Ficha de Hellbroner
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El individuo y la sociedad
Para la mayoría de los estadounidenses es probable que estas reflexiones
resulten trágicas, aunque lejanas. Ninguno de nosotros se da cuenta,
aunque sea remotamente, de lo que es la lucha por la existencia en un nivel
parecido al de vida o muerte. La posibilidad de que nosotros mismos
experimentásemos severas necesidades, de que alguna vez sufriésemos
en nuestros propios cuerpos los tormentos del hambre que soporta un
aldeano indio o un peón boliviano, es un pensamiento que difícilmente
podríamos llegar a considerar seriamente.
A menos que se produjera una guerra catastrófica, es muy poco
probable que alguno de nosotros llegue a saber jamás el significado
verdadero de la lucha por la existencia. Sin embargo, aun dentro de nuestra
próspera y segura sociedad, queda —a pesar de que su presencia pasa
inadvertida— un aspecto de la incertidumbre de la vida, una advertencia del
problema subyacente de la supervivencia. Éste es: nuestro desamparo
como individuos económicos.
Resulta curioso observar el hecho de que a medida que nos
alejamos de los pueblos paupérrimos del mundo —en los cuales el ser
humano araña con sus escasas calorías de energía' para sacar
simplemente su propia subsistencia—, encontramos que la inseguridad
económica del individuo se multiplica muchas veces. El solitario esquimal,
el bosquimano, el indonesio o el nigeriano, abandonados a sus propios
recursos, sobrevivirán un tiempo considerable. Si viven cerca de tierras de
cultivo o de animales para cazar, los pueblos de nivel de vida más bajo de
todo el mundo pueden mantenerse vivos —al menos durante una
temporada— casi sin ninguna ayuda. Dentro de una comunidad formada
por tan sólo unas cuantas centenas de individuos, pueden vivir
indefinidamente. En efecto, un gran porcentaje de la raza humana vive hoy
en día precisamente de esa manera: en pequeñas comunidades de
labriegos, que prácticamente se bastan a sí mismas y que atienden a su
propia manutención con sólo un contacto mínimo con el mundo exterior.
Esta gran mayoría de la humanidad sufre una enorme pobreza, pero al
mismo tiempo disfruta de una cierta independencia económica. De no ser
por esto último, hace siglos que hubiera sido eliminada.
Por otra parte, cuando volvemos la mirada hacia el neoyorquino o el
habitante de Chicago, nos impresiona encontrar la situación exactamente
opuesta: en ellos predomina la comodidad de la vida material acompañada
al mismo tiempo de una extremada dependencia del individuo en su
búsqueda de medios de existencia. En las grandes áreas metropolitanas
donde vive la mayoría de los estadounidenses, no podemos ya toparnos
con el individuo solitario o con la pequeña comunidad superviviente, sino
tan sólo con almacenes dedicados al lucro y tiendas de alimentos y
artículos de primera necesidad. La inmensa mayoría de los
estadounidenses nunca han cultivado alimentos, ni cazado animales, ni
criado ganado, ni han molido el grano para hacer harina y ni siquiera han
amasado harina para hacer pan. Si se enfrentaran a la exigencia de tener
que hacer su ropa o construir sus propias casas, se encontrarían
desesperadamente inexpertos y desprevenidos. Aun para llevar a cabo
reparaciones insignificantes 'en las máquinas de que están rodeados, se
ven obligados a recurrir a otros miembros de la comunidad cuyo negocio es
arreglar automóviles o reparar cañerías o lo que se necesite. Tal vez resulte
paradójico que mientras más rica es una nación es también más evidente la
ineptitud del promedio de sus habitantes para sobrevivir solos y sin ayuda.
Sobrevivimos en las naciones ricas porque las tareas que no
podemos hacer por nosotros mismos, las ejecuta por nosotros un
verdadero ejército de otros individuos a los cuales llamamos para pedir
ayuda. Si no podemos cultivar alimentos, los podemos comprar; si no
podemos satisfacer nuestras propias necesidades, podemos en cambio
contratar los servicios de otros que sí están capacitados para hacerlo. Esta
enorme división del trabajo aumenta nuestra capacidad millares de veces,
porque nos permite beneficiarnos de la habilidad de otros hombres así
como de la propia.
Junto con esta ganancia incalculable se presenta un cierto riesgo.
Por ejemplo, resulta tranquilizador el pensamiento de que dependemos de
los servidos de sólo 180000 hombres —menos de una de cada trescientas
personas que trabajan en la nación— para abastecemos del producto
básico carbón. Un número aún menor de trabajadores —menos de 75
000— tienen sobre sus hombros la operación del equipo locomotriz que
transporta toda la carga ferroviaria y servicio de pasajeros de la nación.
