El Catequista y Su Relación Con La Eucaristía
El Catequista y Su Relación Con La Eucaristía
El Catequista y Su Relación Con La Eucaristía
Casi no hay diferencia entre la forma en que San Agustín celebraba la eucaristía y la nuestra. Veamos esta
referencia:
Existía una neta distinción entre la Liturgia de la Palabra y la Plegaria eucarística. Acabada la homilía, salen los
catecúmenos de la basílica. Sólo podrán participar cuando sean bautizados (neófitos). Las puertas se cierran y la
comunidad de fieles se apiña en torno al altar. Sobre el altar un mantel blanco. Ni velas, ni flores. El Obispo,
acompañado por padres y diáconos, saluda de nuevo a la asamblea e improvisa la plegaria universal. Esta oración
universal sirve de transición para la Eucaristía, con la procesión de ofrendas y cánticos apropiados. ¿Qué es lo que
ofrecen los fieles? Pan y vino, mezclado con agua para la celebración. El Obispo, en nombre del pueblo reunido, da
gracias por las maravillas de Dios y la Nueva Alianza. Una larga bendición y acción de gracias, sin interrupción del
Sanctus, concluye con la adhesión de todo el pueblo, respondiendo: AMÉN.
En las palabras de Jesús “tomen coman esto es mi cuerpo, tomen y beban, esta es mi sangre, sangre de la
alianza nueva y eterna, que será derramada por ustedes y por muchos para el perdón de los pecados.
Hagan esto en conmemoración mía” se pueden entresacar los diversos aspectos que hay que considerar en
este misterio: sacramento, banquete de alianza, sacrificio, memorial, bendición/perdón. Como veremos a
continuación todos estos aspectos están presentes en la enseñanza agustiniana.
Milagro maravilloso
La eucaristía tiene su antecedente en el milagro del maná, cuando llovió pan del cielo para el pueblo de
Israel. Agustín ve cumplido hoy en la santa eucaristía: “¿Quién es el pan del cielo sino el mismo Cristo? Mas
para que el hombre comiese el pan de los ángeles se hizo hombre el Señor de los ángeles. Si el Señor de los
ángeles no se hubiese hecho hombre, no tendríamos su carne; y si no tuviéramos su carne, no comeríamos
el pan del altar” (Sermón 130). Esto es ciertamente un milagro maravilloso, mucho más grande que el
milagro antiguo, pues ya no es alimentarse simplemente de pan material para sobrevivir, sino del mismo
Dios para tener la vida en plenitud. Sin embargo, para nuestro santo, se requieren dos actitudes que hacen
posible acoger el don de Dios, la fe y la unidad:
“¡Qué misterio de amor! ¡Qué símbolo de unidad! ¡Qué vínculo de caridad! Quien quiera vivir, tiene dónde vivir,
tiene de qué vivir. Se aproxime, crea, se incorpore y tendrá la vida. No desdeñe pertenecer a la categoría de
miembro, no sea un miembro infectado que merezca ser amputado, no sea un miembro deforme que se deba
avergonzar. Sea hermoso, sea apto, esté bien unido al Cuerpo, viva de Dios y para Dios; trabaje ahora en la tierra
para reinar después en el cielo” (Comentario Jn 26, 13).
Pero para que la eucaristía sea el mismo Dios, se requiere que ocurra un cambio por el cual el pan se
transforme en el Cuerpo del Señor:
“Llamo Cuerpo y Sangre de Cristo...al fruto formado por la semilla terrena, consagrado por la oración mística,
siendo para el que lo recibe salud del alma y memorial de la pasión del Señor. Sacramento hecho visible por la
intervención de los hombres, pero santificado por la acción invisible del Espíritu Santo de Dios” (La Trinidad 3, 4,
10).
