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El Valle Del Trueno

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Quizá

la palabra «pesadilla» sea la más adecuada para describir el mundo


de La Torre Negra, una pesadilla que aturde, atrapa y sumerge en un
universo fuera de cualquier contexto, en niveles no identificados, en un
ignoto cruce de tiempo y espacio.
La Torre Negra también podría compararse al Infierno descrito por Dante,
pues, al igual que en La Divina Comedia, los personajes de Farmer
descienden a un reino subterráneo donde sus moradores están prisioneros y
acechados por una serie de monstruos y seres extraños. Sin embargo, la
diferencia entre el Infierno y La Torre Negra es muy significativa, pues en
esta brilla la esperanza a pesar de todo.
En El Valle del Trueno, Clive Folliot siente la necesidad de escapar de la
terrible aventura en la que está implicado y logra «ascender» hasta la
Inglaterra de la que partió. No obstante, movido por la inquietud, regresa al
caos de La Mazmorra.
Mientras tanto, Neville ha hecho, por fin, diversas apariciones. ¿Es él
realmente o son sus clones?
Clive y sus compañeros se reúnen en el Valle de los Señores del Trueno,
unos terribles gigantes que se apoderan de los humanos y le chupan la
vitalidad a través de unos tubos que les salen de la nariz. Y es en ese lugar
donde encuentran al verdadero Neville, pero ¿podrán «recuperarlo»?

ebookelo.com - Página 2
Philip José Farmer & Charles De Lint

El valle del trueno


La torre negra - 3

ePub r2.0
diegoan 07.05.2018

ebookelo.com - Página 3
Título original: The Valley of Thunder
Philip José Farmer & Charles De Lint, 1989
Traducción: Carles Llorach
Diseño de cubierta: Ciruelo Cabral

Editor digital: diegoan


ePub base r1.2

ebookelo.com - Página 4
Para
Philip José Farmer
porque no puedo pensar en mejor oportunidad que mi trabajo en este
proyecto para agradecerle todos los años de lectura placentera que me ha
dado.

ebookelo.com - Página 5
Prólogo

Pesadillas…
La palabra nightmare, «pesadilla», proviene del inglés medieval nihtmare, que
significa night demon, «demonio nocturno». De pequeño, creía que la palabra
derivaba de yegua (mare en inglés), de yegua que penetra galopando en el sueño, con
ojos encendidos por el fuego, con dientes (poco ecuestres) afilados como los de un
tigre, con ollares refulgentes lanzando gases venenosos y con pezuñas rodeadas de
púas. Sus monstruosos relinchos resonaban entre los aterrorizados y desesperados
gritos de socorro de mi despertar.
Pero incluso el Mundo de los Sueños tiene sus seres agradables, que pueblan los
sueños placenteros. Aunque siempre despierto en medio de una pesadilla, a veces
también lo hago en medio de un «buen» sueño. Tanto si son felices como si son
terroríficos, si son fácilmente analizables, pronto me vuelvo a dormir. Si las pesadillas
no son de una comprensión transparente (sueños y pesadillas son señales luminosas
en el mar de la noche), dedico algún tiempo a sondear sus orígenes antes de volver a
dormirme. La mayoría de las veces estoy demasiado cansado para dedicarles mucho
esfuerzo, pero al menos procuro recordar que he de meditar sobre ellos durante el día.
Los sueños y las pesadillas existen en gran abundancia, pero creo que recuerdo al
menos uno de cada semana de mi vida. Evidentemente, he olvidado muchos. Pero,
contando el período de la infancia, al menos tres mil seiscientos cuarenta sueños,
salpicados de pesadillas, han brotado de mi inconsciente. Sólo me han quedado
grabados unos pocos, y sólo puedo evocar los más impresionantes del revuelto
archivo llamado memoria.
Sueños/pesadillas me han inspirado para escribir relatos. Uno, por ejemplo, es un
breve relato titulado Sail On! Sail On! Trata del primero (y último) viaje de Colón en
un universo optativo. En este, la Tierra es llana y está en el centro del cosmos. Y Roger
Bacon, el franciscano inglés del siglo XIII, defensor de la ciencia experimental, no sufre
la persecución de la Iglesia como sufrió en nuestro universo. Además, funda la orden
monacal de los baconianos. Así, cuando Colón zarpa hacia el Atlántico en busca de
una nueva ruta hacia Oriente, el buque insignia tiene, en la cubierta de popa, una
cabina de radio; en su interior hay un monje que opera una simple radio de galena.
Esta narración derivó de un sueño en el cual se me apareció un galeón enviado
por el príncipe Enrique el Navegante, de Portugal. El galeón tenía una cabina de radio
y un monje como los descritos en el párrafo anterior. Transmitía sus mensajes en
latín.
La transición del sueño del príncipe Enrique al Colón del otro mundo se hizo,
claro está, en la mente consciente.
Pero el sueño que inspiró el breve cuento Tbe-Sliced-Crosswise-Only-On-Tuesday-
World parece no tener relación racional con el argumento que desarrollé a partir de
él. En el sueño, yo iba errando por una selva tropical (muchos de mis sueños tienen

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este mismo escenario) hasta que salí a un claro. En el claro había chozas de bambú y
de paja; en las entradas de las chozas estaban los indígenas. Tenían la piel de un
blanco de yeso y mostraban grandes y oscuras ojeras de cansancio. Permanecían
inmóviles, con los rostros rígidos y los ojos sin vida.
Nunca he conseguido descubrir cómo a partir de este sueño llegué al tema del
breve cuento y de la trilogía resultante, Dayworld. Pero se me reveló a la mañana
siguiente, mientras meditaba sobre el sueño.
En algunos casos he tenido, como mucha gente, sueños en serie o, quizá debería
decir, una serie de sueños. Las aventuras que habían empezado en el primer sueño
continuaban en otro y luego proseguían hasta tres o hasta cinco sueños. No había
pauta en el espacio de tiempo entre los sueños. A veces, la secuela tenía lugar al día
siguiente; a veces, una semana o incluso dos semanas más tarde. Desafortunadamente
nunca llegué a completar ninguna de estas series. Era como el niño que sigue los
episodios de la serie de los domingos por la tarde, en la sala de cine de mis días de
infancia y luego le impiden ver el capítulo final. Me frustraba enormemente.
Dos series han quedado grabadas en mi memoria, y quizás algún día las pueda
utilizar como bases para relatos. Uno de los sueños en serie era acerca de una banda
de vikingos que habían invadido el reino subterráneo de los enanos, o de los trolls,
para hacerse con el oro de esos seres subterráneos. (El enano rey tenía algún parecido
con el rey gnomo de Oz, de los libros de Baum, no de la segunda película de Oz). Los
vikingos tenían que abrirse paso hacia las profundidades luchando, luchaban para
salir y se enfrentaban con una serie de ingeniosas trampas.
El otro sueño fue inspirado en realidad por una fiebre. Estudiaba yo en el instituto
cuando caí con una de aquellas enfermedades tan típicas de los años 30. No recuerdo
cuál era. Pero tuve que guardar cama, con fiebre muy alta y casi delirando. «The
Shadow», la Sombra, también conocida como Lamont Cranston, estaba en una
especie de mundo, y una banda de seres que parecían sólo parcialmente humanos lo
perseguían a través de una jungla. No iba armado, como era usual, con su par de
automáticas del 45. Sólo tenía un arco y un carcaj lleno de flechas. Finalmente,
después de acabar con muchos de sus perseguidores, se refugiaba en una cueva en
medio de la ladera de una montaña. El enemigo subía penosamente la inclinada
pendiente. ¡Sssang! Al menos alcanzó a seis de ellos. Seis enemigos de la Sombra, un
vicario de El Bueno, mordieron la dura roca y cayeron rodando hacia la letal jungla
verde de abajo.
Este sueño tuvo lugar como una serie que duró tres días. No recuerdo cuántos
episodios fueron, pero al menos seis o siete. La rapidez de su sucesión fue inspirada
sin lugar a dudas por la fiebre.
Todo lo cual nos conduce hacia la serie La Torre Negra y a su volumen tercero, el
libro que están leyendo ahora, El Valle del Trueno. El título evoca el espíritu de mis
escritos. Tal como he dicho en prólogos anteriores, esta serie surge del espíritu, o de
uno de los espíritus, de mi ficción. No es un derivado, no es un subproducto, de

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ningún relato concreto mío. Da forma al Geist, a la psiquis, que mis cuentos de
fantasía, aventura y ciencia ficción contienen.
En esto es como una pesadilla. Y, a veces, parece ciertamente estar inspirada por la
fiebre.
Pero, a diferencia de muchas de las pesadillas que he sufrido, al final sus misterios
(y los hay en abundancia) quedarán explicados. También, contrastando con mis series
de sueños inacabados, tendrá una conclusión definitiva y satisfactoria. No habrá
cabos sueltos en el sexto y último volumen de la serie de ha Torre Negra. Richard
Lupoff, que escribió el primer volumen, escribirá el número seis. Llegará con las
respuestas y, aunque sé tanto como ustedes cómo terminará la serie, estoy seguro de
que no dejará de imprimirle un excitante clímax.
Por el momento, nuestro héroe, Clive Folliot, y su puñado de compañeros están
luchando por la supervivencia en otro universo. Creen que serán capaces de resolver
el misterio de las fuerzas que hay detrás de aquel mundo siniestro. Están a medio
camino de sus sufrimientos (aunque ellos no lo saben) y parece que las cosas ya no
pueden empeorar. Pero empeoran.
En este aspecto, el mundo de la Mazmorra se parece a nuestra Tierra. Nosotros los
terrestres no sabemos realmente por qué hemos nacido en este planeta, o quién lo
creó, o por qué objetivo, si hay alguno, estamos luchando. Tenemos muchas teorías
(religiones y filosofías) para explicar los porqué, los cómo y los para qué. Ninguna nos
ilumina por completo o nos satisface absolutamente. Al menos no a todo el mundo.
Todo son opiniones, sin hechos que respalden estas opiniones. Incluso los que
rechazan las religiones y las filosofías lo hacen basándose en una opinión, la opinión
que se deriva de la personal idiosincrasia mental y de las condiciones del individuo.
Las opiniones son exactamente como los fuegos artificiales. Producen ruido en el
silencio y luz en la oscuridad y luego desaparecen. Sea como fuere, cada día en la
Tierra es el 4 de julio[1] de las opiniones, y su inagotable provisión de fuegos
artificiales produce, en este mundo, gran cantidad de luz y de ruido.
Los fuegos de artificio son reales. Las opiniones son reales. Todos los
pensamientos son reales, por muy efímeros que puedan ser. Y la ficción es tan real
como la Realidad. La ficción es parte de la Realidad.
Nadie puede negar con éxito que la ficción es tan real y tan causante de
acontecimientos como la política, la religión, las hemorroides, las jaquecas, un golpe
en el dedo gordo del pie o un choque con el coche contra un poste de teléfonos. La
ficción existe, y los pensamientos y las reacciones emocionales mientras uno lee
pueden tener su efecto. Este efecto varía según la narración y según las reacciones
individuales del lector. Ciertas historias nos afectan profundamente a algunos, y estas
historias se pegan a nosotros como un emplasto.
Los efectos son el resultado de impulsos electroquímicos, los cuales son las
reacciones a la ficción que leemos. Estos son reales porque existen, y dan existencia
permanente a cosas como libros, películas, edificios, cuadros, música (todo obras

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reales del hombre) e instituciones y demás, o producen cambios en estas cosas.
Los pensamientos que uno tiene mientras lee esta serie pueden llegar a
materializarse en algo tan real y tan macizo como un rostro de piedra de la isla de
Pascua.
Los pensamientos y el lenguaje de los hombres de la Edad de Bronce y de la Baja
Edad de Hierro fueron efímeros. Pero, a causa de estos pensamientos y palabras,
forjaron armas, herramientas y construcciones. Algunas de sus producciones han
sobrevivido. En Grecia dieron como resultado la transcripción definitiva de las obras
de Homero, La Iliada y La Odisea, obras de un gran impacto. Sé lo que provocaron en
mí. Han influido en mis escritos más que mis lecturas de relatos de las revistas pulp,
aunque sin menospreciar en absoluto el efecto de estas. Y después ha resultado que la
influencia de Homero en mí ha influido a otros, los cuales escriben historias que
provienen de Homero, pero de enésima mano, podríamos decir. La materia de
Homero ha pasado por la criba de los siglos, que la ha seleccionado entre muchas
otras.
Luego está la Biblia. La leía a menudo de niño y de joven, y aún la releo de vez en
cuando. Me produjo una profunda impresión, aunque originalmente hubiera nacido
de una serie de impulsos electroquímicos de las mentes de una serie de hombres de la
Edad de Bronce y de Hierro. Finalmente, llegó a ser «real», llegó a ser un libro. Este,
aunque parcialmente sea ficción, ha tenido una enorme influencia a lo largo de los
siglos, tanto para bien como para mal. Como estudioso de la historia y de la biografía,
he deducido que, en conjunto, se ha usado la Biblia más para mal que para bien. Y es
que todo tiene su capacidad para hacer el mal o para hacer el bien. Casi todo, me
apresuro a corregir.
El Inferno de Dante deriva de la Biblia y del odio del propio autor hacia ciertas
personas. Creo que no ha influido a nadie en el sentido religioso, pero ciertamente ha
dado realidad a una visión particular del Infierno. Esta visión ha provocado impulsos
electroquímicos en los cerebros de mucha gente, principalmente predicadores y
escritores. Y ha tenido como resultado muchos muchos sermones, y mucha ficción
escrita. En varios sentidos, la serie Torre Negra debe alguna parte de su geografía y
algunos de sus personajes a Dante.
En un prólogo anterior, comparé el mundo de la Mazmorra con el Infierno. La
diferencia más importante entre ambos mundos es, sin embargo, muy significativa.
En Dante, el Infierno es la única razón de la existencia de sus moradores. Sufrirán
para siempre, y sus caracteres no mejorarán ni empeorarán. Pero en el mundo de la
Mazmorra, a pesar de todos sus horrores, el optimismo arde con vitalidad. Nuestro
héroe y sus colegas sufrirán, pero sus personalidades pueden cambiar para mejor.
En este sentido, y en otros, el mundo de La Torre Negra se parece a mi serie
Riverworld… y a nuestra Tierra.
PHILIP J. FARMER

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1

El mundo fue un estallido de azul, salpicado de chispas.


Cuando la banda del comandante Clive Folliot cruzó la Puerta, el suelo se hundió
bajo sus pies como si nunca hubiese existido. Un zumbido llenó sus oídos. La náusea
se agolpó en su estómago, arrastrada por el vértigo, pero no hubo sensación de caída.
Simplemente flotaban en un limbo de azul; todo el universo era un cielo nítido, tan
brillante que contemplarlo hería los ojos. Cada parpadeo levantaba otra rociada de
centellas y hacía brotar lágrimas ardientes que esclarecían momentáneamente la
visión hasta que el destello azul azotaba de nuevo.
«¿Hemos muerto?», se preguntó Clive.
Los miembros de su cuerpo se agitaban inútilmente en medio del azul que se
percibía demasiado denso para ser aire. Respirar le era un trabajo laborioso. El
estómago quería salírsele por la boca. Cada vez que parpadeaba, punzadas de dolor
neurálgico le atravesaban como un flechazo la cabeza.
«¿Hemos llegado tan lejos sólo para morir?».
Porque aquel vacío se parecía mucho a la muerte. ¿Tendrían razón Chambers,
Darwin y el resto de ateos evolucionistas? Venimos de la nada, trepamos por la
maldita escalera de la evolución y regresamos a la nada. Sin Dios. Sin Cielo. Aunque
quizás aquello era el Infierno. Ni fuego ni azufre, ni el Purgatorio que acababan de
dejar en el nivel anterior, sino un limbo de azul tan doloroso que enloquecería al
hombre más cuerdo.
Clive apretó con fuerza los puños y se clavó las uñas en las palmas hasta que los
nudillos se tornaron blancos.
«Maldito seas, Neville. Desde el momento en que fuimos destinados a compartir
el mundo, fui conjurado a andar bajo tu sombra. ¿Debo morir ahora bajo esta misma
sombra?».
Los demás miembros de su partida eran meras manchas negras en su visión. Los
llamó a gritos, pero el aire espeso no quiso arrastrar su voz, que subió por su garganta
raspando sus paredes, extrayendo toda la humedad de la membrana ya reseca. El
pecho le dolía, los pulmones se hiperventilaban en un intento de aspirar el oxígeno
necesario, pero sólo conseguían crear una pérdida anormal de dióxido de carbono en
su sangre.
Su visión empezó a nublarse, no a causa del dolor que producía el resplandor azul
sino a causa de la falta de la simple sustancia de la cual depende la supervivencia de
todo hombre.
Aire.
Como una nube oscura, la inconsciencia llegó desplegándose a través de los
horizontes de su dolor. El resplandor casi había desaparecido…, chispas como puntas
de alfileres llovían en el límite de la oscuridad.
«Así pues, esto es la muerte», pensó Clive.

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No era tan malo. Casi recibiría con alegría el alivio del dolor que le ofrecía. Sería
tan fácil dejarse ir, simplemente, apartar a un lado las responsabilidades que había
asumido, abandonar su lucha, dejar que los demás se diesen de cabeza contra los
infinitos muros de la maldita Mazmorra mientras él se limitaba a dejarse ir…
Pero no era su modo de actuar.
Aunque siempre había tenido que esforzarse más que su hermano gemelo en
cualquier empresa que llevase a cabo, no era de los que abandonaban, fueran cuales
fuesen las fuerzas que se le oponían.
¿Aunque le ofrecieran lo más preciado de su vida?
Clive frunció el entrecejo ante la voz desconocida que interrumpió sus
pensamientos…
Y se dio cuenta de que el azul se había esfumado.
Se encontraba en un lugar desprovisto de color y de luz. Podía respirar de nuevo.
Bajo sus pies había una superficie sólida. Una brisa ligera le acariciaba la mejilla y le
hacía cosquillas en los pelos del bigote. Una suave fragancia de clavo llenaba el
ambiente. En su lengua escocía el punzante sabor de anís.
—¿Quién habló? —preguntó.
Se volvió lentamente, atento a mantener el equilibrio. Bajo sus botas, el suelo era
tan liso como el mármol pulido.
La voz, comprendió, no había hablado. Más bien, había sonado sólo en su mente:
una comunicación telepática como la que Chillido utilizaba. Pero no había sido la voz
de Chillido.
Luego le llegó un sonido susurrante, como de una cortina que se baja.
—¿Quién hay? —gritó—. ¿Quién es?
Hacia su derecha vio que la oscuridad se hacía más leve. Mientras que a su
alrededor todo era negro como una tumba precintada, allí el aire se tornaba de un gris
prometedor. El olor de clavo se desvanecía. El intenso sabor todavía permanecía en su
boca, aunque disminuía a cada instante.
Dio un paso hacia la zona grisácea. Otro.
Como la última Puerta que habían cruzado, aquí el aire era denso, pero podía
avanzar a través de él. Era como atravesar una espesa bruma. La oscuridad se le
pegaba al rostro como una telaraña, pero él se abrió paso apartando la negrura con las
manos, hasta que el final llegó a la zona gris.
Al principio, aquel velo de niebla le impidió ver algo. Clive extendió una mano y
tocó una pared membranosa, que cedió cuando hizo presión sobre ella. La niebla
empezó a escampar y los ojos de Clive se abrieron estupefactos.
Estaba contemplando una habitación muy muy familiar. Al instante, la voz que
había oído antes resonó de nuevo en su mente.
Lo más preciado de su vida.
La habitación que contemplaba estaba iluminada sólo con un quinqué. De pie,
frente a la ventana que daba a Plantagenet Court, había una mujer. La luz del quinqué

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la dejaba en un ángulo sombrío, pero no tanto como para que Clive no pudiera
reconocer aquella curva de los hombros, aquellos rizos del pelo, aquella esbelta
silueta. Lo más preciado de su vida.
¡Dios santo! De algún modo, alguien le había ofrecido una ventana al hogar
londinense de su amante, Annabella Leighton. Los kilómetros que separaban Londres
de África, o de donde fuera que estuviese la maldita Mazmorra, habían sido
suprimidos en un instante para que él pudiera conseguir aquella visión momentánea.
La llamó, pero no respondió.
Empujó la membrana que lo retenía. Esta se estiró pero no se rompió.
Maldijo a los Señores de la Mazmorra por haberlo llevado hasta allí y no más, y
empujó con más fuerza.
Durante un momento su mano se hundió en la barrera invisible que la retenía y
quedó cubierta por esta; luego la membrana cedió y la resquebrajó. Animado, dio un
paso adelante y empujó su cabeza y su pecho contra la superficie pegajosa, mientras se
la quitaba de encima con la otra mano. Lentamente, muy lentamente, la pared se
abrió por completo.
Y ya estaba dentro.
Asombrado, comprobó que se encontraba en la habitación de Annabella. Volvió
la vista atrás pero no pudo distinguir ningún indicio del lugar por donde había
entrado. Al contemplar con más atención la pieza, no vio nada diferente de como la
había dejado la noche en que se había despedido de Annabella, hacía ya demasiados
meses. Era como si todo el tiempo en la Mazmorra nunca hubiese existido.
¡Que Dios lo ayudase! ¿Había sido todo un sueño?
¿O le estaban ofreciendo una segunda oportunidad? ¿Y si esta vez no se
embarcaba, si se quedaba en Londres en lugar de marcharse y, aunque tuviesen que
vivir pobres, se casaba con Annabella? ¿Podría entonces reparar el daño que le había
causado al embarcarse en el Empress y partir hacia África?
Clive frunció el entrecejo. Pero, si su hermano continuaba desaparecido, regresar
a Londres sin él no podía descargarlo de sus responsabilidades. Simplemente tendría
que volver a marcharse…
Pero ¿cómo podría? Sabiendo lo que sabía, ¿cómo podría dejar a Annabella por
segunda vez? Con toda seguridad sería un crimen mucho peor abandonarla ahora,
cuando él ya sabía lo que su partida significaría para ella.
Y luego estaban sus compañeros. ¿Habían sido abandonados a su suerte y
tendrían que seguir por sí solos, o también habían recibido, cada uno de ellos, su
oportunidad?
Miró a Annabella. Desde aquella perspectiva no podía distinguir nada que
delatase su embarazo. Quizás aún no se mostraba. Quizás aún ni era consciente de
que estaba encinta de su hija…
En aquel momento ella se volvió, con aquella sonrisa familiar que iluminaba sus
facciones. Y Clive se percató de que su mirada no era de sorpresa ante su súbita

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aparición. Era como si nunca se hubiese ido.
—¿Estás dispuesto a levantarte ya, dormilón? —le preguntó con una mirada
burlona en los ojos.
—Yo…
El sonido de su voz le partió el corazón. Su rostro, su sonrisa, el azul celeste de sus
ojos…
Extendió los brazos hacia Annabella, pero ella sacudió la cabeza.
—Otra vez no, amor mío. Si no te vistes pronto, llegaremos tarde a la fiesta… y no
estaría nada bien. George no te lo perdonaría nunca.
«¿Fiesta?», pensó Clive. Pero, en nombre de Dios, ¿qué estaba ocurriendo? ¿Cómo
podía estar ella tan tranquila? Actuaba verdaderamente como si él nunca se hubiera
ido, como si todo lo que había sufrido Clive no hubiera sido más que una pesadilla.
La observó con detenimiento y entonces reparó en cómo iba vestida. Llevaba un
traje de noche, muy escotado, con la falda muy ancha. Se había espolvoreado los
hombros y se había recogido el pelo hacia arriba, en rizos que brillaban en la luz que
emitía el quinqué del tocador.
Una fiesta.
—Pero luego, cuando regresemos —prosiguió Annabella—, celebraremos tu
nombramiento en privado, hasta que ninguno de los dos tenga fuerzas suficientes
para moverse.
La promesa que expresaban sus ojos hizo que Clive sintiese unos inmensos deseos
de abrazarla. Pero se concentró en las singulares cosas que ella decía. Su
nombramiento. Una fiesta.
De nuevo le llegó aquel eco.
Lo más preciado de su vida.
¿No era lo que siempre había deseado? ¿Ser capaz de poder tomarla como esposa,
los dos juntos llevar su propia vida, y… al diablo con su padre y su hermano, al diablo
con su trabajo de institutriz?
Bajó la mirada hacia sí mismo. Estaba desnudo junto a la cama. A su lado, las
sábanas y mantas se amontonaban arrugadas.
«Acabas de sufrir un largo y perturbador sueño», se dijo a sí mismo. «No puede
haber otra explicación».
Nunca se había embarcado en el Empress en busca de Neville, nunca había
quedado atrapado en aquella Mazmorra infernal… evidentemente. Eso sí tenía
sentido. Claro: toda aquella experiencia le había parecido siempre una pesadilla.
Pero la había sentido tan real… Y todavía había…
Volvió la vista hacia Annabella.
—Mi hermano… —empezó.
Ella soltó una carcajada.
—No tienes que preocuparte por él: no ha sido invitado.
Clive se sentó en la cama y se frotó el rostro con las manos. Con un ansia súbita,

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Annabella corrió a su lado y se arrodilló frente a él, junto a la cama. El miriñaque de
su falda dificultaba que pudiera abrazarlo, así que le tomó las manos entre las suyas.
—Clive, ¿qué te ocurre?
—He tenido una experiencia totalmente incomprensible —respondió él despacio
—. Yo… —Clive levantó los ojos hasta encontrar la mirada firme de ella—. No puedo
recordar nada de una celebración o de un nombramiento. He soñado que iba a África
en busca de Neville y que quedaba atrapado en una Mazmorra laberíntica y sin fin.
—¿Quieres que llame a un médico? —sugirió Annabella.
Estaba claramente preocupada. Clive hizo un signo negativo con la cabeza.
—No. Físicamente estoy bien. Sólo que estoy… confundido.
—Podemos cancelar la fiesta del club. Mandaré una nota a George diciéndole que
no podremos asistir.
Clive la miró con aire apenado.
—¿Dices que ha organizado una fiesta en mi honor?
Annabella asintió.
—Entonces es como has dicho hace un momento: nunca me perdonaría que no
asistiésemos.
Cuanto más hablaba con ella, más fácilmente sentía que se deslizaba hacia su vida
anterior. La Mazmorra se convertía más y más en un doloroso sueño.
—Has dicho que mi hermano no había sido invitado —dijo Clive—. Pero ¿está a
salvo?
Annabella parpadeó.
—¡Pues claro que está a salvo! Hace más de un mes que regresó; y, según tus
informaciones, se ha recobrado ya lo suficiente como para reiniciar su antiguo trato
contigo.
Los ojos de Annabella refulgieron de cólera cuando habló de su hermano gemelo.
—¿Y yo no me embarqué nunca para África?
La cólera se desvaneció y dio paso a una sonrisa.
—¡Oh, Clive! Te estás burlando de mí ¿no?
Clive paseó la mirada por la habitación y al fin la detuvo en Annie. Le apretó las
manos.
Si la Mazmorra había sido un sueño, entonces todo había terminado, y para
siempre. Podía apartarla ya de su mente. Pero si esto era el sueño, maldición para él si
no lo aferraba desesperadamente.
—Me has cogido esta vez —repuso Clive.
Annabella se puso en pie con suprema elegancia y, con gestos rápidos y gráciles,
ajustó la caída de su falda.
—¡Arriba! —le dijo a Clive—. Tienes el uniforme planchado que te espera
colgando en la puerta del armario. Te daré el tiempo de contar hasta diez para que
puedas arreglarte para salir. Si para entonces no estás listo, me buscaré otro
acompañante. —Y le hizo un guiño exagerado—. Uno… dos… tres…

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Clive se levantó de un salto de la cama. El uniforme, la guerrera escarlata y los
pantalones oscuros de la Guardia Montada Imperial, colgaban de donde había dicho
Annabella, pero no era el uniforme de un comandante: era el de un teniente coronel.
Dejó la cama y se dirigió hacia donde colgaba el uniforme y pasó el dedo por el
paño de la guerrera.
¡Que el Señor lo ayudase! Ya no sabía lo que era real y lo que no.
—Siete… ocho… —contaba Annabella.
Sacudiendo la cabeza, Clive empezó a vestirse apresuradamente.

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2

En Plantagenet Court tomaron un coche que los llevó al club de George du Maurier,
un establecimiento algo bohemio, como admitía George de muy buena gana,
frecuentado por artistas y escritores, pero que al menos permitía la presencia de las
damas en el bar.
La niebla londinense entorpecía el tráfico más de lo que era habitual en aquella
hora del atardecer, pero a Clive no le importaba en absoluto. Se dejó sumergir en su
entorno, saboreando cualquier cosa con que topase su mirada: el bullicio del tráfico a
pie y en coche, los vendedores y los buhoneros que todavía ofrecían sus baratijas a los
que esperaban frente al teatro o frente a los restaurantes. Desde la miseria de los
barrios bajos hasta las mansiones de lujo, Clive contemplaba todos aquellos
escenarios conocidos como a través de unos ojos nuevos.
Nunca había pensado que volvería a ver Londres, y sin embargo ahora circulaba
por sus calles iluminadas a gas, con Annabella a su lado y una fiesta en perspectiva.
¡Oh, Dios! ¿Qué más podía pedir?
Cuando por fin llegaron al club, Clive se apeó y tomó la mano de su acompañante
para ayudarla a descender a la calle adoquinada. Pagó el coche, ofreció el brazo a
Annabella y se dirigió a la entrada, atendida por un portero uniformado. No obstante,
antes de que tuviesen tiempo de llegar a la escalera, un mendigo harapiento que
surgió de las sombras se les acercó, arrastrando los pies con presteza, con la gorra en
la mano.
—¡Ea! —gritó el portero—. ¡Fuera de aquí!
—Por favor, jefe —rogó el mendigo fijando su atención en Clive—. ¿Podría
ayudarme con algo, buen señor?
Annabella se apretó contra Clive. Normalmente, Clive hubiera echado al hombre
con la misma celeridad con que intentaba hacerlo el portero, pero algo en la
fisonomía del mendigo llamó su atención. Bajo la suciedad que veteaba el rostro del
hombre, había ciertos rasgos que le eran familiares.
—Un momento —dijo Clive.
Dejó a Annabella junto al portero y se aproximó unos pasos hacia el mendigo
para escudriñar su cara con más detenimiento.
—¿Lo conozco a usted? —le preguntó.
El mendigo hizo un gesto de negación.
—Yo no soy nadie, jefe. Nadie que un noble caballero como usted pueda conocer.
En general, aquello era verdad. Clive nunca había sido de los que gustan de
entablar conversación con los mendigos y gente de su calaña. Pero el tiempo que
había pasado en la Mazmorra le había enseñado que las apariencias engañan con una
prodigiosa facilidad. Y además estaba aquella persistente sensación de haberlo visto
antes…
—Sólo un chelín…, si no es mucho pedir, jefe… —continuó el mendigo.

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Extendió una mano abierta, todavía más sucia que su cara. Un olor fétido, una
combinación de hedor de cuerpo sin lavar y de cerveza pasada, se desprendía de aquel
personaje.
—¿Cómo se llama usted, hombre? —le preguntó Clive.
Mientras hablaba con el miserable, la niebla iba transformándose en una ligera
llovizna.
—¡Clive! —llamó Annabella.
Clive hizo una señal con la cabeza en su dirección, pero no se volvió.
—¿Su nombre? —repitió.
El mendigo dio un paso atrás y una expresión atemorizada cruzó su rostro.
—No tenía intención de molestarlo, jefe —dijo—. Por favor, no llame a la policía
contra el pobre Tom.
Y con aquellas palabras se volvió y echó a correr.
Clive dio unos pasos tras él, pero se detuvo y dejó que se fuera.
Tom. Aquel rostro…
—Clive —volvió a llamar Annabella.
Bajó las escaleras y fue a reunirse con él en medio de la calle. Cuando Clive volvió
su atención hacia ella supo, por la expresión de sus ojos, que volvía a estar ansiosa por
él. Clive se encogió de hombros y le dedicó una breve sonrisa.
—Tuve la curiosa sensación de que conocía a ese hombre —explicó—. Una
tontería absoluta, claro está.
Cogió del brazo a Annabella y la condujo hacia la escalera. El portero, que
mantenía una expresión completamente impávida, les abrió la puerta y entraron en el
club.
—Empiezas a preocuparme —le dijo Annabella una vez que estuvieron dentro—.
Primero pretendes haber perdido la memoria y ahora pareces decidido a callejear y a
hablar con el primer mendigo con que tropiezas.
—Creí que podía tratarse de alguien de mi antiguo regimiento —replicó Clive—,
alguien que está pasando por tiempos difíciles. No todos los hombres son tan
afortunados como yo.
Esa referencia evidente a ella consiguió arrancarle una sonrisa.
En el vestíbulo, un empleado recogió su chal y la gorra militar de Clive; luego se
dirigieron a donde George los esperaba. Un enorme fuego llameaba en la chimenea,
como protección contra el frío húmedo del aire del atardecer y la niebla del exterior.
George se levantó de su butaca con una sonrisa acogedora y la mano extendida.
—Ya os daba por perdidos —dijo—. La cena está reservada para las ocho, pero
todavía nos queda algo de tiempo para tomar una copa, si os parece bien.
Clive miró a Annabella. Cuando ella asintió, Clive ordenó dos copas de jerez al
camarero, que aguardaba cerca.
—¿George? —interrogó Clive.
Su amigo levantó su propia copa, que todavía estaba medio llena y negó con un

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movimiento de cabeza.
—Sólo dos copas, pues —dijo Clive al camarero.
—¿Así, qué? —dijo George una vez que Clive y Annabella estuvieron sentados—,
¿ya habéis decidido la fecha?
«¿Fecha?».
Por fortuna, Clive había pensado esta respuesta y no la había soltado en voz alta,
como habría hecho de no haber visto a Annabella ruborizarse y bajar los ojos, lo que
le hizo comprender de inmediato a lo que estaba refiriéndose George: a su boda. La
verdadera cuestión era: ¿habían decidido ya una fecha? Annabella pensaría que era un
completo patán si no lo recordaba, en el caso de que la hubieran fijado.
Echó una mirada a su compañera, pero no encontró respuesta en su expresión. Se
aclaró la garganta.
—Ah… —empezó, pero la llegada del camarero con las copas de jerez lo sacó del
apuro.
—¡Por vuestra prosperidad! —exclamó George, levantando su copa—. ¡Que
gocéis siempre de buena salud y que seáis felices uno en compañía del otro! —Antes
de que Clive y Annabella pudieran chocar sus copas contra la de George, este añadió,
con un guiño—: Y un poco de promoción no hace daño ¿cierto, no?
—Por nosotros —dijo Clive chocando su copa con las otras, con los ojos fijos en
Annabella.
—Por nosotros —repitió Annabella. Y le sonrió; luego se volvió hacia George—. Y
por el mejor amigo que una joven pareja pueda tener… ¡sea bohemio o no!
Riendo, chocaron las copas y bebieron.
Y entonces un pensamiento helado hirió la mente de Clive.
El mendigo.
Tom.
Ahora lo tenía. Aquel hombre tenía un misterioso parecido con Tomás, el
marinero español a quien había dejado en la Mazmorra, junto con sus compañeros.
Como mendigo de Londres, tenía un marcado acento cockney[2], era cierto, pero la
semejanza física era tan profunda que Clive se resistió a creer que fuera mera
coincidencia.
Salvo que la Mazmorra fuera tan sólo un sueño.
Ahora se había librado de ella. Había despertado de las cadenas del sueño con el
bendito alivio de saber que todo no había sido más que un sueño…, una pesadilla, por
decirlo más claro; nada más que una fantasía, en definitiva.
La Mazmorra no era real. Era así de simple. Pero volvió a recordar aquella voz. Lo
más preciado de su vida.
Si la cosa en conjunto no había sido una ilusión ¿entonces por qué parecía tan
real?
—¿Clive?
Parpadeó y se dio cuenta de que George y Annabella lo observaban con

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preocupación. Se levantó de la silla.
—Un mareo…, un leve mareo… —dijo—. Necesito un poco de aire.
Y, antes de que ninguno de los dos pudiese protestar, Clive ya se estaba
encaminando hacia la entrada. Cuando salió al exterior, el portero se volvió hacia él.
La sonrisa del hombre adoptó súbitamente un matiz cauteloso.
Clive había estado a punto de preguntarle por el mendigo, pero, al ver aquella
expresión en el rostro del hombre, comprendió que se estaba poniendo en ridículo.
—¿No habrá… visto por casualidad… un guante? —le preguntó Clive.
El portero negó con la cabeza.
—No, señor. Quizá lo olvidó en el coche.
—¿El coche? —repitió Clive.
«Tienes que dominarte, Clive», se dijo a sí mismo.
—Ah, claro —repuso con una rápida sonrisa, una sonrisa que, con toda seguridad,
pareció tan artificial como en verdad lo era—. El coche. Muchas gracias.
Volvió a entrar en el club antes de que el portero pudiera tener ocasión de decir
nada más. En el vestíbulo sonrió de nuevo al empleado que se le acercó a recogerle el
quepis. El hombre pareció confundido al darse cuenta de que repetía la operación que
había realizado sólo pocos momentos antes.
—Fui a tomar un poco el aire —explicó Clive—. Una noche espléndida.
«Absolutamente espléndida», pensó. «Niebla espesa y llovizna. Bien, maldita sea,
después de meses en la Mazmorra (sea sueño o no), tiene que ser una noche
maravillosa».
Y huyó del confundido empleado para reunirse con sus amigos. Nada más verlo,
George se levantó y fue a recibirlo en medio de la sala. Cogió a Clive por el brazo y
miró con atención su rostro, con evidente preocupación.
—Clive ¿estás enfermo?
Clive negó con la cabeza.
—Ahora mismo Annabella me estaba diciendo que, desde que te has levantado de
la siesta de esta tarde, pareces como ausente.
—Los nervios —lo tranquilizó Clive—. Que le suban a uno de grado al mismo
tiempo que se promete en matrimonio son cosas que no ocurren cada día, por decirlo
así.
La verosimilitud de la explicación fue rápidamente aceptada. George lo escrutó un
momento más, le dio un apretón en el brazo y lo condujo de nuevo junto a la
chimenea en donde Annabella esperaba.
—Todo correcto, amor mío —le dijo Clive.
Pero prestó mucha atención a controlar su mano cuando levantó el jerez. Parecía
como si pudiera ponerse a temblar por su cuenta.
—Conque… —dijo mientras bajaba de nuevo la copa—, ¿a quién has invitado al
restaurante, George? A toda la tropa del teatro, sin duda alguna.
—No, no —rio George—. En honor a la ocasión, tendremos una compañía

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respetable, salvando mi propia persona, claro está.
Clive mostró una sonrisa adecuada, pero no pudo evitar la sensación de que se
estaba volviendo loco. ¿Qué era real: aquello o la maldita Mazmorra?
Con un gran esfuerzo, apartó la cuestión de su mente y se zambulló en el ánimo
festivo que requería la noche. Sin embargo, no podía esquivar la sensación de que no
estaba más presente allí, compartiendo aquellos acontecimientos, que si los estuviera
observando a través de un cristal ahumado. Volvieron a aparecérsele los rasgos del
mendigo, y recordó a Tomás y a sus demás compañeros: Chillido, Finnbogg, Smythe
y sus tantas veces nieta Annabelle…
«No», se dijo a sí mismo. «Déjalo».
Y, mientras salían del club para ir a cenar, consiguió apartarlo de su cabeza
durante el resto de la velada.
Varios de sus colegas oficiales estaban también en el restaurante, acompañados de
sus damas; también había algunos amigos de George que Clive y Annabella habían
llegado a conocer con el tiempo. Las felicitaciones continuas (tanto por su promoción
como por su futura boda) provocaron muchos brindis. Hubo buena comida y mejor
conversación, vino selecto y baile posterior. Pero, durante todo el tiempo, un ansia
persistente permanecía en un recodo de la mente de Clive, dando un sabor amargo a
su forzada alegría.
Con todo lo que ya había experimentado (o que creía que había experimentado)
en la Mazmorra ¿no cabía pensar que aquello no era más que otro movimiento de
piezas en el inexplicable juego que llevaban a cabo los Señores de la Mazmorra?
¿Cómo podía saberlo? Si aquello era una mentira…
Lo más preciado de su vida.
Si aquello era una mentira y lo dejaban elegir entre regresar a la lucha o vivir en la
mentira, ¿qué decidiría? ¿Cómo podría elegir?

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3

Era ya tarde cuando al fin regresaron a los aposentos de Annabella. La llovizna había
proseguido durante toda la noche y, en las callejuelas, la niebla se había hecho todavía
más densa, con lo cual su trayecto de vuelta fue un viaje miserable… o lo habría sido,
si no hubieran estado en compañía uno del otro. Annabella tenía las mejillas
encendidas por el baile de la velada y por el vino, y Clive se percató de nuevo de lo
vacío que sería el mundo sin ella.
Tal como había sido en la Mazmorra. Su sueño.
Las habitaciones de Annabella no fueron acogedoras hasta que los quinqués
iluminaron y en el hogar ardió un fuego vivo que apartó el frío. Mientras Annabella
tomaba un baño, Clive permaneció en la ventana, contemplando las calles mojadas.
Su mente era un torbellino de confusión. Debería haber disfrutado de la fiesta, y en la
mayoría de los sentidos lo había hecho. Todo había sido perfecto, la compañía y el
lugar; sin embargo, Clive no había sido capaz de sacudirse la sensación, durante toda
la fiesta, de que un mal presagio lo acechaba.
Bajando la vista hasta el alféizar de la ventana descubrió una pequeña y alargada
semilla de hinojo en la madera, con su verde pálido, rayado de blanco, brillando
contra la oscura caoba. Lamió un dedo y con él tocó la semilla, que quedó pegada en
su saliva, y se la acercó al ojo.
Como el vago recuerdo que quiso alcanzar cuando se le aproximó el mendigo a la
puerta del club de George, la semilla parecía evocarle algo…
Con un gesto ausente se la llevó a los dientes y la mordió. El penetrante sabor de
anís llenó su boca. Una fragancia de clavo flotó en el aire. Cuando volvió a mirar por
la ventana, la niebla se espesó repentinamente y se adhirió contra los cristales de la
ventana, imposibilitando por completo ver la calle.
Y volvió a recordar otra vez.
La Puerta. Cayendo a través del azul. Aquel mismo sabor, aquel mismo olor.
¿Cómo expresaría con palabras uno de los principios básicos de su vida: que nunca
abandonaría una lucha, por superiores que fuesen las fuerzas contrarias? No había
hablado en voz alta, pero aquella voz replicó igualmente.
¿Aunque le ofrecieran lo mas preciado de su vida?
¡Que Dios lo ayudase! ¿Era aquello locura?
Tiempo atrás había escuchado a George y a sus amigos discutir sobre raras
filosofías; una de las cuales afirmaba que aquel mundo, el mundo en que habitaban,
no era más que un sueño. Cuando el soñador despertase, todo se desvanecería.
Tonterías, evidentemente, mera diversión intelectual. Ya que ninguno de ellos, ni los
que argumentaban a favor de la idea ni los que lo hacían en contra, lo creían de
verdad.
Pero ¿y si el mundo era un sueño?
Lo mas preciado de su vida.

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Imposible. Pero ¿el tiempo que había pasado en la Mazmorra parecía menos real?
Aplicó con fuerza la frente contra el cristal y cerró los ojos. Sintió el frío del vidrio
en su piel. Calmante. La fragancia de clavo menguó, el gusto agudo en su lengua ya
era casi un recuerdo.
—Clive…
Abrió los ojos al oír la voz de Annabella. Pudo ver de nuevo en el exterior la calle,
con las luces de gas reflejadas en los charcos del pavimento y la fina niebla creando
halos en cada farol.
—¡Clive!
Se volvió y vio a Annabella en pie junto a la bañera, con las mejillas todavía
ardientes y brillantes. Iba envuelta en una toalla y no llevaba otro adorno que las
horquillas que le sostenían el pelo.
—Clive, dime —dijo ella—. ¿Qué te ocurre?
Le dolía mirarla, odiaba mentirle.
—Nada.
—Si es algo que yo he hecho…
Sacudió la cabeza enfáticamente.
—Nada.
Ella se le acercó y descansó sus manos en los hombros de él. Clive contempló todo
su cuerpo y sólo fue capaz de preguntarse cómo era posible que la criatura más
espléndida de Dios en su propia Tierra pudiera sentir aquel amor por él. ¿Qué había
hecho para merecerla?
—No puedes esconderme nada —dijo Annabella—. Sé que no estás bien.
Clive la condujo hasta la cama y la hizo sentarse.
«Mis sueños me preocupan», hubiera querido decirle mientras se sentaba junto a
ella. «Mis sueños son tan reales que me hacen dudar de qué es más real, si la vida o los
sueños».
O: «Me temo que estoy volviéndome loco».
Pero, en lugar de hablar, la tomó en sus brazos y la besó. Suavemente,
suavemente. Se tumbaron en la cama y, durante un tiempo, Clive pudo olvidar sus
temores y sus ansias.
Hicieron el amor lentísima, lánguidamente. El amor apaciguó la sensación de
desesperación de Clive, fue como un bálsamo para su perturbado corazón. Después,
mientras Annabella dormía, se incorporó apoyándose en el codo y la contempló,
maravillado por el ligero crecimiento de su vientre. Reposó la mano en él, acariciando
la suave piel, imaginando que podía percibir a su hija moviéndose en el interior,
aunque sabía que todavía era pronto para aquello.
¿Lo sabría Annabella?, se preguntó. ¿O era demasiado temprano para ella?
Y entonces comprendió que la única razón por la que creía que ella estaba
embarazada era que se lo había contado su descendiente.
En la imposible Mazmorra.

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Locura.
—Nunca te dejaría por mi voluntad —dijo a su amada durmiente—. Siempre
querré regresar. Si no lo consigo, no será por falta de esfuerzos por mi parte.
Al hablar él, Annabella se movió, pero no despertó. Con un suspiro, Clive se
levantó de la cama.
La húmeda noche más allá de la habitación lo llamaba. Permaneció desnudo ante
la ventana durante largo tiempo, contemplando la oscuridad; luego se vistió. En
silencio, cerró la puerta de los aposentos de Annabella tras él, y salió a las calles
nocturnas, en busca de algo. Pero qué era ese algo, no hubiera podido decirlo.

Clive vestía un capote para protegerse de la humedad helada del aire de la noche,
pero esta penetraba en su cuerpo como si no llevara nada. Los pasos de sus botas
resonaban chapoteando en el adoquinado. Había renunciado al tocado, y el cabello le
había quedado pegado, lacio y mojado, contra su cráneo. Pero no prestaba atención a
sus incomodidades físicas. Su mente vagaba muy lejos: deambulaba a través de
recuerdos de un lugar imposible que él, en aquellos momentos, parecía conocer más
que el propio Londres. Que aquellos recuerdos se refirieran a muchos meses de
duración no hacía sino desconcertarlo más.
Al principio vagó por calles desiertas, pero, a medida que se alejaba de
Plantagenet Court, su entorno se volvió cada vez más rudo. Ahora había rameras en
las esquinas: mujeres cansadas, maltratadas por sus chulos para que ganaran al menos
unos pocos chelines antes de que pudieran llamar noche a la noche. Hombres de
dudosa reputación permanecían apoyados en las paredes de las casas observando el
paso de Clive, calibrándolo con la mirada. Los mendigos lo abordaban. Los pilluelos
callejeros tiraban de su capote.
Él hacía caso omiso de todos.
Hacía caso omiso de ellos con tal determinación que incluso los carteristas lo
pensaban mejor y lo dejaban pasar sin molestarlo.
No era tanto la robustez de sus hombros ni la cadencia militar de su paso. Eran
sus ojos, que los miraban sin verlos. No porque estuvieran por debajo de su posición
social, y por tanto indignos de su atención, sino porque parecía andar completamente
en otro mundo, un mundo por donde ellos no se atreverían a pisar.
Físicamente, él caminaba por las calles londinenses, pero su mente caminaba por
Bedlam[3].
Aunque el elegante corte de su atuendo los tentaba tremendamente, incluso los
criminales de Seven Dials, Spitalfields[4] y demás eran demasiado cautelosos para
habérselas con un loco. Había maneras más fáciles de procurarse un chelín. Y así lo
dejaban pasar sin molestarlo, espiándolo desde sus escondrijos de aquel caos
laberíntico de aberturas secretas, portezuelas, túneles, pasos escondidos y salidas
ocultas. Un caballero bien plantado y bien vestido, aunque sin sombrero, rondando

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por sus peligrosas callejas sin ninguna precaución, murmurando para sí mismo, con
la mirada fija en aquel otro mundo que sólo los locos podían ver, disuadía cualquier
intento de asalto.
Pero una habitante de los barrios de la delincuencia no tuvo reparos. Salió
tambaleándose de una callejuela para abordarlo bajo la luz difusa de un farol de gas.
Tenía el pelo mojado y enmarañado y su vestido barato se pegaba a su cuerpo como
una segunda piel. Lo miró con la mirada borrosa, y se interpuso en su camino
plantándole una mano en el pecho para evitar que la atropellase. El impacto del
cuerpo de Clive contra su brazo la hizo oscilar ligeramente, pero pronto recobró el
equilibrio.
Clive tardó aún unos momentos en escapar de la trampa de su ensueño y ser
capaz de dirigirle una mirada. Y, cuando se fijó en aquel rostro, su familiaridad no le
sorprendió.
Habría podido ser Annabella.
Annabella, si la fatalidad la hubiera tratado peor, obligándola a hacer la calle y a
vivir una miserable existencia, como debía de ser la de aquella prostituta. El alcohol o
el opio eran la causa de su andar inseguro. Ejercer su trabajo en las callejuelas, la
causa de la suciedad en su piel y sus ropas.
Habría podido ser Annabella. O su descendiente, Annabelle.
Salvo que Annabelle era sólo parte de una ilusión que erraba en el interior de su
mente. No era real, no más real que la misma Mazmorra.
—Pareces un alegre caballero —dijo la mujerzuela, pronunciando las palabras con
dificultad—. ¿Qué dices a un poquito de diversión?
Y al tiempo que habló empezó a levantarse la falda, mostrando unos muslos tan
mugrientos como sus manos y su rostro.
—Largo de aquí —le dijo Clive.
Pero no pronunció aquellas palabras con energía, y no porque la desease. Sólo era
por el parecido, por aquel parecido terriblemente misterioso.
—Vamos, no me hables así, cariño —respondió ella—. No querrás que tu Annie
vuelva a su chulo con las manos vacías ¿verdad? No estaría bien.
Dejó caer la falda, pero como estaba mojada continuó levantada, pegada a sus
muslos. Se llevó una mano insegura al escote de su vestido, lo bajó de su hombro y
descubrió un gran y descolorido cardenal.
—Mi Jack se enfada ¿ves, amigo? Me hace daño cuando no llevo lo suficiente a
casa.
—No quiero…
La mujer lo interrumpió.
—Todos queréis —dijo—. O si no ¿por qué estarías rondando por estas calles?
Ella lo cogió del brazo y empezó a arrastrarlo hacia la entrada de la callejuela.
Clive se soltó el brazo de una sacudida.
—¿Dijiste que tu nombre era Annie? —le preguntó.

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—¿Lo dije?
—Annabella Leighton, supongo.
Ella parpadeó, momentáneamente confundida; luego sonrió.
—Seré quien quieras que sea, cariño.
De nuevo ella alargó el brazo hacia él.
—Vete —dijo Clive.
Y esta vez le puso una mano en el hombro y le dio un empujón. Ella se tambaleó
y, perdiendo el equilibrio, chocó contra la pared. Los ojos de la mujer brillaron de
furia.
—No querrás tratarme mal ¿verdad, amigo?
—Me das asco —contestó Clive.
¡Que Dios lo ayudase! Ahora sabía qué era qué.
La Mazmorra no había sido un sueño.
Lo más preciado de su vida.
Esto era el sueño. Tan agradable como lo deseara, con Annabella y con su
promoción, o tan doloroso como ver a su amante representada en una miserable
mujerzuela lasciva, echada a la calle a buscarse la vida trabajando de ramera.
Si hubiese permanecido en las habitaciones de Annabella ¿habría continuado el
sueño? ¿Era saliendo fuera, dudando de su veracidad, que el sueño se estaba
desvaneciendo?
¿Qué importaba si todo era un engaño? Era mejor el tormento de la Mazmorra
(realmente mejor, por muy doloroso que fuera) que vivir la vida drogado como un
fumador de opio, apartado del mundo y abandonado a la suerte de sus sueños.
Levantó la mirada hacia el cielo.
—¿Me oyen? ¡Me da asco! ¡Me doy cuenta de sus mentiras!
—Tú no estás bien de la cabeza, amigo mío ¿verdad? —dijo la mujer.
—Fuera de aquí.
Clive ni tan siquiera la miró. Esperaba a que los Señores de la Mazmorra se
revelaran. Que el sueño finalizara. Que la Puerta se abriera y lo lanzase a algún otro
nivel, a algún otro tormento.
La mujer se llevó los dedos a la boca y soltó un silbido agudo.
—¿Me vas a negar el dinero que podría ganar? —preguntó ella cuando Clive
volvió a mirarla.
Antes de que pudiese responder, algo se agitó en el callejón. Un hombre de
anchos hombros apareció en la zona iluminada por el farol. Tenía el pelo aplastado
contra la cabeza por la llovizna y la pomada. Vestía un harapiento remedo de traje de
caballero. Iba descalzo.
—¿Algún problemilla, por aquí? —dijo suavemente.
Aquel tipo debía de ser Jack, pensó Clive. Su chulo. El rufián que la enviaba a
vender su cuerpo por las calles, mientras él recogía el dinero después. Y, si ella no era
lo suficientemente lista o no ganaba bastante, le pegaba.

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—¿Así que el caballero no quiere que mi chica se gane la vida honradamente? —
prosiguió el hombre.
Así pues, tenía que ser de aquella forma. El sueño hacía sus últimas jugadas; el
juego había durado hasta que había dejado de divertir a los Señores de la Mazmorra;
luego limpiaban el tablero para empezar otra vez con un nuevo juego de piezas. Y con
nuevas apuestas.
—Usted se equivoca —repuso Clive al hombre, a la par que este daba un paso
hacia él.
—Yo no me equivoco, amigo. Debe usted dinero y va a pagar… de un modo o de
otro.
—Quiero decir —añadió Clive— que se equivoca respecto a mí si me toma por un
estúpido o por un cobarde. No soy ni lo uno ni lo otro.
Dos rápidas zancadas llevaron a Clive frente a Jack. Cuando el hombre iba a
levantar las manos, Clive apartó su defensa y lo golpeó. El choque de su puño contra
el mentón del hombre le produjo un dolor que le subió rápidamente por el brazo.
Pero fue un dolor que le causó un inmenso alivio.
Quizá lo habían manipulado para llevarlo a aquella situación, pero maldito sería si
caía víctima de tal maniobra.
Descargó una ráfaga de golpes y, momentos después, Jack, el de la prostituta,
yacía en el pavimento hecho un ovillo y con un hilo de sangre que le salía de la boca.
Al menos tenía una o dos costillas rotas.
—¿Se da cuenta de a qué me refería cuando le decía que estaba equivocado? —
preguntó Clive con calma.
La mujer se lanzó entonces contra él, pero todo lo que se requería para hacerle
perder el equilibrio era un leve empujón. Y ella también cayó al pavimento, junto a su
chulo.
Clive apartó la vista de ellos y de nuevo volvió su atención hacia el cielo.
—¿Bien? —gritó—. ¿Qué más tenéis para mí?
No hubo respuesta.
¿Y si estaba en un error?, pensó. ¿Y si no existía la Mazmorra…, si aquello era el
mundo real? ¿Y si él estaba loco?
No. Sabía que tenía que ser un engaño. Lo más preciado de su vida.
El sueño le ofrecía lo más preciado de su vida, eso no lo negaba, pero continuaba
siendo un engaño.
«Perdóname, Annabella», pensó. «Pero no puedo vivir en una mentira».
—¡Quiero una respuesta! —gritó.
Olvidados por él, la prostituta y su chulo se alejaron a rastras hacia la callejuela y
se perdieron en la oscuridad.
—¡Malditos sean! —gritó Clive—. ¡No voy a vivir esta mentira!
Y luego le llegó: una vacilación en su visión, la fragancia de clavo, el agudo sabor
del anís en su boca.

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El miserable barrio londinense que lo rodeaba se hizo pedazos como un papel
azotado por la tempestad. La niebla se arremolinó a sus pies y se lo tragó. Clive perdió
la sensación del suelo adoquinado bajo sus pies, y una vez más flotó en un limbo
oscuro.
Su visión mental se llenó con una imagen de Annabella tal como estaba cuando la
había dejado, dormida en la cama: la perfección de los miembros, la dulzura angelical
de su rostro, suave y feliz en su sueño.
Perdida de nuevo.
Separada de él.
—¡Malditos sean! —gritó otra vez—. ¡Aparezcan ante mí!

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4

Clive no tenía modo de juzgar cuánto tiempo hacía que flotaba en la oscuridad.
Podían haber sido sólo unos momentos, podía haber durado una hora; pero, sin
puntos de referencia, sólo con la oscuridad que lo envolvía y con el torbellino de
confusión que gobernaba su mente al intentar medir el paso del tiempo, no podía ni
siquiera dar una cifra aproximada.
Le parecía una eternidad.
Había maldecido a sus invisibles verdugos dura y largamente —con innovaciones
que a él mismo lo habrían sorprendido—, pero no había recibido respuesta. Había
intentado propulsarse a través de la oscuridad, pero, aunque podía mover sus
miembros, el aire de su alrededor era espeso y sus manos y pies no encontraban
dónde apoyarse. Por fin, relajó totalmente sus músculos y esperó, flotando en la
oscuridad como un muerto.
Y transcurrió más tiempo.
Minutos interminables prosiguieron su ritmo, cada uno alargado mucho más allá
de cualquier proporción razonable. Clive se sintió arrastrado a la deriva, lejos de su
presente situación, lejos de esa oscuridad propia de un útero, fuera de sí mismo.
Era como si, liberado de la información sensorial que normalmente le
proporcionaba el cuerpo, su espíritu estuviera resuelto a viajar por su propia cuenta,
como el espíritu de una bruja que cabalgara en los vientos de la medianoche mientras
su dueña yacía dormida; como si su espíritu hubiera decidido que, si no podía
arrastrar su caparazón físico, entonces, simplemente debía dejar el cuerpo atrás.
Así pues Clive navegó más allá de su ira y de su frustración, más allá de su
memoria, hasta un lugar tranquilo y oculto donde la sensación de paz lo envolvió
como un oscuro manto de bienestar y donde él pudo simplemente existir.
Lentamente, recuperó su visión, pero si lo que veía provenía de los estímulos externos
o era extraído de su propia mente, ya no le preocupaba.
Él era una presencia invisible en un jardín de complicadísimo dibujo, en donde
parterres de flores y paredes de seto conformaban intrincadas figuras a su alrededor.
Y él flotaba como polen y su visión abarcaba un ángulo de trescientos sesenta grados.
Cuando su olfato despertó, le llegaron las fragancias de las flores del jardín, dulces y
embriagadoras, junto con un sabor a frutas. El aire se llenó de sonidos quedos: el
susurro de una suave brisa y el murmullo de los insectos.
Pero no todo era bueno en aquel refugio. Pudo percibir, más allá de la periferia de
su visión, una plaga invisible. El dolor y la desolación se cernían allí.
El mundo que había dejado atrás.
El mensaje era claro.
Aquella superficie era suya. Allí podía permanecer a salvo, libre de la locura que
había dominado su vida al otro lado de los límites del jardín. Pero, si se extraviaba, si
se permitía a sí mismo ir a explorar más allá de aquellos confines, entonces todo

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retornaría.
El dolor.
La locura.
No necesitaba aquel aviso, pensó Clive entre sueños. Había dejado de luchar.
Había acabado con todo. Con la demente Mazmorra. Con las mentiras que la
infestaban como una enfermedad cancerígena. Allí se quedaría, allí podría estar
satisfecho.
Regrese.
Al principio no percibió realmente la voz.
Clive. Debe regresar.
Podía ver en todas direcciones a la vez en aquel jardín propio, pero no podía
distinguir la fuente de aquella voz.
«Debe de ser un fantasma», pensó. Alguna presencia errabunda, imperceptible
para el ojo humano.
Déjeme, le respondió, dando forma mental a sus palabras, ya que él mismo era
meramente una presencia invisible en aquel lugar. He acabado con sus juegos.
Tiene que regresar, fue la respuesta de la voz monótona.
Ahora Clive la reconoció. Contemplando el laberinto de aquel jardín, su
intrincada red de parterres de flores y sus setos, se preguntó cómo era posible que
hubiese tardado tanto en reconocerla. Era la voz secreta de su infancia.
¿Es usted parte de la conspiración?, le preguntó Clive. ¿Acaso sus raíces se hunden
tan profundamente que llegan a mi pasado?
El tono de su voz fue ligero, como si sólo tuviera una débil curiosidad.
Lo han drogado, respondió la voz, mientras deciden su destino. ¿Cómo puede
permitir que lo traten de ese modo?
Si hubiera poseído un cuerpo, se habría encogido de hombros.
No tengo elección, replicó. Hacen conmigo lo que quieren, tanto si me rebelo como
si no.
Usted es un Folliot, repuso la voz, y un Folliot nunca se rinde. Usted mismo lo dijo.
Pero ellos cambian las reglas cada vez que me vuelvo, dijo Clive empezando a
interesarse en el tema, a pesar de sí mismo. Manejan poderes divinos, mientras que lo
único quejo puedo hacer es avanzar a trompicones por su maldita Mazmorra, como un
muñeco.
¿Verdaderamente tan diferente es el mundo de donde lo arrancaron?, preguntó la
voz. ¿No es por el modo como lucha un hombre que se mide su valor?
Sí, pero…
¿Quiere que su epitafio sea este: «Puso todo su empeño, hasta que la lucha fue
demasiado difícil y simplemente abandonó»? Es fácil decirlo, pero…
El valor verdadero nunca se adquiere con facilidad. ¿Quién es usted?
Hubo una larga pausa; luego de nuevo la voz repitió su orden inicial: Regrese.
La palabra resquebrajó la paz de Clive y siguió resonando y resonando en su

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interior hasta que su refugio comenzó a disgregarse. El jardín que lo rodeaba se
transformó en una visión oscilante. La voz oculta se ahogó entre el murmullo de la
brisa y el zumbido de los insectos. Los olores de las flores se echaron a perder y el
sabor a frutas perdió su dulzura, se agrió y se amargó. Regrese.
¿A qué?, preguntó Clive. ¿A más de lo mismo? ¿A la espiral sin fin de sus malditos
juegos?
No. Regrese para ser el hombre al que no pueden someter, el hombre que no se
rinde, no importa lo que le hagan. Regrese como un Folliot.
¡Y vuélvase loco!
La locura es relativa.
O locura o la muerte: es todo lo que me aguarda en su maldita Mazmorra.
Es demasiado fuerte para caer presa de la locura. ¿Y si muero? ¿De qué servirá lodo
entonces? Al menos morirá como un hombre.
Ahí estaba, comprendió al fin Clive. Expresado en esos términos, no podía
refutarlo. Ya que creía firmemente que no importaba tanto lo que un hombre
realizaba con éxito, como lo que (con toda buena fe y haciendo uso de sus mejores
habilidades) intentaba realizar.
Sintió que se despejaba la niebla de su cabeza.
«Lo han drogado», había dicho la voz antes. «Mientras deciden su destino».
Un hombre debería decidir su propio destino. Un hombre debería mantenerse
firme contra monstruos tales como los Señores de la Mazmorra, sin importarle las
consecuencias que pudiera sufrir por ello. Era esto sólo lo que lo hacía diferente de
sus verdugos.
¡Por Dios! ¿Qué estaba haciendo allí, cuando debería estar con sus compañeros,
devolviendo golpe tras golpe a los canallas?
Regrese, insistió la voz una vez más.
Regresaré, replicó Clive.
Su regreso fue instantáneo.
Durante un minuto planeó por encima de la evanescente ruina del jardín, y al
siguiente ya estaba de nuevo en su cuerpo, envuelto en la oscuridad. Tuvo una breve
sensación de claustrofobia por la apretada funda que era su cuerpo. Después de la
libertad de flotar sin impedimentos, su espíritu se sentía atrapado y encogido dentro
de la piel. Pero esta sensación desapareció pronto al ejercitar una a una sus
extremidades, las cuales se acostumbraron rápidamente a su talla habitual.
¿Todavía está ahí?, preguntó Clive a la voz.
No hubo respuesta. Su misterioso benefactor había vuelto a desaparecer, tan
inexplicablemente como había llegado.
Viendo imposible demostrarle su agradecimiento, Clive concentró su atención en
su estado actual.
No podía percibir un cambio real en su entorno. El denso aire continuaba
aprisionándolo en su interior y él seguía siendo incapaz de desplazarse ni un

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centímetro en aquel medio. Pero, al volver la cabeza, distinguió dos manchas pálidas
de luz borrosa a su espalda. Aunque no pudo identificar sus facciones, las reconoció
como dos figuras humanas.
Nadó muy despacio a través del aire, intentando alcanzarlas, y se detuvo cuando
alcanzó a oír sus voces.
Deciden su destino.
Las voces pertenecían a dos hombres; una era profunda y ronca, mientras que la
otra era suave, no afeminada, pero ciertamente con algo femenino.
Y en efecto estaban discutiendo su destino.
Lo han drogado.
Intentó llamarlos, esta vez no para dar rienda suelta a su odio, sino para hacerles
saber que todavía no lo habían sometido. Las cabezas se volvieron hacia él.
—¿Ve? —dijo el de la voz ronca—. Es tan malo como el otro. Nunca se rendirá.
«¿El otro?», pensó Clive. ¿Se referían a su hermano Neville?
—Ese es precisamente su valor —repuso el segundo hombre, con un ligero ceceo.
—¿Y si el instrumento se vuelve contra usted? —preguntó el primero.
El segundo rio.
—Pero ese es el desafío ¿no? Sin riesgo personal, no seríamos mejores que los
demás. Cuando se haga realidad nuestra victoria, será porque nosotros, al menos,
estuvimos dispuestos a arriesgarlo todo.
Era tal como había supuesto, comprendió Clive. Para ellos era exactamente un
maldigo juego.
—¡Yo les enseñaré a arriesgarse! —les gritó.
—Así pues ¿tiene intención de enviarlo de nuevo? —preguntó el primero, como si
Clive no hubiera hablado nunca.
—Nunca tuve ninguna duda al respecto. Le permití a usted este experimento,
precisamente porque sabía que él vencería.
«Experimento ¿no?», pensó Clive.
—¡Malditos sean! —gritó—. ¡No descansaré hasta aniquilarlos, a todos y cada uno
de ustedes!
Lo mismo habría podido gritar al viento, por el caso que le hicieron.
—¿Tan seguro estaba usted de sí mismo? —preguntó el primero.
—Estaba seguro de él —repuso el segundo señalando a Clive.
—No juegue conmigo —advirtió el primero con voz colérica—. Yo no soy un
monigote, para que me vayan moviendo por el tablero.
—Claro que no —respondió el segundo—. ¿Pero atenderá a razones ahora?
—Sus razones.
—Razones evidentes —replicó el segundo—. Si discutimos entre nosotros, nos
exponemos a perderlo todo.
—¿Los demás están de acuerdo con usted? ¿Todos?
«¿Los demás?», pensó Clive. «Continúen, continúen. Cuéntenmelo todo».

