Q Completo Español
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ÍNDICE
Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
Fuera de Europa, 1555 . . . . . . . . . . . 15
El ojo de Carafa (1518) . . . . . . . . . . . . 17
PRIMERA PARTE . EL ACUÑADOR
Frankenhausen (1525) . . . . . . . . . . . . . 25
Capítulo 1 . . . . . . . . . . . . . . . 27
Capítulo 2 . . . . . . . . . . . . . . . 31
Capítulo 3 . . . . . . . . . . . . . . . 33
Capítulo 4 . . . . . . . . . . . . . . . 36
Capítulo 5 . . . . . . . . . . . . . . . 37
Capítulo 6 . . . . . . . . . . . . . . . 41
Capítulo 7 . . . . . . . . . . . . . . . 43
La doctrina, el cenagal (1519-1522) . . . . . . . . . 47
Capítulo 8 . . . . . . . . . . . . . . . 49
El ojo de Carafa (1521) . . . . . . . . . . . . 53
Capítulo 9 . . . . . . . . . . . . . . . 62
Capítulo 10 . . . . . . . . . . . . . . 65
Capítulo 11 . . . . . . . . . . . . . . 66
La alforja, los recuerdos . . . . . . . . . . . . . 69
Capítulo 12 . . . . . . . . . . . . . . 71
Capítulo 13 . . . . . . . . . . . . . . 76
Capítulo 14 . . . . . . . . . . . . . . 78
Capítulo 15 . . . . . . . . . . . . . . 80
Capítulo 16 . . . . . . . . . . . . . . 84
Capítulo 17 . . . . . . . . . . . . . . 87
Capítulo 18 . . . . . . . . . . . . . . 90
Capítulo 19 . . . . . . . . . . . . . . 94
Capítulo 20 . . . . . . . . . . . . . . 98
Capítulo 21 . . . . . . . . . . . . . . 102
Capítulo 22 . . . . . . . . . . . . . . 108
Capítulo 23 . . . . . . . . . . . . . . 111
Capítulo 24 . . . . . . . . . . . . . . 114
Capítulo 25 . . . . . . . . . . . . . . 117
Capítulo 26 . . . . . . . . . . . . . . 125
Capítulo 27 . . . . . . . . . . . . . . 127
Capítulo 28 . . . . . . . . . . . . . . 131
Capítulo 29 . . . . . . . . . . . . . . 133
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El ojo de Carafa (1525-1529) . . . . . . . . . . 137
SEGUNDA PARTE . UN DIOS, UNA FE , UN BAUTISMO
10
Capítulo 38 . . . . . . . . . . . . . . 339
Capítulo 39 . . . . . . . . . . . . . . 343
El ojo de Carafa (1535) . . . . . . . . . . . . 351
Capítulo 40 . . . . . . . . . . . . . . 357
El mar (1538) . . . . . . . . . . . . . . . 363
Capítulo 41 . . . . . . . . . . . . . . 365
Capítulo 42 . . . . . . . . . . . . . . 373
Capítulo 43 . . . . . . . . . . . . . . 384
TERCERA PARTE . « EL BENEFICIO DE CRISTO »
11
Capítulo 26 . . . . . . . . . . . . . . 516
El diario de Q. . . . . . . . . . . . . . . 521
El diario de Q. . . . . . . . . . . . . . . 523
El diario de Q. . . . . . . . . . . . . . . 525
Capítulo 27 . . . . . . . . . . . . . . 527
El diario de Q. . . . . . . . . . . . . . . 529
Capítulo 28 . . . . . . . . . . . . . . 531
El diario de Q. . . . . . . . . . . . . . . 534
Capítulo 29 . . . . . . . . . . . . . . 535
El diario de Q. . . . . . . . . . . . . . . 538
Capítulo 30 . . . . . . . . . . . . . . 539
El diario de Q. . . . . . . . . . . . . . . 541
Capítulo 31 . . . . . . . . . . . . . . 543
El diario de Q. . . . . . . . . . . . . . . 550
Capítulo 32 . . . . . . . . . . . . . . 555
El diario de Q. . . . . . . . . . . . . . . 561
El diario de Q. . . . . . . . . . . . . . . 564
Capítulo 33 . . . . . . . . . . . . . . 566
El diario de Q. . . . . . . . . . . . . . . 568
El diario de Q. . . . . . . . . . . . . . . 571
Capítulo 34 . . . . . . . . . . . . . . 573
El diario de Q. . . . . . . . . . . . . . . 575
Capítulo 35 . . . . . . . . . . . . . . 578
El diario de Q. . . . . . . . . . . . . . . 581
Capítulo 36 . . . . . . . . . . . . . . 584
El diario de Q. . . . . . . . . . . . . . . 587
El diario de Q. . . . . . . . . . . . . . . 588
El diario de Q. . . . . . . . . . . . . . . 592
Capítulo 37 . . . . . . . . . . . . . . 595
Capítulo 38 . . . . . . . . . . . . . . 597
Qoèlet . . . . . . . . . . . . . . . . . 599
Capítulo 39 . . . . . . . . . . . . . . 601
El diario de Q. . . . . . . . . . . . . . . 603
Capítulo 40 . . . . . . . . . . . . . . 604
Capítulo 41 . . . . . . . . . . . . . . 608
Capítulo 42 . . . . . . . . . . . . . . 615
Capítulo 43 . . . . . . . . . . . . . . 623
Capítulo 44 . . . . . . . . . . . . . . 627
Capítulo 45 . . . . . . . . . . . . . . 629
Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . 635
Estambul, Navidad de 1555 . . . . . . . . . . 637
Personajes, ciudades y documentos . . . . . . . . . . 643
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PRÓLOGO
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Fuera de Europa, 1555
En la primera página hay escrito: En el fresco soy una de las figuras del
fondo.
La letra meticulosa, sin borrones, pequeña. Nombres, lugares,
fechas, reflexiones. El cuaderno de los últimos días convulsos.
Las cartas amarillentas y decrépitas, polvo de décadas pasadas.
La moneda del reino de los locos se bambolea en mi pecho para
recordarme el eterno movimiento pendular de la humana fortuna.
El libro, tal vez el único ejemplar impreso, no ha sido abierto
aún.
Los nombres son nombres de muertos. Los míos, y los de aque-
llos que recorrieron los tortuosos senderos.
Los años que hemos vivido han sepultado para siempre la ino-
cencia del mundo.
Os prometí no olvidar.
Os he salvado del olvido.
Quiero tenerlo todo bien controlado, desde un principio, los
detalles, el azar, el fluir de los acontecimientos. Antes de que la dis-
tancia empañe la mirada que se vuelve hacia atrás, atenuando el
estruendo de las voces, de las armas, de los ejércitos, la risa, los gri-
tos.Y sin embargo solo la distancia permite remontarse a un proba-
ble comienzo.
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de lo cual obtendrán un certificado: el Papa los absuelve de sus pe-
cados.
Solo la mitad de lo recaudado será para financiar los astilleros de
Roma. Alberto empleará el resto para pagar a los Fugger.
El encargo será confiado a Johann Tetzel, el más experto predica-
dor del lugar.
Tetzel recorre los pueblos durante el verano del 17. Se detiene en
la frontera con Turingia, que pertenece a Federico el Sabio, duque de
Sajonia. No puede poner los pies allí.
Federico recauda por su propia cuenta las indulgencias, a través
de la venta de reliquias. No acepta competidores en sus territorios.
Pero Tetzel es un hijo de puta: sabe que los súbditos de Federico
harán de buena gana unas pocas leguas más allá de la frontera. El pa-
raíso bien vale un pequeño obstáculo en el camino.
El ir y venir de almas en busca de palabras tranquilizadoras tiene
terriblemente indignado a un joven fraile agustino, doctor por la
Universidad de Wittenberg. No puede tolerar el obsceno mercadeo
puesto en marcha por Tetzel, con escudo de armas y sello pontificio
bien visibles.
31 de octubre de 1517. El fraile clava en la puerta sur de la igle-
sia de Wittenberg noventa y cinco tesis contra el tráfico de indul-
gencias, escritas de su puño y letra.
Se llama Martín Lutero. Con ese gesto da comienzo la Reforma.
16
El ojo de Carafa
(1518)
18
Carta enviada a Roma desde la ciudad sajona de Wittenberg, dirigida a
Gianpietro Carafa, miembro de la consulta teológica de Su Santidad León X,
fechada el 17 de mayo de 1518.
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mulgado injustamente, no debe desmentir mediante palabra o acto la
causa por la cual fue excomulgado, debiendo soportar pacientemen-
te la excomunión aun cuando tenga que morir excomulgado y no
ser enterrado en tierra consagrada, pues tales cosas son con mucho
menos importantes que la verdad y la justicia.
Concluyó con estas palabras: «Dichoso y bendito aquel que muere
en una excomunión injusta, pues por el simple hecho de sufrir este
duro castigo por amor a la justicia, que él no ha querido callar ni
abandonar, recibirá por la gracia de Dios la eterna corona de la sal-
vación».
Uniendo al deseo de servirle el agradecimiento por la confianza
que V.S. ha demostrado tener en mí, tendré ahora el atrevimiento de
escribir lo que es mi parecer acerca de las cosas que he expuesto más
arriba. Al humilde observador de Vuestra Señoría Reverendísima le
ha parecido claro que Lutero se huele en el ambiente una excomu-
nión para él, así como el zorro huele el olor de los sabuesos.Y está
afilando ya sus armas doctrinales y buscando aliados para un próxi-
mo futuro. Muy en especial creo que busca el apoyo de su señor el
príncipe elector Federico de Sajonia, quien aún no ha manifestado
públicamente su disposición de ánimo con fray Martín. No en vano
es conocido como el Sabio. El señor de Sajonia sigue sirviéndose de
ese hábil intermediario que es Spalatino, el bibliotecario y consejero
de corte, con objeto de sopesar las intenciones del monje. Un per-
sonaje taimado y que no inspira la menor confianza, este Spalatino,
del que ya hice una sumaria descripción en mi última misiva.
Vuestra Señoría comprenderá mejor que su servidor la pernicio-
sa gravedad de la tesis sostenida por Lutero: quisiera despojar a la
Santa Sede de su mayor baluarte, el arma de la excomunión. Y no
menos evidente es que Lutero no osará nunca poner por escrito esta
tesis suya, consciente del desatino que representa y del peligro que
podría derivarse de ella para su persona. Por dicha razón he conside-
rado oportuno hacerlo yo, a fin de que Vuestra Señoría pueda tomar
a tiempo todas las precauciones que juzgue oportunas para pararle
los pies a este fraile del diablo.
Beso las manos de Su Señoría Ilustrísima y Reverendísima, enco-
mendándome como siempre a su gracia.
20
Carta enviada a Roma desde la ciudad sajona de Wittenberg, dirigida a
Gianpietro Carafa, miembro de la consulta teológica de Su Santidad León X,
fechada el 10 de octubre de 1518.
21
so de este maridaje será sin duda la Biblia en alemán, en la que se
dice están trabajando de concierto y para la cual los conocimientos
de Melanchthon serán como maná caído del cielo.
Como sé que Vuestra Señoría suele apreciar las informaciones
concretas sobre las cosas importantes, seguiré en futuros días con
atención a los doctores y referiré todo a Vuestra Señoría, con la única
esperanza de poder serle de alguna utilidad.
Beso humildemente las manos de Vuestra Señoría Ilustrísima y
Reverendísima.
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PRIMERA PARTE
El Acuñador
Frankenhausen
(1525)
26
CAPÍTULO 1
Frankenhausen,Turingia, 15 de mayo de 1525.Tarde
Casi a ciegas.
Lo que debo hacer.
Gritos en los oídos ya reventados por los cañones, cuerpos que
chocan contra mí. Un polvo de sangre y sudor me obtura la gargan-
ta, la tos me desgarra.
Las miradas de los fugitivos: terror. Cabezas vendadas, miembros
magullados... Me vuelvo continuamente: Elias viene detrás de mí. Se
abre paso entre la multitud, enorme. Lleva sobre sus hombros a
Magister Thomas, inerte.
¿Dónde está Dios omnipresente? Su grey está en el matadero.
Lo que tengo que hacer. Las alforjas, bien apretadas. Sin detener-
se. La daga le golpea en el costado.
Elias siempre detrás.
Una silueta confusa corre a mi encuentro. Media cara cubierta de
vendas, carne desgarrada. Una mujer. Nos reconoce. Lo que debo
hacer: el Magister no debe ser descubierto. La agarro: no hablar.
Gritos a mis espaldas:
–¡Soldados! ¡Soldados!
La alejo, vamos, ponerse a salvo. Un callejón a la derecha. A todo
correr, Elias detrás, de cabeza. Lo que debo hacer: los portones. El
primero, el segundo, el tercero, se abre. Dentro.
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Me acerco más a ella. En medio del zumbido del mundo, una
cantinela apenas susurrada. No consigo entender sus palabras. La
anciana ni siquiera sabe que estamos aquí.
Lo que debo hacer. No perder tiempo. Una escalera lleva arriba,
una seña a Elias, subimos, por fin una cama donde echar a Magister
Thomas. Elias se enjuga el sudor de los ojos.
Me mira:
–Hay que encontrar a Jacob y a Mathias.
Toco la daga y hago ademán de ir.
–No, ya voy yo, tú quédate con el Magister.
No tengo tiempo de responder, pues está ya bajando las escaleras.
Magister Thomas, inmóvil, mira fijamente al techo. La mirada perdi-
da, apenas un parpadeo, diríase que no respira.
Miro fuera: una perspectiva de casas desde la ventana. Da a la
calle, un salto demasiado alto. Estamos en el primer piso, debe de
haber por lo menos un granero. Observo el techo y a duras penas
consigo distinguir la rendija de una trampilla. En el suelo hay una
escalera. Medio carcomida, pero que aguanta igual. Me meto a gatas,
el techo del granero es muy bajo, el suelo está cubierto de paja. Las
vigas crujen a cada movimiento. Ni una ventana, algún rayo de luz
penetra desde arriba por entre las tablas: la buhardilla.
Más tablas aún, paja. He de permanecer casi tendido. Una
abertura da a los tejados: vertientes. Imposible para el Magister
Thomas.
Vuelvo a donde está él. Tiene los labios secos, la frente que le
arde. Busco agua. En el piso inferior, encima de la mesa, hay unas
pocas nueces y una jarra. La cantinela prosigue incesante. Cuando
acerco el agua a los labios del Magister veo las alforjas: mejor escon-
derlas.
Me siento en el taburete. Me duelen las piernas. Sostengo mi
cabeza entre las manos, solo un instante, luego el zumbido se con-
vierte en un fragor ensordecedor de gritos, caballos y hierros. Los
bastardos a sueldo de los príncipes entran en la ciudad. Carrera hacia
la ventana. A la derecha, en la calle principal: jinetes, picas abatidas,
rastrean la calle. Se clavan contra todo cuanto se mueve.
En la parte opuesta: Elias desemboca en el callejón. Descubre los
caballos: se para. Unos soldados a pie aparecen detrás de él. No tiene
escapatoria. Mira alrededor: ¿dónde está Dios omnipresente?
Apuntan hacia él.
Levanta los ojos. Me ve.
Lo que debe hacer. Desenvaina la espada, se lanza gritando con-
tra los soldados de a pie. Le ha sacado las tripas a uno de ellos, arro-
jado por tierra a otro de un testarazo.Tiene a tres encima de él. No
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siente los golpes, aferra la empuñadura con las dos manos como si de
una hoz se tratara, continúa lanzando mandobles.
Se apartan.
Por detrás: un lento galope, pesado, el jinete carga por la espalda.
El golpe derriba a Elias. Se acabó.
No, vuelve a levantarse: máscara de sangre y furor. La espada
empuñada aún. Nadie se acerca. Oigo que jadea. Tirón de las rien-
das, el caballo se da la vuelta. El hacha se alza. De nuevo al galope.
Elias abre las piernas, dos raíces. Brazos y cabeza hacia el cielo, deja
caer la espada.
El último golpe:
–Omnia sunt communia, ¡hijos de perra!
La cabeza rueda por el polvo.
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–¿Y tú quién eres? ¿Es esta tu casa?
Ninguna respuesta.
–Está bien, está bien, Günther, ¡mira qué tenemos aquí!
Han visto la alforja. Uno de ellos la abre:
–Mierda, no hay más que papeles, de monedas nada. ¿Qué es esto?
¿Tú sabes leer?
–¡Yo, no!
–Yo tampoco.Tal vez sea algo importante.Vayamos abajo a llamar
al capitán.
–Pero ¿qué pasa, es que me das órdenes? ¿Por qué no vas tú?
–¡Porque esta bolsa la he encontrado yo!
Al final se deciden, el que no se llama Günther baja al piso infe-
rior. Espero que el capitán tampoco sepa leer, pues de lo contrario se
acabó.
Pasos pesados, el que debe de ser el capitán sube las escaleras. No
puedo moverme.Tengo el paladar seco, la garganta llena de polvo del
granero. Para no toser, me muerdo el interior de una mejilla y me
trago la sangre.
El capitán comienza a leer. Solo me cabe esperar que no com-
prenda. Al final levanta la vista de las hojas:
–Es Thomas Müntzer, el Acuñador... mejor dicho, el Monedita.*
El corazón me da un vuelco. Miradas de complacencia: paga
doble. Se llevan en peso al hombre que declaró la guerra a los prín-
cipes.
Me quedo en silencio, incapaz de mover ni un músculo.
Dios omnipresente no está aquí ni en ninguna parte.
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CAPÍTULO 2
16 de mayo de 1525
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El cielo arde por poniente. Cada magulladura del cuerpo me quema,
incrustada de mierda y de barro: vivo.
Campos, gavillas, el lindero de un bosque algunas leguas al sur.
Reanudar la escapada.Tengo que aguardar la oscuridad.
Solo. Mis compañeros, el maestro, Elias.
Solo. Los rostros de los hermanos, cadáveres extendidos por la lla-
nura.
La alforja y la espada parecen pesar el doble. Estoy débil, tengo
que comer algo.A unos pocos pasos, espigas verdes de trigo. Las arran-
co a puñados. Las trago con dificultad.
Me pregunto qué aspecto debo de tener, observo la sombra lar-
guísima sobre el terreno. Levanta una mano y se la lleva al rostro: los
ojos, la barba, no soy yo. No volveré a serlo.
Pensar.
Olvidar el horror y pensar. Luego moverse y olvidar el horror.
Luego también, acabar con el horror y vivir.
Pensar, pues. Comida, dinero, ropas.
Un refugio, lejos de aquí, un lugar seguro, donde tener noticias y
seguir el rastro de los hermanos dispersos.
Pensar.
Hans Hut, el librero. En la llanura, su fuga al ver las corazas del
duque Jorge, antes de la matanza. Si alguien se ha salvado, ese es Hut.
Su imprenta está en Bibra, cerca de Nuremberg. Hace años era ya
un pulular de hermanos. Un punto de encuentro para muchos.
A pie, de noche, sin recurrir a los caminos, por los bosques y las
márgenes de los campos, me llevará al menos unos doce días.
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CAPÍTULO 3
18 de mayo de 1525
Es un vivaque de soldados.
Largas sombras y bastos acentos del norte.
Desde hace dos días y dos noches camino por el bosque, con los
sentidos alerta, sobresaltándome a cada ruido: el aletear de los pája-
ros, el ulular prolongado de los lobos que me recorre el espinazo y
me revuelve las entrañas. Allí fuera, el mundo podría haberse acaba-
do, no haber ya nadie.
Hacia el sur, hasta que las piernas aguantaban y me dejaba caer.
Me he tragado cualquier cosa que pudiera engañar al estómago:
bellotas, bayas silvestres, hasta hojas y corteza cuando el hambre se
dejaba sentir en lo más hondo... Extenuado, la humedad en los hue-
sos y los miembros cada vez más pesados.
Se había puesto ya el sol, cuando veo aparecer en la oscuridad del
bosque los resplandores de una fogata. Me he acercado, arrastrándo-
me hasta detrás de esta encina.
A mi derecha, a un centenar de pasos, tres caballos atados: el olor
podría traicionarme. Me quedo inmóvil, indeciso, pensando en el
tiempo que ganaría desplazándome sobre una de esas bestias. Atisbo
desde detrás del tronco: están alrededor del fuego, envueltos en man-
tas, una cantimplora pasa de mano en mano, siento casi el aguardiente
en su aliento.
–¡Ah! ¿Y qué me dices cuando escapaban como corderos al cargar
nosotros? ¡Yo ensarté a tres de ellos de una lanzada! ¡A la parrilla!
Carcajadas de borracho.
–Pues la mía es aún mejor.Yo clavé a cinco mientras saqueábamos
la ciudad... y entre una y otra no dejé ni un momento de cargárme-
los, a esos asquerosos... ¡Una de esas cerdas me arrancó media oreja
de un mordisco! Mira...
–¿Y tú?
–¡Yo le corté el pescuezo, qué cojones!
–Esfuerzo inútil, imbécil de mierda. Haber esperado un día y te
lo entregaba por recuperar el cadáver de su marido, como todas las
demás...
Otro estallido de carcajadas. Uno de ellos echa otro leño en el
fuego.
–Juro que ha sido la victoria más fácil de mi vida de soldado,
pues no había más que atacarlos por la espalda y ensartarlos como si
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fueran pichones. Pero menudo espectáculo: cabezas que saltaban,
gente que rezaba de rodillas... ¡Me he sentido un verdadero cardenal!
Hace tintinear una bolsa llena y los otros dos le hacen eco rien-
do a carcajada limpia; uno se santigua.
–Cuerdas palabras. Amén.
–Me voy a mear. Dejadme un poco de esto...
-¡Eh, Kurt, vete a mear bien lejos, pues no quisiera dormir con la
peste a meados tuyos en la nariz!
–Estás tan borracho que no te darías cuenta ni aunque me caga-
se en tu cara...
–¡Que te den por culo, idiota!
Un eructo por toda respuesta. Kurt sale del círculo de luz y viene
en mi dirección. Da un giro a pocos pasos de mí y se va más allá,
adentrándose en el denso boscaje.
Decidir, ahora.
Ropas. Unas ropas menos asquerosas que estas y la bolsa llena de
dinero al cinto.
Repto tras él, pegado a los árboles, hasta que dejo de oír el roce
sobre la hierba. Echo mano a la daga.Tal como me enseñó Elias, una
mano tapándole la boca y sin dudar ni un instante. Le corto el gaz-
nate antes de que pueda comprender qué pasa. Antes de que yo
mismo pueda comprenderlo. Apenas un gorgoteo ahogado y esputa
sangre y la misma alma por entre mis dedos. Freno su caída.
Nunca había matado a un hombre.
Desato su cinto y cojo la bolsa, le quito el jubón y las mangas,
hago un hatillo con todo ello en su capa.Y ahora andando, sin correr,
sin hacer ruido, un brazo delante para protegerme la cara de los
arbustos y de las ramas. El olor de la sangre en las manos, como en
la llanura, como en Frankenhausen.
Nunca había matado a un hombre.
Cabezas que saltan, gente que reza de rodillas, Elias, Magister
Thomas reducido a un espectro...
Nunca había matado a un hombre.
Me detengo, en la oscuridad más absoluta, las voces apenas si se
oyen. Espada en mano.
Lo que debo hacer.
Abrir de par en par la boca del infierno para esos bastardos.
Vuelvo atrás, paso a paso, las voces cada vez más fuertes, más pró-
ximas, dejo caer el hatillo y la alforja, dos, a grandes zancadas, son
dos, sin dudar ni un instante.
–Kurt, ¿dónde coño...?
Entro en el círculo de luz.
–¡Cristo!
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Un golpe limpio en la cabeza.
–¡Mierda!
La hoja en el pecho, con todas mis fuerzas, hasta que se pone a
vomitar sangre.
Una mano que se alarga hacia el arma demasiado tarde: un golpe
en el hombro, luego en la espalda.
Se arrastra sobre los codos hacia la espesura, los gritos de un cerdo
en el matadero.
Yo: cada vez más lento, encima de él. Empuño la daga con las dos
manos, la hundo entre las costillas rompiendo sus huesos y su co-
razón.
Acabar con el horror.
Silencio. Solo mi jadear cálido, visible, en la noche, y el crepitar
del fuego. Miro a mi alrededor: ni un movimiento.Ya nada.
¡He acabado con todos, Dios mío!
35
CAPÍTULO 4
19 de mayo de 1525
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CAPÍTULO 5
21 de mayo de 1525
37
hueso. Ojos grises inexpresivos de quien ha visto muchas batallas,
habituados al hedor de los cadáveres.
La voz sale de una caverna:
–¿Habéis matado a todos esos destripaterrones?
Respiro hondo para tragarme el pánico. Rostros que escrutan.
El soldado que vuelve de la guerra masculla:
–A todos.
La mirada de Grosz cae sobre la bolsa de los dineros que cuelga
del cinto:
–¿Estabas con el príncipe Felipe?
Trago de nuevo saliva. No vacilar en ningún momento.
–No, con el capitán Bamberg, en las tropas del duque Jorge.
Los ojos permanecen inmóviles, tal vez dubitativos. La bolsa.
–Tratamos de alcanzar a Felipe para unirnos a los suyos, pero lle-
gamos a Fulda demasiado tarde. Ya habían salido: ¡corría como un
loco, el muy cabrón! Han pasado por Smalkalda, Eisenach y Salza a
marchas forzadas, sin tomarse tiempo siquiera para pararse a mear...
Otro:
–Nos han tocado las migajas, algún saqueo aquí y allá. ¿Seguro
que no hay ya ningún campesino al que cargarse?
Los ojos del soldado que ha exterminado a los campesinos en la
llanura: vidriosos, como los de Grosz.
–No.Todos muertos.
Caratorcida sigue mirando fijamente, reflexiona sobre el negocio
del momento: lo arriesgado que será hacerse con la bolsa. Son cua-
tro contra uno. Sin un gesto suyo los otros tres no se moverán.
Habla con aplomo:
–Mühlhausen. Los príncipes van a asediarla. Allí sí que se podrá
hacer un gran botín. Casas de mercaderes, no de apestosos destripa-
terrones... Bancos, tiendas...
–Mujeres –añade con una risa maliciosa el más bajo a sus es-
paldas.
Pero Grosz, el cara de ogro, no se ríe. Tampoco yo, con el gaz-
nate seco y el aliento que no se digna salir. Andarse con cuidado.
Mi mano en la empuñadura de la espada, que pende del cinto junto
con la bolsa de los dineros. Ha comprendido: el primer golpe sería
para él. Le cortaría el cuello: puedo hacerlo. Puede leerlo en mi mi-
rada.
Un estremecimiento apenas, como veredicto un parpadeo. No
vale la pena arriesgarse.
–Buena suerte.
Se alejan, mudos, el ruido de las botas que se hunden en el barro.
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El más gordo se sienta enfrente de mí, da unas buenas dentelladas a
un muslo de cabrito, largos tragos de una gigantesca jarra de cerve-
za corren por su barba pringosa que, con la venda en el ojo izquier-
do, casi oculta su cara. El jubón, raído y sucio, cubre a duras penas los
muchos barriles de décadas a sueldo de todos los señores.
Durante una pausa el muy cerdo me interroga:
–¿Qué hace un señorito como tú en esta pocilga?
Boca llena que chorrea, se pasa una mano por encima de ella y
luego eructa.
Sin mirarlo:
–El caballo debe descansar, y yo comer.
–No, señorito. ¿Qué haces en este culo del mundo de jodida guerra?
–Defiendo a los príncipes de los revoltosos... –No me da tiempo
a continuar.
–Ah...Ah, esta sí que es buena, buena de verdad... por cuatro pio-
josos –masculla–, por una chusma de desharrapados. –Deglute–. Qué
tiempos, simples chiquillos que defienden a los señores de la canalla
campesina. –Eructa de nuevo–. ¿Sabes qué te digo, señorito? Que
esta ha sido la más mierdosa de todas las mierdosas guerras que este
único ojo bueno que tengo ha visto. El vil metal, compadre, nada
más que el vil metal y negocios con esos cerdos de Roma. ¡Los obis-
pos con todas sus barraganas e hijos que tienen que mantener! El vil
metal, te lo digo yo, pues los príncipes, los duques, todos esos jodi-
dos, no piensan en otra cosa. Primero se lo quitan todo a esos patanes,
y luego nos mandan a nosotros a repartir leña a quien incordia. Tal
vez yo soy ya demasiado viejo para todas estas sandeces. ¡Cabrones!
¡Pero esta vez hubiera habido que volver los cañones contra los prín-
cipes y los lameculos del Papa, pues los destripaterrones bien que
sacaron los cojones: quemaban los castillos con todas las bendiciones
del cielo que hay en ellos, daban por culo a las condesas y les sacaban
las tripas a los asquerosos curas! Oh, no paraban de hablar de Dios,
pero mientras tanto arramblaban con todo, y yo a punto estuve de
sumarme a la rapiña también, pero al fin y al cabo sabía ya cómo iba
a acabar la cosa, no hay suerte para los miserables.Y para nosotros los
pocos dineros de mierda de siempre. ¡Esta va por ellos! –Se pedorrea,
se carcajea, se sopla la jarra–. ¡Que les den por culo!
Dejo de comer, entre la sorpresa y el disgusto. El cerdo es la mar
de simpático, y aunque habla como una cloaca odia a los señores.
Me infunde moral: están hechos de carne y hueso, no solo de afilado
acero.
–¿Tú dónde estabas? –le pregunto.
–En Eisenach, luego en Salza, y a continuación me harté de rom-
perme los brazos sobre las espaldas de esos pobres. Un verdadero
39
asco. Soy demasiado viejo ya para estas sandeces, tengo cuarenta años,
joder, y veinte años de mierda encima. ¿Y tú, señorito?
–Veinticinco.
–No, no, ¿de dónde vienes?
–De Frankenhausen.
–¡La puta! ¿En medio del Juicio Universal? Las voces corren, no
había oído nunca una cosa así.
–Pues así es, compadre.
–Y dime una cosa... ¿Ese predicador, ese profeta, bueno, ese cabe-
za dura, cómo se llama?… Ah, sí, Müntzer. El Acuñador. ¿Cómo ha
acabado?
Cuidado.
–Lo apresaron.
–¿No ha muerto?
–No.Vi que se lo llevaban. Uno del pelotón que lo capturó me
contó que había luchado como un león, que la cosa resultó difícil,
pues los soldados estaban atemorizados por su mirada y sus palabras.
Mientras se lo llevaban en el carro le oía gritar aún: «Omnia sunt
communia!».
–¿Y qué coño quiere decir eso?
–«Todo es de todos.»
–Mierda, un buen tipo. ¿Y tú sabes latín?
Sonríe con sarcasmo.Yo bajo la mirada.
40
CAPÍTULO 6
24 de mayo de 1525
41
días antes, u otra, y ahora de nuevo. ¿Existirá algún trozo de mundo
que haya escapado al cataclismo?
He seguido el cansancio de sus pasos, caminando a solo unas
pocas decenas de metros a su derecha, durante un tiempo que no
pasaba, eterno. De vez en cuando una mirada, un lamento imploran-
te me dejaba transido de dolor. Cientos de hombres sometidos a un
solo soldado: ni un gesto de desprecio, ni un ademán de reacción.
Agotados, todos, atónitos ante la ruina. Era a mí, fugitivo bajo la piel
del asesino, a quien se dirigía la súplica de los Sinnada.
Luego, un rostro de mujer, rompiendo la inercia, ha venido a mi
encuentro.Vivo, en su inmenso cansancio, dejando la columna sollo-
zante, tras haber confiado a otros brazos los dos cachorrillos ham-
brientos que llevaba con ella.
–No tenemos ya nada, soldado. Nada más que las heridas de los
lisiados y las lágrimas de nuestros niños. ¿Qué más puede pasarnos?
No he encontrado palabras para mitigar el remordimiento por la
impotencia y la culpa de estar vivo, frente a aquellos ojos orgullosos,
clavos hincados en la carne. Debía bajar del caballo, recoger a sus
hijos, darle dinero y prestarle ayuda. Socorrer a mi gente, las tropas
de los elegidos hundidas en el fango del que querían liberarse.
Descabalgar y quedarse.
He golpeado con fuerza los ijares del caballo. Casi a ciegas.
42
CAPÍTULO 7
Eltersdorf, Franconia, 10 de junio de 1525
43
desarrolladas cada día para tener derecho a una escudilla digna de un
perro de patio.
Las noticias que llegan entretanto del exterior hablan de matanzas
por doquier: la represalia de los príncipes se ha revelado a la altura
del desafío que lanzamos. Las cabezas de los campesinos permanecen
agachadas sobre el arado: ya no son los que empuñaron las hoces
como si fueran espadas.
En todo el país no hay casi nadie con el que consiga intercambiar
dos palabras. Voy hasta el molino para moler el grano de Vogel y
encuentro a alguien por el camino, unas pocas frases sobre el pastor
Wolfgang, el único de la aldea que tiene trigo para el molinero.
Una de las pocas cosas agradables de la jornada son las charlas con
Hermann, un labriego corto de entendederas que vive detrás del
huerto de Vogel. A decir verdad habla casi solo él, mientras lanza
hachazos a los leños, porque cada uno, dice, tiene las manos que se
merece, y él ha nacido ya con callos, y los doctores como yo es mejor
que toquen solo los libros. Sonríe, con su boca medio desdentada, y
jura que esta guerra la han ganado los pobretones como él. Cuenta
que, cuando tomaron el castillo del conde, se hicieron servir duran-
te diez días por él y sus hombres, mientras que por la noche se bene-
ficiaba a la señora y a las hijas. Esa fue su gran victoria. Que nadie
piense en derribar a los poderosos por mucho tiempo, pues entre
otras cosas, si gobernasen los campesinos y tuvieran que trabajar la
tierra los señores, no tardarían en morirse todos de hambre, ya que
cada uno tiene las manos que se merece... Y sin embargo, para un
señor, tener que limpiarle los pies a un siervo y volver a meterla
donde la ha metido un pobre patán, esa sí que es la más jodida de las
derrotas.Y para los que son como Hermann, el más sublime de los
placeres. Se ríe como un descosido, espurriando en torno, y para
darle más gusto aún, le digo que, tal vez, el próximo conde sea pre-
cisamente hijo suyo y que esa sí que es una buena manera de car-
garse a los poderosos: contaminar su descendencia.
En cambio, con Vogel hay poco de que hablar. Es un buen hom-
bre, pero no de mi agrado: afirma que el hado y la suprema volun-
tad divina han querido que las cosas fueran así, que se produjera
la horrible matanza de seres indefensos que se ha producido, que la
insondable, suprema potencia nos exhorta a comprender a través de
sus señales, incluso aquellas trágicas y funestas, que no basta la volun-
tad de los hombres, ni siquiera la de los justos y merecedores del
reino, para hacer realidad su promesa en la tierra. Que se joda,Vogel
y todas sus promesas.
44
Ahora me vuelvo cuando me llaman Gustav, me he acostumbrado a
un nombre que no es más mío que cualquier otro.
Por la noche, la luz de las velas apenas si es suficiente para leer algu-
na página de la Biblia. Mi aposento: paredes de madera, un catre, un
escabel y una mesa. Encima de la mesa, la alforja del Magister,
un amasijo informe de barro pegoteado. Nadie la ha movido de allí.
No hay nada más, nada más que esa alforja traída hasta aquí desde
Frankenhausen, para recordarme las promesas incumplidas y el pasa-
do. Nada que valga el riesgo de ser conservado. Hubiera tenido que
quemarla de inmediato, pero cada vez, acercarse para cogerla era
como reencontrarse en lo alto de aquella escalera y sentir el peso que
tiraba hacia abajo, mientras abandonaba al Magister a su suerte.
La abro por primera vez. Casi se deshace entre las manos. Las car-
tas siguen todas en ella, pero la humedad las ha comido y podrido.
Las hojas se mantienen juntas a duras penas.
Maestro nuestro:
Escribo para informaros de que transcurrida una semana desde que nues-
tros doce artículos fueron presentados al Consejo de la ciudad de Villingen,
el cual ha respondido con prontitud aceptando tan solo algunas de las dichas
peticiones en ellos contenidas. Una parte de los campesinos ha considerado,
por tanto, que no podía obtener más, optando por regresar a sus hogares. Mas
otra parte no exigua de ellos ha decidido, en cambio, proseguir la protesta.Yo
mismo estoy tratando de reunirme con los campesinos de los territorios vecinos
a fin de encontrar refuerzos en esta justa lucha y os escribo con la urgencia
de quien tiene ya un pie en el estribo, convencido de que no vive otro hom-
bre en toda Alemania más dispuesto que Vos a comprender mi concisión y
confiando de corazón en que esta misiva pueda llegar a vuestras manos.
Que Dios os acompañe siempre,
el amigo de los campesinos,
45
lado del mundo, lo mismo que sus palabras. El año en que todo fue
posible, si es que alguna vez lo ha sido realmente.
Pesco de nuevo en la alforja. Una hoja amarillenta hecha jirones.
Maestro nuestro:
El día de la Santa Pascua, aprovechando la ausencia del conde Ludwig,
los campesinos tomaron al asalto el castillo de Helfenstein, y tras haberlo
saqueado y haber capturado a la condesa y a sus hijos se dirigieron hacia las
murallas de la ciudad, donde el conde y sus nobles se habían refugiado.
Gracias al apoyo de los ciudadanos irrumpieron en el interior y los captura-
ron. Acto seguido, condujeron al conde y a otros trece nobles a campo abierto
y los obligaron a ponerse bajo el yugo.A pesar de que el conde ofreció mucho
dinero a cambio de su vida, diéronle muerte al mismo tiempo que a sus caba-
lleros, desnudáronlo y dejáronlo en medio del bosque atado de hombros al
yugo. Al volver al castillo, le prendieron fuego.
La noticia de estos acontecimientos no tardó en llegar a los condados veci-
nos, sembrando el pánico entre los nobles que saben ahora que pueden correr
la misma suerte que el conde Ludwig. Estoy convencido de que estos aconte-
cimientos serán una ayuda de primera importancia para el reconocimiento de
los doce artículos en todas las ciudades.
En este día de Pascua, Cristo resucita de entre los muertos a fin de rea-
vivar el espíritu de los humildes y reanimar el corazón de los oprimidos
(Is. 57, 15).
Que la gracia de Dios no os abandone,
el capitán de las filas campesinas del Neckar y del Odenwald,
Jäcklein Rohrbach
De Weinsberg, el día 18 de abril del año de 1525
46
La doctrina, el cenagal
(1519-1522)
48
CAPÍTULO 8
Wittenberg, Sajonia, abril de 1519
49
frase, fragmentos en latín a veces, pero el asunto sigue resultando
oscuro.A lo largo de las paredes de la universidad la curiosidad crece
como una planta trepadora: los jóvenes intelectos ansían nuevas cues-
tiones en las que poner a prueba sus colmillos de leche.
Se sientan en un escalón justo enfrente de mí, al otro lado del
patio. Con fingida indiferencia se forman alrededor corrillos de estu-
diantes. La voz de efebo de Melanchthon llega hasta mí. No menos
cautivadora en el aula que estridente aquí fuera de ella.
–... y deberías convencerte de ello de una vez por todas, mi que-
rido Karlstadt, pues no hay palabras más meridianas que las del após-
tol: «Todos han de estar sometidos a las autoridades superiores, pues
no hay autoridad sino bajo Dios; y las que hay, por Dios han sido
establecidas, de suerte que quien resiste a la autoridad, resiste a la dis-
posición de Dios». Esto es lo que escribe san Pablo en la Epístola a
los Romanos.
Decido levantarme y unirme a otros espectadores, precisamente
mientras Karlstadt lo rebate.
–¡Es ridículo pensar que ese cristiano para el que, en palabras del
propio san Pablo, «la ley está muerta», la ley moral impartida por Dios
a los hombres debe obedecer ciegamente a las leyes a menudo injus-
tas de los hombres! Cristo dice: «Dad al César lo que es del César y
a Dios lo que es de Dios». Los judíos usaban la moneda de César
no sin reconocer al mismo tiempo todas esas obligaciones civiles que
no son lesivas para las religiosas. De este modo, Cristo con sus pala-
bras distingue el ámbito político del religioso y acepta la función de
la autoridad civil, pero solo a condición de que no se superponga a
Dios, que no se mezcle con Él. De hecho, cuando sustituye a Dios,
no fomenta ya el bien común, sino que vuelve esclavo al hombre.
Recuerda el Evangelio de Lucas: «Adorarás al Señor tu Dios, y solo
a él servirás...».
El aire se ha vuelto más pesado, oídos aguzados y miradas que sal-
tan de una a otra parte. Se ha formado un redondel, un semicírculo
perfecto de estudiantes, como si alguien hubiera delimitado con yeso
el terreno de lucha. Günther está de pie, callado, valorando de qué
parte convendrá alinearse. Amsdorf ha elegido ya la suya: en el
medio.
Melanchthon sacude la cabeza y entorna los ojos esbozando una
sonrisa magnánima. Muestra en todo momento la actitud de un
padre explicándole a un hijo cómo están las cosas. Como si su mente
comprendiera la tuya, integrándola en sí, habiendo ya comprendido
todo cuanto tú comprenderás de aquí al final de tus días.
Mira complacido al público, frente a él tiene a la Nueva Cristian-
dad. Mide las palabras, las sopesa, antes de rebatir.
50
–Debes ahondar más, Karlstadt, no quedarte en la superficie. El
sentido de «dad al César» es muy distinto... Es cierto que Cristo dis-
tingue entre los dos ámbitos, el de la autoridad civil y el de Dios.
Pero lo hace, justamente, para que a cada uno de los dos le sea dado
aquello que le corresponde, ya que las dos formas de autoridad son
especulares. Tal es la voluntad del Señor. El propio san Pablo nos
explicó esta idea. Dice: «Pagadles los tributos, que son ministros de
Dios ocupados en eso. Pagad a todos lo que debáis; a quien tributo,
tributo; a quien aduana, aduana; a quien temor, temor; a quien
honor, honor». Además, mi buen amigo, si los fieles se comportan
honestamente no tienen nada que temer de las autoridades, es más,
recibirán su elogio. En cambio, quien realizare acciones malvadas,
debe temer, porque si el soberano lleva la espada hay una razón para
ello; está al servicio de Dios para castigar justamente a quien obra
mal.
Karlstadt, despaciosamente, irritado, dice:
–Pero ¿quién castigará al soberano que no obre honestamente?
Melanchthon, con seguridad, replica:
–«No os toméis la justicia por vuestra mano, amadísimos, antes
dad lugar a la ira de Dios, pues escrito está: “A mí la venganza, yo
haré justicia, dice el Señor”». La autoridad injusta es castigada por
Dios, Karlstadt. Dios, que la ha instalado en la tierra, puede igual-
mente abolirla. No nos corresponde a nosotros oponernos a ella.
Y por lo demás, qué claras palabras las del apóstol: «Bendecid a quie-
nes os persigan».
Karlstadt:
–Es cierto, Melanchthon, es cierto. No digo que no tengamos que
amar también a nuestros enemigos, pero convendrás conmigo en que al
menos tenemos que guardarnos de aquellos que, sentados en la cáte-
dra de Moisés, cierran el reino de los cielos ante las mismas narices
de los hombres...
Paternal, Melanchthon:
–Los falsos profetas, mi querido Karlstadt, esos son los falsos pro-
fetas... Y el mundo está lleno de ellos. Hasta aquí, en este lugar de
estudio que ha recibido la gracia del señor... Porque es propio de los
sabios que anide en su corazón la altivez, la presunción de poner en
boca suya las palabras del Señor sin otro objeto que ensalzar su pro-
pia persona. Pero Él nos ha dicho: «Destruiré la sabiduría de los
sabios y aboliré la inteligencia de los inteligentes». Nosotros servimos
a Dios y combatimos por la verdadera fe en contra de la corrupción
secular. No hay que olvidarlo, Karlstadt.
Un golpe bajo, desleal. Un velo de debilidad, la sombra del con-
flicto que lo corroe, se posa sobre la figura del rector. Diríase confu-
51
so, poco convencido, pero acusa el alfilerazo. Melanchthon está de
pie, ha suscitado la duda, ya solo queda asestar el golpe de gracia.
En ese momento se alza una voz de entre los espectadores. Una
voz firme, clara, que no puede pertenecer a un estudiante.
–«Guardaos de los hombres porque os entregarán a los tribunales
y os flagelarán en sus sinagogas y seréis llevados ante sus gobernado-
res y los reyes por causa mía, para dar testimonio ante ellos y los
paganos...» ¿Acaso nuestro maestro Lutero tiene miedo de presentar-
se al abrigo de la autoridad para ser juzgado por los tribunales? ¿No
os basta con su testimonio para comprender? El de Lutero es el grito
que se alza de los campos y de las minas, contra quien ha hecho
escarnio de la verdadera fe: «Aquel que viene de lo alto está por enci-
ma de todos; pero quien viene de la tierra, a la tierra pertenece y a
la tierra habla». Lutero nos ha indicado el camino: cuando la autori-
dad de los hombres se niega a dar testimonio, el verdadero cristiano
tiene el deber de enfrentarse a ella.
Miramos al rostro de quien acaba de hablar. La mirada es más dura
y decidida aún que sus palabras. No se aparta en ningún momento de
Melanchthon.
Melanchthon. Entorna los ojos tragándose su rabia, asombrado.
Alguien le ha robado la palabra.
Dos toques. Llaman a la clase de Lutero. Hay que ir.
El silencio y la tensión se disipan en medio de la algarabía de los
estudiantes, impresionados por la disputa, y de las frases de circuns-
tancia de Amsdorf.
Todos afluyen hacia el fondo del patio. Melanchthon no se
mueve, los ojos clavados en aquel que le ha arrebatado una victoria
segura. Se miran cara a cara a distancia, hasta que alguien toma al
profesor del brazo para acompañarlo al aula. Antes de ir, su tono de
voz es toda una promesa:
–Tendremos ocasión de seguir hablando. Sin duda.
En el atestado pasillo que precede al aula donde nos espera el
sumo Lutero, me pongo al lado de mi amigo Martin Borrhaus, al que
todos llaman Cillerero, también él excitado por el acontecimiento.
En voz baja dice:
–¿Has visto la cara que ha puesto Melanchthon? Micer Lengua-
cortante lo ha impresionado. ¿Sabes quién es?
–Se llama Müntzer.Thomas Müntzer.Y viene de Stolberg.
52
El ojo de Carafa
(1521)
54
Carta enviada a Roma desde la ciudad de Worms, sede de la Dieta imperial,
dirigida a Gianpietro Carafa, fechada el 14 de mayo de 1521.
55
Por lo demás, las verdaderas componendas no se desarrollaron
tanto en las sesiones públicas del 17 y 18 de abril como en las con-
versaciones privadas y en algunos sucesos acaecidos durante la estan-
cia de Lutero en Worms. Como Vuestra Señoría sabrá, a pesar de la
aversión que el joven emperador Carlos siente por el monje y sus
tesis, la Dieta no consiguió hacerle retractarse, ni tomar tampoco las
debidas medidas antes de que los acontecimientos se precipitaran.
Esto a causa de las maniobras hábilmente orquestadas por algunos
misteriosos defensores de Lutero, entre quienes creo poder incluir al
Elector de Sajonia, aun cuando no sea posible afirmarlo con absoluta
certeza, por razón del carácter solapado y oscuro de tales maniobras.
La mañana del 19 de abril el emperador Carlos V convocó a los
electores y a los príncipes al objeto de pedir que tomaran una posi-
ción decidida respecto a Lutero, manifestándoles su propio arrepen-
timiento por no haber procedido enérgicamente contra el monje
rebelde desde un primer momento. El Emperador confirmó el sal-
voconducto imperial de veintiún días a condición de que el fraile no
predicara durante el viaje de vuelta a Wittenberg. En la tarde de ese
mismo día los príncipes y los electores fueron convocados para deli-
berar sobre la petición imperial. La condena contra Lutero fue apro-
bada por cuatro votos de seis. El Elector de Sajonia votó sin duda en
contra, y esta fue su primera y única manifestación abierta en favor
de Lutero.
La noche del día 20, sin embargo, unos desconocidos fijaron dos
manifiestos en Worms: el primero de ellos contenía amenazas contra
Lutero; el segundo declaraba que cuatrocientos nobles se habían
comprometido bajo juramento a no abandonar al «justo Lutero» y a
declarar su enemistad contra los príncipes y los partidarios de Roma
y, ante todo, contra el arzobispo de Maguncia.
Este suceso ha arrojado sobre la Dieta la sombra de una guerra de
religión y de un partido luterano dispuesto a alzarse en armas. El
arzobispo de Maguncia, espantado, pidió y obtuvo del Emperador
que fuera examinada de nuevo toda la cuestión, con el fin de no
correr el riesgo de dividir en dos a Alemania y prestar su respaldo a
una revuelta. Fuera quien fuese el que fijara los referidos manifiestos,
ha obtenido como resultado de su acción el que le fuera concedida
a la causa una prórroga de algunos días, así como hacer que se exten-
diera el temor y la circunspección respecto a la eventual condena de
Lutero.
Así pues, el 23 y el 24 Lutero fue examinado por una comisión
nombrada por el Emperador para la ocasión y, tal como acaso sepa
ya V.S., continuó rechazando la propuesta de una retractación. Ello no
obstante, su colega de Wittenberg, que lo había acompañado a la
56
Dieta, Amsdorf, hizo correr el rumor de que se estaba cerca de lo-
grar un acuerdo de conciliación entre Lutero, la Santa Sede y el
Emperador. ¿Por qué, señor mío ilustrísimo? Yo creo que, a suge-
rencia también del elector Federico, para ganar un poco más de
tiempo.
En consecuencia, entre el 23 y el 24 se produjo un continuo
sucederse de mediadores por una y otra parte para subsanar la rup-
tura entre Lutero y la Santa Sede, representada aquí en Worms por el
arzobispo de Tréveris.
El 25 tuvo lugar un encuentro privado, sin presencia de testigos,
entre Lutero y el arzobispo de Tréveris, que, como era de prever, hizo
inútiles todos los esfuerzos de la diplomacia de los dos días prece-
dentes. En privado, Lutero, como ya había manifestado durante las
sesiones de la Dieta al amparo del Emperador, se negó «por una cues-
tión de conciencia» a retractarse de sus tesis. Fue sancionada, por
tanto, una ruptura irreversible y definitiva. En aquellas horas por las
calles de la ciudad corrían rumores de un inminente arresto de
Lutero.
La noche del mismo día fueron vistas dos figuras envueltas en
capas que se dirigían a la habitación de Lutero. El hospedero los ha
reconocido como Feilitzsch y Thun, los consejeros del príncipe elec-
tor Federico. ¿Qué se gestó durante ese encuentro nocturno? Tal vez
V.S. encuentre una respuesta a la vista de lo sucedido en los días pos-
teriores.
La mañana del día siguiente, el 26, Lutero abandonó sin hacer
ruido la ciudad de Worms, con una reducida escolta de nobles sim-
patizantes suyos. Al día siguiente estaba en Frankfurt; el 28 en
Friedberg. Allí indujo al heraldo imperial a que le dejara proseguir
solo. El 3 de mayo Lutero abandonó el camino real y continuó viaje
por caminos secundarios, aduciendo como motivación para el cam-
bio de itinerario una visita a sus parientes, en la ciudad de Möhra.
Asimismo indujo a sus compañeros de viaje a proseguir directamen-
te en otro carruaje. Afirman los testigos que, al reanudar el viaje
desde Möhra, iba en el carruaje solo con Amsdorf y su colega
Petzensteiner. Al cabo de unas horas el coche fue detenido por unos
hombres a caballo, quienes le preguntaron al conductor quién era
Lutero y, tras reconocerlo, lo apresaron por la fuerza y se lo llevaron
con ellos espesura adentro.
Convendrá Vuestra Señoría en que es imposible no ver detrás de
toda esta maquinación a Federico, el elector de Sajonia. Pero en el
caso de que V.S. tenga escrúpulo de sacar una conclusión en exceso
precipitada, séame permitido entonces exponer ante los ojos de V.S.
algunas cuestiones. ¿Quién tenía interés en retardar la condena de
57
Lutero, manteniendo abierta la diatriba? Y, por consiguiente, ¿quién,
a fin de retrasar la sentencia, tenía interés en recelar de la amenaza de
un partido de los caballeros dispuesto a defender al monje con la
espada contra el Emperador y el Papa? Por último, ¿quién tenía inte-
rés en poner a buen resguardo a Lutero provocando un rapto, sin
revelarse abiertamente y sin comprometerse a los ojos del mismo
Emperador?
Tengo la audacia de creer que también V.S. llegará a la misma con-
clusión que su servidor. Se respiran aires de batalla, mi señor, y la
fama de Lutero crece cada día que pasa. La noticia de su rapto ha des-
encadenado un pánico y una agitación indecibles. Incluso aquellos
que no comparten sus tesis reconocen ya en él una voz autorizada
de la reforma de la Iglesia. Una gran guerra religiosa está a punto de
desencadenarse. La semilla que Lutero ha esparcido, arrebatado por el
ímpetu de su convicción, está a punto de dar su fruto. Discípulos
ansiosos de pasar a la acción se preparan para extraer, con intrépida
lógica, las consecuencias de sus pensamientos. Si la sinceridad es una
virtud, acaso me permita Vuestra Señoría afirmar que los protectores
de Lutero han logrado ya su objetivo de transformar al monje en un
ariete contra la Santa Sede, organizando en torno a este un amplio
séquito de gente del pueblo.Y ahora, no esperan sino el momento
más oportuno para dar la batalla en campo abierto.
No se me ocurre decir nada más salvo que beso las manos de V.S.,
a quien me encomiendo de todo corazón.
58
Carta enviada a Roma desde la ciudad sajona de Wittenberg, dirigida a
Gianpietro Carafa, fechada el 27 de octubre de 1521.
59
Pero otra razón empuja al Elector a tomarse su tiempo. Aquello
sobre lo cual no he hablado a V.S. es el humor popular que se capta
en el ambiente de unos meses a esta parte. Muy en especial son los
acontecimientos de Wittenberg, en ausencia de Lutero, los que más
apremian al Elector. El rector de la universidad, Andreas Karlstadt,
encabeza en efecto una reforma que encuentra un amplio segui-
miento entre la población. Él fue quien abolió el voto monástico y
el celibato para los hombres de iglesia. La confesión auricular, el
canon de la misa y las imágenes sagradas han sufrido igual suerte. Ha
desencadenado la ferocidad popular contra las imágenes de los san-
tos, y se han producido episodios de violencia que han llevado al
deterioro de iglesias y capillas. Él mismo se ha apresurado a contraer
matrimonio con una joven de apenas quince años.Viste de arpillera
y predica en alemán por las calles, hablando de humildad y de la abo-
lición de todos los privilegios eclesiásticos. No tiene el menor rebo-
zo en sostener que las Escrituras deben ser dejadas al pueblo, libre de
hacerlas suyas y de interpretarlas como mejor le parezca. Ni tan
siquiera Lutero habríase atrevido a tanto. Respecto a la administra-
ción cívica, además, Karlstadt ha instaurado un Consejo municipal
electivo que gobierna la ciudad en régimen de paridad con el
Príncipe, cosa que espanta no poco a Federico. Lo que en realidad él
pensaba que se volvería en favor suyo corre el riesgo de volverse en su
contra: la reforma de la Iglesia y la independencia de Roma podrían
trocarse en reforma de la autoridad e independencia de los Príncipes.
Por todo lo cual creo que el Elector no tardará en hacer salir a
Lutero del escondrijo en el que lo tiene metido, a fin de que ahu-
yente al tal Karlstadt. Puedo asegurar además a Vuestra Señoría que si
Lutero tuviera que volver a Wittenberg, Karlstadt se vería obligado a
irse de allí. Pues, efectivamente, no está en condiciones de sostener el
enfrentamiento con el profeta de la reforma alemana; al fin y al cabo
sigue siendo un pequeño rector de universidad, mientras que Lutero,
tras lo acontecido en Worms, es para todos los alemanes el Hércules
germánico. Pues bien, mi señor, tengo el convencimiento de que este
Hércules dejará caer su clava sobre Karlstadt y sobre todo el que
amenace con hacer sombra a su fama, con solo que el Elector se lo
permita. Por su parte, Federico sabe perfectamente que solo Lutero
está en condiciones de encabezar la reforma en la dirección que más
útil le sea; se necesitan el uno al otro como el piloto y el remero para
gobernar una nave. Estoy seguro de que Lutero no tardará mucho en
volver a Wittenberg, y limpiará el campo de cuantos traten de usur-
par su sitial.
Así pues, por todas estas razones el príncipe Federico y sus aliados
no se han enfrentado aún abiertamente a la Iglesia y al Emperador.
60
Ahora bien, si alguna vez le fuese concedido a un siervo el dar
consejos a su propio señor, estoy seguro de que le hablaría del
siguiente modo: «Para golpear a un tiempo al Elector y a todos los
príncipes cuya intención no es otra que rebelarse contra la autoridad
de la Iglesia romana, es menester golpear precisamente al Hércules
germánico en quien aquellos se escudan. El pueblo, los villanos y los
campesinos, están descontentos y alborotados, quisieran reformas
mucho más atrevidas que las que el príncipe Federico y acaso el pro-
pio Lutero están dispuestos a conceder.Verdad es que el portal que
Lutero ha abierto, ahora se querría que estuviera bien cerrado.Ahora
bien, el tal Karlstadt no vale gran cosa, no durará mucho. Mas el
hecho de que tantas personas aquí en Wittenberg lo hayan seguido
es una clara señal del sentimiento que anima al pueblo. Por tanto, si
de las olas de este proceloso océano alemán emergiese otro Lutero,
más demonio que el mismo demoníaco fraile, alguien que hiciera
sombra a su fama e hiciera de portavoz de las demandas del vulgo...
alguien que sometiera a hierro y fuego a Alemania con sus palabras
obligando a Federico y a todos los príncipes a la guerra, obligándo-
los a solicitar el apoyo del Emperador y de Roma para apaciguar la
rebelión... Alguien, mi señor, que empuñara el martillo y golpeara a
Alemania con tal fuerza como para hacerla temblar desde los Alpes
hasta el mar del Norte... Si un hombre de tal género existiera en
alguna parte, debería tenérsele en más aprecio que al mismo oro,
puesto que sería el arma más poderosa contra Federico de Sajonia y
Martín Lutero».
Si Dios, en Su infinita providencia nos enviase un profeta como
este, no sería sino para recordarnos que Sus caminos son infinitos,
como infinita es Su gloria, para la cual estos humildes ojos se em-
plean y continuarán sirviendo siempre a Vuestra Señoría, a cuya bon-
dad me encomiendo al tiempo que le beso las manos.
61
CAPÍTULO 9
Wittenberg, enero de 1522
62
pueblo y provocado tumultos solo con la fuerza de sus palabras. Ni
que decir tiene que el terreno ganado por Karlstadt se ha perdido.
–Sobre el matrimonio de los curas, la predicación en alemán y
ese tipo de cosas no se vuelve ya atrás, pero el ordenamiento muni-
cipal de la ciudad seguro que no pasa. Karlstadt no es el tipo que
guste de los enfrentamientos.Ya verás como antes de encararse con
Lutero hace el hatillo. Uno como Müntzer haría falta. Cuando esta-
ba aquí era más Lutero que el propio Lutero y ahora que Lutero está
acabado podría ser la esperanza. Habría que dar con su paradero.
–Preguntémosle a Stübner. Seguro que él sabe alguna cosa más.
La nieve y el barro llegan por encima del tobillo. El frío penetra hasta
los mismos huesos. Cillerero dice que Stübner es cliente asiduo del
cervecero Klaus Schacht: el santuario ideal para un Isaías alemán. El
incienso es un vapor denso que sabe a cocina y a cerveza, los salmos
son los cantos languidecientes y los juramentos de los parroquianos.
En torno a una mesa, una docena de personas, tres o cuatro estu-
diantes en un grupo de artesanos desastrados. El centro de la aten-
ción de todos: un tipo gordo de barba pelirroja y pelo espeso. Habla
por los codos, abofeteando el aire con la mano.
–No ayunéis más como habéis hecho hoy, para hacer oír bien alto
vuestra protesta. ¿Acaso es este el ayuno que quiere el Señor, el día en
que el hombre se mortifica? Humillar como un junco la cabeza, usar
arpillera y cenizas como yacija, ¿acaso llamaríais ayuno a esto y día
grato al Señor? El ayuno que Dios quiere es otro: romper las cadenas
inicuas, romper las ataduras del yugo y dejar libres a los oprimidos.
Este es el verdadero ayuno: compartir el pan con el hambriento, aco-
ger en vuestra casa al miserable, al desamparado, vestir al desnudo, sin
apartar los ojos del pueblo. Decídselo a ese siervo de Melanchthon...
Está visiblemente ebrio. Una prédica dirigida a todos y a nadie,
pero aplaudida por los parroquianos, probablemente más borrachos
que el mismo profeta. Cuando el orador vuelve a sentarse el parlo-
teo se reanuda más tranquilamente.
Me acerco. La mesa está toda grabada. La imagen más nítida: el
Papa enculando a un niño. Me presento como un amigo de Cille-
rero. Sin mirarme a la cara, pide otra cerveza.
–Cillerero me ha dicho que puedes darme noticias acerca de lo
sucedido en Zwickau...
Coge la jarra, da dos tragos que le manchan los bigotes de espuma.
–¿Por qué te interesa?
–Porque estoy cansado de Wittenberg.
Sus ojos me miran con fijeza por primera vez, inesperadamente
relucientes: no estoy bromeando.
63
–El hermano Storch se alzó junto con los tejedores contra el
Consejo de la ciudad.Atacamos a una congregación de franciscanos,
la emprendimos a pedradas con un católico insolente e hicimos des-
alojar a un predicador...
Lo interrumpo:
–Háblame de Müntzer.
Asiente.
–¡Ah, Müntzer, di bajito ese nombre porque Melanchthon podría
cagarse en él! –Ríe–. Sus sermones encienden los ánimos de todos.
El eco de sus palabras ha llegado hasta Bohemia, y ha sido llamado
por el Consejo de la ciudad de Praga para que vaya a predicar allí
contra los falsos profetas.
–¿Contra quién despotrica?
Apunta con el pulgar a sus espaldas, allí fuera.
–Contra todos los que niegan que el espíritu de Dios puede
hablar directamente a los hombres, a la gente como yo y como tú o
como estos artesanos. Contra todos aquellos que usurpan la palabra
de Dios con sus discursos faltos de fe. Contra todos aquellos que pro-
fesan querer llevar al pueblo el alimento del alma, dejándolos con la
tripa vacía. Contra las lenguas a sueldo de los príncipes.
Alivio, un peso que me quito de encima. Las cosas que siempre
he pensado se tornan claras.
Te abrazaría, profeta.
–Y de Wittenberg, ¿qué piensa Müntzer?
–Que no se hace más que hablar. La verdad es que Lutero está
ahora en manos del Elector. El pueblo está en pie, pero ¿dónde está
su pastor? ¿Cebándose en algún lujoso castillo? Créeme si te digo
que todo aquello por lo que se ha luchado se halla en peligro. Hemos
venido para plantar cara públicamente a Lutero y desenmascararlo,
siempre que tenga el coraje de salir de su escondrijo. Mientras tanto
hemos desafiado a Melanchthon. Para Müntzer, en cambio, son ya
dos simples cadáveres. Sus palabras son únicamente para los campe-
sinos, que tienen sed de vida.
Abandonar a los muertos: alcanzar la vida. Salir de este cenagal.
–¿Dónde está Müntzer ahora?
–De aquí para allá por Turingia, con el propósito de predicar. –Le
basta con mi mirada para comprender–. No es difícil dar con su para-
dero. Su paso deja huella.
Me levanto y pago sus cervezas.
–Gracias.Tus palabras han sido muy valiosas.
Antes de salir, directa a los ojos, poco menos que una consigna:
–Encuéntralo, muchacho... Encuentra al Acuñador.
64
CAPÍTULO 10
Wittenberg, marzo de 1522
65
CAPÍTULO 11
Halle,Turingia, 30 de abril de 1522
El hombre que me lleva a casa del Acuñador es alto como una mon-
taña: una negra nube de melena y barba que ciñe la testa de un toro,
manos enormes de minero. Su nombre es Elias, y ha seguido a
Müntzer desde Zwickau, sin dejarlo ni un instante, como una gran
sombra protectora. Una mirada como queriendo sopesar lo que tiene
delante: unos pocos kilos de carne cruda, para un picapedrero del
Erz. Un bachiller con la cabeza llena de conjeturas en latín, que soli-
cita poder hablar con Magister Thomas, como él lo llama.
–¿Para qué quieres ver al Magister? –me ha preguntado ense-
guida.
Le he hablado de cómo la voz de Müntzer dejó de piedra a
Melanchthon y del encuentro con el profeta Stübner.
–¡Si el hermano Stübner es un profeta yo soy el arzobispo de
Maguncia! –exclama con una carcajada–. ¡La voz del Magister, esa sí
que asusta!
Es una casa de artesanos.Tres golpes a la puerta y esta se abre. Una
joven con un niño al pecho, la mole de Elias me indica el camino
hasta la última habitación. En un ángulo, un hombre está rasurándo-
se de espaldas a nosotros, entona una canción popular que he oído
ya en un mesón.
–Magister, aquí hay uno que ha venido de Wittenberg para hablar
contigo.
Navaja en mano, se vuelve:
–Bien. ¡Alguien me explicará qué pasa en esa cloaca!
Una cabeza redonda, nariz gruesa, ojos centelleantes que turban
un rostro bonachón.
Sin vacilar:
–Ahora ya no puede pasar nada. Karlstadt ha sido desterrado.
Asiente para sí, una confirmación:
–¿Con quién se creía que se las tenía que ver? Detrás de fray
Martín está Federico. –Blande la navaja con rabia–: El bueno de
Karlstadt... ¡Se creía que iba a hacer las reformas en casa del mismo
Elector! ¡Y con el permiso de fray Mentira en persona! En una casa
de fieras de burgueses y de doctorcillos que piensan en la suerte de
los humanos como si fuera fruto de sus tinteros... No serán las plu-
mas las que escriban las reformas que esperamos.
Por primera vez parece dirigirse a mí:
66
–¿También a ti te han desterrado Lutero y Melanchthon?
–No.Yo me he largado.
–¿Y por qué has venido aquí?
El gigante Elias me acerca un escabel, me siento y comienzo la
parábola del Buenkarlstadt, la farsa del rapto de Lutero, la llegada de
los profetas de Zwickau.
Escuchan con atención y comprenden mi frustración, la desilu-
sión por la reforma de Lutero, el odio por obispos y príncipes incu-
bado durante años. Las palabras son las precisas y llegan a los labios
con facilidad. Asienten graves. Müntzer devuelve la navaja de afei-
tar a la repisa y empieza a vestirse. El gigante no me mira ya con mal
disimulada burla.
Luego, el maestro de los humildes coge la capa y se planta en la
puerta.
–¡Un día lleno de cosas que hacer! –Sonríe–. Continuarás tu rela-
to por el camino.
Mientras hablo sé que ya no nos separaremos.
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68
La alforja, los recuerdos
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CAPÍTULO 12
Eltersdorf, otoño de 1525
Los músculos doloridos por el trabajo. El frío, cada día más intenso,
vuelve a helar los dedos, todavía sobre el papel amarillento y mano-
seado: una caligrafía elegante, que se lee sin esfuerzo, a pesar de la
débil luz de la vela y las manchas del tiempo.
Ante todo, que la bendición de Dios sea con aquel que lleva la palabra del
Señor a los humildes y empuña la espada de Gedeón contra la impiedad que
nos rodea. Luego el saludo de un hermano que ha podido escuchar de viva
voz la oración del Maestro, sin poder abandonar la prisión de códices y per-
gaminos en la que el destino ha querido encerrarlo.
El hombre que ha recorrido el laberinto de estos pasillos en busca del sen-
tido último de la Escritura sabe cuán sombrío y triste puede ser ello, cuando
dicho sentido se nos escapa.Y he aquí que los días mueren uno tras otro,
juntamente con el conocimiento, reservado a unos pocos, juntamente con la cla-
ridad de la Palabra, oscurecida por los mil Spalatinos que hacen de estos cami-
nos tortuosos su baluarte y de estos libros murallas del privilegio de los prín-
cipes. Si por mor de algún encantamiento fueran intercambiadas nuestras vidas
y yo me encontrara en Allstedt con los campesinos y los mineros y Vos con el
oído pegado a estas puertas que dejan filtrarse las muchas intrigas urdidas por
caridad y amor de Dios, entonces estoy convencido de que no tardaríais en
escribir para incitarme a empuñar el látigo contra estos mercaderes de la fe. Por
tanto, no dudo que comprenderéis el motivo que me lleva a tomar la pluma.
Las palabras del apóstol encuentran confirmación: «Porque el misterio de
la iniquidad está ya en acción; solo falta que el que lo retiene sea apartado
del medio» (2 Ts 2,7). La sacrílega alianza entre los impíos gobernantes y
los falsos profetas prepara sus tropas, el sucederse de grandes acontecimientos
espolea a los elegidos a mantenerse firmes en la fe y a prepararse para defen-
derla con todos los medios a su alcance.
El hombre inicuo, el apóstata, se sienta en el templo de Dios y desde él
propaga la falsa doctrina. Así, uno de aquellos Médicis de Florencia, Julio,
ocupa el trono de Roma, como Clemente. No dejará de seguir el ejemplo de
Cristo en Su nombre, como y más que quien lo ha precedido.
Roma se mira el ombligo, y no ve más allá, sorda a los clarines que a su
alrededor anuncian su asedio. Hundida en el pecado que ofusca los sentidos,
71
será incapaz de oponerse a quien sepa dar nuevo impulso y luz del Espíritu
a la vida de la reforma de la Iglesia.
Y precisamente este es el gran tormento, micer Thomas: ¿quién cargará
sobre sí con el peso de la espada para dar muerte a los impíos?
Fray Martín ha mostrado su verdadero rostro de soldado de los príncipes,
miserable tarea largamente disimulada. No será, pues, Lutero quien lleve el
Evangelio al hombre común, ni tampoco aquel que ha expulsado a Karlstadt
y recibe a diario el homenaje de los grandes de este mundo. El fin de los reyes
alemanes es claro y manifiesto. No es la fe la que llena sus corazones y guía
sus acciones, sino el ansia de lucro. Se arrogan la gloria y la adoración del
Altísimo, transformando así a los súbditos en miserables idólatras.
Solo las palabras que tuve el privilegio de oír de vuestra boca han vuel-
to a infundir la esperanza en este corazón, juntamente con las noticias que
llegan de Allstedt. La nueva liturgia que por mérito vuestro y de los vuestros
doctísimos escritos es ahora inaugurada no es sino el comienzo del despertar.
La palabra de Dios puede llegar finalmente a sus elegidos y recobrar su ente-
ro esplendor. ¿Qué mejor señal de ello que el hecho de que Vos seáis el intér-
prete de Su voluntad? ¿Cuál mejor que el seguimiento espontáneo que obte-
néis? ¿O que los humildes que levantan la cabeza y persiguen la liberación
prometida por el Señor?
Sí, por lo que os atañe os digo que os mostréis firme y no perdáis en nin-
gún momento los ánimos; en cuanto a mi persona, desde esta avanzadilla
mía, en los tiempos venideros procuraré transmitiros cualquier noticia que
pueda producirse en bien de la mayor gloria de Dios.
Convencido de que la protección del Señor os acompañará siempre,
Qoèlet
El día 5 de noviembre del año de 1523
72
dos cubos a la cabeza: su amo chasquea los dedos y ellos serían muy
capaces hasta de meterse en las mismas llamas del infierno. Pero antes
de que sea derramada una sola gota, salimos nosotros de la sombra,
negros de hollín, tranca en mano:
–Yo que vosotros de lo que me preocuparía es del bosque... Aquí
ya no hay nada que hacer.
Diez contra dos. Nos miran. Se miran. Dejan en el suelo los cubos
y se van.
73
vo respeto por él, luego el conde de Mansfeld me escribe que vues-
tro Consejo defiende a un instigador que lo ha insultado abierta-
mente. Luego, ¿qué más?
ZEISS : Bueno, está el hecho del que he venido a hablaros, preci-
samente. Pero ya alguna noticia de ello tendréis, pese a que los suce-
sos en nuestra ciudad no sean ciertamente muy relevantes.
FEDERICO : ¿Y qué ocurre, entonces? Me han dicho que ha sido
quemada una pequeña ermita.
ZEISS : Se trataba, para ser más exactos, de la capilla de la Santa
Virgen de Mallerbach, en el camino entre Allstedt y Querfurt, pro-
piedad de los franciscanos del convento de Neudorf. Durante la fun-
ción dominical robaron la campana y al día siguiente le prendieron
fuego.Yo envié a dos hombres de mi confianza para que sofocaran el
incendio, pero se quedaron allí mirando y me dijeron que en vista de
que la capilla estaba ya perdida, se mantuvieron a distancia con el fin
de salvaguardar el bosque de las llamas.
FEDERICO : Hasta aquí, nada nuevo. Los frailes de Neudorf se
mostraron particularmente minuciosos a la hora de describir la situa-
ción cuando solicitaron mi intervención. Si no recuerdo mal os
escribí para que no hicierais precipitarse las cosas, que encontrarais a
un responsable cualquiera, lo metierais en prisión durante un día y
os pagara una cifra simbólica como resarcimiento. ¡Para que esos frai-
les comprendan que soy un defensor de la fe, pero que no tengo
demasiada simpatía por quien me sisa en los tributos!
ZEISS : Pero todo el mundo en la ciudad sabe que los incendiarios
eran los acólitos del predicador. Imagínese Vuestra Alteza que han
fundado una liga, la Liga de los Elegidos la llaman, y cuentan con
armas. Era difícil evitar el enfrentamiento directo y salvar la cara...
FEDERICO : Así pues, ¿toda la responsabilidad de ello debe serle
atribuida a ese Müntzer?
ZEISS : ¡Sin duda... y a su mujer, esa Ottilie von Gersen! Cuando
buscaba un culpable, fue sobre todo esa bruja la que lanzó contra mí
a la población entera.
FEDERICO : Ahora se meten también las mujeres...
ZEISS : Por lo que he podido ver es una loca furiosa digna de su
esposo.Y despierta la admiración más viva del resto de las mujeres y
de los hombres.
FEDERICO : Al grano, Zeiss, ¿cómo acabó la cosa?
ZEISS : Tuve que pedir refuerzos de fuera y la mujer del predica-
dor se puso a vociferar que los extranjeros querían invadir Allstedt,
que yo me había vendido... ¡Querían lincharme!
FEDERICO : Nada de echarles la culpa: vuestra intervención fue la
propia de un mentecato.
74
ZEISS : ¡Pero qué podía hacer yo! Los franciscanos no me dejaban
en paz. Al final se presentó a mí un grupo de mineros del condado
de Mansfeld, unos cincuenta, para preguntarme si Magister Thomas
estaba bien, si todo estaba tranquilo y si hacía falta su ayuda para
alguna cosa, que si alguien se atrevía a tocarle un pelo tendría que
vérselas con ellos... Tras esa visita renuncié a cualquier acción de
fuerza. No quisiera ser yo el responsable del estallido de una revuel-
ta en los dominios de Vuestra Alteza.
FEDERICO : Bien, Zeiss. Y ahora os diré qué pienso yo de todo
este asunto. Queríais un predicador fogoso e innovador que diera
lustre a vuestro villorrio. Pero ese tipo se reveló difícil de manejar, se
ganó para su causa al Consejo, puso en manos del populacho alguna
que otra piedra y alguna horca y vos y el conde de Mansfeld os habéis
cagado de miedo.Y ahora venís a pedir ayuda.
ZEISS : Pero Vuestra Alteza...
FEDERICO : ¡A callar! Pienso que todo esto os viene como anillo
al dedo. No obstante, desde hace algún tiempo, hechos de esta índo-
le se vienen repitiendo por doquier. Se comienza saqueando las igle-
sias y se acaba pidiendo un ordenamiento municipal para cualquier
aldeúcha. Los campesinos están alborotados en toda Alemania y no
es momento este de mostrarse demasiado benévolos con los agita-
dores. Dentro de un par de semanas recibiréis la visita de mi herma-
no el duque Juan y de mi nieto Juan Federico. Preparadles un reci-
bimiento digno de ellos; deberéis hacer comprender que al Príncipe
Elector no le agrada tanta agitación y que si el pueblo tiene algún
motivo de protesta contra los franciscanos de Neudorf, debe dirigir-
se directamente a sus enviados, por boca del burgomaestre o de su
predicador. De todos modos, organizad sin falta un encuentro con
ese Thomas Müntzer. Decidle también que lo hemos pedido Nos,
expresamente, y que prepare un sermón en el que exponga sus ideas.
En el fondo está aún a prueba, y debe obtener nuestra aprobación
para convertirse en pastor de vuestra iglesia.
ZEISS :Vuestra Alteza tiene siempre la mejor solución para todo.
FEDERICO : Por supuesto, pero demasiado a menudo los subal-
ternos que han de ponerla en práctica se revelan unos eméritos ca-
pullos.
75
CAPÍTULO 13
Allstedt,Turingia, 13 de julio de 1524
76
Se le ilumina el rostro:
–Eso exactamente. El celo de los elegidos ha tenido que arreba-
tar la espada a los poderosos para hacer lo que ellos no hacían: defen-
der al pueblo y la fe cristiana. ¿Y esto no nos enseña acaso que cuan-
do los gobernantes permiten que la impiedad se extienda, entonces
traicionan su cometido y se vuelven cómplices de la iniquidad? Así
pues, igual que los malvados, en palabras del apóstol, deben ser
borrados de en medio.
Lo desatinado de aquellas palabras me impacta como un puñeta-
zo, mientras él comienza a leer de su manuscrito:
–«Yo afirmo con Cristo y con Pablo, y en conformidad con las
enseñanzas de toda la ley divina, que debe darse muerte a los gober-
nantes impíos, especialmente a los curas y monjes que tachan de
herético al Santo Evangelio y no obstante pretenden ser mejores
cristianos».
No es posible, trago saliva:
–Magister, esto... ¿es esto lo que vais a predicar hoy en presencia
de los duques de Sajonia?
Una risa sarcástica, sus ojos relampaguean, más despiertos ahora
que nunca.
–No, amigo mío, no solo de ellos. Si no me equivoco estarán tam-
bién el canciller de corte Brück, el consejero von Grefendorf, nues-
tro Zeiss, el burgomaestre y todo el Consejo de Allstedt.
Me quedo de piedra, mientras él se levanta estirando los brazos.
–Gracias por ayudarme a ahuyentar toda duda. Ahora creo que
aceptaré tu consejo y me echaré un poco. Te ruego que me llames
cuando suene la campana.
77
CAPÍTULO 14
Eltersdorf, Navidad de 1525
Ilustrísimo Maestro:
El Espíritu de Dios, que infunde sabiduría y valor, esté con Vos en estas
horas de tormento.
Os escribo con la urgencia y la agitación de quien ve avanzar el peligro
en silencio y atacar rápido por la espalda al hombre que ha depositado sus
esperanzas en él.Ya he tenido ocasión de exponeros que mis oídos habrían
podido seros de ayuda, dada su proximidad a ciertas puertas que ocultan
intrigas. Pues bien, no sabría decir qué es más fuerte en mí, si la alegría de
poder seros por fin de utilidad, tras muchos meses desde mi última misiva,
o bien la ansiedad y el desdén por todo lo que contra Vos está maquinán-
dose.
Al Príncipe Elector, que hasta ahora había mantenido una actitud de
expectativa, no le ha gustado en absoluto vuestra Liga de los Elegidos.Y de
igual modo el sermón que dijisteis en presencia de su hermano. Sobre todo lo
alarma el hecho de que podáis disponer de una imprenta y de que vuestras
palabras puedan llegar a los focos de la revuelta que van encendiéndose poco
a poco en todo su territorio y más allá. No tiene ningún propósito de ataca-
ros directamente: creo que teme las posibles repercusiones de un gesto desati-
nado. Sin embargo, quiere alejaros de Allstedt, de vuestras prensas y de su
Sajonia. Un tal Hans Zeiss estuvo de visita aquí hace unos días y conversó
largo y tendido con micer Spalatino, el consejero de corte. Quieren aislaros.
Zeiss fingirá estar de vuestra parte, pero, mientras tanto, con las debidas pro-
78
mesas, volverá contra Vos si no a todo el Consejo, por lo menos a vuestro bur-
gomaestre. Dijo estar seguro de lograrlo, y no parecía una simple promesa.
Por su parte, Spalatino os escribirá una carta de parte del príncipe elector
Federico para invitaros a Weimar, donde se os concederá la oportunidad de
exponer de forma extensa, y ante algunos importantes teólogos, vuestras tesis.
¡No aceptéis la mano que parece que os tienden! No creáis que podéis lleva-
ros la parte del león. No contéis con el apoyo de Zeiss y compañía: una vez
lejos de los vuestros os abandonarán, jurando por lo más sagrado que vues-
tra llegada solo ha causado confusión en su ciudad, que vuestras teorías son
peligrosas, que carecéis por completo de esa sumisión a la autoridad que
Martín Lutero ha predicado.
Vos contáis con una gran fuerza: la fuerza de la palabra de Dios que
encuentra a Su Pueblo por boca vuestra. Entre aquellas murallas, lejos de los
campesinos y de los mineros, la fuerza os será arrebatada como a un nuevo
Sansón. Zeiss será vuestra Dalila, y ya empuña las tijeras en su mano. Lo
repito: no abandonéis Allstedt. Es allí donde os temen, por vuestros sermo-
nes y por vuestras prensas de impresión, temen la reacción del pueblo ante
una acción violenta cualquiera contra Vos. No se atreverán a poneros la mano
encima. No partáis para Weimar.
Que Dios Nuestro Señor os ilumine y sostenga.
Qoèlet
El día 27 de julio del año de 1524
Esta carta fue sin duda entregada al Magister demasiado tarde, tras su
regreso de Weimar, cuando se había entrado ya en el juego del adver-
sario. En esos difíciles días tal vez no tuvo siquiera tiempo de valorar
su importancia y en cualquier caso no hizo mención de ello.
Es cierto que esta misiva revela anticipadamente lo que había de
suceder. El que pergeñaba estas líneas estaba verdaderamente cerca
de los aposentos de los príncipes.
Fue la lucidez de Ottilie la que había de salvarnos en aquellos
días. Habríamos podido perdernos definitivamente, pero esa mujer se
alzó de nuevo y nos condujo fuera del negro cenagal de una loca
desesperación. Ottilie..., no estarás ahora para llevarme lejos de aquí.
No sé cuál ha sido tu final: si fuiste pasto de los mercenarios o de los
cuervos. El corazón, seco, me empuja casi a esperar que no hayas
sobrevivido a esta nada, a la fría soledad que marca la Navidad de este
año de muerte.
79
CAPÍTULO 15
Allstedt, 6 de agosto de 1524
80
a seguirlo, igual que el lobo que en noches precisamente como esta
lanza su solitaria llamada a la luna en petición de socorro.Vigila su
marcha e incolumidad el incansable Elias, que lo sigue de cerca, a
unos pocos pasos en la oscuridad, presto a acabar con todo aquel que
pretenda atacarlo.
Todo es un hervidero de acontecimientos, difíciles de interpretar,
a excepción del único claro y distinguible que, ahora, aquí en Alls-
tedt, se va estrechando como un nudo corredizo, trampa que está a
punto de dispararse sobre nuestros destinos y los de nuestros campe-
sinos alzados. No hay tiempo que perder, el Magister necesita ayuda.
–Las serpientes que gobiernan esta ciudad no nos morderán más.
Vámonos.
La voz es firme, de una impavidez que contrasta con su joven
rostro.
–¿Qué? –Las palabras de Ottilie consiguen que se alcen de re-
pente los párpados pesados–. Pero... ¿y el Magister?
–Ya verás como no tardará. Pero hay que cavilar algo, antes de que
nos aplasten como si fuéramos insectos.
Es cierto, Ottilie, la cabeza. Este avispero de inquietud que no
para de zumbar. Me vuelvo hacia la ventana. En silencio trato de
escuchar los gritos lejanos del Magister. No sé si los percibo o bien
imagino solo comprenderlos.Vocifera que David está entre nosotros,
honda en mano. Las palabras de su último sermón a la Liga de los
Elegidos, cuando la gente volvía casi la cabeza como queriendo bus-
carlo, al pequeño rey David con la piedra en la honda, tanto tenían
las frases del Magister el tono de una auténtica evocación, y no de
un simple artificio retórico. Si tuviéramos que hacer tu alabanza tal
como mereces, Señor, nuestros labios se abrasarían a causa del ardor
de tu palabra. En cambio, el temor apaga ese fuego.
–Imagino que el Magister tenía ya alguna idea al respecto.
Mis palabras suenan a esperanza.
Sonríe.
–Ideas... ¿Has visto sus ojos al salir de aquí? Seguramente, mil
ideas y mil contactos, desde el mar del Norte hasta la Selva Negra.
Pero la decisión, ahora, nos corresponde a nosotros...
–¿Por qué no esperamos un poco todavía? ¿Acaso tan necesario
es partir?
Sin dudarlo, los labios que se aguzan:
–Sí, hermano, después de Weimar, sí.
–Realmente han bastado tres días... tres días sin el Magister para
perderlo todo...
–Ese ha sido el golpe de gracia. Las cosas habían empezado a
andar mal.
81
–Mientras el Magister estuvo aquí con nosotros, no. Una marea
de desesperados atestó este cenagal, ¿recuerdas? Afluyeron aquí de
todas las ciudades limítrofes, expulsados por los señores... ¡La oleada
habría podido sumergir incluso al mismo duque Juan!
Mientras regreso hacia la silla, parece por un segundo aguzar el
oído también ella. Luego pasa una mano por la mesa, llena de miga-
jas de la cena.
–¿Ves? –dice recogiéndolas todas en el centro y apretándolas en
su puño–. Esto hicieron. –Abre la mano y sopla–. Ahora están a punto
de barrernos de en medio.
Las palabras salen a duras penas de la garganta hecha un nudo:
–Pero una cosa es cierta, Ottilie.Temen a Magister Thomas como
las bestias al fuego. Han tenido que alejarlo de la ciudad, para dar
comienzo a las intimidaciones y palizas. Nadie se hubiera atrevido a
aplastar a nuestro Wychart y a clausurar las puertas de nuestra im-
prenta de haberse quedado el Magister.
–Y tampoco esta noche intentarán ponerle la mano encima. Es
cierto, es cierto... nadie ha dicho que tengamos que escapar a las
Indias. Pensar nada más en otro lugar donde continuar lo que se ha
hecho aquí.
Sacudo la cabeza:
–¿En qué puedo ser de ayuda? Sé precisamente que en Baviera
los campesinos están tratando de imponer sus razones. Pero me pare-
ce que allí no tienen necesidad de nosotros.
–Es verdad. En el sur las cosas funcionan solas. –Escruta la oscu-
ridad más allá de la ventana–. ¿Te ha hablado alguna vez Thomas de
Mühlhausen?
–¿La ciudad imperial?
–Exactamente. Hace un año la población hizo aprobar al Consejo
unos cincuenta y tres artículos. En la actualidad el poder está en
manos de los representantes elegidos por los habitantes de la ciudad.
Una mueca:
–¿Vamos a tener que vérnoslas también con un Consejo ciuda-
dano enemigo de los papistas por simple y puro interés? Mejor ha-
ríamos buscando aliados en las haciendas y en el campo. Esos sí que
son los humildes de la tierra.
Asiente, mirándome fijamente a los ojos. Algo rumiado desde
hace tiempo:
–Ya. Pero una vez que se tiene en la mano una ciudad no es tan
difícil volverse contra el condado. Se hizo así también con los mine-
ros del condado de Mansfeld, ¿o no? En cambio, si uno viene de
fuera hay que vérselas con murallas y cañones.
Mando al coleto el último trago de cerveza:
82
–... Mientras que estando en la ciudad, los cañones los tienes ya
de tu parte.
–¡Sí, pero contra los príncipes, hace falta algo más que cañones!
–Hum. Esos burgueses son gente muy fácil de manejar. El Ma-
gister me dijo que también en Mühlhausen uno de los cabecillas de
la revuelta tiene extrañas relaciones con el duque Juan.
Me alarga la jarra nuevamente llena, tras haberle dado un primer
sorbo:
–Supongo que te refieres a Heinrich Pfeiffer. Sí, nos han hablado
de sus relaciones con el duque. Dicen que Juan de Sajonia tiene la
mira puesta en la ciudad y ve con muy buenos ojos la confusión rei-
nante allí: es lo que él necesita para presentarse como garante de la
paz y asumir el control.
Abro los brazos, para indicar la conclusión lógica:
–Y así piensas que tendremos que intervenir y aprovechar el des-
orden en favor de nuestra causa y arreglárnoslas para que ese tal
Pfeiffer trabaje con nosotros.
–Has sido tú quien ha dicho que esa gente es fácil de manejar.
Reímos. Destellos de calor inciden en la humedad de la noche.
Ottilie se aparta un rubio mechón de pelo de la frente y lo inmovi-
liza detrás de una oreja. Por un instante, diríase casi una niña.
–Nos hemos olvidado de una cuestión que no tiene nada de bala-
dí: cómo marcharnos de aquí.
–No debería ser difícil, pues de veras creo que la última cosa que
Zeiss quiere es retenernos aquí y tirar demasiado de la cuerda con los
mineros si encarcela a su predicador. Hazme caso, no ven llegar la
hora de desembarazarse de nosotros.
–Nunca se sabe... Podría tomarse también a mal la provocación de
esta noche, o bien utilizarla como pretexto, o decidir humillar a Tho-
mas Müntzer para volverlo inofensivo. Es mejor no correr riesgos.
Un mordisco en el labio inferior para sintetizar sus pensamientos:
–En tal caso, nos iremos de noche.
83
CAPÍTULO 16
Eltersdorf, enero de 1526
Me parece tan claro como uno de los grabados de ese gran artista de
nuestras regiones, por suerte no siempre toscos en lo que se refiere
al gusto, a veces incluso dotados de una agradable destreza. Parecía
hacer eclosión dentro de los estrechos límites de las murallas. Las
casas y las agujas de las iglesias se erguían una sobre otra cual cúmu-
los de setas en un tronco de árbol.
Es cierto, así podría hablar del recuerdo de la primera entrada en
Mühlhausen: cuatro caballos lanzados por nuestros gritos de estúpida
chanza, sendero adelante, a poco más de media legua de las murallas
del burgo imperial, la tonante carcajada de Elias y las vanas palabras
84
de reproche de Ottilie. Luego al paso, casi marciales, en las proximi-
dades del gigantesco portal, adoptando aires de autoridad no inves-
tida, pero no por eso menos importante, con la mirada orgullosa,
directa, en aquella mañana ardiente de mediados de agosto.
Se entreveía ya el denso hormiguear de una humanidad vario-
pinta, como una casa de fieras que quisiera, una tras otra, contener un
ejemplar de cada especie, tipo, formas y deformidades de entre aque-
llos que reciben, precisamente, el nombre de humanos; bestias y
carretas y bullicio, gritos destemplados, el eco de blasfemias y pala-
bras soeces. Una peste a lúpulo y el ruidoso bullir de vida del barrio
de Steinweg, donde se encuentran los establecimientos y se vende
cerveza. La cerveza que ha enriquecido a los mercaderes de Mühl-
hausen como en ninguna otra ciudad alemana.
La palabra de Dios pronunciada en cada esquina; el ala negra de
los Caballeros Teutónicos que protege los palacios; la corrupción
de los monjes que provoca blasfemias por las calles, confirmando la
máxima que reza: Donde hay un céntimo que ganar, abundan los
curas. En el dédalo de callejones secos y polvorientos por semanas de
sequía, bordeados de paredes de casas y tiendas, posadas y talleres, lle-
nos por todas partes de inscripciones y rayaduras, símbolos de todo
tipo, pero en mayor número los que ensalzan al Hércules germánico
–Luther–, así exactamente, LUTHER destacaba en cada una de las
paredes de nuestro recorrido hacia la iglesia de Santiago, nos prece-
día y acompañaba con su desprecio, siendo por otra parte generosa-
mente correspondido.
Me asalta, nítido y ruidoso, el recuerdo, el hedor a sudor y gana-
do del mercado en la gran plaza, que había de asistir en pocas sema-
nas a muy distintos acontecimientos, haciéndome estremecer, palpi-
tar, mientras «los justos suplicaban que el martillo de Dios» volviera
a caer implacable sobre las cabezas de los usurpadores de su palabra.
Una tensión que podía respirarse en los callejones, olor intenso de
una injusticia que buscaba resarcirse por medio de la venganza, y
hervía inquieta bajo los pináculos de la catedral de Nuestra Señora
y en el gran mercado. Como en espera de una chispa.
El gran Elias abriéndose paso entre la multitud, como si fuera un
batidor:
–¡Ya he estado en esta mierda de lugar lleno de harapientos y
enviados imperiales!
Yo detrás, perdiendo el paso, distraído por los gritos de las dispu-
tas de los tenderos y por el ofrecimiento procaz de damas que habían
conocido a los soldados pagados del duque Juan mejor que sus pro-
pios capitanes.Yo no podía aguantar más, pues semanas de sueños de
lujuria me estaban consumiendo de ansias de goce, además de la son-
85
risa cáustica de Ottilie que me seguía de cerca para desanimarme de
los ofrecimientos y ponerme rojo como un tizón encendido.
–¡Bienvenidos al polvorín!
Aún recuerdo claramente la primera sonrisa y la frase con la que
nos recibió. Heinrich Pfeiffer, en la iglesia de Santiago, cerca de la
Puerta de Felchta, punto de encuentro para los habitantes del arra-
bal de San Nicolás. Ese ambiguo predicador, hijo de una lechera, ex
cocinero, ex confesor, ex amigo del duque de Sajonia, artero defen-
sor de la causa de los humildes. Su vinculación con el duque le había
servido para hacer elegir a unos cincuenta y seis representantes del
pueblo en el Consejo. Sus sermones habían empujado al saqueo de
los bienes de la Iglesia y a la destrucción de las imágenes sagradas. Sin
el apoyo del duque nunca hubiera resistido mucho tiempo en la ciu-
dad. Admiramos su astucia e inteligencia: no era difícil comprender
que juntos, él y el Magister, iban a poder llevar a cabo grandes cosas.
Y, en efecto, helos ya enzarzados en una acalorada discusión sobre
cosas que conviene hacer y sermones incendiarios que hay que pro-
nunciar para los burgueses y los desharrapados, los desheredados de
la fortuna, las gentes del condado y también los notables, que «deben
dar prueba enseguida de las ganas que tienen de meter sus caras de
cerdo cebado dentro de un plato humeante de excrementos».
86
CAPÍTULO 17
Mühlhausen,Turingia, 20 de septiembre de 1524
87
ciudad. No obstante, no comprendo del todo una reacción semejan-
te ante un arresto que no tiene nada de excepcional. Ni siquiera se
sabe quién es el que ha acabado en prisión. Solo un detalle sirve de
eje a los rumores que circulan: el malaventurado injuriador ha sido
encerrado en las mazmorras del Ayuntamiento, cuando hubiera teni-
do que utilizarse para dicho fin la torre del mismo edificio.
–¿Qué es esta historia de la torre y de las mazmorras? –le pre-
gunto a un anciano que observa la escena a mi lado.
–Octavo artículo de nuestro ordenamiento municipal: no más en-
carcelamientos en las mazmorras, sino únicamente en la torre. ¡Si
viese qué cloacas son esas mazmorras, comprendería que no es cues-
tión de códigos!
Levanto la vista por encima de las cabezas: Magister Thomas está
ya en pie sobre un guardacantón.Vocifera contra el abuso y la burla
hecha al pueblo. Debajo de él un ir y venir continuo de gente que
corre a llamar a otra y va a buscar instrumentos defensivos y piedras.
En medio de la muchedumbre, Elias se abre paso hacia mí. Al verme,
grita más alto que todos:
–¡Ve a buscar a Pfeiffer! Y dile que dentro de no mucho rato esta-
remos bajo las ventanas del Ayuntamiento y que se traiga a toda la
gente que pueda.
A todo correr hasta las murallas. Me presento dándome a cono-
cer al centinela: ningún problema, evidentemente no se espera nin-
guna reacción. Sin dejar de correr tomo por la Kilansgasse. Un cla-
mor al fondo de la calle, hacia la iglesia de San Blas, me indica que
Pfeiffer no ha perdido el tiempo.
Tan pronto como doblo la esquina y aparezco delante de él, tam-
bién él de pie sobre un púlpito improvisado, interrumpe la arenga y
señalándome se pone a gritar:
–Aquí está, aquí tenéis a un mensajero del arrabal de San Nicolás.
Viene sin duda a decirnos que Thomas Müntzer y los suyos están
trastornados por la decisión de ese cerdo del burgomaestre... ¿No es
cierto, maestro?
Las cabezas del auditorio se vuelven hacia mí como un campo de
girasoles.
–¡Es cierto, hermano Pfeiffer! Por la Puerta de Felchta los de San
Nicolás se encaminan hacia el Ayuntamiento.
Mientras me acerco a esa pequeña multitud, Pfeiffer salta del guar-
dacantón y corre a mi encuentro. Me echa el brazo sobre los hom-
bros y susurra:
–Dime, hermano, ¿cuántos debéis de ser vosotros?
Exagero:
–Unos doscientos podéis contar.
88
Me arponea la clavícula:
–Bien, esta vez los joderemos vivos. –Luego en voz más alta–: Se
arrepentirán de esta afrenta, te doy mi palabra. ¡Al Ayuntamiento,
hermanos, al Ayuntamiento!
Sus palabras son ya un grito de guerra.
No sé cómo han aparecido las grandes horcas, las teas y las tran-
cas. Simplemente, en un determinado momento yerguen sus puntas
sobre el bosque de cabezas, mucho más espantosas que las alabardas
de los esbirros que cierran el acceso a palacio. Uno de ellos sube co-
rriendo las escaleras para ir a pedir instrucciones.Vuelve seguido de
una quincena de otros esbirros.
Se enciende la discusión en las primeras filas. Circula la noticia de
que el insulto concreto dirigido por Willi el Pústulas contra el bur-
gomaestre Rodemann ha sido un «Bésame el culo», acompañado de
una exhibición del trasero. Para muchos se trata de una invitación
incluso demasiado explícita a repetir el gesto, y decenas de culos
toman como punto de mira el Ayuntamiento.
De pronto, allí delante, un gran alboroto. Me pongo de puntillas
y me agarro para ver mejor, saboreando anticipadamente la escena de
la humillación definitiva de Rodemann. A quien veo, en cambio, es
a Elias, que levanta en peso, por encima de los hombros, a un indivi-
duo canijo de mediana edad, con la cabeza casi pelada y la nariz
amoratada llena de venillas. Grita de alegría y unas manos en alto lo
reciben y lo hacen saltar por encima de las cabezas:
–¡Es Willi! ¡Viva Willi! ¡Jodido cabrón de mierda! ¡Viva Willi!
¡Rata de cloaca! ¡Grandísimo Willi!
El gentío lo lleva en volandas a través de la plaza, una muchacha
que alguien lleva a hombros le enseña las tetas delante mismo de su
cara y Willi se arroja por ellas como quien acaba de ver un milagro.
Le tiran verduras y dulces que lo ponen hecho un asco de pies a ca-
beza. Le grito entre risas:
–¡Viva el rey Willi! ¡Viva el héroe de la gente de Mühlhausen!
Y el borrachuzo, como si me hubiera oído, vuelve la cabeza hacia
mí, haciendo la señal de la bendición en el aire segundos antes de
que un repollo vaya a estrellársele en plena cara.
89
CAPÍTULO 18
Eltersdorf, Pascua de 1526
90
vuelta. La respuesta fue una cordial invitación a meternos en nues-
tros asuntos.
Mühlhausen se preparaba para una segunda noche en vela. Las
rondas de los burgueses inspeccionaban la ciudad antorcha en mano,
mientras la guardia se alineaba ante la entrada de la Puerta de Felch-
ta y del palacio. Precaución inútil: por nuestra parte, no iba a resul-
tarnos difícil romper aquel piquete, pero una vez dentro, la ciudad
podía transformarse en una trampa; desde cualquier ventana podía
caer aceite hirviendo, por cualquier portón aparecer la muerte. Ade-
más, había que tener en cuenta que allí dentro disponían por lo me-
nos de un centenar de arcabuceros, mientras que nosotros no contá-
bamos con más de cinco.
De modo que esperábamos.Y la aureola del crepúsculo iba en-
volviendo lentamente las figuras de este ejército de los humildes,
ocupadas en aprender el arte de lanzar piedras y asestar garrotazos, de
dejar tendido al adversario, de dormir sobre los adoquines, mientras
uno se alimentaba de pan de centeno y de grasa de ganso, con un
oído pendiente del último sermón del Magister y el otro de las proe-
zas eróticas del vecino.
Al día siguiente, pocas horas después del amanecer, Ottilie y el
Magister, viendo que el enfrentamiento a distancia había debilitado
a la mayoría, y que eran muchos los que insistían en querer volver a
sus asuntos, buscaron ayuda en la Biblia. «Cuando Dios sostenía a su
pueblo, los muros de la ciudad se desmoronaban al toque de las
trompetas. Acordaos del final de Jericó.También a nosotros, que so-
mos sus elegidos, Dios Nuestro Señor nos concederá una victoria no
menos fácil. Pero hay que tener fe y creer que Dios no abandonará a
su ejército.»
Magister Thomas sabía cómo ser convincente, y este discurso fue
tomado al pie de la letra por una cincuentena de hermanos. Arma-
dos de siete imponentes cuernos de caza, de esos con el estrangul de
metal, se encaminaban a lo largo del sendero que bordeaba los bas-
tiones, cantando y tocando con toda la fuerza de que eran capaces
sus pulmones. La escena por lo menos produjo un entusiasmo gene-
ral y, con toda seguridad, impresionó a varios ricos cerveceros atrin-
cherados en la plaza municipal.
Aquellos cincuenta soldados de Josué no llegaron a dar nunca la
séptima vuelta a las murallas. Apenas estaban terminando la quinta,
gritando a voz en cuello «¡Siervos comemierda!», cuando a lo lejos
apareció lo que había de disolver de forma definitiva la tensión de
aquellos días. Un muy nutrido grupo de hombres, sobre el cual cre-
cía un tupido bosque de largos garrotes, avanzaba expeditamente en
dirección a la ciudad. De haberse tratado de los refuerzos proceden-
91
tes de Salza, Mühlhausen habría caído en nuestras manos aquella
misma tarde. Pero el hermano Leonard, al que enviamos a su en-
cuentro, regresó con la noticia de que eran los habitantes del conda-
do, que venían a prestar su apoyo al Consejo de la ciudad.Al poco, la
noticia llegó también intramuros, y no tardamos en encontrarnos atra-
pados entre dos fuegos: por un lado, los campesinos que subían por
el empedrado y, por otro, los burgueses, que se lo pasaban en grande
con la escena atisbando desde detrás de la primera fila de centinelas.
En resumen, demasiados.
¡Eso es lo que ocurre cuando se deja de lado a los campesinos para
ir a conquistar los cañones de la ciudad! Les prometen una reducción
en las tasas de entrada de los productos agrícolas y de buenas a prime-
ras te los encuentras en contra tuya. Precisamente en un día como
aquel, con los campesinos de nuestra parte... En cambio, el ejército de
los humildes se dispersó rápidamente, sin el menor derramamiento
de sangre, como manteca en un horno. Los campesinos les estrecha-
ron la mano a los burgueses, haciendo añicos nuestros cuernos de
caza y se volvieron a sus casas tan campantes a la hora de la cena.
Así la resolución del Consejo de elegir dos nuevos burgomaestres
tuvo todo el carácter de una concesión, una simple forma de elimi-
nar a dos imbéciles y reforzar el control sobre la ciudad.
A la mañana siguiente, la plaza municipal se llenó nuevamente de
una gran multitud de personas que esperaban conocer los nombres
de los nuevos burgomaestres. Uno de los elegidos, el productor de la
mejor cerveza de la ciudad, no tardó en festejarlo regalando a la po-
blación dos enormes barriles. Luego tomó la palabra el segundo, que
tenía una tienda de paños. Dijo que, gracias a la sagacidad del Conse-
jo, se había resuelto una situación de gran confusión, que Rodemann
y Kreuzberg habían pagado con toda justicia su gesto y que no vol-
verían a la ciudad. No obstante, no eran estos los únicos en haber ac-
tuado contra los intereses de la ciudadanía; tal como cabía esperar de
un extranjero, micer Thomas Müntzer había hecho todo lo posible
por traer el caos a la ciudad y micer Heinrich Pfeiffer lo había segui-
do ciegamente en sus propósitos instigadores. Mühlhausen no tenía
la menor necesidad de semejante gente para mejorar su propio orde-
namiento. Por tanto,Thomas Müntzer y Heinrich Pfeiffer eran invi-
tados a abandonar la ciudad en un plazo de dos días. Si se demoraban
más en hacerlo, se harían merecedores de su encarcelación en la torre
del palacio.
Sigo preguntándome qué extraña alquimia debió de producirse
en el transcurso de la noche precedente y qué fluido paralizante de-
bió de correr en aquellos momentos por el pavimento de la plaza.
Pero lo cierto es que la llegada de los campesinos fue un golpe duro,
92
así como también el sentirse cercados. No obstante, debió de haber
algo más que explique el silencio que recorrió toda aquella exten-
sión de cuerpos, tan impresionante como para borrar por un instan-
te su hedor.Algo que Magister Thomas debía de haber intuido antes
que yo, porque esa mañana se quedó en la iglesia de Santiago y
cuando yo me reuní con él estaba recogiendo sus cosas.
93
CAPÍTULO 19
Nuremberg, Franconia, 10 de octubre de 1524
94
de una corriente invisible en la plaza de San Lorenzo. Así, para no
influir en el resultado del experimento, se mantiene a distancia, dado
que estas calles no guardan ningún secreto para él. A pesar de esta
precaución, la demostración se ve igualmente falseada, puesto que las
torres de San Lorenzo aparecen en toda su grandiosidad tan pronto
como atravesamos el puente sobre el río que divide la ciudad.
