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Cuento Ray

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Post mortem

Raymundo Castillero Palacios


Dedicado a las personas que creyeron en mí,
y más aún a las que no.
Un agudo zumbido, rebotando vertiginosamente dentro de
mi cabeza, provocó que el ceño se me frunciera.
Supe que estaba de pie por la espesa humedad que en-
tibió mis pasos descalzos en la oscuridad anegada por el tic
tac del reloj. Luchaba para que la luz me revelara la realidad
pero una fuerza ineluctable me mantenía los ojos cerrados.
De pronto mi oído percibió la embriagadora música de
mi admiradísimo Uzuef, el virtuoso compositor renacentis-
ta; reconocí los célebres timbres de Fupelef pisaeuz, que pue-
de traducirse como «Victoria ennegrecida», esa pieza
me encanta.
Tenía la boca adormecida y la mandíbula trabada, mien-
tras entre lengua y paladar escurría el delicioso sabor del
siunqueinande, un rarísimo chocolate que suelo encargar a los
viejos animales chinos de las costas mediterráneas; lo ingerí
antes de terminar en esta situación. Dudo que alguien más
haya probado tan sublime delicia euforigénica.
Recuperé el control paulatinamente; animado seguí es-
cuchando a Uzuef, ahora justo en el clímax de su réquiem.

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Raymundo Castillero Palacios

Descubrí que mis puños se abrían y cerraban enérgica-


mente para espabilarse, también la boca, mientras la lengua,
al recorrer los labios, trompicaba con los diminutos restos
del manjar, más abundantes en las comisuras; los pies con-
tinuaban sumergidos en la cosa viscosa y tibia extrañamente
agradable.
En una ventana el estrobo escarlata de un ununcio lu-
minoso libraba una feroz batalla contra las pesadas cortinas
con estampado de tiburón, mientras los destellos que rasga-
ban la penumbra se escabullían para alancear mis nervios
atrabiliarios. Así se disipó la obscuridad, de forma gradual:
primero manchas negruzcas de rojos bordes relumbrantes,
danzando entre minúsculas miodesopsias y crecientes res-
plandores, finalmente... ¡se hizo la luz!
Sentí como si nunca antes hubiese sucedido, como si
usara la vista por vez primera; me pareció que despertaba
de un largo sueño. Volvió mi caprichoso tic. Luego de adap-
tarse, los alterados ojos me mostraron en qué lugar estaba:
una tenebrosa habitación de motel. Eventualmente, el titilar
mortecino dejaba adivinar, bajo gruesos lamparones, el color
durazno que alguna vez tuvieron los muros de la pocilga. El
exiguo mobiliario evocaba una cámara de tormento y, en el cen-
tro, encima de un vetusto camastro... mi cadáver...
Con un esfuerzo supremo empecé a imponer orden en
la memoria... las cosas empezaron a tener sentido, al menos lo
de mi cuerpo: yo decidí dejar estacionada mi carcaza de un
modo menos vulgar, de algún modo sofisticado.

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Post mortem

También admiro el trabajo pictórico del artista naif Nadear,


me fascina su cuadro «La edad de oro». Nadear en realidad
era poeta, pero, con algunos litros de ajenjo le daba por ex-
presar su poesía con pinturas fantásticas. Su cuadro «La edad
de oro» sorprendió al público de su generación y escandalizó
a todas las organizaciones eclesiásticas entonces conocidas.
Sin pretenderlo el artista, a fin de cuentas, esta pintura trajo re-
nombre a su genio creativo y fama a su perpetuo estado etílico,
a pesar del cual sus obras son todo un despliegue de geniali-
dad, la composición en «La edad de oro» es magnífica y, sobre
todo, la fuerza con que transmite el mensaje que, sin pasar por
el entendimiento consciente, se implanta en el alma.
El cuadro insinúa un Cristo, cuyo rostro ha sido cons-
truído armónicamente, de tal suerte que sugiere cuatro
rostros a la vez: al propio Jesús de Nazaret, a Buda, a Krishna
y a Satanás; cobra una gran fuerza dramática su resplande-
cinte piel dorada; él yace en un suelo tenebrista sobre el que
derrama dolientes lágrimas al tiempo que lo besa. Como
si este acto piadoso tuviera algún mágico efecto, se abre un

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Raymundo Castillero Palacios

claro en el tumulto de alimañas que inician un tropel en


derredor, develando un lodazal adornado con milagritos
y guijarros de tezontle. La Cruz envuelve su cuerpo de tal
forma que curva los brazos como cobijando a la divinidad
trágicamente avasallada; el manto celestial le dibuja un
aura de fulgurante alumbre. Entre la profunda negrura se
vislumbran montañas de neonatos asesinados, destazados,
deshollados; parecen cientos de miles recien matados sobre
antiguos esqueletos; en el fondo, un cielo apocalíptico se es-
cabulle entre oscuros nubarrones.
La inquisición estuvo a punto de echarle mano al artista,
pero le salvó la poderosa intervención de un influyente carde-
nal, con quien, en secreto, mantenía una concupiscente relación
prohibida.

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Post mortem

Así coloqué aquel cuerpo, mi vehículo carnal; habrían sido


cerca de las 00:55 de la madrugada. Aún estaba tibio no obs-
tante la gélida noche, seguro tuvo que ver el atuendo: Decidí
lucir lo mejor posible y marcharme del mundo con la ele-
gancia que amerita la ocasión: camisa, pantalón y saco finos,
hechos a la medida con telas exquisitas y piel de armiño, todo
diseñado por Healameobdeldi He, la corbata es una de las
únicas cinco diseñadas por Hebecode; un reloj de oro con
incrustaciones de cobre, fabricado en Siuza, que se detuvo,
al parecer, justo a esa hora. Mis calzoncillos favoritos, azul
marino y, no menos importantes, los relucientes mocasines
de fina piel de venado, sin calcetines por supuesto.
Todo estaba dispuesto para una elgante postal, incluso
un detalle que me saltó en el último momento: no iba a arrui-
nar mi último atuendo con un vulgar disparo en la sien o
algo por el estilo, tampoco podía colgarme para que mi cue-
llo se rompiera o asfixiarme en medio de una hilarante danza
macabra; no habría sido justo para Nadear... ¿asfixiarme?...
resulta impráctico y trabajoso para los últimos momentos;

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Raymundo Castillero Palacios

así que me decidí por la ingesta de pastillas, una sobredosis


de somníferos más unos tranquilizantes provenientes de un
árbol anisófilo; había escuchado que se pararía el corazón,
pero antes de eso, entre sueños, sufriría brevemente una gran
agitación, aumento vertiginoso del ritmo cardiaco, disnea y
desesperación; estaba claro que sufriría, fugazmente, pero
sucedería...
Y sufrí...
No se puede alcanzar plenamente un objetivo sin dolor
antes ni después del hecho; eso nadie me lo dijo, lo aprendí
durante mis dieciocho años al frente de mi negocio.
Error funesto: Nunca pensé en mis múltiples úlceras
pustulosas, que reventaron al embate del cóctel; de poco
sirvieron los somníferos, el dolor inconmensurable me
mantuvo más que despierto, así que fuí consciente, en
todo momento, de cómo mis visceras se disolvieron, el
martirio fue horrible, tremendo; estuve siempre lúcido,
deseé que estallará el corazón cuando el vómito lasce-
rante recorrió completas las entrañas... ¡jah!... siempre fui
muy resistente...
Mi elegantísimo atuendo quedó embadurnado...
Todo sucedió en un instante que me pareció eterno, pero,
tras la última oleada de vómito, todo se detuvo. Luego sólo el
agudo zumbido rebotando vertiginosamente dentro de mi ca-
beza.
Así acabó mi vida en Anjuan.
Veo con amargura que arruiné la construcción artística,
que volví grotesco lo sublime.

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Post mortem

Siguiendo el río sanguinolento desde la boca, bajando


por la sábana, hasta extenderse por el suelo... ¡Qué asco! ...
la cosa biscosa de tibieza placentera son mis propios fluidos
corporales...
¡Qué asco!...
¡Al grano!: no existe el cielo, el infierno, el purgatorio ni
una luz brillando al final del túnel, nada... nada de nada.
Siempre fui absolutamente escéptico e impulsivo; solía
baladronear diciendo
—Si quieres ver un mundo paranormal no busques
fantasmas, simplemente observa a los impartido-
res de justicia o a los religiosos; si quieres encontrar
magia presta atención a las finanzas mundiales; si
quieres hacer un pacto con el diablo da tu casa en
prenda a algún agiotista.

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Un par de semanas antes me enteré, leyendo el pasquín de


Padeseatme, que un grupo de voluntarias universitarias,
enfermeras, médicas —todas jóvenes— fueron a dar ayu-
da humanitaria, por medio de la Asociación de Naciones,
a una parte remota del inhóspito Deay, la guerra de guerri-
llas y el reciente golpe de estado habían incomunicado a la pe-
queña población; por cuestiones políticas y de burocracia las
fuerzas armadas internacionales «de paz» no habían podido
implementar operaciones contraofensivas.
Los insurrectos tenían total dominio de las fronteras,
impidiendo el flujo de medicinas y comida; cundió la enfer-
medad: un paisaje lúgubre de hambrientos y enfermos; los
anofeles pululaban.
Finalmente se pudo negociar que, entregando al
grupo dominante la mitad de todas las ayudas, se abriera
una pequeña brecha por donde pasar; además permiti-
rían que fueran seleccionadas diez personas a las que se
les podría llevar fuera del país y, que se atendiera a todos los
demás. Formalizado el pacto fue montado un campamento

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Raymundo Castillero Palacios

humanitario. Pero no pasó mucho tiempo para el desastre:


Puenunlu, uno de los líderes armados —negro, grande, gor-
do, feo, sucio y con cierta deformidad— atacó primero a una
muchacha: a punta de pistola tomó como rehén a un niño,
mientras, a ella le advirtió que si no se sometía a sus deseos
enfermisos la mataría frente al pequeño después de ser pú-
blicamente abusada por toda su pandilla. Sin alternativa, la
joven se sometió a las bajezas sexuales del crápula, quien,
una vez satisfecho, la «cedió» a quince de sus compinches, el
resto, exacerbados frente a la bestial orgía, arremetieron con-
tra las demás mujeres, desatando una bacanal infame llena
de alaridos de dolor y bramidos infernales. Todos los niños,
los enfermos y los heridos se vieron obligados a observar im-
potentes.
Mataron a los cinco soldados que iban con ellas. Al final
saquearon todo y, a quienes sobrevivieron, les obligaron a re-
gresar a pie hasta la base de la Asociación de Naciones con
un sarcástico letrero que decía: «gracias».
Si quieres ver a Dios observa a las personas... si quieres
ver al Diablo observa a las personas...

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Post mortem

Siento una gran repugnancia por la cultura pop, por el ocul-


tismo, el espiritismo y las falacias de la new age; en general
abomino de todas las formas de devaneo proclives a la pro-
ducción masiva de discapacitados mentales, cuyas pupas
metafísicas penden de creencias absurdas. Cuestiono la ca-
lidad de vida de esos parásitos intelectuales de cerebros, por
desuso, anquilosados. Ricos, pobres, científicos, todos, todos
sojuzgados por la necedad de no reconocer y aceptar lo sim-
plemente humano.
La irremediable sencillez de una explicación razonable,
iluminada por la centelleante realidad tangible, única forma
de la verdad.
La nada y la inexistencia pura.
La intrascendencia humana frente a la naturaleza.
Declaro que esta es mi posición de cara a «la otra vida».
No me resulta tan difícil entender mi estado actual. Los
constructos —exclusivamente humanos— sobre el mundo
en general no son más que atavismos, alegorías y simbólicos
arcanos, asequibles sólo para falaces iluminados que arengan

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Raymundo Castillero Palacios

a la gente con revelaciones de perogrullo. Lo cierto es que,


en mi estado actual, no tengo nada de especial ni diferente;
informo —de primerísima mano— que no tengo poderes
ultraterrenos, no vuelo, no floto, no soy transparente, no
tengo hipersensaciones ni indicios de algo supernatural...
¡jah!... me queda, sí, la familiaridad con el cuerpo que dejé,
hay reminiscencias de ese anterior estadio, respiro del mis-
mo modo que antes, escucho, veo, toco, olfateo, tal vez hasta
pueda degustar. Y justo eso me permite notar la ausencia de
la tersura de mi fino calzado de piel de venado; ahora estoy
tan descalzo como cualquier paria.
El mundo está poblado por un reducto de ricos podero-
sos, como yo, que para el vulgo anopluro representa frivoli-
dad y una cuestionable manera inadecuada de existir.
Durante el tiempo que viví de aquel modo me di cuenta
de algo de fundamental importancia: no hay nada más nece-
sario que lo superfluo.
Me jacto de haber aprovechado al cien por ciento la
vida gracias a mi inteligencia superior. No tengo pesares,
arrepentimientos ni remordimientos hipócritas, puritanos
ni timoratos, como los de quienes cuestionan y bestializan
sus propios sentimientos y emociones, constreñidos por
una «ética» poco útil para la humanidad.
A pesar de todo es tolerable la aceptación disimulada de
acciones humanitarias que subsanan, de momento, las abe-
rraciones sociales que ponen en estado menesteroso a las
personas incapaces, como los centros de asistencia social. Lo
que debe no ser admitido en modo alguno es el estableci-

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Post mortem

miento de la actual «cultura» terrorista, de donde resultan,


por ejemplo, los soñadores utopistas que, como cigarras, es-
pavilan sus melífluos desvaríos de optimismo ecuménico
acomodado a sus entrañas; son miserables robots que,
con anormalidad «ven» todo bien; han sido programados
para una representación pueril de las bienaventuranzas. ¡Jah!...
O sus opuestos, que se cultivan zambutidos en el más pusiláni-
me pesimismo, lejano también de la estricta realidad tangible,
catastrofistas que se confeccionan asquerosos desenlaces
fatales como máximo ideal; se mueren en sí mismos con des-
plantes egoístas que ignoran o dañan a los demás. Eso es la
«civilización». Y la «civilización» es un continuum decaden-
te, pletórico de inmundicia y tribulaciones que obnubilan la
capacidad de escrutinio, la suficiencia intelectual; de modo
que nada avanza, todo implosiona, todo pierde clase, cali-
dad, todo carece de las cosas elementales necesarias para la
alegría, todo se llena de vicios vacíos y degenerados.
En fin... también sigo siendo superior...

