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Estética 2022. Teórico 06

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UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES

FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS


DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA
CÓDIGO Nº: 0226
MATERIA: ESTÉTICA
MODALIDAD DE DICTADO: PRESENCIAL ajustado a lo
dispuesto por REDEC-2021-2174-UBA-DCT#FFYL1
RÉGIMEN DE PROMOCIÓN: EF
CARGA HORARIA: 96 HORAS
2º CUATRIMESTRE 2022

PROFESORA: SILVIA SCHWARZBÖCK

TEÓRICO 6

Fecha: martes 20 de septiembre

Profesora a cargo del teórico 6: Silvia Schwarzböck

Temas:

Unidad II: Estética y crítica cultural en la Teoría crítica

2. Estética y crítica cultural en Adorno.


2. 1. La relación entre metafísica y cultura. La cultura después de
Auschwitz.
2. 2. La crítica del goce estético como crítica cultural. La exigencia
burguesa de que la obra de arte “dé algo” en el momento de la
recepción.
2. 3. El desaburguesamiento de la estética y arte moderno como
expresión de lo no idéntico.

Bibliografía obligatoria

1Establece para el dictado de las asignaturas de grado durante la cursada del 1º y 2º


cuatrimestre de 2022 las pautas complementarias a las que deberán ajustarse
aquellos equipos docentes que opten por dictar algún porcentaje de su asignatura en
modalidad virtual.
Adorno, T. W., Teoría estética, trad. Jorge Navarro Pérez, Madrid,
Akal, 2004, cap. “Arte, sociedad, estética”, pp. 9-28; cap.
“Situación”, pp. 28-29 (el apartado “Descomposición de los
materiales”) y cap. “Carácter enigmático. Contenido de verdad.
Metafísica”, pp. 161-174

DESARROLLO DEL TEÓRICO 6

El tema de esta clase, que concluirá en la próxima, es la


relación entre estética y crítica cultural (el tema del programa) en
el materialismo de Adorno. Como anticipé en la clase anterior, al
presentar la Unidad II, la relación entre estética y crítica cultural
está planteada, en Adorno igual que en Benjamin, como una
relación entre metafísica y cultura. Pero la relación entre
metafísica y cultura, en el caso de Adorno, está planteada a través
de otra oposición que la que realiza Benjamin: en lugar de la
oposición entre artes sin aura y artes con aura, la oposición clave,
en el planteo de Adorno, es entre la obra de arte después de
Auschwitz y la obra de arte antes de Auschwitz. Lo que marca el
quiebre (o, mejor dicho, lo que debería, para Adorno, marcar el
quiebre) en la materialidad de una obra de arte (en el estado de su
material artístico) es el campo de concentración.
El campo de concentración es lo que lleva a la pregunta -en
el caso de un materialista, como lo es Adorno- por la metafísica
que lo hace posible: la metafísica que hace posible Auschwitz es la
metafísica de la identidad.
La metafísica de la identidad es la metafísica del sujeto o,
más exactamente, la de la prioridad del sujeto sobre el objeto. La
identidad es la operación por la que el sujeto identifica,
coercitivamente, la cosa con su concepto y, de este modo, impone
su primacía sobre la naturaleza y sobre otros seres humanos.
La primacía del sujeto sobre el objeto, que el capitalismo
exponencializa, consiste en una doble coerción: el sujeto, para
ejercer su dominio sobre la naturaleza exterior a él, debe dominar,
al mismo tiempo, la naturaleza interior a él (sus pulsiones, instintos
y deseos). La coerción el sujeto la ejerce tanto hacia afuera como
hacia adentro de su yo.
Para Adorno, en la única esfera donde no existió la coerción
del concepto, una vez que el arte logró su autonomía, en la época
burguesa, es en la esfera artística. A partir de la época burguesa,
que es aquella en la que el arte se vuelve un hecho social, en la
esfera artística hay tanta libertad como coerción hay en la
sociedad. Es en la esfera del arte, en una sociedad dividida en
esferas, como es la sociedad burguesa, donde aparecen los indicios
de un sujeto emancipado. Pero este sujeto emancipado no es ni el
artista ni el esteta, es decir, ni el productor ni el receptor de la obra
de arte, sino un sujeto inexistente, que aparece en el lenguaje
negativo de la modernidad artística -podríamos decir, de
Baudelaire a Proust y de Kafka a Beckett-. Establezco esta doble
serie en el sentido de que ya en el lenguaje de la modernidad
baudelaireana hay indicios de negatividad. No obstante, hay más
negatividad en el lenguaje kafkiano que en el proustiano, y más
negatividad en el lenguaje beckettiano que en el lenguaje joyceano,
sin que esto sea un juicio de valor sobre las obras. No puede ser tan
negativo el lenguaje baudelaireano como lo es el beckettiano.
Estamos pensando dentro de una dialéctica de la negatividad: la
capacidad que tienen las obras de arte de cerrarse a la sociedad es
histórica. Por lo tanto, una obra como Los días felices, de 1961, es
más hermética desde el punto de vista de la comunicación –
siempre según Adorno- que una obra de principios del siglo XX, o
una de mediados del siglo XIX.
No se trata de pensar la estética en términos de progreso,
como si la negatividad fuera algo que aumentara, en la historia de
las artes, linealmente. Se trata, más bien, de cómo los materiales
artísticos de cada una de las artes se agotan en sus posibilidades de
expresión. Es decir, necesitamos pensar la estética, en su relación
con la crítica cultural, en términos de una dialéctica negativa,
abierta, sin reconciliación, sin meta, no en términos de progreso
lineal, de relato, de organicidad, de fin último.
En la modernidad estética avanzada (si pensamos en la
literatura, por ejemplo, el arco histórico sería el que va de
Baudelaire, a mediados del siglo XIX, a Beckett, a mediados del
siglo XX), los lenguajes artísticos se negativizan, se cierran a la
comunicación. Y se cierran a ella de una manera diferenciada, de
acuerdo a la sociedad en la cual surgen, y no solamente en relación
con el talento que tenga un autor para negativizar el lenguaje (el
talento, para Adorno, es una cuestión de la cual no puede dar
cuenta una teoría estética materialista). No es que el lenguaje
artístico se negativiza a voluntad del artista. El pensamiento
estético de Adorno es un pensamiento dialéctico, además de
materialista. El sujeto que no puede emanciparse en la sociedad es
el que se expresa en el lenguaje negativo, en el lenguaje contrario
al lenguaje positivo, al lenguaje como comunicación.
Para explicar en qué consiste el lenguaje negativo en los
términos de Adorno voy a leerles el comienzo de dos textos
literarios: En la colonia penitenciaria, de Kafka (un relato de
1919) y Los días felices, de Beckett (un texto dramático de 1961).

“Es un aparato singular”, dijo el oficial al explorador, y


contempló con cierta admiración el aparato que le era tan
conocido. El explorador parecía haber aceptado sólo por
cortesía la invitación del comandante para presenciar la
ejecución de un soldado condenado por desobediencia e
insulto hacia sus superiores. En la colonia penitenciaria no
era tampoco muy grande el interés suscitado por esta
ejecución. Por lo menos en ese pequeño valle profundo y
arenoso, rodeado totalmente por riscos desnudos, sólo se
encontraban, además del oficial y el explorador, el
condenado, un hombre de boca grande y aspecto estúpido,
de cabello y rostro descuidados, y un soldado que sostenía
la pesada cadena donde convergían las cadenitas que
retenían al condenado por los tobillos y las muñecas, así
como por el cuello, y que estaban unidas entre sí mediante
cadenas secundarias.

Kafka, Franz, En la colonia penitenciaria, trad. J. R.


Wilcock, Madrid, Alianza, 1995, pp. 5-6

Noten que el relato describe con más detalle el sistema de


cadenas con que se sujeta al condenado que los rasgos humanos
específicos de los personajes.

De todos modos, el condenado tenía un aspecto tan


caninamente sumiso que al parecer hubieran podido
permitirle correr en libertad por los riscos circundantes para
llamarlo con un simple silbido cuando llegara el momento
de la ejecución.

En la descripción más precisa del condenado, lo que se


destaca es lo que tiene de canino, de animal sumiso, antes que todo
lo que tendría de humano, de animal conscientemente sufriente.
Con la misma frialdad que se describe la figura del condenado,
describe la figura del verdugo.
El explorador no se interesaba mucho por el aparato y se
paseaba detrás del condenado con visible indiferencia,
mientras el oficial daba fin a los últimos preparativos
arrastrándose de pronto bajo el aparato, profundamente
hundido en la tierra, o trepando de pronto por la escalera
para examinar las partes superiores. Fácilmente hubiera
podido ocuparse de estas labores un mecánico, pero el
oficial las desempeñaba con gran celo, tal vez porque
admiraba sobremanera el aparato o tal vez porque, por
diversos motivos, no se podía confiar ese trabajo a otra
persona.

Tenemos, ahora, un tercer no-personaje: el explorador, que


presencia con indiferencia el ritual y a sus protagonistas, tanto el
comandante como el condenado.

“Ya está todo listo”, exclamó finalmente, y descendió de la


escalera. Parecía extraordinariamente fatigado, respiraba
con la boca muy abierta, y se había metido dos finos
pañuelos de mujer bajo el cuello del uniforme. “Estos
uniformes son demasiado pesados para el trópico”; dijo el
explorador, en vez de hacer alguna pregunta sobre el
aparato, como hubiera deseado el oficial. “En efecto”, dijo
éste, y se lavó las manos sucias de aceite y de grasa en un
balde que había allí. “Pero para nosotros son símbolos de la
patria. No queremos olvidarnos de nuestra patria. Y ahora
fíjese en ese aparato –prosiguió inmediatamente secándose
las manos con una toalla y mostrando al mismo tiempo el
aparato-. Hasta ahora intervine yo, pero de aquí en adelante
el aparato funciona absolutamente solo”.
También el aparato −pueden intuir ustedes, aún sin haber
leído el relato completo− es un aparato de muerte extremadamente
sofisticado, dado que quien lo va a poner en funcionamiento no
delega su trabajo en un mecánico, sino que lo realiza él
personalmente. El dispositivo de muerte no un dispositivo simple,
rápido, expeditivo, como lo es, por ejemplo, una guillotina. Y lo
podemos calcular también en función de lo complejo que es el
sistema de sujeción del condenado (el sistema de cadenas y
cadenitas).
Ahora bien, para Adorno, este lenguaje está, de manera
negativa, hablando de un sujeto emancipado. Solamente un
lenguaje que expresa que el sufrimiento, en la vida contemporánea,
adopta estos caracteres protoconcentracionarios (los de la colonia
penitenciaria, es decir, los caracteres de una vida falsa tal como esa
vida falsa puede ser falsa a esa altura del siglo XX), puede ser el
lenguaje de un sujeto emancipado (el sujeto que no puede
emanciparse en la sociedad).
No está tan desarrollada la negativización del lenguaje en
Kafka como en Beckett, aun con todo lo que el lenguaje kafkiano
tiene de siniestro y quizá precisamente por todo lo que tiene de
siniestro. En Beckett, en cambio, aparece banalizado todo lo que
en Kafka es siniestro.
Los personajes de Los días felices son dos: Winnie, a quien
Beckett describe en las indicaciones iniciales de la obra como una
mujer de unos cincuenta años -después aclara que está muy bien
conservada- y Willie, un varón de unos sesenta años, de quien no
hace aclaración respecto de su “estado de conservación”, lo cual es
importante en cuanto a la indeterminación del personaje
masculino. En el comienzo del acto primero, se describe el
escenario en el cual estos dos únicos personajes van a interactuar:
Acto I
Extensión de hierba reseca que se eleva en el centro en
forma de pequeño montículo. Pendientes suaves caen hacia
ambos lados del escenario y hacia el proscenio. Corte
brusco en la parte posterior hasta el nivel del suelo.
Simetría y sencillez máximas.
Luz cegadora […] Enterrada hasta más arriba de la cintura,
y en el mismo centro del montículo, Winnie, mujer
regordeta de unos cincuenta años, bien conservada,
preferentemente rubia, brazos y hombros desnudos, corpiño
muy escotado, senos abundantes, collar de perlas. Aparece
dormida, con los brazos apoyados en el suelo y la cabeza
entre los brazos. A su lado, a la izquierda, una gran bolsa de
compras negra. A su derecha, una sombrilla plegable
plegada, la punta del mango asomado por la funda.

