Secretos y Mentiras de La Familia Real
Secretos y Mentiras de La Familia Real
Secretos y Mentiras de La Familia Real
LA FAMILIA SE DISPERSA
Cada vez, sin embargo, desciende más el grado de
atención hacia ellos. El Rey acude a Estocolmo a pasar
únicamente una noche. Baja del barco de esmoquin y se va
directamente al casino y a un cabaret. Le acompaña tan
sólo un secretario de la legación española en Suecia.
Cada miembro de la familia va a su aire, claro está. El
hijo mayor, Alfonso, después de recorrer los sanatorios de
toda Europa para tratar de paliar las graves consecuencias
de su terrible enfermedad, la hemofilia, cambia la compañía
de su médico, el doctor Elósegui, por la de una voluptuosa
cubana, Edelmira San pedro, a la que conoce en el hospital
de La Pensée, en Lausana, y abdica de sus derechos al
trono. Jaime, el sordomudo, renuncia a ser heredero de la
Corona española veinticuatro horas después que su
hermano, y se casa con Emanuela de Dampierre, una mujer
triste, apática y amargada, a la que hará muy desgraciada.
La infanta Beatriz ha conseguido al fin casarse en Roma con
Alejandro Torlonia, provisto de un pintoresco título, príncipe
de Civitella-Cesi, con lo que queda apartada de los derechos
sucesorios. Alejandro, un enorme mocetón cuya madre es
norteamericana, no se muestra preocupado en absoluto por
el tema de la hemofilia, sabe que si no hubiera sido por esta
tara genética, el Rey no hubiera dado su autorización para
que esta boda tan desigual se celebrara. El está encantado
de emparentar con la Familia Real española, y ésta se
consuela pensando que si bien Torlonia no es de sangre
azul, sí pertenece a la aristocracia financiera: es millonario.
La única pena es que también tiene gran afición al juego, lo
que hará que el matrimonio termine sus días en medio de
una gran estrechez económica.
Doña Victoria Eugenia sigue enamorada de su retozón
marido y, a pesar de sus celos devoradores, tan impropios
de una aristócrata inglesa, exige que le informen de todas
sus aventuras. Su acompañante, la duquesa de Lécera, de
la que el Rey cuenta atrocidades —según afirma Juan
Balansó en su libro Trío de príncipes—, recoge todos los
chismes que corren por la Costa Azul y se los transmite. La
de Lécera se llama «en la vida civil» Rosario Agrela y Bueno
y está casada con un cero a la izquierda cargado de títulos,
Jaime de Silva y Mitjans, y no tienen hijos. La diminuta
duquesa, frágil como un pajarillo, es quien alimenta la
hoguera del odio de doña Victoria contra su marido. Le
explica con los más morbosos detalles que el ex rey suele
«ir de putas con González Ruano».
En efecto, el periodista César González Ruano, de gran
parecido con el Rey, tanto que muchas veces los tomaban
por hermanos, explicaba en la intimidad a sus amigos, que
en esas juergas que se corría con don Alfonso, cuando
salían de una casa de lenocinio, el rey magnánimamente
señalaba a aquellas señoritas y le decía a César:
—Mañana regálales un bolso de cocodrilo.
Ni qué decir tiene que el gran periodista, tan corto de
recursos como todos los de su gremio en todas las épocas,
asentía y olvidaba acto seguido el encargo de su rey sin el
más mínimo remordimiento.
También se entera la Reina de que si su marido reside
tan a menudo en París es para visitar a una joven rubia con
la que pasea de bracete por la calle. Pero pronto le explica
la de Lécera que no es una nueva amante, sino la hija que
tuvo con la institutriz Beatrice Noon. La chica, exactamente
igual a su padre en los rasgos de la cara, se llama Juana
Alfonsa y tiene poco más de veinte años. Se apellida Milán
(el Rey tenía el título de duque de Milán) y Quiñones de
León (cedido por el que fue embajador del Rey en Francia,
que, como todos los monárquicos, es capaz de todo por Su
Majestad). La Reina aborrece a los descendientes ilegítimos
de su marido con todas sus fuerzas. Además, todos están
sanos.
En España, el Frente Popular ha ganado las elecciones de
febrero, y en apenas cuatro meses tienen lugar 212 huelgas
totales y 228 parciales, y se registran 1287 heridos y 269
muertos en choques con la fuerza pública. Hay 213
atentados de uno y otro signo. La nación se convierte en
una gran rosa de sangre y fuego. La guerra civil se otea en
el horizonte.
Pero la Familia Real española se reúne en Cannes, como
siempre.
Ese año se inaugura el Palm Beach. El Agha Khan, al que
cada doce meses sus súbditos regalan su peso en oro o
brillantes, casi ciento veinte kilos, corta la cinta de honor.
Hay más dinero por metro cuadrado que en la Banca
Morgan. Por la noche se ofrece una fastuosa cena que
empieza con caviar Beluga y ostras Blu Point, y sigue con
langostas, una por cabeza, y en la que se beben
novecientos litros de champagne Veuve Clicot. En ella, a los
acordes de una canción de Cole Porter, el Agha Khan conoce
a una ex miss Francia, Ivette, que se convertirá en la Begum
y lo será durante más de cuarenta años.
Los reyes de España, sus hijos, sus parientes y su
pequeña y transhumante corte de desterrados —los
vizcondes de Rocamora, los duques de Lécera, los de la
Victoria...— siguen la pauta de lo que entonces se llama
café society. La Reina esta deslumbrante en la cena que le
ofrece el príncipe Pierre de Polignac en el hotel de París de
Montecarlo, huele a perfume de Coty y a los interminables
cigarrillos egipcios que fuma siempre. Va vestida con un
traje plateado bordado en oro y adornada con la corona, el
collar, los broches, los pendientes, el brazalete y el anillo de
soberbias aguamarinas de Brasil que hacen juego con sus
ojos y que hoy están en poder de los descendientes de la
infanta Beatriz. De todas las joyas que le acaba de devolver
la república, únicamente falta un collar de esmeraldas que
le había regalado su madrina, la emperatriz Eugenia,
haciendo juego con unos pendientes y una diadema, pero
no porque haya desaparecido misteriosamente, sino porque
la Reina lo ha vendido al joyero Harry Winston, proveedor de
la Casa Real inglesa, para comprarse la casa de Londres.
Las esmeraldas resultaron ser falsas, pero Harry Winston se
portó como un caballero, y ni por un momento dudó de la
honestidad de la Reina y pagó su importe religiosamente.
Claro está que, muchos años más tarde, las citadas
esmeraldas, o unas muy parecidas se vieron en el manto de
coronación de la emperatriz Farah Diba de Irán.
En la playa, por las mañanas, se disfruta del aire libre
debajo de los enormes parasoles de rayas azules y blancas.
(La Reina había sido la primera mujer en España que se
atrevió a ponerse un bañador y sumergirse en las frías
aguas del Cantábrico, eso sí, acompañada de dos guardias
de uniforme y armados que no dudaban en meterse con
ella). O salen en balandro o en los yates de sus amigos o
parientes. El que no está en la Costa Azul en los años treinta
no es nadie, y la Familia Real española está en la pirámide
social de aquellos años. Reyes en ejercicio o exiliados,
millonarios, magnates, artistas de cine, cantantes de ópera,
bailarines y algún estafador de altos vuelos, disfrutan de
este lugar en el que, como en la Metro Goldwyn Mayer, hay
más estrellas que en el cielo. Un mundo que sólo un
cataclismo podrá destruir.
NAVIDADES EN ROMA
El 28 de noviembre de 1936, en Roma, mientras don
Jaime, con Emanuela y su hijo Alfonso se alojan en el
elegante Grand Hotel, donde reside el Rey, don Juan y su
familia lo hacen en un hotel más actualizado, el Edén, tan
lujoso como aquél, donde la habitación cuesta el
equivalente a quinientos euros por noche. Está en la
moderna via Ludovisi número 49. Ocupan varias suites; el
matrimonio incluso tiene un comedorcito en el que pueden
cenar a solas y un salón en el que recibir a las visitas, de
color gris plata con muebles tapizados de terciopelo rojo. Se
han traído también, claro está, el Bentley, que fue un regalo
de boda, aunque a don Juan le gusta callejear por Roma a
pie. Todas las veces que don Juan pasa delante del balcón
del pretencioso y grandilocuente palacio del Duce, en la
plaza de Venecia, se lamenta:
—¡No puedo pasar por aquí sin acordarme de España, lo
que daría porque mi Patria lograse esta realidad!
De esa época es la leyenda de que los criados accedieron
a estar un año sin cobrar por la falta de liquidez de los
entonces Príncipes de Asturias.
También en esos días don Juan le escribe a Franco
pidiéndole autorización para embarcar como marino en el
crucero Baleares. Era fácil prever la respuesta del Caudillo:
una rotunda negativa.
La Navidad de 1936 la pasan los príncipes en plena
mudanza y se compran su primer abeto en Italia, una
costumbre que puso de moda en España la reina Victoria,
que la trajo de Inglaterra, y que le valió muchas críticas por
ser tradición ajena a las prácticas religiosas católicas, que
prefieren el recio simbolismo del Belén de toda la vida. Don
Juan incluso se atreve a disfrazarse de Papá Noel.
Su cuñado Alejandro, el flamante príncipe de Civitella, el
marido de la infanta Beatriz, les presta un apartamento en
su inmenso palacio Torlonia, en la via Boca di Leone, en la
parte antigua de Roma, en la Roma de los palacios, los
anticuarios y el célebre café Greco. Es un hogar elegante y
casi lujoso, amueblado con gusto, presidido por un retrato
de don Juan vestido de guardiamarina realizado por
Sangroniz. La leyenda, sin embargo, cuenta que era un
lugar tan modesto que un día don Alfonso llegó y se
encontró con su nuera y su hijo en cama con gabardinas y
paraguas. La propia doña María, siempre tan sincera, aclaró
esta anécdota. Lo que pasó es que alguien se había dejado
un grifo abierto en el piso de arriba, la bañera había
desbordado y el agua caía a través del techo como si
lloviese.
La vida en Roma se desliza por los carriles previstos,
pasean por los bellos jardines de la ciudad, juegan al bridge
y al póquer en el bar del Grand Hotel con el Rey, Fofó,
marqués de Castel-Rodrigo, Totora Núñez de Prado, que los
divierte con sus continuas bromas y chascarrillos, el
marqués de Torres de Mendoza, los condes de los Andes y
de Aybar, César González Ruano y algún miembro de la
embajada. A veces pescan en el yacht del multimillonario
argentino Mac Kinley, fondeado en el puerto de Ostia. La
pareja también va a jugar todas las tardes al club de golf
Aquasanta durante tres horas, donde frecuentan a menudo
al conde Galeazzo Ciano y a su mujer, Edda, la hija de
Mussolini. Doña María juega también al golf con su cuñada
Emanuela, aunque nunca llega a haber confianza entre
ellas.
Don Juan toma algunas clases sobre la historia de
Cataluña con el padre de Laureano López Rodó, archivero,
también exiliado en Roma.
Les preocupa la guerra de España, naturalmente, su
futuro está en el aire y ellos creen que depende de la
victoria de Franco, pero también están intranquilos por sus
asuntos familiares.
LOS BORBONES Y LAS MUJERES
El pobre príncipe Alfonso, el hermano mayor de don Juan,
que sigue en Estados Unidos, es abandonado
definitivamente por la Puchunga, su mujer, que no aguanta
más la vida desordenada ni las extrañas costumbres del ex
heredero de la Corona española, que, además, está
prácticamente en la indigencia. La familia de Alfonso
compadece a Edelmira en lugar de criticarla. Años más
tarde, la infanta Cristina la justificará:
—Pobre Puchunga; es que era tremendo vivir con mi
hermano, cuando tenía un ataque se quedaba paralizado de
la cintura para abajo y había que hacérselo todo... Para
nosotros siempre ha sido la legítima mujer de nuestro
hermano, y cuando murió mamá le regalamos una sortija
como recuerdo.
Cabe decir que Edelmira, que siempre utilizó, con
permiso de la familia, el título de condesa de Covadonga, se
comportó toda su vida con gran discreción, se negó a hablar
con los periodistas y murió, sin haber vuelto a casarse, en
1994, a los ochenta y ocho años.
Pero los Borbones son inconstantes en el amor; la misma
reina Victoria lo había apuntado con tristeza en sus primeros
tiempos de matrimonio:
—El Rey se cansa de todo y de todos. ¿Cuánto tiempo
tardará en cansarse de mí?
Como queda explicado más atrás, tardó justamente dos
años. Su hijo Alfonso no es una excepción, dos meses
después de su divorcio se casa con otra cubana, una
modelo llamada Marta Rocafort, también una morena
escultural, hija de un dentista. Del pobre príncipe dicen que
su enfermedad lo hace muy ardiente pero que no puede
satisfacer el deseo que lo atenaza, lo que resulta muy
frustrante para él y para sus partenaires. Marta, además,
creía que se casaba con un millonario, pero pronto se
tropieza con la dura realidad: el príncipe no tiene un duro.
Intenta pleitear contra su padre para que se le paguen los
atrasos que, según él, se le deben por el tiempo en que fue
Príncipe de Asturias. Don Alfonso XIII accede a enviarle
dinero de vez en cuando, pero únicamente la cantidad justa
para que no se muera de hambre, lo que obliga al infante a
aceptar el segundo trabajo que le ofrecen tras su poco
brillante paso por el cine: vender automóviles. Es un
compromiso fácil, sólo tiene que dejarse retratar a bordo de
un coche.
