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Esperanza III

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Oración de Benedicto XVI
Santa María, tú fuiste una de aquellas almas humildes y grandes
en Israel que, como Simeón, esperó « el consuelo de Israel » (Lc
2,25) y esperaron, como Ana, « la redención de Jerusalén » (Lc
2,38). Tú viviste en contacto íntimo con las Sagradas Escrituras
de Israel, que hablaban de la esperanza, de la promesa hecha a
Abrahán y a su descendencia (cf. Lc 1,55). Así comprendemos el
santo temor que te sobrevino cuando el ángel de Dios entró en
tu aposento y te dijo que darías a luz a Aquel que era la esperanza
de Israel y la esperanza del mundo.

Por ti, por tu « sí », la esperanza de milenios debía hacerse


realidad, entrar en este mundo y su historia. Tú te has inclinado
ante la grandeza de esta misión y has dicho « sí »: « Aquí está la
esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra » (Lc 1,38).
Cuando llena de santa alegría fuiste aprisa por los montes de
Judea para visitar a tu pariente Isabel, te convertiste en la
imagen de la futura Iglesia que, en su seno, lleva la esperanza del
mundo por los montes de la historia.

Desde la cruz recibiste una nueva misión. A partir de la cruz te


convertiste en madre de una manera nueva: madre de todos los
que quieren creer en tu Hijo Jesús y seguirlo. La espada del dolor
traspasó tu corazón. Probablemente habrás escuchado de nuevo
en tu interior en aquella hora la palabra del ángel, con la cual
respondió a tu temor en el momento de la anunciación: « No
temas, María » (Lc 1,30). ¡Cuántas veces el Señor, tu Hijo, dijo
lo mismo a sus discípulos: no temáis! En la noche del Gólgota,

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oíste una vez más estas palabras en tu corazón. A sus discípulos,
antes de la hora de la traición, Él les dijo: « Tened valor: Yo he
vencido al mundo » (Jn 16,33). « No tiemble vuestro corazón ni
se acobarde » (Jn 14,27). « No temas, María ».

La alegría de la resurrección ha conmovido tu corazón y te ha


unido de modo nuevo a los discípulos, destinados a convertirse
en familia de Jesús mediante la fe. Así, estuviste en la comunidad
de los creyentes que en los días después de la Ascensión oraban
unánimes en espera del don del Espíritu Santo (cf. Hch 1,14), que
recibieron el día de Pentecostés.

Por eso tú permaneces con los discípulos como madre suya,


como Madre de la esperanza. Santa María, Madre de Dios,
Madre nuestra, enséñanos a creer, esperar y amar contigo.
Indícanos el camino hacia su reino. Estrella del mar, brilla sobre
nosotros y guíanos en nuestro camino.

Dios te salve, María, llena eres de gracia…

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1. El casco de la esperanza (1 Ts 5, 4-11)

Pero ustedes, hermanos, no viven en las tinieblas para que ese


Día los sorprenda como un ladrón: todos ustedes son hijos de la
luz, hijos del día. Nosotros no pertenecemos a la noche ni a las
tinieblas. No nos durmamos, entonces, como hacen los otros:
permanezcamos despiertos y seamos sobrios. Los que duermen
lo hacen de noche, y también los que se emborrachan. Nosotros,
por el contrario, seamos sobrios, ya que pertenecemos al día:
revistámonos con la coraza de la fe y del amor, y cubrámonos
con el caso de la esperanza de la salvación. Porque Dios no nos
destinó para la ira, sino para adquirir la salvación por nuestro
Señor Jesucristo, que murió por nosotros, a fin de que, velando
o durmiendo, vivamos unidos a él. Anímense, entonces, y
estimúlense mutuamente, como ya lo están haciendo.