Todavía un número menor—inferior a 15000— constituye la tripulación total
de pilotos y navegantes con que cuenta nuestra aviación comercial. Una
falla de cualquiera de estos pequeñísimos grupos en el desempeño de sus
funciones nos dejaría cojos: en el caso de los pilotos de aviación la cojera
sería leve; en el caso de los ingenieros de locomoción sería grave; en el
caso de los mineros del carbón podría ser desastrosa. Como sabemos, al
enfrentarnos de vez en cuando con una huelga importante toda nuestra
maquinaria económica puede tambalearse debido a que un grupo
estratégico cesa de realizar sus tareas acostumbradas.
Junto con la abundancia en la existencia material se esconde una
vulnerabilidad: nuestra abundancia está asegurada sólo mientras se pueda
contar con la cooperación organizada de enormes ejércitos de personas.
Ciertamente, la continuación de nuestra existencia como nación rica
depende de la previa condición tácita de que el mecanismo de la
organización social mantenga su funcionamiento efectivo. Somos ricos no
como individuos sino como miembros de una sociedad rica; pero nuestra
cómoda suposición de que somos suficientes en el piano material no es de
hecho más confiable que los vínculos que nos integran dentro de un todo
social.
El problema de la producción
La tradición
Tal vez la manera más antigua de hacer frente al desafío económico
y hasta hace pocos años la que indudablemente gozaba de una aceptación
más general, ha sido la tradición. Ésta fue una modalidad de la
organización social en la cual, tanto la producción como la distribución
estaban basadas en procedimientos que se planearon en el pasado remoto,
se consolidaron como resultado de un largo proceso histórico de ensayos y
errores y se mantuvieron mediante fuertes sanciones de la ley, de la cos-
tumbre y de la creencia.
Las sociedades basadas en la tradición resuelven los problemas
económicos con gran flexibilidad. Primero, tratan el problema de la
producción —el problema de asegurar que las tareas necesarias serán
ejecutadas—, transmitiendo el oficio de padres a hijos. Así, una cadena
hereditaria garantiza que las habilidades pasarán de uno a otro y que los
oficios se sucederán de una generación a otra. Adam Smith, el primero de
los grandes economistas, escribió que en el antiguo Egipto "todo ser
humano estaba obligado por razones religiosas, a seguir la ocupación de
sus padres, y cualquier cambio de ocupación se consideraba como el más
abominable sacrilegio". Y no sólo en la Antigüedad la tradición preservó un
ordenamiento productivo dentro de la sociedad. En nuestra propia cultura
occidental, hasta los siglos XV y XVI, la asignación hereditaria de las tareas
constituía también la principal fuerza estabilizadora dentro de la sociedad.
Aun cuando había algún intercambio entre el campo y la ciudad y de una
ocupación a otra, el nacimiento determinaba generalmente el papel que
cada quien desempeñaría en la vida. Uno nacía destinado para la tierra o
para el comercio y ya fuese en la tierra o dentro del comercio, uno seguía
las huellas de sus antepasados.
Así, la tradición era la fuerza estabilizadora e impulsora que actuaba
detrás de un gran ciclo recurrente de la sociedad, asegurando que el
trabajo de la sociedad se ejecutaría cada día de un modo muy parecido a
como se había hecho en el pasado. Aún en la actualidad, entre las
naciones menos industrializadas del mundo, la tradición desempeña este
inmenso papel organizador. Al menos hasta hace poco tiempo, en la India
uno nacía dentro de una casta que tenía su propia ocupación. "Mejor es el
trabajo hecho por ti mismo, aunque no sea perfecto", se predicó en el
Bhagavad-Gita, el gran poema filosófico y moral de la India, "que hacer el
trabajo de otro, aunque resulte excelente".
La tradición no sólo proporciona una solución para el problema de
producción de la sociedad, sino que también regula el problema de la
distribución. Tómese, por ejemplo, el caso de los bosquimanos del desierto
de Kalahari en el África del Sur, cuya subsistencia depende de sus hazañas
en la caza. Elizabeth Marshall Thomas, sensible observadora de estos
pueblos, relata la forma en que la tradición resuelve el problema de
distribuir el producto de la cacería.
La gacela había desaparecido... Gai poseía dos patas traseras y una
delantera. Tsetchwe tenía carne del lomo, Ukwane tenía la otra pata
La. riqueza de las naciones (México, F. de C. E., 1958), p. 61. delantera,
su esposa tenía una de las patas y el estómago, los muchachos tenían
trozos de intestino. Twikwe había recibido la cabeza y Dasina la ubre.
