Historias de Arqueologia Sudamericana
Historias de Arqueologia Sudamericana
Historias de Arqueologia Sudamericana
Arqueología
Sudamericana
Javier Nastri y Lúcio Menezes Ferreira
(Editores)
AUTORES
Arqueología y Nación
Internacionalismo
Memoria
Javier Nastri 1
Lúcio Menezes Ferreira2
1
CONICET- Área de Antropología, Historia y Patrimonio de la Fundación Azara. Departamento
de Ciencias Naturales y Antropología, Instituto Superior de Investigaciones, Universidad Mai-
mónides, Buenos Aires, Argentina.
2
Universidad Federal de Pelotas, Rio Grande do Sul, Brasil.
gico (Cf. p. ej.: Gran-Aymerich: 1998; Groenen: 1994; Stiebing: 1993; Lucas: 2007).
Por otra parte, así como hiciera Trigger, otros autores se dedicaron a analizar la
función del nacionalismo, del colonialismo y del imperialismo en la constitución
epistemológica e institucional de la Arqueología (Cf. p. ej.: Díaz-Andreu y Cham-
pion: 1996; Díaz-Andreu y Smith: 2001; Hingley: 2000; Kohl y Fawcett: 1995; Lyons
y Papadopoulos: 2002; Meskell: 1998). Una nueva línea se ha sumado en los últi-
mos años, desplegando una crítica a la arqueología como proyecto de la moder-
nidad; crítica más radical en sus fundamentos, pero quizá menos en su corolario
(Lucas: 2004; Thomas: 2004). En síntesis, la historia de la arqueología como línea
de pesquisa, posee hoy una cantidad de datos y de interpretaciones suficientes
para la realización de trabajos comparativos de proporciones mundiales, como
nos enseña una magistral obra recientemente publicada (Díaz-Andreu: 2007).
El interés en esta cuestión fue impulsado, por un lado, por la percepción de
que los procesos imperiales de dominación global y los movimientos naciona-
listas contemporáneos se vinculan en buena medida con el quehacer arqueoló-
gico y las políticas públicas del patrimonio; y, por otra parte, por la creación del
Congreso Mundial de Arqueología, el cual ha congregado arqueólogos, cientistas
sociales, pueblos indígenas y todos aquellos interesados en las dimensiones so-
ciales de la arqueología. Esta creciente preocupación política forjó el desarrollo
de una arqueología pública dedicada a cubrir diferentes instancias de poder en
las que se ve envuelta la disciplina, desde el manejo del patrimonio hasta los de-
rechos humanos (Merriman: 2004); del mismo modo que impulsó el despliegue
de perpectivas poscoloniales en arqueología (Gosden: 2002), así también como
propuestas radicales de descolonización de los métodos arqueológicos y de la
escritura de la arqueología desde el punto de vista del indígena y del colonizado
(Given: 2004; Smith y Wobst: 2005).
Nuestro continente tiene mucho con que contribuir y en efecto ya ha contri-
buido con esta discusión internacional avivada por los estudios contemporáneos
en historia de la arqueología. En los últimos años se han publicado investigacio-
nes sobre la Historia de la disciplina en la América del Sur que examinaron, en
sintonía con el contexto académico mundial, los supuestos teóricos del quehacer
arqueológico y su articulación con la formación de identidades nacionales y co-
loniales (Cf. p.e.: Angelo: 2005; Ferreira: 2005; Funari: 1995; Gnecco: 2004; Haber:
1994; Podgorny: 2002; Politis: 1995; Rueda: 2003; Sánchez: 2004). Con esta pu-
blicación, intentamos añadir nuevas interpretaciones al debate. Ofrecemos pues
otras excavaciónes en el sitio de la historia de la arqueología.
La idea del presente volumen tiene su origen en el simposio que organizamos
en el marco de la IV Reunión Internacional de Teoría Arqueológica en América del
Sur, celebrada en Catamarca, Argentina, del 3 al 7 de julio de 2007. La invitación
para que lo organizásemos partió de Alejandro Haber, uno de los coordinadores
del IV TAAS y autor de valiosas contribuciones sobre la historia de la arqueología
en Argentina. El simposio congregó un número considerable de ponencias, signo
del notable interés entre arqueólogos e historiadores latinoamericanos por este
Lago de Valencia por parte del accionista de la Standard Oil, Nelson Rockefeller, es
sumamente representativo de una extendida situación a lo largo de esa década,
por parte de diferentes compañías activas en el país. Meneses muestra cómo el
Estado nacional continuó estando muy involucrado en el desarrollo de las investi-
gaciones arqueológicas, ahora conjuntamente con compañías americanas, como
una forma de materialización de la estrategia internacional de alianza con los Es-
tados Unidos. En esta época adquiere consenso la teoría de la “H”, desarrollada
por Osgood y Howard, según la cual el territorio venezolano habría funcionado
en el pasado como la barra horizontal de dicha letra, articulando las influencias
cruzadas entre Centro y Sudamérica. La relación entre este panamericanismo ar-
queológico y el activo interés y extensión de la influencia norteamericana en la
región es otro punto cabalmente expuesto por Meneses en la última sección de
su capítulo.
Una de las preguntas que dispara el fervoroso relato bolivariano de Meneses
es: existe una correspondencia entre el marco teórico difusionista utilizado por
los investigadores norteamericanos en la interpretación de la arqueología vene-
zolana y los intereses y prácticas neocoloniales impuestas por su país? En otras
palabras: existe una relación directa entre intereses de clase y producción inte-
lectual? Meneses presenta uno de los más claros ejemplos de vinculación entre
políticas estatales e investigación arqueológica, el cual aporta a la indagación de
la problemática historiográfica de la complementariedad de los enfoques interna-
listas y externalistas en la comprensión del derrotero histórico de una disciplina.
Meneses da cuenta tanto de las políticas de Estado norteamericanas y venezola-
nas, como del carácter y basamento teórico de las contribuciones arqueológicas
desarrolladas desde las últimas décadas del siglo XIX y a lo largo de la primera
mitad del siglo XX.
Un sentimiento similar al expresado por Meneses inspira al texto de Carrizo,
sólo que en éste la reivindicación de la propia identidad es de carácter provin-
cial, en contraste con el Estado nacional argentino. Al igual que en Venezuela,
profesionales europeos inmigrados a América como producto de activas políticas
de fomento estatales, participaron en el desarrollo inicial de las investigaciones
arqueológicas. En el caso del noroeste argentino, los hallazgos del naturalista ita-
liano Inocencio Liberani en Tucumán tuvieron gran repercusión, en la medida que
se trató de la descripción de ruinas de una extensión y magnificencia desconoci-
das hasta el momento por el público y por el mismo Estado. Más puramente ex-
ternalista que el capítulo anterior, la contribución de Carrizo complementa a la de
Meneses poniendo el eje en aquello que el Estado buscaba lograr a través de su
fomento de la arqueología, antes que la manera en que la arqueología adoptaba
una forma consecuente con la ideología y los intereses del Estado. Carrizo señala
que el objetivo de las descripciones naturalistas de los viajeros-científicos extran-
jeros y posteriormente, nacionales, era la negación “de las posesiones territoriales
de las culturas autóctonas”. Y coincide con Meneses en destacar la contradicción
transitada por las jóvenes repúblicas sudamericanas –siguiendo un discurso esqui-
10
zoide, según Gnecco (2004)-, que tras sacudirse el yugo colonial español reprodu-
jeron en cierta manera al mismo ahora con la más abstracta figura dominante de
la modernidad. Pero a diferencia de Meneses, Carrizo no observa la contradicción
en los propios arqueólogos locales. De esta manera puede contraponer a lo que
denomina “actores provinciales” (la mayoría extranjeros pero con residencia en la
provincia) con el posterior “avance de la academia porteña”, a partir de 1890 y en
forma solapada con la continuación de las investigaciones de los primeros.
Puede decirse que al igual que EEUU, el Estado argentino realizó durante la se-
gunda mitad del siglo XIX una política de expansión colonial “fronteras adentro”.
En este sentido, las contribuciones arqueológicas sin duda sirvieron –o tuvieron el
potencial de servir y así fue advertido por funcionarios de gobierno-, para, como
expresa Carrizo, “generar territorialidad”. Pero una vez consolidado el Estado, dicha
utilidad o potencial utilidad de la arqueología, se diluye. Y de la misma manera, la
idea del puerto “avanzando” sobre el interior.3 Si la versión nacionalista de la his-
toria de la arqueología de Meneses articula las visiones externalista e internalista
de la misma; la de Carrizo despliega la externalista junto al interés por las luchas y
competencias dentro del campo científico. Este último, un tercer enfoque, media-
dor de los dos primeros (Nastri 2004), se desarrolla en forma específica en nues-
tras propias contribuciones. Estas siguen a la de Carrizo en orden cronológico,
conformando una segunda sección, titulada “Internacionalismo”, en la medida en
que su interés no reside en la contraposición entre identidades particulares a dife-
rentes escalas, sino todo lo contrario: el flujo y la interacción entre investigadores
de distintos países, regiones y continentes. El caso del zoólogo alemán Herman
von Ihering, contratado como naturalista viajero del Museo Nacional de Río de
Janeiro y luego director del Museo Paulista, es paradigmático al respecto. Su rela-
ción con los investigadores y museos argentinos fueron fundamentales –como se
muestra en el capítulo 3- para el desarrollo de su interpretación de la prehistoria
sudamericana y brasileña.
En el capítulo 3, confluyen la mirada internalista y la externalista, junto con
el detalle de las relaciones personales entre científicos e instituciones. Menezes
Ferreira puede afirmar así la adherencia de Ihering al difusionismo teórico, junto
con su compromiso político con el colonialismo interno. En el capítulo siguiente,
3
A diferencia de otros paises en los cuales la consolidación del Estado implicó la construc-
ción de una nueva capital federal en un lugar deshabitado, en Argentina, como corolario de
una larga lucha entre Buenos Aires y las demás provincias, se produjo el traspaso de la ciudad
puerto al gobierno federal y la erección de una nueva ciudad como capital de la provincia “des-
cabezada”. Esta ciudad fue La Plata, y así la rica y grande Buenos Aires pasó a ser patrimonio de
toda la Nación. No obstante, aunque en alguna medida puede afirmarse que la metrópoli fue
“conquistada” por el interior, su estatus de capital, aparte de su tamaño y pujanza económica
gracias al puerto (Luna: 1985), no facilitó la desaparición de los sentimientos de encono, com-
petencia y resentimiento con el resto de las ciudades del país; sentimientos surgidos durante
la época de las guerras civiles del siglo XIX.
11
12
4
De ser así, se trataría de uno de los pocos casos que en ciencia aquello que Ricoeur denomina
mímesis 3, o explosión del texto en el lector, vuelve sobre el autor para moldear su obra futura
(Ricoeur 1995).
13
14
del título de propiedad de las tierras, de acuerdo con la Real Merced dictada por
Felipe V en 1716. Continúa repasando el registro etnográfico de la población de la
zona, generado por el célebre investigador Adán Quiroga y finalmente presenta
un avance de los trabajos realizados por el autor desde mediados de la década de
1990.
Dedicado a la comunidad de Amaicha, el trabajo de Rivolta es un exponente
de la arqueología consustanciada con la causa indígena, de una manera similar a
la que los trabajos de la primera sección se abrazaban a la causa de los colectivos
nacionales y provinciales. Por último el capítulo de Funari y da Silva se ocupa de
la archivística, colocando el eje en la labor del arqueólogo Paulo Duarte (1899-
1984). Intelectual y político que se contó entre el grupo de los fundadores de la
Universidad de Sao Paulo (USP), donó su copiosa documentación personal a la
Universidad Estadual de Campinas (UNICAMP), la cual comenzó a ser puesta en
valor una década después de la desaparición de Duarte, por parte de uno de los
autores (PPF). Los casos analizados de la correspondencia de Duarte, referidos a
sus acciones de protección del patrimonio arqueológico, son muestra de la impe-
riosa necesidad de organizar la documentación generada por los arqueólogos, de
manera sistemática y responsable. Tanto en lo que respecta a los contenedores
de materiales (Nastri 2010), como a la documentación de diarios de campo, co-
rrespondencia, etc., la conservación de la información generada y extraida por los
arqueólogos constituye una obligación prioritaria, teniendo en cuenta los efectos
destructivos de la labor arqueológica y los derechos otorgados a los investigado-
res para realizar su labor.
De manera que el recorrido del volumen se inicia con la arqueología apegada
al sentimiento nacional, en sus distintas variantes, para continuar por el análisis
de la acción de arqueólogos a través de las fronteras, tanto sentimentales como
reales. En la 3ª sección la cuestión nacional vuelve a estar en el centro de interés,
pero ahora en forma de crítica. En la 4ª sección la crítica se continua, desde una
posición indigenista y alcanzando también a la misma. Finalmente, en la última
sección se presentan casos actuales de acciones de preservación de la memoria
por parte de arqueólogos, tanto en relación a los sitios y materiales que testimo-
nian la historia aborigen, como en relación con la misma documentación produc-
to de la investigación arqueológica.
Como parte de la antropología, la arqueología americana se enfrenta al mismo
desafío de aquella en relación con la valorización del otro cultural: hace falta rei-
vindicar al otro, y así reconocer su autonomía de manera que pueda constituirse
en objeto de estudio, con su particularidad irreductible. Mas luego es necesario
insertar a dicho otro en el contexto de las relaciones de poder vigentes, en la me-
dida en que éstas determinan en buena medida su existencia. Ambas posiciones,
necesarias, corren el riesgo de caer en el populismo o el miserabilismo. Pensar que
todo lo latinoamericano es bueno por ser latinoamericano o que, inversamente,
todo lo vinculado a la nación es negativo, por estar relacionado con el Estado,
serían ejemplos de dichas “desviaciones” en el camino del conocimiento del otro
15
(Grignon y Passeron 1991). Pasar por ambas posiciones y continuarlas en una osci-
lación permanente constituye la solución a la tensión existente en la búsqueda de
conocer al otro en su especifidad, en un marco en el cual el acceso a dicha espe-
cificidad está medidado por intereses políticos y sociales contemporáneos. Dicha
oscilación es la que pretende ofrecer este volumen. En la espesura que les atraviesa,
los textos componen un cuadro detallado de la Historia del quehacer arqueológico
en América del Sur. Pensamos que ellos pueden tornarse una fuente de consulta
a los arqueólogos e historiadores de la ciencia.5 Nuestra mayor expectativa es que
estas Historias contribuyan al desarrollo de una línea de investigación en historia
comparada de la arqueología americana, germinando algunos fundamentos para
la comprensión de sus científicos, instituciones y contextos globales.
Agradecimientos
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19
Introducción
1
Museo Arqueológico, Universidad de Los Andes, Mérida,Venezuela.
2
Un ejemplo de cómo representaba Juan de Castellano a los pueblos originarios lo encontra-
mos en las descripciones realizada por Castellano en la Península de La Guajira, al norte de
Venezuela, cuando señala a los Kusina: “Descubrieron amplísimas zavanas, Aunque llenas de
cardos y espinas, Habitadas de gentes inhumanas, Las cuales por allí llaman cocinas,… En el
uso de su mantenimiento, He de varones viejos entendidos, Como suelen comer el escremen-
to, y que después de seco y demolido (¡Oh muy mas que bestial entendimiento!) Lo tornan
a meter donde ha salido: Es gente torpe, sucia, vagabunda, E usa de comida tan inmunda”
(Castellanos 1987:185).
21
“Por una parte, constituye para el país, el tronco de donde arrancan las ramas
de la historia patria; viene a ser la historia precolombina de Venezuela, que no
tiene para basarse anales escritos, ni puede hacerlo en meras tradiciones, ne-
cesita servirse de los medios que deja establecido la ciencia moderna. Por la
otra, los descubrimientos que dicha ciencia se realice en nuestro país, intere-
22
23
24
“...la mezcla de las razas no producía una depravación de las facultades in-
telectuales; sin embargo,… si se observa más detenidamente, se descubrirá
que este aparente progreso no es sino un barniz exterior, el resultado de la
facultad imitativa, muy marcada, de las razas mixtas con sangre africana. Ellos
tienen cierta habilidad para reproducir lo que ven, pero generalmente ha-
blando no son capaces ni les interesa buscar algo nuevo…” (Ernst 1987a:21).
Pero no eran solamente las “razas mixtas con sangre africana” las que no eran
capaces de tener realizaciones intelectuales que aportaran su grano de arena en
el camino venezolano a la civilización, también los indios eran considerados por
algunos de estos intelectuales como “razas inferiores”. Así lo pensaba y lo expre-
saba Elías Toro en un trabajo que tituló: “Por las selvas de Guayana”, publicado por
primera vez en Caracas para 1905. Refiriéndose a los indígenas de la aldea de Ca-
maiguán, ubicada en la Sierra de Parima, Toro afirmaba que:
25
La arqueología venezolana de fines del siglo XIX y los primeros treinta años
del siglo XX
Las últimas tres décadas del siglo XIX y los primeros treinta años del siglo XX
constituyen un período histórico muy importante para la comprensión de la si-
tuación actual de los estudios arqueológicos en Venezuela. Eran tiempos donde
se discutía la necesidad de empezar a transitar los caminos de la modernidad y
dejar atrás el país atrasado y dividido por las guerras encabezadas por los caudi-
llos regionales. Para tales efectos se promovía abiertamente la adopción de los
valores culturales de Europa (sobre todo de Francia) y aunque se empezó a estu-
diar con mucha velocidad las antigüedades de Indias y su relación con los pueblos
originarios, alcanzar la modernidad supuso ideológicamente darle continuidad al
europeo como héroe civilizador e imponer el orden para alcanzar el progreso.
Los planteamientos comteanos y spencereanos que promovían las leyes del
evolucionismo, la organización de la sociedad basada en el orden para alcanzar el
progreso y los postulados del determinismo geográfico, contribuyeron al fortale-
cimiento y maduración de un intelectual interesado en nuestra sociedad en sus
aspectos históricos y culturales. Indudablemente este interés, a nuestra manera
de entender las cosas, tenía que ver, desde el punto de vista político, con la necesi-
dad de crear la atmósfera y las condiciones necesarias para la justificación históri-
ca del Estado venezolano, que era una de las metas de la oligarquía de Venezuela,
y con la necesidad de demostrar que con el “orden” impuesto por dicha oligarquía
era posible alcanzar un estado de “progreso común” (Meneses 1992).
Si revisamos las publicaciones arqueológicas y antropológicas producidas a
finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX en Venezuela, nos daremos cuenta
que la labor intelectual de este período de la historia venezolana justificó y apoyó
las políticas modernistas que se desarrollaron a partir del gobierno de Antonio
Guzmán Blanco (1870-1877) hasta la presidencia ejercida por Juan Vicente Gómez
en los primeros treinta años del siglo XX (1908-1935), época en la que se consoli-
da el Estado-nación en Venezuela.
En este período que estamos tratando, producto del contexto sociopolítico
que vivía el país, un grupo considerable de intelectuales, entre los que se encon-
traban Ignacio Lares, Tulio Febres Cordero, Mario Briceño Iragorri, Julio César Sa-
26
las, Pedro Manuel Arcaya, entre otros, que por cierto no realizaron investigaciones
arqueológicas de campo, produjeron una literatura muy importante en esos días,
donde se discutía el tema de los orígenes étnicos de los pueblos originarios que
poblaron los territorios que hoy forman parte de Venezuela (Meneses 1997).
Inicialmente Rafael Villavicencio y Adolfo Ernst, apoyando el proyecto mo-
dernizador liderado por el presidente Guzmán Blanco, empezaron desde la Uni-
versidad de Caracas un debate que impulsaba las ideas modernas-liberales, sus-
tentadas en las teorías evolucionistas-positivistas que emergían en Europa, en
el contexto de la propagación mundial del capitalismo/moderno eurocentrado
(Quijano 1993) contra las ideas conservadoras imperantes en la sociedad venezo-
lana de ese entonces.
El impulso dado a la ciencia en Venezuela a finales del siglo XIX, como actividad
asociada a la modernización, tuvo que ver con el interés de Rafael Villavicencio,
Adolfo Ernst y Vicente Marcano3 por crear el entorno político-institucional para la
investigación. Para tales fines fundaron grupos de trabajo como la Sociedad de
Ciencias Físicas y Naturales de Caracas, el Instituto de Ciencias Sociales e institu-
ciones como el Museo Nacional con sede en Caracas. Tanto Ernst como Marcano
fueron los únicos investigadores de campo a tiempo completo con que contaba
Venezuela para ese entonces (Pérez Marchelli 1983).
El pasado, el presente y la totalidad de los procesos sociales e históricos se
convirtieron en motivos de reflexión por parte de Rafael Villavicencio. Como eje
transversal el pasado, el presente y el futuro se constituyeron en los pilares fun-
damentales del sistema filosófico-doctrinal de la ciencia positiva postulada por
Augusto Comte en Europa a mediados del siglo XIX, que buscaba explicar la to-
talidad del proceso evolutivo social (Díaz-Polanco 1989). Tales razonamientos im-
pactaron al pequeño mundo intelectual venezolano de ese entonces, a tal punto
que se constituyeron en el andamiaje teórico-ideológico que estimuló y sustentó
las investigaciones arqueológicas y etnológicas en la Venezuela de finales del si-
glo XIX y comienzos del siglo XX.
Adolfo Ernst no practicó ninguna excavación arqueológica de acuerdo a lo
que hemos observado en sus publicaciones; sabemos que sus investigaciones
de campo quedaron restringidas exclusivamente a las descripciones que reali-
zó hacia 1871 de los concheros de caracoles marinos — Strombus gigas y Turbo
pica— existentes en Los Roques y a la visita de algunos petroglifos ubicados en la
3
Es importante recordar aquí que la labor de Vicente Marcano se centró fundamentalmente
en el campo de la química aplicada a la industria. Su pasantía por la antropología y la arqueo-
logía se remite exclusivamente a las exploraciones antropológicas que realizó como jefe de la
Comisión de Antropología en la Gran Caracas, la cuenca del Lago de Valencia, el Alto Orinoco,
la costa del estado Falcón y en el estado Mérida, que formaba parte para ese entonces del
Estado Guzmán Blanco (Marcano V. 1971). Realmente es con su hermano Gaspar Marcano, re-
sidenciado en Francia, que se realizan hacia finales del siglo XIX, las publicaciones académicas
de las muestras arqueológicas provenientes de las recolecciones y excavaciones arqueológicas
realizadas por Vicente Marcano. Sobre este punto volveremos más adelante.
27
Ernst manifestó interés por lo que el llamó hacia 1873 “utensilios de indios”
(Figura 1) que consistían en piezas cerámicas e instrumentos líticos y de conchas
como son las placas aladas fabricadas en serpentina, diorita y Strombus gigas. No
muy distanciado del valor que se le asignaba a los restos cerámicos en los estu-
dios arqueológicos contemporáneos, Ernst pensaba en el siglo XIX, influenciado
por la naciente escuela difusionista alemana, que:
“…la cerámica y los objetos de tierra cocida son, en general, de una gran
importancia para la solución de los interrogantes etnográficos y ciertamen-
te más adecuadas a este fin que los objetos de piedra. En estos últimos, el
hombre depende más de la materia bruta que le ofrece la naturaleza y que
es, al mismo tiempo, más difícil de tratar, mientras que las arcillas plásticas
que se encuentran en casi todas partes, se prestan fácilmente a la plasma-
ción tradicional de todo lo que se tenía costumbre de hacer en los países de
origen de las tribus dispersas algunas veces en regiones muy alejadas de su
punto de partida” (Ernst 1987g:495).
