Encina Francisco A - Nuestra Inferioridad Económica
Encina Francisco A - Nuestra Inferioridad Económica
Encina Francisco A - Nuestra Inferioridad Económica
Encina
NUESTRA
INFERIORIDAD
ECONOMICA
SUS CAUSAS,
SUS C O N S E C U E N C I A S
Q uinta edición
E D IT O R IA L U N IV E R S IT A R IA
NUESTRA
INFERIORIDAD
ECONOMICA
C O L E C C I O N
IMAGEN DE CHILE
© E d ito r ia l U n iv e rs ita ria , S .A ., 1955
In s c r ip c ió n N " 17.287
D e r e c h o s ex c lu siv o s re s e r v a d o s p a r a to d o s los p aíse s
Se te r m in ó d e im p r im ir e s ta 5 “ e d ic ió n e n los ta lle re s d e
EDITO RIAL UNIVKRSrTARIA,
S a n F ra n c isc o 4 5 4 , S a n tia g o d e C h ile ,
e n el m e s d e ju l io d e 1981
1.500 e je m p la re s
P ro y e c tó la e d ic ió n M auricio Am ster
l '1 e d ic ió n , 1911
2;‘ e d ic ió n , 1955
3 ;l e d ic ió n , 1972
4 “ e d ic ió n , 1978
5“ e d ic ió n , 1981
IM P R E S O EN C H I L E / P R I N T E D IN C H I L E
Colección
IM A G E N D E C H IL E
Prefacio
pág. 11
i. M anifestaciones de debilidad
en nuestro organism o económico
pág. 15
/. E l desplazam iento económico del nacional. 2. B alanza adversa y
pa p el m oneda crónico. J. D ebilidad y le n titu d de nuestra expansión
m aterial. 4. D ecadencia del sentim iento de la nacionalidad
v iii .
M odificaciones en los factores económicos
pág. 123
7. M u d an zas en los factores m ateriales de la expansión agrícola y
m inera. 2. Descenso del precio de los cereales en el mercado universal.
3. L a incorporación de Tarapacá y Antofagasta a la soberanía de
C hile
x iv . C ausas de la depresión
de nuestros cam bios internacionales
p á g .225
L a balanza y los raciocinios deductivos. 2. Capitales extranjeros y
el desarrollo económico nacional. 3. L o s principales factores de infe
rioridad en nuestros cam bios internacionales
x v i. Síntesis
pág. 242
A péndice
p á g .245
Prefacio
11
el origen de los m ateriales con que ha sido elaborado. Es
difícil fundir en un todo de unidad perfecta los ele
mentos que se hacen servir a propósitos distintos de
aquéllos en vista de los cuales fueron acum ulados. L as
huellas de su origen aparecen a despecho del autor.
Pero el mal deriva, más que de los inevitables defec
tos de la ensam bladura de materiales extraídos de un
fárrago inmenso de apuntes, acum ulados en un largo
espacio de tiempo, los unos para el estudio de determ i
nados problem as, y teniendo en vista propósitos histó
ricos más am plios los otros, de las num erosas digresio
nes inconexas con el tema.
Gomo se acaba de decir, es imposible com prender
uno de los aspectos de una sociedad sin los demás.
C uan do las ideas que dominan entre el com ún de los
intelectuales sobre las condiciones del desarrollo de
un país son más o menos exactas, para estudiar una
faz, basta tener presente las otras y referirse senci
llamente a ellas al explicar sus acciones y reacciones
recíprocas. M a s, cuando las ideas dom inantes sobre
el conjunto son, en su m ayor parte, extraviadas, es
prácticam ente imposible rectificar el error desde el
punto de vista que interesa, sin rectificarlo previa
mente en los aspectos conexos que obran como cau
sas.
Por desgracia, esto último es lo que ocurre entre
nosotros. Los conceptos corrientes sobre los aspectos
intelectual y moral de nuestra civilización no son más
exactos que los relativos a nuestro desenvolvimiento
m aterial. Supervivencias disfrazadas de la filosofía
crítica del siglo x v m — que perdura todavía en el
fondo de la generalidad de nuestros intelectuales—
o sugestiones de un positivismo verbal, en que abun
dan los vocablos sonoros de ciencia experim ental,
sociología, evolución, verdad positiva, etc., pero que
no alcanza, como el verdadero positivism o, al estudio
12
y com paración honrados de los hechos, están en la m a
yor parte de los casos en contradicción con la realidad.
D e aquí que, al an a liza r las influencias de algunos
factores intelectuales y m orales sobre nuestra exp a n
sión m aterial, me haya sido ineludible entrar en el
estudio detenido de fenómenos que quedan fuera del
dominio económico y en la rectificación del concepto
generalm ente aceptado sobre ellos. Sin esta tarea p re
via, el choque entre los efectos que realmente han su r
tido esos factores y las ideas corrientes, resultaría tan
violento que la explicación sería rechazada de plano
o no se la com prendería. L as largas disertaciones so
bre nuestra enseñanza, sobre la crisis moral, sobre
el contacto con E uropa, sobre la decadencia del senti
miento de la nacionalidad y . no pocas reminiscencias
históricas, habrían podido quedar circunscritas a
simples referencias, si dom inaran sobre la m ateria
ideas más exactas.
Perturban, tam bién, algo la unidad del libro las
nociones sociológicas que con relativa frecuencia se
intercalan en él.
Profesado este curso ante un auditorio de personas a
quienes no son fam iliares la sociología y la economía
política, me encontré en la necesidad no sólo de em plear,
aun a riesgo de confusiones e im propiedades, el lenguaje
menos técnico posible, sino también de intercalar e xp li
caciones que, innecesarias y aun fastidiosas para perso
nas versadas, eran indispensables para la inmensa ma
yoría de los asistentes.
13
tajas en ello. L o que el libro gan aría en estética, lo
perdería en eficacia, haciéndose difícil p ara aque
llos a quienes va dirigido de preferencia: los profesores
y preceptores nacionales.
1
Nuestro desarrollo económico viene manifestando
en los últimos años síntomas que caracterizan un
verdadero estado patológico.
H asta mediados del siglo x ix el com ercio interior
estuvo en C h ile, casi exclusivam ente en manos de na
cionales; el chileno participaba en el com ercio exterior
en m ayor proporción que hoy; y su iniciativa comercial
desbordábase lejos de las fronteras por las costas del
Pacífico y de parte del A tlántico y aún solía hacerse
presente en las islas de O ceanía.
En menos de cincuenta años, el com erciante extran
je ro ahogó nuestra naciente iniciativa comercial en el
exterior; y dentro de la propia casa, nos elim inó del trá
fico internacional y nos reem plazó, en gran parte, en el
comercio al detalle.
Igual cosa ha ocurrido en nuestras dos grandes
industrias extractivas. El extranjero es dueño de
las dos terceras partes de la producción del salitre, y
continúa adquiriendo nuestros más valiosos yaci
mientos de cobre.
La m arina mercante nacional, que merced a la
temprana consolidación del orden, nació casi a raíz
de la Independencia, no sólo no se ha desarrollado pa
ralelam ente al crecim iento de la riqueza y a la intensi
dad del tráfico comercial m arítim o, sino que ha venido
a menos y continúa cediendo el paso, aun dentro del
cabotaje, al pabellón extranjero.
Fuera del país tienen sus directorios la m ayor p a r
te de las com pañías que hacen entre nosotros el ne
gocio de seguros. Los bancos nacionales han cedido y
15
siguen cediendo terreno a las agencias de los banc
extranjeros. A manos de extranjeros qu e residen lej-
del país, van pasando en proporción creciente los bon .
de las instituciones hipotecarias, las acciones de 1
bonos nacionales y otros valores de la m ism a natural
16
M u ch o más grave, aún, es la significación socioló
gica de semejantes fenómenos.
Ellos reflejan, en prim er lugar, un estado de an e
mia o debilitam iento del organism o nacional entero,
que se manifiesta incapaz de dom inar y absorber los
elementos extraños que se ponen en contacto suyo.
Revelan, en seguida, una extraordin aria ineptitud
económica en la población nacional, hija de la m enta
lidad de la raza, o, en el mejor de los eventos, conse
cuencia de una educación com pletam ente inadecua
da para llenar las exigencias de la vida contem poránea
y para suplir los vacíos de pueblos retrasados en su
evolución.
El desplazam iento económico del nacional no es,
pues, una fase norm al del desarrollo social, como
creen nuestros economistas, políticos y periodistas.
En todo el curso de la historia, no se ha realizado en la
juventud de ninguno de los pueblos fuertes que han
hecho el progreso, no obstante haberse encontrado
varios de ellos con respecto a los viejos centros de la
actividad económica, exactam ente en la m isma posi
ción que C h ile. Es, por el contrario, una m anifesta
ción eminentemente patológica, un síntom a inquie
tante para el porvenir de una civilización.
2
L a paz interior y la regularidad económica se consoli
daron en nuestro país muchos años antes que en las
demás repúblicas hispanoam ericanas. C uan do éstas
se agitaban presas de la anarquía política, adm inis
trativa y económica, nosotros teníam os gobierno
regular, adm inistración ordenada y norm alidad eco
nómica y financiera.
El conflicto constitucional qu e tuvo su desenlace
en la revolución de 1891, cualquiera que sea la tras
cendencia qué bajo otros respectos se le atribuya, des-
17
de el punto de vista de la estabilidad del orden interior,
fue un accidente pasajero. Accidente pasajero que
sólo podía perturbar transitoriam ente el desarrollo
de un país de vitalidad económica vigorosa, fueron,
también, las emisiones de papel moneda que, abriendo
un paréntesis a la sensatez tradicional de nuestra po
lítica m onetaria, alim entaron la fiebre bursátil de 1906.
Sin em bargo, el país no ha podido en los últim os
treinta años sostener el régim en m onetario normal
ni producir lo suficiente p ara pagar con deshogo sus
importaciones. N uestra balanza de cuentas nos ha sido
generalm ente adversa; y el tipo de nuestros cambios
extranjeros, salvo cortas m ejorías, que no han refle
ja d o una reacción acentuada y duradera, ha descen
dido continuam ente, mientras ha ido en constante
aumento el volumen de nuestras deudas públicas y
privadas para con los mercados extraños: 45 5/8 de
peniques en 1870, 30 7/8 en 1880, 24 1/16 en
1890, 164/5 en 1900 y 103/4 en 191o1, A.
'L a balan za de cuentas, esto es, el estado de los saldos que los m er
cados se adeudan, ejerce influencia poderosa sobre el tipo de los cam bios
ex tran jero s. C u ando es adversa, determ ina u na tendencia a la baja que
se hace p articu larm en te sensible en los m om entos en q ue las condicio
nes del m ercado m undial o accidentes en la econom ía interna del país
deudor, hacen cesar la afluencia de capitales (que en países sujetos al
curso forzoso se realiza siem pre por m edio de la internación de m erca
d erías cuyo valor se queda adeudando) o provocan el cobro intem pestivo
de lo adeudado. D el propio modo, una balanza francam ente favorable,
provoca una tendencia al alza, que, si otros factores no lo im piden,
hace im posible la subsistencia del papel m oneda depreciado.
Estos hechos han servido de base a la m entalidad — a q u í como en
todas p artes— sim plista de nuestros políticos, p ara idear u na teoría
q u e p retende en c o n trar una relación m atem ática en tre el estado de la
balan za y el tip o de los cam bios, prescindiendo de todos los dem ás fac
tores q u e cohtribuyen a d eterm in ar ese tipo, e n tre los cuales hay uno,
el de las altern ativas de expansión y depresión de la econom ía nacional,
de im p o rtan cia capital.
A. V er apéndice.
18
La balanza adversa no es por sí sola una m anifes
tación de inferioridad. Las naciones más ricas suelen
encontrarse en posición desfavorable en sus cam bios
extranjeros. Inglaterra y Francia han tenido repetidas
veces balanza adversa, bien que sólo accidentalm ente
y como consecuencia de trastornos económ icos y mo
netarios. Los pueblos nuevos que crecen con vertigi
nosa rapidez, tienen casi siem pre una balanza desfa
vorable, en razón de la misma celeridad de su desarro
llo, que excede el poder de las fuerzas propias y obliga
a buscar en los mercados antiguos los capitales nece
sarios para subvenir a una evolución m aterial excesi
vamente rápida. Este ha sido el caso de los Estados
Unidos de N orteam érica hasta hace poco.
Pero el desequilibrio crónico de la balanza y la
persistencia del curso forzoso en un país organizado
política y financieram ente, y que, como el nuestro,
se desarrolla con lentitud, son fenómenos anorm ales,
manifestaciones enferm izas que, como el desplaza
miento económico del nacional, reflejan un estado de
raquitism o o debilidad orgánica general.
3
Tom ando las cifras en un sentido absoluto, nuestro
crecimiento no se ha detenido; la población y la riq ue
za no han cesado de aum entar: mas, si fraccionam os
en períodos nuestro desarrollo y lo com param os entre
sí, se advierte lentitud y debilidad en el aum ento de la
población y de la riqueza durante los últim os cuarenta
años.
D adas las condiciones en que la R epública se desen
volvió en el período 1810-1860, su crecim iento
debió acelerarse en el período 1860-1910.
La introducción del riel y del telégrafo, el desarro
llo de la instrucción pública, el contacto más intenso y
frecuente con E u ropa, la adquisición del salitre; y
I9
sobre todo, la consolidación del orden, son factores
de tal entidad en un pueblo nuevo, que una expansión
más rápida y vigorosa debió ser su consecuencia ine
ludible.
En lo que se refiere a la población, el censo arroja,
no obstante, un resultado contrario.
El aum ento decenal de la población, qu e había
sido de 2,61% entre 1843 y 1854, y de 2,15% entre 1854
y 1865, baja a 1,33% entre 1865 y 1875, a 1,59% entre
1875 Y 1885a y a 1 , 1 1 % en el período com prendido
entre 1885 y 1907a, B. Entrq los años 1843 y 1875,
la población dobló; entre 1875 y 1907, en un período
igual de tiempo, aumentó sólo en 60%; y en este aum en
to está comprendido el factor extraordinario de las
tres provincias incorporadas, como consecuencia de
la guerra de 1879.
Si buscamos fuera de la propia casa térm inos de
com paración, la lentitud de nuestro crecim iento se
destaca con nitidez.
En 1854 teníamos 347.900 h. más qu e la R epúb li
ca A rgentina; en 1885 la Argentina nos aventajó
en 352-791 h.; en 1909 nosotros teníam os 3.329.030 h.
y la A rgentina 6.490.000 h., es decir, casi exactam en
te el doble, C .'
Brasil tenía en 1872, 9.931.000 h. y en 1908,
21.461.100, es decir, mucho más del doble.
L a población de A ustralia era en 1870, poco más
o menos, igual a la nuestra en la misma fecha, 1.900.000
20
h. En diciem bre de 1908, alcanzaba a 4.275.306 h.,
excluidos los naturales4.
M ás aún, el desarrollo de nuestra población no sólo
és más lento que el de A rgentina, B rasil, A ustralia,
U ru gu ay y Estados U nidos, países jóvenes, favore
cidos por fuertes corrientes de inm igración, sino tam
bién al de H olanda, Inglaterra y J a p ón , países ya sa
turados que sufren pérdidas considerables por la
emigración a las colonias o al extranjero.
M ientras estas naciones tuvieron aum ento de 1,27,
1,20 y 1,19, respectivamente, el porcentaje fue en
Chile, como ya se ha visto, de 1,1 i en los 22 años corri
dos entre 1885 y 1907.
L a lentitud en el crecimiento de la riqueza es más
acentuada aún que la de la población, pero la ausencia
de estadísticas antiguas que puedan servir de térm i
no de com paración, y la im posibilidad de hacer en este
terreno otra cosa qu e evaluaciones prudenciales, me
retraen de invocar datos y cifras parciales.
N o sólo no se ha verificado, pues, el proceso de ace
leración en nuestro desarrollo, qu e debió ser la con
secuencia de la paz, del orden y de los numerosos fac
tores favorables que concurren a nuestro progreso
desde 1860 en adelante, sino que, por el contrario, se
ha debilitado y hecho más lento con relación al perío
do anterior y al de los países jóvenes con quienes estu
vimos en una época nivelados.
4
Entre los factores morales que más pesan en el desarro
llo económico, ocupa el prim er lugar el sentimiento
de la nacionalidad; o sea, el egoísmo colectivo que im
pulsa a los pueblos a anteponer siem pre el interés
22
de la revisión de la tarifa de avalúos, el gravam en de
internación descendió tam bién.
E l industrial chileno solicitó del G obiern o y del
Congreso que se reem plazara el derecho ad-valorem
por otro específico, equivalente al m onto real de aquél
en el momento de iniciarse la competencia.
Fue menester hacer grandes esfuerzos para a l
canzar la m odificación; y — fenóm eno sugestivo—
las consideraciones qu e hicieron efecto fueron las de
equidad y ju sticia. Se estimó ju sto restablecer las bases
económicas del negocio a las condiciones qu e tenían
al iniciarse. Pero, salvo una que otra excepción, el
aspecto nacional del problema no interesó. N o se per
cibían las ventajas de producir nosotros la leche con-
densada que consum im os, en lu gar de traerla de E u ro
pa.
M ás recientemente, lo ocurrido con motivo de las
modificaciones que las medidas del G obiern o alem án
llevaron a la econom ía del mercado de nuestras suelas,
ha venido a evidenciar una vez más la indiferencia de
los poderes públicos y de la opinfón por todo lo que a ta
ñe a nuestro desarrollo económico.
M ay o r es el desdén que el consum idor de todas las
capas sociales experim enta por los productos de las
industrias nacionales. En igualdad de precios y de
calidad, preferimos invariablem ente el artículo de
procedencia extranjera. En las altas clases sociales
esta preferencia llega hasta el desprecio de lo nacio
nal. U n joven argentino se quitaba espontáneam ente
el sombrero qu e traía en los días del centenario, y
decía a su interlocutor: »Esto es hecho en Buenos
Aires«. C u alqu iera de nuestros elegantes se habría
avergonzado de hacer igual cosa.
Para colocar sus productos la industria nacional
se ve forzada a disfrazarlos con etiquetas qu e sim ulan
la procedencia extranjera. H asta hace pocos años
23
existía en Santiago una fábrica de urnas funerarias
que giraba en nom bre de una razón social norteam eri
cana im aginaria, porque su único dueño era un an ti
guo veterano de la guerra del Pacífico, chileno de na
cimiento, de nom bre y de apellido. Interrogado acer
ca del objeto de esta rara superchería, contestó que,
sin ella, nada lo g ra b a ' vender. Sería fácil exhibir un
centenar de ejem plos análogos.
En obsequio del extranjero llegam os hasta a re
nunciar a nuestro propio interés, y aun hasta a exp o
nernos a los más serios peligros.
C om o más adelante habrá de verse, en el extenso
territorio chileno, sólo hay 200.000 km2 suscepti
bles de ser arados o utilizados en el pastoreo de gan a
dos, de los cuales la mitad, más o menos, a causa del
clima o de la constitución geológica, sólo son aptos
para la crianza de vacunos. N i el cultivo de los cereales
ni el cebamiento de ganados es posible en ellos.
El pueblo y gran parte de la opinión consciente, re
chaza un impuesto de 3 ctvs. oro de 18 d. el kilo vivo
del anim al que se interne, establecido con el propósi
to de estim ular el aprovecham iento y la transform a
ción de esos suelos, en su inmensa m ayoría hoy perdi
dos para la economía nacional.
Por temor de molestar a la R epública A rgentina y
de’ quebrantar la cordialidad que a ella nos une, nos
négamos a cerrar tem poralm ente los boquetes de la
cordillera, para impedir la introducción de la fiebre
aftosa. A pesar de que la epidem ia se desarrolló en
condiciones m uy benignas, la economía nacional
perdió de veinte a veinticinco millones de pesos, co
mo consecuencia del menor rendim iento en leche,
del atraso de las engordas y de la merma de la produc
ción pecuaria del año siguiente, resultado del debi
litam iento de los machos reproductores y del aborto de
las hembras.
24
No conozco ningún ejem plo de parecida condes
cendencia en la historia económica contem poránea.
L a propia A rgentina, después de infectarnos, cerró sus
puertas a nuestras procedencias.
La opinión pública no protestó con energía de
esta indiferencia o debilidad, que pudo' costam os se
senta y más millones de pesos, si la epidem ia reviste
caracteres graves.
C ap ítu lo ii
N aturaleza y origen
del fenómeno
1
Las manifestaciones de nuestra inferioridad económica
no han pasado inadvertidas. En el C ongreso, en la prensa
y en el folleto, se ha llam ado repetidas veces la atención
hacia algunos de los hechos anorm ales que acabo de ano
tar. En más de una ocasión los que entre nosotros escri
ben o hablan sobre asuntos económicos han percibido
la persistente anemia o debilidad de nuestro organism o
y la sensación de m alestar que desde años atrás flota
en la atmósfera.
Por desgracia, no han com prendido la verdadera na
turaleza del fenómeno, ni logrado señalar su origen.
A un personas ilustradas, de quienes había el derecho
de esperar que ahondaran en el estudio de una m ateria de
tan alto interés y de tanta trascendencia, se han queda
do en la superficie o se han extraviado en estériles con
troversias doctrinarias.
C on rara uniformidad se ha confundido esta especie
de anem ia generalizada que se revela por el desplaza
miento del nacional, por los cam bios adversos y por la
lentitud en el crecim iento, con las perturbaciones que
las crisis comerciales han llevado a nuestro desarrollo
económico.
C om o la economía de todas las naciones, la nuestra
ha sido afectada por crisis de variada n aturaleza. P ara
no recordar sino las dos últim as, entre 1897 y 1900,
alcanzó su período álgido una gran crisis de depresión,
sin fiebre previa, que fue la consecuencia de los cuan
tiosos sacrificios de hombres y de dinero que im puso la
revolución de 1891 y de la paz arm ada que la siguió. U na
emisión de papel lanzada en el preciso instante que un
26
vigoroso período de expansión m aterial alcanzaba su
apogeo, encendió en 1905 una violenta fiebre bursátil
que fatal e ineludiblem ente tenía que liquidarse por
medio de una crisis, que debía de afectar en especial a
los valores bursátiles; y repercutir, algo atenuada, sobre
toda la econom ía nacional conm ovida por el trastorno.
Pero entre estas crisis com erciales y el estado o rgá
nico que he calificado, para darle algún nom bre, de in
ferioridad económica, media la misma distancia que
entre un tifus y una anem ia. En el prim er caso hay una
afección aguda y transitoria; en el segundo, un estado
crónico, producto de la miseria fisiológica.
Lo pasajero y transitorio entran como factores
esenciales en el concepto económico de crisis. L a crisis
consta de dos elementos, uno psíquico, la sugestión de
optimismo colectivo que la prepara y la sugestión de
pánico, tam bién colectivo, que la liquida; y otro m ate
rial, la perturbación aguda del ju e go norm al del engra
naje económico. Am bos órdenes de fenómenos revisten
caracteres agudos y pasajeros. Perturban, pero no de
bilitan la economía nacional en forma duradera. De
aquí el hecho, a prim era vista paradojal, de que las
crisis sean tanto más intensas cuanto más rico es el país.
Las manifestaciones de nuestra inferioridad eco
nómica revelan, por el contrario, un estado orgánico
crónico, una postración perm anente, un debilitam ien
to económico antiguo y persistente.
A vanzando un concepto que habré de desarrollar
más adelante, en la crisis hay un fenómeno puram ente
económico; en el conjunto de fenómenos que constituyen
nuestra inferioridad económica, hay un estado socio
lógico. "E n la crisis sólo está afectado el funcionam ien
to del organism o; en los fenómenos que van a ser el tema
de este estudio, la afección toca á l propio organism o
en sus factores fundam entales, el territorio y la raza. *
27
N o han sido más afortunados nuestros intelectuales al
desentrañar el origen de los fenómenos que vengo es
tudiando, que al apreciar su n aturaleza y significa
ción.
L a s explicaciones que de ellos se han dado son num e
rosas.
Concretándose a sólo aquellas que han alcanzado
cierto éxito en la opinión pública o han sido sostenidas
por voces autorizadas, pueden estas explicaciones ser
agrupadas en tres categorías: relativas al régim en
monetario y a la organización del crédito, a la calidad
del G obierno y de la adm inistración pública y a la p olí
tica económica y comercial.
H an sido las de la prim era categoría las qu e han te
nido m ayor éxito en la opinión. N o es, tal vez, exagerado
afirm ar que la cuarta parte de las personas que están en
condición de form ar ju icio sobre el desarrollo económ i
co del país, atribuyen su lentitud y debilidad al régim en
de papel-m oneda, y que otra cuarta parte lo atribuye
a la escasez de circulante, es decir, a la poca cantidad
de papel emitido.
Para aquéllos, el régimen del curso forzoso, con su
consiguiente, inestabilidad m onetaria, aleja los cap i
tales europeos' que podrían fecundar nuestra riqueza,
disipa los ahorros, estim ula el agiotaje y perturba al in
dustrial serio y laborioso. El curso forzoso no es la conse
cuencia de la debilidad del organism o económico, sino
que ésta es la consecuencia de aquél.
Para los últimos, la corta cantidad de papel emitido
mantiene al organism o en un estado de extrem a debili
dad. A sí como no puede desarrollarse vigoroso el á r
bol sin savia abundante, o el cuerpo hum ano sin sangre
generosa, un país que no tiene circulante barato y abun
dante, está condenado a arrastrar una existencia ra
28
quítica y miserable. E s éste el evangelio que desde L a w
vienen predicando todos los apóstoles del papel-m one-
da.
T o d a v ía una tercera corriente atribuye una im por
tancia capital al régim en bancario y a la organización
del crédito. El m alestar que nos aqueja proviene de
nuestra defectuosa organización bancaria. B astaría
reform arla p ara que el país se encarrilara dentro de
una era de sólida y vigorosa prosperidad.
L as explicaciones d e ' la segunda categoría, se rela
cionan con el G obiern o y la adm inistración pública.
Para sus adeptos, es imposible que pueda desarrollar
se normalm ente un país en el cual los M in isterios duran
cuatro meses, es decir, el tiempo necesario para que el
M inistro alcance a im ponerse de la nóm ina de los asun
tos que penden de su consideración. L a ausencia de
todo plan de G obierno, el desequilibrio de los presu
puestos, el despilfarro de los dineros fiscales, los em
préstitos cada día m ás cuantiosos, las obras irrepro
ductivas o desproporcionadas a la potencia financiera
y la adm inistración relajada y defectuosa de los servi
cios públicos, consecuencia de la rotación m inisterial
y de nuestros viciosos hábitos políticos, son causas
más que suficientes p ara postrar a una nación.
Pero son, tal vez, las explicaciones qu e he agrupado
en la tercera categoría las que han contado en su apoyo
con voces más autorizadas.
Para distinguidos economistas y políticos, es la ta
rifa aduanera sobrado proteccionista, la que mantiene
abatida a nuestra economía.
En esta corriente se cuentan casi todos los discípulos
aún vivos de C ourcelle; buen núm ero de los que bebieron
las enseñanzas de don Zorobabel R o dríguez, adepto
exagerado del maestro; y la m ayor parte de los aficiona
dos a leer cartillas y textos de economía.
Según los doctrinarios de libre cam bio, a los países
29
jóvenes les conviene dedicarse de preferencia a la ex
plotación de las riquezas naturales del suelo. En ellos
el esfuerzo aplicado a las industrias extractivas o a la
agricultura rinde un resultado económ ico m ayor que
si se ap licara a la m anufactura. Por consiguiente, g ra
var con derechos elevados las procedencias de los países
fabriles es una medida contraproducente. D esvía los
brazos y ios recursos de las industrias naturales, en las
cuales darían un rendim iento m ayor, y los inclina hacia
industrias exóticas, con las cuales no están fam iliariza
dos, perjudicando seriamente a la econom ía nacional.
Viniendo al caso nuestro, el proteccionism o ha en
carecido la vida, dificultado la explotación de nuestra
riqueza agrícola y m inera, y creado artificialm ente
numerosas industrias fabriles que producen artículos
de pésima calidad a precios considerablem ente supe
riores al sim ilar europeo. Si esa cantidad de obreros, de
em presarios y de capitales, de actividad económ ica,
en una palabra, abandonara las industrias parásitas,
que viven del arancel, es decir, del resto de la economía
nacional, y se aplicara a fecundar nuestro suelo, a p ro
ducir trigo, cobre y salitre, el país experim entaría
considerable alivio. El fardo pesado de las industrias
parásitas oprim e sus espaldas y le ahoga.
D entro de esta tercera categoría, cabe, también, la
explicación opuesta; esto es, la que divisa la causa de
nuestra estagnación en la ausencia de derechos adua
neros prohibitivos.
H a sido, en mi concepto, el señor M a la q u ía s C o n
cha quien ha desarrollado con más fuerza y asentado en
más sólida base científica esta últim a explicación.
G en eralizan do algunas de las ideas con que Federico
L ist se anticipó a la sociología económica3 y apo
yándose en el concepto de N ovicow sobre la lucha entre
30
las sociedades hum anas, ha sostenido el líder dem ó
crata que en el contacto comercial de pueblos a diverso
grado de evolución económ ica, los más débiles son ab
sorbidos por los más fuertes, si no se protegen. Y la única
protección posible entre naciones, es el arancel elevado,
y si fuere necesario, prohibitivo. L a debilidad económ i
ca de nuestro país proviene, pues, de la insuficiencia
de la protección que el arancel aduanero le presta contra
la absorción de Inglaterra, A lem ania, F rancia y demás
países de desarrollo superior. Si no ha logrado hasta
hoy franquear las puertas del industrialism o, débese
este retardo a la ausencia de un arancel elevado.
El fundamento científico de las ideas del señor
Concha es, como se ve, exactam ente el mismo de que
partió el ilustre A lejandro H am ilton, creador de la p olí
tica comercial de los Estados U nidos de N orte A m é
rica.
32
cola, como adm irablem ente adecuados para la etapa
industrial, y las aptitudes de la raza, apta para la a gricul
tura e inepta para la actividad m anufacturera y com er
cial, que se traduce en la debilidad y estagnación eco
nómica, cuyas manifestaciones se han descrito en los
párrafos precedentes.
A este factor principal únense otros subalternos, re
lativos a la posición com ercial del país y a la n aturaleza
de los territorios limítrofes.
Las causas de nuestra inferioridad económica son,
pues, más sencillas que las com plicadas explicaciones
que de ellas han dado nuestros economistas; pero, por
desgracia, son también más hondas y más perm anen
tes.
El análisis del territorio y de la raza desde el punto de
vista económico-; la demostración de la antinom ia que
existe entre la, naturaleza de aquél y las aptitudes de
ésta; y el estudio de aquellos factores que, como el e x
ceso de contacto comercial con E uropa y Estados U n i
dos, la vecindad argentina, etc., contribuyen también,
como causas subalternas, a producir nuestra inferiori
dad económ ica, constituirán el objeto de la prim era
parte de este trabajo. La segunda abarcará el exam en de
algunos de los numerosos arbitrios propuestos para
estimular nuestro desarrollo económico, y muy espe
cialmente de la educación y de la política económ ica,
en mi concepto, los únicos capaces de obrar con alguna
eficacia.
C ap ítu lo m
E l territorio chileno
desde el punto de vista económico
34
razas de diversa psicología, sino, tam bién, para los
diversos estados de civilización de una misma raza. El
ibero no habría, ciertam ente, aprovechado el carbón y
la posición m arítim a de Inglaterra, en la form a que el
anglosajón. Los propios anglosajones no pudieron
sacar de las entrañas y de la posición de sus islas el in
menso partido qu e les ha dado el im perio del m undo, sino
cuando pasaron las puertas de la etapa industrial.
L a simple descripción de las condiciones geológicas
y clim atéricas de un país no' sum inistra indicaciones
concretas. U n buen clim a y un suelo feraz apto para la
producción de pan y de carne, o favorecido con los ele
mentos qu e engendran la energía m otriz y con un fácil
acceso a la costa, son condiciones que, donde quiera que
éoncurran, hacen posible el desarrollo de la civilización,
y nada más. P ara prever el crecim iento m aterial de la
civilización que se radique en sem ejantes condiciones,
el economista, lo mismo que el sociólogo, necesita cono
cer qué partido puede sacar de los factores físicos la
raza que puebla la com arca. L a s más adm irables con
diciones para la actividad m anufacturera, son perdidas,
son como si no existieran para una población todavía
detenida en la etapa pastoral o en la agrícola. C o n ser in
finitamente más fácil desandar el cam ino recorrido que
abrir nuevas sendas para avanzar, un pueblo m anufac
turero, colocado en una comarca m editerránea, sin fuer
za motriz y sin comunicaciones, tarda en plegarse a las
nuevas condiciones de vida y en sacar de su nuevo asiento
los rendimientos de que es susceptible en la ganadería
y en la agricultura7.
7E1 sentido de la realidad, que tanto aten u ó en C ourcelle Seneuil,
las absurdas consecuencias de los desarrollos ideológicos q ue sus discí
pulos exageraron hasta la ca ricatu ra, lo movió a reconocer que «cuan
do se estudia la fuerza productiva actual de u n territorio, es m enester
considerarla desde el punto de vista del a rte industrial de los habitantes,
el cual saca m ás o menos partido de esta fuerza«. T ratado teórico y
práctico de Econom ía Política, t. I, p. 73 .
35
E l olvido de esta com penetración íntim a, de este lazo
indisoluble entre el suelo y la raza, ha sido uno de los g ra n
des escollos de la ciencia económ ita, y para nuestros
economistas, un denso velo que les ha impedido com pren
der la verdadera naturaleza de las desconcertantes pe
culiaridades de nuestro desarrollo m aterial8.
2
Aludiendo al concepto, hasta ayer casi unánim e y hoy
todavía bastante generalizado, que los chilenos tienen
de su territorio, tuve hace poco oportunidad de decir:
»Hemos vivido hasta nuestros propios días en la convic
ción de que nuestro territorio es adm irablem ente fértil
y tiene dilatado porvenir agrícola«.
«Viene este errado concepto de los propios conquis
tadores españoles".
»En lugar de oro, encontraron a su paso una pequeña
faja de suelo feraz, que retribuye con largueza el trabajo
del hombre y cuyos productos bastaban a subvenir con
exceso a sus escasas necesidades; y sin reparar en su ex
tensión, ju zgaro n por ella de todo el territorio del país
descubierto. A lonso de E rcilla, G on zález de N ájera y
casi todos los cronistas ensalzaron en prosa y en verso el
chm a y suelo de C hile. Nuestros padres aceptaron sin
exam en el concepto tradicional, y nosotros mismos sólo
en los últim os años hemos abierto los ojos a la re a lid a d ".
Los 7 5 7 000 K m 2 que aproxim adam ente encie
rra el territorio chileno, pueden descomponerse así:
6.000 K m 2 de suelos regados que deben contarse en
tre los más fértiles de los clim as templados; 4.000 de sue
los también regados, pero pobres o sólo m edianam en
te fértiles; 40.000 de terreno de secano fértiles; 150.000
de cerros, faldeos y planes muy pobres, aprovechables
sólo p ara el pastoreo de ganados; y 557.000 Km 2 ocu
36
pados por los desiertos del norte, la cordillera de los
Andes y sus ram ificaciones, las partes estériles de la
cordillera de la costa y los lagos.
Las tres cuartas partes de la superficie de C h ile ca
recen, pues, en absoluto de valor agrícola.
L a sim ple exposición de estas cifras es una saluda
ble advertencia para los num erosos escritores y p olí
ticos que se halagan con los resultados de las com pa
raciones entre el área total chilena y el área de algunas
naciones europeas.
Acentuará la impresión que ella causa, el conoci
miento de la proporción entre el área aprovechable y
la superficie total en otros países. La R epública
Argentina tiene una extensión total vecina a 2.800.000
Km2, de los cuales, según una estimación tachada
de tím ida, 1.500.000, es decir, más de la mitad, son
cultivables9. El área agrícola de la R epública vecina
es, pues, diez veces la nuestra. Italia tiene una superfi
cie de 286.682 K m 2, de los cuales 202.480 son
actualmente productivos. F rancia tiene un área de
556463 Km 2, de los cuales 83.971 están plantados
de bosques y 367.770 cultivados. Aprovecha, pues, el
78% de su extensión. Inglaterra, inclusive las aguas,
tiene 3 14-339 K m 2 y aprovecha en cultivos, pasto
reo y bosques, en núm eros redondos, 257.000, es decir,
más del 80%.
U n dato todavía más sugestivo. El U ru gu ay tiene
178.700 Km 210, es decir, menos de la cuarta parte del
área de C h ile, y el año 1900 aró y utilizó como cam po
de pastores 151.300 K m 2.
Pasemos ahora al estado de cultivo de los 200.000
Km2, susceptibles de aprovecham iento agrícola
que encierra nuestro territorio.
37
L a evaluación sólo puede hacerse a ojo de buen varón.
L a s estadísticas de poco sirven en esta tarea. H ace po
cos años, cuando me ocupaba, en unión del señor D ía z
Besoaín, en redactar el anteproyecto sobre «Concesión
de mercedes de agua y fomento de las obras de rie g o ", va
liéndome de mi propio conocim iento del territorio a g rí
cola y de innum erables datos sum inistrados por personas
serias y sensatas, intenté hacer esta evaluación. T o m a n d o
como punto de referencia un tipo de agricultura semi-
intensiva, es decir, un térm ino medio entre la francesa
y la chilena, y calculando prudencialm ente el mejor
aprovecham iento de que son susceptibles tanto nues
tros suelos regados como los de secano, y el núm ero de
hectáreas con que la construcción de pantanos y de
nuevos canales puede aum entar el área regada, esti
mé, entonces, que nuestra agricultura y nuestra ga
nadería aprovechan aproxim adam ente la tercera
parte de la capacidad agrícola del territorio. M á s ta r
de he revisado prolijam ente esta evaluación, y con ti
núo creyéndola aproxim ada, hasta donde es posible
h ablar de aproxim ación en cálculos de esta n aturaleza.
Q ueda, pues, inculta y casi inaprovechada una
considerable parte de la superficie del territorio chi
leno susceptible de ser algún día fecundada por el
esfuerzo humano. D esde este punto de vista, puede
decirse que nuestro desarrollo agrícola tiene, toda
vía, horizontes, no sólo en el sentido intensivo, sino
también en el expansivo.
Pero es menester reparar en la cantidad de capital
y de trabajo que requiere la incorporación de este sue
lo estéril al área productiva.
L as lluvias, al revés de lo que ocurre en casi todo el
m undo, caen en C h ile en invierno, y esta desgraciada
circunstancia hace que la casi totalidad del suelo ch i
leno requiera riegos artificiales p ara ser fecundo.
líQS ¿anafes fáciles o destinados a regar suelos feraces
38
están ya construidos. Los que quedan- en proyecto
tienen trazados muy largos y costosos o están desti
nados a regar suelos pobres o medianos. D ará idea del
resultado económico de estas em presas, el dato que
voy a apuntar. T en go a la mano una estadística que he
formado, recogiendo de los propios labios de los em
presarios de canales en los últim os cuarenta años,
de sus hijos o de los ingenieros qu e dirigieron las obras,
los datos sobre el resultado económico de las empresas.
De ellas se desprende que en el ochenta por ciento de
los casos el negocio dejó pérdidas; que en cerca del
cuarenta y cinco por ciento, arruinó a los iniciadores;
y que en el cuarenta por ciento restante sólo pudieron
salvarse merced a cuantiosos recursos heredados o
adquiridos en otra esfera de la actividad. Los pocos
miles de hectáreas con que se ha enriquecido la zona
regada de nuestro territorio en este período dé tiem
po, ha sido el fruto del esfuerzo tenaz, prolongado casi
siempre durante la vida entera, de unos cuantos a g ri
cultores de carácter y perseverancia y de la fortuna
ganada en otro género de negocios.
En el su r, el problem a del aprovecham iento del
suelo choca con otros obstáculos también difíciles
de vencer: la pobreza, consecuencia del clim a y de la
constitución de la capa arable, y el desmonte o lim pia.
Los datos que he recogido sobre esta últim a faena, me
permiten afirm ar qu e, en la generalidad de los casos,
su costo excede "al valor com ercial del suelo después
de cultivado11.
U na expansión agrícola condenada a realizarse
en tan desfavorables condiciones, será siem pre, cu a l
quiera qu e sea la pujan za de la raza, extrem adam ente
lenta. M á s aún , jam ás puede tener vitalidad propia.
39
T en d rá siem pre que ser el resultado de la incorpora
ción al suelo del capital am asado en otro orden de
actividad. Y de hecho, la agricultura chilena debe
muchos de sus avances a la acción refleja de los auges
del cobre y la plata en el pasado y del salitre en el p re
sente. H a sido una especie de caja de ahorros que ha
convertido en fuente permanente de producción p a r
te de los veneros arrancados a nuestros desiertos.
C ab ría hacer una excepción en favor de la vid y de
los árboles frutales en general, cuyo cultivo encuen
tra en el suelo y en el clima de C h ile condiciones p ropi
cias. Pero la explotación en gran escala de estas ram as
de producción, se acerca mucho más a las industrias
fabriles que a la agrícola, y p ara los efectos de este
estudio, las favorables condiciones del territorio ch i
leno para su desarrollo, deben incluirse entre sus a p ti
tudes para la actividad m anufacturera.
T a l es el valor agrícola del territorio del cual dijo a
principios de siglo x v i i G on zález de N ájera: »Es toda
aquella tierra tan fértil y abundante de m antenim ien
tos en todas las partes que se cultivan, que casi todos
los de las tierras de paz y pobladas, comen de valde«12,
concepto que en 191 o todavía repercute en el Anuario
estadístico con estas palabras: »La agricultura tiene en
C h ile fuerzas de producción tan variadas como abun-
dantes«.
3
D esde 1844, fecha en la cual principió a llevarse esta
dística com ercial, hasta 1880 inclusive, la exportación
chilena ha estado form ada principalm ente por los p ro
ductos de la minería.
E l valor de lo exportado por esta industria asciende
40
en este espacio de tiempo a $523.804.155, mientras
la agricultura sólo exportó productos por valor de
S238.967.996.
Estas cifras manifiestan que, aún antes que el sali
tre pesara en form a sensible en nuestra economía.
Chile pagaba con oro, p lata y cobre, es decir, con
productos de la m inería, cerca de los dos tercios, de
sus consumos extranjeros.
En el período 1881-1890, la m inería exportó p ro
ductos por $365.000,815, y la agricultura, sólo por
$84.568,161.
En estos diez años la agricultura pagó sólo la q u in
ta parte de nuestras im portaciones. L a m inería pagó
los cuatro quintos restantes.
En el período 1891-1900, la exportación de p ro
ductos minerales suma $815.484,854 y la de produc
tos agrícolas $118.512,250. C om o se ve, los produc
tos de la m inería representan casi las 7/5 partes de la
suma de am bas cifras.
En el período 1901-1910, la m inería figura en
nuestras exportaciones con un valor de $2.171.829,465
y la agricultura con $299.305,391 cifras que m antie
nen, más o menos, la misma proporción del decenio
precedente13, D .
Estas cifras no reflejan la relación que existe entre
la potencia m inera y la potencia agrícola de nuestra
economía, porque, mientras los productores de la
minería han sido casi íntegram ente exportados, los
de la agricultura han debido alim entar a la población,
se han consumido sin dejar huellas en la estadística
del comercio exterior.
