FREUD - Conferencia 27 - La Transferencia
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grado más alto. En tal caso perturba la acción, sea esta la huida o la defensa; y la acción es la
única adecuada y la que sirve a la autoconservación. Por tanto, si atribuimos la parte afectiva
de la angustia realista a la libido yoica, y la acción a la pulsión de conservación del yo,
habremos eliminado toda dificultad teórica. Por lo demás, ¿no seguirán ustedes creyendo en
serio que uno huye porque siente angustia? No; uno siente angustia y emprende la huida por
un motivo común, el que nace de la percepción del peligro. Hombres que han pasado por
peligros mortales cuentan que no sintieron angustia alguna, meramente actuaron -p. ej.,
apuntaron el rifle a la fiera-; y sin duda alguna, eso era lo más adecuado.
Señoras y señores: Ahora que nos acercamos al término de nuestros coloquios, nacerá en
ustedes una cierta expectativa razonable. Piensan, y piensan bien, que no los he conducido a
campo traviesa por el material psicoanalítico para abandonarlos al final sin decirles palabra
sobre la terapia, en la cual, sin duda, reside toda la posibilidad de cultivar el psicoanálisis. Y a
mí me resulta imposible escamotearles este tema, pues en él podrán ustedes tomar
conocimiento, por la observación, de un hecho nuevo sin cuya comprensión los procesos
patológicos que hemos estudiado quedarían sensiblemente incompletos.
Sé que no esperan que los guíe en la técnica con que debe ejercerse el análisis a los fines
terapéuticos. Sólo quieren saber de la manera más general cuáles son los caminos por los
que opera la terapia psicoanalítica y qué resultados, aproximadamente, produce. Y tienen un
incontrastable derecho a saberlo. Pero yo no se los quiero comunicar; prefiero que lo colijan
ustedes mismos.
Pero, señoras y señores, ¿quién les ha informado tan falsamente? Ni por asomo el consejo
de gozar de la vida sexualmente cumple un papel en la terapia analítica -aunque más no
fuera, por el mero hecho de que proclamamos que en el enfermo se libra un obstinado
conflicto entre la moción libidinosa y la represión sexual, entre la orientación sensual y la
ascética; y ese conflicto no se cancela por más que se ayude a una de esas orientaciones
para que triunfe sobre su contraria-. Y aun vemos que en el neurótico ha prevalecido el
ascetismo, como consecuencia de lo cual, justamente, la aspiración sexual sofocada se abre
paso en los síntomas. Si ahora, por el contrario, procurásemos el triunfo de la sensualidad, la
represión sexual arrojada a un lado se sustituiría por síntomas. Ninguna de ambas decisiones
puede poner término al conflicto interior; en cualquier caso, una parte quedaría insatisfecha.
Son muy pocos los casos en que el conflicto es tan lábil que pueda decidirlo un factor como la
toma de partido por parte del médico; y esos casos, en verdad, no necesitan de tratamiento
analítico. Las personas sobre las cuales el médico puede ejercer una influencia tal habrían
hallado aun sin él ese mismo camino. Bien lo saben ustedes: cuando un joven abstinente se
decide a un comercio sexual ilegítimo, o una mujer insatisfecha busca resarcimiento con otro
hombre, por lo general no han aguardado el permiso de un médico ni del analista.
Con respecto a esta situación suele omitirse un punto esencial: el conflicto patógeno de los
neuróticos no puede confundirse con una lucha normal entre mociones del alma situadas en
un mismo terreno psicológico. Es una disputa entre poderes de los cuales uno alcanzó el
estadio de lo preconciente y conciente, mientras que el otro fue contenido en el estadio de lo
inconciente. Por eso no puede lograrse acuerdo; los querellantes son tan incapaces de ello
como el oso polar y la ballena en el famoso apólogo. Una decisión efectiva sólo puede
producirse si los dos se encuentran en el mismo terreno. Pienso que la única tarea de la
terapia consiste en posibilitar esto.
