Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                
0% encontró este documento útil (0 votos)
40 vistas58 páginas

La Libertad en La Grecia Antigua

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1/ 58

LA LIBERTAD EN LA GRECIA

ANTIGUA

A.J. FESTUGIERE

E. Seix Barral
INTRODUCCION

La idea griega y la idea cristiana de libertad son


seguramente dos de las piedras fundamentales de la
civilización occidental. Pero hay que indicar en qué sentido
esta afirmación es cierta.
La libertad, como nombre y como idea, no es algo absoluto
sino relativo. Cuando se dice "un hombre libre" y se
pretende analizar esta noción, inmediatamente se va a
parar a la idea contraria de "cautiverio". Ser libre es no ser
cautivo, es estar "liberado". Pero ¿liberado de quién o de
qué? En el caso del cristianismo, el objeto relativamente al
cual se es libre o se está liberado, se halla expresado si n
confusión posible por los primeros textos cristianos. El
cristiano está libre del pecado, de la ley del pecado. "Jesús
dijo pues a los judíos que habían creído en él: " Si persistís
en mi palabra, sois verdaderamente mis discípulos;
conoceréis la verdad y la verdad os hará libres". Y ellos le
contestaron: "Somos la raza de Abraham y nunca hemos
estado sometidos a nadie. ¿Cómo puedes decir: seréis
libres?" Y Jesús les contestó : "En verdad, en verdad os
digo, quienquiera que comete pecado es esclavo del pecado.
Así pues si el Hijo os emancipa, seréis realmente libres".
"Gracias sean dadas a Dios, porque, después de haber sido
esclavos del pecado, habéis obedecido de todo corazón a la
forma de doctrina, a que se os ha entregado. Emancipados
del pecado habéis pasado a, ser esclavos de la justicia...
Ahora pues, libres del pecado y convertidos en esclavos de
Dios, poseéis vuestra mies para la santificación y poseéis el
fin y la vida eterna". San Pablo está lleno de ese gran tema,
y basta leerle para darse cuenta de los sentimientos que
experimenta al pensar que Jesucristo liberó por fin a los
hombres de la muerte espiritual. Es la doctrina constante
de la Iglesia. Limitémonos a la oración de San Félix de
Valois, el 20 de noviembre : "Oh, Dios, que te has dignado
llamar celestialmente a la misión de redimir cautivos al
beato Félix, concédenos, te lo rogamos, que por tu gracia,
liberados del 'cautiverio de nuestros pecados por su
intercesión, seamos llevados a la patria celeste".

En seguida se ve en qué plan se sitúa la libertad cristiana.


Se trata de un plan moral y espiritual que implica un
radical dualismo. Ese plan no se halla sin duda ausente del
pensamiento griego: baste recordar, en Platón, el dualismo,
asimismo radical, del cuerpo y el alma, del alma prendida
en las cadenas del cuerpo (Fed. 82 e 2), clavada al cuerpo
(Fed. 83 d 4), la idea de la muerte liberadora, ese motivo de
la liberación que persiste a través de todo el Fedón (la
filosofía es la que emancipa, Fed. 82 d 5) y que hace de este
diálogo uno de los breviarios de la piedad antigua. Tampoco
es necesario recordar la influencia de esa corriente platónica
sobre toda la filosofía helenística.
Sin embargo, cuando el nombre y la idea de libertad
aparecen en la literatura griega, no se refieren
primordialmente a la vida espiritual, sino a la vida política. Y
son todavía resonancias políticas las que despiertan en
nosotros la expresión de "libertad griega". Ya se verá, por
otra parte, que si bien es de origen político, ese concepto de
la libertad entre los griegos ha tenido las mayores
consecuencias para la idea misma de hombre, y para la
noción de sabiduría con todo cuanto implica, entre los
antiguos, de nobleza, dignidad y autonomía; y que como
consecuencia, ese concepto griego de la libertad ha influido
poderosamente en la génesis de las ideas morales en
occidente y ha contribuido no poco a la construcción de lo
que podríamos llamar el. "hombre occidental", que es, por lo
menos en mi opinión "el hombre civilizado". De ahí viene el
sumo interés de un análisis de la libertad entre los griegos.
Este estudio comprenderá tres partes. Ante todo
demostraremos cómo la idea de libertad se formó
simultáneamente con la idea de polis que domina toda la
Grecia clásica, y cómo, orgulloso de la libertad que posee en
su ciudad y apasionadamente deseoso de conservar tan gran
bien, el ciudadano de los Estados griegos del siglo V,
combatió con todas sus fuerzas por la libertad de su patria,
que es una misma cosa que la suya propia.

Luego, después de haber recordado todo cuanto el


fermento de la libertad hizo surgir entre los griegos del siglo
V en los diferentes órdenes de las disciplinas humanas,
expondremos cómo los filósofos del siglo IV, Platón y
Aristóteles, definieron y precisaron la noción de libertad en
sus relaciones con un determinado régimen político,
mostrando a la vez las ventajas y peligros de éste, ventajas
bien conocidas en su época y sobre las cuales apenas
insisten, y peligros que les parecen temibles y por lo mismo
les inducen a restringir la idea de libertad, más que a
exaltarla.
Finalmente haremos ver el último avatar de esa libertad
griega a partir del día en que la caída de la polis y el
establecimiento de la monarquía de los Diadocos la forzaron
a refugiarse en cierto modo en la intimidad del hombre. Se
nos puede arrebatar todo excepto la libertad del alma. Se
nos puede arrebatar todo, excepto el derecho imprescriptible
de llamar blanco a lo que es blanco e injusto a lo que es
injusto, y de constituirnos una filosofía de la vida que res-
ponda a nuestras aspiraciones. Ese espectáculo de una
libertad puramente filosófica es el que ofrece todavía a
nuestros ojos la Grecia sometida y éste no es el menor
testimonio de su grandeza.

I
LA LIBERTAD POLÍTICA

La noción de libertad está inmediatamente vinculada, en


Grecia, a la de demokratia, es decir al gobierno del pueblo
por el pueblo (demos): "El fundamento del régimen
democrático es la libertad", dice Aristóteles (Pol., Z 2, 1317 a
20), después de Platón (Rep., V I I I, 557 b 3, 502 b 6).
Consideremos de más cerca qué entendían los griegos al
establecer aquel vínculo. El término democracia, para
nosotros como para Platón que vio los excesos de aquel
régimen durante la guerra del Peloponeso, evoca
inmediatamente la idea de licencia. Pero no por ello dejó de
significar, en los orígenes de la ciudad griega, una hermosa
conquista del hombre. En los tiempos de Homero (siglo VIII)
y de Hesíodo (siglo VII), él pueblo no contaba. En la Iliada,
en las reuniones del ágora, sólo el rey y los gerontes, jefes de
tribu, tienen derecho a empuñar el cetro para dar su opinión
y pronunciar sus fallos. En Los Trabajos y los Días, vemos
asimismo una diferencia radical entre los grandes
terratenientes, que se llaman a sí mismos "hombres de
bien", y la masa de la gente humilde que trabaja duramente,
ora como verdaderos siervos. bajo la forma de la esclavitud o
del mercenariado (thetes), ora en la condición tan inestable
de colonos obligados a entregar cinco sextas partes de la
cosecha (hektemoroi) o de modestos campesinos libres que
no cultivan más que un breve pedazo de tierra.

Condición, por lo demás, 1completamente inestable, ya


que, a pesar de las privaciones que se imponen, en la
mayoría de los casos ni el colono ni el campesino libre
pueden salir adelante: el colono no puede pagar el
arrendamiento y el campesino se ve obligado a pedir en
préstamo. Ahora bien, los ricos prestan a usura, y la
costumbre es entonces cruel para el deudor. Si es
insolvente, es vendido como esclavo, él, su mujer y sus
hijos; y su campo viene a sumarse a la finca del rico. De
modo que en realidad, sólo para éste existe la libertad
verdadera. Si los pobres quieren alcanzar la libertad —y
nos referimos a la libertad en sentido estricto —, si quieren
ser libres en sus personas, en sus cuerpos, tienen que
agruparse y unirse, para compensar por un efecto de masa
el estado de inferioridad en que individualmente les coloca
su nacimiento y su pobreza.
No hay por qué explicar aquí cómo, durante el siglo VII, a
consecuencia de la colonización, de los progresos de la
población en las ciudades y en los puertos, de los
progresos del comercio y del artesanado, se constituyó un
demos urbano, más compacto y mejor organizado que el de
los campos, que supo darse jefes y luchar así contra los
Eupátridas, hasta imponerles finalmente una especie de
reparto de poderes. De ese compromiso resultó la polis
democrática, en la que tan excelentemente se expresa el
genio griego.
Ese cambio se produjo hacia el año 600. Todavía
conservamos el texto de la más antigua, sin duda, de las
leyes constitucionales de Occidente. Como las leyes de
Solón, había sido grabada en un cubo de piedra, clavado a
un poste, lo cual permitía hacer girar la piedra para leer
sus cuatro caras sin necesidad de moverse. El texto,
grabado hacia el año 600, se halla hoy muy deteriorado.
Pero el tono democrático de la ley es innegable: el pueblo,
demos, promulga una ley constitucional (rhetre); sus
demarcas, es decir magistrados elegidos por él,
desempeñan un papel dominante en el gobierno de la
ciudad; al lado de los demarcas aparecen unos "reyes"
(basileis), supervivencia de un régimen puramente
aristocrático o monárquico; juntos convienen en reunirse
en asamblea popular, en días fijos, para administrar
justicia. El condenado puede apelar a un consejo popular,
organismo constituido por elección, que consta de
cincuenta miembros por tribu y que deberá celebrar sesión
plenaria el día 9 de cada mes para administrar todos los
asuntos del demos y particularmente juzgar todos los
litigios que durante el mes se hayan presentado (líneas 19 -
22). Hacia la misma época (592), las leyes de Solón
garantizan a los atenienses, para toda la duración de su
historia, la "libertad civil", prohibiendo la esclavitud de los
deudores insolventes; todos los hijos de atenienses son
ciudadanos libres, y se distribuyen en cuatro clases
censitarias.; los derechos y deberes son proporcionales al
censo, pero aun los ciudadanos de la última clase participan
en la gestión de los asuntos públicos como miembros de la
Asamblea y de los tribunales. La evolución así iniciada
habrá de terminar con la promulgación de las leyes de
Pericles, en 451, al instituirse el pago de las funciones
públicas, lo cual permitirá a los ciudadanos más pobres el
acceso práctico a todos los cargos a excepción del de estra-
tega, por razón de las capacidades que exige.

