Aibar, Eduard - Revolucion Industrial Articulo Universitario
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RESUMEN Este artículo analiza el concepto de revolución industrial desde sus orígenes, a finales
del siglo xix, hasta la actual efervescencia alrededor de una supuesta Cuarta Revolución Industrial. A
pesar de ser una idea fuertemente fijada en el imaginario cultural occidental y también en el terreno
académico, numerosos estudios historiográficos, económicos y sociológicos llevados a cabo en las
últimas décadas lo han cuestionado profundamente. En este artículo exploraremos, por un lado,
sus deficiencias más notorias –que para muchos lo convierten en un concepto espurio, cargado de
supuestos erróneos y de una visión obsoleta del desarrollo tecnológico– y, por el otro, algunos de
los efectos ideológicos y políticos de su uso.
1 Oikonomics (N.º 12, noviembre de 2019) ISSN 2339-9546 Universitat Oberta de Catalunya
http://oikonomics.uoc.edu Revista de los Estudios de Economía y Empresa
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El término revolución proviene del vocablo latino revolutio, que durante la edad media se utilizaba para referirse
al movimiento circular de los astros. Todavía durante el Renacimiento, en el año 1543, Nicolás Copérnico tituló la
célebre obra donde exponía su modelo heliocéntrico, fundamento de la astronomía moderna, Sobre las revolu-
ciones de las esferas celestes.
Su uso más habitual en la actualidad, es decir, el que se refiere a transformaciones más o menos radicales y
repentinas del orden social o político, parece tener el origen en la Inglaterra de finales del xvii, cuando las clases
altas se levantaron contra las inclinaciones absolutistas del rey Jaime II, en la que fue conocida como la Revolu-
ción Gloriosa. Esta nueva acepción del término, sin embargo, fue minoritaria y se restringió a algunos círculos
políticos e intelectuales europeos. Fueron los ilustrados franceses de mediados del siglo xviii quienes populari-
zaron el término para describir su movimiento intelectual, básicamente porque querían presentarse a sí mismos
como subvertidores del Ancien Régime y como portavoces de un nuevo orden y de una nueva manera de ver el
mundo basado en la razón y los nuevos saberes. Es a partir de entonces cuando el sentido más explícitamente
político del término empezó a aplicarse generalizadamente a las revoluciones burguesas americana (1775-1783),
en primer lugar, y francesa (1789-1799), posteriormente.
Mientras que el concepto medieval y astronómico hacía referencia a un movimiento circular y repetitivo y, por
lo tanto, connotaba un cambio cíclico y periódico que, al fin y al cabo, dejaba las cosas tal como estaban, el
sentido moderno indica precisamente lo contrario: un cambio radical e irreversible que comienza un periodo
nuevo, una nueva época, en la historia de una sociedad. Las revoluciones, al contrario de lo que ocurre con el
movimiento de los planetas alrededor del sol, implican un momento singular de ruptura y establecen una frontera
temporal clara y abrupta entre el pasado y el futuro. Además, son acontecimientos cataclísmicos, traumáticos, y
a menudo violentos, con una cierta coherencia interna a pesar de su complejidad y de la multiplicidad de fuerzas
o de agentes sociales que pueden intervenir, y tienen lugar de manera repentina y más o menos acotada en el
tiempo y el espacio.
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fue ampliamente aceptada durante el siglo xx por muchos académicos –principalmente historiadores sociales,
económicos y de la tecnología– hasta convertirse durante la segunda mitad del siglo en una idea firmemente fija-
da en nuestro imaginario cultural occidental. Progresivamente se fueron añadiendo, además, otras revoluciones
tecnológicas anteriores y posteriores. Muy pronto, la Revolución Industrial se desdobló en la Primera y en la
Segunda, esta última comprendida entre 1870 y 1914, y caracterizada por el inicio de la electrificación, el motor
de combustión interna, diferentes tecnologías de comunicación (telégrafo, radio y teléfono) y una larga lista de
nuevos materiales. La tercera, más conocida como la Revolución Digital, empieza a finales de los cincuenta y
está vinculada a las tecnologías de base microelectrónica, y la cuarta, bautizada así recientemente, está asociada
a la robótica, la inteligencia artificial, la nanotecnología y la biotecnología, y no tiene todavía una definición tem-
poral muy clara. Además de estas, también han sido identificadas varias revoluciones tecnológicas en el entorno
agrícola preindustrial, incluso durante el neolítico y, por supuesto, la alabada Revolución Científica del siglo xvii.
