Tribus de Gor
Tribus de Gor
Tribus de Gor
ebookelo.com - Página 2
John Norman
Tribus de Gor
Crónicas de la Contratierra - 10
ePub r1.1
Titivillus 27.12.15
ebookelo.com - Página 3
Título original: Tribesmen of Gor
John Norman, 1976
Traducción: Francesc Reyes
Ilustración de cubierta: Boris Vallejo
ebookelo.com - Página 4
1. LA RESIDENCIA DE SAMOS
Alrededor del tobillo izquierdo de la muchacha se apretaban tres hileras de
campanillas doradas.
El suelo de aquella amplia sala era brillante, y reflejaba la luz de la antorcha. En
el rico mosaico que lo formaba se dibujaba un mapa.
Miré a la chica. Sus rodillas estaban ligeramente curvadas. Apoyaba el peso en
los talones, liberando las caderas. Su caja torácica se mantenía erguida, pero los
hombros caían, relajados. Lo mismo ocurría con sus músculos abdominales, que
estaban sueltos. La barbilla se levantaba, orgullosa. No se dignaba a mirarnos. Una
cabellera oscura se deslizaba por su espalda.
—Hay varias cosas que no entiendo —me dijo Samos en el momento en que
tomaba un gajo de fruta de larma y me lo llevaba a la boca—, pero debemos
averiguar qué hay en el fondo de todo esto. Es importante que lo hagamos.
Observé el amplio mapa del suelo de la estancia. Podía ver, en su parte superior,
el Glaciar Ax, Torvaldsland, Hunjer, Skjern, y Puerto Helmuts y, más abajo, Kassau y
los grandes bosques verdes, el río Laurius, Laura y Lydius y, más abajo todavía, las
islas, entre las que sobresalían Cos y Tyros. Veía también el delta del Vosk, y Puerto
Kar y, tierra adentro, Ko-ro-ba, y Thentis, en las montañas del mismo nombre,
famosa por sus bandadas de tarns. Al sur, entre otras muchas ciudades, distinguía
Tharna, la de las grandes minas de plata, la Cordillera Voltai, la Gloriosa Ar, y el
Cartius y, mucho más al sur, Turia, y las islas de Anango e Ianda, cercanas a la costa
de Thassa, en la que se encontraban los puertos libres de Schendi y Bazi. Sí, en ese
mapa podían distinguirse centenares de ciudades, promontorios y penínsulas, ríos,
lagos y mares.
Bajo las campanillas de metal dorado y la correa marrón, el tobillo de la
muchacha era moreno.
—Quizás te equivoques —le advertí—. Quizás tus sospechas no tengan
fundamento.
—Quizás —me respondió sonriendo.
En las esquinas de la estancia velaban los hombres de armas, con sus cascos y
espadas.
La muchacha vestía seda de danza goreana, que se deslizaba desde sus caderas
desnudas hasta los tobillos. Era una seda escarlata, vaporosa. Una esquina frontal de
la prenda estaba sujeta por detrás de su cadera, en la seda enrollada que le rodeaba la
cintura. Una esquina dorsal estaba sujeta de la misma manera, pero por delante, en la
cadera derecha. Un cinturón de poca clase en el que se superponían monedas de oro
ensartadas, rodeaba la parte baja de sus caderas. Un velo, que bajaba atado al dogal
de monedas desde su hombro derecho hasta el cinturón de sus caderas, nos encubría
su cuerpo. En los brazos lucía numerosas pulseras y brazaletes. En los dedos índice y
pulgar de cada mano llevaba ensartados unos platillos dorados. Un collar rodeaba su
ebookelo.com - Página 5
cuello.
—Por lo que me parece —dije llevándome otro gajo de fruta de larma a la boca
—, tienes información. ¿No es así?
—Sí —respondió Samos.
Dio una palmada, que provocó una reacción instantánea de la muchacha: levantó
los brazos con las muñecas vueltas hacia nosotros, espléndidamente tensa, alerta. A
un lado, los músicos se agitaron, preparándose para empezar a tocar. Tenían como
líder a un músico que tocaba el czehar.
—Y dime, ¿cuál es la naturaleza de tu información? —pregunté.
—Ven conmigo —dijo Samos.
Eché un último trago a la copa de Paga.
Samos pasó por entre las mesas bajas, inclinando la cabeza a sus caballeros de
confianza. Dos esclavas apenas cubiertas retrocedieron ante él de rodillas, con la
cabeza gacha, con las vasijas entre las manos.
A un lado, de rodillas, atada de pies y manos con correas de cuero negro que se
apretaban en círculos alrededor de sus pechos y de sus muslos, fijadas en éstos sus
muñecas con gruesas correas entrelazadas se hallaba una muchacha de piel blanca,
rubia, con expresión horrorizada.
Miré a la chica. Se la veía llena de terror.
—Dile que observe atentamente a una mujer de verdad, una mujer como aquélla
—me pidió Samos señalando a la bailarina goreana—, y que procure aprender a ser
hembra.
No hacía mucho que aquella muchacha había llegado a Gor. Samos la había
comprado por cuatro tarks de plata en Teletus, junto con varias más, por las que había
pagado diversas cantidades. Era la primera vez que salía de su encierro en jaula de
Samos. Llevaba la marca en el muslo izquierdo. Uno de los trabajadores del metal
empleados en la casa de mi anfitrión le había soldado un sencillo collar de hierro. Era
material de baja clase, y no merecía un collar con cierre. Me pareció que la hubiese
podido vender para que ayudase en las ollas. Pero cuando la miré con más atención,
mientras ella apartaba la mirada tristemente, pensé que quizás se le podría sacar algún
partido. Sí, quizás podría aprender.
La muchacha rubia agachó la cabeza. Le hice un gesto al guardián que estaba tras
ella. Éste la agarró inmediatamente por los cabellos y, sin que parecieran importarle
los gritos de la chica, hizo que levantara la cabeza y la echase hacia atrás, para
mirarme.
Señalé a la bailarina.
La muchacha la miró, horrorizada, ofendida, escandalizada. Se agitó,
estremeciéndose entre las correas que la aprisionaban. Sus puños estaban unidos a los
muslos por las sujeciones de la parte posterior del arnés.
—Mírala bien, esclava —le dije en inglés—. Ésa es una mujer de verdad.
El nombre de esa muchacha había sido Priscilla Blake-Allen. Su nacionalidad
ebookelo.com - Página 6
había sido la americana. Más tarde la habían marcado, y ahora no era más que una
propiedad desprovista de nombre en la casa de un esclavista, sin que nada la
diferenciase de centenares de otras muchachas encerradas en las jaulas de abajo.
En ese momento, la bailarina empezó a moverse lentamente al son de la música.
—Ya no estás en la Tierra. Te adiestrarán. Las lecciones serán dolorosas o
placenteras, pero acabarás aprendiendo.
—¡Es tan degradante! —se lamentó.
—Aprenderás.
—¡Es tan sensual! —dijo la chica, con rabia—. Cuando la ven, los hombres sólo
pueden pensar en una mujer, nada más que eso.
—Aprenderás.
—¡No quiero ser una mujer! ¡Quiero ser un hombre! ¡Siempre he querido ser un
hombre!
Se agitaba en sus ataduras e intentaba liberarse, pero era en vano: las correas y las
anillas la sujetaban perfectamente.
—En Gor —le dije—, son los hombres quienes serán hombres. Y aquí, en este
mundo, son las mujeres quienes serán mujeres.
—No quiero moverme de esa manera —susurró.
—Aprenderás —insistí mirándola fijamente—. Aprenderás a moverte como una
mujer. Y también aprenderás a ser sensual.
Le di la espalda y, tras los pasos de Samos, abandoné la estancia.
—Tendrá que aprender goreano —observó Samos—, y deprisa.
—No te preocupes —le contesté—. Deja que se encarguen de ello las demás
esclavas y los latigazos.
—¿Ya sabes algo más sobre ella? —me preguntó Samos.
Me había encargado de interrogar a la chica cuando había llegado a la Casa de
Samos.
—Nada de particular —comenté—. Su historia es muy similar a muchas otras:
abducción, transporte a Gor, esclavismo. No alcanza a comprender qué le ha
sucedido. Y por el momento no parece conocer el significado del collar.
—Pero una de las cosas que has obtenido de ella parece de interés —dijo Samos,
caminando por delante de mí a lo largo de un profundo pasillo.
Nos cruzamos con una esclava, que antes de que pasáramos cayó sobre sus
rodillas y bajó la cabeza, dejando que sus cabellos tocaran las baldosas del suelo.
—Parece algo hecho al azar —comenté—, sin ningún sentido.
—Ciertamente, de por sí no tiene ningún sentido —dijo él, pero junto con otras
cosas me produce cierta aprensión.
—¿A qué te refieres? ¿Al comentario que oyó en inglés sobre el retorno de las
naves de esclavos?
—Exacto —dijo Samos.
En las jaulas había sometido a la muchacha a un duro interrogatorio. Le había
ebookelo.com - Página 7
obligado a recordar todos los detalles, incluso los más nimios, aquellos que parecen
desprovistos de significado. Cualquier información podía resultar de gran utilidad.
Una cosa nos había parecido extraña e inquietante. Yo no había comprendido gran
cosa, pero la preocupación se hacía evidente en el rostro de Samos. Él estaba mejor
informado que yo sobre los asuntos concernientes a los Otros, los kurii y los Reyes
Sacerdotes. La chica había escuchado ese comentario medio dormida, atontada, poco
después de su llegada a Gor. Atada, medio drogada, con la ajorca kurii de
identificación en su tobillo izquierdo, se encontraba tendida sobre su estómago con
otras chicas, sobre la hierba fresca de Gor. Las habían sacado de las cápsulas en las
que las habían transportado. Ella se había incorporado sobre los codos, con la cabeza
caída. Y recordaba vagamente que entonces le habían dado la vuelta y la habían
trasladado a otra posición en la línea, una posición determinada por la altura. Cuando
todas las muchachas estuvieron ensartadas, un hombre con un libro firmó un papel y
se lo entregó al capitán de la nave de esclavos. Ella había sospechado que se trataba
de un documento que registraba la mercancía que el capitán recibía. Parecía que el
capitán no ponía ninguna objeción al documento en el que se detallaba la mercancía.
Ella había intentado liberar su muñeca, débilmente, pero la anilla era más fuerte. En
ese momento, el hombre del libro le había preguntado al capitán si volvería pronto,
con un acento que a ella le había parecido goreano. Pero el capitán no hablaba
goreano, o eso le había parecido, y había dicho que no sabía cuándo volvería, pues
sabía que no habría más viajes hasta que no se recibieran órdenes expresas en ese
sentido. Ella sabía que posteriormente la nave había partido, y también era consciente
de la hierba que había bajo su cuerpo, y de la cadena que le cruzaba las piernas, y del
acero que le sujetaba la muñeca. Sintió que la cadena se movía, y supo que era
porque la chica que estaba atada a su lado derecho también se agitaba, intentando
liberarse de la anilla. Allí estaban, echadas sobre la hierba, a la sombra de los árboles,
ocultas. Desde el aire no se las podría ver, y no les estaba permitido incorporarse.
Una chica había gritado, e inmediatamente la habían azotado con un látigo. Priscilla
Blake-Allen no había osado gritar. Cuando se hizo de noche, las apiñaron en un carro.
—¿Por qué motivo habrían de interrumpir sus viajes las naves de esclavos? —
preguntó Samos.
—¿Una invasión, quizás? —sugerí.
—No, no lo creo. Si se preparase una invasión, los viajes de las naves
continuarían. Su interrupción pondría en alerta a los Reyes Sacerdotes, que se
asegurarían una buena defensa. No, no es recomendable en absoluto hacer que el
enemigo se preocupe por tus movimientos, ni provocar su alerta antes de un ataque.
—A mí tampoco me lo parece —admití—… a menos que los kurii pensasen que
un movimiento así distraería a los Reyes Sacerdotes, que podrían interpretarlo como
algo demasiado obvio, algo que no podía preludiar una guerra en toda la línea.
—Pero sin duda alguna —dijo Samos sonriendo—, ésta también es una
posibilidad que no se olvidarán de considerar los gobernantes de Sardar.
ebookelo.com - Página 8
Me encogí de hombros. Hacía mucho tiempo que no había estado en Sardar.
—Quizás signifique que están preparando alguna invasión —dijo Samos—. Pero
creo que los Kurii, que son criaturas racionales, no se arriesgarían a una guerra
abierta hasta que se asegurasen medianamente de sus resultados. Sospecho que hasta
ahora disponen de pocas informaciones. La organización de los nativos kurii, que
hubiese constituido un servicio de información espléndido, y que en principio seguro
que tenía esta misión, no les proporcionó demasiada información.
Sonreí. Los nativos kurii, que habían intentado la invasión una generación tras
otra, y que eran descendientes de los kurii de las naves, nunca habían podido pasar de
la línea de Torvaldsland.
—Creo que es algo diferente a una invasión —dijo Samos mirándome fijamente
—. Si no me equivoco, se trata de algo que haría innecesaria una invasión.
—No entiendo a qué te refieres.
—Te lo confesaré: tengo mucho miedo.
Le miré con curiosidad. Miré aquellas facciones angulosas, de expresión dura, de
piel quemada por el viento y la sal de Thassa, y aquellos ojos claros, y sus cabellos
blancos, casi rapados y los pequeños anillos dorados que colgaban de sus orejas. Los
colores de su tez habían desaparecido. Y yo sabía que aquel hombre podía
permanecer impávido ante un centenar de espadas.
—Me has dicho que sabías otras cosas.
—Sí, sé dos cosas que ahora verás. Sígueme.
Le seguí a través de varios corredores, y empezamos a bajar más y más escaleras
de su casa. Las paredes de los lados cada vez eran más húmedas, y pronto pude
deducir que estábamos por debajo del nivel de los canales. Pasamos a través de
puertas barradas, severamente vigiladas. Se nos pedían diferentes contraseñas, según
el nivel y las partes de la casa. Todos los días las cambiaban. En algunos tramos
pasábamos por galerías de jaulas. Algunas, con barrotes trabajados y finamente
decorados, con cortinas carmesíes que colgaban a los lados, con recipientes de cobre,
con alfombras, abundantes cojines y lámparas, parecían muy confortables. También
había jaulas ocupadas por más de una chica, y a algunas de entre ellas les estaban
permitidos los cosméticos y las sedas de esclava, aunque por regla general en las
jaulas siempre están completamente desnudas, como esclavas que son, y sólo visten
sus collares y marcas.
—Aquí es —dijo Samos al llegar al extremo del corredor, uno de los más bajos de
las jaulas. Pronunció la contraseña, y la gruesa puerta metálica se abrió. Entreveíamos
otro corredor, pero éste era mucho más corto. Era oscuro, húmedo. Samos tomó la
antorcha que le tendía el guardia y fue hacia una de las puertas. Miró por la rendija,
manteniendo alzada la antorcha, y luego echó hacia atrás el cerrojo para finalmente,
agachándose, entrar en la celda. El interior hedía a excremento.
—¿Qué piensas de esto? —me preguntó levantando la antorcha.
La sombra encadenada no se movía. Samos tomó un palo que había al lado de la
ebookelo.com - Página 9
puerta, con el que el carcelero introducía el cazo con agua o comida en la celda.
La sombra parecía dormida, o muerta. No oía ninguna respiración.
Samos tocó la sombra con el palo. Como una flecha, esa forma se giró, con los
ojos brillantes, y lo mordió. Inmediatamente, levantó sus más de trescientos kilos y
los desplazó todo lo que las seis cadenas, cada una sujeta en un lugar diferente de la
pared, le permitieron. Las cadenas tiraban una y otra vez de las anillas, tensas. Esa
cosa intentaba mordernos, y las zarpas emergían y se retraían una y otra vez de sus
apéndices en forma de tentáculo, con seis dedos. Observé aquel hocico plano y
correoso, y aquellos ojos de pupilas negras, con córneas amarillentas, y aquellas
orejas aplanadas sobre la testuz del animal, y el amplio orificio de su boca, erizada de
colmillos, lo suficientemente amplia para engullir la cabeza de un hombre. Las anillas
seguían estremeciéndose, pero aguantarían. Mi mano, que se había tensado sobre la
empuñadura de mi espada, descansó a un lado.
La bestia volvió a sentarse al lado del muro, observándonos. Pestañeaba,
deslumbrada por la luz de la antorcha.
—Es el primero que veo —dijo Samos.
Sólo una vez había visto la cabeza de semejante animal, en las ruinas de un
recinto de Torvaldsland, coronando una estaca.
—Es un kur, estoy seguro —dijo.
—Sí —le confirmé—. Es un kur adulto.
—Por lo que podemos saber, no es más que una bestia, un animal irracional.
La bestia gruñó, mostrándonos sus colmillos.
—¿Dónde lo has encontrado? —pregunté.
—Se lo he comprado a unos cazadores. Lo habían capturado al sudeste de Ar, y
se dirigía hacia el sudeste.
—Eso no parece nada probable —observé—. Muy pocos goreanos osarían
avanzar en esa dirección.
—Eso es cierto —dijo Samos—. Conozco la arrogancia de los jefes cazadores.
Sus manifestaciones fueron muy claras. Seis hombres murieron en la captura.
La bestia seguía sentada, soñolienta, y nos miraba.
—¿Y por qué razón crees que un kur se aventuraría en un lugar así? —pregunté.
—No lo sé —dijo Samos encogiéndose de hombros—. No hemos podido
comunicarnos con él. Es posible que no todos los kurii sean racionales. Quizás éste y
otros más sean simplemente bestias peligrosas, nada más.
Miré a los ojos de la bestia. Sus labios se deslizaron un poco hacia atrás. Sonreí.
—Le hemos pegado —dijo Samos—. Le hemos azotado, y le hemos pinchado. Y
también le hemos dejado sin comida.
—¿Habéis probado con la tortura?
—Tampoco respondió con la tortura. Creo que es irracional.
—¿Cuál era tu propósito? —le pregunté a la bestia—. ¿Qué misión tenías?
La bestia no respondió.
ebookelo.com - Página 10
—Volvamos a la estancia —dije incorporándome.
—De acuerdo —dijo Samos.
Y acto seguido abandonamos la celda.
Cuando regresamos, los hombres levantaron sus copas en señal de saludo a
Samos. Nosotros respondimos a sus saludos.
Dos guardianes sostenían entre sí a una esclava de piel oscura, de larga y negra
cabellera. Llevaba los brazos fuertemente atados a los lados, y las muñecas cruzadas
y sujetas por detrás. Los dos guardianes la empujaron hacia delante.
—Es una muchacha de mensaje —dijo uno de ellos.
Samos me dirigió una rápida mirada. Después, dirigiéndose a uno de los que se
hallaban en la mesa, que vestía el atuendo de los médicos, dijo:
—Obtén el mensaje.
Y después, dirigiéndose a la chica, dijo:
—Arrodíllate.
La chica, siempre entre los dos guardianes, obedeció.
—¿De quién eres?
—Tuya, amo —dijo ella, dando la respuesta habitual en las muchachas portadoras
de mensajes.
—¿Y de quién eras?
—Un comprador anónimo me adquirió en las jaulas públicas de Tor.
—¿Y no sabes quién te compró, ni por qué razón? —preguntó Samos.
—No, amo.
No debía conocer el mensaje que transportaba.
—¿Cuál es tu nombre?
—Veema, si así lo quiere mi amo.
—¿Qué número tenías en las jaulas de Tor?
—El 87432, amo.
El miembro de la Casta de los Médicos, acompañado por otro hombre que
sostenía una vasija, puso sus manos en la cabeza de la chica, que cerró los ojos.
—Por lo que veo —le dije a Samos—, no sabes quién puede haberte enviado este
mensaje, ¿no es así?
—Exactamente —respondió él.
El médico recogió y levantó la cabellera morena de la chica, y le colocó la
cuchilla de afeitar en el cogote. Ella había inclinado hacia delante la cabeza.
Samos se volvió, y me señaló a un hombre que se hallaba sentado al otro extremo
de una de las mesas bajas. No bebía vino, ni Paga. Era uno de esos hombres que muy
raramente se ven en Puerto Kar, vestido con un kaffiyeh y un agal. El kaffiyeh es un
pañuelo cuadrado, doblado en un triángulo, que se pone sobre la cabeza, con dos de
sus esquinas cayendo sobre los hombros, mientras que la tercera cae sobre la parte
posterior del cuello. Se ata a la cabeza con varias vueltas de cuerda, llamada agal. La
forma y fabricación de la cuerda indican la tribu y el distrito a los que pertenece
ebookelo.com - Página 11
quien la lleva.
Fuimos hacia aquel hombre, y cuando estuvimos a su lado Samos dijo:
—Éste es Ibn Saran, mercader de sal en el puerto fluvial de Kasra.
La sal roja de Kasra, llamada así por el puerto en que la embarcaban, tenía una
gran fama en Gor. La traían de canteras y minas secretas, bien oculta y escondida en
el interior de pesados cilindros a lomos de kaiilas de carga. Cada cilindro, atado a
otros, pesaba unos veinte kilos, lo que en medidas goreanas son diez piedras. Una
kaiila fuerte podía transportar unos dieciséis cilindros, pero la carga normal era de
diez. Eso cuando están bien cargadas, naturalmente, porque una carga mal colocada,
por pequeña que sea, pesa mucho más.
—En los pasados meses, Ibn Saran ha escuchado algo inusual —dijo Samos—.
Yo lo he sabido por un capitán, que tiene un conocido con el que habló recientemente
en el muelle de la sal.
—El noble Samos me ha ofrecido su hospitalidad —dijo Ibn Saran—. Su
amabilidad no tiene límites.
Le tendí la mano a Ibn Saran y él, inclinándose dos veces, frotó la palma de su
mano con la mía otras dos veces.
—Es un placer para mí conocer a los amigos de mi amigo Samos de Puerto Kar
—dijo Ibn Saran—. Que tus bolsas de agua nunca se vacíen. Que tengas siempre
agua.
—Que tus bolsas de agua nunca se vacíen —dije a mi vez—. Que tengas siempre
agua.
—Noble Ibn Saran, si es de tu parecer —dijo Samos—, ¿por qué no le explicas a
mi amigo lo que oíste en Kasra?
—Es una historia que contó un cuidador de kaiilas, un niño. Su caravana era muy
pequeña. De repente, se habían encontrado en medio de una tormenta, y una kaiila,
enloquecida por el viento y la arena, rompió su traba y se adentro en la oscuridad. El
niño, de manera harto imprudente, la siguió, porque transportaba agua. Por la mañana
la tormenta había pasado, y el chico cavó una zanja de refugio. Los del campamento
organizaron la rueda.
Convendrá explicar lo siguiente: una zanja de refugio es una zanja estrecha de
algo más de un metro de altura y de unos cincuenta centímetros de ancho. Lo más
importante de estas zanjas de refugio es que resguardan del sol. La temperatura del
aire raramente rebasa los sesenta grados centígrados, y eso incluso en el país de las
dunas. Naturalmente, siempre se cava la zanja de refugio perpendicularmente al
camino del sol, pues así procurará la mayor cantidad de sombra en el período más
largo posible.
Lo que se denomina en el desierto «rueda» es un método de búsqueda. Los
pastores, los guardianes, y los cuidadores de kaiilas dejan el campamento y recorren
un radio de esa rueda imaginaria, dejando un espacio entre ellos. La longitud de estos
radios depende en gran parte de lo numerosa que sea la caravana. Una vez llegados a
ebookelo.com - Página 12
la distancia máxima, estos diferentes radios se ponen a girar sobre el eje constituido
por el campamento, todos en la misma dirección. En el caso que nos ocupa, y
suponiendo que ese muchacho conservara todos sus sentidos, en la persecución de la
kaiila no hubiese salido de la llanta de la rueda imaginaria de su caravana.
—A mediodía ya habían encontrado al niño —dijo Ibn Saran—. Al oír las
campanillas de la montura de un guardián, salió de la zanja de refugio y atrajo la
atención de aquel hombre, que le rescató. Naturalmente, se llevó unos buenos azotes
por haber abandonado la caravana. En cuanto a la kaiila, volvió por su propia
voluntad, en cuanto tuvo hambre.
—Y bien —observé—, ¿en qué queda esta historia?
—Lo importante es lo que encontró mientras perseguía a la kaiila —dijo Ibn
Saran—. En una roca encontró grabado este mensaje: «Alerta con la torre del acero».
Samos me miró, pero yo no podía entender de qué se trataba.
—Cerca de la roca, muerto —dijo Ibn Saran—, abrasado, ennegrecido, seco por
el sol, con un peso que debía ser muy semejante al de una mujer o un niño, había un
hombre. Había rasgado sus propias vestiduras y había bebido arena.
No debía haber sido una muerte tranquila. Sin duda habría fallecido con la razón
perdida, loco, creyendo que había encontrado agua.
—Ese hombre, a juzgar por el equipo que se le encontró —dijo Ibn Saran—, era
un bandido.
—¿Y no se encontró a ninguna kaiila? —pregunté.
—No —respondió Ibn Saran.
—¿Desde dónde venía ese hombre? —pregunté—. ¿Cuánto tiempo llevaba en el
desierto?
—Lo ignoro —dijo Ibn Saran—. Tampoco sé si conocía el desierto o no, ni de
cuánta agua disponía.
Sí, aquel hombre podía haber atravesado miles de pasangs antes de que la kaiila
muriese, o hubiese huido.
—¿Cuánto tiempo llevaba muerto? —pregunté.
—¿Un mes? —dijo Ibn Saran sonriendo irónicamente—. ¿Un año?
En el desierto, la descomposición tiene lugar con gran lentitud. Se habían
encontrado cuerpos perfectamente conservados de hombres que habían muerto el
siglo pasado. En el desierto es difícil encontrarse con esqueletos, a menos que se trate
de cuerpos saqueados por los carroñeros, ya sean aves o de cualquier otro tipo.
—«Alerta con la torre del acero» —repetí.
—Ése era el mensaje que habían grabado en la roca —dijo Ibn Saran.
—¿Y no existía ninguna indicación que nos permitiera averiguar de dónde venía
ese hombre? —pregunté.
—No —respondió Ibn Saran.
Samos se levantó y se despidió de Ibn Saran tocándole dos veces la palma de la
mano derecha. Yo ya había notado que sólo comía con esa mano. Era la mano de la
ebookelo.com - Página 13
comida, y la de la cimitarra. Se alimentaba solamente con la mano que, al empuñar el
acero, podía mancharse de sangre.
—La muchacha de mensaje está lista —dijo el hombre que vestía las prendas
verdes de los médicos.
Después de decir esto, se volvió al hombre que aguardaba a su lado, echó la
cuchilla de afeitar en la vasija y se secó las manos con una toalla.
La muchacha, atada, se hallaba arrodillada entre los guardianes. En sus ojos había
lágrimas. Le habían afeitado la cabeza, completamente. No sabía qué podían haberle
escrito en ella. Para enviar esta clase de mensajes se escoge a muchachas que no
saben leer. Hacía tiempo ya que le habían afeitado la cabeza por vez primera, para
tatuarle el mensaje sobre el cráneo. Luego pasaron unos meses, y los cabellos le
habían vuelto a crecer, y nadie más que ella sabía que portaba un mensaje, y aunque
ella lo sabía, no hubiera podido interpretarlo. Incluso aquellos que la habían dejado
en la Casa de Samos a cambio de unas monedas debían haberla considerado una
muchacha más, otra propiedad del esclavista.
Leí el mensaje. Sólo decía «Cuidado con Abdul». No sabíamos de dónde podía
venir, ni quién había podido enviarlo.
—Llevad a la chica a las jaulas —ordenó Samos a los guardianes—. Borrad el
mensaje de su cráneo con agujas.
Los guardianes hicieron que la muchacha se levantara, y ella miró a Samos.
—Una vez lo hayáis hecho —continuó disponiendo el esclavista—, empleadla en
las tareas bajas de las jaulas. Que sea una esclava de limpieza. Un mes antes de que le
haya vuelto a crecer el cabello y podamos venderla, lavadla y metedla en una jaula de
estimulación, para adiestrarla intensivamente.
La chica le miraba, implorante.
—Y después, vendedla.
Las jaulas de estimulación tienen bonitos barrotes, pero su principal característica
es la baja altura del techo: escasamente un metro y medio. La esclava no puede
permanecer derecha en su interior sin inclinar la cabeza, como en señal de sumisión.
En este tipo de jaulas, y en el adiestramiento que se realiza fuera de ellas, no se le
permite a la esclava que mire directamente a los ojos de un hombre, ni siquiera a los
ojos de un esclavo. De esta manera, las muchachas adquieren conciencia extrema de
los hombres.
Cuando la chica desapareció por la puerta, empujada por los dos guardianes, me
volví hacia Samos y le pregunté:
—¿Quién es Abdul?
Samos me miró, confundido.
—Lo ignoro —dijo antes de volverse y dirigirse al lugar que ocupaba en la mesa
baja.
Los demás comensales no nos prestaban demasiada atención. Todos los ojos
estaban puestos en la bailarina de cabellos oscuros, en aquella diáfana falda de seda
ebookelo.com - Página 14
escarlata que ondulaba por encima de sus caderas. Sus manos se movían como si
recogiese flores del muro de un jardín. Casi se podía decir que veíamos las plantas
trepadoras de las que arrancaba con delicadeza, pero también con ansia, las flores que
luego colocaba entre sus labios. De vez en cuando se apretaba contra aquella pared
imaginaria que la aprisionaba. Finalmente se volvió, y siguió desarrollando su danza
íntima, como si estuviera sola.
—En todo esto hay demasiadas cosas que parecen desprovistas de sentido —dijo
Samos—. Y es evidente que deben tener alguno, que hay algo que las explica —
siguió diciendo mientras picaba en la mesa con un palillo de diseño turiano—.
Últimamente no ha ocurrido gran cosa en la guerra de los Reyes Sacerdotes y los
Otros, ¿no es así?
—Con los enemigos silenciosos hay que estar muy alerta —dije.
—Eso es cierto —dijo Samos sonriendo.
Señaló a la chica americana, cubierta tan sólo por los arneses de cuero, que se
hallaba a nuestra derecha, con un guardián a cada lado, con los extremos de sus
pesadas espadas apoyados en el suelo embaldosado. Sus muñecas estaban atadas con
correas de cuero, fijas y tensas en las sujeciones del arnés a la altura de los muslos.
—Por esta esclava hemos sabido que los viajes para traer esclavos desde la Tierra
han cesado hasta nueva orden.
—¿Es cierto que esos viajes se han interrumpido?
—Sí —me respondió Samos—. Según las informaciones de Sardar que hemos
obtenido, así es. No ha habido ni una detección, ni tan siquiera una búsqueda, en tres
semanas.
—Además —añadí—, ha pasado a tu propiedad una bestia cautiva, que es sin
duda un kur.
—Pero parece irracional, con lo que sólo se trataría de una bestia.
—Creo firmemente que es racional —afirmé—. Sospecho que su inteligencia es
igual a la nuestra, cuando no mayor.
Samos me miró con curiosidad.
—Naturalmente —proseguí—, no es capaz de articular las palabras del goreano.
Eso es algo que muy pocos kurii pueden hacer. Es algo que les resulta
extremadamente difícil.
—Pero, ¿eres consciente de la dirección en la que viajaba? —me preguntó Samos.
—Sí —respondí.
—Es muy extraño.
Efectivamente, la bestia había tomado la dirección sudeste de Ar, y ya se
desplazaba en dirección sudeste. Si hubiese seguido, habría llegado más allá de las
estribaciones orientales del Voltai, y hacia el sur. Era increíble.
—¿Quién es capaz de adentrarse en lugares como ése? —preguntó Samos.
—Las caravanas, cuando deben cruzarlo —respondí—. Y los nómadas, cuando se
ven obligados a apacentar a sus verros y no encuentran hierba para los animales.
ebookelo.com - Página 15
—¿Y quién más? —insistió Samos.
—¿Los locos? —sugerí sonriendo.
—¿O quizás aquellos que tienen algún propósito definido? ¿Los que tienen algo
que hacer, quién sabe qué, en esas inmediaciones?
—Quizás —admití.
—¿Alguien que tuviese una misión concreta, que sabía perfectamente lo que
debía buscar?
—Pero allí no hay nada —dije—, y solamente los locos pueden adentrarse en el
área que queda fuera de las rutas marcadas por las caravanas, que van de oasis a
oasis.
—Un cuidador de kaiilas, un niño perdido —dijo Samos—, encontró una roca. Y
en esa roca estaba escrito: «Alerta con la torre del acero».
—Y la muchacha de mensaje —dije—. Por lo que veo, no sabemos quién es ese
Abdul del que debemos protegernos.
—No —dijo Samos, confundido—. No conozco a ningún Abdul.
—¿Quién puede haber enviado ese mensaje? ¿Por qué razón?