Indudablemente que el contacto que Adolfo Ernst sostenía con Rudolf Vir-
chow lo tuvo que mantener actualizado sobre las discusiones que se desarrolla-
ban en Alemania entre Friedrich Ratzel (1884-1904) y Adolf Bastian (1826-1905)
en relación al concepto de unidad psíquica del hombre que proponía este úl-
timo. Ratzel aseguraba que antes de explicar las semejanzas culturales como
invenciones independientes, era fundamental probar que no eran producto de
migraciones o de contacto interculturales de los pueblos. Para Ratzel era im-
portante excluir cualquier posibilidad de contacto para poder sostener que la
misma tipología de artefacto se había inventado más de una vez (Harris 1985;
Trigger 1992). En este contexto de discusión teórica, Ernst argumentaba la re-
lación de la cerámica de Mérida con la de Costa Rica, llegando a la siguiente
conclusión:
28
Figura 1. Piezas arqueológicas descriptas por Adolfo Ernst. Fuente: Adolfo Ernst, 1987
29
Esta opinión de Adolfo Ernst es apoyada por Gaspar Marcano hacia el comien-
zo de los años noventa del siglo XIX cuando planteaba que las pictografías ame-
ricanas no podían ser consideradas como objetos de curiosidad, y que su impor-
tancia era demasiado grande para que la investigación no se hubiere realizado de
manera rigurosa (Marcano V. 1971).
A diferencia de Adolfo Ernst, Gaspar Marcano sí sustentó sus interpretaciones
antropológicas con base en las evidencias provenientes de las investigaciones ar-
queológicas de campo que fueron realizadas bajo la coordinación de su hermano
Vicente Marcano, en el marco del proyecto de exploración antropológica de Vene-
zuela, auspiciado por el gobierno de Guzmán Blanco en el año de 1887 y continua-
do en 1889 en el gobierno del presidente Juan Pablo Rojas Paúl5 (Marcano V. 1971).
A partir del año 1887, Vicente Marcano realizó, acompañado por Alfredo Jahn y
Carlos A. Villanueva, diversas prospecciones arqueológicas en el Valle de Caracas,
la cuenca del Lago de Valencia, la región del Alto Orinoco, la Cordillera Andina
4
A finales del siglo XVIII Alejandro de Humboldt describía de la siguiente manera los petro-
glifos de la Encaramada y de Caicara del Orinoco: “He aquí en toda sencillez, en el seno de
pueblos salvajes, una tradición que los griegos han hermoseado con todos los encantos de
la civilización. A algunas leguas de la Encaramada se alza en el medio de la sabana un peñón
llamado Tepumereme (la roca pintada), que tiene figuras de animales y líneas simbólicas pa-
recidas a las que hemos visto bajando de vuelta el Orinoco, a corta distancia y más abajo de
la Encaramada, cerca de la ciudad de Caicara (...). En las riberas del Casiquiare y el Orinoco, en
la Encaramada, el Capuchino y Caicara estas figuras jeroglíficas están situadas a menudo en el
alto, sobre paredes roqueñas…” (Humboldt 1985b:327-328).
5
En su mensaje presidencial al Congreso Nacional, pronunciado el 11 de marzo de 1889, Rojas
Paúl exponía, en el contexto de la reorganización de la Universidad de Central de Venezuela y
30
“Los cerritos (…) tienen forma de mamelones de contornos ovales; los más
pequeños miden 10 metros en su mayor eje y 3 metros de altura. Lo más
de la necesidad de traer a dicha Universidad la ciencia moderna, que: “Los estudios geológicos
y antropológicos vienen arrojando, en los últimos tiempos, torrentes de luz sobre los grandes
problemas de la ciencia y de la filosofía de la historia, y en esta obra de esclarecimientos, para
depurar la civilización de errores seculares, Venezuela ha comenzado a colaborar eficazmente
con luminosos trabajos…, que han estudiado la composición del terreno, las lenguas indíge-
nas de Venezuela, las pictografías, costumbres, artes, ciencias y monumentos de los primitivos
pobladores, y hecho numerosas e interesantes observaciones etnográficas, geológicas y et-
nológicas que importa recogerse ordenar y divulgar. Me ocupo en estudiar la manera de dar
forma conveniente a ese pensamiento, como que él es ya una imposición del progreso que
hemos alcanzado…” (Rojas Paúl 1970:350-351).
31
32
“Es igualmente imposible decir con rigurosa exactitud, si han sido trazados
por las tribus que los españoles sometieron o por los pueblos más antiguos
(…). Como la cronología antropológica de Venezuela no ha hecho ningún
progreso (…), no hay otro medio para juzgar la materia como no sea para
comparar esos símbolos con los otros pueblos americanos. Desafortuna-
damente, el estudio de la pictografía está aún en el Nuevo Mundo en el
período descriptivo” (Marcano G. 1971:107).
“La definición de pueblos diferentes, en los dos extremos del territorio, y bajo
la misma longitud, no deja entrever la posibilidad de reconstruir las razas in-
dias que lo han habitado. Este estudio, será tanto más fácil de seguir cuanto
que allí no puede haber la cuestión de tipos primitivos. Aunque la época cua-
ternaria sea allí totalmente desconocida, la geología actual del suelo y lo que
conocemos de los precolombinos, son suficientes para hacernos presentir
que la población no era autóctona” (Marcano 1971:254-255).
Parece que en los conflictos de las naciones medio civilizadas que la rodeaban,
Venezuela ha sido como la hostería de los viajeros maltrechos, el refugio de su miseria,
y que, en esa mezcla, se trata sobre todo de discernir el valor tradicional del conjunto.
Los más inteligentes se establecieron en la cordillera y en los valles septentrionales
que, además de la constante benignidad del clima, reunían la riqueza de la tierra. Las
33
“El arte de la alfarería había llegado a tener entre los indios de Aragua un
desarrollo relativamente considerable. La diversidad de las formas de alfa-
rería, la variedad y el gusto de ornamentación no nos permiten conside-
rarlo como un pueblo desprovisto de toda tradición, estilo y cultura (…) es
sorprendente ver que en todos los pueblos que en el continente americano
comenzaban a salir del estado primitivo, por imperfecta que fuera su civili-
zación, la cerámica había llegado a su apogeo…” (Marcano G. 1971:81).
6
Con respecto a la fundación de la primera Cátedra de Antropología es importante mencionar
en este momento que no estamos de acuerdo con Sánchez cuando plantea que se debe a Elías
Toro “...la creación en 1906 de la primera Cátedra de Antropología en la Facultad de Medicina
de la Universidad Central de Venezuela...” (Sánchez 2004:189). Según Luis Razetti, quien era
34
35
36
“No todos los cerritos contienen objetos y osamentas reunidos, pues suelen
encontrarse túmulos con huesos solamente, sin objetos de adorno (…) por
lo cual los actuales moradores de aquellos lugares dicen que existen ‘cerri-
tos de indios pobres’ y de ‘indios ricos’…” (Oramas 1917:2).
Sobre los montículos y calzadas de los llanos venezolanos, reportados por pri-
mera vez por Alejandro de Humboldt (1985b), se abrió a comienzos del siglo XX, a
partir de la publicación Construcciones prehistóricas (1904) realizada por Lisandro
Alvarado, un amplio debate. Alvarado sostenía que dichas obras de ingeniería las
habían realizado los Kaquetíos de Coro; sin embargo, el etnohistoriador merideño
Julio César Salas sostenía que:
37
cen tanto los Mucus como los Caquetíos para asignarle esa superior civili-
zación (…) ¿Serían los Achaguas descendientes de esos pueblos antiguos
y civilizados, y por consiguiente autores de las calzadas y colinas artificiales
de los llanos de Venezuela (…). Existen muy poderosas razones para supo-
nerlo… (Salas 1918:80-83).
A mediados de la segunda década del siglo XX, con los auspicios del Museo
Americano de Historia Natural de Nueva York, Herbert Spinden visitó Vene-
zuela con la finalidad de hacer un reconocimiento arqueológico de campo
y estudiar los restos arqueológicos existentes en el país, para tratar resolver
algunos de los problemas fundamentales de la arqueología americana. No sa-
bemos por cuánto tiempo estuvo Spinden en Venezuela, sin embargo, por su
publicación sabemos que revisó colecciones privadas y que visitó Maracaibo,
Bobures, Mérida, Trujillo, el Tocuyo, Barquisimeto, Valencia, Caracas, San Fer-
nando de Apure, Ciudad Bolívar y Trinidad (Spinden 1916). Para Spinden, la
posición intermedia de Venezuela entre los ricos y bien conocidos yacimien-
tos de Colombia y Costa Rica, por un lado, y de la parte oriental de Brasil por
la otra, podría suministrar pruebas respecto a las conexiones culturales del
Norte con el Sur (Spinden 1916).
Las investigaciones arqueológicas en la cuenca del Lago de Valencia, más es-
pecíficamente en el estado Aragua, continuaron con el médico Rafael Requena,7
quien realizó diversas excavaciones (figura 2) en la hacienda de La Mata, que para
la época pertenecía a Juan Vicente Gómez (Requena 1932a, 1932b). Las excava-
ciones practicadas por Requena junto a Marius del Castillo, José Eusebio Gómez
y su hijo Antonio Requena en La Mata y la península de la Cabrera, le permitió
obtener un número importante de evidencias arqueológicas entre urnas, figuri-
nas cerámicas, restos óseos e instrumentos líticos, entre otros. Estas evidencias
arqueológicas llevan a Requena a postular para la cuenca del Lago de Tacarigua,
como también se le conoció al Lago de Valencia, la existencia de la antigua Atlán-
tida (Requena 1932a).
Entre 1920 y 1935, Venezuela pasa de ser un país agroexportador a un país ex-
portador de petróleo, situación que paradójicamente indujo a la acentuación de
dependencia colonial de Los Estados Unidos gracias al control de la explotación
y comercialización petrolífera por empresas estadounidenses. La actividad pe-
7
Rafael Requena se desempeñaba para la época como secretario privado de Juan Vicente Gó-
mez. Sobre el trabajo arqueológico de Requena, Wendell Bennett opinó que debería “… seguir
dedicándole la misma devoción que hasta ahora, a la sombra y amplia protección que le pres-
ta el señor Presidente de la República General Juan Vicente Gómez. El respetable hombre de
38
Figura 2. Foto Excavación de Requena en los cerritos. Fuente: Rafael Requena, 1932
ciencia doctor Requena ha abierto el camino, y con su generoso espíritu ha invitado a que se
discuta con toda libertad doctrinas e hipótesis por él formuladas…” (Bennett 1932: 3). Según
el propio Requena, refiriéndose a Juan Vicente Gómez: “…A nadie le puede sorprender que el
formidable constructor de la Venezuela moderna sea también un apasionado admirador de la
Venezuela prehistórica… tratándose de estudios que pudieran dar alguna luz sobre nuestra
prehistoria ¿Quién mejor que él para servirme de mecenas en las investigaciones arqueológi-
cas?…” (Requena 1932b: 1).
8
Es importante tener en cuenta a la Standard Oil Company debido a que pertenecía a John Roc-
kefeller, abuelo de Nelson Rockefeller, hombre muy ligado a la arqueología latinoamericana.
39
“... echó las bases en 1936, cuando creó la División de Relaciones Culturales
para promover el panamericanismo y promover los intereses de los Estados
Unidos en América Latina y asignó fondos para la política del Buen Vecino.
Nelson Rockefeller, quien comprendía como pocos a América Latina (…),
fue nombrado coordinador de Asuntos Interamericanos en 1938. Su ofi-
cina asignó fondos a investigaciones arqueológicas que fueron organiza-
das y administradas por el Instituto de Investigación Andina…” (Patterson
1988:65).
9
Un ejemplo de los tantos que podemos citar de la relación petróleo-arqueología, lo encontra-
mos en los trabajos publicados por la arqueóloga Gladys Ayer Nomland sobre los sitios Hato
Viejo, El Mamón y La Maravilla en el estado Falcón. Parte del material arqueológico analizado
por Nomland en sus trabajos fue descubierto por el Dr. H. F. Stanton, quien se desempeñaba
como médico en el campo de una reconocida compañía petrolera establecida en Urumaco y
que, en concordancia con J. O. Nomland, quien realizaba para ese entonces investigaciones
geológicas para dicha compañía, deciden invitar a la arqueóloga estadounidense al estado
Falcón (Nomland 1935).
40
10
El apoyo económico de Nelson Rockefeller a la investigación arqueológica en el territorio
venezolano en los años treinta y cuarenta del siglo XX, le dio buenos dividendos. En los años
sesenta del mismo siglo, el imperio económico de la familia Rockefeller en Venezuela se sus-
tentaba en las ganancias provenientes de las empresas petroleras subsidiarias de la Standard
Oil Company: la Creole Petroleum Corporation, Mene Grande Oil Co, Mobil Oil Company de Ve-
nezuela, así como también de otras empresas subsidiarias de la International Basic Economy
Corporacion (IBEC): Compañía Anónima Distribuidora de Alimento (CADA), Industrias Lácteas
de Carabobo (INLACA), Procafé de Venezuela, Banco Mercantil y Agrícola y de los hatos: Monte
Sacro, ubicado en Chirgua, estado Carabobo; Palo Gordo en el estado Portuguesa y Mata de
Bárbara en el estado Barinas.
11
Para algunos (as) autores (as) que han historiado el quehacer arqueológico en Venezuela, es
precisamente con los trabajos hechos por Bennett (1937), Kidder II (1944) y Osgood y Howard
(1943), que se inicia la arqueología académica y/o científica en el territorio venezolano (Molina
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Lino Meneses Pacheco
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La arqueología venezolana de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX
1990; Gassón y Wagner 1998). Esta posición también la expresaba Bennett hacia el año de 1932
cuando le comentaba al Diario La Esfera, editado en Caracas que: “Yo vine decidido a perma-
necer una sola semana y me quedé un mes corrido (…). La arqueología venezolana acaba de
nacer…” (Bennett 1932: 3); sin embargo, tal como lo hemos planteado anteriormente, consi-
deramos que la ciencia arqueológica venezolana tiene sus orígenes en las investigaciones que
adelantaron diversos intelectuales venezolanos a finales del siglo XIX.
12
Otro elemento que demuestra esta realidad es que para la época en Europa, más especí-
ficamente en Inglaterra, Vere Gordon Childe y Grahame Clark venían haciendo énfasis en la
discusión sobre la utilización de concepto de sociedad para el análisis de los contextos arqueo-
lógicos y la importancia de lo ecológico para su comprensión y no tuvieron ningún impacto en
la arqueología que se desarrollaba en Venezuela (Sanoja 2001; Vargas 2001).
43
Hacia la década de los cuarenta del siglo XX, en plena ejecución de la Política
del buen vecino de parte del Departamento de Estado y la industria petrolera es-
tadounidense asentada en Venezuela, el gobierno venezolano del general Isaías
Medina Angarita apoyaba plenamente, por lo que se desprende del prólogo de
Osgood y Howard (1943), el panamericanismo arqueológico. Según Osgood y
44
13
En la década de los cuarenta se fundan varias instituciones hemisféricas producto de la polí-
tica de “buena vecindad” impulsada por el gobierno estadounidense, entre ellas tenemos a la
Organización de Estados Americanos (OEA), fundada en el año de 1948 en Bogotá y el Tratado
Interamericano de Asistencia Recíproca, el tristemente célebre TIAR, pactado por los países
del continente en el año de 1947 en Brasil. En Venezuela para el año de 1941, con el apoyo de
Nelson Rockefeller, Margot Boulton de Bottome, Elisa Elvira Zuloaga e Yvonne de Klemperer se
funda el Centro de Información Cultural Venezolano Americano que fue concebido como una
organización no gubernamental para el intercambio cultural y educativo entre Los Estados
Unidos de América y Venezuela.
14
La “excavación” arqueológica realizada por el Teniente Coronel Lewis fue publicada en la
Memoria de la Sociedad de Ciencias Naturales La Salle en el año de 1949. El trabajo publicado
cuenta con una nota de la redacción que dice: “El Tte. Cnl. B. R. Lewis, de Minnesota, U. S. A,
terminó los estudios de ingeniería en la Universidad de Minnesota, dedicándose después a
la carrera militar, siendo desde hace algo más de un año Asesor Técnico en Armamento del
Ministerio de la Defensa Nacional. Durante sus viajes por los principales países de América
—Argentina, México, etc.— hizo estudios de arqueología, siempre en relación con la Sociedad
de Arqueología de Minnesota, de la cual es miembro. En Venezuela ha trabajado activamente,
haciendo excavaciones en distintas regiones del país para tomar contacto con varias culturas
prehispánicas de esta encrucijada étnica que es Venezuela” (Lewis 1949:35).
45
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53
1
Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán, Provincia de Tucumán,
Argentina.
2
Existe una serie de trabajos que buscan construir un relato histórico del quehacer arqueológi-
co argentino: Fernández (1982); Boschin y Lanzamares (1984); González (1985); Boschin (1993);
Olivera (1994).
3
NOA: desde ahora utilizado para hacer referencia a la región argentina conformada por las
siguientes provincias: Jujuy, Salta, Tucumán, Catamarca y Santiago del Estero.
55
4
La identidad territorial se construye a partir de pruebas consistentes en las que los seres hu-
manos adhieren a una identificación concreta con algún territorio. De esta adhesión emerge
como un sentimiento de pertenencia la territorialidad. Dicha territorialidad es una imagen
conformada y establecida sobre la base de lo social y lo natural (sobre la cuestión de la identi-
dad véase Garreta y Bellelli (2001).
56
5
Facundo o civilización y barbarie en las pampas argentinas (1845) es la obra de Sarmiento que
relata la situación geográfica, histórica, política, social y antropológica de la Argentina de la
post independencia.
57
58
6
Florentino Ameghino (1854- 1911) nacido en Luján, provincia de Buenos Aires, es conside-
rado uno de los gestores de la ciencia en la Argentina debida a su amplitud de aportes a las
Ciencias Naturales y a la Antropología de este país (véase capítulo 5 en este mismo volumen).
Entre sus obras podemos mencionar: La antigüedad del hombre en el Plata (1880), Los Mamífe-
ros fósiles en la América Meridional (1880) y Filogenia (1884).
59
7
Sobre la cuestión azucarera en la provincia de Tucumán se puede consultar: Campi
(1991/1992).
8
Ello se produce con la con la llegada a la presidencia de Julio A. Roca en 1880. Mientras que
a nivel de la sucesión del gobierno de la provincia de Tucumán encontraremos a: Miguel
Nougúes (1880-82), Benjamín Paz (1882-84), Santiago Gallo (1884- 86), Juan Posse (1886- 87),
Lidoro Quinteros (1887- 1890), entre otros gobernadores, todos emparentados con el poder
económico azucarero (Herrera 2006).
9
Marcela Vignoli (2006) ha estudiado la cuestión de la sociabilidad en instituciones como la
Sociedad Sarmiento de la provincia de Tucumán.
10
Inocencio Liberani nació en Ancona, Italia, el 28 de Agosto de 1847. Llegó a Buenos Aires
proveniente de ese país en 1874. Fue nombrado por el presidente Nicolás Avellaneda Profesor
de Zoología y Botánica del Departamento Agronómico (hoy Escuela de Agricultura y Sacaro-
60
tecnia) y Profesor de Historia Natural del Colegio Nacional (1872/1905). Además fue Profesor
de Historia Natural, Fisiología, Higiene, Física y Química de la Escuela Normal, a propuesta del
Director Paul Groussac (1878). Trabajó como presidente de la Comisión Nacional de Higiene en
la Provincia. Incursionó en política, siendo Concejal Municipal en cinco períodos (1882, 1890,
1894, 1895 y 1880). Asistió a la provincia en cuestiones pedagógicas. Falleció en esta provincia
el 15 de Diciembre de 1921. Rafael Hernández: fue el dibujante de la expedición. Sin datos
biográficos.
11
Este intelectual francés llego a la Argentina en 1866, destacándose como educador, escritor
y productor de análisis de la realidad de este país (Bruno 2005).
61
“Desde hace tiempo tenía la noticia de que, en las inmediaciones de Santa Ma-
ría, departamento de la Provincia de Catamarca, precisamente en el pequeño
distrito de Andalgalá, los naturales de aquellos lugares habían encontrado
algunos restos de animales fósiles. Deseoso yo de conocerlos de cerca y más
que todo de enriquecer con los mismos las colecciones que estoy formando
para el Gabinete de Historia Natural de este Colegio, aproveché los primeros
días de las vacaciones, y con mis recursos particulares, me trasladé a Santa
María. Pero cual no fue mi admiración cuando al penetrar por aquellos solita-
rios valles, me encontré por todos lados rodeado de inmensas ruinas, que en
su mutismo atestiguan todavía una civilización extinguida, la de los primeros
indígenas del Continente Americano” (Liberani y Hernández 1950:131).
12
Sistema de valles y montañas de aproximadamente 520 Kilómetros que se encuentra reparti-
do entre las provincias del NOA: Salta, Tucumán y Catamarca. Este espacio geográfico albergó a
diversas sociedades autóctonas agroalfareras, entre varias de ellas podemos citar como ejem-
plo la denominada: Cultura Santamariana, desarrollada desde el 900 d. C en adelante.
13
José Posse (1816- 1906) fue ministro de gobierno en 1852. También se desempeñó varias
veces como interino en el ejecutivo y fue gobernador titular de 1864 a 1866. Además fue cama-
rista y juez varias veces y diputado nacional. También incursionó en el periodismo.
62
14
Las cartas y telegramas que Onésimo Leguizamón dirigirá al rector del Colegio Nacional José
Posse aparecen como documentos en la publicación de la expedición que realizara la Univer-
sidad Nacional de Tucumán en 1950 (Liberani y Hernández 1950).
63
15
Con respecto a este concepto: diaguito-calchaquí han existido y existen varias confusiones
debido a que la particularidad diaguita hace alusión a los grupos humanos que ocuparon la
zona montañosa del NOA, y dentro de ella la subregión de los valles y quebradas. Entre ellos
podemos nombrar a pulares, luracataos, chicoanas, tolombones, yocaviles, quilmes, calcha-
quíes, tafís, hualfines, entre otros. Su desarrollo se inicia alrededor del 1000 d.C. La denomina-
ción diaguita proviene del momento de la llegada del Imperio Inca al NOA en 1480 d. C., que
luego será retomada por el Imperio español desde el siglo XVI. Estos grupos llegaron a poseer
la mayor complejidad cultural, debido a que fueron agricultores intensivos, y que llegaron a
tener la mayor densidad demográfica en lo que se refiere a los aborígenes del actual territorio
argentino. Lo que los aglutinaba era la lengua común del cacán, a pesar de tener diferencias
materiales y territoriales concretas. Pero la confusión radica en que las primeras crónicas espa-
ñolas les adjudicaron el gentilicio de calchaquíes debido a un grupo que habitó el valle homó-
nimo, haciéndose extensivo a los demás. Esto se debió a que los calchaquíes lograron en 1561
conformar un gran ejército al mando del cacique Juan Calchaquí, logrando la expulsión de los
españoles, quienes fortalecidos un siglo más tarde en 1665 lograron dominarlos (Lorandi y
Ottonello 1987; Sarasola 1996).
