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El Desayuno - Amparo Dávila

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El

desayuno

Cuando Carmen bajó a desayunar a las siete y media, según costumbre de la familia,
todavía no estaba vestida, sino cubierta con su bata de paño azul marino y con el pelo
desordenado. Pero no fue sólo esto lo que llamó la atención de los padres y del
hermano, sino su rostro demacrado y ojeroso como el de quien ha pasado mala noche
o sufre una enfermedad. Dio los buenos días de una manera automática y se sentó a la
mesa dejándose casi caer sobre la silla.
—¿Qué te pasa? —le preguntó el padre, observándola con atención.
—¿Qué tienes, hija, estás enferma? —preguntó a su vez la madre pasándole un
brazo por los hombros.
—Tiene cara de no haber dormido —comentó el hermano.
Ella se quedó sin responder como si no los hubiera escuchado. Los padres se
miraron de reojo, muy extrañados por la actitud y el aspecto de Carmen. Sin atreverse
a hacerle más preguntas comenzaron a desayunar, esperando que en cualquier
momento se recobrara. «A lo mejor anoche bebió más de la cuenta y lo que tiene la
pobre es una tremenda cruda», pensó el muchacho. «Esas constantes dietas para
guardar la línea ya deben de haberla afectado», se dijo la madre al ir hacia la cocina
por el café y los huevos revueltos.
—Hoy sí iré a la peluquería antes de comer —dijo el padre.
—Hace varios días que intentas lo mismo —comentó la mujer.
—Si vieras cuánta pereza me da el sólo pensarlo.
—Por esa misma razón yo nunca voy —aseguró el muchacho.
—Y ya tienes una imponente melena de existencialista. Yo no me atrevería a salir
así a la calle —dijo el padre.
—¡Si vieras qué éxito! —dijo el muchacho.
—Lo que deberían hacer es ir juntos al peluquero —sugirió la madre mientras les
servía el café y los huevos.
Carmen puso los codos sobre la mesa y apoyó la cara entre las manos.
—Tuve un sueño espantoso —dijo con voz completamente apagada.
—¿Un sueño? —preguntó la madre.
—Un sueño no es para ponerse así, niña —dijo el padre—. Anda, desayúnate.
Pero ella parecía no tener la menor intención de hacerlo y se quedó inmóvil y
pensativa.
—Amaneció en trágica, ni modo —explicó el hermano sonriendo—. ¡Estas
actrices inéditas! Pero mira, no te aflijas, que en el teatro de la escuela pueden darte
un papel…

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—Déjala en paz —dijo la madre en tono de disgusto—. Lo único que consigues
es ponerla más nerviosa.
El muchacho no insistió en sus bromas y se puso a platicar de la manifestación
que habían hecho los estudiantes, la noche anterior, y que un grupo de granaderos
dispersó lanzando gases lacrimógenos.
—Precisamente por eso me inquieto tanto por ti —dijo la mujer—; yo no sé lo
que daría por que no anduvieras en esos mítines tan peligrosos. Nunca se sabe cómo
van a terminar ni quiénes salen heridos, o a quiénes se llevan a la cárcel.
—Si le toca a uno, ni modo —dijo el muchacho—. Pero tú comprenderás que no
es posible quedarse muy tranquilo, en su casa, cuando otros están luchando a brazo
partido.
—Yo no estoy de acuerdo con esas tácticas que emplea el gobierno —dijo el
padre mientras untaba una tostada con mantequilla y se servía otra taza de café—, no
obstante que no simpatizo con los mítines estudiantiles porque yo pienso que los
estudiantes deben dedicarse sencillamente a estudiar.
—Sería difícil que una gente «tan conservadora» como tú entendiera un
movimiento de este tipo —dijo el muchacho con ironía.
—Soy, y siempre he sido, partidario de la libertad y de la justicia —agregó el
padre—, pero en lo que no estoy de acuerdo…
—Soñé que habían matado a Luciano.
—En lo que no estoy de acuerdo —repitió el padre—, ¿que habían matado a
quién? —preguntó de pronto.
—A Luciano.
—Pero mira hija que ponerse así por un sueño tan absurdo; es como si yo soñara
cometer un desfalco en el banco y por eso me enfermara —dijo el padre limpiándose
los bigotes con la servilleta—. También he soñado, muchas veces, que me saco la
lotería, y ya ves…
—Todos soñamos a veces cosas desagradables; otras veces cosas hermosas —dijo
la madre—, pero ni unas ni otras se realizan. Si quieres tomar los sueños según la
gente los interpreta, muerte o ataúd significan larga vida o augurio de matrimonio, y
dentro de dos meses…
—¡Y qué tal aquella vez —dijo el hermano dirigiéndose a Carmen— que soñé
que me iba con Claudia Cardinale de vacaciones a la montaña! Ya habíamos llegado a
la cabaña y las cosas empezaban a ponerse buenas cuando tú me despertaste, ¿te
acuerdas de lo furioso que me puse?
—No recuerdo muy bien cómo empezó… Después estábamos en el departamento
de Luciano. Había claveles rojos en un florero, tomé uno, el más lindo y fui hacia el
espejo (comenzó a contar Carmen con una voz pausada y lisa, sin inflexiones). Me
puse a jugar con el clavel. Tenía un olor demasiado fuerte, lo aspiré varias veces.
Había música y tuve deseos de bailar. Me sentí de pronto tan contenta como cuando
era niña y bailaba con papá. Comencé a bailar con el clavel en la mano como si

