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Jen Wilkin - A Su Imagen

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#ASuImagen

A Su imagen
10 maneras en las que Dios nos llama a reflejar Su carácter

Jen Wilkin

© 2021 por Poiema Publicaciones

Traducido del libro In His Image: 10 Ways God Calls Us to Reflect His Character © 2018
por Jen Wilkin. Publicado por Crossway, un ministerio editorial de Good News Publishers;
Wheaton, Illinois 60187, U.S.A.

A menos que se indique lo contrario, las citas bíblicas han sido tomadas de La Santa Biblia,
Nueva Versión Internacional © 1986, 1999, 2015, por Biblica, Inc. Usada con permiso. Las

citas bíblicas marcadas con la sigla NBLA han sido tomadas de La Nueva Biblia de las
Américas © 2005, por The Lockman Foundation; las marcadas con la sigla RVC, de La

Santa Biblia, Versión Reina Valera Contemporánea © 2009, 2011, por Sociedades Bíblicas
Unidas; las marcadas con la sigla NTV, de La Santa Biblia, Nueva Traducción Viviente,

© 2010, por Tyndale House Foundation; las marcadas con la sigla RVA, de La Santa Biblia,
Reina Valera Antigua, dominio público.

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
almacenada en un sistema de recuperación, o transmitida de ninguna forma ni por ningún
medio, ya sea electrónico, mecánico, fotocopia, grabación, u otros, sin el previo permiso
por escrito de la casa editorial.

Poiema Publicaciones
info@poiema.co

www.poiema.co
SDG
En memoria de R. C. Sproul,

quien enseñó verdades profundas


con palabras sencillas

y honró a discípulos comunes


tratándolos como teólogos capaces.
Contenido

Introducción: Una mejor pregunta

1. Dios, el más santo

2. Dios, el más amoroso

3. Dios, el más bondadoso

4. Dios, el más justo

5. Dios, el más misericordioso

6. Dios lleno de gracia

7. Dios, el más fiel

8. Dios, el más paciente

9. Dios, el más veraz

10. Dios, el más sabio

Conclusión: Su imagen grabada en nosotros

Notas de texto
Introducción

Una mejor pregunta

Si alguna vez has dicho: “Solo quiero saber cuál es la voluntad de

Dios para mi vida”, este libro es para ti. Si has visto el curso de tu
vida y te has preguntado si vas por el camino correcto o si vas
camino a un precipicio, sigue leyendo. Cuando termines de leer este

libro, espero que nunca tengas que volver a preguntar cuál es la


voluntad de Dios para ti. O, al menos, no de la misma forma en que

lo has hecho hasta ahora.

Esta pregunta sobre la voluntad de Dios solo se la hacen los


cristianos. Los que nunca han invocado el nombre de Jesucristo no

se preocupan por descubrir la respuesta. Esta pregunta revela que


un creyente es consciente de que, como seguidor de Cristo, no

puede escoger cualquier opción: cualquiera que sea el camino a


seguir, no será amplio sino estrecho. Dios tiene un propósito para mi

vida y, ya que he tenido muchas malas experiencias por seguir


“caminos que al hombre le parecen rectos” (Pro 14:12), más vale

que haga todo lo posible por discernir cuál es Su voluntad.

Pero esta parte del discernimiento es complicada. Cuando


reflexionamos en cómo era nuestra vida cuando estábamos lejos de

Cristo, tendemos a enfocarnos en las malas decisiones que

tomamos y en sus consecuencias. La forma en que usábamos


nuestro tiempo, nuestro dinero y nuestras energías se reproduce en

nuestras mentes como si fuera un video de metidas de pata, pero en

vez de hacernos reír nos obliga a susurrar: “Nunca más”. Antes de


conocer a Cristo, actuábamos según la intuición emocional o

racional de nuestra mente oscurecida. Ahora sabemos que nuestros


sentimientos nos engañan y que nuestra lógica egoísta nos

traiciona. Pero ya no tenemos por qué preocuparnos. Ahora

tenemos una línea directa con Dios. Simplemente le preguntaremos

qué debemos hacer.

Sin querer, podemos comenzar a ver nuestra relación con Dios

principalmente como un medio para tomar mejores decisiones.


Podemos caer en el error de ver a Dios como un columnista

benevolente que nos da consejos y responde las preguntas más


difíciles sobre nuestras relaciones y circunstancias. Como no
confiamos en nuestro propio juicio, le pedimos que nos muestre con

quién Él prefiere que nos casemos o cuál trabajo deberíamos

aceptar. Le preguntamos sobre la mejor forma de invertir nuestro

dinero o a cuál vecindario deberíamos mudarnos. “¿Qué debo hacer

ahora? Ayúdame a permanecer lejos del precipicio, Señor.

Mantenme en el camino estrecho”.


Hacerle estas preguntas a Dios no es algo terrible. Hasta cierto

punto, demuestran un deseo de encontrar la respuesta a la

pregunta: “¿Cuál es la voluntad de Dios para mi vida?”. Demuestran

un deseo elogiable de honrar a Dios en nuestra vida cotidiana. Sin

embargo, no llegan a la esencia de lo que significa hacer la voluntad

de Dios. Si queremos que nuestra vida se alinee con la voluntad de

Dios, necesitamos hacer una mejor pregunta que simplemente:


“¿Qué debo hacer?”.

Los cristianos tendemos a concentrar nuestra preocupación en

las decisiones que enfrentamos. Si escojo A cuando debí escoger B,

todo está perdido. Si escojo B, todo estará bien. Pero si la Escritura

nos enseña algo, es esto: a Dios siempre le interesa más el que

toma la decisión que la decisión en sí. Por ejemplo, piensa en Simón


Pedro. Todos sabemos que cuando tuvo que decidir entre la opción
A (negar a Cristo) y la opción B (reconocerlo), falló. Pero lo que lo

define no son sus malas decisiones, sino la fidelidad de Dios al


restaurarlo. La historia de Pedro sirve para recordarnos que, sin

importar la calidad de nuestras decisiones, no todo está perdido.


Esto tiene sentido cuando nos detenemos para recordar que
ninguna decisión que tomemos nos puede separar del amor de Dios

en Cristo. Dios puede usar el resultado de cualquier decisión para


Su gloria y para nuestro bien. Esto es reconfortante. Pedro tuvo dos

opciones y era claro que una de ellas no era sabia. Pero a menudo
debemos escoger entre dos opciones que parecen igualmente

sabias o igualmente insensatas. La respuesta a la pregunta “¿Qué


debo hacer?” podría ser cualquiera de las dos.
Esto nos lleva a una mejor pregunta. La primera pregunta que

debe hacerse el creyente que quiere conocer la voluntad de Dios


para su vida no es “¿Qué debo hacer?”, sino “¿Quién debo ser?”.

Tal vez has intentado usar la Biblia para responder la pregunta


“¿Qué debo hacer?”. Al enfrentar una decisión difícil, tal vez has

meditado por horas en un salmo o en alguna historia de los


Evangelios, pidiéndole a Dios que te muestre cómo se aplica a tu
dilema actual. Tal vez has experimentado la frustración de no

escuchar nada, o peor, de actuar conforme a una corazonada o una


“pista”, solo para descubrir después que lo que escuchaste no fue la

voluntad del Señor. Yo conozco este proceso más de lo que


quisiera, y también conozco la vergüenza que lo acompaña; la

sensación de que soy sorda a la voz del Espíritu Santo, de que soy
terrible cuando se trata de descubrir la voluntad de Dios.

Sin embargo, Dios no le esconde Su voluntad a Sus hijos.


Como madre terrenal, yo no les digo a mis hijos: “Hay una forma de
complacerme. Veamos si pueden descubrir cuál es”. Si yo no le

oculto mi voluntad a mis hijos terrenales, mucho menos lo hará


nuestro Padre celestial. Su voluntad no necesita ser descubierta.

Está a la vista. Para verla, necesitamos comenzar a hacernos la


pregunta que más le interesa a Dios: “¿Quién debo ser?”.
Por supuesto, las preguntas “¿Qué debo hacer?” y “¿Quién

debo ser?” están relacionadas. Pero el orden en que las hacemos


es importante. Si nos enfocamos en nuestras acciones sin lidiar con

nuestros corazones, podemos terminar siendo simplemente


amantes de nosotros mismos que se comportan bien. Piénsalo. ¿De

qué me sirve escoger el trabajo correcto si me sigue consumiendo el


egoísmo? ¿De qué me sirve escoger la casa o el cónyuge correcto
si me sigue carcomiendo la codicia? ¿En qué me beneficia tomar la

decisión correcta si sigo siendo la persona incorrecta? Un


inconverso puede tomar “buenas decisiones”. Sin embargo, solo una
persona en quien habita el Espíritu Santo puede tomar una buena
decisión con el propósito de glorificar a Dios.

La esperanza del evangelio en nuestra santificación no es


simplemente que tomemos mejores decisiones, sino que lleguemos

a ser mejores personas. Esta es la esperanza que hizo que John


Newton escribiera: “Fui ciego mas hoy veo yo, perdido y Él me
halló”. Fue lo que inspiró al apóstol Pablo a decirle a los creyentes

que “así, todos nosotros… somos transformados a Su semejanza


con más y más gloria” (2Co 3:18). El evangelio nos enseña que la

gracia que es nuestra a través de Cristo nos transforma


gradualmente, por la obra del Espíritu, en mejores personas.

Pero no solo nos hace mejores. El evangelio comienza


transformándonos en lo que debimos ser. Nos vuelve a dar Su
imagen. ¿Quieres saber lo que se suponía que debían ser los seres

humanos? Mira al único humano que nunca pecó.


Formado y marcado
Hace quince años, mientras caminaba por una tienda de

antigüedades, me encontré con un bonito jarrón de cerámica. Era


verde, que es mi color favorito, así que decidí comprarlo por el

precio que pedían, que eran diez dólares. Al darle la vuelta vi que
decía “McCoy” en la base. Una breve investigación reveló que había
hecho una buena compra, ya que mi pequeño jarrón de cerámica
McCoy valía cuatro veces lo que pagué. Sin embargo, me

encantaba simplemente porque me agradaba verlo lleno de las


flores del jardín sobre la mesa de la entrada. Forma y función en
armonía.

Pero hace quince años tenía cuatro hijos pequeños en la casa.


Un día desafortunado, mi pequeño jarrón cayó al piso de baldosa.

Aunque se rompió, no era imposible repararlo. Con más tristeza de


la que quise admitir en el momento, lo volví a armar con pegamento,

pero sus días de estar lleno de agua y con flores ya habían acabado
oficialmente. Hoy se encuentra en un estante de libros en la sala.

Todavía dice McCoy en la base y todavía tiene una forma que

demuestra su belleza y propósito, pero ahora su habilidad para


cumplir el propósito con el que fue creado es limitada. Y entre más
te acercas a él, más evidentes son sus grietas. Estoy segura de que

nadie me daría diez dólares por él, pero todavía me encanta aunque
esté roto.

Nosotros somos como ese jarrón agrietado en varios aspectos

importantes. Piensa en la historia de la Creación de Génesis 1.


Durante cinco días escuchamos que Dios dice: “Que haya…”, y todo

lo que declara se hace al instante, y es bueno. La luz, la oscuridad,

la tierra, el mar, los cielos y todo tipo de plantas y animales toman su


lugar organizadamente al escucharlo. En el sexto día de la

Creación, el ritmo de la narrativa cambia notablemente. “Que haya”

o “Que exista” se convierte en “Hagamos”. El relato de la Creación


se vuelve maravillosamente personal, directo y poético:

Y Dios creó al ser humano a Su imagen;

lo creó a imagen de Dios.


Hombre y mujer los creó (Gn 1:27).

Dios creó la raza humana y nos puso Su sello. Nos creó para

ser portadores de Su imagen, para ser Sus representantes al

trabajar, al divertirnos y al adorar. Forma y función en armonía.

Incluso después de la catástrofe devastadora de Génesis 3,

seguimos siendo portadores de Su imagen, aunque ya no


trabajamos, ni nos divertimos ni adoramos como debiéramos.
Todavía somos valiosos ante Sus ojos, todos los seres humanos.

Somos jarrones agrietados diseñados para mostrar belleza, pero

goteando en cada fisura. Sin embargo, Dios redime a los portadores

de Su imagen al enviar a Su Hijo para ser el portador perfecto de la

imagen de Dios. Cristo es “el resplandor de la gloria de Dios, la fiel

imagen de lo que Él es” (Heb 1:3). Y para todo jarrón agrietado que
es restaurado milagrosamente por gracia, Él es la respuesta a la

mejor pregunta: “¿Quién debo ser?”.

¿Cuál es la voluntad de Dios para tu vida? La respuesta corta:

que seas como Cristo. “Porque a los que Dios conoció de antemano,

también los predestinó a ser transformados según la imagen de Su

Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos”

(Ro 8:29). La voluntad de Dios es reparar las grietas en la imagen


que portamos, de tal forma que lo representemos como es debido y

crezcamos para ser más y más como nuestro hermano, Cristo, en

quien la forma y la función se expresan de manera perfecta. “Él es la

imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación”

(Col 1:15). Como tal, Él es tanto nuestro modelo como nuestro guía:

“Para esto fueron llamados, porque Cristo sufrió por ustedes,


dándoles ejemplo para que sigan Sus pasos” (1P 2:21). Y tal como
dice el apóstol Juan: “… el que afirma que permanece en Él debe

vivir como Él vivió” (1Jn 2:6).


Si queremos parecernos a Él, debemos vivir como Él vivió.
Un camino estrecho y seguro
Una vez escalé una meseta en Nuevo México cuya cima había sido

el hogar de indígenas americanos durante muchos siglos. Como no


había una fuente de agua en la cima de la meseta, sus habitantes

hacían viajes a diario para descender al valle y subir el agua que


necesitaban para sobrevivir. El resultado es un sendero desgastado
sobre la roca, un canal continuo de doce centímetros de profundidad
que avanza frente al empinado precipicio. Su anchura apenas te

permite poner un pie frente al otro, así que se requiere bastante


concentración para mantener el equilibrio en este camino estrecho,
pero no hay duda de que estás en la ruta de ascenso más segura.

Esto es lo que significa seguir los pasos de Cristo. Sea cual sea
el camino que hay por delante, no es amplio sino estrecho.

Preguntar: “¿Quién debo ser?”, significa preguntar cuál es el primer


lugar en donde debemos poner el pie en el camino estrecho. Con

cada paso que damos, nos vamos revistiendo más de nuestra


“nueva naturaleza, que se va renovando en conocimiento a imagen

de su Creador” (Col 3:10). Sí, la voluntad de Dios es que andemos

por el camino estrecho. Pero no andamos deambulando sin rumbo,


como si no entendiéramos dónde quiere que demos el siguiente
paso y estuviéramos en peligro de caer por un precipicio.

Simplemente caminamos siguiendo los pasos de nuestro Salvador,


Jesucristo.

Este es un libro que busca responder, de una vez por todas, la

pregunta sobre la voluntad de Dios para nuestra vida. Intenta


iluminar el camino estrecho para los que hemos olvidado su

existencia o nos hemos preguntado si lo podremos encontrar. El

camino estrecho no está escondido. Así como el ascenso a la cima


de la meseta, este camino se ha desgastado gracias a los pies de

muchos santos fieles, personas que han fijado sus ojos en el Autor y

Consumador de su fe, el cual anduvo sobre él antes que ellos. Este


camino se revela a los que han aprendido a preguntar: “¿Quién

debo ser?”, y miran a la persona de Cristo para encontrar


respuestas. Se revela a aquellos cuyo deseo más profundo y mayor

deleite es ser hechos de nuevo —a Su imagen— un paso cuidadoso

a la vez.
1

Dios, el más santo

La repetición es la madre del aprendizaje.

Proverbio romano

“Mamá, me duele mucho la cabeza y tengo que ir a clase. Me tomé

un vaso de agua”.
“Mamá, estoy muy ansioso por mi examen. ¿Puedes orar por

mí? Me tomé un vaso de agua”.

Estos son dos mensajes de texto enviados por dos miembros


de la familia Wilkin que están en la universidad en dos días

diferentes de la misma semana. Estos mensajes pueden parecer


extraños para los que no conozcan mucho a nuestra familia, pero

mis hijos y yo nos entendemos perfectamente. Desde que eran


pequeños, cada vez que me decían que les dolía algo, mi respuesta

era esta sugerencia: “Intenta tomar un vaso de agua”.


Mis hijos se han reído de mí varias veces por aconsejar este

remedio casero. Bromean diciendo que si me escribieran

diciéndome que perdieron un brazo, yo les aconsejaría que se


hidrataran.

Así que imagina mi alegría cuando me senté una noche a ver

las noticias con mi hijo menor y escuché un reporte médico donde


decían que el mejor primer paso para tratar los dolores de cabeza y

otros malestares comunes es… adivinaste. La mirada en el rostro de

Calvin demostró que había llegado a la conclusión correcta: ahora


sería imposible vivir conmigo. Afortunadamente para él, se gradúa

este año. Tal vez para cuando abandone el nido ya habré recibido
mi título médico honorario.

“Intenta tomar un vaso de agua” es solo una de muchas frases

grabadas en las mentes de mis hijos. Los padres repiten cosas.

Muchas cosas. Especialmente a los niños pequeños. Cuando

dejábamos a los niños con una niñera, mis últimas palabras siempre

eran: “¡Sean buenos unos con otros!”. Antes de que pudieran jugar
en la casa de un amigo, la pregunta estándar era: “¿Arreglaste tu
habitación?”. Y a la hora de ir a dormir: “¿Ya te cepillaste los
dientes?”.

Repetimos lo que queremos que otros recuerden. Y

aprendemos lo que escuchamos varias veces.

A medida que mis hijos iban creciendo, ya no esperaban que

les recordara las cosas. Cuando me pedían que los dejara ir a la

casa de un amigo, comenzaban diciendo: “Mamá, ya arreglé mi


habitación y terminé la tarea”. Porque la repetición había logrado su

propósito.

No es de extrañar que la fuente de la verdadera sabiduría utilice

esta herramienta con tanta regularidad. Al prestarle atención a lo

que repite la Biblia, entendemos qué es lo que más quiere que

aprendamos y recordemos.
¿Quién es Dios?
Mi intención específica en este libro es que aprendamos a identificar

la voluntad de Dios para nuestra vida.


Por lo general, nos inclinamos a discernir la voluntad de Dios

preguntando: “¿Qué debo hacer?”. Pero la voluntad de Dios tiene


que ver primeramente con quiénes somos y después con lo que
hacemos. Al cambiar la pregunta y decir: “¿Quién debo ser?”,
vemos que la voluntad de Dios no está oculta para nosotros en Su

Palabra, sino que se revela claramente.


La Biblia responde directamente a esta pregunta de esta forma:
“Sé como Jesucristo, quien representa perfectamente la imagen de

Dios en forma humana”. La voluntad de Dios para nuestras vidas es


que seamos transformados a la imagen de Cristo, cuya encarnación

nos muestra a un ser humano conformado perfectamente a la


imagen de Dios. En este libro consideraremos cómo podemos

reflejar una semejanza a nuestro Creador. Pero ya que la respuesta


de la Biblia a “¿Quién debo ser?” es: “Sé como la imagen misma de

Dios”, debemos preguntar: “¿Quién es Dios?”.

He sido grandemente beneficiada por teólogos que han


estudiado profundamente las Escrituras durante siglos para
responder esta pregunta. Stephen Charnock, Arthur Pink, A. W.

Tozer y R. C. Sproul han explorado el carácter ilimitado de Dios, y lo


han hecho a niveles que sobrepasan mi capacidad. Cualquier texto

de teología sistemática enumera y explora los atributos de Dios,

pero mi deseo en estas páginas es tomar la perspectiva excelsa de


Dios que se presenta en otros lugares y hacer una pregunta extra:

“¿Cómo debe cambiar mi manera de vivir si sé que Dios es

______?”.
En otro lugar exploré las implicaciones de diez de los atributos

incomunicables de Dios que podrían llenar ese espacio; aquellas

características que son propias solamente de Él.1 Solo Dios es


infinito, incomprensible, autoexistente, autosuficiente, eterno,

inmutable, omnipresente, omnisciente, omnipotente y soberano.


Cuando nos esforzamos por ser como Él en cualquiera de estos

aspectos, nos convertimos en Sus rivales. Somos seres humanos

creados para llevar la imagen de Dios, pero queremos más bien ser

como Dios. Nos esforzamos por alcanzar esos atributos que son

propios de Dios, aquellos que solamente le corresponden a un Ser

ilimitado. En vez de adorar y confiar en la omnisciencia de Dios,


deseamos la omnisciencia para nosotras mismas. En vez de

celebrar y reverenciar Su omnipotencia, buscamos omnipotencia en


nuestras propias esferas de influencia. En vez de descansar en la
inmutabilidad de Dios, observamos nuestros propios patrones

endurecidos de pecado y declaramos que somos inmutables, que

nos es imposible cambiar. Así como nuestro padre Adán y nuestra

madre Eva, anhelamos lo que solo le pertenece a Dios, rechazando

los límites que Él nos ha dado y creyendo neciamente que tenemos

derecho a poseer estos atributos.


Anhelar un atributo incomunicable de Dios es escuchar el

engaño de la serpiente: “… serás como Dios”. Es la inclinación

natural del corazón pecaminoso, pero ya que se nos ha dado un

nuevo corazón con nuevos deseos, debemos aprender a anhelar

atributos que sean apropiados para un ser limitado, aquellos que

describen la vida abundante que Jesús vino a darnos.

A estos se les conoce como los atributos comunicables de Dios,


aquellas características Suyas que pueden hacerse realidad en

nosotras también. Dios es santo, amoroso, bueno, justo,

misericordioso, lleno de gracia, fiel, veraz, paciente y sabio. Cuando

hablamos de ser “transformados a la imagen de Cristo”, esta es la

lista que tenemos en mente. Esta es la lista que intento explorar:

diez atributos que nos muestran cómo reflejar la imagen de Dios


como lo hizo Cristo. Por ejemplo, entre más gracia tengo, más

reflejo a Cristo, quien muestra perfectamente la imagen de Dios.


Pero ¿por dónde debo empezar? ¿Qué debería ser lo primero

que viene a mi mente cuando pienso en Dios?2 ¿Habrá alguna


respuesta correcta? Yo argumentaría que sí la hay. Solo tenemos
que prestarle atención a la madre del aprendizaje: la repetición.
Primero lo primero
Si es cierto que repetimos lo que es más importante, hay un atributo

de Dios que emerge claramente como uno de los primeros de la


lista: Su santidad. La santidad se puede definir como la suma de

toda excelencia moral, “la antítesis de toda imperfección o


corrupción moral”.3 Transmite la idea de ser apartado, sagrado,
separado; indica un carácter cuya pureza es absoluta.
Siguiendo la regla de la repetición, la Biblia quiere que nuestro

primer pensamiento sobre Dios sea que Él es santo. La palabra


santo aparece casi setecientas veces en la Biblia. Su forma verbal,
santificar, aparece doscientas veces más. Esas menciones de santo

en todas sus formas se relacionan con cosas, personas y lugares,


pero cuando se usa para describir a Dios, notamos algo

sorprendente. Ningún otro atributo aparece junto al nombre de Dios


con más frecuencia que la santidad. La Biblia menciona Su “santo

nombre” veintinueve veces. Solo en el libro de Isaías se le llama el


“Santo de Israel” unas veinticinco veces.

La santidad de Dios, la pureza absoluta de Su carácter, es lo

que lo distingue de todos Sus rivales:


¿Quién, Señor, se te compara entre los dioses?

¿Quién se te compara en grandeza y santidad?


Tú, hacedor de maravillas,

nos impresionas con Tus portentos (Éx 15:11).

Nadie es santo como el Señor;

no hay roca como nuestro Dios.


¡No hay nadie como Él! (1S 2:2).

Los dioses de Egipto y Canaán, de Grecia y Roma, nunca

declararon que poseían una pureza absoluta de carácter. Las

crónicas de sus hazañas parecen más un reality show que un texto


sagrado, el cual obliga al devoto a contemplar de forma voyerista

sus payasadas horrorosas. Pero el Dios de Israel posee una

santidad tan cegadora que nadie puede verlo y vivir; una pureza

moral tan devastadora que ni siquiera los seres angelicales —que


no tienen pecado y habitan en Su presencia inmediata— pueden

soportar mirarlo, sino que al contrario, se cubren los ojos con sus

alas:

Y día y noche repetían sin cesar:

“Santo, santo, santo


es el Señor Dios Todopoderoso,
el que era y que es y que ha de venir” (Ap 4:8; ver Is 6:3).

No soy experta en los seres angelicales, pero me parece

probable que lo primero que les viene a la mente cuando piensan en

Dios se expresa en aquello que repiten sin cesar: santo, santo,

santo.

Esta repetición merece una atención especial. Los rabinos

solían usar una doble repetición para enfatizar un punto, y vemos


que Jesús usa la misma técnica en Su propia enseñanza con frases

como: “De cierto, de cierto te digo…” y “Muchos me dirán: ‘Señor,

Señor’…”. R. C. Sproul escribe:

En las Sagradas Escrituras solo hay un atributo de Dios

que se eleva al tercer grado. Solo hay una característica de

Dios que se menciona tres veces sucesivamente. La Biblia

dice que Dios es santo, santo, santo. No dice que es santo,


ni siquiera santo, santo. Él es santo, santo, santo. La Biblia

nunca dice que Dios es amor, amor, amor; ni misericordia,

misericordia, misericordia; ni ira, ira, ira; ni justicia, justicia,

justicia. Dice que Él es santo, santo, santo, que toda la

tierra está llena de Su gloria.4


Repetimos lo que más queremos recordar, lo que es más

importante y lo que podemos olvidar más fácilmente. El pueblo de


Dios puede llegar a olvidar el atributo de Dios que la Biblia exalta

como el más alto, escogiendo enfatizar otro atributo en su lugar.


Algunas iglesias se enfocan en repetir casi exclusivamente que Dios
es amor. Algunos repiten casi exclusivamente que Dios es justo. Lo

primero que nos viene a la mente cuando pensamos en Dios puede


estar más marcado por nuestra experiencia que por lo que dice la

Biblia. La Palabra de Dios enfatiza la santidad de Dios, pero es


posible que nuestras iglesias no quieran hacer lo mismo. Si la

pureza absoluta de Dios hace que los ángeles desvíen la mirada,


entonces es posible que predicar acerca de la santidad no sea algo
que le agrade a las multitudes. Es mejor hacer énfasis en el amor

para que todos se sientan bienvenidos, o hacer énfasis en la justicia


para que todos se porten bien.

Dios merece nuestra adoración tanto por Su amor como por Su


justicia. Pero Su amor y Su justicia son definidos por Su santidad: Él

no solamente ama; Él ama desde una pureza absoluta de carácter.


No solo actúa con justicia; actúa con justicia desde una pureza
absoluta de carácter. Si enfatizamos cualquiera de Sus atributos por

encima de Su santidad o separada de ella, lo moldeamos de


acuerdo a nuestra imaginación o para nuestros propios fines. Su

amor se convierte en un amor en términos humanos, en vez de ser


un amor santo. Su justicia se convierte en una justicia en términos

humanos, en vez de ser una justicia santa.


Al comprender Su santidad, somos transformados por esa

revelación. El conocimiento de Dios y el conocimiento de uno mismo


siempre van de la mano. Nos vemos a nosotros mismos de una
forma diferente porque hemos visto a Dios como Él es. Y

entendemos nuestro llamado —reflejar a Dios como lo hizo Cristo—


de una forma nueva.
Santos como Él es santo
Uno esperaría que el atributo principal de Dios fuera incomunicable

—algo exclusivo del Dios todopoderoso—, pero no lo es. La


santidad es un atributo de Dios que podemos reflejar. Tómate un

momento para maravillarte ante esta realidad.


La santidad impregna cada aspecto del llamado cristiano. Se
encuentra en el centro mismo del evangelio. No solo somos salvos
de la depravación; somos salvos para la santidad. La conversión

conlleva consagración.
La Biblia presenta la santidad como algo que se nos ha dado y
que se demanda de nosotros. Nos dice: “Si estás en Cristo, has sido

santificado. Ahora sé santo”.


Hebreos 10:10 nos asegura que “somos santificados mediante

el sacrificio del cuerpo de Jesucristo, ofrecido una vez y para


siempre”. ¡Qué verdad tan preciosa! El sacrificio de Cristo nos da la

santidad posicional ante Dios. Somos apartados como Sus hijos.


Nada puede quitarnos nuestra santidad posicional. Sin embargo, la

Biblia no describe solamente la santidad posicional, sino también la

santidad práctica.
Aquí, de nuevo, la repetición sirve como nuestra maestra. El

Antiguo Testamento habla de la santidad como un imperativo y lo


hace repetidamente:

Yo soy el Señor su Dios, así que santifíquense y

manténganse santos, porque Yo soy santo… Yo soy el

Señor, que los sacó de la tierra de Egipto, para ser su Dios.


Sean, pues, santos, porque Yo soy santo (Lv 11:44-45).

El Señor le ordenó a Moisés que hablara con toda la

asamblea de los israelitas y les dijera: “Sean santos,

porque Yo, el Señor su Dios, soy santo” (Lv 19:1-2).

Conságrense a Mí, y sean santos, porque Yo soy el Señor

su Dios (Lv 20:7).

Sean ustedes santos, porque Yo, el Señor, soy santo, y los

he distinguido entre las demás naciones, para que sean

Míos (Lv 20:26).

Podemos ser tentados a ignorar estas instrucciones pensando

que solo son una parte extraña de un libro extraño del Antiguo
Testamento que ya no aplica para los que están bajo el nuevo pacto.
Pero Jesús mismo utiliza estas palabras en el Sermón del monte. En

el Nuevo Testamento, Él deconstruye las leyes de Antiguo

Testamento sobre el asesinato, el adulterio, el divorcio, los

juramentos, la venganza y el trato hacia los enemigos, apuntando a

una obediencia más profunda que no se trata simplemente de

acciones externas sino también de motivaciones internas. Aquí se


encuentra la rectitud que excede la de los escribas y los fariseos. Y

la frase que escoge para concluir Su idea es: “Por tanto, sean

perfectos, así como su Padre celestial es perfecto” (Mt 5:48).

Es una declaración tan estremecedora que podríamos ser

tentados a pensar que Él la usa para sacudir a Su audiencia. Seguro

está usando una hipérbole. Pero parece que cierto oidor que estaba

sentado a Sus pies en ese momento no lo tomó así. Casi treinta


años después, Pedro le escribe a un grupo de nuevos creyentes:

“Como hijos obedientes, no se amolden a los malos deseos que

tenían antes, cuando vivían en la ignorancia. Más bien, sean

ustedes santos en todo lo que hagan, como también es santo quien

los llamó; pues está escrito: ‘Sean santos, porque Yo soy santo’”

(1P 1:14-16).
Pedro repite lo que se le había repetido a él. No se conformen a

lo que eran antes. Sean transformados para ser como deberían ser.
Sean santos, así como Dios es santo.

Si todavía te estás preguntando cuál es la voluntad de Dios


para tu vida, deja que el apóstol Pablo elimine toda tu confusión: “La
voluntad de Dios es que sean santificados… Dios no nos llamó a la

impureza, sino a la santidad” (1Ts 4:3, 7).


