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E - El Arte de Educar o El Sentimiento en La Pedagogia Amigoniana

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Domestícame –o si preferís, déjame entrar en tu casa– le dijo suplicante el zorro al


Principito, después de que el propio zorro le hubiese descubierto el gran secreto de la
domesticación; le hubiese entregado la clave secreta para acceder a la casa del otro o para
permitir el acceso a la propia; le hubiese compartido, en definitiva, lo más esencial e
identificante de todo proceso educativo.
Le había hablado el zorro de crear lazos afectivos, de cordiales liturgias y de pacientes
y para nada monótonos rituales que facilitan e incluso hacen anhelar el mutuo encuen-
tro y van permitiendo desde ahí el mutuo conocimiento y, sobre todo, el mutuo y
personalizado afecto.
Y poco a poco el zorro, con gran paciencia, fue humanizando al Principito.
Sí, humanizándolo, porque, si os detenéis por un momento a reflexionar conmigo
ese gran poema pedagógico que tiene como protagonista –junto al zorro– al pequeño
Príncipe, concluiréis conmigo que éste, a pesar de ser perspicaz, intuitivo e inteligen-
temente despierto, no había crecido como persona.
Era capaz, sí, de ver un cordero escondido en el interior de la caja dibujada por el
aviador e incluso de descifrar con rapidez y naturalidad el dibujo de la boa comién-
dose un elefante, que el propio aviador había realizado de pequeño y que, hasta ese
momento, todos cuantos lo habían visto, habían identificado con un sombrero. Era
capaz –el Principito– de todo esto y de mucho más, pero no había logrado percibir
–ni, en consecuencia, apreciar y valorar– el inmenso amor que le tenía su rosa y ni
tan siquiera era consciente del no menor amor que él mismo le profesaba a ella. No
había distinguido tan siquiera el color del trigo que él mismo lucía en sus cabellos. Su
mundo era en blanco y negro. No había todavía en él color, pues no había sentimiento.
Sólo el sentimiento humaniza a la persona y le confiere a su vida ese colorido que es
imprescindible para sentirse “a gusto con uno mismo”, para ir alcanzando crecientes
cotas de felicidad.
El Principito, previamente al proceso de mutua domesticación que experimentó
con su amigo el zorro, era –como diría hoy en día Goleman– un analfabeto emocional.
De hecho, él mismo lo reconoce, cuando –ya abiertos los ojos de su corazón– ex-
clama, recordando el “romance” con su rosa: Yo era demasiado joven para saber amarla,
o lo que viene a ser lo mismo: Yo era demasiado inmaduro para apreciar su amor.

El educador, experto en humanidad


Educar no es otra cosa que humanizar, que favorecer en la persona del alumno su
propia maduración humana.
Pero humanizar es fundamentalmente despertar el corazón, despertar los senti-
mientos, el propio mundo afectivo.

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Y el corazón sólo se despierta con los latidos de otro corazón. Sólo quien se siente
querido, se valora y aprende a querer, a abrirse con confianza creciente al mundo de los
otros…
Por ello, la educación –toda educación de la persona– conlleva, por su propia
naturaleza, la necesidad de empatizar, de crear lazos afectivos, de despertar y cultivar
sentimientos:

(Javier de Valencia, TPA, 5.042-5.043)

(Jorge de Paiporta, TPA, 11.124)

3
(Valentín de Torrente, TPA, 12.124-12.128)

Y es precisamente ese empatizar, ese crear y cultivar el sentimiento, lo que puede


hacer, de la educación, un arte, y lo que nos permite, por ende, hablar con propiedad
del Arte de educar.
Así lo entendió, desde sus inicios, la pedagogía amigoniana, propiciando para ello,
en sus educadores, un talante profundamente humano, y de una sensibilidad y dispo-
nibilidad exquisitas para relacionarse con sus alumnos, primordialmente por vía del
corazón.

(Valentín de Torrente, TPA, 12.024)

4
(Juan Antonio Vives, Identidad Amigoniana en Acción, 78)

Con todo, hay que matizar que ese mantener una orientación humana y humanis-
ta –tanto en su identidad, como en su actuación concreta– no siempre le ha resultado
fácil a la propia pedagogía amigoniana.
Cuando, a partir del primer cuarto del pasado siglo, los amigonianos apostaron
decididamente por acoger y adaptar los postulados y, sobre todo, la praxis de la peda-
gogía científica, especialmente en lo concerniente al campo de la psicología experimen-
tal, también ellos –los amigonianos–, como muchos otros pedagogos del momento,
sintieron, de alguna manera, la tentación de reducirlo todo a la así llamada actuación
“científica”, dejando a un lado cuanto tuviera relación directa con el mundo de los sen-
timientos.
No obstante, dicha tentación –más bien pasajera y que nunca llegó a relegar en
la práctica la relación personal y afectiva entre educador-educando– se superó, con
pasmosa naturalidad, gracias al propio y tradicional bagaje educativo, en el que, como
se ha venido viendo, el trato cariñoso y cercano con el alumno fue, desde los inicios,
algo “esencial” y, hasta me atrevería a decir, “sagrado”.
Dicho con expresión del gran Unamuno, en su novela Amor y Pedagogía –filosó-
fica como todas las suyas–, frente a la postura de aquéllos que, con D. Avito –el padre
del protagonista–, piensan que “con la pedagogía no se podrán hacer genios, mientras
no se elimine el amor”, la pedagogía amigoniana –repito, frente a todos ellos– optó,