La alianza entre "libertad" y "democracia" implica pues,


como se ve, dos privilegios: por un lado la libertad civil, en el
sentido de que todo miembro de la ciudad, hijo de padres
ciudadanos, se halla garantizado en su persona y en sus
bienes mientras no infrinja ninguna de las leyes civiles ni
políticas del Estado, y por otro la 'libertad política, en cuanto
el ciudadano, por el solo hecho de su nacimiento, y a
reserva, evidentemente, de obedecer a las leyes, es apto para
revestir todas las magistraturas públicas, ya sea que le
correspondan por sorteo o que se le confíen por elección.
Semejante régimen es distinto del oligárquico o aristocrático
en el que el poder sólo pertenece a la clase restringida de los
"ricos" o de los "mejores" (en sentido social) y del régimen
monárquico o tiránico, en que el poder pertenece
únicamente a un solo hombre cuya decisión tiene fuerza de
ley.
A la pregunta que más arriba formulábamos: "¿Cuál es el
objeto relativamente al cual el hombre griego es libre, es
decir, está liberado, o cuál es el cautiverio de qué se ha
emancipado?" podemos con, testar con una palabra. El
griego se ha liberado, por una parte, en su misma persona,
de las cadenas de la esclavitud que de ataban de hecho (en
forma de servidumbre) o que constantemente le amenazaban
con ligarle, dado lo precario de su condición material
(esclavitud por deudas); y por otra parte, se ha liberado, en
tanto que animal político, del dominio tiránico de los
primeros dueños de Grecia, los reyes o los señores feudales
que poseían la tierra. He aquí el sentido de la libertad entre
los griegos.
Si hay que juzgar das cualidades o los vicios de un
régimen según la mayor o menor justicia que instaure entre
los hombres, no cabe dudar de que la democracia griega, en
su primer estado, fue un régimen infinitamente mejor que la
oligarquía puramente egoísta que sustituía. Veamos pues en
qué consiste exactamente la libertad aportada por aquélla.
Después de haber recordado que el fundamento de la
democracia es la libertad, y que, según la opinión común en
Atenas, ese régimen es el único en que los hombres
participan de la libertad y que tal es el fin mismo que se
propone toda constitución democrática, Aristóteles continúa
en los siguientes términos (Fol., Z 2, 1317 b 2) : "Ahora la
libertad consiste, por una parte, en el hecho de ser
alternativamente gobernado y gobernante— ya que la noción
popular de la justicia es la igualdad de los derechos para
todos numéricamente hablando y no según su valor, y si tal
es la noción de la justicia, la masa es necesariamente
soberana : es la decisión de la mayoría la que cuenta en
último término y dicta el derecho—; la libertad consiste, por
otra parte, en el hecho de que cada uno es libre de vivir a su
guisa: ésa es en efecto la función propia de la libertad, si es
cierto que lo que caracteriza al esclavo es no vivir a su guisa.
Tal es pues el segundo rasgo distintivo de la democracia, de
donde procede la pretensión de no tener señores. Si es
posible, de no tener ninguno; si es imposible, de ser
alternativamente señor y súbdito: pues de este modo se
tiende a realizar la libertad en la igualdad para todos".
Veamos a continuación algunos textos del siglo V, para
mejor aclarar esa definición del más lúcido e imparcial de los
escritores políticos de la antigüedad.

Herodoto interrumpe súbitamente el relato de la conjuración


de Darío contra los magos para referirnos que, después del
asesinato del falso Smerdis, al reunirse los siete conjurados,
tres de ellos, Otanes,Megabizo y Darío, sostuvieron
sucesivamente la causa del régimen popular, de la oligarquía
y de la monarquía (III, 80-82). Es evidente, como lo hacer ver
su más reciente editor, que esos tres discursos no tienen
ninguna verosimilitud histórica y que Herodoto se inspira
sencillamente en discusiones sofísticas como las que a la,
sazón estaban de moda en la Atenas de Pericles.

¿Cuál es, pues, a los ojos de Otanes-Herodoto, la ventaja


principal del sistema democrático? Acaba de demostrar los
inconvenientes del régimen monárquico. Entregar todo el
poder a un solo hombre, sin que tenga que dar cuenta a
nadie es necesariamente, por excelente que sea aquél,
llenarle de insolencia orgullosa (hybris) y de envidia. Desde
aquel momento, el monarca se convertirá en tirano. No
podrá tolerar a ningún igual. Envidiará a los mejores.
Desconfiará de los aduladores. Convencido de que todo lo
puede, trastornará las costumbres más santas y cometerá
todos los crímenes. "Por el contrario; el gobierno del pueblo
lleva ante todo el más bello de todos los nombres: isonomia.
En segundo lugar, ese gobierno no actúa en ningún modo
como el monarca: las magistraturas se confieren por sorteo,
todos los magistrados deben rendir cuentas, y todas las
deliberaciones se celebran ante el público". Otanes opina,
pues, en favor del gobierno popular: "ya que en el número
consiste todo".

En esa opinión se reconocen muchos rasgos, y aun


términos, favoritos del alma griega del siglo V. Ante todo "el
más bello de todos los nombres: isonomia". La isonomia es
el reparto igual entre todos, lo que nosotros llamaríamos la
"igualdad de derechos civiles y políticos", Ahora bien, para
demostrar hasta qué punto la idea y el término son
familiares a los espíritus del siglo V, bastará con una
sencilla anécdota. Un médico, Alcmeón de Crotona, pretende
determinar, según la costumbre de los médicos de entonces,
las causas generales de la salud y de la enfermedad.
Respecto a este punto, reinaban esencialmente en la
Medicina antigua dos teorías : una, que podemos llamar
"dietética" hace depender el buen o mal estado de salud del
régimen alimenticio y, en general, del modo de vivir
(ejercicios físicos, descanso, etc.) ; la otra, que podemos
denominar "somática" lo funda en la buena o mala mezcla,
en el cuerpo, de los cuatro elementos o, más precisamente,
de sus cualidades fundamentales: frío, calor, sequedad y
humedad. Alcmeón comparte esta segunda opinión, que es,
en general, la de la escuela médica de Sicilia y Magna
Grecia. Y he aquí cómo se expresa para explicar que la salud
depende del equilibrio de las cualidades fundamentales: "Lo
que mantiene la salud es la isonomia de las cualidades,
humedad y sequedad, frío y calor, amargor y dulzura, etc.;
mientras que, por el contrario, la monarquía de una de ellas
es causa de enfermedad. En efecto, el poder absoluto
(monarquía) de uno de los contrarios trae consigo la ruina de
la persona. De hecho las enfermedades sobrevienen, por lo
que a su causa se refiere, por exceso de calor o de frío... En
cambio la salud consiste en la mezcla bien proporcionada de
las cualidades" (fr. 4 Diels).
Pasemos ahora a la guerra del Peloponeso y al famoso
discurso de Pericles sobre los atenienses que perecieron
durante el primer año de aquella contienda (Tucídides, II ,
35 y ss.) (*). Pericles empieza con un. elogio de los
antepasados que, "con sus virtudes militares transmitieron a
sus sucesores el suelo de la patria libre hasta hoy" (II, 36).
Continúa con un elogio de la democracia en el que hallamos
ya los dos caracteres distintivos señalados por Aristóteles :
por un lado la igualdad de derechos, por otro la libertad que
cada uno tiene de vivir a su guisa. "Nuestra constitución —
dice— se llama democracia, porque interesa, no a un
pequeño número de individuos, sino a la mayoría. Por lo que
respecta a las leyes, todos, en las querellas entre par-
ticulares, gozan de derechos iguales; en lo que se refiere a
las dignidades, cada uno, según el mérito que le distingue,
es ordinariamente preferido para los cargos públicos, no por
causa de su partido, sino por sus virtudes. Y ni siquiera hay
exclusiones por falta de ilustración debida a la pobreza,
cuando un ciudadano se halla capacitado para prestar algún
servicio al Estado. Nuestra conducta por lo que respecta a la
administración de los negocios públicos y en lo que
concierne a la desconfianza en las relaciones diarias de la
vida, es completamente franca: ni nos irritamos contra
nuestros semejantes si obran a su guisa, ni infligimos
tormentos de esos que, por cuanto no tienen reparación, no
son menos penosos de soportar a los ojos de todos. A pesar
de esa facilidad en nuestras relaciones privadas, un temor
respetuoso, más que ninguna otra cosa, nos impide infringir
las leyes en nuestros actos públicos, pues obedecemos a los
magistrados que se suceden en los cargos lo mismo que a la
leyes, y sobre todo a aquéllas que, sin estar escritas,
representan para quienes falten a ellas una vergüenza por
todos reconocida".

Tal es el ideal de la, democracia y de la libertad. Antes de


señalar sus excesos, conviene mostrar cómo ese principio de
libertad suscitó en Atenas un prodigioso desarrollo de vida y
actividad en todas las disciplinas humanas.

Ante todo, es indudable que la libertad de que gozaban en


cuanto ciudadanos impulsó a los atenienses a ,defenderse
sin desfallecer, a principios del siglo V, contra los persas y, a
fines de ese mismo siglo, contra Esparta y sus aliados. Es
un lugar común entre los poetas trágicos y los historiadores
de la época el comparar a los griegos con los súbditos del
Gran Rey, como hombres libres frente a esclavos. No sólo
combatían pro aria et focis, sino por un ideal de vida que
habían conquistado en buena lid y del que tenían conciencia
que era el único que les podía asegurar un total desarrollo
de la persona humana. En los Persas de Esquilo (472),
cuando Atossa pregunta al coro (versos 230 y ss.): "¿Dónde
está Atenas? ¿Es acaso una ciudad tan grande y tan
poderosa por su ejército y por sus tesoros que Jerjes haya
considerado necesario abatirla? ¿Quiénes son, pues, esos
atenienses? ¿Qué jefe les conduce, al combate y les gobierna
como déspota?", los ancianos contestan: "No se dicen
esclavos de ningún hombre ni obedecen a nadie" (v. 242).
No ser esclavo de ningún hombre, ésta es la gloria del
griego. Cuando el Otanes de Herodoto, que, aunque persa,
expresa el ideal griego, ve rechazada su proposición de un
régimen democrático y aceptada la monarquía, declara que
por s u parte rechaza el poder: "pero a condición—dice—de
que no estaré a las órdenes de ninguno de vosotros, ni yo ni
ninguno de mis descendientes a perpetuidad" (I I I , 83). Y el
historiador concluye (III, 84): " Y todavía hoy, la casa de
Otanes es la única libre entre los persas". ¿En qué consiste
esa libertad? "Esa casa no está sometida más que mientras
quiera, en cuanto no infringe las leyes de los persas". Toda
la diferencia está resumida en esas palabras. El griego no
obedece a. un hombre, pero obedece a la ley, ya que ésta es
la expresión de la voluntad del pueblo, y el. pueblo es él. En
efecto, él es quien, en el consejo y en la asamblea, ha
preparado y redactado la ley; él es también quien la aplica
en los distintos tribunales de la ciudad.
Esta concepción política no es particular de tal o cual Estado
griego. Sin duda Atenas constituye el modelo (Tucídides, II,
37), pero no es la única ciudad que posee semejante
privilegio. Herodoto lo atribuye también a los espartanos en
una circunstancia memorable. Jerjes, en Dorisco de Tracia,
a punto de invadir Grecia propiamente dicha, hace el
recuento de su ejército y de su flota (VII, 100)

Asombrado ante su mismo poderío, manda llamar ante sí a


Demarates, antiguo rey de Esparta expulsado de su patria y
refugiado en la corte persa, y le hace la siguiente pregunta:
"¿Cómo podrán los griegos resistir a un ejército tan
formidable?" (VII, 101). Demarates le contesta que los
lacedemonios, aunque no tuvieran más que un millar de
hombres, combatirían hasta el último antes de ver esclava a
Grecia (VII, 102). Jerjes se echa a reir. ¿Qué harán mil
hombres contra él, o cinco mil, o aunque sean cincuenta
mil? ¡Sin contar con que esos hombres son todos igualmente
libres y no obedecen a un jefe único! Si al menos, como entre
los persas, los griegos estuvieran gobernados por un
monarca, le temerían, y, por miedo, se resignarían a una
lucha desigual. Pero, puesto que son libres, no combatirán
(VII, 103). ¿Qué contesta Demarates? "Los lacedemonios son
libres sin duda, pero no lo son en todo. Tienen por dueño a
la ley, y la temen mucho más de lo que los persas puedan
temer a Jerjes. Siempre obedecen a sus mandatos, y el
mandato de la ley siempre es el mismo: no huir del combate,
cualquiera que sea el número de los adversarios, sino
mantenerse firme en su puesto hasta vencer o morir" (VII,
103).

