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Ficha de Hellbroner

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LIBRO: “La formación de la sociedad económica”.

AUTOR: Robert L. Hellbroner


Editorial: Fondo de Cultura Económica

Cap I: EL PROBLEMA ECONÓMICO

UNA y otra vez se ha dicho que no sólo de pan vive el hombre. En


efecto, cuando reflexionamos acerca del espectacular desfile de lo que
generalmente se llama "historia", la humilde cuestión de! alimento pasa casi
inadvertida. El poder y la gloría. la fe y el fanatismo, las ideas e ideologías,
son aquellos aspectos de la crónica humana que llenan las páginas de
libros de historia. Si la simple búsqueda de alimentos constituye una fueren
motriz en el destino humano, este hecho se halla bien oculto detrás de lo
que un filósofo e historiador ha llamado "esa historia de crimen
internacional y de asesinato en masa que se ha anunciado como la historia
de la humanidad.
Es evidente que el hombre no puede vivir sin pan. Al igual que todos
los otros seres vivientes y según la mas imperiosa regla para la
continuación de la existencia, el ser humano debe alimentarse y este
primer requisito previo es menos evidente de lo que parece a primera vista,
porque el organismo humano no constituye, en si mismo, un mecanismo de
elevada eficiencia para la supervivencia. Por cada cien calorías que
consume en forma de alimento, puede rendir sólo unas veinte calorías de
energía mecánica. A base de una dieta razonable, el hombre sólo puede
producir aproximadamente un caballo de potencia hora de trabajo diario y
con eso tiene que renovar las fuerzas de su cuerpo agotado. Con lo que le
sobra, le esta permitido edificar una civilización.
Hay muchos países en los que la duración mínima de la vida
humana no está, ni con mucho, asegurada. En los vastos continentes de
Asia y África, en el Cercano Oriente y aún en algunos países de la América
del Sur, la simple supervivencia constituye el problema a que se enfrenta la
humanidad. En nuestra era, millones de seres humanos han muerto de
hambre o desnutrición, igual que han muerto incontables cientos de
millones en el pasado. Hay naciones enteras que poseen una aguda con-
ciencia de lo que significa hacer frente al fiambre como parte integrante de
su vida ordinaria: se ha dicho, por ejemplo, que el fellah egipcio nunca llega
a enterarse de lo que es tener el estómago lleno, desde el día en que nace
hasta el día en que muere. En muchos de los países llamados
subdesarrollados el Iapso de vida del promedio de las personas es menor
que la mitad del nuestro. No hace muchos años, un demógrafo indio hizo el
espeluznante cálculo que sigue: de un grupo integrado por cien niños
asiáticos y cien niños estadounidenses, habrá más estadounidenses vivos
a la edad de sesenta y cinco años que indios vivos a la edad de cinco años.
Las estadísticas, no de la vida sino de muertes prematuras en la mayor
parte del mundo son abrumadoras y aplastantes.

