Justo en El Borde Compilacion
Justo en El Borde Compilacion
Justo en El Borde Compilacion
compilación
HECHO EN MÉXICO.
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Justo en el borde
compilación
Adán Echeverría
compilador
Catarsis Literaria
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4
POEMAS
y
RELATOS
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Justo en el borde
Ahí es donde tomamos el taller. En la ciudad ubicada al extremo
noreste del país. La Heroica Matamoros, Tamaulipas. Y pienso que
debería haber un letrero en la entrada de aquel salón que, al igual que
en El lobo estepario de Hesse, dijese: “Sólo para locos, cuesta la
razón”. Somos quince almas desequilibradas. Dirigidas por uno todavía
más loco, que carga en su laptop más de 70 GB de literatura.
Todos los lunes, religiosamente, de 6:30 p.m. hasta que el cuerpo
aguante —y el cuerpo aguanta—, se hacen las nueve, las diez, las once.
Nadie quiere llegar tarde, so pena de leer al final o no leer. Pero primero
el canon, siempre comenzamos con el canon. Fue el doctor Adán quien
me presentó a Arkady Averchenko, y a muchos de nosotros a Borges,
Onetti, Elena Garro, María Luisa Puga y muchos otros. Pensar que al
entrar todos nos decíamos lectores; resulta gracioso en retrospectiva.
El taller va para dos años, y por fin reunimos suficientes textos
trabajados para hacer una antología. Se trata de alrededor de 40 relatos
y veintitantos poemas, fruto de dieciocho meses de trabajo. Y es tan
diversa como lo son sus miembros. Hay para todos.
¿Buscas desamor?, lee Otoño de Ana Ayala o Desacierto de
Gabriela Escobar. ¿Erotismo?, lo encuentras En cada una de tus
salvajes alboradas de Alicia Leonor. ¿Sobre los inmigrantes?, Félix
Martínez nos presenta ¿Por qué se fue Diego?; ¿Buscas Feminismo?,
no dejes de leer Soy Mujer de Ana Ayala. Te recomiendo también La
Flaca de Beatriz M. Mérida, que logra despertarnos ese calor
adolescente. O Amante del brillo de Martín Hernández, una narrativa
muy visual y pulida. ¿Te gusta la fantasía urbana?, entonces disfrutarás
El cazador de Pedro Hernández. Siguiendo esta línea fantástica, pero
con toques prehispánicos, puedes leer Redención de Mónica Robles.
Mira a través de La Ventana de Viviana Carvajal y puede que
descubras a Pedro el cadenero la microficción y crítica social de Edgar
A. Rivera. O la espiritualidad de Anatemas, de Arturo Martínez. Y ya
metiéndonos en temas más profundos te interesará El tabla y el dutar
de Brissa Ochoa el cual, junto con Una extraña petición en un piano
bar de M. G. Olvera, son textos provistos de mucha sustancia.
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Espero que esta antología sea como el poema de Félix, Palabras
que el viento no se lleva, que deje Cicatrices, como las del texto de Eva
Rodríguez.
No puedo recomendarlo más; sólo queda decir que ha sido
maravilloso trabajar con este grupo de locos, a quiénes considero mis
amigos. Ya lo dijo el autor de Niebla, Miguel de Unamuno “Cada nuevo
amigo que ganamos en la carrera de la vida nos perfecciona y enriquece
más aún por lo que de nosotros mismos nos descubre, que por lo que
de él mismo nos da”.
J. R. Spinoza.
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Alicia Leonor
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Mi voz sin palabras
Dice que soy sensible, cálida, a veces ardiente.
Me mira a los ojos, sonríe, y apoya su mano entre mis muslos,
sin peso, sin movimiento.
Hay noches en las que sus dedos
prefieren el camino más largo hacia mi cuerpo.
Y lo siento como lluvia tenaz que parte en dos la roca.
Asíntota
Camina en línea recta, avanza varias cuadras,
quiere cruzar la misma calle en ambos sentidos.
Absorta, observa el semáforo en verde, amarillo,
luego rojo, luego verde, luego rojo,
se queda quieta y de nuevo
camina las mismas cuadras avanzadas.
Regresa, pisa sus pasos, siente gotas caer.
Moja el dedo del corazón de su mano izquierda.
Los demás caminan sin rumbo.
Ahora avanza en círculo
mira el camino que ellos no eligen.
Cuelga sus pasos en el poste del semáforo.
Seca al sol las sandalias, que nunca le han gustado.
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Suaviza la semana para encontrar
las siete diferencias entre lunes y domingo.
Sigue caminando, a veces en círculo,
otras en vertical descalza en lo que encuentra
otras sandalias otras calles otras cuadras.
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Abro los ojos, descubro la vegetación,
no tiene nada que ver con la de ayer.
Gracias al sol, y a las nacientes hojas de los árboles
tengo la certeza de que la vida comenzará de nuevo.
Mi calendario, las hojas, los números, las fechas
siguen el orden y equilibrio de la imaginación.
Sé que empiezan nuevas vidas; pero estoy de paso.
Como la intemperie, miro el cielo esperando la lluvia.
Cansa partirse en dos como la manzana de mi desayuno.
Me reivindica la noche, y elaboro la pócima secreta.
Al amanecer mi sangre se vuelve efervescente,
mis tendones quedan cortos a esa anticipación, ese deseo.
Me doy cuenta de que nada debe depender de un día.
Ni la cordura, ni los horarios, tampoco las frases que inventas.
Lo irreal, lo imposible, son piedras para lanzar al fondo del lago
y recuperar esa imagen impresa, ese anhelo de tatuarse.
Todo es cuestión de tiempo para desaparecer el remolino.
Y volver a atrapar el verdadero reflejo de la palabra.
Ella
desea ser otra, no sabe correr y siempre usa zapatilla.
De viernes a jueves llora su talón derecho.
Se toma el tiempo para verse sentada frente al peinador.
para verse en todos los espejos de su casa.
Le dicen taciturna y dramática.
Algo le aprieta, la empuja, y sus sonrisas se inclinan cuesta abajo.
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Le dicen que su voz suena hueca, que sus ojos solo traen niebla.
Ya no ríe, se pierde sin moverse. Se baña en vino tinto, en llanto
y otras aguas. Se escribe cartas y nunca las envía. Nadie las leerá,
acaso nunca hubo remitente. ¿Para qué escribirse otra carta
si ha olvidado la dirección de la destinataria?
Rictus
Somos tan extraños que no comprendemos la vida,
asumimos que ella es la extraña.
Y sentimos que los días de primavera son superficiales
para que los disfruten los inconscientes, los árboles,
los parques de pequeños jugando a la pelota.
Ellos que todavía no tienen el corazón rugoso.
Porque los que ya lo tenemos, soportamos el otoño
que acalla las cosas.
Dejamos que nos abrace la noche,
con su lluvia fría en la sangre.
Pasamos la vida sumidos en el desasosiego,
aprendiendo a ser imitadores,
ensayando esa mueca para que parezca risa.
No queremos despertar sospechas. Y aunque, muchas veces,
no logremos dominar ese arte y nos azota la lluvia con más fuerza,
buscamos desesperadamente la protección del paraguas.
Bajo la lluvia queda la risa congelada
al ver extrañados la vida que tan rápida,
tan velozmente se nos pasa.
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Siempre
Algo de mí te reclama.
Murmura en mi oído: sé el mezcal que embriague mi lengua,
no quiero oler mis miedos.
Recorre la planicie de mi cuerpo, deseo tu templo.
Sé siempre el umbral que me espera.
Ofrezco este otoño mío al tuyo que comienza
mi sangre con su aroma y su color inconsistente,
mi ascendente en marte, mi canto y mi alarido,
mi silencio moribundo, mi callado renacimiento.
Te ofrezco la armonía de mis caderas, la cadencia de mis letras.
Y te prometo, para siempre, vivir a diario en Venus.
La confianza
Me enteré cómo se rompe la confianza.
Había pensado que se desplomaba como Aquiles
tropezando agónico.
Pero no es así, no.
La confianza en un momento se atomiza.
Se agrupan demonios sobre el bien alado,
y el centro del mundo se derrama en mil galopes.
Ni una espina logra penetrar algún órgano viviente.
Ni un pistilo anuncia primavera futura.
Se resquebraja el centro del tiempo y lo que queda de la flecha
es su gélido trayecto
que se diluye en cadáveres y coyunturas inconexas.
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Como si la voluntad fuese una astilla desprendida del hueso
un náufrago que se desprende de su barca.
Y de ahí a nacer en otro naufragio distinto.
Otra mujer cuyos ojos son dardos apuntándole al futuro.
¿Este hueco en mi cuerpo es el futuro?
¿Esta sonrisa flotando que se burla?
Sé que no vendrá ninguna respuesta.
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Tiempo
Sigo viva, pero el tiempo escapa.
Mis secretos —dolores mudos— contradicen mis sueños.
El tiempo traspasa las entrañas de la noche,
me apresa,
deja huellas en mi frente,
estrías en mi cuerpo,
vacío que lastima
por la ilusión que escapó
Y me dejó un camino sin crepúsculo
sin mapas, ni brújulas que me guíen;
no hay noches febriles que celebrar,
la ley de la ironía ha fragmentado el templo.
Sigo viva sin poder distinguir
si soy real o la farsa de mí misma.
Vivo en gerundio regular —ando, yendo—
y solo uso un antifaz que esconde
ausencias.
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descorcha el erotismo acumulado,
tatúa tus caricias en mi carne,
tira piroclastos que enerven mis sentidos
deja correr en mis entrañas
la lava ardiente de tu sexo.
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Soy la equilibrista que flota en la cuerda,
con la oscuridad abordo. Levanto la mirada,
disfruto el hermoso globo blanco que alumbra la noche.
Mi cordura es frangible y mis sueños subjetivos.
Siento el fracaso y no he sido amada,
¿Qué importa si en el otoño caigo herida?
Reposaré mi invierno bajo lluvias sabor a óxido.
Porque soy la equilibrista. Lanzaré al vacío mi pesadumbre.
Me despojare de vaciedades, de falsas poses.
La sombra de la noche me abrazara,
y juntas renaceremos al terminar el invierno.
Ki wuatey.
El tam tam va en un crescendo hipnótico. Baña su cuerpo la
desesperación. No encuentra ninguna manera de escapar, solo distingue
la punta brillante de obsidiana que se alza amenazante. En medio de la
noche, un grito desgarrador. Despierta, la frente está empapada de
sudor, lágrimas bañan su rostro, el cuerpo tiembla sin control.
Itala no puede desprenderse del sueño que altera su vida. Por la
mañana, al estar tomando el desayuno para salir a trabajar, le cuenta a
su esposo de la pesadilla recurrente. Él, le pide que deje de perder el
tiempo con esa afición por los relatos fantasiosos.
Durante las juntas de trabajo, Itala de manera inconsciente
comienza a garabatear su agenda, la llena de trazos incomprensibles.
Manolo, su compañero, observa; y le pregunta qué significan los trazos.
Ella le cuenta la pesadilla. Él se muestra interesado y le pregunta
cuándo comenzó a tenerlos. Itala hace memoria. Descubre que fue a
raíz de un viaje que hicieron a su pueblo natal; decidieron visitar un
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sitio arqueológico recién abierto al público llamado Tamtoc. Conforme
se acercaron al lugar, comenzó a sentir cierto nerviosismo, su estómago
se contraía, su corazón palpitaba con desasosiego, y sentía en la
garganta un nudo inexplicable.
Al llegar, lo primero que observó fue la escultura de una mujer
mutilada, yacente en una plancha de piedra. Surgió un llanto
incontrolable. Mientras el guía avanzaba y les narraba la historia del
lugar, Itala caminaba atrás, con la sensación de reconocer el lugar, cada
camino le parecía haberlo recorrido antes. Y hasta inclinarse para
levantar unas piedras le pareció familiar.
Al adentrarse en la maleza, junto al rio, el guía señaló a lo alto, lo
que ellos suponían era un mirador, invitándolos a subir. Ella se niega a
hacerlo alegando cansancio, pero en realidad, estaba siendo presa del
miedo. Mientras los demás subieron, Itala se recostó en el pasto.
Recuerda haber dormido y soñar que aparecía un hombre mayor
ataviado como los antiguos indígenas de ese lugar. Le dijo que era su
padre, y expresaba felicidad porque estaba de vuelta en casa. Los gritos
de su familia la despertaron y sin comentar nada emprendieron el viaje
de regreso.
— ¿Sabes qué recuerdo?
—Dime
—Una voz profunda que gritaba ¡Ki wauatey! ¡Ki wuatey! No
tengo idea que significa, pero la recuerdo con total claridad.
Al día siguiente, Manolo le comenta lo que ha investigado sobre el
grito que recordaba en sueños.
—Es increíble, Itala; en Tenek la lengua de los huastecos Ki
wuatey significa: “Pasen a la siguiente”.
Itala decidió buscar librarse de sus pesadillas y regresar a Tamtoc.
Al llegar, siente que el viento la empuja hasta el pie del mirador,
descubriendo entre la maleza, el paso hacia un desfiladero.
Sin saber qué la impulsa; replegándose a la pared, avanza paso a
paso. El camino parecía estar a la medida de sus pies. Siguió avanzando
sin saber a dónde. Sentía que el corazón le estallaba, como el tam tam
que escuchaba en sus pesadillas. Al llegar a un hueco cubierto de hierba
cavado en la pared, descubre un trono de piedra, que los antiguos
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habitantes construyeron, para que el monarca contemplara desde ahí la
planicie, donde se ejecutaban los sacrificios humanos.
Al sentarse en él, comenzó a escuchar un rumor lejano que se fue
convirtiendo en un torrente de gritos ensordecedores. Sintió que su
mente se nublaba y sólo percibía una luz a lo alto, que reflejaba el brillo
de un puñal alzándose sobre su cabeza.
Itala intenta gritar, levantarse, pero manos rudas la aprisionan.
Durante un segundo el puñal se detiene y cae sobre ella atravesándole
el corazón. Lo último que percibe mientras caen en un abismo de
oscuridad, es la obsidiana que se alza sangrante y la voz del sacerdote
que ordena ¡ki wuatey!
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Ana Ayala
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Estaciones
Llegaste cual primavera, abriendo botones yertos,
libando la miel ajena, tejiendo nidos inciertos.
Cosechaste viejos sueños; semillas que esparció el viento,
vestigios de quimeras que deja el paso del tiempo.
Más el verano llegó y junto a él, partiste, dejando atrás el amor.
Te vestiste de invierno. El frio invadió la morada y no te importaron
los ruegos; solo dejaste falacias nacidas de juramentos.
¿En qué inhóspita ladera enterraste los recuerdos
que enraizaron en la tierra y dieron frutos tan secos?
Otoño
Furtivo llegas y traes contigo al viento,
desplazando al verano y anticipando el invierno.
Es época de nostalgia; de aferrarse a los recuerdos,
de recoger hojas muertas, de árboles sin savia dentro.
Vislumbro ya el ocaso. Ya no está en la rama el nido,
el aire silba en mi alma; dime, ¿cómo te olvido?
Soy mujer
Soy una mujer sin poses moldeada sobre la arena,
con el polvo de los siglos atrapado entre las piernas.
Tiempo que dejo su marca y por el camino rueda,
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soy el vientre de la noche y quien criba lo que sueña.
Soy la braza sobre el hielo donde se esconde la culpa,
que convertida en vapor entre la niebla se oculta.
Soy cántaro que se entrega desde que sale del pozo
y a cada gota de vida, el cántaro muere un poco.
Soy el eco de la tierra ¡Soy el canto! ¡Soy el trino!
Soy el olor a madera, fuego que calienta el nido.
Soy mano que firme escribe, pluma que no se cansa,
silencio que dice todo, tinta que destila el alma.
Soy el grito y soy la sangre de la llaga de mis versos
vertidos sobre una hoja de frágiles pliegues densos.
Metáfora que se entierra en la arena de la rima,
luz revuelta de memoria ¡Soy la mujer y la niña!
Entre pecados y rezos soy la que SOY Y SERÉ…
La que perfuma sus miedos mientras desnuda su ser.
En silencio
Quiero morir en silencio, desnuda sobre la hierba, sentir en mis
pies la tierra y el olor a junco seco. Quedarme en la frontera de la noche,
entre sus fauces, que se duerma para siempre la mañana en apenas un
instante.
Quiero morir en silencio sin los cuchillos del ruido. En la turgencia
del rio donde al fondo de un libro yacen mis ojos, como desiertos.
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Quiero sumergirla en agua, que se disuelva tu imagen y libere mi
mirada.
Quiero cruzar el velo de la bestia que es la noche, si la muerte me
da vida. ¡Vivir es un derroche! Quiero ventanas abiertas que la aurora
me refresque y el viento apague mi vela mientras me besa la frente
como lobo solitario que se detiene en la orilla, para sentir en su rostro
el silencio, la caricia. Todo será en un momento y nada habrá sido
cierto. Vivir después de haber muerto. Y morirme de silencio.
Fragilidad
Estaba aturdida, la falta de comida y agua hacían estragos en su
cuerpo y en su mente; el miedo invadía cada poro, cada arteria y hacía
eco en cada latido como tambor que anuncia el desenlace final.
Y lloro, lloro sin lágrimas, lloro hacia adentro sintiendo la sal que
quemaba sus venas y que traspiraba, arrancando a su paso lo que le
parecían pedazos de piel mientras sentía como se erizaba cada
centímetro de su cuerpo.
Se arrellanó en la cama contrayéndose en posición fetal, su boca
tenía un saber acre, a metal oxidado y sus labios se pegaban por la sed
extrema. Se sentía impotente, vulnerable, pisoteada, denigrada…y sola,
profundamente sola…y se hundía cada vez más en la inconciencia…
De donde fue arrancada por el estruendo de una patada en la puerta
de entrada que estallo en pedazos…el tiempo se detuvo y los segundos
pasaron en cámara lenta, las astillas de madera volaron por el aire y
apenas alcanzo a incorporarse unos centímetros; su mente trastornada
intentaba comprender que sucedía, cuando los vio frente a ella.
El más absoluto terror por tantos días albergado repto de su
estómago a su pecho arañando su esófago a su paso y una bocanada de
nauseabundo olor que saturo su boca y salió por su nariz, precedió la
entrada de los 3 hombres que le apuntaban. Pero no vio sus armas, con
las pupilas dilatadas su mirada estaba fija en los ojos simiescos y la
sonrisa torcida de quien, ahora sabia, le apodaban “Las chanclas”.
Sintió un vértigo estomacal, su onda expansiva se extendió a todo el
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cuerpo y una fría sensación lacero su pecho…Si, era tal como le
recordaba, como tantas noches los dedos descarnados del miedo y el
asco le habían dibujado en su mente; con tanta precisión que habían
quedado tatuados en sus recuerdos.
Un escurrimiento frio le recorrió la columna y erizo su pelo que
podría jurar que se blanqueó en ese mismo momento…le vio avanzar
hacia ella y el más absoluto terror le hizo encogerse, achicarse, sus
rodillas tocaron su pecho y cerró los ojos con fuerza. Un sonido
estridente, como matraca, taladro sus oídos; su vista se nublo …y soltó
la orilla de la conciencia dejándose caer en el abismo, el hoyo negro
que tragaba todo el miedo y el dolor en la más completa fragilidad y
soledad del ser.
Se sintió liviana, incorpórea, girando, girando, negro, profundo…y
desapareció…
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capacidad de camuflaje para evitar ser vistas. Se preparaban para
atacar…y recordarlo conmocionaba su cerebro, que, en respuesta,
lanzaba descargas eléctricas a recorrer su piel, provocándole
escalofríos; para regresar después por el torrente sanguíneo hasta la
cabeza, abultando las arterias de la frente.
Las imágenes invadieron su mente…y regreso a aquella tarde en
la casa paterna, donde todo inicio. Corría feliz junto a sus hermanos
mayores, enarbolando espadas de cartón, con paliacates en la cabeza y
un parche que cambiaban de ojo cuando el sudor les daba picazón.
Habían pasado la tarde exterminando invasores y reforzando
barricadas, con palos y cubetas; mientras realizaban abordajes a barcos
que divisaban, trepados en los árboles…desde donde podía ver de reojo,
y cada vez con más miedo; el cobertizo de madera con techo de lámina,
causante de muchas noches en vela, tratando de descifrar los extraños
ruidos provenientes de sus entrañas, ¡porque siempre supo de donde
salían!
El viejo cuarto se encontraba en el corazón, de lo que le parecía
una selva circundando el patio trasero de la casa donde vivían; más allá
del lavadero con su gran pileta, los rosales y gladiolas de su madre y el
piso empedrado que el padre mantenía, limpiando cada domingo, a
salvo de los avances de la maleza y sus habitantes. Era el límite
permitido y debía traspasarlo…
Llegó la hora, y aún atemorizada estaba lista para la prueba de
valentía que le habían impuesto, quería ser parte del “comando
especial” creado por sus hermanos. Su misión era simple, pasar la
noche sola, encerrada en el viejo cobertizo. Desearía nunca haber ido.
Después de esa noche, siempre intentó prevenirlos, y por ello la
tildaron de “enferma” por mucho tiempo; pero ahora que se habían
cobrado las primeras víctimas ¡ya quería ver sus caras pidiendo
disculpas!
Y seguía ahí, con la obsesión que opacaba el miedo, buscando con
una linterna cualquier evidencia, cualquier rastro…Pudo entrar sin
problemas y le pareció raro para una casa donde se acababan de cometer
asesinatos, pero no le importó.
Continúo revisando minuciosamente…Termino la planta baja y se
encontraba en la recamara principal, cuando las escuchó. El sobresalto
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la hizo soltar la linterna que al caer se desarmó, dejándola a obscuras.
El pavor la paralizó, doblando sus rodillas se dejó resbalar replegando
la espalda contra la pared, el oído se le agudizó amplificando el sonido.
Permaneció expectante, mirando de un lado a otro, horadando la
obscuridad…y las vio, sabía que iba a encontrarlas, pero nunca imaginó
a tantas; se dirigían a ella moviéndose al unísono. Instintivamente
abrazo las piernas contra su pecho, podía escuchar a su corazón latir
con fuerza. Sus ojos enrojecieron a causa de diminutas arterias que
reventaron y no pudo evitar el temblor que invadió todo su cuerpo, se
acercaban cada vez más…
En alguna parte dentro de sí misma, surgió un grito golpeando su
cerebro y desgarrando a su paso las cuerdas bucales. El alarido provocó
que los perros aullarán, los niños soltarán el llanto; y los pájaros alzarán
el vuelo en un solo movimiento; opacando al sol y convirtiendo el día
en noche por unos minutos…aunque ella no se enteró, ya no estaba ahí,
su mente había volado junto a las aves.
Una ráfaga de aire frio partió en dos su espalda, su frente se perló
de pequeñas gotas de pegajoso sudor, el temblor se hizo cada vez más
intensó hasta convulsionar. Abrió los ojos de golpe y el impacto de la
revelación colapso los músculos de su faringe. Las fosas nasales se
cerraron cortando el flujo de oxígeno a su cerebro…
En un abrir y cerrar de ojos el pequeño cuarto se llenó de
movimiento, médico y enfermeras corrían de un lado a otro acercando
aparatos y maniobrando, la pequeña luz roja continuaba encendida, y el
sonido que emitía la pantalla cambio de intermitente…a fijo.
El doctor salió al pasillo donde esperaba ansiosamente la familia
de Camila, y al ver su semblante, comprendieron.
El coma inducido para aliviar las crisis de la paranoia que padecía
desde niña no había tenido el resultado esperado. El miedo irracional
terminó con su vida.
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El secreto
Sucedió una tarde de verano. El sol contagiado de pereza no
acababa de retirarse; como cuando no abandonas una aburrida reunión,
solo por no querer levantarte de tu asiento.
Igual que todos los jueves, se habían dado cita en la casa de Lolita,
quien había preparado café y galletas para convidarles. Y entre
mordisco, sorbo, puntada y chisme; ocurrió lo inesperado.
—Anda tú a saber qué diablos pasó por su cabeza –le dijo esa
noche la anfitriona a su nuera, mientras rellenaba de agua el pocillo del
café.
Pese a haber repetido ya, varias veces el mismo estribillo; sus ojos
no habían perdido el brillo de excitación de quien saborea las palabras,
deleitándose al recordar la escena.
—Pues sí, en un segundo y sin decir ni “agua va”, Carito lo
confesó… ¡Tengo un amante!— Concluyo Lolita.
Y era cierto, en un santiamén las cabezas incrédulas habían
volteado, las bocas se abrieron, las miradas, como imanes, se
encontraron; y en el grupo de mujeres que deshilaban las servilletas en
la clase de costura, se instaló un silencio embarazoso, tan espeso, que
hubiera podido cortarse de tajo.
Doña Juana fue la primera en levantarse y balbuciendo palabras
ininteligibles acerca de algo que había olvidado hacer esa mañana, se
precipito hacia la puerta; lo que marco como banderín de salida, la
rápida despedida y huida de la escena del crimen, de todas las mujeres,
dejando a su paso sillas desordenadas; y uno que otro lienzo de tela o
carrete de hilo, tirado por entre las patas de los sillones de madera, de
la reducida sala.
Solo Lolita se quedó ahí, pasmada… y lo único que atino a decir
antes de que saliera la susodicha, deshecha en llanto, fue:
—¡Pero muchacha! ¿En que estabas pensando? —reprochándole
con la mirada.