Dos meses después del matrimonio, la cubana huye de
su lado despavorida. Alfonso frecuenta compañías muy
extravagantes, sus íntimos amigos son drogadictos, y se
entrega al opio, con efectos fatales sobre su salud. Odia a
su padre, envidia a sus hermanos, declara a la prensa que
reivindica el título de Príncipe de Asturias y que es el
auténtico heredero de la Corona española. Su padre se
desentiende totalmente de él.
Menos mal que en la familia también hay buenas
noticias. En el mes de abril doña María advierte que está de
nuevo embarazada, esta vez quizás de un varón. La familia
aumenta sin cesar: en el mismo palacio de Torlonia, la
infanta Beatriz da a luz a su segundo hijo, Marco, y
Emanuela tiene a su hijo Gonzalo, que nace el 5 de junio de
1937, en el seno de un matrimonio roto desde el día en que
se inició. En esa época es cuando don Alfonso decide
entregarle su asignación mensual a Emanuela directamente,
ya que don Jaime se lo gasta todo en los prostíbulos
romanos, hasta el punto de que enferma de sífilis y tiene
que tratarse con inyecciones Waserman mientras su familia
debe hacerse análisis y llevar a cabo una severa profilaxis
para evitar el contagio. Como no tiene dinero contante y
sonante, el infante sordomudo empieza a vender objetos de
plata y cuadros valiosos de su casa. Ahora viven en un
precioso piso en la via Luciano Luciano, en el barrio de
Parioli, muy cerca de los Príncipes de Asturias.
Emanuela, desesperada, consulta con varios médicos,
que le dicen que en ciertas ocasiones la enfermedad de don
Jaime, la sordomudez, produce priapismo. Ya lo decían sus
amigos de juventud:
Don Jaime es sordo pero muy expresivo con las manos,
como saben todas las señoras de la corte.
La sordomudez y este posible priapismo no son las
únicas dolencias de don Jaime; según algunos autores
también tenía disminuidas sus facultades mentales.
Nadie ayuda a Emanuela, a nadie resulta simpática, por
su carácter triste y retraído. Además, en esa época empieza
a rumorearse en Roma que Emanuela se consuela por su
cuenta: ha entablado una amistad muy íntima con el agente
de Cambio y Bolsa y play-boy Tonino Sozzani.
Los hermanos saben de las actividades
extramatrimoniales de Jaime, pero ninguno de ellos le llama
la atención. De hecho, dicen que muchas veces sale con su
hermano Juan o incluso con su padre.
Don Alfonso, en su exilio, se ha convertido en una
especie de atracción pública, lo acorralan las mujeres y se
desmayan a su paso. Algunas lo llevan importunando desde
que se fue de España, como una norteamericana con la que
no ha hablado nunca pero que sigue sus pasos por toda
Europa. La mujer, calculaban, debía ser millonaria, pues Su
Majestad continúa desplazándose por todo el continente, a
veces, simplemente para ver a una hembra guapa, es capaz
de irse hasta Irlanda. También va a menudo a Ginebra,
donde reside ahora su hija natural, Juana Alfonsa.
De todo se entera la duquesa de Lécera, que continúa
pasándole información a la Reina, que sigue obsesionada
con su marido. No puede olvidar ese citarme legendario que
evocan con nostalgia todos los que lo han conocido.
Don Alfonso era ágil y fuerte, con músculos elásticos y
vigor de puños. Tenía el cráneo braquicéfalo, amplia y bien
desenvuelta la frente. Su figura resume una suprema
elegancia de contornos varoniles. Las dos grandes dinastías
europeas lo dotan de los rasgos primigenios de su perfil: la
nariz, borbónica, el mentón, prognático, austríaco. Las
mejores plumas de su época se refieren a su sonrisa, que es
«ancha y profunda como una herida de dientes blancos»
(algo de exageración debía haber en esta metáfora, ya que
don Alfonso padeció siempre de piorrea), mientras su
pariente el gran duque Alejandro se extasiaba ante los
periodistas:
—¡No he visto un rostro como el suyo cambiar tanto de
expresión cuando sonríe, serio es un Habsburgo, cuando ríe
es un Borbón! ¡Qué quintaesencia de estirpes, a su lado los
Romanov, los Windsor, los Hohenzollern, somos simples
advenedizos!
Rubén Darío se refirió, sin embargo, a sus ojos, de los
que dijo que eran hermosos y elocuentes. Azorín, a su vez,
los definió como impasibles y escrutadores y Cortés
Cabanillas prefirió resaltar que, si bien eran pequeños,
resultaban vivísimos y penetrantes. Churchill escribió
emocionado que los años de penuria habían dejado intacta
aquella fuente de jovialidad y alegría juvenil y recuerda la
conversación del rey de España, un punto irónica, que lo
convertía en el más agradable de los compañeros. La Reina
lo resumía todo en una frase, que solía decir suspirando:
—Ganó mucho con los años.
En el verano de 1937 toda la familia huye del calor para
pasar dos meses en la estación de Bordighera, la exquisita
ciudad balnearia a la que llaman la capital de las palmeras
de la Riviera, que puso de moda la reina Victoria de
Inglaterra. Se instalan unos días en casa de su amiga, la
duquesa de Leeds, en la Villa Selva Dolce, que tenía el
jardín más grande de la costa italiana: ciento cincuenta mil
metros cuadrados. La familia real italiana también está allí,
así como la mayoría de aristócratas y millonarios que
veraneaban en la Costa Azul, desde los condes de París
hasta los Rothschild. Francia se ha vuelto insegura para
ellos a causa de las actividades del Frente Popular.
Golf, playa, balandros, bridge, copas y cenas. La infantita
doña Pilar se mete por primera vez en el agua.
A mediados de agosto toda la familia asiste en Lausana a
la boda de Dolores, la hermana de doña María, con el
príncipe Czartoryski, fabulosamente rico. Acude la nobleza
europea en pleno, incluidos tres reyes: el de España, el de
Portugal y el de Bulgaria, aunque ninguno de ellos volvería a
ocupar el trono de su patria. El príncipe Czartoryski también
perdería su fortuna en pocos años, pues todas sus
propiedades serían confiscadas por el ejército soviético,
incluidos los dos palacios en los que vivía.
En septiembre, siguiendo la estela de la jet set de
entonces, van a pasar unos días a Venecia. La ciudad de los
canales rebosa extranjeros elegantes que vuelven a
encontrarse en esa noria sin fin de la alta sociedad.
Vuelve el otoño de bridge, golf y cócteles, tan distinto al
de la España mártir, al que canta Rafael Alberti en las
trincheras, frente a los milicianos ateridos de frío y
desesperación:
VIEILLE FONTAINE
Los niños únicamente se portan bien cuando van a casa
de Gangan. Gangan es la reina Victoria, sus nietos la llaman
así, porque desde muy pronto a los mayores les dijo:
—No quiero que me llaméis abuela, llamadme Gangan,
como yo llamaba a la mía.
La Reina se ha comprado una espléndida casa, la Vieille
Fontaine, en la rué de l, Élysée, gracias al dinero obtenido
por una cruz de esmeraldas enorme, que nunca usaba, y
que le compró el joyero Harry Winston. La Reina se
desprendió de muchas de las joyas de forma algo discutible,
ya que también vendió las que en familia se llamaban «de
pasar», es decir, esas alhajas que pertenecen a las reinas
de España y que sólo se tienen en depósito. Como la
«coronita real», una corona cerrada que solía llevar en los
viajes, con la que Sotomayor la retrató, un collar espléndido
de esmeraldas, del que siempre decía que sería para su
nuera María y un collar de chatones y otras joyas heredadas
de su madrina la emperatriz Eugenia. Durante muchos años,
y aún ahora, en el momento de escribir este libro, se
anuncian subastas en salas importantes como Christie's o
Sotheby's con joyas de la Familia Real española o de la
emperatriz Eugenia, que probablemente fueron puestas en
circulación por la reina Victoria.
Como reconocen sus mismas hijas, a la Reina las joyas le
resolvieron muchas necesidades, ya que sus gastos eran
cuantiosos, porque en ella se daba la curiosa paradoja de
que era tacaña para los demás pero en lo que le atañía, era
bastante manirrota, como queriendo desquitarse de su
austera y casi necesitada juventud. En laVieille Fontaine
vive con siete personas de servicio, incluido su cocinero
francés, —al que periódicamente envía a reciclarse al hotel
Royal u a otros establecimientos reputados—, pinches,
camareras, chauffer, damas de servicio... La Reina dirige su
casa con mano de hierro y todo funciona a la perfección, a
pesar de que, según dicen, paga de forma muy cicatera y es
muy avara con el servicio. Su hija Crista recordaba al
respecto que a sus propios hijos les hacía pagar hasta los
sellos de correos que utilizaban cuando escribían desde su
casa.
Vieille Fontaine está decorada con gran distinción, hay
dos vitrinas con la valiosa colección de cuarzos, la misma
que tenía en el Palacio Real y que le fue devuelta, íntegra,
por la República. Después se repartiría en las casas de sus
tres hijos. El centro del hogar es un salón con la biblioteca,
donde hay dos cuadros de los padres de la Reina y un
pequeño lienzo del Palacio Real de Madrid. También hay otro
muy conocido de la Reina de niña vestida de marinero. Las
obras completas de Dickens, Thackeray, Saint Simón, y
libros de fotografías de ciudades españolas integran el
grueso de la colección, en la que no se ven volúmenes
escritos en castellano, aunque a la Reina las visitas le
suelen traer ejemplares de lo que se va publicando en
España. Hay dos butaquitas tapizadas de petit point que ha
hecho la misma Reina y un tresillo de brocado amarillo que
los niños tienen prohibido utilizar porque lo manchan con los
zapatos. El comedor es enorme y está presidido por el
famoso cuadro de la Reina pintado por Laszlo, en el que se
la ve en el apogeo de su belleza, una belleza efímera, ya
que las penas de su matrimonio, la pérdida de sus dos hijos
y la dura vida en España, donde se había sentido tan
incomprendida, pronto llenaron su rostro de surcos de
amargura que lo envejecían terriblemente. Como la Reina
comentó con melancolía a una amiga suya:
—Yo sólo he sido feliz los primeros diecisiete años de mi
vida.
En la casa-palacio destaca la gran escalera de roble, a la
que más tarde añadirá en la pared los delicados paneles
pintados a mano que le regalará el rey Humberto de Saboya
al exiliarse a Suiza, que estaban en el palacio real italiano.
Hoy día, la casa la ocupa la empresa Bondpartners, una
sociedad de valores que, sin tener ninguna obligación, ha
respetado escrupulosamente esta reliquia, la casa donde
vivió la que un día fue reina de España. Claro está que, a
cambio, ha convertido la silueta de la Vieille Fontaine en el
logotipo de la compañía.
El jardín tiene un césped bien cuidado, árboles
centenarios, el lodge, que es como llaman a la casita de
invitados, y, en la parte de atrás, un amplio porche con
mesa y tumbonas... Las flores de lis, símbolo de los
Borbones, están pintadas en dorado en las espadañas de las
verjas y en la puerta de entrada.
Se nos dice en los libros de los cronistas oficiales que es
una vivienda mediana, de burgueses, pero esto es incierto.
Se trata de un palacete. La Reina llegó a dar en él cenas
para doscientas personas y hoy día está valorado en una
cantidad cercana a los diez millones de euros. Téngase en
cuenta, además, que está situado es el barrio más elegante
de la ciudad más sofisticada del país, más chic de Europa.
Un español, visitante habitual de la casa en aquellos
primeros tiempos en Suiza, me cuenta:
—El ambiente te sobrecogía, no por su monumentalidad,
sino por ese aspecto de realeza que tenía todo.
A ello contribuía el hecho de que hasta sus más íntimas
amigas y su familia, sus nietos, sus nueras, sus hijos e hijas,
se dirigieran a ella haciéndole una reverencia y besándole la
mano.
Es un ambiente refinado y elitista, donde la Reina recibe
periódicamente al jefe de su casa, el duque de Alba, la
antigua «Heladora», que no puede poner ninguna objeción
al entorno de rígida etiqueta y elegancia en el que vive la
reina de España. Su ahijada Cayetana de Alba, a la que
llaman Tanuca, pasa allí largas temporadas, y muchos años
después me contará que había aprendido la difícil ingeniería
de llevar sus palacios con numerosa servidumbre en lugares
distantes de España observando cómo manejaba la reina de
España su casa.
En la Vieille Fontaine los cuatro infantitos no se atreven a
portarse mal. Al contrario, aprenden modales, a comer, a
sentarse, a caminar, la misma rígida etiqueta que había
aprendido Gangan en el palacio de su abuela, la reina
Victoria de Inglaterra.
—Os voy a enseñar lo mismo que aprendí yo —les dice.
Pilar, como nieta mayor, recibe de su abuela un regalo
especial en cuanto llega a Lausana: un auténtico estuche de
enfermera en pequeño, una primorosa miniatura que
contiene jeringuillas, termómetro (que sus hermanos le
rompen enseguida para jugar con el mercurio), algodón,
alcohol, todo tipo de linimentos, vendas, esparadrapo, en
una caja blanca metálica con una cruz roja. La infanta Pilar
la guardará muchos años y este regalo determinará su
auténtica vocación: ser enfermera. La Reina le cuenta la
labor que había realizado en «su» Cruz Roja en España y la
niña sueña con hacer lo mismo cuando vuelvan. Cuando
esta esperanza se va desvaneciendo, la princesa, con
prudencia, añade «o en África». También aprende a hacer
reverencias («el pie izquierdo retrocede sin dejar de mirar
fijamente, con la cabeza erguida, a la persona que se
saluda»), a no hablar antes de que se dirijan a ella, a sacar
temas de conversación con las distintas personas con las
que le toque sentarse, a caminar derecha, y a no ser tan
«bruta», a ser más femenina.
