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Piqueras - 2022 - Repensar La Historia Social

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La historia social desde el presente.

En conmemoración de los 10 años de Trashumante

Repensar la historia social

José Antonio Piqueras*

H emos leído, y he escrito en varios acercamientos al tema, cómo fue eso de la


emergencia de la historia social. Sin demasiada dificultad, podemos encontrar
antecedentes más o menos fragmentarios cuando con el pretexto de ocuparse de
las costumbres, de la vida material y de algunas expresiones culturales, los relatos
sobre el pasado comprendían aspectos de la vida social de un momento dado. Pero
es en el siglo XX cuando emerge una pujante corriente que adopta este sintagma
por distintivo. Al ofrecer una explicación de los fenómenos históricos, activistas e
historiadores discutían la prevalencia de los elementos institucionales, centrados en
la esfera pública oficial y protagonizados por minorías dirigentes —los llamados
acontecimientos políticos—, con los que se había construido una historia nacional
fosilizada.
A partir de 1900, la sociedad de masas, los movimientos sociales que aspiraban
a democratizar la política y reclamaban derechos sociales o un orden igualitario, las
grandes movilizaciones que comportaron las dos guerras mundiales, las revolucio-
nes —de México a Rusia, de China a las guerras de liberación anticoloniales—, las
consecuencias de las crisis económicas del periodo de entreguerras…, crearon las con-
diciones de una reestructuración de las ciencias sociales, de un salto hacia adelante
que situaba los hechos colectivos en el centro de la atención de los estudios que
aspiraban a ofrecer una explicación del presente y del pasado. La antigua narrativa
había descansado en un cómodo providencialismo que proporcionaba la existencia
de un individuo necesario en el momento oportuno, y entregaba el protagonis-
mo a la esfera del poder —de quien lo detenta y a lo sumo de quien lidera su
desafío—. Su erudición era solo un cúmulo de datos interrogados conforme a
objetivos seleccionados que dejaba fuera la mayor parte de la realidad. Los nuevos
historiadores eran historiadores sociales, y viceversa. Prestaban atención a las con-
diciones materiales, incluidas las formas en las que las personas se ganaban la vida,
a las relaciones entre ellas, los lugares que habitaban, la educación o la asistencia
que tenían a su alcance, las ideas que se desarrollaban y circulaban, las luchas que

* Universitat Jaume I, España.

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protagonizaban, etc. La historia reclamaba una dimensión relacional, causal, buscaba


regularidades que era más sencillo encontrar en los hechos económicos que en
los sociales, o entre unos y otros, dado que había un amplio haz de mediaciones,
muchas de las cuales integraban lo que Antonio Gramsci denominó hegemonía.
El interés por los trabajadores y los campesinos, las clases más o menos orgá-
nicas de las sociedades capitalistas, se extendió a la gente corriente, a las mayorías;
la atención centrada en la esfera pública se desplazó a lo privado, a los vínculos
personales y de afinidad; la mirada a los de arriba y desde arriba dejó paso a una
historia desde abajo. De las luchas organizadas en contra de la explotación —una
de las primeras expresiones de la historia social— se pasaba a estudiar las formas
de resistencia a la dominación, mucho más frecuente dado que nos habla de movi-
mientos de posición cotidianos.Todo esto no era la mitad que faltaba para explicar
la Historia, era la inmensa mayoría antes reducida a espectador de una representa-
ción solemne que había establecido un estricto derecho de admisión. Además de
mostrarnos el sustrato sobre el que se eleva la dominación y en el que se encuentra
instalada la política “visible”, esa que absorbía la atención del historiador tradi-
cional encandilado por la irradiación del poder, la historia social informaba de la
realidad compleja más allá de la apariencia: las pautas elementales y secundarias de
convivencia —familia, comunidad, sociedad civil, mimbres del cuerpo político—,
así en sus vínculos recíprocos, en su reproducción —demográfica, estratificada,
profesional, cultural—, en la tendencia que traza, en las relaciones formales e infor-
males que propicia, en sus creencias y hábitos, en la forma en que accede a los bie-
nes —desde la subsistencia a variantes abruptas o sofisticadas de acumulación—,
también nos enseña cuánto de social tienen las estructuras de gobierno.
La introducción de la “agencia” —adoptada por la sociología de la psicología
de la conducta y trasplantada sin acotación alguna a la historia social— rescató la
capacidad de acción de los individuos, en paradigmas anteriores reducida o sepul-
tada por excesos deterministas. El ímpetu pendular, sin embargo, ha dado lugar a
una historia en la que, omitiendo no solo el peso de las estructuras sino el sentido
social de la acción, cada individuo controla los resortes de una elección racional,
es dueño potencial de su destino y, con sus aciertos y sus errores, es protagoniza
principal de su devenir. Sin duda, tomado en su conjunto, y no solo como proba-
bilidad excepcional en una vida, es un ideal eficaz para promover la movilización
en favor de causas justas y quizá ilumine la sociedad roussoniana soñada y lo que
se encuentre en un futuro poscapitalista, liberado de las estructuras de clase, de la
hegemonía de los grupos dominantes, de la alienación, de la depredación de recursos
naturales insustituibles, del consumo inducido de bienes y de productos políticos
como si fueran mercancías.
La historia social clásica, en el medio siglo que transcurre entre 1930 y 1980,
fue el fruto de un momento histórico, cultural e ideológico, y en no menor medida
de la pretensión de constituir a la Historia en una ciencia social, de dotarla de un
estatuto científico que no se limitara a buscar y verificar documentos. El trasfondo
de esa operación comprende la crisis de 1929 y la recomposición de las estructuras