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Al moverme hacia la ventana pude ver, por un resquicio


entre la cortina, que la oscuridad aún reinaba allá afuera,
cosa extraña, porque aunque estoy cierto de que el tiempo
no ha transcurrido, el reloj de pared marca ahora las 07:55,
pero está estático, no «avanza».
Infiero que esto no es el terror frente a la muerte, creo
que sólo estoy pasando por una especie de trance, mi cuer-
po, al experimentar los más altos niveles de dolor físico,
para los que no es apto, hizo colapsar el sistema; sobrevino
un choque hipovolémico, de donde se siguió un paro car-
diáco y luego un coma; eso concluyo.
El cerebro humano varía en talentos, esa es una pecu-
liaridad rarísima en el universo; la evolución sólo le llega a
algunos, esa es ya, en sí misma, una condición excepcional.
Pero el cerebro no contiene al ser ni su escencia, la concien-
cia no es de suyo algo que pueda contener a la persona; eso
trasciende incluso la metafísica y nada tiene que ver con las
fantasías típicamente humanas... Sólo puede ser entendido
por los dioses.

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Raymundo Castillero Palacios

Yo, por mi parte, soy apto para pasar por una especie de
hibernación, de manera voluntaria, por si se presenta algún
imprevisto en el cuerpo, por lo tanto puedo existir en un es-
tado de «reposo» en pleno uso de todas mis facultades, hasta
que el cuerpo mejore, mientras la mente pasa unas hermosas
vacaciones «donde sea», hasta podría tener mi antiguo birlo-
cho favorito o mi ánsar predilecto.
Ocupé mis pensamientos en lo que podría hacer ahora;
gobernar el mundo, ser un tirano, un rey, un dios... todo lo
que mi egolatría permitiera.
No había de que preocuparse, nada malo pasaría en mi te-
rritorio, a menos que yo lo dispusiera, todo estaba bajo control.
Era momento de explorar lo que yo mismo había construído
como mi escenario ideal para el momento final.
Despojé al otrora «mi cuerpo» del reloj de oro con
incrustaciones de cobre, para ponérmelo yo mismo; ne-
cesitaba saber de alguna forma cuánto tiempo pasaba
hasta «resucitar». Noté algo extraño: ahora yo tenía el
reloj que funcionaba perfecto, pero, eso no hizo que el ca-
dáver dejara de tenerlo, detenido, sin funcionar... ¡jah!...
curiosa experiencia.
Cuando quise hacer lo mismo con el fino calzado descu-
brí que eso era lo único que no podía tocar, como si hubie-
ra una dimensión distinta entre las manos y los mocasines,
como la típica repulsión de polos iguales en un fenómeno
magnético: no podía acercarme.
No me permití vacilar, indiferente ante ese hecho, decidí
dejar la habitación.

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Post mortem

¡Aaaah!... Cómo añoro las interpretaciones de piezas


modernas —Debussy... Ravel— ejecutadas por la orquesta
que dirigía aquel famoso matemático suizo.
Bajé las escaleras con torpeza, bamboleante como los
vaivenes de la electricidad. Luego me hallé en una recepción
en penumbras e, inmediatemente, estuve afuera. De toda la
gente que usualmente estaría nadie había, absolutamente
nadie; todo lucía solitario.

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Post mortem

Aunque el flujo de la realidad creada varía según las dilata-


ciones o contracciones espacio-temporales, las distorciones
específicas siempre dependen de la capacidad y prepara-
ción de la mente que las percibe. En lo que a mi respecta
eso no es un problema dado que mi cerebro está perfec-
tamente entrenado, de manera que, aunque soy capaz de
percibir los cambios más sutiles, mi percepción de la rea-
lidad siempre es muy consistente.
No me causó ninguna preocupación la aparente ausen-
cia de las personas, no las necesitaba.
El panorama lucía sombrío en los momentos con más
luz y nigérrimo si se oscurecía. La nada parecía resonar en
ecos provinientes de todos lados entre la gélida ventisca, que
me obligó a caminar con esfuerzos redoblados, echado hacia
el frente. Dejé el hoteluchpo y me dirigí hacia la autopista, a
medida que me acercaba noté que los aullidos del viento se
iban convirtiendo en alaridos, aunque semejantes a berridos
cervales de gravedad inenarrable sólo podrían provenir de
criaturas desconocidas.

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Raymundo Castillero Palacios

Volví hacia la gasolinería, al lado del hotel, fui a su


parte posterior, donde había una pequeña tienda de con-
veniencia a la cual sólo se podía entrar pasando por un
estrecho pasillo de apariencia cavernosa; al trasponerlo,
sorprendido vi algo que mi mente no podía haber creado: un
tumulto de bichos, como moscas sobre un mojón de caca
reunidas para el gran festín de refinada exquisités... total-
mente inesperado...
La iluminación de la tienda, si bien tampoco era tanta
como para disipar la penunbra, sí permitía vislumbrar, entre
sombras, partes de la estación de servicio, el hotelucho y su
estacionamiento. Me gustaba el fondo oscuro tragándose la
carretera en medio del desierto, provocaba la sensación del
más profundo vacío; era una representación precisa que me
hacía entender, cabalmente, el significado de «desconocido».
La experiencia fue tan intensa que no sé exactamente como
describir lo que sentí ante el sublime espectáculo.
Agusados los sentidos empecé a percibir formas que
prefiguraban siluetas antropomorfas yuxtapuestas. Luego
noté que, en sus caras echadas hacia las alturas, había las tí-
picas miradas perdidas de quienes se hunden en el abismo
insólito del pensamiento. Pero... esos ojos... tan exagerada-
mente grandes, con pupilas enormes, sin iris... tan negros...
Estaban totalmente desnudos, sin embargo no se podía
distinguir entre femenino y masculino; sus escuálidas figu-
ras, con panzas abultadas sin hombligo y costillas prominentes,
sugerían una larga hambruna; eran todos del mismo tamaño
y complexión, enjutos, calvos, sin cejas ni pestañas, totalmente

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Post mortem

lampiños. Algunos con sutiles sonrisas apenas perceptibles,


mientras otros dibujaban rictus de indecibles angustias,
otros más proferían gritos desaforados; había unos que
lloraban desconsoladamente y reían a la vez, otros gemían
como si les torturase algún dolor espantoso; había quienes
hablaban, entre dientes, indiomas ininteligibles incluso para
un políglota como yo.
No pude más que evocar alguna representación operís-
tica, teatral. Todo se concatenaba hasta devenir en una ca-
lamitosa sinfonía de tal variedad sonora que sometía a los
sentidos a un abrumador torbellino demencial. Otra vez yo,
a la distancia, fui el voraz espectador que, tras las más inten-
sas experiencias, resulta indemne.
No obstante lo que más me impactó de algunos fueron
sus rostros llanos, inexpresivos, sólo parados allí, parecían
pensar absolutamente en nada...
Me recordaron a mi padre... aquel hombre que un día
citó a sus familiares cercanos para repartir sus heredades y
expresar sus últimos deseos luego del gran terremoto.
Un haz resplandeciente hendió las oscuridad de modo
tan repentino que me hizo retroceder de un salto, asustado.
Era como un túnel, una especie de portal cavernoso lleno de
vapores violáceos. Eso... necesariamente, etaba conectado al
recuerdo del patriarca.

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Post mortem

Fue en la casa que perteneció a mi abuelo, antes de rematarla


para solventar las urgencias impuestas por aquella gran de-
presión económica, donde cayó su emporio en Antakya; lo
que importaba era lo material, el dinero.
Mi abuelo quedó en bancarrota después de invertir,
comprometiendo parte de su compañía, en la red ferroviaria
de Deindi que cruzaba Enla a lo ancho y a la largo, en An-
talya.
El viejo taimado, confiado en el poder transcontinental
que le regaló la suerte, nunca tomó en cuenta su ignoran-
cia en matemáticas, lo que a la postre lo llevó a la quiebra.
Sus asesores financieros, sus co-accionistas y algunos de sus
allegados, vieron la dorada oportunidad para alejarse de él
cuando notaron que eran falsas las especulaciones sobre la
improbabilidad de la devaluación de la principal divisa en
el mundo, frente al surgimiento de la nueva moneda de un
Estado emergente que construyó su riqueza con nuevas tec-
nologías y comercio armamentista.
Vieron venir la tormenta y huyeron. No los culpo.

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Raymundo Castillero Palacios

Mi padre, recogiendo las migajas dejadas por el abuelo,


trabajó vigorosamente para hacer su propia fortuna, luchó
cuesta arriba para construir la suya, gracias a lo cual recom-
pró aquella residencia, tan acorde con su caracter taciturno.
Aún veo cómo, en la noche de su muerte, la cera escu-
rría por el largo cuerpo de las velas, que iluminaban la parte
de la habitación donde habíamos cinco personas y su tero
preferido.
Durante su delirante agonía padeció accesos demencia-
les que lo llevaban a afirmar que el cielo es el infierno y el
infierno es la tierra; que el cielo está en el corazón de cada
quien y entonces doliente suplicaba, tal vez atormentado por
sus recuerdos.
En medio de comentarios cuasilitúrgicos decidió au-
toinmolarse ante la antigua deidad que le perdonaría, de la
que, en sus disquisiciones, creía haber descifrado los arca-
nos. Hay rituales que son mucho más antiguos que lo que el
vulgo cree... y los poderorsos se devanan el cerebro en discu-
siones llenas de supercherías relacionadas con «entidades»,
«revelaciones» y «fuerzas»... ¡baaaaaah!... mi padre estaba en
el culto «ĥ».
Él pidió que no se encendieran luces eléctricas, que se
iluminara todo exclusivamente con velas.
Una fiebre perpetua lo poseyó por una semana, durante
la que las frecuentes convulsiones agravaron sus problemas
de endocardio.
En ese moneto yo tenía siete años, apretujado contra
mi tía, que me abrazazaba, observé la partida de quien me

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Post mortem

enseñó tantas cosas —todo sobre ternura—. Uno a uno nos


fue llamando, hasta que fue mi turno; yo era un niño sin fal-
sos pudores y no muy aprensivo, ya había visto morir a la
tía Nisita un par de meses atrás, por cáncer de colon y otros
problemas endócrinos; no me daba miedo. Pero si sentía un
dolor enorme al ver aquel viejo roble, tan fuerte, ahora de-
crépito, sin salud ni voluntad... Gélido bajo la última caricia...
Me acerqué a su cama, hizo un hueco entre sus brazos
semiextendidos y su pecho para abrazarme con ternura;
permití que me abrazara, le miré al rostro... inmerso en un
silencio ensordecedor platicamos en el idioma prodigioso
que suscita el espíritu de un abatido frente al de un soña-
dor. Abrió un poco la boca, lo que entonces trató de decir
fue ininteligible. Fueron nuestros ojos los que verdaderamente
hablaron. Los de él no decían cosas racionales, pero trans-
mitían inenarrables sentimientos sobre la vida y la muerte.
Ahora tengo, gracias a mi propio trabajo y dedica-
ción, lo mío: laboratorios, centros de investigación; todos
prestigiosos. Salirme del emporio familiar de navíos para
ser totalmente libre, con nuevos caminos financieros, fue
mi ópera prima.

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Post mortem

Contemplando los ojos enormes de aquellas criaturas tuve


esa regresión, fue su extraño «mirar», hueco, vacío, frío
como témpano de hielo.
Me planté frente a una de ellas, la sacudí violentamen-
te tratando de sacarla del trance catatónico pero nada pasó,
frustrado la solté; de media vuelta, con el impulso de todo
mi cuerpo, le asesté un golpe feróz que le hizo caer por tierra,
su cabeza giró completamente... pero nada más, absolutamente
ninguna reacción... su estúpida mirada sin embargo nunca
dejó de apuntar al cielo. Iracundo pensé que tanta idiotez
sólo podría ser producto de alguna lobotomía.
La rabia me poseyó del tal forma que sentí como lentamen-
te subía por mi espina dorsal, por las venas, el estómago, hasta
inundar la cabeza y ocupar mis pensamientos, me enfebreció de
tal suerte que me pareció que en algún momento estallaría...

—¡¿Nada entonces criaturas estúpidas?!...

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Raymundo Castillero Palacios

Empecé a hablarles en distintos idiomas, tratando de sacar-


les al menos unas pocas palabras, nunca nadie había podido ser
tan indiferente a mi persona, normalmente un sólo chasquido
de mis dedos era suficiente para que más de uno, sirviente o no,
estuviera atendiéndome de manera solícita. Mandar y dirigir es
lo mío, mi arte. Pero en esta ocasión estos seres disformes no se
sometían a mi voluntan, estaban fuera de mi control; nada
de nada los sacaba de su ensimismamiento.
La impotencia hace que mis emociones se desboquen en
grado superlativo

—¡¡¡Aaaah!!!...