64
dibujos y con casi ningún texto” (Nastri 2003:100). Sin embargo lo más importante
que resalta este autor del trabajo de Liberani y Hernández es la “red de sentidos”
que el resultado de la expendición dejó. Por eso la caracterización de pioneros no
excederá a la obra de Liberani y Hernández.
El trabajo de estos primeros hacedores será puramente anticuarista y acumu-
lativo de los objetos encontrados, sin datos precisos y sin interpretaciones de los
mismos. Por ejemplo, en la publicación de lo encontrado en la expedición se hace
referencia a una “colección de varias tinajas o urnas funerarias que destinaban los
indígenas a conservar los restos de sus difuntos”, y de ellas Liberani y Hernández
expresan: “Todas son de barro cocido y se han hallado calzadas lateralmente con
piedras, y colocadas verticalmente a cerca de 1 metro debajo del nivel del suelo. En
las láminas N° 5, 8, 11 figuran también los pucos más arriba mencionados. Hemos
observado que los dibujos que adornan uno y otro frente de estos objetos están
dispuestos inversamente y en general bien conservados, lo que atribuimos a la
misma constitución areno-calcárea del suelo” (Liberani y Hernández 1950:115).
En sí la cita anterior tiene impreso el sello distintivo de la forma de producir
conocimientos en la época, ella condice puramente con la propuesta descriptiva.
Jorge Fernández (1982) ha propuesto que la mera descripción de objetos forma
parte de las características que han determinado los principios generales de la
Etapa II: arqueología heroica (1872- 1900). Dicha etapa proviene de la periodifica-
ción de las prácticas arqueológicas de la Argentina que ha propuesto este autor.
Entiende que en ella, junto a la descripción también subyacen las prácticas anti-
cuarias, el espíritu romántico del accionar de los viajeros-exploradores y la posi-
bilidad de superar las limitaciones cognitivas del momento, a pesar de la escasez
de recursos y técnicas. Y, sobre la forma de analizar los objetos encontrados en las
expediciones durante este momento, Fernández opina: “… que ha sido heroica
porque sus cultores carecieron en absoluto de fuentes en las que abrevar cono-
cimientos organizados, y aún así, se esforzaron por encaminar sus afanes hacia
posiciones muy por encima de las limitaciones de la época. Todos ellos fueron
grandes intuitivos…” (Fernández 1982:25).
Lo que observamos tanto en la comunicación de los resultados de la expedición,
como también en el análisis realizado por Jorge Fernández, es una constante nece-
sidad por parte de estos actores de validar el conocimiento desde la generación de
una gran acumulación de objetos, pues se entendía que a mayor cantidad de mate-
riales y datos arqueológicos que se tenían, los resultados serían más confiables (La-
nata et al 2001). Generalmente la utilización de dichos objetos extraídos tenía en los
museos un fin pedagógico concreto, promulgado muchas veces desde el Estado.
Siguiendo a Pérez Gollán, Myriam Tarragó (2003) grafica el lugar que cumplían los
museos dentro del contexto del proyecto liberal del Estado-Nación. Ellos habrían
desempeñado un importante papel político en la propuesta de una educación lai-
ca y popular que desplegaba este tipo de estado. Así estas organizaciones fueron
percibidas como elementos claves para la legitimidad y la reproducción del sistema,
conformadores de la nacionalidad y manifestaciones de la modernidad del Estado.
65
16
Ernesto Padilla nació en la provincia de Tucumán. Sus estudios los inició en este mismo lugar,
recibiéndose de bachiller en el Colegio Nacional de Tucumán. Su título de grado universita-
rio lo obtuvo en Buenos Aires donde se recibió de abogado. Entre sus prolíferas actividades
podemos mencionar su ahondada tarea cultural que lo llevó a prácticas literarias cuantiosas
y también tuvo una notable carrera política, debido a que fue legislador provincial en 1900 y
legislador nacional entre 1902 y 1906. Fue uno de los gestores de la creación de la Universidad
Nacional de Tucumán, y además promotor de las actividades arqueológicas en esta provincia
(Carrizo 2007).
66
Nastri (2001) observará que este tipo de primeros trabajos inaugurará toda
una línea clásica de trabajos descriptivos de sitios arqueológicos el cual consistía
en: una descripción general del asentamiento y su medio geográfico, una des-
cripción específica de estructuras arquitectónicas y una descripción detallada de
las piezas de cerámica obtenidas de los cementerios. Así, la obra de Liberani y
Hernández cumple con tales requisitos ya que está cargado de láminas graficas
sobre el sitio de Loma Rica, con descripciones de una habitación del mismo (Pilca)
y de la necrópolis ubicada al sur del sitio. Además muestran urnas funerarias, pu-
cos, inscripciones de algunas piedras y su dibujos, hachas de manos, entre otros
objetos.
17
En la edición de la obra de Liberani y Hernández realizada por la UNT en 1950 se incluyó el
capítulo de la obra de Ameghino, y de ella se reproduce este párrafo.
67
Buenos Aires, como capital del país, generó esta centralidad en varias direccio-
nes: políticas, económicas, culturales académicas etc. (Halperín Donghi 1998). En-
68
18
Nacido en Entre Ríos, Ambrosetti, fue profesor de Arqueología americana y director del Mu-
seo Etnográfico de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, que hoy
lleva su nombre. Fue discípulo del gran naturalista Eduardo Holmberg, quien lo impulsó al
estudio de las ciencias naturales. Como figura destacada de la ciencia nacional, Ambrosetti
obtuvo el titulo de Doctor Honoris Causa por la Universidad de Buenos Aires, en 1910.
19
Referencias bibliográficas de Ambrosetti, ver Babot 1998.
69
20
Miguel Lillo (1862- 1931) fue un naturalista autodidacta tucumano especializado en Botánica
y conocedor de otras ramas de las disciplinas científicas, particularmente la Química. De gran
autoridad moral y científica a fines del siglo XIX y principios del siglo XX tanto en la provincia
de Tucumán como en toda la Argentina. Durante todo este tiempo se dedicó a la investigación
científica, alternando estas actividades con la docencia y la dirección de instituciones públi-
cas.
70
71
Reflexiones Finales
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76
1
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77
las cuales los vínculos internacionales ceñidos por las instituciones arqueológicas
fueron vitales para la formulación de las teorías de la arqueología prehistórica
(Kaeser 2000, 2001, 2002) y de los idearios políticos de los arqueólogos (Díaz-An-
dreu 2007)2.
Artefactos viajeros
2
Historiadores de la ciencia, como Steven Shapin, afirman que al ocurrir el quehacer científi-
co en sitios geográficos e institucionales específicos de producción, carga consigo las marcas
discernibles de estos lugares (Shapin 1995). Pero una de estas marcas, como enseñan los his-
toriadores latino-americanos de la ciencia, es afectada por los procesos de mundialización de
la ciencia, o sea, por la circulación mundial de la cultura científica desde la mitad del siglo XVIII.
La cultura científica, al mundializarse, no impuso a las instituciones de investigación latino-
americanas una aceptación pasiva de modelos, sino que produjo un conjunto de representa-
ciones históricamente situadas, de articulaciones con las tradiciones locales de investigación
y de respuestas para los problemas políticos, sociales y económicos de determinados contex-
tos (Lafuente y Ortega 1992; Polanco 1990; Figueirôa 1998; Saldaña 1993, 1999, 2000; Vessuri
1986). Pienso que el internacionalismo del que hablan los historiadores de la arqueología se
articula con el concepto de mundialización de la ciencia, pues los modelos de interpretación
arqueológica, al circular a escala global, nunca estuvieron apartados de los contextos locales
de apropiación y representación.
78
gía comparativa del Brasil (Ihering 1904a), Ihering afirmó que cuanto más cerca
de los círculos ondulatorios, o sea, de los incas, estuviera un pueblo indígena,
más “civilizado” sería.
En el Brasil, los artefactos incaicos, de acuerdo con Ihering, se distribuyeron a
lo largo de dos rutas primordiales. La primera habría discurrido por la Amazonia,
donde se encontraron, concretamente en la Isla de Marajó, una serie de vasijas
cerámicas. Tal difusión explicaría el carácter refinado de la cerámica marajoara.
Mas este itinerario habría sido apenas accidental; después de acoger los artefac-
tos cerámicos incaicos, los nativos de la Isla de Marajó, siempre según Ihering,
habrían engendrado la alfarería local, con un nuevo estilo cultural. En cambio una
segunda ruta habría sido la principal, a lo largo de una región arqueológica funda-
mental de la prehistoria sudamericana: el Sur del Brasil. El grupo que se benefició
de los intercambios comerciales y culturales entre los Andes y el Sur del Brasil
habría sido el guaraní. Ihering describió los vestigios y artefactos que probarían
la presencia incaica entre los guaraníes: machados de cobre, artefactos de oro y
plata, motivos pictográficos de las cerámicas y de las pinturas rupestres, y otros
más (Ihering 1895a:105-155).
Ihering trazó y fijó en el mapa las irradiaciones de los círculos ondulatorios
para el Brasil meridional. Para ello, el datum zero, la primer coordenada desde
donde habrían partido los artefactos “viajeros” de influencia incaica hasta el Sur
del Brasil habría sido la región subandina de Argentina. Más precisamente, los ar-
tefactos habrían sido remitidos por los calchaquíes desde Catamarca. De acuerdo
con Ihering, los calchaquíes, que vivían en Catamarca y también eran tributarios
de los incas, mantuvieron sólidos vínculos culturales con los guaraníes (Ihering
1895a:126).
Puentes antiguos
Para Ihering, puentes antiguos vincularon Catamarca con el Sur del Brasil (Ihe-
ring 1895a:154-155), según testimonian los materiales arqueológicos. Ihering co-
nocía directamente los artefactos calchaquíes. En 1904, Juan Ambrosetti y Fran-
cisco Moreno remitieron a Ihering una colección calchaquí (Ihering 1904b:16). En
1910, Samuel L. Quevedo, desde el Museo de La Plata, al igual que otros cientificos
del Museo Nacional de Buenos Aires, enviaron más materiales calchaquíes para el
Museo Paulista (Hermann y Rodolfo von Ihering 1911:2, 3, 11). Por intercambio,
Ihering obtuvo además una colección inca (Rodolfo von Ihering 1914:10). Ihering
pudo, pues, comparar los artefactos calchaquíes e incas con la rica colección gua-
raní formada en el Museo Paulista. Incluso utilizó – conforme vemos en el Catá-
logo Arqueológico y Etnográfico producido por él en el Museo Paulista – las clasifi-
caciones de la “cultura Calchaquí” propuestas por Ambrosetti (Ihering 1904c). Ba-
sándose en esta comparación, Ihering definió entre el noroeste argentino y el Sur
del Brasil un enclave arqueológico, una identidad cultural entre los calchaquíes y
los guaraníes, la cual estaría inscrita en los artefactos de ambos los pueblos.
79
Pero Ihering no siempre acordó con los trabajos de los científicos argentinos.
Esto queda claro en sus lecturas de la obras de Florentino Ameghino. En La anti-
güedad del hombre en el Plata (Ameghino 1918), Ameghino sostenía que la evolu-
ción humana se dio en la América durante el período terciario. Sudamérica habría
sido de este modo un centro de evolución autónomo4. La tesis de Ameghino fue
3
Eric Boman es aún hoy una referencia en los estudios arqueológicos. Sobre esta cuestión, así
como para aspectos de su obra y pensamiento, ver Gentile (2001) y Hocquenghem (2004).
4
Ameghino, como se sabe, escribió una copiosa obra arqueológica y paleontológica. Siempre
80
Política Colonial
Pienso que hay aún otra dimensión en que las experiencias argentinas inspira-
ron a Ihering: justamente aquella que orientó su política colonial. Para compren-
derla, es preciso tener en cuenta la clasificación antropológica que Ihering esti-
puló para los nativos del Brasil. Ihering dividió los grupos indígenas de manera
que obtenía nuevos datos, los incorporaba en su tesis sobre el origen terciario de los pueblos
americanos. La obra completa de Ameghino, organizada en varios volumenes por Alfredo Tor-
celli (1914/1916), muestra la evolución de sus escritos en este campo. Pero un resumen de sus
argumentos se encuentra en un artículo publicado en 1915 (Ameghino 1915). (Véase tambi;en
el cap;itulo 5 de este volumen).
5
Ihering, en diversos trabajos realizados desde los años 1880, concluyó que todo el Sur del
Brasil, juntamente con la Argentina y los Estados del Río de La Plata, configuraría, en térmi-
nos paleontológicos y geológicos, un territorio singular. Esto porque los moluscos de la costa
de Argentina serían similares a los del Sur del Brasil. Así, todo el Sur de Brasil formaría con la
Argentina una identidad natural, la cual demarcaría una diferencia ontológica con las otras
regiones brasileñas (Ihering 1895b, 1897, 1902, 1969).
81
binaria: de un lado, los guaraníes del Sur del Brasil, los que bebieron de las fuentes
calchaquíes e incaicas, los indios “civilizados”, beneficiarios de los “círculos ondu-
latorios”; por otra parte, los indios “primitivos”, representados por la “raza” jê. Los
Jê, según las investigaciones lingüísticas y en antropología física de Ihering, serían
los herederos de la “raza” más “primitiva” de la América, originaria de los conche-
ros del Brasil y hereditariamente ligada a los fósiles de Lagoa Santa, Minas Gerais,
descubiertos por Peter Wilhelm Lund (1801-1880) en los años 18306. Para Ihering,
esta división antropológica estuvo vigente, en el Brasil, desde la Prehistoria (Ihe-
ring 1903a, 1903b, 1904e, 1907b, 1911a).
Ihering sustentó que la herencia de la “raza” primitiva del Brasil se trasmitió ha-
cia dos grupos, entonces aún vivos, de la familia jê: los botocudos y los kainguan-
gues, los cuales, para él, estorbaban, principalmente en el Oeste de San Pablo, el
avance del progreso y de la civilización. En este contexto, había en San Pablo una
guerra abierta contra estos indios7. Se buscaba tomarles sus tierras para expandir
la economía agro-exportadora del café y las ferrovías. Ihering, así, pontificó que,
ante a estos indios “primitivos y peligrosos”, que “asesinaban” a los colonos y a los
ingenieros de las ferrovías, la única solución sería exterminarlos, pues ellos no
“tenían ningún elemento de trabajo y progreso” (Ihering 1907b: 215)8.
Mas una política colonial no se hace solamente con propuestas de exterminio.
En este punto, conviene decir lo que entiendo por política colonial. Para el caso
de la América Latina, al menos parte de los procesos políticos pos-independencia,
principalmente aquellos que configuraron las relaciones entre los Estados nacio-
nales y sus “otros culturales”, pueden ser descritos mediante el concepto de co-
lonialismo interno (Young 2001; Loomba 2000). El colonialismo interno es una
fuerza política accionada desde el interior de una frontera nacional; ello ocurre
cuando una elite utiliza la ciencia y el ejército para imaginar geografías, clasificar,
gobernar y expropiar poblaciones. En América Latina, se reiteró una de las carac-
terísticas básicas de la legitimación del colonialismo por las potencias imperiales:
6
El dinamarqués Peter W. Lund vino al Brasil en 1825, y estudió centenares de cavernas en la
región de Lagoa Santa, Minas Gerais. Descubrió, en una caverna llamada Lapa do Sumidouro,
diversos fósiles humanos y de animales extintos en un mismo contexto geológico. Para la obra
de Lund y sus relaciones con la Arqueología brasileña e internacional de los años 1830 y 1840,
ver Ferreira (2003).
7
El famoso antropólogo Curt Nimuendaju (1883-1945), por ejemplo, al relatar sus trabajos jun-
to al Servicio de Protección a los Indios (Serviço de Proteção aos Índios), institución oficial del
gobierno brasileño para el trato con los nativos, dijo en una carta sobre la pacificación de los
Kainguangues: “Habría bien más a relatar al Señor, pero lo esencial de mís observaciones es
la lucha racial asquerosa, que avergonzaba el interior paulista y que ahora tuvo su fin…” (Ni-
muendaju 1982: 45). Énfasis y tradución mías.
8
Las relaciones entre las investigaciones arqueológicas y la propuesta de exterminio de Ihering
fue analizada anteriormente (Funari 1994, 1998; Ferreira 2005, 2007). Otos autores describen
el estado de guerra en el interior paulista y en otros Estados del Brasil, enfatizando la cerrada
oposición a la solución de exterminio de Ihering (Schwarcz 1989; Gagliardi 1989; Lima 1995).
82
9
Guillermo Alfredo Terrera (1974:25-32) describe minuciosamente las líneas de fortines que
vigilaban y preservaban todo el Norte de la Argentina de las incursiones de los indígenas del
Chaco Austral y otras regiones. Las líneas de fortines son mencionadas también por Antonio
Alberto Guerrino (1984), en su estudio oficial sobre las tareas médicas en la conquista del de-
sierto.
83
10
En un texto sobre la distribución geográfica y clasificación lingüística de los grupos indí-
genas de la Argentina, Moreno menciona su participación en la conquista del desierto y sus
excavaciones de sitios arqueológicos en el valle del Río Negro (Moreno 1901:574).
11
La guerra como estrategia de obtención de colecciones fue parte substancial de las pes-
quisas arqueológicas y etnográficas en todo el mundo, principalmente aquellas desarrolla-
das por los países colonialistas (Cohn 1996; Paczensky 1985). No deja de ser sintomático que
haya ocurrido también en los Estados Unidos, el país que abrigó la Smithsonian Institution,
la institución que inspiró a Ihering a pensar su política colonial conjugada con investigacio-
nes arqueológicas y etnográficas. Randall MacGuire nos cuenta que conforme el ejército de
los Estados Unidos arrojaba los indígenas para el Oeste y para las reservas, antropólogos y
arqueólogos saqueaban las sepulturas recientes de los nativos y hacían recolecciones en el
campo de batalla (MacGuirre 1992:53-59).
84
“En 27 viajamos sin mayor novedad, cuando a las 9:40 h, por uno de los
prácticos, fuimos avisados de la proximidad de los indios; y, de hecho, en-
contramos poco adelante, en una curva del Río, un numeroso grupo de in-
dios, el cual fue desbaratado por nosotros, habiendo dejado ellos en la fuga
34 flechas, 2 arcos, 1 vara de pescar y otros pequeños objetos. Es posible
que haya habido pérdidas por parte de ellos, pues vimos gran cantidad de
sangre en el sitio” (Lima Júnior 1906:11-12).
En el informe del Museo Paulista para los años 1906/1909, Ihering registró la
compra de un armario nuevo, para exponer el “material raro que el Museo recibió
de la Comisión Geográfica y Geológica del Estado, que lo recogió en sus explora-
ciones del interior desconocido, en el Oeste de San Pablo” (Hermann y Rodolfo
von Ihering 1911:6). Pero el armario nuevo no lograría encubrir el modo en el que
se formó la colección kainguangue: artefactos granjeados a través de una típica
situación colonial, la cultura material nativa obtenida mediante el saqueo.
Trabajo Futuro
12
Para una descripción detallada de este Congreso, ver Podgorny (2004). Ihering participó
también del Congreso de los Americanistas de 1904, celebrado en Sttugart, presentando una
conferencia acerca de los artefactos de jade del Brasil (Ihering 1904f ).
85
13
Torres presentó una visión más sintética de sus trabajos en la región en un artículo publicado
en 1907 (Torres 1907).
14
Antonio Serrano vino al Brasil como becario de la Comisión Nacional de Cultura de Buenos
Aires, institución oficial que enviaba anualmente diez científicos argentinos para países ex-
tranjeros (Serrano 1937:3). El papel de Serrano para la institucionalización de la Arqueología
argentina es analizado por Podgorny (2004).
86
rrano 1938); y, principalmente, reanudó las conclusiones del director del Museo
Paulista acerca de las relaciones prehistóricas entre los guaraníes del Sur del Brasil
y los pueblos andinos de la Argentina (Serrano 1937:39-42). Que Torres y Serrano
hayan dialogado con los trabajos de Ihering no sorprende. Pues Ihering fue hasta
tenido como especialista en arqueología calchaquí. En un artículo sobre el tema,
el célebre y prestigioso americanista Daniel Brinton15 cotejó conjuntamente las
investigaciones de Ihering, Florentino Ameghino, Juan Ambrosetti, Samuel Lafo-
ne Quevedo y Hermann Ten Kate (Brinton, 1899). Ihering es citado por Brinton
en todas las páginas de su artículo, siendo considerado una autoridad sobre los
problemas de la arqueología calchaquí.
Las investigaciones arqueológicas de Ihering, así como los diálogos y coopera-
ciones entre él y los argentinos, ilustran bien cómo las relaciones internacionales
fueron cruciales para el planteamiento de interpretaciones sobre la Prehistoria de
la Sudamérica a lo largo del siglo XIX y comienzos del XX. Tales redes internacio-
nales tendidas entre los científicos y los museos del Sudamérica – y no sólo en lo
que se refiere a Brasil y Argentina – a lo mejor podrá configurarse en una fructífera
línea de investigación, orientando nuestros trabajos futuros. Como los científicos
del pasado, podemos ahora intercambiar documentos y los resultados de nues-
tras investigaciones, contribuyendo al entendimiento de los debates y contextos
globales de la historia de la arqueología de América del Sur.
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Javier Nastri1
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mónides, Buenos Aires, Argentina.
95
Desde sus primeros trabajos en Berlín, Max Uhle2 se interesó por la seriación
de estilos, la cual supo confirmar a partir de análisis de superposición de tumbas.
Como apunta Rowe, sus años de trabajo con la espléndida colección Centeno de
antigüedades inca lo familiarizaron tanto con el estilo cuzqueño, que cuando tuvo
contacto con las notas de Stubel sobre Tiahuanaco (Lámina I) vio que se trataba
de dos contextos absolutamente distintos. Las referencias de los cronistas acerca
de que Tiahuanaco se hallaba en ruinas en tiempos de los incas3 le dio la clave
del sentido cronológico de la diferencia estilística. Esos dos jalones fueron sufi-
cientes para disponer todo otro hallazgo en una secuencia (Rowe 1954:20). Rowe
señala que Uhle reconstruyó la historia precolombina del Perú contando con “un
solo caso de estratigrafía geológica, el que encontró (sic) en Pachacamac” (Rowe
1998:17). Quizás sea esto algo exagerado, pero no puede negarse que en la mayo-
ría de los casos abordados por Uhle, primero se identificaron y contrastaron estilos
cerámicos y luego se los dispuso en un orden cronológico a partir de inferencias
de diversa índole. El caso de Moche es paradigmático. En primer lugar Uhle fue a
excavar Chan Chan para exhumar contextos chimúes que contuvieran la cerámica
moche que, otra vez, había conocido en Berlín como procedente de la costa norte
del Perú. Al no encontrar allí las referidas piezas abordó los cementerios próximos
a la huaca de Moche. Luego en segundo lugar, de acuerdo con la estratigrafía de
los hallazgos efectuados al pie de la Huaca del Sol, las piezas del estilo homónimo
deberían considerarse inmediatamente anteriores al estilo “blanco rojo negro”.