95
Johannes Denck aparenta mi edad, astuto como una garduña, tam-
bién es de por aquí, perfectamente conocido de las autoridades loca-
les, pero desde hace ya bastante tiempo anda viajando por comarcas y
pueblos, hasta las mismas regiones del mar del Norte. Provocador, agi-
tador de oficio, conviene tenerlo como amigo para evitar que su espí-
ritu libre se vuelva en contra de uno. Muestra no menos brillante inte-
ligencia también para las Escrituras: la ciudad está alborotada por un
discurso suyo en el que enumeraba cuarenta paradojas encontradas en
los Evangelios.Afirma que para el fiel «no existe otra guía» en la lectu-
ra «que el mundo interior de Dios, que proviene del Espíritu Santo».
El Magister aprecia su agudeza, su sagacidad y el bagaje de noticias que
ha acumulado a lo largo de sus viajes. El texto que escribió en Mühl-
hausen y que hemos traído aquí habla también de estas cosas.
96
–¡Tú calladito, pues llevamos meses haciendo proyectos para tu
nueva imprenta y mientras tanto nos obligas a hacer de saltimban-
quis! –le espeta Pfeiffer.
–¡No, no, esta vez se hará! En menos de un mes estará lista. Me
han asegurado que la prensa está en camino y, si los tiempos no estu-
vieran tan revueltos, estaría lista ya desde hace semanas.
Denck le suelta un codazo:
–Y a ti, claro, corazón de león, los tiempos revueltos no te gustan
nada...
Estallamos en risas.
Entretanto los aprendices de Hergott no han levantado ni un solo
momento la cabeza de la mesa de composición: tienen aún para un
rato. Desde hace un rato observo una cesta a rebosar de tiras de papel
de diferente tamaño. Se la señalo a Hut:
–¿Para qué sirve?
–Para nada. Es el sobrante: esta prensa imprime cuatro páginas
por cada folio grande. Cuando los cortas siempre queda algún resto.
–¿Es posible comprimir los caracteres y conseguir un margen so-
brante mayor?
–Sí, pero ¿para qué? ¿Acaso no tienes bastante con todo este pa-
pel desperdiciado?
–Quizá sea una tontería, pero se me acaba de ocurrir que aparte
del escrito del Magister, para cada impresión se podrían obtener fo-
lios sueltos, en los que imprimir en pocas pero eficaces líneas nuestro
mensaje, de modo que podríamos llevarlos fácilmente con nosotros,
y poder repartirlos en mano por los campos, aquí y allá. Podemos
hacerlos circular a través de los hermanos repartidos por todas partes,
podemos llegar a todos, no sé, es una idea...
Silencio. Pfeiffer descarga un puñetazo sobre la mesa:
–¡Podríamos imprimir cientos de ellos! ¡Miles!
Los ojos del Magister centellean como cuando se dispone a dar
uno de sus sermones, su sonrisa hace que me encienda.
–Te has vuelto mayorcito, muchacho: tendrías que aprender a de-
fender tú solo con más fuerza tus ideas.
Hut coge una tira de papel del cesto, toma pluma y tintero y co-
mienza a hacer números. Murmura para sí:
–Puede funcionar, puede funcionar.
Casi se cae de la silla para volverse y gritarles a los impresores:
–¡Eh, vosotros dos, parad ya! ¡Dejadlo todo!
97
CAPÍTULO 20
Eltersdorf, otoño de 1526
Arreglo las jaulas para los pollos, en previsión del invierno, clavo las
tablas para que los animales no pasen demasiado frío. Por la noche
vuelvo a sumergirme en los recuerdos.
Recuerdo que llegó el tiempo del föhn, el mismo que sopla ahora
sobre un mundo distinto.
El föhn: un viento cálido, denso de humedad y secreciones que
sopla del sur, cruza la cadena alpina y viene a detenerse en los cam-
pos y valles, para volver a ascender con su carga de locos humores y
violentas pasiones, por la que es famoso. Se enseñoreó de nosotros
y de aquel invierno de fiebre y delirio, envolvió nuestros cuerpos en
un estremecimiento imposible de controlar, antes de lanzarlos a una
danza de la muerte que mantiene grabados en mi carne todos aque-
llos nombres. Nombres. De los lugares, de los rostros. Nombres de
muertos. Los leía en las Escrituras, en primer término, y salían dispa-
rados fuera de las hojas encerradas en los tomos, uniéndose de forma
indisoluble a la alegría de los ojos de las hermanas, adoptando las ex-
presiones radiantes de sus hijos, los perfiles afilados, toscos, de cam-
pesinos y mineros libres en el Espíritu de Dios.
Jacob, Matthias, Johannes, Elias, Gudrun, Ottilie, Hansi.
Nombres de muertos, ahora. No tendré más nombres, nunca más.
No uniré la vida al cadáver de ningún nombre. Así los tendré a to-
dos. Hoy estoy vivo para recordarlos, y puedo escuchar cómo repi-
quetea la lluvia en el tejado, mientras que termina otro otoño bajo el
apremio del tiempo y Eltersdorf se prepara para recibir las próximas
nieves, las heladas después de este último hálito cálido.
El octubre del año 24 terminó con otra expulsión extramuros.
Esta vez se trataba de Nuremberg. Desde hacía cerca de una semana
los dos encargados de la imprenta de Hergott nos habían entregado
el fruto de noches sin dormir y días de frenético trabajo; los dos es-
critos que el Magister se había llevado consigo de Mühlhausen: qui-
nientos ejemplares de la Denuncia explícita, más otros tantos de la Re-
futación. Aparte de las modificaciones introducidas en el método de
composición de los cuartos de página, nos habían hecho reunir va-
rios miles de folios sueltos, de pequeño tamaño, en los que se repro-
ducía una muy breve versión de nuestro programa, junto con incita-
ciones, dirigidas principalmente a las mujeres, a la bendición del
Señor que había de protegernos también con la espada, si era menes-
98
ter. Podríamos repartirlos libremente, durante los desplazamientos por
campos, burgos, regiones.Tras una discusión no carente de momen-
tos de hilaridad, decidimos llamarlos flugblatt * debido precisamente a
su característica de hojas individuales de formato reducido, que po-
dían pasar fácilmente de mano en mano, adecuadas para la gente hu-
milde, escritas en una lengua sencilla que muchos comprenderían
directamente o bien haciéndosela leer por algún otro.
Aquella semana había transcurrido entre el ir y venir de emisarios
y correos que garantizaban la primera distribución de textos del
Magister por varias regiones: cien copias habían sido ya expedidas a
Augsburgo. Pero el clima de la ciudad no era muy tranquilizador que
digamos. Gran ruido había provocado, por ejemplo, la enésima proe-
za de Denck, que el 24 o 25 de octubre había arengado más allá de
lo tolerable a los estudiantes de San Sebaldo, con abiertas invitacio-
nes a acabar con todo aquel que se arrogara el derecho exclusivo de
interpretar la palabra de Dios. Un discurso a cuyo término, Johannes
el Zorro, con una típica improvisación muy suya, se había autopro-
clamado rector de la misma escuela, aclamado por los estudiantes en-
tusiasmados. Todo ello había gustado muy poco a las autoridades
locales, apremiadas asimismo por las incesantes noticias sobre la pro-
liferación de revueltas en la Selva Negra y en todas las regiones cir-
cundantes, por lo que desde el día siguiente había corrido el rumor
de una expulsión inminente de Denck de la ciudad.
Y así fue. El 27 de octubre el cargamento de libros del hermano
Höltzel fue parado en la Puerta de Spittler, mientras salía de la ciu-
dad para dirigirse a Maguncia. Entre los volúmenes, la guardia del
Consejo ciudadano, puesta evidentemente ya sobre aviso, encontró
veinte ejemplares de la Denuncia explícita, confiscaron la partida en-
tera y expulsaron con cajas destempladas a Höltzel, que había recibido
del Magister el cometido de imprimir y difundir el escrito. Durante
esa misma jornada el rumor de la inminente expulsión de Denck se
reveló cierto. Al amanecer del 28 de octubre estábamos ya todos
arrestados. Los esbirros iban a necesitar todavía un día entero para dar
con nuestro depósito: Hergott había vuelto, no había dudado en de-
nunciarnos y permitir a la guardia interrogar largamente a los dos
aprendices.Toda la tirada fue confiscada.Tan solo Hut consiguió tras-
ladar el día antes a Bibra las hojas volantes, juntamente con algunos
ejemplares de los escritos del Magister.
El Consejo no quería problemas. Aquella misma tarde apare-
cieron dos burgomaestres por la celda y nos comunicaron que
había sido tomada la decisión: antes del alba íbamos a ser conduci-
* ‘Hojas volantes’.
99
dos fuera de la ciudad sin que se diera noticia del arresto ni de la
expulsión.
Magister Thomas, Ottilie, Pfeiffer, Denck, Hut, Elias y yo. Nos
encontramos de nuevo en camino, contemplando el espectáculo in-
creíble del amanecer que empezaba tímidamente a despuntar por de-
trás de los pináculos de Nuremberg, tiñéndolos de rosa. Esta vez el
Magister no parecía en nada afectado por los acontecimientos: Hut
nos condujo a su casa, a Bibra, a pocas leguas de camino, un lugar se-
guro en el que decidir lo que convenía hacer.
Allí el Magister nos dijo que era menester separarse y esto nos in-
quietó no poco: el compartir las malandanzas de los últimos meses
había hecho que hiciéramos buenas migas y parecía absurdo disolver
la compañía.
Recuerdo la determinación en sus ojos:
–Lo sé, pero nosotros siete tenemos que hacer el trabajo de cien
–dijo– y si no permanecemos todos unidos no lo conseguiremos ja-
más. Hay tareas que tienen una prioridad absoluta y que hemos de
repartirnos. Los tiempos están ya maduros, los impíos pueden verse
entre la espada y la pared, media Alemania se ha alzado en rebeldía,
no hay un momento que perder.
Se volvió hacia Hut:
–Ante todo es necesario asegurarse de que por lo menos los li-
bros expedidos a Augsburgo hayan llegado a su destino, y tratar de
difundirlos lo más rápidamente posible...
Hut asintió sin añadir nada. La tarea le correspondía a él.
El Magister continuó:
–Por lo que a mí respecta, es de suma importancia que llegue a
Basilea.Tengo que ver a Oecolampadio y comprobar si realmente la
situación es tan ferviente como me han escrito los hermanos de allí.
Si la ciudad más importante de la Confederación Helvética se pusiese
de nuestro lado, los príncipes se las verían negras... –Su mirada cayó
sobre Denck–. Creo que tú, Johannes, deberías venir conmigo. Has
trabajado ya en una gran ciudad y tu consejo sería de gran ayuda.
–¿Y los demás? –Pfeiffer pareció preocupado–. ¿Dónde vamos a
meternos?
Magister Thomas recogió una pesada alforja de yute y la abrió
sobre la mesa, que bastó para derramar parte de su contenido ante
nuestros ojos. Las hojas volantes revolotearon sobre las tablas como si
una mano invisible las moviera.
–Aquí tenéis las semillas. Los campos serán vuestro lugar de tra-
bajo.
Mi mirada desorientada se encontró con las de Pfeiffer y de Elias.
Ottilie recogió algunas hojas:
100
–Por supuesto, los campesinos... los campesinos. –Me miró a mí–.
Deben tener la posibilidad de saber, es preciso hacerles saber que sus
hermanos de toda Alemania están alzándose.Y a todo aquel que no
sepa leer, le leeremos nosotros... –Luego, vuelta hacia Pfeiffer–: Un
ejército, Heinrich, un ejército de campesinos que libere palmo a pal-
mo esta tierra de la impiedad... –Busca la aprobación del Magister–.
¡Marcharemos con los campesinos sobre Mühlhausen, hay allí toda-
vía mucha gente que quiere sacudirse el yugo de los tiranos y de los
falsos profetas!
Sentí el ardor del valor que me henchía el corazón y los músculos,
pues los ojos y las palabras de aquella mujer encendieron en mí un
fuego que creí que ya nada ni nadie iba a poder extinguir nunca.
Señalándonos, Magister Thomas se dirigió a ella con una sonrisa
y dijo:
–Mujer, te confío a estos tres hombres. Haz que vuelva a encon-
trarlos sanos y salvos a mi vuelta. Deberéis ser prudentes, pues los es-
birros de los príncipes andan merodeando por el condado, no os de-
tengáis nunca, no durmáis nunca dos noches seguidas en el mismo
sitio, no confiéis en nadie cuyo corazón no sea para vosotros como
un libro abierto. Y confiad en Dios en todo momento. Suya es la luz
que ilumina nuestro camino. Procurad que nunca os abandone.
Confío que a primeros del nuevo año nos encontremos todos en la
iglesia de Nuestra Señora de Mühlhausen. Buena suerte, y que el Se-
ñor esté con cada uno de vosotros.
101
CAPÍTULO 21
Eltersdorf, comienzos de año de 1527
102
terior había tenido todo tipo de presagios acerca de la llegada a su
casa de personas importantes. Por primera vez tuve la extraña sen-
sación de escuchar a una persona hablar mi propio lenguaje sin com-
prender ni pizca de lo que estaba diciendo. A excepción de Pfeiffer,
que había nacido en aquella región, la única en pescar algo de todo
cuanto dijo la anciana campesina fue Ottilie, que en su deambular en
compañía de su esposo había comenzado a prestar oídos a las mil ex-
presiones en que puede deformarse la propia lengua vernácula.
La viuda Frenner tenía una hija, de unos dieciséis años, que se
ocupaba de las vacas del amo y las ordeñaba todas las mañanas. La
muchacha era la más pequeña de seis hermanos, que habían acabado
todos en la compañía de un valeroso capitán a sueldo del conde de
Mansfeld.
Al día siguiente de nuestra llegada a Grünbach, muy temprano, co-
menzamos a visitar campos, huertos y establos y a entrar en contacto
con la gente, repartiendo hojas volantes y anunciando la caída inmi-
nente de los poderosos. La competencia fue muy reñida: en la misma
jornada encontramos a un predicador luterano, a dos vagabundos que
andaban en busca de obtener hospitalidad y comida explicando la
Biblia y prediciendo el futuro; y, por último, a un reclutador de tropas
mercenarias que magnificaba la vida en su ejército, la generosa paga,
la ganancia fácil, la gloria.
La mayor parte de los campesinos que encontramos nos escuchó
con una cierta atención, hizo preguntas muy puntillosas respecto al
fin del mundo, se enorgulleció de oírse llamar pueblo elegido y
mostró un cierto espanto ante la idea de que para cambiar su situa-
ción no iba a ser Dios quien descendiese en persona para derribar a
los poderosos, sino que debían hacerlo ellos con hoces y horcas. Al-
gunos, merced a las hojas que les entregábamos, tuvieron conoci-
miento de la imprenta, mientras que otros dieron muestras de ser ca-
paces de leer algo y nos explicaron que habían aprendido a hacerlo
gracias a un vendedor ambulante de almanaques y profecías. Gran
éxito cosechaba la estampa de la imagen de Martín Lutero aporrean-
do a obispos y papistas. Decidimos, pues, que en las próximas hojas
volantes imprimiríamos sobre todo imágenes: soberanos obligados a
cavar la tierra, campesinos en revuelta bajo la mirada protectora del
Omnipotente y cosas por el estilo.
Por la noche, en Grünbach, fuimos invitados al establecimiento
de un tal Lambert, que hacía el oficio de herrero y arreglaba las he-
rramientas. El horno apagado hacía poco difundía su calor en la es-
tancia. Nos fue ofrecido pan condimentado con comino y corian-
dro, y Elias, sin llamar demasiado la atención, convenció también a
Ottilie, que aborrecía aquellos sabores, para que comiera por lo me-
103
nos un poco. Más tarde, mientras nos envolvíamos en las bastas man-
tas, nos explicó que únicamente los brujos y las brujas se negaban a
comer el comino, porque se afirma que anula todos sus poderes.
El herrero Lambert lanzó un reto de canciones al revés y empezó
a proponer la suya: He salido esta mañana todavía a oscuras, con la hoz
para ir a cavar, y por el camino me he subido a una encina, me he comido to-
das las cerezas y entonces ha llegado el amo de aquel manzano y me ha di-
cho que le pagara la uva.
Otros empalmaron con paparruchas que hablaban de lobos que
balan, de conchas que arrastran caracoles, de pulgas que se transfor-
man en huevos. Pero el premio final le fue adjudicado a Elias, con su
voz de oso: Conozco una canción al revés, que pronto al derecho tendré que
cantar, he explicado el Evangelio al párroco, que se obstinaba en hablar en la-
tín, le he dicho que debe pagar el trigo, que el sobrante es de quien no lo tie-
ne. He subido yo solo a palacio, con mi amigo hemos ido a casa del señor, cin-
co le hemos dicho que la tierra nos pertenece, diez se lo hemos explicado,
veinte lo hemos puesto en fuga, cincuenta nos hemos apoderado del castillo,
cien le hemos prendido fuego, mil hemos pasado el río, ¡diez mil hemos ido a
la batalla final!
Gracias a esa canción, que pronto se convertiría en un himno
propiamente dicho, no tardamos en ganarnos la simpatía de los cam-
pesinos de Grünbach. Elias preparaba la batalla final: auténticos
adiestramientos, todos los días a la caída de la tarde, enseñando a usar
la espada y el cuchillo, a desarmar al adversario, a arrojarlo al suelo y
a reducirlo con las manos desnudas.Yo nunca había manejado con
anterioridad ningún tipo de arma, y he de admitir que los campesi-
nos se revelaron discípulos mucho más hábiles que yo.
Y puesto que a la gente de campo no le agradan las cosas abstrac-
tas, tras algunos días pusimos a prueba a nuestro pequeño ejército.
No obstante, no hubo mucha ocasión de combatir; el párroco se dio
a la fuga apenas vio las horcas alzadas sobre las cabezas, y no fue difí-
cil requisar el grano del último diezmo a fin de redistribuirlo entre la
gente de las aldeas circundantes.
Algunos días después organizamos una gran fiesta en Sneedorf,
en el curso de la cual se eligió al nuevo párroco de la comunidad, y
por vez primera desde hacía muchos años la autoridad religiosa per-
mitió bailar la danza del gallo, que había estado prohibida hasta en-
tonces, debido a ciertas piruetas muy lascivas que dejaban entrever
las piernas de las mujeres. Antes de emborracharme como pocas ve-
ces me había sucedido, mientras las piernas me sostuvieron, acompa-
ñé en las danzas a Dana, la joven hija de la viuda Frenner.
En los días siguientes, la noticia de un párroco elegido por los
fieles llegó también a las comunidades vecinas, que enviaron mensa-
104
jes a Grünbach para pedirnos que interviniéramos en su ayuda, ya
contra el párroco, ya contra el señor del lugar. Sin la menor vacila-
ción nuestros hermanos dejaron sus trabajos y acudieron allí donde
se les requería, hasta que tres días ininterrumpidos de nieve bloquea-
ron todo posible desplazamiento.
Aparte del viento y del frío intenso, otra tempestad llegó a nues-
tra aldea. Poco antes del alba fuimos despertados por los gritos de los
campesinos que habían ido a los campos para hacerse una idea de
los efectos de la helada.
Cuando salimos a la era, Frida corría enloquecida hacia todas
partes y Dana lloraba arrodillada en la nieve. Pfeiffer detuvo a la viu-
da para comprender qué estaba pasando, pero en el estado en que se
hallaba su hablar se hacía más incomprensible aún. Entonces me
acerqué a Dana e inclinándome sobre ella le pregunté despaciosa-
mente:
–¿Qué ocurre, hermana? Dinos algo...
Sollozando:
–Los lansquenetes, están aquí de nuevo... Mataron a mi padre, se
llevaron a mis hermanos, a mí y a mi madre...
Era incapaz de continuar.
Aparecidos de Dios sabe dónde, llamados para quién sabe qué
guerra, hambrientos por el frío y cansados, un puñado de mercena-
rios venían directamente hacia aquel villorrio, con la esperanza de
llevarse un poco de comida, y la amenaza de violaciones, incendios y
muerte si no lo encontraban.
Elias fue el primero en buscar una solución.
–Si no ando errado, aquí en el pueblo somos treinta hombres y
veinte mujeres. Ellos son seguramente muchos más. No podemos
batirnos. Propongo dejar para ellos las vacas del caballero: cuatro va-
cas deberían bastar para quitarles el hambre.
Dicho esto, se alejó para avisar a los demás.Yo fui tras él, mientras
que Pfeiffer se quedó con las mujeres.
Los campesinos estaban acostumbrados a defender los bienes de
su señor aun al precio de sus vidas, pues en caso contrario hubieran
tenido que pasar años cediendo al amo casi entera su parte de la co-
secha para resarcirle del daño sufrido. Por eso no fue fácil convencer-
los de que esta vez, cuando el amo viniera a reclamar sus privilegios,
le respondieran tal como se merecía, mientras que ahora, aislados
como estaban, cabía pensar solo en salvar el pellejo.
Recibimos a los mercenarios en el camino de la aldea, con nieve
hasta las rodillas y toda clase de herramientas fuertemente empuña-
das. Debían de ser por lo menos un centenar, pero enseguida nos di-
mos cuenta de que la marcha y el frío los habían extenuado. Muchos
105
de ellos no se sostenían derechos a causa de los pies congelados, a
otros les faltaba bien poco para quedarse ateridos. Había también
con ellos varias mujeres, probablemente prostitutas, en un estado la-
mentable.
–Tenemos necesidad de comida, de un fuego y de alguna hierba
contra las fiebres –dijo el capitán cuando estuvo al alcance de su voz.
–Lo tendréis –fue la respuesta del herrero Lambert.
–Pero –añadió Elias, que había intuido la situación– dejaréis libres
a todos los hombres y mujeres que no quieran seguiros.
–¡Nadie quiere irse de mi ejército! –repuso el capitán tratando de
resultar convincente, pero no había terminado de decir aquellas pala-
bras cuando por lo menos una treintena, entre hombres y mujeres,
tropezando en la nieve, vinieron a esconderse detrás de nosotros.
El capitán se quedó inmóvil, la mandíbula apretada. Luego dijo
de nuevo:
–Adelante, entonces, muéstranos la comida y la leña.
Entregamos a los cocineros cuatro vacas más bien metidas en car-
nes, que aquellos comenzaron a degollar y a descuartizar de inme-
diato, y la sangre se mezclaba con la nieve derretida.
Aquella noche Dana, aterida de frío y de miedo, vino a reunirse
conmigo en mi yacija de paja, rogándome que la dejara quedarse allí
y la protegiera, porque temía que los soldados pudieran volver a ha-
cerle lo mismo que ella y su madre habían tenido que padecer dos
años antes.
Se deslizó debajo de mí, antes de que pudiera siquiera respirar
y poner un poco en orden mis ideas. Era flaca, de codos puntiagu-
dos, largas piernas rectas igual que sus pechos, pequeños, apuntados
contra mí, que ya a duras penas conseguía contener la respiración
más intensa, precisamente sobre su cara de unos ojazos negros. Se
acurrucó, el rostro apretado contra mi pecho, y a la chita callando
una pierna envolvió mi cadera.
Nadie te hará ningún daño.
Liberé dentro de ella, sin impetuosidad, días, meses de tensiones
y deseo, jadeando a cada toque y leve movimiento. Los sutiles gemi-
dos de Dana no demandaban palabras ni promesas: me incliné, la
boca buscaba su pecho, primero rocé, luego apreté los labios sobre
un pezón. Sostuve su rostro y los cabellos, más cortos que los de un
mozo, entre las manos, dentro de ella, largo rato, durante un tiempo
que no recuerdo, hasta que se durmió estrechamente apretada con-
tra mí.
Se fueron tres días después, dejando abandonados los restos de las
carcasas al lado de los hoyos negruzcos de los fuegos en la nieve y la
treintena de desesperados sin paga desde hacía meses. Los recién lle-
106
gados se revelaron útiles: casi todos eran gente de campo, pero sabían
emplear las armas y formar en orden de combate.
El primer viernes de cada mes se celebraba en Mühlhausen un
gran mercado artesanal, al que acudían gentes de los cuatro confines
de Turingia, de Halle y de Fulda, de Allstedt y de Kassel. Según Pfeif-
fer, aquel era el día en que debíamos intentar la entrada a la ciudad,
ocultos entre la gran masa de personas que cruzaba sus puertas. Se
acercaba diciembre. Comenzamos a establecer contactos dentro de
Mühlhausen, entre los mineros del conde de Mansfeld, entre los ha-
bitantes de Salza y Sangerhausen. El primer viernes de diciembre la
ciudad de los cerveceros estaría llena de una multitud interesada en
algo muy distinto que en algún cesto de paja.
107
CAPÍTULO 22
Mühlhausen, 1 de diciembre de 1524
108
sus productos y quien prefiere llamarte con un cuchicheo, como si
hubiera intuido que eres precisamente tú quien sabrá apreciar su in-
creíble oferta; tampoco faltan quienes mandan aquí y allá a sus mo-
zos para abordar a los clientes y ofrecen cerveza a quien se entretiene
para hacer un trato. Muchas familias dan vueltas cogidas a una cuer-
da, temerosas de que la confusión y el caos arrastre a alguno.
Elias escruta a la multitud. En la zona de los vendedores de obje-
tos de alfarería ha reconocido ya a los de Allstedt. Una mirada a la
parte de los vidrieros confirma la llegada de los campesinos del Hai-
nich. Más allá, los que saludan alzando la Biblia deben de ser de Salza.
Ottilie levanta la vista, en espera de la señal. Ha identificado ya al
gaznápiro, uno del Consejo de la ciudad, que le ha indicado Pfeiffer.
Tenemos que esperar a los mineros de Mansfeld, que no se han deja-
do ver aún. Sin ellos, no se hace nada.
Un chiquillo se abre paso entre el gentío:
–¡Señor, necesitáis un traje nuevo! Venid a visitar la tienda de mi
padre, os llevaré yo, señor...
Se agarra a mi casaca.
Me vuelvo molesto, y él susurra:
–Los hermanos mineros ya están aquí, detrás del carro de los la-
drillos.
Doy un tirón a Elias:
–Empecemos, estamos todos.
Dejo caer una moneda en la palma abierta del pequeño mensaje-
ro, una caricia en la frente, y me preparo a disfrutar de la escena.
Ottilie se acerca a su hombre, en el punto de mayor gentío, fren-
te a un luthier. Se pone detrás de él y aprieta ligeramente el pecho
contra su espalda, bisbisea algo acercando los labios a su oído y de-
jando que sus rubios cabellos le rocen un hombro. Luego, con una
mano, comienza a trabajarle la entrepierna. Veo la nuca del pobre
bobo ponerse del color de la grana. Se alisa la barba nervioso: no re-
siste. Permaneciendo vuelto, se dobla ligeramente y comienza a me-
terle el brazo por debajo de la falda. Cuando ha alcanzado ya las zo-
nas altas, Ottilie levanta la mano tentadora, se echa hacia atrás y,
bloqueándole el brazo en esa escandalosa postura, comienza a gritar,
mientras con la otra mano lo abofetea hasta decir basta.
–Bastardo, gusarapo, gusarapo asqueroso. ¡Que Dios te maldiga!
Es la señal. En torno a Ottilie prende la refriega, mientras desde
las cuatro esquinas de la plaza comienzan a avanzar, compactos, nues-
tros hermanos. Derriban las mercancías, agreden a los vendedores,
pisotean a los cerveceros.
–Las manos debajo de las faldas, ¿esto es lo que saben hacer los
señores de Mühlhausen?
109
El primero en llegar hasta nosotros es un campesino, que se ha
abierto paso como un ariete, cogiendo a los burgueses que se le po-
nían a tiro de la pechera y partiéndoles la cara a cabezazos. Inmedia-
tamente después llega uno de los mineros, con una brazada de arca-
buces, garrotes y cuchillos robados a un armero.
–Esto es para vosotros –dice–. ¡Y hay bastantes más!
–Maldito cervecero –continúa gritando Ottilie–. Lo reconozco:
¡es uno del Consejo!
Grito a voz en cuello:
–¡Nos han vendido a los vendedores de cerveza!
Las voces se multiplican y aumentan de volumen:
–¡Consejeros bastardos, vendidos, fuera de Mühlhausen!
Muchos de los que gritan ni siquiera han asistido a la puesta en
escena y creen que se trata de un motín para suplantar al Consejo.
Y no les falta razón.
Todo ocurre con la máxima rapidez. La marea humana, como
atraída por un misterioso imán, comienza a invadir la Kilansgasse,
que lleva de la plaza del mercado hasta el Ayuntamiento. Algunos
arroyuelos se dispersan aquí y allá: almas piadosas necesitadas de ha-
cer una visita a las iglesias.
De golpe miro a mi alrededor y descubro que me he quedado
solo; Elias, Heinrich y Ottilie han desaparecido. A mi lado un cam-
pesino manda al suelo a su adversario, hasta demasiado bien vestido,
con un codazo en la mandíbula y un puñetazo bajo las costillas.
–¡Sí, hermano, machaquemos a los impíos como si de perros se
tratara! –le grito exaltado.
La guardia procura por todos los medios no dejarse ver. La ciudad
es nuestra.
110
CAPÍTULO 23
Mühlhausen, 15 de febrero de 1525
111
–No hubiera faltado ni aunque hubiera perdido las piernas, Ma-
gister. El Señor ha estado con nosotros.
–Y con ellos... –Un gesto indicando a la multitud.
Pfeiffer sonríe:
–Vamos, ahora debes hablar en la iglesia, ellos quieren oír tus pa-
labras.
Un gesto:
–Muévete, no querrás quedarte atrás.
Tiende la mano a Ottilie y la ayuda a subir a su caballo.
Corro hacia el portal de Nuestra Señora.
112
arrebatar al Señor la devoción de Su pueblo, porque Su pueblo está
en pie y vuelve la mirada hacia el Reino. Nadie podrá deciros ya haz
esto, haz lo otro, porque desde el día de hoy viviréis en hermandad y
comunión, según el orden grato al Señor, y ya no habrá quien traba-
je la tierra ni quien disfrute de su fruto, pues todos trabajarán la tierra
y gozarán de sus frutos en comunidad, como si fueran hermanos.
¡Y el Señor será honrado, puesto que no habrá más amos!
Otro retumbo de entusiasmo se deja oír en la caja de resonancia
del ábside y diríase el grito de diez mil.
–Mühlhausen es piedra de escándalo para los impíos de la tierra,
es la premonición de la ira de Dios que está a punto de arrollarlos
y es por esto por lo que tiemblan como perros. Pero esta ciudad no
está sola. Por el camino que he recorrido para llegar aquí desde Basi-
lea, por todas partes, en cada ciudad, desde la Selva Negra hasta Tu-
ringia, he visto alzarse a campesinos armados con su fe. Detrás de
vosotros está formándose el ejército de los humildes que quieren
romper las cadenas de la esclavitud. Ellos tienen necesidad de una se-
ñal.Vosotros debéis ser los primeros. Hacer lo que otros muchos, en
otras partes, por temor se demoran en hacer todavía. Pero tened el
pleno convencimiento de que vuestro ejemplo será seguido por
otras ciudades, vecinas y tan lejanas que ignoramos hasta su nombre.
Vosotros debéis abrir el camino del Señor. Nunca nadie podrá quita-
ros el orgullo de esta empresa. ¡Yo saludo en vosotros a la libre
Mühlhausen, la ciudad en que Dios ha posado Su mirada y Su ben-
dición, la ciudad de la revancha de los humildes contra los impíos de
la tierra! ¡La esperanza del mundo comienza a partir de aquí, herma-
nos, comienza a partir de vosotros!
Las últimas palabras se ven ahogadas por el estruendo, Magister
Thomas debe gritar a voz en cuello. También yo salto en medio de
aquel júbilo: no nos echarán jamás de ninguna ciudad.
113
CAPÍTULO 24
Mühlhausen, 10 de marzo de 1525
114
El Magister interviene con vehemencia:
–Un Consejo permanente, elegido por toda la ciudadanía sin dis-
tinción alguna. Que cada representante y magistrado público pueda
ser destituido en cualquier momento si los electores consideran que
no están debidamente representados y administrados por él. Luego el
pueblo podría organizarse en juntas periódicas para juzgar en con-
junto la labor del Consejo.
Hülm, perplejo, se alisa la barba con nerviosismo:
–Es una idea atrevida, pero puede que tengáis razón. ¿Y cómo
proponéis que se organice la contribución?
Es Pfeiffer quien le responde:
–Que cada uno aporte a las arcas municipales de acuerdo con lo
que posee.Todos deben tener la posibilidad de que su familia no pase
hambre. Por eso una parte de los tributos estará destinada a la ayuda
de los pobres y de los que nada tienen, una especie de caja de socorro
mutuo para la compra del pan, de la leche para los niños y todo lo
necesario.
Silencio. Luego un sordo ruido desde lo profundo del tórax de
Peter, el campesino sacude la cabeza.
–Todo eso está muy bien para la ciudad –las palabras en una
boca sin dientes salen con dificultad–, pero ¿qué cambia eso para
nosotros?
Briegel:
–¡No pretenderéis que Mühlhausen se haga cargo de todos los
caseríos de la región, espero!
El perro se ha cansado de mí y se va más allá, una patada del due-
ño de la casa le hacer alejarse desganado. Se acurruca en un rincón y
se pone a roer un hueso polvoriento.
Peter vuelve a empezar:
–Los campesinos luchan. Los campesinos deben saber por qué lo
hacen. Nosotros queremos que esta ciudad, así como todas las demás
que decidan prestarnos su apoyo, defiendan nuestras peticiones a los
señores.
No está mirando a Hülm ni a Briegel, sino a Pfeiffer, directamen-
te a los ojos.
–Lo que nosotros queremos es que los doce artículos sean apro-
bados por todos.
Me río para mis adentros, pensando que fui yo quien tuvo que
leérselos, precisamente ayer, cuando el texto llegó a la ciudad recién
salido de la imprenta.
Pfeiffer:
–Me parece una propuesta razonable. –Mira a Hülm y a Brie-
gel, callados–.Amigos, la ciudad y el campo no son nada la una sin el
115
otro. El frente debe permanecer unido, nuestros intereses son comu-
nes: ¡una vez aplastados los grandes mercaderes, serán los príncipes
quienes la paguen!
Su incitación permanece un momento en suspenso sobre la mesa.
–Sea, pues –suelta Hülm–. Que los doce artículos sean aprobados
por la ciudad e incluidos en nuestro programa. Pero antes de nada
resolvamos los problemas que tenemos aquí, pues de lo contrario
todo se irá a la mierda.
116
CAPÍTULO 25
Eltersdorf, finales de enero de 1527
117
tramiento. El Magister y Pfeiffer hablaron largo y tendido con los ca-
becillas de los alzados, pero estos parecían más preocupados por arran-
car alguna mínima concesión a los señores que por saber qué estaba
pasando a su alrededor. Nos regalaron dos toneladas de cerveza por
haber ido hasta allí y este fue su único gesto de agradecimiento.
Aquella noche, mientras acampábamos a la luz de la luna, oí al
Magister discutir largamente con Pfeiffer acerca de los riesgos de
una acción no concertada entre las ciudades. Únicamente el gran
cansancio puso fin a su animoso vocear.
De regreso fuimos alcanzados por un mensajero que venía de
Mühlhausen; lo mandaba Ottilie. Hans Hut había llegado a la ciudad
con noticias y cartas sumamente importantes. El Magister leyó algu-
nas de ellas a la tropa: la revuelta se extendía ahora ya por toda Turin-
gia entre Erfurt y el Harz, entre Naunburg y Hesse. Otras ciudades
estaban siguiendo el ejemplo de Mühlhausen: Sangerhausen, Fran-
kenhausen, Sonderhausen, Nebra, Stolberg... y también, en la región
minera de Mansfeld: Allstedt, Nordhausen, Halle. Luego la misma
Salza, Eisenach y Bibra, los campesinos de la Selva Negra.
Aquellas noticias exaltaron nuestros corazones, ya no nos deten-
dríamos, había llegado la hora. Mientras volvíamos a Mühlhausen
saqueamos un castillo y un convento. No hubo muertos, los propie-
tarios se entregaron a nosotros sin oponer resistencia, tratando de des-
pertar nuestra piedad a fin de que perdonásemos sus bienes y a sus
concubinas. En lo que respecta a las mujeres, no pusimos la mano
encima a ninguna de ellas. Del oro, de la plata y de las vituallas,
no dejamos ni rastro. Mühlhausen nos recibió como triunfadores y
los dos gigantescos barriles de cerveza fueron rápidamente vaciados
por la sed de nuestros conciudadanos.
La fiesta duró toda una noche, con cantos y bailes, en nuestro
centro del mundo, en el lugar de ensueño que fue, en aquel final de
primavera, la libre y gloriosa Mühlhausen. Era como si todas las
fuerzas de la vida se hubieran concitado en el interior de aquellas
murallas, para homenajear la fe de los elegidos. Nadie habría podido
arrebatarnos aquel momento. Ni un ejército, ni un cañonazo.
Antes del amanecer me encontré a Elias sentado en una silla,
ocupado en reanimar los moribundos resplandores de un fuego. La
luz de las brasas dibujaba extrañas formas sobre aquella cara oscura,
en la que parecía haberse posado una sombra de cansancio o de an-
gustia. Como si algo inaudito cruzase por la preocupada mente de
Sansón.
Cuando estuve cerca de él se volvió:
–Una gran fiesta, ¿eh?
–La mejor que haya visto en mi vida. Hermano, ¿qué pasa?
118
Sin mirarme, con la rara sinceridad de ciertos momentos, dijo:
–Creo que... que no sé si vamos a poder sostener una verdadera
batalla.
–Han recibido un buen adiestramiento.Y de todas formas no tar-
daremos en saberlo, creo.
–Por supuesto, así es.Tú no has visto a los soldados de los prínci-
pes, la gente a la que los señores confían la defensa de sus arcas...
La mirada perdida entre los reflejos del fuego.
–Porque... ¿tú sí?
–¿Dónde crees que he aprendido a combatir?
Le bastó con una ojeada para leer en mi cara la pregunta.
–Sí, he hecho de mercenario. Igual que he hecho otros muchos
oficios de mierda en mi vida. He trabajado de minero y no creas que
es mucho mejor porque no se mate a nadie. Pero sí, se mata: se mata
uno mismo, bajo tierra, cada vez más ciegos como topos y con el
miedo de quedarse allí aplastados, de quedarse allí debajo para siem-
pre. He hecho cosas inmundas y espero que Dios Nuestro Señor en
su misericordia infinita se apiade de mí. Pero ahora pienso en ellos,
en esos desdichados a los que mandaremos a la batalla contra verda-
deros ejércitos.
Una mano sobre un hombro:
–El Señor nos asistirá, ha estado con nosotros hasta ahora. No nos
abandonará, Elias, ya lo verás.
–Rezo cada día para que así sea, muchacho, cada día...
Mi buen amigo:
Gracias a ti por la carta que recibí justo ayer y gracias a Dios Nuestro
Señor por las noticias que nos anunciaba. Esperemos que Él haya finalmen-
te encontrado en Thomas Müntzer de Quedlinburg al timonel de la nave
que expulsará al Leviatán a su abismo.
Desde que nos separamos, no puede decirse que mis asuntos privados
estén en sintonía con la grandiosidad de los acontecimientos que se preparan
para los afligidos de Alemania; quizá el señor desee hacerme entrar en este
último grupo con el fin de que sea partícipe de pleno derecho de la gloria fu-
tura. Mi familia se ha quedado en Nuremberg y es víctima de continuas ve-
jaciones y atropellos. Precisamente ahora que no me tienen al alcance de su
mano y que me han alejado de la ciudad, tratan por todos los medios de
provocarme, para hacerme callar sin provocar sublevaciones. Afortunada-
mente nuestras hermanas de Nuremberg están cerca de mi mujer y la ayu-
dan en este momento de prueba. Por mi parte, visito las posadas únicamen-
119
te para dormir y las abandono antes de que despunte el sol. De todos mo-
dos, no tardaré en contentarme con la vera del camino: el dinero está aca-
bándose.
Por tales motivos te comunico mi propósito de reunirme contigo en
Mühlhausen: estoy ansioso por aportar mi contribución a la empresa de los
elegidos y necesito descansar un poco. Además, en la ciudad, no deberán fal-
tarme oportunidades de ganar algo con mis clases. Mira qué puedes hacer tú,
entre las mil preocupaciones de la hora presente.
Que la Luz del Señor ilumine tu camino.
Con mi mayor agradecimiento,
Johannes Denck
De Tubinga, el día 25 de marzo de 1525
Hut nos traía las noticias del sur. Importantes, vitales. Hurgo dentro
de la alforja del Magister buscando esa maravillosa carta, las pala-
bras de un hombre cuyas gestas han encontrado lugar en los roman-
ces juglarescos y han llegado hasta nosotros.
120
Permítaseme hablar abiertamente a aquellos que han despertado la espe-
ranza y el corazón de las pobres gentes. Los acontecimientos que se suceden
en estas tierras bañadas por el río Tauber, nos indican los dos preceptos que
seguir a fin de que la causa de Dios no sea una causa perdida y todo cuanto
ha sido hecho hasta ahora no se desvanezca.
En primer lugar es necesario que las filas se vayan engrosando día tras
día, que igual que olas del mar tempestuoso continúen creciendo hasta que
lleguen los recursos y el número suficiente para no temer la espada de los
príncipes.
No menos importante es conseguir que las distintas demandas que se-
paran a la ciudad del campo encuentren al término de su camino el mismo
adversario: los intolerables privilegios de la gran nobleza y del clero corrupto.
No podemos permitir que dichas diferencias nos sitúen en frentes opuestos,
para ventaja del enemigo común.Además, así como responde a la verdad que
las ciudades como esta no pueden mantenerse sin la percepción de tributos,
resulta indispensable encontrar acuerdos a este respecto entre los consejos, las
juntas y las comunidades campesinas acerca de lo que convendría emprender
para el sostenimiento de las ciudades. No se quiere, en realidad, abolir total-
mente todos los gravámenes, sino más bien llegar a un justo acuerdo, tras ha-
ber oído el parecer de personas doctas, temerosas y amantes de Dios que se
manifiesten sobre el particular. A dicho fin los bienes eclesiásticos, sin exclu-
sión de ninguna clase, serán tomados en custodia a fin de utilizarlos tal como
conviene en provecho de la comunidad campesina y de las filas iluminadas.
Serán nombradas personas que administren tales bienes, los conserven y per-
mitan que a las pobres gentes les sea distribuida una parte de los mismos.
Aparte de todo lo que se emprenda, ordene y decida por el bien y por la paz,
deberá serlo tanto para el habitante de la ciudad como para el del campo y
por ambos ser respetado, a fin de que todos permanezcan unidos, contras las
falanges de la Iniquidad.
Con el deseo de que estas palabras despierten dentro de vosotros lumi-
nosas visiones, en la esperanza de encontrarnos pronto en el día del triunfo
del Señor, recibid el saludo fraterno de quien combate bajo vuestro mismo es-
tandarte y la invocación de la gracia de Dios,
el comandante de las filas campesinas de Franconia,
Florian Geyer
De Rothenburg del Tauber, en el cuarto día de abril de 1525
121
Florian Geyer. Noble de bajo rango, miembro de la pequeña no-
bleza rural alemana, desde el año 21 había entrado en conflicto con el
excesivo poder de los príncipes, había abandonado su propio castillo,
dedicándose al bandidaje y a las incursiones dentro y fuera de la Selva
Negra, que conocía como la palma de la mano. Dotado de una sor-
prendente intuición y un coraje incomparables, ya antes de abrazar
la causa de los humildes, elegía a sus hombres para su cuadrilla de
bandidos de uno en uno: nada de borrachos ni de inútiles mata-
chines, nada de violadores de mierda, solo gente decidida, despierta
e interesada en el botín por necesidad o por la ambición de empresas
que merecieran su aprobación.
Recuerdo, en los días de la euforia de Mühlhausen, las ganas que
tenía yo de reunirme con él, de poder ver de cerca al hombre cuyo
solo nombre aterrorizaba a la gran nobleza de Franconia.
Asaltó decenas de castillos y conventos, confiscaba bienes, armas y
víveres, y los repartía entre los campesinos y entre la gente pobre.
Aparecía de improviso en las aldeas, esparciendo al viento de su al-
forja de tela roja las cenizas del último castillo incendiado. La cuadri-
lla de caballeros creció en pocos meses en desmesura hasta contar
con muchos cientos de reclutas, perfectamente armados, adiestrados
y leales.
No era raro que por la noche, alrededor del fuego, los campesinos
entonaran romanzas sobre sus gestas. Con nada más que un hacha y
un cuchillo cazaba ciervos y jabalíes; en Rothenburg, en el centro de
la plaza, decapitó de un mandoble la estatua del emperador.
Fue apresado en Schwäbisch Hall, tras haber sido perseguido y
rastreada su pista durante tres días, y tras prender fuego a tres hectá-
reas de bosque donde lo habían visto desaparecer. Escondieron a toda
prisa su cadáver, pero son muchos los que no están en absoluto con-
vencidos de que esté muerto y juran que se salvó arrojándose a las
aguas de un río subterráneo. En todas las aldeas de la Selva Negra no
falta quien afirme haberlo visto cabalgando a la hora del crepúsculo
por el corazón de la selva, blandiendo la espada, dispuesto a volver
para hacer justicia a los humildes.
A micer Thomas Müntzer, maestro de todos los justos en la recta fe, predica-
dor ilustrísimo en la iglesia de Nuestra Señora en Mühlhausen.
Maestro nuestro:
Las noticias que me llegan respecto a Vos y a vuestras tropas de elegidos,
me hacen tener ya la certeza de que la mano del Señor está sobre vuestro
caudillo, tras las mil dificultades y la dura humillación de Weimar, de la que
me arrepiento de no haberos dado oportuna noticia. Precisamente el Dios
122
que ve con malos ojos a los poderosos «ha ensalzado a los humildes» y se
prepara para despedir a «los ricos con las manos vacías, socorriendo a Israel,
su siervo, tal como prometiera».
No hay que perder tiempo: los príncipes están desorientados, puesto que
el área afectada por la revuelta es demasiado vasta, y el fuego de la fe incen-
dia cada día los corazones y el territorio de Alemania. Aunque el recluta-
miento prosigue incesante, no son pocos los impedimentos que encuentran a
la hora de poner en marcha una repentina maniobra.
De todos ellos, el joven Felipe, landgrave de Hesse, es el más diligente,
pero sus tropas no son compactas, se desplazan lentamente y encuentran con-
tinuas dificultades, debido a un sucederse de emboscadas y asaltos por parte
de los campesinos de cada región. No todos los gobernantes, además, se dan
cuenta de que la cosa afecta a cada uno de ellos, que se verán abatidos uno
tras otro, y así quien cree poder controlar la situación en su propia casa, con-
cediendo algún beneficio y haciendo promesas, no hace la menor alusión a
querer aventurarse a una batalla. El doctor Lutero, por consejo de micer Spa-
latino, estuvo en la región de Mansfeld para aplacar la ira de los campesinos,
pero se vio incapaz de detener la revuelta, sin sacar nada más que algunas
pedradas e insultos. El Hércules Germanicus está acabado.
Es ya hora, Maestro: dejad respirar a los príncipes y devastarán nuestros
campos, a costa de perder la cosecha del año, hasta que la última espiga de
trigo sea ceniza y la cabeza del último campesino haya rodado. Llamad
a reunión, así pues, a los elegidos, a fin de que no se dispersen. Al sur de
Mühlhausen el Dios de los ejércitos ha ganado ya muchas batallas, mientras
que al nordeste la situación es más incierta. Si partís en formación cerrada en
esa dirección, a los príncipes no les dará tiempo de reflexionar, deberán inten-
tar pararos a toda costa, y el Señor, merced a vuestras espadas, hará justicia
de una vez por todas.
No temáis el enfrentamiento abierto: es precisamente en él donde el Dios
de los elegidos os demostrará que está de vuestro lado. No os demoréis: el
Omnipotente quiere triunfar gracias a vosotros.
Sed firmes, pues, y que el Señor os ilumine; el reino de Dios en la tierra
está próximo.
Qoèlet
El día primero de mayo de 1525
123
Misivas importantes, que se habían ganado la confianza del Ma-
gister. En mi cabeza resuena aquella discusión decisiva, Magister
Thomas esgrimiendo la carta... esta carta.
124
CAPÍTULO 26
Mühlhausen, 9 de mayo de 1525
125
seguido hasta ahora ha dado los mejores resultados: la rebelión del
campo ha encontrado en la ciudad la ganzúa para obtener las refor-
mas.Y así debe seguir siendo, ya que no tiene sentido ponerlo todo
en peligro.
–¡Desbarras! ¡Son las ciudades las que se han beneficiado de la re-
vuelta campesina para arrebatar los municipios de las manos de los
señores! ¡Ahora tienen que acudir al lado de la filas iluminadas para
acabar para siempre con la malvada tiranía de los príncipes!
–Eso no sucederá.
–Pues entonces serán arrolladas por su miserable egoísmo, el día
del triunfo del Señor.
Por un momento se hace la calma. Denck, mudo como yo hasta
ahora, vuelve a llenar los vasos de vino sustraído en gran parte a un
convento de dominicos y descorchado para la ocasión:
–Vamos a necesitar no menos de mil hombres y diez cañones.
El Magister no mira siquiera el vaso:
–¿Qué cañones? Será la espada de Gedeón la que siegue los ejér-
citos.
Sale, no se digna mirar a nadie.Tras un segundo Denck lanza una
ojeada a Pfeiffer, luego a mí, y lo sigue.
Heinrich Pfeiffer me habla en un tono grave:
–Por lo menos tú debes conseguir hacerlo razonar. Es una locura.
–Locura o no, ¿crees que es prudente librar a los campesinos a su
suerte? Si las ciudades no toman parte en el combate, a los ojos de
los campesinos parecerá una traición. ¿Y cómo engañarlos? Será el
fin de la alianza que con tanto esfuerzo hemos establecido. Si somos
derrotados, Heinrich, los próximos seréis vosotros.
Una honda respiración, la tristeza embarga su corazón:
–¿Has visto cargar alguna vez a un ejército?
–No. Pero he visto a Thomas Müntzer hacer alzarse a los humil-
des con la sola fuerza de sus palabras. No voy a dejarlo ahora.
–Sálvate. No vayas.
–La salvación, amigo mío, es alzarse y combatir al lado del Señor,
no quedarse mirando.
Silencio. Nos damos un fuerte abrazo, por última vez. Los desti-
nos han sido elegidos.
126
CAPÍTULO 27
Mühlhausen, 10 de mayo de 1525
127
–Eh, despacito –replico–. ¿Que venís con nosotros, decís? ¿Acaso
tenéis idea de lo que eso significa?
–¡Sí, los elegidos derrotarán a los príncipes! El Señor estará de
nuestra parte.
El Magister sonríe:
–¿Lo ves? Todo va haciéndose realidad: Cristo pone al hijo contra
el padre, y nos invita a volvernos como niños.
–Magister, no pueden luchar con nosotros.
No me dejan hablar:
–Lo hemos decidido así y no estamos dispuestos a cambiar de
idea. Vendremos, en cualquier caso. Mantente firme, Magister, y sé
rápido, no podemos quedarnos aquí.
Dicho esto, cierran la puerta tras de sí y se lanzan escaleras abajo.
Magister Thomas intuye el efecto que el breve encuentro ha pro-
ducido sobre mí:
–No temas –me tranquiliza cogiéndome por los hombros–. ¡El
Señor defenderá a su pueblo, ten fe en ello! Ahora ánimo, tenemos
que irnos.
Voy a llamar a Ottilie y a Elias. Johannes Denck ya no está con
nosotros; se fue ayer noche, camino de Eisenach, en busca de caño-
nes, armas y municiones y se reunirá con nosotros por el camino.
Salimos por el pasaje que lleva directamente a la iglesia; Magister
Thomas a la cabeza, nosotros detrás, en silencio. Cruzamos a paso
lento las naves asaeteadas por los rayos del sol. Elias abre el pesado
portón y nos encontramos, en penumbra aún, en las escalinatas de la
catedral. Las miradas de la multitud están dirigidas todas hacia las
ventanas de nuestra estancia.Thomas Müntzer avanza un poco, hasta
el centro de la escalinata. Nadie advierte su presencia. Su primer gri-
to colma la plaza, rebosante ya de por lo menos cuatro mil personas,
y pronto se ve ahogado por una oleada de voces vibrantes.
–¡Pueblo de Mühlhausen, escucha, la batalla final está próxima!
El señor pronto pondrá al impío en nuestras manos, tal como hizo
con los madianitas y con su rey, derrotados por la espada de Gedeón,
hijo de Joás. Igual que las gentes de Sucot, también vosotros, dudan-
do del poder del Dios de Israel, rechazáis prestar ayuda a las filas de los
elegidos, y reserváis los cañones y las armas para la defensa de vues-
tro privilegio. Gedeón derrotó a las tribus de Madián con trescientos
hombres, de treinta mil que había convocado. Fue el Señor quien
menguó sus filas, para que el pueblo no creyera que había triunfa-
do merced a sus solas fuerzas.Todos aquellos que sentían temor fue-
ron apartados. No de modo muy distinto a como ocurre hoy, la tropa
de los elegidos se ve disminuida por el abandono de los ciudada-
nos de Mühlhausen.Yo digo que esto está bien; porque nadie podrá
128
olvidar lo que el Señor ha hecho por su pueblo y, si necesario fuera,
yo estaría dispuesto a marchar solo contra los mercenarios de los prín-
cipes. Nada es imposible para aquellos que tienen fe. Pero a aquel que
no la tiene, le será arrebatado hasta aquello que posee. Por eso es-
cuchad, gentes de Mühlhausen: el Señor ha escogido a los suyos, los
elegidos; quien no sienta su corazón henchido de coraje, de fe, que
no ponga trabas a los designios de Dios: que se vaya, ahora, hacia su
destino de perro. ¡Lejos! Que vuelva a su taller, que vuelva a su cama.
Que se largue, que desaparezca para siempre.
La gente comienza a lanzar voces y gritos, a empujarse y a oscilar
y se arman trifulcas un poco por todas partes entre quienes se consi-
deran dignos y quienes quieren quedarse en su casa y tildan de loco
a Magister Thomas, gritando a voz en cuello.
Al final se quedan unos trescientos, gente en su mayoría de fuera,
vagabundos llegados a la ciudad para entregarse al saqueo de las igle-
sias, simples pobretones y gente de San Nicolás, que no abandona-
rían a Thomas Müntzer ni aunque el sol se volviera negro. El Magis-
ter, que no ha abierto más la boca, hace ademán de dirigirse a su
pequeño ejército, cuando este se divide en dos, para franquear el
paso a algunos milicianos que arrastran tres cañones.
–¿Y estos de dónde salen? –pregunta Elias en tono displicente.
–No nos son de ninguna utilidad –corta tajante la guardia–. Po-
déis quedároslos. Heinrich Pfeiffer dice que el Señor puede tener
necesidad de ellos.
129
sentido.Ya nada detrás, dirijo la mirada al frente, de nuevo el Magis-
ter, orgulloso, frena al caballo, mira fijamente el horizonte, el arreglo
de cuentas, el castigo de los impíos.
Me infunde fuerzas, ha llegado la hora, hay que ir.
130
CAPÍTULO 28
Eltersdorf, febrero de 1527
131
De golpe, un tirón, la cuerda se traba y las notas desentonan, chi-
rrían, se funden en un único zumbido. Los colores se mezclan en la
paleta de la memoria. El recuerdo muere y deja paso a un horror
confuso.
132
CAPÍTULO 29
Frankenhausen, 15 de mayo de 1525, por la mañana
La señal.
Estriado, llameante, purpúreo, de improviso sale el arco iris tras las
alturas y las huestes de Felipe, ante las miradas arrobadas de los hu-
mildes.
Por un instante, hace que desaparezca el miedo, no anunciado por
ninguna lluvia, cielo claro, el escudo de la liberación pintado ya en
nuestros pendones de blanca tela remendados lo mejor posible, las
banderas del pueblo del Señor que se alzan para saludar el toque de
trompeta celestial que prepara el ajuste de cuentas.
Fragor, tiembla la tierra por doquier, sus entrañas se abren para
tragárselos, tiembla la tierra, se resquebraja, da vueltas, truena, eructa
la potencia de Dios.
Un puño del tamaño de un hombre me derriba al suelo, aturdi-
do, la cara en el fango. Me vuelvo de lado, guiado por un estertor, un
hombre con un coágulo de sangre y huesos en vez de rostro. Otros
estallidos, el polvo tapa los ojos, hombres que se protegen debajo de
los caballos, de los carros, dentro de los boquetes que se abren en la
llanura. Me refugio detrás de uno de los pocos árboles que está cerca
de un muchacho con una esquirla de madera clavada entre las costi-
llas, pálido de miedo y dolor.
Los cañones continúan disparando.
* Los últimos en la jerarquía social, los humildes, los pobres. Alusión a la parábola
133
para vuestras almas corruptas. Que la fe en Dios omnipotente nos
proteja.
evangélica (Mat 19, 30), en la que Jesús afirma que los últimos serán los primeros en
entrar en el reino de los cielos. (N. del T.)
134
cascos y patas sortean un pequeño boquete, traspasa de parte a parte
a un ser indefenso que está de rodillas, arrolla un amasijo deforme de
articulaciones, huesos, piel y arpillera. Desenvaina una empuñadura
de larga hoja delgada, lanza coces entre los cuerpos sacudiendo la ar-
madura, la deja caer sobre un pobre hombre que se ha parado a su
derecha implorando piedad. Inclina el pesado cuello, resopla, se do-
bla hasta casi caer, cercena limpiamente el brazo izquierdo, se lanza
de nuevo a la carrera hacia nuevas presas, se alza el grito de feroz
exultación.
Cae el polvo. Un claro de luz sobre la carnicería. Nada más que cuer-
pos y gritos mutilados. Ni un rugido. Luego los veo: las filas se abren,
hierro, picas, estandartes al viento, y el ímpetu contenido de los
animales que piafan. El galope desciende por la ladera de la colina,
fragor de cascos y corazas; negros, pesados e inexorables como la
muerte. El horizonte corre hacia nosotros borrando la llanura.
135
136
El ojo de Carafa
(1525-1529)
138
Carta enviada a Roma desde la ciudad sajona de Wittenberg, dirigida a
Gianpietro Carafa, fechada el 28 de mayo de 1525.
139
raciocinio. Un ejército de desharrapados no podía tener la menor
esperanza de derrotar a las tropas perfectamente armadas de los lans-
quenetes y a la caballería de los príncipes.
Ahora bien, mi señor, dado que con tanta magnanimidad requerís
mi parecer sobre cuanto se ha hecho hasta ahora, dejad que vuestro
agradecido servidor libere su corazón del peso de todas las impresio-
nes y de los simples juicios que lo colman.
Cuando el buen corazón de V.S. me eligió para observar de cerca
los compromisos de los príncipes alemanes con el monje Martín Lu-
tero, no era posible imaginar lo que Dios Nuestro Señor le tenía re-
servado a esta región. Que la apostasía y la herejía hubieran concer-
tado un pacto tan estrecho con el poder secular y hubieran arraigado
a tal punto en los ánimos, no era un destino que el intelecto humano
pudiera entrever.
Ello no obstante, en esa tremenda situación de dificultad, vuestra
firmeza me ordenó buscarle un antagonista al condenado Lutero,
para fomentar el espíritu de rebelión del pueblo contra los príncipes
apóstatas y debilitar su estrecha unión.
Cuando no estaba en ninguna facultad humana reconocer el gra-
ve peligro que había de llegar de aquel que se erige en el paladín de
la Catolicidad, el emperador Carlos V, fue tal vuestra prudencia que
le indicó a su humilde servidor la dirección adecuada en que debía
encaminar su labor e inmediatamente, no bien conocida la noticia
de la captura del rey de Francia en los campos de Pavía, supo dar la
orden más apropiada: acelerar el fin de la revuelta campesina, con
objeto de que los príncipes amigos de Lutero pudieran ser firmes ri-
vales de Carlos. El Emperador, en efecto, tras haber vencido y captu-
rado al rey de los franceses en Italia, se alza ahora como un águila ra-
paz que, manifestando querer defender el nido de Roma, puede
hacerle sombra con sus alas y con su afilado rostro. Sus vastos domi-
nios y su poder son por lo demás tales que ponen en peligro la auto-
nomía de la Santa Sede y la autoridad espiritual de Roma, hasta el
punto de ser preferible que en una región del Imperio como esta
desde la que escribo, príncipes herejes sigan clavando la espada en el
costado de Carlos, a fin de no dejarlo libre de imponer su voluntad
en todo el orbe. Lo que el pecador aprende es que Dios misericor-
dioso no deja nunca de recordarnos cuán misteriosos e insondables
son Sus designios: aquel que nos defendía ahora nos amenaza y aque-
llos que nos atacaban ahora son nuestros aliados. Hágase, pues, la vo-
luntad de Dios.Amén.
Y he aquí, por tanto, que el siervo responde con la franqueza re-
querida por su Señor: la valoración de V.S. ha sido siempre en mi
modestísima opinión sumamente perspicaz e inmediata.Y lo ha sido
140
mucho más en esta última situación de dificultad, hasta el punto de
que Su brazo se siente sumamente honrado de haber sabido actuar
lo más prestamente posible a la hora de cumplir vuestras órdenes.
Más de cuanto V.S. intuyera o previera, no era dado intuir ni pre-
ver. Oscuros y tortuosos son los caminos del Señor y solo a Su vo-
luntad debemos encomendarnos. No corresponde a los mortales
juzgar las obras del Altísimo: nuestra humilde tarea, tal como Vuestra
Señoría no pierde ocasión de recordarme, no puede ser otra que la
de defender una vislumbre de fe y cristiandad en un mundo que pa-
rece ir perdiéndola de día en día. Por esto hacemos todo lo que ha-
cemos, sin preocuparnos de las leyes humanas o de los sufrimientos
del corazón.
Pues bien, tengo el convencimiento de que sabréis encaminarme
una vez más, entre las adversidades y las añagazas que estos tiempos
parecen reservar a los cristianos y que producen escalofríos. El Señor
ha querido conceder a este pecador la valiosa guía de Vuestra Señoría
y ha tenido a bien conceder que estos ojos y esta mano puedan ser-
vir a Su causa. Lo que me mantiene firme a la hora de afrontar los
desafíos futuros, en impaciente espera de una nueva palabra vuestra.
Beso las manos de Vuestra Señoría y me encomiendo continua-
mente a su gracia.
141
Carta enviada a Roma desde la ciudad imperial de Augsburgo, dirigida a
Gianpietro Carafa, fechada el 22 de junio de 1526.
142
abrir a mi nombre, Fugger se ha manifestado honrado de poder con-
tar entre sus clientes a una persona a la que tiene en tan alta estima y
que se duele de no poder conocer personalmente, como es Vuestra
Señoría. Él ha considerado necesario proporcionarme un símbolo,
que permita a sus coligados reconocerme en cada ciudad del Impe-
rio y a mí retirar el dinero en todas sus filiales, garantizándome así la
máxima libertad de movimientos. Por razones que es fácil colegir no
ha querido informarme del tipo de crédito abierto, dejando apenas
intuir que se trata de una cuenta «ilimitada». Por mi parte, Dios no
quiera que falte yo al respeto a V.S., no he considerado oportuno
preguntar más. Dicho lo cual, me apresuro ahora a informar a V.S. de
que trataré de administrar el privilegio que ha querido concederme
con moderación y prudencia, en la medida de mis posibilidades, co-
municando de forma preventiva a mi señor cada utilización de las
sumas puestas a mi disposición.
No me queda sino expresar mi agradecimiento a V.S. por la infi-
nita munificencia y encomendarme a su gracia en espera de nuevas
noticias.
Que Dios misericordioso quiera conceder salud a mi señor y su
mirada magnánima no abandone a este indigno siervo de Su Santa
Iglesia.
143
Carta enviada a Roma desde la ciudad imperial de Augsburgo, dirigida a
Gianpietro Carafa, fechada el 10 de junio de 1527.
La noticia de saber que Vuestra Señoría está sana y salva llena mi co-
razón de contento y alivia finalmente el pesar que en estos terribles
días me ha quitado el sueño. El solo hecho de pensar en el solio de
San Pedro devastado por los nuevos vándalos me hiela la sangre en la
las venas. No me atrevo a imaginar qué tremendas visiones y qué
pensamientos de muerte deben de haber asaltado a V.S. Eminentísi-
ma en tales momentos. Nadie mejor que este devoto siervo puede
conocer la brutalidad y la impiedad de los alemanes, soldadotes in-
mundos atiborrados de cerveza e irrespetuosos con toda autoridad,
con todo lugar santo. Bien sé que mancillar las iglesias, decapitar las
efigies sagradas de los santos y de la Virgen es considerado por ellos
como un mérito de fe, aparte de como un verdadero solaz.
Pero tal como V.S. afirma en su misiva, el escándalo no podrá
quedar impune; si Dios omnipotente ha sabido castigar la arrogancia
de estas bestias desencadenando sobre ellas la peste, no dejará de cas-
tigar a quien les ha abierto la jaula, dejando que se esparcieran por
Italia: si no ante el Santo Padre, el Emperador deberá responder de
ello en presencia de Dios.
El Habsburgo finge, en efecto, no saber que en su ejército y
en el de sus príncipes anida toda una milicia de herejes: luteranos
que no tienen ningún respeto por nada ni por nadie. No me faltan,
efectivamente, razones para creer que no ha sido una mera casuali-
dad que el mando de la campaña de Italia le fuera confiado a Georg
Frundsberg y a sus lansquenetes. Estos son conocidos aquí por su
inhumana crueldad e impiedad, aparte de por la simpatía que sien-
ten por Lutero. No me extrañaría en absoluto si lo que hoy parece
el resultado indeseado de una correría de bárbaros mercaderes, ma-
ñana se revelase el fruto de una decisión militar e interesada del
Emperador. El saco de Roma debilita al Santo Padre y lo deja iner-
me en manos del Habsburgo. Este último ha encontrado así la ma-
nera de ser a un tiempo paladín de la fe cristiana y valedor de la
Santa Sede.
No puedo, por tanto, sino compartir las durísimas palabras de
condena y de desprecio de Vuestra Señoría, cuando afirma que Car-
144
los amenaza cada vez más de cerca y sin ningún pudor la autonomía
de la Iglesia y que deberá pagar por esta inaudita afrenta.
Ruego, pues, al Altísimo para que quiera asistirnos en el gran
misterio de la iniquidad que nos rodea y conceda a Vuestra Señoría
resistir contra quien se dice defensor de la Santa Iglesia de Roma,
cuando no tiene ningún escrúpulo en permitir a su inmunda solda-
desca el devastarla.
Sinceramente fiel me encomiendo a V.S. besando sus manos,
145
Carta remitida desde la ciudad imperial de Augsburgo, dirigida a Gianpietro
Carafa, fechada el 17 de septiembre de 1527.
146
nos de estas landas germánicas. Sin duda es prematuro esperar un in-
minente amotinamiento de los príncipes contra Carlos, pero no es
de locos preverlo para el futuro. Creo yo, mi señor, que nuestros cál-
culos se revelarán en el curso del tiempo de lo más acertados y pre-
monitorios. Por tanto, si la suerte de la guerra en Italia se inclina en
favor de los franceses, consuélese V.S. pensando que de aquí a pocos
años Carlos corre el riesgo de ver sus propios confines orientales
atrapados entre el Turco y los príncipes luteranos. Entonces, su poder
comenzará verdaderamente a vacilar.
Pero existe un mal sutil que apunta en esta infortunada tierra del
que me apresuro a darle noticia.
En las últimas semanas se ha visto a esta ciudad sacudida por la
represión contra los llamados anabaptistas. Estos blasfemos llevan a
sus extremas consecuencias las pérfidas doctrinas de Lutero. Recha-
zan el bautismo de los niños, pues consideran que el Espíritu Santo
únicamente puede ser aceptado por voluntad del fiel que lo recibe;
rechazan la jerarquía eclesiástica y se unen en comunidades, cuyos
pastores son elegidos por los mismos fieles; niegan la autoridad doc-
trinal de la Iglesia y consideran la Escritura como la única fuente de
verdad; pero, peores en esto que Lutero, se niegan asimismo a obede-
cer a las autoridades seculares y pretenden que sean las propias co-
munidades cristianas las que desempeñen la administración cívica.
Además, se oponen a la riqueza y a todas las formas seculares del cul-
to, las imágenes, las iglesias, las vestiduras sagradas, en nombre de la
igualdad de todos los descendientes de Adán. Quisieran subvertir el
mundo de arriba abajo y no es casualidad que muchos veteranos de
la guerra de los campesinos hayan simpatizado con ellos, abrazando
su causa.
Las autoridades se las verán y desearán para reprimir a estos se-
ducidos por Satanás, que justo el pasado mes se dieron cita aquí en
Augsburgo para celebrar un sínodo general.Afortunadamente en po-
cos días casi todos sus jefes fueron encarcelados. Entre ellos no figuran
hombres del peso de Thomas Müntzer, y no obstante el peligro que
representan se augura más grave del que pudiera hacer pensar su ac-
tual número. Sus herejías, en efecto, parecen difundirse por todo el
sureste de Alemania con suma facilidad y rapidez. Tienen predilec-
ción por las clases bajas, los trabajadores manuales, que permanecen
inficionados con el odio que incuban contra sus superiores. Las po-
blaciones de los campos, ignorantes y descontentas, participan a me-
nudo en sus rituales en los bosques cediendo al encantamiento de
Satanás. Precisamente por el hecho de no estar vinculados a ningún
ordenamiento civil y religioso, estos anabaptistas, que se llaman entre
sí hermanos, propagan más fácil y rápidamente su propia peste de lo
147
que el mismo Lutero ha conseguido hacerlo en los últimos tiempos;
es fácil prever que su número se acreciente y pronto el anabaptismo
rebase los límites de esta ciudad. En cualquier parte donde haya un
campesino o un artesano descontento, hambriento o maltratado, hay
un hereje en potencia.
He aquí por qué no dejaré de recoger informaciones y de seguir
lo más cerca que me sea posible la suerte de estos descreídos, a fin de
proporcionar a V.S. nueva materia de valoración.
No quedándome nada más que decir, beso las manos de Vuestra
Señoría, encomendándome a la benevolencia de quien acostumbra a
hacerme el honor de concederme el seguir prestando estos pobres
ojos a la causa de Dios.
148
Carta enviada a Venecia desde la ciudad imperial de Augsburgo, dirigida a
Gianpietro Carafa, fechada el 1 de octubre de 1529.
149
los que V.S. recordará haberme oído hacer mención ya varias veces
con anterioridad.
En la esperanza de no retrasarme un solo día a la cita, beso las
manos de Vuestra Señoría y me encomiendo a su gracia.
150
SEGUNDA PARTE
Un Dios, una fe, un bautismo
Eloi
(1538)
154
A día 4 de abril de 1538
155
156
CAPÍTULO 1
Vilvoorde, Brabante, 5 de abril de 1538
157
El gentío se relaja, una fina lluvia, acurrucado entre banastas apiladas
hasta muy arriba contra una pared. El culo sobre unos talones ines-
tables.
Me colgarán de un palo, estoy acabado, todos los que he sido exi-
gen mi muerte. O bien seré asesinado a patadas y con arma blanca
en una oscura calle de mierda, lejos, Dios mío, me abandonan las
fuerzas. En Inglaterra, lejos de este charco de sangre, en Inglaterra tal
vez, cruzando el mar, o bien acabar en el mar el destino de este pin-
gajo humano. Mis nombres, las vidas, Jan, bastardo, vuelve aquí, ase-
sino. Devuélvelas, o llévate también lo poco que ha quedado.
–¡Comienza a cargarlas!
Hacia la puesta del sol, soy un montón de jirones mojados, para-
lizado dentro de una banasta de gruesos listones con un poco de paja
encima.
–Voy a arreglar los caballos para la noche, luego vuelvo.
No puedo moverme, no puedo pensar, el fuego que ha extirpa-
do la marca quema, quema. ¿Es así el final?
–Pero ¿qué coño es esto?, vaya con el pordiosero este, pero si das
miedo, sal de aquí.
No respondo. No me muevo. Abro los ojos.
–¡Oooh! Madre de Dios, pero si parece muerto... Hay que joder-
se, tendré que enterrar a este pobre tipejo... Maldita sea.
Un muchachote alto con cara de imberbe, unos poderosos bra-
zos, vuelto un poco de lado para no mirarme. Parado.
–Me estoy muriendo. No me dejes morir aquí.
Se sobresalta:
–Madre de... Pero ¿qué coño dices? ¿Qué? Tú no estás muerto,
pero me das miedo igual, amigo, miedo.
–No me dejes morir aquí.
–Estás loco, yo no puedo cargarte. El amo me joderá vivo a
zurriagazos, no tengo más que quince años, joder, y dime tú cómo
me las arreglo yo para...
Me mira fijamente.
–¡Aaron! ¿Qué coño haces, es que te has dormido? Vamos, empie-
za de una puta vez, por favor, ¿o tengo que decírtelo en latín igual
que los curas, bardaje?, sí, esa es tal vez la lengua que a ti te gusta.
¡Aaaaron!
En el terror de mis ojos se refleja el suyo, duda unos instantes, bal-
bucea unas palabras inconexas, sí, sí, amo... Un momentito nada más,
amo... me cubre con más paja seca, sí, un segundito y la carga está al
completo, Aaron me carga, todo en su sitio, ata la banasta bien fuer-
te junto con las demás.
158
–¡Muévete, vamos! Que tengo que comer aún, cagar y descansar,
cabezón, y cuando amanezca llevaremos ya un buen rato en pie, para
irnos a Amberes, a aguantar a esos cabezas de huevo y a los descar-
gadores del puerto. ¡Venga, muévete, Aaron!
159
CAPÍTULO 2
Amberes, 20 de abril de 1538
160
Una leve inclinación recíproca.
–Philipp dice que quieres un pasaje para Inglaterra.
–Puedo pagar trabajando a bordo.
–Son dos días de navegación hasta Plymouth.
–¿No era Londres?
–El Saint George va a Plymouth.
No hay ni tiempo ni razón para pensárselo:
–De acuerdo.
–Tendrás que encargarte de la despensa. Preséntate a la hora del
embarque mañana a las cinco.
161
Poco antes del amanecer. Es hora de ir. Abajo en la calle no hay ni
un alma, un perro me lanza una ojeada de sospecha mientras saca
algo de entre unos restos. Recorro las desiertas calles orientándome
gracias a las vergas que descuellan por encima de los tejados de las
casas. En el barrio portuario me cruzo con un par de borrachos ati-
borrados de cerveza. Sus eructos resuenan desde lejos. El Saint George
debe de ser la quinta de las naves.
Un alboroto repentino desde un callejón de la derecha.Veo con
el rabillo del ojo a cinco tipos rodeando a un sexto, tratando de
matarlo a golpes. Ello no me incumbe, aprieto el paso, los gritos del
pobre hombre llegan ahogados por conatos de vómito y por los pu-
ñetazos en el estómago. Reconozco los yelmos en forma de huevo.
Una ronda de españoles. Supero el callejón y entreveo los mástiles
del Saint George. Por la pasarela de una de las naves amarradas des-
cienden a todo correr una media docena de hombres, con arpones
y fisgas en mano, vienen a mi encuentro. Calma. Pasan de largo y
toman por el callejón, gritos en español, ruido de caídas. Mierda.
Corro hacia mi nave, es allí, ya casi estoy, una zancadilla por detrás,
me caigo y me doy de bruces contra el empedrado.
–Jodido cabrón, ¿pensabas salirte con la tuya, eh?
Un acento inconfundible. Otros huevos de hierro, aparecidos de
quién sabe dónde.
–Pero qué coño...
Una patada en las costillas me deja sin aliento.
Me ovillo como un gato, más patadas, la cabeza, proteger la cabe-
za con las manos.
En el callejón libran una auténtica batalla.
Miro por entre los dedos y veo a los españoles sacar las pistolas.
Tal vez alguno de los disparos sea para mí. No, se dirigen hacia el
callejón. Disparos. Pasos a la carrera que se alejan.
El que la ha emprendido a puntapiés conmigo me pone la espa-
da en la garganta.
–Levántate, miserable.
Debe de ser el único que sabe alguna palabra de flamenco.
Me pongo en pie y tomo aliento:
–Yo no tengo nada que ver... –carraspeo–. He de subir a bordo
de la nave inglesa.
Ríe:
–No, debes dar gracias a Dios de que no acabes reventado como
un perro, pues mi capitán ha dado órdenes de que solo os zurremos
la badana.
La bota me golpea en la entrepierna. Me agacho y estoy a punto
de perder el sentido. Todo da vueltas a mi alrededor, las vergas, las
162
casas, los bigotes ridículos de ese bastardo. Luego unos brazos nervu-
dos me alzan en peso y me arrastran.
El recorrido es confuso, malgastan golpes e insultos. Los sentidos
están amortiguados, los miembros no responden ya.
Siento que la calle se desliza bajo mis pies, son dos lo que me
arrastran.
Gritos desde las ventanas, objetos que caen, nos movemos más
deprisa.
El de mi derecha es empujado, caemos. La cara dentro de un
charco. Dejadme aquí. Los gritos van en aumento, hay gente al fondo
de la calle, un carro atravesado para bloquear el paso: horcas. Los
españoles se intercambian gritos incomprensibles. Levanto la cabeza:
estamos acorralados contra un palacio, la calle se encuentra blo-
queada por una barricada de la que llueven insultos. Alguien desde
las ventanas lanza tiestos y perolas sobre los españoles. Uno de ellos
está en el suelo desfallecido. El otro que me arrastraba está de pie de
espaldas, pica en ristre. Trato de levantarme, pero las piernas no me
sostienen, todo da vueltas. Está oscuro. Santo Dios...
163
–¿Y por qué?
La cabeza cae sobre el pecho, vuelvo a levantarla con esfuerzo.
–Porque aquí vive la gente de dinero. O mejor, digamos que
quien vive aquí el dinero también lo fabrica.Y son los que marcan la
diferencia, créeme.
Me alarga una garrafa de agua y empuja un barreño contra mis
pies. Me la echo por la cabeza, trago, escupo, la lengua está hinchada
y con cortes en varios puntos.
Consigo verlo. Es delgado, de unos cuarenta años, sienes plateadas
y mirada despierta.
Me alarga un trapo con el que me seco la cara.
–¿Es esta tu casa?
–Mía y de quien se encuentre en problemas. –Señala hacia fuera
de la ventana–. Estaba en lo alto de un tejado y lo vi todo. Por una
vez a los imperiales les han dado por culo.
Me aprieta la mano:
–Soy Lodewijck Pruystinck, y me dedico a poner tejados, pero los
hermanos me llaman Eloi. ¿Y tú?
–He ido a parar por casualidad en medio de esa trifulca y puedes
llamarme como te plazca.
–Quien no tiene nombre debe de haber tenido por lo menos
cien… –Una sonrisa extraña–. Y una historia que bien merece ser
oída.
–¿Quién te dice que tenga ganas de contársela a nadie?
Ríe y asiente:
–Si todo cuanto posees son los harapos que llevas, bien podrías
aceptar mi dinero a cambio de una buena historia.
–Tú lo que quieres es tirar tu dinero.
–Oh, no, muy al contrario. Quisiera invertirlo.
No lo sigo ya. ¿Con quién diablos estoy hablando?
–Debes de ser de la raza de los ricos tontos.
–Por ahora soy el que te ha curado las heridas y el que te man-
tiene fuera de la mierda.
Nos quedamos en silencio, mientras apelo a todos los músculos
del cuerpo.
Está cayendo la tarde sobre los tejados, he permanecido desvane-
cido todo el día.
–Tenía que subir a la nave.
–Sí, Philipp me lo dijo.
Me había olvidado del paticojo.
–Y desaparecer para siempre. Estas tierras no son un lugar seguro.
Los ricos sobre todo tienen una memoria excelente para quienes les
han jodido a las hijas y las joyas.Y en el nombre de Dios, además...
164
Permanezco inmóvil, fulminado, demasiado cansado para hacer
acopio de mis ideas y saber qué decir o qué hacer.
Sus ojos permanecen fijos en mí.
–Hoy Eloi Pruystinck le ha salvado el culo a un Armado de la
Espada. ¡Los caminos del Señor son verdaderamente infinitos!
Mudo.Trato de leer una amenaza en su tono de voz, pero no es
más que ironía. Señala el antebrazo, donde hasta esta mañana el ven-
daje escondía la marca.
La carne quemada está sucia, la señal casi imposible de distinguir.
–El ojo y la espada. Conocí a uno que se cortó el brazo para esca-
par del patíbulo. Dicen que Batenburg se comía el corazón de sus
víctimas. ¿Es eso cierto?
Sigo callado, escrutando ese rostro para comprender adónde quie-
re llegar.
–La fantasía de la gente no conoce límites –levanta el paño que
recubre el cesto de mimbre–.Aquí hay algo de comer.Trata de recu-
perar fuerzas, o no conseguirás ya levantarte de esta cama.
Hace ademán de irse.
–Vi rodar su cabeza. Gritó libertad antes de que lo mataran.
Mi voz tiembla, estoy debilísimo.
Se da la vuelta lentamente en la entrada, una mirada decidida.
–El Apocalipsis no ha llegado. ¿De qué sirvió asesinar a toda esa
gente?
Me aflojo como un saco vacío, demasiado cansado incluso para
respirar. Sus pasos se alejan tras la puerta.
165
CAPÍTULO 3
Amberes, 23 de abril de 1538
Es una casa grande. Dos pisos enormes, con habitaciones que dan a
largos pasillos. Niños medio desnudos se persiguen arriba y abajo por
las escaleras, algunas mujeres preparan la comida en amplios calderos
en una cocina que rebosa de todos los bienes de Dios. Alguno me
saluda con un gesto de cabeza y una sonrisa, sin interrumpir su tra-
bajo. Todos parecen relajados, plácidos, como si compartiesen la
misma felicidad. En la que se diría la sala más grande se extiende una
larga mesa, puesta con vajilla de plata: en la chimenea arde un tras-
hoguero de haya.
Experimento la misma sensación que producen ciertos sueños un
momento antes de verse interrumpidos por un brusco despertar: la
conciencia de estar recorriendo un sueño y las ganas de saber qué
hay detrás de la próxima puerta, de ir hasta el final.
De pronto me llega su voz desde una de las estancias:
–¡Ah, por fin te has decidido a levantarte!
Eloi está cortando un gruesa tajada de carne de ternera sobre una
mesa de mármol.
–Llegas justo a tiempo para comer con nosotros.Ven, ven, écha-
me una mano.
Me pasa un trinchante.
–Sostenlo firme, así.
Corta unas tajadas finas y las coloca en un plato en cuyo borde
campea un escudo de plata.
Con el rabillo del ojo escruta mi expresión confusa.
–Apuesto a que estás preguntándote adónde has ido a parar.
La boca está demasiado pastosa para articular ninguna frase, res-
pondo con un gruñido.
–La casa ha sido puesta a nuestra disposición por el gentil micer
Van Hove, un comerciante en pescado y buen amigo mío.Tal vez lo
conozcas a su regreso.Todo cuanto ves era suyo.
–¿Era?
Sonríe:
–Ahora es de todos y de nadie.
–¿Quieres decir que todo es de todos?
–Así es.
Dos niñas atraviesan la habitación canturreando una cantinela
cuyas palabras no pesco.
166
–Bette y Sarah son las hijas de Margarite. Nunca me acuerdo de
quién es una y quién la otra.
Levanta el plato y grita:
–¡A la mesa!
Una treintena de personas afluyen en torno a la gran mesa ya
puesta. Me hacen sentarme al lado de Eloi.
Una muchacha alta y rubia me sirve una jarra de cerveza.
–Te presento a Kathleen. Está con nosotros desde hace un año.
La muchacha sonríe: es guapísima.
Antes de que dé comienzo la comida, Eloi se pone en pie y recla-
ma la atención del grupo.
–Hermanos y hermanas, escuchad. Ha llegado entre nosotros un
hombre sin nombre. Un hombre que ha luchado largo tiempo y ha
visto derramar mucha sangre. Estaba perdido y cansado, y ha recibido
cuidados y amparo como es nuestra costumbre. Si decide quedarse
con nosotros, deberá aceptar el nombre que queramos ponerle.
Al fondo de la gran mesa, un joven rubicundo, con unos tupidos
bigotes rubios, exclama:
–¡Llamémoslo Lot, el que no vuelve la mirada atrás!
Un eco de asentimiento recorre la sala, Eloi me mira satisfecho:
–Está bien.Te llamaremos Lot.
Comienzo a comer con esfuerzo: me duelen la lengua y los dien-
tes, pero la carne es tierna, de primera calidad.
–Ya sé lo que estás preguntándote.
Se pone más cerveza.
–¿Qué?
–Te preguntas qué hacemos permitiéndonos todo esto.
–Me imagino que os lo proporciona todo micer Van Hove...
–No exactamente. No es él el único en haber aportado fondos a
las arcas para hacer un patrimonio común.
–¿Quieres decir que existen otros ricos que regalan todo a los
pobres?
Ríe:
–Nosotros no somos pobres, Lot. Somos libres.
Con un gesto abarca enteramente la gran mesa:
–Aquí hay artesanos, carpinteros, gente que pone tejados, albañi-
les. Pero también tenderos y comerciantes. Lo que los reúne no es
otra cosa que el Espíritu de Dios. Es lo que agrupa a todos los hom-
bres y mujeres, por lo demás.
Lo escucho y no consigo comprender si está verdaderamente
loco o no.
–Los bienes, Lot, el dinero, las joyas, las mercancías, sirven al cuer-
po a fin de que disfrute de ellas el espíritu. Mira a esta gente: es feliz.
167
No tienen que matarse de esfuerzo para vivir, no tienen que robar a
quien posee más ni tampoco trabajar para él.Y por su parte, quien
tiene más no tiene nada que temer, puesto que ha elegido vivir con
ellos. ¿Te has preguntado alguna vez cuántas familias dejarían de pasar
hambre con lo que los Fugger tienen en sus arcas? Yo creo que medio
mundo podría comer durante un año entero sin tener que mover un
dedo. ¿Te has preguntado cuánto tiempo emplea un mercader de
Amberes en amasar su fortuna? La respuesta es simple: toda su vida.
Toda la vida acumulando, llenando cajas fuertes, joyeros, fabricando
la prisión para sí mismo y para sus propios hijos varones, y la dote
para las hembras. ¿Por qué?
Vacío la copa: su sueño ha sido también el mío.
–¿Y quieres convencer a los mercaderes del puerto de que es
mejor para su espíritu dároslo todo a vosotros?...
–En absoluto. Lo único que quiero es convencerlos de que es más
hermosa una vida libre de la esclavitud del dinero y de las mercancías.
–Olvídate de ello. Te lo dice alguien que ha luchado contra los
ricos durante toda su vida.
Frunce los ojos y levanta el vaso:
–Nosotros no queremos luchar contra ellos, son demasiado fuer-
tes. –Gotea la cerveza–. Lo que queremos es seducirlos.
168
–¿Qué pretendes decir?
–Los anabaptistas lo querían todo. Querían el Reino: la igualdad,
la sencillez, la fraternidad. Ni el Emperador ni los mercaderes lutera-
nos estaban dispuestos a concedérselo. Su mundo se basa en la com-
petencia de los estados y de las compañías comerciales por el mando
y la obediencia. Como dijo Lutero, a quien tuve el poco gusto de
conocer hace ya más de diez años: puedes poner en común tus bien-
es con los demás solo si los tienes, pero ni soñar con hacerlo con los
de Pilatos o de Herodes. Batenburg resultaba incómodo tanto para
los católicos como para los luteranos. Ahora que los anabaptistas han
sido derrotados, los dos contendientes que han quedado se enfrenta-
rán encarnizadamente.
Trato de comprender adónde quiere llegar:
–¿Por qué me cuentas estas cosas?
Se queda pensando, como si no se esperase la pregunta:
–Para que te hagas una idea de cuál es la situación aquí.
–¿Por qué me lo cuentas a mí?
–Has hecho la guerra.Y la has perdido.Tienes todo el aspecto de
alguien que ha atravesado el infierno y ha salido vivo de él.
Se levanta y se acerca a la ventana tras haberse servido una segun-
da copita.
–No sé si eres la persona adecuada. La que yo ando buscando desde
hace tiempo, quiero decir. Quisiera oír tu historia antes de opinar.
Eloi juguetea con la copita vacía.
Dejo la mía sobre la mesa:
–Eres una persona a la que resulta difícil quitarle la sonrisa del
rostro.
–Es una cualidad, ¿no crees?
–¿Cómo se las arregla alguien que pone tejados para estar tan
informado y hablar tan pulidamente?
Se encoge de hombros:
–Basta con frecuentar a las personas adecuadas.
–Que es como decir a los mercaderes del puerto.
–Al mismo tiempo que las mercancías circulan las noticias.Y res-
pecto a lo que dices de hablar bien, las amistades a las que debo el
dominio de la lengua no me han dado la oportunidad de aprender
latín, lo que me disgusta bastante.
–Omnia sunt communia. Esto sí que lo conoces.
Tiene un momento de vacilación, que disimula con su acostum-
brada media sonrisa de quien está por encima de cualquier engaño o
de un antiguo secreto.
–Era la divisa de los rebeldes del veinticinco. En ese año yo fui a
Wittenberg para conocer a Lutero y presentarle mis ideas, Alemania
169
estaba sumida en el caos.Yo era demasiado joven y estaba lleno de
grandes esperanzas por un monje que lo que hacía era engordar en
el comedor de los príncipes. –Una mueca. Luego, no muy conven-
cido de preguntármelo–: ¿Estabas tú con los campesinos?
Me levanto, ya demasiado cansado para continuar, necesito echar-
me en la cama, me duelen las costillas. Lo miro y me pregunto por
qué he tenido que encontrarme con este hombre, sin ser lo bastante
lúcido como para encontrar una respuesta.
–¿Por qué debería contarte mi historia? Y olvídate del ofreci-
miento que me hiciste. No tengo ningún lugar adonde ir, no sabría
qué hacer con tu dinero. Lo único que quiero es morir en santa paz.
Insiste:
–Y yo tengo curiosidad. Cuéntame por lo menos un poquito del
comienzo: cuándo empezó todo, dónde.
El pozo es profundo; una sorda zambullida en el agua negra.
Las palabras:
–Lo he olvidado. El comienzo es siempre un final; es la enésima
Jerusalén poblada aún de fantasmas y de profetas alucinados.
Por un instante su mirada se llena de horror, pero no debe de ser
nada en comparación con el mío, delante de esos espectros.
–Dios santo, ¿estabas en Münster?...
Me arrastro cansado hacia la puerta, la voz es ronca y pastosa:
–En esta vida no he aprendido sino una cosa: que el infierno y el
paraíso no existen. Los llevamos dentro de nosotros adondequiera
que vayamos.
Dejo sus preguntas a mis espaldas, tambaleándome por el pasillo
para llegar a la habitación.
170
CAPÍTULO 4
Amberes, 30 de abril de 1538
171
Escruto ese rostro anónimo:
–Me has tomado por otro, compadre.
Ahora sonríe:
–No lo creo. Pero eso no tiene mucha importancia: aquí el pasa-
do no cuenta, pues también yo llegué sin blanca como tú y solo de
oír pronunciar mi nombre me puse como un gato salvaje. Estuviste
con Van Geleen, ¿verdad? Me dijeron que te habían visto en la toma
del Ayuntamiento de Amsterdam...
Trato de saber quién es el que tengo delante, pero sus rasgos no
me dicen nada.
–¿Quién eres?
–Balthasar Merck. No me extraña que no te acuerdes de mí, pero
también yo estaba en Münster.
Debe de habérselo dicho Eloi.
–También yo creí en ello de verdad. Tenía una tienda en
Amsterdam: lo abandoné todo para unirme a los hermanos baptistas.
Yo te admiraba, Gert, y cuando tú te fuiste fue un duro golpe, no solo
para mí. Rothmann, Beuckelssen y Knipperdolling eran unos locos,
nos llevaron al borde de la pura locura.
Nombres que duelen, pero Merck parece sincero y dispuesto a
comprender.
Lo miro a los ojos:
–¿Cómo saliste de allí?
–Con el más joven de los Krechting. A su hermano lo colgaron
en la celda junto con los demás, pero él logró llevarme fuera en el
último momento, cuando los episcopales entraban ya en la ciudad
–Una sombra oscura ensombrece su mirada–. En Münster dejé a mi
mujer, pues estaba demasiado débil para seguirme, no lo consiguió.
–¿Y has terminado aquí?
–Durante meses pedí limosna por los caminos, incluso me apre-
saron en una ocasión, los soldados, sí, al regresar de Holanda. Me tor-
turaron –muestra los dedos tumefactos–, para hacerme confesar que
había sido baptista. Pero yo no abrí el pico. Sí, dolía, por supuesto,
gritaba como un poseso mientras me arrancaban las uñas, pero no
dije esta boca es mía. Pensaba en mi Ania, enterrada en alguna fosa.
Calladito. Me soltaron cuando creyeron que estaba loco de atar. Eloi
me tomó consigo, me salvó la vida...
Vuelvo a echar una mirada más allá de la balaustrada: Kathleen
recoge la ropa en un barreño y se la lleva.
–¿Es hermosa, verdad?
Quisiera responderle que ahora es sin duda más importante que
nuestros recuerdos.
Me toca levemente:
172
–Aquí no hay maridos ni mujeres.
Una mueca:
–Soy viejo.
Ríe, el sonido de una carcajada, como si lo escuchase por prime-
ra vez, tras abandonar mi existencia durante años:
–Solo estás cansado, hermano. Estás muerto: Gerrit Boekbinder
está muerto y enterrado bajo las murallas de Münster.Aquí eres Lot,
el que no vuelve la mirada atrás. No lo olvides.
La mano en un hombro. Observo a los niños abajo en el patio,
como si fueran criaturas de fábula. Los verdugos niños de Münster
están lejos, pequeños monstruos de Beuckelssen, los inquisidores
infantiles que llevaban la muerte en los dedos.
–¿Quién es esta gente, Balthasar?
–Espíritus libres. Han conquistado la pureza, decretando la men-
tira del pecado y la libertad de sus deseos, la propia felicidad.
Dice estas cosas con naturalidad, como si estuviera explicando el
orden del cosmos. Esta quemazón en el estómago se ha trocado en
pesar, para mí, para este castigado cuerpo mío, y también esa sencilla
alegría.
La mano aprieta el hombro:
–El Espíritu Santo está en ellos, como en cada uno de nosotros.
Viven en el día de Dios, sin necesidad de empuñar la espada.
Los ojos se apagan, como si se negaran a ver:
–¿Crees que es así? ¿Perdimos el Reino para volver a encontrar-
lo aquí?
Asiente:
–Un día Eloi me dijo que el Reino de Dios no es algo que deba-
mos esperar: no tiene ni ayer ni mañana, y ni siquiera llega a tres mil
años. Es la experiencia de un corazón: existe en todas partes y en
ningún lugar en concreto... Está en la sonrisa de Kathleen, en el calor
de su cuerpo, en la alegría de un niño.
Siento que quisiera dar rienda suelta al odio, al miedo, a la deses-
peración, a la derrota. Pero es difícil, doloroso.Tengo que apoyarme
en la balaustrada.
–Para mí es tarde.
–No lo es ya para nadie. Estando aquí aprenderás también esto,
hermano.
–Eloi quiere que le cuente mi historia. ¿Por qué?
–Él cree en los pobres de espíritu, en los últimos. Cree que Cristo
puede resurgir en cada uno de nosotros, sobre todo en aquellos que
han conocido el fango de la derrota.
–Yo tan solo veo un mar de horror detrás de mí.
Suspira, como si comprendiera de verdad:
173
–Los muertos deben enterrar a los muertos para que los vivos
puedan renacer a una nueva vida.
La lección del Salvador.
–¿Te ha dicho él también esto?
–No. Lo comprendí yo al cruzar el umbral en el que ahora te
encuentras.
174
–¿Te quedarás con nosotros?
–No lo sé, no tengo ningún sitio adonde ir.
La niña toma el saco de las manos de su madre y corre hacia el
huerto hablando sola.
El azul de Kathleen no da tregua a mi estómago.
–Quédate.
175
CAPÍTULO 5
Amberes, 4 de mayo de 1538
176
El escritorio está en penumbra, dividido en su mitad por una colum-
na de luz que se filtra a través de los postigos entornados. Eloi ofre-
ce un poco de licor y una atención silenciosa.
–¿Qué sabes de la guerra de los campesinos?
Sacude la cabeza:
–No mucho. Cuando fui a Alemania en el veinticinco me encon-
tré a un hermano con el que estaba en contacto epistolar desde hacía
algún tiempo: se llamaba Johannes Denck, un espíritu libre y dis-
puesto a desafiar la arrogancia de los papistas tanto como la de Lu-
tero. Pero como te he dicho, entonces era joven y poco prudente.
El nombre hiela la sangre, hace aflorar recuerdos, un rostro, una
familia.
–Conocía bien a Denck. Luché con él al lado de hombres que
creyeron de verdad poder poner fin a la injusticia y a la impiedad
sobre la tierra. Éramos millares, éramos un ejército. La esperanza
quedó destrozada en la llanura de Frankenhausen, el quince de mayo
de mil quinientos veinticinco. Entonces abandoné a un hombre a su
destino, a las armas de los lansquenetes. Me llevé conmigo su alforja
llena de cartas, de nombres y de esperanzas.Aparte de la sospecha de
haber sido traicionados, vendidos a las tropas de los príncipes como
un rebaño en el mercado. –Aún resulta difícil pronunciar ese nom-
bre–. Ese hombre era Thomas Müntzer.
No lo veo, pero percibo el estupor que lo asalta, tal vez la incre-
dulidad de quien piensa tener delante a un espectro.
Su voz es casi un bisbiseo:
–¿De veras luchaste con Thomas Müntzer?...
–También yo era joven entonces, pero lo bastante espabilado
como para comprender que Lutero había traicionado la causa que
nos había vendido. Comprendimos que íbamos a tener que proseguir
a partir del punto en que ese monje había rendido las armas. La his-
toria habría podido terminar así, en esa llanura cubierta de cadáve-
res.Y en cambio sobreviví.
–¿Denck murió allí?
–No. Su cometido consistía en reunir refuerzos para el choque,
pero nunca llegó a tiempo.
Recordar cuesta un esfuerzo tremendo:
–En Frankenhausen morí por primera vez. No sería la última.
Me tomo a sorbos el licor para disolver la memoria:
–Durante dos años, dos infinitos años, permanecí oculto con un
pastor luterano que simpatizaba en secreto con nuestra causa, mien-
tras que fuera los soldados peinaban región por región en busca de
los supervivientes, de los veteranos de la guerra. Estaba acabado, tenía
177
un nombre nuevo, los amigos estaban muertos, el mundo poblado de
fantasmas y de gente dispuesta a traicionarte por una palabra de más.
Un buen día, cuando ya el tiempo del trabajo y de la soledad pare-
cía haberme subyugado, nos descubrieron, no sé cómo, pero subie-
ron hasta donde estábamos nosotros.Tuve que reanudar mi huida.
Tomo aliento:
–Pensándolo bien ahora de nuevo, esa repentina fuga fue mi suer-
te, pues me salvó de una muerte más lenta y atroz.
Tal vez no comprende, no me sigue hasta el fondo, pero no se
atreve a interrumpirme, pues está realmente fascinado por lo que
pueda decir en la siguiente frase.
–Adopté el nombre de un hombre que se había cruzado por
casualidad en mi camino.Vagabundeé largo tiempo en busca de no
sé qué, de un lugar donde desaparecer. A finales del verano del vein-
tisiete llegué a Augsburgo y me encontré de nuevo con Denck.
–El Sínodo de los Mártires...
Habla lentamente y en voz baja: sabe respetar una historia.
–Por supuesto. La reunión de los supervivientes. Estúpidos e
inútiles supervivientes.
178
CAPÍTULO 6
Augsburgo, Baviera, finales de julio de 1527
179
te amarga y desconsiderada del mercader Niemanson a la mía el día
veintisiete de junio, al término de infinitos y solitarios vagabundeos.
Se estaba informando nervioso acerca de la seguridad de los
caminos en dirección sur y sobre la mejor hora para partir. Sin duda,
transportaba una valiosa mercancía. Bajo la capa, la fascinante hin-
chazón de una bolsa de cuero claro: una preciosidad a simple vista.
Un criado obligado a guardar cama durante algunos días, contagia-
do por alguna pelandusca, que lo obliga a proseguir solo, mañana al
amanecer.
Lo sigo a distancia, durante casi dos leguas, hasta que el camino,
trazando un amplio recodo, se adentra en una zona boscosa, de coli-
nas bajas, completamente aislada. Me pongo al lado del carro y hago
señal de que se detenga, con gestos excitados.
–¡Señor, señor!
–¿Qué queréis? –pregunta frunciendo el entrecejo y tirando de
las riendas.
–Vuestro servidor, señor...
–¿Qué le pasa, qué es lo que quiere?
–La verdad es que no parece tan enfermo. Esta misma mañana lo
han pillado tratando de dejar la posada a la chita callando. Llevaba
con él una gruesa bolsa llena de objetos preciosos que creo que per-
tenecen a vuestra carga. –Y mientras le digo todo esto muestro la
alforja con la correspondencia de Magister Thomas.
–¡Ese hijo de puta! Claro que no es suyo, es un asqueroso.
Esperad, voy a ver.
Baja, se acerca, aprieto el borde de la bolsa con la mano izquier-
da, se inclina para mirar. El bastón se abate rápido sobre la nuca.
Cae como un árbol seco.
Le bloqueo los brazos con las rodillas, tres vueltas de cuerda y un
nudo muy prieto.
Libero la bolsa de la cintura y lo hago rodar hasta dentro de una
hondonada. Hecho.
Corto el enredijo de cuerdas que asegura la carga y subo para
echar un vistazo: paños, rollos de diversa forma y colorido. Pobre
bastardo, ya puedes despedirte de tus negocios. Ni siquiera tus ropas
van a servirte por ahora.Y mucho menos el nombre que leo graba-
do en uno de los costados del carro: «Lucas Niemanson, tejedor en
Bamberg».
180
CAPÍTULO 7
Augsburgo, 3 de agosto de 1527
181
Los ojos abiertos de par en par al recuerdo, como si hiciera un
esfuerzo, como si hablara de cuando era niño:
–Nos quedamos empantanados por la zona de Eisenach. Había
conseguido reclutar a un centenar de hombres y recuperar una
espingarda. Pero nos topamos con una columna de soldados, que nos
obligó a refugiarnos en una aldea de cuyo nombre no me acuerdo.
–Levanta la mirada hacia mí–. Lo siento, no lo logré. No fui de nin-
guna ayuda.
Parece más amargado que yo. Pienso en cuántas veces en estos dos
años debe de haberse reprochado la impotencia de aquel día.
–No hubieras servido más que de carne de cañón. Éramos ocho
mil y no sé de ninguno que se haya salvado.
–Aquí estás tú.
Sonrío forzadamente y busco la ironía de la desventura:
–Alguien tenía que contarlo.
–Lo has conseguido. Esto es lo que cuenta.
–Lo perdimos todo.
Unos ojos risueños, de una cordura que no recordaba:
–¿Acaso conoces algo por lo que valga la pena perderlo todo?
Una mueca divertida es todo cuanto consigo ofrecerle. Pero sé
que no le falta razón y ya quisiera yo poseer la misma ligereza para
aventar el pasado.
Se pone serio, no le ha faltado tiempo para reflexionar.
–Cuando supe que habían ajusticiado a Magister Thomas y a
Pfeiffer, también yo pensé que la cosa se había terminado. Dicen que
en la represalia posterior a Frankenhausen cayeron más de cien mil
personas. Escapé, me embosqué y traté de salvar el pellejo. Durante
meses no dormí en la misma cama dos noches seguidas. Pero no esta-
ba solo, no, tenía la esperanza de volver a contactar con los hermanos
en las otras ciudades, todos los amigos y los colegas de la universidad.
Esto me mantuvo con vida, me dio fuerzas para no quedarme senta-
do en el suelo esperando el golpe definitivo. De haberme detenido,
ahora no estaría aquí para recibirte.
Salimos fuera, al patio trasero de la casa, donde hay escarbando
algunos pollos que han perdido parte de sus plumas y dos pieles de
ciervo se secan al sol como viejas velas estropeadas.
Me toca contar a mí:
–Yo me senté. Y me morí. Me quedé en el suelo dos años ente-
ros, cortando leña y escuchando las paparruchas del único loco que
me dio cobijo:Wolfgang Vogel.
–¡Vogel! Dios santo, me enteré de que lo habían ajusticiado hace
algunos meses.
–Por poco no he tenido el mismo fin.
182
Bisbisea entre dientes, preocupado:
–¿Cómo dieron con él?
–Interceptaron a uno de los compañeros de Hut mientras se diri-
gía al sur en busca de alguno que se hubiera salvado. Me imagino que
lo torturaron y lo obligaron a dar todos los nombres.Vogel debía de
ser uno de ellos y tuvo que poner pies en polvorosa. Y yo con él.
Perros rastreros de los cojones. Nos siguieron durante dos días ente-
ros, hasta que nosotros decidimos que era mejor separarnos.Yo con-
seguí salvarme, pero él no.Y aquí me tienes.
Me mira de soslayo:
–Debes de tener buena estrella, amigo mío.
–Hum. Son tiempos en los que sería mejor tener una buena es-
pada.
Refresca; los ruidos de la ciudad llegan hasta nosotros amortigua-
dos. Nos sentamos sobre el tronco de la leña. La intimidad entre
supervivientes funde los pensamientos y las palabras salen plácidas y
casi distantes, como el vocerío de la calle. Estamos vivos y este mila-
gro es el que ahora nos basta, eso es lo que querríamos decirnos, sin
añadir nada más.
El licor le enronquece la voz:
–En unos días tiene que llegar también Hut. Se le ha metido en
la mollera que el Apocalipsis está ya próximo, y anda dando vueltas
por ahí como un santo bautizando a la gente. Es una casualidad que
no le hayan echado el guante aún.Vaga por los campos y se para a
hablar con los campesinos, para preguntarles cómo interpretan ellos
los pasajes de la Biblia que les lee.