Mi propio grito me pareció terrorífico, como si con él la


naturaleza misma, de un sólo golpe, demostrara la futilidad
de los artificios «civilizatorios» de la humanidad; mi propia
fuerza me lanzó de espaldas contra un muro que estaba de-
trás mío, al que luego, con la mano izqierda, di un puñeta-
zo, mientras con la derecha apretaba el estómago; terminé
agitándome desaforadamente, cual energúmeno, como en
aquellos perturbadores sueños de mi niñez que sobrevinie-
ron a la muerte de mi viejo —duraron poco, hasta que me
ocupé en construir, acusiosamente, una manera efectiva de con-
trolar mis finanzas y llenar mis arcas—.
¡¡¡¿Por qué carajos nadie respondía, nadie se movía,
nadie reaccionaba?!!!... ¿por qué nadie quitaba ese mal-
dito visaje de estupidez? ¿por qué se dejaban ultrajar sin
inmutarse?

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Post mortem

Se agravó la resequedad de mi boca, el corazón latía desbo-


cado, desde mi frente hasta las mejillas corrían aperlados
ríos de sudor; mis dientes se apretaron hasta chirriar; volví a
paralizarme, el cuerpo no repondía, estaba absolutamente
inmóvil, ni siquiera podía parpadear pero los ojos exorbi-
tados salían de sus cuencas... tampoco podía hacer gestos,
ni sonidos. Sentí claramente cómo la crisis de pánico me
fue poseyendo, casi como si otro ser desconocido se intro-
dujera en mí poco a poco, desde los pies hasta la cebeza;
haciendo crecer mosntruosamente, al punto del colapso, la
angustiosa urgencia de pedir ayuda; me estaba ahogando
con mi propia lengua...
En esas circunstancias bien podía ser parte de algún re-
tablo gótico.
Por imposible que parezca se acrecentó aún más el
terror paralizante, los ojos y las venas hubieran estallado,
los músculos se hubieran desgarrado, sin embargo, para-
dójicamente, eso me llevó al arrebato supremo, luché por

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Raymundo Castillero Palacios

apretar los puños y la boca con tanta fuerza que sentí que
los dientes estallaban y, súbito, volví a gritar:

—¡¡¡Estupidoooo!!!...

... destruí finalmente el trance.


Tenía la sensación de que alguien me había estado ob-
servando, definitivamente estaba siendo espiado. Un débil
rayo de luz me permitió vislumbrar que en el autoservicio,
entre las sombras, la criatura me miraba impertérrita, ni una
sonrisa, ni una palabra... mi sufrimiento parecía provocarle un
obsceno placer voyerista, como el del inquisidor que se solaza
contemplando la tortura.
Me precipité hacia el lugar donde creí verle. No supe
cómo pero en un parpadeo ya estaba ahí; la sombra huía ve-
lozmente por un costado de la carretera, adentrándose en el
desierto. Sólo me importaba que no se me escapara, era el
enigma a resolver.
A decir verdad la persecución no se antojaba difícil, mi
vida de atleta me permitiría darle alcance sin problema, de
hecho, en muy pocos segundos ya le pisaba los talones y,
aunque la cosa parecía redoblar sus esfuerzos muy pronto la
pude alcanzar; me lancé sobre su espalda y cayó levantan-
do una densa nube de polvo, se golpeó de tal forma que sus
huesos crujieron como si algunos se hubieran roto. Rápida-
mente le sujeté los hombros para levantarle, la criatura esta-
ba dolorida, era notable, yo por mi parte sufría una aguda
enteralgia, sin embargo pude sujetarle con fuerza poniendo mi

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Post mortem

brazo firmemente alrededor de su cuello, lo que me permi-


tió obligarle a caminar hacia el hotelucho, hacia la luz. En
el camino le gritaba todo tipo de insultos, entre zarandeos
le hacía avanzar aumentando a cada paso mis agresiones y
su dolor; llegamos a la gasolonería, donde lo lancé al piso.
Finalmente pude confirmar que se trataba de uno de esos
seres de color verde grisáceo, pero este de algún modo era
distinto, empezando porque no estaba en trance, como
los demás.
Apestaba a hez, lucía igual que los otros, la misma com-
plexión; pero sus ojos no estaban dilatados como en aque-
llos, de hecho los suyos eran expresivos, en ese momento
comunicaban terror, me tenía miedo.
Cruzaba sus brazos en actitud defensiva delante suyo y
subía una rodilla hasta su pecho como para atajar posibles
golpes, mientras resoplaba agitado por la persecución. En-
tonces —¡Impresionante!— pronunció palabras inteligibles:

—¡Stop!... ¡Please!... ¡Don’t touch me!... ¡heeeeeelp!...

Por unos instantes se hizo un profundo silencio, vino la


calma, el viento frío se hizo notar y yo me fui tranquilizando,
respiré profundamente y empecé a acomadar mis ideas. Por
su parte la cosa también dejó de agitarse y su respiración
paulatinamente se volvió pausada.
Sabía hablar, esta criatura hablaba y yo le entendía, así
que entonces también me entendería. Él también parecía
comprender que yo le entendería, se notaba que, igual que

35
Raymundo Castillero Palacios

yo, quería saber. Antes de que me decidiera a preguntar él,


colocándose algo parecido a unos anteojos, me inspeccionó
para luego cuestionarme acerca de si le entendía y qué clase
de cosa del infierno era yo.

Yo.— ¡Claro que te entiendo!, ¿Que qué soy?... ¿Qué eres


tú?... más bien.
Él.— No me harás daño... ¿Cierto?
Yo.— Sólo si tú no me lo haces a mí.

Lógicamente el ambiente entre ambos era tenso y con un


halo de justa desconfianza. Él se levantó del piso con lenti-
tud, apoyando tres de sus extremidades, con el brazo libre
parecía tener montada una débil guardia por si lo volvía a
atacar. Yo ya estaba relajado y sólo observé los movimientos
de mi contraparte. Ya de pie, los dos nos miramos de frente.
Pregunté con aire de superioridad, esperando que su
respuesta fuese sumisa, pues estaba acostubrado a que todos
se sometieran ante mi:

Yo.— ¿Quién eres y cómo llegaste aquí?


Él.— Mi nombre es Oliver Jackson III, general bri-
gadier, comandante de las fuerzas militares de
nuestra señora la reina Jey, de Fumidenuesela-
re. Estaba peleando al frente de la 15/a brigada
de infantería en Antequera. Hasta que, según
recuerdo, en algún momento, una suerte de
rayo destrozó mi cabeza... luego aparecí aquí.

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Post mortem

Dicho esto, sin más, empezó a convulsionarse, como en


un episodio de epilepsia. ¡hasta a estas criaturas les sucede!,
¡por Dios!, lo cierto es que ver a un ser de esos en tal situa-
ción me provocó repugnancia.
¡Cómo me ayudaría ahora un vaso de chocolate y
moca!... o un estofado casero...
La criatura se retorcía, azotándose violentamente contra
el piso, decidí no tocarla miestras eso sucediera... por el asco....
se me figuraba una babosa del Mar Negro; fueron las locuaci-
dades de mi imaginación lo que me interesó más, me descubrí
imaginando cosas, es decir mi mente trabajaba como si las cir-
cunstancias no le afectaran, como si toda esta confusión no le
alterara.
El ataque se detuvo y empezó a relajarse, babeaba inmun-
dicias; parecía no reaccionar bien, así que, desesperado, a los
gritos, con las reservas propias de la repulsión, le pateé el cos-
tado; tampoco pareció enterarse; sin más alternativa tuve que
agarrarlo, lo levanté por los brazos y, con un fuerte jalón lo es-
trellé contra la pared... nada... seguí sacudiendo e injuriándolo.
Después de mucho reacconó. Atolondrado, pavorido.
¡Jah!... seguramente su epitafio diría «loco y cobarde que
vivió y murió para ello» jajaja.
Si él disfrutó contemplando mi sufrimiento ahora las co-
sas estaban invertidas, me dispuse a aprovechar su situación de
inferioridad para someterlo nuevamente, pero antes de que yo
pudiera reiniciar, con un movimiento de cabeza apenas percep-
tible me indicó que lo siguiera, con ese gesto mínimo me hizo
saber también que siguiéndolo encontraría la verdad.

37
Raymundo Castillero Palacios

Poco a poco me fue explicando: Íbamos en busca de un


tal Lacoy. Me dijo también que, fenecido el sistema corpóreo,
todos lo que alguna vez estuvo vivo regresa a su escencia y
que, para el caso de los humanos, lo que resultaba eran aque-
llas enajenadas criaturas verdes. Aquí las creencias religiosas
pierden sentido, se desmienten frente a la auténtica realidad
que sólo es acequible del otro lado de la muerte. Y sin perjuicio
de esta realidad absoluta, no obstante, lo único con lo que cada
quien queda para la otra vida son sus últimos pensamientos,
eso constituirá el cielo o el infierno. Es lo que sucede con las
sabandijas verdes, están embebidas en sus últimos pensa-
mientos como humanos. Sólo los humanos que hayan tras-
cendido hasta conocimientos verdaderos, al transponer la
muerte, no quedan atrapados en aquel mutismo pétreo, en
cambio son completamente conscientes. Son una especie de
elegidos.
Desde luego yo no creía nada de eso porque no me sen-
tía muerto.

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Post mortem

Primero muy tenue, lejano; luego más cerca y más sonoro,


hasta convertirse en un tremor ensordecedor. Mi acompa-
ñante entonces esbozó una sonrisa resplandeciente que re-
saltó el brillo que se encendió en sus ojos. Emocionado me
señaló hacia la estampida de otros como él que se acercaba;
mostraba la ansiosa inquietud típica del niño frente a la go-
losina largamente esperada... o la euforia sin límite de quien
padece una tara mental y da rienda suelta a la alegría. El pre-
cipitado acercamiento de estos seres me hizo evocar un tu-
multo de ácaros detestables.
Todos resoplaban agitadamente y en sus rostros se di-
bujaban angustiosas aprensiones que sólo ellos hubieran
podido explicar. Sin mediar palabra empezaron a jalarnos
hacia una gran roca, para ocultarnos detrás de ella, eran tan
insistentes... como dolores hepáticos...
Por supuesto no seguí el juego insulso en el que trataban
de envolverme; era obvio que estaban fuera de sus cabales, así
que decidí quitarlos de mi paso aventándolos con brusquedad

39
Raymundo Castillero Palacios

para alejármeles, inevitablemente me producían repulsión,


asco. No entendía por qué mi cerebro había creado a esta clase
de alimañas.
Una barahúnda de gritos y alaridos aumentó la pertur-
bación en el ambiente y el tremor parecía devenir ahora en
un poderoso terremoto; a unos doscientos metros una gran
tolvanera se levantaba furiosa y entre las nubes de arena alcan-
zaban a distinguirse una especie de antornachas que con su luz
difusa esbozaban multitud de siluetas que se dirigían hacia
nosotros cual apocalípticos jinetes, irradiando un pavoroso
halo de agresividad.
Quienes se habían ocultado tras la roca rechinaban los
dientes, hacían señas injuriosas en mi contra y proferían los peo-
res insultos posibles; yo estaba delatando nuestras posiciones.
Un fuerte golpe en en la cabeza me hizo morder el polvo,
desde el suelo pude ver a las borrosas criaturas que me pre-
venían desde su escondite tras la roca para luego emprender
la huída, como ovejas descarriadas; pero eran alcanzadas
rápidamente por las bestias agresoras que parecían cabalgar
veloces hipopótamos con enormes antorchas a los costados.
Aquello se convirtió en una especie de encierro taurino. En-
tre la marimorena terminé por desmayarme.
La punzada pertinaz que taladraba mi cerebro me obli-
gó a reaccionar, no aguantaba el dolor de cabeza, parecía que
estallaría; encima de todo, otra vez no podía moverme, pero
ahora se debía a que me habían atado de pies a cuello, in-
cluyendo las manos, con una especie de red que insistía en
cortarme la circulación y en dibujar cuadrículas por todo mi

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Post mortem

cuerpo; tal como yo mismo hacía con los especímenes que


me servían para experimentar en mis laboratorios de Agri.
Al girar la cabeza pude verme enmedio de la multitud
de cosas verdes; agarrados por los pies éramos arrastrados
sobre una grava de filosos guijarros y arena abrasiva y en ese
acto brutal éramos desollados. La visión era pertubadora.
¿Qué significa esto?... era ridículo encontrarme en esa
situación. Se supone que yo tenía el control, que soy el rey, el
dictador, el amo, el dios... el taumaturgo.
Empecé a dictar enérgicas órdenes para que me desataran:

—¡Infelices bastardos!...

Grité tanto y con tanta fuerza que desgarré mi garganta,


pero no me detuve, seguí gruñendo sin parar, hasta que me
dolieron las amígdalas, pero fue en vano.
¡Diablos! mi espalda estaba desgarrada y sangrante... ne-
cesitaba hidratarme...
Una conocida voz agridulce me dijo:

Oliver Jackson.— (Con tranquilidad y esperanza) No te gastes


hermano, tal vez tengamos oportunidad de escapar.
Yo.— ¡¿Qué carajos estás diciendo idiota?!, ¡Ordeno que
me desates inmundo animal calvo!, ¡hazlo!, ¡hazlo
ahora!
Otro.— (Hacia mí, rabiosamente, en tono de reproche)
¡Ya cállate imbécil!, por tu culpa nos capturaron,
ojalá tú seas el primero en desaparecer.

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Raymundo Castillero Palacios

Yo.— (Buscando de donde provino esta nueva voz al tiem-


po que forcejeaba tratando de desatarme) ¡¿Qué dia-
blos djiste?!
Oliver Jackson.— Mira, ya antes han capturado a más
de nosotros hermano. La violencia ha encontra-
do en la muerte un nicho donde enriquecer su
poder, los sabedores del conocimiento exacto, de
las artes portentosas —como nosotros y nuestros
captores— se han dividido en facciones, como
amitosis; en todo el reino de la muerte. Yo pro-
pongo una hipótesis: Nuestros captores están
descepcionados de nuestro Dios; por un lado
están los que, como yo, aún creemos en hierofan-
tes como Lacoy, a los cuales consideramos como
amorosos patriarcas, nuestros «tatas», en los que
confiamos para que intercedan por nosotros ante
Dios, Por otro lado están los que quieren apode-
rarse de este sistema y nos comercializan como
la más vil mercancia, no nos quieren para nada
honroso; principalmente a los que no salen del
trance... de hecho... es probable que dentro de
poco nos toque ver algo peor.