Beckett, Samuel, Los días felices, ed. bilingüe y traducción:


Antonia Rodríguez Gago, Barcelona, Altaya, 1995, p. 127

Todos los objetos accesorios –o mejor dicho, los objetos


que en la vida cotidiana tienen un valor accesorio o instrumental−
reciben en la obra una descripción más minuciosa que la figura
humana de los personajes principales: es importante que la bolsa
sea negra y que la sombrilla esté plegada, mientras que la mujer
puede tener alrededor de cincuenta años, ser preferentemente rubia
(es decir que podría no ser rubia), regordeta y bien conservada. El
equivalente sería indicar cuánto debería pesar la mujer, para que
sea tan importante ese rasgo como que la bolsa de hacer las
compras sea negra.
Detrás, a su derecha, durmiendo en el suelo y oculto por el
montículo, Willie. Pausa larga. Timbrazo agudo. Uno diez
segundos. Se para. Winnie no se mueve. Pausa. Timbrazo
más agudo. Unos cinco segundos. Winnie se despierta. El
timbre se para. Levanta la cabeza, mira fijamente al frente.
Pausa larga. Se gira, apoya las manos abiertas en el suelo,
vuelve la cabeza hacia atrás y mira fijamente al cenit. Pausa
larga. [Ídem, p. 131]

Es notoria, en esta cita, la alternancia entre datos muy


precisos sobre todo lo que es mecánico (la sonoridad y duración de
los timbrazos) y la indeterminación respecto de, por ejemplo, cómo
es, físicamente, el personaje de Willie.

Winnie – (mirando fijamente al cenit) ¡Otro día divino!


(Pausa. Vuelve a girar la cabeza, mira al frente. Pausa.
Enlaza las manos sobre el pecho. Cierra los ojos. Plegaria
silenciosa moviendo los labios: diez segundos. Labios
inmóviles. Las manos permanecen enlazadas. Bajo.) …Por
Cristo nuestro señor, amén. (Abre los ojos, desenlaza las
manos y las apoya de nuevo en el suelo. Pausa. Enlaza de
nuevo las manos sobre el pecho. Cierra los ojos. Los labios
se mueven en una última plegaria silenciosa, unos cinco
segundos. Bajo.)…siglos de los siglos, amén. (Abre los
ojos, desenlaza las manos y las vuelve a apoyar en el suelo.
Pausa.) Comienza, Winnie. (Pausa) Comienza tu día,
Winnie.
[Nos damos cuenta de que Winnie se está hablando a sí
misma.]
(Pausa. Se vuelve hacia la bolsa, revuelve dentro de ella sin
cambiarla de sitio, saca un cepillo de dientes, revuelve de
nuevo, saca un tubo gastado de pasta de dientes, se vuelve
al frente, desenrosca la tapa del tubo, deja la tapa en el
suelo, saca con dificultad un poco de pasta que pone sobre
el cepillo, sujeta el tubo con una mano y se cepilla los
dientes con la otra. Se vuelve púdicamente a la derecha y
hacia atrás para escupir detrás del montículo. En esa
posición, observa a Willie. Escupe, se estira hacia atrás y
se inclina. Alto.) [Ídem, p. 131]

Por encima de lo que dice el personaje, tienen prioridad las


banalidades de su ritual al momento de despertarse, por ejemplo, el
acto de lavarse los dientes.

¡Chis! ¡Chis! (Pausa. Más alto.) ¡Chis! ¡Chis! (Pausa.


Dulce sonrisa mientras se vuelve al frente. Deja el cepillo
en el suelo.) Acabándose. (Busca la tapa.) En fin…
(Encuentra la tapa.) No tiene remedio. (Tapa el tubo.) Una
de esas cosas viejas. (Deja el tubo en el suelo.) Otra de esas
cosas viejas. (Se vuelve hacia la bolsa.) No tiene solución.
(Revuelve en la bolsa.) Ninguna solución. (Saca un espejo
pequeño, se vuelve al frente). ¡Ah, sí! (Inspecciona sus
dientes en el espejo.) Pobre, querido Willie. (Examina los
dientes superiores pasando el pulgar sobre ellos.
Ininteligible.) ¡Dios mío! (Levanta el labio superior para
inspeccionar las encías. Igual.) ¡Dios santo! (Estira la
comisura de los labios. Boca abierta. Igual.) ¡En fin!
(Estira el otro lado. Igual.) Ni peor. (Deja la inspección.
Normal.) Ni mejor ni peor. (Deja el espejo en el suelo.)
Ningún cambio. (Se limpia los dedos en la hierba.) Ningún
dolor. (Busca el cepillo de dientes.) Casi ninguno. (Coge el
cepillo de dientes.) Eso es lo maravilloso. (Examina el
mango del cepillo.) No hay nada igual. (Examina el mango
y lee.) Pura… ¿qué? (Pausa) ¿Qué? (Deja el cepillo en el
suelo) ¡Ah, sí! (Se vuelve hacia la bolsa.) ¡Pobre Willie!
(Revuelve en la bolsa.) Ningún entusiasmo…
(Revuelve)...por nada. (Saca unas gafas de su funda.)
Ningún interés... (Se vuelve al frente) …por la vida. (Saca
las gafas de la funda.) Pobre, querido Willie. (Deja la
funda en el suelo.) Siempre durmiendo. (Abre las gafas.)
¡Don maravilloso! (Se pone las gafas.) No hay nada igual.
(Busca el cepillo de dientes.) Creo yo…. (Coge el cepillo
de dientes.) Siempre lo he dicho. (Examina el mango del
cepillo.) Ojalá yo lo tuviera. (Examina el mango y lee.)
Genuina, pura… ¿qué? (Deja el cepillo en el suelo.) Pronto
ciega. (Se quita las gafas.) En fin. (Deja las gafas en el
suelo.) He visto bastante. (Busca un pañuelo en el escote.)
Supongo… (Saca el pañuelo doblado.) Hasta ahora…
(Sacude el pañuelo.) ¿Cuáles son aquellos versos
maravillosos? (Se limpia un ojo.) ¡Desdichada de mí! (Se
limpia el otro.) Ver ahora lo que veo… (Busca las gafas.)
¡Ah, sí! (Coge las gafas.) No me lo perdería. (Comienza a
limpiar las gafas echándoles vaho.) ¿O sí? (Frota.) Sagrada
luz… (Frota.) …que brota de la oscuridad,… (Frota.)
…azote de luz infernal. (Deja de frotar, levanta la cabeza,
mira al cielo. Pausa. Baja la cabeza, vuelve a frotar, deja
de frotar. Gira a su derecha y hacia atrás.) ¡Chis! ¡Chis!
(Pausa. Dulce sonrisa al volverse hacia adelante. Sigue
frotando. Deja de sonreír.) Don maravilloso. (Deja de
frotar. Pone las gafas en el suelo.) Ojalá lo tuviera yo.
(Dobla el pañuelo.) ¡En fin! (Vuelve a poner el pañuelo en
el escote.) No puedo quejarme. (Busca las gafas.) ¡No, no!
(Coge las gafas) No debo quejarme. (Sujeta las gafas y
mira a través de una lente.) Tanto que agradecer… (Mira
por la otra lente.) Ningún dolor. (Se pone las gafas.) Casi
ninguno. (Busca el cepillo de dientes.) Eso es lo
maravilloso. (Coge el cepillo de dientes.) Nada comparable.
(Examina el mango de cepillo.) Ligeros dolores de cabeza a
veces. (Examina el mango. Lee.) Garantizada, genuina,
pura… ¿qué? (Mira de cerca.) Genuina, pura… (Saca el
pañuelo del escote.) ¡Ah, sí! (Sacude el pañuelo.) Ligera
jaqueca de vez en cuando. (Comienza a limpiar el mango
del cepillo.) Viene… (Limpia) Se va… (Limpiando
mecánicamente.) ¡Ah, sí! (Limpiando) Tantas mercedes…
(Limpiando) Abundantes mercedes. (Deja de limpiar.
Mirada fija, perdida, angustiada.) Las oraciones quizás no
en vano… (Pausa. Igual.) Por la mañana (Pausa. Igual.)
Por la noche. (Baja la cabeza, vuelve a limpiar, deja de
limpiar, levanta la cabeza. Calmada. Se limpia los ojos,
dobla el pañuelo, lo mete en el escote de nuevo, examina el
mango del cepillo. Lee.) Totalmente garantizada, genuina,
pura… (Mira más cerca.) …genuina, pura… (Se quita las
gafas, deja las gafas y el cepillo en el suelo, mira al frente.)
Cosas viejas. (Pausa.) Ojos viejos. (Pausa larga.) Adelante,
Winnie. (Mira en torno suyo, ve la sombrilla, la mira
detenidamente, la coge, la saca de la funda. Mango de una
largura sorprendente. Sujetando el mango de la sombrilla
con la mano derecha, se gira a la derecha y hacia atrás por
encima de Willie.) ¡Chis! ¡Chis! (Pausa.) ¡Willie! ¡Willie!
(Pausa.) Don maravilloso. (Le pega con la punta de la
sombrilla.) Ojalá lo tuviera yo. (Le pega de nuevo. La
sombrilla se le va de las manos y cae tras el montículo. La
pausa invisible de Willie se la devuelve inmediatamente.)
Gracias, cariño. (Pasa la sombrilla a la mano izquierda, se
vuelve al frente y examina la palma derecha.). [Ídem, p.
131-139]