En cam bio, de ellas se desprenden dos hechos, co
41
nocidos hasta la saciedad, pero de los cuales es im po
sible prescindir en el estudio del territorio com o fac
tor de nuestra inferioridad económ ica: la im portan
cia de la riq ueza m ineral del suelo chileno y la crecien
te concentración de las energías productoras en la
minería.
Prescindiendo del carbón y del hierro, q u e dicen
m ás bien relación con las aptitudes fabriles del terri
torio, C h ile es uno de los países más favorecidos por
la naturaleza en el reino m ineral.
H asta 1907 inclusive se habían extraído de las
pam pas de T arap a cá y Antofagasta 631.710,201
quintales españoles de salitre, con valor de 2.715.604,274
pesos; de nuestros mantos y vetas de cobre 2.128.081.483
kilogram os, con valor de $1.750.684.135; de las m inas
de p lata, 8.947.702.558 gram os, con valor de
$849.768.155; y de los lavaderos y otra clase de y aci
mientos auríferos, 328,835.411 gram os, con valor
de $608.502.04014.
. T odas estas fuentes de producción m ineral están
vivas, si bien la im portancia relativa de ellas ha varia
do.
La producción salitrera ascendió en 1908 a
I9-7° 7-743 quintales métricos y a 21.015.125 en 1909, E.
C om parando estas cifras con las de los años prece
dentes, se advierte un constante aumento que, salvo
grandes avances en la producción del salitre artificial,
continuará seguram ente en adelante. E n cuanto a la
cantidad de caliche existente en las pam pas y a su pro
bable duración, son tan deficientes los datos en que
se apoyan los distintos cálculos que de ellos sólo se
desprende con certeza el hecho de que el agotam iento
de los yacim ientos salitrales está aún m uy distante.
42
N uestra producción de cobre descendió conside
rablemente a partir del año 1887; pero este des
censo no fue consecuencia del agotam iento de nues
tros cobres, sino del agotam iento de los depósitos de
ley alta fácilm ente explotables y de la im potencia
de los capitales y del esfuerzo chileno para la exp lo ta
ción industrial. Los numerosos mantos y vetas de ley
pobre que, desde T a ra p a cá a O ’ H iggins cruzan en
todos sentidos el desierto, la cordillera de la costa y los
faldeos de los Andes, están aún intactos o apenas des
florados. La producción industrial del cobre descan
sa en C h ile sobre bases más perm anentes y sólidas que
la explotación del salitre, aunque el desarrollo de aqué
lia sea hoy modesto delante del esplendor de ésta15. F.
L a producción de oro y de p lata, no obstante la reac
ción que respecto de la últim a acusan las estadísticas
de 1908 y 2909, tienen horizontes infinitam ente
más lim itados que los del salitre, y del cobre. Salvo la
contingencia, poco probable, de nuevos descubri
mientos, ninguno de los dos metales está llam ado a pe
sar seriamente en la expansión económica chilena.
4
Es corriente entre nosotros, cuando se quiere dar idea
del porvenir de la m inería chilena, lim itarse a enum e
rar las riq uezas que encierran las entrañas del suelo.
Esta enum eración es, sin em bargo, un dato bien defi
ciente p ara m edir la im portancia de la industria m i
nera en el desarrollo económico nacional. U n a mina
rica en metales de ley alta y con fácil acceso a las vías de
transporte, puede ser explotada con capitales m edia
43
nos y por em presarios cuyas aptitudes no excedan de
las necesarias para dirigir una rutinaria faena a g rí
cola. En cam bio, las m inas de ley baja o ubicadas a
grandes distancias de los puertos y de los ferrocarriles,
requieren cuantiosas inversiones de capital, esfuerzo
perseverante y grandes capacidades adm inistrativas
y técnicas. Su explotación tiene las mismas o m ayores
exigencias de capital y de aptitudes que las indus
trias fabriles: y lo propio que la energía m otriz natural
y los demás factores físicos adecuados a la fase m anu
facturera, permanecen m uertas, son como si no exis
tieran, para las aptitudes de una población agrícola
o económicam ente mal educada.
Es pues indispensable, dentro de los propósitos
de este estudio, señalar con exactitud las condicio
nes de explotación de las dos grandes ramas de nues
tra riqueza m ineral: el cobre y el salitre.
L as vetas poderosas de cobre de ley alta, están ya
agotadas. Salvo la eventualidad de nuevos descubri
mientos, que de ninguna m anera variarían la fisono
mía general de esta rama de la m inería chilena, p asa
ron los tiempos de T am a y a.
Descansa hoy esta industria sobre la base de nu
merosos depósitos, todavía mal reconocidos, cuyas
leyes, a ju z g a r por los datos acum ulados, oscilan de 4
a 6% . C op aqu ire, San Bartolo, M onte Blanco, M an to
M on stru o, A m olanas, Caserones, N altagu a, El V o l
cán, El T en iente, etc., dan el tipo de los yacim ientos
sobre los cuales está llam ada a desarrollarse en el fu
turo la producción cuprífera.
44
na para la extracción, movim iento, selección y carguío
de los productos.
T odo esto presupone una crecida suma de capitales,
que aum entan, todavía, las exigencias de la exp lo
tación en gran escala, indispensables en empresas
que, para ser económicas, necesitan operar sobre
grandes masas de minerales.
No son menores las exigencias de capacidades
técnicas y adm inistrativas. D e mineral a mineral varía
el problema en sus aspectos técnico y económico. N e
cesítase en ocasiones, optar por la concentración;
en otras, por la fundición directa. A q u í cabe el uso
económico de la energía eléctrica; más allá su empleo
es antieconómico. El problem a de unir diversos yaci
mientos pequeños, que en C h ile se presentan casi
en todas partes, requiere sagacidad y sólido criterio
comercial. En fin, el manejo de grandes faenas con
complicadas dependencias, exige en la alta direc
ción, capacidades adm inistrativas y solidez de juicio;
en el personal de empleados, competencia, espíritu
y hábito de1 deber; y en todos, condiciones de voluntad
y de preparación que sólo pueden dar una enseñanza
adecuada y la práctica de largos años.
T odavía, en otro orden de consideraciones, la ex
plotación industrial del cobre requiere, como pocas
industrias, lo que más escasea en los pueblos mal edu
cados para la actividad fabril: tenacidad y perseveran
cia. Antes de enterrar en ellos m illones, hay que reco
nocer los yacim ientos. Antes de producir, hay que
completar las instalaciones y preparar las labores.
H ay, pues, que realizar durante varios años ingentes
desembolsos sin retribución.
C om o se ve, desde el punto de vista de los capitales y
de las aptitudes técnicas y adm inistrativas, la indus
tria del cobre tiene todas las exigencias de las más com
plicadas industrias m anufactureras. R equiere cap i
45
tales abundantes y baratos; y m ás aún que capitales,
valor industrial, ju icio económico, capacidad téc
nica y adm inistrativa y perseverancia a toda prueba.
Porque, si el desarrollo de una industria de sem ejan
te naturaleza, sin el prim er factor es lento y penoso, sin
los segundos es prácticam ente imposible.
N o es menos pronunciado el carácter industrial de
la explotación salitrera.
Indudablemente, la técnica del salitre es más sen
cilla y uniforme que la del cobre, pero no son menores las
exigencias de capitales y capacidades adm inistra
tivas en aquella industria que en ésta. El co sto 'd e ins
talación y el capital de explotación de una salitrera
calculada para producir cien m il quintales m ensua
les, elaborando caliche de 25 a 35 % , ha sido estimado
en £ 97 mil 66ó; en números redondos, dos millones
de pesos de nuestra moneda16. Y este desem bol
so no puede hacerse, como en la agricultura, paulati
namente, incorporando los ahorros de la misma exp lo
tación, sino de golpe, lo que presupone un desarrollo
considerable del espíritu de asociación, ya que en
países jóvenes la existencia de industriales m illo
narios es bien limitada.
Esto por lo que respecta al capital. En cuanto a la
alta dirección comercial y adm inistrativa, la salitrera
requiere, sobre poco más o menos, la misma a p lica
ción constante, los mismos hábitos y capacidades que
la industria manufacturera.
5
U n a de las dificultades con que ha tropezado la consti
tución de la ciencia de la Econom ía Política, ha sido
la tendencia de los economistas a hacer del desarrollo
46
material un proceso independiente de la evolución
general; a dar, en cierto modo, finalidad propia a lo
que no es sino un aspecto — y aspecto todavía subordi
nado a fines superiores— del desarrollo social.
Esta especie de concepto de la riq ueza por la riq u e
za, que disim uladam ente se desliza en casi todos los
economistas clásicos y en muchos afiliados a la escue
la histórica, ha dado origen al grosero error, enseñado
durante largos años en nuestra U niversidad, de qur
toda riqueza es igual; y de que es indiferente para los
destinos de un pueblo, explotar minas, labrar campos
o m anufacturar productos.
. Así se explica que hayan pasado inadvertidas
para la . inmensa m ayoría de nuestros intelectuales,
las peculiaridades sociológicas de la riq ueza m ine
ra. A sí se explica que todavía hoy, se resistan a acep
tar las consecuencias, al alcance del m ás vulgar
buen sentido, que derivan de ellas.
Aunque ya en otra ocasión he hecho caudal de esta,
peculiaridades y de sus consecuencias, habré de insis-
tfr una vez más en algun as, sin las cuales no tendrían
explicación varias de las manifestaciones de inferio
ridad económica que constituyen el tema de este tra
bajo.
La agricultura tiene, por su propia n aturaleza,
tendencias a radicar en el terreno la riq ueza, y aun la
actividad económica en todas sus manifestaciones.
El que rotura suelos incultos o mejora los ya cultiva
dos, sea nacional o extranjero, incorpora al suelo ca
pital y trabajo en forma perm anente. El agricultor
se liga al suelo por verdaderos vínculos de afecto que,
a la larga, concluyen generalm ente por incorporar al
extranjero a la economía nacional. Pero, aun aquel
que abandona el territorio donde am aso su fortuna,
deja incorporado a él gran parte de sus esfuerzos.
La absorción económica de un pueblo agrícola
47
es extrem adam ente difícil. C h o ca, en prim er lu gar,
con la defensa que espontáneam ente opone la tenden
cia radicadora del suelo. C hoca, en seguida, con las
dificultades que para la dirección desde lejos presen
ta una industria que, como la agrícola, recibe del sue
lo y del clim a una especie de sello local, que varía de país
a país, y dentro de un mismo país, de región a región.
L a m inería, por el contrario, no incorpora directa
mente riqueza al suelo; no lo m ejora ni lo v alo riza en
orm a permanente. E l industrial, que explota una sa
litrera, sólo deja, en reem plazo del salitre que vendió,
hacinam ientos de fierros viejos y montones de ripios.
El minero devuelve al territorio las riquezas que de él
arranca con hoyos que lo deform an y con la aridez,
consecuencia de los bosques que taló. El extranjero que
se ausenta, se lleva consigo absolutam ente toda la uti
lidad que le rindió su esfuerzo aplicado al salitre o al
cobre.
T am p oco crea la m inería lazos entre el suelo y el
hombre. El industrial busca en la mina sólo los medios
de am ontonar recursos con los cuales volver al centro
de sus afecciones. El nacional tiende a radicarse defi
nitivam ente en las tierras con vida propia; el extran
je ro , a regresar cuanto antes a su patria.
Es cierto que toda actividad minera derram a refle
jam en te prosperidad sobre la economía nacional
entera; pero es ésta una prosperidad efím era, conde
nada a desaparecer, salvo en cuanto creó nuevas fuen
tes estables de riqueza, con la decadencia m ás p ró xi
ma o más remota, pero siem pre cierta, del auge m ine
ro. ' C op iap ó con sus 30.000 . habitantes, reducidos
casi instantáneam ente a la tercera parte, en cuanto
vinieron a menos sus minas, es una im agen en peque
ño de la fragilidad de una civilización basada casi
exclusivam ente en la minería.
La riqueza m inera tiene, pues, un aspecto econó
48
mico-sociológico sum am ente grave. El estadista
consciente debe ver siem pre en la prosperidad que
ella derram a, un medio qu e aprovechar; jam ás un fin,
un térm ino de las aspiraciones en la faz m aterial de la
evolución.
Otra particularidad de la m inería es la de ofrecer
un cam po singularm ente propicio para el desplaza
miento económico del nacional por pueblos más de
sarrollados. Estando su explotación poco ligada a las
peculiaridades clim atéricas y a los mil factores que
acondicionan e im prim en un sello local a la industria
agrícola, en ella el aborigen de inferiores aptitudes
económicas, no tiene respecto del extranjero siquiera
las ventajas del mejor conocimiento del suelo y del
clima.
U na nación m inera, por el solo hecho de serlo,
está más expuesta que otras a ser absorbida económ i
camente, a quedar en la condición de factoría de civi
lizaciones más poderosas. L a misma causa que ha ra
dicado en manos chilenas buena parte de la m inería
boliviana, ha radicado y continúa radicando en manos
inglesas, alem anas y francesas, la m inería chilena.
6
Las favorables condiciones que se aúnan en C h ile para
el desarrollo de la actividad fabril, han sido reconoci
das desde antiguo.
En 1878, don M igu el C ru ch aga decía: »país
alguno presenta, bajo el punto de vista del territorio,
condiciones más favorables para su progreso indus
trial»; y a continuación señalaba los hermosos
horizontes que el clim a y el suelo chilenos brindan a la
agricultura, a la minería y a la m anufactura17.
49
De estos exagerados conceptos, que revelan el
escaso espíritu de observación del discípulo y conti
nuador de C ourcelle, los que encierran m ayor parte
de verdad, son los relativos a las condiciones favora
bles de nuestro territorio para la etapa m anufacturera.
En efecto, la naturaleza, que fue avara con nosotros
en las condiciones clim atéricas y geológicas que hacen
posible un vigoroso desarrollo agrícola, fue más bien
generosa en los factores que permiten a los pueblos
enérgicos crear civilizaciones basadas en la m anufac
tura, en el comercio y en la navegación.
Prescindiendo de la adecuación del clim a, patri
monio común a casi todas las com arcas que están fuera
de los trópicos, se aúnan en C h ile la configuración geo
gráfica, las fuentes de la energía motriz y el hierro, es
decir, todos los factores físicos fundam entales de la
actividad fabril.
La configuración del territorio, permite en toda
su extensión el acceso al mar sin grandes recargos de
flete terrestre. Desde este punto de vista, todo C h ile
puede considerarse adecuado para la ubicación de
industrias fabriles.
Los yacimientos de carbón de las provincias del
S ur no han sido reconocidos lo bastante para poder
form ar ideas definitivas sobre la cantidad, la calidad
y el costo de extracción del carbón que existe en el país.
Los catorce establecimientos más im portantes pro
dujeron en 1909, fuera de su propio consumo, cerca
de 700.000 toneladas. L a producción de las minas pe
queñas ascendió aproxim adam ente a 100.000 tone
ladas más. Estas cantidades son susceptibles de
aumento, y de hecho han sido ligeram ente sobrepasa
das en años anteriores. Pero si se considera que en el
mismo año 1909, dentro del estado industrial aun in
cipiente de la economía chilena, hubo necesidad de
consumir 1.342.649 toneladas de carbón y coke extran
50
jero, es preciso convenir en que el carbón nacional,
aunque au x iliar no despreciable, no podrá abaste
cer, cualquiera que sea el desarrollo de su explotación,
ios enormes consumos propios de un estado industrial
más avanzado.
En cambio nuestros ríos, relativam ente cau dalo
sos de C oquim bo al sur, encierran las fuentes de una
energía eléctrica que puede subvenir con exceso a las
exigencias del más avanzado industrialism o. El violen
to desnivel de su curso superior hace posible las caídas
desde grandes alturas, o sea la producción de mucha
energía eléctrica con volúmenes reducidos de agua. El
transporte de la fuerza desde las grandes centrales
se perfecciona y se hace económico de día en día. U na
distancia de 150 y 200 kilómetros no es hoy un proble
ma, de suerte que la ubicación de las instalaciones en
la zona andina no es óbice para el aprovecham iento
de la energía en pleno valle central, donde la posición
y el clima son más adecuados para el desarrollo industrial.
El otro factor fundamental de la etapa m anufactu
rera es el hierro. E l industrialism o, en un país que
carece de él, vive de prestado, al am paro de la inferior
actitud económica de poblaciones que no saben e la
borar sus m aterias primas.
En C h ile existen de un extrem o a otro del territorio
grandes y numerosos depósitos de óxido de hierro que,
por su ley y su ubicación son fácil y económicam ente
aprovechables. En la im posibilidad de describirlos y
enumerarlos transcribo del señor V attier, la voz
más autorizada en la m ateria, algunos párrafos que
dan idea de la naturaleza de estos yacimientos.
Aludiendo a los de A lgarrobo, A lgarrobillo y C ru z
de C añ a, en V a llen a r, dice el señor V attier: »En una
extensión continua de algunos kilóm etros aparecen
verdaderos cerros m acizos de óxido de hierro muy
puros y en todos los dem ás cerritos vecinos se cruzan
51
poderosas vetas y mantos enorm es, la m ayor parte de
ellos de óxido puro de hierro y algunos con indicios
de c o b r e .. . C reo que ni en todo el mundo, ni aún en
Iron M ou n tain de loa Estados U nidos, existen y aci
mientos de esta im portancia y pureza” .
D e los depósitos del T o fo , en la Serena, adquiridos
por la Sociedad Francesa de A ltos H ornos, dice el
mismo ingeniero: »Es verdaderam ente incalculable
el núm ero de m illones de toneladas de óxido puro de
hierro (67 a 69% de hierro metálico, y a lo más con
0,04% de fósforo) que existe, tanto a la vista en estos
mantos y diques, como en los rodados y gran allas que
cubren el suelo«18 G .
Depósitos de gran im portancia se encuentran,
también, en T ara p a cá , A ntofagasta, Santiago, Linares,
C au tín , A rauco y V aldivia.
C ualesquiera que sean, pues, las dificultades con
que habrá seguram ente de tropezar la industria del
fierro, la existencia de minerales, en condiciones
adecuadas para su explotación y en cantidad suficien
te para subvenir a las exigencias del más alto desarro
llo industrial que sea sensato im aginar para C h ile, es
un hecho debidamente comprobado.
Finalm ente, para concluir con lo relativo al terri
torio desde el punto de vista de la actividad industrial,
hay que hacer caudal de otro aspecto, modesto y de
lim itado horizonte, pero del cual no puede prescindir
un pueblo como el nuestro, colocado por la n aturaleza
en tan duras condiciones en la lucha por el crecim iento
y la supervivencia: la adecuación del clim a y del suelo
para el desarrollo de las industrias agrícola-fabriles
derivadas de la vid y de los árboles frutales. Los vinos
finos no licores y algunas de las variedades de esta ú l
52
tima categoría y las frutas en conserva y desecadas,
pueden ser en C h ile producidos y elaborados en condi
ciones ventajosas de calidad y de costo. A medida que
transcurra el tiem po, factor ineludible para el desa
rrollo y perfeccionamiento de toda industria, se harán
más palpables estas ventajas, que hoy infiero del es
tudio com parativo de las diversas zonas, que son o pue
den ser rivales en la vitivinicultura y en la producción
de frutas secas o al ju g o .
7
Es ya tiempo de form ular las conclusiones a que con
duce el análisis de los factores físicos que acondicio
nan nuestra expansión.
Esas conclusiones son las siguientes:
L as condiciones geológicas y clim áticas son en
C h ile inadecuadas para un vigoroso desarrollo a g rí
cola. L o s 200.000 Km 2 de terrenos susceptibles de
ser arados o utilizados en el pastoreo de ganados,
cuando alcancemos el estado actual de cultivo del te
rritorio francés, podrán alim entar de diez a doce mi
llones de habitantes, mientras el suelo argentino, en
igual estado agrícola, podrá alim entar de cien a cien
to veinte19.
Los 150.000 Km 2 de suelos susceptibles de apro
vechamiento que aún están incultos, no permanecen
estériles por falta de iniciativa, como repiten nuestros
economistas, sino porque requieren ser descepados
en el sur y regados en el norte; y estas operaciones, so
bre ser lentas, son tan caras, que no podemos en C h ile
cultivar nuevos suelos, sino para subvenir a nuestro
propio consumo de productos agrícolas.
53
El desarrollo de la agricultura carece en C h ile de
vida propia. H oy está encadenado a la m inería y m a
ñana deberá estarlo a la industria m anufacturera.
En la m inería, el salitre y el cobre constituyen dos
fuentes abundantes de riqueza, pero que, por sus gran
des exigencias de capitales y de aptitudes técnicas y
adm inistrativas, deben ser asim iladas a las industrias
fabriles.
El cobre y el salitre, por la naturaleza económico-
sociológica de la riqueza que crean y de la actividad
que desarrollan, no pueiden ser el térm ino de nuestra
evolución económica, so pena de em plazar nuestros
días. En cambio, son un buen medio, un sólido punto
de apoyo para orientarnos hacia el industrialism o
propiam ente dicho.
L a configuración geográfica, la abundancia de
las fuentes generadoras de la energía m otriz y la exis
tencia de grandes depósitos de hierro, aúnan en C h ile
todas las condiciones fundam entales para la expan
sión fabril y m anufacturera. Sobre estos factores,
todavía inaprovechados, descansan nuestros destinos.
Es, pues, nuestro territorio una de aquellas co
m arcas que condenan a las razas débiles o m al educa
das económicamente, cualquiera que sea su pujanza
en otras esferas de la actividad, a arrastrar una exis
tencia lánguida y precaria, pero que ofrecen am plios
horizontes a la audacia y a la tenacidad de las razas
fuertes en los grados superiores de la evolución. En
él la naturaleza es poco y el hom bre es mucho.
C ap ítu lo iv
Psicología económica
del pueblo chileno
1
En el estudio de la psicología de un pueblo hay que de
tenerse m ucho en las capas superiores. Son ellas las
que dom inan sin contrapeso el presente, y son ellas
las que moldean, en gran parte, el futuro, por la suges
tión que ejercen sobre la m anera de pensar y de sentir
de los elem entos que deben reem plazarlas.
Y esta preferencia, que en todo bosquejo psicológi
co es una necesidad impuesta por el papel — cada día
más evidenciado por la ciencia— que los elem entos
sociales superiores ju e ga n en los grados altos de la
civilización, en el caso concreto dé que se trata, es la
consecuencia ineludible de la im posibilidad de obrar
en otra forma.
Los rasgos o caracteres psicológicos de los pueblos
no nacen a un tiempo; no se desarrollan como una onda
concéntrica. C uan do la psicología m ilitar está ya
moldeada, la psicología económica está todavía en
embrión. Form ada esta últim a por un tejido de influen
cias psico-físicas que se van haciendo sentir paula
tinamente a medida que el tipo m ilitar se transform a
en industrial, en los elem entos sociales poco evolucio
nados, constituye una masa aún informe.
D e aquí que al estudiar la psicología económica
del pueblo chileno me sea forzoso extraer los ele
mentos principalm ente de las altas capas. E l grueso
fondo social, la fuente más pura, la menos contam ina
da con ideas y sentim ientos ajenos a la idiosincrasia
nacional, al propio tiempo que la más fácil de aprove
char, no puede, en este caso, ser utilizada sino en muy
pequeña escala y con gran precaución-
55
2
56
ponen los estudios superiores, constituyen una criba
dé apretadas m allas, en la cual son pocos los que pasan
y muchos los que quedan.
Pero la sangría que estas profesiones abren a las
industrias no está en relación con la cantidad, sino
con la calidad de los elem entos que les substraen.
En un país en donde la abogacía, la medicina y
demás profesiones análogas constituyen una aspi
ración nacional, se orientan hacia ellas, no sólo los ta
lentos especiales, sino todos los talentos. C u an to la
juventud encierra de más vigoroso, intelectual y mo
ralmente hablando, se aleja de la vida económica pa
ra esterilizarse en profesiones que, a pesar del p rejui
cio social que las ennoblece, salvo el profesorado, son
factores subalternos en la vida de los pueblos.
El pleito y la enfermedad son calam idades excep
cionales. N i de pleitos, ni de leyes, ni de enfermedades,
ni de medicinas vive una colectividad; y sin em bargo,
a ellos se sacrifican entre nosotros las mejores ener
gías sociales. Para la actividad económica, para la
elaboración de la savia de que depende el vigor y la pro
pia vida del agregado social queda la broza, lo que,
por ausencia de ingenio o falta de perseverancia no
llega a la meta.
La generalidad de nuestros intelectuales no se da
cuenta exacta de la trascendencia que esta selección
tiene en el desarrollo material del país. La disim ulan
a sus ojos el prejuicio de que la actividad industrial
no requiere talento ni carácter, y el hecho de que el exce
so de elementos atraídos por las profesiones liberales
vuelve pronto a la vida de los negocios.
El prejuicio de que la a c tiv id a d . económica no re
quiere talento, es hijo de un concepto groseram ente
erróneo del talerito. Si por talento se entiende el poder
del discurso o de la dialéctica, poca falta hace en la acti
vidad económica. N i con juegos de palabras ni con ra
57
zonam ientos hermosos se produce trigo o se fabrica
acero, com o no se hace la guerra, no se gobierna a un
pueblo ni se desarrolla la ciencia. Pero, si por talento
se entiende lo que debe entenderse, o sea la fuerza
de la inteligencia para conocer la realidad, pocos
em pleos de la actividad hum ana requieren m ayor gas
to de ingenio que las industrias. E s casi im posible
com parar aptitudes tan heterogéneas como las que
hacen al gran abogado y al gran com erciante, por
ejem plo. Pero, si dejando a un lado los talentos pecu
liares de cada ram a de la actividad se mide el conjun
to de fuerzas intelectuales que cada una m oviliza, la
abogacía resulta bastante mal librada. Se requiere
más ingenio para ser gran com erciante que abogado
eminente.
»Las profesiones — ha dicho un observador inteli
gente e im parcial— form an espíritus clarividentes
pero estrechos. L os negocios, por el contrario, requieren
un ju icio am plio. En ellos el hom bre se ve obligado a
tratar una gran variedad de asuntos continuam ente
renovados. Necesita conocer el presente y calcular
el futuro del país propio y de aquellos con los cuales
sostiene relaciones. H a de poseer las más raras de las
cualidades: la de saber conocer a fondo a los hombres;
debe ser capaz de dirigirlos; tener el don raro de la orga
nización; y, finalm ente, la capacidad de ejecutar re
soluciones rápidas y eficaces.. . N in gu n a otra profe
sión abarca tantos problem as o exige igual am plitud
de vista«20.
Esto por lo que respecta al ingenio; que en cuanto
al carácter es difícil encontrar quien ignore que en
las m odernas sociedades industriales la lucha eco
nóm ica consume m ás energía nerviosa que la lucha
arm ada en las antiguas sociedades m ilitares. Si el ca-
58
rácter sin la inteligencia en la actividad industrial
es una fuerza perdida, el ingenio sin el carácter es un
adorno inútil. Sin carácter sepuede ser profesor, mé
dico o ingeniero eminente; pero no se puede ser buen
empresario en la más hum ilde ram a de la producción.
Es efectivo que la m ayor parte de los elementos
atraídos por las profesiones liberales vuelven total
o parcialm ente a la actividad industrial tan pronto
como las circunstancias se lo permiten. Es éste un he
cho muy interesante. Evidencia de una m anera incon
trovertible que en C h ile se canaliza artificialm ente
a la juventud hacia rumbos que no se arm onizan con
las inclinaciones y aptitudes especiales del individuo.
Pero, como atenuación de las consecuencias que la
concentración de la actividad en las profesiones libe
rales tiene para nuestro desarrollo económico, su
importancia es escasa. N i el abogado agricultor, ni el
médico banquero, ni el ingeniero industrial, realizan
una labor económica apreciable. Solicitada su energía
en distintas direcciones, en ninguna se aplica con vi
gor. M oldeados en la juventud para las profesiones
liberales, jam ás en la edad m adura logran borrar el
sello impreso en los prim eros años. En las duras con
diciones de la lucha en la actividad industrial contem
poránea, el am ateur no tiene plaza. Para abrir surco
hondo en la agricultura, en el comercio, en la minería
o en la fábrica, hay que poner en ju ego desde la ju v e n
tud todas las energías y todas las aptitudes del indi
viduo, especialmente educadas para que den el m áxi
mum posible de eficiencia y rendimiento. L os m édi
cos, abogados o ingenieros que se hacen agricultores,
industriales o comerciantes, o se arruinan o vegetan
perdiendo su tiempo y obteniendo una mísera u tili
dad del dinero que am asaron en su profesión.
Se pueden citar numerosos profesionales que han
tenido éxito en los negocios; m ás aún, no es difícil
59
exhibir a algún agricultor distinguido o m inero de
gran em puje que em pezó siendo abogado, médico o
ingeniero. Estos hechos son perfectamente lógicos.
C om o observaba hace poco, en C h ile las profesiones
liberales absorben todo lo que más vale, en ingenio, en
m oralidad y en carácter, en una palabra, la mejor m a
teria prim a. Resulta de aquí que el individuo que llega
a la actividad económica después de pasar por las pro
fesiones liberales, es generalm ente más inteligente y
de más carácter que el común, y suple con las fuerzas
superiores con que le adornó la n aturaleza las deficien
cias creadas por la educación y por los hábitos profesio
nales. Es, pues, un éxito alcanzado a pesar de la pro
fesión anterior y no merced a ella; es una m anifesta
ción que sólo evidencia la extraordinaria capacidad
del individuo; una muestra de lo que hubiera podido
ser, si tem prano se hubiera orientado y educado en
relación con sus inclinaciones y grandes medios. Se
trata de individuos que fueron abogados o médicos
porque tenían mucho ingenio y mucha fuerza de vo
luntad naturales, y no de talentos y caracteres creados
por la abogacía y la medicina, como cree el vulgo, su
gestionado por una ilusión muy natural.
Q ueda, todavía, otro capítulo por el cual la obse
sión de las profesiones liberales debilita la capacidad
económica: el de los fracasados. E l número de los indi
viduos realm ente absorbidos por las profesiones es,
como observaba, escogido pero corto. E n cam bio, el de
los aspirantes es crecido. Por cada joven que llega a la
meta, quedan en el cam ino diez o más. Estos jóvenes
que desde temprano dirigieron sus anhelos hacia las
carreras liberales cursando los estudios secunda
rios, cuyos métodos y program as, buena preparación
para esas carreras, de muy poco sirven en la vida p rá c
tica, al fracasar salen a la calle sin título y sin oficio
conocido, ineptos para su país y para sí mismos.
60
Resumiendo, tenemos, pues, que existe en C h ile una
verdadera obsesión por las profesiones liberales;
que estas profesiones absorben los mejores elem entos,
y que el anhelo general de alcan zar los títulos de
abogado, médico o ingeniero, canaliza a la inmensa
mayoría de los jóvenes dentro de un program a de
instrucción que atrofia el desarrollo de sus capacida
des para la vida económ ica, como lo demostraré más
adelante.
3
En C h ile, como en todos los pueblos hispano-am eri-
canos, el empleo del tiempo deja un m argen de filtra
ciones más am plio que el normal en los países m anu
factureros.
V oy a anotar algunos de estos desperdicios de acti
vidad, que fatalmente tienen que traducirse en merma
del rendimiento económico del individuo.
Com o lo decía hace poco, la m ayor parte de nues
tros jóvenes abandona el colegio sin otro bagaje que
los conocimientos que adquieren en la instrucción
secundaria. A un que las atrasadas ideas que aún do
minan en el cam po de la educación mantengan vivas
entre los educacionistas las ilusiones de Spencer, que
la ciencia ha quebrantado seriamente, los program as
y los métodos de la instrucción secundaria, aceptables
como preparación p ara las carreras liberales, son com
pletamente inadecuados como preparación para la
vida industrial. Si se exceptúa, pues, a los alum nos de
las escuelas m ilitares y de los pocos institutos de en
señanza agrícola, m inera, com ercial, fabril o artís
tica que poseemos, los jóvenes que no siguen carreras
liberales, abandonan el colegio sin preparación pro
fesional alguna, ineptos p ara todos los em pleos útiles
de la actividad.
61
Si a esta ausencia de preparación técnica se agre
gan la falta de vocación por el trabajo, la carencia
de hábitos de disciplina y el vacío m oral, consecuen
cias de una enseñanza com pletam ente inadecuada
p ara el alm a nacional, se com prenderá en qué condi
ciones em pieza a pelear la jo rn a d a de la vida el m ucha
cho que term ina humanidades. $in aptitudes téc
nicas, sin voluntad, sin hábito de trabajar y sin espí
ritu de deber, o es una carga para la fam ilia o un p ará
sito que pierde su tiempo y vive a expensas de la colec
tividad, desempeñando empleos públicos innecesa
rios.
Padres conozco que, a fin de librarse de la moles
tia de m ezclar en ,sus negocios a muchachos ineptos,
sin exponerlos a los peligros de la ociosidad, les hacen
seguir los estudios de una profesión liberal que no han
de ejercer.
R esulta de aquí que, mientras en Inglaterra, A le
m ania, etc., el joven desde que abandona el colegio
es un em pleado modelo, que contribuye eficazm ente
a la obra de la producción al propio tiem po que educa
su ju icio y adquiere la práctica necesaria al futuro
jefe y em presario, entre nosotros el período com
prendido entre los 18 y los 25 años es casi entera
mente perdido.
Es cierto que pasados los veinticinco años la re
flexión y, sobre todo la experiencia de la vida llenan
en parte los vacíos que dejó la enseñanza; pero, aun
prescindiendo del crecido porcentaje de los que no
reaccionan, ¿quién devuelve el tiempo perdido?,
¿cuánto sufre por este capítulo la expansión econó
mica nacional?
A esta pérdida de actividad en la juventud, se
une otra que deriva de un atardecer prem aturo.
H asta hace pocos años, la educación física estu
vo en C h ile reducida a los ju ego s espontáneos de la
62
niñez, y hoy mismo ocupa un lugar dem asiado subal
terno para que pueda cum plir sus fines. Pasada la
prim era juventud, los ju ego s propios de ella desapa
recen sin que nada les reem place, porque los hábitos
de la gim nasia y de los deportes, cuando no se adquie
ren en la niñez, no se practican más adelante. El chile
no no hace gim nasia ni practica sistem áticam ente
los deportes.
Com o consecuencia de esta om isión, el apoltrona-
miento, la falta de elasticidad y de vigor físico, llegan
entre nosotros a una edad en que el hombre debiera
estar en toda su energía. A la decadencia física se si
gue ineludiblem ente una disminución correlativa
de actividad, una pérdida de capacidad económica.
Desde los cuarenta y cinco a los cincuenta años,
la actividad decae en e| chileno con gran rapidez.
Si se considera que es precisamente después de los
cuarenta años cuando el hombre de negocios alcan
za la plenitud del desarrollo de sus facultades, y si se
repara en que, de ordinario sólo pasada esa edad con
sigue reunir grandes capitales, darse a conocer, ins
pirar confianza y abrir de par en par las puertas del
crédito, se com prenderá lo que el abandono o la desa
tención prem atura de los negocios significa para el
desarrollo económico de un país.
Sería tarea larga la de continuar enum erando
todas las pequeñas pérdidas de actividad, que son
la consecuencia de nuestro estado social, de la educa
ción que recibimos o de hábitos heredados o a dqu iri
dos.
La inexactitud, vicio profundam ente arraigado en
todas las capas sociales, la falta de método en el tra
bajo, la ociosidad del pequeño propietario rural,
que sólo trabaja para subvenir a sus necesidades más
premiosas, cuando no las satisface con el robo, etc.,
son otras tantas fuentes de dilapidación del tiempo,
63
que repercuten desastrosamente sobre el rendim ien
to del esfuerzo económico.
A un prescindiendo de los hábitos del pueblo, de los
cuales habré de hacer caudal al hablar del obrero como
factor de la expansión económ ica, el aprovecham ien
to del tiempo deja en C h ile mucho que desear.
Se tiene todavía poca conciencia de su valor.
4
U n a de las características más acentuadas del chile
no de la generación precedente, fue el espíritu de
empresa. A ludiendo a ella dijo uno de nuestros más
distinguidos oradores: «¿A dónde no fuimos? P ro
veíamos con nuestros productos las costas am eri
canas del Pacífico y las islas de la O ceanía del hem is
ferio del Sur, buscábamos el oro de C alifo rn ia, la p la
ta de B olivia, los salitres del Perú, el cacao del E cu a
dor, el café de C entro A m érica; fundábam os bancos
en L a P az y en Sucre, en M en d oza y en San Ju an ; nues
tra bandera corría todos los mares, y empresas nues
tras y manos nuestras trabajaban hasta el fondo de las
aguas en persecución de la codiciada perla«21.
Esta iniciativa audaz, casi aventurera, fue la pri
mera víctim a de la educación clásica y de su hermana
gem ela y sucesora, la educación científica. D urante
setenta años hemos luchado encarnizadam ente por
rebajar el carácter, para poder aprisionarlo dentro
de las cuatro paredes de un escritorio; por form ar poe
tas y retóricos ayer, dilettanti científicos hoy; por
crear una juventud incapaz de soportar las lluvias y
las nieves, las privaciones y penalidades, que nuestros
padres afrontaban sonriendo.
Pueblo mestizo, cuyos caracteres ancestrales
disociados por un extenso cruzam iento form an una
64
masa plástica sensible a todas las influencias, la acción
de la enseñanza cayó en cam po fecundo. L a iniciativa,
el espíritu de em presa y el carácter en general, han de
caído. H o y sabemos más, pero nos atrevem os menos
que cincuenta años atrás.
Sin em bargo, era tanto el espíritu de empresa que
animaba al antiguo chileno que, con todas las reduc
ciones que ha sufrido, todavía hoy somos un pueblo
emprendedor. A llá en el fondo del alm a, adormecida
pero aún no extinguida, queda mucha de la iniciativa
aventurera de nuestros antepasados. N o nos arredran
las distancias ni los peligros. N inguna empresa nos
parece inaccesible. En cada chileno hay algo del ca
rácter atrevido, emprendedor e inquieto de aquel
Vicente Pérez Rosales, agricultor en Baldom ávida,
fabricante de aguardiente en C olch agu a, comerciante,
médico yerbatero, pintor de decoraciones teatrales,
once años contrabandista a través de las pam pas
argentinas y de los boquetes de los Andes, minero en
Copiapó, buscador de oro en C aliforn ia, escritor y agen
te de la colonización alem ana del sur.
Pero si todo lo acometemos, por desgracia en casi
todo fracasamos cuando salimos de las labores a g rí
colas.
Sin duda que en el frecuente fracaso del em pre
sario chileno entra por mucho la falta de preparación
técnica y de práctica adm inistrativa y directiva. Pero
intervienen, también, otros factores en los cuales es di
fícil distinguir la parte que corresponde a la inexpe
riencia de la que deriva de la psicología de la raza.
A pesar de ser la mentalidad chilena eminentemente
positiva, el criterio comercial e industrial es ligero e
iluso. El autor de los Recuerdos del pasado, aludien
do a su estado de ánim o al emprender el prim er negocio
de alguna consideración, dice: »creí, como creen en el
65
día muchos jóvenes pobres, pero enam orados, que
con sólo tomar un fundo rústico en arriendo, sin más
recursos que dineros prestados a corto plazo, con tal
que abundase el deseo de trabajar, bastaba para me
ter en casa, juntam ente con la esposa, la dicha y la ri-
queza«2Z. C om o es natural, la edad disipa buena
parte del optim ism o candoroso de la juventud; pero
no consigue abrir los ojos del chileno de par en par de
lante de la realidad. C on tin ú a siendo poco cuidadoso
de la exactitud de los datos y de la legitim idad de los
cálculos que en ellos basa. C reo no exagerar si digo
que en el cincuenta por ciento de las em presas que
languidecen antes de tom ar cuerpo se ha medido mal
la distancia que se quiere recorrer o las fuerzas de que
se dispone para la jorn ada. El buen sentido, tan acen
tuado en otras manifestaciones de la actividad, nos
abandona con frecuencia en el terreno fabril y com er
cial.
O tra de las más poderosas causas de fracaso, es la
falta de perseverancia.
Para probar la tenacidad chilena, se citan con fre
cuencia los casos de don Patricio L a rraín G an d arillas
y de don José T om ás U rm eneta. Por mi parte, podría
añadir sin dificultad un centenar de ejemplos
análogos. Pero estos casos corresponden a la excepción
y no a la norm alidad. Si así no fuera, lejos de resaltar
pasarían para el común de los observadores inad
vertidos, como pasan los rasgos normales del alm a co
lectiva. Si chocan, si hieren la atención dentro de la
propia casa, es precisamente por su rareza.
El chileno carece de perseverancia. D elan te de la^
dificultades y de los tropiezos se desvía o se arredra.
66
Su voluntad es enérgica y audaz, pero inconstante.
Se trate de una m ina en un desierto, de una adquisición
de ganado en la Patagonia, devora las distancias y so
porta anim osam ente las fatigas; mas, reacio aún a la ac
tividad metódica y perseverante, desde que el negocio
adquiere los caracteres de una explotación industrial o de
un tráfico regular, pierde para él parte de su incentivo.
N unca oigo hablar de negocios a un chileno sin
que me recuerde por asociación de ideas el más acen
tuado de los rasgos de la psicología económica del
conquistador: ¡a obsesión de la fortuna de un golpe,
ganada en un barretazo o en una aventura extraña. T i
po aún sem im ilitar, no vacilaba en correr mares y tierras
ignotas tras de un tesoro quim érico; pero renunciaba
a adquirirlo si para ello era necesaria la labor metó
dica de algunos años. L as condiciones del medio fí
sico de C h ile, tan propicias para la actividad regular
y constante del industrial como adversas para el aven
turero buscador de oro, en más de tres siglos no han
borrado por completo esta característica23. L as
huellas de tan lejano atavism o reaparecen con extra
ordinaria frecuencia. Y a no correm os locas aventuras
tras de tesoros quim éricos; pero continuam os creyen
do en la fortuna llovida del cielo, llegada de cualquier
parte. E l propio agricultor, sesudo y ladino dentro de
sus tareas habituales, pierde los estribos y se vuelve iluso
cuando participa en empresas salitreras, mineras o
comerciales.
El trabajo metódico y permanente, que dentro de
las condiciones de la actividad industrial contem po
ránea es base ineludible del éxito, repugna, todavía,
al chileno. En lugar de incorporarse como em pleado
subalterno al ram o de negocios en que piensa desarro-
67
llar su energía, para form ar su ju icio , adqu irir cono
cimientos prácticos de la técnica y del m ercado, inspi
rar confianza y. abrirse las puertas del crédito, se lan
za aturdidam ente a la vida industrial o com ercial,
para caer vencido y descorazonado y acabar sus días
de em pleado público, o en el mejor de los casos, vegetar
supeditado por extranjeros menos inteligentes, me
nos enérgicos, pero más preparados, más metódicos
y más perseverantes.
5
En el fenómeno de la lucha universal por la existencia,
la asociación adquiere paulatinam ente tal im portan
cia que N ovicow ha podido decir que sus lím ites en el
futuro escapan a toda previsión24.
En la lucha económica ocurre lo que en la lucha q u í
mica, astronóm ica, biológica y social. Entre la prim i
tiva cooperación económica fam iliar y las grandes so
ciedades anónim as de nuestros días; entre los gre
mios de antaño y los modernos carteles o trusts, en que
se aúnan para la defensa o para el ataque, para lim i
tar o hacer más intensa la lucha las grandes socieda
des que tienen en sus manos una ram a de la producción,
media una distancia que, posiblemente, sólo es una
débil muestra de la que mediará entre los organism os
del presente y las grandes asociaciones del futuro.