Además, puedo asegurarles que están mal informados si suponen que consejo y guía en los
asuntos de la vida sería una parte integrante de la influencia analítica. Al contrarío, evitamos
dentro de lo posible semejante papel de mentores; lo que más ansiamos es que el enfermo
adopte sus decisiones de manera autónoma. Con este propósito le pedimos también que
suspenda todas sus decisiones vitales acerca de elección profesional, empresas económicas,
matrimonio o divorcio mientras dure el tratamiento, y sólo las lleve a cabo después de
terminado este. Y bien; confiesen que todo esto difiere de lo que habían imaginado. Sólo en
ciertas personas muy jóvenes o totalmente inermes e inestables podemos no respetar esa
voluntaria restricción. En ellas nos vemos obligados a combinar la función del médico con la
del educador, pero entonces tenemos plena conciencia de nuestra responsabilidad, y nos
comportamos con la necesaria cautela (ver nota(1061)).
Del celo con que yo me defiendo del reproche de que en la cura analítica se alentaría a los
neuróticos a gozar de la vida, no pueden ustedes lícitamente inferir que los influimos en el
sentido de la moralidad social. Estamos tan lejos de esto como de aquello. No somos, por
cierto, reformadores, sino meramente observadores, pero no podemos dejar de mirar con ojos
críticos, y nos ha sido imposible tomar partido en favor de la moral sexual convencional o
tener en alta estima la manera en que la sociedad procura ordenar en la práctica los
problemas de la vida sexual. Podemos imputar redondamente a la sociedad que lo que ella,
llama su moral cuesta más sacrificios de los que vale, y que su procedimiento no se basa en
la sinceridad ni testimonia sabiduría. Y no dejamos de comunicar esta crítica a nuestros
pacientes; los acostumbramos a apreciar sin prejuicios los asuntos sexuales al igual que todos
los otros, y si ellos, una vez completada su cura y vueltos autónomos, deciden por su cuenta
adoptar alguna posición intermedia entre el pleno gozar de la vida y el ascetismo
incondicional, no sentimos sobre nuestra conciencia el peso de ninguno de esos desenlaces.
Quien consigue educarse para autoconfesarse la verdad, nos decimos, queda duraderamente
protegido del peligro de la inmoralidad, por más que su patrón de moral se desvíe de algún
modo del usual en la sociedad. Por lo demás, guardémonos de sobrestimar la importancia que
pueda tener el problema de la abstinencia en cuanto a la posibilidad de influir sobre las
neurosis. Sólo en una minoría de los casos el tipo de comercio sexual que se logra con poco
esfuerzo puede poner término a la situación patógena de la frustración y a la estasis libidinal
que es su consecuencia.
Podemos expresar la meta de nuestro empeño con diversas fórmulas: Hacer conciente lo
inconciente, cancelación de las represiones, llenado de las lagunas amnésicas; todo viene a
decir lo mismo. Pero quizá queden ustedes insatisfechos con esta declaración. Habían
imaginado de otra manera la curación de un neurótico: él devendría otro hombre tras haberse
sometido al arduo trabajo de un psicoanálisis; y ahora el resultado total sería apenas que tiene
en el interior de sí algo menos de inconciente y algo más de conciente que antes. Pues bien;
probablemente subestiman la importancia de una alteración interior de esa índole. El neurótico
curado ha devenido en realidad otro hombre, aunque en el fondo, desde luego, siga siendo el
mismo: ha devenido lo que en el mejor de los casos y bajo las condiciones más favorables
podía devenir. Pero esto es mucho. Cuando sepan todo lo que es preciso hacer y el esfuerzo
que se requiere para implantar esa alteración en apariencia tan ínfima de su vida anímica,
advertirán la importancia que posee esa diferencia de nivel psíquico.