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—¿Después de esto? Sí.
El primero suspiró.
—Entonces devuélvalo. Pero los trajes deben desaparecer. El suyo y los de sus
compañeros. Ni siquiera sé por qué Green permitió que los llevaran.
—Los trajes han desaparecido —acotó el segundo.
—Y él no debe recordar nada de esto.
«¿Recordar nada?», pensó Clive. «Por el Dios de los cielos ¿cómo esperan que lo
olvide?».
—Absolutamente nada —coincidió el segundo.
—¿Ve cómo se aferra a cada palabra? Si recordase, sería insoportable.
—Estoy de acuerdo.
—¡No olvidaré nada! —gritó Clive—. ¿Me oyen? Voy a recordar cada maldito
detalle de lo que me han hecho.
Las dos cabezas se volvieron al fin hacia él.
—No es probable —dijo el segundo—. Admito que el proceso no ha sido
perfeccionado con la precisión deseada (con el tiempo lo será), pero creo que realizará
el trabajo que se le ordene. Si usted pierde unos cuantos recuerdos más durante el
procedimiento… —La figura encogió los hombros—, bien ¿qué se le va a hacer? Pero
le puedo garantizar que no será nada que usted eche en falta.
El primero se rio ante este comentario.
Clive renovó su esfuerzo para alcanzarlos, pero la débil iluminación que recortaba
sus siluetas se estaba apagando, hasta que la oscuridad los envolvió y él quedó solo
una vez más. Con grandísimo esfuerzo, describió un círculo completo, en busca de
algo, cualquier cosa, pero el negro vacío continuaba en todas partes.
Entonces sintió un dolor súbito y agudo en el brazo izquierdo (el aguijón de una
avispa multiplicado por doce) y luego una oscuridad interior empezó a absorberlo,
tan negra como la que lo rodeaba. Y luchó contra la pérdida de la conciencia.
¡Recordaría!
Oyó voces a su alrededor. Sintió manos que lo palpaban, pero no podía mover
ningún miembro. Luego la negrura se lo llevó.

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5

Cuando Clive recuperó la conciencia, caía a través de la brillante llamarada azul una
vez más. Y pudo distinguir los diminutos puntos que eran sus compañeros,
esparcidos a su alrededor en todas direcciones, cada uno de ellos cayendo tan
inevitablemente como él mismo.
Sentía una laguna en la memoria, como si el tiempo hubiese pasado de largo
mientras él permanecía inmóvil. Era una curiosa sensación, una sensación de
pérdida…, pero no podía definir qué era lo que había dejado atrás.
Debía de haber perdido la conciencia un momento, pensó, y no era de extrañar. Si
sólo pudiese respirar…
No recordó nada de lo que había experimentado en el negro vacío.
El vértigo hacía que su cabeza diese vueltas. El estómago le pesaba por la náusea.
La frente le dolía terriblemente, como si hubiera sufrido una contusión. Su brazo
estaba hinchado y cada vez que lo movía era un tormento. Se esforzaba por respirar
en el espeso aire azul, pero simplemente no había oxígeno para llenar sus pulmones.
Escudriñó hacia abajo y se dio cuenta de que ya no sabía con certeza lo que estaba
arriba y lo que estaba abajo. Ciertamente tenía la sensación de caer, pero, por todo lo
que sabía de aquel lugar, bien podía estar desplazándose hacia un lado.
Necesitaba aire.
Desesperadamente.
Si no respiraba pronto, él…
Entonces sus pies sufrieron una brusca sacudida: sus botas habían entrado en
contacto con algo sólido. Sus rodillas se doblaron y Clive se desplomó como una
marioneta a la que hubieran cortado los hilos. Extendió los brazos para amortiguar la
caída y sus manos se hundieron en lo que parecía una hierba alta y espesa. Tenía los
ojos como pegados con soldadura, pero estaba demasiado ocupado en mantener en su
lugar el contenido de su estómago para prestar atención a su entorno.
Finalmente sus brazos cedieron y su rostro quedó aplastado contra la hierba. Y,
antes de que pudiera intentar sentarse, la negrura lo engulló.

Clive fue de los primeros en recuperarse. Abrió los ojos, con la sensación de salir
de un naufragio, y se sentó con sumo cuidado. El mundo giraba lentamente a su
alrededor; luego todo se asentó.
Parecía que él y sus compañeros habían aterrizado en una especie de meseta
recubierta de hierba. Otras mesetas más elevadas se alzaban a sus espaldas y se
extendían hasta una sierra de peñascos escarpados; detrás de estos, un inmenso
macizo montañoso casi obstruía la vista del cielo. Enfrente y hacia abajo, el paisaje
daba paso a un espeso bosque selvático a la izquierda, y, a la derecha, a una anchísima
planicie de veld[5] salpicado de árboles y matorrales. Dividía los dos espacios un

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ancho río que serpenteaba hacia lo lejos, donde una vasta península de jungla lo
ocultaba a la vista.
Clive estaba maravillado de que pudieran existir tales vastas extensiones de
terreno bajo la Tierra. Se volvió y pasó revista a sus compañeros; luego se dio cuenta
de que el mono blanco que había vestido hasta entonces había desaparecido, y que iba
ataviado nuevamente como la primera vez que había entrado en la jungla.
Mientras caían a través de la última Puerta, los Señores de la Mazmorra debían de
haberles quitado los vestidos que les había regalado Green. Pero al menos habían
sobrevivido al paso del nivel anterior de la Mazmorra a aquel… (¡que Dios los
amparase!), que era el quinto.
Al observarlos uno tras otro, Clive pensó una vez más en la abigarrada mezcla de
compañeros que tenía.
Obviamente indemne de la transición por la Puerta, el ciborg Chang Guafe estaba
en pie en el borde de la meseta, escrutando el paisaje del nuevo nivel. Las láminas
metálicas de su cráneo y rostro relucían a la luz del sol. Sus ojos artificiales refulgían
ligeramente mientras proporcionaban información a su cerebro, que era más un
ordenador que carne y sangre humanas.
Le recordó a Clive los juguetes mecánicos que estaban tan de moda en su Londres
natal, las máquinas andantes y parlantes; pero Clive no habría cometido el error de
considerar al ciborg como un juguete de niños. Este había demostrado ser capaz de
una peligrosidad extrema y, por cierto, no podía subestimárselo.
Pero al menos tenía cierta forma humana.
No como Chillido.
Esta era un monstruo hembra de cuatro brazos y cuatro patas. Su inmenso cuerpo
estaba recubierto de pelos parecidos a púas, que podía arrancar a voluntad y lanzar
como dardos; y podía impregnar estos pelos-púas de diferentes sustancias químicas,
que variaban según el efecto que deseara provocar en la criatura a quien tenía la
intención de aplicarla. Pero era algo más que una simple criatura: era una araña
humanoide.
Su rostro tenía una apariencia de lo más perturbadora, con vestigios de
mandíbulas a cada lado de su boca sin labios y ocho ojos compuestos, de color rubí,
incrustados en la mitad superior de su cabeza y dispuestos como si un niño los
hubiera lanzado allí al azar. Y, como toda araña, tenía un par de glándulas hileras
justo debajo de la base de su espalda.
Pero, bajo aquel rostro alienígena, desarrollaba su existencia un ser que, según la
conclusión a la que había llegado Clive, tenía más corazón que muchos de los
hombres que conocía.
El aspecto de Finnbogg era menos chocante, si bien sólo en comparación con
Chillido. Era un enano humanoide que parecía estar emparentado más de cerca con la
familia canina que con la humana. Tenía un carácter tan voluble que podía pasar de
enamorarse a llorar a lágrima viva, o a estallar en un odio violentísimo, todo ello en

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un solo instante. Achaparrado, peludo y tremendamente fuerte, afirmaba ser nativo
de un planeta oprimido que tenía una bioquímica lo bastante parecida a la de la
Tierra para permitirle respirar el mismo aire y comer la misma comida que los
humanos. Pero, a pesar de eso, seguía siendo un monstruo.
El resto de compañeros de Clive eran humanos, aunque difícilmente hubieran
podido formar parte de las relaciones de un caballero inglés.
Tomás, el español, podía ser confundido perfectamente con el peor de los asesinos
estranguladores que pudiera hallarse en un barrio bajo de Londres. Era moreno de
piel y bajo de estatura; tenía el pelo oscuro y brillante. Una rata de puerto, borrachín,
sucio y sin duda traicionero. Había llegado a la Mazmorra desde la cesta de vigía de la
carabela ha Niña, que navegaba en el Atlántico occidental por el año 1492.
El indio Sidi Bombay se había añadido al grupo de Clive en las primeras etapas de
la búsqueda de su hermano; eso fue antes de cometer el error de adentrarse
demasiado en el Sudd, lo cual había acabado llevándolos a cruzar la resplandeciente
Puerta que los lanzó a la locura de la Mazmorra. Sidi era flaco como Tomás, pero su
parecido con él no acababa aquí. Tenía la piel de un moca oscuro y su pelo era negro
como la medianoche. Pero el esquelético indio era experimentado e inteligente y se
rodeaba de un profundo misterio que contrastaba con sus maneras abiertas y alegres.
También la presencia de Annabelle Leigh era perturbadora, aunque por razones
muy diferentes. Mientras que Tomás provenía del pasado, ella había llegado a la
Mazmorra desde el año 1999, cuando su grupo musical y teatral, los Crackbelles,
estaba actuando en Picadilly Circus, durante la Nochevieja de aquel año. Era una
chica picara y descarada que exhibía sus encantos femeninos en un atuendo
masculino que le marcaba tentadoramente las formas. Llevaba el negro pelo cortado a
tijeretazos y formando varias capas, sin ninguna consideración por la moda o por el
estilo. En su antebrazo tenía implantado parte de su Baalbec A-nueve, una especie de
artefacto electrónico alimentado con las energías de su cuerpo, lo cual le daba un
inquietante parentesco con el ciborg. Tenía los controles del aparato en la parte
superior de su pecho, bajo la camisa.
Era también la descendiente de Clive, su propia tataranieta, por la línea de la
amante que había dejado en Inglaterra al partir en busca de su hermano, la señorita
Annabella Leighton.
Era molesto saber que aquella golfilla era pariente suya, saber que las buenas
costumbres inglesas habían podido cambiar tan drásticamente en apenas siglo y
medio; pero lo que le preocupaba más era cómo, día tras día, la encontraba más y más
semejante a su propia Annabella. Ya que tenía los mismos llamativos ojos azules, de
un azul de aciano, la misma piel pálida teñida con un saludable rubor rosado, la
misma esbelta figura.
Para él era demasiado fácil mirarla y ver a Annabella. Se imaginaba aquella
descendiente suya con un vestido de cuello levantado, cintura estrecha y falda de
ancho polisón, y con un leve chal recubriendo el contorno de sus hombros. Llevaría el

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largo pelo recogido en la nuca y coronaría la cabeza un pequeño sombrero. Podría
llevar una sombrilla…
Cuando dejaba que su mente soñara despierta de este modo, pensamientos poco
caballerescos cobraban vida, pensamientos inmorales. ¡Por el amor de Dios!, ¡era de
su propia sangre!, tenía que recordarse a sí mismo. Sin embargo aquel parecido… y
saber que quizá nunca más volvería a ver a Annabella…
El único rostro totalmente familiar en el grupo (aunque por entonces Clive ya se
estaba acostumbrando a todos, incluso al más extraterrenal) era el de quien una vez
había sido su ordenanza, el sargento mayor Horace Hamilton Smythe.
—¿Ordenanza? —había preguntado Annabelle cuando se enteró del antiguo cargo
de Smythe—. ¿Y tú de qué hacías, pequeño Clive? ¿De Robin[6]? —Aquella era sólo
una de las muchas oscuras referencias que soltaba Annie y que no podía explicar con
toda claridad a alguien que había dejado el mundo ciento doce años antes de su
nacimiento.
Clive y Smythe habían pasado muchos años juntos; por eso Clive había
experimentado un gran alivio la noche en que, después de zarpar de las costas de
Inglaterra en el Empress Philippa, Smythe había aparecido a bordo disfrazado de
mandarín.
Smythe tenía un don innato para los disfraces y las imitaciones. Tenía la habilidad
de pasar de un petimetre de voz cansina a un cockney vulgar, un patán campesino y
un charlatán de voz atropellada, todo en cuestión de minutos. Todavía más curioso
era que, cuando no iba disfrazado, Smythe aparentaba ser el más anodino de los
individuos y prácticamente desaparecía en el escenario de fondo que lo rodeaba, fuera
una muchedumbre, una jungla o una recepción elegante.
—¡Cristo, vaya con el viajecito, parece efecto del ácido! —dijo Annabelle
refiriéndose a la caída y atrayendo de nuevo la atención de Clive al intentar este
descifrar lo que había querido decir.
Guafe se dirigió hacia ellos desde su posición elevada, en el borde de la meseta.
—Sí —asintió, con su voz ligeramente metálica—. La travesía ha tenido la
cualidad alucinógena de una experiencia narcótica.
«¡Ah!», pensó Clive. «Opiáceos».
Echó un vistazo a Annabelle pero se apresuró a desviar la vista cuando esta se
levantó y se estiró con un movimiento inconsciente que acentuó cada curva de su
esbelta figura. Ella miró a su alrededor con aire pensativo.
—Me imagino que fue una especie de viaje espacial —comentó—. Como una
teleportación. —Y, al ver que la mayoría de sus compañeros la miraban sin
comprender, añadió—: Ya sabéis, a través de mundos no conectados físicamente.
—De nuevo coincido —dijo el ciborg.
Los demás se fueron poniendo en pie con gran esfuerzo. Smythe se acercó a Clive,
mesándose su barba reciente.
—Parece que sir Neville se nos ha vuelto a escapar —dijo.

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Ciertamente, comprendió de súbito Clive. La experiencia del paso por la Puerta lo
había desorientado tanto que la razón por la que estaban allí se le había ido de la
cabeza. De nuevo observó el vasto panorama de jungla de veld que se extendía ante él.
Por algún lugar de allí, su gemelo mayor Neville había emprendido su huida. El
paisaje era una visión descorazonadora. Hasta un ejército habría podido estar
escondido en cualquier punto del paraje sin ser nunca visto.
—¿Por dónde empezaremos a buscar? —preguntó Clive en voz baja.
—Finnbogg cree que podría estar en cualquier parte —intervino Finnbogg. El
enano can había seguido con su mirada la de Clive, a la par que distraídamente se
limpiaba de hierba el pelo de su pecho—. La puerta puede haber dejado caer al
compañero de carnada en cualquier parte.
—Vamos a ver —dijo Annabelle—, no me gusta entrometerme pero… ¿no creéis
que ya es hora de que dejemos de ir tras ese idiota e intentemos, simplemente, salir de
este lugar? Quiero decir que ya basta y sobra de persecución. Nunca vamos a
atraparlo. Está jugando con nosotros como si fuéramos un hatajo de imbéciles.
—No hay camino de regreso —le recordó Sidi. El indio le dedicó una de sus
peculiares sonrisas—. La única salida es hacia adelante.
—Quizá —replicó la joven—. Pero yo digo que lo pongamos a votación. —Más
miradas de desconcierto—. Ya sabéis: cada uno piensa qué es lo que cree que se
debería hacer y la propuesta que consiga levantar más manos a favor, es la que se lleva
a cabo.
—Yo soy el comandante de esta compañía —empezó Clive cuando se percató de
lo que ella pretendía.
—Annabelle tiene razón —interrumpió Tomás—. Siempre que seguimos a
vuestra merced, no encontramos sino más y más problemas.
—En este punto soy de la misma opinión —coincidió Guafe.
Yo también, dijo Chillido. Su voz sonó directamente en sus mentes.
—Finnbogg está…
El enano echó una mirada a Annabelle y captó su enojo. Por culpa de él ella había
perdido una oportunidad única de abandonar la Mazmorra con Náufrago Fred y
L’Claar. Si él no se hubiese abrazado a sus piernas en el último momento…
—Creo simplemente que deberíamos separarnos —dijo Annabelle.
—No puedo dejarte sola —objetó Clive.
—¡Oh, déjate de chorradas! ¿No crees que puedo cuidar de mí misma?
Cómo una mujer de su evidente buena sangre podía ser tan cabezota, estaba más
allá de la comprensión de Clive.
—Yo soy responsable de ti —insistió—. Por tanto, mientras…
—Venga, vale. Ya soy mayor, Clive, y la única responsable de mí soy yo misma,
¿te enteras? Así que fuera.
Un rubor encolerizado subió por el cuello de Clive; dio un paso hacia ella, pero
Smythe puso una mano en su brazo.

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—¿Qué dice el diario de su hermano acerca del presente nivel, mi comandante? —
lo interrumpió. Sidi asintió.
—Sería el recurso más sensato. Tenemos que saber lo que nos aguarda a nuestro
alrededor antes de elegir nuestro objetivo. —Y sonrió a la vez a Clive y a Annabelle—.
¿Quién sabe? Podría ser que nuestras rutas siguiesen el mismo camino algún trecho
más.
Annabelle soltó un suspiro.
—De acuerdo. Veamos la maldita biblia.
—No es una biblia —replicó Clive.
Cada vez que Clive pensaba que su descaro iba a sacarlo de quicio, ella conseguía
sorprenderlo nuevamente.
¿Pero acaso aún conservas el diario?, inquirió Chillido.
Clive no lo había pensado. Con el cambio de vestimenta… Pero palpó en su
bolsillo y encontró el bulto familiar del diario de su hermano.
—Vamos —apremió Annabelle—. Lee el libro de una vez.
¡Qué no daría por unos buenos soldados ingleses que conociesen su posición, en
lugar de aquella abigarrada tropa!, pensó Clive. Pero sacó el diario del bolsillo de su
chaqueta, se sentó y lo abrió encima de sus rodillas. Sus compañeros se reunieron a su
alrededor.

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6

Annabelle se tumbó de espaldas en el suelo para contemplar el cielo, mientras Clive


buscaba otra de las misteriosas anotaciones que aparecían en el diario. El cielo del
lugar, con su sol de color salmón, tendía más hacia una tonalidad verdosa que a la
azul del mundo que habían dejado atrás. Los singulares tonos que captaba la visión de
Annabelle le producían una sensación espeluznante, aunque en aquel mismo
momento no echara mucho en falta los cielos de su mundo propio. Sólo pensar en
azules nítidos le recordaba demasiado a la última Puerta, que era lo mismo que
recordar su tremendo vértigo.
Había pensado que iba a morir en aquel limbo azul y casi estaba a punto de recibir
con alegría la liberación de los escalofríos y del mareo que le prometía la muerte,
cuando al fin aterrizaron en aquel nuevo nivel y ella perdió el conocimiento. ¡Menuda
juerga se habrían corrido los chicos de su banda si la hubieran podido ver! La vieja y
dura Annie desmayándose como un fan de primera fila se desmayaría ante el meneo
del inmenso trasero de Tripper.
Era la altura…, siempre las alturas.
Pensar en su guitarra solista la sumió en un diferente ataque de melancolía. Todo
aquello había desaparecido ahora. Pocas oportunidades había de volver a ver a
ninguno de ellos. No sólo a sus amigos, no sólo Londres, ni aquella actuación para
celebrar el Año Nuevo en compañía del legendario Prince y de The Revolution,
festejando el siguiente milenario al ritmo de la canción 1999, el hitparade de más de
veinte años de la ya vieja estrella del rock.
En lugar de aquello, todo lo que le cabía esperar era morir allí, en la Mazmorra, o
envejecer hasta la muerte junto a aquella pandilla de figurantes de un film de ciencia
ficción de segunda categoría. Eran una partida de desechos, todos. Para no mencionar
especialmente a su tatarabuelo, quien estaba sufriendo un terrible ataque de complejo
de papaíto.
Si Finnbogg no la hubiese retenido, abrazándose a sus piernas el tiempo suficiente
para que aquella maldita salida se cerrase y desapareciese…
Ahora sólo escuchaba a medias a los demás; mientras, Clive hojeaba el diario de
su hermano.
Desechos.
Tuvo la sensación de que ahí estaba la clave de aquel sitio. Recogía a los que no
encajaban en el lugar de donde provenían, y los vertía allí. ¿Y qué les ocurría
entonces? ¡El diablo lo sabría! Todo lo que ella sabía era que todos los que estaban allí
eran o inadaptados o, como Clive y Finnbogg, tipos heroicos que eran demasiado
leales para pensar en nada más salvo en correr a salvar a alguna víctima.
La idea de que alguien pudiera estar corriendo tras ella le hacía mucha gracia. Era
endiabladamente improbable. Tripper, o el que tocaba el bajo, Dan the Man, o la
pequeña Chrissie Nunn… Todos debían de pensar que ella se había cogido otras de

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sus pequeñas vacaciones y debían de estar esperando a que apareciese de nuevo al
cabo de una o dos semanas, como siempre había hecho. Evidentemente, cuando
vieran que no volvía a aparecer, se preocuparían; pero ¿qué iban a hacer? No era
probable que hubiera indicadores o mapas que mostrasen el camino hacia aquel lugar
o algo por el estilo.
Quizá debería escribir también ella un diario o hacer un cuaderno de apuntes,
como hacía Clive, para que, quien fuera que mandase en aquel lugar, pudiera
robárselo y enviarlo al mundo real. De este modo conseguiría enganchar a más
incautos, como había hecho el hermano de Clive, arrastrándolos por la nariz como se
merecían por ser el hatajo de perdedores que eran.
Entonces se sentó bruscamente.
—¿Qué es lo que estabas diciendo? —preguntó—. ¿Era acerca de la otra Puerta en
este nivel?
Clive le echó una de sus miradas de resignación.
—¿No estabas escuchando?
—Pues claro que estaba escuchando. Sólo quiero sentir la emoción de oírlo de
nuevo, eso es todo. Así que suéltalo.
—Está en un pueblo llamado Quan —dijo Clive después de consultar el diario una
vez más—, un lugar habitado por el «pueblo azul», a quienes debemos evitar a toda
costa.
—¿Y dónde está?
—No se ve muy claro. En algún lugar en el curso del río.
Annabelle asintió.
—A Quan es a donde deberíamos ir. Si allí hay una salida, quiero verla. Es
probable que nos lleve a un nivel más profundo, pero quizá nos saque fuera. De
cualquier forma, vamos a continuar… con nuestros propios medios.
Clive puso el dedo bajo una línea de escritura.
—Dice «evitar a toda costa».
—Pues claro que lo dice. Y por eso mismo debemos ir. ¿No te das cuenta, Clive?
Cuando llegamos a donde tu hermano quiere que lleguemos, todo lo que
conseguimos es hundirnos más y más en la mierda.
Eso no es totalmente cierto, Annabelle, dijo Chillido. Nosotros mismos nos hemos
puesto solos en más peligros que aquellos a los que nos condujo el diario de Neville.
—De acuerdo. Pero creo que ya es tiempo de que dejemos de jugar con sus reglas
y que juguemos con las nuestras.
—Mi hermano se dirigirá a la ciudad perdida que hay más allá del veld.
Annabelle tampoco había prestado mucha atención cuando Clive había leído
aquella parte. Pero, antes de que pudiera pedirle que lo releyera y así ganarse otra de
las miradas reprobadoras de Clive, Finnbogg habló.
—Finnbogg sabe una historia acerca de Quan —dijo el can-enano—. Los
quananos adoran una piedra blanca que es la tumba de todas las almas de los que han

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muerto en sus tierras.
—¿Muerto, cómo? —preguntó el ciborg—. ¿A manos de los quananos?
—También hay un relato —interrumpió Annabelle— acerca de cómo los enanos
son aquellos tipos listillos que cuidan de las princesas en peligro y que silban mientras
trabajan, aunque esto no tiene por qué ser también verdad.
Esto produjo una pausa en el coloquio. Por aquel entonces todos sabían ya que, a
causa del largo tiempo que había pasado en la Mazmorra y por los cuentos que
contaba de ella, Finnbogg tenía muchas dificultades en distinguir entre la realidad y la
fantasía, lo cual hacía que separar los hechos reales de los imaginarios fuera una causa
desesperada. Que Annabelle tuviera un motivo para estar enojada con Finnbogg de
ninguna manera disminuía la veracidad que se deducía de su burla. Ciertamente,
todas las reservas con que uno consideraba las historias de Finnbogg, eran pocas.
—Sí, pero, en su diario —dijo Smythe—, sir Neville también nos ha advertido de
los peligros.
—Y todos sabemos lo mucho que se esfuerza por dar con nosotros el viejo Neville
—repuso Annabelle.
—A pesar de todo, es mi hermano —insistió Clive—. Y, a pesar de todo, tengo que
encontrarlo. —Su tono no fue beligerante, aunque sí firme—. No eludiré ese deber.
—Lo sé, lo sé. Y nadie te pide que lo hagas. Sólo haremos como dije antes: tú te
vas hacia aquella ciudad en ruinas con los que quieran ir contigo y yo me voy hacia la
siguiente salida con los que quieran ir conmigo. Es simple, ¿verdad?
Clive pareció dispuesto a discutir, pero entonces simplemente exhaló un suspiro y
asintió mostrando su acuerdo. Uno a uno, los demás tomaron sus decisiones. Smythe
iba a ir con Clive, lo cual no era una sorpresa. También se unían a él el ciborg, Chang
Guafe, y Finnbogg. Este había mirado esperanzado a Annabelle, pero, cuando todo lo
que le ofreció ella fue una mirada severa, eligió, tristemente, el partido de Clive.
Chillido optó por añadirse a Annabelle, como hizo Tomás. La joven se mostró
satisfecha con la decisión de la primera, pero no pareció muy encantada de que el
español viajara a su lado. El único que quedaba por elegir era Sidi Bombay.
—¿Y usted qué decide? —preguntó Clive al indio.
—Bien, yo… acordé guiarte y no soy de los que se desdicen, pero, como no
conozco este país, de poca utilidad sería como guía.
—Lo eximo de todas las obligaciones que crea que todavía me debe —dijo Clive.
Annabelle frunció el entrecejo. Clive hablaba como si Sidi le perteneciese. Lo que
necesitaba era que alguien le diese un buen rapapolvo y que le pusiese las cosas en
claro.
—Entonces iré con Annabelle —declaró Sidi.
Bien, gracias a Dios, pensó Annabelle. Alguien en su pleno juicio con quien poder
hablar, alguien que las ayudaría, a ella y a Chillido, a vigilar a Tomás.

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Emplearon la mayor parte del día para llevar a cabo el laborioso descenso de la
meseta y llegar al llano; allí acamparon en un solo grupo al pie de la elevación. La
bajada fue muy dura a causa de las nada agradables sensaciones que a Annie le
producían las alturas. Después de descansar, se pusieron a la tarea de conseguir
comida para la cena.
Smythe pescó en el río, utilizando para ello un resistente hilo que había sacado del
dobladillo del fondo de su chaqueta y uno de los muchos pendientes de Annabelle,
doblado en forma de anzuelo. Como cebo utilizó gusanos que desenterró del suelo.
Finnbogg y Sidi hurgaron a lo largo de la orilla del río en busca de las variedades de
tubérculos y de berro de aquel mundo. Cuando regresaron, Smythe había pescado
tres peces de muy buen tamaño. Eran de color azulado, pero una vez que les hubieron
sacado las entrañas y las escamas y los hubieron asado al fuego, resultaron ser
deliciosos. Los berros acompañaron al pescado, como ensalada. Los tubérculos,
asados a las brasas, presentaron una textura parecida a patatas dulces, con un sabor
semejante al de las nueces.
Montaron turnos de guardia durante la noche. Y, a través de los cielos de la
noche, constelaciones desconocidas hicieron su camino. Las estrellas parecían mucho
más cercanas, más parecidas a los efectos especiales de la iluminación de una de sus
actuaciones (pensaba Annabelle) que a estrellas reales; aparentaban pedacitos
centelleantes de zafiro.
Ella y Clive compartieron la tercera guardia. El aire era cálido y húmedo, de modo
que dejaron que el fuego muriese. Annabelle se había sacado la chaqueta y vestía tan
sólo sus pantalones vaqueros y una camiseta sin mangas.
—Aseguraría que te sientes algo decepcionado conmigo, ¿no? —dijo ella cuando
el silencio entre los dos le pareció demasiado largo.
A Annie le sorprendió que lo que él pensase acerca de ella pudiera importarle.
Reflexionó que debía de ser porque, a pesar de todas las críticas que le hacía a Clive, y
este a ella, seguían siendo de la misma familia. Y aquello era mucho más de lo que
parecía poder conseguirse en aquel lugar. ¡Cuando recordaba lo que había sufrido
sola en aquella cárcel, antes de que Clive y su grupo se tropezasen con ella…!
El rostro de Clive fue tan sólo una sombra cuando se volvió para mirarla.
—Te comportas de una manera muy… distinta de las mujeres de mi tiempo —
dijo al fin.
—Ya, sí, bien, las cosas cambian. El mundo es diferente.
—Demasiado, creo.
—Eso no lo sé, Clive. Pero me parece que la libertad es una buena cosa.
—Libertad, sí. Pero cuando uno olvida su condición… lo encuentro
desconcertante.
—¿Como cuando una mujer hace lo que quiere hacer? Vamos, no me dirás que lo

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crees de veras.
—Bien, no exactamente. Pero, no obstante…, las mujeres no son como los
hombres. En Inglaterra…
—¡Oh, déjate de historias! ¿Quieres saber lo que está ocurriendo realmente en tu
alegre y vieja Inglaterra ahora mismo? Es un ridículo y pequeño país, cargado de
deudas hasta el cuello, que se rebaja ante cualquier poder superior. La mitad de la
población activa está en paro, mientras que la otra mitad a duras penas puede ganarse
la vida.
»Y, respecto a tu actitud machista hacia las mujeres, ¿de dónde diablos has sacado
que no somos mejores que vosotros?
—Las mujeres, Annabelle, constituyen el sexo débil —respondió Clive—. Es un
deber de todo caballero cuidar de ellas.
—Correcto. De la manera en que cuidaste de mi antepasada, Annabella.
Haciéndole un bombo y largándote a dar una vueltecita por el mundo en busca del
mequetrefe de tu hermano, y este ni tan siquiera quiere que lo encuentren. ¡Despierta,
Clive!
—No tenía ni idea de que Annabella estaba embarazada.
—Así pues, dime, ¿era una fulana, según tus consideraciones?
—No voy a consentir que me hables de ella en ese tono y en esos términos.
Annabelle suspiró. Estiró la mano y añadió algo de leña a las brasas moribundas
de la fogata. Pronto se levantaron nuevas llamas, que iluminaron sus rostros. Las
sombras se alargaron más allá de la periferia de la luz del fuego.
—Mira —dijo ella—. Voy a intentar aclararte una cosa. Tú crees que soy vulgar,
descarada, una basura como mujer. Pues bien, yo tengo mis opiniones y las expreso
libremente, igual que tú; soy capaz de aguantar las mismas penalidades que tú, y me
he acostado con hombres. He tenido una hija, que ahora estará añorándome en algún
lugar del mundo real. ¿Qué nos hace diferentes? Estoy aquí, ¿no soy tu descendiente?
Y tú nunca te casaste. ¿No intentarás decirme que nunca te has acostado con una
mujer?
—No, pero…
—Oh, vale. Lo sé. Está bien porque eres un hombre. Vaya con el machito Clive.
Y entonces sonrió. Por la expresión arrepentida del rostro de Clive comprendió
que ya lo tenía casi rendido.
—Esta no es una conversación adecuada para una reunión mixta —intentó
discutir él, pero ella supo que no lo decía con verdadera convicción.
«Un tanto por su comprensión», pensó Annabelle. «Quizá todavía haya esperanza
para él».
—He aquí lo que quiero hacerte comprender —dijo ella—. No somos «mixtos»,
mezclados. Tú eres varón y yo hembra, de acuerdo, pero, en todos los demás sentidos,
somos simplemente personas. Si hacemos tabla rasa, no importa el sexo, todos somos
iguales. ¿Comprendes lo que te quiero decir? Eres un hombre inteligente, así que, por

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el amor de Dios, presta atención. Fíjate en lo que digo. Todas las personas son iguales,
no importa ni la raza ni el sexo.
Clive permanecía sentado en silencio, sin responder.
—Lo cual no quiere decir que las mujeres tengan que ser rudas —continuó
Annabelle—. Siempre hay un lugar para los sentimientos. A las personas les gusta que
las arrullen: tanto a las mujeres como a los hombres. Que se preocupen por ellas,
¿sabes? Pero también quieren que se las respete. He aquí un mundo duro, Clive.
Tendremos que combatir contra muchos enemigos… y no deberíamos luchar uno
contra otro.
Hubo otro silencio, esta vez más largo.
—Comprendo… —dijo Clive al fin.
Annabelle asintió. «Sí», pensó. «Al menos crees que sí. Pero ya es bueno para
empezar. No se podían esperar milagros, pero ha valido la pena si al menos se detiene
a pensar en ello de vez en cuando».
—Así que, ¿a quién representas en la serie «El Mundo»? —le preguntó ella.
—¿Qué?
—Bueno, sólo era una broma. Cambiemos de tema, mejor.
—Eres una mujer muy extraña, Annabelle Leigh —dijo Clive.
Annie sonrió.
—Sí. ¿Qué te parece si levantamos al siguiente turno de la guardia y echamos una
cabezadita?

A la mañana siguiente, las dos compañías emprendieron sus caminos separados.


Al despedirse de Clive, Annabelle le dio un fuerte abrazo y un rápido beso en los
labios que lo hizo ruborizarse. Y le acarició el rubor rojo del cuello con un
delicadísimo toque de sus dedos.
—Nunca hasta ahora había visto a un hombre que se pusiera colorado —dijo ella
—. Cuídate bien a partir de ahora, ¿lo harás?
Aunque parecía que Clive tuviera más por decir, se contentó con un simple
«Adiós».
Annabelle se quedó observando cómo emprendían la marcha a través de la alta
hierba del veld y continuó observándolos hasta que se perdieron de vista; luego volvió
la vista en la dirección hacia donde los llevaría su propio camino.
Una tupida jungla cubría la orilla occidental del río. Aunque la margen oriental
también estaba poblada de árboles, la maleza allí no era tan densa. A pesar de que
Annie no era muy ducha en geografía, no le pareció muy lógico que la jungla
terminase tan abruptamente en el río y se convirtiese en praderías casi
inmediatamente después de dejar las aguas al otro lado. Claro que allí no había una
zona entera que tuviese mucha lógica geográfica; no cuando el veld tenía un tinte
malva en su hierba amarillenta y cuando la jungla tendía a un verde azulado, como de

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caparrosa azul, con manchas de puro púrpura que no eran frutas. Lo único realmente
verde (del verde familiar) que podía observarse allí eran los brotes de una enredadera
cercana casi en flor.
Se volvió para mirar a sus propios compañeros. Chillido le devolvió la mirada
impasiblemente, mientras que Tomás evitó encontrarse con sus ojos. Sólo Sidi le
dedicó una sonrisa fugaz, mostrando sus blandos dientes contra su piel oscura.
—Bien, chicos —dijo—. Me parece que ya es hora de que nos vayamos a jugar a
Tarzán.
—¿Tarzán? —preguntó Tomás.
—Sí. Andar por la jungla y todo eso. Sabiendo la suerte que tenemos, es muy
probable que seamos sacrificados a algún dios mono o algo por el estilo. Pero ¡qué
diablos!, nadie ha dicho que esto iba a ser un picnic, ¿verdad? —Nuevas miradas
desconcertadas—. Bien. Vámonos.
Cuando Chillido encabezó la marcha, Annabelle indicó a Tomás que siguiese a la
araña. De ninguna manera quería Annie aquella comadreja a sus espaldas. Ella y Sidi
tomaron las posiciones de retaguardia. Al entrar en el bosque menos denso de la orilla
este y tomar un sendero paralelo al río, el follaje de rara coloración se cerró sobre
ellos.
«Esto me da muy mala espina», se dijo Annabelle mientras echaba un vistazo por
encima del hombro al campo soleado que dejaban atrás.

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El veld era un vasto mar sin huella de hierbas, salpicado de pequeñas islas de arbustos
y árboles. Bajo el verde pálido de los cielos, la hierba se extendía en interminables
leguas de malva amarillento, alzándose hasta los hombros de Clive, Smythe y el
ciborg, y tragándose con su altura al voluminoso, pero bajo, Finnbogg. Las hojas de la
hierba eran consistentes y tenían el filo cortante, y se volvían a enderezar después de
su paso como propulsadas por un resorte. Hacia media mañana dejaron de divisar la
jungla. Ahora lo único que podían ver en dirección al rastro que dejaban eran las
inmensas elevaciones del macizo montañoso, que trepaban hacia el nítido cielo.
Andar y andar con tan escasa variedad de paisaje se convirtió en algo monótono y
tedioso. Las islas de arbustos y de árboles les proporcionaban de vez en cuando cierto
alivio, pero los árboles eran tan enormes (el más pequeño era muchas veces el tamaño
del roble más grande de Inglaterra y los arbustos eran tan altos como los árboles con
los que los ingleses estaban familiarizados) que, siempre que pasaban bajo ellos, su
presencia sumía a la compañía en una sensación de inquietud.
—Es una mujer encantadora, la joven Annabelle —comentó Smythe al Clive—.
Estará usted orgulloso de ella, mi comandante.
El ciborg Guafe andaba muy adelantado (sólo observar su marcha incansable
bastaba para fatigar a Clive), mientras que Finnbogg se rezagaba; así pues los dos
ingleses caminaban uno junto al otro. Clive había estado relatando a su compañero la
conversación de la noche anterior con Annabelle (una versión resumida que no hacía
mención de las relaciones más personales de Clive con su amante en Inglaterra).
—¿Usted lo cree así? —le preguntó Clive—. Annie tiene unas nociones más bien
curiosas acerca de la jerarquía de clases y del lugar de la mujer en la sociedad.
—Si permite que le hable con franqueza —dijo Smythe—, creo que hay mucha
verdad en lo que dice ella. Tome a Sidi, por ejemplo: tiene una inteligencia superior.
Déle una piel blanca y déjelo caer en Londres, y apuesto a que al cabo de un mes no
podría distinguirlo de un auténtico caballero inglés. Sidi Bombay se adapta a las
circunstancias. Un hombre extraordinario, no importa el color de su piel.
—Oh, seguro que sí. Pero es…, continuaría… bien, siendo de otra clase.
—Y yo también lo soy. Y sin embargo comemos en la misma mesa, usted y yo; y
usted me respeta, lo mismo que yo lo respeto a usted. Y no es sólo el uniforme que
compartimos lo que hace posible nuestra amistad. Al menos eso espero.
—Ningún hombre tuvo nunca un amigo tan fiel como usted lo es y ha sido para
mí, Horace.
—Me satisface profundamente oírlo hablar así, mi comandante.
—Pero el discurso de Annabelle en conjunto es… debo admitir que me resulta
perturbador.
Smythe asintió.
—Una nueva idea siempre es perturbadora (así se justifica el furor que hay en

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nuestro país contra los evolucionistas), pero, si es una idea que habla en favor de la
verdad, entonces el hombre sensato hará mejor en escuchar. Estamos en otro mundo,
mi comandante, un mundo del cual quizá nunca escapemos. En este sentido,
haríamos bien en dejar de lado algunos de nuestros prejuicios y disponernos a aceptar
a los desconocidos que encontramos, en sus propios términos, sin importarnos cuan
alienígenas o cuan «de otra clase» nos puedan parecer.
—Pero, maldita sea, Horace, somos ingleses. Debemos ser un ejemplo para los
demás.
—Empieza a recordarme a su hermano, mi comandante —repuso Smythe con
una sonrisa.
—Usted sabe lo que quiero decir.
Smythe se encogió de hombros.
—Quizá sea más fácil para mí, mi comandante, al ser de otra clase…
—Usted sabe que no quería decir…
—Pues yo creo que haría bien en reflexionar sobre lo que le dijo Annabelle.
Incluso si logramos finalmente escapar de esta Mazmorra, ¿quién puede decirnos en
qué tiempo estará el mundo cuando regresemos a él? Y, si el mundo ha cambiado
tanto como dice Annabelle, entonces haríamos mejor en aprender a adaptarnos a los
cambios ahora mismo.
—Me molesta cambiar —dijo Clive.
—No dude que sus mismas reacciones molestaron a Annabelle. Hay mucha parte
de Folliot en ella, y no creo que usted pueda negarlo.
Clive sonrió.
—Ciertamente Annie dice lo que piensa.
—Testaruda. Como todos los Folliot que he llegado a conocer.
—Y no sin sus propios encantos, aunque, y Dios lo sabe, no pretendo tener yo
mérito alguno en ello.
—Yo no estaría tan seguro —opinó Smythe—. He visto los ojos de la chica en
usted, mi comandante, y no era simplemente el uniforme lo que estaban admirando.
—Sí, bien…
Por segunda vez en aquel día, Clive sintió que las mejillas y el cuello le ardían de
rubor. Se aclaró la garganta y cambió rápidamente de tema.
—¿Cree que actuamos correctamente, separando la compañía en dos?
—Me inquieta Annabelle —respondió Smythe—, pero parece una joven muy
capacitada, y Sidi y Chillido velarán por ella, incluso aunque el español no sea de
ninguna ayuda. Además, creo que no tuvimos otra alternativa. Estoy seguro de que
para llevarla con nosotros hubiéramos tenido que atarla y amordazarla.
Clive asintió.
—Tal como Sidi señaló, en este lugar no hay vuelta atrás, sólo camino hacia
adelante. Así, pues, espero volver a encontrarla en los tiempos venideros. Y, si ella me
promete suavizar la agudeza de su lengua…, pues ¿por qué no?, yo prometo

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esforzarme por tener una mentalidad más abierta.
—No hay ningún mal en empezar a esforzarse a partir de ahora mismo —
murmuró Smythe.
Clive le echó una mirada cortante y luego soltó un suspiro.
—Vaya, si no es uno, es otro.
—Los dos estamos mirando por usted, mi comandante. Se puede ser inglés y tener
un espíritu abierto. A mí nunca me ha hecho daño.
Clive sonrió.
—Bien, pues, ahí va mi mano en eso, Horace, y si usted ve que incumplo mi parte
del trato, le doy permiso para que vuelva a encauzarme en el camino… de la manera
que crea usted más conveniente.
Smythe estrechó la mano de Clive y le devolvió la sonrisa.
—Observe su promesa, comandante —dijo—, mientras haya alguien a su lado a
quien haya dado su palabra.
Mientras transcurrió el diálogo, la expresión y la postura de Smythe fueron
transformándose imperceptiblemente hasta que llegó a parecer un desenvuelto
cockney londinense de acento cerrado y, por un momento, Clive se sintió
transportado lejos de aquel extraño mundo adonde lo había lanzado la lealtad
familiar, hasta las calles adoquinadas de su ciudad natal. Una sensación de pérdida le
provocó una punzada de dolor, pero conservó su sonrisa.
—No esperaba menos de usted, Horace —dijo.

Llegado el atardecer, se les presentó un nuevo misterio a resolver. El terreno


herboso se terminaba súbitamente y frente a ellos aparecía una vasta franja de terreno,
salpicada con hendiduras redondas, algunas de las cuales medían tres metros de
ancho. Las había por todas partes, y a menudo se sobreponían unas a otras. También
aparecían señales de descomunales troncos o algo por el estilo, arrastrados por toda la
zona. La alta hierba estaba reducida a rastrojos; el bosquecillo más cercano se
levantaba solitario como una isla, y sus árboles no tenían ni una hoja en ninguna de
sus ramas.
El ciborg se había detenido al borde de la llanura herbosa aguardando que ellos
llegaran a su altura.
—Vaya, esto es muy curioso —dijo Clive—. ¿Qué hay que deducir de todo en
conjunto?
—¿No podría haberlo causado una lluvia de meteoritos? —preguntó Smythe—. El
calor provocado por su descenso bastaría para encender la hierba, ¿no?
—Es improbable —respondió Chang Guafe—. Las hendiduras que habrían
producido los meteoritos serían de naturaleza explosiva, mientras que estas son de
naturaleza compresiva.
—Entonces, ¿qué causó estos hoyos? —preguntó Clive.

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El ciborg se encogió de hombros, un gesto muy humano que, sin duda alguna, le
había contagiado la compañía de las personas.
—¿En la Mazmorra? Podría ser cualquier cosa.
Smythe se agachó para investigar una de las hendiduras. Tenía aproximadamente
medio metro de profundidad, y la tierra de los bordes se desmigajaba.
—Chang tiene razón —dijo al levantarse—. Si hubieran sido hoyos causados por
meteoritos, entonces deberíamos poder ver algún resto de la piedra en el fondo de los
agujeros. Y no hay ni rastro. —Se llevó la mano a la frente para sombrear los ojos,
escudriñó el terreno a su alrededor y añadió—: Cena a la vista.
Todos se volvieron hacia la dirección en que señalaba Smythe. Junto a los
inmensos árboles del bosquecillo más cercano, un reducido grupo de animales estaba
pastando los cortos rastrojos de hierba. Tenían la cabeza y las orejas de una liebre, los
cuellos alargados como los de las jirafas y el cuerpo de un ciervo. Su piel era de color
pardusco, matizado por el mismo malva de la hierba y punteado con lunares blancos.
En la barriga, la piel era blanca. En cuanto a tamaño, no eran más altos que un mastín
de buena raza.
—¿Qué son? —preguntó Clive.
—Mamíferos de alguna clase —respondió Chang Guafe.
Smythe asintió.
—Parecen producto de un cruce entre una liebre y un ciervo.
—¿«Lierves»? —ofreció Clive con una sonrisa.
—Una «lierve» me parece más apetecible que un «ciebro» —dijo Smythe. Al ver a
Guafe que emprendía la marcha hacia ellas, añadió rápidamente—: No las asuste.
Se sentó en el borde del hoyo que había estado investigando, se quitó las botas y
sacó el cordón de una de ellas. Ató una piedra a cada uno de los extremos del cordón
y se puso en pie.
—Un truco primitivo —dijo con una sonrisa, mientras hacía girar las boleadoras
por encima de su cabeza.
Mientras, los demás observaban, avanzó reptando, a paso de caracol,
petrificándose cada vez que una de las largas cabezas orejudas se levantaba. El viento
iba a favor del sargento, ya que soplaba en dirección de la presa a él, pero por la
constante alerta de las orejas de los animales, estaba seguro de que detectaban el
peligro principalmente por su oído.
Cuando consideró que ya estaba lo bastante cerca, volvió a hacer girar las
boleadoras. Ante el silbido producido por el movimiento giratorio del arma, varias
cabezas del rebaño se levantaron una tras otra. Entonces una criatura saltó y echó a
correr. Smythe hizo girar con más fuerza las boleadoras mientras que el resto del
rebaño emprendía la huida, desplazándose en un curioso trote que combinaba el salto
con la carrera.
Eran rápidos como la liebre inglesa o como un ciervo, pero Smythe ya había
contado con ello. Permitió que su presa tomase carrera y soltó su arma. Mientras el

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grueso del rebaño avanzaba a toda velocidad, la tira de cuero de las boleadoras golpeó
el cuello de su víctima. Las piedras giraron y se enrollaron con tal ímpetu alrededor
del cuello que este se rompió.
—Como yo ya les he proporcionado la cena —dijo al tiempo que sacaba el
cuchillo y avanzaba hacia su presa, que aún pataleaba—, dejaré que sea otro quien
encienda el fuego.

Tuvieron carne de «lierve» para cenar, y otra vez para desayunar y otra vez más
para cenar la noche siguiente.
Tenía una consistencia algo fibrosa y un sabor ligeramente de animal de caza,
pero, considerando las circunstancias, proclamaron que era un plato suculento.
Dejaron el campo de meteoros ya avanzada la mañana siguiente y se abrieron
paso por las altas hierbas del veld durante el resto de la tarde, hasta que al fin
montaron el campamento. La noche pasó sin acontecimientos dignos de mención;
Finnbogg los entretuvo con más improbables historias de la Mazmorra y de sus
curiosidades. A Smythe le gustaban en particular los cuentos del enano, que
acompañaba con otros de su propia cosecha (siempre que Finnbogg se fatigaba), tan
absurdos como los de este. El ciborg no parecía prestar atención a ninguno de los dos:
era como si se desconectase cuando no estaban en movimiento o cuando no era su
turno de guardia.
Clive escuchaba tan sólo a medias. A veces tomaba apuntes con pedazos de
carbón en las páginas en blanco del diario de su hermano, con la pobre luz que
producía el fuego. La mayor parte del tiempo, sin embargo, meditaba preocupado por
la otra mitad de su compañía, que seguía el curso del río, y preocupado en especial
por Annabelle.
Aquella mañana tenía el turno del alba. Estaba sentado con la espalda apoyada en
un árbol, junto al fuego que ya no era más que cenizas muertas, cuando oyó el
retumbar de un trueno. El sol de color asalmonado se levantaba ya en el este y el cielo
tenía la suficiente claridad como para mostrar que estaba despejado.
«¿Truenos sin nubes?», pensó.
Luego el suelo se sacudió bajo sus pies: primero fue un ligero temblor, y luego
creció hasta que fue casi imposible mantenerse en pie. Por entonces, el resto del grupo
ya estaba despierto.
—¡Terremoto! —gritó Clive.
Una extraña expresión cruzó el rostro de Finnbogg. A gachas se acercó hasta el
árbol más próximo y lentamente empezó a trepar por el tronco, agarrado como una
lapa a su ruda corteza. Escudriñó el horizonte y luego señaló hacia el norte, y al
hacerlo perdió el equilibrio. Medio cayó, medio resbaló tronco abajo, y aterrizó en el
suelo con tal violencia que expulsó el aire de sus pulmones.
—¿Qué era? —preguntó Clive—. Habla.

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—Déle un momento para recobrar el aliento, mi comandante —dijo Smythe
mientras se arrodillaba junto al enano y lo ayudaba a sentarse.
Ahora el terreno vibraba constantemente.
Finnbogg se sentó, sin fuerzas.
—Ahora… Finnbogg recuerda —dijo.
—¿Recuerda qué? —preguntó Clive.
—El peligro del veld: las Montañas Andantes.
—¿Las Montañas…?
Entonces Guafe los llamó desde donde estaba, agarrado al tronco de un árbol.
Señaló hacia el norte, como había hecho Finnbogg. El retronar resonaba en todas
partes, y el suelo se sacudía tanto que era difícil incluso permanecer sentado.
—Lo que cruzamos antes no era un campo de meteoros —explicó el ciborg—. Era
el terreno de pasto de los bronco-saurios.
Clive y Smythe se acercaron a donde estaba, y se agarraron al árbol para
sostenerse. El ciborg mantenía su equilibrio ahora sin necesidad de asirse oscilando al
compás de las sacudidas. En la lejanía, los dos ingleses pudieron distinguir una
manada de bestias enormes que se acercaba hacia ellos.
—¿A qué se refería cuando dijo terreno de pasto? —le preguntó Clive.
—La distancia hace que su tamaño sea engañoso —respondió Guafe—. Las
hendiduras que descubrimos no fueron provocadas por meteoritos: son las pisadas de
aquellos monstruos.
—¿Pisadas? —repitió Smythe.
La incredulidad en su voz fue evidente para Clive. Él mismo lo encontraba difícil
de creer, pero el temblor de la tierra y el tronar del paso de las monstruosas criaturas
les abrió los ojos a la verdad con una áspera resonancia. Se agarró al tronco del árbol y
miró fijamente la distante manada.
—Alcanzan longitudes de más de veinticinco metros —explicó el ciborg— y su
peso varía entre cuarenta y ochenta toneladas. Sería muy interesante poder
observarlos más de cerca.
—Montañas Andantes —musitó Finnbogg.
—¿Vienen en nuestra dirección? —preguntó Clive.
—No hay por qué alarmarse —le respondió Guafe—. Son herbívoros. Sólo
tenemos que mantenernos fuera del alcance de su pisada.
—¿Y qué ocurrirá si creen que somos plantas? —inquirió Smythe.
—Es poco probable. De lo que tenemos que preocuparnos es de los carroñeros
que acompañan a la manada, coelurosaurios y demás.
Clive miró al ciborg.
—¿Y cómo… cómo son de grandes?
—No demasiado…, quizá del tamaño de un avestruz.
Clive observó una vez más el rebaño que se aproximaba y volvió su atención hacia
lo inmediato que los rodeaba. Las ramas más próximas a ellos estaban a unos

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veinticinco metros del suelo. No había otro lugar donde protegerse. Lo más que
podían hacer era abrazarse al árbol y esperar que los monstruos no se dieran cuenta
de su presencia. Pero entonces recordó el terreno que habían atravesado, y recordó
que toda la vegetación (desde la hierba hasta las hojas más elevadas) había sido
arrasada.
Las sacudidas del terreno eran ahora tan intensas que Clive y los demás
necesitaron todas sus fuerzas para agarrarse a la áspera corteza del árbol. De los
cuatro, el único que permanecía en pie sin perder el equilibrio era el ciborg, que
continuaba como cabalgando las vibraciones. Los demás se arrodillaron junto al
árbol, aferrándose a él lo mejor que podían.
—¡Lo que daría yo por un cañón! —dijo Smythe.
—O por unos caballos que nos sacasen de aquí —opinó Clive.
Ahora el cielo había oscurecido, pero continuaba sin nubes. Eran los inmensos
cuerpos de los brontosaurios que ocultaban el sol.
—Al menos, Annabelle está a salvo —comentó Clive.

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«Lo que olvidas cuando miras las viejas películas de Johnny Weissmuller», pensó
Annabelle, «es que en la jungla hace calor. Calor y bochorno».
Se abría paso tras Chillido y Tomás, con la cazadora atada alrededor de la cintura
y la camiseta sin mangas pegada a la espalda mojada. Los vaqueros de cuero le
resultaban insoportablemente gruesos y le rozaban las piernas. El pelo corto le
colgaba pegajoso contra el cuero cabelludo. Había de tener una mano en constante
movimiento, para apartar de su cara a los mosquitos y a otros insectos. El calor y la
humedad parecían extraerle la vitalidad con cada gota de sudor que le absorbían. Ni
siquiera podía ahorrar la energía que su Baalbec A-nueve habría necesitado para
repeler los bichos que los atacaban sin descanso.
No podía asegurar que la caminata afectase del mismo modo a Chillido, pero,
directamente delante de la araña, Tomás andaba con la cabeza gacha: el calor también
le absorbía las energías. Llevaba una camisa sucia, con manchas de sudor bajo las
axilas y a lo largo de la espalda; su pelo grasiento colgaba todavía más apelmazado que
el de Annie. Sólo Sidi parecía no estar afectado. Caminaba alegremente junto a Annie,
sin ni siquiera una gotita de sudor. Pero, en aquellos momentos, Annabelle tenía
demasiado calor y estaba demasiado cansada para imaginar algún medio de borrar
aquella sonrisita de su rostro.
¡Lo que daría por una lata de cerveza helada!
El sendero por donde andaban seguía sin interrupción la orilla del río, bajo ramas
que colgaban cerca de sus cabezas, cargadas de frutos exóticos, salpicadas de hojas
verdes y púrpuras y abrazadas por plantas trepadoras en flor. Los insectos formaban
nubes a su alrededor, dejándoles poco respiro. Más allá de lo que alcanzaba la vista, la
jungla resonaba con singulares gritos de animales. Las escasas criaturas que divisaban
eran de una rareza uniforme.
Por dos veces habían avistado tropas de monos voladores en los árboles por
encima de sus cabezas: pequeñas bestias de cara arrugada, orejas puntiagudas y barbas
blancas. Saltaban de rama en rama, cruzando vastas distancias con el uso de las
membranas desplegadas entre sus extremidades anteriores y las posteriores. También
localizaron una criatura parecida a la musaraña, aproximadamente del tamaño de una
mano, con un largo hocico en forma de trompa y unos diminutos ojos rojos; Annie
vislumbró algunas de estas entre las hojas.
A su paso ahuyentaron pequeñas manadas de unos animales parecidos a los
tapires, rayados como cebras, sólo que al revés: blanco sobre negro. En el río vieron
monos acuáticos, con pies palmípedos y cuerpos hidrodinámicos, y también una
bestia similar a un hipopótamo que tenía aletas y cola de pez en lugar de
extremidades. A Annabelle le recordó un manatí, pero de tamaño mayor. Una vez
divisaron lo que parecía un cruce entre un leopardo y un mono: una criatura
evidentemente felina que, con su cuerpo de una delgadez que parecía enfermiza, se

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columpiaba entre las ramas de los árboles. Había lagartos y serpientes, criaturas
parecidas a las zarigüeyas con rasgos lupinos, y una especie de roedor saltarín que
aparentaba ser un cruce entre un conejo y una ardilla.
Lo único que a Annie le parecía vagamente familiar eran los pájaros. Aunque
había algo alienígena en ellos, se asemejaban a los pájaros que conocía de su propio
mundo, y variaban desde bandadas de papagayos de colores brillantes hasta aves
acuáticas de patas larguísimas, martines pescadores, que volaban rasantes por encima
de la superficie del río y se alimentaban de insectos, e incansables colibríes del tamaño
del pulgar de Annie. Sin embargo, no había ninguno exacto a los terrestres. Los
colibríes volaban en bandadas. Los martines pescadores tenían picos anchos y una
visera en forma de abanico en la cabeza. Las aves acuáticas eran como flamencos
azules cruzados con cigüeñas. Los papagayos charloteaban y se gritaban mutuamente
como monos.
—Este lugar es increíble —dijo mirando a Sidi.
El indio sonrió.
—Estamos aquí, ¿no?, y lo que ven los ojos no es difícil de creer.
—Muy listo, tío. Ya sabes lo que quiero decir.
—Sí. Todo es muy extraño y a la vez muy familiar. ¿Te molesta el calor?
—Me molesta absolutamente todo. No puedo creer que tardemos una semana en
atravesar la jungla y llegar al pueblo. Quizá deberíamos hacer como Huck Finn,
¿sabes? Construir una balsa y con una vara seguir nuestro camino río abajo por el
agua.
Sidi meneó la cabeza apesarado.
—No tenemos nada para cortar árboles, Annabelle. Nada para atar los troncos
entre sí.
—Lo sé. Sólo estoy haciéndome la quejica. No me hagas caso.
—Será difícil no hacerte caso. Ahora eres la jefa.
«La jefa. De acuerdo. Bien, pues la jefa empieza a arrepentirse de haber elegido el
camino de la jungla. Al menos, afuera, en el veld, habrá seguramente alguna brisilla».
—Deja de luchar contra el calor —aconsejó Sidi—. Acéptalo y deja que fluya a
través de ti, y te sentirás mejor.
—Para ti es fácil hacerlo.
—¡Keh! —Este sonido agudo y seco, producido por el velo del paladar, empezaba
a ser reconocido por Annabelle como una señal de diversión—. La mayoría de
malestares se encuentran en la mente —añadió—. Aniquílalos con la fuerza de tu
voluntad.
—En este mismo momento tengo los sesos hechos puré, como si alguien los
hubiera pasado por la batidora y los estuviera cociendo a fuego rápido.
—Se te pasará, Annabelle. Te adaptarás.
Annie consiguió esbozar una leve sonrisa.
—Seguro. Pero no esperes que sea pronto.

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Aquella noche acamparon bajo un refugio de follaje, tejido por las ramas de los
árboles que colgaban encima del río y que dejaban un espacio en forma de choza en
su interior. Cuando una tropa de monos voladores pasó muy por encima de ellos,
Chillido se arrancó uno de sus pelos-púas y lo lanzó al centro del parloteo, y una de
las criaturas cayó dando trompicones contra las ramas mientras el resto huía.
Al ponerse Chillido a despellejar y a destripar el mono, Annabelle sintió una
náusea horrorosa y se dio la vuelta, mientras que Tomás hacía chasquear los labios,
relamiéndose.
—¿Nunca has comido mono? —preguntó.
Y añadió algo en portugués —la lengua de su infancia que gustaba de emplear—
que Annabelle encontró incomprensible.
—Muy gustoso —le aclaró él.
—No para mí, tío —replicó ella—. Para mí sería como comerme a un pariente.
Mientras los otros tres se atracaban de mono asado, ella comió un menú
vegetariano compuesto de tubérculos y berros, salvando su insulsez con un puñado de
frutos verdosos que parecían uvas, pero que sabían a una mezcla de pera y lima y
tenían una textura parecida a la del melocotón.
Annie se propuso para hacer el primer turno de guardia (dudaba de que con aquel
calor pudiera conciliar, con cierta rapidez, el sueño); pero, antes de que nadie se
acostase, un repentino silencio en la jungla acalló su conversación. A Annabelle se le
erizaron los pelos de la nuca y tuvo la repentina sensación de que algo los estaba
acechando desde más allá del claro de luz de la pequeña fogata. Algo vivo.
Chaca-chac.
El sonido provino del sendero por el que habían venido, y era como si alguien
hubiera dado una sacudida a unas maracas. Nadie del pequeño grupo parecía siquiera
respirar. Y el único movimiento era el de la mano de Chillido que se desplazaba
disimuladamente hacia sus pelos-púas.
Chaca-chac.
Ahora provino de la dirección que debían tomar por la mañana.
—¿Qué es? —dijo Annabelle reteniendo el aliento—. ¿Alguna clase de animal?
—Eso parece —le respondió en susurros Sidi—. Es como el sonido de un cascabel
hecho con una calabaza llena de semillas secas.
Annabelle asintió.
—A mí también me lo parece. ¿Crees que es una persona?
El indio se encogió de hombros y se mantuvo alerta, escrutando la oscuridad de
más allá de la lumbre de la hoguera campestre.
Chaca…
Ahora el sonido se produjo más lejos y fue apagado e incompleto. Continuaban
sentados en silencio absoluto, esperándolo, pero no se repitió. En lugar de ello, los
sonidos habituales de la jungla despertaron una vez más. Insectos. El ronquido de un

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mono-gato. Los grititos distantes de las aves nocturnas.
Annabelle soltó un suspiro que hasta el momento no había sido consciente de
contener.
—Ha sido horripilante.
—Este camino es peligroso en demasía —murmuró Tomás.
Annabelle frunció el entrecejo.
—Ea, nadie te obliga a quedarte. Siempre que quieras marcharte, tendrás mi
bendición.
El español no respondió, pero algo diabólico parpadeó en lo más profundo de sus
ojos antes de obsequiarla con una de sus sonrisas forzadas.
Huelo algo, dijo Chillido de pronto. Un olor singular desagradable… como de pez,
pero que anda por la tierra.
—¿Cómo algo podrido? —preguntó Annabelle. Levantó la cabeza e intentó captar
el olor que había percibido la arácnida, pero su sentido del olfato no estaba tan
altamente desarrollado.
Chillido sacudió la cabeza.
No, Annabelle. Lo que sea, está vivo.
—¿Está muy cerca? —inquirió Annabelle.
No puedo decirlo. Movió la cabeza. Ahora se ha ido.
Annabelle suspiró. «Perfecto. ¿Así pues que ahora tendremos que estar atentos a
una especie de peces andadores que tocan las maracas?».
—Me encargaré del primer turno de guardia —dijo Annie a Chillido—. Ve a
descansar. Pronto te despertaré.
La arácnida asintió y se tendió, tras aplanar con cuidado los pelos-púas en los
puntos donde podían quedar aplastados por su peso. Annabelle se volvió hacia los
otros dos y vio que Tomás estaba riendo.
—¿Peces andadores? —dijo—. Bien. Que anden hacia mi barriga, pues.
Todavía riendo, se acostó, dejando a Annabelle y a Sidi solos junto a la hoguera
moribunda. Annabelle echó algunos leños más a las brasas.
—¿Qué crees que era, Sidi?
—No lo sé, Annabelle, pero mejor será que mantengamos una vigilancia estricta.
Si Chillido cree que es peligroso… —El indio hizo una pausa—. Confío en ella.
—Yo también. Mejor será que te acuestes.
Sidi alargó el brazo y tocó el dorso de la mano de Annie.
—No pasará nada, Annabelle, ya verás.
Ella dio la vuelta a la mano y cogió la de Sidi unos instantes, dándole un ligero
apretón. La piel de las manos de Sidi era seca y las palmas estaban llenas de
callosidades.
—Eso espero —dijo ella.
Miró cómo se acurrucaba junto al tronco de un árbol, utilizando una raíz como
almohada, y le envidió que cayera dormido tan rápidamente. Luego se levantó, añadió

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más leña a la fogata y escuchó los ruidos de la jungla nocturna. Cada ruido inesperado
la sobresaltaba, pero el horripilante sonido de cascabeles no se repitió en todo su
turno de guardia; ni en el de los demás, como descubrió por la mañana.
A Tomás le tocó el último turno; pero Annabelle, al despertar, se percató de que
Chillido no dormía, aunque estaba tendida. Tenía dos de sus ocho ojos fijos en él.
«Debería haberlo tenido en cuenta», pensó. «Debo llegar a ser una buena jefa. La
maldita comadreja podría habernos degollado a todos mientras dormíamos».
El día siguiente pasó sin acontecimientos dignos de mención. Aquella tarde,
Chillido abatió una de las criaturas parecidas a tapires y, esta vez, Annabelle comió
con ellos. Aunque aún le provocaba náuseas mirar como despiezaban al animal, podía
apañárselas para comerlo. Pero el mono no, eso era demasiado parecido a comerse a
un primo, o a un bebé. Al parecer, Chillido había tenido en cuenta su problema, ya
que dejó pasar un montón de monos en favor del tapir, y Annabelle le quedó muy
agradecida por aquel detalle.
Aquella noche, a Annabelle le tocaba la guardia del alba. Encendió una fogata, se
sentó a cierta distancia por el calor y se dispuso a gozar de aquel resplandor
reconfortante, aunque el fuego no refrescara precisamente la sofocante noche. Se
asomaba la primera luz del alba a través de las ramas que resguardaban al grupo,
cuando oyó de nuevo el sonido.
Chaca-chac.
Rápidamente miró en derredor suyo, intentando percibir el lugar donde se había
originado. ¿A la izquierda?
Chaca-chac. Chaca-chac.
A la derecha y a la izquierda.
Con el pie tocó a Sidi y cogió un leño que había tenido intención de añadir al
fuego.
Chac-chac.
Chillido había despertado y se estaba incorporando. Se arrancó cuatro pelos-púas
de la piel, uno para cada una de sus manos.
Chaca-chaca-chaca-chaca…
Ahora el sonido provenía de todas partes. En la luz creciente, Annabelle pudo
distinguir las figuras humanoides que se les acercaban por entre los árboles. Salvo por
el singular sonido como de maracas, la selva estaba en completo silencio. Luego, la
primera de las criaturas apareció claramente a la vista.
Chillido echó un brazo atrás, pero se oyó un potente zumbido y la araña se llevó la
mano al cuello, donde había dado el pequeño dardo. Los brazos le colgaron fláccidos
y al instante siguiente se desplomó.
—Ah, Jesús… —murmuró Annabelle.
Estaba en pie, flanqueada por Sidi y Tomás, ambos armados como ella, con ramas
que iban a utilizar como leña. Dos criaturas más se reunieron con la primera, luego
dos más, luego tres, hasta que una docena rodeó a la pequeña compañía. Al

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observarlas, Annabelle recordó lo que Clive había leído en el diario de Neville (acerca
de la «gente azul») y lo que Chillido había comentado la noche anterior: «Un olor
singular, desagradable… como de pez, pero que anda por la tierra».
No era broma, ya que realmente apestaban, y tenían todo el aspecto de peces. Y
eran de piel azul.
Su estatura no llegaba a más de metro veinte, pero poseían los hombros anchos y
eran de constitución robusta. Sus rostros tenían la forma hidrodinámica de los peces,
con los ojos muy separados, casi a los lados de la cabeza. La nariz era tan sólo un
vestigio; la ancha boca, una rendija sin labios que casi partía la cabeza en dos. En lugar
de orejas, unos orificios aparecían a los costados de la cabeza. El cabello era negro y
apelmazado y estaba situado en la cima de sus cráneos, y el resto del cuerpo carecía
totalmente de pelos. Se cubrían los genitales con un simple taparrabos. Cada uno de
ellos llevaba una cerbatana y un número de dardos que sobresalían de entre sus
dedos, evidentemente para su inmediato uso.
Cuando Annabelle vislumbró el aspecto posterior de uno de ellos, comprendió
qué le recordaban: tiburones. Una aleta rígida sobresalía de la espina dorsal y, cuando
abrían la boca, exhibían sus hileras de afilados dientes. Al abrir la boca inclinaban la
cabeza hacia atrás: entonces Annabelle pudo ver cómo vibraban sus úvulas.
Chaca-chac.
«Misterio número uno resuelto», pensó ella. «Ahora: ¿cómo diablos vamos a salir
de esta?».
Uno que parecía ser el líder avanzó hacia ellos.
—Folly, folly —dijo.
Su voz fue un resuello áspero y Annabelle no supo con certeza lo que había oído.
¿Era inglés? ¿Les estaba diciendo que eran unos estúpidos[7]? ¿O era una palabra
extranjera? Y, si era así, ¿qué significaba?
Annie pensó en Clive y su grupo caminando alegremente por el veld, y deseó
haber sido lo suficientemente lista para no despegarse de ellos.
—Ya veis, chicos —dijo a sus compañeros—. Creo que lo más sensato que
podemos hacer ahora es dejar estos palos.
Ante el sonido de su voz, varias cerbatanas se alzaron hacia las bocas de los que no
estaban emitiendo el espeluznante sonido de maraca, y apuntaron a Annabelle, a Sidi
y a Tomás.
Chaca-chaca-chaca.
Annabelle soltó el leño de su mano.
—Calma, tíos —murmuró en el tono más apaciguador que pudo encontrar—.
Vosotros ganáis.
A cada lado, sus compañeros dejaron caer sus improvisadas armas.
—¿No tenías la sensación de que esto iba a sucedemos en cualquier momento? —
le preguntó a Sidi.
—¡Folly, folly! —gritó el jefe.