—No lo sé —dijo Samos.
Samos se levantó de la mesa y se dirigió hacía el suelo en el que se dibujaba un
mapa. Le seguí.
Se detuvo en un punto de aquel suelo. Yo le miré.
—Sí —dijo—, en alguno de estos lugares.
Miré a sus pies, a los intrincados dibujos del mosaico, a los centenares de pedazos
de cerámica que lo conformaban. En el área que señalaba Samos eran oscuros y
marrones. Aquellos pedazos de cerámica parecían blandos, lustrosos, a la luz de la
antorcha. La bailarina, que habíamos dejado a nuestras espaldas, continuaba
moviéndose ante las mesas bajas. Los ojos de los hombres brillaban de deseo. Ella
danzaba ante cada uno de ellos, como exclusivamente para cada uno de ellos.
—Hay algo que todavía no te he dicho —me advirtió Samos.
—¿De qué se trata? —pregunté.
—Los kurii han enviado un ultimátum a Sardar.
—¿Un ultimátum? —pregunté, extrañado.
—«¡Ríndete, Gor!». Eso decía.
—No me parece que tenga demasiado sentido —comenté—. ¿Existe alguna razón
por la que este mundo debiera rendirse a los kurii?
—Parece una locura —dijo Samos.
—Pero los kurii no están locos —advertí—. ¿No se especificaba ninguna
alternativa?
—Ninguna —dijo Samos.
—«¡Ríndete, Gor!» —repetí—. Es muy extraño.
—Parece la orden de un loco —dijo Samos.
—Pero, ¿y si no lo es?
ebookelo.com - Página 16
—Por eso tengo miedo.
—¿Y qué ha respondido Sardar? ¿No han repudiado este mensaje, despreciando
la ridícula prepotencia de su petición?
—Misk, un Rey Sacerdote que ocupa un cargo importante en Sardar —dijo
Samos sonriendo—, les ha pedido a los kurii que ofrezcan detalles más específicos.
—Lo hace para ganar tiempo —dije sonriendo.
—Naturalmente.
—¿Y cuál fue la respuesta, si es que existió? —pregunté.
—Una repetición del primer mensaje: «¡Ríndete, Gor!» —dijo Samos—. Según
tengo entendido, después se hizo el silencio en las comunicaciones.
—¿Y no se ha podido oír nada más de los kurii? —pregunté.
—Nada más —dijo Samos.
—Creo que no se trata más que de una artimaña de los kurii —dije—. Los Reyes
Sacerdotes no deben haberlo entendido así, porque habitualmente son muy
racionales, incluso excepcionalmente lógicos. Sus mentes rara vez piensan en
términos de desafíos sin garantía, de estrategias psicológicas o de falsas alertas.
Samos se encogió de hombros.
—A veces —continué— creo que los Reyes Sacerdotes no entienden a los kurii,
que no alcanzan a comprenderlos. Quizás es porque son una forma de vida demasiado
remota para ellos. Quizás sea porque no tienen ni las pasiones, ni las energías, ni los
odios suficientes para entender a los kurii.
—Ni a los hombres —dijo Samos.
—Ni a los hombres —coincidí.
—El camino del kur que capturaron —dijo Samos apuntando a un lugar en
concreto— le habría llevado aquí.
—¿Quizás intentase cruzarlo? —pregunté.
Samos apuntó con su dedo índice al oeste de Tor.
—No —dijo—. Si hubiese tenido ese propósito, lo lógico habría sido describir un
círculo para evitar este área por los caminos del oeste de Tor. Allí habría encontrado
agua en abundancia.
—Para sobrevivir al este de Tor se necesita disponer de una caravana, y de guías,
¿no es así? —pregunté.
—Claro —dijo Samos—. La bestia, en cambio, iba sola. Todo esto me hace
sospechar una cosa: que el destino de la bestia no estuviese más allá de este área, sino
dentro de ella.
—Pero eso es increíble… —objeté.
—Todo esto es un misterio, y la respuesta está aquí.
Miré hacia el lugar que Samos señalaba. Eran esos parajes tan temidos en Gor. En
el mapa, allí, en el suelo, no ocupaba más que un par de metros, pero en realidad se
trataba de una vasta extensión. A grandes rasgos, se puede decir que se trataba de un
enorme trapecio inclinado hacia el este. En su esquina noroeste se hallaba Tor. Al
ebookelo.com - Página 17
oeste de Tor, en el Fayeen Bajo, que como el Fayeen Alto era un afluente del Cartius,
en sus lentas corrientes serpenteantes, se hallaba el puerto fluvial de Kasra, muy
conocido por la sal que exportaba. Era en este puerto donde se encontraban los
almacenes de Ibn Saran, mercader de sal, en esos momentos huésped de Samos de
Puerto Kar. Así lo indicaban las cuerdas de su agal y las rayas de su chilaba.
Esa zona del este de Tor medía centenares de pasangs de ancho, y posiblemente
millares de largo. El nombre con el que se la conoce en goreano significa tan sólo «el
vacío», o «la tierra estéril». Es una extensión por lo general rocosa, accidentada por
colinas, salvo en la zona de las dunas. El viento sopla de manera casi constante, y el
agua falta casi por completo; en según qué zonas pasan siglos entre lluvia y lluvia. El
agua de los ríos subterráneos, procedentes de las vertientes de la Cordillera Voltai,
alimenta los oasis. Infiltrándose por debajo de la superficie, el agua brota en
ocasiones para formar oasis, debido a las formaciones rocosas o se obtienen de forma
más habitual, mediante profundos pozos, algunos de los cuales llegan a medir sesenta
metros de profundidad. Alguna de estas corrientes subterráneas emplea más de un
siglo y medio en recorrer todo el camino, desplazándose a veces a centenares de
metros bajo la ardiente superficie, solamente unos cuantos kilómetros al año, hasta
llegar a los oasis. Las temperaturas diurnas a la sombra son normalmente de unos
cincuenta grados centígrados, mientras que la temperatura de la superficie es,
naturalmente, mucho más elevada. En la zona de las dunas, si a algún desgraciado se
le ocurriese caminar descalzo durante el día, la arena le dejaría tullido, pues abrasaría
y consumiría sus pies en cuestión de horas.
—Aquí es donde está el secreto —dijo Samos señalando al mapa.
La bailarina giraba entre las mesas. De la misma manera se desplazó hasta donde
nos encontrábamos, con las manos encima de la cabeza. Delante de mí se contorneó
al son de la música.
—Me ordenaste que complaciera a los invitados de Samos —dijo—. Tú también
eres uno de esos invitados, amo.
La miré, con los párpados casi cerrados, mientras se esforzaba en hacerme
disfrutar. De pronto lanzó un gemido y se volvió: la música se aceleraba, acercándose
rápidamente a su clímax, y ella giraba enloquecidamente, en un estruendo de
campanillas y de percusiones primitivas, ante los invitados de Samos. Cuando la
música se detuvo, súbitamente, la chica cayó al suelo, y allí quedó, desamparada,
vulnerable, como una auténtica esclava. A la luz de la antorcha, su cuerpo brillaba
bajo el sudor. Jadeaba, y eso hacía todavía más bello su cuerpo, y sus pechos, que se
agitaban al ritmo de la ansiosa respiración. Su boca estaba abierta. La danza había
acabado, y ella apenas podía moverse ya. No habíamos sido demasiado amables con
ella. Levantó la vista hacia mí, y me tendió la mano. Yacía a mis pies.
Con un gesto, le indiqué que se arrodillara e inclinara la cabeza. Ella obedeció.
Sus cabellos se desparramaron sobre el mapa del suelo.
Toqué la porción del suelo que había contemplado junto con Samos. Miré
ebookelo.com - Página 18
detalladamente aquellas letras hechas en escritura goreana.
—Aquí está el secreto —dijo Samos, señalando al mapa—, en el Tahari.
Con delicadeza, tímidamente, la bailarina adelantó los brazos para tocar con las
manos mi tobillo. Me miraba con tristeza.
Hice una señal a los guardianes. Ella lanzó un grito de desesperación al ver que la
agarraban por los tobillos y la arrastraban por el suelo para finalmente lanzarla a las
mesas.
Dejaría que los demás le diesen calor.
Los hombres de las mesas lanzaron gritos alborozados.
Ya sacaría partido de ella cuando me complaciera.
La que una vez había sido Priscilla Blake-Allen, una mujer libre de la Tierra antes
de su esclavización, se levantó con dificultad, con los ojos llenos de horror, e intentó
retroceder, pero las manos de los guardianes le asían los brazos, y ella, una esclava
sin nombre hasta que a su amo se le antojase uno, no podía hacer nada, no podría salir
de aquella estancia.
Miró a su amo, Samos de Puerto Kar. Él también hizo un signo. La muchacha
lanzó un grito, y se debatió en su arnés.
Los esclavos la lanzaron por encima de las mesas, como a la bailarina.
Ibn Saran, el mercader de sal de Kasra, no se levantó de la mesa tras la que se
hallaba sentado con las piernas cruzadas. Sus ojos estaban medio cerrados. No
prestaba ninguna atención a la violación de las dos esclavas. Él también parecía
contemplar el mapa.
—Puedes utilizar a cualquiera de las dos chicas, Ibn Saran —dijo Samos.
—Gracias, noble Samos. Pero prefiero que sea mi tienda, con sus postes de
sumisión, el lugar en que le enseñe a una esclava a ser esclava.
—Yo me marcharé por la mañana —dije volviéndome a Samos.
—¿Quiere eso decir —preguntó Ibn Saran— que diriges tus pasos hacia el
Tahari?
—Exacto —dije.
—Ésa es también mi dirección —dijo Ibn Saran—, y yo también partiré por la
mañana. Quizás podríamos viajar juntos, ¿no crees?
—Muy bien —dije.
Ibn Saran hizo una reverencia, dio media vuelta y salió de la estancia.
—El kur —dije, refiriéndome a la bestia encerrada en los calabozos de Samos.
—Sí, ¿qué pasa con él?
—Suéltalo.
—¿Que lo suelte? —repitió, incrédulo.
—Sí, libéralo.
—¿Tienes intención de seguirlo?
—No.
Muy pocos humanos, poquísimos, podrían, en mi opinión, seguir durante mucho
ebookelo.com - Página 19
tiempo a un kur adulto. Son bestias ágiles y extremadamente inteligentes. Sus
sentidos son sorprendentemente despiertos. Sería muy difícil, por no decir imposible,
rastrear, durante semanas quizás, a un animal tan precavido, tan astuto, tan
desconfiado. En mi opinión, era casi suicida intentarlo. Tarde o temprano, la bestia se
daría cuenta de la persecución, y en ese punto el cazador se convertiría
inmediatamente en presa. Y su visión nocturna es soberbia.
—¿Ya sabes lo que haces? —preguntó Samos.
—Entre los kurii hay varias facciones —le dije—, y tengo el presentimiento de
que este kur puede ser nuestro aliado.
—Está bien. Liberaré al kur dos días después de tu salida de Puerto Kar.
—Quizás encuentre a la bestia en el Tahari —dije.
—No le deseo a nadie un encuentro como ése.
Eso me hizo sonreír.
—Así pues —dijo Samos—, ¿te vas mañana?
—No —respondí—, deberé partir antes de que se haga el día.
—¿No viajarás con Ibn Saran?
—No —respondí—. No confío en él.
—Yo tampoco —dijo Samos negando con la cabeza.
ebookelo.com - Página 20
2. LAS CALLES DE TOR
—¡Agua! ¡Agua! —gritaba el hombre.
—Dame agua —dije.
Vino hacia mí haciendo reverencias. Su aspecto era andrajoso, y su cara curtida
por el sol se arrugaba en una mueca que quería ser amable. Al hombro llevaba el odre
de piel de verro, y una docena de copas de latón colgaban de diversas correas y del
cinturón, tintineando constantemente. El hombro sobre el que apoyaba el odre estaba
húmedo. En su camisa rasgada, bajo las correas, se veían manchas de sudor. Desató
una de las copas de su cinturón y la llenó sin quitarse el odre del hombro. Llevaba un
turbante enrollado en la cabeza, de reps. Esos turbantes protegen la cabeza de los
rayos solares. Sus pliegues permiten que el calor y la respiración escapen,
evaporándose, y permiten también la entrada y la circulación de aire.
Tomé el agua, y le di al hombre un tark de cobre.
Mi olfato distinguió el olor de las especies y el sudor de Tor. Bebí lentamente. El
sol estaba alto.
Tor, ciudad que se localiza en la esquina noroeste del Tahari, es el principal punto
de abastecimiento de las dispersas comunidades de los oasis de esta extensión tan
árida. Es como un continente de piedra, de calor, de viento y de arena. Estas
comunidades, que a veces, dependiendo de la cantidad de agua disponible, son muy
numerosas y llegan a algunos centenares de miembros, cuando no millares, estas
comunidades, decía, se hallan a cientos de pasangs una de otra. Para abastecer sus
necesidades dependen de las caravanas que normalmente provienen de Tor, aunque a
veces vienen de Kasra, e incluso de Turia. A su vez, naturalmente, las caravanas
exportan los productos de los oasis. Los productos que proporcionan las caravanas
pueden ser de varios tipos: tela de reps, telas bordadas, sedas, alfombras, plata, oro,
joyas, espejos, colmillos de kailiauk, pieles y cueros labrados, plumas, maderas
preciosas, herramientas, agujas, sal, frutos secos y especies, pájaros de la jungla, que
se valoran como animales domésticos, armas, maderas bastas, láminas de estaño y de
cobre, té de Bazi, lana de hurt, látigos adornados, esclavas y muchas otras
mercancías. El principal producto de exportación de los oasis es el dátil, tanto suelto
como comprimido en barras. Algunas palmeras datileras sobrepasan los treinta
metros de altura. Antes de que empiecen a producir fruto son necesarios diez años,
pero una vez que llega este momento pueden seguir produciéndolo durante más de un
siglo. En el oasis también se lleva a cabo mucho trabajo de agricultura, o quizás sería
más correcto decir de jardinería, pero la mayoría de los productos resultantes no se
exportan.
Me dirigí hacia el bazar.
Conocía la espada ligera, y la kaiila sedosa y rápida. Eran cosas que había
aprendido con los Pueblos del Carro. Lo que no conocía era la cimitarra. Ese sable
corto que colgaba de mi hombro izquierdo, tal y como es normal, sería de uso muy
ebookelo.com - Página 21
limitado a lomos de una kaiila. Los hombres del Tahari no luchan sobre sus pies. En
tiempo de guerra, un hombre a pie en el desierto es un hombre muerto.
Por mi lado pasó un hombre con varios vulos vivos, sujetos por las patas, cabeza
abajo. Le seguía otro hombre cargado con una cesta de huevos.
Les seguí, pues era evidente que se dirigían a las calles donde se celebraba el
mercado, cerca de las cuales estaba el bazar. La arquitectura de Tor, organizada en
círculos concéntricos rotos por numerosas calles retorcidas y estrechas, estaba en
función de los radios de sus pozos. Una ventaja evidente de esta organización
municipal, aunque sea difícil afirmar que sea intencionada, es que el agua es la
porción de la ciudad más protegida, porque constituye su centro. Debo decir que el
agua abunda en Tor. No pude ver muchos, pero sé que riega numerosos jardines en
donde reina la sombra. Cadenas de esclavos arrendadas a sus dueños se encargaban
de llenar las cisternas de las mansiones. Los esclavos de la casa se encargaban luego
de distribuirla con mucho cuidado, bote por bote, en el jardín.
Había llegado a la parte inferior de la ciudad.
—¡Agua! —Oí gritar—. ¡Agua!
Me giré, y vi que tras de mí giraba el aguador, el mismo al que le había comprado
agua hacía un rato.
Junto a mí pasó una mujer cubierta con un velo. En el interior de su capa llevaba
a un niño al que iba dando de mamar mientras caminaba.
Seguí bajando por aquella calle empinada, en dirección al bazar y al mercado.
Había llegado a Tor hacía cuatro días, después de viajar en tarn hasta Kasra. Allí
vendí el ave, pues no quería llamar la atención en Tor, y un tarnsman la habría
llamado con toda seguridad. Desde Kasra había tomado un dhow, Fayeen Bajo arriba,
hasta que por ese río llegué a la población llamada Kurtzal, que está al norte de Tor,
por vía terrestre. Las mercancías a transportar desde Tor hasta Kasra se llevan a veces
primero a Kurtzal por tierra, para luego dirigirse hacia el oeste por el río. Kurtzal es
poca cosa más que un puerto de carga. En Kasra, al descender sobre ella con mi tarn,
había sido un guerrero, un tarnsman mercenario. Como una parte más de mi disfraz,
llevaba a una muchacha desnuda atada a mi silla, sin collar. Era rubia. Era una
bárbara, y ni siquiera sabía hablar en goreano. Me felicitaron por mi captura.
Enseguida visité a un trabajador del metal que pudiera hacerme un collar para la
presa que había obtenido. Samos y yo habíamos supuesto que nadie sospecharía de
un hombre con una muchacha semejante, tan basta, tan poco adiestrada, para quien la
esclavitud era algo tan nuevo.
—La capturé en el campamento de un esclavista —le dije al trabajador del metal.
—Sí —me había respondido él—, ya veo que la marca es reciente.
Pero cuando bajé por la estrecha pasarela del dhow que había tomado río arriba
desde Kasra hasta la población portuaria de Kasra, ya no era un tarnsman. Había
vendido al animal en Kasra, por cuatro discotarns de oro. Mis ropas eran ahora las de
un cuidador de kaiilas. Inclinado hacia delante bajo el peso de una gruesa bolsa de
ebookelo.com - Página 22
pelo de kaiila, llena de equipamientos. Lo primero que pisé al bajar a tierra fueron los
listones crujientes del muelle de Kurtzal. Pocos minutos después me encontraba en el
interior, con los pies cubiertos hasta los tobillos de polvo blanco. La que me seguía,
cubierta por una almalafa negra sólo podía haber sido mi compañera, la desgraciada
mujer libre que compartía mi pobreza. La almalafa es una prenda que cubre a la
mujer de pies a cabeza. A la altura de los ojos lleva una franja de fino encaje a través
de la cual puede ver el exterior. Sus pies estaban cubiertos por zapatillas negras sin
tacón, con puntera rizada y ribeteados con una fina raya plateada.
Nadie podía sospechar que bajo la almalafa, había una mujer desnuda con un
collar al cuello.
De Kurtzal a Tor viajamos en un carro de sal vacío.
Había traído a la señorita Blake-Allen, como así la nombraré a partir de ahora
para mayor facilidad, por un motivo adicional: las mujeres frías, de piel blanca, son
consideradas de interés por los hombres del Tahari. Les encanta enseñarlas a servir.
Para ello utilizan sus esteras de sumisión, que las convierten en esclavas que gritan su
condición. Además, las mujeres rubias y de ojos azules son raras en los distritos del
Tahari. Las que existen han sido importadas como esclavas. Su complexión y su color
de piel serían muy valorados en Tor, o en el interior, en el mercado de un oasis.
Samos estaba de acuerdo en todo ello. Sabíamos a ciencia cierta que los hombres del
Tahari pagarían cifras altas por el cuerpo y la persona de la señorita Blake-Allen.
También se me había pasado por la cabeza que, bajo determinadas circunstancias,
podía sacar buen provecho de ella canjeándola por informaciones valiosas.
En Kasra había averiguado el nombre del niño que había encontrado la roca del
mensaje. También supe el nombre del padre: Faruk, un comerciante de Kasra. Allí no
los pude encontrar, en contra de lo que planeaba, pero me dijeron que ambos se
hallaban en la región de Tor, adonde habían acudido para comprar kaiilas destinadas a
una caravana hacia la kasbah, o fortaleza, de Suleimán, de la tribu de los aretai, amo
de mil lanzas, Ubar del Oasis de Nueve Pozos.
Oí un gran griterío y después de pasar una puerta, me encontré en la plaza del
mercado.
Me crucé con dos vendedores de albaricoques y especias.
—Ven conmigo a la taberna de las Jaulas Rojas —me dijo un niño tirándome de
la manga.
Recibían un tark de cobre por cada cliente que hacían entrar por la puerta del
establecimiento. Le di al niño un tark de cobre, y salió corriendo.
Con mucho cuidado, empecé a abrirme paso entre la multitud.
De vez en cuando miraba a mi alrededor, como hacen los guerreros, que no
recorren grandes trechos sin girarse para ver qué hay detrás de ellos.
Cuando había llegado a Tor, alquilé inmediatamente uno de esos compartimentos
semejantes a cobertizos que se hallaban en el interior de los edificios de yeso
cercanos a las mesas de las caravanas. Habitualmente están disponibles siempre,
ebookelo.com - Página 23
excepto en la época de mayor calor del verano, cuando pocas caravanas se aventuran
en las extensiones del desierto. Se llegaba a mi estancia subiendo una pequeña y
estrecha escalera de madera que se encontraba entre dos muros e iba a dar a un largo
pasillo, iluminado por una lámpara de aceite de tharlarión. A ambos lados del pasillo
había varias puertas, aparte de la mía, correspondientes a habitaciones similares.
Tan pronto como se había cerrado la puerta de madera y la barra había caído en su
sitio, me volví para mirar a la señorita Blake-Allen. Se había quedado allí, quieta,
oculta por su almalafa negra, y me miraba fijamente. La alcancé en un par de
zancadas y la tiré al suelo, arrancándole el vestido. Su mirada reflejaba el terror.
—Una esclava —le dije—, al entrar en el compartimento de su amo, lo que debe
hacer es arrodillarse.
—No lo sabía, amo —dijo ella.
—Es más —le aleccioné—: la sola presencia de un hombre libre basta para que
una esclava se arrodille.
—Sí, amo —respondió ella, aterrorizada.
La miré. Tenía la esperanza de que no fuese estúpida. Después la tiré sobre la paja
para hacer uso de ella. Cuando acabé le dije:
—Ahora voy a dormir. Limpia la habitación.
—Sí, amo.
Mientras dormía, limpió la habitación con un cepillo, un trapo y una vasija de
agua. Cuando me desperté, ella se hallaba de rodillas, y así se mantuvo mientras
inspeccionaba la habitación. Estaba inmaculada.
—Es satisfactorio —le dije.
Inmediatamente, sus hombros se relajaron. No iba a pegarla. Entonces volví a
hacer uso de ella. Besé y mordí la zona que rodeaba su marca, para hacerla más
consciente de ella. Ella, tumbada sobre su espalda, gemía amargamente. Con la punta
de los dedos separé su delicada incisión.
—Es una bonita marca —dije.
—Gracias, amo —susurró ella.
Antes de marcharme, encadené a conciencia sus tobillos, para que no le fuera
posible moverse, para que no pudiera ponerse en pie. Ella levantó los brazos hacia mí
y dijo:
—¿Cuándo volverás, amo? ¿Cuándo volverás para estar conmigo?
La abofeteé, y ella se volvió, sollozando, sobre su estómago, con la cabeza en la
paja, mojada por las lágrimas.
La había dejado ahí para ir a las tabernas a obtener la mayor información posible.
En esas tabernas, como en las que en el norte expendían Paga, era posible obtener las
últimas noticias de la ciudad, lo que iba a ocurrir en ella, cuáles eran sus peligros, y
sus placeres, y quién manejaba realmente las riendas del poder.
La información más significativa que había cosechado concernía a las tensiones
entre las tribus de los kavar y de los aretai. Los ataques entre ellos empezaban a
ebookelo.com - Página 24
hacerse habituales. Si estallaba la guerra, todas sus tribus vasallas, como los char, los
kashani, los ta’kara, los raviri, los tashid, los luraz y los bakah, se verían envueltas en
ella. El Tahari, de este a oeste, se vería envuelto en las llamas de la guerra.
Y yo soy un guerrero.
Por eso no me agradaba la perspectiva de una guerra en el Tahari.
Si eso ocurría, mi trabajo no se vería beneficiado.
Las bailarinas de las tabernas eran espléndidas. En dos de ellas pagué una moneda
de uso para llevarme las que más me gustaban, sujetas por los cabellos, a una alcoba.
Volví tarde al compartimento. La señorita Blake-Allen me esperaba, arrodillada,
con la cabeza apoyada en el suelo. En las tabernas me había regalado
convenientemente. Había comido carne de verro cortada en pedazos y ensartada en
una vara metálica junto con pimientos y larma para ponerla sobre las brasas; y
también estofado de vulo con uvas, nueces, cebollas y miel; y un kort con queso
fundido y nuez moscada; y finalmente, té de Bazi bien caliente, azucarado, antes del
vino de Turia. No había olvidado a la esclava, naturalmente. Le tiré cortezas de pan al
suelo, y se abalanzó a devorarlas. Era pan de esclava, basto, lleno de semillas, pero a
la esclava no parecía importarle. No había sabido si aquel día iba a comer o no. A
veces no se les da de comer a las esclavas. Eso puede ocurrir por razones estéticas, si
las medidas de la esclava sobrepasan el concepto ideal de su amo. Pero también se la
puede dejar sin comida simplemente para hacerle recordar de quién depende. O para
confundirla, para sorprenderla. Dejé las calles del mercado y me introduje en una
repleta de pequeños comercios y casetas. Era el bazar. En Tor, lo habitual era llegar a
él por la puerta principal del mercado.
—Los aretai van a actuar —oí que decía un hombre a otro.
Me detuve por un momento frente a una caseta en la que se vendían ligeras
cadenas de marcha. Las tenían expuestas colgadas de perchas que parecían hechas
para loros. Sin pensármelo demasiado, compré una que me pareció bonita. Son
cadenas ajustables, con anillas, cuyo tamaño oscila entre los cinco centímetros,
empleadas para seguridad, y los cincuenta centímetros, destinadas a la zancada. Estas
cadenas se venden junto con dos llaves correspondientes a las anillas de ambos
tobillos. También compré un lote de campanillas de esclava, provistas de correas, sin
cierre, y por eso mismo más baratas, aunque resultan prácticas, pues pueden atarse a
diversas partes del cuerpo: alrededor del cuello, de la cintura, del tobillo, del muslo,
del brazo, etc. Es delicioso ornamentar a una chica con campanillas. Naturalmente,
no podrá quitárselas sin el permiso de su amo.
Miré en el interior de un taller de alfarería. A un lado de los tornos, entre
montones de tazas y vasijas, un joven adornaba de azul con sus dedos un cántaro de
dos asas. Cuando lo introdujeran en el horno, los pigmentos se quemarían y se
endurecerían, fijándose en el barniz. Los hornos se hallaban en la parte posterior del
taller.
—Los kavar están alquilando lanzas —oí decir.
ebookelo.com - Página 25
Una plataforma de piedra, con varios toldos, señalaba el lugar en el que varias
chicas, encadenadas, desnudas, habían sido puestas en venta a precios estipulados. Se
trataba de una venta municipal, organizada bajo la jurisdicción de las cortes de Tor.
Una chica de piel morena, de ojos oscuros, cuya edad no debía sobrepasar los quince
años, estaba entre las ofertas, de rodillas, con sus muñecas y tobillos muy bien atados.
Me miraba. La vendían para pagar las deudas de juego de su padre. La compré, e
inmediatamente la liberé.
—¿Dónde está tu padre? —pregunté.
—En las mesas de juego de la Kaiila de Oro —musitó ella.
La miré con más detalle. Era realmente atractiva. A sus pies habían caído las
cadenas desechadas. Otras chicas tendían las manos, suplicantes, hacia mí. Volví a
mirar a la chica.
—Cuando venga otro año —le advertí—, volverás a estar arrodillada en una
plataforma. Pero entonces —añadí mirándola fijamente— no te podré liberar, porque
serás demasiado bella.
—Debo correr a casa —dijo ella—. Tengo que prepararle la cena a mi padre.
Vi cómo corría, avergonzada, por las calles. Era una chica maravillosa.
Personalmente, estaba seguro de que no tardaría demasiado en llevar campanillas de
esclava. No importaba que la magistratura de Tor no volviera a ofrecer su venta. Me
parecía demasiado probable que cayese en manos de otro esclavista.
—¡Cómpranos! ¡Cómpranos, amo! —gritaban las demás chicas de la plataforma.
—¡Sed esclavas! —dije riéndome de ellas antes de proseguir mi camino.
Pude oír detrás de mí los sollozos, y el sonido del látigo que caía ciegamente
sobre sus carnes.
Hice unas cuantas compras más, y tuve ocasión de encontrarme en unas cuantas
ocasiones con parejas de hombres vestidos de blanco, con faja y cimitarra. Eran los
policías de Tor.
Volví a echar un vistazo tras de mí. Por segunda vez vi a cuatro hombres, los
mismos cuatro. Pero sólo cuatro.
Me eché a un lado, pues pasaba por la calle un numeroso grupo de esclavos
encadenados. Los llevaban a punta de espada, hacia las salinas del Tahari, el lugar de
procedencia de la mayoría de las caravanas de sal. Suponía que menos de la mitad de
esos esclavos alcanzarían las salinas. Alrededor del cuello llevaban gruesos collares,
con anillas. Una pesada cadena, que pasaba entre las anillas, los mantenía unidos por
la garganta. Llevaban las muñecas atadas tras de sí. Iban desnudos. Los hombres les
escupían al pasar.
La señorita Blake-Allen ya no estaba en mi compartimento. En ese momento se
encontraba en las jaulas públicas de Tor. En la mañana del segundo día, mientras
continuaba mi trabajo para los Reyes Sacerdotes, había entrado en las oficinas del
jefe de esclavos municipal de Tor.
—Ponte ahí —le dije indicándole un lugar en el centro del suelo, ante la mesa del
ebookelo.com - Página 26
jefe de esclavos.
Ella obedeció.
—Quítate las zapatillas —le ordené.
Ella se quitó las zapatillas negras, ribeteadas de dorado, y quedó descalza. El jefe
de esclavos se levantó para ponerse ante su mesa y apoyarse en ella.
—Quítate la almalafa —le ordené.
Ella obedeció, y se despojó de las ropas que la cubrían para quedarse desnuda
ante nosotros.
El jefe de esclavos la miró detenidamente. Fue hacia ella y caminó a su alrededor,
sin dejar de observarla con atención. Ella se mantenía firme, como una hembra debe
hacer cuando un hombre la examina. Finalmente, el hombre me miró, y yo asentí con
la cabeza, por lo que empezó a inspeccionar con las manos expertas de un tasador
goreano, la textura de la piel.
El jefe de esclavos volvió frente a su mesa.
—Arrodíllate —le ordené a la chica.
—Rubia —enunció el amo de esclavos—, aparentemente obstinada en intentar
permanecer frígida, de ojos azules, por domesticar, poseedora de un increíble
potencial de sumisión propia de las esclavas. Excelente material. ¿Quieres venderla?
—Pon firme tu cuerpo, esclava —ordené.
Asustada, la señorita Blake-Allen enderezó su espalda y levantó la cabeza. Se
apoyó sobre los talones, abrió las rodillas y puso sus manos sobre las caderas. Era la
posición de la esclava de placer. Lo primero que había hecho con ella era enseñarle
esa posición. Era importante que las mujeres bellas que caían en la condición de las
esclavas la conociesen.
—¿Deseas venderla? —volvió a preguntarme el jefe de esclavos de Tor.
Sabía que no iba a obtener el mejor precio en ese establecimiento, ya que las
jaulas municipales compran a bajo precio y venden a bajo precio. Su función
principal es la de servir a los jefes de caravana, a los que les compran muchachas que
no se han vendido para luego ofrecerlas a otros mercaderes, que pueden estar faltos
de material para el tráfico de los oasis. Las jaulas municipales existen principalmente
para rendir un servicio, sin pensar demasiado en los beneficios.
—¿Qué me ofreces tú? —pregunté.
—Once tarks de bronce —respondió.
Yo sabía perfectamente que en un establecimiento privado podría obtener el doble
de esa suma.
—¿Quince? —inquirió, aumentando su oferta.
—No —dije sonriendo—, no la venderé, pero tus ofertas son tranquilizadoras.
—Ya pensaba que realmente no tenías la intención de venderla —dijo él
sonriendo—. Por esa misma razón he sido honesto contigo. Ahora que sé por tu boca
cuáles son tus deseos, te diré que, en mi autorizada opinión, el potencial de esta chica
es fantástico.
ebookelo.com - Página 27
—Me alegra oírtelo decir —afirmé.
La miré. Era realmente bella. Estaba de acuerdo con el jefe de los esclavos. No
había duda de que algún día sería una excelente esclava para el amo que la obtuviera.
—Lo que deseo es alojarla —dije—, y de paso se la puede adiestrar un poco.
—También enjaulamos mujeres —dijo el jefe de esclavos—. Eso te costará un
tark de cobre al día. El adiestramiento es aparte, pero creo que el precio también es
razonable.
—No habla goreano —le informé.
—No te preocupes, aprenderá rápidamente —me contestó sonriendo.