Queridos hermanos y hermanas, en las catequesis pasadas hemos


empezado nuestro recorrido sobre el tema de la esperanza
releyendo en esta perspectiva algunas páginas del Antiguo
Testamento. Ahora queremos pasar a dar luz a la extraordinaria
importancia que esta virtud asume en el Nuevo Testamento,
cuando encuentra la novedad representada por Jesucristo y por
el evento pascual.

Es lo que emerge claramente desde el primer texto que se ha


escrito, es decir, la Primera Carta de san Pablo a los
Tesalonicenses. En el pasaje que hemos escuchado, se puede
percibir toda la frescura y la belleza del primer anuncio cristiano.

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La comunidad de Tesalónica era una comunidad joven, fundada
desde hacía poco; sin embargo, a pesar de las dificultades y las
muchas pruebas, estaba enraizada en la fe y celebraba con
entusiasmo y con alegría la resurrección del Señor Jesús.

El Apóstol entonces se alegra de corazón con todos, en cuanto


que renacen en la Pascua se convierten realmente en “hijos de la
luz e hijos del día” (Tesalonicenses 5, 5), en fuerza de la plena
comunión con Cristo.

Cuando Pablo les escribe, la comunidad de Tesalónica ha sido


apenas fundada, y solo pocos años la separan de la Pascua de
Cristo. Por esto, el Apóstol trata de hacer comprender todos los
efectos y las consecuencias que este evento único y decisivo
supone para la historia y para la vida de cada uno. En particular,
la dificultad de la comunidad no era tanto reconocer la
resurrección de Jesús, sino creer en la resurrección de los
muertos. En tal sentido, esta Carta se revela más actual que
nunca. Cada vez que nos encontramos frente a nuestra muerte, o
a la de un ser querido, sentimos que nuestra fe es probada.

Surgen todas nuestras dudas, toda nuestra fragilidad, y nos


preguntamos: “¿Pero realmente habrá vida después de la
muerte…? ¿Podré todavía ver y abrazar a las personas que he
amado…?” “¿Me encontraré con los míos?”. También nosotros,
en el contexto actual, necesitamos volver a la raíz y a los
fundamentos de nuestra fe, para tomar conciencia de lo que Dios

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ha obrado por nosotros en Jesucristo y qué significa nuestra
muerte.

Todos tenemos un poco de miedo por esta incertidumbre de la


muerte. Pensemos en aquel abuelito que decía: “Yo no tengo
miedo de la muerte. Tengo un poco de miedo de verla venir”.
Tenía miedo de esto. Pablo, frente a los temores y a las
perplejidades de la comunidad, invita a tener firme en la cabeza
como un casco, sobre todo en las pruebas y en los momentos más
difíciles de nuestra vida, “la esperanza de la salvación”. Es un
casco. Esta es la esperanza cristiana.

Cuando se habla de esperanza, podemos ser llevados a entenderla


según la acepción común del término, es decir en referencia a
algo bonito que deseamos, pero que puede realizarse o no.
Esperamos que suceda, es como un deseo. Se dice por ejemplo:
“¡Espero que mañana haga buen tiempo!”, pero sabemos que al
día siguiente sin embargo puede hacer malo… La esperanza
cristiana no es así. La esperanza cristiana es la espera de algo que
ya se ha cumplido; está la puerta allí, y yo espero llegar a la
puerta. ¿Qué tengo que hacer? ¡Caminar hacia la puerta! Estoy
seguro de que llegaré a la puerta. Así es la esperanza cristiana:
tener la certeza de que yo estoy en camino hacia algo que es, no
que yo quiero que sea.

Esta es la esperanza cristiana. La esperanza cristiana es la espera


de algo que ya ha sido cumplido y que realmente se realizará para
cada uno de nosotros. También nuestra resurrección y la de los

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seres queridos difuntos, por tanto, no es algo que podrá suceder
o no, sino que es una realidad cierta, en cuanto está enraizada en
el evento de la resurrección de Cristo. Esperar por tanto significa
aprender a vivir en la espera. Cuando una mujer se da cuenta que
está embaraza, cada día aprende a vivir en espera de ver la
mirada de ese niño que vendrá.

