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Los Elegidos Glenn Parrish

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ULTIMAS OBRAS PUBLICADAS

EN ESTA COLECCIÓN
268 - Yo vendí el planeta - Curtis Garland
269 - Kildrich, Base Uno - Kelltom
McIntire
270 - Circo galáctico - Glenn Parrish
271 - Ondas cerebrales - Marcus Sidéreo
272 - La maldición de Kaleenx - Kelltom
McIntire
GLENN PARRISH

LOS ELEGIDOS
Colección
LA CONQUISTA DEL ESPACIO n.° 273
Publicación semanal

EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
BARCELONA – BOGOTA – BUENOS AIRES – CARACAS -
MEXICO
ISBN 84-02-02525-0
Impreso en España - Printed in Spain
1. ª edición: octubre, 1975

© Glenn Parrish - 1975


texto
© Fabá - 1975
cubierta

C on ced id o s der ech os exclu siv os a f avor


de E D ITO R IA L B R U G U E R A . S . A .
Mor a la N u eva. 2 . B ar celo na ( E sp aña)

Todos los personajes y entidades


privadas que aparecen en esta
novela, así como las situaciones de
la misma, son fruto exclusivamente
de la imaginación del autor, por lo
que cualquier semejanza con
personajes, entidades o hechos
pasados o actuales, será simple
coincidencia.

Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial


Bruguera, S. A.
Parets del Vallès (N-152, Km 21,650) Barcelona -
1975
CAPÍTULO I
Los primeros síntomas que tuvo Edwin Baker de que algo no marchaba
bien fue cuando, poco después de haber abandonado y tomado, la autopista
E-3, no lejos de Hannover y casi cuando estaba llegando ya al desvío de
Wunstorf, vio a lo lejos una larga fila de coches parados.
Baker supuso en un principio que se trataría de algún control rutinario
de la Policía, pero, de repente, cuando menos lo esperaba oyó una serie de
rápidas detonaciones.
Ya había parado el coche y se disponía a apearse para preguntar a los
viajeros del vehículo anterior al suyo, cuando vio surgir a un pelotón de
hombres extrañamente uniformados y provistos de una especie de
metralletas, cuya carga parecía no tener fin.
Las detonaciones se confundieron con los gritos de cólera y miedo de
los hombres, los chillidos de las mujeres y los alaridos de los niños. Delante
de él, Baker, morbosamente fascinado, vio cómo saltaban en mil pedazos
todos los cristales del coche que le precedía. Un instante después, lo que
saltaba era la sangre, cuando decenas de proyectiles acribillaron
literalmente a los ocupantes del vehículo.
Baker era un hombre joven, habituado, en cierto modo, a tomar
decisiones rápidas. Inmediatamente, se tiró hacia su derecha, abrió la
portezuela y salió gateando del vehículo, en medio de un horripilante
maremágnum de gritos, alaridos de dolor y estampidos de las armas
automáticas que ponían los pelos de punta. Baker siguió gateando, alcanzó
el borde de la autopista y se dejó caer rodando por un terraplén herboso que
había al otro lado.
Al pie del terraplén se divisaban numerosos campos de labor, con
abundantes setos. Baker divisó uno particularmente frondoso y se escondió
sin vacilar entre su ramaje.
Todavía no sabía qué sucedía, ni por qué aquellos misteriosos soldados
atacaban indiscriminadamente a todo el mundo. El tiroteo, para mayor
asombro, continuaba incansablemente. Desde su observatorio, pudo ver los
coches que llegaban y cuyos ocupantes eran cazados ferozmente a tiros. Los
atacantes, por si fuera poco, parecían aumentar en número.
Baker pensó primeramente en una invasión, pero, precisamente,
regresaba a su país después de haber realizado unos cursos como oficial de
la reserva en las fuerzas británicas acantonadas en Alemania. La paz más
absoluta reinaba en toda Europa.
¿Quiénes eran aquellos atacantes?
¿De dónde procedían?
El uniforme consistía en un mono de un color indefinible, prolongado
en unas botas que parecían formar parte del mismo. Además, llevaban casco
y su extraña metralleta estaba unida por un flexible a una enorme mochila
situada a la espalda.
Eso era todo. Baker no pudo ver un cinturón con cantimplora o granadas
de mano, ni tampoco un cuchillo de combate. Sólo el casco, el mono con las
botas incorporadas y la metralleta con su mochila.
Pero, a cada momento, parecían salir más y más soldados de algún
cuartel invisible. En la autopista se habían producido ya numerosos
incendios y las columnas de humo se elevaban a gran altura. Baker se dijo
que había tenido suerte; más de uno había querido imitarle, pero las balas
de los atacantes le habían cortado sangrientamente la huida.
No lejos de él divisó una granja, cuyos ocupantes estaban contemplando
el terrible espectáculo. De pronto, Baker vio a media docena de soldados
que abandonaban la autopista y descendían por el talud.
En aquel instante deseó tener facultades mágicas para fundirse con la
tierra, pero lo único que podía hacer era permanecer absolutamente inmóvil,
sin respirar apenas, sintiendo en su pecho el alocado latir del corazón. Ya le
parecía sentir sus carnes desgarradas por los proyectiles de aquellos
extraños soldados.
A pesar de todo, Baker pudo observar que eran hombres de gran
corpulencia. Ninguno de ellos medía menos de ciento ochenta centímetros.
Las estaturas de metro noventa y aún de dos metros, eran corrientes en
ellos.
Los seis soldados descendieron sin grandes prisas el talud y se
encaminaron hacia la granja. En aquellos momentos, Baker hubiera dado
algo bueno por tener la metralleta que había usado en ocasiones durante su
período de reentrenamiento militar. Pero era un absurdo, porque habría
sucumbido al número instantáneamente.
Las actitudes heroicas, se dijo, no servían de nada en aquellos
momentos. Era preciso saber quiénes eran y por qué atacaban a gentes
pacíficas tan salvajemente.
De pronto, dos de los soldados se detuvieron a tres o cuatro metros del
seto. A Baker le pareció que recelaban de la presencia de un ser humano a
muy corta distancia. Su vista pasó a través del seto, para contemplar dos
rostros fríos, inexpresivos, de rasgos duros, en los que destacaban los ojos,
que despedían una fosforescencia especial incluso en pleno día.
Las metralletas, observó, parecían hechas de un metal sumamente
ligero, lo que las hacía fácilmente manejables. No vio cargador, cosa que le
hizo pensar que el tubo flexible que iba del arma a la mochila servía para
alimentar aquélla de proyectiles. El calibre de la metralleta le pareció que
debía de ser un nueve milímetros.
Al cabo de unos segundos y con no poco alivio por su parte, los dos
soldados reanudaron la marcha. Súbitamente, Baker creyó que se habían
hecho invisibles.
Tardó un poco en comprender aquel extraño fenómeno. A pesar de las
apariencias, aún podía ver la cara, el arma y la mochila. El resto del cuerpo,
incluyendo el casco, forrado con la misma tela del uniforme, quedaba
invisible ciertamente, pero no transparente.
Era fácil adivinar las causas de aquella aparente invisibilidad. El tejido
era de la fibra llamada «camaleónica», es decir, adoptaba por sí solo el color
del ambiente más próximo. Baker habla oído hablar de ciertas experiencias
en los fabricantes de ropas militares, para proporcionar uniformes de
combate, que permitieran un casi absoluto enmascaramiento, y allí tenía la
prueba más palpable de lo que había oído. Cuando uno de aquellos soldados
se tendiese en el suelo, resultaría absolutamente invisible.
Pasaron unos minutos. De pronto oyó tiros y gritos.
Baker escondió la cara en el suelo. Los ocupantes de la granja habían
sido asesinados.
El silencio más absoluto había sucedido al ruido infernal de la tarde.
Caminando con infinitas precauciones, Baker se acercó a la autopista.
Ríos de líquido rojo habían corrido hacia los bordes. Por todas partes
adonde alcanzaba su vista había cuerpos tendidos en trágicas posturas.
Ninguno de ellos vivía.
Había muchos coches incendiados, algunos de los cuales aún humeaban.
Baker, sin embargo, buscó un coche intacto.
En el asiento delantero había una joven pareja, con las cabezas y los
pechos destrozados a tiros. Detrás se veían dos niños de corta edad,
salvajemente acribillados.
Antes de hacer nada, miró hacia Hannover. No se veía una sola luz en la
ciudad. ¿Qué había pasado allí?, se preguntó, terriblemente acongojado.
Era preciso hacer algo. Sacó fuera del coche los cadáveres de la pareja y
se sentó ante el volante. Ya no le importaba mancharse las ropas.
Buscó la radio y la encendió. Luego tanteó, tratando de conectar alguna
emisora. De pronto, oyó una voz trémula:
—Berlín..., atacado..., Colonia, Hamburgo, Bremen... Millones de
muertos... Se reciben noticias de que Moscú ha sufrido una terrible
devastación... Londres, Roma, Paris, Madrid... Llamadas desesperadas de
socorro a los Estados Unidos, pero no contestan Washington ni Nueva York
ni Boston... Silencio en México, en Australia... En Europa las multitudes
enloquecidas buscan refugio en campo abierto... Miles y miles de muertos
en Tokio y Pekín... ¡Dios mío! ¿Qué ha pasado aquí? ¿Quiénes son? ¿Por
qué nos atacan?
Bruscamente, Baker oyó una estruendosa ráfaga de ametralladora y
unos cuantos gritos de agonía. Entonces comprendió que los últimos
miembros de la emisora acababan de morir.
Apagó la radio y echó a andar hacia el Oeste.
Una hora más tarde, oyó a lo lejos un gran murmullo.
En alguna parte, una enorme multitud se desplazaba enloquecidamente,
huyendo de aquellos terribles atacantes. De pronto, Baker oyó una serie de
agudísimos chillidos, mezclados con miles y miles de estampidos.
Una vez más, se salió de la autopista y buscó refugio en la vegetación.
El tiroteo era intensísimo. Le pareció como si toda una división de fusileros
actuara contra la multitud de fugitivos.
Un cuarto de hora más tarde, cesaron los disparos en masa, aunque
siguieron oyéndose algunos aislados. «Tiros de gracia», adivinó Baker
tristemente.
Sentíase cansado, pero, sobre todo, horriblemente deprimido. La
angustia de no saber con exactitud lo que había sucedido, la carencia de
noticias, la contemplación de los resultados de aquella espantosa matanza,
se habían conjuntado en su ánimo para producirle una enorme depresión,
que le hacía sentir un terrible pesimismo. Ni siquiera el hecho de saberse
con vida le hacía mirar las cosas con un mínimo de esperanza.
Cerca del amanecer, agotado, divisó una casa en medio del campo.
Encaminó hacia allí sus pasos. Fuera de la casa encontró el cadáver de un
campesino, con el pecho horrorosamente destrozado a balazos. En el
interior, había cuatro cadáveres más: una mujer, seguramente la esposa del
granjero, y tres muchachos. Uno de ellos empuñaba todavía una escopeta,
con la que había intentado una tan vana como heroica defensa.
Baker tenía hambre. Sabía que estaba vivo y debía continuar
manteniéndose con vida mientras pudiera. Buscó y en una despensa
encontró pan y tocino magro. El instinto le dijo que no debía encender
fuego de ninguna clase, así que consumió los víveres en frío. También halló
vino y tomó un par de vasos. Pero luego sobrevino la reacción natural y
sintió sueño.
En el piso superior había dormitorios. Eligió uno, intocado aún. No
había llave en la puerta, pero colocó una silla apoyada contra el picaporte.
Luego se descalzó. Cerró los ojos una vez tumbado en la cama. A los cinco
minutos, dormía como un leño.
CAPÍTULO II
Días y días de marcha agotadora hacia el Oeste. Cuando llegase a la
costa, encontraría alguna embarcación que le llevase hasta su país. Pero
estaba seguro de que en Inglaterra no hallaría sino la misma destrucción y
devastación que en el continente.
Un espantoso hedor reinaba en la atmósfera, procedente de la
putrefacción de millones y millones de cadáveres. Para Baker, único
superviviente hasta aquellos instantes, el misterio consistía en saber de
dónde habían salido tantos soldados enemigos. Ahora ya pensaba en una
invasión extraterrestre, tan cacareada en el pasado en las novelas de ciencia-
ficción, pero ahora total y absolutamente real.
En todo lo ocurrido, encontraba algunos detalles que llamaban
poderosamente su atención. Primero, había visto numerosísimos cadáveres
que no presentaban la menor herida de bala. Segundo, ni un solo animal
había muerto, como no fuese accidentalmente, en una huida provocada por
el terror de lo que sucedía a los hombres y las reacciones enloquecidas de
éstos ante el peligro. Por la comida y las ropas no se preocupaba: las casas,
pero también las tiendas de las ciudades que encontraba a su paso, le
proporcionaban abundante suministro de todo lo necesario.
Había pasado junto a una comisaría de Policía, en donde se había
provisto de una metralleta y abundante munición, Junto con algunas
granadas de mano. Sin embargo, estaba decidido a emplear el arma
solamente en caso desesperado; un instintivo sentimiento de prudencia le
decía que debía abstenerse de atacar a los soldados enemigos sólo por
venganza. Si lo, hiciera, sería inmediatamente barrido por los otros.
También llevaba una cantimplora de agua y algunas prendas de
repuesto. Encontró una tienda de calzado y se proveyó de un buen par de
botas. El tiempo, por fortuna, era bueno y podía caminar sin temor a las
inclemencias meteorológicas.
Algunas veces, veía invasores a lo lejos y los esquivaba
cuidadosamente. En modo alguno pensaba entablar una lucha, a menos que
no tuviese otro remedio. Baker sabía que sólo la prudencia le permitiría
continuar sobreviviendo.
Ya se había acostumbrado al horrible espectáculo de miles y miles de
cadáveres pudriéndose por todas partes: en las calles, en las casas, en los
campos... Finalmente, tuvo que prepararse una máscara antiséptica, que
empapó con alcohol y agua de colonia, para evitar en lo posible las
consecuencias de aquel espantoso hedor.
Un par de veces había visto a lo lejos unas extrañas nubes de color
amarillento, que aparecían y se disipaban con relativa rapidez,
Bruscamente, cuando ya casi avistaba la costa, encontró en una vaguada un
numeroso grupo de cadáveres.
Una mano se movió entonces. Baker sintió un terrible choque al
encontrarse con un ser vivo en muchos días.
Corrió hacia el moribundo, Era un hombre de mediana edad, junto al
cual se hallaba el cadáver de una mujer de cabellos grises.
Baker se arrodilló junto al hombre.
—¿Puedo ayudarle? —Habló en inglés, alemán y francés
sucesivamente, y el moribundo contestó en francés,
—No..., no hay nada que hacer... Guárdese del gas...
—¿Sabe quiénes nos han atacado? —preguntó el joven.
Pero ya no obtuvo respuesta. Los ojos del individuo estaban fijos en un
punto situado en las alturas.
Baker examinó los cuerpos tendidos en la vaguada. Ninguno de ellos
presentaba heridas de bala.
«El gas», pensó de inmediato. ¿Tal vez aquellas nubes amarillas
entrevistas en la lejanía?
Siguió andando. Todavía mantenía en su mente la idea fija de volver a
Inglaterra. Pero, ¿qué iba a encontrar allí sino muerte y desolación?
Dos días más tarde, alcanzó Knokke, en la costa belga. Antes de llegar
al puerto pasó por un cuartel de la Marina, en donde vio algunos carros con
cohetes. Ahora era el momento de buscar una embarcación que le llevase al
otro lado del Canal.
A veces, Baker se sentía nuevamente deprimido. Ya no había noticias en
la radio ni funcionaba tampoco ninguna emisora de televisión. Había
buscado en las ciudades, pero todos los locutores y técnicos habían muerto,
la mayoría en sus puestos. Como ya había visto en más de una ocasión,
abundaban los cadáveres sin huellas de balazos.
¿El gas?
Cuando estaba cerca del puerto, divisó a lo lejos, sobre el mar, una línea
amarilla.
Frunció el ceño. El viento le daba, en la cara, lo que significaba que el
gas llegaría a la costa tarde o temprano. Y por mucho que corriese, sabía
que no podría evitar sus letales efectos.
De pronto, se le ocurrió una idea. Buscó el cuartel de la Marina y no
tardó en encontrar equipos de escafandristas. Probó algunos y los encontró
en perfecto estado.
El gas, se dijo, podía penetrar en el cuerpo a través de los poros. No
conocía sus efectos, salvo que resultaban mortales, por lo que estimó debía
poner una eficaz barrera entre el gas y su organismo.
Un equipo de botellas de aire comprimido quedó sujeto a su espalda. A
fin de tener repuesto, para el caso de que la inmersión se prolongase
forzosamente durante demasiado tiempo, Baker cargó con tres equipos más,
que puso sobre una carretilla, y salió disparado hacia la orilla del mar.
El gas estaba a un par de kilómetros de distancia, cuando inició la
inmersión. Baker se sumergió junto a un muelle, desde cuyo borde lanzó los
otros equipos de escafandrismo. Ya los encontraría en el fondo, que estaba
escasamente a quince metros. En menos de dos semanas, la paralización
absoluta de toda industria, así como el cese de toda actividad humana, había
devuelto al agua la mayor parte de la transparencia perdida durante todo el
contaminante siglo XX.
Cuando notó que se le acababa el aire, cambió la boquilla de su equipo
por otro de los que se había llevado como repuesto, sin salir siquiera del
agua. Después del tercer cambio, se aventuró a asomar la cabeza fuera del
agua.
La atmósfera había recobrado su transparencia habitual. No obstante,
Baker dejó transcurrir todavía una hora., antes de aventurarse a salir de
nuevo.
Cerró los ojos cuando se disponía a respirar. Pero pasaron los minutos y
no ocurría nada. Se felicitó de su idea, que le había salvado la vida.
—Y ahora, a buscar una barca...
Recogió su equipo. De pronto, cuando se disponía a salir del cuartel,
oyó ruido de pisadas en las inmediaciones.
Inmediatamente, se parapetó detrás de uno de aquellos carros
lanzacohetes, con la metralleta a punto. Los pasos, podía oírlo con toda
claridad, se acercaban lenta, precautoriamente. Rodilla en tierra, Baker
apuntó hacia la entrada del cuartel.
Una figura humana apareció de pronto ante sus ojos. Baker parpadeó.
—Estoy soñando —murmuró.
Ella se detuvo irresoluta junto a la entrada. Estaba armada con una
pistola y vestía una camisa y pantalones cortos. Su pelo era rubio oscuro,
casi leonado, y se la veía alta y de formas netamente femeninas.
—¿Hay alguien aquí? —preguntó la joven.
—Sí —contestó Baker, a la vez que abandonaba su escondite.
Ella emitió un gemido, que era también una exclamación de alegría. Sin
poder contenerse, corrió hacia Baker, soltó, la pistola y le puso las manos
sobre los hombros.
—Por fin encuentro a un semejante —exclamó—. Soy Inge Wähl —se
presentó.
—Edwin Baker, pero puedes llamarme Ed —sonrió él.
—Encantada, Ed.
—Lo mismo digo, Inge. ¿Alemana?
—Mitad y mitad. Padre alemán, madre belga... Tú eres británico.
—Sí. Inge, esto es maravilloso. Casi un mes sin ver otra cosa que
muertos y muertos por todas partes... ¿Cómo has conseguido salvarte?
—Soy licenciada en biología. Estábamos haciendo investigaciones en
un pequeño submarino, en el Mar del Norte. También hacíamos inmersiones
individuales. Un día, al regresar de una de estas inmersiones, encontré
muertos a todos mis compañeros. Uno de ellos, sin embargo, tuvo tiempo
de garrapatear unas líneas, en las que mencionaba un gas letal. Yo tomé la
canoa de salvamento del submarino y me vine a la costa. Eso es todo, Ed.
Baker explicó su odisea. Inge le escuchó con suma atención.
—Pero no comprendo —dijo él—. ¿Por qué más nubes de gases, si ya
han muerto todos o, por lo menos, la inmensa mayoría?
Inge le tomó de la mano.
—Ven, quiero que veas una cosa —dijo.
Baker siguió a la joven. Ella le condujo hasta una explanada situada al
otro lado del edificio. Una vez allí, Baker vio algo que le dejó estupefacto.
Había unos montoncitos de polvo grisáceo en el suelo, que se deshacían
con cierta rapidez. De pronto, vino una racha de viento y dispersó el polvo.
—El gas disuelve, literalmente, los cadáveres —dijo Inge.
Baker frunció el ceño.
—A eso le llamo yo un buen servicio de limpieza —dijo—. Inge, ¿sabes
que nos encontramos ante una invasión de gente extraterrestre?
—No lo creo. Alguien, una potencia extranjera, ha decidido...
Baker meneó la cabeza.
—Inge, he tratado de oír las radios durante casi un mes. En alguna parte
debería quedar una emisora que lanzase noticias destinadas a los
ciudadanos de esa posible nación agresora. Si un país quisiera destruir
Europa, habría dejado aquí agentes secretos, una quinta columna, que
habrían sobrevivido, para mantener intactos algunos servicios esenciales.
He estado en Embajadas, consulados, representaciones extranjeras... No han
sobrevivido ni rusos, ni chinos, ni norteamericanos..., de ningún país, en
suma. ¿Lo comprendes ahora?
Ella asintió lentamente.
—Me resistía a creerlo —murmuró—. A mí misma trataba de
convencerme de que no era posible una invasión de unos seres procedentes
del espacio..., pero, por desgracia, es preciso empezar a pensar en lo peor,
—Nosotros hemos tenido suerte, tú porque estabas en el fondo del mar
y yo porque supe reaccionar en el primer ataque. Pero es preciso que
sigamos conservando esta buena suerte, ¿comprendes?
Inge sonrió.
—Puesto que, podría decirse, somos los únicos supervivientes, ¿se te ha
ocurrido algún plan para continuar con vida? —preguntó.
—Verás, yo opino que, pese a todo, aún deben quedar supervivientes en
alguna otra parte. No sé dónde, aunque creo que deberíamos iniciar la
búsqueda, a fin de agruparnos y luchar para seguir viviendo. ¿Quién sabe?,
incluso para combatir a los invasores.
—¡Pero son miles, millones, Ed!
—Sí, ya lo sé. Han desembarcado en la tierra como una plaga de
langosta. Pero hasta las plagas pueden ser vencidas, si se sabe cómo
hacerlo.
—¿Lo sabemos nosotros?
—Hemos de empezar a aprender cómo se lucha con los invasores —
respondió Baker—. Ahora bien, lo que sobre todo, hemos de tener muy en
cuenta, es observar grandes precauciones en todo momento y evitar una
lucha abierta. Si te parece bien, viajaremos hacia el Sur..., y buscaremos
incesantemente, hasta convencernos de que no hay nadie más con vida o
encontrar a grupos de supervivientes que se sientan con ánimos de
continuar en el planeta.
—No tendrán otro remedio. ¿Adónde podríamos ir, si ni siquiera se ha
desembarcado en Marte?
—Es que no tenemos por qué abandonar algo que es nuestro —dijo
Baker con acento lleno de firmeza. Inge asintió.
—Tienes razón —dijo—. Pero... —suspiró—, dos contra millones...
—Inge, ya has encontrado a un semejante, que no es hostil. ¿No te
sientes ahora un poco más animada?
—Es cierto —sonrió la joven.
—Entonces, vamos a dar el primer paso para nuestra supervivencia —
dijo Baker resueltamente.
—¿Cuál es ese primer paso, Ed?
—Comer.
Inge se echó a reír. De pronto, se puso seria y sus ojos se llenaron de
lágrimas.
—No sé cómo tengo humor para reír... —gimoteó— He perdido a mis
padres, dos hermanos, parientes, amigos... Todos, todos han muerto...
Baker la atrajo contra su pecho.
—Yo estoy en el mismo caso —murmuró—. Por ahora, somos tú y yo
solos y hemos de convivir y protegernos mutuamente. Podemos llorar a
nuestros muertos, pero hemos de pensar sobre todo en nosotros mismos. Es
algo que debemos hacer, sin dejarnos abatir por la situación.
—Sí —convino ella, mientras se limpiaba las lágrimas con un pañuelo
—. Perdóname, pero no he podido contenerme...
—Es lógico, pero te ha sentado bien —dijo Baker comprensivamente
—. Anda, vamos a ver si encontramos algo de comida. Por ahora, hemos de
vivir de las conservas que se encuentran por todas partes. Pero un día u
otro, tendremos que empezar a pensar en los animales domésticos para
mejorar nuestra dieta.
—Es verdad —exclamó Inge—. Todos los seres humanos han muerto.
En cambio, los animales viven. ¿Por qué?
—Muy simple: los invasores necesitan también a los animales.
—Para comer.
—Sí, no hay otra respuesta.
Una hora más tarde, habían, consumido el contenido de algunas latas de
conserva y se sentían bastante más animados. Entonces, cuando ya se
disponían a buscar un alojamiento para pasar la noche, fue cuando vieron la
nave extraterrestre que descendía con cierta lentitud de las alturas.
CAPÍTULO III
Estaban en el cobertizo de los carros lanzacohetes, en el que había
algunos alojamientos que pensaban utilizar para pernoctar, antes de iniciar
la marcha al día siguiente. Apenas habían llegado a la entrada, cuando
vieron la astronave.
Parecía un pez gigantesco, con centenares de ojos iluminados, que
brillaban vivamente en el crepúsculo. Su velocidad de descenso era
relativamente lenta, lo que permitía captar numerosos detalles de su
estructura.
Baker calculó su longitud en una cifra situada entre los trescientos
cincuenta y los cuatrocientos metros. Debía de tener una sección
aproximadamente oval, con los extremos aguzados, pero no excesivamente,
sino un tanto redondeados; y el punto máximo debía de medir unos treinta o
cuarenta metros de costado a costado y otro tanto en la altura.
—¿Cómo has calculado esas medidas, si no tienes puntos de referencia?
—se extrañó Inge.
—Los «ojos de buey» —contestó Baker— Por su diámetro,
corresponden aproximadamente a lo que necesitarían las personas de
nuestro tamaño.
—Sí, es cierto. Pero nunca habíamos visto una nave hasta ahora...
—Alguna vez tenía que ser la primera.
La nave se detuvo unos instantes a cosa de cien metros del suelo.
—Parece como si el piloto tantease la operación de aterrizaje —
comentó Baker.
—Y no se ven chorros de eyección, ni hélices... ¿Cómo se sustenta,
Ed?
—Es muy probable que esos extraterrestres conozcan algo que nuestros
sabios no hayan logrado encontrar aún: el secreto de dominar las fuerzas de
la gravedad. En tal caso, todos sus movimientos deben de resultar de una
sencillez abrumadora.
—Vienen a ocupar el planeta —dijo Inge, rabiosa—. Si pudiéramos
combatirles...
Baker se volvió hacia la joven.
—¡Combatir! —exclamó—. Inge, creo que vamos a correr un grave
riesgo, pero vale la pena probar a esos criminales que todavía queda alguien
con vida, dispuesto a defender lo que es suyo. Ven conmigo.
Ella le siguió. Baker saltó a uno de los carros y dio el contacto. El
vehículo era eléctrico, de funcionamiento silencioso. Baker lo hizo avanzar
hasta situarlo a pocos pasos de la entrada. Luego manipuló en los controles.
—Vamos —exclamó a continuación.
Inge corrió a su lado. Abandonaron el cobertizo y se escondieron detrás
de una pila de cajas de mercancías, abandonadas en aquel lugar.
Súbitamente, se oyó un aterrador silbido. Un enorme cohete, de cuatro
metros y medio de largo y treinta centímetros de diámetro, partió a toda
velocidad en busca de su blanco, situado a menos de un cuarto de kilómetro
de distancia.
Sucesivamente, y con intervalos de un segundo, partieron los cinco
cohetes restantes de la dotación del carro. De pronto, se produjo la primera
explosión.
—Los cohetes disponen de mecanismos automáticos de guía al blanco
—explicó Baker.
Durante unos segundos, pareció que no ocurriría nada. Cohete tras
cohete llegaban a su objetivo y explotaban atronadoramente, sin que la
astronave ofreciese señales de sufrir daños. De súbito, pareció que se
encendía un pequeño sol.
La nave se abrió en varios pedazos, que se fragmentaban sucesivamente
en otros menores, en medio de terribles explosiones, que sucedían a
vivísimos chispazos. Inge y Baker contemplaban fascinados aquel tremendo
espectáculo, pero de pronto vieron algo espeluznante.
Cientos y cientos de cuerpos humanos caían de las alturas, estrellándose
contra el suelo o hundiéndose en las próximas aguas del puerto. Los restos
de la colosal astronave cayeron también, esparciéndose en un amplio radio
a partir de la vertical del punto de explosión.
Baker se, irguió.
—Creo que hemos vengado un poco a los asesinados —dijo.
—Ed, ¿no tratarán ellos ahora de tomar represalias? —sugirió Inge
temerosamente.
—Es probable, pero de todos modos, el hallazgo de esos carros
lanzacohetes les va a dar más de un quebradero de cabeza.
—Tú sabes manejarlos...
—Estuve mandando una sección durante un mes. Tenía seis carros a mis
órdenes y nos entrenamos a conciencia —explicó Baker—. Son del último
modelo, algo que puede causar mucho daño a los invasores. Aguarda un
momento, por favor.
Baker volvió al cobertizo, en donde quedaban todavía nueve carros.
Uno tras otro, acabaron en la explanada. Baker ejecutó determinadas
operaciones en cada uno de los carros y luego volvió junto a Inge.
—Hemos de irnos —dijo.
—Si vienen más naves, verán los carros y los destruirán. Es de suponer
que también estén armadas —manifestó Inge.
—Los carros han quedado en «automático». Eso quiere decir que los
cohetes se dispararán por sí solos, apenas haya un blanco a menos de
trescientos metros. Y el mecanismo automático funcionará mientras haya
carga en las baterías de acumuladores, ¿comprendes?
Inge asintió. Ya habían recogido su equipo y reanudaron la marcha.
Baker sintió la curiosidad de examinar uno de los cadáveres de los
extraterrestres. Era un individuo de gran corpulencia, piel clara y apariencia
enteramente normal. El hombre había muerto estrellado contra el suelo,
pero había algo en su cuerpo que denotaba su origen extraterrestre: las
manos con siete dedos.
Todos los cadáveres ofrecían la misma particularidad. Baker sabía que,
en algunas regiones de la Tierra, en determinadas aldeas con escasísimo o
nulo contacto con los pueblos circundantes, se habían dado casos de
exadactilia y aún de heptadactilia, seis y siete dedos respectivamente, pero
eran rarísimas excepciones y, además, los dedos de más aparecían
generalmente sin funcionalidad muscular, atrofiados prácticamente.
Los dedos de los invasores, comprobó, eran perfectamente móviles y
utilizables en cualquier circunstancia.
—Serían buenos pianistas —comentó, no sin humor.
Media hora más tarde, captaron el resplandor de unos fogonazos y
volvieron la cabeza,
Tres astronaves estaban siendo destruidas por el ataque simultáneo de
los nueve carros, que descargaron sus cincuenta y cuatro cohetes de modo
automático, tal como lo había previsto Baker.
—Debieron de enterarse de la destrucción de la primera nave y
acudieron a investigar —supuso.
Casi en el acto, divisaron las luces de una nueva astronave. Esta disparó
lo que parecían unos rayos de luz deslumbrante. Varias columnas de fuego
se elevaron a lo alto, con horrísono estruendo.
—Han destruido algo que ya no les haría el menor daño —dijo Baker.
—Pero si nos descubren...
Baker oprimió con fuerza el brazo de la joven.
—Caminaremos de noche —dijo—. De este modo, les será más difícil
vernos. Además, viajaremos constantemente junto a la costa. El agua puede
salvarnos de los gases.
—Sí, tienes razón, pero, ¿hasta dónde iremos?
Baker inspiró con fuerza.
—¿Has oído hablar alguna vez de chiflados que dieron la vuelta a la
Tierra, a pie? Claro que eludían las regiones polares y desérticas...
—Nosotros vamos a hacer lo mismo —adivinó ella.
—Si no te parece mal, claro.
Inge hizo un vigoroso gesto de asentimiento.
—Nuestro deber es buscar supervivientes —dijo resueltamente.
A medida que avanzaban hacia el sur, observaban signos de limpieza en
la atmósfera y en las aguas. Pero también resultaba desolador no ver
humear ninguna de las numerosas chimeneas de fábrica que encontraban a
su paso.
Los ríos bajaban limpios, sin residuos industriales ni ciudadanos. A
veces, encontraban todavía cuerpos humanos, convirtiéndose en polvo, pero
cada vez eran más raros tales hallazgos. Un silencio total reinaba en el
ambiente, pero también oían cierta música con mayor frecuencia a medida
que transcurrían los días: la música de los pájaros, que parecían haberse
multiplicado extraordinariamente en los dos meses transcurridos desde que
se iniciara el ataque de los invasores.
Los músculos de la pareja se habían endurecido con el constante
ejercicio. Tanto Baker como Inge ofrecían un saludable aspecto, rostros
tostados y cuerpos esbeltos. Era, en cierto modo, una vida muy agradable,
pero no por ello descuidaban las precauciones en ningún momento.
De cuando en cuando, se detenían para buscar algún receptor de radio.
Jamás conseguían captar ninguna emisión, ni siquiera por una emisora
privada. El pesimismo se apoderaba de ellos en ocasiones, y les deprimía
profundamente. Ni siquiera el recuerdo de su pequeña victoria contra las
naves invasoras conseguía animarles demasiado.
Poco a poco, sin embargo, empezaron a resignarse y a tomar con más
calma su situación. Mientras tanto, los días pasaban y seguían ganando
terreno hacia el Sur. A veces, cuando llegaban a un río, abandonaban la
costa, pero siempre procuraban permanecer cerca de una corriente de agua,
que estimaban la mejor garantía contra un posible ataque con gases.
Era especialmente deprimente atravesar las ciudades, en las que el
abandono no había causado todavía apenas estragos. La mayoría de los
edificios permanecían intactos, así como los vehículos abandonados en las
calles desiertas, si bien en más de una ocasión encontraron trenes
siniestrados, bien por colisión con otros o descarrilados al morir los
maquinistas. Pero no había el menor rastro de vida inteligente.
Los campos aparecían igualmente abandonados y las plantas se
reproducían de un modo totalmente silvestre. Baker dijo un día que, si les
era permitido establecerse de modo fijo en alguna parte, tendrían que
convertirse en campesinos antes que nada.
—Labrar la tierra —dijo Inge.
—Sembrar trigo y cultivar frutales y legumbres. También criar animales
domésticos..., pero, por el momento, eso es un sueño impensable, Si ahora
empezásemos, es muy probable que los invasores nos descubriesen y nos
dieran muerte.
—Es curioso —observó ella—. No hemos vuelto a ver más invasores, ni
siquiera uno de aquellos soldados que viste tú y que actuaban de forma tan
brutal. ¿Qué les habrá pasado?
Era una pregunta sin respuesta. Mientras tanto, el verano avanzaba
hacia su final, aunque, al hallarse ya en el sur de Francia, el tiempo era
todavía excelente.
La comida no escaseaba, ciertamente. Cada vez que encendían fuego
para asar la carne de algún conejo o una gallina, Baker procuraba emplear
leña seca, a fin de evitar el humo en lo posible. Era increíble el cambio
operado en los campos en menos de seis meses y, en aquel corto espacio de
tiempo, las aguas de los ríos habían recobrado su transparencia original.
Solamente en los de mayor caudal se observaba algo de turbiedad, debido al
acarreo de materiales, cosa, por otra parte, que siempre había sucedido
desde el principio de los siglos.
Pero, aun así, el envenenamiento industrial de las aguas había
desaparecido por completo.
Atravesaron la que había sido frontera franco española y continuaron su
descenso hacia el Sur.
—Creo que invernaremos en el Sur de España —dijo Baker—. Será
como, una especie de descanso, antes de continuar por África.
—Y luego, a la India.
—Y América, después el estrecho de Behring, Siberia, Rusia... Si no
volvemos a encontrarnos con invasores, tendremos tiempo más que
suficiente para dar la vuelta completa en torno al planeta.
Caminaban siguiendo las rutas trazadas por los hombres. Atravesaron
Castilla y se internaron en Andalucía a finales de octubre. Cerca de
Córdoba, tuvieron que detenerse, debido a un intenso temporal de lluvias,
que cesó al cabo de dos semanas. Pero luego volvió el buen tiempo, el
veranillo de San Martín, una espléndida temporada que más parecía
primavera que otoño. Y entonces fue cuando tuvieron un encuentro con los
invasores.