En pocas palabras, la voluntad de Dios para tu vida es que seas

santo. Que en tu vida sea evidente que has sido apartado. Que, por
el poder del Espíritu Santo, te esmeres por alcanzar un carácter

absolutamente puro (Heb 12:14). Toda advertencia, toda ley, toda


exhortación apunta a este propósito principal. Todas las historias de
todos los personajes en todos los libros de la Biblia resaltan este

llamado. Sé santo, porque Él es santo.


Buscando la santidad
Debido a que nuestra conversión afecta nuestra consagración,

aquellos que reciben la santidad posicional serán movidos a buscar


la santidad práctica. Como dice el teólogo Jerry Bridges: “La

verdadera salvación trae consigo el deseo de ser santificado”.5


Crecer en santidad significa que sentiremos más odio hacia el
pecado. Pero reflejar el carácter de Dios no es solo quitarnos las
vestiduras de nuestra antigua manera de vivir. Requiere que nos

pongamos las vestiduras de nuestra nueva herencia. Crecer en


santidad implica ser más amorosos, justos, buenos, misericordiosos,
llenos de gracia, fieles, veraces, pacientes y sabios. Implica

aprender a pensar, hablar y actuar como Cristo todas las horas del
día que Dios nos conceda vivir en esta tierra como Sus redimidos.

Hace unos años fui a Detroit a principios de enero para visitar a


mi hermano. Pensé que había empacado ropa abrigada, pero

cuando el avión aterrizó y la temperatura era de -18ºC, supe de


inmediato que no importaba qué había empacado, no estaba

suficientemente preparada. Esta tejana no tenía ropa para

temperaturas bajo cero. Mi hermano se divirtió molestándome por mi


acento, por mi suéter liviano, por no tener bufanda y gorro y por mis
zapatos inadecuados. Y como no estaba acostumbrada a vivir con

nieve, siempre se me olvidaba quitarme los zapatos al entrar a la


casa.

Sin duda, cuando mi hermano se mudó de Texas a Detroit hace

treinta años, llegó tan mal preparado como yo. Pero con el tiempo,
aprendió a dejar sus viejas prendas tejanas, así como su acento y

sus hábitos, y adquirió los que coincidían con su nueva realidad. Se

aclimató a su nuevo ambiente.


La santidad es así. Es un proceso de aclimatamiento por medio

del cual aprendemos a comportarnos como hijos de Dios y no como

hijos de ira. A medida que nos vayamos vistiendo de esta nueva


vida, nos sentiremos más incómodos en nuestros viejos ambientes y

más cómodos con los redimidos. Nuestra separación se volverá


cada vez más evidente para aquellos entre los cuales caminamos

alguna vez. Nuestra conversión afectará nuestra consagración. No

solo necesitamos esta santidad, sino que también la deseamos por

encima de todo lo demás.

Pues esta es la voluntad de Dios, nuestra santificación.

Nota: Al final de cada capítulo encontrarás versículos,


preguntas y una oración para ayudarte a recordar y aplicar lo que

leíste. Considera la posibilidad de tener un diario en el que puedas


copiar o parafrasear cada uno de los versículos, anotando lo que
cada uno te enseña sobre el atributo que se estudió en el capítulo.

Escribe tu respuesta a las preguntas y añade tu propia oración.


Versículos para meditar
Levítico 19:2

Job 34:10
Isaías 47:4

Habacuc 1:13
Mateo 5:48
Hebreos 12:14
Preguntas para reflexionar

1. ¿De qué forma has visto la voluntad de Dios para tu vida

principalmente como algo que debes hacer y no como lo que


debes ser? Piensa en una decisión importante a la que te
estés enfrentando en la actualidad. ¿Limitas tus peticiones de

oración a resultados específicos? ¿Oras por tu santificación?


¿Cómo podrías cambiar tus oraciones en cuanto a esa
decisión importante?
2. Describe un tiempo de tu vida en el que hayas experimentado

una profunda convicción de pecado. ¿Qué te llevó a esa


convicción? ¿Cuál fue el resultado?

3. Piensa en la persona más santa que conozcas o hayas


conocido. ¿Cuál es o era su motivación para comportarse
correctamente?

4. ¿De qué manera debería nuestro deseo de crecer en santidad


mejorar nuestra relación con Dios? ¿Cómo debería mejorar

nuestras relaciones con otros? Da un ejemplo específico en

cada pregunta.
Oración
Escribe una oración a Dios pidiéndole que te muestre tu pecado a la

luz de Su santidad. Pídele que te ayude a odiar todo lo que no sea


santo para que puedas reflejar mejor Su verdadera naturaleza. Dale

gracias porque has sido santificado posicionalmente en Cristo y


porque estás siendo santificado en la práctica por el poder del
Espíritu.
2

Dios, el más amoroso

El amor de Dios es mucho más grande

de lo que se puede decir o escribir;


va más allá de la estrella más alta,
y llega hasta el infierno más bajo.

Frederick Lehman, 1917

Es difícil hablar sobre el amor de Dios. Si hay un atributo de Dios

con el que hay mucha confusión, es este.


Parte de la confusión es lingüística. En nuestra lengua nativa,

usamos “amor” o “amar” de forma general e indiscriminada. Yo amo


a mi esposo. También amo las comidas fritas. Tenemos que ser un
poco más específicos con nuestras palabras para marcar la

diferencia entre un tipo de amor y el otro.


Pero otra parte de la confusión es cultural. Nuestra cultura ama

el amor. Bueno, al menos el amor romántico. Mientras empiezo a

escribir este capítulo, se acerca el día de San Valentín. Como era de


esperarse, al buscar una película para el viernes en la noche,

nuestro servicio de streaming sugirió películas románticas. ¿Sabes

cuál es el drama romántico más taquillero de todos los tiempos?


Alcanzando casi los 700 millones de dólares, es un relato corto

sobre dos personajes llamados Jack y Rose, cuya historia de amor

de cuatro días se desarrolla en un crucero destinado al fracaso. Tal


vez ya sabes cuál es.6

Pero la historia de amor más conmovedora que he escuchado


recientemente no es la de Jack y Rose en el Titanic, sino la de Jack

y Lucille Cannon en Dallas, Texas. En el 2016 celebraron su

aniversario de bodas número setenta y cinco, y su historia salió en

el noticiero local. A sus noventa años están un poco encorvados,

con el pelo gris y usando andadores para moverse en su pequeña

casa, una que construyeron en 1941 con 3.500 dólares y que ha


sido su hogar desde entonces. Cuando el reportero les pregunta qué

se necesita para hacer que un matrimonio dure tanto tiempo, Lucille


menciona la amistad profunda que tenían y le da una respuesta
filosófica: “Tienes que dar un poco…”. Jack la interrumpe y, con una

sonrisa irónica, añade: “Tienes que dar bastante; [con un falsete

cómico] ¡dar bastante!”. Lucille no aguantó la risa.

La historia de sus setenta y cinco años no es tan fascinante: se

conocieron en la iglesia, formaron una familia, envejecieron juntos y

nunca han faltado a los tiempos de adoración de los domingos. La


entrevista la vio solo una pequeña parte de los millones que han

visto Titanic, y no ganará ni un solo premio.7 Pero es un tesoro.

Aunque en el cine lo que vende es el amor romántico tempestuoso,

la realidad es que el amor firme y abnegado que perdura ante la

prueba del tiempo es una perla de gran valor.


El amor en cuatro palabras
De todos Sus atributos, el amor de Dios es tal vez el más difícil de

concebir cuando tenemos tantas versiones humanas del amor, las


cuales son infinitamente inferiores y moldean nuestra manera de

pensar. El amor humano, aun en sus mejores momentos, solo


puede ser un susurro del amor puro y santo de Dios. Y aunque
podemos apreciar el amor entre amigos o entre familiares,
tendemos a darle el mayor valor al amor romántico. El gran éxito de

Titanic testifica sobre la forma en que nuestra cultura adora el


romance. Vivir una vida sin amigos o sin familia puede soportarse,
pero ¿vivir la vida sin un amante? Inconcebible.

Nuestra adoración al romance ha comenzado a redefinir la


forma en que hablamos de las personas o las cosas. Ha comenzado

a ofrecerle alternativas a la uniformidad insulsa del verbo “amar”.


Ahora estamos “embelesados”, “fascinados”, “obsesionados”,

“enloquecidos” o “nos derretimos” por todo, desde bebés recién


nacidos hasta nuevos sabores de helado. Decir que los amamos es

insuficiente, ya que las formas de amor que no son románticas no

suelen connotar una emoción tan fuerte.


Incluso hay ocasiones en las que hemos integrado nuestra

adoración al romance a nuestra adoración a Dios. Por ejemplo,


piensa en las letras de canciones famosas que hablan de

enamorarse de Jesús. Amazon ofrece varios libros, camisetas y

artículos decorativos que animan a los cristianos a “enamorarse de


Jesús”, a “abandonarse a sí mismos para tener el romance más

grande de su vida”. Si Cristo es el novio y la iglesia es Su novia, es

probable que este lenguaje no esté totalmente fuera de lugar. Pero


los términos en los que la Biblia presenta nuestra relación con Cristo

no nos hacen pensar en el romance de Jack y Rose, sino en el

compromiso firme de Jack y Lucille.


Podría decirse que necesitamos unas cuantas palabras más en

nuestro idioma para describir el amor. Pero este no es el caso del


lenguaje en el que se escribió la Biblia. El griego de la época de

Jesús, que también es el idioma del Nuevo Testamento, distingue

cuatro tipos de amor y usa una palabra específica para cada uno.

Conocer estos términos nos ayuda a entender cómo se describe el

amor de Dios en la Biblia, y puede ayudarnos a aclarar parte de la

neblina cultural que se ha posado alrededor de nuestras propias


ideas del amor.
Eros es la palabra que se usa para describir el amor
romántico.

Philia es la palabra que se usa para describir el amor entre

hermanos y amigos.

Storge es la palabra que se usa para describir el amor de un

padre por su hijo.

Agape es la palabra que se usa para describir el amor de


Dios.8

¿Cómo se usan estos términos en la Biblia? La palabra philia se

usa cincuenta y cuatro veces en el Nuevo Testamento, ya sea como

sustantivo o como verbo. Storge y eros no aparecen en absoluto. La

palabra agape es la que más aparece en toda la Biblia: doscientas

cincuenta y nueve veces.9


Cómo trasciende el agape
Mientras que nuestra noción común del amor es que es una

emoción que se experimenta, agape es un acto de la voluntad, “una


actitud inteligente y decidida de estima y devoción; una actitud

abnegada, intencional y que se dirige al otro, que desea hacerle


bien al ser amado”.10 En otras palabras, el agape no tiene que ver
con emociones, sino con acciones. La Biblia describe doscientas
cincuenta y nueve veces un amor que actúa.

Agape es la palabra que usa el apóstol Pablo para describir la


razón por la que Dios envió al Hijo:

Pero Dios demuestra Su amor por nosotros en esto: en que


cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por

nosotros (Ro 5:8).

Agape es la palabra que usa Jesús para instruir a Sus


discípulos en cuanto a los que los odian:

Ustedes, por el contrario, agape a sus enemigos, háganles

bien y denles prestado sin esperar nada a cambio. Así


tendrán una gran recompensa y serán hijos del Altísimo,

porque Él es bondadoso con los ingratos y malvados


(Lc 6:35).

El alcance y la naturaleza del agape no dan lugar a dudas. El

agape es lo que se describe en 1 Corintios 13:4-5, el pasaje tan

conocido que se lee en las bodas.

El ágape es paciente, es bondadoso. El agape no es


envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con

rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda

rencor. El agape no se deleita en la maldad, sino que se


regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo

lo espera, todo lo soporta.

El agape jamás se extingue.

Lo que hace que este pasaje sea hermoso para una boda es la

forma en que reta a la pareja a ir más allá del simple eros, o incluso
del philia, y a que entre ellos se exprese la misma clase de amor

que Dios les mostró: el agape incondicional, abnegado, activo,

sacrificial, incansable, interminable. Más Jack y Lucille, menos Jack

y Rose.
Pero sabemos que este amor no se puede practicar sin el poder
sobrenatural del Espíritu Santo. Ya que es Dios quien lo genera y lo

habilita, el agape no está atado a los límites que tienen las formas

terrenales del amor. El amor terrenal —ya sea eros, philia o storge—

siempre estará limitado en su capacidad por al menos tres razones.

Primero, el amor terrenal se basa en la necesidad. Los amantes

necesitan intimidad, los amigos necesitan compañerismo, los


familiares necesitan apoyo. Pero el agape se ofrece sin ninguna

necesidad. Lo ofrece aquel que disfruta de que Cristo haya suplido

su mayor necesidad, y se origina en un Dios que no tiene

necesidades. Cuando se trata del amor terrenal, entre más grande

sea la necesidad que el amor debe satisfacer, más cuidadosos

somos al darlo, porque hay un alto riesgo de ser rechazados. Pero

ya que el agape no está atado a la necesidad, se puede dar gratuita


y generosamente, sin temor alguno de que pueda ser una “mala

inversión”.

Segundo, el amor terrenal desea intensamente la reciprocidad.

Lo ofrecemos pensando qué tanto nos devolverán. Un amor terrenal

que no recibe se marchita con el tiempo. Por el contrario, el agape

se da sin ningún requisito de recibir algo a cambio. Ciertamente, lo


damos con la esperanza de que dé testimonio del agape de Dios
hacia los pecadores, pero lo extendemos aun si ese no es el

resultado. Los amores eros, philia y storge conllevan la promesa de


una conexión emocional compartida, pero el agape no es así. Lo

damos como una ofrenda unilateral, sin esperar nada a cambio.


Finalmente, el amor terrenal calcula qué tan digno es el que lo
va a recibir. Escogemos a quién vamos a amar dependiendo de qué

tan digno nos parezca. Dirigimos nuestro amor hacia la belleza, el


poder, la riqueza, la inteligencia o la fortaleza física. Pero el agape

se concentra en quienes el mundo consideraría indignos. Mira a los


pobres, a las personas con discapacidad, a los débiles, a los ciegos.

El agape ve más allá y decide amar al que no es digno, aun cuando


implique un gran costo personal. Se expresa de una forma más pura
cuando lo damos a aquellos de quienes no podemos recibir nada.

Cuando mostramos amor a aquellos que no pueden hacer nada por


nosotros, reflejamos el amor de Dios que recibimos en Cristo.
El agape es un requisito para la santidad
El agape es tanto la forma en que Dios nos ama como la forma en

que debemos amarnos unos a otros. Ya hemos visto que la


respuesta de la Biblia a la pregunta “¿Cuál es la voluntad de Dios

para mi vida?” es: “Sé santo como Él es santo”. Para los judíos de la
época de Jesús, el mandato a ser santos se entendía como un
llamado a una obediencia estricta a la letra de la ley. Pero Jesús
corrigió esa idea señalando el principio impulsor detrás de la ley: el

agape.

Uno de ellos, experto en la ley, le tendió una trampa con


esta pregunta: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento más
importante de la ley?”. “Ama [agapao] al Señor tu Dios con

todo tu corazón, con todo tu ser y con toda tu mente”, le

respondió Jesús. Este es el primero y el más importante de


los mandamientos. El segundo se parece a este: “Ama

[agapao] a tu prójimo como a ti mismo”. De estos dos

mandamientos dependen toda la ley y los profetas


(Mt 22:35-40).
Este pasaje se conoce como el gran mandamiento por el cual

se deben entender todos los demás. Me encanta la forma en que la


traducción King James de la Biblia (al inglés) expresa el último

versículo. Dice algo así: “De estos dos mandamientos ‘cuelgan’ toda

la ley y los profetas”. Me hace pensar en los tubos donde cuelgo la


ropa en mi armario. Hace poco, un problema de plomería hizo que el

armario se inundara. Todo lo que estaba colgado apropiadamente

en los dos tubos quedó intacto, pero todo lo que estaba en el piso se
arruinó.

De acuerdo con Jesús, todo llamado a obedecer cuelga del

mandato fundamental de amar a Dios y a otros. Cualquier tipo de


rectitud que no esté colgada firmemente en el amor termina siendo

inmundicia y trapos, así como las prendas que se arruinaron en el


suelo de mi armario inundado. Si me abstengo de asesinar, pero no

lo hago por amor a Dios y a otros, no he practicado la verdadera

santidad. Si me abstengo de calumniar o codiciar, pero no lo hago

por amor a Dios y a otros, todavía estoy pecando. O, como hemos

escuchado que se dice en las bodas:

Si hablo en lenguas humanas y angelicales, pero no tengo

amor, no soy más que un metal que resuena o un platillo


que hace ruido. Si tengo el don de profecía y entiendo
todos los misterios y poseo todo conocimiento, y si tengo

una fe que logra trasladar montañas, pero me falta el amor,

no soy nada. Si reparto entre los pobres todo lo que poseo,

y si entrego mi cuerpo para que lo consuman las llamas,

pero no tengo amor, nada gano con eso (1Co 13:1-3).

Si trato de ser santa sin agape, no agrego nada, no soy nada,

no gano nada.
El agape ordenado correctamente
El apóstol Juan declara que “nosotros amamos porque Él nos amó

primero” (1Jn 4:19). ¿Y a quién amamos? Primero, amamos a Dios.


Segundo, amamos a los demás. El gran mandamiento no es dado

para mostrarnos cómo ganarnos el favor de Dios, sino para


mostrarnos la única respuesta racional al amor que Dios nos ha
dado con tanta generosidad.
Así como con los Diez Mandamientos, el gran mandamiento

comienza con la relación vertical y pasa a las relaciones


horizontales. Si no amamos a Dios con todo nuestro corazón, alma,
mente y fuerzas, nos amaremos a nosotros mismos y a los demás

de una forma inadecuada. Amar a Dios correctamente es lo que


hace que podamos amar correctamente, tanto a nosotros mismos

como a los demás.


Cuando consagramos nuestro corazón, alma, mente y fuerzas

para amarlo a Él, nos vemos a nosotros mismos correctamente —no


hay espacio para el orgullo ni para la autoexaltación—, lo cual nos

prepara para amar con libertad a nuestro prójimo. Al vernos

correctamente como beneficiarios indignos del agape de Dios,


estaremos dispuestos a amar a nuestro prójimo a pesar de cómo
sea porque Dios nos amó primero a pesar de lo que éramos. No

esperamos a sentir amor, sino que actuaremos en amor ya sea que


lo sintamos o no. El agape va más allá de nuestros sentimientos.

Cuando nos cuesta amar a nuestro prójimo, solemos tratar de

remediar el problema esforzándonos más en la tarea. Sin embargo,


un problema en nuestro amor por el prójimo siempre apunta a un

problema en nuestro amor por Dios. Primero debemos enfocarnos

en amar a Dios correctamente. Restaurar la relación vertical es el


primer paso para corregir la relación horizontal. Cuando dudo si

debo mostrarle agape a mi esposo porque hirió mis sentimientos o

me decepcionó, demuestro que creo que el agape es algo que se


gana. Recordarme a mí misma que el amor de Dios por mí es

incondicional y sacrificial me lleva a amar más a Dios y me motiva a


extenderle amor a mi esposo gratuitamente, así como lo he recibido

gratuitamente de parte de Dios. Puedo amar porque Dios me amó

primero. Una relación vertical correcta con Dios corrige la relación

horizontal con el prójimo.

Tener una relación vertical correcta es emplear todo nuestro

corazón, toda nuestra alma, toda nuestra mente y todas nuestras


fuerzas —la totalidad de nuestro ser— en amar a Dios de una forma

activa. Cualquier cosa que deseemos, la buscamos como para el


Señor. Cualquier cosa que vayamos a hacer, nos la proponemos
como para el Señor. Cualquier cosa que pensemos, la analizamos

como para el Señor. Cualquier cosa que hagamos, trabajamos como

para el Señor.
A quien Dios ama por encima de todos los demás
¿Por qué se nos instruye a amar primero a Dios y luego a los

demás? Porque este es el orden en que Dios mismo ama. El amor


de Dios no comenzó en Génesis 1:1. Su amor es eterno, existía

desde antes de la Creación y se expresa eternamente dentro de la


Trinidad. No requería ningún objeto fuera de la Deidad. Nosotros
amamos porque Él nos amó primero. Él nos ama habiéndose amado
a Sí mismo primera y eternamente.

En los seres humanos, el amor propio no siempre es algo


admirable. Aunque amarnos a nosotros mismos apropiadamente es
bueno e incluso necesario para poder amar al prójimo, la Biblia

también habla de la categoría negativa de los “amantes de sí


mismos” (2Ti 3:2, RVC). Todos hemos conocido personas a quienes

llamaríamos narcisistas, que piensan más de sí mismas de lo que


deberían. Pero es imposible que Dios sea narcisista. Él se ama a Sí

mismo de una forma irreprochable, siendo el único digno de un amor


absoluto. Sería irracional que Dios no se amara a Sí mismo. El valor

de Dios es infinito, lo que hace que solo Él sea digno de recibir un

amor propio infinito, así como la adoración y veneración


incondicional de toda la creación. Es imposible que alguien,

incluyendo a Dios, ame demasiado a Dios.


Pero sí es posible que amemos demasiado el amor de Dios.

Esto lo hacemos cuando le damos énfasis a Su amor a costa de Sus

otros atributos. El pecado puede hacer que amemos una versión


incorrecta de Dios. Esta es la definición básica de la idolatría: un

amor incorrecto. Irónicamente, una de las formas más comunes que

toma nuestra idolatría es el amor incorrecto por el amor de Dios. El


énfasis excesivo en este amor es evidente incluso en las personas

que no son cristianas. Puede que conozcan muy poco de la Biblia,

pero muchos conocen y no tardan en citar algo obvio: “Dios es


amor” (1Jn 4:8). Cuando alguien dice: “Mi Dios es un Dios de amor”,

suele implicar la idea de que Su amor no le permite actuar con ira o


justicia, o de cualquier otra forma que no encaje con nuestras

concepciones humanas del amor.

Pero el amor de Dios es santo e infinito, y eso significa que todo

lo que Él hace es amoroso, aun cuando no lo percibamos así. Y Su

amor no solo se manifiesta en todo lo que hace, sino en todo lo que

retiene o se abstiene de hacer. En la Escritura, Cuando Dios actúa


en formas que percibimos como faltas de amor, el problema no está

en Él sino en lo limitada que es nuestra perspectiva. Cuando


soportamos dificultades o pérdidas, podemos ser tentados a
cuestionar si Dios nos ama. Es por esto que la Biblia se asegura de

recordarnos que la dificultad y la pérdida son algo que debemos

esperar en esta vida. La dificultad y la pérdida son agentes de

separación, pero nada nos puede separar del amor de Dios en

Cristo. Su amor es alto y largo, ancho y profundo; si fijamos

nuestros ojos en ese amor, tal vez podamos comenzar a


comprenderlo un poco incluso en esta vida.

Y mientras más lo comprendamos, más podremos ofrecerlo a

nuestro prójimo.
Amor sin límites
Cuando reconocemos que el amor que Dios nos ha dado no es

simplemente una emoción sino un acto de la voluntad, tenemos la


obligación de reevaluar la forma en la que amamos a otros, sobre

todo nuestras categorías. Ya no podemos ubicar a las demás


personas en las categorías de “digno de amor” e “indigno de amor”.
Si el amor es un acto de la voluntad —que no es motivado por la
necesidad, no mide cuánto lo merecen los demás y no requiere

reciprocidad— entonces no existe una categoría de “indigno de


amor”.
Esto es lo que Jesús enseña en la parábola del buen

samaritano. Cuando el intérprete de la ley trata de ajustar el


significado del gran mandamiento al preguntar: “¿Quién es mi

prójimo?” (Lc 10:29), Jesús responde con una historia sobre un


hombre que le muestra amor al que es “indigno”. Por supuesto, es

una historia sobre Sí mismo y sobre cada uno de los que hemos
sido rescatados por Él. La parábola ilustra claramente que se trata

de un rescate costoso que no fue solicitado y que se le concedió a

un beneficiario que no lo merecía.


Ama sin importar el costo
El gran costo del agape es evidente en la cruz. Por tanto, los que

deciden tomar su cruz deciden amar como Cristo amó, de una forma
costosa.

Cuando comenzamos a seguir a Cristo, decidimos amar a Dios


aunque nos cueste. Y siempre nos cuesta algo: nuestro orgullo,
nuestra comodidad, nuestra obstinación, nuestra autosuficiencia.
Algunas veces nos cuesta relaciones amistosas con la familia,

nuestra expectativa de seguridad y muchas otras cosas. Pero al


dejar todo esto de lado, comprendemos de una forma más profunda
el valor de la Persona a quien amamos. Encontramos cada vez más

libertad y, a medida que maduramos, decidimos amar a Dios sin


importar lo que nos cueste.

Cuando comenzamos a seguir a Cristo, decidimos amar a


nuestro prójimo aunque nos cueste. Y siempre nos cuesta algo:

nuestras preferencias, nuestro tiempo, nuestros recursos


económicos, nuestros privilegios, nuestros estereotipos. Algunas

veces nos cuesta nuestra popularidad, respeto y muchas otras

cosas. Pero al dejar todo esto de lado, comprendemos de una forma


más profunda el quebrantamiento de las personas a quienes
amamos. Somos cada vez más empáticos y, a medida que

maduramos, decidimos amar a nuestro prójimo sin importar lo que


nos cueste.

Este es el tipo de amor que diferencia a los creyentes del resto

del mundo. Es el tipo de amor que hace que la historia de Jack y


Lucille sea más fascinante que la historia de Jack y Rose. ¿Cuál es

la voluntad de Dios para tu vida? Que ames como has sido amado.

Cuando te enfrentes a una decisión, pregúntate: ¿Cuál opción me


permite crecer en agape hacia Dios y otros? Y luego decide de

acuerdo con Su voluntad.


Versículos para meditar
Salmos 86:15

Sofonías 3:17
Juan 15:13

Romanos 5:8
1 Juan 4:7-8
Preguntas para reflexionar

1. ¿Por qué crees que la idea de que “Dios es amor” es tan

popular en el mundo? ¿De qué manera nuestras nociones


humanas del amor contaminan la forma en la que entendemos
esta frase, incluso como creyentes?

2. Piensa en la persona más amorosa que hayas conocido. ¿De


qué manera demostraba su amor? ¿Cuál de los cuatro tipos
de amor (eros, philia, storge o agape) era más evidente en él o
ella?

3. ¿A qué persona (o a qué tipo de persona) tiendes a


categorizar como “indigna de amor”? ¿Qué aspecto de su

personalidad o comportamiento lo hace “indigno de amor” en


términos terrenales? ¿Cuál sería el costo que tendrías que
pagar para amar a esa persona como Cristo te ha amado?

4. ¿De qué manera debería el deseo de crecer en agape mejorar


nuestra relación con Dios? ¿Cómo debería mejorar nuestras

relaciones con otros? Da un ejemplo específico en cada

pregunta.
Oración
Escribe una oración pidiendo a Dios que te muestre en qué

aspectos lo has amado de forma condicional. Pídele que te muestre


a quién has visto equivocadamente como “indigno de amor”. Pídele

que te dé oportunidades claras de mostrar un amor costoso hacia


otros. Dale gracias porque Su amor por ti es irrevocable e
incondicional.
3

Dios, el más bondadoso

Sí, Dios es bueno, toda la naturaleza lo dice,

dotada de palabras por la misma mano de Dios;


y el hombre, con notas altas de alabanza,
debe cantar con alegría que Dios es bondadoso.

John Hampton Gurney, 1825

En marzo de 2017, un joven de 14 años llamado Kalel Langford y su

familia pagaron diez dólares para entrar al parque estatal Crater of


Diamonds en Murfreesboro, Arkansas. Apenas treinta minutos

después de haber entrado, mientras paseaban junto a un río, este


joven se agachó a recoger una pequeña piedra de color marrón que

captó su atención, ¡la cual resultó ser un diamante de 7,44 quilates!


Pudo conservarlo gracias a la política del parque, la cual establece

que uno puede quedarse con lo que encuentre.11 Encontrar un


diamante en un parque donde se sabe que varias personas han

encontrado diamantes puede parecer poco interesante. En la

historia del parque se han encontrado otros diamantes valiosos.


Pero encontrar uno de tal tamaño y valor justo allí a plena vista de

todos hace que la historia de Kalel sea envidiable.

De hecho, la historia de Kalel no es muy diferente a la del


creyente que va a la Palabra de Dios en busca de otro tipo de

tesoro. La Escritura está llena de evidencias de los atributos de

Dios, y de muchas otras gemas, que solo están esperando a que las
desenterremos mientras la leemos. Aunque sabemos que la Biblia

contiene estos tesoros, debemos excavar profundamente hasta


Génesis 18 para encontrar la primera mención explícita de la justicia

de Dios. Debemos excavar hasta Génesis 24 para encontrar la

primera mención explícita del amor de Dios. Debemos excavar

pacientemente hasta Éxodo 22 para encontrar la primera mención

de Su compasión. Pero ya en el cuarto versículo de su primer

capítulo, la Biblia pone a la vista de todos el diamante


resplandeciente de la bondad de Dios sin necesidad de excavación:
Dios, en el principio, creó los cielos y la tierra. La tierra era
un caos total, las tinieblas cubrían el abismo, y el Espíritu

de Dios se movía sobre la superficie de las aguas.

Y dijo Dios: “¡Que exista la luz!”. Y la luz llegó a existir. Dios

consideró que la luz era buena y la separó de las tinieblas

(Gn 1:1-4).

Dios ve que la luz es buena, no como un acto de

reconocimiento, sino como un reflejo de Su propia bondad, que se

origina en Él y sale de Él. Dios es la fuente de todo lo que es bueno,


y Él mismo es completamente bueno. Como dice el apóstol Juan en

el campo reluciente de diamantes del Nuevo Testamento: “Dios es

luz y en Él no hay ninguna oscuridad” (1Jn 1:5). Dios es

infinitamente bueno, no hay ninguna sombra en Él.

Y la Biblia no tarda en decírnoslo. En su primer capítulo reitera

metódicamente la bondad de Dios como algo que se evidencia en el


resto de Su creación. El mar, la expansión, la tierra: buenos. Las

plantas: buenas. El sol, la luna, las estrellas: buenos. Los peces, las

aves, las bestias: buenos. Los humanos: buenos. “Dios miró todo lo

que había hecho, y consideró que era muy bueno” (Gn 1:31). Muy

bueno, formado exquisitamente por la mano de un Dios muy bueno.


Dios es el origen de todo lo bueno. Él es infinitamente bueno,

así que lo que vemos de Él en una creación visible muy buena, y lo


que leemos sobre Él en las palabras muy buenas de las Escrituras,

son representaciones minúsculas de Su bondad. Tanto la creación


como las Escrituras son espejos limitados pero fiables, y nuestra
habilidad para entender lo que reflejan también es limitada. La

bondad infinita de Dios podría llenar una cantidad infinita de


universos y una cantidad infinita de libros. Y, sin embargo, el rayo de

luz que percibimos de esta bondad es enorme; es abundante. Dios


no es solo infinitamente bueno, sino que es inmutablemente bueno,

invariablemente bueno. Su bondad no aumenta ni disminuye, ni


tampoco flaquea. En Él no hay ninguna oscuridad, ni la ha habido, ni
la habrá. Él es bueno y hace lo bueno. No existe una mejor versión

de Él en el futuro, ningún progreso de bueno a mejor. La bondad de


Dios es benevolencia absoluta, la ausencia completa de malicia.