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—Tú lo has dicho, tío.
Varias criaturas se acercaron a ellos y los obligaron a tenderse de bruces en el
suelo, con las manos en la espalda. Les ataron las muñecas y los obligaron a ponerse
de nuevo en pie. Luego los condujeron por el sendero, empujándolos con los fuertes
dedos de sus manos azules cuando se rezagaban. Detrás iba Chillido, atada a dos
largas varas. Sus porteadores, con las varas a los hombros, marchaban a la cola.
«Reconócelo, Annie», se dijo Annabelle, «la cagaste otra vez».

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9

Los temblores del suelo se intensificaron a la par que la enorme manada de


brontosaurios se fue acercando. La partida de Clive podía ahora distinguir también
los coelurosaurios carroñeros, aunque estos, situados a la sombra de la manada,
parecían minúsculos en contraste con los monstruos herbívoros. Los coelurosaurios
aparentaban ser una especie de lagarto, y eran, en efecto, del tamaño de avestruces.
Tenían sus patas traseras mucho más largas que las delanteras, pero parecían
igualmente capacitados para correr en cuatro patas que para correr en dos como el
hombre; su larga y gruesa cola era como una prolongación de su cuerpo hacia atrás, y
les servía para mantener el equilibrio.
Clive comprendió que los carroñeros constituían el principal peligro para el
grupo, pero le resultaba difícil desviar la mirada de los behemotes[8] que formaban la
manada. «Las Montañas Andantes». La descripción que había hecho de ellos
Finnbogg era más que adecuada.
Para Clive era casi imposible calcular el extraordinario volumen de aquellas
bestias. Era como si la bóveda vidriera del Palacio de Cristal de la Gran Exposición[9]
se hubiera tornado carne, hubiera desarrollado piernas enormes, cola y un cuello
larguísimo y hubiera echado a andar a través de Hyde Park. Pero no era una única
bóveda la que se había convertido en monstruo; había cientos de ellos, al menos por
lo que su vista podía distinguir.
Cogido fuertemente al árbol para mantener el equilibrio, Clive no dejaba de
maravillarse de que aquellos animales pudieran existir todavía. Las estimaciones que
había hecho del ciborg acerca de sus longitudes y sus pesos parecían insuficientes.
—Bien —dijo con voz arrastrada Smythe, que estaba junto a él—. Ahora sí que no
podremos quejarnos de la monotonía del lugar.
Clive asintió. Por cierto, no se lo podía considerar aburrido.
—Pero quizás un poco de aburrimiento no vendría mal —comentó.
—Finnbogg tendría bastante con sobrevivir para recordar —murmuró el enano
can.
—Mis circuitos conservarán el recuerdo —añadió el ciborg—, incluso si no
sobrevivimos.
Smythe puso los ojos en blanco.
—¿No es tremendamente esperanzador?
—Deberíamos haber ido con el grupo de Annabelle —declaró Clive—. En el
mismo momento en que vimos el terreno de pasto, deberíamos haber dado la vuelta.
Meteoritos y hierba quemada…
—¡Ya lo tengo! —exclamó Smythe—. Finnbogg, comandante, agárrenme fuerte
por los hombros y manténganme cogido con firmeza.
Clive echó una mirada interrogativa a su compañero, se agarró como pudo al
árbol y aferró el hombro izquierdo de Smythe. Al otro lado de Smythe, Finnbogg hizo

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lo mismo. Clive echó un vistazo a la manada: se acercaba irremisiblemente. El ruido
de sus pisadas era un trueno continuo y arrollador. Los carroñeros estaban más cerca
todavía. En cualquier momento se pondrían a escudriñar el bosquecillo en donde se
escondía la pequeña partida.
Volvió la mirada hacia Smythe, que estaba golpeando el eslabón contra el
pedernal.
—¿Qué está haciendo? —gritó por encima del trueno.
—Quiero provocar un incendio en la hierba —respondió Smythe—. ¿No
comprende? Si encendemos un fuego y conseguimos que se propague en su dirección,
alejaremos a las malditas bestias.
«Genial», pensó Clive. Pero ¿y si el fuego prefería arder en su propia dirección?
Pero el viento soplaba hacia los behemotes, y era evidente que nadie tenía un plan
mejor.
Con un manojo de hierba seca entre sus piernas, Smythe golpeaba el eslabón
contra el pedernal, intentando prender fuego a la hierba, mientras juraba con una
imaginación soberbia. Por dos veces se le cayó el pedernal a causa de la violencia de
las sacudidas del suelo, y una se soltó momentáneamente del abrazo con que Clive y
Finnbogg lo sostenían. El ciborg dejó de observar la manada para dirigir su mirada
hacia ellos, y Clive habría jurado que en su rostro metálico se reflejaba cierta
diversión.
Entonces una chispa saltó a la hierba y la hierba prendió. Smythe sopló
suavemente hasta que hizo llama. Con su improvisada antorcha en la mano, se soltó
de sus compañeros y, avanzando a gachas y a trompicones, se alejó del árbol y empezó
a encender una línea de fuego en la alta hierba.
—¡Ayúdenme ahora! —gritó por encima de su hombro.
Devolvió el pedernal y el eslabón a la cartuchera que colgaba de su cinturón. Se
sacó la chaqueta y empezó a abanicar las llamas. La hierba seca ardía rápidamente, y
pronto los tres se encontraron pisoteando las chispas que saltaban hacia ellos al
mismo tiempo que daban aire a las llamas en dirección a la manada.
El viento soplaba desde atrás, de modo que a los pocos minutos se levantó un
muro de fuego que se alejó de ellos a gran velocidad. A través del fuego pudieron
entrever las monstruosas cabezas de los brontosaurios que se alzaban en el extremo de
sus cuellos extendidos y se volvían en dirección a las llamas.
—¡Lo hemos conseguido! —exclamó Smythe cuando la más cercana de las bestias
retrocedió aterrorizada.
Pero, al mismo tiempo, el grupo de Clive se vio obligado a apagar con los pies las
llamas que amenazaban con engullir su refugio. Tosiendo y medio asfixiándose,
construyeron una barrera de tierra calcinada en tres lados, aunque ya no hubieran
tenido por qué preocuparse, pues el viento alejaba el fuego de ellos. No pasó mucho
tiempo antes de que un mar de llamas se abatiera encima de la manada; su isla de
árboles estaba a salvo.

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Los temblores de tierra se incrementaron terriblemente cuando la manada
emprendió un amedrentado y pesado medio trote: los behemotes sacudían la llanura
con su inmenso peso y los carroñeros saltaban entre ellos, rápidos como lagartos. El
polvo y el humo nublaron el aire. El suelo osciló y vibró bajo ellos con tal ímpetu que
Clive, Smythe y Finnbogg se echaron a tierra. Incluso Chang Guafe perdió el
equilibrio y se mantuvo también en tan indigna posición. El aire retumbaba con el
trueno de la estampida.
Cuando el terremoto se redujo por fin a unas ligeras vibraciones, el grupo estaba
tan zarandeado que apenas si podía tenerse en pie. Su sentido del equilibrio había
perdido el fiel y daban bandazos de un lado a otro como borrachos, con la sonrisa en
los labios.
—¡Hurra! —exclamó Smythe—. ¡Esto les enseñará a comportarse!
Clive dio unas palmaditas en la espalda del sargento.
—¡He aquí un hombre con ideas, sí señor!
El ciborg no sufrió ninguno de los tambaleos de efecto secundario. Permaneció
rígidamente junto a ellos y se limpió el polvo de la ropa.
—No veo razón alguna para celebrarlo —dijo con su voz metálica más estridente
que nunca—. Todo lo que habéis conseguido es arruinar una perfecta oportunidad
para realizar observaciones.
—¡No sea tan estúpido! —se exasperó Smythe—. ¿Preferiría estar muerto?
—Esa no es la cuestión. Creo que hubiera sido mucho más interesante poder
recoger datos de una fauna de la que tan pocas informaciones se tienen, en lugar de
provocar una estampida.
Smythe no se molestó en replicar. Escupió en el suelo y se volvió para ver cómo el
fuego moría al llegar a la zona pisoteada y devastada del sendero de los behemotes.
—No lo comprendo —dijo Clive—. Podríamos haber muerto si a Horace no se le
hubiera ocurrido la idea de hacer dar la vuelta a la manada con su incendio.
Guafe miró fijamente al inglés durante unos largos momentos.
—El conocimiento es una preciosa riqueza —repuso el ciborg—. Mucho más
importante que unas pocas vidas.
—También tú habrías muerto —objetó Finnbogg—. ¿Y de qué serviría entonces
haber salvado las ideas?
—Mis circuitos de memoria están guardados en una caja que sobreviviría a la
explosión de una bomba nuclear. —Ante sus miradas desorientadas, añadió—: Con lo
que quiero significar una gran fuerza destructiva.
—Pero usted no sobreviviría —dijo Clive.
—Eso no es importante.
Smythe se volvió para mirar a Guafe.
—A mí me parece el mismo caso que mojarse el culo para no pescar nada.
Ahora le tocó el turno al ciborg de parecer confundido.
—Un esfuerzo infructuoso —explicó Clive.

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Smythe asintió.
—Un hombre es un hombre, a pesar de todo —dijo, parafraseando a Burns[10]—.
Por lo que es, amigo mío de latón, por lo que hace. Que el corazón de un hombre sea
honrado es más importante que cualquier causa idealista. Mejor que lo recuerden a
uno por las buenas obras que ha realizado que por las migajas de conocimiento que
puedan contener sus sesos. Puede que usted tenga una memoria indestructible en su
pecho, pero no serviría de nada si muriese aquí. ¿Quién la encontraría?
—Mi pueblo la encontraría.
—Si su pueblo supiera dónde está usted, vendrían a buscarlo, ¿o no?
—Esta discusión no tiene sentido —declaró Guafe, zanjando definitivamente la
discusión—. Ante nosotros tenemos la mejor parte del día, y todavía nos queda un
largo trecho por recorrer. Sugiero que continuemos el viaje.
Y, sin esperar respuesta, emprendió la marcha.

Avanzar siguiendo el sendero de la manada de brontosaurios fue más llevadero


que batallar contra la hierba. Anduvieron mucho más deprisa que antes y doblaron la
distancia que habían recorrido el día anterior, incluso a pesar de tener que esquivar
continuamente los cráteres de las pisadas.
—Estamos empezando a parecer un par de tipos importantes —comentó Smythe
a Clive mientras iban siguiendo al ciborg, que andaba delante de ellos con paso rígido.
Clive asintió, pasándose el dedo por la barba. Algunas décadas antes (al menos en
años ingleses, y contando desde el día en que se fue de Londres), los oficiales que
volvieron de la guerra de Crimea pusieron en boga las grandes barbas o las opulentas
patillas, que ellos mismos llevaban, y los señores de categoría las tomaron como
propias. Además empezaron a hablar con voces arrastradas y lánguidas para indicar
su superioridad social. Especímenes de aquella clase sobrevivieron hasta bien entrada
la década de los 1860.
—Al menos no hemos caído en aquel estilo de hablar más bien cansino.
—Oh, Horace, ¿cómo está usted? —dijo Clive con tono afectado.
Los dos hombres estallaron en carcajadas, atrayendo la mirada desconcertada de
Finnbogg.
—No te preocupes, Finnbogg —lo tranquilizó Smythe—, no nos hemos vuelto
amanerados.
—Necesitaba reír —dijo Clive cuando hubo recuperado el aliento.
—La vida es dura en este mundo —asintió Smythe—. Y, hablando de dureza, ¿hay
otros peligros en este nivel de los cuales no nos hayas advertido, Finn?
Clive dio unas palmaditas en el bolsillo que contenía el diario de su hermano.
—Todas las advertencias que nos hagan serán bienvenidas. Neville no dice nada
acerca de estos animales.
—Yo no contaría mucho con la ayuda de su hermano, mi comandante —opinó

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Smythe—. Es uno de los puntos en que Annabelle tenía razón: es más probable que
nos metamos en la boca del lobo siguiendo las indicaciones de su hermano, que si
vamos por nuestra cuenta. Es lo que no dice el diario lo que me preocupa.
Clive estuvo totalmente de acuerdo.
—Más sorpresas, no gracias.
—Finnbogg oyó contar el cuento de las Montañas Andantes y de sus pastores hace
ya mucho tiempo —dijo el hombre-perro—. Finnbogg no se acuerda mucho. Pero
cuando llegaron y la tierra tembló, entonces Finnbogg…
—¿Pastores? —lo interrumpió Smythe—. ¿Qué pastores?
—Quizá se esté refiriendo a las criaturas carroñeras —dijo, esperanzado, Clive.
El enano arrugó la frente mientras buscaba en su memoria.
—Finnbogg cree que eran una especie de pájaros. Unos pájaros de vuelo bajo.
Clive y Smythe escrutaron el cielo con temor.
—De color plata —continuó Finnbogg—, y tienen su nido en las montañas. —Y
con la mano hizo un gesto indicando vagamente hacia el macizo montañoso, el cual, a
pesar de haber marchado alejándose de él, parecía tan próximo como dos días antes.
—Para cruzar la llanura al menos se necesita una semana —comentó Smythe—. Si
tenemos suerte, por una vez, quizá podamos evitar tropezamos con ellos.
Clive frunció el entrecejo.
—Neville no escribió nada acerca de esos pastores.
—Y tampoco escribió nada acerca del rebaño —le recordó Smythe.

Durante el resto del día no dejaron de vigilar los cielos, con el resultado de una
aguda tortícolis, pero sin conseguir ver ni rastro de ningún pájaro, fuera plateado o de
otro color. Ya avanzada la tarde, Smythe abatió otra de las curiosas «lierves», que se
habían reunido en una pequeña fuente de agua clara que rezumaba del suelo, con lo
que tuvieron de nuevo carne fresca para la cena. Mientras Smythe limpiaba su pieza,
Clive y Finnbogg llenaron las cantimploras, que estaban ya casi vacías.
Por la noche, mientras ahumaban filetes de carne para las comidas del día
siguiente, los dos ingleses interrogaron insistentemente a Finnbogg, en busca de más
información acerca de aquel nivel de la Mazmorra. El enano, que intentaba esquivar
sus preguntas, fue enojándose cada vez más, hasta que al final estalló en una cólera
violenta y arrolladora.
—¡No lo sabe! ¡No lo sabe! —gritó—. Finnbogg sólo recuerda un poco, sólo
recuerda trozos. Finnbogg lo diría si supiera más, pero ¡no lo sabe! ¡No lo sabe!
Se había puesto en pie, encendido por la rabia; entonces estalló repentinamente en
lágrimas. Clive y Smythe se miraron turbados. Conocían de anteriores ocasiones los
súbitos cambios de humor del can-enano, pero no por ello se sintieron menos
inútiles.
—Por su modo de comportarse —comentó Guafe sin darle importancia—, no hay

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ninguna duda de que es un esquizofrénico.
Esto produjo desconcierto en los dos ingleses.
—Con lo cual quiero decir —explicó el ciborg— que en su cerebro tiene un
número de receptores de dopamina anormalmente elevado; por lo tanto, él no tiene la
culpa de esos súbitos cambios de humor. La neurocirugía podría corregir el problema,
aunque dudo de que encontrásemos equipos lo suficientemente avanzados en este
nivel para que yo pudiera ayudarlo…, si es esquizofrenia lo que está sufriendo. Al
serme desconocida su fisiología, precisaría antes hacer algún examen…
—¿Por qué no cierra el pico, para variar? —soltó Smythe a Guafe mientras se
arrodillaba junto al enano, que todavía lloraba, y colocaba un brazo alrededor de sus
anchísimos hombros.
—Lo sentimos —le dijo, dándole un apretón—, el comandante y yo. No teníamos
intención de ensañarnos contigo.
—Finnbogg… no sabe nada más —repuso el can-enano con un hilillo de voz—.
La memoria le viene y le va, y muchas veces no puede recordar.
—Bien, ahora ya lo sabemos, Finn. ¿Verdad, mi comandante? Muchas veces nos
has sido de gran ayuda. No estés apenado ahora.
Finnbogg se frotó los ojos con los nudillos. Clive se sentó en cuclillas frente al
enano.
—Lo siento de veras, Finn —dijo. El enano parpadeó, y de repente se dio cuenta
de que era el centro de atención de todos.
—¿Amigos? —ofreció Clive.
Y extendió la mano. Al cabo de un momento, Finnbogg asintió y estrechó su
mano. Y Smythe le dio un achuchón final en los hombros.
—¡Buen chico! —dijo el sargento. Y luego lanzó una fría mirada a Guafe—. ¿Por
qué no hace la primera guardia, ya que tanto le gusta observar las cosas?
—Con mucho gusto —contestó Guafe.
—Un día… —musitó Smythe, golpeando con el puño derecho su palma izquierda.
Luego condujo a Finnbogg a la fogata y lo invitó a sentarse con él y Clive, y divirtió al
enano con algunos de sus absurdos cuentos, hasta que Finnbogg se echó al suelo
retorciéndose de risa.

Al día siguiente, exactamente cuando el sol de color salmón alcanzaba su cénit,


divisaron lo que parecía ser una colina suave a un kilómetro o dos en la llanura que
tenían por delante. Smythe fue el primero en darse cuenta de que se trataba de un
brontosaurio muerto, pero fue Finnbogg quien avistó las pequeñas aeronaves
plateadas aparcadas junto a la res muerta; sus conductores recogían la carne del
behemot. Guafe llamó «aerodeslizadores» a aquellas aeronaves monoplazas.
—Los pastores —dijo Finnbogg.
Clive sintió que su garganta se secaba súbitamente.

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—Lo mejor será que esta vez no nos hagamos los listos —manifestó Smythe—.
Hay que esconderse.
Y saltó a la huella de brontosaurio más próxima; Clive y Finnbogg siguieron su
ejemplo, pero ya era demasiado tarde: los pastores los habían localizado. Algunos de
los aerodeslizadores plateados abandonaron la bestia y se lanzaron a toda velocidad
por la llanura en dirección a ellos, volando tan sólo a unos treinta centímetros del
suelo.
Los aparatos voladores salvaron la distancia que los separaba de Clive y su grupo
con tal rapidez que estos comprendieron que no tenían ni una sola posibilidad de
huir.

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10

El poblado de los hombres-tiburón azules estaba a medio día de marcha por el mismo
sendero que habían venido siguiendo hasta el momento. Lo constituía un grupo de
pequeñas chozas de una sola estancia, de paredes y tejado construidos con cañas
atadas a estructuras de madera. A sus puertas ardían fuegos para cocinar. Unos
primos domésticos de las zarigüeyas de rostro lupino, colgados por la cola de barras
de madera, volvieron lentamente la cabeza para observar el avance del grupo de
Annabelle y sus capturadores.
Fueron empujados sin contemplaciones hacia el centro del poblado, donde una
multitud de seres de piel azul los rodeó de inmediato. Mandíbulas de tiburones
estiraban sonrisas de malicia. Niños con aletas a medio crecer en sus espinas dorsales
los pinchaban con palos. De todas partes se levantaba el ruido de las maracas, como si
el grupo de Annabelle hubiese caído en medio de un nido de crótalos.
Chaca-chaca-chaca-chaca…
Por más que lo intentaba, Annabelle no conseguía discernir verdaderas
variaciones en el sonido, lo cual le hacía dudar que fuese un lenguaje. ¿Quizás una
expresión de excitación? ¿Y qué tal de diversión?
Empujados y pinchados, permanecían en un pequeño grupo, apiñados, con el
cuerpo inerte de Chillido tirado a sus pies. El ruido de los hombres-tiburón fue
aumentando sin cesar, hasta que Annabelle tuvo que apretar los dientes para soportar
aquel repiqueteo. Era una sensación dolorosa, como cuando recordaba su Les Paul[11]
pero también humillante. Era la misma sensación que había experimentado al recibir
el multitudinario abucheo contra su banda, en su actuación como teloneros de Death
Squad[12]. Los fans de este grupo (neonazis todos) habían expresado con toda
elocuencia su impaciencia ante la combinación de música y teatro que constituía la
representación de los Crackbelles.
Vaya con los monstruitos.
Cuando se hizo un repentino silencio, Annabelle tuvo un alivio tan profundo que
todos sus miembros se relajaron. Pero se mantuvo firme, en pie, ya que lo que se les
acercaba, abriéndose paso entre la muchedumbre, era una impresionante figura, a la
cual incluso los seres azules parecían tener más miedo que respeto.
Su altura sobrepasaba en unos treinta centímetros al resto del poblado; tenía
también la piel azul, pero su cuerpo entero estaba recubierto de diminutas conchas,
colgadas directamente de su piel con alambre, como pendientes perforados. Su pelo
era largo y lo llevaba trenzado y adornado con plumas azules. Del cinturón
festoneado de conchas que rodeaba su talle colgaba un racimo de cráneos de monos, y
una bolsa plana de piel, con un tinte azulado en su pelaje.
En una mano sostenía una vara, medio metro más allá que él. Del extremo
superior de esta colgaban más conchas, atadas con tiras de cuero, y huesos de brazos
de lo que suponía esqueletos de monos, unidos de tal manera que, a cada movimiento

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de la vara, oscilaban a un lado y a otro.
Se detuvo directamente delante de los cautivos y los estudió con una mirada
penetrante. Sus ojos eran una nube blanca, como los de un ciego, pero era evidente
que veía.
—Jrak —dijo de improviso, golpeando su pecho con la mano libre.
Las conchas atadas a su piel repicaron por el impacto, y Annabelle se encogió ante
el dolor que debía de haberse causado; pero quizás aquellas criaturas no tenían
nervios en la piel. Parecía lo más probable cuando se imaginaba lo que sentiría ella si
su epidermis tuviera que aguantar aquello.
Un coro de sumisos chaca-chac se alzó de la multitud. El que parecía ser el jefe
miraba al grupo, expectante, como si aguardara una respuesta.
«Estupendo», se dijo Annabelle. «¿Qué diablos se supone que significa “jrak”? ¿Su
nombre? ¿Su cargo? ¿La clase de ser que es? ¿Hola? ¿Qué-tal-cómo-estás?».
—¡Folly! —gritó.
«Jesús», pensó Annabelle con una repentina inspiración. «Está intentando decir
“Folliot”. El hermano de Clive debe de haber pasado por aquí y este tiparraco cree que
todo el mundo de piel blanca es un “folly”. Ahora bien, de lo que hay que enterarse es
de si Neville dejó a estos chicos de buen humor o se cagó en ellos, como ha hecho en
casi todos los demás lugares por los que le hemos seguido la pista. Sólo hay una
manera de descubrirlo».
Annabelle respiró profundamente.
—Folly —dijo, golpeándose el pecho de manera similar a como lo había hecho el
jefe.
Y el jefe clavó sus ojos nebulosos en ella. No hubo dudas acerca de su disgusto.
«Malo», pensó Annabelle. «Annie, lo has arruinado de nuevo».
Sin previo aviso, el jefe, con su puño libre, le atizó un tremendo batacazo en el
costado de la cabeza. Annie, con los brazos atados en la espalda, no pudo conservar el
equilibrio y cayó al suelo; la cabeza le quedó zumbando por el puñetazo, y el golpe
contra el suelo le hirió el hombro. El jefe le lanzó un escupitajo y gritó:
—¡Folly, folly!
La multitud que los rodeaba repitió el grito, mezclándolo con los cascabeleantes
chaca-chac. El jefe extendió una mano señalando una choza distante, y de inmediato
manos obedientes pusieron en pie a Annie y la empujaron, junto con sus dos
compañeros, hacia el lugar indicado. Otros hombres-tiburón arrastraron a Chillido,
tirando de ella por una pierna y un par de brazos. Ya en el interior de la choza, los
arrojaron al suelo de un empellón. Luego cerraron la puerta de bisagras de cuero, y los
rostros sonrientes de los seres azules se agolparon en ella para contemplar a los
cautivos.
Silbaban y escupían, sin dejar de hacer vibrar sus úvulas.
Chaca-chaca-chaca.
Cuando Annabelle, aún con la mente nublada y oscilante, se incorporó y se sentó,

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una flema la golpeó en la mejilla y la saliva le dejó una ligera sensación ardiente en la
piel. Se frotó la cara en la rodilla y retrocedió hasta el rincón más distante de la choza,
lejos de la masa de criaturas de la puerta.
—¿Por qué has sido tan estúpida? —preguntó Tomás.
Annabelle se volvió para mirarlo.
—Vete a hacer gárgaras —le replicó—. No creo que sirvas para nada más.
Los labios de Tomás produjeron un gruñido, pero evitó responder y volvió la
cabeza hacia otro lado. Annabelle tanteó sus ataduras. La cuerda de hierbas trenzadas
la apretaba fuertemente. Intentó hacer caso omiso de los rostros de sonrisa maliciosa
apiñados en la puerta; al fin los mirones perdieron interés y se fueron. Entonces los
cautivos vieron que plantaban estacas en la plaza del centro del poblado y
amontonaban leña en su base.
Cuatro estacas. Cuatro cautivos. No era difícil adivinar cuál era su futuro
inmediato más probable.
—Oh, mierda —dijo Annabelle—. ¿Y qué vamos a hacer?
—Esperar —le respondió Sidi.
—¿Esperar qué? ¿La caballería? Siento tener que soltártelo, pero no van a asomar
la nariz por aquí.
Sidi simplemente hizo una señal con la cabeza hacia donde estaba tendida
Chillido, todavía inconsciente.
—Si estuviera muerta, no la habrían dejado ahí dentro con nosotros. Así que
esperaremos a que el efecto del dardo se diluya. Por suerte, ella no está atada como
nosotros.
Salvo que… ¿y si no vuelve en sí a tiempo? Annabelle quería saberlo, pero no
manifestó su temor. En lugar de ello, se apoyó en la pared de la choza y cerró los ojos.

Annabelle intentaba no pensar en las estacas y en las piras que estaban levantando
al pie de ellas. De tiempo en tiempo, echaba una ojeada al cuerpo inerte de Chillido,
pero la alienígena arácnida continuaba sin dar señales de vida. Luego desviaba la vista,
y vislumbraba al pasar la mirada de Tomás evitando la suya. O encontraba la de Sidi;
este no se resignaba, pero gradualmente la desesperanza hacía mella en él. O volvía a
ver las estacas, con los seres de piel azulada a su alrededor.
Aquellas malditas estacas.
Cerró los ojos una vez más y pensó en la última vez que había visto a su hija,
frente a la casa de su madre, donde Amanda permanecía con su abuelita mientras los
Crakbelles realizaban una gira.
—¿Volverás, mamá? —le había preguntado Amanda, mirándola con aquel rostro
de pilluela lleno de angustia—. No me olvidarás, ¿verdad?
Amanda tenía miedo de que la abandonase, a causa de todas las giras de la banda.
Creía que cualquier día Annabelle simplemente no regresaría. «¡Como si alguna vez la

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hubiese dejado tirada!», pensó Annabelle.
—De ninguna manera —había contestado a su hija, despeinándole cariñosamente
aquellos rizos cortos tan morenos—. Volveré tan pronto que ni te enterarás de que
me he ido.
La respuesta de Amanda fue extender los brazos para darle un abrazo lleno de
lágrimas.
«Regresaré», pensó Annabelle, mientras recordaba. «De acuerdo». Miró al
exterior, hacia las estacas. «No quería mentirte, vida mía, pero mamaíta no va a
regresar nunca jamás».
—La vida se nos escurre por entre los dedos —le había dicho una vez a Annabelle
su madre—. Todo el mundo dice que el tiempo pasa demasiado aprisa, que nunca
conseguiremos hacer todo lo que queremos hacer en el tiempo que tenemos, pero en
nuestra familia esto es peor. Nunca conservamos las cosas que nos son más queridas,
nuestros amores, nuestra felicidad. Nunca conseguimos conservar algo bueno durante
mucho tiempo. Tu abuela solía decir que hay una maldición en las mujeres de nuestra
estirpe. «Sé feliz con toda la fuerza de tu corazón cuando lo puedas ser», me dijo una
vez, «ya que no va a durar. Nunca dura. Si intentas aferrarte a la felicidad, sólo
conseguirás hacerte daño».
No, no era hablar por hablar. Annabelle sabía perfectamente lo que había querido
decir su madre. Como ahorrar el dinero, que había costado tanto ganar, para su
primera Les Paul, y que se la robaran al salir de la tienda, de regreso a casa. ¡Preciosa
Nueva York! O como acabar de conseguir algunas actuaciones decentes para los
Crakbelles, y ser borrada del mapa y enviada al País de lo Raro y de lo Curioso, donde
parecía tener todas las posibilidades de acabar como aperitivo de un hatajo de
monstruos.
«Los Tiburones Andantes. Actuando para ustedes en el teatro de la Plaza Mayor.
Emoción e intriga. Vean a la estrella mundial del rock y a sus amigos convertidos en
potaje para tiburones».
Oh, Jesús.
Lo único que podía ver eran los ojos llorosos de Amanda. Aquella carita de ángel
que la miraba con ojos tristones.
No me olvidarás, ¿verdad?
Nunca, vida mía.
¿Volverás, mamá?
Las lágrimas empezaron a inundar los ojos de Annabelle. Pudo sentir la mirada
desdeñosa de Tomás y la comprensiva de Sidi. Ninguno de los dos sabía nada.
Pensaban que lloraba por sí misma, porque estaba asustada, pero no era aquello. No
exactamente aquello. Era por pensar que iba a dejar un gran vacío en la vida de su
hija. Era por pensar en la pobrecita niña creciendo primero abandonada de su padre,
y luego de su madre.
«Soy como el hechizo que utilizan las hadas», pensó, «cuando, en el País de las

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Hadas, dan oro a los humanos que, al regresar a su mundo real, resulta ser sólo polvo
y hojarasca. Todo lo que toco se convierte en mierda».
¿Volverás, mamá?
Miró con detenimiento las estacas, la leña apilada en sus bases. En espera de ella y
de sus amigos. Su actuación en aquel escenario de la plaza del poblado probablemente
tendría lugar a la caída de la noche, al menos así solía suceder en las películas.
No me olvidarás, ¿verdad?
Miró a Chillido, todavía inconsciente. Tomás y Sidi también la observaban. Las
cuerdas de hierba trenzada que ataban sus muñecas eran demasiado resistentes para
poder romperlas con simples tirones. ¿Quizá podría cortarlas con los dientes? Bien.
Pero entonces su mirada tropezó con las mangas de su cazadora, que continuaba
atada a su cintura.
«Despierta, Annie», dijo para sí.
—¡Sidi!
—¿Sí?
—Ayúdame a coger la chaqueta, ¿quieres?
Aunque pareció extrañado por la idea, el indio se deslizó hacia donde ella estaba
sentada y obedeció. Cuando Annie tuvo su cazadora en las manos, buscó a tientas
hasta que encontró una cremallera. La cogió firmemente en sus dedos.
—Pon tu espalda contra la mía y acércame las manos —le dijo.
Los ojos de Sidi se iluminaron al comprender su idea. La cremallera metálica no
cortaba mucho, pero bastaría para desgastar las cuerdas de hierba. ¡Por todos los
santos, tenía que bastar!
Fue un trabajo pesado. La cazadora se le soltaba de las manos y era muy difícil
trabajar en algo a ciegas, pero después de unos buenos quince minutos de serrar, la
hierba perdió la suficiente consistencia para que Sidi pudiera acabar de romper las
hebras restantes.
—Muy bien —dijo Annabelle cuando él empezó a trabajar en las ataduras de ella.
El indio era más fuerte y, en la mitad de tiempo, le liberó las manos; luego cortó
las ligaduras de Tomás mientras ella se frotaba las muñecas considerando cuál sería su
próximo movimiento. Chillido continuaba inconsciente. ¿Debían intentar abrir un
boquete en la pared posterior de la choza, que daba al río, y huir arrastrando consigo
a Chillido, o debían esperar hasta que los hombres-tiburón fuesen a buscarlos y
entonces intentar abatirlos? En realidad no había ninguna decisión a tomar.
Se acercó a la parte posterior de la choza y exploró la encañizada que recubría la
estructura de madera. Salir por allí sería pan comido. Se volvió hacia los demás y vio
que Tomás estaba ya libre también. Sidi regresó a su lado y le devolvió la chaqueta,
que ella ató nuevamente a su cintura.
—Buena idea.
—Sí, tuvimos suerte. Pero todavía no hemos salido de esta.
—¿Vamos a huir por detrás?

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Annabelle asintió.
—Me imagino que es nuestra única elección. Llegaremos al río y nadaremos: será
más fácil arrastrar a Chillido por el agua que llevarla a cuestas a través de la jungla.
¿Sabes nadar?
Sidi asintió con una sonrisa que exhibió la brillante blancura de sus dientes.
—¿Y tú, Tomás? Un buen marinero como tú… ¿sabes nadar? —Considerando su
aversión al baño, era igualmente posible que no supiera.
—Sim —contestó el español con un gesto afirmativo.
—Magnífico. —Annabelle echó un vistazo a la puerta, pero nadie parecía
prestarles excesiva atención—. Continuemos, pues. Sidi, rompe la pared, pero
silenciosamente, por favor; mientras, Tomás me echará una mano con Chillido.
—Déjela —replicó Tomás.
—De ninguna manera, tío.
—Es un monstruo.
—Es una amiga. Escucha bien: o me ayudas con ella o te pego un tortazo que te
dejo ahí tirado, para comida de peces, ¿te enteras?
—Es perder el tiempo —discutió Tomás. Y con el pie dio un toque al cuerpo de
Chillido, que no respondió—. Ya está muerta.
Sidi había abierto un agujero entre las cañas de la pared trasera de la choza.
—Vía libre —dijo en voz baja por encima del hombro.
—Tenemos un problema con la comadreja aquí presente —le respondió
Annabelle—. No quiere ayudarme con Chillido.
Sidi frunció el entrecejo y se apartó de la pared a la vez que apretaba con violencia
los puños.
De inmediato Tomás levantó sus manos en un gesto defensivo.
—Yá nao. Sólo era una broma —afirmó—. Estoy muy contento de poder ayudar.
Verdade.
Annabelle le lanzó una mirada asesina. «Ya. Seguro que sí. Hasta que alguien te
ofrezca un trato mejor». Pero hizo un gesto a Sidi para que volviera a la pared.
Mientras él continuó ensanchando el pequeño agujero que había hecho, ella y Tomás
arrastraron el cuerpo pesado de Chillido hacia la parte posterior de la choza. Y
cuando el boquete fue lo suficientemente grande, Sidi, con mucho cuidado, asomó la
cabeza fuera.
—Aún vía libre —dijo.
Salió por la abertura y ayudó a los demás a mover el cuerpo de Chillido para
sacarlo al otro lado de la pared. En pocos momentos estuvieron todos en el exterior de
su cárcel. La orilla del río no estaba a más de cinco metros de la choza, y quedaba
oculto de la plaza central del poblado por otras varias chozas.
«Gracias, Dios mío», dijo Annabelle en una plegaria silenciosa, abjurando de su
devoto ateísmo. Pero entonces oyó el cascabelero chaca-chac de la úvula de un
hombre-tiburón. Se volvió y, desde su posición semiagachada, levantó la mirada y vio

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a una criatura de piel azul erguida detrás de ella. Evidentemente, había rodeado la
choza para caer de improviso sobre ellos.
«Mierda», pensó Annabelle. «Todo lo que toco…».

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11

Desarmados y sin lugar adonde huir, la partida de Clive esperó la llegada de los
pastores en sus aerodeslizadores; Clive, Smythe y Finnbogg se apiñaban en un grupo
compacto, mientras que el ciborg permanecía a un lado, en solitario. Su indefensión
era desesperanzadora para todos, pero, considerando su situación, el único plan de
acción razonable que les quedaba era aguardar y ver cómo se desarrollaban los
acontecimientos. Para hombres que gustaban de controlar sus propios destinos, no
era un fácil programa de acción. Pero lo cierto era que, desde su entrada en la
Mazmorra, nada había sido simple ni fácil.
Los aerodeslizadores avanzaban como dardos hacia la compañía sin apenas
producir ruido. Los ingleses tenían la inquietante sensación de que los conductores
estaban desafiando las leyes de la naturaleza, sensación que compartía claramente
Finnbogg. El ciborg no parecía compartir sus temores.
Clive pensó con cierta amargura que debía de estar feliz y satisfecho de poder
sacar partido de otra «oportunidad para llevar a cabo observaciones», sin preocuparse
por los posibles peligros que se les avecinaban. Los siguientes comentarios del ciborg
sólo sirvieron para confirmar la impresión de Clive.
—Fascinante —dijo Guafe, casi para sí mismo—. El artefacto parece ser una
especie de patín que se mantiene suspendido por un cojín de aire, con capacidad para
desarrollar altas velocidades. Me pregunto qué método de propulsión usará.
Las máquinas se posaron suavemente en el suelo, formando un semicírculo frente
al grupo de Clive; los conductores, con trajes plateados, cerraron los contactos y
descendieron de las máquinas. El suave rumor de sus motores se apagó. Parados en
tierra, los aparatos voladores ya no parecían tan maravillosos. Ahora eran meramente
máquinas (de acero brillante y con una capacidad técnica muy superior a la conocida
en la Inglaterra de Clive), pero máquinas, al fin y al cabo.
Parecía, concluyó Clive, que la prolongada permanencia en aquella extraña tierra
lo estaba acostumbrando a mantenerse impasible ante sus numerosas y variadas
maravillas.
Observó atentamente a los conductores que se les acercaban. Al menos eran
humanoides, y en realidad muy parecidos a los europeos, aunque era bastante difícil
imaginarse sus facciones bajo las gafas y los cascos protectores. El material brillante
de su ropa se amoldaba a sus cuerpos como una segunda piel, proporcionando a las
dos mujeres del grupo unas formas fascinantes.
Una de las dos mujeres era evidentemente el jefe del grupo.
Avanzó unos pasos por delante de los demás y se quitó el casco y las gafas. Tenía
el cabello rubio, y lo llevaba cortado a un centímetro de la cabeza. Sus ojos eran del
verde-azul del cielo; sus facciones no poseían una belleza clásica (debido tanto a la
falta de cabellera que las enmarcase, pensó Clive, como a las proporciones en sí), pero
en conjunto era agraciada. De su cinturón colgaba una cartuchera, que con seguridad

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contenía un arma de fuego, aunque ni Clive ni Smythe podían siquiera intentar
adivinar cómo era esta.
Una mirada fugaz al resto del grupo les reveló que todos iban armados de un
modo similar. La mujer los miró uno a uno durante unos instantes y luego centró su
atención en Clive. Sus labios esbozaron una sonrisa amistosa.
—Tú debes de ser el comandante Clive Folliot —dijo.
Clive parpadeó sorprendido.
—¿Cómo sabe mi nombre?
Ella se encogió de hombros, lo que hizo oscilar sus pechos de un modo seductor.
Clive tuvo que hacer un esfuerzo para mantener sus ojos fijos en el rostro.
—Salimos para vigilar la llegada de vuestro grupo —explicó—. Os esperábamos.
Creímos que os encontraríamos antes, pero cuando avistamos la manada de pórtens,
nos detuvimos para matar un animal y nos retrasamos. —Con la cabeza indicó por
encima del hombro—. El resto de mi compañía está descuartizando la res. Sacaremos
suficiente carne para alimentar a la ciudad durante un mes. Un retraso que vale la
pena, ¿no crees?
La confusión continuaba reinando en la mente de Clive, pero consiguió dominar
la expresión de su rostro para no demostrarlo.
—Cierto —repuso—. Pero, dígame, ¿cómo sabía que andábamos por aquí?
—Tu hermano, el cura, el padre Neville, nos pidió que fuéramos a vuestro
encuentro.
«¿El cura?», pensó Clive. ¿Acaso Neville estaba bajando de categoría social? La
última vez que habían oído hablar de sus inclinaciones religiosas, se hacía llamar
obispo.
—Ya veo —dijo Clive—. ¿Y dónde está el padre Neville? ¿Nos puede llevar hasta
él?
—Claro que sí. Es la razón por la que os estábamos esperando.
—¿Quiénes son ustedes?
La mujer volvió a sonreír.
—Muchas preguntas. El padre Neville nos dijo que siempre vas cargado de
preguntas. Yo soy Keoti Vichlo, Primera Exploradora de la dinastía dramarana.
—¿De Dramara? Es decir, ¿de la ciudad en ruinas, situada a pocos días de viaje
hacia el este?
Keoti frunció ligeramente el entrecejo.
—Sí, en ruinas, pero no por mucho tiempo. Ahora que tu hermano nos despertó
del Largo Letargo, hemos emprendido su reconstrucción para restablecer su gloria
primitiva. Sin embargo, no temas que todo sea incomodidades en Dramara. Bajo la
ciudad tenemos aposentos agradables que todavía están intactos.
—¿Largo Letargo? —no pudo evitar preguntar Clive, aunque lo que menos
deseaba era que los recién llegados se dieran cuenta de su ignorancia respecto a sus
tecnologías avanzadas y a los fenómenos de aquel mundo.

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Pero Guafe había comprendido al instante.
—Eso debe de ser una forma de suspensión de la vida anímica —dijo—. ¿Debo
suponer que hubo alguna disfunción en vuestro equipo, que fue la causa de la
prolongación de vuestro estado inerte, hasta la afortunada llegada de… ejem… el
padre Neville?
Clive y Smythe lanzaron una mirada de curiosidad al ciborg. Nunca habían visto a
Guafe dudar en su discurso y eso los sobresaltó. Keoti también echó una mirada
escrutadora al ciborg. Parecía que iba a hablar, pero Clive fue más rápido.
—¿Cómo aprendió a hablar inglés tan bien? —inquirió.
—El padre Neville nos enseñó —contestó ella—. Introdujimos su idioma en
nuestros ordenadores a través de una conexión bioalimentadora y obtuvimos los
datos por el mismo procedimiento. ¿No es el sistema que utilizáis vosotros?
Clive sólo tenía una vaga noción de a qué se refería, pero asintió.
—Naturalmente —dijo.
Keoti volvió de nuevo la atención hacia Chang Guafe.
—Un artefacto extraordinario —comentó—. Vuestro humanotrón parece tener
vida propia. Sería fácil creer que es un ser verdaderamente vivo, y no una elaboración.
—Soy un ciborg con conciencia propia —replicó Guafe con frialdad—, y no una
elaboración.
—Discúlpame —dijo ella—. No era mi intención ofenderte.
—No ha habido ofensa —respondió el ciborg, aunque era obvio para todos que el
caso era exactamente el opuesto.
«No empecemos ahora», pensó Clive. Los dramaranos parecían ser muy
hospitalarios, y prefirió dejar las cosas de aquel modo: ni insultarlos ni enojarlos, de lo
cual Guafe era muy capaz si empezaba a discutir.
—Sí, bien —terció Clive animadamente—. Será maravilloso volver a ver a mi
hermano. Permita que le presente al resto de mis compañeros. A Chang Guafe lo
acaba de conocer ya. El caballero de la derecha es mi buen compañero el sargento
mayor Horace Smythe.
—Sí —dijo Keoti—. El padre Neville nos ha hablado de ti, Horace Smythe. Tienes
algún don especial relativo a los… ¿«teatrucos»?, creo.
—No estoy seguro de a qué se refiere, madame —contestó Smythe.
Ella sonrió.
—Un talento que te permite aparecer diferente de lo que eres.
—Y este es nuestro buen amigo Finnbogg —prosiguió Clive.
Keoti saludó al enano con una sonrisa de cortesía, pero no presentó a ninguno de
sus compañeros.
—Podemos llevar un pasajero por volador —dijo—. Si estáis dispuestos, podemos
emprender el vuelo de vuelta a Dramara tan pronto como dé mis órdenes al subjefe.
—Echó un vistazo hacia donde algunos dramaranos continuaban trabajando en el
cuerpo del porten.

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Clive miró a Smythe y, por la expresión del rostro de su antiguo ordenanza, supo
que estaba turbado por los mismos temores. La mujer Keoti era extremadamente
amable y acogedora, pero, con Neville por el medio (¡quién sabía lo que estaría
tramando!), podían estar yendo directamente hacia otra trampa. No obstante, ¿qué
otra alternativa tenían?
—Estaremos encantados de compartir su hospitalidad —dijo al fin Clive,
volviéndose hacia la mujer.
Keoti sonrió.
—¿Subirás conmigo?
—Creo que preferiré andar —respondió Clive—. Al menos hasta… el cuerpo del
porten que su compañía está descuartizando. Nos reuniremos allí.
—Como desees.
Y dirigió a Clive una sonrisa afectuosa. Se volvió a colocar el casco y las gafas y
regresó a su volador. En pocos segundos los aerodeslizadores se pusieron en marcha y
los dramaranos salieron a toda velocidad al encuentro de sus compañeros.
—Bien —dijo Clive una vez que se hubieron ido—. Parecen muy agradables.
Smythe asintió.
—Demasiado agradables, creo, mi comandante. El asunto no me gusta, y menos si
sir Neville tiene mano en él, removiendo la cazuela.
—Al menos tienen cierta tecnología digna de ser estudiada —opinó Guafe—,
aunque sus poderes de observación sean algo limitados.
Y emprendieron la marcha hacia el behemot muerto, donde los dramaranos
continuaban su trabajo de recolecta de la carne, moviéndose bulliciosamente como
una nube de moscas alrededor del monstruo abatido.
—¿Sabías algo de esto? —preguntó Clive a Finnbogg—. ¿Del Largo Letargo, o de
la segunda ciudad, enterrada bajo las ruinas de la primera?
—Ni la más remota idea —contestó el enano.
—¿Qué estará tramando sir Neville? —se preguntó Smythe en voz alta—. Vaya
con el «padre Neville». ¡Si el hombre tiene tanta religión como un ladrón viviendo
como un sátrapa del producto de sus robos!
—Al menos nos espera —repuso Clive.
—Tal como nos ha esperado otras veces. Y la idea no me consuela mucho, mi
comandante. Estaría más dispuesto a propinarle unos cuantos puñetazos en la cabeza
antes que tener la suerte de caer víctima de otro de sus embrollos.
—Dudo que nuestros actuales anfitriones lo permitieran —dijo Guafe.
Ahora el voluminoso animal estaba más cerca; y, en efecto, si no era una montaña,
era al menos una gran colina de carne que se elevaba muy por encima de la llana
superficie del veld. Los dramaranos cortaban grandes pedazos de carne de los
jamones del animal con una especie de sierra que parecía formada por una banda de
haces de luz estrechamente concentrados.
—Láseres —comentó Guafe.

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Ninguno de sus compañeros se molestó en pedirle que lo explicara. Simplemente
estaba más allá de sus posibilidades de comprensión.
—Bien, por lo que a mí respecta, tengo mucho interés en oír lo que nos dirá
Neville —dijo Clive, con una mirada severa en los ojos—. Tiene muchas cosas que
contar.
Smythe asintió.
—Mucho interés… —concedió—. Procure no dudar en su presencia, o podría ser
que nos hallásemos enviados a Dios sabe dónde.
Keoti fue a recibirlos a pie cuando al fin llegaron. Allí tuvieron que doblar el
cuello hacia atrás para poder divisar la parte más elevada del cuerpo del porten.
—Mi trabajo ha terminado aquí —anunció—. Si ya estáis dispuestos a partir…
Y se dirigió hacia el aerodeslizador sin esperar la respuesta de Clive.
—Tenga cuidado ahora —le susurró Smythe mientras otro de los dramaranos se
le acercaba.
—Y usted también —respondió Clive.
Pero Finnbogg se negaba a acompañar al dramarano que había de transportarlo a
la ciudad destruida.
—Finnbogg no quiere ir flotando por el aire —dijo—. No está bien.
—No iremos a mucha altura —lo animó el dramarano—. No más de un metro
por encima del suelo.
—Un metro es más de lo que Finnbogg quiere elevarse —repuso el enano. Y dio
una patada al suelo—. Donde Finnbogg está ahora, es donde Finnbogg quiere estar.
Con polvo en los pies. No quiere jugar al pájaro.
Clive se apresuró a intervenir antes de que Finnbogg estallara en uno de sus
ataques beligerantes. Puso un brazo alrededor del hombro del can-enano.
—Todo irá bien —lo tranquilizó—. Nosotros subimos también con ellos, Finn.
—No está bien —repitió el enano, aunque ya con menos determinación.
—Imagínate que es una aventura —intervino Smythe—. ¡Qué historia más
emocionante podrás contar!, planeando y planeando durante leguas y leguas por
encima del veld hacia una ciudad en ruinas en proceso de reconstrucción. —Y se
frotó las palmas de las manos—. ¿No tienes ganas de estar ya allí?
—No queremos dejarte aquí —señaló Clive.
—¡Hum! —refunfuñó Finnbogg.
Pero, a pesar de que andaba tieso y con el entrecejo fruncido, dejó que lo
condujeran hasta el aparato volador.
Se subió en él con cautela, como si el aparato hubiera de morderlo. Una vez que
estuvo sentado, Clive y Smythe fueron hacia las naves que debían transportarlos.
Era decididamente incómodo, pensó Clive al sentarse detrás de Keoti, con la
máquina entre las piernas. Era como montar un caballo sin patas, sin nada en qué
asirse para evitar caerse. Keoti le mostró dónde debía poner los pies: tenía que
apoyarlos en unos pequeños estribos a los lados del artefacto, lo cual le levantaba las

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rodillas al nivel de las posaderas. Luego Clive colocó sus manos alrededor de la
cintura de ella.
—Agárrate —le indicó Keoti.
El material de su traje tenía una textura metálica, pero era tan suave que Clive
pudo notarle las costillas y la carne blanda de la cintura como si no hubiera nada
entre sus manos y la piel. Keoti lo miró por encima del hombro; su cabeza parecía la
de un bicho raro, con el casco y las gafas, pero sus labios eran los de una mujer, unos
labios que le sonreían alegremente.
Cuando el motor de la navecilla se puso en marcha, las piernas de Clive sintieron
una leve vibración; entonces, de súbito, la nave se levantó en el aire y permaneció
flotando a una altura de un metro por encima del suelo. El repentino movimiento
produjo a Clive una sensación de vacío que lo hizo cogerse fuertemente a Keoti. Pero,
al darse cuenta de lo que estaba haciendo, aflojó su abrazo.
Finnbogg había palidecido. Smythe y Guafe mantenían una expresión impasible.
Enseguida los aerodeslizadores salieron disparados, planearon por encima del
veld y dieron una vuelta más entorno al brontosaurio, donde el resto de los
dramaranos continuaba el trabajo de descuartizamiento. Los carniceros levantaron
sus sangrientas manos, saludaron, y la llanura abierta apareció frente al grupo de
Clive. Y se pusieron en marcha para el largo viaje hacia la ciudad en ruinas, donde
Neville los esperaba.

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12

El tiempo pareció detenerse para Annabelle. Ella y el hombre-tiburón se observaban


mutuamente como si acabaran de localizarse en medio de una multitud y trataran de
reconocer unas facciones vagamente familiares. Annabelle sabía que tenía que hacer
algo (golpear al ser azul, tumbarlo), pero sentía los miembros pesados, entumecidos,
torpes.
Vio que el hombre-tiburón abría su enorme boca. El primer chaca-chac, al
acercarse, había sido una expresión de sorpresa. Ahora iba a dar un grito de alarma,
iba a llamar a los demás seres azules. Sentía que no podía hacer nada para detenerlo,
pero sin embargo comenzó a levantarse, con los brazos extendidos hacia él.
Entonces, inesperadamente, algo surgió de la garganta de este: era uno de los
pelos rígidos de Chillido. El hombre-tiburón abrió desorbitadamente los ojos y su
grito abortado se tornó un gorgoteo mortal. Empezó a caer hacia ella.
Annabelle mantuvo los brazos extendidos, preparándose para recoger el peso que
caía. Y, antes de que topara con el suelo, Sidi ya estaba a su lado, ayudándola. Juntos
dejaron suavemente en tierra al hombre-tiburón. Annabelle se volvió despacio y vio a
Chillido semiincorporada, con el cuerpo apoyado en tres de sus brazos y el cuarto
descendiendo de su posición lanzadora. Aunque la mayoría de sus ojos estaban
todavía nublados, tenía uno claro y los demás iban ya aclarándose.
La sustancia química con que había impregnado aquella espina concreta había
realizado su trabajo con toda eficacia, y rápidamente, muy rápidamente.
¿Está muerto?, preguntó Chillido. Su voz sonó débilmente en la mente de
Annabelle.
Annabelle asintió.
Gracias.
Chillido escupió en dirección al cadáver del hombre-tiburón. Sidi tocó el hombro
de Annabelle.
—No podemos entretenernos —dijo.
Annabelle dio una ojeada al cadáver y luego hizo un breve gesto de asentimiento.
Mientras Sidi y Tomás emprendían la marcha hacia el río, ella puso su hombro bajo
uno de los brazos izquierdos de Chillido y ayudó a la arácnida a ponerse en pie. Y,
juntas, se apresuraron a reunirse con los demás.
Al otro lado del muro de chozas que los cubría, se oía a los habitantes del poblado:
fragmentos de conversación en un lenguaje que ninguno de ellos comprendía, algún
ladrido penetrante de los perros zarigüeyas, el ruido de las úvulas que ponía los
nervios de punta, los finales vacíos de su cascabeleo, el sonido vibrante magnificado
por las cavidades bucales…
Chaca-chaca-chaca…
Sin molestarse en sacarse las ropas, Sidi se introdujo en el agua. Annabelle y
Chillido siguieron su ejemplo de inmediato, en tanto Tomás dudaba en la orilla del

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río.
—Vamos —susurró Annabelle imperativamente.
Con el desagrado pintado en el rostro, el español se metió en el agua con ellos.
Sidi se puso en cabeza, y los condujo hacia el centro del río, alejándose del poblado,
hasta que el agua le llegó al nivel del cuello. Entonces levantó los pies del suelo y se
puso a nadar, cuidando de no romper la superficie del agua con un chapoteo que
pudiera alertar a sus capturadores.
Annabelle y Chillido avanzaron por las aguas más cercanas a la orilla, ya que
Chillido no sabía nadar. En lugar de nadar, gracias a Annabelle que estaba junto a ella
para ayudarla a soportar su peso en el agua, Chillido andaba a saltos, usando el lecho
del río como trampolín. Tomás seguía en la retaguardia.
Pronto dejaron de divisar el poblado y poco después incluso sus sonidos se
desvanecieron. En pleno río los insectos eran peores que nunca, y una y otra vez
tenían que sumergir la cabeza en el agua para librarse de las nubes de mosquitos que
se posaban en sus cuellos y rostros, e incluso en su pelo.
—Cuanto más pronto salgamos de esta jungla y lleguemos a la puerta de salida del
nivel —musitó Annie—, más feliz me sentiré. Y no me importa adonde nos lleve.
—Al menos ya estamos libres de nuestros capturadores —comentó Sidi.
Pero habló demasiado pronto. Incluso con la distancia que habían puesto entre
ellos y el pueblo, los súbitos gritos de cólera encarnizada llegaron a sus oídos con toda
claridad.
—Mierda.
—Mejor será que salgamos del río —sugirió Sidi—. Teniendo en cuenta lo que
son, no dudo de que sean capaces de seguirnos el rastro por el agua, como los
tiburones de nuestro propio mundo.
—No puede ser. Creí que el agua ahogaba los olores.
Sidi levantó el brazo para enseñarle unos pequeños cortes en la muñeca, iguales a
los que todos tenían.
—Pero un tiburón puede seguir la pista de la sangre durante kilómetros.
Se encaminaron hacia la orilla y treparon por ella, entre espesas lianas y
vegetación exuberante. Las ramas de los árboles que colgaban a baja altura los
protegían de la vista de sus perseguidores, pero sus huellas conducirían a estos
directamente a donde estaba el grupo.
Mirad, indicó Chillido.
Y con un brazo señaló al primer hombre-tiburón que apareció a la vista. Nadaba
realizando movimientos ondulantes con el cuerpo, con los brazos apretados a los
lados, la aleta dorsal cortando el agua y la cabeza emergiendo y sumergiéndose a
compás del movimiento. En poco tiempo aparecieron tras él tres más; luego otros dos.
Chillido arrancó un pelo-púa de su abdomen y, apartando a un lado una rama
para dejarse espacio, lo lanzó al más avanzado de los perseguidores con un rápido
movimiento del brazo. La espina dio en el blanco. La criatura empezó a azotar el agua,

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sacudiendo convulsivamente los miembros, y a toser sangre de sus pulmones. En el
acto, los demás arremetieron contra él y le destrozaron los espasmódicos miembros
con sus poderosas mandíbulas.
Annabelle volvió la cabeza; un gusto nauseabundo le subió por la garganta.
Chillido lanzó una segunda púa y los hombres-tiburón se lanzaron a despedazar
también a la nueva víctima, luchando entre ellos en un frenesí carnívoro.
Eso los mantendrá entretenidos, dijo Chillido.
—Pueden venir más por tierra —advirtió Sidi.
Annabelle dejó que el indio los condujera más hacia el interior de la jungla,
alejándose del río. A unos veinte pasos en aquella dirección, toparon con el sendero,
que parecía haber entrado en el poblado para luego continuar hasta llegar allí. Con un
terreno más firme y un techo algo menos tupido comparado con la selva que los
rodeaba, prosiguieron ahora el avance a marcha rápida, en un intento de poner la
máxima distancia entre ellos y sus perseguidores.
Se marcaron un paso: trotaban durante un cuarto de hora, luego andaban, luego
trotaban de nuevo. Al poco rato habían conseguido ganar un buen trecho de ventaja,
pero ahora estaban todos agotados. Annabelle sabía que no sería capaz de mantener
aquel paso durante mucho más tiempo. Se apretó el costado, esperando que al
recuperar el aliento desaparecería la puntada de dolor. Lo único que deseaba hacer era
tirarse al suelo y quedarse allí tendida. El calor y la humedad le obnubilaban la mente
y minaban sus fuerzas.
Vio a Tomás que, delante de ella, también se rezagaba. A Chillido, que aún estaba
recobrándose de los efectos del dardo drogado, tampoco le quedaba mucha de su
usual resistencia. Sólo Sidi parecía ser capaz de seguir manteniendo aquella viva
marcha eternamente, si la necesidad lo compelía, pero se contuvo y redujo su
velocidad para igualarla a la de sus compañeros más lentos.
Todavía no había señal visible ni sonido de sus perseguidores, ni en el camino que
dejaban atrás, ni en las periódicas ojeadas que lanzaban al río cuando la densa
vegetación de la jungla disminuía por un momento. Pero debían de estar acercándose.
Ninguno de los cuatro dudaba de la tenacidad de los seres azules. Aquel rasgo de su
carácter saltaba a la vista, pensó Annabelle. No eran la clase de seres que abandonan
con facilidad.
«Sí, bien, pero nosotros tampoco».
Pero, media hora más tarde, sus piernas sencillamente cedieron bajo su peso;
tropezó y fue a caer de bruces al suelo; por fortuna, consiguió agarrarse a un bejuco
que colgaba muy bajo y se salvó de una mala caída. Casi de inmediato su mano se
soltó, pero su asida ya había bastado para frenar el encontronazo. Chocó contra el
suelo, pero no fue un golpe duro.
Intentó levantarse, pero sus pantorrillas y sus muslos estaban agarrotados por los
calambres. Cuando los demás se volvieron para ayudarla, ella trató, con un ademán,
de que siguieran su camino.

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—Continuad —dijo—. Salid de aquí.
Sidi sacudió la cabeza. Mientras Tomás y Chillido se desplomaban literalmente en
el sitio, él se arrodilló junto a ella y empezó a hacerle masajes en las piernas con sus
rápidos y largos dedos, frotando sus músculos a través de sus vaqueros de cuero hasta
que consiguió relajarlos. Los ojos de Annie se llenaron de lágrimas por el dolor, pero
no se quejó. El alivio que experimentó cuando Sidi consiguió hacerle desaparecer los
calambres fue inmenso, aunque seguía sintiendo punzadas en los músculos.
—¿Te dijeron alguna vez que eras un enviado de Dios? —le preguntó Annabelle.
Sido sonrió.
—Keh. Recientemente no.
Annabelle le devolvió la sonrisa, pero su momento de buen humor tuvo una vida
breve.
—No sé si podré continuar la carrera —dijo—. Estoy en baja forma; siempre me
he mantenido en muy buen estado (si vas de gira, y dura varios meses, mejor estar en
buena forma), pero últimamente he abusado demasiado de este cuerpo mío.
—Descansaremos aquí un rato…, una media hora.
—¿Y los hombrecitos azules…?
—Los observé atentamente cuando nos capturaron —respondió Sidi—. Aunque
tienen un estilo muy bueno en el líquido elemento, no parece que puedan alcanzar
grandes velocidades en tierra firme. Creo que por el momento les llevamos mucha
ventaja.
—¿Y qué hay del río?
—Vamos a hacer frente a este problema cuando llegue el momento. Chillido los
detuvo allí por un rato. Descansa ahora, Annabelle, mientras examino a los demás.
—Estoy demasiado dolorida para descansar —le respondió Annabelle; pero se
quedó dormida antes de que Sidi hubiera salvado los dos pasos que lo separaban de
donde yacía Chillido.

A la caída de la noche habían dejado ya casi diez kilómetros tras de sí. Exhaustos,
se tumbaron alrededor de una hoguera campestre que habían encendido muy hacia el
este del sendero, en el lado opuesto al río. Por dos veces habían creído oír los ásperos
chaca-chac cascabeleantes de los hombres-tiburón, en la dirección de donde venían.
Ambas veces se habían escondido junto al sendero, agarrando las lanzas que Sidi
había cortado para cada uno de ellos; ambas veces habían sido falsas alarmas. La
segunda, encontraron la fuente del sonido: una pequeña criatura, parecida a un
escorpión, de unos treinta centímetros de largo, con un cascabel de crótalo en el
extremo de su cola, en lugar de aguijón.
Para cenar tuvieron pescado cocido, que Sidi capturó en el río con su lanza,
después de encender el fuego para los demás. En aquel momento estaba endureciendo
al fuego la punta de sus lanzas. Cuando terminó con la última, cubrió el fuego con

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tierra y se sentó en la oscuridad.
Annabelle por fin había recobrado el aliento. La cena la había recuperado un
poco, y ahora se sentía más fuerte, aunque algo culpable porque gran parte de las
decisiones de aquel día habían caído en las hábiles manos de Sidi. Estaba decidida a
cargar con sus propias responsabilidades al día siguiente…; es decir, si podía
encontrar la energía suficiente para levantarse por la mañana.
Tomás estaba sentado en solitario, apartado del resto, musitando para sí en
portugués durante un rato, luego cayendo en un torvo silencio. Chillido se estaba
acicalando: se arreglaba con cuidado sus pelos-púas. El ligero frote de aquellos
capilares era el único sonido no natural que pudo oírse por encima de los rumores de
la jungla, hasta que Sidi fue a sentarse con Annabelle.
El sonido de sus pisadas era muy apagado, pero a Annabelle le sonaba muy
estridente, debido a la tensión de sus nervios, que estaban a la escucha de los sonidos
de la noche, esperando que los murmullos de la jungla cesasen ante el chaca-chac de
los hombres azules. Se apartó un poco para dejarle espacio, y así él pudo apoyarse
también en el tronco del árbol en que Annabelle descansaba. Sus hombros se tocaron
afectuosamente.
—¿Mañana —preguntó Sidi—, seguiremos hacia Quan?
—Cristo, ya no lo sé. Me entran ganas de retroceder e intentar encontrar a Clive y
al resto de la banda.
—El veld es muy extenso, Annabelle; lo más probable sería que no los
encontrásemos.
—Sí, ya. Y pasar el resto de nuestras vidas deambulando por allí. ¿Qué crees que
deberíamos hacer, Sidi?
—Continuar.
—Eso supongo yo también —suspiró ella—. ¿Crees que aún nos siguen, los
hombres-tiburón?
—Sí, creo que sí.
—Necesitamos alguna defensa contra sus cerbatanas. Quiero decir, estas lanzas
son buenas, pero tenemos que estar muy cerca de ellos para poderlas utilizar con
eficacia. Y para entonces ya nos habrían tumbado.
La lanza que tenía junto a ella la hizo meditar. ¿Sería capaz de clavarla a alguien,
incluso a uno de los seres azules? Suponía que sí, si era necesario, pero no estaba
segura por completo. Verdaderamente no estaba hecha para aquel tipo de cosas.
—Podría hacer escudos —dijo Sidi—. Si tuviéramos pieles, madera para la
estructura, tiempo…
—Tiempo. Ya. Quizá dirigirse a Quan es un gran error, Sidi. ¿Y si sus habitantes
no son mejores que los que nos están siguiendo la pista ahora mismo? ¿Y no dijo algo
Finn acerca de fantasmas o cosas por el estilo? Quizá tan sólo nos metamos en más
líos.
—Por desgracia, según nuestras experiencias hasta aquí en la Mazmorra, parece

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bastante probable.
—Me pregunto qué estará haciendo Clive.
—Sobrevivir, espero. Pero el veld tiene sus propios peligros, Annabelle.
—Supongo que sí. De acuerdo. Sigamos hacia Quan. ¿A qué distancia crees que se
encuentra?
—A tres días y medio o cuatro.
—No sé si podré aguantar otro minuto más en esta jodida jungla. Me siento como
una enorme picadura de mosquito.
—Los atraes por la tensión que proyectas, por tu irritación contra ellos. No les
hagas caso y descubrirás que te incordian menos.
—Es muy fácil decirlo: a ti no te molestan.
—Porque…
Annabelle rio.
—Lo sé, porque no les haces caso, lo mismo que al calor. Es un truco estupendo,
Sidi. Me gustaría que funcionase conmigo, ¿sabes?
—Funciona, Annabelle —insistió él—. Tan sólo inténtalo.
—Perro viejo no aprende trucos nuevos —respondió ella—. ¿Lo dicen también en
tu país?
—No. Allí decimos: «Los cautos apenas yerran». Ciertamente no es lo mismo.
—Las mismas cosas, siempre, son aburridas —repuso ella—. Tienen que ser
diferentes si quieres que haya chispa.
Annie se volvió hacia él y sólo pudo distinguir la sombra de la silueta de su cabeza
cerca de la de ella. La proximidad de Sidi proporcionó a Annie una sensación de
calidez, le hizo olvidar los mosquitos y el calor.
—Te aprecio, Sidi —le dijo ella suavemente—, te aprecio muchísimo.
Annie empezó a levantar una mano hacia la mejilla de él, pero en aquel preciso
momento los ruidos de la jungla nocturna callaron y todo fue silencio a su alrededor.
Annabelle y Sidi se separaron, buscando sus lanzas. Tomás se sentó bruscamente, con
la lanza en sus manos sudorosas. Chillido se inmovilizó, y luego, con gran rapidez, se
arrancó cuatro pelos-púas, uno para cada una de sus manos.
Chaca-chaca-chaca…
El sonido parecía provenir de todas partes a su alrededor. La noche se llenó de
aquel sonido. Annabelle sintió que el pecho le iba a estallar, y se dio cuenta de que
había estado conteniendo el aliento. Espiró el aire lentamente e intentó dar a su
respiración un ritmo más suave, pero lo único que querían sus pulmones era
hiperventilación a toda costa.
Los cuatro se pusieron en pie, cada uno atento a un ángulo diferente de la jungla.
Chaca-chaca-chaca…
—Ha sido un placer haberos conocido, muchachos —dijo Annabelle en voz baja.
La tensión le producía un hormigueo irresistible en la piel. Esperaba sentir en
cualquier momento, en algún punto de su cuerpo, la punzada de un dardo. Cambiaba

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continuamente el modo de coger la lanza, tratando de buscar la mejor postura; por fin
se decidió por el estilo de Little John/Robin Hood: la cogería por donde podría usarla
como un bastón de lucha.
Entonces hubo un silencio total.
—¿Qué…? —empezó Annabelle, pero entonces se percató de que había habido
otro sonido, diferente del de las úvulas vibrantes de sus perseguidores.
Un toque de tambores. Parecía tener su origen en los árboles que crecían por
encima de ellos: un sonido profundo, hueco, que resonaba por todas partes.
«¿Y ahora qué?», se preguntó.
Por el rabillo del ojo vio una silueta que se movía. Se volvió hacia allí y vislumbró
la sombría e hidrodinámica cabeza que se alzaba por encima de la sombra de una
aleta dorsal. Annie levantó su arma, dispuesta para lanzarla, cuando algo cayó de los
árboles y aterrizó directamente sobre su atacante.