Una lluvia extrañamente copiosa, que de tan fría nos hacía


tiritar, calló sobre nosotros. Lo pertubador era que en las altu-
ras el cielo lucía despejado, sin nubes. Esto no podía ser sino
el producto de mi propia mente, empeñada en provocarme
desatinos.

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Post mortem

Inesperadamente, por un instante, la marcha se detuvo, El


arrastre al que mi espalda estaba siendo sometida era ya inso-
portable. Aproveché el momento para girarme hasta quedar
de lado buscando aliviar un poco el sufrimiento. La nueva
posición me permitió observar más a detalle ciertas cosas:
De nosotros tiraban cuadrillas de enormes palanquines, que
eran llevados por manadas de los ensimismados seres verdes,
éstos, apoyados sobre cuatro patas, estaban siendo usados como
bestias de carga, en sus lomos soportaban plataformas sobre las
que viajaban especímenes semejantes, sin embargo esos esta-
ban conscientes, como los que hablaban conmigo, pero con
actitudes salvajes un tanto anárquicas.
Eran los dominantes, los que sometían a sus congéneres,
de los que ya me había hablado Oliver Jackson.
Ante la lluvia descendieron de sus monturas para guare-
serse debajo de los palanquines.

—¡Malditos engendros!... ¡este sitio es mío!... ¡ningu-


no de estos gusarapos va a maltratarme! (Me dije
entre dientes e intenté levantarme para romper con
los engaños de mi imaginación)

La grosera dureza de una cuerda en torno a mi cuello


obstruyó de golpe mi respiración, el áspero cable me estaba
asfixiando y un vahído me hizo caer de rodillas... me esfor-
zaba por respirar, pero quien me había lazado apretaba cada
vez más y más, acercándose para gritar injurias en mi oído.
Sentí crujir mi tráquea. Me golpeó las costillas y, tirando de

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Raymundo Castillero Palacios

la cuerda hacia arriba me obligó a ponerme de pie, para lue-


go, con un fuerte puntapie, lanzarme hasta la parte del frente
donde, sometido, debí echarme a cuestas una de esas humi-
llantes plataformas de carga; tuve que andar entre la multitud
de porteadores verdes. En esas condiciones debí reiniciar la
pesada marcha, bajo la lluvia, hundiendo los pies y chapotean-
do en el infinito lodazal, donde a ratos quedaba atascado.
Encorvado, bajo la carga, trataba de respirar con norma-
lidad; se me vino encima el peso de la más abyecta esclavitud;
hasta donde mi vista alcanzaba sólo podían verse centenares
de criatuiras verdes avanzando como piaras o hatos de reses
maniatadas; los demás... cargando.
Había también todo un ejército de dominadores, quie-
nes portaban rústicas armas que, con ingenio rupestre ha-
bían sido diseñadas para inflingir el mayor dolor posible.
Me vino a la imaginación que eso bien podría ser algun
episodio contra los que debió luchar Heinrich Cornelius
Agrippa von Nettesheim, que quedaron descritas en los tex-
tos que acompañaron sus tratados como defensor público y
opositor al inquisidor de Colonia.

—¡Aaaauuuuch!

Una filosa hoja metálica se incrustó en mi brazo izquier-


do; la bestezuela que me aplicó tal castigo dijo con sorna:

—Te traje a tus amiguitos... que también quieren car-


gar y recibir latigazos.

44
Post mortem

Así que puso al lado mío a los cinco verdes con los que
había logrado algún entendimiento.

Oliver Jackson.— ¿Lo ves?, la violencia aquí es desmedi-


da (dijo en medio de gestos de contrariedad y dolor)
4.— Esto lo empeoró, sin duda... la segregación y el mie-
do (respondió otro)...
5.— De cualquier forma es mejor estar juntos, en algún
momento pueden venir los devoradores y justo en
esta posición es donde tenemos oportunidad de
escapar hacia donde está Lacoy, para hacer el ritual
de comunicación (agregó uno más con tono de mu-
cha seguridad).
Oliver Jackson.— (Entre gestos que acusaban dolor) Si
vamos a hacer el ritual y tenemos esperanza de es-
capar sería bueno presentarnos hermanos.
3.— Yo provengo de una familia dedicada al teatro, a los
veintiún años fui nominado al Óscar como mejor
actor, por la inigualable reprentación, en todos los
tiempos, de un asesino serial; en la película Love...
y vaya que reventé las taquillas en esa ocasión. Sin
embargo el exito resultó avasallador, no pude ir
más allá y me quedé encasillado en aquel persona-
je... se volvio mi estigma.
4.— (Con una insidiosa vocesilla burlona) ¿Por qué no le
dices de la relación «anormalmente cercana» que
tenías con tu madre?... ¿o de la androfobia de tu
hermana?

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Raymundo Castillero Palacios

3.— ¡Patrañas!... sentía por mi madre el amor más puro,


el más grande eso sí, pero limpio; fue mi padre
quien se encargó de calumniarme porque sentía
celos de mi cercanía con mamá. Lo odié hasta de-
searle la muerte... pero cuando de veras murió me
afectó... me sentí culpable.
4.— (Burlón) ¿Me das tu autógrafo?, jajajaja...
5.— (Continuando el escarnio) No te preocupes, no tie-
nes que dar explicaiones, todo el mundo sabe que
eras homosexual de armario.
3.— (Ufano) ¿Ah si?... ¿Y entónces por qué me casé y
tuve dos hijos?, además de los incontables amoríos
secretos con todas las actrices con las que actué, y
aun así mi mujer me perdonaba, por ser un gran
caballero, buen amante y magnífico padre.
6.— (Sarcástico) Sí sí sí... claro... tan bueno y magnífico
como tu lucha contra el alcohol y las drogas.
4.— ¿Por qué no le cuentas que eras el hombre más estre-
sado del mundo? ¿o que diste dispositivo para VIH?
3.— ¡Cállate!... nadie tiene derecho a juzgarme, morí
en mi casa, con mi familia presente. ¿Por qué tú
no nos hablas de tu patética «vida mejor»?, ¿de
tus horrendas cicatrices por la poliomielitis?,
¿de todos tus divorcios? ¿o por que no cuentas la
anécdota de cómo tu esposo te engañó con tu hija
adoptiva?
4.— Jajajaja... sí que eres ridículo. No hay mucho que
contar, sufrí de anemia, mi educación es cató-

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Post mortem

lica, fui una excelente actriz con una carrera


desbordante en cine, tuve tres hijos biológicos y
cinco adoptados.
5.— (Zahiriente) No olvides también que tu hermano
fue condenado por más de treinta violaciones a ni-
ños, cosa que por cierto tú encubriste, impidiendo
que los medios lo difundieran.
4.— (Ignorando el comentario) Mis últimos años los dediqué
a labores altruistas, hasta que fallecí por cardialgias.
5.— (Alardeando, con voz aguardentosa)Yo fui con-
siderada una de las actrices más populares de
Hollywood, empecé mi carrera desde los nueve
años.
6.— (Acotando) Desafortunadamente te ahogaste... eras
buena actriz.
3.— (Insidiosa) ¿Sí te mató tu esposo?, porque según las
noticias tenías heridas en brazos y muñecas como
infringidas, además de contusiones en la cebeza,
incompatibles con ahogamiento...
6.— Pues yo sólo tengo cosas que presumir y nada de
qué avergonzarme, vendí el sencillo musical más
popular para una mujer en toda la historia...
4.— Además de veinte cirugías...
6.— (Orgullosa) Reconocida en la música, cine y televisión...
5.— (Interrumpiendo) Mujer que se negó a envejecer...
distinguida por su extrovertida personalidad, dis-
léxica y con un extraño apego al aguarrás.
6.— Tuve una hija que llegó a ser cardióloga.

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Raymundo Castillero Palacios

3.— Tenía miedo de brillar sola; cayó en depresión por-


que su marido, tapatío, era mujeriego y por eso
pensaba en suicidarse.
4.— Se separó y el marido murió al poco tiempo debido
a una anomalía cerebral.
6.— Eso me afectó... pero fui considerada un símbolo
sexual (ufanándose).
5.— Por su forma indecente de vestir... claro.
3.— No se olviden de su segundo divorcio: nueve días
después del matrimonio... jajajaja...
6.— ¡Pero nos reconciliamos!
3.— ... por cuatro años más solamente...
6.— Hice películas muy taquilleras y gané un Óscar...
4.— Le gustaba involucrarse con hombres mucho más
jóvenes que ella.
6.— Los hombres me servían de diversión. Pero además
apoyé a la comunidad homosexual.
5.— Tanto así que su hijo cambió de sexo...
3.— Un día sus vecinos se dieron cuenta de un olor
fétido y, al entrar, encontraron restos de comida
podrida y restos de bebidas sin terminar, sobre la
mesa; murió victima de anorexia y su cuerpo fue
encontrado hasta diez días después, señal de que
los familiares no solían visitarle.
6.— (Melancólica) En los últimos días no socialicé mu-
cho con la comunidad.
4.— Cierto... los ancianos generalmente están solos, su
soledad les abruma, añoran, pierden contacto con

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Post mortem

sus familiares; los hijos no cuidan a los padres, mo-


riste «singularmente»... (Dijo con crueldad).

Me hervía la sangre escuchándolos... demasiada estulti-


cia, demasiada insidia; no era tolerable una converzación tan
tóxica y les grité:

— ¡Yaaaaaaa! ¡bastaaaa!

Exacerbado me largué a los tumbos —tanto como


pude, dada mi condición de sometimiento— de aquel
grupo de asquerosos esclavos cuyos comentarios me pro-
vocaron taquicardia. Los condené a todos, a todo mundo
a mi alrededor; mientras trataba de poner distancia de
por medio los señalaba con índice flamígero, quería ful-
minarlos con la mirada.
El dolor en mi costado y en la cabeza me doblaron; caí de
rodillas bajo la lluvia. me sentí tan pesado como un yunque...
un yunque enfebrecido que se derrite...
Oliver Jackson se mostró preocupado por mí. Presté aten-
ción al grupo de criaturas como capataces, que en actitud hostil
se me iban acercando, sus risitas burlonas eran tan molestas como
mosquitos en la oreja; me rodearon y empezaron a latiguearme al
tiempo que me lanzaban escupitajos. Me vino a la mente la ima-
gen de un manicomio del siglo xix, También a Oliver Jackson le
tocó paliza, por tratar de impedir que me golpearan.
Una trompeta retumbó hasta el cielo... inmediatamente
cesaron los maltratos...

49
Raymundo Castillero Palacios

Era la señal de un peligro inminente. En el caótico mun-


do de la muerte también hay grupos beligerantes que expan-
den su poderío sometiendo a todos a su alrededor.
Una colosal turbamulta, salida de todos los antros in-
fernales, se abalanzaba hacia nosotros, entre ahullidos de
guerra levantaban una eufórica polvareda hambrienta de
destrucción y conquista.
Todos los esclavos fuimos arreados a golpe de guijada
para emprender la veloz huida. Sin aliento, doloridos por
la reciente golpiza, Oliver Jackson y yo empezamos a repre-
sentarles un lastre, así que nuestros opresores, para ganar un
poco de distancia, decidieron soltarnos, dejándonos como
carnada distractora. Empezaron a destazar a las presas que
aún traían arrastrando y en el camino esparcieron sus restos
estratégicamente, de modo que los persecutores se entretu-
viaran recolectándolos; a medida que la distancia parecía
acortarse diseminaron enteros a los estúpidos verdes ensi-
mismados.
Al caos sobrevinieron los zumbidos de enjambres de
saetas; pronto fueron apareciendo criaturas ensartadas en la
arena. Una flecha atravezó mi pierna derecha, no me quedó
más remedio que esconderme bajo el inmundo cuerpo de un
energúmeno verde que se desternillaba de la risa mientras
le atravezaban ora el cerebro, ora la cabeza, ora el resto del
cuerpo. Pronto quedé sumergido en el rojo caldo de su san-
gre y la lluvia.
Vi cómo mis despavoridos captores se alejaban, cada
vez más, tras un talud arenoso, mientras, por el otro lado,

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Post mortem

inexorablemente se acercaba esta nueva marabunta brutal.


Casi al punto de aplastarnos, o capturarnos, volvió a impo-
nerse una trompeta, pero esta vez con un sonido distinto,
era un timbre de rebato anunciando un peligro aún mayor,
que detuvo el embate de los recien llegados y les hizo huir
también.
Oliver Jackson, precipitadamente me tomó de la mano
para sacarme de mi escondite vociferando:

—¡Ya llegaron! es hora de huir... ¡es nuestra oportu-


nidad!