Acto seguido, se levantó recogiendo la bolsa del hilado que había
resbalado de sus piernas y colocándola a un lado, sobre la mesa, caminó
hacia el perchero de la entrada, tomó su bolsa y salió, deseosa de
compartir el suculento bocado, que aún no acababa de degustar.
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La noticia corrió rápidamente rellenando los huecos de la historia;
y es que, ahí donde la ven, Carito Mendoza era una mujer respetada y
adonde quiera que fuera, era bien recibida.
Pese a tener ya 10 años sola, nunca había dado de que hablar;
regresaba siempre a casa antes del obscurecer, llevaba su largo cabello
recogido sobre la nuca, usaba vestidos holgados —aunque eso no
ocultaba la redondez y firmeza de sus formas— y su único maquillaje
era una linda pero recatada sonrisa, que escondía con frecuencia
bajando la cara.
Pero a partir de ese día, todo cambio.
Primero fue algo bochornoso pero soportable, las mujeres en la
calle en cuanto la veían, desviaban la mirada fingiendo ir distraídas para
no saludarla, cuchicheaban entre ellas y proferían ahogadas risitas
burlonas. Y los hombres le dedicaban sonrisas maliciosas acompañadas
de largas miradas libidinosas que la recorrían de arriba abajo,
produciéndole una horrible vergüenza y la sensación de querer
esconderse.
Y no es que la gente no supiera de su relación con Don Gregorio,
pero una cosa era hacerlo discretamente y otra muy distinta, volverlo
público y anunciarlo así ¡a lo descarado! ¡Los secretos tenían su razón
de ser!
Y no, definitivamente por más que se le apreciara, había formas
decentes que debían ser respetadas, porque si no, como decía doña
Eulalia, ¿adónde íbamos a ir a parar? Y ella sabía muy bien de que
hablaba, porque solo Dios; y doña Chole su vecina, sabían cómo había
sido posible sacar adelante “decentemente”, a los 9 hijos que le había
dejado su difunto —y bien encomendado a todos los santos— Justino
(aunque para hacerlo se hubiera tenido que “desaparecer” muchas
noches a la semana en las que la mencionada vecina cuidaba a sus
hijos).
Carito, siendo huérfana, siempre se había sentido cobijada por el
pueblo y más aún cuando Pedro, su marido, partió para los Estados
Unidos, abandonándola. Razón por la que, azotada por los
remordimientos, aquella tarde había explotado confesando su pecado,
aunque casi al momento de escupir las palabras, se arrepintió por no
haber guardado el secreto.
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Y es que, lo que había iniciado hacia seis meses como un acto de
caridad desinteresada de parte del generoso Don Goyo, treinta años
mayor que ella, se convirtió en una “maldición”, cuando él decidió
meter mano bajo su falda, poniéndose agresivo ante su negativa; y
sometiéndola con rudeza alegando defender los “derechos” que le
correspondían.
Carito aprendió en poco tiempo, todo lo que no había aprendido en
dos años con su joven esposo y que nadie mencionaba en la clase de
costura, “cosas” que llenaban su alma de sentimientos encontrados,
confusión y culpa…
Pero cuando después de varias semanas de encierro auto infligido,
salió. Y lo único que recibió fueron advertencias de esposas celosas e
información completa de lo que decían y pensaban de ella en el pueblo,
a través de “inocentes comentarios bien intencionados” escuchados al
pasar, y recibió la humillación del padre Mateo, quien, al descubrirla
entre sus feligreses, altero su sermón para dirigirle palabras denigrantes
respecto al pecado capital de la lujuria; algo dentro de ella, se
transformó. Y el agobio de tantos meses, se convirtió en cólera e
indignación.
Esa noche se bañó lentamente y por primera vez, se miró al espejo
con la cara levantada, como hacía mucho tiempo ya no la tenía, soltó
su abundante cabello sobre los hombros y dejo caer la toalla que la
cubría, despojándose de su pudor.
Contemplo su cuerpo desnudo, sin sentir vergüenza de su carne y
le gusto lo que vio. Observo su boca y cerrando los ojos se relamió los
labios recordando…sintiendo el olor y sabor agridulce hacia poco
descubierto y que le parecía ahora, impregnado en ella. Abrió los ojos
y dirigió la mirada a sus turgentes pechos erguidos, igual que su frente,
toco sus obscuros y duros pezones, expectantes…recorrió con sus
manos la curvatura de su cintura, la voluptuosa cadera; se giró
ligeramente para observar mejor sus redondeados glúteos, sus fuertes y
definidos muslos, su abultado pubis… y una oleada de calor recorrió su
vientre, haciéndola sentir una involuntaria contracción muscular…
Cuando más tarde, escuchó los característicos golpes de su amante
a la puerta, lo recibió desnuda y sonriente. Y más tarde, al despedirse,
todo había cambiado. Él bajo los ojos ante ella, sin decir palabra; le
entregó el dinero que le había pedido y asintió a su solicitud de hacer
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correr la voz entre sus amigos, pidiendo como única condición que
guardaran absoluto secreto. Con el tiempo, Carito se convirtió en “Doña
Carolina Mendoza”, y su nombre se encuentra escrito en la entrada del
dispensario y de la biblioteca municipal, como corresponde a los hijos
pródigos y bienhechores de toda respetable ciudad.
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Arturo Martínez
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Esenio
La presencia de Emmanuel es imponente, las blancas investiduras
que cubren el cuerpo recio y flexible del hombre de 30 años anticipan
la ceremonia.
—Emmanuel, bienvenido. ¿Cómo te sientes? —pregunta el
anciano, mientras le abraza; igual va cubierto con ropa de ceremonia.
—Hoy me retiro y empezaré mi último viaje, Gran Maestro.
—Así sea, todo se ha preparado. Dime ¿cómo te sientes?
—Muy bien. Si ustedes están preparados, iniciaré la obra.
—Estamos preparados y sabemos que a ti ya te esperan —le dice
mientras cubre de aceite los pies y manos de Emmanuel—. La virtud
acompaña tus palabras y por ellas unos cambiarán, pero por ellas todos
seremos juzgados el último día.
Mientras acomoda sus ropas, Emmanuel pregunta:
—Maestro, sabemos que el derramamiento de sangre al final
sucederá. ¿Entienden mis hermanos que muchos no aceptarán el nuevo
mensaje y que tampoco comprenderán el sacrificio final?
—Es inevitable que así suceda, aun de entre los elegidos algunos
se perderán —continúa hablando el anciano—. Para que la ley se
cumpla y el testamento nuevo entregue su herencia, es necesaria la
muerte del testador.
—Tu vida será exaltada y se enaltecerán tus enseñanzas —
mientras clama el anciano, cubre cuidadosamente con un manto
hermoso los hombros de Emmanuel.
—Gran Maestro, que mi voluntad sea Su Voluntad.
—Tus santos hermanos y ángeles te acompañaremos, aun cuando
no puedan vernos, siempre estaremos contigo; así sea, hasta el último
momento.
—Me encontrarán con los enfermos a los que sanaremos —dice
Emmanuel y es Él quien ahora unge al anciano—, viviré entre los más
pobres y los despreciados, nunca tendré morada fija; quienes me
acompañen serán mis amigos y testigos, caminaremos juntos, siempre
acechados por sacerdotes y romanos, fanáticos y opresores, artistas de
la mentira, muchos.
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—Así sea. —le contesta tomando un nuevo aliento—. Hemos visto
tu gracia crecer y llevas contigo el ministerio de sanidad. Tus palabras
son fruto de la sabiduría y las cubres de poder singular —dice el anciano
mientras se ciñe las ropas—. Permitirás que sus oídos te escuchen y sus
ojos contemplen sin comprender.
—Revelarás tu destino, primero a los doce que te han mostrado;
luego ellos salarán la tierra y con sangre legará el testimonio a todas las
naciones.
—Ahora mismo nuestro hermano que clama en el desierto prepara
el camino —dice Emmanuel.
—Sí, después de ti, otros más que enviaremos, caminarán juntos.
Y acontecerá que tu nuevo nombre les será revelado, y así todo hombre,
mujer y niño conocerá tu obra.
—Y quienes acepten la redención, proclamarán con fe la santidad
de tu nombre, dando testimonio y frutos dignos de arrepentimiento,
para que así recibamos larga y nueva vida a tu lado. —habiendo dicho
esto, el anciano cae rendido sobre sus rodillas.
—¡Bendito!, Cordero de los lomos, ¡José! —exclama, mientras lo
alza Emmanuel—. ¡Hosanna mi alma!
El Gran Silencio que se extiende hasta hoy, inició en ese instante.
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Anatemas
Fría vida con los cuerpos prestados.
Malditos con prevaricación necia,
solo queda cerrar los párpados.
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Beatriz M. Mérida
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Tarea Munchausen
Cierro los ojos y puedo recordar aquella vez que la tuve en mis
brazos; su suave olor a lechita agria, los carrillitos tibios, su pequeño
cuello que podía sostener con una mano, y el tono rubio en su vellosidad
de recién nacida; apenas podía con mi entusiasmo, mi mano libre
temblaba. Exhalé profundo y sumergí la punta filosa en el rollito
michelín que tenía por brazo. La cantidad exacta de miligramos, no
más, el resto es sólo paciencia.
Meses antes, estando de compras me había encontrado un adorno
de pared en el departamento de bebés, era la silueta de un árbol con
unas manzanas desprendibles; en cada manzana se coloca la foto del
bebé y éstas a su vez adornan las ramas del árbol. Era perfecto para mi
cuarto.
La nena de los carrillitos tibios era la segunda de mis víctimas y
merecía un lugar en el árbol de la muerte.
Por eso cuando el profesor nos encargó de tarea escribir sobre
“Dos niñas aparecen colgadas en un mismo árbol”, mi corazón latió
muy fuerte, estuve a punto de pararme y salir corriendo.
Estar ahí no era casualidad, pasaba muchas horas en el hospital y
el doctor recomendó una actividad ajena a mi servicio como enfermera:
—Es usted muy dedicada pero no puede seguir trabajando tanto;
“escritura terapéutica” eso es lo que le recomiendo, inténtelo.
Y aquí estoy, viendo a mis compañeros del taller de escritura frente
a mí, que atienden la clase atentos; y yo tengo que poner una mano en
mi boca, tengo que cubrirla, no quiero que vean que no puedo parar de
sonreír.
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Es sociable por naturaleza y suele saludar con una sonrisa; nunca
se olvida de dejar algunos huesos en la banqueta para algún perro
callejero y da una buena propina a los señores del camión municipal
cuando entran a recoger la basura. Por la tarde, puedes encontrarla en
el patio del vecindario o de casa en casa vendiendo productos de Avon.
Y si eres “buena paga” nunca se olvida de indicarte las ofertas en el
catálogo del mes.
Sin embargo, Alondra tiene un secreto. Su padecimiento se
remonta a su niñez, de muy joven fue testigo del amor que se
prodigaban sus padres y es que sus padres desde la primera mirada se
amaron mucho. Pasaron más de 8 años juntos, pero ninguno de ellos
fue un año aburrido: es verdad que hubo desacuerdos, pero también
hubo reconciliaciones; alguna vez hubo peleas, pero también hubo
pasión; claro que hubo rasguños y bofetadas, pero nunca se perdió la
ilusión; había empujones, pieles rasgadas, moretones, la vida, la
muerte; pero todo esto aderezado siempre de amor. Sin embargo, nada
es para siempre y hasta lo bueno acaba.
Una vez el padre dejo de asistir a sus tormentosas noches. Y la
madre, con la esperanza penelopesca en aquella interminable oscuridad,
se esforzaba por mantener despierta a Alondra para que alguna de la
dos oyera los portazos que daría el buen hombre anunciando su llegada.
Alondra no siempre lograba mantenerse despierta y entonces la madre
la animaba a empujones, moretones y si hubiese sido necesario, la
muerte. Pero al fin llego la muerte de la madre antes de acabar con la
hija.
Desde entonces Alondra que ahora vive sola, no puede resistir el
menor rasgullo en su persona sin sentir náuseas, mareos y unas ganas
incontrolables del desmayo. La sangre, aunque sea ajena le produce un
hormigueo salvaje en la piel y los moretones varias veces han estado a
punto de hacerla gritar descontroladamente. Sin embargo, desde hace
varios meses su problema es otro y tiene nombre: La señora Dolores.
Dolores Aldape le debe varios productos que no ha querido pagar.
Y cuando raras veces Alondra la confronta, se atreve a difamarla
diciendo que vende cremas que queman la piel y que está mezclando
cosas extrañas a las lociones para realizar un envenenamiento
hipoalergénico con el fin de eliminar al vecindario entero.
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Alondra, que al respecto se mantiene callada y discreta decidió que
hablara conciliadoramente con la señora Dolores. Pero mientras toca la
puerta, la señora que la ha visto por la ventana la va a recibir con una
bofetada.
Lo que Dolores no sabe pero que a ustedes lectores se los aviso, es
que Alondra acabara por estallar. Y esta noche, provocada por Dolores,
Alondra enfrentara sus miedos en un desahogo que acabara en una
fiesta de sangre y desmembramiento. Pero para aquellos lectores que
puedan tener Amicofobia hasta aquí relato los hechos.
La flaca
Con el café apenas me mojaba los labios con tal de verla. Entrar a
esa cafetería gourmet todos los días era un lujo que no me podía dar
siendo un estudiante que apenas tenía para irla pasando. Pero ver a la
flaca paseándose por todo el salón, bien valía la pena, aunque tuviera
que fingir por un momento, que no me interesaba su faldón rojo
moviéndose de un lado para otro, subiendo las escaleras rumbo a la
segunda planta de la cafetería, o el discreto bamboleo de sus pechos
mientras bajaba a brincos con un trapo en la mano después de limpiar
una mesa. Me gustaba todo de la flaca, sus ojos grandes e inquisidores
que parecían dispuestos a desenredar todos mis secretos incluso en un
ejercicio tan sencillo como era tomarme la orden; su cabello corto
despeinado que le permitía mostrar con descaro un cuello esbelto y unas
clavículas muy marcadas, yo no necesitaba mucho, ver la desnudez de
sus clavículas era suficiente para imaginarla completamente desnuda,
así: flaca. Su cuerpo era elástico, sus brazos parecían aumentar su
tamaño cada vez que se estiraba para bostezar, sus hombros huesudos
no se escapaban de mis besos imaginarios, su cintura breve podía caber
entre mis dos manos o aquellas piernas largas y bronceadas que se
asomaban de vez en cuando debajo de su falda gitanesca. Sabía de
buena fuente que el sol de marruecos la había tostado así pues acaba de
llegar de España, sus clases de intercambio terminaron y volvía a la
dura realidad del estudiante que si no trabaja no come. Y ahora estaba
ahí de mesera para mí, por lo menos para mi imaginación que no paraba
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de cogérsela en los bares, en el cine, en los callejones, en las aulas,
incluso mis chaquetas mentales la habían penetrado hasta en la cocina
de mi casa.
La casa en la que hacía ya un mes que no conseguía un compañero
que me ayudara con la renta, la casa en aquel callejón del que me
escabullía cada vez que la casera amenazaba con correrme si no
encontraba con quien vivir. Las visitas a la cafetería se acomodaban a
mi rutina como un consuelo para el regreso a mí dormitorio. Y aquella
noche no fue la excepción. subir las escaleras, esquivar la luz de la
lampara, meter la llave con sigilo para que después de tanto esfuerzo se
abriera el portón de la casera y asomara la cabeza y su voz chillona:
—Ni te esfuerces, ya me hice cargo yo de conseguir quien se quede
en la casa, nada más no te pongas tus moños porque si no lo hago yo tu
no…— sentencio la casera.
No sé qué seguía después de eso tan sólo buscaba encerrarme en
mi cuarto lo más pronto posible, antes que el nuevo inquilino
descubriera que estaba ahí, no tenía humor para fingir una sonrisa.
Justo eso pensaba al pasar frente al cuarto vecino, cuando de la
puerta abierta sale la voz de la flaca que despreocupada me muestra su
torso desnudo, en pantaletas, el rostro embadurnado en crema y su
mano tirante para saludarme.
Ella dice: ¡Hola! ¿Entonces tú eres mi compañero de casa, no sé,
me da la impresión de que ya te había visto antes?
Yo no puedo articular palabra, me olvido de sus clavículas y mis
ojos descienden fluidamente a sus pechos.
Troca pesada
“…todos tienen premio, todos…”
Emiliano Pérez Cruz
—Se lleva la “troca más chingona”— así me dijo aquel hombre,
mientras me entregaba las llaves de la camioneta que acababa de
comprar. Había escogido la “Troca más grande y pesada”, para limpiar
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de alimañas a mi barrio, así pensé, mientras sostenía el volante por
primera vez. Ejecutar y huir, tenía que ser en tiempo récord, porque en
cuanto descubrieran que yo era quien había matado a esos tipos,
vendrían por mí. Todos estaríamos condenados.
Ellos ya lo estaban, lo estuvieron desde que compraron su primera
camisa “polo” imitando al narco de moda; lo estuvieron cuando
aceptaron su primer radio para trabajar con “la compañía”; mientras las
novias orgullosas, publican agradecimientos a “la santa”, por su entrada
a las grandes ligas.
Uno de ellos, con el que había comenzado todo: lo había visto subir
estrepitosamente su carro en la acera. Fui testigo de cómo a gran
velocidad embestía a una mujer que acabaría entre las llantas de su
Mustang. El mismo sujeto asustado que fuera huyendo, era el mismo
que horas después sacarían de la cárcel, tal como aparecía en el
periódico aun con la mirada torva por lo drogado que estaba. De la
mujer nada se dijo, solo un seudónimo “N” y la imagen de un cuerpo
cubierto con plástico negro, sería su último recuerdo en mi memoria,
en una memoria que recolectaba imágenes parecidas de la nota roja.
Y ahora él estaba ahí, justo frente a mí, en la esquina de mi casa
como cada mañana con el “cambio de guardia”. Lo sucedido no había
modificado nada. Aquel hombre cruzaba la calle para echarle un vistazo
a los “huachicoleros” que se apostaban en un punto de gasolina
clandestina. Debí disimular, debí dejarlo ir un poco más, de ese modo
nadie se daría cuenta o para cuando lograran descubrirlo atropellado,
yo ya estaría lejos. Pero no fue así, la tentación era demasiada. De
pronto me pregunté ¿Por qué solo uno? Mejor dos, mejor todos.
Dos eran los tipos que se hallaban en la Ben despachando, uno de
ellos desde afuera de la camioneta vigilaba por rutina. El tercero era un
comprador, ¿una víctima involuntaria? Un daño colateral me dije con
ansiedad. A un metro de ahí, en un carro de cuatro puertas, la mujer que
acompañaba al comprador cargaba a un niño de meses mientras se
hallaba absorta arrastrando el dedo por la pantalla de su celular. Tres
niños en los asientos de atrás jugaban y reían de cosas sencillas que solo
los niños entienden. Aun con todo, y eso lo tenía claro, tarde que
temprano: todos estamos condenados.
Entonces todo fue más fácil. Pisé el acelerador y me fui de frente
hacia el primer hombre desapareciendo bajo la defensa. La troca siguió
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su marcha y me estrelle directo contra la Ben; el que vigilaba alcanzo a
correr, los que estaban dentro se fueron de bruces contra el parabrisas
del comprador. El comprador fue el más lastimado, lo prensé entre la
camioneta y su carro mientras su mujer gritaba asustada, él bebe parecía
como dormido y a los niños ya no los volví a ver.
A pesar del aturdimiento intente seguir con la idea de chocar mi
troca contra otras personas que provocaban mi asco, pero no pudo ser
la camioneta se negaba a prender. Alrededor de mí un grupo de
personas intentaba comprender si solo había sido un accidente, si estaba
borracho o qué pasaba.
Un hombrón envalentonado de esos que siempre abundan fue el
primero en manifestar su indignación con una patada a mi camioneta;
otros más comprendieron que esta era la señal para volverse hacia mí,
furiosos. Entonces me pregunte un absurdo ¿Real, que es lo real? Y yo
mismo respondí mentalmente: lo real es el dolor agudo cuando alguien
te da un puñetazo y de pronto un puntapié en el estómago (y eso no lo
encuentras en los libros), todo era más real, cada vez más, los gritos, el
ulular de una patrulla intentando mi rescate. Alguien me tomo del
cabello, un dolor intenso fue suficiente para sacarme de mi divagación.
Después de varios golpes y mordidas supe el significado esencial de la
palabra Tupido. Pensé que se habían cansado porque sentí derrumbarse
mi cuerpo.
Y entonces recordé lo silencioso que era mi patio por las tardes;
los árboles crujiendo en sintonía con el viento; la luz del sol
poniéndose, resaltando las letras de un libro en mis manos, un libro que
te hace creer en el bien y el mal. En donde tú puedes ser el héroe al que
nadie puede detener si lucha por sus ideales.
No conocía personalmente a ningún vecino, pero no importaba
mucho porque mis constantes viajes no permitían muchas cercanías,
había estudiado fuera y ahora era un extraño. Sin embargo, estaba
enterado de lo que pasaba en mi barrio y lo que pasaba en la ciudad. Y
en mi impotencia me creía diferente. Esta ciudad y el sol que lastima,
esta ciudad y el viento que calma las heridas, esta ciudad y nosotros
simulando indiferencia.
Ahora me encuentro aquí tirado y no escucho, creo que una patada
reventó mi oído. No importa, de todos modos, en unos instantes estaré
muerto. Lo sé porque los policías han llegado y no hacen nada por
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soltarme de las garras de la muchedumbre, hablan de algo gracioso que
les paso en quién sabe dónde, hacen señas con las manos de lo bien que
la pasaron, el compañero no le cree, el primero le jura con la mano en
señal de cruz. Apenas se asoman por entre la gente, pero discretamente
esperan a un lado.
Lo que veo más cerca es la cara de dos mujeres, una de ellas es la
mujer que estaba en el carro arrastrando el dedo por la pantalla, ahora
está grabando con su celular mientras me golpean, su satisfacción es
mayor a su indignación o por lo menos así parece. La otra no la
reconozco de ninguna parte, pero al igual que los hombres viene
dispuesta a partirme el cráneo, está alzando una piedra y entonces… Y
entonces apenas tengo tiempo para recordar la calidez de mi hogar y el
olor a hojas nuevas de un libro.
Muy de mañana
Tenía un buen rato que los habían colgado. Sus verdugos entraban
y salían del cuarto frio acostumbrados al cambio de temperatura. A tres
los metieron dentro del camión, aquellos cadáveres ya no saben lo que
es el dolor mientras brincan en aquel piso sucio, ensangrentado. Los
llevan al otro lado de la ciudad mientras comienza a salir el sol. Los
ejecutan muy temprano para que los cuerpos puedan aguantar el viaje,
pero también porque es un horror oír sus chillidos ante la muerte que
siempre se presenta lenta. Y es mejor hacerlo así, cuando la ciudad
duerme e ignora.
Para cuando llegan a la carnicería Martin ya está ahí viendo llegar
el camión y aun con sueño espera paciente las indicaciones. El patrón
sale a recibir a los recién llegados, no siempre está de buenas, este es
un día de esos, llega directamente a recriminar, le preocupa la hora, le
molesta el aspecto, le molesta cuando tiene que sacar dinero de su
cartera.
Martin que por el momento es ignorado, prefiere alejar su
pensamiento de ahí. Entonces imagina una casita pequeña con techo de
lámina, muy cerquita de donde le gusta pescar con sus amigos de la
cuadra. Recuerda que tienen que ir casi de noche para poder llegar cerca
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del mediodía; entonces, cada quien trae lo que puede y todos comparten
el almuerzo mientras comienzan a tirar los anzuelos. El grito del patrón
lo interrumpe, a gritos lo intenta convencer de que es un retardado, que
tiene cara de idiota, que su madre es una chingada. Y Él, para demostrar
que nada de eso es cierto se sube a la bicicleta para repartir los pedidos,
más por alejarse de ahí, menos por seguir las órdenes. El día comienza
y algunas veces sueña con tener una casa como las que visita: de amplio
espacio, grandes bardas, camionetas enormes y vidrios polarizados.
Otros días tan solo se conforma con imaginar, algún día muy de
mañana, ver colgado a su patrón, como a los puercos que llegan a la
carnicería.
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Terminamos, su ropa, mi ropa y los que están detrás de la cortina
me dicen que se acabó el tiempo. La chispa en sus ojos escapa y le
vuelve la sombra de la incertidumbre. Yo salgo esperando el siguiente
viernes para volver a mirar a mi Blanquita.
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Brissa Ochoa
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Hombre wayak’
—Si alguien me preguntara desde hace cuánto habito este lugar,
no sabría qué contestarle. A alguien (o “algo”) como yo, el concepto de
tiempo le termina siendo vano. Podría decir que he visto nacer y morir
a cientos de árboles y que, desde que tengo razón, he jugado con el
viento, el agua, la tierra y todo lo que en mí pueda existir. Pero si me
preguntaran desde hace cuánto soy el hombre wayak’ diría que desde
hace diez días.
Fue ese aroma, así inició. Llegó de la nada para envolver y eclipsar
cualquier otro. Dulce, suave, ácido, intenso… lo seguí mientras
intentaba descifrarlo, y cuando al fin encontré el origen del cual
provenía, no pude hacer más que contemplar. En un principio no me
pareció algo extraordinario. Conocía a los de su especie, al hombre. De
vez en cuando merodeaban en grupo por mis alrededores y cazaban a
mis animales; pero ella tenía algo diferente, hipnotizaba y cuando lo
advertí ya era tarde.
