El Valle Del Trueno
El Valle Del Trueno
El Valle Del Trueno
ebookelo.com - Página 2
Philip José Farmer & Charles De Lint
ePub r2.0
diegoan 07.05.2018
ebookelo.com - Página 3
Título original: The Valley of Thunder
Philip José Farmer & Charles De Lint, 1989
Traducción: Carles Llorach
Diseño de cubierta: Ciruelo Cabral
ebookelo.com - Página 4
Para
Philip José Farmer
porque no puedo pensar en mejor oportunidad que mi trabajo en este
proyecto para agradecerle todos los años de lectura placentera que me ha
dado.
ebookelo.com - Página 5
Prólogo
Pesadillas…
La palabra nightmare, «pesadilla», proviene del inglés medieval nihtmare, que
significa night demon, «demonio nocturno». De pequeño, creía que la palabra
derivaba de yegua (mare en inglés), de yegua que penetra galopando en el sueño, con
ojos encendidos por el fuego, con dientes (poco ecuestres) afilados como los de un
tigre, con ollares refulgentes lanzando gases venenosos y con pezuñas rodeadas de
púas. Sus monstruosos relinchos resonaban entre los aterrorizados y desesperados
gritos de socorro de mi despertar.
Pero incluso el Mundo de los Sueños tiene sus seres agradables, que pueblan los
sueños placenteros. Aunque siempre despierto en medio de una pesadilla, a veces
también lo hago en medio de un «buen» sueño. Tanto si son felices como si son
terroríficos, si son fácilmente analizables, pronto me vuelvo a dormir. Si las pesadillas
no son de una comprensión transparente (sueños y pesadillas son señales luminosas
en el mar de la noche), dedico algún tiempo a sondear sus orígenes antes de volver a
dormirme. La mayoría de las veces estoy demasiado cansado para dedicarles mucho
esfuerzo, pero al menos procuro recordar que he de meditar sobre ellos durante el día.
Los sueños y las pesadillas existen en gran abundancia, pero creo que recuerdo al
menos uno de cada semana de mi vida. Evidentemente, he olvidado muchos. Pero,
contando el período de la infancia, al menos tres mil seiscientos cuarenta sueños,
salpicados de pesadillas, han brotado de mi inconsciente. Sólo me han quedado
grabados unos pocos, y sólo puedo evocar los más impresionantes del revuelto
archivo llamado memoria.
Sueños/pesadillas me han inspirado para escribir relatos. Uno, por ejemplo, es un
breve relato titulado Sail On! Sail On! Trata del primero (y último) viaje de Colón en
un universo optativo. En este, la Tierra es llana y está en el centro del cosmos. Y Roger
Bacon, el franciscano inglés del siglo XIII, defensor de la ciencia experimental, no sufre
la persecución de la Iglesia como sufrió en nuestro universo. Además, funda la orden
monacal de los baconianos. Así, cuando Colón zarpa hacia el Atlántico en busca de
una nueva ruta hacia Oriente, el buque insignia tiene, en la cubierta de popa, una
cabina de radio; en su interior hay un monje que opera una simple radio de galena.
Esta narración derivó de un sueño en el cual se me apareció un galeón enviado
por el príncipe Enrique el Navegante, de Portugal. El galeón tenía una cabina de radio
y un monje como los descritos en el párrafo anterior. Transmitía sus mensajes en
latín.
La transición del sueño del príncipe Enrique al Colón del otro mundo se hizo,
claro está, en la mente consciente.
Pero el sueño que inspiró el breve cuento Tbe-Sliced-Crosswise-Only-On-Tuesday-
World parece no tener relación racional con el argumento que desarrollé a partir de
él. En el sueño, yo iba errando por una selva tropical (muchos de mis sueños tienen
ebookelo.com - Página 6
este mismo escenario) hasta que salí a un claro. En el claro había chozas de bambú y
de paja; en las entradas de las chozas estaban los indígenas. Tenían la piel de un
blanco de yeso y mostraban grandes y oscuras ojeras de cansancio. Permanecían
inmóviles, con los rostros rígidos y los ojos sin vida.
Nunca he conseguido descubrir cómo a partir de este sueño llegué al tema del
breve cuento y de la trilogía resultante, Dayworld. Pero se me reveló a la mañana
siguiente, mientras meditaba sobre el sueño.
En algunos casos he tenido, como mucha gente, sueños en serie o, quizá debería
decir, una serie de sueños. Las aventuras que habían empezado en el primer sueño
continuaban en otro y luego proseguían hasta tres o hasta cinco sueños. No había
pauta en el espacio de tiempo entre los sueños. A veces, la secuela tenía lugar al día
siguiente; a veces, una semana o incluso dos semanas más tarde. Desafortunadamente
nunca llegué a completar ninguna de estas series. Era como el niño que sigue los
episodios de la serie de los domingos por la tarde, en la sala de cine de mis días de
infancia y luego le impiden ver el capítulo final. Me frustraba enormemente.
Dos series han quedado grabadas en mi memoria, y quizás algún día las pueda
utilizar como bases para relatos. Uno de los sueños en serie era acerca de una banda
de vikingos que habían invadido el reino subterráneo de los enanos, o de los trolls,
para hacerse con el oro de esos seres subterráneos. (El enano rey tenía algún parecido
con el rey gnomo de Oz, de los libros de Baum, no de la segunda película de Oz). Los
vikingos tenían que abrirse paso hacia las profundidades luchando, luchaban para
salir y se enfrentaban con una serie de ingeniosas trampas.
El otro sueño fue inspirado en realidad por una fiebre. Estudiaba yo en el instituto
cuando caí con una de aquellas enfermedades tan típicas de los años 30. No recuerdo
cuál era. Pero tuve que guardar cama, con fiebre muy alta y casi delirando. «The
Shadow», la Sombra, también conocida como Lamont Cranston, estaba en una
especie de mundo, y una banda de seres que parecían sólo parcialmente humanos lo
perseguían a través de una jungla. No iba armado, como era usual, con su par de
automáticas del 45. Sólo tenía un arco y un carcaj lleno de flechas. Finalmente,
después de acabar con muchos de sus perseguidores, se refugiaba en una cueva en
medio de la ladera de una montaña. El enemigo subía penosamente la inclinada
pendiente. ¡Sssang! Al menos alcanzó a seis de ellos. Seis enemigos de la Sombra, un
vicario de El Bueno, mordieron la dura roca y cayeron rodando hacia la letal jungla
verde de abajo.
Este sueño tuvo lugar como una serie que duró tres días. No recuerdo cuántos
episodios fueron, pero al menos seis o siete. La rapidez de su sucesión fue inspirada
sin lugar a dudas por la fiebre.
Todo lo cual nos conduce hacia la serie La Torre Negra y a su volumen tercero, el
libro que están leyendo ahora, El Valle del Trueno. El título evoca el espíritu de mis
escritos. Tal como he dicho en prólogos anteriores, esta serie surge del espíritu, o de
uno de los espíritus, de mi ficción. No es un derivado, no es un subproducto, de
ebookelo.com - Página 7
ningún relato concreto mío. Da forma al Geist, a la psiquis, que mis cuentos de
fantasía, aventura y ciencia ficción contienen.
En esto es como una pesadilla. Y, a veces, parece ciertamente estar inspirada por la
fiebre.
Pero, a diferencia de muchas de las pesadillas que he sufrido, al final sus misterios
(y los hay en abundancia) quedarán explicados. También, contrastando con mis series
de sueños inacabados, tendrá una conclusión definitiva y satisfactoria. No habrá
cabos sueltos en el sexto y último volumen de la serie de ha Torre Negra. Richard
Lupoff, que escribió el primer volumen, escribirá el número seis. Llegará con las
respuestas y, aunque sé tanto como ustedes cómo terminará la serie, estoy seguro de
que no dejará de imprimirle un excitante clímax.
Por el momento, nuestro héroe, Clive Folliot, y su puñado de compañeros están
luchando por la supervivencia en otro universo. Creen que serán capaces de resolver
el misterio de las fuerzas que hay detrás de aquel mundo siniestro. Están a medio
camino de sus sufrimientos (aunque ellos no lo saben) y parece que las cosas ya no
pueden empeorar. Pero empeoran.
En este aspecto, el mundo de la Mazmorra se parece a nuestra Tierra. Nosotros los
terrestres no sabemos realmente por qué hemos nacido en este planeta, o quién lo
creó, o por qué objetivo, si hay alguno, estamos luchando. Tenemos muchas teorías
(religiones y filosofías) para explicar los porqué, los cómo y los para qué. Ninguna nos
ilumina por completo o nos satisface absolutamente. Al menos no a todo el mundo.
Todo son opiniones, sin hechos que respalden estas opiniones. Incluso los que
rechazan las religiones y las filosofías lo hacen basándose en una opinión, la opinión
que se deriva de la personal idiosincrasia mental y de las condiciones del individuo.
Las opiniones son exactamente como los fuegos artificiales. Producen ruido en el
silencio y luz en la oscuridad y luego desaparecen. Sea como fuere, cada día en la
Tierra es el 4 de julio[1] de las opiniones, y su inagotable provisión de fuegos
artificiales produce, en este mundo, gran cantidad de luz y de ruido.
Los fuegos de artificio son reales. Las opiniones son reales. Todos los
pensamientos son reales, por muy efímeros que puedan ser. Y la ficción es tan real
como la Realidad. La ficción es parte de la Realidad.
Nadie puede negar con éxito que la ficción es tan real y tan causante de
acontecimientos como la política, la religión, las hemorroides, las jaquecas, un golpe
en el dedo gordo del pie o un choque con el coche contra un poste de teléfonos. La
ficción existe, y los pensamientos y las reacciones emocionales mientras uno lee
pueden tener su efecto. Este efecto varía según la narración y según las reacciones
individuales del lector. Ciertas historias nos afectan profundamente a algunos, y estas
historias se pegan a nosotros como un emplasto.
Los efectos son el resultado de impulsos electroquímicos, los cuales son las
reacciones a la ficción que leemos. Estos son reales porque existen, y dan existencia
permanente a cosas como libros, películas, edificios, cuadros, música (todo obras
ebookelo.com - Página 8
reales del hombre) e instituciones y demás, o producen cambios en estas cosas.
Los pensamientos que uno tiene mientras lee esta serie pueden llegar a
materializarse en algo tan real y tan macizo como un rostro de piedra de la isla de
Pascua.
Los pensamientos y el lenguaje de los hombres de la Edad de Bronce y de la Baja
Edad de Hierro fueron efímeros. Pero, a causa de estos pensamientos y palabras,
forjaron armas, herramientas y construcciones. Algunas de sus producciones han
sobrevivido. En Grecia dieron como resultado la transcripción definitiva de las obras
de Homero, La Iliada y La Odisea, obras de un gran impacto. Sé lo que provocaron en
mí. Han influido en mis escritos más que mis lecturas de relatos de las revistas pulp,
aunque sin menospreciar en absoluto el efecto de estas. Y después ha resultado que la
influencia de Homero en mí ha influido a otros, los cuales escriben historias que
provienen de Homero, pero de enésima mano, podríamos decir. La materia de
Homero ha pasado por la criba de los siglos, que la ha seleccionado entre muchas
otras.
Luego está la Biblia. La leía a menudo de niño y de joven, y aún la releo de vez en
cuando. Me produjo una profunda impresión, aunque originalmente hubiera nacido
de una serie de impulsos electroquímicos de las mentes de una serie de hombres de la
Edad de Bronce y de Hierro. Finalmente, llegó a ser «real», llegó a ser un libro. Este,
aunque parcialmente sea ficción, ha tenido una enorme influencia a lo largo de los
siglos, tanto para bien como para mal. Como estudioso de la historia y de la biografía,
he deducido que, en conjunto, se ha usado la Biblia más para mal que para bien. Y es
que todo tiene su capacidad para hacer el mal o para hacer el bien. Casi todo, me
apresuro a corregir.
El Inferno de Dante deriva de la Biblia y del odio del propio autor hacia ciertas
personas. Creo que no ha influido a nadie en el sentido religioso, pero ciertamente ha
dado realidad a una visión particular del Infierno. Esta visión ha provocado impulsos
electroquímicos en los cerebros de mucha gente, principalmente predicadores y
escritores. Y ha tenido como resultado muchos muchos sermones, y mucha ficción
escrita. En varios sentidos, la serie Torre Negra debe alguna parte de su geografía y
algunos de sus personajes a Dante.
En un prólogo anterior, comparé el mundo de la Mazmorra con el Infierno. La
diferencia más importante entre ambos mundos es, sin embargo, muy significativa.
En Dante, el Infierno es la única razón de la existencia de sus moradores. Sufrirán
para siempre, y sus caracteres no mejorarán ni empeorarán. Pero en el mundo de la
Mazmorra, a pesar de todos sus horrores, el optimismo arde con vitalidad. Nuestro
héroe y sus colegas sufrirán, pero sus personalidades pueden cambiar para mejor.
En este sentido, y en otros, el mundo de La Torre Negra se parece a mi serie
Riverworld… y a nuestra Tierra.
PHILIP J. FARMER
ebookelo.com - Página 9
1
ebookelo.com - Página 10
No era tan malo. Casi recibiría con alegría el alivio del dolor que le ofrecía. Sería
tan fácil dejarse ir, simplemente, apartar a un lado las responsabilidades que había
asumido, abandonar su lucha, dejar que los demás se diesen de cabeza contra los
infinitos muros de la maldita Mazmorra mientras él se limitaba a dejarse ir…
Pero no era su modo de actuar.
Aunque siempre había tenido que esforzarse más que su hermano gemelo en
cualquier empresa que llevase a cabo, no era de los que abandonaban, fueran cuales
fuesen las fuerzas que se le oponían.
¿Aunque le ofrecieran lo más preciado de su vida?
Clive frunció el entrecejo ante la voz desconocida que interrumpió sus
pensamientos…
Y se dio cuenta de que el azul se había esfumado.
Se encontraba en un lugar desprovisto de color y de luz. Podía respirar de nuevo.
Bajo sus pies había una superficie sólida. Una brisa ligera le acariciaba la mejilla y le
hacía cosquillas en los pelos del bigote. Una suave fragancia de clavo llenaba el
ambiente. En su lengua escocía el punzante sabor de anís.
—¿Quién habló? —preguntó.
Se volvió lentamente, atento a mantener el equilibrio. Bajo sus botas, el suelo era
tan liso como el mármol pulido.
La voz, comprendió, no había hablado. Más bien, había sonado sólo en su mente:
una comunicación telepática como la que Chillido utilizaba. Pero no había sido la voz
de Chillido.
Luego le llegó un sonido susurrante, como de una cortina que se baja.
—¿Quién hay? —gritó—. ¿Quién es?
Hacia su derecha vio que la oscuridad se hacía más leve. Mientras que a su
alrededor todo era negro como una tumba precintada, allí el aire se tornaba de un gris
prometedor. El olor de clavo se desvanecía. El intenso sabor todavía permanecía en su
boca, aunque disminuía a cada instante.
Dio un paso hacia la zona grisácea. Otro.
Como la última Puerta que habían cruzado, aquí el aire era denso, pero podía
avanzar a través de él. Era como atravesar una espesa bruma. La oscuridad se le
pegaba al rostro como una telaraña, pero él se abrió paso apartando la negrura con las
manos, hasta que el final llegó a la zona gris.
Al principio, aquel velo de niebla le impidió ver algo. Clive extendió una mano y
tocó una pared membranosa, que cedió cuando hizo presión sobre ella. La niebla
empezó a escampar y los ojos de Clive se abrieron estupefactos.
Estaba contemplando una habitación muy muy familiar. Al instante, la voz que
había oído antes resonó de nuevo en su mente.
Lo más preciado de su vida.
La habitación que contemplaba estaba iluminada sólo con un quinqué. De pie,
frente a la ventana que daba a Plantagenet Court, había una mujer. La luz del quinqué
ebookelo.com - Página 11
la dejaba en un ángulo sombrío, pero no tanto como para que Clive no pudiera
reconocer aquella curva de los hombros, aquellos rizos del pelo, aquella esbelta
silueta. Lo más preciado de su vida.
¡Dios santo! De algún modo, alguien le había ofrecido una ventana al hogar
londinense de su amante, Annabella Leighton. Los kilómetros que separaban Londres
de África, o de donde fuera que estuviese la maldita Mazmorra, habían sido
suprimidos en un instante para que él pudiera conseguir aquella visión momentánea.
La llamó, pero no respondió.
Empujó la membrana que lo retenía. Esta se estiró pero no se rompió.
Maldijo a los Señores de la Mazmorra por haberlo llevado hasta allí y no más, y
empujó con más fuerza.
Durante un momento su mano se hundió en la barrera invisible que la retenía y
quedó cubierta por esta; luego la membrana cedió y la resquebrajó. Animado, dio un
paso adelante y empujó su cabeza y su pecho contra la superficie pegajosa, mientras se
la quitaba de encima con la otra mano. Lentamente, muy lentamente, la pared se
abrió por completo.
Y ya estaba dentro.
Asombrado, comprobó que se encontraba en la habitación de Annabella. Volvió
la vista atrás pero no pudo distinguir ningún indicio del lugar por donde había
entrado. Al contemplar con más atención la pieza, no vio nada diferente de como la
había dejado la noche en que se había despedido de Annabella, hacía ya demasiados
meses. Era como si todo el tiempo en la Mazmorra nunca hubiese existido.
¡Que Dios lo ayudase! ¿Había sido todo un sueño?
¿O le estaban ofreciendo una segunda oportunidad? ¿Y si esta vez no se
embarcaba, si se quedaba en Londres en lugar de marcharse y, aunque tuviesen que
vivir pobres, se casaba con Annabella? ¿Podría entonces reparar el daño que le había
causado al embarcarse en el Empress y partir hacia África?
Clive frunció el entrecejo. Pero, si su hermano continuaba desaparecido, regresar
a Londres sin él no podía descargarlo de sus responsabilidades. Simplemente tendría
que volver a marcharse…
Pero ¿cómo podría? Sabiendo lo que sabía, ¿cómo podría dejar a Annabella por
segunda vez? Con toda seguridad sería un crimen mucho peor abandonarla ahora,
cuando él ya sabía lo que su partida significaría para ella.
Y luego estaban sus compañeros. ¿Habían sido abandonados a su suerte y
tendrían que seguir por sí solos, o también habían recibido, cada uno de ellos, su
oportunidad?
Miró a Annabella. Desde aquella perspectiva no podía distinguir nada que
delatase su embarazo. Quizás aún no se mostraba. Quizás aún ni era consciente de
que estaba encinta de su hija…
En aquel momento ella se volvió, con aquella sonrisa familiar que iluminaba sus
facciones. Y Clive se percató de que su mirada no era de sorpresa ante su súbita
ebookelo.com - Página 12
aparición. Era como si nunca se hubiese ido.
—¿Estás dispuesto a levantarte ya, dormilón? —le preguntó con una mirada
burlona en los ojos.
—Yo…
El sonido de su voz le partió el corazón. Su rostro, su sonrisa, el azul celeste de sus
ojos…
Extendió los brazos hacia Annabella, pero ella sacudió la cabeza.
—Otra vez no, amor mío. Si no te vistes pronto, llegaremos tarde a la fiesta… y no
estaría nada bien. George no te lo perdonaría nunca.
«¿Fiesta?», pensó Clive. Pero, en nombre de Dios, ¿qué estaba ocurriendo? ¿Cómo
podía estar ella tan tranquila? Actuaba verdaderamente como si él nunca se hubiera
ido, como si todo lo que había sufrido Clive no hubiera sido más que una pesadilla.
La observó con detenimiento y entonces reparó en cómo iba vestida. Llevaba un
traje de noche, muy escotado, con la falda muy ancha. Se había espolvoreado los
hombros y se había recogido el pelo hacia arriba, en rizos que brillaban en la luz que
emitía el quinqué del tocador.
Una fiesta.
—Pero luego, cuando regresemos —prosiguió Annabella—, celebraremos tu
nombramiento en privado, hasta que ninguno de los dos tenga fuerzas suficientes
para moverse.
La promesa que expresaban sus ojos hizo que Clive sintiese unos inmensos deseos
de abrazarla. Pero se concentró en las singulares cosas que ella decía. Su
nombramiento. Una fiesta.
De nuevo le llegó aquel eco.
Lo más preciado de su vida.
¿No era lo que siempre había deseado? ¿Ser capaz de poder tomarla como esposa,
los dos juntos llevar su propia vida, y… al diablo con su padre y su hermano, al diablo
con su trabajo de institutriz?
Bajó la mirada hacia sí mismo. Estaba desnudo junto a la cama. A su lado, las
sábanas y mantas se amontonaban arrugadas.
«Acabas de sufrir un largo y perturbador sueño», se dijo a sí mismo. «No puede
haber otra explicación».
Nunca se había embarcado en el Empress en busca de Neville, nunca había
quedado atrapado en aquella Mazmorra infernal… evidentemente. Eso sí tenía
sentido. Claro: toda aquella experiencia le había parecido siempre una pesadilla.
Pero la había sentido tan real… Y todavía había…
Volvió la vista hacia Annabella.
—Mi hermano… —empezó.
Ella soltó una carcajada.
—No tienes que preocuparte por él: no ha sido invitado.
Clive se sentó en la cama y se frotó el rostro con las manos. Con un ansia súbita,
ebookelo.com - Página 13
Annabella corrió a su lado y se arrodilló frente a él, junto a la cama. El miriñaque de
su falda dificultaba que pudiera abrazarlo, así que le tomó las manos entre las suyas.
—Clive, ¿qué te ocurre?
—He tenido una experiencia totalmente incomprensible —respondió él despacio
—. Yo… —Clive levantó los ojos hasta encontrar la mirada firme de ella—. No puedo
recordar nada de una celebración o de un nombramiento. He soñado que iba a África
en busca de Neville y que quedaba atrapado en una Mazmorra laberíntica y sin fin.
—¿Quieres que llame a un médico? —sugirió Annabella.
Estaba claramente preocupada. Clive hizo un signo negativo con la cabeza.
—No. Físicamente estoy bien. Sólo que estoy… confundido.
—Podemos cancelar la fiesta del club. Mandaré una nota a George diciéndole que
no podremos asistir.
Clive la miró con aire apenado.
—¿Dices que ha organizado una fiesta en mi honor?
Annabella asintió.
—Entonces es como has dicho hace un momento: nunca me perdonaría que no
asistiésemos.
Cuanto más hablaba con ella, más fácilmente sentía que se deslizaba hacia su vida
anterior. La Mazmorra se convertía más y más en un doloroso sueño.
—Has dicho que mi hermano no había sido invitado —dijo Clive—. Pero ¿está a
salvo?
Annabella parpadeó.
—¡Pues claro que está a salvo! Hace más de un mes que regresó; y, según tus
informaciones, se ha recobrado ya lo suficiente como para reiniciar su antiguo trato
contigo.
Los ojos de Annabella refulgieron de cólera cuando habló de su hermano gemelo.
—¿Y yo no me embarqué nunca para África?
La cólera se desvaneció y dio paso a una sonrisa.
—¡Oh, Clive! Te estás burlando de mí ¿no?
Clive paseó la mirada por la habitación y al fin la detuvo en Annie. Le apretó las
manos.
Si la Mazmorra había sido un sueño, entonces todo había terminado, y para
siempre. Podía apartarla ya de su mente. Pero si esto era el sueño, maldición para él si
no lo aferraba desesperadamente.
—Me has cogido esta vez —repuso Clive.
Annabella se puso en pie con suprema elegancia y, con gestos rápidos y gráciles,
ajustó la caída de su falda.
—¡Arriba! —le dijo a Clive—. Tienes el uniforme planchado que te espera
colgando en la puerta del armario. Te daré el tiempo de contar hasta diez para que
puedas arreglarte para salir. Si para entonces no estás listo, me buscaré otro
acompañante. —Y le hizo un guiño exagerado—. Uno… dos… tres…
ebookelo.com - Página 14
Clive se levantó de un salto de la cama. El uniforme, la guerrera escarlata y los
pantalones oscuros de la Guardia Montada Imperial, colgaban de donde había dicho
Annabella, pero no era el uniforme de un comandante: era el de un teniente coronel.
Dejó la cama y se dirigió hacia donde colgaba el uniforme y pasó el dedo por el
paño de la guerrera.
¡Que el Señor lo ayudase! Ya no sabía lo que era real y lo que no.
—Siete… ocho… —contaba Annabella.
Sacudiendo la cabeza, Clive empezó a vestirse apresuradamente.
ebookelo.com - Página 15
2
En Plantagenet Court tomaron un coche que los llevó al club de George du Maurier,
un establecimiento algo bohemio, como admitía George de muy buena gana,
frecuentado por artistas y escritores, pero que al menos permitía la presencia de las
damas en el bar.
La niebla londinense entorpecía el tráfico más de lo que era habitual en aquella
hora del atardecer, pero a Clive no le importaba en absoluto. Se dejó sumergir en su
entorno, saboreando cualquier cosa con que topase su mirada: el bullicio del tráfico a
pie y en coche, los vendedores y los buhoneros que todavía ofrecían sus baratijas a los
que esperaban frente al teatro o frente a los restaurantes. Desde la miseria de los
barrios bajos hasta las mansiones de lujo, Clive contemplaba todos aquellos
escenarios conocidos como a través de unos ojos nuevos.
Nunca había pensado que volvería a ver Londres, y sin embargo ahora circulaba
por sus calles iluminadas a gas, con Annabella a su lado y una fiesta en perspectiva.
¡Oh, Dios! ¿Qué más podía pedir?
Cuando por fin llegaron al club, Clive se apeó y tomó la mano de su acompañante
para ayudarla a descender a la calle adoquinada. Pagó el coche, ofreció el brazo a
Annabella y se dirigió a la entrada, atendida por un portero uniformado. No obstante,
antes de que tuviesen tiempo de llegar a la escalera, un mendigo harapiento que
surgió de las sombras se les acercó, arrastrando los pies con presteza, con la gorra en
la mano.
—¡Ea! —gritó el portero—. ¡Fuera de aquí!
—Por favor, jefe —rogó el mendigo fijando su atención en Clive—. ¿Podría
ayudarme con algo, buen señor?
Annabella se apretó contra Clive. Normalmente, Clive hubiera echado al hombre
con la misma celeridad con que intentaba hacerlo el portero, pero algo en la
fisonomía del mendigo llamó su atención. Bajo la suciedad que veteaba el rostro del
hombre, había ciertos rasgos que le eran familiares.
—Un momento —dijo Clive.
Dejó a Annabella junto al portero y se aproximó unos pasos hacia el mendigo
para escudriñar su cara con más detenimiento.
—¿Lo conozco a usted? —le preguntó.
El mendigo hizo un gesto de negación.
—Yo no soy nadie, jefe. Nadie que un noble caballero como usted pueda conocer.
En general, aquello era verdad. Clive nunca había sido de los que gustan de
entablar conversación con los mendigos y gente de su calaña. Pero el tiempo que
había pasado en la Mazmorra le había enseñado que las apariencias engañan con una
prodigiosa facilidad. Y además estaba aquella persistente sensación de haberlo visto
antes…
—Sólo un chelín…, si no es mucho pedir, jefe… —continuó el mendigo.
ebookelo.com - Página 16
Extendió una mano abierta, todavía más sucia que su cara. Un olor fétido, una
combinación de hedor de cuerpo sin lavar y de cerveza pasada, se desprendía de aquel
personaje.
—¿Cómo se llama usted, hombre? —le preguntó Clive.
Mientras hablaba con el miserable, la niebla iba transformándose en una ligera
llovizna.
—¡Clive! —llamó Annabella.
Clive hizo una señal con la cabeza en su dirección, pero no se volvió.
—¿Su nombre? —repitió.
El mendigo dio un paso atrás y una expresión atemorizada cruzó su rostro.
—No tenía intención de molestarlo, jefe —dijo—. Por favor, no llame a la policía
contra el pobre Tom.
Y con aquellas palabras se volvió y echó a correr.
Clive dio unos pasos tras él, pero se detuvo y dejó que se fuera.
Tom. Aquel rostro…
—Clive —volvió a llamar Annabella.
Bajó las escaleras y fue a reunirse con él en medio de la calle. Cuando Clive volvió
su atención hacia ella supo, por la expresión de sus ojos, que volvía a estar ansiosa por
él. Clive se encogió de hombros y le dedicó una breve sonrisa.
—Tuve la curiosa sensación de que conocía a ese hombre —explicó—. Una
tontería absoluta, claro está.
Cogió del brazo a Annabella y la condujo hacia la escalera. El portero, que
mantenía una expresión completamente impávida, les abrió la puerta y entraron en el
club.
—Empiezas a preocuparme —le dijo Annabella una vez que estuvieron dentro—.
Primero pretendes haber perdido la memoria y ahora pareces decidido a callejear y a
hablar con el primer mendigo con que tropiezas.
—Creí que podía tratarse de alguien de mi antiguo regimiento —replicó Clive—,
alguien que está pasando por tiempos difíciles. No todos los hombres son tan
afortunados como yo.
Esa referencia evidente a ella consiguió arrancarle una sonrisa.
En el vestíbulo, un empleado recogió su chal y la gorra militar de Clive; luego se
dirigieron a donde George los esperaba. Un enorme fuego llameaba en la chimenea,
como protección contra el frío húmedo del aire del atardecer y la niebla del exterior.
George se levantó de su butaca con una sonrisa acogedora y la mano extendida.
—Ya os daba por perdidos —dijo—. La cena está reservada para las ocho, pero
todavía nos queda algo de tiempo para tomar una copa, si os parece bien.
Clive miró a Annabella. Cuando ella asintió, Clive ordenó dos copas de jerez al
camarero, que aguardaba cerca.
—¿George? —interrogó Clive.
Su amigo levantó su propia copa, que todavía estaba medio llena y negó con un
ebookelo.com - Página 17
movimiento de cabeza.
—Sólo dos copas, pues —dijo Clive al camarero.
—¿Así, qué? —dijo George una vez que Clive y Annabella estuvieron sentados—,
¿ya habéis decidido la fecha?
«¿Fecha?».
Por fortuna, Clive había pensado esta respuesta y no la había soltado en voz alta,
como habría hecho de no haber visto a Annabella ruborizarse y bajar los ojos, lo que
le hizo comprender de inmediato a lo que estaba refiriéndose George: a su boda. La
verdadera cuestión era: ¿habían decidido ya una fecha? Annabella pensaría que era un
completo patán si no lo recordaba, en el caso de que la hubieran fijado.
Echó una mirada a su compañera, pero no encontró respuesta en su expresión. Se
aclaró la garganta.
—Ah… —empezó, pero la llegada del camarero con las copas de jerez lo sacó del
apuro.
—¡Por vuestra prosperidad! —exclamó George, levantando su copa—. ¡Que
gocéis siempre de buena salud y que seáis felices uno en compañía del otro! —Antes
de que Clive y Annabella pudieran chocar sus copas contra la de George, este añadió,
con un guiño—: Y un poco de promoción no hace daño ¿cierto, no?
—Por nosotros —dijo Clive chocando su copa con las otras, con los ojos fijos en
Annabella.
—Por nosotros —repitió Annabella. Y le sonrió; luego se volvió hacia George—. Y
por el mejor amigo que una joven pareja pueda tener… ¡sea bohemio o no!
Riendo, chocaron las copas y bebieron.
Y entonces un pensamiento helado hirió la mente de Clive.
El mendigo.
Tom.
Ahora lo tenía. Aquel hombre tenía un misterioso parecido con Tomás, el
marinero español a quien había dejado en la Mazmorra, junto con sus compañeros.
Como mendigo de Londres, tenía un marcado acento cockney[2], era cierto, pero la
semejanza física era tan profunda que Clive se resistió a creer que fuera mera
coincidencia.
Salvo que la Mazmorra fuera tan sólo un sueño.
Ahora se había librado de ella. Había despertado de las cadenas del sueño con el
bendito alivio de saber que todo no había sido más que un sueño…, una pesadilla, por
decirlo más claro; nada más que una fantasía, en definitiva.
La Mazmorra no era real. Era así de simple. Pero volvió a recordar aquella voz. Lo
más preciado de su vida.
Si la cosa en conjunto no había sido una ilusión ¿entonces por qué parecía tan
real?
—¿Clive?
Parpadeó y se dio cuenta de que George y Annabella lo observaban con
ebookelo.com - Página 18
preocupación. Se levantó de la silla.
—Un mareo…, un leve mareo… —dijo—. Necesito un poco de aire.
Y, antes de que ninguno de los dos pudiese protestar, Clive ya se estaba
encaminando hacia la entrada. Cuando salió al exterior, el portero se volvió hacia él.
La sonrisa del hombre adoptó súbitamente un matiz cauteloso.
Clive había estado a punto de preguntarle por el mendigo, pero, al ver aquella
expresión en el rostro del hombre, comprendió que se estaba poniendo en ridículo.
—¿No habrá… visto por casualidad… un guante? —le preguntó Clive.
El portero negó con la cabeza.
—No, señor. Quizá lo olvidó en el coche.
—¿El coche? —repitió Clive.
«Tienes que dominarte, Clive», se dijo a sí mismo.
—Ah, claro —repuso con una rápida sonrisa, una sonrisa que, con toda seguridad,
pareció tan artificial como en verdad lo era—. El coche. Muchas gracias.