Esta creciente im portancia de la asociación da en
las modernas sociedades industriales al espíritu
de cooperación, a la capacidad para obrar en común
dentro de la actividad económica, una im portancia
análoga a la que, desde el punto de vista m ilitar, tiene
en las prim itivas sociedades guerreras.
El ancestral español nos legó en este terreno una
herencia poco envidiable. En parte como consecuen-
68
cia de la configuración topográfica del país, pero,
sobre todo, como rasgo propio del ibero, cargado de san
gre berebere o afrosem ita, el español ha mostrado
siempre gran capacidad aun para la cóoperación más
prim itiva: la m ilitar. T en a z para defender el terru
ño, sólo se concertó para obrar en el exterior suges
tionado por el godo, que hizo las guerras de C arlo s v y
capitaneó la conquista de Am érica. C arrera dispu
tando con O ’ H iggins en R ancagua sobre la forma
de la defensa, hasta olvidar la defensa misma; nues
tros congresales, discutiendo los detalles de los p u er
tos hasta dejarnos sin puertos; nuestros ediles aban
derizándose en las diversas clases de pavimentos,
hasta dejarnos sin ninguno, nos recuerdan que, a pe
sar de los anhelos del m alogrado doctor Palacios, la
sangre ibera corre por nuestras venas.
69
El chileno no concibe, todavía, con nitidez a la
entidad social llam ada a rea lizar fines propios y a obrar
con entera independencia de los m óviles e intereses
puram ente personales de los individuos que la com
ponen.
L a sociedad es p ara él una prolongación de su p er
sonalidad, un au x iliar de sus propósitos individuales.
C ad a vez que el conflicto estalla, sacrifica, si pue
de, el interés social al interés individual, las más
de las veces sin darse cuenta del mal que indirecta
mente se causa a sí mismo.
C om o consecuencia de este vasto concepto de la
entidad social, cuando no tiene un interés personal
directo, cuando no persigue un propósito individual,
presta poca atención a los negocios sociales, gas
ta en ellos una iniciativa y actividad m uy inferiores
a la que es capaz de desarrollar frente a los negocios
personales.
Finalm ente, aunque m uy atenuada, la incapacidad
atávica para obrar en común no ha desaparecido.
Concede excesiva im portancia a la m anera de ver per
sonal. Si no se obra conforme a su criterio, procura im
pedir que se obre. N o com prende que si un error de
procedim iento puede ser perjudicial, la p a raliza
ción es la muerte. Está siem pre inclinado a sacrificar
el conjunto a los detalles, el fin a la m anera de realizarlo.
Sociedad chilena cuyo directorio queda compuesto
de varios hombres de carácter y de com petencia, cada
uno de los cuales es capaz por sí solo de m anejar
los intereses sociales, es sociedad perdida.
Para que una sociedad pueda subsistir entre noso
tros, es menester que, por las circunstancias, la direc
ción quede, de hecho o de derecho, en manos de un solo
socio de capacidad y carácter, del cual el resto del direc
torio sea com parsa inconsciente.
70
Se puede controvertir la parte que en este rasgo
corresponde a la herencia; se puede discutir la parte
mayor o menor que debe cargarse a los defectos de edu
cación; pero el rasgo mismo no puede ser contestado
por persona que tenga mediano espíritu de observa
ción.
L a capacidad de asociación es, en el chileno, m edio
cre; las aptitudes para la cooperación y la actividad
colectiva en el terreno económico, están poco desen
vueltas.
6
La m oralidad ju ega en los negocios un papel com pa
rable al que desempeña la asociación. H ablo de la mo
ralidad en la verdadera acepción de la p alabra, de la
moralidad dentro de la cual caben la disciplina, la
exactitud y, en general, la observancia de los hábitos
y métodos seguidos en la actividad industrial y co
mercial.
C om o resumen de la experiencia de su vida, noble
y fecunda como pocas, ha dicho C arnegie: »E1 hom
bre que no es honrado, sincero y leal, no consigue en la
vida de los negocios ningún éxito verdadero«25.
El industrial y el comerciante necesitan, en efecto, una
m oralidad más elevada que el común de los profesio
nales. U n médico competente, pero de honradez du
dosa, suele ser tolerado. H a habido grandes artistas
y escritores, rebeldes a la puntualidad y al orden.
L a posibilidad de un gran banquero ladrón o de
un gran comerciante inexacto y desordenado, resul
ta un poco más difícil.
Si la m oralidad es un poderoso factor del éxito
individual, si en igualdad de ingenio y demás faculta
des naturales el triunfo será siempre del más m oral,
71
desde el punto de vista del interés colectivo, su im por
tancia es aún mayor.
Sin una m oralidad elevada, la asociación no puede
desarrollarse vigorosa. Si los asociados no cum plen
puntualm ente sus obligaciones, si no miden el dere
cho ajeno con el mismo cartabón que el propio, la acción
colectiva se resiente. El concierto de voluntades, las
concesiones mutuas que ella presupone, sólo se alcan
zan cuando todos ajustan su conducta a un criterio mo
ral. Sin adm inistradores y sin em pleados com peten
tes, laboriosos y honrados, la m archa y aun la propia
existencia de las grandes sociedades, se hace práctica
mente imposible.
N o es menor la im portancia de la m oralidad como
factor de la concurrencia económica. D ad a los co
merciantes e industriales de un país reputación de
inexactos y trapalones, y los tendréis colocados en
manifiesta inferioridad respecto del tipo de interés
del dinero, de las prim as de seguro, de la confianza
con que el productor les entrega la m ateria prim a y el
consumidor recibe sus productos y de mil detalles
más que, poco aparentes a la simple vista, son, sin em
bargo, a la larga decisivos en la prosperidad o en la
ruina industrial y comercial.
Para form ar concepto cabal de la población chile
na como factor del desarrollo económico, es, pues, in
dispensable detenerse en aquellos rasgos y hábitos
morales que entran por más en el hombre de negocios.
Pero antes de entrar en este terreno, séame perm itida
una aclaración que evitará aparentes contradicciones
y precisará el alcance de mis palabras.
Es frecuente inferir nuestro grado de m oralidad
de la com paración de las estadísticas chilena y europeas
en todos aquellos renglones que la ciencia conceptúa
reflejos de la moral de los pueblos.
Palacios protestó contra la legitim idad de infe
72
rencias basadas en semejantes com paraciones; y
protestó con razón, porque ellas presuponen la ausen
cia de todo criterio científico y la ignorancia de la
génesis y desarrollo de la moral colectiva. N o pueden
ser medidos con el mismo cartabón los pueblos europeos
de hoy día y el pueblo chileno, mestizo, una de cuyas
razas, la más civilizada, la española, experim entó
por el hecho de la em igración una selección moral re
gresiva; y la otra, la araucana, no había traspasado
la Edad de la Piedra ni salido del fraccionam iento
tribal. P ara medir nuestra m oralidad es menester
apartar las manifestaciones propias del estado social.
Para hacer com paraciones legítim as, hay que retro
ceder algo en la historia de los pueblos europeos; re
parar no sólo en lo que son, sino, tam bién, en lo que
fueron. Para calcular el porvenir, hay que m irar al
pasado; contem plar la distancia q.ue media entre el
punto de partida y el grado de. elevación moral que
hemos alcanzado.
73
Al hablar del aprovecham iento del tiem po, hice
una ligera alusión a la inexactitud. Som os inexactos.
N o diré que esto está en nuestra sangre; pero sí que es
uno de nuestros hábitos más firmemente arraigados.
E l obrero no conoce la exactitud, el pequeño com er
ciante o industrial la mira como cosa de poco más o
menos y el hacendado no la practica m ás que nuestros
contados fabricantes. Entre los pueblos que p artici
pan en la concurrencia fabril o parecen llam ados a con
currir en un futuro inm ediato, no hay otro que adolez
ca de este vicio en más alto grado que el nuestro.
N o se hicieron los plazos para nosotros. Se trate de
concluir un trabajo m anual, de entregar una m erca
dería o de afrontar vencimientos, días m ás no se cuen
tan, atrasos de meses, im portan poco.
N o tenemos día ni hora para nada que diga relación
con nuestros negocios. Es fácil encontrar personas
que gastan puntualidad en llegar a horas determ inadas
a la charla del club, y que son, sin em bargo, incapaces
de cum plir sus deberes com erciales dos días segui
dos a una misma hora. Si no fuera un contrasentido,
diría que tenemos más moralidad en el ocio que en el
trabajo.
L a dejación, el desorden y la ausencia de todo méto
do, son entre nosotros normales.
Aun las personas más ajenas a los estudios de psi
cología colectiva, pueden darse cuenta de la trascen
dencia social de estos defectos. Com párese entre las
personas que nos rodean las que más se acerquen en
ingenio, carácter y preparación, mídanse los rendi
mientos que cada una obtiene de sus dotes, repárese
en la parte que en él corresponde al orden y al método,
y en seguida, medítese en las proyecciones que esos
hábitos adquieren cuando se trata de pueblos enteros.
T en go p ara mí por m uy dudoso que cien industriales
chilenos, colocados idealmente en las mismas condi
74
ciones de ingenio y carácter naturales, de com peten
cia técnica y de recursos que cien industriales ingleses,
pero que en lo relativo al orden y al método conserva
ran la característica nacional, fueran capaces de ha
cer siquiera el sesenta por ciento de la labor de estos ú l
timos.
N uestra honradez es, todavía, deficiente.
E l respeto a la propiedad en un pueblo, uno de cuyos
ancestrales hace poco m ás de trescientos años aún
no había llegado a la propiedad individual, tiene, por
la fuerza de las cosas, que ser menos acentuado que en
pueblos que llevan más de mil años de propiedad divi-
75
Pierde toda iniciativa económ ica, desperdicia su ac
tividad, lleva la incertidum bre a los contornos; y, en
lugar de aum entar el rendim iento económico lo dis
minuye, directamente con su menor esfuerzo e indirec
tamente con las perturbaciones que lleva a las com ar
cas vecinas.
L a rudim entaria evolución de la m asa de la pobla
ción chilena hace, pues, antieconóm ica, por el momen-
:o, la form a de explotación agrícola que la experiencia
íuropea ha demostrado ser la más eficaz26.
A medida que se sube en la escala social, el concepto
de la propiedad se acentúa con rapidez; pero queda
todavía bastante atrasada con relación a las sociedades
europeas. En el centro del país no cree robar el hacen
dado que extrae el agua de su vecino, ni en el norte, el
minero que arrebata un descubrim iento o altera los
deslindes de la pertenencia. T o d o lo cual se traduce
en gastos extraordinarios de vigilancia, en juicios,
en paralización de trabajos, en una palabra, en des
perdicio de tiempo y de actividad.
M á s deficiente es aún la moral en aquellos actos que
no constituyen delitos penados por las leyes, ni tienen
una sanción inmediata.
El em pleado chileno, en general, no percibe con
claridad que el éxito de su patrón es su propio éxito. N o
comprende que su actividad, su honradez y su com pe
tencia, tienen que llevarle, al cabo de algunos años,
a la posición que sus facultades naturales le permiten.
Parece ignorar que al que tiene aptitudes v carece de
capitales, nada le granjea la confianza y le abre las pu er
tas al crédito en form a más am plia y más sólida que los
antecedentes honrosos de su jornada de empleado.
Lim ítase, de ordinario, a evitar los motivos de despe
76
dida, procura gastar la menor iniciativa y el menor es
fuerzo com patibles con sus obligaciones y falta a ellas
cada vez que puede hacerlo sin ser sorprendido. C on
lo cual se condena a vegetar toda su vida en la medio
cridad, al propio tiempo que dificulta el giro del nego
cio del em presario.
Se habla frecuentemente de negocios inm ovili
zados por falta de capitales; son numerosos los que
dormitan por defecto de em presarios hábiles, y más
numerosos aún, los que hacen im posible la incom peten
cia y la inm oralidad de los empleados.
Igual cosa ocurre en lo que en sentido restringido
llamamos m oralidad industrial y com ercial. F ab ri
car un artículo con el menor costo posible, pero sóli
do, bueno y apto para cum plir con su destino, es algo
que no entra aún en nuestras prácticas. En cuanto la
marca de un vino se acredita, se le falsifica por el propio
productor, adquiriendo mostos aquí y acullá y ven
diendo un artículo de clase inferior al que conquistó
el mercado. Es difícil encontrar un fabricante que
renuncie a la ganancia inmediata que procura la ela
boración de artículos de buena apariencia, pero or
dinarios, frágiles e inadecuados para los fines que de
ben llenar.
L as consecuencias no se hacen esperar. L a descon
fianza estalla; y detrás del éxito pasajero, viene la
reacción y la ruina. Se ganó como uno y se perdió como
dos; pero la ganancia era inmediata y la pérdida esta
ba distante.
Y las consecuencias no se detienen en el individuo
o en la industria especial a que se dedica. L as sugestio
nes de confianza y desconfianza son, como todas las
sugestiones sociales, inconscientes, ciegas; hieren ju s
ta e injustamente. Q u e la m ayoría de los fabricantes
de un país sean inmorales, y la desconfianza los envol
verá a todos, colocando a los honrados casi en peores
77
condiciones que a los inescrupulosos. E l desprecio que
aun dentro del país se profesa por los productores de
la m anufactura chilena, deriva tanto de una sugestión
de esta naturaleza como de una adm iración excesiva
por la perfección de las procedencias europeas.
Finalm ente, el respeto escrupuloso a las leyes y a las
ordenanzas deja m ucho que desear. N os detiene lo de
masiado grueso, lo que com prom ete el orden social,
pero en lo modesto, en los mil detalles de la vida diaria,
las respetamos poco y m al. L a s medidas de higiene y de
policía sanitaria, de conservación y seguridad de las
vías públicas y mil más que dicen relación con servicios
públicos que son factores económicos de prim era
entidad, las trasgredim os a cada paso. C lam am os
contra la im portación de epizootias que arruinan la
producción pecuaria; mas, antes que respetar las me
didas adoptadas para im pedirlas o renunciar a las g a
nancias de algunos cientos de pesos, preferim os que la
economía nacional pierda millones. P o r no arrancar
oportunam ente algunas m alezas, infestamos y desvalo
rizam os regiones extensas; por no sacrificar el valor de
un anim al, propagam os una epidem ia al país entero.
7
Al hablar del aprovecham iento del tiem po, llamé la
atención hacia la ausencia com pleta de preparación
técnica con que ingresan a los negocios los jóvenes que
fracasan en su empeño de obtener títulos en las p ro
fesiones liberales, y aquellos titulados que, com pren
diendo que han errado su vocación o no encontrando
campo favorable, vuelven a la actividad económica.
D ebo, ahora, señalar las consecuencias desgracia
das que esta circunstancia tiene para el futuro hom
bre de negocios.
U n joven que carece de conocimientos técnicos
?s un em pleado molesto, al cual sólo se tolera por consi
78
deraciones de fam ilia o en obsequio a grandes cualida
des de carácter y m oralidad, que son el patrim onio de
uno en mil. Si a esta ausencia de preparación técnica
se añade el vacío moral que produce la educación
científica, se comprenderá fácilmente la repugn an
cia con que agricultores, fabricantes, mineros y com er
ciantes, aceptan los servicios de los bachilleres. N u es
tra juventud escogida se encuentra, por este capítu
lo, mal colocada para hacer carrera de em pleado en la
actividad económica.
Por su parte, ella cojea del otro pie. Si el hom bre de
negocios acepta sus servicios de mala voluntad, ella
se los presta de peor. E l joven que ha recibido nuestra
deleznable educación general no oculta su repug
nancia por los negocios; su alm a, form ada en el culto
de la ciencia, desprecia al que sabe menos, aunque
física, moral e intelectualmente (en la verdadera
acepción de esta palabra), valga cien veces más que
él. Siente una repugnancia invencible por los em plea
dos subalternos de profesiones que desprecia. Sólo
después de agotar todas las posibilidades de ser em
pleado público, de vivir de sus rentas o a expensas de
su fam ilia, se resuelve a solicitar un empleo en la acti
vidad económica, para sufrir generalm ente un recha
zo.
Resulta de aquí que los mejores elementos de nues-
ra juventud, que no son absorbidos por las profesiones
liberales, no pasan por los empleos subalternos de las
industrias. El que no encuentra destinos públicos ni
puede vivir de sus rentas, se hace em pleado de banco
o corredor de comercio, o se lanza a los negocios sin re
cursos, sin preparación y sin juicio; es decir, hace cu al
quiera cosa, menos lo que debe hacer.
N i los padres ni los jóvenes se dan cuenta de que con
ésto han consumado el suicidio de su porvenir, conde
nándose a perpetua m ediocridad. Porque es im posi
79
ble que el joven alcance el dominio de los negocios sin
recorrer gradualm ente los escalones de la carrera. Só
lo la práctica permite el aprendizaje paulatino de
los métodos com erciales y de la técnica de los negocios
en general; sólo ella fam iliariza con los mercados y con
los mil detalles que escapan a toda enseñanza. U n
año de práctica en el contacto de hombres avezados
forma el ju icio más que diez años de educación siste
mática.
En ningún terreno puede el hombre desenvolver
sus facultades, dar de sí el m áxim um de lo que ellas le
permiten, si no las ejercita metódicamente. E l joven
que ingresa a los negocios sin haber sido antes em plea
do, llega con un número de probabilidades de fracaso
mucho m ayor que el que lo fue a causa del estado em
brionario deí desarrollo de sus aptitudes. U n a expe
riencia cara y dolorosa puede corregir muchos defec
tos y llenar algunos vacíos, pero jam ás reem plaza a la
disciplina metódica que desde los prim eros años m ovi
liza y desenvuelve todas las fuerzas del joven que hace
peldaño sobre peldaño la carrera de los negocios.
Llega, en seguida, nuestra juventud a la actividad
económica con un vacío gravísim o que, para colmo
de males, alcanza, tam bién, a los pocos jóvenes que
reciben la enseñanza de nuestros defectuosos insti
tutos agrícolas y mineros y de nuestros pasables insti
tutos comerciales: la ausencia de todas las fuerzas psí
quicas que permiten al hombre de negocios seguir
desarrollándose por impulso propio.
V o y a explicarm e.
N o hay, tal vez, educacionista que lo ignore, aunque
apenas haya uno en diez mil que lo practique, que el fin
individual de la educación, no es dar al niño tales o cu a
les conocimientos, sino despertar en él todas aquellas
fuerzas que im pulsan el desarrollo, que le permiten
80
dar de sí el m áxim um com patible con sus facultades'1' .
Cuanto m ayor sea la posibilidad de desarrollo que dé
al niño, y menor la cantidad de conocimientos ingeridos
directamente, tanto más cum ple con sus fines la educa
ción general.
Ahora bien, las fuerzas que im pulsan el desarrollo
del hombre de negocios derivan de un corto núm ero
de ideas y sentimientos, relativos al empleo de la vida.
En Inglaterra, en Estados U nidos, etc., estos ideales
los da la herencia y los perfecciona su prolongación,
el medio social. El am or al esfuerzo por el esfuerzo, el
deseo intenso del poder y de la grandeza, la ambición
ilimitada, el orgullo de raza y la fe en sí mismo, son
ideas y sentimientos que el niño trae consigo al nacer
y que el medio que lo envuelve y aprisiona se encarga
de consolidar y desarrollar.
La educación desempeña en la formación del hom
bre de negocios, un papel subalterno. Se lim ita a desa
rrollar el vigor físico y la fuerza de voluntad necesarios
para que aquellas ideas y sentimientos puedan tradu
cirse en acciones, y a sum inistrar los conocimientos ge
nerales y la enseñanza técnica que faciliten el desen
volvimiento.
No necesita crear las fuerzas psíquicas, porque la
herencia las suministra abundantes.
Entre nosotros las ideas y sentimientos que consti
tuyen el nervio, la tram a íntima del hombre de nego
cios; es decir, las fuerzas que m ovilizan y dan em puje
al noventa por ciento de la actividad nacional, están,
todavía en embrión, no han sido fijadas definitiva
mente por la herencia, a causa de nuestro bajo grado
de evolución.
82
la existencia en una actividad devoradora, en la cual
el individuo puede destrozarse pero la colectividad
se engrandece. C arecen de la educación física y de la
disciplina de la voluntad, sin las cuales la am bición
languidece o se agita impotente.
L a consecuencia es ineludible y fatal; el chileno se
desarrolla poco; sus aptitudes naturales para la lu
cha económica o permanecen adorm ecidas o no dan
de sí lo que son susceptibles de dar. O bservad los co
mienzos y el desarrollo de los jóvenes ingleses y de los
jóvenes chilenos. Los prim eros no cesan de avanzar;
llegan a ser como empresarios, gerentes o simples
empleados más que lo que prom etían sus humildes
principios. Los últimos, por el contrario, defraudan
las expectativas que legítim am ente se cifraban en
sus capacidades.
Resumiendo tenemos:
Q u e el hecho de no pasar nuestra juventud por
buenos institutos técnicos, con métodos prácticos y
program as adecuados a las necesidades del país, pri
va a la economía chilena de un núcleo abundante de
empleados subalternos competentes.
Q ue no pudiendo nuestra juventud hacer la jo r
nada de empleado en la actividad económica por su
incompetencia técnica y la naturaleza de los estudios
de humanidades, está privada de la única escuela que
puede form ar al futuro hombre de negocios.
Que no supliendo la educación general los vacíos
de la herencia en todas aquellas ideas y sentimientos
que constituyen la tram a psíquica del hombre de ne
gocios, el chileno, aunque reciba instrucción técnica,
se desarrolla poco, no da de sí lo que sus fuerzas le p er
miten dar.
Q ue como consecuencia de los dos factores ante
riores, la economía chilena no sólo carece de buenos
83
em pleados, sino también de em presarios enérgicos,
competentes, audaces y perseverantes.
8
Un bosquejo de la psicología económica del pueblo
chileno, no puede prescindir de nuestro obrero. M e
nos aún puedo om itirlo en este estudio, cuyo propósi
to es avalorar los distintos factores del desarrollo m a
terial. A l hablar del obrero, para no hacer distinciones
innecesarias, me refiero a todo el que hace un trabajo
m anual, así sea una rutinaria siega de. trigo o el p u li
mento de la pieza de una m áquina.
E l trabajador chileno es vigoroso. D e él ha dicho
un historiador perteneciente a la más fuerte y orgu llo
sa de las razas modernas: «Posee una fuerza y una resis
tencia pasmosa. N o hay europeo capaz de tal resisten
cia física^28. U n largo contacto personal con obre
ros de distintas nacionalidades me ha convencido de
que no es exagerado este concepto. A lgu n as de las ra
zas de elevada estatura de E uropa pueden competir
■
* con él en fuerzas físicas; pero ninguna de ellas puede
rivalizar en resistencia a la labor prolongada, a la in
temperie, a las lluvias, al calor y a las privaciones. Se
aúnan en él la pujanza de las razas fuertes de Europa
y la excepcional resistencia de algunos pueblos de otros
continentes.
E l obrero chileno es inteligente. Com prende y asi
m ila con una rapidez que desconcierta al aficionado
a estudios psicológicos. L e basta un caudal de conoci
mientos previos tan escaso que ningún otro obrero pue
de hacer igual labor con igual saber.
T ien e la conciencia instintiva de su superioridad.
L a siente y la hace pesar. En estado confuso, em brio
nario, tiene un concepto de sí mismo que recuerda
84
de lejos el orgullo del rom ano de la antigüedad y del
inglés de nuestros días. Esta gran fuerza en devenir
puede llegar a ser. la fuente de las más grandes energías,
si, en lu gar de destruirla como lo ha hecho una educación
inadecuada respecto de las clases superiores, la desen
vuelve y can aliza una educación calculada para ello.
La m ateria prim a es, pues, de prim er orden. Por des
gracia, el grado de evolución en que se encuentra no p er
mite obtener, por hoy, el rendim iento de que ella es sus
ceptible. C ircu la abundante por las venas de nuestro
pueblo la sangre del aborigen araucano; y aunque esta
sangre es generosa, no puede salvar en tres siglos la
distancia que los pueblos europeos han recorrido en cerca
de dos mil años. N uestra evolución ha sido más rápida
que la germ ana, a su turno casi vertiginosa con relación
a las precedentes; pero, así y todo, no ha podido llenar
lagunas que, desde el punto de vista económico, tienen
trascendencia considerable.
Si hubiéram os de inferir la labor que realizan nues
tros obreros de su pujan za, serían pocos los pueblos
que podrían exh ibir resultados iguales. La realidad es,
sin em bargo, desconsoladora. El obrero chileno, con
todo su vigor y toda su inteligencia, hace menos obra
que la corriente en los países europeos.
A este resultado concurre, sin duda, la escasez e
imperfección en los medios mecánicos de m ultiplicar
el rendimiento del trabajo, propia de todos los países
hispanoam ericanos; la incompetencia adm inistrativa
de los elem entos dirigentes; la falta de educación téc
nica; y algunos factores m ás que están fuera de su vo
luntad: más, tam bién contribuye, por su parte, con vi
cios y hábitos que merm an considerablem ente su rendi
miento económico.
Nuestro obrero desperdicia mucho el tiempo. La
concurrencia a los talleres baja el día lunes al sesenta
por ciento, y a veces, a menos. Esta proporción aún baja
85
más entre los obreros libres. Para objetos frívolos,
para menesteres que pueden desem peñarse en a lgu
nos m inutos, pierde días enteros.
Y el desperdicio del tiempo en la ciudad, sólo es pá
lida im agen de lo que ocurre en los campos. El pequeño
propietario rural derrocha lastim osam ente su tiempo
y su actividad. Sólo trabaja lo estrictam ente indispen
sable p ara subvenir a sus necesidades más inm ediatas.
T a l vez no exagero si digo que em plea útilmente la ter
cera parte de su tiempo. El inquilino de hacienda, for
zado por el patrón hace un trabajo más regular; pero que
dista mucho de aproxim arse al que puede hacer sin de
trimento de su organismo. D e cada fam ilia, un hombre
trabaja diariam ente, cum ple lo que nuestros cam pesi
nos llam an la obligación. L os demás trabajan tres o cua
tro días en cada semana, con vigor, y dilapidan en bo
rracheras o en la ociosidad los restantes.
86
fenómeno está en la poca acentuación de las fuerzas
psíquicas que estim ulan la actividad económica.
En el obrero ocurre igual cosa, y por igual motivo.
En un pequeño folleto, que entre nuestras num e
rosas publicaciones me ha interesado vivam ente,
porque es una de las prim eras tentativas qué el pensa
miento chileno hace para dejar las m uletas, una de las
pocas veces que se ha atrevido a m irar los hechos sin
los lentes de refracción del pensam iento europeo, en
cuentro los siguientes párrafos, que transcribo como
un homenaje al espíritu de observación y a la sinceridad
moral de su autor: «Los socios consideran hum illante
ocupar un banco escolar y prefieren pasar toda su vida
ignorando cosas que debieran saber, careciendo de la
instrucción a veces indispensable a su educación, u
oficio, por no querer reconocer su necesidad intelec
tual, su falta de los conocimientos necesarios al hom
bre. ..« «En lo referente a la cultura profesional, al
deseo de perfeccionar nuestro oficio, a objeto de ad
quirir una situación mejor, más holgada e independien
te, nuestra pereza es también m anifiesta". «Nos falta
en absoluto la iniciativa, no tenemos confianza en nues
tras propias fuerzas y preferimos vivir confiados en
el d e s tin o ..." . «No tenemos la hermosa am bición de
subir, de ser algo más; siquiera sea para servir mejor
a nuestras fam ilias, a nuestros com pañeros y a nues-
29
tros semejantes" .
El obrero chileno carece, en efecto, de la ambición
de surgir, que es la fuente de la iniciativa, de la inven
ción y de la perseverancia. Sus capacidades se atro
fian o dorm itan perdidas para la actividad económ ica,
como las del em pleado y las del em presario. Su ener
gía, falta de estím ulo y de rumbos, se enerva o se ex
travía. Su obra sufre en cantidad y en calidad.
87
T od a v ía debe contarse entre las causas del escaso
rendimiento económico de nuestro obrero, el hábito
nacional por excelencia: la inexactitud. Sólo el indus
trial que ha experim entado de cerca sus consecuencias,
puede medir la trascendencia de este hábito fatal en
la obra de la producción. L a inexactitud del obrero pertur
ba y desordena el giro todo de la industria, hace ilu
soria toda base de cálculo y coloca al industrial en con
diciones de inferioridad. E n la concurrencia las ven
tajas, en igualdad de las demás circunstancias, están
por quien disponga de obreros más exactos. ” Se pre
fiere al obrero extranjero sobre el nacional — dice el se
ñor Avendaño en el folleto citado— porque, aunque
sea su trabajo inferior y más caro, tiene al menos la ven
taja de ser seguro” .
A este mismo resultado concurren, tam bién, nu
merosos vacíos y defectos morales que, como los ano
tados, dism inuyen directamente el rendim iento eco
nómico, o que, como la em briaguez y el ju e go , debili
tan las fuerzas sociales en general. A l hablar del au
mento de la población y del ahorro tendré oportunidad
de insistir en algunos de ellos.
9
U n o de los rasgos del alm a española que prim ero hiere
la atención del observador, es el respeto que profesa
a la ociosidad. Aludiendo a él, Sánz y Scartín, ha lle
gado a decir que en muchas regiones se atribuye cierta
superioridad a la vida ociosa, por m ezquina que sea.
N o es, pues, necesario devanarse los sesos para des
entrañar el origen de las consideraciones que entre nos
otros rodean a la ociosidad.
N uestra sanción social no toma en cuenta a la acti
vidad y al esfuerzo al ju z g a r sobre el empleo de la vida.
El mismo respeto rodea al rentista ocioso, que om i
te cum plir el deber social de poner en ju ego todas sus
energías, que al industrial esforzado o al agricultor
progresista. Las mismas consideraciones se guardan
al joven inepto o perezoso que vive a expensas de su fa
m ilia, que al emprendedor y laborioso. Q u e, por un
medio u otro, se procure el individuo los recursos para
sostenerse dentro de su posición es lo que im porta pa
ra nuestro criterio. L a actividad que p ara procurárselos
gaste no aumenta en un ápice nuestra estimación.
D e este respeto a la ociosidad derivan consecuencias
fatales p ara el desenvolvim iento económico.
E l joven perezoso que vive a expensas del padre m ien
tras llega la hora de heredarle, siente tanto menos la
vergüenza de su conducta cuanto más se la disim ula
la estimación social. El propio padre repararía más
en no desm oralizar al hijo, impidiendo que la necesi
dad le estimule y regenere, si su acción fuera afeada por
el concepto público.
El rico heredero no perm anecería inactivo si la
sanción social le reprochara su ociosidad.
E n una palabra, el respeto a la ociosidad estim ula a
ella a la m ayor parte de los que están en situación de prac
ticarla, y cohonesta la conducta de aquellos que, sin
estarlo, la practican.
D eterm ina, tam bién, un concepto desgraciado de
la beneficencia y de la hospitalidad.
C uan do hacemos el bien, cuando querem os pro
teger, damos limosna. Y eso lo hacemos no sólo con las
personas absolutam ente im posibilitadas, sino tam bién
con aquellas que, con ligeras indicaciones o con un pe
queño auxilio de nuestra parte y un poco de voluntad
de la suya, pueden ganarse honradam ente la vida.
Es posible que en esta conducta entre por algo el
deseo de no m olestarse. Siem pre será menos fastidioso
dar algún dinero que preocuparse de enderezar fra
casados. Pero no es este móvil egoísta el único motivo
89
que determ ina nuestra m anera de com prender la be
neficencia. Nos parece natural que, el que vino a menos
rehúse aceptar la lucha en la nueva posición; encontra
mos que se degrada menos haciéndose un parásito que
descendiendo. Una niña que, señorita ociosa alim en
tada por su padre, con la muerte de éste se ve forzada a
ganar la vida como cajera en una casa de comercio o co
mo escribiente de una oficina, se rebaja en nuestro
concepto.
En cam bio, no creemos rebajarla, habituándola
a la limosna.
A la misma causa obedece el hábito, bastante gene
ralizado en todas las esferas sociales de recoger y a l
bergar a aquellos deudos o am igos que no quieren d a r
se la molestia de pelear la batalla de la existencia, há
bito altruista, si se quiere: pero profundam ente desmo
ralizador y perjudicial para una sociedad.
E l respeto por la ociosidad se traduce, pues, en una
elevación del porcentaje de parásitos, esto es, de in
dividuos que, directa o indirectam ente, viven de la
colectividad sin entregarle el contingente de su p ro
pio esfuerzo. C on lo cual, por una parte, dism inuye la
eficiencia productora de la población, y por otra, hace
gravitar sobre los hombros de los activos y laboriosos
un fardo pesado.
10
L a prodigalidad y el afán de la ostentación han sido
señalados desde antiguo por todos nuestros escritores
como uno de los rasgos más acentuados de la psicolo
gía chilena.
D escribiendo el estado social de C h ile durante
los prim eros treinta años del siglo x v n , dice B arros
A rana: »Los habitantes de C h ile, como los que pobla
ban las otras posesiones españolas, tenían una in cli
90
nación qu e puede llam arse hereditaria por el lujo y la
ostentación; y desde que se form aron algunas fortunas
más o menos considerables, sus poseedores dieron,
en la medida de sus fuerzas, rienda suelta a estos gus-
*tos«
« 30 .
91
ban las suyas en aum entar goces más durables; pero
unos y otros han capitalizado muy poco«31.
En nuestros propios días el señor Zegers ha dicho:
»Para figurar, el hombre com pra autom óvil y recorre
los centros más poblados y los paseos, tocando la cor
neta y atropellando carruajes y peatones".
»La mujer olvida que es preferible al excesivo or
nato del cuerpo una elegante sencillez. Encarga a E u ro
pa su aju ar personal y perifollos, aterrorizando a padres
y maridos. N o la arredra el recargo de cincuenta por
ciento en oro<(.
«M uchos jóvenes, antes que tener una profesión
lucrativa, van a París a despedirse — dicen— de la ju
ventud, y derrochan allí en placeres fáciles pero caros,
el haber p a te rn o ...«
»En todas partes aparece la sed de lujo p ara hacer
figura, en los edificios, en los ajuares, en los ca-
32
rruajes yjoyas« .
Si hubiera de continuar reproduciendo opiniones
contextes con las que acabo de anotar, posiblemente
me vería obligado a transcribir trozos de todos los que
entre nosotros han escrito sobre temas económicos y so
bre costumbres.
Estas citas manifiestan que el hábito del derroche
y el deseo de la ostentación, son características nacio
nales que, adormecidas en las horas de pobreza, aviva
das en las de prosperidad, pero jam ás extinguidas,
han llegado a través de las vicisitudes de nuestro de
sarrollo, desde los albores de la colonia hasta nues
tros propios días33.
92
Veam os, ahora, las consecuencias económicas de
estas inclinaciones y hábitos.
D esde antiguo han sido uniformemente señalados
por nuestros econom istas como uno de los prin cipa
les factores de la debilidad de nuestro desarrollo.
Este ju ic io está conforme con las doctrinas econó
micas corrientes. »Los pueblos más prósperos — ha
dicho L eroy B eaulieu, resumiendo la opinión general
de los econom istas— no son siem pre los que producen
más, sino con frecuencia los que, sin cercenar la satis
facción de sus necesidades, ponen más orden en sus
consumos«34.
N o es difícil demostrar el grave error científico
de este aserto, reflejo de la posición en que ocasional
mente se encontraron los distintos pueblos europeos
durante parte del siglo x ix . Pero, ni es ésta la oportu
nidad de hacerlo, ni tiene objeto práctico desde el
punto de vista en que vengo discurriendo. Porque, si
el exceso de ahorro conduce al debilitam iento de las
fuerzas motoras de la actividad económica, paraliza
el aumento de la población y lleva a un suicidio disi
mulado, como le ocurre a Francia; el despilfarro y la
prodigalidad, contrarían, a veces seriamente, el des
arrollo de la riqueza.
En el caso nuestro, la perturbación es grave.
C om o ya lo he demostrado, la naturaleza de los fac
tores físicos de crecim iento obliga a encauzar nues
tra actividad dentro de la m inería industrial, de la
manufactura y del comercio, industrias todas cuya
instalación y giro presuponen la acum ulación abun
dante de capitales. L a expansión económica, requiere
93
por este motivo, en C h ile m ayor em pleo de capitales
que en la generalidad de los pueblos jóvenes.
Se com prenderá con esto cuáles son para la econo
m ía nacional las consecuencias de la desidia para
conservar los objetos, de la falta de método y de la pro
digalidad en los gastos ordinarios, de vida, de los con
sumos de lujo, de la inveterada tendencia a la ostenta
ción; en una palabra, de todos los hábitos que contra
rían entre nosotros la capitalización.
En un país joven, condenado para cum plir sus des
tinos a luchar en condiciones difíciles con los viejos
centros industriales, ellos serían un tropiezo, aunque
lo poblara una raza bien evolucionada y bien adies
trada p ara la actividad productora. En un país cuya
población tiene poca capacidad de producción, en
un país que necesita pedir al extranjero los artículos
de lujo que consume, su existencia hace poco menos
que imposible la lucha. H asta el bienestar y la acti
vidad transitorios que provoca el exceso de consumos
suntuarios, va a fecundar economías extrañas.
A un que nuestra prodigalidad puede, en mi con
cepto, ser utilizada para desarrollar alguno de los
caracteres psicológicos que pesan más en la vida contem
poránea el día en que la educación abra los ojos de
lante de los am plios horizontes que ya le brinda la cien
cia, por hoy debe contarse entre los factores de debi
lidad y estagnación que contrarían nuestro desen
volvimiento.
11
L a tendencia de una población a estagnarse o a aum en
tar con rapidez, es uno de los más poderosos factores
de la vitalidad económica.
Esta tendencia, resultado com plejo de num erosas
influencias, no puede ser contada entre las caracterís
94
ticas psicológicas de un pueblo, aunque en parte consi
derable ella derive de las concepciones relativas a la
vida, a su empleo y a su finalidad. Pero, como por una
parte no debo prescindir en este estudio de un factor
de semejante entidad, y por otra, no encuentro lugar
más propio para hacer caudal de él, lo he colocado co
mo apéndice en el bosquejo de la psicología econó
mica del pueblo chileno.
D ije en otra parte que el aum ento de la población
chilena ha sido durante los últim os veintidós años
de 1.11% , porcentaje inferior no sólo al de los países
jóvenes, favorecidos por corrientes de inm igración,
sino también al de H olan da, Inglaterra y Jap ón , nacio
nes saturadas y sujetas a las pérdidas que ocasiona
la emigración.
Felizm ente para el futuro de nuestro país, el ori
gen de este fenómeno no está en la natalidad. C h ile tie
ne una natalidad elevadísim a (39,2 por mil), su
perior a las de U ru gu ay y A rgentina e inferior sólo a las
de Rusia, B ulgaria y R u m ania, H .
E l mal viene de la m ortalidad, y dentro de sus distin
tos renglones, de la pérdida de niños menores de un
año. E n el clim a tem plado y sano de C h ile, m urieron
en 1909, 40.767 niños de esa edad. Perdim os dentro
del año el 38,9% de los niños que nacieron, o sea, más
de la tercera parte, I.
D arán una idea de la gravedad de esta pérdida las
cifras que voy a anotar. M ientras en C h ile perdimos
el 38 ,9 % de nuestros recién nacidos, la m ortalidad
de menores de un año fue en R ío de Jan eiro de 12,3,
en M ontevideo de 10,7 y en Buenos A ires de 10,5%; es
decir, menos de la tercera parte de la nuestra.
Esta horrorosa m ortalidad infantil, explica el he-
H . V er apéndice.
I- V er apéndice.
95
cho, a prim era vista extraño, de que nuestra m ortali
dad general sea de 31,5 por mil, igual a la de R u sia e
inferior sólo a la de M éxico; pues la m ortalidad en los
países civilizados es, 21,8 en Italia, 19,3 en B rasil,
19 en F ran cia, 19 en A rgen tin a, 14,7 en Inglaterra,
14,6 en U ru gu ay , 9,1 en N ueva Zelandia.
L a m ortalidad infantil, causa determ inante de ia
extraordinaria elevacióh de nuestro coeficiente de
m ortalidad general, es, por suerte, independiente del
clim a. N os tocó en lote una naturaleza dura y avara pa
ra el ocioso, pero propicia y generosa para el audaz y
esforzado, y adm irablem ente adecuada para el des
arrollo y conservación de la vida. D el clim a de la India
se ha dicho que la prim era generación inglesa que
nace y se cría en él degenera, qu e la segunda es ra q u í
tica y que de la tercera nadie ha oído hablar. Por el
contrario, en C h ile la antigua raza española, a pesar
del mestizaje, ha conservado su vigor y pujanza mejor
que en la propia España. D ése a la selección la parte
que en este hecho le corresponde, y siem pre quedará
algo para el clim a.
L a extraordinaria m ortalidad infantil, desconcer
tante para el extraño que conoce las condiciones geo
lógicas y clim atéricas del país, ha sido repetidas ve
ces explicada satisfactoriam ente dentro de la propia
casa, donde el conocimiento del estado higiénico de las
ciudades y de los hábitos nacionales es más completo.
A ella concurre con cuota no despreciable, la au
sencia de las grandes obras de higiene y salubridad
públicas, en las grandes ciudades. Estam os a este res
pecto en manifiesta inferioridad con relación, no sólo
a las ciudades europeas, sino también a R ío , a Buenos
A ires, a M ontevideo y a otras ciudades hispanoam e
ricanas.
U n o de los grandes anhelos, una de las aspiraciones
m ás hondam ente sentidas, del progresista m andatario
96
señor Pedro M on tt, fue la de dotar a las ciudades chile
nas de obras de saneam iento e higiene en arm onía con
las exigencias de la civilización contem poránea. Al
revés de nuestros críticos, eterno estorbo de toda in i
ciativa útil, com prendía que cualqu iera que fuera el
número de m illones invertidos y la cuantía de los em
préstitos que p ara obtenerlos hubiéram os de contraer,
esos millones serían devueltos con usura antes de veinte
años en vidas hum anas.
Sería injusto, si om itiera dejar tam bién constan
cia de la cam paña enérgica y perseverante qu e en el
mismo sentido ha hecho el señor E m ilio R odríguez
M en d oza, uno de los contados escritores chilenos que
se han atrevido a separarse de los libros, para encarar
directamente los fenómenos sociales, dando un ejem
plo que, si fuera imitado, cam biaría en corto núm e
ro de años el ambiente intelectual que nos envuelve,
repetición mecánica del pensam iento europeo a p li
cado a una evolución social que no puede ser com pren
dida por él.
Em pero, si la ausencia de obras m odernas de higiene
en las ciudades es un factor de la m ortalidad infantil,
su causa más poderosa está en los hábitos y en las condi
ciones de vida de nuestro grueso fondo social.
Se ha hecho m uchas veces caudal de estos hábitos;
pero nunca se ha señalado con firm eza y precisión
su origen. C reo que es conveniente hacerlo, aunque
para ello sea menester una digresión algo inconexa
con la materia en qu e me ocupo. Q u erer corregir los
males sin conocer su origen, es exponerse a causar
otros mayores.