Cuando se observa a los cazadores nómadas dividir la cacería, tiene uno la
impresión de que la distribución es muy desigual, pero éste es el sistema
que emplean y a la larga, nadie come más que los demás. Ese día, Ukwane
le dio a Gai otro pedazo porque era su pariente; Gai le dio carne a Dasina
porque ella era la madre de su esposa... Por supuesto, nadie discutió la
copiosa porción de Gai, puesto que éste había cazado el animal y según
sus leyes le correspondía un tanto así. Nadie dudaba de que Gai com-
partiría con otros su cuantioso botín y naturalmente no se equivocaban:
esto fue lo que hizo.
El modo como la tradición divide un producto social puede llegar a
ser, como hemos visto en la ilustración, muy sutil e ingenioso. También
puede ser muy tosco y rudo, si se juzga según nuestras normas. Con
frecuencia la tradición ha asignado a las mujeres—en las sociedades no
industrializadas— la porción más raquítica del producto social. Pero
independientemente de que la tradición difiera de nuestras opiniones
morales habituales o esté de acuerdo con ellas, debemos comprender que
ella constituye un método viable para dividir la producción de la sociedad.
Las soluciones tradicionales a los problemas económicos de
producción y distribución se encuentran más frecuentemente en sociedades
agrícolas primitivas o sociedades no industrializadas, en las cuales,
además de llenar una función económica, la aceptación indiscutible del
pasado proporciona la perseverancia y tolerancia necesarias para hacer
frente a destinos adversos. Aun dentro de nuestra propia sociedad, la
tradición continúa desempeñando un papel en la resolución del problema
económico. Su papel en la determinación de la distribución de nuestra
propia producción social, es pequeñísimo, aun cuando la persistencia de
ese tipo de pagos tradicionales —tales como propinas a los mozos,
asignaciones a menores o bonificaciones basadas en la duración de los
servicios prestados— son todos ellos vestigios de viejos sistemas
tradicionales para distribuir los bienes, como también lo es el pago
diferencial que se hace a hombres y mujeres aun cuando ambos ejecuten
trabajos iguales.
Es más importante el lugar que la tradición continúa ocupando, aun
en los Estados Unidos, como medio para resolver el problema de la
producción en el aspecto de la asignación" de las labores que cada quien
debe ejecutar. Gran parte del proceso que se sigue empleando actualmente
en nuestra sociedad para la selección de personal, está decisivamente
influido por la tradición. Todos conocemos familias en las que los hijos
continúan el trabajo de sus padres dentro de una determinada profesión o
negocio. En una escala un poco mayor, la tradición nos hace también
alejamos de ciertos empleos. Por ejemplo, los hijos de familias
estadounidenses de clase media generalmente rehuyen los trabajos en
fábricas, aun cuando en ellos pueden obtener mejor salario que en los
trabajos de oficina, sólo porque el empleo en un taller no es tradicional
dentro de la clase media.
Inclusive en nuestra sociedad —que evidentemente no es
"tradicionalista"— la costumbre constituye un mecanismo importante en la
solución del problema económico. Pero ahora debemos señalar una
consecuencia muy importante del mecanismo de tradición. La. solución que
da a la producción y ala distribución es estática. Una sociedad que sigue el
camino de la tradición para regular sus asuntos económicos, sacrifica en
cambio sus posibilidades de una evolución rápida y en gran escala, en sus
aspectos social y económico.
Así, la economía de una tribu beduina o de una aldea de Burma,
presenta hoy en oía muy pocos cambios esenciales en relación con lo que
era hace cien años o, inclusive, hace mil años. La mayor parte de los
pueblos que viven en sociedades sujetas a la tradición, repiten en las
normas diarias de su vida económica muchas de las rutinas que las
caracterizaban en el pasado remoto. Estas sociedades pueden crecer y
derrumbarse, remontarse y declinar, pero son los acontecimientos externos
—la guerra, el clima, aventuras y desventuras políticas— los que deter-
minan sus cambios de situación. El cambio económico interno, generado en
el seno mismo de la comunidad, no es más que un factor insignificante en
la historia de la mayoría de los estados sujetos a la tradición. La tradición
resuelve el problema económico, pero a expensas del progreso económico.
El mando
El mercado
Existe también una tercera solución del problema económico, es decir,
una tercera solución al problema de mantener formas de producción y
distribución socialmente satisfactorias. Ésta es la organización de la
sociedad a base del mercado, organización que, de modo verdaderamente
notable, permite a la sociedad garantizar su propio abastecimiento con una
cantidad de recursos mínima en comparación con los empleados por la
tradición o el mando.
Debido a que vivimos en una sociedad organizada según, el sistema de
mercado, tenemos la propensión a dar por sabida la complicada naturaleza
—casi paradójica por cierto— de la solución que el mercado constituye para
el problema económico. Pero, imaginemos por un momento que
pudiéramos actuar como consejeros económicos de una sociedad que aún
no hubiese elegido su sistema de organización económica. Supongamos,
por ejemplo, que hemos sido llamados para servir de asesores á una de las
nuevas naciones que emergen en el Continente africano.