Dejo acá la trascripción, porque no hay punto y aparte hasta


que se despierte Willie. Mi idea, con la cita de Los días felices, es
que noten la diferencia de lenguaje entre Kafka y Beckett y a la
vez del parecido que tienen, en términos de lenguajes negativos.
Estamos marcando una distancia entre el texto de Kafka, mucho
más siniestro, y este de Beckett, mucho más banal, más liviano,
para mostrar que la negatividad no es mayor (o más radical)
cuando es más sublime, sino cuando es más antisublime. Así como
en Baudelaire el lenguaje prosaico de la ciudad todavía contenía,
como resto o elemento menos avanzado, a las figuras románticas
de lo demoníaco (la propuesta de acostarse con el diablo, por la
referencia a la almohada de Satán, que aparece al comienzo de Las
flores del mal, o incluso la figura misma del mal, que no está
todavía lo suficientemente banalizada), del mismo modo sucede en
el lenguaje negativo kafkiano: hay algunos elementos que todavía
podemos relacionarlos con el terror gótico. Hay algo todavía
siniestro en el lenguaje kafkiano. Pero en la banalidad del lenguaje
beckettiano estamos ante una oscuridad baja, una oscuridad
enteramente mundana, cotidiana, trivial. Una griseidad, más que
una oscuridad. Tan cotidiana y trivial como el acto de despertarse y
lavarse los dientes y, a continuación, envidiar al que es capaz
(como Willie), por un “don maravilloso”, de seguir durmiendo.
Es decir, el lenguaje artístico se negativiza no en la
dirección de lo sublime: la intensidad, la presencia de la muerte o
de lo suprasensible (aunque lo suprasensible sea una facultad del
sujeto, como en Kant), sino en la dirección contraria: lo carente de
intensidad, lo cotidiano rutinario, lo monótono, la repetición de
rituales sin sentido. El rezo a media voz Winnie lo realiza mientras
desarrolla acciones absolutamente triviales, como parte
constitutiva de esas acciones mecanizadas.
Podemos pensar este oscurecimiento del lenguaje
beckettiano, que es característico del lenguaje de la obra de arte
moderna, como un oscurecimiento paradójico, un oscurecimiento
que se produce por medio de una luz enceguecedora, de una luz
que parece la de los interrogatorios ilegales en una comisaría.
Recuerden la indicación escénica inicial que da el texto de Beckett:
tiene que haber en el escenario una luz enceguecedora. Los colores
que predominan en los escenarios beckettianos son el amarillo y el
naranja. Esos colores hacen que la luz del escenario sea más
enceguecedora aún y que los reflectores den la idea de que la luz
quema, como si fuera una luz en el medio del desierto, una luz en
un paisaje yermo. Winnie está enterrada hasta la cintura en un
montículo de hierba seca, y no, por ejemplo, en una tierra húmeda,
que podría dar idea de fertilidad. Por lo tanto, podemos pensar que
esa luz mata todo lo que está debajo de ella: personas, animales,
plantas, todo lo que está vivo.
En el desarrollo del ritual de Winnie, que se repite hasta en
los mínimos movimientos (pareciera que uno estuviera leyendo
siempre lo mismo, y esa es la idea: marcar la repetición como
repetición, casi sin variaciones), ella se pregunta: ¿cómo hace
Willie para poder seguir durmiendo? ¿Cómo es que tiene ese
“maravilloso don”? Por un lado, ella envidia al que duerme, porque
todavía no ha despertado a su propia rutina. Pero, otro, reconoce
que debería estar agradecida de estar despierta, porque, mientras
está despierta, no siente prácticamente ningún dolor intenso, sino
apenas la acostumbrada jaqueca, que no es ni muy intensa ni
tampoco tan leve como para no sentirla. El suyo es un dolor
tolerable, compatible con la vida. La jaqueca quizás es producto
del insomnio: no sabemos desde cuándo está despierta. Winnie se
dice a sí misma que debería estar agradecida de no tener un dolor
realmente intenso. Es decir, la forma en la cual aparece el dolor en
Los días felices es la de lo tolerable. Es un dolor ni muy intenso ni
tampoco inexistente, casi como una señal de que se está viva,
mientras que el ritual parece indicarle, en su repetición sin
cambios, que podría estar muerta o que su vida es la de una
zombie.
Ahora bien, sólo puede expresarse así sobre su vida, como
se expresa Winnie, quien la vive como una vida no verdadera. No
es que en Winnie se exprese un sujeto inexistente porque ella sería
ese sujeto inexistente. Ella es, podríamos decir, un sujeto medio
entre todos los sujetos sufrientes. Una muestra o un caso. Pero
¿qué es lo que hace la obra de Beckett con un personaje como el de
Winnie, para expresar negativamente, por medio de la no
comunicación, a un sujeto inexistente?: que Winnie viva su vida,
tal como se la ve y se la escucha en el escenario, en todo lo que
tiene de no vida. No es que el personaje hable, por contraste con su
vida, de cómo sería la vida verdadera, como si fuera un sujeto
iluminado o un sujeto que sueña con otra vida y puede contarla
como lo otro de la vida falsa. El lenguaje negativizado por Beckett
habla en términos más exactos de lo que la vida vivida tiene de
vida no verdadera, de vida falsa, que el lenguaje kafkiano, en la
comparación que hicimos. La situación kafkiana es todavía
sublime (el sufrimiento, en términos de terror, tiene algo de
sublime), la beckettiana, no: es una situación cotidiana, banal, una
especie de “muerte en vida”, a la que los personajes están
acostumbrados. En la medida en que la situación kafkiana del
comienzo de En la colonia penitenciaria es desde el comienzo
excepcional, parece y es, diríamos hoy, una situación
concentracionaria. Estamos inmersos en un lugar de castigo desde
la primera frase. Mientras que en la situación de partida de Los
días felices, justamente, de lo que la obra no va a hablar es del
título: los días felices. Los días felices es lo que en la obra no hay.
Adorno iba a dedicarle Teoría estética a Beckett (no lo hace
porque la obra no llega a concluirla y publicarla en vida: Teoría
estética se publica en 1970, a un año de su muerte de Adorno).
Beckett, al igual que Paul Celan, son para Adorno los artistas que
negativizan el lenguaje en su sentido no sublime que es,
paradójicamente, el más afín a la experiencia concentracionaria
(Celan es un sobreviviente de un campo de concentración, no así
Beckett). Pero se trata de lenguajes, para Adorno, que marcan cuál
es el estado del lenguaje artístico después de Auschwitz: un
lenguaje que emula al silencio, un lenguaje hermético. El lenguaje
negativo es, precisamente, un lenguaje no comunicativo. Dice
Adorno respecto de Celan y el hermetismo de su poesía:

El alejamiento de la obra de arte respecto de la realidad


empírica se ha convertido en el programa explícito en la
poesía hermética. A la vista de sus obras de calidad
(piénsese en Celan), se podría preguntar hasta qué punto
son de hecho herméticas; aislamiento no significa
incomprensibilidad, según anotó Szondi. En vez de esto,
habría que suponer una conexión de la poesía hermética
con momentos sociales. (…) Los seres humanos ya sólo
son alcanzables artísticamente mediante el shock que le da
una patada a lo que la ideología pseudocientífica llama
comunicación; el arte sólo es íntegro donde no participa en
la comunicación. (…) Los poemas de Celan quieren decir el
horror extremo sin nombrarlo. Su contenido de verdad se
convierte en algo negativo. Imitan un lenguaje por debajo
del lenguaje desamparado de los seres humanos, por debajo
de todo lenguaje orgánico, el de lo muerto de las piedras y
las estrellas. Se dejan de lado los últimos rudimentos de lo
orgánico; llega a sí mismo lo que Benjamin decía sobre
Baudelaire: que su poesía no tiene aura.