***
Habían cazado dos conejos, gordos y lustrosos y, tras despellejarlos,
Baker los colgó de un árbol, mientras reunía ramas secas para encender el
fuego. Inge se había alejado a un riachuelo cercano, para bañarse, cuando,
de repente, volvió a la carrera.
—Ed, viene alguien —exclamó.
Baker requirió en el acto la metralleta y se colgó del cinturón un par de
bombas de mano. Habían encontrado un pequeño grupo de rocas, en medio
de la espesura de matorrales que habían crecido en aquel lugar, y obligó a la
joven a esconderse detrás de una gruesa piedra. Inge, no obstante, también
estaba armada con una metralleta, cuyo manejo había aprendido en el
transcurso de los meses que llevaba junto a Baker.
—¿Son muchos? —preguntó él.
—Tres, pero no he visto más detalles... Me asusté y vine corriendo a
avisarte...
—¿Crees que serán supervivientes?
—No lo sé. Únicamente vi tres figuras que se acercaban al arroyo.
Estarían a unos cuatrocientos metros... ¡Míralos, Ed! —exclamó Inge de
pronto.
Baker tendió la vista hacia el punto que ella señalaba con la mano. Los
bultos que los tres sujetos llevaban a la espalda, le indicaron con toda
claridad su procedencia.
—Son invasores —cuchicheó—. Oye, Inge, si pasan de largo, no les
haremos nada, ¿comprendes?
—¿No crees que deberíamos intentar parlamentar con ellos? —sugirió
la joven.
—Esos asesinos no parlamentan con nadie: disparan a matar, sin más —
respondió Baker ceñudamente.
Pasaron unos minutos. Los invasores estaban cada vez más cerca. Baker
veía ya sus ojos, que brillaban con aquella extraña fosforescencia. Sus
estaturas eran algo diferentes en muy pocos centímetros, pero sus rostros
tenían algo en común, que no acababa de comprender del todo.
De pronto, los soldados se detuvieron a unos veinticinco pasos. Parecían
presentir gente extraña en las inmediaciones. Baker se dijo que ya no podía
perder más tiempo: se trataba, simplemente, de vivir.
Con la mano derecha, soltó una de las bombas de mano del cinturón y
arrancó la anilla de seguridad. Casi en el mismo instante, uno de los
invasores señaló hacia el punto en donde se hallaba la pareja. Pero la bomba
de mano volaba ya por los aires.
CAPÍTULO IV
Hubo un fogonazo, una seca explosión, y dos cuerpos humanos fueron
despedidos a cierta distancia por la violencia de la onda expansiva. El tercer
invasor se tambaleó ligeramente, trastabillando a un lado, pero indemne al
parecer. Baker, sin embargo, no dejó que se recuperase.
Ya tenía la metralleta en la mano. El arma disparó una larga ráfaga, más
de veinte cartuchos de una sola vez. Baker no quería correr riesgos. El
invasor se arrodilló primero y luego cayó de bruces sobre la hierba.
Los pájaros de las inmediaciones habían levantado el vuelo, asustados
por los estampidos. El silencio volvió a los pocos instantes.
Baker cambió el cargador del arma y se puso en pie lentamente.
—Inge, sigue donde estás —dijo.
Ella asintió calladamente. Baker abandonó su posición y caminó
cautelosamente hacia donde yacían los invasores. El que había muerto
ametrallado permanecía absolutamente quieto. Baker vio su pecho y vientre
completamente acribillados por las balas, pero no supo captar en aquel
momento un detalle.
Los otros dos estaban a cuatro o cinco metros de distancia, igualmente
quietos. Uno de ellos sangraba débilmente por la sien izquierda. Ambos
habían muerto a consecuencia de la explosión.
Baker movió la mano.
—Ya puedes salir, Inge —dijo.
La joven se le acercó.
—Ahora ya no dan miedo, sino lástima —murmuró—. Si de veras son
seres extraterrestres, pienso en unas madres que ya no volverán a verlos,
que los enviaron a morir a un planeta muy remoto...
De súbito, Inge lanzó un agudo chillido. Baker se volvió hacia ella,
vivamente alarmado.
—¿Qué te sucede? —preguntó.
El índice derecho de Inge señalaba hacia el soldado que había muerto, a
balazos.
—¡Ed, ese hombre no sangra! —dijo.
Baker respingó. Entonces se percató de que había notado algo raro en el
sujeto, sin que supiera a ciencia cierta de qué se trataba.
Era increíble, Aquel hombre había recibido quince o veinte proyectiles
y, sin embargo, no salía una sola gota de sangre de su cuerpo.
—Pero allí hay uno que sí sangra —exclamó.
Inge no podía olvidar que era bióloga lo que, en cierto modo, tenía
bastante relación con la medicina. Se acercó al muerto que sangraba y
examinó atentamente la herida.
Había sido causada por un trozo de metralla, que le había destrozado la
sien. Aparte de ello, no se veían más heridas, sino algunos desgarros de la
ropa, no demasiado grandes.
—Ed, tu cuchillo —pidió.
Baker sacó el arma de la funda y se lo entregó. Inge rasgó el uniforme
del muerto, desde el cuello, a la entrepierna. Debajo apareció una piel
levemente grisácea, mate, que tenía muy poco parecido con una epidermis
humana.
Inge puso una mano en el pecho del muerto. Tenía que conservar
todavía el calor vital, pero estaba frío. De pronto, dio unos golpecitos con
los nudillos en el tórax del cadáver.
El sonido que obtuvo se parecía muy poco al que habría producido al
golpear un pecho humano. En aquel momento, Inge concibió una horrible
sospecha.
—Me gustaría hacer la autopsia a uno de estos cadáveres..., si es que se
pueden emplear esas dos palabras: autopsia y cadáveres —dijo.
Baker dio un respingo.
—Pero, ¿qué demonios...?
—Ed, ¿no tienes más herramientas que, el cuchillo? —preguntó Inge.
—Demasiado lo sabes. En mi mochila llevo una pequeña destral, para
cortar leña, pero si nos movemos a pie, si cada vez que necesitamos renovar
el calzado entramos en una tienda, ¿para qué queremos herramientas?
—Necesitamos algo parecido a una cizalla, alicates y destornilladores
—dijo Inge con firme acento— ¿No pasamos hace poco por un pequeño
pueblecito?
—Sí, está a unos tres kilómetros..., pero hemos hecho mucho ruido —
objetó él—. Quizá estos invasores no venían solos, Inge.
—Cuando yo me iba a bañar, podía ver una gran extensión de terreno.
Estos tres hombres, si se les puede llamar así, eran los únicos, Ed.
Baker se puso rígido.
—Inge, ¿tratas de sugerirme que hemos sido invadidos por unos robots?
—preguntó.
—Si no son unos robots, en el sentido estricto de la palabra, son algo
que se le parece mucho —contestó ella.
Baker se arrodilló en el suelo y palpó el cuerpo del hombre que había
sangrado por la sien. La hemorragia se había contenido ya.
El tórax era duro, nada flexible, como sucedía con los humanos. Baker
paseó las yemas de los dedos por toda la superficie del tórax, que había sido
despojado por completo del uniforme, y luego lo incorporó un poco, para
tantear en la espalda.
De pronto, a la altura de los riñones, encontró una ligera protuberancia.
Hizo presión y se oyó un ligero chasquido.
El pecho del hombre se abrió en dos mitades, como las dos hojas de una
puerta. Baker, impresionado en el primer momento, dio un salto atrás,
mientras Inge contemplaba fascinada aquel impresionante amasijo de cables
y mecanismos que constituían las vísceras mecánicas del invasor.
—Tenías razón —dijo Baker—. Es un robot.
—Sí, pero ha sangrado —Inge sonrió—. Tendría que haber derramado
aceite en lugar de sangre, Ed.
—Inge, tú estudiaste medicina...
—Unos cursos solamente. En seguida derivé hacia la biología —alegó
la joven.
—Es lo mismo. Yo también lo haría, aunque no tengo la menor noción
de anatomía práctica. Pero tenemos que averiguar qué hay en la cabeza de
estos robots, ¿comprendes?
—El hacha —murmuró Inge, pero, en seguida, abandonó la idea—.
Podríamos causar destrozos innecesarios.
—Iré al pueblo —dijo Baker resueltamente—. Pero de todos modos,
antes me aseguraré de que no hay enemigos a la vista. Robots o no, tengo
una amarga experiencia de lo que hacen cuando se encuentran con un
terrestre.
A pocos pasos de distancia, había un gran álamo, Baker trepó hasta el
punto más alto que le fue posible y exploró la llanura circundante. Sólo una
o dos veces vio movimientos entre un trigal que no había sido recolectado,
pero no tardó en comprender que se trataba de liebres o tal vez de algunos
cerdos que, habiéndose asilvestrado, buscaban comida. Pero no había el
menor rastro de seres humanos..., o de máquinas con figura humana.
Momentos después, ponía el pie en el suelo.
—Ignoro cómo aparecieron esos invasores por aquí —dijo—, pero es
preciso que no te descuides un solo momento. Dime qué herramientas o
instrumentos necesitas y te traeré del pueblo todo lo que pueda encontrar.
Inge le hizo una pequeña relación, fácil de memorizar. Baker asintió y,
dando media vuelta, inició una marcha a paso gimnástico en busca de
instrumentos que le permitiesen practicar la «autopsia» a uno de los robots,
con objeto de conocer mejor al enemigo con el que tenían que enfrentarse.