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Salvo por el viento que azotaba su rostro y por la leve vibración de la máquina entre
sus piernas, Clive no experimentaba sensación alguna de movimiento, de viajar, al
menos no en el modo que le era conocido. No había el balanceo de la cubierta de un
navío bajo sus pies, el traqueteo del banco de un carruaje, ni la oscilación de la
ambladura de un caballo. En lugar de ello, se sentía transportado como una hoja por
el viento, o como una cometa, flotando justo por encima del suelo con tal rapidez que
este era sólo una masa confusa.
El concepto en conjunto era decididamente desconcertante, pero, aunque con el
paso de las horas se fue acostumbrando, no estaba seguro de que acabara gustándole.
En aquel sentido compartía más la opinión de Finnbogg que la de Smythe y Guafe, los
cuales parecían disfrutar del viaje: uno, tremendamente, como quien lleva a cabo una
nueva experiencia agradable; el otro, admirándolo como un medio de locomoción
muy práctico y rápido, muy superior al sistema de ir colocando un pie delante del
otro. Para Clive continuaba siendo demasiado antinatural.
Volaban como saetas a través del veld, siguiendo la pista de la manada de
brontosaurios, hasta que este camino de hierba devastada que señalaba su rumbo giró
hacia el sur, dirigiéndose de nuevo a las montañas. Los aerodeslizadores continuaron
rectos, elevándose por encima de la alta vegetación malva-amarillenta que no había
sido aplastada o devorada por el paso de los behemotes. Las hierbas se fustigaban
unas contra otras al rápido paso de las naves a ras de ellas.
Componían la partida cinco pequeños aerodeslizadores, uno para el transporte de
cada uno de los miembros de la compañía de Clive, y un quinto que iba situado
delante como explorador; este se mantenía en contacto con las demás naves con lo
que Keoti llamaba radiotransmisor. Clive supuso que era una variedad del sistema
telegráfico y le sorprendió enterarse de que por aquel sistema podían transmitirse
palabras reales.
Cuando aquella noche se detuvieron para acampar, durante los diez primeros
minutos de bajar de la nave, a Clive le pareció que el suelo temblaba bajo sus pies;
pero después sus piernas recuperaron su equilibrio terrestre. Del interior de
compartimientos situados bajo los asientos de los voladores, los dramaranos sacaron
tiendas de campaña que parecían montarse casi solas. Luego siguieron las provisiones
y, para cocinarlas, unos hornillos portátiles, sin fuente alguna de calor que Clive
pudiese detectar. El término microondas no le dijo nada.
—Explicadme algo de vuestras naves —pidió el ciborg a sus anfitriones después de
haber cenado—. ¿Por qué no viajáis en una nave mayor? Seguro que vuestra
tecnología es lo suficientemente avanzada como para fabricar aeronaves de mayor
capacidad y rapidez, que puedan subir más arriba en la atmósfera.
El teniente de Keoti, Abro L’Hami, respondió. Era un hombre alto, de pelo negro,
con la barba de un día, y unos ojos negros y penetrantes. Al igual que los demás

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dramaranos, a medida que el día había ido avanzando, se había vuelto más amistoso
con el grupo de Clive.
—Mucho de lo que ves arriba —contestó Abro— no es cielo auténtico. Mientras
que hay agujeros que suben directamente hacia los niveles superiores del mundo, la
mayor parte de lo que hay arriba es en realidad una delgada capa de una sustancia
pegajosa, cuya naturaleza todavía no hemos podido identificar. Hemos conseguido
hacer pasar naves a través de esa capa, pero inevitablemente sus motores se atascan
con la masa pegajosa, lo que provoca la caída y la destrucción de la nave.
Guafe levantó la vista hacia los cielos nocturnos, salpicados de constelaciones
desconocidas. La tajada de una luna surgía por el este.
—Curioso —dijo.
—Pero ¿y las estrellas? —preguntó Smythe—. Hemos visto el sol a diario, y la luna
está saliendo ahora. Abro se encogió de hombros.
—Si lo supiéramos todo de la Mazmorra, la dominaríamos. Pero no es así.
—Principalmente —agregó Keoti— porque creemos que hay algunas cosas que los
hombres nunca sabrán. Viajeros a través de los niveles, como vosotros, son muy raros
para nosotros. Nos cuesta mucho comprender por qué llevan a cabo una empresa tan
peligrosa.
—Queremos regresar a casa —replicó Clive—. Es así de simple. No estamos aquí
por voluntad propia, y deseamos volver a nuestro propio mundo.
Los dramaranos lo miraron con curiosidad.
—Este es un mundo bueno —dijo Keoti al fin—, siempre que uno procure evitar
la jungla.
Clive y Smythe intercambiaron miradas de ansiedad.
—¿La jungla? —repitió Clive con cientos de temores que se le agolpaban en el
pecho—. ¿Por qué hay que evitarla?
—En la jungla viven muchas tribus primitivas y salvajes, más salvajes cuanto más
se penetra en ella. Guerrean constantemente unas contra otras y contra los forasteros
que cruzan sus tierras. ¿Por qué pones esa cara de preocupación?
—Tenemos… compañeros que han ido a la jungla.
Keoti lo miró apenada.
—No sobrevivirán, comandante Folliot.
—Por favor, llámeme Clive —dijo distraídamente. Su angustia por Annie y los
demás se intensificaba—. Con esas naves voladoras suyas… ¿nos podrían llevar a la
jungla para rescatarlos?
—Imposible. Nunca vamos a la jungla…, Clive. Hacerlo sería la muerte segura.
Dejamos las tribus en paz, como ellos nos dejan en paz a nosotros. No tenemos
necesidad de entrar en su jungla. Tenemos nuestro veld y nuestros bosques más allá
de Dramara. Tenemos a los pórtens para la carne, Montañas Andantes de proteínas.
Todo lo demás que necesitamos, lo cultivamos nosotros mismos. No es mala vida,
Clive, y, a causa de tus relaciones con nuestro salvador, aquí serás bien tratado.

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—Una pregunta: ¿cómo llegó a ser su salvador sir Neville? —interrogó Smythe.
—Antes os mencioné el Largo Letargo —respondió Keoti—. Aquí nuestras
estaciones son largas; verano e invierno duran muchos… —hizo una pausa, como si
buscara la palabra exacta—… lo que el padre Neville llama siglos. Cuando los pórtens
emigran y los hielos llegan, nos retiramos a nuestro Largo Letargo. Es una forma de
hibernación controlada mecánicamente. La primavera anterior, el mecanismo que
nos despierta falló y dormimos toda la estación hasta muy entrado el verano. Y fue el
padre Neville quien nos despertó de nuevo.
—¿Cuánto hace de esto? —inquirió Clive.
Le parecía muy raro que, en aquel nivel, Neville hubiera podido realizar tanto en
tan poco tiempo. Para empezar, ¿cómo había llegado tan pronto a Dramara?
—Hace ahora al menos cinco años —dijo Abro.
—Según vuestro modo de calcular el tiempo —añadió Keoti.
Aquella respuesta fue un golpe inesperado y tremendo para Clive y los suyos.
—¿Cinco años? —repitió Clive lentamente.
El teniente dramarano asintió.
Eso era imposible, pensó Clive. A menos que hubiera habido alguna corriente en
el tiempo que hubiera enviado a Neville allí años antes de que su grupo llegara,
aunque hubiera abandonado el nivel anterior sólo poco tiempo antes que ellos. ¿Era
posible una cosa semejante? En la Mazmorra, ¿quién lo podía decir?
—¿Nos han estado esperando todos estos años? —preguntó Smythe.
Keoti movió la cabeza negativamente.
—Oh, no. Sólo hace unas cuantas semanas que el padre Neville nos dijo que
estabais al llegar.
Más tarde, cuando Smythe y Clive estaban tumbados en la tienda que compartían,
comentaron los hechos.
—Hay otra posibilidad, mi comandante —dijo Smythe después de haber
examinado detalladamente los hechos y de permanecer tendidos en silencio durante
un largo rato. Su voz flotó hacia Clive desde la oscuridad, como un sonido incorpóreo
—. Quizá no sea Neville quien nos aguarda en Dramara. No seria la primera vez que
alguien nos juega esta mala pasada.
—Pero los dramaranos me conocen a mí y lo conocen a usted. Tiene que ser mi
hermano. ¿Cómo un desconocido podría estar a nuestra espera?
Ninguno de los dos hombres tuvo respuesta a ello. Al final, dejaron que el silencio
volviera a caer entre los dos. La respiración de Smythe se tornó monótona y se
durmió, pero Clive permaneció en vela durante largo tiempo, contemplando con
mirada ausente el techo de la tienda.
En aquellos momentos estaba pensando en Annabelle, deseando haber insistido
más para convencerla de que continuara con él.
Annie se había convertido en un pequeño y persistente remordimiento en su
conciencia, desde el mismo momento en que los dos grupos habían seguido caminos

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distintos; pero, aunque continuaba preocupándolo, sabía con toda certeza que era una
mujer de recursos, y que además iba acompañada (exceptuando el español) por
amigos de confianza. Clive había podido mantener esperanzas respecto a su
supervivencia. Pero ahora, con la determinación del tono de Keoti, al hablar del
destino cierto de cualquiera que osase entrar en la jungla, resonando en su mente, la
esperanza se esfumó.
La dura verdad pesaba en su estómago como una roca. Nunca volvería a ver a
Annabelle ni a ninguno de sus demás compañeros. Era una amarga conclusión,
agravada por el sentimiento de culpa que experimentaba por haberlos dejado ir por
cuenta propia. Como jefe, era responsabilidad suya mantener la compañía junta; sin
embargo, había fallado en aquel cometido y había firmado la sentencia del destino de
Annabelle y los suyos.
«Debería haberlo intentado con más energía», pensó entristecido.
Pero ahora era demasiado tarde.

Llegaron a Dramara avanzada ya la tarde del día siguiente. Nadie del grupo de
Clive (ni siquiera Chang Guafe) estaba preparado para la misteriosa inmensidad de
aquella ciudad en ruinas. Volaron por encima de acres y acres de edificios
abandonados, columnas caídas en medio de calles, muros derrumbados que al caer
habían esparcido sus enormes bloques de piedra por doquier, suelos que se habían
hundido hacia los cimientos enterrados. Aquí y allí, había torres altísimas que aún
continuaban en pie, pero la mayor parte de la ciudad tenía el aspecto de una ciudad
de juguete aplastada por una pesada bota.
No divisaron a nadie hasta que llegaron al centro de la ciudad, donde tenían lugar
los trabajos de restauración. Cientos de dramaranos trabajaban enfebrecidos como
hormigas alrededor del edificio que estaban reconstruyendo. Extraños artilugios
mecánicos se usaban para levantar los bloques de piedra y colocarlos en su sitio. Clive
habría permanecido observando el curioso trabajo durante horas y horas, pero su
vuelo los llevó a una zona de aterrizaje, junto a un descomunal amontonamiento de
rocas, donde las naves tomaron tierra, una tras otra.
El grupo fue conducido al interior de lo que pareció ser una gruta alumbrada por
globos en forma de bulbo que colgaban del techo. Keoti los hizo pasar a una pequeña
habitación en donde apenas cabían los nueve. Cuando las puertas se cerraron con un
silbido y la habitación empezó a moverse hacia abajo, Clive experimentó un súbito
momento de pánico. La rapidez de su descenso le produjo una sensación de vértigo,
como si el estómago le hubiera subido a la garganta. Junto a él, Finnbogg soltó un
gemido profundo.
Clive supo más tarde que aquello había sido su primer viaje en un ascensor, un
aparato que lo llevaba a uno de planta en planta de un edificio sin necesidad de subir
y bajar escaleras. Fue sólo la primera de las maravillas mecánicas que descubriría en

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aquella ciudad de ensueño.
El ascensor los depositó en una encrucijada de largos pasillos, muchas plantas por
debajo de donde los habían dejado los aerodeslizadores, según comentó Abro. Tres
corredores salían del cruce; el ascensor estaba situado exactamente en la intersección
de la «T». Las paredes de los corredores eran lisas, y su iluminación provenía del
mismo techo, ya no de globos.
—¿Dónde podemos encontrar al padre Neville? —preguntó Clive.
—Os verá mañana —contestó Keoti—. Primero os enseñaré vuestras habitaciones,
donde podréis tomar un baño y comer. ¿Me seguís?
Dejaron allí al resto de dramaranos y siguieron a Keoti por una desorientadora
serie de pasillos. Por fin la Primera Exploradora se detuvo ante una puerta, que se
abrió con un silbido cuando apoyó la mano en la placa de metal incrustada junto al
marco.
—Esta será tu habitación —le indicó a Guafe—. Si desconoces el funcionamiento
de algunos de los aparatos, sólo tienes que hablar por esta rejilla y alguien vendrá a
ayudarte.
Uno tras otro, mostró a Finnbogg y a Smythe sus habitaciones. Smythe tuvo un
momento de duda ante su puerta.
—Bien, pues, mi comandante —dijo Smythe—. Lo veré luego.
La puerta se cerró tras él y Keoti llevó a Clive a la habitación que le habían
asignado. Llegaron y Keoti entró con Clive. Este quedó boquiabierto ante tanta
maravilla. Había pocos muebles, pero eran lujosísimos. La cama era grande y cómoda.
Las sillas estaban acolchadas. Una falsa chimenea, con un mecanismo en su parte
interior, daba la impresión de que allí ardía un fuego acogedor.
Para mucho de lo que ahora veía, no tenía denominación. Más tarde supo que las
pinturas exactísimas a todo color que colgaban de la pared (con pinceladas tan
diminutas que no podía distinguirlas y demasiado precisas y coloreadas para ser
daguerrotipos) eran en realidad fotografías. Que el curioso aparato parecido a una
ventana, en un rincón, era una pantalla de vídeo. Que la alfombra (de la esponjosidad
de las plumas) que tenía bajo sus pies, no era de lana, sino de un material sintético.
Al oír el ruido de una cremallera se volvió y vio a Keoti que se quitaba su vestido
plateado. Bajo esta ropa no llevaba nada más.
—¿Nos bañamos? —sugirió ella con una sonrisa.
—Yo… es que…
Su atrevida desenvoltura hizo que Clive se quedara sin habla durante unos
momentos. Keoti salió del vestido y lo echó en una silla. Se volvió hacia él, y entró en
otro cuarto, que resultó ser el baño. Clive observó el movimiento de sus nalgas al
andar, pero levantó la mirada cuando ella volvió la cabeza ligeramente hacia él.
—¿Vienes? —le preguntó por encima del hombro.
Al asentir Clive, ella desapareció de la vista. Clive se despojó apresuradamente de
sus ropas. Y, cuando fue al encuentro de Keoti, esta estaba en pie en un pequeño

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compartimiento, bajo el agua que le llovía de un grifo situado por encima de ella.
Keoti lo atrajo hacia dentro y le puso una pastilla de jabón en la mano, un jabón que
dejó su piel maravillosamente resbaladiza.
Después de una larga y algo confusa ducha, que dejó tanta agua en el suelo como
la que les había caído encima, Keoti le afeitó la barba y le cortó la salvaje maraña de su
pelo. Cuando se retiraban a la cama, Clive se sintió como un hombre nuevo: limpio,
afeitado y civilizado. Keoti lo empujó hacia el colchón y ella se sentó a horcajadas
encima de él.
—Ciertamente sois un pueblo hospitalario —dijo mirándola.
Ella bajó su rostro para darle un largo beso. Y Clive la rodeó con sus brazos y la
atrajo hacia él.
—Muy hospitalario —añadió.
—No hables —le dijo ella, y le indicó otros asuntos en los que podía ocuparse.

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En el mismo momento en que el atacante de Annabelle cayó, algo minúsculo pasó


silbando velozmente junto a su oreja. «Un dardo envenenado», pensó ella.
Instintivamente se agachó, aunque el dardo ya había pasado, y tan cerca que casi
había percibido su contacto. Sacudió la cabeza y se acercó hacia el atacante caído, con
la lanza todavía levantada.
Quería ayudar, pero lo único que podía ver de las dos figuras enzarzadas en la
lucha era una confusa mezcla de sombras. Tantas posibilidades tenía de herir a su
benefactor como al hombre-tiburón que había disparado contra ella. Entonces algo la
cogió por las rodillas y la tumbó. Ella luchó para desasirse hasta que oyó la voz de
Sidi.
—¡Quédate en el suelo! Deja que combatan entre ellos, Annabelle: parecen saber
quién es quién mejor que nosotros.
Annie dejó de resistirse a su abrazo. Sidi la soltó y retrocedió a gachas hasta el
árbol donde habían estado apoyados momentos antes, y ella lo siguió, manteniendo la
cabeza baja. Sidi tenía razón. Lo mejor que podían hacer en aquel momento era
simplemente mantenerse al margen.
Chillido ya estaba allí, en posición semiagachada, intentando distinguir algo con
sus ojos compuestos, pero sin conseguirlo más que Annabelle, incluso a pesar de sus
seis ojos extra.
Por todas partes había figuras que luchaban. Oían las voces conocidas, guturales,
de los hombres-tiburón, que lanzaban aullidos de dolor y de odio. Entremezclados
con este tumulto, había sonidos de tambores y de voces diferentes que parecían casi
humanas, casi comprensibles. Más siluetas continuaban cayendo de los árboles.
Luego, de repente, los seres azules supervivientes emprendieron la huida.
Annabelle y Sidi se reunieron con Chillido, quien ya se había puesto en pie. Y,
cuando apareció el resplandor de las antorchas, divisaron a Tomás hecho un ovillo
junto a otro árbol, cubriéndose la cabeza con las manos.
—Todo ha acabado ya, héroe de pacotilla —le gritó Annabelle.
«Dios, vaya comadreja».
Y desvió la vista hacia sus benefactores, que ahora se les acercaban. Por encima de
ellos, los tambores seguían tocando, pero ahora con ritmo diferente, que ya no era
amenazante, sino alegre. Las antorchas iluminaron su campamento, ahuyentando las
sombras. Y los recién llegados…
«¿Cómo es que no estoy sorprendida?», pensó.
Eran simios, una tropa entera. En la forma, más humanoides que los gorilas y
otros grandes monos de su propio mundo, pero, no obstante, definitivamente
simiescos. Era como si la evolución de los monos hubiera tomado en ellos una ruta
diferente, o todavía no estuviera completamente definida.
Tenían la frente alta, pero la parte inferior de su rostro sobresalía ligeramente

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como la de un chimpancé. Sus ojos estaban dispuestos muy juntos en la parte
superior de una ancha nariz. Tenían el cuerpo recubierto de pelo, pero llevaban
variadas piezas de vestir. Todos usaban taparrabos y se adornaban con brazaletes y
collares. Algunos ostentaban bandas alrededor de los hombros; otros, una especie de
bufanda alrededor del cuello. Otros, cintas de tela en la frente, o atadas en los brazos o
en los muslos. En los grandes pabellones de sus orejas brillaban pendientes; algunos
de ellos llevaban una retahíla de pendientes que subía por el borde del pabellón, como
la misma Annabelle.
Unos iban armados con lo que parecía una especie de bastón lanzable, de unos
treinta centímetros de largo y con un nudo o bola en cada uno de los extremos. Todos
exhibían puñales en sus cinturones, o en sus manos.
El que iba delante se detuvo a unos pasos del grupo y dijo algo. De nuevo sonó
casi familiar, pero Annabelle sacudió la cabeza para indicar que no comprendía.
—Nosotros amigos —dijo entonces el simio. E hizo una ancha sonrisa que dejó al
descubierto sus dientes—. Enemigos de… —y agregó algo que Annabelle casi no
captó, algo que sonaba como chasuck—. Amigos nosotros.
—¿Habláis inglés?
La Mazmorra era una caja de sorpresas imprevisibles para Annie. Con todo lo que
les había ocurrido ya… pero ¡simios que hablasen una especie de inglés macarrónico!
El simio cabeceó y dijo:
—¿Inglés, hablas bien, sí?
—Muy bien.
—¿Tú vienes nosotros, sí?
Annabelle dirigió una mirada a sus compañeros. Tomás movió la cabeza en señal
negativa, pero los otros dos indicaron su asentimiento.
—Vamos con vosotros —repuso ella—. Gracias por vuestra ayuda. ¿Cómo…
ejem… debemos llamarte?
—¿Uh?
—¿Tu nombre?
El simio mostró una sonrisa enorme.
—Yo Chobba. Gran jefe. Mato chasuck… ¿tú?
Annabelle señaló al hombre-tiburón muerto que casi había conseguido acabar
con ella.
—¿Eso, chasuck?
El simio asintió con grandes cabeceos y escupió al cadáver. Se arrodilló junto a él,
sacó el puñal de su cinturón y empezó a cortarle la aleta dorsal. Muchos de los demás
simios ya llevaban trofeos similares. Annie recordó al jefe de los seres azules, su
bastón y lo que colgaba de su cinturón.
—Los cráneos que vimos en el poblado de los hombres-tiburón —dijo a Sidi.
—Eran los cráneos ya secos de esos simios, Annabelle —confirmó él.
Chobba acabó de cortar la aleta y se la ofreció a Annabelle. Ella negó rápidamente

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con la cabeza, pero se aseguró de no dejar de sonreírle mientras lo hacía. La regla de
etiqueta número uno de Annie en caso de encontrarse con simios en junglas
desconocidas era: hasta descubrir sus costumbres, nunca está de más sonreír a todo
como un bobo.
—No, gracias, Chobba. Quédatela.
Él asintió. Luego, con la punta del puñal hizo un agujero en su parte superior, se la
colgó de su cinturón con una tira de cuero y colocó de nuevo la hoja en la vaina.
—Venid —dijo—. Nosotros vamos.
Y saltó a la rama más baja del árbol que le quedaba directamente encima. De todas
partes del claro, el resto de la tropa que se encontraba en tierra saltó a los árboles y se
reunió con los que arriba los esperaban con los tambores, ahora silenciosos, colgados
a su espalda.
—¡Chobba! —gritó Annabelle.
Él la miró arriba, con el rostro arrugado por una expresión de perplejidad que,
debido a su amplitud, era casi cómica.
—¿Tú no vienes?
Annabelle extendió las manos en un gesto de desesperación.
—No soy buena en los árboles como tú, jefe —le dijo.
Annabelle ya había visto antes la mirada que apareció entonces en el rostro del
simio: era la mirada con que una persona sana contempla a una inválida. Chobba se
dejó caer a tierra y se le acercó lentamente. Extendió las manos y apretó los brazos de
Annie, pero esta se mantuvo tranquila. Él meneó la cabeza despacio, arqueando las
cejas interrogativamente.
—¿Mareo? —preguntó.
—No, sólo que no voy bien por los árboles —contestó Annie.
—Chobba anda con tú —dijo.
Se volvió y llamó a sus compañeros. Algunos porteadores de antorchas y un
tamborilero descendieron a tierra. El resto de la tropa se lanzó a través de la noche,
columpiando sus antorchas entre los árboles, parpadeando como luciérnagas que
desaparecen tras las ramas y reaparecen de nuevo.
—Nosotros vamos ahora —le dijo Chobba—. ¿Andar en piernas, sí?
Annabelle sonrió.
—Sí —dijo—. Andaremos en piernas. Por casualidad no conocerás a un tipo
llamado Tarzán, ¿verdad?
—¿Es rogha, como yo?
—No. Es un hombre de una historia, como yo. Pero alto y fuerte y sabe viajar por
los árboles, como tú.
Chobba miró a su alrededor.
—¿Él viene pronto?
Annabelle volvió a sonreír.
—Sólo estamos nosotros, Chobba.

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Él se rascó la cabeza y luego se encogió de hombros. Los condujo de nuevo al
sendero y allí emprendieron la marcha al paso más rápido de que fueron capaces.
Mientras seguían a Chobba, Annabelle se acercó a Chillido.
¿Andar en piernas?, dijo Chillido con una leve sonrisa. ¿Qué pensará Chobba de
todas mis patas?
Annabelle rio.
—Vaya sitio. Más divertido que un mico…
—¿Que un mico qué, Annabelle? —quiso saber Sidi cuando ella dejó la frase
inconclusa.
Annabelle miró los anchos hombros de Chobba, que andaba delante. Otro rogha
iba justo detrás, junto a Sidi. Los restantes caminaban más rezagados; uno tocaba el
tambor con un ritmo suave. Regla de etiqueta número dos de Annie: no te burles de
alguien que acaba de salvarte el pellejo.
—No tiene importancia —le respondió.
Naturalmente, el poblado de los roghas estaba en lo alto de los árboles, muy en lo
alto de las copas de los árboles.
Llegaron a él en el mismo momento en que apuntaba el alba: el sol de color
salmón dibujaba sombras alargadas en la vegetación azul-verdosa. Annabelle dobló el
cuello atrás, miró hacia arriba y, por entre los espacios del follaje y las ramas y a unos
veinte metros de altura, pudo distinguir sus chozas de caña, construidas en
plataformas. Los fuegos para cocinar ya estaban encendidos y enviaban su humo
matutino al cielo.
—Casa ahora —dijo Chobba.
Annabelle bajó la vista del poblado y la posó en las facciones del jefe.
—Es muy privado —comentó ella.
Chobba parpadeó, sin comprender.
—Muy seguro —intentó ella.
—Mucho seguro —le aseguró él.
—Y alto.
Chobba le apretujó los brazos de nuevo.
—Yo llevo tú, ¿sí?
Annabelle tragó abundante saliva.
—Ah… sí. ¿Por qué no?
—¿Qué ocurre, Annabelle? —preguntó Sidi.
—Bien, ya sabes. Las alturas me dan canguelo.
Ella recordó el descenso de la meseta donde habían aparecido al llegar a aquel
nivel. Allí había sido más fácil pasar por alto el miedo que agarrotaba sus músculos,
porque las rocas eran sólidas y la inclinación no demasiado pronunciada, y había
personas atentas a quien cogerse si sentía demasiado vértigo. Pero esto era ir hacia
arriba, y quedarse allí, pues el poblado no era más que un puñado de plataformas
oscilantes cerca de la cima de los árboles más altos que nunca había visto.

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Sidi le echó una mirada preocupada.
—Quizá deberíamos plantar nuestro campamento ahí abajo.
—Correcto. Donde los hombres-tiburón puedan llegar arrastrándose y atacarnos
por sorpresa… o sabe Dios qué más.
—Pero si no puedes subir…
Annabelle soltó el aliento despacio, intentando calmarse.
—Oh, puedo subir —dijo—. Sólo que no sé qué mal lo voy a pasar arriba, eso es
todo.
—¿No feliz? —preguntó Chobba.
—Estoy delirante de alegría —replicó ella.
De nuevo el parpadeo de incomprensión.
—Muy feliz.
Chobba sonrió.
—Vienes —dijo.
Con un ademán le indicó que se subiera a su espalda y se cogiera de su cuello.
Annabelle tomó aire un par de veces, lentamente, intentando aquietar el súbito y
rápido tamborileo de su corazón. Chobba dobló las rodillas y se agachó para hacérselo
más fácil. Ella se abrazó a su cuello, sorprendiéndose por el olor a limpio de su pelo
(no tenía nada que ver con el hedor de una jaula de monos en el zoo) y por la
suavidad de su tacto. Él le indicó que colocara las piernas alrededor de su cintura.
Annie intentó que su miedo no la obligase a agarrarlo tan fuerte que lo asfixiara.
Chobba se enderezó un momento, dando un ligero saltito sobre sus talones para
ajustarse la carga y luego se lanzó hacia la rama más baja. Annabelle dejó su corazón
atrás, en tierra.
El ascenso por las ramas de la jungla fue sólo una secuencia borrosa y vertiginosa.
Annie cerró los ojos después de los dos primeros saltos al vacío de su estómago, y los
mantuvo cerrados fuertemente, hasta que llegaron a su destino. Cuando Chobba trató
de abrirle los dedos para soltarse, Annie aflojó los músculos por completo y se
desplomó. Otro rogha la cogió antes de que se precipitase al vacío, pero no antes de
que ella captase una fugaz visión escalofriante de la distancia que había hasta el suelo
de la jungla.
Dejando escapar un débil gemido, Annabelle se alejó del borde de la plataforma y
se agarró violenta y desesperadamente del brazo del segundo rogha. El simio le sonrió
tranquilizándola. Se desasió suavemente de sus dedos, la llevó junto a una choza y la
dejó sentada con la espalda apoyada en una pared de cañas, con el borde de la
plataforma a unos buenos tres metros de ella.
Otro rogha apareció entonces en el borde, con un Tomás ceñudo cargado a su
espalda. Tan pronto alcanzaron la plataforma, Tomás bajó de su transporte y echó a
andar con una indiferencia y un pavoneo totales y se volvió hacia el borde otra vez,
donde miró hacia abajo. La experiencia de trepar por el aparejo de un barco hacía ya
tiempo que lo había librado de cualquier síntoma de acrofobia que pudiera haber

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tenido.
Sidi llegó poco después, y su rostro quedó surcado de arrugas de preocupación al
mirar en dirección a Annabelle.
—Annabelle —dijo al tiempo que se apresuraba hacia ella.
Esta intentó imitar la sangre fría de Tomás y con la mano le hizo una seña de
despreocupación, pero lo único que sentía realmente era el balanceo de la plataforma
bajo sus pies. Tenía el pecho tan comprimido que apenas podía respirar.
—Yo… ya me pondré bien. No hay problemas. —E intentó hacer lo que esperaba
que fuese una ancha sonrisa, pero se dio cuenta de que sólo le había salido una mueca
—. ¿Dónde está Chillido?
—Sube por su cuenta.
—Bien.
Evidentemente. Siendo más araña que persona, la arácnida no tendría problemas
trepando en su estilo propio.
Annabelle se esforzó por tranquilizarse. Aspiraba, mantenía el aire dentro durante
unos segundos, y espiraba. Trataba, desde su posición colgante, de observar lo que
podía distinguir del poblado, con las piernas retraídas contra su pecho y los brazos
cerrados alrededor de las rodillas.
Las chozas eran similares a las de los hombres-tiburón, incluso con los perros
zarigüeyas colgando de ramas o barras junto a las puertas. Pero no había nada de la
sensación amenazante que había experimentado en el otro poblado. Aquí, los
pobladores, mujeres peludas y niños, ancianos y ancianas de pelo pardo canoso, los
miraban con una curiosidad amistosa. Entonces se dio cuenta de que faltaba Chobba.
En el mismo momento en que Chillido aparecía por el borde de la plataforma,
Chobba reaparecía junto a Annabelle, llevando una bolsa. De ella sacó una hoja
gruesa y se la ofreció.
—Para miedo —dijo, poniéndole la hoja en las manos, ya que ella misma no la
cogía—. Tú sentirás mejor. No más miedo, ¿sí?
Annabelle tomó la hoja con vacilación. ¿Ah, sí? Y, de todos modos, ¿qué era
exactamente? Si aquello iba a hacer que se sintiera «mejor», era probable que fuera
algún tipo de droga; y, mareada como estaba, no tenía la intención de drogarse con
una versión local de quién-sabe-qué.
—No… no creo… —repuso ella—. No quiero estar demasiado feliz.
¿Cómo podía decirle que no le gustaban las drogas?
—No feliz —replicó Chobba. Su rostro se arrugó cómicamente al intentar buscar
las palabras correctas—. Fetichera, ella ha encontrado. Detiene miedo es todo.
El árbol se balanceó y el estómago de Annie dio un vuelco.
«¡Qué diablos!», pensó ella.
Levantó la hoja y se la puso en la boca. Era carnosa, y nada más morderla sacó su
jugo. Tenía un gusto agridulce que descendió por su cuello con una sensación
desentumecedora. Al cabo de un momento, tomó la segunda hoja que Chobba le

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ofrecía.
—¿Contenta ahora? —le preguntó.
«Es un poco pronto, ¿no crees?», pensó Annabelle, pero entonces se percató de
que ya se sentía mejor. No se sentía volar, no era como tomar un alucinógeno como
temía, sino que se sentía calmada. Los músculos se aflojaban, el pecho se relajaba, el
pánico se desvanecía. Las hojas no le produjeron ninguna especie de pérdida de los
sentidos. Sólo la tranquilizaron.
—¿Cómo se llama el producto? —preguntó ella.
—Byrr —respondió Chobba—. ¿Gusta a ti?
—Está bien —respondió Annie.
Estaba a punto de añadir algo cuando un movimiento al otro extremo de la
plataforma captó su atención. Y quedó absolutamente estupefacta al ver a un hombre
blanco abriéndose paso entre el grupo de roghas. Era delgado y nervudo y debía de
tener casi sesenta años o más. Una cabellera blanca como la nieve y una gran barba le
daban el aspecto de un pequeño y huesudo Santa Claus; pero no iba vestido de rojo.
Cuando llegó frente a Annabelle y a su compañía se detuvo en seco, mirándolos
de hito en hito.
—Dios mío —dijo él finalmente—. ¿Alguno de vosotros habla inglés?

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Cuando Clive despertó a la mañana siguiente, estaba en la cama solo. Todo lo que
quedaba de la presencia de Keoti era el hoyo que su cabeza había dejado en la
almohada.
Paseó la mirada por la habitación en su busca, pero en lugar de ella vio a Smythe,
sentado a la mesa junto a la pantalla de vídeo, sorbiendo té de un tazón de porcelana
blanca. También él estaba recién afeitado, exceptuando su poblado bigote; además le
habían recortado pulcramente el pelo. Los restos de su desayuno se esparcían en una
bandeja que tenía ante sí. Junto a su bandeja, había otra cubierta con una tapa
metálica.
Clive pensó en la noche anterior y el sentimiento de culpabilidad se despertó en su
interior. ¿Cómo podía haber olvidado a Annabella con tanta facilidad? ¿Y por qué?
Por un revolcón en el catre con una mujer (de acuerdo, una mujer terriblemente
atractiva) que tan sólo acababa de conocer. Era verdad que Annabella estaba fuera de
allí, en el mundo de más allá de la Mazmorra, y él estaba dentro, con pocas esperanzas
de volver a verla, pero no obstante…
Mientras pensaba en Annabella, lo envolvió una rara sensación y creyó recordar
una noche con ella… Se encontraban en sus aposentos, luego salían para ir a una
fiesta con George du Maurier…, una fiesta en honor al ascenso de Clive, y por su
compromiso con Annabella.
Tan sólo había sido un sueño, claro.
Pero continuaba. Pareció recordar que paseaba solo, la misma noche, aunque más
tarde, por los barrios bajos de Londres y que tropezaba con Annabella. Sólo que
entonces iba caracterizada como una prostituta…
Imposible. Tenía que haber sido un sueño.
Pero parecía espantosamente real. Y, arrastradas por esos recuerdos, otras
evocaciones de ensueño revolotearon en su mente. Una peculiar conversación… oída
en la oscuridad… Pero, tan pronto como intentaba concentrarse en la conversación,
esta se desvanecía.
En la cama aún, suspiró y se incorporó. Smythe levantó la mirada al oír que se
movía y le sonrió levemente.
—Una noche atareada, ¿no, jefe? —insinuó.
Con un esfuerzo, Clive alejó de sí sus extrañas sensaciones.
—Es demasiado temprano para sus ironías —le respondió.
Smythe dio un rápido tirón al pelo de su frente.
—Lo siento, jefe. Sólo estaba practicando.
Clive no pudo evitar una risa ante la sumisión burlona de Smythe.
—Incorregible —dijo—. Es el único término que se le puede aplicar
correctamente, Horace.
—Tiene toda la razón, mi comandante. ¿Tendré que tirarme al Támesis por

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haberlo molestado por la mañana? Una palabra suya bastará.
—No tengo la menor duda de que en el mismo instante que se tirase del puente
me estaría robando la cartera.
—¡Por Matusalén! La idea no me pasó nunca por la cabeza, mi comandante.
¿Cómo podré volver a ganar su confianza?
—Pues póngame algo del té que está guardando tan celosamente para usted.
Clive hizo volar las piernas por encima de la cama, las depositó en el suelo y
enseguida se puso los pantalones, sorprendido de encontrarlos limpios.
—Limpios, zurcidos y planchados mientras dormíamos —dijo Smythe tirando de
la tela de su propia camisa—. La hospitalidad de nuestros anfitriones es intachable.
Clive se sentó a la mesa con su compañero. Levantó la tapa de su bandeja y
encontró lo que le aguardaba: un desayuno compuesto por huevos, filetes fritos de lo
que debía de ser carne de porten, bizcochos y fruta fresca. Smythe le pasó un tazón de
té.
—Es como si en nuestro mundo estuviéramos en un hotel de lujo —comentó.
Clive asintió. Dio un sorbo al té y de nuevo quedó sorprendido. Tenía el gusto
aromático de la mezcla india.
—¿Le enseñó Keoti cómo funcionaba esto? —preguntó Smythe, señalando la
pantalla de vídeo.
—No. Estábamos ocupados… en otros asuntos. Me lo describió como una especie
de ventana… —Y encogió los hombros: la terminología que había utilizado para
describir sus funciones se le escapaba.
—Es una máquina maravillosa. Puede hacer aparecer palabras en la pantalla,
como un libro, pero también tiene ilustraciones. No ilustraciones fijas, sino cuadros
móviles que han sido grabados previamente y almacenados en su interior, algo en el
estilo de lo que nuestro amigo Guafe describió como el funcionamiento de su
memoria, creo.
—¿Y qué hay de nuestros compañeros? —inquirió Clive. Dejó a un lado la taza de
té y atacó su desayuno. La carne de porten demostró tener una consistencia delicada,
a pesar del inmenso volumen de la bestia. Era tierna, sin el toque de dureza de la caza,
con un sabor más parecido al de un animal doméstico que al de una bestia salvaje—.
¿Ha hablado con ellos hoy?
Smythe asintió.
—Guafe ha ido a dar una vuelta con un par de dramaranos. Creo que ellos están
tan interesados en observarlo a él como él en observar sus máquinas. Y, por lo que
respecta a Finn…, no quiere salir de su habitación.
Clive arqueó las cejas.
—¿Por qué no?
—Ahora se le ha metido en la cabeza que este nivel es el reino de los muertos de la
Mazmorra. Los dramaranos son espíritus de los muertos, me dijo, jueces que juzgarán
nuestras obras. Los está esperando para que lo lleven a juicio.

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—¿No dijo nada acerca de una piedra blanca que guarda los espíritus de los
muertos?
—Pero eso es en Quan —objetó Smythe—, o así lo afirmó anteriormente.
Entre ellos se produjo un silencio: estaban pensando en la otra mitad de su
compañía, ahora perdidos en la jungla. El leal Sidi, Chillido, la arácnida. Y Annabelle.
Clive dejó a un lado el tenedor; su apetito se había desvanecido. No le preocupaba
mucho lo que le ocurriese al español, pero a los demás…, en especial a su
descendiente…
—Cometimos un grave error al dejarlos ir por su cuenta —afirmó.
—No podíamos evitarlo, mi comandante. Todos ellos son adultos con capacidad
de pensar y de razonar, con mentes propias.
—Yo fui responsable…
—De usted mismo, mi comandante. Usted sólo es responsable de sí mismo.
—Pero Annabelle. Es…
—Una señorita muy capacitada, de quien debe estar orgulloso. Y yo no me
apresuraría a borrarlos de la lista, como pretenden nuestros anfitriones. En este lugar
hemos pasado por momentos peores y hemos sobrevivido. No estoy dispuesto a
darlos por perdidos hasta que vea sus cuerpos.
Una imagen pasó como un relámpago por la mente de Clive: Annabelle
destrozada por las fieras salvajes. O tendida en algún lugar de la jungla, herida, con
sus compañeros asesinados y el peligro al acecho.
Smythe alargó el brazo por encima de la mesa y tocó la mano de Clive.
—No piense en ellos —dijo con suavidad.
—¿Cómo puedo evitar pensar en ellos?
Smythe soltó un suspiro.
—Fíjese —dijo volviéndose hacia la pantalla de vídeo—. Observe cómo funciona.
Manipuló los controles tal como le había enseñado uno de los dramaranos y la
pantalla súbitamente se inundó de coloridas imágenes. La pintura de la pantalla les
dio la impresión de que estaban mirando por una ventana móvil: era una vista
panorámica que se desplazaba a través de una llanura helada, barrida por el viento.
Luego, al continuar avanzando la vista, descubrieron desconcertados que era el
lugar de la zona fronteriza entre la jungla y el veld donde habían dejado a sus
compañeros; aunque evidentemente en una época diferente, puesto que el veld era un
yermo helado, mientras que la jungla retenía toda su exuberancia tropical.
No había sonido, pero sólo porque Smythe había bajado el volumen.
—Esta máquina da vida al pasado —explicó—. Todo lo que ha sido grabado en
ella se puede hacer aparecer en la pantalla, en cualquier momento.
Ambos hombres observaban cómo la cámara continuaba mostrando en
panorámica la escena: jungla y campos helados, codo a codo.
—Eso parece imposible —comentó Clive—. La vegetación tendría que estar
muerta, marchitada por el frío.

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—Esto es la Mazmorra —le recordó Smythe—. Cualquier cosa parece posible
aquí.
—Dentro de los límites de la razón —terció otra voz.
Tan enfrascados estaban con lo que aparecía en la pantalla que ninguno de los dos
había oído que, a sus espaldas, se abría la puerta de corredera. Se volvieron: era Keoti
que entraba. Hoy, su traje era un inquietante modelo de colores negros y rojos, de un
estampado arremolinado que atrapaba la vista y la conducía hacia un lado y hacia
otro sin permitir que el dibujo completo se evidenciase. Ya no llevaba el arma en la
cartuchera que colgaba de su cinturón.
—Pero esto —replicó Clive señalando las imágenes— desafía las leyes de la
naturaleza.
Keoti sonrió.
—Lo que veis fue filmado por una remota unidad de exploración que fue enviada
allí durante nuestro Largo Letargo. Al parecer, una barrera invisible, hecha de un
material que todavía no hemos conseguido identificar, se alza durante la estación
hibernal entre la jungla y las llanuras, de tal forma que los dos entornos no se afectan
mutuamente. Curioso, ¿no?
Ambos hombres asintieron.
—¿Ha venido a llevarnos a presencia de mi hermano? —inquirió Clive.
Keoti negó con la cabeza.
—Él desea veros esta tarde. Sólo vine a ver cómo estabais y a invitaros, si lo
deseáis, a ver algo más de Dramara.
—No tengo muchas ganas —respondió Clive.
Dejó de mirarla para dirigir los ojos a la pantalla. Pero aquel artilugio y sus
imágenes tampoco bastaban para evitar que su mente pensara en el destino de
Annabelle y de los demás de su grupo. Una vuelta por la ciudad sólo agravaría su
sentimiento de pérdida, ya que no dejaría de pensar: «¡Si Annabelle estuviera aquí
conmigo, para compartirlo!».
Se maldijo por no conservar el grupo unido. Habría debido mantenerse firme
desde el mismo momento en que surgió la idea; pero, sea como fuere, se discutió y se
llevó a cabo antes de que tuviera tiempo material para pensar en todas sus
consecuencias.
—No me siento… con muchas ganas de tener compañía —añadió—. Sólo sería un
pobre visitante. Pero usted vaya, Horace.
Keoti lo miró con aire pensativo.
—Estás preocupado por tus amigos —dijo ella con un breve suspiro—. Los que
entraron en la jungla.
—No puedo olvidarlos.
—Y no debes olvidarlos. Pero lamentarse no hace ningún bien. —Hizo una
pequeña pausa y luego sonrió—. De todas formas, ven conmigo, Clive. Sé de algo que
ayudará a aliviar tus penas.

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—No estoy seguro…
—Hazlo por mí.
Clive permaneció sentado durante un largo momento, hasta que al fin asintió y
empezó a levantarse. Al empujar su silla hacia atrás para apartarla de la mesa, se dio
cuenta de pronto de que lo único que llevaba puesto eran los pantalones. Un rubor le
subió por la nuca; era ridículo, puesto que ella lo había visto en circunstancias mucho
más reveladoras, pero él se sintió igualmente incómodo. Cruzó la habitación en
dirección a la cama, recogió su ropa apilada y voló hacia el cuarto de baño.
—El tiempo de vestirme —dijo por encima de su hombro.
A sus espaldas, Keoti y Smythe intercambiaron una sonrisa.
—Fíjese en esto, mi comandante —dijo Smythe—. Un estupendo gimnasio.
¿Quién lo hubiera imaginado?
Keoti los condujo al vestuario; allí, de un armario sacó dos equipos de esgrima de
competición: floretes, guantes, máscaras y petos metálicos.
Cuando ofreció uno de ellos a Clive, este lo dejó todo en un banco y cogió sólo el
florete. Comprobó su flexibilidad y su equilibrio, y gozó del contacto de la
empuñadura en su mano. La punta de la hoja estaba protegida por un botón.
—¿Practica la esgrima? —le preguntó él.
Keoti negó con un movimiento de cabeza.
—Un amigo mío vendrá a vernos… Ah, estás aquí, Naree.
El hombre que entró en el vestuario era flaco como un palo, con unas facciones
muy móviles y expresivas. Tenía el pelo negro, y lo llevaba largo y atado detrás en una
coleta; y lucía una cicatriz bajo el ojo izquierdo. Al presentarlos Keoti, esbozó una
breve sonrisa, dirigió a Smythe una rápida mirada y luego centró toda su atención en
Clive.
—Al fin, sangre nueva —dijo al recoger el otro equipo de esgrima que le
presentaba Keoti.
Supieron que su nombre entero era Naree Terin, y que trabajaba de investigador
científico en biología.
—El placer es mío —respondió Clive.
Keoti y Smythe se sentaron a un lado del gimnasio mientras los dos hombres se
colocaban el equipo. Después, cada uno realizó una serie de ejercicios de
calentamiento. Cuando estuvieron listos para la esgrima, Naree ató dos cables
revestidos a la parte posterior de cada peto metálico. Los hilos estaban alimentados
por unas bobinas situadas a cada extremo de la pista de esgrima.
—Es para apuntar las victorias —explicó Naree ante la mirada perpleja de Clive.
Tocó la punta de su florete contra el pecho de Clive y una pequeña campana sonó
en el aparato electrónico de marcación, situado en una mesa próxima a donde se
sentaban Keoti y Smythe. Keoti se levantó y volvió a poner el contador en cero. Se
sentó y los dos hombres empezaron con la esgrima.
—Esto ha sido un gran detalle por parte suya —le comentó Smythe.

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Ella sonrió.
—Yo sé bien lo que se siente cuando la tensión lo destroza a uno por dentro: la
mente se agarrota tanto como los músculos.
—¿Y qué hace usted para relajarse?
—¿Sabe algo de gimnasia?
Smythe asintió.
—Puede ser muy agotadora.
—Tiene que serlo, o si no ¿cuál sería el reto?
—Sí, claro.
Smythe volvió la mirada hacia donde Clive y Naree desarrollaban su combate. El
rápido chasquido metálico de los floretes resonaba en la gran sala; las dos figuras
tejían con los pies un dibujo tan intrincado como un paso de baile, adelante y atrás
por la pista de esgrima. Ninguno de los dos había puntuado todavía.
—Naree es muy bueno —comentó él.
—También Clive. Para ser honesta, no creí que lo hiciera tan bien. Naree es el
mejor de Dramara.
—Pero lo practica como deporte, ¿estoy en lo cierto?
—Sí.
Smythe sonrió.
—Para Clive ha sido una cuestión de vida o muerte: su destreza era a veces lo
único que tenía para salvar la vida.
Keoti miró a los esgrimistas desde una nueva perspectiva.
—Ya veo —dijo con suavidad.

Finalizada su prueba, Clive tuvo el tiempo justo de tomarse una ducha, antes de
que Keoti los pasase a recoger para su entrevista con Neville. Clive estaba mucho más
animado, con los músculos sensibles y doloridos, pero con un cansancio ganado
honestamente. Había vencido por siete combates a cero y dejado a Naree estupefacto
y lleno de respeto hacia él.
—Ahora nos van a juzgar —dijo Finnbogg lúgubremente cuando se reunió con
ellos en el pasillo, delante de la puerta de su habitación.
—Tan sólo vamos a ver a sir… al padre Neville —lo tranquilizó Smythe—. No
habrá juicios, Finn.
«Quizá sí, quizá no», pensó Clive. Todavía estaba el desconcertante asunto de
cómo su hermano había llegado allí cinco años antes que ellos, si, como suponían,
había cambiado de nivel pocos minutos antes de que ellos cruzaran la Puerta. Y,
considerando las pistas falsas que Neville les había dejado por el camino (si, de hecho,
había sido él el responsable), Clive estaba preparado para cualquier cosa.
—Clive verá, Clive verá —musitó Finnbogg mientras avanzaban por el pasillo
hacia donde Chang Guafe los estaba aguardando—. Todos muertos. El limbo azul era

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la frontera entre estar vivo y estar muerto. Y ahora viene el juicio final.
—No digas tonterías —soltó Guafe al enano cuando llegaron a su altura—. Han
hecho avances tecnológicos muy notables, pero de ningún modo son dioses.
—¿Qué tal lo ha pasado usted? —le preguntó Smythe.
El ciborg captó la hostilidad levemente velada del tono de Smythe.
—Ha sido un placer tratar con otras mentes no primitivas —replicó.
—Creo que nos disponemos a encontrarnos con mi hermano —interrumpió Clive
antes de que la cosa fuera más lejos.
De nuevo montaron en el ascensor y subieron hasta la planta justo por debajo del
nivel del suelo de la ciudad. A pesar de que ya se había preparado para la sensación
que producía el movimiento de la pequeña habitación, Clive continuaba sintiéndose
incómodo en aquel aparato. Y dudaba de que alguna vez fuese capaz de adaptarse a
los mecanismos dramaranos; pero dominó la expresión de su rostro para aparentar
impasibilidad.
Al salir del ascensor, Smythe le tocó el brazo y lo retuvo para quedar un momento
rezagados del resto del grupo.
—Mejor que estemos preparados para cualquier cosa —le susurró.
—Lo estoy —asintió Clive.
Keoti había abierto una puerta en el pasillo, frente a ellos, y Clive y Smythe se
apresuraron a alcanzar a los demás. Clive cruzó la puerta, y los latidos de su corazón
se aceleraron.
«Ahora, Neville», pensó. «Ahora descubriremos el significado oculto de tus
juegos».
Pero el hombre de detrás del escritorio era un total desconocido.
«¡Otra vez no!», fue todo lo que se le ocurrió a Clive cuando quedó con la vista
clavada en él.
Era un hombre corpulento, de facciones agradables, con la coronilla afeitada
como un monje; cuando levantó la vista para contemplar a sus huéspedes, Clive
descubrió unos ojos azules, brillantes y curiosos. Vestía un traje dramarano que le
apretaba demasiado la barriga, lo cual le daba un aire algo cómico.
Un tipo de apariencia agradable, pero no era sir Neville, por más que uno forzara
la imaginación. Si había de parecerse a alguien, Clive diría que le recordaba al
endiablado Philo B. Goode. Tenía con él la semejanza familiar que podría hacerlos al
menos hermanos.
Clive y Smythe intercambiaron miradas ansiosas.
Incluso a pesar de que Clive había esperado aquello (o algo por el estilo), ya desde
el momento en que había sabido que su hermano estaba en Dramara, el hecho de ser
engañado de nuevo lo sacudió violentamente. Permaneció con la espalda rígida y fijó
su mirada en la del desconocido, el cual fruncía el entrecejo con una perplejidad
creciente. Clive podía percibir en su piel la tensión de Smythe, la confusión de Keoti.
—Usted no es mi hermano —dijo Clive.

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—En efecto, no lo soy —replicó el desconocido—. Pero en cambio soy el padre
Neville Folliot. ¿Y usted quién es, señor?

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16

Su nombre era Luke Drew.


—Llámame Lukey —dijo a Annabelle sentándose en la plataforma, junto a ella,
con sus ojos azules centelleando alegremente a la luz de las antorchas.
El rogha lo trató con una familiaridad amistosa, haciéndole un sitio en el círculo
de cuerpos peludos sentados con las piernas cruzadas o repantigados alrededor del
grupo de Annabelle. El anciano constituía una estampa incongruente en medio de
todos aquellos simios pardos, con sus miembros huesudos sobresaliendo del abrigo de
pieles de animales que vestía.
«Tarzán en sus sesenta años», pensó Annabelle con una sonrisa. Probablemente
así sería su verdadero aspecto, salvando la escasez de musculatura.
—Vaya —prosiguió el anciano—, llamadme como queráis mientras sepáis alguna
palabra que no sea ese idioma de monos. Pero no me entendáis mal. Estos monos son
todos amigos de Lukey, os lo aseguro. Pero uno se cansa de oír día tras día su
charloteo, sobre todo si hace mucho tiempo que estás con ellos. He intentado
enseñarles, a algunos, un poco de inglés, pero no he tenido mucha suerte. Hay algún
buen muchacho que se esfuerza, como Chobba aquí presente, pero la mayoría no
quieren molestarse, no quieren perder su tiempo; así que la mayor parte de las veces
estoy chapurreando en su jerigonza.
—¿Eres indígena? —le preguntó Annabelle.
—Diablos, no. Soy de Terranova, nacido y criado allí. Vivía, y me hubiera gustado
morir, en Freshwater, Bell Island (una islita preciosa justo en el centro de Conception
Bay), si no fuera porque una noche una luz espectral azulada me arrancó de mi viejo
bote y me echó aquí. Nunca había visto nada tan fantasmal, aunque he sido testigo de
cosas que harían ponerle los pelos de punta a un calvo.
—¿Cuánto tiempo hace que estás aquí?
—No lo sé exactamente. Durante un tiempo hice un calendario, pero, sea como
sea, perdí el interés. Déjame pensar… Fue después de la gran guerra cuando la luz me
engulló hacia arriba…
—¿Qué guerra?
Lukey parpadeó.
—La Segunda Guerra Mundial, chica. ¿Ha habido otra?
—Me temo que sí —respondió Annabelle.
—No me lo cuentes, no quiero saber nada. Sólo dime, la vieja Roca, Terranova,
¿está todavía entera?
—Que yo sepa sí.
—Bien, algo es algo. ¿En qué año te secuestraron a ti?
—En mil novecientos noventa y nueve.
Durante un largo momento, Lukey no dijo nada. Luego meneó la cabeza
lentamente y comentó:

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—No puede ser que haya permanecido aquí tanto tiempo. Me imaginaba que eran
quizá sólo veinte años.
—Todos provenimos de diferentes épocas —le dijo Annabelle—. Sidi, aquí a mi
lado, es del siglo diecinueve. Tomás se remonta al siglo quince. Y Chillido…
Lukey contempló a la extraterrestre.
—Ni siquiera es de nuestro mundo. No, a menos que haya cambiado
terriblemente, más de lo que quiero creer posible.
—¿Cómo llegaste a vivir con los roghas? —le preguntó Annabelle.
—Pura suerte, eso es todo. Como tú, chica.
—Mi nombre es Annabelle.
—De acuerdo, Anniebelle. Bueno, la cuestión es que aquella luz azul me tragó y
me escupió muy lejos de aquí. ¿Has estado en los niveles anteriores de este lugar?
Annabelle asintió.
—Tardé medio año en llegar hasta esta jungla —continuó él— y supongo que
habría sido comida para tiburones si los monos no hubieran atacado a los chasucks y
me hubieran llevado con ellos. Lo mismo que os ha ocurrido a vosotros. Simplemente
habéis tenido la suerte de que ayer por la noche Chobba y sus chicos hubieran salido a
la caza de aletas.
—¿Qué significa chasuck?
Lukey sonrió.
—Bien, perdona que hable en plata, pero me imagino que lo más aproximado que
puedo encontrar en inglés corriente es «sesos de mierda». Eso es lo que imaginan que
son los chasucks. Hace años y años que luchan contra ellos, al menos por esta zona. Si
penetráis más en el país rogha, puede que no volváis a ver jamás ningún tiburón
terrestre. Claro que, si vais demasiado lejos, puede que os encontréis con los grees.
E hizo una pausa, expectante.
—¿Y qué son los grees? —preguntó Annabelle, captando su intención.
—Creí que nunca lo preguntarías. Los roghas los llaman «cara de polla», hablando
en…
—En plata, claro.
Lukey le hizo una señal con la mano.
—Deja que este hombre te cuente las cosas a su modo, Anniebell. De todas formas
los llaman así porque se parecen a aves, ¿sabes? Tienen todo el cuerpo cubierto de
plumas negras y un gran pico amarillo en el centro del rostro.
—¿Pueden volar?
—No. Bien, no realmente. Aunque pueden planear en una cosa atroz. Y tienen
manos, vaya, una especie de manos, al final de sus inmensas alas negras. Son un
puñado de diablos, casi tan malvados como los chasucks, aunque no buscan
especialmente carne viva. Se alimentan de carroña o de cosas por el estilo.
—Este lugar es increíble —dijo Annabelle.
—¡Dímelo a mí! Te vuelves loco de alegría cuando ves algo humano.

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—Pues, ¿por qué te quedas aquí?
—¿Adónde voy a ir?
—Puedes venir con nosotros —respondió Annabelle—. Vamos hacia el paso al
siguiente nivel, en Quan.
—¿Quan? No va a quedar ni rastro de vosotros, no, ni rastro. ¿Tenéis algo contra
la vida?
—¿Qué hay de malo en Quan?
—Fantasmas. Es lo único que podréis encontrar allí. Nadie se acerca por aquel
lugar. Cosas malvadas te arrancan la piel a tiras como si te rociaran con ácido. Como
aquellas pirañas que corren por América del Sur. Te devoran antes de que puedas
decir este cuerpo es mío.
E hizo gestos de morder con ambas manos, acercándolas al rostro de Annabelle.
Ella retiró rápidamente la cabeza y de súbito fue consciente de la altura de la
plataforma que oscilaba bajo sus pies. Se volvió pálida y los temores olvidados le
subieron como un torbellino por la espina dorsal. Chobba le arrancó la bolsa de hojas
de byrr de su mano crispada y le aplicó una a los labios.
Annie estaba tan asustada que no podía ni masticar, pero bastó que la mezcla de
su saliva con la pulpa carnosa de la hoja se le deslizara garganta abajo para aflojarle las
mandíbulas en unos instantes. El alivio llegó enseguida, pero no como una gran
alegría desbordante, sino como una calma que disminuyó su pulso hasta la velocidad
normal y relajó la repentina tensión de su pecho.
«No pienses en lo que hay debajo», se decía. Pero entonces, estaba pensando en
ello. Masticó otra hoja.
—Solía mascar mucho de eso —dijo Lukey— al principio de vivir aquí. Pero uno
se acostumbra a las alturas y al balanceo. En un par de meses, ni te vas a dar cuenta.
—No tenemos intención de quedarnos aquí más tiempo del que necesitamos para
preparar las cosas y marcharnos hacia Quan —le contestó Annabelle.
—Lugar mucho malo, Quan —dijo Chobba.
Annabelle se volvió hacia él. Había estado preguntándose cuánto habían seguido
de su conversación él y el otro rogha, y ahora comprendió que Chobba, al menos,
entendía mejor el inglés de lo que lo hablaba.
—Tenemos que ir —aseguró ella.
—No hable por los demás —replicó Tomás.
Ella se volvió y lo miró fijamente.
—Te lo he dicho ya otras veces: nadie te obliga a seguir, tío.
—Yo también formo parte de la compañía —repuso el español—, y debería tener
voz en las decisiones, y digo que continuar es estúpido.
—Vete al cuerno —le espetó Annabelle, y miró de nuevo a Chobba—. Nosotros
no somos de aquí —le explicó—. Y, después de haber llegado hasta aquí, la Puerta de
Quan es nuestra única esperanza de regresar a casa.
Chobba se acarició el peludo brazo y murmuró algo en su lengua nativa.

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—¿Qué ha dicho? —preguntó Annabelle a Lukey.
El anciano sonrió al traducir:
—El cerebro debe de crecer en el pelo, porque no tienes mucho de ninguno de
ambos.
—¿Se da cuenta? —dijo Tomás.
—Te estás buscando una torta —le soltó Annabelle—. ¿No nos vas a ayudar,
Chobba?
—Duerme tú —replicó—. Es oscuro. Adiós; nosotros hablamos mañana.
—De acuerdo. Me parece bien.
Chobba asintió, sonriendo de nuevo.
—Acuerdo —dijo.
Su simpatía era tan contagiosa que Annabelle no pudo evitar devolverle la sonrisa.
Él le pasó la bolsa de hojas de byrr y le indicó que podía quedársela. Y, cuando la
tropa de roghas empezó a disolverse, Chobba enseñó al grupo de Annabelle la cabaña
donde dormirían, felizmente, era en la misma plataforma en que se encontraban ya.
Gracias a Dios que no habían de trepar más, pensó Annabelle. Había dado una
ojeada a las demás plataformas y se había llenado de angustia al ver que las únicas vías
de comunicación entre ellas eran unos puentes colgantes de cuerdas (que parecían
destinados únicamente para los muy viejos o los pequeños) y las ramas de los árboles,
que usaban la mayoría de roghas.
Simplemente, no lo hubiera logrado.

Más tarde, en su choza, se sentó junto a Chillido. Con las manos cogidas podían
comunicarse de mente a mente sin molestar a los demás, y hablaron de lo que se
habían enterado por Lukey y Chobba. Tomás estaba sentado en una esquina, con
rostro ceñudo, murmurando acerca de que las arañas sólo eran buenas para
aplastarlas, y de que ello también valía para las mujeres que creían que sólo con llevar
pantalones, tenían ya el criterio de un hombre, hasta que Annabelle le lanzó una de
sus miradas penetrantes y él calló como un muerto. Sin embargo, por el brillo de sus
ojos, Annabelle supo que aquel monólogo continuaba en el interior de su cabeza.
Estuvimos de suerte, dijo Chillido. Chobba y los suyos llegaron en el momento más
oportuno.
Dímelo a mí, respondió Annabelle.
Vero, a pesar de todo, no podemos quedarnos aquí.
Pensar en vivir en aquellas plataformas revolvía de nuevo el estómago de
Annabelle.
Partiremos pronto, dijo.
Pronto, repuso Chillido mostrando su acuerdo.
Tocó la mejilla de Annie con una caricia amistosa y se dirigió a su colchón relleno
de hojas. Los roghas habían proporcionado uno para cada uno de ellos.

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Annabelle arrastró el suyo más cerca de donde estaba Sidi, que ya dormía, y le dio
un casto beso de buenas noches, casto sólo porque la mirada de Tomás estaba fija en
ellos.
«No tendrás emociones baratas, pequeña comadreja», pensó ella.
Sidi despertó y captó ambas miradas, la de ella y la de Tomás.
—Eres una buena jefa, Annabelle —le dijo en voz baja, antes de tumbarse de
nuevo.
Annabelle permaneció sentada, mirando a Tomás con los ojos entrecerrados,
hasta que al fin este se tendió, con la vista hacia la pared, evitando la de ella. Luego
Annie intentó dormir un poco.
«Tengo que hacer algo con Tomás», pensó mientras el sueño se la llevaba. «Cada
vez está peor».

Annabelle pasó unas horas intranquilas, con su sueño perturbado por una serie de
pesadillas en todas las cuales acababa cayendo de una gran altura. A veces era al
intentar pasar de una plataforma a otra y la cuerda o la rama en que se agarraba se
rompía. Otras veces, tropezaba con algo en la plataforma y caía al vacío. Una vez era
Tomás quien la empujaba.
Cada vez despertaba sudorosa, con los ojos desorbitados, con un principio de
grito formándose en la garganta. Se volvía a tender intentando olvidarse del balanceo
de la plataforma en la que reposaba su cuerpo. Si ella no se movía (se decía a sí
misma), si se quedaba quieta donde estaba, nada le podía ocurrir. Sencillamente no
podía caer.
Pero entonces la plataforma de nuevo se columpiaba levemente bajo su cuerpo y
ella se sentaba de un salto, abrazándose a sí misma, temblando. A tientas buscó la
bolsa de hojas de byrr que Chobba le había dado, pero recordó que la había dejado en
la plataforma, fuera de la choza, en el lugar donde había estado sentada.
Contempló el rectángulo de oscuridad de la puerta, más claro que el resto de la
pared. No, pensó. No había manera, no tendría coraje para salir a buscar la bolsa.
«Oh, Annie. Tienes que hacerlo».
Afuera, una brisa circulaba entre los árboles. A aquella altura, no era frenada por
la espesa maraña de vegetación que había en el suelo de la jungla. La plataforma se
movía a compás del viento, inclinándose sólo ligeramente, pero habría podido tirarla
igualmente por la borda, tan removido sentía su estómago.
Sidi se agitó en su colchón junto al de Annie y se volvió hacia ella.
—¿Annabelle? —llamó.
Annie odiaba tener que admitirlo; y era peor tener que admitir su debilidad ante
él porque quería que él pensase que era fuerte; pero, a pesar de todos sus esfuerzos, no
podía mantener su respiración a ritmo relativamente normal. Continuaba sintiéndose
ahogada…, deseando echar a correr, saltar por el borde de la plataforma al vacío y

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acabar con todo de una vez para siempre.
Sidi comprendió el problema de inmediato. Se movió como una sombra a través
de la estancia y salió por la puerta. Momentos después regresaba con la bolsa en la
mano. Colocó una hoja en los labios de Annabelle, tal como Chobba había hecho
antes.
—Mastica —le ordenó.
De nuevo tuvo que esperar a que su saliva y el jugo de la hoja se mezclaran y
descendieran por su garganta, para poder abrir sus mandíbulas lo suficiente para
masticar. Finalmente lo hizo. Sidi se sentó muy cerca de ella y le puso un brazo
alrededor del hombro, estrechándola hacia sí mientras masticaba; luego, cuando ella
acabó con la primera, le dio una segunda hoja.
—Con esta tómate el tiempo que necesites —dijo Sidi.
Masticó más despacio. Por entonces el efecto ya había empezado a notarse. La
tensión desapareció de sus extremidades; la contracción, de su pecho. Podía volver a
respirar. Su estómago paró de agitarse.
Más tranquila ahora, sacudió la cabeza cuando Sidi le ofreció la tercera hoja. Se
escabulló de su abrazo y se puso en pie. El ligero balanceo de la plataforma ni siquiera
la inquietaba.
—¡Annabelle! —llamó Sidi, con voz claramente angustiada.
—Voy a sentarme afuera —respondió—. Gracias, Sidi. Eres un estupendo
salvavidas.
En el exterior hacía más fresco; aún era caluroso en comparación con los climas
corrientes de la Tierra, pero el aire no estaba tan cerrado como en la choza y era cien
veces mejor que el del suelo de la jungla. Y es que no estaban cerca de los mosquitos.
Y la humedad al menos era soportable.
Se sentó, apoyando la espalda en la choza, y contempló la jungla nocturna que se
extendía a su alrededor. Un momento después, Sidi se reunió con ella. Annie estiró la
mano y capturó la de él.
—No lo estoy haciendo bien, ¿verdad? —interrogó ella.
—Nadie está libre del miedo —repuso él.
—Sí, pero lo que está muy mal es que el único medio de librarme de él sea esto —y
sacudió la bolsa de hojas de byrr.
—Podríamos pedir a los roghas que nos bajasen a tierra —dijo Sidi—. De
cualquier forma, no falta mucho para que amanezca.
Annabelle denegó con la cabeza.
—No. Voy a quedarme sentada aquí fuera a esperar que se haga de día. Cuando
me vuelva a sentir mal, masticaré otra de esas hojas. Tú ve a dormir un poco.
—Prefiero quedarme aquí contigo.
Annabelle se volvió hacia él.
—Eres una persona extraordinaria, ¿lo sabías?
—En el buen sentido, espero.