Adorno, T. W., Teoría estética, trad. Jorge Navarro Pérez,


Madrid, Akal, 2004, pp. 425-426

Esta aproximación extrema del lenguaje hermético de la


poesía a lo aorgánico se da a partir de un enmudecimiento del
lenguaje, un acercamiento a la máxima negatividad posible: el
silencio, el silencio como la negación a expresarse en términos
humanos, en términos de lenguaje, en términos de lo orgánico o lo
vivo. La negatividad aparece, en su forma más afín a la experiencia
concentracionaria, como silencio, como el silencio de la muerte,
ya no, simplemente, como lenguaje sin aura, como lenguaje
técnicamente reproductible, podríamos decir, como lenguaje que
no tiene ritual de origen. Ahora bien, sólo se puede entender ese
enmudecimiento del lenguaje de la poesía hermética (de Mallarmé
a Celan) si se lo relaciona con la sociedad pre y post Auschwitz a
la que la obra celaniana se cierra (y se cierra en términos de
incomunicación).
El lenguaje negativizado es un lenguaje no expresivo; un
lenguaje que no hace una comunicación del dolor en términos de
intensidad. El lenguaje de Beckett es un lenguaje desublimizado.
Todas las acciones que realiza un sujeto vivo cuando empieza su
día –como Winnie- son acciones de un muerto-vivo, de un zombie.
En cambio, el aparato que aparece en el relato de Kafka, En la
colonia penitenciaria, como es una sofisticadísima máquina de
producir dolor, todavía podemos asociarlo a las formas sublimes
del terror, propias de la estética burguesa (el terror gótico). La
presencia del aparato mismo es la de un elemento de intensidad.
Consideramos que, por ser un relato de terror, lo que va a suceder
nos va a acelerar el pulso. De hecho, un podía comparar el lenguaje
kafkiano con otros lenguajes del horror como género, por ejemplo,
el de Lovecraft en El color que cayó del cielo o El horror de
Dunwich.
Este es el horizonte de negatividad en el que debe pensarse
la obra de arte moderna: la palabra, como lenguaje artístico, se
erosiona hasta el punto de que ya no puede comunicar nada. No se
trata, para Adorno, de si la obra en cuestión es más o menos
horrorosa, en términos de recepción, sino de si es más o menos
negativa en su lenguaje, es decir, más avanzada en términos de
negatividad como no comunicación. La negatividad es no es
sinónimo de sublimidad, sino de no sublimidad. Desde el punto de
vista del receptor, la obra kafkiana produce quizás un malestar
propio del terror, en tanto el terror nos instala en una situación de
excepción.
Si la aparición de un sujeto emancipado es posible sólo y
recién dentro del lenguaje del arte moderno, ni antes ni después, no
es porque la esfera artística esté predestinada para eso, sino porque
la sociedad burguesa se configuró históricamente de manera tal que
al arte le quedara esa función, mientras perdía todas sus funciones
cultuales. En este sentido, el arte que está en condiciones de
expresar en el lenguaje negativo al sujeto emancipado es un arte
que no alegra ni entretiene a los pueblos, ni contribuye a crear
entre los hombres y mujeres un lazo social. Es decir, en el mismo
momento en que el arte es capaz de expresar lo que no se puede
expresar en la sociedad, se vuelve incapaz de hacer algo por ella.
Podemos decir: el arte, que es en lo expresivo es omnipotente, es
en lo social impotente. El arte moderno pierde todo lo que el arte
pre-moderno tenía de aporte a la cohesión de la sociedad; todo lo
que lo hacía parte de lo identitario de una ciudad-Estado o de un
Estado-nación. Por integrarse socialmente a la vida burguesa como
negación de esa vida es que el arte moderno puede desarrollarse en
dirección a la verdad, pero como verdad es la verdad de una falsa
conciencia. Las condiciones por las cuales en la sociedad nada es
verdadero son las mismas que hacen que el arte sea la esfera donde
la verdad puede expresarse.
De acuerdo con la dialéctica entre libertad y no libertad, entre
libertad y coerción, en la única esfera donde no existió la coerción
fue en la esfera del arte, una vez que el arte ganó su autonomía. Por
eso es en la esfera del arte –a través del lenguaje negativo de la
modernidad artística- donde aparecen los indicios de un sujeto
emancipado. Ese sujeto es para Adorno el verdadero sujeto de la obra
de arte. Con ese sujeto no debe confundirse al productor ni al
receptor de la obra de arte, porque ni uno ni otro están más
aventajados que el resto de la sociedad como para salvarse de la
cosificación, aunque sí sean las partes necesarias para que pueda
expresarse lo no idéntico (lo que no puede expresarse en la sociedad
a través del concepto).
Si la aparición de un sujeto emancipado es posible dentro del
lenguaje del arte moderno –y no antes ni después- no es porque la
esfera artística esté predestinada para que se exprese en ella el sujeto
emancipado, sino porque la sociedad se configuró históricamente de
una manera tal que hizo que al arte le quedara esa función, mientras
se lo privaba de todas las demás. De hecho, al mismo tiempo que
ingresaba en la modernidad, el arte perdía sus funciones cultuales y
renunciaba a toda posibilidad de contribuir al vínculo social. Por
integrarse socialmente a la vida burguesa -como la negación de esa
vida- es que el arte puede desarrollarse en dirección a la verdad. Las
condiciones por las cuales en la sociedad nada es verdadero son las
mismas que hacen que el arte se convierta en la esfera donde la
verdad puede expresarse.
Ahora bien, si en la esfera artística puede tener lugar la
verdad, es porque la dialéctica que se encamina hacia ella permite
que las obras se expresen en un lenguaje con otro tipo de
universalidad que la del concepto. Ese lenguaje no es un lenguaje
comunicativo (conceptual), sino mimético (no conceptual). Por eso el
arte y la filosofía no deberían existir en una sociedad emancipada.
La obra de arte puede ser verdadera porque la sociedad a la
que esa obra se cierra (con la que se incomunica) es falsa. Es
imposible pensar cómo sería el arte si la sociedad hubiera sido
diferente. O qué lugar habría ocupado. Es más, como el arte es lo que
es (la negación de la sociedad dentro de la sociedad) porque la
sociedad es falsa, su existencia sólo puede pensarse dentro de las
coordenadas de un mundo como éste, donde la emancipación social
no se ha logrado aún.
Para ser esa esfera privilegiada, el arte tiene que convertirse
en una especie de reducto en el que son posibles todas las cosas que
resultan imposibles en el mundo real. Pero ese privilegio le cuesta el
hecho de no poder expresarse en un lenguaje positivo. De ahí que la
dialéctica que despliega el arte en dirección a la verdad vaya de la
positividad del arte clásico a la negatividad del arte moderno. A
mayor negatividad –esto es, a mayor incapacidad de comunicarse-,
mayor cercanía respecto de la verdad.
El contenido de verdad del arte moderno, entonces, es
tenebroso, porque lo que expresa es la imposibilidad de lo que
debería ser. Lo que dice, cuando logra hablar en un lenguaje cercano
al silencio –como en el caso de Beckett, a quien Adorno iba a
dedicarle Teoría estética, de haberla podido publicar en vida-, es
verdadero por revelar la pérdida de atributos del mundo real y evocar
aquel otro, el que no fue, por la presencia insoportable de lo que no
debería ser.
Lo que no fue no es una positividad escondida, completa y
cerrada en sí misma, como un mundo aparte, que el artista lo conoce
por el atributo de su intuición y el receptor –vuelto filósofo- lo
reconoce porque hace de intérprete entre el lenguaje de los artistas y
la verdad. Si así fuera, la dialéctica de la apariencia artística
contendría el programa correcto de cómo debería haber sido el
mundo real, sin necesidad de saber cómo fue realmente el mundo
como para que el arte se constituyera en la esfera que lo niega. Pero
el lugar que el arte pasa a ocupar respecto del mundo depende de que
el mundo se haya torcido en la dirección que lo hizo, que se haya
alejado de la emancipación humana en el mismo momento en que
dentro de él estaban dadas las condiciones materiales para que ésta
fuera posible. Hace falta que la sociedad se encamine hacia la
totalidad para que la praxis que quiera cambiarla se vuelva impotente
mientras el arte se vuelve omnipotente dentro de su incomunicación
con el mundo. De todos modos, la impotencia de la acción acontece
en el mundo real y la omnipotencia del arte, en otro, en el que lo
niega y, por lo tanto, no es real. La escisión entre ambos es lo que
hace posible que todo quede igual.
Para que el arte fuera una esfera privilegiada respecto de
cualquier otra, hacía falta que alcanzara su autonomía. Sólo siendo
autónomo se convierte en lo contrario de la sociedad, pero dentro de
la sociedad. La autonomía del arte es correlativa de una idea de
humanidad. El proceso que lleva a esa autonomía se inicia con el
humanismo del siglo XV y se termina de definir con la ilustración
del XVIII. No obstante, la libertad que en el terreno del arte parece
irrevocable es la misma que en la sociedad se vuelve imposible. El
supuesto de que los hombres son libres aún en cadenas es el que
permite dejar de subordinar el arte a la metafísica y a la moral. Pero
sólo si la sociedad no cumple con la promesa de una vida más libre
es posible pensar que el arte es el reino de la libertad. En un contexto
de mínima libertad empírica y máxima libertad inteligible el arte
aparece como enteramente autónomo, por haberse emancipado tanto
de las viejas autoridades (la verdad y el bien) como de la artesanía y,
por extensión, del trabajo manual, del que antes nunca terminaba de
diferenciarse.
Si el arte tardó tanto en llegar a ser autónomo es porque la
sociedad debía crear, al mismo tiempo que frustrar, las condiciones
de la emancipación humana. Y eso recién ocurrió con la sociedad
burguesa. En la medida en que la sociedad burguesa frustró lo que el
pensamiento reclamaba, el arte se volvió el receptáculo de lo negado
por ella. Al presentarse no como algo socialmente provechoso sino
como algo que no puede justificar su existencia ante la pregunta
puritana por su utilidad, el arte gana un espacio que es por sí mismo
una crítica a la sociedad que lo integra.
Aunque la sociedad burguesa lo integre como su negación, y
por eso se permita paladearlo como parte de su propio ocio, no por
eso el arte deja de denunciar el rebajamiento general que sufrieron
todas las cosas que no pertenecen a su esfera. En la medida en que él
es autónomo, porque crea y sigue sus propias reglas, todo lo que no
es él, y que él niega, se caracteriza por la heteronomía, por el
sometimiento a las reglas de una sociedad basada en el intercambio.
Lo que queda fuera de su ámbito es porque es un mero medio, algo
que no vale por sí mismo sino que vale por servir para otra cosa. La
existencia de lo extra-artístico se revela como rebajada, y lo que
revela ese rebajamiento es la existencia de lo artístico.
Lo que al arte le permite resistirse a ser fagocitado por la
sociedad es la incomunicación con ella. El arte llega a ser moderno
porque reproduce lo que fuera de su esfera es invisible: el carácter
abstracto e infinitamente mediado de una sociedad basada en el
intercambio. La sociedad penetra en la esfera del arte sin que él la
imite, pero en la imposibilidad de imitarla que tiene el arte moderno
se revela aquello en que la sociedad se ha convertido y en que se han
convertido los hombres sin que ni una ni otros puedan verlo.
El momento histórico de la autonomía del arte –la sociedad
burguesa- coincide con el nacimiento de la estética. Es un
momento histórico en el que sólo el arte reúne las características
para que la expresión de un sujeto emancipado -que no se puede
expresar en la sociedad- se exprese en un ámbito que niegue la
sociedad. El arte sólo tiene relación con la verdad -como expresión
de lo no idéntico, como expresión de lo que no puede expresarse
en la sociedad- en una sociedad no emancipada.
Si el arte moderno tiene alguna relación con la verdad,
dentro de ese lenguaje negativo, es precisamente porque existe en
una sociedad falsa. Esto es lo que se vuelve consciente en el
lenguaje de las obras modernas que, para Adorno, son
paradigmáticas de la negatividad, como las de Joyce y Beckett.
Cuando habla de sociedad falsa, Adorno se refiere a la
sociedad no emancipada, es decir, la sociedad burguesa y la
sociedad de masas. Para Adorno la segunda es una continuación de
la primera, en tanto la condición burguesa, para él, es la única
condición humana existente, desde Odiseo hasta el siglo XX. La
concepción de una sociedad falsa no refiere a alguna sociedad
particular, sino a una sociedad donde no ha habido emancipación
humana. El lenguaje artístico, para negativizarse, necesita de la
autonomía artística que el arte alcanza en la modernidad (aunque la
autonomía del arte respecto de la moral y de la metafísica
convierta a las obras artísticas en mercancías). De lo contrario, el
arte sería como en la antigüedad: un arte identitario, algo que
cumple, incluso, la función de alegrar la vida de los pueblos, o de
generar una experiencia catártica que en la vida cotidiana no hay –
me refiero a una experiencia moral catártica, en los términos de la
Poética de Aristóteles-. Son funciones que el arte moderno ha
perdido: no es un arte para disfrutar, para alegrarse o para
distraerse, ni es un arte para buscar intensidad en él. Cualquiera de
las funciones sociales que cumpliera el arte premoderno, no
autónomo, el arte moderno no las tiene.
Para Adorno, el arte moderno paga un precio altísimo por
tener alguna relación con la verdad; por tener esta capacidad de
negativizarse. Se desvincula de la comunicación y, al hacerlo, se
desvincula también de toda posibilidad de alegrar a los hombres.
Digo “alegrar a los hombres” sin ninguna ironía: es lo que señala
Lukács como parte de las funciones que tiene que recuperar el arte
después de la revolución: ser una forma de celebración social, una
forma de cohesión social, cumplir una función de reconocimiento
de los hombres entre sí. Que un griego piense “Yo no soy Fidias,
pero Fidias es lo griego y yo soy griego” indica que el arte tiene
una función identitatia. Es esta idea de lo identitario la que el arte
moderno es incapaz de crear o recrear. Lo que tiene lo artístico de
colectivo es lo que genera en un griego –en un contexto de
ciudadanía restringida- una pertenencia a lo griego en el arte. El
arte afianza la pertenencia a una comunidad en el mundo
precapitalista, para Lukács.
Por eso, cuando yo decía que el arte moderno perdió todas
sus funciones culturales me refería a todo lo que el arte tiene de
fiesta –la expresión es de Gadamer-, de celebración colectiva.
Tengan en cuenta que buena parte del arte contemporáneo va a
enfatizar el “factor fiesta”, como una forma de recuperar la
capacidad que el arte tenía de generar participación en una
celebración colectiva, en lugar de experiencia estética como
recepción individual.
Para Adorno, en una sociedad falsa, es decir, en una
sociedad que no ha logrado la emancipación humana, lo verdadero
sólo puede existir de manera paradójica: en contradicción con la
sociedad, pero dentro de ella. Así sucede con el arte. De ahí que el
arte no pueda no ser, en ninguna sociedad no emancipada,
ideología. El arte es verdadero porque la sociedad es falsa.
El arte no es verdadero en sí, sino que compensa, como
todo lo que hace las veces de ideología, lo que la sociedad no tiene.
Aquí es donde aparece la relación entre verdad e ideología: lo que
es verdadero en una sociedad falsa hace las veces de compensación
por lo que la sociedad no tiene, es decir, se convierte en ideología.
Esta misma función cumple por ejemplo, para Adorno, en Minima
Moralia, la moralidad. En la medida en que compensa lo que la
sociedad no tiene, contribuye a tolerarla y, en algún punto, a que