***
El cuero cabelludo, evidentemente artificial, quedó separado a un lado.
Poco después, Inge levantaba toda la tapa craneana, dejando el cerebro al
descubierto.
Con la ayuda de un cuchillo muy afilado, cortó unas porciones de
cerebro, que examinó mediante una lupa.
—No hay duda, es un cerebro auténtico..., pero el resto del cuerpo es
maquinaria —dijo, cuando ya caía la tarde.
A Baker le resultaba incomprensible que un cerebro humano pudiese
vivir separado de su organismo originario y, más aún, que pudiese ser
alimentado de una forma artificial. Pero, ahora que disponía de
instrumentos, Inge pudo continuar sus exploraciones y encontró en la parte
alta del tórax, de modo que llegaba justo a ras del borde interior de los
hombros, un depósito flexible, de forma alargada, y que podía contener cosa
de dos litros de sangre. El depósito tenía, en su pared inferior, una serie de
cables que lo unían a varios mecanismos. Más arriba, en el cuello, había
una especie de bomba aspirante impelente, en lugar de los músculos, la
laringe y el esófago naturales en todo ser humano.
Al terminar, Inge, sentada sobre sus talones, meneó la cabeza y dijo:
—Creo que ya lo comprendo, Ed. No puedo saber la forma en que ese
cerebro humano fue trasplantado a un robot, pero sí te diré que hay una
cierta cantidad de líquido que puede o no ser sangre humana auténtica y que
es regenerado, renovado y bombeado para que el cerebro reciba
constantemente el riego sanguíneo necesario en su actividad intelectual.
—Matar a la gente no es precisamente una actividad intelectual —
refunfuñó Baker.
—Al menos, el robot piensa que ha de cumplir las órdenes que recibe. Y
tiene que caminar y moverse aquí y allá y emplear sus armas..., y no
sabemos de cuantas cosas más son capaces, pero, en todo caso, necesitan el
cerebro. Quizá ese líquido rojo no sea sangre auténtica, sino sintética, pero,
en todo caso, cumple su función. Y si no salió sangre del cuerpo del invasor
contra el que disparaste, se debe a que todas tus balas hicieron impacto a ras
de las tetillas para abajo. El depósito de líquido sanguíneo, según hemos
visto, queda más alto, ¿comprendes?
Baker asintió.
—Inge, es posible que sea así en estos tres casos, pero, ¿son robots
todos los que nos atacaron? ¿Eran robots todos los ocupantes de las naves
que destruimos en Knokke?
—No podemos saberlo, porque no nos preocupamos mucho de mirarlo,
pero a mí me pareció que no sangraban. Claro que en aquellos momentos
tenía un miedo espantoso...
—Y ahora también —dijo él—. Estos tipos no andaban por aquí
casualmente. Si les habían mandado a una patrulla de exploración y ven que
no regresan, enviarán, a más robots a buscarlos y podríamos encontrarnos
en un serio compromiso.
—Eso significa que debemos levantar el campo, ¿no es así?
Baker hizo un rápido examen de las armas de los robots. La mochila
porta municiones, cuyo mando de apertura no supo encontrar, debido a las
prisas, pesaba más de cincuenta kilos, lo que le hizo desistir en el acto de
llevarse una de aquellas, al parecer, inagotables metralletas. Seguiría con la
suya, mucho, más ligera, confiable y de un calibre cuya munición no
resultaba difícil reponer. Lo que sobraban eran armerías particulares y
cuarteles del Ejército, completamente desiertos, tras aquella espantosa
destrucción de la humanidad.
En cambio, no se dejó los dos conejos que habían cazado por la mañana.
Tenían que comer.

***
A la mañana siguiente, se hallaban a muchos kilómetros del lugar donde
se había producido el encuentro. Parecían estar seguros y Baker encendió
fuego para asar la carne. Después de saciar el hambre, se tendieron a dormir
sobre la hierba.
Despertaron pasado el mediodía y comieron unas tajadas de carne fría.
Baker dijo que tenía ganas de detenerse unos días en un lugar que les
mereciera confianza.
—Entre otras cosas, pescaré —dijo.
Inge sonrió.
—Mientras encontramos ese sitio, yo voy a bañarme —anunció.
Baker exploró los alrededores. A cinco o seis kilómetros, había un
pueblo más, abandonado como todos. Acongojado, no pudo por menos de
preguntarse qué objeto había movido a los invasores a exterminar toda vida
humana en la tierra. ¿Serían él e Inge una nueva pareja, destinada a
perpetuar la especie, una especie de Génesis, que iba a arrancar a finales del
siglo XX.
Al cabo de un rato, volvió al campamento. Inge había salido ya del agua
y pereceaba al cálido sol del otoño, tumbada sobre un pequeño trozo
herboso. Baker se arrodilló a su lado y la miró.
—Inge —murmuró.
—Sí, Ed —dijo ella.
—Estamos solos...
—Lo sé, querido —sonrió la joven.
—Oh, no lo digo con..., con cierta intención. Lo que yo pretendo decir
es que si no encontramos a ningún otro superviviente, tendremos que
empezar a pensar en nuestro propio porvenir, en acomodarnos en un sitio
fijo y trazarnos una pauta de vida...
—Ed, olvidas los invasores.
—¡Pero no hemos visto más, Inge!
—Lo sé, son los primeros que vimos desde Knokke. Sin embargo, ¿te
parece lógico provocar el exterminio total de la población terrestre, para
luego no ocupar el planeta? ¿Qué extrañas propiedades letales tenían sus
gases venenosos, que no causaban el menor daño a los animales? ¿Crees
que es una actitud congruente matar a todo bicho viviente, hablando de un
modo vulgar, para luego dejar que el planeta continúe desierto, de seres
humanos?
—Eso que dices es verdad y me preocupa muchísimo, pero yo he
pensado que si pudiéramos hacer un prisionero...
—Nunca vimos que los robots hablasen entre sí —alegó la joven.
—Pueden comunicarse por telepatía entre ellos mismos. Pero, puesto
que carecen de aparato de fonación, pueden oír: tú lo viste cuando
examinaste el cráneo del robot. Y si no hablan, al menos podrán escribir sus
respuestas, ¿no te parece?
—¿En qué idioma, Ed?
—Oh, Inge por favor, basta de objeciones... Ella se incorporó un poco y
quedó recostada sobre un codo.
—Trato de exponer todos los puntos de vista sobre el tema. Muy bien,
consigamos un prisionero. Probablemente, no entiende nuestros idiomas;
luego tendremos que enseñarle uno...
Baker abrazó de pronto a la joven.
—Inge —exclamó apasionadamente—, dejemos esto por el momento.
Ese es un problema que resolveremos en su ocasión, ¿no te parece?
Ella le contempló, sonriendo maliciosamente. Luego pasó un brazo en
torno al cuello masculino.
—Tienes razón, querido —contestó con cálido acento— Es un problema
que podemos aplazar perfectamente.
Los labios de la pareja se fundieron en un ardiente beso. Por encima de
sus cabezas, se oían los cantos de los pájaros.
Transcurrió largo rato. Tendido boca arriba sobre la hierba, con la vista
fija en un cielo, en el que se veían moverse algunas nubes de
resplandeciente blancura, Baker murmuró:
—Inge, si esos robots son movidos no por una computadora, sino por un
cerebro humano, como hemos apreciado, ¿qué pensará ese ser que ahora se
ve constreñido a actuar y a dirigir los movimientos de un cuerpo mecánico?
¿No sentirá odio tal vez contra quienes le han llevado a tan horripilante
situación?
—Es probable que así sea, pero de todos modos, no lo sabremos hasta
que tengamos ocasión de conversar con un invasor. Y eso, lo preveo, Ed, no
resultará nada fácil —contestó Inge.
CAPÍTULO V
Continuaban su marcha hacia el Sur. Ya habían atravesado, aunque por
la parte más fácil, lógicamente, las estribaciones menores de Sierra Nevada.
Incluso habían avistado el mar. África empezaba al otro lado, a pocos
kilómetros de distancia, pero Baker, de acuerdo con Inge, continuaban
reafirmándose en su primitiva decisión: invernar en el sur de la península
Ibérica. Buscarían algún lugar adecuado para establecerse y reunirían
pertrechos de todas clases.
—Una de las cosas que haremos primero será proporcionarnos radios y
pilas eléctricas. Sigo pensando que en alguna parte del globo hay
supervivientes. Habrán hecho funcionar una emisora de radio. Podremos
captar sus mensajes y nosotros también encontraremos algún emisor, para
lanzar llamadas periódicamente. Es cierto que esta emisora consumirá más
energía que un receptor vulgar, pero no falta combustible, líquido, ni
motores que nos permitan generar electricidad. Simplemente es cuestión de
paciencia, de actuar como robinsones en nuestro propio planeta, pero con
una cantidad incalculable de recursos de todas clases.
—Con un inconveniente, Ed.
—¿Sí, Inge?
—Los invasores. Todavía deben de estar por alguna parte. Una gente tan
adelantada, no digo civilizada, claro, ¿no crees que tendrán escuchas que
captarán toda emisión de radio? Si es así, les sobrarán medios para localizar
esa emisora y destruirla totalmente.
Baker se quedó muy pensativo.
—Confieso que es algo en lo que no había pensado —respondió—. Pero
quizá encontremos alguna solución a este problema. De momento, creo que
debemos instalarnos en algún pueblecito costero; después, ya veremos.
Anduvieron dos días más. Al fin, avistaron una localidad, que resultó
ser Motril, según dedujo Baker, tras una rápida consulta a un mapa que
había localizado en una librería muchas semanas antes.
La carretera estaba abandonada y había en ella muchos restos de
vehículos, en los que todavía se observaban los impactos que habían
causado la muerte de sus ocupantes. En las granjas y edificios de los
campos vecinos se veían también señales de los ataques despiadados de los
invasores. Muchos de ellos habían ardido y sólo se conservaban sus paredes
calcinadas por el fuego.
De pronto, al doblar una pequeña curva, Baker vio algo junto al camino.
Inmediatamente retrocedió y tiró de Inge hacia atrás.
—¿Qué pasa? —preguntó ella, alarmada.
—Cuidado —siseó Baker—. Arrímate al talud, rápido.
Inge obedeció en el acto. Baker se tendió de pecho sobre el talud y
asomó la cabeza por unos arbustos.
La joven le imitó. Con ojos atónitos pudo ver, a treinta pasos de
distancia, una astronave invasora, parada en el centro de lo que antes había
sido un florido campo de limoneros.

***
Notablemente intrigado, Baker observó que la nave extraterrestre no era
demasiado grande. Tampoco tenía la clásica forma de platillo volante, que
había constituido a veces una psicosis en el planeta, sobre todo, a partir del
principio de la mitad del siglo. Más bien parecía un gran camión, de líneas
aerodinámicas, pero sin ruedas, apoyado, en el suelo por cuatro patas que
no medían más de un metro de longitud.
La forma del aparato le recordó la de un tiburón, aunque de contornos
más romos y sin cola ni aletas caudales. En la proa se divisaban una serie de
ventanillas en serie, de forma rectangular, cuatro o cinco más, redondas, en
los costados y una puerta abierta en el lado frente al cual se hallaba la
pareja.
—Cuidado, Inge —siseó Baker—. Hay invasores en las inmediaciones.
Ella se volvió, con la metralleta, preparada. Reinaba un silencio
absoluto. No se advertía el menor movimiento por ninguna parte.
Transcurrieron algunos minutos. La nave continuaba inmóvil, sin que se
apreciaran señales de vida en su interior ni en los alrededores.
De pronto, Baker se sintió acometido por un impulso irresistible.
—Tengo que ver lo que hay dentro de ese artefacto —dijo.
Inge le agarró por un brazo.
—Si vas, yo iré contigo —aseguró.
—Tú te quedarás...
—Ed, si te pasa algo, no sabría vivir, sabiendo que sería la única
superviviente. Tú tienes razón; es preciso averiguar qué hay en esa nave.
Pero compartiré los riesgos contigo. A fin de cuentas, si morimos..., bien,
no padeceremos mucho. Ellos son rápidos con sus víctimas.
Baker sonrió. Apretó cariñosamente el brazo de la joven y saltó fuera
del talud. Inge le siguió en el acto.
Avanzaron paso a paso, el dedo en el gatillo de las armas. Pero no
parecía haber invasores en la nave, ni tampoco se veía a ninguno en los
campos vecinos.
Momentos después, llegaban a la nave. Había una escalera de tres
peldaños que permitía el acceso a la entrada. Otra, de cuatro peldaños,
conducía a un espacioso corredor interior, al que daban los «ojos de buey»
laterales.
A la izquierda se veía una puerta cerrada. Baker dedujo que al otro lado
se hallaba la cabina de mando. Avanzó de puntillas y examinó la cerradura.
El picaporte tenía una forma peculiar, pero no resultaba difícil de mover.
Tras hacerlo girar con la mano izquierda, abrió de un puntapié, quedándose
junto a la puerta.
—Si hay alguien ahí, salga con las manos en alto —exclamó.
Pero no recibió más respuesta que el silencio. Con grandes precauciones
asomó la cabeza y vio que la cabina, provista de un solo asiento, estaba
completamente desierta.
Dio unos cuantos pasos más. Inge le seguía, caminando hacia atrás, con
su metralleta encarada hacia la puerta. En completo silencio, Baker
examinó los mandos, sin comprender su significado en absoluto. Los signos
gráficos que vio le resultaron absolutamente incomprensibles.
—No cabe duda —dijo—; es una nave espacial y no construida en la
Tierra.
Apenas había, pronunciado tales palabras, sonó una fortísima explosión
y el aparato trepidó alarmantemente. Inge gritó, a la vez que rodaba por el
suelo, debido a la conmoción causada por aquel extraño estallido.
La explosión se repitió. Baker vio saltar un par de cristales y también
mucho humo. Abandonó la cabina en el acto y agarró a la joven por un
brazo, tirando de ella para ganar la puerta con la mayor rapidez posible.
Saltaron al suelo. En el mismo momento, alguien gritó:
—¡Por ahí van!
Se oyó una rápida serie de disparos. Horrorizada, Inge vio que Baker se
tambaleaba y rodaba sobre la tierra, después de lanzar un débil grito.

