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John Elliot U3

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UNIDAD N°3
John Elliot - Tomo II -  Capítulo I  “España y América en los siglos XVI y XVII”-
[John Elliot, “España y América en los siglos XVI y XVII”, en Leslie Bethell (editor), Historia de América Latina, Tomo II, Editorial
Crítica, Barcelona, 1990, pp. 4-44.]

 Las aspiraciones metropolitanas


América había añadido una nueva e imperial dimensión al poder del Rey de España → La Conquista
española creó la posibilidad del primer imperio en la historia humana en verdaderas dimensiones mundiales.
Imperio de las indias → Dificultad para ser aceptada. 
→ Las indias eran concebidas como constituyentes de un conglomerado mayor conocido como “La
monarquía española”↦territorios adquiridos por herencia o conquista que debían obediencia a un mismo
gobernante, donde los estados eran vistos en términos de igualdad (unos más que otros). 
Sin embargo, Castilla logró cierta predominancia afectiva en la monarquía, por lo que desde el comienzo,
permaneció en una relación especial con la Corona; lo que se vio reflejado en el rol dado a Juan Rodríguez
de Fonseca (perteneciente al consejo de Castilla) para llevar los asuntos de indias durante los primeros años
de descubrimiento y conquista.
En 1503, se estableció en Sevilla “La casa de la contratación” , una institución de comercio responsable de
la organización y control del tráfico de personas, barcos y mercancías entre España y América. Estos altos
poderes reguladores conferidos por la corona a los funcionarios dieron lugar a un modelo de comercio y
navegación que duraría un siglo y medio y que convirtió a Sevilla en el centro comercial del mundo
atlántico.
Durante los primeros años de la colonización, los reyes pedían asesoramiento con relación a las Indias a
Fonseca, pero en 1523 se establece el Consejo de Indias, una organización en forma de consejo, con
distintos consejeros responsables para los diferentes estados y provincias de la monarquía era el mejor
medio de combinar intereses plurales con un control central unificado.
Los funcionarios reales en las Indias, teóricamente a sus anchas en los abiertos espacios de un gran Nuevo
Mundo, en la práctica se encontraban a sí mismos atados por cadenas de papel al gobierno central en
España. Comunicándose entre sí mediante cartas. Una vez que los objetivos del gobierno en las Indias
estuvieron determinados y su estructura establecida (mediados del siglo XVI), los agudos problemas
ocasionados por la distancia tendieron a asegurar que prevaleciera la rutina.
 La difusión de la autoridad se basaba en una distribución de obligaciones que reflejaban las distintas
manifestaciones del poder real en Indias: administrativa, judicial, financiera y religiosa. Pero con frecuencia
las líneas de separación no estaban nítidamente trazadas: diferentes ramas del gobierno se superponían, un
único funcionario podía combinar diversos tipos de funciones y había infinitas posibilidades de fricción que
sólo tenían visos de poderse resolver, si acaso, por el largo proceso de apelación al Consejo de Indias en
Madrid. En los primeros años de la conquista los principales representantes de la corona en las Indias eran
los gobernadores. Las Gobernaciones no desaparecieron en Indias después de completarse la conquista ya
que habían demostrado su utilidad como institución para administrar y defender regiones periféricas, sin
embargo aunque no fueron abolidas si fueron gradualmente burocratizadas. 
Las gobernaciones entonces, no serían la unidad administrativa más importante de las indias, si lo serían los
Virreinatos. El virrey, por tanto, era el alter ego del rey, manteniendo la corte en su palacio virreinal y
llevando con él algo del aura ceremonial de la monarquía, combinaba en su persona los atributos de
gobernador y capitán general y era considerado también, en su papel de presidente de la Audiencia, como el
principal representante judicial de la corona. Los virreinatos americanos, a pesar de su aparente atractivo,
con excesiva frecuencia resultaron ser una fuente de problemas para sus ocupantes, arruinando su salud, o su
reputación, o ambas cosas. 
