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Tia Nela

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Te lo advertí, a cada puerco le llega su San Martín.

Yo sabía que tarde o temprano,


cuando ya no pudieras soportar los remordimientos, ibas a venir de rodillas a
pedirme perdón. Has comprendido que Tía Nela sólo buscaba lo mejor para ti. Santa
y buena, yo sé perdonar las ofensas. Pero me temo, hijito, que mi absolución ya no
puede servirte de mucho. Cada quien tiene la corona que se labra. Mira nomás lo
que has hecho con tu vida, con tu pobrecito cuerpo. Ya ni siquiera me das asco,
ahora te tengo lástima, ¿y sabes por qué? Porque estás sepultado en un abismo de
oscuridad y no haces nada por buscar la luz. ¿Desde hace cuánto no te confiesas?
¿Desde cuándo no vas a misa? Mira, Efrén, te voy a llamar por tu nombre de antes,
porque el de ahora me repugna, mira, hijito, si querías hacerme sufrir con tus
desfiguros, si pensaste que tus escándalos me iban a amargar la vida, te equivocaste,
mi amor: yo sigo igual, vieja y achacosa, pero en paz con mi conciencia, en cambio
tú te emborrachas a solas, tomas pastillas para dormir y de noche te oigo rechinar los
dientes como alma en pena. Ya lo ves, sólo te hiciste daño a ti mismo. Quién te
mandó, zopilote, salir al campo a volar. ¿Para eso violaste todas las reglas del pudor
y de la decencia? ¿Para eso deshonraste nuestro apellido? Con el diablo no se juega,
muchacho. Ahora que viene a pasarte la factura corres a refugiarte bajo mis faldas.
Pero no me pidas perdón a mí: sólo Cristo con su infinita misericordia podrá salvarte
del fuego eterno.

            Llora, eso te hará bien, llora hasta desahogar toda la ponzoña que llevas
dentro. Así llorabas de niño cuando yo te castigaba por tus malas mañas. Oh, Dios,
cuánto batallé para darte una educación y un futuro. Otra en mi lugar te hubiera
entregado a un hospicio cuando tus padres se mataron en la carretera. No dejaron
nada, sólo deudas, y bien sabes que yo, con las pobres ganancias de la mercería y
mis chambitas de costurera, apenas ganaba para malcomer y mantener esta humilde
casa. Cuántas veces me quité el pan de la boca para dártelo a ti. Cuántas veces me
privé de mis pequeños placeres para comprarte un juguete o una golosina. ¿Y cómo
me pagaste esos sacrificios? Con una lanza clavada en mi costado, como los
centuriones le pagaron al redentor. Muy temprano descubrí tus torcidas
inclinaciones. A los cinco años preferías jugar con mis figurines que patear la pelota
con los niños del parque, no soportabas los programas violentos de la tele y en
cambio te quedabas hechizado con las funciones de ballet. Pero yo pensaba: cuando
crezca se le pasará, lo que necesita esta criatura es un poco de rigor y disciplina para
hacerse varón. Por eso, en mala hora, te mandé a estudiar con los padres maristas en
vez de enviarte a una escuela oficial. Como la colegiatura costaba un Potosí, tuve
que ponerme a coser por las noches, a riesgo de quedarme ciega. ¿Y todo para qué?
Para que el infeliz mocoso, en la primera semana de clases, tuviera la maldita
ocurrencia de besar en la boca a su compañero de banca, un muchacho de excelente
familia, emparentado con el gobernador. Y ni siquiera fue a escondidas, no, ¡tuviste
que hacer tu mariconada enfrente de todo el salón!
            La escena en el despacho del prefecto, donde tu profesor te acusó en
presencia del niño ofendido, fue uno de los tragos más amargos de mi vida. Te abrí
la boca de un bofetón, ¿recuerdas? Tú me mirabas con asombro, como si hubieras
esperado que saliera en tu defensa, y ahora mismo, después de tantos años, podría
jurar que aún me guardas rencor. Sí, Efrencito, nadie como tú para cultivar el
resentimiento. Lo riegas cada mañana con agua tibia, lo sientes crecer en tus
vísceras como una orquídea de invernadero. Gracias a Dios, a esa edad todavía eras
dócil: reprimías tus berrinches y nunca me repelabas cuando te daba coscorrones por
contonearte demasiado en la calle. Pero sólo fingías mansedumbre mientras
esperabas el momento de hincarme los dientes. La oportunidad llegó el día de tu
primera comunión. Como en la escuela te habías convertido en un apestado, sólo
pude invitar a la familia y a tus amigos de la colonia. En la iglesia todo había salido
a pedir de boca: estabas monísimo con el hábito de monaguillo, tomaste la hostia
con devoción y al salir del templo caminabas con paso marcial, como un ferviente
soldadito de Cristo. En la merienda con galletas y ponche ofrecida a los invitados te
comportaste con tal seriedad que hasta pensé: Dios ha obrado el milagro de
enderezarlo. Pero qué va: Dios no cumple antojos ni endereza jorobados. Saliste con
los niños a jugar en el patio y las señoras nos quedamos platicando en la sala. De
pronto cesó la gritería, mi amiga Licha fue a ver qué pasaba allá afuera y ¡oh
sorpresa!: te habías maquillado con mis cosméticos y estabas pintándole los labios a
tus amigos. No me pegues, gritaste cuando te cogí del pelo, estábamos jugando al
salón de belleza. Ojalá hubiera muerto de la bilis en ese momento. Me hubiera
evitado la pena de verte convertido en un adefesio repudiado por toda la gente de
bien.