Hago ahora una pequeña digresión para preguntarles: ¿Saben a qué se llama una terapia
causal? Se llama así a un procedimiento que no toma como punto de abordaje las
manifestaciones patológicas, sino que se propone eliminar sus causas. ¿Es nuestra terapia
psicoanalítica causal o no? La respuesta no es simple, pero quizá nos dé la oportunidad de
convencernos de la futilidad de un planteo semejante. En la medida en que no se propone
como tarea inmediata la eliminación de los síntomas, la terapia analítica se comporta como
causal. Pero en otro respecto pueden decir que no lo es. En efecto, hemos rastreado el
encadenamiento causal a lo largo de las represiones hasta llegar a las disposiciones
pulsionales, a las intensidades relativas que presentan dentro de la constitución y a las
desviaciones producidas en el curso de su desarrollo. Ahora supongan que nos fuese posible,
acaso por medios químicos, intervenir en esta fábrica, elevar o disminuir la cantidad de la
libido preexistente en cada caso o fortalecer a una pulsión a costa de otra; en tales
condiciones nuestra terapia sería causal en sentido estricto, y para ella nuestro análisis habría
prestado el indispensable trabajo preparatorio del reconocimiento. Pero, como ustedes saben,
ni hablar por ahora de semejante influencia sobre los procesos libidinales; con nuestra 'terapia
psíquica hincamos en otro lugar de la trabazón, no justo allí donde creeríamos discernir las
raíces de los fenómenos, pero sí bastante lejos de los síntomas: en un lugar que unas
circunstancias muy asombrosas nos han hecho asequible.
¿Qué debemos hacer, entonces, para sustituir en nuestro paciente lo inconciente por lo
conciente? Antaño creíamos que era muy simple, nos bastaba con colegir eso inconciente y
enunciárselo. Pero ya sabemos que era un error por estrechez de miras. Nuestro saber sobre
lo inconciente no equivale al saber de él; cuando le comunicamos nuestro saber, él no lo tiene
en lugar de su inconciente, sino junto a eso, y es muy poco lo que ha cambiado. Más bien
debemos representarnos a eso inconciente tópicamente; debemos rebuscar en su recuerdo el
lugar en que eso se produjo por obra de una represión. Si esta represión se elimina, la
sustitución de lo inconciente por lo conciente puede consumarse sin dificultad. Ahora bien,
¿cómo cancelar una represión así? Nuestra tarea entra aquí en una segunda fase. Primero la
rebusca de la represión, después la eliminación de la resistencia que la mantiene en pie.
Y ahora, al hecho (ver nota(1063)). En toda una serie de formas de neurosis, en las histerias,
estados de angustia, neurosis obsesivas, nuestra premisa se verifica. Mediante esa rebusca
de la represión, el descubrimiento de las resistencias, la indicación de lo reprimido, realmente
se logra resolver la tarea, vale decir, superar las resistencias, cancelar la represión y mudar lo
inconciente en conciente. Así obtenemos la más clara imagen de la encarnizada lucha que se
libra en el alma del paciente en torno de la superación de cada resistencia: es una lucha
anímica normal, empeñada en un mismo terreno psicológico, entre los motivos que quieren
mantener la contrainvestidura y los que están prestos a resignarla. Los primeros son los
motivos viejos, los que en su tiempo impusieron la represión; entre los segundos se
encuentran los nuevos que han venido a agregarse, y que confiamos decidirán el conflicto en
favor nuestro. Hemos logrado renovar el viejo conflicto de la represión, hacer que se revise el
proceso tramitado entonces. Como material nuevo aportamos, en primer lugar, la advertencia
de que la decisión primera ha llevado a la enfermedad, y la promesa de que otra facilitará el
camino hacia la curación; en segundo lugar, el enorme cambio sobrevenido en todas las
condiciones desde el momento temporal en que se produjo aquel primer rechazo. En aquella
época el yo era débil, infantil, y quizá tenía fundamento para ver en el reclamo libidinal un
peligro. Hoy es fuerte y experimentado, y además tiene en el médico un auxiliar. Nos está
permitido esperar, entonces, que el conflicto renovado pueda guiarse hacia un desenlace más
favorable que el de la represión.
Y así es: hemos dicho que en las histerias, las neurosis de angustia y las neurosis obsesivas
el éxito nos da en principio la razón. Pero existen otras formas de enfermedad en las que, no
obstante ser idénticas las condiciones, nuestro procedimiento terapéutico nunca alcanza éxito.