Los virreyes se encuentran constreñidos a cada momento por el vasto y creciente cuerpo de leyes y decretos
promulgados para las Indias, de los que había varios tipos con diferentes grados de solemnidad. La de mayor
alcance de todas las órdenes de la corona era la provisión, que llevaba el nombre y los títulos del rey y
estaba sellada con el sello de la cancillería. La provisión era, en efecto, una ley general referida a materias de
justicia o gobierno. El documento más comúnmente usado era la real cédula, encabezada con las simples
palabras «El Rey», seguidas por el nombre del destinatario. Comunicaba en la forma de una orden una
decisión real basada en una recomendación del Consejo de Indias, y estaba firmada «Yo, el Rey». Además

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de la provisión y la cédula, estaba también el auto, no dirigido a ningún destinatario en concreto, pero
conteniendo decisiones del Consejo de Indias o de las audiencias.
Los virreyes iban y venían, mientras que los oidores no tenían un límite fijado para su permanencia en el
cargo, lo cual proporcionaba un importante elemento de continuidad tanto administrativa como judicial. Sus
obligaciones de gobierno, tanto en su capacidad directa o consultiva, daban a las audiencias del Nuevo
Mundo un grado extra de influencia del que no gozaban las originales de la península, donde los tribunales
estaban reducidos a funciones puramente judiciales. Sin embargo, los oidores, como los virreyes, eran
cuidadosamente observados por una corona congénitamente suspicaz de los funcionarios nombrados por ella
misma. Virreyes, gobernadores y audiencias formaban el nivel superior de la administración secular en las
Indias. Las áreas de jurisdicción sobre las que gobernaban estaban divididas en unidades más pequeñas, que
recibían diferentes nombres. En Nueva España se conocían bien como alcaldías mayores o corregimientos, y
en el resto de las Indias como corregimientos. Su área de jurisdicción tenía como base una ciudad, pero se
extendía a la zona rural en torno a ella, de manera que los corregimientos eran esencialmente grandes
distritos con un centro urbano. El énfasis del gobierno local en la ciudad era característico de las Indias en su
conjunto. Cada ciudad tenía su propio consejo, o cabildo, una corporación que regulaba la vida de sus
habitantes y ejercía la supervisión sobre las propiedades públicas —las tierras, bosques y pastos comunales y
las calles donde establecerse con los puestos de las ferias— de las que procedían gran parte de sus ingresos.
Esencialmente, de todas formas, los cabildos se componían de funcionarios judiciales (alcaldes, que eran
jueces y presidían el cabildo cuando el corregidor no estaba presente) y regidores, que eran responsables del
aprovisionamiento y la administración municipal y representaban a la municipalidad en todas aquellas
funciones ceremoniales que ocupaban tan sustancial parte de la vida urbana. Los cabildos, como se podía
esperar del modelo de gobierno municipal de la España metropolitana, eran, o se convirtieron pronto, en
oligarquías de los más prominentes ciudadanos que se perpetuaban a sí mismas. Un puesto en un cabildo se
hacía apetecible en diferente grado de acuerdo con la riqueza de la ciudad, los poderes de sus funcionarios y
los beneficios que podían esperarse de él.
El poder del estado era mayor en las Indias a causa de la extraordinaria concentración de poder eclesiástico
en manos de la corona. 
El efecto del patronato fue el de dar a los monarcas de Castilla en su gobierno de las Indias un grado de
poder eclesiástico del que no había precedente europeo fuera del reino de Granada. Ello permitió al rey
aparecer como el «vicario de Cristo» y disponer los asuntos eclesiásticos en Indias según su propia
iniciativa, sin interferencia de Roma. La Iglesia en Indias fue por naturaleza y origen misional y
catequizadora, un hecho que hizo natural el que las órdenes religiosas tomasen la iniciativa en la tarea de
evangelización. Pero, una vez que los primeros trabajos pioneros fueron cumplidos, los mendicantes,
poderosos como eran, encontraron un desafío a su ascendiente en el clero secular con base en las ciudades y
que operaba dentro del esquema de una Iglesia institucional por entonces bien establecida. Los agentes
utilizados por la corona para llevar a la Iglesia misional al redil fueron los obispos, una proporción
considerable de los cuales, especialmente en las primeras décadas, pertenecieron ellos mismos al clero
regular. Los ocupantes de aquellas sedes eran de hecho funcionarios reales que, además de sus obligaciones
espirituales, ejercían una influencia importante, directa o indirecta, en la vida civil. La línea divisoria entre
Iglesia y estado en la América española nunca estuvo demasiado definida, y los conflictos entre obispos y
virreyes fueron un rasgo constante en la vida colonial.