Así también nosotros tenemos que vivir y aprender de estas


esperas humanas y vivir la espera de mirar al Señor, de encontrar
al Señor. Esto no es fácil, pero se aprende: vivir en la espera.
Esperar significa y requiere un corazón humilde, un corazón
pobre. Solo un pobre sabe esperar. Quien está ya lleno de sí y de
sus bienes, no sabe poner la propia confianza en nadie más que
en sí mismo.

Escribe san Pablo: “Jesucristo, que murió por nosotros, para que,
velando o durmiendo, vivamos juntos con él” (1 Tesalonicenses
5, 10). Estas palabras son siempre motivo de gran consuelo y
paz. También para las personas amadas que nos han dejado,
estamos, por tanto, llamados a rezar para que vivan en Cristo y
estén en plena comunión con nosotros. Una cosa que a mí me
toca mucho el corazón es una expresión de san Pablo, dirigida a
los Tesalonicenses. A mí me llena de seguridad de la esperanza.
Dice así: “permaneceremos con el Señor para siempre” (1
Tesalonicenses 4, 17).

Una cosa bonita: todo pasa pero, después de la muerte, estaremos


para siempre con el Señor. Es la certeza total de la esperanza, la

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misma que, mucho tiempo antes, hacía exclamar a Job: “Yo sé
que mi Defensor está vivo […] y con mi propia carne veré a
Dios”. (Job 19, 25-27). Y así para siempre estaremos con el
Señor.

Repitamos todos juntos, por tres veces, estas frases:


1. Así estaremos para siempre con el Señor
2. Y allí, con el Señor, nos encontraremos

Actividad
Proporcionar a cada miembro una copia de la siguiente imagen.
Relacionarla con el tema y compartir qué mensaje les transmite.

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2. La esperanza, fuente del consuelo mutuo y de la paz
(1 Ts 5, 12-22)
Les rogamos, hermanos, que sean considerados con los que
trabajan entre ustedes, es decir, con aquellos que los presiden en
nombre del Señor y los aconsejan. Estímenlos profundamente, y
ámenlos a causa de sus desvelos. Vivan en paz unos con otros.
Los exhortamos también a que reprendan a los indisciplinados,
animen a los tímidos, sostengan a los débiles, y sean pacientes
con todos. Procuren que nadie devuelve mal por mal. Por el
contrario, esfuércense por hacer siempre el bien entre ustedes y
con todo el mundo.
Estén siempre alegres. Oren sin cesar. Den gracias a Dios en
toda ocasión: esto es lo que Dios quiere de todos ustedes, en
Cristo Jesús. No extingan la acción del Espíritu; no desprecien
las profecías; examínenlo todo y quédense con lo bueno.
Cuídense del mal en todas sus formas.
Queridos hermanos y hermanas, en la catequesis pasada vimos
que san Pablo en la primera Carta a los Tesalonicenses exhorta
a permanecer radicados en la esperanza de la resurrección (cf. 5,
4-11), con esa bonita palabra «estaremos siempre con el Señor»
(4, 17). En el mismo contexto, el apóstol muestra que la
esperanza cristiana no tiene solo una respiración personal,
individual, sino comunitaria, eclesial. Todos nosotros

