Clarissa Kneeland: O La Persistente Memoria de La Utopía
Clarissa Kneeland: O La Persistente Memoria de La Utopía
Clarissa Kneeland: O La Persistente Memoria de La Utopía
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CLARISSA KNEELAND
O LA PERSISTENTE MEMORIA DE LA UTOPÍA
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Jiménez López, Mario. Clarissa Kneeland o la persistente memoria de la utopía. México: Quadrivium
Editores, 128 pp (Las puertas del laberinto)
Portada:
Diseño editorial: Ariel Mondragón
Revisión de textos: Alberto Villarreal
Editores:
Alfredo Castro y Frida Varinia
ISBN:
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Sumario
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A la memoria de Marta, pues ella está entrañable e indisolublemente ligada a esta obra.
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El doble origen y las jambas de la puerta
Coda a la edición de 2005
La doble búsqueda del origen por parte de un mismo individuo se debe, aquí, a su
conciencia de tal duplicidad. Rafael Kimsey Vega necesita conocer la génesis de
Los Mochis, Sinaloa, su lugar de nacimiento, a la vez que conocer la suya propia.
En cierto modo, lo intuye, las dos son la misma o, mejor, estos dos caminos para
conocer el origen son dos modalidades de la misma búsqueda a que él se obliga,
por cuanto tales orígenes diversos son, bien a bien, uno y el mismo.
Clarissa Kneeland o la persistente memoria de la utopía se desarrolla en un segundo
nivel de narración, al que se pasa luego de un prólogo denominado “Capítulo I…
comienzo”, y del que se sale hacia un último “Capítulo I… continuación y epílogo”
los que ocurren en el aún no muy lejano año de 1953. Así pues, tales fragmentos
son las jambas de una puerta por la que entramos, en faulkneriano viaje de carreta
de mulas, a una historia que más adelante habrá de fragmentarse en
averiguaciones y recuerdos del personaje, desde la llegada de aquella familia (una
de las colonizadoras) a la ciudad, a finales del siglo diecinueve, hasta su propia
participación negativa en un momento crucial en la lucha política de Los Mochis,
apenas a once años de la promulgación de la Constitución política del país, ya para
entonces flagrantemente violada por ciertos empresarios de “la fábrica”.
Tardíamente, en el tercer capítulo, pero todavía como una resignada
advertencia, el novelista nos anuncia que tenemos en las manos un “libro-tesis”.
Sabemos entonces que es alta la probabilidad de lo panfletario en el resto del
volumen (de la que el autor sale bien librado dada la autenticidad con que trata el
tema), y entonces lo que nos mueve a continuar la lectura es dicho desplante, la
audacia con que se asume un género hoy “superado” y al que el propio novelista
otorga la categoría de modalidad funcional de la narrativa contemporánea.
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La frecuente aparición de localismos no impide que en cierto momento se
manifieste alguna referencia a la poesía de los siglos de oro, pues tales son los
extremos culturales que sirven de base, según el libro, tanto a la personalidad de
Rafael Kimsey Vega como a la urbanidad de Los Mochis, Sinaloa, México.
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Capítulo I
LAS FABULACIONES DE LA UTOPÍA
(comienzo)
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alimento, pues ramoneaba —si a eso se le puede llamar ramonear— los escasos
yerbajos que quedaban a la orilla de la vereda que conduce al puerto. A lo lejos se
veían algunos veleros y viejos barcos de quienes hacían la travesía a La Paz;
aquéllos debían de ser de quienes manejaban ahora el imperio del “pirata”
Johnston, pensó Rafael.
Un ruido lejano, pero estridente, le hizo volver la mirada hacia atrás: allá abajo,
un tranvía se deslizaba por la carretera y rebasaba con imprudencia a una carreta
de bueyes cargada de rastrojo, lo que de seguro hizo frenar con brusquedad al auto
que venía en sentido contrario y cuyo iracundo conductor afrentó al imprudente
con el claxon.
Rafael fijó entonces la vista en el ocaso. No había viajado mucho, cierto, pero se
decía que era un privilegio gozar de la vista que sólo en estos lugares podía
contemplarse. Rojos violáceos y magentas convivían en armonioso ayuntamiento
unos breves minutos, tal vez segundos, momentos antes de que el sol se ocultara y
se perdiera tras la raya del mar o de las ondulaciones del lomerío. No recordaba
cuándo su padre lo trajo por primera vez a estos lugares, pero debió de ser cuando
tenía diez años. Todavía su madre-madrina Clarissa no se iba a Estados Unidos.
¡Su madrina madre Clarissa!
Nuevamente extendió la vista hacia la bahía. A lo lejos, los contornos de las
piedras y matorros perdían nitidez, ahora que la luz del sol se ocultaba y las
variaciones del gris se confundían en un descolorido tono que Rafael, sin embargo,
amaba: en este lugar había nacido y por sus venas corrían aún vestigios de lo que
oscuramente hiciera a sus antepasados asentarse en este agravio.
Y nada había sacado en claro en su viaje a Prather para visitar a su madre-
madrina, Clarissa, hace casi diez años. ¿De veras creyó que ella le diría la verdad?
Pero, después de todo, qué importaba; a ella le debía lo que ahora era: su visión del
mundo y de la vida, y esa aguda voluntad en que no importa si una y mil veces las
cosas no sucedían como se deseaba, sino que uno debía vivir siempre pensando
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que la verdadera vida estaba en la creencia de que las cosas deberían ser distintas,
aunque a diario se empeñaran en mostrarle que estaba equivocado. Finalmente lo
había aceptado todo después de tantos años, a los cincuenta. O al menos eso creía,
se dijo.
¡Y Marisa! Sé que mi madre-madrina nunca la aceptó. Bueno, ella era muy
diferente a Marisa. Mira nomás que venirme a casar con una descendiente de quien
odió tanto y a quien tanto atacaron, ella y su hermano, en los años de Nuestra
Hacha, en Sivirijoa. Eso nunca lo hubiera comprendido. O a lo mejor sí. También
sabía lo que era el amor y, como tal, de sus extrañas jugarretas. ¿Quién le hubiera
dicho a ella que se iba a enamorar (si es que lo suyo fue de veras un
enamoramiento) del hijo bastardo —uno de tantos— de un cacique de estas
tierras? De él me vendría, creo, el mirar las cosas tan desapasionadamente, con esa
filosofía que le ha permitido a su gente sobrevivir a tanta penuria y despojo desde
hace más de quinientos años.
Pero no era esto lo que ahora yo he venido a hacer aquí; no, no era esto —se dijo
Rafael—. Marisa me dice con razón que siempre me ando por las ramas; pero yo
creo que más bien ando por las varas, como las del huizache; sí por las varas ralas
y pelonas del huizache, uno de los pocos árboles que estas tierras secas se
permiten.
¿Fue Johnston tan hijo de la chingada como lo muestra Ira, el hermano de mi
madre-madrina, en sus artículos de Nuestra Hacha? ¿Se apoderó en efecto de los
derechos del canal Tastes y acabó de darle la puntilla a los restos de la colonia
socialista; esto es, “un caballero con alma de pirata”, como su amiga Anita le decía,
y a quien mi madre-madrina en realidad parecía admirar secretamente?
¿Qué tanto de lo que esos indios viejos dicen es verdad y qué tanto producto de
su propensión a fantasear? ¿Lo de aquella noche, en aquella fiesta que los pocos
colonos que aún quedaban dieron para festejar no sé qué cosa por el uso del agua
del canal, y en la que mi madre-madrina conversó con Johnston animadamente, no
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obstante sabiendo ambos que eran irreconciliables enemigos, fue sólo un flirteo
pasajero y sin consecuencias, o realmente hubo algo más entre ellos? Hacía poco
que había conocido a… mi padre y… Bueno, ella era muy bella, cosa que a pesar
de su temple y su espíritu persuasivo, Johnston no pudo dejar de notar. Y aunque
mi madre-madrina no tenía las ideas liberales de una Mary Howland, por
mencionar a la criticada lideresa de la colonia, sin duda tampoco era una inhibida
y puritana como las que criticaban a esta.
¡Y volvemos a lo mismo! ¿Qué sucedió aquella noche, hace más de cincuenta
años, entre mi supuesta madre y el odiado Johnston? No puedo dejar de pensar en
todo esto que quizá no tenga ningún sentido y sólo sea producto de mi enrevesada
imaginación. Al final de cuentas, quizá los poetas y novelistas cursis y
decimonónicos tienen razón, y nunca sabremos hasta qué punto somos víctimas de
las “extrañas jugarretas” del amor. Yo vendría siendo entonces hijo del tío abuelo
de Marisa, mi esposa. Y me digo entonces que esto no sería sólo una ironía, sino,
más bien, ¡una truculencia rosa! Sí, una cursi truculencia digna de una novelucha
rosa del tal Pérez y Pérez, por ejemplo; ¡y eso por mencionar sólo a uno de los muy
leídos hace unos años!
Rafael miró su reloj y recapacitó. Ya era tarde y Marisa debería de estar
llegando a Los Mochis desde Culiacán, luego de visitar a los hijos. Tenía que
volver. Se encaminó entonces por el sendero en el que unos minutos antes el burro
llamara su atención, y echó una última mirada a los cerros del otro lado de la
bahía. Ya se dibujaban los contornos contra un cielo oscurecido en el que brillaban
las primeras estrellas. Pensó en la primera noche que Albert Kimsey Owen durmió
en Ohuira: debió ser una noche como esta. Sí, debió ser una noche como esta,
pensó Rafael.
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Capítulo II
LOS CAMINOS DE LA UTOPÍA
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grande me gustaría ser como ella—, seguramente tenían razón en pensarlo, pues
hasta ahora en los lugares donde habían vivido estaban presentes la misma miseria
y sufrimiento que en todos lados, y lo que decían ellos, Albert Kimsey Owen y
Mary Howland, era la única forma de que todos pudieran vivir mejor. El afán de
dinero es lo que desvirtúa la verdadera esencia puesta por Dios en nosotros y que
en un principio existió cuando nuestros primeros padres, Adán y Eva, vivieron en
el Paraíso Terrenal… Aunque la Biblia dice que Dios los castigó por otra cosa y por
eso los expulsó de ahí, Clarissa creía que el pecado de la carne sólo es una manera
como Dios quiso nombrar al verdadero pecado del hombre, el pecado de la
envidia, el pecado de siempre querer tener más que los demás sin importar que
con ello se haga sufrir a los semejantes; sí, eso debe de ser. Lucifer mismo se rebeló
contra Dios no por el pecado de la carne sino por el de la envidia, por querer ser
más y tener más que Dios mismo, su Señor y Creador de todo.
—Rissa, Rissa —escuchó de repente que le gritaba Clifton, mientras le señalaba
con la mano un lado del camino—; mira qué bonitas piedras hay ahí en ese arroyo,
como a ti te gustan. Dile a tu papá que se detenga un rato para ir a recoger unas. Sí,
Rissa, sí, por favor.
Clarissa miró hacia donde le señalaba su primo y vio que efectivamente las
piedrecitas que estaban semienterradas en el lodo del arroyo eran de verdad
hermosas, como a ella le gustaban. Las verdes, sobre todo, que parecían diluirse en
unos azules y guindas tornasolados, como si fueran de diferente origen y alguien
las hubiera pegado para que se vieran más bonitas y tan pulidas, tan pulidas, que
brillaban como ágatas, aunque sin su transparencia. Y, sin decirle nada a su padre,
se bajaron como pudieron de la carreta, ella y su primo, y corrieron hacia abajo sin
importarles que su padre les gritara que tuvieran cuidado, que no se fueran a caer
y golpear contra la rocas de la ladera del arroyo. Con qué gusto recogía las que le
parecían las más hermosas y las ponía en su delantal. “¡Anda, Clifton, mira, tráeme
aquélla, la que tiene forma de huevo; ésa, ésa!” Y mientras seleccionaba las
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mejores, pensaba que su colección se iba a ver enriquecida con estas nuevas, de las
que no tenía ninguna. “¡Anda, apúrate, Clifton, para que padre no se enoje porque
tenga que parar la carreta a esperarnos!” Y de pronto un pensamiento triste la
invadió: hoy es el día en que Herodes mandó matar a muchos niños creyendo
matar al hijo de Dios, a Jesucristo. Y más porque no entendía la necesidad de ese
sufrimiento, como el de tantos otros que narra la Biblia, en los que gente inocente
lo padece sin justificación. De verdad, pensaba, seguramente debo conocer muchas
cosas más para comprender por qué para poder vivir como nuestros Santos Padres
en el Paraíso, debemos antes sufrir todo esto. Bueno, si Dios hizo también lo que
tengo en las manos —y miraba con deleite, mientras lo giraba entre sus dedos, un
pequeño canto multicolor—, sus razones debe de tener, sí, yo sólo soy uno más de
los seres que Él ha creado, uno de los más pequeños, ciertamente. Y no importan
los sufrimientos que tengamos que padecer; todas las creaturas de Dios, hasta las
más pequeñas, animales o plantas, tenemos el deber de vivir como lo dispuso Él,
nuestro Creador.
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de allá, y decía que habían hecho un canal con abundante agua para que todos los
colonos pudieran sembrar lo suficiente y vivir sin hambres ni congojas.
—Sí, pero eso qué, Clarissa; de todas maneras yo ya estoy muy cansado y
aburrido —remató su primo, volviéndose sobre los colchones y cubriéndose la cara
con uno de ellos en señal de disgusto.
Clarissa reclinó entonces la barbilla sobre el canto del tablón de la carreta y
pareció fijar su vista en un lugar situado más allá de ese paisaje polvoso que se
alejaba tardamente. Escuchó ahora los graznidos de una bandada de patos que en
lo alto formaban la característica V, blanqueando con su armonioso aleteo el azul
de un cielo sin nubes y cuyo vértice se enfilaba hacia el poniente, lo cual la hizo
pensar que quizá estaban cerca de un río o laguna.
Recordó entonces, mirándolos, los patos que en las tardes, junto con su
hermano Ira, alimentaba en el estanque de atrás de su casa, allá en Boulder. Y
luego, cuando Ira se vino a Sinaloa, una vez que sus padres reunieron el dinero
necesario para la Credit Foncier, el equipo de fotografía y las abejas para el criadero
que pensaban tener, ahí, en la colonia; y cómo eso no fue posible porque sólo unas
cuantas pudieron llegar vivas por el tiempo que las mantuvieron en la bodega de
la aduana de Nogales. Sí, sus cartas no eran muy alentadoras sobre el destino de la
colonia, pero, aun así, una vez terminado el Canal Tastes, él decidió que era tiempo
de que todos fueran donde estaba él, pues ya las cosas parecían mejorar.
… Había yo viajado muchos días a través del monte y sobre ríos crecidos, quinientas millas
desde Mazatlán en temporada de lluvias, en busca de esta bahía alejada y muy poco
conocida… Me levanté, dejando mis cobijas, atravesé por entre las cactáceas y arbustos y
pude contemplar un grandioso panorama: ¡Ahí estaba Ohuira! Un mar dentro de la
tierra… Vi montañas que se levantaban directamente sobre el agua, hacia el oriente y el
sur. Pequeñas olas jugaban con una canoa en la orilla de la marea en creciente…; hacia el
norte y el oriente se extendía un llano nivelado cubierto de zacate y chaparral… De pie,
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contemplaba el espectáculo y luego, caminando por la playa, estos pensamientos crecieron
hasta convertirse en fantasías. Imaginé los barcos anclados y vi las banderas de múltiples
naciones y oí las campanas de los relojes de la ciudad y fui atraído por las notas que de ellos
salían cantando…
Y pude escuchar los pájaros que trinaban en los patios de las casas… y sólo desperté de
mi sueño cuando el alba coloreó el horizonte en el oriente.
… Me hice ahí mismo el propósito de que, desde ese momento, no descansaría hasta que
“Topolobampo” se convirtiera en una palabra empleada en todos los hogares de los pueblos
dedicados al comercio, hasta que las repúblicas de América del Norte utilizaran sus ventajas
y que “Topolobampo” se convirtiera en el lugar favorito para el intercambio comercial entre
los pueblos del mundo.
Clarissa recordaba muy bien ese pasaje que su padre le había leído y que tanto le
gustó. Lo había subrayado en el libro de Owen, guardado entre sus cosas. y
recordó que escucharlo por primera vez de la voz de su padre, hacía dos años, fue
como un estremecimiento que le recorrió todo su cuerpo de niña de trece años; y,
desde entonces, cada vez que lo releía, volvía a sentir lo mismo. Porque, sí, se
decía, ello da fe de los verdaderos sentimientos de Owen. Él es uno de esos
hombres por los cuales todos debemos sentir admiración, pues nos hacen creer que
es posible vivir en un mundo mejor aquí en la Tierra, un mundo donde no haya
hambre ni miseria, donde cada uno tengamos con justeza lo suficiente para vivir
felices y en acuerdo con todos los otros seres vivos, plantas y animales, que Dios ha
creado.
—Clarissa, ¿y tu primo? ¿Dónde lo dejaste, que no lo veo por ninguna parte? —
Clarissa se sobresaltó al escuchar la voz de su padre, que en ese momento se
asomaba a la carreta; tan ensimismada estaba, que no lo vio acercarse. Volviéndose
sobre los colchones, le respondió:
—Se durmió hace rato, papá; dijo estar muy cansado.
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—¡Ah! Y tú, hija, ¿qué hacías, en qué pensabas que ni te habías dado cuenta de
que estaba aquí?
—Nada, papá, estaba pensando nada más.
—Vaya, tú siempre soñando, Clarissa.
Ella mira a su padre y cómo este pasa la mano derecha por su barba, gira sobre
sus talones y encamina los pasos hacia el frente de la carreta para continuar
guiando a las mulas. Cuánto había trabajado, pensó Clarissa, para hacer este viaje.
Y desde antes, para que Ira pudiera venir primero a trabajar con Owen como
fotógrafo de la colonia. Clarissa se preguntó entonces por qué había hombres como
su padre y Owen, que no hacían nada pensando sólo en ellos, sino también en no
afectar a nadie y trabajar lo mejor que pudieran para los suyos, para su familia y
para quienes amaban, sin tratar de aprovecharse de los demás; y todo su esfuerzo
lo dedicaban a ello, aun a costa de su bienestar y su vida.
Clarissa volvió la cabeza cuando escuchó que su primo emitía un bostezo y
estiraba los brazos, levantándolos y descubriendo un poco su enmarañado cabello,
lleno todavía de las hojas que seguramente se le adhirieron cuando estuvieron
jugando en el arroyo ese que acababan de pasar, después de que habían recogido
algunas piedras para su colección.
Luego pensó en Flora, su hermana, no sabía por qué. Reconocía que era más
bonita, y sin embargo eso no le producía ningún sentimiento de envidia ni nada
parecido. Y se preguntó entonces por qué no todos eran iguales a ella, por qué
mucha gente envidiaba lo de otros y ella no. ¿La educación inculcada por su padre,
acaso? No, no era eso. Seguramente tenía que ver con algo más profundo y
relacionado con cuestiones de nacimiento que aún los hombres no alcanzaban a
conocer completamente. Pero si había hombres como su padre y Owen,
nuevamente lo pensó, hay esperanzas de que podamos vivir como los profetas de
la Biblia lo profetizaron hace más de tres mil años, y que mientras un solo hombre
sobre la Tierra exista y piense que las cosas no tienen por qué ser como hasta
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ahora, hay esperanza. Lo único que tenemos que hacer, nosotros, quienes creemos
en su posibilidad, es lograr que esa esperanza no se convierta en una prisión que
atenace nuestra lucha, porque entonces nada nos salvará del infierno de una
espera, confiando siempre en un futuro que nunca llega y miserablemente nos liga
a este mundo de penas y al parecer sin redención posible. Clarissa se sorprendió de
pronto de estos pensamientos, pues no sabía cómo era que le llegaban, así, sin
pensarlo mucho, y que luego trataba de recordar y ya no le parecían claros. Quién
sabe por qué, concluía entonces con cierto arrobado desdén.
—Clarissa, vengan tú y tu primo a ayudarme, por favor —escuchó de repente.
Volvió de sus hondas lucubraciones y se percató de que la carreta hacía ya rato que
se había detenido y orillado en un claro.
—Ahora vamos, mamá; nomás despierto a Clifton.
Afuera, Ira estaba parado de espaldas, enfrente y un poco alejado de la carreta,
ajustando su cámara en el tripié. Su madre se ocupaba de bajar unos bultos y cajas.
Se escuchó entonces el graznido estridente de unos shanates. Todos volvieron la
cabeza a mirarlos. El padre murmuró algo para sí, algo sobre el mal agüero, pero
nadie le hizo caso y continuaron con lo que estaban haciendo.
Clarissa, su primo y su madre terminaron luego de acomodar las cacerolas y
otros utensilios de cocina, y sacaron de una caja unas tiras de carne seca en unos
envoltorios de tela sucia. Su madre le gritó entonces a su primo:
—Clifton, busca unas ramas secas para encender el fuego.
—Mamá, tenemos que lavar esa carne; desde que salimos de Denver se ha ido
llenando de polvo del camino —dijo Clarissa. Flora vuelve la cabeza y, a su vez, le
dice a su madre:
—Sí, Mamá, Clarissa tiene razón, ya tiene más de dos meses de eso.
—Sí, hijas, pero dónde, si apenas tenemos agua para tomar nosotros; tu
hermano Ira se preocupa más por su cámara que por buscar agua.
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—Ya no reniegues, mamá, él tiene que tomar las fotos que le pidió Owen para
dar a conocer en Chicago lo de la colonia. Además, ya falta poco para que
lleguemos. Según me dijo ayer Ira, en unos quince días más llegaremos —la madre
responde entonces con un gesto de resignación:
—Espero, hija; espero en Dios que así sea y este viaje tan largo no haya sido en
vano.
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ya haber hecho mella en su alma. Esto ocasionaba que quien no conociéndolos, ni
sabiendo lo que les causaba esa resignada aflicción, sintiera un temor que
penetraba insidiosamente por las comisuras de su conciencia y le hacía presagiar
un no sé qué de inminente calamidad.
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convertir estas tierras eriales en un vergel. Los principios socialistas de la colonia
son válidos; ya verás, Ira.
Y dirigiéndose ahora a su hermana:
—Flora, mira qué hermosa bahía; cuando yo sea grande esto va a ser un gran
puerto, y entonces viviremos casi en un paraíso terrenal, lejos de odios y de
guerras, lejos del sufrimiento de la sociedad de donde venimos.
—Ay, espero que sí, Clarissa, pero yo soy muy escéptica.
Clarissa se dirige ahora a Ira:
—Bueno, ya vámonos, Ira, se está haciendo tarde; otro día vendremos a
explorar la bahía con más tiempo. Tiene unos lugares bellísimos.
Los tres hermanos se encaminan hacia el lado contrario de la costa y bajan por
un pequeño camino libre de piedras y breñales. Apresuran el paso hacia abajo de la
colina, al fondo de la cual se ve la carreta de la familia.
A lo lejos se mira una planicie interminable de breñales, huizaches y pitahayas.
Más lejos se distingue el humo de varias fogatas. El sol empieza a ponerse tras el
horizonte.
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Capítulo III
CONVERSACIÓN EN EL MONTECARLO
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—Cincuenta, señor Gill; cincuenta —responde Rafael en forma condescendiente
y con sorna.
—Le decía, Rafael, ¿puedo tutearlo? Ahora sí, ¿verdad? Los Mochis tiene un
futuro del que no sé si ustedes son conscientes. Porque, vea, es una ciudad
tremendamente joven, cincuenta años, igual que usted, y con un enorme potencial
agrícola del que ninguna otra ciudad dispone. Mire, grandes planicies para la
siembra no sólo de la caña, para la cual, por cierto usted debe de saberlo, su tierra
no es la más apta; un río que le puede proveer del agua suficiente, ahora que se
termine de construir la presa Miguel Hidalgo, para la siembra no sólo de la caña,
como le dije, sino para el tomate y otras legumbres de las cuales nuestro vecino del
norte es un cliente cautivo; y no se ría, por favor, ya lo dijo Lenin: no importan los
medios si con ellos logramos nuestros objetivos. O algo parecido, ya no recuerdo.
Por cierto, ¿no lo ha leído? Se lo recomiendo, sobre todo Qué hacer, el cual viene
ahora al caso.