Es este carácter fragmentado de la autoridad, tanto en la Iglesia como en el estado, una de las más notables
características de la América española colonial. Superficialmente, el poder de la corona era absoluto en la
Iglesia y el estado; una corriente de órdenes emanaba del Consejo de Indias en Madrid y una masiva
burocracia, secular y eclesiástica, se esperaba que las llevara a efecto. Pero en la práctica había tanta disputa
por el poder entre los diferentes grupos de intereses —entre virreyes y audiencias, virreyes y obispos, clero
secular y clero regular y entre los gobernadores y los gobernados— que las leyes mal recibidas, aunque
diferentemente consideradas según la fuente de las que procedían, no eran obedecidas, mientras que la
autoridad misma era filtrada, mediatizada y dispersa.
El imperio en las Indias fue considerado como un encargo sagrado. Pero, ¿con qué derecho podrían los
españoles declarar la guerra a los indios, sujetarlos a su dominio y reducirlos a una «vida humana, civil,
sociable y política» Aunque la cuestión jurídica del derecho de Castilla a someter a los indios podría parecer
claramente resuelta por las bulas papales de donación, la confrontación entre los europeos y los numerosos y

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muy diversos pueblos de las Indias provocaron un cúmulo de problemas, tanto morales como jurídicos, tan
nuevos y complejos que no era posible resolverlos sumariamente por medio de una plumada papal.
Francisco de Vitoria en la Universidad de Salamanca en 1539 Si la autoridad civil era inherente a todas las
comunidades en virtud de la razón y de la ley natural, ni el papa ni el emperador podían reclamar
justificadamente el dominio temporal en el mundo dominando y anulando los derechos legítimos de las
comunidades no cristianas De un atrevido golpe, Vitoria había socavado la justificación del gobierno
español en Indias sobre la base de la donación papal. . Sin embargo, el estaba preparado para admitir que el
papa, en virtud de una autoridad reguladora, podía encargar a un príncipe cristiano la misión de la
evangelización y que esta carga involucraba a sus colegas cristianos. Pero ello no implicaba ninguna atadura
sobre los indios en sí mismos, y se correspondía con la no autorización para la guerra o conquista.
Bartolomé de las Casas, de hecho, estaba defendiendo una forma de reino tutelar, que proveyera las
condiciones necesarias para la conversión de los indios, pero que no les privara de los derechos de propiedad
y de gobierno por sus propios príncipes, que les pertenecían en virtud de la ley natural. La agitación acerca
del bienestar de los indios estaba alcanzando el clímax cuando Carlos V regresó a España después de 2 años
de ausencia en 1541. Un replanteamiento radical de la política real en Indias se convirtió en un asunto de
urgencia. A través de una junta especial, elaboró las Leyes Nuevas de 20 de noviembre de 1542, leyes que,
si se hubieran implantado, habrían realizado los ideales de Las Casas aboliendo todas las formas de servicio
personal y transformando a los indios de encomienda en vasallos directos de la corona. La explosiva
reacción de los colonos del Nuevo Mundo forzó una retirada del emperador. Pero la campaña contra las
Leyes Nuevas no estaba declarada sólo en las Indias mismas, sino también en la corte, donde el grupo de
presión de los encomenderos trabajaba duro para sobornar e influir en los consejeros reales, y donde Cortés
y sus amigos organizaron una fuerte oposición al grupo de Las Casas. Juan Ginés de Sepúlveda, cuyo
Democrates Alter, escrito en 1544-1545, circuló manuscrito por los consejos, aunque no llegó a conseguir
un permiso de publicación. En su tratado, Sepúlveda planteaba la cuestión que era fundamental para todo el
problema del gobierno de América: la de la capacidad racional de los indios. Sepúlveda no argumentaba en
favor de la esclavitud de los indios, sino por una forma de estricto control paternalista de sus propios
intereses. Era un argumento en favor del tutelaje, ejercido, sin embargo, por los encomenderos y no por la
corona.