Mientras trataba de sobarme las aguijaduras aventé su


mano aborrecible y con mi actitud agresiva traté de hacerle
saber que no se atreviera a tocarme. Poniéndome de pie pude
ver algo sin igual: un mosntruo antropomorfo, caleidoscó-
pico, inusitadamente veloz y siempre alerta, se apresuraba a
corretear a la horda más próxima a mí; mordía sus talones
para hacerlos trompicar y así engullirlos con una tarascada.
Pronto se hizo evidente que la vocación cazadora del ente
apocalíptico se exacerbaba ante las presas en movimiento.
Gracias a sus múltiples patas se desplazaba en una disposi-
ción de acecho sorprendentemente silenciosa, en vertigino-
sas explosiones sucesivas... parecía volar...
Oliver Jacson y yo, doloridos, maltrechos, escapamos. Él
me explicaba que deberíamos alejarnos de cualquier tumulto
porque eran justo las multitudes barullentas lo que atraía al
nuevo depredador. Buscamos un nuevo escondite y desde

51
Raymundo Castillero Palacios

ahí pude observar la escena apocalíptica bajo la lluvia que,


no obstante, no apagaba los miles de antorchas.
Quienes atacaron a nuestros captores no alcanzaron a
llegar muy lejos, de la arena mojada, entre el lodazal y el pe-
dregal se erguía, casi hasta alcanzar el cielo, una bestia mons-
truosa, colosal, parecida a una gran babosa o gusano, con
cientos de bocas que se estiraban como lenguas de camaleón
para atrapar y tragar a los verdes. El griterio era ensordece-
dor. Lo atacaban con taleros y achas, lo aguijaban para de-
fenderse, pero no cedía. No notaron antes su presencia por-
que el monstruo estaba completamente mimetizado con el
entorno, agazapado parecía una montaña... una terrorífica
monataña. Tenía ojos negros compuestos por lo que al pare-
cer eran millones de conos, posiblemente especializados en
detectar cualquier movimiento. Era un depredador pacien-
te, de movimientos lentos, con malévolos balanceos. Parecía
reir con cada boca al devorar a sus presas; sus tentáculos y
cabeza estaban cubiertos de aguijones como pelos, posible-
mente sensores que le permitian decidir donde y cuando ata-
car, era un ser arquetípico.
Una desgarradora sinfonía doliente enmarcó la grotesca
danza de los verdes, que se desperdigaban como hormigas
en el nido recién atacado. Caían por el pedregal tratando de
escapar entre las antorchas indemnes bajo la lluvia pertinaz
que, a ratos, nublaba mi vista.
Detrás de nosotros, a poca distancia, la lluvia formó un
poderoso torrente que arrazaba con todo. Con el talante las-
timado, apurado, desesperado, con ansias, con urgencia por

52
Post mortem

salir de aquella inverosímil tremolina de idiotas, me decidí a


cruzar, pero Oliver Jackson me detuvo con una apremiante
mirada, haciéndome señas de guardar silencio y de poner
mucha atención en lo que estaba a punto de ocurrir.
El aire gélido nos envolvió.
Esta infernal aporía de sucesivos ataques, de los que el
último era cada vez más poderoso, no había terminado aún:
En estampida los verdes en fuga se lanzaban al caudal cena-
goso para ponerse a salvo. De entre el torbellino de fango,
súbitamente, estalló un hervidero de enormes monos acuá-
ticos, peludos, sin cara, sólo una enorme tarasca llena de
dientes como taladros, que saltaban como los cocodrilos que
acechan bajo el agua a su presa. Aquello se convirtió en un
destazadero inenarrable. Estaba asqueado. No tenía escapa-
toria de mi propio cerebro.
Oliver Jackson me contó que esos monos existían desde
hace ochenta millones de años en esta realidad; no son pro-
piamente acuáticos, lo que sucede es que pueden contener
la respiración por mucho tiempo, más de una hora, eso les
permite acechar bajo el agua a su comida.
La lluvia se detuvo.
Algo raro pasaba allá a lo lejos, donde mis primeros
captores huían asustados, de regreso en un tropel desor-
denado se desperdigaban por todo el terreno. En las os-
curas alturas, miríadas de aves mitad aguaverdes y mitad
artrópodos, de relumbrantes plumajes tornasolados ora
morados, ora magenta, que a pesar de la poca luz en el
ambiente lanzaban destellos estroboscópicos iluminando

53
Raymundo Castillero Palacios

a sus presas. Eran pequeñitas, pero se movían en parvadas


gigantes, de manera sincrónica, en prodigiosas evoluciones
espaciales que confundían a los verdes, a quienes les arranca-
ban pedazos de carne con sus largos picos rojos. Oliver Jack-
son me explicó que esos monstruos devoradores obedecían
los designios de Dios —La Verdad— y su labor era limpiar
de seres verdes, preferentemente los que tenían conciencia,
pues el reino de la muerte debe estar limpio y solo.
Despues de devorar a los verdes los pájaros se dirigían
hacia La Verdad, con sus panzas bien llenas; ahí el dios los
consumía para guiarlos a la luz.
Volvió a retumbar el suelo, esta vez bajo las poderosas
pisadas de una bestia, mitad ardilla mitad quimera, cuyo to-
nelaje de tan grande era incalculable. Se movía con lentitud,
de modo que sólo podía devorar verdes despistados, atados
o desesperados, que no eran pocos.

—¡Auuuuch! (Grité dolorido bajo el ataque de insectos


pedestres, semejantes al tacurú, que subían por los
dedos de mis pies y me arrancaban pedacitos).

Traté de sacármelos de encima sacudiéndome desafora-


damente, con manotazos violentos los quitaba y, al aplastar-
los, lanzaban un chillido espeluznante; eran rojos, parecián
emplumados y sus picos eran como el del águila.
Mi escándalo tuvo consecuencias peores: atraje la aten-
ción de unos tubos flotantes, como ascáridos, rojos también,
con verde; daban vueltas sobre sí mismos para perseguirnos

54
Post mortem

mientras mostraban sus enormes dientes como agujas. Oli-


ver Jackson y yo corrimos despavoridos tratando de llegar a
unas rocas cercanas para ocultarnos; un grupo de verdes que
ya estaban escondidos ahí nos hacían señas para que nos ale-
jásemos. Cerca de setenta de aquellos cilindros hambrientos
venían tras nosotros; llegamos hasta las rocas, en ese preciso
instante Oliver Jackson se lanzó sobre mí, ambos caimos y así
nuestros persecutores terminaron comiéndose a los verdes
que habían llegado antes que nosotros que, aunque se defen-
dían blandiendo ardorosamente una especie de tacuaras, las
bocazas abiertas de todos modo los engullían. Oliver Jackson
no era tan estúpido después de todo, sabía que esas criaturas
tubulares eran ciegas y que sólo atacaban aquello que estuviera
al mismo nivel que sus dentelladas. Todo se sumergió en una
atmósfera sórdida, saturada de fluidos corporales sanguino-
lentos y el crocar de los verdes al ser masticados.
Oliver Jackson tuvo una buena idea, allá, no tan lejos, se
encontraba íntegro y desocupado uno de aquellos palanquines
con plataforma, ideal para escapar, sólo teníamos que aventu-
rarnos hasta él sin ser vistos, la idea era arriesgada pero valía la
pena, tratamos de incorporarnos de a poco para no hacer algún
ruido que llamara la atención de los tubos carnívoros, una vez
de pie adoptamos la mejor postura posible, nos preparamos
mentalmente y, llegado el momento preciso, nos lanzamos con
la mayor velocidad posible. Nuestros pies chapoteantes tropeza-
ban con verdes mal heridos, agujereados o destazados mientras
tratábamos de mantenernos lejos de las antorchas para no ser
detectados por los monstruos.

55
Raymundo Castillero Palacios

Un chillido como de águila se dejó escuchar desde los


cielos por sobre nosotros, con todo lo que ya había visto, más
ese sonido encima de nuestras cabezas, la única reacción
posible era de pánico, hasta el último de los átomos que me
componen tuvo algo de miedo. El mosntruo que ahora nos
rondaba tendría una envergadura de unos dos metros y me-
dio en las alas extendidas, parecía un quelonio bicéfalo. Vo-
laba alto, en círculos, acechando, esperando sorprendernos.
A punto de tomar un sitio sobre el palanquín escuché
el desgarrador alarido de Oliver Jackson, lo atrapó por lo
hombros la criatura voladora color agurina. Inmediatamen-
te, casi como un acto reflejo, hice que el palanquín saliera a
toda velocidad, los verdes estúpidos que lo cargaban ahora se
movían a mi voluntad. Oliver Jackson alcanzó a sujetarse de
la plataforma al tiempo que la criatura trataba de llevárselo
hacia los cielos; el tirón provocó un profundo grito de Oli-
ver Jackson, agudo, penetrante, como un vagido. La grandes
garras se habían clavado en su cuerpo de tal manera que se
enganchaban en sus carnes haciéndolo llorar... como a un
imbécil... jajajaja...
Apresuré el andar de los porteadores verdes para salir
pronto de ahí, pero se inició un cruel jaloneo: mientras más
nos esforzábamos por huir más tiraba de Oliver Jackson el
monstruo alado, pronto su brazo quedó en vilo, él apretaba
los dientes con tal fuerza que se podía ver que estaban a pun-
to de desprenderse. Sus lamentos de algún modo comunica-
ban cómo el sufrimiento oscurecía su corazón, mientras que
en el mío causaban tabarra; la bestia voladora apretó más sus

56
Post mortem

garras y con un tirón consiguió arrancar a Oliver Jackson de


la plataforma, peró él estaba muy lejos de claudicar, a punto
de desfallecer sacó fuerzas de flaqueza y, en un acto supremo
de tenacidad y coraje, logró sujetarse nuevamente; la fiera,
sin embargo, pudo arrancar dos grandes pedazos verduzcos,
provocando un chorro disperso de sangre y dolor infinitos
sobre el cuerpo semidesollado de Oliver Jackson. El guiñapo
sangriento cayó pesadamente entre lamentos y chillidos; tras
él cayeron también los pedazos que le habían sido arranca-
dos, como si el ave, a fin de cuentas, los hubiera despreciado;
la vi perderse a lo lejos, en las alturas, llevándose esta vez a
uno de esos verdes enajenados que hacían las veces de por-
teadores.
Jaaah... por suerte mi nobre es Atanasio.

— ¡Gracias!, muchas gracias hermano... (dijo Oliver


Jackson, aún lloriqueando)

El muy idiota creyó que le ayudé. No se dio cuenta de


que todo lo que hice fue por mí mismo. Apresuré el paso del
palanquín para ponernos a salvo, sin embargo un zumbido
como de moscas empezó a seguirnos,

— ¡Langostas! (gritó Oliver Jackson)

Era un enjambre voraz de cosas parecidas a los pajarillos


carnívoros de pico rojo, tras su paso arrasador no quedaba
ni un ápice de los millardos de verdes. Oliver Jackson me

57
Raymundo Castillero Palacios

recomendó que soltáramos a algunos de nuestros porteado-


res, para dejarlos a manera de cebo, eso nos daría un poco
de tiempo para poder escapar, aunque nos movieramos más
lento; y así fue, la diabólica nube de insectos les cayó enci-
ma, mientras nuestro palanquín se alejaba renqueando, era
de los pocos que aún quedaban; dado lo peligroso y exte-
nuante que resultaba andar a pie evadiendo tantos peligros,
pronto nos vimos asediados por una marejada de verdes
conscientes abalanzándose sobre nuestro vehículo, que ce-
dió ante el peso inconmensurable lanzándonos por tierra;
el estruendo volvió a ponernos en el centro de la depreda-
ción, ahora una docena de felinos antropomorfos, blancos
como niebla, centraron su atención en nosotros, cazando
en equipo se aseguraban de que nadie escapara. Parecían
susurrarse planes perversos con sus extraños gruñidos, pa-
recidos a risas blasfemas.
Sin alternativa los verdes volvían a montar su exangüe
defensa de «armas» primitivas, frente a la que estos nuevos
monstruos resultaban incólumes; los verdes que trataban
de correr eran rápidamente alcanzados y sometidos. Com-
pletamente golpeado empece a arrastrarme, con la idea de
llevar a Oliver Jackson para usarlo como escudo en caso de
que fuera necesario durante el escape, Oliver Jackson pensó
otra cosa: empezó a recoger de los restos hediondos de los
verdes detazados, para lanzarlos como bocados distractores
hacia los monstruos; pero, como meteorito, desde la alturas
se posó la extraña pata de un batracio volador, rojo y amari-
llo, que, imponiéndose ante nosotros reclamaba los despojos

58
Post mortem

que quedaban esparcidos por el terreno, en seguida descen-


dió un aluvión de estas caprichosas criaturas, en busca de los
girones de verdes que el bóreas les había ofrecido. Luchaban
entre ellos por los despojos e iniciaban combates para de-
fender o arrebatarse la carroña, éstos no buscaban más que
restos, sobras, pero no dejaba de ser una locura digna de ser
escrita por Juhani Aho.
¡Por Dios!... unas diminutas alimañas con cabezas enor-
mes estaban subiendo por mi cuerpo a millares, mordían
para dejar una saliva que me entumecía al punto de impedir-
me cualquier movimiento, no obstante las ardientes punza-
das que me escocían hasta un punto indecible de la desespe-
ración. Oliver Jackson con un movimiento relampagueante
tomó una de las antorchas para arremeter directamenete so-
bre mí con el fuego.

— ¡Aaaaaaaaaaaaah!...