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hubiera sido una dama del siglo pasado. No me acuerdo cómo estaba vestida… La
música era linda y yo me abandonaba por completo. Nunca había bailado así. Me
quité los zapatos y los tiré por la ventana. La música no terminaba nunca y yo
comencé a sentirme muy fatigada y quise detenerme a descansar. No pude dejar de
moverme. El clavel me obligaba a seguir bailando…
—No me parece que ése sea un sueño desagradable —comentó la mujer.
—Olvídate ya de tu sueño y desayúnate —le rogó nuevamente el padre.
—No te va a alcanzar el tiempo para vestirte y llegar a la oficina —agregó la
madre.
Como Carmen no dio la menor muestra de atender lo que le decían, el padre hizo
un gesto de desaliento.
—El sábado será por fin la cena para don Julián; habrá que mandar el traje oxford
a la tintorería, creo que necesita una buena planchada —le dijo a su mujer.
—Lo mandaré hoy mismo para tener la seguridad de que esté listo el sábado, a
veces son tan informales.
—¿En dónde va a ser la cena? —preguntó el muchacho.
—Todavía no nos hemos puesto de acuerdo, pero lo más seguro es que sea en la
terraza del Hotel Alameda.
—¡Qué elegantes! —comentó el muchacho—. Te va a gustar mucho —le aseguró
a la madre—, tiene una vista magnífica.
—Yo no sé ni qué voy a ponerme —se lamentó la mujer.
—Te queda muy bien el vestido negro —le dijo el hombre.
—Pero siempre llevo el mismo, van a pensar que es el único que tengo.
—Si quieres ponte otro, pero realmente te va muy bien ese vestido.
—Luciano estaba contento, mirándome bailar. De una caja de cuero sacó una pipa
de marfil. De pronto terminó la música, y yo no podía dejar de bailar. Lo intenté
muchas veces. Desesperada quise arrojar el clavel que me obligaba a seguir bailando.
Mi mano no se abrió. Entonces hubo otra vez música. De las paredes, del techo, del
piso, salían flautas, trompetas, clarinetes, saxofones. Era un ritmo vertiginoso. Un
largo grito desgarrado o una risa jubilosa. Yo me sentía arrastrada por aquel ritmo,
cada vez más acelerado y frenético. No podía dejar de bailar. El clavel me había
poseído. Por más que lo intentaba no podía dejar de bailar, el clavel me había
poseído…
Los tres se quedaron unos minutos esperando que Carmen continuara el relato;
después se miraron comunicándose su extrañeza y siguieron desayunando.
—Dame un poco más de huevo —pidió el muchacho a la madre y miró de reojo a
Carmen que se había quedado ensimismada, mientras pensaba: «Cualquiera diría que
fumó mariguana».
La mujer le sirvió al muchacho y tomó un vaso con jugo que estaba frente a
Carmen.
—Bebe este jugo de tomate, hija, te sentará bien —le rogó.