            Cuando llegaste a la adolescencia ya no hubo manera de sujetarte la rienda.


Junto con la niñez perdiste el decoro, al punto de que ya no te quisieron aceptar en el
Colegio Militar, donde la ingenua de mí creía que podían corregirte. Los vagos de la
calle imitaban tus andares, los dependientes de la panadería te gritaban leperadas, tu
nombre estaba escrito en todas las bardas de la colonia, acompañado de albures y
epítetos denigrantes: Efrén quiere que le den, Efrén cacha granizo, Efrén se la come
doblada. Como tus modales de señorita escandalizaban al vecindario, el padre
Justiniano me rogó que fuéramos a misa de siete y nos sentáramos en la última fila,
para no llamar la atención. Querías estudiar una carrera técnica y dije de acuerdo, en
pocos años tendrá un oficio y se largara a la capital para vivir su vida. Como quien
dice, ya no quería queso sino salir de la ratonera, librarme de ti para recuperar el
aprecio de mis vecinos. Pero en vez de largarte a México, donde la gente como tú
puede perderse en la multitud, al terminar la carrera de contabilidad conseguiste
trabajo en una empresa textil de Puebla, donde te las ingeniaste para disimular tus
rarezas. Confíésalo; en realidad no eras tan amanerado, de lo contrario no habrías
conseguido trabajo, más bien te afeminabas adrede para hacerme sufrir. Yo no
entendía tu apego al terruño. Cuando descubrí el motivo se me vino el alma a los
pies. Dime, infeliz: ¿cómo pudiste hacerte amante de un mecánico soldador veinte
años mayor que tú, casado y con hijos, sin la menor consideración por su pobre
familia? Lo peor fue cuando la esposa vino a reclamarme a la mercería. Era una
pelada. En otras circunstancias la hubiera echado a la calle, pero con gran dolor de
mi orgullo me vi obligada a pedirle disculpas. No se preocupe, le dije, yo me
encargo de meter en cintura al chamaco. Quería denunciarte a la policía, y si no es
por mis ruegos, ten por seguro que te hubiera refundido en la cárcel. Pero esa noche,
cuando volviste a casa y te eché en cara la monstruosidad que habías cometido, te
pusiste muy gallito en vez de agradecerme el favor. Perdida la vergüenza, cubriste
de injurias a la esposa del mecánico y me gritaste que ese pelafustán era el gran
amor de tu vida. Pero cuál amor, te grité furiosa, y ahora te lo repito: el amor de la
gente como tú es una enfermedad venérea, una infección parecida a la lepra.
Tomado de la oreja te llevé al baño y de un tirón te bajé los pantalones. Eres un
macho, mírate al espejo, ¿no ves ese badajo que te cuelga en la ingle? ¡Pues un día
de estos te lo voy a cortar si te sigues comportando como una mujer!