Mario Gill hace una pausa mientras enciende otro cigarro y mira a una pareja
de muchachas que acaba de entrar al vestíbulo del hotel.
—Estas mochitenses en verdad son guapas. ¿Es usted casado, Rafael? ¡Claro,
qué idiota! A su edad y con estas bellezas. Me imagino que ya sus hijos deben de
ser grandes. ¿Cuántos tiene?
—Dos, señor Gill; ya veinteañeros los dos.
—Qué bien, qué bien. Bueno, pero volviendo a nuestro tema, no sé cómo la
historiografía oficial ha hecho caso omiso de esta veta que es el caso de Los Mochis.
Aquí se han conjugado una serie de factores y circunstancias sin parangón en la
historia. Mire, a un ambiente claramente feudal todavía, aunque suene a
aberración decirlo en pleno siglo diecinueve, llegan unos colonos con unas ideas
socialistas de tinte francamente utópico, pero en fin, a fundar una especie de
falansterio en medio de un erial en el que a la hostilidad de los elementos se suma
la hostilidad de un sistema feudal que en Europa ya hacía más de trescientos años
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había desaparecido. ¡Imagínese usted! Y, por otro lado, llega un prototípico
representante del capitalismo, que estaba en su apogeo entonces en nuestro
agresivo vecino del norte. De tal modo que en un momento sin igual en la historia
conviven tres sistemas totalmente antagónicos: el feudalismo, el socialismo y el
capitalismo. ¡Habrase visto tal aberración!
Mario Gill levantaba los brazos y gesticulaba con mucho entusiasmo para darle
énfasis a su perorata. A veces casi se caía del sofá en el que estaba sentado, lo que
hacía que los escasos visitantes o huéspedes del hotel que en ese momento estaban
en el vestíbulo volvieran la cabeza para mirarlo con cierta curiosidad
desconcertada.
Rafael lo oía con comedimiento y paciencia y no dejaba de reconocer la
erudición de su interlocutor, pero también se sentía fastidiado por la encomienda
que le habían dado en el partido de atenderlo, pues pensaba que su pecado era el
mismo que el de los dirigentes: esa ensoberbecida pretensión de ser dueños de la
verdad absoluta. Tal cosa no existía para Rafael. Y si seguía perteneciendo al
partido era por una fidelidad a su madre-madrina y a la idea de que no importaba
que sus correligionarios también estuvieran equivocados, pues el sólo hecho de
que hubiera habido hombres quienes, inclusive, murieron por esta idea, era
muestra del anhelo del hombre por ir más allá de toda contingencia. Aunque ellos
estuvieran equivocados, aunque la ambición les hiciera traicionar ese anhelo, en el
hombre existe algo que lo trasciende y que a pesar de todos los fracasos lo
mantenía fiel a una idea, más allá de todas las miserias a que esta vida te obliga.
—Y, bueno, don Mario, ya que lo menciona, a mí siempre me ha intrigado el
asunto este de Albert Kimsey Owen, a quien por cierto mi madre-madrina
admiraba. Me refiero a cuáles eran realmente sus intenciones; si era un bien
intencionado pero ingenuo creyente en sus ideas socialistas, o si, atendiendo más al
tipo de cooperativismo que en su libro menciona, en el fondo no era más que la
pantalla que mostraba para ocultar las desmesuradas ambiciones del capitalista
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que siempre fue, y poder disponer de la mano de obra que necesitaba para su
ferrocarril y la construcción del puerto con el que soñaba.
—¡Ah qué Rafael!; usted parece haber leído algún libro o escuchado alguna
perorata de uno de tantos detractores que ha tenido Owen… Estoy seguro que un
día, algún periodista sensacionalista, de esos que abundan en Estados Unidos,
demostrará, según él, las aviesas intenciones de Owen; pero no, nada de eso. Lo
que pasa es que tales detractores son de la misma línea de los Johnston, y esos no
pueden creer que haya gente como Owen, idealistas sinceros que luchan por sus
ideas incluso a costa de su bienestar y su tranquilidad y no como ellos, que sólo
luchan por sus mezquinas ambiciones capitalistas. Y eso no tiene nada que ver con
la bondad y caridad cristianas, eso no es más que debido a las leyes de la dialéctica
de la historia. Los explotadores no hacen otra cosa que generar con sus sistemas los
gérmenes que enfermarán el cuerpo de la sociedad. Los hombres conscientes como
Owen, mal que bien, se dan cuenta de que las cosas no pueden seguir de esa
manera y hay que hacer algo para cambiarlas, si no con acciones pacíficas como las
de él, sí por la fuerza de las revoluciones, como sucedió en Rusia en el diecisiete y
en México en el diez, aunque en el caso de México haya sido traicionada por
algunos de los que la hicieron. Esa es la dialéctica de la historia, Rafael, para qué le
damos más vueltas al asunto, Owen era un sincero socialista pero fue derrotado
por los Hoffman, los Stillwell y, finalmente, por el peor de todos; sí, me refiero a
Benjamín Johnston.
—Sí, el peor de todos —recalcó Rafael.
—Pasando a otra cosa, Rafael, me interesó mucho la personalidad de Clarissa
Kneeland ahora que estoy haciendo la investigación para mi libro. Tengo
entendido que usted la conoció y creo que hasta les unía cierta amistad y algo más.
Le llamaba madrina, ¿verdad?
—La conocí desde muy plebe cuando mi padre me llevó a vivir a Sivirijoa,
donde ella vivía con su hermano y tenían un periódico… Bueno, usted debe de
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saberlo. Lo de madrina no recuerdo cuándo la empecé a llamar así de cariño,
porque prácticamente me crié con ella, con ella aprendí a hablar el poco inglés que
sé. Hace unos años estuve en Prather, California, a verla. Estaba ya entrada en
años, pero todavía seguía siendo la maravillosa mujer que a quienes la conocían
cautivaba. Sí, la llamaba mi madre-madrina. Debe usted saber que yo perdí a mi
madre siendo muy niño… Apenas la recuerdo… principalmente sus manos, que
eran muy blancas, no como las mías. Mi padre era hijo de madre mayo y de padre,
según me dicen, blanco. Por eso yo salí medio champurrado.
El recepcionista del hotel levanta el auricular del teléfono en forma ostensible:
—Señor Gill, señor Gill, tiene una llamada de México. Que es urgente, dicen.
Rafael mira cómo Mario Gill se levanta con rapidez y casi tira la botella de la
Pacífico vacía que estaba en la mesita y que desde hacía rato se había terminado.
No puede entonces dejar de sonreír por lo atrabancado de su interlocutor. Y bueno,
se dijo Rafael, lo mejor es que ya mañana se va y yo ya puedo volver a lo mío:
encontrarle un sentido a todo esto de la colonia socialista, su influencia sobre lo
que es ahora Los Mochis y de cómo también Johnston con su nefasta intervención
le dio carácter al ser del mochitense, mezcla de ese espíritu de generosidad,
peculiar del norteño en general y, a la vez, de la agreste templanza que a los
espíritus abiertos cautiva, pero que a los elitistas los hace abominar. Tenía que
presentar su novela-tesis sobre el carácter de esta ciudad que tanto amaba, ahora
en ocasión de los festejos del cincuentenario.
Afuera ya la tarde apaciguaba morosamente el sopor canicular, permitiendo
que las gentes mayores sacaran sus sillas a la banqueta de las casas y se sentaran a
mirar pasar a los transeúntes y a saludarlos. Doméstico ejercicio que, a pesar de su
supuesta modernidad, le daba la estampa pueblerina a Los Mochis como a
cualquiera de los otros pueblos centenarios de la región.
Rafael pensó entonces en Sivirijoa y en su madre-madrina. Una ligera opresión
del pecho lo sumió en dolorosos recuerdos. ¿Quién había sido en realidad su
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madre? ¿La mujer que lo llevó de muy niño a esa ranchería cerca de la Lluvia de
Oro o su madre-madrina, como ciertos indicios le hacían sospecharlo? Y, bueno,
¿importaba al fin y al cabo? El amor y el cariño que ella le dio en su niñez bastaban
para hacerle sentir que vivió una niñez feliz. ¡Qué más podía pedir! Claro, estaba el
asunto de Marisa, pero ese era otro cuento. El que fuera pariente lejana del odiado
Johnston no tenía nada que ver con el amor que le profesaba, más bien eran
jugarretas del destino, aunque en el fondo no creyera en él.
—¡Ah, Rafael, los problemas no faltan! Han vuelto a meter a la cárcel a
Delgadillo. Y yo que pensé que con Ruiz Cortines las cosas iban a estar mejor, pero
no; todos son iguales. Todos le tienen miedo al “fantasma del comunismo”, como
proféticamente lo proclamaron Marx y Engels en el Manifiesto comunista hace ya
más de cien años. Vamos a ver qué pasa ahora que regrese a México, espero que las
cosas no empeoren. Bueno, Rafael, ¿en qué estábamos? Ah sí, en lo de su madrina
Clarissa. ¡Qué extraordinaria mujer!, ¿verdad? Llegó casi una niña todavía, pero
con unas ideas y convicciones que ya las quisiera cualquiera otra mujer. No, no le
llegan ni a las rodillas a la Kneeland. Lástima que se haya tenido que ir porque lo
que hizo en Sivirijoa pudo continuarse en otros pueblos y, ¿por qué no?, hasta en
ciudades como Los Mochis. Tenía madera para eso y mucho más. ¿Nunca se casó,
verdad? Y, que yo sepa, tampoco nunca se le conocieron amoríos… O usted, ¿qué
sabe, Rafael? ¿Sabe de alguna relación amorosa que haya sostenido con alguien?
—No, don Mario, no que yo sepa. Toda su vida la dedicó a escribir y a su labor
de proselitismo y cuidado de la naturaleza, hasta sus últimos años en el Santuario
de Montaña Negra, que en inglés le dicen Black Mountain Santuary, ahí en Prather,
donde vivió en compañía de su hermano, con más ahínco que nunca por lo que
pude ver cuando la visité.
Rafael no puede evitar cierta humedad en los ojos, que en vano trata de ocultar
de la mirada de Mario Gill. Éste finge no darse cuenta y discretamente lo hace
cambiar de conversación.
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—Su tesis, Rafael me parece interesante. La singularidad del carácter de los
mochitenses y el ambiente de esta ciudad no tienen igual en ninguna ciudad de las
que conozco del país; y mire que lo he recorrido todo… Es decir, casi todo. Uno
espera encontrar aquí un pueblo más, sin chiste, y se encuentra en primer lugar
con unas calles anchas y perfectamente trazadas, con sus laureles y palmeras, bien
en las antebanquetas o bien en los jardines de las casas, que dan ese aire portuario
y exótico al lugar y que lo hacen sentir a uno con un espíritu abierto y optimista.
Creo que es una de las pocas cosas buenas que Johnston hizo, según he
averiguado. Claro, ya me han dicho cómo se pone esto cuando llueve: ¡Mochis
para los cochis! Así le dicen, ¿no? Pero creo que ya pronto van a pavimentar las
calles, al menos, es lo que me han dicho los de Obras Públicas del municipio con
los que platiqué la otra noche en la fiesta esa a la que me invitaron. ¡Y qué forma de
bailar, don Rafael! Otra vez el don, disculpe, Rafael pero así soy de impertinente.
Bueno, le decía que si mi mujer me ve bailando con esa señorita que me invitó a
bailar, ¡ay, qué esperanza que se dé eso en la Ciudad de México, ni pensarlo, por
Dios, Rafael!, seguro se divorcia de mí, qué va. Y no lo hacen con ninguna otra
intención, seguro, eso se ve. Simplemente, es la costumbre de aquí; costumbre que
aquí, entre nos, yo celebro, don Rafael, claro que la celebro.
Rafael no dejaba de mirar las contorsiones de Mario Gill mientras iba de un
tema a otro, ni dejaba de sonreír ante las puntadas del capitalino acostumbrado, sí,
a la liberalidad de su supuesto cosmopolitismo, pero que no escapaba a cierto
resabio machista del que la mayoría de los mexicanos padece.
—La tesis que sostengo, y que desarrollo en mi novela, que por cierto espero
terminar este año antes de julio, que es cuando se cierran los festejos del
cincuentenario, es muy simple, don Mario. Aquí parece haberse dado una
simbiosis, si se me permite el término prestado de la biología, entre ciertas
características del entorno natural. Me refiero a esta naturaleza aparentemente
hostil la que sin embargo permite todo un desarrollo de cierta flora y cierta fauna
31
que viven y prosperan en completa armonía y al ritmo de los cambios estacionales;
esto es, primero, después del invierno, los meses del estiaje en los que el paisaje se
vuelve semidesértico, pues uno no ve más que puros varejones resecos de
mezquites, huamúchiles y otros arbustos, además de los perennes de pitahayas y
saguaros, y los meses de lluvia, de agua, como dicen por acá, en los que el paisaje
se vuelve verde con sus diferentes tonalidades, pringado por los azules y amarillos
intensos del Manto de la Virgen y la Estrellita, principalmente, y en la algarabía de
las mariposas de colores que revolotean entre el florerío…
—Rafael, Rafael ¿qué está usted haciendo aquí, hombre?; usted debería estar en
un ambiente más propicio a sus dotes poéticas, ¡caramba! ¡En la Ciudad de México,
por Dios!
Rafael como que medita un poco en las palabras de Mario Gill; hace un gesto de
indiferencia, y continúa:
—Bueno, don Mario, como le decía, a ese ambiente se adapta el mochitense; y
en él se mueve a sus anchas. Usted lo ve todo sudoroso, un sudor que perlea en su
rostro cobrizo, y así bien sigue tras su yunta de bueyes o bien se refocila con su
hembra no importando que sea la hora más calurosa del día. Claro, cuando sus
faenas se lo permiten. Usted exagera un poco con la historia de Marcelo Armenta
que me contó. Como él hay pocos. La mayoría son más responsables. Tienen su
familia y trabajan para mantenerla. Si les va mal pues a chingarle; lo poco hay que
repartirlo como mejor venga. Si hay mucho, pues a disfrutarlo, pero no en esa
forma. Quien le contó lo de Armenta, exageró. ¿O la exageración fue de usted, don
Mario? Bueno, no importa. Como usted lo dijo: el historiador es también un
novelista.
Mario Gill sonríe y le da otro trago a la Pacífico que había pedido en sustitución
de la primera.
—¿Usted no quiere otra, ingeniero?
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—Claro, don Mario, con este calor y la poca ayuda del cúler, que eso y nada es
lo mismo. Bueno, como le decía, hombre y naturaleza conviven armoniosamente
en una simbiosis en la que cada quien da su parte: la naturaleza, sus frutos; el
hombre, la manutención de un ciclo que si bien no existía antes que él apareciera
en la Tierra, una vez en escena le regresa lo que es de ella. Hablo de periodicidad
de cultivos y mezcla de los esquilmos y de la yerbamala con la propia tierra, para
revitalizarla con nutrientes naturales, por ejemplo. Y en Los Mochis, don Mario,
esto se cumple casi religiosamente gracias a esa laboriosidad y fidelidad de una
ancestral manera de convivir que el hombre del centro no posee, y mucho menos
nuestro eminentemente pragmático vecino del norte; pienso en los Johnston y otros
de la misma ralea.
Aquí Rafael recalca:
—Sí, don Mario, en el mochitense se exacerban esas cualidades… Claro,
también los defectos que todos los mexicanos padecemos. Me refiero al tradicional
machismo y a la secular incultura que ha sido nuestra impronta y que
desgraciadamente el cine se ha encargado de promover; en el país y afuera todos
conocen y admiran a los Pedro Infante, y que no me oigan mis paisanos, porque
me cuelgan, pero pocos saben quién fue Owen y mucho menos Clarissa Kneeland,
mi madrina.
Rafael continúa, inclinando un poco la cabeza en actitud rememorativa:
—Cuando joven escribí un mal poema al que intitulé “Tierra de promisión”. Era
entonces, y en eso usted dice la verdad, un idealista. Era… Ya no lo soy. Mi madre-
madrina seguramente me lo reprocharía.
—Perdón, ¿por qué le dice usted madre-madrina a la Kneeland?
Rafael duda unos instantes antes de responder.
—No lo sé, en verdad no sé en qué momento antepuse el calificativo de madre
al de madrina, lo que tampoco era, pues ni fui bautizado ni confirmado. Mi padre
era medio ateo, como debe de saberlo. Aunque en realidad yo no sé cómo alguien
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puede ser medio ateo: o eres o no lo eres. Por otro lado, pienso que nadie en esta
vida es totalmente ateo ni totalmente creyente; todos somos seres expulsados del
limbo de la inanidad y, de alguna manera, necesitamos justificar el haber nacido
por más que algunos filósofos actualmente lo nieguen.
—Sí, sí, Rafael, usted tiene razón, aunque a veces yo diga lo contrario. En
cuanto a su poema, sí, lo he leído. ¿Recuerda que usted hace tiempo me
proporcionó unas hojas mecanografiadas de sus poemas?
Rafael se queda un momento en suspenso. No, no lo recordaba y permanece
unos segundos en la antesala del mundo real.
—Caray, Rafael, su poema, o seudopoema, como usted lo llama, en verdad me
conmovió. Cierto, la métrica y la acentuación rítmica no son acertadas, pero el
pathos subyacente es sincero. Lo felicito. ¿Ha ya publicado algo? Digo, en forma de
libro, por supuesto.
—No, don Mario, nada aún. De hecho mi libro sobre Los Mochis es el primero
que publicaría… si es que se publica. Mis seudopoemas son producto de una
actividad marginal más que de una verdadera vocación. Soy ingeniero agrónomo,
como sabe. Lo demás es circunstancial. A pesar de mi aparente pesimismo, del cual
Marisa, mi esposa, y algunas amistades hacen mofa, yo amo la vida. Esta es una
oportunidad única que ya no se volverá a dar, y por lo mismo debemos
aprovecharla y tratar de gozarla dentro del campo de lo posible sin pretender
aspirar a la vida inmortal, como lo dijo el poeta griego Píndaro: “¡Oh alma mía, no
aspires a la vida inmortal, pero agota el campo de lo posible”.
—Oiga, qué elocuente es usted; a lo mejor también la hacía como actor
dramático. ¿Nunca lo ha pensado?
Rafael miró condescendiente a Mario Gill.
—Nunca, don Mario.
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Capítulo IV
LA DISPERSIÓN DE LOS HIJOS
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De vez en cuando se oían el ladrido de un perro y el desaletargador griterío de
algunos niños, quienes seguramente jugaban y corrían por los bordos del canal
Tastes, sucios y andrajosos, cubiertas las cejas y las pestañas por el polvo que en
sus carreras levantaban, si es que eran hijos de los indios de los cercanos poblados,
o bien de sucias también pero con remendadas acaso y no deshilachadas
vestimentas como las de aquéllos, si eran hijos de colonos. De todos modos, la
misma savia de vida corre por las venas de ambas culturas, no importando que las
leyes de los hombres los hayan separado por virtuales fronteras etiquetadas en los
libros, ni que ahora lenguas y costumbres los separen debido a los milenios de
distanciamiento por geográficos avatares o circunstanciales imperativos biológicos.
Un ventarrón más incierto y hostigante que el que en los meses de calor
levantan las rutinarias polvaredas y todo lo cubren, campeaba en el asentamiento
del Público y también en el de The Plat y retorcía y menguaba seguramente los
ánimos de ambos grupos. Ese ventarrón que se mete hasta en los rincones más
profundos de los chinames de los moradores del lugar, y también debajo de las
ropas que los cubren y hasta en los más profundos recovecos de sus conciencias.
Ellos, no importando de qué grupo fueran, se decían que ambos sufrían la
dispersión que a los hijos de Israel les provocara la ira de Yahvé, la cual aún no
acaba y que como maldición pesa, pesa tal gravamen cuya redención no verían ni
siquiera sus descendientes en esta vida.
Raros, muy raros deben de parecerles a los moradores de esta tierra los hábitos
y anhelos de quienes aquí vinieron en busca de un inexplicable, para ellos, destino.
Pues, qué pueden ellos decirles a quienes de sus dioses sólo han recibido el
aprendizaje de la sobrevivencia y ante el despojo de los “otros”, sólo han sabido
oponer un incomprensible estoicismo hecho de paciencia y soledad, salvo uno que
otro esporádico estallido con su infaltable tributo de dolor y llanto. Sí, muy raros
han de parecerles los nuevos hombres de tez blanca, los cuales no obstante los
reconocen como iguales y no enarbolan la cruz ni la espada tal divisa justificatoria,
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como los otros, los que hace muchos años llegaron a sangre y fuego a despojarlos
de lo que era suyo y a imponerles la tutela de otro extraño e inescrutable dios.
Clarissa no acierta a sostenerse horizontal sobre la superficie del agua del río, como
su hermano le enseñó, y nada más logra mantenerse quieta unos segundos, para
luego, tras un agitado manoteo y atragantamiento con algunos buches, pararse
sobre su fondo arenoso, frotarse los ojos y alisarse hacia atrás el cabello. El agua
con que discurre el río Fuerte es café después de las intensas lluvias y se vuelve
cristalina cuando cae desde el cuerpo de ella hasta su propio lecho.
—Qué torpe eres, Clarissa; no sé cómo es que no has aprendido a nadar bien
como tu hermano te enseñó. Mira que él es muy buen nadador —escuchó ella
todavía entre boqueadas de agua.
—Ay, mamá, pero es que él ya tiene muchos años de saber nadar y yo apenas
estoy empezando a hacerlo —replicó la muchacha, caminado mientras el agua
escurría del fondo de holanes ribeteados que se untaba a su cuerpo de joven de
veinte años—. Y, además, yo ni quiero aprender a ser muy buena nadadora con
que pueda flotar es suficiente —remató, sentándose en la orilla del río, sobre unas
rocas.
—Por cierto, Ira ya debe de estar regresando de El Fuerte con Law y Page —
intervino el padre de Clarissa—. Quién sabe cómo les fue con eso de la demanda
contra Streeter. Ya le he dicho que es un caso perdido y los pocos que quedan
tendrán que abandonar finalmente estas tierras. Es terrible lo que nos ha sucedido,
pero de ello los únicos culpables son Owen y Hoffman; aunque me duela decirlo,
es la única verdad. Nosotros fuimos un instrumento más para el logro de sus
propósitos; no importábamos. El primero pecó por omisión y el segundo por
comisión. Es triste decirlo, pero no hay de otra —concluyó mientras removía con
una vara la arena junto a la que estaba acuclillado.
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—Pero cómo puedes decir eso, padre. Owen puede ser todo lo que quieras,
pero nunca un malvado que se ha aprovechado de nuestra ingenuidad; si acaso,
podemos culparlo de no haber previsto el sinnúmero de detalles que los demás.
Ellos, claro, se han aprovechado de la situación para sus propias ambiciones, pero
Owen no, papá, no puedes decir eso. Owen es un soñador y un hombre que ha
dado todo por sus sueños —Clarissa duda unos instantes antes de continuar—. Y
si ahora no ha regresado es porque, según he oído, anda por Europa consiguiendo
socios para su empresa y podamos nosotros nuevamente tener dinero para
desazolvar el canal, entre otras cosas, papá. No, no puedes decir eso, por favor.
El padre de Clarissa la escucha y vuelve la vista a la arena que ha estado
removiendo mientras ella hablaba. Arroja la vara hacia el río y se vuelve hacia su
hija y su esposa: —Ojalá tuvieras razón, hija; ojalá y estuviera equivocado, pero no
lo creo. Sigo pensando que nosotros sólo fuimos un instrumento más, como el
mango del mazo que el herrero con ahínco y esmero pule, y que después de los
primeros golpes muestra algunas fisuras, por lo que quizá con un poco de
consternación se resigna a desecharlo olvidándolo en el rincón de los trebejos. Y si
por accidente algún día lo mira abandonado entre los fierros viejos y oxidados,
esto lo hace distraerse un momento para volver después con diligencia a lo suyo,
que no es ciertamente resarcir herramientas ya sin remedio.
—¡Papá, por favor, qué cosas dices! No sé cómo puedes pensar eso de Owen, si
antes te expresabas tan bien de él. Cómo es posible que ahora digas eso, por favor
—le reclamó un tanto exasperada Clarissa, mostrando su indignación con lágrimas
que se confundían con las gotas de agua aún brillantes en su joven y áspero rostro.
