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Secretos y Mentiras de La Familia Real

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PILAR EYRE

SECRETOS Y MENTIRAS DE LA FAMILIA REAL


Autor: Eyre, Pilar
©2006, La Esfera de los Libros S.L.
Colección: Historia del siglo XX
ISBN: 9788497345859
Generado con: QualityEbook v0.37
Pilar Eyre
SECRETOS Y MENTIRAS DE LA FAMILIA REAL

Tres generaciones de Borbones:


de la tragedia del infante
Alfonso al nacimiento de Leonor
.

Para Ferri, que es el rey de mi mundo...


Resumen

Tres generaciones de Borbones recorren las páginas de


este libro: desde el malogrado infante don Alfonso, cuya
brutal muerte estuvo rodeada de estremecedores detalles
que se recogen aquí por primera vez, al nacimiento de
Leonor, primogénita de los actuales Príncipes de Asturias. Y
entre ambos, las fascinantes vidas de don Juan y doña
María; Victoria Eugenia; Don Jaime; los reyes Juan Carlos y
Sofía; las infantas Pilar y Margarita, hermanas del monarca;
el príncipe Felipe y las infantas Elena y Cristina..., algunas
de las cuales transcurrieron en los diferentes lugares de
exilio: Cannes, Roma, Lausana y, por fin, Estoril, el paraíso
triste.
Pilar Eyre, autora de "Dos Borbones en la corte de
Franco" —publicado con éxito por La Esfera de los Libros—,
desvela secretos y mentiras de la Familia Real; intrigas,
envidias, problemas protocolarios, recelos, infidelidades y
amores desgraciados que se han abatido sobre ella a lo
largo de los años, como si de una maldición se tratara.
Igualmente analiza las relaciones entre sus miembros, la
pulsión sexual —tan potente en todos los varones de la
dinastía—, las novias inconvenientes, las amantes; y
también el dinero, su derroche o su falta, que ha propiciado
tanto situaciones de "glamour" y lujo como momentos de
una sordidez extrema
Una familia que ha compartido una misma pasión: la
lucha por la supervivencia de la monarquía, la ambición de
que siempre haya un Borbón en el trono y el anhelo legítimo
de no volver a pasar hambre.
PRÓLOGO

Cuando empecé a investigar la parte oscura de la vida


familiar de los Borbones, me encontré con unas existencias
tan llenas de dramatismo, suspense y aventura que, por un
momento, pensé en abandonar este trabajo pues temí que
nadie me creyera. Por otra parte, los hechos eran tan crudos
que me dije que hasta dentro de cien años por lo menos no
se podría hablar con total libertad de una historia de la que
nosotros somos contemporáneos, tan perturbadora y
excitante.
Pero el apasionante encargo de Ymelda Navajo había
sido claro: la vida íntima y desconocida de nuestros reyes,
sus hermanos, sus padres y sus hijos. Y una vez empecé a
«convivir» con ellos, ya no pude dejarlos.
Todo es fascinante en las tres generaciones que retrato
en este libro. Los días de Martini y añoranza en los
diferentes lugares de exilio, Cannes, Roma, Lausana y, por
fin, Estoril, el paraíso triste, donde tiene lugar el suceso más
trágico de sus vidas: la brutal muerte, llena de detalles
estremecedores que se recogen por primera vez en este
libro, del infante don Alfonsito. Una ausencia que marcará a
la familia —y tal vez a la Historia de España— para siempre.
Las relaciones entre ellos, siempre con la Corona en el
horizonte, y también la continuidad de la dinastía. Los
amores de adolescencia, la pulsión sexual, tan potente en
todos los varones, las novias inconvenientes, las amantes.
Las hermanas del Rey, esas grandes desconocidas. El
dinero, su derroche o su falta, siempre omnipresente, que
propicia situaciones fastuosas llenas de glamour y lujo, al
lado de momentos de una sordidez extrema.
Pasen y lean, todo está aquí, como en las buenas
novelas, porque las intrigas, peleas, problemas
protocolarios, envidias, recelos, infidelidades, rivalidad,
amores desgraciados, muerte, desdicha, se han abatido a lo
largo de los años como una maldición sobre nuestra Familia
Real, que no se libra de su trágico destino ni en las
generaciones actuales. Parece imposible que estas vidas,
cortas o largas, hayan podido estar tan llenas de
calamidades, pero también de momentos íntimos de
felicidad llenos de humor y ternura.
Para escribirlo he consultado archivos, hemerotecas,
libros y he mantenido muchas conversaciones con personas
que los conocieron a todos. Desde un compañero de
correrías de Alfonso XIII, que vive todavía, hasta colegas de
trabajo de doña Cristina y personas del círculo privado de
doña Pilar o doña Margarita.
También recurro a mi propia experiencia, durante
veinticinco años, como periodista en temas de sociedad.
Aunque no lo parezca, todos los personajes de este libro
son auténticos y las situaciones que describo están
documentadas hasta el último detalle. He intentado
construir un mosaico hecho de piezas pequeñas pero
valiosas y únicas, que, observado con perspectiva, refleja a
los miembros de la primera familia de I España, todos tan
distintos, pero todos recorridos por la misma pasión: la
lucha por la supervivencia de la monarquía, la ambición de
que haya un Borbón en el trono y el anhelo secreto y
legítimo de no volver a pasar hambre.
Capítulo 1
UNA FAMILIA ROTA

Llueve en todo el sur de Portugal en este 29 de marzo del


año 1956. Los goterones de agua dejan en las ventanas de
Villa Giralda señales finas como arañazos. Doña María,
condesa de Barcelona, ha puesto en la gramola su música
favorita, una polonesa de Chopin, y está cosiendo en el
saloncito amarillo de la planta baja un tapete de petit point
para la bandeja de la merienda: una rosa con la frase «para
tomar té». Tiene los ojos tristes del destierro, pero su
actitud es tan serena y equilibrada como siempre. Don Juan
está en su despacho fumando un cigarrillo, tomando un
whisky y repasando por enésima vez las últimas noticias
que le llegan de España. Franco ha vuelto a dar uno de sus
habituales golpes de timón, ha destituido al ministro
«liberal» Ruiz Jiménez, con el que tan buena sintonía tenía,
para nombrar a José Luis Arrese, falangista y acérrimo
antimonárquico.
Con los dientes apretados, masculla de vez en cuando
un:
—Qué cabronada.
Don Juan ve, decepcionado, que sus esperanzas de
volver al trono de España cada vez son más infundadas y
que Franco lo trata, como dice él mismo con amargura,
como a un maricón con purgaciones. Durante las largas
vacaciones de esta Semana Santa, que se convertirá en su
particular semana de dolor, casi no ha ido a verle nadie,
aparte de sus incondicionales. Cada mañana se levanta y le
pregunta a su secretario.
—Hoy, qué tenemos.
—Nada, Majestad.
El clima de abandono y desaliento se ha contagiado a
toda la casa.
Remoloneando por el chalet, medio constipados,
aburridos, pesados e insidiosos, como la humedad que lo
impregna todo, están los chicos. La hermana mayor, Pilar,
que acaba de ponerse de largo, charla con un grupo de
amigas del colegio en su cuarto, y la cieguita, Margarita, de
tan sólo trece años, juega con la señorita de compañía, la
suiza Anne Diky. Alfonso tiene uno y medio más que su
hermana. Juan Carlos, al que llaman Juanito, ha cumplido ya
los dieciocho. No es un niño, pero tampoco es un hombre.
No sabe que le falta muy poco, tan sólo unos instantes, para
entrar a golpe de dolor y de sangre en la vida adulta.
Ambos hermanos han salido de España cuatro días antes,
el sábado 24 de marzo, en el Lusitania Express. Un grupo de
monárquicos, entre los que se encuentra un jovencísimo
Luis María Anson, ha ido a despedirles a la estación. Van a
pasar a Estoril sus vacaciones de Semana Santa. Es el
primer año que los hermanos han estado separados, lo que
les ha venido muy bien porque se pelean constantemente.
Juan Carlos está en la academia militar de Zaragoza, donde,
en diciembre, ha jurado bandera. Alfonsito ha llegado a
Estoril casi directamente desde Los Molinos, donde ha
pasado unas jornadas de ejercicios espirituales, bajo la
dirección del padre Basabé, en las que quizás haya tenido
que confesar un enorme pecado: ha ido a ver Locura de
amor de Sarita Montiel, considerada por la censura como
«Para Mayores Con Reparos». Estudia en el colegio Santa
María de Rosales y el curso siguiente irá a Marín, a la
escuela náutica, pues quiere ser marino como su padre, con
el que comparte además otras aficiones, como el golf y la
vela, y también el carácter. Alfonso se parece a don Juan,
mientras Juan Carlos es igual que su madre. El infante se ríe
hasta las lágrimas con las imitaciones que hace Alfonsito de
todos los visitantes de Villa Giralda. Aunque es el menor, es
más vivo de genio, más inteligente, más ingenioso, más
agudo que su hermano, por algo en la intimidad y cuando
quieren hacerle rabiar lo llaman Senequita. Juanito, sin
embargo, es más guapo, más buena persona y más
seductor.
Como me dice un monárquico que los trató en aquella
época, la gente se divierte con Alfonso, pero la compañía de
Juan Carlos resulta muy grata. Alfonso le toma el pelo a su
hermano, se burla de él, lo imita, se ríe porque al ser el
príncipe heredero tiene que pasar por el enorme ridículo de
que señoras de edad provecta se arrodillen delante de él y
le besen las manos. Y, sobre todo, porque tiene que
aguantar a Franco en las largas audiencias:
—No entiendo cómo soportas a ese enano de El Pardo,
ese sapo, y la Señora, qué asco, todos esos dientes, por qué
les tienes que hacer la pelota en vez de darles una patada
en el culo que es lo que se merecen, por haberle hecho
tanto daño a papá. Juan Carlos se enfada con las pullas de
su hermano, porque aprecia sinceramente a Franco; le
molestan también los chistes que sobre el Caudillo cuenta
su hermana Pilar, con esa voz abrupta y a borbotones que
tanto se parece, en mujer, a la de su padre. Como aquel en
que está doña Carmen merendando con Franco y le está
diciendo:
—Mira cómo ha mejorado el país desde que estás tú,
Francisco. La prueba la tienes en nosotros mismos, compara
cómo vivíamos antes y cómo vivimos ahora.
Como hay personas de no mucha confianza delante que
pueden comentar la «gracia» de la infanta en El Pardo, Pilar
recibe un bofetón de su padre, que cree en el poder
correctivo de los azotes, como tantos progenitores de
aquella época. Pero don Juan no puede evitar sonreírse
«debajo del bigote».
Este año hay un nuevo motivo de disputas. Alfonso que,
como buen Borbón, es promiscuo a pesar de sus pocos
años, se ha echado varias novias, mientras que Juan Carlos
va en plan formal con María Gabriela, la hija del ex rey de
Italia Humberto de Saboya. Uno quiere organizar «fiestas»
con la luz apagada y el otro quiere estar a solas con su
amor. Aunque lo cierto es que los enfrentamientos entre
ambos son superficiales, pues los dos tienen muy asumido
que a don Juan Carlos le espera la dura tarea de ser rey y
que, sin embargo, Alfonso va a ser un señor particular toda
su vida, aunque haya historiadores que han especulado con
la idea de que don Juan al final hubiera hecho heredero a
este último en lugar de a aquél.
A diferencia de Pilar, que se enfada y no lo soporta,
Alfonso ve con naturalidad que el servicio dé prioridad a
Juan Carlos, que se le hagan reverencias y obtenga la
principal atención de sus padres y su abuela, y no siente
envidia ni ningún tipo de rencor. Al contrario, cuando los
hacen viajar en aviones diferentes por temor a un
accidente, siempre pide:
—Por favor, que no le pase nada a Juanito, porque, si no,
me tocará ser rey a mí.
Y, cuando están separados y se ven poco, intercambian
cartas llenas de ternura. En el último aniversario de Alfonso,
cuando cumple los catorce años en los que la muerte lo
congelará para siempre, Juan Carlos le escribe desde
Zaragoza a Madrid: «Querido hermano: lo primero darte un
millón de felicidades y que ya sabes lo mucho que te quiero
y lo mucho que me acordaré de ti mañana... Sé buen chico y
estudia... recibe para ti, de tu hermano, el más cariñoso
abrazo y que siempre te querré. Tu siempre, Juanito».
Pero ahora llevan juntos cinco días que para los padres
se han hecho interminables a causa de sus continuas
peleas. A requerimiento de doña María, don Juan ha tenido
que aplicar severos correctivos a los dos hermanos. La
relación de Juan Carlos con su princesa italiana ha
conseguido por una vez unanimidad en las opiniones de don
Juan y Franco: a ninguno de los dos le gusta. Es demasiado
liberal, demasiado europea y, además, la rumorología
adjudica oscuros libertinajes a ese ex rey Humberto, que,
según dicen, se maquilla y está rodeado siempre de
apuestos secretarios. Estos días, Juanito prefiere ir a Villa
Italia con un lote de discos de Elvis Presley debajo del brazo
a intimar con su rubia princesa, casi tan alta como él. Doña
María obliga a su hermano menor, que en vez de discos
lleva los tebeos del Guerrero del Antifaz para entretenerse,
a acompañarle. Para poder bailar con María Gabriela, única
manera que había entonces de ejercer el sentido del tacto
sobre el otro sexo, Juanito le pide que entretenga también a
su hermana pequeña, María Beatriz, a la que llaman Titi,
que tiene trece años, y el principito español le tiene que
traducir las viñetas de sus tebeos. Alfonsito se siente
rabioso porque en vez de estar con sus amigos y, sobre
todo, con las chicas que le gustan, tiene que hacer de
carabina de su hermano y aguantar a esta niña tan rara que
no le atrae en absoluto.
Hasta que un día, Juan Carlos, con gran secreto, le
enseña a su hermano un objeto que lleva en el bolsillo:
—Mira, la pistola.
El origen de esta arma todavía es desconocido; algunos
autores sostienen que se la regaló Franco, otros que el
conde de los Andes y, otros más, que salió de la academia
de Zaragoza.
—¿Pero, papá no la había escondido?
—Sí, pero le he insistido tanto que al final me la ha
dejado. Claro, como está descargada...
Pero no hay obstáculos que valgan para conseguir sus
propósitos. Aprovechando un viaje que Alfonso hace a
Lisboa, a veinticinco kilómetros de Estoril, se escapa de su
señorita de compañía para comprar balas en una armería.
La pistola es una Long Automatic Star del 22, y se equivoca
y compra balas demasiado grandes, pero, a pesar de eso,
los hermanos consiguen que dispare. Las princesas italianas
están encantadas. María Gabriela es una gran cazadora; Titi,
de mayor, siempre irá armada y, precisamente en España,
con la pistola que lleva en el bolso, intentará suicidarse por
el amor de un guapo torero, Victoriano Roger «Valencia».
Víctor Manuel, el único varón de la familia, también es un
gran amante de las armas; veintidós años más tarde matará
de un tiro a un muchacho que, al parecer, intentaba abordar
su yate. Es una afición peligrosa que los tres hermanos han
copiado a su padre, Humberto, ya que María José, su madre,
es una gran ecologista avant la letre, gran defensora de los
animales y activista contra la caza, al igual que la hermana
mayor, María Pía. En esa época se cuestionaba en voz baja
la fidelidad conyugal de María José, y se comentaba que
únicamente la hija mayor, María Pía, llevaba sangre Saboya,
atribuyéndose la paternidad de los otros tres a distintos
progenitores. Víctor Manuel, por ejemplo, se decía que era
hijo del duque de Aosta, hijo a su vez de aquel duque de
Hierro que murió en Libia prisionero de los ingleses.
El jardín de los Saboya es más grande; los partidarios de
Humberto parece que tienen más poder adquisitivo que los
de don Juan, ya que ambos chalets son un obsequio de sus
fieles. Los Barcelona, como llaman a los hermanos Borbón,
también sienten gran fascinación por las armas y han
heredado la afición de sus padres. En las paredes de Villa
Giralda hay trofeos cinegéticos cobrados en varios safaris
en Kenia y Angola, y en el hall destacan dos grandes
colmillos de elefante. Doña María incluso puede
«vanagloriarse» de ser la introductora de la caza del zorro a
caballo en Portugal. Y, en un mundo en continua
confrontación, en el que los militares son los héroes del
momento, con guerrilleros en los montes, y en el que gran
parte de la sociedad va armada, una pistola es un trofeo y
uno de los distintivos que definen al hombre. Como dicen
los periódicos: «la violencia purificadora se distingue de la
gratuita en que la primera la inspira el Espíritu Santo». A lo
que apostillaba Agustín de Foxá:
—Joder, pues si eso lo inspira el Espíritu Santo, yo me
hago del tiro de pichón.
Los días de vacaciones se reúnen todos los hijos de las
familias reales en el exilio. Son varias, la de Francia, la de
Brasil, la de Rumania y la de Bulgaria, además de la de Italia
y la de España; por algo se dice que en la urbanización de El
Monte de Estoril hay más reyes que en el mus. Los chicos
preparan varios blancos para disparar, unas latas de
sardinas puestas en pie, un cartón sujeto a un árbol con una
diana pintada, una manzana, a la manera de Guillermo Tell,
pero encima del muro, porque las princesas son demasiado
remilgadas —«cursis», según dice Alfonsito— y se resisten a
ponérsela en la cabeza; sólo consiente la buena de
Margarita, que con tal de jugar con sus hermanos se atreve
con todo, pero siempre hay algún alma caritativa que la
salva cuando está a punto de ser acribillada a balazos.
Todos disparan por riguroso turno. Pronto, como ocurre
siempre, Juan Carlos y Alfonso empiezan a pelearse, que si
tú has tirado más veces que yo, que si tú haces trampa y te
acercas más...
El ex rey de Italia sale del chalet y les prohíbe seguir con
el juego, y entonces los hermanos se van a su casa, y por el
camino se dedican a apuntar a las farolas a lo largo de toda
la rúa de Inglaterra. Hay protestas entre el vecindario, que
va a quejarse a los condes de Barcelona, quienes,
horrorizados, esconden el arma en el secreter del despacho
de don Juan, que se guarda la llave en el bolsillo de la
chaqueta.
El 29 de marzo, Jueves Santo, la familia entera, vestidos
de negro como es habitual en esas fechas, van a misa en la
pequeña iglesia de San Antonio, frente al mar. Comulgan.
Después de comer, don Juan, con los dos chicos, se acerca
al club de golf de Estoril, donde Alfonsito toma parte en una
competición, la Ta9a Vizconde Pereira de Machado. Hace
mucho frío y el tiempo amenaza tormenta. Alfonsito le gana
a su íntimo amigo Antonio Eraso y deciden irse a causa de
la lluvia torrencial. Hay una foto de ese momento, la última
que se tomará al infante, en la que se ve a los dos amigos
descansando con los palos en la mano. Alfonsito posa
orgulloso con sus primeros pantalones largos que, para ser
sinceros, le quedan algo cortos.
Se decide que el campeonato continuará el Sábado de
Gloria.
A las seis, toda la familia vuelve a ir a la iglesia de San
Antonio para oír la misa de Jueves Santo.
Regresan a casa. No pueden salir a causa de la tormenta.
Los chicos se pelean, se aburren, bajan resbalándose por la
barandilla de madera de la escalera, están a punto de tirar
la chimenea fuera de uso que hay en el rellano, a la que don
Juan tanto aprecio tiene porque iba en el barco Príncipe
Alfonso que llevó a don Alfonso XIII al exilio. Rompen un
jarrón, los cuernos de elefante se tambalean, juegan a
cartas. Piden insistentemente la pistola:
—No para disparar, mami, sólo para verla.
La madre, harta, va a buscar a la chaqueta de su marido
la llave del secreter. Se la da.
—Pero las balas no.
Cree que estando descargada no hay ningún peligro,
pero lo que no sabe es que una bala grande ha quedado
atascada en el cañón. Los chicos suben al cuarto de juegos
del piso de arriba corriendo, se disparan el uno al otro:
—Pum pum.
En la entrada se pelean por ver quién pasa primero, la
puerta se abre y se cierra, un golpe, un empujón, jugando,
quizás uno le dice al otro, creyendo que el arma está
descargada:
—Si no me dejas en paz te disparo.
Un solo tiro. La bala le entra al niño por la nariz y le llega
directamente al cerebro, causando su muerte de forma casi
instantánea. El orificio es tan limpio que el rostro no se le
deforma en absoluto.
Empuñaba la pistola Juan Carlos. Murió Alfonso. Doña
María ya ha abandonado su labor y está leyendo. Le parece
sentir un ruido extraño pero no le da importancia, no lo nota
doña Margarita, a pesar de su oído finísimo, ni don Juan, ni
la institutriz, aunque sí doña Pilar, que no lo olvidará nunca.
Ese día el servicio hacía fiesta.
Doña María levanta la vista de su libro porque, de
repente, oye a Juanito que baja gritando por la escalera:
—Se lo tengo que decir yo. ¡Mami mami!
Doña María confesó años después: «A mí se me paró la
vida». Los padres suben corriendo la escalera,
atropellándose el uno al otro. Todavía queda un hálito de
vida en Alfonsito, que se apaga entre los brazos de su padre
como la llama de una vela. De la herida mana un charco de
sangre que cubre el suelo. Loco de dolor, don Juan arranca
una bandera de España de una de las paredes del cuarto de
juegos y la echa encima del cuerpecillo de aquel niño
descarado y listo. Senequita. Cogiendo por el cogote a Juan
Carlos, que tiembla de dolor y de miedo, le obliga a
arrodillarse delante de su hermano y de la bandera de
España. Y, con voz de trueno, rota de sufrimiento e
impotencia, le dice:
—¡Júrame que no lo has hecho a propósito!
La casa se llena de voces y gritos. El doctor Abreu
Loureiro no puede sino certificar la muerte del infante a las
ocho y media de la tarde. La señorita de los niños llora
ruidosamente. Los perros de la casa, a los que tanto quería
el infante, aúllan como un coro griego, sobre todo un
cachorro de raza cocker spaniel que acaban de traer y que
todavía no tiene nombre. El íntimo amigo de Alfonsito,
Antonio Eraso, es el único que abraza a Juan Carlos.
Después, don Juan, enloquecido por el espanto de ese
suceso irreversible, sale a la calle con su Bentley negro, y
recorre una y otra vez las callejuelas del monte de Estoril.
Luego, ve las fotos de sus tres hijos vivos en el tablero del
coche, y la de la cabeza rubia con mirada insolente de su
hijo muerto. Aparca el Bentley al lado de la acera y, con los
brazos sobre el volante, se echa a llorar.
En Villa Giralda, visten su cama de adolescente con
sábanas de hilo blanco, le ponen el traje gris oscuro que
llevaba siempre y un rosario entre los dedos, y lo velan las
hermanas de la Misericordia, mientras los monárquicos se
persignan ante este rostro de puro Borbón, la gran nariz
aguileña, la boca pequeña, el incipiente prognatismo de la
barbilla. En su mejilla de cera puede verse la larga cicatriz
que le dejó una flecha el año anterior, cuando jugaba a los
indios en la playa de Guicho.
Los amigos se persignan y susurran ante el cadáver:
—Es como una maldición, Dios lo quiere, el destino los
odia.
Doña Victoria Eugenia, la abuela, que acaba de llegar de
Lausana acompañada por su otro nieto, Alfonso de Borbón
Dampierre, llora en la habitación de al lado y no cesa de
interrogar, desesperada, al cielo:
—Cuándo cesarán las tragedias, cuándo interrumpirán su
curso... mis amigos protestantes me lo dijeron cuando los
abandoné, por qué me convertí al catolicismo, ¡por qué!
La pequeña infanta Margarita pasea desolada por el
jardín y hace un sencillo ramo de flores que deposita a los
pies de su hermano.
—Él me dijo cómo se llamaban. Me enseñó a
reconocerlas por el tacto. Me decía, Margot, estas flores se
llaman como tú, y éstos son geranios, y estos claveles, las
flores favoritas de mami, y estas rosas...
Le pasa una y otra vez las manos por el rostro para
despedirse de él a su manera.
Amigos venidos de España cargan con el ataúd hasta el
pequeño cementerio de la Guía, en Cascais, donde lo
entierran cubierto con la bandera española. Preside la
ceremonia el nuncio del Papa en Portugal, el mismo sábado
y a la misma hora en que Alfonsito tenía que jugar la final
del torneo de golf. Con enorme dignidad, don Juan saluda
uno a uno a todos los españoles que han venido para
despedir a su hijo. Nobles, grandes de España, gente del
pueblo que han llegado en un desvencijado autocar y que
echan tierra de la patria sobre la tumba. También vecinos
sencillos de Estoril, como el hijo de un taxista, uno de los
mejores amigos del infante muerto, y los caddis del club de
golf, que llevan una gran corona de flores amarillas.
También hay una modesta representación oficial del
Gobierno español. Franco, que ha amordazado a la prensa y
sólo ha dejado publicar una nota ambigua en la que se
habla de accidente fortuito, ha enviado únicamente a un
ministro consejero de embajada. El niño no le era simpático.
Doña María, que se ha quedado en casa, porque las
mujeres no asisten a los entierros, apenas puede hablar,
balbucea como una letanía tántrica para calmar su dolor:
—Estaba en gracia de Dios, había hecho ejercicios
espirituales con el padre Basabé, había comulgado por la
mañana. Está en el cielo.
Ojeroso, pálido, repentinamente mayor, don Juan Carlos,
vestido con su uniforme marrón de cadete del Ejército, traga
saliva sin cesar y apenas se atreve a mirar a su padre. Sufre
indeciblemente. Martillea en su cabeza continuamente el
ruido del disparo, el leve ¡ay! exhalado por su hermano, el
juramento que ha tenido que hacerle a su padre... Como
dice el poeta, «no halló cosa en qué poner los ojos que no
fuese recuerdo de la muerte».
Se van los autocares. Cinco duques, quince marqueses,
el ex rey de Italia, el duque de Braganza, embajadores,
grandes de España, todo el mundo parte, sobrecogido por
aquella familia inmersa en la desgracia, el más grande de
los dolores. Juan Carlos sale inmediatamente para Zaragoza,
unos dicen que para reintegrarse a su vida normal y olvidar
la tragedia, y otros opinan que su padre lo obliga a
marcharse porque no puede soportar su presencia.
Nadie, ninguno de ellos, volverá a ser el mismo. Los
consuelos de los sacerdotes que tiene alrededor no son
suficientes, y doña María se ingresa en varias clínicas,
víctima de la depresión, acompañada de su fiel amiga
Amalia López-Dóriga, quien es para ella tan entregado
consuelo que don Juan le expresará su agradecimiento
dejándole un legado en su testamento a su hijo, Fernando
Ybarra, en reconocimiento.
El conde de Barcelona emprende una peligrosa travesía a
través del Atlántico con su pequeño barco, el Saltillo, para
escapar del lugar de la tragedia, llevando siempre la foto de
su hijo muerto para ponerla en la mesa de noche. Todos los
días, al anochecer, reza un rosario en memoria suya.
El nombre de Alfonsito apenas volverá a pronunciarse
nunca en público, para no tener que mencionar las
tremendas circunstancias de su muerte y la implicación del
heredero de la Corona española. Únicamente cuentan que
una vez que doña Pilar llegó a la Zarzuela y vio a don Juan
Carlos enseñando a disparar al príncipe Felipe, no pudo
evitar gritarle:
—¡No, por Dios, otra vez no!
Juan Carlos le dedicó un día un conmovido recuerdo lleno
de ternura frente a un amigo íntimo:
—Se comía las uñas... nosotros siempre estábamos
detrás de él para reñirlo...
Y doña María confesó poco antes de morir, con lágrimas
en los ojos:
—Yo siempre he sido feliz, excepto cuando murió mi hijo.
Margarita, desde la indefensión de su ceguera, no quiere
separarse de su madre ni un instante, pero cuando ésta
tiene que ingresarse en un centro cerca de Frankfurt, es
enviada a Madrid, lejos de su familia. Pilar, más entera, que
estudia enfermería, decide entrar a trabajar en un hospital
popular para sentirse útil y ayudar a los demás.
Don Juan, que no había querido que se le practicara la
autopsia a su hijo adorado, arrojó la pistola al mar y sólo
hablará de su muerte en contadas ocasiones. Una vez en la
que alguien le alababa su buen carácter y le comentaba,
creyendo halagarle, que todo el mundo notaba que el conde
de Barcelona era un ser lleno de felicidad, él contestó
abruptamente:
—Eso nunca, no olvide usted que está hablando con un
hombre al que se le ha muerto un hijo.
Capítulo 2
CANNES