—Siéntate bien, camina recta, mueve las manos con
naturalidad —son las frases habituales de la Reina.
De todas formas, aquella abuela tan querida despierta
algo de aprensión en la infantita, que, a pesar de su
carácter desenvuelto, sólo tiene cinco años cuando llega a
Lausana. De mayor, doña Pilar recordará su gran humanidad
y su señorío, pero también que tenía una facultad que daba
miedo: era imposible ocultarle nada. Tenía un método muy
especial para sondear a sus nietos.
Primero los mimaba, los atiborraba de dulces, les leía
cuentos, los hacía reír. Según el hijo de Emanuela, Alfonso,
tenía mucho sentido del humor, era cáustica, irónica, muy
inglesa. Y, después, sigilosamente, pasaba al ataque, les
tiraba de la lengua, les sonsacaba hasta el más íntimo
secreto y luego hacía lo posible por aconsejarles y
ayudarles, aunque siempre le costó entender el mundo
moderno y era tremendamente rígida con la etiqueta; no
perdonaba ningún fallo en este terreno. Una de las cosas
más importantes que enseñaba a los niños era la
preeminencia. Que Juan Carlos iba a ser rey y debía ser
servido y atendido antes que sus hermanos.
Juanito es un caso especial, y para él van los mayores
afectos y cuidados de doña Victoria, fiel a la idea que le
acompaña desde la cuna de que la realeza es el centro y el
eje de su mundo. El jueves, la reina de España se lo dedica
únicamente a él, ese día los otros niños están excluidos de
la Vieille Fontaine. Los primos mayores se toman a mal esta
«excomunión», sobre todo el pobre Alfonso de Borbón
Dampierre, que está prácticamente solo y al cuidado de su
hermano. A Pilar también le molesta, porque antes de que
naciera Juanito ella era la favorita de la Reina, pero
Margarita y Alfonsito lo aceptan con naturalidad y crecen
con la idea de la superioridad de su hermano sobre ellos.
Don Juanito, además, es un niño fascinante, travieso y
enredador, muy poco disciplinado. Ansaldo, que ha cogido el
relevo de Bonmatí como elogiador oficial de la familia, lo
describe así, sin que falte también la consabida mención a
su robustez: «Rubio, colorado, vendiendo salud y alegre
como unas castañuelas, que encarna la figura legendaria de
un príncipe delicioso que un día debe convertirse en niño
encantador». En esta ocasión, sin embargo, las fotografías
lo corroboran.
Precisamente, el niño es tan cautivador que las niñeras lo
miman, y la profesora de español que le ponen, Mercedes
Solano, tiene que luchar continuamente para que se
concentre en las primeras letras. Deciden llevarlo a la
escuela maternal de Rolle, un pueblo distante veinte
kilómetros de Les Rocailles, pero también tienen que darle
clases particulares en casa, ya que don Juanito necesita una
atención más precisa. Doña Victoria trata de luchar contra
esta falta de concentración con consejos de filosofía
cotidiana que don Juanito no olvidará nunca:
—No expreses tus sentimientos en público, no hagas
comentarios personales, ríe y el mundo reirá contigo, llora y
llorarás solo.
Y otras recomendaciones más prácticas:
—La puntualidad es llegar ni con retraso ni antes de
tiempo.
Su caballo de batalla es, por una parte, que hable bien el
inglés y, por otra, que aprenda a utilizar la erre castellana,
lo que tiene mérito pues ella misma no había llegado a
dominarla nunca. Pero se la hace repetir tantas veces a
Juanito que al final el niño la pronuncia perfectamente, no
así su hermano pequeño Alfonsito, que gangueará hasta su
desgraciada muerte.
Un caso distinto es el de Margarita, Margot. Todavía en
Roma, la había visitado el doctor Arruga, y más tarde el
doctor Barraquer, y ambos habían llegado a la misma
conclusión: la niña toda la vida sería ciega y lo mejor era
que creciera con la idea de su minusvalía. Los padres
también consultaron a prestigiosos oftalmólogos de Zurich
y, al final, decidieron reunir al doctor Pucci, considerado
número uno en su especialidad, y a un sacerdote amigo,
para que la visitaran y les aconsejaran. El médico les
elaboró un informe en el que les decía que la niña debía
crecer como ciega y estudiar en un colegio para invidentes
según el método Braille. El sacerdote, sin embargo, observó
que como Margot era espabilada y se moría por estar con
sus hermanos, lo mejor era que hiciera la vida de una niña
normal y que se criara codo con codo con los demás niños
de su edad, sin ningún tipo de cuidado especial y que fuera
a colegios corrientes. Tanto doña María en sus recuerdos
posteriores como don Juan en las conversaciones que tuvo
con sus allegados explicaron que habían elegido esta
segunda opción porque les había encantado y les había
parecido la más sensata, y que la niña se había criado,
como uno más, con sus hermanos, participando de sus
travesuras y de su desarrollo. No se entienden muy bien
estas afirmaciones si se tiene en cuenta que Margarita fue,
precisamente en Suiza, a un colegio especial, el Instituto de
Ciegos (Asile des Aveugles), un grupo de educación para
jóvenes invidentes, con talleres y lugares para mujeres y
hombres, un hospital oftálmico que funciona como clínica
universitaria y una biblioteca y una imprenta de caracteres
Braille. Estaba en la avenida de France, a cierta distancia de
Les Rocailles. La infanta solía ir caminando con su niñera,
que terminaba desesperada porque la niña se subía a todos
los árboles y era muy distraída y muy traviesa. En el
instituto pudo comprobar que había otros niños que tenían
la misma carencia que ella y aprendió a escribir con el
método Braille. A veces la iba a recoger don Juan, y a la
vuelta se detenían a rezar en la pequeña iglesia de San
Francisco.
Lo que sí es cierto es que la niña participaba en pie de
igualdad en los juegos y travesuras de sus hermanos, y a
veces la madre se horrorizaba porque la veía sobre un
tejado o en lo alto de un árbol. Se dejaba tomar el pelo con
buen humor y, con tal de jugar con sus hermanos, era capaz
de aguantar todas las trastadas. Para estar a su altura, se
aprendía todos los tacos posibles en todos los idiomas, lo
que hacía mucha gracia a su familia, aunque no tenían más
remedio que reñirle (aún hoy, la infanta utiliza un lenguaje
popular y desgarrado que sorprende y conquista cuando se
le oye por primera vez).
Y es que Margot pronto demostró tener una facilidad
increíble para las lenguas. Les pusieron una institutriz
inglesa para aprender el idioma, miss Jenkins, y ella, a
diferencia de sus hermanos, lo hablaba en una semana.
También tenía el don de la música; sus padres contrataron a
una profesora de piano, pero la única que aprovechó las
lecciones fue Margarita. También, a diferencia de su
hermana Pilar, le encantaba jugar con muñecas, y su madre
le regaló una de porcelana, con su cuna, su armarito para la
ropa y su bañera, y ella lo conservó todo hasta que se lo
pasó a su propia hija. Mientras Alfonsito se convertía en la
sombra de don Juan, Margarita estaba muy unida a su
madre, incluso se inventaron un lenguaje para ellas solas
que nadie entendía. Cuando un extranjero las oyó, les
preguntó si es que entre ellas hablaban en vasco. Doña
María la llamaba Guite.
Sin embargo, su padre, con su vozarrón y su forma algo
brusca de hablar, le daba un poco de miedo.
Ñ
FRANCO, ESE SEÑOR QUE HACE
SUFRIR A PAPÁ
Los cuatro niños hablan muy mal el español y entre ellos
se comunican en francés, por ese motivo sus padres
deciden ponerles exclusivamente niñeras españolas y que
en casa se hable sólo ese idioma. Así podrán entender las
conversaciones de sus padres con los fieles que vienen de
España y poco a poco irán identificando a Franco con ese
señor que hace sufrir tanto a papá.
Siempre se nos ha contado que en casa de los condes de
Barcelona no se permitía hablar mal de Franco, por una
cuestión de elegancia. Sin embargo, tenemos testimonios
fiables de que esto no era así, de que no había día en que
no se ridiculizara al dictador, no se comentaran los últimos
chismes de la «corte» que Franco había ido tejiendo a su
alrededor y no se contaran los chistes que conocía toda
España o los últimos bulos que corrían. Todos ríen cuando se
enteran de que los aduladores comparan a Franco con
Napoleón, Julio César y el Cid Campeador; a su mujer, con
Isabel la Católica y a su hija Carmencita con un angelito del
cielo; a los tres juntos con la familia sagrada de Nazareth.
La guerra está llegando a su fin y el triunfo de las
potencias aliadas es incuestionable. Empieza a reinar un
ambiente de euforia en Las Rocailles y en la Vieille Fontaine,
pero el único que ve el futuro con clarividencia es Sáinz
Rodríguez, que le suele decir a don Juan:
—Franquito cree que no pueden sentarse dos culos en el
mismo trono, si no coge la tisis o alguien le pega un tiro,
este cabroncete nos entierra a todos.
Se habla de que, cuando termine la guerra, Franco le
propondrá a don Juan vivir en España, aunque no como rey,
pero sus consejeros le piden que, de ocurrir esto, rechace la
propuesta, porque como dice José María Pemán:
—Un rey sólo puede estar en el trono, en el patíbulo o en
el exilio.
A Pilar la llevan al colegio católico Mont Olivet, situado en
la calle del mismo nombre, hace la Primera Comunión en la
parroquia del Sagrado Corazón, muy cerca de su casa, el 30
de mayo de 1944 y, para variar, no hay testimonios gráficos
de ese momento, pero, según nos dice alguien que asistió,
la princesa era tan alta que en lugar de una niña haciendo
la Comunión parecía una muchacha el día de su boda. En
cuanto a Juanito, cuando cumple cinco años deciden ponerle
un preceptor, una persona altamente inadecuada, un
hombre severo y malencarado, un ferviente monárquico que
se ha exiliado voluntariamente en Lausana y que vive de
dar clases de español. Es el antiguo consejero de su padre,
Eugenio Vegas Latapié. Sus ingresos eran tan bajos que
debía escoger entre vestir bien o comer, y se decidió al fin
por la primera opción, porque conviviendo con la Familia
Real española no se puede ir mal vestido. Siempre que
puede se queda a comer y cenar en Les Rocailles o en la
Vieille Fontaine, pero procura que no se le note el hambre
canina que pasa. La Familia Real, que sabe los apuros en los
que se encuentra, hace que siempre le sirvan doble.
Era ultraconservador, y ya en aquella época estaba
considerado un personaje anacrónico, pero, culto y leal, le
cogió un gran cariño a Juanito, al que quería como a un hijo.
A veces sacaba a pasear también a la infantita Pilar, pero en
cada ocasión se juraba a sí mismo no hacerlo nunca más.
Una vez los llevó a un salón de té y fueron tan traviesos que
estuvieron a punto de echarlos. Juanito se lo hacía perdonar
todo por lo encantador que era, cosa que no ocurría con su
hermana Pilar, que al ser muy tímida y seria, no caía de
entrada tan simpática a la gente.
A medida que los niños iban creciendo se hacían
patentes las diferencias y semejanzas entre los hermanos.
Según comentaban sus padres, Pilar y Alfonsito, el pequeño,
se parecían a don Juan. Eran serios, responsables, de
apariencia campechana pero muy rígidos en el fondo, no
daban confianzas a nadie. Aunque, en principio, no
resultaban simpáticos, luego se ganaban a la gente por su
inteligencia e ingenio. Margarita y Juanito eran más como su
madre, alegres y abiertos, aunque ninguno de los dos
destacaba en aquellos años por su agudeza.
La familia se aficiona al esquí y pasan todos los fines de
semana en Gstaadt, donde ocupan lujosas suites en el
Palace Hotel. Margarita también esquía cogida a un monitor,
baja en trineo y juega con sus hermanos y primos. Juanito y
Pilar no quieren profesor, les basta con los consejos de su
madre, que practica ese deporte desde soltera. Luego, de
mayores, reirán muchas veces recordando los enormes
batacazos que se daban y la fragilidad de aquellas tablas, y
aquellas botas que tan mal protegían del frío y de la nieve.
Además, tenían que subir la mayoría de las pistas cargando
los esquís al hombro; pero la afición les ha durado hasta la
actualidad, y es frecuente ver a doña Pilar o a don Juan
Carlos deslizándose por las pistas de Baqueira Beret, eso sí,
ahora provistos del equipo adecuado, que generalmente les
es regalado por alguna marca deportiva. Lo cual puede dar
motivo a discusión y análisis: hasta qué punto es lícito que
nuestra Familia Real se preste a hacer de escaparate de una
empresa privada. Pero esto, como dicen los clásicos, es otra
historia.
Alfonsito aprende a esquiar a la par que a caminar. A don
Juan, sin embargo, nunca llegó a gustarle demasiado eso de
deslizarse por la nieve y prefería esperar a la familia en el
bar del hotel, tomándose un grog y leyendo los periódicos.
