Esperanza III
Esperanza III
Esperanza III
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Oración de Benedicto XVI
Santa María, tú fuiste una de aquellas almas humildes y grandes
en Israel que, como Simeón, esperó « el consuelo de Israel » (Lc
2,25) y esperaron, como Ana, « la redención de Jerusalén » (Lc
2,38). Tú viviste en contacto íntimo con las Sagradas Escrituras
de Israel, que hablaban de la esperanza, de la promesa hecha a
Abrahán y a su descendencia (cf. Lc 1,55). Así comprendemos el
santo temor que te sobrevino cuando el ángel de Dios entró en
tu aposento y te dijo que darías a luz a Aquel que era la esperanza
de Israel y la esperanza del mundo.
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oíste una vez más estas palabras en tu corazón. A sus discípulos,
antes de la hora de la traición, Él les dijo: « Tened valor: Yo he
vencido al mundo » (Jn 16,33). « No tiemble vuestro corazón ni
se acobarde » (Jn 14,27). « No temas, María ».
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1. El casco de la esperanza (1 Ts 5, 4-11)
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La comunidad de Tesalónica era una comunidad joven, fundada
desde hacía poco; sin embargo, a pesar de las dificultades y las
muchas pruebas, estaba enraizada en la fe y celebraba con
entusiasmo y con alegría la resurrección del Señor Jesús.
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ha obrado por nosotros en Jesucristo y qué significa nuestra
muerte.
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seres queridos difuntos, por tanto, no es algo que podrá suceder
o no, sino que es una realidad cierta, en cuanto está enraizada en
el evento de la resurrección de Cristo. Esperar por tanto significa
aprender a vivir en la espera. Cuando una mujer se da cuenta que
está embaraza, cada día aprende a vivir en espera de ver la
mirada de ese niño que vendrá.
Escribe san Pablo: “Jesucristo, que murió por nosotros, para que,
velando o durmiendo, vivamos juntos con él” (1 Tesalonicenses
5, 10). Estas palabras son siempre motivo de gran consuelo y
paz. También para las personas amadas que nos han dejado,
estamos, por tanto, llamados a rezar para que vivan en Cristo y
estén en plena comunión con nosotros. Una cosa que a mí me
toca mucho el corazón es una expresión de san Pablo, dirigida a
los Tesalonicenses. A mí me llena de seguridad de la esperanza.
Dice así: “permaneceremos con el Señor para siempre” (1
Tesalonicenses 4, 17).
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misma que, mucho tiempo antes, hacía exclamar a Job: “Yo sé
que mi Defensor está vivo […] y con mi propia carne veré a
Dios”. (Job 19, 25-27). Y así para siempre estaremos con el
Señor.
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2. La esperanza, fuente del consuelo mutuo y de la paz
(1 Ts 5, 12-22)
Les rogamos, hermanos, que sean considerados con los que
trabajan entre ustedes, es decir, con aquellos que los presiden en
nombre del Señor y los aconsejan. Estímenlos profundamente, y
ámenlos a causa de sus desvelos. Vivan en paz unos con otros.
Los exhortamos también a que reprendan a los indisciplinados,
animen a los tímidos, sostengan a los débiles, y sean pacientes
con todos. Procuren que nadie devuelve mal por mal. Por el
contrario, esfuércense por hacer siempre el bien entre ustedes y
con todo el mundo.
Estén siempre alegres. Oren sin cesar. Den gracias a Dios en
toda ocasión: esto es lo que Dios quiere de todos ustedes, en
Cristo Jesús. No extingan la acción del Espíritu; no desprecien
las profecías; examínenlo todo y quédense con lo bueno.
Cuídense del mal en todas sus formas.
Queridos hermanos y hermanas, en la catequesis pasada vimos
que san Pablo en la primera Carta a los Tesalonicenses exhorta
a permanecer radicados en la esperanza de la resurrección (cf. 5,
4-11), con esa bonita palabra «estaremos siempre con el Señor»
(4, 17). En el mismo contexto, el apóstol muestra que la
esperanza cristiana no tiene solo una respiración personal,
individual, sino comunitaria, eclesial. Todos nosotros
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esperamos; todos nosotros tenemos esperanza, incluso
comunitariamente.
