3 Zak-Y-Cabido
3 Zak-Y-Cabido
3 Zak-Y-Cabido
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Doctor en Ciencias Biológicas por la Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de la
Universidad Nacional de Córdoba. Es Profesor Titular de la Cátedra de Recursos Naturales y
Gestión Ambiental, Departamento de Geografía, Facultad de Filosofía y Humanidades de la
Universidad Nacional de Córdoba e Investigador del Instituto Multidisciplinario de Biología
Vegetal (IMBIV/CONICET-UNC). Es asimismo Profesor del Módulo de Evaluación del
Impacto Ambiental de la Maestría en Arquitectura Paisajista de la Universidad Católica de
Córdoba.
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Doctor en Ciencias Biológicas por la Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de la
Universidad Nacional de Córdoba. Es Profesor Titular de la Cátedra de Biogeografía,
Departamento de Diversidad Biológica y Ecología, Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y
Naturales de la Universidad Nacional de Córdoba e Investigador Principal del Consejo
Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) en el Instituto
Multidisciplinario de Biología Vegetal (IMBIV/CONICET-UNC).
1. Problemática general
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Figura 1. Índice de la producción agrícola mundial entre 1961 y 2011 (la línea continua
indica datos efectivamente relevados). Fuente: elaborado a partir de FAO (1999,
2009).
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Tabla 1. Carbono emitido a la atmósfera como resultado de distintos tipo de uso de bosques
tropicales. Fuente: modificado de Houghton (2005).
2. Alcance de la problemática
Las estimaciones más recientes, y quizás las más precisas, corresponden a Ramankutty et al.
(2008). En base a una combinación de información de diferentes satélites y de datos de
inventarios censales a campo, estos autores concluyen que en el año 2000 había 15 millones
de km2 de tierras bajo agricultura (11 % de la superficie de la corteza libre de hielos) y 28
millones de km2 de pasturas implantadas para ganadería (21 % de la superficie terrestre libre
de hielo). En conjunto, todas estas estimaciones implican que el uso del suelo para
agricultura, principalmente, y para extracción de productos forestales, ha ocasionado la
pérdida neta de 7 a 11 millones de km2 de bosques en los últimos 300 años (FAO, 2004;
Ramankutty, 2004; Ramankutty et al., 2008). Por su parte, algunas forestaciones intensamente
manejadas, tales como las plantaciones para madera en Norte América, o de palmeras para
aceite en el sudeste de Asia, también han reemplazado a los bosques naturales cubriendo
actualmente cerca de 2 millones de km2 (Williams, 1990). Los cultivos y las pasturas se han
convertido así en uno de los biomas más ampliamente distribuidos del planeta (cubriendo
alrededor del 35 % de su superficie continental) (Figura 2a), casi igualando la extensión de los
bosques remanentes (Clay, 2004; Ramankutty et al., 2008) (Figura 2b).
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Figura 2. a) Distribución global de la cobertura cultural (áreas con al menos el 30 % de su
superficie cubierta por algún tipo de cultivo) para el año 2000; b) distribución
global de la cobertura forestal (áreas con al menos 40 % de su superficie cubierta
por plantas leñosas de al menos 5 m de altura). Fuente: modificado de
UNEP/GRID-Arendal Maps and Graphics Library (http://www.grida.no/).
La distribución geográfica de las tierras cultivadas muestra que las principales áreas de
cultivo del mundo se encuentran en regiones con suelos productivos y condiciones climáticas
adecuadas (Ramankutty et al., 2008) (Figura 2a): el cinturón maicero de los Estados Unidos
de Norteamérica, las praderas de Canadá, el cinturón cerealero de Europa, las llanuras de
inundación del Ganges y las zonas de trigo y arroz del este de China, el cinturón triguero de
Australia y, claro, las Pampas de Argentina. Mientras tanto, áreas de menor extensión ocurren
en distintos lugares del mundo, al tiempo que extensos sectores de África se caracterizan por
una agricultura de subsistencia. En general, y tal como es de esperar, las tierras cultivadas
están casi ausentes en territorios con climas extremadamente secos o fríos (Ramankutty et al.,
2008).