Me río a carcajadas.
–Mira que cosecha un gran éxito.
–¡Hut! ¡Un librero fracasado que acaba convertido en profeta!
Por un momento nos desternillamos de risa, pensando en el
timorato Hans al que tan bien conocimos.
–Me ha llegado el rumor de que Störch y Metzler están tratando
de reunir un ejército agrupando a los supervivientes de la guerra.
Son dos locos. No cuentan con la menor esperanza. En cambio, aquí
van llegando hermanos desde el año pasado. De Suiza y de las ciu-
dades vecinas. Existe un buen ambiente, por lo menos podemos reu-
nirnos libremente. Es gente lista, tienes que conocerlos, provienen de
la universidad. Este sínodo que estamos organizando será un nuevo
comienzo.Todo volverá a empezar a partir de aquí, son muchos toda-
vía los que quieren profesar libremente su fe. Pero tendremos que ser
prudentes.
Tal vez se espera un entusiasmo, pero esta vez te desilusionaré,
hermano. Me quedo en silencio y lo dejo continuar.
183
–Está Jacob Gross, de Zurich, lo hemos elegido ministro del
culto, y Sigmund Salminger y Jacob Dachser como asistentes suyos:
son augsburgueses, y conocen perfectamente a la gente de aquí.
También están los seguidores de Zwinglio, Leupold y Langenmantel.
Con su ayuda hemos creado un fondo para los pobres...
Habla de acontecimientos lejanos, está contando la saga de un
pueblo desaparecido. Quizá intuye, se interrumpe, un suspiro.
–No todo está perdido.
Apenas si asiento:
–Efectivamente, estamos vivos.
–Ya sabes qué quiero decir. Hemos convocado aquí a todos los
hermanos.
De nuevo la misma sonrisa forzada:
–¿Quieres comenzar de nuevo, Johann?
–No quiero nuevos curas que me digan qué debo creer y leer, ya
sean papistas o luteranos. Somos bastantes para infiltrarnos en la uni-
versidad y desplazar a los amigos de Lutero y de los príncipes, por-
que es en las universidades, en las ciudades, donde se forman las
mentes y se difunden las ideas.
Lo miro fijamente a los ojos, ¿se lo cree de veras?
–¿Y piensas que os dejarán hacerlo, que se quedarán de brazos
cruzados mientras vosotros os organizáis? Yo los he visto. Los he visto
cargar y asesinar a gente inerme, simples chiquillos...
–Lo sé, pero en Augsburgo es distinto, en las ciudades podemos
actuar más libremente, estoy convencido de que si Müntzer estuvie-
ra ahora aquí estaría de acuerdo conmigo.
El nombre repercute en mis entrañas y me hace espetar:
–Pero no está.Y esto, te guste o no, significa algo.
–Hermano, a pesar de su grandeza, él no lo era todo.
–Pero los millares que lo seguían sí. Hace años dejé Wittenberg
porque estaba harto de disputas teológicas y de doctores que me
explicaban lo que leía, mientras que fuera de allí Alemania ardía.
Después de todo lo que pasó, sigo pensando así. No serán estos teó-
logos tuyos quienes detengan la represión.
Caminamos callados a lo largo del borde del patio, tal vez ni
siquiera él cree en el fondo en su propia confianza. Se detiene y me
pasa la bota.
–Deja al menos que lo intenten.
184
CAPÍTULO 8
Augsburgo, 20 de agosto de 1527
Vuelve a vestirse sin decir una palabra. La luz se filtra por la ventana
y deja entrar la noche.
Echado sobre un costado, contemplo los campanarios que se
recortan contra el cielo, atestado de golondrinas. Un zorzal salta
sobre el alféizar y me observa inseguro. Siento el peso del cuerpo, de
los músculos inertes, como suspendidos en el vacío.
185
–¿Me deseas aún?
No tengo ganas de mover la cabeza, de volver la mirada, de
hablar. El zorzal silba y salta hacia abajo.
La mano alcanza la bolsa bajo la cama. Le tiro las monedas sobre
la colcha.
–Con esto podemos seguir haciéndolo.
La voz murmura algo.
–Soy rico.Y estoy cansado.
Me doy cuenta de que ha salido en el más absoluto silencio. Sigo
sin moverme. Pienso en esos locos que discuten sobre cuál será el
Día del Juicio. Pienso que me he salido demasiado deprisa, ofen-
diendo a todo el mundo. Pienso que Denck lo habrá comprendido
seguramente.Y que el aire de la calle me ha sentado bien al instante
mientras caminaba sin objeto por la ciudad. Que ella ha seguido al
extranjero adecuado y que era joven y miserable, como Dana, ha
ofrecido calor y una sonrisa que podía parecer casi sincera. He deci-
dido no pensar.
Los amigos están muertos y para los que quedan he descubierto
que estoy sordo. Dios no tiene nada que ver en esto; nos abandonó
un día de primavera, desapareciendo del mundo con todas sus pro-
mesas y dejándonos en prenda la vida. La libertad de gastarla entre
aquellos blancos muslos.
El zorzal vuelve al alféizar lanzando reclamos a las torres. El sueño
asoma bajo los ojos.
186
un sitio, la casa está desnuda. Su mujer Clara ha cocinado para mí, la
hija mayor se ocupaba del hermano, mientras que la madre servía
la cena.
–No tendrías que haberte ido así.
No existe ningún resentimiento, llena los vasos de aguardiente y
me pasa uno.
–Es probable. Pero no tengo ya estómago para ciertas discusiones.
Sacude la cabeza mientras trata de reanimar el fuego revolviendo
las brasas con el atizador:
–El hecho de que Hut sea poco lúcido no significa que...
–No es Hut el problema.
Se encoge de hombros:
–No puedo obligarte a creer por la fuerza en este sínodo. Lo único
que te pido es que tengas un poco más de confianza en nosotros.
–En estos años me he vuelto desconfiado, Johann.
Pronuncio el nombre en voz baja, una costumbre ya:
–Magister Thomas no nos condujo a Frankenhausen para que
nos aniquilaran; las informaciones que tenía eran erróneas. –Miro a
Denck a los ojos, para hacerle comprender la importancia de las pala-
bras–.Alguien, alguien de quien Magister se fiaba, le mandó una car-
ta llena de noticias falsas.
–¿Thomas Müntzer traicionado? No es posible...
Introduzco la mano debajo de la camisa y saco las hojas amari-
llentas.
–Lee, si no me crees.
Los ojos azules recorren rápidos las líneas, mientras una expresión
entre incrédula y disgustada se pinta en su semblante:
–Dios omnipotente...
–Está fechada el primero de mayo de mil quinientos veinticinco.
Fue escrita dos semanas antes de la carnicería. Felipe de Hesse esta-
ba ya dejando aislado el sur y se dirigía a marchas forzadas hacia
Frankenhausen. –Dejo que las palabras surtan su efecto–.Y aquí tie-
nes otras dos cartas, escritas del mismo puño y letra, que se remon-
tan a dos años antes: llenas de bonitas palabras, nadie podía sospechar
que no fueran sinceras. Había quien cortejaba al Magister desde hacía
tiempo para ganarse su confianza.
Le paso las otras dos misivas. La mueca de la boca no deja lugar a
dudas sobre lo que está abrasándolo por dentro. Recorre deprisa las
palabras salvadas de milagro de la destrucción, hasta que el rostro se
vuelve de piedra, los ojos diminutos.
–Has conservado estas cartas durante mucho tiempo.
Nos miramos a los ojos, los reflejos del fuego danzan el sabbat
sobre nuestros cuerpos:
187
–Estaba con él, Johann, estuve a su lado hasta el final. Fue el
Magister quien me ordenó que me pusiera a salvo, queriendo que lo
librase a su suerte.Y yo así lo hice, sin pensármelo dos veces.
Nos quedamos en silencio, de nuevo sumidos en los recuerdos,
pero es como si percibiera el fluir de sus pensamientos.
Al fin le oigo murmurar:
–Qoèlet. El Eclesiastés.
Asiento:
–El hombre de la comunidad, un hombre cualquiera. Alguien en
quien el Magister tenía puesta su confianza y que nos mandó al
matadero. Yo no me fío ya de nadie, Johann, y mucho menos de
escritorzuelos y doctores. No tengo nada en contra de tus amigos,
pero que cada palo aguante su vela.
–Si quieres quedarte al margen, respetaré tu decisión. Pero enton-
ces debo pedirte que sigas siendo mi amigo.
Echa una mirada hacia la oscuridad de la otra estancia:
–Mi familia. Si me viera obligado a dejar la ciudad deprisa y
corriendo, no podría llevármelos conmigo.
No hay necesidad de más palabras: tenemos todavía algo que nin-
gún esbirro o derrota podrá quitarnos.
–Descuida.Velaré por ellos.
Johannes Denck es el único amigo que me ha quedado.
188
CAPÍTULO 9
Augsburgo, 25 de agosto de 1527
189
–Si no volviera, llévatelos lejos de aquí, a ellos no les harán nada,
pero no quiero que corran ningún riesgo. Prométeme que cuidarás
de ellos.
Es difícil librarlo a su suerte así, es algo que no hubiera querido
hacer nunca más.
–De acuerdo, pero ten cuidado.
Me da un fuerte apretón de manos, con una media sonrisa.
Desato la daga del cinto:
–Toma esto.
–No, mejor no dar ningún pretexto para que me maten como a
un perro.
Trepa ya escalera arriba.
Me vuelvo, su mujer está allí, ni una lágrima, el hijo al cuello.
Pienso de nuevo en Ottilie, la misma fuerza en la mirada. Así las
recordaba, a las mujeres de los campesinos.
–Tu marido es un gran hombre. Saldrá de esta.
190
que correr toda la noche campo traviesa.Ya encontraré la forma de
haceros saber si he llegado sano y salvo a Basilea.
Besa a su hija y al pequeño Nathan. Abraza a la mujer, a la que
bisbisea algo: una fuerza increíble le impide de nuevo llorar.
Lo acompaño hacia la escalera.
Un último saludo:
–Que Dios te proteja.
–Que ilumine tu camino en esta noche oscura.
Su sombra trepa rápida, incitada por los hermanos.
191
CAPÍTULO 10
Amberes, 4 de mayo de 1538
192
CAPÍTULO 11
Estrasburgo, Alsacia, 3 de diciembre de 1527
El taconeo del ujier me precede rápido entre las paredes. Una tras
otra se suceden grandes habitaciones, donde se cruzan miradas de
personajes retratados en telas y tapices, objetos de sobremesa de toda
factura y material atestan la madera reluciente y el mármol de mue-
bles valiosos.
Soy invitado a acomodarme en un diván en medio de dos venta-
nales. Las cortinas apenas disimulan los majestuosos esqueletos de los
tilos del parque. El ujier avanza, con sus negras botas, llama a la puer-
ta y se asoma dentro. La voz de un chiquillo canturrea extraños soni-
dos que también yo recuerdo haber aprendido de memoria, en los
años de estudio de las lenguas clásicas.
–Señor, ha llegado la visita que esperabais.
La respuesta es una silla que chirría al ser arrastrada por el suelo
y una voz amable y apresurada que interrumpe la del estudiante:
–Bien, muy bien. Ahora me ausentaré un momento.Tú mientras
tanto repasa los ejemplos de eurisco y gignosco, ¿de acuerdo?
Se detiene, justo detrás de la puerta, una entrada de actor consu-
mado:
–En un lugar y en un tiempo mejores, ¿no es así?
–Eso espero, amigo mío.
193
Un carro cargado de bloques de piedra arenisca avanza fatigosa-
mente por el empedrado de la plaza. La iglesia de Nuestra Señora
cuenta con el campanario más alto e imponente que haya tenido
ocasión de ver en mi vida. Está en el lado izquierdo de la fachada y
dentro de algunos años su gemelo de la derecha redoblará la gran-
diosidad de este extraordinario edificio.
–Los impresores –me explica Cillerero– no tienen ningún pro-
blema en publicar textos de actualidad candente. A este privilegio
suyo en relación a sus colegas de otras regiones lo llaman «la bendi-
ción de Gutenberg», porque fue precisamente aquí donde el padre
de la imprenta abrió su primer establecimiento.
–Me gustaría visitarlo, a ser posible.
–Por supuesto, pero primero hemos de ocuparnos de cosas más
importantes. Esta noche, en efecto, conocerás a tu mujer.
–¿Mi mujer? –pregunto divertido–. ¡Estoy casado y nadie me
había avisado!
–Ursula Jost, la muchacha que hace perder la cabeza a medio
Estrasburgo.Tú, Lienhard Jost, eres su esposo.
–De acuerdo, amigo, pero vayamos por partes. Me agrada saber
que es una hermosa señora, pero, antes de nada, ¿quién es ese Lien-
hard Jost?
–¿No me escribiste que querías estar tranquilo, cambiar de nom-
bre, volverte prácticamente inencontrable? Confía en Martin Borrhaus,
pues ahora soy experto en este tipo de cosas. Estrasburgo está lleno
de gente que quiere borrar todo rastro de sí misma. Lienhard Jost,
entre otras cosas, no ha existido jamás, y esto lo vuelve todo mucho
más sencillo. Ursula tampoco está casada, por más que desde que llegó
aquí ha declarado estarlo.
–¿Y por qué, si me está permitido preguntarlo?
–Por muchas razones –responde Cillerero con el mismo aire
que adoptaba, en Wittenberg, para explicarme la teología de san
Agustín–. En la ciudad una mujer que viaja sola llama la atención de
más de una arpía, y ella prefiere no exponerse demasiado: tampoco
sé si Ursula es su verdadero nombre.Y luego el noble que la tiene
hospedada en su casa mostró desde un principio un interés excesivo
por ella...
–...Y hablarle de su esposo Lienhard, que iba a llegar más pronto
o más tarde, lo enfrió como es debido, imagino. –Me río. Encontrar
a este viejo amigo me pone realmente de buen humor–. Bien. ¿Hay
algo más que deba saber?
El sol se filtra por entre las oscuras nubes. Un rayo de luz se dibu-
ja sobre el fondo gris y enciende el rostro de Cillerero:
–He procurado contar las menos cosas posibles sobre ti. Fuiste mi
194
colega en la universidad de Wittenberg. Tenías algunos asuntos que
resolver y hasta ahora no has podido reunirte con tu mujer, que vino
para hablar con Capiton.
Cillerero me informa sobre las dos figuras más importantes de la
ciudad, Bucero y Capiton, personajes decididamente tolerantes,
amantes de las disputas teológicas y más próximos a Zwinglio que a
Lutero. Dice que no tardaré en conocerlos, tal vez esta misma noche,
con ocasión de una cena ofrecida por mi futuro anfitrión.
195
CAPÍTULO 12
Estrasburgo, 3 de diciembre de 1527
196
–Del final, como todos.Y tú, ¿tienes miedo?
Es una pregunta sincera, curiosa. Pienso en Frankenhausen.
–Sí. Pero todavía estoy vivo.
Tiene los ojos risueños, como si hubiera esperado esta respuesta
durante años.
–¿Has visto correr la sangre?
–Demasiado.
Asiente seria:
–Los hombres se sienten impresionados ante la sangre, por eso
hacen la guerra, pues tratan de conjurar el terror. Las mujeres no, tie-
nen que ver correr la suya propia a cada cambio de luna.
Nos quedamos callados, como si su frase hubiera sancionado el
silencio con una sapiencia sagrada.
Luego:
–Eres Ursula Jost.
–Y tú debes de ser Lienhard Jost.
–Tu marido.
El mismo silencio, para sancionar la alianza de los fugitivos. Busca
los detalles de mi rostro. Su mano se desliza bajo la falda, luego sobre
mi muñeca, donde hay marcada ya una vieja cicatriz: el dedo la reco-
rre tiñéndola con el rojo de la sangre.
Me siento palidecer, una oleada de sudor frío se expande bajo mi
camisa junto con el deseo repentino de tocarla.
–Sí, mi marido.
197
CAPÍTULO 13
Amberes, 5 de mayo de 1538
198
Eloi me sirve agua, para que pueda continuar. No abre la boca, sabo-
rea cada palabra en silencio, los ojos centellean en la sombra como
los de un gato.
–Ursula era una mujer extraña, embrujada. Cabello color azaba-
che, nariz afilada, rostro duro y sensual a la vez. No conseguimos fin-
gir por mucho tiempo: la pasión se adueñó de nosotros, nos embria-
gó desde un buen principio.Tampoco ella tenía una historia, no sabía
de dónde venía, su acento no me decía nada, y no quise tampoco sa-
berlo, era así, sencillamente. Se acercaba a escondidas, sinuosa y calla-
da como un felino, apretaba sus pechos contra mi espalda y entonces
percibía su deseo. Lo que nos atormentaba a ambos era aquella incer-
tidumbre, aquel no saber. De haber estado en otra parte, habría sido
distinto, todo.
–¿La amaste? –Su voz es ronca.
–Creo que sí. Como se ama cuando no se tiene nada a las espal-
das y solo un eterno presente sin promesas. Dios no tenía ya nada
que ver con nuestras vidas: habían sido marcadas a fondo, tal vez
también ella llevaba consigo el recuerdo de alguna catástrofe, de
alguna desventura inmensas.Tal vez también ella había muerto algu-
na vez. A menudo, de noche, después de un encuentro amoroso, me
parecía leerle ese mal en los ojos. Sí, nos amamos de verdad. Era la
única persona a la que confiaba todas las impresiones sobre el círcu-
lo de personajes en el que me movía por el día. Ella no decía nada,
escuchaba con atención, luego de repente apostillaba con una frase
lapidaria mi juicio inseguro, una frase que instantes después me veía
compartiendo plenamente, como si me hubiera leído el pensamien-
to, como si razonara más deprisa que yo.Y estoy convencido de que
así era. No tenía el valor rabioso de Ottilie, aunque a veces en su
enojo volvía a ver la preocupación de aquella gran mujer, la mujer
de mi maestro. Era distinta, pero no menos extraordinaria, una de
esas criaturas que te hacen dar gracias al Creador por haberte con-
cedido pisar la tierra a su lado.
Contemplo fijamente el crepúsculo que entra en el escritorio y
me represento de nuevo ese cuerpo sinuoso:
–Lo supimos desde el primer momento. Que un día nos desper-
taríamos en otra parte, lejos, sin una razón para ello, siguiendo el
curso divergente de nuestras vidas. Ursula fue una estación, una
quinta estación del espíritu, medio otoño, medio primavera.
199
CAPÍTULO 14
Amberes, 6 de mayo de 1538
200
–¿Has oído hablar de Melchior Hofmann?
Esta vez se muestra incrédulo:
–¡No me dirás que lo conociste también a él!
Asiento con la cabeza, en silencio, sonriendo por su reacción:
–Puede decirse que él fue únicamente la causa final de mi parti-
da. En aquel tiempo habían sucedido ya muchas cosas.
Me doy cuenta de que comienzo a encontrarle gusto a contar.
Me complazco en crear expectativas, interés. También Eloi debe de
haber notado el cambio. De vez en cuando me da cuerda; otras veces,
como en este caso, permanece en silencio y espera a que sea yo quien
prosiga.
–A Ursula, con el paso de los meses, comenzó a hacérsele cada
vez más insoportable el clima reinante en la ciudad. Me repetía que
en Estrasburgo vivía un montón de gente con ideas innovadoras y
brillantes, pero que lo único que la diferenciaba del resto de las ciu-
dades alemanas era la posibilidad de expresar esas ideas en un ropaje
culto y refinado. Su grito de guerra se convirtió en «En Estrasburgo
la herejía es vivir».
Levanto los ojos de la finísima talla del rosetón de la catedral. Eloi
escucha con la barbilla apoyada en el dorso de la mano. El placer del
pasatiempo reencontrado desata las palabras más aún si cabe que el
licor:
–Iba de aquí para allá por las plazas dando el espectáculo, sobre
todo bailando danzas consideradas lascivas o groseras, tocando el laúd
y cantando las coplas de la gente de la calle. Me arrastró a ello tam-
bién a mí.
Eloi ríe a gusto. Apoya el vaso sobre la mesa.
–Te oí cantar algo mientras levantabas la empalizada del huerto.
Si vuestra finalidad era poner más nerviosa a la gente, Ursula bien
que hizo en reclutarte.
–¡No, nada de cantar, por Dios! Comencé trabajando de albañil.
La primera que se nos ocurrió fue entrar de noche en una iglesia y
levantar una pared de ladrillo enfrente de la escalinata del púlpito.
Escribimos en ella una frase de Cillerero: «Nadie puede hablarme de
Dios mejor que mi corazón».
El licor entretanto comienza a hacer su efecto. El cincel se me
escapa más de una vez del punto, hasta que desprende limpiamente
un pedazo de campanario. Habrá que pegarlo.
–Lo más bonito de todo, en cualquier caso, fue sin duda la broma
que le gastamos a madame Corazón de Oro, Carlota Hasel. Has de
saber que Carlota Hasel era una de las muchas damas de la ciudad en
tener en su casa mesa puesta para los pobres y los vagabundos. Les
hacía rezar y comer, beber y cantar salmos.
201
–Las conozco, por desgracia.
–Ursula no podía ni oír mencionarla. La odiaba. De ese modo
especial en que solo una mujer puede odiar a otra. Por otra parte,
madame Corazón de Oro poseía la enojosa característica de consi-
derar a los pobres miserables como unos santos. Su lema era: «Dadles
pan, y ensalzarán a Dios». Ursula no era de la misma opinión. Decía
que quien no tiene nada, una vez lleno el buche, tiene cosas muy dis-
tintas en la cabeza que rezar, como son beber, joder, divertirse, vivir.
Digamos que, si nos atenemos a los hechos, su teoría se reveló mucho
más acertada.
–¿Qué hechos?
–La colosal orgía que montamos en el salón de casa de los Hasel.
–¡No sé qué habría dado por participar en la demostración del
teorema! –exclama Eloi divertido–. No obstante, no veo qué puede
tener que ver esta historia con Melchior Hofmann.
Solo un instante de concentración para el golpe definitivo. Soplo
la viruta y levanto el trozo de madera a la altura de los ojos. Perfecta.
–Te costará creerlo, amigo mío, pero también Melchior el Vi-
sionario, al fin y al cabo, es uno de los espectáculos de la consolidada
compañía teatral Lienhard y Ursula Jost.
202
CAPÍTULO 15
Amberes, 6 de mayo de 1538
203
bolsa y quizá también a cortar sus blancos y hermosos pescuezos. No
hubo que esperar mucho para que Capiton y Bucero respondieran a
nuestras provocaciones, introduciendo sutiles distinciones entre bap-
tistas «pacíficos» y baptistas «sediciosos». Nosotros entrábamos clara-
mente en la segunda categoría.
Eloi sonríe forzadamente, pensando probablemente en su Am-
beres, pero no me interrumpe.
–No se trataba de volver a empezar una guerra perdida. Eso
habría sido estúpido. Pues Ursula me había regenerado, como si su
vientre me hubiese dado a luz por segunda vez. Queríamos tensar la
cuerda, exasperar la filantropía hipócrita de aquella gente hasta que
se revelara tal como era: una caterva de ricos apegados al oro, disfra-
zados de cristianos piadosos. Fue uno de los períodos más desmele-
nados de mi vida.
Me interrumpo para tomar aliento, esperando tal vez una pre-
gunta para reanudar el hilo del relato. Eloi me la brinda.
–¿Cuánto duró la cosa?
Un esfuerzo de memoria:
–Cerca de un año. Luego, en la primavera del veintinueve, llegó a
Estrasburgo el hombre que había de hacer que iniciara mi viaje.
Ahora está pudriéndose en la cárcel de la ciudad: cometió el fatídi-
co error de volver a poner los pies en ella después de lo que había-
mos hecho.
–Melchior Hofmann.
–¿Y quién si no? Uno de los profetas más extravagantes que haya
conocido nunca, bastante único en su género y solo superado en su
locura y oratoria por el gran Matthys.
–Soy todo oídos.
Bebo un poco más y recompongo ese rostro lejanísimo:
–Hofmann fue en otro tiempo peletero. Un buen día fue «ilumi-
nado en el camino de Damasco» y se puso a predicar. Había corte-
jado a Lutero hasta que logró que este le diera una recomendación
escrita para las comunidades del norte. Esa firma le abrió las puertas
de los países bálticos y de Escandinavia, permitiéndole adquirir noto-
riedad así como también algunos discípulos. Viajó muchísimo por
el norte. Luego, un buen día se convenció de que el reino de los
santos y de Cristo estaba próximo y se puso a predicar el arrepenti-
miento y la renuncia a todos los bienes terrenos. No hizo falta mu-
cho para que Lutero lo desaprobara. Me dijo que había sido expul-
sado de Dinamarca con la promesa de que si volvía a poner los pies
en esas tierras su cabeza acabaría hincada en un palo. Era de veras un
loco genial. Había conocido al bueno de Karlstadt, ya anciano, y
compartía su completo rechazo de la violencia. Llegó a Estrasburgo
204
convencido de ser el profeta Elías, en busca del martirio que le con-
firmase la proximidad del advenimiento del Señor. Quedó inmedia-
tamente cautivado por los anabaptistas locales y consiguió ganarse la
enemistad de todos los reformadores luteranos, Bucero en primer
lugar, luego Capiton y todos los demás.
»Ursula y yo comprendimos de inmediato que era el tipo que
andábamos buscando para hacer saltar por los aires la ciudad. Vino
a nosotros de forma espontánea, sin necesidad de concertar nada:
durante una cena improvisamos unas revelaciones turbadoras, ella se
excitó hasta el punto de llegar al éxtasis ante sus ojos, y mientras tanto
yo le decía que los ricos y los poderosos serían borrados de la faz de
la tierra por la ira del Señor. En las semanas siguientes le dictamos
paso a paso nuestras visiones, de las que no se perdió ni palabra.
Cuando todo estuvo listo, yo me las apañé para mandar a la impren-
ta lo que había escrito: dos tratados con las profecías de Ursula y mías.
Se puso a predicar a la muchedumbre en la plaza mayor. No faltó
quien le escupió a la cara ni quien trató de propinarle algún golpe;
otros intentaron también asaltar una casa de empeños para repartir
todos los bienes entre los pobres. Cuando sus escritos fueron difundi-
dos por los libreros, Bucero trató de mandarlo a prisión. Hubo días de
gran revuelo. Aquel fue un año de fuego, sentía que la sangre me her-
vía en las venas, que la cuerda estaba a punto de romperse.
»Y así fue, a comienzos del treinta, si mal no recuerdo: Hofmann
se hizo bautizar de nuevo y predicó por última vez, proclamando la
inminencia del Reino de Cristo, denunciando el apego a los bienes
terrenos y pidiendo que los anabaptistas pudieran utilizar una iglesia
de la ciudad. Fue la gota que colmó el vaso. Bucero presionó mucho
al Consejo para que fuera expulsado de la ciudad. Por Pascua le llegó
la orden de que tenía que abandonar Estrasburgo. Si no obedecía,
tendría que atenerse a las consecuencias.
»También para mí aquel clima se había vuelto irrespirable. Ci-
llerero no podía protegernos ya de la ira de Bucero y de Capiton:
conmigo fue sincero, consciente de que me perdería de nuevo, esta
vez quizá para siempre. Era el destino el que me había elegido, el
viejo Martin no podía hacer nada. Lo abracé de nuevo y me despe-
dí de él, tal como había hecho años antes en Wittenberg para poner-
me a buscar un maestro y un nuevo destino. Viejo amigo, quién sabe
dónde se habrá metido: de nuevo en Estrasburgo o en cualquier nue-
va universidad discutiendo de teología.
Me encojo de hombros y ahuyento la tristeza. Eloi, muy atento,
quiere oír el final.
–Había decidido irme con Hofmann.A Emden, a la Frisia orien-
tal. La Alemania del sur era una partida perdida, una tierra desolada
205
que abandonaba de buena gana a los lobos y a Lutero. De los Países
Bajos habían sido expulsados muchos por su profesión de fe: gente
nueva, mucho menos apegada a la cogulla de Lutero de lo que po-
dían estarlo los de Estrasburgo. Había un fermento, era el lugar en el
que podían suceder cosas. Yo tenía el caballo adecuado: mi Elías
suabo que profetizaba el inminente advenimiento de Cristo y predi-
caba contra los ricos. Era un salvoconducto un tanto difícil de gober-
nar, pero lo suficiente entusiasta como para conseguir obtener éxito.
–¿Y Ursula?
Un instante de silencio le permite arrepentirse de la pregunta,
pero es ya tarde. Sonrío de nuevo al recuerdo de aquella mujer.
–La estación pasó. Para dar paso a un nuevo año.
206
CAPÍTULO 16
Estrasburgo, 16 de abril de 1530
207
sus secretos, quería captar el misterio de la naturaleza, de las piedras,
de las estrellas. Lo quemaron por esto. Una mujer fiel tal vez habría
seguido su suerte. Yo, en cambio, escapé: elegí sobrevivir. –Me acari-
cia el rostro–.También tú. Seguirás tu estrella.
208
CAPÍTULO 17
Amberes, 10 de mayo de 1538
209
y de muerte. Gert cayó de nuevo, reclutado para la Última Batalla,
con la marca de los elegidos grabada a fuego en un brazo. Gert vio
ondear aún la misma bandera hecha jirones sobre los hombros de
Batenburg el Terrible y no fue capaz de detenerse. Gert se enamoró
de esa sangre y continuó, continuó.
Continuó.
210
»Llegamos a Emden en junio. Era una pequeña ciudad fría, una
escala para las naves mercantiles entre Hamburgo y las ciudades ho-
landesas. La comunidad de extranjeros era numerosa, tal como había
predicho Hofmann. El príncipe reinante, el conde Enno Segundo,
permitía que en sus tierras las ideas de los reformadores de la Iglesia
siguieran su curso, sin ponerles trabas de ningún tipo. Mi Elías
comenzó a predicar por las calles desde el primer día atrayendo sobre
sí la atención de todos. Estaba claro que los demás predicadores no
iban a poder competir con él, pues se los merendaría en un peri-
quete. Al cabo de unas pocas semanas había vuelto a bautizar por lo
menos a trescientas personas y estuvo en condiciones de fundar una
comunidad que daba acogida a los descontentos de la más diversa
procedencia y condición. Eran sobre todo desterrados de la Iglesia
papista y descontentos de la luterana, la cual, aun sin sacerdotes ni
obispos, se enorgullecía ya de una jerarquía de teólogos y doctores
no muy distinta de aquella que habían querido abolir.
»No tardamos en ganarnos fama de anabaptistas, lo que produjo
en las autoridades de la ciudad un espanto de muerte.
»Los acontecimientos se sucedían a mi alrededor, sentía temblar la
tierra bajo mis pies y una extraña sensación en el ambiente. No, no
había sido contagiado por mi compañero de viaje, sino que era la
inminencia de los acontecimientos, la llamada de la vida de la que
me había hablado Ursula. Fue por dicha razón por lo que decidí
librar a Hofmann a su suerte de predicador y seguir mi camino. Un
camino que había de llevarme a otras partes de nuevo, en medio de
la tempestad. Imposible decir si era yo quien guiaba mi existencia
hacia el límite que había que superar o bien si era en cambio aquella
tormenta la que me arrastraba con ella.
»Las autoridades de Emden expulsaron a Hofmann por instigador
indeseable. Me dijo que regresaría al sur para escribir de nuevo, que
su tarea allí había terminado. Confió la guía de la nueva comunidad
a un tal Jan Volkertsz, apodado Trijpmaker, porque de oficio era fabri-
cante de zuecos de madera. Por más que este holandés de Hoorn no
fuera un gran orador, conocía la Biblia y tenía el talante de quien lo
había inspirado y era no menos emprendedor. Me despedí del vie-
jo Melchior Hofmann en la puerta de la ciudad, mientras lo escolta-
ban fuera del territorio de Emden. Sonreía, ingenuo y confiado como
siempre, confesándome en voz baja que estaba convencido de que el
Día del Juicio llegaría al cabo de tres años.También yo le dispensé la
última sonrisa. Y así lo recuerdo, un saludo de lejos, mientras trota
más allá de mi vista sobre un jamelgo flaco.
211
Aún no tengo claro qué es lo que persigue Eloi. Se queda mudo
detrás de la mesa, embelesado por el relato, hasta con la boca abier-
ta, en la penumbra que me impide distinguir claramente su rostro.
Yo prosigo, decidido ahora a llegar hasta el final y dispuesto a
asombrarlo a cada página de esta crónica no escrita.
212
»El estado de la Iglesia en esta parte de Europa era lo más trágico
que cupiera imaginar; reinaba la religión de las grandes comilonas a
costa de los campesinos, la degeneración lucrativa de las órdenes
monásticas y de los obispados. No existía ningún guía espiritual en
los Países Bajos y muchos fieles habían comenzado a abandonar la
Iglesia, para reunirse en hermandades laicas que hacían vida en
común y cultivaban el estudio de la Escritura. Estas podrían aceptar
nuestro mensaje antes que nadie.
»Las ideas de Lutero se habían difundido entre el pueblo llano y
también entre los mercaderes que se enriquecían a su costa. Los su-
cesos de Alemania seguían quedando lejos, la obediencia a la que
habían sido reducidos los campesinos alemanes no tenía la menor
relación con los trabajadores holandeses de las manufacturas, los teje-
dores, los carpinteros de los puertos, los artesanos de aquellas ciuda-
des en constante expansión. La religión reformada de Lutero com-
portaba nuevos dogmas, nuevas autoridades religiosas, que alienaban
la fe de los creyentes de manera apenas más suave de lo que lo ha-
cían los papistas. La igualdad en la fe, la vida comunitaria, requerían
una savia distinta. Nosotros estábamos allí para traerla.
»Me quedé impresionado por el paisaje de aquellas feraces tierras.
Viniendo de Alemania, de sus selvas negras, resultaba asombroso ver
cómo los habitantes de los Países Bajos habían doblegado la natura-
leza a su voluntad, arrebatando al mar cada metro de terreno culti-
vable para plantar trigo, girasoles, coles. Molinos de viento a lo largo
del camino en número impresionante, gente trabajadora, incansable,
capaz de desafiar las adversidades naturales y de vencerlas. La ciudad
de Amsterdam, aquel enredo de canales, el puerto, cada rincón bullía
de una febril actividad.
»Eran los primeros días del año nuevo, el mil quinientos treinta y
uno, y a pesar del intenso frío las calles y los canales estaban atestados
de un ir y venir incesante. Una ciudad perturbadora, en la que habría
podido perderme. Pero Trijpmaker conocía a algunos hermanos que
residían allí desde hacía ya tiempo; comenzaríamos por ellos.
»Establecimos contacto con un impresor para que produjera algu-
nos extractos de los escritos de Hofmann que Trijpmaker había tra-
ducido al holandés y también unas hojas volantes para entregar en
mano. Pero me ocupé yo de eso, mientras que Trijpmaker trataba de
reunir a todos sus conocidos en la ciudad. Encontramos una buena
aceptación entre los artesanos y los trabajadores manuales: gente des-
contenta de cómo estaban yendo las cosas. Se notaba en el ambiente
la inminencia de algo que podía manifestarse de un momento a otro.
»En menos de un año conseguimos organizar una sólida comu-
nidad, las autoridades no parecían preocupadas en exceso por esos
213
anabaptistas enfervorizados que desdeñaban el lucro y anunciaban el
fin del mundo.
»En mi corazón sentía que las cosas no podían discurrir sin pro-
blemas durante mucho tiempo. Trijpmaker seguía predicando la
benignidad, el dar testimonio, el martirio pasivo, según las consignas
de Hofmann. Yo sabía que eso no podía durar: ¿y si las autoridades
decidían considerarnos peligrosos para el buen orden ciudadano?
¿Qué sucedería si los hombres y las mujeres que había convertido a
imitación de Cristo se encontraban frente a las armas? ¿De veras creía
que se dejarían crucificar sin oponer resistencia? Él estaba seguro de
ello.Y además, el momento se acercaba, pues Hofmann había previs-
to el Juicio para mil quinientos treinta y tres. En contra de tales argu-
mentos no había mucho que replicar, me encogía de hombros y lo
dejaba con aquella confianza ilimitada que tenía.
»Continuamos creciendo en número, la moral estaba alta, la devo-
ción de los rebautizados era inmensa. De las aldeas de alrededor de
Amsterdam nos llegaban las misivas llenas de errores gramaticales
de los nuevos adeptos, campesinos, carpinteros, tejedores. Tenía la
impresión de encontrarme dentro de un gran caldero cubierto por
una tapadera que más pronto o más tarde iba a saltar. Era embria-
gador.
»Finalmente, la predicación contra la riqueza en una de las ciuda-
des más lucrativas de Europa surtió su efecto. En otoño de aquel año
el Tribunal de La Haya ordenó a las autoridades de Amsterdam repri-
mir a los anabaptistas y entregar a Trijpmaker.
214
Casi oigo estremecerse a Eloi.
–Sí,Trijpmaker eligió su final, el de Cristo. Habría podido huir de
haber querido. Hubrechts, uno de los burgomaestres de la ciudad,
estaba de nuestra parte y había tratado hasta aquel momento de
impedir su apresamiento. Fue él quien mandó a una sirvienta a nues-
tra casa para avisarnos de que habían llegado los esbirros con el pro-
pósito de apresar al jefe de la comunidad. Me puse al punto a reco-
ger nuestras cosas, e igual que yo otros muchos. Pero él no, no Jan
Volkertsz, el fabricante de zuecos de Hoorn que se había convertido
en misionero. Se sentó y esperó a los soldados de la guardia: no tenía
nada que temer, la verdad de Cristo estaba de su parte. Junto con él
apresaron a otros siete y se los llevaron a La Haya. Les dieron tor-
mento durante días. Dicen que a Trijpmaker le quemaron los testícu-
los y le metieron clavos bajo las uñas. Lo único que no le tocaron fue
la lengua, porque podía dar los nombres de todos los demás. Y lo
hizo. El mío también. Nunca lo he juzgado por eso, pues el tormento
doblega a los espíritus más fuertes, y creo que su fe ya se vio vejada
de forma aplastante por el hierro candente sin necesidad del rencor
de los demás. Ninguno de nosotros lo culpó por ello, conseguimos
ponernos a salvo, teníamos muchas casas seguras dispuestas a darnos
cobijo.
–¿Ajusticiaron a los ocho?
Asiento:
–Al borde de la muerte desmintieron todo cuanto les habían
arrancado bajo tormento: un pobre consuelo que no sé hasta qué
punto pudo permitirles morir en paz. Sus cabezas fueron devueltas
a Amsterdam y colgadas en la plaza pública. Un mensaje claro: quien
vuelva a intentarlo tendrá el mismo final.
»Era el mes de noviembre o diciembre del treinta y uno, momen-
to en que Lienhard Jost había de pasar a mejor vida. Aquel nombre
atraía a los esbirros como el estiércol a las moscas. La familia que me
tenía escondido en su casa me concedió el suyo, haciéndome pasar
por un sobrino emigrado a Alemania y vuelto al cabo de muchos
años. Se llamaban Boekbinder y el primo existía de verdad, solo que
había muerto en Sajonia, ahogado en un río como consecuencia del
naufragio de la balsa en que viajaba. Su nombre era Gerrit. Y así fui
el fantasma de Gerrit Boekbinder, Gert para la familia.
»Fue a comienzos del año treinta y dos cuando llegó una carta de
Hofmann. Estaba en Estrasburgo, había tenido los redaños de volver
allí. Evidentemente al recibir la noticia del trato dispensado a Trijp-
maker y a los demás, el viejo Melchior se había cagado de miedo. La
carta anunciaba el comienzo del Stillstand, la suspensión de todos los
bautismos, en Alemania y en los Países Bajos, por lo menos durante
215
dos años. A partir de aquel momento íbamos a tener que movernos
en la sombra a la espera de que las aguas volvieran a su cauce: nada
ya de altercados a plena luz del día, nada de proclamas, y menos aún
de declaraciones de guerra contra el mundo. Para Hofmann hubié-
ramos tenido que ser un rebaño de predicadores bonachones, dili-
gentes y no demasiado ruidosos, dispuestos a dejarse degollar todos
en fila en nombre del Altísimo. Esto más o menos estaba escribien-
do en aquellos meses en Estrasburgo.
»Por lo que a mí respecta no estaba claro aún qué iba a hacer, pero
no pensaba quedarme mano sobre mano, oculto como un perro con
el que la emprenden a patadas, aunque la gente que me daba cobijo
era amable y generosa. Un día, en la leñera encontré una vieja espa-
da herrumbrosa, una reliquia de la guerra de Güeldres en la que
algún Boekbinder debía de haber tomado parte. Sentí un estremeci-
miento extraño al empuñar de nuevo un arma y comprendí que
había llegado el momento de intentar algo grandioso, que era preci-
so poner punto final al proselitismo pacífico, porque siempre el acero
y nada más que el acero sería lo que encontraríamos en el bando
contrario, el de las alabardas del cuerpo de alabarderos y del hacha
del verdugo. Pero sabía que no llegaría muy lejos solo. Era un nuevo
comienzo a ciegas, me sentía estremecer, más lúcido y resuelto de lo
que me había sentido nunca: no me espantaba saber que la aventura
se transformaría en guerra, puesto que sería la única que valdría la
pena desencadenar: la guerra para liberarse de la opresión. Hofmann
podía continuar fabricando mártires, yo buscaría combatientes. E iba
a crear dificultades.
»Y ahora, amigo mío, creo que voy a dejarte por mi cama, pues
debe de ser muy tarde. Continuaremos mañana, si no te importa.
–Un momento todavía. Balthasar te llama Gert «del Pozo». ¿Por
qué?
A Eloi no se le pasa nada por alto, cada palabra contiene para él
una ramificación posible del relato.
Sonrío:
–Mañana te hablaré también de esto, de cómo pueden nacer por
pura casualidad los apodos y de cómo luego es imposible quitárselos
de encima.
216
CAPÍTULO 18
Amsterdam, 6 de febrero de 1532
217
cabrones cargados de dinero, los anabaptistas confabulados con el Em-
perador, que se meten en tu casa para convertir a tu mujer a golpes
de vergajo, que habría que borrar del mapa, los brazos, Dios mío, están
a punto de ceder, pero ¿por qué he ido a meterme yo en medio?, ha
sido ese otro loco el que ha empezado todo, no hubiera tenido que
levantarse y escupirles la cerveza a la cara, y luego decir lo que ha
dicho de sus madres, también yo sabía que eran unas grandes rameras
pero era de esperar que se lo tomaran a mal, a esta hora le habrán cor-
tado ya el cuello, y bueno, si aún no hubiera hecho nada más que
escupir, cosas de borrachos como tantos otros, pero en cambio no, es
lo que ha dicho, por eso es por lo que me he metido yo, por esas gran-
diosas palabras, las que yo habría querido espetarles, los brazos, mier-
da, los brazos, tengo que subir, ánimo, arriba, vamos, no puedo acabar
en el fondo de este asqueroso pozo, no puedo palmarla así, como un
imbécil, probablemente ese otro sigue con vida, y tal vez diga alguna
otra barbaridad antes de que lo echen a la calle a empellones, bonitas
palabras, hermano, porque sí, eres un hermano, pues de lo contrario
tan pronto como te hubieras levantado habrías tenido que tragarte
todo lo que has dicho, no hubiera ido yo a meterme en medio por
ningún anabaptista violento, he conocido ya a demasiados, amigo
mío, pero tú tienes redaños, vamos, por Dios, tengo que volver a salir,
así, poquito a poco, arriba, ya casi estoy, tengo que salir, oh, mierda,
aquí estoy, estoy en el brocal, un empujoncito más, ya estoy.
Se han convertido en cinco. Me habían parecido cuatro, juro que
me había parecido contar cuatro. Ahora resulta que son cinco, todos
alrededor de él, está fuera de combate, el tabernero sobre el empe-
drado del patio, sosteniéndose la cabeza, la jarra que he lanzado está
hecha pedazos pero no ha dejado de causar su daño.Y el amigo des-
conocido allí está tieso como un palo desafiándolos con la mirada
como si fuera él el más fuerte, vamos, dilo, ¿cómo era?, ¿qué dijiste
antes de que se me viniera el mundo encima, antes de que ese gigan-
te me arrojara aquí abajo?
Me subo de pie, y comienzo a recoger la cadena, sin darme cuen-
ta siquiera de que grito:
–Oye, ¿qué es lo que dijiste… sobre Cristo bendito y estos merca-
deres comemierda?
Se vuelve estupefacto, casi tanto como todos los demás. La esce-
na se detiene, como impresa en una página, y yo estoy a punto de
perder el equilibrio, debo de parecer un maldito asqueroso.
–¡Bien, estoy totalmente de acuerdo contigo! Y ahora sigue el
consejo de un hermano: agacha la cabeza.
El gigante que creía haberme ahogado se pone de color morado,
avanza hacia mí, ven, ven ahora que he sacado toda la cadena y tengo
218
el cubo en la mano, ven, si tan valiente eres, ven a que te arranque
esa cabezota de tocino que tienes sobre los hombros.
Es un ruido sordo, un topetazo seco, uno nada más, que deja
mellado el metal y hace volar por los aires una lluvia de dientes. Se
desploma como un saco vacío, sin un gemido, escupiendo fuera
pedazos de lengua.
Comienzo a hacer girar la cadena, cada vez más fuerte; yo os
enseñaré, distinguidos caballeros, lo sarnoso que puede ser un ana-
baptista. El cubo golpea cabezas, hombros, gira cada vez más lejos de
mí, la cadena me siega las manos, pero los veo caer, encogerse por el
suelo, correr hacia la puerta sin alcanzarla, la Justicia del Cubo es
implacable, gira y gira, cada vez más fuerte, no lo sostengo ya, ahora
es él el que me arrastra a mí, es la mano de Dios, podría jurarlo, seño-
res, el Dios al que habéis puesto rabioso.Y al suelo, otro más, ¿dónde
pensabas esconderte, eh, rico idiota borracho?
Un tirón, el cubo encallado, enganchado en las ramas de un arbo-
lillo que a punto ha estado también de ser derribado.
Una ojeada al campo de batalla: ¡uf!, todos por los suelos. Alguno
gruñe, se relame las heridas desfallecido, mirándose los testículos.
El hermano ha sido prudente y se ha arrojado al suelo a la pri-
mera vuelta y se levanta ahora atónito, con un extraño brillo en los
ojos: como ángel exterminador no se puede decir que lo haya hecho
nada mal.
Salto del brocal y me acerco tambaleante a él. Alto y flaco, bar-
billa oscura en punta. Me estrecha la mano demasiado fuerte, la cade-
na me la ha llagado.
–Dios nos ha asistido, hermano.
–Dios y el cubo. Nunca había hecho una cosa así antes.
Sonríe:
–Me llamo Matthys, Jan Matthys, y soy panadero en Haarlem.
Respondo yo:
–Gerrit Boekbinder.
Casi emocionado:
–¿De dónde vienes?
Me vuelvo hacia atrás y me encojo de hombros:
–Vengo del pozo.
219
CAPÍTULO 19
Amberes, 14 de mayo de 1538
220
miserable teología de la “rectitud moral” y de la consabida “honesti-
dad”, que era con frecuencia y gustosamente conferida tan solo por
una cuestión de grado, de autoridad.“En cambio, el Evangelio ensal-
za a los deshonestos, se dirige a las prostitutas, a los rufianes, no a las
prostitutas arrepentidas, sino a las rameras tal como son, a la gente de
mal vivir, a la hez de la sociedad.” También el elogio de la honestidad
y de la moral eran para él la religión contada por el Anticristo.
»Y tal era la razón por la que él estaba con la gente común y co-
rriente, los artesanos, los pobres miserables y la chusma callejera,
entre quienes se encontrarían los elegidos, aquellos que sufrían más
que todos los demás y que no tenían nada más que perder que su
condición de desheredados de la fortuna. Allí podía sobrevivir la
chispa de la fe en Cristo y en su inminente venida, porque las con-
diciones de aquella gente estaban más próximas a su opción de vida.
¿Acaso no había elegido Cristo a los desheredados de la fortuna, las
prostitutas y los rufianes? Pues bien, entre ellos reclutaríamos nos-
otros a los capitanes para la batalla.
221
sacudida y acaso también definitiva en las pingües Provincias del
Norte.
»Había llegado a Amsterdam con una mujer, llamada Divara, una
criatura espléndida, que mantenía celosamente al amparo de las
miradas de todos. Decían que en su país había contraído matrimo-
nio con una mujer mayor que él y que la había abandonado para
fugarse con esta jovencísima muchacha, hija de un cervecero de
Haarlem.También Enoc tenía por tanto un punto flaco, igual que la
mayor parte de los humanos, a medio camino entre el pájaro y el
corazón.Aquella mujer siempre me produjo espanto, aun antes de ser
reina, profetisa, gran ramera del rey de los anabaptistas.Tenía algo de
aterrador en su mirada: la inocencia.
–¿La inocencia?
–Sí. La que te puede llevar a ser y hacer cualquier cosa, a come-
ter el crimen más inhumano y gratuito como si fuera la acción más
insulsa del mundo. Era una hembra que no debía de haber llorado
jamás en la vida, a la que nada habría podido trastornar, una mucha-
cha ignorante e incluso inconsciente de su carne blanca, y más temi-
ble aún por eso mismo en el momento en que tomara conciencia
de ello.
»Pero solo más tarde aprendería a temer de verdad a aquella
mujer. En aquellos primeros meses del treinta y dos teníamos otras
muchas cosas en las que pensar. Ante todo el hecho de que la predi-
cación clandestina de Matthys, ese extraño reclutamiento nuestro,
había entrado en colisión con el Stillstand proclamado por Hofmann.
En aquellos días había llegado hasta nosotros el rumor de que el Elías
germano pronto vendría a Holanda a visitar nuestra comunidad y
Matthys sabía que debía imponerse al maestro, si lo que queríamos
era que los hermanos despertaran y se unieran a nosotros. Fue un
enfrentamiento a vida o muerte: Hofmann poseía la autoridad del
pasado como predicador. Pero Jan de Haarlem poseía el fuego.
222
CAPÍTULO 20
Amsterdam, 7 de julio de 1532
–¡No! ¡No! ¡No! ¡Y mil veces no! –La voz se alza sobre el albo-
roto general–. ¡No es hora aún de reanudar los bautismos! ¡Hacerlo
en este momento significaría desafiar al Tribunal de Holanda y con-
denarnos al patíbulo! ¿Es esto lo que queréis? ¿Y quién anunciará
el Advenimiento del Señor cuando tengáis todos el mismo fin que el
pobre Trijpmaker y sus compañeros?
El buen Elías suabo no se esperaba que le replicasen, sino más
bien ser recibido como un padre.Y en cambio... Allí está, rojo como
la grana y propenso a contradecirse a causa de la exasperación.
Enoc no se inmuta, la barba en pronunciado ángulo apuntada
hacia el adversario, un profeta contra otro: el libro del Apocalipsis no
habla de esto. Lo mira a los ojos, esbozando una sonrisa.
–Sé que no puede ser el martirio el que espante al hermano
Melchior, lo sé porque nadie más que él ha tenido que padecer las
penas del destierro y la dificultad de dar testimonio. –Una pausa
estudiada, magistral–. Lo que teme es que en unas pocas horas, sin
darle tiempo a escapar o a mandar una carta, la autoridad de La Haya
dé con nosotros y caiga encima de nosotros, apresándonos a todos.
–La atención es toda para él ahora–. Pero ¿cuántos somos? ¿Os lo
habéis preguntado alguna vez? ¿Y qué estamos dispuestos a intentar
con miras al Último Día? Yo os digo, hermanos, que con la ayuda del
Señor podemos ser más rápidos que el brazo armado de los inicuos,
puede serlo nuestro mensaje, el anuncio del Juicio.
Hofmann, irritado, lucha contra la amargura que lo invade.
Matthys insiste:
–Es cierto: pueden perseguirnos, introducir espías entre nosotros,
descubrir nuestros nombres, nuestras casas seguras. Pues bien, ¿por
qué íbamos a detenernos por esto? En la Biblia se dice que Cristo
reconocerá a sus santos. En su epístola Pedro incita a los fieles a apre-
surar la venida del día de Dios. –Cita de memoria los pasajes de los
que hemos hablado entre nosotros ya muchas veces–: «Pero nosotros
esperamos otros cielos nuevos y otra tierra nueva, en que tiene su
morada la justicia, según su promesa». Y también Juan afirma que
«quien conoce a Dios nos escucha a nosotros; quien no es de Dios
no nos escucha». Pero ¿cómo pueden escucharnos los justos si nos-
otros no les hablamos? ¿Cómo podrán distinguir el espíritu verdade-
ro del falso, si no descendemos a campo abierto a luchar? ¿Cómo, si
223
no tenemos el valor de bautizarlos, de predicar, de llegar a ellos con
el mensaje de la esperanza, desafiando los edictos y las leyes de los
hombres? ¡Hemos de ser más sagaces que ellos! ¿O acaso creemos
que por el mero hecho de escribir tratados teológicos y hermosas
epístolas podremos llevar a cabo nuestra tarea? –El tono sube, férreo,
las palabras: martillazos en un yunque–. ¿Cuánto, hermanos, cuánto
no nos han puesto los santos apóstoles en guardia contra los anticris-
tos, contra los falsos profetas y los embaucadores que en el postrer
momento poblarán la tierra, para apartar a los elegidos de su come-
tido? Nuestro cometido. El Evangelio dice: «Convenced a aquellos
que están vacilantes, a otros salvadlos sacándolos del fuego». ¡El fuego
de las hogueras que en todos los Países Bajos están siendo preparadas
para nosotros, hermanos, para cerrarnos la boca e impedir que se
prepare el terreno para el Advenimiento de Cristo y de la Nueva
Jerusalén! ¿Y hemos de humillar nosotros la cerviz y esperar al ver-
dugo?
Su voz danza, es una música que prorrumpe, un trueno que se
inicia de lejos, repercute en el estómago y de repente se aplaca. Los
hermanos están divididos, el carisma de Elías contra el fuego de
Enoc, los ánimos se caldean.
Hofmann se pone en pie, sacudiendo la cabeza:
–El día del Señor está ya próximo. De lo cual dan testimonio un
gran número de señales, siendo la primera de ellas que el poder de
la iniquidad nos persiga con tamaña crueldad en Alemania y aquí en
Holanda. Por eso es por lo que nuestra tarea debe ser esperar y dar
testimonio. Esperar a Cristo, sí, hermanos, y ese poder que será el
único capaz de doblegar a las naciones y acabar con el mal para siem-
pre. Hermano Jan –se vuelve solo hacia Matthys ahora–, la espera no
puede ser sino breve. Las tinieblas están ya disipándose y la verdade-
ra luz empieza a resplandecer. Juan nos dice: «¡No améis al mundo ni
las cosas del mundo!».Y así también Pablo. Debemos guardarnos de
la soberbia en este crítico momento, ser humildes y esperar, herma-
no, esperar y sufrir manteniendo firme la paz en nuestro interior.
–Una mirada hacia nosotros–. Será pronto. De esto no cabe la menor
duda.
Matthys: ojos de mirada penetrante, diríase que no respira:
–Pero ¡ha llegado la hora! ¡Y es esta! ¡Ahora Cristo está llamán-
donos a que nos movamos! ¡No mañana, no el año que viene, ahora!
¡Hemos hablado tanto del regreso del Señor que ni siquiera nos
damos cuenta de que él está ya aquí, está sucediendo, hermanos, y si
no nos ponemos en marcha el Reino se nos escapará sin darnos
cuenta, demasiado ocupados como estamos en nuestros tratados de
teología! –Corre hacia la ventana y, cuando la abre de par en par
224
sobre los arrabales de Amsterdam, un estremecimiento me recorre el
espinazo–. ¿A qué esperamos para abandonar Babilonia, ese burdel de
mercaderes, y para marchar allí fuera? ¡Llamemos a reunión al pue-
blo de los elegidos y libremos la batalla armados de la Palabra del
Señor!
Hofmann dice angustiado, trastornado:
–¡Estas ideas acabarán por desencadenar una guerra civil! ¡Y no
hemos sido llamados para esto!
Los ojos vidriosos de Matthys están fijos, con una mirada asesina,
en él, la respuesta es rápida, el silbido de una serpiente:
–Eso lo dices tú.
Las dos facciones estallan, están ya claras y divididas, llueven insul-
tos, y también algún que otro escupitajo bien dirigido. Trato de
poner calma entre los nuestros, sin reparar en que la mirada compa-
siva de Hofmann se ha posado sobre mí, sobre quien no pensaba pre-
cisamente encontrar en el bando contrario.Tal vez busca ayuda, pide
que haga yo razonar a Matthys, en nombre de nuestra vida en comu-
nidad en Estrasburgo.
–Hermano, por lo menos tú, háblales a estos locos. No saben lo
que dicen.
No tengo más que unas pocas palabras de despedida:
–Deja hablar a la locura y a la desesperación: esto es todo cuanto
tenemos en nuestra alforja.
Lo dejo completamente abatido. Se queda allí, con cara sombría
en la brecha que se lo ha tragado. Sabe que el fuego de Enoc incen-
diará la llanura.
225
CAPÍTULO 21
Leiden, 20 de septiembre de 1533
226
Quien hace los honores de la casa esta vez es una muchacha com-
pletamente vestida, pero no precisamente como una dama que se
dirige al mercado.
–Buscáis a Jan Beuckelseen, Jan de Leiden, ¿no es cierto? En este
momento no puede...
–¡Hazlos entrar! –la interrumpe un grito desde el fondo del pasi-
llo–. ¿No ves que son profetas? ¡Venid, adelante, adelante!
La voz es baja y rotunda, de esas que parten del abdomen y
retumban en la garganta. Decididamente no está lo que se dice muy
a tono con la escena con que nos encontramos delante una vez
abierta de par en par la puerta de la que la hemos oído salir.
Nuestro hombre está tendido sobre un pequeño sofá, con una
mano asida a una manta y la otra en los testículos. Está desnudo de
cintura para arriba, ungido todo el pecho de aceite. Una mujer, me-
dio desnuda también, sostiene en la mano una navaja de afeitar y lo
está depilando.
–Os ruego que me disculpéis, queridos amigos –dice con esa voz
que parece casi una tomadura de pelo–. No quería haceros esperar
demasiado. Nuestra antesala siempre se ve frecuentada por gente
poco recomendable.
Nos presentamos. Matthys lo mira unos instantes, luego vuelve
los ojos alrededor:
–¿Es este tu trabajo?
–Todo es trabajo mío, pero no me hace sudar mucho la frente,
la verdad –es la respuesta inmediata, casi la salida de un actor al
escenario–. Niego con la más absoluta firmeza el pecado de
Adán y en consecuencia no acepto ninguna de las maldiciones que
de él puedan derivarse. Trabajaba de sastre, pero lo dejé bien pron-
to. Ahora encarno en las plazas a los grandes protagonistas de la
Biblia.
–¡Ah, claro, eres actor!
–Actor no es el término exacto, amigo mío: yo no represento, yo
personifico.
Coge una esponja de un barreño y se limpia con jabón. Se pone
en pie de un salto, frotándose sin el menor recato la entrepierna. El
rostro es una máscara de dolorosa resignación, los ojos clavados en
los míos:
–«Soy peregrino en la tierra. Sé fuerte, y muéstrate hombre.
Observa la ley del Señor tu Dios, siguiendo sus caminos y cum-
pliendo sus estatutos, mandamientos y preceptos.»
La muchacha se pone a aplaudir con entusiasmo, con el pecho
apretado entre sus brazos.
–¡Bravo, Jan! –Mirándome–: ¿No es estupendo?
227
El rey David hace una profunda inclinación. Del pasillo llegan
ruidos: caídas, alaridos, gritos ahogados. Nuestro Jan parece en un
principio no hacer caso, ocupado como está en su aseo personal.
Luego algo le hace salir disparado, quizá una petición de ayuda más
aguda que las demás o únicamente más convincente. Coge una nava-
ja barbera y sale.
El trueno de su voz llena la casa. Matthys y yo nos miramos, inse-
guros de si intervenir o no. Pasan unos instantes y Jan de Leiden
vuelve a aparecer por la puerta. Respira hondo, se arregla los fondi-
llos de las mangas y hunde la navaja barbera en un barreño esmalta-
do. El agua se tiñe de rojo.
–¿Qué decís de esto? –pregunta dándose la vuelta–. ¿Habéis oído
hablar alguna vez de un alcahuete amable, que respete al prójimo y
tenga buenos modales? Los rufianes son gente cruel, brutal. En cam-
bio a mí me gustaría convertirme en el primer rufián santo de la his-
toria. Sí, amigos, soy un rufián que sueña con sentarse a la diestra de
Dios.Y sin embargo de vez en cuando el sueño se interrumpe y el
rufián se despierta...
–No se trata ni de sueño ni de vigilia. –La voz del otro Jan no es
la de un actor, es la de Enoc–. Rufianes, meretrices, ladrones y asesi-
nos: ¡estos son los santos de los últimos días!
Jan de Leiden se lleva una mano a los labios y luego a las pelotas:
–¡Uh! No me hables del fin del mundo, amigo. He conocido a un
montón de profetas aquí dentro y todos son unos malasombras.
–Bien que te creo –respondo yo acto seguido–, esperar de brazos
cruzados el Apocalipsis no es sino una pesadilla. La Revelación solo
llega de abajo. De nosotros.
Se vuelve con una sonrisa sarcástica. Es difícil saber si es irónica
o de iluminado.
–Comprendo. –Las comisuras de la boca siguen alzándose e hin-
chando los duros pómulos–. ¡Se trata ni más ni menos que de hacer
el Apocalipsis!
El énfasis con que consigue pronunciar la palabra hacer me deja
verdaderamente impresionado. Con la vieja pasión por el griego y
por la etimología me esfuerzo por encontrarle un nuevo nombre a la
empresa final. Apocalipsis, como apoteosis, incluye el prefijo de lo
que está en las alturas. Ipocalipsis sería un nombre mucho más ade-
cuado: solo hay que cambiar una vocal.
Observo a Jan Beuckelssen que está con la mano apoyada entre
los muslos, una mujer semidesnuda tumbada en el sofá, una navaja de
afeitar ensangrentada en remojo: mis razonamientos no pasarán del
umbral del cerebro. Las palabras del panadero de Haarlem serán mu-
cho más convincentes.
228
Jan Matthys se atusa su negra barba en punta. El santo rufián pare-
ce gustarle, aunque no tiene las ideas lo bastante claras. Por lo demás,
los baptistas de Amsterdam que nos sugirieron ir a verlo no nos dije-
ron nada de su lucidez o de su fe, sino más bien de su odio visceral
por papistas y luteranos, de su encanto de actor y de sus modales un
tantos toscos.
Matthys se aprieta los labios con los dedos y decide ir al grano:
–Te ruego que nos escuches, hermano Jan, la idea es la siguiente:
doce apóstoles recorrerán estas tierras a lo largo y a lo ancho.
Bautizarán a las personas adultas, invitarán a allanar el camino del
Señor, predicarán en su nombre.Y sobre todo husmearán el ambien-
te de cada ciudad para valorar en cuál de ellas será posible reunir al
pueblo elegido. –Se vuelve hacia mí con un gesto de la cabeza–. Esta-
mos buscando hombres capaces de hacer todo esto.
El otro Jan hace una indicación a su atractiva compañera para que
abandone la habitación. Las miradas están todas pendientes de él
mientras se deja caer sobre las posaderas en el sofá al tiempo que se
pone los calzones.
–¿Y por qué todos en una misma ciudad, amigo Jan? ¿No sería
más conveniente abarcar un territorio lo mayor posible? La fuerza de
una idea se mide también por su capacidad de implicar en ella a las
gentes que están lejos.
Matthys ha respondido ya muchas veces a esta objeción. Entorna
los ojos y habla lentamente:
–Escucha, solo cuando gobernemos una ciudad y hayamos aboli-
do el uso del dinero, la propiedad privada de los bienes y las diferen-
cias de riqueza, solo entonces la luz de nuestra fe será tan potente
como para iluminar a todas las gentes. ¡Será el ejemplo! En cambio,
si desde el comienzo nos preocupamos únicamente de difundir lo
más posible nuestras ideas, acabaremos por atenuar el efecto impac-
tante que de ellas esperamos y se nos morirán entre los dedos como
flores sin raíces.
Jan de Leiden se pone a aplaudir al tiempo que sacude la cabeza:
–¡Que Dios os bendiga, amigos míos! Hacía tiempo que este
actor callejero esperaba una locura semejante para poder dar por fin
vida a sus personajes favoritos: David, Salomón y Sansón. Dios mío,
vuestro Apocalipsis es el espectáculo con el que siempre he soñado.
Acepto el papel, si es esto lo que buscáis: ¡a partir de hoy contáis con
un apóstol más!
229
CAPÍTULO 22
Amberes, 20 de mayo de 1538
230
nuestras palabras no dejaban de tener nunca el efecto apetecido. No
éramos más que una pandilla de marginados, actores, locos, gente que
había dejado su trabajo, su casa, su familia para entregarse a la predi-
cación en nombre de Cristo. Una elección de vida llevada a cabo por
las más diversas razones, por sentido de la justicia ante lo insoporta-
ble de la vida a la que uno estaba condenado, pero que llevaba a la
misma conclusión, a un acto de voluntad que implicase a cuanta más
gente mejor, que demostrase a los hombres que el mundo no podía
durar así hasta el infinito y que muy pronto sería puesto patas arriba
por el mismo Dios en persona. O por alguien en representación de
Él, que era como decir, nosotros. He aquí por qué éramos los que
podíamos de verdad hacer saltar todo por los aires.
–¿Obedecíais las órdenes de Matthys?
–Seguíamos sus intuiciones. Estábamos en perfecta sintonía y
nuestro profeta, además, era todo menos un estúpido: sabía valorar a
los hombres. Tenía en gran consideración mi opinión, me consulta-
ba a menudo, mientras que prefería utilizar a Jan de Leiden como
ariete: la actitud teatral de Jan se volvía útil.Y también su apostura no
venía nada mal: aunque era jovencísimo, aparentaba ser ya un hom-
bre maduro, atlético, rubio, con una sonrisa alucinada, que rompía los
corazones de las jóvenes. Matthys había empezado a mandarle de un
lado para otro allende las fronteras, por los territorios imperiales, para
tantear el terreno, mientras que Houtzager seguía actuando en los
arrabales de Amsterdam.
»A finales del treinta y tres Matthys nos dividió en parejas, pre-
cisamente como los apóstoles, y nos confió la tarea de anunciar al
mundo en su nombre que el Día del Juicio Final era inminente, que
el Señor causaría estragos entre los impíos y que solo unos pocos se
salvarían. Seríamos sus abanderados, los mensajeros del único verda-
dero profeta. Tuvo palabras duras, aunque no ingratas, para el viejo
Hofmann, encarcelado en Estrasburgo. Este había previsto el Juicio
para el treinta y tres: el año estaba concluyendo y nada había aconte-
cido aún. La autoridad de Hofmann estaba, de hecho, desprestigiada.
»No hizo ninguna mención a las armas. No sabría decir si habló
alguna vez de ellas. No dijo nada respecto a la implicación de los
apóstoles en la lucha del Señor y no sé si ya por aquel entonces
meditaba acerca de esta solución. Por lo que veía estábamos todos
desarmados. Todos excepto yo; había recortado la vieja espada que
encontré en el establo de los Boekbinder y me quedó una daga
corta, un arma más ágil y familiar, que podía llevar escondida bajo la
capa y que me permitía viajar más tranquilo.
»Formé pareja con Jan de Leiden, por expreso deseo del mismo
Matthys: mi determinación y su dominio de las tablas, una combina-
231
ción perfecta. Eso no me desagradó en absoluto, pues Beuckelssen
era un tipo con el que no me iba a aburrir nunca, imprevisible y con
el punto justo de locura. Estaba seguro de que haríamos grandes
cosas.
»Fue entonces cuando por primera vez oí hablar de Münster, la
ciudad en la que los baptistas hacían oír su voz. Jan de Leiden había
pasado por allí unas pocas semanas antes y había sacado una exce-
lente impresión. El predicador local, Bernhard Rothmann, había
estrechado amistad con algunos misioneros baptistas seguidores de
Hofmann y cosechaba un gran éxito entre la ciudadanía, mante-
niendo a raya a papistas y luteranos al mismo tiempo. Münster fue
incluida en el itinerario que íbamos a realizar.
–¿Fuisteis Beuckelssen y tú los primeros en llegar?
–No, a decir verdad, no. Una semana antes que nosotros habían
llegado Bartholomeus Boekbinder y Wilhelm Kuyper.Ya se habían
marchado, no sin antes haber rebautizado a más de mil personas. El
entusiasmo en la ciudad estaba en su punto álgido, cosa que pudimos
comprobar de forma impresionante a nuestra llegada.
232
El ojo de Carafa
(1532-1534)
234
Carta enviada a Roma desde la ciudad de Estrasburgo, dirigida a Gianpietro
Carafa, fechada el 20 de junio de 1532.
235
diplomáticas del rey de Francia. No puede, por consiguiente, prestar
mucha atención a los Países Bajos.
A esto se añade el penoso estado en que se halla la Iglesia en
aquellas tierras: Simonía y Lucro reinan indiscutidas en conventos
y obispados, provocando el descontento y la ira de la población y
empujándola a abandonar la Iglesia y a buscar otra en las promesas
de estos predicadores ambulantes.
Y así, la herejía, aprovechándose del descontento general, consi-
gue encontrar nuevos canales de difusión.
La opinión del siervo de Vuestra Señoría es que el peligro repre-
sentado por los anabaptistas es más serio de lo que a primera vista
pudiera parecer: si consiguieran ganarse las simpatías del campo y de
las ciudades mercantiles de Holanda, sus ideas heréticas no habría ya
quien las contuviera y se propagarían por medio de las naves holan-
desas por quién sabe cuáles y cuántos puertos, hasta amenazar la esta-
bilidad conquistada por Lutero y por los suyos en la Europa del
norte.
Y puesto que V.S. lisonjea a este su siervo con la petición de su
parecer, permítaseme decir con toda franqueza que es mil veces pre-
ferible el advenimiento de la fe luterana que la difusión del anabap-
tismo. Los luteranos son gente con la que es posible establecer alian-
zas favorables a la Santa Sede, tal como demuestra la alianza entre el
rey de Francia y los príncipes alemanes. Por el contrario, los anabap-
tistas son unos herejes indomables, refractarios a todo compromiso,
desdeñosos de toda regla, sacramento y autoridad.
Pero no me atrevo a añadir más, dejando al buen sentido de mi
señor toda valoración, impaciente por volver a servir a V.S. con estos
humildes ojos y el poco de perspicacia que Dios ha querido conce-
derme.
Sinceramente me encomiendo a la bondad de V.S.
236
Carta enviada desde la ciudad de Estrasburgo, dirigida a Gianpietro Carafa
en Roma, fechada el 15 de noviembre de 1533.
237
Solo entonces, cuando pude contar con una descripción física de un
testigo directo, asocié su nombre al rostro del hombre cuya fama
había llegado hasta mí.
Se llama Bernhard Rothmann, y me acordé de haberle echado el
ojo precisamente aquí en Estrasburgo, hará de ello unos dos años,
cuando sus simpatías luteranas lo habían llevado a visitar a los más
importantes teólogos protestantes. No lo consideré en aquel enton-
ces persona peligrosa, por lo menos no más que a sus restantes com-
pañeros desterrados por la Santa Iglesia Romana, pero en la actuali-
dad oigo hablar de nuevo de él y bien alto.
Se trata de un predicador münsterita, de unos cuarenta años, hijo
de un artesano, pero que, según dicen, dio desde la misma niñez
señales de gran inteligencia y capacidad, razón por la cual se lo enca-
minó a la vida eclesiástica, siendo posteriormente mandado a estu-
diar a Colonia por los canónigos valedores suyos. Durante aquel viaje
pasó por aquí, pero también por Wittenberg, donde conoció a
Martín Lutero y a Philipp Melanchthon.
Por lo que parece, al volver a su ciudad natal se convirtió en pre-
dicador oficial, iniciando un durísimo ataque contra la Iglesia. Las
guildas de los mercaderes no tardaron en prestarle su apoyo, viendo
en él a un excelente ariete que lanzar contra los portones del obis-
pado. Rothmann se ganó en poco tiempo el favor del pueblo bajo y
prendió en él la ambición.
Parece unir a la arrogancia también la excentricidad blasfema de
quien pretende administrar el culto como mejor cree: mi mercader
me describió el extraño modo en que este administra la santa comu-
nión, empapando panecillos en el vino y sirviéndoselos a los fieles.
Por otra parte, desde hace algún tiempo se ha puesto a negar el bau-
tismo a los niños.
Este detalle despertó una viva sospecha en mí, y me incitó a pre-
guntar más cosas.Y efectivamente, interrogando al mercader y con-
venciéndolo para que me proporcionara cualquier información que
pudiera ser de utilidad, conseguí enterarme de que ese falso Isaías
sentía simpatía por el anabaptismo.
He descubierto que a comienzos de año llegaron a Münster algu-
nos predicadores anabaptistas, procedentes de Holanda, cuyos nom-
bres anoté puntualmente, al menos aquellos que la buena memoria
del mercader había logrado retener. Los dichos anabaptistas excitaron
al predicador hasta el punto de convertirlo a su falsa doctrina y de
reforzar su acrimonia respecto al obispo.
Parece también que Lutero no pierde de vista desde hace algu-
nos meses a este personaje, evidentemente impresionado por el
ruido que consigue provocar, y se dice que en varias misivas remi-
238
tidas al Consejo de la ciudad de Münster intentó poner en guardia
a los protestantes sobre un hombre de semejante jaez. Pero como es
sabido el monje Martín siente un maldito temor de todo aquel que
pueda competir con él en popularidad y oratoria, amenazando su
primacía. Pero lo que posteriormente reavivó mi atención por esa
ciudad fue el tener noticia del hecho de que el landgrave Felipe se
sintiera en el deber de enviar a Münster a dos predicadores con el
fin de que hicieran volver al tal Rothmann a los cauces de la doc-
trina luterana. Cuando le pregunté a mi providencial mercader por
qué se había molestado tanto el landgrave Felipe por un simple pre-
dicador, que por si fuera poco ni siquiera reside dentro de los lími-
tes de su principado, él me respondió proporcionándome un infor-
me de lo más detallado de los últimos acontecimientos acaecidos en
Münster.
Pues bien, tal como V.S. tendrá ocasión de leer, tales aconteci-
mientos confirman las peores sospechas que este humilde observador
ha expresado en las misivas precedentes, un muy pobre consuelo en
medio de la desventura.
En el momento en que el tal Rothmann abrazó la doctrina que
niega el bautismo de los niños, muchos del partido de los amigos de
Lutero lo abandonaron, volviéndose en contra de aquel al que antes
incensaban. Pero por muchos que sean los que lo han abandonado,
otros tantos deben de haberlo seguido, si lo que me han contado,
como creo, responde a la verdad.
La ciudad se ha dividido, pues, en tres confesiones, tres partidos
igualmente distantes entre sí: los católicos romanos fieles al prelado;
los luteranos, en su mayoría mercaderes, que controlan el Consejo de
la ciudad; y los anabaptistas, artesanos y trabajadores manuales segui-
dores de Rothmann y de sus predicadores venidos de Holanda.
Tampoco el hecho de que estos últimos fueran unos extranjeros ha
podido separar al vulgo de su predicador, mejor dicho, ¡a estos se los
introdujo en la ciudad por la noche y el pueblo ha echado en favor
suyo a los predicadores locales!
¿Quién es este hombre, señor mío? ¿Qué increíble poder ejerce
sobre la plebe? El recuerdo vuela por sí solo hacia ese Thomas
Müntzer que años atrás también V.S. tuvo ocasión de conocer a tra-
vés de estos humildes ojos.
Pero es mejor poner punto final a la crónica, que se diría fruto de
la fantasía, si no estuviera convencido de la sensatez de quien me la
ha proporcionado.
Ahora bien, ante una situación semejante, se pensó en celebrar un
debate público entre las tres confesiones sobre la cuestión del bautis-
mo, para que las cosas no degenerasen en guerra abierta.
239
Fue en agosto de este año cuando las mejores mentes libraron
una batalla en la arena doctrinal. Pues bien, mi señor, Bernhard
Rothmann y sus holandeses obtuvieron una victoria aplastante,
arrastrando a la ciudadanía de su lado.
V.S. ha recordado varias veces a este su siervo que los luteranos,
herejes ajenos a la gracia de Dios, se revelaron unos útiles aliados, por
más que fueran unos indeseables, contra unas amenazas peores para
la Santa Sede. Münster ha dado de nuevo prueba de esto, estable-
ciendo una alianza entre luteranos y católicos contra el seductor
Rothmann.
Los burgomaestres de la ciudad le exigieron silencio y en poco
tiempo ordenaron también su destierro. Pero este, haciéndose fuerte
con el apoyo del pueblo bajo, despreció las ordenanzas mientras con-
tinuaba instigando y difundiendo sus peligrosas doctrinas.
La ciudad pareció a punto de estallar, de tanto como hervía la
sangre en las venas de unos y de otros.
Y he aquí explicado por qué el landgrave Felipe mandó precipi-
tadamente a sus mediadores para la paz. Hombres doctos y diplomá-
ticos los dos luteranos, Theodor Fabricius y Johannes Lening, que
trataron de desviar la atención de todos de la cuestión del bautismo.
Pero al decir de quien me lo contó, no consiguieron más que una
tregua armada, en la que una simple chispa bastaría para prender
fuego a toda la ciudad. A mi mercader no le cabía la menor duda al
respecto. En el caso de que se llegara a una demostración de fuerza,
Rothmann y los anabaptistas saldrían vencedores en menos que
canta un gallo.
A ello se añaden dos acontecimientos de importancia no secun-
daria. El jefe de las guildas, un tal Knipperdolling, protege con la
cara bien alta al predicador, contando en esto con el respaldo de los
artesanos de la ciudad.Y según parece, y no en los últimos tiempos
precisamente, el extenderse de la fama de Rothmann está hacien-
do afluir a Münster a muchos desterrados holandeses, sacramente-
ros y anabaptistas, acortando cada hora que pasa la mecha del pol-
vorín.
Y paso ahora a exponer a V.S. mis temores acerca de la gravedad
de la situación. En todas partes los anabaptistas han dado prueba de
tenacidad y de un pérfido poder de seducción, hasta tal punto puede
Satanás sobre los mortales. Aquellos difunden su peste a lo largo y a
lo ancho de los Países Bajos y dentro de las fronteras del Imperio.
Si bien son ahora pocos y bastante dispersos entre las regiones del
norte, han demostrado no obstante la fascinación que ejercen sus
doctrinas, en especial entre el vulgo ignorante y ya sedicioso por
naturaleza.
240
Pues bien, ¿qué sucedería si se uniesen? ¿Qué pasaría si comen-
zaran a lograr un éxito cada vez más amplio con su arrastrarse por
callejones, tiendas, lejos de la criba de la autoridad doctrinal? ¿Qué
si nadie, ni un obispo, ni un príncipe como es Felipe, ni Lutero, pare-
cen estar en condiciones de frenarlos en su soterrado avance, sino que
más bien los temen como a la misma peste que se trata de mantener
alejada de las propias fronteras, ignorantes de que avanza invisible y
puede traspasarlas fácilmente?
Cualquier respuesta la tenemos ante nuestros mismos ojos. El pri-
mer caso funesto está produciéndose ya y es el de Münster, donde un
solo hombre tiene en jaque a una ciudad entera.
El landgrave Felipe y Martín Lutero, pese a olerse el grave peli-
gro que representan estos anabaptistas, no saben en absoluto cómo
detenerlos, y creen verdaderamente que pueden contener su ímpetu
perverso y mantenerlos aislados. Mucho me temo, mi señor, que sea
una mera ilusión y que se den cuenta de su error solo cuando se los
encuentren ante la misma puerta de casa.
Ahora bien, lo que yo pienso es que, tal como V.S. ha querido tan
magnánimamente enseñarme, las amenazas serán descubiertas a tiem-
po y neutralizadas, antes de que puedan hacerse realidad. Por dicho
motivo no he dejado nunca de referir a V.S. todo cuanto pudiera ser
aunque fuese mínimamente útil y valorar los riesgos que tienen su
origen en esta parte del mundo.
En el caso en cuestión los hechos están produciéndose ya, pero
acaso no sea demasiado tarde: es preciso cortar de raíz esta enferme-
dad, y cortarla en su misma fuente, antes de que pueda extenderse
por toda Europa y contaminar el Imperio, tal como está ya suce-
diendo, sin detenerse ni tan siquiera ante los Alpes, bajando a Italia y
quién sabe hasta dónde. Antes de que ello suceda, es preciso actuar.
Espero, pues, con impaciencia vuestras directrices, si es que aún
queréis gratificar a un siervo de Dios concediéndole servir a su causa
en esta difícil hora.
Beso las manos de V.S. en espera de una palabra.
241
Carta enviada a Roma desde la ciudad de Estrasburgo, dirigida a Gianpietro
Carafa, fechada el 10 de enero de 1534.
Ilustrísimo señor:
En el día de hoy ha llegado la misiva de V.S. que esperaba cuanto
antes. Es inútil, en efecto, negar que el tiempo es un factor esencial
en esta grave situación y el nihil obstat de V.S. no es para mí motivo
de menor preocupación y solicitud, puesto que lo que sea menester
intentar precisará de toda la protección providencial del Altísimo
para llegar a buen puerto.
Permitidme, pues, que exponga a Vuestra Señoría lo que creo que
es necesario emprender en breve contra la peste anabaptista.
En primer lugar, mi señor, el estado de los hechos es el siguiente:
el anabaptismo se extiende solapadamente; no tiene un único cabe-
cilla, al que sea posible cortar el cuello para no pensar más en ello;
no tiene un ejército al que derrotar en una batalla; no tiene fronte-
ras propiamente dichas, se propaga ahora aquí, ahora allá, tal como
hace la peste negra cuando, saltando de una región a otra, siega las
vidas de sus víctimas sin la menor distinción ni de lengua ni de esta-
do, aprovechando el vehículo de los humores corporales, del aliento,
del simple borde de un vestido; de los anabaptistas sabemos que pre-
fieren la clase de los trabajadores manuales, pero puede decirse que
estos se encuentran por doquier y que por lo tanto no hay frontera
que pueda estar segura; ninguna milicia ni ejército, en efecto, consi-
gue impedir el avance de este ejército invisible.
Así pues, ¿cómo conseguir detener el peligro que amenaza a toda
la cristiandad?
Cuántas veces, señor mío munificentísimo, me he planteado esta
pregunta en las últimas semanas... Tanto me he estrujado el cerebro
que he llegado poco menos que al convencimiento de que en la pre-
sente coyuntura el siervo de V.S. no podría serle de ninguna ayuda a
su señor.
Quiera Dios que me equivoque y que lo que me dispongo a pro-
poner encuentre buena acogida en Vos.
Pues bien, creo que la solución nos es sugerida por los mismos
apestados; los mismos anabaptistas nos indican el mejor modo de ata-
carlos con eficacia.
242
Si, en efecto, mi señor vuelve con la memoria a los asuntos que
tuvo que desbrozar hace diez años, en la época de la guerra del
Campesinado, valiéndose de este modesto siervo, recordará que para
cercar al fanático Thomas Müntzer resultó útil entrar en familiaridad
con él, fingir estar de su lado, para que pudiera obstaculizar más fácil-
mente a Lutero, en primer lugar, tal como era propio de su natura-
leza, y hundirse en el infierno, posteriormente, cuando ya se corría
el riesgo de que pusiera el mundo patas arriba además de prestar una
ayuda involuntaria al Emperador en su lucha contra los príncipes
germanos.
Por más que esté convencido de que el recuerdo de aquellos
momentos será muy vívido en V.S., permitid a este siervo recordar
que Thomas Müntzer era un hombre pérfido, guiado por Satanás,
pero también inteligente y taimado, dotado de ascendiente sobre el
vulgo y de facultades oratorias.
¿Qué son nuestros anabaptistas sino otros tantos Müntzer, solo
que a pequeño tamaño?
También entre ellos parece haber personalidades más fuertes,
guías espirituales, como es el caso del tal Bernhard Rothmann, pero
también de otros, cuyos nombres tal vez no digan nada a V.S., pero
que corren a lo largo y a lo ancho de estas tierras: los de Melchior
Hofmann y Jan Matthys principalmente.
Así pues, mi consejo es que ante todo es menester neutralizar su
aparente ubicuidad. Es decir, es menester reunir a todos sus cabeci-
llas, a todos los Müntzer, a los acuñadores, a los apestados, en un
único lugar, todas las manzanas podridas en un solo cesto.
Pero en esto hay que observar que la suerte está a nuestro favor,
pues, tal como V.S. pudo enterarse por mi anterior misiva, convergen
en la ciudad de Münster no solo la atención de todos los anabaptis-
tas, sino también una multitud de personas, familias enteras, que con
armas y enseres se trasladan allí desde Holanda y el Imperio. Münster
se ha convertido en la Tierra Prometida de los herejes más impeni-
tentes.
Pues bien, creo que alguien podría unirse a dicha corriente y
entrar en la ciudad. Dicha persona debería ganarse a continuación la
confianza de los cabecillas de la secta, fingir amistad para conseguir
influir en su actuación sin hacerse notar en exceso, favorecer la
afluencia del mayor número de anabaptistas posible.
Una vez reunidas las manzanas podridas, la perspectiva de poder
barrer a los elementos más peligrosos de un solo plumazo bastará de
por sí para ganarse el apoyo del landgrave Felipe y del obispo Von
Waldeck, protestantes y católicos, contra los más peligrosos instiga-
dores.
243
Ahora bien, dado que la puesta en práctica de un plan semejante
no puede implicar más que a una sola persona, o sea, a aquel que se
dirija hasta allí, considero natural que el que proponga la acción sea
en este caso también el que la ejecute. He aquí por qué he partido
camino de Münster, con el propósito de retirar una considerable
suma en la filial de los Fugger de Colonia y llevarla en dote a los
ignorantes esposos anabaptistas.
Puesto que me dispongo a actuar en la clandestinidad sería
importante poder contar con una recomendación de Vuestra Señoría
ante el obispo Von Waldeck, y que este fuera informado de mi pre-
sencia en Münster y del hecho de que me pondré en contacto con
él cuanto antes a fin de planificar lo que sea conveniente hacer.
Una vez que llegue a destino, me apresuraré a dar noticias más
detalladas sobre cuanto allí acontece. Por ahora no me queda sino
encomendarme a la voluntad de Dios y a su protección, en la segu-
ridad de que V.S. querrá mencionar a este humilde servidor en sus
preces.
Beso las manos de Vuestra Señoría.
244
El Verbo se hizo carne
(1534)
245
246
CAPÍTULO 23
En los alrededores de Münster,Westfalia, 13 de enero de 1534
247
Crujido de heno aplastado, el equilibrio aún incierto: mira de
reojo afuera, entornando los ojos.
–Pero qué bobadas dices... Pero si no es más que el invierno.
248
CAPÍTULO 24
Münster, 13 de enero de 1534
249
encubrir sus actos nefandos más innombrables: el lucrarse con el tra-
bajo del prójimo, el acumular posesiones, la propiedad de las tierras
que vosotros cultiváis, de los telares que vosotros hacéis funcionar. Los
viejos creyentes no quieren permitirle a nadie que elija la vida que
desea llevar, quieren que vosotros trabajéis para ellos y estéis conten-
tos con la fe que os inculcan los doctores. ¡La suya es una fe de con-
dena, es la fe divulgada por el Anticristo! ¡Pero nosotros lo que que-
remos, hermanos, es la Redención! ¡Nosotros queremos libertad y
justicia para todos! ¡Nosotros queremos leer libremente la palabra del
Señor, así como también elegir libremente quién debe hablarnos
desde el púlpito y quién representarnos en el Consejo! ¿Quién deci-
día, en efecto, sobre el destino de la ciudad antes de que lo echára-
mos a patadas? El obispo. ¿Y quién decide ahora? ¡Los ricos, los nota-
bles burgueses, ilustres admiradores de Lutero únicamente porque su
doctrina les permite oponer resistencia al obispo! Y vosotros, herma-
nos y hermanas, vosotros que dais vida a esta ciudad, no podéis tomar
parte en sus decisiones. Vosotros tenéis que obedecer nada más, tal
como grita el mismo Lutero desde su madriguera principesca. Los
viejos creyentes vienen a decirnos que los buenos cristianos no pue-
den ocuparse del mundo, que deben cultivar su fe en privado, seguir
sufriendo en silencio los atropellos, porque todos somos pecadores
condenados a expiar.
»Pero he aquí a los mensajeros de la esperanza, he aquí que vie-
nen a anunciarnos el final del viejo cielo y de la vieja tierra, a fin de
que nosotros aspiremos a otros. Estos dos hombres han recogido
nuestro grito de indignación y han venido a dar testimonio, como
Enoc y Elías, a decirnos que no estamos solos, que ha llegado la hora.
Los poderosos de la tierra serán destronados, caerán sus sitiales, por
la mano del Señor. Cristo no viene a traer la paz, sino la espada. Las
puertas están abiertas ahora para aquellos que sean capaces de atre-
verse. ¡Si creen que nos aplastarán de un sablazo, con la espada para-
remos ese golpe para devolverles ciento por uno!
250
de tantos años, estoy en el lugar adecuado. Había que llegar a esto, a
nada más, a esta verdad: no hay fe sin conflicto. Así ha sido siempre
y, aunque se me da una higa mi fe, hoy vuelve a arder algo que había
perdido en la llanura de mayo. Y es la certidumbre que me habías
dado: nunca liberaremos nuestros espíritus sin antes liberar nuestros
cuerpos.Y si no lo logramos, no sabremos qué hacer de estos cuer-
pos: son tiempos en los que la miseria y la horca no son cosas tan dis-
tintas.Y entonces vale de nuevo la pena sacudirse el yugo y aceptar
cuanto el destino nos tenga reservado al final. Lucharemos una vez
más. De nuevo. O moriremos en el intento.
–Jan anda por estos caminos, sin ninguna meta, igual que un náu-
frago a la deriva, y busca una señal, un indicio, que le permita com-
prender si encontrará lo que anda buscando. –El tono sube rápida-
mente–: ¡Pobre estúpido, hijo de perra de Leiden! La señal no está en
torno a ti, no está en las paredes, ni en los adobes, ni en el encalado,
ni en los adoquines, no, no encontrarás lo que andas buscando. La
señal es la búsqueda misma, la señal no eres sino tú que andas por el
fango de los caminos. Sois vosotros. Nosotros que andamos buscan-
do: nosotros que somos el presente, el aquí y el ahora. Los viejos
están parados, son cosa del pasado. Viejos creyentes ya muertos. El
ladrillo de la catedral nada dice. En cambio, vuestras miradas dicen
que Dios está aquí, que Dios está aquí ahora, su espíritu está entre
nosotros, en esta juventud, en estos brazos, estos músculos, piernas,
pechos, ojos.Algo inmenso se proyecta en el umbral de la vida, sucia,
maldita, insulsa vida de mierda que creías que no era más que una
ventosidad silenciosa en los designios divinos. ¡Y en cambio no! Dios
hará de ti un soldado. Escúchalo: Él te llama a una empresa.
Escúchalo, escúchalo en tu interior. Sí, yo lo oigo llamarte por tu
propio nombre, para la batalla final. ¡Jan, escucha, maldito gusarapo!
–Los ojos se fruncen de improviso, dos rendijas azules, vuelan a ras
de las cabezas, planean, luego se alzan nuevamente, en medio de un
silbido–: Sí, tú, bufoncharlatanputañero, porque de esto es de lo que
estamos hablando, ¡qué te creías! ¿Acaso pensabas luchar por un
251
pedazo de papel manchado de tus libertades cívicas? ¡Al infierno con
ellas! Dios está hablándote de algo muy distinto: no de Münster, no,
no de estas casas, ni de estas piedras, ni de estas calles, ni tampoco de
todo esto tal como es ahora. Sino que está hablando de aquello en lo
que se ha de convertir. ¡De vosotros y de mí en la Ciudad, herma-
nos! Dios no pide luchar por un tratado, ni por una paz justa: sino
combatir por la Nueva Jerusalén. ¡Un cielo y una tierra nuevos! ¡Un
mundo, nuestro nuevo mundo a este lado del océano! –Pánico y de
nuevo estupor en las miradas–. Esta es la promesa que pregonan los
charlatanes, los irresolutos, los ineptos, la chusma sorda a la llamada.
Que se rajen ahora y se dirijan al cementerio de la vieja fe. Nosotros
edificaremos la pirámide de fuego, fundaremos la Nueva Jerusalén.
¿Por nuestra propia cuenta?, te estarás preguntando. ¡No, Jan, hijo de
perra! Te crees tú ahora que estas sucias y callosas manos que nunca
han sabido construir nada más que castillos de mierda van a ser capa-
ces de amasar jamás la argamasa celestial. ¡Pues te equivocas, mente-
cato bufón! La promesa es clara:Yo os mandaré a un profeta, que os
guiará en la batalla y reunirá vuestras fuerzas para escupírselas a la
cara a mis enemigos. ¡Escuchad! Allanad el camino al profeta, que ha
enviado en el día de hoy a dos de sus emisarios, Jan de Leiden y Gert
del Pozo, para hacer prender la chispa. Cuando llegue el profeta, no
estaremos ya solos y Münster será un gran fuego, una gigantesca pirá-
mide de fuego que se alza contra el cielo, abre un boquete entre las
nubes y levanta una escalera hacia el reino.Ya sé que su simple nom-
bre hiela la sangre de los poderosos, de los ricos y de los impíos, que
corren a esconderse bajo sus colchas de brocado, tan pronto como lo
oyen resonar entre las filas de los miserables, publican edictos, dan
recompensas, estúpidos gigantes de pies de barro, ignorantes de que
Él está en todas partes, que sus apóstoles han llegado a las ciudades,
a los pueblos, llevando el anuncio del fin de los tiempos. ¡Y este
hombre es Jan Matthys, hermanos! ¡Él es el verdadero Enoc, aquel
que llegará al final de los tiempos para inaugurar la ciudad celestial!
¡Después de nosotros, Matthys el Grande!
Mudos, incómodos, callados. La ansiedad se ha extendido entre
las filas mientras Jan hablaba, un malestar perturbador, que impulsa
a la gente a mirarse unos a otros a la cara como buscando recono-
cerse y convencerse de que siguen siendo los mismos. Burgueses,
obreros, artesanos, madres, caras toscas, manos fuertes. Jóvenes todos
ellos, porque la miseria no da tiempo a envejecer. ¿Realmente he
venido a decir que existe todavía en alguna parte la esperanza de la
liberación y del Reino? La belleza madura de Rothmann, su predi-
cador, y los veinticinco años de Beuckelssen les susurran al oído que
es posible.
252
Un hombre corpulento, panza ahíta de cerveza y poderosos hom-
bros, abraza a Jan de Leiden besándolo en la barba. La delgadez de
Rothmann y su persuasiva voz aliadas con la mole del oso represen-
tante de las guildas artesanales de Münster: Berndt Knipperdolling,
curtidor y sastre. Se sube a la mesa que nos sostiene con un preocu-
pante crujir:
–Demos la bienvenida a los apóstoles del Gran Matthys de parte
de toda la comunidad de los hermanos de Münster. Todos los aquí
presentes contaréis esta jornada a vuestros nietos, porque este es el
principio de todo. Dios ha puesto su mirada sobre nuestra ciudad de
Münster y ha decidido que es aquí donde todo dará comienzo.
Nosotros hemos iniciado la lucha y nosotros la llevaremos a cabo.
Y estad seguros de que no va a ser fácil: tendremos que resistir al obis-
po, arrebatar el poder de las manos de los notables, y ello con gran-
des sudores y tal vez no sin derramamiento de nuestra propia sangre
en esta empresa. Pero el momento ha llegado y no va a ser posible
postergarlo por mucho tiempo. Por esto os digo que quien no se vea
con fuerzas, que nos abandone ahora y que se vaya al infierno.Amén.
253
Me ofrece una vieja silla carcomida, único mueble del aposento
en el que se aloja, aparte del camastro de mimbre.
–Es difícil calcular las fuerzas reales con que podemos contar. La
situación es incierta. El obispo Von Waldeck puso pies en polvorosa
tan pronto como las cosas en la ciudad comenzaron a inclinarse del
lado protestante y ahora está a pocas leguas de aquí confabulando
con sus feudatarios. Los católicos están escondidos y cagados de
miedo en espera de que el muy cerdo regrese, posiblemente armado,
y nos borre del mapa a nosotros los baptistas y a todos los luteranos.
–¿Y por qué no lo hace?
–Porque sabe que si lo hiciera despertaría el espíritu municipal de
Münster y contribuiría a coligar a todos contra él. La ciudad no
quiere volver a ser una posesión personal suya. –Una sonrisa–. Algo
bueno hemos hecho por ellos, no pueden dejar de reconocerlo.Von
Waldeck es listo, amigo mío, muy listo. No hay que cometer el error
de infravalorarlo o pensar que está fuera de juego. Sigue siendo nues-
tro mayor enemigo.
Comienzo a comprender:
–¿Y dentro de la ciudad?
Se enciende:
–Los luteranos y los católicos hacen piña para obstaculizar nues-
tro éxito entre el pueblo, los obreros y los artesanos de Knipper-
dolling. Casi todos los grandes mercaderes que votan para el Consejo
son luteranos, y han elegido a dos burgomaestres de los suyos:
Judefeldt y Tilbeck. Judefeldt es alguien de quien uno no puede fiar-
se y está tan acojonado que teme al obispo como si fuera el mismí-
simo diablo. Tilbeck parece dispensarnos un trato de favor, haría
cualquier cosa con tal de no dejar entrar en la ciudad a los episcopa-
les, pero tampoco de él puede fiarse uno demasiado. El pueblo llano
se inclina de nuestro lado, cosa que los espanta, pues tienen miedo de
verse apartados del poder.Y bien que hacen en tenerlo. Pero a su vez
no se fían de los católicos, porque temen que estos entreguen la ciu-
dad al obispo. –Se encoge de hombros–. Como puedes ver, la situa-
ción es todo menos clara. Hemos de actuar en dos frentes: el obispo
allí fuera, con sus espías en la ciudad y los luteranos en el interior,
adversarios suyos pero no ciertamente amigos nuestros. Hasta ahora
hemos conseguido vencerlos cada vez que han tratado de expulsar-
nos. La población nos ha defendido, ella es nuestra fuerza.
–El pueblo, sí.Tus palabras de hoy me han recordado a un hom-
bre al que conocí hace años, cuando tenía más o menos la edad de
Jan. Luché por esas palabras.Y te confieso que no creía que fuera a
hacerlo de nuevo.
–¿Quiere ser un cumplido?
254
–Creo que sí. Pero quiero que sepas que entonces lo perdí todo.
Una mirada comprensiva:
–Comprendo. ¿Tienes miedo? ¿Teme el apóstol del Gran Matthys
ser derrotado por segunda vez?
–No, no es eso. Lo único que quería decir es que debes andarte
con cuidado, ser prudente.
Se pasa una mano por entre los cabellos y alisa las arrugas de la
ropa. Una pobre tela llevada con increíble elegancia:
–Lo sé. Pero ahora cuento con unos excelentes aliados a mi lado.
–Siempre consigue lisonjearte–. Jan de Leiden ha hablado con fuego
en las venas.
Me carcajeo:
–Jan es un loco, un redomado majadero, un gran actor y un puta-
ñero de éxito. Pero sabe salirse con la suya, por supuesto. Es impor-
tante tenerlo con nosotros, lo he visto actuar: cuando quiere es una
verdadera máquina de guerra.
Esta vez nos reímos juntos.
255
CAPÍTULO 25
Münster, 13 de enero de 1534, noche
256
–Sí, Matilda, tu chicha me hace gozar. Las delgadas no, porque yo
soy un tripero.
–¡Vete a tomar por culo!
–¡Te lo juro! Todos picaban, aunque solo fuera para poder de-
cir que se habían acostado con una a la que hacían falta cinco para
levantar.
Un beso agresivo hace callar a Knipperdolling. Por mi parte, no
tengo necesidad de un tapabocas semejante. Medio tumbado por el
suelo, con la nuca apoyada en la pared y una muchacha que me la
chupa lentamente, he perdido hace rato el don de la palabra.
Jan está ahora medio sofocado por su procaz compañera. Diríase
que ha tenido éxito en su tarea de hacerlo callar.
Así, en medio del silencio general, Knipperdolling comienza a
emitir un sordo, jadeante, definitivo mugido.
–¿Siempre llegas a la meta tan deprisa, amigo Berndt? –lo in-
terroga Jan con su acostumbrada risa sarcástica–. Tengo el re-
medio apropiado para tu caso. Pon a hervir dos cebollas en agua y
cuando esté fría te la enjuagas dentro. –Agita las manos en el
aire–. Es infalible, te lo garantizo. Por otra parte, si pasas por Leiden,
no olvides preguntar por Hélène. Trabajaba para mí: es la única
ramera que conozco que consigue hacerte gozar sin que te corras
nunca.
–¿Y cómo lo hace?
–No tengo la menor idea, pero de veras que lo consigue. Piensa
que hacía que me la pagaran por horas y tenía que hacer incluso
reservas.Y quiero contarte una cosa: en cierta ocasión vino uno que
quería echar un polvete rápido, ¿me explico? Y en cambio ella creía
que debía tenerlo allí por lo menos una horita. El tipo parece que
arremetía como un condenado, pero como si nada. Al cabo de un
rato va y se pone nervioso de golpe. Saca el cuchillo y le hace un chir-
lo en la cara, ¿me explico? Naturalmente que fue lo último que hizo
en su vida. ¡Joder, mira que arruinarme un capital como ese!
Knipperdolling aparta el pelo de ella de su caraza sudada y mira
en dirección a Jan:
–¡Mierda! –Es su único comentario.
Se me escapa una risita, pero no tengo fuerzas para exponerle la
extraña costumbre de nuestro actor: cuando cuenta alguna patraña
nunca consigue reprimirse ese «¿me explico?». Es un método infali-
ble para restarle exageración a sus anécdotas.
Knipperdolling no quiere ahora perderse ninguna de las historias
de su amigo rufián:
–¿Qué decías antes de los indígenas de las Indias?
–¿Cuándo?
257
–Hace un momento, ¿no? ¡No sé qué historia de que se nos han
adelantado en el Reino de los Cielos!
–Ah, nada. Me lo contó un marinero cliente mío que estuvo por
aquellos mundos. Allí son mucho más bajos que nosotros, pero tie-
nen un pistolón así de grande.Y por si puede ser de tu interés, otro
cliente, que estuvo en África, me dijo que allí se circuncidan porque
a las mujeres les gusta mucho más.
–¡Esos apestosos de los judíos! Entonces, seguro que también ellos
lo hacen por ese motivo, claro que pueblo elegido...
Ahora también Jan ha llegado al final. La alusión a Israel lo exci-
ta más aún. Levanta los brazos al cielo y no se contiene:
–¡Vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación
santa!
Pronuncia la última vocal como un largo lamento, mientras que
lentamente se deja caer sobre la cama.
Si puedo preciarme de conocerlo, no volverá a abrir el pico.
Pasan unos pocos minutos y está de nuevo cabalgando. No lo
conozco, después de todo, tan bien.
–Señores, señor, amigos todos, por favor. –Desnudo, los brazos
abiertos, de rodillas sobre la cama–. En primer lugar algunas instruc-
ciones, o preguntas, si os parece: tú, amigo Berndt, quizá tienes inten-
ción de matarme de sed, tacaño tendero de mierda, ¿es así acaso?
Porque entonces recaerán sobre ti...
–Ah, sí, sí, coño, ya voy, voy enseguida, pero, pero es que me das
miedo, pues chupas más que una esponja, como si no lo supiera yo...
La barriga de Knipperdolling se bambolea hacia el cuarto de al
lado.
–¡Bravo, bravo! –aplaude ruidosamente–.Y tú, amiga, fiel y santa
putita mía, tú sigue, sigue jugueteando con el divino hisopo que
tengo entre las piernas, mientras el Santo Rufián os cuenta la histo-
ria de sus nobles orígenes. Así, estupendo, así.
Knipperdolling vuelve con tres botellas de aguardiente y una son-
risa bobalicona impresa en la cara que se apaga cuando cae en la
cuenta de que su dama hunde ahora la cara completamente en
el culo de Jan.
–¡Bien, estoy listo, mejor dicho, no, Gert! Gert, ¿hay alguien ahí?
¿Estás seguro de que tu querida damisela no te la ha disuelto del
todo? ¡Hace una hora que la tiene en la boca, corre el riesgo de aho-
garse!
–¡Vete a la mierda! –es mi respuesta.
–No, amigo, no, no es eso, por el propio bien incluso de la seño-
ra Besamelculo que tengo aquí debajo. Pero ahora basta, ¡un poco de
atención, por favor!
258
Knipperdolling no está muy convencido, hace ademán de arro-
jarse torpemente en medio de aquella confusión de carne y ocupar
posiciones.
–Mi madre era una inmigrante alemana, soltera. Se dejó poseer en
una zanja por el viejo Schulze Bockel, gran faldero de El Haya, y me
trajo al mundo con el nombre de Johann, en holandés Jan.A los die-
ciséis años me embarqué en un navío mercante: Inglaterra... Flandes,
Portugal... Lubeck... Luego el contramaestre comenzó a demostrar
una atención especial por mí. Una noche, durante una borrasca, le
rompí la crisma con un remo y lo arrojé por la borda. Dos días des-
pués desembarqué en Leiden y me metí en la cama de su mujer.
Consolé a la pobre viuda durante un par de años, viví en su casa y
retiré una pequeña suma de sus ahorros. La señora me encontró tra-
bajo de sastre: decía que yo estaba hecho para aquel oficio, pero no
sé qué se lo hacía pensar, pues yo nunca he tenido las menores ganas
de dar golpe. Menudo putón que estaba hecha: había perdido a un
marido grueso y beodo a cambio de un maravilloso veinteañero...