UNA CIUDAD COSMOPOLITA


Cannes, en el verano de 1936, refulge en medio de las
tribulaciones mundiales como un brillante en una charca. En
las guías turísticas se la describe como la capital de los
monarcas y los millonarios, y es cierto, todos disfrutan de
esta ciudad símbolo del lujo y el refinamiento: el aún no
coronado EduardoVIII, Douglas Fairbanks, Marlene Dietrich o
los Citroen se mezclan con gigolós y bohemios de lujo. La
«pobre niña rica» Barbara Hutton mantiene una suite de
tres habitaciones todo el año en el hotel Carlton, donde
trata de recuperarse de la anorexia que la consume después
del ímprobo trabajo de dar a luz un hijo de su último marido
el conde Reventlow, y la periodista del corazón Elsa Maxwell
se pasea por La Croisette y cena —de gorra— a la luz de las
velas en el restaurante del hotel Martínez, donde una
comida cuesta más de lo que cobra un camarero en un mes.
El barón Maurice de Rotschild nunca se pierde la saison en
Cannes, adonde llega acompañado de un donante de sangre
por si su vida corre peligro y el segundo duque de
Westminster juega simultáneamente en cuatro de las
dieciocho mesas de ruleta para mantener a raya el
aburrimiento y se cuenta de él que una vez apostó al negro
veintitrés veces seguidas.
Otro habitual es el depuesto rey de España, Alfonso XIII,
que tuvo que salir de su país el 14 de abril de 1931, cuando
las candidaturas republicanas ganaron las elecciones.
Aunque sus exegetas nos describen esta época como un
tiempo sombrío en el que el monarca suspira por volver a
España y sigue con angustia las desventuras por las que
está pasando su desdichada patria, la verdad es que en el
aspecto externo su vida no se diferencia mucho de la de los
ociosos millonarios que pululan por la Riviera y la Costa
Azul, ya que el ex rey disfruta de una fortuna puesta a buen
recaudo en los bancos suizos e ingleses. Según el
historiador Guillermo Gortázar, el Rey poseía en el
extranjero una cantidad de dinero equivalente a dieciséis
millones de euros al cambio actual.
Un dinero que le viene muy bien para pagar sus caros
caprichos, que satisface con algo de inconsciencia. Es rey
desde que nació, no tiene experiencia alguna de la vida
corriente, siempre encerrado en la atmósfera tibia y servil
de los palacios y rodeado de aduladores, no le gusta la
música, ni la literatura, ni tiene otra afición que los
deportes, los juegos de azar y la vida de sociedad. Se
convierte en un asiduo del hotel de París, en Montecarlo,
hasta el punto de que Emile, el barman, bautiza con su
nombre el cóctel que suele servirle: ginebra, dubonet y un
chorrito de angostura. En la barra del bar, según los
periódicos de la época, que lo describen como «el rey
playboy», don Alfonso suele explicar que cuando huyó de
Madrid sólo dispuso de media hora para hacer su equipaje y
que, como hombre de honor, en lugar de emplearla en
coger objetos de valor, la había dedicado a quemar
doscientas cincuenta fotografías de desnudos
comprometedores, y que por esta causa, había llegado a
Marsella tan sólo con una pequeña maleta. Claro está que
su camisero parisién Sulka, sito en la rué de Rívoli, le había
confeccionado inmediatamente tres docenas de camisas, y
su sastre de Saville Row se había apresurado a abastecerle
de un rico guardarropa, que incluía ropa de calle, de
ceremonia, y los distintos atuendos que precisaba para sus
múltiples actividades: de caza, con pantalón bombacho,
chaqueta loden y sombrero tirolés, de golf, para montar a
caballo, para ir en barco, gabanes de sport para conducir
con cuellos de piel de nutria e incluso un conjunto para
patinar (se desconoce en qué consistía este último atavío).
Lo que sí es cierto es que jamás volvió a ponerse ningún
uniforme.
No hay fiesta a la que no acuda, y, si no, es un paseo en
yate, o una cena íntima con alguna señora de buen ver, eso
sí, comiendo siempre copiosamente. Como hijo póstumo de
un tuberculoso, los médicos, desde pequeño, le han
acostumbrado a ingerir grandes cantidades de carne, así
que, independientemente de que tenga delante a una
beldad de deslumbradora hermosura o esté solo, se mete
entre pecho y espalda un pollo entero.

EL ESTIGMA DE LA HEMOFILIA. DEL


AMOR AL ODIO
El Rey vive distanciado de su mujer desde los primeros
dos años de matrimonio, aunque la Reina, con sombrío
estoicismo, acepta que su misión es producir herederos,
cuantos más mejor, para asegurar la dinastía, hasta que
nace el último de sus hijos, Gonzalo, en 1914. Pero la
separación no cristalizó hasta que ambos estuvieron en el
exilio.
El Rey se enamoró locamente de ella cuando tenía veinte
años, a pesar de que Victoria Eugenia de Batemberg, a la
que en familia llaman Ena, era tan sólo una princesa inglesa
segundona y pobre y con pocas perspectivas de casarse
bien. La madre de don Alfonso, la reina regente María
Cristina, le suplicó a su hijo con lágrimas en los ojos que no
contrajera matrimonio con esta princesa, pues ya era vox
populi que se trataba de una transmisora de la enfermedad
de la hemofilia, mortal en aquella época a medio plazo, que
consistía en la falta de plaquetas en el organismo, lo que
impedía que se coagulase la sangre, por lo que la más
mínima herida podía derivar en una hemorragia terminal.
Las mujeres transmiten la enfermedad y los varones la
padecen. También los varones enfermos pueden
transmitirla. Pero el Rey, fiándose en su buena estrella, no
hizo caso a su madre, y ahora, de forma algo
inconsecuente, no le puede perdonar a doña Victoria
Eugenia que haya traído a su familia esta tara terrible que
ha afectado a dos de sus cuatro hijos varones, y que hace
que las dos infantas, Beatriz y Cristina, se conviertan en los
peores partidos de la realeza europea. Como reconoció más
tarde la infanta Beatriz:
—Siempre tuvimos la preocupación de si podíamos
transmitir la hemofilia y así se lo decíamos a cada uno de
los posibles «novios»... y algunos se escapaban, y era mejor
así.
La infanta Cristina confiesa también que:
—En aquellos tiempos yo era bastante mona y no me
faltaron pretendientes, pero siempre había un momento en
que me preguntaban por la hemofilia... a mí me parecía una
falta de todo y me los quitaba de encima.³
Uno de estos posibles «novios» fue el hijo del general
Primo de Rivera, Miguel, hermano de quien luego sería
fundador de la Falange. El duque de Kent y el príncipe de
Piamonte también las cortejaron, pero las familias de ambos
se opusieron al noviazgo.
Un tercer hijo de los reyes de España nació muerto y el
cuarto, Jaime, sordomudo. A pesar de que se nos quiere
hacer creer que este infante era tan inteligente que llegó a
expresarse de forma entrecortada en varios idiomas, la
verdad es que no se le entendía casi nada en absoluto. Pero,
como decía Romanones:
—¡Ése, ése sería el mejor rey de los hermanos, mudo y
sordo! El Rey odiaba también el carácter despegado y frío
de su mujer. Según su biógrafo más autorizado, la reina de
España no es que fuera comedida, es que era pura y
simplemente frígida y una mala madre y una mujer muy
codiciosa. Incluso se burla de su belleza, él la encuentra
repulsiva.
La Reina, por su parte, ha sido muy desgraciada durante
todo su matrimonio, pues tiene que soportar las continuas
infidelidades de su cónyuge. El Rey ha tenido varias
amantes oficiales y tiene por los menos cuatro hijos
naturales, uno de ellos con la institutriz de los niños, a los
dos años de casarse. A pesar de seguir locamente
enamorada de su marido, fue ella la que dio fin definitivo a
su unión en el hotel Savoy de Fontainebleau, donde se
había alojado los primeros meses del exilio, con esta frase,
que había pronunciado delante de su íntima amiga y
confidente, la duquesa de Lécera:
—Me voy a Inglaterra porque no quiero ver tu fea cara
nunca más.
Lo dijo en inglés, único idioma en el que hablaba con el
Rey y sus seis hijos. Y no le importó abandonar también a
los niños. Alfonso, el mayor, se quedó al cuidado del doctor
Elósegui, su abnegado médico particular, en una clínica de
Neuilly. Poco antes de partir, la Reina exclamó, dando la
razón a su marido, que la consideraba una madre
insensible:
—Si no pueden convertir a mi hijo Alfonso en una
persona normal, prefiero verlo muerto.
Claro que, como cualquier mujer, tanto de alta cuna
como plebeya, esperó a tener independencia económica
para enviar a paseo a su casquivano cónyuge. Por una parte
cobró un millón de pesetas de una herencia inesperada, un
indiano ennoblecido con el título de marqués de Valdecilla
expresó así su agradecimiento. La Reina había recibido
también del Gobierno de la república sus joyas, que
representaban un capital importante en aquella época. Se
habla de que su valor podría alcanzar los treinta millones de
euros al cambio de hoy. Capaz ya de contratar abogados,
emprende un ataque legal en toda regla contra su cónyuge,
siguiendo los consejos de su amiga la duquesa de Lécera.
Reclama la dote y sus intereses durante veinticuatro años
de matrimonio, evaluándose el total en cuarenta mil libras
esterlinas. Además requiere una pensión digna, no de una
reina de España, sino de una princesa de la Gran Bretaña,
calidad que para doña Victoria es superior que la de reina
española. También solicita el abono de sus listas civiles
durante su reinado, quinientas mil pesetas anuales. Los
avatares de estos pleitos se publicaban en la prensa y eran
seguidos ávidamente por los lectores de toda Europa. Por
fin, harto don Alfonso de esta guerra, a la que se había
sumado algún que otro pescador en río revuelto con
peticiones y amenazas que bordeaban el delito de chantaje,
accedió a dar a su esposa la cantidad de seis mil libras
anuales. Una concesión que debió dolerle mucho, ya que
tenía fama de tacaño.
Sí, claro, estos pleitos entretienen algo al ex rey, pero el
día es largo para los que no tienen nada que hacer. Don
Alfonso declara a los periodistas:
—Soy un rey en paro forzoso.
Hotelero frustrado, se distrae ayudando a diseñar el grill
de estilo morisco del hotel Dochester, conduciendo su
Bugatti de treinta mil dólares por la Grand Corniche a la
peligrosa velocidad de ciento veinticinco kilómetros hora y
jugando interminables partidas de bridge y de póquer. Sale
fotografiado en las revistas y todo el mundo conoce su
figura elegante, vestido siempre a la última, con los puños
de la camisa sobresaliendo casi diez centímetros de la
manga de la chaqueta, una moda que todos imitan, y su
perfil característico: la unión de la mandíbula de los
Habsburgo y los labios de los Borbones da a su rostro un
aspecto casi demasiado serio, pero todos sus compañeros
de juerga ríen cuando él intenta moldear su mandíbula
habsburguesa con los dedos diciendo:
—¡A ver si a fuerza de tocármela se vuelve helénica!
La depuesta familia Real española se ha convertido en
unos nómadas de lujo que esperan con asombrosa
ingenuidad que el Gobierno español vuelva a llamarles para
ponerlos otra vez al frente de un país que ni los añora, ni los
odia, simplemente, en cinco años de república, los ha
olvidado por completo. Y con elegancia cosmopolita y cierto
aire de aburrimiento, deambulan por París, Roma, Cannes,
la Riviera, los cotos de caza europeos, como el de Piedita
Iturbe, princesa de Hohenlohe, en el castillo de Rhoterhau,
en Checoslovaquia, o las casas de sus parientes, o
Deauville, en cuyo casino don Alfonso gustaba de jugar en
las mesas de chemin defer, donde la apuesta mínima era de
ochenta libras, e Inglaterra, en cuyo exclusivo Embassy Club
londinense el maitre guarda a Su Majestad la mesa del
Príncipe de Gales: a la izquierda de la puerta. El Rey va
también a Tierra Santa, y dos veces a Egipto, donde se aloja
en el exquisito hotel Semíramis, y a varios países africanos.
Es tanto el movimiento por mil lugares del mundo que el
ayuda de cámara de Su Majestad, harto de tanto ajetreo,
pide el retiro.

LA FAMILIA SE DISPERSA
Cada vez, sin embargo, desciende más el grado de
atención hacia ellos. El Rey acude a Estocolmo a pasar
únicamente una noche. Baja del barco de esmoquin y se va
directamente al casino y a un cabaret. Le acompaña tan
sólo un secretario de la legación española en Suecia.
Cada miembro de la familia va a su aire, claro está. El
hijo mayor, Alfonso, después de recorrer los sanatorios de
toda Europa para tratar de paliar las graves consecuencias
de su terrible enfermedad, la hemofilia, cambia la compañía
de su médico, el doctor Elósegui, por la de una voluptuosa
cubana, Edelmira San pedro, a la que conoce en el hospital
de La Pensée, en Lausana, y abdica de sus derechos al
trono. Jaime, el sordomudo, renuncia a ser heredero de la
Corona española veinticuatro horas después que su
hermano, y se casa con Emanuela de Dampierre, una mujer
triste, apática y amargada, a la que hará muy desgraciada.
La infanta Beatriz ha conseguido al fin casarse en Roma con
Alejandro Torlonia, provisto de un pintoresco título, príncipe
de Civitella-Cesi, con lo que queda apartada de los derechos
sucesorios. Alejandro, un enorme mocetón cuya madre es
norteamericana, no se muestra preocupado en absoluto por
el tema de la hemofilia, sabe que si no hubiera sido por esta
tara genética, el Rey no hubiera dado su autorización para
que esta boda tan desigual se celebrara. El está encantado
de emparentar con la Familia Real española, y ésta se
consuela pensando que si bien Torlonia no es de sangre
azul, sí pertenece a la aristocracia financiera: es millonario.
La única pena es que también tiene gran afición al juego, lo
que hará que el matrimonio termine sus días en medio de
una gran estrechez económica.
Doña Victoria Eugenia sigue enamorada de su retozón
marido y, a pesar de sus celos devoradores, tan impropios
de una aristócrata inglesa, exige que le informen de todas
sus aventuras. Su acompañante, la duquesa de Lécera, de
la que el Rey cuenta atrocidades —según afirma Juan
Balansó en su libro Trío de príncipes—, recoge todos los
chismes que corren por la Costa Azul y se los transmite. La
de Lécera se llama «en la vida civil» Rosario Agrela y Bueno
y está casada con un cero a la izquierda cargado de títulos,
Jaime de Silva y Mitjans, y no tienen hijos. La diminuta
duquesa, frágil como un pajarillo, es quien alimenta la
hoguera del odio de doña Victoria contra su marido. Le
explica con los más morbosos detalles que el ex rey suele
«ir de putas con González Ruano».
En efecto, el periodista César González Ruano, de gran
parecido con el Rey, tanto que muchas veces los tomaban
por hermanos, explicaba en la intimidad a sus amigos, que
en esas juergas que se corría con don Alfonso, cuando
salían de una casa de lenocinio, el rey magnánimamente
señalaba a aquellas señoritas y le decía a César:
—Mañana regálales un bolso de cocodrilo.
Ni qué decir tiene que el gran periodista, tan corto de
recursos como todos los de su gremio en todas las épocas,
asentía y olvidaba acto seguido el encargo de su rey sin el
más mínimo remordimiento.
También se entera la Reina de que si su marido reside
tan a menudo en París es para visitar a una joven rubia con
la que pasea de bracete por la calle. Pero pronto le explica
la de Lécera que no es una nueva amante, sino la hija que
tuvo con la institutriz Beatrice Noon. La chica, exactamente
igual a su padre en los rasgos de la cara, se llama Juana
Alfonsa y tiene poco más de veinte años. Se apellida Milán
(el Rey tenía el título de duque de Milán) y Quiñones de
León (cedido por el que fue embajador del Rey en Francia,
que, como todos los monárquicos, es capaz de todo por Su
Majestad). La Reina aborrece a los descendientes ilegítimos
de su marido con todas sus fuerzas. Además, todos están
sanos.
En España, el Frente Popular ha ganado las elecciones de
febrero, y en apenas cuatro meses tienen lugar 212 huelgas
totales y 228 parciales, y se registran 1287 heridos y 269
muertos en choques con la fuerza pública. Hay 213
atentados de uno y otro signo. La nación se convierte en
una gran rosa de sangre y fuego. La guerra civil se otea en
el horizonte.
Pero la Familia Real española se reúne en Cannes, como
siempre.
Ese año se inaugura el Palm Beach. El Agha Khan, al que
cada doce meses sus súbditos regalan su peso en oro o
brillantes, casi ciento veinte kilos, corta la cinta de honor.
Hay más dinero por metro cuadrado que en la Banca
Morgan. Por la noche se ofrece una fastuosa cena que
empieza con caviar Beluga y ostras Blu Point, y sigue con
langostas, una por cabeza, y en la que se beben
novecientos litros de champagne Veuve Clicot. En ella, a los
acordes de una canción de Cole Porter, el Agha Khan conoce
a una ex miss Francia, Ivette, que se convertirá en la Begum
y lo será durante más de cuarenta años.
Los reyes de España, sus hijos, sus parientes y su
pequeña y transhumante corte de desterrados —los
vizcondes de Rocamora, los duques de Lécera, los de la
Victoria...— siguen la pauta de lo que entonces se llama
café society. La Reina esta deslumbrante en la cena que le
ofrece el príncipe Pierre de Polignac en el hotel de París de
Montecarlo, huele a perfume de Coty y a los interminables
cigarrillos egipcios que fuma siempre. Va vestida con un
traje plateado bordado en oro y adornada con la corona, el
collar, los broches, los pendientes, el brazalete y el anillo de
soberbias aguamarinas de Brasil que hacen juego con sus
ojos y que hoy están en poder de los descendientes de la
infanta Beatriz. De todas las joyas que le acaba de devolver
la república, únicamente falta un collar de esmeraldas que
le había regalado su madrina, la emperatriz Eugenia,
haciendo juego con unos pendientes y una diadema, pero
no porque haya desaparecido misteriosamente, sino porque
la Reina lo ha vendido al joyero Harry Winston, proveedor de
la Casa Real inglesa, para comprarse la casa de Londres.
Las esmeraldas resultaron ser falsas, pero Harry Winston se
portó como un caballero, y ni por un momento dudó de la
honestidad de la Reina y pagó su importe religiosamente.
Claro está que, muchos años más tarde, las citadas
esmeraldas, o unas muy parecidas se vieron en el manto de
coronación de la emperatriz Farah Diba de Irán.
En la playa, por las mañanas, se disfruta del aire libre
debajo de los enormes parasoles de rayas azules y blancas.
(La Reina había sido la primera mujer en España que se
atrevió a ponerse un bañador y sumergirse en las frías
aguas del Cantábrico, eso sí, acompañada de dos guardias
de uniforme y armados que no dudaban en meterse con
ella). O salen en balandro o en los yates de sus amigos o
parientes. El que no está en la Costa Azul en los años treinta
no es nadie, y la Familia Real española está en la pirámide
social de aquellos años. Reyes en ejercicio o exiliados,
millonarios, magnates, artistas de cine, cantantes de ópera,
bailarines y algún estafador de altos vuelos, disfrutan de
este lugar en el que, como en la Metro Goldwyn Mayer, hay
más estrellas que en el cielo. Un mundo que sólo un
cataclismo podrá destruir.

