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Historia Económica Argentina Mario Rapoport-Cap. 2. 7-12

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Capítulo 2.

- Economía y Sociedad en los Años ‘20

En los años de intensa perturbación posteriores a la guerra, florecieron abundantemente los profetas
económicos. Con mano fatídica nos señalaban la decadencia de Gran Bretaña… esa profecía ha tenido el
mismo destino que las otras. Los hechos nos están demostrando como la industria británica tiene un caudal
insospechado de vitalidad y empuje, puesto de relieve en la expansión de sus actividades productivas después
del desastroso episodio de su huelga minera. Seguiremos estos hechos, los agrarios argentinos, con idéntico
interés al de vosotros mismos, pues sabemos que la activa recuperación de la economía europea, y
especialmente, la de Gran Bretaña se reflejará necesariamente en la demanda más intensa de nuestros
productos. (Fragmento del discurso del Presidente de la Sociedad Rural Argentina ante la Cámara de
Comercio Argentino – Británica)
Luis Duhau, 1927

El Contexto Internacional
La Primera Guerra Mundial, que enfrentó sobre todo, al Reino Unido, Francia, Rusia y EE.UU contra
Alemania y el Imperio Austro – Húngaro, no solo produjo la destrucción de una parte considerable del
aparato productivo y de los transportes europeos, junto a una pérdida de vidas humanas sin precedentes,
sino que, además, dio un nuevo impulso al proceso de acumulación a escala mundial y, al mismo tiempo,
generó un enorme drenaje de recursos, y comenzó a desplazar el poder económico a favor de los países
que tenían una industrialización relativamente nueva, al abrigo de las operaciones de guerra y con mayor
capacidad de producción agrícola y de materias primas.
Hasta 1914, el Reino Unido se había mantenido como el centro hegemónico financiero mundial,
secundado por otras potencias europeas. Gran Bretaña compensaba una balanza comercial fuertemente
deficitaria mediante la repatriación de los intereses y de otras partidas intangibles, como el pago de fletes
marítimos y las primas de seguros. Pero hacía varios años que había perdido su posición de primer país
industrial del mundo. Antes de la guerra, los Estados Unidos se habían convertido en el principal
productor mundial gracias a sus inmensas riquezas naturales, a la amplitud de su territorio agrícola y a la
disponibilidad de mano de obra.
De esta manera, la Primera Guerra Mundial potenció la participación norteamericana en el
comercio mundial al tiempo que declinaba la inglesa. Este fenómeno tenía una explicación, Gran Bretaña
exportaba principalmente textiles, carbón, hierro y acero, productos afectados por la utilización de bienes
sustitutivos o, por el cierre de algunos de los mercados tradicionales. Los Estados Unidos, por el contrario,
exportaban maquinarias o bienes manufacturados de alta tecnología, cuya demanda estaba en proceso de
expansión. En 1918, la participación norteamericana en las exportaciones mundiales era del 18%, en
tanto la del Reino Unido era del 10,8%. Este desnivel se apreciaba aún más en el ritmo de crecimiento
industrial.
Pero tal vez lo más importante sea señalar que los Estados Unidos, al finalizar la Primera Guerra
Mundial, transformaron su condición de país deudor en país acreedor, aumentando sus inversiones en el
exterior de 3.500 millones de dólares en 1914 a 10.720 millones en 1940. Aunque Londres pudo
mantener durante algún tiempo más su lugar preponderante en las finanzas internacionales, pronto sería
reemplazada por Nueva York.
Una consecuencia fundamental de la guerra fue, sin duda, el estallido de la Revolución Rusa de
1917, bajo la dirección del Partido Bolchevique conducido por Lenin. Con el ensayo de edificación de una
sociedad socialista en la nueva Unión de las Repúblicas Socialistas Soviética, se inició un experimento
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económico que intentó seguir un camino diferente del capitalismo. La participación del Estado en la vida
económica, a través de la propiedad estatal de los medios de producción y de distintos mecanismos de
planificación, se transformó en el eje central del desarrollo económico y social del país del Este.