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políticas tras la Guerra Mundial. Los problemas de la reconstrucción son vistos


como variables observables, la división en bloques es un reflejo internacional de la
confrontación interna en cada nación entre concepciones que toman como ejes
de discusión la estructura social, la distribución de la riqueza, el papel que corres-
ponde a los que viven de su trabajo, a veces expresado en grandes partidos políti-
cos, otras en organizaciones sindicales fuertes, en ocasiones a través de intelectuales
que hacen escuchar su voz. Existía un extendido optimismo respecto a la creencia
en la capacidad de las ciencias sociales para proporcionar conocimiento cierto so-
bre la sociedad. En el mismo sentido, las condiciones globales creadas a partir de la
crisis de 1973-1976 trajo consigo un contexto diferente: la “revolución conserva-
dora” fue un preludio poderoso del neoliberalismo, el declive del sujeto histórico
esgrimido por el marxismo invitaba a revisar la historia de los hechos colectivos, el
individualismo metodológico se abrió paso sin reservas. En el citado contexto ani-
dó ese leve artefacto originado entre la semiótica y la teoría literaria que implicó
un giro epistemológico. La incertidumbre se erigió en pauta de conocimiento del
pasado, el pasado se concebía como una agregación de subjetividades alternativas,
la Historia se autoexcluía de las ciencias sociales y abrazaba las humanidades como
una narrativa más. La construcción social de la realidad era la única concesión a
lo social (reducido a un “hecho entre todos”) y se consumía en el enunciado. Lo
llamaron posmodernismo y, como las sectas en tiempos de desconcierto, arrastró
tras de sí a entusiastas seguidores de la nueva fe que no solicitaban evidencias en
las que apoyarse, tanto más adecuado cuanto la nueva prédica no hallaba más ver-
dad histórica que la construida por los testimonios y las percepciones particulares.
El conocimiento sería solo una probabilidad y un estado efímero, sujeto a otras
percepciones.
Soy de la opinión de que cualquier pretensión de conceptualizar la historia so-
cial está unida a la posición en la que el historiador se sitúa ante los fenómenos del
pasado (y del presente), de lo que esperamos de la Historia en tanto herramienta
de conocimiento, del destinatario al que dirigimos nuestros estudios y, si se apura
más, habla de nosotros en cuanto participes y observadores de la vida social en la
que nos desenvolvemos. La historia social es una forma de entender la Historia, ha
sido la corriente que contribuyó a renovarla y, en diálogo y alianza con otras cien-
cias sociales, a constituirla como disciplina científica. Es la historia que me interesa
reivindicar en la medida que ofrece explicaciones complejas a hechos complejos.
Sustituyan el tiempo verbal del pretérito imperfecto (la manía de cortar las líneas
del tiempo) por el presente (actualizado) del indicativo y disfruten de los clásicos.
Lo que hemos dado en llamar historia social ha madurado y ha ofrecido ramas
insospechadas. De sus esquejes han brotado árboles que cuesta reconocer empa-
rentados con el original. Siempre hubo una corriente, inspirada en la historia de
las costumbres de la Ilustración, que se ciñó a recopilar antigüedades amenas. En
contrapartida, no ha cesado de ensanchar su campo con nuevos temas. Situar a la
sociedad en el centro del escenario me parece la opción que mejor nos aproxima
a la comprensión de los fenómenos que resultan más relevantes. Esa historia puede

