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Valores. Diego Gracia

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ANALES 2011:ANALES 2011 4/11/11 13:46 Página 591

En la Junta Pública del día 11 de enero de 2011 tomó posesión de su plaza de


Número el Académico Excmo. Sr. D. Diego Gracia Guillén, que fue contestado en
nombre de la Corporación por la Excma. Sra. Dª. Adela Cortina Orts. El extracto
de su Discurso es el siguiente:

LA CUESTIÓN DEL VALOR


Por el Académico de Número
Excmo. Sr. D. Diego Gracia Guillén

La muestra de diligencia y amistad que habéis tenido conmigo al elegirme


compañero vuestro en las tareas de esta Real Academia, me coloca ahora en un
trance intelectual y emocionalmente difícil. He procurado toda mi vida regirme por
la máxima que aprendí de mi maestro Pedro Laín Entralgo, que acertó a dividir a
los seres humanos en dos grupos de actitud ante la vida en gran parte antagónica,
el tipo Narciso y el tipo Pigmalión. La primera actitud es la de quienes, como el Nar-
ciso de la mitología griega, al contemplar su propia imagen replican satisfechos:
“Merezco todo lo que tengo”, a diferencia del rey chipriota Pigmalión, que ante la
presencia de eso que más adelante llamaré un valor intrínseco, en este caso la
belleza, pidió a los dioses poderla gozar en plenitud, y agradecido exclamó “Tengo
más de lo que merezco”. Personalmente tiendo a identificarme más con este
segundo modo de ser, lo que me hace sensible a los dones que recibo sin mereci-
miento propio, y ante los que no me cabe sino el sentimiento para mí más admi-
rado, la gratitud, y la palabra quizá más profunda que un ser humano puede pro-
nunciar: gracias. Gracias a todos ustedes, gracias a la Academia. Y como gratitud
obliga, haré lo posible por corresponder a la confianza, merecida o no, eso ya no
importa, que habéis depositado en mí.

Es costumbre en estos actos de toma de posesión glosar la figura de aquel


a quien tenemos el honor de suceder, por lo general fallecido en fechas aún no leja-
nas. No es el caso de don Gregorio Peces-Barba Martínez, que para contento de
todos sigue en plena actividad vital y científica. Gregorio Peces-Barba ingresó en
esta Real Academia el 19 de abril de 1993, con un discurso titulado Ética pública y
derecho. En él formuló de modo preciso lo que constituye el núcleo de su concep-
ción filosófica del derecho, generalmente conocida con el nombre de “teoría dual”
o doctrina dualista de los derechos fundamentales. Los elementos que constituyen

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esa dualidad son la ética y el derecho. El Derecho busca positivizar y operativizar las
pretensiones básicas de la humanidad, constituidas por los valores de dignidad
humana, libertad, igualdad, solidaridad y seguridad jurídica. Para Peces-Barba, estos
valores han estado siempre presentes en una u otra forma en la historia de la cul-
tura, y constituyen algo así como las pretensiones morales universales de la especie
humana, si bien su expresión clara no se producirá hasta la época moderna. Su
expresión jurídica son los Derechos humanos o Derechos fundamentales, que de
ese modo se constituyen en lo que Peces-Barba llama la “ética pública”. Ni que decir
tiene que este sistema de derechos fundamentales resulta esencial para que los seres
humanos puedan luego, privadamente, llevar a cabo sus proyectos de virtud y feli-
cidad, que el derecho no prescribe positivamente sino que sólo protege de modo
negativo, evitando que se impida a cada persona llevarlo a cabo según su personal
sistema de valores.

Basta esta breve exposición para advertir la importancia de los plantea-


mientos del profesor Peces-Barba en la búsqueda de una salida al conflicto secu-
lar entre iusnaturalismo y iuspositivismo. Si es la salida correcta o no, no soy yo la
persona adecuada para juzgarlo. Me basta con señalar que su fundamento es la
idea de valor, más en concreto la de valor moral, término éste que en la obra de
Peces-Barba tiene carácter recurrente, si bien no suele ser objeto de análisis deta-
llado. En cualquier caso, si el Derecho busca su legitimidad en algo anterior a él
mismo y ese algo son los valores, al menos aquellos que Peces-Barba llama “valo-
res superiores”, entonces es claro que la reflexión sobre el valor es de capital impor-
tancia para la propia ciencia jurídica. Surge así el problema de qué es un valor, o
qué son los valores. Sólo después cabe plantearse si hay valores superiores y cuá-
les pueden ser éstos. ¿Qué son los valores? Es el tema que me propongo analizar
a continuación.

