Alberto Salcedo Ramos
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AZUCENAS DE LUTO
De cómo una muchacha casi se convierte en flor de pura coincidencia
Por: Ingrid Silva
Siempre hay azucenas en los velorios, y en este lugar todos los días hay velorios. La muerte es uno de esos nichos de
mercado en el que siempre existirá una enorme demanda. La madre de Azucena lo intuyó sin tener un doctorado, hace más
de 25 años, cuando decidió dedicarse con su esposo al negocio de las flores. Su puestito de flores estaba, en los años 80,
cerca de la Plaza de Acho y de la casa donde Azucena nació. A su madre siempre le gustaron esas flores, tal vez porque son
las que más se vendían y por eso le puso el nombre a la hija.
La madre se mantuvo firme a los pétalos y le enseñó a su hija cómo hacer lágrimas. Azucena las hace de cualquier color y
tamaño, depende de lo que los deprimidos clientes le pidan. Las únicas lágrimas que no ha podido dominar son aquellas
que suelta como niña cada vez que recuerda a su padre, mirándolo inerte en la Morgue Central de Lima.
Su muerte fue como un mal chiste de velorios. Don Arnaldo dejó las flores por las combis hace seis años, y sí que es irónico
para un florista de coronas que justamente sean las coronas de la combi Kia que manejaba las que provocaron que se
rompiera la dirección y se estrellara con la pared de una casa. La única azucena en el velorio era ella, sentada junto a su
madre, regada por sus propias lágrimas.
Ha pasado un buen tiempo ya de eso, lo suficiente para dejar de llorar todo el tiempo. A los 21 años, después de muchas
coronas y lágrimas, los dolores son más lejanos. Sus manos son fuertes, casi pétreas. "De tanto cortarme con las espinas o
las hojas... a veces me da vergüenza dar la mano. Me gustaría tenerlas más femeninas". En realidad, ella es muy firme. Mide
como un cirio de los que prende antes que los familiares de los muertos entren al velatorio. Y es que a fuerza de ser
conocida en el velatorio de CAFAE, cerca del Estadio Nacional, entró hace un par de años a trabajar ahí.
Sus ojos no brillan mucho en el trabajo, es como si la mirada tenue y respetuosa, casi melancólica, fuera parte del uniforme
azul marino que utiliza. Es muy bonita cuando se arregla. Eso dice Andrés, su enamorado. Se conocieron en un velorio que
ambos preparaban, y cuando lo cuentan juntos no saben si reír o preocuparse. Ella lo ve sólo en el trabajo, porque su madre
no sabe y es mejor así porque le diría a alguno de sus tres hermanos mayores que la vigilen.
Hace mucho que nadie la vigila. Es una chica muy independiente que se levanta a las cuatro de la mañana para ir con su
madre al mercado mayorista de flores, después de prepararles el desayuno a los dos hermanos que aún viven en su casa. El
otro se casó y regresó al pueblo de su padre, Aczo, cerca de Huaraz, en Ancash. Azucena quiere estudiar algo que la ayude a
administrar el negocio. Ha pensado muchas veces en eso mientras barre los salones del velatorio.
Parece ser un trabajo fácil, pero a veces los familiares de los finaditos se molestan con ella porque aún no se han ido los
clientes anteriores o el salón aún tiene alguna de las coronas que ya no entraban en el carro funerario. Además, la tristeza
se puede convertir en un hábito, decía su padre cuando vendían afuera del cementerio El Ángel, y ella lo repite siempre.
Su vida llena de flores parece haberle otorgado una gran suavidad en sus movimientos. Por momentos, cuando las ordena y
les habla, parece ser parte de una corona. Entonces, una entiende la imagen de la flor de loto que crece en el pantano. Aun
cuando se molesta porque hay algo en desorden, Andrés la escucha como si viera, entre las muecas de disgusto, algo de
naturaleza viva.
Azucena habla poco, se mueve lo necesario y pocas veces aparta la mirada del suelo. Sonríe cuando habla de su madre y
cuando ve pasar a Andrés. Son las personas más importantes en su vida. No lo dijo, claro, pero basta mirar cómo mira las
flores en el fondo del velatorio cuando habla de ellos. Y sabemos que cuando hablamos de quienes queremos, los buscamos
con la mirada.
Nunca mira a los muertos que llegan, ella adorna el salón, prende los cirios, y camina despacio con la mirada uniformada,
pensando en estudiar algo para enorgullecer a su padre y a su madre. Sale del velatorio casi de noche y espera a Andrés,
caminan tomados de la mano y Azucena deja de ser nombre de flor para velorios.