E n los orígenes de la F rancia, Italia, y España de
nuestros días, y en general en el de todos aquellos
pueblos en qu e la civilización grecorrom ana fue re
cubierta por una capa de bárbaros de procedencia
germ ana, hubo, como en el caso nuestro, cruzam iento
97
de razas a distinto grado de evolución. Pero el orden de
superposición de las capas raciales fue diverso. En
los pueblos europeos que acabo de m encionar, los
bárbaros quedaron ocupando la prim era estrata so
cial, a título de conquistadores, m ientras los elem en
tos grecorrom anos pasaron a segundo térm ino. En el
punto de partida de los pueblos mestizos de E uropa,
el vasallo era más civilizado que el señor, aun que éste
le aventajaba en lo que da el dom inio: el carácter. P a u
latinam ente la actividad m ilitar fue cediendo terreno
a la actividad industrial, y los restos de la civilización
grecorrom ana fueron ascendiendo socialm ente, m ien
tras se agotaban o descendían algunos de los elem en
tos bárbaros que constituían la nobleza. Se alcanzó,
así, mediante la endosmosis social, si no la uniform idad
en el grado de civilización, por lo menos una mejor
preparación de las distintas capas sociales p ara seguir
una evolución paralela. En otros térm inos, los elem en
tos bárbaros y los elem entos civilizados, al cabo de a l
gunos siglos se encontraron semifundidos y en
igual proporción en toda las capas sociales, sin p erjui
cio de qu e los individuos que más valían en carácter
y moralidad, cualquiera que fueia la raza, ascendieran
a la clase directiva.
En C h ile el conquistador español se cruzó con el
aborigen que aún no salía de la edad de la piedra. Y
sobre ser mucho m ayor la distancia de civilización
entre estos elem entos, que entre los que constituyeron
la base étnica de las naciones modernas de E u ropa, las
capas se depositaron en una form a sum am ente desfa
vorable para la endosmosis social. A rrib a quedó el es
pañol puro y en seguida vino el mestizo en gam a des
cendente para la sangre española hasta concluir en el
aborigen puro. N uestra raza, form ada por dos elementos
étnicos y cruzados en buenas condiciones biológicas,
tiene una relativa unidad antropológica; pero en el
98
grado de civilización no sólo carece de unidad, sino que
está separada en sus distintas capas por verdaderos
abismos.
99
El obrero chileno, salvo contadas excepciones,
ju e g a o em plea en beber la m a y o r,p a rte de su salario.
»Con qué inmensa angustia, con cuánto sobresalto
espera la pobre m ujer del hom bre bebedor, el día sá
bado, temerosa de que, como de costum bre, todo el
jo rn a l de la semana, ganado con tanto sacrificio y lla
mado a satisfacer tantas necesidades, pase íntegro
al bollón negro de la negra conciencia del taberne
r o ^ 5. E stas palabras del señor Avendaño, escritas
en 1908, manifiestan que nuestro obrero en este terreno
ha avanzado poco, que es el mismo obrero del cual de
cía en 1857 C ourcelle: »E1*aum ento de sus salarios ha
bría determ inado progresos durables, en las clases
trabajadoras si hubiera existido espíritu de fam ilia,
orden y eco n o m ía...« , pero todo lo han consumido al
ju e go o al bodegón36.
L as bonanzas económicas, las alzas de los salarios
no le aprovechan. Q u e gane cuatro o diez pesos diarios,
sus condiciones de vida no se modifican sensiblem en
te. El exceso de ganancia lo dilapida en su m ayor p a r
te en unas cuantas horas de taberna o de jolgorio.
N uestro obrero se condena, así, a condiciones m i
serables de' existencia. V ive al día, en constante es
trechez y expuesto a que un accidente o una enferm e
dad lo entregue a la beneficencia pública, mientras
su fam ilia queda en la miseria.
O tra de las grandes lagunas en la evolución de
nuestro pueblo, que contribuye al fenómeno casi tan
pesadamente como la im previsión, es la irregularidad
en la constitución de la fam ilia. En «909, sobre 80.642
nacimientos, 48.691 fueron ilegítim os. En el ú lti
mo quinquenio la proporción de los nacidos fuera
de m atrim onio ha sido de 35%, m ientras que en Espa-
100
ña fue de 5,50% y en A ustria, que arroja el coeficiente
más alto de E uropa, fue dé 13% , J .
Si se toma como criterio de m oralidad el grado de
respeto del individuo a los hábitos y costum bres del
país, las elevadas cifras de la natalidad ilegítim a,
no deben asustarnos; pero no por eso se atenúan sus
consecuencias sobre las probabilidades de supervi
vencia del recién nacido.
L a m ujer, cuando no se ve forzada a disim ular las
consecuencias de su caída, enviando su hijo ilegíti
mo a una casa de huérfanos, carga casi siem pre sola
con el peso de su crianza. P a ra ello tiene que afrontar
trabajos duros, fatales para la salud de su hijo y a veces
de la suya propia. C on frecuencia se ve obligada a aban
donarlo a manos de parientes o am igos, mientras
e lla . gana su sustento como nodriza en algún pueblo
distante. E l niño mal alim entado y m al cuidado, fa
llece, en la m ayor parte de los casos, antes del año.
T od a vía, entre las causas de la m ortalidad infantil
que derivan de las irregularidades de nuestro desa
rrollo social, debe contarse el alcoholism o en sus efec
tos directos sobre la raza. Según la expresión del más
célebre de los antropólogos contemporáneos, si el
alcohol es el más enérgico de los agentes de degenera
ción, es tam bién, un poderoso agente de selección, p or
que elim ina a los mismos que degeneró37. L a pos
teridad de los alcohólicos desaparece con rapidez; lo
cual, si es un bien, por cuanto evita que nuestro país se
llene de crim inales, locos y enfermos, no deja, por eso,
de concurrir con su cuota a nuestro porcentaje de m or
talidad.
Finalm ente, el mismo origen que la im previsión,
la natalidad ilegítim a y el alcoholism o, tienen la
ausencia de toda higiene, las preocupaciones tradicio-
*
J. V er apéndice.
3l L a p o u g e , L es Selleclions, p. 152.
101
nales y la grosera transgresión de las más elem entales
reglas de crianza de los niños, que se observan en nues
tro pueblo. Lagu n as de una civilización desarrollada
en desenfrenada carrera, sólo las podrá llenar y con
extrem a dificultad, una enseñanza racional, a p lica
da a llenar los vacíos, en vez de tender a producir un
desequilibrio todavía m ayor, educando lo que tene
mos en exceso: la inteligencia.
C ap ítu lo v
103
Física e intelectualm ente fuerte, dotado de voluntad
enérgica y audaz, sin em bargo, carece o tiene mal desen
vueltos todos los rasgos del carácter y todas la s aptitudes
que dan el éxito en la actividad industrial: la regularidad,
el orden y el método, factores del buen aprovecham iento
del tiempo; el espíritu de observación y la prudencia en
los cálculos, bases del ju icio industrial y com ercial; la
perseverancia; la competencia técnica; la capacidad para
la asociación; la m oralidad elevada que requiere la con
currencia económica contemporánea; la am bición in ex
hausta, que pone e n ju e g o todas las fuerzas del hombre;
y el sentimiento fuerte de la nacionalidad y el deseo de
la grandeza colectiva, que hacen llevaderos los más duros
sacrificios y fáciles las más grandes empresas.
N o quiero decir que el chileno adolece de incapacidad
económica, eñ el verdadero sentido de esta expresión.
No; entre las razas hispanoam ericanas, la chilena es la
más fuerte y la de m ayor porvenir, aun económicam ente
hablando. Bajo más de un respecto, tiene la posibilidad
de desarrollar caracteres de que carecen algunas de las
poblaciones de Europa que, no obstante su ausencia, han
figurado con honor. H oy mismo, con todos sus vacíos y
defectos, lucha en la agricultura con el extranjero y lo
vence. E l desplazam iento agrícola es, en C h ile , menor
que en todas las demás naciones sudam ericanas; y en el
centro del país es tan insignificante que puede afirm arse
que no existe. Los propietarios de fincas rurales que re
siden en el extranjero, en poco tiempo se ven forzados a
venderlas.
L a incapacidad económica del chileno es relativa; se
refiere sólo a la vocación y a las aptitudes para la activi
dad fabril y m anufacturera; y deriva del estado social y
de la educación, m onstruosamente absurda p ara ese es
tado, que recibe. Si el inm igrante arrojado de Europa en
la lucha por la existencia, vence y desplaza en la concu
rrencia com ercial a nuestro flam ante bachiller, no es por
104
que tenga más carácter o m ás talento que él, sino porque
nuestra enseñanza inculca al joven el desprecio por el
comercio y le atrofia el desarrollo de todas las capacidades
que dan el éxito en los negocios y hacen al hom bre un
ser útil en las sociedades modernas.
C olocados en un medio agrícola, como el de A rgentina
o U ru gu ay, no sólo no nos habría desplazado el extran
jero, sino que nuestro desarrollo habría sido extraordi
nariam ente rápido y vigoroso. Prenda de ello es nuestro
crecimiento entre 1820 y 1865, realizado mediante el cul
tivo extensivo de la pequeña área de suelos fértiles y fá
cilmente cultivables que encierra el territorio. Pero, ago
tada la incorporación al cultivo de suelos de esa clase, la
naturaleza nos ha colocado en la disyuntiva de quedar
pigmeos o de ser industriales y comerciantes. L a pobla
ción carece del deseo y de las aptitudes necesarios para
afrontar la lucha dentro de los nuevos rum bos. Incapaz
de la perseverancia que presupone la m inería industrial
del cobre y del salitre, entrega al extranjero sus perte
nencias por unos cuantos miles de pesos, para derrochar
los en E uropa en atavíos y menajes, o en el mejor de los
eventos, para vegetar a expensas de la renta en Santiago
o invertirlos en fundos rústicos. N uestra clase media,
antes que navegar y transportar los productos, trans
monta los Andes y va a fecundar una economía extraña,
que ofrece cam po a su actividad agrícola. Los yacim ien
tos de cobre y de salitre que no pueden venderse en el
extranjero, la energía m otriz de los ríos, los mantos de
hierro y todos los factores del desarrollo industrial que la
naturaleza aunó en nuestro territorio, permanecen
muertos, mientras nuestra juventud sigue carreras libe
rales o entera sus días en una pecha repugnante y des
m oralizadora por los destinos públicos; y mientras,
nuestros hombres de negocio vegetan, luchando con la
naturaleza en una actividad agrícola condenada fatal
mente a ser factor subalterno de nuestro crecim iento.
105
Esta antinom ia entre los ideales, y las aptitudes del
chileno de hoy, y los rum bos que el medio físico trazó a
nuestro crecim iento, es el más fundam ental de los fac
tores que determ inan los fenómenos que, como la lenti
tud en el crecim iento, el desplazam iento económico del
nacional y demás manifestaciones patológicas descritas
en el C ap ítu lo i, constituyen en su conjunto un verdade
ro estado de inferioridad económica por el cual atraviesa
nuestro país en estos momentos.
C ap ítu lo v i
107
y la agricultura extensiva se vio en la necesidad de apro
vechar suelos pobres o de difícil cultivo, el chileno se sin
tió más y más estim ulado a radicar negocios estables en
la Argentina. Su incapacidad para la m inería industrial,
la m anufactura y el com ercio, por una parte, y la ausen
cia de buenos suelos aún incultos, por otra, le em pujaron
hacia las pam pas orientales, donde su audacia le daba el
dom inio de regiones entonces desiertas e inseguras y
donde la riqueza brotaba sin otro- esfuerzo que colocar
toros y vacas en campos gratuitos.
A l principio estas inversiones fueron benéficas para
nuestra econom ía. E l chileno conservaba más a llá de los
Andes intacto su espíritu de nacionalidad, ya muy des
arrollado. L a s regiones andinas y sur argentinas, sin
salida al Atlántico, llegaron a ser una prolongación
económica y social de C h ile fuera del alcance de su sobe
ranía.
Nuestros estadistas de aquel entonces ignoraban la
tendencia nacionalizadora de la agricultura y de la gan a
dería, tanto como los de hoy ignoran la naturaleza eco
nóm ico-sociológica deJ la riqueza m inera. N o es, pues,
extraño que no presintieran que todo el esfuerzo des
arrollado por el brazo y el capital chileno allende los
Andes debía, andando el tiempo, perderse fatalm ente
para C h ile. T am p oco presintieron que la corriente co
mercial que derivaba de esa actividad, iba a encauzarse
hacia direcciones que la alejarían para siempre de nos
otros.
1 08
M ien tras por este capítulo perdíam os todas las venta
ja s del antiguo intercam bio, el poderoso espíritu de na
cionalidad que anim a a la A rgentina y la acción radica-,
dora del suelo hacían, lenta pero constantemente, su obra.
L a m ayor parte de los chilenos em igrados, y casi todos sus
hijos, se incorporaron a la nueva patria conjuntam ente
con la fortuna que en ella ganaron. Se estim aba en 1905
que en el Sur de la A rgentina, incluidas las gobernacio
nes del N euquén y la Pam pa, había 32.000 chilenos e
hijos de padres chilenos nacidos en suelo argentino.
L o que en un tiempo fue fuente de prosperidad, con
cluyó por tornarse sangría debilitante, evidenciando una
vez más la fragilidad de las m áxim as económicas que no
se apoyan en la sociología y en la experiencia.
M ás fatal que la absorción de energía económica, con
secuencia casi ineludible de la vecindad de dos países nue
vos, uno de los cuales tiene factores de expansión agrícola
inmensamente superiores al otro, ha sido para nuestro
desarrollo la influencia argentina sobre la transform a
ción y m ejoram iento de nuestro suelo.
Los prim eros españoles que se radicaron en C h ile,
siguieron en la extensión de sus cultivos el orden que
universalmente se observa en todos los países nuevos con
tierras sobradas para el poder de trabajo de sus poblado
res. Principiaron por cultivar los suelos más feraces de
los contornos de las ciudades, y a medida que crecían sus
consumos, ensanchaban sus explotaciones a suelos más
distantes o de inferior calidad.
Este proceso se realizó sin perturbaciones respecto
de los cultivos agrícolas. F orzados por la necesidad, pues
to qué la ubicación geográfica del país y la n aturaleza
de las comunicaciones hacían imposible el acarreo de los
cereales y de los demás productos de la agricultura p ro
piamente dicha, los pobladores fueron aprovechando los
suelos m ás pobres o más distantes, a medida que el con
109
sumo aum entaba y se hacía insuficiente la producción de
los suelos ricos y de fácil cultivo.
N o pasó igual cosa respecto de los cam pos de ganade
ría.
En los prim eros tiempos que siguieron al descubri
miento, lim itado el consumo a las necesidades de la colo
nia, había exceso dé producción con sólo las crian zas que
alim entaban las praderas naturales, que no podían ser
m uy abundantes, atendidas las condiciones geológicas y
clim atéricas del país; mas, cuando en la últim a mitad del
siglo x vii la exportación de sebo y charqui al Perú dio
vida a las m atanzas, el ganado llegó a ser insuficiente.
L os ganaderos chilenos se encontraron en la necesidad
de regar y em pastar nuevos campos para aum entar la
producción pecuaria y subvenir a la nueva demanda.
Pero, en lugar de cultivar nuevos suelos en C h ile, fueron
a buscar el ganado a las pam pas argentinas que, a dife
rencia de los campos chilenos, no han menester riegos,
desmontes y pastos artificiales, para alim entar el ga n a
do. »En la segunda mitad del siglo x v i i — dice Barros
A ra n a — los explotadores del negocio de m atanza co
m enzaron a introducir ganados de las provincias situa
das al lado oriental de las cordilleras, utilizando para ello
los boquetes del sur y los servicios de los indios. D e esta
manera, los ganados conservaron un precio sumamente
bajo, hasta el punto de valer una vaca sólo un peso y
medio, mientras el precio corriente de una fanega de tri
go era en la misma época de dos pesos y más«38.
D ado el precio ínfimo del ganado argentino, no fue
negocio adaptar en C h ile artificialm ente suelos para su
producción, aunque esta adaptación era menos costosa
que la que requerían los cultivos agrícolas, y la crianza
de ganado ocupó durante la colonia un lugar subalterno.
F ue una especie de explotación com plem entaria destina
110
da a aprovechar los residuos de la agricultura y de las
engordas: los pastos naturales, los rastrojos y las retalas.
C om o consecuencia de este hecho la actividad econó
mica de los colonos se encauzó en la agricultura, cuyos
productos, carísim os en el siglo x v n , llegaron a abundar
tanto en la época de la independencia que, satisfechas las
necesidades internas y abastecida la exportación al Perú,
no se les podía cultivar en m ayor escala por falta de m er
cado39.
En cam bio, el país no pudo desde el siglo x v n en ade
lante abastecer su propio consumo de ganado, porque los
suelos pobres, gredosos o delgados, y en general todos los
que por su falta de fertilidad o por el clim a no eran ade
cuados para la agricultura, perm anecieron incultos,
aunque en ellos la ganadería puede desarrollarse en
espléndidas condiciones.
Com o consecuencia de la vecindad de la A rgentina,
cuyas pam pas, excepcionalm ente favorecidas por la natu
raleza, producen el ganado en condiciones que excluyen
toda posibilidad de com petencia, regiones enteras del te
rritorio chileno, pobres e inadecuadas p ara la agricultura,
pero aptas p ara la ganadería, han perm anecido hasta
hoy estériles. Y si se considera que nuestra actividad ha
sido hasta hace poco inepta para todo otro em pleo que
la agricultura, y que esa actividad estuvo repetidas veces
detenida por falta de mercado p ara los productos agríco
las, se reconocerá que, a lo menos durante todo el siglo
x v m y la prim era mitad del x ix , no recuperam os en otra
esfera lo que la riq ueza nacional perdió por este capítulo.
2
O tra causa de inferioridad económ ica, es nuestra posición
frente a los viejos países fabriles y m anufactureros.
11 1
Com o ya se ha visto, los elem entos físicos no nos p er
miten un am plio y vigoroso desarrollo agrícola. T am p o co
podemos, sin em p lazar nuestros días, confiar nuestros
destinos a la m inería. C om o pueblo productor de m ate
rias prim as, el porvenir no nos abre sus puertas. Estam os
forzados, si queremos ser grandes, lo mismo que los feni
cios de la antigüedad, los ingleses, suecos y otros pueblos
de hoy, a explotar nuestros yacim ientos de hierro, a e la
borar productos propios y ajenos, y a hacer el comercio
y la navegación.
Nuestros destinos nos conducen, pues, a luchar, hoy
dentro de la propia casa y m añana en la concurrencia
universal, con los grandes pueblos m anufactureros del
presente: Inglaterra, A lem ania, Estados U nidos, etc.
Es ésta una lucha desigual en que todas las ventajas
están de parte de nuestros adversarios. Ellos tienen una
población más densa, lo cual, si no constituye una con
dición ineludible para que un pueblo pueda entrar en la
etapa fabril, es por lo menos una ventaja dentro de ella.
Ellos tienen acum ulados inmensos capitales; han adqu i
rido, merced a la educación y a la práctica, aptitudes
m anufactureras y com erciales superiores; y todavía, ocu
pan la plaza, lo que por sí solo es una gran ventaja.
T ien en , pues, los viejos centros fabriles en favor suyo
factores de gran entidad, a los cuales no podemos oponer
otras ventajas que la energía m otriz de nuestros ríos y la
extensión y calidad de los yacim ientos de hierro, venta
ja s que, muy reales y efectivas respecto de algunos, no lo
son respecto de otros, tanto o más favorecidos por la na
turaleza que nosotros mismos.
D entro de la propia casa, el arancel aduanero puede
y debe nivelar las condiciones de la lucha; pero, fuera de
ella, estamos librados, sin defensa, a los rigores de una
concurrencia excepcionalm ente dura.
Las dificultades que hoy necesita vencer el pueblo que
aspire a abrirse lugar en la concurrencia fabril, son m a
112
yores que hace un siglo. El inmenso desarrollo alcanzado
por las grandes naciones hace extrem adam ente difícil
el cam ino del débil. L as com unicaciones, singularm ente
abundantes y rápidas, favorecen más al que ocupa la
plaza que al que quiere tom arla.
Sólo un exceso de energía de parte nuestra puede d a r
nos el éxito. Sólo estaremos seguros de llegar a la meta
el día que podamos decir de nosotros mismos lo que
Alfredo M arsh all dijo de sus com patriotas: »Los hombres
de raza anglosajona no sólo trabajan sin descanso en
todas partes del mundo, sino que tam bién hacen más
obra en un año que todas las demás razas«40.
3
Llego al tercero y últim o de los factores subalternos de
nuestra inferioridad: la penetración industrial y com er
cial europea. Este fenómeno, efecto de nuestra inferiori
dad, como ocurre en casi todos los fenómenos sociales,
obra, a su turno, como causa agravante del fenómeno
que lo determinó.
Si digo que el noventa y nueve por ciento de los que
entre nosotros hablan y escriben sobre ciencias sociales
consideran el contacto frecuente y estrecho con Europa
y con Estados U nidos como un gran factor de civiliza
ción y de prosperidad desde todos los puntos de vista, tal
vez no exagero.
A l incluirlo entre los factores de inferioridad, voy, por
consiguiente, contra una de las convicciones más genera
les y más firmemente arraigadas en la opinión. Esta cir
cunstancia excusará que me detenga algo al ocuparm e
en este factor; y que, contrariam ente a lo que he hecho
en el curso de este estudio, no sólo señale el origen y las
consecuencias del fenómeno, sino que dé, además, los
fundamentos científicos de mi manera de ver.
113
E l defecto más grave de la m entalidad chilena es la
tendencia al sim plism o, y la consiguiente estrechez, que
no le perm ite abarcar varias ideas a l a vez, ni percibir las
causas com plejas que se entrecruzan, obrando en distin
tos sentidos.
N o es, pues, extraño, que en el fenómeno que me ocu
pa, haya visto sólo el anverso de la m edalla, o sea, el
aumento inmediato de civilización y riqueza que general
mente sigue a la penetración íntim a de una economía
atrasada por otra considerablem ente superior; ni que se
adm ire de que haya quienes, sin ser retrógrados cerrados
a todas las manifestaciones del progreso, hagan salveda
des y restricciones a las ventajas del contacto con los
grandes centros de civilización.
Para desentrañar las complejas reacciones qu e se pro
ducen entre pueblos a diverso grado de evolución, que se
ponen en contacto, hay necesidad de ahondar algo en los
móviles que gobiernan la aproxim ación de las colectivi
dades humanas.
N o son sentimientos altruistas los que determ inan la
aproxim ación. Jam ás pueblo alguno se ha acercado a
otro para civilizarlo o cederle voluntariam ente parte de
su poder o de su riqueza. T o d a nación busca el contacto
de las demás p ara acrecentar su propio bienestar, elim i
nándolas o subordinándolas. Se aproxim a obedeciendo
a las mismas leyes que. presiden las relaciones de los
astros en el espacio, y de las plantas, de los anim ales y de
todos los seres sobre la superficie de la tierra; pues en el
contacto de las sociedades hum anas la lucha por la exis
tencia dom ina con igual energía que en el resto del u n i
verso. Sólo cam bian las formas de las alian zas y de los
combates.
En las sociedades de tipo m ilitar de evolución atrasa
da, la guerra es el procedim iento usual. En ias modernas
sociedades industriales, los antiguos procedim ientos de
1 14
exterm inio o vasallaje han tomado form as nuevas. Pero,
tanto los móviles como los resultados, son los mismos.
C uan do un pueblo quiere conservar un mercado p ro
pio am enazado o adquirir uno ajeno, procura elim inar
al rival, ahogándole si así le conviene y es ello posible,
o dism inuyendo su poder, debilitándole, a lo menos.
C uan do, por el contrario, de las economías en contac
to, una es tan débil que no puede ser, todavía, un estorbo
a la expansión de la poderosa — y éste es el caso de los
pueblos hispanoam ericanos en sus relaciones con E u ro
pa y con Estados U n id os— ésta procura subordinar a
aquélla, convirtiéndola en un au x iliar de su desarrollo y
su poder. El pueblo poderoso busca las sim patías y la
adm iración del débil; pero no para servirlo, no para crear
se un futuro rival, sino para aum entar su bienestar y su
poder, p ara hacer un satélite que facilite su crecim iento
y le a uxilie en la lucha con los demás pueblos.
N ovicow ha observado con razón que aún las guerras
más ajenas a todo provecho m aterial, como las religiosas
de otra época, han tenido por móvil la expansión y el do
minio; el deseo de subordinar al extraño a la m anera
propia de pensar y de sentir.
Desde el momento en que dos econom ías se ponen en
contacto, estalla un duelo. L a más fuerte intenta dom inar
a la más débil y hacerla servir a sus necesidades y p ropó
sitos. Esta, a su turno, se defiende instintivamente; al
principio, cerrándose a la penetración extraña, en segui
da, imitando los métodos del invasor que logran desper
tar sus sim patías y sus aptitudes, y, finalm ente, volvien
do contra él sus propias armas.
En cuanto a las reacciones que nacen del contacto,
m iradas desde el punto de vista del organism o débil, son
a la vez benéficas y fatales.
Su prim era consecuencia es el aumento de riqueza.
L a s m ayores aptitudes y los procedim ientos m uy perfec
cionados, propios de las civilizaciones elevadas, cuando
115
se aplican a los territorios casi vírgenes de los pueblos
jóvenes, m ovilizan fuerzas económicas perdidas para el
aborigen, aumentando la actividad y la producción.
A un cuando el pueblo superior no lo qu iera, aun cuan
do esto sea contrario a sus propósitos e intereses, el con
tacto despierta y estim ula el desarrollo de la capacidad
industrial de la población inferior. L a superioridad al
irradiar y com unicarse, necesariam ente, determ ina una
influencia también benéfica p ara el pueblo débil.
Veam os ahora el reverso de la m edalla.
L a observación m anifiesta que en la economía débil
penetrada por otra superior se desarrolla una gran capa
cidad de consumo, sin el correspondiente aum ento de la
capacidad de producción.
L a causa de este fenóm eno es perfectamente conocida.
En todo orden de hechos sociales, la im itación pasiva
precede a la activa. »E1 gusto de leer versos, de m irar cu a
dros, de oír música o piezas de teatros — dice G abriel
T a rd e — ha llegado a todos los pueblos por imitación de
un vecino, m ucho tiempo antes de adqu irir el gusto de
versificar, de pintar, de com poner tragedias u óperas«41.
D el propio modo, los deseos de consum o se com unican
por imitación con m ucha m ayor rapidez que los corres
pondientes deseos de producción. D e aquí que el contac
to de una civilización avanzada con otra inferior, enseñe
a esta últim a a consum ir antes que a producir, llevando
a su desarrollo una perturbación profunda que tiene las
más graves repercusiones económ icas y morales.
Su penetración intensa y prolongada, destruye, tam
bién, el espíritu de nacionalidad. El pueblo dom inante,
para subordinar al inferior, necesita conquistar su ad
m iración, inculcarle sus gustos y debilitar los deseos de
expansión y los ensueños de poder. Si un desarrollo m a
terial excesivam ente rápido, no contraría la acción des-
117
se a cultivar nuevos cam pos, a crear fábricas y a rescatar
nuestra m inería, va a fecundar la economía de pueblos
extraños. L a im itación de los refinam ientos, sin la im i
tación de la capacidad productora, viene, así, a ser un
serio estorbo para nuestro desarrollo, y una sangría que,
en medio de una civilización más rica y más culta, nos
mantiene en m ayor estrechez que nuestros padres, me
nos activos, pero también mucho menos refinados que
nosotros.
L a penetración europea es, tam bién, la principal
causa de la violenta crisis por que atraviesan el espíritu
de nacionalidad y, en general, todas las fuerzas morales
que constituyen el nervio de la vitalidad económica.
N uestra voluntad está postrada. El alm a nacional no
siente con fuerza el deseo de la grandeza y del poder.
H an dism inuido la confianza y el valor en la lucha eco
nómica. C asi ha desaparecido el espíritu de sacrificio del
presente en aras del porvenir. L as altas clases desdeñan
sistemáticam ente las producciones de la m anufactura
nacional, incapaz de satisfacer sus gustos educados por
la industria extraña. El pueblo rechaza un impuesto de
3 centavos oro sobre el kilo del anim al, establecido con
el propósito de dar vida a más de cien mil kilómetros cua
drados hoy incultos, y que en espacio de cincuenta años
pueden ser adaptados totalmente a la ganadería prim e
ro, y a la agricultura en seguida.
Esta decadencia del deseo del dom inio y de la superio
ridad, p ara la generalidad es un fenómeno inofensivo,
y para algunos, uñ progreso que nos aleja de los senti
mientos egoístas y nos pone a cubierto de los peligros
ajenos a las grandes ambiciones.
En respuesta a esa indiferencia y a este error, fruto de
una confusión lam entable entre las cualidades útiles al
individuo y las útiles a la nación, me lim itaré a consignar
el hecho de que en todo el curso de la historia no ha habi
do un solo pueblo que haya logrado abrirse paso sin estar
118
anim ado de un espíritu feroz de nacionalidad, ni que
haya sobrevivido a su decadencia; y de que hoy mismo,
con todos los cercenam ientos que este espíritu ha exp e
rim entado, son Inglaterra, Estados U nidos y A lem ania,
es decir, los tres pueblos anim adbs de un sentim iento
más intenso de la nacionalidad, los que van dom inando
la civilización contem poránea.
Finalm ente, la penetración nos obliga, para sentar
plaza en la concurrencia fabril, a librar una batalla más
que las que tuvieron que afrontar, para dar igual paso,
las naciones europeas. Elim inados por ellas del comercio,
de la navegación y, en gran parte, de la m inería, necesita
mos desalojar de la propia casa la competencia extraña.
N uestra manufactura necesita luchar para nacer; y este
es un obstáculo serio que nos obstruye el cam ino, porque
la industria, lo mismo que las plantas, es extrem adam en
te débil y sensible a todos los rigores durante los prim e
ros pasos.
La intensidad del contacto con economías considerable
mente más avanzadas, benéfico en otra época desde el
punto de vista del desarrollo de la riqueza, constituye en
la hora actual su más serio estorbo. Colocados por la na
turaleza en la necesidad ineludible de ser pueblo m anu
facturero y comerciante, la realización de nuestros desti
nos tropieza con los hábitos de consumos improductivos,
con el debilitam iento de las fuerzas morales y con la com
petencia dentro de la propia casa, originados por él. No
es, pues, una paradoja, como a prim era vista parece,
contarlo entre los factores de nuestra inferioridad.
C ap ítu lo v il
120
L a m inería explota los yacim ientos de p lata, cobre y
oro de ley rica, con fácil acceso a las vías de com unicación,
que requieren poco capital y poco arte industrial.
E l desarrollo de la m anufactura y de la industria es nu
lo. U n o que otro m olino de propiedad de nacionales o de
extranjeros residentes en el país, se encuentra en la región
central, vecinos a los ríos navegables por lanchas. L a cara
y escasa producción industrial de la C olon ia languidece
y muere a medida que aum entan las com unicaciones con
Europa.
E l comercio exterior está en manos de unas pocas casas
extranjeras que tienen sucursales en V alp araíso. El na
cional toma en él una participación irregular, que se hace
muy sensible en la época de los descubrim ientos de C a li
fornia y de A ustralia, que revolucionaron transitoria
mente la economía comercial del Pacífico.
En cambio, el comercio interior está en manos de na
cionales; pero hay que advertir que durante todo el pe
ríodo no cesa de avanzar el proceso de desplazam iento
del comerciante chileno.
N uestras exportaciones son principalm ente minerales:
plata, cobre y oro. L o s productos de la agricultura siguen
a los de la m inería a corta distancia. Exportam os trigo,
harina y algunos productos de la chacarería a lo largo de
la costa del Pacífico, a Europa, al Plata, a Río y, ocasio
nalmente, a A ustralia.
El contacto con Europa es escaso. L as comunicaciones
son difícil y tardías. Pero paulatinam ente se hacen más
frecuentes, y hacia el fin del período el contacto es ya in
tenso.
L a capacidad productora del chileno es menor que hoy;
mas sus consumos no son menores, sino infinitam ente
menores. El aislam iento, la falta de contacto con civiliza
ciones ricas y refinadas mantiene adorm ecida la afición al
lujo y a la ostentación. L a vida es sencilla y barata.
A pesar de la pobreza franciscana del erario público y
de la modestia de la fortuna privada, hay relativa holgura
particular43, existe equ ilibrio entre la producción y los
consumos; entre los deseos y los medios de satisfacerlos.
A l extranjero se le debe poco por el Estado y por los ciu
dadanos.
El país se desarrolla con rapidez pasmosa. Entre
1843 y *®75> n0 obstante dos revoluciones y la ausencia
de vías de com unicáción, la población duplica. El porcen
taje de su crecim iento es entre el mismo año 1843 Y de
1865, doble del actual44. Y este aumento es fruto del
solo crecim iento vegetativo.
L a evolución moral del pueblo chileno, especialm en
te de sus capas superiores, adquiere proporciones verti
ginosas. L a moralidad se eleva en una form a desconocida
en la historia de los pueblos.
C hile llega a ser, a pesar de su aislam iento, la prim era
de las naciones hispanoam ericanas, después de haber
sido la más pobre y la más atrasada de las colonias.
43C asi todos nuestros escritores, que han hecho la historia de algu
nos periodos o de alguna de las fases de nuestro desarrollo económico,
h an incurrido en un erro r grave. J u z g a n del desahogo de la población
y de la fortuna privada p o r los datos recogidos en los m om entos de
crisis, únicos que logran h e rir su espíritu de observación poco desen
vuelto. E n esos m om entos se produce en la colectividad u n a sugestión
de pánico q u e se refleja siem pre en u na litera tu ra económ ica exagera
da y falsa. Así se ha form ado sobre n uestra antigua pobreza privada
una tradición incom patible con el vigor y rapidez de nuestro desarrollo.
U n conocim iento detenido de esa litera tu ra, de la cual he llegado a
reu n ir u n a colección curiosa, me perm iten poner en g u ard ia respecto
de sus tendencias y de su veracidad, a los que aspiren a ah o n d a r en el
estudio de nuestro d esarrollo económico.
“ 2,6 1 % en tre 1843 y 1854 , y 2, 15% en tre 1854 y 1865 . E n tre 1865 y
1875 , se p rodujo el descenso en la celeridad del crecim iento, p a ra no
reaccionar, sino por factores anorm ales, como la incorporación a
n uestra soberanía de v arias provincias extranjeras.
1 22
C ap ítu lo vrn
M o d ificacio n e s
en los facto res econ ó m ico s
123
de la navegación a vapor alteraron la ruta y las condicio
nes del tráfico entre Eu rop a y pueblos de otros continen
tes.
E l riel se interna en la India, al propio tiem po que las
obras de regadío se extienden con gran rapidez. Este
país, que en 1873 sólo exportó 197.900 quintales m étri
cos de trigo, cinco años más tarde, enviaba a E uropa
3.186.500; y en 1886 producía 91.c31.134 h ecto litro s,. y
exportaba 11.131.674.
C on tra todas las previsiones, pasaba, pues, a ser uno
de los graneros de Europa.
Por su parte, los Estados U nidos, cuya producción
había sido en 1870, de 83.125.768 hectolitros, merced al
aumento de sus líneas férreas en 1879, cosechaban
161.920.578.
L as mismas causas convirtieron, sucesivamente, al
C an adá, a R usia y a A ustralia en países exportadores de
cereales.
L a propia R epública A rgen tin a, antes consum idora
de los trigos y de las harinas de C hile, rebasa sus nece
sidades y principia a enviar a E uropa, el sobrante de su
producción. L a exportación de trigo, lim itada a 17.050
quintales métricos en 1882, en 1893, alcanzaba a
10.081.370 quintales métricos45.
E l advenim iento de estos nuevos países a la concu
rrencia universal, que los progresos en las com unicacio
nes, especialmente la penetración del riel en las regiones
mediterráneas, hicieron posible, determ inó, a partir de
1873, un descenso en el precio de los cereales que en 1896,
esto es veinte y tres años más tarde, llegó hasta reducirse
justam ente a la mitad46.
124
Paralelam ente al descenso de los precios de los produc
tos de la agricultura, y a la creciente pobreza y al aum en
to de las dificultades que presentan para el cultivo los
suelos en que se verifica su expansión agrícola, C h ile
pierde el lugar que ocupaba como país exportador de ce
reales. Este renglón de la estadística com ercial, que p au
latinam ente había subido hasta 15.859.000 pesos de
44 5/8 peniques, en 1873, descendió con rapidez. En 1881
llegó sólo a $ 9.967.000 de 30 15/16 de peniques, y poco
después se compensó con las im portaciones47.
3
L a incorporación a la soberanía chilena de las provincias
de T a ra p á cá y Antofagasta, constituye el últim o de los
grandes cam bios que durante este período, se operaron
en los factores de nuestro desarrollo económico.
E l contacto com ercial con estas provincias no fue para
nuestra economía una novedad. D esde antiguo, el Perú
y el litoral de Bolivia eran mercados de nuestras exp o r
taciones de productos agrícolas.
L a trascendencia económica de este suceso deriva del
rápido desarrollo que bajo nuestra soberanía, tomó la
industria del salitre, en T arap a cá prim ero, y en A n tofa
gasta después.
H e aquí Un cuadro de la producción de salitre en los
treinta y dos años corridos entre 1879 y 1910:
125
18 91 . . . . . . 8 .6 1 9 .9 4 0 19 0 1 . . . ■ • • i a - 7 3 7 -9 9 8
18 92 . . . 19 0 2 . . . . . . 1 4 .0 0 4 .0 7 5
19 0 3 . . . . . 1 4 .4 4 9 .2 0 0
'« 9 3 • ■ • • • • 9 -6 9 5 -< 2 3
18 9 4 . . . . . . n .0 3 0 .3 3 2 19 0 4 . . . • • ■ ' 4 - 8 7 5 -9 7 ®
19 0 5 . . . . . . 1 6 .6 9 8 .0 6 4
18 95 • • •
00 00
*8» O í
19 0 6 . . . . . . 1 8 .2 2 1 .4 3 9
. . . 1 8 .4 6 0 .3 5 8
r-".
. . . n .4 8 6 .5 9 8 19 0 7 . . .
18 9 8 . . . . . . 1 2 .8 3 5 .6 3 4 19 0 8 . . . - • • >9 - 7 ° 9 - 7 4 3
18 99 . . . . . . 2 1 .0 1 5 .1 2 5
19 0 9 -
19 0 0 . . . . . . 1 4 .6 0 0 .9 9 5 19 10 . . • - • 2 3 .5 9 5 9 8 3
C a m b io s en las
co n d icio n es so cio lógicas
127
diaron las sociedades hispanoam ericanas, com o para la
m entalidad sim plista de las jóvenes repúblicas.
E l guano coincidió con la época de m ayor disolución
en el Perú; luego el guano fue la causa de la disolución:
tal era la idea dom inante en A m érica sobre el origen de la
desm oralización peruana al adqu irir C h ile las provincias
de T a ra p a cá y A ntofagasta, que debían darle el m ono
polio del salitre y crearle una fuente de recursos, bajo
algunos respectos, análoga a la que el guano había p ro
curado al país vencido.
D ada la existencia de este prejuicio, no es extraño que
desde el momento mismo en que C h ile adquirió la nueva
riqueza asom ara en muchos el temor de que ella pudie
ra ser la tumba de nuestras virtudes públicas y privadas,
por aquello de que las mismas causas pueden surtir los
mismos efectos.
A un antes que se hicieran aparentes las m anifesta
ciones de nuestra crisis m oral, flotaba, pues, en la atm ós
fera la idea de que el salitre iba a causar en C h ile los tras
tornos que el guano en el Perú. En las C ám aras, en la pren
sa y en el folleto, se hacían frecuentes alusiones a sinies
tros vaticinios que se ponían en boca de eminentes esta
distas o de extranjeros distinguidos.
Entre estas profecías, más o menos antojadizam en
te forjadas sobre algún ligero fondo de verdad por la in
quietud o desconfianza sobre los destinos del país que
dom inaba ya en la conciencia nacional, es célebre la de
Sir H orace Rum bold.
E n la m em oria que al térm ino de su misión el distin
guido diplom ático presentó a su G obiern o sobre el es
tado social, económico y político de C h ile, resum ió su
opinión en las siguientes palabras: »Las páginas que
preceden habrían sido escritas inútilm ente si no die
sen al lector la idea de una nación sobria, práctica, labo
riosa, bien ordenada, gobernada prudentem ente y for
mando un gran contraste con los otros estados del mismo
12 8
origen, y de instituciones semejantes que se extienden
en el continente am ericano. C h ile debe los beneficios
de que goza a las tradiciones im plantadas en su adm i
nistración por los fundadores de la República; a la parte
preponderante que la clase educadora y acom odada
ha tomado en la dirección de los negocios públicos; a la
feliz extinción del m ilitarism o; al cultivo esm erado de
los instintos conservadores innatos en él; a la ausencia
casi com pleta de esas fuentes accidentales de riqueza
que la Providencia ha prodigado tan abundantem ente
en las naciones vecinas; a la necesidad, por consiguiente,
de recurrir a un gran trabajo, rápidam ente recom pen
sado por un suelo generoso; a la constancia paciente y a
la aptitud para el trabajo de su población; y sobre todo esto,
quizás, a la negligencia de sus antiguos señores, que
lo obligó, cuando hubo sacudido el yugo, a crearlo todo
por sí mismo, apelando a los esfuerzos excepcionales
de la nación. T o d o esto puede resumirse en dos palabras:
trabajo y cordura"48.
E n este bosquejo del pueblo chileno y de los factores
qu e lo diferenciaron de los demás pueblos hispanoam e
ricanos, en el cual — dicho sea de paso— hay mucho de
exacto y mucho de contestable, se hace una alusión acci
dental a los millones del guano, dentro de las ideas de aquel
entonces causa de la perdición del Perú. D e las num e
rosas influencias que Rum bold pasa en revista, la que
más se grabó en nuestros políticos y escritores, fue esta
alusión que concidía con sus temores; y sim plificando
el ju icio del diplom ático inglés hasta la caricatura,
concluyeron por hacerle decir que C h ile fue honrado,
práctico y laborioso, porque fue pobre.
C uan do algunos años más tarde las m anifestacio
nes de la crisis m oral principiaron a hacerse percepti-
48Estos conceptos del señor R u m b o l d han sido varias veces re p ro
ducidos, en tre o tros, p o r don F r a n c i s c o V a l d é s V e r g a r a , en su estudio
sobre L a situación económica y financiera de C hile, 1894.
129
bles para el vulgo, estos temores pasaron a la catego
ría de predicciones clarividentes, que se cum plían,
robusteciendo la convicción de que los m illones del
salitre nos han extraviado como los m illones del guano
extraviaron al Perú.
D e esta suerte, el convencim iento de que las hondas
desviaciones m orales que el alm a nacional experim en
tó durante el últim o tercio del siglo x ix derivan única
mente de la riqueza salitral, ha llegado a ser lo mismo
que en otra época la decantada riqueza agrícola de
nuestro territorio, uno de aquellos axiom as qu e no se
discuten, una de aquellas verdades evidentes que se acep
tan a ojos cerrados.