Era una tortura múltiple, pero parecía funcionar, los bi-


chos caían calcinados a montones; poco a poco recuperé el
movimiento; mi cuerpo quedó repleto de llagas, pinchazos y
partes literalmente asadas.
Aún con sus dolores Oliver Jackson me ayudó hasta
que me sentí restablecido; decidimos no llevar más las an-
torchas para no llamar la atención. Mal heridos caminamos
con poca esperanza pero decididos a no claudicar. Mirá-
bamos cómo en el cuerpo de agua unos animales planos,
braquiópodos, luminiscentes, que a pesar de estar en el

59
Raymundo Castillero Palacios

agua parecían volar. Comían los trozos de carne y visceras


que aún flotaban; eran como pescadores, estiraban sus lar-
gos cuellos y los retraían para ingerir, se movían despacio
y sigilosos. Nosotros, comtemplándolos, caminamos en
suspenso. Mi corazón palpitó a mil por hora cuando un
vahído me hizo caer y, desde el suelo, pude ver a unos bi-
chos color azul celeste que surcaban el cielo como estrellas
fugaces; se lanzaban en picada para cazar con movimientos
acrobáticos.
Nuestra fuerza no daba para más, nuestros cuerpos mal-
trechos, completamente doloridos, sin parte indemne, que-
daron abatidos, incrustados como rocas en el cieno, pero,
dicho sea de paso, esta vez nos sonreía la suerte: Un grupo de
humanoides azules, que parecían tener visión nocturna, des-
plazándose sobre cuatro patas, cazaban cooperativamente a
los ciegos incautos en la oscuridad.
Poco a poco el silencio se apoderó del lugar, ya no
se oían gritos, ni pasos retumbantes, ni bamboleos escu-
rridizos, ningún monstruo se podía percibir ahora. Más
conscientes fuimos del silencio casi absoluto cuando
notamos que sólo se escuchaban nuestras propias res-
piraciones y el lento tamborileo bradicardico en nuestro
interior. Todo quedó en suspenso.
A lo lejos, entre las humaredas, se perdió finalmen-
te la silueta de algo como un hipopótamo, que masilento
paracía vagar hacia la oscuridad infinita. Estábamos lejos
de cualquier antorcha, callados... no era conveniente estar
a la vista.

60
Post mortem

El largo y contínuo silbido del viento era índice de que


todo ahora estaba despejado, volvíamos al páramo lúgubre,
ya no más aquella especie de circo romano. Todo fue tan su-
rrealista...
Se fue el peligro. Nos levantamos y echamos a andar.
Con ese frío seguro me daría una bronconeumonía...

61
Post mortem

Oliver Jackson.— Lacoy, el sacerdote, nos ayudará no


te preocupes, él es un gurú, en realidad él es inspi-
rador, conoce la verdadera cosmogonía, tiene un
gran carisma y atrae seguidores, los que lo conoce-
mos quedamos impresionados con él, en el reino
terrenal, según nos contó, él fue mimado hasta el
extremo con todos los lujos de su época, no le faltó
nada, de joven era un vividor, un play boy, ávido
de gloria, tenía solo amigos aristócratas; en una
época en la que las enfermedades, el hambre y la
guerra acababan con las personas él descubrió los
placeres de la carne y el alcohol, le gustaba estar de
fiesta hasta muy tarde burlando las leyes, era un
cosmopolita, pero a los veinte fue llamado a filas
y marchó a combatir gustosamente, era todo un
bucéfalo, su padre murió dejándole una modesta
cantidad de dinero y a pesar de eso logró construir
su gran fortuna y desde ese momento se adentró

63
Raymundo Castillero Palacios

en el mundo espiritual, se puso él mismo la misión


de reconstituir La Verdad y sus doctrinas en la
Tierra así como refundar su iglesia...

Su inconmensurable estupidez era inversamente pro-


porcional a su cordura. ¿Cómo era posible que después de
todo lo que acabábamos de pasar estuviera hablando con
ese fanatismo religioso?, decidí no desperdiciar mi energía
contestándole; me pareció que él notó mi desprecio por su
diatriba, sentido e inconforme se separó de mí, ambos cami-
namos alejados uno del otro, hacia el suroeste, mientras una
brisa suave arrullaba nuestro pesado agotamiento.
El ocio me llevo a remedar, con sorna, el andar de Oliver
Jackson, como de grulla, ¡cómo deseaba tener mi calzado en
ese momento!.
Luego marchamos serios. Al echar un vistazo a mi reloj
me percate de algo sorprendente: marcaba las 15:35 horas,
era la tarde (justo a esta hora solía comer chiles rellenos de
pechuga de pollo y elotes en crema, gratinados, o discada
de carnes frías) pero, sin embargo, estaba oscuro, era un
ambiente nocturno, la temperatura descendió, como en la
noche anterior, hasta volverse congelante, al parecer en este
estadio había una alteración temporal o, en todo caso, una
distorción en la percepción del tiempo; supongo que es lo
mismo que experimentan los gases y el polvo que orbitan los
agujeros negros, sin caer en ellos gracias al gran magnetismo.
O —esta era mi última alternativa— en realidad yo estaba
muerto y así es después de la vida.

64
Post mortem

¿Entonces vería al famoso escritor y editor de comics es-


tadounidense y a aquella sicalíptica bailarina mexicana no?...
jah... Después de un rato pregunté a mi compañero por qué
nunca amanece y, por otro lado, el tiempo en el reloj pare-
ce transcurrir con normalidad. Le pregunté usando algunos
africanismos, de manera burlona, claro, porque esta criatura
tenía, de algún modo, ese fenotipo; pero dudaba de la fiabili-
dad de las respuestas del «general brigadier»... jaaaaaaaaah...
aún alejado de mí, se limitaba a contestar con monosílabos a
mis preguntas casuales y de cortesía fingida, por otro lado su
dudosa capacidad mental me provocaba una desconfianza
tal que era equiparable con la repugnancia que me provoca-
ba su aspecto humanoide.
Mientras atravesábamos aquel desierto rocoso, para
llegar donde Lacoy, me llamó la atención otro de estos in-
mundos verdes estúpidos que irradiaba insensatez, estaba
completamente inmóvil, ido, enajenado y no había indicios
de cordura en él; obcecado balbucía palabras ininteligibles
en primera instancia; pero luego algo de lo que pronunció
me iluminó la mente, se trataba de un antiguo idioma, muy
primitivo, elemental, fue como si un rayo atravesara la oscu-
ridad; lo primero que entendí fue una frase del vulgar coun,
una forma rústica de indioma que supone vestigios de los
hombres gigantes en la región austral de América, el cual se
pronuncia de manera africada:

— Idcoquereyde coun paque atlaosla rafucosiunradelu


tipeunpaabmi

65
Raymundo Castillero Palacios

Que significa: «en las profundas cavernas de la oscuri-


dad más abisal e infinita se halla la verdad». Reconocí esa
frase porque era muy común en los cantos del devociona-
rio de De, un porder desconocido, etéreo, llamado también
Verdad. Ese culto milenario aún existe y, por cierto, es enca-
bezado actualmente por una amiga mías, doctorada en física
en Stanford.

66
Post mortem

Como respondiendo a una invocación, súbito, se abrió un


portal de mi pasado entre humeantes fulgores: En la antigua
casa del abuelo, una larga planicie que se extendía más allá de
donde mis ojos alcanzaban a ver, mis padres acostumbraban
andar en misteriosas caminatas nocturnas a las que siempre
me estuvo vedado acompañarlos; un día, escondido, espian-
do, descubrí que en esos andares mi madre lucía diferente,
vestía de un modo distinto.
Mi madre siempre, en todo momento, fue una mujer
excepcionalmente hermosa, espigada, aproximadamente un
metro y ochenta centímetros de estatura, ojos azul profundo
de arrobadora mirada penetrante, enmarcados por grandes
pestañas negras, labios —siempre al natural— rojo carmesí
y, como fondo para esa composición sublime una sedosa
piel blanca, tersa, inmaculada; remataba el alto contraste con
el negro azulado de la cabellera suelta, danzando sobre sus
hombros un suave vals. Su presencia era electrizante, espec-
tacular.

67
Raymundo Castillero Palacios

Sigiloso me arrastré entre las acacias para no ser des-


cubierto; buscaba acercarme al lugar de donde provenía la
misteriosa luz de resplandores púrpuras y amarillos, más
aquel ritmo africano; una vez que me acerqué hasta donde
pude, vi que mi madre y mi padre no eran los únicos, había
en total unas quince personas. Ahora, ya adulto, sé que se
trataba de la parafernalia propia der ritual «ĥ», una de tantas
ceremonias que encontré descritas en un libro esotérico de
la biblioteca privada de mi padre, que en el lado oeste de la
casa permanecía siempre cerrada con llave; ahí había textos
sobre cultos y rituales del África francesa. Si no mal recuerdo
el nombre del libro era Ceballacimare (El Libro de la Inmor-
talidad).
Había hombres y mujeres que vestían túnicas largas
hasta los tobillos, abiertas por el frente, sin botonaduras,
de color rojo obscuro; que, por los movimientos a veces
suaves y lentos y a veces desaforados, exponían sus cuer-
pos completamente desnudos, todos iban descalzos; al
rededor de una llamarada ejecutaban una carnavelesca
danza concupiscente de pasos repetitivos y provocado-
ras contorsiones al ritmo del tambor. El ánimo lascivo del
aquelarre pronto devino en un frenesí orgiástico, sus ros-
tros evidenciaban un estado de enejenación que rayaba
en un demencial paroxismo lujurioso, luego... tocamien-
tos aleatorios... hasta llegar a lo que me pareció el culmen
de los placeres de la carne...
Finalmente entendí la predilección de mis padres por
tantos... artefactos...

68
Post mortem

Agitaban sus cabezas con tal fuerza que parecía que


se desprenderían de sus cuellos, las bocas inusitadamente
abiertas dibujaban muecas grotescas; las lenguas de fuera,
escurriendo saliva a raudales, con lúbricos movimientos
parecían gusanos ansiosos por ender la carne. Y, a pesar del
aparente desenfreno, los cuerpos paracían hacer evolucio-
nes armoniosas que componían, cual notas musicales, una
fughetta vivace.
Aquella bacanal, inefable para mi mente infantil, me
dejó perplejo, pero también maravillado, estaba conmocio-
nado; me sentía lleno de una energía brutal, indescriptible.
Boquiabierto, anonadado, tratando de cubrir absolutamen-
te todo con la mirada, vi a mi madre plantarse en el centro
del grupo, ahí soltó su bata —según me pareció el gengibre
hizo magia con su grasa abdominal— que, suavemente, en
su reveladora caída lo inundó todo en una atmósfera de
sensualidad, los danzantes su detuvieron, hasta las lenguas
del fuego parecieron apaciguarse, se callaron los tambores;
la abrumadora sorpresa me congelo al punto que el tiempo
se detuvo. Una plétora de emociones se me vino encima,
me sentía avergonzado, asombrado, impactado, también
estaba en el climax de la exitación sexual; todo, todo al
mismo tiempo. Los demás formaron un semicírculo, como
media luna, en torno a mamá, quien delicadamente se ten-
dió en el suelo tocándose de manera deliciosamente suges-
tiva. Un hombre de rasgos negroides, a quien nunca antes
había visto, surgió de la nada, con gran temple, llevando un
cáliz revestido de plata opaca, con grecas de distas formas,

69
Raymundo Castillero Palacios

tamaños y relieves, era tan grande que, con esfuerzos, de-


bía sostenerlo entre las dos manos. El balancear del copón
provocaba que, de tanto en tanto, se derramara un líquido
de color obscuro, cuyos restos escurrían por las sinuosas
paredes aquella especie de grial.
Mis pudores infantiles, el hecho mismo de que se tra-
tara de mi propia madre y la natural imposibilidad para
entender lo que estaba presenciando me hicieron titubear:
¿Debia seguir ahí alimetando mi voyerismo? ¿debía irme?
¿por qué mi madre estaba en esas circunstancias? ¿Quien
era aquel negro imponente?. Nadie hubiera creído que esa
era la misma mujer que gustaba de hacer bolsos de mano
estilo abanico y manteletas redondas inspiradas en la época
de su joven soltería.
Obnubilado, boquiabierto, a pesar de mis titubeos, no
pude despegarme de ahí. El hombre avanzó hacia mi madre,
que seguía en el piso. Todo estaba envuelto en el más pesa-
do silencio, el gotear del cáliz parecía retumbar como si de
un maremoto se tratara, mis sentidos habían adquirido una
agudeza tal que los pasos de aquel tipo, sobre el pasto húme-
do, martillaban con fuerza mi cerebro. Esta nueva hipersen-
sibilidad me hacía percibirlo todo magnificado y pronto los
sonidos, los olores, las formas. los colores se convirtieron en
una maldición... maldije aquel tormento sensorial... un ava-
sallador ¡splash! reventó mis tímpanos... vi caer, como en
cámara lenta, sobre el cuerpo desnudo de mi madre, aquel
líquido negruzco; tras las miasmas cayó un neonato... aquel
hombre, en el límite máximo de la depravación, tomo al

70
Post mortem

bebé para atravesarlo en repetidas ocasiones con una especie


de daga, la criatura murió en medio de atroces vagidos.
Sentí repugnancia, mi diafragma se contrajo al pun-
to del vómito, deseé haberme ido, pero era presa de un
electrizante sortilegio que exacerbaba mi curiosidad y me
presentaba un ineludible desafío intelectual. Fueron las
arcadas, que me obligaron a taponarme la boca con las
manos, las que finalmente me hicieron voltear, esconder
la mirada; traté de evadirme concentrándome en reptir
un trabalenguas

— Si seis sierras sierran seis cipreces, seiscientas sie-


rras sierran seiscientos seis cipreces... Si seis sierras
sierran seis cipreces, seiscientas sierras sierran
seiscientos seis cipreces... Si seis sierras sierran seis
cipreces, seiscientas sierras sierran seiscientos seis
cipreces

Tuve la sensación de que era yo quien estaba ahí, que


todo lo visto me había sucedido directamente a mí, tenía in-
cluso la sensación de que, como a mi madre, me caía dentro
de la boca aquel caldo horrendo, que escurría hasta meterse
en mis ojos y en cada uno de mis poros.
La aversión creciente me devovlió el impulso de huir de
aquella escena demoníaca, precipitadamente me levante a
los tumbos, caí de nalgas, me volví a levantar. Revivió la or-
gía; bajo una luna rota la noche se llenó con gritos frenéticos,
la renovada danza lo salpicaba todo con aquellos inmundos

71
Raymundo Castillero Palacios

detritos. Despavorido, salí corriendo con toda la velocidad


que pude, ahora solo escuchaba mi respiración agitada y las
luciérnagas estrellándose en mi cara.