En cuanto al tesón de Atenas en los últimos años, tan


trágicos, de la guerra del Peloponeso, baste citar las nobles
líneas de Tucídides en el pasaje mismo en que, a pesar de
todo, condena la política de los atenienses después de la
muerte de Pericles (II, 65). " A pesar de su desastre en
Sicilia, de las pérdidas que sufrieron de todo su ejército y de
la mayor parte de su armada, y a pesar de que en la ciudad
misma no hubo más que disensiones, los atenienses,
durante tres años resistieron, no sólo a sus antiguos enemi-
gos, sino también a los sicilianos que se sumaron a ellos, a
sus propios aliados, que en su mayoría les habían
abandonado, y finalmente a Ciro, hijo del Gran Rey, que
había sumado sus fuerzas a la coalición y daba dinero a los
peloponesios para su marina. Y aunque no puede negarse
que al fin cedieron, ello no fue antes de que hubiesen
sucumbido a sus propias luchas interiores y se hubiesen
derribado a sí mismos."

El coro de ancianos, en los Persas, se lamenta de la ruina


del poderío del Gran Rey. Ya nadie pagará tributo ni se
arrodillará para recibir las órdenes reales. Se acabó la fuerza
del basileus (vv. 584, 590). Y añade luego: "Ay, ni siquiera
para las lenguas habrá freno. Porque un pueblo se siente
desatado y habla libremente en cuanto no se halla sometido
al yugo de la fuerza" (vv. 591-594).
Como puede verse, del sentido de libertad política que es el
fundamental, en cuanto toda libertad deriva del derecho
imprescriptible que todo hombre tiene a usar a su antojo de
su propia persona, se ha pasado naturalmente a la libertad
de pensamiento, de lenguaje, de actitud y de conducta: el
hombre libre debe comportarse como un hombre libre. La
evolución semántica sería interesante, pero demasiado larga
de explicar. únicamente quisiéramos, por medio de algunos
ejemplos, demostrar cómo ese espíritu de libertad favoreció
el espíritu de investigación e invención, entre los griegos del
siglo V, en la misma medida en que favorecía también el
mayor desarrollo de la personalidad.

Así ocurre, en primer lugar, en el arte más importante de


la época, o sea la tragedia ática: La primera obra que
conservamos de Esquilo, las Suplicantes (493-490), es
apenas un drama cuyos personajes viven y se mueven:
mejor podría comparársela a un oratorio. Mucho mayor
vigor se encuentra ya en los Persas (472), aunque,
asimismo, los personajes tienen todavía mayor carácter de
símbolos que de individualidades concretas. Y lo mismo
cabe decir, por grandiosa que sea, de la figura de Eteocles,
en los Siete contra Tebas: Eteocles es la resistencia, y como
a tal nos conmueve, y no por los rasgos particulares que le
caracterizan como individuo. Quien, por así decirlo,
emancipó la personalidad de los héroes trágicos, fué
Sófocles, cuyo primer éxito data de 468 : Ayax, Edipo,
Antígona, Tecmesse, Deyanira, Filoctetes, nos interesan en
cuanto a. individuos. Y esa liberación corre parejas con
innovaciones técnicas. Sófocles introduce el tercer actor,
aumenta de doce a quince el número de los coreutas, se
desprende de la norma que exige que las tres piezas de una
trilogía se refieran a una misma leyenda. Hacia la misma
época, Agatarco inventa el arte de la perspectiva y este
progreso técnico, apenas descubierto, se emplea en las
decoraciones del teatro. Y lo que demuestra claramente la
curiosidad y el ardor constantes de los griegos de la época,
es que el viejo Esquilo, en su Orestiada (458 ), adopta las
innovaciones de su rival: Agamenón, Clitemnestra, Casan-
dra, Electra y Orestes son caracteres de una fuerza y una
vida inolvidables.

En el arte de la escultura, cuya edad clásica empieza con


las guerras médicas, se observa una liberación análoga:
"Antes del año 500 — escribe Ch. Picard— habían
aparecido algunos artistas muy notorios; pero sobre todo
existían "talleres", si no "escuelas". El clasicismo de los dos
grandes siglos de Grecia permite los más expresivos
triunfos del individualismo". Para manifestar el camino
recorrido desde los tiempos de la batalla de Maratón hasta
Fidias, aquel mismo autor publica, después de las estatuas
de los frontones del Partenón, una figura de hombre
tendido o herido, de un frontón de uno de los tesoros de
Delfos, fechada entre 490 y 485 .
Cambios de orden análogo se revelan en el arte de la
música. Son de dos clases. En tiempo de Píndaro y sin duda
desde mucho antes, los griegos conocían tres escalas
musicales, la enarmónica, la cromática y la diatónica, que
procedían respectivamente por cuartos de tono, tercios de
tono y semitonos. La escala enarmónica, de la cual apenas
podemos en la actualidad formarnos idea; no permitía más
que una melodía severa y grave, bastante monótona, sin
inflexiones sensibles ni modulaciones apasionadas.
Correspondía a la nobleza y a la pureza de líneas del estilo
dórico. Era la música que convenía a la poesía sagrada, lo
mismo que a las grandes obras pindáricas o a los coros
trágicos. Se ajustaba perfectamente al papel de consejeros
morales que los poetas de la lírica coral, y después de ellos,
los coros trágicos, solían atribuirse. Por esto, desde Frínico
(hacia 500), esa escala era la única admitida en la música
que sostenía los textos cantados por esos coros. La
cromática, en cambio, se prestaba a una melodía sensible y
apasionada, aquella que Platón llama "música azucarada" y
a la que no regatea censuras. Para un antiguo, pasar de la
escala enarmónica a la cromática era algo semejante a lo
que puede ser para un moderno pasar de Bach a Schu-
mann. Ahora bien, desde los tiempos de Eurípides, algunos
músicos intentaron moderar la austeridad de la enarmónica
en los coros aproximando sus intervalos al semitono, es
decir, acercándola a la cromática. El último paso fue
franqueado por el poeta trágico Agatón, en 410, al
introducir el empleo de la cromática en el acompañamiento
de los coros de tragedias.

La otra liberación es la siguiente. Todavía en tiempos de


Píndaro, el canto vocal (¡al unísono!), la música de
acompañamiento y los movimientos coreográficos
constituían, en la lírica coral, un conjunto indisoluble. La
música era muy sencilla y una misma melodía se repetía en
todas las estrofas y antiestrofas, variando únicamente en el
épodo. Aquella música permanecía realmente en su rango
de sirvienta. Lo que prevalecía era el canto. Éste, por lo
demás, era obra del poeta mismo, que lo había compuesto
juntamente con la letra, al igual que dirigía personalmente
las evoluciones del coro. Quien triunfaba era pues el poeta:
ni siquiera se saben los nombres de los flautistas o
citaristas profesionales que con sus instrumentos
acompañaron la ejecución de las odas pindáricas. Pero la
música no tardó en salir de ese papel secundario. Ya en
tiempos de Esquilo, su rival Pratinas protesta, en un
hiporquema, contra las libertades que se han tomado los
flautistas, destinados, por profesión, a acompañar el canto
coral: "No son ellos quienes acompañan —dice—, sino el
canto del coro el que pasa a ser un acompañamiento de las
flautas". Hacia mediados del siglo, la música se ha hecho
bastante independiente — aunque sin dejar de fundarse,
naturalmente, en un conjunto esencialmente vocal — para
que se pueda construir en Atenas la primera sala de
conciertos, el Odeón de Pericles. Más tarde, bajo la
influencia de Timoteo, que fue amigo de Eurípides, y de
Filoxeno, la música se convirtió en un arte casi enteramente
autónomo y que apasionaba a los atenienses. Hacia la
misma época, el coro, por lo menos en las tragedias, tiende
a ceder el paso a puros intermedios de música y danza. Así
parece que ocurría en las Ecclesiazusai (392?) y el Pluto
(388), de Aristófanes. En las comedias de Menandro el coro
ha desaparecido, y ha sido sustituido por danzas o
pantomimas acompañadas de música.
Análogo progreso cabría encontrar en otros géneros. Por
ejemplo en la prosa, en la que, desde el período gorgianesco
cristalizado en la estructura antitética en que todos los
miembros de la frase, grandes y pequeños, se corresponden
rigurosamente, se pasa en pocos años al estilo infinitamente
más flexible de los primeros diálogos de Platón, donde
parece oirse hablar a la buena sociedad ateniense. Por
ejemplo, por fin, en la Medicina, donde, al lado de la
Medicina clerical cuyo triunfo será el establecimiento del
culto y de los "milagros" de Esculapio a partir de los últimos
años del siglo V, se ve aparecer una Medicina laica
independiente de toda superstición, y únicamente fundada
en la experiencia y el razonamiento que, ya a fines del siglo
V, desemboca en esta declaración del autor del Mal sagrado
(capítulo I ) : "Esta enfermedad no me parece tener nada más
divino que las demás, ni más sagrado ; del mismo modo que
todas las demás enfermedades tienen un origen natural a
partir del cual nacen, ésta tiene también un origen natural y
una causa ocasional".

II

CRÍTICA FILOSÓFICA DE LA IDEA


DE LIBERTAD

En la "prosopopeya de las leyes" del Gritón, la base de la


argumentación es que la ley es una especie de contrato entre
la comunidad cívica y el individuo. Al llegar a la edad viril y
una vez enterado de la vida pública y de las leyes, el
ciudadano ateniense puede muy bien, si esa vida y esas
leyes no le convienen, ir a establecerse en otra parte llevando
consigo todos sus bienes. Sócrates no hizo nada de eso.
Vivió siempre en Atenas y demostró así que las leyes y el
régimen político atenienses eran de su agrado. Por
consiguiente se ligó a sí mismo y ahora no le es posible
violar aquel acuerdo huyendo del Ática (52 b 53 a).
Ahora bien, en ese célebre pasaje hay una frase muy
notable. Sócrates, se dice, se lo debe todo a las leyes de la
ciudad: ellas son las que le engendraron, en el sentido de
que nació de un matrimonio legítimo consagrado por la ley, y
ellas le criaron y educaron, en cuanto prescribieron a su
padre la obligación de instruirle en la música y en la
gimnasia. Eran, pues, como Sócrates lo reconoce, unas leyes
buenas. "Ahora bien, si nosotras somos quienes te trajimos
al mundo, te criamos y te educamos (50 e 2, cf. 51 c 8),
¿acaso puedes pretender que no eres nuestro, que no eres
nuestro vástago y nuestro esclavo, tú y tus descendientes?"