Discutimos las condiciones del adiestramiento, y sus detalles. Se la alojaría en
una jaula de estimulación. Durante las primeras cinco noches, bajo mi
recomendación, llevaría el arnés de cuerda. Después, si era necesario también se
podría utilizar como castigo.
—De todos modos, dejad que mire a los ojos de su adiestrador, y a los de otros
hombres —solicité—. No quiero que se convierta en la esclava de amor del primer
hombre al que le permita mirar a los ojos.
—Te entiendo muy bien —dijo el jefe de esclavos.
—¿Algo más? —pregunté.
—¿Nos das libertad para privarla de comida y para usar el látigo?
—Naturalmente que sí —respondí, y volviéndome a la chica, le pregunté, en
inglés—: ¿Cómo te llamas?
—Priscilla Blake-Allen —respondió.
La miré, y su cara palideció.
—No tengo nombre, amo —susurró—. No soy más que una esclava sin nombre.
—Te daré un nombre —le dije.
Ella me miró.
—Te llamarás Alyena.
—Sí, amo.
—No te vendo —le dije—. Éstas son las jaulas públicas de Tor. Aquí te alojarás,
y aquí te adiestrarán. Empezarás a aprender goreano. Aprenderás tal y como aprenden
los niños, sin beneficiarte de traducción alguna. Será la única manera de que aprendas
rápido. También harás ejercicio, y aprenderás lecciones de esclava.
—¿Lecciones de esclava? —preguntó ella.
—Sí. ¿Está claro, Alyena?
—Sí, amo —susurró.
—Si no cooperas, o si aprendes demasiado lentamente —le advertí—, te pueden
dejar sin comida, y también pueden azotarte. ¿Lo entiendes?
—Sí, amo —dijo ella con los ojos muy abiertos.
Le lancé un tark de plata al oficial, y él lo alcanzó en el aire. Una cortina plateada
se abrió, y entró en la estancia una esclava muy alta, fuerte. Llevaba un collar sencillo
de hierro, con una anilla. La cubría una camisa de cuero, ceñida por un cinturón y dos
ebookelo.com - Página 28
correas de cuero también, lo mismo que las correas que le rodeaban las pantorrillas
para sujetarle unas sandalias de fuerte consistencia. Con la mano derecha sujetaba un
largo látigo de kaiila, de unos dos centímetros de diámetro y un metro de largo.
Aquella gruesa esclava puso sus ojos sobre la esbelta y delicada Alyena, e hizo un
gesto señalándole con el látigo la cortina por donde había entrado.
—¡Deprisa, preciosidad! —le ordenó a Alyena en goreano.
Alyena había entendido enseguida lo que se le pedía y corrió hacia las cortinas.
Cuando llegó a ellas, se volvió para mirarme. Inmediatamente, recibió un violento
latigazo en el hombro. Llorando de dolor, la preciosa Alyena se volvió y pasó
corriendo a través de la cortina plateada, camino de las jaulas de Tor.
—Ahora que recuerdo, quería preguntarte una cosa —dije despreocupadamente,
aunque se trataba del motivo principal de mi visita—. Hay una chica que es de mi
interés y que, por lo que sé, se llama Veema y había sido huésped vuestra hace un
tiempo. Me gustaría saber qué ha sido de ella. ¿Disponéis de algún registro que la
mencione?
—¿Sabes cuál era su número? —preguntó el oficial.
—87432 —respondí.
—Normalmente, la municipalidad se reserva este tipo de informaciones —dijo el
oficial.
Puse un tark de plata sobre la mesa.
Sin tomarlo, el oficial fue hacia el lugar de la estancia en el que se encontraban
los libros de registro, encuadernados en grueso cuero negro.
—La compramos por dos tarks a un jefe de caravana llamado Zad del Oasis de
Farad —dijo levantando la cabeza después de hacer las comprobaciones de rigor.
—Lo que más me interesa —aclaré— es quién os la compró.
—La vendimos por cuatro tarks —dijo el jefe de los esclavos.
—Pero, ¿a quién?
—Guarda tu tark —dijo el hombre secamente—. No figura ningún nombre.
—¿Te acuerdas de esa chica? —pregunté.
—No.
—¿Por qué no hay ningún nombre registrado?
—Por lo visto no nos dieron ninguno —respondió.
—¿Acaso es frecuente que vendáis a las esclavas de esta manera?
—Sí —dijo él—. Lo que nos interesa es el dinero. ¿Qué más nos da el nombre del
comprador?
Inspeccioné los libros personalmente. Las entradas no estaban codificadas.
—Quédate con ese tark —le dije al hombre.
Abandoné el despacho del jefe de esclavos de Tor. No había podido averiguar el
nombre del comprador de aquella muchacha llamada Veema, el nombre de quien
posiblemente la hubiera enviado como chica de mensaje a Samos de Puerto Kar. El
jefe de esclavos de Tor me había parecido un hombre suficientemente honesto, con
ebookelo.com - Página 29
las limitaciones propias de su oficio. Le creía cuando decía que no sabía quién había
sido el comprador de la esclava llamada Veema.
En el bazar, me detuve simulando interés en un comercio de espejos. Los cuatro
hombres que había visto antes seguían sobre mis pasos. Eran dos tipos corpulentos, y
otros dos más bajos, vestidos con albornoces blancos.
En aquella ciudad había asumido el nombre de Hakim, un nombre del Tahari,
muy conveniente para un mercader.
Elegiría con cuidado el lugar.
Volví a mirar disimuladamente a mi espalda, y volví a ver a los cuatro hombres.
Memoricé sus rasgos, para determinar mentalmente cuál era el más peligroso, y quién
después de él. A la hora de actuar, debería tener en cuenta quién era el líder.
También estaba por allí el aguador, con sus tazas de latón. De pronto me di cuenta
de que era raro que estuviese por la parte inferior de la ciudad, tan cercana a los
pozos. Nadie necesitaría de sus servicios teniendo el agua al alcance de la mano.
Entonces le vi descender por los escalones y sumergió su odre, sonriéndome. Sin
duda recordaba que le había comprado agua hacía un rato. Le sonreí y me volví. Era
un pobre tipo, inofensivo, servil, débil. ¡Qué idiota había sido al extrañarme de su
presencia! ¿Con qué quería que llenase su odre? ¿Con la arena blanca de las terrazas
superiores de Tor?
Giré por una calle lateral, y luego por otra lateral a ésta, que no tenía salida,
cegada por un muro. En esa parte no había demasiada gente.
Oí que los hombres corrían hacia mí. Balanceé las cadenas que acababa de
comprar en mis manos, suavemente, sin mirar atrás, percibiendo cómo se acercaban
aquellas sombras.
Creerían que me encontraba atrapado en aquella calle sin salida. Pero era yo
quien la había elegido, pues allí podría aprovechar sus movimientos, que se volverían
a mi favor, no al suyo. También podían volver sobre sus pasos y echar a correr, si así
lo preferían. No tenía intención de matarlos. Creía que probablemente no eran más
que unos truhanes.
Las sombras se acercaban apresuradamente, y ya distinguía el sonido del roce de
sus ropas.
Lancé una carcajada, y con el júbilo propio de los guerreros, me giré dándoles un
buen impulso circular a las cadenas que tenía en las manos, y las lancé. Salieron
silbando en el aire antes de alcanzar en la cara al líder del grupo. Sólo había
transcurrido un instante, y vi que estaba exactamente donde había calculado: un poco
a la derecha, como había venido siguiéndome. Gritó de dolor, mientras las cadenas
seguían enrollándose alrededor de su cabeza. Utilicé su cuerpo para bloquear a los
otros dos, que venían por la izquierda. Inmediatamente salté, como si mis piernas
fueran muelles, con las rodillas dobladas, el cuerpo ladeado, hacia el hombre que iba
a la izquierda del líder. Uno de mis pies percutió en su pecho, y el otro le lanzó hacia
atrás la cabeza. Me deslicé por detrás del cuerpo del líder, agarré por el brazo al
ebookelo.com - Página 30
hombre bajito que estaba a su derecha y le lancé al muro, con la cabeza por delante.
En cuanto al último que quedaba, le sujeté por los tobillos, le di unas cuantas vueltas
y, cuando consideré que su velocidad era la adecuada, le lancé contra el mismo muro
que a su compañero. Allí impactó, cabeza abajo, cuan largo era y cayó sin sentido,
junto al otro. El líder, apartando de sus ojos la sangre que chorreaba en su frente,
retrocedió.
—¡Un guerrero! ¡Eres un guerrero! —susurró antes de girarse y echar a correr.
No le perseguí.
Volví al bazar y pregunté dónde podía comprar acero, y una kaiila. Un joven con
la ropa andrajosa me lo indicó, y le recompensé con un tark de cobre. La calle de los
fabricantes de armas estaba cerca del bazar. Los establos en donde se compraban
kaiilas se hallaban en el exterior de la puerta sur de la ciudad.
De camino hacia la calle de los fabricantes de armas me volví a encontrar con el
aguador. El odre que transportaba sobre el hombro volvía a estar inflado y húmedo,
rebosante.
—Tal, amo —me dijo.
—Tal —respondí.
Por fin, llegué a la calle de los fabricantes de armas. Estaba ansioso por trabar
contacto con la cimitarra del Tahari.
—Habrá guerra entre los kavar y los aretai —oí que decía un hombre.
Mientras me adentraba en esa calle, hacía oscilar las cadenas de marcha.
Quedarían bien en los esbeltos tobillos de la preciosa Alyena, la esclava que tenía
alojada en las jaulas de Tor para que la adiestrasen.
Esa noche iría a cenar al Pomegrate. Me habían dicho que sus bailarinas eran
soberbias.
ebookelo.com - Página 31
3. LO QUE SUCEDIÓ EN UN PATIO
La kaiila de guerra, levantándose sobre sus patas traseras, pero con las garras
delanteras cubiertas, embistió al otro animal. Sus patas traseras, provistas también de
garras, levantaron una nube de polvo en su potente impulso. Su largo cuello se
disparó hacia delante, para que la esbelta y alargada testuz, con las mandíbulas
inmovilizadas por un bozal de cuero, chocara contra el cuerpo del hombre que se
hallaba a horcajadas del otro animal. El guerrero apartó esas mandíbulas con el
escudo y se echó hacia atrás, sujetas sus piernas en altos estribos, para golpearme con
la hoja curva de su arma protegida por una funda de cuero. Evité el impacto con mi
propia arma, protegida asimismo por una funda de cuero ornamentado, como era
habitual cuando se trataba de realizar ejercicios.
Ambas kaiilas rugieron, frustradas, y con dignidad felina giraron para poco
después volver a embestirse. Con la rienda ligera hice que mi kaiila se echara hacia la
izquierda en el momento en que iba a encontrarme con la otra montura, con lo cual el
otro guerrero, al intentar alcanzarme, se desequilibró, y aproveché el momento para
golpearle el cogote con mi arma mientras él intentaba recuperar el equilibrio. Su
kaiila siguió avanzando, de manera que al cabo de un momento el otro jinete ya
estaba listo para una nueva embestida.
Me preparé para el siguiente ataque.
Llevábamos diez días entrenándonos durante diez horas goreanas al día. De las
últimas cuarenta embestidas, ocho no habían tenido un vencedor claro, a ninguno de
los dos se le había adjudicado la sangre. Y me había llevado la victoria en treinta y
dos ocasiones, y en diecinueve de ellas con golpe mortal.
El otro guerrero se bajó el velo amarillo que le cubría la cara oscura y se lo dejó
replegado en torno al cuello. Se echó el albornoz hacia atrás. Era Harif, el mejor
espada de Tor, según decían.
—Traed sal —le dijo al juez.
El juez le hizo una señal a un muchacho, el cual le trajo un platillo de sal.
El guerrero bajó de su montura y se acercó a mí caminando. Yo permanecí sobre
mi kaiila.
—Corta las correas de las fauces de tu kaiila —me dijo.
Le hizo una señal al muchacho para que éste sacara las protecciones de las garras
de la kaiila. Las hojas de nuestras armas quedaron desprovistas de cuero. Ahora, si
caía sobre ellas libremente un pedazo de seda, se dividiría en dos partes. La kaiila del
guerrero se levantó sobre sus patas traseras, desgarrando el aire con sus zarpas, y
echó atrás la cabeza, dando mordiscos al aire.
Levanté la hoja curvada de mi cimitarra, que lanzó un destello. La volví a
enfundar y descendí de mi silla. El muchacho se encargó de tomar las riendas de mi
montura.
Estábamos frente a frente, el guerrero y yo.
ebookelo.com - Página 32
—Cabalga libre —dijo él.
—Lo haré.
—Ya no puedo enseñarte nada más —dijo.
Permanecí en silencio.
—Pongamos sal entre nosotros —sugirió.
—Pongamos sal entre nosotros —repetí.
Se puso sal del plato en la parte posterior del puño derecho y me miró con
expresión interrogadora.
—Espero que no habrás bromeado conmigo —dijo.
—No lo he hecho —respondí.
—En tus manos, el acero parece vivir, como un pájaro.
El juez hizo un gesto afirmativo. Los ojos del muchacho brillaban. El guerrero me
miraba fijamente.
—Nunca antes había contemplado algo parecido —dijo—. Nunca había visto a un
hombre como tú. ¿Quién eres?
Me puse la sal en la parte posterior del puño derecho y dije:
—Soy uno que comparte la sal contigo.
—Eso es suficiente —dijo él.
Toqué con mi lengua la sal impregnada del sudor de su puño derecho, y él tocó
con su lengua la sal de mi puño derecho.
—Hemos compartido la sal —dijo.
Puso entonces el discotarn de oro de Ar con el que había comprado mi instrucción
en mi mano.
—Es tuyo —dije.
—Eso es imposible —respondió.
—No lo entiendo —insistí.
—Hemos compartido la sal —dijo sonriendo.
Volvía a mi compartimento de Tor desde las tiendas de Faruk de Kasra. Era un
mercader que había acampado en las afueras de la ciudad mientras adquiría las kaiilas
necesarias para una caravana que se dirigía al oasis de Nueve Pozos. La custodia de
este oasis pertenece a Suleimán, jefe de un millar de lanzas, Suleimán de los aretai.
Yo había sido quien le había sugerido a Faruk que juzgase los torneos que
constituirían la parte final del adiestramiento en la cimitarra.
Esa tarea no le había resultado demasiado inconveniente, pues inspeccionaba las
kaiilas de los corrales que se hallaban cerca de la puerta meridional de Tor.
El arbitraje tampoco había resultado demasiado difícil, pues el resultado de los
diversos enfrentamientos había sido claro. En uno de ellos, enjuiciado como «sin
caída de sangre», habíamos estado muy igualados. Harif deseaba que se me
concediese el triunfo, porque según él me lo merecía, pero yo lo había rehusado,
porque no le había tocado el cuerpo, y creía que la decisión del juez había sido la
correcta. El golpe en cuestión era el que se da con el puño vuelto hacia el cielo y en
ebookelo.com - Página 33
ascenso. En este caso, el objetivo del arma es el rostro del enemigo. Pero en el torneo
había detenido mi filo a un hort de su cara. Aunque dicho filo estuviese protegido por
el cuero, le habría desgarrado la piel, y probablemente le habría destrozado la nariz.
No quería dañarlo. Naturalmente, sin la protección, ese golpe hace que el arma se
sumerja en el rostro del contrincante y salga desgarrando la capucha de su albornoz.
—¿Aceptarías ser el huésped de mis tiendas esta noche? —me había preguntado
el juez, Faruk de Kasra.
Su hijo era quien había traído la sal, y quien había despojado de sus protecciones
las garras de mi kaiila, tras lo cual se había quedado allí, con ojos brillantes. Se
llamaba Achmed. Él era quien, hacía unos meses, había descubierto la roca en la que
se leía «Alerta con la torre del acero».
—Sí —dije yo—, sería un placer para mí cenar en tu casa esta noche.
Esa noche, una vez acabado el banquete, y una vez que la esclava propiedad de
Faruk, cubierta, con abundantes brazaletes y ajorcas, nos había lavado las manos
derechas con agua de veminium, utilizando para ello una honda vasija de cobre
martillado, una vez hecho todo esto, decía, saqué de entre mis ropas un cronómetro
goreano pequeño, plano. Estaba cerrado. Era casi cuadrado. Lo puse en las manos del
muchacho llamado Achmed.
Él lo abrió, y miró con detenimiento las delgadas manecillas, que se desplazaban
lentamente. El día goreano tiene veinte horas o ahns. Por otra parte, las manecillas de
los cronómetros goreanos no se mueven en la misma dirección que la de los relojes
de la Tierra. Se mueven en la dirección contraria. De hecho, podríamos decir que se
mueven, para nosotros, en sentido antihorario. El cronómetro que el niño sostenía en
ese momento estaba hecho en Ar, y era una máquina de gran precisión, exacta. En su
esfera se movía asimismo una manecilla que marcaba los pequeños ihns. El
muchacho no quitaba los ojos de aquellas manecillas. En esa región era un aparato
muy raro. No se veían muchos relojes en el Tahari. Finalmente, el niño levantó la
mirada, y la dirigió hacia mí.
—Es tuyo —le dije—. Es un regalo.
El muchacho puso el reloj en la mano de su padre. Se lo ofrecía a él.
Faruk, el mercader de Kasra, sonrió.
Acto seguido, el muchacho, siempre con el cronómetro en la mano, lo llevó por el
círculo alrededor del pequeño fuego, sobre la arena de la tienda, y se detuvo frente a
cada uno de los parientes, y puso en las palmas de cada uno el reloj, diciendo:
—Te lo doy.
Cada uno de los parientes observaba el cronómetro antes de devolvérselo al
muchacho, que finalmente pudo sentarse a mi lado, mirando a su padre.
—Conocerás el tiempo —le dijo éste— por la velocidad de tu kaiila, por el
círculo y el palo, y por el sol.
—Sí, padre —dijo el niño inclinando la cabeza.
—Pero, aun así, puedes quedarte con el regalo.
ebookelo.com - Página 34
—¡Oh, padre! —exclamó el muchacho—. ¡Gracias! ¡Gracias! —repitió mirando a
todos sus parientes, que sonreían.
—Y a ti, hombre de la espada —dijo mirándome—, te lo agradezco.
—No tiene importancia —le dije.
—Todo esto me complace —dijo Faruk de Kasra mirándome—. Pero debes
decirme una cosa, Hakim de Tor. ¿A qué te dedicas? ¿Puedo serte de alguna ayuda?
—Sólo soy un humilde mercader —respondí—. Tengo unas cuantas piedras que
vender en el oasis de Nueve Pozos para comprar barras de dátil con las que volver a
Tor, para venderlas.
—La verdad —dijo sonriendo Faruk de Kasra—, no se puede decir que manejes
la espada como un mercader.
Yo también sonreí.
—Mira, yo debo hacer ese viaje en breve —dijo Faruk de Kasra—. Para mí sería
un honor si me quisieras acompañar al oasis de Nueve Pozos con tu kaiila.
—Sería un honor para mí —respondí.
—Yo ya he conseguido las kaiilas que necesitaba —dijo Faruk.
—Entonces —pregunté—, ¿cuándo te irás?
—Al alba.
—Debo recoger a una chica que ahora se encuentra en las jaulas de Tor —dije—.
¿No podría encontrarme contigo un poco más adelante?
—¿Conoces el desierto?
—No.
—Achmed te esperará en la puerta del sur.
—Eso me complace.
Después de dejar el campamento de Faruk de Kasra, que se hallaba en el exterior
de las murallas, llegué a mi compartimento del barrio de los pastores y cuidadores
bastante tarde.
Las cosas tenían un buen cariz. Todo indicaba que de camino hacia los oasis
encontraría la roca que el hijo de Faruk, Achmed, había descubierto hacía unos
meses. Esa roca marcaría el lugar en el que debía iniciar la búsqueda. Después de
esclarecer este punto, continuaría hacia el oasis de Nueve Pozos, en donde
conseguiría provisiones y agua e intentaría contratar a un guía para volver a la roca y
desde allí tomar la dirección este, hacia el Tahari. Esperaba poder averiguar algo de la
misteriosa torre del acero preguntando a los nómadas con los que me encontrase en el
desierto, o a los habitantes de los oasis que se encontrasen fuera de las rutas de las
caravanas.
Las calles de Tor eran muy oscuras. A veces se sucedían en ellas los escalones
estrechos y desiguales. No era infrecuente que debiera avanzar guiándome por el
tacto de las paredes. En algunos lugares ardían pequeñas lámparas, pero eso era todo.
En un momento, me pareció oír pasos tras de mí. Me eché atrás la capucha del
albornoz y desenfundé mi cimitarra antes de plantarme a esperar.
ebookelo.com - Página 35
Pero ya no se oía ningún ruido.
Continué por aquellas oscuras callejuelas. No volví a oír ruido alguno a mis
espaldas. Miré atrás. Todo se hallaba sumido en la oscuridad.
No me faltaba más que medio pasang para llegar a mi compartimento cuando, al
acercarme a una puerta iluminada que se hallaba a unos cuarenta metros del punto
donde yo me encontraba, me detuve.
Tras la puerta vislumbraba un pequeño patio, y era mi intención atravesarlo.
Vi cómo una sombra se escondía rápidamente tras una de las dos hojas de la
puerta.
Al mismo tiempo oí que unos hombres se movían detrás mío. Eran cinco.
Abatí a uno, y luego a otro. Mi hoja detuvo las cimitarras de los otros tres, y
luego salté hacia atrás. Ellos se dispersaron en una hábil maniobra, y con mucho
cuidado, agazapados, avanzaron hacia mí. Yo retrocedí, agachado. Esperaba poder
atraer hacia mí al hombre del centro, pues así bloquearía al que se hallaba a su
derecha si yo me movía en esa dirección, y si lo hacía en dirección opuesta
bloquearía al de la izquierda. En cambio, si se quedaba quieto en su sitio, los hombres
de ambos lados avanzarían, y fuese cual fuese el hombre al que yo atacara, sólo
necesitaría defenderse a sí mismo, con lo que los demás disfrutarían de total libertad
de movimientos para atacarme. No, esos hombres no eran vulgares ladrones
callejeros.
De pronto, los tres se quedaron quietos. Me mantuve en tensión. Pero oí que
súbitamente uno dejaba su cimitarra en el suelo. Al cabo de un momento salían todos
corriendo.
Tras de mí, oí cómo se cerraba la puerta del patio, y cómo la pesada aldaba caía
sobre sus sujeciones.
Me volví, pero no podía ver nada en esa puerta cerrada. Las antorchas fijadas en
las alturas del muro solamente enviaban pálidos reflejos amarillos al lugar en el que
me encontraba.
Y entonces, oí al otro lado de la puerta un grito humano de terror.
En ese momento no sabía cuántos hombres esperaran emboscados en el patio. No
creo que ninguno de ellos escapase.
Esperé, cimitarra en mano, ante la puerta cerrada del patio.
Allí arriba, en una pared que se hallaba a mi derecha, se encendió una luz.
—¿Qué pasa? —Se oyó una voz gritar.
Otras ventanas se iluminaron en las partes altas de los muros. Las cabezas de
varios hombres se asomaron por ellas. También vi el rostro cubierto por un velo de
una mujer.
En poco más de dos o tres ehns, aparecieron hombres con antorchas y lámparas.
También se oían hombres al otro lado de la puerta que cerraba el patio. Se oyó el
grito de una mujer. En el espacio que separaba las dos puertas podía distinguir el
movimiento de luces.
ebookelo.com - Página 36
—¡Abrid la puerta! —gritó un hombre junto a mí, al tiempo que la golpeaba.
Oímos cómo levantaba la pesada aldaba, y luego chirriaron los gruesos goznes,
resistiéndose a la fuerza que cuatro hombres de nuestro lado ejercían para abrirla. En
el patio, la multitud se hallaba dispuesta en un círculo. Los hombres, que mantenían
sus antorchas en lo alto, miraban al suelo del patio. Mis ojos examinaron primero las
alturas de los muros, y los tejados cercanos. Una vez hecho esto, observé lo que todos
observaban.
Sobre el suelo se hallaban esparcidos, los cuerpos, y las partes de los cuerpos, de
once hombres.
—Pero —susurró un hombre—, ¿quién puede haber hecho una cosa así?
Pensé en la posibilidad de que alguno de los allí encerrados hubiese escapado. Lo
dudaba.
Cuatro de los cadáveres se hallaban descabezados. A otros dos les faltaba la mitad
de la cabeza. A uno de aquellos hombres parecían haberle hendido la boca con dos
hachazos profundos y paralelos. El espaciamiento de esas heridas me resultaba
familiar. Dos de los cadáveres estaban desposeídos de sus brazos, y uno de ellos de
una pierna. A uno le habían destripado, y en su hombro se distinguía la marca de unas
fauces. Sí, todo ello me resultaba familiar. Más de una vez lo había visto en
Torvaldsland. La víctima se ve levantada por el cuello y los hombros mientras que
una fortísima pata trasera, provista de garras, se hunde en su abdomen. Así era como
le había desplegado los intestinos en toda su extensión, confundiéndolos con las
demás vísceras y con la ropa, como una cuerda sanguinolenta. Al hombre al que le
faltaba una pierna le habían atacado por la espalda, y a través de la herida se podía
ver el estómago. En cuanto al que le habían arrancado el brazo, parecía que lo habían
medio devorado, a juzgar por las costillas que emergían de la cavidad torácica: le
faltaban el corazón y el pulmón izquierdo. Al onceavo hombre le habían matado más
limpiamente; alrededor de su cuello se distinguían unos arañazos, semejantes a los
que produciría una cuerda. La cabeza le colgaba a un lado. En el cogote se distinguía
una profunda mordedura.
Volví a observar la parte superior de los muros y los tejados próximos.
—Pero, ¿qué clase de criatura, qué clase de cosa puede haber hecho esto? —
preguntó un hombre.
Me volví, y salí del patio, para volver sobre mis pasos.
Al lado de los dos hombres que había derribado con mi cimitarra se habían
congregado muchos ciudadanos de Tor. Mirando a los dos cuerpos le pregunté a un
hombre:
—¿Los conocéis?
—Sí —dijo—. Son Tek y Saud, dos hombres de Zev Mahmud.
—Ya no volverán a matar —dijo otro hombre.
—¿En qué lugar podría encontrar al noble Zev Mahmud? —inquirí.
—Normalmente, puedes encontrarle junto a sus hombres en la taberna de las Seis
ebookelo.com - Página 37
Cadenas —me respondió el hombre.
—Te doy las gracias, ciudadano —dije.
Limpié la hoja de mi arma en el albornoz de uno de los caídos y volví a
envainarla.
Al levantar la vista, vi que el aguador con el que ya me había encontrado en
varias ocasiones corría hacia nosotros, con una antorcha en la mano. Se paró a mi
lado. Temblaba.
—¿Has visto lo que ha ocurrido ahí? —dijo, pálido—. ¡Es horrible!
—Sí, lo he visto —respondí, y señalando a los cuerpos tendidos en el suelo, le
pregunté—: ¿Conoces a estos hombres?
—No —respondió después de mirarlos detenidamente—. Estos hombres no son
de Tor. Son forasteros.
—¿No es ya muy tarde para transportar agua? —pregunté.
—No llevo agua ninguna, amo.
—¿Qué haces en este barrio?
—Vivo aquí al lado, amo.
E inmediatamente se marchó, con la cabeza gacha.
Miré al hombre con el que había hablado anteriormente y le pregunté:
—¿Es cierto que vive cerca de aquí?
—No —me respondió el hombre—. Vive por la puerta este, cerca de las jaulas de
esquilado para verros.
—¿Le conoces?
—Todo el mundo le conoce, en Tor.
—¿Y quién es, pues?
—Abdul el aguador.
—Te doy las gracias, ciudadano —dije.
ebookelo.com - Página 38
hallaba en la taberna.
—Ahora sí que nos gratificarán —dijo uno de los hombres a Zev Mahmud.
Les seguí al exterior, a la calle.
Una vez allí, acabé con ellos.
No quería que siguieran sobre mis pasos en Tor.
Cuando volví a mi compartimento del distrito de los cuidadores era ya muy tarde.
No me sorprendió nada encontrar al aguador esperándome sentado en las
escaleras.
—Amo —dijo.
—¿Sí? —respondí.
—Eres nuevo en Tor, y es muy posible que no sepas qué ruta tomar en esta
ciudad. Yo conozco muy bien Tor, y estoy seguro de poderte ayudar.
—No lo entiendo —dije yo.
—Pronto estallará la guerra entre los kavar y los aretai —respondió—. Es posible
que se interrumpan las rutas de las caravanas. Se volverá difícil encontrar cuidadores
que se aventuren en el desierto bajo estas circunstancias.
—Y aceptando que esa desgracia ocurra, ¿en qué me puedes ayudar?
—Puedo encontrar para ti hombres, hombres buenos y honestos, valientes, que te
acompañarán.
—Excelente —dije yo.
—Lo que ocurre —dijo él encogiéndose de hombros—, es que en tiempos
turbulentos esos hombres son un poco más caros.
—Eso es comprensible —dije yo.
Pareció aliviado.
—¿Cuál es tu destino, amo? —preguntó.
—Turia —le dije.
—¿Cuándo estarás preparado para irte?
—En diez días a partir de mañana.
—Excelente.
—Haz lo posible para que sean hombres que me convengan —le advertí.
—Eso será difícil —respondió—, pero lo intentaré.
Adelantó la mano, y yo puse en su palma un tark de plata.
—El amo es generoso —afirmó.
—Mi caravana será pequeña —le dije—. Sólo llevaré unas cuantas kaiilas. Dudo
mucho que necesite a más de tres hombres.
—Conozco a los hombres indicados —dijo.
—¿Y dónde los encontrarás?
—Creo que los podré encontrar en la taberna de las Seis Cadenas.
—Espero que no estés pensando en el noble Zev Mahmud y sus amigos.
Esto pareció sorprenderle.
—¿No has oído lo que dice la gente? —le pregunté—. Parece que ha habido una
ebookelo.com - Página 39
pelea en el exterior de la taberna.
El aguador palideció.
—Entonces —dijo—, supongo que deberé buscar a otros, amo.
—Sí, hazlo —le dije.
El tark de plata resbaló de sus manos. Retrocedió, y de pronto dio media vuelta y
echó a correr, mirando por encima de su hombro.
Me agaché para recoger el tark y lo metí en mi monedero. Me sentía cansado.
Pensé que tardaría mucho en saber algo del aguador. Tal como le había dicho, se
suponía que iba a tardar diez días en salir hacia Turia.
ebookelo.com - Página 40
4. UNOS JINETES SE UNEN A LA CARAVANA DE
FARUK
La caravana avanzaba lentamente.
Hice girar mi kaiila y golpeándola en los flancos hice que corriera a lo largo de la
fila de animales cargados.
Con la punta de mi cimitarra eché a un lado una cortina.
La chica, sorprendida, lanzó un grito. Estaba sentada ahí dentro, con las rodillas a
la izquierda, los tobillos juntos, apoyada en parte sobre las manos, inclinada hacia la
derecha, sobre el pequeño cojín forrado de seda del interior del armazón. Era una
construcción en forma de semiesfera vuelta hacia arriba, de alrededor de un metro de
diámetro en su parte más ancha, con una altura de unos ciento veinte centímetros, que
rodeaba al ocupante. Este armazón estaba completamente cubierto por tejido de reps
excepto en la parte frontal, que se cubría con una cortina de apertura central, también
hecha en tejido de reps. Dicho armazón se construye con madera de tem, un material
muy ligero. Las kaiilas son las encargadas de transportar estos armazones, atados a
sus lomos y fijados con tirantes bien tensos sobre las mantas de transporte. A este
armazón se le llama, en goreano, la kurdah. En el Tahari se utiliza para el transporte
de mujeres, tanto esclavas como libres. En el interior de la kurdah no era necesario
atarlas. No hay ninguna necesidad de ello. El desierto ya es jaula bastante.
—Cúbrete con el velo —ordené riéndome.
Con rabia, Alyena, antes llamada Priscilla Blake-Allen, tomó el velo triangular y
amarillo, tan profundamente amarillo, y se lo puso ante el rostro para cubrirse la parte
inferior. Se lo sujetó por detrás de las orejas. Le quedaba por encima del arco de la
nariz, en donde los brillos maravillosos de la seda se dividían a uno y otro lado. La
fiera expresión de su boca podía percibirse perfectamente a través de la tela, que
también le cubría la barbilla. Los hombres del Tahari, así como los goreanos en
general, consideran que la boca de una mujer es un elemento sexual de extrema
provocación. De alguna manera, se puede decir que el velo de una esclava es una
burla, porque revela tanto como oculta, y además añade sutileza y misterio. Los velos
de esclava están hechos para ser arrancados, para que inmediatamente después de
hacerlo el amo devore los labios de su posesión.