72
Post mortem

Quedé de rodillas, envuelto en una espiral vertiginosa, so-


bre un peralte que me impidió seguir a Oliver Jackson donde
Lacoy; casi sobre mis rodillas, con una mano tomando mi
frente y con la otra agarrado al suelo arenoso. Este sujeto, de
figura esteatopigia, que hacia gala de locuacidad y estupidez,
seguía su camino sin enterarse de que yo me había retrasado;
tal vez se vengaba de mí. Respiraba hondo para tranquilizar-
me y disipar el mareo. Aquel petimetre me llevaba tanta ven-
taja que empezaba a perdérseme en el horizonte, de modo
que debi redoblar el esfuerzo para alcanzarle.
¡Dios!, cómo me ayudaría comer chorizos a la pomaro-
la... o carne asada...
Llegamos a un sitio donde, en medio de todos los idiotas
ahí congregados se encontraba uno llarando, luego se puso a
cantar y a bailar; inferí que ese era el tal Lacoy.

—Parafernalias de lo «espiritual» (me burle en mis


pensamientos).

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Raymundo Castillero Palacios

Luego recitó un aburridísimo sermón, cíclico a mi


parecer:

Lacoy.— Ya el libro de los muertos y los libros sume-


rios reconocían, aun con su simplicidad, el her-
moso poder de La Verdad, incomparable con los
dioses existentes, preexistentes y convencionales
que pueden bajar al infierno calcinante y vicever-
sa... su forma tan maravillosa, una de miles... «El
devastador de las corrientes estelares» que destru-
ye y consume todo ser viviente a su paso, mientras
surca sus terrenos, «El impactador oscuro-lumíni-
co», «El Ciclo sin fin», gigantesco e «invisible-vi-
sible». Su masa es superior a un millón de soles,
es una enorme concentración de materia oscura,
su textura es poderosamente brumosa y viscosa
como ajonje; con su andar lento sobre los univer-
sos simulados, pobres de aquellos que no aceptan
la realidad para reprimir la terrible y bondadosa
verdad, ¿a quién salvarás? Sin duda a los que te
adoren; en este universo de muerte infinita no se
puede mentir, hasta las semidiosas que duermen
en el círculo polar ártico te temen y adoran desde
su gélida morada.
Yaellidelomuylisu, de potencial ilimitado,
la de piel de ajonjolí, controladora de todos los
aspectos naturales del universo, la canonizada,
controladora del clima, voladora de altas velocida-

74
Post mortem

des, creadora del electromagnetismo, respiradora


en el agua, sólo limitada por su voluntad y la fuerza
de su cuerpo, de emociones estables, la observado-
ra en la oscuridad, la sensible, más poderosa que
las elementales, de magia blanca, la bruja experta,
hija de la diosa Ilcodetolo, la ladrona experta, la lu-
chadora cuerpo a cuerpo, te conoce, te teme y te
adora.
Asmadeunco, de poderes telepáticos y tele-
quinésicos, la cíclope, proyectora del plano astral,
la levitante, la reanimadora, la asesina, la que se
comunica con los animales, la aumentadora de
poderes, la piromaníaca, la proyectora de energía,
la viajante en tiempo y espacio, la creadora de agu-
jeros negros, la tragadora de energía, la omnipo-
tente, te conoce, te teme y te adora.
Declvodealve, la de fuerza sobrehumana, la
diosa del caos, la diosa suramericana, la de ajorcas,
la absorvedora de energía, la velocista, la muscu-
losa, la infatigable, la resistente, la que tiene pode-
rosos tejidos corporales, ni las balas, ni grandes
impactos, ni caídas de grandes alturas, ni la expo-
sición a extremas temperaturas, ni presiones, ni
poderosas explosiones de energía te hacen daño,
la canalizadora de energía, la resistente, la que so-
brevive en el vacío del espacio exterior, la abilidosa,
la equilibradora, la de coordinación corporal, la de
reflejos acentuados, la que vuela a velocidades enor-

75
Raymundo Castillero Palacios

mes, la que anticipa los movimientos, la que via-


ja a exoespacios, la de fisiología extraterrestre,
la inmune a toxinas y a venenos, la que dispara
ráfagas de fotones, su mínimo poder es similar
a un arma nuclear, la que regenera rápidamente
sus heridas, la espía, la combativa, te conoce, te
teme y te adora.
Velamulain, la robadora de poderes, la diosa
del sur, te conoce, te teme y te adora.
Larelaqutipote, la que esgrime el poder del arma
Conilabanigr, la de apariencia de ciclóstomo, la de
fuerza sobrehumana, la justiciera, la de resistencia
sobrehumana, la de carácter aguerrido, la diosa de
los dioses asgardianos, la invulnerable, la inmune a
enfermedades e infecciones, la que vuela a través del
vacío, la que manipula la energía, la descargadora de
relámpagos, la que manipula la materia, la de volun-
tad de hierro, la moderada, la combatiente, te conoce,
te teme y te adora.
Tesoladidelo, la que altera probabilidades, la
de tiempos neolíticos, la manipuladora mágica,
la hechicera, la que cuida de ataques místicos, la
ocultista, la voladora, la conocedora de la brujería,
la experta combatiente, la táctica, la líder, la de per-
cepción infinita, te conoce, te teme y te adora.
Todo lo que tuve en vida, mis cincuenta y seis
mil metros cuadrados de propiedad, mis veinte edi-
ficios supremos, mi gran mausoleo construido desde

76
Post mortem

el siglo xix, mis reuniones con lo más granado de


la sociedad, mi sala de cine gigante, mi colosal bi-
blioteca tipo francés en tres niveles con moderna
terraza, tapices europeos, amplios jardines, todo te
lo debo a ti.

Yo.— Jajajajajaja

Me destenillé al escuchar las perogrulladas de aquel ab-


yecto predicador verde, sus dichos eran palabrerías de mer-
cachifle, de merolico; el discurso típico de quienes predican
santidad pero venden nuevas tecnologías para financiar gue-
rras. Esta entelequia podía ser entendida de diferentes mane-
ras: Podría resultar de su estado emocional que determina su
bienestar; podría haber hecho de su estúpida fe el sentido de
su existencia probablemente necesitado de madurez emo-
cional. Pero mientras esta cosa verde tiene su fe yo tengo la
matemática, la lógica, la imaginación, la pasión; lo que hago,
me divierte y me gusta. Al desplegar mi creatividad siento
como fuegos artificiales, es adictivo, Tra-ba-jo con hermosas
alabandinas y eso me representa cientos de horas de placer,
soy constante, me he preparado y me doy todos los gustos
posibles... la comida... las tartas, el café, burekas, licores, ga-
lletas, zaher, tés...

Oliver Jackson.— Convirtió a muchos presidentes a


nuestra fe cuando vivió, especialmente al surina-
mita.

77
Raymundo Castillero Palacios

Parecía carecer de toda noción de miedo y tenía un de-


fecto orgánico que hacia muy desagradable el sonido de su
voz.

Oliver Jackson.— En ocasiones se le ve irradiar luz


mientras reza, levanta los ánimos y mantiene uni-
do al grupo.

Tenia muchas cicatrices, besaba y trataba bien a las vícti-


mas desmembradas que habían sobrevivido a todas las bes-
tias devoradoras, decía que los verdaderos desmembrados
eran los incrédulos; su apariencia hacia suponer que some-
tía su cuerpo a condiciones extremas, era muy dramático al
hablar sobre sus dogmas; pregonaba que La Verdad era la
única entidad que podía salvarnos; vestía sólo una tosca tú-
nica; enseñaba la mortificación de la carne como medio para
la «salvación» y, rechazaba el placer de cualquier naturaleza.

Oliver Jackson.— Al principio nosotros desconfiába-


mos de sus prédicas y le arrojábamos cosas, nos
reíamos de él y lo ridiculizábamos pues en un
principio trató de predicarles a los devoradores,
además parecía de ser un ser ajado.

Se mostraba apasionado, con amor por su dios, tenía


una exuberante forma de contar historias de fe, aunque pare-
cía histérico; besaba las heridas sangrientas de sus hermanos.

78
Post mortem

Oliver Jackson.— Es un mártir, las congregaciones ya


son tantas que a veces resulta difícil dirigirlas, su
fama crece a cada momento y le llamamos santo,
también puede obrar milagros, ha pasado muchos
años cuidando a los hermanos más desafortuna-
dos, debieron haberlo canonizado en su tiempo.

Terminado su parloteo fudamenalista se alejó de sus feli-


greses para quedar sentado en una banca, donde adoptó una
actitud meditativa que, no obstante, connotaba molestia; fui-
mos hacia donde estaba, dejé atrás a Oliver Jackson; al llegar
hasta él le tomé con violencia del hombro derecho, con un
tirón lo hice dar la vuelta, pensando que se trataba de otro de
esos estúpidos locos que podían comunicarse, quería some-
terlo a mi autoridad, esperaba que me respondiera... aunque
no supiera bien qué preguntar; pero reaccionó con un ma-
gistral golpe de artes marciales que, limpiamente, llegó hasta
mi quijada, era evidente su experiencia y gran habilidad en
las técnicas de defensa personal. Volví a morder el polvo.
Se levantó de su asiento con gran enojo y refiriéndose a
mí le gritó a Oliver Jackson:

— ¡Dije que no me traigas a nadie más!... no más perso-


nas estúpidas y locas. Tengo que encontrar la ma-
nera, de resolver los problemas con las bobinas del
sistema imán y su estructura de apoyo mecánico,
antes de la inserción en el buque criostato.

79
Raymundo Castillero Palacios

Me levanté para encararlo y enfrentándolo le pregunté:

— ¡¡¡¿De qué chingados hablas?!!!

Lo agarré del cuello, me disponía a someterlo, en ese


momento se inició una lluvia dispersa que pintaba para con-
vertirse en otra tormenta mosntruosa.

Yo.— ¡Responde monstruo!, ¿de qué estás hablando,


a que te refieres con todo eso?... ¡descendiente de
progenie estúpida!

Se quitó mis manos con más violencia que la que yo hu-


biera podido usar sobre él.

— ¡Suéltame cosa aberrante!, no tengo porqué con-


testarte, ¿quién crees que eres? ¿acaso te crees
más inteligente que la otra bestia loca? (dijo for-
cejeando).
Yo.— ¡Jamás te atrevas a compararme con aquella cria-
tura o contigo mismo sabandija!, ¿crees de veras
que las palabras «mágicas» que escribes te salvarán
de tu insensatez y salvajismo?... (Hirviéndome la
sangre de rabia, mientras le hablaba, le escupía en el
rostro).
— ¿Cómo sabes que estoy escribiendo palabras mági-
cas? (Dijo mientras su ojos se abrían enormes, llenos
de sorpresa) ¿cómo conoces esto?, ¿alguien como

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Post mortem

tú, de tu calaña, sabe leer la escritura sagrada?...


(Relajándose señalaba con su dedo índice las ralla-
duras que estaba practicando sobre la banca).
Yo.— (Leyendo precisamente lo que escribió) Secosudin-
laraq sarecoexui ydetucasolela, ¿cocoesalcotu?, es-
pomiboimyco ysapr... (lo miré desafiente y le espeté:)
Y sí, lo sé pronunciar y lo entiendo a la perfección.

Quedamos mirándonos, tensos, como dos murallas en-


tre las que retumbó una especie de eco; cerca, Oliver Jackson
esperaba sentado, como niño, tal vez en su propio mundillo
imaginario, agintando una varita con actitud de enajenado.
Luego de unos instantes el predicador verde estalló en efusi-
vos abrazos mientras eufórico decía:

— ¡Hermano!... ¡hermano!... (olvidando por completo


nuestras diferencias)

Traté de alejarlo, este bicho verde lucía aún más raro que
Oliver Jackson, más raro aún que aquel tonto con su varita;
su inexplicabe explosión afectuosa se debía, desde luego, al
hecho de que yo hubiera entendido su escritura oculta, re-
servada sólo para iniciados y para místicos. Su comporta-
miento era ahora todo afabilidad. Me abrazó por unos ins-
tantes, yo estaba tranquilo ya, colegí que ahora me veía como
su igual... ¡jaaah!, bastardo, basura... Lo empujé con suavidad
para alejarlo de mí, lo miré fijamente a los ojos y me dispuse
a indagar sobre todo lo que nos rodeaba.

81
Raymundo Castillero Palacios

— Hace mucho esperaba a alguien con quien platicar


cuerdamente (Me dijo con voz calma y denotando
cierta solemnidad, luego me invitó a sentarme en la
banca a lado suyo).
Yo.— ¿Por qué es éste lugar así?, porque si me lo pregun-
tas preferiría estar en un spa, aquí todo es horrible,
de mal gusto (Dije ya con confianza).
— ¡La crítica como estilo de vida! ¿eh?... Jajaja, ¿por
qué?, ¡ajá!, dímelo tú que dices saber lo que sabes...
(dijo desafiante).