La colectivización forzada y la progresiva caída en el autoritarismo estalinista marcarían el curso
de la economía soviética, cuyos dirigentes procuraron poner como ejemplo alternativo para el resto del
mundo y, especialmente, para las naciones periféricas. La URSS, bajo la férrea conducción de Stalin,
primero, y luego de sus sucesores, se transformaría con el correr de los años en foco revolucionario en una
superpotencia mundial en el orden político y militar, aunque sus bases de sustentación económica se
revelarían frágiles.
La guerra de 1914 – 1918 también modificó sustancialmente el panorama del resto de Europa con
la victoria de Gran Bretaña y sus aliados. La imposición de cuantiosas sanciones económicas a los países
vencidos, sobre todo a Alemania, a través del Tratado de Versalles, afectó severamente a diversas
economías europeas, dando lugar a graves hiperinflaciones, a grandes fluctuaciones económicas y al
surgimiento de condiciones críticas en el plano social, que derivaron en la aparición de movimientos
autoritarios, como el fascismo y el nazismo. A este panorama contribuyó también, desde un punto de vista
político y estratégico, la desintegración del Imperio Austro – húngaro.
En la posguerra, después de una breve aunque intensa crisis entre 1920 y 1921, motivada por la
reconversión de las economías orientadas hasta entonces hacia la guerra, el sistema capitalista entró en
una fase de expansión que se evidenció, especialmente, en Norteamérica. Allí, las industrias surgidas de la
Segunda Revolución Industrial, experimentaron un gran auge, sobre todo en los sectores de la química, el
petróleo, la electricidad, los automotores y la metalurgia, así como en la construcción.
Al mismo tiempo, las nuevas técnicas y estrategias empresariales (concentraciones, holding) y de
producción (taylorismo, fordismo) favorecían este proceso de expansión. La sociedad estadounidense
pasó a ser un modelo de modernidad y prosperidad, basada en automóviles y el consumo de nuevos
productos, principalmente electrodomésticos, en general, adquiridos por los consumidores mediante
generosos créditos. Y, al tiempo que las exportaciones aumentaban, la renta nacional crecía, facilitando
también la demanda interna. Además, poseían a principios de los años 20s, la mitad de las reservas
mundiales de oro.
A nivel internacional, sin embargo, el sistema monetario y financiero era frágil y existían
problemas en numerosos mercados. El mecanismo internacional que había prevalecido antes de 1914 era
el “Patrón Oro”, que conectaba a las diferentes monedas por medio de una relación fija con el valor de
dicho metal. Las monedas eran, entonces, convertibles en oro. Pero, durante la Primera Guerra Mundial,
los países involucrados en el conflicto habían gastado gran parte de las reservas de oro y creado papel
moneda en exceso para financiar las compras de material bélico.
Este abandono forzado del patrón oro generó un fuerte proceso inflacionario. Por esa razón,
después de la guerra, la Conferencia Internacional de Ginebra en 1922, el Gold Exchange Standard, que se
había comenzado a utilizar a partir de 1918. De esta manera, la moneda de cada país ya no estaba
vinculada directamente al oro, sino a una moneda central, definida y convertible en dicho metal. A partir
de entonces, hubo dos monedas convertibles en oro, la libra esterlina y el dólar, que fueron las que
posibilitaron y ampliaron la base de los intercambios internacionales. El mismo oro dejó de circular entre
el público, pasando a jugar un papel de reserva nacional, al igual que las divisas.
La vulnerabilidad de este sistema monetario bipolar consagraba el debilitamiento británico a nivel
mundial y el ascenso de los Estados Unidos. La regulación internacional dependía del control y la
coordinación de los dos grandes centros capitalistas y de la confianza que les concedieron los demás

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países. A ello hay que sumarle la debilidad de las naciones deudores sometidos a las disponibilidades del
sistema bancario norteamericano, dado que no existía un organismo financiero internacional.
La situación de los grandes mercados internacionales de materias primas y de productos agrícolas
e industriales era también precaria en los años ’20. La posguerra se caracterizó por las reorientaciones
comerciales y el reforzamiento del proteccionismo. Este, y la falta de liquidez ocasionada por el
restablecimiento de un tipo de patrón oro a través del Gold Exchange Standard condujeron a serias
dificultades en los mercados.