Por esto, la mirada se extiende enseguida desde Pablo a todas las
realidades que componen la comunidad cristiana, pidiéndolas
que recen las unas por las otras y que se apoyen mutuamente.
Ayudarnos mutuamente. Pero no solo ayudarnos ante las
necesidades, en las muchas necesidades de la vida cotidiana, sino
en la esperanza, ayudarnos en la esperanza. Y no es casualidad
que comience precisamente haciendo referencia a quienes ha sido
encomendada la responsabilidad y la guía pastoral. Son los
primeros en ser llamados a alimentar la esperanza, y esto no
porque sean mejores que los demás, sino en virtud de un
ministerio divino que va más allá de sus fuerzas. Por ese motivo,
necesitan más que nunca el respeto, la comprensión y el apoyo
benévolo de todos.
La atención se centra después en los hermanos que mayormente
corren el riesgo de perder la esperanza, de caer en la
desesperación. Nosotros siempre tenemos noticias de gente que
cae en la desesperación y hace cosas feas… La desesperación les
lleva a muchas cosas feas. Es una referencia a quien ha sido
desanimado, a quien es débil, a quien ha sido abatido por el peso
de la vida y de las propias culpas y no consigue levantarse más.
En estos casos, la cercanía y el calor de toda la Iglesia deben
hacerse todavía más intensos y cariñosos, y deben asumir la
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forma exquisita de la compasión, que no es tener lástima: la
compasión es padecer con el otro, sufrir con el otro, acercarme a
quien sufre; una palabra, una caricia, pero que venga del corazón;
esta es la compasión. Para quien tiene necesidad del conforto y
la consolación.
Esto es importante más que nunca: la esperanza cristiana no
puede prescindir de la caridad genuina y concreta. El mismo
Apóstol de las gentes, en la Carta a los Romanos, afirma con el
corazón en la mano: «Nosotros, los fuertes —que tenemos la fe,
la esperanza, o no tenemos muchas dificultades— debemos
sobrellevar las flaquezas de los débiles, y no buscar nuestro
propio agrado» (15, 1). Llevar, llevar las debilidades de otros.
Este testimonio después no permanecerá cerrado dentro de los
confines de la comunidad cristiana: resuena con todo su vigor
incluso fuera, en el contexto social y civil, como un llamamiento
a no crear muros sino puentes, a no recambiar el mal con el mal,
a vencer al mal con el bien, la ofensa con el perdón —el cristiano
nunca puede decir: ¡me la pagarás!, nunca; esto no es un gesto
cristiano; la ofensa se vence con el perdón—, a vivir en paz con
todos. ¡Esta es la Iglesia! Y esto es lo que obra la esperanza
cristiana, cuando asume las líneas fuertes y al mismo tiempo
tiernas del amor.
El amor es fuerte y tierno. Es bonito. Se comprende entonces
que no se aprenda a esperar solos. Nadie aprende a esperar solo.
No es posible. La esperanza, para alimentarse, necesita un
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“cuerpo”, en el cual los varios miembros se sostienen y se dan
vida mutuamente. Esto entonces quiere decir que, si esperamos,
es porque muchos de nuestros hermanos y hermanas nos han
enseñado a esperar y han mantenido viva nuestra esperanza. Y
entre estos, se distinguen los pequeños, los pobres, los simples,
los marginados. Sí, porque no conoce la esperanza quien se cierra
en el propio bienestar: espera solamente su bienestar y esto no
es esperanza: es seguridad relativa; no conoce la esperanza quien
se cierra en la propia gratificación, quien se siente siempre
bien… quienes esperan son en cambio los que experimentan cada
día la prueba, la precariedad y el propio límite. Estos son
nuestros hermanos que nos dan el testimonio más bonito, más
fuerte, porque permanecen firmes en su confianza en el Señor,
sabiendo que, más allá de la tristeza, de la opresión y de la
ineluctabilidad de la muerte, la última palabra será suya, y será
una palabra de misericordia, de vida y de paz. Quien espera,
espera sentir un día esta palabra: “ven, ven a mí, hermano; ven,
ven a mí, hermana, para toda la eternidad”.