La pasajera de la kurdah, aparte de su velo y del collar, estaba completamente
desnuda.
Sujetaba el velo frente a su rostro. Vi sus ojos, muy azules, sobre el amarillo.
—Ahora, por lo menos —dije yo— no llevas la cara desnuda.
Sus ojos brillaban.
—¡Qué descarada eres!
Ella mantenía el velo bien sujeto.
—Átatelo —dije—, y siempre que vayas en la kurdah llévalo. Si vuelvo a
ebookelo.com - Página 41
encontrarte tan impúdicamente descubierta sin mi permiso, haré que te azoten.
—Sí, amo —dijo mientras sujetaba el velo con una mano y con la otra buscaba
sobre el cojín el pequeño anillo de oro que permitía atar el velo. Aparté la punta de
mi cimitarra, y la tela de reps volvió a caer sobre la kurdah para ocultarla.
Lancé una carcajada al volver a azuzar a mi kaiila. Desde el interior de la kurdah
se oyó una exclamación de rabia.
De todos modos, no dudaba que la próxima vez que abriese la cortina de la
kurdah encontraría en su interior a una esclava con velo.
Alyena era encantadora, aunque todavía tenía mucho que aprender. De hecho, ni
tan siquiera habían empleado el látigo sobre su piel. Pero a menos que ella lo hiciera
necesario por su comportamiento, dejaría ese detalle para su nuevo amo, cuando
llegase el momento de ofrecerla o venderla.
Volví al sitio que me correspondía en la línea de la caravana.
En el Tahari, el viento sopla casi constantemente. Es un viento caliente, pero los
nómadas y demás habitantes de esas tierras lo agradecen. Sin él, el desierto sería
insoportable, incluso para aquellos que dispusieran de agua y de protecciones contra
el sol.
Escuché el agradable sonido de las campanillas de caravana. Las kaiilas se
movían dulcemente.
Atravesábamos el país de las colinas, de secas malezas, con abundantes
pedruscos, de terreno gravoso y polvoriento.
En los rincones sombreados de las rocas, o en las vertientes umbrías de las
colinas, crecían, aquí y allí, algunas matas de pasto de verro. A veces pasábamos por
el lado de una charca, o cerca de las tiendas de unos nómadas. Alrededor de esas
charcas había a veces una docena de pequeños árboles de flahdah, semejantes a
sombrillas planas de palo encorvado. Estos árboles tenían una altura máxima de seis
metros. Sus ramas eran delgadas, con hojas en forma de lanza. Alrededor del agua,
que no era más que una superficie enfangada, no crecía nada más que las flahdahs. El
terreno agrietado se extendía en un radio de un cuarto de pasang. Cualquier planta
que hubiera crecido allí habría sido arrancada de raíz por el ganado. La mano cabe
perfectamente en esas grietas, que se suceden unas a otras, como en un dibujo
reticulado. Cada uno de los cuadrados de este dibujo es cóncavo. Los nómadas,
cuando acampan en una de estas áreas, siempre plantan la tienda cerca de un árbol,
que además de proporcionarles sombra les permitirá ordenar sus pertenencias y
alimentos en las ramas.
De vez en cuando, la caravana se detenía, y hacíamos té sobre pequeños fuegos.
En una charca, conseguí para Alyena, de manos de un nómada, una chilaba de
esclava usada, hecha con reps de esclava. Era una prenda pequeña, que le quedaba
alta en los muslos. Así podría ponerse algo para dormir. Solamente podía utilizar la
prenda con ese fin. Hacía que durmiese a mis pies. Le enseñé a montar una tienda, y a
cocinar, y a desempeñar diversos servicios para el hombre.
ebookelo.com - Página 42
Por la noche, cuando acampásemos, la haría bajar de la kurdah y poniéndola ante
mí le diría:
—Busca a Aya, y pídele que te dé trabajo.
Aya era una de las esclavas de Faruk.
Una vez que se había atrevido a decirme que Aya le hacía hacer todo el trabajo, le
había echado encima a mi kaiila, que la había hecho rodar por el suelo después de
embestirla. Alyena se había quedado tendida, protegiéndose el rostro con las manos,
mientras la kaiila pateaba y arañaba el suelo a su alrededor, entre silbidos y gruñidos.
—¡Venga! ¿A qué esperas? ¡Corre! —exclamé.
Ella enseguida se levantó y salió corriendo hacia donde sabía que podía encontrar
a Aya.
—¡Ya corro, amo! —gritó con desesperación.
Sin quererlo, había hablado en goreano. Eso era bueno.
Naturalmente, era cierto: Aya la explotaba. Ésa era precisamente mi intención.
Pero además de explotarla le enseñaba goreano con la correa de la kaiila, y también
se preocupaba de adiestrarla en las habilidades propias de una mujer del Tahari.
Por la noche, al lado del fuego del campamento, la hacía arrodillar a mi lado, con
las muñecas atadas tras su espalda. Se alimentaba de mi mano. Así aprendía que
dependía exclusivamente de mí para alimentarse.
Escuché el agradable sonido de las campanillas de caravana. Me puse la capucha
del albornoz frente a los ojos para protegerlos.
Sobre un promontorio me detuve, me eché atrás la capucha del albornoz y me
levanté sobre los estribos para mirar atrás. Vi el final de la caravana, allá a lo lejos,
serpenteante por las colinas. Al final de todo distinguí a un hombre que cabalgaba en
solitario sobre su kaiila. De vez en cuando desmontaba para recoger el pelo de kaiila
que había caído y lo metía en una bolsa de su silla. A las kaiilas no se las esquila
como a los verros o a los urts, pero cuando cambia de pelo se puede recoger, y con él
se pueden fabricar varias prendas.
Contemplé el horizonte en toda su extensión. No vi nada.
Volví a sentarme en la silla, y volví a cubrirme la cabeza con la capucha. Cerré los
ojos para evitar por un momento el reflejo del sol en el polvo, en la grava, en las
piedras. Me quité las alpargatas y las coloqué bajo la cincha, para luego poner los
pies sobre el cuello de la kaiila.
La tarde estaba a punto de finalizar. Al cabo de un ahn o dos nos detendríamos
para acampar.
Se encenderían dos fuegos. Pondrían a las kaiilas en círculos de a diez y los
cuidadores les echarían forraje en el centro de dichos círculos.
De pronto, sentí en la arena pasos de kaiila que no correspondían a los de nuestra
caravana.
Azucé a mi kaiila, y me puse en pie sobre mis estribos.
A lo largo de la caravana cabalgaba un hombre que gritaba:
ebookelo.com - Página 43
—¡Jinetes! ¡Jinetes!
En ese momento los pude ver. Eran más de un centenar, y cabalgaban hacia
nosotros sobre la cresta de una de las colinas, en la izquierda, al oeste. Los albornoces
que vestían se ondulaban a sus espaldas mientras empezaban a descender de la cresta.
Las monturas resbalaban. Los guardianes de nuestra caravana se aprestaron a ir a su
encuentro. Me levanté sobre los estribos. No veía que nadie se acercara a nosotros
desde otros puntos, pero me alivió ver que otros jinetes salían de nuestra caravana
para situarse en la posición adecuada en caso de ataque. Vi que Faruk cabalgaba
rápidamente, con su albornoz ondeante y la lanza en la mano. Con él iban seis
hombres. Vi que los cuidadores miraban atentamente lo que ocurría desde sus
monturas, utilizando sus manos como viseras para escrutar el oeste. Uno de los
próximos a Faruk fue hacia las kurdahs de las esclavas provisto de abundantes
cadenas en torno a la perilla de su silla. Se detendría ante cada una de las kurdahs,
lanzaría las cadenas a su interior y diría:
—¡Átate tú misma!
Y esperaría durante el tiempo que cada una de las chicas necesitaría para cerrar la
anilla alrededor de la muñeca derecha y la otra más grande alrededor del tobillo
izquierdo. Ambas anillas están separadas por unos quince centímetros de cadenas.
Hay que aclarar que no se trata de trabas para dormir, que solamente apresan los
tobillos. Cabalgué hasta la kurdah de Alyena antes de que el allegado a Faruk llegase
a ella. Ella asomó la cabeza, con el velo puesto, sus manos sujetando la cortina de
reps.
—¿Qué ocurre? —gritó.
—¡Silencio! —le ordené.
Parecía asustada.
—Permanece en el interior de la kurdah, esclava —le advertí—. Y no se te ocurra
asomarte.
—Sí, amo.
Hice girar a mi kaiila, y desenvainé mi cimitarra.
—¡Son aretai! —gritó un hombre.
Guardé otra vez la cimitarra en su funda.
Vi que los jinetes se detenían a un centenar de metros de la caravana. Con ellos se
había reunido Faruk, que en ese momento hablaba con su capitán. Los guardianes de
la caravana aguardaban sobre sus nerviosas monturas, un poco atrás. Mantenían altas
las lanzas, bien enristradas en los estribos, sus puntas se erizaban sobre el horizonte
de las colinas.
Hice avanzar a mi kaiila unos cuantos pasos en dirección al grupo, y luego volví
al seno de la caravana.
Sabía que nuestra caravana iba en dirección al oasis de Nueve Pozos, que estaba
bajo la custodia de Suleimán, amo de mil lanzas. Era alto Pachá de los aretai.
Varios de los recién llegados cabalgaron por el flanco de la caravana,
ebookelo.com - Página 44
ampliamente distanciados unos de otros. Un grupo de jinetes fue hacia la cabecera de
la caravana, y otro hacia su parte trasera. Otro grupo de unos veinte, con Faruk entre
ellos, y también con ciertos guardianes, empezó a bajar por el lado de la caravana,
inspeccionando a los animales, a los cuidadores y pastores uno por uno.
—¿Qué están haciendo? —le pregunté a un cuidador que tenía a mi vera.
—Buscan kavar —me respondió.
—¿Qué harán si encuentran alguno?
—Le matarán —respondió concisamente el cuidador.
Contemplé cómo aquellos hombres, acompañados por Faruk, se dirigían hacia
nosotros.
—Éstos son hombres de Suleimán —dijo el cuidador, que retenía las bridas de su
kaiila con la mano—. Han venido para darnos escolta hasta el oasis de Nueve Pozos.
Los hombres seguían acercándose. Se detenían y volvían a avanzar por la larga
fila de la caravana. Varios de ellos llevaban la cimitarra desenvainada sobre la piel de
sus sillas.
—Tú no eres ningún kavar —preguntó el cuidador—, ¿verdad que no?
—No —repliqué.
Los jinetes habían llegado frente a nosotros.
El cuidador se bajó la capucha del albornoz, y también el pañuelo que le cubría el
rostro. Bajo la capucha llevaba un casquete. El pañuelo de reps que llevaba era rojo.
Lo habían tintado de manera harto primitiva, en una mezcla de agua y las raíces
machacadas del telekint. Por eso, con su transpiración, el color había teñido también
su rostro. Lo último que hizo fue subirse la manga.
El capitán me miró y dijo:
—¡Tú! ¡La manga!
Con lo cual también me la remangué. No, en mi antebrazo no llevaba la cimitarra
azul que se les tatúa a los muchachos kavar cuando llegan a la pubertad.
—No es ningún kavar —dijo Faruk, como si quisiera hacer pasar de largo al
capitán lo más rápidamente posible.
Pero el capitán no siguió avanzando. Continuaba mirándome.
—¿Quién eres? —preguntó.
—No soy ningún kavar —respondí.
—Se hace llamar Hakim, de Tor —le dijo Faruk.
—Cerca de la puerta norte de Tor hay un pozo —dijo el capitán—. ¿Cuál es su
nombre?
—No hay ningún pozo cerca de la puerta norte de Tor —respondí.
—¿Cuál es el nombre del pozo que se halla cerca de los establecimientos de los
fabricantes de sillas? —siguió preguntando.
—Se le llama pozo de la cuarta mano de pasaje —le dije.
Sabía que hacía más de un siglo se había encontrado agua en ese lugar durante la
cuarta mano de pasaje, en el tercer año del Administrador Shiraz, que entonces era
ebookelo.com - Página 45
Bey de Tor.
En esos momentos agradecía los días que me había pasado en la ciudad, antes de
comprometerme en las lecciones de la cimitarra, conociendo la ciudad. No es
demasiado astuto, ni prudente, asumir una identidad de la que no se conoce nada.
—Pero tu acento no es de Tor —dijo el capitán.
—No siempre he estado en Tor —le dije—. De hecho, vine del norte.
—Es un espía kavar —dijo uno de los tenientes, que se hallaba al lado del
capitán.
—Llevo piedras preciosas para vendérselas a Suleimán, vuestro jefe —dije yo—,
a cambio de barras de dátil.
—¿A qué esperamos? —urgió el teniente—. ¡Matémoslo de una vez!
—¿Es ésta tu kurdah? —preguntó el capitán señalando a la kurdah de la kaiila
que teníamos al lado.
—Sí, ésta es —respondí.
Al examinar la caravana habían abierto las cortinas de las kurdahs con las puntas
de sus cimitarras, pues podía ser que en su interior se escondiese algún kavar. Pero
solamente habían encontrado muchachas, esclavas, con la muñeca derecha atada al
tobillo izquierdo en cadenas de cinco eslabones.
—¿Qué hay en su interior? —preguntó.
—Solamente una esclava —respondí.
Hizo que su kaiila se pusiese al lado de la kurdah, y con la punta de su cimitarra
se dispuso a abrir la cortina.
La hoja de mi cimitarra chocó con la suya para impedírselo.
Los hombres se tensaron, y llevaron las manos a las empuñaduras de sus armas.
Las lanzas se inclinaron.
—¿No será que escondes a un kavar ahí dentro? —preguntó el capitán.
Con mi propia cimitarra eché a un lado la cortina. En el interior de la kurdah,
arrodillada, asustada, ataviada solamente con el collar y el velo, estaba Alyena, que se
echó hacia atrás.
—¡El muslo! —exigió el capitán.
La muchacha le mostró el muslo izquierdo, y la marca que se dibujaba en él.
—No es más que una esclava —dijo el teniente, decepcionado.
El capitán sonreía, mientras contemplaba las suaves curvas que mostraba la chica.
—Sí —dijo—, no es más que una esclava, pero una esclava preciosa.
—Descúbrete la cara —le ordené a Alyena.
La muchacha desabrochó con las dos manos el anillo de la parte posterior de la
cabeza, se despojó del velo. Su cuerpo se había tensado deliciosamente al levantarse
sus brazos. Lo había hecho remarcadamente. Sonreí para mis adentros. Era una
esclava, y ni siquiera lo sabía.
—Sí —dijo el capitán—, una esclava muy bella, no hay duda.
Sus ojos se detuvieron en la boca descubierta, y después repasaron ávidamente el
ebookelo.com - Página 46
resto de su figura. Finalmente se volvieron hacia mí.
—Te felicito sinceramente por tu esclava —dijo.
Incliné la cabeza en señal de reconocimiento a su cumplido.
—Quizá —sugirió el capitán— esta noche pueda bailar para nosotros, ¿no?
—Todavía no sabe bailar —respondí. Y volviéndome a la chica para hablarle en
inglés le dije—: Todavía no estás preparada para bailar ante los hombres y
complacerles.
—Claro que no —dijo en inglés, echándose hacia atrás.
Pero yo podía ver que, a pesar de su negativa y del enfado de su expresión, sentía
curiosidad ante aquella expectativa. Sin duda, habría pensado más de una vez en lo
que sería danzar desnuda en la arena, como una esclava con collar, a la luz de la
hoguera, bajo la amenaza de un látigo, y complacer así a los guerreros goreanos. Pero
pensé que aún debería pasar mucho tiempo antes de que Alyena, esa muchacha tan
fría, esa muchacha de piel blanca, rogara: «¡Hazme bailar! ¡Hazme bailar para
complacer a los hombres!».
—Es una forastera —le expliqué al capitán—. Habla muy poco goreano. Acabo
de decirle que todavía no está preparada para bailar y complacer a los hombres.
—Deberías haberle enseñado a danzar.
—Ésa es mi intención en un futuro.
—Con el látigo, las chicas pueden aprender muchas cosas.
—Eso que dices es muy cierto —afirmé.
—Una bella esclava, realmente —repitió.
Por fin hizo girar a su kaiila. Sus hombres le siguieron, y juntos continuaron el
registro de los hombres de la caravana. Al hacer girar su kaiila, el teniente que había
pedido mi muerte me dirigió una mirada fúnebre. Momentos después se unía a sus
compañeros, en el mismo grupo que avanzaba con Faruk a lo largo de la caravana.
—Amo —me dijo Alyena—, no será necesario que utilices el látigo para
enseñarme a danzar.
—Lo sé —dije riéndome—, esclava.
Sus puños se apretaron.
—Cúbrete con el velo, esclava —le ordené.
Ella obedeció.
—Y ahora quédate ahí dentro, y no se te ocurra asomarte.
—Sí, amo —respondió ella.
Vi sus ojos azules por encima del velo amarillo. Estaban llenos de ira. Con la
punta de mi cimitarra volví a correr la cortina, que ocultó en su interior a una esclava.
ebookelo.com - Página 47
5. LO QUE OCURRIÓ EN EL PALACIO DEL PACHÁ
SULEIMÁN
—¿Qué deseas obtener a cambio de ella? —preguntó Suleimán.
Estaba sentado sobre cojines y alfombras de Tor. Iba ataviado con el kaffiyeh y el
agal. Sus cordajes correspondían a los de los aretai.
Ante nosotros, sobre aquel suelo de color escarlata, hecho de mosaicos, estaba la
chica. Su cuerpo parecía relajado, pero de una manera muy bella. Miraba hacia otro
lado, ignorándonos. Parecía aburrida, casi insolentemente aburrida.
Una seda enrollada de color amarillo rodeaba la parte inferior de sus caderas, a la
manera turiana, con los muslos desnudos, y la parte derecha inferior y anterior de la
falda metida en la parte izquierda del cinturón, mientras que la parte izquierda
inferior y posterior de la falda se sujetaba a la derecha del cinturón. Iba descalza. En
sus tobillos se destacaban varias ajorcas, la mayoría en la pierna izquierda. Llevaba
un pañuelo atado en su torso, bien arriba, para así acentuar la línea de su belleza.
Llevaba también un collar dorado, y pequeñas cadenas y colgantes rodeaban su
cuello. En los brazos lucía varias pulseras y brazaletes. Esos adornos también
abundaban más en el brazo izquierdo que en el derecho. Sacudió la cabeza, y sus
cabellos sueltos se agitaron.
—Prepárate para complacer a un hombre libre —le dije a la chica.
Era rubia, de ojos azules y piel clara.
Dobló sus rodillas, se apoyó sobre sus talones, levantó las manos por encima de la
cabeza, con las muñecas juntas, y con platillos en sus dedos.
Hice una señal a los músicos, y la música empezó. Simultáneamente, se oyó el
claro restallido de los platillos que Alyena tenía en sus manos, y ella empezó a bailar
para nosotros.
—¿Te gusta esta esclava? —pregunté.
Suleimán la miraba con los párpados muy cerrados. En su cara no se revelaba
emoción alguna.
—No carece de interés —me dijo.
De entre mis ropas saqué el cinturón en el que había ocultado mis piedras. Corté
el cosido que mantenía unidas ambas partes y fui poniendo las joyas, una a una, sobre
la mesa lacada y baja tras la cual se hallaba sentado con las piernas cruzadas
Suleimán. Él miró las piedras con detenimiento, tomándolas entre el dedo índice y el
pulgar de su mano derecha. A veces las ponía frente a la luz. Antes de llegar allí me
había cerciorado de conocer bien las categorías de las piedras, y el cambio en barras
de dátil que podría esperar de un trueque razonable.
A la derecha de Suleimán se sentaba lánguidamente otro hombre. También él
llevaba un kaffiyeh y un agal, y un caftán de seda. Era un mercader de la sal, de
Kasra.
ebookelo.com - Página 48
—Sentí mucho que no pudiésemos viajar juntos a Kasra, y luego a Tor —me dijo
Ibn Saran.
—Tuve que atender urgentemente otros asuntos —le contesté.
—Realmente fue una lástima —dijo sonriendo Ibn Saran, llevándose a la boca
una fina copa de vino vaporoso.
Suleimán descartó con el dedo algunas de las piedras que le había llevado. Yo las
recogí y volví a ponerlas en mi monedero. Por lo visto, los diamantes y ópalos de
sereem eran lo que más llamaba su atención. Estas dos clases de piedras eran muy
raras en el mercado del Tahari.
Había esperado un mes en el oasis de Nueve Pozos antes de conseguir una
audiencia con Suleimán.
Ibn Saran, sin apartar los ojos de Alyena, levantó un dedo. Inmediatamente
apareció una esclava descalza, con muchos brazaletes, con esos bombachos hechos
con diáfanas y amplias sedas que se estrechaban en los tobillos y el torso cubierto por
un estrecho chaleco. Dicha esclava se arrodilló y avanzó el estilizado recipiente
plateado en el que servía el oscuro licor para llenar la copa de Ibn Saran. Un velo le
cubría la cara. Su transparencia revelaba el collar.
Ni se me había ocurrido que pudiera ser tan afortunado. Ella no me miró, y volvió
a su sitio con el recipiente del vino.
Ibn Saran levantó otro dedo. Otra chica acudió corriendo a su llamada. Esta vez
se trataba de una pelirroja de piel morena, vestida de forma muy semejante a la otra.
En sus manos transportaba una bandeja en la que había varias cucharas y distintos
tipos de azúcar. Se arrodilló, y puso la bandeja sobre la mesa. Con una cucharilla,
cuyo diámetro no debía sobrepasar una décima de hort, puso en la copa cuatro
medidas de azúcar blanco, y seis de azúcar amarillo. Después de echar cada una de
las medidas agitaba el brebaje. Finalmente tocó la copa con la mejilla, para
comprobar la temperatura. Ibn Saran la miró, y ella, mirándole a su vez, besó
tímidamente un lado de la copa antes de dejarla frente a él, en la mesa. Acto seguido
retrocedió, con la cabeza inclinada.
No me volví para mirar a la muchacha que había servido el vino.
No sabía si pertenecía a Suleimán, o a Ibn Saran, aunque suponía que al primero,
pues en ese momento estábamos sentados en el interior de su palacio para tratar de
negocios.
Suleimán rechazó otras dos piedras, y yo las recogí sin hacer ningún comentario
antes de guardarlas.
Alyena, inmersa en las evoluciones de su danza, giraba. Sonreí al ver que la
herida en la parte inferior de su espalda, a la izquierda, todavía no había
desaparecido. Había ocurrido durante la marcha de la caravana. Cuatro días antes de
que ella recibiera tal castigo, se habían unido a nuestra caravana los oficiales y la
escolta enviados desde Nueve Pozos. Había ocurrido en un lugar de
aprovisionamiento de agua. Ella llevaba un odre bastante grande de nata de leche de
ebookelo.com - Página 49
verro sobre la cabeza. Un joven nómada de muy buena planta, de anchas espaldas y
de ágiles movimientos había sido el encargado de administrarle el correctivo. Yo
contemplé la escena, y en mi opinión el joven había actuado correctamente. Ella, con
su carga, había pasado por su lado, y lo había hecho como una esclava. El muchacho
se había levantado rápidamente y con sus dedos de acero le había administrado un
alegre, pero no por ello menos duro, correctivo. El grito de Alyena resonó en un radio
de un cuarto de pasang alrededor de la charca. Las kaiilas y los verros se
sobresaltaron. El odre lleno de nata había caído al suelo, pero afortunadamente para
ella las costuras del odre no se habían abierto. Al girarse para dar la cara al agresor se
había dado cuenta de que ya lo tenía a su lado, a menos de diez centímetros.
—¡Caminas bien, esclava! —le había dicho él.
Ella había ido retrocediendo de cara a él, asustada, aturdida, hasta que topó de
espaldas con el tronco de un flahdah. Sin poder hacer nada, impotente, le miró.
—Eres una esclava preciosa —dijo él—. No me importaría nada ser tu dueño.
Alyena volvió el rostro, y no pudo evitar una exclamación al sentir la mano del
nómada que palpaba su cuerpo. Con sus talones intentó subir por el tronco del árbol,
arañando su corteza, y de hecho subió un par de palmos antes de que él la besara a
través del velo, dejando una mancha de sangre en la seda. Después se apartó, ató la
larga melena rubia de Alyena alrededor del tronco y la dejó. Ella sollozaba,
arrodillada en el árbol, mientras intentaba deshacer los nudos del árbol que la unían a
él y que, al estar al otro lado del árbol, ella no podía ver. Para mayor solaz del
campamento, tardó más de diez ehns antes de liberarse. Y fue peor aún para ella
cuando Aya, la esclava de Faruk que la estaba adiestrando, la descubrió. No le gustó
nada encontrarla de aquella manera, atada al árbol, con el odre de nata de verro tirado
a un lado, y dejó bien clara su disconformidad golpeándola repetidamente con su
instrumento correctivo, la cuerda de kaiila anudada. Alyena no pudo hacer nada por
evitarlo mientras estuvo presa del árbol.
—¡Gandula! —gritaba Aya—. ¡Cada cosa a su tiempo! ¿Entiendes? ¡Hay un
tiempo para jugar, y otro para trabajar!
Cuando Alyena logró por fin liberarse, sollozando, pero a toda prisa, se volvió a
colocar el odre sobre la cabeza y se dirigió sin más demora a la tienda de Faruk.
—¡Ahora hay que trabajar! ¿Lo entiendes? —gritaba Aya.
—¡Sí, ama, te entiendo!
Cuando Aya dejó que finalmente se marchara, la muchacha corrió hacia mí y me
contó con lágrimas en los ojos todo lo que había ocurrido.
Más tarde, esa noche, cuando ya estaba cubierta por su chilaba trabada, tendida a
mis pies, me dijo:
—Era una bestia terrible, ¿no crees?
—Sí —respondí.
—¿Crees que volveré a verlo alguna vez?
—Los nómadas son pobres. Creía que querías que tu dueño fuese un hombre rico.
ebookelo.com - Página 50
—¡Pero si no quiero que ése sea mi dueño! —dijo sobresaltada—. ¡Le odio!
—¿Ah, sí?
Ella se inclinó, con la pierna estirada y moviéndola, flexionándola lentamente al
son de la música, la acarició recorriéndola desde la rodilla al suelo.
Alyena era una buena bailarina, porque en su vientre, aunque ella no lo sabía,
ardía el fuego de las esclavas.
Ante Suleimán quedaban entonces cinco piedras, tres diamantes de sereem, rojos,
brillantes, moteados de blanco, y dos ópalos, uno de clase corriente, de color lechoso,
y el otro de un color excepcional, con brillos rojos y azules. Los ópalos no son
piedras especialmente valiosas en la Tierra, pero en Gor son escasísimos. Esos dos
ejemplares eran particularmente interesantes, cortados y pulidos en luminiscentes
dibujos ovoidales. Pero, naturalmente, no tienen nunca el mismo valor que los
diamantes.
—¿Qué desearías a cambio de estas cinco piedras? —preguntó al fin Suleimán.
—Cien pesos de barras de dátil —respondí.
—Es demasiado —dijo él.
Naturalmente que era demasiado. El truco, como ya se habrá imaginado, consistía
en dar un precio inicial razonablemente alto para poder llegar rápidamente a un
acuerdo; además, al mismo tiempo, daba muestras de apreciar la posición de
Suleimán, y su inteligencia. Plantear un precio inicial demasiado alto, como si
estuviese tratando con un idiota, podía traer consecuencias desagradables para mi
persona, entre las que la menos desagradable era mi decapitación inmediata, y eso
suponiendo que Suleimán se hubiera levantado con buen pie aquel día, tras una noche
convenientemente placentera con sus chicas.
—Veinte pesos de barras de dátil —dijo Suleimán.
—Eso es demasiado poco —dije yo.
Suleimán examinó las piedras. Sabía que el precio que había sugerido era
demasiado bajo. Lo único que le preocupaba en aquel momento era calcular cuánto
podría sacar por las piedras después de comprármelas.
Suleimán era un hombre que discernía muy bien. Tenía muy buen gusto, y poseía
una gran inteligencia.
Él había sido quien había organizado la trampa.
Era de noche cuando sospeché por primera vez qué clase de trampa nos habían
tendido. Era la sexta noche después de que se hubiesen reunido con nosotros los
soldados aretai.
El teniente del grupo que nos escoltaba vino a mi tienda. Era el mismo que había
insistido en que me matasen. Nos saludamos. Su nombre era Hamid. El del capitán
era Shakar.
Miró a su alrededor con aire furtivo, y después se sentó sin que yo le hubiese
ebookelo.com - Página 51
invitado a hacerlo, y eso que estaba en el interior de mi tienda. Yo no deseaba
matarle.
—Por lo que sé —dijo el teniente—, llevas piedras, y deseas vendérselas a
Suleimán, el alto Pachá de los aretai.
—Exacto —respondí.
—Dámelas —me dijo ansiosamente—. Yo se las llevaré a Suleimán. Él no te
verá, y te daré lo que valgan en barras de dátil prensado.
—No, creo que no voy a hacer tal cosa.
Sus ojos empequeñecieron, y su expresión se ensombreció.
—Vete —le dijo a Alyena.
Todavía no le había puesto las trabas. Ella me miró, y yo le dije:
—Vete.
—No deseo hablar ante la esclava —dijo.
—Lo comprendo —respondí.
Demasiado bien, lo comprendía, si su intención era matarme, más le valía hacerlo
sin testigos delante, aunque ese testigo no fuese más que una esclava.
—Hay kavar por todas partes —dijo sonriendo.
La verdad era que había visto algunos grupos de jinetes dispersos, escrutándonos
en días anteriores. Cuando los guardianes de nuestra caravana habían ido a su
encuentro, ellos se habían desvanecido en la distancia.
—No se lo digas a nadie —me informó Hamid—, pero cerca de aquí hay una
partida de kavar. Deben ser unos trescientos o cuatrocientos.
—Bandidos —pregunté.
—Kavar —respondió—. Hombres de la tribu, y de su tribu vasalla, los ta’kara.
Pronto se declarará la guerra —el hombre inclinó su cuerpo para acercarse más a mí
—, y habrá pocas caravanas, porque los mercaderes no querrán arriesgarse. Su
intención es que Suleimán no reciba las mercancías. Su intención es desviarlas todas,
o una gran parte de ellas, hacia el oasis Piedras de Plata.
Ese oasis estaba bajo el dominio de los char, una tribu que también era vasalla de
los kavar. Debía su nombre a un grupo de hombres sedientos que, siglos atrás, había
llegado a esos parajes tras un largo viaje nocturno. Al ver esas piedras largas y planas
mojadas por el rocío e iluminadas por la luz del amanecer les había parecido que
brillaban como si fuesen de plata. Lo cierto es que el rocío es un fenómeno bastante
corriente en el Tahari, y se condensa sobre las piedras tras las frías noches del
desierto. Como es natural, cuando llega la mañana todo resto de humedad se evapora
con súbita rapidez. A veces, antes del amanecer, los nómadas escogen algunas piedras
apropiadas para este uso, las limpian bien y cuando llega el momento lamen la
humedad de la que se quedan impregnadas. Eso no alivia demasiado la sed, pues el
líquido que se obtiene es escaso, pero de todos modos humedece la lengua y los
labios.
—Si hay tantos kavar y ta’kara en los alrededores —comenté—, no disponéis de
ebookelo.com - Página 52
los hombres suficientes para defender esta caravana.
Realmente, en una situación como ésa, una escolta tan pequeña como la suya, que
consistía tan sólo en un centenar de hombres, era, militarmente hablando, una
incitación al ataque.
Pero Hamid, teniente de Shakar, capitán de los aretai, no respondió a mi
comentario. Lo que hizo fue insistir:
—Dame las piedras. Las guardaré en un lugar seguro. Si no me las das, los kavar
pueden quitártelas. Visitaré a Suleimán en tu nombre. Así no te verá. Haré la oferta
en tu nombre, y obtendré a cambio una buena cantidad de barras de dátil.
—No. Iré en persona a ver a Suleimán —dije—. Haré la oferta personalmente.
—¡Eres un espía kavar! —susurró.
No abrí la boca.
—Dame las piedras —insistió.
—No —respondí.
—¡Tu verdadera intención es llegar hasta la presencia de Suleimán para así
asesinarlo!
—No me parece que ésa sea una buena estratagema para obtener una buena
cantidad de barras de dátil a cambio. ¡Ah, vaya! —observé—. ¡Pero si has sacado tu
daga!
Se lanzó contra mí, pero ya no me encontró. Me desplacé con rapidez, y de una
patada hice caer el mástil que sujetaba la tienda antes de deslizarme al exterior.
—¡Al ladrón! —grité—. ¡Al ladrón!
Varios hombres acudieron corriendo. Entre ellos estaba Shakar, que llegó con su
arma desenvainada, acompañado por varios de sus soldados. Enseguida se añadieron
al tumulto varios esclavos y cuidadores. Bajo la tienda caída se debatía una figura.