Si bien la presión de colonización de nuevas tierras para agricultura está en aumento a escala
mundial, los cambios globales en el uso de la tierra esconden un contrapunto espacial
importante, especialmente desde la perspectiva del desarrollo y la conservación: mientras que
la extensión de la superficie destinada a agricultura y pasturas ha disminuido en los países
desarrollados (alrededor de 1,3 % entre 1961-1999 -FAO, 2001-), su expansión ha sido
continua en los países en desarrollo (18,8 % de aumento entre 1961-1999 -Ramankutty et al.,
4
2008-). Coincidiendo con esto, las evidencias del cambio en la cobertura de bosques a escala
global muestran que la expansión reciente de bosques boreales y templados es superada por la
continua pérdida de ecosistemas forestales en regiones tropicales, principalmente debida a la
conversión para agricultura (FAO, 2001) (Tabla 2). Si bien el grueso de la producción de
cereales estaba anteriormente a cargo del mundo desarrollado, su representación proporcional
en relación a otras economías del mundo disminuyó del 54 % de 1966 al 46 % de 1990. Al
mismo tiempo, la contribución de los países en desarrollo aumentó, principalmente en Asia,
que pasó del 33 % en 1966 al 41 % en 1990, sobre todo al incrementar su producción de
arroz. La mayoría de los restantes países con economías en desarrollo han mostrado
tendencias comparables en los últimos 20 años, con la posible excepción del África sub-
Sahariana que ha mantenido su contribución proporcional.
Tabla 2. Área de bosques y tasa de cambio anual por región del mundo. Fuente: modificado
de FAO (2011).
Otra evidencia de que el avance de la frontera agropecuaria es más pronunciado en los países
subdesarrollados proviene de las tendencias en la producción de carne en tales países: debido
al crecimiento de la demanda doméstica, la producción de carne per capita está aumentando
rápidamente en las regiones de menores ingresos (presentando actualmente más de la mitad
de la producción global de carne (Myers and Kent, 2003)), al contrario de la tendencia que se
percibe en los demás países.
La expansión agrícola a través del tiempo habría reducido la cobertura forestal original en un
40 % (FAO, 2001; Ramankutty, 2004), a la vez que ocurría lo propio con pastizales
tropicales, subtropicales, templados e inundables, con las sabanas y los matorrales
(Millennium Ecosystem Assessment, 2003) (Figura 3). Esta declinación continua se tradujo
en 14,6 millones de hectáreas deforestadas anualmente durante la década de 1990. De acuerdo
a FAO (2003), actualmente la superficie bajo agricultura se está expandiendo en cerca del 70
% de los países y disminuyendo en el 25 %, mientras que permanece estable en el 5 %
restante.
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Figura 3. Porcentaje de conversión de biomas terrestres a través del tiempo. Para cada
bioma el 100 % indica su área de cobertura potencial, sobre la base de las
condiciones edáficas y climáticas de la Tierra. Fuente: UNEP/GRID-Arendal
Maps and Graphics Library (http://www.grida.no/).
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Figura 4. Abundancia de especies proyectada al año 2050, en función de distintas presiones
ambientales de origen humano. La proyección se presenta como porcentaje en
función del 100 % de especies presentes al año 2000. Fuente: modificado de
Slingenberg et al. (2009).
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fragmentos chicos pueden presentar distintas condiciones ambientales alteradas, tal el caso de
un marcado gradiente climático desde su borde al interior. Aunque por definición el proceso
de fragmentación debería diferenciarse de la pérdida de hábitat, en el mundo real ambos
procesos se confunden, por lo que es adecuado considerar sus efectos en forma conjunta.
A pesar de que procesos con algún parecido ocurren de manera espontánea en la naturaleza,
mostrando que existen mecanismos mediante los cuales algunas especies podrían sobrevivir a
la fragmentación (por ejemplo a través de la recolonización de parches), esto ha sido rara vez
observado en hábitats modificados por actividades humanas, especialmente en el caso de la
fragmentación promovida por la expansión de la agricultura (Harrison and Bruna, 1999). Las
evidencias disponibles apuntan a que, en ecosistemas fragmentados por actividades del
hombre, las extinciones generalmente superan a las colonizaciones y la diversidad de especies
declina, en el mejor de los casos, gradualmente (Miller and Cale, 2000). En sintonía con estos
resultados, distintos modelos puestos a prueba por Fahrig (2002) predicen que en paisajes más
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fragmentados se requiere más hábitat para la persistencia de una población de cualquier
organismo.