Queridos amigos, si —como hemos dicho— el hogar natural de
la esperanza es un “cuerpo” solidario, en el caso de la esperanza
cristiana este cuerpo es la Iglesia, mientras el soplo vital, el alma
de esta esperanza es el Espíritu Santo. Sin el Espíritu Santo no
se puede tener esperanza. He aquí entonces por qué el apóstol
Pablo nos invita al final a invocarle continuamente. Si no es fácil
creer, mucho menos lo es esperar. Es más difícil esperar que
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creer, es más difícil. Pero cuando el Espíritu Santo vive en
nuestros corazones, es Él quien nos hace entender que no
debemos temer, que el Señor está cerca y cuida de nosotros; y es
Él quien modela nuestras comunidades, en un perenne
Pentecostés, como signos vivos de esperanza para la familia
humana. Gracias.
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3. La esperanza no defrauda (Rm 5, 1-5)
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En el primer caso, somos invitados a presumir de la abundancia
de la gracia de la que estamos impregnados en Jesucristo, por
medio de la fe. Pablo quiere hacernos entender que, si
aprendemos a leer cada cosa con la luz del Espíritu Santo, ¡nos
damos cuenta de que todo es gracia! ¡Todo es don! Si estamos
atentos, de hecho, actuando —en la historia, como en nuestra
vida— no estamos solo nosotros, sino que sobre todo está Dios.
Es Él el protagonista absoluto, que crea cada cosa como un don
de amor, que teje la trama de su diseño de salvación y que lo lleva
a cumplimiento por nosotros, mediante su Hijo Jesús. A nosotros
se nos pide reconocer todo esto, acogerlo con gratitud y
convertirlo en motivo de alabanza, de bendición y de gran
alegría.
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así, en el caso en el que conseguimos estar en paz, ese momento
terminaría pronto y caeríamos inevitablemente en el
desconsuelo.
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precisamente para que pueda alimentar dentro de nosotros la fe
y mantener viva esta esperanza. Y esta seguridad: Dios me ama.
“¿Pero en este momento feo?” —Dios me ama. “¿Y a mí que he
hecho esta cosa fea y mala?” —Dios me ama. Esa seguridad no
nos la quita nadie. Y debemos repetirlo como oración: Dios me
ama. Estoy seguro de que Dios me ama. Estoy segura de que
Dios me ama. Ahora comprendemos por qué el apóstol Pablo nos
exhorta a presumir siempre de todo esto. Yo presumo del amor
de Dios, porque me ama.
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4. En la esperanza nos sabemos salvados (Rm 8, 19-27)
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nos recuerda sin embargo que la creación es un don maravilloso
que Dios ha puesto en nuestras manos, para que podamos
relacionarnos con ella y podamos reconocer la huella de su
diseño de amor, en cuya realización estamos todos llamados a
colaborar, día tras día.
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Es lo que Pablo pone en evidencia con alegría, invitándonos a
escuchar los gemidos de la entera creación. Si prestamos
atención, efectivamente, a nuestro alrededor todo gime: gime la
creación entera, gemimos nosotros seres humanos y gime el
Espíritu dentro de nosotros, en nuestro corazón. Ahora, estos
gemidos no son un lamento estéril, desconsolado, sino —como
precisa el apóstol— son los gritos de dolor de una parturienta;
son los gemidos de quien sufre, pero sabe que está por ver la luz
una vida nueva. Y en nuestro caso es verdaderamente así.
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En la esperanza sabemos que el Señor desea resanar
definitivamente con su misericordia los corazones heridos y
humillados y todo lo que el hombre ha deturpado en su impiedad,
y que de esta manera Él regenera un mundo nuevo y una
humanidad nueva, finalmente reconciliados en su amor.
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