Luego, como a piezas de este último estilo las consideraba en Pachacamac como
derivativas de Tiahuanaco (hoy se sabe que en realidad son diferentes), Uhle ubi-
có a Moche correctamente como pre-tiahuanaco (Rowe 1998:13).
Del mismo modo que en la costa Norte, Uhle abordó la problemática de la
costa Sur buscando contextualizar un estilo, el nazca, representado en Berlín por
unas pocas piezas. En el valle de Ica pronto aisló el contexto nazca, reconoció a
su estilo Tiahuanaco y definió otros dos estilos que consideró que se derivaban
2
Max Uhle (1856-1944), doctorado con una tesis sobre lingüística china, en 1888 quedó cauti-
vado por la obra de sus compatriotas Reiss y Stubel sobre la necrópolis de Ancón en Perú y el
contacto personal con el segundo en Dresden lo decidió a dedicar su vida al americanismo. Así
se incorporó al Königliches Museum für Völkerkunde de Berlín, donde permaneció por cuatro
años (Kaulicke 1998), participando del Congreso Internacional de Americanistas que se ce-
lebró ese primer año de su estadía. Allí presentó varios trabajos de análisis de colecciones y
ruinas arqueológicas; el más célebre de ellos es Las ruinas de Tiahuanaco, publicado en 1892
junto con Alfonso Stubel (quien había relevado el sitio entre 1876 y 1877), en el cual se definía
al estilo Tiahuanaco como pre-inca (Rowe 1954:2-3). A los 36 años partió en su primer viaje de
exploración a Sudamérica, bajo los auspicios del gobierno prusiano y el Museo de Berlín. De
Buenos Aires se dirigió a Catamarca, donde a comienzos de 1893 realizó numerosas excava-
ciones. Continuó luego por Tucumán y Salta, a lo largo de toda el área valliserrana. Este primer
96
contacto con la práctica de campo lo impactó de tal modo que definió todo el curso futuro de
su vida profesional (Rowe 1954:3). De la puna argentina pasó a Bolivia, permaneciendo en La
Paz un par de años. Desde 1895 sus investigaciones contaron con los auspicios de la Universi-
dad de Pennsylvannia y a partir de 1899, con las de la Universidad de California. En 1906 aceptó
la dirección del Museo Nacional de Lima, de modo que se quedó en Perú hasta 1911. Tuvo
entonces la oportunidad de mostrar in situ las características de los sitios excavados en sus
largos años de labor. En 1911 nuevamente recibió un ofrecimiento para organizar un museo,
esta vez en Santiago de Chile, donde también comenzó a impartir clases en la Universidad. La
labor de campo la desarrolló en el Norte del país, a donde se mudó con su mujer a vivir de sus
ahorros una vez finalizado el contrato. Esperando volver a Alemania al fin de la guerra, aceptó
sin embargo un nuevo convite gubernamental, esta vez de Ecuador, hacia donde se mudó, ya
viudo, en 1919. Pese a su avanzada edad se mantuvo activo dictando cursos, trabajando en el
campo, publicando y representando a Ecuador en los congresos de americanistas. Ingresó a la
Universidad de Quito en 1925 y se hizo cargo de organizar nuevamente un museo en ésta, el
cual fue afectado por un gran incendio en 1929. Aunque nuevamente salió al campo a obtener
materiales para reconstruir las colecciones del museo, en 1933 volvió a Alemania aceptando
una pensión del gobierno. Allí se mantuvo de todos modos activo y así fue como el estallido de
la Segunda Guerra lo sorprendió en Lima, adonde se encontraba participando del XXVII Con-
greso Internacional de Americanistas. Regresó a su país en 1942 para morir dos años después
en Loben (Rowe 1954, 1998; Höflein 2003).
3
“Yo pregunté a los naturales, en presencia de Juan Varagas (que es el que sobre ellos tiene
97
Eric Boman4 no era contrario a la idea de diferencias temporales entre los res-
tos arqueológicos, más allá de haber defendido una cronología “corta” para el no-
encomienda), si estos edificios se auían hecho en tiempos de los Ingas: y rieronse de esta pre-
gunta, afirmando lo ya dicho: que antes que ellos reynasen estauan hechos, mas que ellos no
podían dezir ni afirmar quien los hizo: mas de que oyeron a sus passados que en vna noche
remaneció hecho lo que allí se vía” (Cieza de León 1995:284).
4
El sueco Eric Boman (1867-1924) llegó a la Argentina en 1888 tras haber abandonado la es-
cuela secundaria y al año siguiente comenzó a desempeñarse como docente en escuelas de
Buenos Aires y Catamarca (Cornell 2000). Luego fue capataz en la construcción de puentes en
el Departamento Nacional de Ingenieros en Tucumán. Hacia 1900 se vio envuelto en el con-
flicto armado entre flavistas y Figueroa-radicalistas que se dio en Catamarca. Compartiendo el
mismo bando flavista, estuvo en contacto con Lafone Quevedo y Quiroga (En carta a Lafone
del 25/09/1899 conservada en el Archivo Fotográfico y Documental del Museo Etnográfico J.B.
Ambrosetti, Quiroga señalaba: “Nuestro Boman hacía proezas, disparando su mauser con la
manera perezosa con que habla, teniendo como gefe al Dr. Olmos González”). El conocimiento
del noroeste argentino que adquirió durante esos años lo convirtieron en un valioso miembro
de la expedición sueca de 1901 encabezada por el barón Erland Nordenskiöld (Raffino 1988:35;
Greslebin 1964/1965). Dicha expedición, financiada por Eric von Rosen, estuvo motivada prin-
cipalmente por un espíritu aventurero; pero ya entonces Boman se destacaba por su mayor
apego al orden científico (Cornell 1999). En 1903 integró la Misión Científica despachada por
98
el Ministerio de Instrucción Pública de Francia bajo la dirección del conde Créqui Montfort y
Sénéchal de la Grange que recorrió el altiplano de Sudamérica. Concretamente Boman estuvo
a cargo de los trabajos realizados en el sector correspondiente al actual territorio argentino
(quebrada del Toro, valles de Lerma, Salta y Jujuy y puna oriental). Una vez concluida la ex-
pedición, Boman permaneció en el museo del Trocadero de París redactando su gran obra
aparecida en 1908 Antigüedades de la región andina de la República Argentina y del desierto de
Atacama (1991), que le valiera el premio Loubat de la Academia de Inscripciones y Bellas Letras
de Francia y que constituyera un hito en la historia de la arqueología sudamericana (Fernández
1982:129). En sus años de permanencia en Francia, recibió su formación universitaria, la cual
se refleja en el estilo de su obra, con un enfoque a gran escala y sin apelación a la cronología
tipológica característica de la arqueología escandinava (Cornell 1999:194). Tras la edición de
su libro Boman regresó a Buenos Aires y a fines de 1913 fue nombrado Jefe de Expedición
Científica del Museo Nacional de Historia Natural. Más adelante se hizo cargo de la Sección
Arqueología y Etnografía hasta su muerte acaecida en 1924. En opinión de su discípulo Héctor
Greslebin, la misma fue producto “del hambre”, correspondiendo al Estado la responsabilidad
por el destino trágico de éste y tantos otros hombres sacrificados al cultivo de la ciencia (Gres-
lebin 1964/1965:24).
5
Juan Bautista Ambrosetti (1865-1917), considerado en su época como el “arqueólogo nacio-
99
Figura 1. Juan Bautista Ambrosetti y los peones participantes de la campaña en el sitio de Pampa Grande (1906).
Fotografía del Archivo Fotográfico y Documental del Museo Etnográfico J.B. Ambrosetti.
2/27/10 12:47:01 PM
Una cuestión de estilo. Cronología cultural en la arqueología andina de las primeras…
nal” nunca realizó una carrera en forma sistemática. Inició sus estudios en el campo de las cien-
cias naturales, relacionándose desde muy joven con el médico y naturalista Eduardo Holmberg
(quien más tarde se convertiría en su suegro). De paso por su provincia natal, Entre Ríos, visitó
el entonces recientemente fundado museo de Paraná, al cual inmediatamente donó su colec-
ción paleontológica personal y, a partir de este desprendimiento, fue nombrado director de la
sección zoológica del museo, por el docente (y también naturalista colaborador de Ameghino)
Pedro B. Scalabrini. Tras volver a Buenos Aires, dirigió viajes de exploración a Misiones, encar-
gados primero por Moreno desde el Museo de La Plata, y luego por el Instituto Geográfico
Argentino. Nombrado director a perpetuidad del Museo Etnográfico de esta institución, fue
comisionado por ésta en 1895 para explorar el noroeste argentino. A partir de este momento,
la arqueología comenzó a atraerlo cada vez más (Cáceres Freyre 1967). En 1904 fundó el Museo
Etnográfico de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires que hoy lleva
su nombre, y reemplazó a Lafone Quevedo en la cátedra de arqueología de esa misma Univer-
sidad. Formó discípulos (entre ellos su sucesor en la dirección del museo, Salvador Debenedet-
ti) y fue un activo representante del país en los congresos internacionales, especialmente en el
de Americanistas (Cáceres Freyre 1967; Babot 1998).
6
Futuro Profesor suplente de Sociología en la Facultad de Derecho de la Universidad de Bue-
nos Aires (Altamirano 2004:39), participó de la expedición en calidad de alumno del curso de
Arqueología, al igual que Francisco Cervini. El Profesor Carlos Octavio Bunge también fue de la
partida y Carlos Ameghino acompañó la expedición a los fines de realizar búsquedas paleon-
tológicas en el valle de Santa María (Podgorny 2000:26).
7
Félix Outes (1878-1939) se dedicó al estudio de los aborígenes pampeano-patagónicos, mas
101
habiéndose examinado todo el material, surgía la opinión de que habían sido dos
los tipos de cultura hallados en la Pampa Grande:
“1. Un tipo de urnas y alfarería toscas y groseras, como los que halló el Sr. Bo-
man en San Pedro de Jujuy y en el Carmen, Valle de Lerma, Pcia. De Salta;
2. Un tipo de urnas y otros objetos de carácter puramente Calchaquí.
Al primero, pertenecen todas esas asas y adornos de urnas de tipo primitivo,
que se han descrito en la página 124 y siguientes, figuras 136 y 137, cuyo
número extraordinariamente abundante, demuestra que miles de objetos de
esta clase fueron fabricados allí, y desde tiempos muy remotos.
El segundo tipo, en cambio, ofrece un porcentaje muchísimo menor de ha-
llazgos.
Si bien es cierto que varias veces se hallan mezclados estos dos tipos en un
mismo cementerio, no hay que olvidar que esos enterratorios fueron utili-
zados en diversas épocas, como lo demuestran las remociones de cuerpos
y objetos anteriormente colocados, para dar lugar a otros nuevos, según se
ha podido constatar en el curso de este trabajo, y esto explicaría además mu-
chas de las curiosas anomalías observadas.
Pero en el gran número de los casos resulta, según la atinada observación del
Dr. Maupas, que las urnas de tipo tosco, siempre se han hallado más profun-
damente enterradas que las de tipo Calchaquí, y en el croquis de los hallaz-
gos efectuados en el gran cementerio, puede observarse lo expuesto.
Las tapas de fragmentos de urnas pintadas en urnas toscas, lo mismo que
los hallazgos de urnas pintadas dentro de urnas también toscas, como en el
caso de la figura 25, podrían quizá también explicarse, dado que en ambos,
los ejemplares se hallaron rotos, por superposición de las piezas que con la
remoción primero, y la presión de la tierra después, se produjo la entrada de
las piezas superiores dentro del espacio que las paredes rotas de las piezas
anteriores dejaron abierto, ó que la contemporaneidad de estas dos culturas
hizo que al colocar piezas toscas, se hayan roto otras de tipo Calchaquí, y sus
su erudición y espíritu crítico lo llevaron a participar prácticamente en todas las temáticas an-
tropológicas desarrolladas en su época. Siendo muy joven publicó un libro sobre los indios
querandíes que articulaba la información histórica y arqueológica. A partir de 1903 desempe-
ñó el cargo de adjunto honorario de la Sección de Arqueología del Museo Nacional de Historia
Natural y de Director de los Anales de la Sociedad Científica Argentina. Próximo a Lafone Queve-
do (Barros 2004), quien había dedicado elogios a Los querandíes, compartió con éste el ámbito
laboral al ingresar al Museo de La Plata en 1906. Para el Centenario publicó junto a Carlos Bruch
el primer manual sobre aborígenes argentinos, el cual tuvo amplia difusión (Podgorny 1999).
Para entonces ya se desempeñaba como docente en la Facultad de Filosofía y Letras de la Uni-
versidad de Buenos Aires.
102
restos se hayan vuelto a colocar allí como tapa ó simplemente sobre las pri-
meras, por la idea de no remover de su lugar lo anteriormente colocado.
Otra explicación de este hecho, quizá más lógica, la tendríamos en que ha-
llándose ya depositadas anteriormente las urnas toscas, al colocar posterior-
mente las de tipo calchaquí, al cavar el pozo destinado á recibirlas, se haya
destruido la tapa de las más antiguas, y que más adelante, en otras remocio-
nes, intencionadas ó naturales, derrumbes, etc., se hayan roto a su vez las más
nuevas, perdiéndose sus fragmentos en gran parte y quedando en el terreno
el resto que nosotros hemos hallado” (Ambrosetti 1906:194-195).
Con esta opinión se quedaba Ambrosetti, “hasta que nuevos hallazgos no nos
demuestren lo contrario” afirmando que en este sector oriental de los valles vivió
un pueblo “de cultura inferior a la de los habitantes de los valles calchaquíes” (Am-
brosetti 1906:196). El hecho de que se enterrara a los adultos en urnas hablaba de
su carácter “inferior”, puesto que los calchaquíes ya habrían olvidado esta prácti-
ca, de la cual el entierro de niños en urnas constituía una supervivencia. Luego
alguna tribu Calchaquí habría invadido la zona sojuzgando a las poblaciones lo-
103
8
Así, después de todo el trabajo de excavación, las conclusiones mantenían la idea desarrolla-
da por Holmberg años atrás, a partir de una “recorrida” del yacimiento (Ambrosetti 1906:196).
104
mente esperables las superposiciones de restos de diferentes épocas y era deber del
arqueólogo prestar atención a todos los elementos que permitieran establecer dife-
rencias cronológicas. No obstante, en el noroeste, las superposiciones en un mismo
yacimiento eran menos abundantes de lo que sostenía Uhle y, de hecho, éste armó
la secuencia identificando contextos en distintos yacimientos; algunos multicompo-
nentes y otros con restos de una única ocupación. De los cementerios de Santa María
y Pampa Grande no se conocían objetos incaicos, de La Paya sí. Es más, en La Paya se
descubrieron tumbas que mezclaban objetos incaicos y otros locales mientras que
otras sólo contaban con elementos del último tipo. De manera que surgía la existen-
cia de un período preincaico y otro incaico de la civilización calchaquí. Luego quedaba
ubicar el contexto de los entonces denominados “vasos draconianos” (hoy Aguada).
Uhle sabía que fragmentos de los mismos se encontraron en Santa María pero nunca
en los mismos entierros “del tipo preincaico de los valles calchaquíes”. (Uhle 1912:514).
Por otra parte Uhle no encontraba ningún punto de parentesco entre la ornamenta-
ción de los estilos Aguada (Lámina II; Figura 2) y santamariano (Lámina III). De modo
que sólo quedaba colocar a Aguada al principio de la secuencia, pues el final ya esta-
ba “ocupado” (Figura 3). Pues incluso:
105
conquistas de los incas en los dos países; y tanto valor tiene lo que la arqueolo-
gía nos enseña que, sin las pruebas arqueológicas, los datos históricos valdrían
muy poco; y si estos datos estuviesen en contradicción con lo que la arqueolo-
gía indica, sólo ésta tendría valor sobre la tradición histórica. Estas observacio-
nes son precisas para poner fin a las discusiones en que se ha querido negar la
autenticidad de las conquistas de los incas en la Argentina, por que las noticias
dadas por Garcilaso y otros, no parecían suficientemente comprobadas” (Uhle
1909).
106
conianos; los motivos geométricos Tiahuanaco con los del calchaquí pre-incaico; la
figura del sacrificador Tiahuanacota con la de los fragmentos aguada de Tinogasta;
las tablas de rapé Tiahunaco con las de La Paya, etc. (Uhle 1912:522, 530). Una de las
teorías de Uhle postulaba que cuando un estilo figurativo de una gran civilización era
“trasplantado” a otra “cultura más baja” era común que sus figuras se desmembraran
y sus partes se repitieran como elementos de otras figuras, producto de la falta de
comprensión de los significados en el nuevo contexto (Uhle 1912:521).
Por medio de esta breve contribución, Uhle planteó la secuencia cultural más
completa de su tiempo para el noroeste argentino fundamentada en evidencia
arqueológica (Figura 4). Sin embargo, la cautela manifiesta frente a este aporte
revolucionario parece indicar que el mismo pudo haber resultado demasiado “en-
tusiasta y precipitado” para otros investigadores; del mismo modo que resultara
para autores tales como Boman y Means su secuencia peruana9. Como excepción
cabe destacar a la figura de Debenedetti10, quien luego de formarse con Ambro-
setti en el valle Calchaquí (sitios de Kipón, La Paya) y la Quebrada de Humahuaca
(Tilcara), continuó la labor del maestro en esta última zona (Figura 5).
Las
a contribuciones de Debenedetti en la senda de Uhle
9
En carta a Phillip Means, Boman declara “I am not very astonished at your discovery that Uhle´s
“Protochimú” and “Chimú” are de same culture. I have always been a litle sceptical about the (?) of
Uhle´s chronology. Certainly, there is no doubt about the Tiahuanaco and Inca periods but the oth-
er ones must be better studied before the chronology can be taken as an “evangile”. I believe Uhle
has been to (sic) enthusiastic and precipitated in his theories. I hope you will favour me...” (carta
número 5 del “Archivo Boman”, Archivo Fotográfico y Documental del Museo Etnográfico “J.B.
Ambrosetti”; fechada el 4 de marzo de 1918).
10
Salvador Debenedetti (1884-1930) se formó con Ambrosetti en la Facultad de Filosofía y
Letras de la Universidad de Buenos Aires, participando de las campañas de Pampa Grande y
La Paya y doctorándose en historia en 1908. Como alumno había sido presidente del centro
de estudiantes. El mismo año en que sucedió a Ambrosetti al frente del Museo Etnográfico
(1917) ingresó al plantel docente de la Universidad de La Plata. Bajo su gestión como director
se produjo el traslado del Museo a su actual ubicación en el histórico solar de la calle Moreno
(Cascante 1987). Al igual que Quiroga tuvo una desarrollada sensibilidad artística. También
publicó poesías y su obra póstuma es un volumen sobre los materiales extraídos en los ce-
menterios de La Aguada y La Ciénaga abordados desde el punto de vista de su valor artístico.
Murió en la mar llegando a Río de Janeiro de regreso de Europa, adonde había asistido al XXIV
Congreso Internacional de Americanistas (Pérez Gollán 1995).
107
Figura 4. Comparacion de las secuencias de Uhle (1912), Ambrosetti (1906) y Boman (1905).
11
Contratado a sugerencia de Carlos Bruch (Raffino 1988:41). Tras la muerte de Weisser, Fed-
erico Wolters asumió la dirección de las expediciones.
108
109
12
Efectivamente, la caracterización del estilo Caspinchango como decadente estaba en per-
fecta sintonía con el discurso fúnebre de Debenedetti acerca de la tradición indígena argen-
tina (Nastri 2005). Pero aún remarcando la continuidad Santamaría-Caspinchango, Outes no
dejaba de coincidir en que la “vieja pauta original (…) se perdía para siempre, bajo la acción de
factores perturbadores decisivos” (Outes 1922/1923:279).
110
13
Tal como queda de manifiesto por ejemplo, en las observaciones de Outes sobre la interpre-
tación de superposiciones en las tumbas de Caspinchango (1922-1923:269).
111
Discusión
112
Figura 6. Perfiles arqueológicos de los sitios Pachacamac (Uhle 1903), San Pedro (Boman
1905) y Pampa Grande (Ambrosetti 1906).
113
14
Es de destacar en esto la alternativa que significó el comentado aporte de Outes en torno a
la clasificación de la cerámica del noroeste (Outes 1907), donde empleó el término doméstico
para referirse a la cerámica tosca; con lo cual introducía un interpretación funcional antes que
“evolutiva”.
114
de campo entre los Zuñis que en los poblados habitados se encontraban tiestos
de un estilo antiguo en baja proporción, mientras que en las ruinas abandonadas
ese mismo tipo era mayoritario (Lyman y O´Brien 1999:79). Luego el trabajo de
Nelson15 en la meseta de Galisteo:
“En algunos casos es posible trazar el proceso para identificar culturas. Los ar-
queólogos de la necrópolis de la Edad del Bronce de Únêtice, en Checoslova-
15
Nels C. Nelson (1875-1964), siendo estudiante de Kroeber en California participó de las ex-
cavaciones de Uhle en Emeryville y luego fue observador y participante en excavaciones pa-
leolíticas de Francia y España (Trigger 1992:179). También excavó por su cuenta el conchal de
Emeryville (Lyman y O´Brien 1999:89), pero en opinión de Willey y Sabloff (1993:63), su trabajo
entonces no explotaba el potencial “revolucionario” inaugurado por el alemán.
16
Médico de profesión, Rudolf Virchow (1821-1902) quedó muy impresionado en su visita a la
Alta Silecia durante los levantamientos de la revolucion de 1848, con la pobreza y la miseria en
la que se encontraba sumida la población. Este hecho lo llevó a convertirse en un reformista
social a su regreso a Berlín. Su acción al frente de la Sociedad Berlinesa de Antropología estuvo
marcado por este interés. Maestro de Haeckel, se opuso al darwinismo, argumentando que el
hombre de Neandertal era un deforme (Smith ápud Spencer 1997:1094; Trigger 1992:157).
17
Colega de Virchow, Adolf Bastian (1826-1905) fue el primer director del gran Museo de Etno-
logía de Berlín (Kuper 2003:31).
