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De Mortalitate

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Texto escrito por San Cipriano, obispo de Cartago, a causa de la "peste cipriana" que atacó

al Imperio Romano en la segunda mitad del siglo III, causó la muerte del 60% de la
población y la caída de Alejandría.

Sin miedo a la muerte

Es verdad que perecen en esta [epidemia de] peste muchos de los nuestros; esto quiere
decir que muchos de los cristianos se libran de este mundo. Esta mortandad es una
pestilencia para los judíos, gentiles y enemigos de Cristo; más para los servidores de Dios
es salvadora partida para la eternidad. Por el hecho de que sin discriminación alguna de
hombres mueran buenos y malos, no hay que creer que es igual la muerte de unos y de
otros. Los justos son llevados al lugar del descanso, los malos son arrastrados al suplicio; a
los fieles se les otorga en seguida la seguridad; a los infieles, sin tardar el castigo (...).
Cuántas veces me fue revelado, cuántas y más claras veces se me ordenó por la bondad
de Dios que clamase sin cesar, que predicara en público que no debía llorarse por nuestras
hermanos llamados por el Señor y libres de este mundo, sabiendo que no se pierden, sino
que nos preceden; que, como viajeros, como navegantes, van delante de los que quedamos
atrás; que se puede echarlos de menos, pero no llorarlos y cubrirnos de luto, puesto que
ellos ya se han vestido vestidos blancos; que no debe darse a los gentiles ocasión de que
nos censuren con toda razón, de que viven con Dios y los lloremos como perdidos y
aniquilados, y no demos pruebas con verdaderos sentimientos de lo que predicamos con las
palabras. Somos prevaricadores de nuestra esperanza y fe si aparece como fingido y
simulado lo que estamos afirmando. De nada sirve mostrar en la boca la virtud y
desacreditar su verdad con la práctica.
Por último el Apóstol Pablo reprueba y recrimina, reprende a los que se contristan
desmesuradamente por la pérdida de los suyos. No queremos, dice, que os olvidéis,
hermanos, a propósito de los que fallecen, que no debéis lamentaros como los demás que
no tienen esperanza. Pues si creemos que Jesús murió y resucitó, también Dios llevará con
Él a los que han muerto con Jesús (1Ts,4,13-14). Dice que se entristecen en demasía de los
suyos los que no tienen esperanza. Pero los que vivimos con esperanza y creemos en Dios
y que Cristo padeció por nosotros y resucitó, y confiamos en permanecer con Cristo y
resucitar en Él y por Él, ¿por qué rehusamos salir de este mundo o lloramos y nos dolemos
de los nuestros que parten, como ya perdidos, cuando el mismo Cristo y Señor y Dios
nuestro nos avisa y dice: Yo soy la resurrección; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y
todo el que vive y cree en mi no morirá nunca? (/Jn/11/25-26). Si creemos en Cristo,
tengamos fe en sus palabras y promesas de modo que, no habiendo de morir nunca,
vayamos alegres y tranquilos a Cristo, con el cual hemos de triunfar y reinar siempre
Si morimos, cuando nos toque, entonces pasamos por la muerte a la inmortalidad, y no
puede empezar la vida eterna hasta que no salgamos de ésta. No es ciertamente una
salida, sino un paso y traslado a la eternidad, después de correr esta carrera temporal.
¿Quién hay que no vaya a lo mejor? ¿Quién no deseará transformarse y mudarse cuanto
antes en la forma de Cristo y merecer el don del cielo, predicando el Apóstol Pablo: nuestra
vida, dice, está en el cielo, de donde esperamos al Señor Jesucristo, que transformará
nuestro vil cuerpo en un cuerpo resplandeciente como el suyo? (Fil 3, 20-21). Para que
estemos con Él y con Él nos gocemos en las moradas eternas y en el reino del cielo, Cristo
Señor promete que seremos tales cuando ruega al Padre por nosotros, diciendo: Padre,
quiero que los que me entregaste estén conmigo donde estoy Yo y vean la gloria que me
diste antes de crear al mundo (Jn 17, 24). El que ha de llegar a la morada de Cristo, a la
gloria del reino celestial, no debe derramar llanto y plañir, sino más bien regocijarse en esta
partida y traslado, conforme a la promesa del Señor y a la fe en su cumplimiento (...).
Hemos de pensar, hermanos amadísimos , y reflexionar sobre lo mismo: que hemos
renunciado al mundo y que vivimos aquí durante la vida como huéspedes y viajeros.
Abracemos el día que a cada uno señala su domicilio, que nos restituye a nuestro reino y
paraíso, una vez escapados de este mundo y libres de sus lazos. ¿Quién, estando lejos, no
se apresura a volver a su patria? ¿Quién, a punto de embarcarse para ir a los suyos, no
desea vientos favorables para poder abrazarlos cuanto antes? Nosotros tenemos por patria
el paraíso, por padres a los patriarcas; ¿por qué, pues, no nos apresuramos y volvemos
para ver a nuestra patria para poder saludar a nuestros padres? Nos esperan allí muchas
de nuestras personas queridas, nos echa de menos la numerosa turba de padres,
hermanos, hijos, seguros de su salvación, pero preocupados todavía por la nuestra. ¡Qué
alegría tan grande para ellos y nosotros llegar a su presencia y abrazarlos, qué placer
disfrutar allá del reino del cielo sin temor de morir y qué dicha tan soberana y perpetua con
una vida sin fin!
Allí el coro glorioso de los apóstoles, allí el grupo de los profetas gozosos, allí la multitud de
innumerables mártires que están coronados por los méritos de su lucha y sufrimientos, allí
las vírgenes que triunfaron de la concupiscencia de la carne con el vigor de la castidad, allí
los galardonados por su misericordia, que hicieron obras buenas, socorriendo a los pobres
con limosnas, que, por cumplir los preceptos del Señor, transfirieron su patrimonio terreno a
los tesoros del cielo. Corramos, hermanos amadísimos, con insaciable anhelo tras éstos,
para estar enseguida con ellos; deseemos llegar pronto a Cristo.
Vea Dios estos pensamientos, y que Cristo contemple estos ardientes deseos de nuestro
espíritu y fe; Él otorgará mayores mercedes de su amor a los que tuvieren mayores deseos
de Él.

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