Dios no puede ni necesita mejorar con el tiempo. Él es tan bueno


como siempre lo ha sido, y siempre lo será. Perfectamente bueno.

Absolutamente bueno.
De acuerdo con Romanos 1, la bondad evidente de Dios en la
creación establece la culpa de cualquier criatura que no la

reconozca. Y, por otro lado, según los salmos, la bondad evidente


de Dios en la creación desencadena la gratitud de cualquier criatura

que la reconozca. El salmista lo escribe cinco veces: “Den gracias al


Señor, porque Él es bueno” (Sal 106:1; 107:1; 118:1, 29; 136:1). La

bondad de Dios es la razón por la que adoramos con humildad a


través de la gratitud. Es un diamante en nuestros caminos que brilla

tanto que solo un necio seguiría de largo al verlo. Sin embargo, los
fieles se arrodillan a recoger esta gema resplandeciente, libre de
sombras.
Bondad para todos
La bondad de Dios es una luz que irradia a través de todos Sus

demás atributos. Es la razón por la que Su omnipotencia (posesión


de todo el poder), omnisciencia (posesión de todo conocimiento) y

soberanía (posesión de todo el control) nos traen consuelo en vez


de terror. Es la razón por la que podemos atrevernos a creer que Él
es capaz de hacer que todo obre para bien (Ro 8:28). Ahora mismo
estamos viendo o soportando cosas que claramente no son buenas.

Pero bajo el gobierno soberano de un Dios eternamente bueno,


podemos confiar en que todo lo que ahora no vemos como bueno al
final será usado para nuestro bien. Así como José, un día —en esta

vida o la siguiente— veremos nuestras dificultades pasadas y


entenderemos cómo lo que nuestros enemigos pensaron para mal,

Dios lo ha usado para bien (Gn 50:20).


Todos nosotros —perdidos o salvos, grandes o pequeños—

experimentamos la bondad de Dios en miles de expresiones de Su


gracia todos los días. No, no todo es bueno ahora mismo, pero si

nos tomamos el tiempo para verlo, hay muchas cosas que sí son

buenas. ¿Has notado que la creación no es simplemente funcional,


sino que es hermosa? Nuestros cinco sentidos confirman que Dios
ha hecho mucho más que formar un ecosistema funcional para Sus

criaturas. Él no solo nos concede la vista, sino la percepción del


color, la profundidad y el contraste. No solo nos concede el sentido

del tacto, sino que percibimos la suavidad y la aspereza, la

uniformidad y la rugosidad, lo tibio y lo frío. Tenemos la capacidad


de disfrutar de miles de sabores, de escuchar miles de tonos,

melodías, tonos y volúmenes, y de oler miles de fragancias y

aromas.
Dios podría haber creado cosas mucho menos coloridas y

criaturas mucho menos complejas, pero en Su bondad, formó a Su

creación y la llenó de colores, de sonidos y de todo tipo de


abundancia. Cualquiera que haya pasado junto a un arbusto de

gardenias al anochecer ha olido la bondad de Dios. Cualquiera que


se haya detenido a ver un amanecer, que haya callado para

escuchar el canto de un ave, que haya llorado con una melodía, que

haya saboreado una frambuesa, que haya disfrutado de la

sensación del pasto lleno de rocío bajo sus pies o que se haya

maravillado con la simetría de una telaraña sabe que la bondad se

encuentra en todas partes, como muchos diamantes listos para ser


recogidos. Prácticamente nos tropezamos con ella en cada esquina,

a pesar de que vivimos en un mundo caído.


Tal vez no nos asombre que todavía queden vestigios de una
creación muy buena, aun cuando esta gime como consecuencia de

su destrucción. Pero maravillémonos al ver que a pesar de nuestra

rebeldía, la bondad de Dios hacia nosotros sigue manifestándose en

miles de circunstancias. Él nos da el pan diario y con frecuencia más

que solo eso, aunque tengamos la costumbre de quejarnos por lo

que nos falta en vez de estar contentos con lo que tenemos. Nos
concede tener familiares y amigos, aunque seamos más propensos

a enfurecernos con Él por las relaciones difíciles que a agradecerle

por las que disfrutamos. En general, nos regala más días de alegría

que de dolor, aunque nuestros corazones oscurecidos sean más

propensos a maldecirlo por los momentos difíciles que a bendecirlo

por los momentos alegres. Aunque tenía todo el derecho de dejar

Su bondad dentro del Edén, permitió que Su bondad siguiera a


Adán y a Eva todos los días de sus vidas, incluso luego de ser

expulsados. Y hace lo mismo con cada hijo de Adán y Eva hasta el

día de hoy.

A la luz de esto, considera con un nuevo interés las palabras

del ángel hacia aquellos pastores que estaban vigilando en la

noche: “No tengan miedo. Miren que les traigo buenas noticias que
serán motivo de mucha alegría para todo el pueblo” (Lc 2:10). No
solo noticias, sino buenas noticias. Estos ángeles que descendieron

al campo judío en esa noche fueron a proclamar la abundancia de la


bondad de Dios: No teman, porque el Dios que creó luz en medio de

la oscuridad de Génesis 1 lo está haciendo de nuevo. Buenas


noticias. Benevolencia. Y la luz brilló en la oscuridad, y la oscuridad
no pudo vencerla.

Buenas noticias fue la descripción más precisa que pudieron


usar los mensajeros angelicales, porque en ninguna otra cosa se

evidencia más claramente la bondad de Dios que en haber enviado


a Su Hijo. Tito 3:4-5 nos dice que “cuando se manifestaron la

bondad y el amor de Dios nuestro Salvador, Él nos salvó”.


Santiago 1:17 nos dice que “toda buena dádiva y todo don perfecto
descienden de lo alto, donde está el Padre que creó las lumbreras

celestes, y que no cambia como los astros ni se mueve como las


sombras”. El regalo bueno y perfecto de Cristo sobrepasa cualquier

otra bondad que podamos conocer.


Este Padre de las luces, que envió la luz de Cristo al mundo, lo

hizo para iluminar los corazones de Sus hijos, uno tras otro. Cristo
irradió una bondad perfecta en obediencia perfecta al Padre por el
bien de los perdidos. Así como Cristo irradia la bondad de Dios,
nosotras también deberíamos hacerlo. Él dice que esa bondad debe

ser evidente en nuestras vidas.


Buenos como Él es bueno
“Sean buenos”.

¿Cuántas veces lo dije mientras salía por la puerta dejando a


mis hijos al cuidado de otra persona? Dicho en ese contexto,

expresaba mi deseo de que mis hijos no hicieran nada malo y, en el


mejor de los casos, fueran de ayuda a la persona que los iba a
cuidar. Cuando mis hijos eran pequeños, era difícil encontrar niñeras
lo suficientemente valientes como para cuidar a los cuatro. Era

todavía más difícil reunir el dinero para pagarle suficiente a la niñera


y pagar la cena en un restaurante. Cuando les decía a los niños que
fueran buenos, yo necesitaba que lo fueran. Era una forma de decir

“por favor no ahuyenten a esta adolescente, porque realmente


necesito que tenga una buena experiencia”. Ya conoces las reglas.

Son para tu bien. Por tu propio bien, por favor obedécelas. Hasta
que tus padres regresen, sé bueno.

Jesús les habló de una forma similar a Sus discípulos en la


ladera de un monte:

Ustedes son la luz del mundo. Una ciudad en lo alto de una

colina no puede esconderse. Ni se enciende una lámpara


para cubrirla con un cajón. Por el contrario, se pone en la

repisa para que alumbre a todos los que están en la casa.


Hagan brillar su luz delante de todos, para que ellos

puedan ver las buenas obras de ustedes y alaben al Padre

que está en el cielo (Mt 5:14-16).

Sean buenos. Otros lo verán. Serán una luz que hará que otros
glorifiquen al Padre de las luces.

Pero ¿qué significa ser buenos como hijos de Dios? Ya que

somos beneficiarios de los regalos buenos y perfectos de Dios, ser


buenos con otros significa ser generosos. Significa reconocer que

Dios nos da cosas buenas no para que nos quedemos con ellas,

sino para que podamos administrarlas a favor de los demás.

El décimo mandamiento prohíbe la codicia porque al codiciar

negamos la bondad de Dios. Jesús habla en contra de la


acumulación porque quien lo hace niega la bondad de Dios. La

codicia implica que la provisión actual de Dios no es suficiente, y al

acumular estamos asumiendo que la provisión de Dios no será

suficiente en el futuro. Ninguna de estas formas de pensar resultará

en generosidad. La generosidad solo florece cuando no tememos la

pérdida de nuestros bienes.


Ya que tenemos los dones buenos y perfectos de Cristo,
podemos considerar toda generosidad como una pérdida razonable.

Dios nos da cosas buenas de forma generosa, y al hacerlo no se

arriesga a perder nada. Nosotros también debemos dar cosas

buenas a otros con generosidad, reconociendo que al hacerlo

tampoco nos estamos arriesgando. Podemos ser generosos con

nuestras posesiones, nuestros talentos y nuestro tiempo para el


beneficio de otros porque vemos estos dones buenos como un

medio para darle la gloria al Dador, en vez de a nosotros mismos.

La generosidad no es estrictamente para los que tienen

abundancia material. De hecho, el mundo es un mejor lugar gracias

a que Oseola McCarty reconoció esta verdad. Ella nació en 1908 en

la parte rural de Mississippi, y tuvo que dejar la escuela después del

sexto grado para cuidar de su tía enferma, pasando el resto de su


vida como lavandera. Nunca se casó, vivió calladamente en su

comunidad y asistía a la iglesia con regularidad, con una Biblia

remendada con cinta adhesiva. A lo largo de los años, las personas

de Hattiesburg le pagaban con monedas y billetes de dólar por sus

servicios. Sentía una gran dignidad por su trabajo, y se dio cuenta

de que el trabajo duro le da significado a la vida. “Comienzo todos


los días de rodillas, orando el padrenuestro. Luego, me ocupo con

mi trabajo”.12
En 1995, a la edad de ochenta y seis años, contactó a la

University of Southern Mississippi y les informó que quería donar


una parte de sus ahorros de toda la vida para financiar becas para
estudiantes afroamericanos, de modo que pudieran recibir la

educación que ella no recibió. La suma de su donación fue de


150.000 dólares. “Es más de lo que jamás podré usar. Sé que no

faltan muchos años para mi muerte, y me di cuenta de que el dinero


les haría más bien a ellos que a mí”.13

Oseola McCarty, hija de la pobreza e hija de Dios, quería hacer


el bien y hacerlo generosamente. Alabado sea Dios. Los que saben
que el bien les espera en el cielo pueden darse el lujo de ser

generosos en la tierra. No pierden nada al dar lo que se les ha dado.


La generosidad es la marca distintiva de los que están

decididos a ser luz en la oscuridad como hijos de su Padre celestial.


Es el sello de todos los que recibieron las buenas noticias

generosas de salvación a través de Cristo.


Dios es tu motivación para ser bueno
Sé bueno. Sé la persona que busca el bienestar de otros. Sé la

persona que da sin calcular el costo. Sé la persona que sirve con


alegría sin esperar que le den las gracias o algún reconocimiento.

Sean buenos empleados, buenos vecinos, buenos padres, buenos


hijos; buenos músicos, servidores públicos, artistas, voluntarios,
cuidadores y banqueros. Si lo son, atraerán atención como una
ciudad en la cima de una montaña a medianoche en el desierto.

Sin embargo, no esperes que las personas acudan


necesariamente en manada, aceptando tu luz con alegría. En cierta
forma, lo sorprendente de hacer el bien es que muchas veces causa

reacciones negativas. Otros podrían ver tus buenas obras y darle


gloria a Dios, pero puede que no lo hagan. Los escépticos llaman

“bienhechores” a los que son bondadosos crónicos, aunque con un


tono despectivo. La bondad excesiva de estas personas es una luz,

y para aquellos que aman la oscuridad es excesivamente molesto.


Tiene un efecto similar al de la luz solar que alumbra los bichos

expuestos cuando levantas una roca en el jardín. Al exponer la falta

de bondad en otros, el bienhechor se enfrenta a sus ofensas.


Por ejemplo, observa al bienhechor supremo: Jesús mismo.
“[Jesús] anduvo haciendo el bien… Lo mataron, colgándolo de

un madero” (Hch 10:38-39). Las palabras de Pedro a los gentiles


sobre la respuesta del mal ante el bien nos instruyen. Si vamos a

andar en la luz así como Él está en la luz, debemos esforzarnos por

ser buenos y hacer lo bueno, y debemos prepararnos para recibir el


mismo trato que Él recibió. Como hijos de Dios no podemos ser

bondadosos con el fin de asegurar el favor de Dios o de otros. Solo

es válida la bondad que busca expresar nuestra gratitud a un Dios


bueno, una bondad que busca reflejarlo a Él y que está empeñada

en amar a nuestro prójimo. Esa es la única bondad que almacenará

tesoros en el cielo. Si nuestro prójimo nos rechaza, está bien.


Hemos hecho lo que Cristo hubiera hecho. Si nuestro prójimo nos

acepta y glorifica a Dios, nos regocijamos con los ángeles.


Ser buenos “porque sí” no tiene ningún mérito. Debemos ser

buenos por amor a nuestro Dios, el más bondadoso, pues

disfrutamos a diario de Su bondad. Y debemos persistir en ser

buenos. Pablo nos dice que la bondad puede ser agotadora, pero

que con el tiempo produce una cosecha: “No nos cansemos de

hacer el bien, porque a su debido tiempo cosecharemos si no nos


damos por vencidos” (Gá 6:9). La lucha por la bondad es una lucha

que requiere tiempo y esfuerzo. Puede que nos cansemos de


nuestra propia resistencia interna a crecer en bondad o de la
resistencia de otros a nuestra bondad. Pero la constancia en hacer

lo bueno dará fruto a su tiempo. A medida que este fruto vaya

madurando, seremos cada vez más como nuestro Padre de las

luces.

¿Cuál es la voluntad de Dios para tu vida? Que seas bueno

como Él es bueno. Esa generosidad debería ser tu primer impulso


en la mañana y tu último pensamiento en la noche. Que camines en

la luz como Él está en la luz. No hay oscuridad en Él, y no debe

haberla en nosotros.

Hasta que el Hijo regrese, seamos buenos.


Versículos para meditar
Éxodo 33:18-19

Salmos 25:8-9
Salmos 100:5

Nahúm 1:7
Romanos 8:28
Gálatas 6:9-10
Santiago 1:17
Preguntas para reflexionar

1. ¿Cuál es el aspecto de la bondad de Dios que más reconoces

y disfrutas en tu día a día? Piensa en algunas bondades


cotidianas que hayas pasado por alto. Haz una lista y dale
gracias a Dios por ellas.

2. Describe un momento de tu vida en el que hayas sido


rechazado por hacer lo bueno. ¿Cuál fue el resultado? ¿Qué
aprendiste sobre ser un seguidor de Cristo?
3. ¿En cuál área de tu vida eres más propenso a cansarte de

hacer el bien? ¿Cuál es la relación o circunstancia que más se


beneficiaría si renuevas tu determinación de ser generoso con

tu tiempo, tus talentos o posesiones?


4. ¿De qué manera debería el deseo de crecer en bondad
mejorar nuestra relación con Dios? ¿Cómo debería mejorar

nuestras relaciones con otros? Da un ejemplo específico en


cada pregunta.
Oración
Escribe una oración a Dios agradeciéndole por revelarte Su bondad

en la vida cotidiana. Pídele que te ayude a confiar en Su bondad en


medio de circunstancias actuales que no son buenas. Dale gracias

porque las buenas noticias de Cristo implican que has sido apartado
para hacer buenas obras por el poder del Espíritu, las cuáles Él
determinó que hicieras. Pídele que haga brillar Su bondad a través
de ti.
4

Dios, el más justo

En Dios santísimo, justo y verdadero,

he puesto mi confianza;
no temeré a lo que pueda hacer la carne,
la descendencia del polvo.

Isaac Watts, 1707

Este es un capítulo para aquellos que han sido tratados

injustamente. Y también es un capítulo para aquellos que han


actuado injustamente. Ya sea que te identifiques más fácilmente con

la primera categoría o con la segunda, la justicia perfecta de Dios es


una razón para celebrar.
Aun así, este es un tema que solemos evitar. Se han predicado

muchos sermones sobre el amor de Dios, se han compuesto


muchos himnos sobre la gracia de Dios, se han escrito muchos

devocionales sobre la misericordia de Dios, pero no es muy común

que Su justicia sea el tema de nuestra adoración y reflexión.


Sentimos calidez al escuchar de Su amor, gratitud al escuchar de Su

gracia y ternura al escuchar de Su misericordia, pero Su justicia

suele evocar cierta inquietud.


En nuestras conversaciones con incrédulos no es muy común

que nos apresuremos a hablar de la justicia de Dios. Por esa misma

razón, las fórmulas evangelísticas típicas comienzan con un énfasis


en el amor de Dios. “Dios te ama y tiene un plan maravilloso para tu

vida” parece un comienzo mucho más prometedor que “en Su


justicia, Dios castiga al que infringe la ley”.

Sin embargo, las Escrituras describen la justicia de Dios como

una virtud que se debe exaltar, no como un defecto que se debe

esconder. Y si nos tomamos un momento para recordar que hemos

sido justificados ante el Juez justo, nosotros también podemos

celebrar el buen gobierno y la ley justa de nuestro Dios.


El buen Gobernador
Encontrar un buen gobierno es difícil. Esto lo sé gracias a las

noticias, pero también lo sé de primera mano, ya que fui parte de un


gobierno malo. En mi último año de la secundaria me eligieron por

votación como secretaria de la clase. Entre todas mis


responsabilidades, la principal era tomar notas durante nuestras
reuniones del consejo estudiantil. Los demás miembros del consejo
y yo éramos los mejores estudiantes de nuestra clase y los que

siempre seguíamos las reglas, así que las recompensas y los


elogios nunca faltaban. Cuando quedaban solo dos semanas para la
graduación, el Club Rotario local nos invitó a un almuerzo en

nuestro honor. Vestidos con nuestra mejor ropa de domingo, salimos


temprano de la escuela, comimos del bufé y recibimos placas en

agradecimiento por nuestro servicio altruista.


Fue después que nos dejamos llevar por el encanto de los

cargos altos. He intentado reconstruir la lógica que nos llevó a


nuestra ruina, pero solo puedo suponer que la comida gratis y las

placas nublaron nuestro buen juicio. En vez de regresar a la

escuela, pasamos la tarde en la casa del presidente de la clase


escuchando el último álbum de U2. ¿Qué puedo decir? La pasamos
bien todos juntos y eso fue bueno, porque todo el consejo estudiantil

terminó pasando la última semana del último año de la secundaria


juntos —castigados por no ir a clase. Éramos un gobierno que

rendía cuentas a un gobierno más alto, la dirección, y se hizo justicia

rápidamente para los que habíamos sido negligentes en las tareas


gubernamentales.

El gobierno fue idea de Dios. Él puso a personas en lugares de

autoridad para implementar un sistema de normas. El emblema de


nuestro sistema judicial terrenal —una mujer con los ojos vendados

que sostiene unas balanzas— personifica la justicia. Aunque en

términos humanos la justicia se presenta como ciega, la justicia de


Dios tiene los ojos bien abiertos y ve claramente. Dios conoce todas

las acciones, pensamientos y motivaciones, así que hace uso del


cetro de justicia con una visión clara.

La belleza del gobierno justo de Dios es mayor cuando se

observa en el contexto de Su omnisciencia y omnipresencia. El Dios

que está totalmente presente en todas partes, el Dios que lo sabe

todo, es infinitamente apto para cumplir el rol de Juez justo. En una

sala de audiencias terrenal, el juez y los integrantes del jurado


escuchan los casos con una habilidad limitada para discernir la

verdad de la mentira. Los testigos de los hechos reportan lo que


vieron con una habilidad limitada para recordar lo que aconteció
realmente. Los sesgos y la corrupción pueden entrar al proceso.

Algunas veces, los testigos perjuran. Otras veces se declara

culpable a la persona equivocada. A veces se le impone una

sentencia injusta a un acusado. No siempre se hace justicia en las

cortes humanas.

Por el contrario, Dios es un juez que conoce todos los hechos


de todos los casos. Aunque las cortes terrenales trabajan para

reconstruir lo que realmente sucedió, Dios conoce exactamente

quién le hizo qué a quién, cuál día, en qué lugar y con cuál

propósito. Él conoce no solamente los hechos externos del caso,

sino las motivaciones internas de todos los involucrados. Él no es

solo el Juez, sino que también es el Testigo que testifica

perfectamente de los actos. Ya que no puede castigarnos ni más ni


menos de lo que merecemos, Sus sentencias son exactamente lo

que demanda la justicia, ajustándose a la perfección a las ofensas

que se cometen. Nadie es declarado culpable incorrectamente.

Nadie se escapa del castigo luego de haber cometido un crimen.

Siempre se hace justicia en la corte de Dios.

Las sentencias de Dios también son perfectas y justas. Aunque


los humanos tienden a buscar retribución, los castigos de Dios
siempre van acordes con el crimen. Él es incapaz de castigar de

más y es incapaz de castigar menos de lo merecido. Cada


expresión de Su ira es apropiada para la maldad que la causó.
Una ley justa
Es imposible clasificar el gobierno de Dios como bueno sin

considerar el fundamento de Su mandato. ¿Cuál es el estándar con


el que Dios gobierna? Como la fuente de toda justicia, Dios tiene

tanto la habilidad como el derecho de determinar lo que es bueno y


lo que es malo. Él establece los límites de la moralidad. El
instrumento de Dios en Su buen gobierno es Su ley perfecta, la cual
nos dice lo que es correcto y lo que es incorrecto.

La justicia de Dios es la expresión de Su amor por Su ley. En


Salmos 119:97, David exclama: “¡Cuánto amo yo tu ley! Todo el día
medito en ella”. Todo el salmo de 22 estrofas y 176 versículos está

dedicado a exaltar la belleza, la bendición y la bondad de la ley.


Menciona diez veces su deleite en ella, y veintiocho veces su deseo

de guardarla. Si el rey David se expresa de esta forma en cuanto a


su amor por la ley de Dios, ¿cuánto más amará Dios Su propia ley y

meditará en ella de día y de noche?


Cuando Adán y Eva infringieron estos límites, actuaron de

forma injusta, trayendo sobre sí mismos y sobre todos sus

descendientes la condena justa de un Dios santo. Desde el Edén,


toda la humanidad se ha rebelado en contra del buen gobierno del
único Dios verdadero. Sin embargo, incluso en un estado de

rebeldía, todos muestran que les queda algo de conciencia de los


requisitos de la buena ley de Dios. Desde la antigüedad, los seres

humanos han tratado de apaciguar a sus diferentes dioses con todo

tipo de sacrificios. Sabemos que somos culpables. Sabemos que


necesitamos una provisión para lidiar con nuestra culpa.

Los que no confían en el sacrificio perfecto de Cristo se pasarán

la vida buscando expiación, ofreciendo sus propias buenas obras a


un Dios que crearon en su propia imaginación. Buscarán justificarse

por cualquier medio que encuentren. Su vida será una de afán y

futilidad.
Pero en los que se está restaurando la imagen de Dios, el

Espíritu Santo obra en conjunto con nuestra conciencia para que


actuemos con justicia con el propósito de darle gloria a Dios. El

Espíritu Santo nos impulsa a obedecer la ley de nuestro buen

Gobernador. ¡Y qué gran regalo es que la presencia del Espíritu

habite en nuestro interior para estimularnos a la rectitud! En vez de

futilidad, experimentamos fructificación.

Es por esto que la Palabra llama al pagano transgresor y al


pecado transgresión (1Jn 3:4). Cristo murió “para rescatarnos de

toda maldad” (Tit 2:14). Por otro lado, el creyente admira la ley de
Dios y admira cada expresión de Su justicia tanto en la tierra como
en el cielo. Pablo nos recuerda que la rectitud no tiene comunión

con la transgresión (Ro 6:19), designando así a los creyentes como

amantes de la ley de Dios, ya que esta los protege a ellos y a los

demás.
Un Juez (y un Padre) imparcial
De acuerdo con el apóstol Pedro, los hijos de Dios deben vivir en

obediencia reverente a la luz de la justicia de Dios: “Ya que invocan


como Padre al que juzga con imparcialidad las obras de cada uno,

vivan con temor reverente mientras sean peregrinos en este mundo”


(1P 1:17).
Las ideas tanto de la obediencia a Dios como del temor a Dios
han caído en desuso en muchos círculos cristianos. Pedro les

recuerda a sus oyentes que el Dios que envió a Su Hijo es tanto un


Padre personal y amoroso como un Juez imparcial de los corazones
de los hombres. Un Dios así es digno no solo de nuestra adoración

sino también de nuestro temor reverente. Es importante que


reverenciemos a Dios, porque los que olvidan lo glorioso que es,

pronto olvidarán Su ley. El Antiguo Testamento da testimonio una y


otra vez de este efecto en la rebeldía habitual de Israel. Así como

ellos, nosotros podemos olvidar que fue Dios quien nos rescató de
la esclavitud, y podemos comenzar a vivir según nuestras propias

agendas. Pero los que guardan las verdades del Padre amoroso y

Juez justo podrán adorar al Señor en la hermosura de la santidad


(Sal 96:9, RVC). Ellos traerán los sacrificios aceptables de un
corazón quebrantado y arrepentido, de obediencia, oración y

adoración.
Pero, por causa de nuestra humanidad, nuestra capacidad de

percibir la justicia perfecta de Dios y Su paternidad amorosa es

limitada. No siempre veremos que se haga justicia en esta vida.


Muchas veces los malvados prosperan (Sal 37:35; Jer 12:1). Es

común que los inocentes vayan a la tumba sin ver la vindicación por

los crímenes que se cometieron contra ellos. Pero la justicia perfecta


de Dios demanda que todo pecado reciba un castigo. Él no siempre

lo hace de formas visibles para nosotros, resolviendo todo

ordenadamente como en un episodio de La ley y el orden. Un día


veremos Su justicia perfecta, pero por ahora nos esforzamos por

entender lo que Él ha hecho, está haciendo y hará (Ec 3:11).


Podemos estar seguros de que nadie se saldrá con la suya.

Nada está escondido de la vista de Dios. No existen los pecados

secretos. “Solo Dios sabe” es una expresión común que quiere decir

que no tenemos idea del porqué de una circunstancia. Muchas

veces lo decimos con frustración, pero para el creyente, esa frase

reconoce un hecho básico que debería darnos seguridad. Dios ve y


sabe. Y en Su justicia, Él actúa. Por ninguna razón absolverá al
culpable (Nah 1:3). Cuán reconfortante es saber que ninguna
injusticia que podamos sufrir quedará impune.

Como personas culpables, también es reconfortante descubrir

que el Juez justo frente al cual debemos comparecer es nuestro

buen Padre. Imagínate estar en un juicio por un crimen que

cometiste a plena luz del día; entras a la sala de audiencias y te

encuentras con tu amado padre —que es infinitamente amoroso,


bueno y compasivo— sentado en el estrado. Imagina también,

mientras estás allí para declararte culpable, que tu hermano

Jesucristo se pone de pie para interceder por ti. Su testimonio es

claro: Él ha asumido tu culpa por haberte rebelado en contra del

buen gobierno de Dios. Él ha cargado tu culpa sobre Sus hombros,

en la forma de una cruz de madera.


Disciplina justa
Entonces ¿el creyente nunca experimenta la justicia de Dios?

Gracias a Cristo, nuestro Padre y Juez no nos mira con ira, pero
sigue siendo nuestro Padre, que nos cría con justicia. Esto lo

conocemos como Su disciplina. Él nos da leyes que son para


nuestro bien y seguridad y, cuando las transgredimos, permite que
nos arrepintamos y aprendamos de nuestros errores, aunque con
frecuencia debemos soportar las consecuencias. Y aunque nos

disciplina en amor, puede que no lo percibamos inmediatamente


como algo amoroso. Es por esto que el autor de Hebreos se
esfuerza por recordarnos que Dios disciplina a los que ama

(Heb 12:6). El profeta Jeremías reconoció el papel de la disciplina


justa para los hijos de Dios: “Corrígeme, Señor, pero con justicia, y

no según Tu ira, pues me destruirías” (Jer 10:24). La disciplina de


Dios es Su justicia sin ira, con el propósito de entrenarnos en la

piedad.
Cuando mis hijos eran pequeños, siempre regresaban de la

escuela con proyectos especiales cuando llegaba el Día de las

Madres. Cuando Calvin estaba en kínder, su maestra envió a casa


una hoja de preguntas y respuestas que él había llenado sobre mí.
La frase “Mi madre ama ____” la completó con “las siestas y las

galletas Oreo”. Culpable. La frase “Sé que mi mamá me ama porque


____” la completó con una lista encantadora de cosas que he hecho

por él. “Me prepara la cena. Me abraza. Me ayuda a cepillarme los

dientes”.
En todos los años que recibí esas hojas de mis hijos pequeños,

no vi ninguna respuesta en la que dijeran que los amaba porque

siempre los enviaba a la cama a las siete en punto, o porque no los


dejaba comer muchos dulces, o porque cuando peleaban los hacía

reflexionar en su comportamiento. Aunque estas también eran

expresiones de mi amor, mis hijos no aprendieron a verlas como tal


sino hasta que fueron mayores. Así es que funciona la justicia de

Dios en la vida del creyente. Gracias a Cristo, la ley de Dios nos


entrena, pero ya no nos condena. Tal vez nos tardemos en

reconocerla como una expresión de Su amor, pero nos gobierna con

bondad. Nos enseña a caminar como hijos de luz, a andar como

Cristo anduvo.
Una ira justa
Si es difícil reconocer la disciplina como algo compatible con un Dios

amoroso, es aún más difícil reconocer la ira como tal. Este aspecto
de Su justicia puede desafiar la fe de los que se aferran a las

Escrituras como inerrantes, y puede motivar a los que rechazan o


menosprecian el testimonio bíblico a decir: “Mi Dios es un Dios de
amor, no de ira”. Aunque al leer la Escritura estoy de acuerdo de
forma intelectual con la necesidad y la rectitud de la ira de Dios

contra el pecado, reconozco que mi respuesta emocional es más la


de un niño que aún no ha madurado y que sigue luchando por tener
una perspectiva clara.

Aunque me puedo identificar con el deseo de eliminar la ira de


Dios de la Biblia o dejarla solamente en el Antiguo Testamento, esto

pondría en riesgo Su santidad y mi postura ante ella. No hay forma


de alcanzar un arrepentimiento genuino sin luchar por comprender

la rectitud de la ira de Dios. Mientras vea Su ira como excesiva y


cruel, caminaré con un entendimiento limitado del peligro y la

depravación del pecado. Y caminaré con un entendimiento limitado

de lo que sucedió en la cruz.