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esperamos; todos nosotros tenemos esperanza, incluso
comunitariamente.
Por esto, la mirada se extiende enseguida desde Pablo a todas las
realidades que componen la comunidad cristiana, pidiéndolas
que recen las unas por las otras y que se apoyen mutuamente.
Ayudarnos mutuamente. Pero no solo ayudarnos ante las
necesidades, en las muchas necesidades de la vida cotidiana, sino
en la esperanza, ayudarnos en la esperanza. Y no es casualidad
que comience precisamente haciendo referencia a quienes ha sido
encomendada la responsabilidad y la guía pastoral. Son los
primeros en ser llamados a alimentar la esperanza, y esto no
porque sean mejores que los demás, sino en virtud de un
ministerio divino que va más allá de sus fuerzas. Por ese motivo,
necesitan más que nunca el respeto, la comprensión y el apoyo
benévolo de todos.
La atención se centra después en los hermanos que mayormente
corren el riesgo de perder la esperanza, de caer en la
desesperación. Nosotros siempre tenemos noticias de gente que
cae en la desesperación y hace cosas feas… La desesperación les
lleva a muchas cosas feas. Es una referencia a quien ha sido
desanimado, a quien es débil, a quien ha sido abatido por el peso
de la vida y de las propias culpas y no consigue levantarse más.
En estos casos, la cercanía y el calor de toda la Iglesia deben
hacerse todavía más intensos y cariñosos, y deben asumir la

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forma exquisita de la compasión, que no es tener lástima: la
compasión es padecer con el otro, sufrir con el otro, acercarme a
quien sufre; una palabra, una caricia, pero que venga del corazón;
esta es la compasión. Para quien tiene necesidad del conforto y
la consolación.
Esto es importante más que nunca: la esperanza cristiana no
puede prescindir de la caridad genuina y concreta. El mismo
Apóstol de las gentes, en la Carta a los Romanos, afirma con el
corazón en la mano: «Nosotros, los fuertes —que tenemos la fe,
la esperanza, o no tenemos muchas dificultades— debemos
sobrellevar las flaquezas de los débiles, y no buscar nuestro
propio agrado» (15, 1). Llevar, llevar las debilidades de otros.
Este testimonio después no permanecerá cerrado dentro de los
confines de la comunidad cristiana: resuena con todo su vigor
incluso fuera, en el contexto social y civil, como un llamamiento
a no crear muros sino puentes, a no recambiar el mal con el mal,
a vencer al mal con el bien, la ofensa con el perdón —el cristiano
nunca puede decir: ¡me la pagarás!, nunca; esto no es un gesto
cristiano; la ofensa se vence con el perdón—, a vivir en paz con
todos. ¡Esta es la Iglesia! Y esto es lo que obra la esperanza
cristiana, cuando asume las líneas fuertes y al mismo tiempo
tiernas del amor.
El amor es fuerte y tierno. Es bonito. Se comprende entonces
que no se aprenda a esperar solos. Nadie aprende a esperar solo.
No es posible. La esperanza, para alimentarse, necesita un

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“cuerpo”, en el cual los varios miembros se sostienen y se dan
vida mutuamente. Esto entonces quiere decir que, si esperamos,
es porque muchos de nuestros hermanos y hermanas nos han
enseñado a esperar y han mantenido viva nuestra esperanza. Y
entre estos, se distinguen los pequeños, los pobres, los simples,
los marginados. Sí, porque no conoce la esperanza quien se cierra
en el propio bienestar: espera solamente su bienestar y esto no
es esperanza: es seguridad relativa; no conoce la esperanza quien
se cierra en la propia gratificación, quien se siente siempre
bien… quienes esperan son en cambio los que experimentan cada
día la prueba, la precariedad y el propio límite. Estos son
nuestros hermanos que nos dan el testimonio más bonito, más
fuerte, porque permanecen firmes en su confianza en el Señor,
sabiendo que, más allá de la tristeza, de la opresión y de la
ineluctabilidad de la muerte, la última palabra será suya, y será
una palabra de misericordia, de vida y de paz. Quien espera,
espera sentir un día esta palabra: “ven, ven a mí, hermano; ven,
ven a mí, hermana, para toda la eternidad”.
Queridos amigos, si —como hemos dicho— el hogar natural de
la esperanza es un “cuerpo” solidario, en el caso de la esperanza
cristiana este cuerpo es la Iglesia, mientras el soplo vital, el alma
de esta esperanza es el Espíritu Santo. Sin el Espíritu Santo no
se puede tener esperanza. He aquí entonces por qué el apóstol
Pablo nos invita al final a invocarle continuamente. Si no es fácil
creer, mucho menos lo es esperar. Es más difícil esperar que