En Gstaadt conocen a los hijos del rey Leopoldo de
Bélgica, también exiliado en Suiza, los que tuvo con la
fallecida y venerada reina Astrid. Josefina, luego gran
duquesa de Luxemburgo y Balduino y Alberto, ambos
futuros reyes de su país. Todos llevan unas gruesas gafas
con montura de pasta negra. Y también conocen a
Alejandro, hijo de la segunda mujer del rey Leopoldo, Liliana
de Rhety, con la que la nobleza evitaba tratarse, y de la que
se decía que era hija de una pescadera (una mentira, pues
sus padres tenían una compañía pesquera en Flandes), y la
Familia Real española no es una excepción y huyen de ella
cuanto pueden.
Liliana de Rhety recordará el desprecio de la Familia Real
española toda la vida y, años después, tendrá ocasión de
vengarse en la infanta doña Pilar en circunstancias que se
contarán en su momento.
FINAL DE LA GUERRA
El 25 de agosto de 1944 entran las tropas aliadas en
París. Las muchachas francesas se suben en los carros de
combate españoles que, integrados en la legendaria
División Blindada Leclerc, acceden a la ciudad por los
Campos Elíseos. Un miliciano llamado Llorden conduce el
Teruel y canta
El ejército del Ebro
Y le contestan del Belchite, que circula un poco más
atrás, manejado por Solana
Esta noche el río pasó
Y del Guadalajara, del Madrid, del Guernica, se levanta
un coro de voces broncas y llenas de esperanza
Ay Carmela, ay Carmela
Porque todos creen, los milicianos españoles que han
participado en la resistencia francesa y los príncipes
destronados que viven en Suiza, que mañana estarán
entrando, por fin, en Madrid.
Capítulo 5
ESTORIL (1946—1955)
EL MANIFIESTO DE LAUSANA
Don Juan cree que, una vez finalizada la guerra, todos los
países aliados se volverán hacia él como hacia el sol, ya que
así se lo ha dado a entender el enviado de Roosevelt, Allen
Dulles, y también el de Churchill, lord Mountbatten. Y sigue
el consejo de Pedro Sáinz Rodríguez:
—Tenemos a Franquito bien jodido, lo que tiene que
hacer Vuestra Majestad ahora es hablar enseguida.
Y se decide a jugar una carta definitiva en el Manifiesto
de Lausana, que da a la publicidad el 19 de marzo de 1945.
Bueno, es una publicidad relativa, y por mucho que digan
los monárquicos, con notoria exageración, que la casa de
los condes de Barcelona se vio inundada de telegramas, la
verdad es que en España no se enteró nadie, aparte de un
grupito de generales seguidores de la Corona y de
procuradores que ni siquiera tienen el valor de solidarizarse
públicamente con don Juan. En el resto de Europa apenas se
le prestó atención a las palabras de un rey que nunca había
sido rey en un país donde ya no existía la monarquía. Sin
embargo, el Manifiesto lo aleja definitivamente de los
postulados del franquismo, ya que don Juan proclama que el
régimen totalitario del dictador, heredado de las potencias
nazis, es incompatible con la tradición española y que «sólo
la monarquía tradicional puede ser instrumento de paz y
concordia».
Franco no perdonará jamás estas declaraciones de don
Juan de Borbón y seguramente decidió en ese mismo
momento que nunca sería rey de España, pero, ante la
coyuntura internacional, que le era tan hostil, se vio
obligado a intentar contemporizar. Sabía que don Juan
contaba con el apoyo de Estados Unidos e Inglaterra.
Pero dos meses después de los acuerdos de Yalta, en
abril de 1945, tiene lugar la gran catástrofe que alejará
definitivamente a don Juan de Borbón del trono de España:
muere su gran aval, el presidente Roosevelt, y su sucesor,
Truman, cree que es mejor mantener a Franco como muro
de contención del comunismo, porque la Unión Soviética es
ahora el verdadero enemigo. La misma opinión tiene
Churchill, quien acuña la frase «telón de acero» para definir
a los países de la órbita soviética. Ambos le dan la espalda a
don Juan y dejan de apoyar sus aspiraciones. Como dice
Sáinz Rodríguez con feroz sinceridad:
Ese cabrón de Truman le ha dejado a Vuestra Majestad
con su real culo al aire.
VILLA GIRALDA
Don Juan alquila primero, y luego compra el palacete a
los condes de Figairedo por ocho millones de pesetas. Esta
casa, que los monárquicos cuando volvían a España definían
como modesta, propia de una familia de clase media,
constaba de cincuenta y una habitaciones, entre el
vestíbulo, los despachos de los secretarios, comedores,
salones, las habitaciones privadas de los condes de
Barcelona y sus hijos y la zona de servicio, cuartos de
plancha, armarios y despensa. Estaba rodeada de tres mil
metros cuadrados de jardín y se podían dar recepciones en
ella hasta para cuatrocientas personas. Había sido la sede
social del antiguo club de golf, pero se le hicieron reformas
durante casi todo un año, hasta que quedó convertida en un
palacete majestuoso y elegante. Toda la obra fue dirigida
por los Rocamora, que organizaron el traslado hasta el más
mínimo detalle. La mudanza fue muy complicada, ya que
Franco les acababa de enviar cuatrocientos kilos de objetos
personales que la familia había abandonado en el Palacio
Real a su marcha, en 1931. Don Juan, doña María y sus
cuatro hijos sólo se instalaron cuando todo estuvo en su
sitio, hasta los cepillos de dientes.
Mediante un porche, unos graciosos arcos, varios
enrejados, amplias terrazas y tejadillos clásicos, se logró
animar las líneas excesivamente sencillas de la primitiva
edificación. Tiene dos plantas, un sótano y un pabellón
aparte para los garajes de los varios coches que poseen,
tres rancheras Ford, el Bentley, el Mercedes y el pequeño
Mercury, además del coche para los niños, una réplica
perfecta del Bentley que funciona con gasolina, obsequio de
los monárquicos españoles, y varias motos. También
instalan una especie de taller donde los dos hermanos y
también Pilar montan y desmontan todo tipo de máquinas,
desde cafeteras hasta karts y otros vehículos estrafalarios,
que incluso consiguen que funcionen. Cuando los tienen a
punto llaman:
—Margot, Margot.
La infanta se sube dócilmente y lo más probable es que
acabe algo chamuscada y oliendo a gasolina. Sus paseos
apenas son de un par de metros; es la conductora más
efímera de la Historia.
Mientras se realizan las obras, la Familia Real vive en la
casa da Rocha, que había sido propiedad del aviador
Ansaldo y de su mujer, Pilaron, también aviadora, ya que
tienen que abandonar Villa Bellver porque los vizcondes de
Feijoo la necesitaban para otro exiliado: «su» rey, el
pretendiente portugués Don Duarte. Precisamente la noche
que duermen por primera vez en la casa da Rocha tiene
lugar un seísmo que obliga a la familia a pasarla en el
jardín. Alfonsito bromea y mueve los muebles para que
Margot crea que el terremoto es muy fuerte y se asuste.
Las obras de Villa Giralda costaron tres millones de
pesetas. Cuando un amigo le insinuó a don Juan que
seguramente ese dinero se lo habían dejado los
monárquicos, éste contestó:
—Y un jamón, son tres milloncejos que he pagado yo de
mi bolsillo.
El día que se trasladan a la nueva casa, doña María se
fotografía con un alegre vestido de lunares rojo y blanco que
le gustaba mucho, ya que le recordaba a los trajes de
faralaes, que le había hecho su modista Josefina Carolo, que
tenía su establecimiento en la rúa de Vivero. Lleva a don
Alfonsito a horcajadas sobre su espalda y delante de ella
está Margot, también vestida por Josefina. Los tres sonríen y
señalan el azulejo que está en la entrada de la casa y que
representa la Giralda de Sevilla. Giralda se llamaba también
el barco que había tenido Alfonso XIII.
Esta fotografía se la envió doña María a don Juanito a
Friburgo. Éste escribe a sus hermanos y sus amigos de
Estoril cartas larguísimas, llenas de saudade. Los amigos
encuentran un campo despoblado y lo preparan para jugar a
fútbol en verano, y le cuentan que van a la playa con el
carruaje de caballos que conduce Pitinho. Joáo Costa se
empieza a hacer pesado con sus volteretas y cabriolas y
ahora ya lleva a su hijo también, para que se haga amigo de
los principitos. Alfonsito está contento en el Amor de Deus,
porque la enseñanza es tan básica que apenas tiene que
esforzarse. Gil Robles saca a sus hijos para llevarlos al
Instituto Español, a pesar de las diferencias ideológicas.
Pero los condes de Barcelona, que no quieren
complicaciones, prefieren considerar que el nivel es el
adecuado para su hijo menor que, total, tampoco va a ser
rey. Desde muy pequeño expresa que quiere ser marino, un
lazo más que le une a su padre.
Pilar únicamente disfruta cuando monta a caballo con
doña María. Va al colegio con desgana, no es buena
estudiante, es muy rebelde y tiene frecuentes
encontronazos con las profesoras y otras alumnas. A
diferencia de sus hermanos, es muy consciente de quién es
y establece una barrera entre ella y las demás, «Era poco
simpática», dice la amiga de sus hermanos, Tessy Pinto
Coelho. Le es muy difícil establecer relaciones.
Margarita es lo contrario, dulce y alegre, aunque también
un poco «cardo borriquero» y habla con una franqueza que
deja algo desconcertados a sus interlocutores. Le pasa la
mano por la cara a la gente que le presentan y así trata de
saber cómo son, y aprende a conocer por la voz a las
personas de su entorno y también a las que se cruza de vez
en cuando por la calle, se para a hablar con todo el mundo,
hasta con los turistas en sus idiomas respectivos, para
desesperación de sus cuidadoras, que llegan tarde siempre
al colegio. «¡La cieguinha, la cieguinha!», la llaman en
Estoril, aunque ella no es consciente de su defecto. Pedro
Sáinz Rodríguez cuenta que un día que iban en taxi, el
conductor comentó en voz alta:
—Ay, esta niña es ciega.
Doña Margarita se echó a reír:
—Pero, ¿no dice este hombre que yo soy ciega? —
exclamó—. ¡Jajaja! ¡Ciega! ¡Yo, ciega! ¡Jajaja!
Lo encontraba la cosa más absurda del mundo, pues
creía que todos veían lo mismo que ella.
Pronto cambia las muñecas por los niños, los hijos de los
amigos de sus padres, que tienen que soportar
estoicamente que la buena de Margot los tire al aire, los
recoja y los maneje como si fueran muñecos. Las madres,
sobre todo, no pueden apartar sus ojos angustiados de los
juegos de la infantita, a la que sus padres consienten todo.
Pero no solamente lo hace con niños conocidos, sino que
incluso en ocasiones lleva a casa a algunos que recoge en la
calle. Doña María contó la sorpresa tremenda que se llevó
un día que entró en el cuarto de baño y se encontró a dos
niños gitanos metidos en la bañera y a Margot echándoles
jabón por encima. Berreaban como energúmenos y doña
María tuvo que explicarle a su hija que los gitanos no
estaban acostumbrados al agua y que no debía hacerlo
nunca más. Las madres de los niños, mientras tanto, se
habían instalado tranquilamente con todos sus enseres y
hatillos en la entrada de Villa Giralda pidiendo limosna y
departiendo con el espía Joao Costa.
No fue la única relación de la familia con los gitanos, muy
abundantes en Portugal; los jueves toda la familia solía
acudir al mercado gitano de Cacabelos, donde se
abastecían de ropa interior. Aún ahora, la infanta Margarita,
que tiene una casa en Cascaes, acude al mercadillo y le
compra allí a su hermano el rey don Juan Carlos calzoncillos
y calcetines.
Cuando doña María ya estuvo aposentada en Estoril,
fueron un grupo de señoras «bien» a preguntarle si quería
colaborar con ellas en su labor benéfica a favor de los
gitanos. Ella accedió con gusto, y se dedicó una temporada
a ir con sus amigas a los barrios donde vivían a intentar
convencer a algunos para que se bautizaran, hasta que
todas advirtieron con horror que ninguno de los padres
estaba casado. Las señoras se dijeron entonces que lo
primero era conseguir que éstos pasaran por la vicaría. Los
gitanos tenían tantas necesidades que, a cambio de dinero,
se prestaban tranquilamente a todo. La primera boda que
celebraron fue la de una pareja que llevaba veinte años
unida y que tenía media docena de hijos. Organizaron un
gran convite al que asistieron todas las familias
benefactoras, pero este primer y único casamiento resultó
un gran fracaso: cuando volvieron las damas al poblado
gitano, a la semana siguiente, se encontraron con que el
recién casado había echado a su mujer de casa y ya estaba
viviendo con otra, bastante más joven que la anterior.
La esposa abandonada se lamentaba a grandes voces, lo
que ahuyentó a las elegantes damas:
—¡Para qué carallo me hicieron casarme, con lo felices
que éramos!
Pero la auténtica alegría de la casa es Alfonsito.
Simpático y tan listo que le llaman Senequita, tiene la gracia
de ser popular entre los amigos de sus padres, sus vecinos y
la gente de la calle. Los rostros de todas las personas que
conocieron a los infantes en aquella época, se iluminan
cuando hablan de Alfonsito. La belleza física se la llevó Juan
Carlos, porque Alfonso era más bien feo, tenía una gran
nariz borbónica y la boca y los ojos pequeños y, además,
solía cortarse el pelo a cepillo, estilo que no le favorecía en
absoluto, pero poseía el mismo poder de seducción que
había tenido su abuelo. A diferencia de sus hermanos,
nunca aprendió a dominar la «erre» española, y toda su
familia recuerda sus gritos:
—¡El afiladog, el afiladog!