Volvió a entrar en el club antes de que el portero pudiera tener ocasión de decir
nada más. En el vestíbulo sonrió de nuevo al empleado que se le acercó a recogerle el
quepis. El hombre pareció confundido al darse cuenta de que repetía la operación que
había realizado sólo pocos momentos antes.
—Fui a tomar un poco el aire —explicó Clive—. Una noche espléndida.
«Absolutamente espléndida», pensó. «Niebla espesa y llovizna. Bien, maldita sea,
después de meses en la Mazmorra (sea sueño o no), tiene que ser una noche
maravillosa».
Y huyó del confundido empleado para reunirse con sus amigos. Nada más verlo,
George se levantó y fue a recibirlo en medio de la sala. Cogió a Clive por el brazo y
miró con atención su rostro, con evidente preocupación.
—Clive ¿estás enfermo?
Clive negó con la cabeza.
—Ahora mismo Annabella me estaba diciendo que, desde que te has levantado de
la siesta de esta tarde, pareces como ausente.
—Los nervios —lo tranquilizó Clive—. Que le suban a uno de grado al mismo
tiempo que se promete en matrimonio son cosas que no ocurren cada día, por decirlo
así.
La verosimilitud de la explicación fue rápidamente aceptada. George lo escrutó un
momento más, le dio un apretón en el brazo y lo condujo de nuevo junto a la
chimenea en donde Annabella esperaba.
—Todo correcto, amor mío —le dijo Clive.
Pero prestó mucha atención a controlar su mano cuando levantó el jerez. Parecía
como si pudiera ponerse a temblar por su cuenta.
—Conque… —dijo mientras bajaba de nuevo la copa—, ¿a quién has invitado al
restaurante, George? A toda la tropa del teatro, sin duda alguna.
—No, no —rio George—. En honor a la ocasión, tendremos una compañía
ebookelo.com - Página 19
respetable, salvando mi propia persona, claro está.
Clive mostró una sonrisa adecuada, pero no pudo evitar la sensación de que se
estaba volviendo loco. ¿Qué era real: aquello o la maldita Mazmorra?
Con un gran esfuerzo, apartó la cuestión de su mente y se zambulló en el ánimo
festivo que requería la noche. Sin embargo, no podía esquivar la sensación de que no
estaba más presente allí, compartiendo aquellos acontecimientos, que si los estuviera
observando a través de un cristal ahumado. Volvieron a aparecérsele los rasgos del
mendigo, y recordó a Tomás y a sus demás compañeros: Chillido, Finnbogg, Smythe
y sus tantas veces nieta Annabelle…
«No», se dijo a sí mismo. «Déjalo».
Y, mientras salían del club para ir a cenar, consiguió apartarlo de su cabeza
durante el resto de la velada.
Varios de sus colegas oficiales estaban también en el restaurante, acompañados de
sus damas; también había algunos amigos de George que Clive y Annabella habían
llegado a conocer con el tiempo. Las felicitaciones continuas (tanto por su promoción
como por su futura boda) provocaron muchos brindis. Hubo buena comida y mejor
conversación, vino selecto y baile posterior. Pero, durante todo el tiempo, un ansia
persistente permanecía en un recodo de la mente de Clive, dando un sabor amargo a
su forzada alegría.
Con todo lo que ya había experimentado (o que creía que había experimentado)
en la Mazmorra ¿no cabía pensar que aquello no era más que otro movimiento de
piezas en el inexplicable juego que llevaban a cabo los Señores de la Mazmorra?
¿Cómo podía saberlo? Si aquello era una mentira…
Lo más preciado de su vida.
Si aquello era una mentira y lo dejaban elegir entre regresar a la lucha o vivir en la
mentira, ¿qué decidiría? ¿Cómo podría elegir?
ebookelo.com - Página 20
3
Era ya tarde cuando al fin regresaron a los aposentos de Annabella. La llovizna había
proseguido durante toda la noche y, en las callejuelas, la niebla se había hecho todavía
más densa, con lo cual su trayecto de vuelta fue un viaje miserable… o lo habría sido,
si no hubieran estado en compañía uno del otro. Annabella tenía las mejillas
encendidas por el baile de la velada y por el vino, y Clive se percató de nuevo de lo
vacío que sería el mundo sin ella.
Tal como había sido en la Mazmorra. Su sueño.
Las habitaciones de Annabella no fueron acogedoras hasta que los quinqués
iluminaron y en el hogar ardió un fuego vivo que apartó el frío. Mientras Annabella
tomaba un baño, Clive permaneció en la ventana, contemplando las calles mojadas.
Su mente era un torbellino de confusión. Debería haber disfrutado de la fiesta, y en la
mayoría de los sentidos lo había hecho. Todo había sido perfecto, la compañía y el
lugar; sin embargo, Clive no había sido capaz de sacudirse la sensación, durante toda
la fiesta, de que un mal presagio lo acechaba.
Bajando la vista hasta el alféizar de la ventana descubrió una pequeña y alargada
semilla de hinojo en la madera, con su verde pálido, rayado de blanco, brillando
contra la oscura caoba. Lamió un dedo y con él tocó la semilla, que quedó pegada en
su saliva, y se la acercó al ojo.
Como el vago recuerdo que quiso alcanzar cuando se le aproximó el mendigo a la
puerta del club de George, la semilla parecía evocarle algo…
Con un gesto ausente se la llevó a los dientes y la mordió. El penetrante sabor de
anís llenó su boca. Una fragancia de clavo flotó en el aire. Cuando volvió a mirar por
la ventana, la niebla se espesó repentinamente y se adhirió contra los cristales de la
ventana, imposibilitando por completo ver la calle.
Y volvió a recordar otra vez.
La Puerta. Cayendo a través del azul. Aquel mismo sabor, aquel mismo olor.
¿Cómo expresaría con palabras uno de los principios básicos de su vida: que nunca
abandonaría una lucha, por superiores que fuesen las fuerzas contrarias? No había
hablado en voz alta, pero aquella voz replicó igualmente.
¿Aunque le ofrecieran lo mas preciado de su vida?
¡Que Dios lo ayudase! ¿Era aquello locura?
Tiempo atrás había escuchado a George y a sus amigos discutir sobre raras
filosofías; una de las cuales afirmaba que aquel mundo, el mundo en que habitaban,
no era más que un sueño. Cuando el soñador despertase, todo se desvanecería.
Tonterías, evidentemente, mera diversión intelectual. Ya que ninguno de ellos, ni los
que argumentaban a favor de la idea ni los que lo hacían en contra, lo creían de
verdad.
Pero ¿y si el mundo era un sueño?
Lo mas preciado de su vida.
ebookelo.com - Página 21
Imposible. Pero ¿el tiempo que había pasado en la Mazmorra parecía menos real?
Aplicó con fuerza la frente contra el cristal y cerró los ojos. Sintió el frío del vidrio
en su piel. Calmante. La fragancia de clavo menguó, el gusto agudo en su lengua ya
era casi un recuerdo.
—Clive…
Abrió los ojos al oír la voz de Annabella. Pudo ver de nuevo en el exterior la calle,
con las luces de gas reflejadas en los charcos del pavimento y la fina niebla creando
halos en cada farol.
—¡Clive!
Se volvió y vio a Annabella en pie junto a la bañera, con las mejillas todavía
ardientes y brillantes. Iba envuelta en una toalla y no llevaba otro adorno que las
horquillas que le sostenían el pelo.
—Clive, dime —dijo ella—. ¿Qué te ocurre?
Le dolía mirarla, odiaba mentirle.
—Nada.
—Si es algo que yo he hecho…
Sacudió la cabeza enfáticamente.
—Nada.
Ella se le acercó y descansó sus manos en los hombros de él. Clive contempló todo
su cuerpo y sólo fue capaz de preguntarse cómo era posible que la criatura más
espléndida de Dios en su propia Tierra pudiera sentir aquel amor por él. ¿Qué había
hecho para merecerla?
—No puedes esconderme nada —dijo Annabella—. Sé que no estás bien.
Clive la condujo hasta la cama y la hizo sentarse.
«Mis sueños me preocupan», hubiera querido decirle mientras se sentaba junto a
ella. «Mis sueños son tan reales que me hacen dudar de qué es más real, si la vida o los
sueños».
O: «Me temo que estoy volviéndome loco».
Pero, en lugar de hablar, la tomó en sus brazos y la besó. Suavemente,
suavemente. Se tumbaron en la cama y, durante un tiempo, Clive pudo olvidar sus
temores y sus ansias.
Hicieron el amor lentísima, lánguidamente. El amor apaciguó la sensación de
desesperación de Clive, fue como un bálsamo para su perturbado corazón. Después,
mientras Annabella dormía, se incorporó apoyándose en el codo y la contempló,
maravillado por el ligero crecimiento de su vientre. Reposó la mano en él, acariciando
la suave piel, imaginando que podía percibir a su hija moviéndose en el interior,
aunque sabía que todavía era pronto para aquello.
¿Lo sabría Annabella?, se preguntó. ¿O era demasiado temprano para ella?
Y entonces comprendió que la única razón por la que creía que ella estaba
embarazada era que se lo había contado su descendiente.
En la imposible Mazmorra.
ebookelo.com - Página 22
Locura.
—Nunca te dejaría por mi voluntad —dijo a su amada durmiente—. Siempre
querré regresar. Si no lo consigo, no será por falta de esfuerzos por mi parte.
Al hablar él, Annabella se movió, pero no despertó. Con un suspiro, Clive se
levantó de la cama.
La húmeda noche más allá de la habitación lo llamaba. Permaneció desnudo ante
la ventana durante largo tiempo, contemplando la oscuridad; luego se vistió. En
silencio, cerró la puerta de los aposentos de Annabella tras él, y salió a las calles
nocturnas, en busca de algo. Pero qué era ese algo, no hubiera podido decirlo.
Clive vestía un capote para protegerse de la humedad helada del aire de la noche,
pero esta penetraba en su cuerpo como si no llevara nada. Los pasos de sus botas
resonaban chapoteando en el adoquinado. Había renunciado al tocado, y el cabello le
había quedado pegado, lacio y mojado, contra su cráneo. Pero no prestaba atención a
sus incomodidades físicas. Su mente vagaba muy lejos: deambulaba a través de
recuerdos de un lugar imposible que él, en aquellos momentos, parecía conocer más
que el propio Londres. Que aquellos recuerdos se refirieran a muchos meses de
duración no hacía sino desconcertarlo más.
Al principio vagó por calles desiertas, pero, a medida que se alejaba de
Plantagenet Court, su entorno se volvió cada vez más rudo. Ahora había rameras en
las esquinas: mujeres cansadas, maltratadas por sus chulos para que ganaran al menos
unos pocos chelines antes de que pudieran llamar noche a la noche. Hombres de
dudosa reputación permanecían apoyados en las paredes de las casas observando el
paso de Clive, calibrándolo con la mirada. Los mendigos lo abordaban. Los pilluelos
callejeros tiraban de su capote.
Él hacía caso omiso de todos.
Hacía caso omiso de ellos con tal determinación que incluso los carteristas lo
pensaban mejor y lo dejaban pasar sin molestarlo.
No era tanto la robustez de sus hombros ni la cadencia militar de su paso. Eran
sus ojos, que los miraban sin verlos. No porque estuvieran por debajo de su posición
social, y por tanto indignos de su atención, sino porque parecía andar completamente
en otro mundo, un mundo por donde ellos no se atreverían a pisar.
Físicamente, él caminaba por las calles londinenses, pero su mente caminaba por
Bedlam[3].
Aunque el elegante corte de su atuendo los tentaba tremendamente, incluso los
criminales de Seven Dials, Spitalfields[4] y demás eran demasiado cautelosos para
habérselas con un loco. Había maneras más fáciles de procurarse un chelín. Y así lo
dejaban pasar sin molestarlo, espiándolo desde sus escondrijos de aquel caos
laberíntico de aberturas secretas, portezuelas, túneles, pasos escondidos y salidas
ocultas. Un caballero bien plantado y bien vestido, aunque sin sombrero, rondando
ebookelo.com - Página 23
por sus peligrosas callejas sin ninguna precaución, murmurando para sí mismo, con
la mirada fija en aquel otro mundo que sólo los locos podían ver, disuadía cualquier
intento de asalto.
Pero una habitante de los barrios de la delincuencia no tuvo reparos. Salió
tambaleándose de una callejuela para abordarlo bajo la luz difusa de un farol de gas.
Tenía el pelo mojado y enmarañado y su vestido barato se pegaba a su cuerpo como
una segunda piel. Lo miró con la mirada borrosa, y se interpuso en su camino
plantándole una mano en el pecho para evitar que la atropellase. El impacto del
cuerpo de Clive contra su brazo la hizo oscilar ligeramente, pero pronto recobró el
equilibrio.
Clive tardó aún unos momentos en escapar de la trampa de su ensueño y ser
capaz de dirigirle una mirada. Y, cuando se fijó en aquel rostro, su familiaridad no le
sorprendió.
Habría podido ser Annabella.
Annabella, si la fatalidad la hubiera tratado peor, obligándola a hacer la calle y a
vivir una miserable existencia, como debía de ser la de aquella prostituta. El alcohol o
el opio eran la causa de su andar inseguro. Ejercer su trabajo en las callejuelas, la
causa de la suciedad en su piel y sus ropas.
Habría podido ser Annabella. O su descendiente, Annabelle.
Salvo que Annabelle era sólo parte de una ilusión que erraba en el interior de su
mente. No era real, no más real que la misma Mazmorra.
—Pareces un alegre caballero —dijo la mujerzuela, pronunciando las palabras con
dificultad—. ¿Qué dices a un poquito de diversión?
Y al tiempo que habló empezó a levantarse la falda, mostrando unos muslos tan
mugrientos como sus manos y su rostro.
—Largo de aquí —le dijo Clive.
Pero no pronunció aquellas palabras con energía, y no porque la desease. Sólo era
por el parecido, por aquel parecido terriblemente misterioso.
—Vamos, no me hables así, cariño —respondió ella—. No querrás que tu Annie
vuelva a su chulo con las manos vacías ¿verdad? No estaría bien.
Dejó caer la falda, pero como estaba mojada continuó levantada, pegada a sus
muslos. Se llevó una mano insegura al escote de su vestido, lo bajó de su hombro y
descubrió un gran y descolorido cardenal.
—Mi Jack se enfada ¿ves, amigo? Me hace daño cuando no llevo lo suficiente a
casa.
—No quiero…
La mujer lo interrumpió.
—Todos queréis —dijo—. O si no ¿por qué estarías rondando por estas calles?
Ella lo cogió del brazo y empezó a arrastrarlo hacia la entrada de la callejuela.
Clive se soltó el brazo de una sacudida.
—¿Dijiste que tu nombre era Annie? —le preguntó.
ebookelo.com - Página 24
—¿Lo dije?
—Annabella Leighton, supongo.
Ella parpadeó, momentáneamente confundida; luego sonrió.
—Seré quien quieras que sea, cariño.
De nuevo ella alargó el brazo hacia él.
—Vete —dijo Clive.
Y esta vez le puso una mano en el hombro y le dio un empujón. Ella se tambaleó
y, perdiendo el equilibrio, chocó contra la pared. Los ojos de la mujer brillaron de
furia.
—No querrás tratarme mal ¿verdad, amigo?
—Me das asco —contestó Clive.
¡Que Dios lo ayudase! Ahora sabía qué era qué.
La Mazmorra no había sido un sueño.
Lo más preciado de su vida.
Esto era el sueño. Tan agradable como lo deseara, con Annabella y con su
promoción, o tan doloroso como ver a su amante representada en una miserable
mujerzuela lasciva, echada a la calle a buscarse la vida trabajando de ramera.
Si hubiese permanecido en las habitaciones de Annabella ¿habría continuado el
sueño? ¿Era saliendo fuera, dudando de su veracidad, que el sueño se estaba
desvaneciendo?
¿Qué importaba si todo era un engaño? Era mejor el tormento de la Mazmorra
(realmente mejor, por muy doloroso que fuera) que vivir la vida drogado como un
fumador de opio, apartado del mundo y abandonado a la suerte de sus sueños.
Levantó la mirada hacia el cielo.
—¿Me oyen? ¡Me da asco! ¡Me doy cuenta de sus mentiras!
—Tú no estás bien de la cabeza, amigo mío ¿verdad? —dijo la mujer.
—Fuera de aquí.
Clive ni tan siquiera la miró. Esperaba a que los Señores de la Mazmorra se
revelaran. Que el sueño finalizara. Que la Puerta se abriera y lo lanzase a algún otro
nivel, a algún otro tormento.
La mujer se llevó los dedos a la boca y soltó un silbido agudo.
—¿Me vas a negar el dinero que podría ganar? —preguntó ella cuando Clive
volvió a mirarla.
Antes de que pudiese responder, algo se agitó en el callejón. Un hombre de
anchos hombros apareció en la zona iluminada por el farol. Tenía el pelo aplastado
contra la cabeza por la llovizna y la pomada. Vestía un harapiento remedo de traje de
caballero. Iba descalzo.
—¿Algún problemilla, por aquí? —dijo suavemente.
Aquel tipo debía de ser Jack, pensó Clive. Su chulo. El rufián que la enviaba a
vender su cuerpo por las calles, mientras él recogía el dinero después. Y, si ella no era
lo suficientemente lista o no ganaba bastante, le pegaba.
ebookelo.com - Página 25
—¿Así que el caballero no quiere que mi chica se gane la vida honradamente? —
prosiguió el hombre.
Así pues, tenía que ser de aquella forma. El sueño hacía sus últimas jugadas; el
juego había durado hasta que había dejado de divertir a los Señores de la Mazmorra;
luego limpiaban el tablero para empezar otra vez con un nuevo juego de piezas. Y con
nuevas apuestas.
—Usted se equivoca —repuso Clive al hombre, a la par que este daba un paso
hacia él.
—Yo no me equivoco, amigo. Debe usted dinero y va a pagar… de un modo o de
otro.
—Quiero decir —añadió Clive— que se equivoca respecto a mí si me toma por un
estúpido o por un cobarde. No soy ni lo uno ni lo otro.
Dos rápidas zancadas llevaron a Clive frente a Jack. Cuando el hombre iba a
levantar las manos, Clive apartó su defensa y lo golpeó. El choque de su puño contra
el mentón del hombre le produjo un dolor que le subió rápidamente por el brazo.
Pero fue un dolor que le causó un inmenso alivio.
Quizá lo habían manipulado para llevarlo a aquella situación, pero maldito sería si
caía víctima de tal maniobra.
Descargó una ráfaga de golpes y, momentos después, Jack, el de la prostituta,
yacía en el pavimento hecho un ovillo y con un hilo de sangre que le salía de la boca.
Al menos tenía una o dos costillas rotas.
—¿Se da cuenta de a qué me refería cuando le decía que estaba equivocado? —
preguntó Clive con calma.
La mujer se lanzó entonces contra él, pero todo lo que se requería para hacerle
perder el equilibrio era un leve empujón. Y ella también cayó al pavimento, junto a su
chulo.
Clive apartó la vista de ellos y de nuevo volvió su atención hacia el cielo.
—¿Bien? —gritó—. ¿Qué más tenéis para mí?
No hubo respuesta.
¿Y si estaba en un error?, pensó. ¿Y si no existía la Mazmorra…, si aquello era el
mundo real? ¿Y si él estaba loco?
No. Sabía que tenía que ser un engaño. Lo más preciado de su vida.
El sueño le ofrecía lo más preciado de su vida, eso no lo negaba, pero continuaba
siendo un engaño.
«Perdóname, Annabella», pensó. «Pero no puedo vivir en una mentira».
—¡Quiero una respuesta! —gritó.
Olvidados por él, la prostituta y su chulo se alejaron a rastras hacia la callejuela y
se perdieron en la oscuridad.
—¡Malditos sean! —gritó Clive—. ¡No voy a vivir esta mentira!
Y luego le llegó: una vacilación en su visión, la fragancia de clavo, el agudo sabor
del anís en su boca.
ebookelo.com - Página 26
El miserable barrio londinense que lo rodeaba se hizo pedazos como un papel
azotado por la tempestad. La niebla se arremolinó a sus pies y se lo tragó. Clive perdió
la sensación del suelo adoquinado bajo sus pies, y una vez más flotó en un limbo
oscuro.
Su visión mental se llenó con una imagen de Annabella tal como estaba cuando la
había dejado, dormida en la cama: la perfección de los miembros, la dulzura angelical
de su rostro, suave y feliz en su sueño.
Perdida de nuevo.
Separada de él.
—¡Malditos sean! —gritó otra vez—. ¡Aparezcan ante mí!
ebookelo.com - Página 27
4
Clive no tenía modo de juzgar cuánto tiempo hacía que flotaba en la oscuridad.
Podían haber sido sólo unos momentos, podía haber durado una hora; pero, sin
puntos de referencia, sólo con la oscuridad que lo envolvía y con el torbellino de
confusión que gobernaba su mente al intentar medir el paso del tiempo, no podía ni
siquiera dar una cifra aproximada.
Le parecía una eternidad.
Había maldecido a sus invisibles verdugos dura y largamente —con innovaciones
que a él mismo lo habrían sorprendido—, pero no había recibido respuesta. Había
intentado propulsarse a través de la oscuridad, pero, aunque podía mover sus
miembros, el aire de su alrededor era espeso y sus manos y pies no encontraban
dónde apoyarse. Por fin, relajó totalmente sus músculos y esperó, flotando en la
oscuridad como un muerto.
Y transcurrió más tiempo.
Minutos interminables prosiguieron su ritmo, cada uno alargado mucho más allá
de cualquier proporción razonable. Clive se sintió arrastrado a la deriva, lejos de su
presente situación, lejos de esa oscuridad propia de un útero, fuera de sí mismo.
Era como si, liberado de la información sensorial que normalmente le
proporcionaba el cuerpo, su espíritu estuviera resuelto a viajar por su propia cuenta,
como el espíritu de una bruja que cabalgara en los vientos de la medianoche mientras
su dueña yacía dormida; como si su espíritu hubiera decidido que, si no podía
arrastrar su caparazón físico, entonces, simplemente debía dejar el cuerpo atrás.
Así pues Clive navegó más allá de su ira y de su frustración, más allá de su
memoria, hasta un lugar tranquilo y oculto donde la sensación de paz lo envolvió
como un oscuro manto de bienestar y donde él pudo simplemente existir.
Lentamente, recuperó su visión, pero si lo que veía provenía de los estímulos externos
o era extraído de su propia mente, ya no le preocupaba.
Él era una presencia invisible en un jardín de complicadísimo dibujo, en donde
parterres de flores y paredes de seto conformaban intrincadas figuras a su alrededor.
Y él flotaba como polen y su visión abarcaba un ángulo de trescientos sesenta grados.
Cuando su olfato despertó, le llegaron las fragancias de las flores del jardín, dulces y
embriagadoras, junto con un sabor a frutas. El aire se llenó de sonidos quedos: el
susurro de una suave brisa y el murmullo de los insectos.
Pero no todo era bueno en aquel refugio. Pudo percibir, más allá de la periferia de
su visión, una plaga invisible. El dolor y la desolación se cernían allí.
El mundo que había dejado atrás.
El mensaje era claro.
Aquella superficie era suya. Allí podía permanecer a salvo, libre de la locura que
había dominado su vida al otro lado de los límites del jardín. Pero, si se extraviaba, si
se permitía a sí mismo ir a explorar más allá de aquellos confines, entonces todo
ebookelo.com - Página 28
retornaría.
El dolor.
La locura.
No necesitaba aquel aviso, pensó Clive entre sueños. Había dejado de luchar.
Había acabado con todo. Con la demente Mazmorra. Con las mentiras que la
infestaban como una enfermedad cancerígena. Allí se quedaría, allí podría estar
satisfecho.
Regrese.
Al principio no percibió realmente la voz.
Clive. Debe regresar.
Podía ver en todas direcciones a la vez en aquel jardín propio, pero no podía
distinguir la fuente de aquella voz.
«Debe de ser un fantasma», pensó. Alguna presencia errabunda, imperceptible
para el ojo humano.
Déjeme, le respondió, dando forma mental a sus palabras, ya que él mismo era
meramente una presencia invisible en aquel lugar. He acabado con sus juegos.
Tiene que regresar, fue la respuesta de la voz monótona.
Ahora Clive la reconoció. Contemplando el laberinto de aquel jardín, su
intrincada red de parterres de flores y sus setos, se preguntó cómo era posible que
hubiese tardado tanto en reconocerla. Era la voz secreta de su infancia.
¿Es usted parte de la conspiración?, le preguntó Clive. ¿Acaso sus raíces se hunden
tan profundamente que llegan a mi pasado?
El tono de su voz fue ligero, como si sólo tuviera una débil curiosidad.
Lo han drogado, respondió la voz, mientras deciden su destino. ¿Cómo puede
permitir que lo traten de ese modo?
Si hubiera poseído un cuerpo, se habría encogido de hombros.
No tengo elección, replicó. Hacen conmigo lo que quieren, tanto si me rebelo como
si no.
Usted es un Folliot, repuso la voz, y un Folliot nunca se rinde. Usted mismo lo dijo.
Pero ellos cambian las reglas cada vez que me vuelvo, dijo Clive empezando a
interesarse en el tema, a pesar de sí mismo. Manejan poderes divinos, mientras que lo
único quejo puedo hacer es avanzar a trompicones por su maldita Mazmorra, como un
muñeco.
¿Verdaderamente tan diferente es el mundo de donde lo arrancaron?, preguntó la
voz. ¿No es por el modo como lucha un hombre que se mide su valor?
Sí, pero…
¿Quiere que su epitafio sea este: «Puso todo su empeño, hasta que la lucha fue
demasiado difícil y simplemente abandonó»? Es fácil decirlo, pero…
El valor verdadero nunca se adquiere con facilidad. ¿Quién es usted?
Hubo una larga pausa; luego de nuevo la voz repitió su orden inicial: Regrese.
La palabra resquebrajó la paz de Clive y siguió resonando y resonando en su
ebookelo.com - Página 29
interior hasta que su refugio comenzó a disgregarse. El jardín que lo rodeaba se
transformó en una visión oscilante. La voz oculta se ahogó entre el murmullo de la
brisa y el zumbido de los insectos. Los olores de las flores se echaron a perder y el
sabor a frutas perdió su dulzura, se agrió y se amargó. Regrese.
¿A qué?, preguntó Clive. ¿A más de lo mismo? ¿A la espiral sin fin de sus malditos
juegos?
No. Regrese para ser el hombre al que no pueden someter, el hombre que no se
rinde, no importa lo que le hagan. Regrese como un Folliot.
¡Y vuélvase loco!
La locura es relativa.
O locura o la muerte: es todo lo que me aguarda en su maldita Mazmorra.
Es demasiado fuerte para caer presa de la locura. ¿Y si muero? ¿De qué servirá lodo
entonces? Al menos morirá como un hombre.
Ahí estaba, comprendió al fin Clive. Expresado en esos términos, no podía
refutarlo. Ya que creía firmemente que no importaba tanto lo que un hombre
realizaba con éxito, como lo que (con toda buena fe y haciendo uso de sus mejores
habilidades) intentaba realizar.
Sintió que se despejaba la niebla de su cabeza.
«Lo han drogado», había dicho la voz antes. «Mientras deciden su destino».
Un hombre debería decidir su propio destino. Un hombre debería mantenerse
firme contra monstruos tales como los Señores de la Mazmorra, sin importarle las
consecuencias que pudiera sufrir por ello. Era esto sólo lo que lo hacía diferente de
sus verdugos.
¡Por Dios! ¿Qué estaba haciendo allí, cuando debería estar con sus compañeros,
devolviendo golpe tras golpe a los canallas?
Regrese, insistió la voz una vez más.
Regresaré, replicó Clive.
Su regreso fue instantáneo.
Durante un minuto planeó por encima de la evanescente ruina del jardín, y al
siguiente ya estaba de nuevo en su cuerpo, envuelto en la oscuridad. Tuvo una breve
sensación de claustrofobia por la apretada funda que era su cuerpo. Después de la
libertad de flotar sin impedimentos, su espíritu se sentía atrapado y encogido dentro
de la piel. Pero esta sensación desapareció pronto al ejercitar una a una sus
extremidades, las cuales se acostumbraron rápidamente a su talla habitual.
¿Todavía está ahí?, preguntó Clive a la voz.
No hubo respuesta. Su misterioso benefactor había vuelto a desaparecer, tan
inexplicablemente como había llegado.
Viendo imposible demostrarle su agradecimiento, Clive concentró su atención en
su estado actual.
No podía percibir un cambio real en su entorno. El denso aire continuaba
aprisionándolo en su interior y él seguía siendo incapaz de desplazarse ni un
ebookelo.com - Página 30
centímetro en aquel medio. Pero, al volver la cabeza, distinguió dos manchas pálidas
de luz borrosa a su espalda. Aunque no pudo identificar sus facciones, las reconoció
como dos figuras humanas.
Nadó muy despacio a través del aire, intentando alcanzarlas, y se detuvo cuando
alcanzó a oír sus voces.
Deciden su destino.
Las voces pertenecían a dos hombres; una era profunda y ronca, mientras que la
otra era suave, no afeminada, pero ciertamente con algo femenino.
Y en efecto estaban discutiendo su destino.
Lo han drogado.
Intentó llamarlos, esta vez no para dar rienda suelta a su odio, sino para hacerles
saber que todavía no lo habían sometido. Las cabezas se volvieron hacia él.
—¿Ve? —dijo el de la voz ronca—. Es tan malo como el otro. Nunca se rendirá.
«¿El otro?», pensó Clive. ¿Se referían a su hermano Neville?
—Ese es precisamente su valor —repuso el segundo hombre, con un ligero ceceo.
—¿Y si el instrumento se vuelve contra usted? —preguntó el primero.
El segundo rio.
—Pero ese es el desafío ¿no? Sin riesgo personal, no seríamos mejores que los
demás. Cuando se haga realidad nuestra victoria, será porque nosotros, al menos,
estuvimos dispuestos a arriesgarlo todo.
Era tal como había supuesto, comprendió Clive. Para ellos era exactamente un
maldigo juego.
—¡Yo les enseñaré a arriesgarse! —les gritó.
—Así pues ¿tiene intención de enviarlo de nuevo? —preguntó el primero, como si
Clive no hubiera hablado nunca.
—Nunca tuve ninguna duda al respecto. Le permití a usted este experimento,
precisamente porque sabía que él vencería.
«Experimento ¿no?», pensó Clive.
—¡Malditos sean! —gritó—. ¡No descansaré hasta aniquilarlos, a todos y cada uno
de ustedes!
Lo mismo habría podido gritar al viento, por el caso que le hicieron.
—¿Tan seguro estaba usted de sí mismo? —preguntó el primero.
—Estaba seguro de él —repuso el segundo señalando a Clive.
—No juegue conmigo —advirtió el primero con voz colérica—. Yo no soy un
monigote, para que me vayan moviendo por el tablero.
—Claro que no —respondió el segundo—. ¿Pero atenderá a razones ahora?
—Sus razones.
—Razones evidentes —replicó el segundo—. Si discutimos entre nosotros, nos
exponemos a perderlo todo.
—¿Los demás están de acuerdo con usted? ¿Todos?
«¿Los demás?», pensó Clive. «Continúen, continúen. Cuéntenmelo todo».
ebookelo.com - Página 31
—¿Después de esto? Sí.
El primero suspiró.
—Entonces devuélvalo. Pero los trajes deben desaparecer. El suyo y los de sus
compañeros. Ni siquiera sé por qué Green permitió que los llevaran.
—Los trajes han desaparecido —acotó el segundo.
—Y él no debe recordar nada de esto.
«¿Recordar nada?», pensó Clive. «Por el Dios de los cielos ¿cómo esperan que lo
olvide?».
—Absolutamente nada —coincidió el segundo.
—¿Ve cómo se aferra a cada palabra? Si recordase, sería insoportable.
—Estoy de acuerdo.
—¡No olvidaré nada! —gritó Clive—. ¿Me oyen? Voy a recordar cada maldito
detalle de lo que me han hecho.
Las dos cabezas se volvieron al fin hacia él.
—No es probable —dijo el segundo—. Admito que el proceso no ha sido
perfeccionado con la precisión deseada (con el tiempo lo será), pero creo que realizará
el trabajo que se le ordene. Si usted pierde unos cuantos recuerdos más durante el
procedimiento… —La figura encogió los hombros—, bien ¿qué se le va a hacer? Pero
le puedo garantizar que no será nada que usted eche en falta.
El primero se rio ante este comentario.
Clive renovó su esfuerzo para alcanzarlos, pero la débil iluminación que recortaba
sus siluetas se estaba apagando, hasta que la oscuridad los envolvió y él quedó solo
una vez más. Con grandísimo esfuerzo, describió un círculo completo, en busca de
algo, cualquier cosa, pero el negro vacío continuaba en todas partes.
Entonces sintió un dolor súbito y agudo en el brazo izquierdo (el aguijón de una
avispa multiplicado por doce) y luego una oscuridad interior empezó a absorberlo,
tan negra como la que lo rodeaba. Y luchó contra la pérdida de la conciencia.
¡Recordaría!