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—Realmente bueno.
Él le rodeó el hombro con el brazo y la estrechó contra sí. A ella le sentó bien que
la abrazaran.
Era algo extraño, pensó ella, recordar a Sidi con el aspecto de cuando se habían
encontrado: un hombre de sesenta años, y que los aparentaba. De piel oscura y flaco,
desgastado por el tiempo, aunque resistente como el acero. Ahora aparentaba
aproximadamente la edad de ella; era igualmente resistente, pero con la oscura piel
libre de arrugas y las patas de gallo ausentes de las comisuras de sus ojos.
A Annie ya le gustaba antes del cambio, pero ahora le gustaba más. O en un
sentido diferente.
«No vayas a enredarte ahora, Annie», se dijo a sí misma.
Pero era difícil no hacerlo. Uno se sentía tan solitario en la Mazmorra, apartado
de todo lo conocido… Cuando pensaba en los días que había pasado sola en aquella
cárcel, unos cuantos niveles atrás, antes de que Sidi y el resto aparecieran… No quería
sentirse separada de las personas queridas. Otra vez no.
«Así pues, Sidi es un anciano en el cuerpo de un joven. ¿Y qué? Todos deberíamos
tener esa suerte».
Ella alzó la cabeza, acercando su rostro al de Sidi.
—¿Recuerdas el momento en que los chasucks nos atacaron? —le preguntó ella.
—Lo recuerdo.
—¿Dónde estábamos exactamente? —susurró ella.
Llevó una mano a la nuca de Sidi y lo atrajo hacia sí hasta que sus labios se
tocaron. Sidi se echó atrás, soltando la mano de Annie con suavidad.
—¿Cuál es el problema? —inquirió Annabelle.
—Eso no está bien —contestó él.
—¿Quién lo dice?
—Soy lo bastante viejo como para ser tu abuelo.
—Por tu aspecto nadie lo diría.
—Pero esto no hace que sea más correcto —replicó Sidi.
—A mí no me importa.
—Pero a mí sí —dijo él—. Por favor, compréndelo, Annabelle. No sólo es la
diferencia de edad, sino también de los mundos de donde provenimos, que son
completamente distintos. Aquí y ahora puede parecer de poca importancia, pero, a
largo plazo, nos pondría en contra, y yo no quisiera perder a una buena amiga como
tú.
Annabelle quiso discutírselo, pero sabía que tenía razón. No era sólo la edad o la
raza. Era toda su existencia. Una cantante de rock and roll y un indio que tenía más de
maestro de Zen que de hindú. Siendo amigos podrían salvar las diferencias que se
levantarían con el tiempo. Pero ¿siendo amantes?
Annie apoyó de nuevo la cabeza en el hombro de Sidi.
—De acuerdo, Sidi —dijo—. Pero los amigos se pueden dar calor mutuamente,

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¿no? Él estrechó su abrazo.

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17

Para Clive fue como si estuviera en medio de un mal sueño, de una pesadilla donde
todo lo conocido hubiera sido retorcido para dejarlo ligeramente ladeado. Allí había
un hombre que afirmaba ser Neville Folliot, que esperaba a su hermano Clive y que,
sin embargo, no era el hermano gemelo de Clive. En cambio era un perfecto
desconocido.
Dado el aplomo y la tranquilidad del hombre, uno casi podía creer que decía la
verdad y que todos los recuerdos de los demás eran mera fantasía.
Clive dio una ojeada a Smythe, pero el rostro de su antiguo ordenanza continuaba
impasible, y su postura era la de alguien que está preparado para defenderse al más
leve movimiento. Keoti se había apartado unos pasos del grupo y ahora los observaba
con cautela. La desconfianza con que miraba a Clive llenó a este de dolor.
—Condenados —musitó lúgubremente Finnbogg.
«Así parece», pensó Clive. «Es muy posible que nos hallemos en una situación
desesperada, pero no por la razón que tú piensas, Finn».
Su mejor plan de acción hubiera sido emprender una rápida retirada, pero esto ya
era, sin duda alguna, completamente irrealizable. Se encontraban bajo tierra, a
merced de los dramaranos y de sus maravillas tecnológicas. Incluso aunque lograsen
huir y llegar al nivel del suelo, era muy probable que los dramaranos tuvieran
sabuesos mecánicos que podrían seguirles la pista y atraparlos.
Como si estuviera leyendo la mente de Clive, el hombre del escritorio sonrió.
Aunque Clive no lo vio hacer ningún movimiento perceptible, alguna señal debía de
haber dado, puesto que hubo cierta agitación en la puerta a sus espaldas, la puerta por
la cual habían entrado. Clive se volvió para mirar, y vio un cierto número de
dramaranos vestidos con trajes plateados que obstruían su posibilidad de huida. Cada
uno sostenía en la mano una pistola de forma muy curiosa. Recordó las bandas de luz
con que los dramaranos habían estado cortando la carne del brontosaurio. Aquellas
armas debían de ser igualmente raras y maravillosas. Y mortales.
—¿A qué clase de juego está jugando? —preguntó Clive al hombre del escritorio.
—¿Juego? —La diversión en el rostro del hombre se desvaneció—. Aquí no
jugamos a nada. Nosotros no buscamos huéspedes fraudulentos, huéspedes que
afirman ser quienes no son. Confiesen ya: ¿quiénes son y qué quieren de mí?
—Mi nombre es Clive Folliot. Soy un comandante del Quinto Regimiento de la
Guardia Montada Imperial de Su Majestad la Reina Victoria. Estoy buscando a mi
hermano, el comandante Neville Folliot de los Reales Guardias Granaderos de
Somerset, actualmente en un largo permiso de ausencia con el propósito de explorar
el África Oriental. Con motivo de su desaparición, solicité y obtuve un permiso
especial para buscarlo y encontrarlo.
El hombre del escritorio reclinó su espalda en la silla.
—Muy bonito. Cuenta los hechos con toda precisión (aprendidos de memoria, me

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imagino), pero no le va a servir de nada, señor, puesto que usted continúa siendo un
desconocido para mí, mientras que mi hermano, a pesar de todas nuestras diferencias,
no lo es.
—¿Este hombre no es su hermano? —preguntó Guafe.
—Con toda certeza que no.
—No tenía ni la más remota idea —dijo el ciborg—. Confié en sus palabras y creí
que era quien dijo que era. No había manera de que pudiera comprobar los hechos, y
no tenía razones para dudar de él, pero desde ahora rechazo cualquier asociación con
él.
—Buena jugada —repuso el hombre del escritorio—; una jugada que ciertamente
ilumina la honradez de su dedicación y la lealtad para con sus compañeros. Pero llega
usted un poquitín tarde, ¿no cree? Ahora es muy fácil dar un paso al frente y
descargarse de toda responsabilidad derivada de la asociación con los demás
miembros de su grupo.
—No tenía manera de saber la verdad hasta este preciso momento.
—Sí, bien. Es una pena, ¿no? Pero, no creerá que iremos a dejarlo libre ahora,
¿verdad? Sobre todo viendo que ha llegado con ellos y que es un enemigo en potencia.
—Le digo que no tenía conocimiento de los auténticos propósitos de este
individuo.
El hombre del escritorio arqueó las cejas.
—¿Y supone que debemos confiar en su palabra y basta?
—Yo no miento —replicó Guafe con rigidez.
—Ah, bien. Estas noticias siempre son gratas, ¿no? Rápido, amigos míos, dejen en
libertad al ciborg. Ábranle las puertas de todos nuestros secretos, puesto que es un ser
honorabilísimo (o al menos la parte de él que no es máquina) y no nos hará ningún
daño.
Ninguno de los dramaranos se movió ni un milímetro. Los ojos cibernéticos de
Guafe lanzaron un fulgor rojo frente al sarcasmo de su capturador, pero mantuvo la
boca callada.
Clive no estaba demasiado sorprendido, o siquiera herido, por el intento de Guafe
de renegar del resto del grupo. Lo que le dolía más era la recriminación que aparecía
con toda claridad en los ojos de Keoti. Pero ¿a quién era razonable que creyera?, se
preguntó Clive. ¿A un forastero que conocía de uno o dos días (íntimamente, es
cierto, pero igualmente un forastero) o a un hombre que era el salvador de su pueblo
y que había vivido entre ellos durante los cinco últimos años?
No había dudas. Pero deseaba que hubiera algún modo de que ella pudiera
conocer la verdad, pudiera saber que no habían recorrido aquel camino bajo
identidades falsas, haciendo de toda su vida una gran mentira.
Ella no volvería a mirarlo a los ojos, así pues Clive volvió su atención al hombre de
detrás del escritorio.
—¿Qué va a hacer con nosotros? —preguntó.

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—Esta es la cuestión, ¿no? ¿Qué haría usted en mi lugar?
Clive se encogió de hombros, fingiendo una indiferencia que no sentía.
—Dependería del modo que esperase que me sirvieran mejor mis mentiras… si yo
fuera un hombre como usted, lo cual ciertamente no es así.
El hombre del escritorio sonrió.
—Ah, ¿conque tiene la intención de continuar insistiendo en sus pretensiones,
que usted es el verdadero Folliot y yo soy el impostor?
—Yo sé quién soy —replicó Clive.
—Sí, claro que lo sabe. El problema es que nosotros no lo sabemos.
—Eso no es de mi incumbencia. Usted puede creerme o no, pero eso no me hará
cambiar.
—Oh, sí. Usted presupone que Clive Folliot es un hombre honrado, así que tiene
la intención de llevar la mascarada hasta el final, sin ceder ni un milímetro. ¿Y luego,
qué hará? ¿Retarme a duelo para dirimir nuestras diferencias, y que gane el más
diestro?
Clive no pudo ocultar la momentánea esperanza que brotó en su pecho. Con la
espada en mano, los dos solos, él y aquel hombre gordo con aspecto de monje de pies
a cabeza, ¿cómo podría no vencer?
El hombre del escritorio rio.
—¡No sea usted necio! Esta tarde vi la cinta de vídeo de sus combates con Naree.
Es usted muy hábil con el florete, pero esto no prueba nada. La fuerza no es la razón.
La verdad sí.
—Usted tiene miedo —repuso Clive—. El auténtico Neville Folliot (mi hermano)
nunca rechazó un desafío en su vida.
—Entonces, ese «hermano» de su imaginación es un estúpido, algo que Neville
Folliot (yo mismo, señor) con toda seguridad no es.
Bien, se dijo Clive. Si aquellas eran las reglas del juego, entonces seguiría jugando.
—Ya se ha divertido bastante con nosotros —dijo—. ¿Por qué no deja que
continuemos pacíficamente nuestro camino? Es evidente que no tenemos motivo
alguno para permanecer aquí y causarles más problemas, teniendo aún nuestra
búsqueda por resolver.
—Pero no puedo permitir que vayan rondando por la Mazmorra mancillando mi
buen nombre, ¿no cree?
—¿Qué quiere de nosotros?
—Sus verdaderas identidades, la verdadera razón por la que han venido a este
lugar.
Clive comprendió que no había nada más que pudiera decir. Podría discutir
durante una eternidad, pero no serviría absolutamente de nada.
Miró a los demás presentes en la sala. Guafe continuaba con la vista furiosa fija en
el hombre del escritorio, con la bóveda metálica de su cabeza reluciente bajo las luces
y una mano mecánica vibrando en el costado. Finnbogg permanecía con la cabeza

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gacha, esperando el juicio a manos de los que creía que eran los espíritus de los
muertos. Keoti, rígida, en pie junto al escritorio, parecía cubrir su rostro con la
máscara de un rostro desconocido. Clive recordó la suavidad de sus labios; ahora no
había rastro de ella en la línea delgada y dura que formaban. A sus espaldas, podía
sentir el peso de la mirada de los guardias, preparados para actuar ante cualquier
gesto de insumisión.
A su lado, Smythe se movió.
—¿Y ahora qué? —preguntó este al hombre del escritorio.
—¿Qué quiere decir?
—Le hemos dicho lo que quería saber. Ahora, pues, ¿qué va a ocurrimos?
—Podría dejarlos libres, así, simplemente, si les parece.
Clive frunció el entrecejo a su compañero, y Smythe desvió su cabeza ligeramente
del escritorio, de tal forma que ni el hombre ni Keoti pudieron ver que hacía un guiño
a Clive.
—Bien, pues, jefe —dijo—. Supongo que es mejor que aclaremos el asunto. Para
empezar, Finn y nuestro amigo de hojalata son justo lo que dicen que son, al menos
que nosotros sepamos, ya que tropezamos con ellos por el camino, por así decirlo.
Claro que a Guafe los sesos le giran más que un tiovivo (nunca para de darle vuelta a
las cosas); así que, ¿quién sabe quién es realmente o lo que está pensando?, ¿me sigue?
—Sí, sí. No tengo mucho interés en los dos, excepto en la medida en que sus
planes coincidan con los de este señor.
—Bien, ahora voy a ello, jefe. No soy un hombre de muchas palabras. Voy directo
al grano, y lo que se tiene que hacer lo hago en el acto; no tiene sentido hacer esperar
a la gente, es lo que siempre digo. Recuerdo una vez en la «pensión» de Newgate…,
estaba sentado tomando una pinta de cerveza con un par de compadres, y Casey se
vuelve hacia mí y dice… dice algo así: «Jim, cuando hagas un trabajo, hazlo rápido y
hazlo bien, o no lo hagas». Un consejo de los buenos, amigo mío. Bien, yo lo miro
fijamente a los ojos y le digo…
El hombre dio un puñetazo en la mesa.
—Por favor, vaya rápido al tema.
—Tranquilo, jefe. No sea tan arisco. Una buena historia tiene que tomarse su
tiempo, eso ya lo debe de saber usted. No hay que contarla deprisa y corriendo, o el
cuento parecerá lo que un pato moribundo aguantando bajo un chaparrón: triste y
miserable.
Smythe disparó una brevísima sonrisa al hombre del escritorio y se sumergió en
su narración antes de que pudieran interrumpirlo de nuevo.
—Como le iba diciendo, lo que quería decirle es que, aunque yo sé quién soy y sé
quién es el capitán aquí presente, en resumidas cuentas: no conozco de nada a estos
dos chicos, excepto por lo que me han contado ellos mismos, y, como el mismo Guafe
ya le ha comentado, jefe, todo podría ser una sarta de mentiras.
—Sólo dígame quiénes son ustedes.

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—Bueno, jefe, es a lo que iba, ¿no?
—Sus nombres.
Smythe se enderezó con dignidad:
—Bien, yo soy Jim Scarpery y (es la pura verdad) este de aquí es el capitán de la
mejor banda que nunca arrasó los caminos de Inglaterra, Jack Roper. Somos
bandidos, jefe, ¡sí señor!, y estamos orgullosos de ello.
—Bandidos —repitió el hombre del escritorio, en tono seco. Y los escrutó con una
expresión que Clive no pudo descifrar.
Locura, pensó Clive. Horace ha perdido el sentido común. Tantos años de
disimular y de imitar habían acabado por hacerle perder la noción de la realidad.
Pero de súbito comprendió que era una estratagema, y le fue difícil contener una
sonrisa. ¡Que Dios los ayudase a todos!, era una locura. Pero la Mazmorra era un
manicomio, donde quizá los únicos que podían ver a través de la locura eran los que
hacían el papel de locos.
—Éramos endiabladamente buenos, jefe —dijo Smythe moviendo la cabeza—. Al
menos, lo éramos hasta que aquella maldita luz azul nos arrancó de donde estábamos
y nos trajo aquí. Nos tropezamos con su hermano en una cárcel en uno de los niveles
anteriores, y él mismo nos brindó la historia entera de su búsqueda y todo lo demás.
Luego, cuando huimos, dejándolos a él y a su sargento atrás, pensamos que podíamos
apropiarnos de sus nombres y continuar su empresa. Al capitán aquí presente
siempre le había gustado ser un comandante.
El hombre del escritorio apretó los labios. Puso los codos en la mesa y apoyó el
mentón en las manos.
—¿Por qué? —preguntó.
—Bien, ya sabe por qué, jefe. El viejo Clive nos dijo que usted conocía los trucos
para entrar y salir de este maldito lugar. Queremos regresar a casa, el capitán y yo,
cargar con nuestro botín y poner los pies firmes en las verdes costas de Inglaterra. No
hay mucho que un buen inglés pueda hacer en este lugar, tanto si es un bandido como
si es un par del reino, ¿está conmigo?
—Está diciendo más mentiras —interrumpió Keoti—. Pidieron veros. ¿Por qué se
arriesgarían, sabiendo que los descubriríais en el mismo momento en que los tuvieseis
ante vos?
Smythe no dio la posibilidad de responder a nadie más.
—Bien, teníamos que intentarlo, ¿no? —dijo—. Teníamos que llevar el juego hasta
el final. O todo o nada. Había una posibilidad de ganarlo por la mano —regaló una
sonrisa de entendimiento al hombre del escritorio— o quizá de cogerlo por sorpresa y
luego presionarlo un poco hasta que nos revelase uno o dos secretos. No somos
codiciosos, jefe, se lo digo con toda franqueza. No queremos demasiado. Ahora
mismo sólo nuestras vidas. Nunca tuvimos intención de causar ningún daño.
Smythe inclinó la cabeza y miró al suelo, retorciéndose las manos.
—No os lo tomaréis en serio —dijo Keoti—. Evidentemente este hombre no

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sabría lo que es la verdad ni aunque diese de narices con ella.
El hombre del escritorio sacudió la cabeza.
—Yo creo a este hombre.
—Gracias, jefe —le dijo Smythe—. Le estaremos eternamente agradecidos si deja
que sigamos nuestro camino, y nunca más le causaremos problemas, ¿no, Jack?
—Llévenselos —ordenó el hombre del escritorio haciendo un ademán con el
brazo.
Los guardias los condujeron fuera de la sala y los escoltaron por el pasillo. Keoti y
el hombre los siguieron a paso más lento. Clive se inclinó hacia Smythe.
—Buena jugada —le susurró—, pero ¿cree de veras que el hombre se lo tragó?
Smythe encogió los hombros.
—Sólo le di lo que quería, mi comandante. Fíjese: el impostor es el individuo del
escritorio. ¿Cree que quiere que los dramaranos lo sepan? Lo único que quiere de
nosotros es que demostremos que es quien dice ser, o, a la inversa, que nosotros no
somos quienes afirmamos ser.
—¿Y ahora qué?
—Ahora tenemos que intentar huir antes de que perdamos el pellejo. Ya que
puede estar seguro de eso: no van a permitir nuestra presencia en el lugar.
—Capitán Jack —musitó Clive—. Jim Scarpery. Bandidos.
—Él quería un cuento, y cualquier cuento podía servir —explicó Smythe—. Así
que le solté lo primero que me vino a la cabeza. Siempre había soñado con que era un
intrépido bandido de fama reconocida.
Clive pensó en el odio que los ojos de Keoti expresaban hacia él.
—Hubiera preferido que su rápida cavilación hubiera hallado un modo de poder
hacer que nos creyeran.
—Es que el «padre Neville» nunca lo hubiera permitido —afirmó Smythe.
—Lo sé —concedió Clive—. Ahora, si tenemos tan sólo una oportunidad de
escapar de este embrollo, mejor será que la aprovechemos antes que meternos todavía
más en…
Pero aquel momento nunca llegó. Los llevaron a través de muchos corredores, los
bajaron otras tantas plantas en el ascensor, hasta que llegaron a una descomunal
puerta metálica que cerraba el camino. Los guardias los mantuvieron agrupados hasta
que Keoti y el hombre que se hacía llamar padre Neville se reunió con ellos.
—No soy un hombre que suela hacer trampas —dijo el impostor—. En las
cavernas al otro lado de la puerta hay un camino al sexto nivel.
En el pecho de Clive brotó la esperanza. Horace había tenido razón. El hombre
sólo había querido un cuento, cualquiera, y ahora los iba a dejar libres.
—Tengo que añadir, no obstante —prosiguió el impostor—, que allí dentro hay…
cosas, cosas a las que les gusta el sabor de la carne humana. —Hizo un gesto con la
cabeza a los guardias—. Les deseo buena suerte.
La misma de los diablos, pensó Clive. Miró a Keoti, pero por su expresión dedujo

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que, por lo que a ella se refería, Clive ya no existía.
—Pagará por esto —le aseguró Clive al «padre Neville» al tiempo que los guardias
abrían la puerta apenas lo suficiente para que la pequeña compañía pudiese pasar.
El impostor se acercó a la puerta.
—Lo dudo —respondió.
La caverna era oscura; oscura, fría y húmeda. Clive fue el último en ser arrastrado
hacia la puerta y empujado hacia adentro. En el instante en que la hoja de la puerta se
cerraba, el «padre Neville» se asomó a la rendija.
—¡Pst, pst! ¡Recuerdos de parte de su hermano! —dijo con un volumen de voz
que alcanzara no más allá de los oídos de Clive.
Clive se lanzó hacia él, pero el hombre gordo se retiró con un ágil paso como de
bailarín y la gran puerta metálica se cerró con un estallido que resonó y resonó en la
oscura cueva en donde estaban atrapados.

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18

Con el hombro de Sidi como almohada para su cabeza, Annabelle se las compuso
para conseguir dormir un par de horas sin sueños, hasta que la despertó una pandilla
de traviesos jovencillos roghas que jugaban a un enloquecido «pilla-pilla» por los
árboles que rodeaban la plataforma donde ella y Sidi se encontraban. Al contemplar
sus acrobacias, Annie empezó a sentir otra vez una serie de retortijones en el
estómago. Rápidamente alargó la mano en busca de la bolsa de byrr. Sacó una hoja y
se puso a masticarla.
Y, cuando sus irrazonables miedos se aplacaron hasta hacerse soportables, llegó
Chobba. Bajó columpiándose de una rama; llevaba en perfecto equilibrio una bandeja
cargada de lo que parecían tartitas para desayunar, frutos, tazones de arcilla cocida y
una tetera humeante. Los tazones no tintinearon ni se vertió ni una sola gota de té.
—¡Vaya exhibición! —comentó Annie mientras él se sentaba en cuclillas frente a
ellos.
El gran rogha sonrió.
—¿Duermes bien? —le preguntó.
—Creo que me gustaría volver a tierra, ahora, si fuera posible —le pidió ella.
De pronto se encogió al ver la ruidosa tropa de chicos roghas que pasaban de
nuevo volando junto a ella. No parecían tanto columpiarse en las ramas como dar
volteretas en ellas. Chobba, pensando evidentemente que la estaban molestando con
su jaleo, se levantó y empezó a gritarles, hasta que ella tiró de su brazo peludo.
—No, no —le dijo—. No son ellos…, es la altura. Me… marea.
—¿Tú masticas byrr?
—Sí, pero de todas formas quiero bajar.
—Tú primero come. Viene Lukey. Viene fetichera. Todos hablaremos. Luego tú
irás. ¿Acuerdo?
—¿Fetichera? —repitió Annabelle. Recordó habérsela oído nombrar la noche
anterior, pero había estado demasiado ocupada con su problema como para
preguntar quién era.
—Ella hace fetiches —explicó Chobba—. Muchísimo lista.
—Creo que se refiere a una hechicera —dijo Sidi—. Alguien que hace fetiches y
habla con los espíritus.
—Como un chamán —agregó Annie.
Sidi se encogió de hombros, pero Chobba asintió en respuesta a lo que el indio
había dicho.
—Llama Reena —dijo—. Fetichera. Habla con roghas muertos, lee raíces y hojas.
Viene muchísimo pronto.
Atraídos por el sonido de su conversación, Chillido y Tomás emergieron de la
choza. A la vista de la alienígena de cuatro manos, los jovencitos roghas se
aproximaron saltando de rama en rama para observarla más de cerca; pero, cuando

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ella se volvió a mirarlos, los pequeños simios huyeron a toda prisa; luego, cuando
volvió la cabeza, se acercaron de nuevo con disimulo. Chillido reía con sus payasadas
y su risa agudísima sobresalía por encima de los gritos de los pequeños monos.
—¡Come, bebe! —la apremió Chobba. Se volvió a sentar en cuclillas y empujó la
bandeja hacia ella, relamiéndose—. Mucho bueno, ¿sí?
Lukey se reunió con ellos mientras comían. Su llegada produjo un estallido de lo
que pareció una serie de afectuosos comentarios burlones que los jovencitos roghas y
él se lanzaron mutuamente. Los chicos, colgados de sus asideros con una mano o un
pie, columpiaban sus miembros libres y charloteaban.
—¿Qué significa bishii? —inquirió Annabelle. Era el término que los jovencitos
roghas usaban para referirse al anciano.
Lukey sonrió.
—Bien, decían que significaba «simio sin pelo», pero Chobba me contó, después
de un tiempo de estar aquí, que en realidad quería decir «viejo pedorro».
—¡Bishii, bishii! —gritaron a coro los chicos.
Lukey se levantó y los amenazó con los puños cerrados y con una severidad
burlona, al tiempo que intentaba ahuyentarlos. Pero no hubiera necesitado
molestarse: los jóvenes roghas ya estaban callando y en pocos instantes todos huyeron
rápidamente.
Annabelle se volvió y vio que era la llegada de la hechicera lo que los había
amedrentado. Y es que, pensó ella mirando a la extraña rogha, quizá no fuera tan
mala idea largarse.
Reena no tenía piernas, pero ello no era impedimento para que avanzase a toda
prisa por las copas de los árboles. Aterrizó en la plataforma y se propulsó hacia ellos
con sus poderosos brazos. Vestía una falda corta de cuero, que apenas cubría los
muñones de sus piernas, y un chaleco de hierba tejida, bajo el cual sus pechos peludos
oscilaban. El chaleco estaba decorado con abalorios, plumas y cientos de huesecitos de
pájaro que repiqueteaban entre ellos a cada movimiento. De su cuello colgaba una
bolsa de piel con adornos, y docenas de brazaletes cascabeleaban en sus brazos. El
pelo le olía intensamente a incienso.
Ocultaba el rostro bajo una máscara espantosamente repulsiva. La máscara (una
exageración grotesca de las facciones de los roghas) era de madera y cobre, con
conchas de cauri y abalorios que cubrían todo excepto la corona, que era un cuadrado
de tela basta de color azul-verde oscuro. Un espeso mechón de pelo de antílope hacía
el papel de barba en el extremo inferior de la máscara y, surgiendo como una trompa
de elefante tras la simple corona, había un diminuto mascarón de yelmo adornado
con un penacho de rafia.
Se detuvo frente a Annabelle y su grupo. Sus ojos oscuros brillaron en las órbitas
de la máscara al escrutar con detenimiento a los cuatro.
—¿Qué significa esa máscara? —preguntó Annabelle a Lukey.
—Un espíritu de las tinieblas te observa a través de mis ojos —replicó la

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hechicera, con una voz que sonó hueca a causa de la máscara de madera.
—¿Hablas inglés? —inquirió, asombrada, Annabelle.
«¡Qué pregunta más estúpida!», pensó ella inmediatamente después de haberla
formulado, pero Reena hizo un signo negativo con la cabeza.
—Ella no habla tu idioma —repuso la misma voz hueca—. Pero yo sí.
—Ah…
Annabelle echó un vistazo a Sidi, pero este comprendía tan poco como ella lo que
estaba sucediendo. Ni Luckey ni Chobba la miraron a los ojos.
—¿Quién… ejem… quién eres pues? —preguntó a la voz de detrás de la máscara.
—Un espíritu de las tinieblas.
Estupendo. Una sesión de espiritismo en plena jungla. ¡Lo que les faltaba!
—¿Podrías especificar un poco más? —insistió Annabelle.
—Las tinieblas están a nuestro alrededor; son invisibles, pero están siempre
presentes. Os vigilamos, a través de los ojos de nuestros vicarios.
—¿Como un fantasma?
—Nosotros no somos muertos, pero, sí, como un fantasma.
—¿Cómo te llamas?
—No tenemos nombres.
—Entonces, ¿cómo os distinguís los unos de los otros? —inquirió Annabelle.
—Sabemos quiénes somos y eso basta, ¿no crees?
—Supongo…
—Tú deseas ir a Quan —prosiguió la voz ahuecada de la máscara—, para entrar
por la Puerta que allí se encuentra, la Puerta que crees que os llevará de vuelta a
vuestros mundos. Pero yo te digo, Anne Belle —y pronunció su nombre de pila como
si fuera nombre y apellido—, que, si vas, nunca volverás a ver a tu hija Amanda.
—¿Cómo sabes todo esto? —interrogó Annabelle, con expresión desconcertada.
—Desde las tinieblas podemos ver cómo eres realmente, saber tu historia
completa, mejor que observando el aspecto exterior que presentas al mundo
inmediato que te rodea.
Aquello era misterioso de veras, pensó Annabelle. Nunca había sido aficionada a
las cuestiones esotéricas. Todo tenía una explicación lógica. Puede que uno no tuviera
los datos necesarios para resolver algo en un momento dado, pero, más tarde o más
temprano, uno podía contar con que le encontraría un sentido lógico. Pero esto…
simplemente era fantasmal.
—Así que estás leyendo mi mente…
—Estoy leyendo tu esencia.
—Maravilla de las maravillas. Y, después de haber fisgoneado un poco por aquí y
por allí, ¿lo mejor que puedes llegar a decirme es que Quan es peligroso? Me disgusta
tener que soltártelo así, tía, pero esto no es lo que se dice una noticia fresca.
—Comprendo tu deseo de regresar a tu mundo, pero tienes que aceptar que es
imposible. Cuanto más penetres en la Mazmorra, cuantos más niveles cruces, a más

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peligros te expones y menos oportunidades tienes de sobrevivir. Quan es
terriblemente peligroso, pero no es nada comparado con lo que hay en la misma
Puerta y más allá de ella.
—Muy bien —dijo Annabelle—. Pero ¿por qué no me dices algo para animarme?
Dime qué es exactamente lo que nos aguarda.
—En Quan, muerte segura a manos de una ilusión. En la puerta, muerte segura
causada por tu mayor miedo hecho realidad. En el siguiente nivel, muerte segura
producida por la locura.
—Espera un momento, tía —cortó Annabelle—. No paras de decir «muerte
segura». ¿Cómo podré encontrar la muerte segura en la puerta si ya habré muerto en
Quan?
Hubo una larga pausa; luego, por fin, la voz hueca admitió:
—Es posible, aunque extremadamente improbable, que puedas continuar, que
puedas sobrevivir a uno, o a otro, de tus destinos, pero de ningún modo a todos los
que se encuentran en tu camino.
—Pero si seguimos, ¿tendremos alguna oportunidad?
—La posibilidad es tan ínfima que no vale la pena ni considerarla.
—Sin embargo, ¿tú no intentarás detenernos, al menos físicamente?
—En este mundo, cada individuo es libre de elegir su camino. Eso nunca puede
serte arrebatado.
—De acuerdo. Así pues, no nos vas a detener. ¿Nos puedes ayudar un poco más?
¿Nos puedes dar un poco más de información? Venga, vamos, ¿qué daño puede
hacerte?
No hubo respuesta.
—¡Espíritu! —llamó Annabelle.
Más silencio.
Annabelle extendió el brazo y tocó el hombro de Reena. La hechicera se sobresaltó
y habló en el lenguaje de los roghas. La voz, aunque seguía sonando con un timbre
hueco, no tenía nada que ver con la que había estado hablando momentos antes.
—¿Qué está diciendo ahora? —preguntó Annabelle.
—«¿Qué deseas de mí?» —tradujo Lukey.
—Estábamos hablando… —empezó Annabelle, pero su voz murió al ver que
Lukey hacía señas negativas con la cabeza.
—No, no. Estabas hablando con el espíritu de las tinieblas que cede sus poderes a
Reena, no con la misma Reena. Lo he visto antes. Pasé por lo mismo cuando llegué
aquí.
—¿Qué diablos significa todo esto? —inquirió Annabelle.
Sidi le tocó el brazo.
—He oído hablar de ello antes, entre los hechiceros africanos. Los espíritus llenan
el cuerpo del hechicero como el agua llenaría una vasija. Cuando el espíritu se va, el
hechicero no recuerda nada.

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—Pero no es real —protestó Annabelle—. Espíritus…, fantasmas. No puede ser
real.
—Hay demasiados misterios en el mundo —replicó Sidi— para que yo pueda
decidir cuáles son ilusiones y cuáles son realidades. En esta Mazmorra ya hemos visto
a menudo que lo que pensábamos que era imposible se ha vuelto realidad. Cuando lo
normal es lo raro, ¿quién puede decir honestamente lo que es posible y lo que no lo
es?
Annabelle asintió.
—Vale. Me cogiste en esa. Pero no desisto.
—De todas formas, no me gustaría discutir contigo —concluyó Sidi.
Annabelle se volvió hacia Chobba.
—Me gustaría bajar a tierra ahora, Chobba, si ello es posible.
—Yo siento tú te vas —dijo Chobba—. Chobba te lleva abajo. Chobba y tú
andaremos en piernas hasta Quan, ¿sí? ¿Acuerdo?
—Desearía que hubiera algún medio de poder hacerte quedar —intervino Lukey
—, pero maldita sea si se me ocurre alguno, en especial cuando estás completamente
decidida a irte.
Annabelle empezó a levantarse, pero de repente la hechicera alargó su poderosa
mano y le agarró el brazo. Y, con la máscara casi rozando el rostro de Annabelle y sus
ojos oscuros brillando a través de las rendijas, le habló en un rapidísimo rogha.
—¿Qué ha dicho?
Lukey tradujo:
—Que aunque no tengas nada que pedirle, de todas formas te va a decir algo. En
tu cara pálida ve… —el anciano se detuvo, en busca de una palabra—, no un destino
fatal, sino más bien un futuro de tiempos difíciles y turbulentos. Y que, si quieres que
las cosas salgan bien, tienes que estar dispuesta a depender de la fuerza de los demás,
en lugar de tratar de cargarlo todo en tus hombros. Y no busques demasiado lo que
crees que quieres, porque podrías encontrarlo.
Tomás, que había permanecido en silencio durante los distintos diálogos, habló
ahora.
—¿Me va a escuchar ahora? Yo digo que regresemos a buscar a los demás. Ellos
no son tan estúpidos como vuestra merced.
—Regresar —dijo Annabelle—. Correcto. ¿Estás listo para volver a encontrar a los
chasucks, tío?
—Iremos con cuidado.
—Tú vete, y cualquiera que quiera ir contigo. Yo continúo. Voy a salir de este
agujero, y la única manera que conozco para llevarlo a cabo es seguir adelante.
Chillido avanzó hasta situarse junto a Annabelle, con su múltiple mirada clavada
despectivamente en el español.
Y no irá sola, afirmó la arácnida.
Annabelle sonrió y se volvió hacia la hechicera.

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—Gracias —le dijo—. A ti y a tus espíritus. —Esperó a que Lukey tradujera—. Sin
embargo, debemos proseguir. Recordaré tu consejo.
Reena asintió y habló con voz suave.
—«Eres una mujer fuerte y muy orgullosa —tradujo Lukey— y eso también será
de gran ayuda». Y después te da su bendición.
La hechicera se alejó, andando con las manos, saltó hacia la rama más próxima y
desapareció.
—Es realmente algo imponente —comentó Annabelle— la manera que tiene de
moverse.
—Reena es mucho fuerte —aseguró Chobba, flexionando sus musculosos brazos
—. Mucho lista. Gran jefa. Como Chobba, ¿sí?
Annabelle sonrió.
—Cierto —dijo—. ¿Puedes bajarnos al suelo ahora? O si no, no pasará un minuto
antes de que caiga.
Con lo que semejó una sonrisa en sus facciones alienígenas, Chillido se lanzó de la
plataforma e inició el descenso. Cuando Annabelle y los demás de su grupo llegaron
al suelo, Chillido ya los estaba esperando. Chobba y algunos de sus guerreros
planeaban guiarlos hasta Quan. Para mayor sorpresa, Lukey también se añadió a la
partida.
—Bueno, no digo que siga hasta el final —comentó—, pero no me importaría dar
una ojeadita al lugar y, ¡qué diablos!, nunca se sabe. Podría ser que me gustara hacer
un viajecito por mi cuenta. He estado viviendo como un mono durante un montón de
años. Quizás es tiempo de aprender a vivir de nuevo como un hombre.
—Estaremos muy contentos de tenerte con nosotros —aseguró Annabelle.
—Oh, sí —dijo Tomás—. Muito felizes. Muy felices.
Annabelle se volvió hacia el español y, al ver aquella expresión de inocencia en su
rostro, lo observó con recelo. El cabroncito actuaba como si hubiera cambiado de
opinión y, además, lo hubiera hecho sinceramente. «Bien, ¿quién sabe?», pensó.
«Ahora nadie podrá decir que es una comadreja tozuda».
—¿Andaremos en piernas, sí? —preguntó Chobba cuando estuvieron todos
reunidos en el sendero.
Cada uno tenía un paquete por cargar, lleno de provisiones y recipientes para el
agua. Annabelle llevaba también la bolsa de hojas de byrr, que Chobba había insistido
que conservase.
—Eh, chicos, ¿conocéis alguna canción para hacer camino?
Chobba hizo un signo negativo con la cabeza, y ella les enseñó, a él y a sus
guerreros, el estribillo de «Da Du Ron Ron». Inventando letras que se adecuaran a su
presente situación y con los roghas respondiendo en un potente aunque algo
desafinado coro, Annabelle emprendió el camino hacia Quan, flanqueada por Chobba
y Sidi. A pesar de la amenaza de los peligros que los aguardaban, hacía tiempo que no
se sentía tan bien.

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«Es el suelo bajo tus pies, Annie», dijo para sí. «Pero no te me vayas a volver
temeraria ahora».
Quizá sí, quizá no. Lo que tenía muy claro era que era bueno moverse por sus
propios medios, con el grupo reforzado y sin el hatajo de tiburones terrestres en el
culo.
Las cosas podrían ir mejor, pensó. Pero también podrían ir endemoniadamente
peor.

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19

Estaban atrapados en la oscuridad más completa. Clive deslizó las manos por la
puerta de metal que los había encerrado allí, pero en aquel lado no pudo encontrar
ningún pomo ni cerrojo que les permitiese abrirla de nuevo.
—¡Maldito sea el hombre! —gritó, y lanzó un puñetazo contra la puerta.
Un estruendo apagado y hueco llenó la oscuridad.
—Necesitamos luz —dijo Finnbogg.
—Tengo chispa para encender una antorcha —dijo Smythe, sacando el pedernal y
el eslabón del bolsillo de su chaqueta—. Vamos a ver si encontramos algo para
quemar.
—¿Qué querría significar con cosas? —preguntó Clive.
Smythe se encogió de hombros, pero su gesto se perdió en la negrura.
—En este lugar puede ser cualquier cosa —respondió—. No me sorprendería que
nos tropezásemos con una tropa de kobolds[13].
—No consigo encontrar ni una astilla —dijo Finnbogg.
Su voz se oyó muy distante, pues abriéndose camino a tientas, se había alejado en
su búsqueda de material que ardiera.
—No te vayas tan lejos —le advirtió Smythe—. He podido hacerme una idea del
tamaño del lugar justo antes de que cerraran la puerta y es lo bastante grande como
para que podamos perdernos con toda facilidad.
—A lo mejor yo podría ser de alguna ayuda —intervino Guafe.
Clive y Smythe se volvieron en la dirección de la voz metálica del ciborg.
—¡Que Dios se apiade de nosotros! —musitó Smythe.
Había olvidado las ventajas de que un ciborg formara parte de su compañía. Los
ojos de Guafe despidieron un fulgor rojo que luego se volvió incandescente y fue
dejando caer una tenue luz allí donde posase la mirada.
—Muy amable de su parte, esta ayuda —dijo Clive secamente—, considerando lo
pasado.
—Estamos juntos en esto —replicó Guafe.
—Lo más curioso es que hace cinco minutos lo había olvidado usted por
completo, cuando hablábamos con ese gordo impostor.
—Fue de lo más… convincente.
—¡No me diga! —ironizó Smythe—. ¡Lástima que usted no lo fuera! Podría
haberse librado de nuestra compañía, ¿no le parece?
—Lo que pensemos los unos de los otros es irrelevante en nuestra situación
presente —sentenció el ciborg—. Sólo deseo observar todo lo que me sea posible de
este curioso mundo antes de emprender la huida. Y este lugar en particular tiene
escaso interés.
Clive asintió para sí mismo. Tendía a olvidar que, aunque el ciborg parecía
bastante humano, su mente siempre sería insondable para ellos. En algunos sentidos,

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el ciborg era menos humano que Finnbogg o que Chillido, recordó. Harían bien en
no olvidarlo.
—Ea, ¿qué es esto? —dijo Smythe.
Guafe giró la vista en dirección al inglés e iluminó un montón de lo que parecía
herramientas de minero abandonadas. Smythe tomó una linterna de los escombros, la
abrió y encontró un cabo de vela en su interior. Buscando más, encontraron otras
cuantas linternas, la mayoría de ellas rotas, pero todas con pedazos de vela
aprovechables.
—Los instrumentos parecen más bien primitivos —comentó Guafe.
Considerando las maravillas tecnológicas de sus capturadores, Clive no pudo sino
concederle la razón.
—Quizás este sea el motivo por el cual están desechados —repuso—. Porque están
en desuso.
—Quizá —respondió el ciborg.
O quizá, agregó Clive para sí mismo, las cosas de que el impostor había hablado
fuesen la causa de que los dramaranos abandonasen la mina mucho tiempo atrás.
Aunque no era propenso a la claustrofobia ni al miedo a la oscuridad, se percató de
que tenía los oídos constantemente alerta a cualquier sonido que no fuera causado
por ellos mismos. Lo que fuera que los dramaranos guardaban en aquel lugar para
alimentarse de sus cautivos, debía de ser extremadamente desagradable si su mejor
descripción era la de cosas.
—¡Mirad! —exclamó Finnbogg, levantando una caja de velas por estrenar.
—Buen trabajo —lo felicitó Smythe.
Con astillas de madera cepillada y algo de paja del acolchado de un asiento de un
viejo vagón de mina, consiguió prender el fuego necesario para encender el primer
cabo de vela. Lo colocó en el interior de la linterna y luego la sostuvo en alto, para que
pudieran tener una visión más amplia de sus entornos; pero, aunque la lumbre
iluminó su área inmediata, no fue lo bastante intensa como para penetrar en las
sombras más profundas de la caverna.
—Aquí hay unos raíles —dijo Guafe.
Señalaba hacia donde empezaban unos estrechos raíles, a unos tres metros de
donde se hallaban. Los raíles estaban montados en traviesas de madera y se dirigían al
interior de la caverna.
—Podemos seguirlos —añadió.
Clive asintió, pero antes levantó la linterna que había encendido para sí y volvió
su luz hacia la puerta. La superficie de la maciza puerta era completamente lisa; era
una sola lámina de metal que encajaba tan a la perfección en los muros de piedra que
les hubiera llevado largo tiempo intentar descalzarla de su marco, incluso con la
ayuda de las herramientas abandonadas entre el montón de aparejos de minería. Y se
dio cuenta de que había otra razón para no intentar aquella vía de escape. El ruido de
su trabajo atraería seguramente a los dramaranos a investigar. Clive y los suyos quizá

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fueran capaces de hacerse cargo de una pequeña partida de dramaranos, pero luego
deberían cruzar el inmenso complejo de la ciudad subterránea.
No. Tenían que seguir adelante.
—¿Dice algo el diario de Neville acerca de este lugar? —preguntó Smythe.
—En el último mensaje no mencionaba nada. —Era innecesario volver a buscar
aquella anotación. Ya se había acostumbrado a la manera totalmente aleatoria en que
los mensajes aparecían y desaparecían del grueso diario. De un modo u otro, Neville
(o los rens o los chaffris, los amos de la Mazmorra) habían encontrado un medio de
escribir en el libro mientras permanecía en posesión de Clive. Quizás habían añadido
algo. Dio unas palmaditas en el bolsillo de su chaqueta y frunció el entrecejo.
—¡Maldición! Lo olvidé en mi cuarto. Ahora está en poder de los dramaranos.
Smythe se encogió de hombros.
—Nos traía más problemas que soluciones.
Al pensar en Annabelle y en el resto del grupo, perdidos (o más probablemente
muertos) en las junglas, Clive no pudo más que estar de acuerdo. Si se hubiesen
mantenido juntos…
—Deberíamos seguir los raíles —aconsejó Guafe—. Tienen que llevar a alguna
parte.
—Sólo nos llevarán al último lugar donde estaban excavando —repuso Smythe.
—No necesariamente. En la Mazmorra…
—Cualquier endiablada cosa es posible —concluyó Smythe—. De acuerdo, pero
estos raíles…
—¿Tienes una idea mejor? —interrogó el ciborg.
—Este sitio es nuestra tumba —dijo Finnbogg de pronto—. El juicio nos condenó
a ser enterrados vivos, o que nos coman las bestias que viven aquí dentro.
—Aquellos seres que nos han encerrado aquí eran hombres y mujeres vivos, de
carne y hueso —lo contradijo Clive—. No eran más espíritus de los muertos que lo
somos nosotros.
Pero, al intentar escudriñar la oscuridad que se cernía más allá del resplandor de
sus linternas, la inquietante sensación de que alguien los estaba espiando le subió por
el espinazo como un escalofrío. Cosas, había dicho el impostor. Maldito… ¿Qué clase
de cosas?
—No tenemos ni agua ni provisiones —apuntó Smythe—, y las velas no van a
durar eternamente.
El primer cabo que había encendido ya estaba derritiéndose en el interior de la
linterna. Encendió otro y se quedó quieto.
—¡Fíjense en eso! —exclamó.
Una corriente de aire arrastraba la llama de la vela desde la puerta donde se
encontraban hacia las profundidades de la caverna, en la misma dirección que
llevaban los raíles.
—Una corriente de aire —dijo Guafe—. Creada por alguna abertura al exterior

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situada más adentro. Así pues, los raíles conducen a alguna otra parte que al último
pozo donde trabajaban.
Smythe asintió.
—Bien, al menos eso lo decide. Seguiremos los raíles.
Aprovecharon todo lo que pudieron de los aparejos de minería abandonados. Se
llenaron los bolsillos de velas. Finnbogg, Clive y Smythe llevaban cada uno una
linterna. El enano cogió una pequeña almádena como arma y los demás tomaron
barras de hierro. Smythe añadió a su equipo personal un recipiente de hojalata
abandonado, atándolo a su cinturón con un trozo de bramante que también
encontró. Tenía la intención de usarlo como recipiente para agua, si encontraban
alguna. Y en el hombro cargó un pedazo de lona basta, atado a cada extremo con más
bramante; la había hallado hecha un fardo en un rincón.
—Me sentiría mucho mejor con una cuerda —dijo.
—Me sentiría mejor simplemente fuera de este lugar —observó Clive.
—Eso es.
Y emprendieron la marcha, siguiendo los raíles metálicos, mientras sus botas
enviaban los ecos huecos de sus pasos inseguros entre las traviesas de madera.
Sin medios para calcular la hora, era muy difícil decir durante cuánto tiempo
anduvieron por aquella inmensa caverna siguiendo los raíles, pero finalmente
llegaron al otro extremo. La mole negra de un muro se alzaba ante ellos y se perdía en
la oscuridad que sus luces no podían penetrar. Los raíles penetraban en una gran
grieta de la pared. Entraron en ella y continuaron el trazado de los raíles, por una serie
de pequeñas galerías que empezaron a descender suavemente.
En algunos puntos, las estalactitas rozaban los raíles o las larguiruchas
estalagmitas se erguían entre las traviesas, obligándolos a desviarse del camino directo
que marcaba la vía. Algunas de las galerías eran tan pequeñas que su lámpara
alcanzaba a iluminar las paredes y el techo, repleto de estalactitas colgantes.
De pronto llegaron a la primera bifurcación de los raíles. Siguieron los que se
dirigían a la derecha; estos cayeron en una súbita pendiente y llevaron al grupo a una
galería en donde las paredes y el suelo estaban profundamente recubiertas de
excrecencias calcáreas. Aquí las estalactitas habían crecido hasta llegar al suelo,
formando una laberíntica serie de columnas. La superficie coralina del suelo volvía
insegura su marcha.
En determinados puntos, los raíles desaparecían bajo los salientes calcáreos, tan
espesos crecían. El grupo volvió sobre sus pasos hasta donde la vía se había dividido
inicialmente, y esta vez tomaron el camino de la izquierda. Aquí la pendiente era más
suave y el aire se iba haciendo más húmedo a medida que avanzaban.
Pararon dos veces a descansar; una vez simplemente en los raíles, pero la segunda
después de seguir el borboteo del agua al otro extremo de una larga galería; allí
encontraron un charco de agua, alimentado por una pequeña fuente que brotaba de
más arriba, y se detuvieron a beber y descansar. Antes de proseguir la marcha, Smythe

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llenó su recipiente de hojalata.
La sensación que percibía Clive de que observadores ocultos acechaban al grupo
ni se agudizaba ni disminuía; pero, cuanto más avanzaban sin encontrar signo alguno
de criatura viviente, más inquieto se notaba. La oscuridad que se cernía más allá de
sus linternas, el eco amortiguado de sus pasos arrastrados resonando huecamente en
las paredes, todo se añadía a su angustia, poniéndolo de un humor lúgubre.
Estaba preocupado por Annabelle y su grupo, y su sentimiento de culpabilidad,
por haber permitido que se fueran por su cuenta, se había acrecentado por lo que
Keoti había dicho acerca de los peligros de la jungla y de las posibilidades de
supervivencia de Annabelle. Una y otra vez se maldecía por no haberse mostrado más
firme con ella y por no haber mantenido los dos grupos unidos.
El hecho de que hubieran tenido que abandonar Dramara de un modo
deshonroso también le dolía, y no sólo por lo que pensaría Keoti de él. Más bien era el
recuerdo del barrigudo impostor sentado y repantigado en medio de todas aquellas
maravillas tecnológicas, usando el nombre de Neville como una insignia de honor,
proclamando sus mentiras como verdades, mientras que en verdad era una auténtica
mascarada…
Los dientes de Clive crujieron. ¡Le habría gustado tanto haber tenido la
oportunidad de cruzar las espadas con el impostor que llevaba el nombre de su
hermano! ¡Le habría divertido tanto ver cómo se esfumaba aquella sonrisa burlona de
las facciones de su rostro fofo!
Pero pensar en el impostor arrastró consigo recuerdos de su hermano gemelo.
Desde el mismo momento en que él y Smythe habían entrado en aquella maldita
Mazmorra, Neville había estado jugando con ellos como si fueran un par de
monigotes. Todo lo que les ocurría parecía formar parte de un juego elaborado, sólo
que nadie había tenido la amabilidad de dar a conocer las reglas a Clive y su grupo.
Las voces misteriosas, las repetidas veces que reencontraban el diario, todo lo que les
había acaecido siguiendo los consejos que Neville había escrito en él…
Quizás Horace tuviera razón: estarían mejor sin aquel maldito libro. Ya que, si
había de tener alguna utilidad, ¿por qué no podía estar escrito más claramente? En
lugar de adivinanzas y vaguedades, unos pocos hechos claros habrían sido más que
útiles. Como por ejemplo, ¿qué les aguardaba en aquella caverna? ¿Adónde los
llevaría? ¿Quién la habitaba?
Fue Finnbogg quien tropezó con los huesos.
El enano iba andando por un lado de los raíles cuando soltó un grito y habría
caído rompiendo la linterna en las rocas de no ser por Guafe, quien lo asió por el
brazo y lo ayudó a recuperar el equilibrio. Como consecuencia, la linterna osciló,
haciendo que las sombras bailasen como derviches. Entonces se dieron cuenta de con
qué había tropezado.
A lo largo de la margen izquierda de los raíles de la nueva galería, y desde la vía
hasta la pared, había un cúmulo de huesos. Cráneos y costillas, huesos de brazos y

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piernas, y otros que no eran tan fácilmente reconocibles, quizás incluso no humanos.
Y había algunos… que sin duda eran los esqueletos de criaturas humanoides, con
manos, piernas y troncos como los de los hombres, sólo que sus tamaños no
encajaban. La mayoría eran demasiado pequeños para ser incluso de niños. Uno de
ellos, si había formado parte de un humanoide, había pertenecido a un gigante de al
menos tres metros de estatura.
—Es una especie de cementerio —dijo Smythe.
—Más bien, un terreno de pasto, diría yo —comentó Guafe.
Finnbogg experimentó un temblor y a Clive un escalofrío le recorrió la espalda.
Smythe se acercó un poco más, sosteniendo la linterna en alto, para dar más claridad;
Clive siguió su ejemplo, aunque no podía sacudirse la sensación de que estaban
siendo vigilados por observadores ocultos. Esta sensación era ahora más intensa en
aquel momento que en cualquier otro desde que habían entrado en la cueva. Una
sensación que subía como un reptil por su columna vertebral y se alojaba en su
cogote, agarrotándole los músculos.
Durante largo tiempo, el grupo contempló sin hablar el campo de osamenta, cada
uno guardando sus pensamientos para sí. Luego, justo cuando Finnbogg iba a hacer
un comentario, Clive alzó la mano.
—¡Chitón! —ordenó en voz baja—. ¿Qué ha sido eso?
—No he oído nada —empezó el ciborg, pero luego sus ojos se clavaron más allá de
Clive.
Este se volvió y vio docenas de pares de pequeñas rendijas horizontales: eran ojos
que los observaban desde la otra parte de la galería y que reflejaban la luz de las
linternas del grupo como lo harían los de un zorro o de un gato.
Smythe tiró de su barra de hierro, que tenía sujeta en su cinturón.
—Ahora vamos a ver qué clase de criaturas son las que moran en este sitio —dijo.
—Espere un momento —repuso Clive. Levantó una mano para detener el avance
de Smythe—. Veamos si podemos irnos sin que ocurra nada.
Smythe dudó; luego asintió. Lentamente, el grupo avanzó hacia la estrecha
entrada que los conducía a la siguiente galería, tanteando su camino con los pies,
incapaces de apartar la mirada de los ojos que los estaban observando desde la
oscuridad. En el mismo instante en que alcanzaban la entrada, un alarido que les heló
la sangre, un alarido como el de un hombre a quien sacaran las entrañas en vivo, hizo
añicos el silencio de la oscuridad.
—Bien, eso lo decide todo —dijo Smythe.
Como un solo hombre, los miembros del grupo levantaron sus armas y se
dispusieron a hacer frente al ataque de las criaturas.

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20

Con la presencia de los roghas, a Annabelle le pareció que su viaje se había convertido
en una excursión. Era difícil no pasarlo bien en compañía de los bonachones simios.
Reían y bromeaban entre sí, y le pedían a Lukey que tradujera lo que, a su juicio, eran
buenas salidas. Les gustaba cantar, sobre todo al ritmo de los rhythm & blues, de
modo que Annabelle les enseñaba viejas canciones de motown[14] y de música rock de
los años cincuenta con montones de sha-la-lás y du-du-ás y cosas por el estilo.
A Annabelle, sin embargo, le costó mucho más seguir la música de los roghas.
Esta contenía muchos chasquidos secos realizados con el velo del paladar y sonidos
que parecían toses cortas, combinados en un canto rítmico. Pero, de cualquier forma,
le gustaba escucharla e intentar seguir sus extraños ritmos.
Al final del primer día, ya pudo distinguir a los roghas entre ellos con relativa
facilidad. Chobba nunca había sido un problema: sobresalía por encima de los demás
y su sonrisa enorme era inconfundible. Al principio, por medio de la diferencia de
color en el pelaje y, más tarde, por los rasgos faciales (a medida que se acostumbraba a
ellos), aprendió a identificar también claramente a los demás.
Ghes era el más pequeño, con una larga nariz y un tinte de alheña en el pelo. Era
callado y el que mejor entonaba. Ninga tenía franjas negras y plateadas en el pelo de la
cabeza y unos grandes ojos muy separados. Era un bromista auténtico: tanto le
gustaba que le gastaran una buena broma a él como ser él quien se la gastara a otro.
Tarit y Nog eran los más difíciles de distinguir porque eran gemelos idénticos, pero
Tarit llevaba en el cuello, aparte de un collar, un pañuelo de colores brillantes y Nog
tenía una risa aguda que era imposible confundir con la de otro.
La única hembra entre los roghas que acompañaban al grupo era Yssi. Tenía un
pelo suave de color tostado y unos dulces ojos negros. Después de Chobba era la más
fuerte de la pequeña tropa y, como Ghes, era callada; pero tenía un ingenio agudo, de
tal forma que, cuando hacía un comentario, todos los roghas invariablemente
estallaban en risas. Tampoco era contraria a las pequeñas bromas de siempre.
Ella fue quien, la primera noche que acamparon, intentó que Annabelle y su
grupo comieran gusanos blancos y babosas vivitos y coleando; los había ido
recogiendo en un cuenco durante el día. Insistió en que eran un plato exquisito que
uno no podía perderse y que, según las opiniones más serias, tenían que comerse
vivos. Esto constituía, de hecho, la mitad de su delicioso sabor.
A Annabelle le repugnaban, pero, como estaba orgullosa de su buena disposición
para probar cualquier comida indígena, viajaran por donde viajasen, casi se traga una
de aquellas criaturas. Lo único que la retuvo fueron las risitas sofocadas de los demás
roghas, quienes finalmente le contaron que era una broma.
Después de aquello, a Ninga le dio por llamarla Ilkgar, que Lukey tradujo para ella
como «gusanófoga».
—Muy listos, tíos —dijo a Ninga y a Yssi—. Pero recordad esto: no me enfadaré,

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pero me desquitaré.
Los roghas se destornillaron de risa cuando Lukey les tradujo el comentario de
ella.
La verdadera cena de aquella noche fue una especie de abigarrada ensalada de
vegetales, como acompañamiento de la carne de un ave acuática que Chillido había
abatido justo antes de que acamparan. Situaron el campamento apartado del sendero,
en un claro de la margen del camino que daba al veld. La franja de jungla en aquella
orilla del río era ahora tan ancha que ya ni siquiera de vez en cuando vislumbraban las
llanuras entre los árboles, como en los primeros días después de separarse del grupo
de Clive. Fuera del sendero, la maleza era espesa, mientras que el mismo camino
estaba densamente cubierto por un techo de ramas colgantes y enredaderas.
Lo que Annabelle echaba en falta del poblado de los raghas era el vientecillo que
pasaba por entre las copas de los árboles. Abajo, el aire era quieto y húmedo, y el calor
agotador. Los mosquitos fueron un problema hasta que Ghes les habló del barro
negro que se formaba en las raíces de una planta en flor; era parecida a los juncos y
crecía en matas espesas a lo largo de la orilla del río. El jugo blanco y consistente que
segregaban las raíces de la planta constituía, mezclado con el barro, un magnífico
repelente para los insectos. A pesar de desprender un olor penetrante que tenía algo,
aunque no mucho, de desagradable, era mucho mejor que estar constantemente
espantando los mosquitos.
Lo más ridículo de todo, concluyó Annabelle, era el maquillaje con el barro, pues
les daba la apariencia de un pintoresco comando en traje de camuflaje.
Cuando aquella primera noche llegó el momento de dormir, los roghas y Lukey
saltaron a los árboles, donde cada uno hizo su nido, encajándolo en los codos de las
ramas con el tronco principal. Después de la noche que Annabelle había pasado en el
poblado rogha, nada pudo convencerla de seguir su ejemplo. Ella, Sidi y Chillido
hicieron sus lechos en el suelo, junto a las ascuas moribundas de la fogata. Tomás, no
obstante, se encaramó a una rama (que colgaba baja) y, después de mucho agitarse y
retorcer sus miembros, cayó dormido como si hubiera nacido para la vida arbórea.
No era muy diferente del aparejo de un barco, pensó Annabelle.
Fue durante su turno de guardia cuando oyó el gruñido de un mono-gato. La
primera vez provino de muy adentro de la jungla, pero cada una de las siguientes
sonaba más cerca que las anteriores. Con su lanza hurgó en las ramas de encima,
donde dormía el más cercano de los roghas. Ghes se movió y luego respondió en voz
baja.
Aunque Annabelle intentaba emplear su lenguaje, todavía le quedaba mucho por
aprender. Pero, a pesar de que no comprendió lo que dijo Ghes, captó el sentido
interrogativo de su frase.
—¿Has oído eso? —respondió ella en un rogha de acento terrible—. ¿Es un sonido
malo?
El mono-gato gruñó de nuevo. Esta vez no estaba a más de unos pocos árboles de

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distancia.
Ghes inclinó la cabeza. Y, al oír al animal, produjo algo parecido a un leve gorjeo,
como el de un ave nocturna. Al instante, los demás roghas despertaron. Mantuvieron
una apresurada conferencia, con las cabezas sombrías inclinadas en un círculo, y de
inmediato se alejaron por los árboles en direcciones distintas.
Annabelle parpadeó ante su súbita desaparición y agarró con fuerza la lanza. Se
estaba preguntando si debía encender el fuego otra vez, cuando del bosque llegó un
coro de gritos seguidos de un abrupto silencio.
Sidi y Chillido se levantaron de un salto, blandiendo sus armas. En sus posiciones
arbóreas, Lukey y Tomás se agitaron. Entonces, antes de que Annabelle pudiera
contar nada, un gemido largo atravesó la jungla, y luego hubo otro silencio.
—Annabelle, ¿qué ha ocurrido? —preguntó Sidi—. ¿Dónde están los roghas?
—Era un mono-gato que se acercaba al campamento… —empezó a explicar
Annabelle.
En ese momento llegaron los roghas. Saltaron de los árboles, ululando de alegría.
Chobba sostenía el mono-gato por la cola.
—¡Fijaos en eso! —exclamó Lukey. Y bajó de su nido nocturno—. Esos malditos
bichos te abren el corazón de un zarpazo. Les gusta escabullirse en el poblado de los
roghas y llevarse a sus bebés.
Annabelle bajó lentamente su lanza.
—Es como matar a un primo —fue su comentario.
—Es matar una alimaña, eso es todo —contestó Lukey—. Son duros de pelar esos
pequeños asesinos, más malos que el pecado. Me imagino que este creía que ya nos
tenía en el buche.
Chobba se golpeó el pecho con el puño.
—¡Gran jefe, sí! —gritó.
Los roghas se golpearon los hombros mutuamente, con una gran sonrisa en los
labios. Yssi y Nog empezaron a despellejar el animal y Annabelle tuvo que desviar la
vista. No podía librarse de la idea de que el mono-gato, al igual que los roghas y los
monos voladores, estaban todos emparentados en algún sentido. Para Annie, lo que
habían hecho era como si ella hubiera matado a un chimpancé. Además el mono-gato
parecía aún de menor tamaño.
—Costumbres diferentes —dijo Sidi junto a ella.
Annabelle asintió.
—Sí, lo sé. Sólo que cuando una piensa en los roghas o en Chillido o incluso en
Finnbogg, se le confunden las ideas acerca de lo que es un animal y lo que es una
persona.
A pesar de que hacía poco que acababan de comer, los roghas encendieron el
fuego de nuevo. Cuando el mono-gato estuvo despellejado y limpio de tripas, con las
garras y la cabeza cortadas y apartadas para recogerles más tarde las uñas y los
dientes, los roghas clavaron un espetón en el tronco del animal y empezaron a asarlo

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al fuego.
—Come corazón, serás fuerte —comentó Chobba a Annabelle—. Más fuerte, ¿sí?
—Supongo que sí —repuso Annabelle, ya algo arrepentida de haber despertado a
alguien. Quizá podría haberlo ahuyentado.
—Diablos —dijo Lukey, abriendo la boca del mono-gato—. Fíjate en los dientes
de este bicho. —Y los mostró a Annabelle—. Te arrancaría el brazo de un solo
mordisco, verdaderamente.
Si hasta entonces el viaje había parecido una excursión, ahora tomó un aire
completamente festivo, aunque algo macabro, según la opinión de Annabelle. Los
roghas reían y se contaban chistes; y más tarde se atracaron de mono-gato asado.
Cuando Chobba ofreció a Annabelle un pedazo del corazón asado, ella lo rechazó,
pero en cambio sí probó la carne. Era algo dura, de textura áspera, pero
sorprendentemente buena. Sin embargo, vio que no podía comer mucha y que lo que
había comido era difícil de digerir.
Pasó mucho tiempo antes de que el campamento, en las pocas horas que
quedaban hasta el alba, recuperara algo de su calma anterior. Los roghas contaron
cuentos, que Lukey tradujo, y no pararon de cantar hasta casi la salida del sol. Aquella
mañana durmieron todos muchas horas y no regresaron al sendero hasta bien entrada
la tarde.

Los días siguientes entraron en una rutina de caminar de día y acampar de noche,
sólo interrumpida escasas veces. Una fue cuando, al lavarse a orillas del río a la tercera
mañana de salir del poblado, los roghas se retiraron rápidamente hacia la jungla
cerrada, arrastrando consigo a Annabelle y a sus compañeros, y se ocultaron en la
maleza. Al interrogarlos Annabelle, Ninga señaló el cielo por encima del río.
Escrutando a través del follaje, Annabelle consiguió distinguir a duras penas un
puntito negro flotando en la atmósfera a gran altura, con las alas inmóviles,
planeando en las corrientes de aire como un halcón.
—Gree —explicó Ninga.
—Si nos ven lo pagaremos caro —añadió Lukey.
—Creí que eran carroñeros —dijo Annabelle.
—Sí, lo son. Pero la verdad es que no les importa matar algo y esperar
tranquilamente a que se pudra, y odian todo cuanto traspase su territorio.
—¿Estamos en su territorio?
—Bastante cerca.
La otra interrupción de la rutina fue cuando tropezaron con el rastro reciente de
un mono-gato, y los roghas discutieron acerca de si debían seguir o no la pista del
animal. Su desacuerdo fue tan profundo que Annabelle estaba segura de que iban a
llegar a las manos; pero la discusión acabó del mismo modo repentino en que había
empezado y los roghas se echaron a reír de nuevo y prosiguieron su viaje.

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A medida que se iban acercando a Quan, los roghas aumentaban su cautela. Por
dos veces la tropa tuvo que rodear trampas cuidadosamente colocadas en el suelo de
su sendero. Una era un pozo con estacas afiladas en el fondo, cubierto con hojas de tal
forma que parecía formar parte del terreno. La otra era una serie de redes, dispuestas
para que cayeran encima del incauto viajero que pisara la cuerda que lo accionaba. La
segunda vez que toparon con un pozo, contenía una de las criaturas parecidas a un
tapir empalada en las estacas del fondo. Los roghas descendieron a la trampa y se
hicieron con el cuerpo, y aquella noche hubo otro festín.
—¿Quién pone esas trampas? —preguntó Sidi a Lukey aquella noche.
—Los quananos, supongo. Yo nunca me había alejado tanto del poblado. Sólo he
oído lo que cuentan, eso es todo.
Chobba, que los había escuchado, asintió solemnemente.
—Sitio malo, ¿sí? —dijo—. Muchos problemas.
Cuando sólo estaban a un día de marcha de Quan, Annabelle descubrió un
pedazo de ropa desgarrada colgando de una rama junto al camino. Parecía ser de
buena tela, y pertenecía a una manga de camisa: había una parte del puño raído.
—Recuerdo que dijiste que los quananos eran fantasmas —comentó Annabelle—.
Pero esto no pertenece a ningún fantasma, ni los fantasmas preparan esas trampas.
Luckey cogió el pedazo de ropa.
—Me imagino que pertenecía a aquel otro tipo —dijo.
—¿Qué otro tipo? Nunca dijiste nada acerca de que alguien más hubiera pasado
por aquí.
—De veras que me olvidé de contártelo —respondió Lukey—. Hace poco, quizá
un par de semanas, quizá menos. El tipo pasó por el poblado y nosotros intentamos
hacerlo quedar, pero no hubo manera. Dijo que tenía que llegar a Quan, y que nada ni
nadie iba a impedírselo.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó Annabelle.
Tenía una ligera sospecha de quién podía ser, incluso a pesar de que el marco
temporal no encajara. Pero, otra vez: ¿quién sabía cómo funcionaba el tiempo en
aquel lugar? Cuando uno consideraba la diversidad de siglos de los cuales la gente era
arrebatada, parecía tener perfecto sentido que en la Mazmorra el tiempo marchaba
también de un modo diferente.
—Se llamaba Folly —respondió Lukey—. Neville Folly.
Annabelle recordó a los chasucks, con sus gritos de «folly, folly». Debería haberse
acordado de preguntar por el hermano de Clive nada más llegar al poblado rogha.
—¿Quieres decir Folliot? —inquirió.
Lukey asintió.
—Ese es el nombre, cierto. ¿Conoces al tipo?
—Parece que hace siglos que vamos tras él.
—Bien, pues, ahora ya podrás dejar de perseguirlo —sentenció Lukey—. No hay
modo de que pueda sobrevivir en Quan. Allí nadie tiene manera de sobrevivir.