           Por tu conducta discreta y respetuosa…

           Por tu conducta discreta y respetuosa en las semanas siguientes, creí que mi
duro regaño había tenido un efecto saludable sobre tu conciencia. Me dio una gran
alegría saber que habías vuelto a confesarte con el padre Justiniano, y ante Dios
habías hecho propósitos de enmienda, descorazonado por la noticia de que tu
mecánico se había mudado a Cuautla con su familia. Dejaste de usar pantalones
entallados, te planchabas el pelo con brillantina como los conscriptos, y hasta hiciste
el esfuerzo de leer periódicos deportivos. Complacida por tu formalidad, no me
inquietó demasiado que cambiaras el empleo en la compañía textil por una plaza de
contador en un bar del centro. El único problema es que voy a desvelarme un poco,
me dijiste muy compungido, tengo que hacer el corte de caja pasada la medianoche.
Ahora ganabas un poco mejor y de vez en cuando me invitabas a comer o me traías
algún regalito. Por esas fechas la ciudad esperaba con sus mejores galas la primera
visita de Su Santidad Juan Pablo II. Será por supersticiosa, pero yo atribuí tu cambio
de carácter a la visita papal. Contagiada por el júbilo de los poblanos, adorné el
zaguán con los colores de la Santa Sede, y el día en que Juan Pablo paseó en carro
descubierto por la calle Reforma, me fui a verlo a casa de las Fernández de
Zamacona. Mi corazón se inundó de gozo cuando el Sumo Pontífice bendijo con la
mano a los espectadores de los balcones. Mis amigas habían preparado una rica
merienda, y como los rompopes nos habían puesto un poco alegres, la charla se
prolongó hasta las once y media. Para volver más pronto a casa corté camino por la
calle 13 Sur, sin sospechar que se había vuelto una zona de tolerancia. De las
cantinas salían hombres beodos que trastabillaban al andar y en cada esquina dos o
tres mujeres del ganado bravo fumaban con impaciencia esperando clientes. Ni por
ser un día de fiesta religiosa habían dejado de practicar su inmundo comercio. Al
cruzar el almacén de telas, donde la calle se oscurecía por las deficiencias del
alumbrado, descubrí atónita que las meretrices paradas en la banqueta ya no eran
hembras, sino mujercitos. Me cambié de banqueta para eludirlos y entonces te
descubrí: llevabas una peluca rubia con rayos, botas altas hasta las rodillas y
minifalda de cuero. Tenías las piernas tan bien depiladas que cualquiera te hubiera
tomado por una mujer de verdad. En ese momento un automóvil se detuvo junto a ti,
cruzaste unas palabras con el conductor y te subiste al asiento delantero con aires de
vampiresa. Ni siquiera me dio tiempo de gritarte. Muda como una piedra,
avergonzada de haber nacido, la bendición de Su Santidad me quemaba el pecho
como una marca de hierro candente.

            Necesitaba un trago para reponerme de la impresión y cuando llegué a casa


me tomé cuatro copas de jerez como si fueran agua. En la televisión, un coro infantil
cantaba en honor del Santo Padre: “Tú eres mi hermano del alma realmente el
amigo”, y esas vocecillas angelicales, no sé por qué, me inflamaron de cólera santa.
En una maleta cuidadosamente oculta bajo el armario de las medicinas encontré tu
infecto vestuario: vestidos de lentejuela con atrevidos escotes, pelucas, lencería de
colores chillones, tacones dorados de plataforma. Eché toda la ropa en una canasta y
subí a la azotea decidida a prenderle fuego para acabar con ese foco de infección.
Pero las emociones del día me habían alterado los nervios y a media escalera de
caracol mis piernas flaquearon. Por más que jalaba aire no podía respirar, de pronto
todo se quedó a oscuras. Ni siquiera pude meter las manos al rodar por las escaleras
y sólo comprendí la gravedad de lo sucedido cuando abrí los ojos en el cuarto del
hospital, vendada de pies a cabeza como las momias de Guanajuato. Dime, Señor, si
el pecador es él, ¿por qué me tocó a mí pagar sus culpas? Siempre has negado tu
responsabilidad en el accidente, pero sabes de sobra que fuiste el causante de mi
desmayo. ¿Quién me había puesto en ese estado de zozobra? ¿Quién me empujó en
la escalera sino tu perfidia, tu refinada crueldad? Reconócelo, canalla: estoy
paralítica por tu culpa. Dale gracias a Dios que odio los escándalos, pues pude haber
presentado una denuncia legal en tu contra. Pero primero muerta que salir retratada
en la nota roja como víctima de un travesti asesino.

             Desde entonces no he tenido vida, sólo un camino sembrado de abrojos.


