Xantolo
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Reportaje
En la Huasteca, dijo Güemes Jiménez, la fiesta de muertos está muy arraigada y en algunas de sus
comunidades o pueblos, «para sobrevivir, la cultura se agarra de lo que puede».
Comentó que para los antiguos mexicanos, de acuerdo con la forma de morir era el panteón; por
ejemplo, quienes morían ahogados o ahorcados tenían uno específico, así también las personas
guerreras o que morían en el parto. Después llegaban a un lugar que reunía a todos: el Miktlan
(lugar de los muertos).
Esto mismo se repite en todas las culturas ancestrales establecidas en lo que es hoy México, porque
los mexicas tomaron de ellas muchos elementos rituales y culturales. Entre los tenek, por ejemplo, el
Miktlan se llamaba Tanchemlab (lugar de los muertos), precisó el también poeta.
Obviamente, con el paso del tiempo todas esas maneras de homenajear y recordar a los ancestros
tuvieron continuidad. Con el impacto de la Conquista española hubo un mestizaje biológico, cultural
y social. «Desde luego, las culturas ancestrales aportaron elementos muy finos y concretos para la
conformación de lo que ahora conocemos como la cultura nacional; y ahí está la relacionada con la
muerte y su fusión con el cristianismo».
«Mientras Cristo fue perseguido por los judíos, acá a Huitzilopochtli –la principal deidad de los
mexicas y quien nació de Coatlicue– lo persiguieron sus hermanos pretendiendo sacrificarlo. Y a
Coatlicue éstos la destruyeron cuando nació aquél».
«En el Mihkailwitl comunitario se retiran los santos del altar y se ponen los retratos de los familiares
más cercanos; son ellos quienes ocuparán el ara, el sitio más importante del hogar; a diferencia del
Xantolo en que santos y fotografías de familiares difuntos se entremezclan para el fantástico disfrute
de los aromas de la ofrenda. Ambas maneras de convivir con los difuntos son ahora indistintas.»
«San Lucas tiene mucho que ver con las fiestas prehispánicas a los muertos. Él es a quien los vivos
entregan la lista de los difuntos que quieren que vengan y también de aquellos familiares que ya no
conocieron, pero que igualmente tendrán un lugar en el altar», por ende, es quien los liberará el 31
de octubre.
De acuerdo con el antropólogo, el 29 de octubre es el día de desgranar el maíz para las diversas
«paradas» de tamales: «Desgranar, ahora, ya no es aquella rutina de frotar la mazorca contra la
olotera; la cual es todo un ceremonial en torno al maíz-padre-madre (chicomexochitl) que
recientemente ha llegado a casa, producto de la milpa de temporal.
Se encienden las velas, se inciensan las mazorcas y se evoca con palabras tristes, pues se recuerda a
los antepasados que ya han muerto y que se nutrieron de la poderosa semilla. Se echan cohetes
para que los demás vecinos sepan que acá se desgrana también».
El 30 de octubre es considerado el día para el ornado. Es cuando se construyen los arcos con base en
estructuras de otate y bejuco, embellecidos con las siguientes flores –que anteriormente, como acto
religioso, fueron sembradas el 24 de junio–: senpoalxochitl (cempazúchil), oloxochil (sempiterna),
chiaxochitl y kwapelechxochitl. «La combinación del amarillo y el morado le proporcionan al altar la
gracia de la fiesta y es cuando más luce». Al concluirlo también se detonan cohetes.
En sus palabras, «el altar simboliza el mundo real y el mundo espiritual; es la representación del
cosmos y sus distintos lugares sagrados». Cabe citar que está conformado por dos mesas, una de
ellas contiene las velas, frutos y demás comida no perecedera; la otra, es donde se ofrendará a los
difuntos. Esto se hace en cazuelas, ollas, jarros, tazas y demás utensilios que se requieren nuevos.
En la Huasteca, el 31 de octubre es llamado patskali, «día de los angelitos», de los niños o de los
pequeños, indicó. Como la concepción de la fiesta es que se espera a los difuntos con lo que
comieron y lo que más les gustaba en vida, ese día se come un solo platillo elaborado a base de
chichimekaetl (cierta variedad de frijol), ajonjolí (tostado y molido), hierbabuena, xonacate (cebolla
regional cuyo tamaño es pequeño) y huevos hervidos. Es más, hay quienes preparan tamales con
estos ingredientes.
Del 1 al 3 de noviembre, indicó, son llamados «días de los grandes». En el transcurso de ellos se
preparan tamales denominados chihchikili, que «contienen carne de gallina o cerdo y se les coloca
una variedad de helecho llamado chichchikiliswatl (hoja de osamenta torácica) que le imprime un
color verdoso a la masa, le da un sabor único y, lo más interesante, deja su impronta en forma de
columna vertebral a lo largo del gran bulto comestible, es decir, estamos realmente frente a un
tamal de muerto».
Otro de los tamales que se preparan es el tlapepecholi, añadió, cuyo contenido es la cabeza del
cerdo. «Es uno de los tamales más grandes de la fiesta y se come de manera ceremonial y colectiva»,
enfatizó.
En estos tres días, ceremonialistas y músicos recorren la comunidad mientras invocan, rezan y tocan
sones y huapangos tradicionales alusivos a los muertos, e igualmente frente al altar.
La despedida, llamada tlamakawali, se celebra el 3 de noviembre y «consiste en asistir al panteón
con muchísimas flores, copal, velas y música ritual». A los ocho días, se realiza un tlachikontilistli
(ochavario), «para sacar el arco a una esquina del solar».
