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El Conde de Montecristo (Teatro) - Alejandro Dumas

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A.

DUMAS (PADRE)

El conde de Montecristo
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Drama en un prólogo y cinco actos


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MADRID / .

Sociedad. dC A-atores Kepafíole^


1913 t .
h.

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El conde de Montecristo

V /

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Este arreglo es propiedad de sus autores y
nadie podrá, sin permiso, reimprimirlo ni repre¬
sentarlo en España ni en los países con los cuales
se haya celebrado, o se celebren en adelante,
tratados internacionales de propiedad literaria.
Reservado el derecho de traducción.
Los comisionados y representantes de la Socie¬
dad de Autores Españoles son los encargados
exclusivamente de conceder o negar el permiso
de representación y del cobro de los derechos de
propiedad.

Queda hecho el depósito que marca la ley.

i
EL ABATE FARIA y EDMUNDO DANTES

Drama en un prólogo y cinco actos de

ALEJANDRO DUMAS (padre)


Arreglado a la escena española por
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JOSE NIETO Y JOSE GUARDIA

Representado por primera vez en el TEATRO PRINCIPAL de Gracia, (Parcelona)


en noviembre de 1903

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BARCELONA -
Establecimiento tipográfico de Félix Costa.
45 - conde del Asalto * 46
MI*
REPARTO

PERSONAJES ACTORES
MERCEDES Sra. C. Llórente.
^ JULIA MOREL . •. » C. Gassó.
EDMUNDO DANTÉS.Sr. J. Nieto.
^ ABATE FARIA. » J. Guardia. %

^ EL CONDE DE MORCEF .. » A. Morera.


EL BARÓN DANGLARS. » J. Leal.
V*- ALBERTO DE MORCEF . . •. » L. Arraut.
MAXIMILIANO MOREL. » J. Fages.
VILLEFORT. » E. Casals.
^BERTÜCCIO. » L. Millá.
BAUTISTA. » V. Roca.
EL CARCELERO. » A. Altés.

Criados, marineros, agentes, caballeros y damas.


PROLOGO

Mercedes «I,eL Catalana»

MERCEDES, EDMUNDO, FERNANDO MONDEGO (luego, CON¬


DE DE MORCEF), DANGLARS, MOREL, VILLEFORT, Gendar¬
mes y Marineros.

El teatro representa una de esas casas en que se sirve de co¬


mer, a orillas del mar. Patio descubierto. Tapia colocada de
parte a parte de escenario entre la tercera y cuarta cajas de bas¬
tidores. Fachada de casa, de planta baja y primer piso, coloca¬
da a la izquierda del actor, con puerta en primero y segundo tér¬
minos. La tapia del foro , tiene un gran protalón en el centro que
deja ver el mar; a la izquierda y medio oculta entre bastidores,
una glorieta con mesa o veladorcito y asientos. Esta glorieta es¬
tará adornada de enredadera de campanillas o pasionarias. En
ñn, que respire el gusto y la alegría propias de una casa de esta
índole en verano. La glorieta entre la segunda y tercera cajas,
tocando casi a la tapia.
,y. .

ESCENA PRIMERA

DANGLARS que sale por la izquierda

Voces (Dentro.) Vivan los novios !


¡
Otras ¡ A su salud ! ¡ A su salud !
Danglars (Saliendo.) Esto es insufrible ; no puedo ver
con tranquilidad la ventura de ese hom-
6 —

bre. ¡ Oh 1 la fortuna ha fijado su rueda ;


y no hay felicidades en el mundo que no
derrame sobre él con mano pródiga. Na¬
cido en la miseria, se ha ido elevando por
grados : posee la entera confianza del se¬
ñor Morel, se casa con la mujer que ama,
y recibe por regalo de boda el nombra¬
miento de capitán del Faraón. ¡ Y yo he
sido afrentado por él delante de la tripu¬
lación, y no he tenido alientos para con¬
testarle ! Pero lo que me falta de valor
me sobra de resolución para vengarme.
¿Si habrá Fernando conseguido su inten¬
to? ¿Habrá entregado la denuncia al pro¬
curador del rey? ¡ Oh ! Aquí está.

ESCENA II

DANGLARS y FERNANDO, por el foro.

Danglars ¡ Gracias a Dios ! ¿ Has visto al procura¬


dor del rey?
Fernando No ; estaba ausente.
Danglars De modo que nuestro designio...
Fernando Nuestro designio se cumplirá ; pero si he
de decirte la verdad, Danglars, mi mano
temblaba al entregar la denuncia anóni¬
ma que va a perder a Edmundo.
Danglars ¿Estás arrepentido? Hiciste mal en en¬
tregarla ; debieras haber dejado a Dantés
que te robara impunemente la mano y el
corazón de tu prima.
Fernando Sí, tienes razón. Cuando pienso que des¬
pués de haber vivido diez años con la se¬
gura esperanza de ser esposo de Merce¬
des, tengo que renunciar a ella, mi cabeza
se extravía y sería capaz...
Danglars ¿De qué?
Fernando De asesinarle.
Danglars Asesinarle, ; eso no ! Pero la ausencia se-
para tanto como la muerte, y si consegui¬
mos poner entre Edmundo y Mercedes
los muros de una prisión, estarán tan se¬
parados, como si hubiera enire los dos la
piedra de la tumba....
Fernando Tienes razón. Además el señor de Ville-
fort prometió no descubrir quién era el
denunciador.
Danglars No lo sabrá Edmundo, yo te lo prometo.
¿Y dió orden de que se le prendiera?
Fernando ¡ El mismo en persona va a venir a bus¬
carle !
Danglars Casi, casi estoy por asegurarte que llega¬
rás a casarte con Mercedes. (Rumor de voces.)
¡ Pero ya salen ! Reunámonos con ellos,
no sea que sospechen de nosotros.
Fernando No sé si podré contenerme.
Danglars ¡ Eh ! no pareces un hombre. Calma y re¬
signación, que todo se arreglará. (Vanse.)

ESCENA III

' EDMUNDO, MERCEDES; después MOREL

Edmundo Ven aquí, Mercedes. Gracias a Dios que


* por fin se van a ver cumplidos nuestros
deseos ; ¡ por fin vas a ser mi mujer !
Mercedes Edmundo, ¡ bendigo al cielo que nos ha
concedido tanta felicidad ! ¿Te has acor¬
dado mucho de mí?
Edmundo ¡ Si me he acordado de ti ! ¿Y en qué
quieres que haya pensado? ¿No eres tú
mi virgen de las tempestades? ¿No eres
tú mi señora del amparo? Sí, noche y día,
a cada instante. ¿Pero ves lo bueno que
es el señor Morel para nosotros? Hoy he
llegado, y quiere se efectúe nuestro ma¬
trimonio.
Mercedes ¡ Oh ! yo le bendigo desde el fondo de mi
alma. Pero aquí viene.
— 8 —

JVlOREL (Llegando.) ¡ Hola, hola ! ¡ Los novios han


desamparado el puesto ! Muchachos, no
darse tanta prisa, que para todo hay
tiempo.
Edmundo Señor Morel, vos sois nuestro bienhechor.
Mercedes Nuestro padre.
Morel ¡ Vaya ! ¡ vaya ! no hay que hablar más de
esa bagatela. Puesto que he conseguido
la firma de mi asociado, y que ya sois ca¬
pitán de El Faraón, veremos de que ten¬
gáis un interés más directo en nuestras
especulaciones mercantiles.
Edmundo ¡ Y os ocupáis de mí hasta ese punto !
Morel ¡ Y de qué te has ocupado desde hace
diez meses que navegas por mi cuenta !
Puesto que tú quieres hacerme rico, de¬
ber mío es hacerte feliz.
Edmundo ¡ Mercedes, yo me vuelvo loco !
Morel ¡ Oh ! eso sería cosa muy triste... ¡ Eh !
¿ quien llega ? (Aparecen los gendarmes.)
Mercedes ¡ Dios mío ! ¡ Pero... qué es esto !
Edmundo ¡ Gendarmes !
Mercedes ¡ Tengo miedo !
Edmundo ¿De qué?
Mercedes ¡ No sé... pero tengo miedo !

ESCENA IV

Dichos, VILLEFORT, DANGLARS, FERNANDO y gendarmes

VlLLEF. Guardad las puertas.


Morel ¿Qué es esto? Me parece que venís equi¬
vocado, señor de Villefort.
Villef. Si vengo equivocado, señor Morel, podéis
estar seguro que al instante será deshe¬
cha la equivocación ; pero tengo que cum¬
plir con mi deber. (Dirigiéndose a Edmundo.)
¿No os llamáis Edmundo Dantés?
Edmundo Sí, señor.
Villef. Edmundo Dantés, en nombre de la ley
daos a prisión.
9 —

Edmundo ¿De qué se me acusa?


Villef. No tardaréis en saberlo.
Mercedes ¡ Edmundo ! ¡ Edmundo !
Edmundo No temas nada, Mercedes ; soy inocente.
Danglars (A Femando.) Se cumplió vuestro deseo.
Fernando (¡ Oh ! no se casará con ella.)
Morel Esto es una equivocación, señor de Ville-
fort. ¡ Arrestar al segundo de uno de mis
buques!
Villef. Y no es eso todo, sino que el asunto es
grave.
Mercedes ¡ Ah ! ¡ Dios mío !
Morel Bien se ve que no conocéis al acusado. Es
el hombre más bueno, más probo. ¡ Ah !
no vacilo en decir que es uno de los mejo¬
res oficiales de la marina mercante.
Villef. No ignoráis que un hombre puede ser bue¬
no en su vida privada, probo en las rela¬
ciones sociales, entendido en su oficio y
no por eso deja de ser, políticamente ha¬
blando, un gran culpable.
Morel Yo os ruego, señor de Villefort, que seáis
justo como debéis serlo ; como siempre lo
habéis sido ; no arrebatéis al pobre Ed¬
mundo a su prometida.
Villef. (A Mercedes.) ¿ Sois VOS?
Mercedes Sí, señor ; y también os suplico...
Villef. No necesitáis suplicarme, señorita ; si es
inocente, su inocencia le salvará ; pero si
es culpable...
Morel No lo es ; yo respondo de él, yo os juro...
Villef. Dentro de un cuarto de hora podréis sa¬
ber con exactitud el estado del asunto.
Por ahora, retiraos a esa estancia, y de¬
jadme solo con el acusado.
Edmundo Tranquilízate, Mercedes.
Mercedes ¡ Ay ! ¡ Edmundo, somos muy desgracia¬
dos ! (Vanse todos.)
— 10

ESCENA V

VILLEFORT y EDMUNDO

ViLLEF. Dejadnos solos. (V anse.)


(A los gendarmes.)
¿Cuál es vuestro nombre?
Edmundo Edmundo Dantés.
Villef. ¿Vuestra ocupación?
Edmundo Soy segundo a bordo del Faraón, buque
de la propiedad del señor Morel.
Villef. ¿ Habéis servido en tiempo del usurpa¬
#
dor?
Edmundo No señor : únicamente cuando cayó iba a
ser incorporado a la marina militar.
Villef. ¿Creo que vuestras opiniones políticas
«
son muy exageradas?
Edmundo ¿Mis opiniones políticas? Rubor me cau¬
sa el decirlo ; nunca he tenido lo que se
llama una opinión... mis opiniones se limi¬
tan a tres sentimientos : amo a mi padre,
respeto al señor Morel y adoro a Merce¬
des. Esto es todo lo que puedo decir a la
justicia.
Villef. ¿No tenéis ningún enemigo?
Edmundo ¿Yo enemigos? Tengo la suerte de ser
muy poca cosa para que mi posición me
los dé.
Villef. Pero a falta de enemigos, quizá tenéis per¬
sonas que envidian vuestra posición. Ha¬
béis sido nombrado capitán, y ese es un
puesto muy elevado ; además os vais a
casar con una mujer hermosa que os
ama, y estas dos preferencias del destino,
pueden haberos granjeado envidiosos.
Edmundo Tenéis razón : vos debéis conocer a los
hombres mejor que yo.
Villef. El hombre debe procurar, sobre todo, ver
claro a su alrededor. Leed.
Edmundo (Leyendo.) «Señor procurador del rey. Un
amigo del trono y de la religión, os pre¬
viene que Edmundo Dantés, segundo del
11 —