LA VALORACIÓN, FENÓMENO BIOLÓGICO

Cuando las cosas son complejas, y no hay duda de que esto del valor lo es,
nada mejor que tomarlas desde el principio, único modo de verlas en perspectiva.
En el caso de los valores, eso nos obliga a regresar hasta los mismos orígenes de la
especie humana. La valoración es en el ser humano una necesidad natural, un fenó-
meno biológico. Sin valorar, nuestra vida sería imposible. Y ello por razones de
estricta supervivencia. Valorar es una necesidad biológica tan primaria como perci-
bir, recordar, imaginar o pensar. Nadie puede vivir sin valorar. De ahí el carácter pri-
mario de la noción de valor. Los valores son más básicos o elementales que las nor-
mas, las leyes o los principios de acción. Valoramos, porque no podemos no hacerlo.
Todo es objeto de estima o de aprecio. La cosa más pequeña, un grano de arena, es
objeto de aprecio o desprecio, y por tanto tiene al menos valor económico, es decir,
precio.

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Partiendo de estos elementales datos, es fácil concluir que la valoración es


un proceso mental llevado a cabo por el ser humano en orden al logro de su obje-
tivo biológico y vital, la supervivencia. El sistema nervioso es un órgano de relación
con el medio. Embriológicamente procede de la hoja blastodérmica más externa, el
ectodermo, lo mismo que la piel, precisamente por su carácter de frontera respecto
del medio. Sin sistema nervioso, por ejemplo, el desplazamiento resulta imposible.
Los seres vivos que no se desplazan en el espacio, como les sucede a las plantas, no
necesitan sistema nervioso. Para desplazarse con éxito es preciso prever el movi-
miento, saber, por ejemplo, dónde va a poner un animal la pata en el instante pos-
terior, porque en caso contrario el desplazamiento fracasaría irremisiblemente. De ahí
que el sistema nervioso de los animales sea una facultad de “pre-visión”. En el ser
humano esa previsión adquiere caracteres distintos y muy peculiares, porque la mera
previsión se transforma en “pro-yección”. El ser humano se anticipa a los aconteci-
mientos no sólo previendo, como los animales, sino proyectando sus acciones. La
proyección se diferencia de la mera previsión en que está mediada por ese rasgo
peculiar que tienen los seres humanos que llamamos inteligencia, o inteligencia espe-
cíficamente humana. Desde el punto de vista biológico, la inteligencia es una facul-
tad de proyección.

Pero la inteligencia humana es un rasgo fenotípico muy singular. Ello se


debe a que con él la “adaptación al medio” propia de toda la evolución biológica,
se transforma en “adaptación del medio”. Esto significa que el ser humano, para
sobrevivir, tiene que modificar el medio en beneficio propio, es decir, tiene que
humanizarlo. Esto es lo que llamamos cultura. La función de la inteligencia es pro-
yectiva, sirve para proyectar y llevar a cabo la modificación del medio. Y ese pro-
yecto tiene necesariamente un momento de valoración. Proyectamos aquello que
puede mejorar nuestra vida, es decir, que puede añadirla valor. Sin eso no habría pro-
yecto. De hecho, la realización del proyecto no tiene otro objeto que el de añadir
valor a las cosas. La cultura es ese depósito de valor. De ahí que, según Zubiri, el
ser humano no se halle “ajustado” al medio, como el animal, sino que tiene que
hacer, a través del proyecto, su propio ajustamiento. Es decir, tiene que “justi-ficarse”.
Por eso, concluye Zubiri, el ser humano no es una realidad “natural” sino “moral”.

LOS VALORES, REALIDADES OBJETIVAS

Una cualidad tan primaria de los seres humanos es natural que haya inte-
resado siempre a la filosofía, desde sus mismos orígenes. Y, en efecto, el tema del
valor se halla ya ampliamente desarrollado en la filosofía griega. Basta recordar a
Platón. En él se encuentran las claves de lo que ha sido la primera interpretación
filosófica de la teoría del valor, aquella que ha gozado de mayor vigencia histórica
y que cabe denominar teoría objetivista. El mundo de las ideas puras es también el
de los valores puros, la verdad, la justicia, la belleza. Platón los concibe como rea-