—Bueno ya —intervino la madre, tratando de evitar lo que a toda vista en
doméstica tragedia podía terminar—, es tarde y debemos llegar a Los Mezquitones
antes de que anochezca, porque seguramente Ira regresará hoy por la noche.
Además, quizá nos traiga noticias ya de cuándo podremos cambiarnos a San José,
pues aquí en El Público lo más probable es que ya no podamos vivir…;
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seguramente pronto vendrán a desalojarnos de aquí las autoridades, si los malos
presentimientos de tu padre son ciertos, Clarissa.
Las tres figuras se mueven un poco desganadamente mientras se secan con los
lienzos que utilizan a manera de toallas y se encaminan atrás de unos arbustos
para mudarse. Arriba, a un lado de unos bordos, ramonean dos mulas atadas a un
huizache. Un sol todavía quemante inicia su descenso apenas hacia una tarde más,
tarde cuya última lluvia ha vuelto más fresca y tolerable en este verano que se
presiente más lluvioso que el de otros años.
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azul y, colgando en una de sus asas, también un pequeño vaso de peltre azul. De
una de las varas de la cocina cuelga un rectángulo de cañas secas, tejido en parte
con alambre oxidado y en parte con una renegrida y vieja cuerda de ixtle; en este
se almacenan varios quesos y asaderas de diferente tamaño y unas cazuelas que
guardan tiras de carne fresca y quizá los restos de algún guiso reciente. Otras dos
mujeres, Clarissa y su madre, desgranan mazorcas de maíz sobre una gran canasta
de palma, ya un tanto resquebrajadas sus tiras, sentadas ambas en dos sillas debajo
de la pequeña marquesina de la puerta que da al patio trasero.
No muy lejos, tal vez en los álamos del río, varios pericos dirimen sus asuntos
en gritería estridente, aunque un poco apagada por la de unos niños indios que se
bañan en el río, cual familiar concierto de reclamos. Clarissa recuerda entonces
algo similar, escuchado cerca del chiname de Los Mezquitones, abandonado hace
algún tiempo. Detuvo su tarea removiendo con los dedos algunos granos que
todavía permanecían en la mazorca que había estado desgranando, y se preguntó
si este era mejor lugar que aquél, pues aunque más lejos del río y, por lo tanto, con
más problemas de falta de agua, en él compartió el calor de gente que quizá nunca
más volvería a ver. Su querida amiga Mabel Page, George y, sobre todo, su tía
Susie y la señora Thatcher, siendo esta última de quien tantas atenciones recibió y,
más que nada, el necesario aliento y apoyo para que ella pudiera volcar en la
escritura muchas cosas que en su interior bullían y que con imperativa necesidad,
casi fisiológica, necesitaba sacar. Sin embargo, aquí la gente era tan buena con
ellos… y era tan hermoso ir bajo los álamos de la otra orilla, sintiendo a su sombra
esa frescura del ambiente que en El Público no se sentía; también el sentarse bajo
sus troncos a descansar y escuchar el parloteo de los pericos o el melodioso
repiqueteo de las codornices. Ciertamente, no sabría decirlo, se repitió Clarissa. Y
pensaba que aquellas mañanas en la escuela del bondadoso doctor Schellhous, o
aquellas tardes que, sentada en casa de la señora Thatcher, les leía sus cosas a ella y
a Mabel Page, selecto y querido público en verdad, nunca las iba a poder olvidar, y
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el recuerdo de esa experiencia de los días pasados en la colonia la acompañaría por
todos los días de su vida.
—¿En qué piensas, Clarissa? —le preguntó su madre.
—En nada, mamá; recordaba nuestros días en El Público. En que, a su manera,
fueron hermosos.
—¡Ay, Clarissa!, sólo tú puedes pensar que fueron hermosos. Para mí han sido
tan difíciles como los de San José o estos de Sivirijoa. Lo que pasa es que tú los ves
con los ojos de la joven soñadora que eres.
—Quizá tengas razón, mamá. Para ti la vida ha sido muy dura, lo sé, pero
aunque no dudo que cuando tenga tu edad a lo mejor piense lo mismo, lo que sí
seguiré pensando es que como las flores del desierto que Dios puso ahí, hay que
saber florecer con la belleza que Él puso en nosotros.
—Ay, hija, tú tienes alma de poeta. Sólo le pido a Dios que ello no te procure
sufrimientos, sino el ánimo para ver las cosas con alegría desde ese mundo al que
pocos tenemos acceso. Por cierto, por ahí vi una especie de diario que llevas.
—Sí mamá, ¿lo leíste?
—No, hija, ¡qué va! Cómo crees que yo voy a leer tus cosas íntimas.
—No, mamá, no hay nada en él que no puedas leer. En ese diario escribo, por
una especie de necesidad, algunos pensamientos que se me ocurren y lo que hago
en el día; bueno, cuando tengo tiempo, porque las más de las veces no escribo
nada. ¡Cómo crees! Lo íntimo íntimo, eso no lo escribo en mi diario; eso lo guardo
en un lugar de mi conciencia al que sólo yo tengo acceso, porque por algo Dios nos
dio eso, la conciencia. Si no, imagínate qué revoltijo sería el que todos supiéramos
lo que pensamos de los otros, el famoso libre albedrío hubiera sido el culpable de
nuestra desaparición; no es nada grato saber de las debilidades de los demás. Si
lidiar nosotros mismos con ellas es un problema, ¡imagínate nada más el lidiar con
los demás por lo que pensamos de ellos! O, aún más, ¡el tener que lidiar con lo que
nos pase debido a nuestra vulnerabilidad exhibida! No, mamá, los diarios no son
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para eso. De nuestra intimidad sólo Dios sabe. Los humanos aún no estamos
hechos para eso. Hay un recodo en nuestro cerebro, la conciencia, a la que sólo
Dios tiene acceso.
Madre e hija guardan un momento de silencio, como si entre ellas mediara un
acuerdo secreto que sólo a ciertas almas es permitido, cuando de lo que se habla se
ha dicho lo que entre ellas es lícito decir. Clarissa vuelve la vista hacia el jardín y
piensa, no sabe por qué, en el sueño de Owen, lo del puerto al que llegan y del que
parten barcos de todo el mundo y de las casas en las que viven familias felices.
¿Será ese anhelo de felicidad del hombre una especie de enfermedad que en este
mundo Dios nos infligió a consecuencia del pecado de nuestros primeros padres?
¿Sería Dios tan inconsecuente para proveernos de una facultad que se muerde la
cola?
—Y oye, Clarissa, qué pasó con este muchacho que te visitaba tan seguido y
ahora ya no viene más por aquí; ¿qué pasó con él?
—Pues la verdad, mamá, es que parece que él quería ya casarse y yo aún no
estoy preparada para eso… Eso pasó.
—Hija, ya tienes más de veinte años, ya debes pensar en casarte; ya tus
hermanas lo hicieron y sólo faltas tú. Has de saber que en las noches, antes de
dormirme, pienso en eso y no dejo de preocuparme, de veras.
—Mamá, por favor, no tienes que preocuparte por eso, ya sabes que te prometí
que le ayudaría a Ira por su problema del oído. Cuando él se case, entonces ya lo
pensaré; mientras, no.
—Clarissa, no eres fea; sé que a los hombres no les gusta que una mujer sea
como tú eres, tan leída, tan preocupada por ayudar a tus semejantes, pero a mí me
gustaría pensar que tu papá y yo podemos morirnos tranquilos sabiendo que
tienes una familia por la cual velar y un hombre que te cuida y quiere, como Dios
dispuso que hombre y mujer lo hicieran.
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—Mamá, ya no te preocupes tanto por mí, que yo sé lo que quiero y he de
recibir con entusiasmo lo que Dios quiera: si me caso, atenderé mis deberes como
Dios manda, si no, pues haré lo que me corresponde: cuidar de mi hermano Ira y
dedicarme a las labores a las que hombres como Owen y otros se han dedicado:
tratar de establecer aquí en la Tierra el preámbulo del reino que en el Cielo Él nos
tiene destinado.
Afuera, entre tanto, Sivirijoa se disponía a cobijarse bajo el manto de otra noche,
indiferente a la plática de las dos mujeres, como indiferente había sido siempre a
los afanes de los demás habitantes de este pueblo y sus alrededores. Ajeno, por
completo, a las atribuciones propias que los hombres inconscientemente otorgan a
animales, plantas y cosas con las que convive, tal vez en un vano intento de querer
que lo que lo rodea esté formado de la misma sustancia inasible de sus sueños.
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Capítulo V
EN BUSCA DE LAS RAÍCES
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perfectamente canteados por algún diestro maestro albañil, y luego miró la
banqueta de enfrente de la casa de los Parra, cuya fachada era la típica de las casas
de estas tierras: enladrillado enjarrado con mezcla, pero no la suficiente como para
cubrir las naturales irregularidades de los ladrillos, sino siguiendo su contorno, y
luego encalados de color rosa pálido; varias puertas con dintel sobresalido,
también de ladrillo pero de canto y con un remate de arco como de medio punto,
pero la verdad sólo abarcando si acaso una tercera o menor parte de éste; las
puertas de madera entablerada en forma muy simple y, finalmente las infaltables
puertas con tela de mosquitero que en estas regiones era obligado complemento,
pues por higiene y, más que nada, por necesaria protección contra zancudos,
jejenes y demás fauna chupasangre de los sufridos moradores, adornaba toda
puerta que se preciara de serlo.
Ornaba la fachada un mayor número de puertas que de ventanas, ancestral
atavismo de los ascendientes que se perdía en oscuros recuerdos de moriscos
españolizados y que a estas tierras vinieron, más por instintivo despliegue de
necesaria sobrevivencia que de prolijo cumplimiento de algún poético y bíblico
designio.
Rafael bajó la alta banqueta. Inútil precaución esto de la altura ante el fundado
temor de aciagas inundaciones sufridas por ancestros ribereños, no importando
ahora que la actual ciudad se encontrara a varios kilómetros de la vera del río, y
cruzó la antebanqueta hasta la zanja que servía paliativamente de alivio para
conducir el agua de los canales, cuando en los meses de lluvia la ciudad se
inundaba, no tanto por la demasía sino más bien debido al azolvamiento de los
mismos, antaño a fuerza necesarios para el riego de los cañaverales que en un
principio se sembraban en lo que ahora es la ciudad.
Cruzó la calle y miró hacia el poniente, hacia el canal Cinco: al fondo se
dibujaba el contorno de las palmeras de la casa de los Ibarra, y el sol en ese
momento lo cegó. Se detuvo entonces a mitad de la calle. La copa de una palmera
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cubrió el círculo del sol precisamente, y Rafael contempló la matizada envergadura
de otro ocaso más, que con su abigarrada y sobrecogedora coloración, como todos
los días, habría de dar paso al sopor oscuro de una noche que no sabe de
imperativos geográficos ni de tropicales armonías.
En la esquina del callejón Pino Suárez, antes Culiacán, Rafael como siempre
miró la pequeña construcción de adobe y techo de paja y tierra que extrañamente
se construyó centrada en el solar vacío, sin barda ni demarcación, en seguida de la
casa de los Parra. En ella, según su hijo le ha dicho, pues juega con los hijos del que
ahí habita, vive alguien de la familia de los Rosas sin que le haya precisado nombre
ni encargo.
Rafael cruzó ahora el callejón perfectamente medido —diez metros, ni más ni
menos, y otras veces ocho, quién sabe por qué— por quienes de seguro, a solicitud
de Benjamín Johnston, trazaron la ciudad en comedida copia de las florecientes
ciudades “del otro lado”, sin importar idiosincrasias ni peninsulares tradiciones de
los actuales descendientes, ni mucho menos necesarias adecuaciones de los que
hoy viven en otros muy distintos hábitats.
Rafael siguió caminando por la banqueta de la calle Ángel Flores, antes avenida
III, del mismo tipo y condición peatonal que la de la Morelos, hasta llegar a la
esquina de la Benito Juárez, antes Coahuila, y miró las casas de tres de las esquinas
que tal parecía habían sido hechas de común acuerdo por sus moradores, los
Balderrama, los Labastida y los Estrada, según creía, pues mucho se asemejaban en
estilo y particular arreglo: bajas bardas de tramos de igual diseño y divididas por
pilares que simulan torreones castillares, y enrejada la parte superior de aquéllos
desde el invertido semicírculo de cada división, con californiana y seudocolonial
herrería. Invariablemente terminaban en las consabidas puntas de flecha para
inútil disuasión de posibles intrusos. Jardín pequeño entre la barda y el inicio
propiamente de la casa; pasto inglés meticulosamente cortado, con las dos o tres
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palmeras de johnstoniana progenie, y los infaltables arriates de nochebuenas y
aralias.
Al pasar por la casa de los Cota, Rafael disminuyó el paso, pues gustaba de
mirar hacia el kínder que se encontraba justo enfrente y al que habían asistido sus
hijos. Pensó entonces cómo el hombre buscaba dar salida a necesidades que para
bien o para mal, debido a otras circunstancias motivadas por muy otros designios,
le hacían cambiar sus costumbres y creencias. Como decía Marisa, nada nuevo se
crea si no es para satisfacer necesidades que en otras circunstancias y lugares no
tendrían razón de ser; esto es, en la sociedad industrial la escuela se creó para dar
salida a una necesidad que ya los padres, por motivos de trabajo, no podían
satisfacer; por tanto, era necesario crear una institución que se ocupara de la
educación de los niños; que ya no eran adultos chiquitos, sino adultos en
formación. De ahí surgieron primero la universidad institucional y después la
escuela secundaria y la preparatoria para los jóvenes y, finalmente, la escuela
elemental para los niños; y ahora, en pleno siglo XX, el kínder para los más
pequeños. Quizá en un futuro sería necesario crear algo así como una escuela
prekínder para los todavía más pequeños, a quienes sus madres ya no podrán
atender por estar encargadas de otras funciones que los nuevos imperativos
sociales y económicos seguramente les exigirán.
Pero, más que nada, Rafael miraba el estanquillo que estaba enfrente de la
entrada al patio del kínder, en el que doña Juana, todos los domingos hacía ese
sabroso pozole estilo, si no Jalisco, como algunos decían, sí Mochis, y el que él casi
sin falta saboreaba invariablemente en compañía de Marisa y sus hijos, quizá más
por solidario acuerdo que por la degustación a que él era tan afecto.
Luego Rafael cruzó la Johnston, antes Tamaulipas, y miró hacia la derecha el
anuncio del Hotel Montecarlo. Por un momento le asaltó la tentación de saber qué
huéspedes se hospedaban allí, quienes vendrían, no para cumplir tareas de
sobrevivencia, esto es, agentes viajeros y los que acarreaban burocráticas misiones,
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sino tal vez personajes exóticos —femeninos de preferencia— en ignotos cometidos
que se revelaban al lugareño ante un refrescante jaibol, sentados a la mesa de un
bar transformado por la imaginación en abigarrado entorno. Entonces un Bogart
lugareño rememoraría pasadas glorias con enigmáticas Bergman de muy distinta
procedencia y sensibilidad.
Rafael siguió caminando morosamente, pues para su cita con Anita Peiro, la
única verdadera amiga mexicana que su madre-madrina tuvo en Los Mochis, aún
era demasiado temprano; cruzó, pues, la calle Hidalgo, antes Chihuahua, en cuya
esquina sureste se encontraba un enorme solar baldío que ocupaba prácticamente
casi toda la cuadra, desde la Gabriel Leyva, antes Principal; caminó luego sobre el
remedo de banqueta de este en la Ángel Flores hasta el callejón Agustín Melgar,
antes Mocorito. Lo cruzó y en la esquina de Obregón, antes Sonora, se detuvo a
mirar la fachada del edificio del Centro Social, lugar donde la “crema” de Los
Mochis —como le decía el Güero— se reunía los fines de semana y otros días
festivos, o cuando a los múltiples clubes sociales que se creaban a discreción en la
ciudad, por llamarlos de alguna manera, se les ocurría celebrar algo —pretexto no
faltaba— para tratar de paliar con sucedáneos de diversión y jolgorio la rutina y en
veces sordidez de su aburrida vida de provincia.
Rafael bajó de la banqueta y, desde la esquina de la bocacalle de donde podía
apreciar un poco más todo el edificio, contempló la fachada que se extendía hacia
ambas calles, la Ángel Flores y la Obregón, y se quedó unos instantes mirándola.
Aunque no era arquitecto, algo sabía de estilos, y eso porque en alguna revista lo
había leído; sabía, por ejemplo, que el estilo del Centro Social era de un neoclásico
americanizado, entendiéndose por americanizado el que los gringos habían hecho
popular en su territorio y en los estados fronterizos del sur, es decir, en los estados
fronterizos con México; y aunque Sinaloa no lo era geográficamente, sí
culturalmente, para bien y para mal de los sinaloenses. Sin embargo, un algo como
de aire mediterráneo le daba un toque peculiar al edificio, haciendo que quizá
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fuera lo mejor que arquitectónicamente se había hecho en Los Mochis: en la mera
esquina ochavada, una amplia puerta con arco de medio punto y simples jambas
de estilo seudocorintio, por no llamarlas de otra manera; dovelas o estrados del
arco sobresalidos; en el montante de abanico, un medio rosetón pero de estructura
de madera y, en lugar de vitrales, vidrios pintados del mismo color que la fachada:
un crema blancuzco que le daba al conjunto un cierto señorío más acorde con
mediterráneos lugares que los nuestros; luego una protuberante cornisa asentada
decorativamente en la parte inferior en múltiples soportes también de argamasa, lo
que le agregaba al edificio cierto aire juguetón; luego, hacia ambos lados de la
esquina, se desplegaba la fachada con cornisas corridas y amplios ventanales
enmarcados por el mismo tipo de jambas y con el mismo tipo de arcos, y con dos
ventanillas a los lados, de la misma altura pero como de la mitad de anchura que
las principales, interrumpidas por una puerta en la parte media, del mismo diseño
pero de menores dimensiones que la principal. En el segundo nivel se veían,
equidistantes de las puertas y ventanas de abajo, ventanas del mismo diseño y
dimensiones, pero en su parte inferior la infaltable balaustrada, sin mayores
despliegues ornamentales. Y en la parte superior del segundo nivel el antepecho
con los mismos motivos decorativos que toda la fachada, y en la curva que daba la
construcción en la esquina, ostentaba una balaustrada de igual diseño que la de las
ventanas del segundo nivel.
Rafael consultó ahora su reloj y vio que aún tenía tiempo: eran las cinco y
cuarto y su cita con Anita era a las seis. Decidió entonces entrar a tomarse un jaibol
en el bar de arriba. Entró por la puerta de la calle de Obregón, caminó unos pasos
en el vestíbulo hasta el rellano de la escalera de ida y vuelta y empezó a subirla
apoyando la mano izquierda en la balaustrada; giró a su derecha en el descansillo
para volver a tomar los escalones, ya en sentido contrario, y lentamente fue
colocando sus pasos en cada escalón, como midiendo el peralte de cada uno para
apreciar su correcta altura; ya en el remate del último escalón, antes de pisar el piso
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de duela, miró a su derecha para apreciar a quienes se encontraban en la barra del
bar de este lado como parroquianos; no vio a nadie y se felicitó de ello, pues
deseaba estar solo. Enfiló sus pasos entonces hacia el fondo del amplio salón donde
se encontraba la barra. Miró a su izquierda las altas puertas que comunicaban con
el salón de baile, y a través de ellas distinguió las puertas entreabiertas de las
ventanas que daban hacia la calle de Obregón. Una ligera brisa, inusual en estas
fechas, movía las cortinas de gasa semitransparente, las cuales ondulaban en
suaves y armoniosas cadencias, cruzadas por los claros iluminados del sol
atardecido y que a Rafael le producían vagos recuerdos de su niñez en casa de su
abuela, allá en la Lluvia de Oro; durante unos segundos se dejó llevar por esa onda
del recuerdo y se dijo que algo no encajaba en él pues hasta donde su padre le
había dicho, sus abuelos eran indígenas… y no podían haber vivido en una casa
con este tipo de ventanales, comunes en familias de hacendados o comerciantes
con dinero.
—¿Qué se toma ahora, ingeniero? —Escuchó Rafael que le preguntaba con
estentórea y festiva voz Chinto, el cantinero, lo que lo sacó de su ensimismamiento.
—Quiúbole, Chinto; lo de siempre, un jaibol doble —le contestó.
Chinto le sirvió el jaibol y, poniéndole el vaso en la barra sobre una servilleta, le
dijo a Rafael entreabriendo la boca con irónica sonrisa y mostrando su desigual
dentadura:
—Servido ingeniero, que le aproveche.
—Gracias Chinto —le contestó Rafael y volvió a ensimismarse en sus recuerdos
fijando la vista en un lugar que estaba más allá de las ventanas de la calle Obregón,
más allá del pueblo, más allá de este marco temporal que al hombre servía de
referencia perentoria, y que Rafael no sabría precisar su índole y sustancia pues,
como otras veces, últimamente con mayor frecuencia, quizá porque ya se acercaba
a la cincuentena, lo hacían sumergirse en una especie de ensoñadora y, a la vez,
gratificante e intemporal atmósfera. Entonces se olvidaba momentáneamente de
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todo lo que le rodeaba, y que, a decir verdad, hacía que Marisa le reclamara con
justificada impaciencia: “Ya estás de nuevo en tu límbico pasado, Rafael; pisa la
realidad, por favor, querido. ¿No tú mismo lo dices: querer regresar al pasado sólo
produce monstruos? Vamos”. Rafael invariablemente entonces le respondía con el
mismo cliché que quién sabe de dónde había sacado: “lo que estoy recordando, lo
estoy recordando en el presente; por tanto, estoy viviendo el presente y no el
pasado cuando lo recuerdo, mujer; ya no te enojes”.
Despertó entonces de su ensoñación, miró con un poco de inquietud el reloj y se
percató de que ya casi eran las seis. Dio un último trago al jaibol y sacó un billete
de cinco pesos de su bolsillo:
—Quédate con el cambio Chinto. Ahi nos vemos.
—Gracias ingeniero; vuelva pronto.
Rafael dejó la barra y se dirigió a la escalera cuyos escalones, esta vez, bajó casi
de dos en dos. Salió a una calle Obregón ya atardecida, pues el sol poniente casi se
había ocultado tras los laureles y palmeras de las casas del otro lado del canal
Cinco. Rafael lo miró entrecerrando los ojos, pues el resplandor amarillo todavía
era fuerte como para atreverse a mirarlo bien. Recordó cuando de niño gustaba de
probar cuánto tiempo podía aguantar mirando el sol sin cerrar los ojos:
inconsecuente ignorancia de una niñez en la que había sido sin embargo feliz y
que, pensaba, sin saber de dónde sacó tan extraña conclusión, de alguna manera
había que pagarlo.
Cruzó la calle de Obregón y continuó por la Ángel Flores hasta llegar a la calle
de la vía, en la que torció a la izquierda, caminando ahora por el suelo firme, ya no
plano sino lleno de irregularidades, pues las casas del lado norte de esta calle no
tenían banqueta. Miró las casas de la fábrica, enfrente, a un lado de la vía, en las
que vivían algunos de los empleados administrativos más antiguos y de más
confianza. Rafael gustaba de mirar las ramas más altas de las ceibas que se
encontraban a la orilla de la barda, no sabía si también plantadas por don Antonio,
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y se decía que debían de ser más altas que en las que de niño se subía, en el pueblo
de su abuela, allá en la sierra.
En la verja de la barda de estacas puntiagudas de la última casa de la cuadra,
exactamente en la esquina con Gabriel Leyva, Rafael se detuvo, corrió el seguro de
la verja y entró en el escueto jardín cerrándola tras de sí. Caminó por el andador de
cemento hasta el portal y tocó en la puerta de madera entablerada, no sin antes
entreabrir la contrapuerta de tela de mosquitero. Abrió la puerta una mujer de
edad, seguramente la criada, a quien preguntó por la señora Anita Peiro.
—Sí señor, ahorita le aviso que la buscan —respondió la mujer.
Rafael se sentó entonces en una de las sillas de madera que estaban en el portal,
llenas de tierra como todo en Los Mochis cuando dejaba de llover por varios días
que eran ciertamente la mayoría de los del año. Se entretuvo mirando las guías de
la parra que con paciente labor alguien, seguramente el jardinero, había unido con
alambre a la celosía de madera de una de las columnas del portal. Aunque ya no
era tiempo, aún la guía de la parra conservaba muchas de sus hojas, y estas
parecían reverberar con los últimos destellos de un sol que ya se ocultaba, ahora sí,
tras las copas de los laureles de la colonia Americana.