Pero mi verdadera vocación era otra muy distinta, yo no quería
pasarme la vida agachando el lomo, estaba llamado a algo mejor, más
elevado y espiritual, hacer de actor, escribir versos, tenía que dejar a
aquella pelleja... vivir mi vida... sí. ¿Por dónde iba? Ah, sí, cuando dejé
plantada a la viuda y abrí mi taberna... una mancebía de gran lujo,
buenas ganancias y pocos fastidios. Alegraba la vida de los clientes
declamando mis estrofas, antes de que las muchachas se ocupasen de
ellos. En cierta ocasión representé también, en una iglesia, pasajes del
Antiguo Testamento de memoria, hacían falta cojones. La Cámara de
los Rectores me hizo miembro honorario. Habéis de saber que estos
eran asiduos frecuentadores de mi burdel y se les hacía descuentos
especiales, precios de favor. ¡Estaba más cerca yo de Dios en medio
de mis rameras que todos esos letrados que tenían la podredumbre
delante de sus narices y que venían luego a dejarse mimar la picha
por ellas!
»Un día llegaron a mi burdel dos caminantes que me enviaba Dios.
Uno era Jan Matthys y el otro ese con el que Inge se está refocilando
sobre la alfombra. Gert, ¿sigues vivo? Y van y me dicen: “Jan de
Leiden, el Señor tiene necesidad de ti, abandónalo todo y síguenos”.
–Y tú lo hiciste...
–Por supuesto, porque sentía que era lo más acertado que se podía
hacer, que era mi destino, coño. Dios me habló y me dijo: «¡Jan, bas-
tardo chuloputas, te puse sobre la tierra por una razón, no para que
te revuelques en el fango y el vicio durante toda tu vida! Levántate
y sigue a estos hombres, pues hay un trabajo que cumplir».Y aquí nos
tienes recibiendo a tu comité de bienvenida. ¡Y nuestra gratitud,
259
amigo Berndt, te seguirá hasta el cielo, donde recibirás lo que me-
reces!
Knipperdolling ríe a carcajada limpia con las manos en los co-
jones:
–Y una porra, malasombra, y una porra, pero escucha una cosa, al
comienzo decías no sé qué de los indígenas, supongo que se trata de
una tontería.
–Como un brazo de larga, Berndt, como un brazo.
Knipperdolling se pone sombrío. Jan le da un tiento a la botella y
se deja caer cuan largo es sobre la cama. Comienza a parlotear:
–¿Quién soy? A ver si lo adivináis, ¿quién soy?
Silencio.
–Vamos, vamos, que es fácil.
Coge el borde de la sábana con dos dedos y comienza lentamen-
te a taparse:
–¿Quién soy?
–Un borracho perdido.
Se pone en pie, muy serio, envuelto en la sábana:
–¡Maldito seas, Canán! ¡Esclavo de los esclavos será para sus her-
manos! –Un grito a Knipperdolling–: ¿Quién soy?
El jefe de las guildas me mira espantado, visiblemente atemori-
zado.
Me dispongo a tranquilizarlo cuando Inge levanta la cabeza, se
vuelve hacia Jan y dice:
–Noé.
260
CAPÍTULO 26
Münster, 28 de enero de 1534
261
Tres golpes de aldaba y al cabo de un instante una voz conocida:
–¿Quién sois?
–Gert del Pozo.
–¿Cuál es la contraseña?
Aprieto el imperdible:
–El Verbo se hizo carne.
Cerrojos que se descorren: Rothmann me hace señas de que
entre, una rápida ojeada a mis espaldas, antes de volver a cerrar la
puerta.
–Por suerte te hemos encontrado: soplan muy malos vientos.
–¿Qué sucede?
–¿No te has enterado de nada?
Me encojo de hombros como para disculparme.
La preocupación se lee claramente en su semblante:
–El obispo, ese hijo de puta, ha hecho fijar un edicto: nos ha pri-
vado de todos los derechos civiles, a nosotros y a todo aquel que nos
brinde su apoyo. Amenaza con represalias sobre la ciudadanía si esta
sigue respaldándonos.
–Mierda.
–Von Waldeck está preparando algo, lo conozco, quiere dividir-
nos, espera poner a los luteranos de su parte para aislarnos. Ven,
hemos convocado esta reunión para decidir cómo reaccionar. Ne-
cesitamos conocer el parecer de todos.
El comedor está ya abarrotado, una veintena de personas se apiña
en torno a la mesa redonda, la algarabía recuerda el ruido del mer-
cado percibido de lejos. Knipperdolling y Kibbenbrock están discu-
tiendo en voz baja entre sí, la caras amoratadas de los dos represen-
tantes de los gremios del textil hablan por sí solas.
Al verme me hacen una señal de que tome asiento a su lado. Me
reúno con ellos abriéndome paso con los codos, Beuckelssen está ya
allí, un gesto serio de saludo:
–¿Te has enterado del edicto?
–Acaba de contármelo Rothmann, no sabía nada, he estado de
charla todo el día.
Rothmann hace cesar el alboroto con grandes aspavientos, los
hermanos se hacen callar unos a otros.
–Hermanos, este es un momento serio, inútil es ocultarlo, la
ofensiva de Von Waldeck no persigue otra cosa que aislarnos en
la ciudad, ponernos fuera de la ley para poder así perseguirnos, po-
siblemente con la connivencia de los luteranos. Esta noche vamos a
tener que decidir cómo defendernos, ahora que el obispo ha descu-
bierto sus cartas y presenta batalla, y el peligro se cierne sobre no-
sotros.
262
Llaman a la puerta, caras atónitas, alguien corre a ver quién es, la
contraseña resuena hasta aquí, más de una, son varios.
Una docena de obreros, martillos y hachas en mano, encabezada
por un pequeñajo flaco y cetrino, con un pistolón al cinto, mirada de
hijo de puta y ademanes rápidos. Es Redeker, bandido de oficio, que
se unió a los baptistas para aligerar las bolsas de los ricos y luego fue
convertido a la causa común. El propio Rothmann lo bautizó hace
unos pocos días, después de que tuviera la cortesía de aportar a los
fondos baptistas el fruto de una rapiña de lo más lucrativa: quinien-
tos florines de oro arrebatados al caballero episcopal Von Büren, una
proeza memorable.
Rothmann les dirige a todos ellos una mirada fulminante:
–¿Qué significa esto?
–Que la gente no quiere quedarse cruzada de brazos mientras les
estrechan la cuerda en el cuello.
–No es motivo suficiente para venir armados a casa de Knip-
perdolling, hermano Redeker. No debemos dar a nuestros adversa-
rios el menor pretexto para atacarnos.
–Sucederá, en cualquier caso, ¿o qué te crees? –El pequeñajo está
negro de la rabia–. Derrotarles a tiempo, esto es lo que hay que hacer,
y rápido. ¡Los luteranos están dispuestos a lamerle el culo a Von
Waldeck y a vendernos a todos nosotros! Los han visto transportar
armas a la otra orilla del canal, al monasterio de Überwasser: están
preparándose para atacarnos.
–¡Redeker tiene razón, coño! ¡No podemos esperar a que entren
por esa puerta para cortarnos el cuello! –Llega el eco de quienes lo
han seguido, un coro de incitaciones–: ¡Sí! ¡Caigamos sobre ellos, y
acabemos con esa gentuza de una vez por todas!
Rothmann frunce la mirada, como un lobo:
–¿Qué es lo que queréis hacer?
Redeker lo mira de arriba abajo, plantado allí en medio de la
estancia:
–Lo que yo digo es que los echemos fuera. Cortémosles el cue-
llo a los papistas y también a los luteranos.Antes me fiaría de una ser-
piente que de ese Judefeldt y de sus compadres del Consejo.
–¿Y Tilbeck? El otro burgomaestre no se muestra hostil a nos-
otros, ¿quieres cortarle el cuello también a él?
–Están todos de acuerdo, Rothmann, ¿o es que no lo ves? Uno se
hace el bueno y el otro el duro, son unos vendidos, prefieren mil
veces a Von Waldeck que a nosotros, solo esperan la oportunidad más
propicia para apuñalarnos mientras dormimos, y el obispo se la está
ofreciendo en bandeja de plata. Acabemos con este asunto y quien
tenga que irse al infierno que se vaya enseguida.
263
Rothmann se cruza de brazos, da unos pasos meditabundo como
un histrión:
–No, hermanos, no. Ese no puede ser el camino. –Deja que sus
palabras concentren la atención de los bandos en disputa–.A lo largo
de dos años hemos luchado, unidos, a veces solos, ganándonos el
apoyo de la población de Münster, de los obreros, paso a paso, sem-
brando la semilla de nuestro mensaje, recogiendo adhesiones en la
ciudad y ahora también de fuera de ella. –La mirada cae sobre mí,
sobre Beuckelssen–. Los apóstoles de Matthys están aquí.Y junto con
ellos está afluyendo más gente, guiada por la esperanza, hasta nuestra
ciudad.Y ellos, estos hombres y estas mujeres llenos de fe en Dios y
en nosotros, sí, hermanos, en nosotros, en nuestra capacidad de ganar
esta batalla, no pueden ver puesto en peligro todo en una sola noche,
por una simple oleada de pánico. No solo su fe nos da fuerza, sino
también su contribución material, hasta patrimonial, hermanos, las
donaciones que nos hacen.
Un murmullo recorre la sala, miradas interrogativas que buscan a
los donantes.
La rabia contenida de Redeker lo interrumpe:
–También yo he aportado a la causa un montón de dinero.
¡Y digo ahora que con ese dinero compremos cañones!
–¡Sí, una espingarda y espadas!
–¡Y pistolas!
–No, no puede resolverse todo así, sin tener en cuenta ni nues-
tros esfuerzos, Redeker, ni nuestro trabajo. Si ahora iniciamos una
matanza, ¿qué dirán en las ciudades vecinas?, ¿qué los hermanos que
miran a Münster como a un faro de la cristiandad renovada? Pen-
sarán que somos unos locos sanguinarios y se echarán atrás. Lo que
tú has aportado a la causa, lo que otros aportan hoy, no es un botín
de guerra.Y yo digo que puede ser utilizado de forma muy distinta
y provechosa.
–¿Qué coño significa eso?
–Pues significa que hoy el obispo trata de poner a la población
contra nosotros, amenazándola si nos brinda su apoyo. Pues bien,
nosotros hemos de actuar de manera que permanezcan de nuestro
lado. Hay que ser los capitanes de los humildes, no solo de nosotros
mismos. ¿No comprendes que eso es lo que quiere Von Waldeck? Yo
no le haré el juego; reaccionaremos, Redeker, pero más eficazmente.
–Una pausa para crear expectación–. Propongo que la asamblea deli-
bere sobre la utilización de los dineros recogidos en favor de un
fondo para los pobres. Que todos los menesterosos puedan tener
acceso, de acuerdo con las modalidades que decidamos, a una caja de
mutuo socorro, y que quien más tenga contribuya como pueda.
264
Sentados, Knipperdolling y Kibbenbrock asienten convencidos.
Redeker menea sus piernas, indeciso: eso no basta.
Rothmann insiste:
–Así los pobres comprenderán que su causa es nuestra causa. El
fondo de asistencia mutua será más útil que ningún sermón, algo tan-
gible en sus vidas. ¡Ya pueden los luteranos tramar cuanto quieran,
pues nosotros seremos más fuertes, el obispo ya puede publicar mil
edictos, pues tendremos al pueblo de nuestra parte!
Ha terminado, los dos se quedan mirándose durante un largo rato.
De espaldas a Rothmann, un asentimiento de cabezas; detrás de Re-
deker, un rumor de incertidumbre.
El bandido tuerce el gesto:
–¿Y si deciden darnos por saco?
Me levanto volcando la silla, debajo de la capa desenvaino la daga
y la pongo sobre la mesa, Rothmann y Knipperdolling se sobre-
saltan.
–Si es el acero lo que quieren probar, pues serán bien servidos,
hermano, palabra de Gert del Pozo. Pero si el pueblo está con nos-
otros, las espadas se alzarán a millares. –Un silencio sepulcral en toda
la sala–. Ahora saldremos para arrancar el edicto del obispo y los lute-
ranos verán que no le tenemos miedo a Von Waldeck y mucho
menos a ellos. Que se lo piensen dos veces antes de atacarnos.
El asombro de todos se desvanece rápidamente, así como también
la tensión de Rothmann. Redeker me mira fijamente con descaro, al
otro lado de la espada, y apenas si asiente.
–De acuerdo. Haremos como dices. Pero ninguno de nosotros
tiene la menor intención de ser un mártir. Si tienen que joderme,
quiero que sea teniendo yo la espada en la mano, llevándome por
delante a un buen puñado de esos bastardos.
Entendimiento alcanzado, mérito de las palabras de Rothmann y
de la acción eficaz del apóstol de Matthys. Se somete a votación la
creación de una caja para los pobres: unanimidad. Kibbenbrock, pa-
pel y pluma, apunta todo en los libros de contabilidad, mientras
Redeker organiza pelotones de cinco hombres para que arranquen
el edicto de las paredes de la ciudad.
Rothmann y Knipperdolling me cogen en un aparte, mientras los
hermanos salen en grupitos de tres o cuatro para no llamar la aten-
ción. La noche se traga las formas una tras otra.
Palmada en la espalda y un cumplido:
–Las palabras adecuadas. Era lo que querían oír.
–Y es lo que yo pienso. Redeker es arrojado, pero sabe lo que se
hace. Hemos conseguido hacerle entrar en razón y ha comprendido.
Knipperdolling se encoge de hombros:
265
–Es un salteador de caminos, de trato difícil...
–Un bandido que roba a los ricos caballeros para dárselo a los más
pobres. Buena falta nos harían tipos así. Matthys dice que es entre la
escoria de la sociedad donde encontraremos soldados de Dios, entre
los últimos, los fugitivos de la justicia, los saltimbanquis, la rufianería...
Hago un gesto en dirección a Beuckelssen, arrellanado en un asiento
cerca de la chimenea, medio adormilado con las manos en los testículos.
El grueso tejedor se rasca la barba:
–Según tú, ¿se llegará a las armas?
–No lo sé;Von Waldeck no me parece el tipo de persona que ceda
fácilmente.
–¿Y los luteranos?
–De ellos dependerá, creo.
Knipperdolling continúa rascándose la barbilla:
–Hum. Oye, falta menos de un mes para las elecciones que debe-
rán renovar el Consejo y los burgomaestres. Kibbenbrock y yo po-
dremos presentarnos como candidatos.
Rothmann sacude la cabeza:
–Nuestros defensores son demasiado pobres para poder votar: o
cambias el ordenamiento o has perdido antes de empezar.
El parecer de los apóstoles de Matthys parece ser esencial, insisto:
–Os deseo de todo corazón que consigáis tomar la ciudad pací-
ficamente, pero por los vientos que soplan las cosas podrían ir de
modo muy distinto.
Rothmann asiente serio:
–Por supuesto. Ya se verá. Mientras tanto, que el fondo para los
pobres empiece a funcionar de forma inmediata. Elecciones o no,
conseguiremos dejar en minoría a los luteranos y católicos. Por pre-
caución trasladaremos el culto de las parroquias a las casas particula-
res para protegernos de los espías.
–Que el Señor nos asista.
–No tengo la menor duda de que así será, amigos míos, y ahora
si me lo permitís me voy con los hermanos a hacer pedazos el edic-
to del obispo.
–Y a Jan, ¿lo dejas aquí?
Knipperdolling me recuerda a nuestro amigo, acurrucado al amor
de la lumbre.
–Déjalo que duerma, no nos sería de gran ayuda...
Fuera, la noche es glacial, ninguna luz, unos escalofríos me re-
corren por debajo de la capa, mientras busco la calle por la plaza del
Mercado. Me es de ayuda el recuerdo de los largos deambulares por
estas calles.Apenas una sombra, la sensación de una presencia y tengo
ya la daga desenvainada, esgrimida en la oscuridad delante de mí.
266
–Detén esa mano, hermano.
–¿Por qué debería hacerlo?
–Porque el Verbo se hizo carne.
De la oscuridad surge un rostro, estaba en la reunión.
–Si te hubieras acercado un poco más, te la habría clavado sin
pensármelo dos veces... ¿Quién eres?
–Uno que ha admirado tu modo de actuar. Me llamo Heinrich
Gresbeck.
Una cicatriz oblicua quiebra su entrecejo, ojos azules, bien plan-
tado, más o menos de mi edad.
–¿Eres de aquí?
–No, de un pueblo de aquí cerca, aunque la última vez que estu-
ve por aquellos pagos fue hace diez años.
–¿Predicador?
–Mercenario.
–No creía que hubiera baptistas adiestrados para combatir.
–Solo tú y yo.
–¿Qué te hace suponerlo?
–Reconozco una buena espada. Matthys sabe elegir a sus hom-
bres.
–¿Es lo único que querías decirme?
El rostro es macilento, la cicatriz hace que los rasgos parezcan
mucho más sombríos y amenazantes de lo que en realidad son:
–Admiro a Rothmann, fue él quien me bautizó. Tenemos un gran
predicador, tarde o temprano necesitará también un capitán.
–Te refieres a mí. ¿Y por qué no tú?
Sonríe burlonamente, dientes blancos:
–No bromees: yo soy el pequeño Gresbeck, tú el gran Gert del
Pozo, el apóstol.Te seguirán, igual que te han escuchado esta noche.
–Estos no son mercenarios, hermano.
–Lo sé. No combatirán por el botín, combatirán por el Reino, y
por eso son muy capaces de darles por culo a todos. Pero alguien ten-
drá que mandarlos.
–Yo ocupo el puesto de Matthys hasta que él...
–Matthys trabajaba de panadero, no bromeemos, el de Leiden era
un rufián, Knipperdolling y Kibbenbrock son tejedores. Rothmann,
hombre de Biblia.
Asiento, sin añadir nada. Una tranquilidad:
–Cuando llegue el momento, ya sabes dónde encontrarme.
–Estaremos todos. Y ahora vamos a limpiarnos el culo con ese
edicto.
Se adentra ya en la noche de la calle, a la caza del fantasma de Von
Waldeck.
267
CAPÍTULO 27
Wolbeck, en las cercanías de Münster, 2 de febrero de 1534
268
No queda más remedio que reventar la puesta en escena. Hemos
obligado a Judefeldt y al Consejo a aceptar la presencia de los repre-
sentantes del pueblo de Münster elegidos para la ocasión: un gigan-
te monstruoso, un salteador de caminos, un picapleitos fracasado, y
todos nosotros guardándoles las espaldas.
Subimos las escaleras uno detrás de otro, en ordenada fila, tratan-
do de adoptar una actitud digna. Knipperdolling tiene lágrimas en
los ojos y por sus labios apretados con esfuerzo deja escapar peque-
ños retazos de su tremenda carcajada. Él fue el primero en mencio-
nar ese nombre, cuando buscábamos un jefe de delegación que estu-
viera a la altura de nuestras intenciones:
–¡Tile el Cíclope! ¡Sí, sí, él es el hombre que nos conviene!
La sala de la Dieta, en casa del caballero Dietrich von Merfeld, una
de las lenguas más ilustres de todas las que le lamen el culo al obispo:
vigas del techo taraceadas, tapices en las paredes de un burdo estilo, un
fanfarrón de tres al cuarto. Los escaños en los que están los vasallos del
obispo se abren como las alas de un pájaro. El huésped se sienta a la dere-
cha del trono, hinchado por la gala en su magna pompa: todos los blaso-
nes bien visibles para impresionar a los pobres burgueses ignorantes.
Y en medio el trono, los reposamanos de madera en forma de
cabeza de león, el escudo de armas episcopal al lado del de su linaje
campeando en lo alto del respaldo.
Imponente, negro de pies a cabeza.
Polainas relucientes; calzas de fina lana y una camisola elegante; el
broche del cinturón que sostiene la espada, damasquinado en la
empuñadura de una espada toledana auténtica; la sortija obispal relu-
ce en el dedo, oro y rubí, y en el pecho el medallón principesco del
Imperio. Dentro, un cuerpo flaco y erguido.
La cara del enemigo.
Cabello de plata y barba gris, el rostro macilento, sin mejillas, la
carcoma del poder corroyéndolo desde hace años.
Von Waldeck: cinco décadas bien llevadas y la mirada del águila
que avista la presa desde lo alto.
Henos aquí.
Tile Bussenschute, subyugado por los oros y estucos, se deshace
en una inclinación, con serio peligro para las costuras y los botones
del traje de Knipperdolling.
Uno de los caballeros del obispo se agita, estira el cuello y se
levanta con las manos en los brazos del asiento en un intento de saber
quién se esconde detrás de la montaña de carne que avanza poco a
poco hacia el centro de la sala. Hasta que el ciclópeo fabricante de
cajas se inclina tan profundamente que hace aparecer, tras de sí, la
sonrisa maliciosa e insolente de Redeker.
269
Es cuestión de segundos. Melchior von Büren, asaltado en la calle
por Telgte no hace más de un mes y robado a cara descubierta,
se encuentra frente al hombre que le rapiñó las tasas de sus tierras.
Tal vez no lo reconoce enseguida: entorna los ojos para ver mejor.
Heinrich Redeker no se refrena, sale disparado hacia delante como
si quisiera saltar de un brinco por encima de la espalda que tiene
enfrente, rojo como la grana, sacando pecho.
–¿Te escuece todavía el culo, amigo? –exclama con los dientes
apretados.
El desvalijado desenvaina por toda respuesta la espada con gesto
rapidísimo y la esgrime ante la cara del pálido Bussenschute.
–Bátete, bellaco, pagarás cada florín con una gota de sangre.
–¡Mientras tanto, toma un poco de esto! –le grita nuestro delega-
do escupiéndole en plena cara, por encima de los hombros del jefe
de delegación.
El caballero episcopal trata de responderles con una estocada de
su acero. El gesto pone no poco nervioso a Tile Bussenschute, que
siente pasar la hoja a un dedo de su oreja. Su reacción es inmediata:
con todas las fuerzas de que es capaz su brazo, estampa la mano abier-
ta contra la cara del espadachín que cae juntamente con su asiento,
derribando de paso a otros dos caballeros.
Judefeldt grita que se acabe aquel escándalo y trata de refrenar a
Redeker.
Von Waldeck, el águila, ni se inmuta, no dice palabra; nos obser-
va con la mejor mirada de desprecio de su repertorio. Redeker se
despacha como acostumbra: insultos para sus padres, sus muertos y
sus santos protectores.Arrasa con el árbol genealógico del adversario
con la virulencia de su hablar soez.
Nuestro Von der Wieck pega unos alaridos en medio de la con-
fusión, tratando de pasar por el serio abogado que nunca ha sido:
–¡En el lugar elegido para una Dieta rige la inmunidad para todos
y la absoluta prohibición de las armas!
Sus compadres contienen a Von Büren, que quisiera llegar hasta
Redeker, Judefeldt se deshace en vanos intentos por tranquilizar a
todos, incómodo y amoratado como un niño impotente.
La escena se interrumpe cuando Von Waldeck se pone en pie. Nos
quedamos de piedra. Su mirada reduce a cenizas la sala: ahora sabe
que el burgomaestre cuenta menos que un pitoche, sus adversarios
somos nosotros. Nos fulmina con la mirada en silencio, luego se da
la vuelta con desdén y se aleja, cojitranco, renqueando hasta la salida,
escoltado por Von Merfeld y por su guardia personal.
270
CAPÍTULO 28
Münster, 8 de febrero de 1534
Dos mesas más allá alguien se suma inmediatamente a las rimas del
jefe de las guildas y prosigue la descripción de las fugitivas de Über-
wasser. No le da tiempo de terminar, cuando ya otro ha aceptado la
invitación y celebra la gesta de Rothmann bajo los muros del con-
vento. La cosa funciona del siguiente modo: quien ha comenzado
la canción, en este caso Knipperdolling, le paga la bebida a quien la
concluye. Es una competición para ver quién deja a toda la taberna
sin estrofas que añadir.
271
–El colmo ha sido cuando les ha recordado a las monjas su fun-
ción procreadora. No sé cómo se las ha arreglado para permanecer
serio –recuerda Kibbenbrock sacudiendo la cabeza, incrédulo.
–Eh, ¿tenía razón o no? –replica el otro–. ¿A qué viene tanta risa?
Hasta la Biblia nos dice que hay que multiplicarse.
–¡Sí, eso, eso, a mí la que de veras me ha hecho reír ha sido la ma-
dre abadesa que, asomada a la ventana, trataba de llamar a las herma-
nas al amor por el único esposo!
–¡Esa pelleja de Von Merfeld! ¡Es una cerda y también una espía
del obispo! Recuerdos a las guapas novicias.
Llega una ronda de cerveza, invitación de Redeker, con el fruto
del botín conseguido en Wolbeck. El pequeñajo bandido baila enci-
ma de una mesa al ritmo de las alabanzas dichas en su honor. Está
borracho. Se baja las calzas contoneando los costados y repite a gran-
des voces la invitación hecha a las monjas por los partidarios de
Rothmann hace unas horas:
–¡Ánimo, hermanas, consolad a estos pobrecitos!
Un viejo con unos grandes bigotes me abraza a mí y a Knipper-
dolling por detrás:
–A la próxima ronda invito yo, muchachos –exclama contento–.
Desde que tengo conciencia de tener la minga, voy por Carna-
val con los amigos bajo las ventanas de los conventos para hacerles
proposiciones a las monjas, pero, por Dios, nunca las había visto sa-
lir. ¡Mérito vuestro, lo admito, os habéis comportado como unos
grandes!
Alzamos las jarras para brindar por el cumplido. El único que
deja la suya sobre la mesa es Jan de Leiden. Extrañamente no ha
dicho aún esta boca es mía. Se está quieto en su sitio, con aire de
desinterés. Si puedo preciarme de conocerlo bien, supongo que está
molesto porque no ha ido a armarla bajo la torre de Überwasser.
Ha tratado de conseguir algo parecido con las putas del burdel, in-
vitándolas a echar un polvo gratis con todos los que se hicieran
bautizar por Rothmann, pero no ha sacado de todo ello más que
insultos.
Levanta la vista y ve que lo estoy mirando fijamente. Se pone a
rascarse un hombro con ademán de fastidio, como queriendo adop-
tar una actitud digna, pero no es así. Aprovecha un momento de si-
lencio y se mete en la conversación:
–Eh, amigos, esta es fácil, escuchad: ¿quién soy, eh? ¿Quién soy?
Se rasca cada vez más fuerte empleando una cuchara sucia de
sopa. Knipperdolling se queda rígido sobre la silla. Alguien mira ha-
cia el otro lado para evitar la pregunta directa. Me siento en el deber
de salvarlos:
272
–Eres Job rascándose la roña, Jan, está claro. –Luego, vuelto hacia
los otros–: Pero ¿cómo es posible que no lo hayáis adivinado? Lo ha
hecho muy bien, ¿no?
Un coro:
–¡Es verdad, es verdad, bravo, Jan!
El actor se burla:
–Sí, está bien, esta era fácil. Pero prestad atención ahora. –Se des-
liza de la silla debajo de la mesa con un movimiento felino, resoplan-
do entre dientes con fuerza–: ¿Quién soy? ¿Quién soy?
Knipperdolling se levanta sin hacer ruido, murmurando que tiene
necesidad de orinar.
Desde debajo la voz insiste:
–¡No os vayáis, ignorantes! Os echaré una mano: «Había bajado
ya a las bocas del Hades, la región cuyos cerrojos se echaron sobre mí
para siempre; pero tú,Yahvé, mi Dios, salvaste mi vida del sepulcro».
–¿Quién recita de memoria el libro de Jonás en la taberna?
La voz incrédula y un tanto jocosa es la de Rothmann, que acaba
de acercarse a nuestra mesa. No le da tiempo al profeta de volver a
salir del vientre de la ballena cuando estalla una salva de aplausos de
admiración para el conquistador de Überwasser. Si hace una semana
hizo que las mujeres de Münster le entregaran todas sus joyas para
que pasaran al fondo para los pobres, hoy ha convencido a un tropel
de monjas para que abrazaran la fe renovada.
–En otros tiempos, para gustar a las mujeres hacía falta dinero –es
el comentario del tejedor–, pero ahora es menester interesarse por
las Escrituras. ¿Qué les das tú a nuestras señoras, Bernhard?
–Sobre vuestras señoras no pienso decir ni media palabra, pero
sobre las novicias de Überwasser sí diré que ha bastado con decirles
que si no salían Dios haría hundirse sobre sus cabezas la torre del
campanario. –Un estallido de carcajadas–.Y en cualquier caso, ami-
gos, dentro de esos muros, vocación hay poca; son esos obesos tende-
ros de sus padres los que convencen a las novicias para que renuncien
al mundo con tal de no tener que soltar la dote.
Un vaso de licor invitación personal del tabernero «al más fasci-
nante de todos los münsterienses» corre sobre la mesa. Rothmann se
lo toma a lentos sorbos. Una mirada a Beuckelssen:
–¡Pero qué cara de abatimiento tiene nuestro querido Jan! ¿Qué
te ha pasado esta noche, dónde has acabado?
El Santo Rufián se pone en pie de golpe:
–Buscaba inspiración, ¿me explico? Para el gran espectáculo de
esta noche. ¡Yo rechazo con absoluta firmeza la idea del pecado ori-
ginal! Por lo que ahora me despojaré de mis ropas y, desnudo como
el padre Adán, iré por las calles para invitar a los habitantes de la ciu-
273
dad a redescubrir al hombre incorrupto que todos llevamos dentro.
–Comienza a quitarse la casaca, cada vez más excitado, se abalanza
sobre el barrigón de Knipperdolling–. ¡Ánimo, amigo Berndt, tú y
yo seremos los actores principales de esta gran comedia del Edén!
–¡Coño, Jan, pero si está nevando!
Knipperdolling lanza miradas atemorizadas a su alrededor, luego
se deja convencer. Jan le está desatando ya el cinturón:
–¡Arrepentíos, ciudadanos de Münster, limpiaos del pecado!
El grito hace sobresaltarse a los parroquianos. No falta quien co-
mienza a repetirlo en son de broma y, como a modo de desafío, visto
el frío que hace en el exterior, una docena de personas comienzan a
despojarse de sus ropas. En el intento de comprender qué está pasan-
do, Redeker se distrae y lanza contra la pared su moneda, perdiendo
la primera de por lo menos quince partidas.
Jan grita a voz en cuello. Jan está completamente desnudo. Jan
sale del local. Knipperdolling sigue cada uno de sus pasos. Detrás de
ellos, una docena por lo menos de adanes. Una multitud se concen-
tra en la puerta de la Taberna de Mercurio. Hay que empujar para
asistir a la escena.
Knipperdolling, a pesar de la grasa de que está revestido, no pue-
de soportar el frío y corre como un río en crecida para entrar en ca-
lor. Jan lo alcanza. Se pone a la cabeza del extraño cortejo. La gente
sale a la calle y hace la señal de la cruz no se sabe si por devoción o
para alejar de sí una desgracia. Nos dispersamos entre los varios co-
rrillos de personas arrojándonos al suelo presa de fingida agitación,
pero se nos escapa la risa. Rothmann declama las visiones del libro
de Ezequiel, Redeker echa espumarajos por la boca, yo ataco con la
espada a unos demonios imaginarios.
Son muchos los que nos imitan divertidos, pensando en una es-
cena de Carnaval. Otros se lo toman incluso demasiado en serio. No
falta quien comienza a llorar y se postra de rodillas para pedir el bau-
tismo. Hay quien quisiera recibir castigos corporales y quien arroja a
las calles sus haberes. Un anciano, que ha sido uno de los primeros en
desnudarse, cae al suelo incapaz de moverse. Kibbenbrock lo cubre
con su pelliza y se lo lleva.
El sastre Scheider, cuya hija ya en una ocasión se sintió arrebatada
por los ángeles, grita con la mirada hacia el cielo:
–Mirad, Dios está sentado en su trono entre las nubes. ¡Mirad el
estandarte de la victoria que aplastará a los impíos!
Echa a correr a lo largo de las murallas, bate palmas, con los bra-
zos hace ademán de volar, salta, pero al no tener alas se cae en el
barro como un crucifijo.
274
CAPÍTULO 29
Münster, 9 de febrero de 1534, por la mañana
275
A todo correr hasta la plaza central: un blanco prado. En medio la
mole oscura de la catedral parece más grande aún. La agitación cir-
cula entre los corrillos reunidos bajo las ventanas del Ayuntamiento.
–El obispo quiere entrar en la ciudad armado.
–¡Y una porra! ¡Pues tendrá que pasar por encima de mi cadáver!
–¡Seguro que ha sido esa gran puta de la abadesa la que lo ha lla-
mado!
–Con nuestros tributos. Ese bastardo paga un ejército para joder-
nos vivos.
–No, no, esa gran cerda de la abadesa de Überwasser... Es por la
historia de las novicias.
A pesar del intenso frío, por lo menos quinientas personas han
acudido a la plaza movidas por la noticia.
–Tenemos que defendernos, necesitaremos armas.
–Sí, sí, oigamos qué dice el burgomaestre.
Descubro a Redeker en medio de una treintena de personas.
Aires chulescos de quien quiere expresar su parecer contra el de to-
dos los demás.
–Tres mil hombres armados.
–Sí, están a las puertas de la ciudad.
–Basta con subir a la ciudadela de la Judefeldertor para verlos.
Siento un golpe en la espalda, me vuelvo. Redeker contra todos,
bolas de nieve en la mano. Alguien debe de haber tratado de hacerle
callar. El alboroto cesa de improviso. Miradas hacia lo alto: el burgo-
maestre Tilbeck está en la ventana del Ayuntamiento.
Estalla un clamor de protestas.
–¡El ejército del obispo marcha sobre la ciudad!
–¡Algún cerdo nos la ha jugado!
–¡Nos han vendido a Von Waldeck!
–¡Hemos de defender las murallas!
–¡La abadesa, la abadesa, hay que encarcelar a la abadesa!
–¡Pero qué abadesa ni qué niño muerto, queremos los cañones!
Los corrillos se disuelven entre el gentío general. Parecen mu-
chos más. Tilbeck, engallado, abre los brazos para abarcar la plaza
entera.
–Gentes de Münster, no perdamos la calma. Esta historia de los
treinta mil hombres no ha sido confirmada aún.
–¡Pero qué coño, si los han visto desde las murallas!
–Sí, sí, uno que viene de Anmarsch. Están viniendo hacia aquí.
El burgomaestre ni se inmuta. Sacude la cabeza y con gesto será-
fico pide calma:
–Estad tranquilos: mandaremos a alguien para que lo compruebe.
La multitud intercambia miradas de impaciencia.
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–Ejército o no, el obispo Von Waldeck me ha dado personalmen-
te plenas garantías de que no violará los privilegios municipales.
Münster seguirá siendo una ciudad libre. Se ha comprometido a ello
personalmente. No demos muestras de haber perdido la cabeza: ¡es el
momento de ser responsables! Münster debe demostrar que está a la
altura de su antigua tradición de convivencia civil. En un momento
en el que todos los territorios limítrofes se ven sacudidos por guerras
intestinas y desórdenes, Münster está llamada a ser el ejemplo de
cómo...
Un bolazo le da en plena cara. El burgomaestre se agacha sobre el
antepecho, cubierto por una sarta de insultos. Uno de los consejeros
lo ayuda a levantarse. La sangre corre por el pómulo roto: la nieve
debía de esconder algo más.
En todo Münster solo hay una persona con semejante puntería.
Tilbeck se bate en retirada perseguido por los gritos de los más
encendidos.
–¡Vendido, vendido!
–¡Tilbeck, eres un cerdo: tú y todos tus amigos luteranos!
–¿Qué coño quieres? Si no fuera por vosotros, malditos anabap-
tistas,Von Waldeck no levantaría un dedo contra la ciudad.
–¡Bastardos, sabemos que estáis conchabados con el obispo!
Algunos se dan empujones. Vuelan los primeros mamporrazos.
Redeker está todavía solo. Los otros son tres, todos bien plantados.
No saben con quién se la están jugando. El más grueso de ellos suel-
ta un puñetazo a la altura de la cara, Redeker se agacha, lo agarra por
la oreja, se da media vuelta y le suelta un patadón en la entrepierna:
el luterano se dobla en dos, con los huevos en la garganta. Un rodi-
llazo más en la nariz y los dos compadres tienen ya bien sujeto a Re-
deker, que suelta coces como un mulo enloquecido. El gordo lo gol-
pea en el estómago. No le doy tiempo a repetir: un mamporrazo a
dos manos en la nuca. Cuando se da la vuelta los puñetazos llueven
en serie contra su nariz. Cae al suelo sentado. Me vuelvo, Redeker se
ha liberado del agarrón de los otros dos. Espalda contra espalda, nos
defendemos del ataque.
–¿A quién se le ha ocurrido esa historia de los tres mil caballeros?
Escupe al adversario y me da con el codo:
–¿Quién ha dicho que son caballeros?
Casi no puedo evitar reírme mientras nos arrojamos cada uno
sobre el nuestro. Pero la trifulca se ha generalizado, nos arrolla. Por
detrás de la catedral asoma un grupo de cincuenta hombres: los
tejedores de San Gil, apasionados por los sermones de Rothmann.
En cuestión de segundos los luteranos están en la esquina opuesta
de la plaza.
277
Redeker, más hijo de puta que nunca, me mira con expresión
sarcástica:
–¡Mejor que la caballería!
–De acuerdo, ¿y ahora qué hacemos?
Desde la plaza del Mercado, el sonar de las campanas de San
Lamberto. Como una llamada.
–¡A San Lamberto, a San Lamberto!
A la carrera hasta la plaza del Mercado, invadimos los tenderetes
ante la mirada atónita de los comerciantes.
–¡El obispo está a punto de entrar en la ciudad!
–¡Tres mil soldados!
–¡Los burgomaestres y los luteranos están conchabados con Von
Waldeck!
En medio de los tenderetes los útiles de trabajo diario se convier-
ten en armas. Martillos, hachuelas, hondas, azadas, cuchillos. En un
abrir y cerrar de ojos los mismos tenderetes pasan a convertirse en
barricadas que bloquean cualquier acceso a la plaza. Algunos han sa-
cado el reclinatorio de San Lamberto para reforzar esas murallas im-
provisadas.
Redeker me agarra en medio de la confusión:
–Los de San Gil han traído diez ballestas, cinco arcabuces y dos
barriles de pólvora. Me voy a la armería de Wesel a ver qué más pue-
do aprovechar.
–Yo voy a ver a Rothmann, hay que traerlo aquí.
Nos separamos sin pérdida de tiempo, rápidamente, corriendo
como flechas en medio de la rabia del pueblo bajo.
En casa del párroco de San Lamberto se encuentran también
Knipperdolling y Kibbenbrock. Están sentados a la mesa, con cara
de pocos amigos, y al verme entrar se ponen rápidamente los tres
en pie.
–¡Gert! Por suerte. ¿Qué diablos está pasando?
Miro de arriba abajo al predicador de los baptistas:
–Hace una hora llegó la noticia de que Von Waldeck ha armado
un ejército para marchar sobre la ciudad. –Los dos representantes de
las guildas palidecen–. No sé qué hay de verdad en todo esto, la noti-
cia debe de haberse magnificado por el camino, pero por supuesto
que no es una broma de Carnaval.
Knipperdolling:
–Están sacándolo todo, han tocado a rebato, he visto vaciar la
iglesia...
–Tilbeck se ha desenmascarado delante de todo el mundo. Bien
pudiera ser que los luteranos hayan llegado a algún acuerdo con Von
Waldeck. La gente está hecha una furia, los trabajadores del textil se
278
encuentran ya en la plaza, han levantado barricadas, Rothmann, es-
tán armados.
Kibbenbrock suelta una zapateta:
–¡Mierda! ¿Es que se han vuelto todos locos?
Rothmann tamborilea nervioso con los dedos sobre la mesa, pues
es él quien debe decidir lo que conviene hacer.
–Redeker se ha ido a buscar más armas, los luteranos podrían in-
tentar echarnos para entregar la ciudad al obispo.
Knipperdolling bambolea irritado su barrigón:
–¡Ese matachín de los cojones! Solo a él podía ocurrírsele seme-
jante cosa. Pero ¿es que no le has dicho que podría mandar al traste
todo cuanto hemos hecho? Si llegamos al enfrentamiento armado...
–Ya estamos, amigo mío.Y si ahora no os vais detrás de esas barri-
cadas os quedaréis aislados y la gente proseguirá por sí sola. Debéis
estar allí.
Un largo momento de silencio.
El predicador me mira directamente a los ojos:
–¿Crees que el obispo ha decidido no retrasar más la cosa?
–Ese es un problema que ya nos plantearemos después. Ahora lo
que conviene es que alguien tome las riendas de la situación.
Rothmann se vuelve hacia los otros dos:
–Ha sucedido antes de lo que me imaginaba.Vacilar ahora sería,
en cualquier caso, fatal.Vamos.
Bajamos a la plaza, son por lo menos trescientos, hombres y mu-
jeres que vociferan detrás de las barricadas, las herramientas de traba-
jo transformadas en lanzas, mazas, alabardas. Redeker empuja una
tartana cubierta por un toldo hacia el centro de la plaza. Cuando lo
levanta las hojas relucen al sol invernal: espadas, hachas, además de un
par de arcabuces y una pistola. Se reparten las armas, todos quieren
tener algo en la mano para defenderse.
Paso ligero, espada y pistola al cinto, el ex mercenario Heinrich
Gresbeck viene a mi encuentro.
–Los luteranos tienen el depósito de armas en Überwasser. Están
transportándolas a la plaza central.
Nos escruta como en espera de una orden de mi parte o de
Rothmann.
El predicador coge bien fuerte un mostrador del mercado y lo
arrastra hasta el centro, saltando encima de él.
–Hermanos, no es nuestra intención fomentar el conflicto fratri-
cida entre los habitantes de esta ciudad. ¡Pero si hay alguien que no
comprende que el verdadero enemigo es el obispo Von Waldeck, en-
tonces nos tocará a nosotros defender la libertad de Münster de
quien la amenaza! Y todo aquel que se una a este combate por la
279
libertad no solo gozará de la protección que el Altísimo reserva a sus
elegidos, sino que asimismo podrá acceder al fondo de asistencia
mutua que desde este momento es puesto a la disposición de la de-
fensa común. –Una salva de aclamaciones–. El faraón de Egipto está
allí fuera, y aspira a volver para convertirnos de nuevo en sus escla-
vos. Pero nosotros no se lo permitiremos.Y Dios estará con nosotros
en esta empresa. Dice, en efecto, el Señor: «Caerán los aliados de
Egipto y será abatido el orgullo de su fuerza: desde Migdol hasta
Asuán morirán a espada. Palabra del Señor Dios. ¡Sabrán que yo soy
el Señor cuando mande fuego sobre Egipto y todos sus defensores
serán aplastados!».
Los corazones se exaltan en una excitación unánime: el pueblo
de Münster encuentra a su predicador.
El imponente Knipperdolling y Kibbenbrock el Pelirrojo dan
vueltas entre los corrillos de los tejedores: el gordo del gremio mejor
organizado y más numeroso está ya allí.
Gresbeck me coge en un aparte:
–Parece que ha llegado la hora del ajuste de cuentas. –Una ojeada
a sus espaldas–.Ya sabes lo que hay que hacer.
Asiento:
–Reúne a los treinta más capaces delante de la iglesia, gente que
conozca bien la ciudad y con pocos escrúpulos.
Nos reunimos con Redeker, que ha terminado de vaciar la ca-
rreta.
–Forma tres grupos de cuatro hombres cada uno y mándalos de
ronda por la zona de Überwasser: quiero un parte cada hora de los
movimientos de los luteranos.
El pequeñajo se larga a escape.
A Gresbeck:
–Yo tengo que poder moverme, el mando de la plaza es tuyo.
Que nadie tome ninguna iniciativa arriesgada y que no puedan co-
gernos por sorpresa: manda proteger las barricadas, pon un vigía en
el campanario de la iglesia. ¿Con cuántos arcabuceros contamos?
–Siete.
–Tres frente a la iglesia y cuatro delante de la entrada de la plaza
central. Dispersarse aquí y allá serviría de poco.
Gresbeck:
–¿Y tú qué vas a hacer?
–He de hacerme una idea cabal de cuál es el campo de batalla y
quién domina las posiciones.
Redeker, exaltadísimo, está reuniendo a los hombres, me ve, alza
una pistola gigantesca y grita:
–¡Démosles por culo!
280
El reconocimiento desde las murallas ha sido tranquilizador: a simple
vista no hay ningún rastro de los tres mil mercenarios anunciados.
La segunda ronda viene a informar de que los luteranos han
apostado hombres armados con arcabuces en el campanario de la ca-
tedral y dominan desde allí la plaza del Ayuntamiento, cuya entrada
está atrancada por dos carros puestos de través, exactamente enfrente
de nuestra barricada. Detrás de los carros no más de diez luteranos,
pero perfectamente armados y aprovisionados desde Überwasser: en
caso de ataque no tendrán ninguna necesidad de ahorrar proyectiles.
En cambio nosotros tenemos que arreglárnoslas con lo que tenemos,
los disparos están contados.
La plaza del Mercado en la que estamos atrincherados es de fácil
defensa, pero puede resultar también una trampa. Hay que rodearlos,
cerrar el paso de los puentes sobre el Aa y aislar la plaza del Ayunta-
miento del monasterio.
–¡Redeker! Diez hombres y dos arcabuces.Vamos a cerrar el paso
del puente de Nuestra Señora, detrás de la plaza. Rápido.
Salimos por el puesto de defensa al sur de nuestra fortaleza. Re-
corremos rápidamente el primer trecho, nadie a la vista. Luego la ca-
lle se bifurca: hemos de tirar por la derecha, seguir la curva que lleva
al primer puente sobre el canal.Ya estamos, el puente está allí delan-
te. Un disparo de arcabuz da en el muro a un metro de Redeker que
camina en cabeza. Se vuelve:
–¡Los luteranos!
Bajan por una estrecha callejuela que lleva a la plaza central, otros
arcabuzazos.
–¡Vamos, vamos!
Mientras rehacemos el camino nos persiguen gritos y confusión:
–¡Los anabaptistas! ¡Ahí están! ¡Escapan!
A la altura de San Gil nos detenemos.
Le grito a Redeker:
–¿Cuántos has visto?
–Cinco, seis como máximo.
–Los esperaremos aquí, cuando asomen por la curva haremos fuego.
Listos para disparar: los dos arcabuces, mi pistola y la de Redeker.
Aparecen a una decena de pasos: cuento cinco, no se lo espera-
ban, se demoran, mientras nuestras armas hacen fuego a la vez.
Uno recibe un impacto en la cabeza y se queda tieso, otro cae ha-
cia atrás, herido en un hombro.
Salimos al ataque y los otros retroceden en desorden, arrastrando
al herido. Por la esquina aparecen otros, algunos toman por San Gil.
Nuevos disparos y luego el impacto: paro un golpe con la daga y el
281
mango de la pistola rompe la cabeza del luterano. Se produce una
confusión infernal. Más disparos.
–¡Vamos, Gert! ¡Disparan desde el campanario! ¡Vamos!
Alguien me agarra por detrás, corremos como unos locos con los
proyectiles que silban alrededor. De esta no salimos.
Llegamos a nuestras barricadas y nos introducimos dentro. Ense-
guida hacemos recuento: estamos todos, más o menos enteros, si ex-
ceptuamos un corte de espada en la frente que requerirá una sutura,
un hombro dislocado por el retroceso del arcabuz y una buena dosis
de miedo para todos.
Redeker escupe al suelo:
–Hijos de puta. ¡Cojamos un cañón y hundamos San Gil sobre
sus cabezas!
–Déjalo estar, la cosa ha acabado mal.
Knipperdolling y algunos de los suyos corren a nuestro en-
cuentro:
–Eh, ¿hay heridos? ¿Alguien ha estado a punto de morir?
–No, por suerte no, pero hay una cabeza que necesita un cosido.
–No te preocupes, coser es lo nuestro.
El herido es puesto en manos de los tejedores.
En nuestra ausencia, en medio de la plaza, donde estaban los ten-
deretes de los vendedores, ha sido dispuesto un fuego para hacer la
comida: algunas mujeres dan vueltas a una ternera en el espetón.
–Y esto, ¿de dónde ha salido?
Una mujer gorda y rubicunda que transporta cacharros de cocina
me aparta abriéndose paso con los codos:
–Gentileza del muy munífico consejero Wördemann. Sus mozos
de cuadra no han querido aceptar nuestro dinero, de modo que nos
la hemos llevado... ¡por las buenas! –Ríe contenta a carcajadas.
Sacudo la cabeza:
–Solo nos faltaba ponernos a cocinar...
La gorda deposita la carga, se pone en jarras y dice con aire des-
afiante:
–¿Y cómo quieres quitar el hambre a tus soldados, capitán Gert?
¿Con plomo acaso? ¡Sin las mujeres de Münster estarías perdido, te
lo digo yo!
Me vuelvo hacia Redeker:
–¿Capitán?
El bandido se encoge de hombros.
–Sí, capitán. –La voz de Rothmann nos llega de detrás, está en
compañía de Gresbeck, tienen unos pergaminos en la mano. El pre-
dicador tiene todo el aspecto de quien no quiere perder tiempo en
explicaciones–.Y Gresbeck es tu lugarteniente... –Advierte la agita-
282
ción inmediata de Redeker, que estira el cuello entre nosotros para
hacerse notar, y acto seguido añade resignado–: Y Redeker el se-
gundo.
–Ha ido mal.Yo quería dar la vuelta a la plaza, pero nos han cogi-
do por sorpresa antes de que pudiéramos cruzar el canal.
–Las rondas informan de que están atrincherados con las armas
en Überwasser. El burgomaestre Judefeldt está con ellos, junto con la
mayor parte de los miembros del Consejo;Tilbeck no. Son unos cua-
renta, y no creo que intenten atacarnos, están a la defensiva. Cuentan
con un cañón en el cementerio del convento; el edificio es inexpug-
nable.
Suelto un suspiro de alivio. ¿Y ahora?
Rothmann sacude la cabeza:
–Si el obispo ha reunido realmente un ejército, las cosas podrían
ponerse muy feas.
Gresbeck desenrolla el pergamino delante de mí:
–Echa una ojeada a esto mientras tanto. Hemos encontrado estos
viejos mapas de la ciudad. Pueden sernos de ayuda.
Aunque el dibujo no es preciso, están indicados incluso los pasos
más estrechos y todos los meandros del Aa.
–Excelente, veremos si nos sugieren algo. Pero ahora hay una cosa
que hacer, la idea me la ha dado Redeker. Sacaremos de las murallas
un cañón, uno que no sea ni muy grande ni demasiado pesado, que
pueda transportarse fácilmente hasta aquí.
Gresbeck se rasca la cicatriz:
–Hará falta un árgana.
–Consíguela. Siete arcabuces servirían de poco si tuviéramos que
resistir a un ataque.Toma a los hombres que necesites, pero trata de
traerlo lo más rápidamente posible. El tiempo pasa y cuando co-
mience a oscurecer será mejor estar bien protegidos.
Me quedo solo con Rothmann. En la cara del predicador una
expresión de asombro que se transforma poco menos que en repren-
sión.
–¿Estás seguro de lo que estás haciendo?
–No. Sea lo que sea lo que crea Gresbeck, no soy un soldado.
Aislar a los que están en la plaza me parece lo más acertado, pero evi-
dentemente han organizado grupos que recorren las calles de alrede-
dor. Los muy bastardos se protegen el culo.
–Tú ya has luchado, ¿no es cierto?
–Un ex mercenario me enseñó a adiestrarme con la espada, hace
muchos años. Combatí con los campesinos, pero no era más que
un muchacho.
Asiente decidido:
283
–Haz todo lo que creas que deba hacerse. Estaremos contigo.
Y que Dios nos asista.
En aquel preciso momento, de espaldas a Rothmann aparece al
fondo de la plaza Jan de Leiden, nos ve también él, se acerca, con una
expresión casi divertida.
–Ya era hora, ¿dónde te habías metido?
Mueve la mano arriba y abajo en un gesto alusivo:
–Ya sabes lo que pasa... Pero ¿qué ha sucedido, hemos tomado la
ciudad?
–No, putañero de los cojones, estamos atrincherados aquí, allí
fuera están los luteranos.
Sigue mi gesto y se enfervoriza:
–¿Dónde?
Le indico la barricada que está enfrente de los carros de la entra-
da de la plaza central.
–¿Allí, están allí detrás?
–Exacto, y cuidadito que están armados hasta los dientes.
Reconozco la mirada de mi santo rufián, es la de las grandes oca-
siones.
–Cuidado, Jan...
Ya es tarde. Se está encaminando hacia nuestras defensas. No ten-
go tiempo de pensar en él, pues he de dar instrucciones a las rondas.
Pero mientras estoy hablando con Redeker y Gresbeck, con el rabi-
llo del ojo veo a Jan que se acerca a los defensores de la barricada,
¿qué coño se le habrá metido en la cabeza? Me tranquilizo cuando
lo veo sentarse y sacar del bolsillo la Biblia. Bien, lee algo.
El mapa de Münster nos muestra los recorridos que podrían in-
tentarse para rodear las posiciones de los luteranos. Redeker da una
serie de consejos, cuáles son las zonas más expuestas, qué manzana de
casas podría cubrir una eventual acción de aproximación. Pero cada
conjetura se detiene ante la inexpugnabilidad de Überwasser: una
cosa ha sido hacer salir a las novicias y otra muy distinta es arrebatár-
selo a cuarenta hombres armados.
De pronto llega hasta nosotros el alboroto del otro lado de la pla-
za. ¡Mierda! Justo el tiempo de echar un vistazo hacia nuestras defen-
sas cuando veo a Jan de Leiden erguido de pie sobre la barricada con
los brazos abiertos.
–¿Qué coño está haciendo?
–¡Corre, Gert, ese quiere que lo maten!
–¡Jaaan!
Me precipito por la plaza, casi me llevo por delante a la ternera en
el espetón, tropiezo, vuelvo a levantarme:
–¡Jan, baja de ahí, loco!
284
Con la camisa abierta, muestra el pecho lampiño llamando a los
tiros. Sus ojos echan chispas hacia los carros luteranos.
–Ahora, dentro de poco, derramaré mi furor sobre ti y sobre ti
daré desahogo a mi ira. Serás juzgado según tus obras y te pediré
cuentas por todos tus actos nefandos, luterano inmundo.
–¡Baja de ahí, Jan!
Ni que fuera invisible.
–Y no se apiadará mi ojo y no tendré compasión, pero te consi-
deraré responsable de tu conducta y serán puestas de manifiesto tus
vilezas: entonces sabrás quién soy yo, el Señor, aquel que castiga. Lo
has comprendido, hijo de la gran puta luterana, tus proyectiles nada
pueden hacerme. Rebotarán contra este pecho y se volverán contra
ti, porque el Padre está en mí. ¡Él puede tragárselos y disparártelos
por el culo cuando así lo quiera, directos a tu cara!
–¡Jan, por Dios!
Allí sigue erguido con la boca abierta de par en par emitiendo un
sonido espantoso. Luego el rubio leidense loco levanta el rostro hacia
el cielo:
–¡Padre, escucha a este tu hijo, atiende las súplicas de tu bastardo:
barre del empedrado estas mierdas de perro! Ya has oído, luterano,
cagón, te ahogarás en un escupitajo de Dios y el Reino será para
nosotros. ¡Lo celebraré con los santos sobre tu cadáver!
El arcabuz estalla dejando de piedra a Jan. Por un instante pienso
que le han dado.
Se vuelve hacia nosotros, de la oreja derecha le corre un hilo de
sangre, los ojos de poseso. Se deja caer y lo cojo en volandas antes
de que se dé de bruces contra el suelo, sufre un vahído, no, se recu-
pera:
–¡Gert, Geeert! ¡Mátalo, Gert, mátalo! ¡Casi me ha arrancado una
oreja! ¡Dame la pistola que a ese me lo cargo yo... te lo ruego, dáme-
la! Dispárale, Gert, dispárale o lo haré yo... ¡Está allí, míralo, está allí,
Gert, la pistola, la pistola... me ha echado a perder!
Le dejo acurrucarse contra la pared y digo dos palabras a nuestros
defensores: si vuelve a intentarlo, atadlo.
285
Nos calentamos al amor de la lumbre, arrebujados en las mantas.
Un repentino alboroto en la barricada que cierra la plaza al sur nos
hace ponernos en pie de un salto. Los centinelas escoltan hasta no-
sotros a un muchacho de unos veinte años, aire atemorizado y ja-
deante.
–Dice que es el servidor del consejero Palken.
–Al senador y a su hijo... Se los han llevado, iban armados, no he
podido hacer nada, Wördemann... Estaba también el burgomaestre
Judefeldt, los han cogido...
–Con calma, recupera el aliento. ¿Quiénes eran? ¿Y cuántos?
El muchacho está empapado de sudor, mando traer una manta.
Los ojos saltan de un rostro a otro, le ofrezco una taza de caldo hu-
meante.
–Yo sirvo en casa del consejero Palken. Hace media hora... entra-
ron... una docena de hombres armados... Iban al mando de Judefeldt.
Y han obligado al consejero y a su hijo a seguirlos.
–¿Qué querrán de Palken?
Knipperdolling, irritado:
–Es uno de los pocos que nos apoya en el Consejo.Wördemann,
Judefeldt y todos los demás luteranos lo odian.
Rothmann no parece convencido. ¿De qué les sirve un rehén?
En Überwasser son inexpugnables. El pánico en los ojos de Roth-
mann:
–¡Las llaves!
–¿Qué?
–Las llaves, Palken es quien guarda las llaves de las puertas del
noroeste de las murallas.
–Sí, sí. –El criado levanta la nariz de la taza–. ¡Lo que precisamen-
te querían eran las llaves!
–¡Gresbeck, el mapa!
Lo desenrollo a la luz del fuego con la ayuda de Knipperdolling.
La Frauentor y la Judefeldertor: las puertas de detrás de Überwasser,
el camino hacia Anmarsch:
–Quieren dejar entrar a los episcopales en la ciudad.
Mal asunto.
Es posible leerlo en los rostros de cada uno. Enjaulados en la es-
trecha plaza del Mercado, aislados de la otra orilla del Aa, donde los
luteranos están llevando a cabo el perverso crimen que nos aniquila-
rá. ¿Intentar una salida? ¿Salir de este embudo y desencadenar por
sorpresa el asalto a Überwasser? La ciudad entera está sumida en un
silencio irreal: a excepción de los contendientes, todos se hallan en-
cerrados en sus casas. Mudos, en torno a tenues fuegos en espera del
destino inminente y desconocido. ¿Quién está llegando a la ciudad?
286
¿Los tres mil combatientes asalariados del séquito de Von Waldeck?
¿Una avanzadilla en espera del día? Esta noche traerá las respuestas.
Knipperdolling está furioso:
–¡Vaya unos cabrones! ¡Patanes enriquecidos! Me acuerdo de to-
dos esos bonitos discursos contra el obispo, los papistas y tanto lle-
narse la boca con las libertades municipales, con la nueva fe... ¡Quie-
ro que digan a la cara que se venden al obispo por un puñado de
escudos! ¡Al obispo lo hemos echado juntos! Quiero hablar con
ellos, Gert, hasta ayer mismo todo hacía pensar cualquier cosa menos
que dejaran que la ciudad fuese pasto de los mercenarios. ¡Que me
diga a la cara ese cerdo de Judefeldt qué le ha prometido Von Wal-
deck! Proporcióname una escolta, Gert, quiero hablar con esos bri-
bones.
Redeker sacude la cabeza:
–Tú estás loco. Sus palabras cuentan una mierda, lo único que
miran es la bolsa; eres tú el necio que perdías el tiempo hablando
con ellos.
Rothmann interviene:
–Tal vez pueda intentarse. Pero sin correr ningún riesgo inútil.Tal
vez no son tan duros como parece.Tal vez no tienen más que maldi-
to miedo...
Parten dos unidades. Una dirigiéndose a la Frauentor del sur, para
luego volver a subir hasta las murallas, en total una decena de fantas-
mas. Redeker, por la parte opuesta, hacia la Judefeldertor.
Nada de iniciativas o ataques desesperados, todavía no.Vigilar las
entradas caídas en sus manos, controlar los movimientos de entrada y
salida.Tratar de leer el futuro en sus movimientos. Las dos unidades
tienen como cometido inspeccionar y dejar centinelas a lo largo del
recorrido y en la calle de Überwasser: ojos para escrutar el menor
pestañeo y correos listos para dar noticias a cada hora.
Conmigo, para escoltar al jefe de las guildas del textil, una veinte-
na, casi todos muchachos, dieciséis, diecisiete años, pero tienen aga-
llas para dar y vender.
–¿Tienes miedo? –pregunto a esos bigotillos que crecen a duras
penas.
La voz ronca del sueño sacudido de encima:
–No, capitán.
–¿Cuál es tu oficio?
–Mozo de tienda, capitán.
–Olvídate de lo de capitán. ¿Cómo te llamas?
–Karl.
–Karl, ¿eres rápido corriendo?
–Todo lo que me permitan las piernas.
287
–Bien. Si nos atacan y caigo herido, si ves que la cosa se pone fea,
no pierdas el tiempo en recogerme, vete corriendo como el viento a
dar la alarma. ¿Entendido?
–Sí.
Knipperdolling toma consigo a tres de los suyos y se pone en ca-
beza con un paño blanco en señal de tregua. Lo seguimos a algunas
decenas de pasos.
El jefe de los tejedores está ya en las proximidades del monaste-
rio, se pone a pedir que salga alguien a parlamentar. Nosotros nos
quedamos un poco más adelante de San Nicolás, montamos las ar-
mas y las hondas preparadas para el lanzamiento. Desde Überwasser
silencio. Knipperdolling sigue avanzando.
–¡Vamos, Judefeldt, sal! Burgomaestre de los cojones, ¿así es como
defiendes tú la ciudad? ¡Raptas a un consejero y le abres las puertas a
Von Waldeck! La ciudad quiere saber por qué habéis decidido dejar
que nos maten a todos. ¡Sal y hablemos como hombres!
Alguien desde una ventana le responde:
–¿Qué coño has venido a hacer, sucio anabaptista? ¿Has traído a
alguna de tus rameras?
Knipperdolling vacila, pierde la calma:
–¡Hijo de perra! ¡Ramera lo será tu madre!
Se adelanta de nuevo. Demasiado.
–¡Te estás liando con los papistas, Judefeldt, con el obispo! ¿Qué
coño se te ha metido en la cabeza?
Vuelve atrás, idiota, vamos, no te acerques tanto.
El portal se abre de par en par, salen una decena de hombres, ar-
mados, se le echan encima.
–¡Al ataque!
Nos lanzamos, Knipperdolling se agita desgañitándose, lo sos-
tienen entre cuatro. Retroceden mientras nosotros les disparamos
con las hondas y las ballestas, ellos hacen fuego desde la torre. El
portón vuelve a cerrarse y nosotros quedamos al descubierto, nos
dispersamos, nos desparramamos por la plaza, respondemos al fuego,
resuenan los gritos de Knipperdolling y los arcabuzazos. Nos han
jodido. No hay nada que hacer, es preciso retirarse, recoger a los
heridos.
Doy la orden:
–¡Atrás! ¡Atrás!
Maldiciones y lamentos nos acompañan hacia la plaza del Mercado.
Nos han jodido y estamos hundidos en la mierda. Cruzamos
nuestras barricadas y nos detenemos en la escalinata de San Lamber-
to, alboroto, voces, juramentos, todos se apiñan en torno a nosotros.
Tendemos a los heridos, se los confiamos a las mujeres, la noticia
288
de la captura de Knipperdolling corre de inmediato con el rugido de
rabia.
Rothmann está consternado, Gresbeck en cambio conserva la
calma, ordena mantener los puestos, hay que refrenar el pánico.
Estoy furioso, siento que me hierve la sangre, me laten las sienes.
Estamos hundidos en la mierda y no sé qué hacer.
Gresbeck me despabila:
–Ha vuelto Redeker.
Llega sin resuello también él, cara sombría:
–Han entrado. No más de una veintena, a galope tendido, caba-
lleros de Von Waldeck.
–¿Estás seguro?
–He visto las corazas, los blasones de mierda. Apuesto a que está
también ese cerdo de Von Büren.
Rothmann, la cabeza entre las manos:
–Se acabó.
Silencio alrededor.
Kibbenbrock trata de levantar los ánimos:
–Estad tranquilos. Mientras el grueso de las tropas del obispo no
entre en la ciudad no pueden hacernos nada. Nosotros somos más y
saben que no tenemos nada que perder. Pero hay que hacer algo.
El tejedor tiene razón, hay que pensar en alguna cosa. Pensar.
El tiempo pasa. Reforzamos la defensa en las barricadas. Nuestro
único cañón es colocado en el centro de la plaza, para rechazar el
asalto en caso de que alguna de las defensas sea desmantelada.
Los hombres no deben tener tiempo de que cunda el desaliento.
Nuevas rondas y recogida de armas, recuperamos otros arcabuces.
Dicen que los católicos están clavando guirnaldas en los portales de
las casas, para librarse de las hordas de Von Waldeck. Otras unidades
para arrancarlas.
La ciudad está inmóvil, la plaza, iluminada por los fuegos, podría
ser una isla en medio de un oscuro océano. Afuera, como animales
aterrorizados, todos esperan encerrados a cal y canto en sus casas.
En sus casas.
En sus casas.
Hago un aparte con Gresbeck y Redeker. Deliberamos con ur-
gencia.
Es posible hacerlo. Al menos intentarlo. Más en la mierda de lo
que estamos...
La última consigna para Gresbeck:
–Estamos de acuerdo, entonces. Da aviso a Rothmann. Que se
mueva, proporciónale los mejores hombres, apenas si tenemos el
tiempo suficiente.
289
–Gert... –El ex mercenario me alarga sus pistolas sosteniéndolas
por el cañón–.Toma estas. Son de precisión, un regalo de la campaña
en Suiza.
Me las meto de través en el cinto:
–Nos veremos dentro de una hora.
Redeker me abre camino en la oscuridad casi total, con paso de-
cidido. Doblamos dos o tres calles angostas, unos pocos pasos más y
me señala el portón. En voz baja:
–Jürgen Blatt.
Cargo las pistolas.Tres fuertes puñetazos en la puerta:
–Capitán Jürgen Blatt, de la guardia municipal. Las tropas del
obispo están entrando en la ciudad. El burgomaestre quiere que es-
coltemos a su señora y a sus hijas al monasterio. Rápido. ¡Abrid!
Pasos detrás del portón:
–¿Quién sois?
–He dicho que el capitán Blatt, abrid.
Contengo la respiración, ruido de cerrojos, apoyo el cañón en la
rendija de la puerta. Apenas se abre un resquicio. Le hago saltar me-
dia cabeza.
Dentro. El de encima de las escaleras no tiene tiempo de apuntar
con el arcabuz: lo agarro de una pierna, cae, grita, desenvaina un pu-
ñal, de dos brincos Redeker se planta en lo alto de la escalera y le da
la puntilla con el cuchillo. Luego escupe.
Daga en mano, en el fondo del pasillo gritos de mujeres: una se
para delante de mí:
–Llévame a donde está la señora.
Un gran dormitorio, baldaquino y adminículos varios. La señora
Judefeldt, en un rincón, estrecha contra sí a las dos niñas, una sirvien-
ta aterrorizada de rodillas, rezando.
Entre nosotros y ellos un pobre imbécil espada en mano, veinte
años como mucho.Tiembla, no habla. No sabe qué hacer.
Redeker:
–Baja ese chisme, que podrías hacerte daño.
La miro fijamente:
–Señora, los acontecimientos convulsos de esta noche han hecho
necesaria mi visita. No tengo ninguna intención de haceros daño,
pero me veo obligado a pediros que me sigáis.Vuestras hijas se que-
darán aquí con todos los demás.
Redeker sonríe maliciosamente:
–Echaré una ojeada a la casa, no sea que haya más criados celosos
de su deber.
La mujer de Judefeldt es una mujer hermosa, de unos treinta
años. Digna, contiene las lágrimas y levanta la vista hacia mí:
290
–Bellaco.
–Un bellaco que lucha por la libertad de Münster, señora. La ciu-
dad está a punto de ser invadida por una horda de asesinos a sueldo
del obispo. No perdamos más tiempo.
Doy un silbido a Redeker, que nos alcanza por las escaleras con
un cofrecillo bajo el brazo. La expresión de mi cara no lo desalienta:
–Nos cargamos a sus criados, le robamos a la mujer. ¿Y los flori-
nes no?
En la salida, la vieja echa un abrigo de pieles sobre los hombros
de su ama, mientras murmura un padrenuestro.
Escoltamos a la señora Judefeldt hasta la plaza del Mercado.
Cuando la gente reconoce a la prisionera nos recibe una ovación
que da renovado aliento a nuestro espíritu, las armas se alzan al cielo:
¡los baptistas están vivos aún!
Desde el otro lado Rothmann viene a nuestro encuentro, llevando
del bracete a una distinguida dama, envuelta en un abrigo de marta
cebellina, con una larga trenza negra que le cae por los hombros.
–Os presento a la señora Wördemann, mujer del consejero Wör-
demann. La señora es una hermana: yo mismo la he bautizado.
Redeker se acerca a mi oído:
–Al enterarse su marido por sus espías de este bautismo, quiso
confirmarla en su fe a garrotazo limpio. La pobre ya se veía muerta:
durante días no ha podido, no digo ya caminar, sino ni siquiera arras-
trarse por los suelos.
La señora Wördemann, una belleza sobria, se encoge dentro del
abrigo de pieles:
–Espero, señores, que dejéis que nos calentemos al fuego, después
de habernos sacado por la fuerza en plena noche de nuestros aposentos.
–Por supuesto, pero antes me veo en la obligación de privaros de
un objeto personal.
Saco los anillos de sus delgados dedos, dos piezas de oro con in-
crustaciones.
–¡Karl!
El muchacho llega a la carrera, cara de sueño y aturdimiento.
–Coge la bandera blanca y vete volando hasta Überwasser. El
mensaje es para el burgomaestre Judefeldt: dile que dentro de media
hora nos presentaremos en el monasterio, hemos de hablar. –Aprieto
los anillos en el puño de Karl–. Entrégaselos. ¿Está todo claro?
–Sí, capitán.
–¡Vamos, ligero!
Karl se quita las botas demasiado grandes y se queda descalzo en
la nieve. Cruza el campamento corriendo como una liebre, mientras
yo hago una señal a los centinelas para que lo dejen salir.
291
–¿Quién de nosotros va? –pregunta Rothmann.
Kibbenbrock el Pelirrojo se adelanta, desciñéndose el cinto que
sostiene la espada para entregársela a Gresbeck:
–Ya voy yo –nos dice. Me mira a mí y al predicador–. Si os ven a
uno de vosotros podrían entrarles ganas de disparar.Yo represento a la
guilda de los trabajadores del textil, no abrirán fuego contra mí.
Gresbeck interviene:
–Tiene razón, Gert, tú haces falta aquí.
Me saco las pistolas del cinto:
–Estas son tuyas. Está oscuro, no me reconocerán, utilizaré un
nombre distinto.
–Te matarán.
El tono es ya de resignación.
Le sonrío:
–No tenemos nada que perder. Esa es nuestra fuerza. El mapa,
rápido.
A Redeker:
–¿Conoces estos accesos por detrás del cementerio?
–Por supuesto, se llega a ellos cruzando por las pasarelas del Rei-
ne Closter.
–Probablemente habrán apostado centinelas aquí y allí. Forma
grupos de tres o cuatro y llévalos a la otra orilla.
–¿Cuántos hombres en total?
–Por lo menos treinta.
–¿Y a los centinelas?
–Redúcelos, pero sin hacer ruido.
–¿Qué pretendes hacer? Nos quedaremos desguarnecidos.
Gresbeck sigue mi dedo sobre el pergamino.
–El monasterio es inexpugnable. Pero el cementerio no.
Gresbeck frunce el ceño:
–Es una plaza de armas, Gert, y hay también un cañón.
–Pero puede llegarse a él fácilmente y está fuera de tiro del mo-
nasterio. –De nuevo a Redeker–: Acercaos lo más posible; están
atrincherados dentro y no vigilarán el muro exterior. Pero daos pri-
sa, pues dentro de una hora como mucho amanecerá.
Un guiño de inteligencia con Kibbenbrock:
–Vamos.
Mientras nos encaminamos hacia el límite de la plaza, nos llega la
voz de Rothmann a nuestras espaldas:
–¡Hermanos!
Recortado contra la luz de la antorcha, alto, muy pálido, el alien-
to que se pierde en medio del intenso frío nocturno: podría ser
Aarón. O el mismo Moisés.
292
–Que el Padre acompañe vuestros pasos... y vele por todos vo-
sotros.
Poco más allá de nuestra barricada nos cruzamos con Karl, que viene a
la carrera, los pies congelados, con un jadeo que casi le impide hablar:
–¡Capitán! Dicen que podéis ir... que no abrirán fuego.
–¿Has entregado los anillos?
–Al burgomaestre en persona, capitán.
Una palmada en la espalda:
–Bien.Ahora corre a calentarte al fuego, por esta noche has cum-
plido con tu obligación.
Proseguimos. Überwasser se recorta como una negra fortaleza
sobre el Aa. La iglesia de Nuestra Señora está junto al monasterio:
nuestras rondas han oído durante una hora, provenientes de la torre
del campanario, los tremendos alaridos de Knipperdolling, hasta que
se ha quedado sin voz.
Ahora solo silencio y el leve discurrir del río.
Kibbenbrock y yo avanzamos uno al lado del otro, con una sába-
na blanca tendida en medio.
El crujir del portal que se entreabre y una voz alarmada:
–¡Alto ahí! ¿Quiénes sois?
–Kibbenbrock, representante del gremio de tejedores.
–¿Has venido a hacerle compañía a tu socio? ¿Quién es ese que
está contigo?
–El herrero Swedartho, portavoz de los baptistas de Münster.
Queremos hablar con el burgomaestre Judefeldt y con el consejero
Wördemann, sus mujeres les mandan recuerdos.
Esperamos, el tiempo no pasa.
Luego otra voz:
–Soy Judefeldt, hablad.
–Sabemos que has dejado entrar en la ciudad a la avanzadilla del
obispo. Tenemos que hablar. Salid tú y Wördemann, al cementerio.
–Ninguna inútil condescendencia–.Y recuerda que si no volvemos
al campamento dentro de media hora, los trabajadores de San Gil
poseerán a tu mujer, por delante y por detrás, ¡y así tal vez tu señora
te dé por fin el varón que tanto deseas!
Un silencio glacial.
Luego:
–De acuerdo. En el cementerio. Los hombres no abrirán fuego
contra vosotros.
Damos la vuelta al convento: el cementerio donde descansan por
lo menos tres generaciones de monjas está rodeado por tres lados de
agua y cerrado al fondo por un muro bajo de piedra; entre las cru-
293
ces de madera se levanta un campamento. Una veintena de caballos
atados al muro que da frente al monasterio nos dicen que las rondas
acaban de dar el parte. Hay un pequeño cañón que asoma detrás de
un cúmulo de sacos terreros, defendido por tres luteranos, otros dos
con los arcabuces están a la entrada y nos siguen con cautela. Los
caballeros de Von Waldeck sacan brillo a sus espadas en su vivaque
en torno a los fuegos, miradas asesinas y la superioridad pintada en
el rostro: los asuntos de estos burgueses no nos incumben.
El burgomaestre y el hombre más rico de Münster vienen a
nuestro encuentro, antorchas en mano, una docena de hombres ar-
mados a sus espaldas.
Lo pongo en guardia:
–Mantén a distancia a tus esbirros, Wördemann, o tu señora po-
dría decidir que el pájaro de Rothmann es verdaderamente mejor
que el tuyo...
El mercader, seco y de fiera mirada, sufre un sobresalto y me es-
cruta con cara de desagrado:
–Anabaptista, tu predicador no es más que un rebelde bufón.
Judefeldt le hace señas de que se calle:
–¿Qué es lo que queréis?
No lleva gorra, el pelo revuelto de la noche pasada en blanco, la
mano que suda nerviosa sobre el estilete que lleva al cinto.
Dejo que sea Kibbenbrock quien hable:
–Estás a punto de cometer la estupidez de tu vida, Judefeldt. Una
estupidez de la que te arrepentirás para el resto de tus días. No des
un paso más mientras estés aún a tiempo. Al amanecer las tropas
de Von Waldeck tomarán posesión de la ciudad, recobrará el do-
minio...
El burgomaestre lo interrumpe irritado:
–El obispo me ha asegurado que no tocará los privilegios muni-
cipales, tengo un documento escrito de su puño y letra...
–¡Tonterías! –le espeta Kibbenbrock–. ¡Cuando recobre el poder
podrá limpiarse el trasero con tus privilegios municipales! ¿Quién
podrá decirle nada cuando sea de nuevo dueño y señor de Münster?
Razona, Judefeldt.Y también tú,Wördemann; haz si no tus cálculos:
¿qué provecho van a reportar a tus negocios las gabelas del obispo?
La producción de los conventos volverá a desbancar a la tuya, y los
franciscanos se enriquecerán mientras tú le pagas los tributos a Von
Waldeck. Piénsalo. El obispo es un hijo de puta que se las sabe todas,
prometer no le cuesta nada, los papistas estás acostumbrados a estos
subterfugios mejor que yo.
Kibbenbrock ha levantado demasiado la voz. Un crujido de corazas
y espuelas nos advierte del acercamiento de los caballeros, las antorchas
294
iluminan la cuidada barba y los guantes de cuero de Dietrich von
Merfeld de Wolbeck, hermano de la abadesa de Überwasser, y brazo
derecho del obispo. A su lado, Melchior von Büren: probablemen-
te está aquí porque espera ajustar personalmente las cuentas con Re-
deker.
Judefeldt se anticipa a toda pregunta:
–Señores, son baptistas, están aquí para parlamentar. Hemos pro-
metido no hacerles ningún daño.
Dietrich Bigotesarriba sonríe burlonamente, asombrado:
–¿Qué sucede, Judefeldt, aún tratas con estos miserables? Dentro
de una hora, no quedará de ellos más que un montón de huesos. Son
muertos vivientes, no les hagas caso.
–El señor Von Merfeld no se equivoca –intervengo–. De todos
los combatientes de esta noche, los únicos que no tienen nada que
perder somos nosotros. La entrada del obispo en la ciudad solo pue-
de significar para nosotros una muerte segura. Por tanto, no os quepa
duda de que lucharemos y venderemos cara nuestra piel, la ciudad
tendrá que ser tomada palmo a palmo.
Von Büren resopla:
–Sois unos conejos, no resistiréis ni lo que dura un bostezo de Su
Señoría. Unos rateros y ladrones callejeros es lo que sois.
Kibbenbrock sonríe y sacude la cabeza para atraer la atención
nerviosa de los dos mercaderes:
–Teméis tanto perder vuestro poder que habéis tomado a los va-
sallos de Von Waldeck en vuestra casa por miedo a nuestros cuatro
arcabuces. ¿Sabes lo que te digo, Judefeldt? Que Von Waldeck sabía
esto desde el principio. Sabía que podía aprovecharse de la desunión
entre vosotros y nosotros, que podía dividir la ciudad en dos.
La frente alta del burgomaestre es un reproducirse de arrugas, los
ojos se desplazan del rostro de Wördemann, más negro que nunca, a
los míos y a los de Kibbenbrock, que no le da tregua:
–Todo esto no es más que un maldito lío, ¿no te das cuenta? Des-
de el principio el obispo ha hecho un doble juego, tranquilizándoos
a vosotros para contar con apoyo dentro de la ciudad, alguien que le
abriera las puertas en el momento preciso, y una vez dentro se acor-
dará de pronto de que sois luteranos, rebeldes como nosotros a la au-
toridad del Papa. –Una pausa, el tiempo de que tomen conciencia de
ello, luego añade–:Ya puedes olvidarte de tus libertades municipales:
después de nosotros, os llegará el turno a vosotros en el patíbulo.
Piénsalo, Judefeldt. Piénsalo bien.
Los dos burgueses están inmóviles, la mirada en Kibbenbrock y
luego alrededor, buscando a un invisible consejero.
Von Merfeld, incrédulo:
295
–Judefeldt, ¿no querrás hacerles caso a estos dos miserables? ¿No
ves que están tratando de salvar su vida, que están ya desesperados?
Cuando Su Señoría haya llegado lo arreglaremos todo, existe un
acuerdo entre nosotros, recuérdalo.
De nuevo silencio.
Escucho el latido del corazón, que marca el ritmo del transcurrir
del tiempo.
Wördemann reza mentalmente el rosario de la contabilidad.
Judefeldt piensa en la mujer.
Judefeldt piensa en el ejército del obispo.
Judefeldt piensa en sus cuarenta hombres encerrados a cal y canto
en el convento.
Piensa en los bigotes ridículos de Von Merfeld.
Piensa en la cerda de su hermana la abadesa, que sí, que siempre se
ha sabido que era la espía del obispo en la ciudad.
Piensa en las guirnaldas en las casas de los católicos...
Alargo el brazo:
–Hemos venido desarmados. Interrumpamos nuestras hostilida-
des y defendamos juntos nuestra ciudad. ¿Qué coño tienen que ver
en esto los nobles? Münster somos nosotros, no los papistas, ni los
episcopales.
Von Merfeld espeta:
–¡Por Dios, no podéis dejaros convencer así por dos simples pata-
nes sueltos de lengua!
Judefeldt suspira y tritura imaginariamente una serpiente en el
puño:
–No son ellos los que vayan a convencerme, señor de Wolbeck.
Vosotros no nos traéis más que promesas.
–¡La palabra de Su Señoría Franz von Waldeck!
–Pero estos... patanes, como los llamáis, ofrecen la paz sin necesi-
dad de ningún ejército mercenario en la ciudad; es una propuesta
que debo tener en cuenta.
Von Merfeld impreca:
–Pero ¿es que vais a creer a estas jetas de mierda?
–Yo soy aún el burgomaestre de esta ciudad.Tengo que pensar en
el interés de sus habitantes. Sabemos que los católicos han recibido
órdenes de colgar guirnaldas en las puertas de las casas. ¿Por qué, se-
ñor? ¿Podríais explicármelo? ¿Acaso es para que los mercenarios del
obispo puedan reconocer qué casas librar del saqueo? No eran estos
nuestros acuerdos...
Von Merfeld se queda de piedra, un matachín luterano le está
acusando abiertamente, pero es Von Büren el primero en saltar:
–¡Si es así, conozco un modo de tratar a quienes vuelven la casaca!
296
Desenvaina la espada y la apunta a la garganta del burgomaestre.
Los luteranos reaccionan, pero basta una señal de Von Merfeld
para que los caballeros se pongan en pie: veinte caballeros armados
hasta los dientes y adiestrados para combatir contra una docena de
burgueses atemorizados. En un choque directo no lo contarían.
Von Merfeld me dirige una sonrisa burlona de triunfo.
Un horrible alarido la apaga, como el chillido de un ave rapaz,
desde la pared del fondo del cementerio; un grito que hiela la sangre
y que eriza la piel de los brazos sube por el espinazo como una araña:
–¡Detente, cerdo!
Unas largas sombras de espectros avanzan por entre las tumbas, el
ejército de los muertos que se despiertan.Alguien se deja caer de ro-
dillas para rezar.
–¡Te hablo a ti, cerdo!
Macabro a través del campamento, surge de la noche, a la luz de
las antorchas, el ejército de las sombras, treinta fantasmas apuntando
con ballestas y arcabuces, con su capitán a la cabeza. Este se acerca,
dos pistolas más grandes que él, las alas del ángel de la muerte:
–Von Büren, hijo de la gran puta. –Se para, escupe al suelo y bis-
bisea–: He venido para devorarte el corazón.
El caballero palidece, la espada vacila.
El ángel de las tinieblas Redeker avanza hasta escasos pasos de
nosotros:
–¿Todo bien, Gert?
–Justo a tiempo. La situación puede decirse que se ha invertido,
ahora os toca a vosotros decidir, señores. O resolvemos enseguida
nuestras cuentas en el campo de batalla, o volvéis a montar a caballo
y os vais por donde habéis venido.
Los bigotes permanecen atentos,Von Büren ha dado ya su voto
bajando la espada, Judefeldt puede respirar por fin.
Somos el doble que ellos y encima más resueltos. No tenemos
nada que perder, y Von Merfeld lo sabe.
Un chasquido y una imprecación en voz baja, una última mirada
de desprecio al burgomaestre, se da media vuelta y se reúne con sus
hombres con gran tintineo de espuelas.
Redeker apoya el cañón en el pecho de Von Büren, que cierra los
ojos y espera petrificado el disparo. Una mano experta le desata la
bolsa del cinturón:
–Lárgate, bastardo.Vuelve a lamerle el culo a tu obispo.
297
tiempo: alguno jura haber visto a Von Büren llorar de rabia mientras
cruzaba la puerta de la ciudad.
Las señoras de Judefeldt y de Wördemann se han reunido con sus
maridos y Knipperdolling camina a nuestro lado junto con el conse-
jero Palken y su hijo, un hilo de voz ronca, un ojo morado, pero de
muy buen humor, como si paseara despreocupado en busca de una
taberna.
En el campamento somos recibidos por un grito de exultación,
los arcabuces disparan al aire, un bosque de manos se alza por enci-
ma de las cabezas, las mujeres nos besan, veo a gente que se desviste,
Jan de Leiden es llevado en triunfo por un grupo de muchachas
como si la sola fuerza de sus palabras hubiera sido capaz de derrotar
al infortunio. La gente derriba las barricadas y se desparrama por las
calles, esas mismas calles que durante una noche entera se han visto
recorridas por la más grande amenaza. Las ventanas se abren, mujeres,
niños y ancianos bajan a la calle, a pesar del intenso frío, a pesar de
que el amanecer comienza apenas a disipar las tinieblas.
Knipperdolling pone cerveza para todos.
Rothmann viene a mi encuentro satisfecho, con cara de cansado
pero sonriente:
–Nos hemos salido con la nuestra. Te había dicho que el Señor
nos protegería.
–Sí, el Señor y los arcabuces –sonrío yo–. ¿Y ahora?
–¿Cómo?
–Y ahora ¿qué hacemos?
La respuesta en la voz de Gresbeck, ennegrecido por el humo de
las antorchas, arrugado y sucio, la cicatriz blanca en una ceja parece
haberse agigantado en medio de aquel rostro oscuro.
–Ahora démonos un respiro, capitán Gert del Pozo.
Me sonríe, le estrecho la mano al tiempo que le doy las gracias.
Knipperdolling está escuchando el parte de una de las rondas, con
aire de preocupación, se inclina hacia nosotros:
–Gert, la que nos faltaba...
–¿Qué coño ha sucedido ahora?
–Von Waldeck ha lanzado contra nosotros a los campesinos de sus
tierras.Vienen hacia aquí, tres mil, dicen; quieren arreglar las cosas en
la ciudad de una vez por todas.
298
CAPÍTULO 30
Münster, Carnaval de 1534
299
na se interrumpe al instante. Las mujeres vuelven en sí como des-
pertadas de una pesadilla. Adrianson se gana los aplausos de los pre-
sentes.
En los días siguientes se hace cada vez más claro que Von Waldeck
no va a conseguir volver a la ciudad.
Muchos católicos lían los bártulos.
La relación de fuerzas está totalmente a nuestro favor, y ni siquie-
ra los luteranos pueden mostrarse hostiles con nosotros: el burgo-
maestre Tilbeck, como buen oportunista que es, se ha hecho incluso
bautizar por Rothmann, confiando acaso en ser reelegido. Judefeldt
nos ha recibido en el Ayuntamiento y no ha podido sino tomar nota
de nuestra decisión de hacer votar a todos los cabezas de familia en
las próximas elecciones, sin distinción de riqueza. Era un plato indi-
gesto para él, pero un rechazo por su parte lo hubiera hecho más to-
davía, la ciudadanía está totalmente con nosotros. Knipperdolling y
Kibbenbrock son candidatos.
Está claro ahora que los ricos mercaderes ya no tendrán en un
puño a la ciudad.
Muchos luteranos lían los bártulos.
Recogen sus objetos de oro, el dinero, las joyas, los objetos de pla-
ta de casa, hasta los embutidos más exquisitos. Pero hay que pasar la
inspección del capellán Sündermann, incansable centinela de la plaza
del Mercado en los días de nuestra victoria. Wördemann el Rico,
atrapado en la Frauentor, es obligado pistola en la cabeza a cagar los
cuatro anillos que se ha metido en el culo, mientras su guapa señora
sufre un palpamiento indecoroso y sus servidores no consiguen con-
tener las carcajadas.
Las protestas femeninas llevan a apartar a Sündermann de sus
funciones: quien quiera marcharse puede hacerlo libremente.Y esta
es precisamente la idea del noble Johann von der Recke, solo que su
mujer y su hija son del parecer de que quien quiera quedarse puede
hacerlo no menos libremente y corren volando a los brazos del gen-
til Rothmann, que las recibe en su casa. Cuando el necio carcamal va
a buscarlas no recibe sino insultos: descubre que ya no es ni padre ni
marido, que no puede hacer uso del bastón con las mujeres de su
casa, ni dictar ley a su antojo y que más le vale olvidarse de que tiene
mujer e hija e irse a tomar por culo lo más lejos posible. Mientras
abandona la ciudad los comentarios sobre el papelón que ha hecho
han corrido ya entre el mujerío de Münster:Von der Recke escapa
bajo una lluvia de objetos de toda clase.
300
Adrianson descerraja la cerradura con los enseres del oficio. Entra-
mos. Una gran sala, mobiliario lujoso y alfombras. Sus legítimos
propietarios ni siquiera han apagado las brasas de la chimenea antes
de irse. Uno de los hermanos Brundt reanima el rescoldo. La escale-
ra lleva al piso superior. Una alcoba, una habitación más pequeña.
En el centro una tina de madera, el aguamanil y el bacín en un rin-
cón. Sales de baño y todo lo preciso para el cuidado personal de una
ricahembra.
Adrianson aparece en la puerta, con aire interrogativo.
Asiento:
–Me gusta. Pon a calentar agua.
Me desvisto, alejo de una patada la camisa y el jubón, un único
fardo negro maloliente. Fuera primero las calzas. Quemarlas. En un
gran armario encuentro ropa limpia, de elegante tela. Me sentará
muy bien.
Adrianson vierte los dos primeros cubos humeantes en la tina,
lanzándome una mirada insegura. Sale sacudiendo la cabeza.
Llega un coro de la calle.
301
Vocerío, gritos, lanzamiento de objetos, Knipperdolling, bardaje,
izaremos tu panza en lo alto del Ayuntamiento, carcajadas, jarras alza-
das al cielo...
Knipperdolling cierra la ventana saludando con grandes aspa-
vientos.
–Ganaremos. Ganaremos las elecciones, basta con una palabra
tuya y no tendremos rival.
Señalo la ciudad más allá del cristal:
–Es más fácil expulsar al tirano que estar a la altura de sus espe-
ranzas.Tal vez lo difícil viene ahora.
Me mira perplejo, luego espeta:
–¡No seas malasombra! Cuando hayamos ganado las elecciones
decidiremos cómo administrar esta ciudad. Ahora disfruta de la
gloria.
–La gloria me espera en una tina de agua humeante.
302
CAPÍTULO 31
Münster, 24 de febrero de 1534
303
do en el ocaso. Nada de cuanto durante siglos ha representado el
poder nefando de los curas y de los señores debe permanecer
en pie.
Las demás iglesias sufren el mismo tipo de visitas, tropeles de po-
bres miserables cargados de botín andan por los caminos, regalan las
vestiduras de misa a las rameras, prenden fuego a los documentos de
propiedad que se han llevado de las parroquias.
Toda la ciudad está de fiesta, las procesiones carnavalescas reco-
rren las calles en carros. Tile Bussenschute vestido de fraile atado a
un arado. La puta más famosa de Münster llevada por todo el ce-
menterio de Überwasser con acompañamiento de salmos, ondear de
estandartes sagrados y repicar de campanas.
304
La voz de Jan llega hasta nosotros de lejos, da lo mejor de sí mis-
mo: se la oye como vibrando en el esfuerzo sobrehumano de demo-
ler las columnas del templo de Tiro. El entusiasmo de los especta-
dores no es menor.
Subo al tablado al lado del Santo Rufián y el estallido de los aplau-
sos se detiene casi de golpe. Una sensación de expectativa, un rebullir
de voces que se aplacan.
Al oído:
–Matthys estará aquí antes de la puesta del sol. ¿Qué hacemos?
–¿Matthys?
Jan de Leiden no sabe hablar en voz baja. El nombre del profeta
de Haarlem es como una piedra lanzada en el estanque vociferante
que hay debajo de nosotros. Las ondas se van ensanchando rápida-
mente.
–Esta noche tenía que celebrarse el banquete de fiestas a cargo
de los consejeros, el reparto de las pellizas y todo lo demás... –Una
caricia en la barba–: Tranquilo, amigo Gert, ya pensaré yo en ello.
Tú ve a avisar también a los demás, si es que aún no lo has hecho.
Knipperdolling estará entusiasmado de poder conocer al gran Jan
Matthys.
Asiento, de nuevo indeciso.Al dejarlo en el escenario, casi una sú-
plica:
–Jan, por favor, nada de tonterías...
305
Observo mejor: en la nieve que continúa posándose sobre el em-
pedrado en copos cada vez más grandes, los pies del Profeta Panade-
ro están descalzos, desnudos. En la mano no sostiene un simple bas-
tón, sino un aventador: la pala usada por los campesinos para separar
el grano de la paja.
Mientras Matthys avanza los dos bandos encendidos de entusias-
mo de la calle se cierran tras él y el cortejo se engrosa. Jan de Haar-
lem se para, agarra el aventador con las dos manos, lo levanta apun-
tando al cielo. Los cantos cesan de golpe.
–¡Dios está a punto de barrer su era! –grita, primero solo y luego
acompañado del rugido de centenares de voces. La larga pala agita la
nieve con brazadas furiosas.
–¡Dios está a punto de barrer su era!
Le hace eco la voz de la multitud, que informa a los recién lle-
gados:
–¡El profeta, el profeta está aquí!
–¡Ha llegado!
–¡Jan Matthys, el gran Jan Matthys está en Münster!
Avanza, la gente se agolpa hacia la plaza central.Todos quieren ver
al mensajero de Dios, alto, enjuto, negro, barbudo, descalzo.
Ahí está.
He aquí a Enoc.
Se detiene, el asomo tal vez de una sonrisa, tal vez.
Beuckelssen se para delante de él con los brazos abiertos:
–Maestro. Hermano. Padre. Madre.Amigo. Un ángel me ha dicho
que llegarías hoy. El ángel que he visto entrar a tu lado y que ahora
revolotea sobre tu cabeza. Hoy, no ayer, ni mañana. Hoy, que la vic-
toria es nuestra y los enemigos están derrotados. Ángel de Dios.
Cuánto te amo.
Matthys se acerca a él y le suelta un puñetazo en una mejilla que
lo manda al suelo. Todos se quedan helados. Se levanta de nuevo.
Sonríe. Los dos Jan se abrazan estrechamente como si quisieran tritu-
rarse, se quedan así en aquel doble apretón, tambaleándose un buen
rato. Beuckelssen llora de alegría.
Me acerco, busco la mirada:
–Bienvenido a Münster, hermano Jan.
Me abraza también a mí, muy fuerte, me deja sin respiración. Le
oigo murmurar conmovido:
–Mis apóstoles, mis hijos...
Los ojos son antorchas negras, los mismos que mil meses atrás me
confiaron una misión. Pero hay algo, como un malestar extraño: no
caigo en la cuenta hasta ahora de que no había vuelto a pensar en
Matthys desde que llegamos aquí. Los acontecimientos me han tras-
306
tornado. La lucha y el peligro que esta gente ha vivido le son ajenos.
Lo hemos hecho todo por nuestra cuenta, pero ahora él está aquí y
recuerdo que vinimos en su nombre, con su palabra en la boca.
Münster nos ha chupado las energías, nos ha hecho combatir, empu-
ñar las armas, arriesgar la vida. ¿Cómo puedo explicártelo, Jan,
cómo? Tú no estabas.
Me quedo callado. Lo miro subir al palco de los espectadores, le-
vantado al amparo de la catedral. Los hachones dibujan su sombra
alargada en la fachada de la iglesia, un demonio danzante que hace
gestos de mofa a la gente allí reunida. La nieve intercepta la luz,
remolinea sobre las cabezas: un escalofrío en el cuerpo.
Altísimo y flaco como no lo recordaba, pasa revista a los rostros,
como si quisiera recordar los rasgos, uno por uno, los nombres.
Se ha hecho un silencio irreal. Las miradas dirigidas todas a él,
desde debajo de los hachones, la respiración de cientos de hombres y
mujeres, suspensa sobre la plaza, junto con las vidas también.
La voz es un gorgoteo profundo, que parece salir de una cavidad
de la tierra.
–No a mí. No a mí. No me adoras a mí, progenie festiva de elegi-
dos. No a mí. El fuego de esta noche arde en los altares, consume
las estatuas, arde en el infierno con todo lo que existía. Y no existirá
nunca más. El viejo mundo se consume cual pergamino en el fuego.
El mundo, el cielo, la tierra, la noche. El tiempo. No existirá nunca
más. No me elevas a mí a la gloria de la eternidad. No a mí. La pala-
bra no conoce el pasado, el futuro. El Verbo es solo el ahora. Es carne
viva.Todo lo que sabías, el conocimiento, el caduco buen sentido del
mundo que existía.Todo. Es ceniza. No me conduzcas a la victoria.
No me entregues a este día de gloria. No me defiendas con el puño
apretado contra tu enemigo. No soy yo el caudillo de esta guerra. Ni
tampoco esta boca, estos huesos corroídos por la pasión. No.Tu Se-
ñor. Al que desde siempre te han obligado a adorar en las iglesias, en
los altares, postrado de hinojos delante de las estatuas. Está aquí. Dios
es esta sangre, estas caras, esta noche. Su gloria no es flor de un día,
no dura la fiesta de una estación, sino que quiere la eternidad. La
hace suya mediante el hierro, tritura, hunde, aplasta. Allí fuera, allen-
de las murallas, el mundo se ha acabado ya. He atravesado la nada
para llegar hasta aquí.Y los campos se hundían tras los pasos, los ríos
se secaban, los árboles caían y la nieve descendía como una lluvia de
fuego.Y de sangre. Un mar discurría detrás. Un océano que subía,
una oleada de ira. Cuatro caballeros galopaban a mi lado, caras de
muerte, pestilencia, hambruna, guerra. Ciudad, castillos, aldeas, mon-
tañas. No queda ya nada. Dios se ha detenido solamente delante de
estos muros, para pedirte el alma, el brazo y la vida.Y ahora te anun-
307
cia que la Escritura está muerta y que en tus carnes grabará la nueva
palabra, escribirá el último testamento del mundo y lo quemará en el
fuego.Tú, Babilonia de lodo y meretricio.Tú, la última en la tierra.
Tú eres la primera.Todo comienza a partir de aquí. De estas torres.
De esta plaza. Olvida tu nombre, a tu gente, a tus impíos mercaderes,
a tus sacerdotes idólatras. Olvida. Pues el pasado es de los muertos.
Hoy tienes un nombre nuevo y ese nombre es Jerusalén. Hoy eres
conducida a la batalla por Aquel que te llama. Por medio de tu mano
su hacha edificará el Reino, paso a paso, ladrillo a ladrillo, cabeza a
cabeza. Hasta el cielo. Escoria de los humildes, de los despreciados de
una era remota, combatirás sin temer ningún daño, milicia de Dios
en el reino por venir. Pues tu caudillo es el Señor.
308
CAPÍTULO 32
Münster, 27 de febrero de 1534
¿Son gélidas las llamas del infierno? ¿Hay que esperar semidesnudos,
hambrientos, uno detrás de otro, mudos, la hora en que Cerbero nos
arroje por la puerta al hielo eterno de la impiedad?
La era tiene que ser barrida.
¿Qué infamia, que no pueda ser borrada, estigmatiza a estos chi-
quillos bañados en lágrimas, estrechamente apretados a madres des-
honradas, a viejos aterrorizados que se mean en sus propios harapos?
¿Quién les explicará por qué fueron arrojados del Edén?
Cabeza sobre cabeza, ha sentenciado Enoc. Cabezas apiladas en
las torres, en las murallas para adornar las almenas, amontonadas or-
denadamente, puestas bien visibles para el obispo y el caminante, la
monja y el soldado, el pío y el ladrón, y sobre todo para el ejército de
las tinieblas que pronto asediará a la Nueva Jerusalén, ha ordenado el
profeta.
De manera que se diría un gesto de clemencia ese «¡Idos, hom-
bres sin Dios! ¡Y no volváis nunca más, enemigos del Padre!» gritado
por Matthys bajo la tormenta.
Pasa arrastrándose despacio por el blanco manto de nieve el éxodo
de los viejos creyentes. Desnudos. La mirada en el suelo, contando
los pasos que quedan antes de acabar congelados. Tal vez alguno
pueda esperar alcanzar Telgte, o Anmarsch. Nadie podrá conseguirlo,
tal vez los adultos más fuertes, de ir solos, pero no dejarán atrás a sus
mujeres, a sus hijos, a sus padres.
–No hay nada que esperar. Ahora el Padre quiere hacer justicia.
–¿Qué quieres decir?
–Deben morir.
Casi sereno mientras lo dice, seráfico, la mirada fija.
–Está escrito, no hay nada más que saber, ¿es lo que quieres decir?
Están condenados, deben morir. ¿Quieres cortarles la cabeza a todos?
–Este es el lugar elegido. Esta, la Nueva Jerusalén: no hay sitio
para los no regenerados. Aún tienen la posibilidad de elegir, de con-
309
vertirse. Pero están a punto de sonar los últimos toques. Que no se
duerman.
–¿Y si no lo hacen?
–Serán borrados de la faz de la tierra junto a todo lo que es de-
crépito.
–Entonces, mándalos lejos. Deja que al menos se vayan, que se
reúnan con su jodido obispo, o sus malditos amigos luteranos.
310
–El Padre separa el grano de la paja. –Luego desciende la mirada
sobre el chiquillo–: A partir de hoy tú serás Seariasub, «el resto que
retorna», aquel que se convierte y escapa así del castigo.Ven.
Lo coge consigo, mientras la puerta engulle ya el éxodo de los
condenados.
La tempestad oscurece mi vista como el más sombrío de los pre-
sagios.
El Carnaval ha terminado.
311
CAPÍTULO 33
Münster, 6 de marzo de 1534
Mal asunto. Ruecher, el herrero, atado a una gran rueda de carro con
unas pesadas cadenas, probablemente forjadas por él mismo, está ro-
deado por cuatro soldados de la guardia improvisada, como todo lo
demás en estos días, y espera.
La población, con los recién llegados que aumentan de día en día,
es llamada a reunirse a segunda hora, por el sumo Profeta: airado,
desilusionado, triste, hecho una furia por el comportamiento de sus
santos súbditos.
Ruecher, el herrero, ese grandísimo pedazo de mierda, se ha atre-
vido a proferir duros comentarios de censura sobre el resultado de
tres días de meditación, total abandono y descenso pleno de la luz
del Altísimo al interior del cuerpo mortal del Gran Matthys, que ha-
bían producido importantes decisiones.
Qué coño va a ir todo bien, dijo el herrero haciéndose eco de lo
que muchos pensaban, la abolición de toda propiedad, la plena co-
munión de todo lo que está disponible, riqueza de nadie y para to-
dos, por supuesto, eso ya lo habíamos pensado nosotros, y antes
incluso, el fondo para los pobres, que era sacrosanto, unas reglas nue-
vas, pero, coño, mira que ir a nombrar a siete diáconos para la admi-
nistración y el reparto de todos los recursos, para la solución de cual-
quier conflicto o necesidad, sin que ni uno, ni siquiera uno, haya
nacido y vivido en la ciudad que fue Münster, todos holandeses,
todos discípulos suyos, y coño, ha dicho, hemos arriesgado nuestras
vidas por las libertades municipales, poco ha faltado para que nues-
tras cabezas fueran a adornar las almenas de las murallas, coño, y lue-
go llega uno, sí, un gran profeta, todo lo que quieras, iluminado por
la palabra santa, es cierto, pero qué coño, no uno, sino todos holan-
deses, y además tampoco estaba cuando nosotros tomamos la ciudad,
¿así es como funciona esto?, llega uno, se lo encuentra todo hecho y
a mandar, a mandar y a poner a los suyos a dar órdenes, se pone a
mandar y a nosotros que nos den de nuevo por culo.
Arrestado de inmediato.
Hubert Ruecher. Herrero. Münsterita. Baptista. Héroe de las ba-
rricadas del 9 de febrero. Hubert Ruecher. Hijo de la causa. Forjador
de proyectiles. Combatiente por la liberación de Münster de la tira-
nía del obispo.
312
Hubert Ruecher arrastrado cubierto de cadenas por la plaza del
Mercado: un traidor, un infame, que ha planteado una duda, ha
hablado en contra, ha dicho que Matthys estuvo rezando tres días
para luego nombrar diáconos a sus más fieles. La comunión de todos
los bienes, de acuerdo: recogerlos en esos almacenes grandes, uno
por cada barrio, y repartirlos entre quienes tengan necesidad de ellos,
sí, pero ¿por qué poner a la cabeza a siete holandeses? ¿Por qué? ¿Por
qué excluir a los münsteritas? Una tontería, Jan, una tontería imper-
donable. ¿Acaso tienes miedo? ¿Y de qué? ¿De quién? Somos todos
santos, lo has dicho tú, hemos sido elegidos, somos hermanos. ¿Crees
que concentrando todo el poder en tus manos vas a impedir que
surja la duda en alguien? Alguien que ha luchado por liberar su ciu-
dad y ahora, tras la elección de esos siete holandeses, puede pensar
que lo ha hecho por nada, para no ser dueño siquiera de decidir en
su propia casa.
Alguien como Hubert Ruecher.
Te lo han contado todo –¿acaso has mandado espías por la ciu-
dad?–, has enviado a tus esbirros a apresarlo por la fuerza. Encadena-
do, ahora, echando espumarajos de rabia: una amonestación para
todo el mundo.Te has vuelto loco, Jan, no es por esto por lo que han
luchado.