DON JUAN, PRÍNCIPE HEREDERO


María y Juan, entonces jovencísimos Príncipes de
Asturias, él tiene veintiún años y ella veintitrés, recalan en
Cannes después del larguísimo viaje de novios que siguió a
su boda, celebrada el 12 de octubre de 1935 en Roma.
El único hijo varón sano de los reyes de España y ya
príncipe heredero, Juan, se ha casado con María de Borbón y
Orleáns, hija de un primo hermano del Rey, el infante Carlos
de Borbón-Sicilia y de su segunda mujer, María Luisa de
Orleáns, con la que se casó después de enviudar de
Mercedes, la hermana mayor de Alfonso XIII. De este
segundo matrimonio nacieron cuatro hijos, Carlos, Dolores,
María de las Mercedes y María de la Esperanza.
Aunque nacida en Madrid, la infancia de María de las
Mercedes ha transcurrido en Sevilla, su paraíso soñado.
Cuando se hablaba de esta ciudad en su presencia, siempre
se extasiaba y ponía los ojos en blanco:
—Sevilla para mí ¡es todo!
María, como la llamaban en familia, formaba parte del
círculo íntimo y familiar de Alfonso XIII, al que conocía como
«tío rey», y de Victoria Eugenia, a la que llamaban tía Ena.
Su madre y la Reina además de parientas eran íntimas
amigas, las dos montaban a caballo juntas y hablaban de la
formación de sus hijos; ambas los educaban severamente. A
pesar de todo, María era muy traviesa, el Rey le puso el
mote de María la Brava, y la desesperación de las monjas
irlandesas que cuidaban de su educación. Pasa una
existencia dorada, en la enorme finca de Villamanrique de la
Condesa, que data de 1577, a pocos kilómetros de Sevilla, o
en capitanía general de Barcelona, donde su padre ejerce
de capitán general. Todos, naturalmente, adulaban a la
familia de los Reyes, en un ambiente totalmente artificial e
ilusorio. María asistió junto a sus padres y sus hermanos a
los actos de la Exposición Internacional de Barcelona, que
inauguró el rey Alfonso XIII el 19 de mayo de 1929. Aparece
al lado del «tío rey» y de la tía Ena en el balcón del recién
inaugurado Palacio Nacional, frente a una multitud de
trescientas mil personas.
Doña María, que tenía diecinueve años, nunca olvidará la
expresión de augusta majestad de su tío cuando dijo:
—¡Queda inaugurada la Exposición Internacional de
Barcelona!
Fue el momento culminante de una monarquía que
parecía que no se iba a terminar nunca. Ululaban las sirenas
del palacio a la vez que las de los barcos atracados en el
puerto y se oían las salvas desde el castillo de Montjuich.
Sonaba la Marcha Real, mientras las fuentes diseñadas por
Buigas se iluminaban en un espectáculo nuevo y prodigioso.
Las tripulaciones extranjeras gritaban exclamaciones en
distintos idiomas al paso de sus tropas por la avenida
Cristina, que se mezclaban con los «¡viva!» del público. Y se
soltaron millares de palomas que llegaron a cubrir el cielo
como si quisieran rendir un homenaje a la realeza. María vio
a «tío rey» y a la tía Ena, emocionados, enjugarse alguna
lágrima.
Claro está que la armonía de la pareja real no es más que
apariencia. Precisamente esos días no se dirigen la palabra,
ya que don Alfonso acaba de tener, y la Reina lo sabe, su
cuarto hijo ilegítimo, Leandro, con la actriz Carmen Ruiz
Moragas, con la que ya tiene una hija, María Teresa. Para
alejarse de la mirada de odio de su mujer, el Rey acude a
una juerga flamenca en la que la gran Carmen Amaya le da
la bienvenida diciéndole:
—¡Va por uzté, zeñó rey!
María también acompaña a don Alfonso al santuario de
Nuestra Señora de Montserrat. El Rey regala a la Moreneta
un vestido de gala que había llevado su madre, la reina
María Cristina, que acaba de fallecer, y que se había puesto
por última vez cuando él subió al trono. Es difícil imaginar la
pequeña imagen de la virgen ataviada con el pesado traje
de brocado que lucía la reina regente, una austríaca de
fuerte complexión y elevada estatura. Pero tal
incongruencia no es obstáculo para que cientos de
catalanes aclamen a la Familia Real en la explanada del
monasterio.
Dos años después, este mismo pueblo que vitorea a su
Rey lo obligará a exiliarse al grito de «¡Gutiérrez, lárgate!»,
nadie sabe por qué ese apelativo, y «¡Viruta, viruta, la reina
es una p...!».
Y no solamente se exilió el Rey, sino todos sus familiares.
Doña María y sus padres estaban en Sevilla, en la feria de
abril. Tuvieron que salir en el barco Cabo Razo de Ybarra,
que desde el río Guadalquivir los llevó a Gibraltar. Se
instalaron en París, primero en un apartamento que
pertenecía a las asuncionistas de Auteuil, cuya directora era
la hermana del conde del Grove, profesor del rey de España.
Era un convento modestísimo en el que también se alojaba
la tía Isabel, la popular Chata, que muere sin que sus
sobrinos, los reyes depuestos, se dignen hacerle ni una
visita. Después la familia Borbón-Orleáns alquila un pisito en
la rué Milleret de Brou.
Los años dorados se han terminado para ellos. La familia
pasa por estrecheces económicas, su única diversión es
asistir a los museos, que son gratis, pero tienen que hacer
cola como personas anónimas, pues el pueblo francés no los
reconoce. Carlos, el único chico, hace escultura y María
concurre a algunos cursos de dibujo en la academia de Bella
Artes, donde aprende a hacer miniaturas, que luego vende
sin firmar para aliviar algo la economía de la familia. Las
hermanas aprenden a cocinar, porque nunca se sabe, se
pasan los vestidos las unas a las otras y su vida social es
muy restringida, ya que no pueden corresponder a las
invitaciones que les hacen. A pesar de todo viajan a
Alemania o a Bélgica a casa de algunos de sus numerosos
primos. Únicamente reviven antiguos esplendores cuando
van en verano a La Napoule, al lado de Cannes, donde
alquilan una casa junto a la de su abuela, que les regala un
pequeño balandro. Y, al estar emparentados con todas las
casas reinantes europeas, son invitados a las bodas de sus
familiares, aunque eso les obliga a salirse de su estrecho
presupuesto. Pero acuden porque son tres chicas casaderas
que tienen que darse a conocer en el mercado matrimonial.
Precisamente es en la boda de la infanta Beatriz con
Alejandro Torlonia cuando María recibe las primeras
atenciones formales del que se convertirá en su marido,
Juan, al que conocía de toda la vida, aunque al ser él dos
años menor que ella, nunca habían sido compañeros de
juegos.
Cuando don Alfonso decide nombrar sucesor a su hijo
Juan, estudia inmediatamente el panorama de las princesas
europeas que había por casar. Sabe que su hijo ha heredado
de él la afición por las mujeres y quiere atarlo antes de que
cometa algún desliz. Al fin se decide por sus sobrinas, se las
señala a su hijo y le dice:
—Éstas son las chicas que te convienen.
Don Alfonso le comunica su decisión a su primo, el
infante don Carlos, padre de las muchachas, y éste asiente
entusiasmado, por sumisión a su rey y por orgullo de casta.
Sólo hay un problema, ¿cuál de las tres es la más
adecuada? Juan parece sentir cierta debilidad por
Esperanza, pero el Rey prefiere ir sobre seguro y decide
someter a las tres hermanas a una prueba de fertilidad con
un reputado ginecólogo. Su madre, la princesa María Luisa,
las acompaña, y las tres chicas se prestan dócilmente. Es
curioso que los padres no pensaran en la humillación que
esto podía causar a sus hijas, y que prevaleciera la
supervivencia de la monarquía por encima de sus
sentimientos respecto a ellas. Tampoco deja de asombrar el
exagerado cuidado de un rey que tan alegremente se había
lanzado a un matrimonio que habría de envenenar la sangre
de todos sus descendientes.
El examen dictaminó que la más fértil era María, y así se
decidió que ésta sería la futura mujer de Juan y futura reina
de España.
Muy habilidoso el médico consultado no debía ser, ya
que doña Esperanza se casó luego con el príncipe don Pedro
de Braganza y tuvo seis hijos, y si Dolores, que se casó con
el príncipe José Czartoryski, sólo tuvo dos fue seguramente
porque su marido murió ocho años después de la boda.
Años más tarde don Juan comentaba a sus amigos con
crudeza que:
—Los miembros de las familias reales somos unos
sementales de buena raza y nuestra primera obligación es
perpetuar la especie, procreando una y otra vez, pero sin
cambiar de vaca como los toros bravos...
Lo que da medida del escaso romanticismo que
acompañó a su boda.
Francisco Bonmatí de Codecido, cronista real, describe a
la princesa en aquellos días, aunque no hay que poner la
mano en el fuego por su habilidad y es mejor mirar las
fotos: «Alta, esbelta, arrogante, de una hermosura serena y
dulce, iluminada por unos ojos bellísimos de azules infinitos;
un pelo caoba claro corona el óvalo perfecto de su cara rosa
y nácar. En su nariz helénica y en el labio inferior de su boca
rasgada hay esos perfiles característicos de cien
generaciones de reyes que corren por sus venas...».
Don Juan aceptó sin duda alguna la imposición del Rey.
Como todos los hermanos, estaba acostumbrado a obedecer
ciegamente a su padre. Después de la renuncia de los dos
mayores, don Juan había aceptado ser el heredero de la
Corona española, a bordo del crucero de la marina británica
Enterprise, donde estaba haciendo prácticas. Y había
abandonado, sin manifestar la más mínima queja, la marina,
su auténtica vocación. La nostalgia por esta profesión
frustrada lo acompañaría toda su vida. Y al mar acudió
siempre cuando tenía que tomar una decisión importante u
olvidar alguna tragedia.
Precisamente la familia acaba de pasar por una de las
terribles desdichas que ya van a jalonar toda su vida. Ha
muerto Gonzalo, Kiki, el menor de los hermanos. Es una
desgracia que afecta principalmente a Juan, ya que era el
que le acompañaba siempre, con el que compartía
dormitorio, juegos, sueños, dichas y quebrantos.
Gonzalo era inteligente, el único intelectual de la familia.
¡Quería estudiar ingeniero! Su padre lo había internado en
la modesta casa de un fraile en Lovaina, a cuya universidad
acudía diligentemente. Únicamente estudiaba y paseaba
con su preceptor: era un muchacho esbelto, rubísimo, de
aspecto enfermizo y estaba atacado también por el terrible
mal de la hemofilia.
Saca dieciséis sobresalientes y su padre se emociona:
¡No se veía un caso así desde Alfonso X el Sabio!
Como premio, decidió enviarlo junto a sus hermanos al
Tirol. Alquiló cuatro bungalows en Rorschach, al pie del lago
Constanza. Su hermano Alfonso le había regalado su perro
Peluzón, que se vino con ellos desde España, un setter
enorme y cariñoso, que se había acostumbrado a viajar
sentado en el asiento vecino al del conductor, y al que los
hermanos ponían gorra y gafas.
Una tarde la infanta Beatriz invitó a Gonzalo a dar un
paseo en coche. La carretera es muy estrecha, se cruza un
ciclista y, para no atropellado, la infanta da un volantazo y
el coche se incrusta en un árbol. Gonzalo se queja de un
dolor en el pecho. Tiene hemorragia interna y no se puede
hacer nada para salvarlo.
Muere pocas horas después en su camita del bungalow.
Sus últimas palabras fueron para Juan, su compañero de
toda la vida. Éste se abrazó a su hermano como para
intentar librarlo de la muerte y, a los pocos instantes don
Gonzalo, fijos los ojos vidriosos en él y apoyando
suavemente la cabeza sobre su hombro, dejó de existir.
Tenía tan sólo diecinueve años.
Juan se embarca de nuevo, para olvidar su pena inmensa
en la mar.
Cuando se casa con María, el pobre Kiki hace poco más
de un año que descansa en el pequeño cementerio aldeano
de Rorschach.
Y, como si fuera una maldición, el Rey también ha estado
a punto de matarse en un gravísimo accidente
automovilístico. Su coche, un Ford que le había regalado la
casa matriz como reclamo, se había despeñado por una
cuneta en Italia, dando varias vueltas de campana. Los
daños que sufrió el Rey no fueron por el impacto, sino
porque cayó sobre él el conde de los Andes, que pesaba
cien kilos.
Mussolini declina el honor de asistir a la boda de los
Príncipes de Asturias, a la que ha sido invitado. Tampoco va
Victoria Eugenia. Cuando doña María se extraña, su novio se
limita a recordarle que tampoco ha ido a la boda de sus
hermanos. El Rey les ha aconsejado casarse en régimen de
separación de bienes y así lo hacen, por si acaso, nadie
sabe lo que puede pasar, que es una de las frases
preferidas de doña María.
La Reina, en efecto, no ha acudido a ninguna de las
bodas de sus tres hijos a pesar de la súplica del Rey. Se dice
que aprovecha esa circunstancia para hacerle chantaje a su
marido, por consejo de la de Lécera. Quiere que se le
aumente la pensión en dos mil libras anuales y que se invite
también a la ceremonia precisamente a su íntima amiga, a
la que el Rey odia, pues sabe de la nefasta influencia que
ejerce sobre su mujer.
Don Alfonso se niega a plegarse a sus condiciones. De
todas formas, más que su ausencia en las bodas de sus
hijos, como confiesa a sus íntimos, le duele que llegara
veinticuatro horas después de la muerte de su adorado hijo
Gonzalo. La Reina estaba descansando en la estación
balnearia de Davos, a tan sólo doscientos kilómetros de
lugar donde ocurrió la desgracia.

LA BODA DE DON JUAN Y DOÑA


MARÍA
El 12 de octubre de 1936 el sol otoñal dora las viejas
piedras de la iglesia de Santa María de los Ángeles donde
tiene lugar la ceremonia. Los invitados madrugadores van
primero al Grand Hotel, para salir desde allí con don Alfonso
y su corte ambulante. En la iglesia entran cuatrocientas
personas que se sientan por orden alfabético. La novia es
muy alta, lleva un vestido de satén blanco de Worth, rielado
de plata, y, contra lo que dice la leyenda, que habla de
ramos de azahar traídos de Sevilla, sostiene un ramo de
gladiolos bastante feo que han comprado momentos antes
de la boda en la primera floristería que encontraron. En el
coche se le enreda la larga cola y está a punto de
desprendérsele. Las autoridades italianas han prohibido los
uniformes y el novio y los invitados van de frac. Huele a
cirio, se oye el crujido leve de las sedas, se sigue el ritual
con contenida emoción. La Marcha Real resuena en el
enorme templo en el momento de la bendición, los ojos se
empañan cargados de añoranza.
La primera estación donde los Príncipes de Asturias
consumaron su matrimonio fue en Frascati, un delicioso
pueblecillo célebre por sus vinos y un destino clásico de
luna de miel para los italianos, algo así como la Mallorca de
aquí en los años sesenta. A pesar de que don Juan tenía
gastroenteritis y se encontraba francamente mal, cumplió
con doña María de forma tan satisfactoria que ésta se quedó
seguramente embarazada, ya que daría a luz a su hija, la
infanta Pilar, justo nueve meses después. Frascati debe ser
el lugar más fértil de Europa, ya que los tres hermanos,
Beatriz, Jaime y Juan, pasaron su noche de bodas en el
mismo hotelito y los tres tuvieron a su primer hijo nueve
meses después.
A continuación la pareja fue a Cannes a visitar a la
octogenaria abuela de la novia, la condesa de Caserta, reina
titular de las Dos Sicilias, que por su avanzada edad no
había podido desplazarse a Roma para asistir a la boda.
Cannes, con esa mezcla de cosmopolitismo y sofisticación
les parece el lugar ideal para vivir y le encargan a su abuela
que les busque una villa. Disponen de una cantidad de
dinero que les ha sido regalada con motivo de su boda por
un grupo de monárquicos. El general Franco ha contribuido
con la cantidad de trescientas mil pesetas, algo menos de
dos mil euros al cambio de hoy.
También es un lugar muy alegre, y a la pareja le gusta
salir y alternar con sus amigos.
Después van a París a encontrarse con el Rey, quien les
traza el itinerario de su viaje de novios alrededor del
mundo. Es el regalo de bodas que les ofrece don Alfonso,
que ha hecho lo mismo con su hijo Jaime, que se ha casado
cuatro meses antes con Emanuela de Dampierre, y con su
hija Beatriz, aunque ésta, por ser chica, ha visto mermada
la duración del viaje: tan sólo quince días. Tres hijos se le
casan al Rey el mismo año, y éste, a pesar de poseer
recursos suficientes, no hace más que lamentarse del
enorme gasto que le supone mantener a los suyos.
Don Juan, por boca de sus cronistas de cámara, declara
que el viaje no se programa como puramente turístico, sino
que, por consejo de su padre, debe contribuir a su
formación como futuro rey de España. Doña María, siempre
más llana, confesó:
—Dimos la vuelta al mundo, ya que Alfonso XIII nos dijo
que convenía hacer ese viaje aprovechando el de novios,
porque en la vida nunca se sabe lo que puede pasar luego.
Estados Unidos, con sus estudios cinematográficos, sus
ríos de asfalto, los anuncios luminosos y restaurantes de
jazz band les deja un recuerdo imborrable. En San Francisco
es donde se da cuenta doña María de que está embarazada.
En California, los Príncipes de Asturias cenan en casa de
Mirna Loy, que también invita a Gary Cooper, Clark Gable,
Claudette Colbert y Laurence Olivier. En Toronto se llevan un
disgusto enorme: a doña María le roban todas sus joyas en
la habitación del hotel, aunque eran de las que la Familia
Real llama «de llevar»: una pulsera de brillantes y rubíes
que le había comprado el «tío rey» en Chaumet justo antes
de la boda, unos broches en forma de tréboles de cuatro
hojas de brillantes, collares de perlas, una sortija de la tía
Amelia...
En Miami se reúnen con el hermano mayor de don Juan,
el pobre Alfonso, ex Príncipe de Asturias que, con su mujer
Edelmira, a la que llaman Puchunga, lucen ahora el título de
condes de Covandonga, que corresponde a la Casa Real.
Don Juan y doña María se compadecen del mal aspecto
del infante, que ha estado ingresado durante largo tiempo
en el hospital presbiteriano de Nueva York por una llaga en
la pierna y, al que, debido a su hemofilia, se le han
practicado once trasfusiones con sangre procedente de
personas a las que se ha extirpado el bazo, ya que existía la
teoría de que la sangre de esos individuos se coagulaba
más rápidamente. Al mismo tiempo les asombra su
popularidad en Estados Unidos, donde hace declaraciones
escandalosas; su matrimonio pasa por altibajos y los
periodistas toman buena cuenta de cada una de estas
incidencias. «Cruza el Atlántico para recuperar el amor de
su mujer». «Vuelve a Cuba a invernar don Alfonso de
Borbón. Dice que está encantado con la vida democrática».
«La sensacional pareja se ha hospedado en la casa de ella,
la mansión de la calle 8, en el Vedado, que fue residencia de
la señora Zayas Bazan, viuda del apóstol Martí». «Nueva
York. El Príncipe de Asturias y su esposa, doña Edelmira
Sanpedro, hacen vida democrática en Estados Unidos de
riguroso incógnito. Y el heredero de la Corona española ha
declarado que:
»—Yo nací Príncipe de Asturias y Príncipe de Asturias
moriré, pero de todas formas no quiero ser rey, porque no
me interesa el trono».
Los fotógrafos lo persiguen como si fuera un actor de
Hollywood y, de hecho, está a punto de serlo. Don Alfonso le
comenta a su hermano, con una punta de orgullo ya que es
el primer trabajo que se le ofrece en la vida, que le ha sido
prometido un papel de príncipe en la película Thin Ice, junto
a la popular patinadora Sonja Heine. Incluso tiene que dar
unas vueltas en patines y hacer algunas cabriolas. Don Juan
consigue disuadirle de esta idea con el argumento de que
podría sufrir un accidente fatal, y el papel terminará
interpretándolo Tyrone Power.
Los Príncipes de Asturias se sienten violentos por la
envidia que despiertan en su hermano y las críticas
constantes de éste hacia su padre, el Rey, la falta de
liquidez y los reproches a su hermana Beatriz por la muerte
de Kiki. También les llaman la atención los extraños lugares
a los que los llevan a cenar los condes de Covadonga. Al
parecer, los estrafalarios aristócratas reciben un estipendio
por dejarse ver en ciertos locales, y el cachet sube si los
acompañantes son los herederos de la Corona de España.
Doña María y don Juan, más que reírse o enfadarse con
ellos, se apiadan de sus hermanos profundamente.
Luego Honolulu,Yokohama, Kobe, Kyoto. En el Pacífico les
sorprende una tempestad terrible y están a punto de
naufragar y don Juan ayuda al capitán a gobernar el barco
desde el puente de mando. China, Siam, Ceilán, Egipto... En
algunos países les ponen el Himno de Riego en lugar de la
Marcha Real, u otras marchas extravagantes, como el
brindis de Aída. En todos los países compran recuerdos y
regalos. La pareja no disfruta de mucha intimidad, ya que va
acompañada por la doncella de doña María, Petra, de la que
no puede prescindir, ya que está con ella desde niña, y por
el ayudante de don Juan, el vizconde de Rocamora, que
figura en medio de los dos en todas las fotos. Y decenas de
baúles, sombrereras, maletines de cuero fino, necesers,
termos con tapadera de plata y oro y hasta una cama de
campaña.
En abril desembarcan en Marsella y van a pasar unas
semanas a París en el tren de lujo Cote d'Azur. Don Juan
quiere sorprender a su mujer con un generoso presente de
amor: ha encargado copias de todas sus joyas robadas, en
chez Cartier, para que ésta pueda lucirlas, el día 16, en la
boda de su medio hermano, el infante don Alfonso de
Borbón y Borbón y la princesa de Borbón Parma. Se celebra
en Viena, con gran pompa. Nadie sabe que, apenas diez
años después, cambiarán las fronteras y los regímenes y
desaparecerán la mayoría de las monarquías reinantes de
Europa y que más de uno que alardea ahora con su
rimbombante título tendrá que emplearse de chofer o de
portero en algún dancing.
Después, vuelven de nuevo a París, y luego a Londres
para reunirse con don Alfonso, con el que están un mes,
alojándose en el hotel Claridge. Cenan en el carísimo
restaurante Quaglino's, en la mesa vecina a la que ocupa la
amante oficial del recién nombrado Eduardo, la americana
Wallis Simpson. Acuden a una recepción que se le ofrece al
recién depuesto emperador de Abisinia, Haile Selassie.
Asisten al Covent Garden, aunque el Rey se aburre
soberanamente porque no tiene ningún oído para la música;
dicen que no reconoce ni siquiera la Marcha Real y que en
las ceremonias oficiales siempre tenía que ir un ayudante
cuya única misión es dar con el codo a Su Majestad cuando
suena el himno, para que se levante. Bailan en Embassy y
toman el aperitivo en el Dochester. El cóctel preferido de
don Juan es el dry Martini «tamaño rey», porque en vez de
una copa de ginebra llevaba dos. La de doña María es el
oldfashion —whisky, naranja y angostura— y, para no ser
menos, también pide doble ración de whisky.
En Londres se reúnen con ellos la vizcondesa de
Rocamora, Angelita, que lleva seis meses sin ver a su
marido, el chofer, Luis Zapata y el criado de don Juan. Doña
María aumenta mucho de peso debido al embarazo, pero
sale, toma cócteles, baila con su marido y con el Rey; su
ritmo no decae, pues sabe apreciar las cosas buenas de la
existencia, ya que ha podido padecer el reverso de la
moneda.
Su tren de vida contradice en cierta manera la leyenda
de que en esa época los jóvenes príncipes iban muy cortos
de dinero.
Por fin, el 8 de julio, sus altezas se instalan en Cannes, en
la Villa Saint Blaise, al lado de la Villa Saint Jean, donde
había nacido la madre de doña María.
Vuelven a Cannes porque, según comentan, está cerca
de España. En realidad hay pocos lugares que puedan
parecer más lejanos de su infortunada patria, empobrecida,
crispada y violenta. Pero aquí vive la mayor parte de su
familia; para empezar, los nueve hermanos del padre de
doña María, todos ellos casados y con numerosa progenie.
Doña Victoria Eugenia, la que fue reina de España, está en
la casa del conde de Mora, el padre de Marisol de Baviera,
en Cap Martin Roquebrune, en la frontera entre Monaco y
Mentón, rodeada de su numeroso servicio, su propio
cocinero, damas de corte y, cómo no, de sus íntimos amigos
los duques de Lécera, y recibe con frecuencia al príncipe
Pierre de Polingnac, el padre del príncipe Rainiero, recién
separado de su mujer, Carlota. Dicen que en la casa de
doña Victoria se come mejor que en Maxim's. Su cocinero es
francés, y le gusta demostrarlo a sus múltiples invitados. En
ocasiones organiza cenas de hasta cien comensales. Doña
Victoria se siente en la Costa Azul como en casa, ya que
aquí venía de pequeña, al fantástico palacio de la
emperatriz Eugenia,Villa Cyrnos, vecino a la casa de los
Mora.
El exilio ha convertido a doña Victoria en una persona
muy alegre y llena de vida. No tiene ninguno de los penosos
deberes que debía cumplir como Reina de unos españoles
que, según ella, no la han querido nunca y, sin embargo,
disfruta de las atenciones y privilegios que detenta una
reina de España, aunque depuesta y separada de su marido.
Ha recorrido un largo camino desde que era la pobre
princesa Ena, sin otra perspectiva futura que la soltería o el
matrimonio con algún segundón de la pequeña nobleza
inglesa, y no está dispuesta a transitar el camino inverso. Es
una mujer altanera, elegante, en la que se notan vestigios
de su pasada belleza, aunque algunos cronistas nos dicen
que se exageró mucho en su época la magnitud de ésta, ya
que no pasaba de ser lo que corrientemente llamamos
«mona». Es muy puntillosa con el protocolo y las formas, y
no puede evitar un pequeño estremecimiento cuando
recuerda los duros años pasados en la que fue su patria.
Los Príncipes de Asturias van de visita a su espléndida
mansión y no mencionan en absoluto el hecho de que la
Reina no haya acudido a su boda. Doña María no la quiere
tanto como al «tío rey» y, en ocasiones, ha tenido que
enfrentarse a ella, como cuando, con muy poco tacto,
después de la muerte de su hermano, tuvo unas palabras
despectivas para las tropas que luchaban al lado de Franco.
Pero sí admira su buen gusto y la mano firme con que
gobierna su casa, y le pide ayuda en sus primeros pasos
como recién casada. La Reina le aconseja que se rodee de
damas de corte, porque se sentirá más protegida, de hecho
ella, que en la corte inglesa muchas veces tenía que
arreglarse los trajes personalmente, llegó a tener mientras
fue reina de España treinta damas de alta alcurnia para su
servicio personal, entre las jefas de su casa, damas de
honor, damas de corte y damas chicas. Todas ellas se
turnaban para mantener el servicio de su señora durante las
veinticuatro horas, iban enguantadas y vestidas con gran
elegancia y ostentaban en el pecho un lazo rojo sujeto con
un broche con las iniciales de doña Victoria en brillantes.
Por primera vez desde su casamiento, los Príncipes de
Asturias ponen casa. Muebles que les dejan sus parientes,
dos vitrinas de caoba y cristal llenas de objetos, figuritas,
cacharros, fotografías familiares, y regalos de boda, como el
tapiz donde campean el toisón y la corona real, procedente
de la casa ducal de Sotomayor y que les seguirá a todas las
casas que tendrán durante su vida, once, y que pondrán en
el comedor, una mesita baja al lado del sofá de don Juan,
donde en una caja de plata con bandera roja y gualda en
esmalte guarda sus inevitables cigarrillos Celtiques, y
recuerdos familiares. La primera compra que hace don Juan
es una radiogramola para escuchar las noticias de España, y
se instala un teléfono para cualquier emergencia.
Y, como gustaba de recordar don Juan, «sólo» con el
servicio indispensable: Petra Rambaud, la doncella francesa
de la princesa, Luis, el ayuda de cámara de don Juan, con su
mujer, que también está al servicio de la señora, y su hija,
Pepe el mecánico y los vizcondes de Rocamora, ayudante él
del príncipe y ella de la princesa.
El alumbramiento se espera de un momento a otro.