Cuando llegaron las antorchas, Shakar ordenó que retiraran la tela.
—¡Oh! —exclamé fingiendo sorpresa—. ¡Pero si es el noble Hamid! ¡Perdóname,
noble señor! ¡Te he confundido con un bandido!
Hamid se levantó, mascullando maldiciones y sacudiéndose la arena.
—Eso de dejarse caer una tienda encima —comentó Shakar envainando su espada
— no denota demasiada habilidad por tu parte, Hamid.
—He tropezado —dijo Hamid a modo de excusa.
No parecía demasiado contento cuando se marchó tras su capitán, mirando hacia
atrás de vez en cuando antes de desaparecer en la oscuridad.
—Vuelve a plantar la tienda —le ordené a Alyena, que me miraba con expresión
asustada.
—Sí, amo —respondió.
Inmediatamente fui a encontrar a Faruk. No era nada conveniente que se
produjesen bajas entre sus hombres.
No tuvimos que esperar demasiado antes de que nos atacasen los kavar. Ocurrió
al día siguiente, poco después de la décima hora, lo que en Gor equivale a mediodía.
ebookelo.com - Página 53
Los aretai que nos escoltaban fueron a su encuentro, pero no me sorprendió ver
que retrocedían y se dispersaban por las montañas, abandonando la caravana, al
comprender que el número de atacantes era considerable.
—¡No opongáis resistencia! —ordenó Faruk a sus guardianes, cabalgando
velozmente a lo largo de la caravana—. ¡No peleéis! ¡No os resistáis!
Al cabo de unos segundos llegaban hasta nosotros.
Los guardianes de Faruk, siguiendo el ejemplo de su jefe, tiraron sus escudos a la
arena, y en ella clavaron sus lanzas. Desenvainaron sus cimitarras y las lanzaron para
hundirlas también en la arena. Habían quedado desarmados.
Las esclavas gritaban.
Los kavar indicaron con sus lanzas que los hombres desmontaran. Ellos
obedecieron, y enseguida se les reunió en un grupo compacto. Los kavar cabalgaron a
lo largo de la caravana y ordenaron a los cuidadores que reunieran a los animales y
los pusieran en línea. Con sus cimitarras, los kavar abrieron algunas bolsas y paquetes
de los que transportaban las kaiilas para averiguar su contenido.
Uno de aquellos guerreros trazó una línea en la arena con su lanza.
—Desnudad a vuestras mujeres —ordenó—, y ponedlas en esta línea.
Todo ello estuvo hecho en un momento. A algunas las desnudaron con la punta de
las cimitarras. Vi que sacaban a Alyena de su kurdah tirándole del brazo, y que caía al
suelo. Se quedó allí arrodillada, mirando horrorizada al guerrero que tenía ante ella.
Otro guerrero, montando en una kaiila, se puso tras ella, y de un tirón con la punta de
su lanza hizo que se soltara la anilla dorada, con lo que Alyena quedó con la cara
descubierta. Eso hizo que ella se encogiera todavía más y que lanzara un grito de
desesperación, con el rostro vuelto hacia el jinete.
—¿Qué haces tú? —me preguntó un kavar que había cabalgado hasta mi lado—.
¿Por qué no te has despojado de tus armas?
—No soy ningún guardián de Faruk —respondí.
—Pero eres un miembro de la caravana, ¿no es así?
—Viajo con ella, eso es todo.
—Tira tus armas, y desmonta —me ordenó.
—No —respondí.
—No deseamos matarte —dijo el guerrero.
—Me alegra oírlo —dije—, porque yo tampoco deseo mataros.
—Si encontráis algún aretai —gritó un jinete que pasó cerca de donde nosotros
nos encontrábamos—, matadle.
—¿Eres aretai? —me preguntó el hombre.
—No —respondí.
Vi que se llevaban a algunas kaiilas, y que dejaban otras con sus cuidadores.
Los animales habían levantado mucho polvo. Distinguí a las chicas, que ya
estaban formadas en línea. Sus tobillos y pantorrillas estaban cubiertos de polvo, y
una fina capa cubría también su cuerpo. Los ojos de las chicas, medio cerrados,
ebookelo.com - Página 54
brillaban con el reflejo del sol, entre la polvareda. Dos de ellas tosían. Algunas no
podían permanecer quietas, pues la arena estaba demasiado caliente para sus pies
descalzos. Todas estaban desnudas. No podían abandonar esa línea. Acudió un
oficial, y las inspeccionó con detalle. Dio unas órdenes, y la primera que salió de la
fila llevada a punta de lanza fue Alyena.
Me complació ver que los kavar la encontraban adecuada para su servicio.
—Quédate aquí, muchacha —ordenó un hombre.
Realmente, no se podía decir que estuviese sorprendido. Cada día era más bonita,
pues aunque no lo supiera, y aunque rechazara ese pensamiento con todas sus fuerzas,
empezaba a estimar su collar. Era una esclava, y tarde o temprano se vería obligada a
aceptarlo, porque estaba en Gor.
Otras ocho muchachas estaban en pie, en fila, tras Alyena, listas para ser
encadenadas. Los kavar habían rechazado a unas seis chicas.
—¡Corred, volved con vuestros amos! —gritó un kavar a las rechazadas.
Y ellas, llorando, le obedecieron. Alyena, en cambio, estaba contenta de ser la
primera elegida. Se le notaba. Se la veía complacida, además, de que Aya, esa esclava
que le había causado tantos problemas, estuviese en el grupo de las rechazadas.
Alyena permanecía en pie, orgullosa, desnuda, en espera de sus cadenas. Pero,
naturalmente, a ella no se las pondrían.
—Volveré a recomendarte —dijo el kavar— que te despojes de las armas y que
bajes de la kaiila.
—Y yo te recomendaré a ti lo mismo que les recomendaría a tus compañeros:
debéis marcharos de aquí lo antes posible si queréis vivir.
—No te entiendo —dijo el guerrero—. ¿Qué estás diciendo?
—Si fueses un aretai ¿habrías entregado la caravana sin luchar?
—Claro que no —respondió él enseguida.
Pero, de pronto, palideció.
—Afortunadamente —seguí diciendo— sólo veo que se levante el polvo en el
este. Pero de todos modos no iría hacia el oeste, porque ése sería el camino de huida
natural para hombres sorprendidos, desconcertados, y es muy probable que otros
hombres esperen allí, emboscados. Si tenemos en cuenta la extensión del terreno, y el
número de hombres que pueden haber reunido los aretai, les será muy difícil
rodearos, a menos que les permitáis acercarse demasiado a la caravana. Mi
recomendación, aunque quizás no sea perfecta, porque no conozco el terreno a la
perfección, sería que galopaseis a toda prisa hacia el sur.
—Pero el sur es territorio aretai.
—Lo más probable es que ellos no se esperen que avancéis en esa dirección —
dije—, y siempre estaréis a tiempo de desviaros más tarde.
El guerrero se puso en pie sobre sus estribos y gritó. Un oficial acudió
inmediatamente a su llamada. Ambos miraron hacia el este. El polvo, como la hoja de
una cimitarra oscura, cortaba el horizonte, dirigiéndose hacia nosotros.
ebookelo.com - Página 55
—¡Luchemos! —gritó un hombre—. ¡Enfrentémonos a ellos!
—¿Así? —inquirí—. ¿Sin ni siquiera conocer el número de tropas enemigas?
El oficial me miró.
—¿Cuántos crees que serán? —preguntó.
—No puedo responderte a eso con exactitud —dije—, pero estoy seguro que
acudirán en número suficiente para cumplir con el objetivo que tienen marcado.
—¿Quién eres?
—Uno que se encamina hacia el oasis de los Nueve Pozos —le dije.
El oficial se puso en pie sobre sus estribos, y levantó su lanza. Sus hombres
ocuparon sus posiciones.
El oficial azuzó con rabia a su kaiila, y ésta empezó galopar. Los albornoces
restallantes de los kavar y de los ta’kara abandonaron el campamento.
Se encaminaron hacia el sur. Sí, aquél era un buen oficial.
Cabalgué hacia el lugar en el que estaba Alyena. Ella me miró.
—Por lo visto —dije—, no te van a encadenar.
—¡Habría sido la primera de la cadena! ¡Me escogieron la primera, y habría ido
delante de la cadena de esclavas!
—Aquí no hay cadenas, Alyena —la corregí—. En el desierto es imposible hacer
caminar a cadenas de esclavas. Con las cadenas solamente te habrían atado para
echarte sobre la grupa de algún animal, junto con alguna otra.
—Sí, pero si hubiesen hecho una cadena —insistió—, habría sido la primera.
Los aretai que venían desde el este y del oeste, con sus lanzas bajas y las
cimitarras en alto, se lanzaron sobre la caravana, gritando. Pero no encontraron a los
kavar. Ni a los ta’kara.
—¿Dónde están los kavar? —gritó Shakar tirando de las riendas de su kaiila.
Hamid, su teniente, iba tras él.
—Se han marchado —le había informado.
Si los kavar hubiesen caído en esa trampa, ninguno habría sobrevivido a la
masacre.
Suleimán era un hombre por el que se debía tener respeto.
Decidí que me apetecía saborear aquel vino espeso y oscuro. Levanté el dedo. La
muchacha que tenía a su cargo la jarra plateada en cuyo interior se guardaba el vino,
estaba arrodillada ante un pequeño brasero en el que se mantenía caliente el líquido.
Al ver que le hacía la señal, se puso tensa, y vaciló, sin saber qué hacer. Era de piel
clara, con el cabello oscuro. Vestía un chaleco muy ajustado de seda roja, con cuatro
sujeciones. Su cintura estaba desnuda. Un chalwar, de amplia tela reunida en ambos
tobillos, a modo de bombacho, cubría sus piernas. Iba descalza. En sus muñecas y
tobillos lucía pulseras y ajorcas. Llevaba velo, y collar. Finalmente, se levantó y
acudió con presteza al lugar en el que yo me encontraba. Se arrodilló frente a mí, con
ebookelo.com - Página 56
la cabeza gacha, y con mucho cuidado escanció aquel licor oscuro y caliente en mi
fina copa de color rojo. Le indiqué que podía retirarse. No había sido capaz de leer lo
que decía su collar. De haberlo hecho, habría averiguado a quién pertenecía. Suponía
que su amo era Suleimán, puesto que estaba sirviendo en su palacio. La otra
muchacha, también de piel clara, levantó su bandeja con azúcares y cucharillas,
presta a servirme, pero yo no le hice ninguna señal, y no se movió. Ambas chicas
formaban una pareja de esclavas que complementaban sus servicios. Una servía el
vino negruzco, y la otra se encargaba de los azúcares.
En ese momento, Alyena se desprendía lentamente de la seda de bailarina que
rodeaba sus caderas, pero al mismo tiempo la movía alrededor de su cuerpo, en una
clara provocación a Ibn Saran, que permanecía ante ella con la expresión de
languidez que no parecía abandonarle nunca.
Ibn Saran no se perdía detalle de las evoluciones de la tela. Era un hombre hábil,
de sentidos muy aguzados. Se notaba que era un fino conocedor de esclavas.
Pero yo también, a mi manera, era un buen conocedor de esclavas, aunque
seguramente no tan experimentado como el mercader. Sin ir más lejos, la esclava
encargada de mantener la jarra caliente y escanciar el líquido era un excelentísimo
bocado de carne femenina. Sí, era una mujer que incitaba al placer, un apetitoso
bocado… algo indisciplinado. Verla significaba desearla inmediatamente.
En una ocasión había tenido la oportunidad de comprarla, pero había cometido la
torpeza de no hacerlo. No, no había tomado sus cadenas para llevarlas a bordo de mi
nave, para transportarlas a mi casa.
Más tarde había enviado a Tab, uno de mis capitanes, un hombre de mi confianza,
en su busca. Pero no la había encontrado. Ya la habían vendido.
Miré distraídamente al lugar en el que estaba arrodillada Vella, la que antes se
llamaba Elizabeth Cardwell, al lado de la jarra plateada de largo pitorro, llena de vino
oscuro. Ahora no era más que la parte de una pareja de esclavas que se
complementaban. Sobre el velo se distinguían sus ojos llenos de ira.
En ese momento, Alyena obedecía a la música, y giraba ante nosotros,
rápidamente, hacia el clímax de su danza.
De pronto, mágicamente, se detuvo al tiempo que la música, y quedó con la
cabeza echada hacia atrás, los brazos levantados, el cuerpo cubierto de sudor.
Finalmente, junto con la última nota de la música, su cuerpo cayó al suelo, a los pies
de Ibn Saran. El vello de sus antebrazos brillaba, humedecido, mientras su cuerpo se
estremecía, en busca de aire.
Ibn Saran, en un gesto de magnificencia, le indicó que podía alzarse. Así lo hizo
ella, y quedó frente a él, con la cabeza alta, respirando ansiosamente.
Ibn Saran me miraba, sonriente.
—Una esclava muy interesante —dijo.
—¿Quieres pujar por ella? —pregunté.
Ibn Saran le hizo un gesto a Suleimán. Él reconoció la cortesía y dijo:
ebookelo.com - Página 57
—No voy a pujar contra un invitado en mi casa.
—Y yo —respondió Ibn Saran— no encontraría correcto pujar contra el anfitrión
en cuya casa encuentro siempre tan calurosa bienvenida.
—En mis jardines de placer —dijo Suleimán sonriendo— dispongo de veinte
mujeres como ésta.
—Ah, ya —dijo Ibn Saran, sonriendo con ironía.
—En cuanto a las piedras —dijo Suleimán volviéndose hacia mí—, te ofrezco
setenta pesos de dátil por ellas.
Era un buen precio, un precio justo. Era su manera de mostrarse magnánimo
conmigo. Sus ofertas anteriores habían satisfecho sus escrúpulos de comerciante del
desierto. En ese momento, quien hacía tratos era Suleimán, Ubar Pachá de Nueve
Pozos. No podía dudar que esa oferta era firme, que ya se habían acabado los rodeos.
Si realmente le hubiese interesado regatear y conseguir un buen precio, sospechaba
que no se me hubiera permitido negociar con él. De esa labor se habría encargado
uno de sus comisarios.
—Me has ofrecido tu hospitalidad, y me honraría que Suleimán aceptara estas
humildes piedras por sesenta pesos.
Sospechaba que, de no haber sido por intercesión de Ibn Saran, nunca se me
habría permitido estar en presencia del Pachá de Nueve Pozos.
Hizo una reverencia, y llamó a un escriba.
—Dadle a este mercader de gemas una nota de pago de ochenta pesos de dátil.
Escuché un ruido que venía de lejos. Parecían gritos. No le di más importancia.
Además, Ibn Saran y Suleimán parecían no haberse dado cuenta.
Alyena seguía en pie sobre las baldosas escarlatas, con la cabeza echada atrás,
sudorosa. Su respiración aún no había recuperado el ritmo normal. Estaba desnuda
por completo. En su cuerpo solamente resaltaban los abalorios: ajorcas, pulseras, y
las cadenas y adornos diversos que colgaban de su collar. Se echó el cabello hacia
atrás con la mano derecha.
En ese momento oí más gritos. Se habían acercado. También pude oír cómo
relinchaba una kaiila, y eso me pareció muy raro, dado que nos encontrábamos en el
interior del palacio del Pachá de Nueve Pozos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Suleimán poniéndose en pie.
Alyena miraba a su alrededor.
En ese momento, y para sorpresa nuestra, apareció en el gran portal de la estancia
una kaiila, que en su carrera hacía retroceder a los guardianes. Sus garras resbalaban
sobre las baldosas, y su jinete con la cara cubierta y la capucha del albornoz
ocultando el resto de su cabeza, manejaba diestramente la cimitarra para evitar los
embates de los guardianes, algunos de los cuales cayeron al suelo, ensangrentados.
El jinete volvió a envainar su cimitarra, acto seguido se echó a reír. Se despojó del
antifaz, para que pudiésemos contemplar su rostro, y nos sonrió.
—¡Es Hassan, el bandido! —gritó una voz.
ebookelo.com - Página 58
Desenvainé mi cimitarra y me interpuse entre él y Suleimán.
La kaiila se encabritó. El hombre desenrolló un largo látigo del desierto que tenía
sujeto a la silla.
—Vengo en busca de una esclava —dijo.
La larga correa del látigo avanzó por el aire. De pronto, Alyena lanzó un grito. La
correa se le había enroscado desde la cintura hasta el pecho, en cuatro estrechos
abrazos. El jinete tiró del látigo para acabar de inmovilizarla. Ya era su prisionera. La
izó hasta la silla, y sujetándola por el cabello la sujetó en su montura.
Finalmente, levantó su mano y, dijo:
—¡Hasta pronto! ¡Y gracias!
Rápidamente, hizo girar a su kaiila y, evitando a los guardianes que se lanzaban
contra él, hizo un quiebro inesperado, casi felino, para salir por una de las ventanas
de grandes arcos. Desde allí aterrizó en un tejado, y luego en otro, hasta llegar al
mismo nivel de la calle, en la que los habitantes de aquella población se giraban,
desconcertados, para mirarle.
Me aparté con los demás de la ventana por la que había huido. Vi que Suleimán
yacía sobre los cojines. Corrí hacia él, y vi que Hamid, el teniente de los aretai, se
deslizaba prestamente por detrás de las cortinas. En su mano, medio oculta por las
ropas, distinguí el perfil ensangrentado de una daga.
Ayudé a Suleimán a volverse. Sus ojos estaban abiertos.
—¿Quién me ha apuñalado? —preguntó.
Los cojines se teñían rápidamente de sangre.
Ibn Saran desenvainó su cimitarra. Su languidez habitual había desaparecido, sus
ojos brillaban, y sus movimientos habían adquirido la prestancia de una sedosa
pantera, tensa, a punto de atacar. Me señaló con su arma y gritó:
—¡Él! ¡Ha sido él! ¡Le he visto!
Me incorporé.
—¡Espía kavar! —gritaba Ibn Saran—. ¡Asesino!
Me volví, dispuesto a enfrentarme a los aceros que estrechaban su círculo en
torno a mí.
—¡Matadlo! —gritó Ibn Saran con la cimitarra en alto.
ebookelo.com - Página 59
6. EL TESTIMONIO DE UNA ESCLAVA
Los cuerpos desnudos de las dos muchachas se hallaban tendidos sobre unas redes
rectangulares hechas con cuerdas. Dichas redes soportaban en ese momento el peso
de los dos cuerpos, y se adaptaban a sus curvas. Las manos de las muchachas
descansaban a ambos lados de sus cuerpos, pero estaban atadas con cuerdas, fijas
éstas a su vez a los tornos que se hallaban sobre sus cabezas. Ambas llevaban
collares. Sus tobillos se hallaban también sujetos con cuerdas a una pieza fija.
Estaba arrodillado en el círculo de acusación. Tenía enmanilladas a mi espalda las
muñecas. Rodeaba mi cuello un círculo de pesado metal con dos anillas, una a cada
lado, de las que pendían dos cadenas que sujetaban los dos guardianes encargados de
mi custodia. Estaba desnudo, y mis tobillos también estaban encadenados.
—¡Matadlo! —había gritado Ibn Saran con la cimitarra en alto.
—¡No! —había gritado Shakar, capitán de los aretai sujetándole el brazo—. Eso
sería demasiado fácil.
Ibn Saran, sonriendo, había vuelto a enfundar su arma.
Me habían sujetado con cuerdas.
Y en ese momento me debatía en las cadenas. Pero nada podía hacer.
—Escuchemos el testimonio de las dos esclavas —dijo el juez.
Dos fornidos esclavos, desnudos de cintura para arriba, se apostaron a ambos
lados de uno de los tornos.
La muchacha pelirroja, que había formado pareja con la otra en la tarea de servir
el vino, la que tenía a su cargo la bandeja con las cucharillas y los azúcares,
sollozaba. Los dientes de los engranajes empezaron a girar, el torno avanzó, y los
brazos de la muchacha se vieron arrastrados hacia arriba hasta quedar por encima de
la cabeza. La muchacha seguía sollozando.
—¡Amo! —gritó.
Ibn Saran, envuelto en sus sedas, ataviado también con el kaffiyeh y el agal, se
puso junto al torno, al lado de la cabeza de la muchacha, y dijo:
—No temas, bella Zaya. Sólo debe preocuparte decir la verdad, solamente la
verdad.
—¡Sí, amo! —gritó ella—. ¡Lo haré!
Los esclavos que se encargaban de hacer girar el torno lo accionaron obedeciendo
una señal del juez. Los dientes volvieron a avanzar, y el cuerpo de la chica se tensó.
La cuerda de sus muñecas empezó a tirar, y lo mismo ocurrió con la que sujetaba los
pies, que quedaron estirados.
—Escucha con atención, pequeña Zaya —dijo Ibn Saran—, y medita. Medita
detenidamente.
La muchacha asintió.
—¿Pudiste ver quién apuñalaba al noble Pachá Suleimán? —preguntó Ibn Saran.
—¡Sí! —respondió ella gritando—. ¡Fue él! ¡Él! ¡Fue él, amo! ¡Ocurrió como has
ebookelo.com - Página 60
explicado! —Volvió la cabeza para mirarme y volvió a repetir—: ¡Fue él!
Ibn Saran sonreía.
—¡No! —grité yo, poniéndome en pie—. ¡Fue Hamid! ¡Hamid, el teniente de
Shakar!
Hamid, que se encontraba a un lado, ni siquiera se tomó la molestia de mirarme.
Se oyeron murmullos indignados de los hombres reunidos en aquel consejo.
—Hamid es un hombre de confianza —dijo Shakar—. Y además, es un aretai.
—Si insistes en acusar a Hamid —dijo el juez—, el castigo a que se te someta
será todavía más penoso.
—¡Fue Hamid quien apuñaló a Suleimán! —repetí.
—¡Arrodíllate! —ordenó el juez.
Obedecí.
El juez volvió a hacer una señal a los esclavos que manipulaban el torno.
—¡No, por favor! —gritó la chica.
Los dientes del torno volvieron a avanzar. Es esta ocasión, el cuerpo de la esclava
se vio izado por encima de la red que hasta entonces la sostenía, y quedó suspendido
de las ataduras que la sujetaban de manos y pies.
—¡Amos! —gritaba la chica—. ¡Amos! ¡He dicho la verdad! ¡La verdad!
El torno avanzaba lentamente. La chica empezó a gemir de dolor.
—¿Has dicho la verdad, bella Zaya? —inquirió Ibn Saran.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —sollozaba la muchacha.
El juez hizo una señal, y los esclavos soltaron los mecanismos del torno. Los
dientes volvieron atrás rápidamente, y el cuerpo de la chica volvió a caer sobre la red.
Uno de los esclavos deshizo las ataduras de sus manos y tobillos. La muchacha,
aterrorizada como estaba, no podía moverse. El esclavo la echó junto a un muro, en
donde otro esclavo fijó en su collar una corta cadena sujeta a su vez en una anilla del
suelo. La muchacha se quedó allí, tendida, temblorosa.
—Bien —dijo el juez—, escuchemos el testimonio de la segunda esclava.
En aquel momento, ya había tensado las cuerdas para que las muñecas se
encontrasen por encima de la cabeza. Estirada allá, desnuda, me miraba. Llevaba el
collar.
—Y ahora, preciosa mía —dijo Ibn Saran—, piensa detenidamente, con mucho
cuidado.
Formaba parte de una pareja de esclavas de servicio, y su labor consistía en
encargarse de aquella jarra llena de vino oscuro.
—Piensa detenidamente, hermosa Vella —dijo Ibn Saran.
—Lo haré, amo.
—Si dices la verdad —le advirtió Ibn Saran—, no se te hará ningún daño.
—Diré la verdad, amo —respondió ella.
Ibn Saran le hizo una señal al juez con la cabeza.
El juez levantó su mano, y el torno empezó a girar. La muchacha cerró los ojos.
ebookelo.com - Página 61
El cuerpo se le había tensado sobre la red, y los pies se estiraban, presos de las
cuerdas.
—¿Cuál es la verdad, preciosa Vella? —preguntó Ibn Saran con tranquilidad.
Ella abrió los ojos, y sin mirarlo respondió:
—La verdad es lo que dice Ibn Saran.
—¿Quién apuñaló al noble Suleimán? —dijo Ibn Saran.
La muchacha giró la cabeza para mirarme y dijo:
—Él. Él fue quien apuñaló a Suleimán.
En mi rostro no se reveló reacción alguna.
El juez volvió a hacer una señal, y los esclavos que estaban a cargo del torno lo
accionaron con fuerza. Otro diente avanzó para fijarse en el engranaje. El cuerpo de
la esclava ya se había levantado por encima de la red, sujeto de manos y pies.
—Aprovechando la confusión —dijo Ibn Saran—, el acusado apuñaló a
Suleimán, y luego se dirigió a la ventana, junto con los demás.
—Sí —dijo la muchacha.
—Yo lo vi —dijo Ibn Saran—. Pero no fui el único en verlo.
—No, amo —dijo la muchacha.
—¿Quién más lo vio? —preguntó él.
—Vella y Zaya, las esclavas, también lo vieron —dijo ella.
—La bella Zaya ya ha dicho en su testimonio que fue el acusado quien apuñaló a
Suleimán.
—Es cierto —dijo la muchacha.
—Y vosotras, esclavas —continuó preguntando Ibn Saran—, ¿por qué decís la
verdad?
—Porque nosotras, esclavas, tememos mentir.
—Muy bien. Excelente —dijo Ibn Saran.
El juez hizo otra señal a los esclavos encargados del torno, que volvió a girar, y
otro de aquellos gruesos dientes del engranaje encajó.
La chica cerró los ojos con fuerza, en una mueca de dolor, pero no gritó.
—Vuelve a mirar con detenimiento al acusado —dijo Ibn Saran. Yo vi que sus
ojos me miraban fijamente—. ¿Fue él quien apuñaló a Suleimán?
—Sí, fue él —dijo ella.
—¿Estás completamente segura? —volvió a preguntar.
—Sí —respondió ella.
—Es suficiente —dijo el juez.
Los esclavos obedecieron a su señal, e hicieron girar en sentido inverso el
tormento. El cuerpo de la chica se desplomó sobre la red de cuerda. Se volvió para
mirarme. En su boca se adivinaba una sonrisa.
Le desataron las cuerdas de tobillos y muñecas. Uno de los esclavos la levantó sin
contemplaciones y la empujó hacia el muro, al lado de la otra muchacha. El otro
esclavo la agarró de los cabellos, y manteniéndole bien baja la cabeza sujetó el collar
ebookelo.com - Página 62
a un eslabón de la cadena que estaba sujeta a la argolla del suelo. Luego, le centró la
argolla en el collar. A buen seguro le había hecho daño, pero la muchacha no se
quejó. Quedó allí, con la cabeza baja. Era una esclava.
ebookelo.com - Página 63
7. LO QUE OCURRIÓ EN MI CELDA
Levanté la cabeza.
Percibía aquel olor. Estaba cerca. Pero no podía ver nada. Mi cuerpo se tensó.
Estaba apoyado contra el muro de piedra, hecho de grandes bloques. Intenté levantar
un poco la cabeza, pero era inútil. Mi grueso collar metálico llevaba dos anillas, una a
cada lado, sujetas con cortas cadenas al muro. Del mismo modo, mis manos se
hallaban sujetas al muro, una a cada lado, con cortas cadenas. Estaba desnudo. Mis
tobillos también estaban encadenados a una anilla fija en aquel suelo formado por
enormes bloques de piedra.
Seguí incorporándome tanto como me era posible, escuchando con mucha
atención. El suelo estaba cubierto por la paja esparcida para absorber los
excrementos. Miré hacia la puerta, a unos seis metros del punto en el que me
encontraba prisionero. Era una puerta de gruesa madera, reforzada metálicamente. En
un punto alto de esa puerta distinguía una ventanilla, de unos quince centímetros de
alto por cuarenta de ancho. Cinco barras la cruzaban. Olía como a algo húmedo, pero
el grado de humedad de aquella celda no era particularmente elevado. La luz entraba
por la ventanilla que se encontraba a unos tres metros y medio del suelo, en el muro
de mi derecha. Quedaba justo por debajo del techo. La franja de luz, en la que se
revelaba el polvo que flotaba en el aire, irrumpía en diagonal en la celda.
Dilaté las ventanillas de mi nariz para investigar con más detalle los olores de
aquella celda. Descarté los de las pajas humedecidas, y los que provenían de los
desechos. Desde el exterior me llegaba el olor de las palmeras y de sus dátiles, y el de
las granadas. Oí el ruido provocado por las garras de la kaiila mientras uno de estos
animales avanzaba por la calle vecina a toda velocidad. Más lejos también pude oír
campanillas de kaiila, y los gritos de un hombre. Olía asimismo las cáscaras de los
rinds que me habían ofrecido como cena la noche anterior, y que en ese momento se
secaban sobre el suelo. Allí las habían echado la noche anterior, y ahora las cubrían
toda clase de insectos del mismo color que la arena. En los rinds también pude
distinguir dos pequeñas arañas, de esas que se encuentran normalmente en los lugares
cerrados. Desde fuera de la puerta me llegaba el olor del queso, y del té de Bazi. Oí
que el guardián se movía perezosamente sobre su silla, al otro lado de la puerta. Podía
distinguir el olor de su sudor, así como el del agua de veminium con la que se había
frotado el cuello.
Volví a apoyar la cabeza en el muro. Parecía que mis sospechas habían sido
infundadas.
En el transcurso del viaje a Nueve Pozos había ido a ver la roca en compañía de
Achmed, de su padre Faruk, de Shakar, el capitán de los aretai, y de Hamid, su
teniente. Achmed había dirigido nuestros pasos.
—¡El cuerpo! —había gritado el muchacho—. ¡El cuerpo! ¡Ya no está!
Pero habíamos encontrado la roca, y el mensaje grabado en su superficie. Estaba
ebookelo.com - Página 64
escrito en tahárico, el alfabeto de los pueblos del Tahari.
—Pues en este momento no hay nadie —había dicho Shakar.
—¿Dónde pueden habérselo llevado? —preguntó Hamid.
Su pregunta era sencilla, pero no se trataba de ninguna simpleza. En los
alrededores no eran visibles huesos piqueteados, ni cualquier otra señal del trabajo de
un animal carroñero. Por otra parte, si se hubiesen producido tormentas de arena, lo
más lógico era pensar que también deberían haber cubierto la roca. De todos modos,
convendrá aclarar que en el Tahari, aunque estas tormentas pueden ser terribles,
ocasionan pocos movimientos de dunas, y raramente pueden llegar a cubrir nada. La
arena volatilizada vuelve a esparcirse en el mismo momento en que se deposita. Por
lo demás, como es bien sabido, en el desierto del Tahari un cuerpo se descompone
muy lentamente. Si un tabuk del desierto pierde a su manada y, muere, puede
comerse su carne durante varios días, siempre que no la hayan tocado los jugos
salivales de algún depredador. En cuanto al aspecto externo del cadáver de uno de
estos animales, sería invariable durante siglos si no fuera por la acción de los
carroñeros.
—Ya no está aquí —dijo Shakar al tiempo que hacia girar su kaiila y tomaba la
dirección de regreso a la caravana.
Los demás le siguieron.
Yo había permanecido en ese lugar durante un rato más, mirando fijamente la
inscripción: «Alerta con la torre de acero». Finalmente había hecho girar a mi kaiila
para reunirme con los demás, en dirección a la caravana.
Volví a apoyarme contra el muro. Moví un poco la cabeza, haciendo girar mi
cuello aprisionado por el collar metálico. Estiré un poco de las anillas que me
sujetaban las muñecas a uno y otro lado de mi cuerpo. Oí cómo las cadenas chocaban
contra la piedra del muro. Sentí que un hilillo de sudor descendía por mi antebrazo
izquierdo hasta debajo de la anilla que me aprisionaba esa muñeca. Tiré de las
cadenas con fuerza, furioso. Lo intenté también con el cuello, pero el metal se hundía
en mi piel. Tiré de las anillas que aprisionaban mis tobillos: El resultado fue igual de
desesperante, y tuve que volver a recostarme sobre la pared. Era un prisionero, y nada
podía hacer. Nada.
Volví a cerrar los ojos. Suleimán no había muerto. La puñalada del asesino no
había alcanzado su objetivo entre aquella confusión.
El juez había escuchado el testimonio de Ibn Saran, así como los de dos esclavas.