La voz de Anita Peiro, a quien no escuchó salir, lo sacó de sus pensamientos.
—Buenas tardes ingeniero, ¿cómo ha estado? Hacía mucho que no nos veíamos.
—Así es Anita, pero ya ve, los asuntos de la caña en estos meses le dejan a uno
poco tiempo.
—Usted siempre tan trabajador ingeniero; me recuerda a mis amigos de la
colonia. Me recuerda a su madrina, y es por eso que me gusta platicar con usted de
ella, porque en mucho se parecen; y no lo digo por el físico, sino por la forma de
pensar y ciertos modos que usted tiene, ingeniero.
Rafael escuchaba a la Peiro, ahí sentados los dos en ese portal en el cual el débil
reflejo de la sombra de las hojas de la parra sobre la pared de enfrente le daban al
momento cierto aire de intemporalidad que él no hubiera sabido definir, y en el
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que se dejaba llevar como en una corriente inmaterial de acontecimientos que hacía
mucho tiempo hubieron de suceder. La Peiro era el medio en donde podía
sumergirse en esa corriente, pues para él representaba el último vínculo que lo
ligaba a aquel tiempo en el cual su madre-madrina lo fue todo; y también mucho
antes, cuando aún él no nacía, en aquel tiempo en el que los colonos de la Credit
Foncier of Sinaloa aún tenían esperanzas de que sus sufrimientos no hubieran sido
en vano, de que aquello en lo que creían bien valía todos los infortunios sucedidos
desde que llegaron a este lugar.
Y Rafael se preguntaba cómo era que personas de tan diferente idiosincrasia y
tan diferente geografía, como su madre-madrina y Anita Peiro, pudieron haber
congeniado y llegado a ser las amigas que fueron; cómo es que ella, Anita, con una
rígida educación católica y costumbres arraigadas en un conservadurismo de
rancias raíces regadas con aguas de ancestrales atavismos medievales, y de una
España que aún hoy en día no había sido capaz de superar, pudo haber
congeniado con ese espíritu que existía en los colonos que vinieron a Sinaloa, como
el de su madre-madrina, mezcla de soterrado y sutil estoicismo y abierta
aspiración a un reino terrenal que el catolicismo reservaba para la otra vida.
—No, ingeniero —escuchaba Rafael—, eso que me dice son puras habladurías
de indios resentidos de Sivirijoa; y no es que piense que no tengan motivos para
estarlo. Claro que los tienen, pero eso no es motivo suficiente para que ellos
propalen esa idea; me refiero a pensar que Clarissa, su madre-madrina, se
entendiera con don Benjamín. Creo que la única vez que lo vio de cerca y hasta
creo platicó con él, fue en una fiesta que hicieron los colonos del Público, no
recuerdo con motivo de qué; es decir, qué celebraban. Y claro, don Benjamín era un
hombre que llamaba la atención. Pero no, Clarissa era de otra manera, ella nunca
pudo sentir la mínima atracción por él; son chismes, ingeniero, son chismes, y
usted no debería preocuparse más por ello. Y además, estoy segura de que eso a
Clarissa la tendría sin cuidado. Ella está ahora en lo suyo allá en la Black
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Mountain, en California, y es feliz. ¿Qué si nunca me comentó nada sobre ese
asunto? ¡No, qué va, ingeniero! Nuestra amistad estaba fincada en algo más
profundo que esas trivialidades. Por cierto, lo único que una vez sí me comentó,
pero fue la única vez que hizo algo semejante, cosa rara en ella, fue cuando conoció
a un joven… que ya ni recuerdo cómo se apellidaba, que conoció un día más o
menos por las mismas fechas, o un año antes, ya no recuerdo bien ingeniero; con
los años, usted sabe, no sólo las fuerzas físicas se acaban, sino también las fuerzas
de la memoria. Y eso, ingeniero, eso es más terrible que lo otro, porque el recuerdo
es lo que mantiene vivas a las personas. Sin recuerdo de lo que se ha vivido no
tiene caso continuar viviendo, pues uno es entonces como un bulto, como un
mueble viejo que por compasión o por otros motivos hay que mantener, hay que
soportar… Huy, perdón ingeniero, ya me fui por otro lado; ¿en qué estábamos? Ah
sí, en lo del muchacho que su madre-madrina conoció por allá por 1902, más o
menos. Éramos entonces todavía unas jóvenes llenas de ilusiones; figúrese, yo tenía
diecinueve años y su madre-madrina, veinticuatro; era cinco mayor que yo, y sin
embargo nos llevábamos muy bien. Me gustaba mucho esa manera tan especial
que tenía de hablarme de lo que para ella era una sociedad como la que habían
imaginado unos socialistas que, la verdad, yo nunca había oído nombrar;
imagínese, ingeniero, ¡qué iba yo a saber de esas cosas aquí, refundida en este
rincón tan olvidado del mundo! Huy, otra vez ya le estoy hablando de otras cosas
ingeniero, discúlpeme, pero hablar de Clarissa siempre es muy grato para mí
porque la quise mucho. La quiero todavía, claro; últimamente me escribió varias
cartas contándome de sus experiencias aquí en la colonia, porque yo le pedí que
me ayudara un poco escribiéndome unas cartas en inglés. Porque ha de saber
ingeniero, que puse una escuela de inglés. Bueno, pues le decía…
Nuevamente la voz de la Peiro parecía salir de una época en la que el tiempo no
transcurriera, en un pasado aún presente en esas palabras suyas y que se
convertían al conjuro de no se sabía qué antiguas defensas, en la memoria viva de
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quienes vinieron esperanzados a realizar la Utopía. Esa Utopía que subyace oculta
en la memoria ancestral del hombre y que no se ha perdido ni se perderá por más
que mil y una vez resulte traicionada e irrealizada. Tal era la verdad que la Peiro,
portavoz de una verdad que su madre-madrina Clarissa testificó, y con ella los
colonos que vinieron aquí hace más de cincuenta años, y le da continuidad a una
aspiración que a pesar de todas las desgracias, de todos los infortunios, está más
allá de todas las miserias de la vida; y que por ella es por lo único que vale la pena
vivir esta existencia, por eso y nada más. La aspiración de otra vida más allá de
ésta, es un paliativo cuya validez es aceptable en tanto la refuerce, pensaba Rafael.
—Señora, le habla su hija, que si viene un momentito por favor; es que le da
pena con el señor, dice —les interrumpió en ese momento la criada.
—Huy, disculpe ingeniero, pero estas jovencitas de hoy quién las entiende —le
dijo la Peiro a Rafael mientras se levantaba de la silla y encaminaba sus pasos hacia
la puerta de entrada—, ahora vuelvo, en un minuto.
Peiro volvió pronto, se sentó en la silla y continuó con su charla, como si esta no
hubiera sido interrumpida.
—Le decía ingeniero, Clarissa y yo en aquella época éramos muy jóvenes y no
sabíamos lo que iba a pasar después; me refiero a la destrucción de la colonia, lo de
Benjamín, ¡qué horror!, la Revolución y el indio Bachomo, la Gran Guerra…
Rafael miraba a Peiro mientras ella pausadamente le hablaba, y le parecía que el
reflejo de su figura contra la débil luz de un sol ya desvanecido magnificaba la de
una época aún viva, una época aún latente, y que como la cíclica luminosidad del
sol que siempre volvía a aparecer en el amanecer de otro día, continuaba para
perpetuar la vida aquí en la Tierra.
Luego Rafael miró o creyó mirar en su figura recortada contra el marco de la
guía de la parra a su madre-madrina, a la sustentable fuerza que subyace en la
mezcla de paciencia y valor de quienes no importando fracasos ni infortunios
continúan aferrados a la vida. A esta vida que no tiene varas para medirla, que es
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inútil tratar de defender, pues cómo defender lo que está más allá de lo que sueñan
sus filosofías, más allá de este limitado marco de nuestra razón. Sí, su madre-
madrina y Anita Peiro estaban en lo cierto, como siempre han estado quienes
piensan que con sólo pedirle a esta vida “abrigo, ropa simple, simple comida,
agregándole la lila y la rosa, la manzana y la pera, sería un hogar perfecto para el
hombre mortal o inmortal”, como el escritor irlandés Sean O´Casey, escribiera en
su libro Sunset and Evening Star.
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Capítulo VI
NO TODO LO QUE BRILLA ES ORO
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atrasado por la tardanza del papel. El barco que normalmente lo traía aún no
llegaba. Siempre era igual, en fin.
—Espérame un momento, hermano; nada más déjame lavarme la cara y
vestirme y estoy contigo… Ah, pero antes te hago el desayuno.
Clarissa se levantó haciendo a un lado la sábana y la cobija —todavía las noches
eran frías—, caminó luego descalza hasta el aguamanil, sintiendo cómo el frío del
piso de tierra apisonada del chiname subía por los pies, frío que le hizo encoger los
hombros y titiritar, así como que en sus labios se manifestara un ligero e
intermitente castañeteo. Tomó la jarra llena de agua que la tarde anterior había
dejado preparada antes de salir a la cita con… Rafael. Se habían visto en la orilla
izquierda del río, en la otra banda, junto a los álamos grandes que ahí formaban
una especie de guarida, lejos de la mirada de cualquier curioso, indio mayo o
blanco, de los pocos que había aquí en Sivirijoa. Se lavó lentamente la cara,
frotándola como si se la acariciara, dejando unos segundos a sus manos resbalar
por sus mejillas y su cuello hasta alcanzar casi la suave ondulación de sus
pequeños senos, de los que sintió ligeramente el terso erigirse de los pezones, para
luego retirarlas y que, por más que quisiera engañarse, imaginaba eran los de otra
mujer; sí, otra mujer que quién sabe si en verdad fuera capaz de tal atrevimiento.
Clarissa recordó entonces lo que había leído de Mary Howland. Sí, pero ella era
muy diferente —reflexionó—, sí, muy diferente… Pero, quizás no tanto, ambas
somos mujeres; pero basta ya de estos pensamientos, que la cocina y mi hermano
me esperan. ¡Basta ya!
Acomodó los leños apagados de la noche anterior que, seguramente, Eufrosina
había usado para asar la carne que Ira cenó. Ella no había cenado. Llegó ya muy
tarde y sin hambre. Estaba muy excitada para pensar en la cena; sólo le dio un
pellizco al asado que aquélla le dejara cubierto con tortillas en la mesa.
Pobrecita, me tiene muchas consideraciones; y a mi hermano también. No sé
qué haríamos sin ella. De todas las indias mayo de aquí, creo que ella es la que más
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consideración tiene con nuestras costumbres. De algo le sirvieron nuestras clases
en la escuela. De las mujeres era la más aventajada y por eso sigue aquí. Con lo que
Dios puso en nosotros, con ello debemos florecer en cualquier terreno… O algo así,
pensó Clarissa, y siguió con lo suyo.
La interrumpió en eso la voz irritada de su hermano: —Rissie, he leído tu fábula
de las tortugas y realmente la encuentro demasiado ambigua. Escucha nomás esto:
Hubo una vez un lugar donde vivían muchas tortugas: tortugas de tierra, tortugas de agua,
tortugas de lodo, y de otras clases también. Muchas eran jóvenes y alegres, pero también
había algunas viejas tortugas con caparazón musgoso.
Un día las tortugas jóvenes se sintieron insatisfechas en la tierra donde vivían porque
ya eran muchas y se estorbaban y, además, no se entendían entre ellas ni tampoco con las
viejas tortugas musgosas. Entonces dieron: “Vámonos de aquí, porque ésta ya no es nuestra
tierra; sabemos que hacia el sur hay un lugar para nosotros y que podemos ir y asentarnos
en él”. Y se fueron. Algunas por tierra, porque eran tortugas de tierra, y otras por agua,
pues eran tortugas de agua.
Cuando llegaron a ese lugar se dieron cuenta de que era árido y seco; sin embargo, se
asentaron en él y trazaron sus parcelas. Como era muy árido, entonces dijeron: “Cavemos
un canal para que podamos tener agua y refrescar nuestros caparazones“. Así que cavaron
un canal, todas de común acuerdo.
Cuando lo terminaron hubo un gran regocijo y las tortugas de tierra dijeron: “Miren,
así como hemos cavado este canal de común acuerdo, entonces de la misma manera
podemos plantar nuestras legumbres”. Pero entonces las tortugas de agua dijeron: “Vaya,
¿qué no es suficiente con que hayamos cavado el canal? Nosotras nos quedaremos en
nuestro caparazón y nadie nos pedirá ahora que vayamos al agua o que salgamos de ella,
porque, ¿acaso no es nuestra la tierra que ahora poseemos?”
Y sucedió que las viejas tortugas musgosas pensaron sacar ventaja de su contienda, y
entonces dijeron: “Miren qué dadivosas somos con ustedes. Nos quedaremos aquí y seremos
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quienes las dirijamos y entonces todo funcionará bien, aun en lo más difícil”. Y las tortugas
de agua les creyeron, pero las tortugas de tierra dijeron: “Esta es nuestra lucha; si queréis
ser nuestras amigas, retiraos mientras nos asentamos”.
Así que ellas se retiraron derrotadas.
Entonces una tortuga musgosa, más hábil que las demás, dijo: “En verdad que ustedes
no son prudentes; miren cómo bajo al fondo del canal y achico todo el lodo”.
Y vino a donde estaban las tortugas jóvenes, y haciendo como que no quería causarles
ningún mal ni ningún bien, sino sólo queriendo estar cerca y buscar agua, fue y buscó
dónde achicar el canal.
Y mientras las tortugas jóvenes perdían su tiempo en vanas discusiones, el canal se
llenaba de lodo y yerbas, de tal manera que cuando la vieja tortuga musgosa vio eso, no
creyó que fuera su canal, sino sólo un simple agujero en el suelo.
Entonces cavó su canal en el fondo del canal de las tortugas jóvenes.
Y cuando las tortugas jóvenes vieron esto se sorprendieron y dijeron: “Un momento;
¿cómo es que tú te has apropiado de nuestro trabajo, pues éste es el canal que nosotros
cavamos hace tiempo?”
Pero la hábil vieja tortuga musgosa era muy sagaz y les dijo: “¿De veras? ¿Dónde
estaban entonces cuando yo achicaba el lodo de este canal con mis propias aletas? ¿Cómo es
que ustedes dicen que es suyo? Pues de ese canal que ustedes dicen que cavaron yo no sé
nada; mostrádmelo y se los creeré. Y como están dispuestas a rebatirme, les diré entonces
que la tierra en la cual viven no es de ustedes sino mía, porque yo he pagado por ella. Y si
insisten, entonces no les daré nada de agua. Pero si aceptan lo que les digo, entonces podrán
vivir en mi tierra y tener agua de mi canal, siempre y cuando me obedezcan en lo que les
pido.”
Entonces las tortugas de agua dijeron: “Estamos de acuerdo, porque es mejor ser
sirvientes de quien puede protegernos, que tener siempre problemas con las tortugas de
tierra.”
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Entonces las tortugas de tierra, despectivamente, dijeron: “Váyanse, lloronas, tengan su
agua si saben cómo hacerle, porque nosotras, siendo tortugas de tierra, nos quedaremos aquí
y agitaremos el lodo hasta que vuelva la estación de las lluvias; y si no llueve, nuestros
caparazones pueden secarse hasta que se rompan, pero no seremos sirvientes de nadie.”
Cuando la vieja tortuga musgosa escuchó esto, se puso muy enojada e hizo gala de su
poder cercando el canal para que las tortugas de tierra no pudieran tomar agua. Luego, por
la noche, ellas rompieron la cerca que se había construido para evitarles tener acceso al
canal; así que no fueron sometidas, porque eran tercas y duras de pelar.
Y más tarde fueron a donde tenían los registros para cerciorarse de si realmente ellas
habían cavado el canal como pensaban o si sólo había sido un sueño. Y cuando se vio en el
Tribunal de los Registros que era la vieja tortuga musgosa la que nunca había cavado un
canal, y que sólo había limpiado de lodo el fondo del mismo, ésta se sintió tan lastimada y
con miedo, que se retrajo en su caparazón. Pero las tortugas de tierra la agarraron y le
dijeron: “Tenemos necesidad del agua para nuestros cañaverales y nuestros huertos, que se
secan”.
Por lo que se repartieron el agua entre ellas: a cada quien una parte, como recompensa y
como recordatorio para las demás. Y le enviaron un mensaje al resto de las viejas tortugas
musgosas que decía: “¿Quién es la que sigue?”
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creo que es mucho, Rissie; es demasiado. ¿O será que no he entendido el fondo de
tu parábola? Explícamela, por favor.
Clarissa miraba a su hermano, que sostenía entre las manos el manuscrito de su
“Sopa de tortugas. La fábula de las despreocupadas jóvenes tortugas”, y pensaba
que ni ella misma sabía por qué había escrito eso. Desde luego, creía que lo hecho
por Johnston a los colonos no tenía perdón, y que era totalmente injusto que el
esfuerzo de ellos, fueran del grupo de Owen o de los otros, de los kickers, no
merecía el que ahora les hubiera pasado eso. No, indudablemente no lo merecían.
—Mira, hermano, no te enojes. No es que yo haya querido ser ambigua, pero no
puedo menos que escribir lo que me sale cuando me pongo a hacerlo —duda unos
instantes, como sopesando lo que ahora va a decirle a Ira—. Para mí no hay
persona más abyecta que Johnston. Seguro que si existe un infierno, él será de los
que sufrirá ahí por toda la eternidad. Pero me pregunto hasta qué punto fueron
ellos víctimas, me refiero a los colonos, de su propia ingenuidad. Creo que toda
acción humana tiene su dosis de, llamémosla así, “reaccionalidad”. Lo que quiero
decir es que nunca debemos subestimar no sólo las reacciones de la propia
naturaleza cuando nosotros, los hombres, allanamos y violentamos su curso
natural, sino las reacciones de nuestros congéneres; reacciones que a veces son más
inesperadas que las de la naturaleza y, por lo mismo, más dañinas. ¿Y por qué digo
que son más dañinas que las de la naturaleza? Pues simplemente porque no
obedecen a las leyes inmanentes de la Creación, sino a las derivadas de esa
característica que Dios nos concedió, en un acto que no sé si llamar, y perdóname
si esto lo consideras una blasfemia pero ahora así lo siento, oscuramente
inescrutable; me refiero al famoso libre albedrío. Un albedrío que ya no se ejerce en
concordancia con aquellas leyes inmanentes de que hablé antes, sino en función de
deseos e impulsos con los que, al igual que Lucifer y su cohorte de ángeles
rebeldes, lo único que se pretende es tratar de asemejarse a los dioses. Y aquí, Ira,
viene a ejemplificarse mi tesis de que el pecado supremo del humano no es otro
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que el de la envidia; sí, la envidia de Dios, el querer ser más que Dios mismo —
Clarissa se detiene un momento en su disertación y termina—. Perdóname,
hermano, pero ya no sé por dónde ando. Perdóname.
Afuera una ligera llovizna, las famosas equipatas de invierno, enfría un poco
más el ambiente de enero de Sivirijoa. Es la tierra del siviri, yerba que como otras
de la región resiste los duros embates del invierno y florece como otras plantas
florales de la misma, para alegrar un poco la grisura del campo y luego morir de
nuevo en perpetua renovación de un ciclo que no necesita de las vanas
elucubraciones de los hombres para hacerlo. Ira observa a su hermana y parece
querer decirle algo sobre su disertación, pero sólo acierta a preguntarle
torpemente:
—Y, bueno; ¿por qué llegaste tan tarde anoche? ¿Adónde fuiste?
Clarissa titubea unos instantes por la inesperada pregunta y responde:
—Fui a casa de la Eufrosina a preguntarle por qué no había traído ayer la leche
que le encargué de con doña Carmela… Y ahí me encontré con Rafael, el muchacho
aquel que te conté que había conocido precisamente en el corral de doña Carmela.
Y me entretuve platicando con él… Es muy agradable su conversación; me gustaría
que lo conocieras. Seguro te va a caer bien.
—Como si tuviera tanto tiempo para andar conociendo gente extraña que quién
sabe de dónde vendrá —respondió Ira, un poco molesto y volviendo a hojear las
páginas del manuscrito de Clarissa—; a mí lo que me interesa ahora es tu escrito
para ver si lo publicamos en el siguiente número de Nuestra Hacha.
Se levanta luego intempestivamente de la silla donde estaba sentado y,
encaminando sus pasos hacia el taller, remata:
—Luego seguimos platicando sobre esto, y recuerda que no todo lo que brilla es
oro…, si lo sabré yo, que a eso me dedico —y hace un ademán admonitorio con la
mano en la que lleva el manuscrito.
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—Clarissa, eres muy diferente de las mujeres de estos lugares y, entre otras cosas,
por eso me gusta platicar y estar contigo. No entiendo muchas de las cosas que me
dices; tú eres una persona mucho más culta que yo y has leído cosas de gente
estudiosa que yo ni me imaginaba que existieran. Mira, mi madre fue una india
mayo iletrada e ignorante, pero de alguna manera poseedora de una sabiduría que
le venía de sus antepasados. En la Lluvia de Oro, donde te dije que nací, poco era
lo que podíamos saber del mundo de ustedes. Sí, claro, a veces veíamos a un
compatriota tuyo, pero no más de lejos; venían a lo de las minas, se estaban a veces
unos días y luego se iban y no regresaban más. Los recordábamos, en especial a
algunos de ellos, por los güeritos que a veces algunas indias parían, pero nada
más.
—Y a tu papá, ¿no lo conociste, Rafael?
—Ya te dije que no, Clarissa; ¿por qué me lo preguntas de nuevo?
—Oh, no te enojes Rafael, es para que me cuentes lo que nunca me has
contado… Eres tan parco en hablar que en veces me desesperas.
—Sí, Clarissa, pero me gusta hacerte enojar porque quiero volver a ver ese
mohín que haces cuando te enojas, me gusta mucho.
—Bueno Rafael. Y luego, ¿qué hay de tu padre?
—No lo conocí. Sabía que era blanco, y no sólo por lo que me dijo mi madre,
sino también por el color achocolatado de mi piel. Se apellidaba Vega… hay tantos
Vega por acá, que vete tú a saber de cuál estirpe desciendo.
—Anda, mira Rafael, y dices que eres inculto. Tu gente no utiliza el vocabulario
que tú utilizas. Ellos no usan, por ejemplo, la palabra “estirpe”. ¿Qué me dices a
eso?
Rafael se queda unos segundos pensativo, y mira a Clarissa como tratando de
encontrar las palabras exactas que lo hagan sentirse menos vulnerable ante una
mujer que indudablemente no pertenece a su mundo.
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—Es que cuando mi madre trabajaba en una de las casas grandes de Lluvia de
Oro, había un cuarto con muchos libros y a mí me gustaba hojearlos primero; y
cuando ya aprendí a leer en la escuela, pues empecé a leerlos… Leí muchos, de
esos que llaman novelas y cosas parecidas.
—Rafael, Rafael, no te sientas mal. Mira, yo creo que tú, a pesar de tu supuesta
ignorancia, que yo no la veo como tal pues eres más culto que muchas de las
personas de aquí e, incluso, que muchos de mis compatriotas. La cultura no es
haber vivido en ciudades y el haber leído muchos libros; la cultura es lo que te
queda, la esencia de la experiencia poética o científica plasmada en esos libros que
tú lees. Mira, el mundo está hecho no de lo que hacen quienes detentan el poder; el
mundo está hecho de esos millones de seres como nosotros que en toda la historia
de la humanidad han construido esas grandes pirámides, esos grandes templos,
esas grandes obras… Ahora pienso, guardadas todas las proporciones, desde
luego, en el canal Tastes. Y por eso Rafael, por eso nada más, yo pienso que a pesar
de que esta colonia a la cual vinimos a participar haya fracasado, a pesar de eso,
valen la pena todos los sufrimientos a que esta vida te obliga; nada más por eso
Rafael, nada más por eso.
—¿Quieres decir Clarissa, que los Johnston y similares van a seguir haciendo
felonía y media para sus propósitos ambiciosos, y que los pobres, los desposeídos,
como nosotros, vamos a seguir sufriendo las consecuencias de eso? ¿Eso quieres
decir Clarissa?