La frase, ciertamente, no deja de ser curiosa. El ciudadano


es un hombre libre en cuanto no obedece a otro hombre.
Pero es esclavo de la ley. La ciudad le ha hecho libre
garantizándole las libertades políticas que más arriba
hemos definido: pero esa misma ciudad le considera su
esclavo, ya que a ella pertenece por entero. Así es, en efecto,
en virtud de un contrato. La ciudad propone las leyes a la
asamblea, y cada ciudadano es libre de aceptarlas o de
discutirlas; si no las discute, queda atado por ellas. Lo cual
equivale, en definitiva, a decir que el ciudadano es esclavo
en la misma medida que es libre. La libertad, para él,
implica tomar parte en la vida política. Si participa en la
política, él es quien hace las leyes. Por consiguiente, cuando
obedece a la ley no hace más que obedecer a sus propios
derechos, o dicho de otro modo, a sí mismo.
Ya se comprende cuáles son las consecuencias de
semejante concepción. Ante todo, no hay verdadera libertad
sin participación en el gobierno, lo cual lleva consigo una
obligación: el ciudadano debe hacerse responsable. Además,
una vez votada la ley — y el ciudadano ha tenido el derecho
y la posibilidad de oponerse a su votación — hay que obede-
cerla sin restricción. En una palabra, la libertad política
obliga a una disciplina del espíritu y de las costumbres. El
gobierno del pueblo por el pueblo supone una educación
que haría a todos los ciudadanos conscientes de sus propios
actos.
Este es, en verdad, todo el problema de la libertad griega.
En el célebre pasaje de la República (VIII, 555 b y ss.), los
excesos de la libertad conducen a la anarquía, es decir a un
estado donde no hay autoridad y, por consiguiente, todos
los partidos se desgarran mutuamente. La anarquía a su
vez conduce a la tiranía. Bajo esta forma, el punto de vista
teórico de Platón no responde por completo a la realidad de
los hechos en Grecia. Pero no deja de ser interesante ver lo
que los griegos pensaron respecto a los peligros de la
libertad y cómo Platón llegó a construir su teoría de la
sucesión de las constituciones (timocracia –> oligarquía –>
democracia –> tiranía).
No es exacto que las tiranías del siglo VII nacieran de los
excesos del régimen democrático: en efecto, entonces no
había democracias sino únicamente oligarquías. En
realidad, las tiranías de aquella época no siguieron al
gobierno popular, sino que le precedieron. Lo que sí es
cierto es que las tiranías se establecieron con la ayuda del
demos. Éste, al adquirir poco a poco conciencia de sus
derechos e intentar liberarse del yugo de los grandes
señores, se aliaba a uno de ellos para combatir a los demás:
el oligarca así convertido en "protector" del pueblo no tar-
daba en constituirse en tirano. Además, como la tiranía era
de origen popular, generalmente se mantenía, por lo menos
al principio, favorable al demos y hostil a los oligarcas. En
este sentido Aristóteles puede escribir (Poi., E 10, 1310 b
15, cf. 5, 1305 a 9 : "Casi todos los tiranos empezaron por
ser jefes del partido popular que se aseguraron la confianza
del pueblo atacando a los notables" ; y cita el caso de
Panecio de Leontini (608 a. de J.), de Cipselo de Corintio
(655 a. de J.) y de Pisistrato de Atenas (561 a. de J.). Y en
otro pasaje dice más explícitamente (E 5, 1305 a 21): "Todos
esos protectores del pueblo no se elevaron a la tiranía hasta
después de haber logrado la confianza del pueblo. Y
adquirieron esa confianza porque se veía que odiaban a los
ricos: así Pisístrato llegó a ser tirano en Atenas cuando
hubo formado un partido contra los propietarios del llano, y
Teágenes lo fue en Mégara (625 a. de J.) cuando después de
haber capturado todo el ganado de los grandes propietarios
que estaba paciendo junto al río, hubo degollado a todas las
reses". Lo que también es cierto, es que la tiranía es el
término de un período de discordias y de asesinatos. Esos
dos rasgos fueron observados ya en el siglo V por los
primeros escritores políticos de Grecia.
Veamos ante todo a Herodoto. En la discusión más arriba
citada entre Otanes, Megabizo y Darío (Her., III, 80-82),
Megabizo critica el gobierno popular desde el punto de vista
del régimen oligárquico, del cual se ha erigido en campeón.
Nada más necio, dice, ni más insolente que la masa, y sería
una locura pasar de la h y b r i s de un tirano a la h y b r i s ,
mucho peor, de un populacho desenfrenado. El primero, por
lo menos, sabe lo que hace, mientras que el segundo ni
siquiera lo sabe. Y ¿cómo podría saberlo, si no ha recibido
ninguna instrucción, ni tiene idea ninguna del bien, y se
lanza a la política como un torrente, sin reflexionar? (III,
81). Esa crítica es muy poco original. No hace más que
expresar el desdén, común a todos los oligarcas, por la
masa popular. Teognis (fines del siglo VII) ya había escrito
(vv. 53 y ss.): "Sin duda, Cirno, esta ciudad se sostiene
todavía, pero ¡qué diferencia en quienes la habitan! Esos
miserables, en otro tiempo, no conocían ni tribunales ni
leyes. Cubierto el flanco por raídas pieles de cabra, pacían
fuera de la ciudad como ciervos y ahora, ¡oh hijo de Poli-
pais!, ellos son los "hombres de bien", y aquellos que en otro
tiempo gozaban de prestigio hoy no son nadie". Más
interesante es lo que dice Darío (Her., I I I , 82), en favor de la
monarquía. El gobierno de uno solo es el mejor no ya por sí
mismo, sino también porque a él conducen fatalmente las
dos otras formas políticas. La oligarquía engendra
forzosamente violentas enemistades entre los privilegiados
que la componen; de esas enemistades nacen discordias, de
esas discordias, asesinatos y esos asesinatos conducen a la
monarquía. En el gobierno popular, los antiguos oligarcas,
que han pasado a ser los réprobos se entienden entre sí
para conspirar contra la república. Y así sucede hasta que
un hombre se constituye en protector del pueblo. Este
hombre se convierte en objeto de la admiración popular y es
proclamado monarca. Pero a él le debe el pueblo la libertad:
"Puesto que hemos sido liberados gracias a un solo hombre,
nuestras preferencias deben ser por un régimen de esta
clase (monárquico)".

Se ha observado ya desde hace mucho tiempo que la serie


de acontecimientos: "desórdenes, asesinatos, monarquía", se
halla ya en Teognis a fines del siglo VII (vv. 43 y ss.): Los
"buenos", dice el poeta, no han arruinado jamás ninguna
ciudad. Pero cuando los "malos" se ponen a ser insolentes, a
corromper al pueblo, a dictar fallos injustos en favor de éste
y todo ello porque aspiran a la fortuna y al poder, la
tranquilidad de la ciudad ha llegado a su fin: realmente,
aunque la ciudad parezca estar en paz, todo se ha perdido
desde el día en que los "malos" quieren enriquecerse a
expensas de la cosa pública. De ahí en efecto nacen las
discordias, corre la sangre por la ciudad y así se llega a la
tiranía. Ese cuadro corresponde a la génesis de las tiranías
del siglo VII, vista por un oligarca. Los "buenos" son las
personas bien situadas. Los "malos" son aquellos oligarcas
que, para alcanzar el poder, halagan al demos. De ello resul-
tan luchas intestinas y finalmente la tiranía.
Herodoto repite la misma fórmula "desórdenes, asesinatos,
monarquía", pero la aplica, esta vez, al tránsito de la
oligarquía a la tiranía, considerando a esta última como un
bien, en cuanto pone término a las rivalidades entre
oligarcas. No se habla aquí de lucha entre oligarcas y el
partido popular. Pero a pesar de esa diferencia, es muy
posible que, como apunta Nestle, Herodoto haya tomado ese
rasgo de Teognis.

Lo que dice a continuación se refiere de un modo muy


preciso al caso de Pisístrato. La democracia existe. Los
"malos" — que ahora son los oligarcas — conspiran contra
la república. Ellos, que antes se detestaban, cuando el
poder estaba en sus manos, ahora mantienen entre sí
amistades sólidas y secretas. De hecho, se sabe que apenas
establecida la constitución de Solón, los nobles, con -
siderando que no se les hacían bastantes concesiones,
comenzaron los trastornos a q ue Pisístrato hubo de poner
fin. Un hombre surgió entonces para proteger al pueblo: lo
logró y se proclamó tirano.
Le descripción, en su conjunto, es exacta. Pero conviene
observar que no presenta las cosas, en modo alguno, como
lo hará Platón. El tirano no resulta de los excesos de la
libertad; más bien es él quien liberta al demos .
Hacia el final de la vida de Herodoto (que murió entre 430 y
424), durante los primeros tiempos de la guerra del
Peloponeso, se encuentra, en un breve tratado político del
que Jámblico nos ha conservado fragmentos, una teoría de
la génesis de la tiranía que se aproxima a la tesis de Platón:
"La tiranía, ese mal tan grande y tan funesto, no tiene otra
causa sino el abandono de las leyes ((momia). Hay quienes
creen, equivocadamente, que el establecimiento de la tiranía
tiene un origen distinto, y que los hombres que pierden la
libertad no son personalmente responsables de esa pérdida,
sino que sufrieron la coacción del tirano, una vez éste hubo
ocupado el poder; esta opinión no es correcta. En efecto, es
una locura creer que pueda surgir un rey o un tirano por
una razón que no sea el abandono de las leyes y las
ambiciones desenfrenadas. De hecho, eso sólo ocurre
cuando la ciudad entera se inclina hacia el mal, ya que no
es posible que los hombres vivan sin ley ni justicia. Así,
pues, cuando esas dos cosas, la ley y la justicia, son
abandonadas por el pueblo, la vigilancia y la salvaguardia
de ellas pasan a las manos de un solo hombre; y, en
realidad, ¿ cómo podría llegarse al poder de uno solo si
antes no se hubiera eliminado la ley que defendía los in-
tereses del pueblo?. Ese hombre que abolirá la justicia y
suprimirá la ley común y útil al pueblo, deberá tener un
corazón de hierro, ya que, solo contra la multitud, deberá
arrebatar al pueblo la ley y la justicia. Si no fuera más que
un ser carnal semejante a los demás, no podría lograr su
propósito, pero su poder monárquico consistiría en resta-
blecerla antigua constitución".