***
Delante de ella, a treinta metros escasos, vio dos figuras.
—Por favor, no disparen —gimió.
Los atacantes les apuntaban con sus armas. Al oír la voz de Inge, se
quedaron como clavados en el suelo.
—Gacela, ésos no son invasores —dijo un hombre.
—Somos terrestres —exclamó Inge. Y lo repitió en los tres o cuatro
idiomas que conocía. Entonces, un hombre y una mujer corrieron hacia
ellos.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó la mujer, una hermosa joven de piel de
color canela fuerte—. Son compatriotas...
—Él está herido —gimió Inge.
El hombre se arrodilló junto a Baker, que parecía haber perdido el
sentido.
—Tengo una puntería pésima —rió—. Sólo se trata de dos agujeros en
un brazo. Es un chico fuerte y sanará en seguida. Gacela, elementos de cura,
por favor.
—Sí, Ramón —contestó la joven de color.
Baker empezó a recobrar el sentido. El hombre, de unos treinta y cinco
años, con una frondosa barba negra, le tocó la frente.
—Al caer por el impacto golpeó con una piedra; eso es lo que le causó
la pérdida de conocimiento.
La joven africana vino con una bolsa de primeros auxilios.
—Soy Ramón Álvarez —se presentó el hombre de la barba—. Ella es
Kita N'Togo, pero yo la llamo Gacela.
—Hola, Kita —sonrió Inge—. Mi acompañante es Ed Baker. Yo me
llamo Inge Wähl.
—Me parece milagroso encontrar seres humanos —le dijo Álvarez,
mientras desinfectaba la herida, con Baker parcialmente repuesto y ya
sentado en el suelo—. Ah, lo había olvidado. Soy médico. Gacela es
pintora, aunque ahora ha cambiado los pinceles por los manuales de
electricidad, radio y demás. Por si les resulta útil saberlo, les diré que, en mi
modesta opinión, somos los cuatro únicos seres vivos en el sur de la
península Ibérica.
—En el resto de Europa no hay supervivientes, doctor —dijo Baker
sombríamente.
—Llámame Ramón —dijo Álvarez—. Será mejor que empecemos a dar
de lado todo protocolo. Ed, créeme, siento infinito haberte herido...
—No te preocupes. En tu lugar, creo que yo habría hecho lo mismo.
Estarnos viviendo una existencia de «disparar primero y preguntar
después», ¿no?
—Algo por el estilo. ¿Habéis visto algo importante en la nave?
—No, y no entendemos el manejo de sus instrumentos. ¿Hay robots por
las inmediaciones?
Álvarez suspendió la cura un momento. Kita, lo mismo que él, mostró
una enorme extrañeza por la pregunta.
—¿Robots? —repitió el médico—. Los únicos que vimos fueron
aquellos bárbaros que ametrallaban a todo el que se le ponía por delante. Y
no tenían el menor aspecto de robots, puedo asegurarlo.
—Son robots con cerebro humano trasplantado —intervino Inge.
—¡Cielos! —exclamó Kita.
—Lo que oyes. Ed y yo tuvimos un encuentro con tres de ellos hace
algunos días. Matamos a los tres y nos extrañó que no sangrasen. Yo soy
bióloga y tengo estudios parciales de medicina. Hice una «autopsia»..., y
encontramos un cerebro humano, dirigiendo un cuerpo mecánico.
—No acabo de creerlo —dijo Álvarez—. Todo eso suena tan fantástico,
pero, por otra parte, ¿qué interés podríais tener en decir semejante mentira?
—Ramón, antes de seguir adelante —dijo Baker—, explícame qué han
sido esas dos explosiones que nos han hecho salir de la nave a todo correr.
—Es bien sencillo: dos pequeñas granadas antitanques, capaces de
perforar un blindaje de quince centímetros, pero que apenas si han rayado la
superficie de esa nave. Hay armamento y munición por todas partes y de
todas clases —respondió el galeno.
—Vimos una nave y juzgamos conveniente destruirla —añadió Kita —.
Pero nuestra idea, por fortuna, no dio resultado.
Álvarez terminó la cura y colocó un cabestrillo para que Baker
mantuviera el brazo inmóvil algunos días.
—Gacela y yo vivimos en el pueblo —dijo—. Tenemos comida, ropas,
todo lo que se necesite. Cuando hayamos hecho funcionar una pequeña
emisora de radio que había en el pueblo, lanzaremos llamadas de socorro...
—Antes de emitir la menor señal de radio convendría asegurarse de que
no nos van a localizar —dijo Baker—. Eso es algo en lo que yo también
había pensado, pero, ¿qué sucedería si los invasores detectasen nuestra
emisora?
Álvarez movió la cabeza preocupadamente.
—Algo tendremos que hacer, ¿no? —contestó—. Estar mano sobre
mano, es cosa que me enerva, créeme.
—Lo sé, y a mí también me pasa algo por el estilo. Pero si me permites
un consejo, lo primero que deberíamos hacer es capturar un prisionero
invasor.
Kita chasqueó los dedos.
—¡No estaría mal! Le haríamos hablar y así conseguiríamos datos sobre
las fuerzas de invasión y sus propósitos —exclamó.
—Suponiendo que nos oiga, primero; que nos entienda, después y que,
por fin, sepa darnos las respuestas por escrito, porque una cosa es segura;
los robots invasores no pueden hablar —dijo Baker.
—Bien, en tal caso, creo que ésta es la ocasión de comprobarlo —
murmuró Kita, a la vez que tendía la mano hacia un extremo del campo de
limoneros.
Baker y los otros dos volvieron la cabeza. A cien metros de distancia,
entre los arbustos, se divisaba una figura humana que avanzaba lentamente
hacia aquel lugar.
—Ramón, sí tienes que disparar, hazlo a la cabeza. Es el punto más
vulnerable —aconsejó Baker.
Por su parte y puesto que tenía sano el brazo derecho, preparó una
granada de mano, aunque sin quitarle la anilla de seguridad. Sin embargo,
se mostraba extrañado de la aparente actitud pacífica del invasor.
Pasaron algunos minutos. El invasor seguía acercándose, sin prisas,
deteniéndose de cuando en cuando para contemplar las cosas que tenía más
cerca. Una vez le vieron arrancar una florecilla silvestre y llevársela a la
nariz, pero la arrojó al suelo inmediatamente, con un gesto que, en un
humano, habría sido de rabia.
Baker y los otros tres se habían situado en unos arbustos que bordeaban
el limonar. El robot llegó a las inmediaciones de la nave y se detuvo, como
presa de una cierta perplejidad.
Baker se volvió hacia Álvarez.
—Me pondré en pie —dijo—. Dispara si ves en él intenciones hostiles.
—De acuerdo.
Baker se incorporó, levantando la mano derecha, libre
momentáneamente de la bomba, la cual estaba escondida en el cabestrillo.
Esperaba que el robot comprendiese aquel universal gesto de paz.
Los vítreos ojos del robot escudriñaron atentamente el rostro de Baker.
Al cabo de unos segundos, se cambió la metralleta de mano y alzó también
la derecha.
Inge se puso las manos en la boca, para no gritar.
—Dios mío —murmuró—. Parece mentira... Un robot que no nos ataca.
Baker avanzó lentamente hacia el invasor. Álvarez y las dos mujeres le
seguían a cinco o seis pasos de distancia.
—¿Me oyes? —preguntó Baker.
El robot hizo varios movimientos afirmativos con la cabeza. Luego se
señaló con la mano la boca y movió la cabeza de izquierda a derecha. Baker
entendió perfectamente aquellos gestos.
—Nos oye, pero no puede hablar —dijo a sus compañeros. De nuevo se
encaró con el invasor—. ¿Puedes contestarnos por medio de la escritura? —
preguntó.
La respuesta fue afirmativa. Baker exhaló un profundo suspiro de alivio.
—Al fin vamos a saber algo de nuestros invasores —exclamó—,
Ramón, ¿dónde podríamos encontrar papel y lápiz? —consultó.
La mano de siete dedos del robot señaló hacia la nave. Inge se sintió de
repente aprensiva.
—¿No irá a raptarnos, aprovechándose de nuestra fe? —dudó.
El robot se puso una mano en el pecho, como, diciendo que era sincero.
Baker le tocó en un brazo.
—Yo iré contigo —dijo—. Buscaremos papel y lápiz y hablaremos
aquí.
Otra vez hubo respuesta afirmativa. Acto seguido, Baker y el invasor se
encaminaron hacia la nave, de la que regresaron escasos minutos más tarde.
El robot traía una especie de carpeta y un lápiz. Baker llevaba un
brazado de monos de tejido camaleónico.
CAPÍTULO VI
Los monos, explicó Baker, pertenecían al almacén de pertrechos de la
nave y podían resultarles útiles ahora que se acercaba el invierno, ya que,
además, conservaban de un modo casi perfecto el calor del cuerpo humano.
A pesar de la zona en que se encontraban, los días lluviosos resultarían
bastante desapacibles, pese a hallarse en el sur de la península.
El robot se había despojado del armamento. Baker propuso:
—Será mejor que nos sentemos en el suelo.
Cuatro humanos quedaron en semicírculo en torno al invasor, cuyo
rostro se diferenciaba poquísimo de los invadidos. Baker dijo:
—Creo que lo primero que deberíamos saber es su nombre, ¿no os
parece?
El robot escribió:
—Me llamo Brinn. Mi número es muy largo y no creo que os importe
conocerlo.
—Estamos de acuerdo —dijo Álvarez—. ¿Eres humano o robot?
—Sólo tengo de humano el cerebro y el líquido sanguíneo que lo
alimenta y mantiene plenamente sus funciones intelectuales —escribió
Brinn.
—Y todo lo demás es maquinaria.
—Sí.
—¿Sois muchos?
—Millones, cientos de millones. —Brinn escribía velocísimamente sus
respuestas, de modo que casi resultaba imposible seguir con, la vista el
movimiento de su mano heptadactilar.
—Pero ahora no hay tantos —alegró Baker—. Hemos caminado unos
dos mil kilómetros y en todo ese tiempo sólo encontramos a tres de los
tuyos.
—La mayoría se han vuelto a Washid, que es el mundo de donde
procedemos. Sólo han quedado algunos cientos de miles, esparcidos por
vuestro planeta.
—Cientos de miles para un mundo en el que vivían seis mil millones de
personas —comentó Inge.
—Una gota de agua en el océano —añadió Kita.
—¿Cuál es tu papel, ahora y aquí? —preguntó Baker.
—Me encargaron buscar una zona ideal para que los Amos puedan
residir en este planeta. Todo este sector costero y hasta la cordillera —Brinn
se interrumpió para señalar las no muy distantes cumbres de Sierra Nevada
— es un lugar apropiado para que ellos vivan aquí.
—Ellos..., los Amos..., ¿son enteramente humanos?
—Sí, exactamente igual a vosotros.
Baker levantó la mano derecha.
—Salvo por el número de dedos —objetó.
—Es un detalle sin importancia —escribió Brinn.
—Tal vez. Pero, ¿por qué hasta ahora sólo hay robots como tú?
—Los Amos son muy sensibles a los gases que tuvimos que lanzar para
conquistar la Tierra. Es preciso que pasen todavía algunos meses, para que
puedan venir aquí y respirar sin dificultades,
—Debe de tratarse de alguna especie de alergia —dijo Álvarez—. Si
son iguales a nosotros, no deberían de sentir ningún temor a respirar una
atmósfera que ya está absolutamente limpia.
—Quizá a ellos les afectan partículas microscópicas de los gases letales,
que para nosotros resultan inocuas —sugirió Kita.
—Luego, alergia —insistió el médico.
—Está bien —dijo Baker—. Brinn, tú nos has visto y no has querido
atacarnos. ¿Por qué has actuado de un modo singular?
—Odio lo que hicieron conmigo —contestó, con el pulso notablemente
alterado. Dejó pasar unos segundos para tranquilizarse y continuó
escribiendo—: Yo era una persona como vosotros; trabajaba y vivía feliz
con mis estudios de botánica, meteorología y geología. Un día nefasto, me
atraparon unos guardias pertenecientes al círculo dominador y me llevaron
a su laboratorio. Allí me quitaron el cerebro y lo trasplantaron a este cuerpo
de robot. Mi organismo humano fue incinerado y yo quedé convertido para
siempre en una máquina movida por un cerebro humano, mucho más
perfecto que cualquier cerebro electrónico fabricado por los científicos.
—Pero, sin embargo, colaboraste en la invasión. Es probable, incluso,
que hayas disparado contra alguno de nuestros congéneres —exclamó Inge.
—Lo siento, pero espero que me comprenderéis cuando me haya
explicado. Al transformarnos en robots, nuestros cerebros son
condicionados para realizar determinadas tareas, aparte de las que ya
conocíamos por nuestros estudios o nuestro trabajo. Se nos dio la orden de
invadir la Tierra y de exterminar a todos sus habitantes. Estábamos
condicionados y nos parecía completamente lógico hacer lo que nos
ordenaban los Amos.
—Es una explicación perfectamente sensata —convino Álvarez.
—Sin embargo, ahora convendría conocer las razones de su mudanza —
dijo. Baker.
—Sí —exclamó Inge—. Ahora parece arrepentido. ¿Por qué?
Brinn escribió:
—Tengo la impresión de que el condicionamiento a que fui sometido ha
ido desapareciendo de mi mente. Sé que soy un robot, pero mi cerebro es el
mismo que poseía cuando era un ser humano. Entonces no habría realizado
acciones que después he ejecutado sin el menor remordimiento.
—Es curioso —observó Baker—. Un condicionamiento que desaparece
con el paso del tiempo. ¿No han sabido preverlos los Amos, Brinn?
—Tengo la sensación de que no ha sido así, pero también puede ser por
causa de la alimentación.
—¿Alimentación? —repitió Álvarez, extrañado.
Brinn asintió con la cabeza. Luego, del bolsillo superior de un mono,
sacó una pastilla de forma lenticular y de un centímetro y medio de
diámetro, por tres milímetros de grueso. Giró la cabeza a un lado y enseñó
una ranura cubierta por el tejido artificial.
A continuación, escribió:
—Esta pastilla contiene los elementos necesarios para que la sangre
mantenga sus propiedades vitales. Pero mi provisión de tabletas empezaba a
escasear y tuve que fabricarme algunas, con materiales obtenidos en este
planeta. Calculo que las ligerísimas diferencias en su estructura químico
molecular son las que, al cabo de las semanas, han ido borrando de mi
mente el condicionamiento de hostilidad hacia todos los seres humanos
terrestres.
—Una explicación perfectamente razonable —convino Álvarez—.
¿Tomas la tableta a diario?
—No, una por semana.
—Pero nos entiendes perfectamente —dijo Inge.
—Mi sistema auditivo no ha sido tocado apenas. En cambio, tuve que
resignarme a dejar de hablar.
—¿Y la vista? —preguntó Kita.
—Circuitos visuales, conectados al nervio óptico.
—Sí, el cerebro humano es mucho más perfecto que cualquier
computadora y, además, fácil de «elaborar» —comentó Baker
sarcásticamente—. Pero, ¿qué ha sido de los cientos de millones de
soldados que invadieron la Tierra?
—Casi todos volvieron a Washid. Allí serán, habrán sido ya,
incinerados.
—En la Tierra, antiguamente, había guerras y, cuando se ganaban, los
soldados eran premiados de un modo u otro. Por lo visto, en Washid
entienden la palabra premio de un modo enteramente opuesto. ¿Cómo se
resignaron a volver?
—Estaban condicionados para luchar, matar y regresar.
Inge sintió escalofríos.
—También en la Tierra, en tiempos pasados, hubo gobiernos militaristas
—dijo—. Parece ser que eso no es cosa exclusiva de nuestro planeta.
—Brinn, tú has sido encargado de buscar una zona habitable para tus
Amos —intervino Álvarez—. ¿Sabes, siquiera, aproximadamente, cuándo
vendrán?
—Dentro de unos cinco o seis meses —escribió Brinn.
—Hacia la primavera —murmuró Álvarez pensativamente,
—¿Te ha dado eso alguna idea, Ramón? —preguntó Baker.
—Tal vez. Brinn, ¿cómo entiendes nuestros idiomas y los escribes?
—Algunos washidianos vinieron a la Tierra hace años y estudiaron sus
costumbres y, naturalmente, sus idiomas. Varios de nosotros fuimos
instruidos para hablar y escribir los idiomas más importantes —explicó
Brinn.
—Otra cosa que necesitamos saber es cómo, aparte de las órdenes que
emites con el cerebro, puedes hacer funcionar tus músculos y miembros
artificiales —dijo Baker—. Supongo que por medio de la electricidad, pero,
¿no necesitas reponer la energía consumida?
—Tenemos insertada una pila eterna... bueno, que puede durar en plena
actividad más de sesenta años.
Baker se volvió hacia el médico.
—Ramón, lo que hemos oído, aparte de una absoluta falta de escrúpulos
y una moral propia de un caimán hambriento, demuestra una fantástica
organización en todos los sentidos: militar, científica, logística... Y eso no
se consigue en unos pocos meses —dijo.
—Es cierto, pero, ¿acaso sabemos cuánto tiempo llevaban planeando la
invasión? A lo que parece, su civilización tecnológica es
incomparablemente superior a la nuestra, pero ello no ha mejorado su
civilización moral, sino todo lo contrario.
—A mi entender —intervino Kita—, eso son cuestiones secundarias. La
cuestión principal es que van a llegar para la primavera y que no quieren en
modo alguno que haya terrestres viviendo en este planeta. Ese es el
problema primordial que hemos de resolver.
—Brinn, ¿cuál es el número, siquiera sea aproximado, de los Amos?
—Unos cien mil —escribió el interpelado.
Baker se estremeció.
—Cien mil han dominado a cientos de millones..., y han asesinado a
más de seis mil millones, sólo para satisfacer sus ansias de dominación de
un mundo que no les pertenece en absoluto —exclamó—. Ramón,
solamente somos cuatro, pero opino que deberíamos hacer algo para
rechazar a los Amos y obligarles a comprender que este planeta es nuestro.
Álvarez hizo un gesto de asentimiento.
—Algo haremos —contestó—. Pero mientras tanto, tendremos que
establecernos en un lugar que nos ofrezca ciertas garantías para la defensa y
también para el trabajo de investigación a que me voy a dedicar, con la
ayuda de Brinn.
—¿Piensas buscar un arma nueva para combatir a los Amos? —
preguntó.
—Sí, justamente. Brinn, ¿hay más robots por las inmediaciones?
—Que yo sepa, no, aunque no sería difícil que, más adelante, llegasen
algunos —escribió el washidiano.
—Ramón, ¿no habría forma de instalar algún sistema detector de los
posibles atacantes? —preguntó Baker.
—¿Radar?
—Algo por el estilo, en efecto.,
—Tendré que estudiar un poco —contestó Álvarez—. Mientras tanto,
¿por qué no vamos a nuestra casa y continuamos allí las discusiones?
Gacela es una magnífica cocinera y prepara unos platos exquisitos.
—Yo no entiendo mucho de cocina, pero te ayudaré, Kita —dijo Inge.
Baker se puso en pie.
—Cuando empeore el tiempo, nos pondremos monos de tejido
camaleónico —aconsejó—. Y mientras Ramón se ocupa de la parte
científica, yo me ocuparé de la defensa.
Hubo un asentimiento total a las palabras del joven. Baker pensó que,
meses antes, se había producido una invasión que, bien mirado, no había
sido sino, una especie de barrido para que los auténticos ocupantes
encontrasen el terreno completamente despejado a su llegada.
Pero podía ser que también se encontrasen con alguna sorpresa muy
poco agradable. Y a tal efecto, la colaboración de Brinn podía resultar
sumamente valiosa.

***
En lugar de quedarse en el pueblo, eligieron una zona despejada,
cercana al mar, en donde habían sido edificadas algunas viviendas de
recreo, ahora deshabitadas. Baker montó una torre metálica, en la que
instaló un pequeño radar. Trajeron un generador y combustible, de modo
que el radar funcionase las veinticuatro horas del día, conectado a un timbre
de alarma, que sonaría en el momento en que el aparato detectase la
proximidad de seres extraños.
Cualquier invasor sería detectado rápidamente, dado que en su cuerpo
entraba gran cantidad de metal. Baker buscó asimismo numeroso
armamento, fácil de encontrar, y lo puso en perfectas condiciones de
funcionamiento. Asimismo hicieron acopio de víveres; las conservas
durarían todavía años en sus envases, antes de que sintiesen aprensión sobre
su estado de utilización.
En aquellos pocos meses, los animales, tanto domésticos como salvajes,
se habían reproducido extraordinariamente. La pesca abundaba asimismo,
tanto en los ríos como en el mar. La vegetación era igualmente abundante.
No había problemas para la comida. Pero la preocupación, pese al buen
ánimo que reinaba, era constante.
Las semanas pasaban. Vino otro año. Pronto llegaría la primavera y con
ella los auténticos invasores. Baker y sus amigos sabían que serían
portadores de armas muy poderosas. Continuamente se preguntaba si serían
capaces de derrotarles.
Cierto día, cuando las preocupaciones habían cedido un tanto y había
una alegre sobremesa, sonó bruscamente el timbre de alarma.
CAPÍTULO VII
Baker fue el primero en levantarse. Corrió a la habitación inmediata y
examinó la pantalla de radar, en la que se advertían varios puntitos
luminosos. Álvarez se le unió de inmediato.
—Vienen bastantes —dijo.
Baker asintió.
—Ramón, yo saldré primero a enfrentarme con esos invasores —
manifestó—. Me llevaré una pistola de señales; si disparo una bengala, del
color que sea, recuerda que es preciso emprender la retirada en la forma
acostumbrada.
—De acuerdo.
A Baker le hubiera gustado llevarse la metralleta de Brinn, pero el
depósito de municiones portátil era enormemente pesado y habría
dificultado considerablemente sus movimientos. Tomó la suya, con una
docena de cargadores de repuesto, varias bombas de mano y la pistola de
señales. Luego abandonó la casa y corrió hacia la espesura más cercana, en
busca de un lugar adecuado para la observación del enemigo.
Pronto vio a los invasores. Eran doce al menos y dos de ellos, que
marchaban a la zaga, eran portadores de unas mochilas muy distintas de las
que ya conocía. De los otros, todos llevaban metralletas, menos uno, que
marchaba en vanguardia y que empuñaba una larga varilla de metal,
terminada en una red metálica, de hilos muy finos y conectados a una bolsa
pendiente de su cuello y situada en el pecho.
Baker frunció el ceño. Aquella rejilla, se dijo, parecía un detector
portátil. De pronto, el soldado encaró la rejilla hacia él.
La reacción de Baker fue instantánea. Disparó la bengala y acto
seguido, tomando la metralleta, envió una larga ráfaga al portador del
detector, que se desplomó instantáneamente.
Un segundo después, Baker se dejó rodar a un lado, eludiendo así una
tremenda salva de disparos. Nueve metralletas enviaron una tempestad de
balas hacia la posición que había ocupado hasta unos instantes. Baker gateó
por el suelo, se asomó a otro saliente, disparó una nueva ráfaga y tumbó a
dos de los atacantes. En el mismo instante, los dos invasores que iban a la
zaga alzaron los tubos que llevaban en la mano y dispararon al aire potentes
chorros de gas amarillo.
A Baker se le pusieron los pelos de punta. Ciertamente, había contado
con la posibilidad de los gases letales, pero, en aquellos momentos, se
encontraba completamente indefenso.
Lanzó dos bombas. Un soldado voló por los aires, despedazado. Pero
los lanzagases continuaban su mortífera tarea.
Baker se arrojó contra la espesura cercana. El, viento soplaba de tierra,
de modo que no podía correr hacia el mar, para emplear el mismo
procedimiento que había usado el año pasado en Knokke. Su única solución
estribaba en rodear a los atacantes y situarse a su espalda.
Los supervivientes continuaban haciendo fuego. Baker sabía que sus
metralletas poseían un eficacísimo sistema de refrigeración, que les
permitía disparar cientos de balas sin la menor interrupción. Por otra parte,
la mochila, podía contener hasta cinco mil proyectiles. Puesto que aún
quedaban seis en estado de combatir, sin contar con los lanzagases, debía
tener presente que estaba enfrentándose con una reserva de cartuchos muy
próxima a los treinta mil.
Sin embargo, Baker tenía una ventaja sobre los atacantes: podía correr a
toda velocidad, en tanto que éstos, en el mejor de los casos, sólo podían
alcanzar una especie de paso gimnástico, apenas un poco más rápido que la
marcha ordinaria. Baker dio un rodeo y, favorecido por la vegetación, se
situó a espaldas, de los atacantes.
Dos bombas de mano volaron por los aires. Uno de los lanzadores de
gas saltó literalmente en pedazos, cuando la granada explotó en su mochila.
El otro se revolvió y enfocó hacia el joven su manguera, justo en el instante
en que la segunda granada explotaba bajo sus pies.
Algo picante penetró en las fosas nasales del joven. Baker no se percató
de ello en los primeros momentos. El ardor de la lucha le hizo lanzar todas
sus bombas de mano. Luego empleó la metralleta hasta que vio por tierra a
todos los atacantes.
De pronto, notó un ligero vértigo.
Vaciló sobre sus pies. El olor picante de la atmósfera persistía. Entonces
se dio cuenta de que había aspirado un poco de aquel gas letal.
Corrió, tratando de alejarse de aquella zona. Divisó un arroyuelo y se
tendió de bruces en la orilla, metiendo la cabeza bajo el agua, hasta que le
fue imposible contener la respiración. Aún seguía, notando en el interior de
la nariz aquella sensación de picar. El instinto le hizo sumergirse de nuevo y
aspiró con fuerza, procurando lavar las fosas nasales. Bebió agua e hizo
gárgaras varias veces, pero, de repente, todo se tornó oscuro con enorme
rapidez. Comprendió que iba a perder el conocimiento y se dejó caer sobre
la hierba, fuera del arroyo. Se preguntó por qué anochecía tan rápidamente,
pero de súbito dejó de percibir toda sensación.