Estamos a mano, hijo: primero fuiste una carga para mí, ahora yo lo soy para ti.
Debo reconocer que no me has escatimado las atenciones. Gracias a tu éxito con los
ricos degenerados, en poco tiempo ganaste más que yo en toda una vida de honesta
labor. Te has esmerado en llevarme con los mejores doctores de la ciudad, sin duda
alguna para aplacar tu sentimiento de culpa. Si fueras un trabajador honrado, tendría
una deuda de gratitud enorme contigo. No lo voy a negar, disfruto mucho la silla de
ruedas eléctrica, el sofá reclinable y el televisor con pantalla gigante donde veo cada
tarde la barra de telenovelas. Pero cuando pienso de dónde han salido estas
comodidades, el hígado se me hace moño. Lo que se da sin fineza se acepta sin
gratitud. Preferiría mil veces comer pan y agua, dormir en un catre piojoso, morir
lentamente por falta de medicinas, antes que padecer esta ignominia. Lo más
doloroso ha sido tener que mentir para salvar las apariencias. Yo, que siempre amé
la verdad por encima de todas las cosas, me he visto en la obligación de sostener una
farsa para hacerle creer a mis pocas amigas que sigues trabajando de contador.
Heme aquí convertida en una vulgar embustera, en una encubridora de la peor
calaña. Y como ahora dependo completamente de ti, has aprovechado mi debilidad
para imponer tus reglas del juego y obligarme a renegar de mis principios morales.

              Un buen día se te hizo fácil venir a casa vestido de mujer y en el colmo del
cinismo quisiste que te llamara Fuensanta, como te dicen todos tus compañeros de
oficio. Dios sabe cuánto me resistí a ser tu cómplice en esa abominable suplantación
de sexos. Por más que hicieras caras largas, yo te seguía diciendo Efrén, y cuando
me tocaba contestar el teléfono respondía con enfado: ¡Aquí no vive ninguna
Fuensanta! Pero tú recurriste a las más viles técnicas de extorsión para hacerme
morder el polvo. Jamás olvidaré tu criminal proceder cuando tuve el ataque de
cólico. ¡Efrén, te grité, ven por favor a ponerme el cómodo! Tú estabas abajo
jugando canasta con tu palomilla de anormales y te hiciste el sordo para castigarme
por no hablarte en femenino. Querías ostentar tu poder delante de esa gentuza, a la
que tantas veces le colgué el teléfono, y fingiste sordera más de tres horas mientras
yo me desgañitaba, torturada por los atroces retortijones. Cuando el colchón de la
cama ya era una letrina y las moscas revoloteaban a mi alrededor, la necesidad me
obligó a deponer el orgullo y te rogué con tono comedido: ¡Fuensanta, ven por
favor! Sólo entonces interrumpiste la partida de cartas para venir en mi auxilio.

            Engreído por tu victoria, a partir de entonces me has humillado con una
perversidad sin límites. Dime, descastado: ¿qué necesidad tenías de traer a tus
clientes a la casa, en vez de hacer tus marranadas en moteles de paso? Ninguna,
simplemente querías darte el gusto de restregarme en la cara tus perversiones. Hasta
dejabas entornada la puerta de tu cuarto a propósito, para que yo presenciara desde
el mío los acoplamientos contra natura cuando estaba recostada en el sofá y no podía
moverme a otra parte. Aun con los ojos cerrados oía los rechinidos del colchón y no
podía evitar los malos pensamientos. Para colmo, al día siguiente me encontraba los
condones usados en el retrete. ¿No podías haberle pedido a esos barbajanes que
tuvieran un poco más de higiene, un poco más de consideración con tu pobre tía? ¿O
la exhibición de los condones era la parte más divertida de tu nefando placer? Pero a
fin de cuentas la justicia celestial impone sus leyes. Si ahora estás derrotado y
contrito, si odias hasta el aire que respiras y te has encerrado a piedra y lodo como
un leproso, es porque allá en el cielo, donde todo se sabe, la Divina Providencia está
cobrándote ojo por ojo y diente por diente.