N o es extraño que los pocos escritores que han es
tudiado nuestro desarrollo social no hayan reparado en
las graves alteraciones, en los ideales de la vida, produci
dos con algunos años de anterioridad a la guerra del
Pacífico. Se concibe que los propios temores de la con
ciencia chilena delante del salitre, que la falta de fe en sí
misma que ellos revelan, manifestaciones eminente
mente patológicas p ara todo psicólogo, nada les hayan
sugerido. Se explica sin dificultad el hecho de que los
síntomas precursores de la tormenta hayan quedado
inadvertidos, porque las observaciones psico-socioló-
gicas requieren una facultad de intro-inspección muy
desenvuelta y su interpretación una prolongada fam i
liaridad con este género de estudios, condiciones am
bas que no se reúnen ni pueden reunirse con facilidad
en los pueblos jóvenes.
Bastante m ás difícil es explicarse cómo h a podido
pasar desapercibida la incongruencia entre la natu
raleza de los fenómenos que constituyen nuestra crisis
m oral y la naturaleza del hecho económico que se supo
ne ser su causa. Se com prende que un im puesto percibi
do en una form a que no sólo no duele a la gran masa de la
nación, sino que, todavía, aleja de las clases dirigentes
1 30
hasta la más remota idea de gravam en, como ocurre con
el que pesa sobre la exportación del salitre, sea un estím u
lo a la prodigalidad fiscal y un incentivo para el desarro
llo de la em pleom anía. Pero no se comprende, por mucho
que se sutilice, cómo puede el desahogo del fisco destruir
el sentimiento de la nacionalidad, tornar derrochador
a un pueblo que fue económico; y lo que es aún más tras
cendental, alterar ideales de la vida que nada tienen que
ver con la economía fiscal.
Se ha intentado explicar esta falta de concordancia,
por las repercusiones que todo cam bio en un rasgo del
alma nacional ejerce necesariamente sobre el conjun
to de ideas y de sentim ientos que la constituyen. Así,
el despilfarro fiscal habría quebrantado el sentim ien
to de la nacionalidad, dism inuyendo la fe en el porvenir;
el bienestar que derram a la prodigalidad fiscal habría
desarrollado en el pueblo una extraordinaria capacidad
de consumo, y con esto y con el contagio directo, habría
tornado pródiga a uña población que fue económica.
Esta explicación, que repetidas veces ha sido p ro
hijada por personas que tienen gran ascendiente inte
lectual en el país, revela — empleando las p alabras más
benévolas— un atolondram iento y una superficiali
dad inexcusables tratándose del problem a m ás hondo
y trascendental-de cuantos afectan a nuestro porvenir.
Para modificar los hábitos y tendencias del alm a co
lectiva, todo factor necesita accionar en un mismo sen
tido durante largo tiempo. T od o cam bio ha sido prece
dido invariablem ente de un trabajo psicplógico silen
cioso y lento, desarrollado con mucha anterioridad a sus
manifestaciones aparentes. Lo propio ocurre en las
reacciones. P a ra que la alteración de un hábito y aún
de un rasgo del carácter repercuta sobre otros, es menes
ter que medie la influencia prolongada durante algún
tiempo.
131
Ahora bien, entre los que han escrito sobre nuestra
crisis moral y sus graves repercusiones de carácter eco
nómico ¿ha habido quien se haya tomado el trabajo de
concordar en el tiem po el advenim iento de la riq ueza sa
litrera con las acciones y reacciones sobre el alm a na
cional que se le atribuyen? N o lo creo, porque esta senci
lla concordancia habría despertado las sospechas,
aún de personas enteram ente ajenas a los estudios psi
cológicos. L a metamorfosis súbita de un pueblo, hoy so
brio, laborioso, ordenado y sano, que m añana despier
ta derrochador, desm oralizado y herido hasta en el
más vital de sus instintos, el de la nacionalidad, no re
pugna menos al buen Sentido de todo escritor sensato
que al criterio del sociólogo, fam iliarizado con los fe
nómenos de esta índole. En mi concepto, ha habido más
que ignorancia distracción intelectual en nuestros
aficionados a estudios sociales. R epitieron sin exam en
lo que la opinión pública venía repitiendo, tam bién sin
exam en, desde tiempo atrás.
Es fácil demostrar que todos los cambios en las ideas
y sentimientos de la colectividad, de que derivan las
perturbaciones morales que hoy nos alarm an , estaban
producidos con bastante anterioridad a la guerra del
Pacífico; también es fácil constatar que la m ayor parte
de los hábitos y tradiciones que creem os haber perdido
después de «891, estaban ya profundam ente debilita
dos entre los años 1885 y 1888: pero en mi deseo
de no ahondar demasiado en el estudio de nuestra crisis
moral que, dentro de los propósitos de este trabajo sólo
figura como uno de los factores que explican ciertas
peculiaridades de nuestro desarrollo m aterial, quiero
dar de barato que sólo en 1894 se hayan hecho aparentes
sus manifestaciones49.
132
El año 1886 m arca el punto de partida del au
mento del presupuesto, y por consiguiente, del preten
dido desequilibrio entre la riqueza fiscal y la fortuna
privada. L as entradas, que venían m erm ando desde
1883, aum entan anorm alm ente en veintiún m illo
nes de pesos, en núm eros redondos. L os gastos suben,
por su parte, en catorce millones, tam bién en núm eros
redondos.
Esta elevación de las entradas y de las salidas sólo
en pequeña parte proviene del salitre, pues la exporta
ción de esta sal no excedió de $4.527.782 y el rendi
miento del impuesto que la grava de 7.244.451 de 38 d.50.
Quiero, sin em bargo, conceder — lo que dista mucho de
ser efectivo— que ya en 1886 la riqueza de T arap a cá
alimentara a un fisco rico en un país pobre.
Pues bien, entre 1886 y 1894 corren sólo ocho
años; y ¿hay quien crea que, sin m ediar otras causas,
el desahogo fiscal puede en este lapso destruir las tra
diciones y los hábitos de un pueblo m oralm ente sano?
¿Cabe cuerdam ente suponer la posibilidad de que
esas pérdidas puedan repercutir sobre el alm a nacional,
alterando sus ideas y sentimientos?
Si no es fácil explicarse cómo ha pasado inadvertida
para los escritores que han estudiado nuestro desehvol*
vimiento económico y social la ausencia m aterial del
tiempo indispensable para que las acciones y reaccio
nes qué se suponen derivar de la riqueza salitrera hu
bieran podido desarrollarse, su desidia para constatar
la propia efectividad de los trastornos que el salitre
— ---- —------ *------- — --- — .■
«—»■
>,,v .. ... - — v ---- —
En el C ongreso, en la prensa y en el folleto, se en cu en tran en gran a b u n
dancia observaciones que corroboran lo dicho por el señor V a l d é s .
50El aum ento an o rm al de las en trad as proviene del ingreso de
la m ayor p arte del em préstito anglo-chileno. D u ra n te el ejercicio fi
nanciero de 1886 la cantidad ingresada por este capitulo Fue de
S 23.403.480.
133
causó en la economía fiscal, es sencillam ente incom
prensible51 .
C om o ha podido verse en el cuadro inserto en el p á rra
fo precedente, el increm ento de la producción salitre
ra ha sido paulatino. L a exportación y, por consiguien
te, la renta fiscal, han guardado paralelism o con la p ro
ducción.
N o ha habido, en consecuencia, un cam bio brusco
en la economía fiscal, ni en sus relaciones con la fortu
na privada. El advenim iento de una riqueza eventual
que todo lo trastornó, es sencillam ente un mito in
ventado para explicar fenómenos, cuyo origen m uy an
terior a la guerra del Pacífico, inaccesible para los
políticos, es, sin em bargo, de una sencillez extrem a
para toda persona que posea algún bagaje socioló
gico.
Para demostrar este aserto voy a exhibir uno solo de
los numerosos cuadros demostrativos que reservo
para un estudio posterior sobre la crisis m oral de C hile.
H e aquí un cuadro de las entradas del fisco chileno
entre 1875 y 1894, fecha esta últim a — lo repito una
vez m ás— en que las perturbaciones morales a lcan za
ron una notoriedad acaso m ayor que hoy:
134
'875 . . . 21.092.683 1885. . . 39.585.054
1876. . . 19.102.971 1886. . ■ 60.701.329
.877.. . 18.729.130 1887. . . 68.279.683
1878. . 18.095.786 1888. . - 52-9 23-6®7
>879- • 28.096.621 1889. . • 62.453.226
1880. . ■ 44-4 ,0 -4 ' 7 1890. . . 59.064.892
1881 . . ■ 44-433-352 1891 . . • 1 ' ° 4 -95°-576
1882. . . 42.685.341 1892. . 80.626.149
00
00
135
Com o se ve, el crecim iento de las entradas fiscales,
lejos de acelerarse, se modera: entre 1834 y 1854 tri
plican; entre 1854 y ' 1894, no alcanza a doblar54.
G u a rd a , paralelism o completo con el desarrollo gene
ral del país, que como se ha hecho notar en otra parte,
en lugar de acelerarse, se ha hecho más lento.
D e las cifras que acabo de exhibir se desprende:
Q u e los derechos percibidos por el Fisco sobre la ex
portación de salitre y yodo han aum entado lentam en
te, sin que en ningún momento hayan llevádo a la econo
mía fiscal trastornos o cambios bruscos.
Q u e sus únicas consecuencias han sido liberar
a la agricultura y a las demás industrias, del aumento
progresivo de las contribuciones que el desarrollo so
cial y la extensión y el perfeccionam iento de la adm i
nistración pública hacían ineludibles.
Q u e, por consiguiente, lejos de influir en el sentido
de crear un Fisco rico en un país pobre — como se repite
diariam ente— han obrado más en el sentido de desarro
llar la riqueza privada que en el de acrecentar las ren
tas fiscales.
Si el chileno rehúye hoy las solicitaciones de la
actividad económica y se orienta hacia los empleos
públicos, la causa debe buscarse en otra parte. E l sali
tre, lejos de em pujarlo hacia los destinos públicos,
abrió a su actividad productora horizontes de que antes
carecía, liberando a las industrias del aum ento en las
contribuciones y creándoles en el extrem o norte del
país un gran mercado de consumo, defendido de la com
petencia por el arancel aduanero.
Si de sobrios nos hemos tornado derrochadores; si
hemos perdido las tradiciones políticas y los hábitos
adm inistrativos que mecieron la cuna de la R epública,
64E l enorm e aum ento ap a re n te proviene del descenso e n el poder
de cam bio de la m oneda, el cual de 45 peniques y m ás se redujo a 18, a 11
y, ocasionalm ente, a m enos aun.
136
no es p o r q u e , nuestras virtudes fueran tan frágiles y
el poder corruptor del salitre tan grande como para ope
rar m udanzas tan súbitas que m ás semejan cuentos de
«Las mil y una noches<( que m odificaciones sociológi
cas.
L a verdad es que algunas de las virtudes que nos a tri
buimos en el pasado jam ás las tuvimos, y que las p er
turbaciones morales que realmente hemos exp eri
mentado, son la consecuencia ineludible de cambios
en los rasgos del alm a nacional producidos con m ucha
anterioridad a la guerra del Pacífico y al salitre.
L as grandes causas de esos cambios son las m odifi
caciones en las condiciones sociológicas de que habré
de hacer caudal en los dos números siguientes: la educa
ción y el contacto más intenso con Europa. L a educa
ción en cuanto om itiendo ennoblecer el ideal econó
mico, dar la educación m oral, la del carácter y en gene
ral la de todas las aptitudes que em plea el hom bre de
negocios y la enseñanza técnica, hizo al chileno inepto
para la actividad económica, y acrecentó el desprecio
por el trabajo m anual, por el comercio y por la m anu
factura que, como ocurre en todos los pueblos mal evo
lucionados, aún circulaba por nuestras venas. L a pro
pia educación y el contacto intenso con E u ropa, en cuan
to estim ulando la extraordinaria capacidad de im ita
ción pasiva de todo pueblo atrasado, nos refinaron v io
lentamente, despertando grandes deseos de consumos,
sin darnos los correspondientes deseos y capacidades
de producción, y rebajaron la m oralidad en la misma
medida en que desequilibraron el alm a nacional.
2
En C h ile, lo mismo que en las demás repúblicas hispa
noam ericanas, el deseo de im itar a los países europeos
y de nivelarse con ellos germ inó ju n to con la idea de la
137
independencia, o para hablar con más exactitud, fue
uno de los móviles de la em ancipación. E n tre los ele
mentos directivos se produjo desde los albores de la
R epública dualidad de criterio en cuanto al cam ino
que convenía seguir p ara llegar a la m eta. L a juventud
ardorosa e irreflexiva, que no se resignaba a la evolu
ción lenta y gradual; y algunos ideólogos com o Infante
y Lastarria, reacios a la observación, con una ingenuidad
que no excusan los tiem pos, creían que el simple adve
nimiento de la libertad, la copia de determ inadas insti
tuciones y la difusión de la enseñanza, borrarían en cor
to plazo los abism os que mediaban entre las jóvenes
nacionalidades derivadas de España y las viejas civi
lizaciones europeas. Los espíritus observadores como
Portales, M on tt y V aras, en quienes el apego a los he
chos, el sentido innato de la realidad, constituía una
especie de instinto científico, fiaban menos en las m á
gicas virtudes civilizadoras que la filosofía de la épo
ca atribuía a la libertad y a las instituciones, y no acep
taban, sin beneficio de inventario, las excelencias de
la enseñanza. Anticipándose en medio siglo a la
sociología, com prendían que lo esencial era m odifi
car paulatinam ente las ideas y sentim ientos de
la colectividad, estim ulando un desarrollo uniforme
de las fuerzas materiales, morales e intelectuales. Pero
unos y otros perseguían un mismo ideal: la nivelación
con las civilizaciones europeas.
138
por una larga serie de acciones y reacciones alcanzó al
temperamento y al carácter de la raza.
E n cuanto al contacto social propiam ente dicho, fue
en el prim er tiem po poco frecuente y poco íntim o.
N o obstante la proxim idad y el fácil acceso al m ar de todo
el territorio chileno, la distancia y los medios de que en
aquella época disponía la navegación nos m antuvie
ron en relativo aislam iento.
El alm a nacional continuó por cerca de medio siglo
su desenvolvimiento espontáneo. L as ideas y pasiones
heredadas de las razas progenitoras y los hábitos adqu i
ridos durante tres siglos de vida común, sometida a los
mismos medios y a la misma historia, continuaron re
gulando la vida privada e informando en lo sustancial
la actividad cívica.
Este orden de cosas sufrió una m odificación tras
cendental durante la segunda m itad del siglo pasado
Los mismos agentes que hasta entonces habían m an
tenido entre nuestra civilización y la europea un con
tacto débil y de escasa im portancia sociológica, sir
vieron de vehículo a un contacto intenso, que m arca el
advenim iento de un nuevo factor destinado a influir
pesadamente en nuestra evolución.
E l prim ero de estos agentes es el extranjero que a flu
ye a nuestro país. V ien e como je fe o como em pleado de
empresas comerciales, y en menor núm ero, de em pre
sas m ineras. E l bracero, sobre llegar en corta can ti
dad, después de algunos meses se hace com erciante o
trasmonta los Andes.
L a esfera de acción del industrial exl/ranjero, cu a
renta años antes lim itada a una que otra casa com er
cial m ayorista, en el últim o tercio del siglo x ix abarca
ya todo el cam po de la actividad com ercial, fabril y m i
nera.
D uran te la prim era m itad del siglo pasado- el o rga
nismo social absorbió con relativo vigor estos elem en
139
tos extraños que aisladam ente se ponían en contac
to con él; pero a medida que aum enta su núm ero y qu e se
canaliza su actividad en la m inería y en el com ercio, la
absorción se debilita hasta llegar casi a desaparecer
en las postrim erías del siglo.
L a influencia económica del industrial y del com er
ciante extranjero, aquí, como en todos los pueblos a tra
sados y de desarrollo débil, se tradujo en los fenómenos
ya conocidos de estímulo a la actividad productora y
de desplazam iento del nacional. Su influencia socioló
gica aportó un valioso contingente al fenóm eno de la
subordinación de nuestra sociedad a las civilizaciones
europeas, como habrá de verse un poco m ás adelante.
Paralelam ente al crecimiento del predom inio m i
nero y comercial del extranjero no absorbido, la influen
cia del pensam iento europeo, lim itada al principio,
como se ha dicho, a un corto número de espíritus esco
gidos, se extiende a la sociedad entera. E l libro extran
je ro , sobre todo el de origen francés, constituye el úni
co alim ento intelectual. N u tre al maestro; guía los pri
meros destellos de la inteligencia del niño; llena las
horas de ocio del adulto, e informa hasta en sus menores
detalles la obra del político, del literato y del perio
dista.
A l calor de esta influencia nació una actividad in
telectual que recuerda a la precursora del R enacim ien
to. Los chilenos de la se g u id a mitad del siglo x ix im i
tan la producción intelectual europea con el mi^mo
esfuerzo penoso, con la misma inhabilidad qu e los pre
cursores italianos y franceses de los siglos x iv y x v , las
obras de la antigüedad greco-rom ana. N uestra m enta
lidad, sin fuerzas y sin valor para adueñarse de los mé
todos científicos y de los procedim ientos artísticos
y literarios p ara hacer obra propia, se lim ita a repetir
lo que otros pensaron y sintieron. C ie rra asustada los
ojos delante de la percepción directa de la realidad.
140
N o concibe la verdad y la belleza sino revestidas de la
expresiórr ó form a que les dio el pensam iento e xtra
ño. L a palabra de toda em inencia europea llega a ser
verdad de fe que se acepta sin exam en. E l aficionado
a estudios sociales se explica ideológicam ente los fe
nómenos con arreglo a tesis preconcebidas form adas
en la lectura servil del autor A o B. E l político copia,
sin consideración ni al estado social ni a las pecu lia
ridades nacionales, todo cuanto lee en los program as de
los partidos o en los discursos de los estadistas extran
jeros. Si se exceptúan los Recuerdos del pasado, obra
en que se vacía el alm a de nuestra raza a mediados
del siglo x ix , y uno que otro trabajo de menor aliento,
nuestra producción literaria sólo tiene de nacional
los nombres de los personajes y de los lugares y las des
cripciones d e . algunas escenas de la vida chilena. L a
tram a íntim a, las ideas y sentim ientos que la anim an,
son exóticos; lo mismo que el corte o form a qu e la m ol
dea, reflejan la sugestión de civilizaciones extrañas.
De esta suerte, la producción intelectual chilena)
pesó sobre el alm a nacional en el mismo sentido que el
pensam iento extranjero; obró como au x iliar de la in
fluencia que le dio vida.
E l tercer factor del contacto entre el viejo mundo y
las jóvenes nacionalidades am ericanas lo constituye
el viajero.
A medida que las com unicaciones m arítim as se
desarrollan el chileno va a E u ropa, en viaje de placer
o de estudio, con creciente frecuencia; y en corto núm e
ro, se establece definitivam ente en las grandes capita
les, sobre todo en París.
El hispanoam ericano que recorre E u rop a y se ra
dica en ella por algunos meses o años, no recibe en toda
su am plitud la influencia intelectual y moral de las so
ciedades que visita. C on excepción de los rarísim os
aficionados a estudios sociales, sólo se pone en contac
14 1
to con los m onum entos, con los edificios y con algunas
manifestaciones artísticas, como el teatro, la pintura,
la escultura, el vestuario, el m enaje, la etiqueta. La
verdadera influencia social, la que va m ás allá de la cor
teza, la qu e alcanza al ser moral e influye en los ideales
de la vida, la recibe de un medio sui géneris, m uy distin
to de las sociedades francesa, inglesa, italiana, ale
m ana, etc., el de los trasplantados parisienses.
El ansia de goces m ateriales, los deseos de lustre y
de ostentación, los atractivos del lujo, de la cultura y
del refinam iento y las desilusiones de la vida, reúnen
en París un abigarrado conjunto de extranjeros lle
gados de los cuatro puntos cardinales. D esde el noble
ruso hasta el general hispanoam ericano, arrojado del
G obiern o y del país por una revolución; desde la m ujer
elegante y frívola, que exhibe su gracia y sus jo y a s, has
ta el industrial enriquecido, que busca un barniz de cul
tura social para él y para su fam ilia; desde el jo v en he
redero que derrocha la fortuna y la salud en groseros
placeres m ateriales, hasta el intelectual refinado que
no soporta el am biente sano, pero tosco de su patria,
va una gam a extensa de tem peram entos y de caracte
res aparentem ente inconciliables.
Este conjunto heterogéneo tiene, sin em bargo, un
alm a definida, si se quiere, cuya característica más
saliente es la ausencia de todas las grandes fuerzas m o
rales que constituyen el nervio de las sociedades, la pie
dra angular de las civilizaciones; pero alm a que infor
ma un medio social propio y que ejerce una enérgica
sugestión sobre los elem entos que se le acercan. E l
placer como objeto y fin de la vida; el refinam iento, la
elegancia, la alta procedencia social y la fortuna, como
únicos valores; el traje, el cultivo de las relaciones so
ciales, el teatro y otras reuniones con pretextos reli
giosos o m undanos, como em pleo-del tiem po; el despre
cio por los deberes de ciudadano, el descastam iento y
142
la repugnancia por los esfuerzos y sacrificios que im
ponen los grandes objetos de la vida: tal es la idiosincra
sia moral del medio que envuelve la perm anencia en el
extranjero, del chileno que desde 1860 en adelante
viaja con relativa frecuencia por el V iejo M un do.
Por medio de estos tres agentes tom ó paulatin a
mente cuerpo un contacto intenso entre nuestra civili
zación y la europea, hasta mediados del siglo aisladas
por la escasez de comunicaciones.
D ado el desigual estado de desarrollo de las socie
dades en contacto, la s consecuencias no podían lim i
tarse al simple intercam bio de ideas científicas o a r
tísticas, que las peculiares condiciones en que se des
envuelve la civilización occidental contem poránea,
determina entre los distintos pueblos qu e de ella for
man parte. E n efecto, en lugar de los vínculos de soli
daridad o interdependencia que caracterizan las
relaciones de los pueblos europeos entre sí, se desarro
lló un proceso de subordinación de nuestra sociedad
a los núcleos más civilizados y fuertes, en cuyo contac
to se encontró.
E l com erciante extranjero, para realizar sus fines
de lucro, estim uló los consumos de artículos exóticos
y moldeó nuestros gustos en arm onía con su interés,
despertando nuestra adm iración por las producciones
de las econom ías extrañas. E l libro europeo desper
tó, a su turno, la adm iración por las ciencias, las artes,
las instituciones y, en general, por la civilización de la
cual era él mismo un producto. Y por últim o, el viajero
chileno difundió por el ejem plo la adm iración por el
traje, por el menaje, por la etiqueta y por los mil deta
lles que el sociólogo engloba bajo el rubro de oropel
social.
Esta adm iración por civilizaciones extrañas, des
pertada por el contacto íntim o, no podía desarrollar
se sino dism inuyendo la vitalidad propia de nuestro
143
organism o, sino cercenando sus fuerzas espontáneas
de desarrollo.
En efecto, paralelam ente al aum ento del contac
to se produjo en el alm a chilena una sugestión intensa.
Poco a poco se subordinó a las civilizaciones más fuer
tes que la penetraron, no sólo en las artes y en las letras,
como los pueblos europeos respecto de la civilización
greco-rom ana durante el Renacim iento, sino en todas
las esferas de la actividad. En el terreno económico,
nuestros gustos, formados con arreglo a las necesi
dades de economía extraña, nos crearon la necesi
dad de consumir sus producciones, encadenándonos
a las exigencias de su expansión, aun a expensas de la
propia. En el terreno político, la copia inconsciente de
las instituciones y de las leyes, ahogó el desarrollo es
pontáneo y torció los rumbos impresos por el genio na
cional. L a s propias bases de sentim iento y de pensa
miento sobre las cuales descansaba nuestra sociedad
tradicional, quebrantadas cedieron, con lo cual lo que
una civilización tiene de más íntimo, lo que no puede
ser modificado sin hondas repercusiones, la u r
dim bre m oral, quedó entre nosotros sometida a la in
fluencia creada por la sugestión.
Esta subordinación de nuestra alm a colectiva, co
mo observaba hace poco, marca el advenim iento de un
nuevo agente sociológico, y un cambio trascendental
en las condiciones en que venía desarrollándose nues
tra evolución.
Desde 1870 en adelante, cesa en C h ile el desenvol
vimiento espontáneo. El progreso deja de ser el re
sultado de las fuerzas propias del organism o. Los cam
bios en las ideas, en los sentimientos, en las institucio
nes, en las costumbres, etc., son determ inados por la in
fluencia de la sugestión europea.
D e este cambio, el más hondo que haya experim en
tado nuestra civilización desde la form ación de la raza,
1 44
sin exceptuar la propia independencia política, deri
van num erosas consecuencias sociológicas y económ i
cas relacionadas estrecham ente con los fenómenos que
son objeto de este estudio.
3
Los efectos del contacto íntimo de nuestra sociedad
con civilizaciones más fuertes y desarrolladas, habrían
sido más lentos y menos trascendentales si la educa
ción sistemática no hubiera obrado sobre el alm a na
cional, bajo muchos respectos, en el mismo sentido que
la influencia europea.
L a difusión de la enseñanza fue una de las prim eras
preocupaciones de nuestros poderes públicos. T o d a
vía la nacionalidad no era un hecho consum ado cuan
do los proceres de la Independencia expresaron su an
helo de realizarla. L a Constitución del 33 refleja, por
su parte, las ideas que al respecto abrigaban los orga
nizadores de la República.
Esta aspiración, intensamente sentida por todos los
dirigentes, se realizó con relativo vigor, si se conside
ran el estado de las com unicaciones y los medios de que
disponían los gobernantes de aquella época. En las
postrimerías de la adm inistración Bulnes la enseñan
za secundaria se había ya difundido bastante; y
desde la adm inistración Pérez puede el psicólogo
constatar en las clases dirigentes huellas perceptibles
de su influencia.
N o pudiendo hacer otra cosa, los creadores de la ins
trucción pública copiaron los sistemas más en boga en
Europa. Am unátegui y Barros A ra n a, cuya influencia
pesó considerablem ente en la organización adm inis
trativa, en los program as y en los métodos durante el
último tercio del siglo x ix , hicieron lo mismo. N o com
prendieron que la educación, corriente en los pueblos
145
europeos, no puede ser trasplantada a un pueblo
menos desarrollado, y cuya evolución se realiza en
condiciones sociológicas sustancialm ente distintas, sin
causar gravísim os trastornos morales. Entre los peda
gogos alem anes y chilenos que colaboraron en la re
form a de los program as de 1893, fecha en que el desca
labro m oral estaba ya producido, tam poco hubo quien
se sacudiera la venda.
La trascendencia de los distintos cam bios verifica
dos en nuestra enseñanza, ha quedado lim itada a
una distribución m ás racional de los conocimientos
y al m ejoram iento de los métodos pedagógicos55.
El sentido en que la educación obra sobre las capa
cidades del individuo y los ideales de la vida, no se ha
alterado. C on tin ú a, a este respecto, siendo hoy lo que
fue ayer. Su influencia sociológica se ha ejercido, pues,
siempre y continúa ejerciéndose en una m isma di
rección.
L a enseñanza consiste en una educación m eram en
te intelectual, o mejor dicho, en una sim ple instruc
ción, de marcado sabor clásico al principio, y acentua
damente científica más tarde.
En teoría no se desconocen las ventajas de la educa
ción física; pero en la práctica se prescinde de ella o se
la relega a lugar subalterno.
D e la educación del carácter no hay otras huellas
que cierta tendencia a atrofiar en el niño el desarrollo
de la voluntad, para hacerle más dócil y más educable
intelectualmente. E sta omisión deriva, no sólo de las
dificultades prácticas que presenta la educación de la
voluntad, sino tam bién de un prejuicio teórico sobre el
valor relativo del carácter y de la inteligencia, com par-
146
tido por casi todos los directores de la instrucción pú
blica.
A imitación de la deleznable enseñanza que como
supervivencia de los extravíos teóricos de otra época
subsiste todavía en E u rop a, la nuestra ha carecido
siempre de ideales. N o es que se desconozca la necesi
dad de la educación m oral, sino que se estim a que la
da »la influencia que las luces del espíritu ejercen
sobre el corazón y la voluntad"68.
En la enseñanza general se alejan deliberada
mente los ideales qu e conducen a la actividad econó
mica, »para no desvirtuar sus fines"67.
Está calculada p ara no influir en la evolución so
cial. Se limita a desarrollar las facultades que conducen
al cultivo de las ciencias y de las artes liberales, y aban
dona todo lo dem ás a la acción de la herencia y del me
dio. T o m a para sí el oropel, lo que — según la feliz exp re
sión de Spencer— llena los momentos de ocio de la exis
tencia6*; y prescinde del vigor físico, del desarrollo
de las aptitudes económicas, de la moral y del carácter,
esto es, de todo lo qu e conserva al individuo y a la espe
cie y hace posible una civilización robusta.
Desde el punto .de vista sociológico, adolece nues
tra enseñanza de vacíos q u e, en diverso grado, son
147
comunes a todos los sistemas’ modernos de educación;
pero en sus relaciones con el alm a nacional concurren
algunas peculiaridades, desconocidas en la enseñan
za europea, qu e agravan considerablem ente las conse
cuencias de sus defectos.
L a prim era es su eficacia.
La influencia sociológica de la educación sistemá
tica es escasa en Europa. Pone en actividad fuerzas
que sin. ella habrían quedado aletargadas; estimula
al individuo a dar de si lo que sus facultades le perm i
ten; desarrolla posibilidades de inteligencia y de ca
rácter hijas de la herencia y de las demás fuerzas socio
lógicas. Pero no es ella misma una verdadera fuerza.
Su influencia se estrella contra la acción incontrarres
table de la herencia acum ulada durante num erosas ge
neraciones y contra un medio ambiente más enérgico
que ella. Resbala por la superficie, sin dejar huellas
en las almas definitivam ente moldeadas de naciones
antiguas, cuyos caracteres, ya m uy desenvueltos, han
alcanzado una fijeza que les hace insensibles a las in
fluencias sociológicas que no importan una m odifica
ción en la raza misma o un cam bio trascendental en las
condiciones que rodean su evolución. E s difícil señalar
un rasgo dañino atrofiado o uno benéfico creado por
la enseñanza de las naciones europeas. Sin que im por
te esto un prejuicio para el futuro, hay que reconocer
que con sus medios actuales de acción, respecto de
alm as definitivam ente form adas, poco puede. Lo
mismo que las selecciones, sólo sirve de vehículo a la
acción de fuerzas que están fuera de ella; obra como
au xiliar inconsciente de los grandes agentes de trans
m utación.
En cam bio, la influencia de la enseñanza, cuando
actúa sobre el alm a en form ación de un pueblo nuevo,
formado por el cruzam iento de distintas razas, como
el nuestro, constituye un verdadero factor psicológico,
148
que pesa en los rumbos y en los destinos de la civili
zación.
El cruzam iento disocia los caracteres psicológicos
ancestrales con igual energía que los rasgos físicos;
destruye la herencia y debilita la fuerza del medio so
cial, que es su consecuencia. El pueblo nuevo viene, así,
a ser una masa plástica sensible a todas las influencias,
sobre la cual el medio físico, el contacto de otras
civilizaciones y todos los agentes sociológicos en ge
neral, obran con gran eficacia. Los caracteres, faltos
aún de consistencia, se modifican fácilmente. L as vir
tudes y los vicios se pierden y se adquieren con una ra p i
dez que desconcierta al observador habituado al estu
dio d el' desarrollo de las viejas sociedades europeas o
asiáticas.
L a enseñanza es, pues, entre nosotros, a diferencia
de lo que ocurre en E uropa, un activo agente socioló
gico, capaz de grandes males y de grandes bienes.
La segunda peculiaridad de nuestra enseñanza
es su descastamiento, o mejor dicho, la ausencia
de todo sabor y tendencia nacionales.
La posibilidad de una educación perfecta, adapta
ble a todos los tiempos y a todos los pueblos, quim era
que todavía domina en la ciencia de la educación, fue
en otra época un error compartido por grandes pensado
res. Spencer, en su ensayo tan prem aturo como desgra
ciado sobre la educación, cayó en él. El propio G u y a u ,
que sentó algunas de las bases sobre las cuales princi
pia a rehacerse la enseñanza, sólo consideró como
objeto de ella al hombre y a la especie59.
La antigua teoría de la educación prescindía,
pues, de su aspecto nacional; olvidaba que los hombres
están actualm ente agrupados en colectividades que di
fieren fundam entalm ente en el grado de desarrollo y
149
en su m anera de pensar, de sentir y de obrar; y que esas
colectividades están anidadas de alm as qu e nacen,
se desarrollan y se modifican independientemente del
alm a de los individuos que las componen.
Este error teórico no logró descastar la enseñan
za en los diversos países de Europa. N i la enseñanza
inglesa, ni la alem ana, ni la sueca, etc., se despojaron
de las modalidades que responden a necesidades del
carácter o del tem peram ento de la raza, ni renunciaron
al enérgico espíritu de nacionalidad que las inform a
ba desde antiguo. El instinto de conservación nacional
y la fuerza de la tradición, se sobrepusieron a las quim e
ras de una pretendida ciencia que reposa sólo en lucu
braciones ideológicas.
Nuestros intelectuales, al copiar la enseñanza
europea, la despojáron de todas las tendencias nacio
nales, y no cuidaron de reem plazarlas con otras deriva
das de nuestra civilización80.
Quedó así, nuestra enseñanza, despojada de todo
espíritu de nacionalidad; adaptada a un orden de cosas
en que existan individuos y hum anidad, pero no na
ciones.
La tercera peculiaridad de nuestra enseñanza es su
falta de arm onía con el grado de desarrollo social.
Entre las distintas civilizaciones europeas y los sis
temas de enseñanza que ellas mismas se han creado,
hay una compenetración íntima, como que estos últi
mos son productos de aquélfos. El estado de desarro
llo social, la idiosincrasia del carácter nacional, los
medios circundantes, las necesidades creadas por los
acontecimientos y la educación, guardan arm onía.
15 0
Lo que en su grosero atraso científico los pedagogos
reprueban a la educación inglesa, por ejem plo, es p re
cisamente su p rincipal mérito; es lo que la hace precio
sa para la raza que la creó y fatal para el país que, como
Francia o C h ile , no tenga el desarrollo social, el tempe
ramento o el carácter del pueblo inglés61.
Por el contrario, entre la enseñanza que nos hemos
dado y nuestra sociedad, hay absoluta falta de adecua
ción. Es un vestido de seda rosa pálido, cortado sobre
el talle fino y esbelto de una modelo de P aqu in , llevado
por una araucana recia, retaca, ventruda y desgreña
da. C op ia inconsciente de program as y métodos europeos,
no toma en cuenta nuestro patrim onio hereditario,
nuestro estado social, ni los rum bos trazados a nuestros
destinos por la naturaleza de los elementos físicos de
crecimiento y por los demás factores sociológicos.
L a influencia, desquiciadora de esta enseñanza ex
clusivamente intelectual, dada a un pueblo que no ha
bía aún realizado la transformación perfecta de su
fase m ilitar en industrial, ni consolidado su desarro
llo m oral, obró bajo muchos respectos, en el mismo sen
tido que la influencia del contacto íntim o con Europa.
En los capítulos siguientes haré notar aquellas con
secuencias morales y económicas que interesan a mi
propósito.
151
C ap ítu lo x
1
A medida que se producen en los factores económicos
y en las condiciones sociológicas de nuestra civiliza
ción las m udanzas de que se ha hecho caudal en los dos
capítulos precedentes, principian a hacerse percep
tibles numerosos fenómenos, que accionan y reaccio
nan los unos sobre los otros, form ando una com pleja
red en que los efectos se tornan, a su vez, causas.
Entre estos fenómenos, unos, como la subordinación
de nuestro desarrollo agrícola al desarrollo de la in
dustria salitral y el descenso en el poder adquisitivo
de la moneda, son de carácter meramente económico.
O tros, como la lentitud en el crecim iento, el aumento
anorm al de los consumos, el desarrollo de la empleo
manía y del profesionalismo, el desplazam iento eco
nómico del nacional y la concentración de la población
en las ciudades, tienen acentuada tendencia socioló
gica. Finalm ente, algunos de los más interesantes y
trascendentales revisten un aspecto francamente
moral.
Estos últimos quedan, en realidad, fuera de los lí
mites de este estudio; pero la estrecha conexión que
existe entre el desarrollo moral y el m aterial de un pue
blo, me obliga a esbozar parcialm ente algunos de ellos.
H ay entre ambas fases de la civilización lazos tan indi
solubles, que sin el conocimiento exacto de algunos
cambios morales, no es posible com prender nuestro
desenvolvimiento económico durante los últimos
cuarenta años, ni menos aún explicarse el origen com
plejo de los fenómenos que son el tema de este trabajo.
152
2
Com o lo hice notar al hablar de las modificaciones en
los factores económicos de nuestra evolución, el desa
rrollo agrícola del país se hace extrem adam ente dé
bil y lento desde 1873 en adelante. Incorporados ya a
la producción los terrenos fértiles del área regada, la
agricultura se encuentra forzada a aprovechar suelos
notablem ente más pobres o de cultivo más difícil, al
propio tiempo que el advenim iento a la concurrencia
universal de extensas regiones de A m érica, O cean ía
y Asia, reduce los precios de los productos agrícolas
justam ente a la mitad62.
L a decadencia de nuestra exportación agrícola
fue, pues, al principio la consecuencia de la n aturaleza
de nuestro territorio y de los cambios operados en la eco
nomía universal.
U n nuevo factor debía de an u larla definitivamente.
C om o ya lo he hecho notar, la industria salitrera to
mó rápido increm ento bajo nuestra soberanía. En
1880 se elaboraron 2.239.740 quintales de salitre,
y en 1900 ya la producción alcanzó a 14.600.995.
El desarrollo de la industria salitrera engendró
en las provincias de T a ra p a cá y Antofagasta un con
siderable consumo de artículos m anufacturados, que
en su m ayor parte abastecieron las im portaciones
europeas; y una gran dem anda de productos agríco
las y de brazos, a la cual hubo de subvenir el centro y el sur
del país.
L a acción com binada de estos distintos factores de
terminó un hecho, de escasa im portancia para el estu
dio de nuestra inferioridad económ ica, pero capital
153
para nuestra política económica y com ercial, que será
<;1 objeto principal de la segunda parte de este trab a
jo : la subordinación del desarrollo agrícola al desarro
llo de la industria salitrera.
C on trariad a por la n aturaleza del suelo y del clim a;
por el descenso m undial de los precios, consecuencia
del ingreso a la concurrencia de grandes regiones más
favorecidas; y raleado y encarecido el brazo por las
industrias extractivas, nuestra agricultura se encontró
en la im posibilidad de com petir con sus rivales en el
mercado universal; y renunciando a una lucha que no
podía soportar, concluyó por lim itarse a subvenir a
las necesidades del mercado propio que el salitre creó
en T arap a cá y A ntofagasta, al am paro del arancel adua
nero.
D esde este momento, perdida la vitalidad propia,
su expansión se subordinó a las exigencias im puestas
por el desarrollo de la industria salitrera, com o el tén
der a la locomotora que lo arrastra. C ad a m illón de qu in
tales de aumento en la producción de salitre hace ne
cesario un consumo proporcionalm ente m ayor de
productos agrícolas. N uestra agricultura, p ara sub
venir a la nueva dem anda, extiende sus cultivos o me
jo r a los existentes; de tal suerte que cada paso que da
mos en el sentido del agotam iento de nuestra riqueza
m ineral, reflejamente crea una nueva riqueza estable.
Por este curioso engranaje, que nuestros ideólogos
se niegan obstinadam ente a ver, el desarrollo agrícola
se ha reanudado con relativa fuerza; pero en condicio
nes sustancial mente diversas de las antiguas. E n otra
época tuvo vida propia, independiente del salitre y del
arancel; hoy sólo puede realizarse a im pulsos del sa
litre o de la m anufactura y al abrigo del arancel. M ie n
tras no se m odifiquen las condiciones de la economía
agrícola m undial está condenado a ser una planta de
conservatorio.
1 54
3
A medida que las com unicaciones se perfeccionaron y
la instrucción se extendió, se aceleró el éxodo de. los ha
bitantes desde los cam pos hacia las grandes ciudades.
L a necesidad de educar a la fam ilia y los atractivos de
una vida más refinada arrancaron poco a poco al anti
guo chileno de la casa solariega.
L as deficiencias de los censos antiguos, hacen im po
sible un estudio rigurosam ente exacto del movim iento
de la población urbana y rural a través de las distintas
fases de nuestro desarrollo; pero las com paraciones
permiten constatar una acentuada concentración
urbana en el centro del país durante el últim o tercio
del siglo x ix 63.
Este fenómeno no es en sí mismo sino la m anifesta
ción norm al de una tendencia común a todas las socie
dades civilizadas. L o que lo hace interesante entre no
sotros, son sus consecuencias económicas y sociológi
cas.
En los países fabriles, cuya actividad industrial
ha alcanzado considerable desarrollo y cuya población
tiene ya desenvueltas en alto grado las aptitudes para
la vida m anufacturera, el aum ento creciente de las ma
sas urbanas corresponde casi siempre a una necesidad
económica real. El individuo acude a las ciudades soli
citado por las necesidades del industrialismo. A l aban
donar el campo, deja de ser agricultor y da a su actividad
un nuevo em pleo com patible con la vida urbana.
Entre nosotros las cosas pasaron de distinta m ane
ra. Estim ulada artificialm ente la concentración u r
bana por las solicitaciones del refinam iento en una época
155
en que la m anufactura no existía ni podía existir, el
agricultor no encontró desde el prim er m om ento empleo
para su actividad que se arm onizara con su nueva vida.
Inepto p ara las industrias fabriles, que, por otra parte,
cuarenta años atrás era im posible crear entre noso
tros, continuó siendo agricultor. Siguió dirigiendo
desde la ciudad las mismas explotaciones rurales en
que antes se había ocupado. Se produjo así el ausentis
mo, o sea, el hábito contraído por los propietarios ru
rales, de residir en el pueblo, confiando a empleados
la adm inistración de sus negocios agrícolas.
Sin hacer aún caudal de las consecuencias morales
de este hábito, él ha sido uno de los factores que más ha
contrariado nuestro desarrollo agrícola durante
los últimos treinta años. C onfiada la gran propiedad
a empleados que, en la m ayor parte de los casos, no tie
nen interés en m ejorarla y en increm entar su produc
ción, cuando no a campesinos rutinarios, algunos fun
dos vinieron a menos; muchos han perm anecido esta
cionarios; y todos han dejado de adelantar en la medida
en que habrían progresado si sus dueños hubieran
continuado residiendo en ellos después de la extensión
del riel, de la difusión de la enseñanza y del avance
de la civilización en general.
M á s trascendentales aún han sido los efectos socio
lógicos de la concentración urbana.
C om o tenía fatalmente que ocurrir, dadas las cau
sas que determ inaron entre nosotros la concentración
urbana, en los prim eros años se realizó, casi exclusiva
mente, a expensas de la población rural en que la sangre
española estaba más pura y la civilización más avan
zada. Fueron los patronos, los individuos pudientes,
los de m ayor desenvolvimiento intelectual y moral,
los que prim ero abandonaron los campos.
Esta selección habría sido perturbadora para el
desarrollo de la civilización rural, aun en países nor
156
malmente constituidos. En países como el nuestro,
cuyas capas están separadas por abism os, por fases
enteras de la evolución social, y cuyos elementos supe
riores ju ega n un rol civilizador excepcionalm ente
importante, sus consecuencias tenían que ser fatales.