Sin embargo, en los Estados Unidos proseguía la euforia. El sistema bancario norteamericano
experimentó un notable crecimiento, a excepción de los ámbitos rurales, que se vieron afectados por la
gran superproducción impulsada por la extensión de las tierras de cultivo y la mecanización, lo que
generó una baja en los precios agrícolas. Con una mayoría de pequeños bancos independientes y un
reducido número de instituciones que concentraban la mayor parte de los depósitos internacionales, tanto
los empresarios como los pequeños inversores comenzaron a invertir en los circuitos de crédito y en la
especulación bursátil.
Se fue creando así un ambiente especulativo y la posibilidad de acceder a grandes fortunas en poco
tiempo. Los estadounidenses se lanzaron a la compra de acciones, favorecidos por el crecimiento de las
sociedades por acciones y el pago a plazos de las mismas sobre la base de los créditos de corto plazo.
Durante los “felices años 20s”, en los que aparentemente se vivía una expansión económica
generalizada, se mantuvieron una serie de problemas que evidenciaban la fragilidad del sistema. Entre las
dificultades se destacaron las tendencias proteccionistas establecidas al finalizar la guerra, que
obstaculizaron los intercambios internacionales. Las deudas y reparaciones de guerra que afectaron a
Alemania, la gran vencida en el conflicto bélico, y los bajos precios de los productos agrícolas que
generaron una profunda crisis agraria a nivel mundial.
Pero el dato más relevante para comprender la inestabilidad del mundo capitalista de aquellos
años fue, tal vez, la debilidad de las distintas monedas. Esto favoreció la existencia de una masa de
capitales errantes que se invertían a corto plazo en los mercados que en un momento determinado se
consideraban más rentables, perturbando la estabilidad de los sistemas de cambios y las balanzas de
pagos.
En medio de la gran expansión surgía lentamente la amenaza de la crisis sobre un sistema
económico acostumbrado a los beneficios inmediatos, sobre todo en los Estados Unidos. Por otra parte, se
estableció una contradicción entre producción y consumo, dado que éste no se cimentaba en los ingresos
de los sectores asalariados, sino en la multiplicación del consumo financiado a través del crédito. Además,
la gran desigualdad en la distribución del ingreso no permitía absorber el conjunto de la producción, y
esto se notaba especialmente en los sectores rurales.
La especulación bursátil, estimulada por la abundancia de capitales en busca de beneficios rápidos,
se disparó sobre todo, a partir de 1927. El valor de las acciones se duplicó entre 1927 y 1929 sin que se
correspondiera ni con las expectativas empresariales de beneficios ni con el dinamismo de la producción.
Esta situación, alimentada por los circuitos financieros, hacía que la actividad bursátil actuara en forma
independiente de la actividad económica general y, tras ella, arrastraba a banqueros, empresarios y
también pequeños inversores.
El presidente de los Estados Unidos en su último mensaje en diciembre de 1928, señalaba con
orgullo: “Ninguno de los Congresos de los EE.UU hasta ahora reunidos tuvo ante sí, una perspectiva más
favorable como las que se nos ofrece en los actuales momentos. Por lo que respecta a los asuntos internos
hay tranquilidad y satisfacción y, el más largo período de prosperidad”. En cierto sentido tenía motivos
que alimentaban ese pensamiento: como la depresión posterior, el auge económico de los años 20s fue
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una extensión y una magnitud poco comunes, por lo que hizo creer no solo a presidentes, sino a algunos
de los economistas y empresarios más destacados de la época, en la soñada era del “progreso continuo”.
Razones no faltaban. Durante toda la década, la productividad (favorecida por los cambios en los
sistemas de producción, el taylorismo y el fordismo), había aumentado más rápidamente en los Estados
Unidos que en los países deudores, acentuando también la ventaja competitiva de las actividades
comerciales norteamericanas y las dificultades de los países deudores para saldar sus deudas. Y, en
relación con el dólar, los EE.UU. fueron adquiriendo activos en moneda extranjera con una rapidez tal, que
no tuvo paralelos con ninguna otra experiencia similar hasta la actualidad.