Se trata del mismo Jesús que nos redimió con su sangre y no de un simple símbolo que lo recuerda, en la
eucaristía hay que “reconocer en el pan lo que colgó de la cruz, y en la copa lo que brotó de su costado”
(Sermón 228 B. 2). Sin embargo, no se trata del cuerpo del Jesús terreno sino del resucitado que se hace
presente entre nosotros de manera sacramental:
“Entended en sentido espiritual lo que os he dicho, pues no tendréis que comer este cuerpo que veis, ni tendréis
que beber la sangre que me harán derramar los que me crucifiquen. Os he comunicado un misterio. Entendido
espiritualmente os vivificará. Pero la carne no sirve para nada” En in ps 4. “Hasta que el mundo se acabe el Señor
está en el cielo. Sin embargo, también aquí está con nosotros la verdad del Señor. Porque el cuerpo con que
resucitó no puede estar más que en un solo lugar. Pero su verdad en todas partes se encuentra. Luego el cuerpo de
Cristo no se encuentra en este sacramento en su realidad, sino sólo como signo” San Agustín, comentario a Mt
28,20. “Corre, busca Jesús resucitado y encuéntrale en la Eucaristía” (Sermón 235, 3).
Pero el milagro no acaba con la transformación del pan y el vino en Cuerpo y Sangre de Cristo, cuando lo
comemos, no es que el pan se transforma en nosotros, sino que nosotros nos transformamos en Él: «Era
como si oyera una voz de lo alto: “Soy el alimento de los fuertes; ¡crece y aliméntate entonces de mí! Pero
tú no me transformarás en ti como un alimento corporal, sino que tú serás transformado en mí”».
No se trata tampoco de una transformación meramente individual, este milagro involucra a toda la
comunidad:
“Mientras permanecisteis en el catecumenado estabais como guardados en el granero; cuando disteis vuestros
nombres (competentes) comenzasteis a ser molidos con el ayuno y los exorcismos. Luego os acercasteis al agua,
fuisteis amasados y hechos unidad; os coció el fuego del Espíritu Santo, y os convertisteis en pan del Señor”
(Sermón 229, 1).
Como en el milagro del desierto, el maná se convirtió en el alimento de cada día para que el pueblo no
muriera de hambre, así es hoy la eucaristía: «Todos los días debería yo de nutrir mi alma, igual que todos
los días alimento a mi cuerpo a fin de darle vitalidad física». «La Eucaristía es un Pan diario que tomamos
como remedio para la debilidad de que sufrimos a diario».
Presencia real
La presencia sacramental de Cristo en la eucaristía no es simbólica sino real. Esto Agustín lo recibió de la
tradición, veamos algunos pasajes de los Padres de la Iglesia que concuerdan con nuestro santo en este
punto. Es a Cristo a quien reconocemos bajo las especies de pan y de vino, y esta es la razón por la que
adoramos y nos arrodillamos ante la santa eucaristía:
“Aunque lo que se ve es la forma externa de pan y de vino, hemos de creer, sin embargo, que después de la
consagración, lo único que hay es la carne y la sangre de Cristo” San Ambrosio, De Sacramentis.
“Es claro que la Virgen engendró al margen del orden natural. Y lo que consagramos es el cuerpo nacido de la
Virgen. Por consiguiente, ¿a qué buscas orden natural en el cuerpo de Cristo, cuando el mismo Señor Jesús ha
nacido de la Virgen al margen del orden natural?” San Ambrosio De Sacramentis.
“Las palabras que os he dicho, o sea, a propósito de este sacramento, son espíritu y vida, dice: “Es decir, son
palabras espirituales que nada tienen de carnal, ni siguen un proceso natural, y a que están libres de toda necesidad
terrena y de las leyes que rigen aquí abajo” San Juan Crisóstomo, comentario a Jn 6, 64.
“Bajo los elementos de pan y vino que vemos, nosotros veneramos cosas invisibles, o sea, la carne y la sangre” San
Agustín Sententiarum Prosperí.
“Cristo se sostuvo a sí mismo en sus manos cuando dio su Cuerpo a sus discípulos diciendo: “Este es mi Cuerpo”. El
Pan de vida, Cuerpo de Cristo, es su carne, que nadie come sin antes adorarlo” (Comentario al Salmo 98, 9).
Banquete de Alianza
La alianza en el Antiguo Testamento es el pacto de pertenencia esponsal entre Dios y el Pueblo de Israel.
Este pacto implica un compromiso mutuo de fidelidad que se sellaba con la sangre de un animal y un
banquete. Además, la alianza presupone el fruto de unas bendiciones que corresponden a las promesas de
Dios, como también, de unas maldiciones, si el hombre no cumple con su parte. En la primera alianza el
mediador ha sido Moisés, en la segunda el mismo Hijo de Dios. Por eso con Cristo esta alianza ha llegado a
su plenitud, de manera que, en ella la unión es tal, que mediante la consumición de su Cuerpo y Sangre
Dios se hace parte de nosotros y nosotros de Él.