Faraón, buque que ha llegado esta maña¬


na de Smirna, después de haber tocado en
Nápoles y Porto-Ferrajo, tuvo encargo
de Murat de llevar un mensaje al usurpa¬
dor, y que el usurpador le dio una carta
para el comité bonapartista de París. Po¬
drá probarse su delito prendiéndole, por¬
que se le encontrará la carta en sus bolsi¬
llos, en casa de su padre o en su cámara
a bordo del Faraón.»
VlLLEF. ¿Conocéis la letra?
Edmundo No señor.
'VlLLEF. Bien; responded con franqueza. ¿Qué
hay de verdadero en esta acusación anó¬
nima?
Edmundo Al salir de Nápoles, el capitán Leclerc
cayó enfermo de gravedad. Conociendo
que iba a morir, me llamó y me dijo : «Mi
querido Dantés, dadme palabra de hacer
lo que os voy a decir ; de su cumplimiento
dependen los más altos destinos.» «Os la
doy, mi capitán», le respondí. «Pues bien,
prosiguió ; como segundo, después de mi
muerte, os pertenece el mando del navio ;
tomadle, dirigios a la isla de Elba, haced
escala en Porto-Ferrajo, preguntad allí
por el gran mariscal, y dadle esta carta ;
tal vez entonces os darán otra con algún
encargo : ese encargo, Dantés, que esta¬
ba reservado para mí, lo cumpliréis vos,
y todo el honor será vuestro.»
VlLLEF. Y vos ¿qué hicisteis?
Edmundo Mi deber, lo que cualquiera hubiera hecho
en mi lugar. Hice rumbo a la isla de Elba,
adonde llegué el día siguiente. Consigné
a todos a bordo, y solamente yo salté a
tierra. Vi al gran mariscal, me hizo al¬
gunas preguntas relativas a la muerte del
desgraciado Lecrerc, y como éste me
y anunció, recibí una carta para París, con
encargo de entregarla en propia mano.
Esta es la verdad, por mi honor de ma-
12 —

riño, por mi amor a Mercedes y por la


vida de mi padre.
VlLLEF. Sí, sí : todo eso parece cierto; si sois
culpable es de imprudencia, y aun esa im¬
prudencia está legitimada por las órdenes
de vuestro capitán. Entregadme la carta
que recibisteis en la isla de Elba ; dadme
palabra de presentaros al primer reque¬
rimiento, y marchad a buscar a vuestros
amigos.
Edmundo ¿ Conque* es decir que estoy libre?
VlLLEF. Sí; pero dadme la carta.
Edmundo (Dándosela.) Tomad. ¡ Ah ! ¡ qué reconocido
os estoy !
Villef. ¡ Qué veo ! esta carta está dirigida...
Edmundo ¡ Al señor Noirtier ! Calle de Coq-Heron.
VlLLEF. ¡ Al señor Noirtier ! (¡ Mi padre !)
Edmundo ¿Le conocéis por ventura?
Villef. (Después de haber leído la carta.) Un fiel Servidor
del rey no conoce a los conspiradores.
Edmundo Pues qué, ¿se trata de una conspiración?
En todo caso yo no conspiro. Ignoraba el
contenido de esa carta.
Villef. Sí ; pero sabéis el nombre de la persona a
quien iba dirigida.
Edmundo Está en el sobre.
Villef. ¿Y no habéis enseñado esta carta a na-
die?
Edmundo A nadie, señor ; os lo juro.
Villef. ¿Conque nadie sabía que erais portador
de una carta de la isla de Elba, dirigida
al señor Noirtier?
Edmundo Unicamente quien me la dió, y el que de¬
bía recibirla.
Villef. ¿Habéis visto a Noirtier?
Edmundo No ; después de mi boda iba a ponerme en
camino para París.
Villef. Está bien. Escuchad : aunque de este in¬
terrogatorio resultan contra vos los ma¬
yores cargos, quiero ser bondadoso por
todos conceptos. La principal culpa que
— 13

contra vos existe es esta carta, y ya veis


qué uso hago de ella. (La rasga.)
Edmundo ¡ Oh, señor... cómo agradecer !...
VlLLEF. Me parece que podréis tener confianza en
mí.
Edmundo Decidme lo que tengo que hacer.
VlLLEF. Estáis en libertad ; pero juradme que no
volveréis a acordaros de esa carta.
Edmundo Lo juro.
VILLEF. ¿Era la única que teníais en vuestro po¬
der?
Edmundo La única.
Villef. Basta. Podéis ir a reuniros con vuestros
compañeros.
Edmundo ¡ Gracias, gracias, señor ! (Vase Edmundo.)

ESCENA VI

VILLEFORT solo

Villef. j De lo que pende la vida y la fortuna !


j Si esa denuncia no hubiera llegado a mis
manos, estaba perdido y la conspiración
descubierta ! Más vale echar tierra sobre
este asunto. Puedo estar seguro. Napo¬
león desembarcará dentro de tres días.
Tal vez lo que iba a perderme, hará mi fe¬
licidad. (Se dirige al fondo.)

ESCENA VII

VILLEFORT y DANGLARS

Danglars Dos palabras, señor de Villefort.


Villef. ¿Qué queréis? ¿Quién sois?
Danglars Un hombre a quien no conocéis, y que os
puede servir mucho, o perjudicar mucho
también.
Villef. ¿Qué queréis decir?
Danglars En primer lugar, habéis de saber que yo
soy conspirador como vos.
VlLLEF. ¡ Miserable !
Danglars Poco a poco ; al fin y al cabo vamos a
quedar amigos, oíd : Vos habéis recibido
una denuncia que acusaba a Edmundo
Dantés...
Villef. Es cierto.
Danglars Vos habéis pedido a ese Dantés una carta
que debía llevar a París. El os la ha en¬
tregado, y como esa carta os comprome¬
te, sin duda habéis querido que el asunto
no pase adelante. ¡ Oh ! sois muy hábil,
señor de Villefort.
VILLEF. ¿ Y con qué derecho os atrevéis a sospe¬
char?...
Danglars ¡ Si yo no sospecho, si estoy seguro !
Villef. ¿Qué decís?
Danglars Digo, que vos no habéis querido que esa
carta llegue a manos del señor Noirtier,
vuestro padre, porque vos sólo os bas¬
táis para manejar la intriga, y tal vez otra
denuncia a Edmundo desde aquí a París,
cosa que en verdad no os conviene de
ninguna manera.
Villef. Estáis loco. Dejadme en paz. Idos.
Danglars ¡ Hola ! ¡ Hola ! si no fuera cierto lo que
digo, señor de Villefort, en lugar de des¬
pedirme me haríais prender. Pero como
la carta no es la única prueba...
Villef. ¿No es la única?
Danglars Parece que ponéis más atención, ¿;eh?
No, señor, el capitán Lecrerc era un buen
muerto, que no vió que me apoderé de sus
papeles, entre los cuales estaba esta lista
de conspiradores.
Villef. ¡ Cielos !
Danglars No me negaréis ahora que vos sois cons¬
pirador.
V ILLEF. Bien; pero ¿;cuál es vuestro intento?
Danglars Mi intento es deciros que os puedo per¬
der.
15 —

Villef. Ya lo sé... pero...


Danglars Pero vos podéis hacer de modo que re¬
dunda en provecho de ambos esta circuns¬
tancia.
Villef. ¿De qué modo? Hablad.
Danglars En primer lugar, habéis dado la libertad
a Edmundo.
Villef. Es cierto.
Danglars. Mal hecho.
Villef. ¿Por qué?
Danglars Porque a mí no me conviene que ese hom¬
bre esté libre : vais a dar orden de que le
prendan.
Villef. ¿Os atrevéis a imponerme órdenes?
Danglars Si lo tomáis de ese modo, este pliego lle¬
gará a manos de su majestad.
Villef. Se le prenderá.
Danglars Vais a mandar que le encierren.
Villef. En lugar seguro.
Danglars ¿Dónde?
Villef. En los calabozos del castillo de If.
Danglars Corriente.
Villef. ¿Es eso todo?
Danglars No; vos sois rico; es preciso que. yo lo
sea también. Para eso no quiero más sino
que mi nombre vaya unido al vuestro en
vuestras operaciones mercantiles.
Villef. Os lo prometo.
Danglars ¿Y Edmundo Dantés?
Villef. Edmundo Dantés será encerrado hoy
mismo.
Danglars ; Oh ! ya sabía yo que habíamos de que¬
dar amigos, señor de Villefort: recono¬
cedme como a vuestro más humilde ser¬
vidor. (Vase.)

ESCENA VIII
VILLEFORT, solo. Después, gendarmes.

Villef. No hay remedio : Perezca el inocente ; es¬


te es el único medio de salvarme. ¡ Hola !
(Aparecen los gendarmes.)

\
16

ESCENA IX

Dichos, EDMUNDO, MERCEDES, MOREL y convidados. Después,


FERNANDO

Edmundo Ven, Mercedes, ven a dar gracias a nues¬


tro bienhechor.
Mercedes Permitid, señor... (Arrodillándose.)
Yillef. (A los gendarmes.) Apoderaos de ese hom¬
bre , conducidle al castillo de If, y ence¬
rradle en el más obscuro calabozo.
Mercedes ¡ Gran Dios !
Morel Mas, ved...
Villef. Nada tengo que ver. La ley es terminan¬
te, y con dolor me veo precisado a cum¬
plirla.
Edmundo ¡ Señor de Villefort, sois un infame !
Villef. Silencio, o mando que os pongan una
mordaza. (Se le llevan.)
Mercedes ¡ Edmundo ! ¡ Edmundo ! yo no te aban¬
dono. ¡ Ah ! (Cae desmayada en brazos de Morel.)
Morel ¡ Pobre hija mía !
Fernando (Que sale por la segunda puerta izquierda.) (¡ He
triunfado !)

TELÓN RÁITDO

FIN DEL PRÓLOGO


.A.CTO PRIMERO

K1 bastillo d.e If

EDMUNDO DANTES, ABATE FARIA, EL CARCELERO, BAU-


' TISTA y MÉDICO

El teatro está dividido horizontalmente : la división superior será la ter¬


cera parte de la embocadura y representa el llano o piso del cas¬
tillo de If, con barandilla almenada en el fondo, que figure ser
la continuación de muro que debe servir de fondo de los calabo¬
zos, cuyos cimientos se supone lamen el mar por la parte del fon¬
do, o exterior.
La inferior, que será de las dos terceras partes restantes de la embo¬
cadura, está dividida perpendicularmente; cada división repre¬
senta un calabozo: el de la derecha del espectador, es el de Ed¬
mundo: el de la izquierda, el de Faria; este último más capaz
que el otro.
Al levantarse el telón, FARIA y EDMUNDO, tendidos en los lechos
de sus calabozos respectivos; estos lechos estarán colocados de
modo que las cabeceras den en el tabique que divide la decora¬
ción. En el calabozo de la derecha del actor, habrá una cama
de madera con pies y tablado, jergón y manta de munición : con
un banco empotrado en la pared ; un cántaro con agua y un pe¬
dazo de pan de munición ; un pucherito pequeño y partido, cuya
parte inferior se supone contiene una grasa seca con mecha'y
que a su debido tiempo se enciende para proporcionar durante un
buen rato, luz. En el calabozo de la izquierda, un tablado de ma¬
dera en el suelo y un «felpudo encima: la parte del cabezal, más
alta; una manta de munición. ,
i

Conde — 2
18

ESCENA PRIMERA

FARIA y EDMUNDO ; (éstos tendidos en sus camas.) EL CARCE-


LERO, en el calabozo de Edmundo, de 'pie y con un cántaro de
agua y un pedazo de pan de munición. El calabozo de Faria
obscuro, el de Edmundo alumbrado por la linterna del carcele¬
ro, y cuando éste se marche queda completamente obscuro.

Carcele. ¡ Eh, amigo! ¿No quieres responder?


Como gustes ; aquí tienes pan y agua,
¿lo oyes? ¿No? Buenas noches, amigo.
(Vase el carcelero, cierra la puerta, óyese el ruido del
cerrojo que pasa y de la cerradura que cierra.)