La historia del destino de Sodoma y Gomorra es instructiva en

este sentido. Cuando Dios le cuenta a Abraham Su plan de destruir


estas dos ciudades situadas en la llanura de Sinar, Abraham decide

interceder pidiendo que los justos se salven. Dios acepta perdonar

la ciudad si hay diez personas justas en ella. Lo que Dios sabe, y


Abraham no, es que no hay diez justos. Él perdonará solamente a la

familia de Lot y lo hará no como un acto de justicia, sino de

misericordia.
Me imagino a Abraham esperando y pensando luego de que los

ángeles que lo visitaron fueron a Sodoma. Mientras espera a

distancia, la narrativa hace un acercamiento para describir un día


típico de la vida de Sodoma, y es algo nauseabundo: sensualidad,

violencia y maldad de todo tipo. El lector es testigo de todo, pero


Abraham no. Me imagino su sorpresa cuando se entera del destino

de aquellos por quienes había intercedido:

Al día siguiente Abraham madrugó y regresó al lugar donde

se había encontrado con el Señor. Volvió la mirada hacia

Sodoma y Gomorra, y hacia toda la llanura, y vio que de la

tierra subía humo, como de un horno (Gn 19:27-28).


Mientras Abraham observa las ruinas y el humo de aquellas dos
ciudades, contempla una verdad del evangelio: en Su justicia, Dios

castiga el pecado. Se necesitaba una intercesión más grande que

cualquiera que Abraham pudiera ofrecer. Él no es testigo de una

crueldad, ya que Dios no puede castigar más de lo justo. Eso lo

convertiría en injusto. No, Abraham es testigo de un castigo que va

acorde con el crimen.


No sé cuántas personas vivían en las ciudades vecinas de

Sodoma y Gomorra en el momento de su destrucción, pero

sospecho que eran muchas menos que las que viven en mi ciudad

de Dallas/Fort Worth. Sea cual fuera el número de habitantes,

representaban una cantidad ínfima de vidas humanas en

comparación con todos los injustos que han vivido desde Adán

hasta ahora. Este es un pensamiento que nos devuelve a la


realidad: lo que sucedió en la llanura de Sinar en ese día tan

desolador cuando cayó fuego del cielo fue una muestra de lo que es

la justicia perfecta para los pecados de algunos.

Pero Cristo sufrió en la cruz por los pecados de muchos. No

hay ni un justo, no, ninguno (Ro 3:10). El destino de Sodoma es el

destino que todos merecemos. En la cruz, la justicia imponente de


Dios para muchos, para mí, incandescente y sulfúrea, santa, acorde
con los crímenes que retribuye, cayó del cielo sobre el único Ser

humano justo que ha caminado sobre la tierra. El justo sufrió por el


injusto voluntariamente, para poder conducirnos a Dios.

Es por esto que la Biblia nos recuerda que si confesamos


nuestros pecados, Dios no solo es fiel para perdonar nuestros
pecados, sino también justo. Ya que Cristo fue castigado en nuestro

lugar, Dios sería injusto al castigarnos por un pecado que ya ha sido


pagado. Así que ¿cuán preciosa se vuelve para nosotros la sangre

derramada y el cuerpo molido de Cristo? ¿Qué tan rápido


deberíamos confesar? Ya no hay necesidad de excusas ni de

autojustificación. Somos justificados ante Dios en Cristo.


Buscando justificarnos a nosotros mismos
Si se nos olvida que somos justificados en Cristo, nuestra relación

con Dios y con otros puede sufrir las consecuencias.


Comenzaremos a caer en patrones donde negamos o minimizamos

nuestros pecados, en vez de reconocerlos y confesarlos.


Comenzaremos a llevar las cuentas. Estaremos bastante
conscientes de las ofensas que se cometen contra nosotros y
nuestra ira se despertará fácilmente cuando nos ofendan.

Además, llegaremos a ignorar alegremente las ofensas que


cometemos contra otros, y nuestra ira se despertará con rapidez
cuando nos digan que los ofendimos. Suavizaremos las cosas con

una disculpa, creyendo en secreto que realmente no hicimos nada


malo. O, si nuestra ofensa es válida, hablaremos de circunstancias

extenuantes o daremos explicaciones extensas de por qué teníamos


la razón al actuar así. El que se justifica a sí mismo es fácil de

identificar. Es el que es lento para escuchar, pronto para hablar y


pronto para airarse, que es todo lo contrario a lo que manda

Santiago (Stg 1:19).

Ya que nuestro sentido de justicia se basa en una perspectiva


parcial y sesgada de los hechos en cualquier caso, llevaremos la
cuenta de tal forma que siempre quedemos bien. Siendo nuestro

propio juez y jurado, percibiremos que la evidencia apunta hacia


nuestra absolución y a la condenación de nuestro prójimo. Como el

fariseo en la parábola de Jesús, nos felicitaremos a nosotros

mismos porque no somos “como otros hombres” (Lc 18:11).


Todas las cuentas que llevamos nos impiden vivir en paz unos

con otros y servirnos unos a otros. Y es inútil. No tenemos

necesidad de autojustificarnos. Solo necesitamos confesar nuestros


pecados. La autojustificación revela que no entendemos el perdón

que recibimos por medio de la cruz. La cruz de Cristo significa que

ya se saldaron las cuentas.


La vida del creyente que ama la justicia de Dios se

caracterizará no por llevar cuentas, sino por una obediencia


reverente. Se caracterizará por un amor a la ley moral que cambiará

nuestros deseos para que reflejen los de nuestro Padre celestial. Se

caracterizará por una sumisión humilde a nuestro buen Gobernador

y a los límites que Él ha establecido respecto a lo que es correcto. El

efecto inmediato de comprender la justicia de Dios será un deseo

interno de obedecer. El efecto a largo plazo será un deseo externo


de hacer justicia para otros.
Justos como Él es justo
¿Cuál es la voluntad de Dios para tu vida? Escucha las palabras del

profeta Miqueas:

Ya se te ha dicho lo que de ti espera el Señor:


Practicar la justicia,
amar la misericordia,

y humillarte ante tu Dios (Miq 6:8).

La voluntad de Dios es que hagamos justicia. Cuando dejamos

de autojustificarnos, comenzamos a identificar las necesidades de


nuestro prójimo con más y más claridad. Usamos nuestra energía

para asegurar que se haga justicia a los débiles y los oprimidos.


Dios se refiere a Sí mismo como “Padre de los huérfanos y defensor
de las viudas” (Sal 68:5). Como Sus hijos, debemos llevar esta

identidad familiar a las esferas de influencia que Él nos haya dado.


Los que tengamos cualquier tipo de ventaja debemos usarla para

beneficiar a nuestro prójimo. Los que tengamos más que el pan

diario debemos abrir nuestros ojos y nuestras manos para ayudar a

aquellos que todavía esperan el suyo.


En la antigüedad, la viuda y el huérfano eran los más propensos

a sufrir explotación o a ser olvidados por sus comunidades. No


tenían poder social ni económico; no tenían voz ni defensor. Hoy en

día, los explotados y olvidados están a nuestro alrededor, al igual

que en esa época. La Biblia habla de la amplitud de la justicia de


Dios, y llama una y otra vez a Su pueblo a buscarla para los

marginados e ignorados. Si no tomamos esto en cuenta, nuestro

sentido de justicia no irá más allá del patio de nuestra propia casa.
Nuestras comunidades e iglesias están llenas de viudas y

huérfanos, de peregrinos y pobres. Actuamos con justicia cuando

intercedemos por ellos, cuando nos aseguramos de que reciban el


trato que merecen como seres humanos creados a imagen de Dios.

Nosotros deberíamos ser los primeros en alimentar a los


hambrientos, vestir al desnudo, recibir al extranjero, visitar al

enfermo. Deberíamos asegurarnos de que se haga justicia a los

oprimidos, porque al hacerlo nos parecemos a Dios. Si lo hacemos

es como si lo hubiéramos hecho por Cristo mismo (Mt 25:35-40).

El buen gobierno de Dios nos asegura que a fin de cuentas la

justicia prevalecerá sobre todas las cosas. No le responde a un


gobierno más alto y no sufre corrupción. Hasta el día en que se

arreglen las cuentas, trabajamos como Sus siervos para vivir


obedientemente y buscar justicia para los que no la tienen. ¿Cuál es
la voluntad de Dios para tu vida? Que seas justo como Él es justo,

que te deleites en Su ley, que exaltes Su buen gobierno, que hagas

justicia a diario como hijo de tu Padre celestial.


Versículos para meditar
Deuteronomio 10:17-19

Deuteronomio 32:3-4
Salmos 9:7-8

Salmos 37:27-29
Salmos 82:1-4
Salmos 89:14
Lucas 11:42
Preguntas para reflexionar

1. ¿De qué formas has visto que la ley de Dios provee un buen

gobierno para tu vida? Da un ejemplo de tu experiencia.


¿Cómo ha demostrado la ley de Dios que es digna de ser
amada y meditada constantemente?

2. Describe un momento de tu vida en el que hayas


experimentado la disciplina amorosa de Dios. ¿Cuál fue el
resultado?
3. ¿A cuáles formas de autojustificación y de llevar cuentas eres

más propenso? ¿Revelan áreas subyacentes donde hay una


falta de arrepentimiento en tu vida?

4. ¿Quiénes necesitan que hagas justicia para ellos? Haz una


lista de varias personas o grupos específicos en tu comunidad
y piensa en varias ideas de acciones específicas que puedas

realizar esta semana para extenderles tu ayuda.


Oración
Escribe una oración a Dios adorándolo por Su buen gobierno. Dale

gracias por Su ley que te mantiene lejos del pecado. Confiesa tu


pecado si te has justificado esta semana. Pídele a Dios que levante

en ti un odio por los actos humanos de injusticia, para que puedas


servir con entusiasmo a aquellos que sufren por causa de ellos.
Dale gracias porque has sido justificado para poder actuar
justamente.
5

Dios, el más misericordioso

¡Profundidad de misericordia!

¿Será posible que haya aún


más misericordia reservada para mí?

Charles Wesley, 1740

Mis dos hijas nacieron con unos quince meses de diferencia. Como

son tan cercanas en edad, en la escuela compartieron los mismos

amigos, jugaban en los mismos equipos deportivos, cantaban en el


mismo coro y servían en el mismo ministerio en la iglesia. Por eso,

casi siempre se habla de ellas al mismo tiempo. Los amigos nos


preguntan: “¿Cómo les va a Mary Kate y a Claire?”. En verdad

comparten muchas cosas en común y son un par de hermanas


felices. Pero cada una es singular, con su propia personalidad

encantadora y sus propios rasgos hermosos. Cada una aporta algo


especial a nuestra familia y al mundo. Todo el que las conoce lo

sabe, pero la cercanía de edad hace que sus nombres suelan

mencionarse juntos.
A veces pasa algo similar con dos atributos de Dios que

solemos asociar de manera muy estrecha en nuestras mentes,

como si se tratara de dos hermanas: la misericordia y la gracia. Es


común verlas juntas en un mismo versículo. Aparecen juntas en

nuestros himnos y coros de alabanza. Sin duda, se relacionan

estrechamente. Pero así como mis hijas son felizmente similares y


maravillosamente distintas, los atributos de la misericordia y la

gracia son hermanas dignas de admiración tanto juntas como


separadas.

Le dedicaremos un capítulo a cada una de estas hermanas.

Pero antes de dividirlas, debemos considerarlas juntas. Para esto,

también debemos incluir el contexto necesario de la justicia de Dios.

La justicia, la misericordia y la gracia coexisten en el carácter de

Dios. Cuando Dios le da los Diez Mandamientos a Moisés, celebra


las tres características en su autodescripción: “El Señor, el Señor,
Dios clemente y compasivo… que perdona la iniquidad, la rebelión y
el pecado; pero que no deja sin castigo al culpable” (Éx 34:6-7).

Ya hemos considerado la justicia de Dios, pero con el propósito

de comparar, sinteticemos la justicia, la misericordia y la gracia en

tres definiciones clásicas y simples que nos ayudan a entender

cómo se relacionan entre ellas.

Justicia es recibir lo que merecemos.

Misericordia es no recibir lo que merecemos.


Gracia es recibir lo que no merecemos.

El primer paso para entender las distinciones entre estos tres

conceptos es saber qué es “lo que merecemos”. Nuestro análisis

sobre la justicia perfecta de Dios nos recordó que, debido a que

hemos transgredido Su santa ley, todos merecemos la muerte. Pero

el simple hecho de que estés leyendo este libro debería decirte que

no se ha hecho justicia; al menos no a costa tuya. De ser así,


estarías muerto, y lo mismo aplica para la autora de este libro. Nadie

estaría vivo porque “todos han pecado y están privados de la gloria

de Dios” (Ro 3:23).

El hecho de que estés inhalando y exhalando en este mismo

momento indica que estás recibiendo misericordia. Aunque Dios


tenía todo el derecho de reclamar tu vida, te ha concedido días,

meses y años. En esto, tú y todo ser humano han recibido


misericordia porque se les perdonó la muerte inmediata, y han

recibido gracia porque se les ha dado largura de días. Se te ha


concedido una prórroga de la muerte física. Y si estás leyendo este
libro porque crees en Cristo, no solo has recibido misericordia sino

también el regalo de la vida eterna: la mayor gracia de todas. Pero


hablaremos más sobre la gracia cuando lleguemos a su capítulo.

Primero le daremos el espacio debido a su hermana, la misericordia.


La misericordia abunda
La misericordia de Dios es Su compasión activa hacia Su creación.

Es Su respuesta al sufrimiento y la culpa, ambos productos de la


Caída. ¿Hasta dónde se extiende? “Bueno es el Señor para con

todos, y Su misericordia está en todas Sus obras” (Sal 145:9, RVA).


Dios es infinitamente misericordioso, pero ejerce Su misericordia
como Él decide, de acuerdo con Su soberana voluntad. Él escoge
de quién tendrá misericordia (Ro 9:15). No está obligado a mostrarle

misericordia a nadie, pero en la Biblia vemos que le muestra


misericordia al pecador y al santo por igual. Los salmistas apenas
pueden dejar de hablar de la misericordia de Dios. Aunque muchos

consideran que el Dios del Antiguo Testamento es un Dios


inmisericorde, el Antiguo Testamento menciona Su misericordia en

una proporción cuatro veces mayor que el Nuevo Testamento.14


Pero el Nuevo Testamento nos enseña que en Cristo vemos la

misericordia de Dios plasmada en toda su riqueza: “Pero Dios, que


es rico en misericordia, por Su gran amor por nosotros, nos dio vida

con Cristo” (Ef 2:4-5). Pablo comienza su segunda carta a los

corintios con una celebración de Dios como “Dios y Padre de


nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de toda
consolación” (2Co 1:3). Pedro exclama: “¡Alabado sea Dios, Padre

de nuestro Señor Jesucristo! Por Su gran misericordia, nos ha


hecho nacer de nuevo mediante la resurrección de Jesucristo, para

que tengamos una esperanza viva” (1P 1:3).

Dios el Padre envía a Su Hijo por Su gran misericordia. Él actúa


compasivamente hacia los pecadores, el Hijo se encarna y la

misericordia adquiere un nombre propio.

Entender la misericordia de Dios en Cristo nos puede ayudar a


entender mejor un versículo importante que solemos pasar

demasiado rápido. Lo memoricé cuando era pequeña, pero nunca

me detuve a examinarlo: “Si confesamos nuestros pecados, Dios,


que es fiel y justo, nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad”

(1Jn 1:9). Fiel y… ¿justo? Ver a Dios como fiel para perdonar los
pecados confesados parecía lógico, pero esa referencia a la justicia

me dejó perpleja cuando me detuve a examinarlo. ¿Cómo es posible

que el hecho de que Dios perdone nuestros pecados sea justo? ¿No

debería decir “fiel y misericordioso” en vez de “fiel y justo”? Hizo

falta otro fracaso personal para yo poder detenerme y entender

cómo este versículo podía ser verdad.


La justicia, la misericordia y las multas
Mi esposo, Jeff, es un excelente conductor. Nunca ha tenido un

accidente, a excepción de dos incidentes en la secundaria que no


vale la pena contar (uno en el que una vaca inesperada tuvo heridas

menores y otro en el que hubo una falla catastrófica en un lavadero


de autos mientras Jeff lavaba el suyo). Así que, para aclarar, Jeff es
un excelente conductor que, a excepción de las dos veces en las
que fue víctima de circunstancias que estaban fuera de su control,

no ha tenido ningún accidente.


Yo no soy mala conductora. El único accidente automovilístico
en el que estuve involucrada (bueno, que causé) sucedió en el

parqueadero de la iglesia. Di reversa demasiado rápido y me estrellé


contra un camión que estaba detrás de mí, causándole un daño

significativo a su parachoques y su rejilla. La historia es más


significativa cuando te enteras de que, en un parqueadero de más

de cuatrocientos espacios, me estrellé contra el único otro auto que


había allí en ese momento.

No soy mala conductora, pero me han puesto una que otra

multa. Hace siete años iba atravesando la ciudad para ir a dar una
conferencia un viernes durante la hora pico del tráfico. Luego de
haber esperado tres ciclos para girar a la izquierda en una

intersección congestionada, aceleré mientras el semáforo estaba en


amarillo y seguí mi camino. Un par de semanas después llegó una

multa por correo con evidencia fotográfica de mi falta. Resultó que

había cruzado cuando el semáforo estaba en rojo. La justicia


dictaminó que se necesitaban doscientos dólares para limpiar mi

buen nombre. O eso pensé.

Digamos simplemente que no teníamos doscientos dólares


extra en ese momento, y mi vergüenza por el incidente hizo que

retrasara el pago de la multa. Jeff se dio cuenta de que la fecha

límite de pago estaba cerca y me lo recordó. Yo iba a salir de la


ciudad, así que me dijo que iba a ir a la página web y se encargaría

del pago. Fue allí que descubrió que, en realidad, no era mi buen
nombre el que estaba en juego, sino el suyo. Como el auto que yo

conducía estaba a su nombre, mi multa había pasado a su

expediente de conducción… su excelente expediente de

conducción. ¿Su respuesta? “Ya lo solucioné”.

Misericordia. Él pagó mi multa sin quejarse, y mi culpa quedó

en su historial. A los ojos del gran estado de Texas, las demandas


de la justicia se habían cumplido, aunque por otra persona. Yo no

recibí lo que merecía, sino que Jeff lo recibió en mi lugar.


Ejemplos como este nos ayudan a entender por qué Dios es
tanto fiel como justo para perdonar nuestro pecado: debido a que

Cristo recibió justicia en la cruz, nosotros recibimos misericordia.

Como Cristo ya pagó por nuestra culpa, Dios sería injusto si ahora

se negara a perdonar nuestros pecados. La misericordia y la justicia

toman su lugar en la narrativa de nuestra salvación.


La misericordia triunfa sobre el juicio
Una de las partes más difíciles de escribir o enseñar es encontrar y

contar historias que ilustren los puntos clave de lo que quiero


comunicar. Prefiero las historias personales de cosas que realmente

sucedieron (como la que acabo de contar), pero siempre está el


riesgo de exponer demasiado a un amigo o familiar al relatarla, así
que se tienen que usar con cuidado. Sin embargo, en el caso de un
análisis de la misericordia, la historia perfecta ya se escribió. Como

sus personajes son ficticios, no creo que alguien se ofenda. La


usaré aquí con el permiso del autor.
Hablo de la historia de dos hombres, uno es el más respetado

de la ciudad y el otro es el más odiado. Ambos se dirigen


abrumados al lugar de adoración local, cada uno a su manera. El

primer hombre se pone de pie y ora en voz alta, dándole gracias a


Dios porque no es como los demás hombres. Según sus palabras,

él es el mejor modelo de rectitud, todo lo contrario al canalla que


entró cabizbajo después de él y se quedó allí cerca de la entrada.

Sin duda, todos los que alcanzaron a escucharlo estuvieron de

acuerdo con su autoevaluación.


Pero el canalla, que se había quedado a cierta distancia, luego

abre su boca para hablar. Su osadía es increíble. ¿Cómo se atreve


a ofrecer su oración en este lugar? Y solo pronuncia una frase

sencilla: “Dios mío, ten misericordia de mí, porque soy un pecador”

(Lc 18:13, RVC).


Qué insuficiente. ¿Cómo se le ocurre soltar una frase tan

abrupta, tan breve y tan general? Regresa al lugar de donde viniste.

No tienes nada que hacer aquí.


Sin embargo, el autor de nuestra historia da un veredicto

diferente al que esperaríamos: “Les digo que este, y no aquel, volvió

a su casa justificado ante Dios. Pues todo el que a sí mismo se


enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”

(Lc 18:14).
Esta historia es ficticia. Pero ha ocurrido miles de veces.

¿Cómo puede ser que el recaudador de impuestos de la

parábola de Jesús salga justificado? La respuesta se encuentra en

lo que enseña la frase breve que pronuncia. Ya que Jesús es el

autor, cada palabra ha sido escogida y ubicada con una

intencionalidad perfecta: “Dios mío, ten misericordia de mí, porque


soy un pecador”.
Fíjate en la imagen que se forma con las palabras de este
hombre. En un extremo de la frase tenemos a Dios, en el otro

extremo tenemos a un pecador, y en el medio está la misericordia.

La palabra específica que Jesús escoge para “ten misericordia de

mí” es la forma verbal de la palabra que traducimos como

“propiciatorio”. Los que escuchaban esta historia de Jesús sabían

que el propiciatorio era la cubierta del arca del pacto. El arca se


encontraba en el Lugar Santísimo y estaba diseñada para

representar un trono. Dentro del arca estaba el documento del

pacto: los Diez Mandamientos, que representan la justicia de Dios.

Una vez al año, el sumo sacerdote rociaba el propiciatorio con la

sangre de un sacrificio inocente y sin mancha para expiar los

pecados del pueblo.

Básicamente, el recaudador de impuestos clamó: “Dios, sé el


propiciatorio para mí, un pecador”. Lo que a nuestros oídos

modernos les parece una escasez de palabras en realidad es una

plegaria perfectamente calibrada. El recaudador de impuestos,

reconociendo la insuficiencia de su justicia y de sus palabras, se

aferra a la misericordia de la sangre expiatoria, poniéndola entre él

mismo y Dios.15
Esta historia es ficticia. Pero ha ocurrido miles de veces.
Es la imagen de nuestra salvación. El clamor del recaudador de

impuestos es el clamor de todos los que reconocen que la única


forma en la que pueden acercarse a un Dios santo es a través de la

sangre derramada de un Cordero inocente.


Santiago, el hermano de Jesús, habla de esto cuando nos
recuerda que “la misericordia triunfa sobre el juicio” (Stg 2:13,

NBLA). O, más literalmente, “la misericordia se exalta por encima


del juicio”. Sospecho que Santiago, al igual que Jesús, también está

dibujando una imagen con sus palabras, recordando ese trono


dorado del arca en el Lugar Santísimo. El salmista describe la

justicia de Dios como el fundamento de Su trono (Sal 89:14). Nota


que los Diez Mandamientos están en la base del arca, pero Dios no
se sienta sobre la justicia. No, se sienta sobre la misericordia. Al

completar el tabernáculo, Moisés obedeció los mandatos de Dios al


pie de la letra en cuanto a su montaje: “… tomó el documento del

pacto y lo puso en el arca… y sobre ella puso el propiciatorio”


(Éx 40:20).

Contempla la imagen y toma nota de su enseñanza. La


misericordia se exalta a sí misma por encima del juicio. En donde la
ley condenaría, la misericordia triunfa.
Tomando en cuenta la misericordia de Dios
¿Que cómo conduzco ahora? Gracias por preguntar. Desde esa

multa, ya no conduzco como lo hacía antes. Cada vez que soy


tentada a acelerar cuando el semáforo está en amarillo, siento una

punzada en la conciencia. Ahora soy más cuidadosa que antes y me


niego a que el nombre de Jeff lleve más culpas por mis delitos. La
misericordia tiene ese efecto en los que la reciben. Cambia la forma
en que vivimos.

Luego de haber hablado extensamente sobre la naturaleza y la


profundidad de la misericordia de Dios tanto hacia los judíos como
hacia los gentiles, el apóstol Pablo concluye lo siguiente: “Por lo

tanto, hermanos, tomando en cuenta la misericordia de Dios, les


ruego que cada uno de ustedes, en adoración espiritual, ofrezca su

cuerpo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios” (Ro 12:1).


Como hijos de Dios, ahora vivimos tomando en cuenta la

misericordia en todo momento. El resultado de esta perspectiva es


la rendición sacrificial de nuestra vida por el bien de otros. En lo que

podamos, permitimos que la misericordia triunfe sobre el juicio.

Tener misericordia significa aliviar el sufrimiento, tanto físico


como espiritual. Tomando en cuenta la misericordia de Dios,
sacrificamos nuestra comodidad física para suplir lo que le falte a

otros. Esto lo hacemos por nuestros seres queridos, por supuesto,


pero también lo hacemos con personas que no son allegadas a

nosotros. Según el mundo, no tenemos obligación de hacerlo, pero

la cruz nos dice que sí tenemos una gran obligación para con todos.
En vez de compararnos a nosotros mismos con los más

quebrantados y desesperados, y de considerarnos más justos que

ellos, recordamos de dónde Cristo nos sacó y les ofrecemos la copa


de la misericordia.

Tener misericordia también significa perdonar como hemos sido

perdonados. Teniendo en cuenta la misericordia de Dios,


sacrificamos nuestra amargura y resentimiento para extender el

perdón. También sacrificamos nuestras heridas legítimas, como el


dolor del rechazo injusto o el dolor de una herida que recibimos

injustamente. Se las confiamos a Dios, recordando que nosotros le

hicimos eso mismo a Cristo, en un grado mucho más alto, y que Él

lo soportó para salvarnos.

Aquí puede surgir una pregunta natural: “¿Cuántas veces debo

perdonar?”. Y la respuesta es clara. Pedro le hizo la misma pregunta


a Jesús. Como conocía algo de la misericordia generosa de Dios,

enmarca su pregunta de tal forma que sin duda espera elogios por
parte de Jesús: “Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi
hermano que peca contra mí? ¿Hasta siete veces?” (Mt 18:21).

Los rabinos de la época de Pedro enseñaban que una

misericordia generosa requería que las personas perdonaran hasta

tres veces, pero no más. Pedro, más bien de forma ostentosa,

sugiere un mayor número que los rabinos y uno simbólico, ya que el

número siete se usa frecuentemente en el Antiguo Testamento para


referirse a la perfección y a una totalidad. Jesús responde con un

llamado a una misericordia generosa que se extiende más allá de lo

que se le podía ocurrir a Pedro: “No te digo que hasta siete veces,

sino hasta setenta y siete veces” (Mt 18:22).

Jesús amplifica el número simbólico de Pedro. Lo multiplica por

diez y luego agrega siete más por si acaso: 7 x 10 + 7. Combina el 7

de Pedro con el 10, que también significa totalidad. ¿Cuántas veces


deberíamos perdonar? 7 x 10 + 7. Completamente por

completamente más completamente. Luego de decir esto, les relata

una parábola de un hombre que, después de que se le perdona una

deuda astronómica, va y trata sin misericordia al hombre que le

debe poco dinero. El punto es claro: Jesús le dice a Pedro que

perdone como él ha sido perdonado. Hasta lo sumo, como Dios nos


ha perdonado.16
Pedro mismo fue inmortalizado en la Escritura por negar a

Jesús tres veces en una sola noche. Tres absoluciones no serían


suficientes. Tampoco siete. No, solo serviría una misericordia

generosa, una misericordia abundante.


Cuando no extendemos misericordia a otros estamos revelando
que no reconocemos lo que hemos recibido, que hemos perdido de

vista la abundante misericordia de Dios para con nosotros.


Debemos obedecer la voluntad de Dios para nuestras vidas de ser

“compasivos, así como [nuestro] Padre es compasivo” (Lc 6:36).


Misericordia sabia
Perdonar generosamente no significa permanecer en situaciones de

riesgo. La Biblia hace un gran esfuerzo por abordar los peligros de


andar con los que hieren perpetuamente a otros. A los que no

aprenden de sus errores pasados se les llama necios. Aunque


podamos perdonar al necio por herirnos, no debemos darle
oportunidades ilimitadas para herirnos de nuevo. Si lo hacemos,
nosotros mismos estaríamos actuando como necios. Cuando Jesús

extiende misericordia en los Evangelios, siempre lo hace con un “ve


y no peques más”, ya sea explícita o implícitamente. Cuando
nuestro ofensor continúa pecando contra nosotros, lo sabio es poner

límites en donde sea debido. Hacerlo es en sí mismo un acto de


misericordia hacia el ofensor, ya que al limitar sus oportunidades de

pecar contra nosotros, le ahorramos más culpas ante Dios. La


misericordia nunca requiere someterse al maltrato, ya sea espiritual,

verbal, emocional o físico.


Sí, Jesús soportó todos estos tipos de maltrato para expiar

nuestros pecados. Pero nosotros no somos Jesús. En todo lo que

soportó, Él nunca fue una víctima. Una víctima es alguien que es


subyugado en contra de su voluntad por una persona más
poderosa. Es posible que seamos victimizados por otros, y entre

menos poder tengamos, será más probable que suceda. Es por esto
que la Biblia deja clara nuestra responsabilidad de cuidar a la viuda

y al huérfano. Las mujeres y los niños, que a menudo no tienen

poder en la sociedad, son victimizados más fácilmente y, según las


estadísticas, son los más victimizados. Jesús no tuvo menos poder

cuando vino a la tierra, ni por un instante. Si es una víctima, no es

un Salvador. Teniendo acceso a un poder ilimitado, entregó Su vida


voluntariamente. Somos llamados a seguir Su ejemplo de extender

misericordia, pero lo hacemos sabiendo que somos vulnerables a

ser victimizados. Perdonamos hasta lo sumo, pero no vamos a


permitir una victimización continua, ni la nuestra ni la de alguien

más.
La mesa de la misericordia
A menudo, las personas a las que más necesitamos extender

misericordia y perdón no son conscientes de la herida que han


causado. Con frecuencia, no perciben la necesidad de pedirnos

perdón. Es difícil extender misericordia al que no tiene misericordia.


Es difícil decir con Jesús: “Padre, perdónalos, porque no saben lo
que hacen” (Lc 23:34). Y aun cuando somos capaces de hacerlo,
nos damos cuenta de que, con el tiempo, las heridas antiguas

pueden resucitar. Es por esto que Dios prepara continuamente una


mesa para nosotros en presencia de nuestros enemigos. Cuando el
viejo enemigo de la falta de perdón levanta su cabeza, recordamos

que nuestra cabeza ha sido ungida con el aceite de la alegría. Nos


acercamos de nuevo a la mesa de nuestro propio perdón.

Nunca debemos olvidar que Jesús preparó una mesa de


misericordia en la noche en que fue traicionado. Esa noche, dijo

sobre el pan: “Este es Mi cuerpo”, y dijo sobre el vino: “Esta es Mi


sangre”.

Pan del mundo partido en misericordia,

Vino del alma derramado en misericordia,


Aquel que habló palabras de vida,

y en cuya muerte mueren nuestros pecados:


observa el corazón roto por el dolor;

observa las lágrimas derramadas por los pecadores;

que Tu banquete se convierta en la evidencia


de que nuestras almas son alimentadas por Tu gracia

(Reginald Heber, 1827).