Cuando pasaba el afilador, un gallego, haciendo sonar su
típico silbato, Alfonsito bajaba a la calle corriendo y se ponía
a tocar el instrumento, y cuando su madre lo reprendía
porque podía coger alguna infección, él contestaba:
—Mami, ¿cómo voy a cogeg una enfegmedad si el
apagato viene de España?
En Friburgo, don Juan Carlos lee con algo de envidia las
cartas que le escriben sus hermanos. Toda la semana está
sometido a la rígida disciplina del colegio, con el agravante
de que la tensión que existe en España hace que en un
momento dado se llegue a temer por su seguridad. Don
Juan Carlos ya empieza a sonar como sucesor de su abuelo
y don Juan tiene miedo de que los falangistas, fuertemente
antimonárquicos, pretendan envenenarlo. Prohíbe en el
colegio que le entreguen cajas de bombones o regalos.
También empiezan a restringirle las visitas, cosa que para el
niño es un alivio, ya que le avergüenza que señoras en edad
provecta se arrodillen para besarle la mano.
Los fines de semana lo va a busca su preceptor, Eugenio
Vegas Latapié, que se ha ido a vivir al lado del colegio, para
llevarlo a casa de Gangan. Para amenizarle el viaje le
explica episodios de la Historia de España en versión
«ultra», lo benéfica que había sido para la humanidad la
Santa Inquisición o la maldad de los primitivos americanos,
o bien ingenuas historias bíblicas. Los dos entonan el himno
de la legión, su canción favorita, que cantan puestos en pie
en el vagón, para asombro de los circunspectos ciudadanos
suizos:
EL BAILE DE DEBUTANTES
Primero se piensa en una fiesta pequeña, casi familiar,
pero se enteran los monárquicos españoles y se apuntan
cientos de ellos. Ante lo complicado que va a resultar todo,
los condes de Barcelona dejan los preparativos en manos de
los Rocamora y se van de cacería. La fiesta al final se
celebra el 12 de octubre de 1954 y se decide que con la
infanta Pilar se pongan de largo unas cuantas chicas de
familias nobles, así se aliviaba la carga monetaria del
evento, al que se llamó en la mejor tradición «baile de
debutantes».
La fiesta constó de dos partes. La primera, una reunión
en Villa Giralda con más de cuatrocientos españoles. Los
«¡Viva al rey!» provocaron que don Juan se viera obligado a
decir unas palabras. Entre la concurrencia estaba Pastora
Imperio, de quien hay una imagen saludando a don Juan con
lágrimas en los ojos, mientras doña María le sonríe
emocionadamente. En la mano, Pastora lleva una especie
de sobre blanco que parece trata de entregar a don Juan,
quizás en él va una aportación a la colecta que los
Rocamora han organizado entre los invitados para tratar de
ayudar a los condes de Barcelona a pagar la puesta de
largo. La turbación de la cantante puede venir dada por
algunos recuerdos de juventud: se rumoreó que había sido
una de las favoritas de don Alfonso XIII, que la apreciaba
mucho y no precisamente por sus artes canoras.
La que menos protagonismo tuvo fue doña Pilar, que no
parecía muy contenta con toda aquella parafernalia de su
presentación en sociedad. No se sentía cómoda con su ropa
de fiesta; ella prefiere ir vestida de amazona, con botas
altas.
Al día siguiente se celebró la fiesta propiamente dicha en
el hotel Parque, al lado del hotel Palacio, que organizó el
banquete: se consumieron cuatrocientas langostas,
doscientos cincuenta pavos y cuatro mil pasteles de pollo.
Se bebieron dos mil botellas de champagne francés. Pese a
que habían pedido pasaporte quince mil personas, Franco
sólo autorizó el viaje a tres mil. La duquesita de Alba viajó
desde España, a pesar de estar de luto por la muerte de su
padre. También asistió el embajador de España en Portugal,
el hermano de Franco.
Se intentó recrear un auténtico baile de corte; las
señoras con diadema y joyas y traje largo, los hombres con
chaquet y condecoraciones. Doña María se puso la corona
de las flores de lis y su collar de chatones, y un vestido de
brocado color beige, y superaba en elegancia incluso a la
reina Victoria Eugenia. Pilar llevaba un vestido, blanco, claro
está, con la falda de organza y el cuerpo ajustado y escote
barco, que le ha hecho la modista Isaura, especializada en
trajes de noche y ceremonia, sin diadema, sólo un sencillo
collar de perlas, guantes largos blancos y una pulsera por
encima de ellos, detalle que entonces no se consideró de
muy buen gusto. Salió a bailar el vals con su padre, casi
delgado enfundado en su ajustado chaquet, y todos gritaron
de nuevo, «¡viva el rey!», incluso la mujer de Nicolás
Franco, Isabel Pascual de Pobil, que aplaudió tanto que se le
enrojecieron las manos. Esto le valió después una
reprimenda en España por parte de sus cuñados, el Caudillo
y doña Carmen, que, muerta de envidia, incluso presionó a
su marido para que les retirara el pasaporte a los que
habían acudido a Estoril, acusándoles de dar gritos
antipatrióticos. Finalmente, prevaleció el buen juicio y tal
sanción no se produjo. A doña Carmen también le causó
gran enfado que la revista americana Life dedicara varias
páginas al evento, cuando la boda de su hija Nenuca con el
marqués de Villaverde —marqués de Vayavida le llamaban
en España— no había merecido ni una foto.
Después del vals tuvo lugar un largo besamanos de
varias horas, en el que desfilaron delante de la reina Victoria
Eugenia y los condes y sus hijos los tres mil invitados. Doña
María llegó incluso a hacerse una llaga en la mano con el
anillo. A continuación actuó Imperio Argentina.
Es evidente que el acto fue más político que social y
seguramente los jóvenes, que deberían haber sido los
protagonistas de la fiesta, no disfrutaron demasiado de ella.
Imperio Argentina ya, en aquella época, era una reliquia.
Menos mal que don Juan Carlos pudo terminar la noche
cogiéndole las manos a su novia Ella mientras ambos
escuchaban los fados de Amalia Rodríguez, de quien se
rumoreaba tenía un afaire con Humberto de Saboya.
Nosotros lo recogemos tal y como se nos ha contado, a
pesar de asegurarse de él que era homosexual.
Su grupo le gasta bromas a don Juan Carlos. Las novias a
esa edad no se toman en serio y los amigos se pasan las
chicas los unos a los otros sin ningún problema. Hasta que
don Alfonso, que sabe ponerse formal cuando corresponde,
ataja los comentarios y, con una madurez impropia de sus
años y tratando de proteger a su hermano mayor al que
adivina sensible, frágil y enamorado, los coge en un aparte
y les recrimina:
—Hay que tener cuidado cuando habléis de Gabriela,
porque ese tema puede ser importante para Juanito.
Cuando sus amigos advierten este tono peculiar en
Alfonso, acatan sus órdenes sin mayor discusión, porque por
algo es el líder nato del grupo.
Después del baile de debutantes, otra vez Juanito
somatiza la incertidumbre de su destino y se encuentra
cansado, sin fuerzas, con marcos y muchas ganas de
dormir. El doctor Loureiro diagnostica que no se ha
recuperado todavía de su operación de apendicitis y se
decide que no regrese por el momento a España. La verdad
es que no saben muy bien qué hacer con él. Don Juan se
queja de que no se ha cumplido ninguna de las promesas
que le había hecho Franco y vuelve a agitar el fantasma de
Lovaina. Juan Carlos está en el centro de las negociaciones
entre él y el Caudillo, que se reúnen de nuevo en Las
Cabezas, donde ambos deciden que el príncipe debe
estudiar en las academias militares españolas.
UN CRUCERO EN EL SALTILLO
La infanta Margot no va al crucero que ha organizado don
Juan en el verano de 1956; todos creen que estar dos meses
embarcada sería demasiado para ella. Para compensarla por
este destierro, los padres la acompañan antes, a principios
de junio, unos días, a la Villa Mon Kepos, en Corfú, sin Pilar y
sin Juanito. Así tienen una excusa perfecta para no celebrar
la habitual multitudinaria recepción del día de san Juan.
Los han invitado los reyes de Grecia. La reina Federica,
que recuerda los buenos tiempos del Agamenón, cree que
en el ambiente idílico de la isla griega recuperarán algo de
paz. Tampoco sería descabellado pensar que la ambiciosa
reina griega, que no da puntada sin hilo y a la que llaman
«la casamentera» pensara en Juanito para una de sus hijas.
En Mon Repos aguardan las princesas Sofía e Irene, y los
condes de Barcelona se muestran encantados con la
simpatía y la modestia de ambas, a las que no pueden dejar
de comparar con María Gabriela, demasiado moderna y,
además, perteneciente a una monarquía que nunca va a
reinar. Quizás fue entonces cuando empezó a anidar en la
mente de don Juan la idea de qué buenas reinas serían las
griegas para España, ya que en ese momento don Juan
Carlos tiene la misma edad que tenía él cuando se casó. Y
no sería extraño que las dos parejas hablaran de una
posible unión de las dos dinastías, al fin y al cabo la política
de matrimonios es una de las tareas más importantes que
realizan las familias reales. Don Juan y su madre, la reina
Victoria Eugenia, se entregaban a este ejercicio teórico
desde que nació Juanito. Y la oferta de princesas reales no
es demasiado abundante: en
Inglaterra, Licchtenstein y Luxemburgo, las princesas son
demasiado jóvenes para Juanito; en Dinamarca y Holanda
tanto Margarita como Beatriz serán reinas, y no pueden por
tanto casarse con un príncipe heredero de otro país; en
Bélgica sólo hay varones y en Suecia las princesas son
demasiado modernas, la prueba es que todas contraen
matrimonios desiguales. Únicamente quedan las dos
princesas griegas e Irene de Holanda, la hermana pequeña
de Beatriz, quien terminará casándose con otro príncipe
español, Carlos Hugo de Borbón Parma.
Así pues, podemos arriesgarnos a plantearnos la
pregunta: ¿casualidad el viaje de don Juan a Corfú? ¿política
de matrimonios? La génesis no la conoceremos nunca, sólo
podemos ver el resultado final de aquella posible estrategia.
Después de este viaje, doña Margarita se queda algo
más conforme en Estoril al cuidado de madame Petzenick,
dedicada a su piano y a sintonizar incansablemente radio
Luxemburgo, donde perfecciona su francés, empieza a
defenderse en griego y aprende ritmos musicales nuevos.
El Saltillo sale de la bahía de Cascaes el 30 de junio de
1956. Al crucero también van los amigos de Juan Carlos y
Alfonso, Jorge y Bernardo Arnoso, y algunos monárquicos
como apoyo para doña María. El barco costea el litoral
portugués y se detiene en los lugares más pintorescos. Poco
a poco el grupo va recobrando el ánimo, ayudado por el
buen humor de los chicos jóvenes; incluso don Juan se
atreve a llegar hasta Punta Umbría, en Huelva, donde, en
media hora, el íntimo amigo de don Juanito, Miguel Primo de
Rivera, organiza una buena juerga flamenca en la que
participan los Medinaceli, los Medina Sidonia y hasta el
torero El Litri. Doña Pilar se arrancó por sevillanas, aunque
cabe decir, para ser sinceros, que la alta estatura de la
princesa y su ausencia de coquetería no son las condiciones
más adecuadas para esta música sensual y sugerente.
Quedó todo muy simpático, aunque el baile se asemejaba
algo a una marcha prusiana.
Montaron tanto jaleo, que las autoridades fueron a ver
qué pasaba y le recordaron a don Juan que tenía prohibido
tocar las costas españolas. La juerga se interrumpió
inmediatamente y el barco puso rumbo a Tánger.
Cada noche rezaban el rosario en memoria del pobre don
Alfonso.
OLGHINA DE ROBILANT
Esas Navidades son las primeras de una nueva vida. Ya
no hay fiestas en casa de los París, que han sido autorizados
a regresar a Francia, ni reuniones familiares con los Saboya,
ni don Juan se disfraza de Papá Noel. Pilar y Juanito
permanecen menos en Villa Giralda y los padres les dan
libertad total. Salen con sus amigos a disfrutar de la noche
en las reuniones «de los exiliados», como se llaman a ellos
mismos con una ironía conmovedora. De todas formas, los
hermanos hacen poca vida en común, cada uno tiene su
círculo de amigos.
En una de estas cenas, don Juan Carlos conoce a la que
será su gran amor de juventud, Olghina de Robilant.
Era ésta una condesa italiana de buena familia, aunque
arruinada, y lo que podría describirse como «una vividora».
Tenía veintitrés años, cuatro más que don Juan Carlos, y
había llevado una vida disipada. Con «amigos» tan célebres
como Dominguín, Walter Chiari o Robert Stark, era una
habitual del ambiente taurino, la feria de Abril sevillana, el
San Isidro madrileño, el mundo del cine y de la dolce vita, y
muy próxima a Hemingway y Ava Gardner.
En Portugal, sin embargo, se mostraba más discreta, ya
que pasaba largas temporadas en las casas de su severa y
puritana tía Olga, condesa de Cadaval, una inmensa finca
en Muge, con cientos de hectáreas y un impresionante
palacio, o la elegante Quinta de Piedade, en Sintra, al lado
de Estoril. Era muy amiga de las hijas del rey de Italia y, a
través de ellas, conoció al novio de María Gabriela, don Juan
Carlos, el hijo del pretendiente, como lo llamaban entonces.