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lidades arquetípicas, de las que participan las cosas sensibles en medida mayor o
menor. Él piensa que todos hemos pasado en otro tiempo por lo que llama la “lla-
nura de la verdad”, época en la que pudimos ver los valores puros, de modo que
ahora podemos reconocer en las cosas de este mundo cuáles son los valores posi-
tivos y cuáles los negativos. Para él los valores puros son más reales que las pro-
pias cosas que vemos y tocamos, ya que son su matriz o paradigma. Los valores,
por tanto, son las realidades por antonomasia, de modo que éstas de aquí tienen la
condición de imitaciones imperfectas, casi de meras sombras. De lo que derivaron
importantes consecuencias. La de mayor trascendencia práctica fue, sin duda, la
negación de cualquier forma de pluralismo axiológico. Hay unos valores que son
los verdaderos, los objetivos, y todos los otros se deben a errores o desviaciones de
los seres humanos. De ahí la importancia de que gobiernen aquellas personas que
ven con mayor claridad el mundo de los valores puros, como deben de ser los filó-
sofos. Este es el origen de la teoría platónica del rey-filósofo. En tanto que filósofo,
él es quien verá más claramente qué valores son los auténticos, y en su condición
de rey o gobernante tiene el deber de imponérselos a los demás, incluso por la
fuerza. Adviértase que como los valores son aprehendidos por vía intelectual, dado
que se interpretan como ideas, cabe siempre la posibilidad de que las personas ten-
gan un defecto en su inteligencia, congénito o adquirido, que les incapacite para
percibir correctamente esos valores o ideas. Es lo que cabe llamar la patología del
valor, que en toda la tradición clásica se consideró que debía tratarse como cual-
quier otra patología, es decir, buscando el bien del individuo, incluso en contra de
su voluntad o utilizando la fuerza.

LOS VALORES, CUALIDADES SUBJETIVAS

Esa teoría objetivista del valor entró en crisis con la irrupción de la moder-
nidad. Poco a poco fue cobrando fuerza la tesis opuesta a la descrita. Frente al obje-
tivismo del valor, se impuso el puro subjetivismo, y frente al monismo axiológico, el
pluralismo. Es el segundo paradigma. Para él, los valores son emociones que luego
formulamos en forma de juicios, lo que los hace parecer perfectamente racionales.
Pero no lo son. No son racionales sino emocionales. En terminología hoy algo más
comprensible cabría decir: el mundo lo gobiernan los valores, no las ideas. Donde
nosotros decimos valores Hume y Smith pondrían, sin duda, el término pasiones.
Unas pasiones que son básicamente irracionales, de igual modo que las ideas se
caracterizan por su racionalidad. Es la segunda gran teoría del valor, que concibe
éstos como cualidades subjetivas e irracionales. Lo racional son las ideas. Pero éstas
se caracterizan por su poca vivacidad, y por tanto por su falta de fuerza para mover
a la acción.

Precisamente porque los valores no son lógicos ni tienen racionalidad


interna, el Estado no puede ser beligerante en cuestiones de valor. Es el origen de

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la famosa “neutralidad” del Estado liberal en los temas de valor, por ejemplo, en el
valor religioso. Donde hay pluralidad de valores, el árbitro tiene que permanecer
imparcial. Lo demás resultaría improcedente e injusto; en el fondo, sería volver a las
andadas, a las épocas en las que los gobernantes, tanto eclesiásticos como civiles,
se consideraban legitimados para imponer sus propios valores a los demás. Frente
a la antigua táctica de la imposición, dado que se trataba de realidades objetivas, la
nueva de la neutralidad, habida cuenta de su carácter subjetivo.

EL SIGLO XX Y EL CONSTRUCTIVISMO AXIOLÓGICO

El siglo XX ha intentado por todos los medios superar esta dicotomía entre
objetivismo y subjetivismo axiológicos, y sobre todo la tesis moderna de que son
puramente subjetivos e irracionales, de modo que no cabe deliberar sobre ellos. Si
se quiere influir sobre los valores de las personas, lo mejor es no dar argumentos sino
suscitar emociones, decía el emotivismo axiológico. Pues bien, la filosofía del siglo
XX ha pensado que sí es posible razonar sobre los valores, no sólo sobre el hecho
de los valores sino sobre los valores en tanto que tales, y que eso permite ir más allá
de la dicotomía clásica entre subjetivismo y objetivismo. Esta tercera postura se carac-
teriza por ser constructivista. Dialogando es posible compartir valores, de modo que
éstos puedan acabar afirmándose como universales. Así, sobre un valor fundamen-
tal, la justicia, John Rawls ha mantenido la tesis de que es posible llegar a unos acuer-
dos racionales sobre qué es lo justo o cuáles son las reglas de la justicia, a través de
un proceso intersubjetivo en el que puedan participar todos los seres humanos en
condiciones de simetría. Algo similar cabe decir de la propuesta de Habermas y Apel
de la comunidad ideal de comunicación como procedimiento para la legitimación de
normas. Y las declaraciones universales de derechos humanos no quieren ser otra
cosa que una plasmación, bien que muy imperfecta, de este modo de entender la
gestión de los valores. No es correcto decir que los Estados han de ser neutrales en
cuestiones de valor. Entre otras cosas, porque resulta en la práctica imposible. Lo ha
sido siempre. Los Estados están para defender y promover aquellos valores que pue-
dan aceptar quienes vayan a ser afectados por ellos, en un diálogo racional y simé-
trico sin ningún tipo de coacción. No se trata de imponer los propios valores, como
en el modelo antiguo, ni tampoco de conservar una pretendida neutralidad, como
en el moderno. Se trata de gestionar esos valores que entre todos se han descubierto
y pactado, y permitir la gestión personal y plural de aquellos otros en los que no ha
sido posible el acuerdo.