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—Y, sin embargo, vienes con nosotros.
—Bien, sí, sólo para echar un vistazo; eso es todo, te lo aseguro.
Annabelle intercambió miradas con los demás de su grupo y vio en los ojos de
todos el mismo pensamiento reflejado (que también coincidía con el suyo): el grupo
de Clive seguía una pista totalmente equivocada.
—¿Qué hizo ese tipo, de todos modos? —preguntó Lukey.
—Se supone que sabe cómo salir de este lugar —respondió Annie—. Así que si
hay alguien capaz de pasar a través de Quan y sus fantasmas, este alguien es él.
—¿Sabe seguro el modo de salir?
—Según nuestras informaciones —dijo Sidi—, ha salido ya y ha entrado de nuevo.
—¿Y ahora está pasando por aquí por segunda vez? Creo que a este tipo le hace
falta que le examinen la cabeza.
—Y nosotros se lo haríamos con mucho gusto —aseguró Annabelle.
Se preguntó si alguna vez volvería a ver a Clive, a Finnbogg y al resto. Había
tenido vagas esperanzas de que sus caminos se cruzaran de nuevo, pero ahora sabía
que el grupo de Clive iba tan errado de camino que podría estar perfectamente en
otro planeta. Incluso echaba en falta a Finnbogg, a pesar de que él fuera el causante de
que Annie hubiera quedado atrapada allí.
—Mal sitio ahora —advirtió Chobba desde su posición adelantada.
—¿Quan? —preguntó Annabelle.
El rogha hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—Gran trampa. Tú pasa cerca árbol, ¿sí?
Annabelle avanzó hasta donde Chobba se había detenido y miró hacia adelante.
No pudo observar nada raro en el camino.
—¿Qué es? —preguntó, adelantando con cuidado el pie a ras del suelo.
—¡No! —gritó Chobba.
Pero era demasiado tarde. El peso del pie de Annabelle había accionado la trampa.
Una cuerda salió disparada del suelo y le enlazó el tobillo. Antes de que nadie pudiera
agarrar a Annie, un violento tirón la izó en el aire hasta una altura considerable. La
brusquedad de la trampa, al arrancarla del suelo y tirar de ella hacia arriba, habría
podido perfectamente dislocarle la cadera.
—¡Bajadme! —gritó.
Pero entonces, en algún lugar muy por encima de ellos, en los árboles, sonó una
campana anunciando al que había dispuesto la trampa que esta había sido accionada.
Columpiándose patas arriba y con el mundo al revés girando y balanceándose
bajo ella, el miedo que sentía Annabelle por las alturas se transformó ahora en un
ataque de pánico que la dejó totalmente paralizada.

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21

Las criaturas se lanzaron a la carga; Clive y su partida aún tuvieron tiempo de dejar
sus linternas en el suelo y de sacar sus improvisadas armas, pero eso fue todo.
Finnbogg levantó su almádena y, el resto, sus barras de hierro. El enjambre de
alimañas cayó encima de ellos.
La luz de las linternas se reflejaba en las criaturas con un resplandor parpadeante
mientras llegaban al grupo como una ola arrolladora. Apenas medían un metro de
altura, sus miembros eran larguiruchos y su cuerpo no tenía color alguno, a excepción
del fulgor rojo de sus ojos. Una piel de una palidez cadavérica les recubría el tronco y
las extremidades. Su pelo colgaba apelmazado, en descoloridos mechones,
enmarañado y liado como serpientes. Tenían los rostros planos, y las facciones eran
más vestigios que rasgos: la nariz era chata, una simple raja sin labios hacía el papel de
boca y los ojos estaban como aplicados contra la inclinación de su frente.
Iban desnudos y desarmados, aunque compensaban esto último con unas hileras
de dientes agudísimos, y unas garras afiladas como cuchillos en pies y manos.
Después de su espeluznante grito, avanzaron en un ataque silencioso. El único sonido
que producían eran los pasos quedos de sus pies acolchados en el suelo de la caverna y
el golpeteo de las garras contra la roca.
Clive levantó la barra para el ataque y asestó un golpe a la primera criatura que
saltó hacia él. El arma le dio a un lado de la cabeza y partió el cráneo con un repulsivo
estrépito. La criatura cayó, pero Clive no tuvo ni un instante para observar su obra, ya
que un par de criaturas tomaron inmediatamente el puesto de la que acababa de
liquidar.
En pocos momentos, los cuatro luchaban por sus vidas contra la horda
multitudinaria.
A causa de su posición en la entrada hacia la siguiente galería, las criaturas sólo
podían atacarlos por el frente y los costados, así que el grupo se colocó en formación
de batalla, con Finnbogg y Smythe en los flancos y Clive y Guafe en el centro. De esta
forma presentaban una sólida línea de batalla contra el enemigo, mientras alzaban y
descargaban las armas para aguantar el choque de la ola de hórridas criaturas. No
pasó mucho tiempo antes de que cada miembro del grupo hubiera recibido
numerosos arañazos en los brazos. Las mangas de sus chaquetas y camisas estaban
hechas trizas y las tiras batían al aire al blandir sus armas.
Era un trabajo monótono, desagradable. Las criaturas morían rápidamente
(pronto hubo un montón de cuerpos a sus pies), pero su cantidad era tal que, durante
largos y fatigosos minutos, Clive y su partida no tuvieron ni un momento para
retomar el aliento, tan atareados los mantenían. Al cabo, cuando unos veinte o más
pequeños cuerpos yacían tendidos ante ellos, el resto de los atacantes inició la
retirada. Los heridos también intentaron ponerse a salvo, pero en el acto Guafe
avanzó y los remató mientras intentaban huir a rastras.

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Ahora las criaturas si emitían sonidos. Silbaban y escupían al grupo mientras se
reunían para lanzarse a la carga de nuevo, farfullando entre ellas con voces
agudísimas que rechinaban en el oído. De vez en cuando una u otra de las criaturas se
abalanzaba en solitario, hasta casi el alcance de las armas del grupo, y se retiraba con
la velocidad de un dardo.
—Esto no es una batalla —dijo Clive—. Es una simple carnicería.
—Mejor ellos que nosotros —opinó Smythe.
—De todas formas es nauseabundo —contestó Clive.
Se limpió las manos en los pantalones. La sangre de las criaturas los había
salpicado y ahora todos tenían el aspecto de unos carniceros en plena tarea.
—Al menos ahora sabemos de qué estaba hablando el impostor —añadió Clive.
—Tendrán que trabajar mejor para detenernos —afirmó Smythe—. Son muchos
pero, aun así, su fuerza no basta para derrotarnos.
Cierto, pensó Clive, pero aquellas alimañas podían vencerlos por agotamiento.
Al otro flanco de la línea de combate, Finnbogg blandía su almádena
ensangrentada hacia las criaturas.
—¡Venga, venid! —les gritaba—. ¡Gusanos sin huesos!
Con la punta de la bota, Clive tocó uno de los cuerpos que habían caído cerca, y
tuvo un sobresalto cuando la criatura se agitó e intentó, débilmente, agarrarle el pie.
Smythe abatió su barra de hierro y abrió el cráneo de la criatura. Clive iba a darle las
gracias, pero la horda eligió ese momento para renovar su frenético ataque.
Las bestias arremetieron todas a una como una ola viva de carne blanca, silbando
y chapurreando, con las garras relucientes y chasqueando las fauces. Clive mató a dos,
a tres; pero una se escabulló y consiguió hincarle las mandíbulas en el hombro. Su
mordisco dañó principalmente la chaqueta, aunque también le alcanzaron la carne,
pero la potencia del empuje de la criatura y de su impacto en el hombro bastaron para
que Clive se volviera bruscamente sobre sí mismo.
Se arrancó la bestia y la lanzó al suelo. Pero la cosa se arrastró hacia sus piernas. Al
levantar la barra para matarla, perdió el equilibrio en las piedras resbaladizas de
sangre y sus pies dejaron de sostenerlo. Sin embargo, consiguió descargar la barra con
la suficiente fuerza para aturdir a la criatura; pero, en el mismo instante en que esta
caía, dos fieras más saltaron hacia él, le arañaron el pecho con las garras, arrancándole
parte de la tela de su chaqueta, y cerraron las mandíbulas con grandes chasquidos a
escasos centímetros de su rostro.
Consiguió mantenerlas fuera del alcance de su cuello sosteniendo la barra con las
dos manos en posición horizontal y empujándola contra sus troncos. Sentía que la
saliva de las criaturas le mojaba la cara en su lucha por alcanzarlo. Pero Guafe estaba
allí. Con dos golpes secos liquidó la escaramuza particular. Luego el ciborg se colocó
en posición de dar la cobertura suficiente a Clive para que este pudiera volver a
ponerse en pie.
Echó un vistazo en dirección a Finnbogg y vio que el enano se hundía bajo cuatro

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o cinco criaturas. Iba a lanzarse en su ayuda, pero Finnbogg se las sacudió de encima
como si de moscas se tratara, levantó la almádena y mató a dos con cada golpe. Al
quinto le dio una coz en el estómago y descargó el arma en la cima de su cráneo.
Sustancia cerebral y sangre salieron chorreando por la fuerza del golpe.
Clive se colocó en posición para renovar su ataque contra las alimañas, situándose
ahora junto al can-enano, mientras que Chang Guafe tomaba su puesto junto a
Smythe. Clive sentía que los brazos le flaqueaban de agotamiento, pero las bestias
continuaban saltando, gruñendo y escupiendo. Morían con rapidez, pero, por cada
una que caía, otra la reemplazaba de inmediato.
El aire estaba cargado con olor a sangre. El sudor chorreaba por la frente de Clive
y le hacía escocer los ojos. Notaba que cada vez le costaba más blandir su barra. Si al
principio había sido un peso llevadero, ahora se volvía más pesada a cada momento
que pasaba. Dio una ojeada a Smythe y vio que este también estaba en el límite de la
fatiga. Sus golpes contra el enemigo tenían ahora menos fuerza, y sus respuestas eran
cada vez más lentas.
Pero Finnbogg conservaba todas sus fuerzas, y alzaba y bajaba su arma con ritmo
incansable, mientras que Guafe era una máquina de matar. El montón de cadáveres se
alzaba ahora hasta sus cinturas, pero las criaturas continuaban llegando. Se
encaramaban sobre sus camaradas muertos y se lanzaban desde arriba con una
ferocidad que Clive nunca había visto. Llegaban y llegaban, hasta que Clive tuvo la
certeza de que ya no podría volver a alzar más los brazos.
Y luego, de improviso, los atacantes volvieron a retirarse, pero esta vez
desaparecieron en las sombras que se cernían más allá de la luz de las linternas.
—Ahora, rápido —resopló Smythe—. Hacia la otra caverna.
Guafe se apostó como guardia mientras los demás traspasaban la entrada
corriendo a trompicones. Todavía no había señales de renovación de la actividad en la
oscuridad donde se habían refugiado sus enemigos.
—¡Aquí! —indicó Smythe.
Señaló un montón de escombros. Depositó la barra y la linterna en el suelo, se
agachó y empezó a mover una roca hacia la abertura por la que acababan de pasar. De
inmediato Clive fue en su ayuda; ambos se pusieron a hacer rodar la enorme roca por
el suelo de la cueva.
Cuando Finnbogg y Guafe se percataron de lo que trataban de hacer, rápidamente
pusieron sus fuerzas a disposición de la tarea. Vigilando por turnos otra posible
aparición de las criaturas, construyeron una pared de piedras para obstruir la estrecha
entrada. Al final sólo quedaba Guafe con fuerzas para levantar las piedras que
cerrarían los últimos palmos de la abertura. Los demás sólo acercaban las piedras.
Cuando al fin el paso quedó tapado por completo, el grupo entero cayó desplomado
allí mismo.
—¡Dios! —dijo Clive—. Nunca había visto unas criaturas como esas.
Smythe asintió.

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—Si el ataque hubiera durado algo más, nos habrían aniquilado.
—Quizá.
Clive experimentó una irritación momentánea ante la calma y el control del
ciborg. Aunque su aspecto era tan ensangrentado y desaliñado como el resto, ni
siquiera tenía la respiración agitada. Estaba en pie, mirando hacia donde conducían
los raíles que cruzaban aquella nueva galería: al parecer, ya había olvidado la batalla.
Pero entonces Clive recordó quién le había salvado la vida no hacía más de veinte
minutos, y cuya fuerza, junto con la de Finnbogg, había sido el factor decisivo que les
había permitido sobrevivir a la batalla.
—Muchas gracias —dijo Clive al ciborg.
Guafe se limitó a encogerse de hombros.
—Desearía estar fuera de estas cuevas y ver lo que hay en el siguiente nivel —
repuso—. Y preferiría viajar en vuestra compañía.
«¿Y por qué?», hubiera querido preguntar Clive, pero comprendió que aquel no
era el momento para iniciar una discusión con Guafe. Y aunque no sentía demasiado
afecto por el ciborg, poseía el suficiente sentido común para saber que, con toda
probabilidad, necesitarían otras veces la fuerza de Guafe para salir de aquel lugar.
—Oigo gotear agua —anunció Finnbogg.
Exhaustos, los cuatro avanzaron por la galería hacia el charco que era la fuente del
sonido. El techo de la caverna se levantaba en una bóveda alta y oscura por encima del
charco. De allí caía el agua.
Bebieron copiosamente; luego frotaron y limpiaron la sangre de sus cuerpos y
ropas. Smythe fue el primero en acabar. Temblando por sus ropas mojadas, aflojó con
su barra de hierro un par de las traviesas de madera que fijaban los raíles. Con la
almádena y la barra, consiguió romper una hasta hacerla astillas, que utilizó para
encender un fuego. Y lentamente lo fue alimentando con leña. Cuando el resto acabó
de limpiarse, la fogata ardía ya con buena llama, y el grupo se situó a su alrededor.
—Deberíamos habernos llevado algunas de las criaturas para asarlas —comentó
Guafe.
Clive palideció.
—No podríamos comérnoslas, eran casi humanas.
—Tenemos que comer —contestó indiferente el ciborg.
—Creo que por el momento me contentaré con apretarme el cinturón —repuso
Smythe.
—Como os parezca —dijo Guafe—. Pero, si nos tropezamos con más bestias de la
misma especie, yo, al menos, tengo la intención de saber qué gusto tienen.
Descansaron junto al fuego hasta mucho después de que sus ropas estuvieran
secas. Se arrancaron las tiras deshilachadas de las mangas, y con ellas se vendaron las
heridas de los brazos. El hombro de Clive empezaba a entumecerse allí donde lo había
mordido la criatura; y tanto Smythe como Finnbogg tenían heridas en las piernas que
les dolían, aunque no eran profundas.

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Su mayor preocupación, pensó Clive, era el peligro de infección, pero poco
podían hacer para prevenirla, salvo lo que habían hecho: limpiar y vendar las heridas.
Cuando el fuego se apagó, volvieron a los raíles y continuaron su marcha.
El tiempo transcurría, pero no tenían modo de distinguir el día de la noche o de
saber cuántas horas habían estado andando. Descansaban cuando estaban cansados,
caminaban cuando habían descansado. Dos veces se tropezaron con estanques en
donde nadaban unos peces gordos, blancos y sin ojos. Estos animales eran fáciles de
pescar y, aunque tenían poco sabor, eran nutritivos. Pero los cuatro eran
permanentemente conscientes de la sensación de hambre que los roía por dentro y
que no podían aplacar. Les continuaban escociendo las heridas, aunque parecía que
cicatrizaban. La provisión de velas estaba menguando, de modo que, al no vislumbrar
final a su viaje, utilizaban sólo una linterna.
Mantenían una estricta vigilancia ante la posibilidad de que aparecieran más
criaturas asesinas como las que los habían asaltado, pero no sufrieron más ataques
después del primero. O bien la abertura que habían tapiado había bastado para
detenerlas o bien simplemente aquellas alimañas no se adentraban tanto en la
caverna. Ninguno de los grupos quería comentar nada acerca de los motivos de su
ausencia, pero era algo que no podían apartar con facilidad de la cabeza. ¿Les
aguardaban cosas todavía peores?
Los raíles continuaban. A veces la vía se bifurcaba y, más de una, los conducía a
un callejón sin salida, pero, la mayoría, los llevaba a más y más profundidad.
—¿Qué podemos esperar encontrar en el siguiente nivel? —preguntó Smythe a
Finnbogg de improviso.
—Una gran ciudad —contestó el enano.
—¿Otras ruinas?
—No. Allí vive mucha gente, como nosotros. —«Lo cual quiere decir exactamente
cualquier tipo de seres», pensó Clive—. Allí mandan los Señores del Trueno.
—¿Y quiénes son? —preguntó Clive.
—Finnbogg no lo sabe.
—¿Y cuál es su nivel tecnológico?
—Finnbogg no lo sabe.
Smythe dio una rápida ojeada a Clive.
—Mejor que lo dejemos, mi comandante.
Clive asintió. No tenía sentido acorralar a Finnbogg hasta provocarle uno de sus
ataques.
—Recuerdo haber oído hablar de esos Señores del Trueno —dijo Guafe
lentamente—. Un ser del primer nivel me contó algo acerca de ellos. Son elegidos
para su cargo, pero las elecciones tienen lugar cada siete días, con lo cual los
auténticos señores cada semana son distintos. Luego, también el mismo ser me dijo
que en la ciudad hay un sorteo cada siete días y los ganadores (o quizá debería decir
los perdedores) son ofrecidos como pienso a los Señores del Trueno.

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—Maravilloso —dijo Clive.
—Parece como si su fuente de información fuese tan de fiar como la nuestra —
comentó Smythe.
—No es culpa de Finnbogg si no lo sabe todo —refunfuñó el enano.
—Eso es cierto —dijo Guafe—. Con tantos niveles y todo en una tal confusión, a
un humano le sería imposible llegar a su comprensión total.
Finnbogg seguía con la apariencia triste, casi al borde de las lágrimas.
—Venga, venga, Finn —intentó calmarlo Smythe—. Sabemos que lo haces lo
mejor que puedes.
Aquel día (como se referían a los períodos en que andaban) los raíles simplemente
se acabaron.
Se cortaban en el extremo más alejado de otra enorme caverna, en una grieta que
caía con un ángulo bastante pronunciado a otra galería. Desde la abertura
descubrieron que la nueva galería estaba cerrada por un muro. La luz de sus linternas
bastó para mostrarles que el muro tenía de cuatro a cinco metros de altura. Por
encima de esta elevación, el techo de la galería se perdía en la oscuridad. A la
izquierda de la grieta había un pasillo que unos tres metros más allá viraba de golpe
en una curva cerrada.
Si habían llegado hasta allí, no tenía sentido volverse atrás. Partieron por el
pasillo, tomaron la curva y se encontraron frente a otros tres pasillos.
—¿Y ahora qué? —murmuró Smythe.
Pero Clive tuvo una terrible impresión que pronto demostró ser demasiado
profética.
—Es un laberinto —dijo.
Con la linterna, Smythe alumbró cada pasillo unos instantes, lo que les mostró
que cada pasillo desembocaba en otros.
—¡Demonios del infierno! —exclamó.
—Siempre hay un método lógico para salir de una cosa así —afirmó Guafe.
—¿En la Mazmorra? —inquirió Smythe.
El ciborg asintió.
—Así es.
—¿Qué camino seguimos? —preguntó Finnbogg.
—Nunca saldremos de aquí —murmuró Smythe.
Pero Clive no los escuchaba. En lugar de ello estaba recordando una noche de
verano cuando tenía diez años y el laberinto por el que él y su hermano habían
andado durante toda la tarde. Neville, como siempre en tales situaciones, no había
tenido absolutamente ningún problema en encontrar el camino de salida, pero Clive
había quedado atrapado dentro horas y horas; al final incluso le habían saltado
lágrimas de frustración ante su incapacidad de saber ganar la libertad.
Hasta que una voz le habló.
Aquella misteriosa voz.

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Puedes caminar teniendo a la luna frente a ti o sobre el hombro izquierdo, había
dicho.
Siguiendo el consejo de la voz, había conseguido salir sin problemas.
Pero a Clive le asaltó una duda mientras recordaba.
Aquella voz…
De forma difusa podía recordar otra vez, en otro lugar, en que le había hablado la
misma voz. Al menos podía recordar el hecho de que había hablado pero, no lo que
había dicho. Atada a aquel recuerdo había una mezcla de otras evocaciones de
ensueño… de Annabella, de Londres y de dolor.
Se frotó el brazo izquierdo.
La oscuridad había tragado a Clive y había habido voces que le pedían que
olvidase…
Sacudió la cabeza. Ahora no era el momento de soñar. Lo único que sacaría en
claro sería jaqueca. Puso la mente a trabajar en la tarea que tenían ante sí.
Puedes caminar teniendo a la luna frente a ti o sobre el hombro izquierdo…
Clive tomó la linterna de la mano de Smythe y la levantó por encima del hombro.
Arriba, en algún punto del techo de la caverna, vio un parpadeo de luz reflejada. No
era una luz, pero…
Aquella voz lo había ayudado más de una vez. Pero, se preguntó, ¿podía el
laberinto de seto de su infancia haber sido meramente una preparación para la
Mazmorra? ¿Cómo podría ser?
Era reacio a poner sus destinos en manos de una esperanza tan remota, pero, al
mirar a sus compañeros y percatarse de que ninguno tenía nada mejor que ofrecer,
puso el pecho al asunto. Seguir el antiguo consejo era tan buena solución como podía
serlo cualquiera de las demás opciones, que se limitaban a la adivinanza o a la suerte
ciega. Así pues, ¿qué podían perder?
Clive comprendió que, como jefe del grupo, era responsabilidad suya tomar el
mando de la situación, incluso si la fuente de información en la cual basaba su
decisión era algo dudosa: se puso de cara a la luz y emprendió la marcha hacia el
pasillo de la derecha.
—Por aquí —dijo.

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22

Annabelle oscilaba en la cuerda, como la lenteja al final del péndulo, con los ojos
fuertemente cerrados. Su rostro estaba emblanquecido por el miedo. Después de su
primer grito de espanto había quedado callada, intentando conservar el contenido de
su estómago mientras la cuerda la columpiaba en un arco vertiginoso, hacia un lado y
hacia otro, perpendicularmente al camino.
La campana de alarma, en la copa elevada de un árbol, había cesado de tañer, pero
su eco continuaba resonando en las mentes del grupo. Los quananos, o quien fuera
que hubiera colocado la trampa, no tardarían en llegar allí, ahora que se había
disparado la alarma.
Los roghas treparon por las ramas y llegaron a los árboles a los que Annabelle, en
su balanceo, se acercaba. Yssi se encaramó a donde estaba atada la cuerda y la hizo
oscilar todavía más, hasta que Tarit y Chobba pudieron coger a Annabelle. Entonces,
rápidamente le cortaron la cuerda del pie y Chobba se la cargó a la espalda.
—Tú coge fuerte, ¿sí?
Annabelle le puso los brazos alrededor del cuello, pero no creyó que tuviera la
fuerza suficiente para agarrarse, hasta que Chobba se lanzó por el aire, volando de una
rama a otra. Con el corazón en la garganta, Annabelle se aferró a su cuello con tanta
fuerza que debía estar asfixiándolo, pero Chobba pareció no darse ni cuenta.
Gritos de aviso de los que habían quedado en tierra se levantaron hacia ellos.
Chobba se colgó de un bejuco y osciló hasta llegar a la horcadura de un árbol. A pesar
de su pánico desmesurado, Annabelle consiguió hacer un esfuerzo supremo y abrir
los ojos; luego, oteando por encima del hombro de él, buscó el motivo de los gritos.
Una pequeña bola metálica de la medida de una pelota de béisbol flotaba en el
aire, cerca de la trampa que habían desencadenado. Tenía protuberancias tubulares de
varias formas y tamaños que sobresalían de su superficie; ninguna sobrepasaba los
dos centímetros. Un zumbido leve y agudo salía de la bola mientras daba vueltas
lentamente sobre la trampa.
«Está examinando lo que ha ocurrido», comprendió Annabelle. Un nuevo terror
penetró a través de la nebulosa de su pánico.
—Es una unidad exploradora móvil —le explicó a Chobba—. Tiene una entrada
para la recepción de informaciones audiovisuales, y probablemente también sensores
de irradiación calorífera. Tenemos que salir de aquí, y pronto.
Chobba se volvió hacia ella y su rostro, a centímetros del de Annabelle, expresó
una total confusión.
«No ha entendido una palabra de lo que le he dicho», se percató Annabelle.
—Mucho malo —dijo ella entonces—. Ver rápido. Tú esconde.
Él asintió, pero la unidad exploradora eligió aquel momento para hacer evidente
el peligro real que representaba, y de un modo menos vago. Un finísimo rayo rojo
emergió de una de sus protuberancias tubulares. Se movió en dirección a donde

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estaba encaramado Nog.
—Oh, jesús —gritó Annabelle—. ¡Va armada!
El láser trepanó con fuego hojas y ramas en busca de su diana. Nog saltó,
intentando huir, pero la unidad exploradora siguió al instante su súbito movimiento.
El láser perforó su camino a través de la vegetación en la dirección del rogha y le
taladró el pecho cuando estaba a medio salto. Nog chilló y cayó hacia tierra,
tropezando y rebotando en las ramas que encontró en su camino. Murió mucho antes
de llegar al suelo de la jungla.
El resto de los roghas aulló de cólera. Intentaron dirigirse hacia la unidad
exploradora, pero Annabelle tiró del pelo de Chobba.
—¡No! —le gritó—. ¡Nos matará a todos! Tenemos que entrar más al interior de la
jungla, donde las ramas sean tan espesas que no pueda seguirnos. Quizás algunos
animales mayores atraigan sus sensores caloríferos. Por favor, Chobba.
El rogha dudó. Iba a gritar una orden a los demás, pero, cuando vio a Tarit
lanzarse hacia el asesino de su hermano gemelo, Chobba saltó hacia allí también. Lo
único que pudo hacer Annabelle fue pegarse a su espalda.
La unidad exploradora giraba en un rápido círculo, momentáneamente distraída
por la presencia de tantos blancos posibles. Chillido eligió aquel momento para
lanzar, y con muy buena puntería, uno de sus pelos-púas a la máquina esférica.
La espina rebotó inofensivamente en la máquina, pero al menos desvió su
atención hacia el grupo que estaba en tierra. Descendió del cielo a la par que su láser
quemaba el suelo del sendero en línea directa hacia Chillido.
Sidi avanzó y tiró su lanza. Erró su blanco porque la unidad exploradora giró
sobre su eje, saltó hacia un lado evitando el arma, y con su láser la partió en dos.
Chillido le lanzó más púas y, cuando vio que la unidad se volvía hacia ella, se
zambulló en la maleza que tenía más cerca. La bola viró en un ángulo agudo y el láser
empezó a horadar la hierba en su búsqueda. Luego, de repente, apareció Tomás.
La unidad se volvió, percibiendo su presencia, pero el pequeño español fue
demasiado rápido para ella. Blandió su lanza como si de un bate se tratara. El arma
acertó la unidad con un golpe seco que la envió a volar por los aires totalmente
descontrolada. Dio contra un árbol y cayó al suelo, mientras el rayo láser pulverizaba
al azar todo lo que encontraba por delante. Antes de que pudiera corregir su
dirección, Tarit aterrizó en el sendero, junto a la bola.
La unidad exploradora intentó girar en la tierra para dirigir su láser al rogha, pero
Tarit aplastó el aparato con su porra y, golpe tras golpe, lo fue hundiendo en el
terreno. Sin dejar de aporrear la bola, lloró y gritó repetidamente el nombre de Nog.
La unidad exploradora se abrió bajo sus golpes y escupió chispas resplandecientes
mezcladas con humo negro.
Chobba se dejó caer en el sendero y depositó a Annabelle en el suelo. Esta se
tambaleó, pues su pierna derecha cedió bajo el peso de su cuerpo. Tomás se le acercó
rápidamente y puso el brazo de ella en su hombro.

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«Jesús», pensó en medio de su dolor. «Primero nos salva el pellejo y ahora me está
ayudando. ¿Qué le pasa a este tío?».
Los demás roghas descendieron de los árboles y se unieron a Chobba y a Tarit en
la destrucción de lo que quedaba de la máquina. Continuaron durante largo rato,
hasta que al fin se alejaron de la pequeña ruina de filamentos, circuitos y chatarra. Las
lágrimas formaron hilillos en sus rostros peludos. Tarit desapareció en el bosque y
reapareció con el cuerpo de Nog. Y lo dejó en el suelo con toda dulzura.
Annabelle dio las gracias a Tomás y avanzó por sus propios medios, aunque
cojeando.
—Dios, cuánto lo siento —dijo—. Nunca creí que nadie pudiera resultar herido…
—Nog muere como jefe —repuso Chobba.
Los roghas pronunciaron llorando el nombre de Nog otra vez.
—Nosotros vamos ahora —le indicó Chobba a Annabelle.
Tarit cargó el cuerpo de su hermano bajo el brazo y saltó de nuevo a los árboles,
seguido de Chobba y los demás roghas. En pocos instantes desaparecieron de la vista.
Annabelle se volvió lentamente hacia sus compañeros. Lukey, que continuaba con
ellos, se sentó a un lado del sendero y apoyó la espalda en un árbol.
—¿Qué ocurre ahora? —le preguntó Annie.
—Era un auténtico buen hombre-mono —dijo Lukey—. Diablos, me gustaba de
veras.
—Lukey, ¿adónde han ido?
—A enterrarlo, al estilo rogha. Lo atarán a la cima de un árbol, el más alto al cual
puedan trepar, y lo dejarán allí, para que su alma pueda subir al cielo con más
facilidad.
—¿Qué era eso? —preguntó Sidi, apartando con la punta del pie los restos de
máquina. Annabelle se volvió hacia él.
—Una especie de aparato explorador. Una unidad móvil, dirigida por control
remoto. Tiene una especie de ojo, así que, quien sea que lo ha enviado, sabe que
estamos aquí. Tenemos que movernos. ¿Cuándo estarán de vuelta los roghas, Lukey?
—Un día o dos, supongo —repuso el anciano—. Tienen que contar toda su vida
allí donde lo dejarán, para que sus antepasados lo conozcan bien y puedan determinar
si es un individuo que merece entrar en el cielo con ellos. Eso lleva tiempo.
—¿Dijiste que quien ha enviado esto sabe que estamos aquí? —preguntó Sidi.
Annabelle asintió.
—Entonces debemos irnos. ¿Puedes andar?
Annabelle se frotó la pierna. Le dolía una barbaridad. En su tobillo, por donde la
cuerda la había enlazado, se veía la carne viva. Probó su peso en la pierna. Momentos
antes, cuando la había apoyado en el suelo y había cedido bajo su peso, había sido más
a causa de la sorpresa ante el dolor que de una real incapacidad de sostener su peso.
—Podré apañármelas —contestó—. Pero ¿y los roghas? No podemos dejarlos así,
después de lo que han hecho por nosotros. Y el pobre Nog…

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—Si nos quedamos aquí —dijo Sidi—, ¿no van a enviar más cosas de esas los
quananos?
—Supongo.
—Debemos irnos —opinó Chillido—. De inmediato.
—De acuerdo —aceptó Annabelle—. ¿Vienes con nosotros, Lukey?
—No tengo mucho donde elegir, me parece.
—Deberíamos marchar rápidamente, ¿nao? —dijo Tomás—. ¿Por el río, quizá?
Annabelle y Sidi intercambiaron miradas de desconcierto total. Ninguno de ellos
podía entender el repentino cambio de humor de Tomás, de huraño y murmurador a
amistoso y colaborador.
—¿Te encuentras bien, tío? —inquirió Annabelle.
—Sí —respondió Tomás—. ¿Por qué lo pregunta?
—No te comportas como si fueras el mismo.
—He estado pensando. Vuestra merced, Sidi, Chillido y yo estamos en este lugar,
juntos. Camaradas, ¿sim? Así pues debemos ser buenos amigos y ayudarnos
mutuamente.
A Annabelle se le ocurrió que confiaba menos en esta nueva fachada de Tomás
que en la vieja, pero no iba a demostrar su desconfianza. Simplemente asintió.
—Bien, pues muchas gracias por el voto de confianza —dijo ella.
—Voto, sim —dijo el español, recordando sin duda que Annabelle había
propuesto el sistema de voto en la meseta, antes de separarse en dos grupos.
Obviamente era un nuevo concepto para él—. Voto ir por el río. Este camino es muito
perigoso. Demasiado peligroso.

Resultó que estaban mucho más cerca de Quan de lo que suponían. Vadearon el
río por la orilla y, al cabo de una hora o así, llegaron a una repentina inclinación del
terreno. Dejaron el río, puesto que allí empezaban los rápidos, y se dirigieron hacia un
promontorio desde donde podrían observar el claro que se extendía ante ellos.
Quan.
Era un grupo de chozas de barro y paja; sin embargo, al otro extremo del poblado
había un edificio de piedra blanca. Antenas verticales y antenas parabólicas
destacaban en su tejado, junto al edificio se alzaba la piedra fantasmal de que les había
hablado Finnbogg. Era una columna alta y blanca de roca que emergía del suelo, muy
parecida a un megalito celta. Figuras diversas se movían por el poblado, titilando de
un modo extraño, apareciendo y desapareciendo de la vista mientras el grupo
observaba.
—No consigo comprender nada de nada de este lugar —dijo Annabelle—. Fijaos:
tienen tecnología para una antena parabólica y unidades exploradoras móviles y, sin
embargo, colocan en el sendero una serie de trampas absolutamente primitivas y el
poblado no es más que un conjunto de chozas de barro y paja. ¿Qué pasa aquí?

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Sus compañeros, no obstante, no parecían tan extrañados.
—Son realmente fantasmas —afirmó Sidi.
Annabelle lo miró sorprendida.
—No son fantasmas. No son más que hologramas de tres dimensiones, es decir
una especie de imágenes móviles que tienen también profundidad. Pero, quien sea
que dirija este espectáculo, está trabajando con la maquinaria averiada, porque esas
cosas no deberían titilar así.
—¿No son fantasmas? —inquirió Sidi.
«Bien, ¿por qué me sorprendo?», pensó Annabelle. «Claro, Sidi es inteligente y
abierto, pero proviene del siglo diecinueve, y de la India, para colmo. ¿Cómo diablos
puedo suponer siquiera que sepa algo de este tipo de cosas?».
—Son proyecciones —explicó ella—. Pinturas que se mueven, producidas por una
máquina, eso es todo. No pueden hacernos daño alguno.
—Pero algo pueden hacer —replicó Lukey—. Alguien quiere hacer daño a todo el
que se acerque por aquí.
—Sí, eso creo —contestó Annabelle—. Sin embargo, tengo la impresión de que
todo funciona por un programa que alguien ha puesto en marcha. Y de que, si queda
alguien por aquí, es meramente un hatajo de esqueletos que gobiernan el lugar, y no
están haciendo un buen trabajo, que digamos.
—Sí, cuéntaselo a Nog —comentó Lukey.
El rostro de Annabelle se ensombreció.
—Sí —dijo ella con voz apagada—. Cierto. Tendremos que ir con cuidado. Me
pregunto dónde estará la Puerta.
Volvió de nuevo su atención al poblado. Desde su promontorio, el suelo se
inclinaba en una fuerte pendiente rocosa y abrupta, que alcanzaba desde la jungla
donde se habían ocultado hasta los campos despejados que rodeaban el pueblo. El río
quedaba a la izquierda. A la derecha y detrás del poblado continuaba la jungla.
A pesar de que se encontraban en un lugar elevado, allí la acrofobia no molestaba
a Annabelle. Sólo la experimentaba cuando estaba en una posición expuesta, como un
puente alto o arriba de un árbol. Allí, con una gran extensión de terreno firme y
sólido bajo sus pies, lo único que notaba era una vaga sensación de querer alejarse.
Retrocedió y miró a sus compañeros.
—Así pues, ¿qué hacemos, muchachos? ¿Explorarlo o volver por el mismo camino
por el que hemos venido?
Chillido señaló hacia adelante.
Nuestro destino está hacia adelante, Annabelle, no hacia atrás.
—Un voto para continuar —dijo Annabelle—. ¿Qué dice el resto?
Tomás y Sidi asintieron mostrando su acuerdo. Lukey no dijo nada.
—Me disgusta dejar a Chobba y a los demás sin despedirnos —añadió Annabelle
—. Eran buena gente.
Luckey suspiró.

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—Diablos, ya los saludaré yo en vuestro nombre.
—¿No vienes?
Él hizo un gesto de negación.
—Soy demasiado viejo para empezar una nueva vida en otra parte —explicó.
—Deberíamos trazar un plan —sugirió Tomás.
Annabelle asintió.
—Creo que no es conveniente explorar el lugar: ¿quién sabe qué tipo de trampas
explosivas nos tienen preparadas? Me inclino más por buscar la Puerta y salir de aquí.
O será en aquel edificio, dijo Chillido, o bajo nosotros, al fondo de esta pendiente.
No veo otras posibilidades.
—Salvo aquella roca —contestó Annabelle.

Esperaron a que oscureciera y, después de despedirse de Lukey, emprendieron


cautelosamente el descenso por la ladera rocosa. Aunque el ángulo era bastante
pronunciado, había tantos lugares donde asirse que no era muy diferente de bajar por
una escalera. Ni siquiera Annabelle tuvo problemas. Al llegar a la base, buscaron con
detenimiento una cueva o una gruta, palmo a palmo, pero no encontraron
absolutamente nada.
—Parece entonces que está en el edificio —susurró Annabelle.
Aunque sabía que las figuras eran hologramas, la idea de andar entre ellas no le
resultaba muy atractiva. Pero no tenían otra alternativa. Decidieron dar la vuelta por
el río y acercarse al edificio por la izquierda; pero, al pasar por delante de la roca
megalítica, su superficie empezó a resplandecer.
—¿Qué diablos…? —murmuró Annabelle.
En el centro del pálido resplandor, estaba apareciendo una mancha oscura. «La
Puerta», pensó Annabelle. Tenía que serlo. Con mucha precaución se acercaron a ella.
Con los dedos temblando de nerviosa expectación, Annabelle extendió la mano hacia
la oscura mancha en forma de puerta. Se oyó el brevísimo zumbido de una descarga
eléctrica (no más intensa que la que hubiera producido la electricidad estática de una
alfombra) y los dedos penetraron en la roca.
—Esto es… —empezó Annabelle.
En el mismo momento se dispararon las alarmas.
Tañeron campanas, aullaron sirenas y se iluminaron focos en todas las paredes del
edificio blanco, transformando la noche en día. Unas siluetas vestidas con monos
metalizados surgieron como un torrente del edificio. Llevaban consigo rifles de rayos
láser. Abrieron fuego y el aire de alrededor del grupo crepitó.
—No tenemos tiempo para andar de puntillas —dijo Annabelle—. ¡Vamos,
rápido!
Dio un paso hacia el interior y se encontró en una reducida plataforma; los demás
entraron pisándole los talones. Annie había creído que dentro estaría oscuro, pero un

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tenue fulgor fosforescente iluminaba lo que parecía una vasta caverna. La altura del
techo y las paredes era inconmensurable… y también la del abismo que se abría un
poco más allá de sus pies. Sólo había la pequeña plataforma donde permanecían y una
estrecha pasarela que se alejaba directamente por encima del abismo. No tenía más de
treinta centímetros de ancho, y a cada lado se abría una profundidad insondable.
Plataforma y pasarela. No había nada más.
—No puedo hacerlo —dijo Annabelle.
Y su cuerpo se agitó con violentos temblores.
—No tenemos elección —gritó Sidi.
A sus espaldas, las sirenas y las alarmas sonaban sin parar. Se oían las voces de los
quananos lanzando gritos furiosos.
—Yo… no… puedo… —murmuró Annabelle.

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23

—Simplemente estamos yendo en círculos —dijo Guafe después de largas horas en el


laberinto.
—No lo creo —replicó Smythe—. Ya no percibo los muros de la caverna tan cerca
como antes. Creo que hemos avanzado un buen trecho.
Guafe negó con un movimiento de la cabeza.
—Hemos…
—Sólo son las curvas de nuestra propia ruta lo que le produce esa impresión —
interrumpió Smythe—. Además —agregó mirando a Clive—, el comandante sabe lo
que hace.
«Eso me gustaría», pensó Clive. Pero alguna u otra cosa correcta debía estar
haciendo. Tanto si se mantenía con la luz frente a él como si la dejaba sobre su
hombro izquierdo, siempre que había un punto en donde debían elegir una ruta,
resultaba que elegían la que les permitía continuar viajando sin tropiezos, aunque no
sin cansancio. No se habían encontrado nunca con callejones sin salida, salvo una vez
que Guafe había discutido y había decidido que deberían tomar otro desvío, diferente
del que Clive les había propuesto, y fueron a dar en un punto muerto.
Después de aquello, el ciborg había guardado sus ideas para sí, al menos hasta el
momento.
—Parece ser una especie de efecto espiral —dijo Clive en respuesta al comentario
de Guafe—, pero creo que hemos recorrido ya una larga distancia, incluso con los
virajes a un lado y a otro.
—¡Quién sabe lo grande que es este lugar! —añadió Finnbogg.
Pero Guafe había perdido de nuevo la paciencia.
—Dices que aquí debemos girar a la derecha —empezó—, pero yo creo que el otro
extremo de la caverna está en dirección recta, por el corredor central.
—La última vez que seguimos sus indicaciones —comentó Smythe—, perdimos
una buena media hora desandando lo andado por aquel callejón sin salida.
—Ningún laberinto puede ser tan grande como aparenta serlo este —replicó el
ciborg—. Vamos en círculos y no llegaremos a ninguna parte. Digo que ahora
sigamos recto.
Finnbogg y Smythe se volvieron hacia Clive, y este se limitó a encogerse de
hombros. Habían estado marchando por el laberinto durante mucho tiempo, y todo
lo que utilizaba para guiarlos era un antiguo consejo de una voz misteriosa oída en
otro laberinto cuando era un niño. Salvo el hecho de que el consejo de la voz había
conseguido sacarlo de aquel laberinto de seto, y de que luego lo había ayudado al
menos otra vez, en realidad no había razón lógica para que allí también funcionase. Y,
aunque era cierto que no habían tropezado con ningún callejón sin salida siguiendo
aquel método, tampoco parecía que este los llevara a ninguna parte.
—Podría probarse también —dijo.

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Guafe asintió bruscamente, satisfecho de poder conducir, y emprendió una
marcha viva por el pasillo que había elegido. Este serpenteaba y daba vueltas, sin
desvíos que partieran de él y, en general, parecía que se dirigía a una dirección
determinada. Cuando llegaron a la primera bifurcación, el grupo se detuvo y Guafe
estudió con atención cada pasillo.
Al rato hizo un movimiento con la cabeza.
—Yo digo a la izquierda.
No era lo que Clive hubiera elegido, pero no lo dijo.
Guafe los miró interrogativamente a uno y a otro y, satisfecho de encabezar
todavía el grupo, reemprendió la marcha. Media docena de pasos en el nuevo pasillo
los llevaron ante una curva cerrada a la derecha. Al tomarla, uno de los bloques de
piedra se movió bajo su peso.
Un ruido poderoso y estridente, como el de un trueno súbito y quebrado, brotó a
su alrededor.
—¡Muévanse! —gritó Smythe.
Dio un empujón por la espalda a Clive y a Guafe y saltó tras ellos, con Finnbogg
que le pisaba los talones. La piedra que habían tenido bajo los pies se hundió con un
estrépito hueco y atronador, y uno de los muros a sus espaldas crujió, se desplazó a
través del pasillo y lo cerró definitivamente, impidiendo cualquier posible retirada.
El polvo provocado por el movimiento de rocas llenó el aire e infinidad de motas
bailaron en el haz de luz que dejaba la linterna. Tosieron y contemplaron, a través de
la nube movediza, la nueva pared que rellenaba el corredor tras ellos.
—Bien, ya está hecho —comentó Smythe volviéndose hacia Guafe—. Bien guiado.
—Finnbogg quiere que el amigo Clive sea el guía —dijo el enano.
Por una vez, el ciborg pareció estupefacto.
—No tenía idea de… —empezó.
Aunque Clive estaba de acuerdo con los demás, no vio razón para desquitarse de
Guafe por aquel motivo. El mal ya estaba hecho y no había nada que lo pudiera
remediar.
—No tenemos otra elección sino seguir adelante —dijo Clive.
Finnbogg se volvió hacia él.
—Sí, pero…
—No podemos hacer nada respecto a eso —replicó señalando el nuevo muro que
les obstruía el paso.
—Conduzca, Chang —le indicó.
Guafe asintió y los guio una vez más, pero el pasillo pronto terminó ante otro
muro infranqueable.
—Me temo que mis errores de cálculo han hecho más mal que bien —dijo.
Fue lo más próximo a una disculpa que Clive había oído de su boca.
—No ha sido culpa suya —le contestó al ciborg—. Todos vamos a ciegas en esta
oscuridad y…

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—¡Chist! —hizo Smythe de repente.
Todos lo pudieron oír: un rumor susurrante, como el de una gran mole pesada y
blanda que se arrastraba por el suelo de piedra.
—¿Serán aquellas criaturas? —interrogó Clive empuñando la barra de hierro de su
cinturón.
Smythe negó con la cabeza.
—No. No parece un ruido que puedan hacer ellas.
Tomó la linterna de Finnbogg, quien la estaba sosteniendo en aquellos momentos,
y la levantó en lo alto de su brazo estirado para escudriñar la parte superior de los
muros. Desplazó lentamente la linterna hasta que vio lo que parecía una grieta en la
roca, muy arriba del muro. Era un lugar en donde las rocas no estaban bien encajadas
y dejaban hendiduras entre los bloques.
—¿Podría levantarme hasta allí? —preguntó a Guafe.
El ciborg asintió.
—¿Qué quieres hacer?
—Salir de la trampa en donde usted nos ha metido. Si consigo llegar a la parte
superior del muro —y dio unas palmaditas al pedazo de lona liado en un fardo que
había cargado en el hombro durante todo el viaje por la caverna— les echaré esto para
que puedan subir.
—Y podremos seguir el laberinto andando por la cima de los muros —dijo Clive
—. Es una idea genial, Horace.
Clive sostenía la linterna y Finnbogg apuntalaba a Guafe, mientras Smythe se
encaramaba a los hombros del ciborg. Luego Guafe se alzó en toda su estatura; pero
los bloques mal encajados a los cuales quería llegar Smythe aún no estaban a su
alcance. Entonces Guafe deslizó las manos bajo los pies de Smythe y, estirando los
brazos, lo levantó.
—Casi lo tengo —dijo Smythe mientras manoteaba en busca de un asidero—. No
suelte todavía. Espere un momento. Ya está… Ahora.
Guafe dio un empujón final y Smythe trepó el resto del trecho, escalando como un
mono.
—¿Qué ve? —le preguntó Clive desde abajo.
—Nada. Necesito una linterna. Pásenmela.
Desató y tiró abajo el bramante con que había enrollado la lona y soltó un
extremo de esta, paralelo al muro, hasta que llegó a la cabeza de Guafe. Con el
bramante ataron la linterna a la lona y Smythe la izó.
—¿Puede ver algo ahora? —llamó Clive.
—¡Dios mío! —soltó Smythe.
—¿Qué ocurre, sargento?
Smythe movió la cabeza.
—No hay tiempo para hablar. Rápido. ¡Todos, arriba!
Hizo descender de nuevo la lona y la sujetó en la cima del muro con su peso. Clive

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fue el siguiente; cogiéndose de la lona, trepó hasta lo alto. Finnbogg lo siguió. El
material de su improvisada cuerda soltó inquietantes ruidos de desgarro bajo el peso
del enano. Clive y Smythe fijaron la tela en la cima del muro hasta que Finnbogg
estuvo al alcance de la mano de Clive. Mientras el enano trepaba los últimos palmos y
tomaba el puesto de Clive para sujetar la lona, este cogió la linterna para ver lo que
había alarmado a su colega.
—Vamos, Guafe, ahora usted —indicó Smythe.
La luz de la linterna no tenía la intensidad suficiente para alumbrar a mucha
distancia. Mostraba las cimas de los muros, que se extendían en todas direcciones
como senderos elevados, pero los espacios a los lados estaban perdidos en la sombra,
y los senderos pronto desaparecían en las oscuridades adonde no alcanzaba la
linterna. No vio nada alarmante hasta que se volvió en la dirección por la que habían
venido.
Allí vio una descomunal forma blanca que parecía llenar el pasillo.
Clive se acercó unos pasos, sosteniendo la linterna en lo alto. Cuando la inmensa
cabeza se levantó del pasillo, Clive casi deja caer la luz.
Cosas, había dicho el impostor. No se había referido a la bandada de feroces
criaturas que los habían atacado hacía pocos días. No. Se había referido a esto.
Era monstruoso: un cruce entre una enorme serpiente y una babosa. La piel era
blanca y viscosa, pero también tenía escamas. El frote de estas contra la piedra
provocaba el pesado susurro. La cabeza tenía más de un metro de ancho, de forma
chata y cuadrada. Sus ojos eran grandes y lechosos, con un par de antenas (una larga y
otra corta) encima de cada uno. La boca, cuando abría sus enormes fauces, exhibía
tres series de dientes parecidos a los de una barracuda.
Mientras Clive continuaba petrificado mirando al monstruo, este empezó a
ondularse, alzando del suelo la extraordinaria mole de su cuerpo y dirigiéndolo a la
cima del muro, hasta que quedó encaramado en él. La cabeza avanzó hacia Clive, pero
el volumen de la bestia era excesivo para mantenerse en equilibrio en la parte superior
del muro, que no llegaba a medio metro de ancho.
Al perder pie, el monstruo enrolló su cuerpo y llenó el pasillo. Después, usando
los anillos como un muelle en tensión, los abrió con gran fuerza y las piedras de cada
lado gimieron bajo su presión.
Fascinado a su pesar, Clive observaba cómo la monstruosidad relajaba sus
músculos y luego los expandía de nuevo. Esta vez, los muros de cada lado del pasillo
se derrumbaron bajo la tremenda presión.
Los bloques de piedras que cayeron encima de la bestia no parecieron
incomodarla en modo alguno. Con una simple sacudida se los sacó de encima.
Cayeron más bloques, pero la criatura empezó a subir por los escombros,
deslizándose por ellos como por una rampa.
Aunque la serpiente-babosa se le acercaba irremisiblemente, Clive continuaba
impertérrito, mirándola cautivado. Había una terrible belleza en su fealdad, en su

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misterioso poder físico.
—¡Mi comandante!
Clive dejó la linterna en el suelo y pasó por encima de ella, dirigiéndose hacia el
monstruo. El irrefrenable impulso de tocar aquella piel pegajosa y sus ondulantes
músculos era demasiado intenso para no obedecerlo.
—¡Mi comandante! ¿Ha perdido el juicio?
Los grandes ojos lechosos eran ciegos, estaba seguro, pero aun así lo hechizaban
con su poder hipnótico. Oía que Smythe lo llamaba, pero la voz de su compañero
sonaba extrañamente remota, como si la oyera bajo el agua, o en un sueño.
En aquellos momentos era la bestia quien captaba toda su atención.
La exigía.
No permitía que no se la otorgasen.
Clive se acercó hasta ponerse casi al alcance de aquellas inmensas mandíbulas;
luego, inesperadamente, Smythe lo agarró por el hombro y tiró de él. Clive protestó,
hasta que empezó a perder el equilibrio. Entonces se vio obligado a desviar la vista de
la criatura: sus ojos ciegos dejaron de llenar la mirada de Clive. Y al instante recuperó
la voluntad.
Al serle negada su presa, el monstruo se abalanzó hacia adelante, pero Smythe ya
había apartado a Clive de su alcance. El muro donde se había apoyado la bestia se
desplomó bajo su peso, y de nuevo el animal se hundió. Esta vez todos los muros
temblaron por el impacto, y nubes de polvo se levantaron alrededor del grupo como
una espesa niebla londinense.
—Cuidado con su mirada —advirtió Clive mientras seguía a Smythe hacia donde
esperaban los demás—. La maldita cosa parece ciega, pero me hipnotizó igualmente.
—Rápido —lo apremió Smythe—. Póngase en cabeza y sáquenos de aquí, mi
comandante.
A sus espaldas, la monstruosa serpiente se levantaba de entre las ruinas una vez
más: una inconmensurable forma pálida que avanzaba a través de la nube de polvo.
Bajo su peso las piedras se desmigajaron, y los muros temblaron de nuevo cuando
hizo un esfuerzo por alcanzarlos.
—¡Mi comandante! —gritó Smythe al ver que Clive permanecía inmóvil.
—Deje que me oriente —le respondió.
Estudió la bóveda del techo de la oscura caverna en busca de la luna reflejada que
lo había guiado anteriormente. Cuando al fin la halló, emprendió la marcha al paso
más ligero de que fue capaz por el estrecho sendero de la cima de los muros.
Oyeron otro derrumbe estrepitoso a sus espaldas. Guafe, que iba en la retaguardia,
se volvió. Los rayos rojos que proyectaban sus ojos penetraron la nueva nube de polvo
y mostraron la monstruosa serpiente, que había echado abajo el muro de un callejón
sin salida y se deslizaba ahora por el pasillo en su persecución.
—Coloquemos algunos muros entre el monstruo y nosotros —dijo Clive.
Dejando de lado por el momento la guía del techo de la caverna, Clive viró

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bruscamente en un ángulo cerrado.
Debido a la disposición del laberinto, pronto consiguieron dejar unos cuantos
muros entre ellos y la bestia. Al detenerse a recuperar el aliento, oyeron que la enorme
serpiente abatía ya uno de aquellos muros.
—Es endiabladamente inteligente, de veras —comentó Smythe—. La arquitectura
del lugar, quiero decir. Es evidente que nos querían acorralar con el muro corredizo;
allí hubiéramos esperado a que la criatura llegase. Luego, sin lugar a dudas, se
accionaría algún mecanismo que colocaría de nuevo el muro en su lugar, dando así
paso a la criatura a donde estaría atrapada la presa.
—Sólo que esta vez su presa ha conseguido escapar —repuso Guafe.
—Exacto —asintió Smythe—. Lo cual ha enloquecido a la maldita cosa. Que se le
haya escapado la presa es algo que nunca le había ocurrido antes, lo apuesto. ¿Se ha
orientado de nuevo, mi comandante?
—Creo que… sí.
Con la «luna» sobre su hombro izquierdo, Clive abrió la marcha. Mantuvieron un
paso vivo, ya que aún oían al monstruo que los seguía, avanzando con estrépito por el
laberinto a medida que derribaba muro tras muro.
Quedaría poco del lugar cuando el monstruo se decidiese a acabar, pensó Clive.
No era que le importase mucho. Era sólo que los próximos que tuviesen que
recorrerlo lo pasarían aún peor que ellos.
—¿Cómo vamos? —le preguntó Clive a Guafe, que seguía en la retaguardia.
—Bastante bien —respondió el ciborg—. Parece que estamos dejando la bestia
atrás.
—¿Atrás? —dijo Finnbogg—. ¿Entonces qué oye Finnbogg por allí?
Y señaló hacia la derecha.
—Ecos —contestó Smythe.
Pero Guafe sacudió la cabeza negativamente. Con sus agudísimos sentidos, había
percibido lo que los demás aún no.
—No —afirmó—. Es otra de las criaturas. Nos viene al encuentro. —Señaló hacia
la izquierda y adelante—. Y hay una tercera, que se acerca por aquella dirección.
—Estupendo —repuso Clive.

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24

Tu mayor miedo hecho realidad.


Esto es lo que le había dicho el espíritu de las tinieblas, a través de la hechicera
rogha que actuaba como médium. ¿Cómo podía haberlo sabido el espíritu? Porque
aquí estaba aquel miedo, en toda su oscura gloria.
Annabelle oscilaba en la plataforma. El abismo que se abría abruptamente a cada
lado y frente a ella desencadenó su acrofobia, y se sintió llamada desde abajo, desde
las negras profundidades.
Ven a mí, la llamaba. Acepta tu destino. Sé una conmigo. No tienes nada que temer.
Y ella lo quería. Quería simplemente dejarse ir y caer en la negrura.
Ven a mí. A un sitio mejor.
Annabelle necesitaba un sitio mejor. Donde pudiera estar con su hija y sus
amigos, donde todo aquello, la Mazmorra y su incomprensible locura, fuera tan sólo
una pesadilla.
Ven a mí.
Lo quería. Desesperadamente. Pero, al igual que no podía retroceder, no podía
avanzar. El miedo la tenía paralizada.
De un modo confuso, a través del contorno fantasmal de la puerta, le llegaban los
gritos de los quananos que se acercaban irremisiblemente. En su entorno inmediato,
las voces de sus compañeros no eran más que un balbuceo de sonidos ininteligibles
que intentaban decirle que marchase por la estrecha pasarela que cruzaba el abismo.
Pero no podía hacerlo. Y no había tiempo para alargar la mano a la bolsa de byrr.
No había tiempo para sacar una hoja.
No había tiempo para masticarla.
No había tiempo.
Sólo había el abismo, llamándola mientras ella se balanceaba en su borde. Ven a
mí.
—Annabelle, por favor —le rogó Sidi.
Ella se esforzó para volver la cabeza y decirle que sencillamente no podía, pero fue
incapaz de arrancar la mirada del abismo. Apenas podía oír nada más excepto la voz
hipnótica, llamándola.
Sentía la garganta espesa, obstruida, henchida de miedo. Su pecho era un nudo de
tensiones y sus pulmones buscaban aire desesperadamente. Cada músculo de su
cuerpo estaba agarrotado.
—Annabelle —dijo Sidi—. Tan sólo coge mi mano.
«No puedo moverme», quería decirle ella, pero las palabras a duras penas se
formaban en su mente. Darles voz era imposible.
«Salid de aquí… Sidi… todos vosotros… Dejadme para el abismo, para su oscura
promesa…».
Se preguntaba: «¿Es esto el mundo de las tinieblas? ¿Me convertiré en un espíritu

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del mundo de las tinieblas si me dejo ir?».
Pero el abismo prometía más. Liberarse de la Mazmorra. Reunirse de nuevo con
Amanda. Paz.
Ven a mí, susurraba la voz oscura.
«Iré», le respondió Annabelle. «Tan sólo deja que me mueva. Tan sólo dame
tiempo para pensarlo».
Porque había algo raro en la promesa del abismo. ¿Cómo podía devolverla al
mundo que había perdido? ¿A su hija y a sus amigos? Si era tan simple…
No podía ser tan simple. Nada nunca era tan simple.
Oscilaba en el borde, mientras la oscuridad se tragaba su alma. Quería ser libre, no
sólo de la Mazmorra, sino también de la oscura llamada del abismo. Ser libre del
miedo que la paralizaba, que hacía que su cuerpo la traicionara.
«Tan sólo suéltame un poco», dijo a la oscuridad. «Dame tiempo para saber qué
está pasando…».
Entonces Chillido tomó literalmente el asunto en sus propias manos. Cogió a
Annabelle con los brazos inferiores, la atrajo contra su pecho y emprendió una
carrera por la estrecha pasarela, usando sus brazos superiores para equilibrarse.
Un sonido escapó del cuello hinchado de Annabelle (un grito estridente y agudo
que desgarró sus labios), al tiempo que recuperaba su movilidad. Se agitó en brazos de
Chillido. Sus sacudidas amenazaron con hacer perder el equilibrio a la alienígena y
lanzarlas a ambas al vacío. Sin dejar de avanzar con paso seguro, Chillido se arrancó
un pelo-púa con un brazo superior y lo hincó en el brazo de Annabelle.
El pelo espinoso rompió la piel de Annabelle. Su potente contenido químico entró
en su cuerpo y, mezclándose con el sistema de riego sanguíneo, le produjo un alivio
total en forma de inconsciencia. Annie quedó inerte en los brazos de la alienígena.
Chillido tiró la púa al abismo y continuó su carrera.
Tras ella, Sidi y Tomás las seguían al trote. Ya habían recorrido unos buenos cien
metros de pasarela, con el vacío a cada lado, cuando el primero de los quananos de
vestido metalizado traspasó la puerta. Levantó su arma, apuntó e hizo fuego. El rayo
rojo de láser crepitó en el aire junto a la cabeza de Sidi, tan cerca que le quemó un
mechón de su moreno pelo.
Sabía, sin ninguna duda, que el próximo disparo alcanzaría a alguien del grupo.
Involuntariamente, contrajo los músculos de la espalda a la espera del disparo.
Arriesgó una mirada hacia atrás y vio al hombre apuntando el rifle con cuidado y se
preparó para recibir el impacto. Pero un segundo hombre se adelantó en aquel
momento y apoyó una mano en el cañón del arma del primero. Y este bajó el rifle.
Ambos hombres se quedaron contemplando al grupo de fugitivos, ahora con las
armas cruzadas en sus pechos.
«¿Por qué no disparan?», pensó Sidi.
Y la respuesta le llegó por sí sola. Tenía que haber algo peor aguardándolos al otro
extremo de aquella franja de estrecho camino. Algo que aseguraba a los quananos el

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destino del grupo, de tal forma que no tenían necesidad de perseguir a los intrusos o
de tumbarlos a tiros. Sencillamente, mantendrían la guardia para que nadie del grupo
intentara la retirada.
Sidi les dio una última mirada y se apresuró a seguir a los demás. El resplandor
fosforescente continuaba envolviéndolos. Miró hacia adelante y lo único que pudo
distinguir fue que la pasarela continuaba y continuaba, sin un fin visible.

Al cabo de un tiempo tuvieron que detenerse a descansar. Se sentaron a


horcajadas en la pasarela, con las piernas colgando a cada lado y las tinieblas del vacío
lamiendo las suelas de sus zapatos. Chillido continuaba teniendo cogida a Annabelle
con sus brazos inferiores, pero ahora descansaba el peso de la humana criatura en sus
rodillas. La alienígena se había dado la vuelta, de manera que ahora estaba frente a los
otros dos.
Al ver la forma inerte del cuerpo de Annabelle en sus brazos, Sidi tuvo un
momento de pánico. «¿La habría herido alguna de las armas quananas?».
—¿Qué ha ocurrido, Chillido? —le preguntó.
Ha sido necesario inyectar un tranquilizante a Annabelle, respondió la arácnida.
De otra forma nos habría echado a ambas de la pasarela.
—¿Pero está…?
Estará bien, le aseguró Chillido. Solamente duerme. El tranquilizante pronto
acabará su efecto.
El alivio de Sidi fue casi físico.
Descansaron unos buenos quince minutos, antes de que Chillido se volviera a
poner en pie.
El tiempo pasa, dijo la araña.
Alzó a Annabelle con toda facilidad y miró a los otros dos. Tomás y Sidi se
levantaron con ella y los tres reemprendieron la caminata siguiendo el estrecho
sendero.

Estuvieron horas cruzando la caverna. Annabelle empezaba ya a agitarse cuando


la pasarela los depositó en otra plataforma. Allí, la pared de la caverna tenía otra
abertura, pero no estaba enmarcada en el mismo resplandor centelleante de la de
Quan. La fosforescencia de la caverna continuaba en el interior del túnel. Ya muy
adentro, Chillido se agachó hasta llegar a su posición de sentada y sentó a Annabelle
en el suelo. La sostuvo firmemente así hasta que ella tuvo las fuerzas suficientes para
mantenerse en aquella posición por sí sola.
—Oh, mi cabeza —murmuró Annabelle.
Abrió y cerró los ojos lentamente, intentando situar su entorno. Lo último que
recordaba era la llamada del abismo. Había estado a punto de dar un paso al vacío, de

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lanzarse a sus tinieblas cuando…
—Me salvaste la vida —dijo a Chillido.
Siento no haber podido advertírtelo, respondió Chillido.
—Bien, no te reprocho nada. Hiciste lo que debías.
Annabelle miró a su alrededor. Se encontraban en un túnel y ella estaba sentada
junto a Chillido. Cerca descansaban Tomás y Sidi, con sus miradas clavadas en ella.
Pero detrás de ambos se extendía algo que despertó la sensación de vértigo en el
interior de Annie. Esta podía ver el final del túnel, percibir el abismo al otro lado.
Tuvo un escalofrío y se apresuró a volver la cabeza.
—Ahora sí que sé lo que es el agradecimiento eterno —dijo a Chillido—. Todo lo
que tengo… es tuyo.
La extraterrestre miró a Annabelle con una de sus raras expresiones que pasaban
por una sonrisa en sus curiosos rasgos faciales.
Acepto tu agradecimiento, Annabelle, respondió ella.
Annabelle se volvió hacia los otros dos.
—¿Tenéis alguna idea de dónde estamos?
—Hemos atravesado la caverna —repuso Sidi—. Aparte de eso, tú sabes tanto
como nosotros.
—¿Pero los quananos…?
—Parecían contentos de dejarnos ir.
Annabelle frunció el entrecejo.
—¿Como si hubiera algo aquí dentro que ya se encargará de nosotros? —preguntó
pensando en voz alta—. ¿O quizá les gustaron nuestras posaderas?
—Considerando a la mayoría de gente que hemos encontrado por aquí —opinó
Sidi—, dudo mucho de que sus intenciones fuesen caritativas.
—En otras palabras, que esperemos lo peor.
—¿Quién sabe? —contestó Sidi—. Quizá tengamos una sorpresa agradable.
Annie se puso en pie, colocó una mano en la pared para apoyarse y comprobó su
estado físico. La jaqueca estaba desapareciendo, pero el dolor en la pierna despertaba
para tomar su lugar. Aparte de eso, se sentía bastante de una pieza.
Miró a sus compañeros.
—Supongo que tenemos que seguir —dijo.