En realidad soy agnóstico, pero ante la provocación no


tuve más alternativa que seguir el juego sobre el tema y nego-
ciar; ensayé una sonrisa desdeñosa con sólo el lado derecho
de mi boca y, mirándolo por encima de mis hombros, acepté
su desafío; dirigí la mirada hacía lo que él había escrito y lo
leí en voz alta:

Yo.— Quesesenvo aregiha... (enmudecí estupefacto)

Lo que ahí decía me dejó petrificado, no obstante mi natu-


ral curiosidad me hacía mantener los ojos en la escritura; esto
me resultaba familiar, repugnante, visceral. Mientras, la otra
criatura no tan estúpida me observaba con morbosa atención,
con sus desorbitados ojos expectantes parecía demandarme
alguna respuesta. Yo entendía todo aquel escrito agnostozoi-
co en idioma que él llamaba «sagrado», y, aunque me provocó
escalofríos, mi cerebro decidió acabar de leerlo. Aquel sujeto

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Post mortem

empezó a traducirlo en voz alta, no porque hubiera creído


que yo no lo entendiera, sino por el deleite de hacerlo resonar
en otros idiomas para mis adentros; se trataba del rito que
debe seguirse para invocar a una funesta entidad sin forma
precisa, llamada La Verdad, pero identificada por lo general
como una gran flama, aunque a veces toma la forma de un
nautilo —como el de las pesadillas que padecí desde que ten-
go memoria— que, en odre ornado de plata, se nutría de la
escencia de los seres vivos, de un conjunto de emananciones
y pensamientos a través de la vida.
El ritual lo hacen el día del padre, en ocasiones se mal-
trata a bebés elefante hasta la muerte, como espectáculo para
el culto; la invocación y la ofrenda se pueden realizar en dos
lugares: en las profundidades de los océanos o en medio de
los Relámpagos del Catatumbo. Luego se procede a enume-
rar los preceptos (algunos del antiguo Egipto) que sustentan
el acto propiciatorio mediante el que se gana la venevolencia
del ente para con quienes le temen y adoran; preceptos cuyo
fin último es salvaguardar las conveniencias mundanas y ali-
viar el temor a la fugacidad del ego humano.
Seguí leyendo, cualquier profano creería que esto es
obra de un genial maestro del suspenso y el terror; se expli-
caba también que el ser venerado era telepático. De pronto,
mientras leía, empecé a sentir un gran peso en mi pecho, el
aire me faltaba y me sentí oprimido, lo que me llevó al acto
desesperado de jalar aire por la boca, sin que fuera suficiente,
me estaba asfixiando, así que interrumpí la lectura dando un
fuerte manotazo al tiempo que gritaba:

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Raymundo Castillero Palacios

— ¡Ya!... ¡basta!

No había duda de que todo esto tocaba mi propio pasa-


do, al que me había esforzado por bloquear; mi despreciable
pasado que se remontaba incluso al momento de mi naci-
miento.

— ¿Qué pasa hermano? (asustado)


Yo.— ¡No soy tu maldito hermano! ¡monstruo estúpido
e ignorante con cara de percebe!; ¿Cómo es que sa-
bes esto, quién te lo dijo?! (exclamé desesperado, sin
apartar la mirada del escrito).
— Hermano, yo mismo ejecuté el sagrado ritual, en la
época durante la que Brasil se coronó en el torneo
Maurice Revello 2019... se hacía también un me-
gatorneo internacional de robótica muy famoso
(contestó, regresando a su habitual solemnidad al
hablar).

Girando la cabeza lo miré, de manera insospechada ha-


bía desaparecido el malestar, la sensación de asfixia que me
provocó aquella lectura había desaparecido y el oxigeno vol-
vía a llenar mis pulmones aliviados.

Yo.— ¿Qué?... ¿cuándo? (Dije agobiado)


— El tiempo, como habrás notado, aquí no importa, no
es relevante, pero, para que te des una idea, si yo
tuviera que decirte cuánto he estado aquí, te diría

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Post mortem

que desde que el setenta y cinco por ciento de la


agricultura mundial dependía de la polinización
natural, o desde que el láser se empezó a comercia-
lizar para destruir células cancerosas en la sangre.
Yo.— Sólo-dime-cuándo... (apretando los dientes, en
tono impositivo, a manera de ultimatum)
— Hace tanto que no uso mi reloj hermano, pero te diré
que cuando fallecí, agarré uno de mis tantos relo-
jes de oro, el que tenía incrustaciones de cobre...
era mi preferido... lo llevé puesto hasta, según mis
cuentas, veintisiete años después; lo deseché al per-
der la paciencia y la cordura por un tiempo, me la
pasé enajenado con creencias y creaciones impeni-
tentes, impertinentes y constantes, que probable-
mente me hundieron más, ¡pero ahora estás aquí!,
se podrá hacer algo, ¡cómo extraño a mi pinzón!
¿sabes?.

Esta vez giré la cabeza hacia abajo, clavé en el piso la


mirada, una sensación indescriptible, inefable, de completo
desatino me abrumaba; lentamente, con un largo movimien-
to, casi imperceptible, mi mano derecha fue hacia la muñeca
izquierda, para tocar mi reloj de oro con incrustaciones de
cobre; lo acaricié sutilmente...
Como un golpe asestado fuertemente en mi cabeza sen-
tí venir una especie de recuerdo, una corazonada... súbito,
como impulsado por un resorte me puse de pié para plantar-
me frente a este verde e inquirirle:

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Raymundo Castillero Palacios

Yo.— Descríbeme tu reloj.


— ¿Mi reloj hermano?... es... mejor dicho era... era una
bagatela a comparación con lo que podemos lograr
con el potencial de esta inmune eternidad, hasta que
encontremos el clímax, el universo, La Verdad (con
tono onírico, enamorado, mientras una ventisca fuerte
golpeaba nuestras caras).
Yo.— (Vehemente) Insisto mi hermo, es importante para
mí, por favor entiende, soy nuevo en este estado,
como sabes... me cuesta mucho trabajo dejar las
cosas atrás, en el pasado, si es que acá existera el
pasado... por favor mi hermano...

Con amable insistencia lo tomé por los hombros con


suavidad, mientras por encima de nosotros un fanal titilaba.

— Bien mi hermano, era un reloj que había heredado de


mi padre, que después heredé a uno de mis hijos
durante mi agonía (me dijo con su típica solemnidad
esbozando una suave sonrisa reveladora).

Lo solté para retroceder unos pasos, mi cerebro estaba abo-


tagado con ideas imprecisas, saspechas, dudas... tuve que luchar
por mantener la cordura y hacer las preguntas correctas.

Yo.— Apuesto que Lacoy es tu nombre de sacerdote


¿cierto?... ¿Có... cómo te llamas hermano? (pregun-
té con miedo)

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Post mortem

— Mi hermano... eso ya no es importante, tu sabes que


con el conocimiento que ahora tenemos somos
eternos, alejados por fin de la repugnante huma-
nidad y mucho más allá de la imaginación, cuando
estemos con La Verdad, seremos como el más ex-
qusito platillo, como la música más sublime, ade-
más...
Yo.— ¡Ya basta! (Lo interrumpí gritando mientras lo to-
maba por el cuello para lanzarlo de espaldas contra
el suelo)

Arremetí en su contra con tal violencia que sentí explo-


tar mis visceras. Estaba lleno de rabia contra esta «realidad»
desesperante, sin respuestas ni lógica.

Yo.— ¡¡¿Cuál es tu nombre?!!... ¡¿cuál es tu nombre


sabandija estúpida?!... si no quieres descubrir de
primera mano si es que los extraterrenos pueden
sufrir físicamente o morir aun en éste estado, dime
tu nombre... (le espeté escupiendo entre palabras a su
asqueroso rostro verde, mientras me lanzaba nueva-
mente sobre su cuello, colocando mi rodilla sobre su
pecho).
— A... A... A...
Yo.— ¡Dímelo infeliz! (grité).
— A... A... Adibe Morrison (susurró con dificultad)...
¡¡¡¿¿¿...???!!!
¿...?

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Raymundo Castillero Palacios

... ¿Papá?...

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Post mortem

... lo estoy intentando... la verdad que sí, con todas mis


fuerzas. Los verdes etúpidos no se desaparecen de mi mente,
el lugar no se vuelve más claro, ni yo puedo irme volando
hasta el Himalaya.
Ningún capricho me fue concedido... ¿pero por qué?... se
supone que todo esto es mío ¿no?.
Había dos posibilidades: algún proceso de la trascen-
dencia superviviente había sido quebrantado por los típicos
impulsos vitales o, el estancamiento de éstos fue tanto y tan
estimulante que, para protegerme, impedía que saliera del
sueño. Estaba tratando de formular hipótesis, excusas, para
no sufrir, para no aceptarme muerto... pero no había reme-
dio ...

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— ¡Lo que me faltaba! Un imbécil que siempre qui-
so reconocimiento y alabanza, he ahí el porqué
de tus comportamientos salvajes, ¿acaso no sa-
bías que antes que cualquier reconocimiento tú
debes autorreconocerte?, debiste sentar bien las
bases de tu autoestima sobre la métrica adecua-
da, pobre niño idiota, ¿siempre es reconfortante
sentirse reconocido eh?, nos hace sentir aprecia-
dos; al parecer no cubriste bien tus necesidades
infantiles de reconocimiento y ya de adulto lo
buscas y lo ansias como demente, desde aquí es-
cucho a tu corazón gritar y llorar «si no pasa lo
que yo necesito desde mi anhelo voy a sufrir» ja-
jaja... cuña, cuña... pero la culpa la tienen tus pa-
pás, debieron haber sido unos grandes idiotas,
¿qué pasó, el niño no recibió el reconocimien-
to de sus padres?, ¿nunca aprendiste que al ser
adulto te permites renacer?, pero fuiste un joven
traumado, con complicaciones, en tu sociedad
la valía estaba condicionada... idiota, seguro que
eres muy crítico con los demás, ¡claro!, así son
todos los que buscan reconocimiento. No sabes
reconocer, por tu ego y tu miedo; eso es porque
siempre has buscado donde no hay reconoci-
miento alguno, piensas que es una obligación el
que te reconozcan los que te rodean, que triste
eres, patético, tu castigo, tu cataclismo eterno eres
tú mismo pues nunca será suficiente el que te re-
Post mortem

conozcan... nunca podrás llenar tu vacío inter-


no; será como tu supositorio eterno jajaja...
Yo.— No puede ser... ¡no puede ser!... ¡¡¡no puede ser, no
puede ser!!!

Volví a apretar los párpados tratando de despertar, de


volver o de olvidar, jalé violentamente mis cabellos, frenéti-
co, repitiendo obsesivamente la cantinela

Yo.— No puede ser... no puede ser...

En este punto yo había perdido completamente el con-


trol, estaba hundido en una vorágine de ansiedad y desespe-
ración, estaba en franco proceso de enajenación, me estaba
«enmimismando»...
El verde, tirado, aún se esforzaba por respirar, luego de
resisitir mi ataque, ahora me mostraba un gran desprecio.

— No eres más que otro bicho estúpido, como todos los


demás en este lugar. No somos iguales, ni, por lo
menos, parecidos, bestia verde y estúpida, tan ton-
to como un tejón...

Esto último retumbó en mis oídos, me giré despacio hacia


él, mi mente ahora estaba llena de oscuridad y bruma, las ideas
y la memoria se estaban desvaneciendo todas, casi nada de mí
mismo podía controlar ya... aún así, con esfuerzos colosales
pude contruir la pregunta que con dificultad balbucí:

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Raymundo Castillero Palacios

Yo.— ¿Qué dijiste?...

— ¿No has escuchado bien bestia horrenda e irracio-


nal?, inmundo hematozoario (gritó con desdén
mientras se levantaba sacudiéndose el polvo).

Me gustaba el fondo oscuro tragándose la carretera en-


medio del desierto, provocaba la sensación del más profundo
vacío, era una representación precisa que me hacía entender,
cabalmente, el significado de «desconocido». La experiencia
fue tan intensa que no sé exactamente como describir lo que
sentí ante el sublime espectáculo.
En la parte posterior de la gasolinería hay un escaparate
de cristal, en la tienda de conveniencia, a la cual se llega por
un estrecho pasillo de apariencia cavernosa; con lentitud me
acerqué hasta quedar de frente, casi pegado al vidrio, bus-
cando mi reflejo... se me devolvió la imagen repulsiva de una
sabandija verde, lampiña, calva, con ojos enormes, cuatro
dedos, desnudo; un estúpido ensimismado, indiferente a los
ahullidos desoladores del gélido viento.
Mi mente estaba quedando completamente en blanco...
esta indecible sensación de la nada me impuso la irrefrenable
pulsión de voltear a las alturas... me poseyó la urgente necesi-
dad de dejar escapar mi vana mirada hacia el infinito.

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Raymundo Castillero Palacios nació en Ciudad de México,
México, en 1990. Folklorista amateur de supersticiones y mi-
tos populares especialmente de magia, director y fundador
del colectivo ambientalista Green Works, creador de conte-
nidos para Youtube y moderado enfermo mental. Post mor-
tem está basada en las sensaciones ultraterrenas que el autor
experimentó del otro lado de la muerte en su tercer intento
de suicidio, así como en sus estudios y acervos acerca da la
magia, la santería, el ocultismo, el cristianismo y el nihilis-
mo; de igual manera sigue experimentando e investigando
entre la psicosis, la depresión y la ansiedad. Este compilado
de experiencias a manera de narración pretende tener la la-
bor social de ayudar con sus ganancias al albergue para pe-
rros «Cuatro Patitas un Corazón». para la manutención del
mismo y poder rescatar, rehabilitar y restablecer a una vida
digna a cada vez más caninos posibles, haciendo de éste libro
el primero de varios cuentos para ayudar a la causa de los
albergues para animales en situación de abandono.
Post mortem

abril de 2020.

Este libro fue manufacturado en los talleres Gráficos de DISSA Impresores,


Miguel Negrete #45, colonia Juárez Pantitlán,
Ciudad Netzahualcóyotl, Estado de México, México.
Código postal 57460.

Fue formado con la fuente Minion Pro Display


a 11/14 puntos y se imprimió sobre papel bond ahuesado
de 90 gramos.

El tiraje fue de 500 ejemplares.

El diseño, la formación y el cuidado editorial fueron de


Alfonso Sánchez Díaz.

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