También en ellas estuvo en juego un conflicto originario entre el yo y la libido, que llevó a la
represión -por más que esta deba caracterizarse tópicamente de otro modo-; también aquí es
posible pesquisar los lugares en los cuales se produjeron las represiones en la vida del
enfermo: aplicamos el mismo procedimiento, estamos dispuestos a hacer idénticas promesas,
brindamos el mismo auxilio comunicando representaciones-expectativa y, nuevamente, la
diferencia temporal entre el presente y aquellas represiones favorece otro desenlace para el
conflicto. Y a pesar de todo ello, no logramos cancelar una sola resistencia ni eliminar una
sola represión. Estos pacientes, los paranoicos, los melancólicos, los aquejados de dementia
praecox, permanecen totalmente incólumes e inmunes a la terapia psicoanalítica. ¿A qué
puede deberse esto? No a falta de inteligencia; desde luego, se requiere que nuestros
pacientes tengan cierto grado de capacidad intelectual, pero ella con seguridad no falta en los
que sufren paranoia combinatoria, tan sagaces. Y no echamos de menos ninguna de las otras
fuerzas impulsoras. Los melancólicos, por ejemplo, tienen en gran medida la conciencia de
estar enfermos y de que por eso sufren tanto (conciencia que falta en los paranoicos), pero
ello no los hace más asequibles. Estamos ante un hecho que nos desconcierta y que nos
impone esta duda: ¿Hemos comprendido realmente todas las condiciones que determinan el
éxito posible en las otras neurosis?
Notamos que el paciente, al que no le interesaría sino encontrar una salida para sus
conflictos patológicos, desarrolla un interés particular hacia la persona del médico. Todo lo
que tiene que ver con esta persona le parece mucho más importante que sus propios asuntos,
y lo distrae de su condición de enfermo. Por eso el trato con el paciente resulta durante un
tiempo muy agradable; es particularmente obsequioso, procura mostrarse agradecido en
cuanta ocasión se le presenta, exhibe finezas y rasgos meritorios de su carácter que quizá no
habríamos esperado hallar en él. También el médico se forma una opinión favorable acerca
del paciente y agradece a la suerte haberle permitido prestar ayuda, justamente, a una
personalidad tan valiosa. Si el médico tiene oportunidad de hablar con familiares de su
paciente, se entera con beneplácito de que ese agrado es recíproco. En su casa, el paciente
no cesa de alabar al médico, de ponderarle nuevos y nuevos méritos. «Está entusiasmado
con usted, confía en usted ciegamente; todo lo que usted dice es para él como una
revelación», cuentan los parientes. Aquí y allí una voz de este coro se hace más estridente:
«Ya cansa; no habla de otra cosa y siempre tiene el nombre de usted en la boca».
Esperemos que el médico sea lo bastante modesto como para atribuir este aprecio de su
personalidad por parte del paciente a las esperanzas que él puede darle y a la ampliación de
su horizonte intelectual gracias a las sorprendentes y liberadoras revelaciones que la cura trae
consigo. Por otro lado, en estas condiciones el análisis hace brillantes progresos; el paciente
comprende lo que se le apunta, profundiza en las tareas que la cura le plantea, el material de
recuerdos y ocurrencias afluye en abundancia, sorprende al médico por la seguridad y el
acierto de las interpretaciones que hace, y este no puede menos que comprobar complacido
cuán prestamente asimila el enfermo todas las novedades psicológicas que ahí fuera, en el
mundo, suelen despertar la más enconada oposición entre los sanos. Al buen entendimiento
durante el trabajo analítico corresponde también una mejoría objetiva del estado patológico,
por todos reconocida.
Pero un tiempo tan bueno no puede durar siempre. Un buen día se estropea. Aparecen
dificultades en el tratamiento; el paciente asevera que nada más se le ocurre. Se tiene la
definida impresión de que ya no se interesa en el trabajo y de que pasa por alto, a la ligera, la
prescripción que se le dio: la de decir todo cuanto se le pase por la cabeza y abstenerse de
toda crítica. Se comporta como lo hace fuera de la cura, como si nunca hubiera establecido
aquel pacto con el médico; es evidente que le preocupa algo, pero quiere reservárselo. He ahí
una peligrosa situación para el tratamiento. Se está frente a una violenta resistencia, a no
dudarlo. Pero, ¿qué ha ocurrido?