siga siendo tal cual es. Pero si no existiera la moralidad, la vida
sería todavía peor. Esto es lo paradójico. Si alguien borrara de la
vida falsa todo aquello que hace las veces de ideología, la vida
sería, no más verdadera, sino intolerable. Porque la relación que el
arte tiene con la sociedad, en términos de expresar lo verdadero (lo
no idéntico, lo que no expresa el concepto), la tiene por ser una
sociedad falsa.
Podemos preguntarnos, para entender a Adorno, por qué
algo puede ser verdadero en la sociedad falsa: porque no puede
expresarse. Y si se expresa, lo hace negativamente. Es decir, hay
un sujeto no emancipado que expresa su no emancipación de un
modo tal que pone, en el modo de lo verdadero, lo falso: es la
verdad de una falsa conciencia. Winnie expresa, con cada uno de
sus actos, incluido el de hablar, la vida no emancipada en lo que
tiene de no emancipada. La verdad del lenguaje negativo es la
verdad de la falsedad; es la verdad de la vida falsa. La respuesta a
la pregunta por la vida verdadera siempre se hace desde el punto de
vista de la vida falsa.
Adorno hace mucho hincapié en que un sujeto no puede
imaginarse a sí mismo como siendo habitante de un mundo que
todavía no existe, es decir, no puede saber cómo sería el propio yo
en circunstancias en que no existiera la alienación, la necesidad de
oprimir a otros hombres. Justamente ahí radica lo ilusorio de la
trasposición imaginaria del yo a una situación de vida verdadera:
en creer que el propio yo sería seguiría siendo el propio yo en esa
otra vida desconocida. Por eso el yo no se puede pensar a sí mismo
dentro de una vida verdadera que desconoce cómo es; el individuo
verdadero es un sujeto del lenguaje negativo de la obra de arte
moderna, pero que no tiene una expresividad en términos positivos
que no sean en el lenguaje de lo utópico. Pensemos en las utopías
renacentistas, que describían cómo sería la vida en una isla donde,
por ejemplo, no existiera el Estado. Casi todas las utopías tienen
ese tópico: describir con lujo de detalles, en una situación insular,
una sociedad que sigue principios distintos que la sociedad
vigente; desde la República de Platón a la Utopía de Tomás Moro,
siempre se tiene que explicar con cierto detalle el funcionamiento
de esa sociedad, pero lo que no se puede explicar es cómo se llega
a ella. Todos los socialismos utópicos y todas las formas utópicas
que describen la sociedad emancipada tienen ese componente
literario, donde lo que se desarrolla en lenguaje positivo es una
sociedad a imagen y semejanza de la existente, pero sin los males
que hacen de ésta una sociedad no emancipada. El deseo, en la
sociedad no emancipada, se genera de una manera neurótica: se
desea otra cosa que lo que se tiene, no lo que se tiene. De ahí el
fracaso, en todas las épocas, de la representación de la vida
verdadera: quien se representa la comunidad sin propiedad como la
vida verdadera es alguien que vive en una sociedad con propiedad
privada y quiere crear –o crea- una sociedad alternativa.
De la misma manera, Winnie no puede hacer otra cosa que
contar su deseo de tener el don maravilloso de Willie –el don de
dormir profundamente-, en lugar de soportar su jaqueca. Al
reconocer que tener jaqueca es un dolor mínimo y esa podría ser su
felicidad, en Winnie hay un indicio del sujeto emancipado, pero
expresado de manera negativa. La literatura que se expresa en
lenguaje negativo no es la que se queja de la falsedad de la vida
falsa –una literatura social o una literatura de denuncia-, sino la
que es capaz de expresar de la manera más parecida a la falsedad
de la vida lo que la vida tiene de falsa. Es decir, lo que tiene de
banal el lenguaje de Winnie se ajusta más a la descripción de lo
falso de la vida falsa que lo que tiene de siniestro y oscuro el
lenguaje kafkiano. La vida falsa no se mide en términos de
tenebrosidad como intensidad, en términos de terror, sino en
términos de negatividad entendida como trivialidad, banalidad,
repetición, rutina, monotonía, griseidad. Los grises de Beckett son
más negativos, en términos adornianos, que los negros intensos de
Kafka.
Cuando ya no se puede advertir, en lenguaje positivo, lo
que la sociedad tiene de concentracionario (porque lo
concentracionario se ha banalizado), el lenguaje es más negativo
que cuando lo concentracionario está más descripto y se vuelve
más terrorífico. Es por terrorífico que el lenguaje kafkiano todavía
produce identificación. El lenguaje artístico es más negativo en Los
días felices, cuando esa no vida se le ha convertido a Winnie
prácticamente en hábito, que cuando se nos hiela la sangre por la
descripción de la cantidad de cadenas y subcadenas con que está
sujetado el condenado de En la colonia penitenciaria antes de la
ejecución.
Adorno llega a decir, en el capítulo 1 de Teoría estética,
que el arte preautónomo tiene muy poco que ver con el concepto
que tenemos de arte. Es decir, al modo como se desarrollaba el arte
antes de la modernidad, nosotros no lo llamaríamos arte. Cuanto
más integrado está el arte a la vida menos se parece a lo que
entendemos por arte una vez que lo conocemos a partir de su
autonomía. Todo lo que nos lleva a definir como tal al arte
preautónomo lo hacemos desde el concepto de arte que se instala a
partir del momento de su autonomía. Entonces, incluso el arte
relacionado con la instrumentalidad, con la artesanía, con la
decoración, lo analizamos en lo que pueda tener de autónomo, y no
en lo que tiene de preautónomo. Una misa de Bach la analizamos
en todo lo que no tiene de misa, y no en todo lo que sí tiene de
misa, de servicio a un ritual; apreciamos como belleza lo que tiene
de no cultual, no lo que tiene de cultual; no digo que no
consideramos ese aspecto cultual de la misa, sino que lo que nos
hace escuchar esa misa es lo que no tiene de misa: la composición
musical. Lo que permite escuchar una misa como una no misa -
poner un CD y separar lo que se escucha como música de la
situación religiosa para la que fue compuesta-, es la prevalencia del
concepto de obra de arte autónoma. En este sentido, la relación que
el arte preautónomo tendría con la verdad es leída desde el arte
autónomo. Y así es que vamos a buscar todo lo que las obras que
no eran autónomas tenían de autónomas (porque esas obras alguna
autonomía tendrían).
Para Adorno ni el receptor ni el productor son el sujeto de
la obra de arte. El sujeto de la obra de arte es un sujeto inexistente:
el sujeto emancipado. Por eso está expresado en lenguaje negativo.
Ahora bien, teniendo en cuenta esto, si nos centramos en el
problema del receptor, no hay manera de el sujeto-receptor no esté
escindido: el disfrute de la obra de arte se realiza en una esfera
particular, separada de las otras esferas (económica, familiar,
política, religiosa, etc.). El disfrute estético supone que a la esfera
del arte, en la sociedad burguesa, se le concede una libertad que al
resto de las esferas no se les concede. Mientras todas las demás
esferas: la económica, la religiosa, la política, etc., son
heterónomas, la esfera artística es la de la autonomía. Por ejemplo,
en las otras esferas, todo es medio para un fin. En la esfera
artística, todo es fin en sí mismo. En las otras esferas, todo es cosa
valuable en términos de dinero. En la esfera artística, toda cosa es
valuable en términos de dinero de acuerdo con una lógica que no
es la misma que la de las otras esferas, porque un pedazo de trapo
pintado puede llegar a valer millones de dólares, y otro pedazo de
trapo pintado puede no valer nada. Aparece la figura del mercado
del arte como un mercado que, en principio, en la época burguesa,
delata la autonomía del arte. Podemos decir: dado que el arte es
autónomo, las obras de arte pueden valer de una manera distinta
que los útiles. El tipo de cosa que es la obra de arte delata su
autonomía en el hecho de que puede establecer su valor también de
manera autónoma, respecto del mercado a secas. Insisto: esto es
así, en el nacimiento de la sociedad burguesa y el de la estética.
Ahora bien, es cierto que la autonomía del arte lo es respecto de la
metafísica y de la moral. Pero esto no significa que la obra de arte
se pueda desvincular totalmente de la esfera mercantil. En ese
sentido, el mercado del arte se rige por valores económicos que no
son los mismos del mercado a secas, por lo cual objetos que no
tienen intrínsecamente ningún valor pueden llegar a valer millones
de dólares. Todo lo que en el mundo del arte tiene carácter de cosa
tiene a su vez un valor de cambio que es incomparable con lo que
se considera el valor de cambio de ese mismo objeto fuera de la
esfera del arte. Esta relación, en lugar de encubrir la relación entre
el valor de uso y el valor de cambio en la sociedad del intercambio,
lo que hace es desnudarla. En lugar de que el fetichismo de las
mercancías quede encubierto por la autonomía de la obra de arte es
desencubierto por la existencia de las obras de arte. El hecho de
que exista la esfera del arte es testimonio de que los valores de
cambio en la sociedad de intercambio son arbitrarios, o si quieren
ustedes, humanos, y no objetivos. Con lo cual, además, son
modificables. Esos valores no tienen ningún peso metafísico. Los
valores económicos –del mismo modo que los valores económicos
de las obras de arte- son impuestos humanamente y, en ese sentido,
por humanamente creados, humanamente susceptibles de ser
depuestos. Verdaderamente, la arbitrariedad de la sociedad del
intercambio se pone en evidencia en el mercado del arte, en lugar
de ser encubierta por el mercado del arte.
Si la esfera artística es el reino de la libertad, el reino de los
fines –diríamos en el lenguaje de la ética kantiana-, la sociedad es
el reino de los medios. Lo que a las obras de arte les permite
resistirse a ser fagocitadas por la sociedad es simplemente la
incomunicación con ella. No hay nada en las obras de arte,
metafísicamente hablando, que las haga un en sí distinto de las
cosas de este mundo. No hay ningún misterio metafísico en la
mercancía producida como arte. Simplemente, la incomunicación
con la sociedad convierte las obras de arte en algo que se vuelve
más dificultosamente subsumible a la lógica del intercambio que
las cosas que fueron creadas dentro de esta lógica.
De este modo, aquí tenemos otro vuelco dialéctico: la obra
de arte no tiene, en tanto cosa, ningún misterio metafísico, es un
objeto cualquiera, no tiene nada que la haga en sí valiosa, y lo
único que la hace valiosa –y en términos inconmensurables con el
mercado propio de la sociedad del intercambio- es la
incomunicación que tiene con ella. Es como si ese objeto artístico
se volviera un objeto que no es de este mundo simplemente porque
está incomunicado con él, y no porque tenga un en sí que lo haga
verdadero, un en sí que lo haga un objeto otro respecto de la
sociedad. Qué es esto: un pedazo de tela pintado con unos colores
que se compran en un negocio, y que tienen un valor de cambio X.
No hay ningún misterio. Cualquiera podría hacerlo, y cualquiera
puede aprender a hacerlo. Es un saber que se aprende en las
escuelas. No hay nada por lo cual ese objeto pueda ser considerado
como no de este mundo.
Y sin embargo, el gesto burgués es el de separarlo del resto
de los objetos, no porque tenga algo particular en tanto objeto, sino
por la mínima o máxima incomunicación con la sociedad que tiene
ese objeto, lo cual hace que se sustraiga a la fagocitación
inmediata, típica del objeto del intercambio. A partir de que se hace
ese reconocimiento de que el objeto está incomunicado respecto de
la lógica social, ya no puede ser mercantilizado en los términos de
la sociedad del intercambio. Por ejemplo, si alguien quisiera pagar
por él tendría que pagar un precio simbólico; rematarlo, y ver
quién da más por él, en tanto el valor, precisamente, se lo fijan
voluntariamente los seres humanos. Es decir, en realidad, todos los
precios son producto de la voluntad humana en la sociedad del
intercambio, pero aparecen como objetivos, mientras que los
precios de las obras de arte desnudan ese carácter voluntario,
instituido.
El momento en el cual la sociedad se puede concebir como
falsa es el momento en que el arte puede tener alguna relación con
la verdad, esto es, una relación de su lenguaje con la verdad. Ahora
bien, en el mismo momento en el cual se establece esa relación del
arte con la verdad, inevitablemente, se puede empezar a leer la
historia del arte, retrospectivamente, como teniendo una relación
con la verdad. Por eso, en mi opinión, algunos intérpretes de
Adorno, como Albrecht Wellmer, simplifican su lectura, al decir
que en la medida en que hay arte, hay alguna relación con la
verdad, como si fuera una dialéctica cerrada que lleva a que en
Beckett haya más verdad que en Fidias (para lo cual en Fidias tiene
que haber algún grado de verdad). Y no es mecánicamente así: no
es una dialéctica espiralada y ascendente, de los mínimos grados
de verdad (de la negatividad cero, digamos) a los máximos grados
de verdad (la negatividad a la enésima potencia, la negatividad
beckettiana). Eso es una caricatura de la dialéctica abierta. En todo
caso, el momento de la autonomía de la obra de arte es fundante de
la relación arte-verdad y permite encontrarla hacia atrás y hacia
adelante, pero esto no significa que la verdad progrese porque los
materiales artísticos se agotan y, en la medida en que se agotan, los
que se empiezan a utilizar en su lugar son más verdaderos que los
anteriores. Esto sería equivalente a decir que una poesía prosaica
es más verdadera que una poesía rimada, en ese sentido lineal; o
sería como decir que los cantares de gesta en tanto arte popular no
son verdaderos por lo que tienen de servidumbre a algo que no es
el arte por sí mismo y, en cambio, los poemas de Stefan George o
de von Hofmannsthal son, en lo que tienen de autónomos por su
lenguaje negativo, más verdaderos, y que, de la Edad Media a la
Modernidad, ha progresado la verdad. En ninguna dialéctica –
tampoco en la dialéctica hegeliana- hay progreso. Comparen, si no,
la estética de Hegel con la estética de Adorno. Tampoco para Hegel
la forma romántica es “más verdadera” que la forma clásica,
simplemente porque los dioses griegos son menos parecidos a la
Idea que el Dios de los monoteísmos. En la dialéctica adorniana, al
no haber una Idea, el problema de la negatividad (en su relación
con la verdad) es más complejo. Porque lo verdadero es lo no
idéntico, no lo idéntico.
La de Adorno es una estética objetivista sin un contenido
invariante –me refiero a un contenido invariante como es la Idea en
la dialéctica hegeliana. No hay en Adorno un equivalente de la Idea
hegeliana que se manifieste en un material artístico sensible ni
tampoco un equivalente del hecho de que esa Idea, manifestada en el
material artístico sensible, se corresponda con el modo en el cual los
hombres se representan a los dioses (o a lo divino).
En Dialéctica negativa, en el punto 2 del tercer modelo de la
tercera parte (el modelo dedicado a la metafísica), Adorno hace una
reflexión respecto del lugar que tiene el arte dentro de la cultura que
sirve de algún modo para enmarcar el problema de la negatividad
dentro de Teoría estética. En ese punto, retoma el final de un ensayo
suyo de 1955, “Crítica cultural y sociedad”, a partir del cual se había
malentendido que él habría querido decir que “no se puede escribir
un poema después de Auschwitz” (algo que Adorno nunca dijo ni
escribió, pero que suele repetirse como si lo hubiera dicho, muchas
veces porque no se conoce la totalidad del texto donde lo habría
dicho). Transcribo ahora el final del ensayo “Crítica cultural y
sociedad”, publicado en el libro homónimo. Y luego vemos cómo
Adorno lo retoma en Dialéctica negativa.