Así, las evaluaciones realizadas en diferentes lugares del mundo muestran que la conversión
de ecosistemas naturales a agricultura y pasturas, y la intensificación de su uso, representan la
principal presión actual a la biodiversidad, siendo responsables del 37 % de las amenazas a
especies en peligro a escala global. Por ejemplo, numerosos estudios adjudican a la expansión
de los cultivos severas reducciones en el tamaño de poblaciones de aves en Europa, América
del Norte, África y Asia (Söderström et al., 2003; Semwal et al., 2004; Brennan and
Kuvlesky, 2005; Gregory et al., 2005). Consecuencias similares han sido reportadas para
otros grupos de organismos, tales como plantas (Cagnolo et al., 2006), reptiles (Driscoll,
2004), primates (Harcourt and Doherty, 2005), y anfibios (Cushman, 2006), entre otros
(Figura 5) (Loh et al., 2002; Jenkins, 2003). Por otra parte, y en coincidencia con los patrones
globales de expansión agrícola, estas cifras son sustancialmente más altas en países en
desarrollo que en los desarrollados (BirdLife Internacional, 2004; Green et al., 2005).
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5. Realidad en América del Sur y Argentina
Otro aspecto evidente en el mapa de Eva et al. (2004) es el aislamiento y fragmentación de los
ecosistemas naturales remanentes del Cerrado y Caatinga, en Brasil y de la Pampa, en
Argentina. En territorios del sur de Brasil (Parana, Río Grande do Sul y Santa Catarina) el
área cultivada con soja pasó de 12.000 km2 en 1970 a 69.000 km2 en 1980 (Stedman, 1998),
con un incremento sostenido hasta la actualidad. En consonancia con esta expansión agrícola
en el sur brasilero, una gran superficie de sabanas y bosques bajos del Cerrado fue convertida
en cultivos: originalmente este ocupaba un territorio escasamente poblado, utilizado para
ganadería extensiva (Smith et al., 1998), pero entre 1970 y 1985 el área cultivada pasó de
23.000 a 74.000 km2, al tiempo que la superficie cubierta con soja pasó de 140 km2 (1970) a
38.000 km2 (1990) (Kaimowitz and Smith, 2001). Mientras tanto, en las tierras bajas de
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Bolivia se observan tendencias similares, donde la mayor producción de soja se logra
también, en gran parte, a expensas de sus bosques (Pacheco, 2006) (Figura 6).
Figura 6. Evolución de la producción de soja (en toneladas entre 1975 y 2009) en los países
de mayor producción de América del Sur (sin datos disponibles para Bolivia en
1975. Nótese además que la caída en la producción para Argentina en 2009 se
debe a la ocurrencia de una sequía de valores históricos). Brasil y Argentina son el
segundo y tercer productor (respectivamente), de esta oleaginosa a nivel mundial.
Fuente: elaborado a partir de datos de FAOSTAT (faostat.fao.org).
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Figura 7. Evolución de la producción agrícola total en Argentina (en toneladas entre
1961/62 y 2010/11). Fuente: elaborado a partir de CASAFE (2009) e INTA
(2011).
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superficie transformada por la actividad humana. Fuente: elaborado a partir de
Brown y Pacheco (2006).