Una fundamentación especialmente consistente y novedosa del constructi-


vismo axiológico se encuentra en la filosofía de mi maestro Xavier Zubiri. Su tesis es
que la que llama aprehensión primordial nos actualiza la realidad en su formalidad,
que a su vez pone en marcha la actividad del logos, cuya función es construir con-
tenidos mentales en forma de preceptos, fictos, conceptos y juicios. La percepción,

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por ejemplo, es un constructor cultural y no algo carente de mediaciones. No ve lo


mismo la catedral de León un albañil y un crítico de arte. Pues bien, lo que es la per-
cepción en el orden cognitivo, lo representa la estimación en el emocional. Su corre-
lato noemático son los valores. Y precisamente porque el término de la estimación
son los valores, pueden hacerse a partir de ella juicios de valor, es decir, afirmacio-
nes sobre el valor de las cosas. A partir de ellos, la razón esbozará sistemas orgáni-
cos de valores. Ellos son la base de todos los sistemas normativos y morales de la
humanidad, y los que configuran el entramado axiológico de todas las culturas.

¿Cabe equiparar constructivismo con relativismo? Pienso que no. El que los
valores se construyan no tiene por qué llevar a la conclusión de que son relativos.
Y no lo son porque se construyen desde la formalidad de realidad, de tal modo que
son reales; son tan reales como una jarra o un vaso. De hecho, la realización de un
valor es lo que se denomina, y Zubiri denomina, un “bien”. El bien lo es de la rea-
lidad. La realización de valores es el bien.

El resultado de todo este recorrido es que los valores no están intuidos, ni


son completamente objetivos, como afirmó la teoría clásica, pero que tampoco son
erráticos y completamente subjetivos, como ha sido frecuente afirmar en la moder-
nidad. Los valores son el resultado de un complejo proceso de construcción por
parte del psiquismo humano en y desde la realidad. Esa construcción, lejos de ser
arbitraria, obedece a unos criterios y está dotada de una estructura a la que pertene-
cen como notas fundamentales algunas que ahora es preciso señalar.

CARACTERES ESTRUCTURALES DEL MUNDO DEL VALOR

Una primera es la distinción entre valores intrínsecos e instrumentales. Por


valor intrínseco se entiende aquella cualidad que es valiosa por sí misma, no por refe-
rencia a ninguna otra, de modo que si desapareciera, aunque todo lo demás perma-
neciera igual, pensaríamos haber perdido algo importante, es decir, algo valioso. Así
definida, se diferencia de la noción de valor instrumental o valor por referencia, en
que éste no vale por sí mismo sino por otra cosa o cualidad distinta, que es la que
le otorga valor.

Las realidades que se definen por sus valores instrumentales y no por sus
valores intrínsecos, tienen dos características: una, que pueden intercambiarse por
otras que cumplan mejor su función, y otra, que miden su valor en unidades mone-
tarias. El dinero es la unidad de medida e intercambio de valores instrumentales,
pero no de valores intrínsecos o valores por sí mismos. Hay una canción popular
española que dice que “el cariño verdadero ni se compra ni se vende.” No se trata
de una mera frase. Los valores instrumentales son intercambiables entre sí. Yo puedo
sustituir un coche por otro, siempre y cuando me sirva para trasladarme de un lugar

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a otro, etc. Ahora bien, los valores intrínsecos no son, en principio, permutables.
Las personas, por ejemplo, no son permutables, ya que consideramos que cada una
es respetable por sí misma. De ahí la frase de Kant de que las personas “tiene dig-
nidad y no precio.” Y lo mismo cabe decir de la belleza de un cuadro. El precio es
medida de intercambio, y los valores intrínsecos no son intercambiables, precisa-
mente porque cada uno tiene valor en y por sí mismo. Esta diferencia fundamental
es la que expresó magníficamente el poeta Antonio Machado en los versos que dicen:
“Todo necio / confunde valor [intrínseco] y precio [valor instrumental].” Oscar Wilde,
por su parte, afirmó que A cynic is a man who knows the price of everything but the
value of nothing.