***
Transcurrieron varias horas. Baker despertó de repente. Sacudió la
cabeza y durante unos momentos, se preguntó qué hacía tendido en el suelo,
a la orilla de un arroyuelo. Al cabo de unos minutos, consiguió sentarse y
miró un tanto torpemente a su alrededor.
El recuerdo de la lucha volvió súbitamente a su memoria. Hizo un
esfuerzo y se puso en pie. Había agotado las bombas de mano, pero todavía
le quedaban media docena de cargadores para la metralleta. Al consultar su
reloj, supo que había permanecido sin conocimiento seis horas por lo
menos.
Era extraño, pensó. ¿Por qué no habían intentado sus amigos, pero sobre
todo Inge, buscarle y llevarlo a la casa para atenderle?
Las piernas le respondían, de modo que echó a correr hacia la casa.
Vagamente entrevió los cuerpos de los invasores, pero no hizo ya el menor
caso. Minutos más tarde alcanzó la casa. Estaba desierta.
Baker sintió un fortísimo golpe en el pecho. ¿Habían muerto Inge, Kita
y Ramón? ¿También Brinn?
¿Estaba solo nuevamente en el planeta y ahora, según parecía, de una
manera definitiva?
Gritó sus nombres. Una y otra vez llamó a Inge, a Kita, a Ramón...
Sólo recibió el silencio como respuesta.
En el interior de la casa había algún desorden, pero más bien parecía
producto de una fuga desordenada que de un combate violento. Si estaban
vivos, ¿adónde habían huido? ¿Por qué no habían dejado una nota escrita,
con alguna indicación, para que él pudiera conocer su paradero?
De pronto, se le ocurrió examinar el radar.
Funcionaba, aunque estaba desconectado. Volvió a, conectarlo. La
pantalla mostró un punto luminoso. En el indicador de distancias, supo que
la nave estaba situada a pocos kilómetros. Y no era la de Brinn, la cual, por
otra parte, había quedado perfectamente enmascarada desde hacía
muchísimo tiempo.
Tenía hambre. Comió un poco, tomó un par de sorbos de vino y, tras
reponer las municiones, sin olvidarse de las muy eficaces bombas de mano,
echó a andar resueltamente en dirección al lugar señalado por la pantalla del
radar.
La noche llegó mucho antes de que alcanzara su objetivo, situado en la
ladera de una loma, orientada al mar. Baker apreció que aquella nave, en la
que se divisaba un sinnúmero de luces, era mucho mayor que la de Brinn.
Paso a paso, evitando hacer ruido, avanzó hacia la nave. Su forma era
idéntica a la de Brinn, pero, en cambio, podía contener cómodamente un par
de cientos de personas, calculó. ¿Estaban allí sus amigos?
De repente vio algo que le hizo meditar profundamente.
Los invasores temían algo. La nave estaba rodeada por un cordón de
soldados, todos ellos armados con sus peculiares metralletas. La distancia
entre cada uno de los soldados era de unos siete u ocho pasos.
Baker se pasó la mano por los labios, mientras buscaba la forma de
franquear aquel cordón de vigilancia. De pronto, sus dedos tocaron la tela
del traje que vestía.
En aquellos momentos se felicitó de llevar puesto el mono de tejido
camaleónico. Aquellas fibras, aparte de su facultad de adaptarse al color de
los objetos más próximos, poseían una notable resistencia a la tracción y a
la fricción. Llevaba el mono hacía más de dos meses y, lavados aparte, no
había sufrido en absoluto.
Aún podía avanzar algunos metros, se dijo. A fin de cuentas, peleaba en
la Tierra, un campo de batalla que le era conocido. Y de algo tenía que
servirle el entrenamiento adquirido durante su estancia en Alemania, un año
antes.
Con todo silencio, preparó cuatro trampas, con sendas bombas de mano,
separadas por medio metro escaso. Les había quitado la anilla de seguridad,
dejándolas sujetas al suelo por piedras, que se desprenderían apenas fuesen
rozadas por algún pie. Luego, con gran lentitud, se deslizó a un lado,
situándose al amparo de unas matas.
De, pronto lanzó un par de piedras.
Los soldados que había en aquel lugar abandonaron su actitud vigilante.
A los pocos segundos, alguien se asomó a una escotilla abierta de la
astronave y gritó algo.
Los soldados oían, pero no podían contestar. Seis de ellos echaron a
andar inmediatamente. Caminaban en línea recta, con las armas a punto, en
dirección al lugar del que, suponían, habían partido las piedras causantes de
su alarma.
De pronto, se produjo la primera explosión. Un tremendo fogonazo
brilló en la noche. Apenas medio segundo después, estallaron las tres
bombas restantes. Varios cuerpos con figura humana saltaron en pedazos.
La alarma cundió entre los restantes invasores.
De pronto, Baker vio que uno de los soldados había sido lanzado por la
bomba a pocos pasos de distancia. Sin pensárselo dos veces, saltó hacia el
robot, agarró uno de sus brazos y tiró de él hasta llevarlo a las matas.
Mientras, una docena de metralletas barrían el lugar donde se habían
producido las explosiones. Baker se tendió en el suelo, tomando como
parapeto a su inerte presa, aunque, por fortuna, ninguna de las balas fueron
dirigidas a aquel lugar. Al cabo de unos momentos, el fuego decreció hasta
cesar por completo.
Cinco minutos más tarde, un soldado se irguió y avanzó hacia el cordón
de vigilancia, que había vuelto a restablecerse. Ninguno de los robots miró
siquiera a Baker. La mochila pesaba considerablemente al terrestre, pero, en
los últimos tiempos, debido a su continua vida de ejercicio, sus músculos se
habían fortificado extraordinariamente. Cincuenta kilos de peso a la espalda
no era ahora demasiado obstáculo para él.
La escotilla continuaba abierta. Baker avanzó hacia ella, cojeando
ligeramente. Debía de haber algún «cirujano» para robots, pensó.
Lentamente, subió la escalera. De pronto, un hombre le cerró el paso.
Baker se señaló la pierna izquierda. No había entendido lo que el otro le
decía, debido a que hablaba en el idioma de Washid, pero sus gestos eran
suficientemente explícitos para comprender la pregunta.
Aquel, pensó, era un humano no robotizado, un humano de pies a
cabeza y de rostro muy poco agradable, al menos por la expresión. Baker
hizo un gesto de asentimiento y siguió adelante, a lo largo de un amplio
pasillo, flanqueado de puertas.
Bruscamente oyó un grito a su espalda. Detúvose un momento. El
hombre corrió hacia él, increpándole brutalmente. Con la mano izquierda,
señaló una puerta. Baker asintió, pero, en el mismo instante, se dio cuenta
de que el invasor acababa de advertir que el soldado que estaba frente a él
no era un robot.
La metralleta de Baker subió y bajó rápidamente. Baker sintió un
perverso placer al oír el crujido de un hueso frontal. El individuo se
desplomó en el acto, sin lanzar un solo grito.
Inmediatamente, Baker abrió otra puerta distinta a la señalada. Entrevió
una habitación con algunos instrumentos, pero no se preocupó de saber
más. Agarró al invasor por los pies, tiró de él y lo lanzó al interior de la
estancia. Acto seguido, cerró, se irguió y procuró dar a su rostro una
expresión de impasibilidad, mientras de nuevo continuaba su avance.
Al fondo divisó una escalera que le condujo a una especie de pequeña
rotonda, en la que había media docena de puertas. La rotonda estaba
culminada por una pequeña cúpula transparente. En el centro había una
especie de plataforma, sostenida por un pistón, que debía de permitir el
ascenso hasta la cúpula, cuando los tripulantes de la nave necesitaran
realizar alguna observación astronómica.
Lo que había recorrido de la nave era sólo una mínima parte. Las
dimensiones del aparato eran enormes. ¿Estaban allí sus compañeros?, se
preguntó acongojadamente.
De pronto se abrió una puerta. Varios individuos, ataviados con monos,
pero de color claro, casi marfil, aparecieron en el umbral. Discutían
acaloradamente y, a Baker, le parecieron un grupo de médicos comentando
el resultado de alguna intervención quirúrgica.
Súbitamente, a través de la puerta, entrevió lo que parecía una mesa de
operaciones y, sobre ella, un desnudo cuerpo moreno. Kita aparecía
completamente inmóvil.
La cólera se apoderó de Baker, aunque procuró dominarse, a fin de
evitar algún lance desagradable. Con pasos firmes, avanzó hacia el grupo de
invasores y les encañonó con la metralleta.
—Quietos —dijo—. Adentro —ordenó, más con el gesto que con la
voz.
—¡Es un terrestre! —exclamó uno de los médicos, en un perfecto
francés.
Baker arqueó las cejas. Así, pues, algunos de los invasores habían
aprendido también los idiomas de la Tierra.
Sonrió anchamente y contestó:
—Sí, soy terrestre. ¡Entrez, vite! —añadió perentoriamente.
CAPÍTULO VIII
Cinco médicos entraron en lo que parecía una amplia sala de
reconocimiento, más que de operaciones. Baker divisó cuatro camas, en
cada una de las cuales había una figura humana.
Brinn estaba también allí. Al igual que Inge, Ramón y Kita, permanecía
inmóvil, sumido en algún sueño hipnótico.
Pero todos ellos estaban sujetos a las camas por abrazaderas metálicas.
Baker observó, no sin cierto alivio, que no había en ellos el menor indicio
de operación quirúrgica.
—¿Tardarán mucho en despertar? —preguntó.
—Depende —contestó el mismo que había hablado antes.
—¿De qué depende, si se puede saber?
—De nuestras conveniencias —dijo el sujeto orgullosamente.
Baker levantó el cañón de la metralleta.
—¿Quién es el jefe y cómo se llama? —preguntó.
—Yo. Mi nombre es Oddux y soy director científico de la expedición.
Los otros no hablan tu idioma...
—Médicos todos, ¿verdad?
Oddur asintió. Entonces, Baker apuntó con el arma al sujeto situado
inmediatamente a su izquierda.
—Escucha bien esto que te voy a decir, Oddur. Traduce fielmente mis
palabras y puede que te permita vivir. ¿Está, claro?
—Sigue —dijo Oddur, con los labios muy prietos.
—Quiero que despiertes a mis amigos, incluido a Brinn, y que recobren
el conocimiento sin el menor daño psíquico. Si me traicionas, si veo que
haces algo sospechoso, os mataré uno a uno. ¡Vamos, traduce!
Oddur habló en un lenguaje áspero, de chillonas resonancias en muchas
de sus palabras. Los otros médicos hicieron signos de terror, apenas
conocieron el sentido del mensaje de Baker.
—Les haremos volver en sí —aseguró Oddur.
Y dio una orden a sus ayudantes, los cuales empezaron a trabajar de
inmediato, mientras Baker, precavido, apoyaba su metralleta en la espalda
de Oddur, con lo que así podía vigilarle y también vigilar la puerta.
—Es extraño —comentó—. ¿Por qué les habéis respetado la vida?
—Suponíamos que algún terrestre habría sobrevivido. Por tanto,
debíamos capturar a los posibles supervivientes y averiguar la forma en que
se habían salvado —explicó Oddur.
—Un proceder muy inteligente, pero, ¿qué tiene eso que ver con Brinn?
—Lo encontramos con tus amigos. Simplemente quisimos averiguar por
qué nos había traicionado, uniéndose a vosotros.
—¿Era necesario que lo adormecieras?
—Ahora, mientras están dormidos, sus cerebros suministraban
información —contestó Oddur—. Pero te aseguro que no han sufrido el
menor daño.
—Bien, ahora dime otra cosa. ¿Por qué estáis aquí? ¿Qué hacéis un
grupo de humanos, escoltados por un centenar de soldados?
—Simplemente, prevenimos la llegada de los Elegidos.
—¡Elegidos! —resopló Baker—. Brinn les llamaba Amos...
—Es lógico. —Oddur sonrió despectivamente—. Nosotros somos los
amos de los humanos robotizados. Nuestras perfectísimas máquinas
eligieron una serie de hombres y mujeres de categoría infinitamente
superior a la media. Los demás debían convertirse en nuestros servidores.
—Me parece muy bien, magnífico —comentó Baker cáusticamente —.
Pero, ¿por qué mil diablos no os quedasteis en vuestro maldito Washind y
tuvisteis que venir a la Tierra para matar a seis mil millones de personas?
—Washind está condenado inexorablemente a su destrucción. Queda ya
muy poco tiempo antes de que las fuerzas de gravedad de tres planetas de
nuestro sistema, mucho mayores que el nuestro, lo hagan saltar en pedazos.
Teníamos que elegir otro mundo nuevo...
—Y la bolita de la suerte recayó en el número de la Tierra. Para que
cien mil sinvergüenzas de ambos sexos puedan vivir, seis mil millones de
inocentes tuvieron que morir. Dime, Oddur, no hace muchas horas, fui
atacado con gases. ¿Por qué estoy vivo?
—Eran gases narcóticos.
—Ah, entiendo. Pero Brinn dijo que se necesitaba casi un año para que
la atmósfera terrestre estuviera limpia de los gases mortales que se lanzaron
en los primeros ataques. El año no ha transcurrido aún...
—Tenemos filtros especiales en las fosas nasales y en la laringe, pero
resultan incómodos y deben ser cambiados con frecuencia. No obstante,
dentro de dos meses de vuestro tiempo, tres como máximo, consideraremos
la atmósfera perfectamente limpia.
—Y entonces sobrevendrá la invasión definitiva.
—Sí.
—¿Muchas naves?
Oddur se encogió de hombros.
—Soy médico, no especialista en transportes —contestó.
Baker le incrustó en los riñones el cañón de su metralleta.
—Vamos, vamos, conoces bien las astronaves de tu mundo. ¿Cuántas,
aproximadamente, llegarán a la Tierra?
Renuente, de mala gana, Oddur contestó:
—Una sola será suficiente.
Baker se espantó. ¡Una astronave, capaz para cien mil personas!
Pero, de pronto, vio que alguien se movía. Inge dijo algo ininteligible.
—¡A la pared, Oddur! Apoya las manos en ella y no te muevas, o te
partiré por la mitad.
Oddur obedeció con presteza. Ramón, Kita y Brinn daban señales de
vida igualmente.
Inge se sentó en la cama y lanzó un gritito, a la vez que se cubría los
senos desnudos con las manos. De pronto, vio a Baker.
—¡Ed! —gritó.
Baker sonrió.
—Hola, preciosa —dijo—. Allá, en el rincón, está tu mono. Vístete,
pronto.
Inge saltó de la cama con presteza. Mientras, Baker seguía vigilando a
los médicos.
—Oddur—llamó de pronto.
—¿Qué quieres? —dijo el interpelado, sin cambiar de postura.
—¿Hay más naves de exploración como la vuestra?
—No. Hemos estado sobrevolando la Tierra durante largo tiempo, hasta
que captamos señales de vida humana. En realidad, teníamos bastante con
vosotros.
—¿Habéis sacado algunas consecuencias en claro?
—Una, muy interesante: el agua es un eficaz elemento protector.
Álvarez y Kita, recuperados, estaban vistiéndose. Inge corrió hacia el
joven.
—¿Necesitas ayuda, Ed?
—Por ahora, no, preciosa —sonrió él—. Brinn, ¿cómo te encuentras?
—Bien —contestó el mencionado, escribiendo en una pizarra próxima.
—¿Conoces este tipo de naves?
—Sí.
—Está bien. Salgamos de aquí... Oddur, tú y tus ayudantes seguiréis
aquí hasta que yo diga...
—Ed, hay interfonos —avisó Brinn.
—Destrúyelos.
Brinn se apresuró a golpear algunos aparatos con una silla.
Entonces, uno de los médicos se volvió hacia él y le apostrofó con
terrible violencia en su idioma. Brinn saltó hacia el hombre y agitó su puño.
Se oyó un horrible chasquido. Una tapa craneana resultó hundida por
aquel formidable golpe asestado por una mano de hierro, cubierta por una
falsa epidermis semejante a la humana.
Brinn escribió velozmente:
—Lo siento, no he podido contenerme. Me llamó traidor...
Baker asintió.
—Ha recibido su merecido —dijo llanamente—. ¿Se puede cerrar esta
puerta desde el exterior?
Brinn hizo un gesto afirmativo.
—Vámonos ya —ordenó Baker—. Inge, Kita, Ramón, vosotros me
seguiréis. Yo abriré paso si es necesario.
Salieron fuera. Brinn cerró la puerta y presionó en lo que parecía una
palanca de cierre. Baker se volvió hacia él y le hizo una pregunta.
—Sí—contestó Brinn por señas.
Los lentes que eran sus pupilas artificiales, brillaron de un modo
extraño. De pronto, Brinn señaló una puerta situada al fondo.
Baker comprendió en el acto. Corrió hacia la puerta, abrió y divisó una
escalerilla muy empinada, que conducía a una plataforma con escotilla.
Brinn escribió:
—Es una salida de emergencia. Usadla. Adiós y buena suerte.
Inge se estremeció.
—No, Brinn, ven con nosotros...
El robot meneó la cabeza.
—Conseguiréis derrotar a los Amos —escribió—. Para mí, la vida ya no
tiene interés alguno. ¡Adiós, amigos!
Baker abrió la escotilla. Estaba situada a unos diez metros del suelo,
pero el descenso era fácil, debido a la forma peculiar del casco en aquel
lugar, que hacía un plano inclinado.
Resbaló sin dificultad y posó sus pies en tierra. Álvarez le siguió y
recogió sucesivamente a las dos mujeres. Delante de ellos, a unos cincuenta
metros, se divisaban las inmóviles siluetas de los soldados washidianos.
De pronto, Baker se dio cuenta de algo que había olvidado
momentáneamente. Sacó las dos bombas de mano que le quedaban y se las
entregó a Álvarez. Luego le señaló los puntos donde debía arrojarlas.
Álvarez hizo signos de haber comprendido sus propósitos. Avanzaron
diez o doce pasos y se tendieron todos en el suelo. Álvarez ganó unos
metros y luego arrojó las dos bombas, procurando que explotaran con una
separación de unos veinte o veinticinco metros.
Los estampidos quebraron el silencio de la noche. Varios soldados
resultaron lanzados al aire por las explosiones. Inmediatamente, la
ametralladora de Baker entró en funcionamiento.
Daba gusto manejar un arma semejante, sin temor a recalentamientos, ni
a agotamiento de la munición. Los soldados acudían rápidamente, llenos de
desconcierto, para caer en racimos, destrozados por los proyectiles que
vomitaba sin cesar el arma. Aprovechando la confusión, Álvarez y las dos
mujeres consiguieron ganar la oscuridad.
Baker les siguió a los pocos instantes. De cuando en cuando, se
tumbaba en el suelo, disparaba una larga ráfaga y cambiaba de posición.
Bruscamente, se dio cuenta de que las respuestas de los invasores se
debilitaban con cierta rapidez.
A fin de cuentas, pensó, poseían un cerebro humano, en el que no había
sido extirpada por completo la sensación de miedo. Baker se arrastró hacia
atrás y, al llegar a una especie de vaguada, se puso en pie y echó a correr.
La metralleta había perdido bastante peso con el consumo de
municiones, lo que facilitó su huida. De pronto captó un vivo resplandor y
se volvió.
La nave se abría longitudinalmente, como rajada por un colosal
cuchillo. De aquella enorme grieta, brotaba una especie de material en
fusión, de color rojo blanco, que se desparramaba por los costados de la
nave. Íntimamente acongojado, pero también agradecido, Baker pensó en el
sacrificio de Brinn.
Minutos después, la nave era sólo un ovoide en fusión, No se había oído
ningún estallido, pero, con toda seguridad, ya no había ningún ser vivo a
bordo.
El peligro, sin embargo, no había pasado todavía. Quedarían soldados
vivos, merodeando por las inmediaciones.
—Nos guste o no, tendremos que buscarlos y exterminarlos —dijo,
cuando, más tarde, se reunió con Álvarez y las dos mujeres.
—No será cosa fácil —dijo el médico.
—Tendremos que hacerlo o no viviremos tranquilos, Ramón.
—Sí, tienes razón.
Inge puso una mano sobre el brazo del joven.
—Cuando vimos que no regresabas, temí por tu suerte —explicó—.
Pero el aire de las botellas se había agotado ya, así que tuvimos que salir
fuera del agua. Entonces fue cuando nos sorprendieron con sus lanzagases.
—Tú lograste evitar ser narcotizado —dijo Kita—. ¿Cómo fue?
—Bueno, la verdad es que aspiré un poco de gas y hasta me lavé las
fosas nasales y gargaricé, pero acabé perdiendo el conocimiento. Sin
embargo, me desperté unas seis horas más tarde —sonrió Baker.
—¿Eliminaste a aquel grupo de exploradores? —preguntó Inge.
—Sí.
—No venían solos, por lo visto. Los siguientes actuaron con más astucia
y consiguieron sorprendernos —suspiró Álvarez.
Inge volvió la mirada hacia el lugar donde todavía continuaba ardiendo
la astronave invasora.
—Siempre recordaremos a Brinn —dijo melancólicamente— Se
sacrificó por nosotros...
—Me dijo que la vida ya no tenía alicientes para él —contestó Baker—.
Y yo le comprendo perfectamente. Había roto su condicionamiento y era
sólo un cerebro en un cuerpo mecánico. Creo que, en su lugar, habría
obrado exactamente igual.
—Pero eso no ha evitado la amenaza que todavía pende sobre nosotros
—intervino Álvarez—. Los Elegidos llegarán dentro de dos o tres meses. Es
preciso que estemos prevenidos para combatirles.
Baker se volvió hacia su amigo y le preguntó:
—¿Crees que tus investigaciones darán resultado?
—Así lo espero. No obstante, creo que necesitaré aún de tres a cuatro
semanas para obtener el resultado definitivo.
—Y mientras tanto, habrá por ahí washidianos merodeando —dijo
Baker, ceñudo—. Es horrible hablar de este modo, pero no tenemos
solución: hemos de acabar con ellos.
—El radar funciona todavía. Cualquiera que se acerque a menos de dos
kilómetros será detectado inmediatamente —dijo Inge.
—Y será objeto de un caluroso recibimiento —aseguró Kita.
***
En las semanas que siguieron, Baker sostuvo algunos encuentros con
varios invasores. Todos ellos resultaron acribillados por las descargas de su
metralleta. Pero en el último encuentro ocurrió algo inesperado.
Baker disparó contra un robot y lo destrozó en el acto. Había otro y al
oír los disparos, levantó las manos en el acto.
El joven respingó.
—¿Te rindes? —preguntó—, desde veinte metros de distancia.
El robot hizo un gesto de asentimiento.
—Hombre, otro que entiende un idioma terrestre —sonrió Baker—.
Escucha, deja caer al suelo tu metralleta y la mochila con la munición, y
avanza hacia mí con las manos bien separadas del cuerpo. ¿Está claro?
El washidiano obedeció. Al llegar a su altura, Baker dio una vuelta
completa, apreciando que no llevaba más armas.
—¿Comprendes el idioma que te hablo? —preguntó.
El robot sacó una libreta y un lápiz.
—Sí—escribió—. Me llamo Zinlo.
—Muy bien, Zinlo. Yo soy Ed. ¿Cuántos más quedáis por ahí?
—Creo que ninguno. Ese otro y yo, casi estoy seguro, éramos los únicos
activos.
—¿Por qué te has rendido? —preguntó.
—No lo sé. Me parecía inmoral atacarte. Algo me ha sucedido... Creo
que ya no pienso como antes...
Baker sonrió.
—Condicionaron tu mente, pero ese condicionamiento está
desapareciendo ya —dijo—. ¿Quieres ayudarnos?
—Sí, con mucho gusto.
Baker lanzó una mirada al muerto.
—¿Lo lamentas? —preguntó.
—No. Él quería buscaros para cumplir las órdenes de los Amos.
—Ya, exterminio total. Anda, vamos, carga con tu armamento y
sígueme.
Baker echó a andar. Ahora tendría ocasión de comprobar si Zinlo era
sincero.
Zinlo había hablado verazmente. A fin de cuentas, pensó Baker, estaba
movido por un cerebro humano y no había jamás dos mentes iguales, por
mucho que se hubieran esforzado en conseguirlo aquella colección de
archicriminales que se denominaban a sí mismos los Elegidos.
La llegada de Baker, acompañado de un robot, causó sensación. Álvarez
acosó a preguntas a Zinlo, obteniendo respuestas que estimó completamente
satisfactorias. Inge y Kita también lo celebraron mucho, sobre todo la
segunda.
—Vaya, así tendré quien me ayude a cortar leña para guisar — exclamó
alegremente.
—Hará también algunas cosas de mayor envergadura —repuso Baker
—. Pero eso es..., algo que..., discutí..., remos..., más tarde...
Inge y los demás se extrañaron de aquel repentino tartamudeo, Baker
daba la sensación de haber sido atacado repentinamente por una especie de
parálisis de los músculos de la fonación.
Pero Inge se dio cuenta de que aquel tartamudeo se debía a una causa
extraña, la cual había motivado un enorme asombro en el joven. Baker tenía
los ojos fijos en un punto, como si viese algo muy extraño.
Volvió la cabeza. Un grito se escapó de sus labios.
A trescientos pasos de distancia, avanzando hacia ellos por una cañada
que conducía a la playa, se veía un grupo de personas, junto con algunos
animales de cuatro patas.
—Hombres y caballos —dijo Álvarez, no menos estupefacto que el
resto de sus compañeros.
CAPÍTULO IX
Lo cierto era que en el grupo de recién llegados había algunas mujeres,
ya que también usaban pantalones, como los hombres. Alguno de los
componentes del grupo era de muy corta edad y viajaba a lomos de una de
las caballerías.
—Cielos, son chinos —dijo Kita, cuando los viajeros estuvieron más
cerca.
—Por lo menos, orientales, a juzgar por sus rasgos étnicos —corrigió
levemente Inge.
Los viajeros se detuvieron a corta distancia. Eran un hombre de unos
cuarenta años, una mujer de treinta y tantos, una muchacha de dieciséis y
tres niños de edades que iban desde los doce a los cinco años. Parecían
fatigados, pero se les veía limpios y bien cuidados, además de sanos.
El hombre dijo, en perfecto inglés:
—Debo dar las gracias a mis antepasados por haberme permitido ver la
llegada de este día tan feliz, en que de nuevo me he reunido con unos
congéneres. Hubo un tiempo en que llegué a pensar que estaba solo sobre la
Tierra, con mi familia, pero, afortunadamente, estaba equivocado. Soy Chu-
Kin-Li. Esta es mi esposa Mei-Yang y mis hijos...
Chu recitó los nombres de los cuatro chicos. Baker avanzó
impulsivamente hacia él y estrechó su mano y la de su mujer.
—Bien venidos, amigos —dijo—. Nosotros somos solamente cuatro,
pero confiamos en que quizá alguien se una a este grupo más adelante. Chu,
voy a presentarles a los demás.
Hubo un intercambio de saludos y cortesías. El rostro de Chu se
contrajo levemente cuando supo de la presencia de un invasor en aquel
lugar, pero cambió de expresión al escuchar el relato que le hizo Baker.
—Será una valiosa ayuda, en efecto —dijo—. Nosotros también
estamos dispuestos a trabajar en la medida de lo posible.
—Es increíble —comentó Inge—. ¿Han venido a pie desde la China?
Chu sonrió.
—A decir verdad, hubo un tiempo en que me dediqué a la exploración
de mi país, mediante un avión. Al fin llegué a convencerme de que no había
supervivientes o, por lo menos, se escondían si llegaban a verme. Entonces,
de acuerdo con mi esposa, decidimos viajar en busca de otros
supervivientes. Yo tenía una emisora de radio y transmití numerosas
llamadas, pero un día los invasores la localizaron y la destruyeron por
completo. Entonces, tomamos el avión y volamos mucho. Llegamos hasta
Grecia, pero allí se partió el tren de aterrizaje. Ya no podíamos hacer otra
cosa que buscar algunos caballos y marchar a pie.
—Aquí ha terminado su viaje —dijo Baker—. Es decir, si quieren
quedarse con nosotros. Hay alojamientos de sobra..., y mucho trabajo por
hacer.
—Nos quedaremos —dijo Mei—. Sentimos necesidad de compañía y
deseamos ser útiles a los demás.
—Pero le advertiré una cosa, Chu —continuó Baker—. Luego le
explicaré todo con más detalle. Ahora es suficiente con que sepa que,
dentro de dos o tres meses, llegarán los definitivos ocupantes de nuestro
planeta.
Las cejas de Chu se arquearon.
—¿Tendremos que combatir? —preguntó.
—Es lo más probable —contestó Baker gravemente.
Chu tomó la mano de su esposa.
—Estamos dispuestos —dijo con toda sencillez.
—El doctor Álvarez está preparando un arma que, creemos, resultará
terriblemente eficaz contra los invasores...
—Ed —intervino Ramón—, creo que lo mejor sería ayudarles a
instalarse. A la noche, durante la cena, tendremos tiempo sobrado de charlar
y, además, puesto que ahora contamos con su refuerzo, estableceremos un
plan de trabajo.
—Yo soy ingeniero —dijo Chu—. Mi esposa es maestra. Lu, mi hija,
había empezado a estudiar medicina...
—Será mi ayudante —decidió Álvarez.
Inge se acercó a uno de los caballos y tomó en brazos al más pequeño
de los chicos.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
El niño sonrió tímidamente.
—No comprende el inglés —intervino Mei—. Su nombre es Woo.
Inge besó cálidamente al niño.
—Bien venido a tu nuevo hogar, Woo —saludó con voz llena de afecto.