El individuo y la sociedad
Para la mayoría de los estadounidenses es probable que estas reflexiones
resulten trágicas, aunque lejanas. Ninguno de nosotros se da cuenta,
aunque sea remotamente, de lo que es la lucha por la existencia en un nivel
parecido al de vida o muerte. La posibilidad de que nosotros mismos
experimentásemos severas necesidades, de que alguna vez sufriésemos
en nuestros propios cuerpos los tormentos del hambre que soporta un
aldeano indio o un peón boliviano, es un pensamiento que difícilmente
podríamos llegar a considerar seriamente.
A menos que se produjera una guerra catastrófica, es muy poco
probable que alguno de nosotros llegue a saber jamás el significado
verdadero de la lucha por la existencia. Sin embargo, aun dentro de nuestra
próspera y segura sociedad, queda —a pesar de que su presencia pasa
inadvertida— un aspecto de la incertidumbre de la vida, una advertencia del
problema subyacente de la supervivencia. Éste es: nuestro desamparo
como individuos económicos.
Resulta curioso observar el hecho de que a medida que nos
alejamos de los pueblos paupérrimos del mundo —en los cuales el ser
humano araña con sus escasas calorías de energía' para sacar
simplemente su propia subsistencia—, encontramos que la inseguridad
económica del individuo se multiplica muchas veces. El solitario esquimal,
el bosquimano, el indonesio o el nigeriano, abandonados a sus propios
recursos, sobrevivirán un tiempo considerable. Si viven cerca de tierras de
cultivo o de animales para cazar, los pueblos de nivel de vida más bajo de
todo el mundo pueden mantenerse vivos —al menos durante una
temporada— casi sin ninguna ayuda. Dentro de una comunidad formada
por tan sólo unas cuantas centenas de individuos, pueden vivir
indefinidamente. En efecto, un gran porcentaje de la raza humana vive hoy
en día precisamente de esa manera: en pequeñas comunidades de
labriegos, que prácticamente se bastan a sí mismas y que atienden a su
propia manutención con sólo un contacto mínimo con el mundo exterior.
Esta gran mayoría de la humanidad sufre una enorme pobreza, pero al
mismo tiempo disfruta de una cierta independencia económica. De no ser
por esto último, hace siglos que hubiera sido eliminada.
Por otra parte, cuando volvemos la mirada hacia el neoyorquino o el
habitante de Chicago, nos impresiona encontrar la situación exactamente
opuesta: en ellos predomina la comodidad de la vida material acompañada
al mismo tiempo de una extremada dependencia del individuo en su
búsqueda de medios de existencia. En las grandes áreas metropolitanas
donde vive la mayoría de los estadounidenses, no podemos ya toparnos
con el individuo solitario o con la pequeña comunidad superviviente, sino
tan sólo con almacenes dedicados al lucro y tiendas de alimentos y
artículos de primera necesidad. La inmensa mayoría de los
estadounidenses nunca han cultivado alimentos, ni cazado animales, ni
criado ganado, ni han molido el grano para hacer harina y ni siquiera han
amasado harina para hacer pan. Si se enfrentaran a la exigencia de tener
que hacer su ropa o construir sus propias casas, se encontrarían
desesperadamente inexpertos y desprevenidos. Aun para llevar a cabo
reparaciones insignificantes 'en las máquinas de que están rodeados, se
ven obligados a recurrir a otros miembros de la comunidad cuyo negocio es
arreglar automóviles o reparar cañerías o lo que se necesite. Tal vez resulte
paradójico que mientras más rica es una nación es también más evidente la
ineptitud del promedio de sus habitantes para sobrevivir solos y sin ayuda.
Sobrevivimos en las naciones ricas porque las tareas que no
podemos hacer por nosotros mismos, las ejecuta por nosotros un
verdadero ejército de otros individuos a los cuales llamamos para pedir
ayuda. Si no podemos cultivar alimentos, los podemos comprar; si no
podemos satisfacer nuestras propias necesidades, podemos en cambio
contratar los servicios de otros que sí están capacitados para hacerlo. Esta
enorme división del trabajo aumenta nuestra capacidad millares de veces,
porque nos permite beneficiarnos de la habilidad de otros hombres así
como de la propia.
Junto con esta ganancia incalculable se presenta un cierto riesgo.
Por ejemplo, resulta tranquilizador el pensamiento de que dependemos de
los servidos de sólo 180000 hombres —menos de una de cada trescientas
personas que trabajan en la nación— para abastecemos del producto
básico carbón. Un número aún menor de trabajadores —menos de 75
000— tienen sobre sus hombros la operación del equipo locomotriz que
transporta toda la carga ferroviaria y servicio de pasajeros de la nación.
Todavía un número menor—inferior a 15000— constituye la tripulación total
de pilotos y navegantes con que cuenta nuestra aviación comercial. Una
falla de cualquiera de estos pequeñísimos grupos en el desempeño de sus
funciones nos dejaría cojos: en el caso de los pilotos de aviación la cojera
sería leve; en el caso de los ingenieros de locomoción sería grave; en el
caso de los mineros del carbón podría ser desastrosa. Como sabemos, al
enfrentarnos de vez en cuando con una huelga importante toda nuestra