Después de haberlos escuchado me había sentenciado, como correspondía a los
criminales, como correspondía a aquellos que habían intentado convertirse en
asesinos, a las minas de sal secretas de Klima, situadas en la profundidad del país de
las dunas. Allí debería cavar hasta que la sal, el sol, y los jefes de esclavos acabaran
conmigo. Ningún esclavo había vuelto jamás de esas minas secretas, según me habían
dicho. En Klima no se permitía la posesión de kaiilas, y ello incluso se les prohibía a
los guardianes. Las provisiones llegan gracias a las caravanas, que llegan en busca de
ebookelo.com - Página 65
sal, y se depende por completo de ellas. Aparte del propio pozo de Klima, no existe
otro en un millar de pasangs a su alrededor. En Klima, el desierto es el muro. Un
muro infranqueable. La ubicación de las minas de sal como las de Klima era un
secreto que sólo conocían los agentes de las minas y los mercaderes. Así se quería
preservar su riqueza. En Klima no se permitía la presencia de mujeres, para evitar que
los hombres se mataran entre sí por ellas.
Volví a percibir ese olor. Era inconfundible. Sentí que se me erizaban los cabellos.
Tiré de mis cadenas. Pero nada podía hacer. Estaba desnudo, aprisionado. Ni tan
siquiera podía poner las manos ante el cuerpo.
Debía esperar.
Percibía el olor del kur.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó el guardián.
Oí cómo chirriaban las patas de su silla en el momento en que se ponía en pie. Su
pregunta no recibía respuesta ninguna. No había más que silencio.
Yo permanecí apoyado en la pared, en la más absoluta inmovilidad. No se movía
ni un eslabón de mis cadenas.
El guardián caminó hacia la entrada de la estancia en la que se encontraba. Se
trataba de una entrada estrecha, situada en el extremo inferior de unas escaleras
intrincadas y estrechas.
—¿Quién anda ahí? —volvió a preguntar, gritando.
Esperó. Pero tampoco en esta ocasión hubo respuesta. Le oí caminar un poco,
hasta que decidió volver a sentarse. Pero, de pronto, las patas de la silla volvieron a
chirriar. El guardián volvía a estar en pie, y volvía a gritar:
—¿Quién anda ahí?
Pero esta vez estaba más excitado. Oí cómo desenvainaba su cimitarra.
Entonces oí un grito de horror, que se interrumpió al tiempo que se oía algo
semejante a un chasquido blando.
Después de eso, reinó el sonido de una larga lengua, de esa larga lengua que
lamía la sangre con avidez, que la saboreaba con curiosidad. Aquel hombre había
untado la base de su cuello con agua de veminium.
Oí que el cuerpo se desplomaba. No había oído que lo devorasen. Oí, eso sí, que
unas garras inspeccionaban el cadáver y sus vestiduras. Acto seguido, sentí cómo un
cuerpo de grandes dimensiones se incorporaba y se volvía lentamente para acercarse
a la puerta de la celda en la que me encontraba prisionero.
Sentía que ese ser permanecía en pie ante la puerta de mi celda. No podía apartar
los ojos de la ventanilla que se abría en aquella gruesa puerta. No veía nada en el
exterior, pero podía sentir que estaba allí y que en ese momento estaba mirando por
entre los barrotes.
Oí que la llave se movía en el interior de la cerradura.
La puerta se abrió. No vi que en su umbral hubiera nada. Más allá, destrozado
sobre el suelo, yacía el cadáver del guardián. Tenía la cabeza retorcida, con una
ebookelo.com - Página 66
profunda hendidura que la separaba del tronco. La parte posterior del cuello parecía
segada por una terrible dentellada. Vi que la paja esparcida por el suelo de mi celda se
movía. El olor a kur era cada vez más penetrante. Sentí que estaba en pie, frente a mí.
Algo levantó la cadena de mi muñeca izquierda, y dio un par de tirones. Pero de
pronto se detuvo.
Sentí que la bestia se había quedado quieta, y que escuchaba.
En aquel momento oí las voces de varios hombres. Se acercaban.
Entre esas voces pude distinguir enseguida la más imperiosa, la de Ibn Saran. Se
oyó cómo bajaban los peldaños de la estrecha escalera. De pronto se alzaron algunos
gritos de horror. Podía verlo todo a través de la puerta ahora abierta. Por último, Ibn
Saran, vestido con capa negra y kaffiyeh blanco cruzado por cordajes, apareció en la
estancia contigua.
No tardó ni un instante en desenvainar la cimitarra, con los reflejos propios de un
guerrero del desierto. Sus ojos no se distrajeron en el horrendo espectáculo que yacía
en el suelo, a sus pies. No. Sus ojos estaban ocupados en la inspección detallada de la
estancia.
—Desenvainad vuestras armas —gritó a sus hombres, que seguían horrorizados.
Algunos parecían incapaces de apartar la mirada de aquel cuerpo. Ibn Saran tuvo
que golpear a más de uno con el canto plano de su arma.
—¡Colocaos espalda con espalda! —ordenó—. ¡Preparaos! ¡Bloquead la puerta!
—¿Quién puede haber hecho esta atrocidad? —preguntó uno de sus hombres.
—Ya me habían advertido que podía suceder algo parecido —dijo Ibn Saran.
—¿Quién lo habrá hecho? ¿Un Djinn? —preguntó otro hombre.
—¿No percibís un olor particular? —dijo Ibn Saran—. ¡Sí! ¿No lo oléis?
¡Todavía está aquí!
Oía la respiración del kur, muy cerca de mí.
—¡Bloquead la puerta! —dijo Ibn Saran.
Los dos hombres que habían tomado posición en la puerta miraron a su alrededor,
con sus cimitarras en alto. Se les veía asustados.
—No temáis, amigos míos —dijo Ibn Saran—. No es ningún Djinn. Es una
criatura de carne y hueso. Pero hay que tener mucho cuidado con ella, y mantenerse
muy alerta.
Entonces formó a sus hombres en una línea, contra el muro más lejano de la otra
estancia, la que daba acceso a la escalera y a la puerta de mi celda.
—Me habían advertido que cabía esta posibilidad —dijo Ibn Saran—, y
finalmente ha ocurrido. No temáis, podremos hacerle frente.
Los hombres se miraron unos a otros, con ojos atemorizados.
—Cuando dé la señal —dijo Ibn Saran hablando rápidamente—, atacaremos en
línea, y no dejaremos ni un centímetro de esta habitación sin acuchillarlo con nuestras
armas. El primero que contacte con el ser lanzará un grito. Inmediatamente
deberemos converger todos en ese punto, y allí atacaremos como si se tratase de
ebookelo.com - Página 67
destrozar el aire, como si quisiéramos hacerlo añicos.
Uno de los hombres le miró y dijo:
—Pero ahí no hay nada.
—Sí, está ahí —dijo Ibn Saran sonriendo y sin bajar su cimitarra—. Está ahí.
Miró fijamente ante sí, y de pronto gritó:
—¡Adelante!
Ibn Saran avanzó, describiendo con su arma rápidas figuras sinuosas, barriendo
hacia arriba y cambiando el sentido del filo al iniciar el movimiento descendiente. Su
pie derecho, calzado con una bota, avanzó con firmeza, y su cuerpo se giró hacia la
izquierda para minimizar así la superficie de ataque, mientras que su cabeza se volvía
a la derecha, para maximizar la visión. El pie posterior se mantenía en ángulo recto a
la línea de ataque, para proporcionar el máximo equilibrio al cuerpo. En cuanto a los
hombres, avanzaban empujándose, con desconfianza, acechantes, mientras iban
palpando el aire con sus armas.
—Aquí no hay nada, noble amo —dijo uno de ellos.
Ibn Saran se plantó ante la entrada de la celda y dijo:
—Entonces estará ahí dentro, en la celda.
Observé la cimitarra. Su hoja era curvada, finísima, terrible. Si un pedazo de seda
cayese sobre ese tipo de filo al tiempo que el arma se moviese en sentido contrario, el
pedazo de seda se dividiría. Un pequeño golpe de un filo así en el brazo, por ejemplo,
bastaría para dividir la carne limpiamente y dejar una marca de medio centímetro en
el hueso.
—Lo más peligroso será entrar en esta celda —dijo Ibn Saran—. Lo mejor será
que me sigáis rápidamente, y que forméis una línea. En cuanto estéis dentro, apoyad
la espalda en la pared más cercana.
—¿Por qué no cerramos simplemente la puerta, y encerramos a eso dentro? —
dijo un hombre—. ¿No sería más fácil?
—No. Lo único que conseguiríamos sería que reventase las barras de la ventana y
escapara.
—¿Cómo es posible que haga eso?
Deduje que aquel hombre desconocía la fuerza de los kurii. Por otro lado, el
conocimiento del tema por parte de Ibn Saran era cuando menos sorprendente.
—Si encontramos a esta bestia, quizá nunca podamos decirlo, y deberemos
deshacernos en secreto de sus restos si la matamos.
Podía entender el razonamiento que hacía Ibn Saran. En Gor eran muy pocos los
que conocían la guerra secreta de los Reyes Sacerdotes y los Otros, los kurii. El
cuerpo de un kur habría provocado sin duda demasiadas preguntas, demasiada
curiosidad, y demasiadas especulaciones. Naturalmente, también podría provocar las
represalias de los kurii, su venganza, y sin duda la víctima sería la comunidad en la
que el suceso hubiese acontecido.
—Primero entraré yo —dijo Ibn Saran—. Vosotros seguidme.
ebookelo.com - Página 68
Los aires lánguidos de ese hombre habían desaparecido por completo. Los
hombres del desierto pueden actuar con rapidez y energía cuando ello es necesario. El
contraste con sus maneras habituales, las más adecuadas a su modo de vida y a su
clima, era sorprendente. Cada vez me parecía más evidente que Ibn Saran era un
hombre valioso, un valiente.
Lanzó un grito y entró con la rapidez de un rayo en la celda, azotando el aire con
el filo de su arma. Sus hombres asustados, le siguieron. Pude verles pálidos,
temerosos, formados en una línea tras Ibn Saran, con sus espaldas tocando a la pared.
La puerta de la escalera, al fondo, había quedado desprovista de vigilancia. Pero,
naturalmente, la de la celda estaba bien guardada por Ibn Saran y sus hombres.
—¡Aquí no hay nada, amo! —gritó uno de los hombres—. ¡Esto es una locura!
—Se ha ido —le dije a Ibn Saran.
Pero él sólo sonrió y dijo:
—No. Está aquí, en algún rincón de esta habitación. Vosotros —les ordenó a sus
hombres— callad, callad y escuchad con mucha atención.
Se hizo un silencio sepulcral. Ni tan siquiera se les oía respirar. Desde la ventana
barrada se introducía la luz en la celda, y caía sobre la paja que cubría el suelo pétreo.
Miré a los hombres, los muros, las peladuras de kort esparcidas en el suelo, cerca del
plato metálico… Las arañas seguían al acecho de los rinds.
Oímos que en la calle un vendedor de melones anunciaba su mercancía, y el paso
tranquilo de un par de kaiilas.
—Esta celda está vacía, amo —volvió a decir uno de los hombres en un susurro.
De pronto, uno de ellos lanzó un grito horripilante. Miré hacia arriba tanto como
mi collar me lo permitía, y tiré de mis cadenas, inútilmente. Todos los hombres se
habían echado atrás.
—¡Socorro! —gritaba aquel hombre, despavorido—. ¡Socorro! ¡Salvadme, por
favor!
Alguna fuerza brutal parecía haberle izado en el aire, y allí se mantenía, a unos
tres metros por encima de nuestras cabezas, con el cuerpo presionado contra las
piedras que formaban el techo, enloquecido por el horror.
—¡Socorro! ¡Ayudadme! —gritaba.
—¡Manteneos en posición! —ordenó con energía Ibn Saran—. ¡Manteneos en
posición!
En ese momento, el cuerpo del hombre, sujeto por sus vestiduras, bajó
lentamente.
—¡Por favor! —repitió, completamente desesperado.
Casi enseguida se oyó un grito muy breve, interrumpido por un sonido blando,
como el que produce una burbuja de aire al abrirse paso entre el líquido. Todos vimos
cómo a un lado de su cuello se abría una herida, una herida propia de una dentellada
atroz. La sangre empezó a surgir espasmódicamente, al ritmo de los latidos del
corazón, derramándose por todo el cuerpo de aquel desgraciado.
ebookelo.com - Página 69
—¡Manteneos en vuestra posición! —volvió a gritar Ibn Saran.
Sus dotes de mando eran ciertamente admirables. Si hubiesen atacado, el primer
hombre capturado habría sido empleado como arma arrojadiza contra el grupo, y se
habría roto la formación. Así, el kur podría haber huido. Y si se hubiesen movido
para socorrer a su compañero en ese momento habría ocurrido algo similar. La
estrategia de Ibn Saran era una manera de asegurarse de que el kur no cambiase de
posición.
Ibn Saran, ese hombre valiente, se encargaba en ese momento de bloquear el paso
de la puerta de la celda.
—¡Preparad las cimitarras! —gritó—. ¡Adelante!
Los hombres avanzaron en línea, sobre aquel suelo cubierto de paja, en la que se
abrían camino ríos de sangre.
—¡Aiiiee! —gritó uno de los hombres echándose hacia atrás, horrorizado. En su
arma había sangre—. ¡Un Djinn!
En ese momento Ibn Saran, desde su posición en la puerta, se echó hacia delante
enérgicamente. De inmediato se oyó un rugido de dolor y rabia, y vi que el arma de
ese hombre valiente se había manchado abundantemente de la sangre del kur.
—¡Lo tenemos acorralado! —gritó—. ¡Atacad! ¡Atacad!
Pero los hombres miraban a su alrededor, desorientados.
—¡Aquí! —gritó Ibn Saran—. ¡Fijaos en la sangre! ¡En la sangre!
En el suelo se podía distinguir un charco de sangre, y también la huella
ensangrentada de un pie provisto de garras. Y gotas de sangre, que caían sin cesar,
como si surgiesen del aire.
—¡Atacad a la sangre! —gritó Ibn Saran—. ¡A la sangre!
Los hombres convergieron en ese punto, con sus armas en posición de ataque. Oí
que la bestia rugía en dos ocasiones más, lo cual quería decir que las armas habían
vuelto a alcanzar su objetivo por dos veces. De pronto, uno de los hombres
retrocedió, y al volverse antes de caer al suelo comprobé que su rostro había
desaparecido.
Al fin cerraron el círculo en torno al lugar en el que brotaba la sangre marcando el
rastro de la bestia.
De pronto se oyó un estruendo, y al mirar para saber de dónde procedía pude ver
que los barrotes de la pequeña ventana se agitaban por una fuerza brutal, hasta que,
en medio de una lluvia de cascotes, quedaron separados de la pared.
—¡A la ventana! —gritó Ibn Saran, corriendo hacia ese lugar—. ¡Que no escape!
Se lanzó contra la pared, con el arma por delante, pero su arma no hendió más
que el aire. Sus hombres, gritando, atacaron después de él.
Sonreí al ver que, en medio de toda aquella confusión, la sangre, que continuaba
cayendo gota a gota, dibujaba un camino que se iba acercando a la puerta de la celda,
hasta que salió a la estancia anterior para avanzar rápidamente por las escaleras.
Había sido una maniobra de distracción muy inteligente por parte del kur. Debía
ebookelo.com - Página 70
haber imaginado que no tendría tiempo de deslizarse por entre la abertura de la pared
antes de que llegara aquel grupo de hombres con sus armas y lo hiciera pedazos. Sí,
aquella treta había apartado a Ibn Saran de su puesto en la puerta.
Ibn Saran, que no había dejado de golpear el muro con su arma, causándole
numerosos desperfectos en el filo, pareció comprender lo que había sucedido, y se
apartó del lugar. Enseguida vio las manchas de sangre sobre el suelo. Comprendiendo
lo que había sucedido, gritó de rabia, y corrió hacia la puerta de la celda.
Sobre el suelo, las arañas seguían al acecho de los rinds.
—Le hemos matado —dijo Ibn Saran—. Está muerto.
Deduje que no habrían tenido demasiadas dificultades en seguir el rastro de
sangre del animal. De hecho, le habían alcanzado con sus espadas en cuatro
ocasiones, y las armas de los guerreros del Tahari no son cosa de broma. Ibn Saran
era quien le había causado la herida mayor, pues había visto el rastro de sangre en el
filo de su cimitarra, y al menos se había adentrado quince centímetros en la piel del
animal. Con esas cuatro heridas, ni siquiera me hubiese extrañado que el animal,
herido de muerte, hubiese buscado un lugar escondido para morir desangrado.
—Hemos hecho desaparecer el cuerpo —dijo Ibn Saran.
Me encogí de hombros.
—Estaba a punto de matarte —dijo—, y nosotros te hemos salvado la vida.
—Contáis con mi gratitud —dije.
Era medianoche, y yo seguía en la celda. Las tres lunas de Gor eran llenas.
Habían limpiado la celda de paja sucia y demás desperdicios, y la habían lavado.
Habían borrado los rastros de sangre del suelo, y no quedaban más que unas cuantas
manchas, aquí y allá. Habían esparcido paja limpia. Las pieles de kort habían
desaparecido. Apenas quedaban rastros que recordaran todo cuanto había acontecido
entre aquellas cuatro paredes. Incluso habían reparado los barrotes de la ventana.
Levanté la mirada. Cuatro hombres acompañaban a Ibn Saran. Uno de ellos
sujetaba una lámpara de aceite de tharlarión.
—¿Estás seguro de entender lo que significa que te envíen a Klima? —me
preguntó Ibn Saran—. ¿Estás seguro de entender lo que significa ser un esclavo de la
sal?
—Creo que sí —le respondí.
—Muchos mueren en el camino a pie hacia Klima, a través del país de las dunas,
encadenados —comentó.
Permanecí callado.
—Y si por casualidad tienes la suerte de llegar a las vecindades de Klima, debes
envolverte con tiras de cuero los pies y las piernas hasta la altura de los tobillos —
continuó diciendo Ibn Saran—, porque de otra manera tu piel desprotegida se vería
hollada por millones de cristales de sal ardientes, que tardarían muy poco en
quemarte la piel hasta los huesos.
Miré hacia otro lado.
ebookelo.com - Página 71
—En los pozos —siguió diciendo—, deberás bombear agua de los depósitos
subterráneos para lavar la sal, y luego deberás volver a bombear el agua. Muchos
hombres no pueden soportar manejar esas bombas bajo el calor asfixiante, y mueren.
Otros deben llenar los recipientes que cuelgan de sus perchas con el lodo que sale a la
superficie, y luego deben llevarlos desde las minas a las tablas de secado. Otros
deben recoger la sal e introducirla en cilindros. Es muy común —añadió sonriendo—
que los hombres se maten unos a otros por conseguir trabajos menos duros.
Yo seguía sin mirarlo.
—Pero tú intentaste asesinar a nuestro noble Pachá Suleimán, y no se te
encomendarán los trabajos más ligeros, eso te lo aseguro.
Estaba allí, sujeto a aquellas cadenas, y no podía hacer nada.
—En Klima —siguió diciendo—, la jornada de trabajo empieza cuando amanece,
y sólo acaba cuando se pone el sol. En las piedras de ese lugar se pueden cocer los
alimentos. La tierra es blanca, y la luz que reina permanentemente puede llegar a
dejar ciegos a los hombres. En Klima no hay kaiilas. El desierto rodea a las minas, y
no hay agua en él. Ningún esclavo ha logrado nunca escapar de allí. Uno de los
aspectos más insoportables de ese lugar es que no pueden verse mujeres. Ya habrás
notado que para cumplir la sentencia que contra ti se ha dictado, ninguna hembra ha
entrado en esta celda desde que la ocupas. Eso sí, siempre puedes pensar en tu
preciosa Vella.
Mis puños, prisioneros de las cadenas, se apretaron.
—Cuando haga que me sirva, pensaré en ti —añadió Ibn Saran.
—¿Dónde la encontraste? —pregunté.
—Tiene un cuerpo muy despierto, ¿no crees?
—Es una hembra —dije—. ¿Dónde la encontraste?
—En Lydius —respondió—. Es muy interesante, porque en principio la
compramos como una simple esclava. Es nuestra costumbre mantener los ojos bien
abiertos para localizar carne femenina. Nos resulta muy útil para infiltrarnos en donde
nos interesa, para obtener secretos, para seducir a oficiales y hombres importantes y,
naturalmente, para recompensar a los seguidores de nuestra causa. Por otra parte,
también utilizamos a las mujeres como mercancía de cambio. Lo normal es que haya
una buena demanda de ellas, sobre todo si se trata de esclavas bien adiestradas y
bellas. Es nuestro parecer que se trata de una mercancía con la que se establecen
siempre negocios ventajosos. Por otra parte, no atraen demasiado la atención, pues
son una mercancía corriente. Por todo esto te digo que las muchachas bellas y bien
adiestradas constituyen para nosotros una forma de riqueza muy segura, ventajosa y
fiable.
—Sí, lo son para todos —afirmé.
—Exacto —dijo Ibn Saran.
—¿Y Vella? —insistí.
—¿La que antes era Elizabeth Cardwell, de Nueva York, en el planeta Tierra? —
ebookelo.com - Página 72
preguntó.
—Parece que tienes mucha información, ¿no?
—Sí, la muchacha de la Tierra nos ha enseñado muchas cosas. Fue una
adquisición muy afortunada. Tuvimos mucha suerte en ponerla bajo nuestro collar.
—¿De qué os ha informado?
—De todo aquello que le hemos pedido.
—Oh —dije—, ya entiendo.
—No fue necesaria la tortura —dijo Ibn Saran—. La amenaza de tortura fue
suficiente. No es más que una mujer. La encadenamos en un calabozo, con urts. Al
cabo de una hora, absolutamente histérica, nos rogaba que la dejáramos hablar.
Durante toda la noche la estuvimos interrogando. Averiguamos todo lo que
queríamos.
—Supongo que después de una ayuda así la liberasteis —dije sonriendo—, ¿no es
así?
—Creo que se lo prometimos —dijo él—, pero luego se nos olvidó, por lo que
veo, y la conservamos como esclava.
—Y dime —pregunté—, ¿qué información conseguisteis en concreto con su
interrogatorio?
—Nos informó de muchas cosas, de muchas, pero una nos interesó por encima de
todas: la debilidad del Nido.
—¿Atacaréis ahora? —pregunté.
—No será necesario —respondió.
—¿Tenéis un plan alternativo?
—Sí, quizás se trate de eso.
—Supongo que sabrás —le dije en tono de advertencia— que lo que esa chica te
ha dicho puede no ser cierto.
—En todo caso, encaja con lo que explicaron otros humanos que en tiempos
huyeron de Sardar.
Debía referirse a los humanos del Nido, quienes, con ocasión de la guerra del
Nido prefirieron volver a la superficie de Gor.
—Pero esos informes —insistí—, ¿son ciertos o simplemente deseas que lo sean?
—Bien, admito que quizá se trate de falsos registros —dijo Ibn Saran—. Podría
tratarse de una trampa para provocar un ataque.
Permanecí en silencio.
—No creas que no hemos previsto tal posibilidad —siguió diciendo—. Hemos
procedido con toda clase de precauciones.
—Pero ahora ya no importará tanto —comenté—, ¿no es así?
—No, ahora ya no importará nada. Ya no necesitamos escuchar las habladurías de
las esclavas.
—¿Tenéis una nueva estrategia?
—Sí, quizás tengamos una nueva estrategia —respondió sonriendo.
ebookelo.com - Página 73
—¿No desearías explicársela a un condenado a las minas de Klima? —pregunté.
—¿Para qué? —dijo riendo—. ¿Para qué se lo explique a los guardianes?
—Podría cortárseme la lengua —dije.
—¿Y tus manos? ¿También? Entonces, dime: ¿de qué podrías servir en las minas
de sal?
—¿Cómo llegaste a saber que aquella que habías comprado como una simple
esclava en Lydius era anteriormente Elizabeth Cardwell?
—Por las huellas dactilares —respondió—, y por su acento, junto con ciertas
maneras que sugerían un origen terráqueo. Tomamos sus huellas, y vimos que
concordaban con las de la señorita Elizabeth Cardwell, de Nueva York, en el planeta
Tierra. Supimos también que se la había traído a Gor para que llevase el collar de
mensaje a los tuchuks. El collar de mensaje estuvo a punto de provocar tu muerte, y
con ella el fin de tu búsqueda del último huevo de los Reyes Sacerdotes. Con todo —
añadió sonriendo—, la muchacha acabaría siendo tu esclava.
—Sí, pero la liberé —respondí.
—Eso fue una tontería cortés. Al investigarla más a fondo, y al entender que te
había acompañado a Sardar con el último huevo de los Reyes Sacerdotes, buscamos
más conexiones. Pronto se nos hizo evidente que había sido una aliada tuya, que
había espiado para ti, y que había colaborado en la caída de la Casa de Cernus, uno de
nuestros cooperadores más valiosos.
—Pero, ¿cómo puedes saber todo esto? —pregunté.
—Trajeron a mi palacio a uno que conocía la Casa de Cernus, y a quien habían
liberado de la esclavitud. Inmediatamente la identificó, y ella quedó aterrorizada.
Entonces la desnudamos y la encerramos en el calabozo, con los urts. En menos de un
ahn nos rogaba que la dejásemos hablar, y eso hicimos.
—¿Traicionó a los Reyes Sacerdotes?
—Exacto —respondió Ibn Saran.
—¿Y ahora sirve a los kurii?
—Nos sirve con extrema diligencia, y su cuerpo es exquisito, delicioso.
—Debes considerarte muy afortunado al poder disponer de una esclava así.
Ibn Saran asintió.
—Para mí fue muy interesante —dije— ver cómo testimoniaba que yo había
apuñalado a Suleimán.
—Lo mismo hizo Zaya —dijo Ibn Saran—, ¿no recuerdas?
—Sí, es cierto.
—Ella te odia.
—Sí, lo comprendo.
—Eso es algo que tiene que ver con Lydius, por lo que sé. Sonreí.
—Creo que esa deliciosa esclava disfrutó de cada momento de su confesión —
dijo Ibn Saran—. Para ella es todo un placer decir que fuiste tú quien apuñaló a
Suleimán, si eso supone que te van a enviar a las minas de sal.
ebookelo.com - Página 74
—Comprendo.
—Las venganzas de las mujeres no son cualquier cosa —dijo.
—Sin duda.
—Pero había algo que la preocupaba —dijo Ibn Saran—. Alguna consecuencia de
sus acciones que temía.
—¿Qué podía ser? —pregunté.
—La seguridad de Klima —respondió—. Temía que pudieras escapar de allí.
—Ah, vaya.
—Pero yo la tranquilicé —dijo Ibn Saran—. Le aseguré que no hay escapatoria
ninguna de los pozos de sal, y eso hizo que prestara su testimonio de manera tan
entusiasta.
—¡Qué chica! —exclamé.
Ibn Saran sonreía.
—No fue ningún accidente que al descubrir su identidad la trajeran al Tahari.
—Claro que no fue ningún accidente —dijo Ibn Saran—. La trajeron aquí, con el
collar, para que me sirviera.
—Te ha servido muy bien —observé.
—Nos ha sido de gran ayuda para recibirte, pues pudimos actuar con
anticipación. Permitió que la lleváramos a observarte por una vez, en secreto, en las
calles de Nueve Pozos, a través del fino velo de su haik, desnuda bajo él, bajo la
vigilancia de uno de mis hombres. Más tarde, ella se encargó de confirmar, desnuda a
mis pies, que tu auténtica identidad era la de Tarl Cabot, agente de los Reyes
Sacerdotes. Y lo que no pudo conseguir con el collar de mensaje en la tierra de los
Pueblos del Carro, lo consiguió aquí, en el tormento de la cámara de justicia.
—Sí, te ha servido bien.
—Piensa en ella a menudo, esclavo de la sal —dijo Ibn Saran—, piensa en ella en
las minas de Klima.
Se volvió bruscamente, haciendo revolear su capa, y abandonó la celda, seguido
de sus hombres, el último de los cuales llevaba la lámpara de aceite de tharlarión.
En el exterior las tres lunas lucían, llenas.
ebookelo.com - Página 75
—Tal, noble Ibn Saran —dije—, y Tal, Hamid, teniente de Shakar, el capitán de
los aretai.
En la mano de Ibn Saran distinguí la cimitarra, desenvainada. Me debatí en mis
cadenas. Ellos no llevaban luz alguna, pero las lunas llenas hacían que en la celda
entrase la luz suficiente para que nos pudiéramos ver unos a otros.
—Por lo que parece —dije—, no voy a llegar a las minas de sal de Klima.
Observé esa cimitarra. No creía que ellos quisiesen matarme en la celda. A los
ojos de los magistrados de Nueve Pozos, eso habría parecido inexplicable.
Decididamente, un accidente así habría provocado demasiadas investigaciones.
—Creo que te confundes —dijo Ibn Saran.
—Claro, claro, me confundo —dije—. En realidad, sois agentes de los Reyes
Sacerdotes, con actividades secretas que parecen indicar que trabajáis para los kurii.
Os visteis obligados a representar la comedia ante vuestros hombres para no revelar
vuestras verdaderas intenciones. Sin duda les habréis confundido a todos, pero a mí
no.
—Eres un hombre muy perspicaz, ¿verdad? —dijo Ibn Saran.
—Es obvio que la intención de los kurii era matarme, pues han enviado a uno de
su especie para hacerlo. Pero vosotros me salvasteis de sus despiadadas fauces.
Ibn Saran inclinó la cabeza. Lentamente envainó su cimitarra.
—Disponemos de muy poco tiempo —dijo—. Fuera espera tu kaiila, ensillada,
con un arma, la cimitarra, y agua.
—¿Y no hay guardia? —pregunté.
—Estaba ahí fuera —dijo Ibn Saran—, pero le hemos matado para que puedas
escapar.
—Ya —dije.
—Echaremos su cuerpo en el interior de esta celda en cuanto hayas escapado.
Mis manos se hallaban aprisionadas por anillas, lo mismo que mis pies. Hamid se
encargó de abrirlas con una llave.
—En cuanto a Hamid —observé—, no quiso nunca matar a Suleimán, y le causó
una herida que no era mortal.
—Exactamente —dijo Ibn Saran.
—Si hubiera querido matar —dijo Hamid con su voz silbante—, la sangre hubiera
hablado por mí.
—Sin duda —coincidí.
—Para proteger las apariencias frente a los kurii, era necesario que fingiéramos
hacer lo posible por liquidarte, para anticiparnos a cualquier acción tuya en favor de
los Reyes Sacerdotes.
—Naturalmente —dije yo—, pero ahora que las apariencias son las indicadas me
liberáis para que pueda continuar mi trabajo.
—Exactamente —dijo Ibn Saran.
Del interior de su capa, Hamid sacó un martillo y un cincel.
ebookelo.com - Página 76
—No rompas los eslabones —le dije—. Prueba a abrir el collar. Ya sé que eso
tomará más tiempo, pero para mí será mucho más confortable.
—¡Nos oirán! —exclamó él.
—Estoy seguro de que no —le dije, sonriendo—. Es demasiado tarde.
Tenía una razón muy especial para querer retrasar mi huida un cuarto de ahn más.
—Abre el collar —dijo Ibn Saran con rabia.
—Es una bella noche de lunas llenas —dije—. Eso hará más evidente el camino
de mi huida.
Los ojos de Ibn Saran centellearon.
—Sí, tienes razón —dijo.
—Me alegra saber que vosotros trabajáis a las órdenes de los Reyes Sacerdotes.
Ibn Saran inclinó la cabeza.
—Y dime —continué diciendo—, ¿no suscitará muchas preguntas mi escapada?
—Se dirá que el guardián estaba sobornado y que tú le mataste a traición antes de
huir.
—Dejaremos su cuerpo aquí, con las herramientas —dijo Hamid.
—Desde luego, estáis en todo —tuve que admitir.
Finalmente pude liberar mi cuello de aquel collar, que quedó colgando de las dos
cadenas que hasta hacía unos momentos aprisionaban todo mi cuerpo. Fue muy
doloroso para mí habituarme a la movilidad de nuevo. Moví durante un rato las
piernas y los brazos. Pensé si sería mucha la distancia que se suponía que debería
recorrer. Si era verdad que una kaiila ensillada, la mía, me esperaba, supuse que me
atacarían en el desierto, quizás justo al lado del oasis.
Debían haberlo planeado con todo lujo de detalles. En su opinión, debía ser un
plan infalible, mucho más seguro que enviarme en una caravana penal por el camino
peligroso que lleva a las minas de Klima.
Abandoné la celda. En la mesa de la sala anterior encontré vestiduras. Me las
puse. Eran las mías. Inspeccioné mi monedero. Incluso contenía las gemas que había
puesto en su interior después de sacarlas de mi cinturón interior, cuando negociaba
con Suleimán.
—¿De qué armas podré disponer? —pregunté.
—En la silla tienes la cimitarra —respondió Ibn Saran.
—Ya. Comprendo. ¿Y agua?
—En la silla también —respondió.