La Selva Paranaense (o Bosque Atlántico del Alto Paraná) forma parte del Bosque Atlántico
Sudamericano, identificado por Conservation International (Myers et al., 2000) como uno de
las veinticinco “puntos calientes” (hotspots) de biodiversidad del planeta. Al mismo tiempo,
se trata de uno de los bosques lluviosos más amenazado de la Tierra, del cual se conserva tan
sólo el 7 % de la superficie original (Placi y Di Bitetti, 2006). En Argentina aun persisten
11.230 km2 de estos bosques, aunque amenazados por la fragmentación y pérdida de hábitat
como consecuencia de la actividad agrícola (los principales cultivos anuales incluyen caña de
azúcar, maíz, trigo, soja, algodón y tabaco, existiendo otros perennes como café, yerba mate,
té y especies forestales exóticas -como pinos y eucaliptos-). En esta selva el proceso activo de
deforestación comenzó con la colonización en la década de 1930, con el propósito de abrir
tierras para la agricultura, y se acentuó a partir de los 50´ acompañando a los procesos
inmigratorios de la posguerra (Mac Donagh y Rivero, 2006). A partir de los 60 y 70, una
buena parte de la deforestación tuvo por objeto el reemplazo del bosque nativo por
plantaciones de especies forestales introducidas. Mac Donagh y Rivero (2006) dan cuenta de
una alarmante declinación de la superficie boscosa original en Misiones, desde 20.000 km2 a
principios del siglo XX a los actuales 400 km2 de bosques pristinos y 8.000 km2 de bosques
secundarios. Por otro lado, y contrariamente a lo que ocurre en los estados del sur de Brasil, la
soja no es todavía un cultivo muy extendido en la provincia de Misiones (Placi y Di Bitetti,
2006).
En cuanto a la ecorregión del Chaco, Morello et al. (2006) distinguen dos períodos en el uso
de sus recursos naturales: uno de cosecha ecosistémica y otro de agricultura generalizada.
Durante el primero, el impacto del uso sobre los ecosistemas naturales fue reducido, siendo
recién a partir de la llegada de los europeos que empieza una verdadera transformación del
paisaje del Chaco. Esta alcanzó picos de máxima intervención durante las etapas tanineras
(con la extracción industrial del tanino de los quebrachos colorados), de la colonia
algodonera, de agriculturización (agricultura con insumos externos) y, finalmente, de
pampeanización del Chaco (con la aplicación de paquetes tecnológicos similares a los de la
Pampa y una marcada expansión del cultivo de soja) (Pengue, 2005; Morello et al., 2006).
Así, el proceso de “sojización del país” (Figura 9), con una fuerte reestructuración e
innovación tecnológica, impulsó la dramática expansión de la frontera agropecuaria en los
últimos 20 años (Soto, 2006; Zak et al., 2008).
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Figura 9. Evolución de la superficie sembrada de soja en las: a) provincias pampeanas y b)
extrapampeanas. (Nótese que tanto la escala de superficie como la de tiempo son
distintas en a y b) Fuente: elaborado a partir de datos de S.A.G.P. y A., Argentina.
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ubicados entre las sierras y la depresión de Mar Chiquita (Zak et al., 2008), siendo incluso
muy superiores a las tasas de deforestación de los bosques tropicales del mundo.
Figura 10. Cambios en la cobertura del territorio norte de Córdoba ocurridos entre 1969 y
1999. La localización del área de estudio corresponde a la porción austral del
Gran Chaco Americano. (Nótese que tales cambios implicaron la casi
desaparición del bosque chaqueño, junto a un marcado proceso de fragmentación
de los escasos parches remanentes.) Fuente: elaborado a partir de Sayago (1969) y
Zak et al. (2004 y 2008).
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Mientras tanto, el desarrollo agropecuario del Chaco Húmedo registró patrones similares a los
del resto de la región chaqueña. La ganadería fue una actividad de escaso impacto hasta
finales del siglo XIX y, recién a partir de principios del 1900, con las corrientes colonizadoras
y la expansión de la red ferroviaria, alcanzó un desarrollo que produjo modificaciones
importantes en los ecosistemas naturales. Por su lado, la agricultura se inició hacia finales de
1800 y, al igual que en algunos sectores del Chaco Semiárido, se expandió durante las
primeras décadas del siglo XX, hasta ocupar en los últimos años casi toda la superficie de
tierras no inundables de la ecorregión (Ginzburg y Adámoli, 2006).