Las opciones por los valores intrínsecos o por los instrumentales no son
sólo individuales sino también colectivas. Hay sociedades que hacen en ciertos
momentos de su historia opción preferencial por el cultivo de los valores intrínse-
cos, y otras que optan por el desarrollo de valores instrumentales. Aunque dista de
haber unanimidad en ello, para lo primero es usual reservar el término de “cultura”
y para lo segundo el de “civilización”. En uno de sus primeros escritos, fechado el
año 1907, escribió Ortega: “Acaso no haya habido época de las plenamente históri-
cas tan ajena como la nuestra al sentimiento, a la preocupación por la cultura. Hoy
nos basta con la civilización, que es cosa muy otra, y nos satisfacemos cuando nos
cuentan que hoy se va de Madrid a Soria en menos tiempo que hace un siglo, olvi-
dando que, sólo si vamos hoy a hacer a Soria algo más exacto, más justo o más bello
de lo que hicieron nuestros abuelos, será la mayor rapidez del viaje humanamente
estimable. Pues habremos de reconocer que la civilización no es más que el conjunto
de las técnicas, de los medios con que vamos domeñando este ingente y bravío ani-
mal de la naturaleza para intenciones sobrenaturales. Adviértase que no digo sobre-
humanas, sino sobrenaturales.” Hay épocas ricas en cultura y pobres en civilización,
y viceversa. La catástrofe de la Primera Guerra Mundial fue interpretada por muchos
como la consecuencia de una civilización técnica extremadamente poderosa y sin el
contrapeso de una gran cultura. Los valores instrumentales habrían vencido a los
intrínsecos.

Precisamente porque es la unidad de medida de los valores instrumentales,


la racionalidad económica busca siempre optimizar la “eficiencia”, es decir, la razón
coste/beneficio, cosa que no sucede en el orden de los valores intrínsecos. Esos
valores son importantes aunque no sean eficientes. Y esto permite entender tam-
bién por qué una civilización como la nuestra, que concede gran relevancia a los
valores instrumentales, ha elevado la eficiencia a la categoría de valor fundamental.
No deja de ser sorprendente que haya sido la cultura occidental la única que ha con-
cedido a la eficiencia un lugar tan preeminente, y que además esto lo haya hecho
en época tan tardía como el siglo XVIII, como consecuencia del auge de la teoría eco-
nómica. Esta opción por la eficiencia explica también que la economía se haya con-
vertido en el tema fundamental de la teoría política y por tanto de la gestión de la

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vida. Ninguna otra cultura había hecho eso antes de la occidental. Esto se debe a su
clara opción por los valores instrumentales.

LOS VALORES Y SUS SOPORTES O DEPOSITARIOS

Los valores se realizan, en medida mayor o menor, en las cosas, y por


tanto tienen a éstas como “soportes”. Esto significa que las cosas en tanto que
“hechos” “soportan” los “valores” o son sus “depositarias.” Así, por ejemplo, un
billete de banco es, en tanto que hecho, un papel de cierto tamaño y pintado de
una determinada manera. Ese “hecho” “soporta” un valor monetario. El valor del
billete no se identifica con el hecho o la cosa. Hasta tal punto es esto así, que puede
cambiar el valor sin modificación del hecho, como sucede en las llamadas “deva-
luaciones” y “revaluaciones” monetarias. Pero como el hecho es el soporte del valor,
si hacemos desaparecer el soporte material, el papel que llamamos billete de banco,
se esfuma con él su valor económico. Lo mismo sucede con un cuadro o con cual-
quier otra realidad que soporte cualidades valiosas.

Esta característica del soporte es de gran importancia, porque según sea su


realidad, las cosas son soportes adecuados de unos valores u otros. En efecto, todo
lo que tiene materia es soporte adecuado de los valores instrumentales o por refe-
rencia, o valores de utilidad. Todo lo material es útil o inútil y soporte adecuado de
valores económicos. Es el ámbito de los llamados valores materiales o de cosa. Hay
otros valores, en cambio, que no los soporta toda realidad material sino sólo aque-
lla dotada de vida, por tanto, los seres vivos. Estos son los llamados no valores
materiales o de cosa, sino valores vitales o de ser vivo. Finalmente, hay otros valo-
res para los que sólo es soporte adecuado el ser humano. Son los llamados valores
espirituales o de persona, o valores personales.

La ordenación de los valores por razón de su soporte es de tal importan-


cia que se refleja de modo muy claro en el lenguaje. De las personas y de sus accio-
nes decimos que son “dignas” o indignas, pero no de los seres vivos no persona-
les y menos de las cosas. A los seres vivos cabe aplicarles propiedades como la
“nobleza” (por ejemplo, de un caballo), algo que no podemos predicar de las cosas.
A éstas, en fin, las calificamos de “útiles” o inútiles. De ahí que a los valores que
soportan las personas se les denomine “valores espirituales, culturales o de per-
sona”, a los que soportan los seres vivos “valores vitales”, y a los que soportan las
cosas, “valores materiales”. Naturalmente, estas últimas cualidades de valor las
soporta todo lo que tiene materia, por tanto también los seres vivos y las personas,
pero no constituyen lo propio y definitorio suyo. En cualquier caso, una persona
puede ser inútil o desagradable, en tanto que una cosa no puede ser indigna.