Podríamos imaginar a los dirigentes de una nación de este tipo
diciendo: "La experiencia que nosotros siempre hemos tenido es la de un
sistema de vida altamente apegada a la tradición. Nuestros hombres cazan,
cultivan los campos y realizan sus tareas del modo como se les ha
inculcado con la fuerza del ejemplo y la enseñanza de sus mayores.
También sabemos algo de lo que puede lograrse a través del mando en
economía. Si es necesario estamos preparados para firmar un decreto por
el cual se obligue a una buena parte de nuestros hombres a trabajar en
proyectos públicos destinados al desarrollo de nuestra nación. Díganos,
¿hay algún otro método que pudiéramos emplear para organizar nuestra
sociedad de tal modo que ésta funcione con éxito, o mejor aún, con un éxito
todavía mayor?
Vamos a suponer que contestamos: "Sí, hay otra manera. Organicen su
sociedad siguiendo los lineamientos de una economía de mercado."
"Muy bien", contestan los dirigentes. "¿Qué le decimos entonces a la gente
que haga? ¿Cómo la asignamos a ¡as diferentes labores?"
"Ésa es la clave del asunto" responderíamos. "En una economía de
mercado no se le asigna a nadie una tarea determinada. La esencia misma
de una sociedad de mercado es que se permite que cada persona decida
por sí misma lo que va a hacer."
Los jefes se muestran consternados "¿Quiere usted decir que no se
asignan algunos hombres a la minería y otros a la ganadería? ¿No hay
manera de seleccionar algunos para el transporte y otros para la confección
de ropa? ¿Ustedes dejan que la gente decida por ella misma? Pero, ¿qué
sucede si ellos no deciden correctamente? ¿qué ocurre si no hay nadie que
quiera ir a las minas, o si nadie se ofrece corno ingeniero de ferrocarriles?"
"Pueden ustedes quedarse tranquilos", decimos a los dirigentes; "nada de
eso ocurrirá. En una sociedad de mercado todos los empleos estarán
cubiertos porque la gente verá la conveniencia de ocuparlos."
Nuestros interlocutores escuchan esto último con expresiones de
incredulidad. Finalmente uno de ellos dice: "Ahora veamos. Vamos a
suponer que seguimos su consejo y que dejamos a nuestra gente hacer lo
que le parezca. Ahora vamos a hablar de un asunto importante, como la
producción de ropa. Díganos solamente ¿cómo fijamos el nivel conveniente
para la producción de ropa en esa sociedad de mercado de que habla?"
"Ustedes no lo fijan", contestamos.
"¡No lo fijamos! Entonces ¿cómo sabemos que se producirá
suficiente ropa?"
"La habrá", le decimos. "El mercado se encargará de eso." "Entonces
¿cómo sabemos que no habrá una producción excesiva de ropa?",
pregunta en tono triunfal. "¡Ah, pues el mercado se encargará también de
eso!" "Pero ¿qué es este mercado que realizará todas estas maravillas?,
¿quién lo dirige?"
"Nadie dirige el mercado", contestamos. "Se maneja él solo. De hecho la
palabra 'mercado' no designa cosa alguna. Es sólo una palabra que
usamos para describir el modo como la gente se comporta."
"Pero yo pensé que la gente se comportaba según sus propios deseos/'
"Y eso hacen", decimos. "Pero no hay nada que temer. Ellos querrán
comportarse tal como ustedes quieren que ellos se comporten."
"Me temo", dice el jefe de-la delegación "que estamos perdiendo nuestro
tiempo. Nosotros pensábamos que usted tenía en mente una proposición
seria. Pero lo que usted sugiere es una locura. Es inconcebible. Buenos
días, señor". Y con gran dignidad la delegación se marcha.
¿Podríamos sugerir seriamente a semejante nación incipiente que
confiara la solución del problema económico al sistema del mercado? Éste
es un problema sobre el cual insistiremos más adelante. Pero la simple
perplejidad que la idea de mercado crearía en la mente de alguien no
familiarizado con ella, puede servir para aumentar nuestro propio asombro
ante este mecanismo económico que resulta el más refinado e interesante
de todos. ¿De qué manera nuestro sistema de mercado nos garantiza que
nuestras minas encontrarán mineros y nuestras fábricas, obreros? ¿Cómo
se ocupa de la producción de ropa? ¿Cómo se produce el fenómeno de
que, en una nación manejada por el
mercado, cada persona pueda proceder realmente como quiera y al mismo
tiempo llenar las necesidades que la sociedad presenta en su conjunto?