Ven a la mesa a recibir la misericordia de Dios. Ven una vez.

Ven de nuevo. ¿Cuántas veces se ha extendido frente a ti la mesa


de Su cuerpo y sangre? Perdona esa misma cantidad de veces.

Perdona y sigue perdonando. Él presentó Su cuerpo como un

sacrificio. Ahora presenta el tuyo, como tu culto racional (Ro 12:1,

NBLA). La misericordia triunfa sobre la justicia.

Dichosos los misericordiosos,


porque ellos recibirán misericordia.

Dichosos los misericordiosos,

porque ellos han recibido misericordia.


Dichosos los misericordiosos,
porque la misericordia que han recibido no tiene fin.
Versículos para meditar
Salmos 51:1

Salmos 119:156
Proverbios 28:13

Lamentaciones 3:22-23
Zacarías 7:8-10
Lucas 6:35-36
Tito 3:4-6
Preguntas para reflexionar

1. En la historia de Jesús, ¿te pareces más al fariseo o al

recaudador de impuestos? ¿Qué tan consciente eres de que


necesitas misericordia desesperadamente? ¿Qué te impide
reconocer tu necesidad y confesarla con más fervor?

2. Describe un momento de tu vida en el que hayas mostrado


misericordia perdonando a alguien que no te había pedido
perdón (aunque esa persona no haya sido consciente de ello).
¿Cuál fue el resultado? ¿Qué aprendiste acerca de lo que

significa ser un seguidor de Cristo?


3. En tu caso, ¿a quién es más fácil mostrarle compasión? ¿Y

más difícil? ¿Qué tienen esas dos relaciones o esos dos tipos
de personas que te llevan a responder como lo haces? ¿Cómo
los ve Dios?

4. ¿De qué manera debería el deseo de crecer en misericordia


mejorar nuestra relación con Dios? ¿Cómo debería mejorar

nuestras relaciones con otros? Da un ejemplo específico en

cada pregunta.
Oración
Escribe una oración a Dios dándole gracias por la misericordia

abundante que es tuya en Cristo. Pídele que te ayude a ser


misericordioso como Él es misericordioso. Pídele que te convierta

en un instrumento de compasión activa hacia los que estén


sufriendo por diferentes motivos. Dale gracias por preparar una
mesa para ti en la que siempre te esperan nuevas misericordias.
6

Dios lleno de gracia

Su gracia enseñó a mi corazón a temer,

y esa misma gracia alivió mis temores.

John Newton, 1779

Avanzando lentamente por el estacionamiento, aparco el auto en la


sección que está pintada de azul. Saco su andador de la parte

trasera del auto y lo pongo junto a la puerta del pasajero para que

ella pueda sostenerse. Su ropa está impecable y perfectamente


combinada, y lleva un collar que compró hace años en una tienda de

souvenirs de un museo. Su lápiz labial sigue siendo el mismo


rosado que veo en casi todos los recuerdos de mi infancia. Al

asomarse, me sonríe y sujeta las manijas del andador,


desprendiendo su aroma a madreselva con cada movimiento. Ya sé

lo que sigue. Son las palabras de toda la vida en nuestras


despedidas como madre e hija, tanto las importantes como las

cotidianas. Me inclino para recibir un beso rosado en la mejilla. Le

digo: “¡Te amo!”. Ella responde: “¡Yo te amo más!”.


La miro mientras entra cuidadosamente por la puerta del edificio

donde está su apartamento, y recuerdo cómo esa respuesta solía

irritarme cuando era adolescente. ¿Por qué no puede decir


simplemente: “Yo también te amo”? No es una competencia. Pero

cuando tuve a mis hijos pude ver que ella no trataba de ganar, sino

que simplemente declaraba un hecho: los padres aman a sus hijos


más de lo que los hijos aman a sus padres. Aman más por la simple

razón de que han amado por más tiempo. Comienzan a amar al hijo
desde antes de su nacimiento, aparte de que aman con la madurez

de un adulto, es decir, con todo lo que implica un entendimiento

adulto del mundo: del peligro y la pérdida, del dolor y la alegría, de

la espera y el arrepentimiento. Nuestra propia felicidad se entrelaza

inseparablemente con la de ellos. Incluso cuando son adultos y han

“abandonado el nido”, nuestros corazones vuelan con ellos.


Gracia abundante
Así como es imposible entender las hermanas gracia y misericordia

sin la justicia, sería imposible hablar de la gracia separada del amor.


El amor se expresa en la gracia. La gracia de Dios es Su favor

inmerecido, pero si solo la definimos así nos perdemos la naturaleza


desbordante de ese favor. Jesús declaró que no vino solo para que
tuviéramos vida, sino para que la tuviéramos en abundancia
(Jn 10:10). Él no solo pagó un indulto misericordioso para librarnos

del castigo de la muerte, sino que nos dio acceso a una vida de
gracia incalculable.
Venimos a nuestro Padre celestial como el hijo pródigo,

capaces solamente de clamar por misericordia, esperando de


alguna forma no recibir lo que merecemos, incapaces de levantar

nuestra mirada a la posibilidad de la gracia. Pero nuestro Padre


responde dándonos más de lo que pudiéramos pedir o imaginar

(Ef 3:20). Su gracia es la expresión de Su amor hacia los pecadores,


una demostración de favor que no es simplemente adecuada, sino

abundante. Es simplemente la manifestación de Su amor paternal:

“Yo te amo más”.


Como padres terrenales, nuestra felicidad está atada a la de

nuestros hijos, pero nuestro Padre celestial no está atado a Sus


hijos de ninguna manera. Él desea que progresemos y se deleita

cuando lo hacemos, pero no necesita que lo hagamos. Ya que no

depende de nosotros para nada, Él nos ofrece Su gracia de manera


gratuita e incondicional. Por definición, la gracia no se puede ganar,

lo cual es bueno porque nuestras obras nunca serían suficiente para

expiar nuestra maldad. No podemos manipularlo para que nos la dé


porque Él no es manipulable. Esto lo convierte en un mejor Padre

que nuestros padres terrenales; un Padre objetivo que sabe y puede

dar buenas cosas en abundancia a los que se las pidan (Mt 7:11). Él
concede gracia como le place, y lo hace a la perfección.

Abundancia. Inicialmente, la gracia es algo que no pedimos ni


deseamos. Dios en Su soberanía nos la da aun antes de que

podamos contemplar la posibilidad de tenerla o entender su valor.

La gracia es algo que nunca se gana ni se merece. Con el tiempo la

reconocemos por lo que es, e incluso nos volvemos más audaces

para pedirla en una mayor medida. Pero en el momento en que

comenzamos a pedir gracia pensando que la merecemos, la


contaminamos. Cuando la exigimos, la manchamos. Al hacerlo,

asumimos el rol del hermano mayor del hijo pródigo, estando tan
acostumbrados a la abundancia que creemos que es nuestra por
derecho y no un regalo.
Gracia eterna
Pero pasemos de los hermanos divididos a las hermanas unidas:

misericordia y gracia. La gracia se percibe como un concepto del


Nuevo Testamento (aún más que la misericordia), tanto que se

relaciona con la persona de Cristo. En el Evangelio de Juan leemos


que “la ley fue dada por medio de Moisés, mientras que la gracia y
la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo” (Jn 1:17). Es
fácil llegar a pensar que la gracia no operaba antes de la

encarnación de Jesús. Pero como Él es el Hijo eterno de Dios, los


cristianos creemos que todos los creyentes son salvos por gracia
únicamente por la fe: los del Antiguo Testamento pusieron su fe en

una demostración futura de esa gracia en el monte Calvario, y los


del Nuevo Testamento pusieron su fe en ella como hecho histórico.

A. W. Tozer describe la naturaleza eterna de la gracia:

Nadie ha sido salvo por algo diferente a la gracia, desde

Abel hasta el día de hoy. Desde que los seres humanos

fueron desterrados del jardín al oriente del Edén, nadie ha


vuelto a tener el favor divino excepto a través de la pura

bondad de Dios. Y siempre que alguien es alcanzado por la


gracia es por medio de Jesucristo. La gracia vino a través

de Él, pero no esperó a Su nacimiento en el pesebre o a Su


muerte en la cruz para comenzar a operar. Cristo es el

Cordero inmolado desde la fundación del mundo. El primer

hombre en la historia humana que disfrutó de la


restauración de su comunión con Dios lo hizo por medio de

la fe en Cristo. En la antigüedad, los hombres miraban

hacia adelante a la obra redentora de Cristo; en tiempos


más recientes, miran hacia atrás a esta obra, pero siempre

lo hacían y lo hacen por gracia, por medio de la fe.17

Casi inmediatamente después de que el pecado entrara al

jardín, aparece la gracia, vistiendo a Adán y a Eva con pieles de

animales que Dios mismo provee. Es Dios quien provee el primer

sacrificio y es Él quien provee el último. Gracia desde el jardín hasta


el Gólgota. Gracia desde el Gólgota hasta esta generación. Y la

gracia nos llevará a casa.

¿Y cómo nos lleva a casa? No lo hace tomando el camino

ancho y transitado, sino el camino estrecho. Este es el camino de la

abundancia, y lo marcó Cristo mismo con Sus enseñanzas y Su

ejemplo. Jesús no solo inaugura la vida abundante que tenemos por


gracia, sino que la define y la demuestra. Quizás la mejor
explicación de la abundancia es la que dio Jesús el día en que habló

sentado en la ladera de un monte, rodeado de Sus seguidores.


Bendecidos en abundancia
Al igual que tú y yo, esos seguidores de Jesús seguramente tenían

sus propias ideas de lo que significaba tener vida abundante. Y es


probable que no fuera muy diferente a como la definimos hoy: tener

vida abundante es tener poder, estatus, aceptación y riqueza. Las


redes sociales demuestran a diario lo perdurable que ha sido esta
definición:
“Vacaciones maravillosas con la familia en Hawái.

#bendecidos”.
“¡Nuestro hijo Ryan obtuvo una beca completa para la
universidad! #bendecidos”.

“Sumamente agradecido a Dios por haber sido reconocido


como el mejor vendedor de la compañía. #bendecido”.

Si los discípulos hubieran usado redes sociales, se habría visto


este mismo tipo de declaraciones en sus cuentas, tal vez llenas de

publicaciones sobre el tamaño de su flota pesquera o sobre sus


celebraciones de Mitzvah. Pero al conocer a Jesús, me pregunto si

podrían haber tuiteado algo como: “¡Es un honor unirme al primer

equipo de servidores para el Reino de los cielos! #bendecido”.


Tal como nos pasa a nosotros, es posible que vieran la cercanía

al Mesías como un medio para conseguir abundancia de poder,


estatus, aceptación o riqueza. Así que Jesús se sienta y abre Su

boca para señalarles la verdadera naturaleza de la vida abundante.

Bendecidos los pobres en espíritu, los que lloran, los humildes,


los que tienen hambre y sed de justicia. Bendecidos los compasivos,

los de corazón limpio, los que trabajan por la paz, los perseguidos

por causa de la justicia. El Reino les pertenece. La vida abundante


es de ellos (ver Mt 5:1-12).

¿Comprendes la pobreza de tu espíritu? Eres bendecido.

¿Lloras por tu pecado? Eres bendecido. ¿Has aprendido a someter


tu voluntad a Dios y a anhelar la verdad? Eres grandemente

bendecido. La pobreza, el llanto, la humildad y el hambre nos


conducen a la vida abundante, tal como sucedió con los israelitas

cuando salieron de Egipto. La misericordia, la pureza, la paz y la

persecución son marcas distintivas de los que tienen vida en

abundancia, y la vida de nuestro Salvador es el mejor ejemplo de

esto.

Contrario a lo que diría el mundo, Jesús describe la vida


abundante como una que se vive en humildad. Como diría Su

hermano Santiago tiempo después: “Dios se opone a los orgullosos,


pero da gracia a los humildes” (Stg 4:6; ver Pro 3:34). Dios da gracia
a los que abrazan esta vida abundante, y lo hace para que podamos

vivirla como la vivió Cristo. El favor inmerecido de Dios hace que

nuestra santificación sea posible. Tiene dos propósitos en la vida de

los que andan humildemente con su Dios: les enseña y los fortalece.
La gracia nos enseña
El apóstol Pablo le explica a Tito el rol instructivo de la gracia en la

vida del seguidor de Cristo:

En verdad, Dios ha manifestado a toda la humanidad Su


gracia, la cual trae salvación y nos enseña a rechazar la
impiedad y las pasiones mundanas. Así podremos vivir en

este mundo con justicia, piedad y dominio propio, mientras


aguardamos la bendita esperanza, es decir, la gloriosa
venida de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo. Él se

entregó por nosotros para rescatarnos de toda maldad y


purificar para Sí un pueblo elegido, dedicado a hacer el
bien (Tit 2:11-14).

Fíjate bien en esto: la gracia nos enseña a obedecer la ley

moral de Dios. La ley moral nos muestra lo que es desagradable a


Dios (impiedad y pasiones mundanas) y lo que es agradable a Dios

(justicia, piedad y dominio propio). Separados de la gracia, éramos

incapaces de obedecer la ley. Al recibirla, somos capaces de

obedecer y se nos manda que nos dediquemos a obedecerla. La ley


nos mostró nuestra necesidad de la gracia, y la gracia ahora nos

muestra nuestra necesidad de la ley. La gracia nos permite


someternos humildemente al buen gobierno de Dios, y Dios le da

gracia al humilde para que pueda someterse.

La importancia de la ley en la santificación explica por qué


Jesús advirtió con firmeza que no debemos descuidar Sus

mandamientos ni enseñar a otros a hacerlo (Mt 5:19). Si la gracia se

ve solo como un regalo gratuito y no como un medio para crecer en


santidad, nuestra obediencia se volverá permisiva. Dietrich

Bonhoeffer habla de esta tendencia en su famoso análisis sobre la

“gracia barata”:

La gracia se describe como el tesoro inagotable de la

iglesia, con el cual ella puede bendecir con generosidad sin

hacer preguntas ni fijar límites. Es gracia sin precio, ¡gracia


sin costo! La esencia de la gracia, suponemos, es que la

cuenta fue pagada por adelantado; y, como ya fue pagada,

uno puede obtener todo a cambio de nada… En una iglesia

así, el mundo encuentra una cubierta barata para sus

pecados; no se requiere arrepentimiento y mucho menos

un deseo real de ser libres del pecado. Por esto, la gracia


barata equivale a negar la Palabra viva de Dios; de hecho,
es negar la encarnación del Verbo de Dios.

La gracia barata es la justificación del pecado sin la justificación

del pecador. Ya que la gracia lo hace todo por sí sola, las cosas

pueden seguir como eran antes. “Las obras no pueden expiar el

pecado”. Y si así fueran las cosas, entonces bueno, que el cristiano

viva como el resto del mundo, que siga los estándares del mundo en

todas las áreas de su vida y que no aspire a vivir con valentía una
vida bajo la gracia que sea diferente a su antigua vida bajo el

pecado.18

Los creyentes no deben descuidar la ley ni enseñar a otros a

hacerlo. No podemos tolerar los “pecados pequeños” de los cuales

se nos advierte: chismear, ser entrometidos, ocultar la verdad,

vanagloriarnos o envidiar. A veces estos pecados nos parecen


razonables e incluso intrascendentes, pero al permitirlos nos

volvemos inestables en nuestro caminar y cometemos el error de los

que rechazan la ley: “Así que ustedes, queridos hermanos, puesto

que ya saben esto de antemano, manténganse alerta, no sea que,

arrastrados por el error de esos libertinos, pierdan la estabilidad y


caigan. Más bien, crezcan en la gracia y en el conocimiento de

nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2P 3:17-18).


En lugar de ceder a la impiedad, debemos crecer en gracia y

verdad, conforme al ejemplo de Cristo, lleno de gracia y de verdad.


La gracia nos enseña a decirle no a la impiedad y sí a la piedad. En
cuanto a nuestra justificación, la gracia nos invita a dejar de

esforzarnos por ganar algo que es un regalo gratuito. En cuanto a


nuestra santificación, la gracia nos enseña a rechazar el error de los

impíos para así poder crecer en la gracia. La gracia engendra


gracia. Más abundancia.
Fortalecidos por la gracia
Si al leer todo esto sientes que no das la talla para la tarea, anímate.

La gracia no solo nos enseña a renunciar a la impiedad, sino que


también nos fortalece para lograrlo.

En sus palabras de despedida a los ancianos de la iglesia en


Éfeso, Pablo los encomienda a Dios y “al mensaje de Su gracia,
mensaje que tiene poder para edificarlos y darles herencia entre
todos los santificados” (Hch 20:32). Similarmente, tanto

Hebreos 13:9 como 2 Timoteo 2:1 hablan de ser fortalecidos por la


gracia con el propósito de que seamos fieles en la obediencia. La
gracia nos edifica y nos fortalece para que podamos vivir vidas

santas según la ley.


D. A. Carson habla de la santificación como “un esfuerzo

impulsado por la gracia”.19 Nos esmeramos por ser santos por el


poder de la gracia en nosotros. Dios nos ha dado Su Espíritu, quien

nos asiste en todas estas cosas. Zacarías 12:10 y Hebreos 10:29 lo


llaman “el Espíritu de gracia”.

El Espíritu de gracia es tanto un don de gracia como un dador

de dones. Él da el “espíritu de sabiduría y de entendimiento, espíritu


de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y de temor del
Señor” (Is 11:2). Y todos estos son dones generosos de gracia que

deben ser usados por quienes los reciben para ponerlos “al servicio
de los demás… administrando fielmente la gracia de Dios en sus

diversas formas” (1P 4:10).

Los que disfrutan dicha abundancia pueden dar a otros en


abundancia. Ya no viven dando lo mínimo a su prójimo, siempre

buscando formas de minimizar el significado del amor al prójimo. En

cambio, reconocen —de una forma en la que no lo hacían antes—


todas las implicaciones de la ley y los profetas: “Traten ustedes a los

demás tal y como quieren que ellos los traten a ustedes” (Mt 7:12).

El imperativo moral de esta declaración es tan valioso que incluso


aquellos que no comparten la fe cristiana lo han adoptado como “la

Regla de Oro”. Pero si no entendemos la naturaleza abundante de


la gracia, pudiéramos estar aplicando la Regla de Oro de manera

limitada, dando o haciendo lo mínimo.


Una lección de humildad
Nada me hace más consciente de cómo quiero que me traten que

contemplar el último pedazo de torta de crema de coco. Es mi


favorita. Cuando veo que solo queda un pedazo, mi primer

pensamiento siempre es comérmelo rápido sin que me vean. Es


necesario usar toda mi fuerza de voluntad para preguntar si alguien
más lo quiere. Por lo general, lo miro para ver si se puede subdividir
de alguna forma equitativa. Si logro ofrecerla y se la sirvo a alguien

más, me siento tan noble que termino recompensándome a mí


misma con medio paquete de galletas Oreo como premio de
consolación.

La escasez suele revelar nuestro verdadero entendimiento de la


Regla de Oro. Esta es la verdad: si solo hay un pedazo de torta, no

quiero negarme a mí misma para bendecir a otra persona ni quiero


dividirla equitativamente. Lo quiero entero. Y esa es precisamente la

razón por la que debo dárselo a otra persona: porque al hacerlo,


cumplo la Regla de Oro. Sí, como mínimo quiero que otros me

traten con justicia. Sin embargo, lo que realmente quiero es que me

traten con preferencia.


Mi amor por el trato preferencial se expresa de mil maneras.

Quiero los mejores asientos en un concierto, el mejor lugar para


aparcar, que me pasen a primera clase, el asiento más cómodo en

toda la sala de estar, el trozo más grande de la torta, el último trozo

de la torta, toda la torta todo el tiempo. Dar a otro el trato


preferencial que quiero requiere humildad, pero Dios le da gracia al

humilde.

Los cristianos no deberían tener la reputación de ser


simplemente justos. Deberíamos ser conocidos porque los demás

son nuestros favoritos y nunca nosotros mismos. Como aquellos

que hemos recibido una gracia abundante, hacemos el bien en


abundancia: “Y Dios puede hacer que toda gracia abunde para

ustedes, de manera que siempre, en toda circunstancia, tengan todo


lo necesario, y toda buena obra abunde en ustedes” (2Co 9:8).

Nuestra vida debe demostrar que la escasez no existe cuando

somos hijos de Dios; que nuestro Padre celestial nos ha dado todo

lo necesario y mucho más de lo que podríamos pedir o imaginar.

Deberíamos ser reconocidos por mostrar abundancia; por ser los

que responden “te amo” cuando escuchan un “te odio”, y por


responder “te amo más” cuando escuchan un “te amo”.
¿Cuál es la voluntad de Dios para tu vida? Que tengas vida y
que la tengas en abundancia. Que puedas dar preferencia a otros,

tal como se te ha dado a ti en Cristo. Y que vayas por el camino

estrecho, siempre confiado en la gracia que recibiste en la cruz y

fortalecido por la gracia que recibes para cada paso que das hacia

la santidad.
Versículos para meditar
Salmos 116:5-9

Salmos 145:8
2 Corintios 9:8

Efesios 1:3-10
Tito 2:11-14
Preguntas para reflexionar

1. ¿En cuál área de tu vida eres como el hijo pródigo, creyendo

que tu pecado (pasado o presente) es más grande que la


gracia de Dios? ¿Cómo respondería Dios a la forma en que
evalúas tu pecado?

2. Lee las bienaventuranzas en Mateo 5:2-12. Al ver la forma en


que Jesús describe la vida abundante de un seguidor de
Cristo, ¿cómo la compararías con tu propio concepto de lo que
significa ser bendecido? ¿Cómo has comprobado que Su

descripción de la vida abundante es más precisa que la del


mundo?

3. Describe un momento de tu vida en el que hayas cumplido la


Regla de Oro, mostrando un trato preferencial a una persona
difícil. ¿Cuál fue el resultado? ¿Qué aprendiste sobre lo que

implica ser un seguidor de Cristo?


4. ¿De qué manera debería el deseo de crecer en la gracia

mejorar nuestra relación con Dios? ¿Cómo debería mejorar

nuestras relaciones con otros? Da un ejemplo específico en

cada pregunta.
Oración
Escribe una oración a Dios agradeciéndole por la vida abundante de

gracia que es tuya en Cristo. Pídele que te ayude a ser lleno de


gracia, así como Él lo es. Pídele que te ayude a tratar a otros con

generosidad, recordando que Él te ha tratado con generosidad. Dale


gracias por abrir un camino a través de Cristo para que puedas
recibir gracia sobre gracia.
7

Dios, el más fiel

Nada me falta, pues todo provees.

¡Grande, Señor, es Tu fidelidad!

Thomas Chisholm, 1923

En una tarde de septiembre de 1870, un grupo de nueve


exploradores, ocho escoltas militares y dos cocineros andaban a

caballo por la ribera del río Firehole en un área salvaje de Wyoming.

Su tarea era explorar las montañas y los valles de un cráter en un


volcán antiguo, un área conocida por su actividad geotérmica.

Nathaniel P. Langford, un miembro de la expedición, relató tiempo


después lo que vio ese día de septiembre:
Imagina nuestro asombro esa tarde del segundo día de

nuestro viaje, cuando al entrar a la cuenca vimos una gran


cantidad de agua clara y reluciente a plena luz del sol,

proyectándose a una altura de 38 metros. “¡Géiser, géiser!”,

exclamó alguien del grupo y, espoleando nuestros caballos


exhaustos, nos reunimos rápidamente alrededor de este

maravilloso fenómeno. En verdad era un géiser perfecto.

La apertura por la que se proyectaba el chorro era un óvalo


irregular, con un diámetro de 2,91 metros… El chorro salió

nueve veces en intervalos regulares mientras estuvimos

allí, y las columnas de agua hirviendo caían desde una


altura de 27 a 38 metros en cada descarga, las cuales

duraban entre quince y veinte minutos. Le dimos el nombre


de “Old Faithful” [Viejo fiel].20

Siendo uno de los atractivos más conocidos de lo que ahora es

Yellowstone National Park, Old Faithful obtuvo su nombre por la

predictibilidad de sus erupciones, la cual se mantiene hasta el día de

hoy y se había evidenciado desde hace siglos, mucho antes de que

hubiera bancas para espectadores, un centro de visitantes u

horarios publicados para ver su próxima exhibición. En la época de


Langford, la única forma de ver esta atracción era viajando a
Wyoming, lo cual representaba gastos, dificultad, tiempo y peligro.

Pero hoy, gracias a una cámara web y a la generosidad del National

Park Service, cualquiera que tenga acceso a internet puede ver la

erupción del géiser en tiempo real. Ahora todo el que quiera tomarse

el tiempo para ver la fidelidad de Old Faithful puede hacerlo.


El único fiel
En las primeras líneas del Salmo 90, Moisés declara: “Desde antes

que nacieran los montes y que crearas la tierra y el mundo, desde


los tiempos antiguos y hasta los tiempos postreros, Tú eres Dios” (v

2). Dios ha sido Dios desde la eternidad, inmutable en todos Sus


atributos.
Antes del cataclismo volcánico que levantó las montañas de
Wyoming, había un Dios eternamente fiel, constante en todos Sus

caminos, comprometido con mantener una coherencia total entre


Sus palabras y Sus obras.

Desde tiempos antiguos


nadie ha escuchado ni percibido,

ni ojo alguno ha visto,

a un Dios que, como Tú,


actúe en favor de quienes en Él confían (Is 64:4).

En Su fidelidad “desde tiempos antiguos”, Dios hace lo que dice

que hará, siempre. A los que salva, es capaz de salvarlos

perpetuamente; así de completa es Su fidelidad. Él es fiel a Sus


hijos porque no puede ser infiel a Sí mismo. Él es incapaz de ser

infiel de cualquier manera.


Ningún ser humano es totalmente fiel. La persona más

incondicional que hayamos conocido nos ha decepcionado o nos

decepcionará. La Biblia da fe de esto con claridad, ya que presenta


las historias de sus “héroes” sin ocultar sus debilidades y fracasos.

En la lista de hombres y mujeres fieles registrada en Hebreos 11

encontramos asesinos, mentirosos, escarnecedores, cobardes y


hostigadores —incluso los más admirables entre ellos llegaron a

traicionar la confianza de alguien. Solo Dios es completamente fiel.

Solo Dios es totalmente incondicional.


La fidelidad de Dios es un consuelo para Sus hijos, pero

debería producir terror en los que se oponen a Él:

Reconoce, por tanto, que el Señor tu Dios es el Dios


verdadero, el Dios fiel, que cumple Su pacto generación

tras generación, y muestra Su fiel amor a quienes lo aman

y obedecen Sus mandamientos, pero que destruye a

quienes lo odian y no se tarda en darles su merecido

(Dt 7:9-10).
Somos tentados con demasiada frecuencia a citar solo la
primera parte de las palabras de Moisés a Israel; así de incómodas

nos sentimos con la ira de Dios. Pero Dios es fiel para hacer justicia

con quienes lo rechazan, así como es fiel para amar

incondicionalmente a quienes ha recibido. Él bendice a los que ha

dicho que bendecirá y maldice a los que ha dicho que maldecirá.

Para adorar a Dios, que es completamente fiel, debemos


esforzarnos por recordar ambas expresiones de Su fidelidad.

Cuando los hijos de Dios deciden olvidar el terror del juicio divino,

quieren que Dios sea conforme a la imagen de ellos. Al olvidar que

Él es fiel para juzgar, lo olvidan a Él por completo.


Recordatorios de Su fidelidad
Dios conoce nuestra tendencia a ser olvidadizos. Como un padre

amoroso que va dejando notas con recordatorios para ayudar a su


hijo, Dios ha tomado medidas a lo largo de la historia para

asegurarse de que Sus hijos recuerden Su fidelidad. Estableció el


día de reposo como una conmemoración de Su obra creadora.
Cuando Josué guió a Israel a través del Jordán para entrar a la
tierra prometida, Dios mandó que se levantara un monumento de

piedras para que no lo olvidaran. Instituyó días festivos en el


calendario judío como recordatorios de Su fidelidad hacia Israel en
el pasado. La circuncisión era una señal que apuntaba al pacto de

Dios con Abraham, así como el bautismo y la Cena del Señor


apuntan al nuevo pacto.

Las estaciones mismas dan testimonio de la fidelidad de Dios,


al igual que los amaneceres y las puestas de sol. Cada día proclama

la verdad de la promesa de Dios a Noé: “Mientras la tierra exista,


habrá siembra y cosecha, frío y calor, verano e invierno, y días y

noches” (Gn 8:22). La variedad de la naturaleza habla de un Dios

que es grande en fidelidad.


La Biblia es nuestra gran Ebenezer —una piedra

conmemorativa que nos recuerda la fidelidad de Dios—, registrada


cuidadosamente y preservada para Sus hijos. Cuando olvidamos a

Dios o cuando nos preguntamos si Dios nos ha olvidado, podemos

acudir a ella para contemplar Su amor fiel hacia todas las


generaciones. A diferencia de las generaciones pasadas, tenemos

un acceso sin precedentes a esta piedra invaluable. Hay millones y

millones de Biblias, literalmente. Y todas las copias, desde las


desgastadas hasta las ignoradas, susurran: “Recuerda”. Recuerda

al Dios que te recuerda.

Los creyentes que tienen Biblias desgastadas han descubierto


que necesitan su mensaje. Para ellos, leer sus páginas no es solo

una práctica responsable, sino un privilegio exquisito. Saben que


entre sus tapas se repite una verdad gloriosa que es de beneficio

para ellos: Dios es digno de nuestra confianza.

Cuando pasamos tiempo en la Biblia, nuestra vida comienza a

dar testimonio de su mensaje fiel. Nosotros mismos nos convertimos

en piedras de remembranza para los que nos rodean, dando

testimonio fiel de que Dios es digno de confianza, pase lo que pase.


Fiel en medio de las pruebas
No existe una sola persona que no pase por pruebas. Pero la

Palabra de Dios nos asegura que, sin importar la circunstancia difícil


en la que nos encontremos, Él nunca nos deja ni nos abandona

(Heb 13:5). Él es la roca sólida en las tormentas de la vida, el


fundamento seguro. Cuando las pruebas nos atacan, podemos
confiar en que nuestro Dios fiel no nos ha abandonado. Aunque tal
vez no podamos percibir Su bondad y amor en el momento,

podemos confiar en el historial de Su fidelidad como evidencia de


que contamos con Él en el presente.
Después de que sus propios hermanos lo vendieran como

esclavo, José soportó años de encarcelamiento y exilio. Aunque


Dios lo había llevado a ser la segunda autoridad en todo Egipto,

dándole la visión y la habilidad para salvar a miles durante un


período largo de hambruna, seguía sintiendo un gran dolor por su

pasado. Cuando Dios lo reconcilió con su familia, al final pudo decir:


“Es verdad que ustedes pensaron hacerme mal, pero Dios

transformó ese mal en bien para lograr lo que hoy estamos viendo:

salvar la vida de mucha gente” (Gn 50:20).


José ilustra lo que Santiago promete sobre las pruebas:
Hermanos míos, considérense muy dichosos cuando

tengan que enfrentarse con diversas pruebas, pues ya


saben que la prueba de su fe produce constancia. Y la

constancia debe llevar a feliz término la obra, para que

sean perfectos e íntegros, sin que les falte nada (Stg 1:2-
4).