Rafael ahora parece exaltarse un poco y la mira fijamente.
—No Rafael, no; por favor no me malinterpretes. Yo no sé por qué siempre me
pasa esto. También a veces hago exaltar a mi hermano Ira porque pareciera que
como digo las cosas se presta a malas interpretaciones. Yo lo que quiero decir es
que hay una justicia superior que está más allá de la que con nuestras leyes
pretendemos erigir aquí en la Tierra. No estoy hablando tampoco de una justicia
divina que nos compensará en la otra vida de todas las injusticias que sufrimos en
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esta. No, nada de eso. Estoy hablando de la única justicia a la que aquí en la Tierra,
nosotros, los simples mortales, podemos aspirar, y ella es la justicia de la vida
simple; que si bien ésta, pienso, no debe ser una vida de sumisión y recogimiento,
tampoco debe ser una vida que mediante la violencia pretenda erigir el reinado de
Dios. Eso es lo que quiero decir, por favor, Rafael, ni más ni menos.
El joven se la queda mirando y esboza una sonrisa socarrona; le toma la mano y
se la acaricia.
—¿Se enojaría Ira si me viera acariciarte la mano?
—Ya, por favor Rafael, estamos hablando de cosas muy serias y tú sales con tus
bromas —Clarissa retira su mano de las de Rafael y la oculta en los bolsillos del
delantal. Pasan unos segundos interminables en los que se escucha el lejano pitido
de la locomotora del ferrocarril Kansas, que ahora debe de traer los durmientes
para continuar con el tendido hacia El Fuerte.
—Clarissa… ¿tú qué piensas de mí; digo, qué piensas de mi origen, de mis
ancestros, de mi forma de vida…?; ¿tú de verdad crees que algún día podamos
tener el desarrollo que en tu país tienen?
Clarissa miró a través de la puerta abierta de su chiname las hojas del papayo
sin frutos, y unos segundos pensó que a lo mejor era un papayo macho y por eso
aún no los había dado; y que cuán sabia es la naturaleza al haber hecho no sólo
entre los humanos sino también entre los animales y las plantas dos géneros, dos
sexos; y en ese momento se volvió a mirar a Rafael quien inquisitivo la miraba con
esa su inquietante mirada, como había ya sucedido otras veces. Bajó los ojos como
quien se siente descubierta infraganti en una falta y volvió a mirar al jardín de su
chiname, más allá del papayo, más allá del huerto, al otro lado del río, más allá de
ese sentimiento que la perturbaba y la hacía sentir tan sólo una endeble balsa en
medio de la tormenta. Rió para sus adentros por la imagen que para ello había
utilizado.
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—Sí Rafael, sí creo que algún día lo puedan hacer; cuando no traten de
imitarnos y recurran también a la fuerza interior que los ha hecho resistir y
persistir en su esencia a pesar de todos los infortunios que les han sucedido. Y no
hablo de cerrazones como en otras latitudes las han tenido, hablo de esencialidades
que les permitan ser lo que siempre fueron: un pueblo que supo crear una cultura,
si bien no superior ni inferior a la nuestra ni a ninguna otra, una cultura que les ha
permitido a ustedes ser una avanzada más de esa diversidad de lo que el hombre
no es pero puede llegar a ser.
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Capítulo VII
LOS LLAMADOS DE LA SANGRE
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Rafael se le quedó mirando, primero con una mirada de atemperada
desconfianza y después sonriéndole con cierta aquiescente complacencia.
—No Güero, no te lo tomes así. Lo que pasa es que tú eres muy agresivo.
Siempre lo has sido… desde chamaco. ¿Recuerdas lo que hacías en el callejón con
el Andresito y los panaderos? Y conmigo también, pinche Güero, conmigo
también, pero yo a pesar de lo coyón, como tú dices, a veces te me ponía al brinco.
—¿Cuándo, pinche Rafa? ¿Cuándo?
Rafael echa una mirada al bar que está enfrente y le pregunta al Güero:
—¿Tienes tiempo ahorita?; hace mucho que no nos echamos unas pacíficos,
¿eh? —El Güero hace un gesto como de contrariedad, pero luego asiente:
—Pos órale Rafael, la Mina se va’nojar, pero no importa; yo también hace
mucho tenía ganas de echarme unas pacíficos contigo, al cabo hace mucho que no
lo hacemos.
—Vamos pues —remata Rafael, y cruzan la calle dirigiéndose a la esquina
donde está el bar.
Entran y se sientan en una mesa cercana al abanico del techo, pues Rafael
siempre ha renegado del calor que hace en estos bares donde ni ese artefacto es
suficiente para atenuarlo.
—Dos pacíficos bien frías Chinto, por favor —le pide Rafael al mesero, quien
diligentemente las saca de la hielera, las destapa y se las lleva a la mesa.
—¡Ah, qué sabrosas a esta hora, Rafa! —dice el Güero mientras se saborea el
largo trago de casi la mitad de la botella.
—Sí Güero —contesta Rafael parcamente.
—Bueno, ¿qué me querías decir pinche Rafa, o era sólo el pretexto para las
pacíficos, cabrón?
—Pues sí y no Güero, lo que pasa es que hace tanto tiempo que no platicamos
como amigos que ya se impone que lo hagamos, ¿no?
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—Oquei Rafa; salud entonces —ambos levantan su botella y las entrechocan; le
dan otro largo trago y ríen.
—¿Recuerdas lo abusivo que eras con los otros plebes del callejón Güero? Yo
seguido lo recuerdo, no sé tú.
—Ay, Rafa, ya'stas con tus rememoraciones de cuando éramos plebes; lo
pasado, pasado. Así es la vida.
—No, si sólo digo que lo pasado, cuando lo recuerdas, es el presente porque
ahora es cuando lo estás recordando. El gusto por evocar el pasado no es más que
el gusto del presente, porque es el presente cuando lo estás recordando.
—No me lo revuelvas Rafa, no me lo revuelvas, por favor. Somos amigos desde
que teníamos diez años y ya llevamos más de veinte de eso pinche Rafa, y ya me
conoces cómo soy, así que salud cabrón.
Ambos levantan las botellas de Pacífico y las entrechocan de nuevo
festivamente. Rafael, después del trago de rigor, medita un poco en lo que va a
decirle ahora al Güero.
—¿Recuerdas cuando la guerra con los del canal, Güero, lo recuerdas?
—Claro que lo recuerdo, cómo no lo voy a recordar, pinche Rafa, si hasta un
castigo me costó; y sin deberla, cabrón, sin deberla —responde el Güero
levantando las manos y azotándolas estrepitosamente sobre sus muslos.
—Pues mira, escribí un cuento sobre esa historia, Güero —Rafael enfatiza con
los brazos—, y quiero que lo escuches, a ver qué te parece, ¿eh?
—A ver Rafa, a ver, cómo va eso —y da otro trago a la Pacífico, hasta el fondo,
por lo que le pide otro par al mesero sin preguntarle a Rafael si quiere otra.
—Pues mira, el cuento se llama “La guerra con los del canal” y dice así —Rafael
en tanto, ha sacado del fajo de papeles que trae varias hojas, las ordena y empieza
a leer:
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Miró los zapatos nuevos del Güero, un número más grandes, mientras éste, apoyando un
pie sobre el montículo de arena, lanza piedras y mentadas en compañía de los otros hacia la
esquina donde termina la cuadra.
—Son los del canal: hoy en la noche habrá pelea. Tírales tú también, no te quedes ahí
parado, pinche Rafa.
Yo hago como que agarro una piedra y se las aviento y también como que les aviento
mentadas, pero no.
Cuando el Güero se cansa de aventar piedras, baja del montículo y me dice:
—Pinche Rafa coyón, a la noche no te vayas a rajar. El Parra va a traer su rifle; nos
vemos aquí a las ocho. El Mángüel, el Andresito, los panaderos y los demás van a estar.
—Te quedan grandes los zapatos —le digo.
—No, es que así son.
Noto entonces que ya tienen una rajada, de alguna piedra tal vez.
—Mira, ya los fregaste.
—No, es sólo un rozón —me responde.
—¿Vamos a ir el domingo al cerro y al campo del Parra? —le pregunto después de un
rato.
—No sé —me responde. Y luego, un poco molesto, me dice—: Eso lo vemos después. A
la noche te esperamos, ¿eh? No se te olvide.
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…Todos corren despavoridos mientras yo trato de ayudar al Parra a desatorar el pantalón.
El rifle yace tirado en el suelo. Finalmente le doy un tirón, pero la tela se rompe porque
estaba trabada en un clavo que no habíamos visto, y se escucha el rasguido de la tela. El
Parra y yo caemos, pero el pantalón, o lo que queda de él, ya se ha desprendido. Nos
levantamos de prisa. El Parra coge su rifle y echamos a correr hacia el lado de su casa, que
está en la otra esquina. Sin resuello casi, llegamos por fin a la puerta.
—Bueno, mañana nos vemos —le digo, mientras él entra.
—Sí —me contesta todo sudoroso y con una cara que no se me olvida.
Al otro día que nos reunimos con el Güero, nadie comenta nada de la noche anterior.
—Es que me mandaron con una tía que estaba enferma —fue toda la explicación que
nos dio.
Durante varios días todavía recordé la cara del Parra, y soltaba la risa sin poder
contenerme. No sé cuánto tiempo más lo recordé, pero fue un friego de tiempo.
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Hasta pariente es del Johnston, creo. Luego vas a estar del otro lado de la barrera, y
lo del partido y tus ideas dizque socialistas, ni máiz.
Rafael mira de reojo a su amigo y piensa si de veras será así como él lo dice;
piensa luego en su madre-madrina y se dice que no, que él no va a cambiar nunca.
Está en él y no es cosa de la edad ni de las circunstancias. Está en él, se dice
nuevamente.
Se levanta y pide la cuenta. Saca un billete de a peso y le grita al mesero: —
Quédate con la feria Chinto, gracias—. Luego le da una palmada al Güero y le dice:
—Si vas al baile, nos vemos a la noche, ¿no? Gracias por escucharme.
El Güero se queda un tanto perplejo mientras lo mira salir del bar. El Rafa a
veces como que está medio lelo. No lo entiendo, se dice para sus adentros, y se
levanta también gritándole al mesero: —¡Hasta la otra, Chinto!
Sale a un atardecer todavía clareado y mira al final de la calle, hacia la plazuela,
donde el desfile se desbarata y se convierte en un reburujo.
Rafael, sentado en la mesa que las amigas de Marisa ya les habían apartado,
miraba con cierto nerviosismo hacia la escalera donde de un momento a otro
esperaba verla llegar. La orquesta de Tirso Robles tocaba ahora, lo que hacía que se
perdiera un poco el parloteo de las amigas de Marisa. La verdad, sólo las
aguantaba por ella; si no, ni un minuto más se quedaría en esa mesa, no
importándole que algunas de ellas estuvieran bien chulas. En eso, una de ellas,
Patricia, creía él que se llamaba, lo asedió con estas palabras:
—Oye, Rafael no te preocupes si no llega Marisa, ¿qué ninguna de nosotras
puede sustituirla?
Rafael agarrado así de pronto, no supo qué contestar. Le pensó unos segundos
y, aparentemente sin inmutarse, le contestó:
—Claro que sí, Patricia, estoy a tu disposición cuando quieras, no nomás ahora.
Se escuchó entonces un largo y asonado “oooh” de las amigas.
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—Eso se va a saber —dijo una de ellas—, ¿o tú qué dices Patricia?
—Qué voy a decir, tú; si el luriado es él y no yo. Pero y bueno —dirigiéndose de
nuevo a Rafael—, sácame a bailar esta pieza.
Él se disponía a pararse cuando vio en el rellano de la escalera entrar a Marisa
con su tía. Y volviéndose hacia todas, les dijo:
—Discúlpenme, ahora vuelvo.
Y se dirigió a toda prisa hacia ella. Saludó con un buenas noches desangelando
a la tía y tomó del brazo a Marisa, dándole un beso en la mejilla, que ésta
respondió con un ligero mohín, y acercándose al oído de Rafael, le dijo:
—Es que a última hora la tía se me pegó y no valió de nada que le dijera a mi
mamá que iba a estar con Patricia y las otras amigas. Ya sabes cómo es mi mamá,
Rafael. De nada sirve que tenga algo de sangre de los del otro lado. Luego se le
pegó un poco más, como queriendo decirle: lo otro no importa, lo importante es
que vamos a estar juntos hasta la madrugada. Él, condescendiente, respondió con
el mismo movimiento y volvió a besarla en la mejilla.
Antes de llegar a la mesa la orquesta empezó a tocar una que especialmente les
gustaba y Rafael le dijo entonces:
—Oye, la que nos gusta, mejor vamos a bailar, que lo prefiero mil veces a estar
con tus amigas.
—¡Ay, cómo eres, Rafael, qué te han hecho! —Marisa dejó entonces su bolsa en
una de las sillas, no sin antes saludar efusivamente—. Buenas noches, muchachas,
ahorita nos vemos, nomás bailamos ésta —y le dio la mano a Rafael
encaminándose ambos a la pista de baile, a un lado de la orquesta, mientras la tía
saludaba también a las amigas de Marisa y se sentaba con ellas.
Rafael tomó entonces a la joven en sus brazos y se dejó llevar por el ritmo de esa
melodía que tanto les gustaba. Sintió su cuerpo junto del suyo y la deseó; deseó en
ese momento estar con ella en la cama haciéndole el amor, como ya antes lo había
hecho varias veces. Marisa respondió al llamado no importando que algunas de las
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parejas que a su alrededor se encontraban se volvieran a mirarlos con miradas
suspicaces, algunas con envidia y otras con recelosa desaprobación. Qué
importaba, se decía Rafael, ellos no sabían lo que era sentir esa ola que te envolvía
y en sofocantes remolinos te sumergía cada vez más en un océano embravecido,
más allá de cualquier asidero material, más allá de todo, y en proceloso éxtasis te
arrojaba a esa playa donde la ternura hacía siempre su acto de presencia, como si
en la procacidad de los cuerpos satisfechos y saciados ellos, por razones
desconocidas, fuera necesario. Entonces contemplaba extático el cuerpo desnudo
de Marisa y se decía que sí, que esto era lo único, lo único que hacía esta vida
soportable.
Lo sacó de su enervamiento la voz cálida de su novia:
—¿Me quieres?
—No, respondió él, te deseo, te amo, no te quiero.
—Rafael, Rafael, ¿por qué siempre rompes la magia del instante con tus
racionalidades, por favor?
—Perdóname, Marisa, perdóname; pero en este momento quisiera estar
haciéndote el amor, chingao; perdóname, te amo tanto.
—Sí, yo también, Rafael, yo también; pero ahora no podemos.
Él entonces se detuvo y le dijo:
—Marisa, quiero hablar contigo seriamente; vamos a sentarnos a otra mesa que
esté sola, lejos de tus amigas y de tu tía, ¿sí?
—Bueno, Rafael —respondió Marisa y se dejó llevar.
—…Marisa —parsimoniosa, pero a la vez con sinceridad, le susurró mientras se
acomodaba en la silla—, quiero que vivamos juntos; quiero casarme contigo. Ya no
aguanto el estar lejos de ti.
Marisa se le quedó viendo no con extrañamiento por la confesión sino con una
especie de consentido arrobo.
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—Sí, Rafael; sé que mis padres no estarán totalmente de acuerdo, pero no
importa. Si me lo negaran, de todas formas me iría contigo a donde fuera.
—Marisa, sabes que mi madre-madrina odiaba, o al menos así lo creo hasta
ahora, a tu tío abuelo, Benjamín, ¿verdad?
—Sí, sí lo sé Rafael; pero eso no me importa.
—Lo que no sabes es que probablemente tengamos algo de la misma sangre,
Marisa.
—¿Qué dices Rafael?, ¿de qué hablas, por favor?
—Cálmate Marisa y escúchame —Marisa con un gesto de disgustada
aquiescencia miró a Rafael y le apretó la mano.
—Sucede que es probable, si mis disquisiciones no están sesgadas, que yo sea
hijo de Clarissa Kneeland y de Benjamín Johnston.
—Rafael por favor, ¿qué dices? ¿De dónde sacas eso?
—Mira Marisa, mis recuerdos más tempranos son los de una mujer que me
acariciaba y cuyas manos eran blancas, blancas, y no morenas como las de mi
supuesta madre.
—¿Y eso qué, Rafael? ¿Qué tiene qué ver con lo que me dices, por favor?
—Pues sucede además que uno de los vecinos de donde se quedó mi madre-
madrina unos días en El Público, al parecer me ha hecho algunas insinuaciones
sobre ella, de una noche que llegó con Johnston ya muy noche, y que creo venían
de una fiesta o algo así. Y bueno… —Rafael se quedó en silencio unos segundos—,
pues más o menos a los nueve meses nací yo; así que no sé qué pensar, Marisa.
—Qué cosas me dices, Rafael ¿cómo es posible que pienses eso? Si tu padre
viviera no sé qué pensaría de ti. Pero, en todo caso, a mí no me importa y yo creo
que a ti tampoco te debería importar.
—Pues no, pero la cosa es que ni más ni menos que aunque lejanos, ambos
compartimos algunos de los mismos cromosomas.
—¿Y eso qué, Rafael, eso qué?
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—No, si a mí no me importa, lo digo por ti Marisa. Como nuestra relación
familiar sería tan lejana no habría ningún peligro de degeneración biológica. Sin
embargo, creo que para tus parientes quizá sí represente algún problema de tipo
religioso o social.
—Bueno, Rafael ¿y eso qué tiene qué ver con lo que me dijiste en un principio?
¿Me amas?
—Marisa, por favor, la pregunta es innecesaria, claro que te amo; daría en este
momento, aunque suene cursi, mi vida por ti.
—Rafael, Rafael, entonces casémonos y a la fregada todo —Marisa hizo una
pausa, miró hacia la pista de baile y luego continuó:
—Rafael, sabes que no me importa nada, nada; me voy contigo a donde tú
digas; lo que yo siento por ti está más allá de cualquier circunstancia familiar,
como tú dices.
—Marisa, sí; pero sucede que tu tío abuelo representa todo lo que yo más
odio… y me enerva pensar que también en su sangre llevara los mismos
cromosomas de la mujer que yo amo.
La tía de Marisa, a quien no vieron llegar, en ese momento se paró frente a su
mesa:
—Jovencitos, ¿qué se creen, que están solos, o qué?
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Capítulo VIII
LOS ORÍGENES
Y con los primos fuimos a bañarnos al río. Recién había chubasqueado y traía mucha agua,
como revolcada, porque se veía oscura como las manos de la tía, por la tierra que recogía
antes de llegar aquí, al pueblo de la nana Natalia. Y con los primos, Ramón y El Mudo,
fuimos entonces a un lugar que llaman Las Peñitas, porque ahí hay muchas piedras, pero
juntas como si fuera una sola y como si fueran escalones; y ahí nos sentamos a pescar;
bueno, El Mudo y Ramón. Yo no más veía, porque ellos son más grandes. Cortaron
entonces una vara larga y le quitaron las ramas y espinas de huamúchil o mezquite, y luego
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le amarraron una piola larga, larga; entonces, como a la mitad le pusieron un corcho, de
esos que el tata Samuel tiene en las botellas de sotol que se toma en las noches con el tío
Modesto y otros amigos de quienes no recuerdo su nombre, y que entonces se ponen a reír y
a decir muchas malas palabras que algunas yo ni entiendo. Luego el primo El Mudo al final
de la piola le puso un como ganchito, que dizque anzuelo, y que tiene picos a los dos lados,
que para que los peces se enganchen ahí y no puedan escaparse; y en el ganchito ensartó
unas lombrices que antes había sacado de la tierra húmeda, del jardín de la nana Natalia.
Yo vi entonces cómo el primo El Mudo lanzó el anzuelo al agua y se sentó en Las Peñitas al
igual que el primo Ramón y yo, pero yo no más a mirarlos, y se estuvieron quietos, quietos
mucho tiempo, y yo miraba cómo el agua corría abajo de Las Peñitas y hacía unos como
remolinos, de los cuales las tías decían que abajo de ellos había unos monstruos y que le
jalaban a uno de los pies, pero era un poco aburrido estarse ahí viendo si un pez se
enganchaba del anzuelo. Y luego algo jaló hacía abajo el corcho y entonces los primos se
pararon y empezaron a gritar, “¡Ya picó uno, ya picó uno!”, y levantaron la vara y sacaron
entonces a una tortuguita que se meneaba mucho y entonces yo les dije que me la dieran, sí,
que me la dieran, porque a mí las tortuguitas me gustan mucho, y entonces los primos como
enojados la desprendieron del anzuelo y la arrojaron con fuerza otra vez al río. Bueno, no
importa, aunque a mí más que nada me gusta ir a Las Peñitas por ver si me dan algún día
una tortuguita de las que pescan, porque la verdad no recuerdo nunca haber visto que
pescaran un pescado de verdad, sólo las tortuguitas que se mueven como desesperadas
colgando del anzuelo de los primos.
Yo quiero mucho a la nana Natalia porque siempre me da todo lo que le pido y nunca me
dice no a nada. Y cuando clarea antes de que salga el sol allá arriba, lejos, donde mi tata
Samuel dice que siempre hay agua congelada, nieve, y que cuando este un poco más
crecidito vamos a subir a verla, él me va a llevar, mi nana Natalia me llama para darme un
vaso espumoso lleno de leche que le ordeña a la primera vaca a la que se le pega el becerro, y
luego, después de que el becerro le da varias chupadas tan fuertes que la vaca nomás muge y
lo voltea a ver, pero no le hace nada porque sabe que es su hijo, ellas saben quién es su hijo y
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por eso se dejan hacer, aunque les duela que les aprieten las ubres, pero ya después que la
nana Natalia le quita al becerro y lo amarra a un tronco cercano para que ya no la estorbe,
ella se pone a ordeñarla, y primero suavemente aprieta las ubres de la vaca y después más
fuerte, y a cada estirón sale un chorro de leche caliente que cae en el vaso que mi nana
Natalia pone para que no caiga al suelo, lleno de rastrojo mojado y embarrado de los
excrementos de las vacas, y el vaso se llena de una espuma que a mí me sabe como lo más
sabroso del mundo, sí, mucho más sabroso que los dulces de melcocha que a veces la tía Rita
me compra y que hacen enojar a la nana Natalia, porque dice que están hechos con azúcar
que dizque refinada o algo así; pero de todas maneras no importa, porque a mí me gusta más
la leche de la primera vaca que me da la nana Natalia, allá, en su pueblo de la sierra, que ni
me acuerdo cómo se llama, porque luego mi papá Rafael me trajo a vivir a Sivirijoa con mi
madrina, sí, con mi madre-madrina Clarissa.
Mi madre-madrina Clarissa tiene muchos libros en su casa y ella y su hermano Ira se la
pasan escribiendo cosas, y luego en unos como escritorios, pero más grandes y hechos de
metal, ponen arregladas unas letritas como las que mi madre-madrina me enseña en unos
libros que tiene y con los cuales dice que me va a enseñar a leer y escribir; y luego en otras
de esas como máquinas ponen unas hojas de papel, y con una palanca la bajan y bajan, y
entonces en las hojas aparecen letras como las que madre-madrina y el hermano Ira habían
arreglado antes.
El hermano Ira es más serio que la madre-madrina Clarissa, y casi no me habla; pero es
bueno porque siempre que me ve se sonríe conmigo. Él, con un aparato que llama cámara y
otras cosas quesque para las minas, a veces se va y regresa varios días después con unas
cosas que guarda en telas, y luego se encierra en un cuarto muchas horas y al otro día me
enseña lo que ha hecho y que llama fotografías; en ellos yo veo gentes muy serias, arregladas
como si fueran a ir a un baile o cosa parecida, pero también hay lo que llaman paisajes que
no son más que montones de cerros pelones con uno que otro mezquite o pitahaya, y con
gente parada a su lado mirando para el frente como si uno los llamara y lo estuvieran
viendo. Yo le pregunto al hermano Ira que cuándo voy yo a salir en esas fotografías y
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también la madre-madrina Clarissa, que yo quiero tener un fotografía de ella y de mí para
tenerla guardada en el baúl que he traído de con la nana Natalia. Él me dice, entonces,
cuando seas grande, Rafaelito, cuando seas grande, comiéndose la palabras en una forma
muy chistosa que a mí me da risa y me gusta oírlo; y a madre-madrina también me gusta
oírla, pero a ella no se le nota tanto, y es que ella me ha dicho que del lugar de donde son
hablan de otra manera. Otro idioma, me dice. Yo no entiendo bien bien qué es eso, pero
pienso que debe de ser horrible vivir en un lugar donde la gente no se entiende cuando
habla, porque nosotros sí nos entendemos aquí, pues hablamos español cuando estamos con
la gente de abajo, y mayo cuando estamos allá, con la gente de arriba.