maquinaria económica puede tambalearse debido a que un grupo
estratégico cesa de realizar sus tareas acostumbradas.
Junto con la abundancia en la existencia material se esconde una
vulnerabilidad: nuestra abundancia está asegurada sólo mientras se pueda
contar con la cooperación organizada de enormes ejércitos de personas.
Ciertamente, la continuación de nuestra existencia como nación rica
depende de la previa condición tácita de que el mecanismo de la
organización social mantenga su funcionamiento efectivo. Somos ricos no
como individuos sino como miembros de una sociedad rica; pero nuestra
cómoda suposición de que somos suficientes en el piano material no es de
hecho más confiable que los vínculos que nos integran dentro de un todo
social.

Economía, escasez y organización social

El problema de cómo las sociedades forjan y mantienen los vínculos


que garantizan su supervivencia material, es el problema básico de la
economía.
Muy poco es lo que sabemos acerca de cómo se constituyeron esos
vínculos. En el transcurso de la historia el hombre aparece como miembro
de un grupo y, en cuanto tal, como el beneficiario de una rudimentaria
división del trabajo. Pero vale la pena mencionar que ni siquiera su más
sencilla cooperación familiar se realiza instintivamente, como es el caso en
las comunidades de insectos o de otros animales, sino que debe apoyarse
en la magia y el tabú y sostenerse por medio de leyes y tradiciones más o
menos represivas.
Entonces encontramos un hecho bastante extraño: el hombre y no la
naturaleza es la fuente de la mayoría de nuestros problemas económicos.
Sin duda alguna, el problema económico en sí —esto es, la necesidad de
luchar por la existencia— deriva en última instancia de la escasez de la
naturaleza. Si no hubiera escasez, los bienes serían tan libres como el aire
y la economía cesaría de existir al menos como expresión de una
preocupación social.
Y aun cuando es cierto que la escasez de la naturaleza prepara el
escenario para el problema económico, ella no determina, sin embargo, las
únicas limitaciones contra las que los hombres tienen que luchar. Porque la
escasez, como condición experimentada por el ser humano, no es
únicamente una falla de la naturaleza. Por ejemplo, si los estadounidenses
del momento actual se conformaran con vivir al nivel de los campesinos
mexicanos, todas nuestras necesidades materiales quedarían íntegramente
satisfechas con tan sólo una o dos horas de trabajo diario.
Experimentaríamos poca o ninguna escasez y nuestros problemas
económicos desaparecerían virtualmente'. En lugar de
eso, encontramos en los Estados Unidos —y realmente en todas las
sociedades industriales—, que el nivel de las necesidades humanas ha
crecido en la misma proporción en la que ha aumentado la habilidad del
hombre para hacer que la naturaleza rinda más. De hecho, en sociedades
como la nuestra en las que la posición social relativa tiene una conexión
importante con la posesión de bienes materiales, encontramos a menudo
que la "escasez" como estímulo y como experiencia psicológica se vuelve
más pronunciada a medida que nos hacemos más ricos: nuestros deseos
de apoderarnos de los frutos de la naturaleza se acrecientan más
rápidamente que nuestra habilidad para producir bienes.
De este modo, las necesidades que la naturaleza debe satisfacer no
son en modo alguno fijas, mientras que a su vez, el rendimiento de la
propia naturaleza no es constante, sino que presenta amplias variaciones
según el empleo social que se dé a la energía y destreza humanas. Por lo
tanto, la escasez no se puede atribuir sólo a la naturaleza sino también a la
"naturaleza humana". Y la economía se ocupa en última instancia, no sólo
de la mezquindad del medio ambiente físico, sino que estudia igualmente
los anhelos del temperamento humano.
Como consecuencia, debemos comenzar un análisis sistemático de
la economía enfocando individualmente las funciones que la organización
social debe ejecutar para colocar a la naturaleza humana dentro del redil de
la sociedad. Y al dirigir nuestra atención hacia este problema fundamental,
rápidamente nos damos cuenta de que implica solucionar dos tareas
diferentes, aunque relacionadas entre sí:
1- Una sociedad debe organizar un sistema destinado a producir los bienes
y servicios que necesita para perpetuarse a sí misma.
2. Debe coordinar una distribución adecuada de los bienes que produce
entre sus propios miembros, a fin de que haya cabida para el alimento de la
producción.
Estas dos tareas básicas para la continuidad económica son a
primera vista muy simples. Pero esta simplicidad es aparente. Como
veremos, gran parte de la historia económica se ocupa de aquellos medios
de que se han valido diferentes sociedades para solucionar estos
problemas elementales y lo que nos sorprende al revisar estos ensayos, es
el hecho de que la mayoría de ellos fracasaron en parte. (No pudieron
haber sido fracasos totales porque en ese caso la sociedad no habría
sobrevivido.) Por lo tanto, nos corresponde examinar más cuidadosamente
los dos objetivos económicos fundamentales para descubrir cuáles son las
dificultades ocultas que puedan encerrar.