Por su parte, el Espinal se extendía, en su distribución original, como una faja de bosques
xerófilos bajos en la periferia de la ecorregión pampeana (Cabrera, 1976). Gran parte de su
territorio posee suelos de alto potencial productivo, por lo cual sus bosques están en franca
declinación desde hace décadas -particularmente en las provincias de Córdoba y Santa Fe
(Lewis et al., 2006)-, como consecuencia de la expansión de la agricultura desde la región
pampeana. Los relictos de esta ecorregión son casi inexistentes, encontrándose escasos
fragmentos sobre una matriz de cultivos anuales. Aquí aparece además otro fenómeno, tal el
caso de la invasión por leñosas exóticas: en algunos distritos los parches remanentes se
observan invadidos por árboles introducidos como el paraíso (Melia azederach), eucaliptos
(Eucalyptus spp.), Acacia negra (Gleditsia triacanthus) y morera (Morus alba), entre otros.
Además, los caldenales del sur del Espinal (en Córdoba, La Pampa y San Luis) y los talares
del noreste de la provincia de Buenos Aires, tampoco escapan a las presiones del resto de la
ecorregión (Arturi, 2006).
De las seis ecorregiones es sin lugar a dudas la Pampa la más profundamente modificada por
la actividad agropecuaria. La transformación de los pastizales del Río de La Plata comenzó en
la primera mitad del siglo XVI, asociada al arribo de los colonizadores europeos (Baldi et al.,
2006). A partir de entonces, los herbívoros nativos (venados, ñandúes y en algunas áreas
guanacos) fueron reemplazados por ganado introducido (mular, caballar, vacuno y ovino)
(Camadro y Cahuepé, 2003) y el fuego, tradicionalmente utilizado por los aborígenes
(principalmente para caza y comunicación), fue adoptado para el manejo ganadero,
convirtiendo a los extensos y altos pajonales preexistentes en pastizales de pastos bajos. La
ganadería fue el factor predominante en la región hasta fines del siglo XIX, pero a partir de
entonces co-evolucionó con la agricultura (Viglizzo et al., 2006). A principios del siglo XX la
mayor parte de la cobertura original fue reemplazada por tierras agrícolas, quedando casi sólo
aquellos sitios que presentaban alguna limitante edáfica o topográfica (salinidad, alcalinidad,
anegamiento, etc.) -tal el caso de la Pampa Inundable-, transformados en pastizales bajos
destinados a la producción de carne. Tal como es esperable, estos procesos estuvieron
acompañados por una pérdida de biodiversidad y por la restricción de plantas y fauna nativa a
los escasos relictos y refugios remanentes (Horlent et al., 2003, Voglino et al., 2006);
simultáneamente se dio el ingreso y dispersión de especies exóticas, principalmente del
Mediterráneo europeo, adaptadas a las condiciones de suelos con laboreo. Durante las últimas
décadas del siglo XX la expansión de la agricultura se incrementó considerablemente, en
sincronía con los cambios en los mercados globales y con la incorporación de nueva
tecnología (Paruelo et al., 2005). Se impuso así la siembra directa, de la mano de la aplicación
del herbicida glifosato y de la implantación del sistema trigo-soja. Tanto en la región
pampeana, como en el Espinal y en el Chaco, la difusión de la siembra directa ocurrió
simultáneamente a la de la soja (Glicine max); un factor determinante para que ello fuera
posible fue la aparición, a finales del siglo XX, de los organismos genéticamente modificados,
tal el caso de la soja transgénica. A pesar de sus varias ventajas, Martínez-Ghersa y Ghersa
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(2005) han advertido sobre dos problemas también inherentes al sistema siembra directa-soja
en la región pampeana: por un lado se observa una reducción en el número de especies de
plantas del agroecosistema, con un 50 % menos de especies que aquellos predios bajo siembra
convencional, mientras que por el otro se incrementaría el riesgo de invasión por leñosas
exóticas tales como la Acacia negra (Gleditsia triacanthos).