Esta vez, la tiranía se nos muestra como el resultado de la


corrupción de la libertad democrática. Por exceso de
libertad, el pueblo llega a la anomia, es decir a un estado de
cosas en el que se dejan de respetar las leyes. Y entonces
reina también otro mal, la pleonexía, es decir, que los
individuos en la ciudad, al no estar retenidos por nada, se
dejan llevar por el deseo, innato en todos nosotros, de po-
seer cada vez más. En una palabra, el interés privado se
sobrepone al interés general, y de ello se siguen
necesariamente discordias. Todo el mundo se inclina hacia
el mal; no hay ley ni justicia; y como no puede vivirse sin
gobierno, es necesario que aparezca un hombre que asuma
el mando: este hombre será el tirano. De donde resulta que
la tiranía es el término inevitable de los excesos de la
libertad. Esta conclusión, sin duda debida a un partidario
de la oligarquía, anuncia ya la doctrina de Platón.
Los excesos de la libertad fueron admirablemente
descritos por Tucídides en su resumen de los acon-
tecimientos que siguieron a la muerte de Pericles (II, 65):
"Pericles decía a los atenienses que, si no se alborotaban, si
prestaban atención a la flota, si, en la guerra, se abstenían
de conquistas, y finalmente si no exponían su ciudad a los
peligros, acabarían ganando. Pero los atenienses hicieron
todo lo contrario. Incluso en las cosas que parecían ajenas a
la guerra, administraban según sus ambiciones individuales
y sus intereses particulares en su propio detrimento y el de
sus aliados. El resultado de esas empresas no procuraba
honor y provecho más que a los particulares, mientras que
los reveses perjudicaban al estado en vistas a la guerra. Los
sucesores de Pericles, más iguales entre ellos, y aspirando
todos al primer puesto, empezaron a relajar la
administración pública según el capricho del pueblo. De ello
resultó que, como suele suceder en un Estado vasto y pode-
roso, se cometieron muchos errores, entre otros, la
expedición marítima a Sicilia. En este caso el error
consistió, más que en atacar a los sicilianos, en que los
mismos que enviaron el ejército a aquella isla, lejos de
pensar en abastecerle después que hubo marchado,
únicamente se ocuparon de sus propias querellas por la
jefatura del pueblo: desde entonces, no sólo no se
interesaban apenas por lo que concernía al ejército, sino
que, en lo relativo a la ciudad, empezaron a entregarse a
luchas intestinas". Esas discordias interiores, y no los
enemigos exteriores, fueron la causa principal de que
Atenas, al fin, sucumbiera.
No puede decirse que el régimen de los Treinta Tiranos
saliera directamente de los abusos de la democracia
ateniense. Fue un régimen impuesto por el extranjero y
representó en Atenas el partido "colaboracionista".
Inmediatamente suscitó una resistencia activa, que acabó
por imponerse. Los excesos de la libertad tuvieron para
Atenas las consecuencias más funestas, en cuanto le
hicieron perder la guerra, pero no la condujeron a la tiranía.
El ejemplo en que Platón pudo inspirarse para explicar la
tiranía como un resultado de la democracia, no fue el de su
patria, sino el de Dionisio I, tirano de Siracusa (405-367), a
quien Platón conoció personalmente.
Veamos pues lo que dice Platón. Después de haber
analizado, en los libros I I a VII de la Republica, la
organización de la ciudad justa, describe como
contrapartida, en los libros VIII-IX, las constituciones
injustas y sus tipos individuales, desde el régimen que
menos se aleja de la ciudad justa, o sea la timocracia, hasta
el que se aleja más, o sea la tiranía (VII I, 545 c - IX, 576 b).
En esa descripción Platón reanuda y amplía el método
indicado ya por Herodoto en el discurso que éste pone en
boca de Darío (III, 82), en el sentido que deduce uno de otro
esos regímenes cada vez peores : el régimen de la ciudad
justa se consideraba el mejor porque en él el poder residía
en los filósofos; la corrupción de esta aristocracia dará
nacimiento a la timocracia, en la que los dirigentes aspiran
al honor; de la timocracia saldrá la oligarquía, en la que los
dirigentes no tienden más que a la riqueza; de la oligarquía,
la democracia, y de ésta, finalmente, la tiranía. Aquí nos
interesan las últimas etapas de esa evolución.
Los orígenes de la democracia, según los ve Platón,
corresponden a los hechos más arriba referidos: la
democracia se establece cuando el demos, que es pobre, se
da cuenta de que los grandes señores no deben su riqueza
más que a la cobardía de los pobres. El pueblo entonces se
rebela, triunfa de los ricos "alimentados a la sombra y
cargados de una grasa excesiva" (556 d 4), da muerte o
destierra al mayor número de ellos y comparte por igual (Él
bou) con aquellos que quedan el gobierno y las
magistraturas, que, a partir de entonces, se confieren por
sorteo (557 a).
Ese régimen es esencialmente el de la libertad: "¿No es
verdad que al principio el hombre es libre en semejante
Estado y que por todas partes reinan la libertad, la
franqueza y la licencia de vivir como cada uno quiera?". En
apariencia, esa libertad es algo admirable. Bajo semejante
régimen, cada uno vive como le acomoda, y nada es tan
variado como sino una feria de constituciones. Nadie está
obligado a mandar, aunque sea capaz de hacerlo; en cambio,
se puede aspirar a todas las magistraturas o judicaturas,
aunque la ley misma lo prohíba. ¿No es ello algo divino y
delicioso? Por todas partes reinan la indulgencia y la
amplitud de miras: nadie se pregunta por medio de qué
estudios el gobernante se ha preparado a la política; le basta
con proclamarse amigo del pueblo para verse colmado de
honores (558 b-c). En conclusión, ese agradable régimen de
la democracia es, en verdad, una anarquía que dispensa
indiferentemente la igualdad a lo desigual y a lo igual (558 c
4-6).
Ahora bien, ¿por qué se pasa de la democracia a la
tiranía? Por la misma especie de enfermedad que produce
la ruina de todos los regímenes: el exceso en el bien que
caracteriza a éste. La democracia tiende a la libertad, que
es sin duda un bien, pero ese bien, lo ama con un amor
insaciable, sin preocuparse de nada más (562 b-c). Así,
"cuando un Estado democrático, sediento de libertad,
tiene a su frente a malos coperos, pierde el sentido de la
mesura y se embriaga de libertad sin mezcla; entonces, si
los que gobiernan no se muestran extremadamente
acomodaticios y no le conceden una libertad completa, los
acusa y los castiga como a criminales y oligarcas" (562 c-
d). El mundo está vuelto del revés. Los que obedecen a los
magistrados se oyen motejar de esclavos voluntarios; y de
hombres sin carácter. Lo mismo en la vida particular que
en la vida pública, sólo se alaba y honra a los gobernantes
que parecen gobernados, y a los gobernados que parecen
gobernantes. En una palabra, la anarquía reina en todas
partes (562 d-e). El hijo es el igual del padre; el meteco es
el igual del ciudadano, el alumno se equipara al maestro,
el joven al viejo, el esclavo al hombre libre, la mujer al
marido, y el animal al hombre (562 e - 563 d). Y en esa
sombría susceptibilidad ante todo cuanto pudiera
parecerse a la esclavitud, y en esa repugnancia a
reconocer toda autoridad, se llega a perder el respeto
tanto a las leyes escritas como a las leyes no escritas (563
d).
Ahora bien, de ese extremo de la libertad surge
precisamente el extremo de la esclavitud; porque, si todo
exceso produce generalmente una reacción violenta, lo
mismo en las estaciones del año que en las plantas o en
los cuerpos, ello es todavía más cierto en los regímenes
políticos. ¿Cómo se efectúa ese paso? El Estado
democrático comprende tres clases: los que nada poseen,
virulenta turba donde se reclutan los agitadores que asu-
men casi exclusivamente el mando; las personas
naturalmente ordenadas, que componen la clase restringida
de los ricos (564 a 6-7), y finalmente, el pueblo propiamente
dicho, o sea el conjunto de los trabajadores ajenos a los
negocios, que, una vez reunidos, constituye la clase más
numerosa y más potente (565 a 1-3). Estos últimos, en el
fondo, no se interesan directamente por la política. Hay que
atraerles a la asamblea y el mejor medio de lograrlo es
prometerles riquezas. Así lo hacen los agitadores. Para
despojar legalmente a los ricos, necesitan un decreto de la
asamblea; para obtener ese decreto, deslumbran a sus
miembros con el espejuelo del reparto de los bienes de los
ricos; y una vez obtenido el decreto, se guardan la parte más
considerable y sólo distribuyen los restos (565 a 4-8). Sin
embargo, como es natural, los ricos se defienden por medio
de la palabra en la asamblea y por todos los demás medios
de que disponen. Pero a partir de ese momento, hicieren lo
que hicieren, pasan por revolucionarios: se les acusa de
conspirar contra el pueblo y de aspirar a la oligarquía; de
modo que, aunque al principio no hubieran sido oligarcas,
acaban siéndolo realmente (565 b-c). Entonces viene la
guerra civil: las denuncias y los procesos menudean (565 c
6-7).
Ha llegado la hora del tirano. El pueblo se busca un
"protector”. Ese protector, que nunca habla de otra cosa
que de remisión de las deudas y de distribución de las
tierras; se hace conceder plenos poderes por el pueblo, y
después, lleva a los ricos ante los tribunales y les manda
dar muerte o les destierra (565 e - 566 a). Como con estas
medidas se ha creado enemigos mortales y teme por su
vida, reclama del pueblo un guardia personal (566 a-b).
Desde entonces todo se acabó: los ricos que quedan no
tienen otro recurso que huir, y el protector del pueblo es
el único dueño, que rápidamente se convierte en un
verdadero tirano (566 c-d).
Al principio, todo parece marchar maravillosamente para el
pueblo. El tirano se deshace en sonrisas, multiplica las
promesas, perdona las deudas y distribuye las tierras. Pero
después, una vez ha librado al pueblo de los oligarcas y ha
terminado en cierto modo su tarea de "protector" ¿cómo se
mantendrá en el poder? Para justificar su existencia, para
conservar su hegemonía sobre el pueblo, y asimismo para
ocuparle e impedirle conspirar, no tiene otro recurso que
estar continuamente suscitando guerras. Desde entonces,
no tarda en hacerse odioso al pueblo, y la tiranía, que al
principio no era cruel, acaba necesariamente por serlo.
Fundada en la ilegalidad, no puede tolerar ninguna crítica.
El tirano se ve obligado a suprimir a todo aquel que
demuestre valentía, grandeza de alma, prudencia o
simplemente fortuna. Sólo puede rodearse de una corte
servil a la que desprecia, y de una guardia cada vez más
numerosa, en la misma medida que aumenta el número de
sus enemigos. Para mantener y pagar esa guardia se ve
obligado, primeramente, a echar mano del tesoro sagrado.
Pero cuando le faltarán esos fondos, se verá fatalmente
llevado a exigir del pueblo impuestos cada vez más
gravosos. De suerte que el pueblo, que sólo había llamado al
tirano para librarse de los oligarcas, caerá en una esclavitud
mucho peor. Y si quiere rebelarse se dará cuenta del error
que cometió. "Henos aquí, al parecer, llegados a lo que todo
el mundo llama la tiranía; el pueblo, pretendiendo, como
suele decirse, escapar del humo de la esclavitud al servicio
de hombres libres, ha caído en el fuego del despotismo de
los esclavos, y, a cambio de esa libertad extrema y desorde-
nada, ha tomado la librea de la servidumbre más dura y
más amarga, al hacerse esclavo de los esclavos" (569 b - 8 c
4).