El problema de la producción

¿Cuál es la dificultad que plantea el problema económico? ¿Cuáles


son los obstáculos que la sociedad encuentra para organizar un sistema de
producción de los bienes y servicios que necesita?
Puesto que la naturaleza es generalmente avara, parecería que el
problema de la producción es esencialmente de ingeniería o de eficiencia
técnica. Nos daría la impresión de que gira alrededor del esfuerzo para
economizar, para evitar desperdicio y para aplicar el esfuerzo social en la
forma más eficaz posible.
Ésta es ciertamente una tarea importante para cualquier sociedad y
una gran parte del pensamiento económico esencial está, consagrado,
como su nombre lo indica, a economizar. Sin embargo, ésta no es la
médula del problema de la producción. Mucho antes de que una sociedad
pueda siquiera comenzar a preocuparse por emplear "económicamente"
sus energías, debe primero ordenar las energías con que cuenta para llevar
a cabo el proceso de la producción en sí. Es decir, el problema básico de la
producción consiste en la planeación de instituciones sociales capaces de
movilizar la energía humana hacia -fines productivos.
Este requisito básico no se logra siempre tan fácilmente. Por
ejemplo, en los Estados Unidos, en 1933, las energías de apro-
ximadamente trece millones de personas —la cuarta parte de %la fuerza de
trabajo del país— no estaban dirigidas hacia el proceso de producción. Aun
cuando estos hombres y mujeres sin empleo estaban ansiosos por trabajar,
a pesar de que había fábricas vacías donde ellos podían trabajar y aunque
existían necesidades perentorias, de alguna manera se había producido un
derrumbe terrible y desconcertante que desvió el proceso de producción y
trajo como resultado que toda una tercera parte de lo que fue nuestra
anterior producción anual de bienes y servicios simplemente desapareciera.
Los Estados Unidos no son, de ninguna manera, el único país que a
veces ha fracasado en la tarea de encontrar trabajo para trabajadores
dispuestos a trabajar. En naciones más pobres, en donde la producción se
necesita con la mayor urgencia, encontramos frecuentemente que la
desocupación constituye una situación crónica. Las calles de las ciudades
asiáticas están atestadas de gente que no puede encontrar trabajo. Pero
tampoco ésta es una condición impuesta por la escasez de la naturaleza.
Hay, después de todo, una infinita cantidad de trabajo por hacer, aun
cuando fuese solamente limpiar las inmundas calles o reparar las casas de
los pobres o construir carreteras o plantar árboles en los bosques. No
obstante, lo que falta aparentemente es un mecanismo social para poner a
trabajar a los desocupados.
Ambos ejemplos nos indican que el problema de la producción
no es solamente —y tal vez ni siquiera primordialmente— una lucha física y
técnica con la naturaleza. De los aspectos del problema referentes a la
"escasez", depende la velocidad con la que una nación puede hacer planes
para el futuro y el nivel de bienestar que puede alcanzar mediante un
determinado esfuerzo. Pero la movilización inicial del esfuerzo productivo
en sí, constituye un desafío a su organización social y del éxito o fracaso de
esa organización social dependerá el volumen del esfuerzo humano que
pueda ser dirigido hacia la naturaleza.
Dar empleo a los hombres no es más que el primer paso en la
solución del problema de producción. No sólo hay que poner a trabajar a
los hombres, sino que se les debe asignar a las labores adecuadas. Ellos
tienen que producir los bienes y servicios que la sociedad necesita.
Además de asegurar una cantidad suficientemente grande de esfuerzo
social, las instituciones económicas de la sociedad deben también procurar
la asignación adecuada de ese esfuerzo social.
En una nación como la India o el Brasil, en donde la gran mayoría de
la población nace en aldeas campesinas y crece para ser agricultura, la
solución a este problema no ofrece mayores dificultades. Las demandas
básicas de la sociedad —alimentos y fibras para ropa— son precisamente
aquellos bienes que la población campesina produce en forma "natural".
Pero en una sociedad industrial, la distribución adecuada del esfuerzo se
convierte en una tarea enormemente complicada. Los habitantes de los
Estados Unidos demandan mucho más que pan y algodón. Necesita, por
ejemplo, automóviles. No obstante, nadie produce en forma "natural" un
automóvil. Por el contrario, para producirlo, deben ejecutarse una
extraordinaria variedad de tareas específicas. Unos deben fabricar acero.
Otros deben obtener caucho. Todavía otros tienen que coordinar el proceso
mismo del ensamblado. Y ésta no es más que una muestra insignificante
de las labores tan poco "naturales" que se han de llevar a cabo para
fabricar un automóvil.
En lo referente a la movilización de su esfuerzo productivo total, la
sociedad no siempre logra distribuir sus esfuerzos apropiadamente. Por
ejemplo, puede fabricar demasiados autos o demasiado pocos. Lo que es
más importante aún, puede dedicar sus energías a la producción de
artículos de lujo, mientras que la mayoría de sus miembros se mueren de
hambre. O puede, inclusive, llegar al desastre por una incapacidad para
canalizar sus fuerzas productivas hacia áreas de importancia capital. A
principios de la década que comenzó en 1950, por ejemplo, los ingleses
estuvieron al borde de un colapso económico porque no pudieron lograr
que sus trabajadores de las minas de carbón produjesen lo suficiente. Tales
fallas en la asignación del esfuerzo pueden afectar el problema de la
producción tan seriamente como la no movilización de la cantidad
adecuada de esfuerzo, puesto que una sociedad viable debe no solamente
producir bienes, sino que éstos han de ser los bienes apropiados. Y la
cuestión de la asignación nos lleva a una conclusión todavía más extensa.
Nos muestra que el acto productivo —en sí mismo y por sí solo— no llena
completamente los requisitos de la supervivencia. Una vez que ha
producido suficiente cantidad de bienes adecuados, entonces es cuando la
sociedad tiene que distribuir esos bienes para que el proceso de producción
pueda continuar.
El problema de la distribución