Como ya se ha mencionado antes, y como lo recalca siempre Agustín, esto no se trata de un asunto
puramente individual, pues la alianza se realiza entre el Señor y su pueblo. Nuestro santo logra desarrollar
este principio fundamental de la vida cristiana -la alianza con Dios-, a través de la enseñanza de Pablo de la
Iglesia como cuerpo de Cristo, a partir de la última cena de Jesús. Veamos como aparecen en nuestro santo
Obispo los temas del banquete, pueblo-cuerpo de Cristo, compromiso, bendición y maldición, que son
propios del desarrollo de la alianza.
«La Eucaristía es un banquete en el que comemos1 con Cristo, comemos a Cristo, y somos comidos por Cristo». Esta
participación2 en él, no quiere decir ser igual a él, sino participar de la gracia del Mediador3 (Sermón 26, 19). La
prueba de haber comido y bebido con él, es permanecer6 en él y él en nosotros (Sermón 27, 1). «Es preciso recibirle
de tal forma, que no solamente reparemos con él las fuerzas del cuerpo, sino también las del alma. La virtud que
este pan encierra es unidad, y reducidos a su Cuerpo y convertidos en miembros suyos4, debemos empezar a ser lo
que recibimos». «Comenzáis ahora a recibir lo que habéis empezado a ser, si no lo recibiereis indignamente, pues
esto sería comer y beber vuestra condenación; porque está escrito: “Quienquiera que comiere este pan y bebiere el
cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, pues, el hombre a sí mismo
antes de comer de este pan y beber de este cáliz, porque el que come y bebe indignamente, come y bebe su misma
condenación” (1 Cor 10, 17)».
Cómo es evidente en las palabras de Agustín aparecen los términos comer1, participación2, mediador3,
pertenencia, compromiso5, permanencia6, todos relacionados con la alianza. La bendición consiste en
estar unidos a Cristo, en ser parte de Él, formando una unidad con los demás. La última cita se refiere a la
maldición, pues amenaza con la condenación a quien comiere indignamente el Cuerpo del Señor. Podemos
ver la razón por la que la Iglesia ha formulado algunas condiciones para acercarse a comulgar, como el
ayuno, el saber a quien se va a recibir y el estar libre de pecado.
Veamos unas pocas citas más, en las que Agustín, recalca que lo que está sobre el altar el pan y el cáliz
somos nosotros mismos que por la acción del Señor -el compromiso de vida de la alianza- nos volvemos
parte de Jesús y de su vida:
“Hermanos, recordad cómo se hace el vino: muchos granos de uva forman los racimos que cuelgan de las viñas.
Pero el zumo de las uvas se funde en la unidad. Es así como el Señor nos ha simbolizado. Ha querido que le
pertenezcamos. Ha consagrado sobre su Mesa el misterio de nuestra paz y unidad” (Sermón 272).
“He aquí lo que habéis recibido... (respecto al cáliz) Antes estuvo en muchos cestos de vendimia, y ahora en un
único recipiente; forma una unidad en la suavidad del cáliz, pero tras la prensa del lagar. También vosotros habéis
venido a parar, en el nombre de Cristo, al cáliz del Señor, después del ayuno y las fatigas, tras la humillación y el
arrepentimiento; también vosotros estáis sobre la mesa, también vosotros estáis dentro del cáliz. Sois vino
conmigo: lo somos juntamente; junto lo bebemos, porque juntos vivimos” (Sermón 229,2).
“Realmente, Judas no permaneció en Cristo y Cristo no permaneció en él. “Besó con sus labios a Cristo, pero le
traicionó con su corazón” (Sermón 229, 1-3).
Sacrificio
Para Agustín, siguiendo a San Pablo Rom 12, 1-2, es la entrega de la propia vida a Dios, de manera que
vivamos unidos a Él. “Sacrificio es, pues, según san Agustín, todo acto encaminado a unirnos a Dios en
santa comunión. Es decir, todo acto encaminado a aquel Bien final que hace posible nuestra verdadera
felicidad” (La Ciudad de Dios 10, 6). Es un acto puntual que abarca al mismo tiempo la vida entera, los
afectos, la voluntad, la manera de pensar y de vivir sometidos a Dios. A esto se refiere nuestro santo
cuando dice:
“el sacrificio visible es el sacramento o signo sagrado del sacrificio invisible” (La Ciudad de Dios 10, 5). ¿Cuál es el
sacrificio que agrada a Dios? -Es un corazón contrito y humillado (La Ciudad de Dios 10, 5). ¿Y qué es sacrificio? – El
hombre consagrado a Dios (La Ciudad de Dios 10, 6). Siendo la consagración de Cristo al Padre, el sacrificio
definitivo (La Ciudad de Dios 19, 23, 5).