ESCENA II

Dichos, menos el Carcelero

Edmundo Amigo. ¡ Cruel sarcasmo ! Creyendo de


buena fe en esa palabra, he preguntado
mil veces qué crimen he cometido ; y el
silencio más cruel acompañado de una ri¬
sa burlona, ha sido la sola contestación
de esos hombres que así me llaman. An¬
te tal cinismo y crueldad, cuántas veces
he pedido que me llevasen ante los jueces
para que me sentenciaran a muerte si soy
culpable, o que me pongan en libertad si
inocente : ¡ nada he conseguido ! Inútil¬
mente he suplicado. ¡ Ah ! ¡ Cuánto su¬
frir ! A no ser tú, Dios mío que has apla¬
cado mi justa indignación colocando a mi
lado al hombre más bueno, mi segundo
padre, el cual con sus consejos hace que
sea más llevadero mi infortunio, ya hu¬
biera dejado de existir. ¡-Oh, Faria ! ¡ có¬
mo te respeto ! ¡ cómo te admiro ! ¡ cómo
te venero ! ; .Señor, tú que sabes la ino¬
cencia de los dos, no nos abandones en la
obra que toca a su término ! (En este mo-
— 10

mentó, Faria se levanta un poco y aplica el oído al


muro. ) Hoy tarda más que los otros días en
llamarme. (Levanta la manta que cubre la cama por
la parte que mira al público, dejando al descubierto la
Me pare¬
abertura suficiente para pasar un hombre.)
ce que ya se levanta. Esperemos. (Coge el
pedazo de pan que le habrá dejado el carcelero y se
lo come.)
Faria ¡ Sí, ya se alejan de este corredor ! oigo
los paSOS que se pierden. (En el momento que
intenta levantarse, cree sentirse los síntomas de un ata¬
que. Se levanta y llama golpeando el tabique.) ¡ Ed¬
mundo ! ¡ Pronto, hijo mío ! ¡ ven !
Edmundo Me pareció que... ¿llamáis, padre mío?
Faria Sí, pasad, y encended luz. (Edmundo frota el
hierro en el muro y se inflama un pedazo de mecha.)
Edmundo ¿Qué hora es?
Faria Ya es más de media noche.
Edmundo Tenemos tiempo de huir antes de que ama¬
nezca.
Faria Esperemos a la noche próxima.
Edmundo No, no ; ni una hora más, ni un segundo
más quiero pasar en este horrible calabo¬
zo. Pensadlo bien, ¡ catorce años de cau¬
tiverio ! ¡ catorce años, padre mío !
Faria ¡ Calma, querido Edmundo, calma ! y so¬
bre todo bajad la voz, no seáis impruden¬
te, y vamos a lo indispensable.
Edmundo Mandad.
Faria Sentaos ; y mientras no oigamos al cen¬
tinela pasearse, pensemos lo que debemos
hacer en cuanto nos veamos libres.
Edmundo No quiero saber más que el punto que se¬
ñaléis para reunióme con vos, una vez ha¬
ya indagado en Marsella lo que se ha he¬
cho aquella Mercedes que adoraba y que
adoro aún.
Faria No olvidéis que Danglars filé el que es¬
cribió la denuncia y que Fernando Mon-
dego el que la entregó, para de ese mo¬
do casarse con la que iba a hacer de vos
el hombre más feliz.
20

Edmundo ¡ Oh !
Faria Y por último, ese Villefort, a pesar de
vuestra inocencia, y ante el temor de que
pudierais divulgar el nombre del conspi¬
rador, su padre, no puso reparo en dar
crédito a la carta denuncia y encerrar en
uno de los más obscuros y lóbregos ca¬
labozos del castillo de If, al más inocen¬
te de los jóvenes, perdiendo la protección
del más bueno de los hombres, que había
logrado hacer de vos uno de los pocos se¬
res agradecidos con que cuenta la mísera
humanidad.
Edmundo (Conmovido. ) ¡ Oh, padre mío ! vuestras pa¬
labras son bálsamo bendito que cicatriza
mi destrozado corazón, dándome al pro¬
pio tiempo fuerza y vigor para llevar a
término lo que falta de nuestra obra, y
vengarme de los miserables y cobardes
que se han \ralido de esas armas. '
Faria ¡ Dantés ! ¡ Dantés ! ¡ pronto ! ¡ pronto !
(Síntomas de un ataque.)
Edmundo ¿Qué es eso? ¿qué tenéis?
Faria El acceso ; ¡ sí, lo conozco ! ¡ lo conozco !
Edmundo ¿Qué queréis decir?
Faria Dantés ; mira. (Dándole un papel.)
Edmundo ¿Qué es esto?
Faria Esto, amigo mío, es mi tesoro, que des¬
de hoy os pertenece.
Edmundo (¡ Oh ! ¡ Dios mío ! ya vuelve a su locura.)
Faria Amigo mío, tranquilizaos, no estoy loco,
no. Este tesoro existe, Dantés, y si yo no
he podido poseerle, vos le poseeréis, vos.
Nadie ha querido escucharme ni creerme
porque se figuraban que estaba loco ; pe¬
ro vos que debéis saber mejor que nadie
que no lo estoy, escuchadme y después
creedme si queréis.
Edmundo Sí, sí ; ya escucho.
Faria Un día que estábamos hablando de Ro¬
ma, ¿no os conté la historia de Alejandro
VI y de César Borgia?
\

— 21 —

Edmundo Sí, lo recuerdo.


Earia ¿Os conté esos extraños envenenamien¬
tos, por medio de los cuales los pontífi¬
ces heredaban, de los cardenales que mo¬
rían cerca de ellos?
C* ' ’
Edmundo Si, si.
Earia Pues bien, un día resolvieron heredar al
cardenal Spada, uno de los más ricos de
Roma. Le enviaron un mensajero para
convidarle a comer. El cardenal respondió
que aceptaba y pidió solamente permiso
para pasar a un cuarto a tomar el bre¬
viario. Diez minutos después, salió con el
breviario ; un paje le invitó a que pasara
al salón en donde estaba todo preparado
para el banquete ; éste acabó a las dos de
la tarde, y a las tres espiraba el cardenqj,
sin haber podido decir a su ayuda de cá¬
mara más que estas palabras : «Dad este
breviario a mi sobrino». Cuando el ayuda
de cámara fué a cumplir el encargo, en¬
contró al sobrino espirando. Los Borgias
hacían las cosas en grande. Sin embar¬
go, contra las esperanzas del papa, no se
encontraron en los palacios, en las cue¬
vas y en las tierras del cardenal Spada
más que algunos millares de escudos y al¬
gunas alhajas de un valor no muy gran¬
de ; pero nada de aquella inmensa rique¬
za que se le suponía. Como el cardenal
no tenía más herederos que su sobrino,
se vendió hasta el breviario. Yo he sido
muy aficionado a libros, bien lo sabéis,
querido Edmundo ; aquel breviario histó¬
rico, después de trescientos años que via¬
jaba por las bibliotecas, estaba en venta,
y le compré. Un día que estaba cansado,
me quedé dormido en mi despacho y no
desperté hasta entrada la noche ; estaba
muy obscuro y no podía escribir sin luz.
Aun quedaba fuego en la chimenea y en¬
frente tenía una vela : busqué entonces
— 22

un papel para encenderla, y me acordé de


haber visto en el famoso breviario, un pa¬
pel viejo : busqué a tientas aquella hoja
inútil, la encontré, la retorcí, y presen¬
tándola a la llama moribunda, la encen¬
dí. Pero como si fuera magia, a medida
que el fuego avanzaba, vi unos caracte¬
res amarillentos que aparecían en el blan¬
co papel. Entonces comprendí que había
oculto algún misterio en él ; apagué el
fuego, encendí la bujía en la misma chi¬
menea, desarrollé con indecible emoción
la arrugada hoja, leí lo que había conser¬
vado y me convencí que... después de
tres siglos, acababa de encontrar el ver¬
dadero, el solo, el único testamento del
cardenal.
Edmundo ¡ Gran Dios ! pero ininteligible, inútil, in¬
completo, puesto que sólo existen las dos
terceras partes de las líneas.
Faria Sí, sí ; pero a fuerza de trabajo he com¬
puesto lo que falta. Escuchad : «Hoy, 25
de abril de 1498 : Habiendo sido convida¬
do a comer por Alejandro VI y temiendo
que no contento con haberme hecho pagar
mi posición, trate de heredarme y me re¬
serve la suerte de los cardenales Caprara
y Bentivoglio, que murieron envenenados,
declaro a mi sobrino que he enterrado en
las grutas de la isla de Montecristo todo
lo que poseía en barras de oro y acuñado,
piedras, diamantes, alhajas, y que en
junto podrá ascender a cinco millones de
escudos romanos, los que encontrará le¬
vantando la vigésima roca, empezando a
contar desde la ensenada del Este en lí¬
nea recta, cuyo tesoro le lego en toda pro¬
piedad como único heredero. César Spa-
da.»
Edmundo ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿será cierto?
¿Pero cómo, vos mismo, no habéis inten-
— 23

tado ?... (Empieza una tormenta lejana, que va apro¬


ximándose, y sin interrumpir la representación.)
l'AKlA Cuando iba a embarcarme en Liorna,
para dirigirme a la isla de Montecristo,
fui preso como autor de la interesante
obra acerca del poder real en Italia. Ten
confianza, Dantés, porque el corazón me
dice que lo que yo no he podido hacer, lo
harás tú : conserva pues, aunque mezqui¬
nos en la forma, estos importantes docu¬
mentos, que sin duda alguna tú serás el
único que te aprovecharás de ese inmen¬
so tesoro, pues yo ya no me siento con
fuerzas para... (Le acomete el accidente.)
Edmundo ¡ Padre mío ! ¡ padre ! ¡ Ah ! ¡ Oh ! ¡ y el
frasquito apenas contiene algunas go¬
tas !... ¡ Padre mío ! ¡ Socorro ! ¡ Soco¬
rro !...
Paria ¡ No llames ! ¡ todo es inútil ! Mira, en es¬
ta bolsa de cuero conserva estos papeles
para cuando puedas, escapar... Dantés...
hijo mío... adiós... (Muere.)
Edmundo ¡ Si habrán oído ! ¡ oigo pasos ! ¡ viene
gente ! ¿ ocultémonos ! (Pasa a su calabozo,
apaga la luz y echa la manta.)

ESCENA III

Dichos, CARCELERO y a poco BAUTISTA, con linternas

Carcele. ¡ Cuando yo lo decía ! ¡ el viejo había


gritado ! ¡ Eh ! ¡ amigo ! ¿ qué querías ?
¡ no responde ! ¡ Calla ! ¡ está muerto !
¡ Bautista ! ¡ Bautista ! (Gritando.)
Bautista ¿Qué quieres?
Carcele. Ven aquí. Mira, ¡ ha muerto ! Le habrá
dado el ataque, y... ¡ Pobre hombre ! ¡ con
todos sus millones tendrá los honores del
saco por mortaja !
Bautista Aquí le tienes.
Carcele. Metámoslo dentro y daremos conocimien-
24 —

to de su muerte al señor gobernador y al


1 médico.
Bautista llenes razón. Vamos. (Desaparecen ios carcele¬
ros y cierran la puerta.)

ESCENA IV

DANTÉS y FARIA, muerto.

Edmundo Ya se alejan : no hay nadie en ese calabo¬


zo. ¡ Partió solo ! ¡ Ah ! ¿ quién sabe si
me depara la suerte salir de este calabozo
como Faria ha salido? (Momento de lucha.)
¡ Oh ! ¡ qué rayo de luz ! ¡ Dios me inspira
en este trance funesto ! Puesto que sólo
los muertos salen de aquí, tomemos el lu¬
gar de los muertos. Sí, sí : es un aviso del
cielo. (Saca a Faria del saco y lo lleva a su calabo¬
zo, colocándole en su cama y cubriéndole con la manta.
Apoderémonos de
Vuelve al calabozo de Faria.)
este cuchillo y en cuanto me echen al agua
abro el saco de arriba abajo y gano a
nado la opuesta orilla. ¡ Oh ! ¡ no me aban¬
dones, Dios mío, en este supremo instan¬
te ! (Se mete en el saco. Mientras dura esta opera¬
ción, relevan el centinela de los muros.)

ESCENA V

FARIA muerto y oculto en el calabozo de Edmundo. EDMUNDO en


el saco, ocupando el lugar de Faria. BAUTISTA y CARCELE¬
RO con linterna.)

Bautista Despachemos pronto, porque la nochecita


es de perlas.
Carcele. Tienes razón ; no hay que perder tiempo.
Al agua con él. (Vanse y aparecen seguidamente
por la muralla.)
Bautista ¡ Pesa más de lo que era de creer !
Carcele. ¡ Bah ! Levanta con buen puño. ¡ Aire !
(Zarandean el saco v lo, arrojan al mar.)
Bautista ¡ Buen viaje !
Carcele. ¡ Buen viaje !

I EI.ÓN
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FIN DEL ACTO PRIMERO


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ACTO SEGUNDO

Salón ricamente amueblado en casa de Montecristo.

ESCENA PRIMERA

ALBERTO DE MORCEF y MAXIMILIANO MOREL

Morcef (Entrando acompañado de Morel y hablando desde la


puerta con un criado que figura estar entre bastidores.)
No incomodarle. Decidle nada más, que
esperaremos a que nos conceda audiencia.
Maximil. Pero vamos a ver, Morcef, ¿se puede sa¬
ber adonde me habéis traído?
Morcef Os lo diré, mi querido amigo Morel. Pero
vamos por partes. ¿Qué me decíais hace
poco ?
Maximil. Que estaba fastidiado.
Morcef ¿A causa de qué?
Maximil. De unos malditos amores.
Morcef Cabalmente. Y yo os he contestado : Que¬
da a mi cargo el distraeros.
Maximil. Pero ¿cómo pensáis distraerme?
Morcef Haciéndoos contraer un conocimiento
nuevo.
Maximil. ¿De hombre o de mujer?
Morcef De hombre.
Maximil. Conozco ya demasiados.
9
Morcef Pero no conocéis al hombre de que os ha¬
blo.
. — 28 —

Max i mil. ¿De dónde viene? ¿Del fin del mundo?