Una vez más, en el caso del campesino que se alimenta a sí mismo


y alimenta a su familia con el producto de su propia cosecha, este
requerimiento de una distribución adecuada puede parecer bastante simple.
Pero cuando nos remontamos más allá de los niveles arcaicos de la
sociedad, el problema no es siempre tan fácil de resolver. En muchas de
las naciones más pobres del Oriente y del Sur, los obreros urbanos han
sido a menudo incapaces de rendir su diario —hora de trabajo— caballo de
fuerza porque la sociedad no les ha dado la cantidad de productos
suficiente como para que sus máquinas humanas rindan según su
capacidad. Peor aún, se han consumido con frecuencia en el trabajo
mientras los graneros estaban repletos de cereales y la clase acomodada
se quejaba de la contumaz "holgazanería" de las masas. Por otra parte, el
mecanismo de distribución'-puede fallar porque las remuneraciones que se
pagan no logran persuadir a la gente de que lleve a cabo las tareas que le
corresponden. Poco después de la Revolución Rusa, algunas fábricas se
organizaron según el sistema comunal. En ellas, desde ios administradores
hasta los porteros mancomunaban sus salarios, con el fin de que todos
recibieran asignaciones iguales. El resultado fue una acumulación de
absentismo por parte de los empleados que anteriormente estaban mejor
pagados y la amenaza de un derrumbe en la producción industrial. No fue
sino después de regresar al viejo sistema de salarios desiguales, cuando la
producción recuperó su ritmo anterior.
Tal como vimos que sucede con las fallas en el proceso de pro-
ducción, los fracasos en la distribución no implican necesariamente un
colapso económico total. Las sociedades pueden existir —y en la mayoría
de los casos existen de hecho—, a pesar de serias distorsiones en sus
esfuerzos productivos y distributivos. Sólo en raras excepciones, entre las
que se encuentran los ejemplos anteriores, interfiere activamente la
distribución con la capacidad real que tiene una sociedad para cimentar los
pilares de su producción. Una solución inadecuada del problema de la
distribución se manifiesta con mayor frecuencia bajo la forma de
intranquilidad social y política o inclusive por medio de revoluciones.
Éste también es, sin embargo, un aspecto del problema económico
global. Porque si la sociedad quiere asegurarse una fuente de renovación
material perdurable, tendrá que repartir su producción de tal manera que no
sólo mantenga la capacidad de trabajo, sino la buena disposición de la
gente para seguir trabajando. Y así encontramos de nuevo que el enfoque
de Ja investigación económica se dirige hacia el estudio de las instituciones
humanas. Ahora ya podemos ver que una sociedad económicamente viable
es aquella que no solamente es capaz de superar las limitaciones de la
naturaleza, sino que además puede refrenar y controlar la intransigencia de
la naturaleza humana.
LAS TRES SOLUCIONES DEL PROBLEMA ECONÓMICO