El túnel no era largo. Después de unas vueltas que (para tranquilidad de


Annabelle) dejaban la cueva y su abismo muy atrás, se abría en una nueva gruta. Aquí
la fosforescencia era menos intensa, con lo cual la iluminación era más tenue,
exceptuando un rincón, donde había un agujero en el suelo, de donde salía un fulgor
brillante de color oro miel. Aparte del agujero del túnel por el que acababan de llegar,
no había otra entrada o salida de la gruta.
Buscaron concienzudamente en los muros antes de reunirse por fin alrededor del

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agujero. Miraron hacia dentro; el resplandor amarillo era muy brillante. En su
interior flotaban centellas, como motas de polvo incendiadas. No había modo de
decir lo que era, o adonde llevaba, pero había una escala, clavada en la pared de roca,
que conducía a su interior.
Annabelle dio un paso atrás, apartándose del borde.
—Mastica una de las hojas de byrr de Chobba —le aconsejó Sidi.
Era muy extraño, pero el agujero no producía en Annabelle una sensación de
auténtica profundidad. La respiración de Annie era normal, los músculos de su pecho
estaban relajados. La huella de miedo que parpadeaba en la corteza de su cerebro era
sólo el recuerdo del abismo y de su voz seductora.
—No es eso —dijo Annabelle—. Es sólo que no me gusta porque no tenemos
elección acerca de adonde ir. Es así: o bajamos por aquí o regresamos por el mismo
camino. Si los quananos están vigilando la puerta de entrada… quiere decir que no
podemos salir. Así pues descendemos por esta escala o…
Dejó el resto de su pensamiento sin expresar, aunque yacía pesadamente en su
mente: «… o nos echamos al abismo».
Observó a sus compañeros. ¿Había llegado a oír alguno de ellos la voz de las
tinieblas? ¿Las promesas que había hecho? ¿Y si había tirado por la borda su única
oportunidad de regresar de nuevo a casa por no haberle hecho caso? Si Amanda
hubiera desaparecido para siempre…
—¿O qué? —preguntó Tomás.
—O nada —contestó Annabelle—. O nos quedamos aquí, lo cual no es muy buen
plan, ¿verdad?
Tomás asintió. Junto a él, Sidi observaba a Annie meditabundo.
—La bolsa… —empezó.
—Me parece que no voy a necesitar ninguna de esas hojitas —lo interrumpió ella.
En aquellos precisos momentos, lo que quería era tener todas sus capacidades
alerta, no relajadas.
—Pero… —empezó de nuevo Sidi.
Annabelle movió negativamente la cabeza.
—¡No! ¡Vamos chicos: tonto el último!
Y, sin esperar respuesta, se acercó al agujero y bajó el pie hasta el primer peldaño.
Entonces dudó un momento, esperando que el terror se apoderara de su cuerpo, pero
todo seguía normal. Estaba un poco tensa, pero no más de lo lógico, teniendo en
cuenta que se dirigía a lo desconocido. Aspiró y espiró un par de veces, lentamente, y
emprendió el descenso.
Una vez que su cabeza estuvo por debajo del borde del agujero, no pudo ver nada
más y tuvo que proseguir a tientas. El resplandor oro miel era tan intenso, con tantas
chispas revoloteando y parpadeando ante sus ojos, que acabó cerrándolos. Incluso
entonces, el resplandor era un brillo escarlata a través de sus párpados cerrados. El
aire empezó a notarse más denso, aunque ello no afectaba a su respiración. Sólo era…

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realmente como miel, pensó. Y las chispas, como partículas de cristal en un líquido,
totalmente claro por otra parte. Descender era como sumergirse en un agua
respirable.
Con el pie tanteaba en el aire en busca del siguiente peldaño, poniendo especial
cuidado cuando apoyaba el peso en la pierna herida.
El resplandor proseguía intensificándose en brillantez, pero no irradiaba calor; el
aire continuaba aumentando su densidad. Notaba que los demás la seguían, por la
vibración que sus movimientos comunicaban a los peldaños metálicos de la escala.
—¿Todos estáis bien ahí arriba? —llamó. Habló casi esperando que saldrían
burbujas de su boca.
—Muito bem —respondió Tomás—. Ningún problema.
Sidi y Chillido respondieron también, con sus voces un poco más distantes.
Mientras descendía por la escala, Annabelle descubrió que estaba pensando en
cosas absolutamente fuera de lugar. Como por ejemplo, en una reciente actuación de
los Crackbelles, tiempo antes de ser arrebatada por el fulgor azul, cuando un
periodista de la revista Rolling Stone les había hecho una entrevista. En lugar de dejar
que fuese el entrevistador quien formulase las preguntas, fueron ellos quienes lo
acribillaron a interrogantes hasta volverlo loco. Preguntándole: ¿Cómo era trabajar
para la Stone? ¿Había escrito algún artículo sobre The Wailing Men, la última
formación de Jimmy Dancer? ¿Había conocido a Hunter S. Thompson…?
Hunter S. Thompson.
«Debería tomar notas», pensó Annie. «Si alguna vez salgo de aquí, podría vender
un artículo a la Stone. “Terror y aborrecimiento en el País de lo Raro y lo Curioso”.
¿Las cosas no son lo suficientemente extravagantes para ti, Hunter? Tendrías que
probar este sitio».
Su pie descendió y tanteó en busca del siguiente escalón, pero no halló nada.
«Espera un momento», pensó.
Bajó el cuerpo un poco más y volvió a tantear cuidadosamente con el pie. Quizás
era sólo que faltaba un escalón. Pero no, aquello era el final del camino. De allí en
adelante, por cuenta propia.
—Se acabó la escala —avisó hacia arriba.
—¿Estás en suelo firme? —preguntó Sidi.
—No. Al menos que yo sepa.
Por encima de ella, Tomás lanzó un gran suspiro.
—Entonces, de nuevo para arriba —dijo.
—No lo creo —contradijo Annabelle.
—¡Annabelle, no! —gritó Sidi.
—Vamos a ver, ¿qué podemos perder? Si volvemos a subir, tenemos una elección
entre el abismo y los quananos. Y esto de aquí debe llevar a alguna parte, digo yo.
—¡Pero es estúpido! —le replicó Tomás.
Cierto, tenía razón, pensó Annabelle.

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Pero, cuando uno se paraba a meditarlo con detención, todo era igualmente
jodido. Aquello podía ser suicidio, pero al menos no había tinieblas allí abajo,
tinieblas que la llamasen con voz aterciopelada. De ningún modo quería volver a
enfrentarse al abismo. Ni pensarlo. Además, sentía el aire tan espeso que se imaginó
que acabaría flotando.
¿Flotaría?
—¡Annabelle! —gritó Sidi.
—¡Adiós! —respondió Annabelle.
Y se soltó.

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25

Con tres enormes ofidios monstruosos acercándose a ellos desde otras tantas
direcciones, Clive lo tenía muy difícil para saber hacia adonde debía conducir su
pequeña partida. Fuera cual fuese la dirección que tomase, los conduciría a una de
aquellas bestias. Para ellos no había lugar seguro en el laberinto. No había lugar
seguro en ninguna parte de la maldita Mazmorra, cuando uno estaba metido hasta el
cuello en ella, pensó.
—Mi comandante —dijo Smythe—. Tenemos que movernos.
—Sí, bien, de acuerdo; sólo que, ¿adónde vamos? Estoy abierto a todo tipo de
sugerencias.
—Lejos —repuso Finnbogg.
Clive miró la expresión esperanzada del enano y le dedicó una fugaz sonrisa.
«Lejos, sí. Muy bien, Finn», pensó. «Pero, lejos, ¿hacia adonde es?». Cualquiera que
fuese la dirección que eligieran, una de las criaturas los estaría esperando. Y, si
permanecían en aquel lugar, llegarían las tres monstruosidades a la vez y allí
encontrarían al grupo, mientras él intentaba llegar a una decisión.
«Usa la cabeza, Folliot», se dijo a sí mismo.
Luego, para colmo de su fastidio, sintió que la cabeza se le iba a otra parte, a
pensar qué habría hecho Neville en una situación semejante. En primer lugar, no era
probable que su hermano se metiera nunca en una tal situación. Oh, no, Neville no.
Era demasiado, demasiado inteligente, siempre lo tenía todo bajo control, nunca le
faltaba respuesta a ningún problema.
Y, considerando que las cosas ya habían llegado muy lejos para ellos, Clive no se
habría sentido extrañado de descubrir que Neville había organizado también aquella
sorpresita para ellos.
«Recuerdos de parte de su hermano», había dicho el impostor, el pretendiente a
Neville.
Sí, todo formaba parte de un complicadísimo juego, al que Neville estaba jugando.
Lo que Clive no podía determinar era si Neville estaba jugando con su propio gemelo
como adversario, o si jugaba con alguien más y utilizaba a Clive y a su grupo
simplemente como peones del juego. ¿O tenían un mayor rango que ese? ¿Quizás uno
de ellos era rey? ¿Bajo la protección de un alfil, un caballo y una torre?
Intentó no pensar en la reina, ya que sería Annabelle. Su pieza había sido retirada
del tablero. Perdida o muerta…
Una partida de ajedrez complicada.
Clive sabía que era mejor jugador que Neville, pero era difícil mover cuando uno
sólo podía ver a la vez algunos cuadros del tablero, cuando a uno sólo le quedaban
cuatro piezas para jugar, mientras que el otro jugador, el adversario, poseía una fila
interminable de piezas, dispuestas ya en el tablero; pero las piezas no parecían
colocadas en un orden coherente y se movían demasiado al azar para cualquier

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defensa lógica.
Un movimiento como «serpiente gigante a cinco torre de la reina».
Blancas mueven.
—Sea lo que sea lo que decidas —dijo Guafe—, es mejor que lo decidas pronto.
Con un sobresalto, Clive despertó del ensueño, parpadeó y asintió. Tomar una
decisión. Sí. Pero cada vez que su mente iba en busca de un plan de acción regresaba
con las manos vacías.
—¿Puede encontrarnos otro de esos callejones sin salida? —preguntó Smythe.
—Seguro.
—Entonces llévenos a él —indicó Smythe—, y quizás aún podamos dar esquinazo
a las bestias.
Clive tardó un momento en encontrar su «luna» guía en la encumbrada bóveda de
la caverna. Cuando al fin la localizó, giró para que el centelleo quedara sobre su
hombro derecho y puso el grupo en marcha. Su ruta los llevaba directamente hacia la
segunda criatura que Guafe había divisado.
Tomada ya una decisión, Clive percibió que su mente se aclaraba. Archivó el
rompecabezas de Neville y sus complicados propósitos en el fondo de su mente y se
concentró en la tarea que tenía entre manos. Unos diez minutos después de haber
reiniciado la marcha, encontró lo que había estado buscando para Smythe. Estaban
sobre un callejón sin salida.
—¿Ahora qué? —inquirió.
Smythe no respondió de inmediato. Echó un vistazo en la dirección del monstruo
que tenían más cerca y retrocedió un poco por el camino que los había llevado hasta
allí. Luego se arrodilló para investigar las piedras del punto donde se hallaba en
aquellos instantes.
—¿Puede mover alguna de estas? —preguntó a Guafe, que se le había acercado.
—¿Quiere decir levantarla? —respondió el ciborg.
Eso, pensó Clive, estaba más allá de las posibilidades de Guafe.
Smythe movió la cabeza negativamente. Dio la linterna a Finnbogg y le indicó que
la sostuviera hacia un lado, de tal modo que iluminara el suelo del laberinto.
—Sólo quiero que empuje y haga caer esta piedra —explicó—. Con suerte,
accionará una de las trampas del laberinto.
—¿Con qué objetivo? —interrogó Clive.
—Las criaturas son ciegas —contestó Smythe—, y no parece que tengan sentido
auditivo. Si estas suposiciones son ciertas, creo que deben de estar siguiéndonos o por
la vibración de nuestros pasos en las piedras o por lo que «oyen» de nuestros
pensamientos.
Al recordar la presión producida por la mente de la criatura en la suya propia,
Clive asintió lentamente.
—Quizá… —dijo.
—Lo sé, mi comandante. Tampoco yo acabo de ver muy claro eso de la lectura

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mental, pero los dos sabemos que es posible.
Porque los dos lo habían experimentado: habían compartido las mentes al caer
presa de la telaraña neuronal de Chillido.
—Así pues —prosiguió Smythe—, quiero accionar la trampa y provocar que los
monstruos vengan corriendo (quiero decir, arrastrándose) hacia aquí. Aquí los
esperaremos, llenando nuestras mentes con pensamientos de pánico. Nos vamos a
sacar los zapatos y, cuando llegue una bestia, vamos a escurrir el bulto
disimuladamente, descalzos y en silencio, manteniendo la mente en blanco, hasta que
hayamos colocado la distancia pertinente entre ella y nosotros.
—¿De verdad cree que va a funcionar? —cuestionó Clive con una voz de la cual
era difícil despejar toda duda.
—Todo lo que podemos hacer es probarlo.
—¿Y las demás? —preguntó Clive.
—Primero rompamos el cerco en que nos tienen atrapados —repuso Smythe—, y
luego nos preocuparemos del resto.
Antes de que nadie más pusiera objeciones, Guafe se agachó y aplicó toda su
fuerza a la piedra. Se movió de donde estaba encajada, luego crujió, se inclinó poco a
poco y cayó al suelo con gran estrépito. Los cuatro miraron hacia abajo, en espera de
que la trampa se accionase. El aire se llenó de polvo y el muro tembló por el impacto,
pero no ocurrió nada más.
—Cuando Guafe nos llevó al primer pasillo sin salida —recordó Clive—, no
pusimos en marcha ningún mecanismo.
La más cercana de las monstruosas serpientes ya estaba al llegar; las dos restantes
continuaban su aproximación.
—Quizá no haya trampas en todos —sugirió Finnbogg.
Smythe no respondió.
—Probemos de dar en la roca de al lado —dijo, volviéndose a Guafe.
Una cosa no sería nada difícil, pensó Clive mientras el ciborg trabajaba para
mover el segundo bloque: llenar la mente de pánico.
La segunda piedra golpeó el suelo del laberinto. Durante un largo minuto
tampoco hubo respuesta; luego vieron que el suelo comenzaba a hundirse. El muro
encima del cual estaban empezó a desplazarse y ellos saltaron a la siguiente sección.
—Zapatos y botas fuera —ordenó Smythe.
Mientras Clive se sacaba las botas, no dejaba de observar la inmensa criatura que
se acercaba hacia la trampa, ya accionada, con las antenas ondulando adelante y atrás
por encima de sus enormes ojos ciegos. Una de las otras dos serpientes se encontraba
tan sólo a unos pocos pasillos.
—Hay otra que llegará casi al mismo tiempo —dijo Clive.
—No hable, mi comandante —le avisó Smythe—. Tiéndase, manténgase oculto y
llene la mente con pensamientos de pánico. Imagínese: usted está atrapado, y no hay
manera de huir.

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Todo era demasiado cierto, pensó Clive, pero hizo lo que le pedían. Era
terriblemente fácil dejarse deslizar en la sensación de pánico.
Con el calzado en la mano y el frío contacto de las rocas del muro en el cuerpo,
observaban cómo se acercaba la criatura. Cuando la monstruosa cabeza de la
serpiente más próxima llegó a su campo de visión inmediato, Smythe se puso en pie.
Se llevó un dedo a los labios e hizo ademán de que lo siguieran.
Clive intentó vaciar su mente, y vio que era más fácil llenarla con pánico que no
pensar en nada. Intentó imaginarse que era una de las piedras que formaban parte del
muro que tenía bajo sus pies.
Pero dudó de que tuviese ni siquiera un ligero éxito.
Oyeron un chirriar de piedras: era el muro que se apartaba para dejar paso a la
criatura hacia donde debería estar atrapada su presa. Clive, el último de la fila, echó
un vistazo atrás. La serpiente estaba a punto de entrar y el segundo de los monstruos
ya llegaba a escena. Este, sin un momento de preámbulo, lanzó su cabeza como un
dardo y mordió la cola de la primera criatura.
Clive detuvo su huida.
—¡Pst! —llamó hacia adelante.
Los demás se detuvieron para mirar hacia atrás.
A pesar de la estrechez de los confines del pasillo, la primera criatura giró sobre sí
misma ondulando su cuerpo sinuosamente y con los fauces abiertas arremetió contra
su atacante. Pero la segunda serpiente ya había soltado su mordisco de la cola y
levantaba la cabeza como una cobra, oscilando lentamente adelante y atrás, dispuesta
para el ataque.
Las mandíbulas de la primera serpiente se cerraron en el aire con un chasquido
ensordecedor. Al instante, su adversaria la embistió y la enrolló con sus pálidos y
viscosos anillos. En el acto, la primera también puso en juego su potente abrazo.
La lucha por el predominio se convirtió en unos tremendos azotes y sacudidas.
Los muros se derrumbaban a cada lado, desprendiendo enormes bloques de piedra
que les caían encima, pero las criaturas hacían caso omiso del derrumbe y mantenían
toda su atención en su adversario. El aire se llenó de una nube de polvo.
—¡Por todos los diablos! —exclamó Smythe—. Nos han solucionado el problema.
Se agachó y se puso las botas de nuevo. Un momento más tarde, habiendo los
demás seguido su ejemplo, el grupo marchaba ya a paso ligero, con Clive en cabeza
una vez más.
Utilizando la «luna» como guía, tuvo pocos problemas con las direcciones a tomar
y avanzaron a buen promedio. Aún podían oír a lo lejos el combate de las serpientes,
los muros que caían por su violencia. De la batalla también llegaba una retahíla de
gemidos agudísimos, tan estridentes que dañaban sus oídos. Cuando el grupo paró a
recuperar el aliento, Clive se volvió hacia el ciborg.
—¿Hay alguna señal de la tercera? —preguntó.
—Creo que se ha añadido a la batalla —repuso Guafe.

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A lo lejos se hizo un silencio repentino.
—No hay tiempo para descansar —indicó Smythe—. Sigamos avanzando.
Aunque fatigado, el grupo reemprendió la marcha.
¿Acaso no tenía fin aquel maldito laberinto?, se preguntó Clive. Simplemente
continuaba y continuaba, muro tras muro, pasillo zigzagueante tras pasillo
zigzagueante. Su linterna producía un halo de luz que se abría paso por la oscuridad,
pero lo que iluminaba era siempre lo mismo. Siempre había más de lo mismo,
rodeado de tinieblas. Finalmente avistó, muy hacia adelante, un débil resplandor. Al
mismo tiempo, Guafe los llamó desde la retaguardia.
—Otra de las bestias nos está siguiendo el rastro. Smythe soltó una maldición,
pero Clive señaló el resplandor.
—¿A qué distancia se halla el monstruo? —preguntó.
—A la suficiente —contestó Guafe—. Por ahora. Pero sigue la misma ruta que
nosotros, y se mueve con gran rapidez.
Clive no se molestó en volver la vista atrás. Y echó a correr a toda prisa hacia la
distante luz. Los muros formaban ahora una increíble maraña de pasillos (los últimos
esfuerzos del laberinto para acorralar a los que conseguían acercarse a la salida,
supuso Clive), pero, utilizando su guía, no tuvo problema para hallar su camino entre
la complicada arquitectura.
El resplandor estaba cada vez más cerca. Pero también, según las informaciones
de Guafe, lo estaba la criatura que los perseguía. Clive condujo al grupo por una
última y desconcertante serie de curvas; por fin, el resplandor ya no estaba a más de
unos pocos muros, tan cerca que casi podía sentirlo.
—¡Casi la tenemos encima! —gritó Guafe.
«No», pensó Clive. «No nos va a coger, no ahora que tenemos la salida al alcance
de la mano».
Ya se podía distinguir la fuente de la claridad: era la luz que brotaba de una puerta
abierta. El final del laberinto, al menos. ¿Quizá también la entrada al sexto nivel de la
Mazmorra? ¿Y qué les aguardaba allí? «De momento no nos preocupemos por ello»,
dijo para sí. «Primero tratemos de sobrevivir al presente».
Corrieron los últimos metros; ya sólo había un espacio abierto entre la puerta
iluminada y ellos. La puerta estaba situada al final de un corto tramo de escaleras, y
era lo suficientemente alta como para permitirles el paso a ellos y lo bastante pequeña
como para impedir el de la bestia. Pero había un salto de cuatro metros entre la cima
del muro y el suelo de donde arrancaban las escaleras.
Clive se agachó, se cogió al canto del muro con las manos, se dejó resbalar y saltó
la distancia restante. Aterrizó con las puntas de los pies para amortiguar el golpe.
Guafe y Smythe tomaron tierra uno a cada lado. Arriba sólo quedaba Finnbogg.
—¡Venga, salta, Finn! —lo instó Clive.
—Es demasiado alto para saltar —replicó el enano.
—¡Salta! —gritó Clive—. Te recogeremos.

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Mientras Finnbogg se deslizaba nerviosamente por el borde, los tres se situaron
bajo él para frenar su caída. Pero entonces vieron la monstruosa serpiente que
asomaba por una esquina.
—¡Por el amor de Dios, salta! —lo apremió Clive.
Smythe se alejó de ellos, llevando consigo la lona enrollada en su hombro. Con
gran presteza desató los bramantes que la ataban en cada extremo y, de una sacudida,
abrió la tela. La enorme cabeza de la serpiente oscilaba a un lado y a otro, a punto de
asestar su golpe, pero Smythe mantenía la vista fija en sus mandíbulas, evitando
encontrarse con sus ojos ciegos.
Finnbogg se mantuvo asido unos momentos en el canto del muro con los brazos
estirados y luego se soltó.
La serpiente lanzó su cabeza como un dardo. En el mismo instante en que las
fauces se abrían para cazar a Smythe, este echó el pedazo de lona en su interior.
Guafe y Clive recogieron al enano, aunque fue el ciborg quien soportó la mayor
parte del peso.
La serpiente hincó los dientes en la tela y la sacudió como haría un terrier con un
ratón. En un momento la lona quedó hecha trizas entre sus dientes.
—¡Corran hacia la puerta! —gritó Smythe.
Mientras los tres salían disparados hacia las escaleras, Smythe lanzó su barra de
hierro directamente a uno de los ojos lácteos de la bestia. El arma se incrustó en el
enorme orbe y, de la boca descomunal de la serpiente, surgió aquel gemido agudísimo
que habían oído antes. Con las manos apretadas contra los oídos, Smythe echó a
correr también hacia la puerta, pisando los talones a los demás.
Guafe la cruzó primero, seguido de Clive y Finnbogg. La serpiente, sin dejar de
emitir aquel penetrante grito de dolor, lanzó la cabeza hacia adelante en dirección a
Smythe, que subía las escaleras a toda velocidad. En el último instante, Smythe se
echó a un lado y la cabeza de la serpiente batió las escaleras, haciendo trizas las
piedras. Smythe rodó sobre sí mismo, se puso en pie y se precipitó hacia la puerta
mientras la bestia levantaba su cabeza de nuevo para asestar el segundo golpe.
Smythe se zambulló en la salida en el mismo instante en que la serpiente le
disparaba sus fauces. Esta vez, su enorme testa se estrelló contra el marco de la puerta
y desmoronó sus cantos, lo que ensanchó el paso. La monstruosidad se retrajo y azotó
de nuevo, y la puerta, que daba a un túnel, se ensanchó más y más.
Clive, Guafe y Finnbogg recogieron a Smythe cuando aterrizó en el interior del
túnel. Otra vez en pie, echaron a correr por aquel nuevo pasillo mientras las
resplandecientes luces del techo les herían los ojos. Tras ellos, la serpiente continuaba
batiendo los bordes de la entrada, agrandándola a cada golpe.
El grupo dio la vuelta a una esquina, luego a una segunda y llegó ante otra puerta
maciza, tan parecida a aquella con la que los dramaranos los habían encerrado allí
dentro, que habría podido ser su gemela. Guafe llamó a la puerta a golpes insistentes.
A sus espaldas, el estrépito de piedras que se desmoronaban continuaba.

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Una y otra vez el ciborg aporreaba la superficie metálica; los demás se añadieron a
su llamada. Al fin la puerta se abrió. En su prisa por huir del túnel entraron de
estampida y casi cayeron de bruces. Se encontraban ahora en una gran sala vacía,
frente a un individuo.
La puerta, al cerrarse tras ellos, ahogó gran parte del penetrante gemido de la
serpiente y de sus golpes atronadores en la entrada del túnel. Lentamente, los
miembros del grupo se pusieron en pie. El individuo que los había salvado era un tipo
bajo, rechoncho, calvo y de cara redonda; sus ojos tenían un brillo metálico, como los
de Guafe.
«Otro hombre de hojalata», pensó Clive. El extraño ser les habló, pero no
entendieron sus palabras.
—Lo siento, no comprendemos —dijo Clive.
—¿Son ustedes ingleses? —preguntó entonces, en un correctísimo inglés.
Clive asintió.
—Entonces deben de ser los asesinos que estábamos esperando. —El ancho rostro
sonrió—. Esta noche los Señores del Trueno se alimentarán de ustedes.
Sacó un aparato de su cinturón, lo apuntó hacia ellos y con el pulgar pulsó un
botón. Una parálisis se abatió sobre los componentes del grupo y, aunque pudieron
continuar viendo y oyendo, quedaron incapacitados para mover un solo músculo.

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26

«En el pasado la cagaste un montón de veces, Annie», dijo para sí al soltarse, «pero
esta es probablemente el colmo de todas».
«Soltarse».
Dejarse caer por el hueco, como Alicia por la madriguera. Salvo que aquello no
era un sueño del cual iba a despertar, como al fin ocurría con Alicia.
Sus músculos se contrajeron, en previsión de la caída a plomo; sin embargo, al
descender como flotando en el aire espeso y dorado, no percibía sensación de caída.
El descenso era tan tranquilo como bajar por una escalera mecánica de una planta a
otra, tan confortable como estar tumbada en un lecho de agua cálida, con el colchón
balanceándose dulcemente bajo su cuerpo.
Las chispas que salpicaban el resplandor melifluo, parpadeaban como una luz
estroboscópica en sus ojos. Cada relampagueo le atravesaba las retinas y llevaba su
fuego a los ocultos repliegues de la mente. Una girándula de memorias aparecía por
un momento ante su vista, y desaparecía para dejar paso a otra. Cada una llegaba y se
iba en una fracción de segundo.
Buenos recuerdos.
La amable sonrisa de un desconocido que la observaba desde arriba mientras su
madre la empujaba en el cochecito por una calle bulliciosa.
Su primer beso, cortesía del pecoso Bob Hughes, ocultos tras los escombros del
terreno al otro lado de la escuela.
Su segunda Les Paul (para reemplazar la primera que le habían robado
inmediatamente después de comprarla en la tienda) a la que, con ayuda de Des, había
rascado la pintura y pintado de amarillo canario.
La primera vez que había cogido en brazos a Amanda, que berreaba con el rostro
enrojecido y se había calmado al recibir sus arrullos.
Oír que el tercer single de la banda, «Gotcha in my Heart», entraba como una bala
en el número treinta y cuatro de la Lista Billboard de Los Cien Principales.
Andar por una resbaladiza y lluviosa calle londinense con Chrissie Nunn y
Tripper, camino de las pruebas de sonido de la primera actuación de la primera
importante gira europea.
Montones de primeras veces.
Las primeras veces son las mejores. Aquellos momentos iniciales que nunca se
olvidan. Buenos recuerdos.
Cuando sus pies tocaron tierra y las chispas se soltaron de su mente, evaporando
los recuerdos, experimentó una sensación de abrupta pérdida que le atravesó
dolorosamente el corazón.
«Aún no», quería decirles. «No os vayáis todavía…».
Sus rodillas empezaron a doblarse, produciéndole un agudo dolor en la pierna
herida. Parpadeó, deslumbrada por el resplandor dorado, y apoyó una mano en la lisa

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pared del hueco para mantener el equilibrio. Se dio la vuelta en redondo y se encontró
con una puerta cerrada que conducía a…
¿Dónde?
¿Más peligros, más dolor? No quería ver nada más de la Mazmorra. Sólo quería
flotar en el hueco dorado, recordar las cosas buenas de su vida. Los tiempos pasados
y, ahora, desaparecidos para siempre. Mejores tiempos que los que le aguardaban al
otro lado de aquella puerta, estaba segura. El hueco le había regalado lo que el abismo
tan sólo le había prometido.
Levantó la cabeza hacia arriba, pero no había posibilidad de retirada. No había
peldaños de escala que la subiesen por el vivido resplandor dorado. No había asideros.
No había camino hacia arriba.
Pero había voces. Annabelle tardó un largo momento antes de localizarlas y
descifrar lo que estaban diciendo.
—¡Annabelle, Annabelle! ¿Me oyes?
Lentamente, consiguió librarse de su sueño. Aquel era Sidi. Al menos había algo
bueno en su presente situación. Sidi y Chillido. Buenos amigos. Quizás incluso
también Tomás, si era posible hacer borrón y cuenta nueva.
—¡Annabelle!
—Te oigo —respondió.
—¿Dónde estás? ¿Estás bien?
¿Bien? ¿Cuando acababa de recordar todo lo que había perdido?
—Sí —contestó hacia arriba—. Supongo que estoy bien.
Porque la vida seguía, ¿o no era así? Tanto daba si querías frenarla, como si
querías bajar, la vieja noria siempre continuaba girando y girando. Arriba y abajo.
Reirás un poco, lo pasarás bien algunas veces y tendrás que pasar por momentos que
no serán tan buenos.
Como ahora.
—Se desciende con absoluta suavidad —dijo a sus compañeros—. Así que, venga,
abajo.
Se apartó del hueco y se dirigió hacia la puerta, con los sentimientos de pesar y de
pérdida pegados a su cuerpo como telarañas.
«Nunca solías estar de este humor, Annie», se dijo mientras iba percatándose de
su nuevo entorno.
El lugar daba la impresión de ser una sala de espera en una estación de ferrocarril
o de autobuses. Nada era permanente allí, todo pasaba. Al otro extremo de la sala
débilmente iluminada, estaba la puerta enmarcada en la pared.
«Nivel seis», pensó Annabelle sin verle la gracia. «Otra parada innecesaria. Quizá
deberíamos haber tomado un expreso».
Oyó el ruido de algo que se movía a sus espaldas, se volvió y vio a Tomás de pie en
el resplandor dorado, con las chispas parpadeando alrededor de su cabeza morena. El
español tenía los ojos brillantes de lágrimas no vertidas.

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—¿Estás bien? —le preguntó ella.
Tomás tardó un momento en localizarla, luego asintió despacio y se le acercó. No
le contó nada de lo que había experimentado en el hueco, pero el sentimiento de
pérdida estaba escrito en su rostro tan claramente como lo había estado en el de
Annabelle.
«Bien, ¿y qué podrías decir?», pensó Annabelle.
Fue lo mismo para los demás. Uno tras otro, Chillido y Sidi salieron del hueco y se
acercaron a donde Annabelle y Tomás los aguardaban, en la cámara espaciosa y vacía.
—Qué viajecillo, ¿eh? —dijo Annabelle a los pocos momentos.
El sentimiento de pesar nadaba en los ojos de Sidi.
—En un sentido —comentó—, es lo peor que he experimentado desde que estoy
en este lugar.
—Sí. Sé lo que quieres decir. No hace falta que nos lo recuerdes.
Annie se volvió hacia Chillido. Los múltiples ojos compuestos de la alienígena no
expresaban el dolor de la misma forma en que lo haría un humano, pero Annabelle
sabía que Chillido había sufrido las mismas sensaciones de pérdida que el resto.
—Es duro —dijo Annabelle a la arácnida— estar en posesión del pasado durante
sólo un momento y volver a perderlo.
Muy duro, repuso Chillido.
Su voz resonó raramente abatida en la mente de Annabelle.
Formaban un grupo silencioso e inmóvil, que intentaba superar la melancolía en
que los había sumido el hueco. Hasta que al fin Annabelle se agitó.
—Supongo que deberíamos averiguar qué hay tras la Puerta Número Uno —
sugirió a sus compañeros—. ¿O nos inclinamos por lo que hay detrás de la cortina[15]?
—¿Cortina? —preguntó Tomás, mirando la cámara vacía a su alrededor.
Annabelle meneó la cabeza.
—No me hagáis caso.
Abrió el camino hacia la puerta, cogió el pomo e intentó hacerlo girar. Cerrada.
«Perfecto», pensó.
¿La derribamos?, le preguntó Chillido.
—Tratemos primero de entrar educadamente —respondió Annabelle.
Levantó la mano y llamó a la puerta con varios golpes secos. Esperó unos pocos
segundos y volvió a llamar. Cuando, después de llamar por tercera vez, continuaba sin
haber respuesta, se volvió hacia Chillido para decirle que hiciese su trabajo. Pero
entonces oyó que alguien giraba una llave. Y se volvió de nuevo hacia la puerta, que se
abría lentamente.
Una copia a escala de Chang Guafe apareció en el umbral.
Bien, no era exactamente como Guafe, decidió Annabelle, pero se le parecía
mucho. Tenía la estatura de un chico de doce años, pero era evidente que era mucho
mayor; delgado, de sexo masculino, con la mitad de las partes de su cuerpo de metal
pulido e implantes en ambos ojos. Llevaba la cabeza afeitada, o era calvo por

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naturaleza (era difícil de precisar). Vestía pantalones rojos y camisa verde e iba
descalzo. Si hubiera tenido las orejas puntiagudas, Annie lo habría identificado como
uno de los elfos de Santa Claus bajo los efectos de la quimioterapia.
Cuando habló, su voz sonó del mismo modo hueco que la de Guafe, pero Annie
no pudo entender ni una palabra de lo que dijo.
—¿Qué dices? —preguntó ella.
Annabelle casi pudo oír el zumbido de los circuitos en su cabeza mientras
comprobaba las palabras y las comparaba con las que tenía almacenadas en la
memoria.
—¿Habla inglés? —dijo al cabo.
—Ya lo creo. ¿Cómo te llamas?
—Binro.
—Bien. Yo soy Annabelle. —Y uno a uno presentó al resto del grupo—. ¿Es esto el
sexto nivel?
Binro asintió.
—Bienvenidos a la Ciudad Santa de Tawn, peregrinos.
—¿Peregrinos?
—Seguramente han venido a visitar el Oráculo de los Señores del Trueno.
Annabelle parpadeó, pero enseguida esbozó una sonrisa.
—Seguro —respondió—. ¿Qué más?
—¿Son Ricos o Pobres?
—Ah…
Annabelle echó un vistazo a los demás, pero tenían las mismas dificultades que
ella para seguir la conversación. «Estupendo».
«Vamos, muchachos», quería decirles. «Ya es hora de que alguien me eche una
mano».
Pero dieron claras señales de que era ella quien estaba al mando.
Ricos o Pobres. Parecía una pregunta engañosa. ¿Qué ocurría si daban la
respuesta equivocada?
—Pobres —contestó Annie, decidiendo que poseían menos de lo que deberían.
Binro sonrió radiante.
—Entonces tres veces bienvenidos, peregrinos.
—Estamos… ejem… poco al corriente de las cuestiones protocolarias —dijo
Annabelle—. ¿Cómo funciona esto del Oráculo? ¿Podemos preguntarle todo lo que
queramos?
—Eso depende de si sus nombres salen elegidos o no en el sorteo —respondió
Binro—. Pero están de suerte. Esta noche tiene lugar una lotería. Con el
consentimiento de los Señores, pueden ganar una oportunidad para hablar con ellos a
través de la Voz de Su Luz.
Aquello estaba cada vez más liado, pensó Annabelle. Sorteos. ¿De qué diablos
estaba hablando?

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—Ah… ¿y qué hacemos hasta entonces? —preguntó ella—. Ya sabes, hasta que
empiece la lotería.
—Siempre tenemos habitaciones a disposición de los peregrinos Pobres —le
aseguró Binro—. Vengan, síganme.
Los invitó a entrar y cerró con cuidado la puerta tras de sí. Se puso la llave en el
bolsillo y los condujo por un largo pasillo, y después subieron por unas escaleras.
Cuatro pisos más arriba, entraron en otro corredor. A lo largo de sus paredes, se
abrían una serie de puertas.
«Es como un hotel», pensó Annabelle. Se preguntaba con qué esperaban que lo
pagarían.
—¿Prefieren habitaciones separadas? —preguntó Binro.
La primera intención de Annabelle fue decidirse por esto, pero luego pensó que
sería mejor permanecer juntos en un solo grupo.
—Quizá no —contestó—. Aquí somos extranjeros y, ya sabes, nos gustaría estar
juntos.
—Como deseen.
Los acompañó hasta la mitad del pasillo y allí abrió una puerta que daba a una
gran habitación alfombrada. Por las ventanas entraba la brillante luz del sol, ante la
cual todos parpadearon. En el interior había dos camas dobles, un tocador, un espejo,
un sofá y algunas sillas junto a las ventanas y dos puertas más en una pared.
«Un armario y un lavabo», pensó Annabelle. Dios, el lugar era como un hotel de
vacaciones. Se preguntó si tendría ducha.
—¿Les parece bien esta? —inquirió Binro.
—Oh, sí. Es estupenda.
—Hay ropa limpia en el armario. —Y, al darse cuenta de la multiplicidad de
extremidades de Chillido, apretó los labios un momento y agregó—: Haré que le
dispongan un vestido hecho a medida, señorita Chillido, que le será entregado antes
de media hora.
—No será necesario, Binro —repuso la arácnida.
Binro farfulló una respuesta; había hablado en el idioma nativo de Chillido,
comprendió Annabelle.
Maravilloso. La Ciudad Santa de Tawn. Con un Oráculo que atiende a los
peregrinos. Se hablan todos los idiomas. Hospédese en nuestro magnífico Hotel
Hilton, en el centro de la ciudad, mientras espera los resultados de la lotería.
—Por favor, siéntanse como en su casa —añadió Binro.
Luego desapareció.
Annabelle cerró despacio la puerta tras él.
—¿Alguien sabe lo que está pasando? —preguntó.
Sidi y Tomás menearon la cabeza. Chillido, que había cruzado la habitación para
echar un vistazo por la ventana, los llamó repentinamente, señalando algo que había
visto fuera. Los demás corrieron a su lado.

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Mirad, dijo la arácnida indicando una figura en una esquina de la calle de abajo.
Annabelle tardó un momento en localizar la figura. Primero se percató de la vasta
extensión de edificios y de calles: era como estar en pleno centro de Nueva York.
Rascacielos altísimos y relucientes se alzaban a su alrededor. Las calles eran un
bullicio de tráfico, tanto de vehículos como de peatones, aunque los primeros no eran
los que uno hubiera esperado encontrar. Al menos, no en las ciudades con las que
Annabelle estaba familiarizada. O eran transportes públicos (como viejos tranvías) o
eran cochecitos (de una o dos plazas) parecidos a los coches de golf.
—Jesús —murmuró.
Chillido tiraba de su brazo, sin dejar de señalar. Annabelle bajó la vista hacia la
figura que había atraído la atención de la alienígena.
—¡Clive! —gritó Annie.
Pero Sidi sacudió la cabeza y dijo:
—No. Este es Neville Folliot.
Annabelle echó a correr hasta la puerta.
—Debemos echarle el guante antes de que levante el vuelo otra vez.
—Demasiado tarde —repuso Sidi—. Ya se ha ido; se ha perdido entre la
muchedumbre. Nunca lo encontraremos.
—Pero está aquí…
Y Clive no estaba. Jesús. ¿Iban a pasarse el resto de sus vidas corriendo uno tras de
otro como el ratón y el gato, captando visiones fugaces uno del otro, sin lograr nunca
volver a estar juntos? El simple pensamiento la deprimía.
—Voy a ver si tienen o no tienen ducha —dijo.
Más tarde, recuperados con las largas duchas que tomaron y la comida que Binro
les trajo, se sentaron a descansar. A excepción de Chillido, todos se habían puesto las
ropas que habían encontrado en el armario.
«Parecemos un hatajo de acólitos de un monasterio exótico», pensó Annabelle
mientras se echaba en una de las camas, con las manos en la nuca. «¡Dios, qué bien
sienta sentirse limpia otra vez!».
Los demás habían querido salir a explorar, pero ella se negó a moverse de allí
hasta que su propia ropa, que había lavado después de ducharse, se secara lo
suficiente para poder llevarla. De ninguna manera iba a salir así y que la tomaran por
una Hare Krishna. Y además tenía muchas cosas en que pensar.
Al final todos se quedaron; ninguno de ellos quiso separarse. Chillido y Sidi
estaban sentados junto a la ventana, fascinados por el inacabable desfile de gente y
vehículos calle arriba y abajo. Tomás dormía en la otra cama. Aburrida, Annabelle
abrió el cajón de la mesita de noche de su cama.
Estaba acostumbrada a las habitaciones de los hoteles y este, dejando de lado el
misterio de dónde se encontraba, no era diferente en nada de los cientos de hoteles en
que se había alojado durante sus giras. La intrigaba lo que podía encontrar en el cajón.
Una Biblia no, por supuesto. Allí no… ¿aunque quizás una versión tawnana?

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Sus dedos se cerraron en un libro. Lo sacó del cajón. Y, cuando vio lo que era, un
sudor frío le recorrió la espalda.
—Oh, mierda.
Sidi desvió la vista de la ventana.
—¿Qué pasa, Annabelle?
Petrificada, Annabelle sostenía su hallazgo en alto. Era el diario de Neville Folliot.

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27

Clive nunca se había sentido tan indefenso como en aquellos momentos. Fuera lo que
fuese el instrumento (una cajita) que sostenía su capturador, había conseguido, no
sabía cómo, congelar todos sus músculos, como si hubiera atado a los miembros del
grupo con unos nudos tan apretados que nadie podía moverse, ni siquiera Guafe,
quien estaba compuesto, al menos en una tercera parte, de piezas mecánicas. Ni
siquiera podían pestañear.
Silbando una cancioncilla para sí mismo, el capturador descolgó otra cajita de su
cinturón y habló para ella. Pero lo que dijo fue totalmente incomprensible.
—No van a estar mucho así —les dijo a ellos, cambiando al inglés—. Pronto los
transportaremos a una bonita celdita donde los libraremos de su estado de éxtasis.
¿Por qué?, quería preguntarle Clive. ¿Qué significaba todo aquello?
—Supongo que no creían realmente poder asesinar a los Señores del Trueno,
¿verdad? —preguntó su capturador, como si estuviera leyendo el pensamiento de
Clive.
«Otra vez con lo mismo», pensó Clive. El hombre mecánico pensaba que eran
asesinos. Pero si lo único que sabían de los Señores del Trueno era su nombre, nada
más. Lo único que querían era encontrar a su hermano y salir de la Mazmorra. Si
pudiese hallar algún medio de hablar con el hombre…
—No son los primeros en intentarlo, naturalmente —prosiguió su capturador—.
Ni serán los últimos, me parece. Pero nadie lo ha conseguido, ni lo conseguirá jamás.
Simplemente, es imposible. Los Señores están más allá del alcance de la muerte.
Sin embargo, los sujetos como ustedes les proporcionan algo de diversión. Me
pregunto si son agentes libres, en busca de un botín, o si los envió la Madonna.
¿Qué tenía que ver la Madre de Dios en aquel asunto?, pensó Clive. Pero entonces
se percató de que, allí, en la Mazmorra, el nombre podía significar cualquier cosa.
Cualquier ente.
—Ah, aquí llega su transporte —dijo el capturador al abrirse una puerta corrediza
en lo que parecía ser una pared lisa.
Un pequeño carro sin caballos, con unas ruedas anchas y bajas, cruzó la puerta y
se detuvo frente al grupo. El motor producía un zumbido suave. En la parte delantera
había dos asientos (uno ocupado por el conductor, el otro vacío) y en la parte
posterior una zona de carga, donde, con toda seguridad, depositarían sus cuerpos
rígidos.
El conductor, aunque sin duda pertenecía a la misma raza semihumana y
semimecánica que su capturador, se diferenciaba por completo del primer hombre,
como la noche del día. Era delgado como un palo de escoba, casi cadavérico, y los
huesos sobresalían de su piel apergaminada; tenía los ojos hundidos y rodeados de
círculos negruzcos, y la piel era muy pálida. Mientras el primer hombre poseía un
aspecto jovial en toda su persona, el recién llegado parecía tan austero como un

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clérigo escocés.
Puesto que el trabajo de aquella pareja era transportar «cuerpos», aunque vivos,
Clive rápidamente los bautizó como Burke y Hare[16]. Burke era el recién llegado;
Haré, el rollizo capturador que los había petrificado.
—Con cuidado —dijo Haré mientras dejaban a Smythe en la parte trasera del
carro—. ¿No querrás estropear la carga antes de que los Señores se hallan divertido
con ella? ¿No querrás que nos pongan en su lugar?
Burke murmuró algo ininteligible en su propia lengua.
—Sólo era una broma —replicó Haré—. Es evidente que los Señores nunca se
alimentarán de nosotros. Nosotros nunca hemos querido hacerles daño.
Era evidente, pensó Clive, que Haré seguía hablando en inglés sólo para
inquietarlos más. No quería que dejasen de pensar en lo que los aguardaba.
Clive fue el último en ser cargado en el carro. Cuando le llegó el turno y lo
levantaron para depositarlo junto a los demás, sintió un mareo horrible y el contacto
de otras manos en su piel indefensa le produjo un espeluznante hormigueo. Incapaz
de moverse, incapaz incluso de hablar, indefenso… Si Clive hubiera tenido un arma a
mano, con mucho gusto habría matado a aquel par a sangre fría.
—Oh, rebosa usted de odio, ¿no? —dijo Haré escrutando su rostro—. Contenga
su odio, asesino. Los Señores se alimentan de él.
Y, sonriendo, se subió al asiento del pasajero. Burke se sentó al volante y el carro
se puso en marcha suavemente, cruzó la puerta y siguió por un largo pasillo. En el
trayecto, Clive sólo pudo distinguir el parpadeo de las luces del techo. Trató de
contarlas, en un intento de memorizar la ruta, pero pronto perdió el hilo, tanto del
número de luces como de las curvas que habían tomado.
Al cabo, después de lo que pareció un viaje de una duración desmesurada, a través
de pasillos dispuestos de forma más desconcertante que los del laberinto del que
acababan de escapar, el carro se detuvo, Burke y Haré los descargaron del remolque y
los llevaron a una celda de rejas. El par de mozos apoyaron a Clive y a sus
compañeros en una pared, salieron de la celda y cerraron la puerta tras de sí. No fue
hasta entonces que Haré tomó de nuevo la cajita de su cinturón y apuntó a los cuatro.
Cuando soltó el botón de control, Clive y el resto recuperaron el uso de los
músculos. Pero sus piernas se doblaron bajo su peso y apenas si lograron evitar
romperse la crisma contra el suelo.
—¡Hasta luego! —se despidió Haré alegremente.
—¡E… espere…! —replicó Clive.
Pero Burke ya había puesto el carro en marcha y la curiosa pareja desapareció de
la escena con un zumbido.
Clive se sentó lentamente. Sentía los músculos magullados y entumecidos. Le
dolía la cabeza. Tenía hambre y sed, y la poca paciencia que poseía se había agotado
completamente.
—¡Malditos sean todos juntos! —gritó.

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—Tómeselo con calma, amigo.
La voz era familiar, aunque no pertenecía a ninguno de sus compañeros. Clive se
volvió hacia el lugar de donde provenía, y su mirada captó el par de literas (una a cada
lado del muro posterior), el cubo de agua y otro cubo para los excrementos, hasta
posarse al fin en el hombre que había hablado.
Aquello era demasiado.
—¡Usted! —exclamó—. Por su culpa estamos aquí.
—¿Mía? ¡Si no los he visto en mi vida!
Pero, si aquel hombre no era el padre Neville de los dramaranos (el que había
usurpado la historia y el nombre del hermano gemelo de Clive, el que los había
abandonado en la caverna, con su laberinto y sus monstruos), era entonces su gemelo
idéntico.
Clive se levantó y, a grandes zancadas, cruzó la celda hasta llegar a los barrotes
que lindaban con la otra.
—Estoy harto de sus mentiras —dijo Clive.
—Se lo repito, nunca los he visto en mi vida.
Clive introdujo un brazo por entre los barrotes y el hombre retrocedió
rápidamente, incluso a pesar de que Clive no podía alcanzar tanto como para
producirle algún daño.
—Espere un minuto, mi comandante —terció Smythe—. Dejemos primero que se
explique.
—¿Para qué? ¿Para que nos suelte otra sarta de mentiras?
—Fíjese en él —insistió Smythe—. El tipo cree que está diciendo la verdad. Yo
aseguraría que no nos ha visto nunca. Y, además, ¿cómo podría haber llegado aquí
antes que nosotros?
Smythe tiró del brazo de Clive, alejándolo de los barrotes mientras le hablaba, e
hizo que se sentara en una de las camas inferiores de las literas de la celda.
—El parecido es singular —comentó Guafe—. Hasta en el más pequeño detalle.
Smythe asintió.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó al hombre de la celda contigua.
—Edgar Howlett —contestó él—. Llegué a la Mazmorra hace doce años, de un
continente conocido como Norteamérica, en un planeta llamado Tierra. Me
sustrajeron en el año mil novecientos ochenta y tres.
Clive, que ya se había tranquilizado un tanto, recogió aquella información. Pero
más importante para él fue sopesar la manera de expresarse del hombre. Y Horace
tenía razón: sea como fuere, el hombre creía verdaderamente que era quien afirmaba
ser.
—¿Tiene usted un hermano? —preguntó Smythe.
—Ninguno —negó Howlett—. Y ahora es mi turno de preguntas. ¿Cómo se
llaman ustedes? ¿De dónde son?
Del mismo modo en que lo había hecho Howlett, le informaron de sus nombres,

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de sus lugares de origen y de los años que hacía que habían desaparecido de su país
natal. Finnbogg fue el último en hablar.
—¿Diez mil años? —repitió Howlett, incrédulo—. ¿Tanto tiempo hace que estás
aquí?
El can-enano asintió.
—Este lugar tiene que ser el Infierno —concluyó Howlett.
En lo cual todos estuvieron de acuerdo, salvo, naturalmente, Guafe.
—Pero aquí se pueden aprender muchas cosas —refutó el ciborg.
—¡A la porra con aprender! —le replicó Howlett—. Acabé el instituto. Soy
fontanero, ¿comprende? ¿Qué más tengo que saber? Lo que quiero es regresar a casa,
eso es lo único que quiero; ver a mi mujer y al niño. ¡Por Cristo!, Tommy debe de
tener… ¡qué!, dieciocho años ahora. Me he perdido el verlo crecer. Bueno, la cosa es
que imagino que esto es la muerte. ¿Saben?, allí, en Milwaukee, no creía que fuera un
mal chico, pero estoy seguro de que esto no es el Cielo, sino el Infierno.
—No estamos muertos —aseguró Guafe—. Yo lo sabría si hubiese muerto.
—¡Vaya por Dios! Miren quién habló. El mismísimo Hombre Biónico.
—Tengo la impresión de que no me ha gustado el tono de su voz —dijo Guafe.
—¿Y cómo lo va a arreglar? ¿Va a llamar al carcelero? —se burló Howlett.
Guafe avanzó con decisión hacia los barrotes que separaban sus celdas. Los agarró
fuertemente y empezó a ejercer presión en ellos. Muy despacio, las gruesas barras
empezaron a doblarse.
Antes de que las cosas llegaran demasiado lejos, Smythe se acercó a Guafe y le
puso una mano tranquilizadora en el hombro.
—Estoy seguro de que podemos aprender mucho del señor Howlett —afirmó.
Guafe se volvió, con sus ojos metálicos relampagueando, pero Howlett, que tenía
los suyos desorbitados al ver los barrotes doblados por la fuerza del ciborg, se levantó
y estiró los brazos en un gesto apaciguador.
—Ea, tranquilo —dijo—. Me ha comprendido mal. Me gustaba El Hombre
Biónico. Era mi telefilm favorito, ¿comprende?
Guafe soltó los barrotes y dejó caer las manos. Y Howlett soltó un audible suspiro
de alivio. Luego, antes de que nadie más pudiese hablar, se volvió hacia Clive.
—¿Dijo que su apellido era Folliot? —preguntó.
Clive asintió.
—¿Tiene algo que ver con un tipo llamado Neville Folliot?
Las sospechas de Clive se despertaron una vez más.
—Es mi hermano gemelo —repuso—. ¿Cómo sabe su nombre?
—También es así como su hermano gemelo se hacía llamar la última vez que lo
vimos —lo interrumpió Smythe.
—Les dije —replicó Howlett— que no tengo hermanos ni hermanas. El tipo que
dicen que vieron debía de ser un clon, pero yo conozco a Neville Folliot. Él es la causa
de que esté metido entre rejas.

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—Un clon —repitió Guafe—. ¡Claro!
—¿Qué es un clon? —inquirió Smythe.
—Un clon es una copia totalmente exacta de un ser, creada a partir de una sola
célula del donante, por medio de una manipulación genética.
—¿Son posibles ese tipo de cosas? —preguntó Howlett.
—Muy posibles —replicó Guafe.
—Yo sólo lo he visto en las películas, ¿saben? —comentó Howlett—. Nunca creí
que llegaría a ser real.
—¿Qué tiene que ver mi hermano con su actual situación? —interrogó Clive.
—Bien, lo conocí hace cinco o seis años, en un nivel anterior. Durante cierto
tiempo deambulamos juntos, descendimos del tercer nivel, pasamos por el cuarto,
cruzamos el quinto (¿vieron los dinosaurios en el quinto?), hasta que al fin llegamos
aquí. La patrulla de fronteras (o lo que diablos fuera) nos detuvo, y entonces fue
cuando el simpático Neville me clavó el cuchillo por la espalda.
—¿Lo atacó? —preguntó Clive.
—No. Me la jugó, me traicionó. Dijo a las autoridades que yo era un agente de la
Madonna. ¿Oyeron hablar de ella?
—Hace muy poco —respondió Smythe—. En nuestra época, con el nombre
Madonna nos referíamos a la Madre de Cristo.
—¿Sí? Bien, en la mía era una cantante de música pop, terriblemente sexy. Pero la
de aquí es una especie de… no sé… creo que demagoga es la palabra que Neville
utilizó para describirla.
—¿Es ren o chaffri? —inquirió Clive.
—No tengo ni la más remota idea —contestó Howlett—. Nunca pude delimitar
correctamente los dos bandos. Ni creo que nadie pueda. De cualquier forma, puede
que esto sea algo estrictamente local. Hay un montón de asuntos en la Mazmorra en
que ni los chaffris ni los rens se han molestado en tomar parte, aunque sean los jefes
gordos.
—¿Y qué hay de Green? —intervino Smythe.
—¿Green qué?
—Un hombre llamado Green. ¿Se lo mencionó el comandante Folliot, Neville?
¿Es un aliado o un enemigo? ¿Ren o chaffri?
—Nunca oí hablar de él.
Clive meneó la cabeza descorazonado. ¿No encontrarían nunca dos piezas de
información que coincidiesen entre sí?
Howlett prosiguió su historia.
—Bien, pues Neville dijo a las autoridades que yo era un agente de la Madonna, y
no sólo eso, sino que ella había enviado una partida de asesinos para matar a los
Señores y que los reconocerían porque hablaban inglés.
»Los de aquí sólo lo creyeron en parte. Lo tuvieron encerrado en la mismita celda
en que están ustedes ahora hace sólo media hora. Supongo que fue cuando los

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cogieron y vieron que decía la verdad. O, al menos, lo que suponían que era la verdad.
Así que lo soltaron. O se lo llevaron de aquí, que es lo mismo.
—¿Estaba aquí? —gritó Clive—. ¿En esta celda? ¿Hace media hora?
—Me temo que sí.
—¡Maldito sea! ¿A qué está jugando?
—¡Que me aspen si lo sé! —repuso Howlett—. Pensaba que éramos amigos, él y
yo. —Hizo una pausa, meditando un momento—. ¿Aquel otro tipo era exactamente
igual que yo?
—Hasta el detalle más pequeño —afirmó Smythe.
—Cristo, es para poner la piel de gallina.
—Lo que deberíamos también tener en cuenta —dijo Guafe— es la posibilidad de
que el Neville Folliot que estamos persiguiendo sea otro clon. ¿Quién sabe cuántos de
ellos puede haber desparramados por la Mazmorra?
—¿Un clon? —repitió Clive—. ¿Igual que el hermano gemelo de este hombre? ¿Es
realmente posible?
—En mi mundo lo es —aseguró Guafe—. Y en esta Mazmorra… —Y dejó que la
frase muriera por sí sola, inacabada.
Clive se volvió a sentar en la litera y se inclinó hacia adelante, ocultando el rostro
entre las manos.
—Me parece que me estoy volviendo loco —declaró.
—Lo primero es lo primero —repuso Smythe—. Salgamos de este agujero, y luego
vuélvase loco.
—Pero, Horace, cuando pienso en ello… Dos, quizá docenas de Nevilles
corriendo por ahí…
—Lo sé, mi comandante. No es una idea encantadora, en ningún sentido. Pero
seguimos teniendo que escapar.
Se volvió lentamente y detuvo su mirada en los barrotes que Guafe había doblado
entre la celda de Howlett y la suya.
—Necesitamos su fuerza para eso —dijo al ciborg—. ¿Puede separar los barrotes
lo suficiente para que Howlett se reúna con nosotros y luego repetirlo con los barrotes
que dan al pasillo?
Guafe asintió. Volvió al lugar donde ya había intentado abrir un paso entre las
rejas, las aferró una vez más y aplicó todas sus fuerzas al hierro. Poco a poco, el paso
se ensanchó hasta que fue lo bastante grande como para que Howlett se escurriese a
través de él. Guafe se volvió y se dirigió a las barras que daban al pasillo y repitió la
operación.
Momentos después se encontraban todos en el pasillo.
—¿Y ahora qué? —preguntó Clive.
—O encontramos a su hermano o encontramos un modo de salir de aquí —
respondió Smythe—. Lo que venga primero.
—Déjenme un pedazo para mí —musitó Howlett, pero entonces se dio cuenta de

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con quién estaba hablando—. Lo siento. Olvidé que es su hermano. Sólo que, después
de la jugada que me hizo…
—Lo comprendo perfectamente —aseguró Clive—. Pero, si quiere «un pedazo»
para usted, me temo que tendrá que aguardar turno.

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28

—No entiendo nada —dijo Annabelle hojeando al azar el diario de Neville Folliot—.
¿Qué está haciendo esto aquí?
No lo expresó, pero detrás de sus palabras subyacía un pensamiento: «Si el diario
está aquí, entonces, ¿qué les ha ocurrido a Clive y a los demás? La última vez que
pusimos la vista en el libro, estaba en manos de Clive».
¿Podría ser una copia?, preguntó Chillido.
—No lo creo —contestó Annabelle. Se dirigió a los demás—: ¿Tenéis alguna idea,
Sidi, Tomás?
—Algo le ha ocurrido al otro grupo —dijo Tomás—, ¿nao?
—Sí. Y presiento que algo realmente malo. —Paseó la mirada por la habitación—.
Me pregunto cómo se llama al servicio de habitaciones en este lugar.
—¿Servicio de habitaciones? —repitió Sidi.
—Para hablar con Binro, o quien sea que esté a cargo. Quiero saber qué está
haciendo esto aquí.
—Quizá no sea una buena idea, Annabelle. Si el diario está aquí y algo les ha
ocurrido a los demás, es absolutamente evidente que nuestros anfitriones están
involucrados en ello.
—Cierto. Entonces salgamos de aquí.
Levantó los pies de la cama, los hizo girar por encima con un ágil movimiento y
los depositó en el suelo, y, diario en mano, se dirigió hacia la puerta. Intentó hacer
girar el pomo pero este no se movió.
—Perfecto. Estamos encerrados. ¡Dios, en qué hatajo de imbéciles nos hemos
convertido! Peregrinos, bien. Huéspedes, quizá. ¿Y qué tal prisioneros?
Se volvió hacia Chillido, para ver si la alienígena podía derribar la puerta.
—¿Dice algo el diario acerca de Tawn? —intervino Sidi.
«Buena pregunta», pensó Annabelle.
Volvió a la cama, se sentó y empezó a hojear el diario. Pasó páginas donde los
apuntes al natural de Clive llenaban los espacios en blanco donde antes habían estado
las anotaciones de Neville. Había suficiente información ilustrada para deducir que
Clive y su grupo habían cruzado con éxito el veld del quinto nivel y habían llegado a
una ciudad. Pero no quiso pensar qué podía significar el retrato de la mujer. Al final
encontró un nuevo mensaje.
—Aquí está —anunció.
Por lo que pudieron descifrar de las palabras más bien crípticas de Neville, Tawn
era el centro de una antigua e inacabable guerra entre las facciones acaudilladas por
los Señores del Trueno, por un lado, y las de una tal Madonna, por el otro.
—Jesús —dijo Annabelle en voz baja después de leer un fragmento más. Luego
levantó la vista hacia sus compañeros.
—¿Qué veis a través de la ventana?

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—Una gran ciudad, muy parecida a Calcuta —repuso Sidi—. Debajo mismo de la
ventana hay un mercado.
Tomás hizo un signo negativo con la cabeza.
—No. Es un puerto, repleto de barcos de todas las naciones.
Cuando formularon la pregunta a Chillido, esta describió un paisaje urbano, pero
extraterrestre.
«Y yo veo una variación de la ciudad de Nueva York», pensó Annabelle.
—Allí fuera no hay nada —aseguró—, según lo que cuenta Neville.
—¿Nada? —repitió Sidi. Se volvió hacia la ventana—. Pero parece tan real…
—Están jugando con nuestras mentes —explicó Annabelle—. Todo no es más que
una ilusión. Escuchad esto:

«No confiéis en Tawn, ni siquiera en lo que os digan vuestros ojos, ya que llenan
el vacío con lo que es conocido. Guardad un enigma de esfinge para los Señores del
Trueno, pues, en caso contrario, os convertirán en pienso». Un enigma de esfinge es
una pregunta que no tiene respuesta. Y no tengo muchos deseos de descubrir en mi
propia piel a qué se refiere cuando dice «os convertirán en pienso».

Annabelle cerró el diario con un golpe seco.


—No necesitamos esta basura —declaró—. Chillido, ¿nos puedes abrir la puerta?
La arácnida flexionó sus múltiples brazos, avanzó hasta la puerta y aplicó las
palmas de las manos superiores en ella para obtener una impresión de su densidad.
Dadme una silla, dijo.
Annabelle le llevó una, pero, antes de que Chillido pudiera usarla como un
improvisado ariete, la puerta se abrió y Binro apareció en el umbral, con una sonrisa
dibujada en sus facciones. En la mano sostenía un pequeño aparato que a Annabelle le
recordó un mando a distancia para un aparato de televisión.
—Felicidades —dijo Binro—. Me tomé la libertad de introducir sus nombres en
grupo en la lotería, y han ganado ustedes el privilegio de hablar con el Oráculo.
—¿Por nuestra oposición a ser convertidos en pienso sin intentar confundir al
Oráculo? —preguntó Annabelle.
Binro parpadeó.
—¿Usted dispense?
—Apártate del medio, capullo. Hemos decidido buscar otro alojamiento.
El hombrecito, al ver que Annabelle avanzaba hacia él, exhaló un suspiro. Pero
antes de que ella o Chillido pudieran cogerlo, pulsó un botón del aparato que tenía en
la mano.
No vieron ni sintieron casi nada, excepto un hormigueo eléctrico que corrió hacia
sus terminaciones nerviosas. Pero, cuando Annabelle intentó moverse, se dio cuenta
de que todos y cada uno de sus músculos estaban paralizados. De la falta de
movimiento de sus compañeros dedujo que todos habían quedado bajo los efectos de

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un invisible rayo paralizador.
«Oh, precioso», pensó. Aquel tipejo era un monstruo de la ciencia ficción. Salvo
que aquello no era una película. Era la vida real, y se encontraban en un aprieto, en el
sentido más exacto de la palabra.
Annie estaba encendida de cólera, pero todo lo que podía hacer era mirar cómo
Binro llamaba lo que parecía un cochecito de golf, para transportar a los cuatro al
Oráculo. El conductor era mucho más alto que Binro: un individuo flacucho,
cadavérico, que a Annabelle le recordó a un yonkie. Con la ayuda del conductor,
Binro los cargó en el remolque, situado en la parte posterior del carro, y los
transportaron por una serie de largos corredores y por un ascensor.
Binro se inclinó hacia atrás y miró hacia la cara petrificada de Annabelle.
—Realmente no hay necesidad de ser desagradables —le comentó—. Es un gran
honor para ustedes hablar con el Oráculo, y luego ser recibidos por los Señores del
Trueno.
«¡Que te zurzan!», pensó Annabelle.
Binro debía de haberle leído los pensamientos en la expresión de los ojos, ya que
frunció el entrecejo, se encogió de hombros y se sentó de nuevo, sin hacer más caso de
Annabelle.
«Cuando salga de esto…», pensó Annabelle.
Las puertas corredizas del ascensor se abrieron y el carro salió a una vasta sala de
techo catedralicio. Binro y su compañero los descargaron. Cuando los cuatro
estuvieron en el suelo, contemplando el enorme techo, el carro se retiró de nuevo
hacia el ascensor. Aunque Annabelle no pudo volver la cabeza para ver lo que estaban
haciendo, supuso que Binro había pulsado de nuevo el aparato inmovilizador, porque
empezó a sentir otra vez el hormigueo en sus terminaciones nerviosas y sus músculos
quedaron fláccidos. Volvió la cabeza justo a tiempo de ver cómo la puerta corrediza
del ascensor se cerraba.
En todo su cuerpo tenía aquella sensación de entumecimiento y hormigueo de
cuando se duerme un brazo o una pierna. Pasaron unos minutos antes de que el
efecto se disipara lo suficiente para poder sentarse y examinar la situación.
—¿Estáis todos bien?
El rayo paralizador parecía haber dejado peores secuelas en Chillido,
probablemente debido a su musculatura extraterrestre. La arácnida fue la última en
recuperarse, y Annabelle la ayudó a ponerse en pie.
—¿Qué es este lugar? —murmuró Sidi.
—La Casa de Dios —contestó Annabelle—. ¡No te digo!
Pero a pesar de la ligereza del tono de sus palabras, el lugar provocaba repeluznos.
La sala era descomunal, impresión producida por el inmenso techo que se elevaba a
una altura de tres pisos. Entre su arquitectura había cúpulas de cristal, a través de las
cuales llegaba una luz pálida, amarillo-anaranjada. El suelo era del tamaño de medio
campo de fútbol.

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Colocados en las paredes, en una larga hilera que ocupaba dos costados de la nave,
había lo que se asemejaba en gran manera a sarcófagos gigantes. Aunque estaban
decorados con jeroglíficos y dibujos, los motivos no le parecieron a Annabelle más
egipcios que heavy-metal-punk. Figuras esculpidas con todo detalle adornaban las
tapas de los sarcófagos; los ropajes de estas estatuas representaban ser de cuero, con
cadenas, tachones y cientos de objetos cortantes, como navajas, cuchillos y pequeñas
espadas.
En el muro que se alzaba frente a ellos, había una escalinata que conducía a una
plataforma elevada. Una figura inmóvil de color cadavérico, enorme, yacía en una
losa. Annabelle pensó que era otra escultura, hasta que se acercó y vio que era el
cuerpo de un gigante muerto.
Vivo y en pie, habría alcanzado el doble de la estatura de Annabelle. Su piel era
lisa; el pelo, negro y suave, estaba extendido sobre la piedra gris, abierto en un
abanico. El cuerpo vestía la misma clase de atavíos de cuero que los bajorrelieves
esculpidos en los sarcófagos: falda de cuero, correajes de cuero cruzados en su pecho,
como bandoleras, y montones de tachones plateados. Pequeñas y afiladas hojas le
colgaban de las orejas como pendientes: seis en cada oreja, empezando por el lóbulo y
subiendo hacia la parte superior del pabellón. Dos más le colgaban de cada ventanilla
de la nariz, y también a lo largo de los brazos, clavados en la carne de color alabastro.
Se acercaron a la losa donde yacía el cuerpo y, situándose a su alrededor, lo
contemplaron inmóviles.
—¿Qué es? —preguntó Sidi. Su voz, aunque fue un susurro, sonó estentórea en el
silencio de la nave.
—El Oráculo —contestó Annabelle.
Se llevó la mano hacia el bulto que hacía el diario de Neville Folliot, guardado en
el bolsillo interior de su chaqueta. Tenían que formular al Oráculo una pregunta que
este no pudiese responder. Era la única salida. Porque si no… Su mirada erró por los
sarcófagos alineados en los muros.
¿Había más cadáveres en su interior? ¿Y qué era de los Señores?
Tomás, aspirando aire bruscamente, produjo un repentino ruido. Annabelle
dirigió su mirada al cadáver y dio un paso atrás. El cuerpo parpadeó y abrió unos ojos
fríos y azules que miraron fijamente el techo. El pulso de Annabelle dobló el ritmo.
—¿Qué queréis preguntarme? —dijo el cuerpo.
Me, me, me…
Su voz retumbó huecamente y sus ecos resonaron a través de toda la
inconmensurable sala. Annabelle y su grupo se echaron atrás. Annabelle alargó el
brazo hacia un lado en busca de la mano de Sidi y la agarró con fuerza.
—Peregrinos, ¿qué queréis preguntarme? —repitió el cadáver.
Me, me, me…, sonaron de nuevo los ecos. «Oh, Jesús», pensó. «¡Si tuviésemos la
pregunta!».
—Peregrinos —dijo el cuerpo una vez más.