Morcef De más lejos, tal vez.
M aximil. ¡ Diantre ! ¿Y cómo se llama?
Morcef Tiene muchos nombres, pero aquel con
que le conoce la sociedad es el de conde
de Montecristo ; el cual acaba de libertar
milagrosamente y de un peligro cierto a
la señora de Villefort, cuyos caballos se
habían desbocado.
M AXIMIL. Montecristo es una isla de la que he oído
hablar muchas, veces a los marinos que
empleaba mi padre ; un grano de arena
en medio del Mediterráneo : en fin, un
átomo en el infinito.
Morcef Exactamente. Pues bien, de ese grano de
arena, de ese átomo, es señor y rey ese
de quien os hablo, y posee además una
caverna llena de oro. En fin, todo lo que
se diga respecto al conde es increíble.

ESCENA II

Dichos y MONTECRISTO; después BERTUCCIO

Montec. Muy buenos días, señores.


Morcef ¡ Querido conde ! ¿ supongo me permiti¬
réis presentaros un buen amigo?
Montec. Todos vuestros amigos, señor de Mor¬
cef, serán siempre bien recibidos en mi
casa.
Morcef El señor Maximiliano Morel, capitán de
Spahis. (El conde no puede reprimir un movimiento
Uno de los más valientes
y adelanta un. paso.)
y nobles corazones del ejército.
Montec. (A Morcef.) Os doy las gracias, querido viz¬
conde, por haberme proporcionado la
ocasión de presentar mis respetos al señor
Maximiliano Morel.
Maximil. Me confundís.
Morcef A otra cosa he venido también, querido
conde ; venid a comer conmigo ; seremos
pocos ; vos, mi madre y yo solamente.
Aun no habéis conocido a mi madre.
Montec. Me es imposible aceptar vuestra invita¬
ción, vizconde. Una cita importante...
(Morel se habrá sentado junto a una mesa leyendo un
periódico.)
Morcef Pues bien, asistiréis a lo menos a un baile
que a mi padre se le ha ocurrido dar.
Montec. ¿Cuándo será el baile?
Morcef El sábado.
Montec. Puedo estar ocupado.
Morcef Cuando os haya dicho una cosa, creo que
/ seréis tan amable que asistiréis.
Montec. Decid.
Morcef Mi madre os lo suplica.
Montec. (EsíremeciéndQse.) Puesto que la señora de
Morcef me lo suplica...
Morcef ¡ Tiene tantos deseos de hablar con vos !
Montec. ¿De veras?
Morcef Palabra de honor. Yo os declaro que sois
el primer hombre por quien haya manifes¬
tado curiosidad mi madre.
Bert. El señor barón Danglars.
Maximil. (Dejando el periódico.) Tal vez molestamos al
señor conde...
Montec. No por cierto ; vos que sois de la casa,
querido vizconde, id a enseñar al capitán
Morel mi sala de armas. Veréis cosas cu¬
riosas. ✓
Maximil. Lo creo, y os anticipo mi parabién.
Morcef Con vuestro permiso. Por aquí, Morcef.
(Vanse.)
Montec. Que pase el señor barón, (a Bertuccio.)

ESCENA III

MONTECRISTO y DANGLARS

Danglars ¿ Es al señor de Montecristo a quien tengo


el honor de hablar?
Montec. ¿Y yo al señor barón Danglars, caballero
— 30
f
de la Legión de honor, miembro de la Cá¬
mara de los diputados?
DANCLARS (Haciendo un gesto.) Dispensadme, caballero,
si no os he dado el título bajo el cual sois
conocido ; pero bien lo sabéis, vivo en
tiempo de un gobierno popular, y soy un
representante de los intereses del pueblo.
Montec. ¿ De modo que conservando la costumbre
de haceros llamar barón, habéis perdido
la de llamar a los otros conde?
Danglars Señor conde, he recibido una carta de avi¬
so de la casa Thompson y French.
Montec. ¡ Ah ! ¡ ya !
Danglars Pero os confieso que no he comprendido
bien su sentido.
Montec. ¡ Bah !
Danglars Y por esto he tenido el honor de presen¬
tarme en vuestra casa, para pediros ex¬
plicaciones.
Montec. Pues bien, señor barón, os escucho, y es¬
toy dispuesto a responderos.
Danglars Esta carta... Creo que la tengo aquí ; sí,
aquí está en efecto. Esta carta abre al se¬
ñor conde de Montecristo un crédito ili¬
mitado sobre mi casa.
Montec. Y bien, señor barón, ¿qué hay para vos
en eso de incomprensible?
Danglars Nada, caballero ; pero la palabra ilimi¬
tado...
Montec. ¿Qué? ¿Acaso no entendéis esa palabra?
¿Por ventura la casa Thompson y French
no está perfectamente segura en vuestro
concepto ?
Danglars ¡ Oh ! completamente segura. (Con importan¬
cia y con sonrisa burlona. ) Pero el sentido de la
palabra ilimitado, en punto a los negocios
mercantiles, es tan vago...
Montec. Pero señor barón, el motivo de haber pe¬
dido un crédito ilimitado sobre vos, es
porque no sabía, justamente qué suma ne¬
cesitaba.
Danglars ¡ Oh, caballero ! (Con fatuidad.) No tengáis
— 31

reparo en desear, porque pronto os con¬


venceréis de que el caudal de la casa Dan-
üdars, por limitado que sea, puede satis¬
facer las mayores exigencias ; y aunque
pidieseis un millón...
Monteo. (Admirado.) ¿Cuánto?
DaNGLARS (Con impaciencia. > He dicho un millón.
Monteo. ¡ Pardiez ! Si no hubiese necesitado más
que un millón, no me hubiera hecho abrir
en vuestra casa un crédito por semejante
miseria. ¡ Un millón ! Yo siempre llevo
un millón en mi cartera o en mi neceser
de viaje. (Abre su cartera y muestra dos billetes de
Banco.) Vamos, confesadme francamente,
que desconfiáis de la casa Thompson y
French. He previsto el caso, y aunque
poco entendedor en esta clase de asuntos,
tomé mis precauciones, como veréis en
estas dos cartas.
Danglars ¡ Oh ! Aquí tenéis tres firmas que valen
bastantes millones ; tres créditos ilimita¬
dos sobre nuestras tres casas. Os pido mil
perdones, señor conde ; pero al dejar mi
natural desconfianza, no puedo menos de
quedarme asombrado...

ESCENA IV

Dichos y BERTUCCIO

Bert. Un anciano y una joven acaban de llegar


en busca del señor barón Danglars.
Danglars ¿En mi busca?
Bert. No habiendo encontrado en su casa al »
señor barón, se han dirigido aquí, donde
se les dijo podían hallarle.
Danglars ¿Os han dicho su nombre?
Bert. El señor Morel, armador, de Marsella, y
su hija la señorita Julia.
Danglars (a Montecristo.) ¡ Ah ! un pobre hombre a
32 —

quien sus calaveradas han arruinado, y


que recurre a mí para salir del apuro.
Montec. Os dejo solo para que podáis recibirle a
vuestro gusto. Estáis en vuestra casa, se¬
ñor barón, y puesto que nos hemos enten¬
dido, porque nos entendimos, ¿no es así?
Danglars Perfectamente.
Montec. Pues bien, ya que nos entendemos, ha¬
cedme el favor de mandarme quinientos
mil francos mañana por la mañana.
Danglars El dinero estará aquí mañana a las diez.
Adiós, señor conde.
Montec. Adiós, señor barón.
Danglars Que pasen. (A Bertuccio.)

ESCENA V

DANGLARS, MOREL padre, y JULIA

Mor el Señor Danglars, vengo de vuestra casa.


Danglars Lo sé.
Mor el Acabo de llegar de Marsella, y como me
interesaba veros, no he vacilado en pre¬
sentarme aquí, acompañado de mi hija,
cuando me han dicho que no estabais en
casa.
Danglars ¿Y qué deseáis de mí, señor Morel?
Morel Ya sabréis tal vez que mis negocios no se
hallan en muy buen estado... La fatalidad
parece que se ha decidido a jugar conmi¬
go, y he experimentado últimamente pér¬
didas irreparables. Me quedaba un re¬
curso, el último. Pues bien, mi viejo Fa¬
raón ha naufragado para colmo de des¬
gracias.
Danglars De modo que...
Morel De modo que vos sóis en la actualidad,
señor Danglars...
Danglars Querido señor Morel, veo que os olvidáis
con mucha facilidad que soy barón ; no
porque yo haga caso dé semejante títu¬
lo, sino... ya veis... es cosa...
Morel (Sorprendido.) ¡ Ah !
DANCLARS Decíais pues...
Morel Decía, señor barón, que vos sois en la ac¬
tualidad mi último recurso. Luego la casa
Thompson y French, de Roma, no sé con
qué objeto ha hecho comprar todos los*
créditos existentes sobre la casa de Morel.
Sé que tiene un apoderado en París, el
cual no se me ha presentado todavía. Sois
millonario, tenéis crédito, una firma vues¬
tra puede darme el honor que estoy a pi¬
que de perder ; hacedlo, señor barón, ha¬
cedlo por nuestra antigua amistad, por
vuestro antiguo protector.
Danglars Mucho siento no poder complaceros, se¬
ñor Morel ; pero no os ocultaré, que sin
dejar de hacer honor a vuestra probidad
irreprensible, la voz pública dice que no
os halláis en estado de pagar los créditos
s que se os presenten.
Mor el Señor barón, hasta el día, ninguna letra
firmada por Morel ha sido presentada a
la caja, que no se haya satisfecho en el
acto.
Danglars Ya, pero bien conocéis...
Mor el ¿Conque rehusáis?
Julia Señor barón ; si de algo pueden valer las
súplicas de una pobre mujer, concededle
este favor a mi padre. Pensad que con
vuestra firma dais a mi padre el honor, la
vida misma, porque no podrá soportar se¬
mejante golpe.
Danglars Señorita, os aseguro que siento en el al¬
ma no poder acceder a vuestra solicitud.
Por lo demás, ya sabéis, señor Morel, que
en todo lo que pueda seros útil, me tenéis
a vuestra disposición. Ahora os suplica¬
ré me dispenséis si os dejo precipitada¬
mente ; pero tengo que pronunciar un dis¬
curso en la Cámara de los diputados, y
Coudc — 3
— 34 —

ya veis, no es cosa de hacer esperar. Se¬


ñor Morel, estoy a vuestras órdenes. Se¬
ñorita... (Se va.)

ESCENA VI

MOREL, JULIA y a poco MONTECRISTO

Julia ¡ Padre mío !


