Valores. Diego Gracia
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esa dualidad son la ética y el derecho. El Derecho busca positivizar y operativizar las
pretensiones básicas de la humanidad, constituidas por los valores de dignidad
humana, libertad, igualdad, solidaridad y seguridad jurídica. Para Peces-Barba, estos
valores han estado siempre presentes en una u otra forma en la historia de la cul-
tura, y constituyen algo así como las pretensiones morales universales de la especie
humana, si bien su expresión clara no se producirá hasta la época moderna. Su
expresión jurídica son los Derechos humanos o Derechos fundamentales, que de
ese modo se constituyen en lo que Peces-Barba llama la “ética pública”. Ni que decir
tiene que este sistema de derechos fundamentales resulta esencial para que los seres
humanos puedan luego, privadamente, llevar a cabo sus proyectos de virtud y feli-
cidad, que el derecho no prescribe positivamente sino que sólo protege de modo
negativo, evitando que se impida a cada persona llevarlo a cabo según su personal
sistema de valores.
Cuando las cosas son complejas, y no hay duda de que esto del valor lo es,
nada mejor que tomarlas desde el principio, único modo de verlas en perspectiva.
En el caso de los valores, eso nos obliga a regresar hasta los mismos orígenes de la
especie humana. La valoración es en el ser humano una necesidad natural, un fenó-
meno biológico. Sin valorar, nuestra vida sería imposible. Y ello por razones de
estricta supervivencia. Valorar es una necesidad biológica tan primaria como perci-
bir, recordar, imaginar o pensar. Nadie puede vivir sin valorar. De ahí el carácter pri-
mario de la noción de valor. Los valores son más básicos o elementales que las nor-
mas, las leyes o los principios de acción. Valoramos, porque no podemos no hacerlo.
Todo es objeto de estima o de aprecio. La cosa más pequeña, un grano de arena, es
objeto de aprecio o desprecio, y por tanto tiene al menos valor económico, es decir,
precio.
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Una cualidad tan primaria de los seres humanos es natural que haya inte-
resado siempre a la filosofía, desde sus mismos orígenes. Y, en efecto, el tema del
valor se halla ya ampliamente desarrollado en la filosofía griega. Basta recordar a
Platón. En él se encuentran las claves de lo que ha sido la primera interpretación
filosófica de la teoría del valor, aquella que ha gozado de mayor vigencia histórica
y que cabe denominar teoría objetivista. El mundo de las ideas puras es también el
de los valores puros, la verdad, la justicia, la belleza. Platón los concibe como rea-
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lidades arquetípicas, de las que participan las cosas sensibles en medida mayor o
menor. Él piensa que todos hemos pasado en otro tiempo por lo que llama la “lla-
nura de la verdad”, época en la que pudimos ver los valores puros, de modo que
ahora podemos reconocer en las cosas de este mundo cuáles son los valores posi-
tivos y cuáles los negativos. Para él los valores puros son más reales que las pro-
pias cosas que vemos y tocamos, ya que son su matriz o paradigma. Los valores,
por tanto, son las realidades por antonomasia, de modo que éstas de aquí tienen la
condición de imitaciones imperfectas, casi de meras sombras. De lo que derivaron
importantes consecuencias. La de mayor trascendencia práctica fue, sin duda, la
negación de cualquier forma de pluralismo axiológico. Hay unos valores que son
los verdaderos, los objetivos, y todos los otros se deben a errores o desviaciones de
los seres humanos. De ahí la importancia de que gobiernen aquellas personas que
ven con mayor claridad el mundo de los valores puros, como deben de ser los filó-
sofos. Este es el origen de la teoría platónica del rey-filósofo. En tanto que filósofo,
él es quien verá más claramente qué valores son los auténticos, y en su condición
de rey o gobernante tiene el deber de imponérselos a los demás, incluso por la
fuerza. Adviértase que como los valores son aprehendidos por vía intelectual, dado
que se interpretan como ideas, cabe siempre la posibilidad de que las personas ten-
gan un defecto en su inteligencia, congénito o adquirido, que les incapacite para
percibir correctamente esos valores o ideas. Es lo que cabe llamar la patología del
valor, que en toda la tradición clásica se consideró que debía tratarse como cual-
quier otra patología, es decir, buscando el bien del individuo, incluso en contra de
su voluntad o utilizando la fuerza.