Llamamos trasferencia a este nuevo hecho que tan a regañadientes admitimos. Creemos
que se trata de una trasferencia de sentimientos sobre la persona del médico, pues no nos
parece que la situación de la cura avale el nacimiento de estos últimos. Más bien
conjeturamos que toda esa proclividad del afecto viene de otra parte, estaba ya preparada en
la enferma y con oportunidad del tratamiento analítico se transfirió sobre la persona del
médico, La trasferencia puede presentarse como un tormentoso reclamo de amor o en formas
más atenuadas; en lugar del deseo de ser amada, puede emerger en la muchacha joven el
deseo de que el hombre anciano la acepte como hija predilecta, y la aspiración libidinosa
puede atemperarse en la propuesta de una amistad indisoluble, pero ideal y no sensual.
Muchas mujeres se las arreglan para sublimar la trasferencia y modelarla hasta que cobra una
suerte de viabilidad; otras no pueden menos que expresarla en su forma cruda, originaria,
imposible la mayoría de las veces. Pero en el fondo siempre se trata de lo mismo y siempre es
inequívoca su proveniencia de la misma fuente.
Nada se registra de ella, y tampoco hace falta tomarla en cuenta, mientras opera en favor del
análisis emprendido en común. Pero si después se muda en resistencia, es preciso prestarle
atención y reconocer que modifica su relación con la cura bajo dos condiciones diferentes y
contrapuestas: en primer lugar, cuando en calidad de inclinación tierna se ha hecho tan fuerte,
ha dejado ver tan claramente los signos de su procedencia de la necesidad sexual, que no
puede menos que suscitar una resistencia interior contra ella; y en segundo lugar, cuando
consiste en mociones hostiles en vez de mociones tiernas. Por regla general, los sentimientos
hostiles salen a la luz más tarde que los tiernos, y detrás de ellos; en su simultánea presencia
resultan un buen reflejo de la ambivalencia de sentimientos que rige en la mayoría de
nuestros vínculos íntimos con otros seres humanos. Los sentimientos hostiles importan un
vínculo afectivo a igual título que los tiernos, así como el desacato implica la misma
dependencia que el acatamiento, aunque de signo contrario. Y en cuanto a que los
sentimientos hostiles hacia el médico merezcan el nombre de «trasferencia», no hay duda de
ello, puesto que, a todas luces, la situación de la cura no les da ocasión suficiente; la
necesidad de concebir así la trasferencia negativa nos asegura que no hemos errado en
nuestro juicio sobre la positiva o tierna.
¿De dónde viene la trasferencia, qué dificultades nos depara, cómo la superamos y qué
utilidad extraemos en definitiva de ella? He ahí asuntos dignos de ser tratados con detalle en
una instrucción técnica para el análisis, y que hoy sólo rozaré. Queda excluido ceder a las
demandas del paciente derivadas de su trasferencia, y sería absurdo rechazarlas
inamistosamente o con indignación; superamos la trasferencia cuando demostramos al
enfermo que sus sentimientos no provienen de la situación presente y no valen para la
persona del médico, sino que repiten lo que a él le ocurrió una vez, con anterioridad (ver
nota(1064)). De tal manera lo forzamos a mudar su repetición en recuerdo. Y entonces la
trasferencia, que, tierna u hostil, en cualquier caso parecía significar la más poderosa
amenaza para la cura, se convierte en el mejor instrumento de ella, con cuya ayuda pueden
desplegarse los más cerrados abanicos de la vida anímica.