—Por lo visto —comenté—, ésta es la segunda vez que os debo la vida. Esta
tarde me habéis salvado del ataque de la bestia, y esta noche me liberáis del cruel
destino de las minas de sal de Klima. Estoy en deuda con vosotros. Sí, eso es algo
que no se puede negar.
—Tú harías lo mismo por mí —dijo Ibn Saran.
—Sí —respondí.
Sus ojos se ensombrecieron.
ebookelo.com - Página 77
—¡Venga, date prisa! —dijo Hamid—. Pronto cambiarán la guardia.
Subí corriendo las escaleras. Avancé por la habitación en la que desembocaban y
salí corriendo por el portal, hasta llegar a la arena.
—No seas tan imprudente —me dijo Ibn Saran alcanzándome—. Debes ir con
más cuidado.
—Nadie está mirando —le aseguré sonriendo—. Es muy tarde.
Pude ver la kaiila. Era la que me había traído hasta ese lugar. Estaba ensillada. En
sus flancos colgaban odres de agua, y una cimitarra enfundada. Comprobé el buen
estado de los arneses. Todo estaba en orden. Esperaba que no hubieran drogado al
animal. Levanté mi mano y la aproximé a su ojo. Pestañeó, y en el movimiento
participó incluso el tercer párpado, el transparente. Toqué muy ligeramente su flanco,
y su piel se agitó, nerviosa, bajo mi dedo.
—Pero, ¿qué haces? —preguntó Ibn Saran.
—Estoy saludando a mi kaiila —respondí.
Los reflejos del animal parecían despiertos, con lo que supuse que no lo habrían
drogado. Si hubiera drogado a mi kaiila con un fármaco de efectos rápidos, en el
cuarto de hora que había ganado al hacer que me despojasen del collar ya habría
actuado, y su efecto se habría hecho evidente en el comportamiento de la bestia. No
creía que hubiesen utilizado un fármaco de efectos retardados, pues en el asunto que
nos ocupaba en esos momentos el tiempo era un factor de vital importancia. En ese
caso, a Ibn Saran no le hubiese importado arriesgarse a darme un ahn de ventaja y
una kaiila rápida. Sí, me alegré al comprobar que no habían drogado, al menos
aparentemente, a mi animal.
De pronto, se me ocurrió pensar que quizás Ibn Saran, tal como ahora
proclamaba, era un auténtico agente de los Reyes Sacerdotes. Incluso era posible que
Hamid fuera uno de esos agentes.
Si así era, mi osadía había hecho que arriesgaran más sus vidas.
Monté en mi kaiila.
—Que tus bolsas de agua no se vacíen nunca —dijo Ibn Saran—. Que siempre
tengas agua.
Puso su mano sobre la bolsa de agua que colgaba a un lado de la silla, a la
izquierda, equilibrando el peso de la que colgaba al otro lado. En el desierto debe
beberse alternativamente de una y otra, para no alterar ese equilibrio. Naturalmente,
el peso de esa carga hace que la kaiila no pueda adquirir mucha velocidad. Pero en el
desierto lo importante es disponer de una buena cantidad de agua.
—Que tus bolsas de agua no se vacíen nunca —dije a mi vez—. Que siempre
tengas agua.
—Cabalga hacia el norte —dijo Ibn Saran.
—Gracias —dije.
Azucé a la bestia en sus flancos, y las garras de ésta levantaron una polvareda de
arena al iniciar su marcha. Con las riendas la encaminé hacia el norte.
ebookelo.com - Página 78
Tan pronto como estuve fuera del alcance visual y auditivo de los dos hombres,
detuve mi montura. Miré hacia atrás y vi que una flecha volaba en vertical con un
pendón plateado en su punta. La flecha subía y subía, hasta que alcanzó el punto
culminante de su arco y empezó a bajar, con su pendón plateado brillante a la luz de
las tres lunas.
Examiné entonces las garras del animal. Pronto encontré lo que andaba buscando,
y extraje de su pata derecha la bola de cera sujeta con hilos. En el interior de esa cera,
que pronto se habría derretido en el calor que el galope habría producido en el cuerpo
del animal, encontré una aguja. La olí, y percibí el olor de la kanda, un veneno
mortífero que se prepara con las raíces del matojo de la kanda. Limpié la aguja en un
pedazo de tela y la eché en una pila de desperdicios.
Probé el agua de los dos odres. Tal y como esperaba, le habían echado sal en
abundancia. No era bebible.
Saqué la cimitarra de su vaina. No era mi arma. Al examinar el filo con atención
vi que estaba lleno de resquebrajaduras. Al golpear con el arma en el suelo, la hoja no
tardó en separarse de la empuñadura. Ambas fueron a parar al montón de
desperdicios.
Escondí la kaiila en las sombras. Dos hombres cabalgaron por las cercanías. Eran
Ibn Saran y Hamid.
Eché el agua salada en la arena. Era tarde. Decidí buscar una posada en la que
pasar la noche.
ebookelo.com - Página 79
8. ME CONVIERTO EN HUÉSPED DE HASSAN EL
BANDIDO
Esa noche no dormí tan bien como hubiera debido, pues de vez en cuando grupos de
jinetes, armados de arcos y lanzas, pasaban a galope tendido por las calles vecinas de
Nueve Pozos. Parecía que se dirigían al desierto, en alguna misión especial. Suponía
que rastrearían en un radio de cincuenta pasangs, y que naturalmente volverían sin
haber encontrado huella alguna.
De todos modos, pude dormir ininterrumpidamente durante las primeras horas de
la mañana, hasta que todos aquellos hombres volvieron, exhaustos, tendidos sobre sus
sillas, de su infructuosa misión.
Yo, por mi parte, había escogido un establecimiento de poca importancia, más
bien pobre, cuyo propietario no parecía espectador habitual de las cortes de justicia.
Afortunadamente, la suposición resultó cierta. De todos modos, estaba informado de
las últimas noticias.
—¡El asesino escapó anoche! —exclamó en cuanto me vio por la mañana—. ¡Ha
huido al desierto!
—¡Es increíble! —dije.
Mi respuesta era la apropiada y, además, sincera: efectivamente, no lo creía.
Me había levantado en torno a la novena hora, la cual, en Gor, antecede al
mediodía.
Mi kaiila se alimentó en el establo, y me encargué de aprovisionarla de agua
como se debía.
Envié a un chico a que hiciera pequeños recados. Cuando acabé mi desayuno ese
muchacho, ágil y vivaracho, ya había vuelto.
Con mi albornoz y mi sash, de un color amarillo y dorado más bien ostentoso,
como el que correspondía a los mercaderes locales o a los vendedores ambulantes que
querían llamar la atención de sus posibles clientes, yo mismo me encargué de ir por
las tiendas. Adquirí una cimitarra. No necesitaba cinturón, ni funda. También compré
un juego de campanillas de kaiila, y dos sacos de barras de dátil. Son barras largas y
rectangulares, que pesan alrededor de una pieza de piedra o, en medidas terrestres,
unos veinte kilos.
Rápidamente, en un pozo público cercano a la corte de justicia, llené mis bolsas
de agua y me enteré de los últimos rumores que corrían por la población.
Las partidas de soldados en búsqueda del fugitivo descansarían durante esa tarde
y noche, según pude averiguar. Era muy difícil encontrar rastros a la luz de las lunas,
y no se consideraba práctico volver a comenzar la búsqueda con los hombres y
animales exhaustos. A la mañana siguiente se reiniciaría. Eso me daba una ventaja
que calculaba en unas quince horas goreanas.
Era más que suficiente.
ebookelo.com - Página 80
Alrededor de mediodía, moviéndome lentamente, ataviado con mi albornoz
amarillo y púrpura, equipado con mis bolsas de agua en los flancos de mi kaiila, con
los sacos de barras de dátil atados en los mimbres de mi montura, con las campanillas
de mi kaiila sonando rítmicamente, como para llamar la atención sobre mí y sobre
mis mercancías, dejé atrás el oasis. Cuando las siluetas de las palmeras ya se habían
hecho pequeñas tras de mí, tuve que hacerme a un lado para evitar que me
atropellaran en su camino las últimas partidas que retornaban de su infructuosa
búsqueda.
Sobre una colina, a más de doscientos pasangs al noroeste de Nueve Pozos, dos días
después de dejar atrás el oasis, tiré de las riendas de mi kaiila, que acababa de superar
la cresta de una colina.
En el valle inferior, entre las montañas rocosas y estériles, observé cómo
asaltaban una caravana.
Uno de los jinetes sujetó dos kurdahs por sus estructuras e hizo que cayeran a la
arena sus dos ocupantes, dos mujeres libres.
Los demás atacantes reunían a punta de espada en un grupo a los cuidadores y a
los mercaderes. Uno de los guardianes de la caravana, que se sujetaba el hombro
izquierdo, fue obligado a reunirse con el mismo grupo.
Otros atacantes rompían los bultos que transportaba la caravana para determinar
su valor y decidir si se los llevaban o no.
Un jinete iba reuniendo a unas cuantas kaiilas agarrándolas por las riendas.
Uno de los bultos que se hallaba atado junto con otros en el lomo de una kaiila de
carga fue transferido a otra bestia, cuyas riendas sujetaba el jinete.
A las muchachas libres les ataron las manos por delante. Las manos libres se las
ataron a largas correas. El captor tomaba el otro extremo de la correa y lo sujetaba a
la perilla de su silla.
Un hombre intentó escaparse del grupo. Inmediatamente, un jinete le alcanzó y le
golpeó en la espalda con el revés de su lanza. El hombre lanzó un quejido y cayó en
la arena, levantando una polvareda.
Vi que reventaban uno de los odres de agua que colgaban de una kaiila. El animal
se levantó sobre sus patas traseras, excitado, y el agua cayó sobre la arena.
Vi también que echaban por tierra otras bolsas de agua, ante los hombres
agrupados.
Con las armas abrieron los bultos que cargaban las kaiilas, y el contenido cayó a
la arena, desparramándose en ocasiones. Ésas eran las mercancías que no codiciaban
los bandidos. Después de haber hecho esto, azuzaron a las kaiilas, libres de sus arreos
y riendas, e hicieron que se alejasen con gritos y golpes.
Las dos muchachas se hallaban en ese momento desnudas. El arma del captor les
había despojado de sus ropas. Una de esas muchachas se había llevado las manos,
ebookelo.com - Página 81
atadas una con otra, a la cabeza, y se mesaba los cabellos, desesperada, mientras
gritaba. La otra parecía furiosa. Miraba las ataduras de sus manos, como si todavía no
pudiese creer que estaba atada a la perilla de una kaiila. Mantenía bien alta la cabeza.
Su melena era larga y oscura.
Su captor, que parecía estar al mando del grupo, montó. Se levantó sobre los
estribos y gritó las órdenes a sus hombres. En ese momento, los bandidos, como si
fueran un solo hombre, hicieron girar a sus kaiilas, y empezaron a avanzar,
lentamente, sin prisa, sobre sus monturas, abandonando el camino. Dos de los
hombres sostenían las riendas de dos kaiilas de carga, y otro hombre llevaba de las
riendas a otra kaiila. El líder, con la cimitarra cruzada sobre su silla, cabalgaba en
primer lugar, con el albornoz ondulándose al viento. Atadas a la silla, las dos
muchachas avanzaban a trompicones, cautivas.
Los hombres que quedaron atrás gritaron de rabia. Algunos incluso osaron
levantar el puño. Otros fueron al lugar en el que habían caído las bolsas de agua.
A pie, siguiendo aquel camino, solamente tendrían agua suficiente para alcanzar
el pequeño oasis de Lame Kaiila. Allí serían sin duda bien acogidos, y su desgracia
atraería la simpatía de los habitantes, pero no encontrarían ninguna ayuda del género
que les podría interesar, es decir, no encontrarían hombres armados. Por lo demás, ese
oasis quedaba fuera del camino hacia Nueve Pozos, que era el oasis en el que podían
encontrarse soldados más próximo. De esta manera, cuando llegasen las noticias del
ataque de los bandidos a Nueve Pozos, los malhechores ya se encontrarían a millares
de pasangs.
Hice girar a mi kaiila y descendí por el otro lado de la cresta. La última noche
había explorado el campamento de los bandidos.
Me encontraría con ellos allí. Tenía de qué hablar con su líder.
ebookelo.com - Página 82
se guardan en la parte derecha. Todas estas cosas se guardan en bolsas de cuero de
diversos tamaños, colores y ornamentación, todo lo cual ayuda a distinguirlas una de
otras y a hacerlas más decorativas.
Miré a mi alrededor. Efectivamente, entre un campamento nómada y ese
campamento había muy poca diferencia. Una diferencia crucial, eso sí, era la
ausencia de mujeres libres y de niños. En ese campamento solamente había una
esclava, a la que habían dejado allá para que machacase el grano y vigilase las kaiilas.
Sonreí. Ése era el campamento de unos bandidos.
Solté a la muchacha.
Se volvió, y mirándome fijamente dijo:
—¡Tú!
Alyena iba completamente vestida. Llevaba una falda larga y bordada, con hilo
escarlata en el dobladillo. Al girar, aquella falda se había levantado en gracioso vuelo.
Llevaba también una chaqueta de color marrón, de tejido de kaiila muy suave, hecho
con el segundo pelaje del animal. Esa chaqueta también estaba provista de gancho,
que ella se había puesto atrás. Bajo esta chaqueta llevaba una burda blusa de tejido de
reps, de color azul y amarillo, que le quedaba muy bien.
En su cuello había un collar. Ya no era el mío.
Observé las formas de la falda a la altura de las caderas, y la dulzura tan
reveladora de aquella blusa.
Su amo no le había proporcionado prendas interiores. ¿Qué necesidad de ellas
podría tener una esclava?
En los pies llevaba zapatillas.
Me miraba con expresión asustada en sus ojos azules, con el pelo suelto,
encantadora.
—Por lo que veo, bella Alyena, ahora llevas pendientes —le dije.
Eran grandes bucles dorados, que caían a ambos lados de su cuello.
—Él mismo me puso los pendientes —dijo, levantando la cabeza, acariciando uno
de los pendientes, orgullosa—. Son de uno de sus saqueos.
—Los pendientes —le expliqué— son la señal de la última degradación de una
hembra. Así los consideran las chicas goreanas, que los ven como apropiados
únicamente para esclavas sensuales, para muchachas desvergonzadas, descaradas, a
las que les gusta que un hombre las haya forzado a llevarlos para hacerlas más bellas.
—Así, las mujeres libres de Gor no llevan pendientes, ¿no es eso?
—Exactamente.
—¿Sólo los llevan las esclavas? —preguntó.
—Solamente las esclavas más desgraciadas —respondí—. ¿No te da vergüenza?
Ella se echó a reír de buena gana y dijo:
—A las esclavas no se les permite el orgullo.
Pero ella estaba orgullosa de sus pendientes, pues los hacía mover y destellar
sacudiendo dulcemente la cabeza.
ebookelo.com - Página 83
—Hazme té —le ordené.
Levantó su falda y corrió hacia la tienda para hacer el té. En la lejanía podía
percibir un punto casi invisible en el que se levantaba el polvo. Los bandidos volvían
al campamento.
Fui hacia la tienda, y me senté junto a uno de los mástiles, en la entrada, con las
piernas cruzadas.
Eché atrás la capucha de mi albornoz. Hacía calor. En el Tahari, sopla casi
constantemente un viento caliente.
—Cuando te he visto, lo primero que he temido ha sido que vinieras para
llevarme contigo —dijo la chica, midiendo el té contenido en una cajita—. Pero
supongo que si ésa hubiera sido tu intención ya lo habrías hecho.
En el interior de la tienda se había desprendido de la chaqueta de pelo de kaiila.
Mientras estaba agachada, pude distinguir cómo sus pechos se balanceaban
graciosamente tras su tosca blusa.
—Quizás no lo haya hecho todavía —dije—, pero eso no quiere decir que no lo
haga.
Su mano tembló ligeramente. Sus ojos se ensombrecieron.
—¿Te hacen trabajar mucho aquí? —pregunté.
—¡Muchísimo! —dijo sonriendo—. Desde que amanece hasta que anochece no
me detengo. Debo recoger los desperdicios, y el estiércol de las kaiilas, y encender
los fuegos. Debo hacer guisos y estofados, y limpiar las ollas y tazas. También tengo
que colocar bien derechos los postes de las tiendas, y limpiar y barrer la arena que
puede haber en el interior. Debo cepillar las ropas, las botas y todos los artículos de
cuero. Tengo que coser, y tejer, y hacer cuerdas, y labrar cuero, y machacar grano.
También atiendo a las kaiilas. Ordeño a las hembras dos veces al día. Sí, hago
muchas cosas. No puedo parar de trabajar.
Al decir esto, sus ojos brillaban.
—De hecho —continuó diciendo—, hago el trabajo de diez mujeres. Soy la única
hembra del campamento. Todas las tareas pesadas, o insignificantes, o triviales, me
tocan a mí. Los hombres no las harían. Sería un insulto para su fuerza. Tú mismo —
dijo mirándome— me has hecho hacer té.
—Y dime, Alyena, por la noche, ¿dejan que descanses de tu trabajo?
Todavía se la veía sudorosa después de machacar el grano en el exterior de la
tienda.
—Mis labores diurnas —dijo echándose a reír— son las de una mujer libre, pero
no olvides lo que soy.
La miré fijamente.
—¡Soy una esclava!
—Así que cuando llega la noche te quitas las zapatillas y te pones la seda y las
campanillas, ¿no?
—Eso si me lo permiten —observó ella—. A menudo sirvo desnuda. ¡En realidad,
ebookelo.com - Página 84
mi verdadero trabajo empieza cuando es de noche! ¡Oh, qué cosas me ha hecho
hacer! ¡Te aseguro que son cosas que ni siquiera había soñado que existieran!
—¿Eres feliz? —pregunté.
—Sí.
—¿Te comparte también con los demás hombres?
—Naturalmente —dijo—. Lo normal es que sea la única muchacha del
campamento.
—¿Hay otras en alguna ocasión?
—A veces sí. Son mujeres libres, o esclavas que roban de las caravanas.
—¿Y qué hacen con ellas?
—Las llevan a los oasis, para venderlas. Mis labores como esclava, por lo demás,
no se limitan a las noches. Él me usa con frecuencia. A veces, cuando me desea, me
llama al interior de la tienda, y me hace servirle. A veces solamente me levanta la
falda y me lanza contra uno de los postes. Después de utilizarme rápidamente, me
ordena que vaya a acabar mi trabajo en el exterior.
—¿Te azotan con frecuencia?
Se volvió y se levantó la blusa para enseñarme la espalda.
—No —me dijo.
Solamente había unas cuantas marcas, las que correspondían a un azote o dos. No
le habían dejado ninguna cicatriz. Habían utilizado el azote de cinco amplias correas.
Ése, junto con el látigo, era el instrumento de castigo habitual para las muchachas.
Sus resultados son espectaculares, y no deja marcas permanentes.
—Me han castigado en dos ocasiones —dijo ella—. Una vez cuando acababa de
llegar al campamento y osé ser insolente. La otra vez cuando cometí una torpeza.
Desde entonces no he sido insolente, ni torpe.
Levantó el recipiente en el cual ya hervía el agua y la vertió con mucho cuidado
en un pequeño vaso.
Tomé el vaso y escudriñando la expresión de su cara le pregunté:
—¿Es brutal, tu amo?
—No —respondió ella—, no lo es.
—¿Qué piensas de tu relación con él?
—Que es la relación de una esclava con su amo.
—¿Es muy dura la disciplina?
—Sí —dijo ella sonriendo—, es una disciplina muy estricta.
—¿Qué opinión te merece todo esto?
—Lo encuentro lleno de sentido —dijo ella—, y además… ¡es muy excitante!
—Parece que te guste que un hombre te domine.
—Soy una mujer —dijo bajando la cabeza—, y he descubierto sensaciones que
no sabía que existieran.
Levantó la cabeza y añadió:
—En los brazos de un hombre fuerte e inflexible he descubierto lo maravillosa, lo
ebookelo.com - Página 85
profunda, lo fantástica que es la sexualidad femenina.
—La verdad —dije—, no me parece que estés hablando como una mujer de la
Tierra.
—Soy una esclava goreana —dijo de rodillas, irguiendo el cuerpo y tocándose los
pendientes.
—Y por lo que veo —dije—, te preocupas por tu amo.
—Si no estuviera sujeta a sus deseos, te aseguro que le lamería las botas para
limpiarlas de polvo.
De pronto, miró a lo lejos. Acababa de descubrir la polvareda que levantaban los
jinetes que se acercaban. Sus ojos se helaron.
—¡Debes huir! —dijo—. ¡Si te encuentran aquí te matarán!
—No he acabado el té —dije.
—¿Acaso…? —dijo, vacilante—. ¿Acaso tienes la intención de hacerle daño a mi
amo?
—Tengo tratos que hacer con él, eso es todo.
Ella retrocedió. Dejé el té sobre la arena, entre dos postes, a mis espaldas. Alyena
se giró y, lanzando un grito, salió corriendo de la tienda, hacia la arena. Entonces
utilicé una cadena de la tienda como si fuese una boleadora: la alcé, y la cadena se
enrolló alrededor de sus tobillos, subiendo por las pantorrillas e inmovilizándole las
piernas. Alyena lanzó un grito, su melena rubia se agitó en el aire y, finalmente, cayó
al suelo con los brazos estirados. Corrí para ponerme sobre su espalda, y con mi
mano izquierda le tapé la boca y le hice levantar la cabeza bruscamente. Antes de que
pudiera gritar, le tapé la boca con la otra mano, y con la izquierda recogí sus cabellos
y tiré de ellos para que se levantara. Me dirigí con ella hacia la tienda, mientras
buscaba en los alrededores los materiales que me interesaban. Los recogí y los
coloqué en un montón en el interior de la tienda. Puse a Alyena en un poste y con una
pierna la inmovilicé al tiempo que le introducía un trapo en la boca, bien
profundamente, y después lo sujeté con varias vueltas de cuerda, cuyo sobrante
utilicé para enrollarla en torno a los ojos y dejarla sin visión. Acto seguido, hice que
se echara sobre su estómago, y con otra cuerda la até de manos y pies. Finalmente la
eché a la parte trasera de la tienda, al lado derecho, el reservado a las posesiones de
los hombres.
Ya podía volver a la parte anterior de la tienda, junto a la entrada. Mi kaiila estaba
atada en la parte posterior.
El primero del grupo era el líder. Las chicas iban tras de su montura, exhaustas,
con los pies sangrando. Enseguida me vio, y se puso en tensión. Gritó a sus hombres,
que en un abrir y cerrar de ojos se desplegaron, rodeando el campamento.
En la mano del líder distinguí la cimitarra desenvainada.
Con la mano izquierda desató las correas que sujetaban a las chicas de la perilla
de la silla y las lanzó a uno de sus hombres, que las agarró al vuelo. Tras esos
hombres distinguía las kaiilas de carga que acababan de robar. Eran nueve hombres,
ebookelo.com - Página 86
sin incluir al líder, cuya kaiila se levantaba sobre las patas traseras, excitada. Vi que
aquel hombre tenía la intención de cabalgar hacia la tienda y atacarme sin bajar del
animal. La tienda quedaría desmontada con toda seguridad, pero la cimitarra
alcanzaría su objetivo.
En ese momento, levanté la bolsa de agua que colgaba de un poste, a la entrada de
la tienda.
Uno de los hombres gritó de rabia.
Levanté el odre y bebí copiosamente. Finalmente, volví a colocar el tapón, dejé el
odre en su sitio y me sequé los labios con el revés de la manga.
El líder de los bandidos volvió a envainar su cimitarra y desmontó lentamente.
Yo, por mi parte, volví al interior de la tienda, me senté, apoyado en uno de los
postes y volví a tomar el vaso de té que había dejado a medio consumir.
Aquel hombre no tardó en entrar en la tienda, inclinándose.
—El té está listo —le informé.
Fue hacia la parte posterior de la tienda y con una daga liberó de sus ataduras a
Alyena. Ella le miró aterrorizada. Pero no estaba irritado con ella. No es digno de un
hombre sobrevalorar las fuerzas de una mujer.
—Sírvenos té —le ordenó.
Temblorosa, Alyena le preparó un vasito de té. Los hombres esperaban en el
exterior, cautelosos.
—El té es excelente —dije.
Al beber de su agua me había convertido, según es costumbre en el Tahari, en su
huésped.
ebookelo.com - Página 87
9. ZINA ES CASTIGADA SEGÚN EL TAHARI
—¡Encadenad a las dos prisioneras! —dijo el líder de los bandidos a uno de sus
hombres.
Después me miró fijamente, mientras uno de sus hombres se metía en la tienda
que ocupábamos y recogía las cadenas que colgaban de uno de los mástiles,
preparadas para la ocasión. Una de las cadenas tuvo que recogerla de la arena, pues
era la que yo había utilizado como si de una boleadora se tratara para detener la
carrera de Alyena.
—Arrodillaos —dijo uno de los hombres.
—¡No, Hassan! —gritó una de las chicas.
La que había tirado de sus cabellos cuando se había visto capturada se arrodilló
inmediatamente, pero la que había mirado incrédula sus ataduras, no abandonaba su
aire de orgullo y seguía en pie, desafiante. Finalmente comenzó a andar y se plantó
frente a Hassan, desnuda, sudorosa. Sus piernas estaban cubiertas, de muslos para
abajo, de polvo, que en la mezcla con el sudor había oscurecido. Se apreciaban
también un sinfín de arañazos sufridos por los más diversos matorrales en la loca
carrera hasta el campamento, tras los estribos de su captor.
—Yo, Zina, fui quien traicionó a la caravana por un discotarn de oro. ¡Yo fui
quien os la ofreció y os indicó su inventario, y su calendario, y su cargamento!
Yo sabía perfectamente que todas estas informaciones se guardaban con el
máximo secreto incluso en época de paz.
La otra muchacha gritó de rabia al oír esto, pero no se atrevió a levantarse.
—Encadenadla —dijo Hassan señalando a la muchacha que estaba de rodillas.
Uno de los hombres se agachó para ponerle anillas en los tobillos, unidas por una
cadena. Se pudieron oír los dos chasquidos de los cierres. Después de hacer esto,
aquel hombre desató las muñecas de la chica y enrolló la correa que la había unido a
la silla. Una vez hecho esto, unió sus muñecas por delante del cuerpo con brazaletes
de esclava.
—Llevadla al sol —dijo Hassan a otros dos hombres.
Lo primero que hicieron fue ir en busca de una pesada estaca, con la que
volvieron a buscar a la chica. Era una estaca que debía medir un metro y medio de
alto por unos doce centímetros de diámetro. Finalmente, uno de los hombres sujetó la
estaca mientras el otro la golpeaba con una mano hasta que se introdujo en la tierra y
quedó fuertemente fijada, de manera que no quedaban a la vista más que unos tres o
cuatro centímetros. En este extremo estaba fijada, sujeta a una banda metálica, una
anilla. El hombre que había sujetado la estaca tomó un collar de cierre con una
cadena también provista de cierre y de aproximadamente un metro de longitud, y
unió el cuello de la chica, que quedó arrodillada, a la estaca.
—¡Libérame! —exigió la otra chica, Zina.
—Liberadla —dijo Hassan.
ebookelo.com - Página 88
Uno de sus hombres deshizo los nudos que unían sus muñecas.
—Y ahora —dijo la chica—, ¡págame!
Obedeciendo un gesto de Hassan, uno de los hombres extrajo de un pequeño
cofre un discotarn de oro y se lo entregó a la chica, que lo guardó con fuerza en su
mano.
—Dadme las ropas —pidió.
—No —dijo Hassan.
La chica le miró. Parecía asustada.
—Te hemos pagado —dijo Hassan—. Ahora vete, vete.
La chica miró a su alrededor, llena de miedo. De pronto, miró el discotarn.
—Dadme agua —dijo.
—No —dijo Hassan.
—Te la compro, ¡mira! —dijo la chica mostrándole la moneda.
—No vendo agua —dijo Hassan—. ¡Vete!
—¡Pero me moriré! ¡Moriré en el desierto!
El discotarn de oro brillaba en su mano.
—¡Traicioné a mi caravana para que tú pudieras atacarla! —gritó.
—Y yo te he pagado —dijo Hassan.
Ella miró a los hombres que la rodeaban, mirándoles a los ojos uno por uno. Sus
labios temblaban.
—¡No! —gimió—, ¡no!
Miró a Alyena, que estaba arrodillada junto al té con la cabeza gacha, sin
atreverse a mirar aquella escena. Le temblaban los hombros, y bajo la blusa se
adivinaba el delicioso vaivén de sus senos. La muchacha desnuda se arrodilló frente a
ella, desesperada, y le tocó tímidamente el hombro.
—Intercede por mí —le rogó Zina—, ¡por favor!
—Sólo soy una esclava —susurró Alyena.
—¡Intercede por mí!
Alyena, angustiada, con lágrimas en los ojos, miró a Hassan, su amo, y dijo:
—Imploro clemencia para ella, amo.
—¡Sal de esta tienda o te azotaré, esclava! —dijo Hassan.
Alyena se levantó rápidamente, sollozando, y corrió al exterior de la tienda.
La chica volvió a mirar a los ojos de cada uno de los hombres, medio agachada.
En ninguno de ellos encontró piedad. Volvió a ponerse en pie y gritó:
—¡Por favor, Hassan! ¡Quédate conmigo como esclava!
—No puede ser. Eres una mujer libre.
—¡No! —gritó ella—. En el fondo de mi corazón siempre he sido una esclava,
una esclava verdadera. Sólo fingía ser libre. ¡Azótame como castigo! Nunca he tenido
la fortuna de que me poseyeran, ni de que me impusieran el collar, ni de que me
marcaran, pero soy una esclava por naturaleza. He vivido como mujer libre desde que
nací, pero siempre he ocultado que era una auténtica esclava.
ebookelo.com - Página 89
—¿Y cuándo tomaste conciencia de ello?
—Cuando mi cuerpo cambió —dijo, bajando la mirada.
Los hombres del corro rieron.
Yo la miré. Sus contornos eran encantadores. No era del todo imposible que algún
hombre se complaciera en poseerla.
Seguía allí, en pie frente a Hassan, en posición relajada, aunque se veía que estaba
muy asustada, con el pie derecho haciendo ángulo recto con la pierna, sacando la
cadera en señal de ofrecimiento de su belleza, como hacen las esclavas.
—Te confieso a ti lo que nunca le había confesado a otro hombre: soy una
esclava.
—Legalmente —dijo Hassan— está claro que eres libre.
—Pero hay algo más real que las leyes —dijo Zina—: el corazón.
Se trataba de un viejo proverbio del Tahari.
—Eso es cierto.
—Déjame permanecer junto a ti como esclava.
—No te deseo —dijo Hassan.
Su decisión parecía terminante, y más cuando se giró a sus hombres y les ordenó:
—¡Echad a esta mujer del campamento!
Uno de ellos la agarró del brazo.
—¡Dejad que me venda a mí misma! —susurró ella.
Como mujer libre tenía derecho a hacerlo, pero naturalmente después no tendría
ningún derecho a revocar la transacción. No tenía vuelta de hoja: si se vendía,
solamente sería, para siempre, una esclava.
Hassan le hizo una seña al hombre, indicándole que dejase a la chica.
—¿Eres plenamente consciente de lo que estás diciendo?
—Sí.
—Arrodíllate.
Ella se arrodilló ante él.
—¿Qué me puedes ofrecer? —preguntó Hassan.
Ella le mostró el discotarn de oro, brillante en su pequeña palma.
—Veo que eres una auténtica esclava, Zina —dijo Hassan.
—Sí, Hassan. Soy una auténtica esclava.
—Por supuesto, esto es mucho más de lo que realmente vales —dijo Hassan.
La mano de Hassan se cernía sobre la moneda. Zina le miraba a los ojos.
Finalmente, se cerró sobre la moneda. La transacción había concluido.
—¡Encadenad a esta esclava! —ordenó Hassan.
Con extrema rudeza, los hombres agarraron a aquella muchacha, que hasta
entonces se llamaba Zina, pero que ahora carecía por completo de nombre, como si
de una kaiila recién nacida se tratara, la sacaron de la tienda y la echaron al lado de la
estaca de esclava. Allí le pusieron el collar, y le cerraron la anilla de la cadena
brutalmente, echándole la cabeza hacia un lado. También le encadenaron los tobillos.
ebookelo.com - Página 90
Le pusieron un brazalete de esclava en la muñeca, le separaron las piernas
violentamente e hicieron que el brazalete pasara por debajo de la pierna derecha, para
unirle entonces la muñeca izquierda. Sus manos quedaron así sujetas a la pierna. La
chica se quedó sobre un costado; su aspecto en ese momento era lamentable. También
hay que decir que cuando se encadena juntas a esclavas y a mujeres libres se tiende a
remarcar la diferencia entre unas y otras mediante el tipo de encadenamiento. En el
caso que nos ocupaba, la muchacha libre tenía encadenadas las manos por delante del
cuerpo, mientras que la esclava había visto cómo se las unían por debajo de la pierna
derecha, de forma mucho más incómoda que la de su compañera. Ésa es una cortesía
que se suele tener con las mujeres libres en virtud de su más alta categoría.