Esa teoría objetivista del valor entró en crisis con la irrupción de la moder-
nidad. Poco a poco fue cobrando fuerza la tesis opuesta a la descrita. Frente al obje-
tivismo del valor, se impuso el puro subjetivismo, y frente al monismo axiológico, el
pluralismo. Es el segundo paradigma. Para él, los valores son emociones que luego
formulamos en forma de juicios, lo que los hace parecer perfectamente racionales.
Pero no lo son. No son racionales sino emocionales. En terminología hoy algo más
comprensible cabría decir: el mundo lo gobiernan los valores, no las ideas. Donde
nosotros decimos valores Hume y Smith pondrían, sin duda, el término pasiones.
Unas pasiones que son básicamente irracionales, de igual modo que las ideas se
caracterizan por su racionalidad. Es la segunda gran teoría del valor, que concibe
éstos como cualidades subjetivas e irracionales. Lo racional son las ideas. Pero éstas
se caracterizan por su poca vivacidad, y por tanto por su falta de fuerza para mover
a la acción.
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la famosa “neutralidad” del Estado liberal en los temas de valor, por ejemplo, en el
valor religioso. Donde hay pluralidad de valores, el árbitro tiene que permanecer
imparcial. Lo demás resultaría improcedente e injusto; en el fondo, sería volver a las
andadas, a las épocas en las que los gobernantes, tanto eclesiásticos como civiles,
se consideraban legitimados para imponer sus propios valores a los demás. Frente
a la antigua táctica de la imposición, dado que se trataba de realidades objetivas, la
nueva de la neutralidad, habida cuenta de su carácter subjetivo.
El siglo XX ha intentado por todos los medios superar esta dicotomía entre
objetivismo y subjetivismo axiológicos, y sobre todo la tesis moderna de que son
puramente subjetivos e irracionales, de modo que no cabe deliberar sobre ellos. Si
se quiere influir sobre los valores de las personas, lo mejor es no dar argumentos sino
suscitar emociones, decía el emotivismo axiológico. Pues bien, la filosofía del siglo
XX ha pensado que sí es posible razonar sobre los valores, no sólo sobre el hecho
de los valores sino sobre los valores en tanto que tales, y que eso permite ir más allá
de la dicotomía clásica entre subjetivismo y objetivismo. Esta tercera postura se carac-
teriza por ser constructivista. Dialogando es posible compartir valores, de modo que
éstos puedan acabar afirmándose como universales. Así, sobre un valor fundamen-
tal, la justicia, John Rawls ha mantenido la tesis de que es posible llegar a unos acuer-
dos racionales sobre qué es lo justo o cuáles son las reglas de la justicia, a través de
un proceso intersubjetivo en el que puedan participar todos los seres humanos en
condiciones de simetría. Algo similar cabe decir de la propuesta de Habermas y Apel
de la comunidad ideal de comunicación como procedimiento para la legitimación de
normas. Y las declaraciones universales de derechos humanos no quieren ser otra
cosa que una plasmación, bien que muy imperfecta, de este modo de entender la
gestión de los valores. No es correcto decir que los Estados han de ser neutrales en
cuestiones de valor. Entre otras cosas, porque resulta en la práctica imposible. Lo ha
sido siempre. Los Estados están para defender y promover aquellos valores que pue-
dan aceptar quienes vayan a ser afectados por ellos, en un diálogo racional y simé-
trico sin ningún tipo de coacción. No se trata de imponer los propios valores, como
en el modelo antiguo, ni tampoco de conservar una pretendida neutralidad, como
en el moderno. Se trata de gestionar esos valores que entre todos se han descubierto
y pactado, y permitir la gestión personal y plural de aquellos otros en los que no ha
sido posible el acuerdo.
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¿Cabe equiparar constructivismo con relativismo? Pienso que no. El que los
valores se construyan no tiene por qué llevar a la conclusión de que son relativos.
Y no lo son porque se construyen desde la formalidad de realidad, de tal modo que
son reales; son tan reales como una jarra o un vaso. De hecho, la realización de un
valor es lo que se denomina, y Zubiri denomina, un “bien”. El bien lo es de la rea-
lidad. La realización de valores es el bien.
Las realidades que se definen por sus valores instrumentales y no por sus
valores intrínsecos, tienen dos características: una, que pueden intercambiarse por
otras que cumplan mejor su función, y otra, que miden su valor en unidades mone-
tarias. El dinero es la unidad de medida e intercambio de valores instrumentales,
pero no de valores intrínsecos o valores por sí mismos. Hay una canción popular
española que dice que “el cariño verdadero ni se compra ni se vende.” No se trata
de una mera frase. Los valores instrumentales son intercambiables entre sí. Yo puedo
sustituir un coche por otro, siempre y cuando me sirva para trasladarme de un lugar
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a otro, etc. Ahora bien, los valores intrínsecos no son, en principio, permutables.