Fue en el restaurante Mutxaxo, en la playa de Guinxo.
María Gabriela no estaba, ya que había ido a pasar las
vacaciones con su madre, en Suiza. Olghina se sorprendió al
ver a don Juan Carlos tan alegre, ya que conocía la
desgracia familiar que había desgarrado su vida. Tan sólo
llevaba corbata negra y un brazalete de luto, pero fue el
primero en salir a bailar el Madrid,
Madrid, Madrid de Agustín Lara, con su mejilla ardiente
junto a la de Olghina y sus labios en su oreja susurrandole
palabras de amor.
Asombrada por esta audacia, aquella mujer sobrada de
experiencia y sofisticación se vio obligada a ir a recuperarse
al cuarto de baño. Cuando volvió, Juan Carlos le había
cogido la barra de labios y en la servilleta le había escrito
«Te quiero». Olghina se quejó y el príncipe le contestó, con
una seguridad que estremeció a la ya entregada condesa:
—No te pintes los labios, porque tarde o temprano los
despintaré.
El fogoso galán consiguió pronto lo que quería: en el
Volkswagen escarabajo la besó con sus labios calientes,
secos y sabios y en el asiento de atrás se comportó «como
un hombre y no como un niño». Los dos sentían una pasión
abrumadora.
Cuando Olghina le habló de su noviazgo con María
Gabriela, don Juan Carlos le contestó con serenidad:
—Me permito lo que puedo y siempre que puedo, ya que
tengo el tiempo limitado, la vida limitada.
Es curiosa la larga práctica en el amor que debía tener
don Juan Carlos, ya que Olghina lo recuerda en todo
momento como un amante con mucha experiencia. A ella
no le disgusta esta advertencia de su enamorado, ya que
tampoco piensa serle fiel, y comenta de él con arrobo que
ha tenido relaciones «¡hasta con Sarita Montiel!». Claro, que
también ella debía ser un volcán inolvidable, ya que uno de
sus amantes, el cantante Boby Solo, explicó cuando ya
habían roto que durante el tiempo de su relación adelgazó
doce kilos y no era capaz de cantar, pero que, después de
ella, si estaba con una mujer que no le daba lo que Olghina
le había dado, la echaba de su cama a patadas.
LA BODA
La reina Federica organiza la boda a lo grande; es una
megalómana que quiere que el casamiento de su hija sea
mejor que el de la reina de Inglaterra. A regañadientes, el
Parlamento concede una dote de nueve millones de
dracmas —unos quince millones de pesetas al cambio de
hoy— para Sofía; su madre no quiere que sea la cenicienta
del Gotha. Tan a disgusto conceden esta cantidad los
parlamentarios griegos que un año después, cuando hay
rumores de crisis entre la pareja, piden que este dinero sea
devuelto.
Los preparativos no son fáciles. La princesa profesa la
religión ortodoxa y consiente en convertirse al catolicismo,
de hecho lo hará un par de días después de su boda. Pero
una princesa griega debe casarse por el rito ortodoxo y el
Papa admite, de forma inusual, que se celebre una doble
ceremonia, ahora, eso sí, dejando claro que la solemne debe
ser la católica y que la ortodoxa solamente debe constituir
un simple trámite para poder acceder a la nacionalidad
griega. Los ortodoxos más acérrimos no aceptan que la
princesa se case también por el rito católico y encabezan
una protesta. Los políticos de la oposición, por su parte,
critican el elevado dispendio y se niegan a asistir al
casamiento, incluso se producen amenazas de que el día de
la boda intentarán boicotear el acto, lo que obliga a un
despliegue policial sin precedentes.
Se confiscan balcones para que sirvan de tribunas y
también los yates amarrados en El Pireo y muchas
habitaciones particulares para alojar a los tres mil españoles
que se desplazan a Atenas. El rey Pablo alquila dos aviones
Constellation para transportar a los invitados de sangre real,
pero no incluye en esta invitación a la familia del novio.
Doña María va con las infantas en un vuelo regular,
mientras don Juan prefiere viajar a la boda de su hijo a
bordo del Saltillo.
Siguiendo una tradición que los españoles de aquellos
años conocemos muy bien se arreglan someramente las
calles por donde pasará el cortejo para no ofender la vista
de los regios asistentes, pero los invitados más sensibles no
se dejan engañar y se asombran del contraste entre la
pompa de las casas reales de toda Europa y la pobreza que
reina en Grecia; lisiados, pordioseros, mendigos, gitanos,
son mantenidos a raya por la implacable policía griega, que
forma un cordón alrededor de los invitados y sus valiosas
joyas: la corona de zafiros de María Antonieta que lleva la
condesa de París; la corona de esmeraldas que había
pertenecido a la reina Amelia que lleva la princesa Ana de
Francia; la tiara con el famoso diamante de la corona, una
de las gemas más bellas del mundo, que luce la reina
Juliana de Holanda; la tiara de la emperatriz Eugenia que
adorna el complicado peinado de madame Niarchos, esposa
del multimillonario armador griego; los rubíes de la ex mujer
de Onassis, Tina, casada ahora con el marqués de
Blandford, que hacen juego con su vestido de Guy Laroche
de color carmín, y las perlas de la duquesa de Marlborough
y de doña María, que contrastan con su majestuoso traje
azul noche.
Un invitado a la boda, que prefiere mantenerse en el
anonimato, recuerda para este libro que:
—Era una situación increíble, por una parte había una
especie de histeria entre los griegos, un fanatismo primitivo
que casi daba miedo, yo vi desmayarse a varias personas
delante mío, incluso se rumoreó que había muertos, y, por
otra, en cuanto te alejabas unos metros de la fila de
espectadores, te tropezabas con el tercer mundo puro y
duro, parecía la India más que un país europeo, todo era un
poco exagerado, clarines, caballos, guardia de honor,
estandartes, carrozas, escuderos uniformados y
empenachados, Constantino vestido como un domador de
circo caracoleando con su caballo, criados con librea... la
reina Federica despertaba muy poco entusiasmo, apenas la
aplaudía nadie, pero ella fingía no darse cuenta, saludaba
con una amplia sonrisa como si las multitudes la aclamasen.
A los que sí aplauden es a los novios, que son los que
van más sencillos. Sofía lleva un traje de lamé blanco
bordado con bolillos con hilo de plata, del modisto griego
afincado en París, Jean Desses, pero todo tan discreto y
desdibujado que parece que lleve únicamente una túnica
blanca. El velo es de encaje de Bruselas y es el mismo que
lucía Federica el día de su boda con el rey Pablo. Se la ve
sonriendo muy ilusionada y con los ojos brillantes debajo de
la corona de diamantes que le ha regalado su madre, quien
también la recibió de la suya, la princesa Victoria
Luisa de Prusia, que, curiosamente, no asiste a la boda
de su nieta, ya que está peleada con Federica. La diadema,
con dibujos helénicos, es la misma que llevará su nuera
doña Letizia cuarenta y dos años después. Juan Carlos lleva
puesto su uniforme caqui de teniente del Ejército de tierra,
está algo ojeroso y pálido, tiene un brazo vendado y sufre
fuertes dolores, se lo ha roto, según unos practicando judo
con su cuñado, según otros al resbalar simplemente en
palacio.
La censura hace que la prensa española omita que los
príncipes se van a casar también por el rito ortodoxo y
prohíbe la difusión de las fotos de esta ceremonia. Hay
muchos invitados desconcertados que tampoco lo saben y
deben dirigirse a una y otra ceremonia corriendo. Es una
situación muy curiosa. Nadie recuerda haber vivido nunca
algo parecido. Prosigue mi informante:
—Fue agotador, primero la iglesia católica, colocarnos en
el templo no sé cómo, porque apenas cabíamos, ir corriendo
a la otra ceremonia, volvernos a sentar, los coches no
llegaban y las señoras tenían que ir caminando con los
grandes sombreros y los tacones por aquellas
endemoniadas calles griegas... nadie entendía nada.
Lo peculiar es que contrariamente a lo que se nos ha
hecho creer siempre y también a los deseos del Papa, donde
Federica echó el resto fue en la boda ortodoxa, siendo la
católica una ceremonia corta y modesta. En la catedral
ortodoxa de Santa María se sigue el largo ceremonial
bizantino. Y en la iglesia católica una edición abreviada de la
santa misa que apenas dura media hora. La pequeña iglesia
de San Dionisios está engalanada con claveles rojos y rosas
amarillas, formando la bandera española, pero la catedral
ortodoxa está adornada con treinta mil rosas rojas y la luz
de millares de bujías. La princesa entra en ambas
ceremonias del brazo de su padre.
Luego, todos van al palacio real a firmar la tercera boda,
la civil, delante del alcalde de Atenas.
Los mil invitados, que han asistido a varias fiestas
prenupciales y que además llevan arreglados y vestidos
desde las ocho de la mañana, se sientan por fin a almorzar
con un suspiro de alivio. Muchos se descalzan con disimulo.
Los novios se van a los postres y embarcan en el lujoso
yate negro de Niarchos, el Creóle, donde pasarán la noche
de bodas. El armador fue el invitado más rumboso de todos,
ya que le regaló a doña Sofía un soberbio conjunto de
diadema, collar y pendientes de Van Cleef con gruesos
rubíes de cabujón rodea dos de brillantes, además de poner
a su disposición el Creóle con toda la tripulación a su
servicio.
Cuando amanece, ven las costas de su querida isla de
Corfú.
Todos coinciden en que la auténtica protagonista de la
boda, la que más ha disfrutado, ha sido Federica de Grecia,
deslumbrante en su traje de lamé dorado con un abrigo
beige largo ribeteado de martas cibelinas. Con una mano
saluda y con la otra se enjuaga las lágrimas... Lo único que
le importa es que a la boda de su hija han asistido ciento
treinta y siete miembros de familias reales y veinticuatro
soberanos o jefes de casas ex soberanas. Como contraste, a
la Familia Real española no se la ve especialmente feliz, ha
habido muchos desaciertos en los días previos a la boda, las
humillaciones que han recibido, tanto por parte de los
representantes de Franco que han acudido a la boda, como
de la Familia Real griega hacen que no puedan saborear
esta boda que tanto les ha costado conseguir. Quizás la
afrenta más grotesca es que cada vez que el corpulento don
Juan entra en una recepción con su paso torpón y escorado,
en lugar de sonar la Marcha Real los músicos han recibido
órdenes de tocar el Pasodoble torero. Don Juan se pone
lívido de rabia.
Sus rostros son un poema. Don Juan y doña María están
serios y abrumados, y doña Victoria, antes tan elegante, se
ha arreglado sin ningún esmero, parece incluso no haberse
peinado y lleva un sombrero que hasta en aquellos
momentos y con la óptica de la moda de entonces, algunos
invitados definieron como «un nido de pájaros».
Lo único que les consuela es pensar que don Juan Carlos
ha escogido bien.
Pilar es una de las ocho damas de honor de Sofía; con
veintiséis años, es la mayor junto a otra dama, su amiga
Alejandra de Kent, ya prometida a Angus Ogilvy, con el que
se casará un año después. Ana María de Dinamarca es la
más joven, sólo tiene dieciséis años y ya se ha enamorado
de ella Constantino, el hermano de Sofía, con el que se
casará dos años más tarde. Otra boda saldrá de ésta: la de
Diana de Francia con Carlos de Borbón Dos Sicilias, aquel
Carlitos tan bromista, primo de Juanito, y que estudió con él
en Las Jarillas, y que es el que sostiene la corona encima de
su cabeza en la complicada ceremonia ortodoxa. La prima
de Sofía, Tatiana Radziwill, su mejor amiga todavía en la
actualidad ya que es una de las asiduas a los veranos en
Mallorca, se casará con el doctor Fruchaud cinco años
después. Irene de Grecia permanecerá soltera e Irene de
Holanda todavía no había conocido al que sería su marido,
el príncipe español Carlos Hugo de Borbón Parma, aunque
dicen que él la escogió (es multimillonaria) viéndola en una
fotografía en la que está con su traje de dama de honor.
Todas van ataviadas igual, con unos vestidos de organza
de escote bañera ceñidos por cinturones rosa y azul,
cubiertos con unas chaquetillas de gasa transparente que
no les favorecen, y unas diademas de terciopelo que se les
resbalan todo el tiempo.
Pilar está muy seria, y eso se refleja en las escasas fotos
que existen de ella, todas de grupo, «no la vi sonreír ni una
sola vez», me sigue contando mi informador. En algún
momento parece casi enfadada. Está dolida por el trato que
recibe su familia; ha corrido la consigna de que deben pasar
lo más desapercibidos posible, no solamente por parte de
los griegos, lo cual es natural ya que no los conocen, sino
por el lado de las autoridades españolas, que quieren
minimizar su papel, como comenta don Juan con amargura,
«es como la boda del huerfanito». En la prensa española
salen fotos de la ceremonia católica, pero únicamente de los
novios e incluso alguna de una dama mayor desconocida,
con el pie «doña Victoria Eugenia de España». Nadie se
ocupa en corregir el error.
La infanta tampoco debe estar contenta con el puesto
que le asignan entre todas las damas, a ella que es la
hermana del novio: siempre la última.
Pero más dolida está Margarita, que debe contentarse
con seguir la ceremonia desde la segunda fila de la iglesia.