Cuando mi papá Rafael viene a verme me da mucho gusto, porque siempre me trae
cosas, sí, unos trenes con su locomotora y al final un vagón que se llama El Mirador.
Entonces mi madre-madrina se pone muy contenta y se la pasa platicando con mi papá
Rafael, ahí en el portal con piso de tierra que tienen en su casa mi madre-madrina y su
hermano. Yo los veo cómo se ríen, pero no entiendo de lo que hablan, de un señor que creo
se llama Oven y otro Yonson o algo así, y me les quedo mirando y pienso que qué bueno que
están juntos y que se digan cosas que a veces los hacen reír pero otras enojarse, y entonces
me pregunto que si por qué, que si yo tengo la culpa de algo aunque no haya hecho nada
malo que yo recuerde, pero no, pues luego me miran y papá Rafael me llama y me da un
beso en la frente y me dicen, anda, Rafaelito, vete a jugar a la orilla del jardín, pero con
cuidado ¿eh?, que tu madre-madrina y yo tenemos mucho de qué hablar. Pero yo me hago el
sonso y hago como que me voy y me quedo escondido atrás de unas piedras que están junto
al portal, porque me gusta escuchar de lo que hablan, de los señores esos que dije y otros, y
de un lugar al que llaman Mochis y otro que llaman Topo no sé qué.
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prometer cosas irrealizadas a los ilusos colonos que en él creyeron, y por lo cual
quemaron sus naves en busca de la tierra prometida, como los hijos de Canaán, y
al final vieron que tanto sacrificio fue en vano, que tanta muerte en estos eriales,
tan lejos de su lugar de origen, no serviría ni siquiera de abono a una tierra de la
que los hijos obtuvieran el fruto reivindicativo de su muerte.
Ahora, la silueta del tren, extraña en estas tierras, se deslizaba frente a la
pequeña iglesia de Sivirijoa, frente a las casas de los descendientes de quienes
también, hace milenios, llegaron en busca no de la utopía, concepto extraño para
ellos, pero sí en busca de algo parecido. Algo que finalmente se traduce en el lugar
de donde se podrá obtener lo mínimo necesario para subsistir, sí, y también para
celebrar los rituales de la vida, los que permiten al hombre propagarse como
especie y dejar constancia no sólo de su paso por la Tierra, sino de que vivieron su
vida tratando de agotarla en sus escasas posibilidades como una oportunidad de
gozar lo poco gozable que en ella existe, sin pedirle nada más.
A las dos personas que se encontraban en aquel portal, el ulular del tren les
parecían las trompetas que anunciaban el heraldo de algo desconocido. Era algo
que las rebasaba y estaba más allá de cualquier intento por detener el curso de los
acontecimientos que Owen, sin quererlo o siquiera imaginarlo, había
desencadenado, tal inconsciente Prometeo que le robara a los dioses el fuego de un
progreso cuyo fin era lo de menos, pues lo demás era el conocimiento que nos
acercaría a los dioses de los cuales dependíamos.
—Rafael, no quiero que te vuelvas a llevar a Rafaelito como cuando estaba
recién nacido y que no me dijiste que te lo ibas a llevar a la Lluvia de Oro, con tu
madre y sus hermanas. Yo podía haberme quedado con él y haberlo educado como
uno de los nuestros. ¿Por qué fuiste tan tozudo y ni siquiera me tomaste en cuenta?
Rafael mira a Clarissa, olvidándose unos momentos de lo que el tren le sugería.
—No lo sé Clarissa, de verdad que no lo sé. A veces me pregunto por qué tomo
algunas decisiones en forma tan intempestiva y sin pensarlo. Creo me viene de mi
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herencia española, de mi padre, autoritario e imprudente como sus antepasados
moriscos, según leí después en esos libros que había en la biblioteca donde trabajó
mi madre, muchos años después de que ella había… muerto.
—Rafael, lo que siento por ti no tiene nada que ver con eso…; bueno, al menos
así lo creo. Yo te amo, Rafael, y mi amor está más allá de los avatares
circunstanciales de mis raíces sajonas y tus raíces españolas e indias. Algo me dice
que el concepto de raza sólo es una invención más que los hombres hemos ideado
para justificar nuestros afanes de dominio. No hay razas, o como se les llame,
inferiores; sólo hay esta gran familia humana a la cual pertenecemos, con su gran
diversidad circunstancial debido al medio ambiente en el cual nacemos y nos
desarrollamos. Eso y nada más, Rafael. Créemelo, por favor. Mi amor por ti no
tiene nada que ver con ello, te lo digo.
—Te creo Clarissa. Es que a veces me siento tan pequeño junto a ti, que me da
coraje no ser como tú, tan letrada, tan llena de esa riqueza de un mundo al que
nosotros ni siquiera conocíamos —Rafael se frota las manos nerviosamente y
agacha la cabeza, como sintiendo pena frente a Clarissa por ser como es—;
Rafaelito tenía que vivir en sus primeros años con los suyos… Es decir, con los
míos, de quienes desciendo. Pero yo sé que Rafaelito más pronto que nada va a
pertenecer a tu mundo, o mejor dicho, al mundo de mi padre. Y que necesitaba de
esa experiencia de sus primeros años para que se diera cuenta de dónde vino, de
ese mundo que presiento tiende a desaparecer y del cual no debe olvidar las raíces.
—Te comprendo, Rafael, claro que sí te comprendo. Por eso te pido que me
comprendas también tú a mí. El amor que le profeso a Rafaelito, no es sino una
prolongación, espuria si quieres, del amor que te profeso a ti. Eso lo tienes que
comprender muy bien, Rafael. Y, si como yo creo, tú también me amas, debes
aceptar esta verdad. Debes aceptarla, Rafael; por el bien de los dos y nada más.
Luego ambos miran hacia la puerta de atrás del chiname, que da a la parte
trasera del jardín, buscando ver al niño que hace rato salió. Lo ven entonces
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asomarse espichadamente por la puerta, con una sonrisa como de socarrona
complicidad, y diciéndoles: —Es que ya hace rato que regresé.
Rafael y Clarissa se le quedan mirando consternados y están a punto de
reprenderle, pero Rafael sólo acierta a responder con la misma sonrisa:
—Anda, ya vete, y no vuelvas a esconderte a escucharnos cosas que tú no
entiendes, Rafaelito, todavía estás muy chamaco para esto —y lo ven cómo se
retira saltando por entre los arriates limitados por las hileras de cantos grandes del
río.
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tuvieran cierto éxito y vivieran con cierta holgura. No era el caso, desde luego, de
la familia Kneeland. Hacía casi dos años que Nuestra Hacha había dejado de
imprimirse. Lo único que más o menos les permitía cierta subsistencia era el
trabajo de prospección minera y algunos trabajos de fotografía de Ira Kneeland y,
sobre todo, el cuidado del huerto familiar que al menos les proveía de lo mínimo
indispensable para comer. La labor del dispensario y de la escuela que Clarissa e
Ira desarrollaban entre los indios de Sivirijoa, más que proveerlos de algunos
medios, les exigía erogaciones que diezmaba el ya de por sí raquítico presupuesto
familiar. Para colmo de males, a Ira la sordera se le había agravado y necesitaba
cada vez más de la ayuda de su hermana. Malos tiempos en verdad eran estos, y
los que se avecinaban no eran portadores de ninguna mejoría, por cierto.
—¿Por qué no quieres casarte conmigo, Clarissa?, ¿porque soy de otra raza y
conmigo no tendrías lo que con uno de tus paisanos? ¿Por eso Clarissa, por eso? —
Le insistía un Rafael exaltado fuera de lo común a una Clarissa que mostraba la
habitual calma de su carácter, motivo quizá de un mayor enardecimiento de aquél.
—No, Rafael, sabes que no es por eso; bien que lo sabes. Como también sabes
que mi amor por ti es verdadero. Como otras veces ya te lo he dicho, para mí, mi
familia es muy importante —Clarissa duda ahora un momento en lo que va a
decir—; mis dos hermanas ya se casaron y mis padres ya están viejos; el único
sostén de la familia es mi hermano Ira, y él, como sabes, tiene un problema en el
oído, por lo que yo le prometí a madre que yo sería su oído, que yo no lo
abandonaría nunca y que eso no debería ser motivo de preocupación para ella.
Hace unos años, un joven de la colonia también me pidió que me casara con él, y al
igual que a ti lo rechacé, aunque a él no lo amaba como a ti. Por eso me resulta más
dolorosa esta decisión. De veras, Rafael, tú eres la única persona con la que me
casaría, si no fuera por lo que te he contado. Y sufro por ello, Rafael de verdad que
sufro por ello. Lloro en las noches pensando en la imposibilidad de vivir contigo
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como yo quisiera. Me consuela un poco el que Rafaelito viva conmigo, ahora que
has decidido traerlo para que vaya a la escuela. Créeme Rafael, esa es la única
razón que me impide casarme contigo, la única.
—Pues no la acepto Clarissa, no la acepto. Tu familia y nosotros podríamos
vivir juntos… Digo, si es que ella lo acepta…; sobre todo Ira, sí, sobre todo Ira.
—¿Qué tanto discuten Clarissa, que no me dejan concentrarme? —preguntó Ira
en ese momento, entrando a la sala desde el taller y un poco malhumorado.
—Nada importante, Ira; Rafael y yo nada más hablábamos sobre la situación
del país, que cada día parece más enrarecida y no nos augura nada bueno —
contestó una Clarissa un poco confusa, creía que estabas fuera Ira. No te oí cuando
llegaste.
Rafael se levantó entonces intempestivamente, tirando el sombrero que había
colgado en el respaldo de su silla:
—Hola Ira, ¿cómo estás? ¿Cómo sigues de tu oído? Clarissa me ha dicho que no
mejora.
—Pues no Rafael, pero qué se le va a hacer, esto ya no tiene remedio. Ahí la voy
llevando nada más. Siéntate, Rafael no te levantes.
—Supe, por cierto, que Johnston ha tenido problemas con la fábrica; quiero
decir, que no ha habido suficiente caña para moler y que tiene cogidos de los
testículos a algunos excolonos por el contrato que hicieron con él.
En ese momento Rafael se da cuenta de su ligereza al hablar, cuando ve a
Clarissa volver la cabeza hacia Ira y a éste mirarlo con un aire de desagrado.
—Bueno… perdón, quise decir que no van a poder cumplir con la cuota esa del
contrato y entonces van a tener que pagarle a Johnston una multa por lo mismo.
Ira toma entonces una silla y la acerca, sentándose en forma por demás
meditabunda.
—Rafael, varias veces hemos platicado sobre nosotros, sobre los excolonos que
nos quedamos aquí después del fracaso de la Credit Foncier of Sinaloa. Lo que nunca
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me ha quedado claro es lo que tú piensas de nosotros, de los “gringos” pendejos;
sí, pendejos, porque así lo dicen ustedes, que vinieron aquí a tratar de establecer
una colonia de tipo socialista, término que a ustedes no les decía nada; digo, a tu
gente, a los indios, sin que con el nombrarlos así implique yo ninguna connotación
de tipo peyorativo, desde luego. Me interesa eso, Rafael ¿qué piensas tú de todo
eso?
—Ira, nos conocemos hace poco más de cinco años. Has permitido, lo cual
agradezco de todo corazón, que mi hijo viva con ustedes, gracias a la amistad que
me une a Clarissa… y a ustedes también, desde luego. Por lo poco que he leído y
por lo que Clarissa misma me ha contado, sé del motivo por el cual ustedes
vinieron aquí y sé también por qué finalmente fracasaron. En uno de los números
de Nuestra Hacha, ayudado por Clarissa, desde luego, leí un artículo sobre lo que
era el socialismo. He leído otros, tuyos desde luego, sobre lo del canal y de cómo
finalmente lo perdieron y de cómo Johnston, en la forma más vil imaginada se
apoderó de él. Pero aquel artículo me llamó la atención porque, sin referirse
explícitamente a la experiencia de la Credit Foncier of Sinaloa, uno pensaba en ella al
leerlo. Efectivamente, aunque no he leído mucho sobre socialismo y comunismo,
pienso que las condiciones para su establecimiento hay que crearlas, crearlas con el
trabajo de todos. No son algo que se dé por sí solo y que uno llegue no más a
disfrutar de ellas; no, el socialismo de que hablan los que saben, es un socialismo
que hay que construir, que hay que erigir con el trabajo diario de cada uno de los
que a él aspiran. Esa fue la causa de que su colonia fracasara, Ira, que se creyó que
bastaba nada más con pagar su cuota, venirse a asentar a este erial, otro error, y ya
se estaba en una colonia socialista… o cooperativa, como creo la llamaba Owen.
Que, por cierto, para mí no fue más que un farsante disfrazado de socialista…
Pero, bueno, esa es otra historia.
Ira y Clarissa se quedan unos momentos como sorprendidos por la disertación
de Rafael, sin saber qué decir. Ira es el primero en romper el ominoso silencio:
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—Rafael, en verdad me has sorprendido, nunca habíamos platicado de esta
manera y me has sorprendido. Antes que nada, debo disculparme por tener una
mala opinión de ti. En todo lo que has dicho estoy de acuerdo contigo. En lo único
en lo que no estoy de acuerdo es sobre tu opinión de Owen. Para mí Owen fue un
empresario capitalista, cierto, pero un empresario con ideas, hablo de su
cooperativismo, entresacadas de su tocayo inglés y homólogo Robert Owen, que
finalmente fue vencido por las reglas del capitalismo rampante que hoy impera en
el mundo al que pertenecemos. Ingenuidad o falta de astucia, llámale como
quieras, pero que haya obrado de mala fe, nunca, nunca, Rafael.
Rafael entonces aprovecha la ocasión, toma las manos de Clarissa y se dirige a
Ira en forma más que ceremoniosa: —Ira, quería decirte…
Clarissa retira abruptamente las manos de las de Rafael e interviene: —Sí, Ira,
Rafael quería pedirte que si era posible que Rafaelito continuara viviendo con
nosotros por un tiempo más, sólo hasta que Rafael se asiente en Los Mochis y
consiga un buen trabajo; ¿no, Rafael?
Rafael, mirando con un dejo de resignada frustración a una Clarissa un tanto
consternada, responde:
—Sí Ira, a eso me refería.
Ira se vuelve a ver a Rafael y después de llevar varias veces su mirada por los
rostros de éste y de Clarissa, le dice:
—Claro, Rafael, no faltaba más. Precisamente le decía el otro día a Clarissa que
siento un especial afecto por Rafaelito, y que me gustaría mucho que él se educara
en los principios que nos hicieron venir a este lugar. Finalmente, yo creo que la
ideología socialista es lo que más les conviene a ustedes… Claro, no es que
menosprecie la suya, simplemente pienso que de la mezcla de lo mejor de ambas
puede resultar un hombre más preparado para un futuro más prometedor y que
nosotros seguramente ya no veremos. Sí, Rafael, cuenta con ello.
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Luego se levanta y toma del brazo a Rafael. Lo levanta, a su vez, de su silla, y le
da un abrazo efusivo ante la sorprendida mirada de Clarissa. Rafael no puede
decir nada ante esta intempestiva actitud del parsimonioso y siempre lejano Ira.
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Capítulo IX
NO TODO ES COMO LO PINTAN
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permanezcamos afuera en actitud de protesta porque no han accedido a nuestras
peticiones de las ocho horas de trabajo que garantiza nuestra Constitución de 1917.
Rafael escucha una estruendosa salva de gritos y chiflidos que lo hacen volver
la cabeza hacia el orador. El Güero le grita para que se acerque a donde él se
encuentra en compañía de otros trabajadores de la fábrica, pero él no le hace caso y
permanece fuera de la multitud que rodea a José. Le hace entonces una seña de
negativa aquiescencia al Güero y se orilla al lado de enfrente de la casa donde vio a
las dos mujeres. Ya no están: la ventana ha sido cerrada. Mira de nuevo a José en el
templete y a la multitud que lo arenga emocionada.
No está ahí; pertenece a eso, de eso forma parte pero se dice que no está ahí. Mira de soslayo
al Güero y luego al fondo de la calle de Sonora ¿Y su madre-madrina, Clarissa? ¿Dónde
estará ahora, qué pensará? ¿Tienen razón ella y los que piensan como ella o la razón está
del lado de José y de los que lo siguen?
Y entonces se dice: Johnston, con su fábrica le dio auge a esta región; por las
buenas o por las malas, fraccionó sus mal habidos terrenos y tuvo que vendérselos
a sus trabajadores con ciertas facilidades. Ahora ha abierto para sus habitantes la
compañía de luz, el hielo, el agua potable, ¿el teléfono? ¡Qué generosidad!, dirá él.
Promuevo el desarrollo de la región, de ¡Los Mochis! Soy un benefactor, ¿no? Qué
ironía, qué cruel paradoja madre-madrina, qué manera tenemos los hombres de
dorarnos la píldora. ¿De dónde había sacado ese dicho, válgame Dios? Ahora hasta
Dios tiene vela en este entierro, ¡carajo! ¿Existe Dios?
¿Existe? ¡Qué me importa a mí que exista o no; lo que importa es esto! ¡Esto!, y
miró con ojos exageradamente agrandados todo lo que le rodeaba.
Unos perros flacos y roñosos que hurgaban en la basura de los puestos del
mercado de tendajones distrajeron su atención. Rafael los miró como si fuera la
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primera vez que mirara a un perro. El hambre no tiene dignidad, ciertamente.
Tampoco la compasión.
Siglos, milenios, y el mismo cantar: los jodidos en vano esforzándose por la mínima ración
de pan y sustento. Utilizando en ocasiones las mismas ruindades que sus opresores, se
rebelan justamente contra ellos. Argumentos van, argumentos vienen; la verdad es una: los
de abajo, aun cuando no tengan razón, la tienen, porque nada justifica la miseria y el dolor
de un ser humano, cuando en esta tierra y en esta vida hay suficiente para que todos
podamos vivir sin sufrimientos y en paz.
Rafael volvió en sí cuando oyó a los perros que se peleaban con furia por un hueso
que habían encontrado en la basura.
—¡Silencio, por favor, compañeros, silencio! —Gritaba el Mángüel, el
moderador de la junta del sindicato, la que, por razones obvias, esta tarde estaba
más concurrida que de costumbre por el mitin de la mañana. José, mientras,
sentado en la silla del medio de los tablones que la hacían de mesa, miraba a los
asistentes, quienes, parados o sentados, parloteaban tal parvada de shanates en
celo. Junto a él fungiendo como secretario de actas, se encontraba Rafael, el que con
su actitud taciturna contradecía el ambiente de efervescencia que caldeaba el
improvisado salón de juntas, enardeciendo aún más el sopor de las cuatro de la
tarde ya de por sí encanijado por las calendas de marzo.
Entonces, de entre la multitud se escuchó un grito demandante: —¡Ya,
compañeros, ya no la hagan más de cuento, que empiece la sesión!
—Sí, sí, que empiece —le corearon.
José se levantó entonces y, alzando el brazo en actitud de apaciguamiento, dijo:
—Calma, compañeros; calma. Sabemos que no hay más que de dos: o
declinamos nuestra actitud de no entrar mañana a la fábrica en señal de
desacuerdo con lo que los Johnston y sus esquiroles están haciendo… —José calla
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unos segundos como para pensar mejor lo que a continuación va a decirles—, o de
plano regresamos a trabajar normalmente.
—¡No, no!, ¡Paro, paro, paro…! —Se escucha por doquier.
En eso el Güero se levanta y, en forma más que elocuente, lanza con reto la
consigna no escrita del sindicato —¡Mejor muertos de hambre que muertos en vida
trabajando para la fábrica!
—¡Sí, sí!, ¡Paro, paro! —Escuchó de nuevo estruendosamente en el improvisado
proscenio.
Rafael miraba a la multitud y, mordiendo la punta de su lápiz, parecía
impacientarse por el giro que tomaban las cosas. Se levantó de repente y dijo:
—Compañeros, compañeros… —los asistentes parecieron entonces, como
movidos por un resorte, detener el desbordamiento de su encono y miraron al
secretario de actas en turno. Este permanecía aparentemente impasible ante las
aguas que amenazaban desbordar los cauces artificiales que las reglas de
convivencia social a veces inútilmente erigían—. Ustedes seguramente conocen la
historia bíblica de David y Goliat, de cómo, en un acto de valentía del débil contra
el fuerte, y envalentonado seguramente por su fe en Dios, David, el débil, derrotó
al fuerte Goliat. Sí, es una bonita y enaltecedora historia. Lo que probablemente no
saben es que después David fue rey de Israel, y que, como todos los reyes, en
ocasiones hizo cosas que hicieron sufrir a su pueblo, sí, y ello no tanto por la
ancestral propensión a la crueldad del ser humano, no, sino simplemente porque
cuando somos reyes, cuando para nuestras decisiones y nuestros actos no existe ley
terrestre que nos impida hacer lo que soberanamente creemos correcto, y fíjense
bien en lo que digo, ¿eh?, que nos impida hacer lo que soberanamente creemos
correcto, abdicamos de nuestra posición de súbditos de la ahora sí soberanía
popular, para adjudicarnos la posición de dioses tutelares y tomamos decisiones,
siempre creemos, en beneficio de nuestros súbditos y nunca para su mal. Cuando
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hacemos eso, compañeros, no estamos haciendo otra cosa que, guardadas todas las
enormes proporciones, lo que los Johnston y similares hacen con nosotros.
Rafael fue interrumpido por los gritos de “¡Ya cállate, corifeo de Johnston!
¡Vendido, vendido, a qué vienen tus citas de letrado que no le dan de comer a
nuestras familias! ¡Cállenlo, cállenlo, no sabe lo que dice!”
El Mángüel entonces intervino: —Compañero, compañeros, por favor,
cálmense; así no podemos continuar con la junta, por favor —y miraba con un
gesto de angustia a José, quien se acercó y al oído le dijo que dejara a Rafael
continuar.
Poco a poco los ánimos se calmaron. Rafael imaginó una de esas pausas que el
oleaje se permite entre varias marejadas y en la costa rocosa se estrella como
sempiterno cobro tributario que a la dadora de la vida es justo retribuir. Continuó:
—Seguramente también conocen la historia de José y el faraón, cuando aquél
interpreta sus sueños y el faraón, en pago, le concede atribuciones que ni a sus
mismos súbditos a veces otorga. José, ¿qué hace entonces? José ayuda entonces a
su pueblo, haciendo que los alimentos que tan necesarios les son aumenten y que
sus agobiantes cargas de esclavos disminuyan.
Rafael vuelve a hacer una pausa. Los asistentes, expectantes, lo miran.
—¿Quién hizo más por su pueblo, compañeros, ¿eh?, ¿díganme? ¿David o José?
—¿Dónde andas Rafael, dónde andas, cabrón?, —le increpó en forma harto
exaltada el Güero, quien se había subido en su silla— ¿A dónde quieres llegar con
tus citas bíblicas cabrón? Si tú ni crees en Dios.
Rafael se volvió a donde el Güero se encontraba y, encarándolo, le dijo:
—A donde tú y los que son como tú, con tu actitud no pueden llegar,
Humberto, ahí mismo.
Se escuchó entonces una nueva oleada de gritos, por lo que el encargado de la
reunión tuvo nuevamente que conminarlos a que guardaran silencio. Rafael esperó
unos minutos a que se calmaran para continuar.
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—Los Mochis tiene quién sabe cuántos años de existencia, oficialmente
veinticinco. Si bien la fábrica de Jonhston fue una especie de detonador, ya no
dependemos de ella para seguir existiendo, ya no somos un apéndice de ella.