Las personas, por ejemplo, no son permutables, ya que consideramos que cada una
es respetable por sí misma. De ahí la frase de Kant de que las personas “tiene dig-
nidad y no precio.” Y lo mismo cabe decir de la belleza de un cuadro. El precio es
medida de intercambio, y los valores intrínsecos no son intercambiables, precisa-
mente porque cada uno tiene valor en y por sí mismo. Esta diferencia fundamental
es la que expresó magníficamente el poeta Antonio Machado en los versos que dicen:
“Todo necio / confunde valor [intrínseco] y precio [valor instrumental].” Oscar Wilde,
por su parte, afirmó que A cynic is a man who knows the price of everything but the
value of nothing.
Las opciones por los valores intrínsecos o por los instrumentales no son
sólo individuales sino también colectivas. Hay sociedades que hacen en ciertos
momentos de su historia opción preferencial por el cultivo de los valores intrínse-
cos, y otras que optan por el desarrollo de valores instrumentales. Aunque dista de
haber unanimidad en ello, para lo primero es usual reservar el término de “cultura”
y para lo segundo el de “civilización”. En uno de sus primeros escritos, fechado el
año 1907, escribió Ortega: “Acaso no haya habido época de las plenamente históri-
cas tan ajena como la nuestra al sentimiento, a la preocupación por la cultura. Hoy
nos basta con la civilización, que es cosa muy otra, y nos satisfacemos cuando nos
cuentan que hoy se va de Madrid a Soria en menos tiempo que hace un siglo, olvi-
dando que, sólo si vamos hoy a hacer a Soria algo más exacto, más justo o más bello
de lo que hicieron nuestros abuelos, será la mayor rapidez del viaje humanamente
estimable. Pues habremos de reconocer que la civilización no es más que el conjunto
de las técnicas, de los medios con que vamos domeñando este ingente y bravío ani-
mal de la naturaleza para intenciones sobrenaturales. Adviértase que no digo sobre-
humanas, sino sobrenaturales.” Hay épocas ricas en cultura y pobres en civilización,
y viceversa. La catástrofe de la Primera Guerra Mundial fue interpretada por muchos
como la consecuencia de una civilización técnica extremadamente poderosa y sin el
contrapeso de una gran cultura. Los valores instrumentales habrían vencido a los
intrínsecos.
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vida. Ninguna otra cultura había hecho eso antes de la occidental. Esto se debe a su
clara opción por los valores instrumentales.
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DEBER Y VALOR
El deber moral primario de los seres humanos es realizar valores, pero ello
no es del todo posible. Esta imposibilidad de realizarlos completamente en la prác-
tica es lo que se denomina técnicamente “conflicto de valores”. Todos los valores
pueden colisionar entre sí en situaciones concretas, tanto los de igual rango como
los de rango distinto. De ahí que la conflictividad sea una propiedad esencial en
ética. Ante un conflicto entre dos o más valores, o de alguno de ellos con las cir-
cunstancias concretas del caso, se plantea el problema de qué “debe” hacerse. Esto
se refleja perfectamente en el lenguaje común, que designa con el término “con-
flicto” la dificultad de precisar lo que “debe” hacerse en situaciones concretas en que
hay varios valores en juego y no resulta posible realizar todos ellos a la vez. La
solución de los conflictos de valor ha de buscarse en la deliberación sobre los valo-
res y sus características, pero teniendo en cuenta las circunstancias de cada caso y
las consecuencias previsibles. Esto es lo propio y característico de las que hoy se
denominan “éticas de la responsabilidad”.
LO BUENO Y LO ÓPTIMO
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EL ADOCTRINAMIENTO EN VALORES
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Basta repasar estos breves datos lingüísticos para darse cuenta de que la
transmisión de los valores se entendió en el modelo clásico como un proceso uni-
direccional, que de una fuente emisora, el docto, el maestro, pasaba al receptor, el
indocto, el discípulo. Eso que pasaba era un depósito fijo e inamovible, la llamada
doctrina. Los valores constituían un depósito objetivo que era preciso transmitir de
una generación a otra. No se trataba de discutir, ni incluso de entender sino de creer
en ellos y asumirlos dócilmente. De ahí que la educación se entendiera como adoc-
trinamiento o indoctrinación.
LA CLARIFICACIÓN DE VALORES
Esta consigna tuvo varios modos distintos de expresión. Uno fue el político.