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junto a Apolodoro –el protagonista de la mencionada novela– por “hacer del amor
mismo pedagogía” y acogió de corazón este desesperado deseo que el propio Apolodoro
dirige –como en una especie de testamento vital– a Clara, la única persona a la que
llegó a querer y por la que se había sentido amado, aunque acabase siendo para él un
“amor imposible”:
–– Pudiste redimir de la pedagogía –le dice en primer lugar considerando su propia
tragedia personal– a un hombre, pudiste –insiste– hacer un hombre de un can-
didato a genio… ¡Ojalá en el futuro –añade y aquí empieza el deseo testamen-
tario– hagas hombres, hombres de carne y hueso, y ojalá los hagas en amor y no en
pedagogía.
Por lo demás –y para ir concluyendo ya esta primera parte de la exposición– ese
talante, ese arte de educar “de corazón a corazón”, ese trasmitir afecto, aprecio y cariño
en la acción educativa, ha sido el que ha conferido fundamentalmente a la propia pe-
dagogía amigoniana su específica identidad y fisonomía; el que ha propiciado el carac-
terístico aire de familia, que ha distinguido el ambiente de sus grupos educativos, y el
que ha favorecido determinantemente la positiva apertura de los alumnos a la misma
acción educativa.

(Javier de Valencia, TPA, 5.048-5.052)

6
(Terciarios Capuchinos, Constituciones de 1910, n. 237, en TPA, 0.313)

(Valentín de Torrente, TPA, 12.410)

7
(Pedro de la Iglesia, TPA, 10.015-10.016)

Valores de la educación humanizante de los amigonianos


Ahora bien, –y con ello comenzaríamos la segunda parte de esta charla, que se
centrará en los principales valores que han distinguido e identificado, a través del
tiempo, la educación humanizante de los amigonianos– la pedagogía amigoniana ha
resaltado, especialmente, como valores irrenunciables: la centralidad de la persona, la
libertad, el acompañamiento cordial, la atención a la individualidad y la creación de un
ambiente familiar.

Centralidad de la persona
Y en primer lugar nos detendremos –por considerarlo clave y particularmente
fundamental– en ese valor –en esa riqueza– que se concreta en conceder a la persona
del alumno una centralidad y protagonismo incuestionables en el propio proceso edu-
cativo.
Dicho valor, dicha centralidad y protagonismo ha supuesto fundamentalmente,
dentro de la cultura pedagógica amigoniana:

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a) Una valoración positiva de la persona, al margen de sus actos:

(Valentín de Torrente, TPA, 12.113)

b) Un delicado respeto a la persona y personalidad del mismo alumno:

(Jorge de Paiporta, TPA, 11.120 y 11.143)

9
(Vicente Cabanes, TPA, 14.208)

(Vicente Cabanes, TPA, 14.210)

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c) Y una inteligente relativización del reglamento, que ha permitido, entre otras
cosas: humanizar un sistema de carácter eminentemente conductista:

(Valentín de Torrente, TPA, 12.119-12.121)

Libertad
En íntima sintonía con la positiva valoración y centralidad de la persona, la pedago-
gía amigoniana ha resaltado el valor de la libertad.
En todo proceso de crecimiento –y la educación lo es, por su propia naturaleza– es
imprescindible un ámbito de libertad.
Sin libertad no crecen ni las plantas.
¡Qué bonitos son los bonsáis! ¿verdad?
Y sin embargo, al contemplar su belleza, uno no puede reprimir un cierto senti-
miento de pesar y nostalgia por el gran árbol que pudo ser y que ya nunca será.
A fuerza de recortar –una y otra vez– sus raíces, a fuerza de privarle repetidamente
de la libertad que necesitaba su natural tendencia a la expansión, se fue achicando, fue
perdiendo su verdadera identidad, hasta quedar reducido a un inacabado y enanizado
proyecto de lo que genéticamente estaba llamado a ser.
Y es que, por mucho que se quieran adornar las cosas y endulzar las peras, para un
ser, programado para volar, aunque la jaula sea de oro, no deja de ser prisión.