AIorel ¡ Hija mía ! ya lo ves ; creía poder contar
con ese hombre ; con ese hombre que to¬
do me lo debe ; pero había olvidado que
en la prosperidad los hombres no se
acuerdan de sus bienhechores. Hemos he¬
cho un viaje inútil, hija mía ; infructuoso
como todo lo que he intentado.
jMoNTEC'. (Apareciendo en el umbral de la puerta.) Tal vez
no.
Mor. y Jul. ’¡ Ah !
Morel Dispensad, caballero, mi sorpresa, y el
grito que involuntariamente se me ha es¬
capado ; pero así de pronto, al oir vues¬
tra voz, al veros aparecer tan repentina¬
mente, había creído reconocer en vos a
un hombre... que ha muerto ya... pero
cuyo recuerdo no se aparta de mi imagi¬
nación. ¿ Sería indiscreto, si os pregun¬
tara a quién tengo el honor de hablar?
Montec. Soy el conde de Montecristo.
Morel Entonces debéis dispensarme doblemente,
señor conde, puesto que me he tomado la
libertad de presentarme en vuestra casa
sin ser invitado. v
Montec. Os habéis adelantado a mis esperanzas,
pues a saber vuestra llegada a París, os
hubiera reclamado el honor de una en¬
trevista.
Morel ¿Cómo?
Montec. Soy el apoderado de la casa Thompson y
French de Roma.
Morel ¡ Ah !
— 35 —

Montec. Esta casa tiene que pagar en Francia al¬


gunos miles de francos y conociendo vues¬
tra rigurosa exactitud ha reunido todo el
papel firmado por vos, que ha podido en¬
contrar, y me ha dado el encarg-o de co¬
brarlo de vuestra casa de Marsella, a me¬
dida que sus plazos vayan venciendo.
Morel ¿Conque tenéis letras firmadas por mí?
Montec. Y por una suma bastante considerable.
(Sacando nna cartera y de ella algunas letras.)
Morel Pues bien, señor conde, todo esto conta¬
ba pagar, si uno de mis buques, el Fa¬
raón, que salió de Calcuta el cinco de fe¬
brero, hubiera llegado al puerto de Mar¬
sella ; pero.,.
Montec. Pero el Faraón ha naufragado, ¿nó es
%
esto?
Morel Sí, señor; y cruel es decirlo... acostum¬
brado ya a la desgracia, preciso es tam¬
bién que me acostumbre a la deshonra,.,
creo que me veré obligado a suspender
mis pagos.
Montec. ¿Y no tenéis amigos que puedan ayuda¬
ros en esta circunstancia?
Morel En los negocios no se tienen amigos, no
se tienen más que corresponsales.
Montec. Veo que os ha sobrevenido una desgracia
inmerecida y esto me afirma más y más
en el deseo que tenía de seros útil.
Morel ¡ Oh ! caballero...
Montec. Veamos ; yo soy uno de vuestros princi¬
pales acreedores ; ¿ no es verdad ?
Morel Sois, a lo menos, quien posee los créditos
que deben vencer más pronto.
Montec. ¿Deseáis un plazo para pagarme?
Morel Un plazo podría salvarme el honor, y por
consiguiente la vida.
Montec. ¿Cuánto tiempo queréis?
Morel . Dos meses.
Montec. Os concedo tres.
Morel ¿ Y creéis que la casa Thompson y
F rench ?...
36 —

Montec. Perded cuidado, caballero ; yo cargo con


la responsabilidad. Estamos a cinco de ju¬
nio, ¿eh?
Morel Sí.
Montec. Pues bien ; dadme un billete de doscien¬
tos ochenta y siete mil francos, pagadero
el 5 de septiembre... y el 5 de septiembre,
y ‘
a las once de la mañana, me presentaré
en Vuestra Casa. (Rasga los billetes.)
Morel Caballero...
Montec. ¿Decíais?...
Morel ¿Qué habéis hecho?
Montec. Ninguna necesidad tengo de todos esos
papelotes, puesto que me vais a dar un
solo título.
Morel Pero todavía no le tenéis.
Montec. ¿Qué importa, si tengo otra cosa mejor?
Tengo vuestra palabra.
Morel (Después de escribir.) Aquí tenéis el billete.
Montec. El día 5 de septiembre, a las once...
Morel Os esperaré, y el mismo día recibiréis el
dinero o la noticia de mi muerte.

•; <:lón

FIN DEL ACTO SEGUNDO


\

. , I
ACTO TERCERO

Urf1 salón adornado con lujo, y que figura ser antesala de un salón de
baile. Es de noche. Los criados acaban de enceder las luces. En el
fondo, la puerta que da al salón de baile. A la derecha, la puerta
del aposento del conde Morcef. A la izquierda, la puerta que co¬
munica con las demás habitaciones.

ESCENA PRIMERA
4

UN CRIADO y MOREL

Criado Por aquí, caballero.


Morel Me parece que hay aquí una fiesta, y creía
que la persona que había preguntado por

ESCENA II

Dichos y MERCEDES

í
Mercedes Yo soy esa persona.
Morel Señora...
Mercedes (aiDejadnos solos. (Vase el criado.)
criado.)
¿Me conocéis, señor Morel?
Morel Señora... procuro recordar... Me parece
que he tenido va el honor... pero con¬
fieso...
Mercedes Miradme bien.
— 38

Morel Repito...
Mercedes Soy Mercedes.
Morel Mercedes...
Mercedes Sí, señor, Mercedes la Catalana.
Morel ¡ Imposible !
Mercedes ¿Me encontráis, pues, muy cambiada,
muy envejecida?...
Morel Al contrario, señora... sois joven... y, a
lo que parece, rica y dichosa.
Mercedes Rica, sí, señor Morel ...pero sentaos, os
lo suplico.
Morel Señora...
Mercedes ; Oh ! Me haréis creer que no encontráis
placer en volverme a ver, y que estáis im¬
paciente por marcharos.
Morel Os engañaríais doblemente creyendo eso.
¿Pero me permitiréis que os dirija algu¬
nas preguntas?
Mercedes Con mucho gusto, señor Morel.
Morel La carta que he recibido estaba firmada
por la señora condesa de Morcef.
Mercedes Soy yo.
Morel ¿Vos? Me parece un sueño...
Mercedes Que voy a explicaros. Fernando, ya lo sa¬
béis, partió como soldado en 1816 y vol¬
vió a Francia con el grado de general que
su majestad tuvo a bien confiarle, y al
cual añadió el título de conde. Por eso,
señor Morel, la carta que habéis recibido,
estaba firmada por la señora de Morcef,
y no por Mercedes la Catalana.
Morel Os confieso, señora, que he tenido una
gran satisfacción en volver a ver, antes de
partir nuevamente a Marsella, a la Merce¬
des que tan buenos recuerdos había de¬
jado en mi memoria.
Mercedes (Tristemente.) Acabáis de pronunciar la pa¬
labra'Marsella, y esta palabra trae a la
mía el recuerdo de otras personas que he
conocido... en esa ciudad.
Morel Sí, comprendo, os acordáis de...
Mercedes Dispensadme, señor Morel. Habiendo si-
do para mí demasiado indulgente cómo
amante, no me juzguéis demasiado seve¬
ramente como mujer.
Morel Os juzgaría severamente, por el contra¬
rio, señora, si hubierais olvidado...
Mercedes ¡ No, no ; no he olvidado, señor Morel,
no ! y ahora os confesaré una cosa, y es,
mi deseo al pediros una entrevista...
Morel Sí, sí ; comprendo.
Mercedes ¿Y bien?
Morel ¡ Ah ! señora...
Mercedes ¿Ninguna nueva?
Morel Ninguna.
Mercedes ¿Y no ha vuelto a parecer por Marsella?
Morel Un día corrió la voz que había muerto, y
muerto de una manera extraña y singu¬
lar..
Mercedes Lo sé.
Morel Catorce años, señora ; catorce años estu¬
vo enterrado en vida en el castillo de If.
Mercedes ¡ Infeliz ! (Ocultándose el rostro con ambas manos.)
Morel ¿No es cierto que fué muy infeliz... se¬
ñora?
Mercedes ¡ Sí, sí ; murió ! ¿ Cómo podría ser otra
cosa? Y sin embargo, no**hace muchos
días en la ópera, fué una fascinación...
fué un sueño... No, no, no puede ser.
Morel ¿Qué decís, señora?
Mercedes Escuchad, señor Morel ; yo no puedo
acostumbrarme a la idea de que el pobre
Edmundo haya muerto ; Dios me es testi¬
go ; sin embargo, de. que se le hubiera
creído vivo, nada en el mundo me hubiera
determinado a ser la esposa de otro. Que¬
ría deciros, que si algún día llegáis a sa¬
ber que ambos hemos sido engañados...
que si llegara un día en que compareciese
en Marsella, o que vos supieseis, en fin,
que existía en un lugar cualquiera del
mundo... cuento con vos, señor Morel,
para escribirme esta única palabra : «Vi-
I

.--■10 —

Morel Señora, lo haré al instante.


Mercedes Gracias... Y quizá entonces seré más des¬
graciada... pero estaré al menos más
tranquila. >
Morel No tengo necesidad de deciros, señora,
que si por casualidad volvéis alguna vez
a Marsella...
Mercedes ¡Oh hseñor Morel, no se vuelve tan fá¬
cilmente al sitio donde se han experimen¬
tado semejantes dolores.
Morel Hay una casa en la calle de Meilhan...
Mercedes ¿Donde iríamos en romería?...
Morel Nosotros dos solos, ¿no es verdad?

ESCENA III

Dichos y FERNANDO, presentándose sin haber sido visto.

Fernando ¿Y por qué no los tres? Dantés era ami¬


go mío ; bien lo sabéis, señora.
Morel Señor conde..®
Fernando Me alegro de veros, señor Morel, por¬
que siempre se ve con gusto a un anti¬
guo amigo. ¿Os quedáis al baile?
Morel Gracias, señor conde. Había venido só¬
lo...
Fernando Por invitación de la condesa... Yo soy
quien la he suplicado que os escribiera.
A menudo hablamos del pobre Dantés,
y... desearía por cierto saber de él alguna
nueva.
Morel Señor conde, la señora me hacía el ho¬
nor de decir, en el momento en que ha¬
béis entrado, que aguardaba gente, y yo
la suplicaba se sirviera dispensarme. Par¬
to mañana.
Fernando Está bien, señor Morel. La condesa y yo
pensamos ir a Marsella dentro de algún
tiempo. ¿Permitiréis que os hagamos una
visita?
Morel Será un gran honor para mí... Señor
conde... Señora condesa... (Saluda y se va.)
-41 —

ESCENA IV

FERNANDO y MERCEDES

Fernando ¿Conque nunca olvidaréis a ese hombre,


señora?
Mercedes ¿Os he prometido alguna vez olvidarle?
Fernando No ; bien lo sé ; pero por respeto al nom¬
bre que lleváis, debierais no participar a
los extraños el secreto de vuestro amor.
Mercedes El señor Morel no es un extraño para mí ;
era el segundo padre de aquél...
Fernando De aquel a quien vos amabais. Decidlo
por fin.
Mercedes De aquel a quien amaba... De aquel con
quien debía casarme. Nada era más puro
que ese amor, y nadie tiene derecho de
reconvenirme.
Fernando Callaos, señora ; viene gente.

ESCENA V

Dichos, MORCEF y MONTECRISTO

Morcef ¡ Padre mío ! tengo el honor de presen¬


taros al señor conde de Montecristo.
Fernando Mucho placer recibo en ver a este caballe¬
ro ; ha hecho a nuestra casa, conserván¬
dole su único heredero, un servicio que
excitará eternamente nuestro reconoci¬
miento. (Mercedes se apoya en una mesa para no
caer. El conde de Montecristo, sólo ha contestado a
Fernando con un caballeroso saludo.)
Morcef ¡Ah! ¡Dios mío! ¿qué tenéis, madre
mía? ¿Os sentís mala?
Fernando Os habéis puesto pálida; ¿qué tenéis?
Mercedes No, no es nada ; he experimentado algu¬
na emoción al ver por primera vez a la
persona sin cuya intervención estaría¬
mos en este momento sumergidos en lá-
— 42

grimas y amargura. Caballero, os debo


la vida de un hijo y os bendigo por este
beneficio.
Monteo. Señora, me recompensáis con demasiada
generosidad por una acción muy sencilla :
salvar a un hombre, ahorrar tormentos a
un padre y a una madre, esto no es sólo
una buena obra ; es un acto de humani¬
dad. *
Mercedes Mucha felicidad es para mi hijo el tene¬
ros por amigo, y doy gracias a Dios que
lo ha dispuesto todo así.
Criado El señor de Villefort.
Fernando Que pase al salón. <a Montecristo.) Me dis¬
pensaréis, señor conde, si os dejo un mo¬
mento con la condesa. Voy a recibir a
nuestros convidados.
Morcef. Os dejo con mi madre ; podréis hablar
de vuestros viajes ; puedo aseguraros que
en ello tiene un verdadero placer. Señor
COnde... (Saluda y vase.)