Te veo, mientras subes imponente al tablado, ojos de hielo y bar-
ba más puntiaguda que nunca.
Te veo, mientras hablas de la falta de fe, agitando el aventador.
Te veo.
–El Señor está airado, porque alguien ha planteado la duda sobre
la tarea de Su profeta.
Ese hombre ha luchado conmigo, ha obedecido mis órdenes, y
ahora sé que está arrepentido de ello, que muy probablemente abo-
rrece lo que hizo, me gustaría ver su mirada, para comprender: pero
tal vez es mejor que no. Está allí, de pie y paralizado por las cadenas,
aguardando que Dios le sugiera a Jan Matthys el Profeta cómo com-
portarse.
–El tiempo ha tocado a su fin. La elección ha sido llevada a cabo.
Quien abandona la bandera del Señor revela que siempre ha estado
inseguro, que ha seguido a los demás sin haber recibido en realidad la
llamada interior a las armas santas: es un enemigo.Y hoy deja infiltrar
su incertidumbre entre las filas de los santos para minar nuestra vic-
toria. Pero esta es inevitable, porque nos guía el Señor.
Eres un loco, un panadero loco e inicuo, y también yo soy un
loco, porque sí, he sido yo quien te ha proporcionado todo esto.
–Si no quitamos inmediatamente al pecador de en medio del
pueblo de los santos, la ira del Señor caerá sobre todos.
313
Espada en mano, da vueltas en torno a Ruecher, el rostro amora-
tado y aterrado.
El leguleyo Von der Wieck, junto con otros tres notables, objeta
que en Münster nadie ha sido ajusticiado nunca sin el debido proce-
so, hacen falta testigos, un abogado...
Matthys da vueltas y más vueltas en silencio, sopesa aquellas pala-
bras, continúa dando vueltas, la tensión sube hasta más allá de las ca-
bezas, llega hasta él. Se detiene.
–El debido proceso.Testigos, un abogado.Venid para acá, entonces.
Miradas titubeantes que se cruzan, con paso inseguro llegan al ta-
blado.
¿Qué demonios haces, Jan? Me doy cuenta de que he empuñado
la pistola. Pocas cabezas más allá, Gresbeck me mira, con cara inex-
presiva, impasible, la cicatriz que vibra en el entrecejo, único signo
de nerviosismo.
Cuidado, Jan, estos hombres han aprendido a combatir.
–Hoy sois testigos del más grande de los acontecimientos. Testi-
gos del nacimiento de Jerusalén: Münster ya no existe, en la ciudad
de Dios Su palabra es la única ley. Y Él habla y actúa por medio de
Su profeta.Vosotros sois sus testigos.
La hoja voltea en lo alto y cae sobre la garganta de Ruecher, para
cercenarla de un golpe.
Espanto.
Von der Wieck, manchado por el chorro de sangre, está anonada-
do en el centro de la plaza, Knipperdolling y Kibbenbrock miran al
suelo, Rothmann mueve los labios en oración, Gresbeck inmóvil.
Un silencio que hiela hasta los tuétanos más que el frío invernal,
roto tan solo por quedas invocaciones de la voluntad de Dios: al-
guien se postra de rodillas.
Beuckelssen se hace dueño de la escena:
–¡Qué inmenso privilegio ofrecer la sangre que purifica al pue-
blo de los santos de la vergüenza de la duda! –Coge un arcabuz,
avanza, acaricia ligeramente la cara de Von der Wieck para recoger la
sangre de Ruecher. Se la extiende por el rostro–: A este bastardo.
A este gusarapo inmundo le ha tocado el más alto de los honores.
¿Por qué? ¿Por qué a él?
Dispara en el pecho del cadáver a bocajarro, moja las manos en las
heridas y bendice a la multitud con amplias salpicaduras:
–¡Os bendigo en sangre y espíritu, santísimos hermanos míos!
Nadie se mueve.
Matthys abre los brazos para abarcar a todo el mundo:
–Grey de Dios, nos ha sido dada una gran lección por el Padre. Él
ha desvelado la impureza, ha indagado a fondo el ansia de privilegio
314
y de posesión que pervive aún entre nosotros, y nos ha limpiado de
ella. Todavía había quien pensaba que el espíritu podía encontrarse
en los mezquinos privilegios municipales de una ciudad. No. La
Nueva Jerusalén es hoy un faro para todo el pueblo de los santos,
que llega hasta aquí de todas partes para compartir la gloria del Altí-
simo. Nosotros no combatimos por el privilegio de unos pocos, sino
por el reino de Dios.Y en verdad he aquí el maravilloso anuncio: yo
os digo que la Pascua de este año saludará un cielo y una tierra nue-
vos, y será el inicio del reino de los santos. El Padre llegará y barrerá
cada palmo de tierra más allá de estas murallas. En el breve espacio
de tiempo que queda, no yo, no seré yo quien guarde la grey de las
tentaciones del viejo mundo. El Padre dice que está bien, que quien
ha sido nombrado por los hombres para esta tarea la desempeñe
también en su nombre –alarga la espada a Knipperdolling–. No vaci-
les, hermano, es la voluntad del Padre.
El burgomaestre la coge incómodo, incrédulo, luego busca ayuda
en el rostro de Mattys, que no le deja escapatoria:
–No somos nada más que su instrumento.
El Profeta entona el salmo y poco a poco todos lo siguen...
315
Balbuceo algo. La rabia de Redeker me corta las palabras.
–He creído en vuestro Dios, Gert, porque subía a las barricadas y
se desfogaba en las tabernas, saqueaba las iglesias y espantaba a los
caballeros. Creo aún, por si quieres saberlo. ¿Sabes por casualidad
adónde se ha ido al salir de aquí?
El eco de las frases que resuenan en la cabeza desde la llegada de
Jan de Haarlem.
–Matthys es un imbécil, Gert. Los jueces, los esbirros y el verdugo
son los peores enemigos de los pobres que han luchado con no-
sotros. Ese hijo de perra habla del Dios de la canalla. Pero ¿quién es
su Dios? También un juez, un esbirro, un verdugo.
Hace tres horas, en la plaza, la pistola apretada en la mano.Traga-
ba saliva y aire. Esperaba.
Eran los otros los que esperaban.A mí.
–Ese jodido loco lo ha arruinado todo. Me ha helado la sangre.
–¿Y por qué te quedas aquí parado? ¿Por qué no acabas con él,
con ese hijo de puta? ¡Hazlo ahora, Gert del Pozo, a tomar por culo!
Vosotros sois los santos, recuerda, yo el ladrón. He pillado lo mío.
Cuando salga de aquí me largo.
Aprieto la empuñadura, las uñas clavadas en la palma de la mano.
No tengo respuesta.
Una débil luz sobre un hombre que no parece de estas tierras, un
ser de fiera mirada, canijo y nervioso, con unas polainas resistentes,
sucias y ligeras, única protuberancia, en los pies. Intuyo el bulto de
las pistolas y de la pequeña alforja, repleta, el pelo crespo y corto en
su extraña barba, rala, esmerado marco hasta la perilla, afilada hoja
negra que mira al suelo, los bigotes finos para dibujar el arco de
unión con la barbilla, extraña geometría de mestizo, una puntiaguda
arista que es mejor no encontrarse en las inseguras noches de estas
landas.
316
CAPÍTULO 34
Münster, una hora después
317
El otro guardián asiente, el arcabuz al hombro, la cara de boba-
licón.
Respondo en holandés:
–Sabe quién soy.
Se encoge de hombros, incómodo:
–Jan Matthys me ha dicho que no deje entrar a nadie armado.
¿Qué le voy a hacer?
Está bien, dejo la pistola y la daga. Una segunda ojeada basta para
desanimarlo, no se atreve a tocarme.
Me acompaña escaleras arriba alumbrando los peldaños con la
linterna.
Lo que debo hacer.
Al final del segundo tramo de escaleras, un pasillo, otra luz atrae la
mirada, llega de una habitación lateral, la puerta se encuentra abierta:
está sentada, se pasa el cepillo por la luminosa cabellera, casi hasta el
suelo. El gesto repetido de arriba abajo. Se vuelve: una belleza terri-
ble, la inocencia en la mirada.
–Muévete.
La voz del guardián.
–Divara. No sabía que se la hubiera traído aquí.
–Y en realidad no existe. No la has visto, es lo mejor para todos.
Me indica el camino hasta el salón. Una chimenea gigantesca al-
berga el fuego que da luz a todo el ambiente.
Está sentado en un sitial imponente, descompuesto, la mirada cla-
vada en las llamas que devoran el trashoguero. El holandés me hace
una seña de que entre, se da media vuelta y se va.
Solos. Lo que debo hacer.
Mis pasos resuenan como los repiques de una campana, lúgubres,
pesados.
Me paro y busco el rostro, pero su mente está en otra parte, las
sombras dibujan extrañas figuras en aquella cara pálida.
–Estaba esperándote, hermano mío.
Los atizadores destacan alineados en la pared de la chimenea,
como picas de guerra.
Un candelabro macizo, sobre la larga mesa de nogal.
El cuchillo que ha servido para cortar la carne de la cena.
Mis manos. Fuertes.
Lo que debo hacer.
Apenas se vuelve: una mirada sin determinación, sin amenaza.
–Los corazones impávidos aman el corazón de la noche. Es el mo-
mento en que más difícil resulta mentir, todos somos más débiles, vulne-
rables.Y el rojo de la sangre desaparece junto con todos los colores.
Echa una pierna sobre el brazo del asiento y deja que oscile inerte.
318
–Hay cargas que no es fácil llevar. Elecciones difíciles, que la tos-
ca mente de los hombres no puede comprender fácilmente. Nos es-
forzamos, luchamos cada día, para comprender.Y le pedimos a Dios
que nos mande una señal, un signo de conformidad con nuestras
mezquinas acciones. Esto es lo que pedimos. Queremos ser tomados
de la mano y guiados en esta noche oscura, hasta la luz del día
que está por venir. Queremos saber que no estamos solos, que no
nos equivocamos cuando levantamos el cuchillo contra Isaac. Y así
esperamos ver al ángel que debería venir a detener nuestra hoja y a
tranquilizarnos sobre el bien de Dios. Queremos verdaderamente
que nos sea confirmada la inutilidad de nuestros gestos, que no sea
más que una ridícula pantomima, sin otra finalidad que la de sentir
nuestra absoluta entrega a la voluntad del Señor. Pero no es así. Dios
no nos pone a prueba para solazarse con estas miserables criaturas
forjadas con arcilla, para poner a prueba la devoción, no. Dios nos
hace sus testigos, quiere que nos sacrifiquemos nosotros mismos,
nuestro orgullo mortal que nos hace amar el ser amados, incensados,
enaltecidos como profetas, santos. Capitanes. El señor no sabe qué
hacer con nuestra buena fe. Con nuestra bondad.Y nos transforma
en homicidas, en unos hijos de puta carentes de escrúpulos, así como
convierte a los homicidas y a los rufianes a su causa.
La voz de Matthys es un murmullo que asciende hasta el techo,
tocando la cabeza de nuestras alargadas sombras. Es la voz de una en-
fermedad mortal, de una gangrena profunda: hay algo que deja hela-
do en esas palabras, en ese cuerpo que ahora parece extenuado, algo
que provoca escalofríos a escasos pasos del fuego. Es como si supiera
para qué he venido. Como si un espejo devolviera la imagen de lo
que tengo en mi interior.
–A veces el peso de esa elección se vuelve insoportable.Y te en-
tran ganas de morir, de taparte los oídos y desertar de Dios. Porque
el Reino, Gert, el que llevamos soñando desde que estábamos en
Holanda, ¿recuerdas?, el Reino de Dios, es una presea que solo pue-
des conquistar si te ensucias las manos de lodo, de mierda y de san-
gre. Y eres tú quien debe hacerlo, no otro, pues sería fácil; no, tú.
Representar tu papel en sus designios. –Sonríe forzadamente a los
espectros–. Una vez un hombre me salvó la vida. Saltó fuera de un
pozo y se enfrentó solo a aquellos que querían acabar conmigo.
Cuando confié a aquel hombre una misión, venir aquí, a Münster, y
preparar el advenimiento del Reino, sabía que no fracasaría. Porque
este era su papel en el plan. Como el mío mantener el trono del Pa-
dre hasta el día fijado.
Lo que debo hacer.
El atizador.
319
El candelabro.
El cuchillo.
–¿Cuál es ese día, Jan?
He hablado, pero era otra voz, el pensamiento se ha formado
dentro de mí y ha salido sin necesidad de los labios. Era la voz de mi
mente.
No, se vuelve, sin dudarlo:
–Pascua. Ese es el día. –Asiente para sí mismo–.Y hasta entonces,
Gert, hermano mío, te confío la defensa de nuestra ciudad de las tropas
de las tinieblas que se están reuniendo allí fuera. Haz también esto.
Protege al pueblo de Dios del último sobresalto del viejo mundo.
Sí, sabe lo que he venido a hacer. Lo ha sabido tan pronto como
he entrado.
Nos miramos largamente, la promesa en los ojos: eres un profeta
con los días contados, Jan de Haarlem.
320
CAPÍTULO 35
Münster, 16 de marzo de 1534
321
Gresbeck cabalga a mi lado, junto con cinco de los mejores hom-
bres. He elegido a gente que combatió a mis órdenes el 9 y 10 de fe-
brero: los recién llegados de Holanda no me inspiran mucha con-
fianza que digamos; es cierto que llevan armas, pero sobre todo
mujeres y niños, bocas que alimentar en un crudo invierno; casi no
saben quién es Von Waldeck ni tampoco cómo se inició todo esto:
solo ven el faro de Jerusalén en la noche.Y el ardor del Profeta.
El obispo ha reclutado un ejército ridículo, un millar de hombres
perfectamente armados, pero mal pagados, escasamente motivados
para arriesgar el pellejo; apartado de la cathedra el cerdo purpurado ya
no es nadie. Dicen que el landgrave de Hesse, Felipe, le ha mandado
dos espingardas gigantescas, con los nombres impresionantes de «El
diablo» y «Su madre», pero que se ha negado a enviar tropas. Estoy
convencido de que Von Waldeck está tratando de convencer a todos
los grandes señores de los contornos para que le echen una mano
contra la peste anabaptista. Por ahora se ha limitado a levantar terra-
plenes con el fin de cortar las vías de salida en dirección a Anmarsch
y a Telgte.Y dado que no es ningún estúpido está poniendo en guar-
dia a todos los nobles señores de las tierras entre Holanda y Münster,
a fin de que bloqueen la afluencia de herejes hacia aquí.
Galopamos hasta el interior del bosque de Wasserberger, prosi-
guiendo a lo largo del sendero que empalma con el camino hacia
Telgte. Desmontamos en silencio, y llevamos los caballos hasta la ori-
lla de la balsa, etapa obligada para todo aquel que venga del norte: los
animales pueden beber allí, una vieja casa de labranza abandonada
nos ofrece cobijo de la nieve y de la lluvia.
El frío intenso disuelve el aliento ante las mismas narices. Nos
tumbamos sobre el húmedo musgo.
Contamos una docena de hombres, arcabuces, una fila de estan-
dartes, un pequeño cañón.
–Mercenarios del obispo.
La cicatriz destaca más blanca que de costumbre.
–¿Conoces las insignias?
Gresbeck se encoge de hombros:
–Me parece que no. Tal vez sea el capitán Kempel... Pero ya te
dije que hace una eternidad que no venía por estos pagos.
–Esta es gente que lucha por unos pocos dineros, chacales. Con
lo que hemos requisado a los luteranos y a los papistas podríamos
ofrecerles una paga más alta que la que les da Von Waldeck.
–Hum. Es una idea. Pero es mejor ser cautos, pues nuestra fuerza
es la fraternidad.
–Se podrían imprimir hojas volantes y difundirlas por los campos.
–Münster no puede acoger infinitamente a la gente.
322
–En efecto. Habría que establecer contacto con los hermanos
holandeses y alemanes. Münster puede ser el ejemplo. Hemos de-
mostrado que puede hacerse. Pero ¿por qué no Amsterdam o Em-
den?
Volvemos a los caballos y nos ponemos de nuevo en marcha para
acabar la inspección.
Decido decírselo.Tengo que saber con quién puedo contar.
–Matthys es peligroso, Heinrich. Podría arruinar todo lo que he-
mos hecho. Le bastaría con un solo día.
El ex mercenario me mira extrañado, algo lo corroe.
De nuevo:
–No quiero que acabe así. Conocí a Melchior Hofmann, también
él estableció una fecha para el fin del mundo. Pasó el día y nada su-
cedió y su reputación se esfumó.
Cabalgamos por delante de los demás, no pueden oír nuestras
palabras.
–Ese hombre tiene agallas, Gert: ha abolido el dinero y desde que
estoy en este mundo nunca había pensado que se pudiera hacer algo
por el estilo. En cambio, él lo ha hecho con un simple chasquear de
dedos.
–Y haciendo callar a todo el que abre el pico.
–Habla claro. ¿Qué piensas hacer?
Debo decirlo.
–Quiero pararle los pies, Heinrich. Quiero impedirle que se con-
vierta en el nuevo obispo de Münster, o que nos arrastre a todos a
una sangrienta hecatombe.Y debo ser yo quien lo haga. Rothmann
está enfermo, débil. Knipperdolling y Kibbenbrock no atacarían nun-
ca la autoridad del Profeta, se cagan de miedo.
Nos quedamos callados, escuchando los cascos que pisotean el te-
rreno, el bufar de los caballos.
Es él quien habla de nuevo:
–No sucederá nada el día de Pascua.
Tal vez más que una simple palabra de aviso.
–Ese es justamente el problema. Qué tiene intención de hacer
Matthys ese día. Es un loco, Heinrich, un loco peligroso.
Parece increíble: hace poco más de un mes éramos los dueños y
señores de Münster; hoy hablamos en voz baja, lejos de los oídos de
todos, como si la duda fuera un delito mortal.
–Ha puesto un término, y en razón de ese término detenta la
autoridad absoluta. Podemos acorralarlo.
–¿Desenmascararlo delante de todos?
Trago saliva:
–O bien matarlo.
323
Los huesos se hielan apenas pronunciadas las palabras, como si el
invierno quisiera sellarlas con una gélida mordedura.
Unos pocos metros más en silencio. Parece que se advierta el ru-
mor confuso de sus pensamientos.
La mirada permanece clavada en el fondo de la calle:
–Sería la guerra en la ciudad. Toda esa gente venida de fuera lo
adora. Los münsteritas, tal vez ellos te siguieran, pero cada día que
pasa se vuelven más una minoría.
–Tienes razón. Pero uno no puede quedarse mirando, mientras
todo aquello por lo que se ha luchado se va al traste.
De nuevo el zumbido de sus pensamientos.
–Todo el que ha intentado enfrentarse a él ha dejado la sangre en
el empedrado de la plaza.
Asiento:
–Precisamente. No es para esto para lo que yo usé tus pistolas
contra los luteranos y los episcopales.
La ciudad parece desierta. Silencio, nadie por las calles. Nos mira-
mos preocupados, como quien se huele en el aire una desgracia
consumada; pero no hablamos, dejamos los caballos y nos encami-
namos juntos, como atraídos por un imán hacia el teatro central, la
gran plaza de la catedral. A cada paso crece el desasosiego de una
amenaza desconocida, y sin embargo clara, presente, que se cierne
sobre la ciudad para tragarla toda. ¿Adónde han ido a parar los habi-
tantes? No hay ya nadie, ni un perro pulgoso.Apresuramos el paso a
la vez.
La nube blancuzca corona la fila de construcciones que delimita
la estrecha calle que lleva a la plaza.
Está llena.
Ruido de gente que se coloca, con deferencia y arrobo, en torno
al centro, donde se alza la pira que deja escapar lenguas de fuego.
Obsceno altar levantado al olvido, la palabra de Dios aplasta la de los
hombres, vomita su triunfo sobre nuestras espaldas, sepulta nuestra
mirada bajo un manto impenetrable; su aliento se deja sentir sobre
nuestras cabezas; su ojo nos descubre implacable, nos da caza hasta
donde no será posible ocultarnos, en lo más recóndito de nuestros
pensamientos, en el deseo de poder ser, un día, más sabios. Matando
toda curiosidad, y todo talento.
Lentamente asciende el humo de la hoguera de los libros. A bra-
zadas recogen los volúmenes que son descargados sobre el empedra-
do desde los carros, y los arrojan a la hoguera, una columna de fuego
tan alta que llega a lamer el cielo, para llamar a los ángeles con el
humo de Pedro Lombardo, Agustín,Tácito, César, Aristóteles...
324
El Profeta, erguido en el tablado, aprieta una Biblia en la mano.
Estoy seguro de que me ve. Simples sílabas que no superan el vocerío
exaltado de la gente, ni tampoco el crepitar del fuego, sino que son
pronunciadas para mí, por aquellos finos labios.
–Vanas palabras de hombres, no veréis el día del trueno. La Pala-
bra, y solo ella, cantará el juicio del Padre.
La pila crece y se consume, se alza y se convierte en ceniza; des-
cubro un ejemplar de Erasmo, demostrando que ese Dios no tiene
necesidad ya de nuestra lengua, y no nos dejará en paz. El viejo
mundo se consume cual pergamino en el fuego...
A mi lado, el rostro lívido de Gresbeck, feroz y decidido:
–Estoy contigo.
325
CAPÍTULO 36
Münster, Pascua de 1534
Primer escenario: a la caída del sol la plaza está llena, están todos, nos
espera un discurso del Profeta. Matthys sube al tablado, le habla a la
multitud, expone algunas razones para explicar el fallido Apocalipsis,
presumiblemente echándoles la culpa de ello a los elegidos no puros
aún. El tablado está adosado al lado sur de la catedral.Veinte hom-
bres, conmigo, entran por la fachada de poniente y salen por la ven-
tana del transepto que da justamente detrás del Profeta. Los otros
diez están en las primeras filas. No damos tiempo a los soldados de la
guardia a reaccionar. Gresbeck agarra a Matthys por los hombros y le
pone la hoja en la garganta. El capitán Gert explica por qué debe
morir Enoc.
Segundo escenario: Enoc guía al pueblo de los santos a la batalla
final. Dejar que lo haga. El maltrecho ejército de Von Waldeck, una
vez recuperado, puede ser arrollado.Veinte de los míos en los puestos
clave de la batalla. El resto forma en cuadro en torno al Profeta y no
pierde de vista a su guardia personal. En medio de la confusión de la
lucha aprovechar el momento propicio. La pistola del capitán Gert
deja a Enoc por tierra.
326
de estatuas, en especial en el paladar, como condenados tragados por
el monstruo.
Dominan la entrada los enormes ojos de una vidriera de finos mo-
tivos, flanqueada por dos toscos ventanucos. Cierra el rostro el frontón
triangular, sobre el que destacan tres pináculos: los cuernos.
La fachada está encerrada entre macizas torres cuadradas, perfila-
das por dos filas de arcos colgantes, simples los primeros, dobles los
segundos, y abiertos por dos filas de ajimeces de progresivo tamaño.
Por una y otra parte, las dos alas del transepto son como patas pesa-
damente encogidas sobre el terreno.
Calado hasta los huesos, me dejo tragar.
Casi la mitad de la actual población de Münster está reunida des-
de vísperas del sábado entre estas tres imponentes naves. De rodillas,
juntas las manos, aguardan cantando quedamente lo que el Profeta
predijo para este día.
327
»Jan Matthys de Haarlem fue llamado para difundir la palabra de
Dios hasta donde su voz pudiera llegar. Más allá de dicho límite, el
Señor habrá llamado a otros profetas: ante el Turco, en el Nuevo
Mundo, en Catay.
»Fuera de estas murallas, donde la muerte afila su guadaña, hay
hombres que no por propia distracción se han mostrado sordos a la
trompeta. Los mercenarios a sueldo de los príncipes, los desesperados
obligados por el hambre a luchar en guerras que les resultan ajenas, a
quienes no les han contado sino patrañas sobre nosotros. ¿Cuántos
de ellos entrarían en el arca si les dijera alguien que el dinero ha sido
abolido, todos los bienes puestos en común, que la única verdadera
sabiduría es la de la Biblia y la única ley la de Dios?
»Si el Profeta de la Nueva Jerusalén no les habla para apartarlos de
una conducta infame, dictada solo por la miseria, entonces el Señor
le exigirá cuentas de su ruina únicamente a él.
»Hay un tiempo y un lugar para que cada cosa tenga un principio
y un fin. Sí, nuestro tiempo ha tocado a su fin. El Señor llega, y el pro-
feta se convierte en nada. Las puertas del Reino están abiertas de par
en par. Él llevará a cabo su mandato, tal como está escrito en su Plan.
328
Los vemos avanzar hacia el terraplén levantado por los mercena-
rios del obispo. Confusión en sus filas, apuntan los arcabuces.
Matthys hace señal a los suyos de detenerse.
Matthys prosigue solo.
Matthys está desarmado.
Atónitos. ¿Qué se propone?
Nadie respira.
Matthys levanta los brazos al cielo, altísimos, los cabellos negros
revueltos por la lluvia.
Está fuera de tiro, pero basta con una breve carrera, unas pocas
decenas de pasos.
Todos callados, como si el viento pudiera llevar sus palabras hasta
los glacis.
Miles de ojos concentrados en el único punto. El último ins-
tante.
El Plan.
Sigue avanzando. Sube a pie al primer muro bajo de las fortifica-
ciones.
Dios mío, verdaderamente está a punto de hacerlo.
Hasta Pascua.
Un profeta con los días contados.
Parece oír algo, tal vez el eco de una palabra pronunciada más
fuerte.
Un movimiento, un salto a espaldas del Profeta. Alguien aparece,
el brillo de una espada. Caen hacia delante.
Un grupo de jinetes sale del campamento y avanza por el camino
para impedir el paso al séquito de Matthys. Hombres y caballos en
un solo revoltijo.
Los ojos de todos se congelan de horror, como hojas secas en el
hielo.
Ni un grito, ni una respiración.
El grito exultante de los episcopales.
329
–Ese bastardo ha conseguido arruinar todos nuestros planes...
–Lo importante es que se ha quitado de en medio.Y ahora, ¿qué?
330
MATTHYS : Jan, homónimo apóstol mío, sabes cuánto te amo.Y mi
amor no es sino el reflejo del amor aún mayor del Padre por ti. No
eres más que un gusano.Y yo te saqué del lodo de los burdeles para
hacerte luchar en Münster a mi lado. Gusano. Regio gusano al que
corresponderá la tarea de retomar mi espada e instaurar el Reino.
Dentro de ocho días el Profeta deberá dejar el puesto al Señor.Y el
Señor te elegirá a ti, para ser el guía de la Nueva Sión.
BEUCKELSSEN (contiene las lágrimas, no ve ya a nadie, o tal vez lo tiene
todo claro. Mucho más claro que yo y que Gresbeck):Ven para acá. Bernt.
331
el aliento, hace planear su mirada azul sobre la muchedumbre, que se ha en-
grosado hasta llenar la plaza.) ¡Hermanos y hermanas: el Edén es
nuestro!
KNIPPERDOLLING (a su lado): ¡Viva Sión!
332
BEUCKELSSEN : Sí. Aunque dejé una mujer legítima en Leiden
para seguir al Gran Matthys, él me dijo que debería ser yo el marido
de su esposa. Por tanto, tendré que casarme con la viuda del Profeta
y hacer uso de sus cojones en su lugar. (Se mete en el bolsillo el coágulo
sanguinolento y anuncia): ¡Traed a Divara! La esposa que me ha sido
destinada.
Aplausos.
Fin.
333
CAPÍTULO 37
Münster, lunes de Pascua de 1534
334
Lloriquea como un cachorro, con los dedos hundidos en los rizos
rubios.
–Dímelo tú. Tú sabes lo que hay que hacer. Haré lo que me di-
gas, pero no me dejes, Gert...
Me levanto asombrado:
–Te equivocas.Tampoco yo lo sé. No lo sé ya.
Gano la puerta en medio de sus infantiles gimoteos.
Ella está ahí detrás. Lo ha escuchado todo.
Sus cabellos son tan claros y luminosos que diríanse de platino.
Divara: un vestido desceñido, que deja entrever un cuerpo per-
fecto. En el rostro la inocencia de una niña, blanca reina niña, hija de
un cervecero de Haarlem.
Un leve toque me levanta la mano y me desliza dentro de ella
una pequeña hoja.
–Mátalo –murmura apenas, indiferente, como si se refiriera a una
araña en la pared, o a un viejo perro moribundo al que conceder el
descanso eterno.
La bata abierta sobre el pecho turgente, revelando la recompensa.
Los ojos de un azul intenso que infunden terror hasta los tuétanos,
los pelos en punta como agujas, el corazón como un bombo. Un
montón de cadáveres, visión de lo que puede suceder, el abismo
abierto de par en par por una muchacha de quince años.Tengo que
agarrarme al pasamanos de la escalera, mientras me tambaleo hacia
abajo, lejos de la Venus Dispensadora de Muerte.
335
costumbre que habían adquirido en las veladas de borrachera y cu-
chipanda. Con un poco de buena balística ha bastado para darle a
uno de ellos con un cañonazo entre las nalgas dejándolo reducido
a pedazos para los perros.
Por espacio de una semana todos los hombres han meado y caga-
do en los bastiones dentro de una cuba, que luego se ha hecho rodar
hasta el interior del campamento del obispo. Al abrirla, la fetidez ha
llegado casi hasta aquí.
He organizado con Gresbeck ejercicios de tiro para todos, inclu-
so para los chicos y las mujeres. Enseñamos a las muchachas a hervir
la pez y a arrojar cal viva sobre la cabeza de los atacantes. Se hacen
turnos de guardia en las murallas repartidos entre todos los ciudada-
nos, de ambos sexos, entre los dieciséis y los cincuenta años.
He hecho poner una campana en cada bastión, que deberá hacer-
se sonar en caso de incendio, para que se pueda saber adónde acudir
con el agua.
Hemos descubierto que Matthys había inventariado los bienes
secuestrados a los luteranos y a los papistas, aparte de las disponibili-
dades alimentarias de la ciudad. Lo había anotado todo, hasta la últi-
ma gallina y el último huevo. Es posible resistir por lo menos un año.
¿Y luego? Mejor dicho: ¿y mientras tanto?
No basta, no puede bastar. Las fanfarronadas del Profeta Saltim-
banqui no conducen a ningún lado.
Los Países Bajos, los hermanos. Contar qué sucede en Münster,
organizarlos, escogerlos, tal vez también adiestrarlos para combatir.
Buscar dinero, municiones.
No lo sé. No sé si es lo más adecuado que se debe hacer, nunca
lo he sabido, siempre he elegido un camino distinto. Lo único que
sientes es que no puedes continuar así, que las murallas, las paredes,
comienzan a quedarse pequeñas y tu mente necesita aire fresco, tu
cuerpo sentir que las leguas discurren bajo sus pies.
Sí. Todavía puedes hacer algo por esta ciudad, capitán Gert del
Pozo.
Impedir que la libren solo a la locura de sus profetas.
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traicionaron a Thomas Müntzer. Reliquias inseparables estas últimas,
único recuerdo tangible de lo que está muerto y sepultado bajo los
escombros del fallido Apocalipsis.
–¿Estás seguro de querer irte?
La voz ronca del ex mercenario apunta a la puerta. No es el tono
de quien tiene objeciones que hacer, sino de quien se pregunta por
qué no me lo llevo conmigo.
–Calculamos mal, Heinrich.
–¿Te refieres a Matthys?
–Me refiero a esta gente. –Una ojeada fugaz, mientras ato las últi-
mas correas–. Les gusta creer que son santos. Quieren que alguien les
cuente que todo ha ido como la seda, que Münster es la Nueva Sión
y que no hay nada ya que temer. –Compruebo el peso de la alfor-
ja, excelente–. Cuando, en cambio, deberíamos estar cagados. ¿Has
echado un vistazo fuera de las murallas? Von Waldeck está levantando
fortificaciones, y estoy seguro de haber visto talar árboles al nordeste.
¿Sabes qué significa eso? Pues máquinas de guerra, Heinrich, se pre-
paran para un asedio.Tienen toda la intención de quedarse clavados
aquí el mayor tiempo posible, por lo menos hasta que las últimas
fanfarronadas del último profeta besado en la boca por Dios nos ha-
yan estupidizado definitivamente. Las naves que transportaban aquí a
los hermanos baptistas desde Holanda fueron interceptadas en el
Ems. Había en ellas armas y víveres. Cierran las fronteras, los cami-
nos. Todo esto son señales, pero nadie quiere darse cuenta. No han
tenido una mala idea.
Gresbeck me lanza una torva mirada:
–¿Qué quieres decir?
–Un cerco que va para largo. Encerrarnos aquí dentro, estrechar
el cerco, y esperar: el hambre, el próximo invierno, rebeliones intesti-
nas, qué coño sé yo. El tiempo juega a su favor. Si yo fuera Von Wal-
deck haría exactamente esto: apuntaría los cañones y me quedaría de
brazos cruzados.
La alforja está ya sobre el hombro,Adrianson debe de haber ensi-
llado el caballo abajo. Estoy casi sereno.
–Necesitamos nuevos contactos con los hermanos holandeses.
Necesitamos dinero con que comprar a los mercenarios de Von Wal-
deck y volverlos en su contra. Necesitamos descubrir pasadizos segu-
ros para forzar el bloqueo.Y sobre todo, necesitamos comprender si
fuera de aquí alguien está pensando en tomar las armas y seguirnos,
o si de veras, tal como decía Matthys, no hay más que desierto. Hay
que hacerlo pronto: cada día que pasa es un regalo a los buitres de
ahí fuera.
–Y con Beuckelssen, ¿qué piensas hacer?
337
Me dan ganas de reír. Bajamos las escaleras: las yeguas están listas.
El herrero aprieta la cincha de mi silla.
–Ellos lo eligieron, ¿qué podemos hacerle?
Salto a la grupa y tiro de las riendas para frenar el ardor del
animal.
–Jan es un débil, un majadero. Razón por la que no te llevo con-
migo. Quiero que no lo pierdas de vista, eres el único que puede ha-
cerlo. Knipperdolling y Kibbenbrock se han vuelto unos blandos,
Rothmann está enfermo. Elige bien a los hombres con los que vayas
a contar y mantén firmes las defensas de la ciudad.Y sobre todo una
cosa:Von Waldeck tratará de aprovechar el menor fallo, la menor dis-
tracción. Responde golpe por golpe, bombardea a sus mercenarios
con hojas volantes, valen más a veces que los mismos cañonazos,
recuérdalo. Pronto volveré.
Un fuerte apretón de manos: destinos de nuevo que se eligen.
Gresbeck no deja traslucir ninguna emoción, no es su estilo.Tampo-
co es el mío, lo descubro ahora.
–Buena suerte, capitán.Y que no te falte nunca una buena pistola
al cinto.
–Hasta pronto, compadre.
Adrianson me precede. Los talones golpean los ijares del caballo:
no miro las casas, ni la gente, estoy ya en la Unserfrauentor, estoy ya
fuera de la ciudad, estoy a poco más de tres leguas, en el camino que
lleva a Arnhem.
Estoy de nuevo vivo.
338
CAPÍTULO 38
Costa holandesa, en las cercanías de Rotterdam, 20 de julio de 1534
El viento agita los matojos de hierba en las dunas bajas, como si fue-
ran barbas, mentones de gigantes. La pequeña barraca que resguarda
las barcas de los pescadores parece seguir en pie de puro milagro, co-
rroída por la humedad salina y las borrascas.
El sol está a punto de salir, no es ya de noche ni tampoco de día,
una luz rojiza que ilumina las gaviotas, mientras estas planean pláci-
das para disputarse con los cangrejos los peces muertos, escapados de
las redes de la pesca nocturna. Resaca lenta, marea baja, una neblina
oculta el confín de la playa al norte y al sur. Nadie.
Pequeños insectos corren a lo largo de un tronco traído hasta
aquí de quién sabe dónde. Las manos aprietan la húmeda corteza. El
guía que me han asignado los hermanos de Rotterdam ha dicho que
el lugar era este. No ha querido esperar:Van Braght no es el tipo al
que se encuentra fácilmente.
Tres sombras alargadas en la arena, en el extremo sur. Ahí están.
Las manos se deslizan a las pistolas, terciadas bajo la capa que me
protege de la brisa del mar del Norte.
Se acercan lentos, juntos.
Caras sombrías e inexpresivas, barbas hirsutas, camisolas arrugadas
y espadas en bandolera.
No me muevo.
Llegan al alcance de la voz:
–¿Eres el alemán?
Espero a que se acerquen más:
–¿Quién de vosotros es Van Braght?
Alto, corpulento, rostro comido por el sol y el mar, un corsario de
pequeño cabotaje que afirma haber asaltado veinte bajeles españoles:
–Soy yo. ¿Has traído el dinero?
Hago tintinear la bolsa en el cinto.
–¿Dónde está la pólvora?
Asiente:
–Llegó ayer noche. Diez barriles, ¿no es eso?
–Dónde.
Tres pares de ojos sobre mí.Van Braght apenas si mueve la cabeza:
–Los imperiales baten la costa, no era seguro dejarla aquí. Está en
el viejo dique, media milla más arriba.
–Vamos.
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Nos encaminamos hacia allí, cuatro rastros paralelos en la arena.
–Tú eres Gerrit de los Boekbinder, ¿no es cierto? ¿El que llaman
del Pozo?
No hay curiosidad, no hay énfasis, al preguntarlo.
–Soy el que compra.
El dique es una empalizada de madera podrida, el mar la ha hora-
dado creando un pequeño canal que se adentra en tierra. En lo alto,
se alza la casucha del guardián.
Los barriles están cubiertos por una vela estropeada sobre la que
pasan las golondrinas. Cuando la levantan, una nube de moscas aban-
dona el pescado apestoso amontonado en las cajas. Debajo: los barri-
les alineados. Uno de los tres me deja elegir: señalo el del medio,
hace saltar la tapa y se hace a un lado.
El pirata quiere tranquilizarme:
–Viene de Inglaterra. La peste a pescado mantendrá alejados a los
esbirros.
Hundo una mano en el polvo negro.
–Está sequísima, no te quepa duda.
–¿Cómo la transporto?
Su índice señala detrás de las dunas, donde vislumbro la cabeza de
un caballo y las ruedas altas de un carro:
–Ve tú solo.
Desato la bolsa y se la tiro:
–Mientras los cuentas, los tuyos pueden cargar.
Le basta un gesto con la cabeza y los dos malasangres levantan los
primeros barriles y se ponen torpemente en marcha hacia el sen-
dero.
Una gaviota lanza un graznido sobre nuestras cabezas.
Los cangrejos se deslizan debajo de la quilla de una vieja barca.
El sol comienza a atenuar la brisa matinal.
Una paz absoluta.
Van Braght termina de contar:
–Son suficientes, compadre.
Aprieto fuerte las dos empuñaduras:
–No es cierto. Son menos de la mitad de lo pactado. –La indeci-
sión de un momento, no puede ver las pistolas bajo la capa–. La re-
compensa por Gert del Pozo vale diez veces eso.
No le doy tiempo a moverse, el disparo le estalla en plena cara.
Vuelven atrás a la carrera, con las espadas desenvainadas. Dos con-
tra uno, pongo pólvora en la pistola descargada, introduzco el pro-
yectil, más pólvora, más deprisa, brazo tendido, respiro, sin temblar,
miro a los miembros en movimiento: dos disparos, casi a la vez, el
primero se desploma a mis pies, el otro cae, su pistola hace fuego, tal
340
vez estoy ya muerto, pero mi fantasma saca una daga corta y se la
clava en el gaznate.
Un estertor.
Silencio.
Me quedo parado. Miro las gaviotas que vuelven a posarse sobre
la playa.
Tengo que cargar los barriles solo.
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Resulta difícil censurarlos, pues en las grandes ciudades mercanti-
les las cosas no funcionan como en nuestra ciudad-estado alemana.
Aquí se suman los españoles, tienen al Emperador en casa.
Sin embargo, he descubierto que existe un partido de los descon-
tentos, unos pocos hermanos turbulentos que quisieran seguir nues-
tro ejemplo. Pocos e inexpertos, sin un verdadero jefe. Obbe Philips
ha confesado su pasado de apóstol de Matthys y finge haber defendi-
do siempre la vía moderada actual. Luego está el joven David Joris
de Delft, brillante orador al que nuestro huésped nos ha ponderado
como un guía prometedor. Parece que la suerte futura del movi-
miento depende en buena medida de él. Su madre fue una de las
primeras mártires baptistas, decapitada en La Haya cuando David era
un niño. Es buscado en toda Holanda como el criminal más peligro-
so, por lo que es difícil dar con su paradero. No tiene residencia fija,
anda siempre de un lado para otro, llega y se va, a menudo usa nom-
bres falsos hasta con los mismos hermanos por miedo a los infiltra-
dos. Parece que no desdeña el saqueo de iglesias, pero lo mismo que
Philips desaprueba también enérgicamente el asesinato.
La situación no es estable en absoluto, lo que no quiere decir que
todo no pueda acabar en un montón de bonitas charlas.
Y mientras tanto, mañana estaremos de nuevo en marcha, de regre-
so, con nuestra preciosa carga que sustraer a los controles de los ca-
minos y a los ojos de los indiscretos. Otras dos comunidades que
visitar.Y dentro de un mes en Münster.
–Buenas noches, Peter.
–Buenas noches, capitán.
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CAPÍTULO 39
Münster, 1 de septiembre de 1534
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calles desiertas, hacia la casa de Adrianson. Nadie dice nada, no es
necesario, nos apresuramos, calados hasta los huesos.
Lo veo llamar a la puerta, abrazar fuertemente a su mujer y a su
pequeño. No hay alegría en esas miradas, son los gestos propios de
alguien que comparte un infortunio.
La mujer nos ofrece una infusión caliente, delante de las brasas
moribundas del hogar:
–Es todo cuanto puedo ofreceros. Desde que existe el raciona-
miento es difícil conseguir leche.
Flaca, los nervios tensos en el cuello, la fuerza de la angustia que
la sostiene. La mirada cae sobre el hijo a cada frase, como si quisiera
protegerlo de un oscuro peligro.
–¿Tan graves están las cosas?
–El obispo ha estrechado el cerco, y cada día resulta más difícil sa-
lir para conseguir comida.Y hemos de hacer cola todos los días para
dar algo que comer a nuestros hijos. Los diáconos partidarios del ra-
cionamiento dan cada vez menos.
Adrianson ha conseguido reanimar el rescoldo, como si el volver
a recuperar aquellos gestos sencillos, domésticos, pudiera aliviar la
amenaza de la oscuridad.
–¿Qué les ha pasado a los campanarios, Greta?
Me mira sin temblar, resuelta; no comparte la cobardía de los
hombres:
–No tendrías que haberte ido, capitán.
Es casi una acusación, ahora soy yo quien trato de rehuir aquella
mirada.
Su marido no tarda en reprenderla:
–No debes tomarla con él, pues se ha jugado la vida por todos.
En Holanda hemos conseguido dinero, plomo para los cañones, pól-
vora...
La mujer sacude la cabeza:
–No sabéis. No os habéis enterado de nada.
–¿De qué, Greta? ¿Qué ha pasado?
Adrianson no consigue refrenar el miedo y la rabia:
–Habla, mujer. ¿Qué les ha pasado a los campanarios?
Asiente, esa dura mirada es para mí:
–Mandó derribarlos. Nada debe alzarse que pueda desafiar al
Altísimo. Nadie debe ser soberbio, tenemos que mirar al suelo cuan-
do andamos por las calles, no podemos llevar ningún adorno, pues
nos lo requisan. Ha nombrado a dos niñas y a un niño como jueces
del pueblo. Te quitan de encima cualquier objeto superfluo, toda
prenda de color. Todo el oro y la plata va a parar a las arcas de la
corte.
344
Adrianson le coge las manos:
–¿Y tu anillo?
–Todo... para mayor gloria de Dios.
Respiro hondo, no tengo que perder la calma, tratar de com-
prender:
–¿Qué corte, Greta? ¿De qué estás hablando?
Es odio, una rabia profunda la que le hace pronunciar estas pala-
bras:
–Se ha hecho nombrar rey. Rey de Münster, del pueblo elegido.
Un nudo en la garganta me impide hablar, pero ella continúa:
–Fue Dusentschnuer, el platero, ese maldito paticojo, con Knip-
perdolling. Una representación horrible: lo lisonjearon, le implora-
ron, para que aceptase la corona. Decían que Dios les había hablado
en sueños, que debía ceñir la corona del Padre y guiarnos a la Tierra
Prometida.Y ese asqueroso saltimbanqui menospreciándose a sí mis-
mo, diciendo que él no era digno...
El herrero coge por los hombros a su mujer, protector y furioso:
–Cerdo asqueroso. Putañero de tres al cuarto.
Murmuro:
–Nadie le ha parado los pies... ¿Dónde estaban mis hombres...
Heinrich Gresbeck?
–No debes acusarlos, capitán, pues ya no están aquí. Dan escolta
a los misioneros que fueron enviados a buscar refuerzos. El rey se
rodea de hombres armados, a todo el que se atreve a abrir la boca
en contra suya se lo llevan, desaparece, no se sabe dónde, en cual-
quier prisión subterránea, tal vez... para acabar luego en el fondo del
canal.
He de preguntarlo, he de saber:
–¿Y Bernhard Rothmann?
El silencio anuncia un horror peor aún si cabe de lo que esperaba.
–Ha sido nombrado teólogo de la corte. Knipperdolling, Kibben-
brock y Krechting han recibido el título de condes. El rey dice que
pronto guiará al pueblo elegido a través del Mar Rojo de los ejérci-
tos enemigos y conquistará Alemania entera. Ha asignado ya los
principados a sus más fieles.
La rabia y el temor van trocándose en un peso muerto que me
arrastra con él. Estoy abatido, pero no es esto todo lo que leo en la
expresión férrea, en esa belleza altiva y madura.
–Rothmann dijo que había que seguir las costumbres de los pa-
triarcas de las Escrituras. Id y multiplicaos, dijo, que cada hombre
tome todas las mujeres que se vea capaz de satisfacer, para aumentar
el número de los elegidos. El rey tiene quince mujeres, todas ellas
poco más que unas niñas. Rothmann, diez, y así todos los demás. Si
345
mi marido no hubiera vuelto dentro de un mes, también yo le ha-
bría tocado en suerte a alguno de ellos.
Las manos de Adrianson, blancas de la tensión, quieren hacer tri-
zas la repisa de la chimenea.
–Ah, gritamos, sí, gritamos que eso no era justo. Margharete von
Osnabrück dijo que si el Señor quería la procreación, entonces tam-
bién las mujeres debían poder elegir a más de un marido.
Se traga la compasión con su suspiro contenido:
–Les escupió en la cara a los predicadores y se les meó encima a
los que fueron a prenderla. Sabía lo que le esperaba, pero no quiso
callarse. Gritó a toda la ciudad, mientras la llevaban a rastras, que las
mujeres de Münster no habían luchado al lado de sus hombres para
convertirse en vulgares concubinas.
Una nueva pausa, conteniendo las lágrimas de odio. Hay una dig-
nidad infinita en esas palabras, la dignidad de quien ha compartido el
gesto extremo de un hermano, de una hermana.
–Murió dirigiéndoles a su vez palabras asesinas. La siguieron mu-
chas que prefirieron morir insultando a los tiranos antes que aceptar
sus leyes. Elisabeth Hölscher, que se atrevió a abandonar a su marido.
Katharina Koekenbecker, que vivió con dos hombres bajo el mismo
techo. Barbara Butendieck, denunciada por el marido porque se
atrevió a llevarle la contraria. A ella no la han ajusticiado, no. Se ha
salvado porque estaba embarazada.
Solo el crepitar del fuego. El hondo respirar del pequeño Hans en
la camita. El batir de la lluvia en el tejado.
–¿No se ha rebelado nadie?
Asiente:
–El herrero Mollenhecke. Juntamente con otros doscientos.
Consiguieron encerrar al rey y a su séquito en el Ayuntamiento, pero
luego... ¿Qué podían hacer? ¿Abrirle las puertas al obispo? Ello sig-
nificaba condenar a la ciudad a muerte. No se veían con fuerzas. Al-
guien liberó al rey y dos horas después sus cabezas rodaban en la pla-
za pública.
Peter Adrianson recoge la vieja espada con la que luchó en las
barricadas en febrero. En la cara las arrugas del cansancio ahuyentado.
–Mándame que lo mate, capitán.
Me pongo en pie. Lo que queda por hacer.
–No.Tu mujer y tu hijo no sabrían qué hacer con un mártir.
–Tiene que pagarlo.
Me dirijo a Greta:
–Recoge vuestras cosas. Os iréis esta noche.
Adrianson aprieta la empuñadura, cegado:
–Nos ha jodido, no puede librarse de esta.
346
–Llévate a los tuyos lejos de aquí. Es mi última orden, Peter.
Querría llorar, mira a su alrededor: la casa, los objetos.A mí.
–Capitán...
Greta está lista, el hijo en brazos, envuelto en una manta. Quisie-
ra que Adrianson tuviera fuerzas en estos momentos.
–Vamos. –Lo arrastro por un brazo, salimos bajo el diluvio, echo a
andar.Vamos pegados a las paredes a lo largo del recorrido que pare-
ce interminable.
En una esquina, a la mujer de Adrianson le da un vuelco el co-
razón.
Por instinto la mano a la espada. Dos formas bajas encapuchadas.
Una sostiene un farol. Se acercan, pasos cortos en el barro.
La luz alzada hacia nuestros rostros. Entreveo unos ojos jóvenes,
mejillas lampiñas. No más de diez años.
Un estremecimiento.
Una niña apunta con el índice el hato que Greta aprieta contra
su pecho. Un dedo pequeño y blanco.
Terror en los ojos de la mujer. Aparta el borde de la manta y
muestra a Hans, aterido de frío.
La otra no aparta la mirada de mi cara.
Ojos azules. Mechones rubios chorreando agua de lluvia.
La indiferencia altiva de un hada.
Puro horror.
El instinto de aplastarla. De matar.
El corazón como un bombo.
Siguen su camino.
En la Ludgeritor.
Han descargado nuestros carros, los animales han sido puestos a
cobijo bajo un cobertizo.
–¡Alto ahí! ¿Quiénes sois?
–Capitán Gert del Pozo.
Me acerco, de manera que pueda reconocerme. Hansel, el rostro
espectral del hambre.
–Vuelve a enganchar las caballerías a uno de los carros.
Dubitativo:
–Capitán, lo siento, nadie puede salir.
Señalo el hato que Greta aprieta contra su pecho.
–El pequeño tiene el cólera. ¿Acaso quieres hacer estallar una
epidemia?
Aterrorizado, corre a llamar a sus compañeros. Son enganchadas
las caballerías.
–¡Abrid la puerta, rápido!
347
Empujo a Adrianson sobre el carro, arrojándole las riendas en la
mano.
–Vete lo más lejos que puedas.
Sus lágrimas se mezclan con la lluvia que chorrea de la capucha:
–Capitán, yo no te dejo aquí...
Le aprieto con fuerza el borde de la capa:
–No te niegues a ti mismo aquello por lo que has luchado, Peter.
La derrota no vuelve injusta una causa. No lo olvides jamás. Ahora
vete.
Doy un fuerte golpe en un anca del caballo.
Ciñe la corona.
Lleva un manto de terciopelo.
El cetro en la mano, una esfera rematada por una cruz y dos espa-
das le cuelgan del cuello. Lleva un anillo en cada dedo, todos los ri-
zos de la barba esmeradamente cuidados, las patillas enrojecidas, anti-
naturales, como un cadáver embellecido.
Está sentado al centro de la gran mesa, puesta en forma de herra-
dura, atestada de montones de huesos mondos y lirondos, escudillas
llenas de grasa de oca, vasos y jarras con restos de vino y de cerveza.
El hocico inmóvil de un cochinillo en el asador destaca en medio de
la sala. A la diestra del rey, la reina Divara, vestida de blanco, más her-
mosa de lo que puedo recordarla, una guirnalda de espigas como bro-
che en el pelo. A la siniestra, un pequeñajo enfurruñado: el famoso
Dusentschnuer seguramente. Las mujeres están sentadas al lado de los
cortesanos y sirven el vino a sus amos y señores.
Al fondo de la sala, en el trono de David, está sentado con despar-
pajo un chiquillo, las piernas a horcajadas en los brazos del asiento.
Juguetea aburrido con una moneda. El traje demasiado grande está
recubierto de adornos de oro, las mangas arremangadas sobre los
codos. A duras penas consigo reconocer a Seariasub, el favorito de
348
Beuckelssen, salvado del destino de los viejos creyentes en un día de
invierno.
El rey se pone en pie apoyando las manos en la mesa. Levanta la
cabeza en busca de miradas con las que cruzarse. Inquietud entre los
comensales. Ojos bajos.
–¡Krechting!
El ministro se sobresalta. Todos los demás respiran. El rey urge:
–¡Para el ducado de Sajonia, Krechting!
Imitando marcadamente un acento aldeano:
–«¿Por qué, pues, tantos clamores? ¿No hay un rey en ti o te falta
tu consejero, que te dueles como mujer en parto? Duélete y gime,
hija de Sión, como mujer en parto, porque vas a salir ahora de la ciu-
dad y morarás en los campos, y llegarás hasta Babilonia, pero allí serás
librada, allí te redimirá Yahvé del poder de tus enemigos.» ¿Quién
soy? ¿Quién soy?
Krechting se ruboriza mientras mira la pierna de cordero descar-
nada que tiene delante de sus narices, le da con el codo al vecino en
busca de una sugerencia.
El rey, disgustado:
–Es suficiente, no lo sabe...
La mirada escruta la gran mesa.
–¡Knipperdolling! ¡Para el electorado de Maguncia!
Con la punta del cetro hace tintinear la jarra. Luego la hace peda-
zos de un golpe seco. El agua se derrama sobre la mesa.
–«¿No está entre nosotros Yahvé?»
El burgomaestre se apresura a responder:
–¡Sí, sí!
–¡No, tienes que decirme quién soy, quién soy!
Envuelto en una hopalanda de brocado, probablemente hecha
con la tapicería de casa de Von Büren, Knipperdolling se atusa ner-
viosamente la barba. La imponente panza de otrora cae ahora flácci-
da como la papada. El sombrerucho negro le cae blandamente a los
lados, como las orejas de un mastín. La mirada apagada, de perro apa-
leado. Un viejo animal chocho y cansado. Trata de lucirse con una
respuesta:
–¿Isaías?
–¡Noooooo!
Está nervioso. Derriba la mesa:
–¡Palck! ¡Para Güeldres y Utrecht!
Se abalanza sobre la cabeza del cochinillo y emprende una lucha
desesperada con grandes rugidos y gritos hasta que la parte en dos.
Deja caer los pedazos y se vuelve de golpe:
–¿Quién soy, quién soy?
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El diácono está visiblemente ebrio, no consigue mantenerse en
pie si no es tambaleándose y tiene que apoyarse en la mesa. Una son-
risa de complacencia:
–¡Sí, sí, esta es fácil: Simeón!
–Respuesta equivocada, imbécil.
Recoge una costilla de cerdo y se la tira. Suspira hondo y se vuel-
ve hacia Rothmann, poco menos que escondido al fondo de la gran
mesa.
–Bernhard...
Un viejo cuerpo agotado, embutido en el sucio traje, la muerte
pintada en el rostro, los ojos diminutos. Parece haber pasado años
desde que un afable predicador acogió a los discípulos de Matthys en
Münster y otros tantos desde que el convento de Überwasser fue
deshabitado por sus palabras.
–Miqueas, Moisés y Sansón.
El rey aplaude, inmediatamente seguido por todos los demás.
–Bien, bien.Y ahora, Divara, reina mía, haz de Salomé. ¡Vamos,
vamos, Salomé! ¡Música, música!
Divara se sube a la mesa y comienza a hacer rápidas evoluciones
y a moverse insinuante al son del laúd y de la flauta. El vestido res-
bala sobre sus hombros, las piernas quedan al descubierto. Azota el
aire con los cabellos y junta las manos sobre la cabeza, la espalda en-
arcada.
La danza de Salomé para conseguir la cabeza de Juan.
De Jan Beuckelssen, sastre y rufián de Leiden, comediante, após-
tol de Matthys, profeta y rey de Münster.
De Jan y de todos los demás.
Una pila de cadáveres. Ella lo sabe.
Contemplo a la muerte danzar, elegirlos uno a uno, hasta que
decido salir de la sombra y dejar que reparen en mí.
Es la primera en detenerse, de golpe, como si hubiera visto un
fantasma. Los comensales, de piedra, boquiabiertos y mirándome re-
divivo, viéndome por un instante a través de mis ojos: unos flojos, lo-
cos, condenadamente necios.
Y de nuevo ella, me obsequia con una leve sonrisa, como si estu-
viéramos nosotros dos solos.
Llévatelos, a todos.
350
El ojo de Carafa
(1535)
352
Carta enviada a Roma desde la ciudad de Münster, dirigida a Gianpietro
Carafa, fechada el 30 de junio de 1535.
353
Puedo decir que, en el caso de que el frente de los anabaptistas
hubiera sido verdaderamente sólido, mi tarea habría resultado mucho
menos pesada. Habría identificado fácilmente al pueblo atrincherado
dentro de las murallas con la milicia de Satanás y a los mercenarios
acampados fuera de ellas con las huestes del Señor. Pero teniendo
en cuenta cómo anduvieron las cosas, se hizo cada vez más difícil en
cambio no considerar al rey de Sión y a su corte como los únicos
verdaderos enemigos, juzgando al resto de los sitiados como una grey
inconsciente. La tremenda locura de Beuckelssen hacía menos horri-
ble la locura anabaptista de todos los demás.
Así, en más de una ocasión, mientras le oía prometer a su gente
que las piedras del empedrado se transformarían para ellos en pan y
muslos de faisán, sentí un deseo irreprimible de matarlo, de hacerlo
desaparecer de la faz de la tierra, para liberar a muchas pobres gentes
de aquel yugo, soportado únicamente por la presencia de un peligro
mayor fuera de las murallas.
Ello no obstante, precisamente quien esto escribe a Vuestra Seño-
ría fue responsable en primera persona de la ruptura que se creó
dentro de la ciudad. Desde la llegada de Jan Matthys comencé a ga-
narme las simpatías del primer predicador de la comunidad, Bern-
hard Rothmann, un hombre de fina inteligencia y gran cultura, al
que ya me referí en mi última carta, hará ahora más de un año.
Cuando vi el modo en que este era dejado de lado por el nuevo pro-
feta Matthys, me di inmediatamente cuenta de que una sabiduría se-
mejante podía volverse útil para mis planes. Habría podido echar
leña al fuego de la insatisfacción del caudillo fracasado, del hombre
de Biblia marginado por unos toscos alcahuetes y panaderos. Pero
Rothmann enfermó de gravedad, y juntamente con la salud comen-
zaron a faltarle también las ganas de salir y de luchar.Acabó por con-
tentarse con hacer de teólogo en la corte de Jan de Leiden.Y sin em-
bargo, ninguna persona culta, y por si fuera poco débil y cansada,
podía soportar por mucho tiempo el espectáculo del Reino de Sión.
No sé cómo se me ocurrió la idea de la poligamia, probablemen-
te me inspiró la leyenda de que los anabaptistas, aparte de los bienes,
tenían también en común a sus mujeres. Discutí largamente con
Bernhard Rothmann acerca de las costumbres de las Sagradas Escri-
turas en materia de matrimonio, hasta que el predicador aconsejó a
Beuckelssen dicho procedimiento, tan odioso como para poner al
pueblo contra él. Desde entonces todo se vio sumergido en una ma-
rea de sangre, y Rothmann acabó por tomar catorce mujeres. Pero el
espíritu de la ciudad sitiada, que había resistido hasta aquellos mo-
mentos compacta a los ataques del obispo Von Waldeck, no volvería a
conocer ya la unidad en ningún otro momento.
354
Así, no hubiera hecho falta ningún traidor, con solo que las fuer-
zas sitiadoras hubieran estado mejor organizadas y menos atemoriza-
das por el fracaso.Y sin embargo, el cerco parecía destinado a no aca-
bar nunca. Es cierto que la Nueva Sión estaba ya a punto de caer a
causa del hambre, pero no lo es menos también que la mordaza es-
trechada por las tropas del obispo obtuvo éxito, al cabo de un año,
resultando realmente eficaz, pero a la larga un ejército mercenario
acostumbra a descomponerse y perder vigor con los repetidos retra-
sos en el cobro de la paga.
Llegué al campamento de los episcopales al amanecer del 24 de
mayo, con los arcabuces de los mercenarios apuntándome a la cabeza
y los gritos de los centinelas de la ciudad que me instaban a volver
atrás.Vencí la desconfianza del capitán Wirich von Dhaun constru-
yendo modelos de arcilla de las fortificaciones de Münster y descri-
biendo pormenorizadamente los puntos flacos en el servicio de cen-
tinela.Tuve que confirmar la exactitud de cuanto decía trepando de
noche a lo alto de los bastiones de la ciudad y saliendo ileso por una
de sus puertas.
Un mes más tarde las tropas episcopales han hecho su entrada en
Münster. De la batalla que se ha librado intramuros, no tengo detalles
que ofrecer, por cuanto no me ha sido dado asistir a ella. Lo que ha
sucedido a continuación, en cambio, es algo que ningún ojo humano
querría ver nunca y boca alguna podrá describir jamás. Las persecu-
ciones, los asesinatos, las matanzas se suceden todavía hoy. Todos son
exterminados en el sitio.Tan solo Beuckelssen y sus hombres de más
confianza, como Krechting y Knipperdolling, han sido capturados
con el fin de someterlos a interrogatorio. En la hora fatal, al rey de
los anabaptistas no se le ha visto combatir en la plaza junto con los
denodados defensores de la ciudad, sino que ha sido descubierto en
la sala del trono, escondido debajo de una mesa, implorando que no
le hicieran ningún daño a un pobre sastre y miserable rufián. Res-
pecto a Bernhard Rothmann, su suerte es materia para las más varia-
das conjeturas: no ha sido hecho prisionero y su cadáver no aparece
por ningún lado, pero no falta quien dice haber visto a un húngaro
clavarle una espada entre las paletillas y luego, reconociéndolo como
a uno de aquellos que el obispo había ordenado apresar vivos, apa-
ñárselas para esconder el cuerpo.
En todos los callejones yacen cadáveres y la ciudad apesta de un
hedor insoportable. En la plaza central se alza una pila de cuerpos
blancos, desnudos y amontonados unos sobre otros.
La llegada del obispo Von Waldeck no puede decirse que haya
contribuido mucho más a la salud de Münster.Todavía hoy las calles
de la ciudad están vacías incluso a mediodía y los tenderetes de ven-
355
ta de hortalizas no han vuelto a comparecer bajo los pináculos del
Ayuntamiento. Deberá pasar mucho tiempo antes de que vuelva a
verse vida en Münster, aunque los trabajos de reconstrucción de la
catedral han dado ya comienzo.Trato todavía de recuperar las fuerzas
y la decisión perdidas en este carnaval de muerte, pero la danza ma-
cabra de esta ciudad nos arrastra a todos en su vertiginoso girar, como
un contagio de peste, como si el olor a cadáver trocara también en
cadáveres a los vivos.
Y así será para los anabaptistas de aquí y de los Países Bajos, ahora
que el faro de su esperanza se ha apagado. Muchos defensores de
Münster, mandados por Beuckelssen a instigar a las gentes de Holan-
da, están dando todavía vueltas actualmente por esas tierras, pero sus
días están contados y cada vez son menos los locos que quieren pres-
tarles oídos. He aquí por qué creo que la suerte de esta execrable he-
rejía está ya marcada y el peligro extinguido.
Por igual motivo creo haber dado fin a la tarea que Vuestra Seño-
ría me asignara, una tarea a la que he sacrificado todas las fuerzas tanto
del cuerpo como de la mente, hasta haber sido puesto profundamen-
te a prueba por la horrenda tragedia de la que he sido espectador y
comparsa. Por consiguiente, no le será difícil a mi Señor comprender
las razones que me impulsan a solicitar el ser apartado del nausea-
bundo y mortífero olor de estas tierras, y de continuar sirviéndole, si
es que pueden volver a ser todavía alguna vez útiles mis servicios, en
otros lugares y circunstancias.
Encomendándome a la benevolencia de Vuestra Señoría, beso hu-
mildemente sus manos.
356
CAPÍTULO 40
Amberes, 28 de mayo de 1538
357
Sonríe, ahora puedo hablarle ya solamente de hechos que conoce
bien.
–Luego en diciembre llegó Van Geelen, ese gran limburgués al
que había conocido en Münster, adonde había llegado buscando una
esperanza para los oprimidos y donde no encontró más que a un
viejo Dios enloquecido devorador de hombres. La consigna de Beu-
ckelssen era hacer nuevos prosélitos entre las comunidades de los her-
manos holandeses, pero la Nueva Sión no iba a verlo morir como un
ratón por hacer realidad las locuras de un comediante. No tenía nin-
guna intención de volver.
»Y así reanudé la lucha, pues no sabía hacer ya ninguna otra cosa,
seguía combatiendo.
»En marzo del treinta y cinco estábamos en Bolsfard, tomando el
monasterio de Oldeklooster. Nos quedamos atrincherados allí duran-
te una semana.Van Geelen pensaba que desde una posición tan estra-
tégica íbamos a poder dominar el golfo y mientras tanto hacer suble-
varse a Frisia, donde los campesinos estaban ya rebelándose. Pero los
campesinos se revelaron más difíciles de controlar de lo previsto.
»En mayo tomábamos el Ayuntamiento de Amsterdam. El plan de
Van Geelen preveía que el pueblo se alzaría y se uniría a nosotros.
Esto sería tarea mía, y mientras tanto él se atrincheraría en el palacio
municipal y pondría en jaque a la guardia ciudadana.
»Fue un desastre absoluto, el último acto. Nadie nos siguió.Van
Geelen estaba en un error: los humildes no tenían la menor inten-
ción de arriesgar sus vidas por nosotros, habíamos recorrido un ca-
mino demasiado largo, habíamos ido demasiado lejos, sin reparar
entretanto en que las termitas del miedo y de la miseria iban mi-
nando los ánimos a fondo. Los ocupantes resistieron hasta el último
golpe, y al final intentaron una salida con arma blanca. Los asesina-
ron a todos.
»No podía hacer nada,Van Geelen estaba muerto, tenía conmigo
una treintena de hombres mal armados y una vieja barcaza de pesca.
En esas circunstancias tomé la decisión de disolver la compañía: con
un poco de suerte alguien se salvaría, pues si permanecíamos juntos
no íbamos a tardar en ser identificados y apresados. Lo comprendie-
ron, nadie hizo preguntas. Esa fue la última orden del capitán Gert
del Pozo.
Eloi trata de sonreírme:
–¿Otro nombre?
–Ningún nombre. Ningún amigo. Los soldados batían minucio-
samente la región, no había ningún lugar seguro, cualquier campesi-
no podía traicionarte, cada caminante encontrado por el camino po-
día ser un cazador de recompensas que iba tras tus pasos.
358
»Caminaba durante días, dormía en los heniles, pedía limosna
para poder comer. No tenía ya noticias de los hermanos, no sabía qué
estaba sucediendo fuera del lugar concreto en el que me encontraba.
También el sentido de la orientación comenzó a traicionarme, mi
mente se nublaba. Lo único que sabía era que estaba caminando ha-
cia el norte. Sin embargo, lo había perdido todo. Münster, mis hom-
bres,Van Geelen, los hermanos que en Amsterdam habían creído en
mí. Acabado. Después de cuatro días de ayuno las piernas comenza-
ron a no sostenerme ya, vi cosas que me anunciaban la locura inmi-
nente. Estaba muerto, un fantasma, daba igual tumbarse en el suelo y
esperar.Ya no había razón para seguir forzándome a sobrevivir.
»Me encontraron allí en el barro, herido, exánime. Podía esperar-
me la cuchillada de algún bandido: casi lamenté no llevar nada enci-
ma que valiera la pena robar. No me hicieron el favor de darme la
puntilla, me recogieron y me llevaron con ellos.
Dejo que el cigarro se apague sobre la chimenea, el recuerdo es
confuso, diríanse acontecimientos vividos en el sueño:
–«Y vi delante de mí un flaco y derrengado caballo. Quien lo ca-
balgaba se llamaba Muerte y detrás venía el Infierno.»
Eloi está serio, acurrucado, un depredador nocturno hundido en
el sillón. Le oigo murmurar aquel nombre:
–Jan Van Batenburg.
359
Vi empalar a frailes como si fueran cerdos en el asador, vi el espanta-
jo del Caballero Pálido galopar por las laderas de las colinas, y nos-
otros detrás de él, por el borde de aquellos abismos, señalando los lí-
mites de la santidad. Después de Matthys y de Beuckelssen, el tercer
Jan de mi vida: la tercera maldición. Cuando finalmente fue apresa-
do, se rió en la misma cara de la tortura y de la muerte. Lanzó aún
un grito de victoria desde el patíbulo: yo lo oí...
Me relajo en el sillón estirando las entumecidas piernas.
–Y esto es realmente todo, gloria y miseria.
Escucho el silencio. Estoy cansado.
Su voz sin rostro acuna el cansancio:
–Es la historia más grandiosa que haya oído jamás.Y tú eres sin
duda la persona que andaba buscando.
Entorno los ojos, pero solo es una mancha más oscura tras el es-
critorio:
–Estoy cansado, Eloi. Demasiado cansado.
–Estás vivo.Y eso es lo que cuenta.
Estoy cansado.
El pasillo que me separa de la cama es larguísimo, la tenue luz de
la vela apenas lo ilumina, mientras lo recorro a tientas.
Estoy cansado.
Y sin embargo presiento que no conseguiré conciliar el sueño.
Las ganas de saber de Eloi han despertado también las mías. Münster
cayó el 24 de junio de 1535. Gert del Pozo se había largado hacía
nueve meses. ¿Y todos los demás?
A los golpes en la puerta responde una voz adormecida.
–¿Quién es?
–Soy Gert.
La luz de una vela se añade a la mía, escruto el rostro arrugado de
Balthasar Merck. Sin preguntar nada, el viejo baptista señala una silla
al lado de la cama.
–Siéntate, pero dudo de que pueda serte de alguna utilidad.
–Una cosa nada más: ¿quién se salvó?
Deposita la vela sobre la mesilla de noche y se sienta en el borde
de la cama masajeándose el rostro.
–Lo único que puedo decirte es que nosotros éramos cinco: el jo-
ven de los Krechting, el molinero Skraup, Schmidt el armero, el graba-
dor Kerbe y yo.Todos hombres de Krechting.A Kerbe lo apresaron en
Nimega, al poco de habernos separado. Me enteré de que estaba preso
allí. Supe que Schmidt y Skraup fueron ajusticiados en Deventer hace
dos años. Krechting sé que anda por ahí y hay quien dice que también
Rothmann: su cuerpo no estaba entre los cadáveres de Münster.
360
–¿Ninguno de los míos?
Sacude la cabeza:
–No tengo ni idea. Algunos de ellos ni siquiera estaban en la
ciudad. Beuckelssen los había echado porque sentía verdadero te-
mor de ti.
–Gresbeck, los hermanos Brundt...
Asiente con la cabeza:
–Ellos volvieron a tiempo para asistir al delirio final. Esperaban
encontrarte, pero tú habías partido para no volver más.
–¿Por qué se quedaron?
–Gresbeck y los Brundt intentaron largarse, pero los episcopales
les echaron el guante al salir de la ciudad. Un triste final.
Suspiro extenuado, sin fuerzas ya para imaginar, las preguntas sa-
len automáticamente:
–¿Qué frente cedió?
–La Kreuztor y la Judefeldertor, el punto más desguarnecido de
las murallas: alguien debía de haber informado a los episcopales. Una
unidad penetró por la noche y al alba abrió las puertas al grueso del
ejército. La carnicería duró días.Yo confié a mi mujer enferma a los
cuidados de una beata, arrancándole la promesa de que no la denun-
ciaría, y me escapé con los demás. Hace tres años que no tengo noti-
cias suyas.
Me quedo en silencio, escuchando el borbotear remoto de los
recuerdos, saboreando esa solidaridad amarga de quienes regresan de
la guerra.
Me levanto, casi arrepentido:
–Perdóname.
–Capitán...
Me vuelvo: sus ojos están hinchados por el cansancio y las lá-
grimas.
–Dime que aquello por lo que nos batimos no era una equivo-
cación.
Aprieto la mandíbula, los puños cerrados.
–Nunca lo he pensado, ni por un instante.
361
362
El mar
(1538)
364
CAPÍTULO 41
Amberes, 29 de mayo de 1538
Magda observa en silencio, los ojos abiertos de par en par por la cu-
riosidad, mientras introduzco el último perno entre el brazo y el
hombro de la marioneta articulable.
–¿Para quién es? –pregunta sacudiendo los rizos con instintiva
coquetería.
–Es para vosotros, niños –respondo yo–. Pero tú serás su mamá,
¿te parece bien?
–¡Sííí! –Un sonido agudo que perfora los oídos y el chasquear de
un beso en la hirsuta mejilla.
Ninguna niña me ha besado jamás.
Eloi mira y sonríe, mientras avanza entre las columnas del sopor-
tal. No tiene tiempo de saludar, cuando ya Magda anda dando salti-
tos delante de él y agitando el títere de madera:
–¡Mira, mira! ¡Lo ha hecho Lot!
Eloi se arrodilla para mover los brazos de la marioneta:
–¿Es tuya?
365
–Es de todos los niños –responde Magda tal como le ha sido en-
señado–. Pero la cuidaré yo. Lot ha hecho las cucharas y las escudillas
para mamá, ¿lo sabías?
Eloi asiente, mientras la pequeña corre a enseñarles a todos el
nuevo juguete.
Un pensamiento en voz alta y un gesto de los brazos:
–Esta es mi aventura. En los últimos diez años no he hecho otra
cosa.
Irónico:
–No es poco...
–No sé si es poco o mucho. Lo cierto es que mi historia no está a
la altura de la tuya.
Le tiendo la mano con una risa maliciosa:
–Si quieres cambiármela, cerramos el trato en un abrir y cerrar
de ojos.
Me mira serio:
–No, no es tu pasado lo que quiero, sino comprender únicamen-
te por qué extraña alquimia lo que tú has vivido no me ha implica-
do a mí, y viceversa.
–Bien.Y si lo consigues, trata también de explicarme a mí cómo es
que nunca hay nada parecido a esto en mi pasado: Magda, Kathleen,
este lugar...
–Hemos nacido y crecido en dos mundos distintos, Lot. Por una
parte, los señores, los obispos, los príncipes, los duques y los campesi-
nos. Por otra, los mercaderes, los ricos banqueros, los armadores y los
asalariados. Amberes y Amsterdam no son Mühlhausen y tampoco
Münster. Esta ciudad es el puerto más importante de Europa. No
hay día que no sean cargadas naves enteras de lana, seda, sal, tapices,
pieles y carbón. En treinta años los mercaderes han transformado sus
tiendas en agencias comerciales, las casas en palacios, los bajeles en
naves de gran cabotaje. Aquí no hay un orden antiguo e injusto que
poner patas arriba y tampoco hay patanes a los que instalar en los
tronos. No hay que llevar a cabo ningún apocalipsis, porque se ha
hecho realidad desde hace un tiempo.
Lo interrumpo con un manotazo en la rodilla:
–¡Ya sé dónde oí hablar de ti por primera vez! Fue a Johannes
Denck, en Mühlhausen, al referirse al modo en que seducías a los
mercaderes de tu tierra. Los convenciste de que sin dinero, en la ciu-
dad, es imposible hacer nada.
Eloi se saca una moneda y le da vueltas entre las manos, la lanza al
aire y la recoge varias veces.
–¿Ves? Al dinero no le puedes dar la vuelta: lo vuelvas del lado
que quieras siempre muestra una cara.
366
Entorna los ojos para disfrutar del rayo de sol que se filtra por en-
tre las ramas, mientras trata de encontrar un orden, un punto de par-
tida para su relato.
Sonríe:
–Al principio pensaba en algo por el estilo de las comunidades
hutteritas...
–¿Esos locos de la región de Nikolsburg?
–Ellos exactamente, viven completamente aislados del resto del
mundo y afirman bastarse a sí mismos.
Con gesto afectado vuelvo todo el busto hacia él, visiblemente
sorprendido:
–Acerca del dinero ellos no dirían ciertamente las mismas cosas
que tú acabas de defender. ¿Qué te hizo cambiar de idea?
Busca las palabras, es difícil, comprende que deberá explicar mu-
chas cosas, tal vez arriesgar a perderse en las circunvoluciones de un
discurso demasiado extenso.
–El Apocalipsis no es un objetivo por alcanzar, lo tenemos entre
nosotros. En los últimos veinte años he oído hacer tantos llamamien-
tos al Apocalipsis, que si llegara hoy de verdad, haría falta Dios y ayu-
da para conseguir distinguirlo de la cotidiana suerte reservada a los
mortales. El verdadero Reino de Dios comienza aquí –se pone el
índice en el pecho–, y aquí –se toca la frente–. Ser puros no significa
apartarse del mundo, condenarlo, para obedecer ciegamente a la ley
de Dios: si quieres cambiar el mundo de los hombres debes vivirlo.
Me levanto para sacar agua del viejo pozo del centro del patio.
Me duele toda la espalda, mientras tiro de la cuerda para alzar el
cubo. Miro a Eloi: si no me hubiera dicho que tiene mi edad, lo
habría creído mucho más joven.
–Si quieres convencerme de que Batenburg era un loco puedes
ahorrarte la molestia, pues bien que lo sé. Pero quizá no tenía ideas
muy distintas de las tuyas: creía que los elegidos eran ya puros, inca-
paces de pecar, creía estar ya en pleno Apocalipsis. Por esto mataba y
cortaba el cuello sin pensárselo dos veces.
Bebe a sorbos el agua fresca:
–En todo aquel que exorciza en los demás el desprecio que sien-
te por sí mismo, por las propias derrotas, en todo aquel que culpabi-
liza y juzga para no ser ni juzgado ni culpable, hay un cura que, por
más que quiera disimularlo, grazna todavía entre los cuervos de la
vieja fe. A todo aquel que muestra suficiente inteligencia como para
comprender el mundo y demasiada poca para aprender a vivir no le
cabe esperar otra cosa que el martirio. – Vuelve a sonreírme–.Yo no
he hablado nunca de los elegidos. Lo único que he dicho es que
cada uno puede descubrir en sí el espíritu de Dios, que es libre, aje-
367
no a cualquier código, incapaz de causar daño. He dicho que el pe-
cado está en la mente del pecador.
Comienzo a comprender.
Continúa sereno:
–A los veinte años creía que Lutero nos había regalado una espe-
ranza. No tardé mucho en comprender que se la había revendido
enseguida a los poderosos. El viejo fraile nos ha desembarazado del
Papa y de los obispos, pero nos ha condenado a expiar el pecado en
soledad, en la soledad de la angustia interior, introduciendo un cura
en nuestra alma, un tribunal en la conciencia que juzga cada gesto,
que condena la libertad del espíritu en nombre de la inexpiable co-
rrupción de la naturaleza humana. Lutero ha arrancado a los curas el
hábito negro, únicamente para volver a coserlo en el corazón de to-
dos los hombres.
Toma aliento, jugueteando con las virutas de madera del suelo.
Tiene verdaderas ganas de decírmelo todo, como si quisiera recom-
pensarme por mi relato.Y yo tengo ganas de escucharlo.
–Quisiera que comprendieras que tú y yo hemos partido de la
misma desilusión. Los mismos que quisieron reformar la fe y la Igle-
sia, han reformado también el viejo poder, le han proporcionado una
nueva máscara. Las esperanzas de vuestros anabaptistas eran legítimas:
desmentir a Lutero y proseguir a partir de allí donde él se había dete-
nido. Pero vuestra visión de la lucha os hacía ver el mundo en blanco
y negro, cristianos y anticristianos. –Sacude la cabeza–. Una visión de
este tipo sirve para ganar una batalla justa, pero no para hacer realidad
la libertad de espíritu. Muy al contrario, puede construir nuevas pri-
siones del alma, nuevas obligaciones morales, nuevos tribunales. El
sentido de todo esto se halla contenido en la historia que me has
contado: Matthys, Rothmann, Beuckelssen, Batenburg... La diferencia
entre un papa y un profeta radica únicamente en el hecho de que se
disputan el monopolio de la verdad, de la palabra de Dios. Yo creo
que esa palabra cada uno debe poder encontrarla por sí mismo. Me
he quedado al margen de la contienda y he trabajado para esto.
–Hace un gesto para abarcar el patio que nos rodea–. No te vayas a
creer que ha sido fácil. He estado muchas veces a punto de ser encar-
celado y durante muchos años he tenido que llevar una vida clandes-
tina.
–Kathleen me ha hablado de ello.
Asiente:
–También fui procesado, en un par de ocasiones. Por vilipendio
de las leyes municipales y estafa contra un mercader de paños. Me las
apañé: gracias al hecho de que mucha gente que andaba por Europa
usó mi nombre, incluido el viejo Denck, que en gloria esté. Estuve
368
siempre en lugares distintos de aquellos en los que había tenido pro-
blemas con las autoridades. En esto tú y yo nos asemejamos mucho.
Pienso en cuántos he sido, hasta el momento presente, pero no
consigo recordar el número exacto.
–Yo he sido muchos y muchos has sido tú. Sí, la diferencia es mí-
nima.
Nos sentamos en los escalones uno al lado del otro, recojo casi
instintivamente una maderita y me pongo a cortarla con el estilete.
El olor intenso a musgo que crece por todas partes en el jardín es
embriagador, me gusta, me recuerda los bosques de Alemania.
Me doy cuenta de que quiere seguir, decirme algo más, algo para
lo que ha esperado mucho tiempo.
–Desde Amberes todo parece más claro. Hasta un modesto cons-
tructor de tejados como yo puede darse cuenta de un montón de
cosas que en otra parte pasarían inadvertidas. He aprendido a leer y a
escribir, he aprendido a hablar, frecuentando a los mercaderes de esta
ciudad, seduciéndolos con una vida libre y feliz. Pero sobre todo, he
aprendido cosas nuevas del mundo, los hombres y las religiones.
Mira, por aquí pasan mercaderes de todos los países, llegan y vuelven
a partir mercancías de todo género: el cobre polaco que se dirige a
Inglaterra y a Portugal; las pieles suecas para la corte imperial, el oro
del Nuevo Mundo que es trabajado por los artesanos locales; la lana
inglesa, los minerales de las canteras bohemias. Toda esta actividad
mercantil da trabajo a un número incalculable de personas: comer-
ciantes, armadores, marineros, artesanos, mozos... y naturalmente sol-
dados, para garantizar la seguridad de los caminos, para conquistar
nuevas tierras, para sofocar las revueltas. La vida de países enteros y
poblaciones gravita en torno al comercio. El Imperio de Carlos Quin-
to sin el comercio de los Países Bajos no podría mantenerse en pie.
Los Países Bajos son el pulmón del Imperio: la mayor parte de los
impuestos, Carlos los saca de estas tierras, mejor dicho, de estos co-
merciantes y artesanos.
–¿Y por esto la rebelión fiscal contra el Emperador?
–Exactamente: están cansados de financiar sus guerras y el fasto
improductivo de su corte.
Saca de nuevo la moneda y la lanza al aire recuperándola al vuelo:
–Pagar a los obreros, transportar los productos, armar una nave,
reclutar una tripulación, poner en pie un ejército que defienda las
cargas de los actos de piratería...Todo esto únicamente puedes hacer-
lo con una cosa: el dinero.
No sé por qué, pero cuando pronuncia esa palabra me recorre
como un estremecimiento, el que te produce una verdad obvia y sin
embargo siempre aterradora.
369
–Todos dependen del dinero: tanto los mercaderes como el
Emperador, tanto los príncipes como el Papa, el lujo, la guerra y
el comercio.
Se detiene, como si hubiera tenido una idea repentina.
–Si has terminado de tallar marionetas, me gustaría enseñarte una
cosa.
Con la mirada perpleja, se levanta, me hace una indicación de que
lo siga:
–Ven, nos sentará bien estirar un poco las piernas.
370
–¡Pero es absurdo!
Eloi se ríe sonoramente:
–No. Es ganancia. Tal vez un día los ingleses caigan en la cuenta
de que les resultaría más conveniente desarrollar los talleres textiles
en su propia casa, pero por el momento la cosa funciona así.
Proseguimos, alejándonos por el canal hacia el interior de la ciu-
dad, a través de estrechas callejuelas donde los rayos del sol no con-
siguen llegar.
–Todo el mecanismo es movido por el dinero. Sin el dinero no se
movería una aguja en Amberes y tal vez en toda Europa. El dinero es
el verdadero símbolo de la Bestia.
–¿Qué pretendes decir con eso?
Nos paramos cerca de un puesto de venta de coles y salchichas
ahumadas, su olor penetrante nos envuelve.
–¿Cómo crees que consiguió Carlos Quinto que lo eligieran em-
perador en el diecinueve? Pues pagando. Compró a los Príncipes Elec-
tores, alguien puso a su disposición una cantidad de dinero mayor
que la que había ofrecido Francisco de Francia. ¿Y la guerra contra
los campesinos? Alguien prestó a los príncipes alemanes el dinero
para pertrechar a las tropas que os derrotaron. ¿Y cómo crees que
financia Carlos Quinto su guerra en Italia contra los franceses? ¿Y la
expedición contra los piratas sarracenos? ¿Y la campaña contra el
Turco en Hungría? ¿Acaso crees que los mercaderes de aquí cuentan
con tan grandes sumas como para equipar sus expediciones comer-
ciales? Ni soñarlo. Dinero, ríos de dinero que es prestado a cambio de
un porcentaje de los beneficios. Así funciona, amigo mío.
Hace rato que está esperando la pregunta:
–¿Quién posee un patrimonio semejante?
Mira derecho delante de nosotros, luego dirige el índice hacia el
edificio que tenemos enfrente y murmura:
–Los bancos.
371
–¿Y tú me lo preguntas? Que vuelvan a trabajar los campos de sus
señores, a excavar en sus minas. Desde ese momento, de todo cuan-
to se produzca los banqueros obtendrán una parte sustanciosa. Mira,
Carlos Quinto y los príncipes son un tipo de parásitos que no pro-
ducen nada, pero que tienen una necesidad enorme de despilfarrar
dinero: guerras, cortes, concubinas, hijos, torneos, embajadas... El
único modo que tienen de saldar las deudas que contraen con los
banqueros es hacerles concesiones, dejarles el usufructo de minas,
fábricas, tierras, regiones enteras. De este modo los banqueros son
cada vez más ricos y los poderosos cada vez más dependientes de su
dinero. Es un círculo vicioso.
La expresión burlona de Eloi no deja lugar a dudas sobre el hecho
de que está divirtiéndose pintando el mundo desde su punto de vis-
ta. Compra una salchicha humeante y la sopla antes de hincarle el
diente.
Señala el banco:
–Sin duda habrás oído mencionar a los Fugger de Augsburgo: los
banqueros del Imperio. No hay un puerto en Europa donde no haya
una filial suya. No hay comercio en el que no tengan alguna partici-
pación por mínima que sea. Nuestros mercaderes estarían perdidos
sin el dinero que los Fugger ponen a su disposición para financiar sus
viajes. Carlos Quinto no movería un solo soldado si no hubiera un
crédito ilimitado en sus arcas. Por lo demás, el Emperador debe a los
Fugger su corona, la guerra contra Francia, la cruzada contra los tur-
cos y el mantenimiento de todas sus rameras. Los ha recompensado
dándoles el usufructo de las minas húngaras y bohemias, la recauda-
ción de los tributos en Cataluña, el monopolio de la extracción
minera en el Nuevo Mundo, y quién sabe qué cosas más. –La salchi-
cha apunta hacia el edificio que se alza allí delante–. Créeme, sin los
Fugger y su dinero ese hombre estaría en la ruina desde hace tiem-
po. –Vuelve la cabeza en todas las direcciones–.Y tal vez todo esto
no existiría.
Se mordisquea los dedos pringosos de la forma más natural del
mundo.
Doy algunos pasos hacia el centro de la calle, escruto la construc-
ción anónima, maciza, luego miro a mi alrededor un poco confuso,
sentimientos encontrados se acumulan dentro, rabia, estupor, también
ironía. Me paro y en voz alta desembucho todo:
–¿Por qué nunca nadie me ha hablado de los bancos?
372
CAPÍTULO 42
Amberes, 30 de mayo de 1538
373
–¡Polnitz, el mago de los números!
Eloi agarra el pasamanos de la pasarela y de un salto se planta a
bordo.Yo detrás.
Se le dispara la sonrisa:
–Gotz, este es Lot que salió de un pozo. Un maestro en el arte de
salir de los pozos.
–Venid, venid adentro.
He de agacharme para entrar en el camarote. Una mesa engan-
chada a la pared de enfrente, dos sillas a los lados, un banco clavado
en el suelo. La única luz es la que penetra por la puerta de entrada,
si exceptuamos una vela encendida encima de la mesa.
Eloi me deja la silla y se sienta en el banco de al lado, Polnitz de
frente a mí. No tiene aire de marinero.
–Bien, señores. –Vuelto hacia Eloi–: Supongo que nuestro amigo
necesita muchas explicaciones.
–Por supuesto. Pero si lo he traído aquí es porque es la persona
que andábamos buscando.
Hago una medio mueca y espero.
Polnitz se acomoda en la silla:
–No perdamos tiempo, pues. ¿Tú sabes quiénes son los Fugger de
Augsburgo?
La mirada permanece sobre mí.
–Unos banqueros.
–Los banqueros. –Los ojos escrutan atentos, sabe ya lo que quiere
decirme–. Permíteme que te cuente una historia.
Eloi se enciende un cigarro, y se arrellana callado y burlón en
medio de las volutas.
–Hará cosa de diez años el más poderoso de los banqueros de
Amberes era un tal Ambrosius Höchstetter: un bellaco esculpido en
piedra que desde hacía décadas dominaba la plaza. Cada florín gasta-
do por el rey de Hungría Fernando provenía de su bolsa, a cambio
de todo el mercurio bohemio y muchas más cosas aún. Para llegar a
esta posición el viejo Ambrosius, muchos años antes, había demos-
trado tener una vista de lince.Aparte de la importancia de la amistad
con los Habsburgo, comprendió que, si bien los príncipes podían
concederle derechos de usufructo de minas y territorios, el contan-
te iba a parar sin embargo a otras manos, más sucias y más hábiles.
Las de los mercaderes de Amberes. Así, comenzó a reunir sus ahorros:
la totalidad de los negocios, de las manufacturas, y de todos los
pequeños y grandes intercambios de los que este puerto es teatro.
A quien depositaba también pequeñas sumas en sus bancos, le con-
cedía un buen interés. Prestaba dinero a los mercaderes emergentes,
financiaba sus actividades, tenía un poder tal sobre las fortunas de
374
quien emprendía algún tráfico comercial en Amberes, que nunca
nadie habría podido imaginar desbancarlo de aquel trono.
Gotz von Polnitz no aparta la mirada de mí, para asegurarse de
que no me pierdo ni una palabra de la historia.
–En mil quinientos veintiocho Höchstetter era aún el rey de Am-
beres, pero tenía problemas. Era viejo, estaba casi ciego y fuera de la
ciudad eran muchos los que aspiraban a suplantarlo. En mil quinien-
tos veintiocho Lazarus Tucher, un mercader de origen nurembergués,
regentaba un discreto tráfico de intercambios entre Lyon y Amberes.
Tucher era persona acomodada y despierta, pero que no gozaba de los
favores de Höchstetter: sabía, pues, que no iba a poder crecer mucho
más. Desde la primavera de aquel año, precisamente de Lyon comen-
zaron a llegar rumores sobre la disponibilidad monetaria real de
Höchstetter: el viejo se había expuesto por todas partes con sumas
considerables, prestaba dinero a los mercaderes, abastecía a los Habs-
burgo y la guerra por el monopolio del mercurio era muy costosa. Las
sumas ahorradas de los pequeños mercaderes y de los gremios de Am-
beres estaban irremediablemente lejos, en las galeras rumbo al Nuevo
Mundo, en la corte de Fernando y en las minas bohemias. Aunque
parezca mentira, en poco tiempo una multitud le reclamaba la devo-
lución de sus depósitos.
Gotz toma aliento, me deja imaginar la escena, luego prosigue:
–La bancarrota fue inevitable. Höchstetter no tenía en sus arcas
dinero suficiente para satisfacer los reintegros, trató desesperadamen-
te de salvarse pidiendo ayuda incluso a sus más feroces competidores,
pero su destino estaba ya marcado. En mil quinientos veintinueve
el joven y agresivo Anton Fugger, nieto del patriarca Jacob el Rico,
hacía su entrada triunfal en la ciudad, dando garantías a la masa de
acreedores y asumiendo de golpe las obligaciones, los almacenes y
la entera actividad de Höchstetter. Acusado de haber engañado a los
ahorradores, el viejo acabó sus días en la cárcel.
En realidad el joven Fugger venía a coronar una operación a la
que había dado comienzo más de un año antes, al pilotar el descré-
dito de Höchstetter gracias a la destreza de su ambicioso agente:
Lazarus Tucher. Amberes coronó a su nuevo rey.
La pregunta me sale sola:
–¿Qué fue de Tucher?
Palabras sopesadas:
–Eso no tiene importancia, ya no está en la ciudad. Lo que te ense-
ña esta historia es la ley fundamental del crédito: quien quiera recoger
el ahorro de muchos debe disfrutar de la confianza de muchos.
Una nueva pausa. Eloi es un oyente atento a mi lado, no mueve
ni un músculo.
375
Gotz saca del jubón una hoja de papel no demasiado grande y la
apoya en la mesa.
–No lo creerás, pero la mayor parte de los negocios que se des-
arrollan aquí se producen por medio de letras de cambio. Pedazos de
papel como este.
Doy vueltas a la hoja entre las manos: una especie de carta de cali-
grafía elegante con dos sellos, y una firma al final.
–Anton Fugger o quien por él garantiza con la propia sigla la
entidad de tu depósito en sus arcas. Cuando tú tienes en la mano un
pedazo de papel como este, es exactamente como si tuvieras con él
tu dinero, que, sin embargo, de hecho, está a buen recaudo en la caja
de caudales de Fugger. Puedes embarcarte, puedes viajar, evitando el
riesgo y la molestia de llevarlo contigo. Tan pronto como quieras
recuperar tus monedas de oro y de plata, puedes dirigirte a cual-
quiera de las filiales de los Fugger repartidas por Europa y retirarlas
simplemente mostrando tu letra de cambio. Pero la cuestión es que,
precisamente en base a la ley del cambio, podrías no tener nunca
necesidad de hacerlo.
Gotz se detiene ante mi ceño fruncido, junta las manos, busca las
palabras adecuadas y prosigue:
–Suponte que yo soy un mercader de especias y que tú quieres
comprarme mis mercancías y tienes una letra de cambio que garan-
tiza tu crédito con los Fugger por dos mil florines. Puedes pagarme
directamente con ella. –Señala la letra que tengo en la mano–. Para
ello basta con que le des la vuelta y escribas en el reverso que me
transfieres tu crédito. A partir de ese momento soy yo quien puede
retirar dos mil florines de las arcas de los Fugger, porque es su firma,
y no la tuya, la que me lo garantiza. ¿Comprendes? No estoy obliga-
do a fiarme de ti, no eres tú quien prometes pagarme a mí, basta con
que yo dé crédito a la palabra de Anton Fugger.
Le doy la vuelta al papel y veo una serie de cinco o seis anota-
ciones seguidas todas ellas de firmas distintas. Por seis veces, la letra
que tengo en la mano ha sustituido al metal de las monedas sin que
estas abandonasen la caja de caudales del banco.
–¿Hasta aquí está todo claro?
–Hay algo que no comprendo: ¿cuál es el interés del banco en
todo esto?
Gotz asiente:
–Mientras la letra de cambio pasa de mano en mano, el dinero
está de todas formas a su disposición. Recuerda al viejo Höchstetter:
recogía el ahorro y lo reinvertía en negocios rentables. Esto es lo que
hace el banquero. Tus dos mil florines, juntamente con los de otros
muchos acreedores, sirven para financiar el equipamiento de flotas
376
mercantiles, el reclutamiento de ejércitos, la extracción minera, el
mantenimiento de cortes principescas y otras muchas cosas, para
luego volver redoblados a las arcas de Fugger. Fugger tiene el dine-
ro en sus arcas, Fugger lo presta a príncipes y mercaderes, Fugger lo
recupera con sus intereses. –Me concede el tiempo para que lo com-
prenda en todo su alcance–. El dinero genera dinero.
El silencio me advierte de que hemos llegado a un punto desta-
cado de la exposición. Eloi ya no fuma, con los brazos cruzados, el
aire meditabundo. Gotz continúa dirigiéndose a mí.
–Ahora puedes comprender por qué Fugger está dispuesto a
aumentar tu pequeña suma ahorrada si se la dejas en depósito duran-
te mucho tiempo.
–¿Que es como decir?
–Que también él te paga un interés, dado que a todos los efectos,
al depositar una cierta suma en sus arcas, tú has puesto a su dispo-
sición un dinero que le permite aumentar el volumen de sus inver-
siones.
Trato de entender:
–¿Estás diciendo que si yo deposito mis dos mil florines en el
banco y los dejo allí, un año después, se habrán convertido en dos
mil cien?
Gotz se permite la primera sonrisa:
–Exactamente. De este modo los acreedores no estarán tentados
de retirar con demasiada frecuencia sus depósitos, y no dejarán
expuesto a Fugger a la eventualidad de una hemorragia monetaria de
sus arcas. –Señala de nuevo la letra de crédito–. Desde este punto
de vista, ese trozo de papel facilita el engrosarse de las sumas depo-
sitadas, ya que hasta que alguien no va a recuperarlas, aquellas van
creciendo como la espuma en las manos de Fugger.
Tengo un poco de lío en la cabeza, pues aunque el mecanismo
parece sencillo tal como Gotz lo explica, me domina la triste sensa-
ción de que algo se me escapa inevitablemente.
–Hum, vamos a ver si lo he comprendido. La letra de cambio vale
dos mil florines. Puedo decidir cambiarla enseguida como si fuera
dinero, o bien conservarla y esperar a que el depósito crezca con los
intereses. –Gotz sigue el razonamiento con amplios cabeceos de
asentimiento–. Bien, creo que la elección dependerá de la necesidad
que tenga uno de usar ese dinero de forma inmediata.
–Muy bien.
–Es un mecanismo diabólico.
Eloi se ríe a carcajadas y finalmente habla:
–Dejemos al diablo al margen de este asunto. Que bastante com-
plicado es ya.
377
Gotz atrae de nuevo mi atención:
–Todo el mecanismo se basa única y exclusivamente en la con-
fianza que conceden todos a la firma de Anton Fugger. Es su palabra
la que rige los intercambios.
–Sí. Esto está bastante claro.
–Bien. –Por primera vez busca con la mirada la conformidad
de Eloi. Un pequeño gesto de cabeza del amigo y la cara picada de
viruelas de Gotz se vuelve de nuevo hacia mí–:Vayamos entonces al
grano. ¿Qué pensarías tú si te dijera que la letra de cambio que tie-
nes en la mano es falsa?
Le doy la vuelta a la hoja amarillenta, observo bien las firmas, los
sellos.
–Diría que eso es imposible.
Gotz deja traslucir su satisfacción. De la pequeña alforja que tiene
a su lado saca una cajita negra, sin nombre ninguno, una hoja del
mismo tamaño que la que tengo yo en la mano, un tintero y una
larga pluma de oca.
Escribe lentamente, pendiente de no manchar la hoja, solo el ras-
guear de la pluma en medio del silencio de sus dos espectadores.
Con la llama de la vela disuelve dos gotas de una barrita de lacre
bermellón, dejándolas caer sobre la hoja. Luego abre la cajita y extrae
dos pequeños timbres de plomo, que empapa en el lacre caliente. Da
la vuelta a la hoja y me la alarga sobre la mesa.
La escritura es idéntica, las mismas palabras, el mismo trazo. Los
timbres son esos, también la firma de Anton Fugger destaca en la
misma posición, las mismas leves rebabas de tinta en las consonantes,
donde la mano ha apretado más.
Clavo la mirada en el lacre de Gotz, tratando de imaginar quién
diablos es el tipo que tengo delante. Él no se inmuta en absoluto.
–Sí, son las dos falsas.
–¿Cómo has conseguido esos timbres?
Se detiene:
–Cada cosa a su debido tiempo, amigo mío. Ahora mira bien esas
dos letras.
La mirada se desplaza de una a la otra un par de veces:
–Son idénticas.
–No exactamente.
Miro con más detenimiento:
–En una hay unos signos en el margen derecho, abajo, pero son
casi invisibles.
–En efecto. Es un código secreto. El código con el que los agen-
tes de cambio que trabajan para Fugger en las filiales repartidas por
Europa se comunican entre sí. El primer signo indica la filial que ha
378
emitido la letra de cambio, que es como decir aquella en la que ha de-
positado el dinero. El garabato que ves, por ejemplo, dice que los dine-
ros están depositados en Augsburgo. El segundo es la firma personal,
también ella cifrada, del agente que ha redactado la letra, en este caso
Anton Fugger en persona. El tercer signo indica el año de emisión.
–¿Cómo te las arreglas para conocer el código?
Gotz finge no haber oído la pregunta:
–Si te presentases con una letra carente de código en cualquiera
de las agencias Fugger, te verías inmediatamente arrestado. Por más
que sepas reproducir la firma de un agente de los Fugger, si no cono-
ces el código no puedes falsificar una letra de cambio.
–¿Y cómo te las arreglas tú para conocerlo?
Silencio. Nos miramos fijamente.
Eloi lo anima:
–Díselo, Gotz.
Suspira:
–Trabajé siete años como agente de los Fugger en Colonia.
Los pensamientos se agolpan, confusión. Me dirijo a Eloi:
–¿Este es el negocio? ¿Falsificar letras de cambio y sacar dinero
bajo cuerda de las arcas de los Fugger?
Eloi ríe:
–Más o menos. Pero no es tan fácil como parece.
Gotz retoma la palabra:
–Fugger y sus agentes conocen personalmente a sus mayores
acreedores, son los mismos con quienes hacen los negocios más
lucrativos. Además, tienen una idea bastante exacta del número de
intercambios que pasa por los puertos entre el Báltico y Portugal: es
su reino, no hay que olvidarlo. Amberes está exactamente en medio
del tráfico comercial: su plaza fuerte. Si mañana un desconocido
cualquiera con remiendos en el trasero entrara en el banco local con
una letra que le acreditara cincuenta mil florines, difícilmente saldría
sin problemas con dicha cifra. Hay que hilar fino. Ir paso a paso.
Gotz es bueno, si vendiera humo lo haría de la forma más simple
del mundo. Sin embargo, ahora he de saber de qué estamos real-
mente hablando.
–¿Cuánto?
Sin titubear:
–Trescientos mil florines en cinco años.
Degluto la montaña de dinero que no consigo ni tan siquiera
imaginar: el golpe a los banqueros más ricos de toda la cristiandad.
–¿De qué modo?
Asiente, sigo aún aquí, eso es una buena señal.
–Ahora te lo explico.
379
–Ante todo es necesario poner en pie toda una actividad de
cobertura. ¿Qué sabes de cómo funciona el tráfico de mercancías?
–Le robé a un mercader en el camino de Augsburgo y liquidé a
tres piratas cerca de Rotterdam. Probablemente es rentable, pero
parece que es algo arriesgado.
Gotz está jubiloso:
–Excelente. Efectivamente, otra de las actividades de los banque-
ros es asegurar las cargas, pues con los tiempos que corren los mer-
caderes se cansan de asumir todos los riesgos ellos solos.
–Sigue.
–Imagina que eres un mercader que tiene la oportunidad de
iniciar un importante intercambio de mercancías con Inglaterra.
Compras azúcar de caña refinado de las manufacturas de Amberes y
Ostende y lo revendes en las plazas de Londres e Ipswich. Resulta un
comercio muy rentable y tu intención es desarrollarlo de la mejor
manera posible. Has alquilado dos embarcaciones, pero el propieta-
rio te ha pedido que asumas tú todos los riesgos del transporte, naves
incluidas. ¿Qué harías para cubrirte las espaldas?
Pienso en ello un segundo y comprendo cuál es la respuesta:
–Ir a la sede Fugger de Amberes a contar esta historia, para ase-
gurar el cargamento y las naves.
Los ojos diminutos y negros de Gotz no se mueven:
–¿Te ves capaz de eso?
–¿Qué pasará con el cargamento y las naves?
Eloi se adelanta a la respuesta:
–El primer cargamento de azúcar llegará sin problemas a Londres.
La segunda vez el cargamento destinado a Ipswich y las dos naves
que lo transportan serán víctimas de una emboscada de piratas zelan-
deses.
Es Gotz quien continúa:
–Por tanto, tendrás derecho a cobrar los quince mil florines del
seguro.
Pienso en ello con calma, hasta que todo queda claro:
–¿Y después?
–En vez de retirar el dinero, pides que te sea reembolsado en las
correspondientes letras de cambio, confirmando tu intención de
proseguir en la actividad y continuar siendo cliente de la agencia.
Y, efectivamente, pedirás al agente de los Fugger que deposite tus
letras a tres años, de modo que quien las cobre al vencimiento del
depósito pueda hacerlo recibiendo un considerable interés, pero no
antes.
–¿Tres años?
380
–Para tomarse tiempo. Cuanto más tarde sean cobradas nuestras
letras, mejor para nosotros. Porque en esos tres años desarrollarás tus
negocios con las letras de crédito que atestiguan tus ahorros en las
arcas de los Fugger, pero mientras tanto comenzarás también a poner
en circulación las falsas que yo te proporcionaré. Con todas las letras,
verdaderas y falsas, adquiriremos mercancías en muchas plazas dis-
tintas y luego las revenderemos por dinero contante y sonante. Una
parte será depositada de nuevo en el banco. Esto servirá para mante-
ner viva la relación con la agencia y para demostrar que la actividad
comercial prospera moderadamente.Todo el resto será el merecidísi-
mo premio a nuestra astucia.