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creer, es más difícil. Pero cuando el Espíritu Santo vive en
nuestros corazones, es Él quien nos hace entender que no
debemos temer, que el Señor está cerca y cuida de nosotros; y es
Él quien modela nuestras comunidades, en un perenne
Pentecostés, como signos vivos de esperanza para la familia
humana. Gracias.
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3. La esperanza no defrauda (Rm 5, 1-5)

Justificados, entonces, por la fe, estamos en paz con Dios, por


medio de nuestro Señor Jesucristo. Por él hemos alcanzado,
mediante la fe, la gracia en la que estamos afianzados, y por él
nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Más aún, nos
gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos
que la tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud
probada; la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no
quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado
en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido
dado.

Queridos hermanos y hermanas, desde que somos pequeños nos


enseñan que presumir no es algo bonito. En mi tierra, a los que
presumen les llamamos “pavos”. Y es justo, porque presumir de
lo que se es o de lo que se tiene, además de una cierta soberbia,
refleja también una falta de respeto hacia los otros,
especialmente hacia aquellos que son más desafortunados que
nosotros.

En este pasaje de la Carta a los Romanos, sin embargo, el apóstol


Pablo nos sorprende, en cuanto que exhorta en dos ocasiones a
presumir. ¿Entonces de qué es justo presumir? Porque si él
exhorta a presumir, de algo es justo presumir. Y ¿cómo es
posible hacer esto, sin ofender a los otros, sin excluir a nadie?

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En el primer caso, somos invitados a presumir de la abundancia
de la gracia de la que estamos impregnados en Jesucristo, por
medio de la fe. Pablo quiere hacernos entender que, si
aprendemos a leer cada cosa con la luz del Espíritu Santo, ¡nos
damos cuenta de que todo es gracia! ¡Todo es don! Si estamos
atentos, de hecho, actuando —en la historia, como en nuestra
vida— no estamos solo nosotros, sino que sobre todo está Dios.
Es Él el protagonista absoluto, que crea cada cosa como un don
de amor, que teje la trama de su diseño de salvación y que lo lleva
a cumplimiento por nosotros, mediante su Hijo Jesús. A nosotros
se nos pide reconocer todo esto, acogerlo con gratitud y
convertirlo en motivo de alabanza, de bendición y de gran
alegría.

Si hacemos esto, estamos en paz con Dios y hacemos experiencia


de la libertad. Y esta paz se extiende después a todos los
ambientes y a todas las relaciones de nuestra vida: estamos en
paz con nosotros mismos, estamos en paz en familia, en nuestra
comunidad, al trabajo y con las personas que encontramos cada
día en nuestro camino.

Pablo exhorta a presumir también en las tribulaciones. Esto no


es fácil de entender. Esto nos resulta más difícil y puede parecer
que no tenga nada que ver con la condición de paz apenas
descrita. Sin embargo, construye el presupuesto más auténtico,
más verdadero. De hecho, la paz que nos ofrece y nos garantiza
el Señor no va entendida como la ausencia de preocupaciones, de
desilusiones, de necesidades, de motivos de sufrimiento. Si fuera

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así, en el caso en el que conseguimos estar en paz, ese momento
terminaría pronto y caeríamos inevitablemente en el
desconsuelo.

La paz que surge de la fe es, sin embargo, un don: es la gracia de


experimentar que Dios nos ama y que está siempre a nuestro
lado, no nos deja solo ni siquiera un momento de nuestra vida. Y
esto, como afirma el apóstol, genera la paciencia, porque sabemos
que, también en los momentos más duros e impactantes, la
misericordia y la bondad del Señor son más grandes que
cualquier cosa y nada nos separará de sus manos y de la
comunión con Él.