L a gruesa masa de los campesinos cargados de san
gre aborigen, privada de la eficaz influencia civiliza
dora que por sugestión habían ejercido los elem en
tos superiores, hasta entonces en estrecho contacto
con ella, no pudo proseguir la rápida evolucion que
venía realizando. Su desenvolvimiento moral sufrió
serios quebrantos. F alto de guía, se desorientó, se
detuvo y aun sufrió regresiones. El cam pesino no sólo
no continuó su jorn ad a hacia aspiraciones más nobles
y hacia una vida más regular y holgada, sino que retro
cedió moralm ente. Se hizo más perezoso, m ás borra
cho y más inexacto, cuando no ladrón o bandido.
Los servicios m unicipales, la adm inistración de
justicia de menor cuantía y la seguridad, se resintie
ron. Antes que el desgobierno y el desquiciamiento ad
ministrativo hicieran sentir sus efectos, ya la ausen
cia de los elementos más civilizados y más morales,
había engendrado en los campos el desarrollo del robo
y del salteo, la relajación de la justicia, el abandono de
los caminos, etc.64.
157
Por su p arle, los patronos, si bien recibieron la enér
gica acción civilizadora de la ciudad, si subió indudable
mente su cultura intelectual, no escaparon a la regre
sión moral transitoria que siem pre sigue al cam bio
violento de los hábitos tradicionales. C om o habrá de
verse m ás adelante, el despertar del gusto algo adorm e
cido por la ostentación, las jo y a s y las construcciones
rum bosas, no fue extraño a la concentración en la
ciudad de masas de agricultores ociosos.
Sus hijos, dem asiado elegantes y refinados para
soportar el am biénte rudo y polvoriento del cam po, e
inutilizados p ara la actividad fabril por nuestra ense
ñ anza, han sum inistrado un abundante contingente al
profesionalism o y a la empleom anía.
L a concentración urbana, que es uno de los más po
derosos factores del desarrollo de la civilización, a con
secuencia . de nuestra originalísim a constitución étni
ca y de otras peculiaridades nacionales, produjo, pues,
algunas perturbaciones transitorias, cuyos efectos eco
nómicos fueron el debilitam iento de nuestro desarrollo
agrícola, ya quebrantado por la naturaleza de nuestro
territorio y por el gran descenso de precios que los pro
ductos de la agricultura experim entaron en el mercado
universal; y su contribución al. desarrollo del lujo, del
profesionalism o y de la em pleom anía.
En cam bio, es hoy un factor muy favorable para
nuestra futura expansión fabril66.
158
4
A pesar del gusto por el atavío y la ostentación que el
chileno manifestó cada vez que los auges de la m inería
o de la agricultura derram aron abundancia y bienes
tar, hasta el últim o tercio del siglo x ix la vida fue entre
nosotros sencilla y barata.
El aislam iento en que permanecimos respecto de
las civilizaciones refinadas, y el hábito, bastante gene
ralizado entre los antiguos propietarios rurales, de
residir en sus fundos, m antuvieron adorm ecida la in
clinación al lujo. Los palacios y los m obiliarios suntuo
sos eran contados. El traje y la vida social, no tenían
ni aproxim adam ente las costosas exigencias de hoy.
El consumo de m ercaderías extranjeras era lim ita
dísimo. »Las únicas prendas de vestir que se venden
públicamente en C h ile — decía en 1822, M a r ía G ra -
ham— son zapatos, o más bien zap atillas, y sombreros.
Esto no quiere decir que no se puedan com prar tam
bién género de Eu rop a o vestidos para las clases supe
riores. ..« »Es que las gentes del país conservan toda
vía la costum bre de hilar, tejer, teñir y hacerse todas
las cosas para su uso en su misma casa, excepto los z a
patos y los som breros"66.
Estos hábitos se modificaron con mucha lentitud
durante los dos prim eros tercios del siglo x ix . T od avía
entre 1860 y 1870 nuestra sociedad se diferenciaba po
co del pueblo patriarcal que pintó la célebre viajera
inglesa. Aludiendo a los barrios elegantes y a las gentes
acomodadas en esa fecha, dice un observador perspicaz:
»La gran m ayoría de las casas era de un solo piso al
nivel del suelo, o con una o dos gradas de elevación. El
material que se em pleaba era de adobe, que se enlucía
y blanqueaba d esp u és...« »Por la m añana no se an
159
daba sino de manto y se estaba después en la casa con
vestidos hechos en la fam ilia con ayuda de las criadas«67.
Así explica cómo, a pesar de nuestra escasa cap a
cidad productora, de nuestra desidia en la conserva
ción de los objetos y de nuestros hábitos de despilfarro,
pudimos en esa fecha crecer con rapidez, mantener
equilibrados nuestros cambios y vivir con relativo
desahogo68.
Pero a medida que la enseñanza y el contacto con
E uropa nos refinaron, y la concentración de los a g ri
cultores en las ciudades encendió la em ulación, se des
arrolló el afán por los grandes palacios, por los m ena
jes soberbios, por las jo y a s y por el lujo en todas sus for
mas. Padres de fam ilia con más de diez hijos, cuya for
tuna no excede de un m illón de pesos, invierten seiscien
tos mil en palacio y menaje.
Por su parte, los viajes al extranjero y los nuevos há
bitos de vida social, imitados principalm ente de los
trasplantados parisienses, imponen tam bién gastos
crecidos.
Y el afán de la ostentación, no ha quedado entre no
sotros circunscrito, como en París, a un pequeño gru
po de fam ilias ricas, en su m ayor parte extranjeras, sino
que se ha extendido, sobre todo en Santiago, a la socie
dad entera. El rico derrocha casi todas sus rentas, y el
pobre hace esfuerzos supremos por seguir un tren de
vida que no guarda arm onía con su fortuna.
1 60
Al aum ento en los consumos, determ inado por el
ansia de brillo, se une otro que, como él, d e m .i también
de la educación de nuestros gustos por l.t enseñanza
y el contacto.
Com o se recordará, al hablar de la lucha económica en
tre las sociedades hum anas, hice notar que la sugestión
es el arm a más poderosa que los pueblos superiores em
plean para dom inar a los inferiores. D espertando su ad
miración, inconscientemente los obligan a consumir
todo aquello que conviene a las necesidades económ i
cas del superior, los convierten, por decirlo así, en
clientes o satélites de su expansión.
Pues bien, la intensa sugestión que desde mediados
del siglo x ix nos viene encadenando más y más es
trechamente a E uropa, ha creado en nosotros el hábito
de consumir artículos de procedencia extranjera, no
sólo en la satisfacción de nuestros lujos, sino también
en las mil necesidades de la vida diaria. En la estadís
tica de nuestras importaciones, al lado de los renglo
nes útiles a la actividad productora, como el carbón,
la m aquinaria, etc., figuran con cantidades crecidísi
mas las m ercaderías que, sin ser propiam ente de lujo,
están destinadas a llenar necesidades nuevas «readas
por el refinam iento o necesidades antiguas que antes
abastecía la producción nacional.
Tom an do las cosas en un sentido absoluto, nuestros
consumos irreproductivos no son exorbitantes. S an
tiago queda a este respecto muy por debajo de Buenos
Aires. U n a fam ilia de la clase media, no gasta en C h ile
más que en Inglaterra, bien que los desembolsos se rea
lizan con objetos más frívolos.
M as, si relacionam os nuestros consumos con nues
tra capacidad productora, la perspectiva cam bia. El
chileno, como se ha visto al bosquejar su psicología,
tiene todavía más desenvueltas y pésimamente edu
cadas las aptitudes económicas. Sus grandes facul
161
tades naturales o están aún adorm ecidas o se esterili
zan en gran parte faltas de dirección. Los elem entos
físicos, por su parte, no sólo no suplen, como en otros
países jóvenes, con su superabundancia de fuerzas
los defectos de aptitudes de la población, sino que e xi
gen, p ara ser fecundos, grandes capitales y grandes
capacidades económicas. E n sentido relativo, es decir,
habida cuenta de nuestra capacidad de producción,
nuestros consumos irreproductivos son hoy una ver
dadera sangría suelta, que debilita nuestra expan
sión económica y mantiene abatidos nuestros cam
bios internacionales69.
162
chileno lleva hoy una vida de estrecheces y de an
gustia. Sus hábitos de consumo y su capacidad de p ro
ducción atraviesan por un desequilibrio agudo. Su ac
tividad, su arte industrial, sus aptitudes productoras
en suma, han doblado; pero sus necesidades de consu
mos han cuadruplicado.
5
O tra de las consecuencias de los cambios en las condi
ciones económicas y sociológicas de nuestra evolu
ción, es el desarrollo del parasitism o. E n el últim o ter
cio del siglo x ix y en lo que va corrido del actual, ha
crecido desmedidamente el núm ero de individuos que,
como los abogados, médicos, empleados públicos y
ciertos interm ediarios, viven a expensas de la colecti
vidad sin concurrir eficazm ente a la producción.
163
Entre 1830 y 1867 Ia U niversidad tituló por tér
m ino medio dieciocho abogados por año; en los cu a
renta años siguientes el núm ero pasó de sesenta y cin
co; es decir, cuadruplicó, mientras la población no
ha aum entado en m ás de sesenta a setenta por ciento.
L o propio ha ocurrido en las demás profesiones libera
les.
E l núm ero de los empleados públicos ha crecido,
por su parte, desproporcionalm ente con relación a
las necesidades de los servicios. Se han m ultiplicado las
reparticiones adm inistrativas y se ha aum entado la
planta de empleados de las que existían, más en con
sideración a la pecha de los postulantes a ocupar los
puestos, que a exigencias reales del desarrollo de la
adm inistración70. C om o en la G recia de nuestros días,
el reparto de los empleos públicos ha llegado a ser en
la práctica, si no en la teoría, el núm ero más real y efec
tivo del program a de los candidatos a D iputados o a Se
nadores y el anhelo más sinceram ente abrigado por los
partidarios. Políticos que vacilan delante de los de
sembolsos que requiere la construcción de los puertos,
el complemento del equipo ferroviario y el saneam ien
to de las ciudades, dominados por la presión de los p arti
darios y por el medio m oral que los envuelve, no retro
ceden delante del aumento de los empleados públicos
innecesarios.
Los individuos que no alcanzan empleos de planta,
recogen las m igajas del presupuesto fiscal por medio
de las jubilaciones, de las pensiones y de los contratos
y comisiones para los objetos más variados, o enteran
los días voltejeando en rededor de los personajes in
fluyentes, mientras les llega su turno.
Por últim o, el grem io de los interm ediarios, desde
164
el aristócrata corredor o com isionista, hasta el h u m il
de chalán de puercos o de otras m enudencias a n álo
gas, ha crecido en proporción qu e no guarda arm onía
con la potencia económ ica del país.
Las causas inmediatas de este fenóm eno son, como
ya lo anticipé al hablar de sus consecuencias económ i
cas, algunos rasgos psicológicos que accionan y reac
cionan entre sí haciendo recíprocam ente de causa y
efecto: la adm iración por las profesiones liberales, el
desprecio por el trabajo m anual, por el com ercio y por
las industrias fabriles, y la ineptitud com ercial e indus
trial. Pero sus causas mediatas, o sea, el origen de los
factores que lo determ inan, derivan, en gran parte, de
las tendencias y vacíos de nuestra enseñanza sistem áti
ca y de nuestro estado de civilización a la fecha en que
principió a ejercer su influencia.
Com o se ha visto en el capítulo anterior, nuestra en
señanza, no obstante las reform as de los métodos y de
los program as, ha obrado siem pre en un mismo sentido:
el de señalar el cultivo de las ciencias y de las artes li
berales como el único ideal de la vida y ha procurado
desarrollar sólo las aptitudes que conducen a la re a li
zación de este fin, defecto de que como tam bién se dijo,
participan en diverso grado, todos los sistemas m oder
nos de enseñanza. A hora, para com prender por qué
en C h ile inculca el desprecio por la actividad económ i
ca, desarrolla la adm iración por las profesiones libe
rales e in utiliza al niño como hombre de negocios, la
misma enseñanza que en Europa o no surte estos efec
tos o sólo los surte m uy débilmente, hay que reparar en el
estado social del pueblo chileno y de las naciones europeas
a la fecha en que la enseñanza sistemática principió
a obrar sobre ellos con alguna energía.
Los com pañeros de Pedro de V a ld iv ia eran de una
psicología aún más guerrera que el común de los con
quistadores de A m érica. Por lo menos los dos tercios
165
de ellos, procedían de los restos de las fracasadas ex
pediciones de Pero A n zures y de R odrigo de Q u iro ga al
descubrim iento y conquista de los C hunchos y de los
M ojo s, y de D iego de R ojas a los C h irigu an os, cuya
audacia y espíritu de aventuras salen de lo verosímil.
Sobrevivientes de expediciones en que »yendo y cam i
nando se iban quedando los cristianos de tres en tres y
de cuatro en cuatro, fatigados y desflaquecidos, y enfer
mos de ham bre y cansancio, y abrazados unos con
otros morían y pasaban de esta vida«, y «después de
cam inado más de setecientas leguas, de trescientos
españoles que entraron no salieron ochenta71, no
trepidaban en lanzarse a una nueva aventura que,
com o la conquista de C h ile, desde la expedición de A l
magro, era reputada empresa de locos.
El español que continuó llegando a nuestro
país durante casi todo el coloniaje fue, tam bién, de una
psicología mucho más m ilitar que la corriente en
Am érica. L a poca abundancia de oro al alcance de los
rudim entarios procedim ientos de explotación de
la época y la prolongación de la guerra de A rauco, ale
ja ro n al comerciante y al industrial y atrajeron al gu e
rrero.
Se produjo así desde el principio una selección
qu e duró casi todo el coloniaje, la cual, si no tuvo la
exagerada trascendencia étnica que le atribuye P a
lacios72 , diferenció notablemente al colonizador de
C h ile, no sólo de la masa peninsular, sino tam bién de los
pobladores de los demás países hispanoam ericanos.
E l español que sum inistró el aporte paterno de nuestra
raza, fue más guerrero, más audaz y más enérgico, en
una palabra, un elemento étnico mucho más próxim o
aun al tipo netam ente m ilitar que el común del español
1 66
de la época, cuya distancia de esa fase de la civilización
no era todavia m uy grande.
C om o consecuencia de esta proxim idad a la etapa
m ilitar, com partía el desprecio que todas las razas en
el mismo estado social, han profesado por los oficios
m anuales, por el comercio y por la actividad econó
mica en general. Buscaba el oro por medio del botín o
del trabajo de los vencidos, y no por el ejercicio de oficios
que conceptuaba propios de villanos y de esclavos.
Apenas hay documento de la época que no dé testimo
nio de este rasgo de la psicología de los españoles del
coloniaje. A ludiendo a él, dice B arros A ran a: »Vi-
gorosos y enérgicos para soportar los m ayores sufri
mientos, dispuestos a acometer las más arriesgadas
empresas para adelantar la conquista, eran, en cambio,
poco constantes para los trabajos industriales, o tenían
por ellos una m arcada a v e rs ió n « ... «desdeñaban la
cultura agrícola y el ejercicio de las artes m anuales,
prefiriendo a todo la explotación de las minas en que
esperaban h allar espléndidos beneficios mediante
el trabajo forzado de los indios«73.
Aún más acentuado era el desprecio por la activi
dad económica en el aporte materno. E l araucano, que
no había salido de la barbarie, no sólo tenía invencible
repugnancia por el trabajo, sino que aún no había des
envuelto las aptitudes que lo hacen posible. Antes que
plegarse a las condiciones de vida de las sociedades
de tipo industrial, se extinguió, como ha ocurrido a
todas las razas que los acontecimientos históricos han
colocado en la alternativa de desaparecer o de dar un
salto dem asiado brusco en su evolución.
E l mestizo que form a el fondo étnico de la población
actual, desciende, pues, de progenitores cuya psicología
económica era, todavía, rudim entaria.
1 67
A la fecha en que la enseñanza sistem ática em pe
zó a hacer sentir eficazm ente su influencia, el chileno
había avanzado en sú transform ación de tipo m ilitar
en industrial. D iversos factores habían contribuido a
este resultado: el araucano, negándose tenazm ente
a alim entar con su esfuerzo al invasor; el clim a y la po
breza, haciendo im posible el em pleo en grande escala
del negro esclavo; los elementos físicos, que sólo sum i
nistraban alimento al que los fecundaba con el sudor
de su frente; etc. El español, colocado en la alternati
va de trabajar o de perecer de ham bre, paulatinam en
te se amoldó al tipo de vida impuesto por los medios.
E l propio mestizo, m ucho más flexible que su antecesor
araucano, se plegó tam bién a la actividad económica.
E n las postrimerías del siglo x v m , no sólo explotá
bamos más o menos regularm ente la agricultura y la
m inería, sino que construíam os la casi totalidad de los
buques que hacían la navegación de la costa sur del P ací
fico, fabricábam os las jarcia s destinadas a su ap are
jo e hilábam os y tejíam os la m ayor parte de los géneros
con que se confeccionaba nuestro vestuario74.
Pero, no obstante estos avances, que m arcan un pro
greso innegable con relación a lo que fuimos a m edia
dos del siglo x ix , nuestras aptitudes para la actividac
económica eran, todavía, em brionarias, comparada:
con las que en esa fecha habían ya desenvuelto lo<
europeos y los norteamericanos. L a falta de iniciativa
de perserverancia, de moralidad, de arte o técnica in
dustrial y de ju icio com ercial, en una palabra, el débi
74Los com erciantes vascos que en g ran núm ero arrib a ro n a Chil<
du ran te el siglo x v m , no sólo desplazaron del com ercio, de la agricul
tu ra y de la m inería al español de tipo netam ente m ilitar que habí;
venido antes q u e ellos, sino que influyeron en n uestra evolución eco
nóm ica, perfeccionando y ennobleciendo el com ercio. Su influenci:
sobre el d esarrollo de las aptitudes m anufactureras fue, en cambio
casi nula.
168
desarrollo de todas las aptitudes que dan la eficiencia
económica que se advierten en el chileno de esa época,
manifiestan en forma inequívoca la extensión de la jo r
nada que aún le quedaba por hacer p ara transform ar
se en tipo industrial perfecto.
A sí, pues, m ientras en Eu rop a y en Estados U nidos,
la instrucción obró desde el principio del siglo x rx so
bre pueblos que se habían transform ado ya com pleta
mente de tipos m ilitares en industriales, entre nosotros
actuó sobre un pueblo sem im ilitar, o sea, sobre una raza
cuya energía guerrera no se había transform ado sino
muy imperfectamente en actividad económ ica, y cu
yos avances en este sentido, dem asiado recientes,
aún no estaban consolidados por la herencia.
C on estos antecedentes es fácil explicarse cómo
enseñanzas m uy próxim as hán surtido efectos muy
diversos.
Poniendo delante de los ojos del niño, desde que
principia a destellar en él la razón, las figuras de todos
los literatos, sabios, reyes, generales y em pleados pú
blicos; cubriendo con el manto del olvido a los héroes
del trabajo y de las industrias; y prescindiendo de la
educación del carácter, la enseñanza gen eral, aunque
en menor grado que entre nosotros, en la generalidad
de los pueblos europeos, tiende a crear en el niño el
desprecio y la ineptitud por el trabajo industrial. Pero
su influencia se estrella en ellos contra la herencia
y el medio.
M il años más de civilización que nosotros, y el ejer
cicio del trabajo industrial durante varios siglos, han
desenvuelto, con absoluta prescindencia de la enseñan
za sistemática y aun a pesar de ella, en los pueblos eu
ropeos, las aptitudes que hacen al hom bre de negocios
y las han fijado por la herencia. E l niño, al caer dentro
del radio de acción de la enseñanza, trae ya la p osibili
dad de desarrollar esas aptitudes y una fuerte in cli
1 69
nación a orientar su actividad dentro de los rum bos en
que sus padres la encauzaron. El medio que lo envuel
ve obra, por su parte, en el sentido de despertar la heren
cia, de la cual él mismo es un producto. E l ejem plo pater
no, los am igos, las fábricas que encuentra a cada paso
y los mil factores por medio de los cuales la sociedad
aprisiona y moldea al individuo, contrarrestan las
solicitaciones del anacronism o que pom posam ente
denom inamos enseñanza científica, em pujan al
niño hacia los institutos técnicos y lo can alizan en
la actividad económ ica. Sólo un corto núm ero de elegi
dos, de jóvenes que por disposición natural tienen ap
titudes y vocación especiales para estos géneros de
actividad, se orientan hacia el cultivo de la ciencia y de
las artes liberales, llenando una verdadera necesidad
social.
M uy distintas son las consecuencias prácticas de
la misma enseñanza, actuando sobre un tipo social
sem im ilitar, como el chileno.
Respecto del pequeño número de individuos cuya
com plexión mental se presta para el cultivo de las cien
cias o de las artes liberales, sus efectos son los mismos
que en los pueblos europeos. D esarrolla gérm enes que
están en devenir; cum ple una función social útil, siem
pre que no canalice la actividad hacia la ciencia y las artes
en una medida excesiva, atendidos el volumen y v itali
dad del organism o social. Pero ¿cuál es su influencia
sobre el niño que no encierra la posibilidad de ser sabio
o artista; es decir sobre el 98% de los educandos? Vam os
a verla.
Por grande que sea la sensibilidad del individuo a
los efectos de la educación — y la del chileno, como mes
tizo, lo es mucho— , la eficacia de la enseñanza tiene
límites. N o está a su alcance dar poder intelectual a
quien nació sin él, ni hacer sabios de las medianías,
ni artistas de los individuos de simple buen sentido.
170
El noventa y ocho por ciento de los educandos, después
de hacer algunos versos, rem edar algunos períodos de
prosa, hacer algunos análisis quím icos, coleccionar
algunos insectos o plantas, o pintar una ensalada en
cuenta de paisaje, tiene que renunciar, de grado o por
fuerza, a un género de actividad para el cual carece de
aptitudes. Y aquí principia la buena. L a enseñanza
no ennobleció la actividad económica, no borró en el
niño el desprecio atávico por el trabajo industrial;
se limitó a transform arlo, es decir, a cam biar el despre
cio que el m ilitar profesa a la actividad económica, ofi
cio vil propio de esclavos, por el desprecio del intelec
tual por los negocios y especialm ente por el comercio,
«ocupaciones m ezquinas y hasta envilecedoras"75.
Entretanto, las necesidades de la vida real golpean
a la puerta. H a y que alim entarse, vestirse, sostener una
situación social y form ar una fam ilia. El m uchacho se
pliega poco a poco a la actividad económ ica, ya des
moralizado, porque ha tenido que rehacer su progra
ma de vida, torciendo hacia rumbos distintos de aqué
llos para los cuales fue m oldeado, tarea superior a las
fuerzas de los más. Pero aquí principia lo m ás grave.
La enseñanza que recibió no desarrolló en él sino las
escasas aptitudes que encerraba para la actividad cien
tífica y artística. L as grandes fuerzas que hacen al hom
bre de negocios, la am bición fuerte, la confianza en sí
mismo, la iniciativa, la capacidad para la asociación,
quedaron adormecidas. L a ausencia de educación mo
ral y de educación de la voluntad, que no form an parte
de la enseñanza que recibió, le dejaron desordenado,
falto de método, de disciplina y de perseverancia.
171
Y estas circunstancias, unidas a la falta de capacidad
técnica — pues la fatuidad intelectual le alejó de los ins
titutos que debieron dársela— , le cierran la posibilidad
de em plearse en la actividad industrial y de educar el
ju icio económico.
L a herencia y el medio, a diferencia de lo que ocurre
en E uropa, no pueden rem ediar el m al. L as aptitudes
para la actividad económ ica, aún poco desenvueltas
a causa de la imperfecta transform ación del chileno
de la fase m ilitar a la industrial, salvo casos excepciona
les, no resisten con fuerza a las solicitaciones de la en
señanza sistemática, ni suplen sus vacíos. E l medio
social, la fam ilia, las relaciones, el género de actividad,
el am biente, en suma, no em puja con fuerza al niño al
trabajo industrial, ni puede darle fo que él mismo no tiene.
Este análisis de los efectos de la enseñanza sis
temática en sus relaciones con la herencia y el medio,
basta p ara desentrañar el origen de dos de los rasgos
psicológicos que han determ inado de una m anera in
m ediata el parasitism o: el desprecio por el trabajo
industrial, que sólo es una transform ación realizada por
la enseñanza, del desprecio hereditario que, por él
sienten todas las sociedades de tipo m ilitar; y la inep
titud industrial y com ercial, consecuencia de la imper
fecta transform ación de nuestra actividad m ilitar, y de
los ideales y tendencias de una enseñanza, calculada
para desarrollar sólo las aptitudes que conducen al
cultivo de las ciencias y de las artes liberales.
E l tercer rasgo, o sea la adm iración por las profesio
nes liberales, deriva, de una reacción secundaria de los
rasgos anteriores.
N uestra enseñanza tiende por sí sola a canalizar
la actividad en las profesiones liberales. L a s faculta
des que desarrolla se arm onizan infinitam ente más
con ellas que con la vida de los negocios. Esta tendencia
fue el punto de partida del prestigio inm erecido que,
172
por una verdadera sugestión social, han alcanzado
posteriormente.
Em pujando la enseñanza hacia las profesiones li
berales a todos los jóvenes, por mil motivos, llegan al
térm ino sólo los de m ás talento y de m ás carácter natu
rales. El éxito en la vida de estos individuos, que a las ven
tajas incontrarrestables del talento y del carácter
innatos, reúnen las que derivan de un género de activi
dad, para el cual la enseñanza secundaria desarro
lló aptitudes, tiene necesariam ente que ser m ayor
que el de aquellos que, a su menor fuerza de inteligencia
y de voluntad, añaden la desventaja de haber sido
moldeados por una enseñanza qu e procuró atrofiar el
desarrollo de todas las facultades que dan el éxito en
el género de actividad en que, de grado o por fuerza,
tienen que hacer su jornada. Y el contraste fue, toda
vía, más notable años atrás, cuando la plétora profe
sional no estaba aún producida. M ien tras el abogado
descollaba socialm ente, hacía de estadista y gan a
ba con holgura su vida, el joven que no alcanzó título,
fracasaba o arrastraba una existencia modesta como
agricultor sin em puje ni cultura.
L as masas no penetran en la psicología del éxito
y del fracaso. El abogado descuella; luego el ejercicio
de la profesión de abogado es el empleo superior de la
actividad. Poco a poco, estim ulada por este error tan
natural, tomó cuerpo una verdadera obsesión por la
abogacía, profesión que, por otra parte, respondía
a una necesidad efectiva en una sociedad que, al decir
de un testigo abonado, «consideraba un título de honor
tener un pleito, a pesar de que suelen du rar años ente
ros y arruinan más fam ilias que todas las demás causas
de ruina ju n ta s, con excepción del juego«78.
173
D e esta suerte adquirió durante la C olo n ia y parte
de la R ep úb lica, carta de nobleza un oficio tenido al
principio por tan indigno de un hidalgo como el de m er
cader77 .
Las mismas causas fueron ennobleciendo sucesiva
mente las profesiones de agrim ensor, médico, dentis
ta, etc., y despertando por ellas una adm iración que en
otra época sólo se profesaba a la abogacía. L a aristo
cracia las conceptúa hoy profesiones honrosas, por
cuanto el saber que presuponen da lustre al abolengo; y
la clase media ve en ellas el cam ino más seguro para
escalar los honores y la posición social.
T a l es el origen de los factores que han determinado
el desarrollo del parasitism o. L a m anera m isma como
el fenómeno se ha producido, es tan notoria, qu e casi no
vale la pena añadir m ás a lo que dije al hacer el bosque
jo psicológico del pueblo chileno.
L a adm iración por las profesiones liberales can ali
za hacia ellas la actividad, determ inando, a pesar del
número reducido de los que llegan al térm ino, la plé
tora con todas sus consecuencias económicas y morales.
E l exceso de profesionales y la turba enorm e de los ba
chilleres fracasados en su intento de seguir carreras
liberales, suministran la mitad de los candidatos a em plea
dos públicos; los limitados horizontes de nuestra ex
pansión agrícola, y la repugnancia por la activi
dad fabril y com ercial que nuestra enseñanza se ha
em pecinado en no destruir, suministran la otra mitad;
174
y la ineptitud industrial obliga a vegetar como corredo
res, agentes o chalanes que no responden a ninguna
necesidad efectiva, a aquellos que no alcanzaron ni
profesión liberal, ni em pleo público, ni p laza en la a g ri
cultura.
E l salitre, señalado por la observación superficial
como causa determ inante de uno de los factores del
desarrollo del parasitism o, la em pleom anía, sólo
ha sum inistrádo el cam po propicio al desenvolvim ien
to vigoroso de gérmenes que estaban incubados desde
años atrás.
E n realidad, a la época en que el impuesto qu e grava su
exportación llevó algún desahogo al Fisco, ya la edu
cación había canalizado al chileno hacia los empleos
públicos, reavivando su desprecio mal extinguido por
la actividad económica e inutilizándolo para el trabajo
industrial. D e aquí que, desdeñando los am plios ho
rizontes que el salitre brindó a su esfuerzo, se precipita
ra sobre las m igajas del presupuesto)
6
Entre las consecuencias de los cambios en las condi
ciones sociológicas de nuestra evolución que han reper
cutido más enérgicamente sobre nuestro desarrollo,
debe contarse, tam bién, nuestra crisis m oral.
N o pasó por la mente de L astarria, de A m unátegui,
de B arros A ran a, ni por la de ninguno de los escritores
y educacionistas de las dos generaciones precedentes,
el temor de que la penetración íntima de nuestra alm a
por civilizaciones extrañas pudiera ser causa de gra
ves perturbaciones morales. C reían , con la filosofía
de su época, que el andam iaje de la sociedad tradicio
nal podía ser reem plazado impunem ente por rem e
dos de las sociedades europeas. Confiaban en que el
resultado de este cam bio sería una simple aceleración
1 75
del progreso'8. N o tom aron, pues, en los rum bos im
presos a la educación las precauciones que habrían
podido atenuar notablem ente los hondos trastornos
m orales que de él iban a derivar.
C om o ya se ha visto, la influencia de las civilizacio
nes europeas, tardó bastante en penetrarnos íntim a
mente. Entre los intelectuales de la generación anterior,
tal vez es B arros A ran a el más sugestionado; y, sin em
bargo, por poco que sé ahonde en su psicología, se per
cibe que, más allá de la cultura científica y literaria
netam enté europea, está en toda su integridad moral
el acervo de ideas y de sentim ientos acum ulados por el
alm a chilena en trescientos años de vida propia, rea
lizada al am paro del aislam iento creado por la ubica
ción geográfica y la deficiencia de las com unica
ciones.
Pero, cuando en el último tercio del siglo x ix , las pro
pias bases de sentimiento y de pensamiento sobre las
cuales descansaba nuestra sociedad, m inadas por la
educación exótica en el interior y atacadas desde afue
ra por la sugestión cada vez más intensa de civilizacio
nes más fuertes, cedieron, el desenvolvim iento moral
del pueblo chileno, que venía desde el origen de la raza,
realizándose en condiciones excepcionalm ente favo
rables, se hizo más lento, se detuvo en absoluto poco
m ás tarde, y desde 1880 en adelante, experim entó
176
una franca regresión. Se extendió rápidam ente en 1?
colectividad una postración, un m alestar confuso y g e
neralizado, cuyas líneas m ás salientes son el descon
tento, la falta de fe en el porvenir, la pérdida de los h ábi
tos y tradiciones de gobierno y adm inistración y una
especie de desequilibrio agudo entre las necesidades
y los medios de satisfacerlas.
N o es difícil señalar el origen de esta regresión,
que se ha denom inado la crisis m oral de C h ile.
L a base, la piedra angular de la m oral de toda socie
dad, la constituyen las ideas y sentim ientos tradiciona
les. Buenos o malos, sublimes o ridículos, p ara el críti
co que los ju z g a por com paración con los de otros pue
blos o con referencia a determ inadas sectas religiosas
o sistemas filosóficos, la experiencia social demuestra
que no pueden ser quebrantados o m odificados brusca
mente, sin grandes trastornos morales. El advenim ien
to del cristianism o marcó para la hum anidad un gran
paso; y sin em bargo, al quebrantar el patrim onio here
ditario de la sociedad rom ana, influyó en la disolución
del im perio más que los latifundios, que los bárbaros y
que la propia corrupción, con ser grande.
Ahora bien, como ya lo hice notar en uno de los cap í
tulos anteriores, la adm iración por las civilizaciones
europeas que el libro, la enseñanza y otros factores
despertaron en nuestra sociedad, tenía fatalm ente
que debilitar nuestras ideas y sentimientos tradicio
nales. L a admiración por lo extranjero dism inuye, en
igual medida, la adm iración por lo propio. N o se da im
punemente una enseñanza calculada para enaltecer
sociedades extrañas, en un pueblo joven sensible a los
efectos de la educación. E l descontento de sí mismo,
las dudas sobre el porvenir y aún el desprecio abierto
por todo lo nacional, no se hacen esperar largo tiempo.
N uestra sociedad, al pasar bruscamente del enclaus-
tramiento colonial a un contacto íntim o con las civili
177
zaciones europeas, experim entó, pues, un verdadero
desquiciam iento de su antiguo andam iaje m oral, por
la socavación de las bases en que estaba asentado.
N ada vino a reem plazar el edificio derruido, porque
las adquisiciones que hicim os por im itación, sobre ser
exclusivam ente intelectuales, fueron tan heterogé
neas que su influencia m oralizadora tenía fatalm en
te que anularse.
V o y a explicarm e.
Los pueblos, como los individuos, tienen tem pera
mento y carácter propios, qu e im prim en un sello perso
nal y exclusivo a todas las manifestaciones de su acti
vidad. N o existen dos razas que piensen, sientan y obren
exactam ente igual. No obstante, las tendencias cos
m opolitas de la civilización contem poránea, el alemán,
el inglés, el italiano, etc., conciben de una m anera par
ticular aun aquellas instituciones que, como la religión,
la patria, la propiedad y la fam ilia, constituyen las ba
ses fundam entales de su civilización común.
A hora, si de pueblos próxim os, como los qu e acabo
de recordar, pasam os a pueblos de civilizaciones dis
tintas, como los indos, los japoneses y los austríacos,
o a naciones que tienen una civilización común, pero
desigualm ente desarrollada, como C hile, Bolivia,
F rancia y Estados U nidos, sus ideas y sentimientos es
tán separados, no ya por el sello qu e le im prim e la idio
sincrasia nacional, sino por verdaderos abismos. Son
clásicas las ideas estrafalarias que los indos educados
a la europea se form an de la libertad y de otros concep
tos igualm ente fam iliares a los pueblos occidenta
les79. N ada más interesante p ara el psicólogo que
los remedos qu e nuestros literatos, políticos, pedago
gos y periodistas hacen de las ideas, sentim ientos e ins
tituciones europeas.
178
C om o consecuencia de esta diversidad de com ple
xión intelectual y m oral, los productos de una civiliza
ción no pueden ser asim ilados por otra, sin am oldarse
al carácter y al grado de desarrollo de esta últim a; y si,
como ocurre el caso nuestro, el alm a nacional, enerva
da por la propia intensidad de la sugestión, llega á ha
cerse impotente para realizar la transform ación, q u e
dan las ideas y sentim ientos imitados, faltos de arm o
nía y de coherencia entre sí y con respecto al patrim o
nio hereditario o índole propia de la sociedad inferior.
D e aquí que, al infiltrarse por sugestión las ideas,
sentimientos e instituciones francesas, alem anas, in gle
sas, etc., se form ara en nuestra m entalidad una m ez
cla abigarrada y contradictoria en que todo choca y se
hace fuego, determ inando una verdadera interfe
rencia m oral, semejante a la que se produce en el orden
físico por la destrucción recíproca de los rayos lum i-
80
nosos .
L as adquisiciones que fueron la consecuencia del
contacto, lejos, pues, de suplir el vacío que dejó el de
rrum bamiento de la m oral tradicional, agravaron la
crisis con la anarquía qu e produjo la interpolación
de ideas y sentimientos exóticos.
Este debilitam iento sin compensación del presti-
179
gio de las ideas y sentim ientos tradicionales, determ i
nó en nuestra sociedad un estado de am oralidad, o sea,
la relajación de la fuerza de los hábitos que regulaban
su conducta y su modo de ser, sem ejante al qu e el pue
blo inglés experim entó en el período com prendido des
de la R estau ra ció n . hasta el advenim iento de la casa de
H annover.
O tro fenómeno, originado tam bién por el contacto
y la educación, agravó sus consecuencias.
C reían nuestros padres — y aun continúan creyéndo
lo casi todos nuestros intelectuales— que en el contacto
íntim o con los pueblos europeos, nuestra sociedad iba
a asim ilar arm ónicam ente toda su civilización; es
decir, que el contacto nos elevaría m oralm ente en la
misma medida en que iba a desarrollar nuestra inte
ligencia; y que ju n to con refinarnos, nos daría las
aptitudes económicas necesarias para subvenir a las
nuevas exigencias creadas por el progreso.
D esgraciadam ente las cosas no pasaron así.
Com o ha ocurrido siem pre que un pueblo inferior
se ha puesto en contacto intenso con otros más desarro
llados, asim ilam os los refinam ientos y la capacidad de
consumo propios de las civilizaciones superiores, sin
ninguna de las grandes fuerzas económicas y morales
que constituyen su nervio. A prendim os a asearnos,
a vestirnos elegantemente, a v ivir con comodidad, a
oír música, a apreciar las bellezas de la escultura
y de la pintura, a leer versos y a presenciar representa
ciones teatrales; pero no adquirim os al propio tiempo
el sentido práctico, la aplicación regular y constante,
la exactitud, la capacidad p ara la asociación, la honra
dez en sus variadas form as y la competencia técnica,
en la medida que permiten al europeo desarrollar una
eficiencia económica, en arm onía con las necesida
des creadas por el refinam iento. Aprendim os a reme
dar la etiqueta social y las instituciones; pero no asi
180
m ilam os las virtudes privadas y cívicas que elevan la
vida y hacen posible el gobierno dem ocrático.
D ad a la sensibilidad de nuestra alm a nacional a la
acción de todos los agentes sociológicos, la enseñanza
pudo evitar el trastorno que iba a ser la consecuencia
de la excesiva facilidad con qu e los pueblos nuevos
asim ilan, por contacto, las frivolidades y el oropel de
las sociedades antiguas. P ara ello le habría bastado
reducir la educación intelectual a los límites estricta
mente necesarios p ara hacer posible una sólida educa
ción moral y económica.
Pero, como ya se ha visto, nuestra enseñanza gene
ral, sobre estar especialm ente calculada p ara atrofiar
el desarrollo de las aptitudes que conducen a la activi
dad industrial, omite dar el ideal económico, y confía
la educación m oral a »la influencia de las luces del espí
ritu "81. Reducida a una simple instrucción, no sólo
no podía evitar los inconvenientes del contacto, sino
que tenía fatalm ente que aum entarlos, estim ulando
la adm iración por la ciencia, por las artes liberales y
por el oropel social, y creando en el individuo, con el re
finam iento, necesidades nuevas.
Se produjo así un desequilibrio en nuestra alm a,
determ inado por el desarrollo excesivo de las faculta
des intelectuales sin el correspondiente desarrollo
m oral, por las grandes necesidades impuestas por una
vida más civilizada a un pueblo desviado de la actividad
18 1
económica por la enseñanza que recibe, y finalm ente,
por la im portancia desmedida que el oropel social
pasó a ocupar entre los ideales de la vida.
D esde mucho antes que se hicieran aparentes los
síntomas de nuestra crisis moral, se venían, pues, rea
lizando grandes cambios en el alm a chilena. G uando
adquirim os el salitre, hacía ya tiem po que la acción
com binada de la enseñanza y del contacto con civiliza
ciones m ás avanzadas, había quebrantado el andam ia
je tradicional de nuestra sociedad y desequilibrado
nuestro desenvolvimiento mental. El trabajo lento y
silencioso que precede a los grandes trastornos morá-
les, estaba realizado.
Gomo ocurre casi siem pre en los fenómenos socia
les, los efectos tardaron algo en seguir a las causas. Las
propias esperanzas quim éricas que cifrábam os en el
remedo de las sociedades europeas, aplazaron nuestra
desm oralización. M ientras confiábamos con fe senci
lla en que el simple advenimiento de la libertad, el de
sarrollo de la instrucción y la copia de las instituciones,
nos harían virtuosos, ricos y grandes, la sugestión op
tim ista m antuvo nuestra moral. Pero en cuanto la reali
dad disipó el ensueño, en cuanto palpam os que la ins
trucción no nos había tornado sobrios, trabajadores
y honrados, ni las libertades nos habían hecho grandes
y fuertes, ni el sistema parlam entario había aum enta
do nuestras virtudes cívicas, ni m ejorado el gobierno
y la adm inistración, desapareció la sugestión, dejan
do no la realidad desnuda, sino el pesimismo que sigue
al derrum bam iento de las grandes ilusiones.
Perdida la fe en nuestras ideas y sentim ientos tradi
cionales, atrasados y rudos bajo m ás de un punto de vis
ta, pero definidos y perfectamente adaptados a nues
tro entendim iento, como qu e eran el producto de su tra
bajo secular, sobrevino la am oralidad, la relajación
general de las fuerzas directrices de la vida. D esquicia
1 82
do nuestro cerebro por la interpolación de ideas y sen
timientos exóticos, filosóficam ente todo lo elevados
que se quiera, pero vagos, contradictorios e im posibles
de ser asim ilados sin desfiguración, p ara nuestra com
plexión mental, falta de correspondencia con la de los
pueblos que los elaboraron, se produjo la angustia inte
lectual y moral. M oldeados por la enseñanza para el
cultivo de las ciencias y de las artes liberales en una socie
dad que, a diferencia de las antiguas, no tiene la institu
ción de la esclavitud p ara satisfacer sus necesidades
económicas, ni tiene, como otros pueblos jóvenes, un
medio físico pródigo que supla las deficiencias de ap
titudes de la raza, nos encontram os en la im posibilidad
de subvenir a las grandes necesidades m ateriales im
puestas por una vida más culta y más refinada82.
O bligados a rehacer en la vida adulta los ideales y a re
habilitar aptitudes que la enseñanza atrofió, cundie
ron entre nosotros la desorientación, la duda y el des
aliento.
L a s virtudes cívicas y las tradiciones adm inistrati
vas, aún no bien consolidadas, desaparecieron con ra p i
dez en cuanto se debilitaron las fuerzas m orales en que
descansaban.
El descontento, el abatim iento y la falta de fe en sí
mismo, inherentes a todo intelecto anarquizado y a toda
alm a desequilibrada, nos envolvieron en un m alestar
confuso y vago, que todos palpan pero que nadie de-
r 83
fine .