–¿Cómo estás seguro de que no nos descubrirán enseguida? –pre-
gunto.
–Este es mi oficio. No es más que una cuestión de equilibrio
entre los pagos realizados con las letras a las que corresponde dinero
realmente depositado en la caja y los pagos realizados con las letras
falsas. Haremos circular las falsas por la mayor parte de las plazas peri-
féricas, y de este modo ganaremos más tiempo y más difíciles se
harán las comprobaciones por parte de los Fugger.
–¿Cuánto durará el juego, si es que no nos pescan antes?
–Según mis cálculos, si procuramos difundir las letras falsas por
distintas plazas, para descubrirnos se requerirán como mínimo cin-
co años.Y por lo demás, ese es el tiempo que nosotros necesitamos
para asegurarnos la vejez. Cien mil florines por cabeza. ¿Digo bien,
señores?
Se hace un silencio absoluto, incluso el chapaleo de la corriente
sobre la panza de la nave parece cesar.
Miro a Eloi:
–¿Y tu papel?
Los ojos del amigo brillan, pero es Gotz quien responde:
–Será tu socio en la empresa. –Un carraspeo–. Una última cosa,
pues no se trata de descuidar los detalles: tendrás que acostumbrarte
a usar un nombre falso.
Mientras Eloi estalla a reír, respondo:
–Ningún problema.
381
–Sé lo que estás pensando. Por qué nos necesita. Por qué no lo ha
hecho él solo o no se dirige a gente ya metida en una actividad
comercial.
–Lo has adivinado.
Sabe que es inútil andarse ya con secretos, pues de ahora en ade-
lante seremos socios en los negocios.
–Por el mismo motivo por el que no puede mostrar su cara en
Amberes. Polnitz es un nombre falso. Ese al que acabas de conocer
es un hombre que está muerto desde hace tres años.
–¿Quién diablos es, entonces?
Sonríe:
–Aquel a quien los Fugger deben su dominio en Amberes. Su
mejor agente: Lazarus Tucher.
Pongo unos ojos como platos. Eloi se ríe y se lleva el índice a la
boca:
–Chisss. Tras haberle dado gato por liebre al viejo Höchstetter y
haber allanado el camino para la ascensión de Anton Fugger en la
ciudad, sus méritos le granjearon el puesto de primer agente en la fi-
lial de Colonia. Pero cuando en el treinta y cinco Fugger decidió
armar una expedición para ir finalmente a hacerse con el oro de las
minas del Nuevo Mundo, la gestión de una operación tan impor-
tante le fue confiada al diligente Lazarus. Solo que una tempestad
mar adentro de las costas portuguesas hizo naufragar la flota entera
apenas había zarpado. Esto es lo que cualquier marinero abajo en el
puerto puede contarte: el mayor fracaso desde que Anton rige las
actividades de la familia. Lo que no se sabe es que una nave se salvó,
la capitana, y con ella todo el dinero que hubiera tenido que ir a
financiar las excavaciones mineras en el Perú.
–Y Tucher iba en aquella nave.
El final puede uno imaginárselo, pero Eloi no dejaría nunca a
medias una historia:
–Tomó rumbo a Irlanda y de allí pasó a Inglaterra, donde per-
maneció escondido durante tres años, haciendo negocios con los
amigos de Enrique Octavo.
–Y ahora ha decidido dar un golpe a las arcas de sus ex amos.
–Exactamente.
Tomamos por la estrecha callecita que bordea este trecho del es-
tuario, los campanarios de Amberes apuntan nebulosos en el horizon-
te, las gaviotas inspeccionan el agua desde lo alto, una cigüeña nos
observa inmóvil desde su nido, sobre el mástil de una nave encallada.
Eloi mira al suelo, piensa en lo que quiere decirme.
Se detiene:
–No se trata únicamente de una estafa magistral.
382
Algunos pasos más adelante, espero que desembuche.
–No se trata solo de dinero.
–¿De qué, entonces?
–Del crédito. ¿Cómo crees que reaccionarían los comerciantes si
se enteraran de que por todos los mercados de Europa circulan letras
de cambio de los Fugger falsas?
–Creo que no aceptarían ya ningún trozo de papel que llevara la
firma de Anton Fugger.
–Exactamente eso. ¿Existe algún banquero sin crédito? Es como
un marinero sin nave. Si la gente no acepta ya su firma en garantía,
porque piensa que podría ser falsa, está acabado, es hombre muerto.
¿Recuerdas la historia del viejo Höchstetter? Se la jugaron así: des-
acreditándolo. La gente comienza a sacar los depósitos del banco, la
desconfianza es un contagio que se transmite deprisa: ¿quién querrá
ya hacer negocios con alguien que pierde clientes en vez de ganar-
los?
–¿Estás diciendo que Tucher querría acabar también con los Fug-
ger de Augsburgo: estafar a quienes estafan?
Sacude la cabeza:
–Lo que a él le interesa es el dinero.Y también a mí. Pero si con-
seguimos minar de veras el crédito de los Fugger, podrían irse a la
ruina en pocos años.
El corazón late con fuerza en el fondo del estómago, se aflojan las
tripas: Fernando, Carlos V, el Papa, los príncipes alemanes.Todos ata-
dos a la bolsa de Anton el Listo.
Le murmuro en voz baja, como si revelara una visión:
–Y junto con ellos las cortes de media Europa.
También Eloi baja la voz, aunque aparte de nosotros no hay nadie
más al alcance de la vista:
–«Vi luego un nuevo cielo y una nueva tierra, porque el cielo y
la tierra de antes habían desaparecido.»
383
CAPÍTULO 43
Amberes, 2 de junio de 1538
384
Gotz se encoge de hombros:
–Únicamente sé que estuviste en Münster con los locos, y te digo
con toda franqueza que si tus credenciales hubieran sido esas, no te
habría dejado entrar en el negocio. Pero Eloi dijo que eras la persona
adecuada y yo me fío de su olfato: alguien que ha logrado permane-
cer a flote durante veinte años en medio de los tiburones de esta ciu-
dad sin dejar que lo jodan, tiene que saber valorar a los hombres.
Sonrío maliciosamente y apuro el licor:
–Tienes razón, eran unos locos. Pero conquistaron una ciudad.
¿Lo has hecho tú alguna vez?
Los ojos de Gotz son dos puntos oscuros hundidos entre las cica-
trices. No tiene necesidad de responderme. Parece que el anabaptista
y el mercader se entienden bien.
–Hay que ser unos fanáticos para intentar empresas de ese tipo.
–Solo hay que creer en ellas.
–¿Y tú creías de veras?
Una buena pregunta:
–Digamos que no era el dinero lo que me atraía entonces.
Sonríe y se llena un segundo vaso:
–¿Te gustaría oír una historia de veras interesante sobre Münster?
–¿Algo que ya no sepa?
–Algo que sabemos solo Anton Fugger, yo y tal vez el Papa.
–Suena a secreto de Estado.
Asiente burlonamente mientras se alisa los bigotes. Las gaviotas
chillan tras la pequeña ventana, el resto es silencio.
–A comienzos del treinta y cuatro estaba yo al cargo de los nego-
cios de los Fugger en Colonia. Fue allí donde aprendí los trucos del
oficio y todo cuanto es necesario para la operación. El hecho es que
un buen día me entregan una carta en la que había escrito tan solo el
importe de una suma. No había firma, nada más que un sello: una
gran letra Q.
–¿Una Q?
–Impresa en el lacre. Pido explicaciones al contable de la agencia,
uno que está al servicio de los Fugger desde hace más de diez años y
lo que me dice es que, cuando se recibe una carta como aquella, lo
que hay que hacer es preparar el dinero y esperar a que alguien se
pase a retirarlo, mostrando el sello.
Lo interrumpo:
–No entiendo qué tiene eso que ver con Münster.
Gotz apenas si se inmuta:
–Déjame terminar. En ese punto pido saber más, ¿cómo le voy a
dar un dinero en mano a un desconocido? El viejo contable me
cuenta que, unos años antes, desde Roma se había abierto una cuen-
385
ta de crédito ilimitado en las arcas de los Fugger para un agente se-
creto activo en los territorios imperiales. «Micer Q.», lo llamaban los
contables de las filiales alemanas.
–Un espía.
No interrumpe su historia:
–De modo que preparo una letra de cambio por la suma solicita-
da y me dispongo a recibirlo. ¿Y sabes quién se presenta? Un clérigo.
Envuelto en una saya oscura, con la capucha calada sobre los ojos cu-
briéndole media cara. Me muestra el anillo con la Q, idéntico al im-
preso en la misiva. Sin embargo, cuando ve la letra de cambio me la
rompe en mil pedazos en las mismas barbas y me dice que lo que él
necesita es dinero contante y sonante.Yo le digo que resulta peligro-
so viajar con una cantidad semejante de dinero en la faltriquera, pero
él insiste: quiere el oro. Tras lo cual me pregunta si puedo indicarle
un lugar donde alquilen caballos que cubran la distancia hasta Müns-
ter. Lo mando a la caballeriza más grande de Colonia.
Se queda callado. La historia ha acabado. Un oscuro presenti-
miento me oprime la cabeza, pero no consigo articularlo. Apoyo el
vaso sobre la mesa, ligero temblor de manos.
Gotz se espera una reacción:
–¿No es una bonita historia? Tal vez para conquistar una ciudad
sirvan unos fanáticos que crean en ello, pero para infiltrar a un espía
hace falta dinero. Hacen falta los Fugger. El dinero siempre anda de
por medio.
Repara en mi malestar.
La línea más oscura del licor en la botella se balancea lentamente
al tiempo que la gabarra.
La concha de tortuga manda reflejos color de ébano.
Una garza blanca corta el retazo de cielo enmarcado por la venta-
nilla.
El mapa de la costa inglesa, en la parte baja del ángulo de la iz-
quierda, tiene una rosa de los vientos que desde aquí parece una flor
blanca y negra.
Gotz, hundido en el sillón, no mueve un músculo.
Gotz. Lazarus. Nombres distintos, hombres distintos. La misma
historia.
Gustav Metzger, Lucas Niemanson, Lienhard Jost, Gerrit Boek-
binder.
Lot.
–Nadie es lo que parece.
No sé si he hablado yo o la voz de Gotz, o bien ha sido solo el
pensamiento que resuena en mi cabeza.
Las preguntas salen por sí solas:
386
–¿Quién había abierto ese crédito?
–Nunca lo he sabido. Con toda probabilidad un pez gordo de
Roma.
–Descríbeme a ese hombre, el que vino a retirar el dinero.
–Ya te he dicho que llevaba la cara tapada. Por la voz no parecía
demasiado viejo, pero han pasado de ello cuatro años...
Me está secundando, ha comprendido, hace un esfuerzo:
–Recuerdo que me pregunté qué iba a hacer en Münster con
una suma semejante, que no es que fuera desproporcionada, dos, tres
mil florines me parece, pero ¿por qué emprender un viaje de ese tipo
con la bolsa llena?
–Para no dejar huella. No despertar sospechas.
Lo miro. Ahora soy yo quien tiene que reflexionar en voz alta y
modificar la historia.
–A comienzos del treinta y cuatro los baptistas de Münster reci-
bieron las primeras donaciones importantes en metálico, contribu-
ciones a la causa procedentes de varias comunidades y también de
hermanos individuales.
–¿Estás diciendo que aquellos dineros habrían servido para ganar-
se la amistad de los baptistas?...
–¿Qué mejor salvoconducto para un espía?
De nuevo oímos el lento chapaleo de la corriente, el crujido de la
madera.
Es él el primero en hablar, entre falsa modestia e incredulidad:
–No entiendo demasiado de cuestiones religiosas. Explícame qué
necesidad tenía Roma de infiltrar a un agente en la comunidad bap-
tista de una pequeña ciudad del norte.
La respuesta adquiere forma mientras la pronuncio:
–Tal vez esa pequeña ciudad del norte se estaba convirtiendo en
el faro del anabaptismo.Tal vez porque esa comunidad había planta-
do cara a los señores y alzado al pueblo donde nadie lo había conse-
guido jamás.Tal vez porque alguien perspicaz, en la corte del Papa, se
iba por la pata abajo.
Gotz sacude la cabeza:
–No, no encaja: los cardenales tienen otras cosas en las que
pensar.
–Tienen que pensar en defender el poder.
–Y entonces, ¿por qué no romperles los cojones a los luteranos?
–Porque los luteranos pueden ser unos excelentes aliados contra
la rebelión de las clases más humildes. ¿Quién aniquiló a los cam-
pesinos en Frankenhausen? Príncipes católicos y luteranos juntos.
¿Quién prestó los cañones al obispo de Münster para recuperar la
ciudad? Felipe de Hesse, admirador de Lutero.
387
–No, no, no se sostiene. Lutero desbancó al Papa, lo echó fuera de
Alemania a patadas en el culo, todos los bienes de la Iglesia confisca-
dos por los príncipes alemanes...
–Gotz, para que se sostenga el arquitrabe hacen falta dos co-
lumnas.
El ex mercader piensa en ello, me mira de soslayo:
–Adversarios, pero aliados. ¿Es esto lo que quieres decir?
Asiento:
–Un agente secreto activo en los territorios imperiales. ¿Desde
cuándo?
–Desde hace más de diez años, según me dijeron.
De nuevo ese presentimiento oscuro, una presión abrumadora
detrás de los ojos.
Metzger, Niemanson, Jost, Boekbinder, Lot.
Muchos y uno. Esos fui.
Muchos y uno. Uno cualquiera.
El hombre de la multitud. Oculto en la comunidad. Uno de los
nuestros.
–«Dios ha de juzgarlo todo, aun lo oculto, y toda acción, sea bue-
na, sea mala.»
Gotz, perplejo:
–¿Qué quiere decir?
La presión se debilita, el presentimiento se esfuma:
–Es el final del libro de Qoèlet, el Eclasiastés.
388
Echo una mirada atrás, la segunda embarcación nos sigue a un
cuarto de milla. La pilota el segundo de Silas, un joven bucanero ga-
lés que ha navegado a las Indias.
El mercader Hans Grüeb va a vender azúcar a Londres. Los llanos
islotes de Zelanda, la tierra arrebatada al mar con uñas y dientes, des-
filan por delante, atestados de gaviotas, y a medida que se vuelven
más escasos, el mar del Norte lo recibe plácido con su azul intenso,
sombrío como los pensamientos que se agolpan en su mente por la
noche.
El relato increíble de Lazarus el resucitado me obliga a volver a
los recuerdos de Münster, tal vez hoy más vívidos por habérselos
contado a Eloi.
La pregunta es siempre quién. Quién era el espía. Quién trabaja-
ba desde un principio para los papistas. Quién dio dinero para la
causa, consiguiendo hacerse acoger entre los regenerados.
Quién.
Quién era el infame.
Paso revista a los rostros, lugares, ocasiones. Mi llegada a la ciudad,
el recibimiento, las barricadas y luego el delirio, la locura. Quién tra-
bajó para que todo terminase así. Ya se lo dije a Eloi. Están todos
muertos. No sobrevivió nadie. Solo Balthasar Merck y sus amigos.
¿El joven de los Krechting? Ni por asomo.
Pero también este es un modo como otro cualquiera de ahuyen-
tar el peor de los presentimientos.
Uno de nosotros. Un aliado. Capaz de ganarse la confianza.Y de
mandarte a la carnicería en el momento adecuado.
Las cartas.
Las cartas a Magister Thomas.
Un espía activo desde antes del 24.
En Alemania.
Uno y nadie.
Frankenhausen. Münster.
La misma estrategia. Los mismos resultados.
La misma persona.
Qoèlet.
389
TERCERA PARTE
El beneficio de Cristo
Carta enviada a Nápoles desde la ciudad pontificia de Viterbo, dirigida a
Gianpietro Carafa, fechada el 1 de mayo de 1541.
393
de Worms no ha dado los frutos deseados por Carlos: los doctores lu-
teranos continúan mirando de reojo a la Santa Sede y a los principa-
dos católicos.
Puesto que conocí en persona a Lutero y a Melanchthon en la
época de su ascensión, puedo añadir que son hombres demasiado or-
gullosos y suspicaces para condescender a una reconciliación con
Roma. Lo cual juega a favor de los planes de Vuestra Señoría y por el
momento impide ese acercamiento entre católicos y luteranos que
hoy sería funesto.
No obstante, el peligro, en vez de llegar de más allá de los Alpes,
podría surgir del seno mismo de la Santa Iglesia Romana.
El nuevo hábito que Vuestra Señoría ha tenido a bien conceder-
me llevar para seguir sirviendo a la causa de Dios y la privilegiada ata-
laya a la que he logrado acceder, me permiten contar en efecto con
noticias de primera mano y reunir cuantiosos elementos que el interés
de mi meritísimo señor necesita que no se vean desatendidos. Una vez
más la perspicacia de Vuestra Señoría se ha revelado más que eficaz.
Puedo, así pues, afirmar con certeza que el que va constituyéndo-
se aquí en Viterbo, en la sede del Patrimonio de San Pedro, es un
verdadero partido favorable al diálogo con los luteranos, el cual pue-
de presentar un flanco fácil a las aspiraciones del Emperador.Vuestra
Señoría suele calificarlos de espirituales, aludiendo con ello a los car-
denales abiertos a algunas de las peligrosas doctrinas de Lutero y de
ese nuevo heresiarca ginebrino del que hoy todos hablan: Juan Calvi-
no; no obstante, por más que sea cierto que el círculo viterbés gravi-
ta en torno al cultísimo cardenal Polo, debo informar a mi señor que
el círculo de personas del que este se ha rodeado desde que fuera
nombrado Gobernador Papal del Patrimonium, incluye a literatos de
todo tipo, laicos y clérigos procedentes de medio mundo, unidos por
el propósito común de abrir la Iglesia a las demandas concebidas
por el pérfido Lutero.Y justamente esta ingenua aceptación de todo
intelecto que se adhiera a su causa ha permitido a este solícito ser-
vidor de V.S. entrar a formar parte del círculo y ganarse los favores
de sus miembros más ilustres: se han mostrado más que contentos de
contar en sus filas con un literato que conoce bien los textos produ-
cidos en las universidades germánicas.
Permítaseme, pues, exponer la impresión que he podido sacar del
que sin duda debe considerarse el inspirador de esta congregación,
o sea, el cardenal inglés Reginaldo Polo. Este goza de la intachable
fama de mártir del catolicismo, por haber tenido que escapar de su
tierra natal a causa del cisma perpetrado por Enrique VIII, y esto hace
difícil levantar cualquier tipo de sospecha sobre su ortodoxia. Es
hombre culto y refinado, incapaz de desconfianza ni de mala fe, un
394
genuino defensor de la posibilidad de poner en marcha un diálogo
con los protestantes con el fin de volver a llevarlos al cauce de la
Santa Iglesia Romana.
Tal como decía poco antes, no hay que extrañarse de que el Em-
perador mire a este piadoso hombre de Iglesia como a un campeón
de sus propios intereses.
Polo goza también de los favores del cardenal de Bolonia Conta-
rini, el elegido por Su Santidad el papa Paulo III para llevar a cabo
nuevas gestiones con los luteranos de Ratisbona, tras el fracaso de la
Dieta de Worms. A estos se añaden el cardenal Morone, el obispo de
Módena, Gonzaga de Mantua, Giberti de Verona, Cortese y Badia en
la Curia pontificia.Todos tienen con respecto a las doctrinas protes-
tantes una posición más bien flexible, predicando la persuasión de los
hermanos que se han apartado del recto camino de Roma, y en con-
secuencia aborreciendo la persecución de tales ideas por medio de la
fuerza de la coerción.
Reginaldo Polo, como Vuestra Señoría no ignora, es hombre de
letras que estudió en Oxford juntamente con ese Tomás Moro cuyas
peripecias tanto han sacudido a la Cristiandad. Mártir amigo de már-
tires: sus credenciales parecen realmente intachables. Concluyó pos-
teriormente los estudios en Padua y por consiguiente es también un
buen conocedor de la realidad italiana.
No es difícil, por tanto, imaginar lo mucho que se entiende con
los literatos de los que se rodea y muy en especial con Marco Anto-
nio Flaminio, poeta y traductor que goza de los favores de Su Santi-
dad Paulo III, y del que, por dicha razón, Vuestra Señoría tiene ya
seguramente que haber oído hablar. La asociación entre Polo y
Flaminio formada aquí en Viterbo no es, en mi opinión, menos peli-
grosa que la que se consolidó hace más de veinte años, en Witten-
berg, entre Martín Lutero y Philipp Melanchthon. Cuando una fe
obcecadamente vivida se topa con las letras, lo que de ello nace es
casi siempre algo grandioso, tanto para bien como para mal.
Cuanto antes me sea posible hacer llegar a Vuestra Señoría poste-
riores noticias acerca de lo que se trama en Viterbo, antes podrá ver-
se satisfecho el deseo de serviros.
Beso las manos de Vuestra Señoría y me encomiendo a su gracia.
395
Carta enviada a Roma desde la ciudad pontificia de Viterbo, dirigida a
Gianpietro Carafa, fechada el 18 de noviembre de 1541.
396
ticinco años. Ella es el pilar de su teología invertida, además de aque-
llo que les confiere la fuerza necesaria para enfrentarse a la Santa
Sede sin la menor humildad, para poner en entredicho la jerarquía
de la Santa Iglesia Romana, y todo ello en nombre de la inutilidad
de un juez para las acciones humanas y de una autoridad eclesiástica
que administre la regla y juzgue precisamente quién es digno de en-
trar en el Reino de Dios y quién no.V.S. recordará sin duda que una
de las primeras osadías de Lutero fue precisamente la de no recono-
cerle al Santo Padre la autoridad de la excomunión.
Pues bien, lo que el cardenal Contarini no pudo, a saber, el des-
virtuar y atentar contra la doctrina católica de la salvación por medio
de las obras, lo podría hoy el cada vez menos restringido círculo de
acólitos del cardenal Polo.
Ya en el pasado tuve que referir a Vuestra Señoría la fascinación
peligrosa que ejercían sobre los espíritus sin preparación los escritos
de aquel joven ginebrino que parecía haber recogido el testigo de
Lutero a la hora de sembrar la herejía. Me refiero a ese Juan Calvino,
autor de una mefítica obra, la Institución de la religión cristiana, en la
que se confirman y refuerzan muchas de las ideas alumbradas por
la mente herética del monje Lutero, en primer lugar la conocida
como justificación por la fe.
Precisamente, dicha obra ha inspirado la que considero la publi-
cación más peligrosa para estas tierras italianas desde los pérfidos ser-
mones de Savonarola y que debemos al genio extraviado de las men-
tes viterbesas, entre las cuales me encuentro.
Me refiero a un breve tratado cuya peligrosidad supera con creces
su volumen, ya que hay expuesta lisa y llanamente, en un lenguaje per-
fectamente comprensible para cualquiera, la doctrina protestante de la
justificación por la fe como si ella no contradijera en absoluto la doctrina de
la Iglesia.
No cabe duda de que se trata del intento de este círculo de litera-
tos y clérigos de introducir en la base doctrinal elementos que favo-
rezcan el acercamiento entre católicos y luteranos, aceptando en su
totalidad la doctrina de la salvación defendida por estos últimos.
El autor del texto en cuestión es un fraile benedictino, un tal Be-
nedetto Fontanini de Mantua, en la actualidad residente en el mo-
nasterio de San Nicolò l’Arena, en las laderas del monte Etna. Pero
las manos que han trabajado en la redacción del texto, introduciendo
en él traducciones casi literales de la Institución de Calvino, son las de
Reginaldo Polo y de Marco Antonio Flaminio.
Las indagaciones llevadas a cabo con extrema cautela me han lle-
vado a descubrir que el cardenal Polo tuvo ocasión de conocer a fray
Benedetto ya en 1534, cuando, huyendo de Inglaterra, acertó a pasar
397
por el monasterio de la isla de San Giorgio Maggiore de Venecia. En
esa época, en efecto, Fontanini residía allí. Debe saber V.S. que el abad
del convento de San Giorgio Maggiore a la sazón no era otro que
Gregorio Cortese, que hoy es un ferviente defensor de los espirituales
en la Curia.
A este precedente añádese el hecho de que dos años después, en
el 36, también Marco Antonio Flaminio se dirigió a aquel convento,
llamado precisamente por Cortese con el pretexto de que se hiciera
cargo de la impresión de la paráfrasis latina del Libro XII de la Meta-
física de Aristóteles.
Así pues, el cardenal Polo, Cortese y Flaminio. Todos ellos ami-
gos, todos muy próximos a la política conciliadora del cardenal
Contarini de Bolonia. He aquí las mentes que han alumbrado esta
obra terrible. Si fray Benedetto de Mantua amasó la arcilla, el círculo
de los espirituales la modeló y transformó en un vaso lleno de herejía.
El título del tratado habla por sí solo, ya que retoma literalmente
una expresión empleada en numerosas ocasiones por Melanchthon
en sus Lugares comunes.
El beneficio de Cristo, o Tratado utilísimo para los cristianos del benefi-
cio de Jesucristo crucificado. Este es el título de la obra cuya redacción es
ultimada en estos días por Flaminio, y en el que se afirma claramen-
te que
bastará la justicia de Cristo para hacernos justos e hijos amados sin
necesidad de nuestras buenas obras, las cuales no pueden ser buenas,
si, antes de que las hagamos, no somos nosotros buenos y justos por
la fe.
Puede perfectamente Vuestra Señoría juzgar la amenaza que la difu-
sión de este tipo de ideas puede representar para la Cristiandad y
muy en particular para la Santa Sede, en el caso de que ganaran
aceptación. Si luego el librito encontrase el aplauso entre los nota-
bles de la Iglesia, podría estallar una epidemia de consenso para los
protestantes en el seno de la Iglesia de Roma. No me atrevo a pensar
qué odiosas consecuencias podría ello tener en la política de la Santa
Sede en relación con Carlos V.
Estoy listo, pues, para recibir nuevas directrices de vuestro inge-
nio, convencido como estoy de que sabréis aconsejar una vez más del
mejor modo a este celoso siervo vuestro.
Poniendo toda mi confianza en Vuestra Señoría, beso sus manos.
398
Carta enviada a Roma desde la ciudad pontificia de Viterbo, dirigida a
Gianpietro Carafa, fechada el 27 de junio de 1543.
399
Carta enviada a Roma desde la sede central de la compañía Fugger en Augs-
burgo, fechada el 6 de mayo de 1544.
400
ceso la cantidad de dinero emitida en forma de letras de cambio.
Tanto es así que al principio pensé en uno de nuestros agentes como
responsable del engaño: y sin embargo, eso parecía extraño, ya que
antes de elegir a los hombres a quienes confiar la administración de
nuestros intereses los valoramos de pies a cabeza y a menudo hasta
los vinculamos a nuestro patrimonio personal, de forma que sean
una sola y misma cosa con el interés de la compañía.
Y en efecto estaba equivocado, pues el parásito procedía del ex-
terior.
No puede imaginarse V.S. qué gastos y el tiempo que se han re-
querido para descubrir a los culpables: nos hemos visto obligados a
enviar comisarios especiales a cada filial y a cada agencia Fugger, con
el fin de que supervisaran durante un año entero las actividades de
préstamo. Entre agencias y filiales son más de sesenta en toda Europa.
Hizo falta un año entero para recorrer en sentido inverso, de mer-
cader en mercader, los movimientos de las letras de cambio emitidas
por nosotros y comprender qué era lo que no cuadraba en nuestras
cuentas. Fue de este modo como pudimos descubrir que algunas de
las letras de cambio cobradas en nuestras agencias eran falsas.
Pues bien, el elemento común en los mercados en que indaga-
mos era la presencia de un aparentemente inocuo mercader de lino,
azúcar y pieles curtidas. Por más que ello pueda parecer algo raro por
nuestra parte, seguimos sus desplazamientos comerciales y nos pare-
cieron cuando menos insólitos. Sin comerciar en bienes demasiado
preciados, aquel cubría distancias el doble de largas que las que hu-
bieran bastado para vender su mercancía: lo que desde Suecia podía
ser vendido en el mercado de Amberes, era transportado a Portugal;
lo que desde Brest podía encontrar un excelente mercado en Ingla-
terra, terminaba en la plaza de Hamburgo, y así sucesivamente.
Nuestro mercader daba prioridad, en resumen, a las plazas periféri-
cas. En un principio pensamos que una elección semejante podía
deberse a la esperanza de unas ganancias mayores, pero descubrimos
que no era así, ya que los precios puestos por este no eran en absolu-
to superiores a la media. Pero el detalle aún más extraño era que re-
sultaba ser un acreedor de nuestra compañía, que había abierto una
cuenta en nuestra filial de Amberes hace seis años.
Su nombre es Hans Grüeb, alemán por tanto de nacimiento. No
obstante, mis comisarios no han encontrado rastro de este nombre
en ningún mercado alemán. Parece que este apareció por vez prime-
ra en Amberes en 1538. Por tanto indagamos en esa ciudad, descu-
briendo que su socio en los negocios es un personaje de lo más am-
biguo y sospechoso, un tal Loy, o Lodewijck de Schaliedecker, o Eloi
Pruystinck, hasta hace seis años un simple operario que pone tejados
401
y ya conocido por las autoridades de Amberes por ser sospechoso de
herejía.
Estábamos seguros ya de haber identificado a los responsables del
terrible engaño en detrimento nuestro. Todavía no sabemos cómo
estos han conseguido reproducir copias perfectas de letras de cambio
Fugger; no obstante, no tenemos intención de esperar más, corrien-
do el riesgo de sufrir ulteriores daños.
Ahora bien, el motivo por el cual me he decidido a solicitar la in-
tervención de Vuestra Señoría es que no considero conveniente en
una situación de dificultad de este tipo el denunciar a los dos sospe-
chosos a las autoridades locales. La compañía sufriría un daño irrepa-
rable si diera a conocer la noticia de que circulan por los mercados
letras de cambio nuestras falsificadas. Se produciría, en efecto, una te-
rrible crisis de confianza en relación con nosotros y en poco tiem-
po correríamos el riesgo de ver a los acreedores retirar su dinero de
nuestras arcas. Me permito añadir que tal consecuencia sería nefasta
para muchos y no solo para los Fugger: los intereses de la compañía
se hallan estrechamente vinculados a los de muchas cortes, no siendo
la menos importante de ellas la Santa Sede.
Pues bien, existe para nuestra común suerte una posibilidad que
permitiría a unos y a otros resolver este problema, sin que nadie sufra
un gran perjuicio.
Como decía, el tal Eloi Pruystinck era sospechoso desde hacía al-
gún tiempo de herejía, ya que practica y predica el régimen de co-
munidad de las mujeres, la renuncia a la propiedad privada y niega,
tal dicen mis informadores, la existencia del pecado. Hasta ahora la
astucia de este pequeño hereje les ha permitido a él y a sus compin-
ches escapar siempre de las acusaciones de blasfemia y apostasía. Pero
desde que Su Santidad Paulo III ha restablecido la Inquisición, po-
niendo a su cabeza a Vuestra Señoría, puedo esperar que dichos eloís-
tas sean finalmente incriminados y procesados.
Lo que solicito de la magnanimidad de Vuestra Señoría no es ni
más ni menos que dirija la atención del Tribunal del Santo Oficio
sobre estos condenados herejes, amén de arteros estafadores, a fin de
que cesen de propalar sus ideas blasfemas y al mismo tiempo de le-
sionar los intereses de nuestra compañía, sin que de este modo se
sepa nada del daño que nos han causado.
Confiando humildemente en la intervención de Vuestra Señoría,
y confirmando la amistad que nos une, beso las manos de Vuestra Se-
ñoría.
402
Basilea
(1545)
404
CAPÍTULO 1
Basilea, martes de Carnestolendas de 1545
405
–¿Stancaro? Olvidadlo, compadre Oporinus. ¡Es lo más aburrido
del mundo!
–¿Aburrido, decís? –Es una voz llena de resentido estupor–. Fran-
cesco Stancaro es un hombre cultísimo, un hebraísta refinado. En su
próximo escrito establecerá un paralelismo entre anabaptistas y ju-
díos en relación con la venida de...
–¡Muy bonito, interesante y digno del mayor de los respe-
tos! –Baja el minúsculo brazo y con un gesto barre todo delante de
él–. Pero ¿cuántos sonámbulos crees que van a comprar semejante
cosa?
–Vender, no pensáis en otra cosa. Pero hay libros que resulta con-
veniente publicar de todas formas: dan prestigio, bienquistan a deter-
minados detractores...
–Mi único prestigio te diré yo cuál es, compadre: que los
libros que aconsejo y distribuyo hacen pasar las noches en blanco
a los operarios de la imprenta. En una palabra, vamos, que los ata-
ques frontales, las discusiones que hilan muy fino, las acusaciones, no
gustan ya a nadie. Lo que priva ahora es la miscelánea, ¿entendi-
do?, ¡la mis-ce-lá-nea! Esas cosas que te dejan con el aliento en sus-
penso, ¿entendido?, y que hasta el final no sabe uno si se trata de
un autor herético u ortodoxo. Libros como El beneficio de Cristo,
escrito por un fraile católico pero lleno de temas caros a la fe de
Alemania. ¡Stancaro! ¿Y quién os aconseja eso? ¿Nuestro anabaptis-
ta, ese?
Me ha señalado a mí.Viene hacia donde estoy yo. Una serie de
rápidas palmaditas en la espalda.
–¡Bueno, bueno! La idea no deja de ser astuta. Original no, pero
sí astuta. Este Stancaro vomita anatemas contra los anabaptistas. No
los lugares comunes de siempre. Algo serio. Bien: ¿qué mejor modo
de exponer las características de vuestra fe a toda Italia?
Una mirada de reojo:
–¿Mía? ¿Fe? –Me río a gusto y le devuelvo la palmada–. ¡Vos no
me conocéis a mí!
Pietro Perna se vuelve a levantar del suelo quitándose el polvo de
la ropa.
–¡Puta miseria, pero qué largo de mano que sois, compadre! Re-
cuerdo a uno en Florencia que...
Oporinus interviene con ademán paternal, aun sabiendo que cuan-
do habla de Italia, Perna se vuelve imparable:
–Vamos, micer Pietro, centrémonos en los negocios. Estos señores
están esperando y vos les habéis pasado delante. ¿Qué os interesa?
El italiano sigue dando vueltas por entre las mesas y mesitas, co-
giendo un libro a cada paso:
406
–Este no, este no, este tampoco. ¡Este! –Abofetea la tapa con el
dorso de la mano–. Reservadme veinte ejemplares de este y un cen-
tenar del de Vesalio.
Entretanto, unas campanadas me recuerdan sin duda alguna que
es ya tarde. Le hago una seña a Oporinus de que volveré a pasarme y
me dirijo hacia la salida.
–No, esperad. –La voz estridente de Perna y sus pasos rápidos de-
trás de mí. Como si no hubiera dicho nada–. Os digo que esperéis.Al
tanto, Oporinus: el tercer libro de la obra de Rabelais, traducidlo,
¿a qué esperáis?, y luego Miguel Servet, ¿habéis leído su tratado con-
tra la Trinidad, eh? ¿No la habréis tomado contra mí por el asunto
ese de la fe?
407
–¡Escuchad al menos de qué se trata! Tiene que ver con el libro
al que me he referido anteriormente, El beneficio de Cristo. Un escri-
to que armará mu-cho-ru-i-do. Entendámonos: todo lo que en él se
dice, en sí, es algo para caerse muerto de sueño, ¿entendido?, un en-
grudo sobre la justificación solo por la fe, pero lo que cuenta es que
lo han escrito unos cardenales.Y ello significa escándalo, ¿entendi-
do?, y escándalo significa miles de ejemplares.
Levanto el cuello de piel del jubón para protegerme las orejas del
helado viento.
–Habladle de ello a Oporinus, ¿no? Estoy convencido de que la
cuestión a él le interesa.
–Oporinus no tiene nada que ver en esto, compadre. El beneficio
de Cristo es un libro que interesa exclusivamente en Italia. No se pu-
blica un libro así en Basilea.
–¿Y dónde se publica, entonces?
–En Venecia. De hecho, es allí donde ha visto la luz. Pero no tar-
darán en prohibir su impresión, y es cuestión de pocos meses, tal vez
su actual editor deje de tirar más ejemplares, ¿entendido?, y tal vez los
que lo están distribuyendo hoy no quieran tener ya nada que ver con
él.Ya sabéis que en Venecia...
–De Venecia no sé mucho.Alguien me dijo que hay canales como
en Amsterdam.
Mi no solicitado acompañante se para de sopetón como presa de
una indisposición. Se agarra con la mano a una argolla que descubre
en la pared, de esas para atar los caballos, y lentamente vuelve la ca-
beza hacia mí:
–¿Me estáis diciendo que no habéis estado nunca en Venecia?
–Os diré más: esta ciudad en la que estamos es el punto más me-
ridional al que he llegado en toda mi vida.
En tono ofendido, permaneciendo en todo momento agarrado a
la anilla:
–Pero, entonces, todo cuanto me han contado de vos es pura fal-
sedad. No solo no sois anabaptista, ¿entendido?, sino que ni siquiera
debéis de haber visto cosas increíbles, si entre ellas no podéis incluir
a Venecia, y la verdad es que no estáis muy interesado que digamos
en el comercio de libros, si nunca os habéis pasado por la capital de
la imprenta, y por último no podéis ser tampoco muy rico, pues
nadie que tenga un poco de dinero se priva hoy día de un viaje a
Italia.
Lo miro un instante y sigo sin comprender por qué razón este
hombre petulante y torpe me resulta al fin y al cabo simpático. De
todas formas, es hora de despedirme de él, me ha hecho alejarme ya
bastante del lugar al que tenía que dirigirme.
408
–Si queréis estar agarrado toda la mañana a ese hierro, por mí está
bien. Por mi parte, yo tengo que entregar una carta en la casa de pos-
tas antes del mediodía.
Expresión de moribundo:
–Id, pues, compadre. Bien sé que aceptaréis mi propuesta. No ha-
cen falta más motivaciones: es vuestra oportunidad de ver Venecia.
409
CAPÍTULO 2
Basilea, Miércoles de Ceniza de 1545
410
Hans Hut: asfixiado en la cárcel por el incendio de su propia ya-
cija.
Johannes Denck: la vida segada por la peste en esta misma ciudad.
Melchior Hofmann: probablemente se pudrió en las prisiones de
Estrasburgo.
Jan Volkertsz: primer mártir de las tierras de Holanda.
Jan Matthys de Haarlem: descuartizado dentro de una cesta de
paja.
Jan Beuckelssen de Leiden, Bernhard Knipperdolling, Hans Krech-
ting: torturados con tenazas candentes, ajusticiados y expuestos a la
vergüenza pública en tres jaulas, colgadas del campanario de San
Lamberto.
Jan Van Batenburg: decapitado en Vilvoorde.
Los nombres son nombres de muertos.
Último superviviente de una raza sin fortuna, un pueblo que la
historia ha querido exterminar. Único superviviente, junto con las
mujeres, que infundían energía y sensatez a los guerreros. Ottilie,
Ursula, Kathleen. Magda se ha salvado, bajo otros cielos. Sus doce
años son el resquicio que le queda a la vida para escabullirse de me-
dio siglo de derrotas.
Soy el último superviviente de una época y me arrastro al lado de
todos sus muertos, pesada carga a la que no quiero condenar a nadie
más. Mucho menos a la familia que habría podido tener. Están a sal-
vo, esto es lo que cuenta. Gotz ya pensará en ellos. Lo prometió.
Tal vez lo hubiera hecho también por mí, gran mago de los núme-
ros, pero era un riesgo, era un apestado, un rostro que muchos habrían
podido reconocer. Por eso no dijiste nada y zarpaste sin volver la mira-
da atrás. Lo habías dicho desde un principio: si la cosa va mal, no nos
conocemos de nada, no nos prestaremos ayuda, cada uno que piense
en su propio pellejo. Has cogido tu parte, y la de Eloi para Magda y
Kathleen. Has demostrado ser un hijo de puta de buen corazón.
Kathleen. No bastan estas líneas para explicar, no bastarían mil
cartas. Me buscaban a mí, no a vosotros, habrían apresado también a
las mujeres y a los niños, es cierto, pero a Gotz el fantasma no, ponlas
entonces a salvo, Inglaterra, en brazos de tus amigos ingleses y del rey
borracho.
Kahtleen.Tal vez me leíste en el rostro aquel día que todo termi-
naba allí. Que no volverías a verme, por más que lo consiguiera, por
más que saliera bien librado de esta. Porque un viejo destino había
vuelto a hacer presa en mí y mil amigos perdidos morían de nuevo
con Eloi.
Han apresado a Balthasar, que no volverá a ver nunca más a su
mujer, han apresado a Davion y a Dorhout. Han apresado a Domini-
411
que, su prosa muere con él.Y luego a Van Hove, el dinero no le ha
servido de nada esta vez; y a Steenaerts, a Stevens, a Van Heer. La
gran casa se ha quedado vacía.Yo me he escapado y estoy nuevamen-
te solo, una vez más.
Nos temíamos la ira de Fugger el Listo: no podíamos imaginar
que iban a ser los sabuesos del Papa los que nos echarían el guante.
No dijo ningún nombre. Su espíritu voló libre de la carne lacera-
da. Dicen que se rió, que se rió bien alto, que en vez de gritar se reía.
Prefiero pensar que fue así, mientras lo envuelve el humo, él que se
ríe a más no poder delante de aquellos cuervos. Pero debería estar
aquí, invitándome de nuevo a licor y a esos cigarros perfumados de
las Indias.
El destino ha querido que yo sobreviviera, siempre, para conti-
nuar viviendo en la derrota, consumiéndola un poquito cada vez.
Soy viejo. Cada vez que una borrasca hace sonar unos truenos en
el cielo, me estremezco con el simple recuerdo de los cañones. Cada
vez que cierro los ojos para dormir, sé que volveré a abrirlos después
de que muchos espectros me hayan visitado.
Kathleen, ahora, en un lugar lejano de la guerra, paso el tiempo
que me queda, oculto, entre gente en fuga de media Europa, buscada
como yo por la Inquisición del Papa y por la de Lutero y Calvino.
Gente pacífica que llega con su cargamento de libros, de historias, de
aventuras; literatos, clérigos perseguidos, baptistas: soy solo un rostro
entre tantos otros, bastante rico para permitirme el silencio. Dinero
para terminar mis días. Cien mil florines.Y ningún modo decente de
gastarlos.
Soy viejo. Tal vez es solo esto. He vivido diez vidas distintas, sin
detenerme nunca y ahora estoy cansado. La desesperación no me vi-
sita ya desde hace algún tiempo como si el espíritu se hubiera cerra-
do al sufrimiento y consiguiera mirar las cosas a distancia, como si las
leyera en un libro.
Y sin embargo, de aquellas páginas, surge aún la Negra Sombra
que me acompaña desde siempre, para decirme que ningún precio
puede saldar la cuenta, que no se paga nunca bastante y no existe re-
fugio seguro. Hay una partida que quiere que se le ponga fin; hay que
aguantar hasta el final, sea cual sea.Todo lo que me importaba está a
salvo, estoy solo yo.Yo y los fantasmas que me acompañan.Todos.
También Lodewijck de Schaliedecker, alias Eloi Pruystinck: que-
mado extramuros el 22 de octubre de 1544.
412
CAPÍTULO 3
Basilea, 18 de marzo de 1545
413
la guerra contra la herejía y desempolva el Santo Oficio de la Inqui-
sición. Está muy extendido entre el pueblo el odio por los curas y
por tanto la simpatía por lo que todos llamamos «fe germánica», pero
podría decirse también todo lo contrario, ¿entendido? Igual que se po-
dría decir también que muchos campesinos ignoran qué es la Trini-
dad, comulgan y confiesan en Pascua para tener contento al párro-
co y el resto del año viven con sus supersticiones.
Trato de imaginarme la tierra descrita por las palabras de Pietro
Perna, mientras me tomo a sorbos el segundo vaso de su exqui-
sito producto. Italia: tal vez sea cierto que no puedo morir sin antes
visitarla. Por lo demás, tengo la sensación de que mucho de lo ocu-
rrido ha partido de allí, no siendo lo menos importante el exter-
minio de Eloi y de los Espíritus Libres, que precisamente la In-
quisición señaló a Carlos V como herejes, ciudadanos peligrosos e
infieles.
Mientras tanto Perna no para ya de hablar, acompañando cada
frase con gestos elocuentes.
–La Liga de Smalkalda de los príncipes protestantes tiene su em-
bajador en Venecia, ¿entendido? Y no pocos agradecerían que triun-
faran en la República Serenísima las ideas luteranas. De todas formas,
no podéis perderos una ciudad semejante, compadre. Gracias al co-
mercio, hay en ella todo cuanto un hombre rico puede desear com-
prar, todo cuanto un espíritu curioso puede desear ver, todo cuanto
la carne puede desear pedirle a la capital del meretricio, donde una
mujer de cada cinco hace o ha hecho, al menos esporádicamente, de
prostituta. En fin, gracias a los libros es posible engrosar posterior-
mente la bolsa, con tal de que se tenga ese poco de coraje que, a lo
que parece, nos falta solo a nosotros los italianos.
Tercer vaso:
–En vista de que habláis de dinero, micer Pietro, tengo una idea
para vos. Escribid un libro sobre Venecia, para despertar las ganas de
los notables de Europa de visitarla e indicarles dónde deben comer y
dormir. Estoy seguro de que el libro tendría un gran éxito y que los
propietarios de los lugares que indicaseis sabrían recompensaros por
la mención.
Alarga las manos sobre la mesa y aferra las mías antes de que pue-
da retirarlas:
–Compadre, daos prisa, habéis estado perdiendo el tiempo hasta
el día de hoy. Basilea, lo sabéis mejor que yo, es la ciudad donde los
pensadores más innovadores, los heresiarcas más peligrosos, las men-
tes más rebeldes de Europa, van a que se pierda todo rastro de ellos, a
descansar, a respirar un poco de tranquilidad.Todo esto, sed sincero,
no va con vos. Pues vos sois un hombre de acción.
414
–Es probable. Pero ha pasado muy poco tiempo desde la última
herida, la piel debe también cicatrizar.
–Entonces, bebed, compadre, pues no hay mejor ungüento que
este.
Cuarto vaso: la cabeza está de veras ligera.
415
CAPÍTULO 4
Basilea, 28 de marzo de 1545
416
amigos. Siento aprecio por la actividad de nuestro amigo impresor:
Paracelso, Servet, Socini, son autores que pueden causar problemas,
gente a la que Calvino está dispuesto a sacrificar con tal de alzarse
como el nuevo Lutero. Pero este tipo de valentía no puede bastar, y
aunque los tiempos que vivimos no permiten quizá otra cosa, he lu-
chado demasiado como para seguir excitándome con una disputa
teológica.
Nuestro huésped nos hace señas de que dejemos la charla, quiere
tomar la palabra.
–Amigos míos –la voz es templada, el tono pacífico–, os he con-
vocado aquí en el día de hoy porque creo que puede ser útil para to-
dos nosotros un intercambio de ideas sobre el acontecimiento que va
perfilándose en el horizonte. –Se aclara la voz–. Sin duda habrá lle-
gado hasta vosotros la noticia de la convocatoria de un Concilio en el
que tomará parte toda la cristiandad dividida, para buscar un punto
de acuerdo y la posibilidad de una reconciliación entre todas las fac-
ciones.
Lee el asentimiento en los rostros de los presentes, Perna bosteza
en un rincón, apoyando la barbilla sobre la silla demasiado alta, los
pies bamboleantes.
Oporinus prosigue:
–Pues bien, no podemos asistir impasibles a un acontecimiento
de semejante alcance, como espectadores silenciosos. Es muy proba-
ble que para facilitar la intervención de los mejores doctores de la
protesta luterana el lugar elegido para este Concilio sea la ciudad
neutral de Trento, entre Roma y las tierras alemanas, no muy lejos de
nuestra Basilea.
–¿Querrías que os invitaran al Concilio? –El tono es entre iróni-
co e incrédulo, la frase proviene de una de las sillas de enfrente de
Oporinus.
El impresor sacude la cabeza:
–No digo esto. Pero tal vez resultaría oportuno escribir a Ginebra
para hacerle saber a Calvino y a los suyos que no queremos ser deja-
dos de lado, que también nosotros querríamos expresar nuestro pare-
cer, incluso publicar algo, aunque solo fuera un documento que pue-
da ser leído en presencia de los cardenales católicos. Podríamos
escribirle a Servet a París, procurar que componga algo para la oca-
sión...
De la segunda fila se alza un hombre pálido y flaco, de acento
francés, debe de habérmelo presentado Oporinus, pero ya no recuer-
do su nombre.
–¿No creeréis de veras que Lutero, Melanchthon y Calvino quie-
ren participar en ese Concilio?
417
–¿Y por qué no? Si los cardenales se han decidido a convocar un
Concilio, eso significa que temen la propagación de la Reforma y
están dispuestos a un compromiso, incluso a aceptar algunas peti-
ciones...
Leroux, que así se llama, excitado:
–Si Lutero va al Concilio, no se parará en barras.Y lo mismo ocu-
rrirá con todos los demás. Si los papistas consiguen que se les pongan
a tiro, no podrán resistirse a la tentación de apresarlos y quemarlos.
Demasiado bien los conocemos...
Cabezas que asienten, algunos tuercen el gesto, Perna agita las
piernas y hojea desganado los libros que tiene en el regazo.
A la espalda del francés se halla de pie Joris, alto y rubio, agitando
una blanca mano:
–Yo os digo que si Calvino y Lutero consiguieran echarles el
guante a algunos de los presentes, les reservarían un fin idéntico.
¿Qué nos importa a nosotros el Concilio? Admitiendo que de ver-
dad se celebre, será una trampa para tontos y si alguno de los cuervos
de Ginebra o de Wittenberg acaba en prisión, ¡no seré yo quien vaya
a compadecerlo!
Oporinus interviene para aplacar los ánimos:
–No, Joris, no deberías decir esto. Las diferencias que puedan se-
parar a algunos de nosotros de Lutero y de Calvino no deben llevar-
nos a medir a todos con el mismo rasero.Y tampoco sobre el Conci-
lio comparto vuestra opinión.
El holandés se encoge de hombros y vuelve a sentarse:
–Haced que el Concilio ese se lleve a cabo y ya veréis que de
opiniones os impondrán solo una.
–Lo que trato de decir –prosigue el impresor, imponiéndose al
bullicio que la intervención del anabaptista ha provocado– es que
Calvino y Lutero harán cualquier cosa con tal de dejarnos al margen
de cualquier negociación y, si nunca llegan a un acuerdo con Roma,
será en detrimento de cualquiera que no se reconozca plenamente
en sus propuestas. ¿Qué será de los Miguel Servet, de los Lelio Soci-
ni, de los Sebastian Castellion? –La mirada de Oporinus recorre la
serie de rostros–. ¿Qué será de nosotros, hermanos?
Desde la silla más exterior, al fondo de la fila, interviene el basi-
liense Serres:
–No habrá ningún acuerdo, Oporinus, porque los papistas no van
a ceder jamás sobre la justificación por las obras, y Lutero y Calvino,
por otro lado, no están dispuestos a dar un paso atrás en lo que a la
justificación por la fe se refiere. Para ellos supondría dejar un nuevo
espacio al poder anticristiano del Papa, a las indulgencias, a la com-
praventa de la fe...
418
–Esto no podemos saberlo con certeza absoluta, Serres. Existe
más de un cardenal en Italia que ve con buenos ojos una pacificación
con los protestantes y siente aprecio por la teología luterana. Existe
ya una literatura al respecto, tal vez pequeñas cosas, pero se trata de
señales importantes. Habéis leído todos El beneficio de Cristo. ¡Se dice
que su autor es un fraile apoyado por importantes literatos italianos y
hasta por un cardenal! Estos son hechos, hermanos míos, no pode-
mos ignorarlos. Si existe la posibilidad de que en ese Concilio se abra
un resquicio de esperanza de una nueva unión y de una reforma ra-
dical de la Iglesia romana, yo digo que no debemos dejar la iniciativa
tan solo a Calvino y a Lutero. Nos va en ello la libertad. –Su mirada
busca entre todo aquel hacinamiento de cabezas hasta que da con la
pelada de Perna–. Me gustaría oír vuestro parecer, micer Perna, vos
que más que ningún otro estáis al tanto de los asuntos italianos.
El pequeñajo estira sus cortísimos brazos, no se esperaba ser lla-
mado a la lid, se rasca la frente y se pone en pie sin conseguir superar
las cabezas de los presentes.
Un largo suspiro:
–Señores, he oído muy bonitas palabras, pero ninguna ha conse-
guido ir al meollo del problema. –Todos lo miran perplejos, inclina-
dos para comprender la insólita pronunciación del italiano–.Ya po-
déis escribir o encargar las más hermosas obras teológicas del siglo, si
esto os hace sentiros mejor, pero eso en nada cambiará la realidad de
los hechos.Y la realidad, señores, es que no serán las cuestiones doc-
trinales las que marquen los destinos del Concilio, sino la política.
Se hace un silencio sepulcral, el pequeño Perna no conoce el tér-
mino medio, me doy cuenta de que está a punto de verse dominado
por la verborrea:
–Si este Concilio se celebra es por las presiones que el Emperador
está ejerciendo sobre el Papa. Es el Habsburgo quien quiere reunir a
católicos y protestantes, porque el Imperio se le está yendo de las ma-
nos y el turco Solimán, hombre que según se dice consigue satisfacer
a veinte mujeres en una sola noche y que no en vano es conocido
como el Magnífico, está poniéndolo en dificultades.A Carlos Quinto
no le importa cómo y en qué los teólogos se pongan de acuerdo, lo
que a él le interesa es reunificar a los cristianos bajo su bandera para
resistir a los turcos y retomar el control de los propios confines. –Sa-
cude la cabeza–.Ahora bien, escuchad lo que voy a deciros, en Roma
hay un discreto número de cardenales a quienes las hogueras agradan
una barbaridad. Pero no vayáis a creeros que estos santos varones se
mueren de ganas de asar en ellas a Lutero, a Calvino, a Bucero, y a
todos los presentes. Porque, mirad, mientras estos herejes, como ellos
los califican, circulen, podrán lanzar a la Inquisición a la caza de los
419
intelectos más incómodos, y en primer lugar de sus adversarios polí-
ticos dentro de la Iglesia romana. Desde que el mundo es mundo los
enemigos exteriores se ponen de acuerdo para acabar con los inte-
riores. Oporinus tiene razón cuando dice que existe un grupo de
cardenales favorables al diálogo con los protestantes, y es precisamen-
te con estos con quienes cuenta el Emperador para hacer realidad su
proyecto. Pero veamos quién está alineado en el bando contrario.
–Perna cuenta con sus dedos regordetes–. Tenemos, así pues, a los
príncipes alemanes, que es como decir a Lutero y a Melanchthon.
Esos, para conservar precisamente su autonomía respecto a Roma y
al Imperio, no tienen el menor interés en que tomen parte sus teólo-
gos en el Concilio. Más aún, si en el Concilio se llegara a la conclu-
sión de que son todos unos apóstatas, el Emperador no podría seguir
gritando que se trata de un acto de lesa majestad y tendría que resig-
narse a ver perdidos los principados alemanes. Luego está el rey
de Francia, que significa todos los cardenales franceses: veinte años de
guerra son una prueba de la enemistad de Francisco Primero con el
Habsburgo. ¿Hace falta algo más para deducir de ello que los carde-
nales franceses votarán contra la hipótesis de una reconciliación? Por
último, están los cardenales romanos de la Inquisición, los que quie-
ren la línea dura y que ponen trabas al diálogo con los protestantes.
Perna toma aliento, los rostros de los presentes están atónitos,
como si un oso amaestrado hubiera entrado en la estancia. Un ins-
tante y el italiano vuelve de nuevo a la carga:
–El Concilio, señores, será un arreglo de cuentas entre los poten-
tados de Europa. Escribid, escribid si queréis, todos los tratados teo-
lógicos del mundo, pero no seréis vosotros, ni Calvino, ni Lutero
quienes jueguen esta partida. Si queréis sobrevivir tendréis que pen-
sar en algo distinto.
420
chad, compadre. Aquí no hay nada más que hacer. Todos vuestros
amigos... –Se para delante de mi mano alzada–. Perdonadme: todos
los amigos de micer Oporinus son personas muy queridas, ¿entendi-
do?, pero no van a ningún lado. –Los ojillos negros escrutan entre las
arrugas de mi rostro en busca de no sé qué–. Sus preocupaciones se
agotan en las divergencias o en los puntos en común entre su pensa-
miento y el de Juan Calvino.Y gente como yo, y como vos, compa-
dre, sabe muy bien que lo que mueve el mundo es algo muy distin-
to, ¿entendido?
–¿Adónde queréis llegar?
Aprieta de nuevo mi brazo:
–¡Vamos, micer! ¡Nada de tomarme el pelo: si ha de ser un libre-
ro italiano quien les diga cómo están las cosas, eso quiere decir que
esas lindas cabezas no ven más allá de sus propias narices! Escriben
tratados teológicos para otros doctores, ¿entendido?, y el día que
vengan a cogerlos para atarlos a un palo con algún haz de leña deba-
jo, ¡tal vez entonces abran los ojos! Solo que será ya demasiado tar-
de. Lo que quiero decir con ello, amigo mío, es que la suerte está
echada. En Alemania armasteis ruido, y las hicisteis sonadas, y luego
vinieron los holandeses, que menudos juerguistas están hechos, locos
como chotas, y ahora los franceses y los suizos, y Calvino que se
convierte en el paladín de la revuelta contra el papado.Todo patra-
ñas, señor mío, el poder, el poder, por esto se matan unos a otros. Por
el amor de Dios, no digo que el viejo Lutero no crea, no digo que el
adusto Calvino no esté convencido, pero ellos no son sino peones. Si
no les resultasen cómodos a los poderosos, esos cuervos negros no
serían nadie, os lo digo yo, ¡na-die!
Me libero del apretón, ebrio de palabras. Perna se encoge de
hombros y extiende los brazos increíblemente cortos:
–Yo me dedico a mi oficio, ¿comprendéis? Soy librero, voy de
aquí para allá, veo a un montón de gente, vendo los libros, descubro
talentos ocultos bajo montañas de papel...Yo propago ideas. El mío
es el oficio más arriesgado del mundo, ¿entendido?, soy responsable
de la difusión del pensamiento, incluso del más incómodo. –Señala
en dirección a la casa de Oporinus–. Ellos escriben e imprimen, yo
difundo. Ellos se creen que un libro vale por sí mismo, creen en la
belleza de las ideas en cuanto tales.
–¿Vos no?
Una mirada de suficiencia:
–Una idea es válida en tanto que se difunde en el lugar y en el
momento adecuados, amigo mío. Si Calvino hubiera impreso su Ins-
titutio hace tres años, el rey de Francia lo habría mandado a la hogue-
ra en menos que cuesta decirlo.
421
–Sigo sin comprender adónde queréis llegar.
Da saltitos nervioso en el sitio:
–Diablos, escuchad, ¿no? –Saca de su inseparable bolsa un librito
amarillento–. Tomad El beneficio de Cristo. Pequeño, ágil, claro, cabe
en una faltriquera. Oporinus y sus amigos lo ven como una esperan-
za. ¿Sabéis qué veo yo, en cambio, en él? –Una pequeña pausa de
efecto–. Guerra. Esto es un golpe bajo, esto es un arma poderosa.
¿Creéis que es una obra maestra? Es un libro mediocre, rebaja con
agua y sintetiza la Institución de Calvino. Pero ¿en qué radica su fuer-
za? ¡En el hecho de que trata de hacer la justificación por la fe com-
patible con la doctrina católica! ¿Y qué significa eso? ¡Pues que si
este libro se difunde y tiene éxito, incluso entre los cardenales y los
doctores de la Iglesia, tal vez vos y Oporinus, y sus amigos, y todos
los demás no tendríais a la Inquisición detrás de vosotros el resto de
vuestros días! Si este libro encuentra el aplauso de la gente adecuada,
los cardenales intransigentes corren el riesgo de encontrarse en mi-
noría, ¿entendido? Los libros cambian el mundo solo si el mundo
consigue digerirlos.
Resopla y me escruta un largo momento, luego con los ojos
fruncidos:
–¿Y si el próximo Papa estuviera dispuesto a dialogar? ¿Y si fuera
uno de esos contrarios a los métodos del Santo Oficio?
–Un Papa es siempre un Papa.
Un gesto de desaprobación:
–Pero vivir y poder continuar diciendo lo que uno piensa es algo
muy distinto a morir abrasado.
Hace ademán de recoger la alforja e irse, pero esta vez soy yo
quien lo retiene.
–Esperad.
Se detiene. Miro a este pequeño hombre que trasuda astucia y
fuerza por todos los poros. Hay algo de Eloi en el guiño de sus ojos,
algo de Gotz von Polnitz en la determinación de sus palabras.
–¿Qué diríais si os dijese que me importa un comino cambiar
nada?
Sonríe:
–Diría que deberíais partir enseguida para Italia, antes de que el
fango de esta ciudad os ahogue la mente.
–¿Putas, negocios, libros prohibidos e intrigas papales? ¿Es esto lo
que prometéis?
Da un pequeño saltito, mientras se aleja ya tratando de alargar
el paso:
–Pero ¿es que hay alguna otra cosa que dé sabor a la vida?
422
CAPÍTULO 5
Basilea, 28 de abril de 1545
423
–¿Cómo no? Los venecianos se huelen los negocios a la legua,
pero aunque él no estuviera interesado, encontraríamos a algún otro
impresor en menos de lo que cuesta decirlo, ¿entendido? Venecia es
la capital de la imprenta.
Se queda mudo buscando mi asentimiento con unos ojos como
platos. Fuera, un grupo de estudiantes entona una canción vulgar que
se pierde a lo largo de la calle.
Más leguas, más tierras, ciudades.
–Imagino que tendré que ser yo quien viaje a Italia con los ejem-
plares del libro.
–Es un negocio que compartiremos equitativamente, ¿entendi-
do? Yo me ocuparía del Milanesado y de Roma.Y a vos os corres-
pondería el nordeste, la Emilia y Florencia. Pero es indispensable que
alguien vaya a Venecia a contactar con los impresores y ponerlos a
trabajar en El beneficio. Daos prisa, de este libro pueden venderse de-
cenas de miles de ejemplares.
Lo miro de reojo:
–¿He luchado toda mi vida contra Lutero y los curas para poner-
me ahora al servicio de los cardenales enamorados de Lutero?
–Un servicio bien retribuido, compadre.Y útil para quien, como
vos y yo, piensa que es mejor que los libros y las ideas continúen
circulando libremente, sin tribunales de la Inquisición de por medio.
No os estoy pidiendo que apoyéis a los autores de este libro, sino tan
solo que los ayudéis a hacernos la vida más fácil, quizá incluso a sal-
várnosla, ¿entendido?
De nuevo el silencio, el fuego tan solo y un carro que pasa por la
calle lanzando crujidos. El italiano sabe lo que se hace, esgrime sóli-
dos argumentos. Sirve vino y me ofrece el vaso. Un suspiro, luego en
tono casi fraternal:
–Amigo mío, ¿de veras queréis pasar el resto de vuestros días en
Basilea? ¿De veras no llegan a aburriros las infinitas discusiones de
toda esta gente? Sois un hombre de acción, lo dicen vuestras manos
y vuestra mirada.
Apenas sonrío:
–¿Qué más os dice mi mirada?
En voz baja:
–Que no os importan mucho los derroteros que puedan tomar los
acontecimientos, pero que aún sois capaz de dejaros fascinar por un
paisaje desconocido.Y que precisamente por eso podríais embarcaros
en esta empresa. De lo contrario, no habríais venido a verme, ¿o me
equivoco?
Perna es un hombre singular, materialista y roñoso, pero al mismo
tiempo agudo y refinado conocedor de los hombres. Une la sapien-
424
cia doctrinal a un sentido concreto de las cosas: una mezcla que he
encontrado raramente en la vida.
Degluto el vino, el sabor llena mi boca. Le dejo continuar, he
aprendido que no es fácil frenar su lengua.
–Habéis conocido las armas y las letras. Habéis luchado por algo
en lo que creíais y habéis perdido la causa, pero no la vida. Espero me
comprendáis, hablo del sentido de la vida que une en común a gen-
te como vos y yo, la incapacidad de detenerse, de quedarse cómoda-
mente en algún oscuro rincón, en espera del fin; la idea de que el
mundo no es más que una gran plaza a la que se asoman los pueblos
y los individuos, desde los más grises a los más extravagantes, desde
los matachines a los príncipes, cada uno de ellos con su insustituible
historia, que nos habla de la historia de todos.Vos debéis de haber
conocido la muerte, la pérdida.Tal vez ha sido una familia, en alguna
parte, en las tierras del norte. Con seguridad muchos amigos, perdi-
dos por el camino y nunca olvidados.Y quién sabe cuántas cuentas
que ajustar, destinadas a seguir estando pendientes.
La luz del fuego le ilumina media cara, le hace asemejarse a una
criatura fabulosa, un gnomo sabio e intrigante al mismo tiempo, o tal
vez un sátiro, que te susurra secretos al oído. Sus ojillos diminutos
parpadean junto a las llamas.
–Estoy hablando de eso, ¿entendido? De la imposibilidad de dete-
nerse. No es acertado. No lo es nunca. Habríamos tenido que hacer
otras elecciones, hace mucho tiempo, y hoy es ya demasiado tarde. La
curiosidad, la insolente, terca curiosidad de saber cómo va a termi-
nar la historia, cómo concluirá la vida. De eso se trata, de nada más.
Nunca es el afán de lucro el que nos lleva por el mundo, nunca es
solo la esperanza, la guerra... o las mujeres. Hay algo más.Algo que ni
yo ni vos podremos describir nunca, pero que conocemos perfecta-
mente. Incluso ahora, incluso en el momento en que os parece habe-
ros alejado demasiado de las cosas, incuban en vos las ganas de cono-
cer el final. De seguir viendo. No hay nada que perder cuando se ha
perdido todo.
Una sonrisa de desapego debe de habérseme quedado grabada en
el semblante durante todo el tiempo.Y sin embargo nace de la sen-
sación de estar escuchando el consejo de un viejo amigo.
Me toca el brazo:
–Yo parto mañana para Milán, voy a vender los libros de Opori-
nus allí.Tendré que permanecer allí un tiempo para despachar algu-
nos asuntos que dejé pendientes.Tras lo cual partiré hacia Venecia. Si
mi propuesta os atrae, la cita es en la librería de Andrea Arrivabene,
que tiene en el letrero un pozo, acordaos de este nombre. ¿Por qué
os reís?
425
–Nada, pensaba en las coincidencias de la vida. Un pozo, ¿habéis
dicho?
–Exactamente eso.
Me mira perplejo.
Vacío el vaso. Tiene razón: cuarenta y cinco años y ya nada que
perder.
–Descuidad, allí estaré.
426
Carta enviada a Roma desde Viterbo, dirigida a Gianpietro Carafa, fechada
el 13 de mayo de 1545.
427
El diario de Q.
Pero ahora es distinto: tal vez hoy es más difícil y arriesgado que en
Münster. Los años italianos enseñan que los palacios son mortales de
necesidad, tanto como los campos de batalla, solo que aquí dentro el
ruido de la guerra está amortiguado, absorbido por el parloteo de las
negociaciones y por las mentes agudas y asesinas de estos hombres.
Nada es lo que parece dentro de los palacios romanos.
Nadie puede captar el cuadro de conjunto, ver al mismo tiempo
la figura y el trasfondo, el objetivo final. Nadie excepto aquellos que
tienen en sus manos los hilos de la trama, hombres como mi señor,
como el Papa, como los decanos del Sacro Colegio.
428
pese a eso continúa circulando sin problemas, o mejor dicho aún,
conoce una gran difusión.
Los «viterbeses» fingen que no pasa nada, mientras se preparan
para llevar las tesis del libro al Concilio de Trento (Reginald Pole:
«Hay momentos y lugares adecuados para las ideas que, cuidadosa-
mente escogidos, pueden impedir a los nuevos tribunales pararlas»).
Pole espera derrotar a Carafa en lo que al tiempo se refiere: la difu-
sión de las ideas reformadas contra la creación de la Inquisición.
¿Puede ser El beneficio de Cristo un arma de doble filo que golpee
a quien la ha forjado? ¿Y cómo?
¿Arreglárselas para que el Concilio lo condene inmediatamente
y desenmascare a sus autores? ¿Atribuirlo a Pole y a su círculo de
amigos?
No, el inglés lo negaría todo, su credibilidad es demasiado alta
para poder hacerle la imputación de herejía, y además, no hay prue-
bas de que haya sido el autor del libro. Si consigue disculparse saldría
más reforzado que nunca. Mi señor esto lo sabe; es hombre demasia-
do prudente para conceder una oportunidad semejante a su mayor
adversario.
Mejor aún: urdir una tela de araña, donde uno tras otro caigan
todos los cardenales que ven con buenos ojos a los reformados. Un
libro que pase de mano en mano, de biblioteca en biblioteca, y con-
tagie a todo aquel que lo toque.Y cuando se recoja la red, pescar a
todos los peces gordos de una vez. Es preciso dejarlo circular, aunque
el Concilio lo condene, dejar que los amigos de Pole lo lean, se que-
den fascinados por él, tanto como lo están por ese brillante intelecto
inglés. Mientras tanto Carafa trabaja, construye paso a paso la máqui-
na capaz de darles la puntilla a todos de un plumazo. Sí, así es como
razona mi señor. Pero un juego de este tipo puede escapársele de las
manos, volverse demasiado grande incluso para su mente ubicua.
Sobre el Concilio
29 de junio de 1542: publicada la bula papal de convocatoria del
Concilio ecuménico.
21 de julio de 1542: bula papal Licet ab initio que instituye la
Congregación del Santo Oficio de la Inquisición.
Entre estas dos fechas, reanudación de la guerra entre Carlos V y
Francisco I.
Por lo que parece, si no hay Concilio, habrá guerra, de ejércitos o
de intelectos, no existe mayor diferencia.
De Concilio: una defensa velada de las tesis de El beneficio de Cristo.
Los cardenales espirituales quieren transformar el Concilio de Trento
en la sede privilegiada para afrontar la cuestión de la justificación. El
429
Concilio debería convertirse en la fuerza contrapuesta a la Inquisi-
ción, que debe robustecerse bajo la astuta guía de Carafa. No cabe
duda de que mi señor se prodigará a fin de que las tesis de El benefi-
cio sean condenadas aun antes de ser discutidas.
Sobre Carafa
Cabe preguntarse qué debió de encontrar Vesalio, el necrófilo,
dentro de ese hombre cuya mirada parece apuntar hacia un horizon-
te demasiado lejano, no de esta tierra. Tal vez todo el temor que él
infunde. O la gracia divina de la mente insondable del Creador bajo
las celadas facciones de la crueldad.
Pero ¿quién es este?
Mi señor y monje, maestro del disimulo y de la simulación, de
casta de mando, primero prelado y luego pobre teatino por voto.
Enemigo del Emperador, al que tuvo de hecho sobre sus rodillas,
despreciándolo ya; de intuición que diríase diabólica, si no conocié-
ramos su fe; sumo arquitecto del Santo Oficio, renacido para él y
bajo él, que custodia sus secretos, sus miras, y lo hace crecer como
una prole amada, con desmesurada energía, a una edad en la que
gran parte de los hombres hace ya tiempo que está entre tierra y gu-
sanos; apóstol de lo que lo entusiasma por encima de cualquier otra
cosa: la guerra espiritual, lucha interior y exterior, sin cuartel, contra
los embelecos de la herejía, bajo cualquier forma en que estos se pre-
senten.
Pero ¿quién es este?
Sobre mí
El ojo de Carafa.
430
CAPÍTULO 6
Paso del San Gotardo, 17 de mayo de 1545
Los bosques ondulantes del Mittelland hasta llegar al Aare, luego len-
tamente en la plana y amplia barcaza pasando Olten, Suhrsee y por
fin Lucerna, en el extremo profundo del oscuro lago de los cantones,
donde se cruza con el Reuss. De ahí, a lomo de un mulo, o, mejor
dicho, de dos, uno para los bagajes y los libros de Perna, entre los
cientos que suben cargados las pendientes del torvo monte Pilatos
resoplando por los senderos a menudo inaccesibles, pero atestados
de tráfico comercial y de hombres, carros y bestias. Arriba y abajo de
este obligado tránsito de pendientes soleadas y prados alpestres, de bos-
ques salvajes y espléndidos, rodeados de pronunciados picos, de un
aire nítido y punzante que surcan en sus alturas extremas las alas del
halcón peregrino. Clara mañana de primavera, experimento la tónica
ebriedad de las cotas altas. Observo el desfiladero impracticable en
otra estación, el puerto que desde Andermatt lleva a Airolo, San Go-
tardo que mira a suelo italiano.
Debo de estar completamente loco. Un viejo chiflado que se
pone en camino desde estas montañas hacia el gran burdel del mun-
do que mira de cara al Turco.
Ridícula y sublime visión.
Un pánico que transmite entumecimiento a los miembros. Un
gamo se escabulle rápido como una flecha entre los árboles.
Podría morir ahora. En medio del éxtasis de una terrible euforia,
en la parálisis del sol cálido sobre unos músculos envejecidos y dolo-
ridos. Ahora. Sin saber quién soy. Sin un plan, y con dos pesadas al-
forjas de libros. Antes de que la absurda inercia se reanude, de que el
insensato intelecto me haga volver a la silla de ese mulo. Dos alforjas.
Contemplo los escarpados valles italianos que preceden a la llanura,
hasta el mar. Para encontrar a los espectros, bajo el letrero del Pozo.
Ven conmigo, constructor de tejados, pues no sé quién soy. Y mis
piernas no son ya firmes.Ahora.
431
Bérgamo, República de Venecia, 25 de mayo de 1545
¿Así que unas pocas tiras de estas largas hojas enrolladas, los aromáti-
cos cigarros de Ultramar que me traje de tierras holandesas, pueden
verdaderamente provocar en esos picachos semejantes emociones in-
tensas y desequilibradas?
Me siento todavía turbado. Pero con ese miedo parecido al vérti-
go del extravío, de la fascinación de lo desconocido y de la posibili-
dad extrema, de las regiones inexploradas y de la visión profunda.
Distinto de la ebriedad del vino, de la cerveza o del aguardiente. Sin
esos humos y la confusa mezcla de pensamientos e insensata ver-
borrea.
Otro ser dentro de ti. Que se desvanece ligero, sin dejar rastro en
el cuerpo pero inmutables las preguntas.
A lo largo del Ticino hasta el pequeño pueblo de Biasca. Desde
allí, acompañado por un guía, a través de senderos de montaña, al
este hacia Chiavenna, superando los valles de Calanca y Mesolcina,
por encargo de Perna, para entregar libros en el círculo de los exilia-
dos reformados que desde la Italia del norte afluyen a la República
Rética.
En las riberas del río Mera, lugar inaccesible y pantanoso al mis-
mo tiempo, obstruido en parte por antiquísimos hundimientos del
terreno, donde la tierra firme se confunde con las aguas del lago de
Como y montañas estériles y altísimas hacen difícil el acceso. Chia-
venna, la llave de los valles, si no fuera por su posición estratégica y la
autonomía que le permite ser refugio sería un lugar desaconsejable
para el viandante.
Dos días de parada para descansar los huesos de las marchas alpi-
nas, y luego nuevamente rumbo al sur, hasta el punto en que el Adda
desemboca en el lago Lario. Una media jornada para vadear hasta
Lecco, en los confines con el territorio de la Serenísima.
432
Venecia
434
CAPÍTULO 7
Venecia, 29 de mayo de 1545
Distante a simple vista, vuelta más incierta por los cendales de niebla
que hacen del sol un disco blancuzco, uno no sabe si el espejismo es
el mar que se está surcando, cuando en cambio es tierra firme, o los
palacios y las iglesias apoyados en el agua, en realidad escollos de for-
mas arquitectónicas.
Luego la barcaza enfila por un gran canal. Ventanas, balcones y
jardines danzan cual manchas de color y se difunden entre las orillas.
A los lados se abren callejones navegables por los que solo cabe
una embarcación, tan estrechos algunos de ellos que los tejados de las
casas parecen tocarse, impidiendo filtrarse los rayos del sol. Perna me
ha hablado de iglesias, de palacios, de plazas y burdeles, pero no me es-
peraba el milagro de vías de agua, el impresionante número de barcas
de todas formas y tamaños que sustituyen a los carruajes, las literas y
los caballos. Esta ciudad parece no conocer la rueda, ni el denso pa-
sear de gentes de las calles principales, construcción absurda que des-
afía toda lógica arquitectónica y parece casi flotar sobre el mar, hasta
el punto de hacer palidecer a la misma Amsterdam y a las tierras de
Holanda, arrebatadas al océano por la tenacidad de las gentes del nor-
te.
Las gaviotas surcan el pálido cielo y encuentran apoyo en recios
palos, macizos, a menudo coloreados y adornados de escudos, que
despuntan, cual troncos en un bosque, de los bajos fondos y sirven de
amarre a barcas de formas y tamaños distintos.
El angosto horizonte va ensanchándose poco a poco, para abarcar
de nuevo una isla, a la derecha, y un conjunto majestuoso de cons-
trucciones de colores mortecinos, sobre las que destaca altísimo un
campanario robusto, cuadrado, puntiagudo como una flecha.
A la izquierda, se abre una nueva vía de agua, verdadera calle fluc-
tuante, con los portones y las escalinatas de los palacios sumergidos
directamente en las aguas, como no he visto nunca en ningún país
que tenga un río o algo parecido. La ciudad y el mar parecen haber
crecido juntos.
La barca amarra casi debajo mismo del magnífico balcón de un
palacio totalmente revestido de rosado mármol, al lado de una co-
lumna con la estatua del León alado y del que debe de ser el escena-
rio para las ejecuciones capitales. Los instrumentos y los símbolos del
poder de la Serenísima son las primeras imágenes que el extranjero
435
debe tener a la vista.
Apenas un pie en tierra, sorprende en cambio la confusión, el ir y
venir de gente, los gritos, las aglomeraciones, los saludos, las disputas;
tal vez el único elemento que separa el mar, lugar de ruidos amorti-
guados, del resto de la ciudad.
Apenas un pie en tierra, no sé en virtud de qué características, me
reconocen enseguida como un extranjero de lengua alemana y me ro-
dean una veintena de zagales que se esfuerzan en explicarme lo im-
posible que resulta andar por Venecia sin conocerla a fondo, el gran
riesgo de perderse, de acabar en malas manos, de salir perdiendo con
el cambio; y mientras van enumerando cortésmente estos riesgos tra-
tan por todos los medios posibles de meter mano en mi bolsa.
436
tos para hacer sonar la gran campana.
–Esa es la sede de los Procuradores de San Marcos, grandes ma-
gistrados de la República, Procuratie se llama. Ahora tomamos hacia
las Mercerie, ¿quiere comprar algún paño? ¿Especias? Le diré dónde
comprarlas y dónde venderlas a buen precio. ¿Quiere hacer negocios
en Rialto? No se separe entonces de mí, y no se deje enredar por los
vendedores, mala gente, nobilísimo señor, gente deshonesta.
No estoy seguro de haber comprendido todo lo que el chico ha
dicho. Habla mirando adelante, sin volver demasiado el cuello, en
una lengua que apenas si reconozco y en medio de un pulular indes-
criptible de rostros y de voces. Balbuceo una incitación a ir y en un
instante me encuentro a cincuenta pasos detrás de él, nariz en alto,
como un corcho en medio de la corriente. Observo los rostros de la
gente que abarrota estas estrechas calles de tiendas y tenderetes; escu-
cho los dialectos y las cadencias más extrañas, una lengua que me pa-
rece eslava, otra que diría árabe.
Esta callejuela empedrada me lleva lejos del mundo que hasta
ahora he conocido. Otras veces he olfateado el olor de las especias,
otras he aspirado el humo del tabaco, pero nunca como ahora he no-
tado la sensación de encontrarme en una encrucijada de lugares po-
sibles. Un zoco de Constantinopla, un puerto de Catay, una estación
de postas en Samarkanda, una fiesta por las calles de Granada.
–Gran señor, entonces, ¿quiere comprar alguna cosa? Pídamelo a
mí, yo le aconsejaré.
El guía me ha alcanzado de nuevo y me estira violentamente de
un brazo. Me escruta con una mirada extraña y tengo como la im-
presión de que comienza a dudar de mis facultades mentales.
–¿Ve, excelentísimo? Esto, que en todas las ciudades de Italia se
llama piazza, aquí en Venecia recibe el nombre de campo, y las vie y
las strade son calle muy estrechas, y fondamenta si está al borde de un
canal, y salizada y la ruga...
La calle da sobre las aguas coincidiendo con la entrada de un im-
ponente puente de madera. Por el número de naves amarradas en
ambas orillas del canal, a la derecha del puente, y por el tráfico ince-
sante de carga y descarga de mercancías, uno tiene precisamente la
impresión de haber llegado al corazón del comercio de la Serenísima.
–¡Rialto, señor!
Un espléndido puente de madera con la parte superior que pue-
de abrirse al paso de las naves más grandes.
A la derecha, una logia enorme, las paredes exteriores con frescos
a todo lo largo del edificio.
–Pinturas de Giorgione, eminentísimo, y de su discípulo Tiziano,
¿lo conoce? Una gran maravilla, señor... Pintores famosos, Tiziano
437
pintó al Emperador.
En el patio interior, el indistinto bullicio que se alza debido a las
intensas negociaciones comerciales está integrado por lo menos por
cuatro dialectos alemanes. Gente del norte, cabezas rubias, bigotes
caídos, y establecimientos que venden cerveza.
–El Fondaco dei Tedeschi, nobilísimo señor, para sus negocios.
Bancos, agentes, ricos. ¿Ve esa agencia de allí abajo? Pues es de los
Fugger, los más grandes banqueros del mundo, conozco al agente,
puedo presentárselo si así lo desea, señor, es amigo mío, le procuro
putas, y él me enseña su lengua...
–Si hubiera querido ver a alemanes, me habría quedado en Ale-
mania, ¿no te parece?
–Exactamente, señor, no le interesa el comercio, mejor el placer,
¿no? Unas putas guapísimas...
–Un lugar donde hospedarme. Una cama decente, comida de-
cente.
–¿Donde no le echen el ojo? Por supuesto, magnífico señor, di-
cho y hecho, venga, yo lo llevo, un lugar discreto, una buena cocina,
buenas camas y buenas mujeres... muy buenas mujeres, ninguna pre-
gunta, Corte Rampani, en San Cassiano, venga, no está lejos, pasado
el puente, doña Demetra estará encantada de conocerlo, un señor
importante como usted...
438
–¿Gustas?
El tono más gentil que encuentro:
–Ahora no, querida mía, necesito descansar los viejos huesos.
Tal vez no ha comprendido, de todos modos se encoge de hom-
bros y vuelve a cubrirse.
El pequeño claro en medio del bosque de casas se ve interrumpi-
do por un puente, aparentemente demasiado endeble para sostener
el peso de solo dos seres humanos. Debajo, el canal fangoso discurre
plácidamente. Me doy cuenta de haber perdido totalmente la orien-
tación, hemos recorrido un dédalo infinito de callejuelas, puentes,
plazas, y estoy casi seguro de que no hemos ido siguiendo una línea
fijada, cosa imposible en esta ciudad.
El guía asoma en la puerta haciéndome señal de entrar.
Un gran ambiente, una taberna, con enormes cubas alineadas
contra la pared, una chimenea generosa y mesas en medio.
Es una mujer que frisa la cuarentena la que viene a mi encuentro
y a la que hago una inclinación, cabellos negros como el azabache y
un perfil afilado, rasgos exóticos, que hablan del Mediterráneo.
–Soy doña Demetra Boerio. El joven Marco dice que buscáis un
alojamiento, micer. Sea bienvenido.
Se ha dirigido a mí en una lengua extraña, pero comprensible,
con algo de latín culto, que revela unos discretos estudios, pero el sa-
ludo ha sido en alemán.
Opto por el latín:
–Soy Ludwig Schaliedecker, alemán. Quisiera quedarme por
unos días.
–Todo el tiempo que deseéis.Tenemos cómodas camas y las habi-
taciones no son caras. Marco me ha dicho que habéis dejado vuestro
equipaje en la posta. No os preocupéis, mandaré al muchacho a reco-
gerlo, podéis fiaros de él, trabaja para mí desde que era un chiquillo.
Las cosas se van aclarando y me arrancan una sonrisa.
–Cuando el equipaje esté aquí, os pagaré la habitación por antici-
pado.
439
na parte? Lo llevo cuando usted quiera.
–Ahora no. ¿Conoces la librería de Andrea Arrivabene?
–El librero Arrivabene, por supuesto, señor, se encuentra en Mer-
ceria.
–¿La del letrero con el pozo?
–Por supuesto, nobilísimo señor, a poco rato andando de aquí,
pasado el puente de Rialto. ¿Quiere ir allí?
–Mañana.Ahora quisiera descansar.
Sale haciendo varias reverencias.
Por el ventanillo descubro las grandes cúpulas de la catedral y el
campanile. Así pues, es allí donde desembarqué.Y de algún modo he
atravesado el laberinto de esta ciudad extravagante que ahora me se-
para de San Marcos. No sabría por dónde comenzar de querer desan-
dar el camino. Correría el riesgo de encontrarme a pocos pasos de
la enorme iglesia sin conseguir descubrirla, terminando quién sabe
dónde.Y esta es precisamente la sensación dominante: poder seguir
caminando hasta el infinito sin llegar a ninguna parte, o bien a luga-
res nunca siquiera imaginados, recónditos. La maravilla te aguarda
detrás de cada esquina, al fondo de cada callejón.
Venecia. Mercaderes, putas y canales, junto a los frescos, las igle-
sias, los palacios, los astilleros. Perna tenía razón; el contraste y la po-
sibilidad se respiran en el aire húmedo de estas calles.
La cama es cómoda, las piernas tienen necesidad de un descanso.
Desde la catedral hasta aquí no hay, después de todo, una gran distan-
cia, pero sí todo un continuo subir y bajar de puentes, de callejones
tortuosos. Lo primero que hay que hacer es conseguir una barca.
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CAPÍTULO 8
Venecia, 1 de junio de 1545
441
piedras preciosas. El magistrado lleva una toga de color vivo, que
debe de indicar la pertenencia a alguna de las muchísimas congrega-
ciones de la Serenísima.
Desde la blasfemia a las trifulcas, desde los forasteros a la vida
nocturna, no hay aspecto de la vida de los venecianos que no esté re-
gulado por una magistratura especial. Pietro Perna sostiene que el
sistema es realmente complicadísimo, hasta el punto de que el pue-
blo probablemente ha renunciado a entender nada de él y se abstiene
de protestar y replicar al poder, desahogando todas sus tensiones en
los juegos más brutales, como la caza de los toros y las peleas tradi-
cionales entre Castellani y Nicolotti, para la conquista de un puente
a base de puñetazos y garrotazos.
Un marco precioso, con arabescos y calados, envuelve un cuadro
un tanto misterioso: la laguna aparece en él atestada de embarcacio-
nes de todo tipo, entre las que destaca una, ornada con drapeados y
colores, desde lo alto de la cual un hombre que podría ser el Dux
hace un gesto extraño hacia mar abierto.
–¿Os interesa la pintura, compadre? –La voz estridente de Perna
me sorprende a mis espaldas–. ¿O más bien es el tema de la tela el
que os sorprende?
Señalo la figura del centro de la pintura:
–¿El Dux, verdad?
–Su Serenísima en persona, en actitud de desposar al mar, arro-
jando un anillo de oro entre las olas, como es tradición para las fies-
tas de la Sensa, la Ascensión de la Virgen. Los venecianos se vuelven
locos por este tipo de rituales. –Me estrecha la mano y muestra una
sonrisa de alegría–. ¡Bienvenido a Venecia!
–Contento de volver a veros, micer Pietro. Ahora que estáis aquí,
espero que me hagáis de guía en este laberinto en el que aún no he
conseguido orientarme.Y si por mi parte puedo seros útil en algo...
La mirada circunspecta, se acerca a mí:
–Sí, podríais, podríais... El motivo es una señora, ¿entendido?,
tengo aquí una carta para ella, pero no puedo llevársela a su sirvien-
ta, pues si me viera el marido, se pondría especialmente nervioso.
Me preguntaba si no seríais vos tan gentil como para... Sin exponeros
demasiado a que os vean, claro está.
–¿Me invitaréis por fin a la cena que me prometisteis en Basilea?
–¡Pedid y se os dará, amigo mío, un corazón loco de amor no re-
para en gastos!
442
CAPÍTULO 9
Venecia, 12 de junio de 1545
443
Saco el puñal y se lo meto por una ventana de la nariz, la cabeza
bloqueada por el pelo.
Una ojeada a los otros dos: las manos en la nariz chorreante, fuera
de juego, el segundo está pensando ya en poner pies en polvorosa, lo
dice su mirada.
–¡Marco!
El muchacho está detrás de mí:
–Santo Dios, señor, ¿es que queréis matarlo?
–Dile que si vuelvo a verle el pelo por aquí le parto la crisma.
El muchacho farfulla algo en veneciano.
–Dile que si toca a doña Demetra o a una de sus chicas, iré a bus-
carlo y le romperé la cabeza.
Marco se arma de valor y pone en ello la rabia que me falta a mí.
Empujo al Mulo hacia la salida, el último impulso se lo da una
patada en el culo. Los dos compinches se largan tras él.
Doña Demetra se levanta, arreglándose la ropa y el peinado.
–Os doy las gracias, señor. Nunca podré pagaros lo que acabáis
de hacer.
–Basta con que me digáis a quién he apalizado, doña Demetra, y
estaremos en paz.
Recoge una silla, mientras las muchachas la rodean de atenciones
y Marco le ofrece agua.
–El Mulo es quien explota los burdeles de la calle de’ Bottai.
–¿Y os odia mucho?
Se suelta el pelo:
–Algunas de las muchachas que trabajaban para él decidieron
venirse conmigo. No estaban contentas con el trato que el Mulo les
daba. Poca paga y a cintarazo limpio, no sé si comprendéis...
Asiento:
–Puedo imaginármelo, no tenía lo que se dice trazas de caballero.
Doña Demetra sonríe:
–Los caballeros pueden hacer cosas incluso peores, señor mío, y
por eso vuestra intervención de hoy no basta para prevenir todos los
riesgos del oficio.
–Comprendo. Mientras yo esté aquí, doña Demetra, espero que
queráis aceptar mis servicios.
444
CAPÍTULO 10
Venecia, 20 de junio de 1545
445
el mejor de los vinos toscanos, ¿entendido?, y quieren haceros creer
que la Serenísima no tiene rival en materia de vinos.
–¡Vamos, micer Pietro, en Toscana no tenéis ni idea de lo que es
beber con un plato de pescado, es cosa sabida por todos!
–¡Así como todos saben que el Dux se hace traer las damajuanas
de Mon-te-pul-cia-no!
–Me habían dicho –apunto yo en un latín torpe– que los merca-
deres de Venecia, tras el descubrimiento del Nuevo Mundo, están
preocupados por la importancia comercial que podrían adquirir los
puertos occidentales. Es cierto que, si siempre que tienen que tratar
sobre un negocio, se sientan a la mesa y se ponen a discutir de salsas
y de vinos, no podrán achacarle únicamente a Colón su decadencia.
Perna me mira de arriba abajo un instante, luego apunta y espeta:
–En cambio, si los mercaderes del norte no dejan de hablar solo
de negocios, pronto se encontrarán con una montaña de dinero, ¿en-
tendido?, pero no sabrán en qué gastárselo, porque el arenque ahu-
mado se habrá convertido en su única comida, la cerveza en su única
bebida y la Biblia de Lutero en su único libro.
–De acuerdo –sonríe Bindoni–, entonces tratemos de hablar de
libros, ya que al menos en materia de imprenta los toscanos tienen
que agachar la cresta. ¿Qué proponéis, exactamente?
Perna es increíblemente sintético, quizá para permitirme captar
cada una de sus palabras:
–El beneficio. Él financia y distribuye en el territorio de la Repú-
blica, tú imprimes, Arrivabene vende en Venecia y yo me ocupo del
Milanesado.
Bindoni se rasca la negra barba. Es un hombre de alrededor de
cuarenta años, un asomo de calvicie en las sienes y la tez aceitunada.
–Vayamos despacio, Perna, por partes. Lo estáis poniendo dema-
siado fácil.
–¿Cómo? ¿Cuántos ejemplares has vendido hasta ahora?
–Cerca de tres mil, la tirada entera. Pero ahora hay que ser más
prudentes. Desde el pasado año la Magistratura de los Ejecutores no
solo supervisa los juegos de azar y la blasfemia, sino también las vio-
laciones de la ley en la impresión.
Perna tiene la prudencia de informarme en alemán:
–Son los censores de Venecia. –Luego mira a Bindoni, que está
encogido y toma un sorbo de vino–: Pero en Venecia se ha impreso
siempre de todo.
Bindoni:
–Sí, pero ahora los Diez se han vuelto más listos. Cada libro debe
recibir antes de ser impreso la autorización de los Ejecutores.Tengo
serias dudas de que se la concedan a El beneficio de Cristo.
446
Perna me mira para cerciorarse de que también yo haya com-
prendido todo, luego se dirige a los dos compadres:
–¿Existe algún problema en imprimirlo clandestinamente?
Bindoni:
–No, pero hacen falta algunos títulos de cobertura. Si pido la auto-
rización para nueve obras hay muchas probabilidades de que la déci-
ma pase desapercibida, ¿me explico?
Perna me lanza una ojeada cuando me dispongo a coger el aba-
dejo con las manos, y me enseña ante las mismas narices un instru-
mento en forma de horca:
–¡El tenedor!
Luego ensarta un pedazo de pescado, se lo lleva a la boca y espera
a que yo haga otro tanto:
–Así no se quedan las manos pringosas.
Arrivabene es un tipo seboso, que frisa también la cuarentena, un
copete de ralos pelos negros y un modo de hablar un tanto remilga-
do, con la boca abierta:
–Por lo que se refiere a la impresión no debería haber ningún
problema, más que de fondos. ¿En qué tirada estáis pensando?
Un gesto a la sirvienta que llega con una bandeja de moluscos
largos y negros, medio abiertos.
Perna hace las presentaciones:
–Son mejillones. Se comen con las manos. –Coge uno, lo abre
bien, pone por encima unas gotitas de limón y se engulle el molus-
co–. ¿Le ponéis perejil? Deberíais probarlos, mejor, con pan rayado,
pimienta y un chorrito de aceite... ¡toscano, naturalmente! Yo pensa-
ba en diez mil ejemplares en tres años.
A Bindoni se le atraganta el vino.Tose mientras Arrivabene le da
unas palmadas en la espalda.
Consigue recuperar el aliento:
–¿Estás bromeando? ¿Por quién me has tomado? ¿Por Manucio?
No puedo invertir tanto dinero y tantas energías en un solo título.
–Porque todavía no has olido el alcance del negocio –le replica
Perna–. Nuestro amigo alemán puede financiar los primeros diez
mil, ¿entendido?, y distribuirlos conmigo por la península.
Arrivabene se muestra desconfiado:
–¿Cómo puedes estar seguro de que venderás tanto?
Perna extiende sus pequeños brazos:
–Precisamente porque hay muchas probabilidades de que sea
prohibido. Un libro clandestino lo vendes al precio que quieras,
¿entendido?, y crecen las expectativas acerca de su contenido. ¡Lo
venderemos como rosquillas! Savonarolanos, antitrinitarios, sacra-
menteros, criptoluteranos y muchos más curiosos. No infravaloréis
447
la curiosidad de los hombres, amigos míos, pues puede mover mon-
tañas...
–Hum. Aquí en Venecia –precisa Arrivabene– el círculo de los
compradores es el de los amigos de Strozzi y del embajador inglés:
todos ellos simpatizantes de Lutero y de Calvino... aparte claro está
de los caminantes, mercaderes y hombres de letras.
–Estoy convencido –lo tranquiliza Perna– de que en Milán el li-
bro tiene buenas posibilidades de venta, y mucho más en Ferrara, o
en Bolonia, que está llena de estudiantes, y en Florencia. Primero
empezaremos cubriendo el territorio de la República, luego si los
negocios van bien, nos extenderemos cada vez más.
Bindoni está meditabundo, se alisa la barba y mira alrededor con
los ojos enrojecidos. Sopesa los riesgos y las ventajas, tiene muy pre-
sentes los primeros y no está aún convencido de las segundas.
Perna lo presiona:
–La mitad de las ganancias para nosotros y la mitad para vos.
Bindoni asiente:
–Si hay que hacer la tirada clandestinamente, mi nombre no debe
aparecer.
Perna le alarga la mano:
–Asunto cerrado. Si estuviéramos en Toscana sellaría el acuerdo
de negocios de la manera más digna, pero en vista de que estamos
en la laguna contentémonos con este discreto vino de las colinas vé-
netas.
448
CAPÍTULO 11
Venecia, 10 de julio de 1545
449
la mente de una mujer, de poder protegerlas por su mucha experien-
cia. Para tratar con vosotros los hombres de igual a igual es preciso
fingir azoramiento e inferioridad, ya que de lo contrario se corre el
riesgo de ofender un orgullo fácilmente susceptible.
Asiento, dejando deslizar la mirada por el cuello aceitunado y el
generoso escote.
–Dejemos el orgullo para los ineptos, entonces, y por una vez,
hagamos una excepción a la regla.
Es lo que quería oír que le dijeran:
–Quisiera hacer negocios con vos, y hacer de este lugar el más
exclusivo y solicitado nido de amor de toda Venecia. Tengo algunas
ideas al respecto, y vos contáis con el dinero para hacerlas realidad.
Me acomodo en la silla y apoyo la mejilla sobre una mano:
–Singular propuesta, doña Demetra, el huésped pasa a convertirse
en regentador.
–Ahora las cosas funcionan así: los hombres echan el ojo a las
muchachas en la calle, o bien llegan aquí, atraviesan el pasillo entre
los sofás de las muchachas, se sientan al lado de la que es más de su
agrado, la invitan y cuando deciden ir con ella pagan la habitación y
el servicio. ¿Qué es lo que les gusta a los hombres de este modo de
actuar?
Espera una respuesta, pongo en orden a toda prisa mis ideas para
salvar la cara:
–Muchas cosas, diría yo, a juzgar por cómo se aficionan a ello. En
primer lugar la naturaleza propia de todo el ritual.
–Exactamente.Tal como les digo siempre a mis chicas: no deis la
impresión de estar trabajando, y cuando os inviten, levantaos como si
os hubieran solicitado un baile... Por tanto, se trataría de hacer la cosa
más natural aún. El cliente debería tener la impresión de haber sedu-
cido a su preferida. En la planta baja debería haber una taberna de
gran lujo, con tienda de vinos de calidad y cocina. Un lugar donde
un rico mercader pueda desear venir también él solo a comer.
–Eh, poquito a poco, doña Demetra, siento que me da vueltas ya
la cabeza.
Sonríe a la broma y prosigue:
–Pensad si no en lo siguiente: a una cierta hora, las muchachas
entran en la sala. Alguna de ellas se sienta, otra sirve las mesas, una
tercera se encarga del mostrador de los vinos. Los clientes más de-
senvueltos las invitan a sentarse a su mesa, los más tímidos piden a un
mozo que les haga de intermediario.
Doña Demetra se levanta lentamente, y estoy seguro de que el
modo en que lo hace es expresamente estudiado para ofrecerme una
nueva y fugaz perspectiva de su escote. Se pone detrás de mí y co-
450
mienza a masajearme el cuello con la yema de los dedos. Un estre-
mecimiento hace que se me escape un suspiro.
–Yo creo, don Ludovico, que conquistar a una mujer en la cena,
aunque no sea más que fingidamente, es mucho más agradable que
hacerlo en el sofá de un pasillo. ¿O me equivoco?
–Muy cierto...
–La segunda propuesta es ampliar el círculo de las muchachas.
Una quincena de fijas, y otra quincena que venga cuando quiera,
cuando tenga necesidad de dinero, cuando se sienta con ánimos.
Cuanto más recambio haya, tantos más clientes aficionados tendrán
la ilusión de no estar con mujeres del oficio y tendrán la oportuni-
dad de llevarse a la cama, aquí, a esa muchacha a la que, fuera, no se
verían con arrestos para acercarse.
El masaje me quita la tensión a lo largo del cuello y la espalda: son
las manos más hábiles que nunca me han tocado.
–¿Por qué pensáis que podría estar interesado en un lugar como
este?
Sus cabellos me rozan la oreja:
–Si un extranjero viene a Venecia es o a hacer negocios... o a
ocultarse. Al mercader le propongo un negocio rentable. Al fugitivo
una actividad que garantice discreción y ninguna injerencia por par-
te de las autoridades.
Asiento:
–Yo he sido lo uno y lo otro. Pero os diré que actualmente lo que
más me interesa es la información.
La carcajada llena de lozanía de una jovenzuela:
–Señor mío, dejad entonces que la experiencia hable por mí: en
la cama los hombres revelan cosas que no dejarían escapar ni en un
confesionario. Conozco yo más de los turbios negocios del Dux que
sus mismos consejeros.
Esta mujer no deja de asombrarme.
–Sabed, doña Demetra, que creo que contribuiré a hacer vuestra
fortuna. En menos de lo que cuesta decirlo seréis la Vittoria Colonna
de la República de Venecia.
Deja deslizar sus brazos por mi pecho y acerca la boca a mi oído:
–Con la diferencia, don Ludovico, de que Vittoria Colonna hace
mi mismo trabajo sin querer admitirlo. Se da aires de gran seductora y
finge no saber lo que los artistas como Miguel Ángel esperan de ella.
–Entonces, digamos tan solo que os haréis rica.
–Y también vos. Y acaso me contéis algo más de lo que habéis
venido a hacer aquí. Pero os aconsejo que os apresuréis, si queréis te-
ner el placer de contarle a una mujer lo que aún su intuición no le
ha sugerido.
451
CAPÍTULO 12
Venecia, 28 de febrero de 1546
452
–Así pues, ¿qué os trae por aquí?
–Antes de trasponer el umbral estaba convencido de saberlo, pero
la luz de vuestros ojos me ha confundido el pensamiento.
Doña Demetra estalla a reír, mientras tomo a Perna por un brazo
y lo conduzco al fondo de la sala.
–Dejaos de zalamerías, ¿qué sucede?
Da un paso atrás y adelanta las manos:
–¿Ya estáis, compadre? ¿Estáis preparado?
–Soy todo oídos, hablad.
–Martín Lutero ha muerto.
El vino corre a raudales de las cubas, mientras los vasos pasan de mano
en mano, en una larga cadena humana que serpentea entre el gentío
del local.Vocerío de mujeres y hombres alegres, mercaderes, logreros
y hasta algún aristócrata de rango menor.
Bindoni está dando buena cuenta del muslo de un faisán, que
mordisquea con cuidado, procurando no mancharse el traje bueno.
Arrivabene se hace alisar los cabellos por una de las muchachas, rien-
do con las frases que le son susurradas al oído.
Perna es el centro de una de las mesas, contando anécdotas de la
vida pasada entre una ciudad y otra:
–¡Nooo, señores, el Coliseo es un timo... un lugar horrible, os lo
aseguro yo, lleno de gatazos roñosos y ratones grandes como cor-
deros!
En la mesa de al lado cuatro jóvenes vástagos de las corporacio-
nes de los boticarios no dejan más que los huesos de un lechón asa-
do, intercambiando miradas muy explícitas con las muchachas senta-
das al fondo de la sala.
Detrás de un corrillo de cabezas, en la mesa apoyada contra la pa-
red, un hombre y una joven se intercambian efusiones.
Me acerco a doña Demetra detrás del banco.
–¿Quiénes son esos dos que hay sentados al fondo? Nadie se trae
a su amante a un burdel...
Escruta y asiente:
–Si es la mujer de otro, sí. Ella es Caterina Trivisano, mujer de
Pier Francesco Strozzi.
–¿Strozzi? ¿El prófugo romano? ¿El que se entiende con el emba-
jador inglés?
–Él precisamente.Y el que está con ella es el amigo del marido,
espera... Donzellini, sí, Girolamo Donzellini.Tuvo que salir por pier-
nas de Roma con su hermano y Strozzi porque iban detrás de él. Es
un estudioso, traduce del griego antiguo, creo.
–¿Y sabes por qué lo perseguían?
453
Doña Demetra frunce sus relucientes ojos:
–No, pero en Roma parece que no sepan hacer otra cosa desde
hace algún tiempo.
Me río y trato de retener el nombre. Un círculo de literatos disi-
dentes al alcance de la mano.
Un poco más allá, tres individuos permanecen aparte disfrutando
del espectáculo de la alegre compañía reunida en torno a Perna.
Doña Demetra se me adelanta:
–Nunca vistos antes. Por la vestimenta yo diría que son extran-
jeros.
Cojo una botella y un vaso y me acerco a la mesa de los soli-
tarios, no sin antes haber pescado al vuelo parte de una frase de
Perna:
–... ¡Florencia, por supuesto, Florencia, señor mío, si quiere se lo
pongo por escrito, es la ciudad más bella del mundo!
Las ropas son elegantes, paños y cortes refinados, los rasgos físi-
cos indudablemente mediterráneos: cabellos negros, más largos de lo
normal, recogidos detrás de la nuca con cintas de cuero oscuro. Bar-
bas finísimas, que arrancan de debajo de las orejas hasta acabar en una
punta apenas insinuada.
Me dirijo a ellos en latín:
–Salve, señores, soy Ludwig Schaliedecker, regentador de la casa.
Una leve inclinación de cabeza:
–Por desgracia mi latín no es tan bueno como mi portugués y mi
flamenco.
–Entonces podremos entendernos con el idioma de Amberes, si os
parece. Espero que hayáis disfrutado de la cena ofrecida por el Tonel.
Un poco asombrado:
–Mi nombre es João Miquez, portugués de origen, flamenco de
adopción. –Señala al joven de su derecha–: Mi hermano Bernardo, y
este es Duarte Gómez, agente de mi familia en Venecia.