El Estado liberal necesitaba ser neutral en cuestiones de valor, dado que sólo de ese
modo podía estar al servicio de todos sin inclinarse u optar por ninguno. Otra expre-
sión de esta teoría fue el principio de neutralidad axiológica que se hizo tópico en
disciplinas como la psicoterapia, y que desde ahí paso a la pedagogía con el nom-
bre de “clarificación de valores”. Esa neutralidad se intenta justificar moralmente ape-
lando a la categoría de respeto, en este caso respecto de la pluralidad, de la diferen-
cia, y por tanto de los valores de cada cuál. Pero la pregunta es si el respeto que
debemos a los demás y a nosotros mismos genera en nosotros una obligación mera-
mente pasiva, la de no interferir en la vida y los valores de quienes no piensan como
nosotros, o si por el contrario nos obliga de forma activa a trabajar para que nues-
tros valores y los de los demás sean los mejores posibles, o al menos que en su
diversidad no pierdan nunca su condición de razonables, prudentes o sabios. En la
gestión de los valores no podemos ser beligerantes, pero tampoco neutrales. La tra-
gedia de nuestra sociedad en general, y de su educación en particular, es que bas-
cula siempre entre la neutralidad de los pasivos y la beligerancia de los activos.
LA CONSTRUCCIÓN DE VALORES
La solución tiene que venir por una vía distinta a las dos expuestas. Los
valores no son completamente objetivos y racionales, pero tampoco son del todo
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Sólo las personas autónomas pueden deliberar. Las demás, las heterónomas,
actúan por criterios distintos, la comodidad, la conveniencia, los usos, las costumbres,
los mandatos de la ley, o de las autoridades, o de la propia religión. La deliberación
exige autonomía. Y sólo las personas verdaderamente autónomas, las responsables,
pueden ser útiles en la construcción del mundo de los valores y en la búsqueda de su
realización. Por eso educar en la construcción de los valores ha de pasar necesaria-
mente por la educación en la autonomía. Las personas no autónomas, las heteróno-
mas, actuarán siempre al arrimo del sol que más caliente, y por tanto unas veces cons-
truirán y otras muchas destruirán. Ése es, quizá, nuestro máximo mal, nuestra mayor
tragedia, que hoy los valores se construyen y se destruyen al dictado de consignas
que al final nadie sabe de dónde vienen, porque son rigurosamente impersonales,
anónimas. Es lo que Hannah Arendt ha llamado, en frase espléndida, “la banalidad del
mal”. Vivimos en el reino de la pura heteronomía, de lo que Heidegger denominaba
las “habladurías”. Y lo peor es que así es como educamos a nuestros jóvenes.
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en los valores los seres humanos, el resultado es decepcionante; yo diría más, sobre-
cogedor, catastrófico. En este campo casi todo está por hacer. Ya no son de recibo
las recetas clásicas de la beligerancia y la indiferencia. Pero nos cuesta elaborar otras
nuevas. No se trata de imponer, ni de respetar, tampoco de promover sino de cons-
truir. Se promueve aquello que ya se tiene y que sólo necesita llevarse adelante. No
es éste el caso de los valores. Cada ser humano tiene que implicarse activamente en
la construcción del mundo de los valores. Sin él, ese mundo habrá perdido algo irre-
mediable e irremisible. Sin Velázquez, la belleza habría perdido unas cualidades esté-
ticas que él sólo podía aportar. Cobra aquí todo su sentido aquella espléndida frase
de Ortega y Gasset en El tema de nuestro tiempo, de que cada ser humano es “un
punto de vista sobre el universo.” Todos somos necesarios, todos imprescindibles.
Lo que nos toca hacer a nosotros no lo podrá hacer nadie más. De ahí que, por
mucho que todos estemos convencidos de que un mundo en el que los valores se
encuentren plenamente realizados nunca se logrará, todos nos sintamos en la obli-
gación de hacer lo que esté en nuestras manos para que eso no suceda. Como gus-
taba de repetir Julián Marías, todos tenemos que cumplir al menos con el imperativo
moral que cada uno llevamos dentro y que nos obliga a decir: “por mí, que no
quede”. No es mucho, pero sí lo humanamente exigible. Actuando así, viviendo así,
al menos tendremos el consuelo de haber vivido y actuado conforme al criterio que
rigió la vida de aquel a quien se llamó, y no por azar, Caballero de la Triste Figura
y por el que quiso ser recordado. Este criterio, en palabras de Cervantes, dice sim-
plemente esto: “que si no acabó grandes cosas, murió por acometellas”.
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