El sacrificio del altar es el mismo sacrificio de la cruz, a esto se refiere Jesús con sus palabras: Hagan esto en
conmemoración mía. Por otra parte, es el Señor quien hace el sacrificio y a un tiempo, al ofrecerse a sí
mismo, se convierte en la ofrenda. Finalmente, es también el Espíritu Santo quien obra el memorial, es
decir, que con su acción hace que lo que se realizó hace dos mil años se haga presente hoy en la Iglesia:
«Reconoced en el pan lo que colgó del madero, y en el cáliz lo que manó del costado. Todo lo que en muchas y
variadas maneras fue anunciado de antemano en los sacrificios del Antiguo Testamento pertenece a este singular
Sacrificio que se revela en el Nuevo Testamento». «En la Eucaristía, Cristo es él mismo el que ofrece y él mismo el
don ofrecido. Ha querido que el Sacramento de esta realidad sea el Sacrificio cotidiano de la Iglesia que, siendo
Cuerpo de esta Cabeza, aprende a ofrecerse ella misma por Él». “La Eucaristía es sacrificio inefable por la acción del
Espíritu Santo” (La Trinidad 3, 4, 10).
Bendiciones
Alimento de la fe
Lo que busca el Señor por medio de la eucaristía es alimentar nuestra fe, es decir, fortalecernos en el
seguimiento de su ejemplo. Para Agustín, haciéndose eco de la Escritura, una fe que no obre por la caridad,
es una fe muerta. Y es el mismo Señor el que ha querido aprendamos a imitarle mediante el sacramento
del altar: “porque la Iglesia, al ser el Cuerpo del que él (Cristo) es la cabeza, aprende a ofrecerse a sí misma
por medio de él” (La Ciudad de Dios 10, 20). En otras palabras, la eucaristía es alimento que fortalece
nuestra fe en la divinidad de Jesucristo, como también nuestro compromiso con el Reino de Dios, vividos
en la caridad y el servicio.
Alimento de la caridad
La eucaristía en cuanto entrega de la propia vida, consiste en un acto de amor, que se visibiliza en el
humilde servicio como lo enseña el Evangelio de San Juan en el episodio del lavatorio de los pies. Se podría
decir que la eucaristía es un envío para realizar una misión, compartir el pan material y el pan espiritual del
amor mismo de Dios a todos los hombres. Por esto, la caridad y el servicio a los pobres ha estado unida y ha
brotado como de su fuente de la eucaristía. En efecto, el que los primeros cristianos tenían un solo corazón
y una sola alma y compartían sus bienes con los necesitados Hch 2, 42-45; 4, 32, era consecuencia de su
unión eucarística. En Agustín encontramos varias expresiones sobre esto:
“Los verdaderos sacrificios son las obras de misericordia, realizadas para con nuestros hermanos, y orientadas hacia
Dios. Pues, estas obras tienen como fin librarnos de la miseria y concedernos la felicidad, que se obtiene como dice
el salmo: ‘Mi bien es estar junto al Señor’ (Salmo 72, 28). “Acoge al huésped, si deseas reconocer al Salvador” … Lo
que no alcanzó la incredulidad, lo consiguió la hospitalidad. El Señor se hizo presente en la fracción del pan.
Aprended dónde buscar al Señor. Aprended dónde poseerlo. Aprended dónde reconocerlo. Cuando lo coméis. En
esta ocasión, los fieles conocen (‘norunt fideles’) algo que entienden mejor que aquellos que no le conocen”
(Sermón 235, 3). Es nuestro lazo de unión por medio de su Espíritu, es precio de nuestro rescate, y se nos da como
alimento, haciendo que nos transformemos en él, cuando observamos el mandamiento del amor (Sermón 228 B, 1-
5).