Si hubiera podido tener alguna duda respecto a la riqueza de este
hombre, el arete de oro macizo que lleva en la oreja izquierda la di-
sipa por completo. Poco más de treinta años, ojos negros y un buen
olor a curtidos, especias y esencias marinas al mismo tiempo.
–¿Queréis beber conmigo?
–Es para nosotros un placer beber a la salud de quien ha ofrecido
una comida exquisita. Si queréis honrarnos con vuestra compañía...
Me acerca la silla con un gesto elegante.
Me siento:
–Sin duda, debéis de saber, señor, que hoy un viejo enemigo ha
decidido estirar por fin la pata.Tentado estoy de brindar por este fe-
liz acontecimiento.
454
Los tres se dirigen una mirada incomprensible, como si pudieran
hablarse con el solo pensamiento, pero siempre es el mismo el que
lleva la voz cantante:
–Querréis entonces decirnos quién era esa persona que fomenta-
ba vuestro odio.
–Nada más que un viejo fraile agustino, alemán como yo, que en
su juventud fue capaz de traicionar como un bellaco tanto a mí
como a miles de desventurados.
El portugués sonríe afablemente, los dientes blanquísimos y per-
fectos:
–Permitid entonces que brinde por la muerte dolorosa de
todos los traidores, de quienes lamentablemente este mundo está
lleno.
Los vasos se vacían.
–¿Estáis desde hace mucho en Venecia, señores?
–Llegamos el otro día. Fuimos a casa de una tía mía, que vive
aquí desde hace ya más de un año.
–¿Mercaderes?
El hermano más joven:
–¿Es que hay alguien que venga a Venecia que no lo sea? ¿Y vos,
señor, habéis dicho que erais alemán?
–Sí. Pero he comerciado bastante en Amberes como para hablar
la lengua de esa tierra.
Miquez pone cara radiante:
–Espléndida ciudad. Pero no como esta... y por supuesto menos
libre.
La sonrisa es impenetrable, pero hay un destello alusivo en esa
frase.
Lleno de nuevo los vasos. No estoy obligado a decir nada, pues
me encuentro en mi casa.
–¿Conocéis Amberes?
–Pasé allí los últimos diez años, debe de ser una casualidad que no
me topara nunca con vos.
–Así pues, decidisteis trasladar vuestros negocios aquí.
–En efecto.
–Al llegar me dijeron que quien viene a Venecia o es un merca-
der o un fugitivo.Y a menudo uno es ambas cosas a la vez.
Miquez hace un guiño, los otros dos parecen incómodos:
–¿Vos a qué especie pertenecéis?
Parece que nada pueda hacerle perder su aire sereno, el de un
gato tomando el sol en una repisa.
–A la de los ricos fugitivos... Pero no tan rico como vos, creo.
Ríe a gusto:
455
–Quisiera proponeros yo un brindis, señor. –Alza el vaso–. Por las
fugas que tienen éxito.
–Por las tierras nuevas.
456
CAPÍTULO 13
Venecia, 6 de marzo de 1546
Bajamos por el puentecillo a calle de’ Bottai. Marco echa a andar con
el carrito, hasta los topes de vituallas. Lo precedo, pero caigo ense-
guida en la cuenta de que hay algo extraño: no hay por dónde pasar,
cuatro tipos bien plantados bloquean la calle. Uno de ellos es el
Mulo.
También Marco los ve, disminuye la marcha. Una mirada, cojo el
carrito:
–Ve detrás de mí.
Bajo despacio, apunto hacia ellos, el carrito a modo de ariete.
Estampo a uno contra la pared, los otros vienen sobre mí, cuchi-
llo en mano. Ruido de pasos a mis espaldas y los gritos de terror de
Marco.Tres tipos desembocan a todo correr, las espadas desenvaina-
das e imprecaciones en portugués.
El Mulo y los suyos se echan atrás, uno de los portugueses se
pone a mi lado, los otros dos avanzan esgrimiendo las espadas. Los
compinches del Mulo huyen corriendo.
Duarte Gómez tiene la punta en la garganta del único que ha
quedado:
–Me gustaría matarte como a un perro, señor.
Los hermanos Miquez vuelven a paso ligero, João sonríe y grita
en flamenco:
–¡No vale la pena, compadre!
Gómez le hace un chirlo en la mejilla, un garabato de sangre:
–Largo de aquí, bastardo.
Escapa hacia el Gran Canal.
–Parece que debo estaros agradecido, don João.
El portugués envaina de nuevo la espada, una toledana guarneci-
da, hace una inclinación y sonríe:
–Poca cosa en comparación con la espléndida hospitalidad de la
otra noche.
457
Es el mayor quien me responde:
–Sin la menor duda. En ciertos ambientes las voces corren rápi-
das. De hoy en adelante se sabrá que una injusticia hecha a vos o a
vuestras chicas será como si nos fuera hecha a nosotros.
–¿Tan poderosa es vuestra familia?
Don João habla despaciosamente tratando de captar mi reacción:
–La sefardita es una gran familia, cuyos miembros están habitua-
dos a echarse una mano unos a otros, para hacer frente a las dificulta-
des de ser siempre extranjeros en tierra extranjera.
Un instante de silencio.
–Estoy sorprendido. No comprendo cómo doña Demetra y yo
podemos formar parte de vuestra familia.
–Si aceptáis mi invitación a comer, con sumo gusto os haré las
oportunas aclaraciones.
La larga barca surca el Gran Canal para tomar por rio di San Luca.
Las imprecaciones del giboso Sebastiano, piloto de los Miquez, son
incontables, dirigidas a todo aquel que cruza por delante de la proa.
De chico siempre me imaginé así al barquero del Hades, durante
las lecciones clásicas del docto Melanchthon. Sucio, con una mata
de pelo alborotado que la gorra no consigue contener, desprende un
hedor a podrido que llega de la popa hasta nosotros. Encorvado, em-
puja el larguísimo remo casi en sentido vertical encima del escalmo.
Miquez es persona intuitiva:
–Brindamos por la muerte de los traidores, ¿lo recordáis? La bue-
na estampa y las buenas maneras no cuentan frente a la lealtad de un
servidor fiel.
Bajamos rio dei Barcaroli, superando un ensanchamiento que pa-
rece una piscina, que luego se estrecha a la altura de un pequeño
puente.
Miquez me indica a la izquierda:
–La iglesia de San Mosè.Venecia es la única ciudad cristiana en la
que hay iglesias dedicadas a profetas del Antiguo Testamento. No
penséis que ha sido concedido por generosidad con los judíos con-
vertidos al cristianismo, los que llaman los Nuevos Cristianos, o más
despectivamente, marranos. Nosotros contamos mucho aquí.
–Don João, me interesa mucho todo lo que estáis diciendo. La
simpatía con los prófugos de todas las confesiones es casi un im-
pulso instintivo para alguien que ha estado huyendo durante toda
la vida de curas y profetas. Espero que no seáis parco en vuestros
relatos.
–Delante de una mesa bien provista no tendremos necesidad de
ocultarnos nada.
458
Desembocamos al fondo del Gran Canal, enfrente de la Dogana.
No consigo contener el asombro por el enorme tráfico que entra y
sale del canal. Un hormiguear de embarcaciones de toda forma y as-
pecto en la vía principal de Venecia. Galeotas y carracas atracadas en
el gran muelle de San Marcos, galeras que se adentran en alta mar, un
ir y venir de embarcaciones a remo y a vela de todos los tamaños.
Y las imprecaciones de Sebastiano que no cesan.
Atracamos en la isla de Giudecca.
459
CAPÍTULO 14
Venecia, 6 de marzo de 1546
460
–¿Estáis seguro de que un regentador improvisado de un burdel
es lo que andáis buscando?
–Un alemán llega a Venecia de Suiza. Tiene un pasado en gran
parte desconocido, una considerable fortuna acumulada presumible-
mente en los puertos del norte, frecuenta a los libreros y a los impre-
sores locales de igual a igual, sabe mantener a raya a los mequetrefes
y abre el burdel más lucido de la ciudad.Y por si fuera poco lleva el
nombre de un hereje al que vi quemar extramuros de Amberes: Lo-
dewijck de Schaliedecker, más conocido como Eloi Pruystinck.
La sangre palpita a lo loco. No he de perder el control. Respirar
hondo: expulso fuera la tensión.
La mirada fija:
–¿Cómo pensáis que debe continuar esta conversación?
Los ojos negros contrastan con los dientes blancos que apenas
deja entrever:
–Somos todos mercaderes y fugitivos. No tenemos necesidad de
ceremonias.
–En esto estamos de acuerdo.Y decidme entonces quién sois.
Se acomoda en el asiento, relajado, el cigarro en una mano, el
vaso en la otra:
–Mi fuga comenzó veinte años antes de que yo naciera, cuando en
mil cuatrocientos noventa y dos los reyes católicos Fernando e Isa-
bel, soberanos de Aragón y de Castilla, decidieron saldar la inmensa
deuda contraída con los banqueros judíos, desencadenando contra
ellos la Inquisición. Mis antepasados tuvieron que huir apresurada-
mente la primera vez, buscando refugio en Portugal, donde, por ob-
via conveniencia, abrazaron la fe cristiana, poniendo a salvo su patri-
monio.Yo nací en Lisboa en mil quinientos catorce y mi tía, Beatriz
de Luna, cuatro años antes que yo. Éramos ricos y una de las familias
más respetadas de Portugal. Mi tía, doña Beatrice, a la que pronto
conoceréis, cruzó sus riquezas con las del banquero Francisco Mén-
dez, poco antes del año treinta. En pocos años la historia se repitió:
los monarcas portugueses, dramáticamente desprovistos de caudal,
pusieron en pie la Inquisición y la desencadenaron contra los judíos
para hacerse con sus propiedades. Pero estábamos preparados, lo está-
bamos desde hacía cuarenta años: mi tía se quedó viuda y heredera
de las riquezas de los Méndez, mientras que ya nos aprestábamos a
dejar para siempre Portugal. Fue en mil quinientos treinta y seis
cuando llegamos a los Países Bajos.
Una pausa. Se encoge de hombros:
–João Miquez, Juan Micas, Jean Miche, Giovanni Miches, o Zuan,
como me llaman aquí. Mi nombre tiene tantas versiones como países
he recorrido. Para el emperador Carlos Quinto era Jehan Micas.
461
La tensión se ha relajado un poco, la expresión abierta del rostro
pretende que me fíe.
–¿Habéis sido banquero del Emperador?
Asiente:
–Sí, pero con nosotros no se mostró tan generoso como con los
Fugger de Augsburgo.Tuvimos que ganarnos nuestro pequeño espacio
arrebatándoselo a la codicia de esos compatriotas vuestros a los que
no agrada la competencia. Al cabo de algún tiempo, también el Em-
perador comenzó a tener en su punto de mira nuestro patrimonio y
propuso que mi prima fuera dada en matrimonio a un pariente suyo,
un gentil, Francisco de Aragón. Mi tía, que sentía una saludable des-
confianza por las estrategias matrimoniales del Emperador, rehusó.
Y así el Católico pensó en acusarnos de judaizantes, y fuimos denun-
ciados a la Inquisición como falsos cristianos. Menuda cara dura, ¿no
os parece? Primero nos obligan a cambiar de fe y luego nos lo echan
en cara. Pero el dinero, dinero es al fin y al cabo, y la Inquisición en
los Países Bajos vela sobre todo por los intereses de Carlos y de sus
amigos Fugger...
Se detiene, espera que capte lo que, estoy casi seguro, es más que
una alusión. No puedo saber con exactitud a quién tengo delante de
mí, pero las hipótesis y los presentimientos deben de hacer que se
devane los sesos al menos tanto como yo.
Prosigue:
–Sabíamos que Carlos Quinto no nos habría dejado salir de sus
territorios fácilmente, por lo que ideamos un plan. Fingí una fuga
por razones de amor con mi prima Reyna, nos escapamos hacia
Francia. Mi tía, con la excusa de perseguir a su engatusada hija, se
vino detrás de nuestros pasos.Yo me detuve en la frontera y, tras po-
ner a salvo a las mujeres, volví a Amberes para evitar el secuestro del
patrimonio familiar. No lo conseguí hasta después de dos años de
agotadoras negociaciones con el Emperador y comprando a los in-
quisidores a precio de oro.Y por último aquí me tenéis.
Un sirviente se acerca por su espalda y le susurra algo al oído.
Miquez se pone en pie:
–La comida está servida. ¿Seguís pensando aún en comer con
nosotros?
Dudo, mirándolo directamente a los ojos.
–Hoy me habéis salvado la vida. No os encontrabais allí por ca-
sualidad, ¿no es cierto?
Sonríe:
–La ventaja de tener una familia tan amplia es que a uno se le
multiplican los ojos y los oídos. Pero espero que aprendáis a apreciar-
nos por todas nuestras demás cualidades.
462
–¿Cuándo comenzó vuestra fuga?
Una biblioteca lujosa, estrecha y alargada, estantes de madera tara-
ceada, volúmenes antiguos; a sus espaldas, detrás del escritorio, colga-
da de la pared, una cimitarra morisca.
–Ya os lo he dicho, desde que curas y profetas pretendieron adue-
ñarse de mi vida. Estuve con Müntzer y los campesinos contra los
príncipes. Anabaptista en la locura de Münster. Justiciero divino con
Jan Batenburg. Compañero de Eloi Pruystinck entre los espíritus li-
bres de Amberes. Un credo distinto en cada ocasión, siempre los
mismos enemigos, una única derrota.
–Una derrota que os ha deparado un discreto patrimonio. ¿Cómo
lo lograsteis?
–Estafando a los Fugger con sus mismas armas y pagando el pre-
cio que no hubiera querido. Eloi me recogió cuando estaba medio
muerto y me ofreció una vida, posibilidades, personas a las que amar.
Y el viejo instinto de lucha, con objetivos y armas nuevos. La cosa
funcionó hasta que la Inquisición cayó sobre nosotros. La ironía del
destino es que esperábamos a los esbirros y en cambio se presentaron
los curas.
Me interrumpe:
–¿Y eso os extraña? Nuestra historia os habría enseñado algo al
respecto.Yo siempre he creído que eso de la estafa a los Fugger era
una leyenda, pues circulaban rumores por Amberes, pero no parecía
posible. ¿Cuánto sacasteis?
–Trescientos mil florines. Con falsas letras de cambio.
Una expresión de complacencia, musita:
–¿Y de veras pensabais que Anton el Chacal iba a quedarse vién-
dolas venir? Apostaría a que fue él quien mandó detrás de vosotros a
los cuervos del Santo Oficio. En los Países Bajos también la Inquisi-
ción es una filial de los Fugger y seguro que a Anton le convino más
quitaros de en medio como herejes que denunciar que se la habían
jugado. Pienso que es un milagro que estéis vivo.
Me quedo reflexionando, las afirmaciones simples y directas de
Miquez dejan poco margen para la duda.
–¿Cuál es la lección? Pues que te joden en cualquier caso. Hay
que quedarse parado, no atreverse nunca.
Miquez, serio:
–Exactamente lo contrario: hay que moverse muy rápido. Más rá-
pido que ellos. Confundirse entre la multitud, apuntar a un objetivo,
lisonjear a los enemigos, y tener siempre un equipaje ligero. –Abre
los brazos con un ademán omniabarcador–: ¿De lo contrario qué es-
taríamos haciendo aquí? En Venecia, el burdel del mundo.
463
Le insisto:
–Vayamos al grano, entonces. ¿Qué tenéis en mente?
Vuelve a encender la punta del cigarro y por un instante los ras-
gos regulares del rostro se pierden en medio de las volutas.
–La imprenta. –Busca las palabras–. La imprenta es el negocio del
momento.Y no es únicamente importante por una simple cuestión
de negocio: transmite las ideas, fecunda las mentes y, cosa no desde-
ñable, refuerza las relaciones entre los hombres. Para una familia im-
portante y sin embargo en permanente riesgo como la mía, pero tal
vez más en general para todos los judíos, puede resultar decisivo en-
tablar relaciones con hombres de letras, estudiosos, personas recono-
cidas y dignas de confianza que pueden influir en otras, en sus co-
munidades de origen. Si lo queréis, es un mecenazgo interesado y es
por esto por lo que no solo me atrae la edición judía. Estoy ya en
tratos con los mayores editores venecianos: Manucio, Giolito. Con
doña Beatrice, mi tía, hemos visto imprentas aquí y en Ferrara. Pu-
blicamos el Talmud, pero también a Lando, a Ruscelli, a Reinoso.
Nos anima la pasión por las letras. Doña Beatrice podría renunciar a
todas las demás actividades excepto a esta. No me cabe la menor
duda de que es una de las mujeres más cultas de Europa. –Se inclina
ligeramente sobre el escritorio–. No tendréis ninguna dificultad en
comprender por qué me interesa favorecer al partido de los toleran-
tes y de los moderados dentro y fuera de la Iglesia, y obstaculizar la
propagación de la intransigencia religiosa y de la guerra espiritual
llevada a cabo por el Santo Oficio. Para ello necesito personas capa-
ces de olfatear las nuevas corrientes de pensamiento, las obras desti-
nadas a persuadir los espíritus y a cambiar el curso de los aconteci-
mientos.
Recorro con la mirada los títulos de los libros alineados en los es-
tantes, textos árabes, judíos, cristianos, reconozco la Biblia de Lutero.
Luego me vuelvo hacia él:
–No puedo hacer ver que el terreno me es ajeno. Estoy trabajan-
do en una operación de este tipo. ¿Habéis oído hablar de El beneficio
de Cristo?
Mira hacia arriba, haciendo girar los ojos:
–No. Pero no me atrevería a afirmar que doña Beatrice no sepa
algo acerca de él.
–Oficialmente, el autor es un fraile benedictino mantuano, pero
detrás hay algunos importantes literatos que simpatizan con Calvino
y exponentes del partido moderado romano, que llaman espirituales.
Se trata de un libro astuto, destinado a buscarle tres pies al gato, por-
que su contenido es ambiguo y está expuesto en un lenguaje que
todo el mundo puede comprender. Una obra maestra de la simula-
464
ción, sobre la que ya muchos se devanan los sesos. Fue impreso por
vez primera hará tres años, precisamente aquí en Venecia. Desde en-
tonces su aceptación no ha dejado de crecer. Tenemos ya listos mil
nuevos ejemplares por repartir, aparte de aquí, entre los territorios al
oeste y al sur de la Serenísima. Estimamos que podremos poner en
circulación diez mil en tres años.
Un gesto de aprobación con la cabeza, tamborilea con sus finos
dedos sobre la mesa:
–Hum. Muy interesante. Una empresa ambiciosa, que requiere de
medios adecuados. Habéis hablado de los territorios al oeste y al sur
de la República. ¿Y por qué no pensáis también en los del este y el
norte? Quince, tal vez veinte mil ejemplares, poniendo a trabajar más
imprentas, comprometiendo a otros editores como cobertura. Cuen-
to con buenos contactos en Croacia y en Francia. Luego estaría In-
glaterra, lugar de infinitas posibilidades. Tengo las naves, la red de
contactos y decenas de mercaderes complacientes dispuestos a hacer
circular cualquier cosa. Espero que queráis considerar todo esto. En
cualquier caso os agradecería que me proporcionarais un ejemplar
del libro para regalárselo a mi tía, que anda siempre a la caza de la úl-
tima piedra de escándalo.
–Qué duda cabe que sabéis hacer las ofertas. Pero no puedo to-
mar ninguna decisión sin antes haberlo consultado con mis socios.
Meterse en negocios con vos significaría ampliar en mucho las pers-
pectivas de la operación.
Miquez abre los brazos y sonríe generosamente:
–Lo comprendo muy bien. Tomaos el tiempo que necesitéis.Ya
sabéis dónde encontrarme.
–También vos, espero que tenga ocasión de corresponder a vues-
tra hospitalidad. Más de una de nuestras muchachas os han echado
el ojo.
Se encoge de hombros y me mira con ironía:
–Ay, las mujeres se sienten a menudo atraídas por lo que no pue-
den tener. El placer es materia opinable y elige caminos diversos.
–Se da cuenta de mi estupor y añade–: Pero no temáis, Duarte y yo
no nos privaremos de la buena cocina y de la excelente bodega del
Tonel.
465
Carta enviada a Trento desde la ciudad pontificia de Bolonia, dirigida a
Gianpietro Carafa, miembro del Concilio ecuménico, fechada el 27 de julio
de 1546.
466
detto de Mantua, en efecto, ha continuado circulando y fecundando
las mentes predispuestas a la herejía, hasta el punto de que en la ac-
tualidad podría bastar con descubrir a quien lo posee para identificar
a los simpatizantes de Polo y acusarlos. Yo mismo estaría ya en con-
diciones de proporcionar a la Inquisición numerosos nombres.
Pero da igual. Por el momento tal vez sea suficiente con disfrutar
de las victorias inmediatas, y esperar a valorar lo que conviene hacer
cuando este entusiasmo se haya aplacado, dando paso a la cordura.
Me encomiendo a la gracia de Vuestra Señoría y, en espera de nue-
vas directrices, beso sus manos.
467
El diario de Q.
27 de julio de 1546
Lutero ha muerto.
Reginald Pole se va derrotado de Trento.
El Emperador vomita bilis.
El círculo viterbés y todos los criptoluteranos están muertos de
miedo.
El beneficio ha sido condenado.
Vejez, tal vez sea este el único motivo que impulsa a escribir líneas
que nunca nadie leerá. Locura.
468
campo de batalla, sino a aquel que se enfrentó a ellos, el mismo de
entonces. El día de hoy me ha concedido un Pole, pío literato que
cree que Dios quiere ser servido con honestidad. Él y sus amigos no
saben lo que es la verdadera fe, nunca han tenido que experimentar
el sacrificio, el de los demás antes que el de sí mismos y el de sí mis-
mos a través de la aniquilación de los demás; el homicidio, sí, el ex-
terminio, la traición de la buena fe. Müntzer, los anabaptistas, y quién
sabe cuántos; cuánta maldita buena fe, cuánta inocencia en toda
aquella locura. Cuánto desperdicio. Pero la peor presunción de ino-
cencia es verdaderamente esta, la que se oculta tras la penitencia más
fácil, tras la honestidad.Y nos toca en suerte encima un Tomás Moro,
un Erasmo, un Reginald Pole. Locos idiotas, dispuestos a morir por
su incapacidad de comprender el poder: tanto de servirlo como de
combatirlo.
Sois más viejos que yo, perdidos en pos de un sueño tan distante
del trono como del fango de los miserables. Me desagradáis y quisiera
tener el estómago de otro tiempo, pero lo he perdido por el cami-
no que me ha llevado hasta aquí. Los años no refuerzan el espíritu,
sino que lo debilitan, y terminas por mirar a los ojos de los adversa-
rios, por mirar en su interior, para ver el vacío, la miseria del intelecto
y descubrirte dispuesto a perdonar la estupidez.
469
CAPÍTULO 15
Venecia, 28 de julio de 1546
470
Se alza también la otra ceja, el rostro toma una coloración rojiza.
No se contendrá mucho rato más.
–Lo sé. Los acuerdos eran que yo debía ir a Padua a difundir el li-
bro entre los amigos de Donzellini y Strozzi.Y lo he hecho. Pero he
hecho también otras muchas cosas.
El rojo desaparece, la mirada se apaga, la cabeza redonda de Perna
se inclina sobre la mesa, la rabia se trueca en depresión.
Con voz rota:
–Cuéntamelo todo desde un principio y no te dejes nada.
Nos sirven aguardiente. Perna se manda al coleto la primera copa
y se llena una segunda.
–Hay un gran, pero que gran banquero interesado en entrar en el
negocio de El beneficio. Ofrece su red comercial para difundir el li-
bro. –La mirada de Perna se reanima–. Podría hacerlo traducir al croa-
ta y al francés. –También las orejas parecen enderezársele–. Tiene
contactos con grandes editores así como con imprentas clandestinas
dentro y fuera de Venecia –los ojos le brillan–, y estaría dispuesto a
aumentar la tirada en diez mil ejemplares por lo menos.
Perna da un salto en la silla.
–¿Y a qué esperas para presentármelo?
–Calma, calma. Bindoni no quiere saber nada, dice que es un pez
demasiado gordo, que acabaremos aplastados...
–¡Él sí que acabará aplastado! ¡Por su ineptitud! ¿Quién es este
banquero, cómo se llama?
–Es un marrano, un sefardita, portugués de origen, João Miquez:
ha hecho negocios con el Emperador... Vive en un palacio de la
Giudecca.
Perna se pone en pie:
–Que se vaya a la mierda Bindoni.Ya te dije que El beneficio era
un gran negocio, si un pequeño impresor mediocre no es capaz de
entenderlo, pues es problema suyo. –Da algunos pasos hablando para
sí–. Hacer negocios con los judíos... hacer negocios con los más
grandes negociantes del mundo...
471
Edmund Harvel. Embajador inglés en la República de Venecia.
Le daba vueltas al volumen entre las manos perplejo y entusiasmado
al mismo tiempo. Me escrutaba atentamente más que los otros, tra-
tando de comprender quién era yo.
Benedetto del Borgo, notario, Marcantonio del Bon, Giuseppe
Sartori, Nicola d’Alessandria.
Literatos acomodados enamorados de Calvino y de sí mismos.
Tontos.
Tontos útiles.
Ignoran lo que es un enfrentamiento de verdad, les gusta llenarse
la boca con determinadas ideas bonitas. Están destinados a ser los
primeros en ser aplastados por la guerra espiritual.
Su aliento debe de adormecer la mente de las personas de cali-
dad, los salones cultos. Está bien que no sepan de qué están hablan-
do, lo importante es que sigan hablando.
Uno se mueve fácilmente en medio de la niebla de un desacuer-
do amplio.
Se abren nuevas perspectivas, más amplias. Las noticias que llegan
del Concilio de Trento confirman el poco temple de los honestos es-
pirituales. No es gente de lucha, imagen refleja en la Iglesia de estos
serenísimos literatos. Es preciso zarandearlos, pero ¿cómo? Ni siquie-
ra preveía volver a jugar una partida de semejante importancia, como
tampoco preveía que fuera a contar con un aliado poderoso como el
judío Miquez, no menos interesado que yo en contener el avance de
la Inquisición.
¿Cuál es mi papel? ¿Disimular para que otros puedan entrar en la
lucha? ¿Incitar a los espirituales sin que ellos se den cuenta?
Mientras tanto observar mejor el bando enemigo: dividir sus
fuerzas, identificar a los jefes, comprender su estrategia.
472
CAPÍTULO 16
Venecia, 1 de agosto de 1546
En esta tierra que no es tierra, los colores afectan a la visión con re-
petidos sobresaltos y la vestimenta como de sueño de los humanos
parece hecha expresamente para desorientar al viandante, bajo la im-
presión de extrañas formas geométricas, polvos cosméticos y pechos
al aire, oblongos cubrecabezas, tocados fantásticos e increíbles calza-
dos. Provocan alucinadas emociones y sobresaltos en todas las calles,
acompañados de estallidos de ira repentinos que tan caros parecen a
los habitantes únicos de esta ciudad de otros mundos.
En esta tierra que no es tierra, el poder de las mujeres cambia el
curso de los acontecimientos, impone flexiones repentinas a la can-
sada razón masculina, confirma en mi mente una sensación profun-
da, saboreada varias veces y en otras partes, sobre sus virtudes supe-
riores, fruto de recursos a los que a nosotros se nos ha negado el
acceso.
En esta tierra que no es tierra, cargada de curiosidad y de tensión
que debilita los sentidos, me dispongo a ser recibido por aquella cuya
fama más que cualquier otra parece confirmar lo acertado de dichas
consideraciones: doña Beatrice Méndez de Luna.
Me espera en uno de los suntuosos salones de la casa de los Mi-
quez: preciadas sedas revisten divanes de tenues bordados, tapices con
motivos árabes en las paredes junto a escenas de vida flamenca de
Bruegel el Viejo, una xilografía del maestro Durero, un retrato de una
gran dulzura de Tiziano, la gran celebridad local, y cómodas taracea-
das por los incansables maestros ebanistas vénetos, los primeros en
levantarse y los últimos en acostarse, a los toques de campana de la
Marangona.
Unos negros ojos brillantes me escrutan. Madurez desbordante
de hembra hispánica enmarcada en un tocado negro como ala de
cuervo con ligeras mechas blancas, donaire refinado que no deja
traslucir temor. Unos dientes blanquísimos engastan la ambigua y
muda sonrisa que me acoge. Se levanta con unos estudiados movi-
mientos del diván para venir a mi encuentro, alargando felina el cue-
llo realzado con perlas de Oriente.
Me inclino.
–¡Lodewijck de Schaliedecker, el Alemán, que tanta impresión ha
provocado en João, mi sobrino predilecto, por fin! ¡Alemán, pero con
nombre de flamenco, y qué nombre además! El primer enemigo de
473
la autoridad religiosa y civil de Amberes, en los afanosos días de mi
partida de aquellas tierras industriosas y ávidas. ¿Qué extrañas conje-
turas provocan los nombres, no os parece? Los hombres parecen sen-
tir un terrible apego por ellos, pero basta con haber pasado por más
de un bautismo, y de una tierra, para descubrir que es útil, agradable
incluso, tener muchos. ¿Estáis de acuerdo?
Rozo con los labios la mano recubierta de anillos. Estoy sudando.
–Sin duda, doña Beatrice. He aprendido a reconocer a los hom-
bres por el valor de que son capaces, y nunca más por los nombres
que llevan. Mi placer de conoceros es enorme.
–El valor. Bien dicho, micer Ludovico, está bien, ¿no, Ludovico?,
bien dicho. Por favor, sentaos aquí a mi lado.También yo estaba an-
siosa por conoceros, y el momento ha llegado por fin.
Delante de nosotros, en una mesita baja decorada, una bandeja de
plata con unas amplias asas en forma de serpientes entrelazadas y en-
cima un jarro humeante con una infusión de hierbas aromáticas.
–La fama que os precede es cuando menos enigmática, ¿sabéis?
–prosigue vertiendo la infusión dentro de unas grandes tazas de por-
celana–. No me extenderé, pero las noticias referentes a vos que me
han llegado a través de mi sobrino no han dejado, para decirlo bre-
vemente, de sorprenderme.Vuestros conocidos, presentes y pasados,
el halo de misterio que os rodea y los caminos que seguís forman
una mezcla de indudable interés. Son muchos, creedme, los motivos
que me han impulsado a insistir para este encuentro, y el primero,
espero que no me lo tengáis a mal, consiste en rogaros la máxima
cautela posible, en cualquier paso, palabra, o incluso nada más que
alusión. Os ruego que no consideréis excesiva esta preocupación por
mi parte.
La observo cambiar de postura sobre el blando acolchado del di-
ván que nos acoge a ambos, llevarse la taza a la boca con ambas ma-
nos, sorber el caliente y perfumado brebaje. Contengo la respiración.
–No lo dudéis. Lo tendré muy en cuenta, pero permitid que os
pregunte a qué se debe tan explícita invitación a la reserva.Tan apre-
miante como si aludiera a peligros ocultos y siempre al acecho.
Devuelve la taza a la bandeja:
–Así es precisamente. Dejad que os proporcione algunos detalles
de cómo funcionan aquí las cosas. El enorme poder de esta ciudad,
puente entre Oriente y Occidente, no se basa en el agua tal como
unos locos y geniales fugitivos la concibieron, y menos aún en el cri-
sol de artistas y literatos que la pueblan. Desde hace ya siglos los se-
ñores de esta laguna tejen una intrincada tela de araña de poderes y
de espías, guardias y magistrados a los que poco o nada escapa. Refi-
nados equilibrios sostienen las relaciones que estas gentes mantienen
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con reyes y diplomáticos de todas las regiones, con teólogos, cléri-
gos y las más altas autoridades de cada confesión y con los posee-
dores de riquezas, cultivos o productos que la tierra conozca. Mien-
tras que en su interior, la inextricable red de control se despliega
sobre cada uno que pasa por ella o habita en la ciudad durante un
tiempo. Hay alguaciles para la blasfemia y alguaciles para las prostitu-
tas, para los alcahuetes y para los amigos de la pendencia, hay quien
controla a los barqueros y quien vigila a los armadores. Nadie es
capaz de decir quién manda, pero todos han de temer los mil ojos
que escrutan estas calles suspendidas sobre las aguas. Pesos y contra-
pesos garantizan el poderío de la Serenísima, lo único que de verdad
cuenta, en un juego de espejos que devuelven imágenes defor-
madas, donde lo que aparece no es real, y lo que lo es se oculta a me-
nudo tras pesados cortinajes. Tomad al Dux, por ejemplo, venerado
por el cortejo de embarcaciones y por el pueblo, por su nombra-
miento vitalicio. Pues bien, no cuenta nada, ni siquiera puede abrir
las misivas que le mandan a él sin el previo consentimiento de los
consejeros propuestos para esa función. Por no hablar, además, de
las refinadas mentes que dirigen el odio de la gente baja, el sordo
rencor que incuba desde siempre, contra sí mismos, dividiéndolos
en facciones y creando mil pretextos, y mil juegos, para que no les
falten motivos para desfogarse entre sí, con derramamientos de san-
gre tan cruentos como inmotivados, y nunca contra aquellos que
tienen en su mano la vara de mando. La multitud de prostitutas y de
colores llamativos, las compañías de artistas y los placeres de la buena
mesa, Ludovico mío, no sirven sino para disimular a espías y esbirros,
jueces e inquisidores que escrutan sin cesar hasta el último escon-
drijo.
Mi ojo va a parar al escote, todavía me cuesta mucho habituarme
al generoso corte veneciano. Sofoco. Observo con aprensión el fon-
do de la taza: un légamo de hojas negras. Siento los huesos blandos,
me hundo en el diván. Sube una risotada inmotivada.
–¿Os parece divertido?
–Perdonadme, pero esta agradable situación no armoniza muy
bien que digamos con vuestro sombrío relato. He visto guerras y
matanzas y estoy poco acostumbrado a las sutiles armas del poder.
–No las infravaloréis. Lo que trato de decir es que allí donde la
autoridad no está en manos de un solo príncipe, sino repartida entre
varias magistraturas y gremios, es posible emprender las maniobras
más osadas. Pero a condición de saber agradecer y gratificar a dichos
poderes cuando sea preciso. Esta es la libertad que está en vigor en
Venecia, no su ordenamiento, que tantos ensalzan, pero que nadie
entiende.
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Se acerca más, un efluvio de esencias me embriaga:
–Mirad, nosotros prestamos dinero. Desde siempre los mismos
que nos halagan, más pronto o más tarde se ponen a seguirnos la pis-
ta. Nosotros hemos aprendido a hacer lo mismo. Unimos a hombres
importantes a nosotros, brindamos nuestro apoyo a actividades e in-
tereses vitales, decidimos cuándo y cómo aflojar los cordones de la
bolsa. Los mercaderes de Rialto son deudores nuestros, así como los
armadores del Arsenale. Familias patricias del Consejo y grandes ca-
sas que proporcionan obispos y magistrados a la República, siempre
propensos al despilfarro, nos deben a nosotros buena parte del fasto
del que se rodean. Para ellos nuestro dinero es tan importante como
el aire que respiran: tienen que pensárselo dos veces antes de enfren-
tarse a nosotros. Nosotros, por otra parte, hemos de saber que la aso-
ciación no durará mucho tiempo.
La frase del sobrino:
–Tener un equipaje ligero.
Sonríe:
–La corrupción es un hilo fino que pesos y contrapesos mantie-
nen tenso. Esta es la cautela de la que os hablaba. –Una expresión
preocupada cruza por su rostro–. Hay que saber de quién guardarse,
cuáles son las fuerzas que pueden romper el equilibrio. Hay esa nue-
va raza de inquisidores, gente taimada y fanática, incitados por el
cardenal Carafa, peligroso como nadie. Desde hace décadas siempre
en el lugar adecuado, promovió la Congregación del Santo Oficio,
que el Papa creó para él, y desde el cuarenta y dos está bajo su man-
do, criando una camada de sabuesos, fieles e incorruptibles. Es de
estos de quienes hay que guardarse, pues huelen la presa, la ponen en
su punto de mira y la acosan hasta que cae.
Doña Beatrice consigue comunicarme toda su inquietud, un
miedo antiguo, que parece acompañarla desde la noche de los tiem-
pos. Me recorre un estremecimiento.
–Conozco a esa raza. El temor es el arma con que subyugan a los
hombres. El temor de Dios, del castigo y de los que son como ellos.
No podemos reunir ejércitos para combatir contra ellos, sino única-
mente empujar para que sean otros quienes lo hagan. Está ese parti-
do de cardenales contrarios a la Inquisición, los espirituales, pero por
desgracia se trata de gente poco acostumbrada al enfrentamiento:
mientras los otros estrechan filas, este es el único movimiento digno
de mención que han sido capaces de hacer. –Me saco de la manga un
pequeño volumen.
Asiente:
–El beneficio de Cristo. Lo he leído con gran atención y estoy de
acuerdo con vos.Tal vez no baste para mantener a raya a los perros,
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pero tiene una fuerza de la que ni siquiera los espirituales son cons-
cientes. Existe una amplia fauna de curas, doctores, clérigos, literatos
y también hombres importantes de la Iglesia que puede aceptar estas
ideas. Paulo Tercero es un débil, pero si el próximo Papa fuera un es-
piritual, tal vez ese inglés estimado por todos, Reginaldo Polo, enton-
ces habría un cambio de aires. –De nuevo una sonrisa–. Entrad en
negocios con nosotros, don Ludovico.
Me estrecha una mano entre las suyas.
–¡Qué pareja más fenomenal!
João Miquez irrumpe en la estancia, Duarte Gómez lo sigue.
Dentaduras deslumbrantes y ruido de botas.
–Entonces, ¿has engatusado, Beatriz, como es debido a nuestro
invitado? Mira que él, al contrario de tu pervertido sobrino, prefiere
a las mujeres.
Doña Beatrice es de respuesta rápida:
–Pero se rodea de muchachitas en flor, por lo que me has dicho.
Miro a mi alrededor con embarazo. Me domina la incomodidad.
–Dejadlo estar, os lo ruego.
Miquez se exhibe en una amplia inclinación y Gómez rompe a
reír. Evito el fuego cruzado.
–Amigos, pocas personas me han acogido con familiaridad y cor-
dialidad igual a la vuestra. Las refinadas intuiciones de que sois ca-
paces no dejan de sorprenderme, abriéndome fascinantes horizontes.
El estigma que pesa sobre vuestra gente se me revela ahora en toda
sus inconsistencia. Hay que haber recorrido el mundo a lo largo y a
lo ancho para poder pintarlo con semejante claridad. Os estoy agra-
decido por la confianza que me brindáis. Espero que volváis de nue-
vo a honrar mi mesa, João. En cuanto a vos, doña Beatrice, cada una
de las muchachas que frecuentan el Tonel preciso sería que renaciera
tres veces antes de adquirir una fascinación semejante a la vuestra.
João y Duarte aplauden divertidos.
–Mi despedida no puede ser sino parca en palabras: considerad ya
hecho nuestro primer acuerdo de negocios.
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CAPÍTULO 17
Venecia, 7 de octubre de 1546
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en la Iglesia. –La paga de las muchachas–. Ese ha nacido para espiar,
te lo digo yo, es peligroso, si no fuera porque en Venecia estamos en
guardia, ese vendría también aquí a ponernos a raya a todos... –Espia-
ba a Lutero, veintisiete escudos, espiaba a Lutero, ha llamado de vuelta
a todos sus espías repartidos aquí y allá, veintisiete más cuarenta y dos,
la Inquisición, está desde siempre, ya espiaba cuando tú y yo estábamos en la
edad de la lactancia, espiaba a Lutero, veintisiete más cuarenta y dos hacen
sesenta y nueve, queda todo el resto aún, ha llamado de vuelta a todos
sus espías para infiltrarlos en la Iglesia, la Inquisición, prefiere la oscuridad,
sesenta y nueve, ¿sabes tú quién es el cardenal Carafa? Añade quince del
vino, no se sabe cuántos años tiene, ese está desde siempre, espiaba ya al
Emperador, espiaba a Lutero.
Espiaba a Lutero.
Levanto los ojos, las cuentas se disuelven: solo las chicas, se acabó
el remolinear de manos. La silla vacía. Opresión en la cabeza, detrás
de los ojos y en la base del cuello, pesa como una piedra.
–¿Adónde se ha ido?
Un encogimiento de hombros, muestran las monedas entre los
dedos.
Fuera. Es de noche, me deslizo por el empedrado resbaladizo, un
parloteo lejano me dice que se encamina hacia Rialto. Corro, rápido
o lo pierdo, corro. Una esquina, otra, un puentecillo, siguiendo la
voz, es una canción mascullada, en veneciano, sumergido en la no-
che, al fondo de la calle una gruesa sombra hace eses a causa del
vino.
Mis pasos pesados le hacen estremecerse, desenvaina un estilete
de por lo menos dos palmos de largo.
–¡No temáis! Soy el dueño del Tonel.
–He pagado, micer...
–Lo sé. Pero no habéis probado el vino que tenemos reservado
para los huéspedes importantes.
–¿Me estáis tomando el pelo?
Entorna los ojos enrojecidos, la cabeza debe de darle bastantes
vueltas.
–En absoluto, invita la casa, no puedo permitir que os vayáis sin
probar esa botella.
–Ah, bueno, siendo así, si queréis indicarme el camino, os seguiré
con mucho gusto.
Lo cojo del bracete:
–Habéis conseguido no acabar en el canal, ¿eh?
–Estad tranquilo, Bartolomeo Busi las ha pasado peores...
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–Bartolomeo Busi, en otro tiempo fraile teatino.Antes de que los
negros cuervos de Carafa me expulsasen. Hace tan solo dos años de
ello, sí, señor, siervo de Dios, y a mi manera sigo siéndolo aún, qué
coño. Es cierto que voy de putas, y quizá empino un poco demasia-
do el codo, pero es algo que, para decir las cosas como son, al buen
Dios no le crea demasiados problemas, no. Ahora me toca romperme
el espinazo en el Arsenale, cosiendo velas todo el santo día, ¡mira las
manos que tengo! ¡Bastardos! En el convento no era así, no estaba
mal la vida allí: cuidábamos del huerto, estaba en la cocina, pasaba
por allí un montón de gente, huéspedes importantes, cardenales,
príncipes. ¿Creéis que un convento es un lugar de clausura? Pues es-
táis muy equivocado, hay un continuo ir y venir, incluso de mujeres.
Allí estaba al comienzo, cerdos asquerosos, no tenía ningunas ganas
de hacer carrera, pues siempre he sido un ignorante, ¡malditos espías!
Sí, de acuerdo, de vez en cuando distraía alguna patata, un trozo de
ternera, para revenderlo fuera, pero nada más.Y en cambio han salido
con la historia de que si era yo un sodomita. ¡Un sodomita! Todos
sabían que siempre me han gustado las mujeres, no los chiquillos ni
todas esas marranadas de los abades.Todo pretextos. La verdad es que
la cosa había tomado un feo cariz desde hacía ya tiempo, amigo mío.
Se sabía que espías, delatores y esbirros estaban metidos en todo. Uno
tenía ganas de hablar de voto de pobreza, de renovar la Iglesia, de
liberarse de los ladrones de Roma. Todo a espaldas de ese santo va-
rón de Gaetano de Thiene. Ah, sí, santo, un gran tonto del culo.
¿Y quién era? ¿Sabéis quién era, el que lo manejaba como un títere?
Yo os lo diré, el padre de todos los espías: Giovanni Pietro Carafa.
¡Ese carcamal, sí, señor, siempre él! Ese, dentro de cien años, cuando
nuestros esqueletos den asco a los mismos gusanos, aún lo tendréis allí
espiando. Ese acabará saliendo Papa, os lo digo yo. Pero tú piensa, hace
cuarenta años era ya obispo, cuarenta, amigo mío. Legado pontificio
en la corte inglesa y española, hubierais tenido que oírlo, nos contaba
que había tenido sobre sus rodillas al mismísimo Emperador, que
contaba siete años, ¡el Emperador! Antes del veinte era arzobispo de
Brindisi, ¿y luego qué hace?, pues se pone a oler la mierda: Lutero, las
casas de lenocinio, y la Roma que va de putas. ¿Y qué hace él? Lo
abandona todo, es un decir, renuncia a los cargos y pone a trabajar a
sus espías por toda Europa. Mientras aquí se hace el santo al lado de
ese pobre de Gaetano, ese tonto del culo, y funda nuestra orden.Y así,
después del veintisiete, una vez que los alemanes se han cagado en san
Pedro, se les cae a todos la baba por él, le suplican, le imploran que
vuelva, que ponga las cosas en su sitio. ¿Y qué hace él? Ni que decir
tiene que acepta; las cosas deben cambiar, hay que actuar en serio
pues si no Lutero nos pone a todos de patitas en la calle.Y entonces
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empieza a perseguir a todo bicho viviente. En el treinta y siete lo
nombran cardenal, dándole las directrices para limpiar la Iglesia de
corruptos, sodomitas y herejes, que los hay por todas partes.Y así
nunca se quita ya uno los espías de encima. Te los encuentras por
todos lados.Y él no se cansa nunca, siempre tramando, como si no
fuera a morirse jamás. Pero digo yo, ¿quién le manda hacerlo? En el
cuarenta y dos el Papa, otro buen pájaro, lo obsequia con la Congre-
gación del Santo Oficio, un bonito traje hecho a su medida. ¡Bastar-
dos! Y él dice: ha llegado la hora de poner las cosas en su sitio. ¿Y qué
hace? Pues manda llamar de vuelta a todos sus espías, a todos, inclui-
dos los que se dedicaban a contar las meadas de Lutero. Yo los vi, eh,
españoles, alemanes, holandeses, suizos, ingleses, franceses, todos al
convento, todos pasaron por allí, para recibir las nuevas órdenes. Y él
dice: señores, los tiempos han cambiado, hay un tiempo para sembrar
y otro para recoger, y este es el tiempo de la cosecha. Y vuelta a es-
piar y a mí me joden porque esta mierda nunca me ha gustado, está
bien limpiar los trapos sucios en la propia casa, pero no hasta el pun-
to de meter la nariz en los calzones, esperar a que digas la palabra
equivocada, para caer sobre ti y procesarte. Dios no es un tribunal, es
amor, coño, lo dice el mismo Jesús, no yo, el mismo Jesucristo en
persona. Este, en cambio, nada, tienes que cagarte encima de miedo y
basta.Y entonces cargas con la acusación: fray Bartolomeo el sodo-
mita, con un montón de testigos. ¡Asquerosos! Y eso que la cosa no
me fue mal, ¿sabéis?, pues si llego a ser un pez gordo me arrancan el
pescuezo. Y ahora me toca trabajar todo el santo día en el Arsenale
por un mendrugo de pan. Viejo como soy, casi cincuentón. Por eso
me gustan las putas y bebo vino. Ah, pero vos sois un gran señor,
vuestro burdel parece el jardín de las delicias. ¡Qué mujeres! El pro-
blema es que no puedo permitírmelas, con la mísera paga que nos
dan. Nada más que tocar, tocar nada más. Perdonadme, sabéis, cuando
pienso en esos cerdos se me sube la sangre a la cabeza.
La tisana de Demetra lo ha espabilado un poco y lanza ya miradas
de interés a la botella que he depositado sobre la mesa. La destapo.
–Alemanes. ¿Encontrasteis alemanes en el convento?
–¿Alemanes? Son sus preferidos, gente de fiar, cabezas cuadradas.
Luego están los españoles, sí, pero esos porque si les dices que tienen
que matar, van y matan. ¡Bastardos!
–Me interesan los alemanes.
Le lleno el vaso.
–Los alemanes, por supuesto, los he visto. Siempre hablando de Lu-
tero... –Se toma el vino de un trago–. Nos lo decía él, Carafa, que los
alemanes lo anotan todo, son precisos, en nada parecidos a nosotros
que somos un desastre, que no hacemos más que hablar.Y más de fiar.
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–¿Recuerdas algún nombre?
La panza tropieza contra la mesa:
–Eh, pides demasiado. Los nombres. En un convento no eres más
que Bartolomeo, Juan, Martín... Los nombres no quieren decir nada.
–¿A cuántos viste?
Un eructo de vino tinto:
–A seis o siete por lo menos, tal vez diez, pero contando también a
los suizos, que hablan la misma lengua. Alemanes... gente peligrosa.
La cabeza comienza a bambolearse. Le paso los dineros por enci-
ma de la mesa:
–Diles a mis chicas que te traten bien.
Se recobra:
–Señor mío, Dios os bendiga, ya os dije que erais un gran señor, si
queréis os cuento también alguna cosa más, cuando necesitéis algún
relato de Bartolomeo, basta con un silbido...
482
CAPÍTULO 18
Venecia, 8 de octubre de 1546
483
cuando Alemania ardía con las palabras de Magister Thomas, y cui-
dadosamente custodiadas. Ahora sé por qué las he llevado conmigo
durante todos estos años. Para acordarme de ti.
Qoèlet.
Lanzo la moneda al aire y vuelvo a cogerla al vuelo. El escrito
destaca bien visible aún: UN DIOS, UNA FE, UN BAUTISMO . Reli-
quia de otra derrota. Una pieza rara, casi única, acuñada en la ceca de
Münster.
Un barquero lanza su grito de advertencia antes de tomar por el
meandro del rio y desaparecer de la vista, las gaviotas flotan tranqui-
las, escrutando el fondo marino.
Espiabas a Lutero. Espiabas a Müntzer. Espiabas a los anabaptistas,
mejor dicho, eras uno de ellos. Uno de nosotros.Tal vez te he cono-
cido.
Qoèlet.
Los campesinos en la llanura.
Los ciudadanos de Münster atrincherados dentro de las murallas.
Mujeres y niños.
Montones de muertos.
Estás aquí. Carafa no puede privarse de una pieza importante
como tú. Le has servido bien, pero ahora está la Inquisición, y se aca-
baron los peones solitarios: recoger rumores, informaciones, espiar a
los espirituales para aprovechar el mejor momento.
Estás aquí. Donde se juega la partida decisiva, como siempre,
como desde hace veinte años. Mis veinte años.
Montones de muertos.
Magister Thomas, Heinrich Pfeiffer, Ottilie, Elias, Johannes
Denck. Jacob y Matthias Ziegler, poco más que muchachos.
Melchior Hofmann, muerto hace algunos años en la prisión de
Estrasburgo. El fiel Gresbeck y los hermanos Brundt, hechos prisio-
neros y ajusticiados extramuros de Münster.Y los Mayer y Bartholo-
meus Boekbinder que me prestó su nombre, caídos en la denodada
defensa de la ciudad.
Y también Eloi Pruystinck y todos los hermanos de Amberes.
Una procesión de fantasmas en la orilla de este canal.
Hemos quedado solo tú y yo.
Los últimos testigos de una época que corre hacia su declive. Dos
viejas sombras fatigadas.
Ese odio me ha abandonado, no es una desventaja: puedo estar
más atento, también ser más taimado. Más de lo que lo hayas sido tú
nunca.
Hoy puedo sacarte de tu escondrijo.
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Pasada la plaza de San Marcos el muelle se alarga hacia el Arse-
nale, donde las insuperables naves de los venecianos esperan su bota-
dura.
Enfrente, la isla del Arsenale se abre a la izquierda: los carpinteros
trabajan en las quillas de dos imponentes galeras.
Me siento para observar la maestría de estos hombres famosos en
el mundo entero, pero no es fácil quitarse de la cabeza las preocupa-
ciones.
Los elementos del cuadro son siempre los mismos. Por una parte,
un cardenal inglés querido por todos los que aspiran a la reconcilia-
ción con los protestantes, caballo ganador del Emperador, que confía
en una pacificación religiosa de la Cristiandad porque el Imperio se
le está escapando de las manos; el más odiado por los cardenales que
fomentan la guerra espiritual de la Inquisición.
Por otra, está el príncipe negro del Santo Oficio, el cardenal Ca-
rafa, que va construyendo la máquina pieza a pieza y se prepara para
dar la batalla. Ha llamado a todos sus espías a Italia para que no dejen
de estar encima de los espirituales. Toda una tropa de observadores,
un ejército de ojos y obviamente de delatores.
Uno de ellos es el más importante, el de más confianza. El mejor,
si es cierto que estaba en Wittenberg y en Münster.
Münster.
Los anabaptistas, viejos conocidos.
Una idea. Solo una intuición.
Nadie aquí ha conocido jamás el anabaptismo. Pero él sí, él estaba
en Münster y supo traicionar en el momento oportuno.
Los elementos a disposición: un libro, El beneficio de Cristo, manual
de calvinismo adaptado para los católicos; pero se podrían sacar a re-
lucir más cosas. Igual que los anabaptistas hicieron con los escritos
de Lutero. Hacer prender el conflicto. Radicalizar los contenidos del
libro: desde el calvinismo al anabaptismo.
Me levanto, sin dejar de reflexionar me encamino a paso ligero
hacia la plaza.
Los inquisidores son perros de caza, huelen la presa, la ponen en
su punto de mira y ya no la sueltan. Eso ha dicho doña Beatrice.
Hace falta una liebre.
Un blanco que les haga salir.Y el que salga a cazar es porque es el
mejor, el que tiene más experiencia. Qoèlet.
Si la presa fuera un anabaptista, incluso alemán, lo enviarían a él.
El que los jodió ya en Münster, el que los conoce bien.
Cruzo la plaza de San Marcos a paso frenético, tomando por las
Mercerie.
Un anabaptista en Italia, alguien que sepa salirse con la suya.
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Me paro delante del Fondaco dei Tedeschi casi sin aliento y el co-
razón en un puño.
Respiro hondo.
Una partida de dos. Dos que han librado las mismas batallas.
Solo unas viejas cuentas que arreglar.
Puedo sacarte de tu escondrijo.
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Carta enviada a Trento desde la ciudad pontificia de Viterbo, dirigida a
Gianpietro Carafa, fechada el 1 de enero de 1547.
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El diario de Q.
Sobre el Concilio
El Emperador no ha perdido el tiempo. El viejo león conserva
sus garras. Ha hecho venir a los lansquenetes al Trentino.Y con ellos
la peste, que siempre los acompaña.
El mensaje es claro: tras la derrota de su paladín en el Concilio,
los cardenales permanecen atentos. Ese inepto del Papa se había
puesto a lanzar señales de entendimiento a los franceses. Pero Carlos
será siempre Carlos, regente del Sacro Imperio Romano, que nadie
intente tramar nada contra él a sus espaldas.
El Concilio ha sido suspendido, lo trasladarán a Bolonia, lejos del
aliento apestoso de los lansquenetes. Eso dicen.
Sobre Carafa
Carafa debe andarse con cuidado: el Emperador no es hombre de
dejarse dominar, acaba de demostrarlo.Tal vez sea por eso por lo que
el viejo tarda en lanzar a la Inquisición tras la pista de El beneficio de
Cristo, de quién lo tiene y de quién lo redactó. Reginald Pole está en
el corazón todavía de muchos, es del agrado del Papa y más aún del
Emperador.
O tal vez no sea más que un modo calculado de dilación.Tal vez
el viejo piensa que los tiempos no están maduros aún, son muchos
los peces que deben caer todavía en la red, es preciso que el libro cir-
cule. Pero juega con fuego, porque junto con el libro se difunden las
ideas.
488
Tiziano
490
CAPÍTULO 19
Padua, 22 de enero de 1547
491
nuevamente el descenso de la gracia sobre nosotros. Un nuevo bau-
tismo, que nos haga partícipes otra vez del beneficio de Cristo.
»Con esta renovada certeza no podemos temer el profesar la ver-
dadera fe, incluso contra la hipocresía de los tribunales y de los hom-
bres corruptos. He aquí por qué os digo que, si alguna vez alguien os
pregunta quién os ha hablado de este modo, no temáis decirle que
he sido yo,Tiziano el baptista.
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CAPÍTULO 20
Rovigo, 30 de enero de 1547
493
hasta temer, viviendo en el terror a ser castigados, procesados, encar-
celados. ¿Puede nacer una verdadera fe de sentimientos semejantes?
Seguro que no, hermanos.
Los tres franciscanos intercambian una mirada insegura. Se es-
fuerzan por romper el silencio que sigue a las últimas palabras. Uno
de ellos hace un gesto a los otros de que se acerquen a él.
Soy Tiziano, peregrino alemán que se dirige a San Pedro. Los
franciscanos de este pequeño convento campestre me han recibido
amablemente y hospedado con gran cortesía.
Parlotean quedamente entre sí: el resumen para los recién llega-
dos.
Fray Vittorio se queda inmóvil en una pose estatuaria, luego no
puede contener la carcajada:
–No os pongáis así, hermano Tiziano. Pensad más bien en esto:
cerca de una aldea de nuestra diócesis hay un álamo secular, el árbol
tal vez más imponente que he tenido ocasión de ver en toda mi
vida. Pues bien, los campesinos sostienen que durante el plenilunio
de octubre, todo aquel que se ponga debajo del árbol y reciba entre
las manos una hoja suya traída por el viento, si se la come, gana en
fortaleza y longevidad.
Una mirada ceñuda:
–No comprendo adónde queréis ir a parar.
–Hace veinte años vino un peregrino como vos –prosigue cru-
zando sus manos a la espalda– a descansar a este convento. Le conta-
mos la historia del álamo y le explicamos dónde se encontraba. Él
estaba convencido de que en los lugares donde la Virgen desea apare-
cerse a sus hijos se producen prodigios naturales. Fue allí y se le apa-
reció la Virgen diciendo: «El cuerpo y la sangre de mi Hijo otorgan
la vida eterna». Desde entonces, en el plenilunio de octubre, festeja-
mos la Virgen del Álamo, y los campesinos vienen a tomar la Euca-
ristía, y las hojas del árbol que caen sobre el altar son bendecidas y
repartidas entre todos los fieles.
Me siento en uno de los poyos de piedra adosados a la pared. Los
frailes se han multiplicado: una decena por lo menos. Los mayores se
sientan a mi lado, los otros se acuclillan en el suelo.
–Entonces –pregunto dirigiéndome a todo el grupo–, ¿qué ha
querido decir vuestro hermano con la historia del álamo?
Responde un joven fraile, todo nariz y pómulos huesudos:
–Que para llevar a Cristo a la gente del campo, no se puede andar
con tantas sutilezas: algunos creerán que Él es una estatua, otros se co-
merán su cuerpo igual que de jóvenes se comían hojas de árbol.
Ahora que les he hecho sentarse a todos, me pongo en pie de
golpe:
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–«El cuerpo y la sangre de mi Hijo otorgan la vida eterna.» La
Virgen del Álamo anunció al peregrino el fundamento de la fe cris-
tiana. La gente de campo no comprende a Cristo porque vosotros lo
volvéis demasiado complicado. He aquí por qué tienen necesidad de
una estatua o de una antigua leyenda para acercarse a Él. Dios se hizo
hombre y murió en la cruz para que también nosotros pudiéramos
resucitar a la vida eterna. Esta es la fe que salva: nada más sirve. Esta
es la fe que ningún recién nacido puede profesar: por esto os digo
que bautizar a un recién nacido no tiene más valor que lavar a un
perro. ¡El único bautismo es el de la fe en el beneficio de Cristo!
Se pone en pie de un brinco y casi se enreda con su largo hábito,
pobladas cejas negras y barba cerrada hasta debajo de los ojos. Me
abraza en un arrebato, me besa, luego me mira fijamente con mirada
incandescente:
–Adalberto Rizzi te da las gracias, hermano alemán. Hace veinte
años que vivo aquí dentro, desde que la Virgen se me apareció entre
las hojas del álamo y con gran número de señales me dio prueba de
su presencia. –Los hermanos más jóvenes lo miran estupefactos–. Sí,
sí, preguntadle si lo que digo no es cierto al hermano Michele, aquí
presente. Tras la aparición comencé a predicar las mismas cosas que
tú, hermano Tiziano, has dicho en el día de hoy. Palabra por palabra,
te lo aseguro. Pero me dijeron que estaba mal de la cabeza, que lo
que necesitaba era reposo y meditación, que la Virgen no me había
pedido que dijera las cosas que iba diciendo. Me convencieron. Pero
ahora, ¡siento que tú me has vuelto a dar aquello que me fue sustraí-
do y con lengua de fuego proclamaré al mundo la fe en el nuevo
bautismo y en el beneficio de Cristo!
Se deja caer de rodillas, como si las piernas no lo sostuvieran ya.
–Bautízame, hermano Tiziano, porque la ablución que me dieron
de niño no cuenta ya nada para mí. Bautízame, aunque sea con el
agua sucia de ese charco: mi fe bastará para purificarla.
Miro alrededor: todos inmóviles, boquiabiertos, excepto fray Vit-
torio, que sacude la cabeza desconsolado.Ya he hecho bastante, para
el lugar en el que me encuentro. Mejor no arriesgar con actitudes
demasiado teatrales.
–Tú mismo puedes bautizarte, hermano Adalberto. Tú eres el tes-
tigo de tu conversión.
Me mira durante un instante con rostro extasiado, luego se arroja
de cabeza con la cara dentro del agua fangosa y comienza a revolcar-
se en ella mientras grita a voz en cuello.
En resumidas cuentas, algo más bien histriónico.
495
CAPÍTULO 21
Ferrara, 4 de febrero de 1547
496
–Los Usque publican exclusivamente obras relacionadas con el
judaísmo. Han hecho una excepción con El beneficio.
Sonrío maliciosamente:
–Los favores recíprocos de una inmensa familia...
–Sí.Y la fuerza de persuasión de un buen negocio.
Usque pregunta algo en español.
–Sí. Podéis continuar. Ahí fuera está mi hermano Bernardo, ya se
encargará él de asegurar la carga.
El impresor parece dubitativo:
–Hay otra cosa más, don João… –Una mirada de Miquez lo
convence de que puede hablar en mi presencia–. Me ha llegado
una extraña petición. De la corte. Un ejemplar de El beneficio de
Cristo.
Nos miramos perplejos. Es de nuevo Miquez quien toma la pa-
labra:
–¿El duque?
–No. La princesa Renata, la francesa. Está interesada en la teo-
logía.
Chiavenna. República Rética.
Hace dos años.
Camillo Renato y su círculo de exiliados.
Yo le traía los libros de parte de Perna la primera vez que vine a
Italia.
Camillo Renato, alias Lisia Fileno, alias Paolo Ricci. Siciliano, li-
terato, prorreformista, predestinacionista, sacramentero, celebraba la
Última Cena con un banquete provocando el escándalo general.
Cuando lo conocí hospedaba a Lelio Socini y a otros literatos exilia-
dos. Me quedé allí poco tiempo, pero el suficiente como para saber
que había dado la vuelta a Europa, había estado en Estrasburgo en
casa de Capiton y en Bolonia lo habían interrogado y procesado.
Condenado a la cárcel de por vida en Ferrara por herejía, consiguió
evadirse gracias a la ayuda de una noble señora de la corte. La prin-
cesa Renata. Su agradecimiento había llegado al punto de adoptar el
nombre de su salvadora.
A Usque:
–Es importante hacerles llegar hoy mismo un ejemplar.
Lo cojo de la alforja, en el escritorio de Usque encuentro pluma
y tintero. Escribo en la primera página.
No hay buena obra o acción que pueda igualar el beneficio de Cristo con los
hombres. Solo la Gracia recibida por el Salvador y el don inconmensurable de
la fe pueden marcar el destino de un alma. Es este renacimiento el que une en
comunión en Cristo a los verdaderos creyentes.
497
Con la esperanza de conocer a la dama que ha salvado a un amigo co-
mún.
Tiziano Renacido. Posada del Pan.
498
CAPÍTULO 22
Venecia, 11 de febrero de 1547
499
El Moro ni siquiera ha parpadeado, pero su mirada decía que la
noticia le había llegado también a él:
–Con una condición, Alemán.Yo a los esbirros les pago para que
me dejen en paz: tus asuntos te los ventilas tú fuera de aquí.Y deja tu
puñal a Kemal.
He asentido, desenvainando la hoja y entregándosela al gigante.
El Moro se ha hecho a un lado con un gesto de invitación.
La salita estaba silenciosa, solo el ruido de los dados rodando so-
bre las mesas y juramentos en voz baja.
Todas las razas del mundo se habían dado cita en aquel antro.Ale-
manes, holandeses, españoles acicalados, turcos y croatas ocupados en
indicar los puntos en unas pizarritas colgadas de las paredes. Nada de
vino o aguardiente, nada de armas: el Moro previene cualquier pro-
blema.
Les he pasado revista uno por uno, concentrándome en las ma-
nos. Manos explícitas, susceptibles de contar historias, dedos que fal-
tan, guantes de la buena fortuna, anillos valorados en el acto y puestos
sobre la mesa.
Luego he visto el dado que rodaba en la derecha, un pequeño
objeto de hueso que corría entre los dedos, adelante y atrás, cada vez
que la izquierda se disponía a lanzar.
500
CAPÍTULO 23
Venecia, 12 de febrero de 1547
501
Finalmente la miro:
–Ese bastardo la ha pagado. Nadie tocará más un pelo a las chicas.
–Tendrías que haber acabado con él.
Contengo la agitación:
–Lo único que habría conseguido con eso es echarnos encima a
los esbirros. Esta mañana me han seguido hasta el mercado.
Otro suspiro para desahogar sus ganas de echarme en cara aquel
chirlo.
–¿Por eso te escondes? ¿Tienes miedo?
–Hay una cosa que debo hacer.
–¿Más importante que el Tonel?
Me detengo.Tiene razón, le debo una explicación.
–Hay cosas que deben hacerse y basta.
–Cuando los hombres hablan así es para irse para siempre o es
porque tienen alguna venganza que cumplir.
Sonrío ante su agudeza, sentándome al lado de ella:
–Volveré. De esto puedes estar segura.
–¿Adónde vas? ¿Tiene algo que ver con los judíos con los que
tienes negocios?
–Esto es mejor que no lo sepas. Hay unas viejas cuentas que arre-
glar, tienes razón.Tan viejas como yo.
Demetra sacude la cabeza, un velo de tristeza empaña el verde de
sus ojos:
–Uno tiene que saber elegir a sus enemigos, Ludovico. No mal-
quistarse con gente equivocada.
La obsequio con una abierta sonrisa, está más preocupada por mí
que por el burdel.
–No temas: he salvado el pellejo en situaciones peores. Es mi es-
pecialidad.
502
El diario de Q.
503
CAPÍTULO 24
Venecia, 10 de abril de 1547
504
Si de veras se hubieran olido una pista no habrían aceptado mi dine-
ro... –un gesto de burla– o habrían pedido más.
Nuestro librero estalla:
–Sí, sí, para él todo es muy fácil, pero hemos de estar atentos.
También yo sé que esos cuatro cuervos no sabían nada, pero ¿quién
vuelve ahora a Milán, eh? ¿Quién? Hemos quemado esa plaza, es una
tierra que duele, ¿entendido? El ducado entero, cerrado, nada, ya no
podemos poner los pies en él, si no es con riesgo y peligro para
nosotros. ¿Y cómo vamos a recuperar el dinero de las partidas que
hemos entregado?
João lo tranquiliza:
–Nos recuperaremos por otro lado.
Sirvo la segunda ronda de vino:
–Olvidémonos por un tiempo de Milán. De todas formas, man-
tengámonos todos con los ojos bien abiertos: la Inquisición está or-
ganizándose mejor. Paulo Tercero es un medroso, un intrigante, pero
no durará eternamente. Todos los destinos estarán pendientes del
próximo Papa. Incluso los nuestros.
Los tres socios asienten a la vez. No es preciso decir nada más:
compartimos las mismas preocupaciones.
505
El diario de Q.
506
Primeras evidencias: Giovanni Miches es sin duda un tipo listo que
hace gala de amigos influyentes. No se hace ostentación de relacio-
nes tan empingorotadas si no se está en condiciones de demostrarlas.
¿Quién es Giovanni Miches?
Fray Anselmo no dice toda la verdad: demasiados titubeos, dema-
siadas incongruencias.
¿Y por qué no fueron detenidos los compadres de Miches?
¿Por qué no hay un rastro de las actas del segundo interrogatorio?
Hoy he tomado nota. Mañana veré el fundamento que tienen los
mal disimulados temores de fray Anselmo.
507
Está avejentado y muy gordo: mérito de la mesa del obispo. Ha
confirmado todo y ha añadido otras noticias.
Juan Micas, alias João Miquez, alias Jean Miche, alias Johan Mi-
ches, alias Giovanni Miches. De la rica familia sefardita de los Mi-
quez unida a la de los Méndez, banqueros del Emperador.
Un patrimonio considerable y tortuosos recorridos. Siempre en
equilibrio entre la gloria y la desventura, pero también capaces siem-
pre de encontrar una vía de salida. La conversión al cristianismo no
ha servido para impedir que sus amigos de antaño se transformaran
al día siguiente en sus perseguidores. Hábiles y astutos como pocos,
su fortuna despierta la codicia de muchos, pero han aprendido a de-
fenderla.Al cabo de algunos años se trasladaron a Venecia, donde em-
prendieron actividades comerciales varias.
508
Carta enviada a Bolonia, al Concilio ecuménico, desde la ciudad ducal de
Ferrara, dirigida a Gianpietro Carafa y fechada el 13 de junio de 1547.
509
Su riqueza debe de ser enorme y sus intereses llegan a implicar a al-
gunas de las familias patricias más antiguas de Venecia.
Pero lo que más interesará a Vuestra Señoría es sin duda el inten-
so comercio de libros que tiene a ellos como mecenas, socios de los
impresores y no responsables últimos de la difusión. Sobre esta últi-
ma actividad en particular he indagado durante la estancia veneciana
del último mes y los descubrimientos han sido bastante interesantes,
hasta el punto de conducirme aquí, a Ferrara, tras la pista del libro
prohibido.
Pero conviene que vaya por partes.
Llegué a Venecia con débiles indicios respecto a la implicación de
João Miquez en la difusión de El beneficio.
La única persona que consideraba en condiciones de darme al-
guna información útil era Bernardino Bindoni, el primer impresor
de El beneficio de Cristo. Bindoni es un pequeño impresor rencoroso
con los más grandes colosos como Giunti o Manucio, mezquino y,
en definitiva, reticente y poco dado a hablar del asunto; asunto al que
se ha referido siempre en pasado, las pocas veces que se le ha esca-
pado alguna alusión.
Pero al abandonar desilusionado su establecimiento tuvo la osadía
de aconsejarme que si estaba interesado precisamente en adquirir
una partida de El beneficio de Cristo debía dirigirme a los Judíos.
Ha sido más que una confirmación.
El impresor judío Daniele Bomberg me ha mandado, al final, a
uno de sus colegas, Usque de Ferrara.
Y aquí estoy en los territorios del duque Hércules II de Este. Si
tuviera que imprimir un libro declarado herético por el Concilio es
este indudablemente el lugar que elegiría. Aquí donde la Inquisición
tiene las manos atadas por el duque, hombre sanguíneo y que no ad-
mite ninguna injerencia de Roma. Ferrara, a medio camino entre
Venecia y Bolonia, entre la Serenísima y el Estado Pontificio, peque-
ña marca independiente con fácil salida al mar.
Ha sido un trabajo lento, de espera, pero que ha valido la pena.
Las barcas fluviales descienden por el brazo del Po desde Ferrara
hasta la costa, donde embarcan la carga en naves mercantes que se
dirigen al sur. Hay nuevas razones para considerar que los Usque
adoptan el mismo medio para hacer llegar las partidas de libros a las
naves venecianas que hacen escala un par de millas litoral adentro.
Así se explicaría la difusión de El beneficio a lo largo del Adriático,
a través de las naves equipadas por los Mendesi en Venecia, man-
dadas lejos de las costas ferraresas para añadir los libros a su carga
normal, y que se dirigen a continuación al sur, circunnavegando la
península.
510
Y sin embargo todo esto no desvela aún nada. Puesto que, señor
mío meritísimo, lo que se escapa aún es el porqué, por qué una rica
familia sefardita está interesada en difundir un libro cristiano.
Para favorecer a los adversarios de Vuestra Señoría, para ayudar al
cardenal Polo y a los espirituales. Esta es la respuesta probable. Para
hacer que sea cada vez más difícil aislar y golpear a los promotores
del libelo herético, como es intención de Vuestra Señoría.
Pude darme cuenta en Venecia de las sutiles estrategias de super-
vivencia adoptadas por estos ricos judíos. Los Mendesi sostienen su
propia fortuna sobre un bien calibrado equilibrio de poder, inter-
cambios de favores, participaciones comerciales, fajos de billetes. Esta
es la manera como han conseguido hasta ahora escapar siempre a las
persecuciones. Gente como ellos saldría perdiéndolo todo con un
aumento del poder de la Congregación del Santo Oficio, con el triun-
fo de la intransigencia. Con toda probabilidad esperan que sean gentes
como Reginaldo Polo las que acaben imponiéndose a los guardia-
nes de la ortodoxia, o bien hombres de letras moderados y toleran-
tes, hoy dispuestos a dialogar y a pactar con los luteranos, mañana tal
vez con los judíos.
En Venecia esta gente es bastante poderosa, no hasta el punto de
ser intocables, pero sin duda es difícil llegar hasta ellos con los me-
dios normales. Los judíos en general son un componente esencial de
la vida de dicha ciudad, formando a tal punto parte de ella que sin los
judíos Venecia correría el riesgo de hundirse. Tal como Vuestra Se-
ñoría sabe perfectamente, el orden de la Serenísima se sostiene sobre
un delicado encaje de competencias y poderes, de política y comer-
cio, en el que es poco menos que imposible encontrar una fisura.
Atacar a una familia como los Mendesi significaría tocar un nervio
vivo de Venecia, con todas las consecuencias del caso.
Por el momento me mantendré en Ferrara a la espera de una res-
puesta de Vuestra Señoría y tratando de recoger posteriores elemen-
tos sobre el desarrollo del asunto de El beneficio.
Beso las manos de Vuestra Señoría y me encomiendo a su gracia,
511
Carta enviada a Bolonia desde la ciudad de Viterbo, dirigida a Gianpietro
Carafa, fechada el 20 de septiembre de 1547.
512
comprobar, el radio de acción de los distribuidores de El beneficio de
Cristo está ampliándose: hace diez días fueron encontrados doscien-
tos ejemplares del libelo en Nápoles. Este es el más importante de los
seis secuestros que han tenido lugar hasta ahora. En dos de ellos, con
objeto de encubrir el transporte de los libros, se aparentaba estar ha-
ciendo negocios de la rica familia sefardita de los Mendesi, de cuya
implicación en la operación podemos ahora estar más que seguros.
He obtenido de las autoridades locales una primera lista de nom-
bres de personas que creo que es mejor vigilar a distancia.
Simone Infante, en el reino de Nápoles; Alfredo Bonatti, para los
ducados de Mantua, Módena y Parma; Pietro Perna, en el ducado de
Milán; Nicolò Brandani, en Toscana; Francesco Strozzi y Girolamo
Donzellini en Venecia.
Se trata de un proveedor de la corte de Nápoles, de un cortesano
que goza del favor del duque de Mantua, de un vendedor ambulan-
te que intercambia libros con los exiliados basilenses, de un miembro
del gremio de la lana de Florencia y de dos literatos escapados de
Roma.
Estas personas nos revelan mucho acerca de la aceptación que
puede tener en Italia El beneficio. Se trata de personajes cultos, próxi-
mos a las cortes de sus señores y susceptibles de servir de vehículo de
ideas entre la nobleza y los miembros de las clases mercantil y artesa-
nal. Peces chicos que, sin embargo, pueden volverse peligrosos con el
paso del tiempo.
Mi consejo es que, si no es posible procesar a los poderosos Men-
desi, podría ser conveniente comenzar por los últimos eslabones de
la cadena para hacer sentir en el cogote de los sefarditas el aliento
del Santo Oficio.
No me queda sino decir que espero órdenes de Vuestra Señoría,
encomendándome a vuestra gracia.
513
CAPÍTULO 25
Venecia, 2 de enero de 1548
514
dice sentirse provocada por mí, poder notar mi humanidad bajo la
coraza que llevo desde hace demasiado tiempo, bajo la materia re-
fractaria en que he transformado mi piel para no verme nuevamente
herido.
Otro sorbo de vino.
Esta mujer. Esta mujer que me quiere.
Beatrice.
Lo que podría ser.
Ya.
515
CAPÍTULO 26
Delta del Po, 26 de febrero de 1548
A lo largo del brazo del Po que une Ferrara con la costa, con qui-
nientos ejemplares de El beneficio de Cristo cargados en dos embarca-
ciones que han puesto a nuestra disposición los Usque. El sol está
alto sobre las limosas aguas, escrutadas por las aves a la caza de algo
que comer sobre nuestras cabezas y en los roquedales del río. El hú-
medo frío nos deja ateridos, bajo las pesadas capas de lana.
Reparo en ellos demasiado tarde.
La barca que transporta la primera mitad de la carga da un golpe
de timón delante de nosotros: desvía la proa a la derecha para evitar
la balsa que ha aparecido de improviso de entre el cañaveral hacia el
centro del río. A mis espaldas el juramento del timonel. En cuestión
de segundos la barcaza desaparece por un canal secundario, la embo-
cadura invisible debido a la tupida vegetación. La balsa inmediata-
mente detrás, a bordo tres formas encorvadas.
Instintivamente echo mano al arcabuz, trato de apuntar, pero ya
han desaparecido.Al timonel:
–¡Sigámoslos!
Un brusco viraje, para no quedarse atrás. Se oyen gritos y zambu-
llidas en el agua, tomamos por el estrecho canal, únicamente para to-
parnos con el bracear confuso de los dos barqueros. La balsa y la bar-
ca están alejándose. Los subimos a bordo. Uno pierde sangre por una
sien, la cabeza medio rota.
–¡No hay que perderlos!
Sebastiano el Jorobado se pone a jurar y planta la larga pértiga en
el fondo, empujando hacia delante.
Mientras envuelvo la cabeza del herido con un paño, me vuelvo
hacia el otro superviviente:
–¿Quiénes coño son?
Responde casi sin aliento:
–Bandidos, don Ludovico, una emboscada. Bandidos sin Dios.
¡Ved en qué estado lo han dejado!
También yo empuño una pértiga, erguido en la proa, surcan-
do un recodo desconocido. La voz cavernosa del barquero de los
Miquez:
–Esto es peor que un laberinto, señoría. Pantanos y serpientes,
miles y miles. De esta no vuelve nadie.
Protesto:
516
–Hay más de media carga en esa barca. No tengo la menor inten-
ción de perderla.
Entreveo la popa de la barca, no viajan demasiado rápidos, tal vez
no se esperan ser perseguidos. Otro recodo desconocido a la izquier-
da y luego de nuevo la entrada de un estrechísimo canal nos hace
perder la orientación. Mediodía, hace un sol de justicia, el horizonte
inaccesible: ningún punto de referencia. Estamos ya por lo menos a
un par de leguas lejos del río.
Empujo la pértiga con todas mis fuerzas, mientras pienso que
solo había venido a Ferrara a despachar un encargo. Si me pongo
a pensar dónde estoy y lo que estoy haciendo, casi me entran ga-
nas de echarme a reír, pero me contengo, ya que detrás de mí Se-
bastiano escupe, jura y suda la gota gorda mientras golpea el fondo
del río.
Veo desaparecer ante mis ojos las dos embarcaciones, como traga-
das por el agua. Busco un detalle, un simple detalle en la orilla del
canal para fijar el punto exacto en el que las he perdido de vista. Un
árbol muerto, con las ramas inmersas.
–¡Más rápido, más rápido!
Las blasfemias de Sebastiano marcan el ritmo de las brazadas. He
aquí el árbol. Hago un gesto al Jorobado para que se detenga. Hurgo
en la orilla opuesta con la pértiga, hasta descubrir un punto en el
que el cañaveral se vuelve un poco más ralo. No parece un paso
practicable, pero no pueden haber ido por ninguna otra parte.
–¡Adentro!
Sebastiano insiste:
–Señoría, hacedme caso, por ahí es imposible pasar.
Una ojeada al herido. La hemorragia se ha detenido, pero ha per-
dido el conocimiento. El otro barquero me mira con decisión y
recoge un pequeño remo:
–Vamos.
Abro camino a la barca separando las cañas, que vuelven a cerrar-
se sobre nuestras cabezas y detrás de nosotros. Con la ayuda de la
pértiga exploro el cañaveral palmo a palmo, a escasa distancia de
la proa. Esta selva podría extenderse uniforme y compacta a lo largo
de muchas leguas alrededor de nosotros. He de pensar únicamente
en el invisible sendero de agua que la atraviesa, presintiendo dónde
presenta menos resistencia la vegetación. Avanzamos cautelosamen-
te, en absoluto silencio. Las cañas se terminan de repente. Una maris-
ma se extiende hasta un islote llano y arenoso.
La barca. Cinco hombres: uno la asegura, los otros cuatro trans-
portan dos cajas. Se adentran por una lengua de tierra. Mis dos re-
meros reanudan el ritmo, mientras yo vuelvo a coger el arcabuz. No
517
nos han visto. Surcamos raudos las aguas estancadas. Levanta la mira-
da demasiado tarde, cuando ya estoy apuntando. El disparo levanta
bandadas de aves en todas las direcciones. Cuando el humo se des-
peja lo veo arrastrarse hacia sus compañeros. Una caja es abandona-
da, lo cargan a hombros. De repente, nos quedamos encallados junto
al islote. Desenvaino la daga y soy el primero en saltar a tierra: en el
lodo hasta la cintura, plantado como un palo. Hasta me dan ganas de
reír. Sebastiano salta a tierra más allá y me saca en peso.
–¡Vamos, vamos, señoría, que se nos escapan!
Al otro barquero:
–Carga el arcabuz y quédate de guardia en la barca.
Al trote corto por la lengua de tierra. Los vemos echar a andar
con la caja y el herido. Las blasfemias de Sebastiano son proyectiles
disparados sobre los fugitivos.Voy con la lengua fuera y tengo muchas
ganas de echarme a reír.
Otro claro inundado y lleno de islotes atestados de cañabrava. Si
corro un poco más seguro que me revienta el corazón.
De repente se paran.
Aminoro la marcha.
Sebastiano se pone a mi lado lanzando escupitajos. Respiro a
pleno pulmón, cargo la pistola. Avanzamos, parecen armados solo
con bastones. El herido está extendido en el suelo, podría estar
muerto. Caras mugrientas y espantadas, sucios jirones cubriéndo-
los. Flacos, el pelo pegoteado a la cabeza como casquetes de barro.
De una flacura que impresiona, pies descalzos. Ahora estamos ya
muy cerca, apunto con la pistola, una ojeada al pobre miserable que
se encuentra en el suelo: no está desmayado, parpadea. No veo
sangre.
En ese momento, aparecen.
Un breve susurro de cañas y asoman una treintena de fantasmas
harapientos, bastones de punta acerada y hoces en mano.
Mierda.
En torno, la marisma hasta donde alcanza la vista, mis bonitas ro-
pas, el jorobado Sebastiano apoyado en la pértiga, rodeados por los
salvajes.
Así pues, ¿así tenía que terminar la cosa?
Esta vez me río. Me río con ganas, desenfadadamente. Con la risa
saco fuera la tensión y el cansancio. Debe de asombrarlos no poco,
porque aprietan sus herramientas contra el pecho y se echan para
atrás dubitativos.
De la tupida vegetación se alza un alboroto. Una forma destaca
sobre todas las demás. Una cogulla cubierta de barro, dos palos ata-
dos formando un crucifijo cuelgan de su cuello. En la mano aprieta
518
un nudoso bastón, con el que suelta golpes a diestro y siniestro, mas-
cullando palabras incomprensibles.
Se acerca a la caja y la abre.Veo que levanta la vista al cielo, des-
consolado. Increpa de nuevo a la turba en tono de reproche.
Viene hacia nosotros:
–Perdón, perdón, fratres, perdón.
La barba gris más larga que la mía, incrustada de barro e insectos.
Los ojos, dos brasas azules entre las arrugas en las que parece anidar
una mugre secular. Los cabellos le llegan hasta los hombros y recuer-
dan el nido de un pájaro.
–Perdonad, fratres. Mentes simples, sicut pueri. Para comer, comer
solum. Nunquam libres videro, no saben.
En ese momento comienzo a notar movimiento en los islotes. El
cañaveral tiene un orden artificial, se entrevén tabucos, sombras ani-
madas.Amplias redes sujetas por cuerdas y palos a flor de agua.
Una aldea. ¡Dios mío, el cañaveral es una aldea!
–Ellos no conocen vuestra misión. No pueden. No saben leer.
No malvados, ignorantes.Yo –se lleva la mano al pecho–, fray Luci-
fer, franciscano.
Busca las palabras:
–No temáis, fratres reverendísimos, yo sé. Misales de abadía. –Se-
ñala la caja–. Libros cristianísimos. Ellos no saben.
Se vuelve hacia su grey, con frases imposibles de entender para
nosotros, pero que suenan como algo tranquilizador.
–Venid, venid.
Como una señal, y el claro cobra vida. Mujeres y niños salen de
las cabañas y se asoman a la marisma. Los hombres afluyen hacia las
casuchas en medio de un vocear difuso. El herido es levantado, habla,
comparte también el estupor de los demás.
Sebastiano está con la boca abierta. Me lo llevo, intimándolo a
que se esté callado.
Fray Lucifer, portador de luz al pueblo de los marginados, ocultos
en las marismas del Po como en una fortaleza inexpugnable. Una
marisma que se extiende desde la desembocadura del río hasta la re-
gión de las Romañas.Tierra de nadie, lejana y salvaje como el Nue-
vo Mundo. Fray Lucifer, dispuesto a evangelizar a estos olvidados
hace casi treinta años, y olvidado a su vez él también aquí. Lejos de la
lengua corriente y del destino de los estados. Perdido en medio de
una mancha de tinta en el mapa, siguiendo el ejemplo del hermano
Francisco de Asís, como si hubiera arrancado la cruz de Cristo para
plantarla en las arenas movedizas de estas landas, desafiando la supers-
tición pagana.
Treinta años.
519
Casi imposible de imaginar. Treinta años de distancia de los destinos
de la Iglesia. De Lutero, de Calvino, de la Inquisición y del Concilio.
Cultivando una fe fundada en la pura caridad con los humildes.
Haciendo caso omiso de nuestras ropas, nos ha tomado por mi-
sioneros igual que él, fray Tiziano y fray Sebastiano, enviados por la
abadía de Pomposa, a fin de difundir la doctrina y el libro para ense-
ñarla. Nos ha cubierto de sinceras lisonjas y pedido que oficiáramos
la misa en su lugar. No he podido negarme.
Y así don Ludovico, regentador del burdel más lujoso de Venecia,
bajo la apariencia de fray Tiziano, se ha encontrado ante el pueblo
entero de la marisma celebrando el único rito religioso del que es
capaz. Ha rebautizado a todos los adultos. Del primero al último.
En el momento del regreso se nos ha proporcionado un guía y
un barril de anguilas vivas como regalo, a cambio de una nueva fe
y de dos copias de El beneficio de Cristo.
520
El diario de Q.
Noticias de Venecia
–La Inquisición veneciana anda tras la pista de un franciscano,
conocido con el apodo de fray Álamo, activo en la zona de Pole-
sine. Muchos campesinos de esa región han revelado bajo confesión
haber sido bautizados por él «en la nueva fe del beneficio de Jesu-
cristo».
–Al otro lado del Po, una familia de pescadores se negó a hacer
bautizar a su hijo, «ya que todavía no puede comprender el misterio
de Jesucristo en la cruz». No hicieron la menor mención a fray
Álamo.
521
–En Bassano una mujer ha pedido refugio en un convento de
monjas, porque el marido la pegaba para convencerla de que se hi-
ciera bautizar de nuevo. En casa del hombre ha sido encontrado un
ejemplar de El beneficio de Cristo.
27 de febrero de 1548
522
El diario de Q.
523
Nuestro anabaptista es un alemán que vive en Venecia.
Que es como decir una aguja en un pajar.
5 de mayo de 1548
524
El diario de Q.
Han llegado de Ferrara las actas del interrogatorio de un tal fray Lu-
cifer, relativas a la difusión de la herejía entre las comunidades de los
llamados «piratas del Po», vieja plaga de los mercaderes ferrareses, re-
cientemente extirpada por el duque Hércules II de Este.
El interrogado ha dado señales evidentes de locura, declarando
ignorar en qué año de gracia estamos viviendo y manifestando el
convencimiento de que León X es todavía Papa.
Acusado de haber introducido rituales heréticos y paganizantes
entre los fugitivos de la ley de las marismas y en particular de practi-
car el bautismo de los adultos, se ha defendido sosteniendo haber re-
cibido esa consigna de un misionero, un tal fray Tiziano, que le fue
enviado por el abad de Pomposa. Aquel le habría hecho entrega del
librum de nova doctrina, El beneficio de Cristo, imponiéndole acto segui-
do el segundo bautismo.
17 de agosto de 1548
525
«Y me invitó a considerar que habiendo preguntado a un niño de
cinco años quién era Jesucristo, le respondió: una estatua. Y de lo
cual deducía él que no era justo suministrar la doctrina a mentes in-
capaces de comprender...».
«Dijo que la devoción por las estatuas y los simulacros abría el ca-
mino a una fe ignorante e inepta...»
«Sí, afirmó llamarse Tiziano y dirigirse a Roma...»
El niño y la estatua.
Estremecimientos. Estremecimientos en la cabeza.
El niño y la estatua.
Algo distante que se acerca a gran velocidad, arrastrado por un
viento que barre la memoria.
El niño y la estatua.
526
CAPÍTULO 27
Venecia, 30 de agosto de 1548
527
–¿Funcionará?
–Espero que sí.
–Mierda. No me gusta, João, no me gusta en absoluto.
–Ha sido pura casualidad, estoy convencido. Mala suerte e impru-
dencia.
Presentimientos pesimistas, no consigo pensar.
El mayor de los Miquez me obsequia con su sonrisa más sincera:
–Estate tranquilo. Soy todavía el financiero más importante en la
ciudad. No se atreverán a tocarnos.
Aprieto las manos contra ambas paredes, como si quisiera despla-
zarlas:
–¿Hasta cuándo, João? ¿Hasta cuándo?
Venecia, 3 de septiembre
528
El diario de Q.
Archivo de la Inquisición.
Tres alemanes implicados en procesos de herejía:
529
las paredes de las iglesias de San Mosè y San Zaccaria. Condenado a
borrarlos y a pagar una ofrenda de ciento cincuenta ducados para las
dos iglesias.
–Werner Kaltz, veintiséis años, vagabundo, procedente de la ciu-
dad de Zurich, procesado por brujo, por sus actividades de quiro-
mante, alquimista y astrólogo. Evadido de la cárcel de los Plomos, si-
gue huido.
530
CAPÍTULO 28
Venecia, 18 de octubre de 1548
Se han hecho preceder por una carta. Por esto estamos en el muelle,
la mirada muy pendiente del canal de la Giudecca, por donde debe-
rán aparecer.
Bernardo Miquez pasea de un lado a otro. João está parado como
una estatua, elegantísimo como siempre, guantes de cuero colgados
del cinturón y anchas mangas del jubón que flotan al viento.
Demetra me ha hecho una bufanda de lana para este gélido oto-
ño. Tengo que estarle agradecido, porque el cuello me juega malas
pasadas desde hace un tiempo.
Observo las barcazas que pasan lentas hacia los atracaderos y va-
cían su carga humana variopinta y extraña.
–¡Para el Dux y San Marcos!
Me estremezco ante la voz chillona de un gigantesco mirlo negro
transportado en una jaula.
João ríe sonoramente ante la expresión que pongo yo:
–¡Pájaros que hablan, compadre! Esta ciudad no dejará nunca de
asombrar.
Bernardo se inclina hacia delante hasta el borde del muelle, expo-
niéndose casi a perder el equilibrio:
–Ahí están.
–¿Dónde? –Tengo para mí que mi vista ya no es tan aguda como
en otro tiempo.
–¡Allí, acaban de aparecer ahora!
Finjo reconocer la embarcación que es aún una mancha oscura:
–¿Son ellos de veras?
–¡Por supuesto! ¡Mira a Sebastiano!
–¡Por Moisés y todos los profetas! Ahí está Perna. ¡Lo ha consegui-
do! Duarte lo ha conseguido. –João se permite un gesto de exultación.
531
a todos ellos, bastardos, mira, Ludovico, así de grandes eran las ratas, y
unos guardianes que parecían los monstruos del Apocalipsis, ten a un
hombre en esas mazmorras durante un año y te confesará lo que
quieras, incluso que... ah, y luego lo escriben todo, todo, no se dejan
ni una coma, nunca falta un escribano de los cojones que escribe lo
que tú dices, rápido, escribe rapidísimo, sin levantar la mirada nunca
de la hoja, estornudas y él lo pone en el papel, ¿entendido?
Los cuatro pelos que le quedan los tiene revueltos, ojeras profun-
das y mandíbulas que quisieran hincarse en el filete que Demetra le
ha servido, si no las tuviera ocupadas en ese torrente en crecida.
Traga finalmente el primer bocado y parece recuperar la lucidez
necesaria.
Apenas levanta los ojos del plato:
–¿Han atrapado a algún otro?
–A Infante en Nápoles.
Un resoplido.
–Y no es la peor noticia.
Los ojillos de Perna me escrutan con aprensión:
–¿A quién también?
–A Benedetto Fontanini.
El librero se pasa las manos por la cabeza para peinarse los cuatro
pelos que le quedan:
–Santo cielo, estamos hundidos en la mierda...
–Lo han encarcelado en el monasterio de Santa Justina, en Padua,
bajo la acusación de ser el autor de El beneficio de Cristo. Corre el
riesgo de pudrirse allí dentro para siempre.
Perna vuelve a levantar la cabeza:
–A partir de ahora hay que estar particularmente atentos. –Nos
pasa revista a los tres–.Todos. –Se detiene en João–: Y tú no te creas
que estás más seguro que nosotros, socio, que si se ponen en serio
son jodidos para todo el mundo. Aquí en Venecia por ahora estamos
en lugar seguro, pero nos han dado un aviso.
–¿Qué quieres decir? –Le vuelvo a llenar el vaso de vino.
–Han comprendido. Saben que existimos, quién está metido en
esto. Primero detuvieron a João, luego a mí y a ese pobre de Infante.
Luego van a pescar a Benedetto de Mantua... –Mastica y deglute.
Duarte nos mira a todos:
–¿De quién estamos hablando?
El tenedor de Perna cae dentro del plato. Silencio. El Tonel está
cerrado, estamos solos, tres sefarditas y dos inveterados descreídos
sentados alrededor de una mesa conspirando: la alegría de cualquier
inquisidor.
Perna se ovilla como un gato:
532
–Estamos hablando de Pichadurísima, señores, sí, Su Eminencia
Pichadurísima Giovanni Pietro Carafa. Hablamos de los guardianes
de la ortodoxia. De quienes quisieran hacerse un colgante con las
pelotas de Reginald Pole y de sus amigos. Unos grandes bastardos,
tanto ellos como sus esbirros.Todavía no los han puesto tras nuestros
pasos, pero no tardarán en hacerlo, ya lo veréis. –Una mirada a João–.
Y a esos, socio, no los compras, ¿entendido? Incorruptibles bastardos.
Lo interrumpo:
–Ni Milán, ni Nápoles, ni mucho menos Venecia dejarán que la
Inquisición de Roma meta la nariz en sus asuntos.
–Negocios, esta es la palabra adecuada. Por ahora no tienen nin-
gún inconveniente en dejarles el campo libre, tienes razón. Pero todo
depende de quién suba al solio pontificio, de quién establezca las re-
glas después de que Paulo Tercero haya estirado la pata. Pero de todas
formas, para evitar toda injerencia de Roma, los venecianos podrían
pensar en arreglar sus cuentas con nosotros, sin esperar a Carafa ni a
sus amigos.
Se traga el bocado:
–Qué asco, cuando vuelvo a pensar en esa letrina, se me van las
ganas de comer.
533
El diario de Q.
De las miradas atónitas y de las bocas cerradas emerge solo la voz ní-
tida de Beatrice:
–Los subterfugios a que la vida ha obligado a mi familia no han
impedido nunca apreciar la sinceridad, Ludovico.
Sonríe, mis palabras no han desarmado sus ojos negros:
–Deja por tanto que recompense tu franqueza. No eres tú la cau-
sa del peligro que nos amenaza: todos sabíamos desde un comienzo
535
con qué riesgos nos íbamos a encontrar al embarcarnos en la empre-
sa común de difundir El beneficio de Cristo. Hemos desafiado la exco-
munión del Concilio, la Inquisición, las ambiguas estrategias de los
poderosos venecianos. ¿Con qué fin? La guerra espiritual desencade-
nada por los perros del Santo Oficio es una amenaza para todos nos-
otros. Fingir no saberlo no nos salvaría. Solo hace falta mirar a quién
tienes delante: a un librero clandestino, a la regentadora de un burdel
y a una rica familia judía en fuga desde hace medio siglo.Y luego
estás tú: hereje, marginado, ladrón y rufián. Somos todo lo que ellos
quieren barrer de en medio. Si vencen nos despojarán de todo, ocu-
parán todo el espacio ellos. Seremos encerrados, los más afortunados
morirán.
Beatrice se acerca a la ventana, más allá de la cual se entrevé el ca-
nal de la Giudecca al fondo de San Marcos. Sigue siendo una silueta
oscura.
Prosigue:
–Has hablado de un destino personal con el que saldar cuentas.
Del ala negra que revolotea sobre tu cabeza desde toda la vida y bo-
rra todo lo que te es querido.Tus preocupaciones son nobles y sensa-
tas, pero cada uno debe cumplir con su papel.También yo estoy con-
vencida de que es útil separarse, pero a condición de quedar unidos
en el propósito de un plan común. La pista de Tiziano que se aleja,
sembrando herejía y confusión, puede llevar a los perros por un ca-
mino equivocado, confundir al olfato, volver más lento su avance, en
espera del nuevo Papa. Pero si va a ser esta tu tarea, cada uno de nos-
otros debe tener otra.
João se pone en pie, nada de sonrisas:
–Tú, tía, podrías mantener abierta la vía de escape. Tu carisma y
tus conocimientos en la corte de Ferrara, donde estamos bien vistos
por los préstamos al duque y por tu refinamiento, pueden garantizar
un refugio seguro para todos, si las cosas fueran a precipitarse.Yo me
quedaré aquí en Venecia, con objeto de hacer valer nuestras genero-
sas donaciones.Ya es hora de que los patricios y los mercaderes de
esta ciudad den muestras de conceder todo su peso a quien mantie-
ne en pie su fasto y sus negocios. Mientras tanto puedo encargarme
de los nuevos intercambios comerciales, las rutas que hemos abierto
con el Turco.
Se vuelve hacia Perna:
–Es mejor que tú te mantengas alejado por un tiempo. Serás mi
agente en las costas orientales. Difundirás la nueva traducción de El
beneficio de Cristo en Croacia y en Dalmacia, hasta Ragusa y más allá.
No te ocuparás tan solo de libros, sino que serás también mi agente
de enlace fuera del alcance de la Inquisición.
536
El pequeñajo se pone en pie de un salto:
–¡Vender libros a los Turcos! ¡Estoy soñando! ¡Entrar y salir de
esas viejas barcas hediondas! ¡Eso es lo que le toca en suerte a Pietro
Perna, uno que tiene su nombre, que es respetado desde Basilea hasta
Roma! ¡Ludovico, di tú algo!
–Sí, exactamente, necesitas un nombre nuevo. Quizá menos res-
petable, pero menos conocido por los esbirros.
Perna se encoge en el asiento, desapareciendo casi en él, los pies
colgándole.
João sonríe a Demetra:
–La fascinante doña Demetra continuará regentando el Tonel
como si nada pasara, con los oídos siempre atentos a cualquier indis-
creción de sus acaudalados clientes. Cualquier información puede
ser preciosa.Velaremos por ella y por las chicas en ausencia de Ludo-
vico.
Beatrice:
–Es inútil negar que nuestro destino depende en buena medida
de quién sea el próximo Papa. Esperaremos a ese momento para de-
cidir cómo movernos a la luz de la nueva situación.
Bernardo está llenando las copas. João es el primero en alzarla, ha
recuperado la sonrisa:
–¡Por el futuro Papa, entonces!
Nos desahogamos con una estruendosa carcajada.
537
El diario de Q.
538
CAPÍTULO 30
Venecia, 16 de noviembre de 1548
539
Así, partimos sin tiempo siquiera de pensar.
Ferrara. De allí deberá arrancar el viaje de Tiziano. Un viaje largo
esta vez, con la ciudad estense como casa segura a la que volver para
recabar noticias sobre la situación en Venecia. Quiero dirigirme al
sur, hacia Bolonia y pasar los Apeninos, llegar a Florencia. Antes de
despedirme de él, Perna me ha dicho que no puedo morir sin haber
visto Florencia. Pobre del pequeñajo de Perna, mandado a la costa
croata. No tengo la menor duda de que sabrá demostrar lo que vale
también allí; llora y se desespera el librero Pietro, pero después de
todo su gran cabeza pelada siempre sale ilesa, dispuesta a reanudar su
infinita verborrea.
Ya estamos en ello, pues. Estamos en la carrera final, el último tra-
mo del camino y una nueva aventura. Soy un loco, viejo pájaro enca-
ramado en este asiento, con mi barba gris y los achaques que no me
dejan tranquilo. Estoy loco y todavía me entran ganas de reír. No
me lo creo aún, estar de nuevo de aquí para allá, volver a predicar
tempestades. Se me ocurre pensar en el momento en que empezó
todo. Se me ocurre pensar que la vida ha coincidido con la guerra, la
fuga, chispas que incendian la llanura y olas de agua que la recubren.
Debería dejar caer mis cansados huesos en algún agujero y desapare-
cer sereno, poquito a poco, acunado por el recuerdo, los rostros de las
mujeres y de los amigos. En cambio, aquí estoy de nuevo, perseguido
por los perros, ajustando las cuentas de todos esos rostros. La obse-
sión de un viejo hereje que no puede resignarse.
Último desafío, última batalla. Habría podido morir en Franken-
hausen, en las plazas de Münster, en Holanda, en Amberes, en las cár-
celes de la Inquisición. Estoy aquí.Y dar por finalizado el juego, re-
solver el enigma, es lo último que me queda por hacer.
540
El diario de Q.
541
Carta enviada a Roma desde Venecia, dirigida a Gianpietro Carafa, fechada
el 17 de noviembre de 1548.
Señor mío:
Precisamente hoy acaba de llegarme vuestra urgentísima comuni-
cación. Recibiréis esta mía como máximo dos días antes de mi llega-
da a Roma. Estaré a vuestra disposición de inmediato para las tareas
que Vuestra Señoría quiera confiarme.
Es mi deber y mi deseo informaros de que el repentino empeora-
miento de la salud del papa Farnesio, me aparta, con un disgusto que
no oculto, de una pista fecunda relativa a la difusión de El beneficio de
Cristo. Imagino que en los planes de Vuestra Señoría para obstaculi-
zar a Reginaldo Polo está precisamente la cuestión de ese tratadillo.
Confío, por tanto, en que el precipitarse de los acontecimientos no
comporte más que la simple suspensión de la indagación que desde
hace ya meses vengo realizando, pues está lejos aún de haber sido con-
cluida y de haber agotado su interés.
Confiando en la rapidez de las cabalgaduras italianas para poder
estar cuanto antes a vuestra disposición, beso las manos de Vuestra
Señoría.
542
CAPÍTULO 31
Finale Emilia, puesto fronterizo entre los ducados de Módena
y de Ferrara, 2 de abril de 1549
543
Ojos cerrados como ranuras y patas extendidas, solo un leve mo-
vimiento de la cola y el alzarse de una ceja. Sus expresiones recuer-
dan también las del amo.
Me desperezo produciendo un notable crujir de huesos.
–Dentro hay sopa caliente, si queréis. Pedídsela a mi mujer.
–Estupendo. Pero ¿no querréis servírsela al obispo, supongo?
Se detiene perplejo, rascándose la sudada nuca:
–Bueno, no tenemos grandes señores por estos lugares. Nunca ha
venido ningún obispo aquí.
Me inclino para comprobar que las rodillas aún funcionan, hago
girar un poco la cabeza y estoy como nuevo.
Reflexiona sobre ello:
–En efecto, menudo problema.Todo el séquito, los lacayos...
–Los secretarios, los servidores, la guardia personal...
Resopla preocupado y se encoge de hombros:
–Tendrán que contentarse con lo que hay.
Sube las escaleras para entrar en casa.
–Para los lacayos y la guardia la sopa está bien. Pero para el obispo
haría falta algo de caza...A propósito, ¿quién es?
Se para en la puerta:
–Un cardenal-obispo, Su Señoría Giovanni Maria Del Monte
Ciocchi.Viene de Mantua, en viaje hacia Roma.
–Ah, sí. Será por el Cónclave... Dicen que el Papa está mal, pero
ya se sabe que a los papas les cuesta morirse...
Se mira la punta de las botas perplejo, sin saber si mandarme al
diablo o darme cuerda.
–Yo no sé un carajo. Lo único que sé es que tengo que dar hos-
pedaje al obispo y a su séquito por una noche.
–Sí, sí. Pero no tenéis caza que servir para la cena.
Se pone morado, si no estuviera la escalera de por medio temería
por mi pescuezo:
–¡Hoy no hay! ¡Esto es una casa de postas, no un albergue!
Entra en casa.
Me río solo y me acerco al perro. Ahora parece tranquilo, se deja
acariciar, no debe de tener ya más ganas de gruñir, y tampoco de vi-
vir. Dentro de poco sonará su hora.
–No estás mejor que el Papa. Pero por lo menos tú no tienes una
bandada de buitres revoloteando sobre tu cabeza.
El cardenal Del Monte.
¿Guardián de la ortodoxia o espiritual?
¿Con Carafa o con Pole?
Mantuano.
El perrazo me planta en la cara un bostezo desdentado.
544
Mantuano, como fray Benedetto Fontanini.
¿Guardián de la ortodoxia o espiritual?
545
Llueve a cántaros, pero tengo muchas ganas de fumarme un cigarro.
Al resguardo de una techumbre soplo el humo de cara al temporal.
Del viejo perro ni rastro. El reflejo de los ojos de un gato, antes de
que desaparezca tras una reja.