18
Luego de que Gabriel de Mortillet asignara artefactos encontrados en el N de Italia a los
celtas; Evans atribuyera los campos de urnas del SE de Inglaterra a los belgae; y muchos otros
hacieran lo propio en distintas partes de Europa, el sueco Oscar Montelius, perfeccionó el mé-
115
Se ha visto que a lo largo del período estudiado los términos “raza”, “civili-
zación”, “pueblo” y “cultura” fueron usados de modo a veces indistinto y sin ser
definidos; pero siendo el segundo el más popular en el medio argentino, pudo
advertirse una concepción del mismo como fenómeno singular que los pueblos
poseían en distintos grados (Stocking 1966:871; Cuche 1999). Dado que dicho
gradiente nunca fuera operativizado, su aplicación empírica resultaba problemá-
tica. La dicotomía civilizado/no civilizado conducía a concebir las secuencias a la
medida de la diferencia entre dos épocas/grupos. En cambio para Uhle, familia-
rizado desde antes de sus trabajos de campo con dos estilos correspondientes a
civilizaciones “refinadas” y monumentales (Tiahuanaco e Inca), el sentido plural y
empírico constituyó un punto de partida.
Conclusiones
Para que un discurso pueda ser calificado de histórico, debe reunir algunas
condiciones: referirse a hechos reales en un orden cronológico, exhibir un trata-
miento juicioso de las fuentes, y constituir una narración (White 1992:21). Mien-
tras que el segundo de los requisitos constituye el objetivo principal tanto de la
arqueología de campo como la de gabinete, los límites entre cronología y narra-
ción son más difusos en arqueología que en historia. Éste quizá sea el punto de
encuentro más importante entre Foucault y la arqueología “propiamente dicha”.
Pues como intuyera Levi Strauss:
116
19
Considérese por caso el modo de funcionamiento de la estadística bayesiana, en relación a
los fechados radiocarbónicos (Buck 2001).
20
Por cierto, un señalamiento expuesto al peligro del anacronismo.
117
Mientras que el primer elemento debería por fin ser dejado de lado en la medida
en que contradice el principio del relativismo cultural, el segundo se revela como
una productiva herramienta de análisis, puesto que como vimos permitió la con-
secución de logros científicos tales como las secuencias culturales de Uhle para
el Perú y la Argentina. La explicación de porqué persistió una visión etnocéntrica
como la implicada por la distinción salvaje-civilizado en un medio que incluía po-
siciones relativistas (Ambrosetti l893; Scalabrini 1900), excede los objetivos del
presente trabajo.21 Aquí cabe culminar destacando la originalidad y utilidad de la
discriminación estilística en la construcción de un esquema general de sucesión
de épocas, el cual constituyó la base para la elaboración posterior de un relato
acerca de las formas de vida aborigen y sus cambios a lo largo del tiempo.
Agradecimientos
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21
Junto con factores vinculados a la ideología de una época, actuaron seguramente también
otros relacionados con la dinámica de la competencia científica. Conocer la incidencia de di-
chos factores en el pasado sin duda ayudará a la autoreflexión de la práctica contemporánea,
de modo de reducir las chances de arrastrar durante otros 100 años concepciones que pueden
servir para legitimar la posición del analista, pero que minan su posibilidad de avanzar en la
comprensión del más lejano pasado del otro cultural.
118
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122
Pablo Perazzi1
Introducción
1
CONICET - Instituto de Ciencias Antropológicas, Universidad de Buenos Aires. Argentina.
2
En el Funeral civil de homenaje a la memoria del sabio naturalista argentino Dr. Don Florentino
Ameghino en La Plata se menciona lo siguiente: “Deben hacerse notar dos circunstancias: las lo-
calidades no fueron distribuidas. Cada cual debió irlas a buscar a un lugar determinado. Y bien:
el jueves 14 ya no quedaban palcos ni butacas de plateas disponibles; y el sábado 16 no solo se
habían agotado todas las demás aposentadurías sino que se habían dado doscientas entradas,
cuyos tenedores tendrían que asistir de pie al entero desarrollo de la ceremonia. Cientos de
personas tuvieron que renunciar a concurrir a ella. Si la vasta sala del teatro, en la cual caben
cómodamente instalados dos mil espectadores, hubiera sido capaz de contener doble núme-
ro, puede asegurarse que también se habría llenado” (Funeral 1911:18-19).
3
La repercusión periodística del funeral fue extraordinaria: La Nación, La Prensa, La Razón, La
Vanguardia, La Mañana, El Diario, El Boletín Industrial, El Día, La Reforma, El Argentino, El Pueblo,
El Porvenir del Oeste, Anales del Museo Nacional, Boletín del Instituto Geográfico Argentino, Rena-
cimiento, Nosotros, Boletín de la Sociedad “Physis”. Ver Ameghino (1913:173-236).
123
4
Por escoger un ejemplo, Ramón Lista señaló: “[L]a autenticidad de estos descubrimientos es
muy sospechosa si se atiende a la condición de los descubridores” (La Libertad, 22 de marzo de
1877, n° 988).
5
Carta de Ameghino a Hermann von Ihering, fechada en La Plata el 20 de abril de 1902
(Ameghino 1936:68).
124
Hacia mediados del siglo XIX los medios cultos porteños asistieron al surgi-
miento de un nuevo sujeto intelectual. A diferencia de las figuraciones preexisten-
tes, cuyos practicantes solían autodenominarse amantes o amigos de la ciencia, el
nuevo sujeto intelectual hará de su propia actividad un auténtico estilo de vida.
Su vínculo con el conocimiento ya no será, como antaño, episódico y circunstan-
cial, sino estable y duradero. Aunque podría decirse que el clero cultivado venía
asumiendo un comportamiento análogo, fue con el proceso de secularización
(y autonomización) de los ámbitos de erudición cuando se asentaron los pilares
para la ascensión del “sabio” a especie privilegiada.
Es la época en que aparecen las primeras sociedades científicas, se alienta el
funcionamiento de los museos, se multiplican las cátedras de historia natural, se
contrata a profesores extranjeros, surgen publicaciones periódicas, se amplia el
mercado de lectores especializados y se comienza a internalizar el ideario de la
nación cultivada. Es la época en la cual, así como se sacralizan la virtudes del co-
nocimiento, el sabio es convertido en referencia intelectual predominante.
La noción de “sabio” no era unívoca sino relacional. Aunque es obvio decirlo,
nadie podía arrogarse tal categoría, no por pecar de vanidoso cuanto por tratarse
de un asunto de pares: se era “sabio” por legítimo consenso. Era relacional, ade-
más, porque implicaba a su opuesto (ignorante), a su versión apócrifa (sabihondo)
y a aquellos que, aun vinculados al circuito letrado, no reunían condiciones favo-
recidas (cultivados). Si bien el “sabio” ha sido en ciertas circunstancias asimilado
al “genio”, no resultan figuraciones consonantes. El “genio” era básicamente un
inventor, un creador; el “sabio”, en cambio, era un explorador, aquel que “descu-
bre y legisla los conocimientos adquiridos” (Lugones 1915:72). El “sabio” tampoco
era un “intelectual”, en el sentido moderno del término, en la medida en que no
estaba asociado a una “clase ética”, una “suerte de magistratura de los hombres
de cultura” destinada a velar por el progreso general de la sociedad (Altamirano
2006:20). Menos aun era un “experto” o un “especialista”, sino lo contrario, aquel
que todo lo sabe y para el cual el conocimiento se presenta idealmente como una
unidad indivisible. El “sabio” era un tipo letrado de carácter excepcional, tanto por
el volumen de la obra cuanto por la escasez de sus hacedores.
El “sabio” no conformó, al menos en términos lineales, un grupo específico: no
había, por así decirlo, una corporación o sociedad de sabios (lo que no significa-
ba, sin embargo, que no estuviera implicado en asociaciones letradas ni que no
sostuviera relaciones con otros de su misma especie). De cara a sus contemporá-
neos, el “sabio” constituyó una institución en sí misma, una suerte de “príncipe de
la sabiduría”6. A diferencia de otras tradiciones nacionales, como la francesa y la
alemana, en las que los sabios ostentaron inscripciones universitarias, el de aquí
6
Anales de la Sociedad Científica Argentina, (V): 1877, 154.
125
mantuvo una conflictiva relación con las academias, a las que consideraba focos
de clientelismo y de corrupción incompatibles con sus superiores ocupaciones: no
era un maître galo ni un meister prusiano, sino una personalidad localmente situa-
da, enigmática y pretendidamente autosuficiente, de aspecto “brusco, huraño y
misántropo”, e incapaz de formar escuelas y dejar discípulos (Gallardo 1902:XXI).
7
A modo de ejemplo, en el congreso fundacional del Partido Socialista Argentino (28 de junio
de 1896) Juan B. Justo exhortó: “Adoptemos sin titubear todo lo que sea ciencia” (Justo apud
Aricó 1999:75).
126
sorteado con éxito los obstáculos que las élites letradas imponían a plebeyos y
advenedizos (Ameghino1914:206). Ameghino había probado que el “pueblo tra-
bajador” era capaz de procurarse sus propias usinas de pensamiento: “Nacido del
pueblo, supo mantenerse entre el pueblo” (Frenguelli 1934:49).
Aunque la izquierda reclamó exclusividad, desde luego no sería la única le-
gataria. Los “nacionalistas” también tenían razones para adjudicarse una porción
del legado y en modo alguno permanecerían impávidos. El portavoz no podía
ser otro que uno de sus más selectos representantes: el escritor Ricardo Rojas.
La escena transcurrió en el porteño Teatro Colón, el 20 de octubre de 1913. La
propuesta fue audaz: así como los hijos de Albión denominaron “darwinismo” a
la teoría de uno de los suyos, los argentinos tenían el patriótico deber de hacer lo
propio con Ameghino, llamando “ameguinismo” a la “doctrina del maestro” (Rojas
1913:291-292). El héroe había colocado en entredicho la tradicional concepción
del viejo y el nuevo mundo, augurando un vasto campo de especulaciones ideo-
lógicas8. De ahí que Rojas acuñara un argumento novedoso, baluarte de poste-
riores reinterpretaciones: la asociación de la personalidad del sabio con edades
antediluvianas9.
La senda del autor de La restauración nacionalista (Rojas 1971[1909]) sería re-
tomada, dos años después, por otro escritor de idéntica talla: Leopoldo Lugones.
Resulta llamativo que fuera un hombre de letras el responsable de la más por-
menorizada evaluación científica de la genial herencia. Por lo demás, el Elogio de
Ameghino – tal el nombre del libro – no fue un trabajo de desinteresada inspira-
ción personal, sino una obra expresamente encargada por la Sociedad Científica
Argentina10. Más allá de reconocerse un humilde “estudiante de las ciencias prefe-
ridas por el sabio” o de excusarse por su absoluta carencia de “reputación científi-
ca”, el despliegue bibliográfico estuvo lejos de los escarceos de un simple amateur
(Lugones 1915:7). El hecho es que el proceso de santificación no debía confiarse
a la gélida pluma del especialista. Solo la sensibilidad de un rapsoda podía aco-
meter con la alquímica aleación de verdad y belleza, admitiendo que el santifica-
do “desdeñaba el verso, y parece que consideraba incompatible la literatura con
la ciencia” (Lugones 1915:88). Corrían los años en que el pensamiento argentino
estaba dando el llamado “salto metafísico” y en que el ameghinismo científico co-
menzaba a mutar en una especie de panteísmo naturalista (Caldús 2004).
En líneas generales, puede decirse que el Elogio constituyó un intento de
rectificación de aquella novedosa analogía acuñada por Rojas entre sabiduría y
8
En su conferencia, Rojas afirmó: “[E]l llamado Nuevo Mundo por la Historia es en realidad
más viejo que el otro según la prehistoria, pues aquí han nacido el caballo, el fuego y la piedra
labrada, cuna de las industrias y de las artes” (Rojas 1913:292).
9
En efecto, Rojas afirmó: “Su pensamiento […] arraiga, por fin, como un árbol inconmovible, en
el cimiento geológico de nuestra pampa” (Rojas 1913:293).
10
Conviene aclarar que el Elogio fue originalmente publicado en La Nación, entre el 28 de fe-
brero y el 14 de marzo de 1915 (números 15.509 al 15.523).
127
11
Como es sabido, treinta años después, de la mano Raúl Scalabrini Ortiz, hijo del naturalista
Pedro Scalabrini – colega de Ameghino a quien le fuera dedicado el género Scalabriniterium
– la mencionada teleología política habría de ser objeto de una radical alteración conceptual.
La metáfora geológica denotaría la emergencia de un sujeto político en proceso de des-fosili-
zación, el pueblo movilizado: “Era el subsuelo de la patria sublevado. Era el cimiento básico de
la Nación que asomaba, como asoman las épocas pretéritas de la tierra en la conmoción del
terremoto” (Scalabrini Ortiz 1996:30).
12
Además del fastuoso funeral civil, la muerte del sabio conllevó la elaboración de numerosos
proyectos conmemorativos: el “Monumento a Ameghino” (ministerio de instrucción pública),
la edición de las obras completas (legislatura provincial), la compra de la casa de la infancia (le-
gislatura provincial), la creación de la Biblioteca Popular “Ameghino” (municipalidad de Luján),
la adquisición de sus colecciones, biblioteca y manuscritos (diputación nacional de Francisco
P. Moreno) y la aprobación de un convenio celebrado entre la nación y el municipio autorizan-
128
do la inversión de $ 1.500.000 con destino a la construcción del nuevo edificio del Museo de
Historia Natural.
13
La construcción de la basílica de Luján buscó contrapesar “los hallazgos de Ameghino en la
zona regada por el río Luján, centro de la devoción mariana que don Florentino se empeñaba
en convertir en un edén de la ciencia atea” (Zuretti ápud Mallimaci 1992:238).
14
Las supuestas evidencias suministradas por El Pueblo según las cuales Ameghino no había
nacido en Luján sino en Moneglia (Génova, Italia) consistían en: la ausencia de su partida de
bautismo en los libros parroquiales; el hallazgo de una copia autenticada de una partida de na-
cimiento, fechada el 19 de septiembre de 1853, en la que aparecía un tal Juan Bautista Fiorino
José; y, por último, la trascripción del pasaje del tomo III de los Anales del Museo público de
Buenos Aires en el que Burmeister afirmó “ha llegado a este país de Génova” (El Pueblo 1916:6;
Burmeister 1883/1891:421).
15
A modo de ejemplo, en uno de los párrafos finales se lee: “Síntesis de esta campaña que
hemos sostenido sobre la nacionalidad y la obra de Ameghino: […] que cuanto hemos ave-
riguado nos persuade de que Ameghino tan pronto se adjudicó una edad como otra, unas
veces se declaró italiano y otras argentino, siendo en suma a estos respectos un informal; y que
el concepto que fluye del debate este sobre Ameghino, es el de que fue un mal maestro, un
funcionario indisciplinado y aprovechador, y como fomentador de la ciencia, fuera del campo
del coleccionismo, un simple audaz (El Pueblo 1916:26 – cursivas mías).
129
Hay que decir, empero, que el anticlericalismo ameghiniano fue una postrera
invención de apologistas y detractores. Si bien sus aportaciones no eran coinci-
dentes con la idea de Dios, jamás practicó el proselitismo16. Cuando era consulta-
do sobre cuestiones religiosas, solía responder: “[N]o tengo opinión al respecto;
soy indiferente”17. El único texto del que podría inferirse un solapado ataque a las
creencias religiosas fue Mi credo, una obra no científica sino filosófico-especula-
tiva, y que en realidad se trató de una conferencia18. Como sea, la difusión de Mi
credo ocurrió recién en 1916, un lustro después de su muerte, a instancias de la
Sociedad Luz19. Si bien en los Anales de la Sociedad Científica Argentina se trans-
cribió el texto del conferencista, es indudable que su acceso debió ser limitado y
restringido a los círculos letrados20.
Entre los que abonaron a la tesis del anticlericalismo ameghiniano se destacó
el padre José M. Blanco, profesor de ciencias naturales del Seminario Pontificio
de Buenos Aires y colaborador de la influyente revista Estudios. En 1916 dio un
ciclo de conferencias en el Colegio del Salvador en las que se propuso demoler
los postulados de Ameghino señalando que pertenecían a la “nebulosa región
de las hipótesis” (Blanco 1916:10). El objetivo de Blanco era impedir la conversión
del ameghinismo en “un dogmatismo rayano en fe” y evitar la emergencia de una
nueva religión laica: “Si la evolución de Darwin y Häeckel era una hipótesis que se
encontraba a cada paso con un sinnúmero de problemas que no podía resolver, la
evolución Ameghiniana viene a ser una fantasía” (Blanco 1916:18).
16
De todos modos, no es en vano recordar un pequeño altercado, ocurrido el 4 de septiembre
de 1884, a propósito de la publicación en La Crónica de una curiosa carta titulada “Una virgen
falsificada”. Firmada por un tal Dr. Serafín Esteco, “ex miembro del Club Concólico Apostacólico
marrano”, se trató de una divertida aunque agraviante humorada en la que, apelando al género
policial, se sostuvo que la imagen de la virgen exhibida en Luján no era en realidad la que vino
de Europa, sino una apócrifa fabricada con barro del lugar, “por manos poco expertas en el arte
del alfarero” (Esteco apud Torcelli 1916:79). Como era de esperar, la iglesia no vaciló en imputar
a Ameghino la autoría de la injuriosa afrenta. Aunque el mencionado Torcelli intentó negarle
responsabilidad, Ameghino reconoció “haber empleado el [seudónimo] de Dr. Serafín Esteco
en un artículo humorístico publicado en un número de La Crónica” (Ameghino 1935:727).
17
Carta de Ameghino a A. Morh, fechada en La Plata el 18 de enero de 1888 (Ameghino
1935:421).
18
Mi credo fue la conferencia impartida por Ameghino en 1906, en ocasión de su nombramien-
to como miembro honorario de la Sociedad Científica Argentina.
19
La estrategia publicitaria de la Sociedad Luz fue bien calculada: la tapa del cuadernillo in-
cluía la leyenda “Lea Ud. este folleto y luego lo regala a un amigo”. A ello se agregó la estrate-
gia editorialista: “En defensa de la monumental obra dejada por el sabio argentino Florentino
Ameghino, que una secta pretende no solo negarle, sino también su probidad científica y has-
ta su nacionalidad, la Sociedad Luz ha considerado su deber, iniciar una serie de publicaciones
con trabajos del ilustre sabio, para hacer conocer del pueblo sus doctrinas y descubrimientos,
lo que será completado con trabajos de otros autores, conferencias y lecturas comentadas en
los centros y bibliotecas de cultura popular” (Sociedad Luz apud Ameghino 1916:3).
20
Anales de la Sociedad Científica Argentina, tomo LXII, 1906.
130
21
Un ejemplo fue la controversia entre el citado Vignati y el comandante Antonio Romero. Si
bien Vignati no se caracterizó por un estilo cortés, Romero se tomó el asunto demasiado en
serio. En un artículo subtitulado “A propósito de los despropósitos del Comandante Romero”,
Vignati acusó al militar de aficionado, infantil y engreído, y remató señalando que sus pobres
tesis constituían una “muestra de la seriedad con que debe tomarse a un militar del viejo ejér-
cito metido a naturalista” (Vignati 1919:35). Razonablemente ofendido, el comandante exigió
“una retractación amplia” o “en caso negativo una rigurosa reparación por las armas”. Conside-
rando que como duelista Vignati era un buen científico, no tuvo más remedio que desdecirse:
“[E]n modo alguno ha sido mi intención mortificar la dignidad personal del señor Romero,
cuyas dotes de militar e infatigable estudioso me complazco en reconocer” (La Mañana, 25 de
octubre de 1919).
22
El cruce de acusaciones se había salido de cauce, llegándose a desconfiar de la integridad
131
Palabras finales
moral del custodio de los yacimientos del Museo Nacional, por tratarse de un inmigrante de
origen genovés, a quien se lo responsabilizó de organizar una suerte de tour arqueológico por
el que los clientes pagaban “20 o 30 pesos, y dejar propina” (Boman 1922b:3).
23
En su respuesta a Ramón Lista, afirmaba: “Es que desde que hemos hecho nuestros prime-
ros descubrimientos sobre esta materia, han sido mirados con desdén o han sido combatidos
con armas nada nobles puesto que hasta se ha llegado a suponer que íbamos guiados por el
deseo de efectuar especulaciones indignas. Esto ha sido obra de nuestros sabios, egoístas por
excelencia, que no pueden tolerar que se atribuya a un ignorante lo que solo ellos se creen en
actitud de poder realizar”. (La Libertad, 27 de marzo de 1877, n° 992).
24
Carta de Ameghino a Eguía, 19 de septiembre de 1873 (Outes 1923:306).
25
Carta de Ameghino a Moreno, 1° de diciembre de 1877 (Ameghino 1935:37).
26
Carta de Ameghino a Moreno, 7 de enero de 1878 (Ameghino 1935:108).
27
Carta de Ameghino a sus padres, 10 de octubre de 1878 (Ameghino 1935:46).
132
Agradecimientos
Este trabajo fue realizado en el marco del proyecto “Antropología del mun-
do contemporáneo. Comunidades científicas. Ciencia y arte en la producción de
28
Al respecto, en carta a su hermano Carlos, Ameghino (19 de febrero de 1883) señalaba: “Aho-
ra mismo, cuando ya tengo fama de sabio y un renombre universal, no me queda más remedio,
con toda mi sabiduría, que recorrer la ciudad cinco o seis veces por día cargado con paquetes
para no dejar ni un instante sin surtido a la librería, a fin de de poder ganarme la vida sin de-
pender de nadie” (Ameghino 1935:130).
29
Carta de Ameghino a Hermann von Ihering, 12 de marzo de 1892 (Ameghino 1935:170).
133
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136
Henry Tantaleán1
Introducción
La utilización del pasado por las organizaciones estatales ha sido una práctica
que se puede remontar a épocas prehistóricas2. Incluso, desde una perspectiva
enfocada en los Andes Centrales ésta se puede ver reflejada en los mitos fun-
dacionales de la sociedad inca en los que trazaba un linaje directo con grupos
sociales de la cuenca del lago Titicaca. Adicionalmente, una práctica muy ex-
tendida en la época inca fue superponer sus estructuras arquitectónicas más
emblemáticas sobre lugares sociales o edificios con un valor ideológico previo
como, por ejemplo, ocurrió en las islas del Sol y de la Luna en el lago Titicaca
(Bauer y Stanish 2001). Asimismo, materiales arqueológicos extraídos de sus con-
textos originales y re-utilizados en nuevas estructuras arquitectónicas centrales
de sociedades prehispánicas como Tiwanaku (Chávez 1975; Yaeger y Bejarano
2004) plantean que dicha práctica se remonta más aun en el tiempo y que di-
cha utilización de la antigüedad de ciertos sitios o artefactos invocaba y construía
relaciones entre linajes antiguos y sus contemporáneos que ocupaban el poder
político. Así, los objetos arqueológicos se constituían en los medios para crear
relaciones directas entre un pasado y un presente.
De esta manera, en las últimas décadas se ha hecho patente que existe una
relación directa entre política y arqueología, en tanto objeto de estudio en el pa-
sado, como también en nuestra práctica actual (Kohl y Fawcett 1995). Después
de todo, lo/as arqueólogos/as nos encontramos insertos dentro de contextos es-
tatales, los cuales condicionan muchas de nuestras actividades. En ese sentido,
desde diversas perspectivas teóricas se ha desarrollado un interés explícito por
entender esta relación entre arqueología y política (Childe 1933; Clark 1980:229-
240; Lumbreras 1974b; Trigger 1984, 2006; Patterson 1986; Fowler 1987; Hodder
1994[1986]; Shanks y Tilley 1987, 1992; Jones 1997). Como era de esperar, este
tema también está presente en la arqueología peruana y algunos investigadores
1
Departamento de Prehistoria, Universidad Autónoma de Barcelona/ Universidad Nacional
Mayor de San Marcos.