Es así como para el economista, la sociedad presenta un aspecto


poco común. Él la ve, esencialmente, como un elaborado mecanismo para
la supervivencia, un mecanismo destinado a realizar las complicadas tareas
de la producción y de la distribución que son necesarias para la continuidad
social.
Pero el economista ve también algo más que a primera vista resulta
bastante sorprendente. Al examinar no sólo la diversidad de las sociedades
contemporáneas, sino dando además una rápida ojeada a toda la historia,
el economista descubre que el hombre no ha podido resolver con éxito los
problemas de la producción y de la distribución sino a través de tres
caminos.
Esto es, dentro de la enorme diversidad de las instituciones sociales
actuales que dirigen y moldean el proceso económico, el economista
conjetura que hay sólo tres tipos culminantes de sistemas, los cuales, ya
sea por separado o combinados entre sí, permiten a la humanidad resolver
su desafío económico. Estos tres grandes sistemas típicos pueden
denominarse: economías regidas por la tradición, economías regidas por el
mando y economías de mercado.
Veamos brevemente cuáles son las características de cada una de ellas.

La tradición
Tal vez la manera más antigua de hacer frente al desafío económico
y hasta hace pocos años la que indudablemente gozaba de una aceptación
más general, ha sido la tradición. Ésta fue una modalidad de la
organización social en la cual, tanto la producción como la distribución
estaban basadas en procedimientos que se planearon en el pasado remoto,
se consolidaron como resultado de un largo proceso histórico de ensayos y
errores y se mantuvieron mediante fuertes sanciones de la ley, de la cos-
tumbre y de la creencia.
Las sociedades basadas en la tradición resuelven los problemas
económicos con gran flexibilidad. Primero, tratan el problema de la
producción —el problema de asegurar que las tareas necesarias serán
ejecutadas—, transmitiendo el oficio de padres a hijos. Así, una cadena
hereditaria garantiza que las habilidades pasarán de uno a otro y que los
oficios se sucederán de una generación a otra. Adam Smith, el primero de
los grandes economistas, escribió que en el antiguo Egipto "todo ser
humano estaba obligado por razones religiosas, a seguir la ocupación de
sus padres, y cualquier cambio de ocupación se consideraba como el más
abominable sacrilegio". Y no sólo en la Antigüedad la tradición preservó un
ordenamiento productivo dentro de la sociedad. En nuestra propia cultura
occidental, hasta los siglos XV y XVI, la asignación hereditaria de las tareas
constituía también la principal fuerza estabilizadora dentro de la sociedad.
Aun cuando había algún intercambio entre el campo y la ciudad y de una
ocupación a otra, el nacimiento determinaba generalmente el papel que
cada quien desempeñaría en la vida. Uno nacía destinado para la tierra o
para el comercio y ya fuese en la tierra o dentro del comercio, uno seguía
las huellas de sus antepasados.
Así, la tradición era la fuerza estabilizadora e impulsora que actuaba
detrás de un gran ciclo recurrente de la sociedad, asegurando que el
trabajo de la sociedad se ejecutaría cada día de un modo muy parecido a
como se había hecho en el pasado. Aún en la actualidad, entre las
naciones menos industrializadas del mundo, la tradición desempeña este
inmenso papel organizador. Al menos hasta hace poco tiempo, en la India
uno nacía dentro de una casta que tenía su propia ocupación. "Mejor es el
trabajo hecho por ti mismo, aunque no sea perfecto", se predicó en el
Bhagavad-Gita, el gran poema filosófico y moral de la India, "que hacer el
trabajo de otro, aunque resulte excelente".
La tradición no sólo proporciona una solución para el problema de
producción de la sociedad, sino que también regula el problema de la
distribución. Tómese, por ejemplo, el caso de los bosquimanos del desierto
de Kalahari en el África del Sur, cuya subsistencia depende de sus hazañas
en la caza. Elizabeth Marshall Thomas, sensible observadora de estos
pueblos, relata la forma en que la tradición resuelve el problema de
distribuir el producto de la cacería.
La gacela había desaparecido... Gai poseía dos patas traseras y una
delantera. Tsetchwe tenía carne del lomo, Ukwane tenía la otra pata
La. riqueza de las naciones (México, F. de C. E., 1958), p. 61. delantera,
su esposa tenía una de las patas y el estómago, los muchachos tenían
trozos de intestino. Twikwe había recibido la cabeza y Dasina la ubre.
Cuando se observa a los cazadores nómadas dividir la cacería, tiene uno la
impresión de que la distribución es muy desigual, pero éste es el sistema
que emplean y a la larga, nadie come más que los demás. Ese día, Ukwane
le dio a Gai otro pedazo porque era su pariente; Gai le dio carne a Dasina
porque ella era la madre de su esposa... Por supuesto, nadie discutió la
copiosa porción de Gai, puesto que éste había cazado el animal y según
sus leyes le correspondía un tanto así. Nadie dudaba de que Gai com-
partiría con otros su cuantioso botín y naturalmente no se equivocaban:
esto fue lo que hizo.
El modo como la tradición divide un producto social puede llegar a
ser, como hemos visto en la ilustración, muy sutil e ingenioso. También
puede ser muy tosco y rudo, si se juzga según nuestras normas. Con
frecuencia la tradición ha asignado a las mujeres—en las sociedades no
industrializadas— la porción más raquítica del producto social. Pero
independientemente de que la tradición difiera de nuestras opiniones
morales habituales o esté de acuerdo con ellas, debemos comprender que
ella constituye un método viable para dividir la producción de la sociedad.
Las soluciones tradicionales a los problemas económicos de
producción y distribución se encuentran más frecuentemente en sociedades
agrícolas primitivas o sociedades no industrializadas, en las cuales,
además de llenar una función económica, la aceptación indiscutible del
pasado proporciona la perseverancia y tolerancia necesarias para hacer
frente a destinos adversos. Aun dentro de nuestra propia sociedad, la
tradición continúa desempeñando un papel en la resolución del problema
económico. Su papel en la determinación de la distribución de nuestra
propia producción social, es pequeñísimo, aun cuando la persistencia de
ese tipo de pagos tradicionales —tales como propinas a los mozos,
asignaciones a menores o bonificaciones basadas en la duración de los
servicios prestados— son todos ellos vestigios de viejos sistemas
tradicionales para distribuir los bienes, como también lo es el pago
diferencial que se hace a hombres y mujeres aun cuando ambos ejecuten
trabajos iguales.
Es más importante el lugar que la tradición continúa ocupando, aun
en los Estados Unidos, como medio para resolver el problema de la
producción en el aspecto de la asignación" de las labores que cada quien
debe ejecutar. Gran parte del proceso que se sigue empleando actualmente
en nuestra sociedad para la selección de personal, está decisivamente
influido por la tradición. Todos conocemos familias en las que los hijos
continúan el trabajo de sus padres dentro de una determinada profesión o
negocio. En una escala un poco mayor, la tradición nos hace también
alejamos de ciertos empleos. Por ejemplo, los hijos de familias
estadounidenses de clase media generalmente rehuyen los trabajos en
fábricas, aun cuando en ellos pueden obtener mejor salario que en los
trabajos de oficina, sólo porque el empleo en un taller no es tradicional
dentro de la clase media.
Inclusive en nuestra sociedad —que evidentemente no es
"tradicionalista"— la costumbre constituye un mecanismo importante en la
solución del problema económico. Pero ahora debemos señalar una
consecuencia muy importante del mecanismo de tradición. La. solución que
da a la producción y ala distribución es estática. Una sociedad que sigue el
camino de la tradición para regular sus asuntos económicos, sacrifica en
cambio sus posibilidades de una evolución rápida y en gran escala, en sus
aspectos social y económico.
Así, la economía de una tribu beduina o de una aldea de Burma,
presenta hoy en oía muy pocos cambios esenciales en relación con lo que
era hace cien años o, inclusive, hace mil años. La mayor parte de los
pueblos que viven en sociedades sujetas a la tradición, repiten en las
normas diarias de su vida económica muchas de las rutinas que las
caracterizaban en el pasado remoto. Estas sociedades pueden crecer y
derrumbarse, remontarse y declinar, pero son los acontecimientos externos
—la guerra, el clima, aventuras y desventuras políticas— los que deter-
minan sus cambios de situación. El cambio económico interno, generado en
el seno mismo de la comunidad, no es más que un factor insignificante en
la historia de la mayoría de los estados sujetos a la tradición. La tradición
resuelve el problema económico, pero a expensas del progreso económico.