             Si hubieras seguido despeñándote en el vicio sin cambiar de naturaleza,


quizá tendrías aún posibilidades de salvación. Pero ¿quién te mandó someterte a esa
costosa cirugía para cambiarte los órganos genitales? Antes de esa horrible
mutilación eras sólo un alma extraviada: ahora ya no perteneces al género humano,
eres un espantajo, una morbosa atracción de feria, como la mujer serpiente y el niño
con dos cabezas. Adiviné lo que andabas fraguando desde que trajiste a la casa los
folletos médicos en inglés y al escuchar a hurtadillas tus llamadas telefónicas
confirmé mis temores. Cuando lo tenías todo listo para largarte a la clínica de
Chicago, cumplí con el deber moral de expresarte mi más enérgica condena a la
operación. ¿Y cuál fue tu respuesta? Una demencial risotada. ¿Quién te entiende,
tía?, me dijiste. Primero querías castrarme y ahora te enojas porque voy a hacer tu
santa voluntad. Pero el que ríe al último ríe mejor. En el fondo, lo que buscabas con
ese cambio era recobrar la dignidad, salir del hediondo subsuelo donde reptabas y
volver al mundo de la gente normal, ¿no es cierto? Pues te salió el tiro por la culata.
Mira cómo estás ahora, mira nomás en lo que has venido a parar. Eso es, llora más
fuerte y repite conmigo: por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa. ¿Te
extraña el rechazo de la gente respetable? ¿Y que esperabas, iluso? ¿Una bienvenida
con cuetes y serpentinas?

              Regresaste de Chicago más cambiado por dentro que por fuera. Para
sorpresa mía y de toda tu palomilla, en vez de estrenar tu cuerpo feminoide
pavoneándote por las calles, me pediste que te enseñara a cocinar, y empezaste a
tomar clases de bordado. De un día para otro, la vulgar trotacalles se había
convertido en una mujer de hogar. Cuando tus amigos prostitutos te invitaban a salir
de juerga les contestabas muy seria: vayan ustedes, ya no me gusta beber, los
médicos me prohibieron las desveladas. Quién lo dijera; en el fondo la obsesión de
tu vida, el sueño que habías acariciado desde la infancia, era ser una joven casadera.
Nunca me lo dijiste con claridad, porque la comunicación entre los dos se había
reducido al mínimo, pero nadie te conoce mejor que yo. Tía Nela no tiene un pelo de
tonta. Tía Nela ha aprendido mucho en la universidad de la vida. Tía Nela sabe
escudriñar los recovecos del corazón. Como buena poblana de clase media, la meta
suprema de tu existencia era hacer un buen matrimonio y quién sabe si en tus locas
fantasías no abrigaste incluso la ilusión de ser madre.

              Al principio, lo confieso, no vi con malos ojos tu cambio de conducta.


Hasta orgullosa me puse cuando arrumbaste tus prendas de mujerzuela para copiar
mi forma de vestir. Las blusas con puño de encaje, las medias de hilo color carne,
los zapatos bajos y las faldas escocesas por debajo de la rodilla no eran ciertamente
el atuendo más apropiado para una chica moderna. Pero de cualquier modo, tu
nuevo aspecto era una señal de respeto hacia mí. Así fuera de un modo retorcido,
mis sacrificios y mis desvelos habían dado fruto, pues ahora seguías como mujer el
ejemplo que no te pude inculcar como hombre. Pero una cosa era estar complacida
con tu decencia y otra que yo te siguiera el juego cuando perdiste la chaveta y
empezaste a buscar marido. Qué poco me conoces, hijito. ¿Acaso pensaste que te iba
a servir de tapadera para engañar a un pobre inocente?
             Como en Puebla tu reputación estaba por los suelos, preferiste buscar un
novio chilango. Y como dice el refrán, nunca falta una media rota para una pierna
podrida. Pobre Gustavo, era la víctima ideal. Como sólo venía dos veces por semana
a Puebla, para supervisar la fábrica donde trabajaba, y no tenía amigos en la ciudad,
nadie podía ponerlo al corriente de tu pasado. Su timidez y su buena crianza te
permitieron llevar la engañifa hasta extremos intolerables. Como él sí era católico de
a de veras, sólo se atrevía a tomarte de la mano en la sala mientras escuchaban
discos de Julio Iglesias, sin aventurarse jamás a caricias mayores. El pobre pensaba
que la consumación del amor carnal sólo debe llegar con el matrimonio y tú le
hiciste creer que eras virgen. Ja, ja, sí lo eras, pero sólo del orificio recién abierto en
tu cuerpo. Por lo menos debiste dejarme fuera de la comedia. Pero como necesitabas
completar el cuadro de la armonía familiar, de la moralidad intachable, me incluías
en las veladas de sobremesa como una actriz de reparto. Total, pensaste, la vieja ya
dobló las manos al llamarme Fuensanta y ahora tiene que tragar camote. Mientras
Gustavo se dedicó a medir el terreno y a cortejarte con discreción, tuve la esperanza
de que todo concluyera pronto, sin consecuencias graves. Pero el pobre se había
enamorado como un colegial. Cuando te propuso matrimonio delante de mí, pensé
que, por una elemental honradez, finalmente ibas a quitarle la venda de los ojos.
¡Qué esperanza! En lugar de eso te ruborizaste como una chiquilla, y musitaste un
tímido sí con la voz quebrada por la emoción. Cuando los vi besarse en los labios no
pude contener un gruñido de protesta, que tú achacaste a mis problemas gástricos.
Trágame tierra, pensaba yo, devórame en este instante para no ver más horrores.
Fuiste muy astuta, eso sí lo reconozco, fuiste muy lagartona al pedirle que se casaran
en México, donde nadie te conoce, en vez de celebrar la boda en Puebla, donde te
hubieran corrido a patadas de cualquier templo. ¡Cuántas noches de insomnio pasé
mortificada por tu artero engaño, con la oprobiosa certeza de vivir en pecado mortal!