Hacia fines de la década de 1920, los empréstitos e inversiones directas de los Estados Unidos en
el exterior habían acumulado activos líquidos en cuentas particulares por un valor aproximado a los 80
mil millones de dólares. Pero, los crecientes desequilibrios estructurales del sistema financiero
internacional tendían a impedir la continuidad de ese proceso, sobre todo teniendo en cuenta las
tentativas de los gobiernos para restablecer el patrón oro de sus monedas bajo diversos criterios de
convertibilidad.
El sistema internacional de pagos, ligados nuevamente al oro con el Gold Exchange Standard, y
estructurado para regular los cambios entre economías con tasas de desarrollo más o menos homogéneas
y balanzas de pagos relativamente integradas, terminó por registrar y multiplicar las descompensaciones
debidas a las medidas defensivas de las distintas economías nacionales que ya no eran simétricas y
homogéneas. La libra esterlina se mantuvo constantemente sobrevaluada y el franco subvaluado; los
EE.UU. y Francia con superávit en la balanza comercial y una situación favorable en la balanza de pagos,
ejercieron un acaparamiento de oro sustrayéndolo a los países más débiles.
Fugas de capitales y préstamos a corto plazo con movimientos incontrolados de un país a otro,
capaces de hacer caer la paridad de la moneda y el nivel de las reservas en oro, fueron la respuesta a la
misma inestabilidad monetaria y política que estaban alimentando. Por otra parte, las inversiones de
capitales que atravesaban las fronteras estatales, asumieron un carácter cada vez más especulativo y de
corto plazo. Al movilizarse entre las plazas financieras del mundo en busca de una mayor rentabilidad, los
movimientos de capitales especulativos ejercieron una peligrosa presión sobre las reservas de oro y de
divisas de los diferentes países.
Ante este contexto, cualquier fluctuación brusca y repentina que afectara a los mercados
estadounidenses generaría una suspensión de los empréstitos externos y el desmoronamiento de toda la
compleja estructura en que se basaba el restablecimiento del comercio mundial. También jugó un papel
preponderante en las transformaciones económicas de la época, la sistemática elevación de los aranceles
estadounidenses que, combinados con la creciente disociación entre las exportaciones de capital respecto
de las exportaciones de mercancías, crearon un verdadero ahorcamiento (cuello de botella) difícil de
superar.
Es que, en los años 20s, los capitales fluyeron hacia otras áreas industriales, como Alemania y
hacia los países periféricos, pero para financiar la producción de bienes de escasa importancia en cuanto a
la capacidad de exportar del país receptor. Es decir que, a diferencia de las inversiones británicas, que
tendían a incrementar la producción de los países exportadores de materias primas, las inversiones de los
estadounidenses en otras naciones, no incrementaban las exportaciones, es decir, se destinaban más bien
a satisfacer la demanda de sus mercados internos.
Es cierto que la industria alemana incrementó notablemente su productividad como consecuencia
de los préstamos norteamericanos de posguerra, pero el problema principal lo constituía la devolución de
esos fondos, y esta cuestión reflejaba los cambios que se estaban produciendo en la división internacional
del trabajo. En el Siglo XIX, el Reino Unido era un mercado con ilimitadas posibilidades para adquirir los
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productos de los países a los que financiaba, pero éste no era el caso de los Estados Unidos, pues para
pagar sus deudas con el país, Alemania debía vender sus productos en un mercado mundial muy
restringido, a fin de obtener las divisas necesarias. Difícilmente lo podía hacer en el mercado de EE.UU.
por la política proteccionista.
Por otro lado, para que los Estados Unidos pudieran hacer efectivos sus créditos, debían
incrementar sus importaciones o reducir sus exportaciones. Esta situación demuestra que la exportación
de capitales se convirtió en un verdadero bumerán al transformarse en uno de los principales
desencadenantes de la crisis de 1929.
El sistema internacional de pagos de posguerra fue creando una serie de descompensaciones,
sobre todo porque los Estados Unidos se habían transformado, al mismo tiempo, en el principal
exportador de mercancías y capitales, mientras que poderosos intereses sectoriales norteamericanos no
permitían una apertura del mercado a la importación de productos europeos o de otros países.