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Es natural, pues, que la pedagogía amigoniana –como todo proyecto educativo
que se precie de tal– haya exaltado el valor incuestionable de la libertad personal en
textos como los que aquí se traen:

(Vicente Cabanes, TPA, 14.923)

(Vicente Cabanes, TPA, 14.107)

12
No obstante, dadas las peculiaridades más características de los sujetos educativos
que le son más propios y en los que, por lo general, aparece menguada –por su misma
debilidad de carácter y por su falta de fuerza de voluntad– la capacidad para hacer,
con verdadera libertad, aquellas opciones que puedan resultar más positivas de cara a
su propio futuro, la misma pedagogía amigoniana se ha propuesto tradicionalmente,
como uno de sus más fundamentales retos, el de ir educando en su alumnos, de forma
continua –y al mismo tiempo dosificada y progresiva– el ejercicio de la propia libertad:

(Vicente Cabanes, TPA, 14.927)

(Valentín de Torrente, TPA, 12.124-12.128)

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Acompañamiento cordial
Como tercer valor característico de la pedagogía amigoniana se ha enumerado
antes el del cordial acompañamiento.
De acuerdo a este valor, el educador debe asumir el rol de ser un acompañante
válido del alumno –verdadero sujeto del proceso educativo– en la irrepetible aventura
de su maduración como persona; debe establecer con él lo que ya uno de los primeros
educadores amigonianos calificó de contrato de simpatía, o, lo que es lo mismo, debe
procurar entablar con él una relación de empatía.
Cabría matizar, sin embargo, con relación a este mismo valor del cordial acompa-
ñamiento, que la tradición pedagógica amigoniana ha distinguido en él dos momentos
igualmente importantes:
a. El de la acogida. Respecto a este momento, la misma tradición pedagógica ela-
boró, en su día, textos tan cálidos y cargados de cordialidad como éstos:

(Domingo de Alboraya, TPA, 6.248)

14
(Jorge de Paiporta, TPA, 11.152)

(Valentín de Torrente, TPA, 12.064 y 12.420)

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b. Y el del diario y cercano acompañamiento. Si importante es el momento de la
acogida, no lo es menos este otro del diario y cercano acompañamiento, que abarca en
realidad todo el proceso educativo del alumno, dentro de la institución. También con
relación a este momento son especialmente significativas las referencias amigonianas:

(Bernardino de Alacuás, TPA, 3.008)

(Domingo de Alboraya, TPA, 6.251)

16
(Vicente Cabanes, TPA, 14.866)

Atención a la individualidad
Como una concreción más del primer gran valor al que se ha hecho referencia
aquí –el de la centralidad de la persona– aparece otro de los valores más castizos del
quehacer amigoniano: la atención a la individualidad.
En todo proceso educativo –si en realidad pretende ser tal– es necesaria la atención
personalizada, el tratamiento individualizado, las terapias adaptadas a las aptitudes,
disposiciones, fortalezas y debilidades… del alumno. Pero dicha necesidad es especial-
mente perentoria, cuando se trata de “acompañar en su aventura vital –en la aventura
de su propia maduración humana– a personas que sufren desarreglos de personalidad
más fuertes y que, manifiestan de un modo más patente los consecuentes desarreglos
conductuales”.
Como mero ejemplo de la capital importancia que la pedagogía amigoniana ha
concedido, desde siempre, a la educación “a la medida”, se traen éstos:

17
(Domingo de Alboraya, TPA, 6.176-6.177)

(Valentín de Torrente, TPA, 12.056)

18
(Bienvenido de Dos Hermanas, TPA, 9.139)

(Terciarios Capuchinos, Manual 1933, en TPA, 0.246)

19
(Valentín de Torrente, TPA, 12.121)

Ambiente familiar
Otro valor imprescindible y esencial a la identidad y acción amigoniana ha sido
y es la preocupación y cuidado con que se ha propiciado en los grupos educativos
la creación de un verdadero ambiente familiar. Este ambiente se ha visto favorecido
primordialmente por la cordialidad, la sencillez, la cercanía y la alegría con que los
educadores han sabido estar y relacionarse con sus alumnos:

20
(Valentín de Torrente, TPA, 12.064)

(Vicente Cabanes, TPA, 14.865)

21
(Javier de Valencia, TPA, 5.053)

(Domingo de Alboraya, TPA, 6.254)

22
(Jorge de Paiporta, TPA, 11.126)

(Vicente Cabanes, TPA, 14.866)

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Del salón, en el ángulo oscuro
Y para acabar, quisiera compartir con vosotros una de las más famosas rimas del
inmortal romántico Adolfo Bécquer.
Hace ya años que, por sugerencia de una persona muy cercana a mí, empecé a
descubrir en ella un verdadero poema pedagógico, en el que se canta precisamente esa
pedagogía del amor, esa pedagogía de corazón a corazón que aquí se ha profundizado a la
luz de la tradición amigoniana, y que es capaz de arrancar notas –sentimientos– de un
arpa cubierta de polvo –de aquel alumno menos valorado–, y que es capaz de suscitar
vida en personas que ya se daban por “muertas”, e incluso de despertar potencialidades,
genialidades, en aquellas otras por las que nadie apostaba:

EPLA, a 15 de septiembre de 2009

Juan Antonio Vives Aguilella

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