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Malvinas... (R. Herrscher)

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Malvinas: fotos borrosas y una carta perdida

2 de abril de 2021

Roberto Herrscher

Ya son 39 años desde aquel 1982 en que a los diez mil veteranos
argentinos la Guerra de las Malvinas nos cambió la vida. Tardé mucho en
escribir, en saber qué y cómo escribir, sobre esos días terribles.
Este es el primer texto que publiqué en un diario: fue en el décimo
aniversario, abril de 1992. En el Suplemento Sí de Clarín, gracias al gran
editor Marcelo Franco. Iba con un dibujo que no puedo encontrar ahora, del
genio Hermenegildo Sabat, que mostraba a un soldado acribillado de
manchas de tinta.

Acababa de leer el libro que me marcó el camino, “Las cosas que llevaban”,
del mejor escritor de la guerra y veterano de Vietnam Tim O’Brian. Los que
lo leyeron encontrarán el intento de encontrar mi voz en la suya. Lo llamé
“Fotos borrosas y una carta perdida”.

Es la primera vez que la comparto después de esa publicación hace 29


años. Y quise acompañarla con primera foto que me tomaron en el living de
la casa de mis padres, apenas volví de la guerra y todavía no me había
sacado la gorra sucia de humo y de muertes.

Esa es mi foto borrosa:

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Y esta es mi carta perdida:

“Esa mañana del 15 de junio de 1982, un día después de la rendición, nevó


por primera vez. Ahí me dí cuenta que todavía no había empezado el
invierno. Por los caminos escarchados, tropezando con las piedras, los
fantasmas bajaban esqueléticos y ojerosos de las montañas. Nunca más vi
miradas así. Yo pasaba con un grupo de sobrevivientes por entre los
soldados de ambos bandos que enterraban a sus muertos entre los charcos
helados y el humo que salía de la boca junto con las puteadas. Después vi
en el casino de oficiales a altos jefes militares de ambos bandos
risueñamente tomando whisky.

***

La guerra de las Malvinas es menos la que yo viví que la que imaginaron


ustedes. Tiene más de fantasía que de realidad. Como me imagino le
pasará a los que conocieron a Gardel o frecuentaron a Marilyn Monroe, ya
se me hace que lo que me acuerdo no es lo que pasó. Malvinas es lo que
creen y piensan los millones que nunca pisaron esa turba porosa ni sintieron
ese endemoniado viento, siempre del mismo lado, ni respiraron esa mezcla
de olor a pólvora de afuera, suciedad del propio cuerpo y miedo de más
adentro.

Pero aunque mi historia sea poco importante y nunca pueda transmitir la


sensación exacta, quiero contarles dos o tres cosas de Malvinas. Si quieren,
escúchenme como a un loco al que le pasó algo fulero y se quedó fijado en
ese recuerdo que repite una y otra vez. Pobre tipo. En el fondo, todos
somos locos que contamos siempre la misma historia. La diferencia es que
ésta es con soldados, tiros y suspenso. Es una de guerra. Pero no es como
la pintan en Hollywood. No hay música, no hay gloria, no hay montaje que te
evite el espectáculo desagradable de cuerpos cortados por la mitad. El que
se muere no aparece después en una de vaqueros. Se murió. Y para los
otros, la cosa no termina a la hora y media. Si te cortaron una pierna, si
viste a un amigo sin cabeza, si mataste a alguien, es para siempre.

***

Hace poco, unos pibes que entraron a la secundaria después del ’83 me
preguntaron por qué fui a las Malvinas. La verdad es que no se me ocurrió

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que podía no ir. No se me ocurrió no obedecer cuando vino la policía a
decirme que tenía que presentarme ese mismo domingo de Pascua en el
comando. Nos habían educado para que no se nos ocurriera la posibilidad
de negarnos a obedecer.

Era noche cerrada y un oficial nos arengaba con cínica frialdad: “Cuando
vuelvan, si es que vuelve alguno…” No me acuerdo si hacía frio. Me
acuerdo que varios temblábamos. Nos probábamos las botas y las
camperas y mirábamos a los más bromistas, pero ellos también tenían un
nudo en la garganta. Lo peor fue cuando apagaron las luces. Nos
acostamos en el piso del comando, casi nadie durmió, y a las seis de la
mañana salimos marchando para el aeropuerto de El Palomar, donde nos
amucharon en un avión de transporte.

De Río Gallegos volamos a Malvinas en un Fokker. Anochecía y


alcanzamos a ver la silueta árida de las islas antes de aterrizar. El sol iba
perdiéndose en el mar y nadie sabía lo que le esperaba. Los pibes que nos
recibieron esa noche y nos dieron un guiso memorable hablaban como
veteranos de Vietnam o de Corea. Habían desembarcado en las Malvinas
hacía sólo diez días, tenían 18 o 19 años igual que nosotros, pero si le
podés dar a alguien un consejo capaz de salvarle la vida, te sentís un viejo.
Cuando 20 días más tarde llegaron los voluntarios, yo también me sentía
aquel veterano que se las sabe todas. ¿Y qué sabíamos? Lo que pasaba
era que no teníamos conciencia de lo que nos podía pasar.