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el caso de la revolución científica, son una larga serie de hallazgos recientes en los muchos y minuciosos estudios
históricos llevados a cabo en las últimas décadas que cuestionan la visión tradicional de este periodo, de las que
han sido, supuestamente, sus características principales e, incluso, del alcance de sus implicaciones sociales.
En primer lugar, algunas de las transformaciones que a menudo se asocian a la Revolución Industrial son, de
hecho, anteriores a ella: la también llamada revolución agrícola británica tuvo lugar desde finales del siglo xvii
y supuso un aumento sin precedentes de la producción y de la productividad en el campo y, por lo tanto, en el
suministro de alimentos; y la red de conexiones entre ciudades (mediante el transporte y los vínculos comerciales)
era también notoria en el periodo anterior. Como pasó en el caso del Renacimiento respeto a la edad media, este
tipo de mitos históricos operan siempre construyendo un fuerte contraste, en realidad ficticio, entre el pasado,
en este caso rural, sin crecimiento económico, socialmente estático y con una estructura urbana débil y poco
conectada, y un futuro industrial con las características inversas.
Por otro lado, la imagen convencional de la Revolución Industrial está fuertemente asociada a una innova-
ción tecnológica concreta: la máquina de vapor. Se trata, de hecho, de un patrón recurrente en las narrativas
tecnorevolucionarias: la Tercera Revolución Industrial, por ejemplo, también se asocia análogamente al circuito
integrado (el chip, como hoy lo denominamos), precedente directo de los microprocesadores que actualmente
controlan ordenadores y teléfonos móviles. Pero la realidad es que el periodo de la Revolución Industrial está pla-
gado de innovaciones técnicas en muchos ámbitos diferentes: desde el telar mecánico, el proceso para obtener
carbón de coque (que sustituyó al carbón vegetal) y varios procesos para la obtención más eficiente de hierro,
hasta las primeras máquinas herramienta como la fresadora. Hoy sabemos que el ahorro económico que supu-
sieron las máquinas de vapor fue, en realidad, bastante modesto (von Tunzelmann, 1977). La mitología revolucio-
naria acostumbra, sin embargo, a identificar innovaciones singulares (como causa simple) que producen grandes
efectos generalizados o universales (como consecuencia compleja).
Otro aspecto discutido de la Revolución Industrial es su acotación temporal. Las diversas caracterizaciones
existentes no han conseguido un acuerdo claro sobre este extremo. Lo mismo ocurre, de hecho, con la Segunda
y la Tercera Revolución Industrial. En gran parte, estas discrepancias son el resultado de dos supuestos erróneos
de la concepción tradicional de la tecnología; por un lado, la confusión entre innovación y uso –con la preferencia
casi hegemónica para destacar la primera– y la supuesta concatenación mecanicista entre innovaciones técnicas
y efectos sociales. La Segunda Revolución Industrial, por ejemplo, estuvo caracterizada por la extensión del uso
de tecnologías que ya se conocían antes, como las máquinas herramienta, las piezas intercambiables o el pro-
ceso Bessemer para producir acero. Las nuevas industrias basadas en las nuevas ciencias del siglo xix, que se
consideran distintivas de la Segunda Revolución, eran en realidad pequeñas en comparación con las «antiguas»
y, de hecho, su máximo histórico se produjo después de la Segunda Guerra Mundial. El proceso de sustitución de
las antiguas ruedas hidráulicas por máquinas de vapor durante la Primera Revolución duró casi un siglo, y estuvo
lejos de ser un proceso repentino o vertiginoso (Basalla y Rubio, 1991). El pico en el consumo de carbón en el
Reino Unido, que habitualmente se asocia también a la Primera Revolución Industrial, se produjo, de hecho, ¡du-
rante la década de 1950! (Edgerton, 2004). Normalmente el mayor impacto social y económico de una tecnología
se produce en el momento de su máxima difusión, y esto acostumbra a suceder mucho después de su invención.