Cuanto más total es la sociedad tanto más cosificado está


el espíritu y tanto más paradójico es su intento de
liberarse por sí mismo de la cosificación. Hasta la más
afilada conciencia del peligro puede degenerar en
cháchara. La crítica cultural se encuentra frente al último
escalón de la dialéctica entre cultura y barbarie. Luego de
lo que pasó en el campo de Auschwitz es cosa barbárica
escribir un poema y este hecho corroe, incluso el
conocimiento que dice por qué se ha hecho hoy
imposible escribir poesía. El espíritu crítico, si se queda
en sí mismo, en autosatisfecha contemplación, no es
capaz de enfrentarse con la absoluta cosificación que
tuvo entre sus presupuestos el progreso del espíritu, pero
que hoy se dispone a desangrarlo totalmente.
Adorno, T. W., “Crítica cultural y sociedad”, en Crítica
cultural y sociedad, trad. Manuel Sacristán, Barcelona,
Ariel, 3ª. ed., 1973, p. 230

No es que escribir un poema después de Auschwitz sea un acto


barbárico porque la poesía debería llamarse a silencio a modo de un
acto de contrición (como si Adorno creyera que el acto de escribir un
poema fuera un acto reconciliador con la cultura, un acto afirmativo
por sí mismo), sino algo más radical, dialécticamente más radical:
escribir después de Auschwitz es un acto barbárico porque es un acto
que no se puede evitar, ése es el problema.
En Dialéctica negativa, publicada en 1966, Adorno retoma el
final del ensayo “Crítica cultural y sociedad”, para establecer la
relación entre cultura y barbarie como una relación constitutiva de
una cultura que ha sido regida por la metafísica de la identidad.

El individuo es ya en su libertad formal tan disponible y


sustituible como lo fue luego bajo las patadas de sus
liquidadores. Pero desde el momento en que el individuo vive
en un mundo cuya ley es el provecho individual universal y,
por lo tanto, no posee más que este yo convertido en
indiferente, la realización de la tendencia desde antiguo
familiar es a la vez lo más espantoso. Nada puede sacarle de
este espanto, como tampoco la alambrada electrificada que
rodeaba el campo de concentración. La perpetuación del
sufrimiento tiene tanto derecho a expresarse como el torturado
a gritar; de ahí que quizá haya sido falso decir que después de
Auschwitz ya no se puede escribir poemas. Lo que, en cambio,
no es falso es la cuestión menos cultural de si se puede seguir
viviendo después de Auschwitz, de si le estará totalmente
permitido al que escapó casualmente, teniendo de suyo que
haber sido asesinado. Su supervivencia requeriría ya la frialdad,
el principio fundamental de la subjetividad burguesa, sin el que
Auschwitz no habría sido posible.

Adorno, T. W., Dialéctica negativa, trad. J. Ripalda, Madrid,


Taurus, 4ª reimpresión, 1992, parte III: Meditaciones sobre la
metafísica, 1. “Después de Auschwitz”, pp. 362-363

La metafísica, en Occidente, ha estado fusionada con la cultura.


Justamente, lo que revela Auschwitz es la imposibilidad de disociar
la cultura de la barbarie dentro de una metafísica que es la metafísica
de la identidad. Como si el principio de aniquilación de los hombres
estuviera escrito ya de antemano en la metafísica con la cual esos
hombres constituyen la relación con las cosas: la metafísica de la
identidad. Como si el principio de cosificación que les es aplicado
radicalmente a los hombres en el campo de concentración no fuera
otro que el principio mismo de identidad con el que ellos subordinan
las cosas a sus conceptos. Como si en la lógica del campo de
concentración se hubiera aplicado sobre ciertos hombres una lógica
de la identidad que ya estaba probada para la relación con la
naturaleza. Entonces, en ese sentido, la relación que guarda la cultura
con la barbarie -el poema con Auschwitz- es una relación que
demanda del espíritu crítico, para poder asimilar la dialéctica en la
que conviven esos términos que parecen ser opuestos. La dialéctica
entre cultura y barbarie es constitutiva de una cultura que está
fusionada con la metafísica de la identidad, sólo que en Auschwitz se
hace clara y distinta, porque ha llegado a su consumación total.
El genocidio homogeiniza a los muertos a la vez que revela
hasta qué punto todos los hombres –y no sólo los que mueren- están
homogeneizados por algún rasgo común que los convertiría en
exterminables.
El que en los campos de concentración no sólo muriese el
individuo, sino el ejemplar de una especie, tiene que afectar
también a la muerte de los que escaparon a esa medida

Adorno, T. W., Dialéctica negativa, op. cit., p. 362

Lo que puede llevar a la muerte a cualquier mortal es la


portación de lo idéntico, no la de lo particular. La diferencia con otro
hombre, lo que lo haría particular, es lo que permite “identificarlo”.
Lo convierte en una especie. Convertido en una especie (judío,
homosexual, gitano, eslavo), la diferencia de ese hombre puede ser
subsumida bajo la universalidad del concepto. Y por pertenecer a esa
especie se lo puede condenar a muerte. Así se descubre que todo lo
que existe tiene su propio grado de “generalidad”, una generalidad
que se hace visible, en cada caso, para quien la estigmatiza. El
genocidio, en última instancia, es esa incapacidad radical de hacer
diferencias, precisamente por no verlas, por no poder encontrarlas ni
aún buscándolas.
En Dialéctica negativa Adorno levanta la apuesta respecto de
lo dicho en el ensayo “Crítica cultural y sociedad”. El problema es la
vida –cómo ha seguido la vida- después de Auschwitz. Adorno
cuenta el caso de un sobreviviente de Auschwitz que, cansado del
pesimismo de los que nunca estuvieron en un campo de
concentración, pero escribían como si lo hubieran estado, dijo que
Beckett habría escrito de otra manera, en caso de haber sobrevivido a
un campo de concentración. Tomando este comentario como si
estuviera dirigido a él, Adorno le da la razón al sobreviviente: si
Beckett hubiera estado en Auschwitz, o habría enloquecido o se
habría vuelto un optimista, pero en cualquiera de los dos casos ya no
sería Beckett. Pero lo que a Adorno le hace pensar que Beckett
merece la dedicatoria (que no llegó a escribir) de Teoría estética es
justamente lo contrario de aquello sobre lo que ironiza el
sobreviviente de Auschwitz mencionado en Dialéctica negativa: en
Beckett lo que aparece como un campo de concentración es la vida
después de Auschwitz.

Beckett ha reaccionado a la situación del campo de


concentración de la única manera en que es honesto
hacerlo: nunca lo nombra, como si pesara sobre él la
prohibición de representarlo. Lo que es, es como el campo
de concentración. Él habló una vez de la pena de muerte de
por vida. La única esperanza que despierta es la de que no
haya nada más

Theodor W. Adorno, Negative Dialektik, en: Gesammelte


Schriften, hg. von R. Tiedemann, unter Mitwirkung von G.
Adorno, S. Buck-Morss und K. Schultz, Band 6,
Frankfurt/M, Suhrkamp, 1997, p. 373. Traducción propia

La imposibilidad de definir el arte, en Adorno, está en


relación al problema de la ausencia de un contenido estable
(invariable) que se manifieste de distintas maneras, en distintos
materiales artísticos, a lo largo de la historia de las artes. Por un lado,
la obra de arte no puede pensarse sin su historicidad y sin su
particularidad, porque toda obra de arte se cierra sobre sí misma
respecto de una sociedad concreta, en un momento de la historia, y lo
hace de una manera particular (no todas las obras de arte se cierran
de la misma manera a cada sociedad concreta en cada momento
concreto de la historia). Pero, por otra parte, esto no significa un
relativismo, sino todo lo contrario: en lugar de caer en el relativismo
por la vía de la definición del arte, lo que muestra, para Adorno, la
particularidad e historicidad de las obras de arte es la imposibilidad
de definir el arte.
En ese sentido, si toda sociedad es histórica y particular, el
modo de cerrarse a ella de la obra de arte, también es histórico y
particular. Ahora bien, la pregunta que se sigue de este punto de
partida podría ser la siguiente: ¿qué es lo que le da a la obra de arte
esta capacidad de relacionarse con lo otro de sí misma (con la
sociedad) de manera negativa, es decir, cerrándose en lugar de
abriéndose a la sociedad?
En primer lugar, para Adorno, en la obra de arte se efectúa un
tipo de síntesis que es distinta de la síntesis conceptual.

El arte es a su otro como un imán a un campo de


limaduras de hierro. A lo otro del arte remiten no
simplemente sus elementos, sino también la constelación
de los mismos, eso específicamente estético que se suele
atribuir al espíritu. La identidad de la obra de arte con la
realidad existente es también la identidad de su fuerza
centradora, que reúne en torno a sí los membra disiecta
de la obra, huellas de lo existente; la obra está
emparentada con el mundo mediante el principio que la
distingue de él y mediante el cual el espíritu ha equipado
al mundo mismo. La síntesis mediante la obra de arte no
está simplemente adherida a sus elementos. Repite, en la
medida que estos se comunican entre sí, un pedazo de
alteridad. También la síntesis tiene su fundamento en el
aspecto material de las obras, lejano al espíritu, en
aquello donde ella se activa, no simplemente en sí
misma. Esto une el momento estético de la forma a la
ausencia de violencia. En su diferencia respecto de lo
existente, la obra de arte se constituye necesariamente
por relación con lo que ella no es, en tanto que obra de
arte, y hace de ella una obra de arte.