LA PATRIA EN GUERRA. DON JUAN


ACUDE EN SU AYUDA
El 14 de julio lee don Juan, como de costumbre, la prensa
de la mañana mientras toma el desayuno. El primer
periódico que coge es Le Fígaro y, frente a él, la princesa,
que teje una chaquetita para su hijo, ve que empieza a
palidecer y que en su rostro, imperturbable de ordinario, se
empiezan a mostrar la ira, el dolor y la desesperación.
—¿Qué te pasa? ¿Qué ocurre? —pregunta llena de
ansiedad y temor.
—¡Qué quieres que ocurra, la mayor desgracia que podía
pasar en España!
—Pero, ¿qué es?
—Que esa canalla ha asesinado a Calvo Sotelo. ¡Pobre
España! ¡Pobre Calvo!
Calvo Sotelo fue uno de los pocos españoles notables
que habían acudido a su boda y había ocupado un lugar
privilegiado al lado del altar mayor.
Doña María, impresionada, se dobla sobre sí misma con
un dolor agudo. El nacimiento de su primer hijo se
aproxima, pero don Juan no puede prestarle atención,
porque la patria está en peligro. Pide una conferencia con el
último embajador de Su Majestad en Francia, Quiñones de
León, que está en París, para confirmar la noticia. Luego
telefonea a su padre.
A pesar de que las crónicas nos describen a un don
Alfonso transido de dolor por la suerte de su país, la verdad
es que el día 17 decide irse de cacería a Checoslovaquia.
Pero, antes, se dirige probablemente a la frontera que
separa el País Vasco de Francia, y al otro lado del paso
espera ver por última vez a los hijos naturales que ha tenido
con la actriz Carmen Ruiz Moragas, Leandro y María Teresa.
La madre de los chicos acaba de morir y el Rey les quiere
entregar un obsequio, y algunas instrucciones a la persona
que los cuida.
El mismo 18 de julio don Juan se entera de que Franco ha
decidido sublevarse contra la república. Ha empezado la
guerra civil.
Inmediatamente, su ayudante, el vizconde de Rocamora,
decide incorporarse a las filas nacionales. Una semana
después es su cuñado, el único hermano varón de su mujer,
Carlos, el que parte para el frente. Morirá poco después, el
28 de septiembre, en Elgoibar. Otros trece miembros de la
familia Borbón perecen también en la guerra, luchando
todos en el bando de Franco. Hasta sus cuñadas, doña
Esperanza y doña Dolores, van a San Sebastián a prestar
servicio como enfermeras.
Según los biógrafos monárquicos, don Juan está ansioso
por entrar en España y luchar, como uno más, al lado de
Franco, pero se lo impiden sus allegados. Así sigue, día y
noche, ardiendo en patriotismo, las noticias que le llegan a
través de la radio.
Al parecer, es el conde de Rodezno el que le dice al
consejero de don Juan, Vegas Latapié:
—¿Qué hace el Príncipe de Asturias que no está luchando
en esta guerra como un español más?
—No, si está todo el día pegado a la radio siguiendo los
acontecimientos.
—Qué radio ni qué ocho cuartos. Su obligación es
incorporarse lo antes posible al frente.
Don Juan lo consulta con su madre, quien le dice que
naturalmente que su deber es estar en España, y también
con su padre, que sigue cazando en Checoslovaquia, y que
le contesta que claro, que debe luchar en el frente como un
español más, al lado de las tropas de Franco.
Vegas, su consejero, que luego será preceptor de su hijo,
le da todo tipo de garantías con respecto a su seguridad, ya
que lo primero que harán las autoridades franquistas
cuando sepan de su presencia en España será ponerlo en la
frontera. O sea que la decisión de don Juan no fue tan
heroica como se nos ha hecho pensar durante tantos años,
ya que sabía muy bien cuando entró en España que nunca
llegaría al frente y que su augusta persona no sufriría
ningún peligro.
Arropado por un grupo de amigos, decide irse el día 29
de julio. Se lo comunica a su mujer, algo quejosa porque
está a punto de dar a luz, diciéndole con gesto severo y
autoritario:
—¿Pero es que va a estar España en trance de salvarse o
perecer para siempre y yo voy a permanecer aquí con mis
veintitrés años mientras los españoles de toda clase,
condición y edad están dando su sangre, sus vidas y sus
haciendas? Mi deber es mezclar mi sangre con la de ellos.
Deja a doña María transida en lágrimas y va a decirle
adiós a su madre, a Cap Martin, donde recibe un telefonazo
de sus amigos comunicándole que han retrasado el viaje un
día más. Don Juan vuelve a la Villa Saint Blaise y se
encuentra a su mujer leyendo tranquilamente el Vogue. Esta
se sorprende tanto al verlo incólume, que empieza a sentir
los dolores de parto, que durará nada menos que ocho
horas, pero, como decía luego siempre con gracejo doña
María:
—Estos son también gajes del oficio.
El 30 de junio de 1936 nace el primer vástago de aquel
matrimonio, es una niña «hermosísima, grandota y gorda,
bien nutrida con casi cuatro kilos y un pelo rubio y rizoso
lindísimo».
La infanta doña María del Pilar de Borbón entra en este
mundo llorando y dando muestras del talante que iba a
demostrar toda su vida: fuerte, independiente, llena de
carácter y valor. Nace en la capital del mundo en aquel
verano de 1936, Cannes, lejos del fragor y la lucha que
asola el país en el que su abuelo reinó. Sus padres,
alrededor de la cuna de madera y encajes en la que la han
depositado, piensan en el futuro que le espera: quizás don
Juan, más quimérico, imagina para ella una infancia de
princesa de cuento de hadas, como la de él y sus hermanos,
tras regresar a España de la mano de Franco aclamados por
la multitud. Doña María, siempre más prudente, se
conforma con que la niña tenga buena salud.
Poco después del parto, llegan los amigos de don Juan a
buscarlo. Se despide de nuevo de su mujer e improvisa otro
parlamento haciendo estas valientes reflexiones:
—María, tú amas a España sobre todas las cosas y te
avergonzarías como yo si cuando está muriendo lo mejor de
su raza por salvarla yo permaneciera aquí cobarde e
indignantemente retenido por los afectos del hogar...
cuando se ha nacido príncipe de una nación como España,
el primer deber es morir por su felicidad para ser digno de
sus súbditos. Y yo voy a cumplir gustosísimo, lleno de
entusiasmo y de afán por dar ejemplo.
Abraza a su hija, que queda al cuidado de sus suegros y
cuñados, y se va de madrugada. Abre la marcha el Bentley
de don Juan, conducido por su chofer, y tras él van los
coches de sus amigos. Llegan a Biarritz a las once de la
noche, y allí comen en casa de Andrés Soriano, un
multimillonario filipino de ascendencia española.
El viaje ha de hacerse de incógnito, pero como la
finalidad de la incursión es que don Juan sea expulsado de
España antes de que su apreciada persona sufra algún
daño, el grupo no se esfuerza demasiado en guardar las
apariencias. Don Juan busca el alias más previsible, Juan
López, mientras su primo José Eugenio de Baviera se hace
llamar, cómo no, José Martínez. Desde que cruzan la
frontera dan vivas a España, al Rey, a Franco, a través de
las abiertas ventanillas del coche. Su primera parada en
España es en Pamplona, en el hotel La Perla, donde se
presentan grupos de monárquicos a besarle la mano. Ahí se
atavía «de forma discreta», con boina roja, mono azul con
flechas y brazalete con los colores nacionales, y de esta
guisa va a Burgos, donde no se oculta, pasea por sus calles
y es saludado por los monárquicos rodilla en tierra, todo ello
con los consabidos ¡Viva España! ¡Arriba España! Se hace
fotografías, come en casa de un súbdito fiel, Besga, y
después va «de incógnito» a la catedral de Burgos, rodeado
de unas treinta personas, para implorar al Altísimo la
salvación de España. Continúa el grupo camino de Madrid
entre gritos de delirante entusiasmo, y sufren una avería
cerca de Somosierra, pero no se arredran, y entre cantos y
gritos patrióticos, algunos se han aprendido el Cara al sol,
llegan al parador de Aranda, donde en medio de gran
alboroto encargan una copiosa cena. Ahí los espera un
capitán de la Guardia Civil, que ha recibido órdenes directas
de Mola para devolverlos a la frontera. Aun así, con gran
gentileza, permite que terminen la pantagruélica cena.
Desandan el camino, y vuelven a cruzar la frontera. Juan
López, o don Juan de Borbón, sólo ha estado en España
veinticuatro horas, y no ha corrido más peligro que el de
tener un accidente de coche debido al mal estado de las
carreteras. No se puede describir la alegría de doña María al
ver aparecer a su marido, al que ya daba por perdido pocas
horas después de haberse ido.
No cabe duda de que los asesores de don Juan eran
expertos en una materia que en aquella época no tenía ni
nombre: marketing.
Permanece todo el mes de agosto en Cannes, con su
mujer y su hija recién nacida, a la que ya se ha encontrado
una nodriza. La infantita doña Pilar crece tanto que en pocos
días las ropitas que le han tejido ya no le sirven. La bautizan
en Cannes, en la iglesia Des Pins, la misma en la que fueron
bautizados sus abuelos y sus bisabuelos. Sus padrinos son
Alfonso XIII y la madre de doña María. No se conocen
testimonios gráficos de ese momento, ya que la ceremonia
fue muy sencilla, y el Rey actuó por delegación, porque no
quería coincidir con su mujer, que sí asistió.
Le pusieron Pilar por ser el nombre de la Patrona de
España, la Pilarica, de la que la Familia Real era muy devota,
como gustaba decir a doña María, ellos son «muy» de la
Virgen del Pilar.
Su abuela sigue en Cap Martin y su abuelo cazando en el
castillo de Metternich, en Checoslovaquia. Éste, aun siendo
su padrino, no conoce todavía a Pilar, que es la tercera de
sus nietos, ya que en febrero ha nacido Sandra (madre del
hoy popular conde Lecquio), hija de la infanta Beatriz y
Alessandro Torlonia, y en abril Alfonso, hijo del desgraciado
matrimonio de don Jaime, el infante sordomudo, y Emanuela
de Dampierre. Si el hijo del Príncipe de Asturias hubiera sido
varón, quizás sí que don Alfonso hubiera acortado sus
vacaciones, pero, siendo niña, no importaba esperar.
Además de no tener ganas de encontrarse con su mujer,
no le satisface el ambiente que reina en Francia, donde, en
el mes de abril, como había sucedido en España en febrero,
ha ganado las últimas elecciones el Frente Popular. Su
anfitriona, la princesa viuda de Metternich, es española,
Isabel de Silva, hija de la duquesa de San Carlos, y a su
alrededor se mueve una pequeña corte, divertida y variada,
que place mucho a Su Majestad, al que siguen tratando
como un rey
Don Juan, en Cannes, regresa a sus actividades
acostumbradas. Un poco de vela, bridge, información de la
guerra de España a través de la radio, golf, cenas con
amigos... Doña María está feliz con su hija y toda su familia
alrededor. Hace punto, lee, escucha música y se divierte
acompañando a su marido a las cenas de gala en los
restaurantes de moda, eso sí, después de rezar utilizando el
rosario de oro y perlas que les ha regalado el Papa por su
boda. Lo hacen acompañados por la servidumbre.
Somerset Maugham nos describe una reunión
representativa de este Cannes de 1936: «Había un lord
inglés con su lady, largos y flacos ambos, siempre
dispuestos a cenar con cualquiera que les ofreciese una
cena gratis: podía tenerse la certidumbre de que estarían
borrachos como cubas antes de la medianoche. Había una
escocesa flacucha, con una cara que parecía una máscara
peruana castigada por una tormenta de diez siglos,
acompañada por su esposo, un inglés que conocía por su
nombre a todos los maítres de los restaurantes más
importantes de Europa. Estaba presente también una
condesa italiana que ni era condesa ni era italiana, pero que
jugaba muy bien al bridge; y había un príncipe ruso que
estaba dispuesto a hacer de la millonaria anfitriona de la
cena una princesa, pero mientras tanto vendía champaña,
automóviles y cuadros antiguos a comisión. Los hombres
vestían de smoking y las mujeres con tenues vestidos de
colores pálidos, excepto la representante de la prensa, una
mujercita macilenta y desaliñada que iba con un cuaderno
en las manos apuntando el nombre de los invitados más
ilustres».
Sin embargo, aquella existencia plácida se ve enturbiada
por un hecho insólito hasta entonces. El Frente Popular
francés ha instaurado un fenómeno nuevo: las «vacances
congés», las vacaciones pagadas para los trabajadores. Y el
mes de agosto, la aristocrática Costa Azul, paraíso de
millonarios, estrellas de cine, escritores de éxito,
vagabundos de lujo, truhanes de guante blanco y reyes
destronados, se llena de obreros que ven por primera vez el
mar. Se abren pensiones baratas, y la gente alquila
habitaciones en sus casas a estos nuevos veraneantes, que
admiran sin cesar el boato en el que viven los habituales de
Cannes, Niza y Montecarlo. Alguien les informa de que en
aquella villa de color blanco con amplio jardín vive el
heredero de la Corona española. Y, en solidaridad con sus
hermanos españoles que están luchando en una guerra
cruel y sangrienta para las dos partes, se manifiestan todos
los días frente a la casa. Y no sólo eso, sino que, cuando don
Juan, impecablemente vestido de yatchmen, se sube a su
coche en el que le espera, uniformado de la cabeza a los
pies, su chofer, rodean el auto al grito de:
—¡Salaud! ¡Fascista!
Y son capaces de estarse toda la noche a la puerta de la
casa cantando La Marseílesa y La Internacional.
Don Juan, que se inflama rápidamente, se lía un día a
mamporros con los manifestantes y el chofer tiene que
rescatarlo.
Las autoridades no solamente no los protegen, sino que
les dan a entender que su presencia no es grata. Así, don
Juan decide abandonar el país y piensa que lo mejor es
regresar a Italia, donde viven su padre y sus hermanos. Don
Alfonso le ha dicho de forma castiza:
—En Italia nos tratan a tó meter.
Las relaciones entre don Alfonso y Mussolini, el dictador
italiano, son tan buenas que incluso el rey de España ha
intercedido delante del Duce, con una llamada particular
entre disparo y disparo, para que faculte la salida de
aviones de bombardeo y cazas con destino a las filas
nacionales. Tras la petición del Rey, Mussolini sólo tarda
cuatro horas en autorizar el despegue de los aviones que
Mola pedía con insistencia.
El Duce también dispensa a la Familia Real española de
pagar impuestos sobre su fortuna.
El 2 de septiembre, después de empaquetar todos sus
enseres, don Juan, doña María, su hijita Pilar, y las nueve
personas que componían su servicio, dejan la Villa Saint
Blaise, ligada para siempre a su familia, ya que en ella ha
nacido su primer vástago.
La infanta emprende el primer viaje de su vida, en un
destierro que no se interrumpirá hasta treinta años después.
Los obreros franceses no pudieron despedirlos, ya que
también se habían ido de la Costa Azul para reincorporarse
a su trabajo en las fábricas. A partir de ahora don Juan va a
dedicarse a esa tarea ambigua y exasperante de ser
heredero de un trono que ni siquiera existe.
Capítulo 3
ROMA

UNA VIDA TRASHUMANTE


La infantita doña Pilar es hija única durante año y medio.
Hasta que nace su hermano don Juan Carlos, el 5 de enero
de 1938, la pequeña princesa vive en siete lugares distintos.
A principios del mes de septiembre de 1936 abandona
Cannes y la Villa Saint Blaise, donde ha nacido, huyendo del
Frente Popular francés, cuyo Gobierno ya ha hecho saber a
la familia del ex rey de España que los considera personas
non gratas. Don Juan, doña María, su servidumbre y su
séquito entran en la más acogedora Italia de Mussolini que
los recibe con los brazos abiertos. Primero se instalan en
Milán, en la fantástica Villa Mombelo, el palacio del marqués
de Castel-Rodrigo y duque de Nochera, que acaba de
casarse con una millonaria de origen oriental, a orillas del
lago Como. Rodeada de inmensos parques, tiene doscientas
estancias, y está amueblada con un lujo majestuoso,
armaduras, cuadros de la escuela de Velázquez, camas del
siglo XVI y valiosas antigüedades. Don Juan, que ha nacido
en el magnífico Palacio Real, tan grande que cuando
llevaban la enorme sopera de la vajilla de Sajonia con
capacidad para veinte litros de caldo desde la cocina al
comedor llegaba completamente fría, se siente complacido
en este entorno tan suntuoso.
La familia Falcó, los propietarios, viven de la inyección de
dinero de la esposa millonaria. Cuando éste se termina, sus
herederos, entroncados con los Saboya, no pueden hacer
frente al mantenimiento de la fabulosa mansión y se la
venden, en 1999, al presidente del Nápoles. Casualmente,
en el momento de redactar estas líneas, éste acaba de
poner a la venta tres mil lotes de antigüedades para aligerar
la barroca decoración del palacio. Quizás está entre éstas la
cunita que utilizó la infanta doña Pilar.
En 1936, Pío Falcó, marqués de Castel-Rodrigo, al que
llaman Fofó, y que es íntimo amigo del Rey, siente que el
honor de acoger al numeroso grupo que representa la
familia del Príncipe de Asturias resulta un privilegio
demasiado oneroso, y, después de un mes, y con gran
diplomacia, se lo da a entender a don Juan, que decide
trasladarse al suntuoso hotel Excelsior Galia, en la plaza del
Duque de Aosta, de estilo art nouveau, donde alquilan
varias habitaciones y donde vivirán durante otro mes. El rey
don Alfonso se reúne con ellos, y también su hermano
Jaime, duque de Segovia, con su mujer Emanuela,
embarazada de nuevo, y su primer hijo, Alfonso.
Resulta curioso advertir que, allá donde va, la Familia
Real española reproduce siempre el mismo estilo de vida.
Golf y comidas en buenos restaurantes, como Il Solé di
Raneo, donde el propietario, Brovelli, les ofrece sus
exquisitos arroces, o la Hostería de Ponte, donde degustan
la moissette deporc noir aux truffes noires de Norcie».
Prefieren acompañar las comidas con vino francés en lugar
del popular chianti italiano. El aperitivo, ya se sabe, un dry
Martini para don Juan y el oldfashioned para la princesa, en
el club de golf de Milán, donde el maítre aprende a mezclar
la bebida favorita del Rey, ginebra, dubonet y unas gotas de
angostura. Aquí, como en el Hotel de París, también la
bautizan «cóctel Alfonso XIII». Visitas a las fincas de sus
amigos, como el príncipe Leopoldo de Hohenzollern, bridge
y salidas con algún grande llegado de España.
También van a Suiza a pasar unos días con los padres de
doña María, que están desolados por la muerte en el frente
de su hijo Carlos. El padre es tan patriota, según explica su
hija, que le recrimina a su otro hijo, Alfonso, inmovilizado en
cama a causa de un accidente que ha quebrado varios
huesos de su pierna y que le dejará algo cojo para toda la
vida:
—¡Vaya rotura más inoportuna! ¡Tú hermano muerto y tú
sin poderte incorporar!
La infantita crece arropada por su aya y por Petra
Rambaud, que ya crió a su madre, con la que comparte
habitación, y así nos la describen, en una época en la cual la
salud de los niños se medía por su gordura: cuantos más
kilos pesaban, más sanos estaban. «Es un prodigio de salud
y belleza. Sus colores, su contextura, sus carnes prietas y
turgentes y duras, cruzadas por pliegues de gordura sana y
sus facciones correctas, hacen de ella una niña
hermosísima». Es una forma de entretenerse y entrenarse
mientras no hay un heredero varón al que alabar.
Cada vez que se habla de un niño de los Borbones,
nótese que siempre se hace hincapié en su salud para alejar
de las mentes malintencionadas el fantasma de la hemofilia,
a aquellos otros príncipes espectrales y casi transparentes
que vemos en las fotografías de la época, sus tíos y también
algunos parientes de otras monarquías europeas, como su
primo el zarevich de Rusia, que tuvo que recibir los disparos
que acabaron con su vida en Ekaterimburgo en brazos de su
fiel preceptor porque no podía mantenerse en pie. Claro
está que estas hipérboles son innecesarias en el caso de la
descendencia de don Juan. Está sano y los varones sanos no
pueden transmitir la hemofilia, y por las venas de doña
María no corre la estigmatizada sangre de la reina Victoria.
Son los mismos cronistas de cámara los que detallan que
un diligente don Juan visita museos, el Ambrosiano o el de
Brera, como parte de su duro aprendizaje para rey, va a
conferencias por la misma razón y «estudia varias horas en
su cuarto», pero sin detallar en qué consisten tales estudios
y eso que, según palabras del mismo Rey:
—Juan tiene buen criterio, pero ninguna formación.
Alguno incluso se atreve a dar una lista enorme de
profesores que lo atendieron en Milán, hasta trece, con
materias tan áridas como el Derecho Político, Derecho
Administrativo, Ciencias Morales y Políticas y Derecho
Internacional. Es un milagro lo que pueden dar de sí
veinticuatro horas en la vida del Príncipe de Asturias, sobre
todo si tenemos en cuenta que aún le queda tiempo para el
golf, que llena todas sus tardes, y para hacer excusiones por
los alrededores de Milán que los cronistas computan no se
sabe por qué también como «trabajo».

LA NOBLEZA Y LA GUERRA CIVIL


La mayor preocupación de don Juan es «cazar» en su
aparato de radio las emisiones en las que se oyen noticias
de la España nacional: Radio Castilla de Burgos, de
Salamanca, de Valladolid, de San Sebastián y, cómo no, las
arengas del general Queipo de Llano desde Sevilla, sus:
«¡En pie alféreces provisionales de hoy, cadáveres efectivos
de mañana!», pespunteadas por los viva España de don
Jaime, don Juan y don Alfonso. El cuarto se llena de humo,
ya que los tres Borbones son fumadores empedernidos,
mientras doña María, que también fuma, teje apaciblemente
una chaquetita para su hija. A veces sientan a la infantita en
el sofá, a pesar de que sólo tiene tres meses.
España se desangra, se deshace en dolor y muerte.
García Lorca es asesinado en Granada, fusilan a José
Antonio en Alicante, salen de Barcelona las columnas
anarquistas hacia el frente de Aragón con mujeres entre sus
filas, y se inicia por primera vez en la historia de las guerras
una novedad atroz: el bombardeo a gran escala sobre una
ciudad, Madrid. Una bomba lanzada por la legión C Cóndor
alemana cae sobre el palacio de Liria, que afortunadamente
está deshabitado, ya que el duque de Alba se halla pasando
el verano en el hotel María Cristina de San Sebastián y la
duquesita permanece en Sevilla en su otro palacio, el de
Dueñas. Felizmente, el duque había puesto a buen recaudo,
en los sótanos del Banco de España, la mayor parte de los
cuadros, tapices, alfombras y documentos históricos, como
todos los veranos antes de levantar la casa. «¡Pobre
Heladora!», dice el Rey cuando se entera. El apodo le viene
al duque de Alba por ser todavía más estricto que Su
Majestad en cuestiones de protocolo.
El país se divide en dos y los monárquicos luchan al lado
de Franco. Aunque don Alfonso y sus hijos critican a los
españoles y miembros de la nobleza que sin motivo que lo
justifique viven fuera de la Patria, aquélla paga un alto
tributo en sangre. El duque de Sotomayor hace ofrenda de
cinco de sus diez hijos. Matan en combate primero a uno de
ellos, Carlos, y luego a Pedro. Luis
Martínez de Irujo, el menor, voluntario en la Marina con
diecisiete años, sobrevive, como sus otros dos hermanos, y
se casará diez años después con Cayetana de Alba. Mueren
los dos hermanos Miralles, Carlos y Manolo, miembros del
Círculo Monárquico. Y Manolo Gamazo, Juan Valderrey, el
marqués de Santa Amelia, Alvaro Beltrán de Lis, el vizconde
de Pontón, Tristán Fernán Núñez, el conde de Barajas. La
letanía del horror prosigue día tras día, mes tras mes, de
norte a sur y de este a oeste, en un aspa llena de locura y
salvajismo. Cinco Ibarras son fusilados en el buque prisión
Cabo Quilates y otros dos en el Altuna Mendi, fondeados en
el puerto de Bilbao. Los milicianos y los gudaris les hicieron
subir y les mataron delante de la multitud. En Cabo Quilates
matan a Fernando de Ybarra y a su padre, el marqués de
Arriluce. La viuda de Fernando es Amalia López-Dóriga, que
será la mejor amiga de doña María, su dama secretaria y
acompañante en su gira infausta por toda Europa tras la
muerte desgraciada de su hijo Alfonsito.
Los tres hermanos Zubiri son asesinados en Las Arenas y
la mujer de uno de ellos, la hija de Pedro Garnica, el que
sería presidente del Banco Español de Crédito, que estaba
embarazada, también. Los dos Gómez Acebo, cuyo sobrino,
Luis, contraerá matrimonio con la recién nacida infantita
Pilar, son fusilados sin juicio. Juan Ignacio Luca de Tena,
director de ABC, casado, nueve hijos, cuarenta años,
participa en las batallas del Jarama y Teruel y gana una cruz
por méritos de guerra. Su primo Javier, capitán de la Legión,
muere en el frente.
El catalán vizconde de Bosch Labrús, íntimo amigo del
Rey, es asesinado en la carretera de la Rabassada el 2 de
julio de 1936, simplemente por formar parte de la
aristocracia. Su hijo Pedro es detenido en esa misma fecha y
pasa toda la guerra condenado a muerte en la prisión
Modelo de Barcelona compartiendo celda con el padre de la
autora de este libro, Vicente Eyre, también condenado a
muerte en la misma causa. El 30 de enero de 1939 el
heredero del vizcondado de Bosch Labrús es asesinado en el
Collell (Gerona) y su esquela aparece todavía hoy, cada año,
en La Vanguardia.