Oyó voces a su alrededor. Sintió manos que lo palpaban, pero no podía mover
ningún miembro. Luego la negrura se lo llevó.
ebookelo.com - Página 32
5
Cuando Clive recuperó la conciencia, caía a través de la brillante llamarada azul una
vez más. Y pudo distinguir los diminutos puntos que eran sus compañeros,
esparcidos a su alrededor en todas direcciones, cada uno de ellos cayendo tan
inevitablemente como él mismo.
Sentía una laguna en la memoria, como si el tiempo hubiese pasado de largo
mientras él permanecía inmóvil. Era una curiosa sensación, una sensación de
pérdida…, pero no podía definir qué era lo que había dejado atrás.
Debía de haber perdido la conciencia un momento, pensó, y no era de extrañar. Si
sólo pudiese respirar…
No recordó nada de lo que había experimentado en el negro vacío.
El vértigo hacía que su cabeza diese vueltas. El estómago le pesaba por la náusea.
La frente le dolía terriblemente, como si hubiera sufrido una contusión. Su brazo
estaba hinchado y cada vez que lo movía era un tormento. Se esforzaba por respirar
en el espeso aire azul, pero simplemente no había oxígeno para llenar sus pulmones.
Escudriñó hacia abajo y se dio cuenta de que ya no sabía con certeza lo que estaba
arriba y lo que estaba abajo. Ciertamente tenía la sensación de caer, pero, por todo lo
que sabía de aquel lugar, bien podía estar desplazándose hacia un lado.
Necesitaba aire.
Desesperadamente.
Si no respiraba pronto, él…
Entonces sus pies sufrieron una brusca sacudida: sus botas habían entrado en
contacto con algo sólido. Sus rodillas se doblaron y Clive se desplomó como una
marioneta a la que hubieran cortado los hilos. Extendió los brazos para amortiguar la
caída y sus manos se hundieron en lo que parecía una hierba alta y espesa. Tenía los
ojos como pegados con soldadura, pero estaba demasiado ocupado en mantener en su
lugar el contenido de su estómago para prestar atención a su entorno.
Finalmente sus brazos cedieron y su rostro quedó aplastado contra la hierba. Y,
antes de que pudiera intentar sentarse, la negrura lo engulló.
Clive fue de los primeros en recuperarse. Abrió los ojos, con la sensación de salir
de un naufragio, y se sentó con sumo cuidado. El mundo giraba lentamente a su
alrededor; luego todo se asentó.
Parecía que él y sus compañeros habían aterrizado en una especie de meseta
recubierta de hierba. Otras mesetas más elevadas se alzaban a sus espaldas y se
extendían hasta una sierra de peñascos escarpados; detrás de estos, un inmenso
macizo montañoso casi obstruía la vista del cielo. Enfrente y hacia abajo, el paisaje
daba paso a un espeso bosque selvático a la izquierda, y, a la derecha, a una anchísima
planicie de veld[5] salpicado de árboles y matorrales. Dividía los dos espacios un
ebookelo.com - Página 33
ancho río que serpenteaba hacia lo lejos, donde una vasta península de jungla lo
ocultaba a la vista.
Clive estaba maravillado de que pudieran existir tales vastas extensiones de
terreno bajo la Tierra. Se volvió y pasó revista a sus compañeros; luego se dio cuenta
de que el mono blanco que había vestido hasta entonces había desaparecido, y que iba
ataviado nuevamente como la primera vez que había entrado en la jungla.
Mientras caían a través de la última Puerta, los Señores de la Mazmorra debían de
haberles quitado los vestidos que les había regalado Green. Pero al menos habían
sobrevivido al paso del nivel anterior de la Mazmorra a aquel… (¡que Dios los
amparase!), que era el quinto.
Al observarlos uno tras otro, Clive pensó una vez más en la abigarrada mezcla de
compañeros que tenía.
Obviamente indemne de la transición por la Puerta, el ciborg Chang Guafe estaba
en pie en el borde de la meseta, escrutando el paisaje del nuevo nivel. Las láminas
metálicas de su cráneo y rostro relucían a la luz del sol. Sus ojos artificiales refulgían
ligeramente mientras proporcionaban información a su cerebro, que era más un
ordenador que carne y sangre humanas.
Le recordó a Clive los juguetes mecánicos que estaban tan de moda en su Londres
natal, las máquinas andantes y parlantes; pero Clive no habría cometido el error de
considerar al ciborg como un juguete de niños. Este había demostrado ser capaz de
una peligrosidad extrema y, por cierto, no podía subestimárselo.
Pero al menos tenía cierta forma humana.
No como Chillido.
Esta era un monstruo hembra de cuatro brazos y cuatro patas. Su inmenso cuerpo
estaba recubierto de pelos parecidos a púas, que podía arrancar a voluntad y lanzar
como dardos; y podía impregnar estos pelos-púas de diferentes sustancias químicas,
que variaban según el efecto que deseara provocar en la criatura a quien tenía la
intención de aplicarla. Pero era algo más que una simple criatura: era una araña
humanoide.
Su rostro tenía una apariencia de lo más perturbadora, con vestigios de
mandíbulas a cada lado de su boca sin labios y ocho ojos compuestos, de color rubí,
incrustados en la mitad superior de su cabeza y dispuestos como si un niño los
hubiera lanzado allí al azar. Y, como toda araña, tenía un par de glándulas hileras
justo debajo de la base de su espalda.
Pero, bajo aquel rostro alienígena, desarrollaba su existencia un ser que, según la
conclusión a la que había llegado Clive, tenía más corazón que muchos de los
hombres que conocía.
El aspecto de Finnbogg era menos chocante, si bien sólo en comparación con
Chillido. Era un enano humanoide que parecía estar emparentado más de cerca con la
familia canina que con la humana. Tenía un carácter tan voluble que podía pasar de
enamorarse a llorar a lágrima viva, o a estallar en un odio violentísimo, todo ello en
ebookelo.com - Página 34
un solo instante. Achaparrado, peludo y tremendamente fuerte, afirmaba ser nativo
de un planeta oprimido que tenía una bioquímica lo bastante parecida a la de la
Tierra para permitirle respirar el mismo aire y comer la misma comida que los
humanos. Pero, a pesar de eso, seguía siendo un monstruo.
El resto de compañeros de Clive eran humanos, aunque difícilmente hubieran
podido formar parte de las relaciones de un caballero inglés.
Tomás, el español, podía ser confundido perfectamente con el peor de los asesinos
estranguladores que pudiera hallarse en un barrio bajo de Londres. Era moreno de
piel y bajo de estatura; tenía el pelo oscuro y brillante. Una rata de puerto, borrachín,
sucio y sin duda traicionero. Había llegado a la Mazmorra desde la cesta de vigía de la
carabela ha Niña, que navegaba en el Atlántico occidental por el año 1492.
El indio Sidi Bombay se había añadido al grupo de Clive en las primeras etapas de
la búsqueda de su hermano; eso fue antes de cometer el error de adentrarse
demasiado en el Sudd, lo cual había acabado llevándolos a cruzar la resplandeciente
Puerta que los lanzó a la locura de la Mazmorra. Sidi era flaco como Tomás, pero su
parecido con él no acababa aquí. Tenía la piel de un moca oscuro y su pelo era negro
como la medianoche. Pero el esquelético indio era experimentado e inteligente y se
rodeaba de un profundo misterio que contrastaba con sus maneras abiertas y alegres.
También la presencia de Annabelle Leigh era perturbadora, aunque por razones
muy diferentes. Mientras que Tomás provenía del pasado, ella había llegado a la
Mazmorra desde el año 1999, cuando su grupo musical y teatral, los Crackbelles,
estaba actuando en Picadilly Circus, durante la Nochevieja de aquel año. Era una
chica picara y descarada que exhibía sus encantos femeninos en un atuendo
masculino que le marcaba tentadoramente las formas. Llevaba el negro pelo cortado a
tijeretazos y formando varias capas, sin ninguna consideración por la moda o por el
estilo. En su antebrazo tenía implantado parte de su Baalbec A-nueve, una especie de
artefacto electrónico alimentado con las energías de su cuerpo, lo cual le daba un
inquietante parentesco con el ciborg. Tenía los controles del aparato en la parte
superior de su pecho, bajo la camisa.
Era también la descendiente de Clive, su propia tataranieta, por la línea de la
amante que había dejado en Inglaterra al partir en busca de su hermano, la señorita
Annabella Leighton.
Era molesto saber que aquella golfilla era pariente suya, saber que las buenas
costumbres inglesas habían podido cambiar tan drásticamente en apenas siglo y
medio; pero lo que le preocupaba más era cómo, día tras día, la encontraba más y más
semejante a su propia Annabella. Ya que tenía los mismos llamativos ojos azules, de
un azul de aciano, la misma piel pálida teñida con un saludable rubor rosado, la
misma esbelta figura.
Para él era demasiado fácil mirarla y ver a Annabella. Se imaginaba aquella
descendiente suya con un vestido de cuello levantado, cintura estrecha y falda de
ancho polisón, y con un leve chal recubriendo el contorno de sus hombros. Llevaría el
ebookelo.com - Página 35
largo pelo recogido en la nuca y coronaría la cabeza un pequeño sombrero. Podría
llevar una sombrilla…
Cuando dejaba que su mente soñara despierta de este modo, pensamientos poco
caballerescos cobraban vida, pensamientos inmorales. ¡Por el amor de Dios!, ¡era de
su propia sangre!, tenía que recordarse a sí mismo. Sin embargo aquel parecido… y
saber que quizá nunca más volvería a ver a Annabella…
El único rostro totalmente familiar en el grupo (aunque por entonces Clive ya se
estaba acostumbrando a todos, incluso al más extraterrenal) era el de quien una vez
había sido su ordenanza, el sargento mayor Horace Hamilton Smythe.
—¿Ordenanza? —había preguntado Annabelle cuando se enteró del antiguo cargo
de Smythe—. ¿Y tú de qué hacías, pequeño Clive? ¿De Robin[6]? —Aquella era sólo
una de las muchas oscuras referencias que soltaba Annie y que no podía explicar con
toda claridad a alguien que había dejado el mundo ciento doce años antes de su
nacimiento.
Clive y Smythe habían pasado muchos años juntos; por eso Clive había
experimentado un gran alivio la noche en que, después de zarpar de las costas de
Inglaterra en el Empress Philippa, Smythe había aparecido a bordo disfrazado de
mandarín.
Smythe tenía un don innato para los disfraces y las imitaciones. Tenía la habilidad
de pasar de un petimetre de voz cansina a un cockney vulgar, un patán campesino y
un charlatán de voz atropellada, todo en cuestión de minutos. Todavía más curioso
era que, cuando no iba disfrazado, Smythe aparentaba ser el más anodino de los
individuos y prácticamente desaparecía en el escenario de fondo que lo rodeaba, fuera
una muchedumbre, una jungla o una recepción elegante.
—¡Cristo, vaya con el viajecito, parece efecto del ácido! —dijo Annabelle
refiriéndose a la caída y atrayendo de nuevo la atención de Clive al intentar este
descifrar lo que había querido decir.
Guafe se dirigió hacia ellos desde su posición elevada, en el borde de la meseta.
—Sí —asintió, con su voz ligeramente metálica—. La travesía ha tenido la
cualidad alucinógena de una experiencia narcótica.
«¡Ah!», pensó Clive. «Opiáceos».
Echó un vistazo a Annabelle pero se apresuró a desviar la vista cuando esta se
levantó y se estiró con un movimiento inconsciente que acentuó cada curva de su
esbelta figura. Ella miró a su alrededor con aire pensativo.
—Me imagino que fue una especie de viaje espacial —comentó—. Como una
teleportación. —Y, al ver que la mayoría de sus compañeros la miraban sin
comprender, añadió—: Ya sabéis, a través de mundos no conectados físicamente.
—De nuevo coincido —dijo el ciborg.
Los demás se fueron poniendo en pie con gran esfuerzo. Smythe se acercó a Clive,
mesándose su barba reciente.
—Parece que sir Neville se nos ha vuelto a escapar —dijo.
ebookelo.com - Página 36
Ciertamente, comprendió de súbito Clive. La experiencia del paso por la Puerta lo
había desorientado tanto que la razón por la que estaban allí se le había ido de la
cabeza. De nuevo observó el vasto panorama de jungla de veld que se extendía ante él.
Por algún lugar de allí, su gemelo mayor Neville había emprendido su huida. El
paisaje era una visión descorazonadora. Hasta un ejército habría podido estar
escondido en cualquier punto del paraje sin ser nunca visto.
—¿Por dónde empezaremos a buscar? —preguntó Clive en voz baja.
—Finnbogg cree que podría estar en cualquier parte —intervino Finnbogg. El
enano can había seguido con su mirada la de Clive, a la par que distraídamente se
limpiaba de hierba el pelo de su pecho—. La puerta puede haber dejado caer al
compañero de carnada en cualquier parte.
—Vamos a ver —dijo Annabelle—, no me gusta entrometerme pero… ¿no creéis
que ya es hora de que dejemos de ir tras ese idiota e intentemos, simplemente, salir de
este lugar? Quiero decir que ya basta y sobra de persecución. Nunca vamos a
atraparlo. Está jugando con nosotros como si fuéramos un hatajo de imbéciles.
—No hay camino de regreso —le recordó Sidi. El indio le dedicó una de sus
peculiares sonrisas—. La única salida es hacia adelante.
—Quizá —replicó la joven—. Pero yo digo que lo pongamos a votación. —Más
miradas de desconcierto—. Ya sabéis: cada uno piensa qué es lo que cree que se
debería hacer y la propuesta que consiga levantar más manos a favor, es la que se lleva
a cabo.
—Yo soy el comandante de esta compañía —empezó Clive cuando se percató de
lo que ella pretendía.
—Annabelle tiene razón —interrumpió Tomás—. Siempre que seguimos a
vuestra merced, no encontramos sino más y más problemas.
—En este punto soy de la misma opinión —coincidió Guafe.
Yo también, dijo Chillido. Su voz sonó directamente en sus mentes.
—Finnbogg está…
El enano echó una mirada a Annabelle y captó su enojo. Por culpa de él ella había
perdido una oportunidad única de abandonar la Mazmorra con Náufrago Fred y
L’Claar. Si él no se hubiese abrazado a sus piernas en el último momento…
—Creo simplemente que deberíamos separarnos —dijo Annabelle.
—No puedo dejarte sola —objetó Clive.
—¡Oh, déjate de chorradas! ¿No crees que puedo cuidar de mí misma?
Cómo una mujer de su evidente buena sangre podía ser tan cabezota, estaba más
allá de la comprensión de Clive.
—Yo soy responsable de ti —insistió—. Por tanto, mientras…
—Venga, vale. Ya soy mayor, Clive, y la única responsable de mí soy yo misma,
¿te enteras? Así que fuera.
Un rubor encolerizado subió por el cuello de Clive; dio un paso hacia ella, pero
Smythe puso una mano en su brazo.
ebookelo.com - Página 37
—¿Qué dice el diario de su hermano acerca del presente nivel, mi comandante? —
lo interrumpió. Sidi asintió.
—Sería el recurso más sensato. Tenemos que saber lo que nos aguarda a nuestro
alrededor antes de elegir nuestro objetivo. —Y sonrió a la vez a Clive y a Annabelle—.
¿Quién sabe? Podría ser que nuestras rutas siguiesen el mismo camino algún trecho
más.
Annabelle soltó un suspiro.
—De acuerdo. Veamos la maldita biblia.
—No es una biblia —replicó Clive.
Cada vez que Clive pensaba que su descaro iba a sacarlo de quicio, ella conseguía
sorprenderlo nuevamente.
¿Pero acaso aún conservas el diario?, inquirió Chillido.
Clive no lo había pensado. Con el cambio de vestimenta… Pero palpó en su
bolsillo y encontró el bulto familiar del diario de su hermano.
—Vamos —apremió Annabelle—. Lee el libro de una vez.
¡Qué no daría por unos buenos soldados ingleses que conociesen su posición, en
lugar de aquella abigarrada tropa!, pensó Clive. Pero sacó el diario del bolsillo de su
chaqueta, se sentó y lo abrió encima de sus rodillas. Sus compañeros se reunieron a su
alrededor.
ebookelo.com - Página 38
6
ebookelo.com - Página 39
sus pequeñas vacaciones y debían de estar esperando a que apareciese de nuevo al
cabo de una o dos semanas, como siempre había hecho. Evidentemente, cuando
vieran que no volvía a aparecer, se preocuparían; pero ¿qué iban a hacer? No era
probable que hubiera indicadores o mapas que mostrasen el camino hacia aquel lugar
o algo por el estilo.
Quizá debería escribir también ella un diario o hacer un cuaderno de apuntes,
como hacía Clive, para que, quien fuera que mandase en aquel lugar, pudiera
robárselo y enviarlo al mundo real. De este modo conseguiría enganchar a más
incautos, como había hecho el hermano de Clive, arrastrándolos por la nariz como se
merecían por ser el hatajo de perdedores que eran.
Entonces se sentó bruscamente.
—¿Qué es lo que estabas diciendo? —preguntó—. ¿Era acerca de la otra Puerta en
este nivel?
Clive le echó una de sus miradas de resignación.
—¿No estabas escuchando?
—Pues claro que estaba escuchando. Sólo quiero sentir la emoción de oírlo de
nuevo, eso es todo. Así que suéltalo.
—Está en un pueblo llamado Quan —dijo Clive después de consultar el diario una
vez más—, un lugar habitado por el «pueblo azul», a quienes debemos evitar a toda
costa.
—¿Y dónde está?
—No se ve muy claro. En algún lugar en el curso del río.
Annabelle asintió.
—A Quan es a donde deberíamos ir. Si allí hay una salida, quiero verla. Es
probable que nos lleve a un nivel más profundo, pero quizá nos saque fuera. De
cualquier forma, vamos a continuar… con nuestros propios medios.
Clive puso el dedo bajo una línea de escritura.
—Dice «evitar a toda costa».
—Pues claro que lo dice. Y por eso mismo debemos ir. ¿No te das cuenta, Clive?
Cuando llegamos a donde tu hermano quiere que lleguemos, todo lo que
conseguimos es hundirnos más y más en la mierda.
Eso no es totalmente cierto, Annabelle, dijo Chillido. Nosotros mismos nos hemos
puesto solos en más peligros que aquellos a los que nos condujo el diario de Neville.
—De acuerdo. Pero creo que ya es tiempo de que dejemos de jugar con sus reglas
y que juguemos con las nuestras.
—Mi hermano se dirigirá a la ciudad perdida que hay más allá del veld.
Annabelle tampoco había prestado mucha atención cuando Clive había leído
aquella parte. Pero, antes de que pudiera pedirle que lo releyera y así ganarse otra de
las miradas reprobadoras de Clive, Finnbogg habló.
—Finnbogg sabe una historia acerca de Quan —dijo el can-enano—. Los
quananos adoran una piedra blanca que es la tumba de todas las almas de los que han
ebookelo.com - Página 40
muerto en sus tierras.
—¿Muerto, cómo? —preguntó el ciborg—. ¿A manos de los quananos?
—También hay un relato —interrumpió Annabelle— acerca de cómo los enanos
son aquellos tipos listillos que cuidan de las princesas en peligro y que silban mientras
trabajan, aunque esto no tiene por qué ser también verdad.
Esto produjo una pausa en el coloquio. Por aquel entonces todos sabían ya que, a
causa del largo tiempo que había pasado en la Mazmorra y por los cuentos que
contaba de ella, Finnbogg tenía muchas dificultades en distinguir entre la realidad y la
fantasía, lo cual hacía que separar los hechos reales de los imaginarios fuera una causa
desesperada. Que Annabelle tuviera un motivo para estar enojada con Finnbogg de
ninguna manera disminuía la veracidad que se deducía de su burla. Ciertamente,
todas las reservas con que uno consideraba las historias de Finnbogg, eran pocas.
—Sí, pero, en su diario —dijo Smythe—, sir Neville también nos ha advertido de
los peligros.
—Y todos sabemos lo mucho que se esfuerza por dar con nosotros el viejo Neville
—repuso Annabelle.
—A pesar de todo, es mi hermano —insistió Clive—. Y, a pesar de todo, tengo que
encontrarlo. —Su tono no fue beligerante, aunque sí firme—. No eludiré ese deber.
—Lo sé, lo sé. Y nadie te pide que lo hagas. Sólo haremos como dije antes: tú te
vas hacia aquella ciudad en ruinas con los que quieran ir contigo y yo me voy hacia la
siguiente salida con los que quieran ir conmigo. Es simple, ¿verdad?
Clive pareció dispuesto a discutir, pero entonces simplemente exhaló un suspiro y
asintió mostrando su acuerdo. Uno a uno, los demás tomaron sus decisiones. Smythe
iba a ir con Clive, lo cual no era una sorpresa. También se unían a él el ciborg, Chang
Guafe, y Finnbogg. Este había mirado esperanzado a Annabelle, pero, cuando todo lo
que le ofreció ella fue una mirada severa, eligió, tristemente, el partido de Clive.
Chillido optó por añadirse a Annabelle, como hizo Tomás. La joven se mostró
satisfecha con la decisión de la primera, pero no pareció muy encantada de que el
español viajara a su lado. El único que quedaba por elegir era Sidi Bombay.
—¿Y usted qué decide? —preguntó Clive al indio.
—Bien, yo… acordé guiarte y no soy de los que se desdicen, pero, como no
conozco este país, de poca utilidad sería como guía.
—Lo eximo de todas las obligaciones que crea que todavía me debe —dijo Clive.
Annabelle frunció el entrecejo. Clive hablaba como si Sidi le perteneciese. Lo que
necesitaba era que alguien le diese un buen rapapolvo y que le pusiese las cosas en
claro.
—Entonces iré con Annabelle —declaró Sidi.
Bien, gracias a Dios, pensó Annabelle. Alguien en su pleno juicio con quien poder
hablar, alguien que las ayudaría, a ella y a Chillido, a vigilar a Tomás.
ebookelo.com - Página 41
Emplearon la mayor parte del día para llevar a cabo el laborioso descenso de la
meseta y llegar al llano; allí acamparon en un solo grupo al pie de la elevación. La
bajada fue muy dura a causa de las nada agradables sensaciones que a Annie le
producían las alturas. Después de descansar, se pusieron a la tarea de conseguir
comida para la cena.
Smythe pescó en el río, utilizando para ello un resistente hilo que había sacado del
dobladillo del fondo de su chaqueta y uno de los muchos pendientes de Annabelle,
doblado en forma de anzuelo. Como cebo utilizó gusanos que desenterró del suelo.
Finnbogg y Sidi hurgaron a lo largo de la orilla del río en busca de las variedades de
tubérculos y de berro de aquel mundo. Cuando regresaron, Smythe había pescado
tres peces de muy buen tamaño. Eran de color azulado, pero una vez que les hubieron
sacado las entrañas y las escamas y los hubieron asado al fuego, resultaron ser
deliciosos. Los berros acompañaron al pescado, como ensalada. Los tubérculos,
asados a las brasas, presentaron una textura parecida a patatas dulces, con un sabor
semejante al de las nueces.
Montaron turnos de guardia durante la noche. Y, a través de los cielos de la
noche, constelaciones desconocidas hicieron su camino. Las estrellas parecían mucho
más cercanas, más parecidas a los efectos especiales de la iluminación de una de sus
actuaciones (pensaba Annabelle) que a estrellas reales; aparentaban pedacitos
centelleantes de zafiro.
Ella y Clive compartieron la tercera guardia. El aire era cálido y húmedo, de modo
que dejaron que el fuego muriese. Annabelle se había sacado la chaqueta y vestía tan
sólo sus pantalones vaqueros y una camiseta sin mangas.
—Aseguraría que te sientes algo decepcionado conmigo, ¿no? —dijo ella cuando
el silencio entre los dos le pareció demasiado largo.
A Annie le sorprendió que lo que él pensase acerca de ella pudiera importarle.
Reflexionó que debía de ser porque, a pesar de todas las críticas que le hacía a Clive, y
este a ella, seguían siendo de la misma familia. Y aquello era mucho más de lo que
parecía poder conseguirse en aquel lugar. ¡Cuando recordaba lo que había sufrido
sola en aquella cárcel, antes de que Clive y su grupo se tropezasen con ella…!
El rostro de Clive fue tan sólo una sombra cuando se volvió para mirarla.
—Te comportas de una manera muy… distinta de las mujeres de mi tiempo —
dijo al fin.
—Ya, sí, bien, las cosas cambian. El mundo es diferente.
—Demasiado, creo.
—Eso no lo sé, Clive. Pero me parece que la libertad es una buena cosa.
—Libertad, sí. Pero cuando uno olvida su condición… lo encuentro
desconcertante.
—¿Como cuando una mujer hace lo que quiere hacer? Vamos, no me dirás que lo
ebookelo.com - Página 42
crees de veras.
—Bien, no exactamente. Pero, no obstante…, las mujeres no son como los
hombres. En Inglaterra…
—¡Oh, déjate de historias! ¿Quieres saber lo que está ocurriendo realmente en tu
alegre y vieja Inglaterra ahora mismo? Es un ridículo y pequeño país, cargado de
deudas hasta el cuello, que se rebaja ante cualquier poder superior. La mitad de la
población activa está en paro, mientras que la otra mitad a duras penas puede ganarse
la vida.
»Y, respecto a tu actitud machista hacia las mujeres, ¿de dónde diablos has sacado
que no somos mejores que vosotros?
—Las mujeres, Annabelle, constituyen el sexo débil —respondió Clive—. Es un
deber de todo caballero cuidar de ellas.
—Correcto. De la manera en que cuidaste de mi antepasada, Annabella.
Haciéndole un bombo y largándote a dar una vueltecita por el mundo en busca del
mequetrefe de tu hermano, y este ni tan siquiera quiere que lo encuentren. ¡Despierta,
Clive!
—No tenía ni idea de que Annabella estaba embarazada.
—Así pues, dime, ¿era una fulana, según tus consideraciones?
—No voy a consentir que me hables de ella en ese tono y en esos términos.
Annabelle suspiró. Estiró la mano y añadió algo de leña a las brasas moribundas
de la fogata. Pronto se levantaron nuevas llamas, que iluminaron sus rostros. Las
sombras se alargaron más allá de la periferia de la luz del fuego.
—Mira —dijo ella—. Voy a intentar aclararte una cosa. Tú crees que soy vulgar,
descarada, una basura como mujer. Pues bien, yo tengo mis opiniones y las expreso
libremente, igual que tú; soy capaz de aguantar las mismas penalidades que tú, y me
he acostado con hombres. He tenido una hija, que ahora estará añorándome en algún
lugar del mundo real. ¿Qué nos hace diferentes? Estoy aquí, ¿no soy tu descendiente?
Y tú nunca te casaste. ¿No intentarás decirme que nunca te has acostado con una
mujer?
—No, pero…
—Oh, vale. Lo sé. Está bien porque eres un hombre. Vaya con el machito Clive.
Y entonces sonrió. Por la expresión arrepentida del rostro de Clive comprendió
que ya lo tenía casi rendido.
—Esta no es una conversación adecuada para una reunión mixta —intentó
discutir él, pero ella supo que no lo decía con verdadera convicción.
«Un tanto por su comprensión», pensó Annabelle. «Quizá todavía haya esperanza
para él».
—He aquí lo que quiero hacerte comprender —dijo ella—. No somos «mixtos»,
mezclados. Tú eres varón y yo hembra, de acuerdo, pero, en todos los demás sentidos,
somos simplemente personas. Si hacemos tabla rasa, no importa el sexo, todos somos
iguales. ¿Comprendes lo que te quiero decir? Eres un hombre inteligente, así que, por
ebookelo.com - Página 43
el amor de Dios, presta atención. Fíjate en lo que digo. Todas las personas son iguales,
no importa ni la raza ni el sexo.
Clive permanecía sentado en silencio, sin responder.
—Lo cual no quiere decir que las mujeres tengan que ser rudas —continuó
Annabelle—. Siempre hay un lugar para los sentimientos. A las personas les gusta que
las arrullen: tanto a las mujeres como a los hombres. Que se preocupen por ellas,
¿sabes? Pero también quieren que se las respete. He aquí un mundo duro, Clive.
Tendremos que combatir contra muchos enemigos… y no deberíamos luchar uno
contra otro.
Hubo otro silencio, esta vez más largo.
—Comprendo… —dijo Clive al fin.
Annabelle asintió. «Sí», pensó. «Al menos crees que sí. Pero ya es bueno para
empezar. No se podían esperar milagros, pero ha valido la pena si al menos se detiene
a pensar en ello de vez en cuando».
—Así que, ¿a quién representas en la serie «El Mundo»? —le preguntó ella.
—¿Qué?
—Bueno, sólo era una broma. Cambiemos de tema, mejor.
—Eres una mujer muy extraña, Annabelle Leigh —dijo Clive.
Annie sonrió.
—Sí. ¿Qué te parece si levantamos al siguiente turno de la guardia y echamos una
cabezadita?
ebookelo.com - Página 44
caparrosa azul, con manchas de puro púrpura que no eran frutas. Lo único realmente
verde (del verde familiar) que podía observarse allí eran los brotes de una enredadera
cercana casi en flor.
Se volvió para mirar a sus propios compañeros. Chillido le devolvió la mirada
impasiblemente, mientras que Tomás evitó encontrarse con sus ojos. Sólo Sidi le
dedicó una sonrisa fugaz, mostrando sus blandos dientes contra su piel oscura.
—Bien, chicos —dijo—. Me parece que ya es hora de que nos vayamos a jugar a
Tarzán.
—¿Tarzán? —preguntó Tomás.
—Sí. Andar por la jungla y todo eso. Sabiendo la suerte que tenemos, es muy
probable que seamos sacrificados a algún dios mono o algo por el estilo. Pero ¡qué
diablos!, nadie ha dicho que esto iba a ser un picnic, ¿verdad? —Nuevas miradas
desconcertadas—. Bien. Vámonos.
Cuando Chillido encabezó la marcha, Annabelle indicó a Tomás que siguiese a la
araña. De ninguna manera quería Annie aquella comadreja a sus espaldas. Ella y Sidi
tomaron las posiciones de retaguardia. Al entrar en el bosque menos denso de la orilla
este y tomar un sendero paralelo al río, el follaje de rara coloración se cerró sobre
ellos.
«Esto me da muy mala espina», se dijo Annabelle mientras echaba un vistazo por
encima del hombro al campo soleado que dejaban atrás.
ebookelo.com - Página 45
7
El veld era un vasto mar sin huella de hierbas, salpicado de pequeñas islas de arbustos
y árboles. Bajo el verde pálido de los cielos, la hierba se extendía en interminables
leguas de malva amarillento, alzándose hasta los hombros de Clive, Smythe y el
ciborg, y tragándose con su altura al voluminoso, pero bajo, Finnbogg. Las hojas de la
hierba eran consistentes y tenían el filo cortante, y se volvían a enderezar después de
su paso como propulsadas por un resorte. Hacia media mañana dejaron de divisar la
jungla. Ahora lo único que podían ver en dirección al rastro que dejaban eran las
inmensas elevaciones del macizo montañoso, que trepaban hacia el nítido cielo.
Andar y andar con tan escasa variedad de paisaje se convirtió en algo monótono y
tedioso. Las islas de arbustos y de árboles les proporcionaban de vez en cuando cierto
alivio, pero los árboles eran tan enormes (el más pequeño era muchas veces el tamaño
del roble más grande de Inglaterra y los arbustos eran tan altos como los árboles con
los que los ingleses estaban familiarizados) que, siempre que pasaban bajo ellos, su
presencia sumía a la compañía en una sensación de inquietud.
—Es una mujer encantadora, la joven Annabelle —comentó Smythe al Clive—.
Estará usted orgulloso de ella, mi comandante.
El ciborg Guafe andaba muy adelantado (sólo observar su marcha incansable
bastaba para fatigar a Clive), mientras que Finnbogg se rezagaba; así pues los dos
ingleses caminaban uno junto al otro. Clive había estado relatando a su compañero la
conversación de la noche anterior con Annabelle (una versión resumida que no hacía
mención de las relaciones más personales de Clive con su amante en Inglaterra).
—¿Usted lo cree así? —le preguntó Clive—. Annie tiene unas nociones más bien
curiosas acerca de la jerarquía de clases y del lugar de la mujer en la sociedad.
—Si permite que le hable con franqueza —dijo Smythe—, creo que hay mucha
verdad en lo que dice ella. Tome a Sidi, por ejemplo: tiene una inteligencia superior.
Déle una piel blanca y déjelo caer en Londres, y apuesto a que al cabo de un mes no
podría distinguirlo de un auténtico caballero inglés. Sidi Bombay se adapta a las
circunstancias. Un hombre extraordinario, no importa el color de su piel.
—Oh, seguro que sí. Pero es…, continuaría… bien, siendo de otra clase.
—Y yo también lo soy. Y sin embargo comemos en la misma mesa, usted y yo; y
usted me respeta, lo mismo que yo lo respeto a usted. Y no es sólo el uniforme que
compartimos lo que hace posible nuestra amistad. Al menos eso espero.
—Ningún hombre tuvo nunca un amigo tan fiel como usted lo es y ha sido para
mí, Horace.
—Me satisface profundamente oírlo hablar así, mi comandante.