Adorno, T. W., Teoría estética, trad. Jorge Navarro


Pérez, Madrid, Akal, 2004, pp. 17-18

La obra de arte se relaciona negativamente con lo otro de sí


misma y eso otro es la sociedad. El arte se define como lo contrario
de la sociedad, pero dentro de la sociedad. De ahí que no pueda
definirse el arte (qué es arte de una vez y para siempre). El arte tiene
una relación con la sociedad planteada en términos negativos porque,
si bien hay un mundo empírico interior a la obra de arte que se
construye por refracción respecto del mundo empírico exterior a ella,
ese mundo empírico intra-artístico tiene una articulación que
responde a un tipo de síntesis (la síntesis de la forma) que es distinta
del tipo de síntesis que se realiza en el mundo extra-artístico, por
parte del sujeto, a través del concepto. Esta síntesis distinta de la
síntesis conceptual es una síntesis no violenta, no coercitiva. La
síntesis que el sujeto realiza en el concepto, entonces, es una síntesis
violenta, coercitiva. Esta modalidad de síntesis, la del concepto, es la
síntesis dominante en la sociedad.
El concepto es el modelo de la síntesis dominante en la
sociedad. La síntesis conceptual es la que realiza cualquier sujeto por
el solo motivo de la autoconservación. Para el sujeto hay tantos
objetos como los que el lenguaje que comparte con otros hombres le
permite reconocer. El lenguaje comunicativo, para Adorno, siempre
expresa la violencia con que el sujeto le impone un concepto a una
cosa (una cosa que, antes de ser cosa, era naturaleza). El solo hecho
de que haya más cosas que conceptos es índice de esa violencia
propia del concepto. El lenguaje comunicativo es un principio de
economía. Dos cosas que para el sujeto se parecen entre sí pasan a
ser idénticas. Lo que permite identificarlas es el concepto. La
identificación –ahí empieza el problema- es inevitablemente
coercitiva, porque le impone a una cosa un parecido con otra que
sólo existe para el sujeto, no para la cosa misma. En la historia
natural no existía la identidad. Las cosas, dentro de la naturaleza, no
eran idénticas entre sí. La identidad la introduce el hombre. Sólo él la
necesita, en la medida en que aspira a dominar todo lo que, como
naturaleza, le precede. Por eso, primero inventa la identidad y
después la impone a la totalidad de lo real, con la esperanza de que,
cuando los límites del lenguaje coincidan con los límites del mundo,
nada pueda quedar fuera del control humano.
El arte pudo escapar de la lógica del dominio, en tanto y en
cuanto demostró ser capaz de expresarse en otro lenguaje que el
lenguaje conceptual. Por lo tanto, si el lenguaje conceptual es
comunicativo, el lenguaje artístico es no comunicativo. La obra de
arte se cierra respecto del mundo empírico y, en el acto de cerrarse,
construye en su interior otro mundo empírico que está articulado por
otro tipo de síntesis, que no es la síntesis conceptual. A ese otro
lenguaje que hablan las obras arte y que es un lenguaje no
comunicativo (no comunicativo con los hombres: de ahí que necesite
de la interpretación) Adorno lo llama mimético. Ese lenguaje
mimético se esfuerza por expresar negativamente lo que el concepto
no puede: lo no idéntico.
El concepto sintetiza lo múltiple, subsumiendo lo particular
bajo lo universal. De ese modo impone coercitivamente la identidad
donde antes había diferencia (en la naturaleza no hay identidad). El
lenguaje mimético, en cambio, sintetiza lo múltiple a través de la
forma y la forma es un tipo de síntesis que no practica sobre lo otro
del sujeto el mismo grado de violencia que el concepto. El clasicismo
se caracteriza por sintetizar lo múltiple de la manera más parecida al
concepto que le es posible al arte (si esa síntesis fuera idéntica a la
conceptual no se podría hablar de arte). De ahí que su lenguaje sea el
más comunicativo –y, por lo tanto, el menos mimético- que pueda
encontrarse en la historia de las artes. Belleza y belleza clásica han
sido confundidas muchas veces y con justas razones. Eso no obsta,
desde ya, que el clasicismo pueda resultar involuntariamente crítico,
como Adorno lo admite para el caso de Mozart. El oyente puede
darse cuenta de que en el mundo no existe la misma armonía que en
la música de Mozart precisamente porque esa música la hace existir.
La reconciliación en el arte revela la imposibilidad de reconciliación
en la vida. Nada de lo que existe en la sociedad se parece a su
concepto. En la sociedad, universal y particular permanecen
irreconciliados.
El arte es la negación de la sociedad dentro de la sociedad, con
lo cual está condenado a servirles a los hombres de compensación
por lo que la sociedad no es. Esta condición de ideología lo maldice,
aun cuando no le reste a su lenguaje una capacidad de expresar lo no
idéntico que a todos los demás lenguajes –por ser conceptuales- les
está negada. El arte puede ser verdadero sin dejar por eso de ser
ideología. No puede no ser ideología porque sólo es verdadero
mientras la sociedad siga siendo falsa. En una sociedad verdadera –la
sociedad emancipada- el arte no existiría o, de existir, tendría un
sentido totalmente diferente del que tiene en una sociedad falsa.
La síntesis que realiza el concepto la realiza de acuerdo con el
principio de identidad. De ahí la violencia implícita en la anulación
de lo no-idéntico. Lo absolutamente no-idéntico sólo existe en la
naturaleza, en la medida en que en la naturaleza no hay todavía
concepto y todo lo que existe dentro de ella es un individuo. En la
sociedad, lo no-idéntico sólo existe espiritualizado en la obra de arte.
En la naturaleza, en cambio, existe de manera no espiritualizada. Por
eso todo en ella es individual. No hay universalidad (porque no hay
sujeto ni hay, junto con él, concepto). La violencia propia de la
síntesis conceptual consiste, básicamente, en la subordinación del
individuo al concepto (“individuo” en el sentido de la cosa antes de
ser cosa, de la cosa en su estado “natural”). Individuos diferentes
caen bajo el mismo concepto. La universalidad del concepto contra
la individualidad de lo que era naturaleza. Por lo tanto, si la violencia
de la síntesis conceptual es la de la identidad (hacer idéntico con el
concepto lo que es diferente), en la naturaleza reina (reinaba, en
realidad) la no identidad, en la medida en que todo lo que existe (o
existía) en ella es (era) individual. La ambigüedad con los tiempos
verbales, en esto que acabo de decir, se debe a que lo no idéntico
sobrevive, a su modo, en una esfera de la realidad: en la esfera del
arte (en todo caso, el problema es que es en una esfera de la sociedad,
y no en la sociedad como un todo, donde lo no idéntico sobrevive).
La relación que tiene la obra de arte con la verdad, en este
sentido, está dada por la posibilidad de expresar lo no idéntico. Lo no
idéntico, que existía en la naturaleza anterior al sujeto, anterior al
concepto, sobrevive, en una sociedad totalmente racionalizada, sólo
en la esfera del arte. Y, dentro de la esfera del arte, no en la misma
proporción en todas las obras de arte. La mayor o menor
participación de las obras de arte en lo no idéntico (en lo verdadero)
se relaciona con la negatividad propia de sus lenguajes artísticos. Las
obras de arte modernas practican un tipo de síntesis no conceptual (es
decir, no coercitiva) que las obras de arte clásicas no estaban en
condiciones de practicar.
La síntesis conceptual es la síntesis propia de la metafísica de la
identidad, mientras que el tipo de síntesis no violenta de la que habla
Adorno en el primer capítulo de Teoría estética es un tipo de síntesis
que se practica sólo en la obra de arte. Por eso, vamos a ver, el
concepto de obra de arte es tan restringido: no puede haber obra de
arte menor, ni obra de arte mala ni obra de arte falsa: sería un
contrasentido. No todo lo que un artista hace y presenta en sociedad
como obra de arte es una obra de arte (aun cuando la venda en el
mercado del arte como obra de arte). Esta es una de las
características de la modernidad estética que en la versión objetivista
adorniana se va a extremar: no todo lo que se postula como obra de
arte puede ser obra de arte. Hay un principio de demarcación entre
lo que es obra de arte y lo que no que no lo pone exclusivamente la
sociedad. Aunque el arte sea la negación de la sociedad dentro de la
sociedad (y, en ese sentido, sea cada sociedad la que delimita su
propia esfera del arte, lo que es arte dentro de sí misma), no por eso
todo lo que se presenta dentro de la esfera del arte como obra de arte
es en verdad una obra de arte. Respecto de las obras de arte hay un
principio de demarcación que está dado por la relación con la verdad,
es decir, por la relación con lo no idéntico a través de la negatividad
del lenguaje artístico. Recordemos que desde el principio de la clase
dijimos que entre la obra de arte y la sociedad hay una relación de
refracción: cerrándose a una sociedad particular, las obras de arte se
relacionan negativamente con ella.
La síntesis no coercitiva, propia de la obra de arte (Adorno
toma como paradigma de la obra de arte a la obra de arte moderna)
se caracteriza por mantener unidos los materiales artísticos de un
modo que no implica violencia. Los materiales artísticos, a su vez,
siempre son históricos y se encuentran en un estado de
problematicidad particular: no es lo mismo escribir una novela antes
que después del Ulises de Joyce, no es lo mismo componer música
antes que después de Beethoven o antes que después de Schönberg.
El artista nunca se encuentra con un material artístico virgen, carente
de historia. Los materiales artísticos, según la época, tienen más o
menos historia acumulada. Han sido trabajados, previamente, de
determinada manera. Por lo tanto, siempre se les presentan a los
artistas como problemáticos, como portadores de problemas. Cada
artista, según el momento en que trabaja los materiales artísticos, los
encuentra con problemas distintos. Pero al encontrarse con esos
problemas que le plantea al artista el respectivo material con el que
trabaja (por ej., el estado de la prosa literaria después de Joyce), el
artista no debería proceder frente a ellos aplicándoles una forma que
equivalga, en cuanto al grado de violencia de la síntesis implícita en
ella, a la síntesis propia del concepto.
Si el concepto es la síntesis dominante, es decir, es el tipo de
síntesis que realiza todo sujeto para vivir en sociedad, eso significa
que el sujeto, en relación comunicativa con lo otro de sí mismo,
nunca conoce lo no idéntico del objeto, sino lo idéntico de él (lo que
el objeto tiene de idéntico lo tiene de idéntico con el sujeto). Para que
exista conocimiento por la vía del concepto, la cosa conocida se tiene
que subordinar al concepto. Fuera de la esfera del arte, por eso, no
hay una relación entre sujeto y objeto que no sea una relación de
violencia. La subordinación de la cosa al concepto es una relación,
para Adorno, de extrema violencia. Por supuesto, esto viene de
Dialéctica negativa y antes, de Dialéctica de la Ilustración, no es
este el tema central de Teoría Estética. Pero reaparece a su modo
cuando Adorno habla, en relación a la obra de arte, de que en ella sí
es posible una síntesis no coercitiva.
El concepto simplifica la no-identidad absoluta que reina en la
naturaleza. Y la simplifica en beneficio de un sujeto que busca
dominarla, aunque para dominarla deba previamente dominarse a sí
mismo (es decir, para dominar la naturaleza el hombre se tiene que
constituir a sí mismo como sujeto: para eso, para ser sujeto, se
escinde entre su parte natural y su parte racional). El principio de
identidad no puede existir sino bajo la forma de la coerción hacia
todo lo que en la naturaleza era individual. Por lo tanto, la identidad
es algo introducido por el sujeto, no es algo que esté en la naturaleza.
Ahora bien, esta lógica del dominio resulta irreversible: en la
medida en que el sujeto aspira a dominar la naturaleza, tiene que
imponer el principio de identidad. No puede haber separación entre
naturaleza y cultura si no es por la violencia que implica el principio
de identidad. Para Dialéctica negativa, el idealismo es el modelo de
toda metafísica, no es una metafísica más. Con el idealismo,
empezando por Kant y terminando por Hegel, la metafísica de la
identidad se sincera respecto de sí misma. Es decir, la metafísica de
la identidad se vuelve autoconsciente de cuál es el tipo de operación
que el sujeto realiza a través del concepto. El idealismo es, en última
instancia, el modo en el cual se vuelve autoconsciente para el sujeto
cuál es su posición respecto de la naturaleza. Y sólo en el marco de la
filosofía moderna podía ocurrir ese momento de autoconsciencia
dentro de la metafísica de la identidad.
En ese sentido, en tanto hay una aspiración, de parte del
sujeto, a dominar la naturaleza, la relación de subordinación de la
cosa al concepto es siempre una relación de violencia, de imposición
del concepto a la cosa. Los límites del mundo son los límites del
sujeto: no hay nada que quede por fuera del control humano si se
impone irrestrictamente el principio de identidad. Digo
irrestrictamente en el sentido de que el espíritu absoluto es el espíritu
subjetivo totalizado (el espíritu subjetivo, una vez que se ha
expandido sobre toda la realidad, sin que le quede nada por negar,
deviene espíritu absoluto), de acuerdo con el planteo del “Excurso
sobre Hegel” de Dialéctica negativa (lo que el espíritu tiene de
absoluto lo tiene por haberse totalizado, pero en su comienzo era un
mero sujeto). Absolutez (como atributo del espíritu) es en realidad
totalización.
En la medida en que no queda ninguna porción de naturaleza
que no esté subordinada al principio de identidad, la realidad queda
completamente subordinada al sujeto. No porque el sujeto haya
devenido espíritu verdaderamente, sino porque ha totalizado su
lógica y ninguna parcela de realidad queda lejos de su alcance.
Entonces, el principio del concepto es un principio de síntesis de lo
múltiple, pero de síntesis de lo múltiple dada por la coerción. Se
subsume lo particular bajo lo universal siempre de un modo
coercitivo. Vamos a ver que en la obra de arte el lenguaje mimético,
que Adorno le atribuye a ella, permite un tipo de síntesis de lo
múltiple que se da a través de la forma.
El tipo de síntesis de que es capaz el arte tiene su paradigma
en la obra de arte moderna. En la obra de arte moderna se ejerce el
menor grado de coerción posible sobre los materiales artísticos. Esto
no quiere decir que todas las obras de arte que se han dado en la
historia del arte hayan sido articuladas por medio de síntesis igual de
no coercitivas. En principio, toda síntesis es una forma de
subordinación de un elemento a otro. Ahora bien, si bien el sujeto es
capaz de síntesis menos coercitivas que la del concepto, la única
prueba, para Adorno, de que hay un tipo de síntesis divergente -en su
grado de coerción- de la del concepto es, precisamente, la obra de
arte. No hay otro aspecto de la realidad que tenga este mismo tipo de
síntesis no coercitiva. Según de qué obra de arte estemos hablando,
de qué período del arte, la síntesis va a ser más o menos coercitiva.
Por otra parte, al ser negación de la sociedad dentro de la
sociedad, la obra de arte está condenada a servirles a los hombres de
compensación por lo que la sociedad no es. Por lo tanto hay una
condición intrínseca de ideología en la obra de arte. Por la misma
razón que puede cerrarse a la lógica social, por lo mismo que se
convierte en lo que la sociedad no es (dentro de la misma sociedad),
los hombres la toman como compensación por lo que en la sociedad
no hay. Hay idea de Filosofía de la nueva música que Adorno, de
algún modo, retoma en Teoría Estética: la revolución sucedió en el
arte y no en la sociedad. No es que Adorno se cite a sí mismo, sino
que, en realidad, nunca se desdice de esa idea en Teoría Estética.
Sólo en el arte los hombres pueden establecer una relación no
coercitiva con lo otro de ellos mismos (con aquello que ellos podrían
haber sido en otras condiciones sociales que las vigentes). No debería
haber sido así, justamente: la emancipación humana debería haber
sucedido en la sociedad y no en el arte. Pero los hombres tienen el
arte que tienen porque no se emancipan en la sociedad. Ahora bien,
por eso mismo, el arte es ideología.
Es terrible que el burgués quiera un arte lujurioso y una vida
ascética: al revés –dice Adorno- sería mejor. Que el burgués busque
en el arte lo que la sociedad no tiene (es decir, que convierta al arte
en compensación por lo que la sociedad no tiene) es la maldición del
arte. El arte siempre sirve de consuelo de todas las catástrofes
sociales, de ese modo, es instrumentalizado como ideología. Esa
sería la lectura burguesa más pueril del arte: tomar la capacidad del
arte de expresar lo no idéntico justamente como un consuelo por no
poder realizar la revolución en la sociedad. De todos modos, hay un
lenguaje negativo que la obra de arte es capaz de desarrollar que no
se puede, de alguna manera, desarrollar socialmente. En ese sentido,
el arte puede ser verdadero aun siendo ideología. De la misma
manera que Hegel considera el arte algo serio independientemente de
que para un burgués puede ser motivo de entretenimiento (lo mismo
pasa con la filosofía), Adorno considera que el arte puede estar
relacionado con la verdad (con lo no idéntico) a pesar de ser
ideología. No hay en esta condición de ideología que tiene el arte una
razón por la cual Adorno lo desvalorice. En este punto, Adorno
también es muy hegeliano, por lo menos en la medida en que puede
separar los usos sociales del arte de la relación que tiene el arte con
un lenguaje verdadero. El arte, en este sentido, puede ser verdad e
ideología al mismo tiempo.
Hay una segunda respuesta posible a la pregunta por la
negatividad que nos hicimos en esta clase: ¿qué es lo que le da a la
obra de arte esta capacidad de relacionarse con lo otro de sí misma de
manera negativa, cerrándose en lugar de abriéndose a la sociedad?
Una segunda posibilidad de respuesta está en pensar la libertad que
existe en la esfera del arte como una libertad que está en dialéctica
con la opresión que existe en la sociedad. Es decir: la libertad que
tiene el arte está relacionada de una manera compleja –no simple ni
directa- con el hecho de que la sociedad permanece en condiciones
de opresión. Así como, en el caso anterior, hablábamos de hasta qué
punto Adorno es hegeliano al reconocer para el arte la condición de
verdad junto con la condición de ideología, en este punto podríamos
decir que Adorno es marxiano –muy marxiano- al advertir que en
una sociedad emancipada los hombres no necesitarían del arte. En la
sociedad emancipada el arte y la filosofía no tendrían la relación que
tienen con los hombres en una sociedad no emancipada. El arte no
podría representar ese carácter de “reserva natural” que representa
dentro de la sociedad no emancipada. Es decir, el carácter verdadero
que tiene el arte en una sociedad falsa –como es la sociedad no
emancipada- no podría tenerlo en una sociedad verdadera –en la
sociedad emancipada-. El arte es verdadero en una sociedad falsa:
no es que el arte es verdadero en sí. El arte porta una promesa de
felicidad en la medida que esa promesa no puede realizarse
socialmente.
En condiciones históricas bajo las cuales los hombres podrían
materialmente haberse emancipado (algo que no podría suceder antes
de la sociedad burguesa) y, sin embargo, no lo hicieron (es decir, a
partir de que la burguesía rompe su alianza coyuntural con el
proletariado en siglo XIX), el arte se convierte en la esfera donde
reina un grado de libertad que la sociedad no tiene. Antes de ese
momento, antes de que la sociedad burguesa se enfrentara a su propia
paradoja (la paradoja de la burguesía: la de crear las condiciones
materiales para la emancipación, al mismo tiempo que se aterroriza
de la posibilidad de que realmente todos los hombres se emancipen y
acaben con el orden social que garantiza los privilegios que ella le
arrebató a la aristocracia), el arte no tenía este status de verdad: el de
ser verdadero en medio de lo falso. Adorno es, a su modo,
polémicamente defensor de la autonomía de la obra de arte. Digo
“polémicamente”, porque hay algo de injusto y de artificial –también
de insostenible- en esta situación por la cual una sociedad falsa tiene
un arte verdadero. En un punto, para un materialista como Adorno,
es un escándalo.
Si la sociedad deviniera verdadera (es decir, si los hombres se
emanciparan de sí mismos y de las condiciones materiales que los
llevan a explotar a otros hombres), no podemos asegurar que el arte y
la filosofía desaparecerían materialmente –porque, de hecho, no lo
podemos saber-, pero sí desaparecería esta posición que tienen en la
sociedad falsa: la de ser la negación de la sociedad falsa dentro de
una sociedad falsa. No se trata, en el caso del arte, de la misma
paradoja que, para Adorno, padece la moralidad kantiana (como
expresión del mundo burgués): en la sociedad en que es necesaria (en
la sociedad no emancipada) es imposible, y en la sociedad en la que
sería posible (en la sociedad emancipada) sería innecesaria. En el
caso del arte, en la sociedad no emancipada, justamente, es donde él
es posible. Hay una relación entre la irrealización de la utopía en la
sociedad y la realización de la utopía en el arte que es muy adecuada
–muy cómoda, también- para la sociedad burguesa. Es “ideal para el
burgués”.