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ser informativa o analítica. Mi interés se dirige hacia la historia social analítica. La


historia social, como toda Historia, cumple una función: las explicaciones ofrecidas
invitan al lector a reflexionar, a considerar los argumentos ofrecidos —con el con-
siguiente respaldo documental—, a posicionarse también ante el pasado y el presente,
y a hacerlo de manera crítica. Es un ejercicio que apela a la conciencia colectiva.
La historia social que me interesa no está anclada en la historiografía del pasado.
Aprecia en lo que valen las contribuciones de nuestros clásicos, conserva problemas
y la necesidad de construir problemas como método de trabajo, toma en conside-
ración las necesidades radicales y las sobrevenidas a los individuos y a los grupos
sociales, sabe de la existencia de economía y de categorías que en determinadas
circunstancias se constituyen en clases. Es una historia que no concibe la sociedad
en un equilibrio dinámico sino que encuentra en ella un campo en contradicción
y conflicto. En este último, los grupos afines despliegan estrategias guiadas por un
interés compartido, sea el que refuerza o favorece al grupo en cuestión o el que
antepone el interés general, puesto que la relación entre coste y beneficio perso-
nal no es un principio antropológico universal sino una determinada concepción
ideológica que destaca como general el egoísmo del individuo enfrentado a la
comunidad, cuando la experiencia histórica desmiente ese supuesto a cada paso.
La historia social que me interesa es crítica: desvela lo que aparece nublado a
la mirada común, establece relaciones de causalidad, distingue formas destinadas
a sujetar, a someter, a explotar, en definitiva, a subordinar, y las correspondientes
reacciones.
Está la cuestión de la empatía. La historia social nació siendo eminentemente
empática. Los historiadores hacían suya la lucha de los oprimidos, de los trabajado-
res, de la gente humilde. Una historia “desde abajo” era en muchos casos una vía
de compromiso con el estrato social de procedencia del investigador o de acepta-
ción de los estudiados por intelectuales “desclasados” como un ejercicio de reparación
histórica y de reconocimiento del futuro que aguardaba a la emancipación de los
desposeídos. Durante mucho tiempo se privilegió la historia de los trabajadores,
la gente corriente, los marginados, los excluidos. Luego se trasladó la metodolo-
gía del análisis de grupo al estudio de la aristocracia y la burguesía. Con afán de
revelar la formación y evolución de estos colectivos que tanta incidencia tendrían
en la organización de las sociedades. Creo que en la elección del tema suele haber
elementos de afinidad; me inclino a evitar que las emociones gobiernen el análi-
sis, que marquen la agenda. Nada contribuye más a estropear una buena historia
que la exteriorización de los sentimientos del autor. En historia social déjense
llevar algo por el distanciamiento brechtiano antes que sucumbir a la sensiblería
dickensiana. Mejor invitar al lector a una reflexión acerca de la situación expuesta
que proporcionar una sucesión de escenas épicas ajenas al desenlace cierto y a su
legado.
En los inicios de mi actividad investigadora comencé interesándome por los
socialistas hasta que comprobé que sabíamos muy poco sobre los trabajadores de
oficio y de industria, cómo llegaban a ser empleados, como se situaban en su