En el gran debate que tuvo lugar en Valladolid en agosto de 1550 entre Las Casas y Sepulveda, el obispo de
Chiapas, se embarcó en una lectura pública de 5 días de su nuevo tratado En defensa de los indios, en el
curso del cual refutaba la teoría de Sepulveda de la misión civilizadora de España. Aunque el debate
Sepúlveda-Las Casas tenía que ver superficialmente con la justicia de la conquista militar, lo que reflejaba
realmente eran dos visiones fundamentalmente opuestas de los pueblos nativos de América. Dentro del
esquema aristotélico en el que el debate se desarrolló, la prueba de «bestialidad» o «barbarismo» serviría
como justificación para la subordinación de los indios a los españoles y esto fue lo que hizo tan importante
para Las Casas el probar que los indios no eran ni bestias ni bárbaros. Se hicieron enormes esfuerzos para
proteger a los indios de las más groseras formas de explotación y hubo un auténtico, aunque erróneo, intento
por parte de la corona y de la Iglesia de introducir a los habitantes de las Indias en lo que se asumió
automáticamente como un modo de vida más elevado. Pero la distancia entre la intención y la práctica era
con demasiada frecuencia desesperadamente grande. Las aspiraciones metropolitanas, derivadas de
diferentes grupos de intereses, tendían a ser muy frecuentemente incompatibles entre sí; y una y otra vez las
mejores intenciones naufragaban en las rocas de las realidades coloniales.
 Las realidades coloniales
El pago del tributo, en producto o dinero, o en una combinación de los dos, fue obligatorio para los indios
bajo la administración española desde la conquista hasta su abolición durante las guerras de independencia a
comienzos del siglo XIX. Pagado bien a la corona o bien a los encomenderos, el tributo ocupaba un lugar
central en la vida indígena como una imposición ineludible, severamente discriminatoria puesto que a ella
sólo estaban sujetos los indios. La organización de la recaudación del tributo se dejó en manos de un nuevo
grupo de funcionarios, los corregidores de indios, que comenzaron a hacer su aparición en las áreas más
densamente pobladas de la América española desde la década de 1560. Estos corregidores de indios, con

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nombramiento sólo por dos o tres años, fueron designados como respuesta de la corona a los encomenderos.
Los indios congregados en asentamientos asimilaron, de hecho, ciertos elementos del cristianismo; se
apropiaron de técnicas europeas, de plantas y animales y entraron en la economía monetaria del mundo que
les rodeaba. Al mismo tiempo, conservaron muchas de sus características originales, de modo que
continuaron siendo comunidades genuinamente indígenas, organizando sus propias vidas bajo la supervisión
de los funcionarios reales, pero en gran parte mantuvieron la autonomía de sus instituciones municipales. El
desarrollo separado de la «república de los indios», que servía a las necesidades de la república de los
españoles sin formar parte de ella, implicaba el desarrollo en la América española de dos mundos, indígena
y europeo, unidos entre sí en numerosos puntos, pero manteniendo sus identidades diferentes. Entre ellos,
sin pertenecer por completo ni a uno ni a otro, estaban los mestizos, creciendo rápidamente en número y
adquiriendo durante el siglo XVII características de casta.
 La transformación de la relación entre España y América
Conforme la interdependencia de España y las Indias llegó a ser más importante, la determinación de los
europeos del norte a desafiar el monopolio ibérico del Nuevo Mundo aumentó, y a su vez, tal desafío tuvo
sus propias consecuencias para el carácter de la conexión hispanoamericana. La vida económica y financiera
de España, y a través de ella, de Europa, se hizo fuertemente dependiente de la llegada regular de las flotas
de Indias, con sus nuevos cargamentos de plata. Una vez que la plata llegaba a Sevilla y era registrada en la
Casa de Contratación, se destinaba a diversos objetivos. La cuota del rey, unos dos quintos del total de los
envíos, procedente de la quinta parte que le correspondía de toda la producción y del resultado de todos los
impuestos recaudados en Indias, se destinaba a sus compromisos internos e internacionales, con los que
siempre cumplía con retraso. Era sobre la base del reforzamiento de los envíos de plata desde América como
el rey podía negociar con sus banqueros alemanes y genoveses aquellos grandes «asientos», o contratos, que
mantenían a sus ejércitos pagados y ayudaban a pasar los períodos difíciles antes de que una nueva ronda de
impuestos volviera a llenar las arcas reales. Como la misma España se mostró cada vez más incapaz de
afrontar las necesidades de un mercado americano en alza, los extranjeros aumentaron su participación en el
comercio de Sevilla, y mucha de la plata pasaba automáticamente a las manos de estos comerciantes y
productores no españoles. La segunda mitad del siglo XVI, aunque comenzó con una recesión (1555-1559)
y fue marcada por años de desgracia, fue en general un período largo de expansión en el comercio con
Indias. Desde los primeros años de la década de 1590 a los de 1620, aunque el comercio no continuó en
expansión, permaneció en un alto nivel de actividad, pero desde la década de 1620 tanto el volumen como el
valor del comercio comenzaron a descender de manera pronunciada. Hacia 1650 la gran época del comercio
atlántico sevillano había terminado, y conforme Cádiz comenzó a sustituir a Sevilla como la salida de
Europa hacia América, y cada vez más los barcos extranjeros incursionaban en las aguas hispanoamericanas,
comenzaron a organizarse nuevas pautas de comercio trasatlántico.