A pesar de las críticas de Aristóteles, esa descripción,


prodigiosa por su inteligencia y su vigor, sigue todavía
vigente. Sin duda no se ajusta de un modo absoluto a la
realidad de los hechos tal como se produjeron en la misma
Grecia. Como señala Aristóteles, los excesos de la
democracia no conducen necesariamente a una tiranía;
también dan lugar, e incluso más a menudo, a un régimen
oligárquico. Y por otra parte, toda revolución en un régimen
oligárquico no conduce fatalmente a la democracia; el
cambio puede hacerse hacia otras formas de constitución
(1316 b 20-21). Parece, pues, que el edificio platónico es
más bien una construcción del espíritu que un resultado de
la experiencia.
Hechas estas reservas, no podemos por menos que
admirar la penetración de Platón como filósofo político. La
historia ha demostrado ampliamente que toda dictadura
ilegal que se hubiese dado por pretexto la defensa de los
intereses populares ha terminado en la esclavitud del
pueblo; que toda dictadura engendra de por sí la guerra;
que toda dictadura implica una tiranía policíaca cada vez
más cruel y finalmente que un régimen semejante, después
de haber agotado los fondos públicos, se ve necesariamente
obligado a expoliar los tesoros sagrados. Pero la historia
demuestra también que esas dictaduras suelen suceder
generalmente a períodos de perturbaciones sociales en las
que la autoridad es impotente, nadie obedece a las leyes y
los demagogos no gobiernan más que por decretos ilegales.
Así, la ilegalidad de la tiranía nace de esa otra ilegalidad
fundamental a la que conducen los excesos del gobierno
popular. La tiranía sale de la anarquía. Si el mayor bien de
la democracia es sin duda la libertad, ésta, a su vez, no
tiene mejor garantía que el respeto a las leyes y la común
preocupación por el interés público.

III

LA LIBERTAD INTERIOR DEL SABIO

En 338/337, algunas semanas después de la batalla de


Queronea, las ciudades griegas firmaban un pacto de
alianza con Filipo. En él juraban no hacer armas ni contra
éste, naturalmente, ni contra ninguna de las ciudades
signantes del pacto, y no intentar derribar ni la monarquía
de Filipo y de sus sucesores ni los regímenes que cada una
de las ciudades contratantes tuviera en el momento de
firmar el pacto. Si una de ellas lo violase, perturbando la
paz común, las otras le declararían la guerra, "conforme —

decía el texto del juramento— a lo que me ha sido impuesto


y a las órdenes del general en jefe", es decir, el rey de
Macedonia. Esta fecha memorable no sólo marca el fin 'de la
autonomía, de las ciudades griegas, sino que inaugura un
período nuevo para la vida moral y espiritual del hombre de
Occidente.
Hasta entonces, el hombre antiguo, en cuanto persona
moral, se había definido esencialmente como miembro de
una ciudad. El ciudadano, por naturaleza, era un hombre
libre, en el sentido de que no obedecía a ningún otro
hombre ni se hallaba al servicio de nadie. Sólo obedecía a la
ley; y la ley, como hemos visto, es, en teoría, un pacto que
el ciudadano contrae libremente con la ciudad. Por su parte,
la ciudad también es libre: Por pequeña que la
supongamos—pues la extensión de su territorio .no modifica
en nada sus derechos —, es dueña absoluta de sus actos,
decide la paz y la guerra, cambia su constitución si así lo
cree necesario, y se gobierna en total independencia. Pero a
partir de la liga de Corinto, la ciudad deja de ser autónoma,
para obedecer a un señor, el rey de Macedonia, Después de
algunos intentos de rebelión, Atenas acabará por recibir
una. guarnición de soldados macedonios, y la gobernará
uno u otro partido, de acuerdo con las órdenes de aquel rey.
Semejantes cambios, incluso en nuestros Estados
modernos, pueden sacudir profundamente la conciencia
moral. Pero el hombre moderno halla otros refugios: la
religión, la filosofía, las investigaciones de orden puramente
científico. El habitante de la Grecia clásica carecía de estos
recursos. Para él el Estado lo era todo. Era una Iglesia, ya
que la religión apenas se distinguía de la ciudad. El Estado
le enseñaba la manera de vivir y le brindaba el más bello fin
a que pudiera entregarse: servir a la patria. Todavía Platón,
en la Academia, se propone formar futuros gobernantes y
con ello no pretende otra cosa que trabajar para el bien de
la ciudad. Lo único que cambia es el método, pero no el
objetivo. Isócrates, en su escuela, hace lo mismo. Cabe,
pues, imaginar la grave significación que tuvo, para el
hombre antiguo, la caída de la ciudad. Con ella se
derrumbaba todo cuanto encuadraba su vida. Pocas veces
la humanidad pensante se ha visto llamada a revisar sus
valores y toda su concepción de la vida en una forma tan
completa.
En circunstancias análogas, decíamos antes, el hombre
moderno puede refugiarse en la religión, la filosofía o la
ciencia. Precisamente en aquella época esos tres caminos
empiezan a adquirir su autonomía. Son los tiempos en que,
bajo la influencia del Timeo, de las Leyes, del Epinomis, se
funda la religión del Dios cósmico que por fin propone al
hombre un objeto de adoración que pueda contentar a la vez
las exigencias de su razón y de su corazón al tiempo que le
muestra en el cielo y los astros divinos un objeto de
contemplación que le embelesa y le libera de las miserias
terrenales. Isócrates y Platón aspiraban a formar gober-
nantes; Aristóteles no se propone otro objeto que fomentar
la ciencia. El Liceo es el primer establecimiento de la
antigüedad del que puede afirmarse que no tenía otro objeto
que la ciencia pura. Del Liceo la tradición pasará al Museo
de Alejandría, y los trabajos de los críticos alejandrinos
habrán de fijar la letra de los grandes textos del pasado y
preparar los grandes descubrimientos del porvenir,
Finalmente, aquélla es también la época en que la filosofía
se convierte en un refugio. Epicuro, en 306, funda la
escuela del Jardín; Zenón, en 301, la del Pórtico. Una y otra
aspiran a dar al hombre nuevos marcos, en sustitución del
de la ciudad, ya desaparecido.
En la filosofía del Jardín, el medio nuevo en que el
hombre se sentirá acogido y en que podrá desarrollarse a su
gusto, será la familia de los "amigos". La amistad epicúrea
no es únicamente el signo exterior que liga entre sí a los
discípulos del maestro, sino el fundamento mismo de la
sabiduría. El hombre debe tender a la serenidad (ataraxia);
pero no puede alcanzar esa meta si no le sostienen, con-
fortan y consuelan la presencia y el afecto de los "amigos".
En la filosofía del Pórtico, el concepto de la ciudad se
extiende hasta el universo. El sabio es ciudadano de la
ciudad del mundo, en la que los movimientos regulares de
los astros manifiestan un Orden y un Pensamiento. Una
misma Alma y una misma Razón penetran a todos los seres
del mundo; pero se manifiestan sobre todo en el hombre y
en los dioses-astros, igualmente dotados de razón. El, mun-
do es, pues, la verdadera ciudad, o si se quiere la verdadera
familia, en la que el hombre está emparentado con los
dioses. Desde entonces el hombre ya no está solo. Tampoco
lo está en el seno de los pequeños grupos de amigos
formados por los 'discípulos de Epicuro. Y, después de todo,
tampoco lo está en la ciudad del mundo, ya que a cada
momento puede volver en idea al lado de su familia divina.
Así los sabios de Atenas, en aquellos tiempos de profunda
miseria, aportaron al mundo una nueva concepción de la
libertad. Hasta entonces Atenas había sido la campeona de
la libertad: de la libertad del individuo en la ciudad, y de la
libertad de la ciudad en Grecia. Cuando la libertad política
hubo perecido, los filósofos de Atenas enseñaron que el
sabio se mantiene libre si aprende a bastarse a sí mismo y a
vivir de acuerdo con el orden del cosmos. Según la bella
frase del historiador Hegesandro "si todo lo demás es común
a todos los griegos, sólo Atenas supo enseñar a los hombres
el camino que conduce al cielo".

Ahora, en lugar de perdernos en el detalle de las doctrinas,


encarémonos con las realidades de la vida. Procuremos
averiguar por qué esas morales helenísticas fueron
realmente instrumentos de consuelo y de fuerza, y de dónde
procede el hecho de que, a diferencia de los sistemas éticos
de Platón y de Aristóteles que ya no nos dicen nada, los de
Epicuro y de Zenón conserven todavía adeptos, tal vez
inconscientes de pertenecer a sus sectas, pero que no por
ello son menos auténticos epicúreos (en el verdadero sentido
de la palabra) o auténticos estoicos.
Epicuro era un enfermo, Cleanto un aguador que trabajaba,
por las noches, al servicio de una panadera, y Epicteto fue
esclavo y luego vivió en el destierro. Epicuro y Zenón
pertenecen a una época en que a cada paso se cernía sobre
los hombres la amenaza del hambre y de la muerte. Epicuro
fundó su escuela en 306 y murió en 270; Zenón fundó la
suya en 301 y murió en 261. En ese lapso de 45 años,
apenas una vida de hombre, Atenas cambió de manos siete
veces; se sublevó otras tres y las tres rebeliones fueron
ahogadas en sangre; soportó cinco asedios y fue tomada
cinco veces; finalmente, durante esos 45 años, guarniciones
macedonias dominaron el Pireo, los puertos del Ática y
durante cinco años incluso la colina de las Musas en
Atenas. Es verdaderamente una de aquellas épocas en las
que se tiene el sentimiento de lo absurdo, y en las que se
diría que sólo lo absurdo gobierna el mundo. Y,
precisamente entonces, la noción de absurdo aparece por
primera vez en la filosofía de la vida, bajo el nombre de
Tyche, la fortuna o el azar, que la época helenística
convierte en divinidad, y aun en única divinidad
todopoderosa. Aquellos dos sistemas de moral se formaron,
pues, en épocas de miseria y responden a la miseria del
hombre moderno que, a su vez, empieza a aparecer también
por aquellos tiempos. El hombre moderno, es decir el
hombre desencuadrado, el habitante de las grandes
ciudades, perdido en medio de la multitud, convertido en un
simple número en medio de una infinidad de seres humanos
semejantes, a él, que nada saben de él y de quienes él nada
sabe. El hombre que le halla solo ante el peso de la vida, sin
confidente, sin objetivo, sin razón de ser; que da vueltas
como un animal hasta que muere y no se habla más de él.