Su oscuro cabello le caía en finas ondas hasta la cintura,
balanceándose a la cadencia de sus pasos que, a su vez, iban dejando
una débil huella sobre la tierra humedecida de aquel sendero. Su
complexión, delgada y ágil; y esos ojos brillantes color ámbar que
contrastaban con su piel cobriza, despertaron en mí algo que pensé
destinado solo para otros.
Habría caminado un buen tramo desde que yo la observaba,
parecía alerta, y poco a poco sus delicados movimientos fueron
adoptando un singular recelo, hasta que no dio un paso más. ¿Quién
anda ahí? preguntó y recorrió con la mirada el lugar esperando una
respuesta, pero allí no podía haber nadie para contestarle, no sin que yo
lo hubiera percibido antes. Será mejor que salgas de tu escondite
advirtió. Y por un momento, pensé en la posibilidad de que me
estuviera hablando a mí, que supiera de alguna forma de mi presencia,
que la observaba, pero ¿Sería eso posible?
Continuó su camino y se desvanecieron mis dudas mientras ella
seguía adentrándose cada vez más hasta que la noche se lo impidió. Fue
ágil al encontrar refugio, más que cualquiera que hubiera visto antes. Y
ahí se quedó dormida, entre los nocturnos susurros del lugar.
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Pasaron los días, y para entonces ya me había acostumbrado a su
aroma. Fui su acompañante en largas caminatas, su protector, su
público, su servidor, su. Y así estuvo bien durante un tiempo. Hasta
aquella ocasión en que la vi desnuda, cuando se encontró con un brote
de agua de rocas y comenzó a desvestirse. No tardó mucho. Una a una,
sus prendas cayeron sobre la tierra mientras se acercaba
apresuradamente al agua. Al llegar al borde ya nada la cubría, sin
embargo, se detuvo. Y acarició su mejilla con el dorso de la mano
mientras se veía reflejada en el manantial.
Su piel se erizó al primer contacto con el agua helada. Se sumergió
y me sumergió por completo. Lo que tenía, a lo que estaba destinado,
ya no era suficiente. ¡Quería ser un hombre! Y bajo una condición, con
ayuda del viejo jorguín, me convertí en uno. En el hombre Wayak.
Tardé tres días en tenerla de frente, y siete en hacerle el amor. — le dijo
él mientras la abrazaba por la espalda, atento.
La posibilidad de que no le creyera eran grandes, pero tenía la
esperanza. Una esperanza que se iba haciendo más y más pequeña
mientras ella, inalterable, observaba las ramas mecerse bajo el claro
lunar.
—¿Y…? — dijo la mujer al fin. —¿Cuál era la condición?
—Diez días. — Suspiró. Hubo un largo silencio y ambos se
quedaron dormidos.
A la mañana siguiente ella despertó sola. Preguntándose si aquello
habría sido un sueño o una alucinación. Tomó el montón de hierbas,
frutas y hongos que estuvo recolectando en el camino y fue
arrojándolos, poco a poco, durante todo el trayecto, hasta que traspasó
los límites del bosque y desapareció, llevándose su aroma.
El tabla y el dutar
El tabla y el dutar comenzaron a sonar. Naaham siguió aquel
sonido melodioso como la serpiente hipnotizada sigue el del pungi. No
podía ver al músico, pero imaginaba a su padre, sentado sobre una
alfombra, tocando con destreza y perfección. Esos recuerdos
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representaban lo más cercano que algún día estuvo de la felicidad.
Fungían como arma, endeble, pero fiel, contra su suerte.
Naaham caminó sin detenerse hasta llegar a la entrada del
concurrido salón justo cuando un hombre anciano y flaco, rasgaba el
par de cuerdas con la nota final. Su ilusión se esfumó, como una chispa
que prende y desvanece sin que apenas pudieras notarlo. Y dolió. Y se
recriminó en silencio por permitirse siquiera soñar que sería él. “Él está
muerto” escuchó en su cabeza la voz de Fadil, su hermano,
repitiéndoselo por milésima vez.
Habían pasado seis meses desde que su padre salió de casa y no
volvió. Fadil escuchó que los talibanes atacaron el sur de Kabul por
esas fechas, y entonces decidió que había muerto. Prefería creer eso, de
otra forma tan solo sería un hombre cobarde que huyó dejando a su
familia desamparada en medio de una guerra cruel y eterna. “Espero
que esté muerto y si no lo está, espero que no vuelva” le decía Fadil
constantemente a Naaham, pero este se negaba a aceptarlo, deseaba con
fuerza que estuviera vivo. Aunque eso solo significara que los había
abandonado.
Un hombre de barba prominente levantó la mano derecha como
señal a los espectadores, y la dejó caer en su instrumento iniciando la
percusión. El bullicio comenzó a disiparse. Más de cincuenta hombres
dejaron sus conversaciones a medias y en menos de diez segundos
todos estaban sentados, sobre ostentosos almohadones de seda, dejando
un gran círculo vacío en medio del lugar.
A espaldas de Naaham se escuchó el tintineo, rítmico y constante,
de los cascabeles que adornaban los tobillos de un chico parecido a él.
Parecido en una forma extraña y dolorosa. Y sintió escalofríos. Nadie
querría tener algo que ver con un chico como ése. Nadie querría tener
algo que ver con un Bacha Bazi.
Naaham observó su andar tintineante, firme y pausado; su mirada,
lánguida y profunda; sus movimientos, elegantes y diestros. Tenía la
agilidad y el semblante de alguien que ha hecho algo que odia durante
tanto tiempo que se vuelve experto en eso. Y sintió pena por “él” quien
caminaba pareciendo “ella”. Con el cabello largo hasta los hombros, la
bata de seda azul brillante, las pulseras, los anillos, y el rostro
maquillado. Arreglado y entrenado para divertir a un grupo de hombres
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maduros de prendas finas y miradas lascivas. Puesto a la merced de sus
deseos desordenados e incontrolables, de noche y de día.
El tabla y el dutar comenzaron a sonar. Una melodía triste
acompañaba las contorsiones del Bacha, quien se colocó de rodillas en
medio del salón para dejarse caer lentamente hacia atrás hasta que su
cabeza descansó en el suelo y todas las miradas en él. Así inició la
aclamada coreografía. Con suaves espasmos fingidos que fueron, junto
a la música, tomando fuerza hasta ponerlo de pie. Los presentes
contemplaban sus movimientos, sensuales e insinuantes, que abrazaban
la música y jugaban con ella y su compás mientras él, experto en ello,
los envolvía de una forma sutil. Les sonreía, los engañaba.
“Un festín para su excitación” pensó Naaham mientras observaba
a la multitud aplaudiendo la deshonra del chico y a los más pudientes
decidiendo su suerte para esa noche; y se le revolvió el estómago. En
ese momento recordó la primera vez que vio a un Bacha. Fue de una
forma menos real, menos cruda. Tan solo era una imagen en el papel
que adornaba un disco que, según el título, contenía a los seis mejores
niños danzantes. Él y sus dos amigos venían del río, un día de mercado.
Encontraron el puesto sobre una calle transitada que les quedaba de
paso y se detuvieron a husmear.
—Cerca de mi casa se llevaron al hijo del hombre que vende las
alfombras. Dicen que ahora es uno de estos — Dijo uno de los chicos
señalando el papel con el dedo índice. — Agradecido estoy de ser feo—
finalizó. Todos rieron, porque reír era lo único que les quedaba y una
forma, inútil, de esconder su miedo.
—Mi primo ha ido con ellos por hambre disfrazada de voluntad
propia, dice mi padre. Un año más y lo echan fuera porque no tarda en
salirle la barba. Demasiado viejo para eso.
—¿Y qué edad tiene? — preguntó Naaham.
—Catorce— Hubo un silencio. Naaham era el más pequeño de los
tres, todavía le faltaba un par de años para tener catorce, le saliera vello
en el rostro y estar a salvo — Estás jodido.
Esta última aseveración le quitó el sueño a Naaham esa noche. Y
un año después, en aquel salón, mientras veía el oscuro panorama, le
volvía hacer eco. “Estas jodido” repitió en su mente. Y los ojos del
Bacha se clavaron en los suyos, como si le hubiera escuchado y
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estuviera de acuerdo. Fue solo un instante, tan breve. En otro momento
no habría puesto demasiada importancia, quizá tampoco se habría
percatado de la leve inclinación, parecida a una reverencia, que le
concedió el bacha como un gesto de sombría solidaridad.
—Le baila al amor — dijo un hombre viejo, llamado Habid, a
espaldas de Naaham quien frunció el ceño con desagrado reconociendo
la voz al instante — ¿No lo crees? — Cuestionó el hombre de manera
tajante al no recibir respuesta. Naaham se quedó pensativo.
—Sí, eso creo. — mintió.
Mintió porque si estuviera en otro sitio, donde sus palabras fueran
suyas, diría que el chico de los cascabeles en los pies, a quien todos
llamaban “Bacha”, le bailaba al dolor o quizá, a la muerte. Le bailaba a
la oscuridad o al deseo suicida. Le bailaba al futuro que le arrebataron,
pero no al amor porque, en realidad, no lo conocía.
Habid sacudió el cabello de Naaham y se puso en cuclillas, frente
a él, para darle voz a sus pasos. —Es tu turno. — dijo y Naaham pensó
nuevamente en su padre “¿Qué pensaría él si estuviera aquí?” Y sus
pies tintinearon; y por primera vez estuvo de acuerdo con Fadil. El tabla
y el dutar comenzaron a sonar…
Admonición
Los hombres ardilla vinieron a mí sin previo aviso. Ni siquiera una
pista o señal que sirviera para amortiguar la noticia. Los llamé así
porque ninguno dijo su nombre. Y todos tenían en su aspecto una ligera
similitud con esos roedores. No digo que fueran iguales. Sus alturas y
tallas diferían demasiado. Eran sus ojos, pequeños y redondos, y el par
de dientes frontales que sobresalían hacia abajo los que inspiraron el
sobrenombre.
Aquel día el sol me ganó la carrera. Se coló por las rendijas de las
persianas y me restregó su tórrido triunfo en la cara, obligándome a
despertar. Cuando uno se hace viejo, comienza por adoptar un
patológico gusto por establecer conexiones inanimadas. Algunos
escogen las plantas, una prenda, una singular piedra de río, la mugre
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o…, qué se yo de las locuras del mundo. Eleazar, mi amigo desde la
infancia, peleaba con el chirrido de la puerta trasera que daba a su
jardín. Estaba convencido de que ese sonido existía con el único
propósito de molestarle y que la puerta, por alguna extraña razón, tenía
algo en contra suya. Como dije, las locuras del mundo.
—Has ganado, ahora largo. — espeté mientras cerraba las cortinas.
Y al girarme vi a una niña de aspecto escuálido observándome desde la
puerta. Parecía divertida con mi monólogo.
—¿Quién eres? —indagué, pero antes de terminar la pregunta, se
había marchado. Dejando el eco de sus piececillos rebotando por el
corredor.
Antes de pensar en lo extraño que eso resultaba el recuerdo de mi
hija apareció como un fragmento de película vieja y entrecortada. Con
manchas en forma de círculos coloridos que no me permitían ver su
rosto. Mi hija tenía la edad de esa niña de la puerta, cuando mi esposa
murió. Pobrecita. Perdió a su madre a una edad en la que todavía no se
asimila la muerte, pero sí el amargo sabor del abandono. Solo le quedó
medio padre. Lleno de culpa, lleno de nada. Y sentí la frialdad en el
pecho comprimiéndose porque sabía que iba a ser un día de ésos en los
que la memoria no te deja vivir. Recordándote con detalle el infortunio
que tú mismo te provocaste.
Entonces los escuché. El golpeteo de sus herramientas, el sonido
de sus pies pesados al andar. Eran ellos. Fui hasta donde estaban e
intenté hacer que se detuvieran, pero no me escucharon. Y tampoco me
esforcé. Me quedé observándolos trabajar por un largo rato hasta que
me percaté de que también yo era observado. A lo lejos, por el borde
de la barra que conectaba con la cocina, sobresalían los ojos curiosos y
el cabello medio enredado y tostado de la niña. Cuando quise acercarme
corrió para abrazarse de las piernas del hombre más viejo, quien puso
su atención en ella y después en mí.
—Venimos a arreglar el cable —dijo, pero no se acercó. Quizá
porque no le gustaban las formalidades. Quizá porque yo aún seguía en
ropa de cama o quizás también, porque sabía que eso era lo mejor.
Asentí y volvió a lo suyo.
Atravesé la sala con la infausta velocidad que mi ser consentía.
Con la indiferencia de lo ajeno y lo común mezclándose hasta
convertirse en nada y en todo. Y llegué a la cocina, en el cuarto
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contiguo, para encender la cafetera tal como lo hubiera hecho en un día
corriente. Sin hombres ardilla, sin niña.
Me senté a la mesa y cavilé sobre el tiempo que habría pasado sin
que otra persona pusiera un pie en mi casa. Además de Eleazar, claro
está. Tal vez serían tres años o dos, seis o cinco, no podía estar seguro.
Y pensé en lo patético que resultaba que esos hombres de overol ocre y
rostro singular; y esa niña, rompieran la cuenta. Después de todo solo
iban arreglar el cable. Después de todo yo no los había llamado y, tarde
o temprano, notarían su error y tendrían que irse. Sí, quizá ni deberían
de contar.
Me serví el café en la taza de siempre y disfruté su calor en las
palmas mientras lo acercaba a mi rostro para inhalar su aroma y
beberme su paz. Ahí me quedé parado, de cara a la pared y a los cajones
de la cocineta. Así acostumbraba a hacerlo.
Después de algunos minutos una pequeña silueta se reflejó en uno
de los adornos, pero esta vez no intenté nada. Aguardé en el mismo
lugar hasta que vacié mi taza y la acomodé en el lavaplatos. Luego
caminé sigiloso hasta una de las sillas. Como cuando estas frente a un
ave y no quieres que vuele, solo para seguir observándola. Ella era mi
ave. Asustadiza. Y debía tener precaución si quería que se quedara. No
lo hizo. Regresó a la habitación donde estaban los tres hombres y
merodeó por un instante hasta que uno de ellos, en un movimiento que
pareció desarticulado, la tumbó contra un mueble. Lo que provocó que
uno de los jarrones cayera al piso esparciendo sus pedazos de cerámica
por todas partes.
El estruendo me trajo a la memoria aquel día cuando el cristal de
la ventana cedió a los golpes y sus minúsculos trozos regados brillaban
amenazadores. Ese día, cuando mi madre me quitó a mi hija. Porque
según ella (y tenía razón) mi casa no era un lugar seguro. No puedes
saber con certeza lo que serías o no capaz de hacer hasta que lo has
perdido todo. Enfurecí y quise golpearla, pero no pude. Y no por los
motivos razonables. No porque fuera buen hijo y ella mi madre. Sino
porque, lleno de rabia, tropecé con mis pasos y caí al suelo como un
costal lleno de mierda, pestilente e inútil que, como tal, solo era digno
de repulsión. Pero mi hija no me veía de esa forma, extendía los brazos
hacia mí y lloraba, mientras yo maldecía con ojos desorbitados y la
sangre atestada en alcohol. Los años siguientes fueron una nebulosa en
mi vida. No la vi en todo ese tiempo y si lo hice, no podía recordarlo.
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Quité las lágrimas de mis ojos y fui hasta donde estaba la niña, ya
de pie, palpando con cuidado una pequeña herida en su antebrazo. Me
miró frágil, inocente, desprotegida. Había algo en sus ojos que me
recordaba a mi hija. Había algo en su pelo, en sus mejillas, en su miedo.
Había algo de ella que era mi hija y quise abrazarla. Pedirle perdón.
Decirle que ahí estaba yo para protegerla como no lo había hecho antes.
¡Que impotencia, querer salvar el pasado…!
Y caí en cuenta que los hombres seguían ajenos. Cada uno con la
mirada fija en su labor, sin inmutarse. Me dirigí al responsable del
incidente y me desahogué diciéndole cosas que ignoró de espaldas. El
hombre de la derecha volteó a verme, parecía el más joven, señaló con
el dedo índice su oreja, negando con movimientos suaves. Y siguió
trabajando.
—Locos. — dije y encaminé a la niña hasta el sofá a que esperara
mientras yo iba por las cosas para limpiar su herida.
Cuando volví los hombres ardilla estaban en fila frente a mí, y la
niña abrazaba los pies del más viejo.
—Nos vamos— dijo el hombre mientras cargaba su caja de
herramientas.
—Pero no han terminado— contesté. No sabía qué decir para
retenerlos. Quería que se quedaran un poco más. Quería curar a la niña,
a mi hija, a mí.
—Será otro día— y se marcharon.
Regresé a los rastros del jarrón y esculqué entre ellos buscando no
sé qué para distraer la mente. Metí una mano debajo del sofá en busca
de más trozos, y sentí el gélido contacto con las baldosas que me
pareció extrañamente confortable; me dejé caer, poco a poco, hasta que
todo mi cuerpo descansó en el piso. Ahí tirado lloré hasta quedarme
dormido.
Cuando desperté era noche. No supe qué hora, quizá de madrugada
por el completo silencio. Todo ahí me pareció vacío. Ese zumbido, la
intrusa luz del farol y mi cuerpo tremulante me inspiraban algo. Bien
podía ser miedo, o tristeza. Ni siquiera intenté levantarme ¿Para qué?
Daba igual si el sol me encontraba en el suelo o en la cama. Esa vez yo
le había ganado, y por mucho.
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Cuando vi a Eleazar, a la mañana siguiente, parecía alarmado.
Pude notarlo desde que asomó por la ventana. Qué desagradable
impresión habrá sido verme ahí tirado y pensar lo peor. Antes de darme
cuenta ya estaba de pie. Abrí la puerta, pero ahí no estaba Eleazar, sino
la niña y los hombres ardilla.
—Venimos a terminar lo que dejamos pendiente— y di media
vuelta para dejarlos pasar.
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Edgar A. Rivera
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La pelota
La pelota voló en curva y entró por una de las ventanas del segundo
piso. Apenas dio el puntapié, al pobre niño le comenzaron a llover
insultos y abucheos. La ventanita por la que el esférico se coló
limpiamente no medía más de un metro y hacía tiempo que le habían
quebrado los vidrios. Si alguna vez Miguel se hubiera propuesto hacer
un tiro como ése, jamás lo habría logrado; intentaba meter el balón en
la portería delimitada por dos piedras en la calle y no en la casa
abandonada. La proeza era de una vergüenza enorme.
— ¡Ves por el balón Mantecas, rapidito! ¿Qué te quedas ahí
parado? —lo presionaban sus compañeros de juego. —¡Muévete
gordo!, el balón no se va a traer solo.
Miguel se acercó a la casa y permaneció unos instantes entre dos
columnas de concreto que marcaban el límite entre la banqueta y aquel
recinto. Era una casona tipo americana, de madera y techo alto de tejas
que había quedado abandonada, y al cuidado único del tiempo durante
años. Había sido la casa más hermosa del vecindario, con paredes rojas
brillantes, un bello ante jardín de rosas y tulipanes, y un pórtico alto con
columnas blancas donde todas las mañanas el aire se empapaba del
canto de periquitos que revoloteaban dentro de sus jaulas. Eso fue años,
antes de que Miguel naciera. Al día de hoy, las paredes apenas lucían
un rosa muy pálido y eran poco a poco consumidas por el verde de
enredaderas que crecían desde uno de los costados. Pocas de sus
ventanas mantenían algún resto de vidrio empolvado. Era el tipo de casa
de las que se inventan historias. Se decía que por las noches se
escuchaban gritos y llantos provenientes de sus habitaciones, que era
hogar de brujas horribles que se transfiguraban en lechuzas y salían
volando de entre el tejado maltrecho; que había muerto un niño, que la
habitaba la llorona, muchos cuentos.
Los padres prohibían a sus hijos entrar a esa casa. No les gustaba
que jugaran cerca de ella, porque una casa abandonada suele atraer
malos huéspedes. El papá de Miguel no hablaba mucho con su hijo y
nunca le había explicado estas cosas, aun así, el chico sabía que no
debía entrar.
Dudó y estuvo a punto de regresarse, pensó en lo mucho que le
había rogado a su papá para que le comprara ese balón. Solo por eso los
otros niños de la cuadra lo habían dejado jugar, ahora lo miraban y
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presionaban desde la calle. Gritaban los muchos apodos que le
irritaban: dale Mantecas, apúrate Gorda, muévete, Porky, te estás
tardando. No podría aguantar que ahora le llamaran cobarde, no lo iba
a permitir.
Atravesó la hierba que le llegaba por encima de los hombros y se
le metía en los oídos. Llegó al pórtico, subió los cuatro escalones y se
agachó para no golpear su frente con una parte del techo caído,
sostenido apenas por la única columna que no había cedido a la
gravedad. La puerta estaba entreabierta. Era muy pesada y le costó
abrirla lo suficiente. Dio un paso dentro de la casa y agitó las manos
bruscamente frente a su rostro tratando de quitarse las telarañas de la
cara. Recordó, que, jugando con sus muñecos en el patio trasero de su
casa, encontró uno de sus suéteres, tirado entre cajas, fierros y plásticos
que acumulaba su papá. La prenda debió permanecer ahí durante meses
y ni siquiera recordaba haberla perdido. Cuando la levantó estaba tiesa
en la parte de arriba y mojada en la parte de abajo, cubierta de hongos
y caca de pájaro, el olor lo había hecho arrojarlo lejos. Así apestaba la
casa.
Observó las escaleras a su izquierda, metros adelante, y sin
pensarlo dos veces se dirigió a ellas. La luz de la tarde filtraba entre las
ventanas y agujeros en las paredes roídas; era muy poca para iluminar
el área, y no tardó en tropezar y golpear de cara al suelo. El cachete le
ardió por el duro golpe y ahí tirado, sintió una pequeña corriente de aire
que soplaba desde abajo. La casa tenía un sótano. Miró entre las
comisuras y agujeros de las tablas, bajo sus manos había vacío negro
que le pareció infinito. El miedo se apoderó de él y se levantó veloz. La
rodilla le dolía un poco por el golpe, pero apresuró el paso y subió las
escaleras, sosteniéndose fuerte del barandal y cuidando de pisar bien
cada rechinante escalón.
En el segundo piso se sintió un poco más tranquilo, la luz del sol
se colaba por las ventanas, paredes y tejado. La ventana por donde entró
el balón estaba justo detrás de él. Caminó por un estrecho pasillo que
conectaba tres habitaciones, todas sin puertas, abrigadas por el calor de
la tarde. Supuso que su pelota debió rodar dentro de alguna. Se asomó
en la primera. Encontró la pequeña base de una cama de metal oxidado,
colgadas de las paredes (no supo decir si fueron verdes o azules),
fotografías en las que podía distinguirse algunas siluetas. El techo tenía
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una gran abertura por donde caían las enredaderas. Observó bien cada
rincón, su balón no estaba ahí.
Estaba a punto de entrar en la segunda recámara cuando escuchó
un ruido en la habitación al final del pasillo. Tac, tac, tac. Algo golpeaba
contra la madera. Tac, tac tac. Miguel permaneció inmóvil, tratando de
borrar las muchas ideas que aparecían en su cabeza sobre lo que podría
ser el ruido, y tratando de encontrar valor para ir a averiguarlo. Tac, tac,
tac. El ruido se hizo más fuerte. Vio cruzar el umbral de la tercera
habitación su pelota, rebotando una y otra vez. Tac, tac, tac, se hacía el
eco cada vez que el balón bajaba. Tac, tac, tac. El balón botó otras tres
veces frente a él, en el mismo sitio, antes de avanzar nuevamente hacia
donde él se encontraba paralizado.
Quiso gritar, pero no salió nada de su boca. En un choque de
adrenalina giró sobre sí mismo e intentó correr hacia las escaleras; pero
era torpe y no presto atención al lugar donde pisaba. Una vez más,
tropezó y cayó. Esta vez le pareció que se golpeó contra el suelo al
menos dos veces. Cuando se levantó, ya era de noche. Se sentía
confundido, pero no le dolía nada.
—Pensé que no te ibas a levantar.
Vio a un niño, más o menos de su edad, de ojos verdes y tristes,
con uno de aquellos peinados de hongo con el que las mamás torturan
a sus hijos; vestía con un overol y era bastante barrigón, como él.
—Es mi balón. Entré aquí buscándolo.
—No pensaba robártelo. Solo quería verlo. —le entregó el balón—
Tus amigos ya se fueron.
—No son mis amigos.
—Yo tampoco tengo muchos amigos. De hecho, no creo que tenga
uno.
Miguel sintió la tristeza en su voz. Le arrojó el balón y el otro niño
lo atrapó.
—Si quieres podemos jugar un rato.
—Me gustaría.
El chico le regresó el balón arrojándolo por encima de su cabeza y
Miguel apenas si lo atrapó. Se alejó un poco en aquel oscuro sótano y
se lo regresó con fuerza.
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—Soy Miguel, por cierto.
—Me llamo Rubén.
Ahí permanecieron los dos jugando durante horas, días, años.
Nunca más se separaron.
Pedro el cadenero.
— Puedes ver en tu libro que mis programas han ayudado a
millones. Acabamos con la pobreza en cinco países, llevamos agua
limpia a las comunidades, hombres sin piernas han vuelto a caminar, en
unos años habremos curado el SIDA…
—Sí, sí, por eso… ¿le pagaste la ofrenda al cura?