No obstante, aclaró Güemes Jiménez, en ocasiones el arco es sacado hasta después del 30 de
noviembre. «El ritual señala que a finales de noviembre (día de San Andrés) es cuando se despiden
los muertos. En la comunidad es tiempo de estrenar todo lo nuevo que fue ofrendado a los difuntos:
un morral, sombreros, cestos, ropa o calzado, con la convicción de que con esas mismas cosas los
muertos retornarán a sus sitios, llevándose la esencia solamente».
«Ahora han cambiado las cosas, muchos arcos tienen series navideñas y para sobrevivir la cultura se
agarra de lo que puede. Ya no se usan muchas velas porque salen caras, ahora se prefiere la
veladora, ya no se ve igual, pero las ánimas se han ido acomodando a estos cambios y han permitido
a los fieles conservar su fe.
«No sabemos qué va pasar cuando nuestros mayores se mueran, porque como ya estamos haciendo
las cosas a ‘medias’, no sabemos si vamos a heredar esas ‘medias’.»
El antropólogo insistió en defender nuestras tradiciones, aquellas que «a pesar de los intentos por
destruirlas» siguen vigentes. «Con ellas nos vamos a identificar ante la universalidad, qué feo que
todos seamos iguales culturalmente».
Para él, esa identidad es la riqueza de los pueblos y se debe luchar por su continuidad: «la diversidad
cultural nos hace más humanos, más grandes».
Es más, sentenció: «Yo creo que es eso (el ritual a los muertos): una reafirmación de que estamos
vivos, y si lo estamos es que algo le debemos a esa fe, a ese culto a nuestros ancestros que no
olvidamos. Nos parece hasta medicinal el hecho de que si los recibimos en un altar, vamos a estar
bien todo el año porque es un compromiso y se tiene que hacer año con año.
«Cada vez que muere una forma cultural o una lengua, todos estamos perdiendo algo muy íntimo.
Asimismo, no debemos dejar que este Xantolo, que este Mihkailwitl, que este culto, que este Día de
los Fieles Difuntos decaiga, sino que vaya tomando su propio rumbo. Creo que esto nunca se va a
perder, porque un tamal tiene mucha convocatoria. Muchas personas aunque sólo vayan a comer
tamales, chocolate y pan bien elaborado, ya se ligan a la fiesta. Esto no va a acabar.»
Cada región del país y de Veracruz tiene su forma particular de celebrar a los fieles difuntos. En la
zona nahua del sur –donde le llaman Todosantoh– también se cree que el día 31 de octubre llegan
los niños muertos; no obstante, allá éstos se regresan el día 1 de noviembre.
Para quienes murieron en la infancia, en el altar se ofrendan dulces elaborados a base de papaya,
camote o calabaza; frutas y otros productos como plátano, cacahuate y caña, describió Crisanto
Bautista Cruz, gestor de Vinculación de la Universidad Veracruzana Intercultural (UVI), sede Las
Selvas.
Los adultos, continuó, llegan el 1 de noviembre y se van el día 2. Para ellos se ofrendan tamales, así
como las comidas y bebidas que en vida fueron sus preferidas, como el mole de iguana, el
aguardiente y refrescos.
Algo peculiar es que en el momento de elaborar los tamales, sobre todo cuando se colocan en la
vaporera, paila u olla en la que se cocerán, se menciona para quién serán, lo cual permite hacer un
recuento de los familiares fallecidos.
«Esto es interesante, ya que con ello se hace una genealogía y un recuento de quiénes son los
familiares muertos que recuerdan las diferentes generaciones, principalmente se les preguntan a los
más adultos de la familia.»
Asimismo, el 2 de noviembre los familiares acuden al panteón a dejar tamales a sus difuntos y a
convivir con otras personas que también se dan cita ahí. Entre todos se comparten la comida y los
demás alimentos que forman parte de su ofrenda. Es más, hay grupos de jaraneros que asisten a
tocar sones con temática luctuosa.
«Se dice que a partir del mediodía los muertos comienzan a regresar y que es importante
ofrendarles algo, porque a los que no se les ofrenda nada regresan tristes», dijo.
A propósito de esto, el entrevistado relató: «Cuenta una leyenda que un día una joven le preguntó a
su papá ‘qué vamos a ofrendarle a mi madre muerta’; él respondió que nada, que no creía en eso,
que todo era una mentira.
«Pero cuando llegó el 2 de noviembre, por curiosidad él se fue a esconder por el monte hacia el
camino al campo santo y de repente observó que comenzaban a pasar los muertos con sus tamales,
comidas, bebidas y velas, muy contentos porque los habían tratado bien.
«En eso vio pasar a su mujer con la cara triste, sólo con unos pedazos de calabaza y unos ocotes que
alumbraban su camino –lo cual le había ofrendado su hija por no tener más que darle–. Por ello,
dicen los abuelos que es muy importante ofrecer algo a nuestros muertos ya que es una forma de
recordarlos.»
Precisamente, el abuelo de Crisanto Bautista Cruz, Tomás Bautista Ramírez –oriundo de Mirador
Saltillo, Soteapan, y de 90 años de edad–, comentó que su abuela le decía que en el futuro estas
prácticas irían desapareciendo, y el resultado será que no haya una memoria de los parientes
fallecidos.
«Lo que a él –Tomás Bautista Ramírez– hoy en día le preocupa es que las religiones contribuyen a la
desaparición de estas costumbres tan importantes para nosotros los indígenas, por ello estoy
convencido de que hay que inculcar nuestras tradiciones en las nuevas generaciones».
Crisanto Bautista dijo que en la preservación de valores también debe influir la educación, que las
instituciones pongan en práctica políticas culturales que retomen los saberes locales.
De paso, citó que con este clima de inseguridad que padece el país, en aquella región se notó que
muy pocos sembraron flores para comercializar, y cada vez menos gente sale a realizar las compras
necesarias para esta fiesta.
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