El mando

La segunda manera de resolver el problema económico ostenta


también antigua prosapia. Éste es el método de la autoridad impuesta; del
mando económico. No es tanto una solución basada en la perpetuación de
un sistema viable a través de la repetición inalterable de sus modos
habituales de obrar, sino que se basa en la organización de un sistema
según las órdenes emitidas por un caudillo económico.
Con cierta frecuencia encontramos el método autoritario de control
económico superpuesto sobre una sociedad tradicional que le sirve de
base. Así, los faraones de Egipto ejercían su mandato económico por
encima del ciclo inmemorial de prácticas agrícolas tradicionales en las que
se apoyaba la economía egipcia. Mediante sus órdenes, los supremos
gobernantes de Egipto cristalizaron el enorme esfuerzo económico que fue
necesario para construir las pirámides, los templos, las carreteras. El gran
historiador griego Heródoto nos relata la forma en la que el faraón Keops
organizó las obras:
Ordenó a todos los egipcios que trabajasen para él. De acuerdo' con
esto, algunos eran designados para arrastrar piedras desde las canteras
situadas en las montañas arábigas hasta el Nilo; a otros les ordenó recibir
las piedras que transportaban en barcos por el río..: Y trabajaban hasta cien
mil hombres al mismo tiempo; cada grupo, durante tres meses. El periodo
durante el cual la gente era obligada de esta manera a realizar la fatigosa
labor, era de diez años en la carretera que construían y durante ese tiempo
arrastraban las piedras; un trabajo, a mi juicio, no mucho menor que el de la
Pirámide.*
El método autoritario de organización económica de ninguna manera
se limitó a Egipto. Lo encontramos en los despotismos de la China
medieval y clásica, que produjeron entre otras cosas, la colosal obra de la
Gran Muralla, o en ¡a labor que ejecutaron los esclavos para construir gran
parte de las grandiosas obras públicas de la antigua Roma. Por supuesto,
lo encontramos hoy en día en los mandatos de las autoridades económicas
del comunismo. En forma menos drástica lo encontramos también en
nuestra propia sociedad; por ejemplo, en forma de impuestos, es decir, en
la apropiación de una parte de nuestro ingreso que realizan las autoridades
nacionales para fines publicos.
El mando económico, igual que el sistema tradicional, ofrece
soluciones a los problemas gemelos de la producción y la distribución. En
épocas de crisis tales como cuando hay guerra -o hambre, éste puede ser
para la sociedad el único sistema efectivo para organizar su esfuerzo
humano o distribuir sus bienes. Aun en los Estados Unidos declaramos a
menudo la ley marcial cuando alguna porción del territorio ha sido
devastada por un cataclismo natural importante. En tales ocasiones
podemos obligar a la gente a colaborar, requisar hogares, imponer restric-
ciones al uso de objetos de propiedad privada tales como automóviles, o
inclusive racionar la cantidad de alimentos que cada familia puede
consumir.
Independientemente de su evidente eficacia para enfrentarse a los
momentos apremiantes, el mando tiene una utilidad adicional en la solución
del problema económico. A diferencia de la tradición, el ejercicio del mando
no causa —como efecto intrínseco— un retardo en la evolución económica.
Sin duda, el ejercicio de la autoridad es el instrumento más poderoso con
que la sociedad cuenta para reforzar su transformación económica. Por
supuesto, un ejemplo de esto es el cambio radical en los sistemas de
producción y distribución que se ha logrado a base de autoridad en la China
moderna o en Rusia. Pero de nuevo, también en nuestra sociedad, es
necesaria a veces la intervención de la autoridad económica en el curso
normal de la vida económica, para acelerar o provocar los cambios. Por
ejemplo, el gobierno puede utilizar sus ingresos fiscales para trazar una red
de carreteras que incorpore alguna comunidad estancada al flujo activo de
la vida económica.
Puede emprender la construcción de un sistema de regadío que
cambiará radicalmente la vida económica de una vasta región. También
puede influir considerablemente en la distribución de los ingresos entre las
distintas clases sociales.
Sin duda, la autoridad económica que se ejerce dentro del marco de
un proceso político democrático es muy diferente de la que se lleva a cabo
por métodos de mano de hierro. Hay una inmensa distancia social entre un
sistema tributario controlado por el Congreso y una descarada expropiación
o una incautación del trabajo humano por parte de un gobernante supremo
e indiscutible. Pero aun cuando los medios sean mucho más moderados, el
mecanismo es el mismo. En ambos casos el poder desvía el esfuerzo
económico hacia metas elegidas por una autoridad superior. En ambos
casos interfiere con el orden existente en la producción y distribución para
crear un nuevo orden prescrito desde "arriba".
En sí, esto no entraña ni un elogio ni una censura al ejercicio del
mando. El nuevo orden impuesto por las autoridades puede disgustar o
halagar nuestro sentido de justicia social, del mismo modo que puede
mejorar o empeorar la eficiencia económica de la sociedad. Está claro que
el mando puede ser un instrumento tanto de la voluntad democrática como
de la totalitaria. No hay un juicio moral implícito que pueda formarse en este
momento acerca de los grandes mecanismos de control económico. Antes
bien, es importante señalar que ninguna sociedad —desde luego ninguna
sociedad moderna— carece de elementos de mando, así como que
ninguna está desprovista de la influencia de la tradición. Si la tradición
constituye el gran impedimento para la transformación económica y social,
también el mando económico puede ser el gran estímulo para dicho
cambio. Como mecanismos para asegurar la solución venturosa del
problema económico, ambos logran sus propósitos, ambos tienen sus
ventajas y sus inconvenientes. En conjunto *—la tradición y el mando— son
responsables en gran parte de la larga historia de los esfuerzos
económicos que el hombre ha realizado con el fin de enfrentarse a su
ambiente y a sí mismo. El hecho de que la sociedad ha sobrevivido es el
testimonio de su efectividad.