2
Una versión preliminar de este texto fue presentada a la revista Arqueología suramericana,
aunque con el correr del tiempo ésta ha sido superada y se presenta aquí con mayor docu-
mentación.
137
3
Se pueden consultar Oyuela-Caycedo (1994), Politis (1995) y Politis y Pérez Gollán (2004) para
síntesis de cuestiones relacionadas con este tema en Latinoamérica.
4
En su Diccionario abreviado de filosofía, José Ferrater Mora (1989:206-207) dice acerca de la
ideología: “En la famosa inversión de la doctrina de Hegel propuesta por Marx, el desdobla-
miento aparece como una “ideología”: las ideologías se forman como “enmascaramientos” de
la realidad fundamental económica; la clase social dominante oculta sus verdaderos propósi-
tos (los cuales por lo demás, puede ella misma ignorar) por medio de una ideología.”. Para un
debate más actualizado acerca del concepto de ideología también se puede consultar Žižek
(2008).
5
Es interesante anotar que a la materialización de las ideologías mediante practicas sociales,
Althusser (2008:143) las denomine como “rituales”. De ahí se desprende que, a diferencia de la
noción del ritual como algo específicamente religioso bastante extendido en la literatura an-
138
La historia oficial del Perú está refrendada por una serie de ideologías do-
minantes que han motivado y justificado la reproducción de grupos de poder
socioeconómico y sociopolítico. Aunque está claro que existió una lucha entre
diferentes grupos de la sociedad peruana, la ideología dominante es la que siem-
pre aparece mejor descrita (ver también Burga 2005 o Méndez 1993). Este es un
principal problema para la historiografía de los movimientos políticos en el Perú.
Sin embargo, es posible reconocer que los grupos sociales que no controlan los
espacios de decisión sociopolítica también tienen mucho que ver en la ascensión
(por negación) o creación de ideas originales que, si son exitosas popularmen-
te, pueden ser utilizadas para beneficio de la “nación” entera. En ese sentido, de-
tropológica contemporánea (por ejemplo, Rappaport 2001) también el ritual tiene y persigue
un importante objetivo político.
6
Aunque para el caso de Tello, Astuhuamán (2004) plantea otra salida a dicha paradoja.
139
7
El caso de las reivindicaciones de las comunidades indígenas como la aymara es significativo
aquí.
8
Por ejemplo, una de las referencias más tempranas sobre esta lucha por los “orígenes de la
civilización peruana” en una región concreta, se pueden reconocer en la controversia entre Ra-
fael Larco Hoyle y Julio C. Tello (Schaedel y Shimada 1982:359). Es interesante anotar que Larco
Hoyle provenía de una familia de inmigrantes italianos que habían formado una gran hacienda
azucarera en el valle costero de Chicama (Klarén 2004:263), una cuestión que es interesante re-
saltar dada la autonomía económica que esto le permitió para desarrollar sus investigaciones
en contraposición a Tello que estuvo subvencionado en mayor parte por el Estado peruano.
9
Para una síntesis de la idea de nación en el Perú previa al siglo XX se puede recurrir a Méndez
(1993). También se puede consultar Maticorena (1994). En este último texto resulta significati-
vo como el concepto de nación está íntimamente relacionado al de “patria”.
10
Como, por ejemplo, expresaba Luis Valcárcel en su “Tempestad en los Andes” (1927).
11
Sin embargo, hay que tener en cuenta algunos movimientos ideológicos como, por ejem-
plo, el “hispanismo” defendido, por ejemplo, por José de la Riva Agüero que inició durante los
primeros años del siglo XX (Lumbreras 1998:181) y persiste en pleno siglo XX en claro con-
flicto con las posiciones indigenistas (Betalleluz 2003:220)) y que en sus primeros momentos
podríamos equiparar con la fase A del nacionalismo de Oyuela-Caycedo (1994:11). Asimismo,
140
Así pues, dado que los nacionalismos tienen como justificación principal la an-
tigüedad de un grupo étnico en un territorio (Anderson 1997; Barth 1969; Díaz-
Andreu y Champion 1996; Hobsbawm 1991; Kohl y Fawcett 1995), la arqueología
141
(después que la historia y siguiendo casi todos sus iniciales problemas metodológi-
cos) se encargó de inventar los orígenes y características únicas (estereotipos) de la
nación peruana después de lograda la Independencia de España. Esto también se
dió en consonancia con los movimientos económicos y políticos europeos de fina-
les del siglo XIX y comienzos del XX que impulsaron la construcción de los estados-
nación (Hobsbawm 1991)15.
Dicha creación de una línea directa o “identidad” entre sociedades pasadas y so-
ciedades presentes que, metodológicamente por el momento es de difícil compro-
bación (Jones 1997; Trigger 1995:273)16, en la esfera de la práctica política puede
ser superada mediante el artilugio de la creación de “esencias” (conceptos como
“identidad”, “patria”, “tradición”, “cultura”, “etnia”, etc.) que trascienden en el tiempo17.
Dichas esencias llegarían hasta nuestros días de diversas formas, aunque por lo
general se señalaran lugares, casi siempre con “monumentos arqueológicos”, que
materializarían dicha esencia. Dichas cuestiones se perciben en la práctica de los
arqueólogos que describiremos y que, además, dada su reiterada utilización (como
objeto de estudio y su posterior reproducción social ampliada mediante la escuela
normal y otros medios de divulgación) los erigen en “monumentos nacionales”.
En el fondo de lo que se trata es de justificar nuestra existencia en un lugar
concreto por medio de “nuestra antigüedad” (las personas que viven en un lugar
siempre han estado allí) conformando esas “comunidades imaginadas” (Anderson
1997:23) que preservarían una “tradición” (Hobsbawm y Ranger 1983). En otros
casos, con una mentalidad más colonialista y relacionada con el mayor avance
“cultural”, un origen desde un “área nuclear” o “cuna de la civilización” distinta de
la que se habita puede ser reconocida como el lugar de origen primordial. En am-
bos casos, la relación directa entre el pasado y el presente, más aún sin fuentes
escritas, es por lo menos discutible. Ambos planteamientos, como se habrán dado
15
Sin embargo, los estudios “post-coloniales” o “subalternos” (por ejemplo, Chatterjee 2007)
nos plantean que los fracasos en desarrollar los estados-nación en países como los latinoa-
mericanos surgen de la necesidad de imponer una estructura ideal del Estado (con toda la
estructura jurídico-legal que este supone) y la persistencia de las formas tradicionales, princi-
palmente económicas y políticas, de la vida prehispánica. De hecho, Aníbal Quijano (2006:21)
plantea que como en América Latina no se dieron fenómenos parecidos a las revoluciones so-
cioeconómicas y sociopolíticas europeas modernas, las acciones de los grupos de poder solo
se limitaron a imitar e imponer los formalismos políticos que produjeron dichos fenómenos
sociales. Análisis de González Prada, Mariátegui y Haya de la Torre coinciden en las contradic-
ciones que no dejan llevar a cabo el proyecto nacional en el Perú y en el que el “problema del
indio” siempre aparece como factor principal.
16
Para una discusión actualizada del tema en los Andes prehispánicos se pueden ver varios
artículos en Reycraft (2005). Acerca de la construcción de “identidades” o “etnias” indígenas
contemporáneas se puede consultar Quijano (2006).
17
El “tiempo homogéneo vacío” de la modernidad o capitalismo según Anderson (1997). Sin
embargo, ver Chatterjee (2007) para una contrapropuesta denominada “tiempo heterogé-
neo”.
142
18
Aunque Cecilia Méndez (1993) plantea un “nacionalismo criollo”, habría que anotar que éste,
también se podría definir como una ideología de elite más que criolla puesto que aquella eti-
queta la supone un grupo uniforme. Sin embargo, dicho grupo social solamente tendría cohe-
sión por sus intereses económicos y políticos para mantenerse en el poder.
19
Si bien existen intentos anteriores como los de Sebastián Lorente (2005), estos partían de
supuestos teleológicos más que de explicaciones causales o empíricas.
143
144
20
Es significativo que en un estudio recientemente consultado (Méndez 2006), se plantea una
importante y “paradójica” relación entre el autoritarismo (cívico y militar) y la integración social
del campesinado en el estado peruano y que, justamente, se daría con mayor fuerza durante
los gobiernos de Leguía y Velasco bajo los cuales Tello y Lumbreras fueron arqueólogos promi-
nentes de la escena nacional.
21
Aunque todavía llevaría algo más de tiempo la inclusión de la arqueología como carrera pro-
fesional dentro de la universidad peruana, otro factor que explicaría la dependencia teórica de
los investigadores del pasado prehispánico en el Perú.
145
22
Por lo menos hasta los 15 años cuando fallece su padre (ibid). Luego una tía suya se encar-
garía de proporcionarle ayuda económica para acabar la secundaria y el director de su colegio
Pedro Labarthe le haría ciertas concesiones (Palma (1956).
23
En los años universitarios, Ricardo Palma lo apoyaría económicamente y hasta le conseguiría
un puesto laboral en la Biblioteca Nacional. Sebastián Barranca también le apoyaría (Astuhua-
mán y Dagget 2005). Vemos, pues, que Tello supo aprovechar muy bien las oportunidades
creadas a partir de sus relaciones sociales en el mundo académico que se le abrió al llegar a la
capital.
24
Astuhuamán (com. pers. 2007) señala entre ellos a William Farabee, especialista en la Ama-
zonía peruana y metales; Alfred Tozzer, especialista en arqueología mesoamericana; y a Roland
Dixon. Por su parte, Lumbreras (2006:213) señala que Tello contó con el apoyo de Franz Boas,
Frederic W. Putnam y Alex Hrdlicka en los EEUU y de von Luschan en Berlín. Así pues, siguiendo
las teorías de sus profesores y colegas, no resulta extraño que Tello proponga posteriormente
la tesis sobre la difusión de los primeros pobladores andinos desde la selva.
146
era en ese momento la Universidad de Harvard) que ya habían adoptado las tesis
difusionistas. En 1911, gracias a otra beca del gobierno peruano, Tello hace un
periplo por Europa occidental y sería en Berlín (1912) donde se convencería de las
tesis difusionistas que en esa época estaban en pleno desarrollo. En este viaje al
extranjero, podríamos encontrar la fuente de inspiración de las ideas que Julio C.
Tello nos trajo de regreso al Perú en 1913 desde los espacios académicos donde
se reproducía el discurso hegemónico y que materializó en sus propios plantea-
mientos acerca de la “civilización andina”.
A su regreso al Perú, obtiene por petición al gobierno de Guillermo Billinghurst
(1912-1914), el cargo de Jefe de la Sección Arqueológica del antiguo Museo Na-
cional de Historia. Nuevamente y, como había hecho anteriormente con Uhle,
Emilio Gutiérrez de Quintanilla, Jefe de la Sección Histórica, acusó a Tello de malos
manejos, saqueador y traficante del material arqueológico, diatribas que materia-
lizó en su panfleto titulado El Manco Capac de la arqueología peruana, Julio C. Tello,
(Señor de Huarochirí), donde se puede apreciar, sobre todo su racismo, cuestiones
que coadyuvaron a que Tello abandonase dicho cargo en 1915.
Posteriormente, Tello se incorpora a la Universidad Nacional Mayor de San Mar-
cos. Desde allí, dirigió las principales expediciones que realizó en el país, como
las de Chavín de Huántar en 1919 (Tello 1943), de la cual obtuvo los materiales
arqueológicos para definir a su “cultura matriz” y proponer la difusión de ésta por
los Andes Centrales (Tello 1960).
Como decíamos arriba, su posición era abiertamente contraria a la del inves-
tigador alemán Max Uhle (Ramón 2005:10), quien, paradójicamente, también ex-
plicaba el origen de la sociedades por medio de la difusión25 (Kaulicke 1998:74,
Politis 1995:203, Rowe 1954:21). Sin embargo, la tesis de Tello tenía la caracterís-
tica de ser autoctonista con un claro objetivo nacionalista, en contraposición a la
tesis aloctonista (extranjerizante) del investigador alemán26. Asimismo, la episte-
mología de Tello suponía partir de hipótesis (intuiciones) que iba a comprobar
en el campo (deducción) mientras que Uhle partía del objeto de estudio (induc-
ción) dentro de un enfoque positivista (Lumbreras 1983[2005]:296). Por ello, da la
sensación que Tello ya sabía lo que iba a encontrar en sus expediciones antes de
realizarlas.
25
Tesis que hizo publica en 1924 en el XXI Congreso Internacional de Americanistas desarro-
llado en Göteborg, en la que propuso que las altas civilizaciones del Nuevo Mundo tenían un
origen común en el área Maya, y que, a su vez, todas ellas provenían del centro de Asia.
26
Como señala Stefanie Gänger (2006), dicho debate culminaría en 1928 cuando ambos inves-
tigadores se encuentran en el XXIII Congreso Internacional de Americanistas en New York. En
esa reunión, Tello que asiste como representante del Perú, participa con su ponencia “Civiliza-
ción andina: algunos problemas de la arqueología peruana”, la cual trataba de su expedición
de 1919 y sobre sus planteamientos acerca del desarrollo autónomo de la civilización en el
antiguo Perú (Astuhuamán com. pers. 2007), mediante la cual termina desplazando académi-
camente a Uhle.
147
Aunque para la arqueóloga peruana Rosa Fung (1963), Tello (1929, 1942) expre-
saba un evolucionismo social en sus esquemas cronológicos (por ej., sus estadios
Arcaico o Inferior, Clásico o Medio y el Decadente o Superior), estos se referían a
su forma de plantear los cambios a largo plazo en el mundo andino. Por ello, el
difusionismo de Tello, además de expresarse en la sucesión de las distintas cul-
turas que él mismo definió, como la Chavin, también se daba “adentro” de éstas.
De esta manera, los cambios sociales se daban dentro de espacios de tiempo
que para él correspondían con el auge de una “cultura”. Cuando esta “decaía” y
“desaparecía”, también empezaba una nueva fase dentro de su esquema evolu-
tivo andino.
Por otro lado, la carrera académica de Tello corrió paralela a su accionar po-
lítico. Entre los años 1917 y 1928 se desempeñó como diputado por Huarochirí
(Lumbreras 2006:215; Moreno 2007), su provincia de nacimiento en las serranías
de Lima, dentro de la filas del Partido Nacional Democrático. Durante el segundo
gobierno del aristócrata y pro-capitalista norteamericano Augusto B. Leguía (Kla-
rén 2004:299) desde 1919 hasta 1930, Tello se alinearía políticamente con aquel,
con lo cual proseguiría sus investigaciones con el apoyo político y dentro del dis-
curso indigenista-nacionalista del Estado peruano27 (Kaulicke 2006:12). Así, su dis-
curso implícito sería el de la unidad nacional mediante el reconocimiento de una
“unidad geográfica-étnica, cultural, lingüística, religiosa [el panteísmo andino] e
histórica” (Tello 1967b:207-208; Kaulicke 1998:72).
Del mismo modo, Tello podría decir tan temprano como en 1921, con relación
a una supuesta “política nacionalista” prehispánica previa a la conquista de los
castellanos en el siglo XVI que:
27
De hecho, Tello participó activamente del movimiento indigenista en sus inicios al integrar
la Asociación Pro-Indígena, de la cual se alejaría en 1922 por discrepancias metodológicas,
teóricas y políticas con sus principales exponentes. Tello consideraba que no era un problema
étnico sino sociopolítico y socioeconómico derivado de la conquista europea (Tello y Mejía
1967b:51; Castillo y Moscoso 2002:167, 179-180].
148
28
Asimismo, la estrecha relación entre Tello y Leguía se puede desprender de la lectura de su
correspondencia con Pedro Zulen (Del Castillo Morán y Carvajal 2002).
29
Otros ejemplos sudamericanos se pueden encontrar en Gnecco (2004), Joffré (2007), López
Mazz (2004), Nastri (2004), Sánchez (2006).
30
Dependencia que, como bien anota Politis (1995:208), todavía persiste en Latinoamérica.
149
31
Justamente los años en que, como veremos, luego realiza sus principales investigaciones en
el sitio arqueológico de Wari (Gonzales y Del Aguila 2005:12) que le servirían para proponer la
existencia de un Imperio Wari.
150
32
Es significativo anotar que este lugar que habia sido el “santuario” de Tello (de hecho, allí
pidió ser enterrado) sufrió una transformacion con la llegada de Lumbreras donde, por ejem-
plo, la fisonomía que le habia otorgado Tello como una suerte de recreación de monumentos
arqueológicos descubiertos por él, son desmontados y elementos como los felinos de barro
que se encontraban a la entrada del museo fueron destruidos.
151
33
Aunque como bien rescata Gabriel Ramón (2005:6) de la biografía de este libro: “En una
entrevista concedida en 1997, un arqueólogo peruano relató una curiosa anécdota: tras su-
cesivas reediciones, los editores estadounidenses de su manual sobre arqueología andina le
solicitaron (en 1992) que lo revisara. El autor pidió que dejaran de publicarlo. Esta renuncia
pasaría desapercibida si no se tratara de un clásico local: De los pueblos, de las culturas y las
artes (...)”.
34
En un estudio realizado en 1992 sobre la enseñanza de la arqueología en el Perú, a pesar
que el libro citado de Lumbreras (1974b, 1981) era el más popular entre los estudiantes, esta
línea teórica no se reflejaba en las tesis de grado o trabajos de los estudiantes (Bonavia y Matos
1992:79).
152
Habría que agregar algunas líneas sobre la relación actual entre arqueología
y nacionalismo en el Perú. Aunque esto se torna algo problemático por la proxi-
midad con el fenómeno sociopolítico actual y, sobre todo, por nuestras pasiones
que nos afectan y nos terminan posicionando en un bando u otro. Algunas cues-
tiones evidentes podrían ayudarnos a reconocer si algunas prácticas socioeconó-
micas y sociopolíticas de los arqueólogos y arqueólogas siguen reproduciendo la
ideología estatal, encargándose de producir y reproducir discursos nacionalistas36
que idealizan el pasado prehispánico.
En ese sentido, uno de los actores anteriormente citados encontró un nuevo
lugar en la vieja estructura estatal que ya conocía: Luis Lumbreras. Entre los años
2001 al 2006 desde la dirección del principal ente estatal encargado de la gestión
35
Como el mismo Lumbreras anuncia en el prólogo a la segunda edición de La arqueología
como ciencia social (1981:9): “Este libro entra en imprenta en el momento en que se inicia en el
Perú una corriente oficial anti-marxista delirante y cuando aún subsisten ciertos rasgos dogmá-
ticos en el seno de algunos sectores universitarios que perdieron la perspectiva revolucionaria
en los últimos años; entendemos que esto es común a varios países”. El resto del párrafo final
realiza un interesante análisis de las circunstancias en las cuales se desarrollaba el marxismo en
el Perú. Sin embargo, también señala derroteros que no fueron seguidos consecuentemente
por varios de los seguidores de la línea lumbreriana.
36
A pesar que, como algunos autores proponen, nos encontremos en la época de las “socieda-
des globales”, “trasnacionales” o “supranacionales” (Hobsbawm 1991).
153
37
En este último autor se puede apreciar una defensa de la política nacionalista de este pro-
yecto arqueológico. Sin embargo, contradictoriamente, el mismo autor sostiene que el citado
proyecto, por un lado, “representa un ejemplo del desarrollo de un proyecto nacional hecho
por profesionales peruanos desde la perspectiva consecuente de la arqueología social” (Agui-
rre-Morales 2005) y, por el otro, que “La arqueología social no puede nunca estar en el poder
ni ser llevada de la mano por el aparato institucional del Estado si quiere ser tomada en serio
como alternativa” (Aguirre-Morales 2005).
38
Por ello, también resulta interesante como se ha venido propugnando desde una perspecti-
va filológica que el idioma Quechua habría sido utilizado por las gentes de Caral.
154
39
Además, cada vez más grupos sociales se organizan autónomamente y se alejan o están en
contra del Estado y construyen sus propias identidades (Quijano 2006:33).
155
Agradecimientos
A Javier Nastri y Lucio Menezes Ferreira por haber organizado el simposio “La
Arqueología Sudamericana en Perspectiva Histórica: Identidades, Narrativas y
Poder” del IV TAAS realizado en Catamarca, Argentina, en julio de 2007. Un agra-
decimiento también para el revisor anónimo que ayudó a clarificar mí texto y
me sugirió algunas referencias que me han servido para fundamentar mejor mis
planteamientos Quiero agradecer también a Gustavo Politis quien ha sido para mi
un gran apoyo en Sudamérica y me re-introdujo en ese mundo del cual andaba
alejándome. Asimismo, agradezco a Dante Angelo, César Astuhuamán, Daniella
Jofré, Augusto Oyuela-Caycedo y Juan Rodríguez quienes realizaron importantes
comentarios a una versión preliminar de este texto. Muchas de estas ideas tam-
bién surgieron en el Departamento de Prehistoria de la Universidad Autónoma de
Barcelona donde gracias a Vicente Lull y su equipo, obtuve un espacio para poder
observar los fenómenos sociopolíticos con una mejor perspectiva. Finalmente,
quiero agradecer a Omar Pinedo, Javier Alcalde, Paco Merino, Michiel Zegarra,
Alex Gonzáles y María Ysela Leyva con quienes he sostenido largas discusiones
sobre este tema. Sin embargo, a todo/as ello/as lo/as eximo de responsabilidad
por las palabras aquí vertidas.
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Introducción
Una de las ideas más firmemente arraigadas entre el público general, an-
tropólogos y arqueólogos es la de la sabiduría ecológica de las poblaciones
indígenas. Sin importar si la idea es cierta o falsa, nadie duda de su impacto:
los propios indígenas se han apropiado de la idea y la aprovecharon (legí-
timamente) para su propia lucha. La prensa, las ONGs e incluso las políticas
de Estado no sólo la aceptan sino que se encargan de promulgarla (Conklin
y Graham 1995). Una burocracia internacional cada vez más poderosa vive
de la idea, alimentada además por los desastres producidos por el desarro-
llo. Incluso la práctica de la arqueología ha sufrido una transformación: son
innumerables los sitios prehispánicos encontrados en los últimos años que
“demuestran” la sabiduría ambiental de los nativos, incluso antes de ser inves-
tigados. En fin, los réditos políticos, económicos y hasta ecológicos parecerían
fructificar por todas partes.