Por esto la esperanza cristiana es sólida, es por esto que no


decepciona. Nunca, decepciona. ¡La esperanza no decepciona! No
está fundada sobre eso que nosotros podemos hacer o ser, y
tampoco sobre lo que nosotros podemos creer. Su fundamento,
es decir el fundamento de la esperanza cristiana, es de lo que más
fiel y seguro pueda estar, es decir el amor que Dios mismo siente
por cada uno de nosotros. Es fácil decir: Dios nos ama. Todos lo
decimos. Pero pensad un poco: cada uno de nosotros es capaz de
decir, ¿estoy seguro de que Dios me ama? No es tan fácil decirlo.
Pero es verdad. Es un buen ejercicio este, decirse a sí mismo:
Dios me ama.

Esta es la raíz de nuestra seguridad, la raíz de la esperanza. Y el


Señor ha derramado abundantemente en nuestros corazones al
Espíritu —que es el amor de Dios— como artífice, como garante,

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precisamente para que pueda alimentar dentro de nosotros la fe
y mantener viva esta esperanza. Y esta seguridad: Dios me ama.
“¿Pero en este momento feo?” —Dios me ama. “¿Y a mí que he
hecho esta cosa fea y mala?” —Dios me ama. Esa seguridad no
nos la quita nadie. Y debemos repetirlo como oración: Dios me
ama. Estoy seguro de que Dios me ama. Estoy segura de que
Dios me ama. Ahora comprendemos por qué el apóstol Pablo nos
exhorta a presumir siempre de todo esto. Yo presumo del amor
de Dios, porque me ama.

La esperanza que se nos ha donado no nos separa de los otros, ni


tampoco nos lleva a desacreditarlos o marginarlos. Se trata más
bien de un don extraordinario del cual estamos llamado a
hacernos “canales”, con humildad y sencillez, para todos. Y
entonces nuestro presumir más grande será el de tener como
Padre un Dios que no hace preferencias, que no excluye a nadie,
pero que abre su casa a todos los seres humanos, empezando por
los últimos y los alejados, porque como sus hijos aprendemos a
consolarnos y a apoyarnos los unos a los otros. Y no se olviden:
la esperanza no decepciona.

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4. En la esperanza nos sabemos salvados (Rm 8, 19-27)

En efecto, toda la creación espera ansiosamente esta revelación


de los hijos de Dios. Ella quedó sujeta a la vanidad, no
voluntariamente, sino por causa de quien la sometió, pero
conservando una esperanza. Porque también la creación será
liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la
gloriosa libertad de los hijos de Dios. Sabemos que la creación
entera, hasta el presente, gime y sufre dolores de parto. Y no sólo
ella: también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu,
gemimos interiormente anhelando que se realice la redención de
nuestro cuerpo. Porque solamente en esperanza estamos
salvados. Ahora bien, cuando se ve lo que se espera, ya no se
espera más: ¿acaso se puede esperar lo que se ve?

En cambio, si esperamos lo que no vemos, lo esperamos con


constancia. Igualmente, el mismo Espíritu viene en ayuda de
nuestra debilidad porque no sabemos orar como es debido; pero
es Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el
que sondea los corazones conoce el deseo del Espíritu y sabe que
su intercesión en favor de los santos está de acuerdo con la
voluntad divina.

Queridos hermanos y hermanas, a menudo nos tienta pensar que


la creación sea una propiedad nuestra, una posesión que podemos
aprovechar como nos plazca y de la cual no tenemos que rendir
cuentas a nadie. En el pasaje de la Carta a los Romanos (8, 19-
27) de la cual acabamos de escuchar una parte, el apóstol Pablo

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nos recuerda sin embargo que la creación es un don maravilloso
que Dios ha puesto en nuestras manos, para que podamos
relacionarnos con ella y podamos reconocer la huella de su
diseño de amor, en cuya realización estamos todos llamados a
colaborar, día tras día.