De hecho, algunas de las transformaciones más importantes durante la segunda revolución no fueron de
índole tecnológica en sentido estrictamente artefactual; tuvieron que ver con las infraestructuras (las redes de
electricidad), con las formas de producción (la cadena de montaje) o con los patrones de consumo (nació una
verdadera sociedad de consumo, donde los individuos ya no solo trabajaban para satisfacer sus necesidades
básicas) (de Vries, 2009).
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tastróficas, más bien), que autores como Engels y Toynbee le habían asociado, para presentarla como un hito
histórico en el desarrollo del Reino Unido y, por extensión, de la historia humana. Esta estrategia sintonizó perfec-
tamente con ciertas tendencias intelectuales y políticas conservadoras que culminarían más tarde en los gobier-
nos neoliberales de Thatcher, y con una creciente consideración de la innovación tecnológica como eje básico del
crecimiento económico, una creencia que también empezaba a arraigar entre la izquierda. Dicho de una manera
simplista, la nueva narrativa defendía que el individualismo de John Locke más la economía de libre mercado
de Adam Smith habían producido la Revolución Industrial y, paralelamente, las revoluciones políticas que habían
instaurado la democracia en el Reino Unido, los Estados Unidos y Francia; es decir, en resumen, la esencia del
capitalismo liberal (Coleman, 1992, 34).
Esta nueva perspectiva, que acabó conformando el mito popular actual de la Revolución Industrial, se basó en
parte en una revisión de las consecuencias sociales catastrofistas ya mencionadas. Algunos autores defendieron,
por ejemplo, que los principales efectos sociales de la Revolución Industrial fueron un aumento enorme de la
productividad y una consiguiente mejora sostenida y sin precedentes en las condiciones de vida de la población.
Aun así, los estudios más recientes muestran como el aumento del nivel de vida no se produjo en los países in-
dustrializados hasta finales del siglo xix y principios del xx, y que, a corto y medio plazo, las condiciones de vida
empeoraron (Feinstein, 1998).
Otro aspecto que debe ponerse de manifiesto es el profundo etnocentrismo que rodea al concepto. En
primer lugar, la Revolución Industrial fue un fenómeno claramente británico que, durante mucho tiempo y toda-
vía ahora en menor medida, fue conocida como la Revolución Industrial británica; incluso muchos autores
situaban el origen de la revolución, todavía con más precisión, en el condado de Lancashire. Durante muchas
décadas, de hecho, transformaciones similares solo tuvieron lugar en pocas naciones del planeta, en una pe-
queña parte de Europa (los países con grandes imperios coloniales) y en los EE. UU., fundamentalmente. Las
concepciones posteriores, sin embargo, consideraron el fenómeno bajo el esquema de un tipo de destino uni-
versal, inexorable, y muy pronto las sociedades y las naciones de todo el planeta fueron clasificadas en función
de su grado de acercamiento a la industrialización de estos pocos estados: países desarrollados, en vías de
desarrollo o subdesarrollados. Incluso se propusieron argumentos etnocéntricos para explicar el «retraso»
de otros países (notoriamente, China) sobre la base de la superioridad cultural, política y científica de Europa.
En general, el etnocentrismo asociado al concepto de revolución industrial ha provocado que, hasta hace poco,
los vínculos notorios entre el colonialismo y la industrialización fueran a menudo obviados; no solo las colonias
proveyeron a la metrópolis de gran parte de las materias primas, sino que la Revolución Industrial incrementó
considerablemente el alcance y la intensidad de la empresa colonial.