La han vestido con un traje muy amplio, línea trapecio, que
la hace muy gruesa, y le han puesto un sombrero en forma
de pirámide que la hace mayor. Nuestro invitado se fijó en
ella:
—Estaba al lado del pasillo y algo relegada, me pareció
extraño, pues en otras bodas reales a las que he asistido la
familia se sentaba en el primer banco fuera cual fuere el
rango del resto de los invitados, y me dio mucha pena
cuando la vi intentado seguir la entrada de los invitados y
los novios, apabullada por el ruido y moviendo la cabeza
hacia un lado y otro... la gente no sabía quién era y la
miraban con curiosidad... sólo la observé relajarse cuando
sonó el Aleluya de Haendel en la iglesia católica. Luego, con
todo el trasiego de una iglesia a otra, la noté muy perdida...
La posición secundaria de las dos infantas parece una
premonición de lo que les aguardará en el futuro.
Era el 4 de mayo de 1962.
TRAGEDIA EN LA ESTACIÓN DE
FERROCARRIL
La boda real y los fastos que la han acompañado se le
borran a Pilar totalmente cuando tiene que enfrentarse de
nuevo a la tragedia, pero en esta ocasión ésta no tiene
carácter personal, sino colectivo.
El 27 de mayo de 1963 se hunde el techo de la estación
lisboeta de Cais de Sudre sobre el popular ferrocarril de la
costa. Las primeras noticias son confusas, se habla de
bombas y atentados, pues la dictadura de Oliveira Salazar
ya empieza a ser contestada por amplios sectores de la
sociedad portuguesa, agotada tras varios años de guerra
para mantener unas colonias, Guinea, Mozambique y
Angola, que luchan a última sangre por su independencia.
Lo único que se sabe seguro es que hay heridos y muertos,
y que se necesita ayuda urgente. Se ponen en estado de
alerta los hospitales de Lisboa y alrededores y se avisa a
todo el personal médico. Doña Pilar, que en ese tiempo
trabaja en el hospital de los Capuchos, se presenta
voluntaria con su maletín de enfermera y, nada más llegar,
se hace cargo de la situación: hay miembros arrancados y
sangrantes diseminados por toda la estación, hombres
decapitados que todavía se mueven, niños abandonados
que lloran a gritos, humo, ruido de sirenas y miedo, porque
todavía no se sabe si ha sido un atentado y habrá nuevas
bombas por explotar. Con la frialdad necesaria en esos
momentos, Pilar deja de ser princesa y se convierte
únicamente en una enfermera eficiente y llena de valor.
Primero auxilia a los heridos más graves, pone inyecciones
para el dolor, tiene palabras de consuelo para todos, hace
curas de urgencia, entablilla brazos, avisa a los médicos
cuando el caso es límite, y, como es tan fuerte, ayuda ella
misma a trasladar a los heridos a las camillas y luego a
trasportar éstas a las ambulancias. A su alrededor las
enfermeras se desmayan por el calor, el humo y la
impresión recibida, hay sangre en el suelo mezclada con las
cestas de comida y parasoles y pelotas de niño, y la infanta
las anima:
—Venga, venga, ahora no es el momento, ya os
desmayaréis después, ayudad, hay mucho trabajo.
Están largas horas sin comer, sin beber, sin descanso.
Los bomberos tratan de levantar las enormes estructuras
derruidas para constatar si hay heridos debajo. Encuentran
lo que creen un cadáver y, cuando ya van a llevarlo al
depósito, las enfermeras lo oyen gemir y se abrazan entre
ellas con lágrimas en los ojos.
Después, la infanta va directamente al hospital para
seguir atendiendo a los heridos, está agotada y sus mismos
jefes le dicen que se vaya a casa, pero ella quiere estar al
pie de la cama de sus pacientes, a los que personalmente
ha contribuido a salvar.
Su actitud es heroica; se la fotografía con su uniforme
sucio de humo y de sangre y esta imagen sale en la portada
del periódico ABC. Es la primera vez que una infanta de
España aparece en la portada de un diario español desde la
marcha de los reyes en 1931. Su rostro y su nombre,
desconocidos hasta entonces, se hacen populares, hasta el
punto de que el Gobierno portugués le rinde homenaje y le
concede una medalla, será la primera que recibe la familia,
de aquel país, y quizás la única que consigue un Borbón no
por ser quien es, sino por méritos propios.
Los condes de Barcelona manifiestan su alegría de que
su hija haya podido devolver una pequeñísima parte de lo
que Portugal ha hecho por ellos, y más de un monárquico
suspira mirando a la aguerrida princesa, la mayor de sus
hermanos:
—¡Qué pena que no naciera hombre...!
Mi querido General:
Como me consta el afectuoso interés con que ha seguido
V.E. los asuntos de mi familia, no quiero dejar de
comunicarle que hace muy pocos días se han comprometido
para casarse mi hija Pilar y Luis Gómez-Acebo, hijo de los
marqueses de Deleitosa. Tanto María como yo vemos con
agrado este proyecto de nuevo hogar por tratarse de un
chico español del cual tenemos excelentes informes.
Aprovecho para desearle a Vuestra Excelencia y a los
suyos Felices Pascuas, esperando que el próximo año le sea
prospero, así como a nuestra Patria.
Juan.
LOS THYSSEN
Carmen Cervera, a la que todos llaman Tita, ex miss
España, ex mujer de Lex Baxter y Espartaco Santoni, ex
actriz, ha conseguido el máximo trofeo de toda mujer de su
estilo: lograr no solamente que el barón Thyssen, uno de los
hombres más ricos del mundo, se enamore de ella, sino
¡que se case! Su boda en Daylesford, a la que asistió la
autora de este libro, fue una mezcla de fasto oriental y
guateque de garaje. Cuatro kilómetros de camino bordeado
por dos filas de criados vestidos a la Federica con antorchas,
para llegar a unas carpas muy sencillas, con mesas de
caballete, muchos sitios vacíos, el caviar a cucharadas y la
baronesa luciendo el espléndido brillante «Estrella de la
paz», del tamaño de un puño.
—¿Quieres tocarlo?
Nos preguntaba a todos con simpática llaneza Tita. Claro
está que nos apresurábamos a declinar la amable
invitación, ya que siete hombres de la empresa de
seguridad Lloyds, armados hasta los dientes, con
pinganillos, pistolas y rotweillers, se movían al unísono que
Tita, o, mejor dicho, de su brillante.
Carmen conoce a los duques de Badajoz a través de don
Juan, con el que coincide en Marbella, y hace lo imposible
para estrechar relaciones con ellos. Su biografía, mejor
dicho, la que le ha contado a Heiny, habla de internados en
Suiza, papá ingeniero también coleccionista de cuadros,
puestas de largo y mucho liceo. Pero, está muy lejos de la
realidad: Tita es nieta de la honrada cocinera de una familia
muy conocida de Barcelona (hoy día, la última
representante de ésta, que trató a la baronesa de pequeña,
está viviendo en una residencia de ancianos y ha intentado
negociar con algún programa de televisión para contar sus
recuerdos) e hija de un taxista. Piensa que tener unos
amigos como los Badajoz la redimen de su oscuro pasado,
sus fotos desnuda en Interviú y su azarosa vida de
aventurera de altos vuelos. Claro que su meta final es
conseguir un acercamiento a los Reyes, y para eso intenta
la jugada suprema: que la fabulosa colección de su marido
venga a parar a España.
Luis, por su parte, tiene auténtica simpatía por Tita y,
además, en esos momento tan delicados, su economía
agradece el apoyo financiero del barón. Otra cosa es doña
Pilar, totalmente incapaz, por su sentido de la jerarquía, de
llevarse bien con la ex actriz de destape, pero que se ve
obligada a admitir esta relación por razones fácilmente
comprensibles.
La baronesa se hace una casa en Madrid para estar cerca
de la realeza, y alquila un fantástico barco que atraca en
Mallorca, próximo al del Rey. Allí intenta incluso comprar el
palacio de Maricel, vecino y gemelo a Marivent, que
finalmente será adquirido por Alicia Koplowitz para hacer un
hotel, y entonces Tita, ya viuda, comprará una vivienda en
Son Armadans, junto al bosque de Bellver, donde tenía su
casa Camilo José Cela. Es una zona privilegiada de la isla,
aunque ahora está bastante deteriorada. Asimismo,
enriquece su ya fabulosa colección de joyas con una pieza
de categoría que había pertenecido a la reina regente María
Cristina, abuela de don Juan, y que sus descendientes,
quizás la reina Victoria, habían sacado a subasta: es un
corsee de brillantes, una especie de corsé que se lleva en el
vientre, de forma triangular, de valor incalculable, aunque
muy feo, incómodo e imposible de ponerse con las ropas
actuales. Carmen no lo utilizó nunca públicamente, aunque
sí se hizo una fotografía de estudio luciéndolo, en la que se
ve que a la pieza le faltan los catorce brillantes en péndulo
que colgaban de ella. No se sabe si los eliminó la baronesa,
o si la joya ya le fue vendida mutilada.
Tita quiere empezar su cortejo a los Reyes y le pregunta
a Luis si sería adecuado hacerles un obsequio por Navidad,
a lo que el duque de Badajoz contesta afirmativamente.
Cuando en Zarzuela son advertidos de que un presente
de los Thyssen está en camino se ponen muy nerviosos.
Esperan días y días y el citado regalo —¿joyas? ¿cuadros?
¿coches?— no se ve por ningún sitio. Miran incluso en la
caja fuerte ya que, dada la categoría del obsequio, quizás
alguien lo ha depositado allí por seguridad.
Asombrosamente, sólo encuentran un par de jamones,
valiosos, sí, pero no tanto como esperaban y, además, los
ha enviado otra persona. Finalmente, llega el tan ansiado
paquete. Es de pequeñas dimensiones, lo abren con
nerviosismo y es ¡un libro!
Dicen que esa noche hubo bronca familiar en Zarzuela.
La intimidad entre Luis Gómez-Acebo y los Thyssen llega
a ser tal, que Carmen lo hace padrino de su hijo Borja, fruto
de una relación anterior, en una ceremonia católica en la
iglesia de San Patricio en Nueva York, con la asistencia
emocionada del barón, que adoptó a Borja dándole sus
apellidos unos años después. La multimillonaria Anne Getty
aceptó ejercer de madrina. Y es el propio Luis el que
anuncia oficiosamente que la colección Thyssen,
setecientos setenta y cinco cuadros capitales en la historia
de la pintura de todos los tiempos, se quedará en España,
siendo fotografiado en actitud triunfal con sus amigos, Tita y
Heiny; sólo les falta hacer la V de la victoria, de lo que se
abstienen porque son gente educada. El ministro de Cultura
socialista, Javier Solana, fue su interlocutor en esta
importante operación, que costó a las arcas del Estado la
cantidad de doscientos cuarenta y cinco millones de dólares
en concepto de préstamo durante nueve años, cinco
millones por cada uno de estos años y trescientos cincuenta
más cuando es definitivamente adquirida en 1992.
A pesar de los dolores que conllevaba su maltrecha
salud, el duque estaba satisfecho con su trabajo: por una
parte lo situaba en una preeminencia que su parentesco con
los Reyes no le había proporcionado y, al mismo tiempo, le
ponía en contacto con el inundo del arte, tema del que llegó
a convertirse en experto, hasta el punto de que fue
nombrado presidente de la asociación Amigos del Museo del
Prado, y le queda tiempo suficiente para profundizar en sus
investigaciones históricas, y para escribir un libro muy
estimable, A la sombra de un destino, sobre la vida de
Alonso de Borja, el fundador de la dinastía de los Borgia. Por
otra parte pudo darle a su familia el bienestar que su
conexión con la familia Real tampoco le había
proporcionado. Aunque Luis era lo suficientemente sutil
como para advertir que si los Thyssen confiaban en él no
era solamente por sus conocimientos y relaciones, sino,
sobre todo, por su proximidad familiar a los monarcas
españoles.
Los barones esperan una contrapartida para su
generosidad, pero el tan ansiado acercamiento a la Corona
no se produce, a pesar de los desaforados esfuerzos de Luis,
que no goza de la simpatía de sus cuñados, y de los
intentos, más moderados, de doña Pilar. Un incidente banal
viene a enfriar todavía más la relación entre los Badajoz y
los Reyes. Una revista de información general coloca a los
hijos de doña Pilar en el orden sucesorio detrás de las
infantas Elena y Cristina, al mismo tiempo se insinúa que
también tienen derecho al tratamiento de infante, como sus
primos. Dan una razón que para ellos es clara y meridiana:
la infanta doña Pilar, al casarse con Luis Gómez-Acebo, no
había hecho renuncia a sus derechos dinásticos, ya que la
unión estaba considerada tan desigual que no había sido ni
siquiera necesario. Y el propio Luis llegó a pensar que, al no
estar esta renuncia sancionada por las Cortes, los derechos
dinásticos continuaban vigentes. Incluso convenció a su
poco ambicioso cuñado, Carlos Zurita, de que en su caso
ocurría lo mismo.
Zarzuela se indignó, y el 6 de noviembre de 1987 se dio
a conocer un Real Decreto dejando claro que doña Pilar y
doña Margarita sólo tenían tratamiento de Alteza Real de
forma vitalicia, no compartido ni por su marido ni por sus
hijos. Es de suponer el disgusto de los duques por esta
reconvención pública, aunque, naturalmente, lo guardaron
en la intimidad.
De todas formas, hay una razón de peso para que este
acercamiento Zarzuela Thyssen sea imposible. La visible
antipatía que le merece a la Reina la baronesa ex miss
España. Las causas de esta animadversión no es difícil
desentrañarlas: doña Sofía es muy exigente con el rango de
las personas de su entorno, de hecho, sus únicas amigas,
después de la muerte de su madre, Federica, a causa de
una operación de estética en 1981, son su hermana Irene y
su prima Tatiana Radziwill. Carmen Cervera no encaja en el
círculo, aunque hubo rumores de que, sin embargo, el Rey
no fue tan escrupuloso, lo que no hizo más que acrecentar
la frialdad entre las dos mujeres.