Tavo
El trapo amarillento que hacía de cortina se mecía lento con la brisa
fresca de la madrugada. En la cama, debajo de una sábana de algodón
remendada, dormían una mujer regordeta y una niña de cabello
enmarañado. Por un lado, en el suelo, un joven de 17 años daba vueltas,
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acostado sobre un cobertor sucio, tratando de encontrar una posición
que no le incomodara tanto. Tomó el reloj digital de muñeca debajo de
su almohada, faltaba poco más de media hora para que diera la hora de
levantarse, pero igual se levantó. Le dolían la espalda y los brazos.
Dobló el cobertor y lo metió a puntapiés por entre los blocks que
sostenían la cama donde descansaban su madre y hermana.
̶ ¿Gustavo, eres tú mijo? ¿Ya te levantastes? ¿Quieres que te haga
algo de almorzar?
̶ No jefa, todavía es muy temprano, Ud. descanse.
Abrió la puerta del refrigerador con cuidado de no zafarla, no había
electricidad en el edificio otra vez. Tomó el bote de leche y le dio una
olfateada, estaba agria, así que la volvió a poner en su lugar y cogió un
trozo de pan duro. Calentó agua en el mechón y cuando estuvo lista vio
que la lata de café sintético estaba vacía. Se colgó su cadenita de la
virgen, se puso su camisa, se amarró las agujetas de su único par de
tenis y se colocó la gorra de baseball hacia atrás. Salió de la habitación
y pasó por la siguiente; un cuarto pequeño sin ventanas, donde un
muchacho y un hombre de edad avanzada dormían en sus petates contra
la pared. Salió al pasillo que conectaba todas las habitaciones,
caminando de prisa, tanteando en la oscuridad con las manos sobre las
paredes agrietadas, tratando de no tropezar con la basura acumulada.
Golpeó con el hombro uno de los barrotes que sostenían el techo a
medio caer –putísima madre—. Por fin llegó al baño y se formó en la
fila, dos personas esperaban antes de él, uno de ellos sentado en el
suelo, dormido. Se abrió la puerta y Gustavo deseo haber nacido sin el
sentido del olfato.
—Ya no hay agua en la pileta. –Les dijo el hombre barrigón que
salió acomodándose los pantalones.
A un lado del baño, detrás de una cortina en otra habitación,
dormía una familia. Gustavo se escabulló sin hacer ruido y se paró
frente a una planta de sábila en una maceta donde hizo sus necesidades.
Bajó por las escaleras hasta el primer piso. Escuchó de paso las
voces de madres llamando a levantarse a hijos y esposos por igual. El
cielo comenzaba a aclararse, en pocos minutos saldría el sol. La
atmosfera era de un azul grisáceo en la planta baja, la parte más abierta
del edificio. Años atrás había sido el lobby de oficinas con salas
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elegantes y grandes vitrales. Ahora era un basurero de escombro y vigas
de hierro oxidado.
Una enorme puerta negra de metal y contrachapado se deslizó.
Detrás de ella salieron dos de hombres bastante altos de espalda ancha
y piel morena. El primero llevaba la cabeza rasurada y la barba le
colgaba hasta el pecho, vestía unos jeans rotos y una camisa veraniega
con el pecho al descubierto. El otro usaba una trenza muy sucia que
caía sobre su perfil derecho y de su mandíbula nacían una serie de
tatuajes tribales que bajaban por su cuello y terminaban en la espalda.
Ambos se le quedaron viendo y Tavo bajo la mirada, retrocediendo un
poco hasta que estos se alejaron lo suficiente. Detrás de la puerta la voz
rasposa y altanera de una señora le llamó.
—Tavo, muchacho, ven para acá.
Se acercó y el olor a chorizo frito y tortillas de harina hizo que le
rugiera el estómago.
—¿Ya tienes el dinero de la renta? La próxima semana van a ser
dos meses que me debes. Hay mucha gente en las calles buscando un
lugar donde quedarse, ¿sabes? Deberías ponerte a trabajar, muchachito
güevón, si no quieres que mis hijos te echen a ti y a tu mamá a la calle.
—Tavo apretó los dientes. –Deberías ser más como ellos que trabajan
todo el día en la fábrica para cuidar a su madre…
—Hoy en la tarde le traigo un adelanto de lo que le debo señora.
Nomás deje que me paguen el trabajo de ayer…
—Antes de las seis, muchachito cabrón.
Salió a la calle, apretando los puños y mordiéndose el labio.
Centenares de casas improvisadas, con techos de lámina y lona se
apretujaban en un mar de viviendas, algunas asentadas sobre los restos
de edificios antiguos y muchas más, desbalagadas alrededor de ellos.
Caminó por uno de los callejones, casi desierto. Unos perros flacos
salieron corriendo de entre un muladar cuando lo escucharon pasar.
—¡Eh! ¡Tavo! –alguien silbaba y gritaba detrás de él. – ¡Tavito,
‘pérame güey!
Un tipo gordo y rapado de unos veintitantos corría con mucha
dificultad tratando de alcanzarlo. Gustavo se detuvo a esperarlo con una
sonrisa.
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—Pinche Freddy, te va a dar un infarto cabrón, ya estas viejo.
—Viejo tienes… el culo. –contestó con la respiración agitada y el
aliento alcoholizado. –Pérame… pérame güey, dame un minuto… pasu
ptamadre… ya. ¿Pa dónde ibas carnalito?
—Con Don Chuy a que me pagué el trabajo de ayer. Le ayudé a
descargar un camión en la tarde y dijo que me pagaba hoy.
Avanzaron juntos a paso lento.
—No carnalito, ya te pendejearon. Don Chuy ya se fue anoche para
la frontera sur. Dicen que allá hay más trabajo. Pa mí que ya no regresa.
Tavo escupió y se frotó el hombro adolorido.
—¿De dónde vienes tú?
—De un pinche pachangón con los perros de la Chucha. — Freddy
encendió un cigarro. –Chingos de morritas y pisto cabrón, pura cálida’.
Deberías ir un día de estos, necesitas desestresarte, divertirte de vez en
cuando chingao.
—Sabes que yo no me meto con esa gente, y tú tampoco deberías
güey…
Freddy se abalanzó sobre Tavo y le rodeo el cuello con sus brazos
gordos.
—Eres la misma pinche nenita que conocí en la escuela. –Le dijo,
escupiéndole sobre la cara las cenizas del cigarro que llevaba en la boca,
mientras le daba un coscorrón.
—¡Ya güey, ya estuvo, suéltame, ahhhh! —Lo soltó. —Oye güey,
te acuerdas de los tres dólares que te presté para tu hermano, los
necesito para comprarle algo a mi jefa pa’ su espalda.
—Sí, es que ya no me aguanta igual la ruca cuando me la… no te
creas, no te creas hombre, estoy jugando. No te calientes. ¿No se te
antoja un trago güey? Acabo de conseguir una botellita de mezcal bien
buena.
—Cómprale una torta a tu hermano güey, no chingues.
—Ud. no se preocupe por eso carnalito. Cáele de rato aquí a mi
casa, te quiero enseñar algo. Te pago y sirve que te doy algo de
mezcalito pa’ tu jefecita. Ahorita necesito dormir, tú no te estreses que
te va a hacer daño. Te quiero, pinche sabandija rastrera.
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Freddy removió una tabla de aserrín prensado que hacía de puerta
y se metió en la choza de madera podrida que era su hogar.
—¡Yo también te quiero pendeja!
—¡No seas joto! –Le gritó desde el interior de su casa.
Confirmó más tarde que efectivamente, Don Chuy se había ido sin
pagarle y sin intención de regresar, así que se dirigió al mercado de
pulgas donde trabajaba. En medio de la plaza una fila de varias mujeres
y niños esperaba su turno para sacar agua del pozo. Una niña de cabello
enmarañado y ojos claros tiraba de la cuerda con esfuerzo. Tavo corrió
a ayudarla.
—A ver chaparra, déjame a mí. ¿Para qué llevas dos cubetas?
—Mi amá dijo que tenía que lavar ropa del edificio para poder
pagar lo que debe de la comida.
—Tú no deberías andar cargando tanto, si te lastimas luego van a
andar las dos chuecas.
—Pues si tú no las llevas lo tengo que hacer yo. –La niña se colgó
las cubetas de una vara en los hombros y echó a andar rumbo a la casa.
– ¡Y le voy a decir a mi mamá que le dijiste chueca!
Un helicóptero sobrevoló la plaza. Tavo pasó buena parte de la
mañana acarreando agua al edificio y llegó tarde al trabajo, por suerte
su patrón llegó más tarde.
Tavo había terminado de reparar un radio de baterías para un
cliente y trabajaba en un proyecto personal, intentando reparar un
videojuego. Esperaba poder venderlo a buen precio o intercambiarlo
por un par de gallinas para su hermana. Poco después del mediodía,
escuchó el crujir de las ruedas de madera sobre el empedrado y el
(sonido) de la mula afuera del taller. Era el señor Wu que regresaba del
basurero cargado de materia prima para el negocio.
—Tavo, ven ayúdame con la carga.
—Oiga, Sr. Wu, quería ver si podía darme un adelanto de mi paga.
—Claro. Cuando aprendas a llegar temprano. ¿Creías que no me
daría cuenta? Pase temprano, estaba cerrado, eres un muchacho muy
irresponsable.
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El ruido de motores y llantas derrapando interrumpió su
conversación. A cien metros de ahí, se levantó una nube de polvo. Una
caravana de seis camionetas, con torretas y luces largas en los techos se
detuvo con violencia. Las personas en la plaza corrieron a buscar
refugio. Una docena de hombres fuertemente armados comenzó a
descender y a armar un perímetro.
— Federales. –Dijo el Sr Wu. – Deja eso ahí y metete a la tienda
muchacho. ¡Rápido!
Tavo no lo pensó dos veces y obedeció. Cerraron las ventanas y
echaron candado a la puerta después se pegaron a la pared para ver a
través de las grietas en la madera. Con excepción de los oficiales, la
plaza estaba desierta. Varios sujetos con chalecos antibalas sobre su
uniforme azul recorrían la calle, apuntando hacia las ventanas con sus
rifles.
—Carajo. Pero si acabamos de pagarles la cuota, qué es lo que
quieren.
—Parece que buscan algo, mire ese de allá.
Otro uniformado caminaba despacio sin despegar la vista de una
pantalla en sus manos, hasta que se detuvo frente a una canaleta de
aguas residuales que pasaba junto a la carnicería. Hizo una seña y el
sargento a cargo se le acercó. En ese momento uno de los hombres
armados se paró frente al agujero en la pared por donde estaban
espiando. Tavo contuvo la respiración y el sr Wu le hacía señas de no
hacer ruido. El hombre siguió su camino tras una breve pausa. Patrón y
empleado siguieron observando.
El sargento sostenía la pantalla y ladraba órdenes a su subordinado,
que se había sambutido entre las aguas negras. Anduvo con cara de
asco, dando varias vueltas hasta que por fin pareció encontrar lo que
buscaba. Salió del canal con una mano en alto y sosteniéndose de la
hierba con la otra, empapado y con algunos trozos de papel pegados en
la espalda. Le pasó a su superior lo que había sacado del agua, un
dispositivo demasiado pequeño para alcanzar a ver que era. El sargento
lo tomó en su mano e hizo una cara de desprecio. Iracundo lo arrojó al
suelo y tomando su rifle lanzó una serie de ráfagas al aire.
—¡Escuchen bien malagradecidos hijos de la chingada! ¡Esto es
un toque de queda!
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Los federales comenzaron a irrumpir en los diferentes locales del
mercado tirando puertas y destrozando mercancías. La gente corría
despavorida en todas direcciones lejos de la plaza y las tiendas.
—¡Todo el mundo regresé a sus casas si no quieren un pinche
plomazo entre los ojos! –Gritaba el sargento, escupiéndole órdenes a
los oficiales y dando más disparos al aire.
Uno de los federales, irrumpió en el taller con una patada y sin
darle tiempo de decir nada conectó un derechazo en la mandíbula del
Sr Wu para después arrojarlo fuera. Tavo salió antes de que pudieran
hacerle daño a él también y le pareció ver que sacaban un par de drones
con hélices del interior de una camioneta. No paró de correr hasta que
llegó a las favelas.
Entró a su casa, agitado y empapado de sudor. Su madre estaba en
la cocina y su hermana jugaba junto a la cama con su mascota.
—¿Qué pasa, mijito, qué tienes?
—Nada, nada. Todo bien, unos federales llegaron al mercado y nos
regresaron a todos pa’ las casas.
—¿Ay mijo, y trajiste algo pa’ comer tan siquiera?
En ese momento escuchó que sus estomago gruñía y recordó que
no había comido nada en todo el día.
— No má, no hubo tiempo de nada. ¿Uste’ y la chaparra ya
comieron algo?
—Nombre mijo, estábamos esperando que llegaras pa’a ver si
traías algo.
—Y no hay nada que pueda hacer, ¿unas tortillas por ahí o algo?
—Nomás agua que trajo tu hermana hace rato, pero nada para
echarle al caldo. Bueno, está la coneja.
—No má, mi conejita no. –Repuso su hermana.
—Mija, pa’ eso la tenemos, para comérnosla cuando haga falta.
—Pero…
—Déjele má, ahorita voy por algo pa’ comer, usted no se preocupe.
Tavo salió de su casa antes de que pudieran decirle otra cosa. Se
detuvo al llegar a la calle, desierta y sumergida en completo silencio.
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Se santiguó. Miró con cautela al cielo, pero no vio ni escuchó rastro
alguno de los drones. Sabía de antemano que esas máquinas eran muy
rápidas y peligrosas, pues venían armadas con semiautomáticas que un
oficial podía operar desde kilómetros de distancia. Ay virgencita santa,
te pido de favor que no me vayan a ver estos culeros. Corrió tan rápido
como pudo, deteniéndose debajo de un techo de vez en vez para
recuperar el aliento. Por suerte la casa de Freddy no quedaba lejos.
Cuando entró, los ronquidos de su amigo inundaban el cuartucho
y su cuerpo gordo y semidesnudo ocupaba buena parte del piso.
Gustavo le dio un puntapié en las costillas para despertarlo.
—¿Eh, eh, qué pedo? — Exclamó sobresaltado. –No chingues
pinche Tavo, me asustas te. Deja dormir wey.
— Hace rato me dijiste que tenías una alacena llena de comida,
necesito que me prestes algo pa’ mi ama y mi hermana. ¡Cabrón, te
estoy hablando!
—Si wey, si, no hay pedo –Dijo sin abrir los ojos —, Ven acuéstate
tantito aquí conmigo, ándale.
—No estés chingando wey, te estoy hablando en serio.
Con una mano sobre la cara Fredy hizo el intento de levantarse y
se sentó sobre la cama
—A qué la chingada, hombre –Bostezó —¿Qué quieres o qué?
—Que me prestes algo de comida, te puedo agarrar algo.
—Ven agárrame está.
—Chinga tu cola.
—Me chingo primero la tuya pendeja. Jaja, ya wey, no hay pedo.
Ahí agarra de la alacena lo que quieras.
Tavo abrió la alacena. Con excepción de una lata abollada y sin
etiquetar, estaba vacía.
—No mames, aquí no tienes nada.
—Ah chingao, si es cierto, se me olvidó guardar las cosas. Pérate
tantito, que acá las tengo.
Tavo se frotaba nerviosamente el dejo de barba que le crecía en el
mentón. Entreabrió la puerta. Alcanzó a ver uno de los drones, con sus
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tres hélices sobrevolando cerca de ahí. Cuando se giró para decirle a
Fredy lo sorprendió el cañón de un rifle calibre .50 que le apuntaba
directo a la cabeza.
—¡Ora puto! Pa’ que aprenda a no andar despertando gente. – Le
dijo Fredy en tono burlón mientras bajaba el arma. – ¿Te saqué un pedo
verdad?
—No mames, ¡¿de dónde chingados sacaste eso?!
—Se las estoy guardando a los perros carnalito. Tengo 15 de estas
aquí. —Abrió una cortina rosa de plástico en un rincón —Y me están
pagando a toda madre por cuidárselas unos días. Mira nomás compita,
todo esto que ves acá lo compré con lo que me dieron y no sabes la
noche de putas que tuve ayer.
Tavo miró incrédulo la pila de víveres que había en un rincón
oscuro detrás de la cortina rosa, y debajo, a penas escondidas, las puntas
de los rifles se asomaban entre bolsas de plástico negras y pedazos de
madera podrida. No sabía que decir, se le quedó mirando fijamente a su
amigo, boquiabierto.
—¿Qué crees que va a pasar si te encuentran con eso?
—¿Quién chingados las va a encontrar hombre? Les tiramos los
rastreadores que traían al canal compita, tú no te preocupes.
El sonido de las hélices se hizo más fuerte y el techo de lámina
vibró sobre sus cabezas al pasar de uno de los drones.
—¿Qué chingados? – dijo Freddy. – ¿Qué fue eso güey?
—Federales, que vienen a buscar esas armas. –Le contestó en tono
sereno, resignado. —Estamos en toque de queda, andan cateando los
negocios y las casas.
—No mames compita, no juegues. Ya me asustaste, ya estamos a
mano, ¿ok?
Por entre los agujeros en el techo, Fredy alcanzó a ver las hélices
de un helicóptero y las turbinas hicieron temblar los techos de las casas
con más fuerza. Arrojó el arma sobre las otras y se llevó las manos a la
frente. El sonido de la turbina se hacía cada vez más fuerte a medida
que se acercaba hasta que se desvaneció de pronto en un silbido que
duro apenas un par de segundos. El estruendo de una explosión los hizo
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tirarse instintivamente al suelo y poco después una explosión mucho
más grande los estremeció.
La choza en la que se encontraban no había sufrido daño alguno.
Tavo gateó hacia la puerta, la abrió un poco y vio en medio de la calle
uno de los drones, descendiendo en picada para irse a estrellar metros
más adelante contra un edificio de ladrillo. Una enorme nube de humo
ascendía entre las chozas de un barrio cercano.
–Freddy, levántate. Tenemos que irnos.
Comenzó a sentirse mareado. Frente a sus pies, daba saltitos una
lata. Las puertas de la alacena se golpeaban y las paredes se sacudían
las cosas que tenían encima. Temblaba. Escuchó muchos cristales
quebrarse y algunas personas dando gritos de espanto afuera. Una
lámina cayó sobre su espalda y fue a dar al suelo junto a su amigo que
lloriqueaba. Permaneció tirado en posición fetal, cubriéndose la cabeza
con las manos mientras la tierra rugía y los oídos se le tapaban. Parecía
que nunca iba a acabar, cuando de pronto, acabó. Pero la sensación que
le dejaron las sacudidas aún no se esfumaba y el sonido de la tierra
rugiendo no lo abandonaría por varios días. Cuando estuvo seguro de
que no temblaba más, los dos amigos lucharon por ponerse de pie.
Freddy había pasado del llanto al estupor. La luz de sol calaba sobre
sus frentes. Tavo observó los resultados del siniestro.
El mar de casas que conformaba la favela había perdido cualquier
cualidad que la diferenciara de un basurero. Pilas y pilas de láminas,
cartones y tablas se amontonaban a su alrededor, y de entre tanta basura
surgían los gritos de personas que había quedado sepultadas. La escuela
a la que había asistido 10 años atrás y que había visto hace un par de
minutos había desaparecido y su lugar lo ocupaba una montaña de
ladrillos rojos y arena.
Instintivamente volteó a ver su casa, el enorme edificio de concreto
donde su mamá y hermana lo esperaban, y pudo apreciar, como si
ocurriera en cámara lenta, el momento justo en el que toda la estructura
se venía abajo y desaparecía en una nube de polvo.
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Eva Rodríguez
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Cicatrices
Él se ausentó. Antes de alejarse tomó mi mano, colocó un
obsequio, un pañuelo blanco, me miró y dijo: Contiene lo más preciado
para mí; cuídalo como si fuera él iris de tus ojos, cuídalo de la mano
hurtadora, semejante a la hormiga en verano. Fue reflejo de
consagración lo que aquella envoltura significaba. Me concentré en
guardarlo en el lugar más seguro. Conmigo. Se convirtió en mi primer
aliento consciente y mi dulce descanso. Como si la ausencia dijera:
Estoy más cerca de lo que imaginas, y el silencio fuera el más sagrado
acercamiento de palabras que no se dicen, pero...
Decidí desenvolver el pañuelo blanco y mis ojos se asombraron.
¡Era lo más importante para él! Eran los fragmentos de su corazón,
por el cual yo respiraba. Al buscar el mío me di cuenta de que él lo
tenía. Se podía ver su lento latido: aún tenía vida. Cada fragmento lo
reconstruí. Fue finamente tallado y sólo se podían ver cicatrices.
Aguja
Sonoro cántico que no se pierde en el arrebolar de las aves
o el gris de las nubes apresuradas.
Inspiración para plasmar los colores en el tatuaje
de fina textura; diferentes flores, relieves y
experimentar el arte de hilvanar.
Entretejí coherencia y admiración.
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a otra dimensión su talle y su poder punzante
semejante al dolor del aguijón.
Cárcel
Rejas oxidadas a diestra y siniestra,
la fallida decisión. Un silencio sin luna,
solo abrir la puerta que un día fue sellada.
Pánico nocturno era la solapa, los ojos de las
hienas velaban los movimientos, cae lentamente
en el sueño que se esfuma al alba acompañado
del voceo y los trastazos de los fierros retorcidos.
Ojos en la espalda, una trenza en plena calvicie,
la astucia del corazón aislado. Dolor que cambia,
ausencia. Donde la humedad acariciaba el cuerpo
lo más parecido a la entrega voluntaria.
La agonía la sostiene diez grados bajo cero,
sentencia cumplida, jamás en el suplicio y llanto
el cuerpo sanó en la indiferencia del día.
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La noche de recuerdos que emergieron insaciables.
Cuando las lágrimas aparecieron el oxígeno careció
dejando certeza y verdad. Las puertas se abrieron de par en par.
El ser permitió al sol una caricia que niveló la glucosa.
Y la cárcel reveló cómo vivir un minuto cada vez.
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Félix Martínez
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Se aleja el mar
Las olas que mojan mis rodillas
traen el sabor a atún con arena
de mis paseos de niño
en las playas del sur
Sus escolleras
son montañas por conquistar
invitan a ascender por ellas;
el golpe burbujeante del mar
se expande en el rostro
y ensancha ilusiones.
La resaca me arrastra
como monstruo sin manos
sube lento,
casi hasta ahogarme.
Me pongo de pie
para caminar en la orilla
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recoger conchas, patear un balón
recibir el sol en el rostro.
Espejo empañado
No limpies el espejo
para que no se descubran
para que no vean mis miedos
mis aletargados anhelos.
El espejo empañado
mantendrá la ilusión de mejores días.
Cuando me paraba de frente y sin temor
devolvía rebeldía y pasión
con la señal del triunfo.
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La polilla
La casa campestre se encuentra a la orilla de aquel pueblo rural,
tiene las paredes forradas de madera; pisos vigas, todo con olor a pino
en aquellas regiones tropicales; una tentación para las polillas,
depredadores de la madera en las zonas húmedas. Su hábitat perfecto.
En la oscuridad de aquella noche sin luna, figuras como gusanos
enormes, detrás de otro monstruoso gusano tres veces más desarrollado,
se reparten cada costado. Sus ojillos brillantes degustaron el banquete,
iniciaron la destrucción, sus dientecillos en la madera hacen un ruido
característico, y provocan la salida de los moradores al ver su casa
destruida. Tuvieron que correr. No así un anciano abandonado por la
familia, quien fue incluido en el postre de estos insectos.
Fayo nació entre aserrín y maderas; las lijas y el martillo fueron
sus juguetes. Mezclaba su teta con aserrín (como algunos bebes comen
tierra), desde entonces lo olía y lo probaba, primero en pocas
cantidades, hasta irlo mezclando con su leche.
Siendo niño diario hacía limpieza al taller; después ya pulía la
madera, serruchaba y se escondía para comer aserrín; prefería el de
madera suave, sin resina, lo mezclaba en su refresco. La madera es su
elemento natural, sus componentes no afectan a su organismo, pero en
su cerebro producían cambios; y su cuerpo adolescente emanaba el
característico olor a pino que se respira en los aserraderos cuando el
viento pasa entre los paquetes ya cortados.
Hombre joven, su pasión por la madera lo llevó a fabricar los
muebles más famosos en la región teniendo como ayudantes a sus
hermanos, que aprendían los rudimentos de la carpintería compartiendo
la excelencia en el oficio. Se hizo conocido por sus excentricidades,
seleccionaba la madera más suave y blanca, hacia sus reservas y a
escondidas los cortaba en pequeños trozos y con dientes que se le
hicieron fuertes y afilados, devoraba sus raciones de madera. Ignoraba
que sus hermanos conocían su secreto, pero el afecto que le tenían los
hizo ser discretos.
Creó un mueble que satisfizo sus exigencias como maestro
carpintero, admiró su obra hecha con madera de la zona de Chihuahua.
No quería dejarlo ir, era una cocina integral con vistas de aluminio en
color chocolate. Cuando quedó montada, su cuerpo convertido en
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pequeña larva de polilla se adhirió a la suave madera. Con sus
dientecillos escarbó hasta introducirse en la madera junto a otras larvas
de polilla; impregnado de olores y sabores se hizo su vida intensa.