No obstante lo anterior, rara vez se ha preguntado en Colombia por el ori-
gen de la idea, cómo se impuso, y cuales son sus implicaciones prácticas en
la cambiante sociedad latinoamericana de hoy. El objetivo de este artículo no
es demostrar la falacia (o validez) de la idea del indígena ecológico. La idea de
que todas las sociedades nativas, en todo momento y lugar, son ecológicas,
es seguramente falsa tanto antes de 1492 (Denevan 1992) como hoy en día
(Krech 1999), lo cual no significa que no existan verdaderos ejemplos de socie-
dades ecológicas, o que como anota Calavia (2006:42) debamos ser tan des-
corteses como para exigirle a las sociedades indígenas que deban ser iguales
al modelo idealizado que hemos creado de ellas. En todo caso, la verdad de la
idea no es el punto. Lo que pretende este capítulo es hacer un seguimiento de
cómo se originó la idea en el contexto colombiano y cuales han sido sus efec-
tos en la forma en que se percibe al indígena desde el punto de vista social y
político por parte de la izquierda y los propios movimientos indígenas.
1
Universidad de los Andes, Colombia.
167
168
169
tituían una unidad no era nuevo. Desde el siglo XVIII, la íntima relación entre el
indio y la naturaleza no se ponía en duda; ella explicaba, por ejemplo, la desidia
del nativo “y su total abandono de todas las artes” (Papel Periódico, 23 de enero
de 1795). Para Caldas no había duda de que los bárbaros indios habían puesto
en peligro la sobrevivencia de la vicuña (Caldas 1966:327). Pero simultáneamente
la estrecha relación entre el nativo y la naturaleza también encerraba una faceta
positiva. Así, en el Papel Periódico del 7 de octubre de 1791, se criticaba a Cornelius
de Pauw por sostener que los indígenas pintaban sus cuerpos por “un capricho
puramente de moda” y se afirmó que esa costumbre se debía a que conocían su
medio y procuraban defenderse de los insectos. Inclusive se iba más allá: el 13 de
marzo del mismo año, el Papel Periódico admitió que cuando el científico ilustrado
buscaba plantas útiles la gente del campo podría “dar muchas luces á las especu-
laciones filosóficas del hombre científico, porque tienen diariamente en las ma-
nos este grande libro de la naturaleza, que no se puede estudiar muy bien entre
el furor argüitivo de las Aulas, ni en los Sistemas abstracto y especiosos (sic) de las
Academias”. Por cierto, inclusive la noción de que el desastre ecológico había sido
posterior a la conquista era vieja. Por ejemplo Boussingault escribió a comienzos
del siglo XIX que los desmontes hechos por los españoles en la región de Fúque-
ne eran el origen de enormes catástrofes ambientales (Boussingault 1849:1-22).
La misma idea fue reproducida en un ensayo pionero sobre ecologismo escrito
a finales del siglo XIX por José Asunción Silva, para quien los antiguos españoles
habían sido “enemigos jurados de la vegetación”, lo cual explicaba la enemistad
insensata del colombiano con la naturaleza (Silva 1998:163).
Además los viajeros del siglo XIX se maravillaron con la formidable farmacopea
nativa, con su habilidad de pegar huesos y curar las más dañinas enfermedades.
No en vano las primeras instituciones científicas se interesaron por la sabiduría in-
dígena con respecto a la naturaleza. Para citar un ejemplo entre varios, Florentino
Vezga, uno de los miembros de la Sociedad de Naturalistas Neogranadinos, tuvo
como propósito recuperar la botánica indígena y sostuvo que “todo lo concer-
niente a las plantas debió ser para los indios materia predilecta de observación
y de trabajo intelectual, por la estrecha relación que tiene con el bienestar, co-
modidad y progreso de las sociedades” (Vezga 1938:19). Es más, cuando, el 31 de
marzo de 1878, Salvador Camacho estuvo a cargo del discurso de instalación de
la Sociedad de Agricultores Colombianos, denunció la tala excesiva de bosques,
el desecamiento de ríos, así como la transformación de “grandes extensiones de
vegas, fértiles en otro tiempo” en “pedregales y arenales estériles, habitables solo
por la serpiente cascabel” (Camacho 1927:25). A modo de contraste, el pasado
indígena se caracterizaba por el uso intenso, pero sabio del medio (Camacho
1927:26). Más tarde, en 1884, en su lectura de Problemas Agrícolas (1927) ante
el Ateneo de Bogotá, Camacho ratificó que uno de los contrastes más evidentes
entre Norteamérica y México, Perú y Colombia consistía en que mientras en la
primera prosperaba la población en los demás no lo hacía, y eso pese a que los im-
perios azteca, inca y muisca tenían “una civilización comparativamente avanzada”,
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En fin, cuando se prohibió, se hizo en nombre del miedo a las masas populares,
no como reproche al indio de la selva ni al legado del pasado aborigen. Pero la
cosa se puede llevar aún más lejos: la prohibición de la chicha se presentó como el
propósito de enderezar una costumbre impuesta por los españoles. Liborio Zerda,
el autor de El Dorado, y serio estudioso de química, concluyó que efectivamente
constituía un problema de salud pública de enormes proporciones, pero enfatizó
que la chicha que consumían los indios antes de la llegada de los españoles no
tenía nada que ver con la que consumían los obreros; en su opinión, la miel de
caña y los barriles de madera producían una bebida completamente diferente de
la que hacían los indios con maíz y vasijas de barro. Es más: Zerda admiró el pro-
ceso de fermentación indígena porque implicaba conocimientos empíricos muy
sofisticados (Mantilla 1986:61). Jorge Bejarano, su alumno, y a quien se debe la
prohibición de la chicha, admitía que entre los muiscas su consumo era ritual, y
por lo tanto incomparable con lo que ocurría entre los obreros de la ciudad. Es
más, Bejarano no dudaba en afirmar que antes de la llegada de los españoles los
indios tenían una alimentación envidiable que contrastaba con la que tenían los
obreros y campesinos (Bejarano 1950). Unos años después, en 1925, A. Barriga
Villalba afirmó que la chicha que bebían los campesinos de Cundinamarca tenía
menos contenido alcohólico que la de Bogotá, y que así se trataba de un “alimen-
to muy rico” (BarrigaVillalba 1925:180-3).
Con las plantas mágicas la imagen del indio prehispánico había corrido una
suerte parecida. Algunas habían alcanzado a ser populares en Europa en el siglo
XVI, convirtiéndose inclusive en signos de distinción social, como es el caso del ta-
baco. La historia de la coca también es un buen ejemplo, aunque no terminara tan
bien: a finales del siglo XVIII se pensó que podría competir con el té y a mediados
del siglo XIX Florentino Vezga sospechaba que tenía atributos afrodisíacos (Vezga
1938:24). En la Europa obsesionada por la experiencia primitiva, Sigmund Freud
acudió en Über Coca (1884) a los mitos incas para rodear de misterio una planta
que a su juicio actuaba como fabuloso estimulante y cura para la adicción del
alcohol y la morfina (Marez 1993). Un poco antes, en 1881, en Bogotá, Wenceslao
Sandino Groot publicó en la Revista Médica un trabajo en el cual se demostraba
que aliviaba el hambre, controlaba el “agotamiento nervioso”, los cólicos y la dia-
rrea e inclusive merecía el título de “panacea casi universal” (Sandino 1881). Poco
después, en 1887, J. T. Henao publicó, también en la Revista Médica, un artículo
donde defendía las propiedades de la planta y de su derivado (la cocaína) y pedía
que se produjera en mayor cantidad. Como prueba de las bondades de la coca, la
exposición conmemorativa de los cuatrocientos años del descubrimiento en Chi-
cago pedía llevar muestras de los principales productos agrícolas, incluido el café,
el chocolate, pero también la coca y sus diversas formas en que se podía preparar
(Diario Oficial, 21 de mayo 21 de 1891).
Incluso plantas narcóticas como el yajé, que parecían favoritas del chamán
amazónico, no habían sido vistas con ojos demasiado severos. Durante su viaje
al Putumayo Joaquín Rocha encontró que varios blancos consumían yajé, planta
173
174
explotación sino que le atribuyó toda suerte de problemas médicos que llevarían
al indígena a su extinción: al principio traía una sensación de alegría y creía ser
dueño de las tierras y ganados que veía; luego recuperaba la conciencia de su ser
y de su infinita miseria (Bejarano 1945, 1953).
El contexto internacional
Como se puede apreciar, había antecedentes que servían de antesala para que
los temas tratados por Reichel-Dolmatoff no fueran escandalosos. Y esos mismos
antecedentes obligan a preguntarse las razones por las cuales Reichel-Dolmatoff
dio un giro tan importante en sus ideas. Lo primero que habría que afirmar es que
el propio Reichel-Dolmatoff criticaba algunos efectos de sus propias ideas, pero
que aunque crítico de los hippies que subían a la Sierra Nevada de Santa Marta
con el fin de “fraternidad pseudomística, agitación política y aún de propagación
de drogas alucinógenas” (Reichel-Dolmatoff 1985:I, 18), no podía evitar que bue-
na parte de ellos lo hicieran atraídos por la lectura de Los Kogi.
En el momento en que Reichel-Dolmatoff se incorpora a las filas del indígena
ecológico, los temas que le interesaban – droga y naturaleza – no podían pasar de
agache; era la época de las protestas contra la guerra de Vietnam, la idealización
de todo lo que no fuera Occidental, de la negación del materialismo y el deseo
de llevar una vida más auténtica, afincada en el regreso a la naturaleza y el uso
de drogas psicodélicas (Heath y Potter 2005:49-80). Por supuesto, antes se ha-
bían consumido tranquilizantes y estimulantes; pero ahora las drogas visionarias
atraían al intelectual y a los insatisfechos de toda índole. Habían calado las ideas
de Aldous Huxley, quien en 1954, había publicado su célebre Las puertas de la per-
cepción, obra en la cual planteaba la necesidad de superar el dualismo platónico
entre carne y espíritu a través del trance. La experiencia con las drogas acercaba
a Dios y provocaría un misticismo beneficioso para la humanidad (Heath y Potter
2005:289-326).
Mucho de lo que Reichel-Dolmatoff sostenía sobre los indígenas se había di-
cho previamente, pero decirlo en ese momento tenía éxito garantizado. En Co-
lombia pocos años antes de la publicación de Desana, Richard Evans Schultes ha-
bía estudiado las plantas narcóticas en la selva, e inclusive su estudiante Néstor
Uscátegui ya había publicado algunos textos (Reichel-Dolmatoff 1975:36-51). Dos
viajeros, uno inglés, Brian Moser, y otro canadiense, Donald Tayler, habían llegado
entusiasmados por conocer pueblos exóticos en Colombia y estudiar su música,
pero terminaron acompañando a Uscátegui por diversas tribus comentando en-
tusiastas el consumo de drogas (Moser y Tayler 1965). El inglés Anthony Henman
descorrió en su popular Mama Coca (1978), cuya segunda edición alcanzó el nada
despreciable tiraje de 10.000 ejemplares, el velo de los atropellos contra las comu-
nidades indígenas por cuenta de la lucha contra las drogas, al tiempo que elogia-
ba el consumo de coca, marihuana, hongos y yagé (Herman 1981). Pero ninguno
de ellos logró lo que Reichel-Dolmatoff, vale decir, ofrecer una etnografía creíble
175
que vinculaba la ecología con el consumo de drogas: los ideales de los sesentas
y setentas con gente de carne y hueso, y además deslindándose de la forma mili-
tante en contra del prohibicionismo que había caracterizado a Hemman.
Con el problema ambiental sucedía algo similar. Era la época en que se impo-
nía una imagen completamente desoladora del futuro del mundo. En 1968 Paul
Elrich publicó Population Bomb; en 1970 se instauró en Día de la Tierra; en 1971
se fundó Greenpeace, y apenas un año después el Club de Roma dio a conocer su
informe sobre los límites del crecimiento que daba gran importancia a las iden-
tidades culturales. El estereotipo de que el indígena era conservacionista nato se
fortaleció extraordinariamente en los Estados Unidos y desde allí se llevó a otros
países (Acot 1990:192 y ss.; Herrman 1997; Ulloa 2002). El concepto de la “madre
tierra” comenzó a popularizarse, especialmente entre los movimientos contracul-
turales californianos a medida que se aceptaba que los primitivos poseían una
sabiduría ambiental que Occidente nunca había tenido, o había perdido. Es más,
en 1972, un tejano, Ted Pray, inventó un famoso discurso ecológico que puso en
boca del cacique indígena Seattle de siglo XIX y con ello logró imprimir el sello de
autenticidad que faltaba para que nadie dudara que los indígenas vivían en ar-
monía con la naturaleza. La traducción de ese texto se publicó en Colombia como
prueba irrefutable de la concepción de fraternidad con la naturaleza de quienes
se oponían al capitalismo (González 1985:10). Occidente estaba a la caza de vidas
ejemplares y los indígenas la podían ofrecer (Krech 1999:214; Conklin y Graham
1995). Reichel-Dolmatoff también, pero habría que ver como lo recibirían la iz-
quierda y los propios indígenas.
176
más la relación entre capital y trabajo, que entre cualquiera de ellas y el medio
ambiente. Por otro, Mao había sostenido que toda contradicción entre sociedad y
naturaleza se resolvía a cualquier precio y de forma inmediata mediante el desa-
rrollo de las fuerzas productivas (Deléage 1993:297). Con todo, si se quiere una crí-
tica radical del abuso ambiental en el siglo XIX se encontrará en la obra de Engels,
especialmente en El papel del trabajo en el proceso de transformación del mono en
hombre. Allí se podía leer que el progreso no se traducía en la victoria del hombre
sobre la naturaleza, pues ésta siempre tomaba venganza de sus derrotas. Es más:
se insistía que el hombre no podía actuar como un conquistador de la misma,
dado que los humanos formaban parte de ella, lo cual llevaba a la necesidad de
llegar a conocer sus leyes con el fin de manejarla sabiamente (Engels 1977:82).
No obstante, la solución pasaba por la racionalidad científica y el cambio en las
relaciones sociales. No radicaba en la admiración del primitivo ecólogo.
Durante los primeros años de la Unión Soviética la ecología tuvo un importan-
te desarrollo. No obstante, con la construcción de gigantescas presas y la imposi-
ción del monocultivo, los ecologistas pasaron a ser saboteadotes, representantes
del imperialismo. La aplicación ingenua del la política del desarrollo de los medios
de producción produjo efectos tanto o más desastrosos en la Unión Soviética y en
China, que la expansión del capital en Occidente. De hecho, las dos se erigieron en
ejemplo de desastre ecológico y los ambientalistas fueron críticos de ambos sis-
temas, abogando con frecuencia por una nueva visión de mundo y modo de vida
que retomara el sentido sagrado, por no decir místico, de la naturaleza (Weiner
1984). En este contexto, la lectura doctrinaria impuesta desde afuera en Colombia
dificultaba incluir a la naturaleza entre las grandes damnificadas del capitalismo.
Pero se hicieron esfuerzos notables y naturalmente la imagen del indígena pre-
capitalista se prestó para ello. Por ejemplo, en 1975 Julio Carrizosa presentó su
informe Política ecológica del gobierno nacional en el cual comparó la idílica situa-
ción ambiental descrita por los conquistadores españoles con la trágica situación
de su momento (Vidart 1976:55). Otro ejemplo fue Colombia: ecología y sociedad
(1976), del antropólogo Daniel Vidart, obra en la cual el daño ecológico fue vis-
to como resultado del conflicto social, la explotación de las grandes empresas
agrícolas, el minifundio, y la colonización incontrolada. De acuerdo con ese texto,
debía evitarse la agresión capitalista sobre un medio ambiente frágil, que con fre-
cuencia además estaba ocupado por sociedades indígenas, particularmente en la
Sierra Nevada de Santa Marta, el Cauca y en la Amazonia (Vidart 1976:56-161). El
medio ambiente pasó a representar otra víctima del capital, como el obrero o el
campesino.
Era obvio que semejantes nociones implicaban un cambio radical en la vi-
sión del pasado indígena, que podía ser útil en propuestas como las de Reichel-
Dolmatoff, pero también en muchas otras. Con frecuencia, dentro de la lógica de
los análisis de la dependencia, se presentó al extranjero como el único culpable
del deterioro ambiental y a lo largo y ancho del continente la lucha por la con-
servación pasó a ser una faceta más de la revolución. En ese contexto el nativo
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“Todos los indígenas tenían, y tienen todavía, un gran respeto por la natu-
raleza y un sentido fuerte de comunidad y ayuda mutua. De la misma ma-
nera construyeron un mundo de dioses y espíritus que armonizaban con su
actividad económica: éstos les habían enseñado diversos oficios, se podían
ver en rocas, lagunas y ríos y podían apaciguarse con simples ofrendas (rara
vez sacrificios) o por medio de la magia, que subsiste hasta hoy” (Fals Borda
1975:2).
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Con algún retraso, pero de forma definitiva, en los noventa numerosos artí-
culos de Voz mostraron al indígena como guardián de la naturaleza. En 1992, un
artículo de José Gómez publicado en Voz lamentaba el desastre ecológico y social
del Sinú, territorio donde desde hacía 500 años la naturaleza y los indios morían
a manos de la civilización blanca y donde “los gorgojeos y graznidos de aves y
anfibios son escasos, y la nostalgia invade el ánimo de quien visita” (Voz, 17 de
septiembre de 1992). El 19 de febrero de 1997, Voz presentó el caso de los u´wa
quienes pese al acoso de las multinacionales petroleras extranjeras y los colonos
se conservaban en “aceptable grado de pureza” y lograban “la conservación del
bosque”, de las “preciosas especies animales y vegetales extintas en otras partes
del Continente”.
Pero ¿cual era la situación entre los propios indígenas? Cuando, libre de la tute-
la liberal o conservadora, en 1968 se fundó la Asociación Nacional de Usuarios Cam-
pesinos (ANUC), la organización incluyó desde los indígenas-campesinos hasta los
peones de hacienda. Igual sucedió cuando se fundó el Consejo Regional Indígena
del Cauca (CRIC) en 1971. En ambos casos no se admitían diferencias fundamenta-
les entre el campesino, el colono y el nativo. Pero aunque la idea de progreso en
la lucha de clases predominaba y el pensamiento ecológico había sido calificado
de reaccionario, para los noventa la izquierda había abrazado por completo al
indígena ecológico y daba marcha atrás al evolucionismo típicamente marxista. Y
más importante aún, se unía por lo menos parcialmente en la transformación de
la imagen del colono, que poco a poco pasaba de representar al explotado rural,
a una plaga que destruía el ambiente y al indio. Se pueden citar dos ejemplos:
por un lado, los comunicados del CRIC; por el otro, Voz proletaria, el periódico del
Partido Comunista indica ese cambio.
En ambos casos la imagen del indígena se asimilaba con la del campesino. Por
ejemplo, en 1974, el CRIC criticaba que los políticos de izquierda adoctrinaran a
los indígenas en contra de los trotskistas o los revisionistas, términos desprovistos
de sentido para ellos (CRIC 1981:151). Ya en ese momento el CRIC sostenía que
aunque el indígena tenía algunas características culturales específicas, entre ellas
el trabajo colectivo de la tierra y las “formas de interrelación con la naturaleza,
pacíficas y equilibradas”, el nativo debía hacer causa común con los explotados.
Más tarde, en la plataforma política del CRIC de 1978 se dejaba en claro que los
indígenas hacían parte del campesinado y que tenían el reto común de construir
el socialismo (CRIC 1981:66-67). En ese documento se discutían dos desviaciones:
por un lado, el indigenismo que quería darle prioridad a las características propia-
mente indígenas de la lucha, sin cuestionar en general el sistema clasista de domi-
nación; por otro lado, las tendencias al misticismo. Un ejemplo de lo primero era
Quintín Lame y de lo segundo el del indígena comunista José Gonzalo Sánchez
(CRIC 1981:68). El texto admitía que los indígenas del Cauca habían alcanzado un
considerable desarrollo a la llegada de los españoles, sólo comparable con el de
los muiscas, pero criticaba el fundamentalismo cultural: el problema de fondo era
de clase y los campesinos eran aliados de la causa (CRIC 1981).
181
Pese a que la visión ecológica del nativo hacía parte de la imagen que el CRIC
aceptaba, en 1980 ratificó la crítica al indigenismo cósmico. Que rechazaba “todo
lo occidental” o “todo lo venido de Europa” (CRIC 1981:231). Al respecto fue bas-
tante explícito: era idealista considerar, como lo hacían algunos, que los antepasa-
dos habían tenido sociedades utópicas que podían solucionar los problemas del
mundo moderno y que la meta consistía en volver a ellas. Ratificaba, una vez más,
que la lucha no era racial, ni contra el blanco, ni contra las ideas venidas de Euro-
pa, sino de clases sociales. Resultaba claro que se debían buscar medios de lucha
que combinaran la situación de clase con las peculiaridades culturales, sin dejar
de forjar alianzas con todos los oprimidos del mundo. Es más: las raíces culturales
del país habría que buscarlas en los aportes indígenas, negros, “y aún europeos”
(CRIC 1981:240).
Conclusiones
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Introducción
Consideraciones teóricas
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Universidad Nacional de Mar del Plata, Provincia de Buenos Aires, Argentina.
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lencia física mediante el rapto de indígenas, actitudes que se explican por el mar-
co filosófico que insistía en “apropiarse” de la diversidad cultural y el que inspiró,
más tarde, a otros tantos viajeros.
En el siglo XVIII los misioneros de la Orden de la Compañía de Jesús se instala-
ron en las pampas orientales (depresión del río Salado y sierras orientales de Tan-
dilia) con el fin de sedentarizar y evangelizar a los pueblos nativos. Sánchez Labra-
dor (1936 [1772]) fue un funcionario jesuita que recopiló información etnográfica
de primera mano proveniente de documentos y cartas de otros misioneros. Una
segunda obra muy difundida pertenece a T. Falkner (1974 [1750]), fundador de la
Reducción de Nuestra Señora del Pilar en las sierras del Volcán (Tandilia oriental),
y una tercera obra es la de J. Cardiel (1930 [1748]) quien realizó una exploración
hacia las llanuras y costas del sudeste bonaerense. Las misiones emplazadas den-
tro de los territorios indígenas actuaron como dispositivos de poder y de some-
timiento al sistema colonial (Boccara 1996). Las localizaciones de estas reduccio-
nes/misiones pampeanas respondían a estrategias ideológicas y económicas al
situarse en áreas con una amplia diversidad de recursos naturales y abundancia
de ganado caballar. El propósito era controlar los territorios y los grupos indíge-
nas mediante la evangelización, meta que fracasó por dos razones. Por un lado,
la política de fines del período virreinal comenzó a ser adversa para los jesuitas
y, por otra parte, los caciques demostraron su poder político haciendo valer su
autoridad étnica y territorial. A pesar de estos acontecimientos las narraciones
jesuíticas justificaban su fracaso mediante discursos basados en conceptos valo-
rizantes para indicar las dificultades que enfrentaron en el intento de civilizarlos
y cristianizarlos. Esos agentes del colonialismo los describieron como belicosos,
ladrones de ganado, timadores, viciados etc. Estas narraciones fueron interpreta-
das como reales, estimulando la noción de barbarie y despreciando al mestizaje
considerado aberrante, azaroso y necesario de ocultar.
Estas consideraciones fueron legitimadas socialmente porque provenían de
clérigos y el principio de autoridad, que aún ejerce un rol importante, favorecía la
recreación de las ideas etnocéntricas.