Bautizaré con método, solo a la gente justa que pueda constituir
el núcleo de una secta propiamente dicha.A los inquisidores les gus-
tan las sectas, es posible fantasear sobre ellas hasta el infinito, se les
puede achacar todo: el descontento popular, la peste, la prostitución,
la esterilidad de tu mujer... Se necesitan apóstoles, que vayan de aquí
para allá rebautizando, precisamente como hizo el viejo Matthys. No
falta quien ha pensado ya en él, algún ferrarés, pero tengo que llegar
más lejos: Módena, Bolonia, Florencia. Luego están las Romañas.
Parece que los habitantes de esas tierras son los más turbulentos de
todos los súbditos del Papa. Podría ser interesante que alguien llegara
hasta allí. Herejía y revuelta: ¿hace falta algo más?
Sostengo el cigarro entre los dientes y cruzo las manos tras la es-
palda. Un escalofrío me dice que es mejor volver adentro. No puedo
permitirme caer enfermo.
En la sala la chimenea está aún encendida, alguien está reavivando
el fuego con un atizador, forma oscura de espaldas, sentada en una de
las viejas sillas de madera de la posada. Una camisa de franela larga
hasta los pies que cubre todo el tonelaje y la birreta encarnada sobre
la cabeza tonsurada.
Apenas se vuelve al advertir mi presencia.
Me apresuro a tranquilizarlo:
–No temáis, Señoría, solo es el paso de un insomne.
Un hablar extraño, entre el refunfuño y el resoplido, ojos con
ojeras hundidos sobre unas mejillas llenas de arrugas.
–Entonces ya somos dos, hijo.
–¿Puedo ayudaros en algo?
–Solo trataba de reanimar este fuego para conseguir leer algunas
líneas.
Me acerco, recojo el soplillo y me pongo a soplar sobre el rescoldo.
–El insomnio es una mala bestia.
–Ya podéis decirlo bien alto. Pero cuando se ha alcanzado la edad
de sesenta y seis años no hay que lamentarse demasiado y conviene
aceptar con humildad lo que el buen Dios tenga a bien mandarnos.
Hemos de estar agradecidos de tener aún una buena vista para poder
leer y engañar las horas nocturnas.
El fuego ha reanudado su chisporroteo, el cardenal Del Monte
recoge el libro abierto del suelo. Entreveo el título a la luz de la chi-
menea y no puedo contener la sorpresa.
546
–¿Leéis a Vesalio?
Un farfulleo de incomodidad:
–El buen Dios tendrá a bien perdonar la curiosidad de un viejo
que no se reserva para sí mismo otro placer que el de estar al tanto
de las extravagancias alumbradas por la mente humana.
–También yo he leído este libro. Extravagante de verdad todo ese
manipular cadáveres, pero lo que finalmente parece derivarse de ello
es un gran homenaje a la grandeza de Dios y a la perfección que
supo crear, ¿no os parece? Si fueran más quienes cultivasen la misma
curiosidad que vos tal vez se evitarían muchos malentendidos, como
el de ver el mal allí donde no hay ni rastro de él.
Me observa con expresión burlona, parece un viejo oso bona-
chón, arrellanado en la silla:
–¿Así que lo habéis leído? Pero ¿a qué os referís cuando habláis
de malentendidos?
Lo pongo a prueba.
–Muchos fervientes cristianos en la actualidad corren el riesgo de
caer presos por sus ansias de renovar y traer una savia nueva a la Igle-
sia de Roma. Son señalados como miembros de sectas peligrosas,
como alquimistas, brujos, apestados. Son procesados como enemigos
de la Iglesia, luteranos, cuando ellos nunca, pero que nunca han osa-
do poner en entredicho la autoridad infalible del Papa y de los teó-
logos. Con solo que alguien prestara a las ideas de estos una centési-
ma parte de la atención que vos ahora mostráis, creo que no sería
difícil distinguirlos de los herejes de más allá de los Alpes y de los cis-
máticos.
Del Monte me mira con aire paternal:
–Hijo, ahora, delante de este fuego, tú y yo no somos más que
dos insomnes. Por la mañana yo seré de nuevo el cardenal-obispo de
Palestrina y podría no poder permitirme esta liberalidad. Es difícil
combinar de forma armónica al mismo tiempo la responsabilidad de
una grey amada que hay que defender y la justa medida en reprender
a las ovejas descarriadas por el camino, extraviadas por el intelecto,
por malas lecturas e insanas deducciones.
Decido ir hasta el fondo:
–Yo temo la imprudencia y el miedo de los jueces, temo que cer-
cenen el espíritu renovador, midiendo a todos con el mismo rasero...
El cardenal frunce los ojos:
–Estáis pensando en algo concreto, ¿no es así?
–En efecto. No sé si puedo permitirme hablar de ello a Vuestra
Señoría, pero esta hora tardía y la intimidad que me brindáis me ani-
man a decir unas pocas palabras acerca de un asunto que me aflige
desde hace tiempo y que tiene que ver con un paisano vuestro.
547
–¿Un miembro de mi diócesis?
–Y hombre piadoso, Eminencia. Fray Benedetto Fontanini de
Mantua.
Ninguna reacción, el paso está dado, no puedo echarme ya atrás.
–Encerrado desde hace meses en el monasterio de Santa Justina
de Padua, bajo la acusación de ser el autor de El beneficio de Cristo.
Reo de apostasía.
Un carraspeo:
–Sobre ese libelo pesa la excomunión, hijo.
–Lo sé, Eminencia. Pero seguid mi razonamiento, os lo ruego. La
excomunión del libro por parte del Concilio de Trento se remonta a
mil quinientos cuarenta y seis, y por un motivo muy concreto: solo
entonces, en efecto, los doctores de la Iglesia fijaron definitivamente la
doctrina católica en materia de salvación, declarando herética la so-
teriología luterana. Pues bien, fray Benedetto escribió El beneficio de
Cristo en mil quinientos cuarenta y uno, ¡cinco años antes de que se
llegara al pronunciamiento definitivo del Concilio!
Asiente sin emitir ningún sonido. Continúo:
–Fray Benedetto escribió el libro movido por el sincero propósi-
to de ofrecer un punto de interlocución para la reconciliación con
los luteranos. No hay ninguna página en El beneficio de Cristo que
ponga en entredicho la autoridad del Papa y de los obispos, no hay
nada de escandaloso en él. Simplemente se enuncia abiertamente la
doctrina de la salvación por la fe. Pero vos sabéis mejor que yo, Emi-
nencia, que hay pasajes en la Biblia que se prestan a ese tipo de inter-
pretación...
–Mateo 25, 34 y Romanos 8, 20-30...
–Y Efesios 1, 4-6.
Del Monte suspira:
–Sé de qué habláis. He leído El beneficio de Cristo y la suerte de
fray Benedetto también a mí me angustia. Pero hay equilibrios muy
delicados por los que hay que pagar un precio, conflictos difíciles de
resolver...
Me inclino apenas hacia él:
–No quisiera, por consiguiente, que la encarcelación de fray Be-
nedetto tuviera algo que ver con la guerra intestina que sacude a la
Iglesia, sino más bien con los luteranos. En dicho caso habría más
necesidad que nunca de la intervención de personalidades que estén
por encima de las partes, a fin de evitar que inocentes sean víctimas
de un enfrentamiento que en verdad nada tiene que ver con ellos.
Apenas asiente:
–Conseguís ser muy explícito. Pero os digo que no es fácil, sobre
todo ahora que el Papa está enfermo y soplan desde Roma vientos
548
de macabras negociaciones. No es fácil para quien quiere ser hom-
bre de paz, permaneciendo al margen del conflicto. Cualquier gesto,
aunque esté dictado por la más simple caridad, sería interpretado ac-
tualmente como un alinearse con uno o con otro partido. Para aque-
llos que quieren impedir el castigo de los inocentes, la única vía es la
de apelar a la caridad y al buen sentido de los hombres de la Iglesia.
Le insisto:
–Hay modestos gestos que sin embargo pueden significar mucho.
Mira las llamas que van apagándose ya, como si buscara algo.Tie-
ne un aire resignado y cansado:
–Conozco bien al general de los benedictinos. –Por un instante
parece querer añadir algo más–. Una carta a Monte Cassino es lo úni-
co que todavía puedo permitirme.
–Sería ya mucho.
–Ahora creo que conseguiré dormir.
Un mensaje bastante explícito. Es hora de despedirme.
–Eminencia, vuestra magnanimidad es algo raro en estos tiempos.
No son muchos los santos hombres de la Iglesia que aceptarían hablar
con un desconocido en plena noche, acogiendo incluso sus solicitu-
des. Mi nombre es...
Levanta una mano:
–No. Mañana el obispo de Palestrina no podrá permitirse la con-
fianza de esta noche. Por lo que a mí respecta, seguiréis siendo el in-
somne erudito que me ha hecho compañía.
549
El diario de Q.
550
Viterbo, 7 de septiembre de 1549
Farnesio se resiste a morir. Los espirituales están que trinan, sus son-
risas son más bien raras: la espera los consume. Se temen aconteci-
mientos que puedan modificar los equilibrios que los favorecen.Te-
men, sin disimularlo, cualquier movimiento de Carafa.
No les falta razón. El viejo teatino siempre se guarda algún arma
secreta, la extrema ratio de una guerra que no puede permitirse per-
der: El beneficio de Cristo.
Aun en el caso de que los pronósticos no cambiaran, no dudaría
en emplearla. Me ha dicho que estuviera alerta, pero mantiene sus
planes aún en secreto.
Podría utilizar El beneficio para atacar a Pole y a los espirituales
de forma frontal, acusando al inglés de ser el verdadero redactor de un
libro condenado por el Concilio. Podría interrogar a alguno de los
peces chicos del círculo viterbés para hacerle confesar. Pero tendría
que hacerlo ahora, exponerse personalmente. Y ello sería arries-
gado, pues a Carafa no le gusta ponerse en medio del fuego ad-
versario. Si puedo preciarme de conocerlo, elegirá otra vía: hacer
circular rumores, cada vez más insistentes, más detallados, sobre
las consecuencias del ascenso de Reginald Pole al solio pontificio.
El Papa que sostiene doctrinas excomulgadas por el Concilio de
Trento. Imágenes de disgregación, sombríos presagios de un conflic-
to paradójico e incurable, el dramático debilitamiento de la Iglesia
de Roma, su total dependencia de la autoridad secular del Empe-
rador.
Un cuadro sombrío que espantaría a muchos, que haría perder
votos decisivos.
Solo entonces Carafa entraría en el juego, con el Cónclave en
curso, como quien sale en defensa del orden y de una razón supe-
rior. Carafa el Conciliador.
Me dan ganas de echarme a reír.
551
época y en el durísimo enfrentamiento entre dos facciones, dos for-
mas enfrentadas de entender la Cristiandad.
Una sola cosa es cierta: que no hay vuelta de hoja.
Se acabó ya el alternarse de potentados familiares, el alinearse o
separarse, ahora es la necesidad de mantener en equilibrio una cons-
telación de fuerzas, aparatos y nuevas entidades que emergen con
fuerza. La Iglesia luterana, Calvino y sus seguidores, la Inquisición, las
órdenes de caridad, los jesuitas, con ese Ignacio que no da tregua a
nadie.Y todo ello haciendo frente a la mudable fortuna de imperios,
reinos, principados.
Por más que sean acérrimos adversarios y con miras distintas, tan-
to Carafa como Pole saben que la Iglesia deberá ser otra cosa respec-
to a lo que ha sido hasta ahora. Miran adelante, lejos de los viejos
modelos.
552
Roma, 4 de diciembre de 1549
553
Roma, 14 de enero de 1550
Fumata blanca.
Nuntio vobis magnum gaudium. Habemus papam. Sibi nomen imposuit
Iulius III.
Setenta y tres días para llegar a mediados de este siglo y encontrar
el compromiso: Giovanni Maria Del Monte, cardenal-obispo de Pa-
lestrina.
Julio III.
554
CAPÍTULO 32
Ferrara, 21 de marzo de 1550
Nos metemos en silencio por el callejón, sin mirar atrás. Nos detene-
mos fingiendo parlotear: nadie nos sigue.
–¿Quién hay?
–Pietro y Tiziano.
La puerta se abre, una cara redonda, barba negra rizada y bigotes
en punta:
–Venid, venid. Os estábamos esperando.
Nos conduce a través de un establecimiento atestado de útiles y
mesas de trabajo, el suelo está cubierto de virutas que crujen bajo
nuestros pies.
Subimos una escalera hasta la casa, hay allí cuatro esperándonos,
reclutados en el último año y rebautizados personalmente por Ti-
ziano.
El carpintero nos ofrece unos escabeles que huelen a madera re-
cién cortada.
–¿Les has explicado todo?
–Es mejor que lo hagas tú...
Asiento antes de que termine la frase.
Los miro de arriba abajo: caras deferentes.
–Es más bien simple. Pietro y yo estamos pensando en reunir a
los hermanos en un concilio.Tenemos que conocernos, hablar entre
nosotros. –Algún sobresalto–. Hasta ahora no he hecho otra cosa que
bautizar. Predicar y bautizar, sin parar un instante. En los últimos me-
ses Pietro ha recorrido el Gran Ducado y las Marcas a lo largo y a lo
ancho. Ha llegado la hora de recoger los frutos.Y de que también vo-
sotros cumpláis con vuestro papel.
Uno de ellos no tiene ningún reparo en interrumpirme:
–¿Cuándo?
Miradas de desaprobación por parte de los demás, pero no le
hago caso:
–En otoño. Dónde, está aún por decidir. Por ahora es necesario
ponerse en marcha para contactar con todas las comunidades que
hay de aquí a los Abruzos. Cada comunidad deberá mandar a dos re-
presentantes. El lugar que elijamos para el concilio se dará a conocer
una vez que hayan llegado a Ferrara. Es mejor no correr riesgos in-
útiles.
555
Ferrara, 21 de marzo de 1550, una hora antes
556
Debe comportarse en consecuencia. ¿Cómo decís vosotros? Nadar y
guardar la ropa.
–Si crees que eso es lo que hay que hacer, yo estoy contigo.
557
de desagradarles una enormidad no tener controlada a gente de esa
importancia. Luego está Renata, la viuda de Alfonso de Este, que no
tiene el menor reparo en hacer gala de sus simpatías calvinistas. Son
varios los que han buscado refugio entre las faldas de la princesa para
escapar a los esbirros e inquisidores.
Tampoco los judíos lo pasan nada mal, como en Venecia, pero aquí
quienes más prosperan son los usureros, que prestan el dinero a un in-
terés más bajo que sus hermanos de la laguna y que hacen excelentes
negocios. El dinero circula, no se detiene nunca, y esto es señal de la
buena salud de la ciudad. La justicia es impartida equitativamente, sin
demasiados magistrados, policías y tribunales que empleen meses en
decidir las respectivas competencias sobre un caso de reyerta con re-
sultado de muerte. Aquí actúan rápido, si uno se hace notar demasia-
do lo ponen en la frontera. Si matas a alguien te acompañan a ver al
verdugo, un viejo borracho que vive en las murallas de la parte sur y
que mientras hace su trabajo canturrea canciones obscenas. Si dos tie-
nen alguna cuenta que arreglar se dan cita en el callejón de los due-
los, una calleja estrecha y cerrada a ambos lados por unas gruesas re-
jas: entran dos y sale uno solo.Todo ello sin armar demasiado ruido,
sin perturbar la activa y tranquila vida de esta ciudad.
Mi anabaptista se siente en ella como pez en el agua.
He reunido a una media docena de adeptos, no solo ferrareses,
dispuestos a partir a su vez de otras ciudades para difundir la nueva fe
y rebautizar. Mientras tanto ejercito también la otra mitad de mí,
yendo a ver a Beatrice a su casa, donde entro por la puerta trasera.
Los Miquez me hacen llegar mensajes por conducto de Chiú, el
tabernero de la Golilla, la mejor taberna de la ciudad, justo al lado de
la catedral. Dicen que iba a emborracharse allí Ariosto y no falta
quien recuerda también haberle oído declamar más de una vez los
versos de su Orlando Furioso. El Chiucchiolino, llamado Chiú por
aquellos a quienes fía, es un ser impresionante: tiene los ojos a los la-
dos de la cabeza, como los de un sapo, y apuntan en distinta direc-
ción. Una cresta desafiante de negros rizos, grandes y alborotados
como las cerdas de un jabalí, le recubre la frente. Es un hombre im-
portante, esencial para esta ciudad. Si tienes algún problema, puedes
hablar con el Chiú y verás que te recomienda a una persona que casi
con toda seguridad resolverá tus problemas. El Chiú es el banco de
los secretos. A él se lo puedes contar todo y estar seguro de que no
abrirá la boca con nadie, que reunirá toda la información en la caja
de caudales y te la devolverá con sus intereses en forma de consejos,
nombres y direcciones a las que dirigirte.También mis secretos están
en ese banco. La llave: unos pocos signos convencionales.Vino: nin-
guna novedad.Aguardiente: noticias importantes.
558
Hoy ha invitado a aguardiente. En casa de los Miquez al atar-
decer.
559
Soy demasiado viejo para hablar de amor, una cosa que he dejado
de lado en mi vida y que siempre he conseguido sacrificar, negándo-
me a la intimidad de instantes como este, a la posibilidad misma de
prolongarlos durante años, permitiéndoles cambiar el destino.
¿Cómo superar este punto muerto?, ha preguntado Duarte. ¿Qué
hacer con El beneficio, ahora que se encuentra a la cabeza del Índi-
ce de libros prohibidos que la Inquisición veneciana acaba de pro-
mulgar?
Para ella no debe de haber sido distinto. Historias semejantes en
el fondo, las nuestras. Historias que no nos hemos contado. Preguntas
sin hacer.
Seguir adelante, ha dicho. Segura, asombrándonos una vez más.
La Inquisición no puede hacer nada sin el apoyo de la autoridad lo-
cal.Venecia sabe cómo defenderse de las injerencias de Roma. Seguir
adelante. Continuar fomentando el descontento contra la Iglesia.
Beatrice permanece inmóvil y me deja escuchar su respiración,
como si supiera lo que es importante, como si compartiera las mis-
mas preocupaciones.
560
El diario de Q.
Tiziano en Florencia.
Pier Francesco Riccio, mayordomo y secretario de Cosme de
Médicis.
Pietro Carnesecchi, viejo conocido viterbés, ya procesado en el
47 y absuelto por intercesión papal.
Benedetto Varchi, lector de la Academia Florentina, y antiguo lec-
tor de El beneficio de Cristo.
Anton Francesco Doni, literato, correo entre Florencia y Venecia.
Piero Vettori, amigo de Marco Antonio Flaminio y corresponsal
del cardenal Pole.
Jacopo da Pontormo, pintor excelente, y su discípulo Bronzino.
Anton Francesco Grazzini, llamado el Lasca, poeta fustigador de
la Iglesia.
Pietro Manelfi, clérigo marquesano.
Lorenzo Torrentino, impresor.
Filippo Del Migliore y Bartolomeo Panciatichi, patricios.
561
El nutrido círculo de los criptoluteranos florentinos.Trayectorias
distintas, recalados todos en el mismo lugar, bajo el ala protectora del
duque Cosme I de Médicis, mecenas y adversario acérrimo de los
Farnesio, siempre dispuesto a atizar el fuego de la polémica antipapal
por propio interés.
Tiziano se encontró en su salsa durante todo el pasado invierno
en ese cenagal. Pasó allí los días del Cónclave, entre los más encarni-
zados defensores de Reginald Pole.
Los inquisidores afirman que por encima de todas prefiere la
compañía del pintor Pontormo y de su discípulo Bronzino.
Ya setentón, Jacopo da Pontormo pasa día y noche en lo que pare-
ce su proyecto más ambicioso, el fresco de la basílica de San Lorenzo,
que le fue encargado por Pier Francesco Riccio en nombre de Cos-
me I. El mayor de los secretos rodea los trabajos, e incluso los bocetos
de los dibujos preparatorios están ocultos. Solo Bronzino y unos po-
quísimos más pueden acceder a ver lo que el maestro está haciendo.
Rumores, misivas anónimas llegadas a manos de la Inquisición
florentina, el ojo indiscreto de algún fraile: Pontormo está represen-
tando pormenorizadamente El beneficio de Cristo en el ábside en el
que deberá ser sepultado Cosme de Médicis.
Desde el término del Cónclave no se tienen más noticias de Ti-
ziano en Florencia.
Carafa contaba con los franceses. Pero las noticias que llegan de
Francia dicen que Enrique II no puede permitirse reanudar la guerra
contra el Habsburgo allí donde su padre la dejara, porque tiene ne-
cesidad de una financiación que nadie está dispuesto a concederle.
Carafa dice que el Emperador está haciendo esfuerzos para llegar
a un acuerdo con los teólogos luteranos y que si tiene éxito en ello
los espirituales aún podrían salirse con la suya.
Carafa quiere alejar a Pole de Roma. Lo quiere fuera de Italia.
Carafa dice que en Inglaterra está a punto de estallar una guerra
de sucesión. Enrique VIII ha muerto dejando detrás de sí una multi-
tud de hijos que se disputan la corona.
Carafa dice que conviene preparar el terreno para la reconquista
católica de Inglaterra y que conviene hacerlo de modo que la em-
presa sea confiada a Pole.
Carafa dice que tengo que ir a Inglaterra para tomar contacto
con los partidarios de María Tudor, fiel al Papa, empeñada en dispu-
tarle la corona a su hermanastro.
562
Carafa habla de un encargo delicado e importantísimo, que solo
puede asignar a su servidor de más confianza. Carafa no ha hablado
nunca de este modo.
Carafa sirve cicuta en copa de plata.
563
El diario de Q.
564
he visto también a consejeros españoles. Carlos V tiene un hijo al que
volver a casar, por lo menos diez años más joven que María. Si Cara-
fa desea el retorno de Pole a la patria, deberá tener en cuenta que
esto podría significar el acercamiento de España e Inglaterra, total-
mente favorable al Emperador.
El desinterés por estas historias ha hecho difícil el escribir las rela-
ciones enviadas a Roma y ahora que me dispongo a partir, siento
que no tengo ninguna prisa por volver. Lo que queda es la curiosi-
dad por un enigma y la sensación de una última cosa por hacer.
Quiero tomarme el tiempo de volver sobre mis pasos. Compren-
der qué es lo que presiona por salir a la superficie.
565
CAPÍTULO 33
Ferrara, 2 de septiembre de 1550
566
–Hablará por mí el documento que te entregaré. Si es cierto que
soy la única autoridad espiritual, es mejor que permanezca a la som-
bra. Que no se conozca el rostro de Tiziano, sino el poder de su pa-
labra.
Manelfi baja la mirada, deferente, y extiende la hoja sobre el es-
critorio. Un escrito prolijo de anotaciones. Será el portavoz de Tizia-
no en el concilio de los baptistas italianos.
567
El diario de Q.
568
Amberes, 4 de septiembre de 1550
569
El desconocido mercader alemán socio de Eloi.
Un fenomenal enredo a los banqueros del Emperador.
Un dinero nunca recuperado.
Un burdel de lujo en Venecia.
Un estratega del disimulo.
Veteranos de Münster.
El niño y la estatua.
Tiziano el anabaptista.
570
El diario de Q.
Barro que resbala entre los dedos: los torreones, los puntos más fáci-
les de asaltar.
Tu vida no vale un pitoche, me dice, date ya por muerto.
Le describo excitado cada fortificación, cada lugar de entrada, los
turnos de guardia, cuántos centinelas hay en cada puerta.
Puedes alargar la vida hasta la tienda del capitán, dice y se ríe. Me
golpea y me arrastra.
571
mí mismo el haber estado a punto de caer yo también, por un ins-
tante, en aquel foso, como si la locura se me hubiera contagiado
también a mí, apartando mi mente de la tarea que me había sido en-
comendada.Tal vez porque aquel día estuve a punto de fracasar mi-
serablemente, al haberme echado el guante los mercenarios episco-
pales, que por alguna casualidad del destino optaron en cambio por
llevarme ante su capitán.
572
CAPÍTULO 34
Ravena, 10 de septiembre de 1550
573
Una de las mujeres que estaban llenando los sacos, la más enfure-
cida, se enfrenta al jefe del destacamento.
Ambos gritan en un latín plagado de errores, mezclado con la
jerga de estos pagos, casi incomprensible.
–Recaudar el diezmo del grano.
–A mediados de mes.
–Cada vez más pronto.
–Ya no lo conseguimos.
–Nada de discusiones.
–Su Señoría así lo ha ordenado.
Los tres hombres se han quedado junto al carro. Miradas furtivas.
Uno sube, los otros dos aseguran el toldo de cáñamo con correas
muy prietas.
El recaudador los descubre.
Señala en esa dirección ordenando algo.
La mujer aferra la brida del caballo y le da unos tirones.
El muy cerdo le cruza la cara de un vergajo.
Salto poniéndome en pie sobre una banqueta insegura:
–¡Hijo de perra!
El cerdo se vuelve, lo tengo ya en el punto de mira.
La piedra le da en plena cara.
Se dobla sobre el caballo con las manos en el rostro, mientras a su
alrededor se desencadena una trifulca infernal. Los chiquillos dispa-
ran a la vez como una línea de arqueros. Las mujeres se apiñan en tor-
no a los caballos, cortando los jarretes con pequeñas hojas. El carro
parte precipitadamente. El imbécil que sangra grita:
–¡Cogedlo! ¡Cogedlo!
Los caballos se encabritan, caen al suelo, una lluvia de piedras se
precipita sobre los esbirros. Aparecen bastones, herramientas de tra-
bajo. De los campos acuden los hombres alarmados por los gritos.
Los dos que cargaban el carro me hacen una seña de que los siga.
Se meten por un agujero entre las chabolas. Atravesamos pasadizos
cada vez más angostos, yo detrás de ellos, nos introducimos en una
barraca de tablas carcomidas, salimos por el otro lado, a la orilla de
un riachuelo, poco más que una acequia.
Un esquife llano y delgado, dentro, empujan como condenados,
entre maldiciones que me es imposible entender.
Delante nos espera la tupida pineda.
574
El diario de Q.
575
Dentro de la iglesia no resuenan ya los sermones incendiarios de
Bernhard Rothmann, predicador de la revuelta. Esos sermones que
empezaban siempre con la anécdota de la estatua de Cristo y del
niño.
Inútil preguntar aquí y allá qué fue de él, ya que su cuerpo no fue
encontrado entre los montones de cadáveres.
Casi querría que fuera él, ya viejo, el Tiziano que recorre Italia.
Pero debería haberse enmendado de la locura en la que yo con-
tribuí a hundirlo. Largas discusiones, en aquellas naves, acerca de las
costumbres patriarcales de la Biblia, la poligamia, la inapelable ley
mosaica, alimentando el fuego del delirio.
Bernhard Rothmann, guía espiritual de los münsteritas, pastor de
los sublevados, enemigo número uno del obispo Von Waldeck. Lue-
go al fondo del precipicio, del abismo de desesperación y apocalipsis
del que no se retorna. No. Rothmann no. Esté vivo o muerto, hoy
no podría volver a empezar nunca desde un principio.
De haber habido un único justo en toda la ciudad, Sodoma se
habría salvado.
Pero ese último justo se había ido. Solo así pude hacer lo que
hice, viviendo hombro con hombro con el teólogo de la corte, día
tras día, por la senda que lleva a la ruina.Y aún hoy creo que no hice
más que acelerar el tiempo de lo inevitable.
El único justo se había ido.
Escapado de la pesadilla y de la matanza.
Por la escalinata de San Lamberto he mirado a la plaza. Los mos-
tradores amontonados formando barricadas, las antorchas, las órdenes
de un extremo a otro del mercado.
Las esperanzas y las ilusiones de los anabaptistas, surgidas en esta pla-
za, fueron Rothmann, Matthys y Beuckelssen quienes las traicionaron.
No yo.Yo solo traicioné al único justo.
Es a esta plaza adonde debía volver, a ajustar cuentas con el que fui.
No a las aulas de Wittenberg ni tampoco a los palacios de Viterbo.
Thomas Müntzer, Reginald Pole: la ingenuidad, como la locura de
los profetas, se traiciona sola. No la sensación de posibilidad de aque-
llos días y de aquellos gestos, no la determinación de quien nos la in-
fundió.
Tendría que ser él quien ajustara las cuentas, no la hoja de Carafa.
Pero debería estar vivo aún, a salvo de quince años de derrota, su-
perviviente de las revueltas holandesas. Debería haber sido acogido
en la comunidad de los eloístas de Amberes, debería haber escapado
a la venganza de los Fugger llevándose consigo el fruto de la estafa,
debería haber llegado a Venecia, la patria de los fugitivos, convirtién-
576
dose en el regentador de un burdel de lujo y al mismo tiempo, con
el nombre de Tiziano, dar vueltas por Italia para difundir el anabap-
tismo.
Sí.Y el Turco debería convertirse.
577
CAPÍTULO 35
Pineta di Classe, en las cercanías de Ravena, 9 de octubre de 1550
578
diseminado de improbables puntos de referencia, trampas, depósitos
perfectamente disimulados.
Los mercaderes dálmatas, pero también venecianos, tienen todo el
interés en negociar con los contrabandistas romañolos: nada de exte-
nuantes esperas en los puertos, nada de tasas o tributos, nada de des-
valijamientos por parte de los salteadores de caminos locales.
Una buena parte del tráfico comercial tiene lugar en estas costas,
en una línea de puntos invisibles en medio del mar, donde los navíos
mercantes se cruzan con los bajeles de los contrabandistas perfecta-
mente camuflados en barcas de pesca. No es un trabajo fácil, porque
nada es seguro por mar: esperas que pueden durar horas, días, con
cualquier estado del tiempo. Cuando finalmente se produce el en-
cuentro se transborda la mercancía, se saldan cuentas. O bien los na-
víos mercantes son pilotados hacia atracaderos secretos por ágiles
chalupas, se desembarca la carga en la playa, se contrata el precio y se
cierra el negocio.
Las emboscadas son frecuentes. Se arriesga la vida y penas severí-
simas.
Pero solo gracias a esta invisible red comercial la gente de aquí no
se muere de inanición. Quien elige la vida de contrabandista es por-
que proviene de la más negra miseria, del odio instintivo, y perfecta-
mente justificado, que todos sienten en estas tierras por toda auto-
ridad; casi siempre se trata de hombres sobre los que pesa toda suerte
de cargos acusatorios, obligados a esconderse dentro de la pineda
para escapar de los esbirros.
No hay mujer, anciano o campesino de cualquier burgo que no
los proteja, aunque solo sea por medio de su obstinado silencio. Por-
que una parte de lo que circula es normalmente repartido entre el
pueblo. Este es el único tributo.
Antes de que el obispo mande a sus recaudadores para el co-
bro del diezmo sobre la cosecha, parte de esta es escondida por los
contrabandistas en los muchos depósitos del bosque, para hacer me-
nos gravoso el impuesto calculado sobre el total de lo recolectado y
para garantizar la supervivencia de las comunidades durante el in-
vierno.
Esto era lo que sucedía hace un mes, al presentarse el grupo de
los recaudadores, cada año con mayor adelanto.
Eran Malcantòn, Guacín y Mèlga, los hombres que se disponían
a transportar el trigo hacia los almacenes disimulados en la ma-
risma.
Bastan una honda y proponérselo un poco para ganarse el apre-
cio duradero de estas gentes. Basta con tener un poco de fuego en la
sangre.
579
Noche sin luna. Esperamos ver la señal de las antorchas. Me arre-
bujo en la capa, calado hasta los huesos, mientras Malcantòn mantie-
ne la mirada fija en el mar.
Mèlga, el Liante, está preparado ya con la barca, los remos en el
escalmo.
Su hermano sostiene el fanal, preparado para encenderlo en res-
puesta.
Tambòcc en todo momento con el oído aguzado en dirección a
la pineda.
Para ellos esta noche señala el inicio de un nuevo comercio, que
los sorprende y los llena también de curiosidad.
No estaban precisamente preocupados. Reían. Han hecho mu-
chas preguntas. ¿Prohibidos? ¿Y por qué? Nadie entiende nada de
todo ello.
No. Ni se les pasaba por la cabeza poder hacer dinero con el con-
trabando de libros.
580
El diario de Q.
581
saneamiento de las finanzas por medio de la confiscación de los
bienes de los ricos judíos.
El mecanismo ha sido puesto ya en marcha. La Inquisición y
las magistraturas venecianas comenzaron a instruir procesos a perso-
najes marginales de la comunidad sefardita, bajo la acusación de
prácticas judaizantes. Pero es a los peces gordos a quienes hay que
llegar.
Y para llegar a ellos hace falta alguien como yo. Alguien con
treinta años de guerra espiritual a sus espaldas, capaz de crear en la
ciudad una amplia hostilidad contra los judíos, de señalarlos como
la causa de todos los males, preparando el terreno para una ofensiva
que afecte a la comunidad entera.
582
el ejército cristiano.A quien acepte entrar en la lid se le garantiza una
espléndida recompensa: las riquezas de sus víctimas y un lugar en el
paraíso. Los venecianos son los primeros, otros deberán seguirlos.
A mí, como siempre, la tarea de preparar el terreno para la prime-
ra matanza. Luego no quedará más que guardar el secreto. Bajo dos
palmos de tierra.
583
CAPÍTULO 36
Costa de las Romañas, 5 de febrero de 1551
584
al pueblo. Ninguno que sepa leer o escribir, pero enseguida se dieron
cuenta de la conveniencia del negocio.
João silba dentro de una caracola y sacude la cabeza:
–Mejor así. Creo que conviene que sigas viajando por ahí duran-
te un tiempo todavía.
Mi mirada pide una explicación.
–Las autoridades se han olido algo del concilio de los anabaptis-
tas. Aunque no ha habido arrestos, están todos en guardia. Venecia
está llena de esbirros, espías, delatores, no hay de quién fiarse. Desde
que se promulgó el Índice, sobre todo los impresores están en el
punto de mira, los libros no circulan ya con igual facilidad.Y ade-
más, hay una novedad: algunos judíos conversos, amigos nuestros,
personas que conocemos bien, han sido detenidos bajo la acusación
de prácticas judaizantes. Se anuncian los primeros procesos, por aho-
ra marginales, sin gran ruido, pero son cosas que ya conozco de
otras veces. El primer nubarrón negro que anuncia la tormenta,
el sello indeleble de la Inquisición, como en España, como en Por-
tugal.
Perna:
–Tu gran amigo, el Papa de las lecturas inconvenientes, no me pa-
rece que tenga mucha intención de mantener a raya a esos malditos
perros del Santo Oficio. Está a punto de estallar un gran desorden,
¿entendido? Hay que procurar que no nos jodan.
Miquez:
–Estoy empleando toda la diplomacia de que soy capaz para tan-
tear el humor de los mercaderes que tienen negocios con nosotros.
Trato de insinuar una preocupación muy concreta por las nefastas
consecuencias de una eventual incriminación contra nosotros. No
creo que baste. La diplomacia y la corrupción son artes indispen-
sables en el momento presente, pero no siempre son suficientes. Es
mejor estar preparados para cualquier eventualidad. De todas for-
mas, en vista de los vientos que corren, es mejor que sigas lejos de
Venecia.
–De acuerdo, pero no por mucho tiempo más. Empiezo a estar
hasta los cojones de hacer de profeta a mis años. La siembra de Tizia-
no ha terminado ya. El concilio anabaptista ha sancionado la unión
de las comunidades que disienten de la Iglesia. Círculos frecuentados
por figuras destacadas en cualquier estado de la península presionan
a los gobernantes. Un gran pintor, al que he tenido la suerte de fre-
cuentar, Jacopo da Pontormo, está haciendo un fresco sobre El bene-
ficio de Cristo en la capilla donde se dará sepultura a Cosme de Médi-
cis. Una obra maravillosa, he visto el proyecto y parte de los frescos
ya realizados, que lleva en gran secreto.Todas las comunidades están
585
en activo: la piedra ha sido lanzada, las consecuencias ya se verán.
Mientras tanto es menester que me tengáis informado de lo que
acontezca en Venecia.También los detalles son importantes.
Nos quedamos en silencio. La resaca mece las adormecidas preo-
cupaciones, la cabeza está pesada. Nuestras sombras se deslizan lar-
guísimas a lo largo de las paredes hasta el techo.
Perna endereza la cabeza, como despertado por un ruido repenti-
no, los ojos diminutos y enrojecidos de cansancio:
–¿Podría tomar un poco más de ese néctar?
586
El diario de Q.
En Venecia soy uno más entre muchos. Un espía en el país de los es-
pías. Son muchos los que observan, anotan, y luego se lo cuentan a
su amo de turno, a menudo al servicio de varios amos al mismo
tiempo.Turcos, austríacos, ingleses: no hay potencia, partido o com-
pañía comercial que no tenga interés en mantener unos ojos y unos
oídos en cada esquina de esta ciudad.Todos espían a todos, en un en-
caje de dobles juegos, triples, cuádruples. Dentro de este laberinto de
estrategias y opuestas conjuras deberé estimular el interés común
de involucrar a los judíos.
¿Cómo?
587
El diario de Q.
588
Venecia, 21 de marzo de 1551
589
Carta enviada a Roma desde Venecia, dirigida a Gianpietro Carafa, fechada
el 22 de marzo de 1551.
590
ellos. Añádase a esto que en muchos casos el Turco se vale justamen-
te del asesoramiento y de la habilidad de los financieros judíos para
representar en Venecia sus propios intereses. Un excelente ejemplo
de ello son los Mendesi, antiguos responsables de la difusión de El
beneficio de Cristo, que mantienen relaciones comerciales y diplomá-
ticas con el Sultán. Si se consiguiera achacar a las grandes familias ju-
días la red de espías turcos activos en los territorios de la Serenísima,
no sería difícil señalarlas ante las autoridades como las responsables
de una conjura que amenaza los intereses de Venecia.
Dado que los judíos son sobremanera expertos en hacer creer
que su ruina supondría la ruina de todos, conviene que todo el mun-
do comprenda cuál sería la ventaja de una amplia operación en con-
tra de ellos. Atribuyendo todas las intrigas a los judíos, cada uno
podría llevar a cabo las suyas propias con una mayor tranquilidad.
A nadie se le escaparía la utilidad de una estrategia semejante.
La acusación de falsa conversión permitiría a los venecianos in-
cautar las riquezas de los judíos, engrosando las arcas del Estado; la de
conspirar con el Sultán, excluiría la eventual intervención en favor
suyo por parte de las potencias cristianas.
Aguardo con confianza el parecer de V.S., encomendándome a su
benevolencia.
591
El diario de Q.
Comienza la reacción.
Michele Ghislieri está en Bérgamo. El obispo local Soranzo está
acusado de haber permitido la difusión de El beneficio de Cristo en su
propia diócesis. Ha sido encontrado un ejemplar del libelo condena-
do en su biblioteca privada.
Ghislieri lo interrogará hasta verlo caer.
592
vierte que nadie puede estar ya seguro. Nadie que haya sido rozado
por el veneno de El beneficio de Cristo saldrá ileso.
Los frutos maduros de mi trabajo están cayendo uno tras otro.
Debería estar ya muerto, llevándome bajo tierra los secretos de una
operación concebida hace diez años.
Una imprudencia, o tal vez un exceso de seguridad o incluso las
ganas de aniquilar al adversario.Todavía me queda un poco de tiem-
po, el necesario para clavar el crucifijo en el corazón de los judíos.
593
Venecia, 21 de agosto de 1551
594
CAPÍTULO 37
Ferrara, 11 de septiembre de 1551
Via della Gattamarcia. Los nombres de las personas nada dicen, los de
los lugares no aparecen nunca por casualidad.
Hedor a estiércol y carroña. Esqueletos resecos de gatos, pena-
chos de plumas aplastados que deben de haber sido pollos, antes de
que los ratones royeran sus huesos. Mierda por doquier, casi imposi-
ble no pisarla. No pasa nadie por aquí, como no sea para encuentros
furtivos y poco confesables, las verdaderas vías de tránsito están en el
interior de las construcciones, barrios enteros cubiertos, albañales,
pasadizos, en un complicado encaje de casas, talleres, tiendas. Esta
calle estrecha es un desagüe de excrementos y desechos al aire libre.
Pietro Manelfi está agitado, quisquilloso, atemorizado.
–... y muchas veces he tenido la sensación de que me siguen, me
espían. Pero más que nada, como te decía, son todas esas preguntas
que circulan, mi nombre sacado a relucir en todos los mesones, per-
sonas que nunca se ha visto que hagan preguntas.Y luego todas las
cosas que se oyen decir, que incluso fuera comienzan a soplarse al
oído de los hermanos, en la Romaña, en las Marcas. Se oyen muchas
cosas, está el Índice de los Libros, y todo ese lío sobre El beneficio de
Cristo. No habrían tenido que ir así las cosas, decías que este Papa
tendría más mesura, y por el contrario parece que ya nadie está se-
guro, ni siquiera los cardenales, así que figúrate nosotros. Hay dema-
siada gente que va por ahí haciendo preguntas, están encima de no-
sotros, preparan algo.También aquí. ¿Has visto lo que le ha pasado a
Giorgio Siculo? El duque no se lo ha pensado dos veces a la hora de
mandarlo a la hoguera. En Venecia, en el concilio, se habló de nico-
medismo, disimular nuestra fe, pero cuando te echan la zarpa, enton-
ces, ¿qué haces?, esos te interrogan, emplean tenazas candentes, y en
el mejor de los casos te mandan a la sombra para toda la vida.
–¡Basta, Pietro! Comprendo tu ansiedad por el hecho de sentirte
perseguido, pero el innoble hedor de esta cloaca en donde me has dado
cita está ofuscándote la mente. ¿Acaso creías que el clero de Roma po-
dría convertirse en nuestro aliado? ¿O que los príncipes se comprome-
terían a gastar una simple palabra en favor nuestro? ¿Por qué íbamos a
tener entonces necesidad de disimular? ¿No comprendes que tratan de
aterrorizarnos? Esa es su estrategia: sospechar de todos hasta que quien
tenga motivos para temer dé un paso en falso y se descubra.
También él apesta, a sudor y a miedo:
595
–Pero ¿nos apresarán? ¡Yo no quiero acabar como Siculo!
–Habla de mí, solo de mí, y retráctate de todo. Di que fui yo quien
te llené de falsas creencias, que eras débil y que yo supe arreglárme-
las para hacer pasar por la justa doctrina la falsedad.
Se retuerce las manos agitado:
–¿Y si te cogen a ti?
Lo pego contra la pared, mi cara contra la suya:
–Escúchame bien, Pietro, lárgate de Ferrara.Vuelve a las Marcas,
ingresa en un convento, vete a la cima de un monte, o adondequiera
que puedas sentirte en lugar seguro y se te pase el miedo. No me
gustan los pusilánimes que se quedan paralizados por una simple
pregunta hecha por ahí. –Lo dejo deslizarse hacia abajo hasta que-
darse encogido–. El miedo puede ser un aliado, pues te hace ser más
cauto y astuto. Si te cagas encima, el enemigo te encontrará simple-
mente siguiendo el olor a mierda.
Me alejo, lejos de tanta pestilencia.
596
CAPÍTULO 38
Ferrara, 2 de octubre de 1551
Beatrice está de pie al lado de una gran pajarera. Un zorzal de las In-
dias picotea una manzana que tiene en su mano.
Cada vez que la veo comprendo por qué no tengo ya tantas ganas
de irme por ahí a recuperar tipos como Manelfi. Me quedo mirán-
dola en espera de que repare en mi presencia.
–¡Ludovico! ¿Es que quieres meterme miedo, ataviado así?
–Perdóname, pero no me ha dado tiempo de ponerme más pre-
sentable.
–Aquí tengo un mensaje de João para ti.
–João-João.
Me vuelvo de golpe hacia la jaula y Beatrice rompe a reír:
–Es sorprendente cómo consiguen imitar la voz de los humanos.
Me alarga la hoja sellada.
A simple vista es para quedarse perplejo: una secuencia de frases
que exaltan la vida campestre.
–Prueba con esto. –Beatrice me da una delgada lámina de hierro
agujereada, del tamaño de la página–. Es nuestro código de familia.
Lo usamos desde hace muchos años para protegernos de los ojos in-
discretos. Solo tienes que superponer la falsilla a la hoja.
Los espacios cortados en la lámina aíslan las palabras, fragmentos
de frases, sílabas, que adquieren de repente sentido:
597
598
Qoèlet
600
CAPÍTULO 39
Venecia, 6 de octubre de 1551
601
–¿Desde cuándo sabes lo del alemán?
Contiene un bostezo:
–Desde hace algunas semanas. No se le ve el pelo por ninguna
parte, es inencontrable.
–¿Cuándo llegó a Venecia?
–No lo sé. Hace seis meses, tal vez más.
Bisbiseo una blasfemia entre dientes:
–Yo diría que cuando empezaron los arrestos de judíos.
João, expresión seria:
–Dicen que es el consultor particular del inquisidor, que se pasa
todo el tiempo leyendo los libros que se imprimen en Venecia para
descubrir hasta el menor indicio de herejía.
–Olvídate de los rumores. Hay de por medio otras cosas.
–¿Qué quieres decir?
–¿No te parece extraño que Roma envíe a uno de los suyos a Ve-
necia y de repente se pongan a detener judíos aquí?
Se pone en pie de un brinco, despierto de repente, algún paso
nervioso, los ojos fijos en el suelo.
–¿Acaso crees que se han puesto de acuerdo para tendernos una
encerrona?
–Está claro.Y si se trata del alemán que yo creo, es un hombre de
Carafa. El mejor.
Se pasa una mano por la barba y resopla sonoramente.
–Siendo así, tenemos que cerciorarnos de eso. Sin embargo, desde
hace un tiempo se ha vuelto cada vez más difícil obtener informa-
ción. Están haciéndonos el vacío alrededor. Hasta el Tonel está vigi-
lado. He tenido que poner espías para vigilar a sus espías.
Se interrumpe, evita mi mirada.
Lo apremio:
–Dímelo todo.
–Ha salido a relucir un turco, un estafador de tres al cuarto que
frecuenta el Arsenale. Se ha puesto a echar mierda sobre nosotros.
Dice haber recibido dinero de un rico judío para pasar a los turcos
toda la información sobre la flota de Venecia.
Una punzada en la muñeca me hace apretar los dientes.
–Hemos de intentar algo, João.Antes de que sea demasiado tarde.
Lo recorre un escalofrío. Recoge una pesada hopalanda y se la
echa encima. Los arabescos dorados relucen al fuego de la chimenea,
mientras se arrellana en el sillón de cuero.
El cansancio ha desaparecido, su tono es nuevamente el de siem-
pre:
–Dime lo que te ronda por la cabeza.
602
El diario de Q.
603
CAPÍTULO 40
Venecia, 2 de noviembre de 1551
El angelito sabe lo que debe hacer. El angelito tiene diez años.Al so-
nar las campanas entrega el mensaje en el palacio, con la contraseña
previamente establecida en el reverso de la hoja doblada, la repro-
ducción de una serpiente enroscada a la hoja de una espada. El men-
saje dice:
604
varones dispuestos a prestar oídos, y mientras tanto va calmándose.
Sus últimas palabras recuerdan que antes o después todos terminare-
mos en presencia del Altísimo.
El confesionario está vacío.
El hombre sin rostro se sobresalta.Abandona la nave: nadie.
Abre la palma que encierra la moneda. Las inscripciones son pro-
fusas tanto en la cara como en la cruz, tiene que acercársela para po-
der descifrarlas. Hablan su lengua.
UN DIOS, UNA FE, UN BAUTISMO.
UN REY JUSTO POR ENCIMA DE TODO.
LA PALABRA SE HIZO CARNE.
MÜNSTER 1534.
El hombre sin rostro se precipita fuera de la iglesia.
La luz lo deslumbra. Se detiene. No queda ni rastro del hombre-
cillo.
El Reino de Sión. Münster.Venecia.
En medio, un mar de tiempo dominado por el enigma.
El Alemán. Que lleva el nombre de un muerto.
El espectro que ha llevado hasta allí aquella moneda.
Todo sucede demasiado deprisa, de repente, bajo la reverberación
del cielo sobre el empedrado.
El campiello se anima con una extraña agitación. Jóvenes corpu-
lentos de caras siniestras de posesos acuden de lados opuestos: las ca-
sacas de los Nicolotti contra las de los Castellani. Primeros insultos,
maldiciones, alguna pedrada, garrotes a la vista, luego un revoltijo de
cuerpos enloquecidos ocupa la escena entera.
El hombre sin rostro, atónito, de espaldas a la pared, trata de ganar
el estrechísimo callejón que flanquea San Giovanni.
A su lado aparece una criatura enorme que lo empuja en esa di-
rección. El hombre sin rostro se echa para atrás, impresionado por la
increíble visión de una mujer de dos metros de altura, con un som-
brero tan ancho como el mismo callejón, del que sobresale el alto
tocado de Medusa, de blanco rostro y con los ojos perfilados de azul,
los pezones al aire, pintados de rojo carmín, apuntados hacia él a la
altura del rostro, los zuecos altísimos, avanza como sobre unos zancos
y sonríe.
El hombre sin rostro no está ya seguro de lo que ve. Se vuelve y
trata de alargar el paso por el callejón cada vez más estrecho.
Al fondo, el angelito está esperándolo. Hace grandes aspavientos:
ven, señor, ven, aquí.
El angelito tiene diez años y sabe lo que debe hacer.
El hombre sin rostro no puede hacer más que ir al encuentro de
aquella cascada de rizos dorados. Cuando ve la puerta abierta de par
605
en par en la oscuridad a su derecha, es demasiado tarde ya para tratar
de echarse atrás. Bajo sus testículos centellea la hoja que el angelito
esgrime con mano firme.
El hombre sin rostro no da crédito a lo que ven sus ojos.
606
te ese es el oficio más extendido después del meretricio, o, mejor
aún, se puede decir que no se diferencia en nada de este último. En
Venecia los informadores no tardan en cambiar de bandera. Por lo
demás, lo único que un espía pide es una buena paga y seguridad
para su persona; quien sepa ofrecérselas, gozará de sus servicios. Por
lo que es posible que semejantes inconvenientes sean debidos a las
escasas remuneraciones ofrecidas por los inquisidores, o bien a la ex-
cesiva generosidad de sus adversarios.Y no deja de ser divertido que
esa espléndida remuneración provenga en este caso de quien siempre
ha sido calificado de avaro y usurero.
El hombre encapuchado oye avanzar sus pasos en círculo.
Al cabo de unos segundos la voz prosigue. Dice que fiarse de in-
formadores poco leales ha sido ciertamente una ligereza, pero no la
única. No dejar ninguna vía de salida al enemigo, en efecto, es una
imprudencia no menos grave. Estrechar el lazo en el cuello de toda
una comunidad, hacerle presagiar un futuro de sufrimiento y de
muerte, no puede sino desencadenar reacciones sorprendentes. El
hombre de espaldas contra la pared es el que mejor se defiende. La
guerra, no solo la espiritual, es un arte refinado igual que la diploma-
cia, que deriva de ella.Y en este arte los judíos, a su pesar, están obli-
gados a destacar. Cuando uno se ve rodeado, se urden tramas; frente a
la muerte se lucha.
El Sefardita anuncia que habrá mucho más de que hablar, como
por ejemplo de ese turco que se jacta de estar a su servicio por cuen-
ta del Sultán. Pero cada cosa a su debido tiempo. Porque antes, tras
unas pocas horas de reposo, le espera otro viaje.
El hombre encapuchado se deja extender en un camastro y cae en
un sueño inquieto.
607
CAPÍTULO 41
Venecia, 3 de noviembre de 1551
608
mínimos detalles. En lontananza, barcas de pescadores que regresan,
virando en alta mar para evitar los insidiosos bajíos de la marea baja.
Las primeras gaviotas alzan el vuelo o se posan en las calmas aguas.
Debería estar tenso, agitado. En cambio, advierto únicamente un
gran cansancio en los huesos, los reumas, así como también un cier-
to titubeo. Tal vez en el fondo quisiera no saber. Quisiera mantener
la sospecha que me ha acompañado todos estos años.Volver la página
e iniciar una historia más modesta, hecha de blandas camas y afectos
no menos acogedores. Arrastrarme lejos del campo de batalla y des-
cansar, finalmente.
Pero los muertos volverían a interrogarme.Todos esos rostros in-
sisten en la memoria y hablan de que es al último hombre que ha
quedado en pie a quien corresponde ajustar las cuentas. Descubrir la
verdad.Tal vez les debo más a ellos que a mí mismo, a aquellos que se
quedaron en el campo de batalla, a los profetas traicionados por sus
propias profecías, a los campesinos que empuñaron las azadas como
si de espadas se tratara, a los tejedores que se convirtieron en solda-
dos para destronar a obispos y príncipes, a los compañeros de toda la
vida. Se lo debo también a los judíos, extraño pueblo de peregrinos
sin meta que me ha acompañado en el último trecho del camino.
O bien no. A veces pienso que esta ha podido ser la ilusión que
ha servido para que continuase, para trazar nuevas rutas, para no de-
tenerse y admitir que por encima de todo han sido los años los que
me han traicionado.
Lo uno y lo otro al mismo tiempo, tal vez. No consigo dar ya a las
cosas la misma importancia de antaño.Y sin embargo debería hacerlo.
Ahora que voy a tener la confirmación que he buscado durante tanto
tiempo; ahora que la historia puede encontrar una conclusión. Ahora
casi lo siento. Porque sé que me sentiré desilusionado de todas formas.
Desilusionado de haber llegado hasta el final, desilusionado de recono-
cer al hombre que durante treinta años nos ha vendido al enemigo.
No deja de resultar jocoso, ridículo, que sobre todo yo sienta ganas de
pedirle que recuerde el pasado, de hacer resurgir de nuevo todos esos
rostros. El único que conoce de verdad mi historia, que puede hablar-
me aún de aquella pasión, de aquella esperanza. Es el deseo estúpido y
banal de un viejo. Nada más. O acaso no es más que el cansancio que
arrastro, el sueño acumulado que apaga los ánimos.
En el horizonte aparece una barca, se dirige derecha hacia la isla.
Está bien, es hora de acabar con esto.
609
El viejo se masajea las muñecas, entorna los ojos enrojecidos, rostro
marcado por el cansancio y pelos grises revueltos. Se lleva una mano
al entrecejo para masajearse una cicatriz profunda, luego clava la mi-
rada en mí.
Trato de eliminar el polvo de los años de ese rostro.
Qoèlet.
Es él el primero en hablar:
–Una acción digna del capitán Gert del Pozo.
–¿Cuándo lo supiste?
La palma aprieta en la vieja herida:
–Volví a Münster. –Carraspea, arrebujándose en la oscura capa–.
Te he buscado durante años y al final has sido tú quien ha dado con-
migo.
–Pero ya lo sabías.
–No fue demasiado difícil: Tiziano el baptista, un rufián con el
nombre de un hereje, Amberes, los supervivientes de Münster. Hace
tres días tuve la última confirmación. Una trampa bien urdida. Solo
podía ocurrírsete a ti.
–Me dijeron que habías perdido la vida en Münster, tratando de
forzar el cerco de los partidarios del obispo.
Se apoya en una de las lápidas, las manos en las rodillas, la mirada
baja. Tampoco él tiene edad ya para gélidos amaneceres como este.
Y sobre todo no tiene una razón para no recordar.
–Te fuiste la primavera del treinta y cuatro, en busca de dinero y
municiones a Holanda. Me hiciste un favor: me hubiera desagradado
ver que también a ti se te tragaba la ruina que me disponía a acelerar.
Había llegado a Münster con un encargo: ponerme del lado de los
anabaptistas en la lucha contra el obispo, convertirme en uno de ellos
a todos los efectos, ayudarlos a transformar la ciudad en la Nueva Je-
rusalén, y en el momento oportuno hacer saltar por los aires aquella
esperanza. Me presenté a Bernhard Rothmann con una espléndida
donación para la causa, contándole que era un ex mercenario que ha-
bía permanecido lejos de Münster durante muchos años. Más que mi
historia pudo el dinero.
Miro a ese hombre encorvado, y me cuesta reconocer a aquel a
quien confié la defensa de la plaza del Mercado en los días en que
tomamos Münster. Solo es el despojo de mi lugarteniente, Heinrich
Gresbeck.
Prosigue:
–Me junté a ti porque me dijeron que habías luchado con Tho-
mas Müntzer: eras el único con el que podía contar. La llegada de
Matthys, su rápido fin y la repentina aclamación de Beuckelssen como
610
sucesor suyo facilitaron el trabajo. Solo faltaba que te fueras tú. Me
convertí en el confidente de Bernhard Rothmann, entonces la pálida
sombra del ferviente predicador que había hecho alzarse a los ana-
baptistas contra el obispo. Desempolvé las lecturas de Wittenberg, me
pasé días y noches discutiendo con él sobre el ordenamiento de la
Nueva Sión, de las antiguas costumbres de los patriarcas de la Biblia
para ayudar a su mente vacilante a alumbrar los absurdos más letales.
»Tampoco esto fue difícil: Beuckelssen se proclamó pronto el Nue-
vo David, rey de Sión, y tras la sugerencia del teólogo de la corte
Rothmann, instituí lo de la poligamia, para restablecer las costumbres
de los Padres. Fue el colapso. No recuerdo cuántas fueron las mujeres
ajusticiadas por no haberse querido someter a las nuevas ordenanzas.
De esos meses guardo un vago recuerdo, como de un sueño. El ham-
bre, las casas puestas patas arriba para encontrar la última hogaza, los
jueces niños, con la muerte en los ojos, señalando a todo aquel que
sobraba por las calles. Cuerpos pálidos y demacrados que se arrastra-
ban por la ciudad, ya inconscientes. Habría podido marcharme y de-
jar que el fin llegara por sí solo. En cambio, por alguna extraña alqui-
mia, sentí que el último gesto de piedad solo podía corresponderme
a mí.Tenía que poner fin a aquella agonía.
Endereza la espalda, con esfuerzo, como si le pesaran una barbari-
dad los hombros. Los ojos miran fijamente a un punto indefinido de
la laguna.
–Salté las murallas, recorrí la media legua que las separaba del
frente de los partidarios del obispo, a riesgo de recibir un disparo, me
agazapé en un foso y me quedé allí durante horas, convencido de
que si levantaba la cabeza ofrecería un excelente blanco a los merce-
narios de Von Waldeck. Me capturaron y escapé a la muerte, recons-
truyendo con barro un modelo de las murallas e indicando cuáles
eran los puntos por los que se podía penetrar. No fue suficiente: tuve
que demostrar lo cierto de cuanto afirmaba volviendo a subir por la
noche a las murallas y volviendo incólume al campamento. ¿Recuer-
das? Fuiste tú quien me confió el control de las defensas. Las conocía
palmo a palmo. Solo yo podía hacerlo. El golpe de gracia me tocaba
a mí.
Se dobla de nuevo, abrumado por el peso.
Le alargo las hojas amarillentas, polvo entre los dedos. Lee, man-
teniendo las páginas a distancia y frunciendo los párpados.
–Las has conservado durante todo este tiempo... –Me devuelve las
cartas que le escribió al Magister Thomas hace veinticinco años.
–¿Estabas a sueldo de Carafa ya entonces?
–He sido la tesela de un mosaico que ha ido componiéndose a lo
largo de decenios. Cuando me reclutaron solo era el ayudante de bi-
611
bliotecario de la Universidad de Wittenberg. Mi cometido consistía
en no perder de vista a Lutero. En aquel entonces solo unos pocos se
habían dado cuenta de lo que un pequeño y obtuso fraile agustino
podía desencadenar. Carafa fue el primero en comprender que los
príncipes alemanes lo utilizarían como ariete para hundir los porto-
nes de Roma y para castigar al arrogante vástago al que los Fugger
habían comprado la corona imperial. En aquel enrevesado plan mi
papel fue el de incitar el espíritu fogoso del mayor antagonista de
Lutero, Thomas Müntzer, con el fin de alimentar el fuego de la re-
vuelta campesina contra los príncipes y su apóstata de la corte. Mien-
tras la rebelión se propagaba por toda Alemania, Roma se tomaba su
tiempo y Carafa trataba de convencer a los cardenales del peligro que
Lutero representaba. Pero luego las cosas se precipitaron. El joven-
zuelo Emperador aún se reveló más ambicioso, a los ojos de Roma,
que los pequeños principados alemanes. Desde aquel momento los
protectores de Lutero se convirtieron en potenciales aliados contra el
Emperador. Pero mientras tanto los campesinos alzados habían em-
pezado a infundir miedo. La revuelta tenía que acabarse. Esas cartas
sirvieron para lubricar el engranaje entero. Me valieron el ascenso
por acto de servicio.
El viejo Gresbeck toma aliento, carraspea de nuevo, me mira.
Una mueca:
–Tras el saco de Roma, en el veintisiete, Carafa se vio favorecido
más allá de sus propias previsiones, nadie se atrevió a llevarle la con-
traria, pues había visto con acierto las cosas desde un principio: los
luteranos eran gente descreída, a la que le daba una higa las excomu-
niones y que saqueaba la ciudad papal. Comenzó a acumular poder,
escaló la jerarquía eclesiástica y siguió teniendo muy buenas premo-
niciones.
Las palabras me salen solas:
–Una red de espías en cada estado.
Asiente:
–Siempre conseguía tener las noticias antes que los demás, gracias
a los muchos pares de ojos que mantenía en todo lugar clave. Por to-
das partes por donde sucediera algo relevante, podías apostar a que el
viejo tenía allí a uno de los suyos.
Le insisto:
–¿Por qué te ordenó joder a los anabaptistas en Münster? ¿Qué
tenían ellos que ver con Roma?
–Roma está en todas partes, Gert. En vosotros sobrevivía el espí-
ritu de la rebelión contra los poderosos. Lutero había predicado la
obediencia incondicional. Era suficiente: con los soberanos siempre
es posible negociar. Con vosotros no, vosotros queríais sacudiros de
612
encima su yugo, predicabais la libertad y la desobediencia, Carafa no
podía permitirse que ideas de aquel tipo se extendieran. Gracias a
mis pormenorizados informes había podido conocer la fuerza de
una masa que marchaba compacta, había visto también lo que podía
hacer un solo predicador como Thomas Müntzer. Los anabaptistas
tenían que sucumbir antes de que pudieran convertirse en una seria
amenaza.
–Carafa volvió a convocar a todos sus espías a fines de los años
treinta. El convento de los teatinos fue el centro de reunión.
Parece asombrado:
–Fuiste valiente. –Un estremecimiento le sacude los hombros,
pero continúa hablando–: Se nos necesitaba en Italia. Carafa estaba a
punto de obtener del Papa la aprobación de su proyecto: la constitu-
ción del Santo Oficio. Las motivaciones eran de lo más noble: con-
trarrestrar la difusión de la herejía con nuevos medios. En realidad,
esos medios los había utilizado el viejo ya contra sus adversarios en la
misma Roma. Lo que había en juego era lo más alto.
–El solio pontificio.
El estremecimiento llega hasta mí.
–Y la aniquilación de todos sus adversarios. El inglés, Pole, lo ha-
bía puesto en muchos aprietos, a su manera era un hueso duro de
roer, pero Carafa jugó bien sus bazas.Y lo venció. Por un pelo, pero
se salió con la suya.
–El beneficio de Cristo.
–En efecto.Yo me encargué de toda la operación. Al menos hasta
que Carafa consideró que me necesitaba. Desde el principio sabía que
detrás de Fontanini y de su libro estaba el círculo de Pole y de sus
amigos. Sabíamos que los cardenales espirituales habían leído el libro
y lo tomarían como punto de partida para su acción de acercamien-
to a los luteranos. De haberlo conseguido, Carlos Quinto habría reu-
nido a la Cristiandad bajo su bandera en una cruzada contra los tur-
cos y actualmente ya no tendría adversarios. Pero Pole no salió Papa
y ahora los espirituales caen uno tras otro bajo los golpes de la In-
quisición. El viejo teatino ha sido una vez más el más listo: ha vuelto
el arma de sus adversarios contra ellos.
El sol ha despuntado en la laguna, un círculo rojo sangre que
arroja su estela sobre el agua. Los pensamientos se agolpan en la
mente, pero tengo que esforzarme por refrenarlos, debo saber, el
tiempo resulta precioso.
–¿Qué tienen que ver los judíos en todo esto? Carafa ha estable-
cido un acuerdo con los venecianos, ¿no es cierto?
Un nuevo gesto de asentimiento, los ojos cada vez más diminutos
y hundidos por el cansancio:
613
–Los judíos no son más que una moneda de cambio.Todos tienen
algún interés en su ruina: si los marranos son reconocidos culpables
de practicar en secreto el judaísmo, los venecianos podrán requisar
todos sus bienes. Carafa se los sirve en bandeja de plata y a cambio
planta el estandarte de la Inquisición en Venecia, lanzando una ope-
ración a gran escala en el estado que es famoso ya por su indepen-
dencia de Roma. Serán varios los soberanos en Europa a quienes les
entre un sudor frío ante una noticia de este género.También esta vez
te encuentras en el otro bando, capitán.
Me quedo en silencio, bajo el lento espumar de la marea y el chi-
llido de una gaviota.
–¿Es esta tu tarea? ¿Mandar a la sombra a los judíos?
Una sombra atraviesa su mirada, como si tratara de hablar, la voz
es un murmullo:
–Para eso fui mandado a Venecia.
El cansancio invade cada resquicio del cuerpo, el dolor de cabeza
ha aumentado, me aprieto con un dedo la sien y me apoyo también
yo en una lápida para aliviar mis piernas.
Heinrich Gresbeck escruta el horizonte, luego vuelve a mirarme
a mí: los años no lo han perdonado, la noche ha sido larga e insomne
para ambos.
–¿Cuál es la recompensa esta vez?
Sonríe:
–Un rápido fin, probablemente.
–¿Es esta la recompensa para el servidor más fiel?
Se encoge de hombros:
–Soy el único que conoce toda la historia desde el principio: Ca-
rafa no puede correr el riesgo de tenerme aún en circulación. No
ahora que se dispone a asumir él todo el poder.
Dejo que mi mirada recorra las tumbas. En cada una podría leer
el nombre de un compañero, volver a recorrer las etapas que me han
traído hasta aquí. Pero no consigo sentir odio. No tengo ya fuerzas
para despreciar. Miro a Gresbeck y no veo más que a un viejo.
614
CAPÍTULO 42
Venecia, 3 de noviembre de 1551
615
para sí–. Está bien. Os han mandado aquí desde Roma para quitar-
nos de en medio.Y los venecianos os dejarán actuar, mejor dicho,
os ayudarán en la tarea. Son unos locos y acabarán en la ruina.Vos y
yo lo sabemos. No hay uno solo de los mercaderes de aquí que en
cinco años no haya hecho negocios con mi familia. No hay uno solo
de los chacales que se sientan en el Consejo que no haya contraído
préstamos con nosotros. Sin los judíos Venecia hará aguas, el Sultán
se aprovechará de ello y los negocios se acabarán, esta ciudad volverá
a ser un simple escupitajo en los mapas, aplastado entre los imperios.
Estos aristócratas tan llenos de vanagloria están condenándose a con-
vertirse en pequeños hidalgos de campo.
Suspira:
–Pero da lo mismo. Si así lo han decidido, sabed, Excelencia, que
no nos dejaremos encarcelar sin replicar. Los mercaderes que depen-
den de los cordones de mi bolsa han anunciado ya que suspenderán
todo comercio con Oriente si las autoridades no ponen fin a esta in-
discriminada caza de judíos. Y por lo que se refiere a vos, si lo que
dice vuestro viejo conocido aquí presente es cierto, creo que el car-
denal Carafa deberá prescindir en esta ocasión de su primer agente.
Gresbeck continúa mirando sin pestañear, con expresión inofen-
siva y el cansancio pintado en el rostro, la respiración pesada.
João se levanta y pasea arriba y abajo pensativo.
–No es precisamente agudeza lo que os falta, señor mío, y sois ca-
paz de comprender sin duda lo que me interesa.
Vuelve a sentarse. Silencio. Solo el chapaleo de las olas y pasos
amortiguados por la cubierta. La luz del día entra por dos grandes
ventanas laterales iluminando el camarote del capitán: una mesa, dos
sillones y un catre.
Levantarme me cuesta un inmenso esfuerzo. Gresbeck me dirige
una serena mirada. Me siento en un borde del escritorio, apartando
el pedazo del mapa del Adriático. Me toca a mí.
–La ventaja de haber llegado hasta aquí es que no tenemos ya
ninguna necesidad de engaños mutuos.A los cincuenta años no ten-
go ya el fuego sagrado de la revuelta en las venas, y hace dos noches
que no pego ojo. El cansancio me ayudará a ser claro, a ahorrarme las
palabras. –Me aprieto las sienes con los dedos para aliviar la jaque-
ca–.Tu jodido amo tiene setenta y cinco años. Una edad que la ma-
yor parte de los hombres pasa bajo tierra. Lo que yo me pregunto es
qué pretende ese viejo inmundo de sí mismo, de sus hombres y de
nosotros. Me pregunto cuál es el verdadero móvil que lo ha impul-
sado todos estos años. ¿Derrotar la herejía? ¿Castigar los intentos de
liberación de los pobres miserables? ¿Crear los tribunales de la con-
ciencia para controlar el pensamiento de los hombres? Me pregunto
616
de qué ha servido acumular todo ese poder.Y más ahora que las ca-
bezas de los cardenales espirituales caen una tras otra y que en Vene-
cia avanza la reacción contra los judíos, me pregunto por qué. No es
el dinero de los sefarditas, ni los negocios de la Serenísima, ni el ajus-
te de cuentas con los enemigos espirituales.Y tampoco el solio pon-
tificio, Heinrich. A los setenta y cinco años no. Hasta ahora Carafa
no se ha propuesto como papable. La apuesta es algo más alta que
todo esto junto. Algo que pende sobre nuestras cabezas. Para com-
prender lo que está sucediendo aquí, qué nos espera, tenemos que
conocer sus designios hasta el fondo.
Bajo los bigotes de Gresbeck una sonrisa sin arrogancia.
Respira ronco, voz profunda:
–El Plan. Ese en el que lleva trabajando Carafa toda la vida. Lo
que llena la boca del más modesto clérigo de campo, que campea en
los estandartes de los ejércitos, en las espadas de los conquistadores
del Nuevo Mundo, en los frontones de las parroquias y de las cate-
drales. –Deja caer las palabras como si fueran piedras–. A la mayor
gloria de Dios.
Apenas menea la cabeza:
–Imponer un orden en el mundo. Permitir a la Iglesia de Pedro el
seguir siendo el árbitro indiscutido del destino de los hombres y de
los pueblos. Más que nadie, Carafa ha comprendido en qué se basa
un poder milenario. Un mensaje sencillo: el temor de Dios. Un apa-
rato gigantesco y complejo que lo inculque en las costumbres y en
las conciencias. Difundir el mensaje, manejar el saber, observar y cri-
bar el espíritu de los hombres, perseguir todo impulso que ose reba-
sar ese temor. Carafa se ha arrogado la inmensa tarea de poner al día
los fundamentos de ese poder, a la luz de los nuevos tiempos. La am-
bición que él encarna ha bebido de toda debilidad del cuerpo de la
Iglesia, consiguiendo transformarla en un punto fuerte. Lutero fue su
primer enemigo acérrimo y su mejor aliado. Sin hacer mella en el
temor de Dios, el fraile agustino puso a todos frente a la necesidad de
un cambio. Fueron los hombres más inteligentes los primeros en re-
parar en ello, como Carafa, como Pole, como los fundadores de las
nuevas órdenes monásticas. A más de treinta años de distancia, los
únicos que han quedado aún en el juego. Era preciso responder con
armas adecuadas al desafío lanzado por Lutero. Y de esto surge el
conflicto: Pole y los espirituales estaban dispuestos a mediar con tal
de mantener unida a la Cristiandad. Carafa no, prefería librar a los
protestantes a su suerte antes que ceder aunque fuera el menor res-
quicio de la autoridad absoluta de la Iglesia: era preciso rebatir a los
luteranos devolviendo golpe por golpe, hacer limpieza en la propia
casa y dotarse de aparatos nuevos que aceptaran el desafío. De haber-
617
se impuesto los espirituales, ello habría supuesto para Roma la pérdi-
da de su primacía. Si a un fraile cualquiera o incluso a un laico como
Calvino le hubiera estado permitido discutir de igual a igual con el
descendiente de Pedro, ¿qué habría sido del orden milenario? ¿Qué
habría sido de la Iglesia de Roma? ¿Qué habría sido del Plan?
Gresbeck se detiene, exhausto.
Miquez no puede contenerse más:
–En el punto en que estamos, señor mío, la pregunta que hay que
hacerse es más bien otra. ¿Qué será de nosotros?
El mismo tono calmo:
–Seréis sacrificados.
Lo miro a los ojos:
–A la mayor gloria de Dios.
–Por supuesto.Y esta vez, micer Miquez, no será como en Portu-
gal, o en España o en los Países Bajos. Esta vez será para siempre. El
proceso abierto contra doña Beatrice ha sido puesto ya en marcha; se
resolverá en un par de días. Lo único que a los venecianos les intere-
sa es vuestro dinero. Carafa busca una demostración de fuerza de la
Inquisición. Quiere reduciros a la impotencia, hacer el vacío en tor-
no a vosotros y aplastaros.Y que la lección sirva de aviso para todos.
No podéis comprar vuestra salvación tal como hicisteis en el pasado:
los hombres de Carafa son incorruptibles, tienen una misión que
cumplir y conocen muy bien cuál es su trabajo. No hay paro de
mercaderes que pueda espantarlos, les importa un rábano.Tenéis ra-
zón,Venecia sufrirá por ello un daño irreparable, pero quien no sepa
adaptarse a los nuevos tiempos, está destinado a perecer.
João está negro, rígido en la silla como una estatua de caoba, no
habla.
Gresbeck se dirige a mí:
–Y también tus anabaptistas están a punto de ser borrados del
mapa. Del primero al último.
–Imposible.
–La idea de Tiziano era una buena idea. Pero no existe ningún
plan perfecto; confiar en la persona equivocada es el tipo de error
que acaba pagándose.
Un vuelco en el estómago.
–Hará dos semanas Pietro Manelfi se entregó a la Inquisición de
Bolonia. Una memoria realmente sorprendente. Proporcionó todos
los nombres, los oficios y las localidades de origen de los afiliados a la
secta. Naturalmente, habló también de Tiziano. Si continúa siendo
tan condescendiente se ganará el perdón.
Respiro hondo, todo se precipita en mi cabeza. Luego, un presen-
timiento:
618
–Lo encontraste tú.
Carraspea:
–Estaba tras sus pasos desde hacía cierto tiempo, esperaba que me
condujese a ti. Cuando recibí la noticia salí precipitadamente hacia
Bolonia. Apenas el tiempo justo de verlo, pues Leandro Alberti, el
inquisidor, había decidido ya enviarlo a Roma para no tener que
asumir la responsabilidad de un asunto de esta envergadura. En este
momento Manelfi comparece ante la Congregación del Santo Ofi-
cio para repetir sus confesiones. Todos aquellos a los que bautizaste
en estos años tienen los días contados. –Los ojos grises pasan de mí a
João–. Habéis sido valientes. Imprimir El beneficio de Cristo, entrar en
contacto con todos esos literatos. El golpe de Pontormo ha sido ad-
mirable. El anabaptismo era una idea tan absurda que habría podido
funcionar. Pero no podíais saliros con la vuestra. No contra Carafa.
João desenvaina la espada con un gesto rápido y elegante:
–Entonces, Excelencia, dejadme que por lo menos me dé el gus-
to de mandaros personalmente al infierno, privándoos del placer de
asistir al resultado de vuestro sucio trabajo.
Gresbeck no se mueve, no mira la hoja.
Levanto una mano:
–No. No lo has dicho todo. Sabías qué suerte te aguardaba, lo sa-
bías desde que me viste ante ti. Podías callar. Podías no decir nada y
aceptar la muerte dejándonos en la incertidumbre.
Sonríe:
–Mi tiempo ha vencido, Gert. Cuando los judíos hayan doblado
la rodilla Carafa me querrá muerto. Son demasiadas cosas las que sé.
–¿Hay algo más, no es cierto?
–No existe ningún plan perfecto. No existe ninguna trama que
pueda verse libre de imprevistos.Y un imprevisto existe siempre, un
pequeño detalle que pone en peligro todo en el último momento,
considerado irrelevante y olvidado, pero que de repente se convierte
en la palanca que puede hacer saltar todo el mecanismo.
João ha bajado la espada:
–¿De qué está hablando?
Gresbeck:
–Tampoco yo tengo ya ese fuego en las venas, Gert. Estoy ya
muerto. Que seas tú o un sicario de Carafa, no cambia mucho las
cosas. He cumplido órdenes toda mi vida. Puedo permitirme un fi-
nal distinto del que me está reservado en la próxima esquina. Puedo
permitírtelo a ti, al capitán Gert, al adversario de toda la vida.
–¿Por qué?
–Porque somos las dos caras de la misma moneda, porque hemos
librado la misma guerra y ninguno de los dos ha salido triunfante de
619
ella. El campo de batalla es de Carafa, la esperanza de los pobres mi-
serables se ha hundido en el fango, pero también Qoèlet debe aban-
donar la escena.
Esta vez soy yo quien sonríe, las palabras me salen lentas, como si
las sopesase en la lengua:
–Te equivocas, Heinrich, aunque pueda parecer fácil creerlo, tú y
yo no somos en absoluto iguales.Tú has hecho la guerra de otro, has
obedecido órdenes, has desempeñado un papel en su plan. Has ser-
vido toda tu vida, por un final que ni siquiera te ha sido dado ver
realizado: esta es tu derrota. No has sido derrotado en el campo de
batalla, como esos miles de miserables y herejes que lucharon contra
sus señores y contra el poder de Roma. No te queda nada, ni siquie-
ra el sentimiento de lo que has hecho. Es por esto por lo que debes
ofrecerme la última oportunidad, porque es también la tuya, la últi-
ma ocasión de recuperar la vida que has vendido a otro.
Permanece en silencio. Introduce la mano por debajo del jubón y
me alarga una hoja:
–Manelfi no dio solo los nombres de sus hermanos de fe. Contó
una historia, delante del inquisidor. La de un hereje que iba de aquí
para allá rebautizando a la gente y la de un cardenal que luego se
convirtió en Papa. Una historia que, si llegase a los oídos adecuados,
desbarataría todo el plan de Carafa.
620
Señoría acerca de la herejía de dicho libelo, mostrándose de acuerdo en que no
había ninguna en él. Item pidió que Su Señoría intercediese por el arriba
mentado Fontanini, encarcelado en Padua, puesto que lo consideraba inocen-
te. Dado que Fontanini fue luego puesto en libertad, yo creí en lo dicho por
Tiziano.
Item Tiziano frecuentó a muchos literatos, cortesanos y hasta señores,
tratando de convencer a todos ellos de la bondad de la doctrina anabaptista
y del susodicho «Beneficio de Cristo». Tal hizo en Florencia con los cortesa-
nos de Cosme de Médicis, y también en Ferrara, con la princesa Renata de
Este.
Item hizo el mismo esfuerzo por convencer a Nuestro Señor a la doctrina
anabaptista,Tiziano, mencionado en mi confesión, de quien no conozco más
que su nombre de pila y por cuanto sé fue él quien trajo esta doctrina anabap-
tista a Italia, y va siempre persuadiendo y enseñando la dicha doctrina.
621
propios inquisidores tuvieran conocimiento del interés del Papa por
el autor y por el contenido de El beneficio de Cristo? ¿Qué sucedería
si los cardenales procesados, valiéndose de este testimonio, anulasen
los cargos que hay contra ellos?
João se inclina sobre la mesa:
–Carafa estaría jodido. Pero ¿quién garantiza que este documento
exista de verdad?
–Ni yo ni vosotros tenemos nada que perder.
622
CAPÍTULO 43
Venecia, 5 de noviembre de 1551
Dos días en vela, aliviados por ocho horas de sueño, bastan para im-
posibilitar que un cincuentón lleno de achaques se ate como es de-
bido su jubón. Solo al tercer intento recobro por fin mi confianza en
lo que hago todos los días. Dejo subir del estómago la agitación ne-
cesaria para sacudirme de encima el cansancio.
Gresbeck está ya en el zaguán, envuelto en el capote, con la espal-
da apoyada contra la cómoda y la cabeza abandonada hacia atrás,
como si tratara de concentrarse con la ayuda de largos suspiros. No
llevará consigo armas de fuego. Solo una hoja corta, lo mínimo. Es
tan viejo como yo. Más cansado. Puedo fiarme de él.
Sujeta a la muñeca, prietamente fajada por una ligera tela orien-
tal, multicolor, doblada varias veces sobre sí misma, de una anchura
de unos cinco dedos, cubriendo poco menos que la mitad del an-
tebrazo.
Entrará en la agencia sin despertar sospechas.Tiene carta blanca,
los Fugger saben con quién están.
Ceñidos guantes de piel oscura, reluciente, fina, de los curtidores
españoles, que me regaló el joven Bernardo Miquez.
Extraño destino, el ajuste de cuentas no es como te lo esperas.
Devuelve la imagen reflejada por el suntuoso espejo, tan alto como
yo y el doble de ancho, de la residencia de los Miquez, en el extremo
de la Giudecca. No es como te lo esperas. Barba rala gris que enmar-
ca el rostro.
Deberá entretenerse el tiempo necesario para retirar el legajo,
nada de cumplidos.
La vieja prominencia en la nariz presiona ligeramente la punta
hacia la izquierda. El cabello atado tras la nuca y alisado con aceite,
obsequio de Beatrice. Las pistolas terciadas al cinto, acaricio el man-
go del cuchillo asegurado a la espalda.
Vendrá a mi encuentro, pasándome la pequeña bolsa de tela con
el documento dentro.
Cubro las armas echándome al hombro el ala del capote. Una
ojeada a Heinrich, reflejado en el espejo, en la misma posición.
Sebastiano nos espera en la embarcación.
Tras el intercambio, saldremos por el lado opuesto del Fonda-
co, directamente al Gran Canal. De allí, al Tonel. Luego hacia tierra
firme.
623
De repente aparece João; todo está listo. Una seña a Gresbeck, en
marcha.
Tomamos por rio del Vin, entre las cúpulas de San Marcos y el cam-
panario de San Zaccaria. Sebastiano empuja la barca, Gresbeck y yo
sentados uno enfrente del otro. Relaja la tensión de los músculos en
el cuello, masajeándoselo largamente. Nadie siente ninguna necesi-
dad de hablar. Tras una amplia curva tomamos por rio San Severo,
un recorrido tortuoso. Pasamos por debajo de un par de puentes
hasta rio San Giovanni, luego a la izquierda, el canal se abre, siempre
recto.
Desde tierra firme a toda velocidad hacia Trento, remontando el
valle del Brenta. Dos días a todo galope, parando tan solo para hacer
los relevos, escoltados por seis de los mejores hombres de los Mi-
quez.Alcanzar a Pole a toda costa.
En el cruce con rio dei Miracoli tomamos a la izquierda, hasta rio
del Fondaco. Desembarcamos.
Entregar en mano al cardenal inglés la confesión de Manelfi. Solo
Heinrich puede hacerlo.
Cincuenta pasos y estamos dentro. En torno a la entrada algarabía
de corrillos: me cruzo con la mirada de Duarte. Solo un gesto con la
cabeza. Gresbeck está a mi lado. Entramos en el cuadrilátero del
Fondaco dei Tedeschi.
En el centro del patio destaca el pozo, realzado por dos escalones
de piedra. Es mi sitio. Ir y venir de hombres de negocios, el inevita-
ble puesto de despacho de cerveza.
Gresbeck dobla bajo el pórtico a la izquierda, se dirige recto hacia
la agencia de los Fugger.A la altura de la tercera arcada, entra.
Toco las empuñaduras bajo el capote.
Tres filas de pórticos se alzan en los cuatro lados del patio. Cinco
arcadas en tierra, diez en cada uno de los órdenes superiores, cada
vez más bajas a medida que se asciende.
A la derecha, cuatro personas discuten acaloradamente, contando
con la punta de los dedos.
Un hombre apoyado en una columna, en la salida que da al Canal.
En el ángulo del fondo, a mis espaldas, un grupo de alemanes se
pasa unos papeles.
La mirada prosigue su ronda. Otros hombres atareados, entran y
salen de continuo, recorren el pórtico. Desde el primer piso, el ruido
de los parroquianos de la cervecería, asomados al patio, enfrascados
en la charla.
En la entrada principal, más allá del ir y venir, dos hombres de
negro están apostados a los lados.
624
Bultos bajo las capas.
Miran fijamente a la puerta del banco.
Mierda.
Gresbeck está dentro aún. A la derecha, los cuatro no han dejado
de contar. El más apartado hace un gesto como queriendo indicar la
agencia: esperar. Mira hacia las arcadas superiores, a mis espaldas.
Me vuelvo. Desde la cervecería otro sicario no pierde de vista el
banco.
El que está apoyado en la columna sigue allí. Ojos en la misma
dirección.
Es una trampa.
Nos joderán.
De nuevo en la entrada principal. Los dos cuervos están nerviosos
por el alboroto que llega del exterior.
Duarte entra en el Fondaco a la cabeza de los mercaderes de
Rialto. El ruido va en aumento.
La agencia.
Gresbeck viene a mi encuentro. Levanta el brazo apuntando con
la pistola.
Me has jodido de nuevo.
Hace fuego.
A mis espaldas un hombre se desploma y grita, caído sobre el
pozo. Ruido de hierros por el suelo.
Los mercaderes invaden el patio.
Gresbeck me alarga la bolsa:
–¡Vamos, coño!
Un clamor indistinto, me veo absorbido por el enorme gentío,
remonto la corriente que me sirve de escudo, empujones y gritos en
todas las lenguas.
Pietro Perna se planta ante mí. Me arrebata la bolsa de la mano y
me la cambia por una igual.
Guiña el ojo:
–Habemus papam!
Se escabulle fuera de la muchedumbre, hacia la entrada principal.
La confesión de Manelfi está a buen recaudo.
Me dejo llevar por la marea de los mercaderes de Rialto que for-
man un enjambre en sentido opuesto, hacia la salida al Canal. No
veo a Gresbeck, llego al portal llevado en peso por una nube de
hombres vociferantes que parecen enloquecidos. Golpes, gritos. El
sicario de la puerta es rápidamente arrollado. Gresbeck reaparece a mi
lado, se abre una brecha y somos arrojados dentro de la barca.
Vamos, vamos, al Tonel.
625
Pasamos por debajo del puente de Rialto, Sebastiano empuja la bar-
ca con todas sus fuerzas; tomamos por rio San Salvador.
Las manos me tiemblan de la agitación. Sofoco de la cabeza a los
pies.
No estoy seguro de lo que ha sucedido. Enfrente de mí el rostro
de Gresbeck parece tranquilo, sorprendentemente impasible.
Mientras tomamos a la derecha, por rio degli Scoacamini, pide
que le pase un poco de pólvora y vuelve a cargar la pistola. Se vuel-
ve hacia atrás, hace un ademán de expresión tranquilizadora: no están
siguiéndonos.
Pongo en orden mis ideas, me paso las manos por el rostro.
–¿Dónde la has cogido?
–Gert, en los Fugger uno puede depositar cualquier cosa. Sé lo
que has pensado. Pero como ves no he respondido mal a tu confian-
za. Tampoco en Münster te equivocaste al hacerlo: Heinrich Gres-
beck fue un buen lugarteniente.
–He creído que ese disparo era para mí.
–Esos eran sicarios de Carafa. La presa era yo. Me pregunto cómo
podían estar ya allí esperándome.
Rio dei Fuseri, lo remontamos hasta rio San Luca para desembo-
car de nuevo en el Gran Canal. Nos dirigimos directamente a rio dei
Meloni.
–Los Fugger saben con quién juntarse, Heinrich. Su proverbial
reserva desaparece frente a quien garantiza que Dios está de su parte.
Han sido ellos quienes han dado aviso a Carafa.
Se entrevé la entrada de rio Sant’Apollinare, viramos.Ya casi es-
tamos.
Gresbeck sacude la cabeza:
–La caza acaba de comenzar. ¿Cómo llegaremos a Trento? Aun-
que lo lográramos, Carafa estará esperándonos con los brazos abiertos.
La barca atraca.
Una mueca que quisiera asemejarse a una sonrisa:
–Somos viejos, Heinrich. Lo intentaremos.
Saca un pequeño cuaderno del bolsillo. Hojas amarillentas, en-
vueltas en una tira de cuero atada con un lazo.
–En la caja de caudales de los Fugger había también esto. Es el
único rastro de mi paso.Tómalo, capitán, tuyo es.
Me lo meto en la manga. Saltamos de la barca.
Recorremos el estrechísimo callejón uno detrás de otro hasta la
puerta trasera del Tonel.
El ajuste de cuentas no es como te lo esperas.
626
CAPÍTULO 44
Venecia, 5 de noviembre de 1551 (un instante después)
627
Libero a Demetra.
Luego a Pietro. Murmura entre sollozos:
–¡Hijos de puta!
Más allá de la cortina de fuego veo a Gresbeck sacar el puñal.
Uno contra uno.
Aquel duda.
Heinrich sonríe. Clava la hoja con un impulso instantáneo.
Un estertor, el muy bastardo echa el alma por la boca.
Toso, el humo ha invadido la estancia. Demetra sufre un vahído,
la arrastro en peso con el único brazo. Hasta la salida. Estamos fuera.
Una estela de sangre. La mía. La cabeza me da vueltas, las piernas no
me sostienen.
Perna tose:
–La bolsa... la confesión...
Me vuelvo, Gresbeck no está.
He de volver dentro. Debilísimo, la náusea oprime el estómago, la
vista nublada. Respiro hondo, no puedo perder el sentido. Recorro
los pocos pasos hasta la puerta, una distancia infinita.
Desde el umbral entreveo su forma en medio de la sala: la bolsa
en la mano.
Entre él y yo una cortina de fuego.
Un estrecho paso, bloqueado por dos mesas derribadas.
–¡Por aquí!
Una rodilla cede.
La máscara fragmentada del Mulo se alza entre el humo, a sus es-
paldas. Empuña un atizador.
Grito, mientras cae el golpe.
Se desploman ambos.
Dejo de verlos. No, Gresbeck vuelve a levantarse, se tambalea. No
tiene ya la bolsa, mira alrededor.
Un instante.
Justo el necesario para ver caer sobre ellos el arquitrabe del techo.
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CAPÍTULO 45
Costa ferraresa, cuatro días después
629
–Dicho por ti, Pietro, suena como una garantía.
Se ríe a carcajadas emocionado. Nos abrazamos.
João señala el sendero al borde de la pineda:
–El coche está esperándoos.
Pietro recoge la alforja:
–Adiós, cabeza cuadrada de alemán. –Baja la voz–. Y cuidadito
con el nalgatorio entre los mahometanos y cuidadito también dónde
metes el pájaro, ¿entendido? –Luego sonríe–. ¡Adiós a todos!
Demetra:
–Buena suerte, Ludovico.Y buen viaje.
–La mejor suerte para los dos.
Se encaminan por la húmeda arena. Él, pequeñajo y rechoncho;
ella, alta y elegante. En el lindero de la pineda, Perna se vuelve hacia
nosotros, haciendo grandes aspavientos en un último saludo. Grita
algo que se lleva el viento.
Los vemos desaparecer entre los pinos.
João se pone a mi lado:
–Tenemos que irnos. La barca de doña Beatrice debe de haber al-
canzado la nave.
Nos recibe en la cubierta de la nave capitana de la flota de Mi-
quez. El viento ha soltado algunos mechones del peinado, sin restar-
le nada de fascinación como mujer, o, mejor dicho, confiriéndole un
aire sensual que afecta al bajo vientre y al corazón.
Le beso la mano, manteniéndola durante un instante entre las
mías:
–La perspectiva de viajar a tu lado hace más dulce la derrota, Bea-
trice.
Se aparta el pelo del rostro con una caricia:
–¿Derrota, Ludovico? ¿De veras lo crees? ¿No estamos acaso vi-
vos y somos libres de surcar los mares?
Bernardo dirige algunas órdenes al capitán de la nave, de un ex-
tremo al otro de la cubierta resuenan los silbidos y las advertencias.
Le sonrío:
–Tienes razón.
No añado nada más. La hija y la joven criada la acompañan al ca-
marote.
Desde el castillo de popa, João me hace señales de que vaya.
–El capitán dice que el viento es favorable. Mejor no perderlo.
Llegaréis a Lissa dentro de un par de días como máximo. Luego Ra-
gusa. Otros dos días para Corfú. Una vez en Zante, estaréis fuera del
alcance de los venecianos.
–¿Qué significa?
Baja la mirada:
630
–Bernardo y yo nos volvemos a Venecia.
–¿Os habéis vuelto locos? Os quieren muertos.
El sefardita mira fijamente la línea de la costa esfumada por la
niebla.
Suspira.
–Ludovico, tú no puedes comprender. Somos una familia: te-
nemos un patrimonio que defender. Mi tarea no es otra que tratar
de recuperar todo lo que sea posible de las garras de los venecianos.
Y créeme, no lo he elegido yo.
Me vuelvo instintivamente hacia el camarote de Beatrice.
La sonrisa de Miquez:
–En cierto sentido, también yo, como toda la gente que ves en
esta nave, estoy en la lista.
Vuelve a contemplar fijamente la costa:
–No podemos dejarlo todo en Venecia.
–¿Crees que te van a traer todo tu dinero en bandeja, después de
todo lo que han hecho para joderos?
–En absoluto.Tendré que hacer uso de la diplomacia, del engaño
y tal vez también de la fuerza.Todas las armas del arsenal de los Mi-
quez.
Me arranca una risotada.
–Y luego hay otro motivo para volver atrás. La familia de la que
te hablo es grande como un verdadero pueblo. En Venecia hay cinco
mil marranos, como los llaman, y corremos el riesgo de que sean
todos encarcelados o asesinados. Hay que encontrar la manera de sa-
carlos fuera lo antes posible.
Asiento.
–¿Qué haremos en tierras del Sultán?
–Constantinopla te gustará, ya verás. La ciudad más grande del
mundo, de más de medio millón de hombres.También allí son mu-
chos los que nos deben favores, con Solimán a la cabeza.
–¿Qué clase de favores? ¿Esos de los que te acusaba un tal Tanusin
Bey?
Sonríe:
–Ludovico, la casa de los Miquez es grande como el mundo. Por
cada puerta que se cierra, ha de abrirse otra. –Una fuerte palmada en
la espalda–. Hasta luego, amigo mío. Nos veremos en Constantinopla.
João desciende a cubierta, donde Duarte está ya esperándolo jun-
to al hermano.
Alcanzan la pequeña embarcación atracada bajo la nave. La vela se
dobla al viento con un chasquido.
La veo deslizarse, mientras el capitán de la nave capitana da la or-
den de levar anclas.
631
Mar adentro de las costas romañolas he dejado de contemplar el ho-
rizonte, aterido de frío.
Debajo de la manta estiro los huesos doloridos sobre un catre.
Beatrice me espera, pero antes un lío de pensamientos y sensaciones
pide ser desenredado.
Hojas decrépitas, ahora ya polvo pasados treinta años.
La moneda del reino de un solo día.
La copia de un libro que no dejará huella.
Un cuaderno repleto de apuntes.
La más extraña herencia que podría confiarme el destino.
Heinrich Gresbeck, o cualquiera que sea su nombre, es el último
rostro que viene a ocupar su sitio en la galería de los fantasmas. Tal
vez sus mejores días hayan sido los pasados a mi lado. Tal vez es así
como debería recordarlo.
Deseaba que fuera mi mano y no la de los sicarios de Carafa la
que lo hiciera caer. En cambio, ha sido víctima del más ridículo de
mis enemigos y de su propia maquinación. El Mulo: miserable rufián
que quería vengar una afrenta sufrida, aprovechándose de la jauría
lanzada contra los judíos. Habría tenido que darle muerte entonces.
La carcajada que me ha acompañado en los últimos tiempos vuelve a
subir a mi garganta: los destinos de los poderosos y de los hombres
pendientes del gesto del último de los necios.
La confesión de Manelfi ha ardido. Los hombres no sabrán nunca
que aquellas pocas páginas habrían podido cambiar para siempre el
curso de los acontecimientos. Los detalles se escapan, las sombras
menores que han poblado la historia vuelan olvidadas. Alcahuetes,
pequeños clérigos mezquinos, fugitivos de la ley descreídos, esbirros,
espías. Tumbas anónimas. Nombres que nada dicen, pero que han
coincidido en las estrategias, en las guerras, las han hecho saltar
por los aires, unas veces con la terca conciencia de la lucha, otras por
pura y simple casualidad, con un gesto, con una palabra.
Yo he estado entre estos. De parte de quien ha desafiado el orden
del mundo.
Derrota tras derrota hemos probado la fuerza del plan. Lo hemos
perdido todo cada vez, para obstaculizar su camino. Con las manos
desnudas, sin otra elección.
Paso revista a los rostros uno por uno, el pueblo universal de las
mujeres y de los hombres que llevo conmigo hacia otro mundo.
Un sollozo estremece mi pecho, escupo el nudo.
Hermanos míos, no nos han vencido. Somos libres aún de surcar
los mares.
632
En cubierta el viento corta la cara vuelta hacia el ocaso. Doy vueltas
al cuaderno entre las manos. Desato el lazo que mantiene juntas las
páginas. Las hojeo. Fechas, lugares, nombres. Reflexiones pergeñadas
con letra menudísima.
Una hoja doblada me cae en el regazo. Una carta distinta.
633
634
EPÍLOGO
636
Estambul, Navidad de 1555
637
odiar y que ahora son los únicos en aceptarnos sin exigir ningún
acto de fe.
Su soberano indiscutido, Solimán el Magnífico, cuyo nombre
apenas murmurado basta para hacer estremecerse a cualquier vene-
ciano, es el hombre más rico y poderoso del orbe, dueño y señor
de un Imperio que se extiende desde Crimea hasta las Columnas de
Hércules, desde Hungría hasta Bagdad. Agudo conocedor de hom-
bres y de pueblos, se sienta en el trono que fuera de Constantino con
la aureola del guerrero invicto y del prudente tirano. No se compa-
rece en su presencia sin pensar que es el conquistador de Mesopota-
mia, que ha sido él quien ha llevado sus tropas hasta las mismas mu-
rallas de Viena, que ha derrotado a Carlos V en Mohacs, el hombre
que con un simple gesto de cabeza podría acabar con las vías comer-
ciales con Oriente, reduciendo a Venecia a una pequeña ciudad por-
tuaria.
Si me preguntara por el continente que toca a sus dominios, le
referiría mi historia, acariciando el convencimiento de que sabría
apreciarla más que el informe de un embajador.
No hay ninguna enseñanza que extraer. No hay ningún plan que
seguir. Estoy todavía vivo, eso es todo. Con la otra mitad del mundo,
la lejana tierra que he visto perderse entre la niebla en un día inver-
nal, no tengo ya nada que compartir. Se la dejo a los príncipes que
consolidan sus tronos y eligen qué fe deben seguir sus súbditos; a los
nuevos banqueros que se disponen a ocupar el puesto de los Fugger,
recitando de memoria los textos de Calvino. Al propio Calvino, que
manda a la hoguera a Miguel Servet, científico y teólogo. Se la dejo a
los inquisidores que queman los libros; a Reginald Pole, ayer paladín
de la conciliación, hoy arzobispo de Canterbury, perseguidor de pro-
testantes en Inglaterra.
Pero más que a nadie se la dejo al arquitecto del plan que se hace
realidad. A Giovanni Pietro Carafa, que ha subido al solio pontificio
con el nombre de Paulo IV, a la edad de setenta y nueve años, el 23
de mayo de 1555.
–¿Todavía en la cama?
No la he oído entrar en el aposento. Me vuelvo con un refun-
fuño.
Beatrice inclina la cabeza para mirarme a los ojos:
–Al Sultán no le va a gustar nada tener que esperar a dos infieles
de vuestro jaez.
Sentado en la cama, con un brazo le ciño la cintura, con el otro la
aprisiono en un fuerte achuchón:
–Haz esperar a los poderosos y les demostrarás que no los temes.
–Sí, y te cortarán el cuello.
638
Reímos. Me levanto y voy a la estancia del baño, el alivio de mi
vejez. Cada vez que pongo los pies aquí dentro, por lo menos dos
veces al día, siento una mezcla de emoción y de complacencia por
mi estado. Azulejos azules y verdemar relucen en el suelo y las pare-
des. Una gran pila ocupa un lado entero, de dos brazos de ancho. Pue-
de ser llenada de forma continua por medio de dos tubos que vier-
ten agua caliente o fría. El agua, calentada en un depósito que hay en
el piso de arriba, se deja fluir a gusto de uno y se mezcla con la fría
que baja por el otro conducto.
En esta ciudad de ensueño los baños son indicio de una civiliza-
ción superior y de una consideración por el cuerpo y la higiene des-
conocidas en Europa. Los hay por todas partes, de todo tipo de ta-
maño y concepción, pero todos ellos adecuados para revigorizar los
miembros y la mente del esfuerzo y del clima.
Me sumerjo en la tibieza, inmóvil. Que espere el Sultán.
Yosef me hace sobresaltarme irrumpiendo en la habitación con
todo el clamor posible.
–¿No te habrás ahogado, mi querido viejo?
Luce sus mejores galas: las botas preferidas, que le llegan hasta la
rodilla, unas calzas largas, claras; una blusa larga acolchada, con bor-
dados en el pecho; el corvo alfanje al cinto, el puño damasquinado;
el turbante típico de estas tierras arrollado a la cabeza, azul con una
pluma blanca fijada por un broche de oro.
–Hay otras personas a las que hemos de ver antes que al Sultán.
Date prisa, Samuel nos espera desde hace un rato. Las comodidades
de esta ciudad te están volviendo un perezoso.
Lanza un pedazo de jabón en el agua que me salpica la cara. Me
alarga la toalla grande:
–¡Vamos, date prisa!
639
sión–. En Venecia estos hombres, conocidos como João y Bernardo
Miquez, son considerados los principales enemigos de la Serenísima,
por el simple hecho de ser desde siempre amigos nuestros. Si volvie-
ran a Venecia, no te quepa la menor duda de que los colgarían de las
columnas de San Marcos.
Ríen a gusto, el compadre está visiblemente admirado.
Es el turno de Yosef el Sefardita:
–Con todo, no excluyo el volver algún día. A pesar de sus amos,
Venecia es una espléndida ciudad. Señores, os presento a mi socio,
Ismael el-Viajero-del-Mundo, aquel que llegó de sus frías tierras a
través de todo tipo de aventuras, enemigo de todos los poderosos de
Europa.
Los dos opulentos mercaderes se inclinan nuevamente con aire
deferente.
Nos hacen acomodarnos, uno de ellos se pone a cargar el hornillo
del narguile, mientras que el otro le ruega a Yosef que le cuente a su
socio su increíble fuga de Venecia.
–En otra ocasión. Nos esperan en la corte y no quisiera desperdi-
ciar el poco tiempo de que disponemos en vanas jactancias. Mejor
hablar de negocios.
–Por supuesto.
Unas rápidas palmadas y un muchacho con una túnica blanca trae
una bandeja con un jarro humeante y unas tazas.
El sirviente vierte un líquido oscuro, de perfume intenso y des-
conocido.
Miro a Yosef.
Me habla en flamenco, la lengua de los ya remotos días de Am-
beres.
–Es precisamente el negocio del que debemos hablar. Pruébalo.
Un sorbo desconfiado. El líquido caliente desciende por la gar-
ganta, un fuerte sabor, ligeramente amargo, e inmediatamente se abre
paso una sensación de vigor y renovada agudeza de los sentidos. Un
sorbo más largo y quedan en la lengua los granos posados en el fon-
do de la taza.
–Bien, pero no comprendo...
–Se llama qahwé. Se obtiene de una planta que crece en las regio-
nes de Arabia.
El mercader muestra un saquito de granos verdes,Yosef recoge
un puñado.
–Se tuestan y muelen en polvo y están listos para la infusión en
agua hirviente. En Europa se volverán locos por él. –Intuye mi per-
plejidad–. El Sultán demuestra apreciar los servicios y las informa-
ciones que le proporcionamos, pero siempre resulta oportuno con-
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tar también con otros proyectos y buenos negocios que desarrollar.
Créeme, las toscas gentes de Europa apreciarán uno tras otro estos
pequeños placeres que hacen la vida digna de tal nombre.
Sonrío y pienso en mi pila colmada de agua tibia.
Yosef continúa:
–Aquí están abriéndose establecimientos para la degustación de
bebidas regeneradoras. Lugares como este, donde se conversa, se ha-
cen negocios y se fuma el tabaco de esas fantásticas pipas de agua.Ya
verás, no harán falta muchos años para introducir en Europa seme-
jantes costumbres. Solo tenemos que empezar a incluir en nuestros
tratos comerciales los sacos de estos valiosos granos y explicar cómo
hay que utilizarlos.
–Europa no gusta de los placeres,Yosef, lo sabes.
–Europa está acabada. Ahora que se han puesto de acuerdo, vol-
verán nuevamente a hacerse la guerra, cultivando el sueño de una
bárbara supremacía.A nosotros nos queda el mundo.
El muchacho llena de nuevo la taza.
Suelto una amplia bocanada de humo del tubo del narguile. Los
miembros se relajan, se hunden en el cojín.
Sonrío. No existe un plan que pueda preverlo todo. Otros alzarán
la cresta, otros desertarán. El tiempo no dejará de repartir derrotas y
victorias a quien prosiga la lucha.
Sorbo satisfecho.
Nos espera la tibieza de los baños.Ya pueden transcurrir los días
sin objeto.
No avanza la acción de acuerdo con un plan.
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PERSONAJES, CIUDADES Y DOCUMENTOS
Agradecimientos
Los autores desean dar las gracias a Silvia Urbini, Andrea Alberti,
Susanna Fort, Guido Novello Guidelli Guidi, Gianmassimo P.Vigaz-
zola y Antimo Santoro por su indispensable contribución.
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Esta obra, publicada por
MONDADORI ,
se terminó de imprimir en los talleres
de Artes Gráficas Huertas, S.A., de Madrid,
el día 19 de octubre
de 2000
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