Las pruebas siempre demuestran la fidelidad de Dios, aunque

puede que tardemos años en verlo. Y al demostrarnos la fidelidad

de Dios, producen fidelidad en nosotros. José vio destellos de la


fidelidad de Dios durante los largos años de su prueba, y al final fue

testigo de que Dios usó su sufrimiento personal para evitar que

muchos murieran de hambre. El sufrimiento fiel de una persona

logró la salvación de muchos. La fidelidad de José en la prueba

apuntaba a Cristo.
Cuando tenemos que enfrentar pruebas, no nos alegramos por

el sufrimiento que traen, sino por la fidelidad de Dios al usarlas para

moldearnos, de tal forma que podamos llegar a ser como Cristo.

Dios es fiel en medio de la prueba, y luego de la prueba es fiel para

hacer que todas las cosas obren para nuestro bien.


Fiel en medio de la tentación
Las pruebas nos ponen de rodillas y nos recuerdan nuestros límites.

Nos reorientan hacia Dios. Sin embargo, no son la única dificultad


que Dios usa para entrenarnos en la justicia. Él también usa la

tentación para formarnos. Santiago nos recuerda que Dios no nos


tienta y que Él mismo es incapaz de ser tentado (Stg 1:13). Esto
tiene sentido cuando consideramos Su omnisciencia. Mientras que
nosotros contemplamos con gusto la posibilidad de pecar, para Dios

es ridícula. Él conoce todos los resultados de todos los posibles


casos. Él no puede ser engañado, sabe que el pecado nunca
termina bien. Nosotros, por otro lado, nos permitimos calcular los

costos y beneficios (como si el pecado pudiera tener algún


beneficio). Nos decimos a nosotros mismos, así como Adán y Eva,

que tal vez Dios se está negando a darnos algo. Tal vez quiere
guardarse cosas buenas y no ofrecérnoslas, nos quiere privar de

algo. Cada vez que consideramos el pecado cuestionamos la


bondad de Dios.

Sin embargo, incluso mientras jugueteamos con la idea de que

Dios es un mentiroso, Él nos muestra Su amor incondicional:


“Ustedes no han sufrido ninguna tentación que no sea común al
género humano. Pero Dios es fiel, y no permitirá que ustedes sean

tentados más allá de lo que puedan aguantar. Más bien, cuando


llegue la tentación, Él les dará también una salida a fin de que

puedan resistir” (1Co 10:13).

Observa que Dios provee una salida por Su fidelidad. Incluso


mientras contemplamos ser infieles, Él permanece fiel apuntando

hacia el camino de salvación.

Ahora considera el consuelo de que toda tentación es común.


Queremos creer que no es común, que el pecado al que cedemos

fue algo que Dios no vio venir, que enfrentamos un dilema que nadie

tuvo que enfrentar antes de nosotros. Queremos convencernos de


que hemos pecado porque enfrentamos una tentación excepcional

que nos arrastró. Pero Santiago nos dice que nuestros propios
deseos son los que nos arrastran (Stg 1:14). La tentación en sí

misma es común. Es más vieja que Matusalén. Y la salida es tan

común como la tentación misma: Escucha al Espíritu Santo. Confía

en que Dios no es un mentiroso. Escoge el camino de la rectitud.

Toda tentación es común. Es posible escapar de cualquier

tentación. Todo creyente es capaz de vencerla.


Como un músculo que gana fuerza luego de hacer ejercicios

repetidamente, así se fortalece nuestra capacidad de no caer en la


tentación con la práctica. Para levantar algo muy pesado, un
levantador de pesas comienza con pesas pequeñas y va

aumentando poco a poco. Cuando somos fieles a Dios en las

tentaciones más pequeñas, aumentamos nuestra fuerza para

enfrentar las más grandes. Nadie tiene un ataque de ira explosivo

sin antes haber tenido miles de ataques más pequeños. Si

cultivamos el hábito de huir de las formas más sutiles de ira y


egoísmo, es menos probable que caigamos en formas más

extremas de ira y egoísmo. Si cultivamos el hábito de excusar las

formas más sutiles de ciertos pecados, no debería sorprendernos

que estemos cada vez más enredados en las formas más extremas

de dichos pecados.

Jesús enseñó que los que son fieles en lo poco serán fieles en

lo mucho (Lc 16:10). Detrás de cada tentación, grande o pequeña, la


fidelidad de Dios estará lista para proveer una salida. Cuando

respondemos a Su fidelidad con nuestra fidelidad, la tentación

pierde su brillo y su fuerza.


Fiel para perdonar
Tanto las pruebas como las tentaciones nos enseñan la fidelidad de

Dios y nos entrenan en la fidelidad recíproca. Sin embargo, tal vez lo


más reconfortante de todo es la fidelidad que Él muestra al perdonar

el pecado setenta y siete veces.


En nuestro análisis de la justicia de Dios, contemplamos el rol
inesperado de la justicia en el perdón de nuestros pecados. Ahora
reflexionaremos en la incomprensible profundidad de Su fidelidad al

perdonar. Juan nos dice: “Si confesamos nuestros pecados, Dios,


que es fiel y justo, nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad”
(1Jn 1:9). Cuando somos fieles para confesar, Él es fiel para

perdonar. No importa cuántas veces confesemos pecados nuevos,


no importa cuántas veces confesemos los mismos pecados, Dios es

fiel para perdonarnos. Entre más tiempo vivimos la vida cristiana,


más crecerá nuestra consciencia del pecado. Nunca terminaremos

de confesar nuestros pecados de este lado del cielo, y Dios no


dejará de ser fiel para perdonarnos cada vez que lo hagamos.

Pero iremos a la tumba con pecados sin confesar. Moriremos

todavía ciegos a ciertas áreas de pecado. ¿Es Dios fiel para


perdonar esos pecados también? Una vez más, la omnisciencia de
Dios nos asegura Su fidelidad. Aunque no conocemos todos

nuestros pecados, Él sí los conoce.


La muerte expiatoria de Cristo cubre todos nuestros pecados,

aun aquellos que no vemos. David le oró a Dios diciendo: “¿Quién

es consciente de sus propios errores? ¡Perdóname aquellos de los


que no soy consciente!” (Sal 19:12). Aunque no tenemos la

habilidad para discernir completamente la extensión de nuestro

pecado, el Dios que conoce cada uno de ellos es fiel para


perdonarlos todos.
Fiel hasta el final
La Biblia dice que la fidelidad de Dios hace exactamente lo que Él

dice que hará. Su promesa de hacer de Abraham una gran nación


se cumplió. Su promesa de sacar a Israel de Egipto se cumplió. Su

promesa de enviar al Salvador se cumplió, tal como lo dijo. No todo


lo que ha prometido se ha cumplido todavía, pero se cumplirá con el
tiempo. Él ha prometido liberarnos del pecado. Aunque vemos que
la buena obra de esa liberación se está llevando a cabo en nosotros,

todavía no está completa. Pero ya que Dios tiene todo el poder, Él


es capaz de hacer todo lo que promete y nadie puede detener Su
mano. Es por esto que el cristiano define la esperanza como algo

más que un simple optimismo ilusorio.


Gracias al poder ilimitado de Dios y a Su fidelidad

inquebrantable, la esperanza que tenemos en Él se acompaña de


certeza. No esperamos en Sus promesas con los dedos cruzados

detrás de la espalda. Más bien, esperamos sabiendo que


ciertamente Dios ha sido fiel en el pasado y ciertamente será fiel

hasta el final. Podemos tener la certeza de que “el que comenzó tan

buena obra en ustedes la irá perfeccionando hasta el día de Cristo


Jesús” (Fil 1:6).
Él ha prometido que el día de Cristo Jesús llegará. Y

ciertamente sucederá. Un día el Salvador regresará en un caballo


blanco, llevando el nombre de Fiel y Verdadero (Ap 19:11). Aunque

esperamos ese día en medio de las dificultades, del trabajo duro y

de la tentación, esperamos con la certeza de que mil años son como


un día para Dios. En el momento indicado, los cielos se abrirán. Por

lo tanto: “Mantengamos firme la esperanza que profesamos, porque

fiel es el que hizo la promesa” (Heb 10:23).


Fieles como Él es fiel
Dios es fiel para hacer lo que dice que hará. En la medida en que

sea posible para nosotros, deberíamos ser iguales a Él. Debemos


responder a Su fidelidad con fidelidad. Debemos responder a Su

fidelidad hacia nosotros siendo fieles a Él. Jesucristo es la expresión


perfecta de la fidelidad de Dios a la humanidad, así como la
expresión perfecta de la fidelidad humana a Dios y a los demás. Su
ejemplo nos muestra el camino de la fidelidad.

En el Salmo 119, David dice: “He optado por el camino de la


fidelidad, he escogido Tus juicios” (v 30). El camino de la fidelidad
implica una decisión diaria de poner nuestra esperanza en Dios,

confiando plenamente en que Él no nos fallará. Escogemos el


camino de la fidelidad sabiendo que tendrá pruebas y tentaciones.

Lo escogemos en asuntos grandes y pequeños. Usamos nuestro


tiempo fielmente, sin desperdiciarlo como los que solo se sirven a sí

mismos. Usamos nuestras habilidades fielmente, para darle gloria al


que nos las dio. Guardamos nuestros pensamientos fielmente,

concentrándolos en lo que es verdadero, honesto, justo, puro y

amable. Usamos nuestras palabras fielmente para edificar y animar,


para exhortar y reprender, para orar sin cesar.
Reflexionamos sobre nuestra reputación frente a otros. ¿Nos

ven como personas fieles en nuestros matrimonios, nuestros


negocios, nuestra crianza, nuestros compromisos como voluntarios,

nuestras amistades, nuestras obras de caridad? ¿Nuestro sí es sí y

nuestro no es no? ¿Somos fieles aunque nuestra cultura nos diga


que las relaciones son desechables y que nuestros deseos deben

dirigir nuestras vidas?

En última instancia, todo acto de fidelidad hacia otros es un acto


de fidelidad hacia Dios mismo. Aunque las personas pueden hacer

compromisos sin mucha intención de cumplirlos, los hijos de Dios se

esfuerzan por probar que su palabra tiene valor. Lo hacemos no


para ganar la confianza y la aprobación de otros, sino porque

anhelamos ser como Cristo. Deseamos escuchar con nuestros


oídos: “Hiciste bien, siervo bueno y fiel” (Mt 25:21).

La voluntad de Dios para tu vida es que seas fiel, así como Él

es fiel. Fiel a Él. Fiel a otros. Fiel en este momento. Fiel hasta el

final. Cuando Dios nos ordena que hagamos algo, también nos

capacita para hacerlo.

“Que Dios mismo, el Dios de paz, los santifique por completo, y


conserve todo su ser —espíritu, alma y cuerpo— irreprochable para
la venida de nuestro Señor Jesucristo. El que los llama es fiel, y así
lo hará” (1Ts 5:23-24).
Versículos para meditar
Números 23:19

Lamentaciones 3:22-23
Salmos 25:10

1 Tesalonicenses 5:23-24
Hebreos 10:19-23
Preguntas para reflexionar

1. ¿Quién es la persona más fiel que has conocido? Haz una lista

de varias formas específicas en las que fuiste testigo de la


fidelidad de esa persona. ¿De qué forma su ejemplo apunta a
la fidelidad de Cristo?

2. ¿Cómo has visto la fidelidad de Dios en las pruebas? ¿De qué


forma tu tiempo de prueba produjo perseverancia en ti?
3. ¿Cómo has experimentado la fidelidad de Dios en la
tentación? ¿Cómo lo has visto proveer una salida en el

pasado? ¿En cuál tentación (sutil o extrema) estás cayendo


actualmente? ¿Cuáles palabras sabias ofrece la Palabra de

Dios como salida a tu tentación?


4. ¿De qué manera debería el deseo de crecer en fidelidad
mejorar nuestra relación con Dios? ¿Cómo debería mejorar

nuestras relaciones con otros? Da un ejemplo específico en


cada pregunta.
Oración
Escribe una oración a Dios dándole gracias por la fidelidad y el gran

amor que es tuyo en Cristo. Pídele que te ayude a escoger el


camino de la fidelidad todos los días. Pídele que te ayude a ser

firme en las pruebas y a buscar fielmente la salida de todas las


tentaciones, ya sean sutiles o extremas. Dale gracias por el ejemplo
fiel de Cristo, quien nos muestra el camino de la fidelidad.
8

Dios, el más paciente

Alabado sea Dios por Su gracia y favor

hacia Su pueblo afligido.


Alabado sea Dios que es el mismo eternamente,
lento para reprender y pronto para bendecir.

Henry F. Lyte, 1834

Mi trayecto diario a la oficina (que también es mi iglesia) no es

complicado. Un domingo en la mañana pudiera llegar en diez


minutos si no tengo que detenerme en ningún semáforo. Pero entre

semana puede tardar más del doble de tiempo en las mañanas por
las zonas escolares. Aun así, no se compara con el trayecto de una

hora que tuve que hacer cada día durante varios años cuando vivía
y trabajaba en Houston. Aunque era frustrante, estoy agradecida por

esa experiencia porque me enseñó a apreciar mi recorrido actual.


En realidad, no lo hizo. Uno pensaría que con un recorrido tan

fácil no me molestaría pasar por una o dos zonas escolares, pero no

es cierto. Hay muchas mañanas en las que me encuentro


cuestionando por qué las escuelas insisten en ubicarse

inconvenientemente justo en medio de las comunidades. Fue en una

de esas mañanas que me encontré con otro factor que alargó mi


recorrido: una persona mayor conduciendo muy por debajo del límite

de velocidad y cambiando de carril todo el tiempo. Al frenar para

evitar estrellarme, vi que en su parachoques había una calcomanía


con un pez y un mensaje que decía: “Sé paciente, Dios aún no ha

terminado conmigo”.
Lamento que el mensaje no haya tenido el efecto instructivo

que este querido hombre esperaba.

Ser humano es batallar a diario con la impaciencia. Y debemos

batallar, ya que la conexión entre la impaciencia y la ira es muy

estrecha. En mi experiencia, estos dos estados suelen estar

separados por aproximadamente un nanosegundo. Con razón la


Biblia comunica la idea de la paciencia en la frase “lento para la ira”.

Es una frase que se usó primero para describir a Dios, pero luego se
usa repetidamente para describir al hombre sabio. La ira en sí
misma no es necesariamente pecaminosa, pero la ira que se

enciende rápidamente —la ira de la impaciencia— es una marca

distintiva del necio.

Todos sabemos que la paciencia es una virtud, pero es una

virtud que pocos procuran. La solución del mundo para el problema

de la impaciencia no es desarrollar paciencia, sino eliminar todas las


situaciones en las que pueda ser necesaria. Queremos lo que

queremos cuando lo queremos. No queremos esperar. Los

proveedores de bienes y servicios buscan eliminar los tiempos de

espera para competir por nuestro dinero y atención. Haz una orden

en Amazon.com y recíbela el mismo día. Vuela frecuentemente con

una aerolínea y te recompensará permitiéndote ser la primera en

abordar y dándote un servicio de equipaje más rápido. Si compras


un FastPass en Disney puedes evitar las filas. Compra la cena por

la ventana de entrega del restaurante en cuestión de minutos.

¿Necesitas información? No hay problema. Ya no tenemos que

esperar para obtener las respuestas a nuestras preguntas

existenciales sobre quién fue el protagonista de tal película o cuál es

la letra de esa canción de Guns N’ Roses. Gracias al Internet, solo


necesitamos unos minutos y el video o artículo correcto para llegar a
ser genios en cultura general, gurús del “hazlo tú mismo”, chefs

gourmet y expertos en cualquier tema. Hablando de artículos, el


periódico The Boston Globe hizo un reportaje sobre un estudio que

buscaba determinar cuánto tiempo los usuarios de Internet estaban


dispuestos a esperar para que una página cargara antes de salir de
ella. La respuesta: los usuarios comienzan a salir después de

esperar dos segundos. Después de cinco segundos, el 25% de los


usuarios abandonan la página. Luego de diez segundos, el número

subió al 50%.21 Afortunadamente, el artículo de The Globe cargó en


menos de cinco segundos, de lo contrario estas estadísticas no se

habrían registrado aquí.


La investigación muestra que el período de atención promedio
ha disminuido de doce segundos en el año 2000 a ocho segundos

en el año 2015. Esto significa que nuestro período de atención


ahora es oficialmente más corto que el de un pez dorado por un

segundo completo.22 Esperar no solo es algo que evitamos; es algo


para lo que estamos cada vez menos capacitados. Esto es un

problema para todos, pero especialmente para los seguidores de


Cristo, a quienes se les exhorta repetidamente en la Escritura que
esperen en el Señor, que sean pacientes con los demás, que tengan

paciencia en la aflicción y que sean lentos para la ira. La


gratificación de los cristianos no es inmediata. Nuestra esperanza

está en algo que esperamos, y somos llamados a negarnos a


nosotros mismos hasta que llegue ese día. Pero habitamos en

medio de personas que buscan la gratificación instantánea, y es


mucho más fácil quedarnos detrás del pez dorado que nadar contra

la corriente.
La paciencia perfecta de Dios
Cuando Dios le revela Su carácter a Moisés por primera vez, se

describe a Sí mismo como lento para la ira (Éx 34:6), un rasgo que
luego se exalta en ocho referencias más en el Antiguo Testamento.

Dios es paciente con Sus hijos en cuanto a su pecado. Es paciente


con nosotros mientras progresamos en el camino de la santificación,
perdonando nuestros pecados una y otra vez. Es paciente para
rescatarnos a Su tiempo. Es paciente para esperar una cosecha y

paciente para recoger las gavillas cuando se ha cumplido el tiempo.


Nuestro Dios “no tarda en cumplir Su promesa, según entienden
algunos la tardanza. Más bien, Él tiene paciencia con ustedes,

porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se arrepientan”


(2P 3:9).

La paciencia de Dios es una expresión de Su amor. Cuando


exploramos el agape de Dios en el capítulo 2, vimos 1 Corintios 13.

¿Cuál es el primer adjetivo que se presenta allí para el amor divino?


El amor es paciente. El amor no huye a la primera señal de que las

cosas pueden tardar, ni se enoja cuando las cosas no salen a su

manera. El amor de Dios es paciente, en las buenas y las malas.


Todo lo soporta.
La belleza de la paciencia de Dios aumenta cuando la vemos a

la luz de Su omnisciencia. La ira lenta de Dios es extremadamente


milagrosa teniendo en cuenta que Él conoce todo lo que hay en

nuestro interior. Permitimos que la molestia más insignificante ponga

a prueba nuestra paciencia: la forma en la que alguien mastica, los


platos sucios que se quedaron en la mesa, las direccionales que

alguien olvidó encender. Nos airamos por estas pequeñas “ofensas”.

Pero Dios, en contra de quien hemos cometido y seguimos


cometiendo pecados tanto pequeños como grandes, nos trata con

paciencia, a pesar de que conoce cada una de nuestras ofensas.

No pases por alto la esperanza que hay aquí: la paciencia de


Dios conlleva expectación. Él está esperando una resolución. Los

beneficiarios de Su paciencia no seguirán siendo una fuente de


frustración para siempre. Pacientemente, Él está produciendo en

nosotros tanto el querer como el hacer por Su buena voluntad.

Pacientemente, está haciendo que todas las cosas obren para

nuestro bien y para Su gloria.


Lentos para la ira
Ya que Dios abunda en paciencia, nosotros también debemos luchar

por ser pacientes. No debería sorprendernos que la Biblia enfatice


continuamente que la paciencia es el camino a la sabiduría. La

persona sabia se describe cuatro veces en Proverbios como lenta


para la ira:

El que es paciente muestra gran discernimiento;


el que es agresivo muestra mucha insensatez (Pro 14:29).

El que es iracundo provoca contiendas;


el que es paciente las apacigua (Pro 15:18).

Más vale ser paciente que valiente;

más vale el dominio propio que conquistar ciudades

(Pro 16:32).

El buen juicio hace al hombre paciente;

su gloria es pasar por alto la ofensa (Pro 19:11).


En el Nuevo Testamento, Santiago reitera brevemente la

sabiduría del Antiguo Testamento:

Mis queridos hermanos, tengan presente esto: Todos


deben estar listos para escuchar, y ser lentos para hablar y

para enojarse; pues la ira humana no produce la vida justa

que Dios quiere (Stg 1:19-20).

La impaciencia es la puerta hacia una ira que se enciende


rápidamente y es injusta. Como tal, merece que la consideremos

cuidadosamente. ¿Qué la causa? ¿Cómo se puede remediar?


Contando el costo
Dicho de forma simple, la impaciencia resulta cuando no somos

buenos con las matemáticas. Cuando no calculamos el costo de un


esfuerzo o una situación en particular —el costo en términos de

nuestro tiempo, nuestra billetera o nuestro ego— nuestra paciencia


queda en números rojos. Siempre que hayas pensado: “Esto es más
difícil de lo que esperaba” o “Esto está tomando más tiempo de lo
que esperaba”, has sido tentado a ser impaciente. Y juzgando por lo

común que es la impaciencia, todos somos malos con las


matemáticas.
Cada uno de nosotros tiene áreas en la vida donde, cuando se

trata de estimar el costo, calculamos terriblemente mal. Pensamos


que el matrimonio nos dará alegría a un costo mínimo. Pensamos

que criar a los hijos le dará un significado profundo a nuestras vidas


sin ningún costo. Pensamos que el ministerio o el trabajo nos dará

propósito sin requerir mucho a cambio. Luego de descubrir la


naturaleza costosa de un compromiso, perdemos la paciencia y solo

anhelamos que mejore o termine en el menor tiempo posible.

Somos malas para calcular el costo de las relaciones, pero


también somos malas para calcular el costo de las pruebas. La
mayoría somos lo suficientemente observadoras como para

reconocer la naturaleza universal del sufrimiento. No esperamos


estar exentas, pero tendemos a esperar que pase pronto. Nos

sorprende cuando nuestra prueba no se resuelve de una forma

oportuna después de una ronda de oración y ayuno. No somos


buenas con las matemáticas. Creemos que el tiempo necesario para

ser hechas completas a través del sufrimiento es mucho más corto

que lo que Dios ordena.


Si no podemos esperar más de cinco segundos para que

cargue una página web, es probable que no soportemos una prueba

larga o que no mantengamos muy bien una relación difícil. Nuestra


ira se encenderá fácilmente cada vez que no obtengamos lo que

queramos cuando lo queramos. Amazon hace que el paquete llegue


el mismo día en que lo ordenamos. Si nos descuidamos, podemos

comenzar a ofendernos porque Dios no nos ofrece bienes y

servicios de acuerdo con nuestro horario. Incluso podemos

cuestionar Su bondad. Podemos subestimar la posibilidad de que la

espera en sí misma sea el regalo bueno y perfecto que llega

directamente a nuestra puerta.


Con frecuencia se dice de forma irónica que el secreto de una

vida feliz es tener expectativas bajas. Ciertamente hay algo de


verdad en esta idea, aunque tal vez lo que más necesitamos no son
expectativas bajas, sino expectativas correctas. Jesús dedicó un

tiempo considerable a establecer las expectativas correctas en

cuanto al costo de ser Sus discípulos. Él redefinió lo que significa

ser bendecidos, como ya vimos, pero también reajustó las

expectativas en cuanto a la respuesta del mundo al mensaje del

evangelio, a la cantidad de tiempo que tarda nuestra santificación y


a la cantidad de tiempo que tardará en llegar plenamente el Reino

del cielo. Para ayudarnos a considerar estas cosas correctamente,

Jesús relató parábolas usando la jerga de la agricultura.

La mayoría de nosotros estamos lejos de los entornos

agrícolas. No tenemos el conocimiento que tenían los que

escuchaban a Jesús, quienes sabían que el cultivo de los campos

toma tiempo. Las cosechas de trigo tardan meses en brotar. Los


viñedos tardan varios años en producir su cosecha. Una semilla de

mostaza tarda décadas en crecer y convertirse en un árbol gigante.

Tampoco entendemos bien el trabajo intenso que requiere el cultivo

de los campos. Mi experiencia limitada sembrando tomates hace

que cada día los visite y piense: “Esto está tomando más tiempo de

lo que esperaba. Es más difícil de lo que esperaba”.


Así que cuando Jesús usa imágenes relacionadas con la

cosecha en Sus historias, se asume la necesidad de la paciencia.


También se menciona explícitamente: “Y las semillas que cayeron

en la buena tierra representan a las personas sinceras, de buen


corazón, que oyen la palabra de Dios, se aferran a ella y con
paciencia producen una cosecha enorme” (Lc 8:15, NTV).

También Santiago habla de la paciencia en el contexto de la


agricultura: “Por tanto, hermanos, tengan paciencia hasta la venida

del Señor. Miren cómo espera el agricultor a que la tierra dé su


precioso fruto y con qué paciencia aguarda las temporadas de lluvia.

Así también ustedes, manténganse firmes y aguarden con


paciencia” (Stg 5:7-8).
¿Por qué es paciente el agricultor? Porque sabe, por

experiencia, exactamente cuánto tiempo y cuáles circunstancias son


necesarias para la producción de un cultivo. Él es bueno calculando

el costo.
Dios nunca es impaciente porque es muy bueno con las

matemáticas. Nunca trabaja con una expectativa equivocada de lo


que costará una circunstancia o una relación. Nunca ha mirado el
pecado continuo en tu vida pensando: “Esto está tardando más de lo

que esperaba”. Nunca ha visto los problemas en este mundo


pensando: “Esto es más difícil de lo que esperaba”. Él es capaz de

tenernos paciencia en nuestra debilidad porque entiende el fin


desde el comienzo, y porque es capaz de no solo calcular el costo

de la relación sino también de pagarlo.


El costo fue un Cordero perfecto.

Jesucristo, que es la revelación de la paciencia del Padre, es el


perfecto ejemplo humano de paciencia.
La paciencia de Cristo
Cuando termino mi recorrido al trabajo en la mañana y me siento en

mi escritorio, ya he cometido muchas veces el pecado de la


impaciencia. Y cuando voy de regreso a casa, ya lo he cometido

muchas más veces. Vivir con otros pecadores implica que nuestra
paciencia será probada regularmente. Muchas veces, nuestra ira se
encenderá y nuestra respuesta no producirá la justicia que Dios
desea.

Jesucristo vivió treinta y tres años hombro a hombro con


pecadores, y no hay duda de que fue tentado constantemente a
mostrar impaciencia y a airarse rápidamente. Sin embargo, la Biblia

registra solo dos momentos en los que Su ira se manifestó. Dos. En


treinta y tres años. Se encontraba continuamente con personas que

estaban transgrediendo los mandatos de Su Padre. Haber


expresado ira habría sido razonable, justo. Pero fue lento incluso al

expresar Su ira justa. Soportó pacientemente a los pecadores.


No solo fue paciente con los pecadores, sino que fue paciente

con las circunstancias. Coordinó los momentos de Sus milagros y

enseñanzas para que Su ministerio se desarrollara de acuerdo con


la voluntad de Su Padre. Cuando Su familia lo incitaba a acelerar las
cosas, respondía que aún no había llegado Su tiempo (Jn 2:1-5; 7:1-

8). Él sabía cómo esperar pacientemente en el Señor.


Él también fue paciente en el sufrimiento. El apóstol Pedro,

testigo presencial de la crucifixión, habla de la paciencia de Cristo

en la aflicción:

Para esto fueron llamados, porque Cristo sufrió por


ustedes, dándoles ejemplo para que sigan Sus pasos. “Él

no cometió ningún pecado, ni hubo engaño en Su boca”.

Cuando proferían insultos contra Él, no replicaba con


insultos; cuando padecía, no amenazaba, sino que se

entregaba a Aquel que juzga con justicia. Él mismo, en Su

cuerpo, llevó al madero nuestros pecados, para que

muramos al pecado y vivamos para la justicia. Por Sus

heridas ustedes han sido sanados (1P 2:21-24).

Soportó la cruz con paciencia. Cristo es nuestro ejemplo

perfecto de paciencia con los pecadores, paciencia en las

circunstancias y paciencia en el sufrimiento.

Después de hacer su famosa declaración de que era el primero

entre los pecadores, Pablo menciona el propósito de Dios al

salvarlo: “Pero precisamente por eso Dios fue misericordioso


conmigo, a fin de que en mí, el peor de los pecadores, pudiera
Cristo Jesús mostrar Su infinita bondad. Así llego a servir de

ejemplo para los que, creyendo en Él, recibirán la vida eterna”

(1Ti 1:16). Pablo sabía que la profundidad de su pecado mostraba la

profundidad de la paciencia de Cristo. Cuando vemos nuestra propia

salvación como una expresión y un ejemplo de la paciencia perfecta

de Cristo, comenzamos a desear que nuestra vida también sea un


ejemplo de esa paciencia. Comenzamos a esperar pacientemente

en el Señor. Comenzamos a tratar con paciencia a otros, incluso a

aquellos que son los primeros entre los pecadores.


Pacientes como Él es paciente
La voluntad de Dios para nuestra vida es que seamos pacientes, así

como Él es paciente. Él desea que sigamos el ejemplo de la


paciencia de Cristo y que esperemos pacientemente el regreso de

Cristo.
Cuando nos exasperemos con un amigo o un familiar que
persiste en su pecado, podemos recordar que Cristo nos trata con
paciencia. Cuando comencemos a pensar que una circunstancia se

está alargando más de lo que podremos soportar, podemos recordar


la paciencia de Cristo al esperar el tiempo del Padre en todas las
cosas. Cuando el sufrimiento nos agobie, podemos recordar que en

Su momento de mayor sufrimiento, Cristo se mantuvo firme e


incluso oró por el perdón de Sus enemigos. Y cuando nos sintamos

desanimados con nosotros mismos por seguir cediendo ante el


pecado, podemos recordarnos a nosotros mismos —y no puedo

creer que esté diciendo esto— que debemos ser pacientes porque
Dios aún no ha terminado con nosotros.

Y tampoco ha terminado con Su iglesia, Su novia, que espera

Su regreso. La paciencia no es solo la capacidad de esperar, sino


de perseverar. No es simplemente crujir los dientes y esperar que
una circunstancia cambie o que una prueba se resuelva, marcando

los días en el calendario. Es vivir conscientes cada día de que Dios


sostiene todas las cosas y de que, a la luz de la eternidad, cualquier

problema que enfrentemos en esta vida es ligero y momentáneo. El

pecado y el sufrimiento tienen una fecha de expiración. No son


eternos. Los que esperan pacientemente el regreso de Cristo lo

hacen con la seguridad de que todas las cosas serán hechas

nuevas y con la convicción de que todos los días hasta ese día
cuentan para la eternidad.