               Como tú estabas tan alegre con los preparativos de la boda, ni siquiera
notaste mi enconada lucha interior. En tu extrema locura, llegaste a creer que la
aberrante boda me hacía feliz. Pues no, óyelo, bien, ¡jamás estuve de acuerdo! Sólo
aparentaba estarlo por el miedo al escándalo. Habían empezado a correr las
amonestaciones y una voz interior me reprochaba mi cobarde silencio. Por eso,
cuando Gustavo se presentó en la casa sin previo aviso el día que tú saliste a recoger
el vestido de novia, no pude contenerme y le solté la verdad: Fuensanta no es mujer,
se llama Efrén y es un joto operado, todavía estás a tiempo de cancelar la boda. El
pobre muchacho se demudó de asombro. Como era tan noble, no creía que
semejante cosa fuera posible y me pidió detalles de la operación. Sólo me creyó
cuando le mostré tu cartilla del servicio militar. Para ti soy una traidora, lo sé. Pero
ante Dios y ante los hombres sólo obedecí el dictado de mi conciencia.

              Llora de dolor, llora de amargura, pero no me mires con esos ojos de
basilisco. Así empezaste a verme cuando pasaron los días y Gustavo no daba señales
de vida. Faltó a las charlas con el cura de la capital que los iba a casar y en su casa
siempre te decían que estaba de viaje. Yo no quise abrirte los ojos, porque, la
verdad, a esas alturas ya me dabas miedo. Cuando descubra quién lo delató,
pensaba, se pondrá como un energúmeno y querrá mandarme a un asilo de inválidos.
Ignoro cómo te fuiste a enterar de lo sucedido: quizá Gustavo te dio una última
entrevista para aclarar las cosas, quizá uno de sus hermanos o su propia madre te
leyó la cartilla. Nunca me diste explicaciones, ni yo tuve tiempo de pedírtelas,
porque el día de tu venganza no me dejaste hablar. Había dormido una siesta y aún
no me despertaba del todo cuando entraste a mi cuarto con tu vestido de novia, el
delineador de cejas corrido por el llanto, como un muñeca de cera derretida, y con
tus recias manos de varón apretaste mi cuello hasta quebrarme la tráquea. Desde
entonces no te has vuelto a quitar el vestido blanco. Lo has percudido de tanto
arrastrar la cola por el suelo y a veces, como ahora, te pones mi chal encima para
remedarme frente al espejo. Ni siquiera muerta me tienes respeto. ¿Cómo te atreves
a dejar mi cuerpo insepulto a merced de los gusanos? Pero mi legado es inmortal
como el de todos los mártires. Mi voz sobrevive en tu boca, mi alma se ha mudado a
un cuerpo artificial, deforme, grotesco, pero en ella sigue viva la llama de la fe. De
ahora en adelante vamos a ser la misma persona y tendrás que obedecerme en todo.
Nada de volver a tus antiguas costumbres. Una hija de familia no debe salir a la calle
más de lo indispensable. Toma el tejido y siéntate en la silla de ruedas. Así me
gusta, obediente y dócil como siempre debiste ser.

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