Pero cuando se deja llevar por el egoísmo, el ser humano termina


por estropear también las cosas más bonitas que le han sido
encomendadas. Y así ocurrió también con la creación. Pensemos
en el agua. El agua es una cosa bellísima y muy importante; el
agua nos da la vida, nos ayuda en todo pero para explotar los
minerales se contamina el agua, se ensucia la creación y se
destruye la creación. Esto es un ejemplo solamente. Hay muchos.
Con la experiencia trágica del pecado, rota la comunión con
Dios, hemos infringido la originaria comunión con todo aquello
que nos rodea y hemos terminado por corromper la creación,
haciéndola de esta manera esclava, sometida a nuestra caducidad.

Y desgraciadamente la consecuencia de todo esto está


dramáticamente delante de nuestros ojos, cada día. Cuando
rompe la comunión con Dios, el hombre pierde la propia belleza
originaria y termina por deturpar entorno a sí cada cosa; y donde
todo antes recordaba al Padre Creador y a su amor infinito, ahora
lleva el signo triste y desolado del orgullo y de la voracidad
humanas. El orgullo humano, explotando la creación, destruye.
Pero el Señor no nos deja solos y también ante este cuadro
desolador nos ofrece una perspectiva nueva de liberación, de
salvación universal.

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Es lo que Pablo pone en evidencia con alegría, invitándonos a
escuchar los gemidos de la entera creación. Si prestamos
atención, efectivamente, a nuestro alrededor todo gime: gime la
creación entera, gemimos nosotros seres humanos y gime el
Espíritu dentro de nosotros, en nuestro corazón. Ahora, estos
gemidos no son un lamento estéril, desconsolado, sino —como
precisa el apóstol— son los gritos de dolor de una parturienta;
son los gemidos de quien sufre, pero sabe que está por ver la luz
una vida nueva. Y en nuestro caso es verdaderamente así.

Nosotros estamos todavía afrontando las consecuencias de


nuestro pecado y todo, a nuestro alrededor, lleva todavía el signo
de nuestras fatigas, de nuestras faltas, de nuestra cerrazón. Pero
al mismo tiempo, sabemos que hemos sido salvados por el Señor
y se nos permite contemplar y pregustar en nosotros y en
aquello que nos circunda los signos de la Resurrección, de la
Pascua, que obra una nueva creación.

Este es el contenido de nuestra esperanza. El cristiano no vive


fuera del mundo, sabe reconocer en la propia vida y en lo que le
circunda los signos del mal, del egoísmo y del pecado. Es
solidario con quien sufre, con quien llora, con quien está
marginado, con quien se siente desesperado… pero, al mismo
tiempo, el cristiano ha aprendido a leer todo esto con los ojos de
la Pascua, con los ojos del Cristo Resucitado. Y entonces sabe
que estamos viviendo el tiempo de la espera, el tiempo de un
anhelo que va más allá del presente, el tiempo del cumplimiento.

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En la esperanza sabemos que el Señor desea resanar
definitivamente con su misericordia los corazones heridos y
humillados y todo lo que el hombre ha deturpado en su impiedad,
y que de esta manera Él regenera un mundo nuevo y una
humanidad nueva, finalmente reconciliados en su amor.

Cuántas veces nosotros cristianos estamos tentados por la


desilusión, pesimismo… A veces nos dejamos llevar por el
lamento inútil, o permanecemos sin palabras y no sabemos ni
siquiera qué cosa pedir, qué cosa esperar… Pero una vez más
viene para ayudarnos el Espíritu Santo, respiración de nuestra
esperanza, el cual mantiene vivos el gemido y la espera de
nuestro corazón. El Espíritu ve por nosotros más allá de las
apariencias negativas del presente y nos revela ya desde ahora
los cielos nuevos y la tierra nueva que el Señor está preparando
para la humanidad.

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