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DEBER Y VALOR

El hecho de que los seres humanos busquemos transformar la realidad


perfectivamente, añadiéndola valor, es el objeto de estudio de la ética. Su carácter
determinante y específico es el “deber”, algo formalmente distinto del valor, por
más que ambos se hallen íntimamente relacionados. Esta relación consiste en que
nuestro deber es siempre añadir valor, incrementar el valor de las cosas, es decir,
construir los valores, realizarlos, hacerlos realidad. Pero el deber no es un valor
sino que consiste en la realización del valor. Una cosa es la axiología y otra la ética.

El deber moral primario de los seres humanos es realizar valores, pero ello
no es del todo posible. Esta imposibilidad de realizarlos completamente en la prác-
tica es lo que se denomina técnicamente “conflicto de valores”. Todos los valores
pueden colisionar entre sí en situaciones concretas, tanto los de igual rango como
los de rango distinto. De ahí que la conflictividad sea una propiedad esencial en
ética. Ante un conflicto entre dos o más valores, o de alguno de ellos con las cir-
cunstancias concretas del caso, se plantea el problema de qué “debe” hacerse. Esto
se refleja perfectamente en el lenguaje común, que designa con el término “con-
flicto” la dificultad de precisar lo que “debe” hacerse en situaciones concretas en que
hay varios valores en juego y no resulta posible realizar todos ellos a la vez. La
solución de los conflictos de valor ha de buscarse en la deliberación sobre los valo-
res y sus características, pero teniendo en cuenta las circunstancias de cada caso y
las consecuencias previsibles. Esto es lo propio y característico de las que hoy se
denominan “éticas de la responsabilidad”.

LO BUENO Y LO ÓPTIMO

La teoría de los valores ha afirmado siempre que el valor propio y caracte-


rístico de la ética es el de “bueno” a diferencia de “malo”. Pero esto, a poco que se
lo examine, resulta a todas luces insuficiente, y debe su vigencia a los presupuestos
que han venido sesgando la teoría del valor a lo largo de los siglos. El problema
viene de que se ha sustantivado el “bien”, poniendo más énfasis en el sustantivo
“bien” que en el adjetivo “bueno”. Éste adjetivo designa una propiedad o cualidad
de algo, de un sujeto, ya se trate de una cosa o de un acto. La cualidad valiosa se
tiene siempre en grado mayor o menor, y por tanto de la cosa que la posee podrá
decirse que es “buena”, “mejor” u “óptima”. Lo que significa que en el momento en
que el bien pasa de sustancia a cualidad, que además se predica no sólo de cosas
sino también de acciones, resulta que lo bueno necesita siempre como referencia lo
mejor y lo óptimo. Y como la ética trata de actos, de construir o no construir, de rea-
lizar o no realizar, resulta que el deber moral no consiste en la realización de lo sim-
plemente “bueno”, sino que tiene como objetivo la búsqueda de “lo óptimo”. Así
planteado el problema, resulta obvio que la ética no trata de lo bueno sino de lo

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mejor, de lo óptimo. Cualquier decisión distinta de la óptima es moralmente mala.


Si nuestro deber es realizar valores, realizarlos lo máximo posible y en el menor
tiempo, entonces es claro que la ética no trata de lo bueno sino de lo óptimo. Nues-
tro deber es ejecutar lo óptimo, y eso es lo “bueno”.

UN PROGRAMA PARA EL SIGLO XXI

¿Cabe extraer algunas conclusiones prácticas de los anteriores planteamien-


tos? Pienso que sí, y que además estas conclusiones pueden y deben tener gran rele-
vancia en los programas formativos de nuestras escuelas, colegios y universidades.

La formación ha tenido siempre por objeto transmitir a las nuevas genera-


ciones valores. El problema es qué valores son los que ha intentado transmitir y cómo
lo ha hecho. Sorprende que un tema tan importante haya recibido tan poca atención
por parte de los especialistas. Tres concepciones diferentes de los valores, las tres
que hemos descrito anteriormente, han dado lugar a tres modos distintos de forma-
ción en los valores. De estas tres, dos son las que se han llevado la parte del león en
la historia de la cultura occidental. El objetivismo axiológico ha promovido un modo
específico de educar en valores típicamente adoctrinador o doctrinario; es lo que lla-
maré el “adoctrinamiento en valores”. La segunda concepción de los valores, la sub-
jetivista, ha generado un modelo que, utilizando una expresión hace décadas muy
reconocida en el mundo anglosajón, cabe denominar “clarificación de valores”. Frente
a ellas, pienso que es necesario propugnar y desarrollar un tercer modo de formar en
valores que, por razones a estas alturas obvias, propongo denominar “construcción
de valores”. Pueden parecer diferencias puramente nominales, o de mero matiz, pero
como veremos inmediatamente llevan a procesos formativos radicalmente distintos.