El mercado
Existe también una tercera solución del problema económico, es decir,
una tercera solución al problema de mantener formas de producción y
distribución socialmente satisfactorias. Ésta es la organización de la
sociedad a base del mercado, organización que, de modo verdaderamente
notable, permite a la sociedad garantizar su propio abastecimiento con una
cantidad de recursos mínima en comparación con los empleados por la
tradición o el mando.
Debido a que vivimos en una sociedad organizada según, el sistema de
mercado, tenemos la propensión a dar por sabida la complicada naturaleza
—casi paradójica por cierto— de la solución que el mercado constituye para
el problema económico. Pero, imaginemos por un momento que
pudiéramos actuar como consejeros económicos de una sociedad que aún
no hubiese elegido su sistema de organización económica. Supongamos,
por ejemplo, que hemos sido llamados para servir de asesores á una de las
nuevas naciones que emergen en el Continente africano.
Podríamos imaginar a los dirigentes de una nación de este tipo
diciendo: "La experiencia que nosotros siempre hemos tenido es la de un
sistema de vida altamente apegada a la tradición. Nuestros hombres cazan,
cultivan los campos y realizan sus tareas del modo como se les ha
inculcado con la fuerza del ejemplo y la enseñanza de sus mayores.
También sabemos algo de lo que puede lograrse a través del mando en
economía. Si es necesario estamos preparados para firmar un decreto por
el cual se obligue a una buena parte de nuestros hombres a trabajar en
proyectos públicos destinados al desarrollo de nuestra nación. Díganos,
¿hay algún otro método que pudiéramos emplear para organizar nuestra
sociedad de tal modo que ésta funcione con éxito, o mejor aún, con un éxito
todavía mayor?
Vamos a suponer que contestamos: "Sí, hay otra manera. Organicen su
sociedad siguiendo los lineamientos de una economía de mercado."
"Muy bien", contestan los dirigentes. "¿Qué le decimos entonces a la gente
que haga? ¿Cómo la asignamos a ¡as diferentes labores?"
"Ésa es la clave del asunto" responderíamos. "En una economía de
mercado no se le asigna a nadie una tarea determinada. La esencia misma
de una sociedad de mercado es que se permite que cada persona decida
por sí misma lo que va a hacer."
Los jefes se muestran consternados "¿Quiere usted decir que no se
asignan algunos hombres a la minería y otros a la ganadería? ¿No hay
manera de seleccionar algunos para el transporte y otros para la confección
de ropa? ¿Ustedes dejan que la gente decida por ella misma? Pero, ¿qué
sucede si ellos no deciden correctamente? ¿qué ocurre si no hay nadie que
quiera ir a las minas, o si nadie se ofrece corno ingeniero de ferrocarriles?"
"Pueden ustedes quedarse tranquilos", decimos a los dirigentes; "nada de
eso ocurrirá. En una sociedad de mercado todos los empleos estarán
cubiertos porque la gente verá la conveniencia de ocuparlos."
Nuestros interlocutores escuchan esto último con expresiones de
incredulidad. Finalmente uno de ellos dice: "Ahora veamos. Vamos a
suponer que seguimos su consejo y que dejamos a nuestra gente hacer lo
que le parezca. Ahora vamos a hablar de un asunto importante, como la
producción de ropa. Díganos solamente ¿cómo fijamos el nivel conveniente
para la producción de ropa en esa sociedad de mercado de que habla?"
"Ustedes no lo fijan", contestamos.
"¡No lo fijamos! Entonces ¿cómo sabemos que se producirá
suficiente ropa?"
"La habrá", le decimos. "El mercado se encargará de eso." "Entonces
¿cómo sabemos que no habrá una producción excesiva de ropa?",
pregunta en tono triunfal. "¡Ah, pues el mercado se encargará también de
eso!" "Pero ¿qué es este mercado que realizará todas estas maravillas?,
¿quién lo dirige?"
"Nadie dirige el mercado", contestamos. "Se maneja él solo. De hecho la
palabra 'mercado' no designa cosa alguna. Es sólo una palabra que
usamos para describir el modo como la gente se comporta."
"Pero yo pensé que la gente se comportaba según sus propios deseos/'
"Y eso hacen", decimos. "Pero no hay nada que temer. Ellos querrán
comportarse tal como ustedes quieren que ellos se comporten."
"Me temo", dice el jefe de-la delegación "que estamos perdiendo nuestro
tiempo. Nosotros pensábamos que usted tenía en mente una proposición
seria. Pero lo que usted sugiere es una locura. Es inconcebible. Buenos
días, señor". Y con gran dignidad la delegación se marcha.
¿Podríamos sugerir seriamente a semejante nación incipiente que
confiara la solución del problema económico al sistema del mercado? Éste
es un problema sobre el cual insistiremos más adelante. Pero la simple
perplejidad que la idea de mercado crearía en la mente de alguien no
familiarizado con ella, puede servir para aumentar nuestro propio asombro
ante este mecanismo económico que resulta el más refinado e interesante
de todos. ¿De qué manera nuestro sistema de mercado nos garantiza que
nuestras minas encontrarán mineros y nuestras fábricas, obreros? ¿Cómo
se ocupa de la producción de ropa? ¿Cómo se produce el fenómeno de
que, en una nación manejada por el
mercado, cada persona pueda proceder realmente como quiera y al mismo
tiempo llenar las necesidades que la sociedad presenta en su conjunto?

La economía y el sistema de mercado


La economía —tal como la concebimos corrientemente, y tal como la
estudiaremos en gran parte de este libro— tiene por objeto principal
precisamente el enfoque de estos problemas. Las sociedades que se basan
fundamentalmente en la tradición para resolver sus problemas económicos,
encierran menos interés para el economista profesional que para el
antropólogo de la cultura o el sociólogo. Las sociedades que resuelven sus
problemas económicos valiéndose principalmente del ejercicio del mando,
plantean interesantes cuestiones económicas; pero en ellas el estudio de la
economía está necesariamente subordinado al estudio de la política y del
ejercicio del poder.
Es aquella sociedad que soluciona sus problemas económicos por
medio del proceso del mercado, la que presenta un aspecto particularmente
interesante para el economista. Porque, como veremos, en estas
sociedades la economía desempeña verdaderamente un papel único. A
diferencia de lo que ocurre en el caso de la tradición y el mando —en los
que rápidamente comprendemos la naturaleza del mecanismo económico
de la sociedad—cuando tratamos de analizar una sociedad de mercado,
nos encontramos perdidos si carecemos de conocimientos económicos.
Porque en una sociedad de mercado, el hecho de que los problemas de
producción y distribución tengan que resolverse mediante el libre
intercambio de los individuos, sin la ayuda de pautas dictadas por la
tradición o el mando, no resulta de ninguna manera evidente.
En los capítulos subsiguientes de este libro, analizaremos estas
complicadas cuestiones más detalladamente. Pero figura antes un
problema que seguramente se le ha ocurrido al lector. Como nuestra
hipotética entrevista con los jefes de una nación emergente debe haberlo
sugerido, la solución que íntegra el mercado resulta muy extraña para
alguien que ha sido educado dentro de los sistemas de tradición y mando.
De aquí surge la pregunta: ¿Cómo se desarrolló la solución mercado en sí?
¿Fue, acaso, impuesta de golpe a nuestra sociedad en épocas pretéritas? o
¿surgió espontáneamente y sin premeditación? Éstas son las preguntas
que tenemos que enfocar para comenzar nuestro repaso de la evolución
que sufrió nuestro propio sistema de mercado a partir de las sociedades del
pasado regidas por la tradición y el mando.

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