Pero aún me gustaría decirles algunas palabras para disipar la extrañeza que les ha
provocado la emergencia de este inesperado fenómeno. No olvidemos, en efecto, que la
enfermedad del paciente a quien tomamos bajo análisis no es algo terminado, congelado, sino
que sigue creciendo, y su desarrollo prosigue como el de un ser viviente. La iniciación del
tratamiento no pone fin a ese desarrollo, pero, cuando la cura se ha apoderado del enfermo,
sucede que toda la producción nueva de la enfermedad se concentra en un único lugar, a
saber, la relación con el médico. La trasferencia es comparable así a la capa de crecimiento
celular situada entre la corteza y la pulpa de un árbol, de la que surgen la nueva formación de
tejidos y el espesamiento del tronco. Pero cuando la trasferencia ha cobrado vuelo hasta esta
significación, el trabajo con los recuerdos del enfermo queda muy relegado. No es entonces
incorrecto decir que ya no se está tratando con la enfermedad anterior del paciente, sino con
una neurosis recién creada y recreada, que sustituye a la primera. A esta versión nueva de la
afección antigua se la ha seguido desde el comienzo, se la ha visto nacer y crecer, y uno se
encuentra en su interior en posición particularmente ventajosa, porque es uno mismo el que,
en calidad de objeto, está situado en su centro. Todos los síntomas del enfermo han
abandonado su significado originario y se han incorporado a un sentido nuevo, que consiste
en un vínculo con la trasferencia. 0 de esos síntomas subsistieron sólo algunos, que
admitieron esa remodelación. Ahora bien, el domeñamiento de esta nueva neurosis artificial
coincide con la finiquitación de la enfermedad que se trajo a la cura, con la solución de
nuestra tarea terapéutica. El hombre que en la relación con el médico ha pasado a ser normal
y libre del efecto de unas mociones pulsionales reprimidas, sigue siéndolo también en su vida
propia, cuando el médico se ha hecho a un lado (ver nota(1065)).
La trasferencia tiene esta importancia extraordinaria, lisa y llanamente central para la cura,
en las histerias, las histerias de angustia y las neurosis obsesivas, que por eso se reúnen con
justo título bajo el nombre de «neurosis de trasferencia». Quien ha recogido en el trabajo
analítico la impresión cabal del hecho de la trasferencia ya no puede dudar acerca de la índole
de las mociones sofocadas que se procuran expresión en los síntomas de estas neurosis, ni
pide pruebas más concluyentes acerca de su naturaleza libidinosa. Podemos decir que
nuestra convicción acerca del significado de los síntomas en cuanto satisfacciones libidinosas
sustitutivas sólo se afianzó definitivamente cuando incluimos en la cuenta a la trasferencia.
Ahora tenemos todos los elementos para mejorar nuestra anterior concepción dinámica del
proceso de la cura y ponerla en consonancia con la nueva intelección. Si el enfermo tiene que
librar, batalla por batalla, el conflicto normal con las resistencias que le hemos revelado en el
análisis, necesita de una impulsión poderosa que influya sobre la decisión en el sentido
deseado por nosotros, el que lleva al restablecimiento. De lo contrario podría suceder que
resolviera repetir el desenlace anterior y dejara caer de nuevo en la represión lo que se había
elevado hasta la conciencia. Lo que decide el resultado de esta lucha no es su penetración
intelectual -que no es lo bastante intensa ni libre para semejante logro-, sino únicamente su
relación con el médico. En la medida en que su trasferencia es de signo positivo reviste al
médico de autoridad y presta creencia a sus comunicaciones y concepciones. Sin esa
trasferencia, o si ella es negativa, ni siquiera prestaría oídos al médico o a sus argumentos. La
creencia repite entonces su propia historia genética; es un retoño del amor y al comienzo no
necesitó de argumentos. Sólo más tarde admitió examinarlos siempre que le fueran
presentados por una persona amada. Argumentos sin semejante apoyo nunca valieron, y en
la vida de la mayoría de los hombres nunca valen. Por tanto, en general, un ser humano es
accesible también desde su costado intelectual únicamente en la medida en que es capaz de
investir libidinosamente objetos; y tenemos buenas razones para reconocer y temer en la
magnitud de su narcisismo una barrera contra la posibilidad de influirlo, aun mediante Id mejor
técnica analítica.
Y bien; es preciso atribuir a todos los hombres normales la capacidad de dirigir investiduras
libidinosas de objeto sobre personas. La inclinación a la trasferencia en el llamado neurótico
no es sino un extraordinario acrecentamiento de esta propiedad universal. Sería bien extraño
que nunca se hubiese notado ni apreciado un rasgo de carácter del hombre tan difundido e
importante. No obstante, es lo que ha ocurrido. Bernheim, con certera agudeza, fundó la
doctrina de los fenómenos hipnóticos en el principio de que todos los hombres pueden ser
sugestionados de algún modo, son «sugestionables». Su sugestionabilidad no es más que la
inclinación a la trasferencia, concebida de manera demasiado estrecha, de suerte que ahí no
cabe la trasferencia negativa. Pero Bernheim nunca pudo decir qué era en verdad la
sugestión y cómo se producía. Para él constituía un hecho básico, acerca de cuyo origen no
podía aclarar nada. No advirtió que la «suggestibilité» provenía de la sexualidad, de la
actividad de la libido. Y ahora echamos de ver que hemos abandonado la hipnosis en nuestra
técnica sólo para redescubrir la sugestión bajo la forma de la trasferencia.
