Novalis
Novalis
Novalis
Entre el otoño de 1795 y el de 1796, Hardenberg redactó una serie de 667 anotaciones
que hoy se conoce como Estudios sobre Fichte, donde desarrolla los problemas
filosóficos que estaban en el primer plano de la discusión en la Alemania de la última
década del siglo XVIII, es decir, las posibilidades y limitaciones del conocimiento, de
las facultades de autoconocimiento del yo, de los vínculos entre el yo y la naturaleza,
entre el yo y la trascendencia, entre otras cuestiones. A fines de 1797, escribió
Observaciones entremezcladas, manuscrito que sirvió de base para Polen, su conjunto
de fragmentos más reconocido en la actualidad. De este último manuscrito destacan
poemas como «Yo le digo a todos, vive todavía» y «Hay días desolados».
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Hago versos sobre el Cielo
y nadie reza por mí.
Agradecido percibo
poder mágico en mis labios.
Oh, sí el amor me llegara
como una atadura mágica.
Nadie se ocupa de un pobre
forastero e indigente.
¿Qué corazón va a apiadarse?
¿Quién me libra de la pena?».
En la hierba se ha arrojado
y se duerme entre sollozos.
La sublime voz del canto
llena su pecho oprimido:
«Olvida lo que has sufrido,
se va a aligerar tu carga:
lo que por chozas buscabas
en un palacio se encuentra.
Se acerca la recompensa,
tu caminar se termina.
El laurel se hará corona
que una mano fiel te imponga.
A un corazón armonioso
lo llaman gloria y trono.
Y al poeta, fatigado,
lo nombran hijo del rey».
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¿Qué hubiera sido sin ti?, me pregunto
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claro el destino a su presencia veo;
la flora tropical, hasta en el norte,
en torno surgirá del que yo quiero.
Hora de amor es para mí la vida;
habla amor y es delicia el mundo todo;
de salud brota hierba en toda herida
y todo corazón late de gozo.
Sus infinitos dones, cual un niño
dócil y humilde, sonriendo acojo;
cierto que entre nosotros él alienta,
aún cuando nos reunamos dos tan solo.
Salid, salid por todos los caminos,
id a buscar a los que van errantes,
tenderles compasivos vuestra mano
y a nuestra compañía convidarles.
El cielo ha descendido ya a la tierra;
unidos todos en la fe veámosle.
De par en par también lo tendrá abierto
aquel que en la fe nuestra comulgare.
El antiguo delirio del pecado
anidaba de tiempo en nuestro pecho;
meros juguetes del dolor y el goce,
en la noche vagábamos cual ciegos.
Parecía enemigo de los dioses.
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El hombre, un crimen cada acción; si el cielo
pareció alguna vez querer hablarnos,
tan solo nos habló de muerte y miedo.
El corazón, la fuente de la vida,
de maldad al espíritu alojaba;
aún en nuestros días más risueños,
era inquietud tan solo la ganancia.
Aquí en la tierra férreas ligaduras
a los hombres temblando aprisionaban:
el temor a la muerte justiciera
ahogaba el postrer rasgo de esperanza.
Un salvador, un hijo de los hombres
el gran libertador entonces vino,
y encendió en lo interior de nuestro pecho
fuego purificante de amor vivo
solo entonces el cielo, como el nuestro
antiguo solar patrio, abierto vimos;
podíamos tener fe y esperanza,
y con Dios nos sentíamos unidos.
Desapareció el pecado de nosotros;
gozoso se volvió nuestro camino;
como el mejor de todos los regalos
se hizo presente de esta fe a los niños.
Así, santificada nuestra vida,
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transcurrió como un sueño beatífico,
y, apenas se notó, de tan sereno,
de nuestra muerte el tránsito temido.
Helo aquí aún a nuestro dulce Amado,
envuelto en su esplendor maravilloso;
de espinas, su corona ensangrentada,
el acervo del llanto arranca a nuestros ojos.
Bienvenido nos sea todo hermano
cuyas manos se tiendan a nosotros;
limpio de corazón, pronto sazone
del paraíso en fruto deleitoso.
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Qué ser vivo, dotado de sentido, no ama…
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desierta y solitaria es su estancia.
Por las cuerdas del pecho sopla profunda tristeza.
En gotas de rocío quiero hundirme y mezclarme con la ceniza.