—Dadle un látigo a la mujer libre —ordenó Hassan.
Así se hizo inmediatamente. La muchacha libre agarraba el látigo con dos manos.
La esclava, al estar encadenada, no podía defenderse.
Hassan metió el discotarn de oro en su monedero y llamó a Alyena. La muchacha
acudió corriendo, y se arrodilló frente a él.
—Dime, amo.
—Sírvenos más té.
—Sí, amo.
—¿No temes que la mujer libre acabe asesinándola? —le pregunté a Hassan,
refiriéndome a la escena cuyo inicio acabábamos de contemplar.
La muchacha que se había llamado Zina imploraba a gritos clemencia, pero de
momento no la obtenía.
—No, no lo temo —dijo Hassan.
—¡Esclava! ¡Esclava! —gritaba la muchacha libre azotando sin piedad a la
traidora—. ¡Esclava!
Al cabo de un rato, Hassan le hizo una señal a uno de sus hombres, que aguardaba
junto a la pareja de encadenadas. Éste le obedeció en el acto y, para disgusto de ésta,
le sustrajo a la mujer libre el látigo.
—Es suficiente —dijo el hombre.
La mujer libre se sentó en el suelo, rabiosa, con la cabeza gacha y el cuello unido
a la estaca.
—¡Por favor, señora! ¡Por favor, señora! —sollozaba mecánicamente la esclava.
—¡Alyena! —dijo Hassan.
—¿Sí, amo?
—Limpia todo esto de desperdicios y estiércol —le ordenó—. Haz una hoguera, y
empieza a calentar el hierro. Esta noche marcaremos a una esclava.
—Perderás dinero con estas mujeres, ¿no es así? —pregunté—. Al menos, así
ocurrirá si la marcas antes de llevarla al mercado.
Hassan se encogió de hombros.
—Como mujer libre —me dijo Hassan refiriéndose a la que en tiempos había sido
Zina— no me habría reportado nada, pues como mujer libre la habría enviado a morir
ebookelo.com - Página 91
al desierto. En cambio, como esclava me reportará algún beneficio. Además, su
marca será muy fresca.
—Eso es cierto —reconocí.
—Por otra parte, para mí será todo un placer marcarla.
Eso me hizo sonreír.
—Cuando sea una esclava —dijo Hassan, riéndose también—, recordará muy
bien al que puso en su cuerpo la marca.
—Sí, recordará muy bien a Hassan el bandido —coincidí.
—Exacto —dijo el jefe del campamento—. Y ahora, tomemos más té.
ebookelo.com - Página 92
10. HASSAN DEJA EL OASIS DE LAS DOS
CIMITARRAS
El oasis Dos Cimitarras era un oasis apartado que estaba bajo la hegemonía de los
bakah, los cuales, desde hacía más de dos centenares de años, después de su derrota
en la guerra de la seda, se habían convertido en una tribu vasalla de los kavar. Esta
guerra se había producido por la disputa del control sobre ciertas rutas de caravanas,
por los derechos de captación de tributos que los bandidos exigían a las caravanas. Se
le llamaba la guerra de la seda porque en ese tiempo la seda empezó a importarse en
cantidades importantes a las comunidades del Tahari, y hacia el norte, hacia Tor y
Kasra, y de allí hacia Ar y hacia más puntos al norte y al oeste. Hay que destacar que
en el Tahari ya no se paga el tributo a los bandidos, pues con el control de los puntos
de abastecimiento de agua en los oasis se facilitan las cosas. A las caravanas les es
imprescindible acudir a esos puntos. Una vez en los oasis es corriente que los Pachás
locales exijan una tasa de protección a las caravanas de más de quince kaiilas. Estas
tasas ayudan a sufragar los costes de mantenimiento de los soldados, los cuales, en
principio, patrullan constantemente por el desierto. De todos modos, no es nada
inusual encontrar a bandidos en la genealogía de los Pachás soberanos, quienes
efectivamente descendían en ocasiones de hombres que habían vivido con la
cimitarra en la mano constantemente, sobre la alta silla de piel roja de las kaiilas.
Las formas cambian, pero en el Tahari, como en todas partes, el orden, la justicia
y la ley residen en última instancia en la determinación de los hombres, y en el acero
de sus armas.
Era tarde ya aquella noche cuando llegábamos a Dos Cimitarras bajo la luz de las
tres lunas, en fila india. De pronto, surgió de la oscuridad un contingente de hombres,
que enseguida nos rodeó, con sus armas en alto.
—Es Hassan —dijo una voz.
—En estos días cualquier precaución es poca —dijo otra voz.
—Tal —dijo Hassan al mercader que acudía a recibirle y le esperaba a pie de
estribo.
—Tenemos agua —le dijo el mercader, en señal de bienvenida.
Hassan se levantó sobre sus estribos, mirando a su alrededor, en aquel paisaje de
palmeras, de muros de arcilla roja, de edificios de barro, algunos con cúpula, de
jardines. Tal era la estampa de aquel oasis.
—¿Me traes material? —preguntó el mercader.
—Sí —respondió Hassan volviendo a sentarse en la silla.
Delante de esa misma silla se hallaba una chica, colocada transversalmente sobre
la grupa del animal, con la cabeza hacia abajo, bien atada. Era Zina. El mismo
nombre que le había servido como mujer libre era ahora su nombre de esclava, para
su vergüenza. Así lo había decidido Hassan el bandido, su dueño. Su compañera,
ebookelo.com - Página 93
cuyo nombre era Tafa, estaba atada de manera similar ante la silla de uno de los
hombres de Hassan. La parte interior del muslo, a la altura de la rodilla, de ambas
chicas, estaba manchada de sangre, pero solamente una de ellas llevaba la marca en
su carne, en el exterior de su muslo izquierdo. Era la marca de la esclava del Tahari, y
todavía era muy fresca. Solamente ella, Zina, era en ese momento una esclava. Otros
hombres a las órdenes de Hassan conducían a las kaiilas de carga, que llevaban en sus
fardos el botín que habían obtenido del asalto a la caravana cuatro días antes.
Los edificios de barro como los que en ese momento veíamos en Dos Cimitarras
son bastante duraderos. En un área como ésa pueden pasar años sin que caiga una
gota de lluvia.
—Hace seis días —dijo el mercader—, soldados de los aretai de Nueve Pozos
atacaron el oasis de Eslín de Arena.
Me extrañó que el mercader dijera algo así.
—Ayer nos atacaron aquí —dijo el mercader—, pero pudimos echarlos.
—Los aretai son eslines —dijo Hassan.
No entendía cómo podía ser que él, al fin y al cabo un bandido, manifestase por
los aretai una animadversión tan profunda.
—Rompieron un pozo —dijo el mercader.
El rostro de Hassan estaba lívido.
Para alguien que no es del Tahari es difícil concebir la gravedad de una ofensa
como la que constituye destruir una fuente de aprovisionamiento de agua. De hecho,
para la gente del Tahari ése es el crimen más inconcebible, el más odioso que
perpetrarse pueda en el desierto. Ese acto, considerado como una monstruosidad, va
más allá de un simple acto de guerra. Con toda seguridad, en unos cuantos días se
sabría por toda la región que los aretai habían destruido, o habían intentado destruir,
un pozo en Dos Cimitarras. Sí, aquella noticia correría como la pólvora, y los
hombres de Tor, lo mismo que los del puesto mercantil fronterizo de Turmas, se
sentirían ultrajados al oírlo. Ese acto perpetrado contra los bakah de Dos Cimitarras,
tribu vasalla de los kavar, traería con toda seguridad la guerra al Tahari.
—En este momento cabalgan los mensajeros de la guerra —dijo el mercader.
—¿Estáis seguros de que los que atacaron eran aretai? —le pregunté al mercader.
—Sí —respondió él—, ni siquiera se preocuparon de ocultarlo.
—¿En qué te basas para hacer una afirmación así?
—¿Cuál es tu tribu? —preguntó.
—Es Hakim de Tor —dijo Hassan—. Respondo de él.
—Pues bien —dijo el mercader—: el cordaje era el de los aretai, y también lo
eran las marcas de la silla. Además, cuando atacaron, gritaron: «¡Por Nueve Pozos!
¡Por Suleimán!».
—Entiendo —dije.
—Si tanto desean la guerra, que hasta destruyeron el agua —dijo el mercader—,
los aretai tendrán guerra.
ebookelo.com - Página 94
—Deseo marcharme antes de que amanezca —dijo Hassan.
—Claro, claro. A ver, ¿qué tenemos por aquí? ¡Ah, vaya! Una mujer libre y una
esclava —dijo el mercader antes de volverse a dos de sus hombres y decirles—:
Llevad a las kaiilas de carga a mi patio, y desempaquetad las mercancías.
Ellos se apresuraron a obedecerle.
—Hassan —dijo el mercader—, encuentro muy interesante que hayas elegido a la
esclava para llevarla en tu montura.
Hassan se encogió de hombros.
—Su marca es fresca, eso sí —dijo el mercader sonriendo.
—Sí, es cierto —dijo Hassan.
—Debiste ser tú quien puso el hierro en su carne, ¿no?
—Sí, yo fui.
—Pues te aseguro que es un trabajo excelente, Tienes la mano firme y segura.
La chica se debatía en sus ataduras.
—He marcado a muchas mujeres —dijo Hassan.
—¿Está viva? —preguntó el mercader.
—Tócala y compruébalo —dijo Hassan.
La chica gimió ante la silla, debatiéndose en sus ataduras, sin poder hacer nada.
Gritó con los ojos cerrados, con los dientes apretados, agitando la cabeza
violentamente de un lado a otro.
—Está viva —comentó el mercader.
Luego fue hacia Tafa, la mujer libre. Ella también gritó, sin poder hacer nada,
prisionera de las cuerdas que no le permitían moverse.
—¿Eres libre? —le preguntó el mercader.
—¡Sí! ¡Sí! —gimió.
—Pues te debates en las cuerdas como una esclava.
La muchacha lanzó un grito de protesta, y el mercader, en señal de compasión, la
dejó.
—Que las lleven adentro —le dijo a Hassan—. Las pondremos en el círculo de
asesoramiento, y así os diré el precio que establecemos para ellas.
Acto seguido, el mercader se volvió y entró en su patio. Hassan, con su hombre
principal, conmigo y con algunos más de sus hombres, le seguimos sobre nuestras
kaiilas y entramos en el patio tras él.
ebookelo.com - Página 95
—¡No! —exclamó Zina.
La arrojaron brutalmente, desnuda, al centro del círculo de asesoramiento. Allí se
quedó, bajo la luz de las antorchas, en el centro del círculo de dos metros. Parecía
asustada, y también furiosa.
Cuando sonó el primer restallido del látigo, que era un látigo de grandes
dimensiones manipulado por uno de los ayudantes del mercader, la muchacha gritó, y
su cuerpo reaccionó, aterrorizado, como si hubiera recibido el impacto de aquel
instrumento. Pero el cuero no había ni tan siquiera rozado la piel de la chica. Había
sido tan sólo un restallido admonitorio. El látigo no tocaría la piel de la chica a menos
que los hombres no la encontraran complaciente.
—¡Derecha! —dijo el mercader—. ¡Echa la cabeza atrás! ¡Las manos tras la
cabeza! ¡Échate hacia atrás! ¡Más! ¡Más!
Finalmente, el mercader se volvió hacia nosotros y dijo:
—Aceptable.
Durante más de un ehn el mercader le estuvo dando órdenes destinadas a mostrar
con todo el descaro posible, de la manera más evidente, sus encantos. Las órdenes
para que la esclava efectuara los más diversos movimientos se sucedían sin cesar, y
efectivamente sirvieron para contemplar a la chica en sus principales actitudes y
posiciones.
—¿Qué valor crees que tiene? —preguntó Hassan al mercader.
—Te daré por ella un tark de plata, ya que sólo es una esclava.
—De acuerdo.
—¡No, Hassan! —gritó la chica.
—Por la otra te daré dos discotarns de oro, de la fundición de Ar, dado que es una
mujer libre.
—De acuerdo.
—¡Hassan! —gritó la esclava.
—Llevaos a esta esclava —ordenó el mercader.
Le pusieron un brazalete de esclava en la muñeca izquierda y la arrastraron hasta
el muro. Una vez allí, la encararon a la pared y ataron el brazalete a la anilla de
esclava. Cuando hubieron hecho esto, ataron a la misma anilla su muñeca derecha, de
manera que quedó aprisionada por ambas, de cara a la pared. La esclava miró por
encima del hombro hacia el lugar en el que se encontraba el jefe de los bandidos, sin
cesar de repetir:
—¡Hassan! ¡Hassan!
Éste tomó las monedas que el mercader le ofrecía.
—En la estancia contigua —dijo el mercader—, hablaremos de las otras
mercancías que habéis traído.
—Muy bien —dijo Hassan.
—¡Hassan! —volvió a gritar la chica.
Pero Hassan abandonó el patio. No quería hablar con la traidora. Era un hombre
ebookelo.com - Página 96
del Tahari.
ebookelo.com - Página 97
de hombros.
—¿Y qué dice su visir, Baram, jeque de Bezhad?
—Se le han enviado mensajeros de guerra —dijo el mercader.
—Entiendo —dijo Hassan.
—Las tribus se reunirán. El desierto arderá.
—Estoy fatigado —dijo Hassan—, y no creo que sea inteligente estar a la vista en
Dos Cimitarras a la luz del día.
—Hasaad sabe perfectamente que los bandidos vienen a menudo a Dos
Cimitarras —dijo el mercader—. Es algo muy beneficioso para nuestra economía,
porque estamos fuera de las principales rutas comerciales.
—Sí, pero oficialmente el Pachá Hasaad no sabe nada —dijo Hassan—, y no me
gustaría que tuviera que enviar en nuestra búsqueda a un centenar de soldados para
satisfacer a los ciudadanos indignados. No me siento con fuerzas para huir a galope
tendido, y supongo que a los soldados les ocurrirá lo mismo. Además, si ahora nos
encontrásemos con esos soldados sería bastante embarazoso para las dos partes. ¿Qué
haríamos, si eso ocurriera?
—Os cruzaríais al galope gritándoos uno a otros, ¿no? —dijo el mercader
sonriente.
—Sí, quizás —dijo Hassan, sonriendo a su vez.
—Quizá debáis matar a alguno de los suyos, y ellos a alguno de los vuestros, para
guardar las formas.
—Es posible.
—Pero ya sabes que tú y los tuyos sois bienvenidos a Dos Cimitarras siempre que
sea de noche, lo mismo que los demás bandidos.
—Bienvenidos de noche, buscados de día —dijo Hassan—. Nunca acabaré de
entender a los hombres honestos.
—Sí, somos complicados —admitió el mercader.
—Ya querría yo que los hombres de otros oasis fueran así de complicados —dijo
Hassan—. En muchos de ellos pagarían una buena suma por ver mi cabeza clavada
en el extremo de una lanza.
—No nos puedes culpar a nosotros, los de Dos Cimitarras, de tamaña falta de
sofisticación. Si son simples no es nuestra culpa.
—Pero, ¿a quién le vendéis las mercancías que os traigo?
—A esos que acabo de llamar simples —dijo el mercader.
—¿Y saben ellos de dónde provienen?
—Claro que sí.
—Ya veo. Bien, pronto amanecerá. Debemos partir.
Se levantó con dificultad, con algún dolor, pues había estado sentado con las
piernas cruzadas durante bastante tiempo. Yo también me levanté.
En las afueras del oasis, un poco antes de amanecer, cuando las gotas de rocío
resbalaban sobre las rocas, Hassan y yo, junto con sus hombres, pusimos pie en
ebookelo.com - Página 98
nuestros estribos y montamos en nuestros rápidos animales.
—Hassan —dije.
—¿Sí? —contestó él.
—El mercader nos ha dicho que seis días atrás los aretai de Nueve Pozos habían
atacado el oasis de Eslín de Arena.
—Sí, eso han dicho.
—Hace seis días —continué diciendo—, los soldados de Nueve Pozos rastreaban
los alrededores del oasis en busca de un fugitivo de su prisión que había sido
condenado a las minas de Klima por un presunto intento de asesinato en la persona
del Pachá Suleimán.
—¿Y consiguió escapar?
—Por lo que sé, sí.
—Eso dicen también mis informaciones —dijo Hassan.
—Si los soldados de Nueve Pozos estaban en los alrededores de su oasis hace seis
días es imposible que estuvieran también en el oasis de Eslín de Arena.
—Cierto —dijo Hassan.
—Por otra parte, no me parece probable que los aretai de Nueve Pozos atacaran
este lugar la pasada noche.
—Sí, es mucho camino para ellos —dijo Hassan—, y este oasis parece demasiado
insignificante, demasiado apartado de las rutas comerciales.
—Además —dije yo—, ¿dónde habría ido a parar el botín obtenido de su asalto al
oasis de Eslín de Arena?
—Quizás lo hayan ocultado en el desierto —sugirió Hassan.
—¿Y por qué Dos Cimitarras? —pregunté—. Es un oasis muy pequeño, que ni
siquiera es kavar.
—Yo también desconozco el motivo —dijo Hassan.
—Suleimán, Pachá de Nueve Pozos —continué diciendo—, está en su palacio,
convaleciente de sus heridas, en grave estado. No me parece posible que los aretai
hayan pensado que este tiempo es bueno para llevar a cabo ataques.
—Sí, realmente es extraño —dijo Hassan sonriendo.
—Pero dicen que los atacantes llevaban el atuendo de los aretai, y las marcas en
las sillas —dije—, y que gritaban «¡Por Nueve Pozos y Suleimán!».
—Nosotros dos, sin ir más lejos, podríamos hacer que las cosas tuvieran esa
apariencia —dijo Hassan—, y podríamos lanzar gritos como ése.
No respondí a aquella observación.
—Hay algo muy extraño —continuó diciendo Hassan— en ese grito.
—¿Por qué?
—Dicen que gritaron «¡Por Nueve Pozos y Suleimán!», ¿no? Pues bien, los
nombres de los líderes no figuran en los gritos de guerra de los aretai, ni en los de la
mayoría de tribus. Para ellos lo más significativo es la tribu, no el hombre. La
totalidad, y no su fragmentación. Por lo que sé, el grito aretai de guerra no es ese que
ebookelo.com - Página 99
nos han dicho, sino «¡Aretai victoriosos!».
—Es muy interesante lo que dices —observé—. Y los kavar, ¿tienen algún grito
parecido?
—Sí —respondió—. El grito es: «¡Supremacía para los kavar!».
—Entonces —afirmé—, parece bastante claro que los aretai no atacaron Dos
Cimitarras, ¿verdad?
—Efectivamente —dijo Hassan—, los aretai no atacaron Dos Cimitarras.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque rompieron un pozo. Los aretai son eslines, pero debemos respetarlos
como enemigos. Son buenos luchadores, buenos hombres del desierto. Nunca
destruirían un pozo. Son del Tahari.
—Y entonces ¿quién pudo atacar el oasis del Eslín de Arena, y el oasis de Dos
Cimitarras?
—No lo sé —dijo Hassan—, pero me gustaría saberlo. Siento mucha curiosidad.
—Sí, yo también la tengo.
—Si estalla la guerra en el desierto —dijo Hassan—, el desierto quedará cerrado
a todos los efectos. Se interrumpirá el comercio, abundarán los hombres armados, y
los forasteros se convertirán en sospechosos. Para ellos será demasiado arriesgado
entrar en el territorio, o permanecer en él.
Esa observación no me impresionó.
—Es extraño que estos acontecimientos ocurran ahora —dijo Hassan.
—¿Por qué? —dije.
—Proyectaba una expedición al inexplorado país de las dunas.
—¿Qué esperas encontrar ahí?
—¿Quién eres tú?
—Un humilde mercader de gemas —respondí.
—Te vi en Tor, con la cimitarra.
—¿Ah, sí?
—Y volví a verte en un lugar de aprovisionamiento de agua en el camino hacia
Nueve Pozos.
—Y allí fue —dije— cuando tú, vestido de nómada, abusaste de aquella manera
de mi esclava de cabellos claros.
—Fue insolente —dijo Hassan—. En ese momento decidí que tenía que hacerla
mi esclava.
—Después de que la tocases y abusases de ella —dije—, me rogó que la hiciera
aprender las danzas de una esclava.
—Por lo que tengo entendido —dijo Hassan—, se cree que fuiste tú, Hakim de
Tor, el que apuñaló a Suleimán.
—No lo hice —respondí.
—¿Por qué debían creer ellos que tú lo habías hecho?
—Porque creen que soy un espía kavar.
Al día siguiente un ahn después del mediodía goreano, llegamos al oasis de Roca
Roja.
La kasbah del Pachá dominaba la población. El Pachá se llamaba Turem a’Din, y
era el comandante de los clanes tashid locales. Había en la población cinco
palmerales. Al este del oasis había plantaciones de granadas. En su parte más baja, en
el centro, estaban los jardines. Entre dos plantaciones de palmeras datileras había una
amplia charca. La kasbah tenía una sola entrada. En lo alto de las dos torres ondeaban
los pendones de los tashid y de los aretai.
—¿Temes entrar en el oasis de la tribu vasalla de los aretai? —me preguntó
Hassan.
—Somos de Nueve Pozos —respondí.
—Yo también creo que el riesgo que corremos es mínimo.
Los hombres de la población nos miraban con cierta curiosidad, como es normal
que ocurra con los recién llegados a un oasis, pero no se podía detectar ni aprensión
ni hostilidad. Por ello supuse que las guerras y los ataques no habían afectado a Roca
Roja.
Parecía que tampoco en Roca Roja había nadie que hubiese oído hablar de tal cosa,
de esa rareza arquitectónica que era una torre de ese material en medio del desierto.
Hassan empezaba a mostrarse irritado, y yo también empezaba a perder la
paciencia, ya que el oasis de la Batalla de Roca Roja era el último gran oasis del
Tahari por más de dos mil pasangs al este. En efecto, dicho oasis bordeaba el temido
país de las dunas. En dicho país también existían oasis, pero eran pequeños y escasos,
y normalmente estaban a más de doscientos pasangs de distancia unos de otros.
Además, en el terreno de las dunas no eran nada fáciles de localizar. En ese terreno,
es normal que uno pase de largo un oasis que tiene a menos de diez pasangs sin darse
cuenta, puesto que, ocultos como están entre las dunas, los viajeros pueden no verlos.
Solamente las caravanas de sal atraviesan esa región. Las caravanas con mercancías
tienden a viajar en dirección al oeste, o por el distante extremo oriental del Tahari.
También hay caravanas que efectúan el trayecto entre Tor o Kasra y Turmas, un
puesto fronterizo turiano situado en el extremo sudeste del Tahari. Pero incluso estas
caravanas procuran evitar el país de las dunas, ya sea dirigiéndose al sur, y luego al
este, o dirigiéndose al este, y luego al sur, bordeando siempre las dunas.
De todos modos, tenía casi la seguridad, y Hassan creo que también, de que la
torre de acero se encontraba en el interior del país de las dunas, siempre, claro está,
que dicho edificio existiera.
Parecía claro que de no haber sido así alguien, un nómada, o un mercader, o un
pastor, o un soldado, o un guía, tenía que haber oído hablar de tal construcción.
—Partiremos por la mañana —me dijo Hassan, desperezándose—. En esta
población nadie parece saber nada de esa torre de acero.
Por otra parte, me había sorprendido que la noticia del ataque de los aretai al oasis
bakah de Dos Cimitarras todavía no hubiese llegado a Roca Roja. Nadie hablaba de
aquel asunto. Con toda seguridad, si hubiesen sabido algo sobre ello, sería el tema de
todos los corros de conversación de la población. Pero parecía claro que nadie, al
—¡Date prisa, esclavo! —decía aquella chica alta, de cabello oscuro, con los brazos
desnudos y con aquella prenda blanca que le llegaba hasta los tobillos—. La señora
no tardará en estar preparada para recibirte.
—Esa señora tuya —dije—, ¿es bonita?
El velo que cubría la cara de Tarna para proteger su rostro del viento y de las
miradas no me había permitido apreciar las facciones que se escondían tras aquella
tela púrpura. De todos modos, lo que había alcanzado a ver de ella me había parecido
no sólo bonito, sino incluso bellísimo. No cabía duda de que se trataba de una mujer
orgullosa, una mujer dura. Hasta ese momento no había podido juzgar con certeza las
líneas de su cuerpo, oculto tras aquellas maneras viriles, tras aquel amplio albornoz.
La belleza de una mujer sólo puede juzgarse cuando la mujer está desnuda, desnuda
como venden a las esclavas.
—Es más fea que un eslín de arena —dijo la chica morena—. ¡Apresúrate!
—Nunca hemos podido ver a nuestra señora —dijo la otra chica, la encargada de
los aceites de baño.
—Sal del agua ahora mismo, y sécate —me insistió la morena.
Volví a sumergirme en el agua. Me habían dado bien de comer, y había dormido
hasta que había querido. Me sentía fresco, descansado. Eso era bueno, porque esa
noche me esperaba una larga cabalgada a lomos de una kaiila.
—¿Cuál será la suerte de las esclavas que capturaron en Roca Roja? —pregunté.
—En estos momentos las estarán llevando en carros, bajo una estrecha vigilancia,
Las estancias de la kasbah del tal Abdul, conocido como Ubar de la Sal, eran
realmente ostentosas y opulentas.
—Por aquí —dijo el hombre que había conducido a nuestros captores hasta aquel
momento.
En ese momento estábamos detenidos frente a un gran portal estrecho por su parte
inferior, y con progresivos ensanchamientos y estrechamientos en arco, acabados en
una punta. Era un bello trabajo, que podía simbolizar el dibujo de una lanza, o de una
llama, o de una hoja. Este portal iba a dar al final de nuestro paseo por el edificio a
través de sucesivas estancias y de más de una escalera.
En esa estancia había varios hombres sentados en torno a un personaje central,
sentado en lo alto de una tarima. El suelo estaba cubierto de alfombras. Los hombres
llevaban velo, a la manera del char. Las muchachas, dóciles, con sus campanas y
collares, les servían.
—Ahí —indicó el hombre.
Volví a sentir el tacto de la cimitarra en mi espalda.
Atados con cuerdas, con las manos unidas por detrás de la espalda, Hassan y yo
entramos en la estancia.
Los que estaban dentro levantaron la mirada para contemplarnos.
Fuimos empujados hasta la parte delantera de la tarima.
—¡Arrodillaos y besad las baldosas que hay delante de vuestro amo!
Hassan y yo nos arrodillamos. Las cimitarras estaban preparadas para doblegar
cualquier resistencia nuestra. Besamos las baldosas con mucha aplicación. Cualquier
atentado al protocolo se castiga con la decapitación inmediata.
El hombre que estaba sentado sobre la tarima con las piernas cruzadas nos miraba
fijamente.
—Ya sabía que una mujer no iba a poder manteneros en su fortaleza —dijo.
No respondimos a ese comentario.
—Espero tener mejor fortuna que ella.
También él llevaba velo, a la manera del char, como todos los demás en aquella
habitación. Tomó un grano de uva de una bandeja de frutas cercana, y levantando lo
menos posible el velo, tal y como hacen los hombres del char, puso aquella fruta en
su boca, y la masticó. Alguien se había encargado con anterioridad de retirar las
semillas del interior de la fruta.
Miré a mi alrededor.
Era una estancia maravillosa, de altas paredes, con columnas y tapices, con piedra
labrada, de aspecto espacioso, de rica decoración.
—Esa muchacha es una herramienta perfecta —dijo el hombre sentado sobre la
tarima, lavándose los dedos de su mano derecha en un pequeño bol de agua de
El hombre que hablaba se llamaba T’Zshal, y era el jefe del cobertizo 804.
—Sois muy libres de abandonar Klima en cuanto queráis —decía—. Nadie aquí
se opondrá a vuestro deseo.
Estaba en pie frente a nosotros, reunidos en ese cobertizo, sentados en el suelo,
desnudos. Al cuello llevábamos atada una ligera cuerda, que realmente podía haber
servido para atar a muchachas. Pero ninguno de nosotros la rompía. Nadie la separaba
Llevábamos doce días en el desierto cuando sentí, en un leve cambio de viento, aquel
olor.
—Espera —le dije a Hassan—. ¿No lo hueles?
—¿El qué?
—Ya no. Ha desaparecido.
—¿Qué habías olido? —me preguntó.
—Un kur —dije.
Hassan se echó a reír y me dijo:
—Tú también te has vuelto loco.
Recorrí las dunas que había en torno a nosotros, plateadas a la luz de las lunas.
Cambié la posición de la bolsa de agua que cargaba. Hassan, que esperaba cerca de
mí, hizo lo mismo con la bolsa que le colgaba por delante y por detrás.
—No hay nada —dijo—. Sigamos caminando.
—Está con nosotros —dije—. No te equivocabas cuando dijiste que lo habías
visto, hace unos días.
—Tenemos agua —le dije a Hassan— solamente para cuatro días más.
—Seis, porque podemos vivir dos días sin ella.
Habíamos llegado al final del país de las dunas. Miré hacia las pequeñas colinas
escarpadas, a los matorrales, a las rocas.
—¿A qué distancia está ahora? —pregunté.
—No lo sé —dijo Hassan—. Quizás a cinco días, o quizás a diez.
No sabíamos en qué parte habíamos dejado el país de las dunas.
—Hemos hecho mucho camino —dije.
—¿Te has fijado en el viento?
—No. No he notado nada raro.
—¿De dónde viene?
—Del este.
—Y es primavera.
Hacía dos ahns que el sol había salido por el horizonte, iluminando las crestas de las
dunas. Hacía un ahn que Hassan había dicho:
—Es hora de cavar la zanja.
Nos habíamos puesto de rodillas para cavarla con las manos. Era una duna de
algo más de un metro de profundidad, muy estrecha. No costaba demasiado cavar ese
tipo de zanjas. Se orienta de tal manera que el sol pase perpendicularmente por
encima de ella. Permite refugiarse en la sombra durante la mañana y la tarde, pero
está completamente expuesta al sol durante el período de mediodía.
Miré hacia el este, mientras Hassan se tumbaba. De pronto empezó a dibujarse
como una pequeña línea en el margen del desierto. Solamente cuando se fue
acercando comprendí que esa línea era de centenares de metros de altura, y su
anchura sería de un centenar de pasangs. El cielo empezó a adquirir un color gris, y
luego negro, como de humo. Luego no pude ver nada más, pues quedé absolutamente
cegado. Me tapé los ojos con las manos, y volví la espalda, refugiándome en la zanja,
de manera que el viento pasaba por encima mío. Vi que el dorso de mis manos estaba
cubierto de arena, y al sacudirla vi que la furia del viento me había provocado incluso
pequeñas heridas. Miré hacia arriba. El viento había ennegrecido por completo el
aire, llenándolo de arena. Los arbustos arrancados pasaban en una danza enloquecida
por encima de nuestras cabezas. El viento ululaba. Seguí sentado en la zanja. Apoyé
la cabeza en mis brazos, apoyados a su vez en mis rodillas. Escuchaba el sonido de
aquella tormenta cuando me dormí.
Empezaba a ser de noche cuando Hassan y yo nos despertamos. Bebimos. La
tormenta seguía rugiendo, sin perder un ápice de su fuerza. No podíamos ver las
estrellas.
—¿Cuánto puede durar una tormenta? —le pregunté a Hassan.
—No se sabe. Puede durar días. Es primavera.
Dicho esto, volvió a apoyar la cabeza en sus brazos para dormir. Al cabo de un
rato yo también dormía.
De pronto, cuando ya faltaba poco para que amaneciera, me desperté.
Estaba ahí, en pie, su silueta se recortaba en la arena acribilladora. Nos miraba,
asomado a la zanja.
—¡Hassan! —grité.
Mi compañero se despertó inmediatamente. Ambos nos levantamos. Nuestros
Hassan, seguido muy de cerca por mí, arrinconó en lo alto de la torre más alta de la
kasbah de Tarna a Ibn Saran.
—¡Camaradas! —dijo Ibn Saran antes de levantar su cimitarra.
—Es mío —dijo Hassan.
—Ten cuidado —le advertí.
Inmediatamente empezó la lucha. En pocas ocasiones había presenciado un
combate de cimitarra tan brillante.
Finalmente, los hombres se apartaron uno de otro.
—Peleas bien —dijo Ibn Saran, con el cuerpo vacilante—. Antes siempre te
ganaba.
—Eso era antes —dijo Hassan.
—Sí —dijo Ibn Saran, levantando hacia mí la cimitarra en señal de saludo—, eso
era antes.