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nos, nos, nos…
—Danos un momento —soltó Annabelle.
Lentamente, la enorme cabeza se volvió y fijó su fría y azul mirada acerada en ella.
Annabelle intentó dar otro paso atrás, pero aquellas pupilas heladas la mantuvieron
clavada en el suelo. Las entrañas empezaron a removérsele. Tenía un gran nudo en el
estómago, como si estuviera cargado con una pesada piedra. Un gusto agrio le subió
por la garganta.
Una levísima sonrisa curvó las comisuras de los labios del gigante.
—No hay prisa —contestó.
Isa, isa, isa…, corearon los ecos.
—Tenemos todo el tiempo del mundo.
Undo, undo, undo…
La voz pareció provenir de todas partes y las palabras repetidas por el eco se
entrecruzaron entre sí hasta crear una maraña de sonidos.
Annabelle tragó saliva, tragó mucha saliva, y consiguió responder al cadáver.
—D… de acuerdo —dijo—. Todo el tiempo.
—Los misterios os aguardan.
Dan, dan, dan…
Con las rodillas que apenas la sostenían, Annabelle continuó retrocediendo.
Habría caído por las escaleras de no ser por Sidi, que estaba allí y la ayudó a recuperar
el equilibrio. El reducido grupo bajó despacio los escalones uno a uno, en franca
retirada, incapaces de arrancar la mirada de la monstruosa figura muerta.
—Placeres divinos.
Vinos, vinos, vinos…
«Me tomaría una copa ahora», fue el pensamiento que le pasó por la cabeza a
Annabelle, y casi suelta una carcajada ante la incongruencia de la idea.
Una copa. Correcto. Lo que ocurría es que perdía los sentidos. El miedo la
mareaba.
«Serénate, Annie», se dijo.
Retrocediendo, cruzaron toda la extensión de la nave y llegaron hasta el ascensor.
La mirada del cadáver los siguió hasta que se detuvieron; luego, lentamente, volvió los
ojos hacia arriba y contempló el techo de nuevo.
Libres de la prisión de su mirada, Annabelle se desplomó contra el muro que tenía
a sus espaldas.
—¿Y si se levanta? —dijo—. ¿Y si se levanta y nos persigue?
—No hay lugar donde esconderse —señaló Tomás.
—Y no hay vía de escape —agregó Sidi—. Tenemos que hacerle una pregunta.
—Dios. —Annabelle se frotó el rostro—. ¿Qué clase de pregunta?
Sin embargo ya había pasado por una situación similar. Un oscuro fragmento de
su época de estudiante emergió burbujeante en su mente. Tiempo de preguntas y de
respuestas. Examen final. Sonrisita del profesor, que sabía que ella no había estudiado.

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Tenía que ser un enigma. El Oráculo era como la esfinge griega de Tebas; pero, en
lugar de ser ella quien ponía el enigma y luego devoraba a los que eran incapaces de
responderlo, eran ellos quienes debían formular la pregunta y, si el Oráculo les daba
una respuesta, convertirse en comida para los dioses.
Edipo, ¿dónde estás cuando se te necesita?
—¿Qué preguntamos? —insistió.
Sus compañeros movieron la cabeza dubitativamente.
—Tiene que ser algo oscuro, quizás algo de nuestras propias experiencias, algo
que no pueda saberlo de ninguna manera. Como quién era el guitarra solista en The
Wailing Men antes de Lee Sands.
Pero no creía que sirviese.
—El diario decía simplemente una pregunta —comentó Sidi—. Cualquier
pregunta.
—Sí. Pero ¿de veras confiamos en lo que nos cuenta Neville Folliot?
—Entonces pregúntales esto, Annabelle: ¿Dónde podemos encontrar a Neville
Folliot?
—Y, cuando nos lo diga, ¿qué? Simplemente seremos comida para dioses.
Hazle esa pregunta, dijo Chillido. Echó un vistazo largo y pensativo al Oráculo. Yo
detendré al Oráculo.
—Apuesto a que hay más gigantes en los sarcófagos. —Annabelle los señaló—.
Gigantes muertos que pueden moverse. Y apuesto a que son los Señores del Trueno.
Haz la pregunta, repitió Chillido con firmeza.
Annabelle lanzó un profundo suspiro.
—Claro —repuso—. Muy bien. Además, ¿qué podemos perder, no?
«Nada más y nada menos que todo», pensó ella mientras conducía al grupo otra
vez hacia el estrado donde yacía el Oráculo.
Al aproximarse, la enorme cabeza se volvió hacia ellos.
—Peregrinos —dijo—. ¿Qué queréis preguntarme?
Me, me, me…
El peso de su mirada en Annabelle hizo que las piernas le flaquearan nuevamente.
Se aclaró la garganta.
—Ejem… Queremos saber dónde podemos encontrar a Neville Folliot —dijo.
—¿Cuál Neville Folliot? —replicó el Oráculo.
Ot, ot, ot…
Annabelle y sus compañeros intercambiaron miradas de total desconcierto.
—¿Qué quieres decir con «cuál»? —inquirió al fin Annabelle.
—Hay más de uno.
Uno, uno, uno…
¿No era magnífica la idea?, pensó Annabelle. Ya era bastante locura intentar
seguir la pista de un solo gemelo de Clive… ¡Pero encontrarse ahora con que el
maldito había ido a hacerse copias de sí mismo al estilo clon, era demasiado!

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—El auténtico —contestó ella.

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29

—¿Sabe cómo podemos salir de este agujero? —preguntó Clive a Howlett.


—Bien, veamos. —Howlett señaló a su izquierda—. De esta dirección los trajeron
a ustedes. Y hacia aquella dirección —señaló el camino opuesto— se llevaron a su
hermano.
—Entonces es la que vamos a tomar —decidió Clive.
Se puso en cabeza del grupo, con Smythe a su lado, y dejó que los demás los
siguiesen a su gusto.
—Esta vez lo vamos a coger de veras —aseguró Clive—. Sólo nos lleva una hora de
ventaja, o poco más. Casi puedo percibir su presencia.
—Me sentiría mejor con un arma en la mano —respondió Smythe—, para cuando
nos topemos con nuestros capturadores.
—Yo me sentiré mejor cuando pueda agarrar a Neville por el cuello.
Smythe asintió.
—El farsante nos ha manejado absolutamente a su antojo.
—Y, ¿sabe? —dijo Clive mirando a su compañero—, puede estar seguro de que
cuando lo cacemos nos soltará cualquier cuento de viejas que parezca convincente
para excusar todas sus jugarretas.
—Si es él —contestó Smythe—. Ya ha oído lo que ha dicho Guafe acerca de los
clones.
—Oh, conozco a mi hermano. No se preocupe por eso, Horace.
Pero entonces pensó en el impostor de Dramara y en Howlett y en lo difícil que
había sido para él aceptar que no eran la misma persona. ¿Podrían ser las copias tan
exactas que sería imposible distinguirlas del original?
—¿Esos clones —preguntó a Guafe, mirando por encima del hombro— también
tienen los mismos recuerdos?
—Improbable.
—Entonces… —dijo Clive—, ¿ve, Horace? Todo lo que tenemos que hacer es
poner un par de preguntas al hombre, cuando lo tengamos, y de inmediato sabremos
si es o no una copia.
Llegaron a una bifurcación del pasillo y se detuvieron. En el que conducía a la
derecha pudieron distinguir más celdas de rejas, las cuales, desde la perspectiva que
tenían de ellas, aparecían vacías. Hacia la otra dirección había un largo y ancho
pasillo, pero cerca de su extremo se distinguía una serie de puertas.
—¿Qué le parece, Edgar? —preguntó Clive.
Howlett se encogió de hombros.
—Su decisión será tan buena como la mía.
—Entonces hacia la izquierda —repuso Clive.
La compañía avanzó a grandes zancadas por el pasillo con una expresión torva.
Mentiras y trampas había sido lo único que habían hallado desde el primer momento

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de entrar en la Mazmorra y estaban más que hartos de que los trataran como a unas
marionetas.
—Es como las cajas chinas —había descrito Smythe los distintos niveles—. Cada
vez que uno piensa que el final está a la vuelta de la esquina, otro rompecabezas
aguarda, hay otra caja por abrir.
«Bien, ya no más», pensó Clive. Un hombre de verdad no podía aguantarlo más.
Era ya tiempo de alzarse como un auténtico inglés y de ser dueño del propio destino,
y por Dios que sería así.
Cuando llegaron a la primera de las puertas, todas cerradas, se detuvieron en seco.
Smythe cogió el pomo. A una señal de Clive lo probó con cautela; luego lo giró
bruscamente y abrió la puerta de par en par. Clive entró disparado como un rayo, con
Guafe y Finnbogg pisándole los talones. Howlett permaneció vigilando en el corredor.
En la habitación había otro hombre mecánico sentado tras una mesa de trabajo.
Levantó la cabeza, sobresaltado por aquella súbita entrada, y alargó la mano hacia una
de las cajitas de color negro, con que Haré los había incapacitado minutos antes. Pero
Clive no le dio tiempo a usarla.
Como una bala cruzó la habitación, agarró el puño del hombre con una mano y
con la otra lanzó la cajita al suelo. Antes de que el individuo pudiera librarse de su
abrazo, Guafe ya estaba allí, ayudando a Clive con su férrea fuerza. Ante la presión de
la mano del ciborg en su brazo, el cautivo renunció a toda lucha.
Habló apresuradamente en un idioma desconocido.
—Hable inglés —le ordenó Clive—, o cierre el pico.
—Por favor —rogó el hombre, pasándose al inglés—. No me hagan daño.
—No son tan valientes cuando tienen las de perder, ¿verdad? —comentó Clive, a
nadie en concreto.
Su cautivo tembló.
—Manténgalo sujeto, ¿quiere, Guafe?, mientras miramos que no tenga armas.
Aunque, de momento, el modo como iban a reconocer un arma estaba más allá
del alcance de Clive. Con cajitas que lanzaban rayos invisibles que dejaban a un
hombre sin el uso de sus fuerzas, ¿quién sabía qué más podían tener?
Vaciaron los bolsillos de su cautivo y esparcieron encima del escritorio todo lo
que le sacaron. Luego lo ataron a su silla. Guafe fue a recoger la cajita de donde había
caído.
—Primitiva —sentenció observándola con atención—, pero eficaz.
—¿Ha recibido algún daño el arma? —preguntó Smythe.
El ciborg la apuntó a su prisionero y apretó el control. El hombre quedó
inmovilizado. Cuando Guafe pulsó el control de nuevo, el cautivo se desplomó en sus
ataduras.
—No lo parece.
—Mirad —llamó Finnbogg.
Estaba sacando de un armario un montón de variadas piezas de equipamiento,

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cosas que evidentemente los tawnanos habían quitado a sus prisioneros, ya que
Smythe encontró su propio puñal casi en lo alto del montón. Clive sonrió cuando el
enano le tendió un sable enfundado en una simple vaina de cuero. Lo tomó y se lo
colgó en el cinturón.
—Eso ya es otra cosa —dijo Clive.
Desenfundó el sable y comprobó su equilibrio. Era un arma de una artesanía
preciosa, sin una mancha en el metal pulido. El equilibrio era perfecto.
Por entonces, Howlett ya había entrado en la habitación y estaba agachado junto a
Finnbogg en la puerta del armario. Cuando se levantó, tenía en la mano una pistola de
aspecto moderno.
—Vaya, es más de lo que hubiera deseado —comentó.
—¿Qué es? —inquirió Smythe.
—Esto, amigo mío, es una Magnum 44, Smith & Wesson, una de las pistolas más
potentes del mundo, como diría Harry el Sucio.
—¿Y quién es ese?
Howlett le echó una mirada de extrañeza.
—Lo olvidaba. Ustedes no saben nada de mi época. Harry es tan sólo un maldito
finísimo tirador…, un papel representado por un actor de cine llamado Clint
Eastwood.
—Ah…, ya veo —repuso Smythe.
Howlett abrió el tambor de la Magnum y vació los cartuchos en la palma de la
mano.
—Maldición —musitó, apartando las vainas vacías—. Sólo tres balas. ¿Ves si hay
más munición por ahí, Finn?
—Finnbogg ha encontrado esto.
Se retiró del armario cargando con una maza de aspecto mortífero y cabeza
claveteada de gruesas espinas de acero, y dio un par de golpes secos como práctica.
Mientras Guafe y Smythe revolvían entre el montón en busca de armas para ellos,
Clive dirigió la atención a su cautivo.
—¿Cómo se llama? —preguntó.
—M… merdor, para complacerlo.
—Nada de este lugar me complace. ¿Cuál es su trabajo aquí?
—Soy el encargado del registro de… prisioneros —dijo Merdor. Tenía la frente
llena de gotitas de sudor.
—¿Y?
—Y clasifico sus pertenencias. Eso es todo, ¡lo juro! No tengo nada que ver con los
que deciden quién debe ser el pienso de los Señores y quién no.
—¿Su registro —inquirió Clive— está al día?
—Oh, sí, señor. Completamente al día.
—Entonces, enséñeme cuanto tenga acerca de un tal Neville Folliot.
—¿Folliot? Acaban de dejarlo libre, hace apenas una hora. Su expediente ya ha

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sido transferido arriba.
—¿Y qué ha sido del prisionero?
—Yo… yo… no estoy muy seguro —respondió Merdor—. Supongo que lo han
dejado libre para que siga su camino hacia el siguiente nivel.
—¡Maldición! —gritó Clive—. Dígame dónde puedo encontrarlo.
—Pero… no lo sé… juro que no lo sé.
Smythe apareció junto a Clive, ciñéndose un sable en su propio cinturón.
—¿Qué hay del siguiente nivel? —le preguntó—. ¿Dónde está la entrada más
cercana?
Merdor parpadeó.
—En la Sala de los Señores del Trueno, donde duerme el Oráculo.
—¿Qué son exactamente esos Señores del Trueno? —interrogó Guafe.
Ahora Merdor pareció estupefacto.
—Son los que mandan en este nivel —repuso a los pocos momentos—. Siempre
han mandado y siempre mandarán.
—Hasta que una tal Madonna les ponga el cuchillo en el cuello —dijo Smythe.
—Ustedes lo sabrán mejor que yo —replicó Merdor. Y sentándose tan firmemente
en la silla como se lo permitieron las ataduras agregó—: Ustedes son los asesinos, no.
—Nosotros no somos asesinos —empezó Clive, pero entonces pensó que por qué
diablos iba a molestarse en explicárselo—. ¿Cuál es el camino más rápido para llegar a
la Sala que ha mencionado?
Merdor se lo dijo sin dudar ni un instante.
—Se ha quedado muy tranquilo cuando lo ha soltado —comentó Smythe—.
Quizá sea mejor que nos lo llevemos para evitar cualquier… sorpresa que pudiera
estar allí aguardándonos.
—Por favor, no…
Smythe sonrió levemente.
—¡Ajá! ¿Qué le dije?
—No es eso —replicó Merdor—. Les juro que no tendrán ningún problema para
llegar a la Sala. Sólo que cuando estén dentro…
—¿Sí? —lo urgió Clive.
—Bien, son los Señores. No les va a gustar. Y lo que no les gusta lo utilizan como
pienso.
—Quiere decir, como comida, ¿no? —especificó Howlett.
Merdor dudó.
—Hable —le ordenó Smythe.
—Bien, en cierto sentido sí —contestó Merdor—. Sí, los Señores convierten a los
vivos en alimento para sus cuerpos.
Smythe echó un vistazo a Clive, quien le respondió con un gesto de asentimiento.
Smythe desató al prisionero y luego le volvió a atar las manos en la espalda.
—Condúzcanos —dijo.

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—Por favor —rogó Merdor—. Los Señores no ven la diferencia entre los
prisioneros que les entregamos y nosotros los carceleros. Si quieren arriesgar su vida,
allá ustedes; es evidente que no puedo detenerlos; pero ¿por qué llevarme a mí
también?
—Pura curiosidad —repuso Clive—. Simplemente queremos ver con exactitud
cómo los Señores «convierten» a un hombre en pienso. Naturalmente, no estamos lo
bastante interesados en el experimento como para que usen a alguien de nuestro
grupo.
Smythe pudo percibir los temblores de Merdor bajo su mano mientras lo
empujaba hacia la puerta. Lo pusieron en cabeza del grupo; Clive y Smythe se
situaron inmediatamente detrás. Luego venía Howlett, con la Magnum metida en su
cinturón. No había hallado más munición para su arma. Guafe y Finnbogg cubrían la
retaguardia.
Clive prestó mucha atención a la ruta que seguían; al mismo tiempo, su mente
examinaba lo que les había dicho su cautivo. Hasta el momento no podía ver ningún
engaño. Quizá Merdor había dicho la verdad. Pero ¿qué era aquella Sala donde había
ido su hermano? ¿Sobreviviría Neville a su encuentro con los Señores? ¿Habría
cruzado ya la Puerta hacia el siguiente nivel?
Sin duda, el sentido del tiempo en la Mazmorra era muy especial. Porque, para
que Neville —o sus dobles— pudiera haber pasado más de cinco años en determinado
lugar, el tiempo tenía que marchar a diferentes velocidades para cada ser concreto
atrapado en la Mazmorra. Uno podía llegar al mismo tiempo que sus compañeros,
separarse de ellos y, al volver a encontrarse, haber pasado un año para uno y sólo un
día para los demás.
No tenía lógica. Pero, como siempre, como se repetían incansablemente unos a
otros, allí nada tenía lógica.
Pero debía haber un hilo conductor de todo, una razón para todo, aunque fuera
una razón ajena por completo al modo de pensar humano. Clive no se podía sacudir
la sensación de que todos habían sido elegidos específicamente para la Mazmorra; al
menos todos salvo Horace, Sidi y él mismo, que habían caído allí por casualidad,
cuando iban en busca de Neville. ¿Era esto lo que relacionaba a su hermano con
Guafe, con Chillido y con un marinero español? ¿Y con la propia descendiente de
Clive, Annabelle?
Volver a pensar en ella le provocó una punzada de dolor. Nunca debiera haberla
dejado…
—¡Dios mío! —exclamó Smythe de repente—. ¡Es él!
Habían llegado a otra bifurcación del pasillo. Al final del ramal de la izquierda
había un grupo de tawnanos, con la inequívoca figura de su hermano entre ellos. Uno
de los tawnanos levantó la cajita negra apuntándola hacia ellos, pero Howlett apartó a
Clive y a Smythe de un empujón.
—¡Pónganse a cubierto! —gritó.

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Estaba sosteniendo la Magnum en la mano derecha y apuntaba al grupo,
agarrando con la izquierda la muñeca derecha para absorber el retroceso del arma.
Disparó, y Clive tuvo la certeza de que sus tímpanos iban a reventar, tan poderoso fue
el estrépito provocado por el tiro en los estrechos límites del pasillo; incluso mucho
después continuaron silbándole. En el otro extremo del pasillo, el tawnano de la cajita
negra salió despedido hacia atrás como una marioneta a la que hubieran tirado de los
hilos bruscamente. El tawnano se estrelló contra una pared y resbaló por ella hasta el
suelo, dejando una alargada mancha roja en su superficie.
—Que a nadie más se le pase por la cabeza —gritó Howlett al ver que otro de los
tawnanos ponía la mano en su cajita negra—. Cristo, siempre había deseado usar un
trasto de estos —dijo a Clive torciendo la boca.
Howlett no dejó ni un instante de mirar al grupo. Además del hermano de Clive,
había tres tawnanos más, todos parecidos a los anteriores, parte hombres, parte
máquinas. Habían quedado estupefactos, y desplazaban la mirada del arma en la
mano de Howlett a su compañero y a lo que le había hecho. Sus facciones mostraban
un auténtico asombro.
Con Howlett al frente, el grupo avanzó hacia los tawnanos. Clive tenía la mirada
fija en el rostro de su hermano, buscando identificar la familiaridad en cada rasgo. No
podía haber error: era Neville, no era un doble. Tenía aquella postura, aquella
inclinación engreída de la cabeza, aquella mirada sarcástica en los ojos.
—Bien, hermanito —dijo Neville—. Por una vez has llegado a tiempo a
rescatarme.
Los oídos de Clive aún silbaban por el estrépito del disparo, aunque no tanto
como antes. Podía oír de nuevo… lo suficiente para saber que el hombre que estaba
ante él tenía incluso el tono irónico de Neville.
—Con cuidado, ahora —admitió Smythe en voz baja a Clive.
Clive asintió. Tendría cuidado.
—¿Qué? —preguntó Neville—. ¿No dices nada?
«Tranquilo», dijo Clive para sí. «No muerdas el anzuelo tan fácilmente».
Era muy raro: por fin había alcanzado a su hermano y se sentía extrañamente
indulgente. El odio que había estado cociendo en su interior a fuego intenso se había
enfriado. Se sentía curiosamente abatido, falto de emoción.
—Desármenlos —ordenó.
Sus compañeros se acercaron a los tawnanos, atentos a no colocarse en la línea de
tiro entre el arma que Howlett mantenía apuntada y los tres que continuaban vivos.
Los tawnanos se sometieron al registro pero, cuando Guafe se acercó a Neville, este
dio un paso atrás, colocando una mano en la empuñadura del sable que colgaba de su
cinturón.
—Creo que es mejor que no lo haga —le advirtió.
El arma de Howlett se desplazó para cubrirlo, pero Clive se interpuso para hacer
frente a su hermano.

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—¿Cómo se llamaba el perro faldero de Nany? —le preguntó.
—¿Qué?
—Ya me has oído.
—Por el amor de Dios, Clive. No tenemos tiempo para juegos.
—Si eres mi auténtico hermano, sabrás la respuesta.
—Clive, ¿adónde quieres llegar?
«No sabe la respuesta», pensó Clive. «Que Dios se apiade de nosotros, se parece
tanto a Neville que podría ser su idéntico hermano gemelo, más que yo mismo».
—El juego ha terminado —le dijo Clive—. Quien quiera que sea, o crea que sea,
usted no es Neville Folliot.
El doble dio unos pasos atrás y desenfundó el sable. Pero, en el mismo momento
en que lo tuvo libre de la vaina, Clive ya empuñaba su propia hoja, desnuda.
—Apártese del medio —gritó Howlett.
Dio algunos pasos hacia adelante, intentando buscar vía libre para su disparo,
pero Smythe lo retuvo.
—Todos ustedes, manténgase al margen —ordenó Clive, sin dejar de mirar ni un
solo instante a los ojos del doble.

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30

El Oráculo sonrió ante la respuesta de Annabelle, pero sólo fue un ligero estiramiento,
sin alegría, de los labios.
—¿El auténtico Neville Folliot? —repitió.
Ot, ot, ot…
—Es un juego de niños.
Ños, ños, ños…
—Esperaba algo mejor de vosotros.
Tros, tros, tros…
Al ver que el Oráculo se levantaba lentamente de su posición supina, Annabelle y
sus compañeros retrocedieron de la losa una vez más. Los confusos ecos que siguieron
a su voz resonaron a un lado y a otro de la nave, aumentando de volumen más que
desvaneciéndose. Un chirrido sonó en sus oídos y la superficie del suelo pareció
temblar bajo sus pies.
Sentado en la losa, el Oráculo dominaba por encima de ellos. Levantó un enorme
brazo pálidamente mortal y señaló al más cercano de los sarcófagos.
—Aquí está el que buscáis.
Ais, ais, ais…
—Carne fresca para el Señor.
Ñor, ñor, ñor…
Los ecos retumbaron tanto que Annabelle tuvo que llevarse las manos a los oídos.
«Señores del Trueno», pensó. «Los llaman así a causa de ser tan bocazas». Pero aquel
momento de humor negro fue muy efímero.
La tapa del sarcófago que el Oráculo había indicado se abría con toda lentitud,
con un ensordecedor crujido de piedras. En pie en su interior había un hermano
gemelo de la enorme forma del Oráculo: su tamaño era igualmente descomunal; su
piel, del mismo color alabastro; sus atavíos, del exacto estilo heavy-metal. Pero el
monstruo no estaba solo en su cripta. Colgando de él había una figura humana,
balanceándose en su pecho como una marioneta con los hilos cortados. De la boca del
Señor salían varios tubos, que estaban conectados a la espalda del hombre.
El Señor se alimentaba de él.
—¿N… Neville…? —preguntó Annabelle, con la voz quebrada.
Quiso vomitar.
—Un pequeño tentempié —dijo el Oráculo.
Pie, pie, pie…
—Pero mi hermano no se aumenta tan bien como voy a hacerlo yo.
Yo, yo, yo…
—Cuatro bocados de cardenal.
Nal, nal, nal…
El Oráculo ya se había levantado de su losa y se dirigía hacia ellos. Annabelle, al

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volver la vista y contemplar aquel volumen sobrecogedor, comprendió
repentinamente cómo estaba montado el juego: los Señores se turnaban para
representar el papel del Oráculo y se alimentaban con las desventuradas víctimas que
no podían presentarles una pregunta decente.
¿Cómo diablos se las iban a apañar con algo de aquel tamaño?
Las facciones de su hija se dibujaron en su mente: aquella mirada expectante,
aquellos ojos que expresaban una mezcla de esperanza y temor.
¿Volverás, mamá?
«Lo prometí, ¿no? Lo intenté, pero, Cristo, Amanda…». No me olvidarás, ¿verdad?
No había otra solución. Iba a hacerlo. Todos iban a hacerlo. De ninguna manera
iba a consentir que acabaran convirtiéndola en pienso para dioses, al menos no sin
antes oponer una feroz resistencia.
—¡Chillido! —gritó señalando hacia el estrado.
La arácnida se arrancó un puñado de pelos-púas y los lanzó, en rápida sucesión y
con toda furia, al Oráculo, pero la descarga no contuvo al monstruo ni un milímetro.
Así que arremetió contra él, con Sidi a su lado, mientras Annabelle corría hacia el
sarcófago abierto. Con la ayuda de Tomás arrancó el cuerpo fláccido del pecho del
Señor. Le desconectaron los tubos, que produjeron unos sonidos parecidos a los
«plops» de una ventosa y que dejaron unas marcas redondas y rojas en la pálida piel
de Neville. Pero su cuerpo aún se notaba cálido. Aún vivía.
A rastras lo apartaron del sarcófago. Al mismo tiempo, los ojos del Señor
parpadearon hasta quedar abiertos y el frío acero de su mirada se aferró a ellos.
Durante un largo momento, Annabelle permaneció paralizada en el sitio.
—¿Cómo osáis? —bramó el monstruo.
Sais, sais, sais…
«Quizás estoy loca», pensó Annabelle, «pero sí, oso».
Annabelle sacudió con ferocidad la cabeza y, gracias a una fuerza renovada que
corrió por sus venas, continuó arrastrando el cuerpo de Neville para situarlo fuera del
alcance del monstruo. Tomás, junto a ella, tuvo un momento de duda cuando el
Señor se tragó sus tubos alimentadores y empezó a avanzar hacia ellos.
En el estrado, Chillido prosiguió su carrera y embistió al Oráculo, golpeándole
una de sus piernas con todo su empuje y alienígena fuerza. El monstruo se tambaleó,
intentó mantener el equilibrio, pero Sidi lo golpeó en la parte posterior de la rodilla de
la misma pierna. Y la pierna cedió. Y, al ver que la criatura caía con gran estrépito, de
un salto se apartaron hacia los lados.
Un brazo del gigante se agitó hacia un lado y propinó a Sidi un golpe que lo envió
a patinar por el suelo de la nave. Chillido saltó a su cabeza, y con sus brazos inferiores
se cogió a su cuello y con los superiores le dirigió una serie de puñetazos a los ojos.
Pero, tan pronto como se hubo aferrado al monstruo, las enormes manos de este la
cogieron también, y los tubos alimentadores salieron serpenteando de su boca para
fijarse en el tronco de Chillido.

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La punzada de dolor arrancó a la araña un ululato terrible.
Annabelle se volvió al oír el grito y vio a Chillido descargando una lluvia de golpes
al Oráculo. Pero fue una furia inútil. Este simplemente se la acercó más, al tiempo que
más tubos alimentadores de su boca se conectaron a ella.
Oh, Jesús. No sabía qué hacer: ¿ayudar a Chillido o a Neville?
En realidad no había elección. Chillido era su amiga. Todo lo que sabía de Neville
era que los había estado conduciendo a un safari de ocas, desde el mismo momento
en que se había juntado con su hermano gemelo.
Pero, cuando iba a soltar el brazo a Neville, vio que Sidi se levantaba de donde
había caído y embestía de nuevo al Oráculo. El gigante caído giró su brazo en un
barrido, pero Sidi saltó ágilmente por encima de él y se lanzó a su cara. Y descargó un
puñetazo en uno de los ojos abiertos del Oráculo.
El gigante soltó un bramido que sacudió el suelo bajo sus pies. Extendió la mano
para coger a Sidi, pero el indio se escabulló de entre sus dedos, agarró los dos tubos
alimentadores, los soltó de la espalda de Chillido y continuó tirando de ellos hasta
arrancarlos de la boca del Oráculo. El grito de dolor del gigante, que brotó de sus
labios acompañado de borbotones de sangre, se redujo sólo a un gorgoteo húmedo.
Entonces Annabelle se concentró en sus propios problemas. Ella y Tomás
arrastraron a Neville hacia el centro de la nave; pero ahora el Señor, ya fuera del
sarcófago, se les acercaba paso a paso. Annabelle se encontraba entre Neville y el
Señor.
«¿Qué hago?».
Entonces se le ocurrió. Se separarían, ella y Tomás. El Señor perseguiría a uno de
los dos y el otro lo atacaría por detrás para hacerlo caer tal como lo había hecho Sidi,
golpeándolo en la parte posterior de la rodilla.
Se volvió hacia Tomás para contarle su plan, pero el español la empujó
súbitamente a la ruta del gigante que se aproximaba y echó a correr hacia las puertas
del ascensor. Annabelle intentó mantener el equilibrio, pero cayó al suelo, frenando el
golpe con sus brazos.
—¡Bastardo! —chilló Annabelle a Tomás.
De un salto se puso en pie y, al ver al monstruo ya encima de ella, se arrojó hacia
un lado. El Señor se dejó caer de rodillas y agitó un puño carnoso en su dirección. Ella
intentó imitar el movimiento de Sidi, pero no saltó lo bastante arriba y el brazo del
monstruo le barrió las piernas. Lo único que evitó que chocara de cabeza contra el
suelo y se la abriera fue que cayó de espaldas contra el brazo del Señor. Este alargó su
otro brazo para cogerla.
En el estrado, Sidi tiró de dos tubos más; por entonces Chillido ya estaba lo
suficientemente recuperada como para poner sus propias fuerzas a la obra. El Oráculo
lanzó sus puños hacia ellos, pero esta vez Chillido agarró el gran brazo con sus cuatro
manos. Tensó los músculos y partió en dos los huesos del antebrazo.
En el ascensor, Tomás golpeaba sin descanso la puerta metálica, levantando ecos

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que se mezclaban con el estruendo general de los aullidos de los monstruos,
formando en conjunto una especie de trueno que retronaba contra el techo
catedralicio.
Annabelle esquivó la mano del Señor. Utilizando el brazo en que había caído
como pivote, saltó por encima de la mano del Señor y se dispuso a correr como un
rayo. Pero la pierna herida horas antes cedió bajo su peso y ella no se recobró con
suficiente rapidez.
Esta vez, la gruesa manaza del Señor la alcanzó y la cogió. La acercó hacia él,
mientras los tubos alimentadores salían serpenteando de su boca. Annabelle se
debatió en su apretón, pero él la mantuvo aferrada como en un torno.
El primer tubo le golpeó el cuello y se pegó a su piel con un sonido húmedo,
absorbente.
En el estrado, Chillido había cogido el otro brazo del Oráculo. El gigante intentó
golpearla con la cabeza, pero Sidi se lanzó sobre él y le propinó una patada
directamente debajo del ojo bueno, con tal fuerza que el globo ocular salió de su
órbita.
El gigante rugió. Intentó pescar su ojo, pero Chillido le tenía asido el brazo con
fuerza suprema. Y también se lo rompió. El monstruo cayó al suelo, y ella y Sidi lo
cogieron por las orejas y le hicieron chocar la cabeza contra el canto de la losa donde
había estado yaciendo.
Una vez, dos veces, batieron el cráneo contra el ángulo de la piedra hasta que
aquel se abrió. El Oráculo empezó a convulsionarse y Chillido y Sidi saltaron,
apartándose de las salvajes sacudidas espasmódicas de sus miembros, y corrieron en
ayuda de Annabelle.
Sidi agarró el tubo alimentador conectado a su cuello y se lo soltó. Como más
tubos se dirigieron al indio, Chillido agarró una pierna del Señor con sus cuatro
brazos y lo tumbó. El monstruo cayó de espaldas, con el peso de Annabelle en su
pecho. Sin sus manos libres para frenar la caída, la nuca del Señor golpeó el suelo con
gran estrépito. Y allí quedó inmóvil.
El silencio inundó en el acto la inmensa nave.
Chillido alzó a Annabelle del pecho del monstruo y la ayudó a incorporarse.
—Oh, Jesús, oh, Jesús —musitó Annabelle.
—Ya ha pasado todo, Annabelle —le dijo Sidi.
Y le acarició el pelo mientras Chillido la hacía sentarse en el suelo.
—A… aquella cosa… me estaba sorbiendo…
—Ahora está muerto —la tranquilizó Sidi—. Es lo único que importa.
Muerto.
Miró al Señor tumbado en el suelo, y luego al estrado, donde el Oráculo yacía
también inmóvil.
Ahora estaban realmente muertos.
—Cristo, lo conseguimos —murmuró ella.

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Sidi asintió y le sonrió cansadamente. La mirada de Annabelle se desplazó hasta el
otro extremo de la nave, donde se encontraba Tomás, muy quieto ahora, apoyado de
espaldas contra las piernas del ascensor.
—Bastardo —le dijo—. Te voy a sacar las tripas y…
Pero no terminó. Su corazón no estaba en ello. Con el terror que había
experimentado, se le hacía muy difícil no comprender el pánico del español. Así que
era un cobarde. Magnífico. Bien, también lo era ella. Sencillamente había tenido la
suerte de escapar de las manos de aquellos monstruos, aquello era todo. ¡Como si no
supieran que la comadreja era una comadreja!
Mataré a Tomás, ofreció Chillido con una total indiferencia. Lo miró y sus
múltiples ojos relampaguearon peligrosamente.
Annabelle hizo un gesto negativo con la cabeza. No valía la pena.
—No —dijo—. Déjalo en paz.
Lentamente, con la ayuda de Sidi, Annabelle se puso en pie.
—¿Qué hay de Neville? —preguntó—. ¿Todavía vive?
Apoyándose en el hombro de Sidi y cojeando, se acercó a donde yacía el hermano
de Clive. Se arrodilló junto a él y, al observarlo con mayor detenimiento, un escalofrío
le recorrió el cuerpo: tenía la piel recubierta de pequeñas y redondas manchas rojas.
—Jesús, pero ¿qué le estaba sacando?
—Su fuerza vital.
Annabelle empezaba a sentirse mareada de nuevo.
—Me pregunto cuánto tiempo hará que lo tienen aquí dentro.
Alargó una mano para tocar la pálida mejilla de Neville y, al moverse este, se
sobresaltó. Neville parpadeó e, inesperadamente, clavó los ojos en ella; pero era
evidente que no la veía.
Débilmente, intentó apartarla de su vista.
—Todo ha terminado —le dijo ella—. Hemos matado al monstruo que te tenía
cogido.
Con gran esfuerzo, su mirada se fijó en la de ella.
—¿Q… quiénes son ustedes…?
—Amigos de tu hermano.
—¿Clive? ¿E… está… aquí?
«Ah, mierda», pensó Annabelle. «¿Y qué le decimos ahora? ¿Que nos separamos y
que su hermano probablemente está muerto?».
—Algo así —contestó—. Nos fuimos por caminos diferentes hace algunos días.
Escucha, necesitamos algunas informaciones, como por ejemplo: ¿qué diablos está
ocurriendo aquí? ¿Qué pasa con el diario? ¿Qué son todos estos juegos mentales con
que has estado liando nuestras cabezas?
—¿El diario? ¿Lo encontrasteis?
—Clive lo encontró —repuso ella—. Y lo perdió en alguna parte. Ahora lo
tenemos nosotros. Por lo cual tengo el mal presentimiento de que tu hermano está

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muerto.
Neville movió la cabeza lentamente, haciendo una mueca por el dolor que le
causaba el esfuerzo.
—Eh, tómatelo con calma —lo tranquilizó Annabelle.
—Clive… no puede estar muerto. Yo lo sabría si… lo estuviera…
Vale. El vínculo entre gemelos y todo el rollo. ¡Enchufado a una aspiradora que le
chupaba la sangre y aún tenía tiempo para pensar en esas cosas, bah!
—Ahora mismo —dijo ella— lo que queremos saber es cómo se sale de aquí.
Neville cerró los ojos y se quedó inmóvil.
—No te desmayes ahora, Neville. —Y lo zarandeó con suavidad—. ¡Neville!
¡Maldición! ¡Y cuando más lo necesitábamos!
Sidi se inclinó hacia él.
—¿Está muerto? —interrogó.
—Para lo que nos va a servir ahora, daría lo mismo; pero no, sólo ha perdido el
sentido. —Pasó la mirada de Sidi a Chillido—. Así pues, ¿qué vamos a hacer ahora?
Al oír unas pisadas en el suelo, miró por encima de su hombro y vio a Tomás que
se les acercaba nervioso.
—He sido muito estúpido —murmuró. Una sonrisa leve y esperanzada se dibujó
en sus labios—. Estoy… tenía tanto miedo en el cuerpo…
—Tuviste un ataque de pánico —repuso Annabelle—. Claro y simple. Sucede a
veces.
—No comprendo cómo puedes perdonarlo con tanta facilidad —refunfuñó Sidi.
Lanzó una feroz mirada al español, aunque no tan furiosa como lo había sido la de
Chillido.
—En esto estamos todos metidos —replicó Annabelle—. No me preguntes por
qué no estoy furiosa. Quiero decir que soy yo la que se quedó en la estacada por causa
suya, ¿no? Pero no creo que lo hiciera con mala intención. Sólo se dejó llevar por el
terror. Como me ocurrió a mí al entrar por la última puerta, cuando me quedé
paralizada ante la pasarela. Así que mejor dejarlo como está.
—Mae de Deus —dijo Tomás—. Siempre estaré en deuda con vuestra merced.
Annabelle le hizo ademán de que se callara.
—Déjalo ya, ¿quieres? He dicho que lo olvidaba. Lo que tenemos que hacer ahora
es dejar de perder el tiempo y…
Su voz se desvaneció a la par que un sonido retumbante llenaba la vasta sala.
Sabiendo lo que iba a ver, no quería mirar; pero, incapaz de evitarlo, se volvió hacia
los sarcófagos alineados en dos muros de la nave: una a una, las tapas se abrían y
revelaban más y más Señores del Trueno. Al menos había veinte de ellos. Y
empezaban a moverse. Con sus frías miradas fijas en el grupo.
—Oh, mierda —fue el comentario de Annabelle.

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31

Conseguiría una satisfacción, pensó Clive mientras se enfrentaba al doble de su


hermano. Ya bastaba (y sobraba, por Dios) de deambular perdiendo el tiempo,
saliendo de un desastre para caer en otro, siempre siguiendo la nebulosa pista de su
hermano Neville. Tenía que saldar una cuenta con su hermano y con quien fuera que
estuviese tras aquella Mazmorra. Y, aunque el hombre que estaba ante sí podía no ser
Neville, y ni siquiera uno de los responsables del mando de aquel maldito lugar,
estaba allí, al alcance de la mano, y Clive conseguiría que le diese una satisfacción.
El sable era un peso reconfortante en su mano y no tenía dudas acerca de su
destreza en el manejo del arma, por muy distinto que fuese aquel sable en particular
del suyo. En cuanto al doble, si seguía el ejemplo de Neville, confiaría más en la fuerza
y en la osadía de su estocada que en su habilidad. Esta última siempre había sido el
punto fuerte de Clive.
El doble miró más allá de su sable, hacia Clive. Una sonrisa sarcástica curvó las
comisuras de sus labios.
—¿Qué? —dijo suavemente—. ¿Tomando las armas contra tu propio hermano?
—Usted no es mi hermano —replicó Clive—. Es así de simple.
—¡Y yo digo que lo soy! Estás perdiendo el tiempo.
—Al contrario, es usted quien está perdiendo el tiempo.
—No sabes nada de este lugar.
—Exactamente —concedió Clive—. Sin embargo sé que quiero una satisfacción, y
que la voy a obtener de su pellejo.
—El Buen Dios se horroriza ante el fratricidio —le recordó la réplica de su
hermano.
Clive sabía lo que este trataba de hacer. Si conseguía mantener viva una duda, por
más pequeña que fuera, acerca de la auténtica identidad de su adversario en el duelo,
aquella vaga indecisión trabajaría en contra del ánimo de Clive. No demasiado, pero
lo suficiente para echar por la borda su ventaja. Y, dada la fuerza física superior del
doble, eso sería crucial.
—Y estoy seguro de que también se horroriza ante las réplicas que los mortales
hacen de Sus propias creaciones —contestó Clive.
—No soy una réplica.
—Entonces responda a la pregunta.
—Tu pregunta es un insulto para mí.
Clive se encogió de hombros.
—Entonces, ¡defiéndete!
Lanzó un paso adelante, con la mano izquierda en la cintura y el arma en posición
de ataque. Los dos sables chocaron con un estrépito metálico que resonó a lo largo del
pasillo. Y del impacto saltaron chispas. Esquivando y avanzando, Clive obligó a su
adversario a retroceder por el corredor.

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El doble paraba los golpes con movimientos perfectos, pero era tal el ímpetu del
ataque de Clive que aquel no tenía ni una oportunidad para organizar su propia
ofensiva. Se veía obligado a batirse en retirada, manteniéndose continuamente a la
defensiva.
Los compañeros de Clive y los prisioneros tawnanos estaban situados a espaldas
de Clive. Oyó un súbito tumulto en aquella dirección y tuvo la tentación de volver la
vista atrás para ver lo que ocurría, pero sabía que su adversario estaba esperando una
estupidez semejante. Mantuvo la mirada en su contrincante, obligándolo a dirigirse al
espacio más abierto de un cruce de pasillos. Luego oyó un disparo de la pistola de
Howlett y su ensordecedor estruendo le arrancó una mueca dolorosa del rostro.
Que Dios los ayudase, pensó Clive con angustia. ¿Y ahora qué? Pero no tenía
mucho tiempo para pensar en ello.
La encrucijada de pasillos les brindó más amplitud para sus maniobras, y ahora el
doble tomó la iniciativa, pasando a la ofensiva. Hizo una finta y lanzó su hoja hacia el
flanco izquierdo de Clive. En el mismo momento en que Clive hacía girar su arma
para desviar el golpe, el doble cambió abruptamente la dirección de su arma.
Clive se halló restringido a una acción defensiva. Levantó su sable y detuvo con
una lluvia de chispas el golpe del replicante, pero fue demasiado tarde para evitar que
el filo del arma de su oponente le lamiera el hombro.
—¡Tocado! ¡Primera sangre! —exclamó el doble.
Hubo un momento de inmovilidad durante el cual Clive conservó su energía y no
dijo ni una palabra. La herida era superficial, pero sangraba y, si no recibía cura,
debilitaría a Clive. Tenía que acabar el asunto rápidamente.
Prestó oídos atentos al pasillo que él y su contrincante habían dejado pocos
momentos antes, pero el tumulto se había desvanecido. No oía a ninguno de sus
compañeros.
¿Los habrían apresado los tawnanos con otro de sus extraños aparatos?
No había tiempo para volverse, no había tiempo para pensar en nada excepto en
el combate que tenía al frente. El doble recuperó sus fuerzas y descargó una nueva
lluvia de golpes. Ahora era Clive quien se hallaba en posición defensiva, y fue
obligado a retroceder hasta que su espalda topó con una pared. Entonces los sables se
encontraron con un tañido, las dos hojas quedaron trabadas y el doble empujó el falso
filo de la espada de Clive contra el rostro de este.
La réplica de su hermano tenía una fuerza superior, como siempre había tenido
Neville.
—¿Perdiendo terreno, hermanito? —inquirió el doble.
—Maldito sea —murmuró Clive mientras luchaba por liberarse.
Con una rara fuerza de voluntad, consiguió detener la presión del oponente. Los
dos tenían la frente empapada de sudor. El rostro del doble estaba tan cerca del de
Clive que este pudo distinguir cada poro de su piel. El parecido con Neville era
atemorizador, extraordinario. Era como si realmente luchase contra Neville, contra el

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Neville que lo vencía invariablemente, no importaba el juego, excepto quizás el
ajedrez.
Pero aquello no era ajedrez. No había piezas blancas ni negras que mover, no
había tablero. No era un juego: era la vida o la muerte. Clive pudo percibirlo en los
ojos… ¿del doble? ¿De su hermano?
De improviso, el misterioso personaje levantó su rodilla hacia la ingle de Clive.
Un auténtico sexto sentido de espadachín había sin embargo advertido a Clive, y este
giró justo a tiempo de parar el golpe con el muslo. La cólera de Clive ante el golpe
bajo le infundió la fuerza necesaria para deshacerse del empuje del contrincante. Se
volvió de nuevo hacia este con el rostro encendido.
—Siempre un caballero, ¿no? —dijo, olvidando en el calor del momento que no
estaba luchando contra su hermano.
Frente a él sólo veía a Neville.
—No hay caballeros en este lugar —le recordó el doble—. Sólo hay vencedores y
vencidos, nada más.
El tono de su voz y el espíritu de sus palabras eran tan propios de Neville que
dejaron a Clive completamente confundido. ¡Piedad, por Dios! Si era el auténtico
Neville, ¿qué ocurriría? Neville, que era tan terco que podía dejarse estrangular antes
que cambiar de opinión; Neville, que…
La réplica de Neville sonrió ante la momentánea distracción de Clive. Y renovó su
acometida con un imparable torrente de golpes. Clive necesitó todas sus fuerzas y
habilidades para pararlos o esquivarlos. Pero entonces el doble descubrió su guardia y
Clive entró. La punta de su sable penetró en el pecho del hombre, directamente por
encima del corazón.
Este abrió los ojos desorbitadamente, trastabilló y cayó hacia atrás, liberando la
hoja de Clive. La sangre le brotó de la boca y de la herida, y se desparramó por su
camisa. Lentamente bajó su arma y se llevó la mano izquierda a la herida. Contempló
unos momentos la sangre y luego levantó su mirada para encontrar el rostro
estupefacto de Clive.
—Nunca… creí que dentro de ti tuvieras… —consiguió decir el doble.
El sable cayó de su mano y golpeó el suelo con un chasquido metálico. La cabeza
se desplomó hacia adelante y él resbaló por la pared hasta llegar al suelo. Estaba
muerto.
—¡Dios mío! —gritó Clive dejando caer su propia arma—. ¡Neville!
Ya no distinguía lo verdadero de lo falso, la copia de lo auténtico. Ya no. Todo lo
que podía ver era que su hermano yacía allí, muerto a manos suyas.
—Neville —dijo con voz quebrada.
Extendió la mano para tocar la mejilla del hombre muerto, pero entonces Smythe
llegó a su lado.
—¡Mi comandante! —le gritó—. No tenemos tiempo.
Clive se volvió lentamente hacia Smythe.

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—He matado a mi hermano…
—Usted ha matado a una copia de su hermano. Sabe Dios que incluso a mí me
cuesta ver la diferencia, pero usted ya vio al hombre, mi comandante. No pudo
responder la simple pregunta que le hizo.
—¿No pudo o no quiso?
Ya que hubiera sido muy propio de Neville, pensó Clive. Que Dios tuviera piedad
de él. ¿Cómo podría presentarse ante su padre?
Smythe le puso una mano en el hombro.
—No tenemos tiempo, mi comandante.
Clive le lanzó una mirada vacía: el trastorno producido por su acto aún estaba en
pleno efecto.
Neville muerto. Por su mano.
—Más tawnanos atacaron mientras tenía lugar el duelo —prosiguió Smythe—.
Howlett puso a uno fuera de combate y Guafe usó el rayo inmovilizador contra ellos,
pero otro de ellos tuvo tiempo de disparar un arma de proyectiles y mató a Howlett.
—Es una matanza que no tiene final —dijo Clive.
—No si nos quedamos.
Smythe ayudó a Clive a ponerse en pie. Se agachó a recoger su sable, lo limpió en
la camisa del caído y lo introdujo de nuevo en la vaina de Clive. Recogió también el
del doble y condujo a Clive hacia el vehículo que habían requisado.
—Van a venir más tawnanos —le recordó Smythe—. Tenemos que irnos.
—Pero Neville…
Finnbogg ayudó a Clive a trepar en la parte posterior del carro. Guafe iba al
volante. Tan pronto como vio que todos estaban a bordo, puso en marcha el vehículo
y partieron a toda velocidad por el pasillo.
—Aquel no era Neville —aseguró Smythe a Clive.
—Pero ¿cómo podemos saberlo?
—Encontraremos al auténtico Neville —lo tranquilizó Smythe—. Está aquí, en
algún lugar de la Mazmorra, y no vamos a descansar hasta dar con él.
Pero Clive sólo sacudió la cabeza. Ya no importaba. Fuera o no el doble de
Neville, continuaba sintiéndose como si hubiese dado muerte a su propio hermano.
Habían tenido sus diferencias, lo sabía Dios, pero nunca le había deseado un mal tan
grande.
Ciertamente Neville los había arrastrado a una movida persecución a través de los
distintos niveles de la Mazmorra; pero Clive siempre había esperado que, cuando al
fin atraparan a su gemelo, habría una explicación razonable para todo. Clive estaría
furioso, ¿quién no?, pero pronto se calmaría, porque, al fin y al cabo, eran hermanos.
Gemelos. Seguro que aquello todavía significaba algo.
Pero había matado a un hombre con el rostro de Neville y con suma facilidad. ¿Y
si hubiera sido Neville?
Dios, sólo de pensar en ello la cabeza le estallaba de dolor.

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Smythe lo dejó sentado junto a Finnbogg, de modo que este quedó en el lado de
su hombro herido. El sargento subió al asiento delantero, junto a Guafe.
—¿Tenemos algún destino en mente? —preguntó.
—Supongo que deberíamos continuar hacia la Sala del Oráculo, tal como
habíamos planeado inicialmente —respondió el ciborg.
—Es muy lógico —asintió Smythe—. ¿Qué opina de lo que acaba de ocurrir?
Guafe le lanzó una mirada de soslayo, aunque la expresión de sus ojos fue
impenetrable.
—¿Qué hay que opinar?
—¿Era aquel sir Neville?
—Realmente no lo sé —contestó Guafe.
—Debemos girar aquí —indicó Smythe cuando llegaron a una señal
inconfundible, que Merdor les había descrito anteriormente.
—Eso sí lo sé —replicó Guafe—. Toma —agregó, pasándole el aparato de rayos
inmovilizadores.
—¿Para qué?
Pero el ciborg no precisó explicarlo, ya que, al volver la esquina (que el vehículo
tomó sólo con dos ruedas), se encontraron frente a otro grupo de tawnanos. Smythe
pulsó el control del aparato y los tawnanos quedaron paralizados en el acto. Guafe
aminoró la marcha del vehículo para que Smythe, inclinado hacia adelante, pudiera
apartar los cuerpos rígidos del camino, sin tener que atropellados.
—Un juguetito muy práctico —comentó Smythe al entrar en el último pasillo
antes de llegar al ascensor que los llevaría a la Sala del Oráculo.
—Es más que un juguete —repuso Guafe—, pero no por mucha diferencia.
Debido a lo diminuto de su tamaño, no puede contener la carga suficiente para
inmovilizar a una criatura auténticamente voluminosa.
—¿Como los brontosaurios?
Guafe asintió.
—Quedan por completo fuera del alcance de su efecto. Incluso un ser del doble
del tamaño de un hombre… Sólo haría que sus movimientos fuesen más lentos, pero
no lo inmovilizaría.
—Entonces roguemos al cielo que no encontremos nada mayor que hombres.
—Rogar es de supersticiosos —dijo Guafe.
Smythe se encogió de hombros. Había llegado ya al ascensor. Bajó del carro y
apretó el botón de control situado junto a las puertas cerradas. Las puertas se abrieron
y volvió a subir al vehículo, echando una ojeada a Clive; Guafe condujo el carro
adentro.
—¿Se siente mejor? —preguntó Smythe a Clive.
Clive asintió, pero la mirada atormentada de sus ojos desmintieron su respuesta.
Mientras el ascensor los descendía, Clive se sentó más rígidamente, preparándose
para la siguiente catástrofe que la Mazmorra había dispuesto para ellos.

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32

Había veintidós sarcófagos en la nave. Uno pertenecía al Oráculo muerto y estaba


cerrado. El sarcófago de donde habían rescatado a Neville también estaba vacío. Esto
dejaba veinte tapas de sarcófago que se abrían rechinando. Veinte Señores del Trueno
saliendo de sus ataúdes, como los muertos vivientes de las películas de terror de
Romero.
«Realmente no nos hacía falta esta carroña», pensó Annabelle.
—¡Sacrílegos! —bramó uno de los Señores.
Egos, egos, egos…
Los demás Señores repitieron a coro el bramido, hasta que la sala vibró por el
trueno de sus voces furiosas.
—¡Por esto vais a morir!
Orir, orir, orir…
«¡Oh!», pensó Annabelle. «¿Nos hubierais dejado libres en caso contrario?».
Chillido corrió hacia el Señor derribado, le arrancó las bandoleras del pecho e
hizo girar las bandas de cuero para probarlas. Las hojas cortantes que colgaban de
ellas constituirían un arma mejor que sus pelos-púas, que ya se habían probado
ineficaces.
—¡No va a ser suficiente! —gritó Annabelle, elevando la voz al máximo para que
pudiera oírla por encima de los atronadores alaridos de los Señores.
—¿Qué más podemos hacer? —preguntó Sidi.
Y se dirigió al estrado para quitar las bandoleras al Oráculo, pero ya era
demasiado tarde. Dos Señores habían obstruido el camino. Su movimiento hizo que
las cortinas del muro posterior del estrado ondularan y Annabelle, antes de que la tela
volviera a su sitio, alcanzó a vislumbrar algo que parecía madera.
¿Una salida, quizás? ¿Una escapatoria? Desafortunadamente, no serían capaces de
poder probarla, ya que ahora había cinco Señores entre el estrado y ellos.
El pequeño grupo se movía en retirada, con Sidi y Annabelle arrastrando el
cuerpo inerte de Neville, hasta que sus espaldas casi tocaron las puertas del ascensor.
No había ningún lugar a donde ir.
Tomás, como si quisiera expiar su anterior cobardía, se colocó unos pocos metros
por delante de Annabelle, de tal forma que los Señores tuvieran que atacarlo a él
primero. Chillido hacía girar sus bandoleras, esperando a que el más cercano de los
monstruos estuviera a tiro. Sidi estaba junto a Annabelle, con los puños apretados a
los flancos.
—Bien, chicos —dijo Annabelle tragando saliva—. Ha sido realmente un placer
haberos conocido.
—Quizá podríamos abrir una brecha entre ellos e intentar llegar al estrado —
sugirió Sidi.
—¿Lo viste también? —le preguntó ella—. ¿No parecía una puerta?

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Sidi asintió.
—Alguno de nosotros podría alcanzarla. No era muy probable, pensó Annabelle.
Pero ¿qué podían perder?
—De acuerdo —repuso ella—. Tú y Chillido os vais por la derecha. Tomás y yo
por la izquierda.
Pero entonces oyeron que las puertas del ascensor se abrían a sus espaldas.
—¡Atención! —gritó Annie.
Se volvió para hacer frente a la nueva amenaza y, al ver uno de los cochecitos de
golf de los tawnanos salir con gran chirrido de ruedas del ascensor, saltó a un lado.
Annie tardó un largo y convulso momento en reconocer a los tripulantes del carro,
pero al fin soltó un grito de alegría.
—¡Hurra! ¡Ha llegado la caballería! ¡A ellos, chicos!
Smythe se inclinó hacia adelante, con uno de los aparatos paralizadores de los
tawnanos en la mano. Pulsó el botón y movió el aparato en un arco horizontal,
barriendo la sala. Los Señores se detuvieron abruptamente; luego, muy despacio,
volvieron a iniciar su avance, pero ahora a bandazos, como personajes de una película
en cámara lenta.
—Ya te lo dije —comentó Chang Guafe a Smythe.
Annabelle podría haber besado al ciborg, a pesar de su actitud de sabelotodo.
—¿Dónde está la puerta? —preguntó Smythe a Annie.
—¿Hay una aquí? —contestó ella. Y, ante el asentimiento de Smythe, señaló hacia
el estrado—. Entonces tiene que estar tras aquella cortina.
Ella y Sidi alzaron el cuerpo de Neville y lo introdujeron en el carro. Un Clive
palidísimo y Finnbogg los ayudaron.
—Ea, Clive, ¿cómo va eso?
—¿Quién es este? —repuso Clive al tiempo que tiraba del cuerpo inerte hacia el
remolque.
—Tu hermano. ¿Quién creías? ¿Errol Flynn?
—¿No es un doble?
—Tengo el original —aseguró Annie—. Vaya, al menos el Oráculo ha dicho que
era el auténtico.
Clive tocó la mejilla pálida de su hermano gemelo.
—Gracias, Dios mío.
—¿Quieren subir, el resto de ustedes? —gritó Smythe.
Annabelle, Tomás y Sidi se encaramaron al remolque. Chillido subió en la parte
delantera del carro, haciendo girar las bandoleras ante los gigantes que se
aproximaban a cámara lenta. Y, avanzando, retrocediendo y zigzagueando con el
cochecito, y gracias a los movimientos retardados de los Señores, llegaron al pie de la
escalinata que conducía al estrado sin que nadie sufriera el menor daño.
—Toma el volante —dijo Guafe a Smythe—. Tú ayúdame —añadió a Chillido.
Los Señores dieron la vuelta, despacio, muy despacio, y continuaron acercándose

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lenta pero irremisiblemente. Smythe puso el coche en marcha y Chillido y Guafe lo
fueron empujando para hacerle subir la escalinata, levantando el vehículo en cada
escalón Annabelle saltó del carro al final de la escalinata, echó a correr hacia la cortina
y la descorrió.
Allí había una puerta, lo suficientemente ancha para dejar paso al cochecito. Pero
tenía un candado. Chillido y Chang Guafe tomaron, uno por cada lado, la gran argolla
y la escacharon. Empujaron la puerta, y esta se abrió revelando otro pasillo, con el
techo iluminado, que se perdía en la distancia.
—¡Muy bien, chicos! —exclamó Annabelle—. ¡Allá vamos!
Smythe cruzó la puerta con el coche. Chillido y Guafe empujaron y cerraron la
gran puerta tras de sí. Apoyada en un muro del corredor había una viga; la levantaron
y la colocaron atrancando la puerta desde el interior. Enseguida oyeron los espaciados
puñetazos de los Señores en la madera, pero la puerta resistía.
—No lo puedo creer —dijo Annabelle, apoyándose de espaldas en una pared del
remolque—. Es como un milagro. No sólo hemos sobrevivido todos, sino que
volvemos a estar todos juntos.
—¿Este es realmente mi hermano? —preguntó Clive.
Annabelle asintió y lanzó una mirada interrogativa a Smythe. Clive no parecía el
mismo, al menos por su actitud para con Annie.
—El comandante Clive combatió en duelo con un doble exacto a sir Neville —
explicó Smythe—. Combatió y lo mató. Fue una experiencia… turbadora.
—Me lo imagino —repuso Annabelle—. Yo misma no me siento recuperada del
todo.
Se volvió hacia Sidi, le puso los brazos alrededor y lo acercó hacia sí.
—No puedo creer que lo hayamos conseguido —dijo.
Sidi le acarició el pelo.
—Pero sólo hasta aquí, Annabelle.
—¡Oh, no me agües la fiesta!
Entonces sintió una misteriosa tensión en el aire y, mirando por encima de su
hombro, vio a Clive que la contemplaba con expresión dolorida. «Cierto», pensó ella.
«Confraternizando con el subalterno, y un indio, para colmo».
—No se te ocurra decir nada —lo conminó ella, abrazando más fuerte a Sidi.

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Con todo lo que habían pasado (su huida, la muerte de la réplica de Neville, los
monstruosos Señores, el encuentro con Neville…) el estado mental de Clive era un
torbellino. Y ver a Annabelle abrazada al indio fue demasiado.
—Annabelle —empezó, pero Smythe le cogió el hombro, para evitar que
prosiguiese.
Era su hombro herido. El dolor corrió por sus nervios como un relámpago. Se
volvió, petrificado por esta nueva traición, pero Smythe ya le soltaba el hombro.
—Dios mío —dijo Smythe—. Olvidé su herida, mi comandante.
—Al infierno con mi herida. Lo que…
Smythe lo interrumpió antes de que Clive pudiera continuar.
—Tiene que estar satisfecho de que estén a salvo y de que estemos juntos otra vez.
Compañeros en una pésima situación, cierto, pero juntos.
—Hemos encontrado a tu hermano, aunque no a los míos —dijo Finnbogg—.
Ahora podemos escapar juntos.
Clive frunció el entrecejo.
—Pero…
—Lo que te están diciendo, Clive —le explicó Annabelle—, es que no es asunto
tuyo lo que hagan los demás, a menos que no fastidie los planes del grupo en
conjunto.
—Luchar entre nosotros es estúpido —dijo Tomás mostrando su acuerdo.
Lentamente, el rojo ardor abandonó las mejillas de Clive.
—Tenéis razón —dijo al cabo—. No es asunto mío.
—Además, no es lo que piensas —aseguró Annabelle.
Clive tocó la frente de Neville y acarició su piel pálida. A pesar de su débil estado,
nunca había tenido mejor aspecto, según la opinión de Clive. Dio un vistazo a sus
compañeros, dejando que su presencia inundase como un bálsamo su corazón
trastornado.
—Lo siento —se disculpó—. De veras que lo siento.
Annabelle sacó su brazo de la cintura de Sidi, se inclinó hacia Clive y le dio un
beso.
—Estoy muy contenta de volver a verte, antepasado. Y también estoy muy
contenta de veros a todos, a todos.
Annabelle estiró el brazo y rascó la cabeza de Finnbogg.
—Incluso a ti, Finnbogg.
—¿Annie ya no está enfadada con Finn?
—Annie ya no está enfadada —repuso con un suspiro—. No podría olvidar a un
amigo como tú. Soy muy feliz de volver a verte.
Annabelle volvió a su asiento y prosiguió:
—Estupendo. Pero mejor que celebremos la fiesta por el camino. Tenemos lugares

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adonde ir, gente que conocer, cosas que contar como por ejemplo… —Y sacó el
diario de Neville del bolsillo interior de su cazadora y lo ofreció a Clive—, ¿cómo es
que esto nos esperaba en Tawn?
—¿Cómo lo encontraste?
—Mejor aún, ¿cómo lo perdiste tú?
Mientras Guafe ponía el coche en marcha de nuevo, el resto empezó a
intercambiar sus historias. Iban muy apretados en la parte posterior del vehículo, y
Guafe, Smythe y Tomás estaban estrujados en los asientos delanteros, pero habían
logrado hacer sitio para todos.
El pasillo seguía hacia adelante. Detrás dejaban a los Señores del Trueno, todavía
golpeando la puerta, y todos los peligros a los que habían conseguido sobrevivir hasta
entonces. Delante los esperaba el siguiente nivel de la Mazmorra y, cuando Neville
despertara, por fin tendrían algunas respuestas. Habría más obstáculos, estaban
seguros, pero al menos estarían juntos para hacerles frente.
De momento, bastaba.

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Selecciones del cuaderno de apuntes del comandante Clive Folliot

Los siguientes dibujos pertenecen al cuaderno particular de apuntes del comandante


Clive Folliot, que apareció misteriosamente junto a la puerta del The London
Ilustrated Recorder and Dispatch, periódico que proporcionó los fondos a su
expedición. No había otra explicación que acompañase el paquete, excepto una
enigmática inscripción de la misma mano del comandante Folliot.

«Nuestro viaje nos ha conducido a otro nivel en la misteriosa Mazmorra. Como nuestro grupo se
dividió temporalmente en dos, he realizado estos esbozos de mis recuerdos y también de los de
Annabelle. ¡Qué imágenes más extrañas les parecerán!
»Ahora el grupo de Annabelle y el mío se han reunido de nuevo, y hemos encontrado a mi
hermano. ¡Ojalá tengamos la suerte de escapar de esta cárcel y podamos regresar a Inglaterra
sanos y salvos!».

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PHILIP JOSÉ FARMER. Escritor estadounidense de ciencia ficción y fantasía nacido
en North Terre Haute, Indiana, el 26 de enero de 1918 y fallecido en Peoria, Illinois,
el 25 de febrero de 2009.
Es uno de los autores de género fantástico más importantes del siglo XX y su
denominada Edad de Oro de la Ciencia Ficción. Algunas de sus novelas recogen a
personajes históricos o incluso a personajes ficticios de otros autores. Así, en su obra
aparecen un supuesto hijo de Dorothy (de El mago de Oz), Phileas Fogg (de La vuelta
al mundo en ochenta días), Tarzán, Doc Savage, Sherlock Holmes o Hermann
Göring. Este último aparece en la más aclamada serie de Farmer, la serie Mundo del
Río, protagonizada por sir Richard Francis Burton (un explorador y orientalista
británico del siglo XIX al que se deben las primeras traducciones completas al inglés
de el Kamasutra y Las mil y una noches) y en la que también aparece Alice,
personaje central de Alicia en el País de las Maravillas. La primera novela de esta
serie, A vuestros cuerpos dispersos (To your scattered bodies go, 1971) se considera
la más importante de sus obras y uno de los títulos míticos del género fantástico, y
fue merecedora del premio Hugo (el más importante del mundo de género fantástico)
en 1972.

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CHARLES DE LINT (22 de diciembre de 1951) es un escritor canadiense de origen
holandés. En 1974 conoció a MaryAnn Harris, y se casó con ella en 1980. Viven en
Canadá.
Junto con escritores como Terri Windling, Emma Bull y John Crowley, De Lint
popularizó en los años 1980 el género de la fantasía urbana. Su ficción fantástica se
suscribe a los subgéneros de fantasía urbana, realismo mágico contemporáneo y
ficción mítica.
Charles De Lint escribe novelas, novelas cortas, relatos, poesía y lírica. Su distintivo
estilo de fantasía nace del folklore local americano y del europeo; de Lint estaba
influenciado por muchos escritores en los campos de la mitología, el folklore y la
ciencia ficción, incluyendo J. R. R. Tolkien, Lord Dunsany, William Morris, Mervyn
Peake, James Branch Cabell, E. R. Eddison… Parte de su ficción poética mítica
puede encontrarse online en la web del Endicott Studio.
Como ensayista/crítico escribe revisiones de libros para The Magazine of Fantasy &
Science Fiction. Charles De Lint también ha sido juez para el Premio Nebula, el
Premio World Fantasy, el Premio Theodore Sturgeon y el Premio Bram Stoker.
Además, ha participado en talleres de escritura creativa en Canadá y Estados Unidos.
Además de autor, también es músico, junto con su esposa MaryAnn. Toca múltiples
instrumentos y canta y escribe sus propias canciones. En 2011, De Lint publicó su
primer álbum, Old Blue Truck, junto con el de su mujer, MaryAnn Harris, Crow
Girls, en el que también participa.

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Notas

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[1] El 4 de julio es el día en que se celebra la independencia de los Estados Unidos de

América. (N. del T.). <<

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[2] Cockney: acento característico del inglés de algunos barrios populares de Londres

y, por extensión, de todo Londres. (N. del T.). <<

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[3]
Bedlam: antiguo Hospital de Belén, en Londres, convertido más tarde en
manicomio. (N. del T.). <<

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[4] Seven Dials, Spitalfields: barrios bajos de Londres. (N. del T.). <<

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[5] Tipo de llanura mesetaria sin apenas vegetación arbórea característica de regiones

sudafricanas. (N. del T.). <<

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[6] «Ordenanza» en inglés es bat man. De ahí la ironía de Annie. (N. del T.). <<

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[7] Folly es una palabra inglesa que significa «locura», «desatino». (N. del T.). <<

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[8] Behemot: monstruo descrito en Job, 40, 15-24; aquí se utiliza en sentido figurado.

(N. del T.). <<

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[9] Se refiere al Palacio de Cristal de la Gran Exposición de Londres del 1851. (N. del

T.). <<

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[10] Burns: poeta escocés precursor del romanticismo, 1759-1784. (N. del T.). <<

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[11] Les Paul: marca de guitarra eléctrica de los años 50. (N. del T.). <<

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[12] Death Squad: en inglés «Escuadra de la Muerte». (N. del T.). <<

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[13]
Kobolds: duendes domésticos de la mitología germánica. También se los
identifica con los gnomos. (N. del T.). <<

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[14] Motown. Tipo de música similar al rhythm & blues. (N. del T.). <<

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[15] Puerta… cortina: se refiere a un episodio del libro Alicia en el País de las
Maravillas, de Lewis Carroll. (N. del T.). <<

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[16] Burke y Hare: personajes reales que vendían cadáveres para disecciones y que

acabaron asesinando para vender los cuerpos. Burke fue ejecutado en Edimburgo en
1829. La pareja ha dado pie a varias recreaciones literarias. (N. del T.). <<

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