El tiempo de vida de una larva dentro de la madera de 4 años, pero
Fayo empieza a hacer más grande el agujero donde se encuentra; el
tiempo de salir aún no le llegaba. Tenía un año y su cuerpo empieza a
crecer, tiene que hacer más grande su espacio. Sale de la prisión de la
madera, seguido por un pequeño ejército de gusanos, pequeños pero
capaces de devorar muebles en minutos. En temporada de lluvias las
polillas son más activas, y se trasladaron a otras casas para, con sus
colmillos amenazadores, al ocultarse el sol, ser la maldición para ese
pueblo.
Los estragos de Fayo y su grupo se hicieron evidentes, arrasaron
una casa a las afueras del pueblo, entraron a los hogares a devorar
muebles, puertas, y si algún habitante de la casa se rezagaba, también
lo devoraban.
Los hermanos de Fayo, salieron en su busca, mientras los
encargados de la seguridad trataban de aniquilar a estos monstruos sin
mucho éxito. Fayo se alejaba del peligro, hasta que fue encontrado por
sus hermanos. Lo vieron convertido en una criatura con una desviación
psíquica o metabólica; nunca se supo en realidad.
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o con una mirada, ¡hablan!
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¿Por qué se fue Diego?
Un aire intenso movió sus neuronas,
las trasladó a otros espacios, su pensamiento viajo primero.
Puso movimiento a sus pies, una tarde fría con luz naranja;
salió del pueblo por el camino del norte.
Volteo por última vez con tristeza,
una figura extendía su mano despidiéndolo.
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Algún día tal vez termine
y se dé cuenta, que llegara a su destino
cuando se encuentre.
Revirtiendo
Si me dieran a escoger qué personaje de la historia quisiera
emular, sin duda seria Aquiles, por ser un guerrero con valor, y pleno
de afectos, que peleó bravamente por los suyos. De niño su madre lo
quiso hacer dios eterno. Lo bañó sujetándolo de un talón para meterlo
en el río Estigia. Esa parte de su cuerpo fue su debilidad y cuando se
enteran lo atacan en el talón.
Esta escena siempre me ha impresionado, y he pensado que todos
tenemos un talón de Aquiles; por lo tanto, me dediqué a encontrar mi
fortaleza, más preocupado por ello que por mi lado débil; buscaba un
río Estigia, y en mis andanzas —acompañado de un amigo— encontré
una referencia con los indios chamulas de un manantial sagrado, donde
los principales son zambullidos para que tengan protección de los
peligros visibles e invisibles.
Por medio de sobornos logramos introducirnos subrepticiamente a
la cueva vigilada por ‘’mayoles’’ o policías, que visten un ‘’chuck’’,
Cotton de lana grueso, blanco y llevan en sus manos el marro de
madera, duro como hierro.
Por mi problema de azúcar estuvimos a punto de ser descubiertos,
debido a mis ganas constantes de orinar; preferí orinarme en los
pantalones, impregnando el mal olor que tuvo que soportar mi
compañero.
La vigilancia era en la entrada hacia el manantial, pero adentro no
había guardias. Subimos por una ladera, y al llegar hasta la parte más
alta había una especie de resbaladilla, donde solo era dejarse ir.
Llegamos con suavidad al manantial que chisporroteaba un agua cálida,
no invertimos mucho tiempo, sólo nos acordamos del caso de Aquiles,
y nos zambullimos totalmente, dándonos prisa porque la cachiporra de
los mayoles se veía muy castigadora. Fue cosa de diez minutos o
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menos, y salimos aprisa, desandamos el mismo camino, mientras
nuestros cómplices nos ayudaban a salir sin ser vistos.
De esto que les cuento han pasado 150 años. Mi amigo se me
perdió de vista; debe de andar penando por ahí, y aunque sigo
deambulando aquí, nunca me curé la diabetes. Mis años me dan
sabiduría, me dicen que busque un rio que revierta la magia de la cueva
de los chamulas.
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Gabriela Escobar.
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Desacierto
Dejé por ti
el umbral que me arropaba,
un techo titilante de estrellas
y el suelo tapizado
de ideales añejos.
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Epílogo
Todo tiene un fin,
las ilusiones, las lujurias punzantes,
los idilios, sustento de la hombría,
y la bella edad.
Calla la noche,
el pulso decrece,
la conciencia se aletarga
entre balbuceos que renacen
en la comisura de los labios.
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Vuelve al inicio,
antes de que llegue el fin.
Quebranto
Mi corazón clama
en el oro de la torre,
entre el mármol de la abadía
y no le encuentro.
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Concluye la vigilia
Enmudece la oración
y el mensaje queda trunco,
¡estoy aquí!
los vientos del sur me guiaron.
Tras de mí avanza una silueta blanca
y el polvo aguarda impaciente, lo sé.
Cambia la coexistencia,
el rostro es albo,
apacible la sonrisa,
los huesos
fecundarán la tierra que amo.
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Por la noche
Por la noche acudí a mi clase, antes de terminar, el compañero que
me lleva a casa salió presuroso, todos se fueron, me quedé sola y sin
forma de transportarme. Lo lamenté —a esa hora no hay colectivos—,
comenzó a llover, desee que no se hubieran ido, lo anhele tanto que se
me concedió un poder: volver el tiempo atrás.
Por la noche acudí a mi clase, al terminar abordé el coche del
compañero que me da ride a casa. El pavimento estaba resbaloso, la
lluvia no daba tregua al parabrisas y en el camellón los oyameles
balanceaban sus ramas lustrosas. Seguimos la ruta de la avenida cuesta
abajo y llegamos al cruce de bulevares, el semáforo estaba en verde.
Del oriente, intempestivo apareció entre la lluvia un tráiler, no hizo
alto; mi compañero gritó, intentó frenar a la vez que la caja se hacía
grande ante nuestros ojos. El tiempo fue en cámara lenta, inició la danza
entre metales, el tráiler giró a la izquierda, nosotros a la derecha 1,2,3,4,
las luminarias en redondel observaban y mi pelo volaba... los oyameles
alineados, la última imagen bella.
El encaje rojo.
Cuando el viento se esfuma, los grillos áfonos se resguardan y los
roedores en celo, se aparean, discretos.
La rotación de luna negó a la noche un poco de claridad; los perros
gruñen y un movimiento apenas perceptible mueve la cortina. El
vecindario aparenta dormir, excepto el insomnio que mantiene vigilante
al vecino del 69, a quien turba el pensamiento la inquietud de los perros,
que responden a los estímulos más sensibles del ambiente, hay nuevos
inquilinos, —está enterado— y han reportado robos.
Estacionado en la acera, frente a su ventana, hay un coche negro,
con vidrios tan oscuros como el color de las pretensiones de sus
ocupantes. Los perros continúan ladrando, olfatean, algo perciben.
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A deshoras, se asoma un ojo entre las cortinas, dilata la pupila, la
oscuridad guarda celosamente las escenas y los ladridos resuenan en
eco de un extremo a otro de la calle.
El ojo observa por la ventana, ha sido testigo de la hora en que
vuelve a casa la esposa del ingeniero —cuando éste sale de viaje—, y
baja de un auto de cualquier color, con los zapatos en la mano,
desmaquillada, y entra sigilosa para no despertar a los niños. Los martes
son sus días preferidos; apostado en la pequeña ventanilla del sanitario
que colinda con el dormitorio de la vivienda contigua, cae rendido ante
el siniestro que representa desatar la violencia perturbadora que
antecede la imaginaria posesión. Los encajes en tonos rojos son sus
preferidos, conoce su desnudez y el sacrificio del pensamiento que
precede al acto libidinoso, desvaría: él dominante y sacrificador, ella,
semidiosa, víctima sumisa, ambos, consumando su ¨autodestrucción¨.
Se mantiene erecto ante los bailes eróticos frente al espejo, y ve cómo
se despoja lentamente la ropa, creyéndose sola.
Al regresar de sus desvaríos, percibe el leve movimiento en el
vehículo estacionado frente a la ventana. Los ladridos son impetuosos,
el coche se balancea, se percibe la tracción, adelante—atrás de los
neumáticos. Con la calma, reposan los roedores, los canes se
tranquilizan, los neumáticos se relajan y emerge del coche la vecina,
despeinada y descalza, sigilosa busca las llaves en el bolso; el auto se
aleja.
Antes de jalar el picaporte, la puerta de la casa se abre, el ingeniero
ha llegado anticipado de su viaje. Hay gritos, empujones, maldiciones
y golpes, —los niños siguen dormidos—, las figuras forcejean, salen de
la casa y una de ellas parece arrodillarse a media calle. No hay quien le
auxilie. Irrumpe la neblina 2 disparos que anidan en un cuerpo. Alguien
se aleja. Hilos brillantes se desenredan y avanzan calle abajo. Los
perros nuevamente se inquietan, presienten que algo sucede, aúllan su
miedo. Los moradores fingen dormir.
Después del desvelo, el voyeur descansa su afición, la nutrirá en
las siguientes 12 horas de luz o esperará las 12 horas de bondadosa
oscuridad.
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J. R. Spinoza.
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106
Humanos de mentiras.
Los budistas creen en la reencarnación, le llaman la rueda del
Samsara, un ciclo de vida, muerte y encarnación, que estamos
destinados a repetir hasta alcanzar la unión con Dios. Hace algunos
años, durante su visita a Francia, un joven le preguntó al Dalái Lama:
—Si es real la rueda del Samsara, y los humanos reencarnamos,
¿por qué hay ahora más habitantes en el planeta que hace mil o dos mil
años?, ¿de dónde salen esas personas?
El hombre santo respondió:
—Hay humanos de verdad y también humanos de mentiras.
El ambiente se puso serio por unos momentos; hasta que el viejo
monje soltó una carcajada. Todos los presentes lo entendieron como un
chiste y rieron también. Yo igual creí que fue una broma, hasta la
semana pasada.
Tenía dolor en la garganta, estaba afectando mi tiempo de sueño,
por lo que decidí sacar cita con el médico. La programé después de mi
turno de trabajo. Luego de explicarle lo que me aquejaba, aquel sacó su
bloc y comenzó a prescribir medicinas. Mientras esto ocurría, una
persona entró al consultorio. Yo me encontraba de espaldas a la puerta,
sólo pude ver la cara de molestia del doctor quien le dijo al hombre que
si por favor podía esperar en la sala hasta que llegara su turno.
Lo que ocurrió aún no he podido sacármelo de la cabeza. Con el
rabillo del ojo, me di cuenta de que era un hombre alto. A pesar de que
el doctor le dijo que se marchara, se quedó quieto en la puerta. Viré y
le observé, para saber por qué no se movía. Noté algo raro en su cara,
como si estuviera borrosa, no podía distinguir sus facciones. Esto me
confundió. Aparté la mirada, pero la curiosidad me llevó a volverlo a
observar. E difícil ponerlo en palabras, pero era como si fuese un error
o un glitch, una imagen corrupta de vídeo. La cara del hombre se
mostraba con distintos colores y errores, como si estuviera pixelada.
Esto ocurría de manera intermitente, podía ver su cara normal, con las
cejas gruesas y el bigote negro, y por fracciones de segundo la
distorsión se presentaba. No entendía, pero dejé de mirarle por miedo a
que el hombre preguntara porque le veía. Quizás era una alucinación
provocada por mi falta de sueño.
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El hombre salió, cerrando la puerta tras él. Hubo un silencio largo,
no me atreví a decirle nada al doctor, y este sólo veía su computadora.
El médico miró sus apuntes, soltó el bolígrafo y me preguntó:
—¿Vio su cara?
Respondí que sí.
El doctor continúo contemplando sus apuntes y me dio las
prescripciones. Comprendí que sea lo que sea que hayamos visto, el
doctor no estuvo dispuesto a discutirlo, simplemente cambió el tema,
me entregó los papeles y me pidió que me marchara.
Salí del consultorio y vi al hombre esperando en la sala, no era sólo
él. La niña en brazos de una señora de diadema floreada. La enfermera
que tomaba el pulso a un anciano. La mitad de las personas en la sala
de espera tenían aquel glitch en la cara. A partir de ese día puedo ver a
los humanos de mentiras.
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poderosa. Me sujeto con fuerza de su grueso cuello lleno de plumas
color bronce.
Nos abrimos camino entre el mar de brazos que se alargan para
intentar derribarnos.
Con la espada rebano miembros con frenesí. Recuerdo las
enseñanzas de mi maestro: “La no mente es poderosa, deja de ser para
que sea en ti”. Respiro y al exhalar mi arma se hace tan veloz que parece
líquida y corta, cercena sin piedad. Entonces se abre un hueco.
—¡A la carga Dranzer! —gritó antes de emprender la acometida.
Mi compañero es el último de su especie. Extintos están los unicornios,
los centauros, los elfos, y nadie ha visto un fénix en doscientos años.
Los humanos son ganado. El arconte se alimenta de sus emociones
negativas. No pueden ayudarme. Duermen eternamente en la granja—
prisión. Sólo si tengo éxito podrá cambiar el futuro.
Entramos. La sala del trono está llena de estatuas con figuras
reptilescas. Seres humanoides con ojos viperinos, colas largas y
escamas talladas en piedra. El monarca yace en un sitial de oro y
diamantes. Me observa con sus ojos redondos, cocodrilescos, amarillos.
—Me has ahorrado la molestia de ir por ti –su voz resuena por todo
el salón.
—He venido a ponerle fin a esto.
—Pronto terminará —replica y transmuta en Kur. Un dragón con
cuerpo de serpiente, melena de león y cola de alacrán. Yergue su cola
y de ella lanza un rayo que impacta en mi fiel amigo.
Un aullido de dolor corrompe el silencio. Me arrodillo para
abrazarlo. Él deja escapar una lágrima antes de cerrar los ojos. El suelo
se tiñe de carmín. Ha muerto el último grifo.
Mi corazón se llena de odio lo que hace que mi enemigo se haga
más grande. De su hocico arroja una llamarada. Ruedo hacia mi derecha
buscando evitarla. No me ha dado.
Me lanzo hacia mi adversario con la espada erguida, a toda
velocidad y después de un salto en el aire, la dejo caer sobre su cabeza,
que se desprende de su cuerpo. La sangre que brota de su cadáver es
brea, más oscura que la peor de mis pesadillas.
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Le miro a los ojos. Me muestra a mis hermanos. Disparándose
unos a otros, protegidos en trincheras, llenos de mugre, sudor y sangre.
Veo también una ciudad explotando y todo a su alrededor haciéndose
cenizas. Una farola humeante y dos torres que caen. Una mujer desnuda
y sin vida en una carretera. Un hombre sin brazos ni piernas colgado de
un puente. Después veo a un individuo. Sentado, escribiendo en un
papiro. Se da la vuelta. Soy yo.
—Ahora también me alimentaré de ti.
110
—Exacto.
“Pero son muy pequeños, dudo que puedan lastimarme”.
—Humanos tontos, el tamaño no importa, sino el poder.
Descubro que no puedo moverme, tampoco hablar.
—¿Trajiste la motosierra? –le dice a su compañero.
—La tuve que dejar, se agotó la batería.
—¡Imbécil!, era sólo cuestión de cambiársela.
—¿Pero no decía cual ponerle? Triple A, Doble A, D, C, 9v. Es un
completo caos.
—Sí, pero matarlo a golpes lleva mucho tiempo.
—En la cocina había un cuchillo –dijo mostrándole el largo
cuchillo que usa mamá para cortar carne. Está muy afilado, lo sé,
porque yo mismo me he cortado al cocinar.
“Por favor, no me maten”.
—Debemos matar a alguien, no es personal, es trabajo.
—Tal vez podríamos matar a su mamá…o a su hermana, tiene una
hermana tiernita, como de unos once o doce años. Las niñitas sienten
más miedo al morir.
“No, tampoco a ellas, por favor”.
—Entonces, ¿a quién?, debo decirte que no nos iremos de aquí sin
un alma.
—¿Quién más vive en tu casa muchacho?
“Mi abuela…” Pensarlo me produce escalofríos.
—¡La abuela! —exclaman al unísono.
—Dicen que gallina vieja hace buen caldo —comenta uno de ellos.
—Sí, pero a mí no me gusta matar viejitas, me siento como ángel
de la muerte cada vez que lo hago —responde el otro.
—No tenemos que hacerlo nosotros, fue idea del muchacho.
El demonio truena los dedos y al instante puedo moverme de
nuevo. Me siento en el borde de la cama.
—¿Yo?
111
—Hazlo, o mataremos a tu mamá y a tu hermanita.
—Ya es anciana –dice el otro –ya vivió lo que tenía que vivir.
Los demonios se parecen tanto que era imposible distinguirlos, por
si fuera poco, se mueven de lugar cada cierto tiempo. Uno de ellos se
sienta en la cama conmigo.
—No tenemos toda la noche muchacho.
—Después de que la acuchilles regresaras a tu cama, nos
encargaremos de que parezca que murió de causas naturales. Nadie lo
sabrá.
—Y evitarás que tu madre y hermana mueran.
—A la vieja le quedan a lo muchos cuatro años de vida, vamos,
¡hazlo!
Salgo de la habitación con el cuchillo en la mano. Camino. Puedo
sentir a esos diablos moviéndose detrás de mí. Me detengo frente a la
habitación de la abuela. La puerta está abierta.
Ella duerme boca arriba. Usa un pijama de una sola pieza. Se
pueden escuchar sus ronquidos por toda la habitación. Me coloco a un
lado de su cama. Y sin pensármelo mucho, le rajo la garganta. La sangré
brota a chorros, manchándome la ropa. Ella abre los ojos y se lleva las
manos al cuello. Puedo ver el terror en sus ojos.
Le acuchillo el vientre cinco, seis, siete veces, hasta que deja de
moverse.
Cierro los ojos esperando estar en mi cama, pero cuando los abro
sigo donde mismo. Mamá está en la puerta, al verme y comprender lo
que he hecho lanza el grito más desgarrador que escucharé en mi vida.
“Dijeron que nadie lo sabría”.
—¿Y nos creíste?, ¡qué idiota!
—Somos demonios, mentir es lo que hacemos.
112
Dos semanas después de tu cumpleaños.
Y aún no me explico por qué te suicidaste. Mamá dice que fue
porque terminaste con Ramiro. Papá…papá no dice nada, apenas habla,
se mantiene con la mirada perdida, como si estuviese viendo otro lugar
o tiempo y sólo por momentos durante el día regresa a la realidad. No
lo culpo. La realidad no es la misma sin ti Keyla.
Tal vez sea de familia. El abuelo Gelasio nos platicó en una
ocasión que su primera hija, la tía Martina, se suicidó al cumplir los
catorce. Según él, papá tenía sólo diez años cuando ocurrió. Quizá por
eso nunca habla de ella.
Me pregunto si con el tiempo yo también iré a olvidarte. Parece
imposible en estos momentos. Aquí, de pie, bajo el marco de la puerta
de tu habitación, miro tu cama bien tendida, otra señal de que ya no
estás. Es la primera vez que la veo así, el encuentro enorme. Entró. La
yema de mis dedos recorre la colcha morada, está fresca, la última vez
que estuve sentado en esta cama fue la mañana de tu cumpleaños
número dieciséis.
—Abre el mío primero, es el más grande.
La cama estaba llena de regalos. Los conté, eran ocho. Uno menos
que el año anterior. Tal vez mamá tenga razón, tal vez fue por Ramiro.
—Espero que no esté lleno de periódico –hace un año te había
regalado un kit de lápices para dibujar, había comprado una caja de
cincuenta centímetros cúbicos y la había rellenado de periódico.
—Este es diferente —te aseguré.
Tomaste mi regalo. Una caja dos veces más grande que la anterior,
forrada de amarillo chillante y coronada con un moño rojo. Abriste la
tapa y tu cara se iluminó.
—¡Es Stitch! ¡Está enorme!
El peluche de color azul, con ojos grandes y negros representaba a
uno de tus personajes favoritos, medía un metro y su precio rondaba en
los dos mil pesos. Había tenido la suerte de encontrarlo en una
liquidación, tenía setenta por ciento de descuento. Por supuesto no fue
lo que te dije.
—Sí, bueno, lo mejor para mi hermanita.
113
Me abrazaste.
—Ya, ya, ya que me pegas tus gérmenes –si hubiera sabido que
sería nuestro último abrazo no te hubiera soltado.
Tomaste otro regalo de la cama, era una cajita pequeña y alargada.
La mandaba Alondra. Supe que era un reloj desde antes de que lo
abrieras. Los siguientes regalos fueron una bolsa, un par de aretes de
plata, un Funko Pop de Stitch, el libro Coraline, de Neil Gaiman y unos
zapatos negros; los primeros cuatro eran obsequios de tus amigas, el
último era de parte de mamá.
—¿Te quedan bien?
—Sí, perfectos —esa fue la última vez que le diste un beso a
mamá.
Estabas por abrir el regalo de papá cuando el timbre sonó. Bajé al
recibidor y a través de la mirilla divisé a un hombre con uniforme de
repartidor.
—Paquete para Keyla Moctezuma.
—Sí, aquí es.
—Lo siento amigo, debe firmarme alguien mayor de edad.
Llamé a mamá, pero decidieron bajar todos.
—¿Quién lo envía? —preguntaste mientras mamá firmaba la
orden de entrega.
El hombre no respondió. Sólo cargó aquella caja, que era casi tan
larga como él.
Después se retiró sin agregar más.
El obsequio tenía unas etiquetas en las que se leía la palabra
“Frágil”. Por lo que te ayudé a recostarla.
—¡Es un espejo!
Una nota cayó al suelo mientras lo sacábamos.
Para mi querida Keyla:
Espero que con este espejo veas lo hermoso de la juventud.
Con amor, el tío Salomón.
114
En realidad, era nuestro tío abuelo. Un hombre al que sólo
habíamos visto un par de ocasiones. Rico, cascarrabias y viejo. Según
papá, era veinte años mayor que nuestro abuelo Gelasio. El abuelo ya
había fallecido y el tío Salomón seguía dándose la gran vida. En
ocasiones nos enviaba postales de sus viajes, pero nunca regalos. Por
eso a todos nos sorprendió el que ahora lo hiciera.
—Papá, papá —tuve que llamarlo varias veces para reaccionar.
—Eh… ¿qué?
—Dice Keyla que si ahora abrimos el tuyo.
El regalo de papá fue el mejor. Un celular de última generación.
Mamá ya ha registrado toda la casa y el móvil continúa perdido. Ahora
que lo pienso, tampoco he visto el peluche que te regalé. Lo que sí está
es el espejo. De forma ovalada, hecho de latón y con patas para que
pueda sostenerse por sí mismo. Me miro en él. Traigo el mismo suéter
azul que aquella noche. Está un poco manchado de sangre de la manga
izquierda, quizá por eso no me deshice de él. Me acaricias el cabello
con una mano mientras pones la otra en mi hombro. Yo acuno mi
mejilla en tu mano y recuerdo…
Volteó y te has ido.
—Álvaro —me llamaste.
Había ido cinco veces a tu habitación. Atraído por tu voz que me
nombraba incesante. Sólo ahora me he animado a entrar. Sé que estás
muerta, pero no puedo ignorar mis sentidos. La primera vez que te
escuche fue un día después de tu entierro. Era sábado. Tu voz me
despertó. No fue hasta que estuve delante de la puerta de tu habitación
cuando caí en cuenta que eso era imposible, que habías muerto. De
todas formas, abrí la puerta. No había nadie.
—Álvaro —es tu voz nuevamente. Viene del espejo.
Me acerco. Pego mi oreja en él. Siento unas garras que me jalan
hacia adentro. El mundo es de dos colores. El firmamento oscuro, sin
estrellas y el suelo de color azul acero. Frente a mí esta un demonio. O
eso me parece. Su cara es roja con colmillos grandes y torcidos saliendo
de la boca. Corre hacía mí. Me atraviesa. Lo veo salir del espejo. Quiero
ir tras de él. Pero estoy encerrado. Golpeó el espejo con todas mis
fuerzas, pero no cede. El demonio luce como yo. Me mira por unos
momentos, es idéntico a mi excepto por los ojos amarillos.
115
Tú también tenías los ojos de ese color cuando fuiste a la cocina.
Te habíamos organizado un convivio en casa, estabas charlando con
una de tus amigas, (lo siento, siempre confundo sus nombres, la del
lunar en la frente) cuando recibiste una llamada. Mamá dice que era
Ramiro. Subiste a tu alcoba a contestar. Cuando regresaste noté el
cambio en tus ojos. Te pregunté si estabas bien, pero me ignoraste.
Fuiste directo a la cocina. Nos dimos cuenta veinte minutos después.
Se nos hizo raro que no salieras. Al verte en el suelo con el charco de
sangre a tu alrededor lo supe de inmediato. Mamá no lo procesó hasta
que te tomé entre mis brazos. Te habías cortado el cuello de lado a lado.
Aun siento que se me apretuja el corazón al recordar el grito de nuestra
madre.
Escucho pasos acercarse. Alguien está abriendo la puerta. Es papá.
Trae un bate en la mano. Se para delante del espejo. Yo le hago señas,
pero parece que no me puede ver. Está llorando. Toma vuelo y le da un
batazo al espejo. Escuchó el sonido del cristal. El espejo comienza a
romperse y con él el lugar que habitamos. Puedo verte de nuevo, junto
a mí. Me tomas de la mano.
116
Martín Hernández
117
118
Amante del brillo.
Las aves silvestres son abundantes, revolotean sin ser molestadas
y si observas con atención puedes diferenciar los distintos tipos de
trinos y parvadas.