192
193
194
Una frase muy conocida de Vignati ilustra la continuidad de sus ideas racistas
en el ámbito académico, a pesar de haber pasado más de medio siglo XX:
195
196
resolvían la secuencia regional, y los araucanos fueron considerados como una et-
nia belicosa por su resistencia política e invasora del territorio nacional. M. Bórmida
supuso muy importante las relaciones de la prehistoria con la etnología porque la
primera representaba las “reliquias de momentos superados del devenir general del
Espíritu”. Para las sociedades indígenas más recientes opinaba que:
“Es cosa sabida que el papel de los primitivos en la Historia propiamente di-
cha es insignificante y pasivo; su choque con la cultura occidental se resuelve
en episodios marginales, especies de epifenómenos de la Historia, que pue-
den tener, como mucho, un interés afectivo y que terminan siempre en su
corrupción y su muerte como sociedades autónomas” (Bórmida 1955:28).
Durante los años sesenta y setenta, aún estaban en uso términos como ca-
zadores inferiores y superiores, conservatismo, supervivencias, áreas culturales,
miolitización progresiva, rasgos culturales, focos de origen, proceso de involu-
ción, raigambre, sustrato cultural, oleadas, etc., indicando los criterios y concep-
tos que integraban el campo teórico-explicativo de la escuela histórico-cultural.
El cambio social continuaba siendo concebido mecánicamente por la dispersión
de elementos o rasgos culturales, derivando en un tipo de arqueología interesa-
da en indagar la relación núcleos/periferias. América en su conjunto continuaba
siendo considerada marginal con relación a Europa, se planteaba que los cambios
tecnológicos y económicos (la agricultura, la cerámica, etc.) provenían de “áreas
de irradiación” extramericanas. La presencia de unas pocas piezas arqueológicas
eran suficientes para considerar que un sitio arqueológico correspondía al perío-
do postcontacto, como fue en el caso del sitio La Motta (Provincia de La Pampa),
donde Sanguinetti de Bórmida (1965) discriminó las industrias A y B, la última
sería la más reciente con pocos materiales líticos y abundancia de cerámica. En el
sitio I halló la industria B, en asociación con una cuenta vítrea azul, considerando
a este contexto como hispano-indígena y muy reciente. En otro trabajo, Sangui-
netti de Bórmida expresó al referirse al Bolivarense que:
“Su facie más epigonal pertenece ya, a una etapa etnohistórica, como lo
comprueban los hallazgos superficiales de algunos yacimientos de Trenque
Lauquen, donde asociados a una diluida manifestación epigonal, aparecen
artefactos de vidrio, cerámica hispánica, cerámica lisa pulida (posiblemente
araucana). Esta es la prueba de la integración de la antigua tradición Tan-
diliense con rasgos de cultura araucana y de la conquista española, exten-
diéndola luego, hasta una época que es ya historia contemporánea: la con-
quista del desierto” (Bórmida 1970:16).
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Conclusión
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209
Gustavo M. Rivolta1
Introducción
Este artículo trata sobre las distintas formas de construir una estructura diná-
mica entendida como identidad, en torno a la Comunidad Indígena de Amaicha
del Valle, en el valle de Yocavil, de la Provincia de Tucumán, en la República Ar-
gentina. Se tomaron para ello los manuscritos efectuados por Adán Quiroga en
1900, en dónde describió minuciosamente algunas características de las estruc-
turas arquitectónicas del sitio Los Cardones y de las personas que habitaban el
poblado de Amaicha del Valle y sus inmediaciones. Si bien no podemos asegurar
la descendencia directa de los miembros de esta comunidad, con respecto a los
habitantes del sitio “Los Cardones”, creemos que el registro material que se ha
exhumado en los distintos momentos de nuestro proyecto de investigación en la
quebrada de Los Cardones, enriquece el planteo y la necesidad de construcción
de una identidad por parte de los pobladores actuales de Amaicha del Valle.
El análisis del estudio del sitio Los Cardones, desde una perspectiva amplia
abre líneas de reflexión que superan la mera producción de un saber científico.
La existencia de La Comunidad Indígena de Amaicha del Valle –un grupo de per-
sonas comprometidas en la defensa de sus derechos y de su patrimonio histórico
y cultural–, dentro de cuyos terrenos se emplaza el sitio Los Cardones, plantea
una rica problemática acerca de la relación entre el arqueólogo, los datos (i.e. los
restos materiales en los que se basa la disciplina para obtener sus conclusiones) y
los destinatarios del conocimiento.
En cuanto a lo primero, el surgimiento y consolidación de la arqueología como
esfera de conocimiento dentro del sistema de saber occidental ha conllevado una
definición ascéptica del dato, es decir del registro arqueológico, el cual es conce-
bido como un conjunto de elementos materiales y de relaciones espaciales que
debe ser entendido y explicado. En el caso del sitio Los Cardones, sin embargo, la
presencia de una comunidad que se siente heredera de aquellos que dieron forma
1
Laboratorio y Cátedra de Prehistoria y Arqueología, Facultad de Filosofía y Humanidades, Es-
cuela de Historia. SECyT-Universidad Nacional de Córdoba, Argentina.
211
212
Construyendo identidades
213
Etnohistoria en Amaicha
214
rey Felipe V, en donde se hacían concesiones a esta comunidad, como así también
el título entregado al cacique de Amaicha Don Alonso Chamcana dos años antes,
en 1714.
Los comuneros/indígenas, guardan de esta forma una viva y orgullosa memo-
ria sobre el título de merced real. Este documento es un emblema político consti-
tuyente de su identidad como calchaquíes, que legitima el reclamo de sus tierras.
Estos reclamos debieron extremarse en el período republicano, diversificando
sus expresiones e instrumentos, utilizando instancias políticas, jurídicas, rebelio-
nes, ocupaciones, adquiriendo una pragmática efectiva en el arte de litigar (Isla
2002).
La Real Cédula opera como elemento central del mito fundacional, cohesio-
nando a la Comunidad por el reclamo de la tierra, implicando un esfuerzo de re-
flexión histórica por parte de los actores, utilizando “la narrativa y el ritual ligando
el pasado con la contemporaneidad a que hacen referencia” (Rappaport 1987).
De esta manera, este título está contextualizado dentro de las prácticas rituales y
de narrativas que se transforman y refuerzan en las distintas coyunturas históricas
que les tocaron vivir: llámese las grandes rebeliones del siglo XVII; la extinción de
la lengua kakana, a principios del siglo XVIII; las ventas de tierras en el paraje Los
Cardones luego de la expulsión de los jesuítas a mediados del siglo XVIII (Babot y
Hoscman 2007); las negociaciones frente al Estado nacional del siglo XIX; en fin,
gestas heroicas, sacrificios que debieron realizar sus antepasados con la finalidad
de impedir que les quitaran el documento y, en consecuencia, su territorio.
El registro etnográfico
215
2
Había nacido en San Juan en 1863, estudió en Catamarca, Buenos Aires y finalmente se doc-
toró en leyes en la Universidad Nacional de Córdoba a los 23 años. Regresó a Catamarca en
1886 y luego vivió en Tucumán desde 1894 hasta 1900. Ejerció su trabajo de abogado, juez, di-
putado, intendente, poeta, naturalista, arqueólogo, geógrafo, historiador, periodista fundador
de varios diarios y eximio pianista (Raffino 1992). Siendo miembro de la generación del 1880
– grupo de personas considerado en la Argentina como fundador del Estado nacional –, había
ocupado varios cargos y también intercambiado comunicación epistolar, diversos trabajos, ex-
pediciones arqueológicas y debates con variadas personalidades de la época, como Bartolomé
Mitre, Eduardo Holmberg, Samuel Lafone Quevedo, Juan Ambrosetti, Estanislao Zeballos, Fran-
cisco P. Moreno, Florentino Ameghino, Leopoldo Lugones y el juvenil Ricardo Rojas. Siempre
defendiendo la causa americanista y el pasado patrimonial indígena. En la primavera de 1904,
fallece en Buenos Aires, antes de poder hacerse cargo de las funciones de Subsecretario del
Interior que le habían ofrecido merecidamente.
216
3
Expresamos nuestro agradecimiento a todas las personas amigas que nos contaron sus vi-
vencias.
217
218
En el cuarto nivel de profundidad (0,60 a 0,80 m.), se obtuvo otro fechado co-
rrespondiente al siglo XI: (LP-1495) 930± 70 AP; siendo la edad calibrada con un
68 % de probabilidad (±1 sigma) de 1022-1214 AD (736-928 años cal AP); y el
rango de edad calibrada con el 95 % de probabilidad (±2 sigmas) de 989-1275 AD
(675-961 AP).
Junto a otras líneas de evidencia, se pretendió comprender los posibles usos
que hicieron las comunidades aborígenes de los distintos materiales líticos de la
zona y de regiones más alejadas, como, por ejemplo, el basalto y la obsidiana. Se
registró un alto número de puntas de proyectil en el recinto 81, próximas a las se-
millas carbonizadas, confeccionadas en base a obsidiana procedente de la fuente
de Ona (Escola 2005). Los grandes núcleos y raspadores fueron realizados sobre
basalto y andesita.
Los restos arqueofaunísticos obtenidos en cada sector fueron analizados con la
finalidad de determinar las potenciales especies que formaron parte de los recursos
explotados por éstas sociedades. Los restos correspondientes al registro arqueobo-
tánico y exhumados de los recintos nº 78 y nº 81 se estudiaron a los fines de precisar
las especies vegetales que formaron parte de la dieta. De los 174 granos o fragmen-
tos de granos de maíz (Zea mays) contabilizados, 10 poseían embriones con no-
table crecimiento. También se registraron fragmentos de mazorcas que conservan
los granos aún en posición anatómica en la espiga. Casi no aparecen productos de
recolección exceptuando algunos fragmentos de vainas posiblemente de Prosopis y
pasacana. No se registraron porotos, restos muy comunes cuando se hallan plantas
cultivadas. La presencia de granos de maíz con embriones podría relacionarse con
la fermentación para producir bebidas alcohólicas. Los granos y mazorcas de maíz
del R81 se diferencian notablemente en cuanto al tamaño de los hallados en el R78,
de índole doméstica (Giovanetti 2008).
Entre el material recuperado en las excavaciones en el espacio de uso comuni-
tario (recinto 81) también se destacan gotas de colada y elementos de cobre, que
fueron reconocidos como extremos de una pinza de depilar de 3 cm de ancho por
2 cm de largo. En cuanto a los resultados de análisis de composición, el mismo
caracteriza a los materiales como del tipo cobre estañífero (Palacios 2005)4.
En relación a los estudios de la muestra cerámica, se han establecido los ti-
pos y formas de las vasijas presentes en diferentes recintos, como asimismo se
ha efectuado el análisis de las características físicas y tecnológicas que corres-
ponden a cada forma. En segundo lugar se interpretó la distribución de los tipos
y de las formas que se dan en los recintos seleccionados. Por otra parte, a partir
del reconocimiento de la forma y las características tecnológicas de la cerámica
se buscó establecer algunas de las funciones a las cuales éstas estaban destina-
das. Se partió del supuesto de que los atributos morfológicos y tecnológicos de
4
Los análisis químicos se realizaron en el Centro Atómico Constituyentes de la CNEA. Agrade-
cemos la colaboración de sus técnicos.
219
las vasijas de cerámica están íntimamente relacionados con la función que ellas
cumplen. Por ello, los estudios cerámicos son sumamente útiles para reconocer
las funciones que se realizan en determinados sitios y en sectores específicos
de ellos (Hally 1986; Henrickson y McDonald 1983). Sin embargo, reconocemos
los problemas que presentan este tipo de indagaciones ya que en el transcurso
de su vida útil, las vasijas pueden cambiar de función (por ejemplo reutilización
o reciclaje) y no siempre cumplen la función a la cual se ajustan mejor por sus
atributos.
Teniendo en cuenta estas complicaciones igualmente creemos válido realizar
este tipo de análisis como primera aproximación a esta compleja problemática a
partir de la cual se pueden efectuar a futuro otros estudios (por ejemplo: ácidos
grasos, huellas de uso, micro restos, fitolitos, etc.) que permitan contrastar las hi-
pótesis propuestas.
Análisis cerámico
La muestra analizada proviene del recinto 81, a este gran recinto se lo dividió
en cuadrículas de 1m de lado. Después de una recolección superficial, se decidió
excavar una trinchera comprendida por trece de esas cuadrículas, cercanas a la
puerta del recinto y que rodeaban a una gran roca que a primera impresión se
asemejaba a una wanka. La excavación se llevó a cabo realizando capas de 20 cm
hasta encontrar el piso de ocupación a 60 cm.
La muestra analizada fue de 1382 tiestos provenientes la mayoría (más del
60%) de la capa 3 (0,40 a 0,60 m. de profundidad). A priori se puede observar el
alto grado de impacto sufrido por la cerámica dado el tamaño bastante reducido
de la mayoría de los tiestos. Sin embargo la conservación de sus atributos, en es-
pecial la pintura, es bastante bueno.
El análisis consistió en una revisión macroscópica, utilizando lupa binocular de
30 X para establecer las características de las pastas. Los datos obtenidos fueron
volcados en fichas que seguían la propuesta de investigadores que han realizado
sus prácticas con muestras cerámicas del noroeste argentino (Cremonte 1991).
Se estableció el número mínimo de piezas presentes, determinando la for-
ma de las mismas y se construyó un sistema de pastas (divididas en estándares
y luego agrupados en clases). Estas dos líneas se relacionaron entre sí, intentan-
do determinar las funciones que cumplían los artefactos analizados, teniendo en
cuenta la cerámica dentro de la totalidad del registro arqueológico y no como una
línea de evidencia aislada.
Teniendo en cuenta que las características tecnológicas de las pastas son im-
portantes a la hora de realizar ciertas actividades con las vasijas de cerámica, se
relacionarán algunas de las consideraciones propuestas por varios autores sobre
este tema (Orton et all 1991; Rice 1987; Funes 1992; Palamarczuk 2002), con las
características de cada una de las clase tecnológicas (véase Apéndice), intentando
ofrecer algunas de las funciones a las cuales éstas mejor se adecuan.
220
5
Definimos como pequeño a un puco cuya boca es de 160mm o menos y como grande a aquel
cuya boca es mayor.
221
Conclusión
222
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227
228
A5- Inclusiones de mica, cuarzo y negras, finas. Distribución regular, poco den-
sa (5%). Cavidades finas, poco densas (1%). Textura porosa. Fractura regular. Color
rojo. Cocción oxidante completa.
A6- Inclusiones de mica y negras, finas y de cuarzo medianas. Distribución re-
gular, poco densa (10%). Cavidades medianas y finas, poco densas (3%). Textura
laminar. Fractura regular. Color rojo. Cocción oxidante completa.
A7- Inclusiones de mica, cuarzo, negras, finas y tiesto. Distribución irregular,
poco densa (10%). Cavidades medianas y finas, poco densas (3%). Textura laminar.
Fractura regular. Color rojo. Cocción oxidante completa.
A8- Inclusiones de mica y cuarzo finas y de granito, gruesas. Distribución irre-
gular, poco densa (15%). Cavidades finas, poco densas (3%). Textura compacta.
Fractura regular. Color rojo. Cocción oxidante completa.
A9- Inclusiones de mica finas y medianas, de cuarzo medianas y negras, finas.
Distribución irregular, poco densa (15%). Cavidades medianas y finas, poco den-
sas (8%). Textura porosa. Fractura levemente irregular. Color rojo. Cocción oxidan-
te completa.
A10- Inclusiones de cuarzo gruesas, negras, finas, tiesto y blanco talcoso, me-
diano. Distribución irregular, poco densa (15%). Cavidades medianas y finas, poco
densas (8%). Textura porosa. Fractura levemente irregular. Color rojo en los már-
genes y gris en el núcleo. Cocción oxidante incompleta.
2. Clase B: Inclusiones. Naturaleza: mica, cuarzo, tiesto molido, inclusiones
negras e inclusiones blancas talcosas. Tamaño: de medianos a muy gruesos. Dis-
tribución: irregular. Densidad: densos de 20% a 30%. Cavidades. Tamaño: finas,
medianas y gruesas. Densidad: poco denso (entre 3% y 8 %). Textura: porosa a
floja. Fractura: irregular. Color: Rojas y grises. Cocción: oxidante.
B1- Inclusiones de cuarzo y mica finas, medianas y gruesas, negras, finas, y
blancas talcosas, gruesas. Distribución regular, denso (20%). Cavidades grue-
sas, poco densas (5%). Textura porosa a floja. Fractura Irregular. Color rojo en los
márgenes y gris en el núcleo. Cocción oxidante incompleta.
B2- Inclusiones de mica finas, de cuarzo y granito medianas. Distribución irreg-
ular, denso (20%). Cavidades finas y medianas, poco densas (5%). Textura porosa a
floja. Fractura Irregular. Color gris. Cocción oxidante incompleta.
B3- Inclusiones de mica finas, cuarzo medianas y tiesto gruesas. Distribución
regular, denso (25%). Cavidades gruesas, poco densas (5%). Textura porosa a floja.
Fractura Irregular. Color rojo en los márgenes y gris en el núcleo. Cocción oxidante
incompleta.
B4- Inclusiones de cuarzo y mica finas. Distribución regular, denso (25%). Cavi-
dades finas (1%). Textura compacta. Fractura levemente irregular. Color gris os-
curo. Cocción ¿oxidante incompleta?
3. Clase C: Inclusiones. Naturaleza: mica y cuarzo. Tamaño: finos exclusiva-
mente. Distribución: regular. Densidad: muy poco densos 3%. Cavidades. Tamaño:
finas. Densidad: poco denso (menos de 3%). Textura: laminar. Fractura: regular.
Color: Rojas. Cocción: oxidante.
229
C1- Inclusiones de mica y cuarzo finas. Distribución regular, poco densa (3%).
Cavidades finas, poco densas (5%). Textura compacta. Fractura regular. Color rojo.
Cocción oxidante completa.
C2- Inclusiones de mica finas. Distribución regular, muy poco densa (3%). Tex-
tura laminar. Fractura subconcoidal. Cavidades finas en muy escasa cantidad (1%).
Color Marrón Claro. Cocción Oxidante uniforme.
4. Clase D: Inclusiones. Naturaleza: mica y cuarzo. Tamaño: finos. Distribución:
regular. Densidad: muy poco densos 3 a 5%. Cavidades. Tamaño: finas. Densidad:
poco denso (menos de 1 a 3%). Textura: laminar. Fractura: regular o subconcoidal.
Color: negras. Cocción: reductora.
D1- Inclusiones de mica finas. Distribución regular, muy poco densa (3%). Tex-
tura laminar. Fractura subconcoidal. Cavidades finas en muy escasa cantidad (1%)
Color Gris o negro. Cocción reductora.
D2- Inclusiones de mica y cuarzo finas. Distribución regular, poco densa (5%).
Cavidades finas, muy escasas (1%). Textura laminar. Fractura regular. Color negro.
Cocción reductora.
230
Introducción
1
Profesor titular del Departamento de Historia de la Universidad Estudual de Campinas (UNI-
CAMP); Coordinador Asociado del Núcleo de Estudios Estratégicos (NEE/UNICAMP), San Pablo,
Brasil.
2
Profesor del Departamento de Historia de la Universidad Federal Paulista, San Pablo, Brasil.
3
http://www.cedae.iel.unicamp.br/instituicao.html
231
Vida personal
- Características: compuesto por 22 fólderes que contienen documentos liga-
dos a la vida personal de Paulo Duarte, con la denominación original “documen-
tos”.
- Fechas límite: 1899-1986
4
www.unicamp.br/siarq
232
233
5
También fueron becarias del proyecto, en la época de esta sistematización, las alumnas Kelly
Silva y Fabiula Nascimento, ambas del Instituto de Filosofía e Ciencias Humanas de UNICAMP.
234
Algunos Casos
235
“Róbele usted, excelentísimo señor, algunas horas de las que dedica a las
pesadas tareas administrativas y vaya a ver, por ejemplo el llamado ‘sam-
baqui da carniça’, en el municipio de Laguna, donde Su Exa., se convence-
rá personalmente de la monstruosidad y repelencia de este crimen (...). El
‘sambaqui da carniça’ es uno de los mayores monumentos de la prehistoria
americana”6.
“Es mi deber, sin embargo, informarle, estimado señor, que tal asunto no
me era desconocido y que, dentro de la competencia de la administración
estatal, determiné todas las providencias a ser tomadas, junto a la Secre-
taría de Seguridad Pública, entidad que ya está aplicando las medidas de
represión contra los abusos relacionados con las reservas prehistóricas exis-
tentes en este Estado”7.
6
Carta de Paulo Duarte a Ivo Silveira, 15/08/1968. Unidad Archivística: Documentos, notación
– 102. En las transcripciones, reproducimos la grafía original de los documentos.
7
Carta de Ivo Silveira a Paulo Duarte, 29/08/1968. Unidad Archivística: Documentos, notación
– 102.
236
“En nombre del Señor Ministro Jarbas Passarinho, le informo que fueron en-
viados dos Telex, uno al Señor Ministro de Justicia y otro al Gobernador de
São Paulo, referentes a su denuncia sobre la destrucción de los sambaquies
en Cananéia”9.
8
Carta de Paulo Duarte a Jarbas Passarinho, 26/02;1974. Unidad Archivística: Documentos, no-
tación – 123.
9
Carta de João Emílio Falcão a Paulo Duarte, 13/03/1974. Unidad Archivística: Documentos,
notación – 123.
10
Paulo Duarte. A igreja do Colégio. In: Folha de São Paulo, 18/10/1975. Unidad Archivística:
Documentos, notación – 134.
237
con su perfil de defensor del patrimonio arquitectónico. La iglesia, según los pla-
nes de la reforma proyectada por el Gobierno estatal, no iría a conservar ninguna
característica histórica con relación a las tradiciones de la Piratininga de fines del
siglo XVI. En carta a Olavo Setúbal, alcalde de la ciudad de São Paulo, Duarte de-
muestra su inconformidad con la financiación porque siete millones de cruzeiros
iban a ser destinados a la reconstrucción de la nueva iglesia del Patio del Colegio,
que ya había perdido su valor histórico, mientras que varios edificios representa-
tivos del patrimonio histórico estaban en ruinas.
“El Patio del Colegio posee realmente, como lo afirmó Su Ilustrísima, una
enorme importancia histórica, “porque el crecimiento de la ciudad se dio al-
rededor de la iglesia de los jesuitas”. Esa iglesia, sin embargo, dejó de existir
durante décadas sin que las autoridades civiles y religiosas se importaran
con ello, porque la iglesia reformada y deformada varias veces, perdió de tal
forma, todo el significado histórico y tradicional. Lo que quedó fue tan solo
el Patio del Colegio, que es la verdadera cuna de Piratininga. La restitución
de este glorioso título – Patio del Colegio- fue hecha por mi. (...)”11.
Conclusión
11
Carta de Paulo Duarte a Olavo Setúbal, 20/12/1976. Unidad Archivística: Documentos, nota-
ción – 143.
238
Agradecimientos
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