NAVIDADES EN ROMA
El 28 de noviembre de 1936, en Roma, mientras don
Jaime, con Emanuela y su hijo Alfonso se alojan en el
elegante Grand Hotel, donde reside el Rey, don Juan y su
familia lo hacen en un hotel más actualizado, el Edén, tan
lujoso como aquél, donde la habitación cuesta el
equivalente a quinientos euros por noche. Está en la
moderna via Ludovisi número 49. Ocupan varias suites; el
matrimonio incluso tiene un comedorcito en el que pueden
cenar a solas y un salón en el que recibir a las visitas, de
color gris plata con muebles tapizados de terciopelo rojo. Se
han traído también, claro está, el Bentley, que fue un regalo
de boda, aunque a don Juan le gusta callejear por Roma a
pie. Todas las veces que don Juan pasa delante del balcón
del pretencioso y grandilocuente palacio del Duce, en la
plaza de Venecia, se lamenta:
—¡No puedo pasar por aquí sin acordarme de España, lo
que daría porque mi Patria lograse esta realidad!
De esa época es la leyenda de que los criados accedieron
a estar un año sin cobrar por la falta de liquidez de los
entonces Príncipes de Asturias.
También en esos días don Juan le escribe a Franco
pidiéndole autorización para embarcar como marino en el
crucero Baleares. Era fácil prever la respuesta del Caudillo:
una rotunda negativa.
La Navidad de 1936 la pasan los príncipes en plena
mudanza y se compran su primer abeto en Italia, una
costumbre que puso de moda en España la reina Victoria,
que la trajo de Inglaterra, y que le valió muchas críticas por
ser tradición ajena a las prácticas religiosas católicas, que
prefieren el recio simbolismo del Belén de toda la vida. Don
Juan incluso se atreve a disfrazarse de Papá Noel.
Su cuñado Alejandro, el flamante príncipe de Civitella, el
marido de la infanta Beatriz, les presta un apartamento en
su inmenso palacio Torlonia, en la via Boca di Leone, en la
parte antigua de Roma, en la Roma de los palacios, los
anticuarios y el célebre café Greco. Es un hogar elegante y
casi lujoso, amueblado con gusto, presidido por un retrato
de don Juan vestido de guardiamarina realizado por
Sangroniz. La leyenda, sin embargo, cuenta que era un
lugar tan modesto que un día don Alfonso llegó y se
encontró con su nuera y su hijo en cama con gabardinas y
paraguas. La propia doña María, siempre tan sincera, aclaró
esta anécdota. Lo que pasó es que alguien se había dejado
un grifo abierto en el piso de arriba, la bañera había
desbordado y el agua caía a través del techo como si
lloviese.
La vida en Roma se desliza por los carriles previstos,
pasean por los bellos jardines de la ciudad, juegan al bridge
y al póquer en el bar del Grand Hotel con el Rey, Fofó,
marqués de Castel-Rodrigo, Totora Núñez de Prado, que los
divierte con sus continuas bromas y chascarrillos, el
marqués de Torres de Mendoza, los condes de los Andes y
de Aybar, César González Ruano y algún miembro de la
embajada. A veces pescan en el yacht del multimillonario
argentino Mac Kinley, fondeado en el puerto de Ostia. La
pareja también va a jugar todas las tardes al club de golf
Aquasanta durante tres horas, donde frecuentan a menudo
al conde Galeazzo Ciano y a su mujer, Edda, la hija de
Mussolini. Doña María juega también al golf con su cuñada
Emanuela, aunque nunca llega a haber confianza entre
ellas.
Don Juan toma algunas clases sobre la historia de
Cataluña con el padre de Laureano López Rodó, archivero,
también exiliado en Roma.
Les preocupa la guerra de España, naturalmente, su
futuro está en el aire y ellos creen que depende de la
victoria de Franco, pero también están intranquilos por sus
asuntos familiares.
LOS BORBONES Y LAS MUJERES
El pobre príncipe Alfonso, el hermano mayor de don Juan,
que sigue en Estados Unidos, es abandonado
definitivamente por la Puchunga, su mujer, que no aguanta
más la vida desordenada ni las extrañas costumbres del ex
heredero de la Corona española, que, además, está
prácticamente en la indigencia. La familia de Alfonso
compadece a Edelmira en lugar de criticarla. Años más
tarde, la infanta Cristina la justificará:
—Pobre Puchunga; es que era tremendo vivir con mi
hermano, cuando tenía un ataque se quedaba paralizado de
la cintura para abajo y había que hacérselo todo... Para
nosotros siempre ha sido la legítima mujer de nuestro
hermano, y cuando murió mamá le regalamos una sortija
como recuerdo.
Cabe decir que Edelmira, que siempre utilizó, con
permiso de la familia, el título de condesa de Covadonga, se
comportó toda su vida con gran discreción, se negó a hablar
con los periodistas y murió, sin haber vuelto a casarse, en
1994, a los ochenta y ocho años.
Pero los Borbones son inconstantes en el amor; la misma
reina Victoria lo había apuntado con tristeza en sus primeros
tiempos de matrimonio:
—El Rey se cansa de todo y de todos. ¿Cuánto tiempo
tardará en cansarse de mí?
Como queda explicado más atrás, tardó justamente dos
años. Su hijo Alfonso no es una excepción, dos meses
después de su divorcio se casa con otra cubana, una
modelo llamada Marta Rocafort, también una morena
escultural, hija de un dentista. Del pobre príncipe dicen que
su enfermedad lo hace muy ardiente pero que no puede
satisfacer el deseo que lo atenaza, lo que resulta muy
frustrante para él y para sus partenaires. Marta, además,
creía que se casaba con un millonario, pero pronto se
tropieza con la dura realidad: el príncipe no tiene un duro.
Intenta pleitear contra su padre para que se le paguen los
atrasos que, según él, se le deben por el tiempo en que fue
Príncipe de Asturias. Don Alfonso XIII accede a enviarle
dinero de vez en cuando, pero únicamente la cantidad justa
para que no se muera de hambre, lo que obliga al infante a
aceptar el segundo trabajo que le ofrecen tras su poco
brillante paso por el cine: vender automóviles. Es un
compromiso fácil, sólo tiene que dejarse retratar a bordo de
un coche.
Dos meses después del matrimonio, la cubana huye de
su lado despavorida. Alfonso frecuenta compañías muy
extravagantes, sus íntimos amigos son drogadictos, y se
entrega al opio, con efectos fatales sobre su salud. Odia a
su padre, envidia a sus hermanos, declara a la prensa que
reivindica el título de Príncipe de Asturias y que es el
auténtico heredero de la Corona española. Su padre se
desentiende totalmente de él.
Menos mal que en la familia también hay buenas
noticias. En el mes de abril doña María advierte que está de
nuevo embarazada, esta vez quizás de un varón. La familia
aumenta sin cesar: en el mismo palacio de Torlonia, la
infanta Beatriz da a luz a su segundo hijo, Marco, y
Emanuela tiene a su hijo Gonzalo, que nace el 5 de junio de
1937, en el seno de un matrimonio roto desde el día en que
se inició. En esa época es cuando don Alfonso decide
entregarle su asignación mensual a Emanuela directamente,
ya que don Jaime se lo gasta todo en los prostíbulos
romanos, hasta el punto de que enferma de sífilis y tiene
que tratarse con inyecciones Waserman mientras su familia
debe hacerse análisis y llevar a cabo una severa profilaxis
para evitar el contagio. Como no tiene dinero contante y
sonante, el infante sordomudo empieza a vender objetos de
plata y cuadros valiosos de su casa. Ahora viven en un
precioso piso en la via Luciano Luciano, en el barrio de
Parioli, muy cerca de los Príncipes de Asturias.
Emanuela, desesperada, consulta con varios médicos,
que le dicen que en ciertas ocasiones la enfermedad de don
Jaime, la sordomudez, produce priapismo. Ya lo decían sus
amigos de juventud:
Don Jaime es sordo pero muy expresivo con las manos,
como saben todas las señoras de la corte.
La sordomudez y este posible priapismo no son las
únicas dolencias de don Jaime; según algunos autores
también tenía disminuidas sus facultades mentales.
Nadie ayuda a Emanuela, a nadie resulta simpática, por
su carácter triste y retraído. Además, en esa época empieza
a rumorearse en Roma que Emanuela se consuela por su
cuenta: ha entablado una amistad muy íntima con el agente
de Cambio y Bolsa y play-boy Tonino Sozzani.
Los hermanos saben de las actividades
extramatrimoniales de Jaime, pero ninguno de ellos le llama
la atención. De hecho, dicen que muchas veces sale con su
hermano Juan o incluso con su padre.
Don Alfonso, en su exilio, se ha convertido en una
especie de atracción pública, lo acorralan las mujeres y se
desmayan a su paso. Algunas lo llevan importunando desde
que se fue de España, como una norteamericana con la que
no ha hablado nunca pero que sigue sus pasos por toda
Europa. La mujer, calculaban, debía ser millonaria, pues Su
Majestad continúa desplazándose por todo el continente, a
veces, simplemente para ver a una hembra guapa, es capaz
de irse hasta Irlanda. También va a menudo a Ginebra,
donde reside ahora su hija natural, Juana Alfonsa.
De todo se entera la duquesa de Lécera, que continúa
pasándole información a la Reina, que sigue obsesionada
con su marido. No puede olvidar ese citarme legendario que
evocan con nostalgia todos los que lo han conocido.
Don Alfonso era ágil y fuerte, con músculos elásticos y
vigor de puños. Tenía el cráneo braquicéfalo, amplia y bien
desenvuelta la frente. Su figura resume una suprema
elegancia de contornos varoniles. Las dos grandes dinastías
europeas lo dotan de los rasgos primigenios de su perfil: la
nariz, borbónica, el mentón, prognático, austríaco. Las
mejores plumas de su época se refieren a su sonrisa, que es
«ancha y profunda como una herida de dientes blancos»
(algo de exageración debía haber en esta metáfora, ya que
don Alfonso padeció siempre de piorrea), mientras su
pariente el gran duque Alejandro se extasiaba ante los
periodistas:
—¡No he visto un rostro como el suyo cambiar tanto de
expresión cuando sonríe, serio es un Habsburgo, cuando ríe
es un Borbón! ¡Qué quintaesencia de estirpes, a su lado los
Romanov, los Windsor, los Hohenzollern, somos simples
advenedizos!
Rubén Darío se refirió, sin embargo, a sus ojos, de los
que dijo que eran hermosos y elocuentes. Azorín, a su vez,
los definió como impasibles y escrutadores y Cortés
Cabanillas prefirió resaltar que, si bien eran pequeños,
resultaban vivísimos y penetrantes. Churchill escribió
emocionado que los años de penuria habían dejado intacta
aquella fuente de jovialidad y alegría juvenil y recuerda la
conversación del rey de España, un punto irónica, que lo
convertía en el más agradable de los compañeros. La Reina
lo resumía todo en una frase, que solía decir suspirando:
—Ganó mucho con los años.
En el verano de 1937 toda la familia huye del calor para
pasar dos meses en la estación de Bordighera, la exquisita
ciudad balnearia a la que llaman la capital de las palmeras
de la Riviera, que puso de moda la reina Victoria de
Inglaterra. Se instalan unos días en casa de su amiga, la
duquesa de Leeds, en la Villa Selva Dolce, que tenía el
jardín más grande de la costa italiana: ciento cincuenta mil
metros cuadrados. La familia real italiana también está allí,
así como la mayoría de aristócratas y millonarios que
veraneaban en la Costa Azul, desde los condes de París
hasta los Rothschild. Francia se ha vuelto insegura para
ellos a causa de las actividades del Frente Popular.
Golf, playa, balandros, bridge, copas y cenas. La infantita
doña Pilar se mete por primera vez en el agua.
A mediados de agosto toda la familia asiste en Lausana a
la boda de Dolores, la hermana de doña María, con el
príncipe Czartoryski, fabulosamente rico. Acude la nobleza
europea en pleno, incluidos tres reyes: el de España, el de
Portugal y el de Bulgaria, aunque ninguno de ellos volvería a
ocupar el trono de su patria. El príncipe Czartoryski también
perdería su fortuna en pocos años, pues todas sus
propiedades serían confiscadas por el ejército soviético,
incluidos los dos palacios en los que vivía.
En septiembre, siguiendo la estela de la jet set de
entonces, van a pasar unos días a Venecia. La ciudad de los
canales rebosa extranjeros elegantes que vuelven a
encontrarse en esa noria sin fin de la alta sociedad.
Vuelve el otoño de bridge, golf y cócteles, tan distinto al
de la España mártir, al que canta Rafael Alberti en las
trincheras, frente a los milicianos ateridos de frío y
desesperación:

El otoño otra vez. Luego, el invierno, sea,


caiga el traje del árbol, el sol no nos recuerde,
pero como los troncos el hombre en la pelea,
seco, amarillo, frío, mas por debajo verde.
La primera palabra que aprende a decir la infantita Pilar
es «abuelito». Los tres mayores, Sandra, Alfonso y Pilar, son
los únicos que alcanzan a llamar abuelo a Alfonso XIII. El
Rey juega con sus nietos a gatas en el inmenso palacio de
los Torlonia, donde más les gustaba estar. Los Torlonia, que
vivían en tan impresionante mansión, eran considerados los
ricos, frente a las familias de don Juan y de don Jaime, que
vivían «sólo» en pisos y se consideraban a sí mismos
«pobres».
Como era habitual en aquella época, los niños no ven
mucho a sus padres. La cruz en la frente antes de dormir y
el buenos días ya arreglados de punta en blanco. Son las
nanis las que se ocupan de ellos. Las niñeras llevan a los
tres niños a los jardines públicos de Villa Borghese y
también a los de Villa Doria Panphili, propiedad de amigos
de la familia. También van a Villa Polisena, la casa de la
princesa Mafalda, hija de los reyes de Italia. La infantita Pilar
es la más mandona de los tres.
El escritor Cesare Pavese publica, en 1937, su primer
libro, Lavorare Stanca, que seguramente no lee ningún
miembro de la Familia Real. Ninguno de ellos es un
intelectual; el Rey tiene a gala declarar que no ha leído
nunca un libro, aunque hace acto seguido la aclaración de
que se refiere a libros que no sean de historia, y tal
excepción también es puesta en duda hasta por sus
seguidores más acérrimos. «¿Alrededor del Rey? Nada de
leer, ni de seguir el pensamiento del mundo... sólo deporte
con frenesí absorbente que les hace prescindir de cualquier
otro tema, se habla sólo con frases hechas haciendo alarde
de ignorancia», explica la infanta Eulalia, tía de Su
Majestad, a propósito del ambiente que rodea a su sobrino.
El pesimista Pavese afirma que lo que más secretamente
tememos siempre ocurre y es así también en el seno de las
familias reales. Parece un aforismo hecho para los
Borbones, que podrían ponerlo en su escudo como divisa.
Los reyes de España ya han perdido un hijo, el pobre
Gonzalito, por el que el Rey llora todavía:
—¡Luz de mis ojos! ¡Se ha perdido el tesoro de mi casa!
¡No tengo ni consuelo ni esperanza!
Y están a punto de perder el segundo. Alfonso, el hijo
descarriado, tiene una crisis gravísima en Nueva York, y
temen por su vida. No quiere ver a su padre y llama a su
madre con gemidos lastimeros a la cabecera de su cama.
Cuando su cuñado, el bueno de Alejandro Torlonia se entera,
telefonea a su suegra a Londres y le insiste:
—Tenemos que ir a asistirlo y cuidarlo, ¡se está
muriendo! ¡No tiene a nadie más que a nosotros!
Promete correr con todos los gastos, y así doña Victoria
Eugenia accede a desplazarse hasta Nueva York con su hija
y su yerno. Pero, Alfonso, cuando se encuentra algo mejor,
abandona el hospital, a su familia y el tratamiento para
seguir un tiempo más su vida de crápula. Su madre y sus
hermanos vuelven terriblemente apenados a Europa; saben
que ya no volverán a verlo. Lo que había dicho doña Victoria
años antes, con inconsciente crueldad, «para estar así,
prefiero que se muera», está a punto de cumplirse.

NUEVO HOGAR Y NACIMIENTO DEL


HEREDERO
Doña María, ya casi a punto de dar a luz, se traslada con
su familia a su nuevo hogar, un edificio racionalista del
estilo que imperaba en aquella época tanto en Alemania
como en Italia en el viale Parioli. Cuando terminan la
mudanza, la princesa está tan contenta que, para
celebrarlo, decide preparar una paella valenciana. A
diferencia de su suegra, doña María nunca fue un ama de
casa excesivamente meticulosa, aunque tampoco tuvo
necesidad, ya que estaba rodeada de personas que la
suplían en estos menesteres, y, siguiendo el consejo de la
reina de España, se había procurado una pequeña corte
para sentirse más protegida. Aunque, eso sí, es cierto que a
veces le gustaba meterse en la cocina y preparar algún
plato.
Incluso se cuenta (¿otra vez la leyenda?) que en
ocasiones abre la puerta con un delantal porque está
haciendo uno de los menús favoritos de su marido. Eso no
quiere decir que en casa de los Príncipes de Asturias se
haya relajado la estricta etiqueta austríaca a la que los ha
acostumbrado el Rey. Tanto doña María como don Juan
besan la mano a sus padres y el primer gesto que aprende
la infantita Pilar es a hacer lo mismo a los suyos, e incluso
para cosas tan simples como subir a un coche tienen la
preferencia por delante de sus hermanos. El tratamiento
que la pareja recibe, hasta de sus más allegados, es el de
Vuestra Alteza. Como comenta doña María con encantadora
ingenuidad:
—Para ser amigos íntimos, no es necesario tutearse, ¿no?
La nueva casa tiene tres apartamentos con puertas de
entrada independientes. En el primero está la vivienda de
los condes de Barcelona. El comedor, muy amplio, con el
tapiz de los Sotomayor, el saloncito de la princesa, de color
rosa, y el despacho de don Juan, con un gran tresillo color
café con leche, una mesita baja llena de periódicos y
revistas y las mismas dos repisas de caoba que tenían en
Cannes llenas de objetos coleccionados por la princesa,
regalos de plata del bautismo de doña Pilar, abanicos,
figuritas de marfil traídas de su viaje de novios, algunas
esculturas realizadas por el hermano de doña María, el
fallecido Carlos, y varias miniaturas elaboradas por ella
misma. El lugar central del despacho lo ocupa la
radiogramola, protagonista de todas las reuniones, donde
siguen «cazando» las emisoras que hablan de las victorias
del Caudillo.
La segunda puerta da a las dependencias del servicio, y
por la tercera se va casi directamente a un amplio saloncito
de paredes amarillo oro en el que hay un diminuto silloncito
alto, de niña, una gran mesa de blancura impoluta, varias
sillas, infinidad de juguetes desparramados, y sobre todo
muñecas que descansan en posturas absurdas, y eso que la
niña prefiere jugar con espadas y pistolas.
En un rincón, bajo un sencillo crucifijo, hay una cuna que
espera al nuevo niño.
Don Juan Carlos, al que en familia siempre, incluso en la
actualidad, llaman Juanito, nació el 5 de enero de 1938, a la
una y cuarto de la tarde, en la clínica angloamericana de
Roma. Doña María estaba el día anterior en el cine con el
«tío Rey», cuando se puso de parto. El Rey la dejó en su
casa del viale Parioli y allí fue a buscarla su hermana, la
infanta Beatriz, que la llevó a la clínica. Su marido estaba
cazando a doscientos kilómetros de Roma.
Hacía una noche horrible, con tormenta, mientras doña
María daba a luz a su hijo. No fue hasta la mañana cuando
la vizcondesa de Rocamora envió un telegrama a don Juan
en el que decía «bambolo nato», lo que puede traducirse
como «ha nacido el muñeco» y no como «ha nacido el
niño». Posteriormente, don Juan explica:
—Rompí una ballesta, pero llegué a tiempo de ver nacer
a mi hijo.
Es un recuerdo falseado, ya que llegó con varias horas de
retraso, y su padre, el Rey, que estaba enfadado por la
tardanza, le gastó la broma de recibirlo en la puerta de la
clínica con el hijo de la secretaria de la embajada china.
Solemnemente se lo entregó diciéndole:
—Alteza, he aquí al Príncipe de Asturias.
Don Juan después dijo que casi hubiera preferido al
chino, ya que su hijo era ochomesino. Las enfermeras lo
recuerdan muy feo, con los ojos saltones. Doña María sonríe
con indulgencia ante el comentario de su marido y añade:
—Pronto se arreglará.
La alegría de la familia y de los pocos monárquicos que
había en Roma en aquellos momentos fue inmensa, porque
había nacido un varón y así el futuro de la dinastía estaba
asegurado. El rey le regaló a su nuera, como
agradecimiento por haberle dado un heredero, un broche
con una esmeralda enorme que había sido de su tía, la
popular Chata, y que hacía juego con unos pendientes y una
sortija.
A don Juanito lo bautizó el cardenal Pacelli, que más
tarde sería Pío XII, ya que, por un problema de protocolo, el
Rey se había enfadado con el papa Pío XI, que era el que
habría tenido que bautizar al heredero de la Corona
española. La ceremonia se celebró en una pequeña capilla
de la Orden de Malta, situada en la via Condoti. Doña María
no pudo asistir pues todavía se encontraba mal. Los
padrinos fueron doña Victoria y el infante don Carlos, el
padre de doña María, representado por don Jaime, el
hermano mayor de don Juan. Doña Victoria estaba muy
elegante, vestida con un abrigo negro con cuello de martas
cibelinas, un sombrero con una enhiesta pluma y un bolso
de mano de cocodrilo negro con sus iniciales en brillantes,
como las del broche que llevaban sus damas de corte
cuando estaban de guardia: una V y una E. Lucía su célebre
collar de perlas rusas grandes, iguales, de oriente purísimo,
que luego, a su muerte, se dividió en cuatro, y que fueron
repartidas entre las infantas Margarita y Pilar, doña María y
la reina doña Sofía. Doña Victoria llevaba también
pendientes a juego, y un broche con un zafiro sujetando la
pluma del sombrero. Había ganado mucho peso y
aparentaba más años de los que tenía, pero si bien su
legendaria belleza se había apagado con demasiada
rapidez, continuaba teniendo una gran prestancia. El Rey se
mantuvo lo más lejos posible de ella. Campúa, que luego
sería el fotógrafo oficial de Franco, se las vio y se las deseó
para poder tomar una imagen en la que aparecieran juntos.
Finalmente, el Rey accedió a posar con el resto de la familia,
notablemente incómodo.
Allí fueron un puñado de españoles haciéndose los
fuertes, pero con el corazón en la garganta, a ver el bautizo
del que un día sería rey de España. Todo tenía un aire suave
de oro puesto al servicio de la vieja cortesía. El banquete se
dio en el Grand Hotel y acudieron muchas damas y
caballeros, con no pocos reverendos, misioneros,
postuladores de San Juan y profesores de la universidad
gregoriana, junto a una lucida representación diplomática y
algún compañero de juerga de don Alfonso, como Fofó o el
espléndido periodista César González Ruano.
El aviador Juan Antonio Ansaldo envió un telegrama
entusiasta: «Enhorabuena por nacimiento futuro Emperador
de Occidente».
Doña María se compró un cochecito para gemelos, que
apenas podía arrastrar, para llevar a sus dos hijos. Don
Juanito llamaba la atención por lo guapo que era; gente que
no conocían los paraba por la calle pretendiendo
fotografiarlo. Incluso llegan a pedirle a menudo que haga de
modelo de anuncios de alimentos para niños. No es una
idea descabellada, ya que doña Victoria Eugenia, siendo
reina, había promocionado la célebre crema Ponds, y la
infanta Cristina una loción para aclarar el cabello rubio. El
dinero que recibieron lo donaron a la Cruz Roja. Que se
sepa, de todas formas, don Juanito nunca posó con fines
comerciales.
Doña Pilar da muestras del fuerte carácter que tendrá
toda la vida y padece el típico síndrome de princesa
destronada. Años después, comentó que era una lata que
de ser la más mimada y la favorita de su abuela pasase a
ser la segunda en los afectos de sus padres y sus abuelitos
por el simple hecho de tener un hermano más pequeño que
ella, pero que iba a ser rey. Es difícil que doña Pilar
entendiera eso entonces con sus pocos años, pero sí se
daría cuenta de que la habían colocado en un segundo
plano.
Los cronistas se arroban ante este infantito, cómo no,
fuerte, robusto, sano, con los ojos azules y las carnes
firmemente apretadas y que patalea con vigor en su cuna
recibiendo el ardiente sol romano. La infanta se venga de su
hermano rompiendo sus juguetes.
Cinco meses después del nacimiento de don Juanito,
doña María, con admirable dedicación a su papel de
suministrar continuadores a la dinastía, se encuentra de
nuevo en estado.

MUERTE DEL INFANTE DON


ALFONSO
El verano de 1938 el rey don Alfonso decide alquilar una
villa en la playa de Fregene, a diez kilómetros de Roma,
donde suele veranear la nobleza romana, y allí pasan los
meses de más calor. El alegre veraneo se interrumpe
bruscamente, sin embargo, cuando, el día 6 de septiembre,
cuando estaban a punto de salir para la saison en Venecia,
reciben la noticia terrible de que el infante don Alfonso
acaba de fallecer.
La muerte, como su vida desperdiciada, estuvo teñida de
escándalo. El príncipe se había enamorado de una
vendedora de cigarrillos de un conocido night club de Miami
llamada Mildred Gaydon, alias «La Alegre». Ya le había
comunicado a su familia que quería casarse con ella.
Saliendo de madrugada, después de haber ingerido alcohol
y opio, con su novia del cabaret, su coche chocó contra un
poste de teléfonos. El príncipe se dio un golpe en el pecho,
que le provocó, como a su hermano Gonzalo en Austria, una
hemorragia interna. Murió en el hospital y sus últimas
palabras fueron: «¡Mamá, mamá!».
Fue enterrado en el Graceland Memorial Park y a su
sepelio sólo asistieron tres personas. La Alegre, a despecho
de su nombre, no pudo concurrir porque estaba demasiado
triste. El secretario del príncipe hizo grabar en la lápida de
mármol que cubre su tumba: «His Roya Highness Prince
Alfonso de Borbón y Battenberg. May 10 1907—sept 6 1938.
R.I.P.».
Su madre envió una corona de flores.