***
Los trabajos de defensa avanzaban rápidamente. Baker, acompañado de
Zinlo, hizo una descubierta cierto día y se trajo los lanzagases, cuyo
contenido descargó en el mar, sumergiendo la boquilla bajo el agua,
situados a cierta distancia de la costa y en una barca movida por remos que
manejaba Zinlo con notable vigor. Zinlo efectuó varias operaciones en los
depósitos, hasta que los dejó completamente limpios.
Chu se ocupó de los generadores de fuerza, que repasó a fondo, hasta
conseguir un funcionamiento sin problemas. El combustible tampoco era
problema, ya que existían numerosos depósitos por todas partes. Había
también vehículos para transportar el combustible. Chu revisó y puso a
punto un camión y un par de jeeps, que eran manejados por quien tenía
necesidad de ellos en un momento dado.
Para estar más seguros, instalaron un radar en lo alto de una colina, de
modo que permitiera detectar el acercamiento de una nave enemiga con
cierta antelación. El radar funcionaba constantemente, suministrada su
energía por un generador que era vigilado periódicamente. A Chu le pareció
bien el sistema de alarma sonoro y conectó el radar mayor al que tenían en
la casa. De ésta a la colina había menos de dos kilómetros y el radar mayor
tenía un alcance de trescientos, lo que permitiría alcanzar su pantalla antes
de que llegase la nave enemiga.
Tres semanas más tarde, el radar de largo alcance empezó a trabajar. En
la casa sonó un timbre de alarma. Chu saltó al jeep, corrió a la colina,
observó y regresó apresuradamente junto a los demás.
—Viene alguien del Norte —informó—. Está a doscientos cincuenta
kilómetros. La velocidad es de unos doscientos, pero tengo la sensación de
que es un terrestre.
Baker empezó a colgarse a la espalda la mochila de la munición.
—Chu, lo mejor será que tu mujer y los chicos se escondan. Zinlo y yo
combatiremos a los atacantes, si es preciso. Tú ocúpate de proteger el
laboratorio de Ramón; es muy importante que no le suceda nada.
—Está bien —contestó el chino.
Baker y Zinlo echaron a correr, alejándose de la casa, hasta situarse en
un lugar dominante, junto a unos arbustos. Baker no tardó mucho en captar
un sonido de motor.
—Es curioso —dijo—. Vosotros no usáis motores ruidosos, Zinlo.
El robot movió la cabeza. Luego, en su libreta, escribió:
—No es una nave washidiana.
El ruido se acentuaba cada vez más. De pronto, Baker, que se había
provisto igualmente de unos prismáticos, captó algo que le dejó pasmado.
—¡Un helicóptero!
El aparato perdió altura, a la vez que se acercaba rápidamente a la orilla
del mar. De pronto, su piloto pareció divisar la casa. Dio una vuelta a baja
altura y se elevó cien metros. Luego, súbitamente, algo que dejaba una
estela humeante partió del vientre del helicóptero.
Una sonora explosión se produjo junto a la casa. Baker lanzó un grito de
rabia al ver el chorro de polvo y humo provocado por el estallido del
cohete.
Baker echó a correr, lleno de furia. El helicóptero evolucionaba para
disparar otro cohete. Baker alcanzó un lugar despejado y apuntó hacia
arriba la metralleta.
Apretó el gatillo y mantuvo el arma disparando, hasta que vio los
impactos en la estructura del helicóptero. Una de las palas del motor saltó
en pedazos. El aparato descendió con rapidez y chocó contra el suelo con
tremenda violencia.
Dos hombres salieron de su interior y huyeron del aparato, antes de que
se produjera el incendio. Baker disparó una ráfaga a sus pies.
—¡Quietos! —gritó.
Los atacantes levantaron sus manos. De la casa salían ya Álvarez y Chu,
armados con metralletas corrientes.
Baker se acercó a los recién llegados. No eran invasores.
Uno de ellos contaba algo más de treinta años. El otro era un muchacho
que no había cumplido siquiera los veinte. Este parecía muy asustado,
mientras que su compañero sonreía despreciativamente.
—¿Por qué no disparan? —dijo, desafiador—. Vamos, rematen su
labor...
—Poco a poco —contestó Baker—. ¿Quiénes son ustedes?
—Mike Raines, de Estados Unidos —se presentó orgullosamente el
mayor.
—Jack Fowler, canadiense —dijo el chico, que aún seguía temblando de
miedo.
—Nos han atacado —gruñó Álvarez—. Por poco si destruyen mi
laboratorio...
Los labios de Raines se curvaron en una sonrisa poco amable.
—Lo que faltaba: un chino —dijo.
De pronto, Inge y los demás salieron de la casa y sus ojos brillaron
malévolamente
—¡Mujeres, tú, Jack! —gritó.
Baker meneó la cabeza. La llegada de aquellos dos sujetos iba a
causarles problemas, presintió.
—Mike dijo que esta casa podía estar habitada y que convenía
impresionar a sus ocupantes... —habló Jack con voz trémula—. Yo intenté
disuadirle, pero no me hizo caso...
—¿Por qué estabas con él? —preguntó Baker.
El chico se encogió de hombros.
—Toda mi familia murió —respondió—. Estaba solo cuando él llegó
con su helicóptero... ¿Qué otra cosa podía hacer?
Seguro de que no le iba a pasar nada, Raines, fanfarrón, se acercó al
grupo de mujeres.
—¿Alguna de ustedes tiene necesidad de un hombre? —preguntó,
displicente.
Inge le miró de pies a cabeza.
—La que necesita un hombre no acepta muñecos —contestó.
—Vaya con la palomita —dijo Raines, sonriendo—. Me gustas mucho,
¿sabes? Y hace tanto tiempo que no beso a una chica guapa...
Se volvió hacia los hombres.
—¿De quién es esta preciosidad? —preguntó—. Si no tiene dueño,
acaba de encontrar uno.
—Ed, ese tipo nos va a crear muchos conflictos —murmuró Álvarez.
Baker avanzó un paso.
—Deje a la señora —ordenó.
—Oh, señora... Está casada, supongo —exclamó Raines—. Bien, aquí
hay otras... Claro que una negra y una china de edad no son plato atractivo
para un hombre como yo... La chinita, en cambio, es preciosa: una
verdadera muñequita. ¿No es cierto, hermosa?
La mano de Raines se acercó a la mejilla de Lu. Baker avanzó otro
paso.
—Raines, deje a la muchacha.
El recién llegado se volvió un poco.
—Está bien, si lo toma así... —lanzó una risita, giró sobre sus talones y
echó a andar, como si fuese a abandonar el lugar, pero de súbito, se volvió,
con una pesada automática en la mano y disparó dos veces.
Baker gritó débilmente y cayó al suelo. Inge lanzó un terrible chillido:
—¡Ed!
Raines emitió una estruendosa carcajada.
—Bueno, a partir de ahora, espero, ya no habrá dudas acerca de quién
es el jefe —exclamó.
De pronto, Jack se arrojó sobre él y le pegó un terrible empellón,
derribándolo por tierra.
—¡Maldito! —jadeó—. Tú siempre tan superior, tan vanidoso...,
creyéndote el amo del mundo...
Raines, sorprendido, miró al chico desde el suelo. Había perdido la
pistola en la caída y trató de recobrarla, a la vez que vomitaba una
espantosa sarta de maldiciones.
Entonces, alguien reaccionó. La metralleta que Kita tenía en las manos
vomitó una larga serie de detonaciones. El rostro de Raines saltó en
pedazos.
—¡Bravo, Gacela! —exclamó Álvarez.
Y se precipitó para ayudar a Baker, quien continuaba en el suelo,
quejándose sordamente.
—Vamos, hay que llevarlo a la casa. Está gravemente herido y es
preciso curarle inmediatamente.
Chu se acercó al muchacho.
—Me dan ganas de llenarte el cuerpo de plomo —dijo.
Jack se mordió los labios.
—Era un hombre malo —contestó—. Nunca quiso hacerme caso...
Además, estaba borracho casi siempre... Lo siento, lo siento de veras...
Lu se acercó también.
—Él no tiene culpa, padre —dijo.
Los ojos de Chu contemplaron con severidad al joven.
—¿Sabes manejar una pala? —preguntó.
—Sí, señor... Sé hacer muchas cosas... Cuando llegaron los invasores,
yo estudiaba Ingeniería.
—Primero usa una pala —Chu señaló el cadáver de Raines— Cuando
hayas terminado, manejarás un jeep, para apartar de aquí los restos del
helicóptero.
—Sí, señor, lo que usted ordene.
Chu miró el ensangrentado cadáver de Raines y meneó la cabeza.
—Pobre estúpido —murmuró—. Quienes no aprenden las lecciones del
destino, caminan derechos a su destrucción —añadió sentenciosamente.
Lu miró a Jack. La muchacha sonreía. Al cabo de unos momentos, Jack
sonrió también.
CAPÍTULO X
Las balas de Raines habían alcanzado a Baker en la parte alta del muslo
izquierdo y en el costado del mismo lado. Eran heridas aparatosas por la
gran cantidad de sangre derramada, aunque no mortales, por fortuna. Los
primeros días, sin embargo, fueron un tanto críticos e Inge no se separó un
solo momento de la cabecera del herido.
Al fin, Baker entró en franca convalecencia. Terminaba ya marzo y la
primavera había estallado por todas partes.
Baker pudo salir a sentarse en el porche de la casa, cubierto por una
parra que había crecido vigorosamente. Cierto día, Álvarez, Chu y los
demás, se sentaron a su alrededor.
—Ed —dijo Álvarez—, he hablado con Chu largamente y está de
acuerdo conmigo. Las mujeres también opinan lo mismo. Necesitamos un
jefe. Hemos pensado que, dada las circunstancias, ninguno mejor que tú.
Baker sonrió débilmente.
—Hasta ahora, nos hemos pasado bien sin jefe, adoptando las
decisiones de común acuerdo...
—Los Elegidos están a punto de llegar. No sabemos si traerán tropas
auxiliares, pero, en todo caso, vendrán dispuestos a exterminar a los últimos
supervivientes de la Tierra. Si hemos de combatir, necesitamos un jefe.
—Apoyamos la decisión de los hombres —dijo Mei.
—Usted será un buen jefe —exclamó Jack.
—No puedes negarte, Ed —sonrió Inge.
Baker guardó silencio unos instantes.
—Está bien —dijo al cabo—. Acepto la jefatura, pero, como se decía
antaño, por el tiempo de la campaña. Todos tenernos fe en la solución del
doctor Álvarez, pero quizá sea preciso luchar con otros medios. El combate,
en todo caso, no será fácil.
—Lucharemos por lo que es nuestro —exclamó Lu ardorosamente.
—Sí—convino Baker—. La Tierra es nuestra y no podemos permitir
que otros nos la arrebaten. Creo que ningún gobierno terrestre se hubiera
negado a recibir a unos seres cuyo planeta está en vías de destrucción, pero
debieron llegar aquí, pidiendo ayuda y no imponiendo su ley de exterminio.
Es más, sabemos que no nos dejarán vivos, si nos localizan, por lo que
tendremos que empeñarnos en una lucha a muerte.
—Hace unos días estuve en un arsenal militar y me traje, en varios
viajes, seis carros lanzacohetes —dijo Jack—. Están muy bien
enmascarados y hemos instalado controles remotos, para dirección y fuego.
—Es una buena idea —aprobó Baker.
—También disponemos de transistores portátiles. El doctor Chu y yo los
hemos puesto a punto. Funcionan perfectamente, señor Baker.
El joven sonrió al apreciar el ardor que se desprendía de las palabras de
Jack.
—Bien, muchacho, te nombraremos jefe de la cohetería —dijo—.
Ramón, ¿está preparada el arma secreta?
—Ya hemos hecho las pruebas pertinentes, Incluso en nosotros mismos.
Solamente el pequeño Woo —era el hijo pequeño de Chu y Mei—, ha
reaccionado negativamente, aunque sin apenas consecuencias. Faltas tú,
pero no quiero hacer la prueba antes de que estés repuesto por completo.
—No pierdas tiempo, Ramón —dijo Baker—. Los invasores están a
punto de llegar.
La prueba resultó satisfactoria. Baker se sintió muy satisfecho de su
perfecta inmunidad al arma ideada por Álvarez.
Los días transcurrieron y Baker se restableció por completo. Pero el
nerviosismo cundía entre los componentes del grupo, porque se daban
cuenta de la inminencia del choque definitivo.
Las casas en que habitaban habían sido sometidas a un
enmascaramiento total, así como los vehículos, que ya se habían
inmovilizado. Las baterías de cohetes resultaban absolutamente invisibles,
pero Baker había decidido que se emplearían solamente como último
recurso.
Aún transcurrieron tres semanas más. Baker y sus compañeros
empezaban a pensar que la invasión había sido demorada o tal vez
definitivamente suspendida, cuando, de repente, un día, al despertar, vieron
algo que desechó de forma absoluta sus esperanzas de vivir sin tener que
luchar.
Baker se había levantado y abrió la ventana de la habitación. Entonces
divisó la nave de los invasores.