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Al mirar el vaso que le ofrecía su madre, el rostro de Carmen se desfiguró
totalmente.
—¡No, por Dios, no, no, así era su sangre, roja, roja, pesada, pegajosa, no, no, qué
crueldad, qué crueldad! —decía golpeando las palabras y escupiéndolas. Después
escondió la cara entre las manos y comenzó a sollozar.
La madre, afligida, le acarició la cabeza.
—Estás enferma, hija.
—¡Claro! —dijo el padre exasperado—. Trabaja mucho, se desvela todas las
noches, si no es el teatro, es el cine, cenas, reuniones, en fin, ¡aquí está el resultado!
Quieren agotarlo todo de una sola vez. Les enseña uno moderación y «tú no sabes de
estas cosas, en tu tiempo todo era diferente», es cierto, uno no sabe de muchas cosas,
pero por lo menos no acaba en…
—¿Qué estás insinuando tú? —la voz de la mujer era abiertamente agresiva.
—Por favor —intervino el hijo—, esto ya se está poniendo insoportable.
—Luciano estaba recostado en el diván verde. Fumaba y reía. El humo le velaba
la cara. Yo sólo oía su risa. Hacía pequeños anillos con cada bocanada de humo.
Subían, subían, luego estallaban, se rompían en mil pedazos. Eran minúsculos seres
de cristal: caballitos, palomas, venados, conejos, búhos, gatos… El cuarto se iba
llenando de animalitos de cristal. Se acomodaban en todos lados como espectadores
mudos. Otros permanecían suspendidos en el aire, como si hubiera cuerdas invisibles.
Luciano reía mucho al ver los miles de animalitos que echaba en cada bocanada de
humo. Yo seguía bailando sin poder parar. Apenas si tenía sitio donde moverme, los
animalitos lo invadían todo. El clavel me obligaba a bailar y los animalitos salían más
y más, cada vez más; hasta en mi cabeza había animalitos de cristal; mis cabellos
eran las ramas de un enorme árbol en el que anidaban. Luciano se reía a carcajadas
como yo nunca lo había visto. Los instrumentos también comenzaron a reírse, las
flautas y las trompetas, los clarinetes, los saxofones, todos se reían al ver que yo ya
no tenía espacio donde bailar, y cada vez salían más animalitos, más, más… Llegó un
momento en que casi no me movía. Apenas me balanceaba. Después ya ni eso pude
hacer. Me habían cercado por completo. Desolada miré el clavel que me exigía bailar.
¡Ya no había clavel, ya no había clavel, era el corazón de Luciano, rojo, caliente,
vibrante todavía entre mis manos!
Los padres y el hermano se miraron llenos de confusión sin entender ya nada.
Sobre ellos había caído, como un intruso que rompiera el ritmo de su vida y lo
desorganizara todo, el trastorno de Carmen. Se habían quedado de pronto mudos y
vacíos, temerosos de dar cabida a lo que no querían ni siquiera pensar.
—Lo mejor será que se acueste un rato y tome algo para los nervios, o de lo
contrario todos terminaremos mal —dijo por fin el hermano.
—Sí, en eso estaba pensando —dijo el padre—; dale una de esas pastillas que
tomas —ordenó a la mujer.
—Anda, hija, sube a recostarte un rato —decía agobiada la madre, tratando de

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ayudarla a levantarse, sin tener ella misma fuerzas para nada—. Llévate estas uvas.
Carmen levantó la cara y su rostro era un campo totalmente desvastado. En un
murmullo que apenas se entendía dijo:
—Así estaban los ojos de Luciano. Estáticos y verdes como cristal opaco. La luna
entraba por la ventana. La luz fría iluminaba su rostro. Tenía los ojos verdes muy
abiertos, muy abiertos. Ya todos se habían ido, los instrumentos y los animalitos de
cristal. Todos se habían marchado. Ya no había música. Sólo silencio y vacío. Los
ojos de Luciano me miraban fijamente, fijamente, como si quisieran traspasarme. Y
yo ahí a mitad del cuarto con su corazón latiendo entre mis manos, latiendo todavía…
latiendo…
—Llévatela a acostar —dijo el hombre a su mujer—. Voy a llamar a la oficina
diciendo que está indispuesta, y creo que también al doctor —y con la mirada buscó
aprobación.
La madre y el hijo movieron la cabeza afirmativamente mientras sus ojos tenían
una mirada de agradecimiento hacia el viejo que cumplía su deseo más inmediato.
—Anda, hija, vamos para arriba —le dijo la madre.
Pero Carmen no se movió ni pareció escuchar.
—Déjala, yo la llevaré —dijo el hermano—, prepárale un té caliente, le hará bien.
La mujer se dirigió hacia la cocina caminando pesadamente, como si sobre ella
hubiera caído de golpe el peso de muchos años. El hermano intentó mover a Carmen
y al no responder ella, no quiso violentarla y decidió esperar a ver si reaccionaba.
Encendió un cigarrillo y se sentó su lado. El padre terminó de hablar por teléfono y se
derrumbó en un viejo sillón de descanso desde el que observaba a Carmen. «Ya nadie
fue a trabajar este día, ojalá y no sea nada serio.» La mujer hacía ruido en la cocina,
como si al moverse tropezara con todo. El sol entraba por la ventana del jardín pero
no lograba alegrar ni calentar aquella habitación donde todo se había detenido. Los
pensamientos, las sospechas, estaban agazapados o velados por el temor. La ansiedad
y la angustia se escudaban en desolada mudez.
El muchacho miró su reloj.
—Son casi las nueve —dijo por decir algo.
—El doctor viene para acá; por suerte estaba todavía en su casa —dijo el padre.
The last time I saw Paris, comenzó a tocar, al dar las nueve, el reloj musical que
le habían regalado a la madre en su último cumpleaños. La mujer salió de la cocina
con una taza de té humeante y los ojos enrojecidos.
—Ve subiendo —le dijo el hombre—, ahora la llevaremos.
—Vamos para arriba, Carmen.
Entre los dos la hicieron incorporarse. Ella se dejó conducir sin oponer ninguna
resistencia y comenzó a subir lentamente la escalera. Estaba muy lejos de sí misma y
del momento. Sus ojos casi fijos miraban hacia otra parte, hacia otro instante. Parecía
una figura fantasmal que se desplazaba entre las rocas. No alcanzaron a llegar al final
de la escalera. Unos fuertes golpes en la puerta de la calle los detuvieron. El hermano

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bajó corriendo pensando que sería el médico. Al abrir la puerta, entró bruscamente la
policía.

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