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puesto laboral, que habilidades poseían y cómo las habían adquirido, qué pensaba
el Estado o los empresarios sobre cómo se debía cualificar el empleo. La historia
que escribía era un relato ordenado de organizaciones, líderes, opiniones, luchas,
algunas actividades internas, congresos, afiliados, etc. Podía llevarlo algo más lejos
al advertir que la asociación laboral se entrecruzaba con la afiliación política sin
que hubiera muchas veces una correlación: bastaba con pertenecer a una asocia-
ción definida por el ámbito local y de oficio, rara vez en grandes federaciones y en
confederaciones de rama. Comenzó a interesarme más el ámbito del aprendizaje
en un contexto de descualificación laboral: la constitución de la fuerza de trabajo
común que caracteriza las primeras fases, por mucho tiempo, de la sociedad en
proceso de industrialización y la sociedad industrial. Explica la reacción del traba-
jador de oficio ante la transformación que observa y lo acecha. Y quien dice ese
aspecto, puede añadir la vivienda, la dieta alimentaria, la salud y la enfermedad, el
orden alternativo que comienza a pergeñarse en círculos bastante atomizados a
través de expresiones culturales de reafirmación y de rituales laicos que sustituyen
el orden católico imperante. Era el mundo popular de quienes son caracterizados
por el trabajo, que ocupaba la mayor parte de sus existencias y condicionaba casi
toda la restante.
Mi interés se trasladó a la sociedad en la que se iban a desenvolver estos grupos
sociales en formación.Y para llegar a explicarme cómo se había constituido y las
condiciones en las que se habían dado y cómo venían evolucionando, desplacé la
indagación al largo siglo XIX, con sus cambios y continuidades adaptadas. Había
mucho de político en el cambio, pero me interesaba menos desde la perspectiva
del poder como de las medidas que este adoptaba para fijar el nuevo orden, lo
que tenía lugar mediante disposiciones jurídicas. Un orden hecho a medida de
los poseedores tenía la habilidad de promulgar medidas legales que amparaban
cambios en las relaciones sociales, convertían en fórmula jurídica una relación
de producción, elevándola a principio técnico indiscutido. Me interesó observar
cómo esos ideólogos construían normas de apariencia neutra y reconstruían la
historia del derecho, en particular de las nociones en discusión en esa época, el
concepto de propiedad y de las formas históricas que había adoptado según las
relaciones sociales de cada momento. Esa aparente coherencia que conducía a
aceptar la propiedad privada como la más perfecta de sus presentaciones era en
muchos casos una perfecta mistificación. Era también un ejercicio colmado por el
éxito al aportar un concepto esencial en la hegemonía de las burguesías nacionales
que lograban ocultar las diferentes formas de poseer y la desposesión de derechos
inherentes a estas. El ejercicio realizado implicaba una indagación desde la historia
social del derecho que ponía al descubierto la utilización de la ley para alterar un
conjunto de condiciones consuetudinarias bajo la apariencia de un tecnicismo, de
un perfeccionamiento inspirado y realizado en favor de un grupo social.
La cuestión principal que me ocupaba, no obstante, consistía en detectar agra-
vios no necesariamente en los sectores más desfavorecidos sino en quienes experi-
mentaban el nuevo derecho como una desposesión. El quid consistía en encontrar