***
Durante unos segundos, se negó a dar crédito a sus ojos. Conocía bien la
topografía del terreno y sabía apreciar las distancias. La nave de los
Elegidos estaba a unos dos mil quinientos metros de distancia, apoyada en
una suave colina, que se alzaba escasamente a doscientos metros sobre el
nivel del mar. Pero no era una nave como las que ya había conocido.
Tratábase de una colosal esfera, de más de seiscientos metros de
diámetro, de metal negro, semimate, con infinidad de ventanas en su
superficie. La distancia era grande para una observación a ojo desnudo,
pero, aun así, Baker creyó ver un par de escotillas abiertas cerca de la base.
—Inge —llamó a media voz.
La joven dormía aún y se desperezó lánguidamente.
—Dime, querido...
—Despierta, pronto. Y no grites, por el amor de Dios. ¡Los Elegidos
han llegado!
Inge emitió un débil grito y saltó de la cama. Corrió hacia la ventana,
vio la esfera de metal y casi se desmayó.
—Dios mío —murmuró,
—Vístete, pronto —dijo él—. Hay que avisar a los demás.
—Sí, Ed.
—Quizá Mei esté ya levantada; es muy madrugadora. Dile que no
encienda fuego.
—De acuerdo.
Baker bajó a la planta inferior. La puerta se abrió en aquel momento.
Álvarez apareció en el umbral y le miró fijamente.
—Ya están ahí, Ed.
—Sí, Ramón.
—Jack se ha ido al puesto de control de los cohetes, con su radio.
Espera tus órdenes.
Baker buscó su transmisor portátil y presionó el botón de contacto.
—Jack—llamó.
—Señor Baker...
—Quieto, no te dejes ver—dijo el joven—. Escucha con atención, no
hagas nada por ahora. Pero si pronuncio la clave convenida, dispara todos
los cohetes.
—Sí, señor.
—Probablemente, no te llamaré más que para darte la orden de retirada
o de fuego. ¿Entendido?
—Sí, señor.
Baker se colgó del cuello el transmisor de radio. Chu entró en aquel
momento. Como todos, llevaba una metralleta al cuello. Zinlo se hizo
también visible.
—Son ellos —dijo el robot—. Escucha, Ed; se me ha ocurrido una cosa.
Iré hasta ellos, con una carga explosiva, y la detonaré cuando esté dentro de
la nave...
Baker meneó la cabeza.
—Tienes que seguir con nosotros; nos serás más útil vivo que hecho
pedazos —rechazó el ofrecimiento.
Lu estaba en uno de los pisos superiores, provista de unos prismáticos.
De pronto, se asomó a la puerta y gritó:
—¡Está saliendo una patrulla de exploración!

***
Los Invasores eran una docena, de ambos sexos, jóvenes y fuertes todos
ellos y de aspecto saludable, pero también con una expresión de arrogancia
y seguridad en sí mismos que causaba antipatía en el acto. Iban armados
con las mismas metralletas que los robots, si bien sus mochilas de munición
eran mucho más pequeñas.
Marchaban alegremente, charlando y riendo. Baker y Álvarez los vieron
a pocos pasos de distancia, ocultos entre la hojarasca. De pronto, Álvarez
apretó un botón.
Tenía en la mano una especie de manguera, unida a un depósito a su
espalda. Un chorro de gas blanco amarillento, muy tenue, brotó en el acto
del orificio de salida, justo cuando el grupo de exploradores pasaba frente a
los terrestres.
Sonaron unos gritos de alarma. Alguien intentó disparar su metralleta,
pero, de repente, empezó a estornudar con tremenda violencia.
Los demás estornudaban también, acometidos por violentísimas
convulsiones, que les hacían retorcerse como posesos. Dos mujeres cayeron
al suelo, pataleando frenéticamente. Sangraban por la boca y la nariz y sus
cuerpos se arqueaban en terribles sacudidas, sin que nada pudiera evitar sus
espantosos estornudos. Otra mujer cayó al suelo, saltó, se incorporó,
agitándose de manera espeluznante y volvió a caer, dando terribles botes,
hasta que, de pronto, se quedó inmóvil, con los brazos y las piernas
horriblemente distorsionados.
Minutos más tarde, los doce exploradores habían muerto.
Baker y Álvarez cambiaron una mirada.
—Espantoso —comentó el primero.
—Pero efectivo —dijo Álvarez.
—Les hemos dado una dosis de su misma medicina. Mejor dicho, la
medicina es terrestre... Ramón, ¿sabes que con unos cuantos litros de ese
gas podrías acabar con todos los Elegidos?
—Suponiendo que pudiéramos llegar hasta el interior de la nave, Ed.
Baker se acarició la mandíbula.
—Sería cosa de intentarlo —dijo—. Anda, échame un chorro a la cara.
Álvarez obedeció. Baker sintió un levísimo picorcillo en la pituitaria,
pero no sucedió nada.
—Ya sabias que eras inmune, Ed —dijo el médico.
—Sí, pero he visto a esos pobres morir de una manera tan horrible...
—Ed, yo soy médico, lo que significa que he estudiado la forma de
alargar la vida y no de acortarla o suprimirla violentamente. Pero hay un
derecho, que nació con el hombre hace un millón de años: el derecho de
legítima defensa, ¿comprendes?
Baker asintió.
—Estoy de acuerdo contigo en todo —respondió—. Pero de todas
formas, nosotros no somos como los Elegidos. Me remordería la conciencia
toda la vida si hiciese algo que diera muerte a cien mil personas, sin antes
haber tratado de evitarlo.
—Ellos no se marcharán de aquí con buenas palabras —gruñó Álvarez.
—Quizá, pero, de todos modos, insisto: vale la pena intentarlo.
—¿Parlamentar?
—Sí.
Álvarez se encogió de hombros.
—Hazlo que quieras, pero piensa en Inge —dijo.
—En ella pienso, Ramón.
—Y en vuestro hijo.
Baker respingó.
—¿Qué dices?
—Ayer vino a verme. Sentía ciertas molestias. Yo confirmé sus
sospechas.
Hubo un momento de silencio. Luego, Baker sonrió.
—Voy a tener un hijo —murmuró—. Pero incluso a él le gustará saber
cuando sea mayor, que su padre no fue un hombre que mataba por odio
solamente.
De pronto, se puso en pie. Llevaba un cuchillo y buscó un árbol, del que
cortó una rama recta, a la que ató un gran trapo blanco.
—Habías venido con esa intención—adivinó el médico.
—Sí. —Baker rozó con la mano el transmisor y, tras unos segundos de
indecisión, lo guardó bajo la camisa—. ¿Me oyes, Jack? —preguntó.
—Perfectamente, señor.
—Voy a intentar parlamentar con los Elegidos. Recuerda la consigna.
—Sí, señor,
Baker se volvió hacia su amigo.
—Le dije que no usaría más la radio, pero conviene que sepa dónde
estoy —explicó—. Deséame suerte, Ramón.
Álvarez suspiró. Sabía que la decisión de su amigo era irrevocable y no
intentó cortarle el paso.
—Espera un momento —dijo.
Baker vio que Álvarez sacaba del bolsillo un frasquito de cristal y le
miró inquisitivamente.
—Si te ves en un aprieto, lánzalo al suelo, Está lleno de gas a presión —
dijo Álvarez.
—Eres un buen amigo —sonrió el joven—. Pero vuélvete a casa y ten
conectado el receptor. Mi transmisor estará abierto en todo momento.
Álvarez asintió. Luego dio media vuelta y, oculto por la vegetación,
emprendió el camino de regreso.
Quinientos metros más adelante, Baker salió a una zona despejada. La
astronave se hallaba escasamente a cuatrocientos metros. Baker se sintió
abrumado al contemplar aquel colosal artefacto, situado en la ladera, casi en
la misma cumbre de la loma. Dada su forma parecía que la gigantesca
esfera iba a caérsele encima de un momento a otro.
Dominando un ligero temblorcillo de sus piernas, continuó andando.
Cerca de la parte inferior de la nave había una gran escotilla abierta. Una
larga, escalera permitía el acceso al interior del gigantesco vehículo
espacial. En la puerta había algunos individuos armados.
De pronto, alguien vio al terrestre con su bandera blanca. Baker divisó a
un Elegido que le apuntaba con su metralleta, pero, al parecer, alguien
emitió una orden y el cañón del arma se inclinó hacia el suelo.
Baker respiró aliviado. Había confiado en la bandera blanca desde el
primer momento. ¿No había dicho Brinn que los Elegidos enviaron
exploradores a la Tierra muchísimos años antes? Por tanto, conocían las
costumbres de los terrestres..., y también debían de conocer algún idioma de
los que se hablaban en el mundo que ya consideraban como suyo.
Segundos más tarde, dos hombres salieron de la nave y se dirigieron al
encuentro del parlamentario.
CAPÍTULO XI
Los Elegidos vestían el clásico mono que ya conocía Baker, aunque en
este caso las prendas tenían dos bandas rojas en el pecho. Sobre la banda
superior había un extraño dibujo. Baker supuso que se trataba de una
especie de altos dignatarios.
Los washidianos le contemplaron con curiosidad durante unos
segundos. Al fin, uno de ellos, dijo:
—Según parece, vienes a parlamentar con nosotros.
—Sí—contestó Baker.
—Está bien. Dinos qué deseas.
—¿Eres el jefe?
—No...
—Entonces, sólo hablaré con vuestro jefe. Yo también soy jefe de mi
pueblo. Me llamo Ed —declaró Baker orgullosamente.
El Elegido sonrió.
—Eres muy presuntuoso —dijo—. Ignoramos vuestro número, pero
debes saber que podemos aniquilaros tan fácilmente como machaco con el
pie esta florecilla.
Baker bajó la vista un instante, para contemplar el gesto que había
acompañado a tales palabras. Luego, sin inmutarse, contestó:
—Habéis enviado una patrulla de exploradores. No siento en modo
alguno decirte que todos están muertos.
Los dos parlamentarios se quedaron atónitos.
—¡Imposible! —gritó el que llevaba la voz cantante— Nuestras armas
son irresistibles...
—Nosotros tenemos un arma aún más poderosa —le atajó Baker
fríamente—. Mata silenciosamente y, además: de una forma irremediable.
¡Vamos, llévame a presencia de tu jefe!
El Elegido dudó. Luego, de pronto, se volvió hacia su acompañante y
cambió unas palabras en su lenguaje. Baker sonrió:
—Entiendo perfectamente lo que estás diciendo —exclamó. Zinlo le
había enseñado el washidiano— Si tratas de jugarme una mala pasada,
como se desprende de lo que acabo de oír, no vivirás para contarlo.
Hubo un momento de asombrado silencio. Luego, el parlamentario
movió una mano.
—Respetaremos tu vida. ¡Ven!
Baker echó a andar entre los dos washidianos. Momentos después, subía
la escalera que conducía a la entrada. El interior de la espacionave le
asombró, aunque en todo momento procuró mantener el rostro impasible.
Los Elegidos le contemplaban con silenciosa curiosidad. Baker apreció
que todos eran jóvenes y fuertes. Sus edades, al menos en apariencia,
estaban comprendidas entre los veinte y treinta y cinco años. La piel, sin
embargo, era muy pálida, «color vientre de pez muerto», pensó.
Entraron en un ascensor. Baker calculó que antes de pararse habrían
recorrido unos trescientos metros. Luego salieron a un corredor muy
amplio, lujosamente decorado y con una alfombra de diez centímetros de
grosor.
Baker pensó en que el jefe de los Elegidos debía de ser un personaje de
extraordinaria importancia y, además, tremendamente aficionado al lujo.
Los marcos de las puertas eran dorados. Se preguntó si el metal era oro
puro. Al menos, tal parecía.
Sus acompañantes se detuvieron ante una puerta y esperaron unos
momentos. Era evidente que habían avisado de su llegada al ocupante de la
estancia.
De pronto, la puerta empezó a deslizarse a un lado.
—Nuestro jefe te espera —dijo el parlamentario—. Entra.
Baker dejó la bandera blanca junto a la puerta.
Franqueó el umbral, avanzó unos pasos y se detuvo asombrado frente al
jefe de los Elegidos.
Era una mujer.