MARIO CONDE
Pero estamos en agosto, en Sevilla, y con un calor de
cuarenta y cinco grados. Doña María y don Juan comen
juntos un par de veces, y después él remonta con su
querido Giralda el Guadalquivir porque quiere pasar unos
días en la cercana finca de Mario Conde, Los Carrizos.
Conde, en aquellos días, es el máximo exponente de la
beautifulpeople, el rey de los banqueros y los millonarios, el
hombre más admirado del país. Pertenece al círculo íntimo
del Rey y ha entablado una estrecha amistad con su padre,
que se encuentra cada vez más solo, más apático e
indiferente a todo. A don Juan ya no le divierten ni Marbella,
ni los chistes de Marujita Díaz, ni las coplas de Lola Flores,
aunque la belleza de las mujeres le seguirá emocionando
hasta el último suspiro. En sus momentos de hondo
desaliento se sincera con sus amigos:
—Me siento profundamente cansado... llego a ver como
una liberación el día que suelte todas mis ataduras...
Y se aferra al cariño de Mario Conde como antes se
aferraba al de los Thyssen. Dice quererlo como a un hijo —
siempre buscando a Alfonsito— y que sólo se divierte
cuando está con él.
Frente a Los Carrizos sirven un aperitivo en la cubierta
del barco, tortilla de patatas, boquerones, chanquetes
recién fritos, quisquillas y albóndigas caseras.
Distraídamente, don Juan coge una y, de repente, siente
como un punzón de hielo en la garganta. Se ahoga, intenta
toser, se congestiona, le golpean la espalda, le cruzan los
brazos por detrás, y finalmente expulsa el trozo de carne.
Presa de un terrible agotamiento se tumba en el camarote,
pero el dolor en la garganta no cede, es como una herida
abierta. El mal terrible está de nuevo allí, agarrado a su
garganta, y esta vez no va a moverse.
Es llevado urgentemente a la clínica de Navarra, donde
lo atiende el doctor Tapia. Todos saben que su estado es
irreversible y que aguantará lo que aguante su viejo
corazón.
El también lo sabe, pero recuerda un último y penoso
deber, le falta la postrera estación de su calvario: traer al
hijo que le arrebató la muerte. Vuelve a pronunciar el
nombre de su adorado Alfonsito para pedir a don Juan
Carlos que traigan su cuerpo a descansar a un país que no
le vio nacer ni morir, pero que es el suyo. Aunque antes
tiene que vencer la resistencia de doña María, que no quiere
mover a su niño, que está en Cascais, en un cementerio
modesto, pero frente al mar que tanto amaba.
Pero los infantes de España deben ser enterrados en El
Escorial. Don Juan va de Pamplona a Madrid
desobedeciendo a sus médicos. El féretro de su hijo, de
palosanto con incrustaciones en plata, es velado toda la
noche por un destacamento de la guardia real.
A su alrededor se agrupa lo que queda de su familia, rota
irreparablemente el día del disparo fatal. Doña Pilar, que fue
la única que lo oyó y que no ha podido olvidarlo nunca, está
con sus hijos Simoneta y Bruno; doña Margarita, que
recuerda a su compañero inseparable, que le enseñaba el
nombre de las flores, solloza en silencio, nadie ha venido a
llenar el vacío que dejó. Don Juan Carlos no ha podido
superar nunca totalmente aquella tarde lluviosa en Estoril.
Doña María, que todas las noches sueña con la voz de su
hijo, «¡El afiladog, el afiladogl», aún tiene presencia de
ánimo para decirle a su marido, tronchado de dolor:
—Juan, ya estamos todos juntos en nuestra patria.
A don Juan sólo le queda contar los días que le faltan
para reunirse otra vez con su hijo, para navegar los dos por
el cielo.
Vuelve de nuevo a la clínica universitaria de Pamplona,
donde cuenta con la inestimable ayuda de Rocío Ussía, su
mano derecha, sus muletas, su apoyo, que no se separará
de él en ningún momento. Lo visita Mario Conde con
frecuencia, atendiendo a las súplicas del Rey:
—Vete a verlo cuando puedas porque no para de
preguntar por ti, no quiere ver ni al príncipe, ni a la Reina ni
a las infantas; sabe que se está muriendo y no deja de
repetir que venga Mario.
Es triste constatar que los últimos afectos de don Juan
fueran para alguien que acababa de conocer, cuando tantas
personas le habían servido fielmente a lo largo de toda su
vida, quizás algo de razón tienen los que hablan de la
«ingratitud de los Borbones». Aunque también es
sintomático que don Juan prefiera la compañía de un
desconocido a la de sus propios hijos, quizás ha llegado a
creer que si Alfonsito hubiera podido hacerse mayor, se
hubiera convertido en este hombre alegre, cariñoso y listo,
la imagen que ofrece Mario Conde. Cuando todo lo demás le
ha fallado, cuando lo cercan la ingratitud y la traición, don
Juan no puede dejar de pensar en lo que hubiera pasado si
hubiera tenido a su lado a su hijo pequeño para defenderlo.
Es curioso de todas formas que, de los ocho legados
materiales que dejó a modo de recuerdo para sus mejores
amigos, no figurara ninguno para Mario Conde, lo que hace
sospechar que quizás al final la amistad terminó por
enfriarse.
Lo visita también el príncipe Felipe, que acaba de romper
su tormentosa relación con Isabel Sartorius, según algunos
por consejo de su abuelo, quien, al parecer, le hace
prometer que se casará con una persona de sangre real o
adecuada. También doña María, pese a las dificultades de
desplazamiento, acude en varias ocasiones. Sus hijos van
cada semana y don Juan Carlos al final se queda
permanentemente a su lado. En todo momento, don Juan
recibe de pie a las visitas y las acompaña hasta el ascensor
con perfecta cortesía. Y, si no, habla constantemente por
teléfono con sus familiares, mejor dicho escucha, ya que él
apenas puede emitir palabra. Años después se demostraría
que el teléfono estaba siendo intervenido inexplicablemente
por el Cesid (Centro Superior de Información de la Defensa)
comandado entonces por Manglano. Copias de esas cintas
recorrieron las redacciones y muchos periodistas recuerdan
las expresiones de cariño de don Juan Carlos a sus hijos
desde la habitación de su padre, llamando «Felipón» al
príncipe y riñendo a Elena porque no había ido al médico a
tratarse de una lesión que se había hecho montando a
caballo.
ENCUENTROS Y DESENCUENTROS
DE LAS MUJERES DE LA FAMILIA
Doña Sofía tiene un motivo más para estar disgustada
con su cuñada, y últimamente apenas aparecen juntas,
aunque la gran sonrisa que exhibe doña Pilar expresa su
satisfacción sobre la marcha de «su» familia, como si
considerase que nadie tiene derecho a darle lecciones, y
quizás sea así.
El verano pasado, el 30 de julio, la infanta cumplió
setenta años. Se pensó que lo celebraría con una gran fiesta
con asistencia de toda la Familia Real. Finalmente, sólo hubo
una sencilla cena en Flanigan, en Puerto Portáis, en la que
estuvieron doña Pilar con sus hijos Simoneta y Fernando con
sus respetivos cónyuges. Gabriela y Juan brillaron por su
ausencia, condición sine qua non, al parecer, para que
asistieran los reyes don Juan Carlos y doña Sofía, que fueron
sorprendidos por los fotógrafos con expresión seria y
circunspecta. No hubo fotos de grupo. La cena terminó muy
pronto.
Tampoco acudieron los duques de Soria, aunque sí su
hija, María Zurita. A la siguiente celebración familiar de
doña Pilar, el bautizo de su nieta Laura, hija de Beltrán y
Laura Ponte, en octubre de 2006, al que sí fue Gabriela, no
asistió ningún miembro de la Familia Real, excepto la
duquesa de Soria sin su marido. La relación entre Juan y
Gabriela también disgusta a doña Margarita, lo que se
traduce en que su relación con doña Pilar es distante, y, sin
embargo, con su cuñada, la Reina, es más estrecha que
nunca. Doña Sofía se ve acompañada por ella en bastantes
ocasiones, sobre todo en conciertos y actos benéficos,
prescindiendo cada ve/ más de su propia hermana, la
princesa Irene, que apenas aparece en público desde los
achaques de salud que tuvo el año pasado.
Lo curioso es que esta situación de tirantez entre doña
Sofía y sus hermanas políticas, que se ha mantenido a lo
largo de tantos años, tiene su trasunto exacto en la época
actual, en las nuevas generaciones. Es público y notorio que
las relaciones entre la princesa Letizia y sus cuñadas, las
infantas Elena y Cristina, son bastante frías, por no decir
inexistentes. Los periodistas analizan con todo el detalle
que pueden permitirse la indiferencia con que trata doña
Letizia a las hermanas de don Felipe en las pocas ocasiones
que deben posar juntas. Éstas le corresponden no
dirigiéndole ni una mirada. La Princesa de Asturias
únicamente presta atención a su marido y a su hija, aunque
para ello tenga que dar la espalda a las infantas Elena y
Cristina. Nunca se la ve hacer gestos de cariño a sus
sobrinos, y don Felipe ya nunca departe con sus hermanas o
cuñados. Una imagen muy diferente a las risas compartidas
y bromas con que posaba la Familia Real en las escaleras de
Marivent cuando el príncipe todavía era sol tero.
Al desconcierto inicial de las infantas cuando su
hermano, a pesar de su educación y de las promesas que le
había hecho a su abuelo don Juan en el sentido de que
buscaría novia entre las chicas de la realeza, decidió unir su
vida a una periodista divorciada, cuñada de un empleado de
la limpieza y nieta de un taxista, siguieron algunos
desencuentros que han culminado en la situación actual. El
más determinante tuvo lugar con motivo del bautizo de
Irene, la hija menor de los duques de Palma, que se celebró
en Zarzuela el 14 de julio de 2005. Cristina le pidió a su
hermano el favor de que alojara en su casa, un amplio
palacete en el mismo recinto de la Zarzuela, a sus suegros
Juan María Urdangarín y Clara Liebaert, modelos de
prudencia y discreción. Don Felipe dijo que sí, naturalmente,
pero, cuando se lo comentó a su mujer, ésta respondió que
ni pensarlo. Que ella estaba embarazada de cinco meses y
en su estado no creía conveniente atender a unas personas
a las que apenas conocía. Don Felipe tuvo que
comunicárselo así a su hermana, con el consiguiente
disgusto por parte de ésta. A partir de aquí el trato entre
Letizia y sus cuñadas no ha hecho más que empeorar.
Felipe, naturalmente, ha tomado partido por su mujer, lo
que le ha alejado de sus hermanas, mientras el Rey, que
adora a sus hijas, las apoya al cien por cien, con la
consiguiente tensión entre él, su nuera y su hijo. Parece que
doña Letizia, como su suegra, entiende la familia en su
sentido más restringido: ella, su marido y sus hijos. La
Reina, quizás por afinidad, es la única que la apoya, aunque
sin gran entusiasmo.
De todas formas, corren rumores desde hace tiempo de
que la Reina pasa largas temporadas en Londres y
únicamente viene a España a actos oficiales o familiares. Lo
cierto es que cumple su misión de forma impecable, los
españoles la respetan por su coherencia, inteligencia,
austeridad y comportamiento ejemplar en todas las
ocasiones, como esposa, como madre y como reina, y quizá
ahora prefiere dar paso a las nuevas generaciones. Ella no
puede decir, como la abuela de su marido, la reina Victoria
Eugenia:
—A mí los españoles no me han querido nunca.
Aunque sí es cierto que puede identificarse con aquélla
en una vida conyugal con más quebrantos que dichas.
El Rey, por su parte, pasa mucho tiempo en Barcelona,
donde se somete a sofisticadas técnicas de
rejuvenecimiento en una conocida clínica, o cazando o
viajando, siempre al lado de su íntimo amigo y compañero
de regatas Josep Cusí, un ingeniero informático ya jubilado
que dedica todo su tiempo libre, que es mucho, a
acompañar a don Juan Carlos, al que se parece tanto
físicamente que hasta los propios escoltas se confunden y
se cuadran delante de él.
Pero, a pesar de que a algunos les gustaría, la hora del
relevo no ha llegado; es un salto delicado pasar de doña
Sofía, del Rey, de sus hermanas, que han sabido ganarse su
puesto después de años de titánica lucha y de haber
vencido temporales, conspiraciones y hasta peligros físicos,
a unos jóvenes cuyos méritos no son conocidos por nadie
aparte de sus amigos.
—No volvería a vivir mi vida, ha sido demasiado duro.
Dijo en un momento de desaliento la infanta doña Pilar
que, con su hermana doña Margarita y con don Juan Carlos,
ha tenido una existencia larga, intensa, apasionada y
contradictoria que yo he pretendido reflejar en este libro
sobre una familia en la que ninguno de sus miembros ha
sido demasiado feliz.
Todos ellos desaparecerán, como las palabras trazadas
con humo, como las líneas en el agua, pero lo cierto es que
pusieron los mimbres de nuestra historia, y que el futuro de
España está escrito en la sangre de sus descendientes. Con
sacrificio, constancia y una ambición ciega y poderosa han
conseguido al fin que se cumplieran sus sueños.
Fin