Skally, primero, y después Miller Jordan, nos mostraron que hay otros medios para
subsistir. El sueño de los que desgraciadamente ni quien se acuerde, puede ser una
relativa realidad. Permítanme ahora, compañeros, recordarles a aquellos colonos
que hace más de cuarenta años llegaron a este lugar persiguiendo un sueño; sí, un
sueño muy diferente al de nuestra idiosincrasia y tradición, pero en el fondo, el
mismo sueño de la especie a la cual pertenecemos y de la cual, a pesar de todas sus
miserias, debemos sentirnos orgullosos de pertenecer, la especie humana,
compañeros, la única especie en el universo, cuando menos hasta donde ahora
sabemos, que es capaz de soñar mundos más perfectos que este.
Un silencio que mucho dice se deja escuchar en la sala. Rafael continúa:
—Lo que quiero decir, compañeros, es que no quememos nuestras naves por
una sola tierra, la fábrica. Hay otras opciones; esta tierra es rica en frutos ocultos
que sólo nosotros, con nuestro coraje y nuestra grávida ingenuidad, seremos
capaces de aprovechar. Como ya lo dije: debemos saber apreciar con justeza la
lección que desde los tiempos bíblicos nos llega: más vale con dignidad y sin
humillación el logro, no frugal pero sí suficiente, que nos permita a nosotros y a
nuestras familias vivir una vida sin escasez que una vida en la que el sufrimiento
prive en aras de un mañana que, como claramente lo dice el poema del colono, Ella
Wheeler Wilcox, “nunca se deja alcanzar”.
Nuevamente se escuchó la iracundia en la voz del Güero:
—Rafael, Rafael, no te entendemos, el hambre de nuestros hijos no entiende de
las lucubraciones de los pensantes como tú y tu caterva de filósofos inútiles, que
rumian mientras la vida real pasa ante sus narices llenas de telarañas.
La algarabía que ha levantado la intervención del Güero dura varios minutos.
Poco a poco ésta se calma. Todos miran con expectación a Rafael.
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—He dicho —es todo lo que Rafael profiere, y arroja el lápiz que en sus manos
sostenía, mientras abandona el recinto ante el asombro de todos.
Camina por la orilla del canal Seis. Desde el bordo contempla a los plebes echarse
clavados en esa agua achocolatada, que a más de la arcilla arrastrada por el río
Fuerte, que le da ese color característico, en su interior encierra los gérmenes que
plagan de enfermedades a los mismos niños que en ella se bañan. Sí, pero que es
también el alma que le da vida a este pueblo. ¿De qué le había servido tanto
sacrificio suyo y de su padre para que lo mandara a estudiar agronomía si ahora
trabajaba para la fábrica del cacique extranjero de esta región? ¿Realmente creía
que con esto ayudaba a sus correligionarios? ¿Con quién estaba, con Dios o con el
Diablo? ¡A la chingada con lo que pensaran el Güero, José y también Johnston y
similares! Lo importante eran esos niños que sin temer disentería y amibiasis se
divertían bañándose en el canal.
Se preguntó entonces por qué amaba tanto este lugar. ¿Su madre-madrina
Clarissa? ¿Su madre, a quien no conoció casi y su padre? Agarró unos terrones del
bordo del canal y los arrojó al agua. Vio cómo esta discurría siguiendo leyes que
apenas él había conocido en la universidad, leyes que siempre resultaban
insuficientes para apresarla en su discurrir y tratar de aprovecharla para beneficio
del hombre. Vano intento. Sólo parcial servidumbre que tarde o temprano el agua
rebosaba haciéndoles pagar caro su intento domeñable.
Miró ahora, a su izquierda y a lo lejos, el Cerro de la Memoria. ¡Memorial Hill!
Algunos de los compatriotas de mi madre-madrina están enterrados al pie de ese
cerro. Nada, nada compensará sus sufrimientos. ¿Y todo para qué? ¿Para qué,
carajo? Más meritorio y más sorprendente que todo, es que a pesar de tanta
miseria, de tanto dolor, las cosas sigan adelante. La vida continúe y los niños
jueguen y se diviertan mientras sus padres, todos los días, se levantan,
rutinariamente se limpian con sus puños las lagañas o se bañan, o simplemente
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hacen sus necesidades al fondo del solar de su chiname; luego toman un café, un
pozol o, si es posible, un huevo estrellado y un vaso de leche recién ordeñada. Y
van a hacer lo que les corresponde: la siembra, el barbecho, el desmonte, o qué sé
yo. O bien van al actual corral que llaman oficina, y durante ocho o doce horas al
día, según, permanecen encerrados desarrollando actividades que detestan pero
que, saben, sin ellas no tendrían lo mínimo necesario para comer y subsistir.
¿Cuál era su triunfo?, se preguntó Rafael. ¿Pero es que es necesario acreditar
algún triunfo? ¿Ante quién y por qué? ¿Será que no somos sino simples agentes de
algo más profundo que se gesta en el devenir de la historia y de lo que nosotros no
tenemos la mínima idea? ¿Acaso existe algo más que gente como mi madre-
madrina y sus compatriotas ejemplifican? El Güero y José, ¿están en lo correcto y
somos nosotros los que vivimos en el error, zánganos con pretensiones elitistas que
nos rehusamos a aceptar que existe un Libro, sí, un Libro con mayúscula, que un
ser superior, Dios, escribió para nosotros y en el que se ha fijado nuestro Destino
para mayor gloria de Él? ¡No, no, eso no lo puedo aceptar! Miró de nuevo a los
niños que sin descanso volvían una y otra vez a escalar el terraplén que exprofeso
alguien había construido para que ellos pudieran saltar desde más alto sobre el
canal.
Mientras, tras la cerrería de San Miguel, el sol se ocultaba y, como todos los
ocasos, volvía a pintar con majestuosidad los colores que Rafael nunca olvidaría y
que iban a acompañarlo hasta el día de su muerte.
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Capítulo X
EL RECUENTO DE LOS AÑOS Y LOS DAÑOS
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principalmente las cristianas, nunca existieron. Entonces, tal vez lo que acicate al
hombre a soportar tantas desgracias por la búsqueda del paraíso, no sea sino el
recuerdo transfigurado de una niñez en la que se fue feliz, y que eso sea lo que
buscan asimismo los líderes, de una manera u otra, es decir, sea el iluminado que
funda una religión o renueva una creencia, sea el revolucionario que dirige a los
hombres a que hagan lo necesario aún a costa de su vida para el logro de una
nueva vida aquí en la Tierra. Como los grandes visionarios tipo Owen —pensó
ahora—, logren o no sus afanes, todos, todos lo hacen instigados inconsciente e
inescrutablemente por el recuerdo de un paraíso perdido, el cual sólo existió en el
mítico y nebuloso pasado de una niñez feliz.
—Sí Rafael, te lo repito una y otra vez, los mejores años de mi vida, y los más
difíciles también, debo decirlo sinceramente, fueron los veinte años que pasé en
Sinaloa, los años de esa maravillosa experiencia que fue la de la colonia y, créeme,
lo mejor que me ha pasado en la vida es haber conocido a tu padre y tener la dicha
de haberte criado a ti y que vivieras conmigo esos primeros años de tu niñez; eso,
eso, mi niño Rafael no tiene precio, en verdad, no tiene precio.
Rafael miraba a su madre-madrina con ternura y trata de imaginarse a la mujer
que conoció cuando él contaba con escasamente cinco años, hasta donde realmente
podía recordarlo, y la comparaba con la mujer casi anciana de ahora, todavía
robusta, cierto, perdida ya en parte esa belleza tan peculiar que bien podría haber
cautivado a algunos hombres, su padre seguramente y, asimismo era objeto de
admiración por quienes conocieron su energía y la profundidad de sus ideas. ¡Ay
de sus pobres paisanos, qué hubieran hecho con mujeres como su madre-madrina
y qué pobremente afrontarían la inteligencia y belleza de mujeres como ella!
—¿Cuántos años tienes, madre-madrina? —preguntó Rafael irreflexivamente,
como quien preguntara a una madre apenas conocida lo que ignora.
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—Sesenta y cinco años Rafael, sesenta y cinco —contestó Clarissa, sonriendo
con un dejo de afectuosa sorna— no has dejado de ser el mismo niño que
candorosa e intempestivamente me hacía preguntas un tanto atrevidas, Rafael.
—Perdóname, madre, perdóname…, digo, madrina, pero es que el reencuentro
después de tantos años me ha dejado anonadado, pues nuestra relación epistolar
no da idea, no, no da idea de cómo realmente somos, Rafael reflexiona unos
segundos. Y, a propósito, madre-madrina, ¿qué has hecho con mis cartas? Porque,
sabes, ahora tengo la idea de escribir un libro sobre las implicaciones que tuvo la
experiencia de la colonia en la fundación de Los Mochis y me gustaría releerlas.
Clarissa se queda unos momentos meditabunda y acaricia nerviosamente entre
sus dedos la blusa blanca que trae por encima de su punteada falda.
—Las he roto Rafael, las he roto; perdóname, pero para mí el recuerdo de tu
padre, a la vez que es lo más hermoso que me ha sucedido, digo, su amor y
amistad, es también lo más doloroso porque representa lo que pudo ser y no fue,
aunque suene cursi decirlo. Y, por lo mismo, tus cartas, Rafael, son algo que nunca
me compensarán de una imposibilidad sino, por el contrario, serán una dolorosa
evidencia de una experiencia maternal que nunca tuve. El amor que profesé a tu
padre y el amor con que te cuidé a ti, fueron más que suficientes para justificar una
vida en el plano afectivo y espiritual; que lo otro, Rafael, lo de la colonia, esto es,
cumplimentar un anhelo que he deseado como ser humano y social que soy, si
realmente aspiro a haber vivido esta vida para lo que Dios nos destinó, aunque
haya sido un fracaso, Rafael, creo que hasta sus últimas consecuencias ese destino
lo he asumido.
Clarissa se detiene y mira por la ventana de la estancia de su pequeña cabaña.
Mira el resplandor de un sol que no es suficiente en esta época para atenuar
siquiera un poco el frío que baja de las montañas de la serranía que custodia, como
hijos aún no desbalagados, las pequeñas colinas de su alrededor.
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—¿Las rompiste, madre-madrina, las rompiste? ¿Pero por qué, por qué? No
entiendo —pregunta un Rafael un tanto angustiado.
Clarissa lo mira detenidamente, como queriendo escudriñar en él el atisbo de
verdad que ella misma no se atreve a reconocer. Ese que justifique las acciones
perdidas en pos de los anhelos de los hombres, y que en su forma más pedestre
originan la conseja popular del hombre común y, en su más sublime forma,
originan las greguerías que todas las culturas poseen.
—La vida de una persona se justifica por sus acciones Rafael, y aunque me
duela decirlo, me duele porque si a alguien he querido es a ti y a tu padre, no
quiero que en el futuro, vanidosa estoy siendo ahora Rafael, y me da pena decirlo,
se me juzgue por mis más íntimos afectos sino por lo que humanamente intenté
convertir en realidad y no sólo con inútiles divagaciones de fracasados utopistas.
Hace unos años alguien le dijo al director del periódico donde normalmente
publico mis cosas que quería conocerme y que le mostrara más de lo que he escrito;
quería hacerme una especie de homenaje, en el ámbito local desde luego, pero
homenaje al fin y al cabo. Y le dije que no, que si algo tiene de valor lo que yo hago,
eso se verá en mis logros concretos y no en mis escritos, los que son únicamente un
medio cuya efectividad o posible belleza sólo será una pequeña muestra de esa
cualidad que Dios puso en mí y en otros hombres y mujeres, y que en sus mejores
momentos produce genios cuyas obras son extensamente conocidas por la
humanidad.
Rafael, estupefacto, se queda mirando a su madre-madrina con una mezcla de
entrañable afecto y, a la vez, desasosiego. Aunque en su semblante se refleja la
impronta de la incomprensión, no consigue articular palabra, como quien sabe que
en el fondo de un razonamiento equivocado yace la latencia de una verdad que
está más allá de lo que con nuestro limitado intelecto alcanzamos a vislumbrar.
Un manto de arreboles se aborregaba en el cielo extrañamente luminoso de la
tarde, muy diferente a las tardes de Los Mochis, y se destacaba hacia un poniente
101
que, él lo sabía, era el mismo aquí y allá y en cualquier lado del hemisferio
occidental de la Tierra, pues más importante que el arbitrario convencionalismo
acordado, era la belleza de esas formas y colores que en ese cielo se formaban. No
importaba si era la simple naturaleza o un Dios el culpable de ello, sino la
oportunidad única de mirar y sentir lo que como humanos nos es permitido
experimentar en esta vida; sí, en esta vida, la única que vamos a vivir, hasta donde
la razón y el sentimiento nos alcanzan.
—Madrina, ¿qué fue lo que realmente tú piensas qué pasó? ¿Por qué fracasó la
colonia? Yo ya tengo claro lo que para mí pasó. Pero yo no viví eso que tú viviste,
madrina; yo no tuve la experiencia de haber vivido lo que ustedes vivieron.
Reconozco que no es lo mismo ver las cosas de lejos que haber sufrido en carne
propia una experiencia a la vez tan desgarradoramente rica como frustrante, que
fue la experiencia de la Credit Foncier of Sinaloa. ¿Qué piensas tú de eso, madrina?,
le inquirió un tanto angustiosamente Rafael a Clarissa. Esta lo miró con una
mirada amorosa y a la vez con la serenidad que sólo los años ávaramente y
siempre a destiempo nos otorgan.
—Owen no fue más que un soñador infectado, como dicen ahora, del virus del
capitalismo. Lo admiro por esa ingenuidad que en el niño es fuente de aprendizaje
y creatividad, pero que en el hombre maduro puede ser la causa de las peores
desgracias. Marx lo vio muy bien —Clarissa hace una pausa y se vuelve a ver a
Rafael, inclinando la cabeza—. Sí, no te asombres; un tiempo estuve en el partido
socialista de aquí, pero luego me decepcioné. Una es la intención, otra la triste
realidad, Rafael… ¿Me dijiste en una de tus cartas que estabas en el Partido
Socialista de México o yo lo invento?, Rafael.
—Estoy en un partido socialista de México, madrina, pero no estoy contento, tal
vez pronto lo deje. Y lo debes saber, madrina, en parte tú eres la culpable de ello; el
haber vivido contigo esos años de alguna manera me predispuso a tener una visión
del mundo que reconoce que las cosas no están bien, pero que de alguna manera
102
pretende mejorarlas sabiendo de antemano que poco de redimible existe en este ser
que se cree producto de dioses, quienes sólo en sus más entrañables delirios
poseen realidad. Por eso aún permanezco en el partido, madrina, por eso y nada
más.
—Bueno, mi niño… —Clarissa hace una pausa y se retracta—, mi niño Rafael,
la verdad es que no sé quiénes fuimos más culpables, Owen, el iluso e
irresponsable soñador; Johnston, el símbolo del capitalista rampante que no es en
nuestra época sino el paradigma circunstancial que ahora la historia y las
condiciones sociales exigen; o nosotros, pobres y, a la vez, relevantes actores de
este drama que es la vida, y que en todos los tiempos han sido los únicos culpables,
sí, los únicos culpables, y dirigiendo el dedo de su mano derecha hacia Rafael más
en forma didáctica que admonitoria, de que la vida del hombre continúe para
mayor gloria de Dios, según la religión; pero yo pienso, Rafael, que más bien para
mayor gloria del hombre, pues somos el único ser que piensa que valemos la pena
y por eso se ha inventado todo esto que llamamos filosofía, y cuyo pobre
sucedáneo no es más que esta triste Historia, con mayúscula, a cuyos pies
rendimos pleitesía, con perdón de don Carlos Marx y comparsas que lo
acompañan.
Rafael escuchaba a su madre-madrina, preguntándose si realmente la imagen
que se había formado de ella correspondía a la de ahora, con esas ideas que nunca
hubiera pensado que tuviera.
Clarissa dormitaba en su mecedora. Le había cansado atender a Ira, que este día,
precisamente este día de la visita de Rafael, se había lucido. La campana de su
hermano había sonado varias veces, más de lo normal, pidiéndole, además del
desayuno, unos papeles que, por cierto, no eran tan urgentes. Se sentía muy
fatigada, pues. Además, la caminata con Rafael por los alrededores de su santuario
103
fue especialmente agotadora. Y luego tantas preguntas que le hizo Rafael para
cuyas respuestas no estaba preparada; no, no estaba preparada.
¡Tantos rescoldos y tantos recuerdos que Rafael le vino a remover! ¡Su niño
Rafael! Pocos sabían de lo que para ella había significado esa vida vicaria que con
ellos vivió, con él y con su padre, sí, con su padre Rafael Vega. ¿Quién se lo
hubiera dicho a ella, Clarissa Kneeland, lo que le depararía esa vida en la colonia?
¿Quién se lo hubiera dicho? Ni siquiera con su mejor amiga mexicana, Anita,
compartió las vicisitudes de su relación con Rafael Vega y con su hijo, Rafael
Kimsey Vega; ni con ella, ¡qué va!
Clarissa cabecea repetidamente, pero reacciona y vuelve a cobrar conciencia
porque sabe que su hermano en cualquier momento puede necesitar algo y ella no
debe quedarse dormida. En duermevela recuerda, sí, recuerda y divaga en ese
espacio en el que los deseos se combinan con los recuerdos y ya no se sabe en
dónde se ha extraviado el hilo de la memoria, si en los aconteceres realmente
vividos y grabados en ella o en ese espacio donde habita un pasado extraño en el
que las cosas sucedieron de otra manera.
Rafael, Rafael, quién lo hubiera dicho, por qué te moriste tan pronto, que te iba a encontrar
en aquellos lugares, yo, Clarissa Kneeland, en el lugar menos imaginable por mí, Sivirijoa,
en aquel erial, pero te vi ahí aquella mañana cuando iba con mi madre a comprar leche al
corral de ordeña. Eras tan hermoso, con ese perfil aguileño heredado de tu padre, mezcla de
judío y moro, y una piel cobriza, cobriza, como la de tus antepasados mayos, y tus ojos,
Rafael, tus ojos de un café profundo y de un mirar triste y altanero como el de tu raza, que a
pesar de tanto siglo de despojo ha permanecido sin embargo indomeñable a la voluntad del
blanco. Y, sí, Rafael, puedo decirlo, desde ese momento me enamoré de ti, y todos los días
que salía al pueblo te buscaba para ver si volvía a mirar esos ojos que a mí me traspasaban y
me desnudaban, y yo sentía que me desvanecía en tus brazos. Rafael, Rafael, yo nunca
imaginé que tú estarías ahí en aquel lugar que ni pensaba que existiera, yo, que llegué ahí
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persiguiendo un sueño que desde mis años de estudiante allá en Boulder ocupó mis días y
mis noches luego de que leí aquel artículo de Albert Kimsey Owen en ese periódico, donde
hablaba de la creación de The Credit Foncier of Sinaloa, e inmediatamente pensé que ese
era el lugar al que yo iría. Sí, Rafael, porque yo entonces era una joven soñadora, y desde
niña, yo lo recuerdo bien, cuando veía en las orillas de Boulder aquellas casuchas y a esos
niños harapientos, sucios y desnutridos, como los que se describían en las novelas de
Charles Dickens, que por aquel entonces ya leía en los periódicos que compraba mi padre,
desde entonces, sí, desde entonces me dije que cuando fuera grande yo haría todo lo posible
para que esas gentes tuvieran qué comer, sí, viviendo en una sociedad como la que se
describía en los escritos del Social Gospel en la que se practicara la hermandad y todo
fuera de todos, donde no existieran la competencia ni la rivalidad, donde todos trabajaran
para todos. Sí, Rafael, me pasaba entonces horas enteras platicando con mi hermano, o sola,
bajo aquellos grandes sauces que estaban en la punta de unas lomas, atrás de la casa, desde
donde se dominaba toda la parte este de Boulder, y allá, a lo lejos, las grandes extensiones
sembradas de trigo, pensando que eso era tan hermoso y que Dios no lo había creado sólo
para que lo gozaran unos pocos y la gran mayoría de la gente sufriera hambre y pobreza y,
Rafael, sí, nunca imaginé que te iba a encontrar en un lugar que ni siquiera en los libros de
geografía se mencionaba con nombres como Bahía Ohuira, Topolobampo, El Fuerte,
Sinaloa, que nada me decían porque nunca los había oído mencionar, hasta que leí ese
artículo de Kimsey Owen donde hablaba de su colonia socialista, en un lugar de ensueño,
incontaminado todavía por las desgracias de la actual sociedad capitalista. Y no lo pensé
más, pues ellos, mi padre y mi madre, con su ejemplo y dedicación, habían inculcado en
nosotros ese espíritu, principalmente a mi hermano y a mí, el sueño de una sociedad más
justa que ésta. Por eso es que hicimos ese viaje, Rafael, en el que sufrimos mil penalidades,
pero que no nos importaron mucho, pues íbamos a encontrarnos con esa tierra de
promisión, y cuando llegamos a ese lugar y vimos que las cosas no eran como nos las habían
pintado Kimsey Owen y Mary Howland, que la colonia socialista sólo era un grupo de
casas de barro, chinames, como les llaman allá los nativos, en medio de un monte lleno de
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piedras y de huizaches, nos desanimamos. Sí, nos desanimamos mucho, Rafael, para qué te
voy a mentir. Pero el desánimo sólo nos duró unos días, porque después, cuando vimos
cómo los colonos trabajaban duro y con entusiasmo a pesar de todos los infortunios, volvió a
renacer en nosotros esa idea, que no estaba equivocada, de que la humanidad no tiene por
qué vivir siempre en el sufrimiento y el dolor, que los hombres somos capaces de redención,
que Dios había depositado en nosotros, al crearnos, la semilla de la redención, y que con
amor era posible crear aquí en la tierra su Ciudad, como lo habían pregonado desde hace
mucho tiempo tantos soñadores como el mismo Kimsey Owen. Rafael, Rafael, si no te
hubiera conocido, si no hubiera leído ese artículo de Kimsey Owen, si no hubiera leído lo del
New Harmony de Robert Owen, si no me hubieran afectado tanto esos niños que veía en
las barriadas de Boulder cuando iba a la escuela, no te hubiera conocido, Rafael, ni tampoco
hubiera conocido a los colonos, ni las ideas de Marie Howland que tanto me asustaron
primero, con sus pretensiones feministas y que yo juzgué entonces libertinas, pero luego me
di cuenta de que en el fondo ella tenía razón, y que ella sólo vivía de acuerdo con sus ideas,
y que no era cierto que fuera una depravada, como decían los otros miembros de la colonia,
pues ella sólo quería vivir la vida de acuerdo con sus sentimientos y emociones, y con ello
no le hacía daño a nadie. No, Rafael, las gentes la juzgaban mal, las mojigatas y puritanas
de la colonia; hacían más daño los Hoffman, los “kickers” comandados por aquél, y los
Johnston. No, no hubiera tampoco conocido a Benjamín Johnston, el más odiado de todos, sí,
Benjamín… que era muy atractivo, debo reconocerlo ahora, era, como decía de él mi amiga
Anita Padilla, “un caballero con alma de pirata”, alto y delgado, con su cabello encanecido
prematuramente, aún lo recuerdo cuando apareció en la fiesta que dieron los colonos, no sé
por qué, por qué lo invitaron, si él les había robado los derechos del canal Tastes, pero llegó
a la fiesta con su traje blanco que mucho le gustaba, con esa mirada que parecía estar por
encima de todas las gentes y ese aire de superioridad, como si fuera un rey, y llegó al baile
esa noche, y luego luego que llegó se dirigió a mí, y me miró y luego sonrió y me habló, me
habló preguntándome “Usted debe ser Clarissa, verdad, la hermana del periodista de
Sivirijoa que tanto me ha atacado; nunca creí que fuera tan hermosa. ¿Qué tienen contra
106
mí? Yo no hago daño a nadie, si algo malo ha sucedido sólo ellos, los de la colonia, tienen la
culpa. Yo sólo les he comprado lo que necesito y por ello les he dado lo justo, señorita
Clarissa”, y yo, yo, Rafael… por qué no estuviste tú ahí, conmigo, por qué tuviste que irte
ese día al Fuerte y no estuviste conmigo, te necesitaba Rafael, y luego, cuando Benjamín me
sacó a bailar no le pude decir que no, Rafael, porque su mirada me hipnotizó, y cuando
estábamos bailando, en sus brazos yo me sentía transportada a otro mundo, y perdóname,
Rafael, pero por qué no estuviste conmigo esa noche, por qué, por qué… Rafael, Rafael, por
qué te moriste tan pronto dejándonos a Kimsey y a mí solos; lo de Benjamín sólo fue algo
pasajero, sin trascendencia, sólo eso, Rafael, nada pasó, créeme, pero bueno, tú también
tuviste la culpa, por qué tenías que haber ido esa noche al Fuerte. Y Marie Howland, tú
decías que tan sólo era una libertina, pensabas igual que las mojigatas de la colonia que
tanto la criticaban, pero no, ella sólo decía que había que seguir los sentimientos y
emociones del momento, que el cuerpo era un templo sagrado al que tanto hombres como
mujeres debíamos rendir pleitesía y no a Moloch, el dios del dinero, el dios de la usura y el
capitalismo, y en eso yo estaba de acuerdo con ella, Rafael, por eso es que mi padre junto con
mi hermano Ira decidieron crear nuestro periódico, Nuestra Hacha, para combatir a los
“kickers”, los seguidores de Hoffman que querían convertir la colonia en una sociedad
donde privara el interés económico sobre el bien de la comunidad, y también a Johnston, sí,
también a Benjamín, que con artimañas logró quitarles a los “santos”, y también a los
“kickers” de la colonia, los que pensaban igual que él, los terrenos donde se habían instalado
las bombas del canal. Y luego, Rafael, cobrarles el agua, el agua que ellos con tantos
esfuerzos habían logrado obtener, y también Albert Owen que los dejó solos, que cuando ya
no pudo obtener más fondos para la construcción de su ferrocarril los abandonó a su suerte.