—Pero el discurso de Annabelle en conjunto es… debo admitir que me resulta
perturbador.
Smythe asintió.
—Una nueva idea siempre es perturbadora (así se justifica el furor que hay en
ebookelo.com - Página 46
nuestro país contra los evolucionistas), pero, si es una idea que habla en favor de la
verdad, entonces el hombre sensato hará mejor en escuchar. Estamos en otro mundo,
mi comandante, un mundo del cual quizá nunca escapemos. En este sentido,
haríamos bien en dejar de lado algunos de nuestros prejuicios y disponernos a aceptar
a los desconocidos que encontramos, en sus propios términos, sin importarnos cuan
alienígenas o cuan «de otra clase» nos puedan parecer.
—Pero, maldita sea, Horace, somos ingleses. Debemos ser un ejemplo para los
demás.
—Empieza a recordarme a su hermano, mi comandante —repuso Smythe con
una sonrisa.
—Usted sabe lo que quiero decir.
Smythe se encogió de hombros.
—Quizá sea más fácil para mí, mi comandante, al ser de otra clase…
—Usted sabe que no quería decir…
—Pues yo creo que haría bien en reflexionar sobre lo que le dijo Annabelle.
Incluso si logramos finalmente escapar de esta Mazmorra, ¿quién puede decirnos en
qué tiempo estará el mundo cuando regresemos a él? Y, si el mundo ha cambiado
tanto como dice Annabelle, entonces haríamos mejor en aprender a adaptarnos a los
cambios ahora mismo.
—Me molesta cambiar —dijo Clive.
—No dude que sus mismas reacciones molestaron a Annabelle. Hay mucha parte
de Folliot en ella, y no creo que usted pueda negarlo.
Clive sonrió.
—Ciertamente Annie dice lo que piensa.
—Testaruda. Como todos los Folliot que he llegado a conocer.
—Y no sin sus propios encantos, aunque, y Dios lo sabe, no pretendo tener yo
mérito alguno en ello.
—Yo no estaría tan seguro —opinó Smythe—. He visto los ojos de la chica en
usted, mi comandante, y no era simplemente el uniforme lo que estaban admirando.
—Sí, bien…
Por segunda vez en aquel día, Clive sintió que las mejillas y el cuello le ardían de
rubor. Se aclaró la garganta y cambió rápidamente de tema.
—¿Cree que actuamos correctamente, separando la compañía en dos?
—Me inquieta Annabelle —respondió Smythe—, pero parece una joven muy
capacitada, y Sidi y Chillido velarán por ella, incluso aunque el español no sea de
ninguna ayuda. Además, creo que no tuvimos otra alternativa. Estoy seguro de que
para llevarla con nosotros hubiéramos tenido que atarla y amordazarla.
Clive asintió.
—Tal como Sidi señaló, en este lugar no hay vuelta atrás, sólo camino hacia
adelante. Así, pues, espero volver a encontrarla en los tiempos venideros. Y, si ella me
promete suavizar la agudeza de su lengua…, pues ¿por qué no?, yo prometo
ebookelo.com - Página 47
esforzarme por tener una mentalidad más abierta.
—No hay ningún mal en empezar a esforzarse a partir de ahora mismo —
murmuró Smythe.
Clive le echó una mirada cortante y luego soltó un suspiro.
—Vaya, si no es uno, es otro.
—Los dos estamos mirando por usted, mi comandante. Se puede ser inglés y tener
un espíritu abierto. A mí nunca me ha hecho daño.
Clive sonrió.
—Bien, pues, ahí va mi mano en eso, Horace, y si usted ve que incumplo mi parte
del trato, le doy permiso para que vuelva a encauzarme en el camino… de la manera
que crea usted más conveniente.
Smythe estrechó la mano de Clive y le devolvió la sonrisa.
—Observe su promesa, comandante —dijo—, mientras haya alguien a su lado a
quien haya dado su palabra.
Mientras transcurrió el diálogo, la expresión y la postura de Smythe fueron
transformándose imperceptiblemente hasta que llegó a parecer un desenvuelto
cockney londinense de acento cerrado y, por un momento, Clive se sintió
transportado lejos de aquel extraño mundo adonde lo había lanzado la lealtad
familiar, hasta las calles adoquinadas de su ciudad natal. Una sensación de pérdida le
provocó una punzada de dolor, pero conservó su sonrisa.
—No esperaba menos de usted, Horace —dijo.
ebookelo.com - Página 48
El ciborg se encogió de hombros, un gesto muy humano que, sin duda alguna, le
había contagiado la compañía de las personas.
—¿En la Mazmorra? Podría ser cualquier cosa.
Smythe se agachó para investigar una de las hendiduras. Tenía aproximadamente
medio metro de profundidad, y la tierra de los bordes se desmigajaba.
—Chang tiene razón —dijo al levantarse—. Si hubieran sido hoyos causados por
meteoritos, entonces deberíamos poder ver algún resto de la piedra en el fondo de los
agujeros. Y no hay ni rastro. —Se llevó la mano a la frente para sombrear los ojos,
escudriñó el terreno a su alrededor y añadió—: Cena a la vista.
Todos se volvieron hacia la dirección en que señalaba Smythe. Junto a los
inmensos árboles del bosquecillo más cercano, un reducido grupo de animales estaba
pastando los cortos rastrojos de hierba. Tenían la cabeza y las orejas de una liebre, los
cuellos alargados como los de las jirafas y el cuerpo de un ciervo. Su piel era de color
pardusco, matizado por el mismo malva de la hierba y punteado con lunares blancos.
En la barriga, la piel era blanca. En cuanto a tamaño, no eran más altos que un mastín
de buena raza.
—¿Qué son? —preguntó Clive.
—Mamíferos de alguna clase —respondió Chang Guafe.
Smythe asintió.
—Parecen producto de un cruce entre una liebre y un ciervo.
—¿«Lierves»? —ofreció Clive con una sonrisa.
—Una «lierve» me parece más apetecible que un «ciebro» —dijo Smythe. Al ver a
Guafe que emprendía la marcha hacia ellas, añadió rápidamente—: No las asuste.
Se sentó en el borde del hoyo que había estado investigando, se quitó las botas y
sacó el cordón de una de ellas. Ató una piedra a cada uno de los extremos del cordón
y se puso en pie.
—Un truco primitivo —dijo con una sonrisa, mientras hacía girar las boleadoras
por encima de su cabeza.
Mientras, los demás observaban, avanzó reptando, a paso de caracol,
petrificándose cada vez que una de las largas cabezas orejudas se levantaba. El viento
iba a favor del sargento, ya que soplaba en dirección de la presa a él, pero por la
constante alerta de las orejas de los animales, estaba seguro de que detectaban el
peligro principalmente por su oído.
Cuando consideró que ya estaba lo bastante cerca, volvió a hacer girar las
boleadoras. Ante el silbido producido por el movimiento giratorio del arma, varias
cabezas del rebaño se levantaron una tras otra. Entonces una criatura saltó y echó a
correr. Smythe hizo girar con más fuerza las boleadoras mientras que el resto del
rebaño emprendía la huida, desplazándose en un curioso trote que combinaba el salto
con la carrera.
Eran rápidos como la liebre inglesa o como un ciervo, pero Smythe ya había
contado con ello. Permitió que su presa tomase carrera y soltó su arma. Mientras el
ebookelo.com - Página 49
grueso del rebaño avanzaba a toda velocidad, la tira de cuero de las boleadoras golpeó
el cuello de su víctima. Las piedras giraron y se enrollaron con tal ímpetu alrededor
del cuello que este se rompió.
—Como yo ya les he proporcionado la cena —dijo al tiempo que sacaba el
cuchillo y avanzaba hacia su presa, que aún pataleaba—, dejaré que sea otro quien
encienda el fuego.
Tuvieron carne de «lierve» para cenar, y otra vez para desayunar y otra vez más
para cenar la noche siguiente.
Tenía una consistencia algo fibrosa y un sabor ligeramente de animal de caza,
pero, considerando las circunstancias, proclamaron que era un plato suculento.
Dejaron el campo de meteoros ya avanzada la mañana siguiente y se abrieron
paso por las altas hierbas del veld durante el resto de la tarde, hasta que al fin
montaron el campamento. La noche pasó sin acontecimientos dignos de mención;
Finnbogg los entretuvo con más improbables historias de la Mazmorra y de sus
curiosidades. A Smythe le gustaban en particular los cuentos del enano, que
acompañaba con otros de su propia cosecha (siempre que Finnbogg se fatigaba), tan
absurdos como los de este. El ciborg no parecía prestar atención a ninguno de los dos:
era como si se desconectase cuando no estaban en movimiento o cuando no era su
turno de guardia.
Clive escuchaba tan sólo a medias. A veces tomaba apuntes con pedazos de
carbón en las páginas en blanco del diario de su hermano, con la pobre luz que
producía el fuego. La mayor parte del tiempo, sin embargo, meditaba preocupado por
la otra mitad de su compañía, que seguía el curso del río, y preocupado en especial
por Annabelle.
Aquella mañana tenía el turno del alba. Estaba sentado con la espalda apoyada en
un árbol, junto al fuego que ya no era más que cenizas muertas, cuando oyó el
retumbar de un trueno. El sol de color asalmonado se levantaba ya en el este y el cielo
tenía la suficiente claridad como para mostrar que estaba despejado.
«¿Truenos sin nubes?», pensó.
Luego el suelo se sacudió bajo sus pies: primero fue un ligero temblor, y luego
creció hasta que fue casi imposible mantenerse en pie. Por entonces, el resto del grupo
ya estaba despierto.
—¡Terremoto! —gritó Clive.
Una extraña expresión cruzó el rostro de Finnbogg. A gachas se acercó hasta el
árbol más próximo y lentamente empezó a trepar por el tronco, agarrado como una
lapa a su ruda corteza. Escudriñó el horizonte y luego señaló hacia el norte, y al
hacerlo perdió el equilibrio. Medio cayó, medio resbaló tronco abajo, y aterrizó en el
suelo con tal violencia que expulsó el aire de sus pulmones.
—¿Qué era? —preguntó Clive—. Habla.
ebookelo.com - Página 50
—Déle un momento para recobrar el aliento, mi comandante —dijo Smythe
mientras se arrodillaba junto al enano y lo ayudaba a sentarse.
Ahora el terreno vibraba constantemente.
Finnbogg se sentó, sin fuerzas.
—Ahora… Finnbogg recuerda —dijo.
—¿Recuerda qué? —preguntó Clive.
—El peligro del veld: las Montañas Andantes.
—¿Las Montañas…?
Entonces Guafe los llamó desde donde estaba, agarrado al tronco de un árbol.
Señaló hacia el norte, como había hecho Finnbogg. El retronar resonaba en todas
partes, y el suelo se sacudía tanto que era difícil incluso permanecer sentado.
—Lo que cruzamos antes no era un campo de meteoros —explicó el ciborg—. Era
el terreno de pasto de los bronco-saurios.
Clive y Smythe se acercaron a donde estaba, y se agarraron al árbol para
sostenerse. El ciborg mantenía su equilibrio ahora sin necesidad de asirse oscilando al
compás de las sacudidas. En la lejanía, los dos ingleses pudieron distinguir una
manada de bestias enormes que se acercaba hacia ellos.
—¿A qué se refería cuando dijo terreno de pasto? —le preguntó Clive.
—La distancia hace que su tamaño sea engañoso —respondió Guafe—. Las
hendiduras que descubrimos no fueron provocadas por meteoritos: son las pisadas de
aquellos monstruos.
—¿Pisadas? —repitió Smythe.
La incredulidad en su voz fue evidente para Clive. Él mismo lo encontraba difícil
de creer, pero el temblor de la tierra y el tronar del paso de las monstruosas criaturas
les abrió los ojos a la verdad con una áspera resonancia. Se agarró al tronco del árbol y
miró fijamente la distante manada.
—Alcanzan longitudes de más de veinticinco metros —explicó el ciborg— y su
peso varía entre cuarenta y ochenta toneladas. Sería muy interesante poder
observarlos más de cerca.
—Montañas Andantes —musitó Finnbogg.
—¿Vienen en nuestra dirección? —preguntó Clive.
—No hay por qué alarmarse —le respondió Guafe—. Son herbívoros. Sólo
tenemos que mantenernos fuera del alcance de su pisada.
—¿Y qué ocurrirá si creen que somos plantas? —inquirió Smythe.
—Es poco probable. De lo que tenemos que preocuparnos es de los carroñeros
que acompañan a la manada, coelurosaurios y demás.
Clive miró al ciborg.
—¿Y cómo… cómo son de grandes?
—No demasiado…, quizá del tamaño de un avestruz.
Clive observó una vez más el rebaño que se aproximaba y volvió su atención hacia
lo inmediato que los rodeaba. Las ramas más próximas a ellos estaban a unos
ebookelo.com - Página 51
veinticinco metros del suelo. No había otro lugar donde protegerse. Lo más que
podían hacer era abrazarse al árbol y esperar que los monstruos no se dieran cuenta
de su presencia. Pero entonces recordó el terreno que habían atravesado, y recordó
que toda la vegetación (desde la hierba hasta las hojas más elevadas) había sido
arrasada.
Las sacudidas del terreno eran ahora tan intensas que Clive y los demás
necesitaron todas sus fuerzas para agarrarse a la áspera corteza del árbol. De los
cuatro, el único que permanecía en pie sin perder el equilibrio era el ciborg, que
continuaba como cabalgando las vibraciones. Los demás se arrodillaron junto al
árbol, aferrándose a él lo mejor que podían.
—¡Lo que daría yo por un cañón! —dijo Smythe.
—O por unos caballos que nos sacasen de aquí —opinó Clive.
Ahora el cielo había oscurecido, pero continuaba sin nubes. Eran los inmensos
cuerpos de los brontosaurios que ocultaban el sol.
—Al menos, Annabelle está a salvo —comentó Clive.
ebookelo.com - Página 52
8
«Lo que olvidas cuando miras las viejas películas de Johnny Weissmuller», pensó
Annabelle, «es que en la jungla hace calor. Calor y bochorno».
Se abría paso tras Chillido y Tomás, con la cazadora atada alrededor de la cintura
y la camiseta sin mangas pegada a la espalda mojada. Los vaqueros de cuero le
resultaban insoportablemente gruesos y le rozaban las piernas. El pelo corto le
colgaba pegajoso contra el cuero cabelludo. Había de tener una mano en constante
movimiento, para apartar de su cara a los mosquitos y a otros insectos. El calor y la
humedad parecían extraerle la vitalidad con cada gota de sudor que le absorbían. Ni
siquiera podía ahorrar la energía que su Baalbec A-nueve habría necesitado para
repeler los bichos que los atacaban sin descanso.
No podía asegurar que la caminata afectase del mismo modo a Chillido, pero,
directamente delante de la araña, Tomás andaba con la cabeza gacha: el calor también
le absorbía las energías. Llevaba una camisa sucia, con manchas de sudor bajo las
axilas y a lo largo de la espalda; su pelo grasiento colgaba todavía más apelmazado que
el de Annie. Sólo Sidi parecía no estar afectado. Caminaba alegremente junto a Annie,
sin ni siquiera una gotita de sudor. Pero, en aquellos momentos, Annabelle tenía
demasiado calor y estaba demasiado cansada para imaginar algún medio de borrar
aquella sonrisita de su rostro.
¡Lo que daría por una lata de cerveza helada!
El sendero por donde andaban seguía sin interrupción la orilla del río, bajo ramas
que colgaban cerca de sus cabezas, cargadas de frutos exóticos, salpicadas de hojas
verdes y púrpuras y abrazadas por plantas trepadoras en flor. Los insectos formaban
nubes a su alrededor, dejándoles poco respiro. Más allá de lo que alcanzaba la vista, la
jungla resonaba con singulares gritos de animales. Las escasas criaturas que divisaban
eran de una rareza uniforme.
Por dos veces habían avistado tropas de monos voladores en los árboles por
encima de sus cabezas: pequeñas bestias de cara arrugada, orejas puntiagudas y barbas
blancas. Saltaban de rama en rama, cruzando vastas distancias con el uso de las
membranas desplegadas entre sus extremidades anteriores y las posteriores. También
localizaron una criatura parecida a la musaraña, aproximadamente del tamaño de una
mano, con un largo hocico en forma de trompa y unos diminutos ojos rojos; Annie
vislumbró algunas de estas entre las hojas.
A su paso ahuyentaron pequeñas manadas de unos animales parecidos a los
tapires, rayados como cebras, sólo que al revés: blanco sobre negro. En el río vieron
monos acuáticos, con pies palmípedos y cuerpos hidrodinámicos, y también una
bestia similar a un hipopótamo que tenía aletas y cola de pez en lugar de
extremidades. A Annabelle le recordó un manatí, pero de tamaño mayor. Una vez
divisaron lo que parecía un cruce entre un leopardo y un mono: una criatura
evidentemente felina que, con su cuerpo de una delgadez que parecía enfermiza, se
ebookelo.com - Página 53
columpiaba entre las ramas de los árboles. Había lagartos y serpientes, criaturas
parecidas a las zarigüeyas con rasgos lupinos, y una especie de roedor saltarín que
aparentaba ser un cruce entre un conejo y una ardilla.
Lo único que a Annie le parecía vagamente familiar eran los pájaros. Aunque
había algo alienígena en ellos, se asemejaban a los pájaros que conocía de su propio
mundo, y variaban desde bandadas de papagayos de colores brillantes hasta aves
acuáticas de patas larguísimas, martines pescadores, que volaban rasantes por encima
de la superficie del río y se alimentaban de insectos, e incansables colibríes del tamaño
del pulgar de Annie. Sin embargo, no había ninguno exacto a los terrestres. Los
colibríes volaban en bandadas. Los martines pescadores tenían picos anchos y una
visera en forma de abanico en la cabeza. Las aves acuáticas eran como flamencos
azules cruzados con cigüeñas. Los papagayos charloteaban y se gritaban mutuamente
como monos.
—Este lugar es increíble —dijo mirando a Sidi.
El indio sonrió.
—Estamos aquí, ¿no?, y lo que ven los ojos no es difícil de creer.
—Muy listo, tío. Ya sabes lo que quiero decir.
—Sí. Todo es muy extraño y a la vez muy familiar. ¿Te molesta el calor?
—Me molesta absolutamente todo. No puedo creer que tardemos una semana en
atravesar la jungla y llegar al pueblo. Quizá deberíamos hacer como Huck Finn,
¿sabes? Construir una balsa y con una vara seguir nuestro camino río abajo por el
agua.
Sidi meneó la cabeza apesarado.
—No tenemos nada para cortar árboles, Annabelle. Nada para atar los troncos
entre sí.
—Lo sé. Sólo estoy haciéndome la quejica. No me hagas caso.
—Será difícil no hacerte caso. Ahora eres la jefa.
«La jefa. De acuerdo. Bien, pues la jefa empieza a arrepentirse de haber elegido el
camino de la jungla. Al menos, afuera, en el veld, habrá seguramente alguna brisilla».
—Deja de luchar contra el calor —aconsejó Sidi—. Acéptalo y deja que fluya a
través de ti, y te sentirás mejor.
—Para ti es fácil hacerlo.
—¡Keh! —Este sonido agudo y seco, producido por el velo del paladar, empezaba
a ser reconocido por Annabelle como una señal de diversión—. La mayoría de
malestares se encuentran en la mente —añadió—. Aniquílalos con la fuerza de tu
voluntad.
—En este mismo momento tengo los sesos hechos puré, como si alguien los
hubiera pasado por la batidora y los estuviera cociendo a fuego rápido.
—Se te pasará, Annabelle. Te adaptarás.
Annie consiguió esbozar una leve sonrisa.
—Seguro. Pero no esperes que sea pronto.
ebookelo.com - Página 54
Aquella noche acamparon bajo un refugio de follaje, tejido por las ramas de los
árboles que colgaban encima del río y que dejaban un espacio en forma de choza en
su interior. Cuando una tropa de monos voladores pasó muy por encima de ellos,
Chillido se arrancó uno de sus pelos-púas y lo lanzó al centro del parloteo, y una de
las criaturas cayó dando trompicones contra las ramas mientras el resto huía.
Al ponerse Chillido a despellejar y a destripar el mono, Annabelle sintió una
náusea horrorosa y se dio la vuelta, mientras que Tomás hacía chasquear los labios,
relamiéndose.
—¿Nunca has comido mono? —preguntó.
Y añadió algo en portugués —la lengua de su infancia que gustaba de emplear—
que Annabelle encontró incomprensible.
—Muy gustoso —le aclaró él.
—No para mí, tío —replicó ella—. Para mí sería como comerme a un pariente.
Mientras los otros tres se atracaban de mono asado, ella comió un menú
vegetariano compuesto de tubérculos y berros, salvando su insulsez con un puñado de
frutos verdosos que parecían uvas, pero que sabían a una mezcla de pera y lima y
tenían una textura parecida a la del melocotón.
Annie se propuso para hacer el primer turno de guardia (dudaba de que con aquel
calor pudiera conciliar, con cierta rapidez, el sueño); pero, antes de que nadie se
acostase, un repentino silencio en la jungla acalló su conversación. A Annabelle se le
erizaron los pelos de la nuca y tuvo la repentina sensación de que algo los estaba
acechando desde más allá del claro de luz de la pequeña fogata. Algo vivo.
Chaca-chac.
El sonido provino del sendero por el que habían venido, y era como si alguien
hubiera dado una sacudida a unas maracas. Nadie del pequeño grupo parecía siquiera
respirar. Y el único movimiento era el de la mano de Chillido que se desplazaba
disimuladamente hacia sus pelos-púas.
Chaca-chac.
Ahora provino de la dirección que debían tomar por la mañana.
—¿Qué es? —dijo Annabelle reteniendo el aliento—. ¿Alguna clase de animal?
—Eso parece —le respondió en susurros Sidi—. Es como el sonido de un cascabel
hecho con una calabaza llena de semillas secas.
Annabelle asintió.
—A mí también me lo parece. ¿Crees que es una persona?
El indio se encogió de hombros y se mantuvo alerta, escrutando la oscuridad de
más allá de la lumbre de la hoguera campestre.
Chaca…
Ahora el sonido se produjo más lejos y fue apagado e incompleto. Continuaban
sentados en silencio absoluto, esperándolo, pero no se repitió. En lugar de ello, los
sonidos habituales de la jungla despertaron una vez más. Insectos. El ronquido de un
ebookelo.com - Página 55
mono-gato. Los grititos distantes de las aves nocturnas.
Annabelle soltó un suspiro que hasta el momento no había sido consciente de
contener.
—Ha sido horripilante.
—Este camino es peligroso en demasía —murmuró Tomás.
Annabelle frunció el entrecejo.
—Ea, nadie te obliga a quedarte. Siempre que quieras marcharte, tendrás mi
bendición.
El español no respondió, pero algo diabólico parpadeó en lo más profundo de sus
ojos antes de obsequiarla con una de sus sonrisas forzadas.
Huelo algo, dijo Chillido de pronto. Un olor singular desagradable… como de pez,
pero que anda por la tierra.
—¿Cómo algo podrido? —preguntó Annabelle. Levantó la cabeza e intentó captar
el olor que había percibido la arácnida, pero su sentido del olfato no estaba tan
altamente desarrollado.
Chillido sacudió la cabeza.
No, Annabelle. Lo que sea, está vivo.
—¿Está muy cerca? —inquirió Annabelle.
No puedo decirlo. Movió la cabeza. Ahora se ha ido.
Annabelle suspiró. «Perfecto. ¿Así pues que ahora tendremos que estar atentos a
una especie de peces andadores que tocan las maracas?».
—Me encargaré del primer turno de guardia —dijo Annie a Chillido—. Ve a
descansar. Pronto te despertaré.
La arácnida asintió y se tendió, tras aplanar con cuidado los pelos-púas en los
puntos donde podían quedar aplastados por su peso. Annabelle se volvió hacia los
otros dos y vio que Tomás estaba riendo.
—¿Peces andadores? —dijo—. Bien. Que anden hacia mi barriga, pues.
Todavía riendo, se acostó, dejando a Annabelle y a Sidi solos junto a la hoguera
moribunda. Annabelle echó algunos leños más a las brasas.
—¿Qué crees que era, Sidi?
—No lo sé, Annabelle, pero mejor será que mantengamos una vigilancia estricta.
Si Chillido cree que es peligroso… —El indio hizo una pausa—. Confío en ella.
—Yo también. Mejor será que te acuestes.
Sidi alargó el brazo y tocó el dorso de la mano de Annie.
—No pasará nada, Annabelle, ya verás.
Ella dio la vuelta a la mano y cogió la de Sidi unos instantes, dándole un ligero
apretón. La piel de las manos de Sidi era seca y las palmas estaban llenas de
callosidades.
—Eso espero —dijo ella.
Miró cómo se acurrucaba junto al tronco de un árbol, utilizando una raíz como
almohada, y le envidió que cayera dormido tan rápidamente. Luego se levantó, añadió
ebookelo.com - Página 56
más leña a la fogata y escuchó los ruidos de la jungla nocturna. Cada ruido inesperado
la sobresaltaba, pero el horripilante sonido de cascabeles no se repitió en todo su
turno de guardia; ni en el de los demás, como descubrió por la mañana.
A Tomás le tocó el último turno; pero Annabelle, al despertar, se percató de que
Chillido no dormía, aunque estaba tendida. Tenía dos de sus ocho ojos fijos en él.
«Debería haberlo tenido en cuenta», pensó. «Debo llegar a ser una buena jefa. La
maldita comadreja podría habernos degollado a todos mientras dormíamos».
El día siguiente pasó sin acontecimientos dignos de mención. Aquella tarde,
Chillido abatió una de las criaturas parecidas a tapires y, esta vez, Annabelle comió
con ellos. Aunque aún le provocaba náuseas mirar como despiezaban al animal, podía
apañárselas para comerlo. Pero el mono no, eso era demasiado parecido a comerse a
un primo, o a un bebé. Al parecer, Chillido había tenido en cuenta su problema, ya
que dejó pasar un montón de monos en favor del tapir, y Annabelle le quedó muy
agradecida por aquel detalle.
Aquella noche, a Annabelle le tocaba la guardia del alba. Encendió una fogata, se
sentó a cierta distancia por el calor y se dispuso a gozar de aquel resplandor
reconfortante, aunque el fuego no refrescara precisamente la sofocante noche. Se
asomaba la primera luz del alba a través de las ramas que resguardaban al grupo,
cuando oyó de nuevo el sonido.
Chaca-chac.
Rápidamente miró en derredor suyo, intentando percibir el lugar donde se había
originado. ¿A la izquierda?
Chaca-chac. Chaca-chac.
A la derecha y a la izquierda.
Con el pie tocó a Sidi y cogió un leño que había tenido intención de añadir al
fuego.
Chac-chac.
Chillido había despertado y se estaba incorporando. Se arrancó cuatro pelos-púas
de la piel, uno para cada una de sus manos.
Chaca-chaca-chaca-chaca…
Ahora el sonido provenía de todas partes. En la luz creciente, Annabelle pudo
distinguir las figuras humanoides que se les acercaban por entre los árboles. Salvo por
el singular sonido como de maracas, la selva estaba en completo silencio. Luego, la
primera de las criaturas apareció claramente a la vista.
Chillido echó un brazo atrás, pero se oyó un potente zumbido y la araña se llevó la
mano al cuello, donde había dado el pequeño dardo. Los brazos le colgaron fláccidos
y al instante siguiente se desplomó.
—Ah, Jesús… —murmuró Annabelle.
Estaba en pie, flanqueada por Sidi y Tomás, ambos armados como ella, con ramas
que iban a utilizar como leña. Dos criaturas más se reunieron con la primera, luego
dos más, luego tres, hasta que una docena rodeó a la pequeña compañía. Al
ebookelo.com - Página 57
observarlas, Annabelle recordó lo que Clive había leído en el diario de Neville (acerca
de la «gente azul») y lo que Chillido había comentado la noche anterior: «Un olor
singular, desagradable… como de pez, pero que anda por la tierra».
No era broma, ya que realmente apestaban, y tenían todo el aspecto de peces. Y
eran de piel azul.
Su estatura no llegaba a más de metro veinte, pero poseían los hombros anchos y
eran de constitución robusta. Sus rostros tenían la forma hidrodinámica de los peces,
con los ojos muy separados, casi a los lados de la cabeza. La nariz era tan sólo un
vestigio; la ancha boca, una rendija sin labios que casi partía la cabeza en dos. En lugar
de orejas, unos orificios aparecían a los costados de la cabeza. El cabello era negro y
apelmazado y estaba situado en la cima de sus cráneos, y el resto del cuerpo carecía
totalmente de pelos. Se cubrían los genitales con un simple taparrabos. Cada uno de
ellos llevaba una cerbatana y un número de dardos que sobresalían de entre sus
dedos, evidentemente para su inmediato uso.
Cuando Annabelle vislumbró el aspecto posterior de uno de ellos, comprendió
qué le recordaban: tiburones. Una aleta rígida sobresalía de la espina dorsal y, cuando
abrían la boca, exhibían sus hileras de afilados dientes. Al abrir la boca inclinaban la
cabeza hacia atrás: entonces Annabelle pudo ver cómo vibraban sus úvulas.
Chaca-chac.
«Misterio número uno resuelto», pensó ella. «Ahora: ¿cómo diablos vamos a salir
de esta?».
Uno que parecía ser el líder avanzó hacia ellos.
—Folly, folly —dijo.
Su voz fue un resuello áspero y Annabelle no supo con certeza lo que había oído.
¿Era inglés? ¿Les estaba diciendo que eran unos estúpidos[7]? ¿O era una palabra
extranjera? Y, si era así, ¿qué significaba?
Annie pensó en Clive y su grupo caminando alegremente por el veld, y deseó
haber sido lo suficientemente lista para no despegarse de ellos.
—Ya veis, chicos —dijo a sus compañeros—. Creo que lo más sensato que
podemos hacer ahora es dejar estos palos.
Ante el sonido de su voz, varias cerbatanas se alzaron hacia las bocas de los que no
estaban emitiendo el espeluznante sonido de maraca, y apuntaron a Annabelle, a Sidi
y a Tomás.
Chaca-chaca-chaca.
Annabelle soltó el leño de su mano.
—Calma, tíos —murmuró en el tono más apaciguador que pudo encontrar—.
Vosotros ganáis.
A cada lado, sus compañeros dejaron caer sus improvisadas armas.
—¿No tenías la sensación de que esto iba a sucedemos en cualquier momento? —
le preguntó a Sidi.
—¡Folly, folly! —gritó el jefe.
ebookelo.com - Página 58
—Tú lo has dicho, tío.
Varias criaturas se acercaron a ellos y los obligaron a tenderse de bruces en el
suelo, con las manos en la espalda. Les ataron las muñecas y los obligaron a ponerse
de nuevo en pie. Luego los condujeron por el sendero, empujándolos con los fuertes
dedos de sus manos azules cuando se rezagaban. Detrás iba Chillido, atada a dos
largas varas. Sus porteadores, con las varas a los hombros, marchaban a la cola.
«Reconócelo, Annie», se dijo Annabelle, «la cagaste otra vez».
ebookelo.com - Página 59
9
ebookelo.com - Página 60
lo mismo. Clive echó un vistazo a la manada: se acercaba irremisiblemente. El ruido
de sus pisadas era un trueno continuo y arrollador. Los carroñeros estaban más cerca
todavía. En cualquier momento se pondrían a escudriñar el bosquecillo en donde se
escondía la pequeña partida.
Volvió la mirada hacia Smythe, que estaba golpeando el eslabón contra el
pedernal.
—¿Qué está haciendo? —gritó por encima del trueno.
—Quiero provocar un incendio en la hierba —respondió Smythe—. ¿No
comprende? Si encendemos un fuego y conseguimos que se propague en su dirección,
alejaremos a las malditas bestias.
«Genial», pensó Clive. Pero ¿y si el fuego prefería arder en su propia dirección?
Pero el viento soplaba hacia los behemotes, y era evidente que nadie tenía un plan
mejor.
Con un manojo de hierba seca entre sus piernas, Smythe golpeaba el eslabón
contra el pedernal, intentando prender fuego a la hierba, mientras juraba con una
imaginación soberbia. Por dos veces se le cayó el pedernal a causa de la violencia de
las sacudidas del suelo, y una se soltó momentáneamente del abrazo con que Clive y
Finnbogg lo sostenían. El ciborg dejó de observar la manada para dirigir su mirada
hacia ellos, y Clive habría jurado que en su rostro metálico se reflejaba cierta
diversión.
Entonces una chispa saltó a la hierba y la hierba prendió. Smythe sopló
suavemente hasta que hizo llama. Con su improvisada antorcha en la mano, se soltó
de sus compañeros y, avanzando a gachas y a trompicones, se alejó del árbol y empezó
a encender una línea de fuego en la alta hierba.
—¡Ayúdenme ahora! —gritó por encima de su hombro.
Devolvió el pedernal y el eslabón a la cartuchera que colgaba de su cinturón. Se
sacó la chaqueta y empezó a abanicar las llamas. La hierba seca ardía rápidamente, y
pronto los tres se encontraron pisoteando las chispas que saltaban hacia ellos al
mismo tiempo que daban aire a las llamas en dirección a la manada.