ESCENA VI

MERCEDES y MONTECRISTO

(Ambos permanecen un instante silenciosos; Mercedes


hace indicación al conde de que se siente.)
Mercedes ¿No habéis estado nunca en París, se¬
ñor conde? -
Montec. Nunca, señora.
Mercedes Entonces es no poco honor para mí ser la
primera que os recibe en su casa, y que
os presenta a la sociedad con el hermoso
título de salvador de mi hijo. (En este mo-
mentó atraviesa un criado el salón con una bandeja de
' dulces y frutas.)
Mercedes (ai Dejad eso encima de la mesa.
criado.)
(Acercándose y tomando una manzana. Al conde.) To¬
mad, señor conde, tomad. Las frutas de
Francia no son comparables, bien lo sé,
— 43

a las de Sicilia y Chipre ; mas espero que


seréis indulgente con nuestro pobre sol
del norte. (El conde se inclina y no la admite.)
¿La despreciáis?
Montec. Os suplico que me dispenséis ; no como
nunca fruta. (Mercedes deja la manzana y toma
un dulce.)
Mercedes Tomad, pues, este dulce. (El conde hace ade¬
mán Señor conde ; hay una tier¬
negativo.)
na costumbre árabe que hace eternamente
amigos a los que han comido juntos el
pan y la sal bajo un mismo techo.
Montec. La conozco, señora; pero estamos en
Francia, y no en Arabia ; y en Francia
nada significan el pan y la sal, si bien es
verdad que tampoco hay una amistad
eterna.
Mercedes (Fijando la vista en Montecristo.) Pero, en fin,
somos amigos, ¿no es verdad?
Montec. (Dejando escapar un movimiento, pero reprimiéndose
y con indiferencia.) ¿ Por qué llO lo hemOS de
ser?
Gracias. Mi hijo me ha con¬
Mercedes (Tristemente.)
tado cosas extraordinarias de vuestros
• •

Viajes. (Mudando de tono para variar la conversa¬


ción. )
¿ Es cierto que tanto habéis visto y
viajado y que t^nto habéis sufrido?
Montec. Mucho he sufrido, señora.
Mercedes ¿Y sois ahora feliz?
Montec. Soy feliz porque nadie oye mis quejas...
Mercedes ¿No estáis casado?
Montec. ¡ Casado yo?...
Mercedes ¿Conque vivís solo?
Montec. Solo.
Mercedes ¿'No tenéis, hermano... padre?...
Montec. No tengo a nadie en el mundo.
Mercedes ¿Cómo podéis vivir así?... ¿sin nada que
os haga apreciar la vida?
Montec. No es culpa mía, señora. Amé en Malta
a una joven, e iba a casarme, cuando so¬
brevino la guerra, y me llevó lejos de ella
como un torbellino. Había yo creído que
— Fl —

me amaría bastante para esperarme, pa¬


ra serme fiel aun después de la muerte.
Cuando volví, estaba casada. Tal es la
historia de todo hombre que ha pasado
por la edad de veinte años ; quizá tengo
yo el corazón más débil que otro cual¬
quiera, y he sufrido más de lo que otro
hubiera sufrido en mi lugar.
Mercedes Sí, lo comprendo; y... ¿Habéis vuelto a
ver a esa mujer?
Montec. Nunca.
Mercedes ¿Nunca?
Montec. No he vuelto al país donde ella estaba.
Mercedes ¿A Malta?
Montec. Sí, a Malta.
Mercedes ¿Luego ella está... en Malta?
Montec. Creo que sí.
Mercedes ¿Y la habéis perdonado lo que os ha he¬
cho sufrir?
Montec. A ella, sí.
Mercedes Pero a ella solamente; ¿aborrecéis siem¬
pre a los que os han separado de ella?
Montec. {Haciendo un esfuerzo sobre sí mismo y con sangre
fría.) ¿Yo? ¿Por qué los he de aborrecer?

ESCENA VII

Dichos, FERNANDO

Fernando Señora, en el salón se extraña vuestra


ausencia.
Mercedes Ahora íbamos allí. (A Montecristo.) Dadme
el brazo, señor conde. (Vanse.)
Fernando ¡Dios mío! creo que me vuelvo loco...
¡ Esa revelación !... ¡ esa revelación !...
¡ herirme así, como un rayo, en mitad de
un baile !... ¡ Oh ! ¡ qué amarga es la des¬
honra ! (Sentándose en una silla y sacándose un pe¬
riódico del bolsillo. Leyendo.) «El oficial fran¬
cés, al servicio de Alí, bajá de Janina, de
quien hablaba hace tres semanas El Trh-
parcial, y que no solamente vendió el
castillo de Janina, sino que entregó a los
turcos a su bienhechor, se llama el con¬
de Morcef, y es miembro de la Cámara
de los pares. » (Estrujando el periódico en sus ma¬
nos.) j Oh ! ¡ fatalidad ! Pero ¿quién ha im¬
pulsado eso? ¡ Dios mío ! ¿De dónde viene
ese tiro? ¿Quién es el hombre vil y co¬
barde que ha hecho escribir eso en un pe¬
riódico, para deshonrarme a los ojos de
la Europa entera? ¿Quién es el hombre
cuyo ojo perspicaz y certero ha podido
penetrar en mi pasado, arrancando esa
página horrible de mi vida...? ¡Oh ! Vie¬
ne gente... no quiero ver a nadie, a na¬
die ; necesito estar solo. (Entra en una habi¬
tación de la derecha.)

ESCENA VIII

MONTECRISTO

Sí ; ¡ huye, aléjate ! busca de tu casa el


rincón más solitario ; escóndete en él con
tus remordimientos ; no evitarás tampo¬
co que llegue a tus oídos, como eco de
venganza, la indignada murmuración que
en estos momentos produce la estampada
revelación de todas tus bajezas, traicio¬
nes y que en forma de folletín, yo mismo
he hecho repartir en tus salones. ¡ Dios
me ha inspirado ! ¡ justo es tu castigo al
empezar mi venganza ! ¡ reptil miserable !
que me robaste lo que yo más quería en
este mundo, vas a encontrarte frente a
frente del hombre que arranca la más¬
cara que encubre tanta monstruosidad
y que a la faz de Francia, que te colmó
de honores, arroja las pruebas de tu trai¬
ción. ¡ Dantés ! se aproxima el momento
por tantos años deseado ; salga de una
— i6

vez toda la hiel aglomerada en tu cora¬


zón, y con la sonrisa en los labios, ve a
confundirte un momento más entre esa
turba de aduladores que se humillan ante
esos infames Danglars y Villeforts, mien¬
tras la Providencia, con sus inexorables
fallos, decreta el castigo de los traidores
y cuyo ejecutor manda el tribunal de Dios
sea el conde de Montecristo.

U-. ; •

TELÓN

FIN DEL ACTO TERCERO

J
ACTO CUARTO

# - - %

Rico salón, profusamente iluminado.

ESCENA PRIMERA

MERCEDES y MORCEF

Mercedes ¿Qué tienes, Alberto, hijo mío? Estás


pálido... No sé ; esta noche me parece
que nadie está aquí contento ; reina en to¬
dos los semblantes una tristeza, un aire
de inquietud, ¿qué sé yo? Como si hubie¬
ra sobrevenido una gran desgracia.
Morcef Es que, en efecto, ha sobrevenido una
gran desgracia, madre mía. (Sacando un pe¬
riódico del bolsillo.) Leed.
Mercedes ¡ Oh !
Morcef ¿Qué decís, señora?
Mercedes ¡ Dios mío ! ¡ Dios mío !
Morcef Madre mía, ¿conocéis algún enemigo del
señor de Morcef?
Mercedes Hijo mío, las personas que ocupan la po¬
sición del conde, tienen muchos enemi¬
gos, a quienes no conocen, y éstos, como
sabes, son los más terribles.
Morcef Dicen los maldicientes, si el tal escrito es
del conde de Montecristo.
Mercedes ¿ El conde de Montecristo nuestro enemi¬
go? ¡ Alberto ! ¿Quién te lo ha dicho? ¿Y
— 13 —

por qué? ¿Estás loco? Montecristo nos


ha manifestado la mayor amistad : te ha
salvado la vida, y tú mismo me lo has
presentado. Pero di : ¿dónde está tu pa¬
dre? ¿Dónde está el conde?
Morcef En su gabinete tal vez, puesto que ha
abandonado el salón en cuanto ha leído el
periódico.
Mercedes ¡ Oh ! voy a verle.

- ESCENA II

MORCEF, queda solo un momento y pensativo, en el proscenio, mien¬


tras que Mercedes se ha marchado por la derecha. MONTE-
CRISTO y MAXIMILIANO, que llegan del salón.

Montec. Magnífico baile ; el señor conde de Mor¬


cef se ha portado... Buenas noches, Al¬
berto : ¿cómo es que no os he visto en el
salón ?
Morcef Porque os andaba buscando.
Montec. ¿A mí?...
Morcef Sí ; y por cierto que temía que os oculta¬
seis.
Montec. ¡ Ocultarme yo ! ¿ A qué viene esa
chanza?
Morcef Mi objeto no es el de chancearme, señor
conde. Es, por el contrario, el de pediros
una explicación.
Montec. ¡ Una explicación en un baile ! Aunque
poco familiarizado con las costumbres de
París, no me parece que sea este sitio el
más a propósito para pedir explicaciones.
Morcef Cuando uno teme que las personas se
oculten, es preciso dirigirse a ellas donde¬
quiera que se las encuentre.
Montec. Van ya dos veces que me habéis hablado
de ocultarme, y creo que esto es por vues¬
tra parte una impertinencia, pues si mal
no recuerdo, ayer estuvisteis en mi casa.
— 49

Morcef Ayer estuve en vuestra casa, porque ig¬


noraba quién erais.
Montec. ¿Habéis perdido el juicio, señor de Mor¬
cef?
Morcef Señor Conde... (Sacando un guante y tratando de
arrojarlo al conde, al propio tiempo que Maximiliano
se adelanta y le impide la acción cogiéndole de la
mano.)
Maximil. ¡Alberto! ¡querido amigo! ¿estáis en
vos ?
Montec. (Adelantándose y cogiendo el guante de entre las ma¬
nos de Caballero, tengo por
Maximiliano.)
arrojado vuestro guante, y tendré el ho¬
nor de enviároslo envuelto en una bala.
(Saluda a Alberto y se dirige hacia el foro.)
Morcef Muy bien ; voy por mis padrinos. (Vase.)

ESCENA III

MONTECRISTO y MAXIMILIANO

Maximil. ¿Qué le habéis hecho?


Montec. Yo, nada.
Maximil. ¿Y qué haréis de él?
Montec. ¿De quién?
Maximil. De Alberto.
Montec. De Alberto ¿qué es lo que haré? Tan cier¬
to como estáis aquí y aprieto vuestra ma¬
no, le mataré mañana antes de las diez :
eso es lo que haré. Ahora, Morel, cuento
con vos, ¿no es verdad?
Maximil. Ciertamente, y podéis disponer de mí,
conde; sin embargo...
Montec. ¿Tendríais, acaso, deseos de rehusar0
Maximil. En manera alguna.
Montec. Ahora, os suplico tratéis cuanto antes de
avistaros con los testigos que haya ele¬
gido para el duelo, a fin de que se verifi¬
que mañana mismo. Advirtiéndoos que
aceptaré cualesquiera condición, y de pa-
C°nde 4
— 50 —

so os ruego me enviéis esta noche un re¬


cado, indicándome las armas y la hora.
Maximil. Está bien. (Vase.)

ESCENA* IV

MONTECRISTO, en seguida MERCEDES

Montec. Se va completando mi obra ; toco el fin


de mi carrera. Dios ayuda a la buena
causa.
Mercedes (Que sale de la derecha, se dirige hacia Montecristo y
Ed¬
se inclina ante él como si quisera arrodillarse.) J
mundo ! ¡ Edmundo ! no matéis a mi hijo.
Montec. ¿Qué nombre habéis pronunciado, seño¬
ra de Morcef?
Mercedes El vuestro, el vuestro, que únicamente yo
no he olvidado. Edmundo, no es la seño¬
ra de Morcef la que os habla, es Mer¬
cedes.
Montec. Mercedes murió, señora, y no conozco ya
ninguna de ese nombre.
Mercedes Mercedes vive, y Mercedes no ha tenido
necesidad de adivinar de dónde ha salido
el tiro que ha herido al señor de Morcef.
Montec. Fernando, querréis decir, señora ; puesto
que nos acordamos de nuestros nombres
propios, que sea de» todos.
Mercedes En vuestro sarcasmo, Edmundo, conozco
que no me había engañado, y os suplico
que no matéis a mi hijo.
Montec. ¿Y quién os ha dicho, señora, que yo
quiero hacer daño a vuestro hijo?
Mercedes La escena que ha tenido lugar aquí, y que
he presenciado desde aquella puerta.
Montec. Entonces, puesto que lo habéis visto to¬
do, habréis visto también que el hijo de
Fernando me ha insultado públicamente.
Mercedes ¡ Oh, por piedad !
Montec. Habréis visto que me hubiera arrojado el
—- 51

guante a la cara, si uno de mis amigos, el


señor Morel, no le hubiese detenido el
brazo.
Mercedes Escuchadme : mi hijo todo lo ha adivina¬
do, y os atribuye las desgracias de su
padre.
Monte c. Señora, os equivocáis, no son desgra¬
cias, es un castigo ; no he sido yo, ha sido
la Providencia quien ha castigado al se¬
ñor de Morcef.
Mercedes ¡ Ah ! terrible venganza por una falta que
me ha hecho cometer la fatalidad, porque
la culpable soy yo, Edmundo, y si que¬
ríais vengaros, debió ser de mí, que no
tuve fuerzas para soportar la ausencia y
mi soledad.
Montéc. ¿Pero por qué estaba yo ausente y vos
sola?
Mercedes Porque estabais detenido, Edmundo, por¬
que estabais preso.
Montec. ¿Y porgué estaba vo preso?
Mercedes Lo ignoro.
Montec. Sí, vos lo ignoráis, señora, así lo creo ;
pero voy a decíroslo. Me prendieron por¬
que en la víspera del día en que iba a ca¬
sarme con vos, un hombre llamado Dan-
glars escribió esta carta, que el pescador
Fernando se encargó de entregar al pro¬
curador del rey. (Sacando de la cartera un pa¬
pel que entrega a Mercedes.)
Mercedes (Leyendo.) ¿ Esta Carta?
Montec. Me ha costado doscientos mil francos el
poseerla ; pero poco es esto, puesto que
hov me permite disculparme a vuestros
ojos.
Mercedes ¿Y el resultado de esta carta?
Montec. Lo sabéis, señora ; fué mi prisión ; pero
ignoráis el tiempo que duró, ignoráis que
permanecí catorce años preso en un cala¬
bozo del castillo de If ; ignoráis que cada
día, durante estos catorce años, he reno¬
vado el juramento de venganza que hice
— 52 —