La iglesia debe ser un baluarte de paciencia. Mientras el resto

del mundo persigue la siguiente novedad cada ocho segundos o


menos, nosotros debemos ser aquellos que fijan sus ojos en lo

eterno. Debemos ser conocidos por nuestra capacidad de


permanecer cuando amar a nuestro prójimo tarde más y sea más

difícil de lo que esperábamos. Es necesario tener paciencia para

correr con resistencia, pero esa es la carrera que el mundo necesita

vernos correr. Eso puede ser lo que capture y mantenga su atención

en un mundo de peces dorados. Hagamos que la paciencia sea un

rasgo que se pueda encontrar entre el pueblo de Dios. Él aún no ha


terminado con nosotros.
Versículos para meditar
Salmos 37:7

Salmos 86:15
Romanos 15:4-5

Colosenses 3:12-13
2 Pedro 3:14-15
Preguntas para reflexionar

1. Piensa en la persona que más pone a prueba tu paciencia.

¿Cuáles expectativas equivocadas podrían estar


contribuyendo a tu falta de paciencia con esa persona? ¿De
qué forma el ejemplo de Cristo te enseña a replantear tus

expectativas?
2. Reflexiona en Proverbios 19:11. ¿Qué tanto te caracteriza el
término “lento para la ira”? ¿Qué temes perder si decides
pasar por alto una ofensa?

3. Piensa en un período en el que hayas pasado por alguna


prueba. ¿Cómo produjo paciencia en ti de una forma que tal

vez no habrías podido desarrollar en otra situación? ¿Qué


aprendiste sobre Dios durante ese proceso? ¿Cómo cambió
esa experiencia la forma en la que entiendes la paciencia de

Cristo?
4. ¿Cómo has percibido la paciencia de Dios en tu propia lucha

continua con el pecado? ¿Qué significa ser pacientes en

nuestro proceso de santificación sin excusar el pecado? Da un

ejemplo.
Oración
Escribe una oración al Señor dándole gracias por Su paciencia

hacia los pecadores y hacia ti en particular. Pídele que te ayude


para que tu paciencia hacia otros crezca y puedas realmente

esperar en Él en medio de tus circunstancias. Pídele que te ayude a


ser lento para la ira y rápido para pasar por alto las ofensas. Dale
gracias por el ejemplo fiel de Cristo, quien nos muestra el camino de
la paciencia.
9

Dios, el más veraz

Y aunque este mundo lleno de demonios

amenace con destruirnos,


no temeremos porque Dios ha querido
que Su verdad triunfe a través de nosotros.

Martín Lutero, 1529

Esta mañana, antes de sentarme a escribir, me tomé un tiempo para

responder correos electrónicos. Este es un patrón clásico de


procrastinación para mí en los días que debo escribir, diseñado para

hacerme sentir que al menos logré reducir mi bandeja de entrada,


sea que haya escrito o no. Pero hoy me salió el tiro por la culata.
En mi bandeja de entrada había una invitación a un evento al

que no quería asistir. El anfitrión, al ver que pocos habían


confirmado su asistencia, pidió a todos los invitados que le dijeran

las razones por las que no querían asistir. Yo respondí diciendo que

mi familia ya había hecho planes para ese fin de semana y que


lamentaba mucho no poder asistir.

Eso era mentira. Por favor, no pases por alto lo que estoy

diciendo: en la mañana que había apartado para escribir un capítulo


sobre la veracidad de Dios, mi primer impulso al abrir mi

computadora fue tergiversar la verdad. Eliminé la respuesta y envié

una que, aunque seguía siendo amable y corta, al menos era


honesta. Pero tuve que preguntarme si habría reconocido la voz de

mi conciencia si no hubiera acabado de pasar varios días


investigando sobre la psicología de la mentira para este capítulo.

¿Cuántas veces oculto la verdad sin titubear, incluso sin darme

cuenta de que lo estoy haciendo?

Entre todas las habilidades verbales, la mentira es una que

adquirimos rápida y fácilmente. En niños entre las edades de 1 y 2

años, la capacidad de mentir es considerada una señal de que hay


un desarrollo cognitivo normal.23 El habla amable toma años en

desarrollarse. Las palabras respetuosas exigen miles de


repeticiones para que los niños las retengan. Pero ¿mentir? Es
como si naciéramos con las semillas del engaño listas para brotar

en nosotros con nuestras primeras palabras.

Porque, seamos honestos, es así que nacemos. Desde que el

padre de la mentira anduvo como serpiente en el jardín y distorsionó

la verdad del Padre de las luces, los seres humanos han mostrado

una aptitud para hablar con la lengua bifurcada de la serpiente. Allí


estábamos, puestos cuidadosamente en el paraíso, la verdad de

Dios revelada claramente a nosotros: coman todo lo que quieran de

todos estos árboles. No coman de este o morirán.

Y entra el engañador para hacer sutilmente lo que los

mentirosos saben hacer bien. Cuestionó la credibilidad del Dador de

la verdad, distorsionó Sus palabras y luego negó rotundamente Sus

afirmaciones.
Con razón la humanidad adoptó rápidamente los patrones de

habla ante los cuales sucumbieron. Después de la Caída, las

primeras palabras registradas de Adán son una mentira. Cuando

Dios le pregunta dónde está, responde: “Escuché que andabas por

el jardín, y tuve miedo porque estoy desnudo. Por eso me escondí”

(Gn 3:10). Por supuesto, su miedo no se debe a que está desnudo.


Tiene miedo porque ha transgredido la ley de Dios. Cuando Dios le
pregunta directamente si ha comido del fruto prohibido, va más allá

en su engaño al hacerse pasar por víctima: “La mujer que me diste


por compañera me dio de ese fruto, y yo lo comí” (Gn 3:12).

Vaya, Adán. Un simple “sí” o “no” habría bastado. No era


necesario inventarse una excusa.
Y en medio de mi gesto de exasperación, recordé el correo que

quise adornar. Proverbios 12:22 dice: “Al Señor le repugnan los


labios mentirosos; pero le agradan los que dicen la verdad” (RVC).

¿Por qué un lenguaje tan fuerte hacia los mentirosos? Porque los
que han sido creados a la imagen de la Verdad perfecta deberían

reflejar la verdad absoluta de su Hacedor.


Dios es verdad
Dios es verdad. Él es el origen de la verdad y quien la determina. Lo

que Él define como verdad es eternamente verdadero, una verdad


invariable. Ya que Él es verdad, todas Sus acciones revelan verdad

y todas Sus palabras la declaran. Como la plenitud de la verdad


misma, Dios es incapaz de mentir, aunque algunas veces nuestra
percepción limitada nos haga dudar de que es así. Satanás lo sabe
y nos tienta, así como tentó a Eva. Sugiere que, si pecamos, no

vamos a morir, como Dios había dicho que sucedería. Al igual que
Eva, cruzamos la línea del pecado y nos damos cuenta de que
todavía estamos respirando —de que todavía estamos vivos— y

asumimos equivocadamente que la serpiente es la que habla la


verdad. Pero el tiempo revela que en realidad estamos muriendo, tal

como Dios había advertido. El pecado no es solo rechazar la


voluntad de Dios. Es rechazar la verdad, negar lo que es real

(Ro 1:25).
Dios no solo habla la verdad absoluta en cuanto al pecado, Él

dice la verdad absoluta sobre la gracia. Si confesamos nuestro

pecado e invocamos el nombre del Señor, Él nos perdona, tal como


dijo que lo haría. Aunque estábamos muertos en nuestros delitos, Él
“nos dio vida con Cristo” (Ef 2:5). Satanás también desea llevarnos a

cuestionar la veracidad de Dios en cuanto a esto. Con cada pecado


que cometemos siendo creyentes, somos tentados a creer que

nuestro pecado es más grande que la gracia de Dios. Pero solo el

hecho de que esto nos preocupe es evidencia de que seguramente


estamos vivos —tal como el Señor dijo que lo estaríamos.

La verdad es todo lo que se ajusta a la realidad. Así que cuando

reconocemos que Dios es veraz, no solo afirmamos que Él es


honesto, sino que afirmamos que Él define la realidad. La

temperatura a la que el agua hierve es una realidad. La altura del

monte Kilimanjaro es una realidad. Los humanos pueden medir


estas realidades. Dios define esas cosas. Pero nuestro Dios infinito

articula una realidad que va más allá de la capacidad humana de


medir. No hay duda de que somos malos midiendo los efectos

negativos del pecado, pero Dios sigue siendo fiel para recordarnos

la verdad de que el pecado es mortal. No nos molestamos en

calcular los efectos positivos de vivir rectamente, pero Dios sigue

siendo fiel para guiarnos a la verdad de su valor eterno.

Dios, como fuente y dueño de todo conocimiento, no puede ser


otra cosa que veraz. Él define la realidad porque Él es su origen. Al

declarar que nuestro Dios define una realidad objetiva, el


cristianismo niega rotundamente la noción del relativismo moral, que
dice que nosotros decidimos lo que está bien y lo que está mal. Lo

que Dios dice que es bueno es verdaderamente bueno, y lo que

Dios dice que es malo es verdaderamente malo.


La verdad no es relativa
El relativismo moral, la idea de que “lo que está bien para ti puede

que no esté bien para mí”, es un producto de mentes finitas. Es una


forma de adaptar la perspectiva limitada con la que operamos. El

relativismo moral afirma que la verdad personal es la expresión más


importante de la verdad que pudiéramos tener, y que no existe una
verdad más importante y absoluta.
La ilustración clásica de esta idea es la historia de los hombres

ciegos y el elefante. Cada uno lo percibe como algo diferente


dependiendo de la parte del elefante que toca: a uno le parece que
es como una pared, a otro que es una serpiente, a otro que es una

lanza y así sucesivamente. Esta ilustración se usa para afirmar que


es posible que todos los hombres tengan la razón, aunque solo sea

parcialmente.
La historia del elefante viene de escritos budistas e hinduistas, y

asume que todos somos ciegos. Pero ¿qué pasaría si una persona
que no es ciega pudiera venir e instruir a los ciegos en cuanto a la

naturaleza del elefante? Aún mejor, ¿qué pasaría si esa persona

hiciera milagros y pudiera sanar a los ciegos? Una persona así


probablemente iría más allá y ayudaría a esos que ahora pueden
ver a percibir apropiadamente un mundo que solo conocían en la

oscuridad. Esta sí sería una historia realmente trascendental.


Y esta sería la historia de la Biblia, donde encontramos el único

remedio para aquellos que se han dejado cautivar por el relativismo

moral. La Biblia declara que Dios mismo es quien define la realidad


y que Sus criaturas están sujetas a Sus definiciones. Al igual que la

historia del elefante, declara que las personas aman la oscuridad,

pero también habla de la luz que brilló en medio de esa oscuridad,


revelando la verdad a aquellos que alguna vez fueron ciegos. Como

todo sistema de creencias, el cristianismo plantea y responde las

preguntas existenciales que todo humano debe enfrentar:

Origen: ¿De dónde vengo?

Propósito: ¿Por qué estoy aquí?

Problema: ¿Qué anda mal?


Solución: ¿Cuál es la solución para lo que anda mal?

La forma en que la Biblia responde estas preguntas enmarca la

cosmovisión cristiana, la realidad a partir de la que cual operamos:

Origen: No somos un accidente cósmico; fuimos creados por

Dios.
Propósito: Existimos para dar gloria a Dios y para disfrutar de
Él por siempre.

Problema: Al igual que Adán y Eva, cambiamos la verdad de

Dios por una mentira y nos rebelamos en contra de nuestro

Creador; estamos muertos espiritualmente.

Solución: Dios envió a Su Hijo a redimirnos de la muerte y

darnos vida.

Tarde o temprano, todos los cristianos tendremos que defender


esta cosmovisión. A muchos nos aterra la idea. No soy maestra de

apologética, para nada, pero la razón más convincente que tengo

para creer en la veracidad de las afirmaciones de la Biblia es que

responde las preguntas (de dónde venimos, por qué estamos aquí,

cuál es el problema y cuál es la solución a ese problema) de una

forma más convincente que cualquier otro sistema de creencias que


haya encontrado. Su forma de describir el pecado es precisa. La

solución que propone para el pecado trasciende el esfuerzo

humano. El propósito que da para la existencia humana hace que

los verdaderos creyentes vivan sacrificialmente.

La cosmovisión cristiana es una perspectiva racional. Es

racional porque es la realidad. No solo es racional, sino que también


es buena. La verdad de Dios es una verdad buena. Cualquier otro

sistema de creencias requiere ganar una recompensa a través del


sacrificio o la disciplina. Dependiendo del sistema de creencias, la

recompensa podría ser el conocimiento de uno mismo o el paraíso,


pero el cristianismo es el único sistema de creencias que no incluye
la noción de uno ganarse algo. También es el único que propone

una solución permanente para la carga de nuestra culpa. Solo el


cristianismo habla de una vida sacrificial como un fin y no como un

medio, como una respuesta de gratitud y no como un remedio


forzado. La realidad de Dios es verdadera, y la realidad de Dios es

buena.
La verdad compartida
La Biblia contradice no solo el relativismo moral, sino cualquier

noción de una “verdad personal” que no esté basada en la verdad


que se nos ha revelado. La verdad de Dios es comunal, dada no

solo para que el individuo pueda relacionarse correctamente con


Dios, sino para que pueda relacionarse correctamente con los
demás. La fe cristiana no es individualista. Poco después de crear a
Adán, Dios declara que su soledad “no es buena” y soluciona la

situación con la comunidad. El creyente, aunque es llamado a tener


una relación personal con Dios, es llamado a tener comunión con
otros creyentes. El cristianismo y el individualismo son ideas

opuestas.
En la actualidad, el mensaje cultural prevalente es “vive tu

verdad”, pero esta idea no es novedosa. Es otro lema que refleja el


mismo individualismo de siempre, la misma búsqueda de la

autoexaltación. Frases como “Sigue tu corazón”, “Si te sientes bien,


hazlo” o incluso las palabras de Pilato a Jesús, “¿Cuál es la

verdad?”, son formas de decir que la verdad la determina la

percepción de cada persona. Podrías reemplazar cualquiera de


estas frases por la que dijo la serpiente —“No morirás”— y la

historia de la Caída sería la misma.


Desde el jardín, nos sentimos más identificados con el pecado

que con la rectitud. “Vivir mi verdad” es vivir según lo que a mí me

parece normal, andar por el camino que al hombre le parece recto


(Pro 14:12). El problema de vivir mi verdad es que, por encima de

todo, el corazón es engañoso y malvado (Jer 17:9) y me forja una

realidad falsa basada en mis preferencias naturales, una realidad en


la que mis preferencias y deseos suelen tener prioridad sobre los de

otros. Vivir mi verdad evitará que otros vivan su verdad si sus

preferencias son diferentes a las mías. Vivir mi verdad me vuelve


incapaz de vivir en una comunidad bíblica, es decir, una en donde

mi propósito no sea materializar todas mis preferencias personales,


sino dejarlas de lado por el bien de otros. El problema de vivir mi

verdad es que mi verdad es una mentira.

En vez de “vivir mi verdad”, anhelo que Dios me guíe a vivir la

Suya, la única que hay, la verdad que rechaza el aislamiento en

lugar de promoverlo. Al hacerlo, me sumerjo en la comunidad que

es preservada únicamente por la verdad que comparten todos sus


miembros.
Una “revelación fresca”
En los últimos años la iglesia ha enfatizado la naturaleza personal

del evangelio, una característica distintiva y verdaderamente


hermosa de nuestra fe. Sin embargo, sin querer, a veces la

naturaleza colectiva del evangelio se ha dejado de lado. Y eso se


refleja en nuestros servicios de adoración. Los sitios web de
nuestras iglesias pueden declarar los credos con los que nos
identificamos y las liturgias que confesamos, pero las iglesias los

recitan cada vez menos como congregación. La confesión colectiva


queda en el olvido porque planeamos nuestro tiempo como iglesia
enfocándonos más en la experiencia individual que en la expresión

de la comunidad. Con esta mentalidad corremos el riesgo de reflejar


la idea secular de que la verdad es mía y puedo hacer lo que quiera

con ella.
Necesitamos que nuestros tiempos de reunión nos recuerden

que la verdad en la que estamos invirtiendo nuestra vida es una


verdad que compartimos con todo creyente en nuestra

congregación. Además, es una verdad que compartimos con todos

los creyentes que han existido. Es una verdad antigua que no pierde
su integridad con el paso del tiempo. De hecho, entre más perdura,

más se confirma su testimonio.


Cada palabra de Dios es veraz y buena, pero además de eso,

no pierde relevancia. La práctica de pedirle a Dios una “revelación

fresca”, una nueva verdad personalizada, se ha vuelto cada vez más


popular. A veces nos llegamos a creer que ya conocemos tanto esas

palabras antiguas que sería razonable pedir revelaciones que estén

un poco más actualizadas. Al enfrentar la incertidumbre o la


dificultad, mi percepción es que me sentiría mejor si las palabras

fueran exclusivamente para mí y mis circunstancias. Pero lo que

necesitamos no son verdades nuevas; necesitamos recordar las


verdades antiguas que hemos olvidado. Lo que necesitamos no son

verdades personales, sino una verdad que ha sido compartida,


preservada y transmitida de una generación de creyentes a la

siguiente, personalizada para nosotros hoy. Esa verdad compartida

está disponible en las páginas de la Palabra de Dios para mí y para

todos los que creen.

Jesús dijo a Sus discípulos: “Si se mantienen fieles a Mis

enseñanzas, serán realmente Mis discípulos; y conocerán la verdad,


y la verdad los hará libres” (Jn 8:31-32). El llamado de Jesús es a

permanecer en lo que ya fue dado, en lo que ya hemos recibido. Al


permanecer en las enseñanzas de Jesús, sabremos lo que es
verdad y sabremos cómo identificar el error. No solo eso, sino que

seremos liberados de nuestros corazones engañosos, recibiendo “la

verdad en lo íntimo” (Sal 51:6).

Inspirados por el Espíritu Santo, los autores de la Biblia

escribieron con un propósito intencional en mente. El tiempo y la

cultura pudieran separarnos de ese significado, pero nuestra tarea


es encontrar en ese texto la aplicación atemporal que trasciende

culturas, extraer lo que se quiso comunicar. Ver la Biblia como una

verdad compartida nos ayuda a no caer en la trampa de

obsesionarnos con “lo que este versículo significa para mí” al

estudiarla. Nuestra tarea no es asignarle un significado personal al

texto. El texto da una aplicación personal, pero esta proviene y

depende de la interpretación objetiva, cuidadosa y contextualizada


de lo que quería decir el autor. “Lo que este versículo significa para

mí” solo se puede considerar después de haber analizado

cuidadosamente lo que el versículo significa.

Aun teniendo ojos espirituales para reconocer la verdad, a

veces somos selectivos en las verdades que consideramos.

Podemos obsesionarnos con una parte del elefante, amándola de


una forma que nos lleva a ignorar el resto. El creyente tiene el deber
de buscar y acatar la verdad, toda la verdad y nada más que la

verdad. Para cumplir este encargo es necesario tener en cuenta


todo el consejo de la Palabra de Dios.
Conoce la verdad
En el mundo artístico, las pinturas falsificadas constituyen un riesgo

para los vendedores de arte y sus clientes. Es importante saber


cómo identificar una obra falsa. Lo mismo sucede con el dinero

falso. Incluso en la era del comercio electrónico, el dinero falso sigue


siendo un problema de grandes proporciones. El Federal Reserve
Bank of Chicago estima que actualmente hay más de 61 millones de
dólares en moneda falsa circulando en los Estados Unidos.24 Los

que falsifican dinero dependen de nuestra habilidad para diferenciar


las pinturas o los billetes auténticos. Los investigadores de fraudes
no pueden aprender a identificar lo falso estudiando solamente lo

falso. La mejor arma que tienen para detectar el fraude es su


conocimiento de los originales. Aprenden a distinguir lo que es falso

estudiando lo que es real.


Lo mismo aplica para los discípulos de Jesús. No podemos

discernir lo que es falso si no entrenamos nuestros ojos con la


verdad. La mejor arma que tenemos para distinguir entre una

enseñanza verdadera y una falsa, para distinguir entre el pecado y

la rectitud, es “la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios”


(Ef 6:17). La Palabra de Dios es un arma forjada para combatir la
falsedad. Debemos aprender a manejar la Biblia como es debido y

conocerla lo más exhaustivamente posible en el tiempo que


tengamos de vida. Si el terreno del padre de la mentira es la guerra

espiritual, debemos armarnos con la verdad. La verdad es un libro, y

ese libro es un arma.


Pero la verdad también es una Persona.

Jesucristo, el Verbo hecho carne, es también la encarnación de

la verdad. Él se proclama como “el camino, la verdad y la vida”


(Jn 14:6) y nos muestra lo que significa manejar la verdad

correctamente. Con ella reprende al fariseo y atrae al extraviado.

Con ella destruye las mentiras de Satanás en el desierto. Con ella


instruye a Sus discípulos y corrige las enseñanzas falsas de Su

época. La Palabra de verdad dice: “En verdad, en verdad les


digo…”, y benditos son todos los que responden con un: “Amén”.

Él ascendió al cielo, pero nosotros seguimos aquí. Ahora somos

nosotros quienes debemos encarnar la verdad y preservar la

realidad, porque somos “la iglesia del Dios viviente, columna y

fundamento de la verdad” (1Ti 3:15). ¿Cuál es la voluntad de Dios

para tu vida? Su voluntad es que conozcas la verdad (Jn 8:32). Que


practiques la verdad (3Jn 1:4). Que hables la verdad en amor

(Ef 4:15). Que seas santificado en la verdad (Jn 17:17). Que te


regocijes con la verdad (1Co 13:6). Que manejes con precisión la
verdad (2Ti 2:15). Que obedezcas la verdad (1P 1:22).

La voluntad de Dios es que tomes tu lugar en la comunidad de

creyentes, proclamando y viviendo la verdad en un mundo que está

lleno de mentiras. La honestidad debe caracterizar todos tus actos,

sean grandes o pequeños, para que cuando te pidan razón de la

esperanza que hay en ti, tu credibilidad sea una conclusión


anticipada. Y cuando te pregunten, proclama a Cristo como el

camino, la verdad y la vida. Invítalos a conocer lo que es real.


Versículos para meditar
Números 23:19

Salmos 19:9
Salmos 119:160

Isaías 45:19
Juan 1:14
Juan 8:31-32
Juan 17:17-19
Preguntas para reflexionar

1. ¿Qué tan propenso eres a mentir u ocultar la verdad? ¿En

cuáles situaciones es más probable que mientas? ¿Qué estás


tratando de proteger o de qué te escapas cuando lo haces?
2. ¿Cómo has sido influenciado por el relativismo moral (“Lo que

está bien para ti puede que no esté bien para mí”)? ¿Qué nos
motiva a aceptar el relativismo moral?
3. ¿Qué tiene que ver la confesión de pecados con ser una
persona que anda en la verdad? ¿Qué indica la falta de

disposición o la lentitud para confesar el pecado sobre cuánto


valoramos la veracidad?

4. ¿De qué manera debería el deseo de crecer en veracidad


mejorar nuestra relación con Dios? ¿Cómo debería mejorar
nuestras relaciones con otros? Da un ejemplo específico en

cada pregunta.
Oración
Escribe una oración a Dios pidiéndole que grabe Su verdad en tu

ser interior. Pídele que te ayude a odiar la deshonestidad, a discernir


las enseñanzas falsas y a amar la verdad de Su Palabra. Dale

gracias por la libertad que has recibido a través de Jesucristo, la


Verdad misma de Dios.
10

Dios, el más sabio

A Dios, el único que es sabio,

nuestro Salvador y nuestro Rey,


que todos los santos debajo del cielo
se humillen y le adoren.

Isaac Watts, 1707

El 2 de octubre de 1950, la sabiduría empezó a difundirse en la

sección de las tiras cómicas del periódico, a través de cuatro viñetas


dibujadas a mano. Ese día, el mundo conoció a Charlie Brown, el

personaje principal de la pandilla de Peanuts, un grupo de niños (y


un perro y un pájaro) que cautivarían a los lectores durante

cincuenta años.25 En su época de mayor popularidad, la aclamada


tira cómica de Charles Schulz se publicaba en más de 2.600

periódicos, alcanzando a 355 millones de lectores en 75 países.26


¿Cuál fue el secreto de su éxito? No hay duda de que la gente

se podía identificar con los problemas que enfrentaban los

personajes, y el humor de Schulz era muy agradable, pero había un


elemento adicional que lo hacía genial: los niños de Schulz

hablaban con una sabiduría que sobrepasaba su edad:

“Desarrollé una nueva filosofía. ¡Solo le temo a un día a la

vez!”. —Charlie Brown

“La vida es como una bicicleta de diez velocidades…


algunos tenemos velocidades que nunca usamos”. —Linus

van Pelt

“Es simplemente parte de la naturaleza humana… todos

necesitamos a alguien que nos dé un beso de despedida”.

—Marcie Johnson27

Nos encantan los niños sabios en los libros y las películas. C. S.


Lewis y J. K. Rowling han demostrado el poder y el encanto

perdurable de personajes como esos. Nos intrigan porque,


intuitivamente, asociamos la sabiduría con más edad y madurez. La
sabiduría profunda no es común entre los niños —por lo general, es

el producto de años de aprendizaje y experiencia. Nadie busca

mentores en los preescolares.

Job reflexiona: “Entre los ancianos se halla la sabiduría; en los

muchos años, el entendimiento” (Job 12:12). A la luz de esto, piensa

cuánta sabiduría se encuentra en el que es llamado el Anciano de


días.

La sabiduría se relaciona estrechamente con el conocimiento,

pero son dos conceptos diferentes. Tener conocimiento es poseer

información. Tener sabiduría es poder discernir qué es lo mejor que

se puede hacer con la información que uno posee. La sabiduría nos

permite tomar buenas decisiones basadas en el conocimiento que

tenemos disponible. El humano más sabio que conozcas es capaz


de decidir equivocadamente, simplemente porque no conoce todos

los hechos. Los humanos sabios deciden sabiamente al usar la

información que tienen para extrapolar y determinar el mejor curso

de acción.

Como Dios no está limitado por el tiempo, es capaz de

determinar el fin desde el comienzo, actuando dentro del tiempo con


una consciencia perfecta de todos los resultados. Piensa en toda la
sabiduría que reside en el que tiene todo el conocimiento. Como

Dios conoce todas las cosas, es capaz de escoger los finales


perfectos.

Dios, a diferencia de ti y de mí, nunca tiene que extrapolar. Al


conocer todos los hechos, los combina perfectamente y siempre
toma decisiones sabias. El entendimiento de los humanos sabios

podría estar nublado por sesgos personales, pero Dios tampoco


tiene esa limitación. Su sabiduría es perfecta y también es buena.

Podemos decir que una persona malvada es un “genio malvado”,


pero no podemos decir que es sabio. La sabiduría implica bondad

moral, la cual Dios posee en cantidades infinitas. Los caminos que


escoge siempre son sabios y siempre son buenos.
Aunque la sabiduría es una señal de madurez en los humanos,

en Dios es simplemente un hecho. Él no crece en sabiduría, sino


que es infinitamente sabio y Su sabiduría nunca crece ni decrece.

Dios entiende y hace todo exactamente de la forma correcta.


Siempre lo ha hecho y siempre lo hará. Su sabiduría trasciende la

sabiduría humana por una distancia infinita: “Pues la locura de Dios


es más sabia que la sabiduría humana, y la debilidad de Dios es
más fuerte que la fuerza humana” (1Co 1:25).
La sabiduría y la insensatez
Ya que tenemos una capacidad relativamente limitada de obtener o

retener conocimiento, es asombroso que a un humano se le llame


“sabio”. La realidad es que los humanos pueden aprender a actuar

con sabiduría si así lo deciden. Aunque la sabiduría se asocia con la


madurez, no es un don que viene necesariamente con la edad. Es
posible vivir una vida de insensatez de principio a fin.
Ya que estamos diseñados para vivir en comunidad con otros,

la insensatez nunca afecta solamente al individuo que la escoge.


Los seres humanos desean la sabiduría porque, al escoger los
mejores resultados, buscamos el bien de todos, no solo el nuestro.

La sabiduría ayuda a la comunidad y nos permite vivir en paz unos


con otros. La insensatez solo busca servirse a sí misma y lleva a la

comunidad al caos.
La insensatez es el “camino que al hombre le parece recto”

(Pro 14:12). Por nuestra tendencia a desear lo malo, le llamamos


sabio a lo que es necio y necio a lo que es sabio. El apóstol Pablo le

advirtió a la iglesia en Corinto sobre este peligro:


Que nadie se engañe. Si alguno de ustedes se cree sabio

según las normas de esta época, hágase ignorante para


así llegar a ser sabio. Porque a los ojos de Dios la

sabiduría de este mundo es locura. Como está escrito: “Él

atrapa a los sabios en su propia astucia”; y también dice:


“El Señor conoce los pensamientos de los sabios y sabe

que son absurdos” (1Co 3:18-20).

Nos encanta engañarnos a nosotros mismos diciéndonos que

hacemos bien al ponernos a nosotros mismos de primero. Y nos


encanta creer que en realidad no estamos siendo egoístas al

hacerlo. Nos consideramos sabios pero, como dice Proverbios,

vamos por un camino de muerte.

Cuando la Biblia hace la distinción entre la sabiduría piadosa y

la sabiduría del mundo, no está distinguiendo una forma de


sabiduría que es mejor que otra; está distinguiendo entre la

verdadera y la falsa, entre sabiduría e insensatez. La sabiduría del

mundo no es sabiduría en absoluto. Santiago escribe:

¿Quién es sabio y entendido entre ustedes? Que lo

demuestre con su buena conducta, mediante obras hechas

con la humildad que le da su sabiduría. Pero, si ustedes


tienen envidias amargas y rivalidades en el corazón, dejen
de presumir y de faltar a la verdad. Esa no es la sabiduría

que desciende del cielo, sino que es terrenal, puramente

humana y diabólica. Porque donde hay envidias y

rivalidades, también hay confusión y toda clase de

acciones malvadas. En cambio, la sabiduría que desciende

del cielo es ante todo pura, y además pacífica, bondadosa,


dócil, llena de compasión y de buenos frutos, imparcial y

sincera. En fin, el fruto de la justicia se siembra en paz para

los que hacen la paz (Stg 3:13-18).

Observa el fuerte contraste que hace Santiago. La sabiduría del

mundo y la sabiduría piadosa son contrarias y antitéticas:

La sabiduría del mundo se promociona a sí misma. La sabiduría

piadosa exalta a otros.


La sabiduría del mundo busca el mejor lugar. La sabiduría

piadosa busca el lugar más bajo.

La sabiduría del mundo evita el espejo de la Palabra. La

sabiduría piadosa se somete al espejo de la Palabra.

La sabiduría del mundo confía en las posesiones terrenales. La

sabiduría piadosa confía en los tesoros celestiales.


La sabiduría del mundo se jacta. La sabiduría piadosa es lenta

para hablar.
La sabiduría del mundo dice que las pruebas te aplastarán. La

sabiduría piadosa dice que las pruebas te ayudarán a madurar.


La sabiduría del mundo dice que la tentación no es la gran
cosa. La sabiduría piadosa dice que caer en la tentación lleva a la

muerte.
La sabiduría del mundo dice: “Ver es creer”. La sabiduría

piadosa dice: “Dichosos los que no han visto y sin embargo creen”
(Jn 20:29).