El viento soplaba desde atrás, de modo que a los pocos minutos se levantó un
muro de fuego que se alejó de ellos a gran velocidad. A través del fuego pudieron
entrever las monstruosas cabezas de los brontosaurios que se alzaban en el extremo de
sus cuellos extendidos y se volvían en dirección a las llamas.
—¡Lo hemos conseguido! —exclamó Smythe cuando la más cercana de las bestias
retrocedió aterrorizada.
Pero, al mismo tiempo, el grupo de Clive se vio obligado a apagar con los pies las
llamas que amenazaban con engullir su refugio. Tosiendo y medio asfixiándose,
construyeron una barrera de tierra calcinada en tres lados, aunque ya no hubieran
tenido por qué preocuparse, pues el viento alejaba el fuego de ellos. No pasó mucho
tiempo antes de que un mar de llamas se abatiera encima de la manada; su isla de
árboles estaba a salvo.
ebookelo.com - Página 61
Los temblores de tierra se incrementaron terriblemente cuando la manada
emprendió un amedrentado y pesado medio trote: los behemotes sacudían la llanura
con su inmenso peso y los carroñeros saltaban entre ellos, rápidos como lagartos. El
polvo y el humo nublaron el aire. El suelo osciló y vibró bajo ellos con tal ímpetu que
Clive, Smythe y Finnbogg se echaron a tierra. Incluso Chang Guafe perdió el
equilibrio y se mantuvo también en tan indigna posición. El aire retumbaba con el
trueno de la estampida.
Cuando el terremoto se redujo por fin a unas ligeras vibraciones, el grupo estaba
tan zarandeado que apenas si podía tenerse en pie. Su sentido del equilibrio había
perdido el fiel y daban bandazos de un lado a otro como borrachos, con la sonrisa en
los labios.
—¡Hurra! —exclamó Smythe—. ¡Esto les enseñará a comportarse!
Clive dio unas palmaditas en la espalda del sargento.
—¡He aquí un hombre con ideas, sí señor!
El ciborg no sufrió ninguno de los tambaleos de efecto secundario. Permaneció
rígidamente junto a ellos y se limpió el polvo de la ropa.
—No veo razón alguna para celebrarlo —dijo con su voz metálica más estridente
que nunca—. Todo lo que habéis conseguido es arruinar una perfecta oportunidad
para realizar observaciones.
—¡No sea tan estúpido! —se exasperó Smythe—. ¿Preferiría estar muerto?
—Esa no es la cuestión. Creo que hubiera sido mucho más interesante poder
recoger datos de una fauna de la que tan pocas informaciones se tienen, en lugar de
provocar una estampida.
Smythe no se molestó en replicar. Escupió en el suelo y se volvió para ver cómo el
fuego moría al llegar a la zona pisoteada y devastada del sendero de los behemotes.
—No lo comprendo —dijo Clive—. Podríamos haber muerto si a Horace no se le
hubiera ocurrido la idea de hacer dar la vuelta a la manada con su incendio.
Guafe miró fijamente al inglés durante unos largos momentos.
—El conocimiento es una preciosa riqueza —repuso el ciborg—. Mucho más
importante que unas pocas vidas.
—También tú habrías muerto —objetó Finnbogg—. ¿Y de qué serviría entonces
haber salvado las ideas?
—Mis circuitos de memoria están guardados en una caja que sobreviviría a la
explosión de una bomba nuclear. —Ante sus miradas desorientadas, añadió—: Con lo
que quiero significar una gran fuerza destructiva.
—Pero usted no sobreviviría —dijo Clive.
—Eso no es importante.
Smythe se volvió para mirar a Guafe.
—A mí me parece el mismo caso que mojarse el culo para no pescar nada.
Ahora le tocó el turno al ciborg de parecer confundido.
—Un esfuerzo infructuoso —explicó Clive.
ebookelo.com - Página 62
Smythe asintió.
—Un hombre es un hombre, a pesar de todo —dijo, parafraseando a Burns[10]—.
Por lo que es, amigo mío de latón, por lo que hace. Que el corazón de un hombre sea
honrado es más importante que cualquier causa idealista. Mejor que lo recuerden a
uno por las buenas obras que ha realizado que por las migajas de conocimiento que
puedan contener sus sesos. Puede que usted tenga una memoria indestructible en su
pecho, pero no serviría de nada si muriese aquí. ¿Quién la encontraría?
—Mi pueblo la encontraría.
—Si su pueblo supiera dónde está usted, vendrían a buscarlo, ¿o no?
—Esta discusión no tiene sentido —declaró Guafe, zanjando definitivamente la
discusión—. Ante nosotros tenemos la mejor parte del día, y todavía nos queda un
largo trecho por recorrer. Sugiero que continuemos el viaje.
Y, sin esperar respuesta, emprendió la marcha.
ebookelo.com - Página 63
Smythe—. Es uno de los puntos en que Annabelle tenía razón: es más probable que
nos metamos en la boca del lobo siguiendo las indicaciones de su hermano, que si
vamos por nuestra cuenta. Es lo que no dice el diario lo que me preocupa.
Clive estuvo totalmente de acuerdo.
—Más sorpresas, no gracias.
—Finnbogg oyó contar el cuento de las Montañas Andantes y de sus pastores hace
ya mucho tiempo —dijo el hombre-perro—. Finnbogg no se acuerda mucho. Pero
cuando llegaron y la tierra tembló, entonces Finnbogg…
—¿Pastores? —lo interrumpió Smythe—. ¿Qué pastores?
—Quizá se esté refiriendo a las criaturas carroñeras —dijo, esperanzado, Clive.
El enano arrugó la frente mientras buscaba en su memoria.
—Finnbogg cree que eran una especie de pájaros. Unos pájaros de vuelo bajo.
Clive y Smythe escrutaron el cielo con temor.
—De color plata —continuó Finnbogg—, y tienen su nido en las montañas. —Y
con la mano hizo un gesto indicando vagamente hacia el macizo montañoso, el cual, a
pesar de haber marchado alejándose de él, parecía tan próximo como dos días antes.
—Para cruzar la llanura al menos se necesita una semana —comentó Smythe—. Si
tenemos suerte, por una vez, quizá podamos evitar tropezamos con ellos.
Clive frunció el entrecejo.
—Neville no escribió nada acerca de esos pastores.
—Y tampoco escribió nada acerca del rebaño —le recordó Smythe.
Durante el resto del día no dejaron de vigilar los cielos, con el resultado de una
aguda tortícolis, pero sin conseguir ver ni rastro de ningún pájaro, fuera plateado o de
otro color. Ya avanzada la tarde, Smythe abatió otra de las curiosas «lierves», que se
habían reunido en una pequeña fuente de agua clara que rezumaba del suelo, con lo
que tuvieron de nuevo carne fresca para la cena. Mientras Smythe limpiaba su pieza,
Clive y Finnbogg llenaron las cantimploras, que estaban ya casi vacías.
Por la noche, mientras ahumaban filetes de carne para las comidas del día
siguiente, los dos ingleses interrogaron insistentemente a Finnbogg, en busca de más
información acerca de aquel nivel de la Mazmorra. El enano, que intentaba esquivar
sus preguntas, fue enojándose cada vez más, hasta que al final estalló en una cólera
violenta y arrolladora.
—¡No lo sabe! ¡No lo sabe! —gritó—. Finnbogg sólo recuerda un poco, sólo
recuerda trozos. Finnbogg lo diría si supiera más, pero ¡no lo sabe! ¡No lo sabe!
Se había puesto en pie, encendido por la rabia; entonces estalló repentinamente en
lágrimas. Clive y Smythe se miraron turbados. Conocían de anteriores ocasiones los
súbitos cambios de humor del can-enano, pero no por ello se sintieron menos
inútiles.
—Por su modo de comportarse —comentó Guafe sin darle importancia—, no hay
ebookelo.com - Página 64
ninguna duda de que es un esquizofrénico.
Esto produjo desconcierto en los dos ingleses.
—Con lo cual quiero decir —explicó el ciborg— que en su cerebro tiene un
número de receptores de dopamina anormalmente elevado; por lo tanto, él no tiene la
culpa de esos súbitos cambios de humor. La neurocirugía podría corregir el problema,
aunque dudo de que encontrásemos equipos lo suficientemente avanzados en este
nivel para que yo pudiera ayudarlo…, si es esquizofrenia lo que está sufriendo. Al
serme desconocida su fisiología, precisaría antes hacer algún examen…
—¿Por qué no cierra el pico, para variar? —soltó Smythe a Guafe mientras se
arrodillaba junto al enano, que todavía lloraba, y colocaba un brazo alrededor de sus
anchísimos hombros.
—Lo sentimos —le dijo, dándole un apretón—, el comandante y yo. No teníamos
intención de ensañarnos contigo.
—Finnbogg… no sabe nada más —repuso el can-enano con un hilillo de voz—.
La memoria le viene y le va, y muchas veces no puede recordar.
—Bien, ahora ya lo sabemos, Finn. ¿Verdad, mi comandante? Muchas veces nos
has sido de gran ayuda. No estés apenado ahora.
Finnbogg se frotó los ojos con los nudillos. Clive se sentó en cuclillas frente al
enano.
—Lo siento de veras, Finn —dijo. El enano parpadeó, y de repente se dio cuenta
de que era el centro de atención de todos.
—¿Amigos? —ofreció Clive.
Y extendió la mano. Al cabo de un momento, Finnbogg asintió y estrechó su
mano. Y Smythe le dio un achuchón final en los hombros.
—¡Buen chico! —dijo el sargento. Y luego lanzó una fría mirada a Guafe—. ¿Por
qué no hace la primera guardia, ya que tanto le gusta observar las cosas?
—Con mucho gusto —contestó Guafe.
—Un día… —musitó Smythe, golpeando con el puño derecho su palma izquierda.
Luego condujo a Finnbogg a la fogata y lo invitó a sentarse con él y Clive, y divirtió al
enano con algunos de sus absurdos cuentos, hasta que Finnbogg se echó al suelo
retorciéndose de risa.
ebookelo.com - Página 65
—Lo mejor será que esta vez no nos hagamos los listos —manifestó Smythe—.
Hay que esconderse.
Y saltó a la huella de brontosaurio más próxima; Clive y Finnbogg siguieron su
ejemplo, pero ya era demasiado tarde: los pastores los habían localizado. Algunos de
los aerodeslizadores plateados abandonaron la bestia y se lanzaron a toda velocidad
por la llanura en dirección a ellos, volando tan sólo a unos treinta centímetros del
suelo.
Los aparatos voladores salvaron la distancia que los separaba de Clive y su grupo
con tal rapidez que estos comprendieron que no tenían ni una sola posibilidad de
huir.
ebookelo.com - Página 66
10
El poblado de los hombres-tiburón azules estaba a medio día de marcha por el mismo
sendero que habían venido siguiendo hasta el momento. Lo constituía un grupo de
pequeñas chozas de una sola estancia, de paredes y tejado construidos con cañas
atadas a estructuras de madera. A sus puertas ardían fuegos para cocinar. Unos
primos domésticos de las zarigüeyas de rostro lupino, colgados por la cola de barras
de madera, volvieron lentamente la cabeza para observar el avance del grupo de
Annabelle y sus capturadores.
Fueron empujados sin contemplaciones hacia el centro del poblado, donde una
multitud de seres de piel azul los rodeó de inmediato. Mandíbulas de tiburones
estiraban sonrisas de malicia. Niños con aletas a medio crecer en sus espinas dorsales
los pinchaban con palos. De todas partes se levantaba el ruido de las maracas, como si
el grupo de Annabelle hubiese caído en medio de un nido de crótalos.
Chaca-chaca-chaca-chaca…
Por más que lo intentaba, Annabelle no conseguía discernir verdaderas
variaciones en el sonido, lo cual le hacía dudar que fuese un lenguaje. ¿Quizás una
expresión de excitación? ¿Y qué tal de diversión?
Empujados y pinchados, permanecían en un pequeño grupo, apiñados, con el
cuerpo inerte de Chillido tirado a sus pies. El ruido de los hombres-tiburón fue
aumentando sin cesar, hasta que Annabelle tuvo que apretar los dientes para soportar
aquel repiqueteo. Era una sensación dolorosa, como cuando recordaba su Les Paul[11]
pero también humillante. Era la misma sensación que había experimentado al recibir
el multitudinario abucheo contra su banda, en su actuación como teloneros de Death
Squad[12]. Los fans de este grupo (neonazis todos) habían expresado con toda
elocuencia su impaciencia ante la combinación de música y teatro que constituía la
representación de los Crackbelles.
Vaya con los monstruitos.
Cuando se hizo un repentino silencio, Annabelle tuvo un alivio tan profundo que
todos sus miembros se relajaron. Pero se mantuvo firme, en pie, ya que lo que se les
acercaba, abriéndose paso entre la muchedumbre, era una impresionante figura, a la
cual incluso los seres azules parecían tener más miedo que respeto.
Su altura sobrepasaba en unos treinta centímetros al resto del poblado; tenía
también la piel azul, pero su cuerpo entero estaba recubierto de diminutas conchas,
colgadas directamente de su piel con alambre, como pendientes perforados. Su pelo
era largo y lo llevaba trenzado y adornado con plumas azules. Del cinturón
festoneado de conchas que rodeaba su talle colgaba un racimo de cráneos de monos, y
una bolsa plana de piel, con un tinte azulado en su pelaje.
En una mano sostenía una vara, medio metro más allá que él. Del extremo
superior de esta colgaban más conchas, atadas con tiras de cuero, y huesos de brazos
de lo que suponía esqueletos de monos, unidos de tal manera que, a cada movimiento
ebookelo.com - Página 67
de la vara, oscilaban a un lado y a otro.
Se detuvo directamente delante de los cautivos y los estudió con una mirada
penetrante. Sus ojos eran una nube blanca, como los de un ciego, pero era evidente
que veía.
—Jrak —dijo de improviso, golpeando su pecho con la mano libre.
Las conchas atadas a su piel repicaron por el impacto, y Annabelle se encogió ante
el dolor que debía de haberse causado; pero quizás aquellas criaturas no tenían
nervios en la piel. Parecía lo más probable cuando se imaginaba lo que sentiría ella si
su epidermis tuviera que aguantar aquello.
Un coro de sumisos chaca-chac se alzó de la multitud. El que parecía ser el jefe
miraba al grupo, expectante, como si aguardara una respuesta.
«Estupendo», se dijo Annabelle. «¿Qué diablos se supone que significa “jrak”? ¿Su
nombre? ¿Su cargo? ¿La clase de ser que es? ¿Hola? ¿Qué-tal-cómo-estás?».
—¡Folly! —gritó.
«Jesús», pensó Annabelle con una repentina inspiración. «Está intentando decir
“Folliot”. El hermano de Clive debe de haber pasado por aquí y este tiparraco cree que
todo el mundo de piel blanca es un “folly”. Ahora bien, de lo que hay que enterarse es
de si Neville dejó a estos chicos de buen humor o se cagó en ellos, como ha hecho en
casi todos los demás lugares por los que le hemos seguido la pista. Sólo hay una
manera de descubrirlo».
Annabelle respiró profundamente.
—Folly —dijo, golpeándose el pecho de manera similar a como lo había hecho el
jefe.
Y el jefe clavó sus ojos nebulosos en ella. No hubo dudas acerca de su disgusto.
«Malo», pensó Annabelle. «Annie, lo has arruinado de nuevo».
Sin previo aviso, el jefe, con su puño libre, le atizó un tremendo batacazo en el
costado de la cabeza. Annie, con los brazos atados en la espalda, no pudo conservar el
equilibrio y cayó al suelo; la cabeza le quedó zumbando por el puñetazo, y el golpe
contra el suelo le hirió el hombro. El jefe le lanzó un escupitajo y gritó:
—¡Folly, folly!
La multitud que los rodeaba repitió el grito, mezclándolo con los cascabeleantes
chaca-chac. El jefe extendió una mano señalando una choza distante, y de inmediato
manos obedientes pusieron en pie a Annie y la empujaron, junto con sus dos
compañeros, hacia el lugar indicado. Otros hombres-tiburón arrastraron a Chillido,
tirando de ella por una pierna y un par de brazos. Ya en el interior de la choza, los
arrojaron al suelo de un empellón. Luego cerraron la puerta de bisagras de cuero, y los
rostros sonrientes de los seres azules se agolparon en ella para contemplar a los
cautivos.
Silbaban y escupían, sin dejar de hacer vibrar sus úvulas.
Chaca-chaca-chaca.
Cuando Annabelle, aún con la mente nublada y oscilante, se incorporó y se sentó,
ebookelo.com - Página 68
una flema la golpeó en la mejilla y la saliva le dejó una ligera sensación ardiente en la
piel. Se frotó la cara en la rodilla y retrocedió hasta el rincón más distante de la choza,
lejos de la masa de criaturas de la puerta.
—¿Por qué has sido tan estúpida? —preguntó Tomás.
Annabelle se volvió para mirarlo.
—Vete a hacer gárgaras —le replicó—. No creo que sirvas para nada más.
Los labios de Tomás produjeron un gruñido, pero evitó responder y volvió la
cabeza hacia otro lado. Annabelle tanteó sus ataduras. La cuerda de hierbas trenzadas
la apretaba fuertemente. Intentó hacer caso omiso de los rostros de sonrisa maliciosa
apiñados en la puerta; al fin los mirones perdieron interés y se fueron. Entonces los
cautivos vieron que plantaban estacas en la plaza del centro del poblado y
amontonaban leña en su base.
Cuatro estacas. Cuatro cautivos. No era difícil adivinar cuál era su futuro
inmediato más probable.
—Oh, mierda —dijo Annabelle—. ¿Y qué vamos a hacer?
—Esperar —le respondió Sidi.
—¿Esperar qué? ¿La caballería? Siento tener que soltártelo, pero no van a asomar
la nariz por aquí.
Sidi simplemente hizo una señal con la cabeza hacia donde estaba tendida
Chillido, todavía inconsciente.
—Si estuviera muerta, no la habrían dejado ahí dentro con nosotros. Así que
esperaremos a que el efecto del dardo se diluya. Por suerte, ella no está atada como
nosotros.
Salvo que… ¿y si no vuelve en sí a tiempo? Annabelle quería saberlo, pero no
manifestó su temor. En lugar de ello, se apoyó en la pared de la choza y cerró los ojos.
Annabelle intentaba no pensar en las estacas y en las piras que estaban levantando
al pie de ellas. De tiempo en tiempo, echaba una ojeada al cuerpo inerte de Chillido,
pero la alienígena arácnida continuaba sin dar señales de vida. Luego desviaba la vista,
y vislumbraba al pasar la mirada de Tomás evitando la suya. O encontraba la de Sidi;
este no se resignaba, pero gradualmente la desesperanza hacía mella en él. O volvía a
ver las estacas, con los seres de piel azulada a su alrededor.
Aquellas malditas estacas.
Cerró los ojos una vez más y pensó en la última vez que había visto a su hija,
frente a la casa de su madre, donde Amanda permanecía con su abuelita mientras los
Crakbelles realizaban una gira.
—¿Volverás, mamá? —le había preguntado Amanda, mirándola con aquel rostro
de pilluela lleno de angustia—. No me olvidarás, ¿verdad?
Amanda tenía miedo de que la abandonase, a causa de todas las giras de la banda.
Creía que cualquier día Annabelle simplemente no regresaría. «¡Como si alguna vez la
ebookelo.com - Página 69
hubiese dejado tirada!», pensó Annabelle.
—De ninguna manera —había contestado a su hija, despeinándole cariñosamente
aquellos rizos cortos tan morenos—. Volveré tan pronto que ni te enterarás de que
me he ido.
La respuesta de Amanda fue extender los brazos para darle un abrazo lleno de
lágrimas.
«Regresaré», pensó Annabelle, mientras recordaba. «De acuerdo». Miró al
exterior, hacia las estacas. «No quería mentirte, vida mía, pero mamaíta no va a
regresar nunca jamás».
—La vida se nos escurre por entre los dedos —le había dicho una vez a Annabelle
su madre—. Todo el mundo dice que el tiempo pasa demasiado aprisa, que nunca
conseguiremos hacer todo lo que queremos hacer en el tiempo que tenemos, pero en
nuestra familia esto es peor. Nunca conservamos las cosas que nos son más queridas,
nuestros amores, nuestra felicidad. Nunca conseguimos conservar algo bueno durante
mucho tiempo. Tu abuela solía decir que hay una maldición en las mujeres de nuestra
estirpe. «Sé feliz con toda la fuerza de tu corazón cuando lo puedas ser», me dijo una
vez, «ya que no va a durar. Nunca dura. Si intentas aferrarte a la felicidad, sólo
conseguirás hacerte daño».
No, no era hablar por hablar. Annabelle sabía perfectamente lo que había querido
decir su madre. Como ahorrar el dinero, que había costado tanto ganar, para su
primera Les Paul, y que se la robaran al salir de la tienda, de regreso a casa. ¡Preciosa
Nueva York! O como acabar de conseguir algunas actuaciones decentes para los
Crakbelles, y ser borrada del mapa y enviada al País de lo Raro y de lo Curioso, donde
parecía tener todas las posibilidades de acabar como aperitivo de un hatajo de
monstruos.
«Los Tiburones Andantes. Actuando para ustedes en el teatro de la Plaza Mayor.
Emoción e intriga. Vean a la estrella mundial del rock y a sus amigos convertidos en
potaje para tiburones».
Oh, Jesús.
Lo único que podía ver eran los ojos llorosos de Amanda. Aquella carita de ángel
que la miraba con ojos tristones.
No me olvidarás, ¿verdad?
Nunca, vida mía.
¿Volverás, mamá?
Las lágrimas empezaron a inundar los ojos de Annabelle. Pudo sentir la mirada
desdeñosa de Tomás y la comprensiva de Sidi. Ninguno de los dos sabía nada.
Pensaban que lloraba por sí misma, porque estaba asustada, pero no era aquello. No
exactamente aquello. Era por pensar que iba a dejar un gran vacío en la vida de su
hija. Era por pensar en la pobrecita niña creciendo primero abandonada de su padre,
y luego de su madre.
«Soy como el hechizo que utilizan las hadas», pensó, «cuando, en el País de las
ebookelo.com - Página 70
Hadas, dan oro a los humanos que, al regresar a su mundo real, resulta ser sólo polvo
y hojarasca. Todo lo que toco se convierte en mierda».
¿Volverás, mamá?
Miró con detenimiento las estacas, la leña apilada en sus bases. En espera de ella y
de sus amigos. Su actuación en aquel escenario de la plaza del poblado probablemente
tendría lugar a la caída de la noche, al menos así solía suceder en las películas.
No me olvidarás, ¿verdad?
Miró a Chillido, todavía inconsciente. Tomás y Sidi también la observaban. Las
cuerdas de hierba trenzada que ataban sus muñecas eran demasiado resistentes para
poder romperlas con simples tirones. ¿Quizá podría cortarlas con los dientes? Bien.
Pero entonces su mirada tropezó con las mangas de su cazadora, que continuaba
atada a su cintura.
«Despierta, Annie», dijo para sí.
—¡Sidi!
—¿Sí?
—Ayúdame a coger la chaqueta, ¿quieres?
Aunque pareció extrañado por la idea, el indio se deslizó hacia donde ella estaba
sentada y obedeció. Cuando Annie tuvo su cazadora en las manos, buscó a tientas
hasta que encontró una cremallera. La cogió firmemente en sus dedos.
—Pon tu espalda contra la mía y acércame las manos —le dijo.
Los ojos de Sidi se iluminaron al comprender su idea. La cremallera metálica no
cortaba mucho, pero bastaría para desgastar las cuerdas de hierba. ¡Por todos los
santos, tenía que bastar!
Fue un trabajo pesado. La cazadora se le soltaba de las manos y era muy difícil
trabajar en algo a ciegas, pero después de unos buenos quince minutos de serrar, la
hierba perdió la suficiente consistencia para que Sidi pudiera acabar de romper las
hebras restantes.
—Muy bien —dijo Annabelle cuando él empezó a trabajar en las ataduras de ella.
El indio era más fuerte y, en la mitad de tiempo, le liberó las manos; luego cortó
las ligaduras de Tomás mientras ella se frotaba las muñecas considerando cuál sería su
próximo movimiento. Chillido continuaba inconsciente. ¿Debían intentar abrir un
boquete en la pared posterior de la choza, que daba al río, y huir arrastrando consigo
a Chillido, o debían esperar hasta que los hombres-tiburón fuesen a buscarlos y
entonces intentar abatirlos? En realidad no había ninguna decisión a tomar.
Se acercó a la parte posterior de la choza y exploró la encañizada que recubría la
estructura de madera. Salir por allí sería pan comido. Se volvió hacia los demás y vio
que Tomás estaba ya libre también. Sidi regresó a su lado y le devolvió la chaqueta,
que ella ató nuevamente a su cintura.
—Buena idea.
—Sí, tuvimos suerte. Pero todavía no hemos salido de esta.
—¿Vamos a huir por detrás?
ebookelo.com - Página 71
Annabelle asintió.
—Me imagino que es nuestra única elección. Llegaremos al río y nadaremos: será
más fácil arrastrar a Chillido por el agua que llevarla a cuestas a través de la jungla.
¿Sabes nadar?
Sidi asintió con una sonrisa que exhibió la brillante blancura de sus dientes.
—¿Y tú, Tomás? Un buen marinero como tú… ¿sabes nadar? —Considerando su
aversión al baño, era igualmente posible que no supiera.
—Sim —contestó el español con un gesto afirmativo.
—Magnífico. —Annabelle echó un vistazo a la puerta, pero nadie parecía
prestarles excesiva atención—. Continuemos, pues. Sidi, rompe la pared, pero
silenciosamente, por favor; mientras, Tomás me echará una mano con Chillido.
—Déjela —replicó Tomás.
—De ninguna manera, tío.
—Es un monstruo.
—Es una amiga. Escucha bien: o me ayudas con ella o te pego un tortazo que te
dejo ahí tirado, para comida de peces, ¿te enteras?
—Es perder el tiempo —discutió Tomás. Y con el pie dio un toque al cuerpo de
Chillido, que no respondió—. Ya está muerta.
Sidi había abierto un agujero entre las cañas de la pared trasera de la choza.
—Vía libre —dijo en voz baja por encima del hombro.
—Tenemos un problema con la comadreja aquí presente —le respondió
Annabelle—. No quiere ayudarme con Chillido.
Sidi frunció el entrecejo y se apartó de la pared a la vez que apretaba con violencia
los puños.
De inmediato Tomás levantó sus manos en un gesto defensivo.
—Yá nao. Sólo era una broma —afirmó—. Estoy muy contento de poder ayudar.
Verdade.
Annabelle le lanzó una mirada asesina. «Ya. Seguro que sí. Hasta que alguien te
ofrezca un trato mejor». Pero hizo un gesto a Sidi para que volviera a la pared.
Mientras él continuó ensanchando el pequeño agujero que había hecho, ella y Tomás
arrastraron el cuerpo pesado de Chillido hacia la parte posterior de la choza. Y
cuando el boquete fue lo suficientemente grande, Sidi, con mucho cuidado, asomó la
cabeza fuera.
—Aún vía libre —dijo.
Salió por la abertura y ayudó a los demás a mover el cuerpo de Chillido para
sacarlo al otro lado de la pared. En pocos momentos estuvieron todos en el exterior de
su cárcel. La orilla del río no estaba a más de cinco metros de la choza, y quedaba
oculto de la plaza central del poblado por otras varias chozas.
«Gracias, Dios mío», dijo Annabelle en una plegaria silenciosa, abjurando de su
devoto ateísmo. Pero entonces oyó el cascabelero chaca-chac de la úvula de un
hombre-tiburón. Se volvió y, desde su posición semiagachada, levantó la mirada y vio
ebookelo.com - Página 72
a una criatura de piel azul erguida detrás de ella. Evidentemente, había rodeado la
choza para caer de improviso sobre ellos.
«Mierda», pensó Annabelle. «Todo lo que toco…».
ebookelo.com - Página 73
11
Desarmados y sin lugar adonde huir, la partida de Clive esperó la llegada de los
pastores en sus aerodeslizadores; Clive, Smythe y Finnbogg se apiñaban en un grupo
compacto, mientras que el ciborg permanecía a un lado, en solitario. Su indefensión
era desesperanzadora para todos, pero, considerando su situación, el único plan de
acción razonable que les quedaba era aguardar y ver cómo se desarrollaban los
acontecimientos. Para hombres que gustaban de controlar sus propios destinos, no
era un fácil programa de acción. Pero lo cierto era que, desde su entrada en la
Mazmorra, nada había sido simple ni fácil.
Los aerodeslizadores avanzaban como dardos hacia la compañía sin apenas
producir ruido. Los ingleses tenían la inquietante sensación de que los conductores
estaban desafiando las leyes de la naturaleza, sensación que compartía claramente
Finnbogg. El ciborg no parecía compartir sus temores.
Clive pensó con cierta amargura que debía de estar feliz y satisfecho de poder
sacar partido de otra «oportunidad para llevar a cabo observaciones», sin preocuparse
por los posibles peligros que se les avecinaban. Los siguientes comentarios del ciborg
sólo sirvieron para confirmar la impresión de Clive.
—Fascinante —dijo Guafe, casi para sí mismo—. El artefacto parece ser una
especie de patín que se mantiene suspendido por un cojín de aire, con capacidad para
desarrollar altas velocidades. Me pregunto qué método de propulsión usará.
Las máquinas se posaron suavemente en el suelo, formando un semicírculo frente
al grupo de Clive; los conductores, con trajes plateados, cerraron los contactos y
descendieron de las máquinas. El suave rumor de sus motores se apagó. Parados en
tierra, los aparatos voladores ya no parecían tan maravillosos. Ahora eran meramente
máquinas (de acero brillante y con una capacidad técnica muy superior a la conocida
en la Inglaterra de Clive), pero máquinas, al fin y al cabo.
Parecía, concluyó Clive, que la prolongada permanencia en aquella extraña tierra
lo estaba acostumbrando a mantenerse impasible ante sus numerosas y variadas
maravillas.
Observó atentamente a los conductores que se les acercaban. Al menos eran
humanoides, y en realidad muy parecidos a los europeos, aunque era bastante difícil
imaginarse sus facciones bajo las gafas y los cascos protectores. El material brillante
de su ropa se amoldaba a sus cuerpos como una segunda piel, proporcionando a las
dos mujeres del grupo unas formas fascinantes.
Una de las dos mujeres era evidentemente el jefe del grupo.
Avanzó unos pasos por delante de los demás y se quitó el casco y las gafas. Tenía
el cabello rubio, y lo llevaba cortado a un centímetro de la cabeza. Sus ojos eran del
verde-azul del cielo; sus facciones no poseían una belleza clásica (debido tanto a la
falta de cabellera que las enmarcase, pensó Clive, como a las proporciones en sí), pero
en conjunto era agraciada. De su cinturón colgaba una cartuchera, que con seguridad
ebookelo.com - Página 74
contenía un arma de fuego, aunque ni Clive ni Smythe podían siquiera intentar
adivinar cómo era esta.
Una mirada fugaz al resto del grupo les reveló que todos iban armados de un
modo similar. La mujer los miró uno a uno durante unos instantes y luego centró su
atención en Clive. Sus labios esbozaron una sonrisa amistosa.
—Tú debes de ser el comandante Clive Folliot —dijo.
Clive parpadeó sorprendido.
—¿Cómo sabe mi nombre?
Ella se encogió de hombros, lo que hizo oscilar sus pechos de un modo seductor.
Clive tuvo que hacer un esfuerzo para mantener sus ojos fijos en el rostro.
—Salimos para vigilar la llegada de vuestro grupo —explicó—. Os esperábamos.
Creímos que os encontraríamos antes, pero cuando avistamos la manada de pórtens,
nos detuvimos para matar un animal y nos retrasamos. —Con la cabeza indicó por
encima del hombro—. El resto de mi compañía está descuartizando la res. Sacaremos
suficiente carne para alimentar a la ciudad durante un mes. Un retraso que vale la
pena, ¿no crees?
La confusión continuaba reinando en la mente de Clive, pero consiguió dominar
la expresión de su rostro para no demostrarlo.
—Cierto —repuso—. Pero, dígame, ¿cómo sabía que andábamos por aquí?
—Tu hermano, el cura, el padre Neville, nos pidió que fuéramos a vuestro
encuentro.
«¿El cura?», pensó Clive. ¿Acaso Neville estaba bajando de categoría social? La
última vez que habían oído hablar de sus inclinaciones religiosas, se hacía llamar
obispo.
—Ya veo —dijo Clive—. ¿Y dónde está el padre Neville? ¿Nos puede llevar hasta
él?
—Claro que sí. Es la razón por la que os estábamos esperando.
—¿Quiénes son ustedes?
La mujer volvió a sonreír.
—Muchas preguntas. El padre Neville nos dijo que siempre vas cargado de
preguntas. Yo soy Keoti Vichlo, Primera Exploradora de la dinastía dramarana.
—¿De Dramara? Es decir, ¿de la ciudad en ruinas, situada a pocos días de viaje
hacia el este?
Keoti frunció ligeramente el entrecejo.
—Sí, en ruinas, pero no por mucho tiempo. Ahora que tu hermano nos despertó
del Largo Letargo, hemos emprendido su reconstrucción para restablecer su gloria
primitiva. Sin embargo, no temas que todo sea incomodidades en Dramara. Bajo la
ciudad tenemos aposentos agradables que todavía están intactos.