Pues la libertad absoluta en el arte, es decir, en algo


particular, entra en contradicción con la situación
perenne de falta de libertad en el todo [Es decir, hay
libertad en esa parte de la sociedad -en el arte-, en la
medida que hay falta de libertad en el todo] En el todo, el
lugar del arte se ha vuelto incierto. La autonomía que el
arte obtuvo tras quitarse su función cultual y sus
secuelas, se nutría de la idea de humanidad, por lo que se
tambaleó cuanto menos la sociedad se volvía humana.
En el arte desaparecieron, como consecuencia de su
propia ley de movimiento, los constituyentes procedentes
del ideal de humanidad, pero la autonomía del arte es
irrevocable.

Adorno, T. W., Teoría estética, op. cit., p. 9

Por un lado, la sociedad burguesa hay que entenderla como el


único contexto en el cual el arte, para Adorno, se puede volver
autónomo. En la sociedad burguesa, de algún modo, están dadas las
condiciones para que los hombres proyecten en la sociedad la
emancipación social y no la circunscriban a una esfera donde esa
posibilidad permanecería intacta pero irrealizable. Pero la
emancipación social no sucede (pensemos, fundamentalmente, en la
brevedad de la Comuna, en 1871 y en la represión a los comuneros).
Por lo tanto, se trataría de pensar esa libertad que queda irrealizada
en la sociedad e intacta en el arte como una libertad que es
proporcional a la falta de libertad (o al grado de opresión) en el todo
(en la sociedad devenida un todo). Esa libertad que reina en el arte no
es una libertad que le pertenezca intrínsecamente, sino que le
pertenece a la sociedad.
Ahora bien, esa libertad reinante en el arte, en tanto prestada,
en la medida que no se realiza socialmente, tiene la posibilidad de
desarrollarse no absolutamente sin obstáculos, pero, por lo menos,
con otro tipo de obstáculos que no son los que puede tener la libertad
social. Si las libertades sociales son siempre restrictas, la libertad del
arte no es irrestricta, pero tiene otras restricciones que las sociales.
Se trata de las restricciones propias de la forma. La forma es la
racionalidad de la obra de arte.

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