Negras aves de graznidos fastidiosos que al vuelo en parvada
ensombrecen el cielo aturdiendo los bellos trinos del “pájaro de las
cuatrocientas voces”. Por las tardes reunidas en los árboles esperan la
llegada del ocaso ante los tonos granas de un atardecer para finalmente
mimetizarse con la oscuridad de la noche y perderse entre la marejada
verde de las hojas.
Resalta un ave con cuerpo reluciente que toma distintos colores;
en ocasiones verde, azul, morado y a veces todos en iridiscente tornasol,
luces de burbujas subsisten en su fantástico plumaje.
Sus ojos; pequeños soles circundan pupilas negras absorbentes de
toda luz, son huecos profundos que propician miedo. Flanquean un pico
fuerte que ostenta surcos como consecuencia de la defensa de su
territorio, búsqueda de alimento y peleas por objetos que adornen su
nido.
En la copa del árbol hace su morada con ramas, hojas secas y
trozos de basura resplandeciente; entre sus cosas guarda aretes y
fragmentos metálicos que brillan reflejando la luz de la luna y las
estrellas. Tiene un gusto especial por los objetos que destellan. Siempre
astuta, aprovecha la luminiscencia que atrae a los insectos. Comida a
domicilio.
La vista panorámica del pueblo desde las altas arboledas muestra
lo que por costumbre tenía a mi alcance y no disfruté.
En el intento de ubicar aquellos lugares que fueron de mi agrado,
detengo mi recorrido visual ante un tumulto de gente que se arremolina;
el lugar me es familiar. ¡Allá me sentaba a ver y escuchar a las aves!
Hay un hombre tirado en el césped y a su alrededor algunas
personas se llevan las manos a la cara, la cabeza, se cubren las bocas y
otras caminan de un lado a otro. Me siento desconcertado y trato de
encontrar sentido al suceso.
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Me sorprendo al descubrir el rostro ensangrentado del hombre; un
globo ocular cuelga fuera de su cuenca, mientras que en la otra solo
tiene jirones de carne y piel.
Un fuerte aleteo llama mi atención y a mi lado un ave lleva en su
pico una esfera enrojecida; aún tiene el leve brillo lagrimal que se ha
ido opacando por la resequedad del ambiente.
El pájaro deposita la reciente adquisición en su nido; intento salir
de mi estupor y busco explicación para lo acontecido, aguzo los
sentidos al lugar de aquel hombre y descubro que soy yo.
Cantinero
Después de muchos tragos, me empujé con “juerza” hasta la última
gota de mezcal, queriendo exprimir la botella, ¡hasta miré cuando el
chinicuil resbaló por el vidrio y con más ganas le chupé! Con la lengua
me lo lleve al fondo de mi garganta y por fin, ¡que me lo trago!
No sentía el ardor de los primeros tragos del “elixir de los Dioses”.
Las gotas de sudor rodaban desde mi cabeza pasando por la espalda
para terminar en el pedorro. En el afán de refrescarme, me quité el
sombrero y al aventarlo sobre la mesa tumbé la botella, rodando cayó
al piso de tierra del lugar donde nos reuníamos a emborracharnos.
Quise levantarla y al agacharme, fuertes golpes dentro del pecho
retumbaron en la cabeza, todo empezó a dar vueltas y me fui de frente,
cerré los ojos por instinto, sentí el cabronazo contra las patas de las
sillas o la mesa, y caí hasta quedar oliendo los “miados” en el suelo.
Inmóvil, escuchaba una discusión. Empeñándome por entenderla,
percibí dos sombras de largas capas, caminaban en cuatro patas y de
manera brusca agitaban sus brazos al momento que se vociferaban algo
que no entendí.
Algo que escuché claramente:
—El planeta será para nosotros y si ustedes lo quieren deberán
pelear.
— ¡Así sea!
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Las sombras se alejaron por caminos opuestos. Pero volvieron
acompañadas por multitudes de seres semejantes. En tropel y vuelos se
aproximaban para encontrarse, levantando el polvo asqueroso que me
irritaba garganta, nariz y ojos.
Un sangriento encuentro inició. Arrancadas de sus cuerpos, veía
volar patas con púas y cabezas con ojos negros desorbitados. Aquello
parecido a largas capas, en realidad eran alas que se desplegaban para
elevarse. Chocaban unos contra otros siendo imposible distinguir los
bandos.
Intensos olores putrefactos llenaban el ambiente. Enérgicos golpes
y estruendos arrojaron sin rumbo a los contendientes envueltos en un
líquido espeso.
Sentí fuerte estirón por encima, un par de borrachines me alzaron
tomándome por los sobacos, mientras el cantinero lanzaba agua al
vómito en el que había descansado mi cabeza.
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Yo llevaré un espejo.
122
Rápidamente me apuro a acomodarle
en el lugar que dejaron reservado,
mi sorpresa,
¡No refleja nada!
¡Es como una ventana por donde sigo viendo
y escuchando a todos!
Y escucho mi nombre,
Libertad.
Algo había pasado, sentía un fuerte dolor en mi espalda y cabeza.
Al abrir mis ojos, todo lo que veía era en color gris en distintas
tonalidades, de alguna manera había llegado hasta ese lugar y me
encontraba tirado frente a la puerta de una casa. Intentaba levantarme,
pero aquel dolor me lo impedía.
No recordaba gran cosa de lo que me había ocurrido. Tenía
hambre, sed y me sentía entumido, no sé si por el frio del amanecer o
por el tiempo en que mi cuerpo estaba en una sola posición, ¡Quería
auxilio! y aun intentaba ponerme en pie, por fin lo logré y quise llamar
a la puerta, solo pude emitir un llorido lastimoso y volví a caer.
Se escuchaban voces, una de ellas era de una mujer, que llamaba
su hijo para almorzar. El olor al tocino que cocinaba llegó a mi nariz,
era tan agradable que empecé a babear e hice otro intento fallido por
levantarme, lo más que pude hacer fue quejarme.
De alguna forma, aquel niño me escuchó y salió a ver lo que
ocurría, puede ver borrosamente su silueta y alcance a escuchar que
llamó a su madre con un timbre de voz tierna y algo nerviosa. Como
es sabido por todos; que madre no atiende a su cachorro al escucharle
de esa manera. Este es otro ejemplo, su madre atendió de manera
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inmediata, su voz se escuchó preocupada al tiempo que preguntó por lo
que ocurría.
Me desmayé, no supe cuánto tiempo pasó hasta que desperté, me
encontré dentro de una especie de granero, tenía un plato de comida
caliente, por cierto; con tocino que me seguía haciendo babear. Guau,
aquella comida estaba tan sabrosa, que mientras la tragaba; llegué a
pensar que nunca había probado algo semejante, pero una vez que mi
apetito de fiera se había saciado, me dije; “es por el hambre”.
Pasaron algunos días, durante los cuales atendieron mis golpes,
gracias a eso y al reposo pude recuperar mi fuerza y movilidad. El niño
me llevó algunas cobijas por si tenía frio, estaba muy al pendiente de
mí, siempre se aseguró que tuviera agua y me preguntaba si quería
comer algo. Es agradable tener a alguien que se preocupe por ti.
Entre las cosas que aún no he logrado, es el poder comunicarme
con ellos, cada vez que lo intento; escucho gruñidos y gemidos que
salen de mí. Mi visión es borrosa y sigo sin recordar que pasó. No saben
mi nombre y hoy escuché que la familia se reuniría para tomar una
decisión sobre lo que harían respecto a mi futuro.
Don Pedro, con un tono de voz que parece salir de entre un tubo;
llamó a su esposa e hijo, la Sra. Panta y Alberto acuden a su llamado y
reunidos todos ante mí, se hacen preguntas: ¿Cómo llegó aquí?, ¿Por
qué llegó a nosotros?, ¿Cuál es su nombre?, ¿De dónde viene?, ¿Qué le
pasaría? y la pregunta más insistente era ¿Cómo se llama?, ninguna de
las preguntas las podía contestar y mis ojos empezaron a lagrimear ante
aquella imposibilidad para comunicarme. Alberto detecta la situación y
de inmediato propone un nombre, cerrando con ello aquella situación
tan incómoda para mí.
De cierta manera, me agrada como suena el timbre de voz de
Alberto al llamarme por mi recién asignado nombre. Don Pedro y la
Sra. Panta intercambiaron miradas y aceptaron la propuesta. Además,
decidieron que debo seguir con ellos hasta que alcance mi recuperación
total.
No me he recuperado totalmente, no puedo comunicarme con
ellos, sigo viendo borroso y en gris, los olores y sabores de las comidas
que prepara la Sra. Panta me agradan tanto que “muevo la cola de
gusto”, distingo claramente cada una de sus voces, además; soy libre de
ir y venir por toda la propiedad, es más; si quisiera abandonarlos lo
124
puedo hacer en cualquier momento. ¡Nunca lo haría!, solo hago el
comentario para realzar mi libertad. Me siento feliz y daría mi vida por
ellos. Los he adoptado como familia y me llaman Bravo.
Rayo de sol.
La soledad y oscuridad infinita me acompañó durante largo viaje
que duró algo más que ocho minutos, tiempo y distancia reducidos a la
inexistencia al momento que un gas atmosférico de planeta azul me
hizo arder y comprender que somos factores para que la vida sea.
En el follaje de los árboles se desprenden los átomos del gas que
me recibió, resultado de un proceso simbiótico entre los seres verdes
fijos al planeta y otros que le respiran y se mueven. Alados con plumas
grises o muy coloridas, se alborotan y escucho en sus trinos
desordenados dar las gracias por el día que recién nace con mi llegada.
El ambiente está lleno de humedad por las finas gotas de rocío,
cual si fueran pequeños prismas naturales que descomponen el haz solar
en infinitos arcoíris.
Acontecer diario para quienes modificaron el ambiente que los
rodea, que aniquilan los coros de las aves dentro de sus oídos, que
limpian la humedad de los cristales que impiden su visibilidad, donde
las construcciones de sus modernas cavernas ocultan el alba y las luces
de los vehículos que les trasladan opacan mi arribo. El placer de cada
alborada va perdiéndose y no me perciben.
En mi trayecto, tropiezo con gruesas cortinas que cubren el
ventanal de una alcoba, instaladas para alargar el alborecer de los allí
encerrados; y que, a pesar de ello, indiscretamente la empiezo a invadir
a la par de otros millones de viajeros que llegaron fracción de tiempo
después o antes que yo. Juntos, somos la luz del alba que tenuemente
ilumina a dos cuerpos desnudos sobre una cama, cuyas líneas apenas
perfiladas se confunden por la débil sombra.
Encuentro corporal en rítmica armonía de movimientos y
respiración, destellos sobre la piel erizada por el mutuo contacto cuando
comparten calor y sales.
125
Fuertes abrazos que arrastran la piel, manos con dedos punzantes
que antes de herir proporcionan placer. Labios con suaves succiones y
cálidos resuellos, consiguiendo la explosión de sabores, olores y
sonidos. Besos acompañados de palabras escuchadas por la piel que los
recibe y se confunden con leves quejidos.
Ambiente en complicidad con lúbrico amanecer, partícipes
jadeantes y sudorosos en aislamiento inconsciente, compartiendo
fluidos, mordidas y caricias bruscas, ojos fuertemente cerrados ante los
destellos interiores que no los dejan verme.
Acrecentamiento de ansias. Los cuerpos se acomodan para que los
jugos del cáliz de la vida y la presión sanguínea de una penetración en
vaivén intenso y de fuertes palpitaciones propicien la liberación
placentera de la tensión que inició a mi llegada.
Arrebatado sosiego, nuevamente las aves se escuchan, el rocío se
siente y ahora soy el esplendor que llaman amor.
Un domingo.
Mis hermanas y yo nos arreglamos con la mejores “garritas” y cada
domingo vamos a la única misa que se oficia a las ocho de la mañana.
Los primeros rayos del sol tiñen levemente de rojo el azul oscuro del
cielo, el gallo anuncia un amanecer y revolotea sus alas urgiendo
despertar a sus compañeras. A medida que la claridad aumenta, el
escandaloso polvo que se levanta empieza a brillar, las estrellas a ras
del suelo, el sol las hace brillar.
Otras aves vuelan. Son las urracas con su pleito casado con los
“chicos”; Pedro las llama “pájaro de mil voces”. Los “chicos” se van a
cuidar los nidos y huevos que a las urracas les resulta un manjar. La
persecución siempre está acompañada de golpes de alas y graznidos
que arruinan los trinos matinales del peto amarillo y el trepatroncos.
¡Odio a las urracas! Son ladronas. A una de mis hermanas le robaron
un arete; dicen que les gusta todo lo que brilla y que adornan sus nidos
con objetos brillantes. Pedro dice que lo hacen para atraer a los insectos
por la noche, capturan el brillo de las estrellas y la luna en sus nidos.
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Los insectos, siguen la “luz” y “zaz”, la urraca los atrapa sin salir del
nido. Es la razón por la que sus nidos están en lo más alto de los árboles.
Salimos de casa antes que nuestros padres, entre la alegría de
escuchar y ver a las aves por el camino, escuchamos el sonido sordo de
una campana que repica, “tan, tan” y “tan—tan—tan—tan…”, es la
segunda llamada, apresuramos el paso para tener el mejor lugar dentro
de la iglesia. La enorme puerta de madera agrietada está abierta de par
en par y la primera banca a la entrada aún no ha sido ocupada. ¡La
ganamos! El olor a madera húmeda, incienso y cera es intenso. De tan
lejos que estamos del púlpito; a veces no escuchamos el sermón
dominical; eso sí, podemos ver a todos los feligreses llegar y saludarnos
discretamente con “aquellos”.
A mí me gusta Pedro, es algo mayor que yo. A su llegada, me
pongo nerviosa; siento enrojecer mi cara, sudo detrás de mis orejas, lo
siento correr por el cuello, y hasta la entrepierna me empieza a latir. Su
tono de voz grave al decir “Buen día” hace que mi corazón pegue de
saltos; a veces siento que esos golpes mueven mi blusa y temo que sean
perceptibles por las burlistas de mis hermanas. Pedro llegó y lo mejor
de la misa ha pasado.
Al terminar, nos quedamos quietas para ver a todos salir. Pedro me
mira y con el movimiento de los ojos y cejas acordamos encontrarnos
a la salida. Cada una de nosotras se encuentra con su respectivo “aquel”;
nos acompañan por el trayecto de la iglesia a la fonda donde hemos de
encontrarnos con nuestros padres. Pedro y yo, caminamos y
comentamos sobre lo sobresaliente de la semana transcurrida, nos
detenemos en “la sombrita”; un lugar que ya hemos declarado nuestra
propiedad. Es una barda medio derrumbada donde podemos sentarnos
a la sombra de un mezquite; cómplice de algunos otros encuentros y
también de acondicionar el lugar, pues su tronco es el causante de tal
derrumbe. En su sombra, discretamente Pedro me toma las manos y me
da un beso; es apresurado ya que no queremos llamar la atención de
quienes vuelven de la iglesia. Es tan solo un momento, apenas para
escucharlo decir “a la noche nos vemos en el baile” e inmediatamente
separar nuestros caminos.
Nos reunimos, mis hermanas y yo, y vamos a dar alcance a
nuestros padres. Tienen separada una de las mesas de la fonda. A
nuestra llegada; saludamos a mucha gente que vimos en la iglesia. Nos
sentamos y mi madre pregunta con cierto tono de intriga ¿Por qué
127
tardamos en llegar?, ¿Cómo nos pareció el sermón?; mi padre levanta
la ceja y tuerce la boca con cierta burla al momento que nos dirige la
mirada. Nosotras sonreímos y no damos respuesta. Presiento que mis
padres ya saben de los pretendientes que tenemos.
Todas las tardes, las urracas empiezan a buscar lugar en las ramas
de los árboles. Son escandalosas y cagonas, sus graznidos aturden y
durante el lapso en que llegan a buscar su árbol, es mejor no pasar o
parar por debajo de alguno. Los árboles que rodean la plaza del pueblo
son sus preferidos. Vale la pena aguantar esas incomodidades y tener
un fresco atardecer en la plaza.
La plaza tiene al centro un quiosco, es tan grande para dar cabida
al grupo musical; en la cúpula tiene pintado un cielo azul y uno que otro
angelito parece jugar entre las nubes tenuemente rosadas. Si me paro
frente al kiosco, mis ojos pueden distinguir el polvo en el piso, que
parece nunca haber sido barrido. Los barandales metálicos con
rebuscadas curvas se integran en patrones; generando un ritmo visual
que invita a rodearle sin parar. Los músicos del pueblo han subido al
quiosco. Una guitarra rayada por el uso es afinada, el acordeón suena y
se escuchan en su teclear suaves golpes sordos semejantes a taconear
“tac, tac, tac”, el bajo sexto da sus primeros graves “pum, pumpum
pum” y la tarola suena su “plitz, plitz”.
Las primeras parejas empiezan a llegar, los caballeros pagan por
sus distintivos y las mujeres platican entre ellas. Sus sonrisas, los
vaivenes de las caderas y sus piernas sin cambiar de lugar muestran la
impaciencia por abrir el baile. Los árboles y postes tienen tendederos
de focos amarillentos que iluminan las amplias banquetas que rodean
la plaza. Ahora, las urracas tienen que soportar el murmullo de la gente.
El momento de iniciar el baile ha llegado; el acordeón inicia la
melodía y de inmediato el resto de los instrumentos entran al ritmo de
un huapango que anima a los presentes a iniciar con el taconeo y
zapateo para alzar nubes de polvo por toda la plaza. Sudor, risas,
codazos, pisotones, pedos y demás, en el vuelta y vuelta, gran
anochecer, convivencia y armonía social.
El grupo musical del pueblo ha callado. El baile ha terminado, la
luna llena de brillo. Está tan grande que "el conejo" se distingue a todo
detalle, es luna de media noche acompañada por infinidad de estrellas
que parecen titilar y tiritar, como si la frescura de la noche llegara hasta
128
su lugar. El calor de mi cuerpo disminuye rápidamente en tanto mi
vestido sigue bamboleándose, como si el viento continuara escuchando
la música y traviesamente quisiera seguir.
Algunas personas siguen reunidas, sus risas y murmullos son
acompañados por los grillos. Es hora de regresar a casa; mis hermanas,
amigas y yo caminamos sin contratiempo alguno, será una semana más
de espera, hasta que se vuelvan a escuchar las cuerdas, percusiones y
acordeón. Nuestros cuerpos compartiendo el ritmo, los sonidos
atrapados del bajo sexto y la redova, el ritmo de nuestros corazones
latiendo intensamente y la combinación de nuestro respirar y sudor los
he de llevar en mi mente. Instrumentos sin sonar, cuerpos distantes.
¡Ah! Una semana, te voy a esperar.
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M.G. Olvera.
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Una extraña petición en un piano bar.
Te costó más de cuatro décadas deshacerte, o acaso todavía no, de
los prejuicios heredados por tu madre; porque cuando estabas cruzando
el portal y te recibía una chica de breve falda y profundo escote,
recordabas que el pecado es un invento redituable, que allá donde
estaba tu madre, se repetía día a día. Sólo veía al altísimo y escuchaba
al mismísimo Handel dirigiendo la orquesta de ángeles y querubines
interpretando El Mesías.
Ella, entrenada como estaba para detectar mojigatos de cartera
abultada, cogió tu brazo. Imposible evitar el calosfrío que recorrió tu
cuerpo al sentir la carne firme y cálida de su pecho izquierdo junto a tu
brazo mientras te conducía en la semioscuridad del bar. Te ofreció la
diminuta mesa que quedaba oculta tras el cubertero de los meseros, te
sentó a contraluz y frente a ti apoyó los codos en la mesa al tiempo que
juntaba sus manos provocando alevosamente levantar sus pechos.
Mientras intentabas desviar la mirada de su hipnótico escote, con
voz juvenil llamó al mesero. Él te reconoció de inmediato, y ofreció
una disculpa al tiempo que con un ademán le indicaba a Ella que se
retirara. Bajo el efecto de su par de prominencias y en un intento de
seguirla, con torpe movimiento tumbaste la mesa. El ruido atrajo las
miradas que te llenaron de pánico; tropezaste con una de las patas y
poco faltó para que cayeras encima de una mujer de considerable
volumen que te miraba con desprecio; los rápidos reflejos del mesero
los salvó a ambos. Acomodaste tus gafas y, vacilante, te dejaste
conducir por él hasta la lustrosa barra donde te recargaste sintiendo de
pronto un agudo dolor en el tobillo. El sonido de los hielos en el vaso
que acercó el barman despejó tu mente. Levantaste la cara y en el reflejo
de la vitrina del bar buscaste a Ella. La misma treta que hacías de niño
en la sala de la casa donde vivías con tu madre y tu abuela, para mirar
el carnaval. Aquella casa en Manuel Velazco 803, de grandes
ventanales y gruesas cortinas grises. Te estaba prohibido siquiera
asomarte a la ventana. La música tropical, el pecado, los carros
alegóricos, el pecado, la gente paseando, el pecado, Juan Carnaval, el
Rey Feo, los vendedores ambulantes, los turistas bebiendo, el pecado,
las comparsas, los hombres y las mujeres semidesnudos bailando, el
pecado, las mujeres de suaves curvas, el sudor sobre sus cuerpos
bronceados, el pecado, tu madre y tu abuela horrorizadas alejándote de
la ventana.
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Se juntaron tu mirada y la de Ella al tiempo que el administrador
te indicaba por dónde subir al reducido escenario. Sentado frente al
piano sentiste el hormigueo en tus dedos, y al alma regresar al cuerpo.
Te olvidaste de Ella y tocaste, tocaste para ti, tocaste hasta que el
abucheo fue tal que el administrador tuvo que subir al escenario para
pedirte que intentaras con otra canción.
—¿Otra canción? Preguntaste asombrado. Solo traje las partituras
del concierto Número 21 de Mozart.
—¿Las parti qué...? — Preguntó al tiempo que fruncía el entrecejo
y levantaba su ancha nariz. La rapidez con la que cambió su rostro, cual,
si se hubiese puesto una máscara para voltear hacia los clientes que
esperaban que bajaras del escenario, te heló la sangre. La cara de odio
de tu abuela al acercarse a ti, y de completa adoración al instante
siguiente para contemplar a tu madre. Tu instinto de conservación te
ordenó correr escaleras abajo, pero tu adolorido tobillo no obedeció;
quedó torcido de tal manera que el astrágalo casi rompe tu calcetín de
vicuña.
Fue Ella quien reconoció en tu mirada el dolor intenso; subió al
escenario y te entregó un viejo violín. De pie junto a ti atrajo las miradas
del público. Cuando el silencio se hizo fue Ella la que, primero
tímidamente y después dominando el piano bar, cantó. Como víctima
de un hechizo sentiste el hormigueo en tus dedos y una corriente
recorrer tu médula espinal.
El efecto del Requiem aeternam dona eis, Domine et lux perpetua
luceat eis siempre te ha hecho levitar; levitar y olvidar al resto del
mundo. Olvidar a tu abuela, a tu madre, a tu abuela embelesada frente
a tu madre desnuda, y tocaste, tocaste para ti. Esta vez no hubo abucheo,
el asombro dominó al público y cuando, exhaustos tú y Ella, dejaron
flotando en el escenario la última nota, fue la mujer de enorme volumen
la que, de pie sobre la mesa los vitoreaba. Como salido de un letargo,
poco a poco fuiste consciente de lo sucedido. Esta vez pudiste
levantarte y sin soltar el violín bajar del escenario para contemplar a
Ella desde abajo. Fue ese gesto tuyo el de darle todo el crédito a Ella el
que hizo que las demás mujeres que lo presenciaron te cercaran
hipnotizadas. Poseso como estabas de la figura de Ella en el escenario,
no sentiste la humedad de los labios ni las manos impúdicas que tocaron
tu cuerpo. Fue solo hasta que el administrador con voz de maestro de
ceremonia, pidiendo una ovación para el recién descubierto dueto,
134
rompió el hechizo. De nuevo fuiste el blanco de las miradas. Te faltó
aire y te flaquearon las piernas, y otra vez la oportuna intervención del
mesero te salvó. Ya en la barra y con un torito en la mano pudiste
soportar la cercanía de Ella. El estremecimiento que provocó su aliento
cálido cercano a tu oreja se convirtió en rigidez completa que sólo pudo
vencer el asombro que te provocó la más extraña petición que alguien
te hubiera hecho.
Con un fino y estudiado movimiento de su mano, fue la mujer
obesa la que levantó tu quijada para cerrar tu boca; con delicado tacto
te retiró las gafas empañadas. Por reflejo natural parpadeaste
repetidamente y, girando levemente tu cara en movimiento
zigzagueante, contemplaste alternadamente los rostros de las dos. Una
mirada de complicidad había en ellas. Tu desamparo y el alcohol se
combinaron. Volviste a no existir entre las dos presencias. Tu madre en
éxtasis reposando en el chaise longue; tú sentado con los pies de tu
madre sobre tus piernas y tu abuela hincada sobre la alfombra de
chenilla lamiendo los pezones erectos de aquella.