EL ADOCTRINAMIENTO EN VALORES

El adoctrinamiento o la indoctrinación es un modo de educar a las perso-


nas, sin duda el más clásico y de mayor vigencia en los anales de la pedagogía, al
menos en la cultura occidental. Educar proviene del verbo latino duco, que significa
conducir. La educación ha sido por ello un proceso unidireccional desde el educa-
dor o elemento docente, al educado o polo discente. Doceo y disco son verbos empa-
rentados en latín, hasta el punto de que el participio de disco es doctus, y de doceo
es doctum. Y si bien no es segura la etimología de discipulus, los antiguos no la sepa-
raron de doceo. Del discípulo se espera que asuma aquello que se le enseña, es
decir, que sea docilis, otro término emparentado con los anteriores. Y lo transmitido
es la doctina. Al que posee ese saber se llama doctus, y a quien lo imparte, doctor.
Finalmente, el texto en que se fija y pervive la doctrina, recibe el nombre de docu-
mentum.

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Basta repasar estos breves datos lingüísticos para darse cuenta de que la
transmisión de los valores se entendió en el modelo clásico como un proceso uni-
direccional, que de una fuente emisora, el docto, el maestro, pasaba al receptor, el
indocto, el discípulo. Eso que pasaba era un depósito fijo e inamovible, la llamada
doctrina. Los valores constituían un depósito objetivo que era preciso transmitir de
una generación a otra. No se trataba de discutir, ni incluso de entender sino de creer
en ellos y asumirlos dócilmente. De ahí que la educación se entendiera como adoc-
trinamiento o indoctrinación.

LA CLARIFICACIÓN DE VALORES

Si el adoctrinamiento es la consecuencia práctica a la que llevó la teoría


intuicionista y objetivista de los valores, su alternativa moderna, la doctrina emoti-
vista y subjetivista ha tenido otra de no menor relevancia práctica ni de mejores con-
secuencias. Hemos pasado de la actitud aguerrida, belicista, que expresa magnífica-
mente el término beligerancia, a la opuesta, la de tolerancia o respetuosa neutralidad.
Es el famoso tema de la neutralidad axiológica, que se introdujo en la cultura occi-
dental de la mano de la aceptación del pluralismo. Frente a beligerancia, neutralidad;
tal fue la consiga.

Esta consigna tuvo varios modos distintos de expresión. Uno fue el político.
El Estado liberal necesitaba ser neutral en cuestiones de valor, dado que sólo de ese
modo podía estar al servicio de todos sin inclinarse u optar por ninguno. Otra expre-
sión de esta teoría fue el principio de neutralidad axiológica que se hizo tópico en
disciplinas como la psicoterapia, y que desde ahí paso a la pedagogía con el nom-
bre de “clarificación de valores”. Esa neutralidad se intenta justificar moralmente ape-
lando a la categoría de respeto, en este caso respecto de la pluralidad, de la diferen-
cia, y por tanto de los valores de cada cuál. Pero la pregunta es si el respeto que
debemos a los demás y a nosotros mismos genera en nosotros una obligación mera-
mente pasiva, la de no interferir en la vida y los valores de quienes no piensan como
nosotros, o si por el contrario nos obliga de forma activa a trabajar para que nues-
tros valores y los de los demás sean los mejores posibles, o al menos que en su
diversidad no pierdan nunca su condición de razonables, prudentes o sabios. En la
gestión de los valores no podemos ser beligerantes, pero tampoco neutrales. La tra-
gedia de nuestra sociedad en general, y de su educación en particular, es que bas-
cula siempre entre la neutralidad de los pasivos y la beligerancia de los activos.

LA CONSTRUCCIÓN DE VALORES

La solución tiene que venir por una vía distinta a las dos expuestas. Los
valores no son completamente objetivos y racionales, pero tampoco son del todo

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subjetivos e irracionales. Más que adoctrinar de modo beligerante o clarificar preser-


vando la neutralidad en las cuestiones de valor, lo que hemos de hacer es involu-
crar a las personas en los procesos de construcción activa de los valores. En este
campo es preciso ser proactivos. Todos tenemos que buscar los mejores valores para
nosotros mismos y para la colectividad. En el caso de los valores individuales, ello
deberemos hacerlo deliberando con nosotros mismos, y en el de los valores colec-
tivos, deliberando con quienes vayan a resultar afectados por ellos. Aquí cobran toda
su fuerza los procedimientos propios de la ética del discurso, tan bien analizados y
descritos por Adela Cortina. Los valores se construyen, y por eso tienen que ser el
objeto de nuestra actividad, tanto individual como colectiva. La construcción de valo-
res es el objetivo fundamental de toda vida que merezca el calificativo de específi-
camente humana.