6. Perspectivas futuras
Sin embargo, a pesar de que la producción agrícola total sigue aumentando a nivel global, tal
aumento es cada vez menor: por ejemplo, la producción de granos y oleaginosas, que mostró
un aumento anual del 2,2 % entre 1970 y 2000 (en contraste con la demanda de alimentos
que, en el mismo período, mostró un aumento anual del 1,6 % -FAO, 2002-), crece
actualmente a un 1,3 % por año (pudiendo caer al 0,9 % a partir del 2030), quedando así por
debajo no sólo del aumento en la demanda de alimentos, sino también de la tasa de
crecimiento anual de la población, que se ubica en el 1,4 % (FAO, 1997, 2000, 2006; Trostle,
2008). Esto resulta preocupante ante un panorama que presenta a una población humana que
crecerá en alrededor de un 50 %, para alcanzar entre 8 y 10 mil millones de habitantes en el
año 2050 (United Nations, 2011). De todas maneras, y sin posibilidad de entrar aquí en
detalles, es esperable que incluso ante un futuro escenario de estabilización del tamaño de la
población humana la demanda de alimentos siga creciendo, en parte como consecuencia de la
actual distribución desigual de los mismos (FAO, 2006).
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global en la producción de alimentos de alrededor del 70 % (aunque del 100 % en los países
de menores ingresos) (FAO, 2009). Ante esto, debe considerarse que sólo existen 3 maneras
básicas de incrementar la producción del agro: aumentando los rendimientos, la frecuencia de
cosechas y el área cultivada. A pesar de los progresos tecnológicos en la genética de los
cultivares, en el control de pestes y malezas, y en las prácticas de laboreo y riego (es
esperable que estas sean responsables de la mayor parte del aumento en la producción), todo
ello no sería suficiente para lograr tal meta (y esto sin considerar una posible crisis en la
disponibilidad de combustibles fósiles, sobre los cuales se basó, en gran medida, la ya
mencionada Revolución Verde), siendo por ende necesario un aumento de la superficie de
tierras cultivadas hasta alcanzar los 17,3 millones de km2 (Tilman et al., 2001), implicando
esto un crecimiento del 18 % en la superficie cultivada con respecto a la actualidad. Los datos
parecen mostrar que sólo así lograríamos, eventualmente, sumar anualmente mil millones de
toneladas de cereales y 200 millones de toneladas de carne para el 2050 (con respecto a la
producción actual -Bruinsma, 2009-), satisfaciendo de esta manera las necesidades humanas
previstas.
Por otra parte, y para complicar algo más el panorama, es esperable que una proporción
creciente de las cosechas sea utilizada para fines no nutricionales, tal el caso de la producción
de biocombustibles y otros productos industriales, a la vez que aumentarían los conflictos
entre los espacios rurales y los urbanos y así, por ejemplo, por el uso del agua. Como si esto
no fuera suficiente, a nivel mundial la población urbana pasaría del 50,5 % de 2010 a mostrar
un 68,7 % del total de personas en 2050 (y en Argentina del 92,4 al 96 %) (United Nations,
2007), con las consecuencias obvias en el despoblamiento rural y, también, en la cantidad de
campesinos.
Frente a estas tendencias cabe preguntarse: ¿cuáles serán las consecuencias de una nueva
duplicación en la producción de alimentos en las próximas décadas?, ¿qué impactos
produciría tal incremento en el funcionamiento de los ecosistemas naturales, en los servicios
que ellos ofrecen y, en última instancia, sobre los sistemas de soporte de vida de los que todos
dependemos?, e incluso ¿podrá la tecnología lograr una mayor producción de alimentos en un
contexto de menos tierras y menor biodiversidad, impulsada por menos manos, ante una crisis
energética y enfrentando algunas de las consecuencias previstas del cambio climático global y
del deterioro de los sistemas ecológicos? Es decir, ¿podrá tal demanda ser efectivamente
satisfecha? y, en tal caso, ¿a qué costos y bajo qué condiciones?