Epicuro y Zenón aportaron a ese hombre unos métodos


de vida feliz, cuya virtud, todavía hoy, está lejos de haberse
agotado. Le enseñaron el medio de alcanzar la libertad
interior. ¿En qué consiste, pues, su secreto?
Basta reflexionar un poco para darse cuenta de que los
métodos para obtener la paz del alma no son muchos. Lo
que perturba esa paz es el sufrimiento, y lo que causa el
sufrimiento es el desacuerdo entre nuestros deseos y la
realidad. En teoría, hay tres medios para eliminar ese
desacuerdo: cambiar la realidad, en forma que corresponda
a nuestros deseos; eliminar nuestros deseos; o
transformarlos de tal suerte que se ajusten a lo real.
El primer método es evidentemente imposible, por lo
menos al hombre. No podemos cambiar la realidad. A lo
sumo podemos, por medio de danzas orgiásticas o de
drogas, ponernos en un estado físico y psíquico tal que la
realidad nos parezca distinta de lo que es. La antigüedad
conoció las orgías de Dionisio (Eurípides, Bacantes), o de la
Gran Madre.
Los modernos conocen las drogas. Pero esos métodos, entre
otros inconvenientes, tienen el de que sus efectos son poco
duraderos. La sabiduría es otra cosa completamente
distinta.
Puesto que no se puede cambiar la realidad, queda el
recurso de cambiar o, Ten un caso extremo, suprimir el
deseo. Pero suprimir enteramente el deseo es, una vez más,
algo imposible. Un ser que no tenga deseos será un ser que
no tendrá ninguna forma de vida, un cadáver. Lo más que
puede hacerse es distinguir entre los deseos, y no dar
satisfacción más que a aquellos que no puedan
desatenderse sin morir, ¿Cuáles son esos deseos
incoercibles del ser viviente? "La carne grita: no tener
hambre, no tener sed, no tener frío" (Epicuro). Únicamente
consideraremos, pues, deseos necesarios y naturales
aquellos que tienden a la simple conservación. Ahora bien,
nada es más fácil que contentar semejantes deseos. Un
puñado de habas secas, un poco de agua y una grosera
capa (*) y he aquí al sabio — dice Epicuro — capaz de
rivalizar en felicidad con el propio Zeus. Hemos mencionado
a Epicuro; pero esa eliminación progresiva de los deseos,
esa sabiduría que se propone lo que podríamos llamar el
"ideal del mínimo" es común a todas las escuelas
helenísticas Ten las que se busca la independencia del
sabio: la escuela cínica, la epicúrea y la estoica. Es más, se
encuentra entre los Padres del desierto y entre
innumerables ascetas cristianos, y más aún, es uno de los
dogmas de la sabiduría oriental, y no sin razón se ha com-
parado a Buda con Diógenes y con Epicuro. En una
palabra; aunque actualmente muy poco tenida en cuenta,
ésa es una tendencia profundamente arraigada en. el alma
humana : millares de seres se han esforzado en apagar
cuanto pudieran sus deseos, en la íntima persuasión de que
para ellos resultaría un bien infinitamente más precioso la
libertad interior, la paz del alma, ese estado que, según la
frase de los antiguos, se asemeja a la superficie
perfectamente lisa de un mar sin oleaje.

Pero, ¿es eso todo? Tengo mis altramuces, mi vaso de agua


y mi capa. He calmado, en hipótesis, todo vano deseo. ¿Soy
feliz? ¡Ay!, queda todavía el temor. El temor a los dioses, el
temor a la muerte, el temor al sufrimiento.
El temor a los dioses! Acaso parezca absurdo al hombre
moderno, que ha dejado de ser un animal religioso. Pero
basta con poseer alguna experiencia de la religión para
saber con cuánta fuerza y hasta qué profundidad ese temor
penetra en el alma. El hecho básico de la religión es el
sentimiento del terror, y como de horror sagrado, que se
experimenta al contacto., o incluso a la sola aproximación,
de ese ser radicalmente "distinto" que es la Divinidad. Esa
alteridad fundamental de lo divino es, en realidad,
inexpresable. Nos limitamos a traducirla por diferencias
secundarias: lo sagrado en oposición a lo profano, lo puro
frente a lo impuro. Nos damos cuenta de que ese algo
sagrado pertenece a otro dominio, dé que es imposible
tocarlo o expresarlo. Y sentimos también que frente a esa
pureza absoluta, nosotros somos esencialmente impuros.
De ahí viene la noción de pecado, de mancha, común a
todas las religiones. Toda desgracia que nos abruma, las
catástrofes que hacen estériles a las mujeres, la peste, el
hambre y la destruyen las cosechas hacen enfermar el
ganado o guerra, todo ello nos parece ser el resultado de
una falta que hemos cometido y que ha irritado a los dioses.
Desde entonces vivimos continuamente en el temor de haber
ofendido a la Divinidad. Si, por otra parte, creemos en una
vida futura, en la que seremos felices o desdichados según
haya sido nuestro comportamiento en la tierra, esos temores
no sólo tendrán por objeto la vida presente, sino nuestra
suerte póstuma. Y como consecuencia puede suceder, y en
efecto sucede todos los días, que personas profundamente
religiosas sólo obtengan de la religión incesantes
sufrimientos. La religión es para ellas un peso. Y quien las
libere de este peso aparecerá a sus ojos como un salvador.
Tal fue Epicuro. Su principal mérito a los ojos de muchos,
por ejemplo a los ojos del escritor latino Lucrecio, fue pre-
cisamente el haber emancipado a los hombres del temor a
los dioses.
Ahora bien, ¿por qué, según Epicuro, los dioses no son
temibles? Porque no pueden ejercer ninguna acción sobre
los acontecimientos del mundo. Esto se demuestra de dos
maneras. Por una parte, esos acontecimientos dependen en
su totalidad de causas materiales: los: átomos en
movimiento, y el azar que hace que esos átomos se
encuentren en una infinidad de modos imprevisibles.
Epicuro es un puro materialista. Por otra parte, así lo
quiere la naturaleza misma de los dioses. En efecto, si
existen, son felices. Y si son felices, no tienen ninguna
preocupación. ¿Cómo suponer, pues, que se impongan el
trabajo de gobernar el mundo y los quehaceres humanos?
El primer "precepto soberano" de Epicuro es el de que "el
ser feliz e inmortal no conoce trastornos ni los causa a los
demás: y por lo tanto no es susceptible ni de cólera ni de
terror".

El temor a la muerte es completamente vano. Al morir, el


hombre se disuelve. Y lo que se ha disuelto carece de
sensaciones.
En cuanto al sufrimiento, o bien dura, y entonces es
tolerable, o es intolerable y entonces no dura: o cesa o nos
mata.
El epicúreo, por consiguiente, es libre. No tiene ni deseo
ni temor. Es libre de ocuparse de su alma y de cuidarla, en
compañía de algunos amigos entregados como él a ese
mismo menester. Vivir tan lejos como se pueda de todo
negocio, rehusar todo cargo y toda función, buscarse
algunos amigos seguros que compartan nuestras mismas
repugnancias y hayan elegido, como nosotros, dedicarse por
entero a la terapéutica del alma, he aquí 'el ideal de libertad
interior, según lo concibe el epicureísmo. Y todavía abundan
los epicúreos a nuestro alrededor.
El último método, decíamos antes, consiste en transformar
los deseos. No hay medio de cambiar la realidad que nos
hace sufrir; pero, ¿qué ocurriría si a esa realidad la
juzgáramos buena, buena por naturaleza, por una cualidad
inherente a su mismo ser? La sabiduría, ¿no consistiría
entonces en conformarse con lo real? Ésta es la solución
estoica, que ha ejercido un influjo decisivo sobre el
pensamiento humano:

A decir verdad, el estoicismo no la inventó: ya antes, Platón


la había formulado en un famoso pasaje de las Leyes (X,
903 b-d). Sufrimos, y ese sufrimiento nos aparece como un
desorden. Pero ese sentimiento que tenemos de un desorden
proviene de que sólo consideramos una parte de la realidad,
sin contemplar el Todo. Si consideramos el Todo, éste no
puede presentarse a nuestros ojos más que como un Orden.
Y quien dice orden dice un conjunto compuesto de partes
necesariamente desiguales. Su desigualdad consiste en su
distinto grado de bondad.
Ninguna de ellas es la bondad perfecta. Cada una es buena
únicamente en la parte que le corresponde, y ésta puede no
ser más que el' simple hecho de existir. Pero esas partes son
todas necesarias para componer el Orden total, que es el
único perfecto. En consecuencia, todo desorden se reabsorbe
en el orden. El mal no es más que un bien menor, y ese mal
parcial es indispensable si se quiere que el Todo exista. La
sabiduría, por consiguiente, ha de cifrarse en la
consideración del Todo (Marco Aurelio, X I I, 18, 2; Plotino,
II, 9, 9, 75).
La libertad interior consiste por lo tanto en cambiar
nuestros deseos, sublimándolos y trasladándolos del plano
individual al plano del universo. Aspiramos a ser
personalmente felices. ¡Inútil afán! Hay que querer la
felicidad del Todo. Y puesto que el Todo es necesariamente
bueno, y por lo tanto feliz, hay que alegrarse de ese bien del
Todo, de su perfección y de su felicidad. "Ponerse de
acuerdo con la naturaleza universal": he aquí el único
precepto de la ética. Es el único porque no se necesita otro.
En efecto, una vez de acuerdo con el universo, sólo puedo
obrar de conformidad con ese acuerdo. Todas las reglas
particulares son por consiguiente inútiles. Poseo toda la
sabiduría y es imposible que realice ningún acto que no sea
sabio. O se es totalmente sabio o no se es sabio.

Y si, puesto de acuerdo con el universo, soy totalmente


sabio, también soy libre de obrar a mi antojo, gozo de una
libertad total. El resultado feliz o desdichado de mis actos
me deja completamente indiferente. Lo que cuenta es la
forma que les doy, y esta forma es excelente. Así se llega a la
indiferencia absoluta. Todo está bien, puesto que todo
ocurre según la ley del mundo, que es buena. Y no tengo que
hacer otra cosa que seguir ciegamente la ley del mundo para
que todo cuanto me suceda, sea lo que fuere, me parezca
igualmente bueno. La vida se convierte en un juego puro. No
puede negarse que obro, puesto que vivo. Pero obro como el
niño que juega a pelota y que no se preocupa más que de
cogerla y de devolverla bien, sin pensar en ganar la partida.
Soy buen ciudadano, buen marido, buen padre y buen
amigo. Si veo a un hombre que se ha caído al mar me arro-
jaré al agua para salvarle. Si puedo prestar un servicio lo
prestaré. Pero únicamente obraré así para conformarme a mi
naturaleza, que a su vez se conforma a la naturaleza
universal, y en ningún modo para cumplir un deber, o para
hacer una buena acción, o para lograr un buen efecto. Si el
hombre se ahoga, tanto peor. Si el servicio que presto da mal
resultado, tanto peor. Tanto peor o tanto mejor: a decir
verdad, no tiene importancia. Todo está bien. El mundo es
bueno, y yo estoy de acuerdo con el mundo.
No puede dejarse de comparar esa actitud con la que
implica la frase de San Agustín: Ama et fac quod vis . "Ama
a Dios", es decir, sométete a Dios. Quiere todo cuanto Dios
quiera. Considera bueno todo cuanto Dios decida, aspira a
que se realice plenamente la orden de Dios, y entonces, "haz
lo que quieras". Posees el amor — la caridad cristiana — y
por consiguiente todo cuanto haces está bien. Es indudable
que la fórmula estoica conduce al extremo de la libertad
interior y que al descubrir esa fórmula el Pórtico aportó al
mundo un poderoso filtro de paz.
Pero hay una diferencia entre la actitud del sabio y la
actitud del cristiano. La actitud del sabio carece totalmente
de dinamismo. La cosa es evidente si se considera a los
discípulos de Epicuro. Pero no lo es menos en el caso de los
estoicos. Sin duda es exacto que el secreto de la felicidad
consiste en sublimar nuestros deseos, trasladándolos del
plano del yo al plano del Todo, de la orden del Todo. Pero
este Orden, para el estoico, es un Orden puramente
estático; ha sido establecido de antemano y existe para
siempre. Es perfecto tal como es. No puede cambiarse
nada, hay que aceptarle tal cual. Todo cuanto sucede está
bien. Toda la cadena de los acontecimientos, esa cadena de
la Fatalidad, expresa una Necesidad perfectamente sabia y
justa y perfectamente ordenada. No tengo que hacer otra
cosa que someterme, y desde el momento en que me someto
alcanzaré la sabiduría y la libertad.