No fuiste capaz de negarte, te resignaste al destino de la
insignificancia; las seguiste al fondo del piano bar. Entraron por una
puerta que conducía a una bodega oscura, ibas detrás de ellas. En el
umbral dudaste. Con un movimiento grácil de su hombro Ella te animó
a seguirlas; hipnotizado por su mirada avanzaste. Con su enorme
cuerpo la mujer te impedía retroceder, Ella se acercó a ti y pasó sus
manos por detrás de tu nuca; el filo de sus uñas en tu cuero cabelludo
te provocó una corriente eléctrica que recorrió tu cuerpo desde el lóbulo
parental hasta el calcáneo. Tu adolorido cuerpo, presa del deseo no
satisfecho y prensado entre los cuerpos, creció hasta no caber en tus
Hermes. Fue Ella la primera en notarlo. Con cara de fingida inocencia
se apartó de ti para soltar la cinta que sujetaba su abundante cabello,
con apretado nudo la sujetó a tu nuca; se aseguró también de que tus
ojos estuvieran cerrados bajo la cinta. La sangre bombeaba dentro de
ti; parecía reventar tus oídos y no te fue posible escuchar los pasos a tu
alrededor ni identificar de dónde procedía la voz de Ella cuando te pidió
que la besaras; sentiste unos cálidos labios sobre los tuyos y un líquido
caliente bajar por tus piernas. Tu abuela encolerizada obligándote a
permanecer de pie sobre el charco de orín que dejabas en su amplia
habitación cuando con su lengua recorría la entrepierna de tu madre, y
tú debías repetir sin parar el Ave María.
135
—¡Qué asco! Escuchaste decir al tiempo que de un empujón te
tiraron al piso.
136
promesas, huir sin volver la vista atrás y carajo; Odiarlo. Por estar vivo
cuando Rafael y yo éramos pequeños y Él nos parecía tan grande,
porque no se murió cuando Ella se fue. Aborrecerlo ahora que es viejo
y no se sostiene en pie y tenemos que encargarnos de Él, porque así se
lo prometimos a Ella en su lecho de muerte y ahora, a pesar del tiempo,
nos sigue jodiendo la vida porque no podemos dejarlo sin sentirnos
ruines.
Es La Bestia que se apodera de Él. Nos explicaba Ella cuando
después de sus brutales estallidos llorábamos abrazados en la
oscuridad de la bodega; allí donde Ella llegaba a buscarnos una vez que
su cólera cesaba, siempre con dos jarros de leche y galletas que en
principio no queríamos ni mirar, pero terminábamos devorando
después que Rafael dijera, con un remedo de sonrisa y un hilo de voz:
“¡Mira, un camello!” El dulce sabor de las galletas remojadas en la
leche tibia y el consuelo de sabernos juntos aligeraba nuestra pena.
¡Cuántas veces al acercarse la hora a la que Él regresaba nos
invadía la angustia! No era preciso mirar el reloj que aún no
aprendíamos a leer, la repentina desaparición de Ella, un nudo en mis
tripas y el charco amarillo bajo los pies de Rafael nos confirmaba la
fatalidad. Su enorme cuerpo en el umbral cegaba de golpe el interior
del cuarto de lámina acanalada; el olor a basura impregnado en la ropa
y de alcohol incendiando su aliento; Un puño en alto sujetando un
extremo del grueso cinturón de cuero, su mirada fiera buscando a
nosotros, los blancos predilectos, a quienes alcanzaba de dos o tres
zancadas y de un jalón lograba sacar de abajo del único catre que había
en la casa para azotarnos hasta saciarse. ¿Qué culpa nos achacaba
entonces? Una pelota ponchada que habíamos encontrado en El Bordo,
una cabeza de muñeca que ensartamos en un palo de escoba, enredamos
en trapos y trajimos a casa y con los que Él se encontró al llegar.
Cualquier pretexto bastaba.
Las cicatrices que me quedaron de todas esas oscuras noches
desaparecieron ya tras las arrugas de mi piel. Pero entre los surcos ha
resurgido la pregunta que le hice a Ella y que nunca me respondió: ¿Por
qué Rafael y yo tuvimos que bajar cada noche al mismo infierno?
Ella murió después de miles de tardes, cada una peor que la
anterior, y nunca detuvo un solo golpe de La Bestia, tan solo
desapareció como quisiéramos haberlo hecho Rafael y yo. La volvimos
a ver cuando agonizaba en aquel refugio y suplicante nos pedía que
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cuidáramos de Él. No supo o no quiso saber el saldo de los daños,
tampoco guardó el aliento para responder.
Hoy ha venido Rafael a visitarme aquí donde llevo meses recluida.
Me he puesto un vestido bonito y camino temerosa por el pasillo; su
mirada me anima a empezar. “Hola, Soy María y soy alcohólica”
Sofía Capinole.
Loreto es un pueblo raro, lo supe cuando caminando por las
tranquilas calles del centro me hipnotizó un zaguán. Quizás solo era la
nostalgia o tal vez mí ya incipiente masoquismo; pero ver los canastos
con relucientes chiles poblanos, sonrosadas cabezas de ajo, lustrosos
tomates, olorosos limones y sobre la pared y colgados de las vigas:
enormes cazuelas de barro, jarras de vidrio, comales, cazos de cobre y
al fondo una casi imperceptible fuente de agua cristalina que tuve que
buscar, tras escuchar el fresco sonido del agua al caer. Fascinado crucé
la puerta y busqué una mesa desde donde pudiera apreciar mejor el
lugar y poco a poco, como manando desde el suelo, me envolvió una
etérea presencia que se coló por los poros de mi piel; sin oponer
resistencia sentí como se instalaba dentro y alrededor mío. Mis ojos y
especialmente mis oídos sirvieron a su propósito; se deleitaron y
devoraron todos los sonidos de aquel zaguán: el chirriar de la manteca
caliente, el golpeteo del temolote, la leña crepitando bajo el comal y de
pronto: ¡las campanas de la Misión tocando la canción mixteca!
Absorto como estaba no me acordé de mi joven acompañante,
quien víctima de mi inusual descortesía, esperaba que como el caballero
que soy con ella y con las chicas de las que en ocasiones me hago
acompañar, le ofreciera una silla. Fue hasta que ya sentada frente a mí
y con cara de qué demonios es este lugar, me percaté de su presencia.
No me bastaron sus grandes ojos, su tersa piel morena ni sus hermosas
tetas para distraerme de las exigencias de la etérea presencia que me
rodeaba. Al principio la sensación física fue la de estar envuelto en un
fino edredón de plumas y, desde ese confortante estado de alucinación,
se me fueron revelando más detalles del lugar; a tal punto que pude
apreciar los finos dobleces del papel picado que colgaba, con el perfil
138
de la corregidora, en delgados hilos de mecate que cruzaban el zaguán;
los diferentes matices que adquiría el chile mulato que se asaba en el
comal, el tenue siseo de la falda que elegante lucía la cocinera.
Poco a poco la atmósfera del lugar se fue haciendo cada vez más
densa y el espacio alrededor mío se fue reduciendo de manera casi
imperceptible. Los objetos que ahora saturaban mis sentidos
empezaron a girar en torno mío; permitiendo con su lento movimiento
que la presencia cálida se corporeizara al tiempo que adquiría los
rasgos, o eso creí, de Sofía, mi difunta exesposa; su cara aniñada de
cuando la conocí, su esbelta figura y su pelo largo movido por un viento
inexistente. Supongo que pronuncié su nombre, ahora que todo aquello
me parece tan lejano, y que al hacerlo me até a la promesa que nunca le
hice; porque en ese instante las manos de la chica, que desde hacía un
momento sujetaban delicadamente una copa, la dejaron caer
produciendo un ruido que me sacó de aquel estado de ensueño y me
volvió al zaguán, con sus adornos estáticos y el rumor de las
conversaciones de los transeúntes que pasaban por la calle.
— Estás raro. Recuerdo que me dijo. — Si quieres nos regresamos
al hotel.
— No. Objeté. — Sólo que este sitio me recordó a alguien.
— A la mujer de las cavernas. Dijo la chica en tono burlón.
— Ordenemos. Sugerí.
Del resto de la velada no tengo más recuerdos que un frío de enero
en pleno Julio, y la cara morena de mi acompañante transformándose,
como humo en una ventisca, en la de Sofía… Sofía mi novia, Sofía
demacrada después del primer parto, Sofía histérica de pasar la tarde
sola cuidando a los gemelos convalecientes, Sofía en sus desesperados
intentos de seducirme a sus treinta y tantos, Sofía ojerosa después de
una jornada trabajando en la cocina de un hotel, Sofía cansada de mi
indiferencia,
Sofía acabada por la enfermedad.
Una luz dirigida a mis pupilas mientras dos dedos mantenían
abiertos mis ojos, me volvió a la realidad donde escuché a quien me
atendía dirigirse a mi acompañante:
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—Señora, ¿Su marido ha bebido mucho?, ¿Ha combinado alcohol
con medicamentos? ¡Señora, espere, necesito algunos datos de su
marido!
Recuerdo haberme negado a que los paramédicos me llevaran a un
hospital, y no haber sido lo suficiente convincente para que me dejaran
ir solo al hotel. En la habitación encontré la maleta de la chica sobre la
cama y sobre ésta y en el piso, varias de sus diminutas prendas, todas
en desorden; el espejo del discreto tocador hecho añicos. De la chica,
¡Ni luces! En la recepción me dijeron que no la habían visto llegar, pero
que una señora bastante alterada había entrado y causado destrozos en
mi habitación, que el encargado de seguridad le había impedido sacar
las pertenencias de la chica que se hospedaba conmigo, y que la policía
la tenía en los separos.
Los remordimientos o las ganas de atormentarme me llevaron, una
vez pagados los daños, a buscar a la detenida. Pagué la multa y sin
hablar salimos del pueblo. En el aeropuerto tuvimos que decir que
extravió su identificación oficial, mi Master Card anuló los
inconvenientes. Durante el trayecto y sin mirarle a la cara, quise fingir
que todo estaba bien. En el aeropuerto de Los Ángeles llamé a mi
abogado para que, tras las mediciones fisiológicas en iris, pupilas y
dactilares, hiciera los trámites en Migración y pudiéramos abordar,
después de una escala de casi tres horas de interrogatorios en los que
nadie creía lo que nos escuchaba decir.
Aún tengo presentes los comentarios de mi abogado: —No jodas
Manuel, ¡te la acabaste!
En la Ciudad de México intenté despedirme de ella, pero una vez
que recogió sus pertenencias de la banda transportadora, se marchó
dejándome una sensación de alivio. Recibí varias llamadas de la
agencia de scorts y, aunque nuevamente me salvó mi Master Card para
evitar cualquier investigación judicial, no conseguí que esa ni otra
agencia me rentara los servicios de alguna chica.
La tarde siguiente revolví las fotografías almacenadas que por una
insana nostalgia aún conservaba. Sofía y yo en una banca del malecón
en Vallarta; ella sonreía a la cámara y yo miraba hacia un costado. El
marco de plata empezó a quemar mi mano, presa del pánico la solté y
tras su caída, el reverso me mostró un mensaje escrito a mano; reconocí
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la letra de Sofía: ¨Y te desposaré conmigo para siempre; y te desposaré
conmigo mediante la justicia y el juicio…
Ha atestiguado entre ti y la mujer de tu juventud, con la cual has
sido desleal, siendo ella tu compañera y la mujer de tu pacto¨.
En abstinencia involuntaria me dediqué con voracidad a buscar en
redes sociales a mi última acompañante. No fue fácil hallarla, sin
embargo; sus últimas fotos publicadas fueron las de antes de que nos
sirvieran la cena en aquel zaguán tan singular. Presa de una repentina
fiebre busqué también a las anteriores chicas, la coincidencia que
encontré me dejó sin aliento, todas ellas se quejaban de haber sido
atacadas por raras enfermedades. Coincidentemente todas ellas tienen
ahora un extraño parecido.
Mermelada de guayaba.
Yo sé que los muertos no gritan. Abrí la reja cuando Elena llegó,
quise hacerle señas que se regresara, que no volviera nunca, que se
fuera lejos, que se fuera pronto. Supe que sería la primera en llegar; la
música rara que escucha y que se alcanza a oír desde que viene bajando
por el camino de grava, el polvo que levanta con su camioneta azul, esa,
la que hallaron quemada allá arriba en medio de la carretera la tarde
siguiente que mandaron al ejército a las calles.
Le gusta la mermelada de guayaba que mi Gloria le prepara
después de la cosecha; llega saltando a la cocina que dizque porque el
olor la trae desde la casa grande.
—Sí, ella, la niña Elena, la que enterramos ayer.
—Cómo qué cuál Gloria? pues mi mujer, ha trabajado con los
patrones desde que era una cría, estuvo aquí cuando el patrón volvió
del norte con la mujer de ojos grises, la cuidó en sus partos, en todos, y
la vio morir cuando la niña Elena nació, se desangró toda, y el patrón
se desquitó con Gloria; todavía no era mi mujer, pero a mí ya me traía
loco.
—Me ve estas marcas? Yo me metí entre el patrón y Gloria.
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—Espérese, deje que amaine la lluvia, estos caminos siguen siendo
peligrosos, cuantimás de noche y con agua. Arrímese una silla y sírvase
café. Pues claro que está frío, aquí ya nadie enciende la estufa.
Después llegaron los dos hermanos, esos que ni saludan, siempre
entran maldiciendo porque me tardo en abrir, estos huesos míos ya no
me dejan moverme como antes; pero cuando llueve es peor. A la muerte
de su madre, su abuela no los quiso dejar aquí, se los llevó chiquillos y
el patrón se quedó con Leticia y con Elena, la chiquita. En las
vacaciones de la escuela vienen, sólo hablan entre ellos y a las niñas las
tratan mal. Elena corre con Gloria para que la esconda en la cocina, le
gusta la mermelada de guayaba, la que prepara mi mujer después de la
cosecha, se quedan horas platicando mientras Gloria echa tortillas y
hierve la carne. No tuvimos hijos, las patadas que le dio el patrón la
dejaron hueca por dentro, pero ella quiso a Elena como si fuera de su
vientre, de nosotros. Cuando en las noches Elena se queda dormida en
la cocina y Gloria la cubre con su rebozo, yo la llevo cargada a la casa
grande; así, menudita como es, pesa harto.
Tampoco a sus hermanos pude decirles nada. Nunca saludan, no
se detienen a hablar con uno. Ese día la lluvia no dejaba ver nada, como
ahora, y ellos tampoco vieron las camionetas camufladas al frente de la
casa grande. Desde aquí escuché los disparos. Regresé a la casa. Gloria
no me perdonaría dejar sola a su niña, de nosotros. Cuando llegué los
hombres de las camionetas verdes los tenían hincados. Ella, Elena, era
la única que no lloraba. A empujones los subieron a todos a sus
camionetas, los acostaron boca abajo.
—Qué cuántos eran? No sé, diez o doce, todos armados y con la
cara cubierta.
—No. claro que no puedo reconocerlos. Pero sí sé que eran
jóvenes, todos menos el gordo, el que daba las órdenes. Uno de ellos,
el de la mirada de crío, me pidió que lo llevara a donde el patrón guarda
los billetes. Gloria gritó, me gritó que no me fuera, pero si no le hacía
caso la mataban a ella, me lo dijo el gordo. ¡Yo obedecí, maldito el
miedo! Pero a ver, los años a los viejos no nos sirven más que para
estorbar.! ¡Maldito el miedo!, te acojona, no por mí, por Gloria y Elena,
su niña, nuestra.
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Enfrente de la caja donde el patrón guarda los billetes, el de la
mirada de crío me dijo: Si te dejan vivo, busca a los demás en la noventa
y no le digas a nadie que yo te dije.
—Qué por qué me dejaron aquí? No lo sé. Pero es peor que si me
hubieran llevado con ellos. Cuando se fueron Gloria aún lloraba,
escuché sus gritos cuando me dispararon en los pies y las manos.! ¡Y
ese grito me taladra los oídos, aunque me tape con las manos! Yo sé
que la carne chamuscada no hace ruido, que los muertos no gritan. La
vi a los ojos y bajé la vista. No pude seguirlos ni defender a Gloria.
Sus ojos, sus ojos negros me reprochaban o se despedían de mí, no sé.!
¡Maldito el miedo!
—Claro, claro que fui yo el que les dijo a los soldados donde
buscar.
—Pues no, ¿quién le cree a un viejo?
—Sí, fue por la noticia que después escribió en la revista la
señorita, luego que un muchacho que quería ir para el norte se hizo el
muerto y en la madrugada se escapó y corrió a la carretera, y por las
pruebas esas, las que dicen que se usan para saber quién es el muerto.
—Qué ahora que los encontraron que voy a hacer? Voy a pedirle
un favor. ¿Ve ese machete colgado en el árbol? Mócheme las orejas,
para poder dormir. El grito de Gloria me retumba.
¿Qué los muertos no gritan? Mócheme la nariz, el hedor de su
carne chamuscada me persigue. Máteme, máteme de una vez, y no le
digo a nadie que a usted lo mandaron a averiguar qué recordaba, usted
también ha envejecido, aunque su mirada no.
—Qué si lo perdono? Ya no tengo nada que perdonar. Pero
mócheme las orejas, para poder morir.
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Donde se aloja la rabia.
Recibí tu llamada la noche del miércoles, tu saludo habitual y mis
respuestas en automático. Siempre queriendo que cuelgues pronto y me
permitas continuar con mi cómoda monotonía; pero esta vez sonabas
distinta. Aún no terminaba mi guion de siempre cuando dejaste escapar
un apenas audible: —” Mataron a Neto” seguido de un largo silencio
que ninguna de las dos podíamos romper.
Mañana me entregan el cuerpo, te escuché decir. —No puedo ir
sola por él, no puedo. Te dije que estaría a tu lado, que contaras
conmigo, que sentía tu pena y toda esa mierda que se dice para parecer
solidaria y expiar las culpas que la moral nos impone cuando lo único
que sentimos es un profundo alivio de que el cadáver no sea nuestro.
Debí decir que te acompañaría a recoger el cuerpo y que estaría
contigo en el intrincado edificio de la morgue, ese edificio gris que
huele a violencia; en el que siempre eres sospechoso para alguien que
te atiende tras un escritorio y donde invariablemente eres víctima de la
burocracia. Debí estar ahí cuando tu mundo se derrumbó y no fueron
sólo mi egoísmo o mi cómoda monotonía quienes me lo impidieron;
fue la rabia que me devoraba, la rabia de saber que no pudiste evitar el
destino de Neto. No pudiste porque a ti también te abandonó Clara
cuando apenas caminabas, te dejó con la vieja Adela, igual de pobre
que ella, pero con muchos años más. Tu madre le dijo a Adela que se
iba a Tijuana a trabajar y que le mandaría dinero para que te comprara
comida porque no quería que sufrieras hambre como ella. Dicen que
cuando Clara te dejó en los brazos de Adela y se subió al camión lloró
y no dejó de hacerlo todo el camino. Cuando Adela murió, Clara no
tenía ni para el pasaje, menos para darle sepultura y traerte a Tijuana.
A duras penas pagó para que te trajeran desde Ocosingo. El viaje duró
cuatro días, los mismos que Clara no durmió pensando en que viajabas
sola; te recibió con mucha alegría, pero pronto le estorbaste, la maquila
no paga para sostener una familia cuando eres operadora: el trabajo
agotador, diez horas de pie ensamblando productos que ni con el salario
de un mes puedes comprar. Conoció varios hombres que le bajaron el
cielo y que invariablemente la abandonaron. Te culpó a ti cuando le
dijiste que Juan te abría la puerta del baño cuando te bañabas, te dijo
cuzca y mentirosa, te acusó a ti de fracasar con todos sus anteriores
amantes y te corrió cuando te supo embarazada.
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Recuerdo que te encontré llorando sentada en la banqueta y con
una bolsa de plástico donde guardabas tus escasas pertenencias, tenías
catorce años y poco más de un metro y medio de estatura. Te dejé
dormir esa noche en mi casa y por la mañana te acompañé a casa de
Clara. Recuerdo bien que defendió a Juan y no quiso ir al Ministerio
Público a denunciarlo por abuso. Le dije que tenía que hacerse cargo de
ti y del hijo que llevabas dentro. Pero ella se obstinó en culparte y yo
no quise seguir escuchando sus insultos. No estaba yo en posición de
ayudarte, ni siquiera podía mantenerme sola, menos hacerme cargo de
ti y de tu hijo; la maquila no paga para mantener una familia cuando
eres operadora y te dejé con Don Lupe, el carnicero viudo que siempre
andaba buscando una mujer para que le hiciera la limpieza y la comida.
Yo sabía que no sólo te quería para eso, pero de todos modos te dejé
con él. Me consolé pensando que tú y el chamaco tendrían un techo y
comida. Te busqué unas semanas después y te encontré peor que la
última vez; no quisiste que Don Lupe te tocara y lo único que
conseguiste fue hacerlo encabronar y que te medio matara de hambre.
Me pediste que te llevara conmigo y lo hice, no por consideración ni
para protegerte, si no por el pinche miedo al castigo de Dios, soy tu
madrina y a falta de madre, dice el cura que debo ayudarte. Bien sabe
Dios que el dinero no me alcanza para pagar la renta, la comida y las
calafias, pero no quise que me excomulgara el cura. No tardaste mucho
en volverte igual que tu madre y yo también te corrí de mi casa con todo
y tu chamaco de apenas cuatro meses. De nada me sirve ahora
arrepentirme; tú tampoco sabías hacer otra cosa para vivir más que
abrirte de piernas al primero que prometiera cuidarte y al igual que tu
madre, terminaste trabajando diez horas diarias como operadora para
dar de comer a Neto y a los otros hijos que tuviste con los amores de
paso.
Me alegré cuando “sentaste cabeza” y te vi partirte el lomo
trabajando horas extras y limpiando casas en tus ratos libres, pero no te
advertí que le hacías falta a tu hijo, no te dije que Neto necesitaba de tu
abrazo y de tu consejo porque sabía que esos centavos extras te hacían
falta para alimentar a tus críos. No te lo dije y tú tampoco lo sabías, y
aunque lo supieras, no tenías nada más que ofrecerle a tu hijo; El único
amor que recibiste fue el de la vieja Adela. En esta tierra la pobreza
de las mujeres se hereda. No pudiste darle nada a Neto para que se
defendiera, tuvo que abandonar la escuela porque el hambre no se habla
de tú con los libros. No era “nini” por gusto ni por elección propia.
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¡Cuántas veces lo detuvieron los municipales por andar por las calles
vestido de pobre!
Cuando por fin lo viste llevar unos pesos a la casa supiste de donde
provenían, pero te hiciste la tonta porque ese dinero te permitiría pagar
la renta del cuarto donde se hacinaban tú y tus críos. Te hiciste de la
vista gorda cuando Neto te dio dinero para comprarles comida a sus
hermanos y hasta te alegraste por él, porque se sentía importante por
vez primera. Fuiste a mi casa a presumirme que Neto tenía un “buen
trabajo” y cuando te pregunté que qué hacía me cambiaste de tema.
Sé que debí insistir que regresaras a Ocosingo, que te llevaras a
Neto y a tus otros críos, pero sé también que aceptaste el dinero y la
fatalidad anunciada porque sabías que aquí no hay otro lugar para los
“Netos” y que en ese negocio todos ellos son desechables. Sé que no
tienes la culpa y que tu dolor de hoy es el dolor reciclado de cuando
Clara soltó tu mano para subir al autobús, y de cuando presenciaste la
muerte de Adela en aquel camastro, y de cuando sentiste el peso de
Juan arremetiendo contra ti una y otra vez mientras Clara se hacía la
dormida; sé que tu dolor de ahora es el mismo que te aqueja al salir
por la madrugada dejando a tus críos dormidos para subirte al camión
que te lleva al trabajo y regresar cansada, y no tener nada que ofrecerles
porque la maquila no paga para alimentar a una familia cuando eres
operadora.
Me duele aquí, donde se anida la rabia, pero soy vieja y ya no me
asusta la excomunión y no te juzgo por la muerte de Neto porque nada
pudiste hacer para impedirlo, porque en esta tierra la pobreza de las
mujeres se hereda y la maquila no paga para cuidar a una familia cuando
eres…
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Mónica Robles
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Redención
Región Central de México, 1521
Era de noche. En una barraca construida con ahuizote y pino se
encontraba un centenar de mujeres cuidadoras de la Casa de la Diosa
Tlazol, recluidas a la fuerza, amedrentadas por hombres grandes de piel
blanca, quienes hablaban un lenguaje extraño, imperceptible. Pero no
era necesario interpretar palabras. Sus violentos movimientos, el
maltrato que les propinaban, su expresión de odio y asco, presentían
que su vida tal y como la conocían estaba por colapsar. La
incertidumbre y desconcierto que emanaban las indefensas criaturas se
mezclaba con la densa bruma que impregnaba el ambiente, eran
incapaces de despertar de lo que consideraban un mal sueño.
Cadenas de hierro entrelazadas y enrolladas a gruesas columnas
de madera aprisionaban a las mujeres que no intentaban liberarse, era
imposible. Había miradas de desasosiego y sus gargantas lanzaban de
vez en cuando un leve gemido que acallaban de inmediato ante el temor
de sufrir golpizas por las pieles blancas.
En la oscuridad de esa noche donde imperaba la espesa neblina
apareció una joven acompañada de un xolotlescuincle,
Pequeña y delgada, ataviada con enagua negra que con múltiples
grabados de media luna, con el torso desnudo llevaba lo que parecía un
collar de ámbar que al observar a profundidad era una víbora de
cascabel que giraba lentamente en su cuello, portaba un huso de
algodón sobre su cabeza, los largos y negros cabellos sostenían en la
nuca una calavera. Pintada de chapopote su boca y ojos, usaba
nariguera semicircular de hueso, sus manos manchadas de sangre y sus
brazos tatuados con símbolos sagrados. Caminaba lenta y segura por el
poco espacio que dejaban las gentes atrapadas en la barraca, con mirada
fría y a la vez con dedicada curiosidad observaba el panorama. El
xolotlescuincle seguía sus pasos.