***

El primer refugio que hicimos era una reverenda porquería. Lo terminamos


el 30 de abril y el 1ro de mayo fue el primer ataque aéreo y tuvimos que
pasarnos cinco horas de cuclillas en ese pozo infame. La peor tortura era
que no se podía salir a mear. Nadie se imaginaba que te podía caer una
bomba si salías a mear. De hecho, a la tardecita salíamos en pequeños
grupos y se fumaba un puchito compartido y se comentaba con los que
estaban de guardia detrás de los sacos de arena.

Marcelo, el petiso que cargaba a todo el mundo y tenía un don especial para
imitar a los suboficiales, entró justo atrás mío en el refugio cuando sonó la
primera alerta roja. Qué cagada, pensé yo. Marcelo me había tomado de
punto y no perdería oportunidad de cargarme en continuado en esa

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convivencia forzosa. Me di vuelta para mirarlo y estaba pálido y serio, con la
mirada perdida en el techo de chapa por donde caían hilitos de tierra.

Cuando sonaron las primeras bombas me aferró el brazo y no me soltó


hasta que gritaron que ya no había más peligro. Después siguió con las
bromas y las cargadas, pero nunca más se la agarró conmigo.

En la última reunión de los que estuvimos juntos en las islas – que se hace
cada 20 de junio, el aniversario del día que volvimos – me contaron que
Marcelo se suicidó. “Estaba medio loco”. Quise preguntar más, pero se
decidió por consenso cambiar de tema. El bebé de uno, el casamiento de
otro, un tercero que se fue a Estados Unidos. Yo no podía sacarme de la
cabeza la imagen de Marcelo cagándose de risa de cualquier boludez. Sólo
en ese momento, en la oscuridad del refugio, había tenido un mínimo indicio
de cómo sería la persona que se escondía detrás de la máscara del payaso,
el dueño de esa mano aterrada. La mano que lo mató.

***

El último bombardeo era ya a pocos días de la rendición. Supongo que se


podrá rastrear el día, porque esa noche (que era el mediodía de las islas)
jugaba Argentina en el mundial de España. Yo estaba ese mediodía en la
casa de un funcionario inglés que un alto oficial había tomado como
vivienda y cuartel general. Nos juntamos todos en la cocina, que tenía
paredes de piedra. Yo estaba debajo de la mesa y tenía que levantar la
mano y agarrar la antena de la vetusta radio con los dedos para que se
escuchara el partido. Los cabos se comían las uñas debajo de la escalera
que daba al desván. El partido era algo tan irreal en ese momento … sin
embargo era mucho más cierto que las noticias que transmitía la radio sobre
el desarrollo de la guerra. “Poné radio Carve de Montevideo,” me decían los
oficiales. “Así puede que nos enteremos de algo.” Pero el día del partido no
hay quien los sacara de Rivadavia. Ese fue el día que el bombardeo inglés
voló dos depósitos, el cuartel de policía y la casa de unos kelpers.

***

Juan Ramón se había metido en la Escuela de Mecánica de la Armada a los


15 años. Es lo que llaman la “conscripción económica”, una de las pocas
formas que tienen los que nacieron en el tercio sumergido de zafar del
hambre, de la incertidumbre, de la humillación del desempleo. Juan Ramón

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tenía empleo asegurado, comida, cama, beneficios sociales. Nunca se le
había ocurrido que el empleo era prepararse para matar gente y para tratar
de que no lo mataran a él. Era marinero de segunda cuando lo mandaron a
las Malvinas. Tenía 17 años. Su cuerpo envuelto en una frazada fue
enterrado en Bahía Fox una madrugada ventosa de fines de mayo.

Las versiones sobre su muerte no son claras. Parece que marchaban en fila
india a esconderse en medio de una lluvia de esquirlas cuando empezó a
correr y a disparar para cualquier lado. Los barcos ingleses tenían cañones
que disparaban más lejos que la artillería argentina, y entonces se alejaban
donde no podían alcanzarlos y tiraban bombas hasta cansarse. “Se volvió
loco,” decía uno de los cabos que lo trajo a la mañana siguiente. El cabo
tenía el casco perforado por una bala que había disparado Juan Ramón.
Pusieron el cuerpo envuelto en la frazada al lado de la manguera de donde
sacábamos agua. Todo ese día y hasta la mañana siguiente nadie quería ir
a buscar agua, para no encontrarse con esas botas saliendo por debajo de
la frazada.

***

“…y delfines juguetones que siempre nos seguían, patos salvajes y toda
clase de aves marinas, y las elegantes gaviotas que nunca me cansaba de
mirar, planeando sobre el mar, casi tocando las olas, casi jugando con ellas
y pasando una y otra vez por delante de la proa…”

Este es un fragmento de una carta que mandé a mi familia el 8 de junio de


1982 desde las Islas Malvinas. El barquito en el que estaba tenía la misión
de buscar sobrevivientes o cadáveres de barcos hundidos y aviones
derribados. Yo me la pasaba mirando el mar y la costa, y entre la guerra y
mis ojos se interponía la naturaleza, la belleza salvaje de las Malvinas.

