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Alberto Salcedo Ramos

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Alberto Salcedo Ramos: Acento caribeño

Alberto Salcedo Ramos fue un escritor temprano: su incursión en las


letras fue como redactor clandestino
de mensajes de amor. […]
[Un día] un compañero de clase, que estaba peleado con su novia,
necesitaba enviarle una carta para
tratar de reconquistarla. Entonces le pidió a Salcedo Ramos que
redactara la carta. “[…] La estrategia funcionó: se arreglaron. De ahí
en adelante corrió el rumor de que yo hacía milagros con las cartas
de amor, y me aparecieron muchas ofertas […]”.
[…] Su pasión por contar historias se debe a la tradición oral de la
Costa Caribe, en especial, a la de su pueblo [...]: “A las 6 de la tarde
se iba la luz y, entonces, no quedaba más opción que hablar. Se
armaban unas tertulias demenciales de una casa a la otra. Como la
temperatura [...] era de 38, 40 grados centígrados a la sombra,
sacábamos las mecedoras a las puertas […]”. […]
—¿Qué temas le atraen?
—Muchos de los temas que he abordado como cronista han sido producto de obsesiones personales. Por ejemplo, el boxeo
y los músicos populares. Otros me han sido sugeridos por los editores de los medios que publican mis crónicas. […]
—¿Cuáles son sus principales maestros de la escritura en general y de la crónica en particular?
—He sido más lector de ficción que de no ficción. Entre mis escritores favoritos figuran Hemingway, Dostoievski, García
Márquez y Camus. En cuanto al periodismo narrativo, sólo te hablaré del que considero mi principal maestro: Gay Talese. A
mi juicio es quien mejor combina las dotes de escritor con las de reportero. Es un animal narrador como pocos, pero
además es muy perceptivo: en sus manos el pequeño detalle se convierte de repente en una catedral que nos sobrecoge o
nos sorprende.
—¿Qué virtudes primordiales debe tener un buen cronista?
—Básicamente, dos: profundidad en la mirada y originalidad en la voz. Quien sabe mirar [...] elige ángulos
novedosos que los demás no ven. Quien tiene una voz narrativa sólida [...] sabe seducir con el relato.
Obviamente la mirada y la voz del cronista deben sustentarse en un riguroso trabajo de investigación.
—¿Para qué sirven las crónicas?
—La crónica contribuye a sensibilizar a la gente sobre ciertos temas de interés. Los humaniza, los convierte en narración de
calidad. Escribir crónicas es construir memoria.
Rodrigo Cea, “Alberto Salcedo Ramos: acento caribeño”, en Marcela Aguilar (ed.), Domadores de historias. Conversaciones
con grandes cronistas de América Latina (fragmento).
EJEMPLO DE CRÓNICA PERIODÍSTICA:

AZUCENAS DE LUTO
De cómo una muchacha casi se convierte en flor de pura coincidencia
Por: Ingrid Silva

Siempre hay azucenas en los velorios, y en este lugar todos los días hay velorios. La muerte es uno de esos nichos de
mercado en el que siempre existirá una enorme demanda. La madre de Azucena lo intuyó sin tener un doctorado, hace más
de 25 años, cuando decidió dedicarse con su esposo al negocio de las flores. Su puestito de flores estaba, en los años 80,
cerca de la Plaza de Acho y de la casa donde Azucena nació. A su madre siempre le gustaron esas flores, tal vez porque son
las que más se vendían y por eso le puso el nombre a la hija.
La madre se mantuvo firme a los pétalos y le enseñó a su hija cómo hacer lágrimas. Azucena las hace de cualquier color y
tamaño, depende de lo que los deprimidos clientes le pidan. Las únicas lágrimas que no ha podido dominar son aquellas
que suelta como niña cada vez que recuerda a su padre, mirándolo inerte en la Morgue Central de Lima.
Su muerte fue como un mal chiste de velorios. Don Arnaldo dejó las flores por las combis hace seis años, y sí que es irónico
para un florista de coronas que justamente sean las coronas de la combi Kia que manejaba las que provocaron que se
rompiera la dirección y se estrellara con la pared de una casa. La única azucena en el velorio era ella, sentada junto a su
madre, regada por sus propias lágrimas.
Ha pasado un buen tiempo ya de eso, lo suficiente para dejar de llorar todo el tiempo. A los 21 años, después de muchas
coronas y lágrimas, los dolores son más lejanos. Sus manos son fuertes, casi pétreas. "De tanto cortarme con las espinas o
las hojas... a veces me da vergüenza dar la mano. Me gustaría tenerlas más femeninas". En realidad, ella es muy firme. Mide
como un cirio de los que prende antes que los familiares de los muertos entren al velatorio. Y es que a fuerza de ser
conocida en el velatorio de CAFAE, cerca del Estadio Nacional, entró hace un par de años a trabajar ahí.
Sus ojos no brillan mucho en el trabajo, es como si la mirada tenue y respetuosa, casi melancólica, fuera parte del uniforme
azul marino que utiliza. Es muy bonita cuando se arregla. Eso dice Andrés, su enamorado. Se conocieron en un velorio que
ambos preparaban, y cuando lo cuentan juntos no saben si reír o preocuparse. Ella lo ve sólo en el trabajo, porque su madre
no sabe y es mejor así porque le diría a alguno de sus tres hermanos mayores que la vigilen.
Hace mucho que nadie la vigila. Es una chica muy independiente que se levanta a las cuatro de la mañana para ir con su
madre al mercado mayorista de flores, después de prepararles el desayuno a los dos hermanos que aún viven en su casa. El
otro se casó y regresó al pueblo de su padre, Aczo, cerca de Huaraz, en Ancash. Azucena quiere estudiar algo que la ayude a
administrar el negocio. Ha pensado muchas veces en eso mientras barre los salones del velatorio.
Parece ser un trabajo fácil, pero a veces los familiares de los finaditos se molestan con ella porque aún no se han ido los
clientes anteriores o el salón aún tiene alguna de las coronas que ya no entraban en el carro funerario. Además, la tristeza
se puede convertir en un hábito, decía su padre cuando vendían afuera del cementerio El Ángel, y ella lo repite siempre.
Su vida llena de flores parece haberle otorgado una gran suavidad en sus movimientos. Por momentos, cuando las ordena y
les habla, parece ser parte de una corona. Entonces, una entiende la imagen de la flor de loto que crece en el pantano. Aun
cuando se molesta porque hay algo en desorden, Andrés la escucha como si viera, entre las muecas de disgusto, algo de
naturaleza viva.
Azucena habla poco, se mueve lo necesario y pocas veces aparta la mirada del suelo. Sonríe cuando habla de su madre y
cuando ve pasar a Andrés. Son las personas más importantes en su vida. No lo dijo, claro, pero basta mirar cómo mira las
flores en el fondo del velatorio cuando habla de ellos. Y sabemos que cuando hablamos de quienes queremos, los buscamos
con la mirada.
Nunca mira a los muertos que llegan, ella adorna el salón, prende los cirios, y camina despacio con la mirada uniformada,
pensando en estudiar algo para enorgullecer a su padre y a su madre. Sale del velatorio casi de noche y espera a Andrés,
caminan tomados de la mano y Azucena deja de ser nombre de flor para velorios.

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