EL FIN DE LA GUERRA Y LA GRAN


DECEPCIÓN
La guerra va terminando, pero las esperanzas del Rey y
de su hijo se van quebrando una a una en el tosco pedrusco
de la triste realidad política de España. El Rey se convierte
en un desventurado señor lleno de canas, sus ojos vivaces
se apagan y necesita de la ayuda de unas gafas para leer.
Cada vez está más claro que Franco no piensa restaurar la
monarquía. En realidad, el Rey se da cuenta de repente. En
cada ocasión en que el Caudillo obtenía una victoria, le
ponía un telegrama a Su Majestad. Cuando tomó Madrid, en
la etapa final, sólo hubo silencio. No volvió a comunicarse
con el que había sido su rey, y don Alfonso mascullaba:
—Coño, el gallego me la ha jugado.
Don Juan, a pesar de todo y en un intento patético de
congraciarse con el Caudillo, le escribe un telegrama que
hoy día nos produce ese sentimiento tan difícil de definir
pero que solemos llamar vergüenza ajena: «Uno mi voz
nuevamente a la de tantos españoles para felicitar
entusiasta y emocionadamente a V. E. por liberación capital
de España. La sangre generosa derramada por su mejor
juventud será prenda segura del glorioso porvenir de
España, Una, Grande y Libre. ¡Arriba España! Juan de
Borbón».
Aunque posteriormente se nos ha hecho creer que don
Juan abominaba de todo fascismo, lo cierto es que dio su
aprobación al libro de Bonmati, una biografía suya
autorizada, en el que este cronista de cámara terminaba así
hablando del entonces Príncipe de Asturias: «El príncipe don
Juan de España, como un soldado más de las Falanges
gloriosas de la Reconquista, está en el puesto al que lo
destinó el mando, disciplinado y firme, Cara al Sol del
amanecer del Nuevo Imperio español, dispuesto siempre,
con el brazo extendido y al grito de ¡viva España! y ¡arriba
España! a ejecutar las órdenes que le dé el Caudillo de su
gloriosa gesta en nombre de Dios, de la Raza y de la
Historia».
Lo más probable es que el príncipe, que no ha recibido
ninguna formación apropiada, como reconoce su mismo
padre, se dejara influir por el clima de triunfalismo que lo
rodeaba y creyera que este camino era el único que le
llevaría al trono.
El 6 de marzo de 1939 nace el tercero de los hijos de don
Juan y de doña María, la infantita doña Margarita. La llaman
la princesa de la paz, ya que coincide con el triunfo de
Franco en la guerra que ha azotado su patria durante tres
años. Aunque nace en el exilio, la familia quiere creer que,
como sus otros hijos, crecerá en España. Ve la primera luz,
como Juanito, en la Clínica Angloamericana y, con palabras
de su madre, era guapísima, rubia y gordita.
Sus padrinos de bautizo fueron la hermana de doña
María, Esperanza, y el infante don Jaime, hermano mayor
del Rey. Como Esperanza no llega a tiempo a la ceremonia,
la representa su otra hermana, Dolores; por eso la infantita
dirá siempre que tiene dos madrinas.
Margarita era una niña preciosa. Al servicio habitual de la
casa se añadió una nueva ama de cría y una niñera checa,
una puericultora muy buena, aunque muy severa. Cuando la
niña tenía dos meses, la niñera advirtió que no realizaba la
actividad propia de los niños de esta edad: mirarse las
manos continuamente. Extrañada, se lo comentó a doña
María, quien le pasa las manos por delante de la cara. Fue
un momento aterrador e interminable: la niña permaneció
con los ojos inmóviles, aunque, eso sí, sonriendo como hacía
siempre. Pusieron las manos, objetos, sus juguetes favoritos
frente a sus ojos y nada. La niña no veía. Sólo cuando
agitaron delante una prenda de color rojo muy vivo, sus ojos
se animaron algo. Doña María se dio cuenta de que era
ciega, aunque de una forma vaga distinguía los colores muy
brillantes.
El disgusto fue terrible. La llevaron a un oftalmólogo
joven, de Roma, el primero de una larga lista. Les dijo que
aquello era incurable, la niña no tenía retina y no se había
inventado ningún tejido que pudiera sustituir al de la retina
humana. El dolor de los padres fue inmenso, pero no se
dieron por vencidos, y durante los cuatro primeros años de
Margarita, visitaron a una docena de médicos de todo el
mundo.
Doña María se niega a compadecerse de su hija y, desde
que se da cuenta de su minusvalía, se comporta con ella
como si fuera una niña normal.
—Mira, es tu sonajero —le dice, poniéndoselo en la mano.
Todas las noches se acerca a su cuna:
—Mira, es de noche, ya no hay ruido.
Doña María es inflexible:
—Para Margarita el ruido es de día, la noche es silencio.
La razón de mi hija depende de una disciplina de hierro a la
que todos debemos someternos.
Se contrata a una niñera que ha recibido una formación
especial para ciegos. Se llama Celina y debe cuidar de que
ningún objeto se desplace en el universo de la infantita.
Pero eso no impide que Margarita tenga violentas crisis de
furia:
—Tengo miedo, está oscuro —grita en pleno día.
Hacen venir al doctor Arruga desde Barcelona y éste les
confirma el diagnóstico, no hay nada que hacer. La niña es y
será ciega siempre.
Ese mismo año nace también el tercer hijo de la infanta
doña Beatriz y Alejandro Torlonia. Le ponen el nombre de
Marino y tendrá un destino desgraciado: morirá de sida.
La guerra española ha terminado pero comienza el
conflicto más devastador de la historia, lo que más tarde
conoceremos como Segunda Guerra Mundial. A pesar de
que en las biografías posteriores se nos muestra un Alfonso
XIII aliadófilo y enemigo de Hitler, la verdad es que sus
simpatías estuvieron del lado de los tudescos y siempre
creyó en la victoria de éstos. No así doña Victoria, quien no
se recataba de dar su opinión contra el Fuhrer en público.
El año 1940 es duro para todos. España lucha contra el
hambre, el odio entre hermanos y la ruina, y no tiene
tiempo de pensar en los que fueron sus reyes. Hay otras
necesidades. Comer, vivir, sobrevivir en suma. Europa está
sumida en el caos, la bota alemana humilla a todos los
países que no pueden defenderse. Italia, que en el año 1936
había firmado un pacto con Alemania, el eje Berlín-Roma,
sufre asimismo las consecuencias de la guerra. Las
restricciones golpean también a todo el país. La infanta Pilar
evocaría más tarde que su memoria de aquel tiempo iba
asociada al ruido de las sirenas y los bombardeos con la luz
apagada y la estela de los reflectores. La Familia Real
española no baja nunca a los refugios preparados al efecto.
Los espaguetis y el pan se vuelven cada día más negros, no
hay azúcar y, cuando quieren premiar a los niños, les dan
un pequeño trozo de chocolate que les sabe a gloria. De
todas formas, los padres intentan que en ellos arraiguen los
mismos hábitos que ellos tuvieron de pequeños. A los cuatro
años todos empiezan a montar a caballo y continúan yendo
a pasear a los parques públicos. En Villa Borghese, Juanito
tiene su primer disgusto, ve un cordero atado y no puede
soportarlo:
—Hay que dejarlo correr, como yo, yo no estoy
prisionero.
No hace faltar decir que don Juan tuvo que adquirirlo,
aunque la historia no ha registrado el fin que tuvo el cordero
de marras.
A los cuatro hermanos, como a todos los Borbones, les
encantan los animales, sobre todo a don Alfonsito y a su
madre. La reina Victoria siempre tendrá perros de raza
teckel, que posan en sus brazos en innumerables fotografía.
Y siempre habrá perros en sus casas, que se trasladarán con
ellos a otros hogares y otros países, siendo el precursor de
todos el perro Peluzón, que partió con ellos al exilio. Sin
embargo, todos son grandes aficionados a la caza, excepto
quizás doña Victoria y, por razones obvias, la infanta
Margarita.
Don Alfonso, que ya ha perdido toda esperanza de volver
al trono, se convierte en un hombre viejo y enfermo. El
médico llama a sus hijos y les dice que si quieren que su
padre no muera pronto, deben prohibirle fumar y beber.
Cada vez que coge un cigarrillo, le dicen:
—Papá, por Dios, no fumes.
A lo que el Rey contesta:
—Bah. Para las ganas que tengo yo de vivir...
Hace frecuentes viajes a Ginebra a ver a la hija que tuvo
con la institutriz de los niños. Los dos que tuvo con Carmen
Ruiz Moragas, Leandro y María Teresa, residen en Madrid y
están a cubierto de las necesidades materiales gracias a un
depósito en un banco suizo administrado por el conde de los
Andes. El Rey no vuelve a verlos. En cuanto al primer hijo
ilegítimo, que tuvo cuando todavía era soltero, Roger, cuya
madre era la bellísima y descocada francesa Melanie de
Vilmorin, pasaba por hijo legal del millonario marido de ella
y el Rey nunca lo atendió afectivamente, ni desde el punto
de vista económico.
La Reina se entera por sus hijos de los viajes de su
marido y, como si fuera una de sus admiradoras anónimas,
recorre ella también toda Europa para encontrarse con él; si
sabe que está en Suiza, coge un avión y se hace la
encontradiza con el Rey por la calle. En Lausana tienen una
gran pelea en público. En Roma compra entradas para el
cine, que sabe que le gusta mucho, y se las hace llegar al
Grand Hotel con un botones con una nota. Va a casas en las
que le cuentan que está el Rey y en las que no ha sido
invitada y él la saluda dándole la mano como si fuera una
desconocida. «Pierde la dignidad, pero había que
entenderla, era todavía una mujer joven», comenta su
nuera, la venenosa Emanuela. Al final, el Rey la rehúye o se
enfrenta a ella en escenas violentísimas, incluso gritándole
delante de la gente:
—¡Déjame en paz!
La Reina intenta instalarse en Roma para estar cerca de
su marido, pero pronto comprende que no lo recuperará
nunca. Los separan hasta las ideas políticas, ella no se calla
sus simpatías y su convencimiento de que Hitler terminará
perdiendo la guerra, lo que le crea más de una situación
incómoda. Finalmente, se le muestra que su presencia no es
grata en Italia, y su marido no hace nada para defenderla,
por lo que la reina Victoria termina instalándose en Lausana,
en el elegante hotel Royal.

LA BODA DE LA INFANTA CRISTINA


La única nota alegre del año fue la boda de la infanta
Cristina el 1 de septiembre de 1940. Aun así, fue una alegría
amortiguada. La pobre infanta había esperado hasta los
veintinueve años para casarse, hasta que la descendencia
en los tres hijos de su hermano Juan, el heredero, estuviera
asegurada, y hasta que su padre dejó de viajar y de solicitar
su compañía. Aunque Su Majestad se enfadó algo cuando la
infanta se empeñó en pasar una temporada en Londres con
su madre y la de Lécera, se alegró cuando volvió a su lado
diciéndole que le había sido imposible convivir con aquella
por su tremenda tacañería. La infanta tenía mucha
complicidad con el Rey, y un mismo sentido del humor, se
reían mucho juntos. Además era muy tolerante y tenía una
gran facilidad para los idiomas. Crista, como la llamaban en
familia, aprovechaba también los viajes para consultar con
médicos do toda Europa sobre su problema, la hemofilia, a
la que en aquella época se llamaba «sangría». Un médico
de Londres le aseguró que, si tenía un bebé hemofílico, se le
podía salvar si se le cambiaba íntegramente la sangre con
trasfusiones masivas. La infanta, algo ingenua, creyó esta
patraña y le dijo a su padre que se encontraba ya dispuesta
para el matrimonio.
Pero, a estas alturas, en plena guerra mundial y sin
ninguna posibilidad de volver a su patria como princesa
real, la oferta matrimonial para la infanta española, a la que
su padre tampoco quería dotar, se limitó a un viudo mayor,
con tres hijos, al que llamaban con cierto cachondeo «el rey
del vermouth». Era Enrique Marone Cinzano, el propietario
del popular aperitivo, de origen humilde pero, claro está,
multimillonario. Acuciada por las prisas, y para paliar de
alguna manera esta unión tan desigual, la infanta fue a ver
a la reina Helena de Italia y le pidió un título para su novio.
Aquélla, que la quería mucho, accedió encantada y lo
nombró conde de Cinzano. La infanta volvió a pedir que la
concesión oficial se hiciera lo antes posible, y antes de un
mes fue publicado en el lugar correspondiente el
nombramiento. El título dio lugar a muchos chistes, ya que
es como si aquí se crease el de marqués del Fayri. Claro
que, poco después, Franco nombró a Pedro Barrie de la
Maza conde de Fenosa, que venía a ser lo mismo, ya que se
trataba de las siglas de su importante compañía
hidroeléctrica.
A la boda asistieron únicamente dieciocho personas,
incluida la reina Victoria, que aunque no fue a la de sus
otros hijos, sí asistió a ésta para hacerse la encontradiza
con su marido, que apenas le dirigió la palabra. Se preparó
con mucha rapidez y secreto, porque es lo que decía el Rey:
—Gorda, yo te autorizo a que te cases, pero no voy a
invitar a nadie y lo único que te pido es que no te quedes
embarazada enseguida, porque la gente va a comentar.
Seis meses después, casi día por día, nació en Turín,
donde vivían, una niña robusta y grande, como todos los
Borbones, a la que llamaron Victoria, y muchos entendieron
entonces la insólita autorización real a esta boda y también
el porqué de tanta prisa. Pero los tiempos eran tan duros
que nadie estaba para comentarios.

LA MUERTE DEL ÚLTIMO REY


En el otoño de 1940, el Rey casi ya no sale del hotel. Ese
fondo de tristeza que ha tenido siempre se ha acentuado,
está enfermo de añoranza y desengaño. Los Príncipes de
Asturias, los Segovia y los Torlonia, para animarlo, van a
visitarlo con los nietos. Él prefiere jugar con ellos que hablar
de una política que ya no le interesa y de la que ya no forma
parte. Sus nietos no le cansan, le entristece que Margarita
sea cieguita y le gusta tenerla en brazos. La infanta Pilar lo
recuerda perfectamente, sobre todo su voz y sus
larguísimas piernas con pantalones grises, y que les
contaba historias y hablaba de España, y que a menudo
parecía estar muy triste. El pequeño
Juanito va con su niñera Ucsa y el Rey le acaricia la
cabeza. Todos los nietos, ahora ya tiene ocho, cuando lo
ven, le besan la mano.
Después, muchas veces, se queda a solas con su nuera,
doña María, a la que sigue llamando María la Brava. Doña
María acaba de sufrir un aborto y el Rey quiere cuidarla.
Cenan juntos, ninguno de los dos tiene mucha hambre y
picotean una pechuga de pollo o una ensalada. Eso sí, cada
noche se hacen servir una botella de champagne de la
Veuve Cliquot y brindan: «Por lo que venga». Pero todo tiene
ya sabor a ceniza.
El Rey estaba condenado. No sólo por aquella
pretuberculosis que le había afectado desde el nacimiento y
que le hacía tener dolorosos abscesos en el oído, sino por la
angina de pecho, similar a la que había matado a su madre,
la reina regente María Cristina. Su vida sedentaria, el
alcohol, el tabaco y los otros excesos hicieron el resto.
Poco antes de salir de España, el Rey tuvo un fuerte
ataque de disnea mientras jugaba al polo en el Club Puerta
de Hierro de Madrid, que se había mantenido en secreto.
En enero del año 1941 empezó a fatigarse, el pulso le
marchaba a saltos, faltaban palpitaciones. El Rey, que se
había informado sobre la enfermedad que adivinaba iba a
llevarle a la muerte, fue el primero en reconocer los
síntomas y en darse cuenta de lo cerca que estaba del final.
Era un hombre sin futuro y lo sabía.
Había puesto sus asuntos en regla. Un año antes había
abdicado en su hijo Juan en un documento redactado en
Suiza y ya había hecho testamento. Con sorna, le había
comentado a su hijo:
—Como comprenderás, después de esto sólo me queda
morirme.
Pasó dieciocho días sentado en un sillón ortopédico que
le regaló el embajador de Perú, en la habitación número 32
del Grand Hotel. Desenroscan las bombillas y ponen velas
porque la luz fuerte le molesta. Se turnaban dos monjas del
Instituto de la Siervas de María, sor Teresa y sor Inés, y los
médicos Frugone, Colazza y Pudu. El padre jesuita Ulpiano
López lo confesaba a diario. A veces pasaba a la habitación
Totora o algún amigo. Por la noche lo velaba la duquesa de
la Victoria, que había sido enfermera.
Su familia solía estar en la antecámara, incluso alguna
vez fueron los nietos mayores, Pilar, Alfonso y Sandra. Su
mujer llegó desde Lausana y se alojó en el vecino hotel
Excelsior. El Rey no quiso verla nunca; sólo recobraba las
fuerzas para gritar «¡fuera, fuera!» cuando ella pretendía
pasar a su habitación. Encima de una mesa, al lado de la
cama, están, como un testimonio cruel, las fotos de los dos
infantes hemofílicos, los dos muertos, Alfonso y el pobre
Kiki.
Tenía una única obsesión, saber si Franco había enviado
un telegrama interesándose por su salud. Cada día
preguntaba, con un hilo de voz:
—¿Ha llegado algo... de España?
No volvió a ver a su mujer. No tuvo noticias de Franco.
Todo olía a despedida y a desprecio.
Murió el Rey el 28 de febrero, a las once cuarenta de la
mañana, gimiendo en la última convulsión de la muerte:
—¡Dios mío!
Sus hijos Jaime y Juan, sus hijas, todos, abrieron las
puertas de golpe y entró el canto afilado del frío aire
romano en la habitación. Temblaron las luces de las velas y
toda la familia se detuvo aterrada ante la agonía atroz del
rey de España, que se ahogaba ferozmente. Doña Victoria
Eugenia se abrió paso en silencio entre el grupo, se acercó a
su hijo Juan, se arrodilló en el suelo y le besó la mano.
Juan se dirigió a Alfonso XIII por última vez, pero ya no
como al rey, sino como al padre:
—Te juro, papá, que te llevaré a España.
La infantita Pilar y los nietos mayores advirtieron
confusamente que se había acabado una época. Todos los
niños enviaron al entierro una corona con los colores de
España y una leyenda: «Para el abuelito».
Apenas un mes después de su muerte fue bombardeado
el café de París de Montecarlo, donde habían inventado en
su honor el «cóctel Alfonso XIII», matando a ochenta y
cuatro personas, incluido el barman.
Nueve meses después, el 14 de octubre de 1941, les
nació a don Juan y doña María su cuarto y último hijo, al que
pusieron Alfonso, como el abuelo fallecido. Sus padrinos
fueron el tío «Alí», don Alfonso de Orleáns, primo hermano
de la madre de doña María, que había acompañado a don
Alfonso XIII en su primer viaje de desterrado, y la hermana
de don Juan, la infanta Cristina, que vino de Turín. El
pequeño príncipe nació tan rubio que parecía albino, y ya
con el tan alabado perfil prognático de los Habsburgo.
Sus padres ya no eran Príncipes de Asturias, ya que este
título pertenecía al heredero de la Corona, es decir, a
Juanito. Decidieron utilizar el de condes de Barcelona, ante
lo cual el criado de siempre, Luis Zapata, cogió un berrinche
considerable:
—Pues sí que tiene gracia, ¡éramos príncipes y ahora
somos sólo condes! Doña María se rió mucho con el
comentario. A pesar de la muerte de don Alfonso y de que
las esperanzas de que su marido ocupase el trono de
España eran remotas, tenía fe en el futuro. Habían decidido
irse a vivir a la tranquila y neutral Suiza, el testamento de
don Alfonso había alejado todas sus preocupaciones
económicas y tenía cuatro hijos sanos. El pequeño,
Alfonsito, pronto se reveló como el más espabilado de los
hermanos y se apoderó inmediatamente del corazón de sus
padres. Como Margarita, reía siempre.
Ahora nosotros sabemos que el destino había puesto
fecha a su felicidad. Catorce años.
Capítulo 4
LAUSANA

LA FAMILIA SE REÚNE EN LAUSANA


Los cuatro hermanos, Pilar, Juanito, Margot y Alfonsito,
recién bañados, suben al saloncito de sus padres, los
condes de Barcelona, en el segundo piso, acompañados por
la niñera. Acaban de cenar sopa y merluza rebozada y
llevan puestos los pijamas y sus batines y zapatillas.
Afuera, en Lausana, cae suavemente la nieve, pero en el
interior de Les Rocailles los radiadores caldean el ambiente,
y las flores que hay en los jarrones exhalan un perfume
intenso y delicioso. Los niños dan las buenas noches a sus
padres, que cenarán más tarde con los grandes de guardia,
algún noble llegado de España y Ramón Padilla, el
secretario de don Juan. Doña María va elegantemente
vestida, como siempre. Lleva en el escote del traje los dos
clips de rubíes y brillantes que le regaló el rey de España
cuando se casó y el collar de una vuelta de perlas haciendo
juego con los pendientes con los que la pintó Macarrón. La
infanta Margarita acaricia las perlas, le gusta el tacto tibio y
algo irregular de las pequeñas esferas aunque no puede
verlas.
Los condes de Barcelona irán después de cenar a la
Vieille Fontaine, la casa de la reina de España, que dista
apenas doscientos metros, a tomar una copa y a hablar de
la patria de la que están desterrados desde hace más de
una década. Para ellos un tiempo infinito.
Los cuatro príncipes besan la mano de sus padres y
después éstos los besan en la mejilla. Cada noche se sigue
el mismo ritual. Don Juan le hace un gesto significativo a
doña María, que se levanta, va hacia el gramófono y pone el
disco con la Marcha Real. Los cuatro infantitos se alinean
por orden de edad, se yerguen, se cuadran, juntan los
talones, miran al frente y permanecen firmes frente a sus
padres, que también están de pie. Desde la mayor, Pilar, tan
alta, hasta el pequeñín, Alfonsito, que apenas puede
tenerse en pie y se coge a su hermana Margot, que está tan
metida en su papel como los otros. Acabado el primer
movimiento del himno, la condesa de Barcelona quita el
disco. Los niños se sitúan en posición de descanso, el padre
hace un gesto de ¡disuélvanse! y se van corriendo en tropel
por la escalera entre risas, directos a la cama.
A veces, don Juan les obliga a hacer instrucción, lo
mismo que su padre el Rey hacía con él y sus hermanos
cuando vivían en el Palacio Real de Madrid, desfilar con
unas espadas de madera al hombro. La reina Victoria,
cuando está presente, se ríe y le dice a su hijo lo mismo que
le decía a su marido:
—Por Dios, Juan, ¿las chicas también? Una cosa tan poco
femenina...
Los condes de Barcelona y sus cuatro hijos han venido a
vivir a Lausana desde Roma para estar cerca de su madre.
También han venido los Torlonia, es decir, Alejandro y la
infanta Beatriz, que está embarazada, con sus tres hijos,
Sandra, Marco y Marino.
Asimismo, los Marone, la infanta Cristina y Enrico, el
diminuto «rey del vermouth», con su única hija de
momento, Victoria, la que nació seis meses después de la
boda. Jaime, el mayor, duque de Segovia, ha venido solo
con sus dos hijos, porque Emanuela se ha quedado en
Roma, según dice ella, trabajando para la Cruz Roja, según
se comenta, disfrutando de la ardiente compañía de su
Tonino. Es extraño que Emanuela, que dice adorar a sus
hijos, los deje solos, tan pequeños, en manos de alguien tan
incapacitado para cuidarse a sí mismo y a los demás como
su marido. Confirmando todos los pronósticos, éste, una vez
llegado a Suiza, desaparece pronto «con sus putas» y los
dos pobres niños se quedan en manos de sus niñeras.
Todos han contestado a la llamada de su madre y reina.
Ésta es la explicación oficial, pero en realidad lo que ha
impulsado a don Juan a dejar la Italia de Mussolini en plena
guerra mundial pero ya con la victoria aliada «cantada»,
han sido los consejos tácticos de su eminencia gris, el
inteligente Pedro Sáinz Rodríguez, que tanto influirá en las
decisiones del conde de Barcelona en las tres décadas en
que es su consejero, y que se muestra tajante en esta carta:
«... y claro, Vuestra Majestad debe pensar en dejar Roma.
No puede vivir en un país aliado de Hitler. Le ruego perdone
mi rudeza, pero nadie creerá en sus sentimientos británicos
mientras esté al lado de Mussolini. Debe vivir en Suiza,
Señor, o en Portugal. No tiene elección. Franquito no le hará
rey nunca, pero si Vuestra Majestad se convierte en el
primer anglófilo e Inglaterra gana la guerra, Franquito será
como una sardina asturiana, no dejarán de él ni las raspas».
Esta alusión a las sardinas debió ser determinante, ya que
se trataba de uno de los platos favoritos de don Juan, que
convence a sus hermanos de que también deben dejar
Roma.
Los primeros tiempos se alojan en el hotel Royal, del que
su madre, durante varios años, ha sido la principal clienta.
Mientras residía en Londres, pasaba largas temporadas en
él, en la fastuosa suite que aún hoy en día se llama «de la
reina». Es un hotel clásico y elegante, muy caro. Los
miembros de la Familia Real y sus acompañantes suman
casi treinta personas, domina en el grupo familiar una
anarquía total y los primos se divierten muchísimo. Nadie se
atreve a hacer planes ni a organizarse, la guerra mundial
está en su apogeo y no se sabe si Franco conseguirá
mantenerse en el poder. Todos creen que si cae el Caudillo
el pueblo se acordará de sus reyes. Y, si no es el pueblo,
serán las potencias occidentales las que optarán por la
restauración monárquica en la persona de don Juan.

POR FIN HABLA DON JUAN


Dos días después del desembarco aliado en el norte de
África el 8 de noviembre de 1942 y siguiendo los consejos
de su madre y de Sáinz Rodríguez, que ya ven clarísima la
derrota del Eje y creen que lo más conveniente es
distanciarse de Franco y persuadir a aquellos de que sólo la
monarquía traerá a España la reconciliación nacional y la
estabilidad económica y política, don Juan decide mover
ficha. Y concede sus primeras declaraciones políticas desde
la muerte de su padre al Diario de Ginebra, manifestaciones
que traen considerable revuelo, ya que se distancia
públicamente del régimen de Franco. Don Juan aboga por la
estricta neutralidad de España mientras dure la guerra y por
una restauración monárquica cuando el pueblo español lo
estime oportuno. También promete una justa redistribución
de la riqueza y ser rey de una España en la que todos los
españoles, definitivamente reconciliados, puedan vivir en
paz.
Al «gallego» las palabras de don Juan, según dice Sáinz
Rodríguez, le sientan como una patada en los huevos,
aunque de cara a la galería afirma que no le preocupa la
actitud del «pretendiente», como ha empezado a llamarle,
porque los monárquicos en España son cuatro gatos.
A Pilar, Sandra y Alfonso, los niños mayores, les ponen
una profesora francesa, pero los otros son demasiado
pequeños y se crían con niñeras, mademoiselle Modou y
mademoiselle Any, camareros del hotel y el servicio, que los
adulan, los miman terriblemente y están pendientes de sus
más mínimos deseos. Hacen carreras con sus triciclos por
los pasillos, causando el consiguiente alboroto, se cuelgan
de las cortinas y cambian las bandejas del desayuno. Lo que
causa más ilusión a los varones es disfrazarse con el
uniforme de capitán general que un grupo de monárquicos
ha regalado a don Juanito, y que a veces Pilar se prueba a
escondidas. Van a patinar a la pista de hielo de Mont
Choissi, que existe todavía, acuden al cine, que les
entusiasma, pasean en barco por el lago o salen a merendar
con los Grandes que rodean a sus padres, pero se portan
tan mal que pocos repiten. Finalmente, los Marone se van a
Ginebra, donde se quedarán definitivamente, y allí tendrán
a sus otros tres hijos, Giovanna, Teresa y Ana. Los
Barcelona, como llaman a la familia de doña María y don
Juan, alquilan Les Rocailles, una casa hoy ya desaparecida,
en el elegante quartier de Ouchy, en lo alto de una colina
que en suave pendiente llega hasta el lago, en la rué
Roseneck. En el hotel sólo se quedan los Torlonia y los
Segovia. La infanta Beatriz da a luz a Olimpia, a la que
amadrina Emanuela, que al fin se ha reunido con sus hijos.
De todas formas, ésta sufre lo que hoy se diagnosticaría
como una depresión y, a pesar de la insistencia de sus
cuñadas, apenas sale de su cuarto. Permanece largas horas
con los ojos fijos en el techo sin querer ver a nadie. Se dice
que Tonino la visita en secreto. Don Jaime, su marido, pese a
que en sus Memorias, patéticamente idealizadas, su hijo
Alfonso lo recuerda en su habitación poniendo banderitas en
el mapa de Europa siguiendo el avance de los aliados, la
verdad es que sólo se reúne con su mujer y con sus hijos en
dos ocasiones.
Las familias tienen el hotel pagado y una magnífica
asignación mensual. El testamento de don Alfonso había
sido claro: una pensión para su mujer, cifrada en seis mil
libras esterlinas, y para Juan el usufructo de un tercio de la
suma total de la herencia.
Los dos tercios restantes se reparten entre los cuatro
hijos, Jaime, Beatriz, Juan y Cristina. Aunque no se
cuantificaba el monto material de su herencia, en aquella
época se hablaba de la cantidad de veinte millones de
libras, depositada en un banco londinense.