Pero el más culpable fue Johnston, Rafael, fue ese Johnston que cuando se trataba de sus
ambiciosos planes no le importaba quién se opusiera a ellos, y si encontraba a alguien que se
opusiera a sus deseos buscaba la forma de hacerlo a un lado, utilizando cualquier medio
para ello, sí, Rafael, tú sabes que así era Johnston, y ya me lo había dicho también Anita
Padilla, que no me fiara de él, que procurara no caer en su poder de sugestión porque,
107
encandilado uno por su fingida simpatía, no sabía de lo que era capaz ese hombre. Anita,
Anita, sí, ella fue mi única amiga de Los Mochis, a ella le confié muchas cosas que ni tú,
Rafael, sabías, porque ella, aunque de otra formación cultural y religiosa, sin embargo me
entendía, cosas que tampoco nunca hablé con nadie. Y también Marie Howland era muy
diferente, sí, muy diferente, y eso hasta Benjamín debió de haberlo entendido, pues ella era
una mujer que sabía lo que era la vida real, una mujer culta que había vivido mucho, que no
obstante sus ideas socialistas sabía tratar con hombres como él, formados en la entraña del
más despiadado de los capitalismos. Y con Anita, con Anita era otra cosa, ella era una
mujer más cercana a su cultura, aunque sin embargo diferente a la protestante de la que él
provenía, y que por lo mismo trataba con la deferencia y caballerosidad con que los hombres
tratan a sus mujeres. Pero Anita, aunque fiel a su origen católico español era una mujer
sensible e inteligente, y sabía ver más allá de lo que el trato y las palabras de Benjamín
querían mostrar, sí, Anita sabía quién era Benjamín Johnston, y por eso me lo dijo, esa
noche me lo dijo… Rafael, Rafael, ¿recuerdas qué hermoso era Kimsey de niño?, en el color
no salió a ti pero tenía tus ojos que tanto me gustaban. ¿Recuerdas qué chiquito era todavía
cuando se fue a vivir con tu madre? Yo no quería, Rafael yo no quería pero tú me obligaste,
me dijiste que era mejor para el niño porque yo no podía cuidarlo, siempre andaba con las
cosas de nuestra escuela ahí en Sivirijoa y del periódico, que así era mejor, no sabes cuánto
me dolió haber aceptado eso, no lo sabes, Rafael y cuando se lo llevaron a la sierra, a la tierra
de tus familiares, Rafael, por qué lo permitiste, por qué permitiste que se lo llevaran y que
ya no lo viera más, cómo me dolió eso, Rafael y eso fue motivo de que me distanciara de ti
un poco, y el niño, Rafael, el niño…; y luego te moriste, Rafael por qué te moriste, por qué
te moriste dejándome sola, por qué, por qué… Rafael, dónde estás, dónde te llevaste al niño,
Rafael, yo te amaba, a los dos los amaba, Rafael … A Johnston no, Rafael a Johnston no, a ti
era a quien quería… si yo sólo quería que todos fuéramos felices… era sólo una niña,
Rafael, y corríamos mi hermano y yo a los sauces de la colina, y bajo su sombra nos
sentábamos a mirar los trigales, y todo era tan hermoso, Rafael tan hermoso… Kimsey…
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dónde está, Rafael, mi niño… si era tan hermoso, como tú, Rafael…, tan hermoso, sí…,
Rafael…, Kimsey…, yo sólo era una niña, tan sólo una niña… una niña…
109
Capítulo 1
LAS FABULACIONES DE LA UTOPÍA
[continuación y epílogo]
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¡Qué quieres, así soy! Ya ni debías enojarte, mujer; tantos años de vivir juntos, y
todavía.
—Sí —replicó Marisa, moviendo afirmativamente la cabeza y volviéndose a
mirar a Rafael quien la tomó por los brazos y se inclinó a besarla, a la vez que ella
le ofrecía la mejilla derecha inclinándola y torciendo la boca como muestra de
franco enojo.
Rafael se sentó a su lado y la miró con un gesto de resolución que Marisa ya
conocía muy bien. Ahora me va a decir algo importante; ya lo sé, pensó ella, no en
vano tantos años de vivir con él.
—Ya terminé mi libro Marisa; quiero que lo leas antes de pasárselo al editor y
me digas qué piensas.
—Vaya, al fin te tendremos de nuevo con nosotros Rafael, qué bueno, porque
ya estaba dudando de si continuaba casada contigo.
—No seas irónica, por favor, Marisa, no seas irónica. Si tú bien sabes que fue un
acuerdo el que por un tiempo les iba a dedicar poco mientras estuviera
escribiéndolo; ¿no fue un acuerdo entre nosotros, acaso? ¿Dímelo? ¿No fue un
acuerdo entre nosotros?
—Sí hombre, Rafael, pero ya sabes cómo soy yo. Me gusta reclamarte aún de las
cosas en las que estuve de acuerdo, y le da unas palmadas en el muslo izquierdo
mientras se acerca a él y da un beso en la mejilla. Anda, cuéntame lo que, sé,
quieres contarme. ¡Anda!
Rafael se queda unos momentos pensando, y luego se vuelve hacia la barra.
—Por favor, ¿me puede traer una cuba? —recapacita entonces y le pregunta a
ella—. ¿Y tú, qué estás tomando Marisa? ¿Quieres una cerveza o una soda?
—No, nada. Gracias Rafael, yo todavía tengo que tomar —y agarra el vaso que
estaba en su mesa, enfrente, y le da un trago.
—Marisa, ¿te acuerdas de aquel carnaval, de aquel baile en el Centro Social en
que te dije que quería casarme contigo?
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—Cómo no me voy a acordar, Rafael, si es una de las mejores cosas que me han
sucedido…; claro, aparte de cuando nacieron los hijos… Y, bueno… —y le toma la
mano y mira con esa mirada que Rafael conoce muy bien, —la primera vez que
hicimos el amor, Rafael. ¿Lo recuerdas?
—Claro que lo recuerdo, Marisa. ¡Cómo no lo voy a recordar si es lo mejor que
a mí también me ha sucedido en la vida!
—Entonces… ¿Por qué no me lo dices más seguido?
—Claro que te lo digo… Cuando es el momento propicio te lo digo —le reitera
Rafael ya un tanto desasosegado—; pero mira, déjame contarte lo que pienso de mi
libro —Marisa le acaricia la mano, y con un gesto tranquilizador dice:
—Sí, claro Rafael, cuéntame. Yo sé que eso es lo que ahora más te interesa. Así
que perdóname todo este sainete que te he armado. Te escucho, Rafael.
—Bueno, pues sucede que al igual que aquella noche en el Centro Social, al
mismo tiempo que te dije que quería vivir contigo, también te dije de mis temores
de que la bastardía de mi padre también fuera la mía; es decir —y aquí Rafael
puntualiza—, que yo fuera hijo no de una india mayo que murió cuando yo era
aún muy chamaco, sino de mi madre-madrina Clarissa, y luego de que mi padre
no fuera mi padre —Rafael se detiene y no puede menos que retractarse, un tanto
avergonzado, ante la reprochante y asombrada mirada que lanza Marisa—. Es
decir, quiero decir —continúa titubeante—, que mi verdadero padre no haya sido
Rafael Vega, sino, ¡válgame Dios!, el mismo Benjamín Johnston, qué cosas.
¿Recuerdas eso, Marisa?
—Sí, claro que lo recuerdo Rafael, y yo entonces te reproché la inconsecuencia
de tal idea, ¿no?
—Pues, bueno, Marisa, esas inconsecuencias de mi vida personal son las
mismas que ahora suceden a quienes se tiran de los pelos por el verdadero origen
de Los Mochis, ¡imagínate nomás, Clarissa! Perdón, Marisa —corrige un
atolondrado Rafael ante la impávida pero a la vez festiva mirada de esta—,
112
imagínate nomas eso. Y precisamente ese símil es el mismo que yo sostengo en mi
libro.
Rafael se detiene unos instantes, como queriendo tomar resuello para darle más
énfasis a lo que está exponiéndole a Marisa. Da un largo trago a la cuba que desde
hace ya rato el cantinero trajo, y continúa:
—¡Qué importa que los colonos hayan sido, sin quererlo premeditadamente, el
detonador de la fundación de Los Mochis! Lo que ellos pensaron que habían
sembrado fue algo muy diferente a lo que en realidad sembraron, y cuyo fruto hoy
disfrutan unos cuantos y no quienes dieron su vida por regar ese árbol. ¡Qué
importa si en realidad fue Johnston, quien con su desmedida ambición, fruto de
ese virus que infecta al hombre y cuyos avatares los estudiosos ahora llaman
capitalismo, el que hizo realidad esta ciudad en la que ahora vivimos! ¿Que fue en
1903 o mucho antes cuando nace Los Mochis? ¿Que fueron los primeros nativos
que ahí se asentaron los verdaderos fundadores y no los que ahora el gobierno ha
seleccionado para rendirles homenaje en las fiestas del cincuentenario? ¡Qué sea
quien haya sido, Marisa! Todos merecen ser homenajeados —Rafael duda antes de
continuar, y prosigue—. Sí, hasta Johnston, el malo de la película, Marisa; también
Benjamín Johnston merece ser homenajeado. Y sé que voy a ser acremente criticado
por algunos de mis paisanos por decir esto, pero creo que es la verdad; aunque no
nos guste, es la verdad. Y soy sincero cuando digo que la figura de Johnston es una
de las más nefastas que en la historia de la región se han enseñoreado. Sin
embargo, también sé que muchas de sus acciones fueron determinantes para este
Mochis que hoy conocemos —Rafael hace una pausa para tomar fuerzas y
continuar con su perorata ante Marisa, quien parece escucharlo devotamente, pero
que en el fondo sinceramente admira.
Afuera la tarde empieza, y a lo lejos se escucha el silbato de un pequeño barco
que quizá arribe desde La Paz. A Rafael le parece mirar enfrente del pequeño
muelle el salto de un par de toninas que, con su chapoteo perturban la tranquilidad
113
de un mar sin oleaje. A su izquierda, apenas alcanzado a mirarse por la ventana
que está frente a su mesa, se ven los restos de la bodega que para la aduana
construyeron los colonos y la cual, en homenaje a su líder, llamaron Alberton Hall.
Rafael mira ahora a Marisa, acerca sus labios a los de ella y le da un beso
desprovisto de pasión, pero elocuente continúa:
—Hace diez años, cuando fui a ver a mi madre-madrina a Prather, ¿recuerdas
lo que te conté de ella, lo que me dijo y lo que yo pensaba sobre eso?
—Pues… sí Rafael; pero, bueno, no sé exactamente a qué te refieres —contesta
su esposa, un tanto dubitativa.
—Pues ni más ni menos lo que ella me dijo, respecto de que en el plano humano
y social, lo mejor que le pudo suceder fue haber vivido la experiencia de la colonia
y, en el plano afectivo, el habernos conocido a mi padre y a mí. Mochis es eso,
Marisa, Mochis es también eso —casi le grita Rafael a Marisa en forma más que
entusiasta—. ¿No entiendes? Los Mochis es una ciudad cuyo origen se pierde
porque no existe como punto preciso y delimitado en el espacio y en el tiempo.
Rafael hace una pausa y vuelve la mirada hacia el cerro San Carlos, da otro
largo trago a su cuba y vuelve a mirar a Marisa mientras la toma de las manos.
—Los hombres, nosotros, necesitamos compulsivamente un orden que sólo
existe en el mundo platónico y no en éste, en el que hacemos la vida, en el que
nacemos y morimos; y, por lo mismo, necesitamos fijar las coordenadas de nuestro
medio físico y emocional para, de alguna manera, compensar ese aparente
desorden que es nuestra vida. Y mira, los que existimos somos nosotros, existimos
en el aquí y ahora… Y eso es lo más importante Marisa; esto es, el reconocer que
somos criaturas falibles y perecederas, pero también capaces de imaginar otros
mundos donde no exista el desorden, ese desorden que finalmente nosotros,
criaturas capaces de concebirlo, percibimos con tanto dolor y sufrimiento, tanta
injusticia que en toda la historia de la humanidad ha sido su impronta descollante;
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de ahí a la invención del cálculo infinitesimal y a los paraísos perdidos no hay más
que un paso.
—Rafael, ya, por favor, no te exaltes tanto, hombre, cálmate —le insta Marisa en
tono apaciguador, y se le queda mirando con una mirada ligeramente preocupada
pero, a la vez, tranquilizadora.
—Esa es la tesis de mi libro, Marisa, esa —le responde Rafael ya más sereno y
mirando hacia la barra—: otra cuba, por favor, míster, ¿sí? —y luego a Marisa—, y
tú, Marisa, ¿no me acompañas con una cuba?
—No, gracias Rafael, de veras, yo estoy bien así. Ahora ya más calmado, dime
qué más me quieres decir.
Pensativamente, Rafael vuelve a mirar el cerro de San Carlos, como queriendo
encontrar en él la fuerza que alimente sus convicciones, como tal vez lo hizo hace
más de cincuenta años con aquel grupo de colonos que desembarcó frente a sus
costas.
—Cuando regresé del viaje a Prather de estar con mi madre-madrina, te dije, en
un momento quizá de desaliento, que a quien había visto y con quien había
platicado era una persona muy diferente a la que yo recordaba de niño y con quien
me carteaba frecuentemente; me pareció una mujer lindando ya los límites del
fanatismo con sus ideas sobre la salud, su naturalismo y su sentido de lo religioso.
El haber hasta estado en la cárcel por no querer vacunar a su perro, ¡imagínate,
nada más!, por no haber querido que vacunaran a su perro porque el cuerpo, no
sólo el de los hombres, sino hasta el de los animales, no debe ser contaminado por
algo extraño. Y luego sus veleidades con los rosacruces y otras yerbas por el estilo.
¡Qué decepción, Marisa, qué decepción!
Rafael hace una larga pausa mientras parece mirar hacia el piso en tanto el
remedo de una lágrima se asoma por sus ojos, lo que Marisa adivina aunque no ve.
—Pero no, Marisa, no; el que estaba mal era yo. Yo, que me aferraba a la crítica
que hacía de mi madre-madrina, es decir… al esquema de un ser humano que no
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existe sino en el mundo de las ideas platónicas y no en este mundo real donde
humanos de carne y hueso viven y sufren e imaginan mundos mejores que éste en
el que nacemos, vivimos y finalmente morimos. Porque así como Clarissa
Kneeland es un ejemplo de lo que el ser humano es y quisiera ser pero no es, con
sus limitaciones y frustraciones también nos muestra la grandeza de una vida que
trasciende precisamente esas limitaciones y frustraciones con su amor a la vida. Sí,
a esta vida que es la única que vamos a tener y que, por lo mismo, debemos
agotarla en todas sus posibilidades; y eso, Marisa, eso es lo que yo más admiro en
mi madre-madrina, su amor a la vida. Tanta lucha, tanto sufrimiento, y ella nunca
perdió esa fe en Dios, en el hombre, en lo que tú quieras, en que las cosas pueden
ser mejor de como están ahora. Y hasta el último momento de su vida se aferró a
ellas, no importando que nosotros pensáramos que estaba equivocada; pero los
que estábamos equivocados éramos nosotros, nosotros que insistimos en que es
más importante lo que no tenemos que lo que tenemos, que es más importante
desperdiciar esta vida en la búsqueda de un futuro que nunca llega en lugar de
vivir un presente que es el único que vale la pena vivir; y aunque mi madre-
madrina quizá nunca fue consciente de ello, vivió su vida de acuerdo con estas
premisas: no importan tantos infortunios si a pesar de ellos eres capaz de vivir y
apreciar la belleza oculta en lo que te rodea y, todavía más importante, de
compartir la poca ración de éxtasis de la que a pesar de todo eres capaz.
Marisa no acierta a decir nada, y mira a Rafael como quien mira esas verdades
que no alcanzamos a aquilatar justamente en todo su valor y luego olvidamos
porque lo que a nuestro alrededor se despliega obedece a otros imperativos, más
de sobrevivencia que meramente vivenciales.
Rafael también la mira, y ambos se quedan largo rato callados, como si la
efusión verbal de él hubiera agotado ese espacio de receptividad que los humanos
somos capaces de soportar sin caer en la simple condición de receptáculos inanes,
y cuyo contenido, de la misma forma en que llegó, desaparece.
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Luego miran sin punto fijo hacia la tarde, que ya ha invadido con su letargo el
puerto. Semejan entonces dos personajes de novela cuyo autor ha querido dejar en
suspenso, olvidándose de ellos un momento mientras el hilo de su historia se
desmadeja sin consistencia, como si el carrete en el cual está enredada hubiera sido
aventado al azar. Y, entre los vagos lugares en que los personajes de desenvuelven,
se mira caer y rodar dejando ver largos tramos de hilo a veces, pero otras en
verdad sólo breves y ondeantes rizos que en lugar de sugerir un contorno parecen
volverse humo y recuerdo; ensoñación que permite por momentos, por breves
momentos, vislumbrar el contorno de otra vida más vida que ésta, ésta en la cual
pareciéramos figuras sin cuerpo, hechas sólo de la materia que un novelista ha
empleado para darnos vida, ¿Dios? Poco importa, pues lo cierto, lo único cierto son
estas imágenes que en mi cerebro he inventado y me compensan, aunque sea
vicariamente, de estar vivo.
–Por eso murió, ¿verdad? Por ser fiel a sus ideas, según tú me dijiste, pues no
quiso que le avisaran a ningún doctor de la neumonía de su hermano ni de la suya;
¿no es cierto, Rafael, que por eso es que se murió tu madre-madrina?
Rafael, ante la inesperada pregunta de Marisa, parece volver de ese lapsus de
inanidad en que se encontraba:
—¿Eh? Sí Marisa, por eso murió. Digamos que por eso murió, por ser fiel a sus
ideas.
Rafael se sume ahora en un lejano y, a la vez, profundo dolor de desarraigo, que
lo hace crispar la cara y esconderla de Marisa, quien se acerca a él y le pasa las
manos por la espalda. Así se quedan largo rato, reposando, Marisa con la cara en la
espalda de Rafael y éste sollozando en el regazo de una Marisa maternal, pues,
después de todo, en las mujeres que amamos buscamos la parte de madre que nos
faltó cuando fuimos niños.
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—¿Y en qué termina tu novela, Rafael? —pregunta una Marisa ya separada de
Rafael y consciente de que el mal momento ha pasado y se debe retomar el hilo
donde se dejó.
Él levanta la cabeza y se alisa el cabello que se le ha desarreglado un poco al
inclinarse sobre el regazo de su esposa.
—Ah…, pues termina donde tú y yo tenemos esta conversación en el
restaurante Bahía de Topolobampo y…
—No fabules Rafael, por favor, no fabules. Te lo pregunto en serio, vamos.
—Te digo la verdad Marisa. Mira, nadie me tomaría en serio si le dijera que yo
soy hijo de Benjamín Johnston y de Clarissa Kneeland; me mirarían sorprendidos,
primero, y después me tirarían de a loco en el peor de los casos, o se desternillarían
de risa, en el mejor. También si les dijera que Los Mochis es fruto del apareamiento
de aquellos colonos y del naciente capitalismo que se asentó en este lugar, y cuyo
representante más conspicuo fue, nuevamente, Johnston. Luego, el hijo de esta
unión es el campesino desarrapado que suda de sol a sol en las tierras que
usufructúa el descendiente de quienes hace casi quinientos años llegaron a este
lugar. Aunque, si lo pienso bien, más propiamente hablando, creo que ambos son
hijos, porque ambos han hecho de Los Mochis lo que es hoy: una ciudad, si bien
con peculiaridades muy propias por avatares que ya conocemos, una ciudad que
repite la interminable historia de todas las ciudades que, como dijo el poeta, en el
mundo han sido. Así, Marisa, los actores descollantes de esta historia no han hecho
otra cosa que repetir la eterna brega del hombre, no han hecho más que representar
el mismo drama de amor y llanto y cuyo final feliz nunca, quizá, seremos capaces
de imaginar… —Rafael hace una pausa y luego reanuda su argumentación—:
¿Pues quién te dice a ti que lo que narro en mi novela no es más real que lo que los
historiadores dicen que sucedió, eh? ¿Quién te lo dice? Por eso, en lugar de hacer
un estudio histórico sobre la ciudad de Los Mochis, como lo había pensado en un
principio, mejor decidí escribir una novela histórica donde, puesto que nos
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movemos en el reino de la imaginación, todo es posible, hasta esta conversación
que hoy estamos teniendo.
De pronto, Rafael siente en la espalda el manotazo que le da el Güero, a quien
ni él ni Marisa habían visto llegar.
—Quíubole don Rafa, qué haciendo en estos lares, pues. Sí, ya sé que estás con
tu mujer —el Güero saluda a Marisa con una ceremoniosa inclinación y,
tendiéndole la mano efusivamente, dice:
—Perdóname Marisa, pero es que este hombre no se deja ver por mucho tiempo
y ya tenía ganas de verlo al cabrón. ¿O no, mi buen Rafa? Y oye, a propósito, ¿ya
supiste lo de la última jugada que les hicieron los de la fábrica a la SICAE? Ya ni la
chingan estos cabrones, de veras.
El Güero se les queda mirando alternativamente a Rafael y a Marisa,
percatándose ahora de que quizá fue inoportuno y durante un momento, perplejo,
no sabe qué hacer.
—Sí, verdad, pinche Güero; ya lo supe. Qué jijos de la chingada estos de la
fábrica, sí, qué jijos de la chingada —Rafael responde con una apenas sonrisa de
aquiescencia y, sin saber por qué, recuerda ahora aquel día en un bar en que su
amigo le dijo que ya iba a estar del otro lado de la barrera y que a sus convicciones
socialistas se las iba a llevar la fregada, y él se dijo que no, pues estaban en él y con
ellas se iba a morir. El Güero entonces se le queda mirando y no puede menos que
decirle:
—No te digo, hombre, ya te quedaste supino; seguro ya estás con tus
rememoraciones —y se vuelve a mirar a Marisa, y le dice—: ¿Y cómo aguantas a
este hombre, Marisa? Según él, sus rememoraciones, como las está haciendo ahora,
o algo así, en realidad las está viviendo en el presente, aunque yo no entiendo bien
a bien qué quiere decir con eso. ¿Tú le entiendes Marisa?
Rafael lo escucha y esboza una sonrisa de aceptación, y mirando hacia el San
Carlos piensa ahora en lo hermoso de ese arrebol que escurre por detrás de él, y
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también en que los tintes magentas y rosados debidos a un sol ya atardecido
seguramente compensaban de alguna manera a los colonos ciertas tardes de tanta
brega y tanto sufrimiento y que, después de todo, su madre-madrina, al igual que
ellos, disfrutaron de esas tardes no importando la escasa porción de felicidad que
ello les producía.
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