A juzgar por lo hasta aquí expuesto, la agricultura a escala global estaría alcanzando una
respuesta umbral: ha pasado de ser una causa más de degradación ambiental en la década de
1970, a constituirse en el principal factor de desaparición y fragmentación de hábitats, de
degradación de suelos, de destrucción de bosques y praderas y de pérdida de biodiversidad,
además de la principal fuente de deposición de nitrógeno y fósforo en ambientes terrestres,
acuáticos y marinos, entre otras tantas consecuencias, muchas de las cuales seguramente nos
pasan desapercibidas. Dadas las limitaciones mencionadas acerca de las posibilidades reales
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de incrementar la producción de alimentos sólo a través de desarrollos científicos (por
ejemplo, parte del acervo genético necesario para el eventual mejoramiento de los cultivares y
el desarrollo de nuevas variedades se está perdiendo con la desaparición de especies producto
justamente de tal destrucción de hábitats) e innovaciones tecnológicas, se deberá recurrir
entonces, tal como se expuso más arriba, a un marcado incremento en la superficie cultivada.
Considerando que los mejores suelos se encuentran ya bajo algún tipo de cultivo, el aumento
de la superficie para agricultura deberá ser desproporcionado para satisfacer las necesidades
de mayor producción, Así, el aumento del 18 % en la superficie cultivada demandaría la
pérdida de unos 2.680.000 km2 de ecosistemas naturales y semi naturales alrededor del
planeta (aunque sobre todo en América Latina y el África Subsahariana -Figura 12-), tal el
caso de los bosques subtropicales xerófilos estacionales remanentes del Gran Chaco
sudamericano, entre otros. La destrucción de ecosistemas naturales resultante incrementaría la
proporción de especies amenazadas, provocando incluso su extinción. Si se considera que los
ecosistemas de alta diversidad ocurren generalmente sobre suelos poco fértiles (Huston,
1979), la conversión de ecosistemas pobres en nutrientes en tierras de agricultura, produciría
un impacto aun mayor sobre la biodiversidad global. Así, y dadas las proyecciones ya
analizadas, esto bien podría causar la transformación de buena parte de los ecosistemas no
agrícolas y naturales remanentes en el planeta. De esta manera, el impacto ambiental global
de la agricultura y de los cambios en el uso del suelo sobre los ecosistemas naturales y sobre
los servicios que ellos proveen, podría ser tan serio como el cambio climático global, al que
por otra parte contribuiría, dada la liberación masiva de CO2 producto del clareo y la tala
(Schlesinger, 1991).
Figura 12. Área bajo uso agropecuario en 2005 y con potencial para su expansión
(definidas sobre la base de la disponibilidad de lluvias, sin consideración aquí de
las consecuencias de su eventual utilización). Fuente: elaborado a partir de
Bruinsma (2009).
A lo largo del capítulo se discutió uno de los aspectos de la relación entre la sociedad y la
naturaleza: la producción de alimentos a través de la actividad agropecuaria. De esta, en
última instancia, depende en buena parte la calidad de vida humana. Sin embargo, y por detrás
de ella, subyace un factor de mayor relevancia aun: el funcionamiento de los ecosistemas de
la Tierra, cuya integridad depende de un conjunto de factores sinérgicos: los caracteres de las
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especies que los componen (composición de especies), el número de especies que contienen
(riqueza y diversidad de especies), las condiciones físicas predominantes y el régimen de
disturbios (Odum y Barrett, 2005; Díaz et al., 2007). Sin embargo, hoy más que nunca, ante
una cultura que menosprecia la naturaleza, tal funcionamiento depende también de decisiones
institucionales (Institución en el Diccionario de la Real Academia Española: cada una de las
organizaciones fundamentales de un estado, nación o sociedad), pues son estas las que, en
última instancia, propician o atentan contra la seguridad ambiental de la que dependen todas
las especies de la Tierra, también la nuestra.
Si podrá la humanidad enfrentar a tiempo y sabiamente las tormentas que oscurecen el futuro
está por verse. El cambio climático global, la pérdida de biodiversidad y la intensificación y
extensificación de la actividad agropecuaria se presentan como las problemáticas de origen
humano de mayor magnitud que ha tenido que enfrentar nuestra especie, y todas ellas se
presentan juntas, al tiempo que parecen dispuestas a actuar de manera sinérgica. Ante este
panorama bien podría ocurrir que ninguna de las prospecciones o análisis que muestra este
capítulo suceda tal como se lo presenta, pero ocurre que es enorme la complejidad de la
Tierra, e intrincadas sus relaciones y las del Hombre con ella.
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