Alimento de unidad
La palabra Iglesia significa asamblea, y en este sentido unidad. Acabamos de decir que de la unión con
Cristo en la eucaristía brota la caridad, pero en realidad, de ella brota la misma Iglesia, de manera que se
puede decir que, la Iglesia hace la eucaristía y la eucaristía hace la Iglesia. Ahora bien, la Iglesia, es la unión
de corazones, Agustín habla de la concordia, es decir, tener un mismo pensamiento, actuar de común
acuerdo, todo esto tiene como consecuencia una vida en paz. Nuestro Obispo dice que esta vida de
caridad, de unidad y de paz es el sacrificio que la Iglesia ofrece, une al de Cristo al celebrar la eucaristía.
Veamos esto, con las palabras mismas del santo:
“Para no estar dispersos y separados, comed lo que a todos nos une” (Sermón 288 B. 3). “para que agregados a su
Cuerpo, hechos miembros suyos, seamos lo que recibimos” (Sermón 57, 7). “Los que reciben el sacramento de la
unidad y no mantienen el vínculo de la paz, no reciben el sacramento para la propia edificación, sino como
testimonio de su condena” (Sermón 272). es el Espíritu Santo quien realiza esta unión de las dos naturalezas de
Cristo, así como también la unión y comunión de Cristo com sus fieles en la Eucaristía (Sermón 27, 5). «Toda la
ciudad redimida, es decir, la asamblea comunitaria de los santos, es ofrecida a Dios como un Sacrificio universal por
la mediación del Sumo Sacerdote que, bajo la forma de esclavo, se ofreció por nosotros en su Pasión, para hacer de
nosotros el Cuerpo de una tan gran Cabeza… Éste es el Sacrificio de los Cristianos: “siendo muchos, no formamos
más que un solo cuerpo en Cristo” (Rm 12, 5). La Iglesia celebra este Misterio en el Sacramento del Altar, bien
conocido de los fieles, donde se muestra que en lo que ella ofrece, se ofrece a sí misma». ‘Mi bien es estar junto al
Señor’(Salmo 72, 28). He aquí el sacrificio de los cristianos: lograr la unidad por la caridad. ‘Muchos formamos un
solo Cuerpo en Cristo Jesús’”(La Ciudad de Dios 10, 6).
La unión con Cristo constituye el alimento y la fortaleza del cristiano. El alimento de la eucaristía no es solo
material sino fundamentalmente espiritual, lo que nos nutre es sentirnos unidos a Cristo, ser parte de una
comunidad que es su Cuerpo. Este alimento nos permite superar las dificultades más grandes, nos da el
perdón de los pecados e incluso, nos hace enfrentar la muerte y superarla con valentía. De ahí la necesidad
de participar de la santa Misa para recibir todas las bendiciones y, por ello, se requiere que estemos
presentes desde el comienzo de la celebración:
“La Eucaristía es nuestro pan cotidiano, pero recibámoslo de suerte que nos alimente, no solamente el estómago,
sino también el espíritu. Es la fuerza necesaria que se debe comprender como la unidad que nos reúne en su
cuerpo, y nos hace miembros suyos, a fin de que seamos lo que recibimos. Así será nuestro pan cotidiano” (Sermón
57, 7, 7). “¿Cómo se explica la permanencia viva en Cristo hasta la muerte de san Lorenzo durante su insoportable
martirio, sino porque había comido y bebido bien, se había fortalecido y como embriagado por aquella comida y
bebida hasta el extremo de no sentir los tormentos? Se quemaba la carne del mártir, pero el espíritu de vida
vivificante de la carne de Cristo daba vigor y vida a su alma” (Comentario Jn 27, 12). «Si alguno oye devotamente la
Santa Misa alcanzará grandes auxilios para no caer en pecado mortal, y se le perdonarán sus defectos y pecados
veniales e imperfecciones». «Todos aquellos pasos que uno da para oír Misa, son escritos y contados por su Ángel, y
por cada uno le dará el Altísimo Dios un grandísimo premio en esta vida mortal y perecedera». «Mientras uno oye la
Santa Misa no pierde el tiempo, sino que gana mucho, por muy dilatado que el Sacerdote se esté en el Santo
Sacrificio de la Misa». «Al que oye Misa entera, no le faltará el sustento necesario y alimento para su cuerpo». «Oír
devotamente Misa y ver el Santísimo Sacramento, ahuyenta al demonio del pecador».