el primero de ellos, y con todo no sabía


que os hubieseis casado con Fernando,
mi denunciador, y que mi padre hubiese
muerto de hambre.
Mercedes ¡ Santo Dios !
Montec. Pero lo supe al salir de mi prisión ; y por
Mercedes viva, y por mi padre muerto,
juré vengarme de Fernando, y me ven¬
go. (Pausa.) >
Mercedes ¿Y estáis seguro que el desgraciado Fer¬
nando ha hecho eso?
Montec. Por mi vida que lo ha hecho, como os lo
digo, señora. Y luego, ¿qué tiene eso de
extraño para el hombre que se pasa a los
ingleses siendo francés por adopción?
¿Para el hombre que siendo español de
nacimiento, hace la guerra a los españo¬
les ; para el estipendiario de Alí, que le
vende y le asesina traidoramente? Pues
bien, los franceses no se han vengado del
traidor ; los españóleselo le han fusilado ;
Alí, desde su tumba, vé sin castigo al
asesino; pero yo, engañado, asesinado,
enterrado vivo en una tumba, he salido
de ella, gracias a Dios ; a él debo ven¬
ganza, me envía para eso, y heme aquí,
señora, heme aquí.
Mercedes ¡Perdonad, Edmundo! ¡perdonad por
Mercedes !
Montec. ¿Que no destruya a esa raza maldita?
¿Que desobedezca a Dios, que me ha
sostenido para su castigo? ¡ Imposible,
condesa de Morcef ! ¡ Imposible ! Os lo
repito, señora ; preciso es que me vengue,
y me vengaré.
Mercedes Vengaos, Edmundo ; vengaos sobre los
culpables, sobre él, sobre mí; pero no so¬
bre mi hijo.
Montec. Está escrito sobre un libro santo, seño¬
ra : las faltas de los padres, caerán sobre
sus hijos hasta la tercera y cuarta gene¬
raciones.
— 53 -

Mercedes ¡ Edmundo ! ¡ Edmundo ! Desde que os


conozco, he adorado vuestro nombre, res¬
petado vuestra memoria. ¡ Oh ! no bo¬
rréis la noble y pura imagen que tengo en
mi corazón ; porque yo también, Edmun¬
do, creedme, yo también, por criminal
que sea, he sufrido mucho.
Montec. ¿Habéis perdido vuestro padre estando
ausente? ¿Habéis visto a la mujer que
amabais dar su mano a vuestro rival,
mientras estabais en un hondo calabozo?
Mercedes No, no ; pero he visto al que amaba pron¬
to a ser el matador de mi hijo.
Montec. ¿Qué me pedís? ¿Que vuestro hijo viva?
Pues bien ; vivirá.
Mercedes Habéis dicho que mi hijo vivirá ; vivirá,
¿no es verdad?
Montec. Vivirá, señora.
Mercedes Edmundo, nada tengo ya que pedir al
cielo : os he vuelto a ver, y os hallo tan
noble y grande como otras veces. Adiós,
Edmundo ; adiós, y gracias. (Vase.)
Montec. Fui un insensato en no haberme arranca¬
do el corazón el día que juré vengarme.

ESCENA V

MONTECRKTO y MORCEF

Morcef Caballero, acabo de oirlo todo : mi ma¬


dre me había encargado que escuchara
vuestra conversación y como de antema¬
no sabía yo cuál sería vuestra respuesta,
había apelado a mi corazón para el desen¬
lace. Os he provocado, señor conde, por¬
que habéis divulgado la conducta del se¬
ñor de Morcef en Epiro ; por culpable que
fuese mi padre, no os creía a vos con dé-
recho para castigarle ; pero hoy sé que te¬
néis ese derecho. No es la traición de
Fernando Mondego con Alí bajá lo que
— ni —

me hace disculpar vuestra conducta ; es,


sí, la traición del pescador Fernando con
vos y las desgracias inauditas que os pro¬
dujo ; a mi pesar conozco que tenéis ra¬
zón para vengaros de mi padre.
Montec. Admito las excusas que acabáis de dar¬
me, Alberto : sois un hijo noble, y un ca¬
ballero pundonoroso. (Alberto se va.) ¡ Siem¬
pre la Providencia ! ¡ Ah ! Desde hoy sí
que creo ciertamente. ser el enviado de
Dios.

ESCENA VI
MONTE CRISTO y FERNANDO

(Fernando sale de la izquierda y llama a Montecristo


al momento que éste va a salir por la derecha.)
Fernando ¡ Señor conde de Montecristo !
Montec. ¡ Ah ! ¡ es el señor de Morcef !
Fernando Habéis tenido esta noche un lance con mi
hijo, caballero.
Montec. ¿Sabéis eso?
Fernando Y sé que mi hijo tenía excelentes razones
para batirse con vos y hacer cuanto pu¬
diera para mataros.
Montec. Las tendría, no digo que no ; pero vos no
sabéis que a pesar de ellas, no sólo no me
matará, sino que ni aun se batirá.
Fernando ¿A qué atribuir semejante conducta?
Montec. A la convicción de que había en este asun¬
to un hombre más culpable que yo.
Fernando ¿Y quién es ese hombre?
Montec. Su padre.
Fernando Sea; ¿pero sabéis que a nadie gusta el
verse convencido de culpabilidad?
Montec. Lo sé, y por eso esperaba lo que sucede
en este momento.
Fernando ¿Esperabais que mi hijo fuera un co¬
barde?
Montec. Alberto de Morcef no es un cobarde.
FERNANDO Un hombre que tiene una espada en la
mano, que ante su punta ve a un enemi¬
go mortal, y no se bate, es un cobarde.
¡Ah! ¿por qué pío está aquí para poder
decírselo?
Montec. Caballero, no pienso que hayáis venido a
contarme vuestros negocios de familia : *
id a decir eso a Alberto, que él sabrá
contestaros.
Fernando No, no ; tenéis razón : no he venido para
eso ; he venido para deciros que puesto
que los jóvenes de este siglo no se baten,
debemos batirnos nosotros... ¿Sois de mi
opinión ?
Montec. Perfectamente.
Fernando Partamos, no tenemos necesidad de tes¬
tigos.
Montec. En efecto, es inútil ; nos conocemos muy
bien.
Fernando Al contrario ; yo creo que no nos cono¬
cemos.
Montec. (Desdeñosamente.) ¡ Bah ! ¿ no sois vos el sol¬
dado Fernando, que desertó la víspera de
la batalla de Waterlóo? ¿El teniente
Fernando que sirvió de guía y espía al
ejército francés en España? ¿El capitán
Fernando que vendió y asesinó a su
bienhechor Alí? Y todos estos Fernandos
reunidos ¿no son hoy el teniente general,
conde de Morcef, par de Francia?
F ERNANDO ¡ Oh ! miserable, que me echas en cara
mis-faltas, en el momento en que quizás
vas a matarme, hay más honor en mí, en
medio de mi oprobio, que en ti bajo ese
pomposo aspecto. Tu nombre es lo que
pido, el verdadero de tus cien nombres, a
fin de poderlo pronunciar sobre el terreno
del combate, en el momento en que clave
mi espada en tu corazón.
Montec. Fernando : de mis cien nombres, basta
uno sólo para herirte como el rayo ; pero
éste lo adivinas, o por lo menos te acuer-
das de él, porque a pesar de mis penas,
de mis martirios, te enseño hoy un ros¬
tro que la dicha de la venganza rejuvene¬
ce : ¡ Edmundo Dantés, Fernando ! ¡ Ed¬
mundo Dantés ! ¿Te acuerdas ahora?
Fernando (Retrocediendo pálido y azorado hasta la puerta de su
cuarto y precipitándose en él.)¡ Edmundo Dan-
tés ! ¡ Oh ! ¡ justicia de Dios !
Montec. (Luego que Fernando ha desaparecido.) Ahora em¬
pieza mi venganza. Sí, tú lo has dicho :
¡ Justicia de Dios !

TELÓN

FIN DEL ACTO CUARTO


ACTO QUINTO

La escena en Marsella, en el gabinete de Morel.

ESCENA PRIMERA

JULIA y MOREL

Julia ¡ Ah ! Gracias a Dios, padre mío. ¡ Con


cuánta impaciencia te aguardaba ! Di :
¿ Has sido más venturoso que la vez que
.te acompañé? ¿No contestas? ¿Acaso no
tienes confianza en tu hija?...
Morel Tengo confianza en ti, pobre hija mía,
cuando hay buenas nuevas que partici¬
parte ; pero ¿a qué comunicarte mis es¬
peranzas, cuando mis esperanzas se cam¬
bian en angustias y dolores?
Julia Pero en fin, ¿ese viaje?
Morel Inútil. Y hoy es el cinco de septiembre, y
son las diez de la mañana, y...
Julia ¿Dónde vas padre mío?
Morel A mi gabinete.
Julia ¿A qué?
Morel Voy a buscar un papel que me hace falta,
hija mía.
Julia ¿Quieres que vaya a buscártelo?
Morel No, gracias.
ESCENA II

JULIA; en seguida MAXIMILIANO

J UL1A Algo hay de extraño en la manera cómo


me habla hoy mi padre. (Dirigiéndose a la puerta
por donde ha salido Morel. y mirando.) ¡ Se pone a
escribir !... Me oprime el corazón una idea
cruel... Afortunadamente he escrito a Ma¬
ximiliano que viniera, y no puede tardar.
¡ Ah ! ¡ ahí está ; bien decía yo !
Maxim il. ¡ Julia ! ¡ querida Julia ! ¿Qué sucede hoy
en esta casa?
Julia ¿Qué sucede preguntas, Maximiliano?
Sucede que hoy es el cinco de septiembre,
que hoy es el día que vence el plazo de
una fuerte suma, y que mi padre no tiene
con qué pagar.
Maximil. ¡Dios mío! ¡Ah! Toma esta carta que,
al entrar, un desconocido ha puesto en
mi mano encargándome que no sea abier¬
ta más que por ti sola.
Julia ¿Por mí sola? Quizá una esperanza...
¡Oh! a ver... a ver... (Leyendo la carta.)
«Idos sin pérdida de tiempo a la calle de
Meilhan, entrad en la casa número quince,
y pedid al portero la llave del quinto piso ;
subid a la habitación, tomad un bolsillo
que hallaréis sobre el mármol de la chi¬
menea, y llevadlo a vuestro padre. Es im¬
portante que tenga este bolsillo antes de
las once. Si se presentara otra persona
que no fuerais vos, o si fuerais acompaña¬
da, el portero contestará que no sabe de lo
que se le habla.» Sin firma.
Maximil. ¿Piensas ir adonde dice esa carta?
Julia Ciertamente.
Maximil. Te acompañaré.
Julia ¿No has oído? «Si se presentara otra per¬
sona que no fueseis vos, o si fueseis acom-
— 50 -

panada, el portero contestará que no sabe


de qué se le habla.»
Maxtmil. Vé, pues, y que Dios te guíe, hermana
mía. (Van se los dos.)

ESCENA III

MOREL; en seguida DAÑOLARS

M OREL (Que se adelanta cabizbajo, y se sienta en un sillón.)