—¿Largo Letargo? —no pudo evitar preguntar Clive, aunque lo que menos
deseaba era que los recién llegados se dieran cuenta de su ignorancia respecto a sus
tecnologías avanzadas y a los fenómenos de aquel mundo.
ebookelo.com - Página 75
Pero Guafe había comprendido al instante.
—Eso debe de ser una forma de suspensión de la vida anímica —dijo—. ¿Debo
suponer que hubo alguna disfunción en vuestro equipo, que fue la causa de la
prolongación de vuestro estado inerte, hasta la afortunada llegada de… ejem… el
padre Neville?
Clive y Smythe lanzaron una mirada de curiosidad al ciborg. Nunca habían visto a
Guafe dudar en su discurso y eso los sobresaltó. Keoti también echó una mirada
escrutadora al ciborg. Parecía que iba a hablar, pero Clive fue más rápido.
—¿Cómo aprendió a hablar inglés tan bien? —inquirió.
—El padre Neville nos enseñó —contestó ella—. Introdujimos su idioma en
nuestros ordenadores a través de una conexión bioalimentadora y obtuvimos los
datos por el mismo procedimiento. ¿No es el sistema que utilizáis vosotros?
Clive sólo tenía una vaga noción de a qué se refería, pero asintió.
—Naturalmente —dijo.
Keoti volvió de nuevo la atención hacia Chang Guafe.
—Un artefacto extraordinario —comentó—. Vuestro humanotrón parece tener
vida propia. Sería fácil creer que es un ser verdaderamente vivo, y no una elaboración.
—Soy un ciborg con conciencia propia —replicó Guafe con frialdad—, y no una
elaboración.
—Discúlpame —dijo ella—. No era mi intención ofenderte.
—No ha habido ofensa —respondió el ciborg, aunque era obvio para todos que el
caso era exactamente el opuesto.
«No empecemos ahora», pensó Clive. Los dramaranos parecían ser muy
hospitalarios, y prefirió dejar las cosas de aquel modo: ni insultarlos ni enojarlos, de lo
cual Guafe era muy capaz si empezaba a discutir.
—Sí, bien —terció Clive animadamente—. Será maravilloso volver a ver a mi
hermano. Permita que le presente al resto de mis compañeros. A Chang Guafe lo
acaba de conocer ya. El caballero de la derecha es mi buen compañero el sargento
mayor Horace Smythe.
—Sí —dijo Keoti—. El padre Neville nos ha hablado de ti, Horace Smythe. Tienes
algún don especial relativo a los… ¿«teatrucos»?, creo.
—No estoy seguro de a qué se refiere, madame —contestó Smythe.
Ella sonrió.
—Un talento que te permite aparecer diferente de lo que eres.
—Y este es nuestro buen amigo Finnbogg —prosiguió Clive.
Keoti saludó al enano con una sonrisa de cortesía, pero no presentó a ninguno de
sus compañeros.
—Podemos llevar un pasajero por volador —dijo—. Si estáis dispuestos, podemos
emprender el vuelo de vuelta a Dramara tan pronto como dé mis órdenes al subjefe.
—Echó un vistazo hacia donde algunos dramaranos continuaban trabajando en el
cuerpo del porten.
ebookelo.com - Página 76
Clive miró a Smythe y, por la expresión del rostro de su antiguo ordenanza, supo
que estaba turbado por los mismos temores. La mujer Keoti era extremadamente
amable y acogedora, pero, con Neville por el medio (¡quién sabía lo que estaría
tramando!), podían estar yendo directamente hacia otra trampa. No obstante, ¿qué
otra alternativa tenían?
—Estaremos encantados de compartir su hospitalidad —dijo al fin Clive,
volviéndose hacia la mujer.
Keoti sonrió.
—¿Subirás conmigo?
—Creo que preferiré andar —respondió Clive—. Al menos hasta… el cuerpo del
porten que su compañía está descuartizando. Nos reuniremos allí.
—Como desees.
Y dirigió a Clive una sonrisa afectuosa. Se volvió a colocar el casco y las gafas y
regresó a su volador. En pocos segundos los aerodeslizadores se pusieron en marcha y
los dramaranos salieron a toda velocidad al encuentro de sus compañeros.
—Bien —dijo Clive una vez que se hubieron ido—. Parecen muy agradables.
Smythe asintió.
—Demasiado agradables, creo, mi comandante. El asunto no me gusta, y menos si
sir Neville tiene mano en él, removiendo la cazuela.
—Al menos tienen cierta tecnología digna de ser estudiada —opinó Guafe—,
aunque sus poderes de observación sean algo limitados.
Y emprendieron la marcha hacia el behemot muerto, donde los dramaranos
continuaban su trabajo de recolecta de la carne, moviéndose bulliciosamente como
una nube de moscas alrededor del monstruo abatido.
—¿Sabías algo de esto? —preguntó Clive a Finnbogg—. ¿Del Largo Letargo, o de
la segunda ciudad, enterrada bajo las ruinas de la primera?
—Ni la más remota idea —contestó el enano.
—¿Qué estará tramando sir Neville? —se preguntó Smythe en voz alta—. Vaya
con el «padre Neville». ¡Si el hombre tiene tanta religión como un ladrón viviendo
como un sátrapa del producto de sus robos!
—Al menos nos espera —repuso Clive.
—Tal como nos ha esperado otras veces. Y la idea no me consuela mucho, mi
comandante. Estaría más dispuesto a propinarle unos cuantos puñetazos en la cabeza
antes que tener la suerte de caer víctima de otro de sus embrollos.
—Dudo que nuestros actuales anfitriones lo permitieran —dijo Guafe.
Ahora el voluminoso animal estaba más cerca; y, en efecto, si no era una montaña,
era al menos una gran colina de carne que se elevaba muy por encima de la llana
superficie del veld. Los dramaranos cortaban grandes pedazos de carne de los
jamones del animal con una especie de sierra que parecía formada por una banda de
haces de luz estrechamente concentrados.
—Láseres —comentó Guafe.
ebookelo.com - Página 77
Ninguno de sus compañeros se molestó en pedirle que lo explicara. Simplemente
estaba más allá de sus posibilidades de comprensión.
—Bien, por lo que a mí respecta, tengo mucho interés en oír lo que nos dirá
Neville —dijo Clive, con una mirada severa en los ojos—. Tiene muchas cosas que
contar.
Smythe asintió.
—Mucho interés… —concedió—. Procure no dudar en su presencia, o podría ser
que nos hallásemos enviados a Dios sabe dónde.
Keoti fue a recibirlos a pie cuando al fin llegaron. Allí tuvieron que doblar el
cuello hacia atrás para poder divisar la parte más elevada del cuerpo del porten.
—Mi trabajo ha terminado aquí —anunció—. Si ya estáis dispuestos a partir…
Y se dirigió hacia el aerodeslizador sin esperar la respuesta de Clive.
—Tenga cuidado ahora —le susurró Smythe mientras otro de los dramaranos se
le acercaba.
—Y usted también —respondió Clive.
Pero Finnbogg se negaba a acompañar al dramarano que había de transportarlo a
la ciudad destruida.
—Finnbogg no quiere ir flotando por el aire —dijo—. No está bien.
—No iremos a mucha altura —lo animó el dramarano—. No más de un metro
por encima del suelo.
—Un metro es más de lo que Finnbogg quiere elevarse —repuso el enano. Y dio
una patada al suelo—. Donde Finnbogg está ahora, es donde Finnbogg quiere estar.
Con polvo en los pies. No quiere jugar al pájaro.
Clive se apresuró a intervenir antes de que Finnbogg estallara en uno de sus
ataques beligerantes. Puso un brazo alrededor del hombro del can-enano.
—Todo irá bien —lo tranquilizó—. Nosotros subimos también con ellos, Finn.
—No está bien —repitió el enano, aunque ya con menos determinación.
—Imagínate que es una aventura —intervino Smythe—. ¡Qué historia más
emocionante podrás contar!, planeando y planeando durante leguas y leguas por
encima del veld hacia una ciudad en ruinas en proceso de reconstrucción. —Y se
frotó las palmas de las manos—. ¿No tienes ganas de estar ya allí?
—No queremos dejarte aquí —señaló Clive.
—¡Hum! —refunfuñó Finnbogg.
Pero, a pesar de que andaba tieso y con el entrecejo fruncido, dejó que lo
condujeran hasta el aparato volador.
Se subió en él con cautela, como si el aparato hubiera de morderlo. Una vez que
estuvo sentado, Clive y Smythe fueron hacia las naves que debían transportarlos.
Era decididamente incómodo, pensó Clive al sentarse detrás de Keoti, con la
máquina entre las piernas. Era como montar un caballo sin patas, sin nada en qué
asirse para evitar caerse. Keoti le mostró dónde debía poner los pies: tenía que
apoyarlos en unos pequeños estribos a los lados del artefacto, lo cual le levantaba las
ebookelo.com - Página 78
rodillas al nivel de las posaderas. Luego Clive colocó sus manos alrededor de la
cintura de ella.
—Agárrate —le indicó Keoti.
El material de su traje tenía una textura metálica, pero era tan suave que Clive
pudo notarle las costillas y la carne blanda de la cintura como si no hubiera nada
entre sus manos y la piel. Keoti lo miró por encima del hombro; su cabeza parecía la
de un bicho raro, con el casco y las gafas, pero sus labios eran los de una mujer, unos
labios que le sonreían alegremente.
Cuando el motor de la navecilla se puso en marcha, las piernas de Clive sintieron
una leve vibración; entonces, de súbito, la nave se levantó en el aire y permaneció
flotando a una altura de un metro por encima del suelo. El repentino movimiento
produjo a Clive una sensación de vacío que lo hizo cogerse fuertemente a Keoti. Pero,
al darse cuenta de lo que estaba haciendo, aflojó su abrazo.
Finnbogg había palidecido. Smythe y Guafe mantenían una expresión impasible.
Enseguida los aerodeslizadores salieron disparados, planearon por encima del
veld y dieron una vuelta más entorno al brontosaurio, donde el resto de los
dramaranos continuaba el trabajo de descuartizamiento. Los carniceros levantaron
sus sangrientas manos, saludaron, y la llanura abierta apareció frente al grupo de
Clive. Y se pusieron en marcha para el largo viaje hacia la ciudad en ruinas, donde
Neville los esperaba.
ebookelo.com - Página 79
12
ebookelo.com - Página 80
río.
—Vamos —susurró Annabelle imperativamente.
Con el desagrado pintado en el rostro, el español se metió en el agua con ellos.
Sidi se puso en cabeza, y los condujo hacia el centro del río, alejándose del poblado,
hasta que el agua le llegó al nivel del cuello. Entonces levantó los pies del suelo y se
puso a nadar, cuidando de no romper la superficie del agua con un chapoteo que
pudiera alertar a sus capturadores.
Annabelle y Chillido avanzaron por las aguas más cercanas a la orilla, ya que
Chillido no sabía nadar. En lugar de nadar, gracias a Annabelle que estaba junto a ella
para ayudarla a soportar su peso en el agua, Chillido andaba a saltos, usando el lecho
del río como trampolín. Tomás seguía en la retaguardia.
Pronto dejaron de divisar el poblado y poco después incluso sus sonidos se
desvanecieron. En pleno río los insectos eran peores que nunca, y una y otra vez
tenían que sumergir la cabeza en el agua para librarse de las nubes de mosquitos que
se posaban en sus cuellos y rostros, e incluso en su pelo.
—Cuanto más pronto salgamos de esta jungla y lleguemos a la puerta de salida del
nivel —musitó Annie—, más feliz me sentiré. Y no me importa adonde nos lleve.
—Al menos ya estamos libres de nuestros capturadores —comentó Sidi.
Pero habló demasiado pronto. Incluso con la distancia que habían puesto entre
ellos y el pueblo, los súbitos gritos de cólera encarnizada llegaron a sus oídos con toda
claridad.
—Mierda.
—Mejor será que salgamos del río —sugirió Sidi—. Teniendo en cuenta lo que
son, no dudo de que sean capaces de seguirnos el rastro por el agua, como los
tiburones de nuestro propio mundo.
—No puede ser. Creí que el agua ahogaba los olores.
Sidi levantó el brazo para enseñarle unos pequeños cortes en la muñeca, iguales a
los que todos tenían.
—Pero un tiburón puede seguir la pista de la sangre durante kilómetros.
Se encaminaron hacia la orilla y treparon por ella, entre espesas lianas y
vegetación exuberante. Las ramas de los árboles que colgaban a baja altura los
protegían de la vista de sus perseguidores, pero sus huellas conducirían a estos
directamente a donde estaba el grupo.
Mirad, indicó Chillido.
Y con un brazo señaló al primer hombre-tiburón que apareció a la vista. Nadaba
realizando movimientos ondulantes con el cuerpo, con los brazos apretados a los
lados, la aleta dorsal cortando el agua y la cabeza emergiendo y sumergiéndose a
compás del movimiento. En poco tiempo aparecieron tras él tres más; luego otros dos.
Chillido arrancó un pelo-púa de su abdomen y, apartando a un lado una rama
para dejarse espacio, lo lanzó al más avanzado de los perseguidores con un rápido
movimiento del brazo. La espina dio en el blanco. La criatura empezó a azotar el agua,
ebookelo.com - Página 81
sacudiendo convulsivamente los miembros, y a toser sangre de sus pulmones. En el
acto, los demás arremetieron contra él y le destrozaron los espasmódicos miembros
con sus poderosas mandíbulas.
Annabelle volvió la cabeza; un gusto nauseabundo le subió por la garganta.
Chillido lanzó una segunda púa y los hombres-tiburón se lanzaron a despedazar
también a la nueva víctima, luchando entre ellos en un frenesí carnívoro.
Eso los mantendrá entretenidos, dijo Chillido.
—Pueden venir más por tierra —advirtió Sidi.
Annabelle dejó que el indio los condujera más hacia el interior de la jungla,
alejándose del río. A unos veinte pasos en aquella dirección, toparon con el sendero,
que parecía haber entrado en el poblado para luego continuar hasta llegar allí. Con un
terreno más firme y un techo algo menos tupido comparado con la selva que los
rodeaba, prosiguieron ahora el avance a marcha rápida, en un intento de poner la
máxima distancia entre ellos y sus perseguidores.
Se marcaron un paso: trotaban durante un cuarto de hora, luego andaban, luego
trotaban de nuevo. Al poco rato habían conseguido ganar un buen trecho de ventaja,
pero ahora estaban todos agotados. Annabelle sabía que no sería capaz de mantener
aquel paso durante mucho más tiempo. Se apretó el costado, esperando que al
recuperar el aliento desaparecería la puntada de dolor. Lo único que deseaba hacer era
tirarse al suelo y quedarse allí tendida. El calor y la humedad le obnubilaban la mente
y minaban sus fuerzas.
Vio a Tomás que, delante de ella, también se rezagaba. A Chillido, que aún estaba
recobrándose de los efectos del dardo drogado, tampoco le quedaba mucha de su
usual resistencia. Sólo Sidi parecía ser capaz de seguir manteniendo aquella viva
marcha eternamente, si la necesidad lo compelía, pero se contuvo y redujo su
velocidad para igualarla a la de sus compañeros más lentos.
Todavía no había señal visible ni sonido de sus perseguidores, ni en el camino que
dejaban atrás, ni en las periódicas ojeadas que lanzaban al río cuando la densa
vegetación de la jungla disminuía por un momento. Pero debían de estar acercándose.
Ninguno de los cuatro dudaba de la tenacidad de los seres azules. Aquel rasgo de su
carácter saltaba a la vista, pensó Annabelle. No eran la clase de seres que abandonan
con facilidad.
«Sí, bien, pero nosotros tampoco».
Pero, media hora más tarde, sus piernas sencillamente cedieron bajo su peso;
tropezó y fue a caer de bruces al suelo; por fortuna, consiguió agarrarse a un bejuco
que colgaba muy bajo y se salvó de una mala caída. Casi de inmediato su mano se
soltó, pero su asida ya había bastado para frenar el encontronazo. Chocó contra el
suelo, pero no fue un golpe duro.
Intentó levantarse, pero sus pantorrillas y sus muslos estaban agarrotados por los
calambres. Cuando los demás se volvieron para ayudarla, ella trató, con un ademán,
de que siguieran su camino.
ebookelo.com - Página 82
—Continuad —dijo—. Salid de aquí.
Sidi sacudió la cabeza. Mientras Tomás y Chillido se desplomaban literalmente en
el sitio, él se arrodilló junto a ella y empezó a hacerle masajes en las piernas con sus
rápidos y largos dedos, frotando sus músculos a través de sus vaqueros de cuero hasta
que consiguió relajarlos. Los ojos de Annie se llenaron de lágrimas por el dolor, pero
no se quejó. El alivio que experimentó cuando Sidi consiguió hacerle desaparecer los
calambres fue inmenso, aunque seguía sintiendo punzadas en los músculos.
—¿Te dijeron alguna vez que eras un enviado de Dios? —le preguntó Annabelle.
Sido sonrió.
—Keh. Recientemente no.
Annabelle le devolvió la sonrisa, pero su momento de buen humor tuvo una vida
breve.
—No sé si podré continuar la carrera —dijo—. Estoy en baja forma; siempre me
he mantenido en muy buen estado (si vas de gira, y dura varios meses, mejor estar en
buena forma), pero últimamente he abusado demasiado de este cuerpo mío.
—Descansaremos aquí un rato…, una media hora.
—¿Y los hombrecitos azules…?
—Los observé atentamente cuando nos capturaron —respondió Sidi—. Aunque
tienen un estilo muy bueno en el líquido elemento, no parece que puedan alcanzar
grandes velocidades en tierra firme. Creo que por el momento les llevamos mucha
ventaja.
—¿Y qué hay del río?
—Vamos a hacer frente a este problema cuando llegue el momento. Chillido los
detuvo allí por un rato. Descansa ahora, Annabelle, mientras examino a los demás.
—Estoy demasiado dolorida para descansar —le respondió Annabelle; pero se
quedó dormida antes de que Sidi hubiera salvado los dos pasos que lo separaban de
donde yacía Chillido.
A la caída de la noche habían dejado ya casi diez kilómetros tras de sí. Exhaustos,
se tumbaron alrededor de una hoguera campestre que habían encendido muy hacia el
este del sendero, en el lado opuesto al río. Por dos veces habían creído oír los ásperos
chaca-chac cascabeleantes de los hombres-tiburón, en la dirección de donde venían.
Ambas veces se habían escondido junto al sendero, agarrando las lanzas que Sidi
había cortado para cada uno de ellos; ambas veces habían sido falsas alarmas. La
segunda, encontraron la fuente del sonido: una pequeña criatura, parecida a un
escorpión, de unos treinta centímetros de largo, con un cascabel de crótalo en el
extremo de su cola, en lugar de aguijón.
Para cenar tuvieron pescado cocido, que Sidi capturó en el río con su lanza,
después de encender el fuego para los demás. En aquel momento estaba endureciendo
al fuego la punta de sus lanzas. Cuando terminó con la última, cubrió el fuego con
ebookelo.com - Página 83
tierra y se sentó en la oscuridad.
Annabelle por fin había recobrado el aliento. La cena la había recuperado un
poco, y ahora se sentía más fuerte, aunque algo culpable porque gran parte de las
decisiones de aquel día habían caído en las hábiles manos de Sidi. Estaba decidida a
cargar con sus propias responsabilidades al día siguiente…; es decir, si podía
encontrar la energía suficiente para levantarse por la mañana.
Tomás estaba sentado en solitario, apartado del resto, musitando para sí en
portugués durante un rato, luego cayendo en un torvo silencio. Chillido se estaba
acicalando: se arreglaba con cuidado sus pelos-púas. El ligero frote de aquellos
capilares era el único sonido no natural que pudo oírse por encima de los rumores de
la jungla, hasta que Sidi fue a sentarse con Annabelle.
El sonido de sus pisadas era muy apagado, pero a Annabelle le sonaba muy
estridente, debido a la tensión de sus nervios, que estaban a la escucha de los sonidos
de la noche, esperando que los murmullos de la jungla cesasen ante el chaca-chac de
los hombres azules. Se apartó un poco para dejarle espacio, y así él pudo apoyarse
también en el tronco del árbol en que Annabelle descansaba. Sus hombros se tocaron
afectuosamente.
—¿Mañana —preguntó Sidi—, seguiremos hacia Quan?
—Cristo, ya no lo sé. Me entran ganas de retroceder e intentar encontrar a Clive y
al resto de la banda.
—El veld es muy extenso, Annabelle; lo más probable sería que no los
encontrásemos.
—Sí, ya. Y pasar el resto de nuestras vidas deambulando por allí. ¿Qué crees que
deberíamos hacer, Sidi?
—Continuar.
—Eso supongo yo también —suspiró ella—. ¿Crees que aún nos siguen, los
hombres-tiburón?
—Sí, creo que sí.
—Necesitamos alguna defensa contra sus cerbatanas. Quiero decir, estas lanzas
son buenas, pero tenemos que estar muy cerca de ellos para poderlas utilizar con
eficacia. Y para entonces ya nos habrían tumbado.
La lanza que tenía junto a ella la hizo meditar. ¿Sería capaz de clavarla a alguien,
incluso a uno de los seres azules? Suponía que sí, si era necesario, pero no estaba
segura por completo. Verdaderamente no estaba hecha para aquel tipo de cosas.
—Podría hacer escudos —dijo Sidi—. Si tuviéramos pieles, madera para la
estructura, tiempo…
—Tiempo. Ya. Quizá dirigirse a Quan es un gran error, Sidi. ¿Y si sus habitantes
no son mejores que los que nos están siguiendo la pista ahora mismo? ¿Y no dijo algo
Finn acerca de fantasmas o cosas por el estilo? Quizá tan sólo nos metamos en más
líos.
—Por desgracia, según nuestras experiencias hasta aquí en la Mazmorra, parece
ebookelo.com - Página 84
bastante probable.
—Me pregunto qué estará haciendo Clive.
—Sobrevivir, espero. Pero el veld tiene sus propios peligros, Annabelle.
—Supongo que sí. De acuerdo. Sigamos hacia Quan. ¿A qué distancia crees que se
encuentra?
—A tres días y medio o cuatro.
—No sé si podré aguantar otro minuto más en esta jodida jungla. Me siento como
una enorme picadura de mosquito.
—Los atraes por la tensión que proyectas, por tu irritación contra ellos. No les
hagas caso y descubrirás que te incordian menos.
—Es muy fácil decirlo: a ti no te molestan.
—Porque…
Annabelle rio.
—Lo sé, porque no les haces caso, lo mismo que al calor. Es un truco estupendo,
Sidi. Me gustaría que funcionase conmigo, ¿sabes?
—Funciona, Annabelle —insistió él—. Tan sólo inténtalo.
—Perro viejo no aprende trucos nuevos —respondió ella—. ¿Lo dicen también en
tu país?
—No. Allí decimos: «Los cautos apenas yerran». Ciertamente no es lo mismo.
—Las mismas cosas, siempre, son aburridas —repuso ella—. Tienen que ser
diferentes si quieres que haya chispa.
Annie se volvió hacia él y sólo pudo distinguir la sombra de la silueta de su cabeza
cerca de la de ella. La proximidad de Sidi proporcionó a Annie una sensación de
calidez, le hizo olvidar los mosquitos y el calor.
—Te aprecio, Sidi —le dijo ella suavemente—, te aprecio muchísimo.
Annie empezó a levantar una mano hacia la mejilla de él, pero en aquel preciso
momento los ruidos de la jungla nocturna callaron y todo fue silencio a su alrededor.
Annabelle y Sidi se separaron, buscando sus lanzas. Tomás se sentó bruscamente, con
la lanza en sus manos sudorosas. Chillido se inmovilizó, y luego, con gran rapidez, se
arrancó cuatro pelos-púas, uno para cada una de sus manos.
Chaca-chaca-chaca…
El sonido parecía provenir de todas partes a su alrededor. La noche se llenó de
aquel sonido. Annabelle sintió que el pecho le iba a estallar, y se dio cuenta de que
había estado conteniendo el aliento. Espiró el aire lentamente e intentó dar a su
respiración un ritmo más suave, pero lo único que querían sus pulmones era
hiperventilación a toda costa.
Los cuatro se pusieron en pie, cada uno atento a un ángulo diferente de la jungla.
Chaca-chaca-chaca…
—Ha sido un placer haberos conocido, muchachos —dijo Annabelle en voz baja.
La tensión le producía un hormigueo irresistible en la piel. Esperaba sentir en
cualquier momento, en algún punto de su cuerpo, la punzada de un dardo. Cambiaba
ebookelo.com - Página 85
continuamente el modo de coger la lanza, tratando de buscar la mejor postura; por fin
se decidió por el estilo de Little John/Robin Hood: la cogería por donde podría usarla
como un bastón de lucha.
Entonces hubo un silencio total.
—¿Qué…? —empezó Annabelle, pero entonces se percató de que había habido
otro sonido, diferente del de las úvulas vibrantes de sus perseguidores.
Un toque de tambores. Parecía tener su origen en los árboles que crecían por
encima de ellos: un sonido profundo, hueco, que resonaba por todas partes.
«¿Y ahora qué?», se preguntó.
Por el rabillo del ojo vio una silueta que se movía. Se volvió hacia allí y vislumbró
la sombría e hidrodinámica cabeza que se alzaba por encima de la sombra de una
aleta dorsal. Annie levantó su arma, dispuesta para lanzarla, cuando algo cayó de los
árboles y aterrizó directamente sobre su atacante.
ebookelo.com - Página 86
13
Salvo por el viento que azotaba su rostro y por la leve vibración de la máquina entre
sus piernas, Clive no experimentaba sensación alguna de movimiento, de viajar, al
menos no en el modo que le era conocido. No había el balanceo de la cubierta de un
navío bajo sus pies, el traqueteo del banco de un carruaje, ni la oscilación de la
ambladura de un caballo. En lugar de ello, se sentía transportado como una hoja por
el viento, o como una cometa, flotando justo por encima del suelo con tal rapidez que
este era sólo una masa confusa.
El concepto en conjunto era decididamente desconcertante, pero, aunque con el
paso de las horas se fue acostumbrando, no estaba seguro de que acabara gustándole.
En aquel sentido compartía más la opinión de Finnbogg que la de Smythe y Guafe, los
cuales parecían disfrutar del viaje: uno, tremendamente, como quien lleva a cabo una
nueva experiencia agradable; el otro, admirándolo como un medio de locomoción
muy práctico y rápido, muy superior al sistema de ir colocando un pie delante del
otro. Para Clive continuaba siendo demasiado antinatural.
Volaban como saetas a través del veld, siguiendo la pista de la manada de
brontosaurios, hasta que este camino de hierba devastada que señalaba su rumbo giró
hacia el sur, dirigiéndose de nuevo a las montañas. Los aerodeslizadores continuaron
rectos, elevándose por encima de la alta vegetación malva-amarillenta que no había
sido aplastada o devorada por el paso de los behemotes. Las hierbas se fustigaban
unas contra otras al rápido paso de las naves a ras de ellas.
Componían la partida cinco pequeños aerodeslizadores, uno para el transporte de
cada uno de los miembros de la compañía de Clive, y un quinto que iba situado
delante como explorador; este se mantenía en contacto con las demás naves con lo
que Keoti llamaba radiotransmisor. Clive supuso que era una variedad del sistema
telegráfico y le sorprendió enterarse de que por aquel sistema podían transmitirse
palabras reales.
Cuando aquella noche se detuvieron para acampar, durante los diez primeros
minutos de bajar de la nave, a Clive le pareció que el suelo temblaba bajo sus pies;
pero después sus piernas recuperaron su equilibrio terrestre. Del interior de
compartimientos situados bajo los asientos de los voladores, los dramaranos sacaron
tiendas de campaña que parecían montarse casi solas. Luego siguieron las provisiones
y, para cocinarlas, unos hornillos portátiles, sin fuente alguna de calor que Clive
pudiese detectar. El término microondas no le dijo nada.
—Explicadme algo de vuestras naves —pidió el ciborg a sus anfitriones después de
haber cenado—. ¿Por qué no viajáis en una nave mayor? Seguro que vuestra
tecnología es lo suficientemente avanzada como para fabricar aeronaves de mayor
capacidad y rapidez, que puedan subir más arriba en la atmósfera.
El teniente de Keoti, Abro L’Hami, respondió. Era un hombre alto, de pelo negro,
con la barba de un día, y unos ojos negros y penetrantes. Al igual que los demás
ebookelo.com - Página 87
dramaranos, a medida que el día había ido avanzando, se había vuelto más amistoso
con el grupo de Clive.
—Mucho de lo que ves arriba —contestó Abro— no es cielo auténtico. Mientras
que hay agujeros que suben directamente hacia los niveles superiores del mundo, la
mayor parte de lo que hay arriba es en realidad una delgada capa de una sustancia
pegajosa, cuya naturaleza todavía no hemos podido identificar. Hemos conseguido
hacer pasar naves a través de esa capa, pero inevitablemente sus motores se atascan
con la masa pegajosa, lo que provoca la caída y la destrucción de la nave.
Guafe levantó la vista hacia los cielos nocturnos, salpicados de constelaciones
desconocidas. La tajada de una luna surgía por el este.
—Curioso —dijo.
—Pero ¿y las estrellas? —preguntó Smythe—. Hemos visto el sol a diario, y la luna
está saliendo ahora. Abro se encogió de hombros.
—Si lo supiéramos todo de la Mazmorra, la dominaríamos. Pero no es así.
—Principalmente —agregó Keoti— porque creemos que hay algunas cosas que los
hombres nunca sabrán. Viajeros a través de los niveles, como vosotros, son muy raros
para nosotros. Nos cuesta mucho comprender por qué llevan a cabo una empresa tan
peligrosa.
—Queremos regresar a casa —replicó Clive—. Es así de simple. No estamos aquí
por voluntad propia, y deseamos volver a nuestro propio mundo.
Los dramaranos lo miraron con curiosidad.
—Este es un mundo bueno —dijo Keoti al fin—, siempre que uno procure evitar
la jungla.
Clive y Smythe intercambiaron miradas de ansiedad.
—¿La jungla? —repitió Clive con cientos de temores que se le agolpaban en el
pecho—. ¿Por qué hay que evitarla?
—En la jungla viven muchas tribus primitivas y salvajes, más salvajes cuanto más
se penetra en ella. Guerrean constantemente unas contra otras y contra los forasteros
que cruzan sus tierras. ¿Por qué pones esa cara de preocupación?
—Tenemos… compañeros que han ido a la jungla.
Keoti lo miró apenada.
—No sobrevivirán, comandante Folliot.
—Por favor, llámeme Clive —dijo distraídamente. Su angustia por Annie y los
demás se intensificaba—. Con esas naves voladoras suyas… ¿nos podrían llevar a la
jungla para rescatarlos?
—Imposible. Nunca vamos a la jungla…, Clive. Hacerlo sería la muerte segura.
Dejamos las tribus en paz, como ellos nos dejan en paz a nosotros. No tenemos
necesidad de entrar en su jungla. Tenemos nuestro veld y nuestros bosques más allá
de Dramara. Tenemos a los pórtens para la carne, Montañas Andantes de proteínas.
Todo lo demás que necesitamos, lo cultivamos nosotros mismos. No es mala vida,
Clive, y, a causa de tus relaciones con nuestro salvador, aquí serás bien tratado.
ebookelo.com - Página 88
—Una pregunta: ¿cómo llegó a ser su salvador sir Neville? —interrogó Smythe.
—Antes os mencioné el Largo Letargo —respondió Keoti—. Aquí nuestras
estaciones son largas; verano e invierno duran muchos… —hizo una pausa, como si
buscara la palabra exacta—… lo que el padre Neville llama siglos. Cuando los pórtens
emigran y los hielos llegan, nos retiramos a nuestro Largo Letargo. Es una forma de
hibernación controlada mecánicamente. La primavera anterior, el mecanismo que
nos despierta falló y dormimos toda la estación hasta muy entrado el verano. Y fue el
padre Neville quien nos despertó de nuevo.
—¿Cuánto hace de esto? —inquirió Clive.
Le parecía muy raro que, en aquel nivel, Neville hubiera podido realizar tanto en
tan poco tiempo. Para empezar, ¿cómo había llegado tan pronto a Dramara?
—Hace ahora al menos cinco años —dijo Abro.
—Según vuestro modo de calcular el tiempo —añadió Keoti.
Aquella respuesta fue un golpe inesperado y tremendo para Clive y los suyos.
—¿Cinco años? —repitió Clive lentamente.
El teniente dramarano asintió.
Eso era imposible, pensó Clive. A menos que hubiera habido alguna corriente en
el tiempo que hubiera enviado a Neville allí años antes de que su grupo llegara,
aunque hubiera abandonado el nivel anterior sólo poco tiempo antes que ellos. ¿Era
posible una cosa semejante? En la Mazmorra, ¿quién lo podía decir?
—¿Nos han estado esperando todos estos años? —preguntó Smythe.
Keoti movió la cabeza negativamente.
—Oh, no. Sólo hace unas cuantas semanas que el padre Neville nos dijo que
estabais al llegar.