Se detuvo frente a una mujer, la principal cuidadora de su Casa, la
cihualtlamazcaque esta levantó la cabeza al sentir una presencia
extraña, reconociéndola de inmediato intentó postrarse para venerarla,
pero los pesados grilletes sujetando partes de su cuerpo se lo
impidieron. Tratando inútilmente de alzar sus manos hacia la figura que
tenía enfrente, se limitó a implorar con desesperación.
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¡Señora de la noche, de la tierra y de la luna, dadora de vida y
muerte, guerrera de todas las batallas, tú que eres dueña de nuestros
destinos dulce madre Tlazolteotl! ¡Perdona nuestras deudas y sálvanos
de nuestra pesadilla! ¡por favor, ten piedad de tus amadas hijas que
seguimos tus pasos por este mundo! ¡ayúdanos!
Quien escuchaba las súplicas contempló con paciencia a la
angustiada mujer. Respondiendo con la frialdad que hacía juego con
su mirada.
—¡Mi pobre niña! ¡criatura desdichada! ¿no sabes que todo ha
terminado para ustedes? ¿acaso no sabes que ni yo, ni tus otras madres
podemos ayudarlas? ¡el Universo ha caído, no hay más remedio! La
etapa oscura de sus vidas y la de sus crías ha llegado. ¡Vendrán más
pieles blancas como estos a dominarles, a humillarles y asesinarlas,
tendrán por destino la esclavitud! ¡serán nada! ¡Les impondrán una
nueva religión, una donde les obligarán a olvidarnos! ¡religión que
exigirá todo de ustedes y nada a cambio, solo la promesa de una extraña
y ridícula salvación fuera de este mundo! las llamarán indias, será la
palabra más denigrante con qué pudieran nombrarlas, esa palabra será
motivo de odio, de desprecio, de deseo de exterminio, y aunque
asesinarán a la mayoría, no será a todas, porque las mantendrán
esclavas para servir a nuevos amos durante el resto de sus vidas. Las
torturarán. Tendrán descendencia forzada con ellos y esta descendencia
se avergonzará y se separará de ustedes. Quedarán en completa soledad
llenas de pobreza e inmundicia. Entonces tu pueblo se rebelará, pero
nada les salvará porqué serán las pieles mestizas su descendencia,
quienes les despreciarán y tratarán de extinguirles lentamente. Además
de alejarles de sus Madres y Padres, también les despojarán de sus
tierras, de su modo de vida ¡serán objeto de burla! No hay nada que
pueda hacer mi querida hija, tu gente por largo tiempo serán la muerte
en vida, en sus ojos quedará grabado este día y otros más tristes que
están por venir.
La cara de la oyente pasó de miedo e incertidumbre a terror puro.
Las palabras de la Madre Diosa desencadenaron pánico y sentimiento
de abandono ya no solo en ella, también en todas aquellas que
compartían su espacio y dolor en ese momento. Emitiendo un leve
suspiro atinó a decir.
—¡Nantli Tlazolteótl, eres dadora de muerte, eres dueña de
nuestros destinos! ¡si no podemos librarnos de esta maldición entonces
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llévanos contigo! ¡somos tus hijas! aunque no lo merecemos
¡ayúdanos!
La Diosa Madre observó con detenimiento al centenar de mujeres
abarrotadas en ese espacio, volvió la mirada al pequeño acompañante
quien permanecía quieto a su lado. Se dirigió a la cautiva diciendo.
— ¡Liberaré su zozobra! Las hijas que siguen mis pasos y que amo,
¡solo a ustedes! ¡Las llevaré conmigo, les recibirá su madre la Señora
del Mictlán! ¡Les compensaré por este sufrimiento mi dulce niña!
Sin más aviso, aparecieron numerosas criaturas calvas parecidas al
acompañante de la Diosa Madre, todas ellas se colocaron enfrente de
cada mujer atrapada en la barraca, sus pequeños hocicos escupieron
esferas de piedra verde. Como pudieron, las manos aprisionadas
tomaron el pago para entrar a la tierra de la Muerte, sus rostros se
transformaron en pasividad y descanso, tenían la anhelada salvación.
En ese instante se escucharon ruidos provenientes del exterior, la
zona acceso estaba trabada, los celadores de la barraca se empeñaban
en abrirla a patadas, después de insistir por fin volaron las puertas y
ante ellos un escenario insólito, pasmados y desorientados
contemplaban a cada una las prisioneras que permanecían inmóviles
con los ojos abiertos, con semblante tranquilo y con el pecho partido,
había un gran hueco donde se supone estaba el corazón. La oscuridad
de la noche permanecía, pero la espesa bruma se había disipado.
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Pedro Hernández
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Carretera.
La carretera lo arrullaba y apenas eran las doce en punto marcando
en el reloj que tenía la radio. Joseph, cansado, apenas con
determinación cambiaba de estación para dejar de oír el sonido de la
estática cuando perdía señal. Entre las estaciones con estática encontró
una de las que dejan correr comerciales y una que otra canción. El chico
se quedó sintonizado esperando que algunas voces de los comerciales
le hicieran compañía en el largo viaje a su casa. Pasaron minutos, luego
horas, hasta que Joseph sintió que no avanzaba o estaba perdido. No era
su noche, la suerte no estaba con él, su camioneta perdía velocidad. El
muchacho se orilló, para la poca suerte que tenía, con las luces aún
encendidas se bajó maldiciendo, pero sin perder su expresión de sueño.
Aunque su conocimiento en autos era nulo, no pudo encontrar algo que
haya hecho detener el auto. Colocó las señales para que algún pobre
diablo como él pudiera ayudarle, de nuevo los minutos pasaron y
ningún auto alumbraba la carretera, solo la luna llena. Pronto se
encontraba en su camioneta, descansando para esperar el amanecer.
Hubiera sido mejor.
—Una de la madrugada—. Pensó mirando su reloj.
Poco a poco quedaba dormido hasta dejarse llevar por el abismo
del sueño. Las ventanas de su camioneta parecían pintadas de un negro
profundo a tal punto, como si galones de pintura negra había caído
sobre ellas. Las nubes cubrieron por segundos la luna, la noche parecía
eterna. Un golpecito en la ventana del conductor lo despertó. Una luz
iluminaba la mano que lo señalaba.
—¿Sabes cuánto tiempo llevas aquí? —Preguntó la señora que
sostenía la linterna.
El chico movió la cabeza mientras
—No. Habré dormido media hora, supongo—. Salió de la
camioneta y la mujer le iluminó su alrededor.
—Son las tres de la madrugada hijo, te quedaste mucho tiempo
dormido—. Soltó una risilla mientras se llevaba la mano a la parte
posterior de su cabeza buscando en su cabello recogido como si algo le
molestara. Algún tipo de nerviosismo.
—Soy Anna—. Se apartó dándole espacio para que el joven se
acicalara.
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—Joseph—. Dijo el chico mostrando una sonrisa forzada a pesar
del enorme cansancio que cargaba.
La mujer lo invitó a su cabaña que estaba a unos kilómetros. A él
le parecía extraño que alguien viviera en el bosque. Pero su segundo
pensamiento se interpuso diciendo que tal vez era una escritora
aficionada buscando despejar la mente. Accedió, pues podría tener al
menos un lugar cómodo para dormir y esperar. Y hasta pasar algún
momento candente con su anfitriona. En el trayecto hacia la cabaña, a
lado de la Anna se percató que volvía a llevar su mano a su cabeza
rascándose aún más fuerte.
—¿Está todo bien? —mientras seguía caminando y trataba de
calentar sus manos. Anna volteó aún con la mano en la cabeza y
respondió sonriendo
—Claro.
Una vez en la cabaña, la mujer le preparó un té e hizo que el
muchacho lo tomara despacio para calentarse del frío infernal que los
traspasaba. Empezaron a platicar en lo que amanecía; el muchacho
perdió las ganas de consumar el sueño. La señora estaba atenta a él
asintiendo y respondiendo cualquier pregunta del chico. Joseph pedía
más y más té hasta el punto de servirse cinco tazas llenas. Anna parecía
estatua, atenta a Joseph observando sus ojos.
Al chico le pesaba la cabeza por la falta de sueño; esa noche fue
sin duda tediosa. Ella le quitó la taza que tenía en la mano y lo invitó a
recostarse hasta dejarse arrastrar al abismo del sueño poco a poco. Se
sentía fuera de sí, sus instintos ancestrales le decían que algo se
aproximaba, pero no sabía cómo ni cuándo. Se movía buscando estar
cómodo en el sofá que parecía piedra, pero se percató que al querer
mover un dedo lo sentía pesado como piedra. Quiso gritar, chillar,
mover los malditos pies del sofá, pero no podía, sentía una presión
horrible en el pecho. Como perro asustado trató de forcejear, abrir los
ojos y ver qué estaba ocurriendo. Algo tenía ese té, había sellado su
sentencia. La señora tenía una presencia incómoda, extraña, de esas que
te hacen revolver el estómago. Desde que iba en la solitaria carretera
tuvo el instinto de peligro, que te hace voltear y asegurarte de que estés
a salvo o listo para escapar. El muchacho abrió los ojos y vio de
espaldas la mujer observando la oscuridad de afuera.
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—¡Ya no aguanto, ya no aguanto! —chillaba Anna, rascando y
picando con sus uñas violentamente la parte anterior de su cabeza al
punto de arrancarse partes de la piel; pequeños pedazos quedaban entre
sus largas uñas. Eso perturbó a Joseph, vio que sus uñas ya no parecían
humanas. Su piel parecía más pegada a los huesos, podía mirar la forma
exacta del cuerpo esquelético, sus pómulos cada vez más y más
anunciados. Joseph mientras la veía hasta que pudo mover las piernas,
cayendo del sofá. Boca abajo podía escucharla quejarse y maldecir
quien sabe qué cosa.
La mujer se arrancó las ropas, dejando ver su cuerpo marcado por
los huesos, las venas y arterias estaban visibles, levantadas y
asquerosamente visibles sobre sus huesos. Era un saco pegajoso en su
cuerpo. Su rostro mostraba confusión y muerte, era una calavera, sus
ojos secos habían perdido el sentido de la vista.
El muchacho pudo recobrar su postura, habiendo pasado el efecto
de dios sabe lo que tenía ese maldito té. Quedó petrificado al ver lo que
quedaba de la humanidad de esa mujer. Su cara chorreaba no un líquido,
sino su propia piel colgaba como grasa. La mujer pedía ayuda entre sus
labios caídos; no podía articular una palabra hacia aquel joven asustado.
El joven la golpeó fuertemente quedando recargada hacia la pared.
Antes de siquiera poder moverse hacia la puerta, observó una criatura,
un parásito, tan enorme que parecía un capullo mugroso y punzante;
secretaba un líquido rojizo, negro, putrefacto que tenía coágulos. Era
sangre. Ese parásito, estaba fusionado a la mujer, una delgada pero
penetrante aguja que salía de ese ser penetraba las cervicales hasta tocar
el cerebelo que sin duda alguna estaba hecho papilla. La mujer ya no
caminaba, se tambaleaba.
Salió huyendo hacia el bosque, hacia el oscuro y hambriento
bosque, había olvidado todo, ni tiempo tuvo de ponerse los zapatos.
Corría mientras trataba de aguantar sus exhalaciones para que aquel ser
no lo escuchara. Entre la poca luz de la luna, se veía que iba dejando
atrás lo que quedaba de aquel ser humano, ese saco de huesos. La silueta
deforme del parásito cargado en sus hombros; abrazado a su espalda
hasta la médula de sus huesos; los brazos ya no tenían forma de huesos,
delgadas y más largas que hasta su piel colgaba de esos huesos forrados
de un líquido oxidado. El muchacho escondido detrás de los pinos
gigantescos apenas a unos metros de distancia de aquella cosa, que lo
157
detectaba por el olor a sangre hirviendo, a sangre seca tan fuerte que
era imposible respirar.
El pensamiento de querer siquiera moverse, lo condenaría. Este
necio sentido común dio el más mínimo movimiento entre las ramas y
hojas que detonó saber que había cometido un error fatal. El ser
atravesó con su brazo penetrante los restos de la mujer, se postraba en
cuatro, ya no mantenía siquiera una postura humana. El chico gritaba y
se arrastraba, sin siquiera voltear a ver, su vista se nublaba entre la
infinidad del bosque, no podía ni ver la carretera. Quién sabe cuán
alejado estaba de su camioneta. Ese ser aún no lo mataba, estaba
inmóvil como un animal atrapado, rugía, chillaba con todas sus fuerzas,
raspaba con sus uñas la tierra en un intento inútil por escapar. Ya no
sentía el dolor en su pierna. La cosa ya ni emitía un ruido. El silencio
lo obligó a voltear para ver si solo jugaba con él para hacerlo sufrir más.
Estaba justo atrás del chico, pero parecía una estatua, una estatua
deforme que escupió algo del tamaño de una mano que cayó sobre su
hombro, al querer apartarlo se movió rápidamente penetrando sus
cervicales sin siquiera lastimarlo.
Desde dentro comenzó a sentir el escozor creciente que le ardía,
seguido de un dolor punzante que atravesaba sus cervicales. El
muchacho se revolcaba entre la tierra y las ramas podridas del bosque.
Sus sentidos se agudizaban, y fue arrastrado a quién sabe qué parte del
bosque.
—¡¡Sal de mi cabeza?! —sentía como manoseaban su materia gris.
Estaba perdido, lo sabía, lo sentía en su poca conciencia. Hubo un
estruendo hueco que sonó a pocos kilómetros del bosque, su cráneo
estaba posado de una manera desgraciada, aquel ser se arrastraba lejos
del cuerpo sin vida de Joseph.
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Cazador.
Lo que estoy por contar en este documento ocurrió hace tres
semanas. No he dejado de soñar con lo que ha visto y hecho este joven.
Llegó en una noche donde se nos había advertido no salir, porque los
asesinatos en las calles de Lützen —hasta en casa de nobles y de baja
clase— habían aumentado. Los asesinatos llegaban a ser tan crueles a
tal punto que solo quedaba un despojo de miembros y huesos triturados.
Esa noche, como de costumbre en Lützen, el frío infernal inundaba las
calles; invadía los interiores de las casas. Estaba escribiendo unos
informes cuando fui interrumpido por rasguños y quejidos.
—Un estúpido gato atorado en el techo— Pensé.
Los sonidos se escuchaban más y más, y llegué a pensar que
estaban en la segunda planta de la casa, más bien, encima de mi oficina
ya que podía escuchar como esas uñas rasgaban el suelo del segundo
piso. Subí con sigilo, el baño, nada, el cuarto de huéspedes, nada
tampoco, faltaba mi habitación; provenían de ahí los extraños sonidos.
Había pensado lo peor por culpa de mi imaginación. Al abrir la puerta,
la luz de la luna me permitió ver una silueta posada en la entrada del
balcón, escuchaba sus quejidos como de un perro herido. No tenía idea
cómo demonios subió a mi balcón, me acerqué con cuidado y le
escuché decir.
—Detrás de ti —me apartó hacia mi cama y una criatura extraña
de altura inhumana se abalanzó contra él. Habían caído del balcón
dejando solo un camino de sangre negro y escarlata. Un aleteo titánico
se escuchó, seguido de un crujido violento quedando todo en silencio.
Busqué mi escopeta, para convencerme de que esa vil arma pudiera
acabar con esa criatura de dientes de hierro. Mis manos temblaban pues
esa cosa pudo haberme mutilado.
Decidí no salir de mi habitación hasta el día siguiente, escuchaba
pasos afuera de mi casa, pasos arrastrados seguidos del sonido de cómo
se abría la puerta principal de golpe. Mi primera reacción fue apuntar
hacia la entrada, luego al balcón, y así sucesivamente mientras me
carcomía el miedo. La cosa venía por mí.
Antes de que los pasos débiles y arrastrados se aproximaran a la
puerta de mi habitación, escuché como se desplomaba justo en frente.
La cosa estaba herida, y a pesar de que aquel hombre había muerto,
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había dado pelea contra aquel ser. Abrí la puerta con curiosidad y
miedo, vi al mismo hombre de gabardina oscura destrozada, estaba
desangrando, las vísceras por fuera, deshecho, tuve que curarlo lo mejor
que pude.
Una vez que despertó le expliqué lo ocurrido. No decía ninguna
palabra, estaba inmóvil en el sofá, se incorporó sentándose. El silencio
era tenso, salí rápidamente de la casa a ver lo que había quedado de esa
criatura —nada—. Ni un rastro o miembro minúsculo en la entrada
principal, a pesar de que los dos habían caído enfrente de mi puerta.
Volví a entrar cuestionando lo que había pasado.
—¿Qué rayos era esa cosa y porque entro a mi casa?
El hombre revisaba las suturas y heridas, quedó inmersa su mirada
en su gabardina y objetos raros en la mesa del fondo.
—Demonios, monstruos, un ser sobrenatural. Sea como sea que le
llamen ustedes aquí —dijo con acento inglés. —No te buscaba a ti. Es
raro que alguien tenga conocimiento de cuál es la motivación de esas
cosas —Mencionó mientras trataba de alcanzar su gabardina. Con
terquedad quiso levantarse del sofá, algo que logró
impresionantemente. El hombre se levantaba como si nada, después de
que tuve en mis manos sus órganos saliéndose de su cuerpo y sin
necesidad de anestesia. Salió por la puerta principal y mientras le
acompañé presencié como simuló agarrar algo en el suelo seguido de
un crujido horrible de articulaciones y huesos. Como si tuviera una capa
que hacía que el ojo humano no lo pudiera ver, apareció solo la mitad
de un ala que fue arrancada.
—Éste usó camuflaje, era un depredador por obvias razones.
—¿Y usted un cazador? —Estúpidamente lo había dicho en voz
alta, el hombre me miró fríamente para que luego prosiguiera.
—Habrá escuchado usted noticias sobre asesinatos violentos hace
tres semanas aquí —Ignoró lo que dije y asentí. Habíamos vuelto a mi
sala. Hasta ahora me sigue impresionando la fuerza que tuvo para
arrancar el ala; a lo que pude examinar visualmente, las articulaciones
y músculos eran gruesos que hasta presumo que sería imposible de
masticar por algún animal doméstico o salvaje.
—Por tu acento, veo que no eres de por aquí. ¿Viajaste hasta aquí
solo para exterminar esa cosa? —Pregunté sin siquiera pensarlo.
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—Así es—. Se dirigió hacia su gabardina y dispuso en ponérsela
mientras enfundaba su arma en su cintura. —A veces— mencionó el
hombre— siento que soy como ellos—. Soltó un suspiro mientras
acomodo su cinturón que estaba un tanto desgastado. —Solo que... al
menos tengo un propósito—. No lo negaré, sentí pena por él en ese
momento, un ser humano habiéndose encomendado esa tarea, de ser
algún tipo de cazador. No por deporte, ni por alimento, solo como
propósito personal.
—¿Sientes que lo único que te divide de ellos, es tu propósito?
Asintió, y avanzó hacia la puerta, hasta que lo detuve nuevamente.
Mi curiosidad fue peligrosa a tal grado de que quería acompañarlo en
su odisea.
—¿Lo haces por ti, o por un bien común?
Se dio la vuelta mirándome mientras se retiraba un guante negro,
me mostró su mano y cuello, innumerables cicatrices sumado a las que
vi en su torso. Tenían sus venas dilatadas con un color oscuro. Quedé
sin palabras.
—Para que nadie tenga que hacer lo mismo que yo. Para que nadie
tenga que desperdiciar años en la oscuridad, un lugar que es imposible
salir una vez que la ves a los ojos. Señor…
—Geiser —Respondí— No escuche su nombre—. Añadí después
de que este abriera a la puerta principal.
—Mis disculpas, mi nombre es Jonathan. Jonathan Baker.
Salió de mi casa como si nada hubiera pasado, sus heridas parecían
un adorno ya que no se tropezaba al caminar. Su gabardina elegante
desvelaba la apariencia de un hombre inglés frio, pero con modales.
—Mis disculpas por el inconveniente Señor Geiser. Que tenga una
tranquila noche. Y gracias por su hospitalidad.
Había hecho un ademán antes de seguir su camino hacia las afueras
del jardín de mi casa. Pasadas las primeras horas de la mañana, las
palabras que dijo, “...de un lugar que es imposible salir una vez que la
ves a los ojos”, y su motivación con la que se convencía a él mismo, lo
hacía diferente a las cosas que ha enfrentado. Una oscuridad, más bien,
un abismo que no hemos conocido aún. Eso me ha dado qué pensar,
quiero concluir este documento con este pensamiento o más bien, una
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filosofía que puede ser aplicada en nuestras vidas y el propósito que
cada uno se asigna de acuerdo con un colega. Y cito: Quien con
monstruos lucha, cuide de convertirse a su vez en monstruo. Cuando
miras un largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de
ti. Friedrich Wilhelm Nietzsche.
Firmado por Joseph Adler Geiser, buenas noches.
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Viviana Carvajal.
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La ventana.
¡Siempre he estado aquí! Vacío llenando vacíos… espacio al
recibo de espacios. Flanqueada en la inercia de los tiempos por cuatro
poderosos brazos. Testigo activo de todo cuanto ocurre dentro y fuera
de los muros que me contienen. Siempre he estado aquí, Ellos no. Sólo
hemos coincidido en los instantes en que mi oquedad ha podido llenar
la guarida de sus ansias y penas. Sus afectos han cambiado, se han
dormido siendo amables y despertaron siendo ajenos.
Mi primer encuentro con Ellos fue queriendo llenar su corazón.
Más habiendo concebido un hijo, los encontré ocupados. El único
hueco que descubro está en ellos mismos, cuando recargan en mí su
mirada gris y sus ojos como peces alargan la vista más allá de lo que el
don de mi oblicuidad me permite alcanzar. Él, su índice y su medio van
del cenicero a sus labios y de sus labios hasta el centro de sus suspiros.
Ella, su vientre y sus rodillas pueblan de rocío la almohada y sus
espacios interiores.
¡Cuántas veces en la transparencia de mi espacio han buscado el
plateado resplandor de estrellas sobre el adoquín! ¡Lagos de luna y ríos
en las calles húmedas de escarcha y llanto! El cristal de mi vestido se
confunde con el ropaje de su tristeza y el total abandono. La pared que
me sostiene: gruesos muros remendados y pintados tantas veces que
ocultan por decoro las historias. Ella de pie, yo, depositada en la
ausencia que de ella misma hace ella misma, me convierto en mensajera
y la veo morir a cada instante. En su rictus de dolor descubro mi puesto
de vigía. Contempla caer la tarde. La languidez de su mirada serpentea
y se detiene en las figuras que al amparo de las sombras se prometen
eternas. Con la llegada del anochecer, llega también el anonimato.
Desde su acomodo, la calle se alarga hasta perderse.
Fuera de casa, una enredadera cubre partes del deterioro que
ensombrece la fachada. Sus hojas tienen los tonos del limón y la
pradera, y son sus puntas semejantes a las de una bailarina. En las
formas caprichosas con que se sostiene altiva asoman, albas y
pequeñas, las flores que inocentes anhelan completar el eterno ciclo de
la vida. Él aguarda en su propia oscuridad. Yo puedo encontrar mi
camino en el hueco que ha dejado el licor dentro de la botella. Todo se
distorsiona desde aquí y el rostro que antes parecía bello, ahora tiene el
metal de su mirada perdido en la distancia que hay desde su sitial hasta
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la cama donde Ella posa. El horizonte se dibuja entre sus dedos en el ir
y venir del cigarrillo.
Los pliegues del cortinaje se deslizan con la brisa del amanecer
invitándome a suplir con mis cuencas, sus lunas pasajeras. Vibran las
notas del deseo y dentro de sí, destinan mi morada. Como si el sol
quisiera participar en la danza del arrebato, resplandece; y junto a ellos,
soy juguete del amor entre sus rayos. Se repite, se desdobla, multiplica
y vuelve a casa, al rincón de los alivios, al traspatio del mañana, a las
voces del sollozo que desgarra los recuerdos. Los amantes destierran el
adiós continuo y eterno. Ya no hay brincos, y un descanso inesperado
hace un alto manifiesto entre las sábanas. Observo de soslayo las
figuras que se esfuman entre la pintura y sus capas. Me sorprenden ojos
y tristes alas, ¡largas alas fugaces que se pierden entre los caprichos de
otras formas!
Siempre he estado aquí. Son las sombras las que se han marchado.
Es el viento que ha movido las íntimas honduras de mi yo aferrado al
espejo de otros seres. ¡No habrá más camisas de fuerza en cada espacio,
en cada amor que reúna, en cada amante que castre o en cada diluvio
que beba! Demandaré mi sitio al atardecer de mis mañanas y al
amanecer de mis recuerdos: ¡todo! Mientras tanto… ¡sigo aquí!
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CONTENIDO
Alicia Leonor 9
Ana Ayala 23
Arturo Martínez 35
Beatriz M. Mérida 41
Brissa Ochoa 53
Édgar A. Rivera 65
Eva Rodríguez 81
Félix Martínez 87
Gabriela Escobar 97
J.R. Spinoza 105
Martín Hernández 117
M.G. Olvera 131
Mónica Robles 147
Pedro Hernández 153
Viviana Carvajal 163
167
Justo en el borde
compilación
se editó en
Matamoros, Tamaulipas,
en diciembre de 2019
bajo el cuidado de la
Catarsis Literaria.
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