1 83
T a l es el origen de la crisis m oral que nos azota, en
parte consecuencia ineludible y fatal de las transicio
nes bruscas a que está sujeta toda sociedad inferior que
evoluciona en estrecho consorcio con otras superio
res; y en parte, hija de la m iopía intelectual de los direc
tores de nuestra enseñanza, em papados en una pre
tendida ciencia de la educación, que es hoy una fraseo
logía rancia desprovista de todo valor84. H a y en ella
mucho de transitorio, de perturbación pasajera, que
el propio juego de las fuerzas sociales habrá, de enmen
dar; pero hay, también, algo grave y alarm ante que
am enaza nuestros propios destinos.
ven los restos m utilado^ del alm a chilena, y las sugestiones aún crudas
de lecturas descabaladas; za ra b an d a infernal en que d anzan estrecha
mente enlazados ensueños alem anes y yankees de poderío m aterial
y m oral y rem iniscencias del desprecio que los filósofos de o tra época
profesaban al com ercio y a los negocios en general; abortos de reivin
dicaciones socialistas y el respeto a las instituciones y fuerzas q u e las
hacen im posibles; el antim ilitarism o y el sentim iento vigoroso de la
nacionalidad; los odios estrechos y sectarios de la filosofía crítica del
siglo x v iii y la adm iración por la ciencia positiva de n uestra época.
E sta obra, escrita por un educacionista distinguido, es un docu
m ento de alto valor psicológico. M ás allá de lo que hay en ella de sub
jetivo y aú n de convencional, m ás allá de las explosiones del tem pe
ram ento del au to r y de las tintas recargadas por el recurso viejo
y m anoseado de convertir en regla la excepción, palp itan las angus
tias intelectuales y morales de n u estra alm a desquiciada. R epitien
do algo q u e dije en o tra p arte, m ás que el producto de un cerebro enfer
mo, es u n a m anifestación aguda de la crisis que nos aflije.
84P or un fenóm eno curioso, la ciencia de la educación, que in
tentó constituirse m ucho antes que la sociología naciera, ha que
dado notablem ente rezagada con relación a los avances de las ram as
de la ciencia social q ue constituyen sus bases, y eso que estos avan
ces no pecan por exceso.
184
rreno con rapidez; y lo que hoy es, todavía, una desvia
ción fácil de corregir, si no se interviene, en el transcur
so de algunas decenas de años se incorporará a firm e
en el alm a nacional.
Las consecuencias económicas de las perturbacio
nes morales, se han dejado sentir no sólo por la vía del
desgobierno y del desquiciam iento adm inistrativo,
sino, como habrá de verse más adelante, por la destruc
ción directa de algunas de las más poderosas fuer
zas de expansión económica.
7
Finalm ente, entre las consecuencias de los cambios
verificados en los factores económicos y sociológicos
de nuestra evolución durante los últimos cuarenta
años, deben contarse, también, las manifestaciones
patológicas con cuya descripción inicié este estudio.
En efecto, si se hace por medio de curvas una rep re
sentación gráfica del desarrollo de esos fenómenos
y otra de las m udanzas de que se ha hecho caudal en los
capítulos vm y ix, se advierte un paralelism o nota
ble, que sugiere inmediatamente la relación de causa
a efecto.
Por los datos ya anticipados a este respecto, se ha po
dido com prender que, ni las modificaciones en los fac
tores económicos ocurridas dentro y fuera de la propia
casa, ni el aumento de intensidad del contacto con E u ro
pa, ni la difusión de la enseñanza, bastan por sí solos
para explicar la lentitud de nuestro crecim iento, la de
bilidad de nuestros cam bios, el desplazam iento econó
mico del chileno y la decadencia del sentim iento de la
nacionalidad observados en los últimos años; pero
esos mismos datos perm iten también entrever que, en
la compleja red de factores que han determ inado estos
fenómenos, les corresponde el prim er lugar.
185
C om o se verá con m ayor claridad en los capítulos
siguientes, su influencia directa ha sido grande, y la
que indirectam ente han ejercido por medio de las reac
ciones secundarias de sus consecuencias, 0 sea el desa
rrollo del parasitism o, la crisis m oral, etc., ha sido sen
cillam ente enorme.
Capítulo xi
C ausas d e l d e sp la za m ie n to e co n ó m ico
d el n acio n al
2
Si la concurrencia rigorosa creada por el contacto em
pujó al chileno del comercio y de las industrias, los idea
les y tendencias de nuestra enseñanza lo separaron,
por su parte, atrayendo su actividad hacia otros rumbos
y reavivando su desprecio, todavía mal extinguido, por
el trabajo industrial.
1 89
dariaga, abogado, alcalde ordinario, ju e z de com ercio
y rector de la real «Universidad de San Felipe<(, no
sólo ejerció él mismo el comercio, sino que dirigió p er
sonalm ente la educación de su hijo R am ón, »a quien des
tinaba especialm ente a seguir la carrera del comercio«87.
D on M ateo de T o ro Zam bran o, llevado a la presidencia
de la prim era Jun ta de G obiern o, más por su situación
social que por su capacidad política, ejercía igualm ente
el comercio. L argo tiempo después de la independencia
la mejor sociedad chilena continuó considerando el
comercio como oficio decoroso. Bástem e recordar a
don D iego A ntonio Barros, caballero de alta situación
social y padre del m ás ilustre de nuestros historiadores,
y a don D iego Portales, la más a lia expresión del genio
político de nuestra raza.
Entre 1540 y 1840 nuestra evolución fue perfecta
mente norm al. D urante tres siglos la pasmosa ener
gía, guerrera acum ulada por una selección durísi
ma, se transformó lenta pero constantemente en acti
vidad industrial. Prim ero pastoream os el ganado,
aram os la tierra y recogim os el oro fácilmente explota
ble; después hicimos el comercio y la navegación; y ha
cia el fin, principiaban a manifestarse las aptitudes de
m ás tardío desenvolvimiento, o sea, los que hacen posi
ble la actividad fabril88. El concepto social de la
190
actividad evolucionó, como era ineludible, en sentido
paralelo a la evolución de la actividad misma. Se ha
visto la situación social de las personas que hacían el
comercio. Los esfuerzos de un intelectual, com o don
M an u el de Salas, en favor de la fábrica de tejidos que
hizo instalar con el concurso de San tiago H eitz, llegado
al país en 1804, la aceptación que esta tentativa encon
tró en el público, la introducción hecha por el mismo Sa
las del gusano de seda como explotación industrial, y
mil detalles m ás que om ito para no alargar, revelan
que, si las aptitudes mismas p ara el trabajo fabril no
habían alcanzado aún desarrollo com pleto, ya la
repugnancia de nuestra sociedad por él, había dism i
nuido notablem ente.
Pero hacia esta fecha entra e n ju e g o un nuevo factor.
La enseñanza sistemática solicita al niño hacia las
letras prim ero y hacia las ciencias más tarde, y desarro
lla sólo las aptitudes que conducen a este género de
actividad. O bra en el sentido de hacer saltar a nuestra so
ciedad de la fase m ilitar a la intelectual, antes de com
pletar su evolución hacia el industrialism o. Procura
form ar un cerebro sin cuerpo. „
La transform ación de nuestra prim itiva energía
guerrera en actividad industrial era, todavía, dem a
siado incom pleta y reciente, p ara que pudiera resis
tir a la influencia del nuevo factor. El desprecio por el
comercio, apenas adormecido, como que en el orden
del tiempo m arca la última etapa que alcanzam os a ha
cer en nuestra jorn ad a hacia la fase industrial, rea-
19 1
pareció con fuerza89. El chileno puesto en contacto
con el com erciante extranjero, en lugar de acentuar su
vocación por esta carrera y de perfeccionar, por la in
fluencia refleja del roce sus aptitudes para ella, como
seguram ente habría ocurrido a no m ediar factores de
perturbación, solicitado por la enseñanza en otras
direcciones, le volvió desdeñosamente la espalda.
Pocos años más tarde los nietos de los patricios que
en el siglo x v m dominaban en el comercio y en nuestra
sociedad, procuraban ocultar, como algo desdoroso,
el oficio que desem peñaron sus mayores, o se volvían
duram ente contra él. U no de ellos, producto ya formado
dentro de los ideales de la enseñanza sistemática, don
Benjam ín V icuñ a M ackenn a, decía, en tono de re
proche: »En el siglo x v m los labriegos de N avarra y
los mercaderes de V izc a ya , se adueñaron por el so
brio trabajo y la avaricia apretada de la herencia de los
fieros encomenderos de la conquista«90. M uch o
más tarde, al concluir el siglo x ix , otro de otros nietos,
joven de gran valor m oral, se asoció a una firm a italiana
para girar en el ramo de abarrotes, contrayendo la ob li
gación de intervenir personalm ente en el giro del nego
cio; y su decisión fue recibida como cosa inaudita que
llevó la estupefacción a sus relaciones.
T a n enérgica es la influencia de nuestra enseñanza
en el sentido indicado, que he recogido de los labios
de padres ingleses que colocaron sus hijos internos en
colegios chilenos, es decir que los sometieron, separándo
se de ellos, a la acción de la enseñanza sistemática en
un medio chileno, relatar los grandes esfuerzos que les
costó volverlos a la actividad económica. N o sólo desea-
192
ban ser escritores, abogados, médicos o ingenieros,
sino que despreciaban la industria y el comercio. La
herencia en la más fuerte de las razas modernas, no fue
bastante a contrarrestar las solicitaciones com bina
das de la enseñanza sistemática y del medio. Se calcu
lará la energía de su acción, obrando sobre una raza
mestiza recién reconciliada con el trabajo industrial.
L a psicología del desprecio al comercio, al reavi
varse bajo la influencia de la enseñanza, experim entó
una transform ación. Y a no es la repugnancia del hidalgo
de lanza y espada por el oficio del villano o del ju d ío,
sino una m ezcla confusa de esta misma repugnancia con
el menosprecio que el intelectual siente por el merca-,
der. »Desde Aristóteles has'ta C a rly le — ha dicho John
Lu bbock— los filósofos, por lo menos gran núm ero de
ellos, han escarnecido a quienes se ocupan en el com er
cio y los negocios, o más bien, han vituperado al com er
cio y los negocios mismos, como ocupaciones m ezqu i
nas y hasta envilecedoras"91, y este ju icio ahorra
toda explicación sobre el origen del fenómeno
que acabo de apuntar.
Paralelam
I
ente a la difusión de la influencia de
Bello, de M ora, de Lastarria, etc., se desarrolla un flore
cimiento literario que no guarda arm onía ni con el de
senvolví riniento mental del pueblo chileno en esa época
ni con nuestra vitalidad económica. A lcan za su apogeo
en la generación siguiente, o sea la de A m unátegui,
Vicuña M acken n a, Barros A ran a, Alberto, G uillerm o
y Joaq uín Blest G a n a , V alderram a, M atta , L illo, B a
rros Grejz, Ju sto y D om ingo A rteaga A lem parte, R o d rí
guez Velasco, Eduardo de la B arra, A m brosio M ontt,
Carrasco A lbano, Blanco C u a rtín . R odríguez y cien
más, para languidecer poco después, como todo lo a r
tificial. Pero nuestra sociedad, desviada de su evolución
193
norm al, no volvió al cam ino recto. L a inmensa turba
de los aspirantes fracasados a sabios, a literatos o a ar
tistas, incapacitados p ara el trabajo industrial, se orien
taron hacia las profesiones liberales y los empleos
públicos. H a habido abogados qu e han tenido que so
licitar el puesto de oficial de R egistro C iv il en cabecera
de departam entos modestos para poder vivir. L a ense
ñanza secundaria generó el tipo de bachiller, especie
de babu indo, cuyas líneas salientes son el vacío m oral,
la fatuidad intelectual y la incapacidad p ara ganarse
la vida en ningún oficio útil. E n tre 1850 y 1859, la
U niversidad tituló por térm ino medio 19 al año; entre
1875 Y '879, ya titulaba 1.74. L a flor y nata de nuestra
raza, lo que m ás vale en carácter, en inteligencia y en
m oralidad, al revés de lo que ocurre en Estados Unidos,
se alejó de la actividad productora, y se dirigió hacia
las profesiones parásitas.
D o esta suerte el chileno, solicitado por la enseñanza
en otra dirección, abandonó con agrado el terreno en las
industrias y el com ercio al extranjero que lo em pujaba.
3
Por últim o, la concentración creciente de nuestro des
arrollo m aterial en las industrias extractivas del salitre
y del cobre, ha influido, tam bién, en el fenómeno que estu
dio. C om o lo hice notar en el capítulo 111, estas industrias,
que tienen las grandes exigencias de capital y de competen
cia técnica de la m anufactura, ofrecen un campo singular
mente propicio para el desplazam iento del nacional. En
ellas el extranjero, que tiene en su favor la abundancia de
los capitales, el tipo bajo de interés y la m ayor competen
cia técnica y adm inistrativa, no tiene en contra, como en
la agricultura, las mil peculiaridades que derivan del cli
ma y del suelo y que hacen extrem adam ente difícil y
eventual la dirección adm inistrativa para el qu e no está
en el terreno.
194
L a rápida intensidad qu e el desplazam iento adquirió
entre 1880 y 1900, o sea durante el período de form a
ción y desarrollo de la industria salitrera en T a ra p a cá ,
deriva de esta causa. L a reacción que se percibe después
de 1900, se explicará en el capítulo final de este volum eií,
al hablar de la evolución económica en la hora actual.
Capítulo x ii
1 96
ro del orden y de la regularidad, por los brazos y capitales
propios y extraños, sino, tam bién, de una decadencia
muy real y efectiva en la vitalidad de nuestro desarrollo.
N o es una anom alía que, teniendo nosotros en 1854
trescientos cuarenta y siete mil habitantes m ás que la
República A rgentina, tengamos hoy tres m illones me
nos que ella. Pero sí lo es — y grande— que, sin exceder
aun nuestra población de tres y medio millones, su cre
cimiento anual haya disminuido a menos de la m itad, y
sea hoy inferior al de H olanda, al del Ja p ón y al de In gla
terra, como todo el mundo lo sabe, países saturados que
experim entan fuertes pérdidas por em igración92.
Desde mediados del siglo x ix , el orden ya estableci
do se consolida definitivam ente, los cam inos y el riel
dan salida a los productos, las com unicaciones con E u ro
pa se hacen rápidas y frecuentes, la instrucción se di
funde, el em presario y el capital extranjeros m ovilizan
nuestras riquezas naturales, la civilización, en sum a,
avanza con energía; y sin em bargo, el crecim iento de la
población decae desde 2,61 % en 1854, hasta llegar a
,1,11 % en la hora actual, descartando por erróneas las ci
fras de 0,75% y 1,51% que consigna la estadística oficial
para los últim os veintidós años.
Com o lo hice notar en el capítulo prim ero, el desarro
llo de la agricultura, de la m inería, exceptuando el sali
1 97
tre, del com ercio, de la m anufactura y de la navegación;
no es más satisfactorio que el de la población.
M e ha parecido oportuno agru par en un capítulo las
causas de este fenómeno, dispersas en el curso de este
trabajo.
2
A partir de 1873 se produjo un descenso m undial de los
precios que alcanzó su lím ite extrem o en 1896. El índi
ce de Sauerbeck bajó paulatinam ente de m a 61, lo que
traducido al lenguaje corriente significa que las distin
tas m ercaderías que son objeto del com ercio, perdie
ron con relación a la m oneda, por térm ino medio, casi
la mitad de su antiguo valor. El descenso fue aún más
acentuado en los artículos de procedencia agrícola. El
precio del trigo, del m aíz, de las arvejas, de la avena, etc.,
se redujo a la mitad: 106 en 1873 y 53 en *896.
L a s causas de este descenso son num erosas y no inte
resan al propósito de este párrafo. Bástem e recordar dos:
la desm onetización de la plata, realizad a en la década
1870-1880 en casi todos los países del continente
europeo; y el ingreso a la producción de grandes zonas
agrícolas hasta entonces sin fácil salida al m ar. Como
se recordará, entre 1870 y 1890 ingresaron a la concu
rrencia agrícola universal, India, Estados U nidos, C a
nadá, R u sia, A ustralia y la R epública Argentina.
El descenso de los precios y las perturbaciones que
este fenómeno llevó a la actividad económica entera, pro
dujeron en los negocios un prolongado m alestar, una es
pecie de crisis sorda o latente que duró largos años. Fue
tan considerable la influencia de este estado de depre
sión continuada sobre todos los fenómenos económi
cos, que la fiebre que entre 1882 y 1884 encendió en
Francia el plan de trabajos públicos de Freycinet, con
trariando a la experiencia de todo el siglo, ni repercutió
198
sobre Inglaterra y A lem ania, cuyos mercados esta
ban en estrecha com unicación con el francés, ni detuvo
transitoriam ente el descenso de los precios. »Los ne
gocios están universalm ente malos; nadie gana« — de
cían los economistas de la época.
Este m alestar se reflejó muy especialm ente sobre
el desarrollo agrícola. Los antiguos países exp ortado
res de cereales tuvieron que m oderar el suyo, para hacer
lugar a los recién llegados, cuyos suelos vírgenes el riel
había acercado al mar.
E l descenso incesante del valor de la moneda disim u
ló a los ojos de los contem poráneos la baja enorm e en los
precios de los productos agrícolas, que a la sazón form a
ban parte im portante de nuestras exportaciones; pero el
estudio detenido de esa época, no deja lu gar a dudas sobre
la influencia desastrosa que ejerció en nuestro desarrollo
agrícola, sobre el cual descansaba en aquel entonces
casi exclusivam ente nuestro crecim iento.
3
Un factor interno agravó entre nosotros las perturba
ciones que el ingreso a la concurrencia universal de las
nuevas zonas productoras, causó en la expansión de los
antiguos países agrícolas.
C om o lo hice notar en el capítulo v m , hacia la mis
ma época en que se produjo el descenso en los precios de
los productos agrícolas, term inó la incorporación al
cultivo extensivo de los 6.000 K m 2 m ás fértiles y más
fácilmente aprovechables de nuestro territorio, y se bro
cearon casi todas las minas de ley alta y de fácil exp lota
ción. D e suerte que el desarrolló agrícola tuvo que en
cauzarse en el mejoram iento de lo ya aprovechado y en la
extensión de los cultivos a suelos más pobres o de más
difícil trabajo; y el minero en la explotación del salitre y
de yacim ientos de cobre de ley baja, que requieren gran
199
des capitales y m ayor arte industrial. E l rendim iento
del esfuerzo económico en las nuevas condiciones dentro
de las cuales se encauzó nuestra actividad, tenía necesa
riam ente que ser menor.
A sí, pues, m ientras una perturbación de carácter
m undial contrariaba desde afuera nuestra expansión,
las m ayores dificultades que en el interior le presentaban
los elem entos físicos, contribuían a dism inuir su v itali
dad pasmosa de las décadas precedentes.
4
La concentración prem atura de los habitantes de los
cam pos, y especialm ente la de los patrones en las grandes
ciudades, debe, contarse, tam bién, entre las causas que
han debilitado en los últim os cuarenta años nuestro
crecim iento.
Sin desconocer, como ya lo dije en otra parte, la acción
civilizadora de la ciudad ni las ventajas que la concentra
ción tiene para nuestro futuro desarrollo fabril, el éxodo
de la población rural, que se hizo m uy sensible después
de 1860, perturbó nuestro progreso agrícola. E l ausen
tismo trajo por consecuencia el abandono de muchos p re
dios confiados a manos ineptas, la inseguridad y el des
perdicio del tiempo en los cam pos, sin com pensación,
por lo menos inm ediata, en otras ram as de la actividad.
Porque, como tam bién lo hice notar, la falta de indus
trias fabriles y el desprecio por el com ercio, im pidie
ron que los patrones y sus hijos agrupados en la ciudad, en
contraran para su actividad em pleo com patible con su
nueva vida.
5
M á s pesadam ente aún que las tres causas anteriores re
unidas; ha influido el desprecio de la población por el
trabajo m anual, por las industrias fabriles y por el co
mercio, y el escaso desenvolvimiento y la m ala educa
ción de las aptitudes qu e dan el éxito en la actividad fabril
y com ercial.
L a s favorables condiciones de nuestro territorio para
la actividad fabril han perm anecido hasta hoy in apro
vechadas. N o sólo no han surgido las industrias que, por
su n aturaleza, sólo pueden tomar cuerpo en países de
población densa, sino tam poco aquellas que son perfec
tamente com patibles con nuestro actual desarrollo. Y
las pocas que han tomado vuelo, más a im pulsos de la
iniciativa extranjera que de la propia, sólo en parte ap ro
vechan al crecim iento de nuestra población y de nues
tra riqueza. Bástem e recordar lo que ocurre con la indus
tria del salitre.
Entre las industrias fabriles, pocas son m ás com pa
tibles que ésta con las aptitudes y condiciones econó
m icas de un pueblo joven. Sus exigencias de conocim ien
tos técnicos y de capacidades adm inistrativas y com er
ciales, naturalm ente m ayores que las de la ganadería
y de la agricultura, no son exageradas dentro de la activi
dad m anufacturera. P o r ser el salitre un artículo de con
sumo m undial y de producción exclusiva de nuestro país,
no requiere una gran masa de población propia p ara la
salida en gran escala del producto elaborado, ni está su
jeto a los rigores de la concurrencia, casi siem pre fatales
para los prim eros pasos de las industrias.
T od a vía más, el salitre llegó a nuestro poder en
un momento oportuno. H acia 1880 las m inas ricas es
taban broceadas y nuestro desarrollo agrícola p a rali
zado por el descenso m undial de los precios y por las m ayo
res dificultades que presentaban los terrenos sobre los
cuales debía en adelante continuar. El nuevo cam po de
actividad llegó, pues, en los precisos instantes en que los
antiguos flaqueaban.
Sin em bargo, ni la naturaleza de la industria sali
trera, menos incom patibles con la ineptitud industrial
propia de los pueblos jóvenes y m al educados, ni la opor
20 1
tunidad del momento, fueron bastantes para encauzar
dentro de ella nuestra actividad. A bandonam os la e x
plotación al extranjero, y nos lim itam os a sum inistrar
los brazos — a la sazón relativam ente abundantes, a
causa de la debilidad del desarrollo agrícola— y a co
brar un impuesto qu e nos ha perm itido construir a lg u
nos ferrocarriles, puentes y palacios y alim entar una nu
be de parásitos, sin gravar las demás industrias.
L a casi totalidad de la participación del em presario
en la utilidad del salitre de T a ra p a cá , ha salido del país
sin dejar rastros en nuestra economía; y la considera
ble intensidad de vida que reflejam ente provoca esta
industria sólo en parte ha aprovechado a nuestra vitali-,
dad. El enorme consumo de m aquinaria y de toda clase
de artículos m anufacturados que hace la región sali
trera, ha robustecido el desarrollo de la población y de la
riqueza en los viejos centros fabriles europeos.
Puede ser este un hecho todo lo natural y todo lo ine
vitable que se quiera; pero no por eso deja de ser una de
las causas determ inantes de la debilidad que en los últi
mos años se observa en nuestro desarrollo. M ientras
el centro de gravedad de nuestra expansión estuvo situa
do en los 6.000 K m 2 de suelos feraces qu e nos cupieron
en el desigual reparto que la naturaleza hizo en Sudamé-
rica de las condiciones geológicas y clim atéricas favo
rables a la producción de pan y de carne, nuestro progreso
fue poco aparente, pero m uy efectivo. C on poco ruido,
casi sin darnos cuenta nosotros mismos, crecimos ver
tiginosamente. H oy con triple movimiento y con un
fantasm agórico desfilar de m illones que van y que
vienen, nuestra población y nuestra riqueza aum entan
efectivamente en proporción casi irrisoria. Puede la obser
vación superficial, sugestionada por la actividad fic
ticia, agotar todos los razonam ientos para p robar otra
cosa. L a s cifras 2,61% entre 1843-1854 y 2,15% entre
1854-1865, contra las de 0,71% entre 1885-1895 y
202
1,5>% entre 1895-1907, (o sea i,i 1% , que es la cifra exacta
en los últim os 22 años) que arroja el crecim iento de
nuestra población, dan la m edida en qu e la actividad
aprovecha realm ente a nuestra expansión y constituyen
una roca de granito contra la cual se rom pen todos los es
fuerzos dialécticos.
L o que pasa en el salitre, ocurre tam bién, aun qu e en
menor escala, en las industrias del cobre, del com ercio,
de la navegación, de los seguros, etc. U n a buena parte de
la actividad que reflejam ente derram an sólo nos ap ro
vecha en apariencia.
N uestra ineptitud y nuestro desprecio por la activi
dad m anufacturera y com ercial, conjuntam ente con
la naturaleza de nuestros elem entos físicos de expansión
son, pues, la causa principal del fenóm eno que nos ocu
pa. Entre ellos y nuestra capacidad económica hay,
como lo he repetido hasta el cansancio, una verdadera
antinom ia, cuya consecuencia es la lentitud y debilidad
de nuestro desarrollo.
6
El parasitism o, aunque consecuencia en parte de nues
tra ineptitud fabril y com ercial, ha llegado a constituir
un factor independiente que contribuye a debilitar
nuestra expansión.
L a turba de em pleados públicos y de interm ediarios
inútiles y la espesa nube de bachilleres o casi-bachille-
res ineptos y ociosos, que en form a disim ulada, pero no
por eso menos efectiva, pesan sobre las espaldas de los
hombres de trabajo, tienen fatalm ente que contrariar
el desarrollo de un pueblo joven con el cual la n aturaleza
sólo fue pródiga en aquellos dones que, p ara ser fecundos
requieren una gran suma de esfuerzo humano.
Pero todavía más fatal para nuestra vitalidad eco
nóm ica ha sido, en mi concepto, la obsesión p or las p ro
fesiones liberales. D ie z hom bres superiores pesan más
203
en los destinos económicos de un pueblo que m uchos cen
tenares de medianías. Su inventiva fecunda y su espí
ritu de em presa abren al progreso nuevas vías o perfec
cionan las antiguas. Su fuerza de voluntad, sus grandes
capacidades como hom bres de negocios y su éxito mismo
sugestionan a las masas y las guían hacia donde su cla
rividencia divisa el porvenir. D e aquí qu e yo estime que
las profesiones liberales, absorbiendo e inutilizando
para la actividad productora el corto núm ero de hom
bres de carácter y talento superiores que produce nues
tra sociedad, han causado un mal m ayor que el parasi
tismo propiam ente dicho.
7
E l brazo y el capital chilenos han fecundado el suelo de
los demás países sudam ericanos sin recibir de ellos,
salvo B olivia, nada en compensación. L as m ayores ri
quezas naturales de casi todas estas naciones, en com
paración con las nuestras, y, sobre todo, la m ayor arm o
nía entre el género de actividad a que se prestan y las
inclinaciones y aptitudes de nuestra raza, han determ i
nado una corriente de em igración del chileno hacia ellas.
Es m uy difícil estim ar las pérdidas que por este ca
pítulo hemos experim entado; pero se puede afirm ar
que no son insignificantes. N o ha habido em presa de al
guna m agnitud en A m érica a la cual el brazo chileno no
haya acudido en abundancia. L os casos de C aliforn ia
y del C an a l de Panam á son demasiado conocidos para
qu e sea menester recordarlos. G ra n parte de las regiones
andina y sur de la A rgentina han sido fecundadas por el
esfuerzo y el capital chilenos. D isem inados en los puer
tos y en el interior de todos los dem ás países de Sudamé-
rica, residen innum erables chilenos e hijos de chilenos.
E n las regiones m ineras, como B olivia, el capital y
el brazo de nuestros connacionales han seguido sirvien
do a nuestra expansión económica. Pero esto es la excep-
204
ción. Las fuerzas productoras que han salido de nuestro
país se han perdido definitivamente para él en más de sus
siete octavas partes. La familia y la acción radicadora
del suelo en los países agrícolas, han fijado para siem
pre en ellos a nuestros compatriotas y a la riqueza que
amasó su esfuerzo.
La emigración se acentuó notablemente entre 1870
y 1900, período de transición y de malestar durante el
cual nuestro esfuerzo ni se abrió camino en la manufactura,
ni logró dominar las desfavorables condiciones creadas
al desarrollo agrícola por los factores de que se ha he
cho caudal.
Esta sangría ha influido, como era inevitable,
en el crecimiento de la población y de la riqueza.
8
Quedan, todavía, numerosos factores que, sin pesar de
cisivamente, han concurrido a la debilidad de nuestro
desarrollo. Voy a mencionar algunos de ellos.
La mortalidad excesiva, cuyas causas estudié en el
capítulo iv.
Dadas las inclinaciones y aptitudes de nuestra raza
y las dificultades con que el desarrollo agrícola ha te
nido que luchar en los últimos cuarenta años, es proba
ble que la mayor población que habría sido la conse
cuencia de una mortalidad normal, habría emigrado
casi íntegramente. De aquí que coloque entre las causas
subalternas un factor que, de otra manera, sería prin
cipalísimo. Pero hoy el resurgimiento agrícola, el
desarrollo que ha tomado la industria salitrera y los
avances que tímidamente principia a haqer la manufac
tura, dan al problema de nuestra mortalidad una tras
cendencia económica comparable a su importancia
sociológica y moral.
El exceso de consumos irreproductivos, o sea el lujo,
la desidia en la conservación de los objetos y su despilfa
205
rro, influyen igualmente en la expansión de un país que
requiere para su crecimiento, como ningún otro país jo
ven, capitales cuantiosos. Si la mitad de lo que en los úl
timos cuarenta años hemos despilfarrado o invertido
en lujos, lo hubiéramos aplicado a comprar máquinas
salitreras, a montar la minería industrial del cobre, a
regar nuestros suelos baldíos, aún sin entrar al campo
para nosotros de más amplios horizontes de la activi
dad fabril, la posición de Chile en América sería hoy dis
tinta. La inmensa ventaja que tomamos en la partida,
no la habrían descontado tan fácilmente otras repú
blicas, a pesar de las enormes riquezas con que las favo
reció el destino.
Los pueblos hispanoamericanos, no sólo nos han sus
traído fuerzas económicas, sino que han impedido
— absorbiéndolas mediante su proximidad y sus ma
yores riquezas— que lleguen a nosotros en abundancia
los brazos y los capitales que emigran de Europa. Nosotros
no podremos desarrollarnos sino por crecimiento ve
getativo, mientras Brasil, Argentina y otros países no
se saturen.
Finalmente, nuestra evolución al industrialismo ha
sido retardada, no sólo por los rumbos de la enseñanza,
sino por la competencia de los viejos centros fabriles y
manufactureros. El exceso de penetración comercial
de estas naciones ha contrariado y aun ahogado nuestro
desarrollo fabril, en el período en que, según la expre
sión de uno de los más célebres economistas modernos,
tiene toda la debilidad y requiere todo el abrigo de una
planta, de conservatorio.
*
9
El estudio de las causas que han debilitado nuestra ex
pansión, sería no sólo incompleto, sino falso, si no hicie
ra caudal, de un factor moral que ha pesado en los últimos
años más decisivamente que los factores económicos:
206
la decadencia profunda del sentimiento de la nacionali
dad.
Los economistas están siempre inclinados a no ver en
los fenómenos económicos sino causas también econó
micas; los factores psicológicos, los hilos invisibles que
guían, aceleran o retardan el desenvolvimiento de una
sociedad, quedan casi siempre fuera del alcance de su
escalpelo. No es, pues, extraño que no hayan reparado
en el paralelismo que existe entre el debilitamiento de
la vitalidad de nuestro desarrollo y la decadencia del sen
timiento de la nacionalidad.
El que haya seguido la evolución económica y moral
de Prusia desde la época de Federico el Grande; el que
esté interiorizado en las perturbaciones morales que
quebrantaron sus fuerzas en las postrimerías del siglo
x vin ; en los desastres de Jena y Auerstaedt, producidos
«porque ya antes había muerto la voluntad en el alma
nacional«; y haya asistido al resurgimiento de 1860-
1911, producido mediante la rehabilitación del sentimien
to de la nacionalidad, realizada por los discursos de los
filósofos, los cantos de los poetas y la acción admirable de
la escuela, no necesita de reflexiones para darse cuenta
del papel que la voluntad colectiva de vencer y de ser
grande juega en el crecimiento material.
No resisto, sin embargo, a la tentación de reproducir
una pequeña cartilla en que se ha condensado el extra
ordinario espíritu de nacionalidad que ha levantado
al pueblo alemán, desde la postración en que estaba
hace un siglo, hasta el esplendor económico y moral que
hoy alcanza. Dice así:
207
ning«, haces disminuir en otro tanto la fortuna de tu pa
tria.
3 o. T u dinero sólo debe hacer el provecho a los ne
gociantes y obreros alemanes.
4 o. No profanes la tierra alemana, la casa alemana,
el taller alemán, por la presencia en ellos, y el uso de má
quinas, instrumentos y utensilios extranjeros.
5 o. No dejes nunca servir a tu mesa, carne y grasa
extranjeras, que harían .agravio a la crianza alemana,
y además, comprometerían tu salud, porque las carnes
extranjeras no han sido visitadas por la policía de sani
dad alemana.
6o. Escribirás siempre sobre papel alemán, con pluma
alemana y secarás tu tinta con secante alemán.
7 o. No debes vestirte más que con paños alema
nes y cubrirte la cabeza más que con sombreros alemanes.
8o. Sólo la harina alemana, las frutas alemanas y
la cerveza alemana dan fuerza alemana.
9 o. Si no te gusta el café de cebada alemana, bebe
entonces el café que provenga de colonias alemanas; y
si tú o los tuyos preferís el chocolate, o para los niños, el
cacao, vigila que el cacao o chocolate sean mercaderías
exclusivamente alemanas.
10. Que los alabanciosos extranjeros no te desvíen
jam ás de estos sabios preceptos, y quédate convencido,
aunque digan lo que digan, que los mejores productos,
los únicos que debe usar un ciudadano de la grande
Alemania, son los productos alemanes«.
Este documento, que expresa con ruda franqueza un
espíritu que es común a todos los pueblos fuertes, mani
fiesta la trascendencia del sentimiento de la nacionalidad
sobre la expansión económica en forma más elocuente
que todas las reflexiones que al respecto pudieran ha
cerse. El primer factor en el desenvolvimiento económi
co de un pueblo es, en efecto, la voluntad de crecer y de
dominar. Así como en el campo más modesto de los nego
208
cios, jam ás deja marcadas las huellas de sus pasos el
individuo que no tiene la decisión de surgir, en el escena
rio más amplio de la concurrencia internacional, nunca
abre brecha el pueblo que carece de ambición grande o
que no esté animado por la voluntad fuerte y tenaz de no
dejarse supeditar.
La decadencia entre nosotros del espíritu de nacio
nalidad, cuyas causas estudiaré en el capítulo siguien
te, ha influido en mil formas sobre nuestro desarrollo.
Ha facilitado el desplazamiento del nacional del comer
cio y de la minería, ha contribuido a desarrollar el des
precio que profesamos a los productos de la industria
nacional, ha anonadado la voluntad de luchar y ha per
turbado el criterio de nuestros estadistas, enturbiando
su visión del porvenir. En los seis años que he permane
cido en la Cámara de Diputados, he tenido ocasión de
notar en las leyes y en los actos de gobierno que se relacio
nan con nuestra política económica, perturbaciones
que tocan los límites de lo patológico, y que, sin embargo,
no nos chocan: ¡Tan poderosa es la sugestión que nos
tiene hipnotizados!
Capítulo xiii
Causas de la decadencia
del sentim iento de nacionalidad
1
Entre nuestra crisis morai y la decadencia del espíri
tu de nacionalidad existe conexión estrecha. No sólo
derivan en gran parte de causas comunes, sino que ac
cionan y reaccionan entre sí en consorcio tan íntimo
que, más que fenómenos distintos, son manifestaciones
diversas de un mismo fenómeno.
Sin embargo, no es posible rastrear aisladamente el
origen de la decadencia de nuestro espíritu de naciona
lidad, sin entrar de lleno en el problema más amplio y
más complejo de nuestra crisis moral.
Entre las causas que la han determinado, debe con
tarse la penetración intensa del alma nacional por ci
vilizaciones más fuertes. Como ya lo he hecho notar93,
el contacto íntimo de pueblos muy desigualmente des
arrollados determina una verdadera sugestión. La vo
luntad del inferior se debilita y se subordina a la del fuerte.
No sólo se desarrolla en aquél la admiración por las cien
cias, las artes, las instituciones y en general por toda la
civilización de éste, sino que piensa como él aun en lo que
atañe a sus intereses más vitales. Sin darse cuenta, re
nuncia a su propia conveniencia en aras de quien lo do
mina. »Se es siempre algo esclavo de aquel a quien se ad
mira», ha dicho M arión. Y este fenómeno es, todavía,
mucho más pronunciado en los pueblos jóvenes (o sea
los formados por distintas razas que se cruzaron pocos
siglos atrás) que crecen con lentitud94. De aquí el pa
ralelismo perfecto que existe entre el aumento de inten-
93Capítulo iv, § 3.
94E 1 desarrollo vigoroso da origen al nacimiento de otro rasgo que
anula la sugestión: el vértigo de la grandeza. Este es el caso de la República
- Argentina.
210
sidad de nuestro contacto con Europa y el debilitamien
to de todas aquellas fuerzas que, como la voluntad de
luchar y de dominar, el orgullo de raza, la ambición de ser
grande, etc., constituyen el espíritu de nacionalidad.
2
La penetración extranjera, realizada por medio del li
bro y en mucho menor escala por intermedio del viajero,
ha obrado más o menos con igual fuerza sobre todos los
aspectos del espíritu de nacionalidad. La acción del co
merciante, por el contrario, se ha especializado en su faz
económica.
En Chile los propósitos del mercader extranjero han
sido siempre meramente mercantiles. Pero por la admi
rable solidaridad que existe entre el individuo y el núcleo
social a que pertenece, ha hecho inconscientemente
obra sociológica. A l estimular el consumo de artículos
exóticos, desviando nuestros gustos del artículo similar
nacional, no lo ha movido otro deseo que el de vender más
y realizar ganancias mayores; pero, creando en nosotros
el hábito de consumir mercaderías extranjeras, nos ha
subordinado a las necesidades de industrias extrañas,
aun en renglones en que podíamos prescindir de ellas.
Del propio modo, cuando pregona las doctrinas libre
cambistas y mueve en sü favor la acción de la prensa y las
influencias de sus agentes sobre los poderes públicos,
sólo persigue la ganancia de algunos miles de pesos; pe
ro ahoga en la cuna a la naciente industria nacional.
Aun sin perseguir fines políticos, ataca, pues, el sen
timiento de la nacionalidad. Para realizar sus propó
sitos de lucro, necesita adormecerlo. Para impedir que el
cliente se escape, tiene que debilitar su deseo y su volun
tad de independizarse95.
,5Entre el individuo que arriba procedente de otras civilizacio
nes y el espíritu de nacionalidad, estalla ‘un verdadero duelo.
En países como Inglaterra, Estados Unidos, etc., que tienen este espíri-
2 11
3
c a d o e l p r o b le m a d e la in flu e n c ia s o c io ló g ic a d e l m e r c a d e r e n g e n e r a l;
p e r o e n e s te lib r o , e s c r ito c o n e x t r a o r d in a r io t a le n to , la v e r d a d y la p a r a
2 12
La enseñanza alemana, que nosotros quisimos re
medar, es un cántico al sentimiento de la nacionalidad,
no interrumpido por una sola nota discordante. Para
agigantar el pasado se falsifica la historia; en el presente
se aplican lentes de aumento a todo lo bueno y de dismi
nución a todo lo malo; y el maestro que osara equiparar
los destinos de los Estados Unidos o de cualquier otro
país del orbe con los de Alemania, la grande y la única,
sería arrojado del aula. La sugestión comienza, como
debe empezar toda obra educativa, en los institutos de
pedagogía. De una plumada se borra o de un brochazo
se relega al claroscuro a Locke y a los empíricos ingle
ses y franceses. La pedagogía aparece evocada, poco
menos que de la nada, por Herbaet, uno de los grandes
hijos de la más grande Alemania. Igual tarea se reali
za respecto de los demás ramos del saber humano.
Desgraciadamente, nosotros, al copiar la enseñan
za alemana, tomamos el rábano por las hojas. Se nos an
tojó que su eficiencia derivaba de los conocimientos
científicos y literarios que forman la base de sus progra
mas, y de sus métodos pedagógicos, y no de los sentimien
tos que la informan y de la eficaz sugestión que ellos engen
dran. Del huevo trajimos la cáscara y, dejamos el ger
men. En lugar de la enseñanza alemana, importa
mos un maniquí sin sangre y sin vida que, dada nuestra
sensibilidad a los efectos de la educación, tenía fatal
mente que contribuir por omisión y por acción a la deca
dencia de la más vital de las fuerzas de una colectivi
dad, de aquélla sin la cual todo lo demás — población,
riqueza, actividad y cultura— sólo sirve de cebo a los fuer
tes.
Los maestros, por su parte, formados desde el Insti
tuto Pedagógico y las escuelas normales en un ambien
te cosmopolita, y alimentados por las utopías humani
tarias que informan sus lecturas ordinarias, no pueden
dar los que ellos mismos no tienen.
2 13
La práctica de la enseñanza ha cooperado, pues, a
la acción desnacionalizadora de los demás agentes, no
sólo omitiendo contrarrestar sus efectos, sino reempla
zando el sentimiento definido y fuerte de la nacionalidad,
que científicamente debe informarla, por una fraseo
logía vaga sobre el progreso, la humanidad, la civiliza
ción y la solidaridad.
4
A mediados de 1855 llegó a nuestro país Courcelle Se-
neuil, contratado por el general Blanco Encalada, a la
sazón Ministro Plenipotenciario de Chile en Francia,
para servir de oficial consultor del M inisterio de Ha
cienda y para abrir en nuestra Universidad una cátedra
de economía política.
Era Courcelle un economista de talento indispu
table, que descollaba considerablemente sobre sus con
temporáneos franceses. Inferior a algunos de los trata
distas de la escuela clásica francesa en las dotes que ha
cen al expositor, tenía más desenvuelto que todos
ellos el sentido de la realidad. Sin tener una concepción
más científica de los fenómenos económicos que la co
rriente en su tiempo, guiado por su buen sentido innato,
rehuyó en gran parte las consecuencias absurdas a que
conducían los puntos de partida de aquella escuela.
Llegado al campo de la investigación económica al
gunos años más tarde, tal vez habría dejado en él
huellas duraderas; pero en la época en que le cupo actuar,
sus felices disposiciones naturales estaban condenadas
fatalmente a malograrse. Partiendo de algunos postu
lados no demostrados en la experiencia, buscaba, como
la generalidad de los economistas de la época, lo uni
versal y lo invariable en los fenómenos económicos, para
edificar con ello una ciencia. Todo su talento y todo su
buen sentido, no podían conducirlo a nada duradero
2 14
en esta empresa, cuyo punto de partida carecía de ci
mientos y cuyo término era una quimera.
En cambio, en otro campo que el de las elucubracio
nes encaminadas a fundar la ciencia económica, su ta
lento, libre de los moldes que lo aprisionaban, desplegó
un espíritu de observación penetrante y una admira
ble firmeza de juicio.