La sabiduría del mundo es autoritaria. La sabiduría piadosa


trabaja con mansedumbre.
Dicho de forma simple, cualquier pensamiento, palabra o acto

que ponga en riesgo nuestra habilidad para amar a Dios y al prójimo


es una insensatez. Es necedad absoluta. Es el colmo de la

estupidez. Los que tienen la sabiduría del mundo se oponen a Dios,


actuando según su propio entendimiento de lo que es mejor, una

perspectiva que solo busca lo mejor para ellos.


Pero el mismo escritor que nos implora que distingamos y
evitemos la sabiduría del mundo, también anhela que sepamos

cómo obtener la sabiduría piadosa. Santiago nos recuerda que


podemos pedirla: “Si a alguno de ustedes le falta sabiduría, pídasela

a Dios, y Él se la dará, pues Dios da a todos generosamente sin


menospreciar a nadie” (Stg 1:5). Esta es una declaración

maravillosa. ¿Te falta sabiduría? Solo pídela. Dios te la dará. Punto.


Si descubres que te falta inteligencia y entendimiento, considera

la posibilidad de que no tienes porque no pides. Dios espera tu


petición, y te responderá con gusto.
Pedir sabiduría
En 1 Reyes 3 vemos al rey Salomón haciendo exactamente lo que

Santiago instruye. Probablemente tiene poco más de 20 años y


asciende al trono como sucesor del rey más célebre de Israel, su

padre, David. Gobernar una gran nación es difícil, pero aún más
cuando te toca hacerlo después de un rey legendario. Dios le dice a
Salomón que le concederá lo que le pida. Al enfrentar el escenario
clásico del genio de la lámpara, Salomón no pide riqueza ni poder,

sino sabiduría para discernir el bien del mal y así poder gobernar
sabiamente. Y Dios se la concede. De inmediato, Salomón se
encuentra en un juicio muy público de sus habilidades para

gobernar. Con los ojos de una nación sobre él, escucha una pelea
entre dos mujeres.

Son prostitutas que viven en la misma casa y ambas habían


dado a luz recientemente a varones. Es asombroso que su caso se

escuche, ya que pertenecen al estrato más bajo de la sociedad.


Salomón empezó a demostrar su sabiduría al escucharlas con

compasión y evitar el favoritismo. Pero se requerirá aún más

sabiduría para administrar justicia. Uno de los bebés ha muerto y las


mujeres pelean por el bebé que está vivo. Cada una dice algo
diferente. No hay cámaras de seguridad ni testigos presenciales que

puedan confirmar o negar sus testimonios; no hay pruebas de ADN


que establezcan el parentesco. Solo está Salomón, con un mar de

ojos sobre él que esperan ver cómo gobernará.

Este es el punto en el que actuaríamos diferente, con más


“espiritualidad” que Salomón. Al enfrentarnos con una situación

aparentemente imposible de solucionar, le pediríamos a todos un

momento para buscar al Señor. Inclinaríamos la cabeza


piadosamente y oraríamos: “Señor, Tú conoces todas las cosas.

Deseas la justicia. Por favor, muéstrame cuál es la verdadera

madre”. ¿Qué tiene de malo esa oración? Es una súplica honesta


por sabiduría en una situación difícil, ¿no?

Pero eso no es lo que hace Salomón. En cambio, en una de las


escenas más dramáticas de toda la Escritura, dice: “Tráiganme una

espada... Partan en dos al niño que está vivo, y denle una mitad a

esta y la otra mitad a aquella” (1R 3:24-25). Inmediatamente, la

madre real implora que se le perdone la vida al bebé y que se lo

entreguen a su adversaria. Al haberse revelado su identidad, le

devuelven al niño y “cuando todos los israelitas se enteraron de la


sentencia que el rey había pronunciado, sintieron un gran respeto
por él, pues vieron que tenía sabiduría de Dios para administrar
justicia” (1R 3:28).
Sabiduría vs. conocimiento
Hay muchas cosas que me gustan de esta historia. Me gusta que

incluso los más desprovistos en Israel reciben justicia y compasión


en vez de convertirse en un “caso desestimado”. Me gusta que una

madre reciba de nuevo a su hijo. Me gusta que un líder joven reciba


ánimo y afirmación. Pero también me gusta cómo esta historia nos
aclara lo que significa actuar con sabiduría.
Al enfrentar una situación similar, tú y yo elevaríamos una

“oración por sabiduría”, cuando en realidad es una oración pidiendo


conocimiento. Es común que los confundamos. Salomón, que sabe
que ya ha recibido sabiduría, no le pide conocimiento a Dios. Él ya

tiene todo el conocimiento que necesita para actuar sabiamente.


Salomón toma lo que conoce sobre la naturaleza humana, sobre el

deseo natural de una mujer de proteger a su hijo, y lo usa para


exponer las verdaderas motivaciones de las mujeres. Y Dios honra

la fe que él demuestra en este proceso.


Con frecuencia oramos por sabiduría cuando lo que realmente

buscamos es conocimiento. Dime qué hago, Señor. Dime qué

compromiso debo aceptar, qué palabras debo decir, dónde debo


vivir y para quién debo trabajar. Incluso podríamos recordarle a Dios
que en Santiago 1:5 nos dice que recibiremos sabiduría si se la

pedimos. Pero no estamos pidiendo entendimiento; estamos


pidiendo información. Y, al hacerlo, revelamos nuestra falta de

voluntad para pasar de la inmadurez a la madurez en nuestro

discipulado.
Mi hija Mary Kate, de veinte años, vino a casa durante las

vacaciones de verano de la universidad. Imagina que viniera a la

cocina una mañana de junio (en Texas) y me preguntara: “Mamá,


¿me pongo una camiseta o un suéter?”; “Mamá, ¿qué debo comer

de desayuno?”; “Mamá, ¿qué zapatos debo usar?”. A su edad, estas

preguntas serían inapropiadas, incluso podrían causar


preocupación. Mi trabajo como madre es criar a mi hija para que

tenga un marco interno que le ayude a tomar decisiones. No debería


tomar esas decisiones por ella si ya tiene veinte años.

Y eso hace nuestro Padre celestial con nosotros. Como Dios le

había concedido un marco interno para tomar decisiones, Salomón

no pide sabiduría al momento de tomar su decisión. Él usa el

conocimiento que tiene para tomar la mejor decisión posible. La

sabiduría es un rasgo de madurez espiritual. El autor de Hebreos


señala esta conexión:
En realidad, a estas alturas ya deberían ser maestros, y sin
embargo necesitan que alguien vuelva a enseñarles las

verdades más elementales de la Palabra de Dios. Dicho de

otro modo, necesitan leche en vez de alimento sólido. El

que solo se alimenta de leche es inexperto en el mensaje

de justicia; es como un niño de pecho. En cambio, el

alimento sólido es para los adultos, para los que tienen la


capacidad de distinguir entre lo bueno y lo malo, pues han

ejercitado su facultad de percepción espiritual (Heb 5:12-

14).

Los que son maduros espiritualmente desarrollan la habilidad

de discernir lo que es bueno de lo que es malo. Pasan de escuchar

las verdades básicas a interiorizarlas, lo que hace que perciban el

mundo de una forma diferente. Son transformados por la renovación


de su entendimiento y “así podrán comprobar cuál es la voluntad de

Dios, buena, agradable y perfecta” (Ro 12:2).

Desearía que el resto de la historia de Salomón hubiera seguido

el curso de sus primeros años. Más adelante en su vida, se apartó

del camino de la sabiduría piadosa y anduvo por el camino de la

insensatez. El hombre que escribió que “El comienzo de la sabiduría


es el temor del Señor” (Pro 9:10) cambió ese temor por el temor del

hombre, cambiando así la sabiduría por insensatez. Se entregó a la


sensualidad, a las riquezas y al poder. Su historia nos enseña que la

sabiduría no es algo que se recibe una vez y para siempre. Así


como la paciencia, la misericordia y la gracia, debemos permanecer
conscientes de nuestra necesidad de crecer en sabiduría.
Sigue pidiendo
En el Sermón del monte, Jesús dice a Sus discípulos: “Pidan, y se

les dará; busquen, y encontrarán; llamen, y se les abrirá. Porque


todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se

le abre” (Mt 7:7-8). Al leer estas palabras, comenzamos a hacer una


lista de la información o las posesiones que nos gustaría que Dios
nos diera. Pero creo que cuando Jesús da estas instrucciones lo
hace con una mejor lista de peticiones en mente. Sus discípulos,

abrumados por el costo de seguirle, no escucharon Sus


declaraciones como una invitación a pedir nuevos barcos pesqueros
o casas más grandes. Las escucharon como una invitación a pedir

recursos espirituales como paciencia, valentía, compasión y


sabiduría. No es casualidad que esta instrucción de Jesús suene

parecida a la de Su medio hermano Santiago en cuanto a pedir


sabiduría.

El tiempo verbal en el que se usan pedir, buscar y llamar no


expresa una petición de un solo momento, sino algo continuo. Es

como decir: sigan pidiendo, sigan buscando, sigan llamando. Para

aquellos que entienden el dolor y la destrucción que resultan de una


vida insensata, no hay petición más urgente ni más continua que la

de rogar por sabiduría.


Si nos falta sabiduría, sigamos pidiéndosela a Dios.

Pero ¿de qué forma Dios da sabiduría? ¿Cómo podemos

desarrollar este discernimiento entre lo bueno y lo malo? Lo


hacemos declarando junto con Salomón: “Tráiganme una espada”.

“Ciertamente, la Palabra de Dios es viva y poderosa, y más cortante

que cualquier espada de dos filos. Penetra hasta lo más profundo


del alma y del espíritu, hasta la médula de los huesos, y juzga los

pensamientos y las intenciones del corazón” (Heb 4:12).

La Palabra de Dios nos da discernimiento en el ámbito que se


podría decir es el más necesario: los pensamientos e intenciones de

nuestro propio corazón. Al ver nuestra propia depravación,


desarrollamos una reverencia (temor) correcta ante al Señor. Y así

la sabiduría comienza a formarse en nosotros. El acto más básico

de sabiduría es el arrepentimiento. Apartarnos del pecado nos

enseña a odiarlo, a anticipar los puntos de tentación y a buscar la

ayuda del Espíritu Santo para encontrar la salida.

No es coincidencia que, por lo general, la falta de


discernimiento esté acompañada de una Biblia descuidada. La Biblia

contiene palabras antiguas de sabiduría para nosotros y también


nos habla del ejemplo de Cristo, el cual se hizo para nosotros
sabiduría de Dios:

Hermanos, consideren su propio llamamiento: No muchos

de ustedes son sabios, según criterios meramente

humanos; ni son muchos los poderosos ni muchos los de

noble cuna. Pero Dios escogió lo insensato del mundo para

avergonzar a los sabios, y escogió lo débil del mundo para

avergonzar a los poderosos… a fin de que en Su presencia


nadie pueda jactarse. Pero gracias a Él ustedes están

unidos a Cristo Jesús, a quien Dios ha hecho nuestra

sabiduría —es decir, nuestra justificación, santificación y

redención— para que, como está escrito: “Si alguien ha de

gloriarse, que se gloríe en el Señor” (1Co 1:26-31).

Si eres débil, si eres insensato, si te has gloriado en cosas

menores, dirige tu mirada a Cristo Jesús, quien se hizo sabiduría de


Dios para nosotros.

Salomón dejó de pedir. Espero que nunca se diga lo mismo de

nosotros.

¿Cuál es la voluntad de Dios para tu vida? Si te falta sabiduría,

pídesela.
Versículos para meditar
Job 12:13-17

Job 36:5
Salmos 147:5

Proverbios 2:6
Isaías 55:8-9
Daniel 2:20
Romanos 11:33

Romanos 16:25-27
Preguntas para reflexionar

1. Si Dios te dijera que te dará cualquier cosa que quieras,

¿empezarías pidiendo sabiduría? Si recibieras sabiduría,


¿cómo cambiaría la lista de peticiones que estás
presentándole al Señor actualmente?

2. Piensa en tu momento (o temporada) de mayor necedad. ¿De


qué forma Dios ha usado esa experiencia para que crezcas en
sabiduría y madures en la fe? ¿Qué te enseñó?
3. Piensa en la persona más sabia que hayas conocido. ¿Cómo

modeló esa persona la sabiduría de Dios para ti? ¿De qué


forma su ejemplo te enseñó a discernir el bien del mal?

4. ¿De qué manera debería el deseo de crecer en sabiduría


mejorar nuestra relación con Dios? ¿Cómo debería mejorar
nuestras relaciones con otros? Da un ejemplo específico en

cada pregunta.
Oración
Escribe una oración a Dios pidiéndole que te muestre en qué áreas

ha gobernado la sabiduría del mundo en tus pensamientos, palabras


y acciones. Pídele que te muestre cuándo has pedido conocimiento

en vez de discernimiento. Pídele no solo que te conceda sabiduría,


sino que te lleve a seguir pidiéndola. Alábalo porque nos revela
sabiduría en Su Palabra y en el ejemplo de Cristo. Dale gracias
porque da sabiduría a quien se la pide.
Conclusión

Su imagen grabada en nosotros

Denle, pues, al césar lo que es del césar,

y a Dios lo que es de Dios.

Marcos 12:17

En las primeras líneas de este libro te pedí que consideraras que la


esperanza del evangelio en nuestra santificación no es simplemente

que tomemos mejores decisiones, sino que lleguemos a ser mejores

personas. Al hacernos una mejor pregunta —“¿Quién debo ser?”—,


nos damos cuenta de que la voluntad de Dios para nosotros no está

oculta. La Biblia está llena de exhortaciones sobre cómo podemos


reflejar a nuestro Creador y parecernos cada vez más a Cristo.
Pero al sugerir que debemos ser mejores personas, ¿cómo

evitamos caer en algo parecido a un programa de autoayuda


cristianizada? ¿Cómo evitamos caer en una mentalidad que no logra

más que la modificación de la conducta? No hay duda de que la

Biblia enseña que después de la salvación debe haber un cambio de


conducta. Sin embargo, se da por una razón diferente a la que

tendría un incrédulo. Existe una diferencia entre la autoayuda y la

santificación, y tiene que ver con la motivación del corazón.28


Procuramos ser santos como Dios es santo como un acto

alegre de gratitud, nunca como un medio para ganarnos el favor de

Dios ni para evitar Su desaprobación. Ya tenemos Su favor y Su


aprobación. Más bien, la motivación de la santificación es la alegría.

La alegría es tanto nuestra motivación como nuestra


recompensa. Jesús estableció esta relación al decir a Sus

discípulos: “Si obedecen Mis mandamientos, permanecerán en Mi

amor, así como Yo he obedecido los mandamientos de Mi Padre y

permanezco en Su amor. Les he dicho esto para que tengan Mi

alegría y así su alegría sea completa” (Jn 15:10-11).

Logramos tener una alegría completa cuando buscamos reflejar


a nuestro Creador. Para eso fuimos creados. Es la voluntad de Dios

para nuestra vida.


Cuando estaba en la escuela primaria, a mis dos hermanos
mayores y a mí nos gustaba coleccionar monedas. Reunimos una

colección modesta de monedas: una moneda de diez centavos de

mercurio, algunos peniques de trigo, un dólar Eisenhower y un dólar

Morgan de 1900 que encontramos olvidado en la caja de recuerdos

de un familiar que había muerto. Estábamos muy orgullosos de

nuestras monedas y las guardábamos como reliquias en una caja


grande de exhibición que era plana y tenía una tapa de vidrio. No

sabíamos que la tapa de vidrio terminaría siendo más valiosa que la

colección en sí.

La puerta del frente de nuestra casa tenía una ventana circular

que estaba cubierta desde adentro por una cortina pequeña y

delgada. Un día, mientras mamá estaba en el trabajo, rompimos esa

ventana accidentalmente. Dejaré que especules sobre las


circunstancias en las que sucedió el accidente, pero puedes asumir

que involucró una travesura. Temiendo que mamá se disgustara, y

con toda razón, nos unimos en un acto poco común de solidaridad

fraternal: ocultar el crimen y arreglar la ventana. Reunimos nuestro

dinero y programamos la reparación, pero teníamos que esperar

tres días antes de que se pudiera reemplazar el vidrio. Entramos en


pánico. Tres días de verano en Texas es demasiado tiempo como
para ocultar una ventana rota, y pronto mamá llegaría a casa del

trabajo. De repente se nos ocurrió la brillante idea de pegar la tapa


de vidrio de la colección de monedas en la ventana con cinta

adhesiva. Como estaba detrás de la cortina, mamá nunca se enteró.


Como madre, lo primero que me viene a la mente cuando
recuerdo las colecciones de monedas es que nunca debo dejar a

mis hijos en casa sin la supervisión de un adulto. Pero lo segundo


que me viene a la mente —como maestra de la Biblia— es una

historia registrada para nosotros en el Evangelio de Marcos.


Una historia que no es sobre los impuestos
En Marcos 12, algunas personas le preguntan a Jesús sobre el pago

de impuestos. Dos grupos adversarios de judíos, los herodianos y


los fariseos, trataron de ponerle una trampa a Jesús para que dijera

que Roma era el gobernante legítimo. Los romanos contrataban a


judíos como recaudadores de impuestos para que le cobraran (a
menudo injustamente) a su propia gente. Mateo, el discípulo de
Jesús, fue uno de esos recaudadores antes de su conversión. El

tema de pagarle impuestos a Roma era altamente delicado, y si Sus


enemigos lograban que Jesús apoyara el sistema, podían agitar
fácilmente a una muchedumbre en Su contra.

Sus adversarios judíos usan palabras engañosas para


preguntarle si es justo pagar impuestos al César o no. Jesús sabe

que es una trampa, así que responde en Su forma típica: usa la


pregunta para responder una pregunta más importante, una que

aborda no las acciones externas sino las motivaciones internas. Les


pide que le traigan un denario, la moneda que se usaba para pagar

los impuestos. Luego, les hace una pregunta que es otro tipo de

trampa:
Le llevaron la moneda, y Él les preguntó: —¿De quién son

esta imagen y esta inscripción? —Del césar —contestaron.


—Denle, pues, al césar lo que es del césar, y a Dios lo que

es de Dios. Y se quedaron admirados de Él (Mr 12:16-17).

Al leer esta historia, nos damos cuenta de que hubo algo en la

respuesta de Jesús que desvió la trampa, dejándolos asombrados y


un poco atrapados, pero tal vez no entendemos exactamente qué

fue lo que Él hizo. Examinemos algunos de los detalles de la

historia.
Lo más probable es que la moneda que le dieron a Jesús haya

sido un denario del emperador llamado Tiberio. Dos mil años

después, estas monedas todavía existen y puedes comprar una en

eBay por unos ochocientos dólares. Las monedas que se

troquelaban durante el reino de un emperador en particular llevaban


una imagen de su rostro y una inscripción. La inscripción alrededor

del rostro de Tiberio dice: “César Augusto Tiberio, hijo del divino

Augusto”, lo que reforzaba la afirmación común de que los césares

eran dioses. El padre de Tiberio, Augusto, había sido adorado toda

su vida como dios a lo largo del imperio romano, y la inscripción

intenta elevar a Tiberio al mismo estatus.


Cuando Jesús responde a Sus adversarios, no les habla acerca
de los impuestos, sino de la moneda en sí. Habla acerca de la

imagen que ha sido grabada en nosotros. En efecto, dice: “La

moneda tiene grabada la imagen de un ‘dios’, marcando lo que le

pertenece. Por otra parte, Dios ha grabado Su propia imagen en

ustedes, marcando que ustedes le pertenecen. ¿Van a preocuparse

tanto con las obligaciones terrenales que van a descuidar las cosas
celestiales que requiere la imagen que ha sido grabada en ustedes?

Ustedes llevan las marcas de su Creador. Denle a Dios lo que es de

Dios”.

Los líderes judíos de la época de Jesús mostraban más

preocupación por quién gobernaba los reinos terrenales que por

quién gobernaba el Reino de los cielos. En ese proceso, servían a

dioses falsos. En nuestro caso, podemos ser culpables de hacer lo


mismo. Siempre estamos fabricando ídolos en nuestros corazones.
Ídolos inadecuados
Cuando Dios le entrega la ley a Moisés en el monte Sinaí, le da los

Diez Mandamientos. Ocho de estos se expresan brevemente, pero


hay dos que son más extensos. El más largo es el cuarto

mandamiento, recordar el día de reposo y guardarlo. El segundo


más largo es el segundo mandamiento:

No te hagas ningún ídolo, ni nada que guarde semejanza


con lo que hay arriba en el cielo, ni con lo que hay abajo en
la tierra, ni con lo que hay en las aguas debajo de la tierra.

No te inclines delante de ellos ni los adores. Yo, el Señor tu


Dios, soy un Dios celoso. Cuando los padres son malvados
y me odian, Yo castigo a sus hijos hasta la tercera y cuarta

generación. Por el contrario, cuando me aman y cumplen

Mis mandamientos, les muestro Mi amor por mil


generaciones (Éx 20:4-6).

Aunque el cuarto mandamiento es el único que habla

explícitamente de la idea de recordar, la extensión tanto del cuarto

como del segundo mandamiento implica la misma idea en ambos.


Cuando quería que mis hijos pequeños siguieran instrucciones,

siempre explicaba más extensamente las partes que era menos


probable que recordaran, entendieran u obedecieran. Así también,

Dios usa más palabras en las partes donde se requiere un mayor

énfasis.
Necesitamos recordar más el segundo mandamiento respecto a

los ídolos. En cierto sentido, es una extensión del primer

mandamiento de no tener otros dioses aparte de Dios, pero es más


específico. El término “ídolo” también se traduce como “imagen” o

“escultura”. Al leer el segundo mandamiento reconocemos que Dios

no quiere que tomemos materiales inanimados para convertirlos en


imágenes que luego adoremos. Y pensamos que no tenemos

ningún problema con eso, mientras intentamos ignorar con todas


nuestras fuerzas que nuestros teléfonos, nuestros autos y nuestras

cuentas bancarias cuentan como ídolos.

Pero hay una razón mucho más importante por la que Dios nos

dice que no nos hagamos ídolos o imágenes. Él ya nos hizo a Su

imagen: “[Dios] dijo: ‘Hagamos al ser humano a Nuestra imagen y

semejanza’” (Gn 1:26).


En todo el orden creado, solo los humanos están diseñados

para reflejar la imagen de Dios. Hacer una imagen de un animal o


un ser humano, o incluso de Dios mismo, de madera, metal o arcilla
solo podría ser —en el mejor de los casos— una sombra de una

sombra de una realidad. En el peor, es una mentira. Dios prohíbe

que se hagan imágenes porque Él ya ha grabado Su imagen en

nosotros.

Lo que se puede conocer de Dios a través de los humanos

creados a Su imagen es incompleto y está manchado por la Caída.


Pero ¿y si naciera una persona que pudiera restaurar esa imagen a

lo que debió haber sido? Volvamos por un momento al tema de las

monedas para considerar una analogía de nuestra época.


La voluntad de Dios, una impresión perfecta
La Casa de la Moneda de los Estados Unidos crea sets de monedas

de prueba que suelen ser muy atractivas para los coleccionistas


porque son versiones casi idénticas de las originales. Suelen ser de

oro, plata o platino, no del metal inferior de la moneda real que está
en circulación. Son una versión idealizada de lo que llevamos en los
bolsillos, y no se han contaminado con el uso diario ni con el
comercio.

Al igual que estas monedas de prueba, Jesucristo es la imagen


perfecta de Dios; es puro, infinitamente valioso y libre de la
contaminación del pecado.

Por la Caída, tú y yo somos monedas de metal, abolladas y


desgastadas. Pero todavía llevamos la imagen de nuestro Dios,

aunque esté distorsionada por el pecado. Cuando abrazamos con


alegría el llamado a ser santos como Él es santo, esos contornos

desgastados de Su semejanza comienzan a restaurarse y a


definirse. Las abolladuras y rayaduras causadas por la Caída y

nuestra propia insensatez comienzan a desaparecer. A medida que

vamos creciendo en santidad, amor, bondad, justicia, misericordia,


gracia, fe, paciencia, verdad y sabiduría, nos vamos pareciendo

cada vez más a Cristo, quien es la imagen perfecta de Dios.


Ser mejores personas es reflejar con creciente claridad y

fidelidad el rostro mismo de Dios. La voluntad de Dios para nuestra

vida es que seamos restaurados a la condición original. La voluntad


de Dios para nuestra vida es que seamos pruebas vivientes.

Todo lo que digamos o hagamos iluminará u oscurecerá el

carácter de Dios. La santificación es el proceso de crecer


alegremente en la luz. A través de Cristo y por el Espíritu, hemos

vuelto a tener acceso a la presencia de Dios. Y el resultado es que

el ser humano recupera gloriosamente la imagen de Dios.


“Así, todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos

como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados a Su


semejanza con más y más gloria por la acción del Señor, que es el

Espíritu” (2Co 3:18).


Notas de texto

1 Ver mi libro Nadie como Él (Poiema Publicaciones, 2019).

2 Esta idea se adaptó de las primeras líneas del libro clásico de A. W. Tozer,

El conocimiento del Santo: “Lo que nos viene a la mente cuando


pensamos en Dios es lo más importante de nosotros” (Editorial Vida,

1996), 1.

3 Arthur Walkington Pink, The Attributes of God [Los atributos de Dios]

(Grand Rapids, MI: Baker, 1996), 41.

4 R. C. Sproul, The Holiness of God [La santidad de Dios] (Wheaton, IL:

Tyndale, 2006), 25.

5 Jerry Bridges, The Pursuit of Holiness [En pos de la santidad] (Colorado

Springs: NavPress, 2016), 21.


6 “Romantic Drama 1980 – present” [“Drama romántico 1980 – presente”]

Box Office Mojo, consultado el 26 de junio de 2017,

http://www.boxofficemojo.com/genres/chart/?id=romanticdrama.htm.

7 Marcus Moore, “Couple Celebrates 75th Wedding Anniversary” [“Pareja

celebra su aniversario de bodas número 75”] WFAA.com, 17 de marzo


de 2016, http://www.wfaa.com/features/couple-celebrates-75th-wedding-

anniversary/31561702.

8 Aunque se han estudiado ampliamente, tal vez el análisis más conocido de

estas ideas es el de Los cuatro amores de C. S. Lewis.

9 Así como con el idioma inglés, la misma palabra se puede usar de forma

diferente dependiendo del contexto. En algunos contextos, phileo y

agape se usan de forma intercambiable (como en Jn 21:15-17). Aunque

un conteo del uso de una palabra particular puede dar algunas ideas

sobre el mensaje que se transmite en el Nuevo Testamento, la presencia


continua del tema del amor incondicional y activo de Dios expresado

hacia el creyente, y del creyente hacia otros, es innegable.

10 Kenneth Wuest, Wuest’s Word Studies in the Greek New Testament

[Estudios de Wuest sobre palabras en el Nuevo Testamento griego]

(Grand Rapids, MI: Eerdmans, 1975), 3:111-113.

11 Alexandra Larkin, “Boy Finds Huge 7.44 Carat Diamond in State Park”

[“Niño encuentra un diamante enorme de 7,44 quilates en parque


estatal”], CNN.com, 16 de marzo de 2017,

http://www.cnn.com/2017/03/16/us /arkansas-boy-diamond-trnd/.
12 Karl Zinsmeister, “Oseola McCarty”, The Philanthropy Roundtable [La

mesa redonda de la filantropía], “The Philanthropy Hall of Fame” [“El


salón de la fama de la filantropía”], consultado el 27 de junio de 2017,

http://www.philanthropyroundtable.org/almanac/hall _of _fame/oseola


_mccarty/.
13 Rick Bragg, “All She Has, $150,000, Is Going to a University” [“Sus
150.000 dólares, todo lo que tiene, va para una universidad”], The New
York Times en línea, 12 de agosto de 1995,

http://www.nytimes.com/1995/08/13 /us/all-she-has-150000-is-going-to -a
-university.html.

14 A. W. Tozer, Knowledge of the Holy: The Attributes of God [El


conocimiento del Santo: Los atributos de Dios] (San Francisco:

HarperCollins, 1992), 140.


15 James Montgomery Boice, The Parables of Jesus [Las parábolas de

Jesús] (Chicago: Moody Press, 1983), 89-91.


16 Boice, Parables of Jesus, 182.

17 Tozer, Knowledge of the Holy: The Attributes of God (San Francisco:


HarperCollins, 1992), 148-149.

18 Dietrich Bonhoeffer, The Cost of Discipleship [El costo del discipulado]


(Nueva York: Touchstone, 1995), 43-44.

19 D. A. Carson, For the Love of God: A Daily Companion for Discovering the
Riches of God’s Word [Por el amor de Dios: Una guía diaria para

descubrir las riquezas de la Palabra de Dios] (Wheaton, IL: Crossway,


2006), 23.

20 Nathaniel P. Langford, “The Wonders of the Yellowstone” [“Las maravillas


de Yellowstone”], Revista Scribner’s Monthly 2, nº 1 (May 1871): 123.

21 Christopher Muther, “Instant Gratification Is Making Us Perpetually


Impatient” [“La gratificación instantánea nos está volviendo
perpetuamente impacientes”], The Boston Globe en línea, 2 de febrero
de 2013.

22 John Stevens, “Decreasing Attention Spans and Your Website, Social


Media Strategy” [“Disminución de los períodos de atención y tu sitio web,

estrategia de las redes sociales”], Adweek en línea, 7 de junio de 2016,


http://www.adweek.com/digital/john-stevens-guest-post-decreasing-
attention-spans/.

23 Yudhijit Bhattacharjee, “Why We Lie: The Science Behind Our Deceptive


Ways” [“Por qué mentimos: La ciencia detrás de nuestros engaños”],
National Geographic en línea, 15 de junio de 2017, https://www.national
geographic.com/magazine/2017/06/lying-hoax-false-fibs-science/.
24 Geoff Williams, “In the Age of Digital Money, Counterfeit Bills Still a

Problem” [“En la era del dinero digital, los billetes falsos siguen siendo un
problema”], Revista U.S. News and World Report en línea, 25 de abril de
2013, https://money.usnews.com/money/personal-
finance/articles/2013/04/25/how-to-spot-counterfeit-money.

25 Katherine Brooks, “10 of the Best Snoopy Moments to Celebrate Peanuts’


63rd Anniversary” [“10 de los mejores momentos de Snoopy para
celebrar los 63 años de Peanuts”], Huffpost, 2 de octubre de 2013,
https://www.huffingtonpost.com/2013/10/02/peanuts-

anniversary_n_4025927.html/.
26 Pamela J. Podger, “Saying Goodbye: Friends and Family Eulogize
Cartoonist Charles Schulz” [“La despedida: Amigos y familiares elogian al
caricaturista Charles Schulz”], SFGATE, 22 de febrero de 2000,
http://www.sfgate.com/bay area/article/SAYING-GOODBYE-Friends-and-
family-eulogize-2774210.php/.
27 Editores de la revista Reader’s Digest, “10 Great Quotes from the

‘Peanuts’ Comic Strip” [“10 frases célebres de las tiras cómicas de


‘Peanuts’”], Reader’s Digest en línea, 3 de abril de 2017,
https://www.rd.com/culture/peanuts-quotes/.
28 Jen Wilkin, “Failure Is Not a Virtue” [“El fracaso no es una virtud”], página

web de The Gospel Coalition, 1 de mayo de 2014,


https://www.thegospelcoalition.org/article/failure-is-not-a-virtue/.

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