Más tarde, cuando Smythe y Clive estaban tumbados en la tienda que compartían,
comentaron los hechos.
—Hay otra posibilidad, mi comandante —dijo Smythe después de haber
examinado detalladamente los hechos y de permanecer tendidos en silencio durante
un largo rato. Su voz flotó hacia Clive desde la oscuridad, como un sonido incorpóreo
—. Quizá no sea Neville quien nos aguarda en Dramara. No seria la primera vez que
alguien nos juega esta mala pasada.
—Pero los dramaranos me conocen a mí y lo conocen a usted. Tiene que ser mi
hermano. ¿Cómo un desconocido podría estar a nuestra espera?
Ninguno de los dos hombres tuvo respuesta a ello. Al final, dejaron que el silencio
volviera a caer entre los dos. La respiración de Smythe se tornó monótona y se
durmió, pero Clive permaneció en vela durante largo tiempo, contemplando con
mirada ausente el techo de la tienda.
En aquellos momentos estaba pensando en Annabelle, deseando haber insistido
más para convencerla de que continuara con él.
Annie se había convertido en un pequeño y persistente remordimiento en su
conciencia, desde el mismo momento en que los dos grupos habían seguido caminos
ebookelo.com - Página 89
distintos; pero, aunque continuaba preocupándolo, sabía con toda certeza que era una
mujer de recursos, y que además iba acompañada (exceptuando el español) por
amigos de confianza. Clive había podido mantener esperanzas respecto a su
supervivencia. Pero ahora, con la determinación del tono de Keoti, al hablar del
destino cierto de cualquiera que osase entrar en la jungla, resonando en su mente, la
esperanza se esfumó.
La dura verdad pesaba en su estómago como una roca. Nunca volvería a ver a
Annabelle ni a ninguno de sus demás compañeros. Era una amarga conclusión,
agravada por el sentimiento de culpa que experimentaba por haberlos dejado ir por
cuenta propia. Como jefe, era responsabilidad suya mantener la compañía junta; sin
embargo, había fallado en aquel cometido y había firmado la sentencia del destino de
Annabelle y los suyos.
«Debería haberlo intentado con más energía», pensó entristecido.
Pero ahora era demasiado tarde.
Llegaron a Dramara avanzada ya la tarde del día siguiente. Nadie del grupo de
Clive (ni siquiera Chang Guafe) estaba preparado para la misteriosa inmensidad de
aquella ciudad en ruinas. Volaron por encima de acres y acres de edificios
abandonados, columnas caídas en medio de calles, muros derrumbados que al caer
habían esparcido sus enormes bloques de piedra por doquier, suelos que se habían
hundido hacia los cimientos enterrados. Aquí y allí, había torres altísimas que aún
continuaban en pie, pero la mayor parte de la ciudad tenía el aspecto de una ciudad
de juguete aplastada por una pesada bota.
No divisaron a nadie hasta que llegaron al centro de la ciudad, donde tenían lugar
los trabajos de restauración. Cientos de dramaranos trabajaban enfebrecidos como
hormigas alrededor del edificio que estaban reconstruyendo. Extraños artilugios
mecánicos se usaban para levantar los bloques de piedra y colocarlos en su sitio. Clive
habría permanecido observando el curioso trabajo durante horas y horas, pero su
vuelo los llevó a una zona de aterrizaje, junto a un descomunal amontonamiento de
rocas, donde las naves tomaron tierra, una tras otra.
El grupo fue conducido al interior de lo que pareció ser una gruta alumbrada por
globos en forma de bulbo que colgaban del techo. Keoti los hizo pasar a una pequeña
habitación en donde apenas cabían los nueve. Cuando las puertas se cerraron con un
silbido y la habitación empezó a moverse hacia abajo, Clive experimentó un súbito
momento de pánico. La rapidez de su descenso le produjo una sensación de vértigo,
como si el estómago le hubiera subido a la garganta. Junto a él, Finnbogg soltó un
gemido profundo.
Clive supo más tarde que aquello había sido su primer viaje en un ascensor, un
aparato que lo llevaba a uno de planta en planta de un edificio sin necesidad de subir
y bajar escaleras. Fue sólo la primera de las maravillas mecánicas que descubriría en
ebookelo.com - Página 90
aquella ciudad de ensueño.
El ascensor los depositó en una encrucijada de largos pasillos, muchas plantas por
debajo de donde los habían dejado los aerodeslizadores, según comentó Abro. Tres
corredores salían del cruce; el ascensor estaba situado exactamente en la intersección
de la «T». Las paredes de los corredores eran lisas, y su iluminación provenía del
mismo techo, ya no de globos.
—¿Dónde podemos encontrar al padre Neville? —preguntó Clive.
—Os verá mañana —contestó Keoti—. Primero os enseñaré vuestras habitaciones,
donde podréis tomar un baño y comer. ¿Me seguís?
Dejaron allí al resto de dramaranos y siguieron a Keoti por una desorientadora
serie de pasillos. Por fin la Primera Exploradora se detuvo ante una puerta, que se
abrió con un silbido cuando apoyó la mano en la placa de metal incrustada junto al
marco.
—Esta será tu habitación —le indicó a Guafe—. Si desconoces el funcionamiento
de algunos de los aparatos, sólo tienes que hablar por esta rejilla y alguien vendrá a
ayudarte.
Uno tras otro, mostró a Finnbogg y a Smythe sus habitaciones. Smythe tuvo un
momento de duda ante su puerta.
—Bien, pues, mi comandante —dijo Smythe—. Lo veré luego.
La puerta se cerró tras él y Keoti llevó a Clive a la habitación que le habían
asignado. Llegaron y Keoti entró con Clive. Este quedó boquiabierto ante tanta
maravilla. Había pocos muebles, pero eran lujosísimos. La cama era grande y cómoda.
Las sillas estaban acolchadas. Una falsa chimenea, con un mecanismo en su parte
interior, daba la impresión de que allí ardía un fuego acogedor.
Para mucho de lo que ahora veía, no tenía denominación. Más tarde supo que las
pinturas exactísimas a todo color que colgaban de la pared (con pinceladas tan
diminutas que no podía distinguirlas y demasiado precisas y coloreadas para ser
daguerrotipos) eran en realidad fotografías. Que el curioso aparato parecido a una
ventana, en un rincón, era una pantalla de vídeo. Que la alfombra (de la esponjosidad
de las plumas) que tenía bajo sus pies, no era de lana, sino de un material sintético.
Al oír el ruido de una cremallera se volvió y vio a Keoti que se quitaba su vestido
plateado. Bajo esta ropa no llevaba nada más.
—¿Nos bañamos? —sugirió ella con una sonrisa.
—Yo… es que…
Su atrevida desenvoltura hizo que Clive se quedara sin habla durante unos
momentos. Keoti salió del vestido y lo echó en una silla. Se volvió hacia él, y entró en
otro cuarto, que resultó ser el baño. Clive observó el movimiento de sus nalgas al
andar, pero levantó la mirada cuando ella volvió la cabeza ligeramente hacia él.
—¿Vienes? —le preguntó por encima del hombro.
Al asentir Clive, ella desapareció de la vista. Clive se despojó apresuradamente de
sus ropas. Y, cuando fue al encuentro de Keoti, esta estaba en pie en un pequeño
ebookelo.com - Página 91
compartimiento, bajo el agua que le llovía de un grifo situado por encima de ella.
Keoti lo atrajo hacia dentro y le puso una pastilla de jabón en la mano, un jabón que
dejó su piel maravillosamente resbaladiza.
Después de una larga y algo confusa ducha, que dejó tanta agua en el suelo como
la que les había caído encima, Keoti le afeitó la barba y le cortó la salvaje maraña de su
pelo. Cuando se retiraban a la cama, Clive se sintió como un hombre nuevo: limpio,
afeitado y civilizado. Keoti lo empujó hacia el colchón y ella se sentó a horcajadas
encima de él.
—Ciertamente sois un pueblo hospitalario —dijo mirándola.
Ella bajó su rostro para darle un largo beso. Y Clive la rodeó con sus brazos y la
atrajo hacia él.
—Muy hospitalario —añadió.
—No hables —le dijo ella, y le indicó otros asuntos en los que podía ocuparse.
ebookelo.com - Página 92
14
ebookelo.com - Página 93
como la de un chimpancé. Sus ojos estaban dispuestos muy juntos en la parte
superior de una ancha nariz. Tenían el cuerpo recubierto de pelo, pero llevaban
variadas piezas de vestir. Todos usaban taparrabos y se adornaban con brazaletes y
collares. Algunos ostentaban bandas alrededor de los hombros; otros, una especie de
bufanda alrededor del cuello. Otros, cintas de tela en la frente, o atadas en los brazos o
en los muslos. En los grandes pabellones de sus orejas brillaban pendientes; algunos
de ellos llevaban una retahíla de pendientes que subía por el borde del pabellón, como
la misma Annabelle.
Unos iban armados con lo que parecía una especie de bastón lanzable, de unos
treinta centímetros de largo y con un nudo o bola en cada uno de los extremos. Todos
exhibían puñales en sus cinturones, o en sus manos.
El que iba delante se detuvo a unos pasos del grupo y dijo algo. De nuevo sonó
casi familiar, pero Annabelle sacudió la cabeza para indicar que no comprendía.
—Nosotros amigos —dijo entonces el simio. E hizo una ancha sonrisa que dejó al
descubierto sus dientes—. Enemigos de… —y agregó algo que Annabelle casi no
captó, algo que sonaba como chasuck—. Amigos nosotros.
—¿Habláis inglés?
La Mazmorra era una caja de sorpresas imprevisibles para Annie. Con todo lo que
les había ocurrido ya… pero ¡simios que hablasen una especie de inglés macarrónico!
El simio cabeceó y dijo:
—¿Inglés, hablas bien, sí?
—Muy bien.
—¿Tú vienes nosotros, sí?
Annabelle dirigió una mirada a sus compañeros. Tomás movió la cabeza en señal
negativa, pero los otros dos indicaron su asentimiento.
—Vamos con vosotros —repuso ella—. Gracias por vuestra ayuda. ¿Cómo…
ejem… debemos llamarte?
—¿Uh?
—¿Tu nombre?
El simio mostró una sonrisa enorme.
—Yo Chobba. Gran jefe. Mato chasuck… ¿tú?
Annabelle señaló al hombre-tiburón muerto que casi había conseguido acabar
con ella.
—¿Eso, chasuck?
El simio asintió con grandes cabeceos y escupió al cadáver. Se arrodilló junto a él,
sacó el puñal de su cinturón y empezó a cortarle la aleta dorsal. Muchos de los demás
simios ya llevaban trofeos similares. Annie recordó al jefe de los seres azules, su
bastón y lo que colgaba de su cinturón.
—Los cráneos que vimos en el poblado de los hombres-tiburón —dijo a Sidi.
—Eran los cráneos ya secos de esos simios, Annabelle —confirmó él.
Chobba acabó de cortar la aleta y se la ofreció a Annabelle. Ella negó rápidamente
ebookelo.com - Página 94
con la cabeza, pero se aseguró de no dejar de sonreírle mientras lo hacía. La regla de
etiqueta número uno de Annie en caso de encontrarse con simios en junglas
desconocidas era: hasta descubrir sus costumbres, nunca está de más sonreír a todo
como un bobo.
—No, gracias, Chobba. Quédatela.
Él asintió. Luego, con la punta del puñal hizo un agujero en su parte superior, se la
colgó de su cinturón con una tira de cuero y colocó de nuevo la hoja en la vaina.
—Venid —dijo—. Nosotros vamos.
Y saltó a la rama más baja del árbol que le quedaba directamente encima. De todas
partes del claro, el resto de la tropa que se encontraba en tierra saltó a los árboles y se
reunió con los que arriba los esperaban con los tambores, ahora silenciosos, colgados
a su espalda.
—¡Chobba! —gritó Annabelle.
Él la miró arriba, con el rostro arrugado por una expresión de perplejidad que,
debido a su amplitud, era casi cómica.
—¿Tú no vienes?
Annabelle extendió las manos en un gesto de desesperación.
—No soy buena en los árboles como tú, jefe —le dijo.
Annabelle ya había visto antes la mirada que apareció entonces en el rostro del
simio: era la mirada con que una persona sana contempla a una inválida. Chobba se
dejó caer a tierra y se le acercó lentamente. Extendió las manos y apretó los brazos de
Annie, pero esta se mantuvo tranquila. Él meneó la cabeza despacio, arqueando las
cejas interrogativamente.
—¿Mareo? —preguntó.
—No, sólo que no voy bien por los árboles —contestó Annie.
—Chobba anda con tú —dijo.
Se volvió y llamó a sus compañeros. Algunos porteadores de antorchas y un
tamborilero descendieron a tierra. El resto de la tropa se lanzó a través de la noche,
columpiando sus antorchas entre los árboles, parpadeando como luciérnagas que
desaparecen tras las ramas y reaparecen de nuevo.
—Nosotros vamos ahora —le dijo Chobba—. ¿Andar en piernas, sí?
Annabelle sonrió.
—Sí —dijo—. Andaremos en piernas. Por casualidad no conocerás a un tipo
llamado Tarzán, ¿verdad?
—¿Es rogha, como yo?
—No. Es un hombre de una historia, como yo. Pero alto y fuerte y sabe viajar por
los árboles, como tú.
Chobba miró a su alrededor.
—¿Él viene pronto?
Annabelle volvió a sonreír.
—Sólo estamos nosotros, Chobba.
ebookelo.com - Página 95
Él se rascó la cabeza y luego se encogió de hombros. Los condujo de nuevo al
sendero y allí emprendieron la marcha al paso más rápido de que fueron capaces.
Mientras seguían a Chobba, Annabelle se acercó a Chillido.
¿Andar en piernas?, dijo Chillido con una leve sonrisa. ¿Qué pensará Chobba de
todas mis patas?
Annabelle rio.
—Vaya sitio. Más divertido que un mico…
—¿Que un mico qué, Annabelle? —quiso saber Sidi cuando ella dejó la frase
inconclusa.
Annabelle miró los anchos hombros de Chobba, que andaba delante. Otro rogha
iba justo detrás, junto a Sidi. Los restantes caminaban más rezagados; uno tocaba el
tambor con un ritmo suave. Regla de etiqueta número dos de Annie: no te burles de
alguien que acaba de salvarte el pellejo.
—No tiene importancia —le respondió.
Naturalmente, el poblado de los roghas estaba en lo alto de los árboles, muy en lo
alto de las copas de los árboles.
Llegaron a él en el mismo momento en que apuntaba el alba: el sol de color
salmón dibujaba sombras alargadas en la vegetación azul-verdosa. Annabelle dobló el
cuello atrás, miró hacia arriba y, por entre los espacios del follaje y las ramas y a unos
veinte metros de altura, pudo distinguir sus chozas de caña, construidas en
plataformas. Los fuegos para cocinar ya estaban encendidos y enviaban su humo
matutino al cielo.
—Casa ahora —dijo Chobba.
Annabelle bajó la vista del poblado y la posó en las facciones del jefe.
—Es muy privado —comentó ella.
Chobba parpadeó, sin comprender.
—Muy seguro —intentó ella.
—Mucho seguro —le aseguró él.
—Y alto.
Chobba le apretujó los brazos de nuevo.
—Yo llevo tú, ¿sí?
Annabelle tragó abundante saliva.
—Ah… sí. ¿Por qué no?
—¿Qué ocurre, Annabelle? —preguntó Sidi.
—Bien, ya sabes. Las alturas me dan canguelo.
Ella recordó el descenso de la meseta donde habían aparecido al llegar a aquel
nivel. Allí había sido más fácil pasar por alto el miedo que agarrotaba sus músculos,
porque las rocas eran sólidas y la inclinación no demasiado pronunciada, y había
personas atentas a quien cogerse si sentía demasiado vértigo. Pero esto era ir hacia
arriba, y quedarse allí, pues el poblado no era más que un puñado de plataformas
oscilantes cerca de la cima de los árboles más altos que nunca había visto.
ebookelo.com - Página 96
Sidi le echó una mirada preocupada.
—Quizá deberíamos plantar nuestro campamento ahí abajo.
—Correcto. Donde los hombres-tiburón puedan llegar arrastrándose y atacarnos
por sorpresa… o sabe Dios qué más.
—Pero si no puedes subir…
Annabelle soltó el aliento despacio, intentando calmarse.
—Oh, puedo subir —dijo—. Sólo que no sé qué mal lo voy a pasar arriba, eso es
todo.
—¿No feliz? —preguntó Chobba.
—Estoy delirante de alegría —replicó ella.
De nuevo el parpadeo de incomprensión.
—Muy feliz.
Chobba sonrió.
—Vienes —dijo.
Con un ademán le indicó que se subiera a su espalda y se cogiera de su cuello.
Annabelle tomó aire un par de veces, lentamente, intentando aquietar el súbito y
rápido tamborileo de su corazón. Chobba dobló las rodillas y se agachó para hacérselo
más fácil. Ella se abrazó a su cuello, sorprendiéndose por el olor a limpio de su pelo
(no tenía nada que ver con el hedor de una jaula de monos en el zoo) y por la
suavidad de su tacto. Él le indicó que colocara las piernas alrededor de su cintura.
Annie intentó que su miedo no la obligase a agarrarlo tan fuerte que lo asfixiara.
Chobba se enderezó un momento, dando un ligero saltito sobre sus talones para
ajustarse la carga y luego se lanzó hacia la rama más baja. Annabelle dejó su corazón
atrás, en tierra.
El ascenso por las ramas de la jungla fue sólo una secuencia borrosa y vertiginosa.
Annie cerró los ojos después de los dos primeros saltos al vacío de su estómago, y los
mantuvo cerrados fuertemente, hasta que llegaron a su destino. Cuando Chobba trató
de abrirle los dedos para soltarse, Annie aflojó los músculos por completo y se
desplomó. Otro rogha la cogió antes de que se precipitase al vacío, pero no antes de
que ella captase una fugaz visión escalofriante de la distancia que había hasta el suelo
de la jungla.
Dejando escapar un débil gemido, Annabelle se alejó del borde de la plataforma y
se agarró violenta y desesperadamente del brazo del segundo rogha. El simio le sonrió
tranquilizándola. Se desasió suavemente de sus dedos, la llevó junto a una choza y la
dejó sentada con la espalda apoyada en una pared de cañas, con el borde de la
plataforma a unos buenos tres metros de ella.
Otro rogha apareció entonces en el borde, con un Tomás ceñudo cargado a su
espalda. Tan pronto alcanzaron la plataforma, Tomás bajó de su transporte y echó a
andar con una indiferencia y un pavoneo totales y se volvió hacia el borde otra vez,
donde miró hacia abajo. La experiencia de trepar por el aparejo de un barco hacía ya
tiempo que lo había librado de cualquier síntoma de acrofobia que pudiera haber
ebookelo.com - Página 97
tenido.
Sidi llegó poco después, y su rostro quedó surcado de arrugas de preocupación al
mirar en dirección a Annabelle.
—Annabelle —dijo al tiempo que se apresuraba hacia ella.
Esta intentó imitar la sangre fría de Tomás y con la mano le hizo una seña de
despreocupación, pero lo único que sentía realmente era el balanceo de la plataforma
bajo sus pies. Tenía el pecho tan comprimido que apenas podía respirar.
—Yo… ya me pondré bien. No hay problemas. —E intentó hacer lo que esperaba
que fuese una ancha sonrisa, pero se dio cuenta de que sólo le había salido una mueca
—. ¿Dónde está Chillido?
—Sube por su cuenta.
—Bien.
Evidentemente. Siendo más araña que persona, la arácnida no tendría problemas
trepando en su estilo propio.
Annabelle se esforzó por tranquilizarse. Aspiraba, mantenía el aire dentro durante
unos segundos, y espiraba. Trataba, desde su posición colgante, de observar lo que
podía distinguir del poblado, con las piernas retraídas contra su pecho y los brazos
cerrados alrededor de las rodillas.
Las chozas eran similares a las de los hombres-tiburón, incluso con los perros
zarigüeyas colgando de ramas o barras junto a las puertas. Pero no había nada de la
sensación amenazante que había experimentado en el otro poblado. Aquí, los
pobladores, mujeres peludas y niños, ancianos y ancianas de pelo pardo canoso, los
miraban con una curiosidad amistosa. Entonces se dio cuenta de que faltaba Chobba.
En el mismo momento en que Chillido aparecía por el borde de la plataforma,
Chobba reaparecía junto a Annabelle, llevando una bolsa. De ella sacó una hoja
gruesa y se la ofreció.
—Para miedo —dijo, poniéndole la hoja en las manos, ya que ella misma no la
cogía—. Tú sentirás mejor. No más miedo, ¿sí?
Annabelle tomó la hoja con vacilación. ¿Ah, sí? Y, de todos modos, ¿qué era
exactamente? Si aquello iba a hacer que se sintiera «mejor», era probable que fuera
algún tipo de droga; y, mareada como estaba, no tenía la intención de drogarse con
una versión local de quién-sabe-qué.
—No… no creo… —repuso ella—. No quiero estar demasiado feliz.
¿Cómo podía decirle que no le gustaban las drogas?
—No feliz —replicó Chobba. Su rostro se arrugó cómicamente al intentar buscar
las palabras correctas—. Fetichera, ella ha encontrado. Detiene miedo es todo.
El árbol se balanceó y el estómago de Annie dio un vuelco.
«¡Qué diablos!», pensó ella.
Levantó la hoja y se la puso en la boca. Era carnosa, y nada más morderla sacó su
jugo. Tenía un gusto agridulce que descendió por su cuello con una sensación
desentumecedora. Al cabo de un momento, tomó la segunda hoja que Chobba le
ebookelo.com - Página 98
ofrecía.
—¿Contenta ahora? —le preguntó.
«Es un poco pronto, ¿no crees?», pensó Annabelle, pero entonces se percató de
que ya se sentía mejor. No se sentía volar, no era como tomar un alucinógeno como
temía, sino que se sentía calmada. Los músculos se aflojaban, el pecho se relajaba, el
pánico se desvanecía. Las hojas no le produjeron ninguna especie de pérdida de los
sentidos. Sólo la tranquilizaron.
—¿Cómo se llama el producto? —preguntó ella.
—Byrr —respondió Chobba—. ¿Gusta a ti?
—Está bien —respondió Annie.
Estaba a punto de añadir algo cuando un movimiento al otro extremo de la
plataforma captó su atención. Y quedó absolutamente estupefacta al ver a un hombre
blanco abriéndose paso entre el grupo de roghas. Era delgado y nervudo y debía de
tener casi sesenta años o más. Una cabellera blanca como la nieve y una gran barba le
daban el aspecto de un pequeño y huesudo Santa Claus; pero no iba vestido de rojo.
Cuando llegó frente a Annabelle y a su compañía se detuvo en seco, mirándolos
de hito en hito.
—Dios mío —dijo él finalmente—. ¿Alguno de vosotros habla inglés?
ebookelo.com - Página 99
15
Cuando Clive despertó a la mañana siguiente, estaba en la cama solo. Todo lo que
quedaba de la presencia de Keoti era el hoyo que su cabeza había dejado en la
almohada.
Paseó la mirada por la habitación en su busca, pero en lugar de ella vio a Smythe,
sentado a la mesa junto a la pantalla de vídeo, sorbiendo té de un tazón de porcelana
blanca. También él estaba recién afeitado, exceptuando su poblado bigote; además le
habían recortado pulcramente el pelo. Los restos de su desayuno se esparcían en una
bandeja que tenía ante sí. Junto a su bandeja, había otra cubierta con una tapa
metálica.
Clive pensó en la noche anterior y el sentimiento de culpabilidad se despertó en su
interior. ¿Cómo podía haber olvidado a Annabella con tanta facilidad? ¿Y por qué?
Por un revolcón en el catre con una mujer (de acuerdo, una mujer terriblemente
atractiva) que tan sólo acababa de conocer. Era verdad que Annabella estaba fuera de
allí, en el mundo de más allá de la Mazmorra, y él estaba dentro, con pocas esperanzas
de volver a verla, pero no obstante…
Mientras pensaba en Annabella, lo envolvió una rara sensación y creyó recordar
una noche con ella… Se encontraban en sus aposentos, luego salían para ir a una
fiesta con George du Maurier…, una fiesta en honor al ascenso de Clive, y por su
compromiso con Annabella.
Tan sólo había sido un sueño, claro.
Pero continuaba. Pareció recordar que paseaba solo, la misma noche, aunque más
tarde, por los barrios bajos de Londres y que tropezaba con Annabella. Sólo que
entonces iba caracterizada como una prostituta…
Imposible. Tenía que haber sido un sueño.
Pero parecía espantosamente real. Y, arrastradas por esos recuerdos, otras
evocaciones de ensueño revolotearon en su mente. Una peculiar conversación… oída
en la oscuridad… Pero, tan pronto como intentaba concentrarse en la conversación,
esta se desvanecía.
En la cama aún, suspiró y se incorporó. Smythe levantó la mirada al oír que se
movía y le sonrió levemente.
—Una noche atareada, ¿no, jefe? —insinuó.
Con un esfuerzo, Clive alejó de sí sus extrañas sensaciones.
—Es demasiado temprano para sus ironías —le respondió.
Smythe dio un rápido tirón al pelo de su frente.
—Lo siento, jefe. Sólo estaba practicando.
Clive no pudo evitar una risa ante la sumisión burlona de Smythe.
—Incorregible —dijo—. Es el único término que se le puede aplicar
correctamente, Horace.
—Tiene toda la razón, mi comandante. ¿Tendré que tirarme al Támesis por
Finalizada su prueba, Clive tuvo el tiempo justo de tomarse una ducha, antes de
que Keoti los pasase a recoger para su entrevista con Neville. Clive estaba mucho más
animado, con los músculos sensibles y doloridos, pero con un cansancio ganado
honestamente. Había vencido por siete combates a cero y dejado a Naree estupefacto
y lleno de respeto hacia él.
—Ahora nos van a juzgar —dijo Finnbogg lúgubremente cuando se reunió con
ellos en el pasillo, delante de la puerta de su habitación.
—Tan sólo vamos a ver a sir… al padre Neville —lo tranquilizó Smythe—. No
habrá juicios, Finn.
«Quizá sí, quizá no», pensó Clive. Todavía estaba el desconcertante asunto de
cómo su hermano había llegado allí cinco años antes que ellos, si, como suponían,
había cambiado de nivel pocos minutos antes de que ellos cruzaran la Puerta. Y,
considerando las pistas falsas que Neville les había dejado por el camino (si, de hecho,
había sido él el responsable), Clive estaba preparado para cualquier cosa.
—Clive verá, Clive verá —musitó Finnbogg mientras avanzaban por el pasillo
hacia donde Chang Guafe los estaba aguardando—. Todos muertos. El limbo azul era
Más tarde, en su choza, se sentó junto a Chillido. Con las manos cogidas podían
comunicarse de mente a mente sin molestar a los demás, y hablaron de lo que se
habían enterado por Lukey y Chobba. Tomás estaba sentado en una esquina, con
rostro ceñudo, murmurando acerca de que las arañas sólo eran buenas para
aplastarlas, y de que ello también valía para las mujeres que creían que sólo con llevar
pantalones, tenían ya el criterio de un hombre, hasta que Annabelle le lanzó una de
sus miradas penetrantes y él calló como un muerto. Sin embargo, por el brillo de sus
ojos, Annabelle supo que aquel monólogo continuaba en el interior de su cabeza.
Estuvimos de suerte, dijo Chillido. Chobba y los suyos llegaron en el momento más
oportuno.
Dímelo a mí, respondió Annabelle.
Vero, a pesar de todo, no podemos quedarnos aquí.
Pensar en vivir en aquellas plataformas revolvía de nuevo el estómago de
Annabelle.
Partiremos pronto, dijo.
Pronto, repuso Chillido mostrando su acuerdo.
Tocó la mejilla de Annie con una caricia amistosa y se dirigió a su colchón relleno
de hojas. Los roghas habían proporcionado uno para cada uno de ellos.
Annabelle pasó unas horas intranquilas, con su sueño perturbado por una serie de
pesadillas en todas las cuales acababa cayendo de una gran altura. A veces era al
intentar pasar de una plataforma a otra y la cuerda o la rama en que se agarraba se
rompía. Otras veces, tropezaba con algo en la plataforma y caía al vacío. Una vez era
Tomás quien la empujaba.
Cada vez despertaba sudorosa, con los ojos desorbitados, con un principio de
grito formándose en la garganta. Se volvía a tender intentando olvidarse del balanceo
de la plataforma en la que reposaba su cuerpo. Si ella no se movía (se decía a sí
misma), si se quedaba quieta donde estaba, nada le podía ocurrir. Sencillamente no
podía caer.
Pero entonces la plataforma de nuevo se columpiaba levemente bajo su cuerpo y
ella se sentaba de un salto, abrazándose a sí misma, temblando. A tientas buscó la
bolsa de hojas de byrr que Chobba le había dado, pero recordó que la había dejado en
la plataforma, fuera de la choza, en el lugar donde había estado sentada.
Contempló el rectángulo de oscuridad de la puerta, más claro que el resto de la
pared. No, pensó. No había manera, no tendría coraje para salir a buscar la bolsa.
«Oh, Annie. Tienes que hacerlo».
Afuera, una brisa circulaba entre los árboles. A aquella altura, no era frenada por
la espesa maraña de vegetación que había en el suelo de la jungla. La plataforma se
movía a compás del viento, inclinándose sólo ligeramente, pero habría podido tirarla
igualmente por la borda, tan removido sentía su estómago.
Sidi se agitó en su colchón junto al de Annie y se volvió hacia ella.
—¿Annabelle? —llamó.
Annie odiaba tener que admitirlo; y era peor tener que admitir su debilidad ante
él porque quería que él pensase que era fuerte; pero, a pesar de todos sus esfuerzos, no
podía mantener su respiración a ritmo relativamente normal. Continuaba sintiéndose
ahogada…, deseando echar a correr, saltar por el borde de la plataforma al vacío y
Para Clive fue como si estuviera en medio de un mal sueño, de una pesadilla donde
todo lo conocido hubiera sido retorcido para dejarlo ligeramente ladeado. Allí había
un hombre que afirmaba ser Neville Folliot, que esperaba a su hermano Clive y que,
sin embargo, no era el hermano gemelo de Clive. En cambio era un perfecto
desconocido.
Dado el aplomo y la tranquilidad del hombre, uno casi podía creer que decía la
verdad y que todos los recuerdos de los demás eran mera fantasía.
Clive dio una ojeada a Smythe, pero el rostro de su antiguo ordenanza continuaba
impasible, y su postura era la de alguien que está preparado para defenderse al más
leve movimiento. Keoti se había apartado unos pasos del grupo y ahora los observaba
con cautela. La desconfianza con que miraba a Clive llenó a este de dolor.
—Condenados —musitó lúgubremente Finnbogg.
«Así parece», pensó Clive. «Es muy posible que nos hallemos en una situación
desesperada, pero no por la razón que tú piensas, Finn».
Su mejor plan de acción hubiera sido emprender una rápida retirada, pero esto ya
era, sin duda alguna, completamente irrealizable. Se encontraban bajo tierra, a
merced de los dramaranos y de sus maravillas tecnológicas. Incluso aunque lograsen
huir y llegar al nivel del suelo, era muy probable que los dramaranos tuvieran
sabuesos mecánicos que podrían seguirles la pista y atraparlos.
Como si estuviera leyendo la mente de Clive, el hombre del escritorio sonrió.
Aunque Clive no lo vio hacer ningún movimiento perceptible, alguna señal debía de
haber dado, puesto que hubo cierta agitación en la puerta a sus espaldas, la puerta por
la cual habían entrado. Clive se volvió para mirar, y vio un cierto número de
dramaranos vestidos con trajes plateados que obstruían su posibilidad de huida. Cada
uno sostenía en la mano una pistola de forma muy curiosa. Recordó las bandas de luz
con que los dramaranos habían estado cortando la carne del brontosaurio. Aquellas
armas debían de ser igualmente raras y maravillosas. Y mortales.
—¿A qué clase de juego está jugando? —preguntó Clive al hombre del escritorio.
—¿Juego? —La diversión en el rostro del hombre se desvaneció—. Aquí no
jugamos a nada. Nosotros no buscamos huéspedes fraudulentos, huéspedes que
afirman ser quienes no son. Confiesen ya: ¿quiénes son y qué quieren de mí?
—Mi nombre es Clive Folliot. Soy un comandante del Quinto Regimiento de la
Guardia Montada Imperial de Su Majestad la Reina Victoria. Estoy buscando a mi
hermano, el comandante Neville Folliot de los Reales Guardias Granaderos de
Somerset, actualmente en un largo permiso de ausencia con el propósito de explorar
el África Oriental. Con motivo de su desaparición, solicité y obtuve un permiso
especial para buscarlo y encontrarlo.
El hombre del escritorio reclinó su espalda en la silla.
—Muy bonito. Cuenta los hechos con toda precisión (aprendidos de memoria, me
Con el hombro de Sidi como almohada para su cabeza, Annabelle se las compuso
para conseguir dormir un par de horas sin sueños, hasta que la despertó una pandilla
de traviesos jovencillos roghas que jugaban a un enloquecido «pilla-pilla» por los
árboles que rodeaban la plataforma donde ella y Sidi se encontraban. Al contemplar
sus acrobacias, Annie empezó a sentir otra vez una serie de retortijones en el
estómago. Rápidamente alargó la mano en busca de la bolsa de byrr. Sacó una hoja y
se puso a masticarla.