De ahí la importancia de la deliberación moral. Y de ahí también que la


deliberación deba de ser el objetivo de todo el proceso formativo, desde la más
tierna infancia hasta sus grados más altos. De lo que se trata es de crear personali-
dades deliberativas, que son las opuestas de aquellas que buscan el éxito personal,
el triunfo a toda costa, caiga quien caiga, la imposición del propio criterio por encima
de todo, el ganar la batalla y salir victorioso en la vida, entendida como una lucha
sin cuartel por la propia supervivencia. Desdichadamente, nuestro actual sistema
educativo tiende más a formar en esto último que en la deliberación. A este tema
vengo dedicando desde hace bastantes años la mayor parte de mi tiempo y lo menos
malo de mi actividad. Formulado en sus líneas fundamentales por Aristóteles, el tema
de la deliberación sigue resultando hoy algo tan novedoso como entonces. Es nues-
tra gran asignatura pendiente.

Sólo las personas autónomas pueden deliberar. Las demás, las heterónomas,
actúan por criterios distintos, la comodidad, la conveniencia, los usos, las costumbres,
los mandatos de la ley, o de las autoridades, o de la propia religión. La deliberación
exige autonomía. Y sólo las personas verdaderamente autónomas, las responsables,
pueden ser útiles en la construcción del mundo de los valores y en la búsqueda de su
realización. Por eso educar en la construcción de los valores ha de pasar necesaria-
mente por la educación en la autonomía. Las personas no autónomas, las heteróno-
mas, actuarán siempre al arrimo del sol que más caliente, y por tanto unas veces cons-
truirán y otras muchas destruirán. Ése es, quizá, nuestro máximo mal, nuestra mayor
tragedia, que hoy los valores se construyen y se destruyen al dictado de consignas
que al final nadie sabe de dónde vienen, porque son rigurosamente impersonales,
anónimas. Es lo que Hannah Arendt ha llamado, en frase espléndida, “la banalidad del
mal”. Vivimos en el reino de la pura heteronomía, de lo que Heidegger denominaba
las “habladurías”. Y lo peor es que así es como educamos a nuestros jóvenes.

En resumen. Valorar es un fenómeno universal en la especie humana. Pero


cuando se mira atrás para ver cómo han valorado, y sobre todo cómo han educado

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en los valores los seres humanos, el resultado es decepcionante; yo diría más, sobre-
cogedor, catastrófico. En este campo casi todo está por hacer. Ya no son de recibo
las recetas clásicas de la beligerancia y la indiferencia. Pero nos cuesta elaborar otras
nuevas. No se trata de imponer, ni de respetar, tampoco de promover sino de cons-
truir. Se promueve aquello que ya se tiene y que sólo necesita llevarse adelante. No
es éste el caso de los valores. Cada ser humano tiene que implicarse activamente en
la construcción del mundo de los valores. Sin él, ese mundo habrá perdido algo irre-
mediable e irremisible. Sin Velázquez, la belleza habría perdido unas cualidades esté-
ticas que él sólo podía aportar. Cobra aquí todo su sentido aquella espléndida frase
de Ortega y Gasset en El tema de nuestro tiempo, de que cada ser humano es “un
punto de vista sobre el universo.” Todos somos necesarios, todos imprescindibles.
Lo que nos toca hacer a nosotros no lo podrá hacer nadie más. De ahí que, por
mucho que todos estemos convencidos de que un mundo en el que los valores se
encuentren plenamente realizados nunca se logrará, todos nos sintamos en la obli-
gación de hacer lo que esté en nuestras manos para que eso no suceda. Como gus-
taba de repetir Julián Marías, todos tenemos que cumplir al menos con el imperativo
moral que cada uno llevamos dentro y que nos obliga a decir: “por mí, que no
quede”. No es mucho, pero sí lo humanamente exigible. Actuando así, viviendo así,
al menos tendremos el consuelo de haber vivido y actuado conforme al criterio que
rigió la vida de aquel a quien se llamó, y no por azar, Caballero de la Triste Figura
y por el que quiso ser recordado. Este criterio, en palabras de Cervantes, dice sim-
plemente esto: “que si no acabó grandes cosas, murió por acometellas”.

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