***

Cuatro días después, el 12 de junio a las cinco de la mañana yo estaba de


guardia frente al comando de Marina en Puerto Argentino cuando apareció
exultante un Capitán de Fragata artillero dispuesto a contar a quien quisiera
oír su hazaña cómo había impactado su Exocet en un buque enemigo.
Hacía una semana iba todas las noches a un punto estratégico en la costa

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rocosa y aguardaba el momento propicio para disparar su sofisticado
juguete.

Esta vez las densas nubes de humo que cubrieron el incipiente amanecer le
trajeron la certeza del éxito y la satisfacción del deber cumplido. A media
mañana la radio dijo que el trasporte de helicópteros Glamorgan había sido
seriamente averiado. El capellán vino a darnos la buena noticia. Agregó,
con la entonación jubilosa de quien anuncia el castigo divino, que había
habido “bajas” entre las tropas enemigas.

Siete años después, el viernes 21 de abril de 1989, alcancé un papelito


arrugado a una de las empleadas de la biblioteca de la Facultad de Ciencias
Sociales. Contenía varios números y letras, el código de un grueso volumen
teórico que debía fagocitar durante el fin de semana. La empleada me trajo
otro libro, que respondía a otro número de código. Se llamaba “Cartas de un
Marino Inglés.” El título era mucho más sugestivo que el del indigerible tomo
que yo había pedido, así que me lo llevé. El nombre de su autor, David
Tinker, me sonaba a aventurero de los mares del sur.

***

“… Aún aquí hay una sorprendente cantidad de aves marinas, y no


solamente de las más grandes. Supongo que cuando se cansan, se sientan
simplemente sobre el agua. La semana pasada tuvimos un par de gaviotas,
muy blancas y mansitas, que parecían disfrutar paseándose por la cubierta
de vuelo buscando bocados interesantes. Les pusimos algunos trocitos de
pan, y una de ellas se animó a comer de la mano de un suboficial
aeronáutico…”

Este es un fragmento de una carta que mandó el Teniente de Navío inglés


David Tinker a su familia el 8 de junio de 1982 desde las Islas Malvinas.
David tenía 25 años y esta es la última carta que escribió. Cuatro días más
tarde, un Exocet cayó sobre la cubierta de vuelo del Glamorgan, donde
estaba de guardia, matándolo en el acto.

Hugh Tinker, el padre del joven marino muerto 48 horas antes del fin de las
hostilidades en el Altántico Sur, recopiló y editó las largas cartas que habían
llegado a su casa en Shropshire, Inglaterra y las dolorosas y aún más largas
que fueron llegando luego de saberse la noticia de su muerte. En ellas

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hablaba de las próximas vacaciones y de planes para el futuro, cuando
cumpliría la meditada decisión que ya había tomado al acercarse a las islas:
dejar la marina.

***

Yo conocí al asesino de David Tinker. Era el orgulloso oficial de bigote gris


que entró al comando esa madrugada helada. David probablemente asesinó
amigos, compañeros míos. La guerra es así. Suena mal que yo hable de
asesinos. Casi de mal gusto. Creo que entiendo las cartas de David Tinker
no por lo elocuentes o persuasivas que puedan ser sino porque yo también
estuve allí. Yo también sentí esa locura y tuve esa desesperación de escribir
cartas, de repetirme que había cosas hermosas, pero también de contar el
horror, de sacudir a los insensibles. La diferencia es que yo sobreviví. Lo
que no sé es si volví. Tal vez estas líneas desordenadas sean una nueva
carta que mando desde el frente.”

Roberto Herrscher
Roberto Herrscher es escritor y periodista, especializado en cultura,
sociedad y medio ambiente, y profesor de periodismo. Nació en Buenos
Aires en 1962, estudió sociología y teatro en su ciudad natal, periodismo en
Nueva York y reporterismo ambiental en Berlín. Es licenciado en Sociología
por la Universidad de Buenos Aires y Master en Periodismo por Columbia
University. Es profesor de la Escuela de Periodismo de la Universidad
Alberto Hurtado en Santiago de Chile, donde dirige el Diplomado en
Escritura Narrativa de No Ficción. Entre 1998 y 2016 vivió en Barcelona,
donde dirigió por 18 años el Master en Periodismo BCN_NY, organizado por
IL3-Universidad de Barcelona y la Universidad de Columbia en Nueva York.
Escribe habitualmente para la revista Opera News y el diario La Vanguardia,
y colabora con The New York Times en español, La Folha de Sao Paulo y la
revista Ñ de Clarín en Argentina.

https://www.elboomeran.com/roberto-herrscher/malvinas-fotos-borrosas-y-una-carta-
perdida/?fbclid=IwAR1WQDdSL2_ncv31FPIxP1iKmyQco8JG-ykc1e_2ijcT8eqK_uCKk_3ssp4

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