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las raíces sociales de un descontento que se tradujo en una negación del orden
político establecido, y eso tuvo lugar mediante la adscripción popular al republi-
canismo político, el ethos que negaba de manera radical al régimen monárquico y
llamaba a refundar la política sobre nuevos derechos. Esa relación entre las esferas
sociales y políticas siempre me ha interesado. Mi siguiente investigación ahondaba
en ese planteamiento. Esta vez era un análisis de una coyuntura, lo que permitía
seleccionar varios actores con objetivos y métodos propios: unos eran sectores po-
pulares, entre los que emergía quienes se denominaban proletarios y comenzaba a
organizarse en el seno de la Primera Internacional; otros eran los grandes propie-
tarios agrícolas, capaces de definir sus intereses nítidamente frente a sus antago-
nistas, que no eran tanto campesinos sino sectores pertenecientes a la clase media
reformista, inclinada a crear un auténtico Estado fiscal moderno; el tercero eran
sectores mercantiles en la metrópoli y, sobre todo, grandes dueños de plantaciones
y de esclavos en Cuba. Todos se movilizaban en torno a sus intereses sirviéndose
de asociaciones y en últimos casos mediante grupos de presión, nueva modalidad
destinada a capturar las decisiones del Estado en beneficio de un grupo social o de
un sector de esta. Por un tiempo indagué en el espacio del burgués para la prepa-
ración de un libro, luego abandonado, una biografía sobre el ascenso social de un
personaje a lo largo del siglo XIX a través del cual —y de la correspondiente pro-
sopografía— puede reconstruirse los vínculos entre clase, estatus y poder. Algún
día confío espero retornar esos materiales.
Entre tanto, fui desplazándome al mundo colonial y al estudio de los sectores
actuantes: plantadores, comerciantes y, finalmente, esclavos y personas libres que
procedían de la esclavitud. Es un campo del que no puedo ofrecer una breve no-
ticia sin arruinar la explicación. En primer lugar, porque implicaba un progresivo
distanciamiento del hispanocentrismo, tan arraigado en la historiografía española
incluso cuando se interesa por otros países. Suponía una inmersión en los pro-
blemas históricos del Caribe y después, buscando elementos comparativos y, a
continuación, persiguiendo una comprensión integral de los problemas, de Lati-
noamérica. En ello estoy, aprendiendo. También observando con interés la nueva
historiografía latinoamericana y el considerable avance que ha realizado.
Hace veinticinco años, en paralelo a la evolución que acabo de describir, cuando
estudiaba el funcionamiento del mercado colonial cubano, separé del grueso de
mi estudio un aspecto, la moneda, en uno de los polos mercantiles más activos del
mundo, una colonia política. Comenzó la aventura de acometer una historia social
de la moneda o, para ser exactos, de la incidencia social de un instrumento de
cambio sujeto a grandes avatares por el que se mide el valor del trabajo, los bienes
en circulación, la libertad del esclavo coartado, el afán de ahorro del pequeño co-
merciante y del inmigrante, la ausencia de soberanía, la transformación industrial
y la acumulación de capitales. Recientemente pude concluirlo y ha merecido la
atención de Casa de las Américas, que otorgó al original el prestigiado premio que
durante sesenta años ha reconocido al espíritu crítico que contribuía a explicar la
realidad del continente y el Caribe. Trabajar en varias líneas reclama un esfuerzo

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adicional, sin duda, y se ha enriquecido también gracias a las tesis de doctorado


que me ha sido dado dirigir. Pero me parece que ofrece la recompensa de pro-
porcionar una riqueza de perspectivas para la comprensión de una sociedad, un
objetivo en sí inabarcable para un investigador a la vez que un propósito que ayuda
de manera poderosa a encajar las piezas del puzle.
Quizá se deba a un defecto visual persistente, pero observo la realidad pasada y
presente y me detengo siempre en lo social, que se manifiesta o se oculta entre lo
que me parecen falsas apariencias. Es un ejercicio inagotable que nos invita a con-
tinuar, e incluso a revisar anteriores trabajos a la luz de lo que hemos continuado
aprendiendo.

José Antonio Piqueras es catedrático de Historia Contemporánea de la Universitat


Jaume I (España). Dirige el grupo de investigación Historia Social Comparada y
la Cátedra UNESCO de Esclavitudes y Afrodescendencia. Codirige desde 1988
la revista Historia Social. Miembro de la Academia de Historia de Cuba y de la
Academia Dominicana de la Historia. Premio Casa de las Américas de ensayo
histórico-social 2022 con el libro Moneda y malestar social en Cuba (1790-1902). Es
autor de La era Hobsbawm en historia social (2016), La esclavitud en las Españas (2012)
y Negreros. Españoles en el tráfico y en los capitales esclavistas (2021).

Doi: 10.17533/udea.trahs.n20a20

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