Todos estos hechos fueron llevando a la crisis desencadenada el 24 de octubre de 1929, con la
caída de los valores de la Bolsa neoyorquina. La especulación, basada en una increíble prosperidad que
parecía no tener fin, había llevado el valor de los títulos negociados en Wall Street a casi el equivalente del
ingreso nacional norteamericano. Cuando se produjo el pánico, 38 millones títulos se ofrecieron a la venta
en sólo tres días.
Sin embargo, el auge que precedió a la crisis no fue puramente especulativo y superficial. Coincidió
con cambios tecnológicos de significación, como la aparición de nuevas industrias, la mecanización
acelerada, la racionalización del trabajo, la estandarización de la producción y un fuerte proceso de
concentración industrial. Quizás por eso la crisis del ’29, ha sido calificada por algunos economistas, como
“crisis de estructura”. Lo cierto es que, contrariamente a lo que había ocurrido en el pasado, las fuerzas
económicas del mercado por sí solas, no pudieron remontar la situación. Solo tras la intervención de los
distintos gobiernos, primero y, el estallido de la Segunda Guerra Mundial, después, posibilitaron el nuevo
despegue.
Mientras duró la exportación de capitales a Europa, ésta sirvió de contrapeso a la carencia de
capitales y a la exigua salida de las exportaciones europeas, e hizo posible la rápida reconstrucción del
viejo continente. Apenas estos capitales se retiraron, Europa (sobre todo Alemania) sufrió una
generalizada deflación (situación de exceso de oferta que puede provocar una disminución generalizada
de precios o una recesión económica), que se agravó con la agudización de las barreras proteccionistas. De
este modo, los movimientos de la economía norteamericana y del resto del mundo, en lugar de
compensarse, se deprimieron recíprocamente.
Al estallar la crisis, la confianza en que el funcionamiento de los mecanismos de mercado
permitiría lograr un pronto retorno al equilibrio, inhibió por cierto tiempo la implementación de políticas
públicas anti – cíclicas. Sin embargo, dado que, en gran medida, la crisis se relacionaba con las
transformaciones de los procesos productivos en el marco de normas de consumo y de distribución de
ingresos más acordes a la capacidad productiva del pasado, hubo un incremento de stocks no planeados,
es decir, de bienes que no podían venderse.
La respuesta de los empresarios ante estos problemas consistía en reducir su producción,
despidiendo una parte de su plantel de obreros y reduciendo los salarios para ajustar el costo de
producción a los precios declinantes por causa de la sobreoferta. Este comportamiento, racional desde un
punto de vista microeconómico, no lo era desde la perspectiva macroeconómica. La desocupación y la
reducción de salarios contraían, aún más, la demanda, agravando el problema que se pretendía combatir.
La espiral deflacionaria era impulsada, además, por las medidas defensivas aplicadas por la
mayoría de los países, ya sea mediante tarifas proteccionistas (para defenderse de la caída internacional
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de precios), o a través de devaluaciones y controles de cambio (para contrarrestar las fugas de capitales y
los retiros de préstamos de corto plazo). Los efectos, durísimos para la ocupación y el ingreso, no fueron
sólo consecuencias de las políticas restrictivas de los distintos gobiernos, basados en conceptos de la
ortodoxia financiera, sino que se multiplicaron rápidamente en un sistema económico desprovisto de
organismos capaces de mediar entre las distintas políticas.
La crisis financiera provocó el quebranto de muchas empresas industriales y comerciales y la
liquidación de buena parte del sistema bancario, se contrajo el comercio internacional, la demanda
disminuyó y creció de forma acelerada la desocupación. Se había llegado a la depresión mundial.
Con patrón cambio oro, estabilidad monetaria, políticas económicas pasivas y una amplia libertad
en el mercado financiero, los movimientos de capital en los años ‘20s, en lugar de jugar un papel de
equilibrio entre los países deudores y acreedores, contribuyeron convergiendo con otros factores –como
la caída en los precios de los productos primarios y la fuerte declinación en la capacidad de importación
de los países deudores-, a desestabilizar la situación y desencadenar la crisis.

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