Apenas se puso en contacto con las repúblicas his
panoamericanas, su mirada escrutadora percibió algo en
que antes de él, nadie había reparado, y después, sólo
muy confusamente han entrevisto algunos sociólogos:
toda la profundidad del abismo que separaba a las jóve
nes sociedades del nuevo mundo donde hubo cruza
miento con la raza aborigen, de los viejos pueblos civili
zados. Nada escapó a su observación profunda y perspi
caz: el estado social y sus anomalías; las consecuencias
prácticas que de él fluyen, la imposibilidad de salvar rá
pidamente la distancia mediante la copia de las insti
tuciones, la libertad y la instrucción; todas las peculiari
dades, en suma, que obligan a encarar los problemas
políticos y sociales en C hile desde un punto de vista
distinto que en Europa, las percibió con notable clari
dad y firmeza de criterio. D e aquí que, liberal convenci
do e hijo en lo sustancial de la filosofía del siglo xvm ,
comprendiera, no obstante, el absurdo que iba a resultar
de la aplicación práctica de los principios políticos de la
Revolución, a una sociedad que en sus clases dirigentes
estaba a la altura de la Europa del siglo x v i i , que care
cía de clase media y cuyo grueso fondo social estaba
distanciado por fases enteras de la evolución; e insinuara
la conveniencia de mantener un gobierno fuerte apo
yado en las altas clases sociales. De aquí que, admira
dor de la ciencia a la cual consagró los esfuerzos de toda
su vida, nos aconsejara, sin embargo, seguir el camino
normal, esto es, completar nuestra transformación en
sociedad industrial, antes que ocuparnos de ciencias y
2 15
de letras, insistiendo muy especialmente en disuadirnos
del grave error de copiar la educación literaria y cientí
fica de Europa, en lugar de darnos una modesta ense
ñanza práctica y de acción, adecuada a un pueblo que
necesitaba crecer antes que filosofar o aprisionar la be
lleza96.
Estas observaciones, que constituyen la más al
ta expresión del saber verdadero y de la cordura aplica
dos al estudio de nuestro porvenir, y que de ser oídas por
la generación joven, habrían cambiado la faz de Sud-
América, permitiéndonos, no obstante nuestra peque-
ñez, conservar el puesto que la temprana organización
nos había conquistado, sirvieron sólo para evidenciar
la distancia que mediaba entre el ilustre sabio francés
y nuestros intelectuales.
Aquello de que los ideales políticos que informaron
la revolución francesa y la enseñanza literaria y cien
tífica, aplicados a un pueblo retrasado en su grado de
civilización, en lugar de acelerar su progreso, tenían fa
talmente que conducirlo al naufragio, eran cosas
comprensibles para el sentido común y para el saber ver
dadero, que se dan estrechamente la mano, pero perfec
tamente incomprensibles para nuestros intelectuales,
cuyo criterio estaba perturbado por el medio-saber, más
dañino que la ignorancia, porque a su ceguera añade
la suficiencia. Las palabras de Courcelle, dichas con ex
quisita discreción y con noble sinceridad, eran en rea
lidad demasiado cuerdas y demasiado vecinas a las
clarividencias de Portales para que pudieran hallar
eco en aquella generación, deslumbrada por las vacie
dades sonoras de libertad, igualdad, progreso, derecho
y gobierno democrático representativo.
216
Después de cinco cursos (los de 1856, 1857, 1860,
1861 y 1862) regresó Courcelle á Europa, dejando tras
de sí algunas ideas cuerdas sobre colonización y sobre
bancos.
Los métodos y los puntos de partida de Courcelle
bastaban, por sí solos, para arrastrar a los mayores ex
travíos a quienes no tuvieran ni su talento ni su cordura
innata. Añade en los alumnos la tendencia invencible
al simplismo, la absoluta ausencia del espíritu de ob
servación y la fragilidad de juicio científico, pro
pias de todos los miembros de un pueblo joven, cuya
mentalidad no se ha desenvuelto todavía lo bastante
para hacer posibles y fructíferos los estudios sociales,
y se calcularán las consecuencias de su enseñanza.
No dejó Courcelle, ni podía dejar, atendido el es
tado de nuestra mentalidad, ningún discípulo capaz
de seguir sus pasos y de continuar las investigaciones
que con tanto éxito había iniciado. En cambio, sobrevi
vió a su partida la cátedra de economía política, y se si
guieron enseñando en ella sus poco afortunadas doctri
nas abstractas, despojadas, ahora, de las salvedades y
distinciones que habían detenido a su autor al borde
del precipicio. Si se hubiera designado una comisión
de sabios encargada de exagerar los errores del maestro
y de podar sus observaciones más exactas y atinadas, di
fícilmente habría desempeñado su cometido con ma
yor acierto que sus simplistas discípulos. Las doctri
nas de Courcelle, así desfiguradas, han continuado en
señándose en nuestra Universidad por cerca de cin
cuenta años, y han constituido, casi exclusivamente,
el manantial en el cual han bebido ideas económicas
los políticos, periodistas y demás elementos que for
man y guían la opinión pública.
Entre los innumerables errores que esta enseñan
za ha arraigado firmemente en la opinión, hay uno que,
como la influencia del mercader extranjero, ha pesado
2 17
bastante sobre el aspecto económico del espíritu de na
cionalidad: el librecam bio doctrinario.
Dadas las suposiciones a priori que sirven de base a
sus tentativas científicas. Courcelle tenía que llegar,
lo mismo que algunos de sus predecesores, a hacer del
libre cambio algo más que una cuestión de política
práctica. La propia influencia refleja de los países en que
vivió le empujaban en este sentido. A Francia le estaba
claramente indicada la política del libre cambio; y en
cuanto a Chile, no habría sido discreto cerrar a mediados
del siglo x ix las puertas de sus aduanas a la manufactura
europea. Básteme recordar que en la agricultura no
habíamos aún cultivado ni extensivamente todas las
tierras fértiles del valle central, y que nuestro crecimien
to era de 2,61%.
Los discípulos de Courcelle bebieron, pues, del
maestro las doctrinas librecambistas, que — lo repito—
respondían a nuestras conveniencias comerciales en
aquella época; y uno de los que más han contribuido
a extremar las consecuencias absurdas de los errores
del maestro, el señor Zorobabel Rodríguez, las con
virtió en un postulado, que no resiste el más ligero exa
men; pero que por su sencillez y sutilidad dialéctica, te
nía que ganar la opinión de un pueblo joven y como tal
inclinado a lo deductivo, y encontrar acogida entre abo
gados cuyo bagaje científico rara vez ;xcede de la lec
tura, no siempre bien digerida, de unos tres o cuatro ma
nuales franceses de economía política clásica.
No corresponde aquí ahondar en una cuestión que,
sobre haber perdido hoy mucho de importancia, me ve
ré obligado a examinar con algún detenimiento en la se
gunda parte de este estudio. Debo limitarme a señalar
sus consecuencias sobre el espíritu de nacionalidad.
El libre cambio doctrinario, lo mismo que toda la tra
ma de la economía clásica, deriva de un postulado falso.
Los inventores del sistema ignoraban el proceso del des
arrollo económico de las naciones. No conocían el hecho
histórico, señalado por List, de que todo país ha pasa
do de una fase económica inferior, como el pastoreo, a
otras más superiores y más complejas, hasta llegar a
la de Inglaterra, Alemania, Francia, etc., en la hora ac
tual. Creían que las diferencias que notaban en las apti
tudes económicas y en el estado industrial de los pueblos,
no eran etapas de un proceso, sino resultado de las pecu
liaridades de la raza y de la comarca.
Ignoraban, todavía, en absoluto la existencia de la
lucha internacional por el predominio y la superviven
cia, en la cual el fuerte procura ahogar al rival y hacer ser
vir al débil a sus necesidades, y éste se defiende, adueñán
dose de las armas del poderoso y aprovechándose de
todas las coyunturas favorables creadas por los aconte
cimientos. Por el contrario, ideológicamente habían
inferido que las relaciones económicas entre las nacio
nes son sólo de cooperación; es decir, que todo pueblo bus
ca a los demás para participarle los beneficios de su po
der y de su riqueza.
Sobre estos dos postulados idearon una economía
mundial dentro de la cual cada pueblo debe trabajar, para
él y para los demás, en las ramas de actividad que sean
más adecuadas a sus condiciones físicas y a la capaci
dad actual de su población. El pueblo que es agricultor
debe seguir de agricultor, sin incurrir en la torpeza de
pretender luchar con el manufacturero. Con ello la ri
queza universal perdería, puesto que, por lo menos
mientras el neófito se adiestra, la cantidad de riqueza
producida por él sería menor.
El afán de los pueblos atrasados por pasar a la etapa
manufacturera, que todos los sociólogos y economistas
modernos reconocen ser la expresión de una necesidad
biológica, no es, dentro de las doctrinas que vengo exponien
do, sino el resultado de un pueril espíritu de imitación.
2 19
Si una nación está en la etapa agrícola, es sencillamente
porque la comarca donde está asentada o las aptitudes
de la raza son más favorables a esta industria. Los esfuer
zos inauditos que han hecho y las mil privaciones que han
soportado, durante decenas y a veces centenas de años,
las grandes naciones modernas para sentar plaza en la
concurrencia fabril y comercial, han sido sacrificios
estériles para ellas y dañinos para la riqueza universal.
220
5
Ha contribuido también a la rápida decadencia de nues
tro espíritu de nacionalidad, la influencia de ciertas
doctrinas sociológicas y socialistas.
El crecimiento de los agregados sociales desde la fa
milia hasta la tribu, la ciudad y la nación, y el correspon
diente desarrollo de la solidaridad, han sugerido en
nuestros días la concepción de una solidaridad aún más
extendida y más eficaz, que reúna a las naciones en un
propósito «fuertemente centralizado, en que todos los
elementos conspiren a un mismo fin, en que la coopera
ción sea más y más voluntaria y en que sea más fuerte el
deseo de vivir en armonía y todos los unos para los otros®97.
Este ideal se alcanzará, según lo esperan sus apóstoles,
por medios más humanos que los conocidos hasta hoy
en la historia. En adelante ya no será la guerra la que,
anexando a los débiles u obligándolos a unirse para de
fenderse, como ha sucedido en el pasado, desarrolle la
solidaridad. Desde hoy serán la admiración, la simpa
tía y la confianza los factores que realizarán la tarea. Las
manifestaciones de la existencia de estas «fuerzas
internacionales, intelectuales, económicas y humani
tarias, que no presuponen necesariamente una federa
ción de naciones confundidas en un solo todo político«
son ya numerosas. D e ellas derivan las convenciones in
ternacionales sobre defensa contra las enfermedades
infecciosas, la constitución de los institutos científicos
internacionales, las tentativas de grandes organizacio
nes internacionales de obreros, etc.
El concepto de la solidaridad humana, extremada
mente vago y confuso en las postrimerías del siglo x v i i i ,
sin tomar aún una forma perfectamente definida, se ha
precisado, como se ve, muchísimo en el curso del siglo
X IX .
222
do, son la consecuencia de dos factores artificiales: la
detestable formación moral del profesorado en las es
cuelas normales, y la situación de miseria que le creó
la reducción del valor de la moneda y el encarecimiento
de la vida.
6
Otro de los factores de la decadencia de nuestro senti
miento de la nacionalidad es el fracasó de las ilusiones
que cifrábamos en la libertad, la instrucción y las institu
ciones.
Como ya lo hice notar al hablar de nuestra crisis moral,
los escritores de las dos generaciones precedentes
creían que el gobierno republicano, la comuna autó
noma y otras instituciones; la libertad en todas sus for
mas; y la enseñanza de ciertos conocimientos científi
cos y literarios, tenían eficiencia por sí mismos. C on
fiaban en que estas panaceas nos harían física, moral e
intelectualmente grandes. El país entero participó
de esta ilusión, que apenas podemos hoy comprender
los que no alcanzamos a comulgar en ella.
El derrumbamiento sucesivo de las exageradas es
peranzas que habíamos cifrado en factores que nada po
dían añadir a las verdaderas fuerzas económicas y
morales de nuestra sociedad, engendraron el abatimien
to y la desilusión. La postración moral y económica que
nos ha traído la imitación de la enseñanza científica
europea, y el desgobierno y el desquiciamiento adminis
trativo que han sido la consecuencia de los remedos
políticos, han amenguado el orgullo de ser chileno y la
confianza en los destinos del país.
7
Finalmente, la pérdida de la posición que ocupábamos
en Sudamérica no es extraña a la crisis de nuestro espí
ritu de nacionalidad.
223
Hasta ayer habíamos vivido confiados ciegamente
en las decantadas riquezas agrícolas de nuestro territo
rio. Sólo cuando nos distanciaron pueblos que estuvie
ron un tiempo por debajo y cuando sentimos de cerca el
hálito de otros que se aproximan, hemos venido a caer
en la cuenta de que ni la naturaleza ni el inmigrante eu
ropeo trabajan por nosotros, y que, si no desplegamos un
supremo esfuerzo, quedaremos pigmeos. Hemos ve
nido a comprender muy tarde que los elementos físicos
obligan en Chile, como lo comprendió Courcelle, a desa
rrollar grandes aptitudes para la lucha económica. Y
al contemplar los ochenta años empleados en adiestrar
nuestras aptitudes para rimar versos, coleccionar an
tiguallas históricas, clasificar insectos, defender pleitos,
vivir a expensas del fisco, copiar municipalidades sui
zas o parlamentarismos ingleses, es humano que el des
aliento nos invada. No hay pensamiento más melancóli
co — dice Lubbock— que el de «aquello hubiera podido
ser«. Y nosotros pudimos ser los primeros en Sudamé-
rica. La energía de nuestra raza y nuestra temprana or
ganización, habrían suplido a los elementos físicos, si el
ciego espíritu de imitación no nos hubiera encauzado
en la tarea suicida de formar el cerebro antes que el cuer
po.
Capítulo x iv
Causas de la depresión
de nuestros cambios internacionales
1
En torno de las balanzas comercial y de cuenta, se ha for
mado entre nosotros en los últimos años un enredo di
fícil de desenmarañar, sin largas consideraciones
previas y sin alguna preparación de parte de los lectores.
La superficialidad y las lecturas mal digeridas en unos,
el deseo de servir determinados propósitos monetarios
en otros y el invencible apego a los postulados a priori en
todos, han concluido por formar un laberinto dialéctico,
delante del cual me han asaltado muchas veces dudas so
bre si los que discuten se entienden o no a sí mismos.
A Goschen lo han martirizado los unos hasta hacerlo de
cir lo que nunca dijo, y aun lo contrario de lo que tal vez
habría dicho en presencia de nuestros cambios. Los
otros, para defenderse de Goschen, confunden delibera
damente el concepto moderno de la balanza de cuentas
con el concepto de la balanza de comercio tal cual infor
maba a la política mercantilista del siglo xvn .
No es obra de romanos demostrar la fragilidad de
la montaña de paradojas que se ha acumulado en torno
a la balanza y de nuestros cambios; pero la tarea, sobre
ser de escasa utilidad, es ajena a la índole de este traba
jo. Aquellos que saben de verdad, no necesitan de demos
traciones, y aquellos que son ajenos a estas disputas,
quedarían seguramente más perplejos que antes.
De aquí que me haya parecido más útil y oportuno
apuntar sencillamente algunas de las causas más notorias
entre las que mantienen deprimido nuestros cam
bios, haciendo previamente, para su mejor inteligen
cia, algunas consideraciones sobre la influencia de los
capitales extranjeros en el desarrollo económico nacio
nal. Nada más eficaz que estas sencillas reflexiones, 4I
225
alcance del más vulgar buen sentido, para poner en
guardia contra las panaceas (papel moneda, banco del
estado o privilegiado, etc.), las cuales, dañinas a veces,
inofensivas con más frecuencia y hasta útiles en ocasio
nes, son perfectamente impotentes para remover cau
sas y modificar fenómenos que están fuera de su alcance.
2
El rápido crecimiento de los países nuevos hace insufi
cientes, en la generalidad de los casos, los capitales pro
pios para subvenir a las exigencias impuestas por el des
arrollo económico en sus variadas formas. De aquí que,
no bastando el valor de sus productos para saldar sus
cuentas internacionales, desequilibradas por las ad
quisiciones de maquinarias y de útiles indispensables
para montar las industrias, necesitan tomar de los
mercados antiguos capitales más o menos cuantiosos.
L a corriente de capitales desde los mercados anti
guos y ricos hacia los mercados de los pueblos jóvenes
que crecen con rapidez es, pues, un fenómeno normal.
La forma en que los capitales extranjeros ingresan a
la economía de la nación joven, varía con las aptitudes
económicas de la población en esta última.
En aquellos países cuya población no difiere sensi
blemente en aptitudes industriales de los pueblos ca
pitalistas, la forma casi exclusiva de ingreso es el prés
tamo. Así ocurrió en los Estados Unidos de Norte Am é
rica, mientras necesitaron del capital extranjero.
En aquellos países cuya población tiene, por el con
trario, débiles aptitudes para la actividad económica,
los capitales extranjeros ingresan en parte en forma de
préstamo, y en parte se invierten directamente en nego
cios agrícolas, mineros, comerciales o fabriles. La pro
porción entre una y otra forma de ingreso, varía con las
circunstancias. Este es el caso de Argentina, Brasil, U ru
guay, Chile, etc.
226
En cuanto a la influencia de los capitales extranjeros
sobre el desarrollo económico nacional, queda subordi
nado, ante todo, al uso que de ellos haga el país joven.
Un pueblo emprendedor y de grandes aptitudes econó
micas, no sólo los aprovecha íntegramente, sino que
puede prescindir de ellos con rapidez. Por el contrario,
un pueblo manirroto y de poca capacidad productora,
los desperdicia en gran parte y tarda mucho en inde
pendizarse económicamente, si es que llega a conseguir
lo. La experiencia demuestra que el problema de las
aptitudes prima en las naciones, como en el individuo,
sobre el de los recursos.
La naturaleza del territorio ejerce, también, una
influencia poderosa en las relaciones entre el capital
extranjero y la riqueza nacional. Conviene precisar esta
influencia, tanto más cuanto las lecturas de los manuales
de economía clásica y la ausencia de espíritu de ob
servación han difundido a este respecto graves errores.
En los países cuyo territorio es esencialmente
agrícola, los capitales extranjeros aprovechan más a
la riqueza nacional que en los países de territorio mi
neral. La forma de ingreso tiene en ellos escasa impor
tancia. D e cualquier manera que el capital se incorpore
al suelo, queda para siempre en él. Los errores económi
cos, inclusive el mal uso del capital, tienen menor im
portancia; y esto no es una paradoja, sino el fruto de ob
servaciones que tienen hoy explicación perfectamente
satisfactoria.
Otra peculiaridad de los países de este tipo, es la esca
sa importancia que en ellos tiene el problema de la na
cionalización. Puede decirse que se resuelve solo. La
acción radicadora de la tierra nacionaliza al individuo
y al capital en el simple transcurso del tiempo. Para ello
no es indispensable un aumento de eficiencia econó
mica en el criollo.
227
T al es el caso de la República Argentina, del Uruguay,
etc.
Por el contrario, en los territorios esencialmente mi
nerales, como Chile y Bolivia, la inversión directa del ca
pital extranjero aprovecha poco al desarrollo económi
co nacional. La explotación mineral engendra una ac
tividad transitoria, que no crea fuentes estables de pro
ducción. El extranjero extrae riquezas del suelo sin in
corporar nada útil a la futura expansión. Su esfuerzo,
no sólo no suple al del criollo en el desarrollo económi
co permanente, sino que llega a convertirse en una ver
dadera sangría, que debilita el crecimiento de la rique
za nacional.
De la minería explotada por el extranjero, sólo apro
vecha al desarrollo económico las sumas que el nativo
invierte discretamente, de lo que percibe por impuestos,
salarios, etc. De aquí el enorme desequilibrio entre la
actividad aparente que derrama la minería y el creci
miento efectivo de la población y de la riqueza.
El problema de la nacionalización adquiere, por su
parte, una gravedad extrema en estos países. Ni la mi
na ni la salitrera radican al individuo y al capital. El que
no las explota desde el extranjero, regresa casi invaria
blemente a su patria, llevándose el capital que amasó su
trabajo. Para que la nacionalización pueda realizarse,
es ineludible que el criollo se nivele en aptitudes con los
pueblos capitalistas y, compensando ccn la proximidad
sus menores recursos, los desplace. En este proceso la mi
na no suple, como la tierra, la ineptitud de la población.
228
de venta de propiedades, ni la forma ni el nombre alte
ran la sustancia del fenómeno.
Como con mucha exactitud observa Schmóller,
por este sólo hecho un país nuevo está en sus cambios
internacionales en una situación que pudiéramos lla
mar de inferioridad crónica, de la cual derivan nume
rosas peculiaridades que no ocurren en los cambios en
tre países normales9®.
Tenemos, pues, en nuestros cambios extranjeros
un factor de inferioridad común a casi todos los países
nuevos. A él' se añaden otros peculiares de nuestro te
rritorio, como la naturaleza de nuestros factores físi
cos de expansión, o propios del estado social, como el ex
ceso de consumos y el desplazamiento económico del
nacional.
La naturaleza responde de muy diversa manera a las
solicitaciones del esfuerzo humano. El rendimiento eco
nómico del individuo que cría animales, cultiva el cam
po o laborea minas, varía notablemente. Dentro de una
misma rama de producción, no es igual cultivar pam
pas fecundadas espontáneamente por las lluvias que
descuajar suelos boscosos, ni indiferente regar suelos
feraces, como lo hicimos en otro tiempo, o suelos pobres,
como tenemos que hacerlo hoy.
229
Las exigencias de aptitudes industriales, de capita
les y el rendimiento del esfuerzo, varían de país a país
y de región a región notablemente.
Pues bien, entre los países jóvenes, entre los hispano
americanos por lo menos, no hay otro que requiera para
su desarrollo vigoroso mayor arte industrial y mayor
capital que el nuestro. No necesito añadir más a lo que
ya he dicho con relación a las exigencias de aptitudes eco
nómicas en la población; pero séame permitido añadir
un dato relativo a las exigencias de capital.
Se sabe que las producciones de la agricultura y de la
ganadería argentinas, después de abastecer el consumo
interno, llenan enteramente los renglones de la expor
tación, cuyo valor excede hoy de cuatrocientos millones
de pesos de 48 d. Pues bien, para subvenir a las exigencias
de la producción de esta enorme riqueza, Argentina ne
cesitó importar en 1909 maquinarias y útiles de uso ex
clusivo para la agricultura por valor de $ 1.183.000
de 48 d., o sean, $ 2.957.500 de 18 d. Añádase un cálculo
prudencial de las mercaderías de uso mixto, y no se do
blan las cifras.
Entretanto, para subvenir a sólo las exigencias de
maquinaria de uso exclusivo de la minería, hemos
tenido nosotros que importar entre 1906 y 1910 inclu
sive $ 39.5*3.105 de 18 d., o sean, $ 7.902.622 anuales.
Añádanse, como se hizo respecto de las importaciones
argentinas para usos agrícolas, las mercaderías de uso
mixto, y la cifra se dobla.
Para producir, pues, minerales y sales naturales por
un valor vecino a $ 244.111.145 de 18 d.®9 necesitamos
importar maquinarias, combustibles y otros artículos
accesorios por un valor dos veces superior al total de lo
que Argentina importa para subvenir a las exigencias
de su producción agrícola.
**He tomado la exportación de 1909, que no se aleja sensiblemen
te de la exportación media de los últimos cuatro años.
230
Se comprenderá, sin esfuerzo, que un país que ne
cesita hacer estos despliegues de arte industrial y de ca
pital para producir, esté, por este capítulo, respecto de
sus cambios extranjeros en condiciones de inferioridad,
que necesita compensar con un exceso de actividad o de
economía, o con un crecimiento más lento.
Pesan, también, desfavorablemente en nuestros cam
bios nuestros consumos irreproductivos, desproporcio
nados con relación a nuestra capacidad productora.
Sería inoficioso hacer en este párrafo otra cosa que se
ñalar el .sentido de su influencia sobre los cambios. Ya
he insistido bastante sobre el origen y naturaleza del fe
nómeno.
Finalmente, entre los factores de inferioridad que
obran más pesadamente, debe contarse el desplaza
miento económico del nacional. Lo que el extranjero ex
trae como utilidad de sus negocios salitrales, cupríferos,
comerciales, bancarios, de seguros, de transportes, etc.,
pesa directamente sobre nuestra balanza de cuenta y
contribuye a inclinarla adversamente cada vez que la
importación de capitales disminuye o sobreviene un
cobro intempestivo de lo adeudado100.
23 1
Capítulo xv
El resurgim iento económ ico
de 19 0 5 -19 11
1
En los últimos años se ha acentuado poco a poco un re
surgimiento económico, que no bastó a interrumpir la
fiebre bursátil de 1905-1906, y que en la hora actual de
rrama cierta prosperidad y un relativo bienestar.
La agricultura se ha extendido considerablemente
en la región austral. A medida que la limpia del suelo ha
hecho posible el uso de la maquinaria, la producción
de trigo y avena, especialmente la primera, se ha desarro
llado con rapidez. Sobre 5.373.281 q.m. de trigo co
sechados en el país en el año 1909-10, 2.188.135 corres
ponden a la producción de las provincias ubicadas al sur
de Concepción, K.
La ganadería, que tiene en la misma zona horizon
tes más amplios que la agricultura propiamente dicha,
ha tomado también incremento. M agallanes exportó
en 1910 productos animales por valor de 9 14.664.705,
dé los cuales 9 8.994.624 corresponden a la lana y
$ 2.768.366 a la carne congelada, salada, etc.
En el centro y norte del país, la elevación de los pre
cios de los productos de la agricultura, ha repercutido
favorablemente. Se mejoran los sistemas de cultivo y
se emprende la construcción de algunos de los largos y
costosos canales de regadío que estaban en proyecto
desde años atrás.
El precio de la propiedad, estacionado desde hacía
largo tiempo, ha subido considerablemente. Aún to
mando en cuenta la depreciación de la moneda y pres
cindiendo de la sobrevalorización momentánea, se pue-
K. V er Apéndice.
232
de afirmar que hay un alza de 70 a 80%, que correspon
de a cambios permanentes verificados en las condiciones
de nuestra expansión económica, con relación al perío
do 1892-1900.
La producción de salitre ha subido de q.m. 16.698.064
en 1905 a 23.595.983 en 1910, y todo hace presumir
que su desarrollo seguirá, todavía por algunas decenas
de años, en marcha ascendente. La participación del
nacional en ella ha subido en forma bien sensible. No
es exagerado calcularla hoy en la tercera parte de la pro
ducción total.
Menos sólidos que los avances de la industria sali
trera, son los realizados por la minería del cobre, pues
sus aumentos de producción de 1908 y 1909, fueron el
resultado, más de la incorporación ocasional de un gran
centro minero, Collahuasi, que de un desarrollo general
de esta industria, llamada a ser una de las grandes fuentes
de nuestra riqueza.
Los empresarios y los capitales chilenos han dado
impulso, fuera de la frontera, pero sin perderse para
nuestra vitalidad económica, a la explotación del esta
ño en Bolivia.
233
2
Entre los factores que han determinado la bonanza eco
nómica que nos envuelve, hay algunos accidentales.
Todo plan de trabajos públicos que sale de lo nor
mal, obra como estimulante; enciende reflejamente
una actividad extraordinaria y un bienestar en gran par
te ficticio. De aquí que, para atenuar las consecuencias
de las grandes crisis, se recurra a las obras públicas, co
mo un arbitrio contra la depresión intensa que deja tras
de sí.
En nuestra prosperidad de hoy hay mucho de ficti
cio, que deriva del extenso plan de obras públicas en que
estamos empeñados desde las postrimerías de la ad
ministración Riesco y los principios de la administra
ción Montt. Y la acción estimulante de los trabajos pú
blicos ha sido en este caso tanto más eficaz, cuanto los
capitales con que se han costeado han provenido ínte
gramente de empréstitos contratados en el extranjero.
Nuestra deuda externa, que era al 31 de diciembre de
1904 de £ 16.449.960, subía al 31 de diciembre de 1910 a
25.258.62o102.
Hasta cierto punto puede también considerarse co
mo factor accidental de la ráfaga de prosperidad que
sopla en estos momentos, el considerable aflujo privado
de capitales extranjeros.
El éxodo de capitales desde los mercados viejos y ri
cos a los nuevos, debe, en general, estimarse como fenó
meno normal. Pero, en el caso nuestro, hay una circuns
tancia que ha hecho notablemente sensible la influen-
234
cía del capital extranjero sobre los negocios. La prolon
gada disputa de límites con la Argentina y los trastornos
monetarios, habían anulado en los años anteriores
casi por completo la importación de capitales; de tal
manera que, al reanudarse, ha obrado efectivamente co
mo un estimulante anormal, tanto más cuanto la corrien
te se ha producido con bastante fuerza. En los dos últi
mos años han entrado al país en calidad de préstamo
o como precio de venta de salitreras, minas, bonos, ac
ciones bancarias, etc., más de cuatro millones de libras
esterlinas.
Pero al lado del primer factor, enteramente acci
dental, y del segundo, cuyos resultados dependen en
gran parte del uso discreto o imprudente que hagamos
del capital recibido, hay otras causas más sólidas que
han contribuido enérgicamente al resurgimiento.
Entre 1900 y 1909 el io medio del cobre ha sido de
£ 67.3.0, contra £ 50 en el decenio precedente.
En el mismo decenio tanto el precio como el consumo
del salitre, han sido notablemente superiores a los del
decenio anterior.
En otro terreno, las consecuencias del trastorno cau
sado en la economía mundial por el ingreso brusco a la
concurrencia de extensas regiones agrícolas, se han
atenuado mucho. En parte los ajustes de las distintas pie
zas del organismo económico a las nuevas condiciones,
y en parte la creciente demanda determinada por el
mayor consumo, han restablecido la normalidad.
Sin volver a los antiguos precios, los cereales y los produc
tos animales han recobrado su valor relativo. M ien
tras el medio general de los precios sólo ha subido entre
1896 y 1908 de 61 a 63, el medio de los precios de los pro
ductos agrícolas, ha subido de 53 a 70103.
l#sVéanse los Index de S a u e r b e c k , publicados anualmente por
el Journal 0} Ihe Royal Statistical Sociely.
235
A este mejoramiento mundial de los precios del tri
go, de la carne y de otros productos de la agricultura y de
la ganadería, se ha unido un factor interno de prospe
ridad agrícola y fabril.
Los consumos de los productos de estas industrias
han aumentado, como consecuencia del estímulo re
cibido, no sólo de las obras públicas y del aflujo pri
vado de capitales extranjeros, sino también de la mayor
producción salitrera. Basta examinar el desarrollo del
comercio de cabotaje entre los puertos del norte y los del
centro y del sur para darse cuenta del fenómeno104.
3
Sin embargo, los cambios favorables que de 1905 a
1911 se han operado en los factores de nuestro desarrollo
económico, no alteran fundamentalmente, ni las con
diciones dentro de las cuales viene realizándose desde el
último cuarto del siglo x ix , ni los rumbos en que viene
encauzado desde la adquisición de Tarapacá y Antofa-
gasta.
No obstante los avances de que he hecho caudal, la
agricultura y la ganadería apenas abastecen el consu
mo propio. El valor de las exportaciones de productos de
origen vegetal o animal, fue en 1910 de $ 46.296.343; pero
el valor de las importaciones ascendió en el mismo
año a $ 57.525.261. Aun deduciendo el valor de aque
llos artículos que deben incluirse más bien en la pro
ducción manufacturera y que la defectuosa clasifi
cación de la Estadística Comercial, ateniéndose a su
origen, engloba en los rubros demasiado amplios de
productos vegetales y animales, no queda a nuestra ex
portación de productos de la agricultura y de la ganade
ría, después de deducir las importaciones, un exceden
te que merezca ser tomado en cuenta.
236
Contrariado por el encarecimiento del brazo, con
secuencia de la demanda de las industrias extractivas,
y por las grandes exigencias de trabajo y de capital que
tiene en Chile la adaptación de los suelos al cultivo, nues
tro desarrollo agrícola continúa hoy, como ayer, sub
ordinado a las necesidades del consumo propio; y todo
concurre a robustecer la convicción de que este orden
de cosas no se modificará en el futuro.
4
Tampoco se ha modificado considerablemente la
antinomia que desde hace cuarenta años existe entre
los factores físicos y la vocación y las aptitudes de la raza.
El joven afluye hoy a las fábricas y al comercio en ma
yor proporción que quince años atrás. L a plétora en las
profesiones liberales, la dificultad de abrirse camino
en la agricultura y las exigencias mayores de la vida, le
empujan hacia ellas. Pero acude de mala voluntad, for
zado por las circunstancias, a emplear su actividad en
trabajos que la escuela y el prejuicio social le enseñaron
a despreciar. Llega sin la vocación, madre de la perse
verancia y primer factor del éxito, sin aptitudes y con
escasa posibilidad de desarrollarlas.
Nuestra cuota en la producción salitrera ha subido,
no porque hayamos desplazado al extranjero y recobra
do parte de las posiciones de donde nos desalojó, sino mer
ced al agotamiento de algunas oficinas de Tarapacá y al
reconocimiento de los antiguos títulos de Antofagas-
ta y Taltal.
No sólo no tenemos intenciones ni medios de reco
brar lo perdido, sino que continuamos dispuestos a ven
der nuestros yacimientos salitrales y cupríferos. Nues
tra mayor participación en la producción salitrera, re
sultado ocasional de circunstancias extraordinarias,
no refleja desgraciadamente, un aumento correlativo
en nuestra capacidad como industriales y como hom
237
bres de negocios. Algo hemos avanzado en este terreno;
pero nos queda una inmensa jornada que hacer para ni
velarnos siquiera con las medianías europeas101.
Coyuntura no menos favorable para la chilenización
del salitre, ha ofrecido la prosperidad de los últimos
años para el desarrollo vigoroso de las industrias fabri
les. El consumo de sus productos ha sido cuantioso y los
precios remuneradores. L a misma sobrevalorización
de la propiedad agrícola, reduciendo las utilidades del
agricultor a menos del interés corriente del dinero, em
puja a nuestros jóvenes y a nuestros hombres de nego
cios hacia la manufactura.
Pero esta coyuntura la hemos aprovechado sólo en
parte. Como en el caso del salitre, nos estrellamos con la
falta de educación de las capacidades que hacen al fabri
cante y al hombre de negocios. Nuestros jóvenes, faltos
de competencia técnica, de espíritu de empresa y de la
voluntad tenaz de vencer, se arredran delante la fábrica y
del establecimiento comercial, y se arremolinan en tor
no de los empleos públicos, de la bolsa y del corretaje.
La opinión pública, por su parte, desprecia a la indus
tria nacional y a sus productos. Formada en los ideales
librecambistas y falta del sentimiento vigoroso de la na
cionalidad, rehúye los sacrificios que todo pueblo tiene
lo,Como un dato consolador, debo anotar el hecho de que los alum
nos del Instituto Comercial de V alparaíso, no obstante la desastrosa
preparación con que salen de la enseñanza general y no obstante ser
arrebatados por las necesidades del comercio la mayor parte antes de
term inar sus estudios, han tenido éxito en la actividad comercial. M u
chos de eltos, casi niños aún, figuran ya como comerciantes de prim era
talla. Es difícil poder exhibir un argum ento mejor para dem ostrar la
capacidad de la raza y los defectos de su educación. Si la enseñanza ge
neral em pujara a los niños hacia los Institutos Técnicos, dando e]
ideal económico, y auxiliara su obra, educando el carácter y desarro
llando las fuerzas motrices del hombre de negocios, la faz de este país
cambiaría en treinta años. La energía que hace al gran industrial, sólo
es una transformación de la energía guerrera. Hace trescientos años
los ingleses eran industrialm ente tan ineptos como nosotros.
238
que soportar antes de abrirse paso en la concurrencia fa
bril. Educados sus gustos por el producto europeo, des
precia sistemáticamente el artículo chileno similar.
5
Sin embargo, entre las innumerables dificultades con
que tropieza en sus primeros pasos nuestra industria fa
bril, sujeta a una concurrencia excepcional mente ri
gorosa y condenada a abrirse camino en un pueblo que no
tiene la conciencia de su porvenir ni la voluntad fuerte
de ser grande, se perciben dos síntomas, de escasa im-
pprtancia práctica hoy, pero que son del más alto interés
para el psicólogo y para el economista.
D e la imitación pasiva, principiamos a pasar a la ac
tiva. L a industria europea, al barrer con sus procedi
mientos más perfeccionados nuestra cara y primitiva
manufactura colonial, nos deslumbró. Durante varias
decenas de años sólo sentimos el deseo — que llegó en nos
otros a ser una necesidad— de consumir sus productos.
Pero poco a poco, tímidamente al principio y desem-
bozadamente hoy, ha surgido el deseo de producir lo mis
mo que admiramos, o sea la imitación activa.
Nuestra completa independencia manufacturera,
hoy trepida en los capitales para plantear las fábricas y
en el perfeccionamiento de nuestro arte industrial y de
nuestras capacidades comerciales. Y la experiencia de
los pueblos que hicieron antes que nosotros la jornadas,
manifiesta que, en la evolución a la etapa fabril, el des
arrollo de las aptitudes y la acumulación de los capita
les, ha sido siempre tarea más rápida que la de desper
tar el deseo vigoroso de sentar plaza en ella.
O tro síntoma altamente halagador es el despertar
del sentimiento de la nacionalidad.
Como resultado del complejo tejido de influencias
de que hice caudal en el capítulo correspondiente, atra
viesa entre nosotros por una crisis agudísima esta gran
239
fuerza, a cuya decadencia ninguna nación ha sobrevivido.
Lo mismo que en el pueblo alemán de principios del si
glo x ix , se ha eclipsado la ambición de ser grande, el egoís
mo colectivo y el espíritu de sacrificio en aras del por
venir.
En 1903 el señor Carlos Fernández Peña, hacía
106. 1
notar esta crisis y sus consecuencias : y desde ese
.
mismo momento emprendió dentro de la escuela una
cruzada infatigable.
Diversos factores han venido a auxiliar al señor
Fernández en su benéfica tarea. Básteme recordar la
aparición de Raza Chilena, el hermoso poema en prosa
que el malogrado doctor Palacios consagró a nuestra
raza; la Conquista de Chile en el siglo x x , obra del señor
Tancredo Pinochet, joven distinguidísimo, perdido
en hora desgraciada para nuestra enseñanza, a la cual
pudo inyectar un buen contingente de nueva savia; y el
contacto con la República Argentina, cuyo enérgico es
píritu de nacionalidad ha venido a sacudir nuestro so
por.
Como una muestra de los resultados prácticos de la
reacción, transcribo el siguiente acuerdo tomado por la
Asociación de Educación Nacional en 3 de septiembre
de 1911:
»La Asociación de Educación Nacional, como un
medio de perfeccionar la educación económica de nues
tra democracia acuerda: i° recomendar a sus consocios
el uso de artículos elaborados por la industria nacional;
2o que los maestros y profesores demuestren a sus alum
nos la necesidad de preferir para sus consumos estos
mismos artículos«.
Todo hace, pues, presumir que nuestros pedagogos
abrirán los ojos a la realidad. Hay entre ellos algunos jó
venes inteligentes que comprenderán el error gravísi-
240
mo que han cometido en cuanto se les llame la atención ha
cia él. Porque se necesita una grosera ignorancia o una
perturbación mental para pretender hoy, en una socie
dad como la nuestra, reemplazar la idea sencilla y defini
da de patria por el concepto de la solidaridad humana,
enteramente inaccesible a la mentalidad del niño.
El egoísmo colectivo, que forma el fondo del senti
miento de la nacionalidad, se quebranta; pero no deja
en su reemplazo sentimientos altruistas de fraternidad
humana, sino un caos que se resuelve, poco después de
abandonar el educando la escuela, en el deseo avasalla
dor del medro personal, en la indiferencia por todo lo
grande, en la ausencia de todo espíritu de deber y de
sacrificio, en una palabra en el más ciego y brutal egoís
mo personal. Prusia cosechó en Jena y Auerstaedt y en
la más horrorosa disolución moral y material los frutos
del quebrantamiento de su espíritu de nacionalidad.
La reacción de que dejo complacido constancia, permite
esperar que nosotros enmendaremos el rumbo, sin ne
cesidad de tan duros argumentos. La obra realizada por
algunos maestros bien intencionados, pero que no al
canzan a darse cuenta de la interdependencia de todos
los rasgos morales que informan el alma de los pueblos,
ni de la imposibilidad de quebrantar artificialmente
uno sin herir los demás, puede y debe ser contrarrestada
por la acción perseverante de quienes alcanzan a ver
un poco más allá.
Capítulo xvi
S ín tesis
242
actual de cosas no se modifica, en pocas decenas más
de años, la mayor parte de ellos nos sobrepasarán.
Y anticipando, para no perder la unidad del conjunto,
la síntesis de la segunda parte de este estudio, las pana
ceas preconizadas por nuestros políticos para estimu
lar el desarrollo económico, son, cuando no dañinas,
impotentes para realizar los fines que persiguen.
Siendo la debilidad de nuestra expansión efecto de
la antinomia que existe entre la naturaleza física y la ca
pacidad económica de la población, sólo puede modificarse
removiendo la causa que la determina.
No está en nuestra mano modificar el lote que, en el
reparto de las riquezas naturales, nos cupo en suerte.
En cambio, los avances de la sociología y de la psi
cología colectiva, nos permiten hoy modificar con ra
pidez el otro término de la antinomia: la eficiencia eco
nómica de la población.
La enseñanza, hasta hoy ineficaz como agente de trans
mutación o cambio, ha entrado en una nueva faz que le
abre horizontes hasta ayer no sospechados. En su estado
actual, con toda la insuficiencia de sus medios pedagó
gicos, puede corregir la herencia, contrarrestar desvia
ciones y suplir los vacíos en la evolución de pueblos mes
tizos que tienen energía natural; es decir, de pueblos
extremadamente sensibles a los agentes sociológicos
que tienen materia prima que elaborar.
Concretándose al caso nuestro, la educación siste
mática puede completar la transformación aún im
perfecta de nuestra primitiva energía militar en apti
tudes industriales.
El solo restablecimiento del equilibrio entre nues
tro desarrollo intelectual y nuestra capacidad econó
mica, repercutiría favorablemente sobre nuestra evo
lución moral, hoy perturbada por hondos trastornos.
La educación sistemática, una vez adaptada a nues
tro estado social y a nuestro patrimonio hereditario, pue
243
de contribuir directamente a la rehabilitación del sen
timiento de la nacionalidad y de los ideales que consti
tuyen el nervio de la expansión material y moral de un
pueblo.
Una política económica y comercial estable, basada
en el conocimieno de nuestros medios, de nuestra posi
ción y de nuestro porvenir, puede auxiliar a la enseñan
za en la realización de la tarea pesada que el destino y
nuestros errores han echado sobre sus hombros.
A p é n d ic e
24 5
industria fabril o c u p a n en tre el 2 0 y el 30% d el total. En
1970 el p orcen taje Fue d e u n 84% y e n 1980, d el 60% .
24 6
Esta cifra es siem p re su p erio r a la d e países m ás a d ela n
tados; por ejem p lo Suiza tie n e un 4%; B élgica un 4,5% ;
Italia un 4.8% ; E spaña un 6%. Pero en otros países
am ericanos esta p ro p o rció n es m ayor: U ru g u a y tiene
un 28.2% ; El Salvador 59%; la R epública D om in ican a
un 54.9% . En E stados U n id o s, en cam bio, es d e 2.6% .
En 1 9 4 7 - 1 9 4 8 la c o s e c h a to ta l d e tr ig o lle g ó a
1 0.7 1 2 .1 6 2 qq.m .; e n l9 5 1 -1 9 5 2 alcanzó a 9 .1 5 5 .4 5 3
qq.m . En 1965 la pro d u cció n fu e d e 1 2 .7 5 9 .0 0 0 qq.m .
En 1978-1979 la pro d u cció n fu e d e 9 .9 5 1 .4 0 0 qq. m. y
en 1979-1980, d e 9 .6 6 0 .0 0 0 qq. m . (S .N .A .).