VIEILLE FONTAINE
Los niños únicamente se portan bien cuando van a casa
de Gangan. Gangan es la reina Victoria, sus nietos la llaman
así, porque desde muy pronto a los mayores les dijo:
—No quiero que me llaméis abuela, llamadme Gangan,
como yo llamaba a la mía.
La Reina se ha comprado una espléndida casa, la Vieille
Fontaine, en la rué de l, Élysée, gracias al dinero obtenido
por una cruz de esmeraldas enorme, que nunca usaba, y
que le compró el joyero Harry Winston. La Reina se
desprendió de muchas de las joyas de forma algo discutible,
ya que también vendió las que en familia se llamaban «de
pasar», es decir, esas alhajas que pertenecen a las reinas
de España y que sólo se tienen en depósito. Como la
«coronita real», una corona cerrada que solía llevar en los
viajes, con la que Sotomayor la retrató, un collar espléndido
de esmeraldas, del que siempre decía que sería para su
nuera María y un collar de chatones y otras joyas heredadas
de su madrina la emperatriz Eugenia. Durante muchos años,
y aún ahora, en el momento de escribir este libro, se
anuncian subastas en salas importantes como Christie's o
Sotheby's con joyas de la Familia Real española o de la
emperatriz Eugenia, que probablemente fueron puestas en
circulación por la reina Victoria.
Como reconocen sus mismas hijas, a la Reina las joyas le
resolvieron muchas necesidades, ya que sus gastos eran
cuantiosos, porque en ella se daba la curiosa paradoja de
que era tacaña para los demás pero en lo que le atañía, era
bastante manirrota, como queriendo desquitarse de su
austera y casi necesitada juventud. En laVieille Fontaine
vive con siete personas de servicio, incluido su cocinero
francés, —al que periódicamente envía a reciclarse al hotel
Royal u a otros establecimientos reputados—, pinches,
camareras, chauffer, damas de servicio... La Reina dirige su
casa con mano de hierro y todo funciona a la perfección, a
pesar de que, según dicen, paga de forma muy cicatera y es
muy avara con el servicio. Su hija Crista recordaba al
respecto que a sus propios hijos les hacía pagar hasta los
sellos de correos que utilizaban cuando escribían desde su
casa.
Vieille Fontaine está decorada con gran distinción, hay
dos vitrinas con la valiosa colección de cuarzos, la misma
que tenía en el Palacio Real y que le fue devuelta, íntegra,
por la República. Después se repartiría en las casas de sus
tres hijos. El centro del hogar es un salón con la biblioteca,
donde hay dos cuadros de los padres de la Reina y un
pequeño lienzo del Palacio Real de Madrid. También hay otro
muy conocido de la Reina de niña vestida de marinero. Las
obras completas de Dickens, Thackeray, Saint Simón, y
libros de fotografías de ciudades españolas integran el
grueso de la colección, en la que no se ven volúmenes
escritos en castellano, aunque a la Reina las visitas le
suelen traer ejemplares de lo que se va publicando en
España. Hay dos butaquitas tapizadas de petit point que ha
hecho la misma Reina y un tresillo de brocado amarillo que
los niños tienen prohibido utilizar porque lo manchan con los
zapatos. El comedor es enorme y está presidido por el
famoso cuadro de la Reina pintado por Laszlo, en el que se
la ve en el apogeo de su belleza, una belleza efímera, ya
que las penas de su matrimonio, la pérdida de sus dos hijos
y la dura vida en España, donde se había sentido tan
incomprendida, pronto llenaron su rostro de surcos de
amargura que lo envejecían terriblemente. Como la Reina
comentó con melancolía a una amiga suya:
—Yo sólo he sido feliz los primeros diecisiete años de mi
vida.
En la casa-palacio destaca la gran escalera de roble, a la
que más tarde añadirá en la pared los delicados paneles
pintados a mano que le regalará el rey Humberto de Saboya
al exiliarse a Suiza, que estaban en el palacio real italiano.
Hoy día, la casa la ocupa la empresa Bondpartners, una
sociedad de valores que, sin tener ninguna obligación, ha
respetado escrupulosamente esta reliquia, la casa donde
vivió la que un día fue reina de España. Claro está que, a
cambio, ha convertido la silueta de la Vieille Fontaine en el
logotipo de la compañía.
El jardín tiene un césped bien cuidado, árboles
centenarios, el lodge, que es como llaman a la casita de
invitados, y, en la parte de atrás, un amplio porche con
mesa y tumbonas... Las flores de lis, símbolo de los
Borbones, están pintadas en dorado en las espadañas de las
verjas y en la puerta de entrada.
Se nos dice en los libros de los cronistas oficiales que es
una vivienda mediana, de burgueses, pero esto es incierto.
Se trata de un palacete. La Reina llegó a dar en él cenas
para doscientas personas y hoy día está valorado en una
cantidad cercana a los diez millones de euros. Téngase en
cuenta, además, que está situado es el barrio más elegante
de la ciudad más sofisticada del país, más chic de Europa.
Un español, visitante habitual de la casa en aquellos
primeros tiempos en Suiza, me cuenta:
—El ambiente te sobrecogía, no por su monumentalidad,
sino por ese aspecto de realeza que tenía todo.
A ello contribuía el hecho de que hasta sus más íntimas
amigas y su familia, sus nietos, sus nueras, sus hijos e hijas,
se dirigieran a ella haciéndole una reverencia y besándole la
mano.
Es un ambiente refinado y elitista, donde la Reina recibe
periódicamente al jefe de su casa, el duque de Alba, la
antigua «Heladora», que no puede poner ninguna objeción
al entorno de rígida etiqueta y elegancia en el que vive la
reina de España. Su ahijada Cayetana de Alba, a la que
llaman Tanuca, pasa allí largas temporadas, y muchos años
después me contará que había aprendido la difícil ingeniería
de llevar sus palacios con numerosa servidumbre en lugares
distantes de España observando cómo manejaba la reina de
España su casa.
En la Vieille Fontaine los cuatro infantitos no se atreven a
portarse mal. Al contrario, aprenden modales, a comer, a
sentarse, a caminar, la misma rígida etiqueta que había
aprendido Gangan en el palacio de su abuela, la reina
Victoria de Inglaterra.
—Os voy a enseñar lo mismo que aprendí yo —les dice.
Pilar, como nieta mayor, recibe de su abuela un regalo
especial en cuanto llega a Lausana: un auténtico estuche de
enfermera en pequeño, una primorosa miniatura que
contiene jeringuillas, termómetro (que sus hermanos le
rompen enseguida para jugar con el mercurio), algodón,
alcohol, todo tipo de linimentos, vendas, esparadrapo, en
una caja blanca metálica con una cruz roja. La infanta Pilar
la guardará muchos años y este regalo determinará su
auténtica vocación: ser enfermera. La Reina le cuenta la
labor que había realizado en «su» Cruz Roja en España y la
niña sueña con hacer lo mismo cuando vuelvan. Cuando
esta esperanza se va desvaneciendo, la princesa, con
prudencia, añade «o en África». También aprende a hacer
reverencias («el pie izquierdo retrocede sin dejar de mirar
fijamente, con la cabeza erguida, a la persona que se
saluda»), a no hablar antes de que se dirijan a ella, a sacar
temas de conversación con las distintas personas con las
que le toque sentarse, a caminar derecha, y a no ser tan
«bruta», a ser más femenina.
—Siéntate bien, camina recta, mueve las manos con
naturalidad —son las frases habituales de la Reina.
De todas formas, aquella abuela tan querida despierta
algo de aprensión en la infantita, que, a pesar de su
carácter desenvuelto, sólo tiene cinco años cuando llega a
Lausana. De mayor, doña Pilar recordará su gran humanidad
y su señorío, pero también que tenía una facultad que daba
miedo: era imposible ocultarle nada. Tenía un método muy
especial para sondear a sus nietos.
Primero los mimaba, los atiborraba de dulces, les leía
cuentos, los hacía reír. Según el hijo de Emanuela, Alfonso,
tenía mucho sentido del humor, era cáustica, irónica, muy
inglesa. Y, después, sigilosamente, pasaba al ataque, les
tiraba de la lengua, les sonsacaba hasta el más íntimo
secreto y luego hacía lo posible por aconsejarles y
ayudarles, aunque siempre le costó entender el mundo
moderno y era tremendamente rígida con la etiqueta; no
perdonaba ningún fallo en este terreno. Una de las cosas
más importantes que enseñaba a los niños era la
preeminencia. Que Juan Carlos iba a ser rey y debía ser
servido y atendido antes que sus hermanos.
Juanito es un caso especial, y para él van los mayores
afectos y cuidados de doña Victoria, fiel a la idea que le
acompaña desde la cuna de que la realeza es el centro y el
eje de su mundo. El jueves, la reina de España se lo dedica
únicamente a él, ese día los otros niños están excluidos de
la Vieille Fontaine. Los primos mayores se toman a mal esta
«excomunión», sobre todo el pobre Alfonso de Borbón
Dampierre, que está prácticamente solo y al cuidado de su
hermano. A Pilar también le molesta, porque antes de que
naciera Juanito ella era la favorita de la Reina, pero
Margarita y Alfonsito lo aceptan con naturalidad y crecen
con la idea de la superioridad de su hermano sobre ellos.
Don Juanito, además, es un niño fascinante, travieso y
enredador, muy poco disciplinado. Ansaldo, que ha cogido el
relevo de Bonmatí como elogiador oficial de la familia, lo
describe así, sin que falte también la consabida mención a
su robustez: «Rubio, colorado, vendiendo salud y alegre
como unas castañuelas, que encarna la figura legendaria de
un príncipe delicioso que un día debe convertirse en niño
encantador». En esta ocasión, sin embargo, las fotografías
lo corroboran.
Precisamente, el niño es tan cautivador que las niñeras lo
miman, y la profesora de español que le ponen, Mercedes
Solano, tiene que luchar continuamente para que se
concentre en las primeras letras. Deciden llevarlo a la
escuela maternal de Rolle, un pueblo distante veinte
kilómetros de Les Rocailles, pero también tienen que darle
clases particulares en casa, ya que don Juanito necesita una
atención más precisa. Doña Victoria trata de luchar contra
esta falta de concentración con consejos de filosofía
cotidiana que don Juanito no olvidará nunca:
—No expreses tus sentimientos en público, no hagas
comentarios personales, ríe y el mundo reirá contigo, llora y
llorarás solo.
Y otras recomendaciones más prácticas:
—La puntualidad es llegar ni con retraso ni antes de
tiempo.
Su caballo de batalla es, por una parte, que hable bien el
inglés y, por otra, que aprenda a utilizar la erre castellana,
lo que tiene mérito pues ella misma no había llegado a
dominarla nunca. Pero se la hace repetir tantas veces a
Juanito que al final el niño la pronuncia perfectamente, no
así su hermano pequeño Alfonsito, que gangueará hasta su
desgraciada muerte.
Un caso distinto es el de Margarita, Margot. Todavía en
Roma, la había visitado el doctor Arruga, y más tarde el
doctor Barraquer, y ambos habían llegado a la misma
conclusión: la niña toda la vida sería ciega y lo mejor era
que creciera con la idea de su minusvalía. Los padres
también consultaron a prestigiosos oftalmólogos de Zurich
y, al final, decidieron reunir al doctor Pucci, considerado
número uno en su especialidad, y a un sacerdote amigo,
para que la visitaran y les aconsejaran. El médico les
elaboró un informe en el que les decía que la niña debía
crecer como ciega y estudiar en un colegio para invidentes
según el método Braille. El sacerdote, sin embargo, observó
que como Margot era espabilada y se moría por estar con
sus hermanos, lo mejor era que hiciera la vida de una niña
normal y que se criara codo con codo con los demás niños
de su edad, sin ningún tipo de cuidado especial y que fuera
a colegios corrientes. Tanto doña María en sus recuerdos
posteriores como don Juan en las conversaciones que tuvo
con sus allegados explicaron que habían elegido esta
segunda opción porque les había encantado y les había
parecido la más sensata, y que la niña se había criado,
como uno más, con sus hermanos, participando de sus
travesuras y de su desarrollo. No se entienden muy bien
estas afirmaciones si se tiene en cuenta que Margarita fue,
precisamente en Suiza, a un colegio especial, el Instituto de
Ciegos (Asile des Aveugles), un grupo de educación para
jóvenes invidentes, con talleres y lugares para mujeres y
hombres, un hospital oftálmico que funciona como clínica
universitaria y una biblioteca y una imprenta de caracteres
Braille. Estaba en la avenida de France, a cierta distancia de
Les Rocailles. La infanta solía ir caminando con su niñera,
que terminaba desesperada porque la niña se subía a todos
los árboles y era muy distraída y muy traviesa. En el
instituto pudo comprobar que había otros niños que tenían
la misma carencia que ella y aprendió a escribir con el
método Braille. A veces la iba a recoger don Juan, y a la
vuelta se detenían a rezar en la pequeña iglesia de San
Francisco.
Lo que sí es cierto es que la niña participaba en pie de
igualdad en los juegos y travesuras de sus hermanos, y a
veces la madre se horrorizaba porque la veía sobre un
tejado o en lo alto de un árbol. Se dejaba tomar el pelo con
buen humor y, con tal de jugar con sus hermanos, era capaz
de aguantar todas las trastadas. Para estar a su altura, se
aprendía todos los tacos posibles en todos los idiomas, lo
que hacía mucha gracia a su familia, aunque no tenían más
remedio que reñirle (aún hoy, la infanta utiliza un lenguaje
popular y desgarrado que sorprende y conquista cuando se
le oye por primera vez).
Y es que Margot pronto demostró tener una facilidad
increíble para las lenguas. Les pusieron una institutriz
inglesa para aprender el idioma, miss Jenkins, y ella, a
diferencia de sus hermanos, lo hablaba en una semana.
También tenía el don de la música; sus padres contrataron a
una profesora de piano, pero la única que aprovechó las
lecciones fue Margarita. También, a diferencia de su
hermana Pilar, le encantaba jugar con muñecas, y su madre
le regaló una de porcelana, con su cuna, su armarito para la
ropa y su bañera, y ella lo conservó todo hasta que se lo
pasó a su propia hija. Mientras Alfonsito se convertía en la
sombra de don Juan, Margarita estaba muy unida a su
madre, incluso se inventaron un lenguaje para ellas solas
que nadie entendía. Cuando un extranjero las oyó, les
preguntó si es que entre ellas hablaban en vasco. Doña
María la llamaba Guite.
Sin embargo, su padre, con su vozarrón y su forma algo
brusca de hablar, le daba un poco de miedo.

VIDA SOCIAL EN SUIZA


Los niños van creciendo; la madre es cariñosa con ellos y
el padre muy severo, como suele suceder, pero los dos
tienen múltiples ocupaciones y distracciones y les es difícil
ocuparse de sus hijos, cuyo referente infantil es su abuela.
Todos comentan que si bien la Reina había sido una madre
muy fría con sus hijos, fue una abuela entregada, cariñosa y
cercana. Incluso con los hijos de Emanuela y Jaime, de los
que, viendo su situación familiar, intentó hacerse incluso
con la custodia, aunque al final su hijo Juan le hizo desistir.
Emanuela sigue viéndose en Suiza con Sozzani, lo que le
enajena el apoyo de su familia política, que no tiene en
cuenta el comportamiento de don Jaime que, como en
Roma, se ha hecho asiduo de los mejores prostíbulos del
país, muchas veces acompañado de Pedro Sáinz Rodríguez,
que es un experto en la materia, y apenas va a ver a sus
hijos.
Emanuela contrae una rara enfermedad, mononucleosis,
ella cree que en la consulta del dentista; pero recordemos el
otro nombre de esta dolencia: «la enfermedad del beso».
Sus hijos pasan entonces a vivir en el lodge, la casita de los
invitados de la reina de España, hasta que su madre se cura
y decide separarse de Jaime y reclamar su custodia. Cuando
los tribunales se la conceden, contra todo pronóstico los
mete internos en el colegio Montana de Friburgo y los
hermanos nunca más tendrán un hogar al que volver. Los
fines de semana los pasan con Gangan.
De todas formas, aunque la Reina los quiere mucho y los
compadece, nunca se apeará de su atención constante al
heredero. Incluso a la hora de merendar da órdenes de que
sirvan antes a don Juanito que a sus hermanos o primos,
aunque éstos sean mayores. Es de suponer que de aquella
situación arrancó la envidia y rivalidad que albergó Alfonso
de Borbón Dampierre hacia su primo toda su vida.
Pero en aquellos años no se murmura únicamente de
Emanuela y don Jaime. También don Juan se convierte en
objeto de comentarios de la pequeña corte de Lausana. Es
un hombre atractivo, aunque en un estilo distinto al de su
padre; González Ruano lo describe como «físicamente
impresionante, claro de color, fuerte, sereno, muy estudioso
y afable, tenía deseo de diferenciarse de su padre. Fumaba
don Alfonso tabaco egipcio que llevaba en una pitillera de
oro más bien pequeña, los cuellos muy altos, a la inglesa, y
que sobresalieran mucho los puños. Don Juan fumaba
tabaco negro francés, Celtiques, que llevaba en una pitillera
muy grande de piel de cerdo y no le asomaban apenas los
puños de la camisa por la americana y sus cuellos no eran
altos. Leía mucho y le interesaba la literatura, que siempre
le importó un bledo a S.M». Es una descripción elogiosa,
aunque no tanto como la del Caballero Audaz, seudónimo
del periodista José María Carretero, que decía de don Juan
que era el arquetipo de la belleza viril y que su rostro tenía
una pureza de líneas escultóricas, dignas del perfil de una
moneda romana.
Aunque es distinta la opinión de Emanuela, su cuñada,
quien afirma que don Juan era tonto y no tenía ningún
atractivo, que era infantil y vanidoso, poco inteligente, bruto
y mala persona, y que ésta era la opinión de todo el mundo
hasta que murió el Rey y quedó claro que él iba a ser el
sucesor. Afirma que hasta la misma reina doña Victoria
cambió su actitud hacia él, a pesar de que don Juan la
trataba siempre con muy poco respeto.
Los condes de Barcelona en Suiza hacen también mucha
vida social, aunque, a causa de la guerra, la antigua café
society a la que pertenecen está dispersa por todo el
mundo, y particularmente se ha refugiado en Estados
Unidos. Pero aun así, en la neutral y tranquila Suiza también
hay actividades con que llenar todo el tiempo libre del que
disfrutan.
La pareja acude a menudo a casa de la reina doña
Victoria, aunque doña María no simpatiza tanto con ella
como lo había hecho con el «tío rey». Ésta había compartido
las confidencias de su tío acerca de su fallido matrimonio y
no había dudado en ponerse de su lado de forma quizás
algo injusta, ya que los más íntimos amigos de la real pareja
sabían que las desavenencias del matrimonio tenían su
origen en las infidelidades de aquél, que tanto habían dolido
a doñaVictoria. Pero las mujeres Borbón no dan importancia
a la promiscuidad de «sus» hombres, lo ven como una
característica genética, como la tan celebrada barbilla
prognática, y lo aceptan con resignación. Crista y Beatriz,
Jaime y Juan hablan con completa naturalidad de los hijos
ilegítimos de su padre, aunque no delante de su madre, que
no ha podido aceptar nunca la existencia de estos cuatro
niños rebosantes de salud, prueba viva de su calvario como
esposa y su dolor como madre. Pero los infantitos Pilar,
Juanito, Margot y Alfonsito, y sus primos también, lo saben,
aprenden pronto que existen unos «tíos» de los que sólo
cabe hablar en voz baja, sobre todo si Gangan está cerca.
Por otra parte, desde la disputa de la reina de España y
su nuera en Cannes con motivo de la muerte del hermano
de ésta, don Carlos, en el frente, cuando aquélla se mostró
poco diplomática al hablar de las tropas de Franco, las
relaciones entre ambas son corteses pero algo distantes.
Las separan muchas cosas, ya que mientras la Reina es tan
irónica y reservada que hay personas que la consideran
altanera y fría, doña María es espontánea y campechana, y
llega a decir tranquilamente que los ingleses la crispan, que
los encuentra muy puestos, muy hipócritas... No es difícil
adivinar el efecto que debían tener estos comentarios tan
sinceros sobre su suegra, inglesa hasta la médula. Aunque
cabe señalar que en el caso de doña María la llaneza es algo
artificial y más bien de ella hacia los demás. Como el
célebre tuteo borbónico, que sólo se produce en una
dirección, lo que hizo decir a Santiago Carrillo, el secretario
general del Partido Comunista cuando fue presentado al
Rey, muchos años después de los hechos que relato en este
capítulo:
—Si él me trata de tú, yo también lo haré, para que sepa
que ya ha pasado la época de los siervos.
Por su parte, doña Victoria no se recataba en criticar las
costumbres españolas, empezando por la cocina, que no le
gustaba nada; en su casa no entraba jamás ni un garbanzo
ni una gota de aceite de oliva, se preparaba siempre comida
francesa y el único plato no francés que se admitía era el
roastbeef a la manera de Balmoral, que le recordaba su
infancia. En Les Rocailles, sin embargo, sólo se servía
comida española, gazpacho, cocido, paella, tortilla de
patatas. Y otro motivo de discusión eran las corridas de
toros. Doña Victoria tenía auténtico horror a la fiesta de los
toros, que, sin embargo, apasionaba a doña María. La Reina
podía llegar a llorar explicándole a un extranjero cómo eran,
cómo caían los caballos ensangrentados con todas las tripas
al aire, cómo moría el toro entre horribles mugidos, y
rememoraba que cada vez que debía ir a una corrida se
ponía enferma, hasta que descubrió un truco que en cierta
forma la ayudaba: ponía los prismáticos al revés y no se
enteraba de nada.
Lo curioso es que en su batalla particular encontró una
inesperada aliada: Emanuela. Ésta no había ido jamás a una
corrida, pero se ponía enferma cada vez que su suegra le
explicaba cómo eran. Cuando años después llegó a España
y comprobó ella misma la crueldad de la «Fiesta» no pudo
más que reafirmarse en su primitiva opinión y dijo que era
«una salvajada».
A la Reina también la describen los que la conocieron
como ambiciosísima y muy interesada en política, a doña
María sólo le importaba la pequeña corte que la rodeaba y
su muy amplia familia. Aunque siempre apoyó a su marido y
lo siguió adondequiera que éste quiso ir, nunca se metió en
política ni manifestó ideas propias.
La Reina daba fiestas a «tó meter», como habría dicho su
marido. En la Vieille Fontaine se reunía con ese mundo
cosmopolita y sofisticado que le gustaba recrear a su
alrededor y que en una Europa en guerra estaba algo
mermado, y había perdido la confianza y algo de brillo, pero
continuaba existiendo. Las personas eran casi las mismas
de la Costa Azul o la Riviera, viejos conocidos de toda la
vida. Doña Victoria organizaba partidas de bridge seguidas
por una cena ligera, o, si no, banquetes formales, a los que
asistían los condes de París, el príncipe Pierre de Polignac, la
familia real de Rusia, Charles Chaplin, que vivía en Vevey, o
el Agha Khan, que se hospedaba en el hotel Palace de Saint
Moritz. También acudió en alguna ocasión el rey Carol de
Rumania con su amante, Helena Lupescu, junto a la que
había huido de su país con tres limusines blindadas, cuatro
rembrandts, joyas por valor de dos millones y medio de
dólares y más de un millón en monedas de oro, y también el
ex rey Zog de Albania, que tenía que subsistir con el dinero
que había traído amontonado en media docena de maletas.
Las señoras iban de traje largo y llevaban todas sus
joyas, la Reina lucía su corona de las flores de lis y doña
María su diadema pequeña; los señores iban de smoking.
También acudían a fiestas en casa de las otras familias
reales. Los de Italia se compraron un palacete sobre el lago
Merlanga en el que recibían a sus amigos, y la condesa de
Chevreux, que vivía en el palacio Elysee Petit Ouchy,
gustaba de organizar deslumbrantes veladas con una
mezcla atractiva de bohemios, familias reales e
intelectuales.

LOCURAS DE AMOR DE DON JUAN


Probablemente fue ahí donde don Juan conoció a una
aristócrata griega, Greta, de la que se enamoró locamente,
como no lo había estado antes de ninguna mujer. Se volvió
indiscreto y no le importó que la gente o su mujer se
enteraran de su aventura. Su madre le llamó al orden, ella
no podía comprender el carácter apasionado de los
españoles, quizás recordando lo que le hizo sufrir el exceso
de temperamento de su marido.
También los consejeros de don Juan le advirtieron de lo
peligrosas que eran para el futuro de la monarquía estas
relaciones ilícitas, pero a él le resultaba imposible separarse
de su amada. Los vizconde de Rocamora, que acompañaron
a los condes de Barcelona hasta en su viaje de novios y
eran el más firme baluarte del matrimonio, estuvieron a
punto de dejar su servicio, ya que no podían soportar ver
cómo se humillaba a doña María y cómo sufría ésta por la
infidelidad de su marido. Don Juan se franqueó únicamente
por carta con su tío Alfonso de Orleáns, que acompañó al
Rey en su primer viaje de exilio y que tantas veces le ayudó
a ocultar sus aventuras extramatrimoniales. El tío Ali era un
hombre discreto, tolerante y de ideas avanzadas, no en
vano era el hijo de la «díscola» infanta Eulalia,
semiapartada de la vida de la corte por su comportamiento
demasiado moderno. Juan le escribió que Greta era el gran
amor de su vida, que no pensaba ni abandonarla ni
separarse de ella y que, si lo obligaban a elegir, elegiría
antes a Greta que a María. También manifestó su intención
de divorciarse legalmente de su mujer, todo antes que dejar
de ver a la griega.
Los niños advierten que pasa algo en casa, pero no
comprenden qué puede hacer llorar a mami, aparte de
Franco, ese señor tan malo que no deja entrar a papá en
España. Finalmente, a principios de diciembre de 1943,
incluso va una comisión desde España, encabezada por el
padre dominico Canal, profesor en el Angélico de Roma,
como enviado especial del general Juan Vigón, jefe del
Estado Mayor, para convencer a don Juan de que vuelva al
buen camino, y se moviliza hasta el mismo Papa, quien
envía al sacerdote español Ángel Herrera para apoyar la
gestión. Pero don Juan sólo recapacita cuando se le hace ver
que será inmediatamente apartado de la sucesión si opta
por el divorcio. Unos ejercicios espirituales en Cuaresma
hacen el resto y, así, los enviados de Franco, los políticos
acendradamente católicos y monárquicos Alberto Martín
Artajo y Joaquín Ruiz Jiménez, pueden informar al Caudillo
de que el alegre y simpático don Juan ha recapacitado:
—Y ya no son ciertas las noticias sobre las
irregularidades de su vida privada, ya que todo ha podido
superarse con la ayuda de la religión y las virtudes de su
santa esposa.
Vigón le aconseja a don Juan que en el futuro es mejor
que se dedique a la numismática o la filatelia.
Claro está que tampoco fue la única aventura
extramatrimonial de don Juan, pero, aunque él era tan
indiscreto como su padre o su hermano Jaime, los que le
rodeaban guardaron siempre al respecto un hermético
silencio. De todas formas, su vida está bastante lejos de esa
existencia sacrificada y austera que se nos ha relatado
durante tantos años. En un informe elaborado por la policía
secreta suiza, se señala que «don Juan suele salir a menudo
y vuelve a su casa a las cuatro o cinco de la madrugada
muy afectado por el efecto de los numerosos cócteles que
ingiere, y también manifiesta que a veces lo acompaña su
mujer, que tiene bastante abandonado el cuidado de su
hogar».
Aunque a doña María le puede la sumisión que se les
supone a todas las mujeres que se casan con miembros de
la Familia Real, también sabe defenderse. Tiene muchos
amigos, es muy abierta, le gusta hacer manualidades, la
música, salir, es muy sociable, le apasiona el deporte,
práctica el tiro, monta a caballo y se empieza a llevar al
picadero a su hija Pilar, que se convierte también en una
experta amazona. Doña María no quiere que su hija monte
en poneys, ya que los considera peligrosos, y como es una
niña tan alta para su edad la hace cabalgar caballos
normales, pretende que lo haga «a lo amazona» pero ésta
se niega porque quiere montar «como los chicos».
Doña María está poco en casa y, quizás por eso, también
se murmuró que se veía con un español en un parque
público. Emanuela, harta de ser sólo ella la que se llevaba
todas las críticas, la alertó sobre estas maledicencias, y se
extrañó de que a partir de entonces las relaciones entre
ambas se enfriaran.

