias a Elsa García por sus ánimos constantes y sus audios
llenos de amor, por aclararme mil dudas con una paciencia infinita y ser
siempre tan generosa. De verdad, cariñet, no sé qué habría hecho sin ti.
A Raquel, mi sister, porque lleva ayudándome a hilar tramas desde el
principio de los tiempos. Por pedirme que le envíe más capítulos, por no
creerme cuando dudo de mi capacidad para emocionar.
Gracias a Sam por estar siempre ahí, por compartir sueños y
preocupaciones, y por su gran ayuda con la maquetación. Eres genial, tía.
Gracias a Patricia Bonet, por su apoyo y su confianza, y por aquel «hay
que apretar» que me dio fuerzas. No he dejado de repetirme esa frase en las
últimas semanas.
Gracias a mis padres, a mi hermano y a mi cuñada. Por comprender mis
ausencias y preocuparse por mí. Y por los gifs de Whatsapp.
Creo firmemente que una historia se mantiene viva gracias a aquellas
personas que la leen. Por eso, tengo que darte un enorme gracias a ti.
Si me has leído anteriormente y estás aquí, gracias por confiar en mí de
nuevo.
Si acabas de conocerme, gracias por darme una oportunidad.
Deseo de corazón que haya valido la pena.
Sobre la autora
Nací en Valencia en el año 1988. Soy diplomada en Turismo, aunque lo que
realmente me apasiona es escribir.
¿Sabes esa amiga pesada que solo habla con frases de series y películas?
Soy yo. Fan de Friends, Los Simpson y, como bien habrás podido
comprobar en estas páginas, del mundo de Harry Potter.
Me encanta viajar, y no me refiero solo a algo físico. Para mí, los libros
son un billete de ida, pero no de vuelta.
Disfruto dibujando o perdiéndome entre acuarelas para poner cara a mis
personajes. Añadir unos bocetos en este libro era algo que me hacía mucha
ilusión.
Como curiosidad, decirte que esta historia ha sido una bonita sorpresa
para mí, pues Daniela y Zac aparecieron de la nada en el momento en que
menos lo esperaba.
Quizá haya sido cosa del destino.
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