. No hay una única explicación de la incapacidad de las manufacturas castellanas para ser competitivas
internacionalmente, pero un lugar central se debe otorgar al influjo de los metales preciosos de América en
una economía sedienta de circulante, un influjo cuyos efectos se sintieron primero en Castilla y Andalucía
antes de extenderse por toda Europa en una especie de efecto de onda. La inflación de los precios que minó
la competitividad internacional de España fue un perturbador contrapeso para la cara positiva del imperio:
para la manifiesta prosperidad de la creciente ciudad de Sevilla y los ingresos en alza de la corona. Hasta el
período 1570-1580 los productos agrícolas de Castilla y Andalucía constituyeron las exportaciones
dominantes desde Sevilla; pero conforme las Indias comenzaron a desarrollar su producción ganadera y a
cultivar cada vez más su propio trigo, la demanda de producción española comenzó a decaer. Su lugar en los
cargamentos fue ocupado por bienes manufacturados que encontraron una pronta salida. Algunas de las
manufacturas eran de origen peninsular, pero alrededor de 1580 los artículos extranjeros parece que tomaron
la delantera sobre los castellanos en los fletes, una clara indicación de la incapacidad de la industria
castellana para adaptarse a las nuevas y más sofisticadas exigencias del mercado indiano. Desde las últimas
décadas del siglo XVI la corona intentó aumentar igualmente sus ingresos americanos vendiendo tierras, o
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los títulos de las tierras que ya habían sido ocupadas ilegalmente, una forma de venta conocida como
composición de tierras. Por otra parte, conseguía dinero de la legitimación de los mestizos, de donaciones
«voluntarias» y de los monopolios. Y tuvo que recurrir a una práctica que iba a tener importantes
repercusiones sociales y administrativas: la venta de oficios. Ello también implicó la innecesaria
multiplicación de los cargos, creándose un gran número de nuevos puestos, especialmente en el siglo XVII,
en respuesta más a las necesidades del gobierno que a las de los gobernados. El resultado fue el surgimiento
de una enorme y parásita burocracia, que consideraba sus oficios como una inversión rentable. La relación
entre España y las Indias experimentó, de este modo, un cambio decisivo como resultado del conflicto
internacional desde los años 1620 a 1650. España misma resultó tremendamente debilitada; el Caribe se hizo
internacional y se convirtió en una base desde la cual el comercio ilícito podía realizarse a gran escala con la
tierra firme americana; y las sociedades coloniales de las Indias se vieron dependientes de sus propios Hacia
1700, por tanto, cuando la dinastía de los Austrias que había gobernado España y las Indias durante casi dos
siglos se había extinguido, los Borbones se encontraron con un legado que no se prestaba a una fácil
administración. Durante el siglo XVI la corona, a pesar de todos sus fracasos, había conseguido mantener un
control notablemente estrecho sobre la nueva sociedad posterior a la conquista que se estaba desarrollando
en las Indias. Sin embargo, a fines del reinado de Felipe II, y como sucedía también en la misma España, las
tensiones comenzaban a producir sus efectos. Durante el siglo XVII la crisis se agudizó en la metrópoli y si
ello ocasionó nuevos intentos de cruda explotación de las Indias para el beneficio de aquélla, también
significó mayores oportunidades para las confiadas y firmes oligarquías de América de tornar en su
beneficio las desesperadas necesidades del estado.
El sistema que los Borbones del siglo XVIII encontraron en las posesiones de la América española podría
ser descrito, pues, como de autogobierno a la orden del rey. Las oligarquías de las Indias habían alcanzado
un nivel de autonomía dentro de un esquema más amplio de gobierno centralizado y dirigido desde Madrid.

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