Pero en el fondo, ¿para qué obrar aún, si mi acción no


debe cambiar nada en el orden de las cosas, y si, tanto si
obro como si no, todo será igualmente bueno? Todo debe ser
como es y lo único que debo hacer es conformarme.
Entonces, dejemos que las cosas sean como son; dejemos
pasar el río de la vida y quedémonos a la orilla
contemplándole fluir y admirando la excelencia del Orden
universal: mantengámonos puramente pasivos.
El Orden cristiano es muy distinto. Ese Orden se hace. La
Ciudad divina se construye. Hasta el fin del mundo, estará
en construcción, ya que todas las almas, incluso la última,
están llamadas a integrarse en el edificio. Y por otra parte,
esa Ciudad se construye por nosotros, en continuación de la
obra de Jesucristo. Yo soy responsable de la salvación de
mis hermanes. Depende de mí, de mis esfuerzos, de mis
sacrificios y de mis lágrimas que tal o cual alma se salve. Se
trata, pues, de un Orden esencialmente dinámico y basta
que yo tenga conciencia de ello para no poder permanecer en
reposo. Mi acción es necesaria a Dios. Soy, para Dios, un
colaborador indispensable. Si no obro, tal o cual alma dejará
de salvarse.
El amor cristiano, la caridad cristiana, ha aportado, pues,
al mundo algo más que el estoicismo. El sabio estoico, a
suponer que sea posible y que exista, es indudablemente
libre; pero sólo es libre con libertad de indiferencia. ¿A qué
elegir esto y no aquello, si todo va a parar a lo mismo? En el
límite, esa sabiduría se confunde con la de Epicuro : como
ella, conduce a una especie de nirvana. El cristiano que ama
también es libre. A ma et f ac quod vis . P er o en la medida
misma en que ama este amor le dicta su elección. "La
caridad de Jesucristo me impulsa", dice San Pablo (I I Cor.,
5, 14) y Pascal: "Jesucristo estará en agonía hasta el fin del
mundo: no hay que dormir durante este tiempo".

NOTA

A modo de apéndice, se incluyen a continuación algunos


textos y aclaraciones. El hecho común es la tendencia a
encontrar un principio que haga totalmente independiente
al sabio: este principio es la ATARAXIA, o sea el estado en
que uno se basta enteramente a sí mismo.

"La total independencia es la mayor riqueza", fr. 70 B. =


476 U.

"El fruto más precioso de la total independencia es la


libertad", G. V. 77.
"Consideramos un gran bien la independencia total, no
porque queramos siempre contentarnos con el mínimo, sino
para contentarnos con ese mínimo si no podemos tener
mucho, y en la íntima persuasión de que los que más gozan
del lujo de la mesa son quienes menos lo necesitan, y que
aquello que los deseos naturales exigen es fácil de obtener, y
difícil de lograr aquello que reclaman los deseos vanos". Ep.,
I II , 130, cf. fr. 29 B.
"El estudio de la naturaleza no conduce a la vanidad, ni a
grandes efectos de voz, ni a una ostentación de esa cultura
de que los hombres se envanecen a porfía: lo que enseña es
la estima de sí mismo, la total independencia, y el no
enorgullecerse más que de los bienes que en propiedad se
poseen, y no de aquellos que se deben a las circunstancias",
G. V. 45 .

"El que obedece a la naturaleza y no a las vanas opiniones


es independiente en todo. En efecto, por lo que se refiere a
las exigencias de la naturaleza, por poco que posea uno es
rico, mientras que, en comparación con los apetitos
ilimitados, la riqueza, por grande que sea < n o es riqueza,
sino pobreza>", fr. 45 B. = 202 U., cf. G. V. 25.

"Cuando el sabio se ha acomodado perfectamente al


estricto mínimo necesario a la vida, es más apto a dar lo que
tiene que a recibir de los demás: tan grande es el tesoro de la
total independencia que ha encontrado", G. V. 44.
"Una vida libre no puede adquirir muchos bienes, porque
ello no es fácil sin convertirse en servidor del populacho o
de los monarcas; y sin embargo esa vida posee todos los
bienes en continua abundancia", G. V. 67.

He aquí finalmente el testimonio de uno de los primeros


discípulos de Epicuro, tal vez Hermarco: "La vida de
Epicuro, si se la compara a la de los demás desde el punto
de vista de la dulzura y de la total independencia, parece
una leyenda", G. V. 36.

LOS ESTOICOS

La idea de libertad entre los estoicos tiene un doble valor.

Por una parte el sabio es libre en la medida en que, como


el universo, se basta por entero a sí mismo. Ahora bien, se
basta a sí mismo porque posee la virtud, y la virtud se basta
para la felicidad: "Según Zenón, Crisipo en el primer libro
Sobre las virtudes y Hecatón en el segundo Sobre los bienes,
la virtud basta para la felicidad. Si, en efecto — dice Crisipo
—, para colocar al alma por encima de todo basta la
grandeza de alma, aun no siendo más que una parte de la
virtud, la virtud en sí, es suficiente para dar la felicidad, ya
que desdeña, además, aquellas cosas que son consideradas
desgracias" (S. V. F., 1, 187 y I1I, 49).

Desde entonces, por lo tanto, el sabio es totalmente


independiente. Lo es respecto a los grandes de este mundo:
Zenón, enmendando la frase de Sófocles (fr. 253 N) "aquel
que se va a vivir junto a un tirano se convierte en su
esclavo, aunque hubiera sido hombre libre cuando llegó",
decía: "...no se convierte en esclavo, si al llegar era
realmente libre", ya que, con esa expresión "libre" entendía
el hombre sin miedo, de alma grande, a quien nada abate
(S. V. F., I, 219). Nada puede obligar al sabio. Al decir de
Zenón, "antes se hundiría en el agua un odre henchido de
aire que se forzaría a un sabio, quienquiera que sea, a
cometer un acto contrario a su voluntad : su alma es
inflexible e invencible, pues la recta razón le da la tensión
de las fuertes doctrinas" (S. V. F., I, 218).

El sabio, asimismo, es también completamente


independiente respecto a los bienes de la fortuna: "En el
segundo libro Sobre los géneros de vida, Crisipo trata
también de la cuestión de si hay que preocuparse por ganar
dinero, y enseña cómo debe comportarse el sabio en ese
punto. ¿Para qué tendría el sabio que ganar dinero? ¿Para
vivir? La vida es cosa indiferente. ¿Para procurarse
placeres? El placer también le es indiferente. ¿Para
practicar la virtud? La virtud posee en sí misma todas las
condiciones de la felicidad. Además, todos los medios que se
emplean para ganar dinero son despreciables. ¿Se dirige
uno al príncipe? Tiene que cederle en todo. ¿Se dirige uno a
los amigos? Es vender su amistad a cambio de un provecho.
¿Pone uno precio a su sabiduría? Es traficar con ella" (S. V.
F., I I I , 685). En una palabra, la virtud por sí sola nos
procura todo cuanto es necesario para vivir: "La autarkeia
es una disposición habitual que se contenta con lo
indispensable y que por sí misma procura todo cuanto es
necesario para la vida" (S. V. F., I I I , 272) (*).

Por otra parte, el sabio es libre, e incluso es el único ser


realmente libre, porque obedece a la Ley divina, es decir a
esa Razón universal de la que él mismo participa por su
razón. Lleva en sí la huella de Dios, y, como está
establecido en esta conformidad, o, en otros términos, en la
sabiduría, es libre de obrar a su guisa. En efecto, obra bien
en todas las cosas. Como está conforme con la Razón del
mundo, y como ese consentimiento inicial confiere un
carácter específico a todos sus actos, estos actos son nece-
sariamente buenos. De ello resulta que el sabio estoico,
según una paradoja famosa, puede decirse que es el único
ciudadano verdadero, el único verdadero pariente,
verdadero amigo y verdadero hombre libre. "En su
República, Zenón ha demostrado que sólo el sabio merece
los nombres de ciudadano, amigo, pariente y hombre libre"
(S. V. F., I, 222). "Sólo el sabio es hombre libre y los no
sabios son esclavos. En efecto, la libertad es la facultad de
obrar a su guisa, y la esclavitud es la privación de esa
facultad" (III, 355). Ahora bien, esa facultad de obrar a
nuestra guisa deriva de nuestra conformidad a la Ley
divina: en virtud de esa misma Ley, poseemos el derecho a
decidir de nuestros propios actos. "Todos cuantos viven
según la Ley son libres. En efecto, la verdadera Ley es el
recto juicio que fue grabado en caracteres indelebles en
nuestra razón inmortal por la inmortal naturaleza" (S. V.
F., II1, 360). Por ello sólo el sabio es libre: el no sabio, por
el contrario, es esclavo a causa de su disposición de ánimo
servil (S. V. F., I I I, 593).

Varios escritos de los siglos I y II de nuestra Era tienen por


objeto esa noción de la libertad del sabio : el tratado de
Filón titulado De la libertad de todo sabio (t. VI, Cohn-
Wendland), el tratado De la verdadera nobleza, de Plutarco,
los discursos de Dion Crisóstomo Sobre la esclavitud y la
libertad (XIV-XV, t. II, 64 y 65 Arn.), el extenso capítulo
Sobre la libertad (IV, 1) de los Diálogos de Epicteto, y
finalmente una inscripción rupestre grabada en un
santuario de Apolo en Pisidia. Sería interesante comparar
estas obras y demostrar el influjo que ejercieron en la vida
espiritual bajo el Imperio. También sería interesante
estudiar la noción de libertad interior en Epicteto. Epicteto,
nacido esclavo, caído, en Roma, al servicio de Epafrodita,
liberto de Nerón, el cual, según algunas tradiciones, le
maltrató, y luego, después de haber obtenido la libertad,
desterrado a Nicópolis (Epiro), sabía por experiencia qué es
la esclavitud y cuanto mérito tiene, en semejante estado,
conquistar la libertad del alma. De ahí la insistencia con
que trata de esa libertad y el acento de convicción con que
habla de ella.

Pero como no es posible seguir multiplicando las citas,


nos limitaremos, como conclusión, a traducir la inscripción
de Pisidia que más arriba hemos mencionado:
" A la buena Fortuna.
"Lee, extranjero, y ganarás un precioso viático cuando
hayas aprendido que sólo es libre quien es libre de carácter.
¿Quieres pesar la libertad de un hombre? Considera su
naturaleza, si es libre por dentro, si sus juicios se fundan en
la recta razón: he aquí lo que constituye la verdadera
nobleza. Fundándote en este criterio para, conocer la
libertad de un hombre, considera necedad y simpleza esa
larga sarta de antepasados de que algunos se alaban: no, no
son los antepasados quienes fundan la libertad de un
hombre. En efecto, no hay más que un solo antepasado para
todos, Zeus, y una misma raíz para todos, y un mismo barro
ha servido para todos. Quien ha recibido en dote un bello
carácter es el verdadero noble y el verdadero hombre libre.
En cambio, no temo llamar esclavo, y aun tres veces esclavo,
por mucho que se vanaglorie de sus antepasados, al hombre
vil que sólo posee un alma cobarde.
"Extranjero, de una madre esclava nació Epicteto, esa
águila entre los hombres, ese espíritu tan famoso por su
sabiduría. ¿Cómo debo llamarlo? Fue un hombre divino.
Quiera el cielo que todavía hoy, en respuesta a los votos del
universo, naciera de madre esclava un hombre semejante a
aquél, poderoso socorro y maravilloso motivo de gozo para los
mortales."

También podría gustarte