Y, cuando sus irrazonables miedos se aplacaron hasta hacerse soportables, llegó
Chobba. Bajó columpiándose de una rama; llevaba en perfecto equilibrio una bandeja
cargada de lo que parecían tartitas para desayunar, frutos, tazones de arcilla cocida y
una tetera humeante. Los tazones no tintinearon ni se vertió ni una sola gota de té.
—¡Vaya exhibición! —comentó Annie mientras él se sentaba en cuclillas frente a
ellos.
El gran rogha sonrió.
—¿Duermes bien? —le preguntó.
—Creo que me gustaría volver a tierra, ahora, si fuera posible —le pidió ella.
De pronto se encogió al ver la ruidosa tropa de chicos roghas que pasaban de
nuevo volando junto a ella. No parecían tanto columpiarse en las ramas como dar
volteretas en ellas. Chobba, pensando evidentemente que la estaban molestando con
su jaleo, se levantó y empezó a gritarles, hasta que ella tiró de su brazo peludo.
—No, no —le dijo—. No son ellos…, es la altura. Me… marea.
—¿Tú masticas byrr?
—Sí, pero de todas formas quiero bajar.
—Tú primero come. Viene Lukey. Viene fetichera. Todos hablaremos. Luego tú
irás. ¿Acuerdo?
—¿Fetichera? —repitió Annabelle. Recordó habérsela oído nombrar la noche
anterior, pero había estado demasiado ocupada con su problema como para
preguntar quién era.
—Ella hace fetiches —explicó Chobba—. Muchísimo lista.
—Creo que se refiere a una hechicera —dijo Sidi—. Alguien que hace fetiches y
habla con los espíritus.
—Como un chamán —agregó Annie.
Sidi se encogió de hombros, pero Chobba asintió en respuesta a lo que el indio
había dicho.
—Llama Reena —dijo—. Fetichera. Habla con roghas muertos, lee raíces y hojas.
Viene muchísimo pronto.
Atraídos por el sonido de su conversación, Chillido y Tomás emergieron de la
choza. A la vista de la alienígena de cuatro manos, los jovencitos roghas se
aproximaron saltando de rama en rama para observarla más de cerca; pero, cuando
Estaban atrapados en la oscuridad más completa. Clive deslizó las manos por la
puerta de metal que los había encerrado allí, pero en aquel lado no pudo encontrar
ningún pomo ni cerrojo que les permitiese abrirla de nuevo.
—¡Maldito sea el hombre! —gritó, y lanzó un puñetazo contra la puerta.
Un estruendo apagado y hueco llenó la oscuridad.
—Necesitamos luz —dijo Finnbogg.
—Tengo chispa para encender una antorcha —dijo Smythe, sacando el pedernal y
el eslabón del bolsillo de su chaqueta—. Vamos a ver si encontramos algo para
quemar.
—¿Qué querría significar con cosas? —preguntó Clive.
Smythe se encogió de hombros, pero su gesto se perdió en la negrura.
—En este lugar puede ser cualquier cosa —respondió—. No me sorprendería que
nos tropezásemos con una tropa de kobolds[13].
—No consigo encontrar ni una astilla —dijo Finnbogg.
Su voz se oyó muy distante, pues abriéndose camino a tientas, se había alejado en
su búsqueda de material que ardiera.
—No te vayas tan lejos —le advirtió Smythe—. He podido hacerme una idea del
tamaño del lugar justo antes de que cerraran la puerta y es lo bastante grande como
para que podamos perdernos con toda facilidad.
—A lo mejor yo podría ser de alguna ayuda —intervino Guafe.
Clive y Smythe se volvieron en la dirección de la voz metálica del ciborg.
—¡Que Dios se apiade de nosotros! —musitó Smythe.
Había olvidado las ventajas de que un ciborg formara parte de su compañía. Los
ojos de Guafe despidieron un fulgor rojo que luego se volvió incandescente y fue
dejando caer una tenue luz allí donde posase la mirada.
—Muy amable de su parte, esta ayuda —dijo Clive secamente—, considerando lo
pasado.
—Estamos juntos en esto —replicó Guafe.
—Lo más curioso es que hace cinco minutos lo había olvidado usted por
completo, cuando hablábamos con ese gordo impostor.
—Fue de lo más… convincente.
—¡No me diga! —ironizó Smythe—. ¡Lástima que usted no lo fuera! Podría
haberse librado de nuestra compañía, ¿no le parece?
—Lo que pensemos los unos de los otros es irrelevante en nuestra situación
presente —sentenció el ciborg—. Sólo deseo observar todo lo que me sea posible de
este curioso mundo antes de emprender la huida. Y este lugar en particular tiene
escaso interés.
Clive asintió para sí mismo. Tendía a olvidar que, aunque el ciborg parecía
bastante humano, su mente siempre sería insondable para ellos. En algunos sentidos,
Con la presencia de los roghas, a Annabelle le pareció que su viaje se había convertido
en una excursión. Era difícil no pasarlo bien en compañía de los bonachones simios.
Reían y bromeaban entre sí, y le pedían a Lukey que tradujera lo que, a su juicio, eran
buenas salidas. Les gustaba cantar, sobre todo al ritmo de los rhythm & blues, de
modo que Annabelle les enseñaba viejas canciones de motown[14] y de música rock de
los años cincuenta con montones de sha-la-lás y du-du-ás y cosas por el estilo.
A Annabelle, sin embargo, le costó mucho más seguir la música de los roghas.
Esta contenía muchos chasquidos secos realizados con el velo del paladar y sonidos
que parecían toses cortas, combinados en un canto rítmico. Pero, de cualquier forma,
le gustaba escucharla e intentar seguir sus extraños ritmos.
Al final del primer día, ya pudo distinguir a los roghas entre ellos con relativa
facilidad. Chobba nunca había sido un problema: sobresalía por encima de los demás
y su sonrisa enorme era inconfundible. Al principio, por medio de la diferencia de
color en el pelaje y, más tarde, por los rasgos faciales (a medida que se acostumbraba a
ellos), aprendió a identificar también claramente a los demás.
Ghes era el más pequeño, con una larga nariz y un tinte de alheña en el pelo. Era
callado y el que mejor entonaba. Ninga tenía franjas negras y plateadas en el pelo de la
cabeza y unos grandes ojos muy separados. Era un bromista auténtico: tanto le
gustaba que le gastaran una buena broma a él como ser él quien se la gastara a otro.
Tarit y Nog eran los más difíciles de distinguir porque eran gemelos idénticos, pero
Tarit llevaba en el cuello, aparte de un collar, un pañuelo de colores brillantes y Nog
tenía una risa aguda que era imposible confundir con la de otro.
La única hembra entre los roghas que acompañaban al grupo era Yssi. Tenía un
pelo suave de color tostado y unos dulces ojos negros. Después de Chobba era la más
fuerte de la pequeña tropa y, como Ghes, era callada; pero tenía un ingenio agudo, de
tal forma que, cuando hacía un comentario, todos los roghas invariablemente
estallaban en risas. Tampoco era contraria a las pequeñas bromas de siempre.
Ella fue quien, la primera noche que acamparon, intentó que Annabelle y su
grupo comieran gusanos blancos y babosas vivitos y coleando; los había ido
recogiendo en un cuenco durante el día. Insistió en que eran un plato exquisito que
uno no podía perderse y que, según las opiniones más serias, tenían que comerse
vivos. Esto constituía, de hecho, la mitad de su delicioso sabor.
A Annabelle le repugnaban, pero, como estaba orgullosa de su buena disposición
para probar cualquier comida indígena, viajaran por donde viajasen, casi se traga una
de aquellas criaturas. Lo único que la retuvo fueron las risitas sofocadas de los demás
roghas, quienes finalmente le contaron que era una broma.
Después de aquello, a Ninga le dio por llamarla Ilkgar, que Lukey tradujo para ella
como «gusanófoga».
—Muy listos, tíos —dijo a Ninga y a Yssi—. Pero recordad esto: no me enfadaré,
Los días siguientes entraron en una rutina de caminar de día y acampar de noche,
sólo interrumpida escasas veces. Una fue cuando, al lavarse a orillas del río a la tercera
mañana de salir del poblado, los roghas se retiraron rápidamente hacia la jungla
cerrada, arrastrando consigo a Annabelle y a sus compañeros, y se ocultaron en la
maleza. Al interrogarlos Annabelle, Ninga señaló el cielo por encima del río.
Escrutando a través del follaje, Annabelle consiguió distinguir a duras penas un
puntito negro flotando en la atmósfera a gran altura, con las alas inmóviles,
planeando en las corrientes de aire como un halcón.
—Gree —explicó Ninga.
—Si nos ven lo pagaremos caro —añadió Lukey.
—Creí que eran carroñeros —dijo Annabelle.
—Sí, lo son. Pero la verdad es que no les importa matar algo y esperar
tranquilamente a que se pudra, y odian todo cuanto traspase su territorio.
—¿Estamos en su territorio?
—Bastante cerca.
La otra interrupción de la rutina fue cuando tropezaron con el rastro reciente de
un mono-gato, y los roghas discutieron acerca de si debían seguir o no la pista del
animal. Su desacuerdo fue tan profundo que Annabelle estaba segura de que iban a
llegar a las manos; pero la discusión acabó del mismo modo repentino en que había
empezado y los roghas se echaron a reír de nuevo y prosiguieron su viaje.
Las criaturas se lanzaron a la carga; Clive y su partida aún tuvieron tiempo de dejar
sus linternas en el suelo y de sacar sus improvisadas armas, pero eso fue todo.
Finnbogg levantó su almádena y, el resto, sus barras de hierro. El enjambre de
alimañas cayó encima de ellos.
La luz de las linternas se reflejaba en las criaturas con un resplandor parpadeante
mientras llegaban al grupo como una ola arrolladora. Apenas medían un metro de
altura, sus miembros eran larguiruchos y su cuerpo no tenía color alguno, a excepción
del fulgor rojo de sus ojos. Una piel de una palidez cadavérica les recubría el tronco y
las extremidades. Su pelo colgaba apelmazado, en descoloridos mechones,
enmarañado y liado como serpientes. Tenían los rostros planos, y las facciones eran
más vestigios que rasgos: la nariz era chata, una simple raja sin labios hacía el papel de
boca y los ojos estaban como aplicados contra la inclinación de su frente.
Iban desnudos y desarmados, aunque compensaban esto último con unas hileras
de dientes agudísimos, y unas garras afiladas como cuchillos en pies y manos.
Después de su espeluznante grito, avanzaron en un ataque silencioso. El único sonido
que producían eran los pasos quedos de sus pies acolchados en el suelo de la caverna y
el golpeteo de las garras contra la roca.
Clive levantó la barra para el ataque y asestó un golpe a la primera criatura que
saltó hacia él. El arma le dio a un lado de la cabeza y partió el cráneo con un repulsivo
estrépito. La criatura cayó, pero Clive no tuvo ni un instante para observar su obra, ya
que un par de criaturas tomaron inmediatamente el puesto de la que acababa de
liquidar.
En pocos momentos, los cuatro luchaban por sus vidas contra la horda
multitudinaria.
A causa de su posición en la entrada hacia la siguiente galería, las criaturas sólo
podían atacarlos por el frente y los costados, así que el grupo se colocó en formación
de batalla, con Finnbogg y Smythe en los flancos y Clive y Guafe en el centro. De esta
forma presentaban una sólida línea de batalla contra el enemigo, mientras alzaban y
descargaban las armas para aguantar el choque de la ola de hórridas criaturas. No
pasó mucho tiempo antes de que cada miembro del grupo hubiera recibido
numerosos arañazos en los brazos. Las mangas de sus chaquetas y camisas estaban
hechas trizas y las tiras batían al aire al blandir sus armas.
Era un trabajo monótono, desagradable. Las criaturas morían rápidamente
(pronto hubo un montón de cuerpos a sus pies), pero su cantidad era tal que, durante
largos y fatigosos minutos, Clive y su partida no tuvieron ni un momento para
retomar el aliento, tan atareados los mantenían. Al cabo, cuando unos veinte o más
pequeños cuerpos yacían tendidos ante ellos, el resto de los atacantes inició la
retirada. Los heridos también intentaron ponerse a salvo, pero en el acto Guafe
avanzó y los remató mientras intentaban huir a rastras.
Annabelle oscilaba en la cuerda, como la lenteja al final del péndulo, con los ojos
fuertemente cerrados. Su rostro estaba emblanquecido por el miedo. Después de su
primer grito de espanto había quedado callada, intentando conservar el contenido de
su estómago mientras la cuerda la columpiaba en un arco vertiginoso, hacia un lado y
hacia otro, perpendicularmente al camino.
La campana de alarma, en la copa elevada de un árbol, había cesado de tañer, pero
su eco continuaba resonando en las mentes del grupo. Los quananos, o quien fuera
que hubiera colocado la trampa, no tardarían en llegar allí, ahora que se había
disparado la alarma.
Los roghas treparon por las ramas y llegaron a los árboles a los que Annabelle, en
su balanceo, se acercaba. Yssi se encaramó a donde estaba atada la cuerda y la hizo
oscilar todavía más, hasta que Tarit y Chobba pudieron coger a Annabelle. Entonces,
rápidamente le cortaron la cuerda del pie y Chobba se la cargó a la espalda.
—Tú coge fuerte, ¿sí?
Annabelle le puso los brazos alrededor del cuello, pero no creyó que tuviera la
fuerza suficiente para agarrarse, hasta que Chobba se lanzó por el aire, volando de una
rama a otra. Con el corazón en la garganta, Annabelle se aferró a su cuello con tanta
fuerza que debía estar asfixiándolo, pero Chobba pareció no darse ni cuenta.
Gritos de aviso de los que habían quedado en tierra se levantaron hacia ellos.
Chobba se colgó de un bejuco y osciló hasta llegar a la horcadura de un árbol. A pesar
de su pánico desmesurado, Annabelle consiguió hacer un esfuerzo supremo y abrir
los ojos; luego, oteando por encima del hombro de él, buscó el motivo de los gritos.
Una pequeña bola metálica de la medida de una pelota de béisbol flotaba en el
aire, cerca de la trampa que habían desencadenado. Tenía protuberancias tubulares de
varias formas y tamaños que sobresalían de su superficie; ninguna sobrepasaba los
dos centímetros. Un zumbido leve y agudo salía de la bola mientras daba vueltas
lentamente sobre la trampa.
«Está examinando lo que ha ocurrido», comprendió Annabelle. Un nuevo terror
penetró a través de la nebulosa de su pánico.
—Es una unidad exploradora móvil —le explicó a Chobba—. Tiene una entrada
para la recepción de informaciones audiovisuales, y probablemente también sensores
de irradiación calorífera. Tenemos que salir de aquí, y pronto.
Chobba se volvió hacia ella y su rostro, a centímetros del de Annabelle, expresó
una total confusión.
«No ha entendido una palabra de lo que le he dicho», se percató Annabelle.
—Mucho malo —dijo ella entonces—. Ver rápido. Tú esconde.
Él asintió, pero la unidad exploradora eligió aquel momento para hacer evidente
el peligro real que representaba, y de un modo menos vago. Un finísimo rayo rojo
emergió de una de sus protuberancias tubulares. Se movió en dirección a donde
Resultó que estaban mucho más cerca de Quan de lo que suponían. Vadearon el
río por la orilla y, al cabo de una hora o así, llegaron a una repentina inclinación del
terreno. Dejaron el río, puesto que allí empezaban los rápidos, y se dirigieron hacia un
promontorio desde donde podrían observar el claro que se extendía ante ellos.
Quan.
Era un grupo de chozas de barro y paja; sin embargo, al otro extremo del poblado
había un edificio de piedra blanca. Antenas verticales y antenas parabólicas
destacaban en su tejado, junto al edificio se alzaba la piedra fantasmal de que les había
hablado Finnbogg. Era una columna alta y blanca de roca que emergía del suelo, muy
parecida a un megalito celta. Figuras diversas se movían por el poblado, titilando de
un modo extraño, apareciendo y desapareciendo de la vista mientras el grupo
observaba.
—No consigo comprender nada de nada de este lugar —dijo Annabelle—. Fijaos:
tienen tecnología para una antena parabólica y unidades exploradoras móviles y, sin
embargo, colocan en el sendero una serie de trampas absolutamente primitivas y el
poblado no es más que un conjunto de chozas de barro y paja. ¿Qué pasa aquí?
Con tres enormes ofidios monstruosos acercándose a ellos desde otras tantas
direcciones, Clive lo tenía muy difícil para saber hacia adonde debía conducir su
pequeña partida. Fuera cual fuese la dirección que tomase, los conduciría a una de
aquellas bestias. Para ellos no había lugar seguro en el laberinto. No había lugar
seguro en ninguna parte de la maldita Mazmorra, cuando uno estaba metido hasta el
cuello en ella, pensó.
—Mi comandante —dijo Smythe—. Tenemos que movernos.
—Sí, bien, de acuerdo; sólo que, ¿adónde vamos? Estoy abierto a todo tipo de
sugerencias.
—Lejos —repuso Finnbogg.
Clive miró la expresión esperanzada del enano y le dedicó una fugaz sonrisa.
«Lejos, sí. Muy bien, Finn», pensó. «Pero, lejos, ¿hacia adonde es?». Cualquiera que
fuese la dirección que eligieran, una de las criaturas los estaría esperando. Y, si
permanecían en aquel lugar, llegarían las tres monstruosidades a la vez y allí
encontrarían al grupo, mientras él intentaba llegar a una decisión.
«Usa la cabeza, Folliot», se dijo a sí mismo.
Luego, para colmo de su fastidio, sintió que la cabeza se le iba a otra parte, a
pensar qué habría hecho Neville en una situación semejante. En primer lugar, no era
probable que su hermano se metiera nunca en una tal situación. Oh, no, Neville no.
Era demasiado, demasiado inteligente, siempre lo tenía todo bajo control, nunca le
faltaba respuesta a ningún problema.
Y, considerando que las cosas ya habían llegado muy lejos para ellos, Clive no se
habría sentido extrañado de descubrir que Neville había organizado también aquella
sorpresita para ellos.
«Recuerdos de parte de su hermano», había dicho el impostor, el pretendiente a
Neville.
Sí, todo formaba parte de un complicadísimo juego, al que Neville estaba jugando.
Lo que Clive no podía determinar era si Neville estaba jugando con su propio gemelo
como adversario, o si jugaba con alguien más y utilizaba a Clive y a su grupo
simplemente como peones del juego. ¿O tenían un mayor rango que ese? ¿Quizás uno
de ellos era rey? ¿Bajo la protección de un alfil, un caballo y una torre?
Intentó no pensar en la reina, ya que sería Annabelle. Su pieza había sido retirada
del tablero. Perdida o muerta…
Una partida de ajedrez complicada.
Clive sabía que era mejor jugador que Neville, pero era difícil mover cuando uno
sólo podía ver a la vez algunos cuadros del tablero, cuando a uno sólo le quedaban
cuatro piezas para jugar, mientras que el otro jugador, el adversario, poseía una fila
interminable de piezas, dispuestas ya en el tablero; pero las piezas no parecían
colocadas en un orden coherente y se movían demasiado al azar para cualquier
«En el pasado la cagaste un montón de veces, Annie», dijo para sí al soltarse, «pero
esta es probablemente el colmo de todas».
«Soltarse».
Dejarse caer por el hueco, como Alicia por la madriguera. Salvo que aquello no
era un sueño del cual iba a despertar, como al fin ocurría con Alicia.
Sus músculos se contrajeron, en previsión de la caída a plomo; sin embargo, al
descender como flotando en el aire espeso y dorado, no percibía sensación de caída.
El descenso era tan tranquilo como bajar por una escalera mecánica de una planta a
otra, tan confortable como estar tumbada en un lecho de agua cálida, con el colchón
balanceándose dulcemente bajo su cuerpo.
Las chispas que salpicaban el resplandor melifluo, parpadeaban como una luz
estroboscópica en sus ojos. Cada relampagueo le atravesaba las retinas y llevaba su
fuego a los ocultos repliegues de la mente. Una girándula de memorias aparecía por
un momento ante su vista, y desaparecía para dejar paso a otra. Cada una llegaba y se
iba en una fracción de segundo.
Buenos recuerdos.
La amable sonrisa de un desconocido que la observaba desde arriba mientras su
madre la empujaba en el cochecito por una calle bulliciosa.
Su primer beso, cortesía del pecoso Bob Hughes, ocultos tras los escombros del
terreno al otro lado de la escuela.
Su segunda Les Paul (para reemplazar la primera que le habían robado
inmediatamente después de comprarla en la tienda) a la que, con ayuda de Des, había
rascado la pintura y pintado de amarillo canario.
La primera vez que había cogido en brazos a Amanda, que berreaba con el rostro
enrojecido y se había calmado al recibir sus arrullos.
Oír que el tercer single de la banda, «Gotcha in my Heart», entraba como una bala
en el número treinta y cuatro de la Lista Billboard de Los Cien Principales.
Andar por una resbaladiza y lluviosa calle londinense con Chrissie Nunn y
Tripper, camino de las pruebas de sonido de la primera actuación de la primera
importante gira europea.
Montones de primeras veces.
Las primeras veces son las mejores. Aquellos momentos iniciales que nunca se
olvidan. Buenos recuerdos.
Cuando sus pies tocaron tierra y las chispas se soltaron de su mente, evaporando
los recuerdos, experimentó una sensación de abrupta pérdida que le atravesó
dolorosamente el corazón.
«Aún no», quería decirles. «No os vayáis todavía…».
Sus rodillas empezaron a doblarse, produciéndole un agudo dolor en la pierna
herida. Parpadeó, deslumbrada por el resplandor dorado, y apoyó una mano en la lisa
Clive nunca se había sentido tan indefenso como en aquellos momentos. Fuera lo que
fuese el instrumento (una cajita) que sostenía su capturador, había conseguido, no
sabía cómo, congelar todos sus músculos, como si hubiera atado a los miembros del
grupo con unos nudos tan apretados que nadie podía moverse, ni siquiera Guafe,
quien estaba compuesto, al menos en una tercera parte, de piezas mecánicas. Ni
siquiera podían pestañear.
Silbando una cancioncilla para sí mismo, el capturador descolgó otra cajita de su
cinturón y habló para ella. Pero lo que dijo fue totalmente incomprensible.
—No van a estar mucho así —les dijo a ellos, cambiando al inglés—. Pronto los
transportaremos a una bonita celdita donde los libraremos de su estado de éxtasis.
¿Por qué?, quería preguntarle Clive. ¿Qué significaba todo aquello?
—Supongo que no creían realmente poder asesinar a los Señores del Trueno,
¿verdad? —preguntó su capturador, como si estuviera leyendo el pensamiento de
Clive.
«Otra vez con lo mismo», pensó Clive. El hombre mecánico pensaba que eran
asesinos. Pero si lo único que sabían de los Señores del Trueno era su nombre, nada
más. Lo único que querían era encontrar a su hermano y salir de la Mazmorra. Si
pudiese hallar algún medio de hablar con el hombre…
—No son los primeros en intentarlo, naturalmente —prosiguió su capturador—.
Ni serán los últimos, me parece. Pero nadie lo ha conseguido, ni lo conseguirá jamás.
Simplemente, es imposible. Los Señores están más allá del alcance de la muerte.
Sin embargo, los sujetos como ustedes les proporcionan algo de diversión. Me
pregunto si son agentes libres, en busca de un botín, o si los envió la Madonna.
¿Qué tenía que ver la Madre de Dios en aquel asunto?, pensó Clive. Pero entonces
se percató de que, allí, en la Mazmorra, el nombre podía significar cualquier cosa.
Cualquier ente.
—Ah, aquí llega su transporte —dijo el capturador al abrirse una puerta corrediza
en lo que parecía ser una pared lisa.
Un pequeño carro sin caballos, con unas ruedas anchas y bajas, cruzó la puerta y
se detuvo frente al grupo. El motor producía un zumbido suave. En la parte delantera
había dos asientos (uno ocupado por el conductor, el otro vacío) y en la parte
posterior una zona de carga, donde, con toda seguridad, depositarían sus cuerpos
rígidos.
El conductor, aunque sin duda pertenecía a la misma raza semihumana y
semimecánica que su capturador, se diferenciaba por completo del primer hombre,
como la noche del día. Era delgado como un palo de escoba, casi cadavérico, y los
huesos sobresalían de su piel apergaminada; tenía los ojos hundidos y rodeados de
círculos negruzcos, y la piel era muy pálida. Mientras el primer hombre poseía un
aspecto jovial en toda su persona, el recién llegado parecía tan austero como un
—No entiendo nada —dijo Annabelle hojeando al azar el diario de Neville Folliot—.
¿Qué está haciendo esto aquí?
No lo expresó, pero detrás de sus palabras subyacía un pensamiento: «Si el diario
está aquí, entonces, ¿qué les ha ocurrido a Clive y a los demás? La última vez que
pusimos la vista en el libro, estaba en manos de Clive».
¿Podría ser una copia?, preguntó Chillido.
—No lo creo —contestó Annabelle. Se dirigió a los demás—: ¿Tenéis alguna idea,
Sidi, Tomás?
—Algo le ha ocurrido al otro grupo —dijo Tomás—, ¿nao?
—Sí. Y presiento que algo realmente malo. —Paseó la mirada por la habitación—.
Me pregunto cómo se llama al servicio de habitaciones en este lugar.
—¿Servicio de habitaciones? —repitió Sidi.
—Para hablar con Binro, o quien sea que esté a cargo. Quiero saber qué está
haciendo esto aquí.
—Quizá no sea una buena idea, Annabelle. Si el diario está aquí y algo les ha
ocurrido a los demás, es absolutamente evidente que nuestros anfitriones están
involucrados en ello.
—Cierto. Entonces salgamos de aquí.
Levantó los pies de la cama, los hizo girar por encima con un ágil movimiento y
los depositó en el suelo, y, diario en mano, se dirigió hacia la puerta. Intentó hacer
girar el pomo pero este no se movió.
—Perfecto. Estamos encerrados. ¡Dios, en qué hatajo de imbéciles nos hemos
convertido! Peregrinos, bien. Huéspedes, quizá. ¿Y qué tal prisioneros?
Se volvió hacia Chillido, para ver si la alienígena podía derribar la puerta.
—¿Dice algo el diario acerca de Tawn? —intervino Sidi.
«Buena pregunta», pensó Annabelle.
Volvió a la cama, se sentó y empezó a hojear el diario. Pasó páginas donde los
apuntes al natural de Clive llenaban los espacios en blanco donde antes habían estado
las anotaciones de Neville. Había suficiente información ilustrada para deducir que
Clive y su grupo habían cruzado con éxito el veld del quinto nivel y habían llegado a
una ciudad. Pero no quiso pensar qué podía significar el retrato de la mujer. Al final
encontró un nuevo mensaje.
—Aquí está —anunció.
Por lo que pudieron descifrar de las palabras más bien crípticas de Neville, Tawn
era el centro de una antigua e inacabable guerra entre las facciones acaudilladas por
los Señores del Trueno, por un lado, y las de una tal Madonna, por el otro.
—Jesús —dijo Annabelle en voz baja después de leer un fragmento más. Luego
levantó la vista hacia sus compañeros.
—¿Qué veis a través de la ventana?
«No confiéis en Tawn, ni siquiera en lo que os digan vuestros ojos, ya que llenan
el vacío con lo que es conocido. Guardad un enigma de esfinge para los Señores del
Trueno, pues, en caso contrario, os convertirán en pienso». Un enigma de esfinge es
una pregunta que no tiene respuesta. Y no tengo muchos deseos de descubrir en mi
propia piel a qué se refiere cuando dice «os convertirán en pienso».
El Oráculo sonrió ante la respuesta de Annabelle, pero sólo fue un ligero estiramiento,
sin alegría, de los labios.
—¿El auténtico Neville Folliot? —repitió.
Ot, ot, ot…
—Es un juego de niños.
Ños, ños, ños…
—Esperaba algo mejor de vosotros.
Tros, tros, tros…
Al ver que el Oráculo se levantaba lentamente de su posición supina, Annabelle y
sus compañeros retrocedieron de la losa una vez más. Los confusos ecos que siguieron
a su voz resonaron a un lado y a otro de la nave, aumentando de volumen más que
desvaneciéndose. Un chirrido sonó en sus oídos y la superficie del suelo pareció
temblar bajo sus pies.
Sentado en la losa, el Oráculo dominaba por encima de ellos. Levantó un enorme
brazo pálidamente mortal y señaló al más cercano de los sarcófagos.
—Aquí está el que buscáis.
Ais, ais, ais…
—Carne fresca para el Señor.
Ñor, ñor, ñor…
Los ecos retumbaron tanto que Annabelle tuvo que llevarse las manos a los oídos.
«Señores del Trueno», pensó. «Los llaman así a causa de ser tan bocazas». Pero aquel
momento de humor negro fue muy efímero.
La tapa del sarcófago que el Oráculo había indicado se abría con toda lentitud,
con un ensordecedor crujido de piedras. En pie en su interior había un hermano
gemelo de la enorme forma del Oráculo: su tamaño era igualmente descomunal; su
piel, del mismo color alabastro; sus atavíos, del exacto estilo heavy-metal. Pero el
monstruo no estaba solo en su cripta. Colgando de él había una figura humana,
balanceándose en su pecho como una marioneta con los hilos cortados. De la boca del
Señor salían varios tubos, que estaban conectados a la espalda del hombre.
El Señor se alimentaba de él.
—¿N… Neville…? —preguntó Annabelle, con la voz quebrada.
Quiso vomitar.
—Un pequeño tentempié —dijo el Oráculo.
Pie, pie, pie…
—Pero mi hermano no se aumenta tan bien como voy a hacerlo yo.
Yo, yo, yo…
—Cuatro bocados de cardenal.
Nal, nal, nal…
El Oráculo ya se había levantado de su losa y se dirigía hacia ellos. Annabelle, al
Con todo lo que habían pasado (su huida, la muerte de la réplica de Neville, los
monstruosos Señores, el encuentro con Neville…) el estado mental de Clive era un
torbellino. Y ver a Annabelle abrazada al indio fue demasiado.
—Annabelle —empezó, pero Smythe le cogió el hombro, para evitar que
prosiguiese.
Era su hombro herido. El dolor corrió por sus nervios como un relámpago. Se
volvió, petrificado por esta nueva traición, pero Smythe ya le soltaba el hombro.
—Dios mío —dijo Smythe—. Olvidé su herida, mi comandante.
—Al infierno con mi herida. Lo que…
Smythe lo interrumpió antes de que Clive pudiera continuar.
—Tiene que estar satisfecho de que estén a salvo y de que estemos juntos otra vez.
Compañeros en una pésima situación, cierto, pero juntos.
—Hemos encontrado a tu hermano, aunque no a los míos —dijo Finnbogg—.
Ahora podemos escapar juntos.
Clive frunció el entrecejo.
—Pero…
—Lo que te están diciendo, Clive —le explicó Annabelle—, es que no es asunto
tuyo lo que hagan los demás, a menos que no fastidie los planes del grupo en
conjunto.
—Luchar entre nosotros es estúpido —dijo Tomás mostrando su acuerdo.
Lentamente, el rojo ardor abandonó las mejillas de Clive.
—Tenéis razón —dijo al cabo—. No es asunto mío.
—Además, no es lo que piensas —aseguró Annabelle.
Clive tocó la frente de Neville y acarició su piel pálida. A pesar de su débil estado,
nunca había tenido mejor aspecto, según la opinión de Clive. Dio un vistazo a sus
compañeros, dejando que su presencia inundase como un bálsamo su corazón
trastornado.
—Lo siento —se disculpó—. De veras que lo siento.
Annabelle sacó su brazo de la cintura de Sidi, se inclinó hacia Clive y le dio un
beso.
—Estoy muy contenta de volver a verte, antepasado. Y también estoy muy
contenta de veros a todos, a todos.
Annabelle estiró el brazo y rascó la cabeza de Finnbogg.
—Incluso a ti, Finnbogg.
—¿Annie ya no está enfadada con Finn?
—Annie ya no está enfadada —repuso con un suspiro—. No podría olvidar a un
amigo como tú. Soy muy feliz de volver a verte.
Annabelle volvió a su asiento y prosiguió:
—Estupendo. Pero mejor que celebremos la fiesta por el camino. Tenemos lugares
«Nuestro viaje nos ha conducido a otro nivel en la misteriosa Mazmorra. Como nuestro grupo se
dividió temporalmente en dos, he realizado estos esbozos de mis recuerdos y también de los de
Annabelle. ¡Qué imágenes más extrañas les parecerán!
»Ahora el grupo de Annabelle y el mío se han reunido de nuevo, y hemos encontrado a mi
hermano. ¡Ojalá tengamos la suerte de escapar de esta cárcel y podamos regresar a Inglaterra
sanos y salvos!».
T.). <<
acabaron asesinando para vender los cuerpos. Burke fue ejecutado en Edimburgo en
1829. La pareja ha dado pie a varias recreaciones literarias. (N. del T.). <<