***
Debía de tener unos treinta años y era muy hermosa, de abundante pelo
negro, formas generosas y sonrisa cautivadora. Su vestimenta era mínima,
aunque llevaba en torno a la garganta un amplio collar de oro y piedras
preciosas, que formaban un dibujo extraño, Idéntico al que Baker había
visto en los parlamentarios. No obstante, el encanto de la mujer quedaba
roto al contemplar sus manos heptadactilares,
—Hola —dijo ella—. Me llamo Hedriya. ¿Cuál es tu nombre, terrestre?
—Ed. —Baker, pensó que no servía de nada citar el apellido—. ¿Eres el
jefe de los Elegidos, Hedriya?
—En tu idioma, yo sería llamada reina. Pero puedes usar mi nombre
llanamente, sin ceremonias.
Baker se inclinó ligeramente.
—Mil gracias, señora —contestó.
—Sé que has venido a parlamentar. Conocemos algo vuestras
costumbres y di orden de que se te respetasen la vida, cuando vimos tu
bandera blanca. Pero, en resumen, ¿qué es lo que quieres?
—Sólo una cosa, Hedriya: en nombre del pueblo al que represento, te
ordeno a ti y a los tuyos que abandones la Tierra y no volváis jamás a este
planeta.
Hedriya estaba lánguidamente reclinada en un enorme diván, con una
docena de vistosos almohadones, y se incorporó vivamente al escuchar
aquellas palabras.
—Tú... —dijo despectivamente—. ¿Quién eres tú para ordenar a un
Elegido que abandone el lugar que le pertenece?
—¿Por derecho de conquista?
—Llámalo como quieras. Necesitábamos la Tierra. Por eso estamos
aquí.
—Murieron seis mil millones de personas, Hedriya.
Ella se encogió de hombros.
—Es la ley—contestó—. El más débil debe morir siempre, para que el
fuerte pueda vivir.
—¿Eran más débiles los soldados robotizados que vosotros?
—Escúchame bien, Ed. Tú no puedes comprender..., no nos
comprenderías jamás, aunque vivieses mil años, pero has de saber que hace
algunos siglos, nuestros sabios predijeron la destrucción de Washid. A partir
de entonces, nos preparamos para abandonar nuestro planeta. No nosotros,
claro, sino nuestros antepasados, quienes, previsores, hicieron posible que
un día pudiéramos emigrar de Washid.
»Trabajaron Incansablemente, generación tras generación, sin
desanimarse jamás por los fracasos. Nuestras perfectísimas computadoras
determinaron quiénes estarían en condiciones de abandonar Washid y
quiénes debían servir a los que se denominó ya desde entonces los Elegidos.
Incluso mi nombramiento como reina se debe a una computadora.
—¡Qué maravilla! —dijo Baker, con fingida admiración—. ¿También
eligieron las computadoras a los soldados que debían exterminar a la
población terrestre, previamente robotizados?
—También —confirmó ella sin pestañear—. Las máquinas predijeron
que cien mil era el número ideal para iniciar la repoblación de un nuevo
mundo. Y aquí estamos, Ed.
—Ahora ya sólo sois noventa y nueve mil novecientos ochenta y ocho.
Doce han muerto.
Hedriya se puso en pie.
—¿Los has matado tú? —preguntó.
—Nosotros —corrigió Baker, aunque, astutamente, no quiso puntualizar
el número de los que habían intervenido en la acción.
—Tenemos armas poderosas...
—La nuestra es mucho más. Es un arma total. Por eso estamos en
condiciones de exigiros una inmediata retirada.
Ella lanzó una burlona carcajada.
—Vosotros, pobres terrestres... Ya es milagro que hayáis sobrevivido...,
y todavía os atrevéis a exigir.
—¿No exigirías tú lo mismo si estuvieras en mis condiciones?
—Ese caso no se ha dado, de modo que es ocioso especular en tal
sentido.
—Como quieras, pero no te quejes luego. Ya estás advertida, Hedriya.
Y lo que os sucederá, créeme, no fue previsto por vuestras computadoras.
—Calcularon que podrían quedar algunos supervivientes, muy escasos,
grupos de quince o veinte personas como máximo. Pero no representarían
peligro alguno para los nuevos terrestres.
—Si el ser humano tiene fallos, ¿qué no será una máquina, por perfecta
que sea su construcción? Hay algo que no pueden ni podrán prever jamás,
porque eso es imposible también para los hombres, y son los llamados
imponderables. Por muchos millones de datos con sucesos ocurridos, de los
que extraer ejemplos para el futuro, siempre quedarán algunas cosas sin
registrar para la máquina y, por lo tanto, no podrá emitir un vaticinio, de
absoluta confianza, al ciento por ciento.
Hedriya sonrió desdeñosamente.
—Sin embargo, todo ha sucedido hasta ahora como predijeron las
máquinas —manifestó—. Tú y los tuyos habéis sobrevivido, pero ya
contábamos con ello. Sin embargo, no sois enemigos para nosotros, aunque
hayan muerto doce de los nuestros. Era también algo que se sabía podía
ocurrir y todos los Elegidos aceptamos el riesgo.
—Pero vuestras computadoras no supieron predecir el riesgo total.
Hazme caso, Hedriya, abandonad la Terra. Es la única posibilidad que
tenéis de sobrevivir.
Ella se irguió con gesto lleno de arrogancia,
—¿Qué pretendes? ¿Acaso deseas enviarnos a vagar por el espacio, en
busca de un mundo que pueda acogernos? ¿Cómo vamos a abandonar lo
que ya es nuestro? —contestó con voz rebosante de orgullo.
Baker se inclinó.
—He tratado de persuadirte de que abandonar la Terra es lo mejor para
vosotros. Mi pueblo y yo, al acordar esta entrevista, hemos tratado de
olvidar los miles de millones de seres muertos a causa de vuestra ambición.
Sois cien mil..., ¿por qué no vinisteis como refugiados, solicitando un asilo
que nadie os hubiera negado?
—Jamás seremos inferiores a nadie, Ed. Somos los Elegidos, tenlo
siempre en cuenta.
—Como quieras. Veo que es inútil tratar de convencerte, por lo que
únicamente me resta pedirte permiso para retirarme.
El gesto de Hedriya se dulcificó un instante.
—Eres un hombre guapo y arrogante —dijo—, ¿Por qué no te quedas
aquí?
—Esta petición, ¿ha sido prevista por tus computadoras?
Hedriya lanzó una alegre carcajada.
—Hombre, también tenemos un mínimo de iniciativa —contestó—.
¿Qué opinas de mi proposición? Ella le miró a través de los párpados
entornados—, Como digo, algo queda también a nuestra iniciativa, por
ejemplo, la elección de pareja.
—¿No tienes esposo?
—No. Estoy muy bien así, hasta que...
De pronto, llamaron a la puerta. Hedriya se volvió. Alargó la mano y
tocó un resorte, situado en uno de los extremos del diván.
La puerta se descorrió. Un hombre, terriblemente alterado, apareció en
el umbral.
—Señora..., los doce exploradores han aparecido... Una muerte
horrible... —articuló trabajosamente.
Los ojos de Hedriya se volvieron hacia Baker.
—No me has mentido —dijo.
—He sido sincero desde el primer momento. ¿Cuáles eran las órdenes
de tus exploradores?
Ella se mordió los labios.
—Debían matar a todos los terrestres que encontrasen al paso... —
admitió, un tanto turbada.
—Entonces, simplemente, nos defendimos.
Sobrevino una pausa de silencio. De pronto, Hedriya exclamó:
—Todavía sigue en pie mi proposición, Ed.
—Si fuese a la inversa, si yo te dijese: «Ven conmigo y deja a los
tuyos», ¿me seguirías? ¿Traicionarías a los Elegidos?
El pecho de Hedriya se dilató con fuerza cuando hizo una profunda
inspiración.
—Vete —fue todo lo que dijo.
Baker volvió a inclinarse.
—Espero que sigas considerándome un parlamentario durante un
determinado espacio de tiempo —solicitó.
—Una hora —puntualizó Hedriya.
—Adiós.
Baker volvió la espalda y se encaminó hacia la puerta. Una vez en el
umbral volvió a girar sobre sí mismo y fijó la mirada en aquella bellísima
pero también orgullosa mujer.
—Si habéis traído alguna computadora con vosotros, que la destruyan.
Os ha mentido —dijo.
Ella no contestó. Baker cruzó el umbral y se encaminó hacia el
ascensor.
CAPÍTULO XII
Corría desesperadamente, entre los arbustos, cuando, de pronto, se dio
cuenta de que le seguían. El aprendizaje del Idioma de Washid le sirvió de
mucho para entender las frases que pronunciaban sus perseguidores.
Hedriya, pensó, no era reina tan absoluta como había dado a entender.
Algunos de sus altos oficiales habían dado orden de seguirle y darle muerte.
De un salto, se zambulló detrás de unos arbustos. Cinco o seis hombres
aparecieron de pronto a corta distancia.
Pero Baker ya tenía en la mano el frasco que le había entregado su
amigo. Lanzó el improvisado proyectil y lo hizo romperse contra una
piedra, casi a los pies de los Elegidos. El gas se esparció casi
instantáneamente.
De nuevo sobrevino aquel horrible espectáculo que comenzaba con los
estornudos y acababa en unas tremendas convulsiones. Baker no quiso
presenciar el final de aquellos desdichados y escapó de nuevo, para
encontrarse con sus amigos.
Pronto estuvieron todos reunidos. Su consejo fue el de esconderse entre
la vegetación.
—A la noche lanzaremos el ataque definitivo —dijo.
Lu solía pasar mucho tiempo en el punto más alto, haciendo de
centinela. Mientras tenía lugar la conferencia vio que salían de la nave
numerosos grupos de personas armadas y dió la alarma.
Baker subió inmediatamente al puesto de observación. A través de los
prismáticos pudo ver que todos los atacantes iban armados con metralletas.
Ninguno llevaba ya lanzagases, debido a que los washidianos, en tal caso,
necesitarían otro año para que se limpiase la atmósfera.
Era preciso hacer algo, contener la llegada de la noche.
—Jack—llamó.
—¿Señor? —contestó el muchacho.
—Toma puntería para doscientos metros delante de la nave. No tires
directamente contra el casco; resistiría impunemente los impactos.
—Entendido.
—¿Recuerdas la consigna, Jack?
—Sí, señor. «Tierra Libre» —exclamó Fowler entusiasmado.
—Justamente. Tierra Libre..., y adelante, Jack. Escapa al punto
acordado en cuanto hayas disparado todas las salvas.
Los Invasores continuaban saliendo de la nave en formación cerrada,
seguros de sí mismo, orgullosos, arrogantes. Inge se unió a Baker en el
observatorio.
—Las máquinas les dijeron que conquistarían la Tierra, pero no
introdujeron en ellas los datos correspondientes al carácter de los terrícolas
—dijo Baker.
De repente, el primer cohete surcó la atmósfera.
Habían salido ya unos trescientos hombres armados de la nave y se
detuvieron al oír el silbido del proyectil, disparado desde unos cuatro
kilómetros de distancia. Un segundo después, se vio el siguiente cohete.
Los proyectiles partían con una diferencia escasa de medio segundo. En
el momento en que se produjo la primera explosión, los atacantes
empezaron a dispersarse en medio de una horrible confusión.
En un brevísimo espacio de tiempo, estallaron todos los cohetes, a poca
distancia de la puerta. Durante unos segundos, no se vio más que llamas y
humo, en tanto el suelo era sacudido como por un violentísimo terremoto.
Las explosiones causaron estragos entre los atacantes quienes, aterrados
por aquel medio de combate, huyeron a refugiarse de nuevo en la nave.
Baker entendió que era la hora de abandonar el campamento.
—Vámonos —dijo.
Había ganado la primera batalla, aunque, en realidad, no había sido más
que una pequeña escaramuza. La única ventaja estribaba en haber infundido
temor a los Elegidos, quienes sabían no podrían emplear su arma favorita,
los gases. Al hacer retroceder a los supervivientes ganaba también un
tiempo precioso.
Álvarez y Kita cargaron con dos depósitos de la mezcla preparada por el
primero a lo largo de varios meses de intenso trabajo de investigación.
Baker le había aconsejado también disponer una pequeña cantidad, que fue
introducida en algunos lanzagranadas portátiles. Chu, su esposa Mei, Lu y
hasta Yen, el hijo de doce años, e incluso Zinlo, llevaban cada uno un par de
granadas cargadas con el gas. Inge, por su parte, era portadora de un tubo
lanzador, mientras que Baker llevaba a la espalda una mochila con
munición washidiana, para alimentar la metralleta que empuñaba con mano
firme.
La vegetación era, lo suficientemente espesa para ocultarles a los ojos
de los Elegidos. Baker se imaginó a Hedriya y a sus consejeros,
amedrentados y desconcertados, pero también furiosos por el ataque de que
habían sido objeto y que les había causado tan graves pérdidas.
Durante el resto del día, permanecieron escondidos, a prudente distancia
de la nave, observándola constantemente. Jack se había unido a ellos y
ahora tenía en las manos un lanzagranadas.
Entorno a la nave, todo permanecía quieto y silencioso. De pronto, a
media tarde, se abrió la escotilla de nuevo y un hombre salló, portador de
una enorme bandera blanca.
—Piden parlamentar—exclamó Inge.
El washidiano se detuvo al pie de la escalera y agitó la bandera durante
largo rato. Al fin, se detuvo en un claro, a unos cien metros de la entrada, en
actitud de esperar.
Baker se puso en pie.
—Iré a parlamentar—dijo.
Inge le agarró por un brazo.
—No caigas en la trampa, querido —suplicó.
Baker la miró con ternura.
—Eres lo que más quiero en este mundo —dijo—. Y quiero que este
mundo sea feliz y pacífico para ti y para nuestro hijo.
—¿De qué nos servirá la paz, si tú no estás con nosotros? —se quejó
ella.
—Me respetarán —aseguró él—. Pero, de todos modos... ¿Jack?
—Señor—contestó el muchacho.
—Tu lanzagranadas tiene un alcance de un cuarto de kilómetro. Sitúate
sin ser visto a doscientos metros. Dispara un proyectil en cuanto te lo
ordene por radio. Pero no empieces a andar hasta dentro de treinta minutos,
Ya no habrá otra comunicación por radio, salvo en el caso que te ordene
hacer fuego y entonces dispararás contra la entrada de la nave ¿Está claro?
—Sí, señor.
—Recuerda, treinta minutos a partir de ahora, Jack. Álvarez movió una
mano.
—Suerte, Ed —le deseó.
Baker echó a correr. Agachado, procuró en todo momento hacerse
invisible a los ojos de los supuestos observadores de la nave. De cuando en
cuando consultaba su reloj.
Veinticinco minutos más tarde, después de un enorme rodeo, asomó por
un punto situado a espaldas de la escotilla principal. Estaba a tan corta
distancia de la nave, que el ecuador de la misma quedaba mucho más atrás
de la vertical del lugar en que se hallaba.
Miró a través de los arbustos, escrutando las portillas que tenía sobre su
cabeza. No parecía haber ningún washidiano en aquella parte de la nave, al
menos, en los puntos más cercanos al suelo. Echó otra mirada al reloj y
decidió que ya era hora de iniciar el parlamento.

***
El washidiano se quedó enormemente sorprendido cuando oyó una voz
a sus espaldas:
—Estoy aquí. ¿Qué quieres de nosotros?
Hubo un instante de silencio. Luego, el parlamentario, se volvió y
contempló al hombre que había aparecido tan inesperadamente y que se
hallaba situado bajo la escalera de acceso a la nave, a fin de vigilar la
entrada en lo posible.
—¿Eres tú el jefe de los terrestres? —preguntó.
—Sí. Ed es mi nombre.
—Yo me llamo Hadfur —dijo el parlamentario—. Tengo un mensaje
para ti de nuestro jefe.
—Habla, Hadfur.
—Nuestro jefe y sus consejeros han decidido concederos la vida, a
condición de que os entreguéis como prisioneros. Seréis tratados justamente
y, tal vez, un día, se os conceda el ingreso en las filas de los Elegidos.
Baker sonrió.
—Tal vez, algún día... Son promesas que el viento se llevará tan
rápidamente como la voz que acaba de pronunciarlas —contestó—. ¿Por
qué entregarnos prisioneros, cuando somos dueños de nosotros mismos?
¿Por qué no sois vosotros los que os entregáis?
—Los Elegidos no discuten: ordenan —dijo Hadfur altamente.
—Ahora estás discutiendo conmigo —rió Baker.
—Es una excepción y no habrá más. ¿Qué me contestas?
—La proposición es inaceptable. Díselo así a tu reina. Dile también que,
si no obedece mí mandato de abandonar inmediatamente este planeta, os
combatiremos hasta el exterminio total.
Una burlona, sonrisa apareció en los labios de Hadfur.
—Me das pena —dijo—. Sí, aunque no lo creas, siento tener que matar
a un hombre tan inteligente.
Baker le apuntó con el arma.
—Pero no ahora, claro —dijo.
—Esperaremos hasta las diez, hora de este planeta. Si pasado ese plazo,
no os habéis entregado, os exterminaremos.
—A mí también me das pena tú, Hadfur —contestó Baker—. Pero aún
más lamento los miles de millones de terrestres a quienes hicisteis
asesinar..., y los cientos de millones de personas convertidas en robots y
luego incineradas porque ya no os servían. ¡Ese es un crimen que nada ni
nadie podrá perdonar jamás!
Baker ya no quiso seguir hablando. Muy alterado, dio media vuelta y
echó a correr, escondiéndose en la espesura.
—Es inútil —dijo más tarde, al reunirse con sus compañeros—. No
quieren ceder... ¡Y nosotros tampoco podemos ceder! ¡Serían capaces de
convertirnos en seres como Zinlo!
—Antes preferiría morir —dijo Mei suavemente. Y tomó la mano de
Chu y le miró con dulzura—. ¿No piensas así, esposo mío?
Chu asintió gravemente.
—Soy un hombre y quiero seguir siéndolo hasta que llegue el momento
de reunirme con mis antepasados —contestó.
Baker levantó la vista. El sol caía rápidamente hacia el ocaso. Antes de
cuatro horas, habría expirado el plazo concedido por los orgullosos
Elegidos.
Luego mojó un dedo y lo levantó para conocer la dirección del viento.
Perfecto, pensó; la débil brisa que soplaba procedía del cercano mar.
Al anochecer, sigilosamente, se acercaron a la nave. Dos lanzagranadas
dispararon sus proyectiles, algunos de los cuales explotaron en el interior de
la esfera. Al mismo tiempo, Álvarez y Kita abrían sus depósitos de gas.
El viento hizo su labor. Alguien corrió para cerrar la escotilla, pero,
acometido por unos violentísimos estornudos, rodó por la escalera y cayó al
suelo, en donde se agitó hasta morir.
Otro pareció resistir mejor los efectos del gas, pero Baker lo abatió con
una certera ráfaga de su metralleta. El ruido que salía del interior de la nave,
causado por miles y miles de estornudos, era horripilante.
Algunos de los invasores abrieron varias escotillas superiores, para
respirar el aire puro, pero no les sirvió de nada. Dos o tres se lanzaron al
vacío, desde cientos de metros de altura, desesperados por su espantosa
situación.
Poco a poco fue volviendo el silencio. Una hora más tarde había cesado
todo signo de vida en la nave.
—Sus máquinas no calcularon del todo los efectos del gas que
envenenaba a los terrestres —dijo Baker.
—Pero nosotros no lo hemos reproducido —alegó Inge.
—Oh, claro que no, Sin embargo, cuando Brinn dijo que una ligerísima
cantidad de ese gas bastaba para producir graves trastornos a los elegidos,
Ramón concibió la idea de que debía de tratarse de una alergia invencible,
congénita.., originada tal vez por la misma depuración de la raza que ellos
habían ideado y elaborado durante siglos. En resumen, el gas contenía
disueltos una gran cantidad de alergógenos, como heno disuelto, que les
producía esos violentos estornudos. Como no podían pararlos por ningún
método, el corazón acababa por estallar, literalmente.
—Heno—repitió Inge, pensativa.
—La fiebre del heno llegó a causar víctimas incluso entre los propios
terrestres —dijo Baker—. Para ellos resultó fatal, sin excepción.
Ella bajó la cabeza.
—Han muerto cien mil seres humanos —murmuró—. ¿Crees que era
absolutamente necesario?
—¿Nos permitieron ellos otra opción? ¿Llegaron aquí predicando paz y
concordia? Sabes muy bien que la Tierra habría acogido sin dificultad a
esos cien mil Elegidos; había sitio de sobras para ellos, pero, en lugar de
solicitar asilo, eligieron el camino más sangriento: el asesinato de la
Humanidad.
—No le des más vueltas, Inge —intervino Kita—. Ramón y yo hemos
discutido este problema una y cien veces. Era la única solución..., y no
había garantía alguna acerca de nuestro futuro, si nos hubiésemos rendido.
—Así se habla, Gacela —exclamó Álvarez, a la vez que pasaba una
mano por la esbelta cintura de la joven africana—. Era lo único que
podíamos hacer.
Inge miró hacia la nave, brillantemente iluminada, pero envuelta en el
silencio de la muerte, gigantesco ataúd donde yacían los asesinos de la
Humanidad.
—¿Eran de veras los Elegidos? —murmuró.
—Elegidos para morir—dijo Baker.
***
Al día siguiente, Baker y los demás hombres, hicieron un
reconocimiento de la nave. No había un solo superviviente y, en algunos
puntos, presenciaron escenas realmente horripilantes. Hedriya había muerto
en su salón. Tenía algo de sangre seca en los labios y el cuello torcido en
una extraña postura. Álvarez dijo que las convulsiones habían provocado
fractura de las vértebras cervicales.
—Y ahora se nos plantea un problema —añadió.
—¿Cuál? —preguntó Baker.
—Estamos dentro de un gigantesco ataúd. Dentro de dos días habrá ya
un hedor imposible de resistir.
—Si tuviéramos gases disolventes... —dijo, Chu.
—Creo que hay otra solución mejor—exclamó Jack, con los ojos muy
brillantes.
—A ver, habla —pidió Baker,
—La esfera, a fin de cuentas, no es sino una pelota muy grande. El mar
está relativamente cerca. Y el suelo hace pendiente...
—Jack, no pretenderás que empujemos la esfera con las manos para
hacerla rodar—rezongó Álvarez. Baker levantó una mano.
—Empujarla con nuestro propio esfuerzo, no; pero podemos idear otro
procedimiento.
—La palanca de Arquímedes —rió Chu—. «Dadme un punto de apoyo
y una palanca lo suficientemente larga y moveré la Tierra» —recitó.
—Hay palancas..., portátiles —dijo Baker—, Jack, ¿te acuerdas del sitio
donde encontraste los cohetes?
—Oh, sí, señor. Hay allí todavía más de veinte carros...
—Entonces, no se hable más. ¡Vamos a por ellos!
Al día siguiente, los carros estaban ya emplazados en los lugares
elegidos cuidadosamente por Baker. Veinte proyectiles fueron lanzados
contra la tierra, en el punto donde se apoyaba la esfera, pero mirando desde
un lugar diametralmente opuesto, de modo que sus impactos se produjeran
un poco más arriba del ecuador de la gigantesca astronave.
Todavía tuvieron que consumir otros tantos proyectiles, antes de que,
por fin, la esfera empezase a moverse con infinita lentitud. Socavado el
terreno bajo su base, empezó a rodar.
El movimiento de la enorme bola era lentísimo, pero aceleró
ligeramente a medida que tomaba impulso.
Una vez en marcha, ya no había obstáculo que pudiera refrenarla y,
media hora más tarde, llegaba al mar.
Todavía continuó dando vueltas durante largo rato. Flotando en las
aguas había muchas ventanas abiertas, aparte de los vidrios por las
explosiones de los cohetes. A cada vuelta, la nave embarcaba cientos de
toneladas de agua.
Todos contemplaron la escena desde la playa. La esfera se había
detenido a unos doce o catorce kilómetros de la costa. Tardó mucho en
sumergirse, pero, al fin, desapareció de la vista de los terrestres.
Inge se abrazó a Baker y lloró unos minutos. El joven la dejó
desahogarse; era la reacción lógica después de tantas semanas de tensión.
Apartados del grupo, Jack y Lu charlaban animadamente. Baker pensó
que, a no tardar mucho, habría una nueva pareja unida.
De pronto, Kita lanzó un grito:
—¡Eh, viene un barco!
—Gacela, no seas optimista —rió Álvarez—. Es una barquita de pesca,
si no me engaño.
—Pero viene gente en ella, ¿no?
Minutos más tarde desembarcaban los ocupantes de la barca. Eran un
hindú de mediana edad, su esposa y una hija; un árabe y su mujer y un
australiano solitario.
Los recién llegados fueron calurosamente acogidos. El australiano
preguntó inmediatamente por un alcalde o un juez de paz. Quería casarse
con la muchacha hindú.
—Y es preciso hacer las cosas con legalidad —añadió.
Álvarez se volvió hacia Baker.
—Tú eres el jefe y tienes potestad —dijo.
Baker meditó unos instantes.
Sí, era el jefe de aquellos pocos terrestres que habían conseguido
sobrevivir a un exterminio masivo. Pero más que de su jefatura, se sentía
orgulloso de seguir siendo libre en la Tierra.
En aquel momento, dudaba de las personas a quienes realmente
correspondía el nombre de Elegidos.
—¿Somos nosotros? —murmuró.
Miró a Inge y sonrió. En los ojos de la joven vio fe y confianza en el
futuro.
Sí, eran los Elegidos.

FIN

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