Pero he de detenerme y cederles la palabra. Noto en ustedes una objeción que levanta su
cresta con tanta fuerza que los privaría de la capacidad para escuchar si no la dejásemos
expresarse: «Conque ha admitido finalmente que usted trabaja con el poder auxiliar de la
sugestión como los hipnotizadores. Hace ya tiempo que lo sospechábamos. Pero entonces,
¿para qué todo el rodeo por los recuerdos del pasado, el descubrimiento del inconciente, la
interpretación y retraducción de las desfiguraciones, el enorme gasto de esfuerzo, de tiempo y
de dinero si lo único eficaz sigue siendo la sugestión? ¿Por qué no aplica usted la sugestión
directa contra los síntomas, como lo hacen otros, los hipnotizadores honestos? Y además, en
caso de que quiera disculparse por el rodeo que dio invocando los numerosos e importantes
descubrimientos psicológicos que así ha logrado y que se ocultan cuando se recurre a la
sugestión directa, ¿quién garantiza ahora la certeza de esos descubrimientos? ¿Acaso no son
también un resultado de la sugestión, o sea, de la no deliberada? ¿No puede ocurrir que
imponga al enfermo, también en este campo, lo que usted quiere y le parece correcto?».
Esta objeción de ustedes es de enorme interés y exige una respuesta. Pero hoy ya no
puedo, me falta el tiempo. La próxima vez, entonces. Verán que puedo replicarles. Por hoy
remataré lo que había iniciado. Les prometí hacerles comprensible, con el auxilio del hecho de
la trasferencia, la razón por la cual nuestro empeño terapéutico no tiene resultado alguno en
las neurosis narcisistas.
Puedo hacerlo con pocas palabras, y ustedes verán cuán simplemente se soluciona el
enigma y todo se compagina. La observación permite conocer que los que adolecen de
neurosis narcisistas no tienen ninguna capacidad de trasferencia o sólo unos restos
insuficientes de ella. Rechazan al médico, no con hostilidad, sino con indiferencia. Por eso
este no puede influirlos; lo que dice los deja fríos, no les causa ninguna impresión, y entonces
no puede establecerse en ellos el mecanismo de curación que implantamos en los otros, a
saber, la renovación del conflicto patógeno y la superación de la resistencia de la represión.
Permanecen tal cual son. A menudo ya han emprendido intentos de curación por cuenta
propia, los que han llevado a resultados patológicos; nada podemos modificar ahí.
Señoras y señores: Ya conocen nuestro tema de hoy. Me han preguntado por qué en la
terapia psicoanalítica no nos servimos de la sugestión directa, ya que admitimos que nuestra
influencia se basa esencialmente en la trasferencia, vale decir, en la sugestión; y a esto
enlazaron la duda que sobre la objetividad de nuestros descubrimientos psicológicos podía
echar semejante preponderancia de la sugestión. Les he prometido darles una respuesta
circunstanciada.
La sugestión directa es una sugestión dirigida contra la exteriorización de los síntomas, una
lucha entre la autoridad de ustedes y los motivos de la enfermedad. Al practicarla, ustedes no
hacen caso de estos motivos; sólo exigen al enfermo que sofoque su exteriorización en
síntomas. El hecho de que hipnoticen o no al enfermo no constituye ninguna diferencia de
principio. Fue Bernheim quien aseveró, con su característica perspicacia, que la sugestión es
lo esencial en las manifestaciones del hipnotismo, pero la hipnosis misma es ya un resultado
de la sugestión, un estado sugerido (ver nota(1067)); y practicó preferentemente la sugestión
en estado de vigilia, con la que se puede lograr lo mismo que con la sugestión en la hipnosis.