—Lejanías del recuerdo, deseos de la juventud, sueños de la niñez,
breves alegrías de una larga vida,
vanas esperanzas se acercan en grises ropajes,
como niebla del atardecer tras la puesta del sol—.
En otros espacios abrió la luz sus bulliciosas tiendas.
¿No tenía que volver con sus hijos,
con los que esperaban su retorno con la fe de la inocencia?
¿Qué es lo que, de repente, tan lleno de presagios, brota
en el fondo del corazón y sorbe la brisa suave de la melancolía?
¿Te complaces también en nosotros, Noche oscura?
¿Qué es lo que ocultas bajo tu manto, que, con fuerza invisible, toca mi alma?
Un bálsamo precioso destila de tu mano,
como de un haz de adormideras.
Por ti levantan el vuelo las pesadas alas del espíritu.
Oscuramente, inefablemente nos sentimos movidos
—alegre y asustado, veo ante mí un rostro grave,
un rostro que dulce y piadoso se inclina hacia mí,
y, entre la infinita maraña de sus rizos,
reconozco la dulce juventud de la Madre—.
¡Qué pobre y pequeña me parece ahora la Luz!
¡Qué alegre y bendita la despedida del día!
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Así, solo porque la Noche aleja de ti a tus servidores,
por esto solo sembraste en las inmensidades del espacio las esferas luminosas,
para que pregonaran tu omnipotencia —tu regreso— durante el tiempo de tu ausencia.
Más celestes que aquellas centelleantes estrellas
nos parecen los ojos infinitos que abrió la Noche en nosotros.
Más lejos ven ellos que los ojos blancos y pálidos de aquellos incontables ejércitos
—sin necesitar la Luz,
ellos penetran las honduras de un espíritu que ama—
y esto llena de indecible delicia un espacio más alto.
Gloria a la Reina del mundo,
a la gran anunciadora de Universos sagrados,
a la tuteladora del Amor dichoso
—ella te envía hacia mí, tierna amada, dulce y amable Sol de la Noche—
ahora permanezco despierto
—porque soy tuyo y soy mío—
tú me has anunciado la Noche: ella es ahora mi vida
—tú me has hecho hombre—
que el ardor del espíritu devore mi cuerpo,
que, convertido en aire, me una y me disuelva contigo íntimamente
y así va a ser eterna nuestra Noche de bodas.
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Siempre llorar debiera, llorar siempre
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¡Ved! Él ha enmudecido y todos callan.
Nadie puede indicarme aquí en la tierra
donde mi corazón le podrá hallar.
En parte alguna de este bajo suelo
no volveré jamás a ser dichoso;
todo fue, todo fue sueño fugaz
yo también, yo también con él he muerto.
¡Ah, si yo en las entrañas de la tierra
pudiese descansar con él en paz!
Óyeme, tú, su padre y padre mío:
junta a los suyos mis ruines huesos,
sin tardar, en la lóbrega mansión.
Verdeará de su fosa la eminencia,
en ella el viento rozará sus alas,
y entrará mi vil cuerpo en la corrupción.
Si supiesen su amor todos los hombres,
sin vacilar, harían cristianos;
lo dejarían todo por su honor;
su único amor pondrían en el Único;
dieran conmigo rienda suelta al llanto,
y se consumirían de dolor.
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Hay días desolados
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celeste mansedumbre;
todo tu afán consumirá la llama
que brota de su cumbre.
Al fin un ángel en la playa tiende
al náufrago con vida;
y a tus pies ves gozoso que se extiende
la tierra prometida.
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Vida celestial de azul vestida
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como entre flores se derrama el espíritu,
y beben sin parar los comensales,
hasta que se rasga el tapiz sagrado.
En extrañas filas llegan
veloces carruajes de colores,
y llevada en el suyo por insectos variados
sola llegó la princesa de las flores.
Velos como nubes descendían
de su frente luminosa hasta los pies.
Caímos de rodillas para saludarla,
rompimos a llorar, y ya no estaba.
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Yo les digo a todos, vive todavía
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cierra a la luz los ojos,
tan gran dolor se endulza —con la santa alegría—
de volver a encontrarse allá algún día.
Al bien obrar ya puede quien lo quiera
con fervor consagrarse,
pues toda esta semilla —él la verá gozoso—
dar flor en un vergel más deleitoso.
Él vive; entre nosotros va a quedarse
aunque nos dejen todos.
Celebremos la fiesta —que el día nos ofrece—
hoy nuestro mundo se rejuvenece.
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