Tengo escrito ya mi testamento. Dios me
perdone mi suicidio ; pero es el único me¬
dio que puede salvar mi honor. (Danglars
aparece en la puerta, pálido, ;muy envejecido... en des¬
orden los cabellos y cubierto de ¿ Quién
harapos.)
anda ahí?... (Volviéndose.) ¿Un mendigo?
Danglars Sí, un mendigo, señor More!.
Morel Esa voz... ¿Quién sois?
Danglars Hace tres meses me llamaban el barón
Danglars.
Morel ¡ Danglars ! j Ah ! sí, ya me acuerdo ; me
dijeron también que os habíais vuelto
loco...
Danglars Poco ha faltado. Oíd mi historia, señor
Morel. Había salido de París con cinco
millones, resto de mi fortuna que desapa¬
reció como un soplo, cual si una mano in¬
visible me la hubiera ido poco a poco arre¬
batando. Al llegar a las inmediaciones de
Roma, caí prisionero en manos de unos
bandidos cuyo jefe era un tal Luis Acam¬
pa ; sin robarme nada me llevaron a una
cueva, me sepultaron en ella, y en segui¬
da parecieron haberse olvidado de mí. A
las veinticuatro horas sentí el aguijón del
— hambre ; llamé ; se me presentó un bandi¬
do ; le pedí pan y agua, y me exigió en
cambio un millón. ¡ Un millón ! ¿Com¬
prendéis, señor Morel ? Creí que se chan¬
ceaba, y dije que quería ver al jefe. Se
presentó éste. —¿Cuánto queréis por mi
í

— 60 - -

rescate? — le pregunté. —Nada más que


los cinco millones que lleváis. —No poseo
más que esto en el mundo, — le contesté.
—Si me lo quitáis, quitadme la vida.—
Nos está prohibido el verter vuestra san¬
gre,—me dijo entonces.—¿Y por quién?
—Por el que nos manda, — me contestó.
—¿Obedecéis a alguno?—Sí, a un supe¬
rior. —¡ Creía que vos lo erais !—dije.—•
Soy el jefe de estos hombres,—me dijo,
—pero otro es el mío. —Y ese jefe ¿obe¬
dece a alguno? —Sí. —¿A quién? —A
Dios, — me dijo solemnemente. Confié-
soos, señor Morel, que no lo comprendí.
Tanto como me fué posible, resistí el
hambre devoradora que en mí se desper¬
taba ; pero por fin, postrado, sediento, di
un millón en cambio del cual me dieron
pan y agua. Al día siguiente otro millón
por otro pedazo de pan. A los tres días
lo mismo. Cinco pedazos de pan y cinco
vasos de agua me costaron cinco millo¬
nes.
Morel ¡ Infeliz !
Danglars ¡ Sí, tenéis razón, infeliz ! ¡ muy infeliz por
cierto ! Cuando me hubieron quitado mi
fortuna, me sacaron de aquella maldita
cueva dejándome en mitad del camino. Yo
no sé de qué manera he venido. Sólo sé
que estoy hambriento y que pido limosna.
Morel Señor Danglars, pobre y miserable como
estáis, no tardaréis en abandonar la casa
en que os habéis refugiado. Esta es mi
mano, la mano de un amigo leal y verda¬
dero.
Danglars Os vengáis, noblemente. No hace mucho
tiempo, que habiendo acudido vos a mí,
sólo tuvieron mis labios palabras de hu¬
millación y desprecio. ¡ Oh ! es una noble
venganza la vuestra, señor Morel.
Morel He olvidado ya lo que queréis recordar.
— 61 —

Aguardadme aquí. Vendré pronto a des¬


pedirme de vos.
Danglars ¿A despediros? ¿Os vais pues?
Morel Sí.
Danglars ¿Será largo vuestro viaje?
Morel Muy largo.
Danglars ¿Adónde vais?
Morel A la eternidad. (Vasé.)

ESCENA IV

DANGLARS; MONTECRISTO en seguida

Danglars ¿ Qué querrá decir ? ¡ Oh ! he padecido


tanto, que casi no puedo ya compadecer.
Ayer... Ayer era millonario, nadaba en
oro y en la abundancia, y hoy... Hoy pido
limosna. (Montecristo aparece en la puerta.) De-
contador a banquero, de banquero a men¬
digo... ¡Dios mío! Iluminad mi corazón,
decidme ¿ quién me ha robado mi fortuna ;
quién me ha precipitado en el abismo en
que me encuentro?
Monteo. (Adelantándose.) Yo, Caballero.
Danglars ¡ El señor conde de Montecristo !
Monteo. El mismo, señor barón. Vengo a acla¬
rar algunos puntos y algunas épocas de
vuestra vida, que deben pareceros obscu¬
ros. ¿No pedíais a Dios que os dijera el
nombre del que os ha precipitado en el
abismo, del que ha hecho de vos, banque¬
ro y diputado, un mendigo y pordiosero,
del que ha trocado en miseria vuestra
grandeza, en harapos vuestro oro? Pues
bien, yo os lo diré.
Danglars ¡ Vos !
Monteo. Yo. Hace dos meses, una noticia falsa co¬
municada por telégrafo, os hizo perder
dos millones en la baja. Se dijo que un
hombre había comprado al encargado del
telégrafo. Ese hombre fui yo.
Danglars ¡ Vos !
Montec. Sin saber cómo, ni por qué, sin que na¬
die pudiera sospecharlo, quebró la casa
Franz y Volmand de Francfort, envol¬
viéndoos en su quiebra por una suma con¬
siderable. Yo fui quien por medio de una
arriesgada operación hice quebrar la in¬
dicada casa.
Danglars ¡ Vos !
Montec. Yo soy, en fin, el superior a quien os di¬
jeron que obedecían los bandidos de
Vampa.
Danglars Pero ¿quién sois, Dios mío? ¿Qué fatali¬
dad os ha lanzado en mitad de rhi cami¬
no? ¿De quién habéis recibido órdenes y
poder para variar el curso de mi estrella?
Montec. De Dios.
Danglars ¡ Dios ! ¡ vSiempre Dios ! conde de Monte-
cristo...
Montec. Os equivocáis, no soy el conde de Monte-
cristo. Mirad mejor y más lejos.
Danglars ¿Quién sois pues? ¡decid!
Montec. Soy el que habéis vendido condenándome
a mí también a morir del mismo modo ;
soy en fin, el espectro de un desgraciado
que sepultasteis en el castillo de If, espec¬
tro salido de la tumba, al que Dios ha
puesto la máscara de conde de Montecris-
to y le ha cubierto de oro y diamantes
para que no le reconozcáis hoy. Soy en
fin...
Danglars ¡ Ah ! lo sé, lo sé va, no pronunciéis ese
nombre. Ese nombre me asesina.
Montec. ¡ Soy Edmundo Dantés ! ¡ Para los de¬
más una venganza vulgar, la muerte ;
para vos, causa de todos mis males, lo
que es más horrible que la muerte, la lo¬
cura !
Danglars (Cae ile rodillas como herido por un rayo ; pero no tarda
en levantarse delirando; desencajado el rostro, perdida
¡ Dantés !... ¿Dónde está Dantés?
la razón.)
Quiero verle, quiero hablarle... ¡ Ah ! ¡ En
— 63
*

el castillo de If ! Tanto mejor, así no será


Capitán del F ClYLlOU. (Corriendo precipitadamente
y saliendo de la escena.) ¡ Edmundo ! ¿Dónde
está Edmundo? ¡Ah! A bordo tiene una
carta del usurpador... Corramos a bor¬
do... ¡ Edmundo !... (Vase.)
Montec. (Cruzado de brazos y mirando partir a Danglars.) \ a
he dado cima a mi empresa. (Vase.)

ESCENA V

MOREL ; en seguida MAXIMILIANO

Mor el (Con una caja de pistolas que deja encima de la mesa.)


No está ya Dang-lars. Se habrá cansado
dejesperar. Derrame Dios sobre su cabe¬
za la felicidad que a mí me roba. Acabe¬
mos. (Abre la caja y saca un par de pistolas. Ma¬
ximiliano, que entra en aquel instante, se le acerca si¬
lenciosamente.)
Maximtl. Padre mío, ¿esas pistolas?
Morel (¡ Mi hijo ! sólo me faltaba este último
g-olpe.)
Maximil. ¡ Esas armas, padre mío ! En nombre del
cielo, ¿para qué queríais esas armas?
Morel (Levantando la cabeza y mirando a su hijo.) Maxi¬
miliano, eres hombre, y hombre de ho¬
nor... Voy a decírtelo. (Abriendo un libro de
caja.) Mira. O
Maximil. ¿Qué?
Morel Dentro de media hora tengo que pagar
trescientos mil francos... sólo hay en caja
quince mil. Nada tengo que añadir.
Maximil. . ¿Y habéis hecho cuanto os ha sido posi¬
ble, padre mío, para evitar esta desgra¬
cia ?
Morel Sí.
Maximil. ¿Ningún dinero debe entrar en caja?
Morel Ninguno.
— 64 —

Maximil ¿Habéis apurado todos vuestros recursos?


Morel Todos.
Maximil. ¿Y dentro de media hora queda deshon¬
rado nuestro nombre?
Morel La sangre lava el honor.
Maximil. ¡ Padre !
Morel La casa Thompson y French es la única
que ha tenido consideración conmigo.
Sea, pues, reembolsada esa casa la pri¬
mera, hijo mío ; séate sagrado ese nom¬
bre.

ESCENA VI

Dichos y JULIA

Julia (Entrando ¡ Padre mío ! ¡ Padre


apresurada.
mío ! ¡ Estáis salvado !
Morel ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué? ¿Qué
hay?
Julia ¡ Esta abolsa ! ¡ Esta bolsa !... ¡ Mirad !
Morel ¡Mi letra pagada!... ¡Un diamante!...
«Dote de Julia» ¿Qué quiere decir esto?
Veamos, hija mía... Explícate... ¿Dónde
has encontrado esta bolsa?
Julia En la casa número quince de la calle de
Meilhan. En el quinto piso... Encima del
mármol de*la chimenea...
Morel ¡ Era la habitación del viejo Dantés !...
Julia Tomad, leed.
Morel ¿Qué es esto?
Julia Una carta que un desconocido ha dejado
en casa esta mañana.
Mor el (Leyendo.) «Idos sin pérdida de tiempo a la
calle de Meilhan ; entrad en el número
quince, y pedid al portero la llave del
quinto piso. Subid a la habitación, tomad
un bolsillo que hallaréis sobre el mármol
— 65

de la chimenea, y llevadlo a vuestro pa¬


dre ; es importante que lo tenga antes de
las once.»
Maximil. (interrumpiéndole.) ¡ Padre mío ! ¡ Padre mío !
¿No me dijiste que el Faraón había nau¬
fragado?
Morel ¡ Ay ! demasiado cierto por mi desgracia.
Maximil. Os engañáis ; el Faraón está entrando en
el puerto.
Morel ¿Estás loco?
Maximil. No, señor, no ; mirad, desde esta venta¬
na podréis verlo. (Todos se acercan a la ven¬
tana.)
Morel La gente se agrupa en el muelle... En
efecto, un buque está entrando a toda ve¬
la... es enteramente nuevo... El Faraón,
Morel e hijos, de Marsella... (Toma un ante¬
ojo.) Pero ¿cómo puede ser esto? ¿Qué
ángel salvador me liberta de una muerte
inevitable?

ESCENA ÚLTIMA

Dichos y MONTECRISTO

Monteo. Edmundo Dantés.


Morel (Asombrado.) ¡ El conde de Montecristo !
Monteo. Para los infames que tan vilmente me han
atormentado, que con tanta crueldad me
han perseguido, he sido el conde de Mon-
teeristo ; para vos, mi bienhechor, mi se¬
gundo padre, siempre soy Edmundo Dan-
tés. (Arroja la capa o paletot que le cubría y descu¬
bre el traje de marino que llevó en la primera parte.)
Todos ¡ Edmundo Dantés !
Morel (Abrazando a Edmundo y a sus hijos.) ¡Hij os !
¡ Hijos míos !
Monteo. ¡ Padre mío ! Creo haber cumplido lo que
Conde — 5
66

debía. Exterminio a los infames ; grati¬


tud y reconocimiento para los buenos.
Morel ¡ Ah ! ¡ Bendito seas, Edmundo ; bendito
seas !

TELÓN

FIN DEL DRAMA


TEATRO MUNDIAL
Dirección: San Pablo9 21 - BARCELONA

OBRAS PUBLICADAS
La Princesa del Dollar El Alcalde de Zalamea
La Ola gigante Los dos pilletes
El señor Conde de Lu- D. Juan de Serrallonga
xemburgó El Rey Lear
Captura de Raffles o el Espectros
triunfo de Sherlock Las Cigarras Hormigas
Holmes El Registrode la Policía
El Sol de la Humanidad El vergonzoso enPalacio
Zazá La Fuerza de la Con-
Mujeres Vienesas Aurora ciencia
Hamlet Eva
Giordano Bruno El Bufón
El nido ajeno El Cuchillo de Plata
El Rey Nick Cárter
Prisionero de Estado o La Cena délos Cárdena-
la Corte de Luis XIV ¡Justicia Humana! les
Los Miserables El Señor Feudal
La ladrona de niños El veranillo deS. Martín
Los dioses de la mentira El desdén con el desdén
Cristo contra Mahoma Cuento inmoral
Juventud de Príncipe Amor de amar
Juan José La damade las camelias
La sociedad ideal La domadora de leones
La cizaña Los dos sargentos fran-
Entre ruinas E1 Místico ceses
La vida es sueño García del Castañar
Sabotage La fierecilla domada
Pasa la ronda El honor
Magda El sí de las niñas
El Papá del Regimiento María Antonieta
La duda alegre El Conde Montecristo
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