Por último, muchos de los problemas y de las reticencias que el concepto de revolución industrial ha generado
en los últimos años tienen relación con el descrédito actual de la idea de progreso asociada de forma automáti-
ca, durante buena parte del siglo xx, al desarrollo tecnológico y al crecimiento económico. No solo se han
hecho patentes los efectos ambientales catastróficos de la Revolución Industrial, principalmente debido a las emi-
siones de CO2 y el consecuente cambio climático, que empieza a tener efectos sociales devastadores, sino que
el crecimiento económico que se ha vinculado se ha traducido en un aumento sostenido de las desigualdades
sociales y económicas en la mayor parte de países desde finales del siglo xix hasta ahora. Es en este contexto
que el concepto mismo de ilustración ha sido revisado para separar dos componentes que durante mucho tiem-
po han parecido complementarios: por un lado, un proyecto emancipador de enfrentamiento a la autoridad,
de insumisión al poder y de combate contra la credulidad y, por el otro, el proyecto modernizador entendido
como dominio y explotación de la naturaleza mediante la ciencia y la tecnología (y a su instrumentalización en el
capitalismo industrial) y como sumisión de la mayor parte de culturas y pueblos del planeta, mediante el coloni-
alismo (Garcés, 2017).
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particularidad –que también comparte con la tercera– podríamos destacar el solucionismo tecnológico
(Morozov, 2015) con que se presenta en la mayor parte de formulaciones: la idea de que todos los problemas
tienen una solución tecnológica (incluso aquellos causados por la propia tecnología) y, por lo tanto, las empre-
sas tecnológicas y el mercado podrán resolverlos. Pero a pesar del carácter omnipotente que se otorga a esta
nueva revolución industrial, algunos de los problemas más graves y urgentes a los que nos enfrentamos –el
calentamiento global o la creciente desigualdad social, por ejemplo– no acostumbran a mencionarse entre los
objetivos de la cuarta revolución. Como en la ideología californiana (Barbrook y Cameron, 1996), que fusio-
na el determinismo tecnológico con un neoliberalismo extremo, se profesa una fe ciega en la sustitución de la
política por la ingeniería.
Pero la característica diferencial más importante de esta revolución es que, por primera vez, se trata de
una revolución premonitoria: no describe un periodo del pasado, un conjunto de innovaciones conocidas o
sus consecuencias sociales. Ni siquiera sabemos quiénes son los actores que llevarán a cabo estas innovaci-
ones, ni cuáles serán sus objetivos. Considerando quién son sus portavoces, no parece que sean otros que
las grandes corporaciones tecnológicas que dominan las tecnologías de la comunicación y de la información
actuales, o los entramados financieros que las sustentan. El único mensaje que se transmite de manera clara
es que habrá ganadores y perdedores. Estos últimos serán los países, las instituciones o los individuos que no
sepan adaptarse.
El objetivo parece, pues, doble. En primer lugar, el de convertirse una «profecía que se autocumple» (Unwin,
2019), como ha ocurrido recientemente con la erróneamente llamada ley de Moore, y perpetuar el dominio y la
fortuna de las instituciones y de las empresas que ya ahora están creando, configurando e impulsando estas
tecnologías. En segundo lugar, extender el miedo y la angustia sobre un futuro incierto mediante un discurso apo-
calíptico. En resumen, promover la creencia de que una vez más no hay otra opción que la sumisión voluntaria, y
que reconfigurar, cambiar o subvertir el desarrollo tecnológico queda fuera de nuestro alcance.
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Eduard Aibar
eaibar@uoc.edu
Catedrático de estudios de ciencia y tecnología en los Estudios de Artes y
Humanidades de la UOC
Eduard Aibar es catedrático de estudios de ciencia y tecnología (Science & Techno-
logy Studies, STS) en los Estudios de Artes y Humanidades de la UOC y director del grupo de
investigación sobre Ciencia e Innovación Abiertas (OSI). Imparte docencia en los grados de Hu-
manidades, Ciencias Sociales y Antropología y en los másteres de Historia Contemporánea y de
Filosofía para los Retos Contemporáneos de la UOC, así como en el Doctorado en Sociedad de la
Información y el Conocimiento. Ha sido profesor asociado en la Universidad de Barcelona, investiga-
dor postdoctoral en la Universidad de Maastricht (Países Bajos) y en la Universidad de Salamanca.
Ha publicado numerosos trabajos sobre la interacción entre el desarrollo cientificotecnológico y el
cambio social y organizativo en ámbitos como la administración electrónica, el urbanismo o internet.
Más información en https://www.uoc.edu/webs/eaibar.
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