Ñ
FRANCO, ESE SEÑOR QUE HACE
SUFRIR A PAPÁ
Los cuatro niños hablan muy mal el español y entre ellos
se comunican en francés, por ese motivo sus padres
deciden ponerles exclusivamente niñeras españolas y que
en casa se hable sólo ese idioma. Así podrán entender las
conversaciones de sus padres con los fieles que vienen de
España y poco a poco irán identificando a Franco con ese
señor que hace sufrir tanto a papá.
Siempre se nos ha contado que en casa de los condes de
Barcelona no se permitía hablar mal de Franco, por una
cuestión de elegancia. Sin embargo, tenemos testimonios
fiables de que esto no era así, de que no había día en que
no se ridiculizara al dictador, no se comentaran los últimos
chismes de la «corte» que Franco había ido tejiendo a su
alrededor y no se contaran los chistes que conocía toda
España o los últimos bulos que corrían. Todos ríen cuando se
enteran de que los aduladores comparan a Franco con
Napoleón, Julio César y el Cid Campeador; a su mujer, con
Isabel la Católica y a su hija Carmencita con un angelito del
cielo; a los tres juntos con la familia sagrada de Nazareth.
La guerra está llegando a su fin y el triunfo de las
potencias aliadas es incuestionable. Empieza a reinar un
ambiente de euforia en Las Rocailles y en la Vieille Fontaine,
pero el único que ve el futuro con clarividencia es Sáinz
Rodríguez, que le suele decir a don Juan:
—Franquito cree que no pueden sentarse dos culos en el
mismo trono, si no coge la tisis o alguien le pega un tiro,
este cabroncete nos entierra a todos.
Se habla de que, cuando termine la guerra, Franco le
propondrá a don Juan vivir en España, aunque no como rey,
pero sus consejeros le piden que, de ocurrir esto, rechace la
propuesta, porque como dice José María Pemán:
—Un rey sólo puede estar en el trono, en el patíbulo o en
el exilio.
A Pilar la llevan al colegio católico Mont Olivet, situado en
la calle del mismo nombre, hace la Primera Comunión en la
parroquia del Sagrado Corazón, muy cerca de su casa, el 30
de mayo de 1944 y, para variar, no hay testimonios gráficos
de ese momento, pero, según nos dice alguien que asistió,
la princesa era tan alta que en lugar de una niña haciendo
la Comunión parecía una muchacha el día de su boda. En
cuanto a Juanito, cuando cumple cinco años deciden ponerle
un preceptor, una persona altamente inadecuada, un
hombre severo y malencarado, un ferviente monárquico que
se ha exiliado voluntariamente en Lausana y que vive de
dar clases de español. Es el antiguo consejero de su padre,
Eugenio Vegas Latapié. Sus ingresos eran tan bajos que
debía escoger entre vestir bien o comer, y se decidió al fin
por la primera opción, porque conviviendo con la Familia
Real española no se puede ir mal vestido. Siempre que
puede se queda a comer y cenar en Les Rocailles o en la
Vieille Fontaine, pero procura que no se le note el hambre
canina que pasa. La Familia Real, que sabe los apuros en los
que se encuentra, hace que siempre le sirvan doble.
Era ultraconservador, y ya en aquella época estaba
considerado un personaje anacrónico, pero, culto y leal, le
cogió un gran cariño a Juanito, al que quería como a un hijo.
A veces sacaba a pasear también a la infantita Pilar, pero en
cada ocasión se juraba a sí mismo no hacerlo nunca más.
Una vez los llevó a un salón de té y fueron tan traviesos que
estuvieron a punto de echarlos. Juanito se lo hacía perdonar
todo por lo encantador que era, cosa que no ocurría con su
hermana Pilar, que al ser muy tímida y seria, no caía de
entrada tan simpática a la gente.
A medida que los niños iban creciendo se hacían
patentes las diferencias y semejanzas entre los hermanos.
Según comentaban sus padres, Pilar y Alfonsito, el pequeño,
se parecían a don Juan. Eran serios, responsables, de
apariencia campechana pero muy rígidos en el fondo, no
daban confianzas a nadie. Aunque, en principio, no
resultaban simpáticos, luego se ganaban a la gente por su
inteligencia e ingenio. Margarita y Juanito eran más como su
madre, alegres y abiertos, aunque ninguno de los dos
destacaba en aquellos años por su agudeza.
La familia se aficiona al esquí y pasan todos los fines de
semana en Gstaadt, donde ocupan lujosas suites en el
Palace Hotel. Margarita también esquía cogida a un monitor,
baja en trineo y juega con sus hermanos y primos. Juanito y
Pilar no quieren profesor, les basta con los consejos de su
madre, que practica ese deporte desde soltera. Luego, de
mayores, reirán muchas veces recordando los enormes
batacazos que se daban y la fragilidad de aquellas tablas, y
aquellas botas que tan mal protegían del frío y de la nieve.
Además, tenían que subir la mayoría de las pistas cargando
los esquís al hombro; pero la afición les ha durado hasta la
actualidad, y es frecuente ver a doña Pilar o a don Juan
Carlos deslizándose por las pistas de Baqueira Beret, eso sí,
ahora provistos del equipo adecuado, que generalmente les
es regalado por alguna marca deportiva. Lo cual puede dar
motivo a discusión y análisis: hasta qué punto es lícito que
nuestra Familia Real se preste a hacer de escaparate de una
empresa privada. Pero esto, como dicen los clásicos, es otra
historia.
Alfonsito aprende a esquiar a la par que a caminar. A don
Juan, sin embargo, nunca llegó a gustarle demasiado eso de
deslizarse por la nieve y prefería esperar a la familia en el
bar del hotel, tomándose un grog y leyendo los periódicos.
En Gstaadt conocen a los hijos del rey Leopoldo de
Bélgica, también exiliado en Suiza, los que tuvo con la
fallecida y venerada reina Astrid. Josefina, luego gran
duquesa de Luxemburgo y Balduino y Alberto, ambos
futuros reyes de su país. Todos llevan unas gruesas gafas
con montura de pasta negra. Y también conocen a
Alejandro, hijo de la segunda mujer del rey Leopoldo, Liliana
de Rhety, con la que la nobleza evitaba tratarse, y de la que
se decía que era hija de una pescadera (una mentira, pues
sus padres tenían una compañía pesquera en Flandes), y la
Familia Real española no es una excepción y huyen de ella
cuanto pueden.
Liliana de Rhety recordará el desprecio de la Familia Real
española toda la vida y, años después, tendrá ocasión de
vengarse en la infanta doña Pilar en circunstancias que se
contarán en su momento.

FINAL DE LA GUERRA
El 25 de agosto de 1944 entran las tropas aliadas en
París. Las muchachas francesas se suben en los carros de
combate españoles que, integrados en la legendaria
División Blindada Leclerc, acceden a la ciudad por los
Campos Elíseos. Un miliciano llamado Llorden conduce el
Teruel y canta
El ejército del Ebro
Y le contestan del Belchite, que circula un poco más
atrás, manejado por Solana
Esta noche el río pasó
Y del Guadalajara, del Madrid, del Guernica, se levanta
un coro de voces broncas y llenas de esperanza
Ay Carmela, ay Carmela
Porque todos creen, los milicianos españoles que han
participado en la resistencia francesa y los príncipes
destronados que viven en Suiza, que mañana estarán
entrando, por fin, en Madrid.
Capítulo 5
ESTORIL (1946—1955)

REFUGIO DORADO DE REYES SIN


CORONA
Orson Welles estaba en Estoril visitando a unos amigos, a
finales del año 1946. Había quedado con ellos en Lisboa, y
salió de su habitación del lujoso hotel Palacio
impecablemente vestido, con un traje blanco, sombrero, y
su habitual puro entre los labios. En el hall se encontró con
un elegante matrimonio, seguido de cuatro niños altos y
rubios, todos con aire de realeza. Lleno de curiosidad, Orson
Welles le preguntó al conserje que quiénes eran, y éste le
contestó:
—Los reyes de Italia.
Ligero arqueo de cejas. Welles se dirigió a la salida,
donde le esperaba el coche, pero, antes de cruzar la puerta,
tuvo que dejar pasar a una pareja de aspecto majestuoso
seguida de sus uno, dos, tres, ¡once hijos! Mientras se
ajustaba el ala del sombrero, le preguntó al botones que
quiénes eran y éste le respondió:
—Los reyes de Francia.
Salió el genial director a la calle y se subió al taxi que le
esperaba. Mientras rebuscaba en el bolsillo la dirección a la
que iba, en el Barrio Alto de Lisboa, vio venir por la calle a
un matrimonio elegantísimo, él alto y fornido, ella muy
sofisticada, seguido de cuatro niños rubios y guapos. Con un
punto de sorna, Orson Welles le inquirió al chofer del taxi
que quiénes eran, y éste le contestó:
—Los reyes de España.
Y mientras Welles le tendía el papel, el chofer prosiguió
con aire aburrido:
—Y es raro que no estén hoy aquí los reyes de Rumania y
los de Rusia, que vienen todas las tardes también a
merendar al hotel.
Cuando llegó a la taberna donde lo esperaban sus
amigos, Orson Welles se dirigió a la barra y le exigió al
camarero con desesperación:
—Rápido, tráigame un whisky doble...
Porque la guerra ha terminado y los senderos del exilio
han llevado a estos reyes destronados al mismo punto:
Estoril. En Portugal hay un régimen político complaciente, el
del dictador Oliveira Salazar, que los acoge con
generosidad, y esa ciudad tiene un clima privilegiado, unas
playas de ensueño, villas elegantes en las que vivir, con
jardines cuidadísimos, un casino, cabarets, dancings,
buenos restaurantes, tabernas típicas en las que escuchar
fados, comer pescado y degustar el vinho verde hasta el
amanecer, frondosos parques, club de golf y de equitación,
un circuito internacional de automóviles, un aeródromo, un
enorme centro comercial y la estación de término de los
grandes ferrocarriles europeos, entre ellos el exquisito
Lusitania Expresso. Es decir, todo lo necesario para hacer
todavía más agradable la vida de un puñado de seres
elegidos, mientras sus compatriotas luchan por salir
adelante en medio de las más terribles penalidades. La
guerra más devastadora de la Historia ha dibujado un rastro
de dolor, muerte, ruina y hambre en el espinazo de todo un
continente, pero aquí apenas ha dejado huella y las familias
reales se refugian en Estoril intentando reproducir su forma
habitual de vida.
Este lugar había sido una estación balnearia de lujo, uno
de los puntos de encuentro de la café society en el periodo
de entre-guerras. En realidad es el barrio residencial de
Cascaes, antigua aldea de pescadores, y ha sido construido
por los armadores y banqueros lisboetas como lugar de
descanso y diversión. Está a cuarenta kilómetros al sur de
Lisboa, a lo largo de una franja de playa de arena dorada y
fina, frente a un mar en el que navegan los yachts más
lujosos del mundo. Es un centro de elegancia y placer, de
ambiente cosmopolita y animación constante, pero sin el
exhibicionismo de la Costa Azul o la Riviera. Es un lugar
discreto y prohibido a las estrellas escandalosas que atraen
una publicidad fuera de lugar en estos momentos tan
delicados, una repercusión que resultaría muy
inconveniente para las casas reales que se han asentado
aquí, después de que las monarquías, o incluso sus propios
países, hayan desaparecido. Ya no solamente por aquello de
las comparaciones, sino porque nadie quiere que la Europa
empobrecida y desesperada que está resurgiendo a duras
penas de sus cenizas, se pregunte de dónde sale el dinero
para mantener un tren de vida a base de golf, paseos en
yate, equitación, bridge y noches de martini y rosas.
Algunos, sin embargo, no dejan de resaltar el brutal
contraste entre este lugar privilegiado y el resto de Europa:
el aviador y escritor Saint-Exupéry, autor de El Principito,
que la visitó antes de morir, dijo que Estoril le parecía «un
paraíso triste».

EL MANIFIESTO DE LAUSANA
Don Juan cree que, una vez finalizada la guerra, todos los
países aliados se volverán hacia él como hacia el sol, ya que
así se lo ha dado a entender el enviado de Roosevelt, Allen
Dulles, y también el de Churchill, lord Mountbatten. Y sigue
el consejo de Pedro Sáinz Rodríguez:
—Tenemos a Franquito bien jodido, lo que tiene que
hacer Vuestra Majestad ahora es hablar enseguida.
Y se decide a jugar una carta definitiva en el Manifiesto
de Lausana, que da a la publicidad el 19 de marzo de 1945.
Bueno, es una publicidad relativa, y por mucho que digan
los monárquicos, con notoria exageración, que la casa de
los condes de Barcelona se vio inundada de telegramas, la
verdad es que en España no se enteró nadie, aparte de un
grupito de generales seguidores de la Corona y de
procuradores que ni siquiera tienen el valor de solidarizarse
públicamente con don Juan. En el resto de Europa apenas se
le prestó atención a las palabras de un rey que nunca había
sido rey en un país donde ya no existía la monarquía. Sin
embargo, el Manifiesto lo aleja definitivamente de los
postulados del franquismo, ya que don Juan proclama que el
régimen totalitario del dictador, heredado de las potencias
nazis, es incompatible con la tradición española y que «sólo
la monarquía tradicional puede ser instrumento de paz y
concordia».
Franco no perdonará jamás estas declaraciones de don
Juan de Borbón y seguramente decidió en ese mismo
momento que nunca sería rey de España, pero, ante la
coyuntura internacional, que le era tan hostil, se vio
obligado a intentar contemporizar. Sabía que don Juan
contaba con el apoyo de Estados Unidos e Inglaterra.
Pero dos meses después de los acuerdos de Yalta, en
abril de 1945, tiene lugar la gran catástrofe que alejará
definitivamente a don Juan de Borbón del trono de España:
muere su gran aval, el presidente Roosevelt, y su sucesor,
Truman, cree que es mejor mantener a Franco como muro
de contención del comunismo, porque la Unión Soviética es
ahora el verdadero enemigo. La misma opinión tiene
Churchill, quien acuña la frase «telón de acero» para definir
a los países de la órbita soviética. Ambos le dan la espalda a
don Juan y dejan de apoyar sus aspiraciones. Como dice
Sáinz Rodríguez con feroz sinceridad:
Ese cabrón de Truman le ha dejado a Vuestra Majestad
con su real culo al aire.

LA FAMILIA DE DON JUAN SE REÚNE


Los allegados a don Juan indican que éste ha venido a
Portugal para estar más cerca de España, la misma razón
que dieron diez años antes, cuando se instaló en Cannes
mientras la patria estaba sumida en la guerra civil. Pero hay
otras razones menos sentimentales para este traslado,
porque, ¿a qué otro lugar podrían ir los condes de
Barcelona, que le ofreciera el ambiente elegante y
sofisticado al que estaban acostumbrados y, encima, la
compañía de sus iguales?
Don Juan y doña María se aclimatan ya desde el primer
día a Estoril. Como de costumbre, no han tenido que
abrumarse con los pormenores molestos que implica
cualquier traslado, ya que de todo se han ocupado los
vizcondes de Rocamora, que les han buscado hasta casa: la
Villa Papoila (Villa Amapola), que les prestan los
acaudalados marqueses de Pelayo. La primera mañana,
después de una pequeña rueda de prensa que dará lugar a
titulares entusiastas como «¡O futuro rey de España fala
cinco idiomas ademais de o dialecto andaluz!», se acercan
al club de golf y se inscriben como socios.
La peripecia para llegar hasta aquí ha sido azarosa, y han
tenido que venir solos, ya que los cuatro principitos no han
sido autorizados a salir de Suiza. Los preparativos han
durado tres meses, ya que no conseguían el permiso para
que su avión hiciese escala en España ni en ningún otro país
europeo. Por fin, Gran Bretaña accedió a albergarlos
siempre que no mantuvieran contacto con fuerzas políticas
locales.
Los condes de Barcelona llegaron el 2 de febrero de 1946
al aeropuerto Portela de Sacavem, a las ocho y media de la
tarde, en un avión de las líneas regulares inglesas. Les
estaba esperando Nicolás Franco, hermano del Caudillo y
embajador en Portugal, para poner a su disposición un
espléndido coche. Según sea el grado de monarquismo del
narrador, éste es más y más lujoso, y va desde un Packard
(Anson) hasta un Rolls Royce (Preston), lo que hace más
remarcable su abnegación al rechazarlo. Porque don Juan se
negó a subir al coche y le dijo a Nicolás:
—Los reyes que no ejercemos no tenemos derecho a
estas prebendas.
Y se subió en el suyo. Aquí también difieren las
versiones, pero en sentido contrario, cuanto más
monárquico el historiador, más modesto es el coche, así
vamos desde el Volkswagen escarabajo de José Luis de
Vilallonga al simple taxi que señala Anson.
Doña María precisó en una entrevista que el coche era un
Mercedes.
Los cuatro niños esperan ansiosamente en Suiza que sus
padres consigan los permisos necesarios para reunirse con
ellos. Pero Juanito ya había sido segregado del grupo
familiar. Sus padres habían decidido internarlo en enero de
ese mismo año en el colegio Saint Jean, de Friburgo, regido
por los marianistas, y el niño se había despedido de sus
hermanos llorando. Margarita le decía, como una pequeña
mamá:
—Llora, llora, Juanito, que te hará bien.
Era un colegio muy duro, y sus profesores pronto
advirtieron que Juanito (así quería que le llamaran los otros
niños; seguramente ha sido la única vez en su vida que los
ajenos a su familia lo nombraron así) estaba maleducado,
malcriado y con un nivel muy bajo de conocimientos, a
pesar de que había estado en manos de profesores
particulares, incluidas las de su preceptor, el ilustrado
Eugenio Vegas Latapié, y también había asistido a un
selecto colegio privado. El primer día no quiso ir a clase y
tuvieron que llevarlo a empellones desde su habitación. Sus
padres no le llamaron en los primeros quince días de
estancia allí, en parte para que se endureciera, y en parte
porque estaban muy ocupados preparando su marcha a
Estoril. Luego sus llamadas fueron muy escasas; la verdad
es que ni don Juan ni doña María eran unos padres
excesivamente cariñosos. A pesar de los comentarios de sus
aduladores, que hablan de notas brillantes y de
conversaciones dignas de Jesús con los sabios del templo, lo
cierto es que don Juanito sacaba unas notas mediocres, se
sentía desplazado, y envidiaba secretamente a su hermano
Alfonsito, más feíto pero más listo que él, el favorito de sus
padres y que además estaba exento de la pesada carga de
ser, en el futuro lejano, rey.
Don Juan Carlos, de mayor, recordará aquella época
como muy desgraciada. Se sentía muy solo, y su ingreso en
el internado supuso un adiós prematuro a la niñez, a un
mundo sin preocupaciones, lleno de calor familiar.
Y es que sólo tenía ocho años.
Los otros tres hermanos se habían quedado al cuidado de
Gangan, que intentaba como podía amenizarles una espera
que no sabían cuánto iba a durar. Franco le había exigido a
Oliveira Salazar que le concediera a don Juan únicamente
un permiso de tres meses de estancia en el país, y en estas
condiciones, no se autorizaba a viajar a sus hijos.
Finalmente, el hermano de Franco, Nicolás, embajador en
Portugal, convenció al Caudillo de que la presencia de don
Juan en Estoril no representaba ningún peligro, ya que no
contaba apenas con partidarios y la situación internacional
estaba clara: ninguna potencia europea, ni siquiera
Inglaterra, apoyaba ya su candidatura. Por fin, don Juan
recibió un permiso de residencia más o menos definitivo.
Los niños hacen y deshacen sus maletas en muchas
ocasiones, hasta que terminan guardándolas, con sus
ropitas dobladas, debajo de sus camas. Tardan en seguir a
sus padres tres meses, mientras tanto se sienten nerviosos
y tristes. Pilar, que ya tiene diez años, intenta calmar a
Alfonso y a Margot, pero, a pesar de sus buenas intenciones,
su carácter algo abrupto hace que sus hermanitos terminen
siempre echándose a llorar, y ella, entonces, les suelta
alguna bofetada. En el hogar de los condes de Barcelona,
como en casi todos en aquella época, no están descartados
los castigos físicos: doña María no tiene empacho en soltar
una «torta» a sus hijos si se portan mal, y, si se portan peor,
es don Juan el que acude a métodos más expeditivos. Y
entre los hermanos, lo normal es que estén a tortazo limpio
por el suelo. En una ocasión, don Juanito se parte un dedo al
darle un puñetazo a su hermana Pilar, que se pelea como un
chico y con la misma fuerza.
En el colegio Saint Jean de Friburgo es corriente pegar a
los alumnos; hasta el mismo preceptor de don Juan Carlos
Vegas Latapié, le suelta una bofetada de vez en cuando. Los
niños, entre ellos, son de una ferocidad pasmosa. Juan
Carlos tiene que aprender a defenderse de los otros
alumnos, algunos son mayores y han participado en las
guerrillas, incluso van armados.
La reina doña Victoria observa a Pilar, su nieta mayor,
con interés, pues a medida que va creciendo se van
acentuando los rasgos dominantes de su talante. Es la más
seria de los hermanos, pero tiene un carácter muy brusco y
algo déspota que la Reina intenta corregir. Es muy curiosa,
aunque su educación descuidada, casi siempre con
profesores particulares no cualificados y sin que nadie tutele
sus estudios, en Mont Olivet, la ha convertido casi en
autodidacta. Es la única de la familia a la que le gusta leer,
pero nadie dirige sus lecturas y, como no posee una base
sólida de conocimientos, tiene enormes lagunas. También
adolece de un defecto que comparte con sus hermanos: es
bastante indisciplinada.
A la Reina le llama la atención que estando rodeada de
mujeres elegantes, como ella misma, doña María y las
aristócratas con las que tratan, incluida la duquesita de
Montoro, Cayetana, hija del duque de Alba, Pilar no sea
nada presumida, ni coqueta y no se sienta atraída ni por la
ropa ni por los chicos. Gangan le enseña sus joyas, el brillo
de la diadema de las flores de lis, los reflejos irisados de la
perla Peregrina que terminará dando a doña María, la
pulsera de rubíes que regalará, muchos años después, don
Juan Carlos a doña Sofía y que ésta luce siempre, o su
legendario collar con unos brillantes cuya pureza no era
igualada ni por los de la reina de Holanda, le abre sus
armarios tenuemente perfumados con Coty, le hace
acariciar sus pieles, y Pilar se aburre. Margot, sin embargo,
es capaz de quedarse encerrada en el armario de su abuela
para aspirar el perfume delicioso o dejarse acariciar por las
sedas de los vestidos. Y le ruega a la reina de España:
—Gangan, vuélveme a contar lo de La Peregrina.
Y su abuela le contesta:
—Se la regaló Felipe II a Isabel de Valois, su tercera
mujer, que fue una reina estupenda. Toca este ganchito, es
para colgarla de este broche en forma de lazo de
brillantes... Hay otras Peregrinas, pero la auténtica es la
nuestra, que es más alargada...
Aunque los expertos afirman que la auténtica Peregrina
salió de, España en la época de José Bonaparte y fue
comprada después por el actor Richard Burton para
regalársela a su mujer Elizabeth Taylor. La perla de la Reina,
también espléndida, sería un encargo que le hizo el rey
Alfonso XIII al joyero Ansorena para regalársela a su mujer
en el día de su boda.
Pilar disfruta montando a caballo o aislada en su
habitación leyendo un libro.
Margarita también le causa preocupación a la Reina a
causa de su ceguera. Con quien está totalmente tranquila
es con Alfonsito. El niño es tan listo, tan despreocupado y
tan comunicativo que la Reina cree que su futuro será
brillante y despejado. Viéndole, doña Victoria no puede
dejar de pensar que también puede haber Borbones felices.
Finalmente, los cuatro hermanos viajan a Estoril,
coincidiendo con las vacaciones de Semana Santa. Pilar,
Margot y Alfonsito saldrán el 24 de abril de 1946 con la
señorita Mercedes Solano, Anne Diky, la doncella de su
madre Petra Rambaud, Luis Zapata, el empleado de su
padre, y su perro Damil, un scottish terrier que vivirá con
ellos diez años más. Al aeropuerto los va a despedir su tía
Crista, que está ya embarazada de la que será la última de
sus hijas, Anna.
Al día siguiente sale Juan Carlos con Gangan. Hay una
foto de ese día en la que se ve a la Reina notablemente
envejecida, con un enorme sombrero y un ramo de flores
algo mustio en la mano, y a Juanito con un abrigo de color
beige, que le está demasiado grande, y la inevitable
corbata. No es difícil adivinar que la Reina le está diciendo:
«¡Sonríe!», y eso hace el niño, tiene una sonrisa tímida y
aterida. Lleva pantalón corto y parece que hacía un frío
considerable.
La Reina se queda en Londres y don Juanito prosigue su
viaje, solo, hasta Lisboa.
Del aeropuerto los llevan a la casa que ha sustituido a
Villa Papoila, que consideran demasiado modesta. Es Villa
Belver, propiedad de los vizcondes de Feijoo, un palacete
enorme y lujosísimo, con un gran jardín, piscina, picadero,
cuadras para los caballos y una vista impresionante sobre la
desembocadura del río Tajo. Los hermanos se vuelven locos.
En la puerta de la casa hay un hombre vestido
correctamente que aparta la mirada cuando pasan y se
hace el despistado, fingiendo leer un periódico. Los niños
preguntan con curiosidad quién es, y el padre les contesta
distraídamente:
—Ah, ¿ése? Es nuestro espía, nos lo ha puesto la policía
secreta portuguesa... es muy correcto, se llama Joao Costa.
Los niños se quedan con la boca abierta:
—Pero, ¿cómo? ¿Un espía? ¿Qué hace?
—Ah, no sé, nos sigue por ahí, toma notas...
Al día siguiente van al club hípico propiedad de Rogelio
de Macedo, quien se convierte en su profesor durante toda
su estancia en Estoril. Ese mismo día conocen a sus vecinos,
los Eraso, Baba Espíritu Santo, Maná y Jorge Arnoso, y
Chiquinho Pinto Balsemao, todos pertenecientes a familias
de la alta sociedad portuguesa. El padre de los Eraso era
diplomático. Los niños van construyendo poco a poco su
vida en Estoril, ya que ahí residirán más o menos
permanentemente hasta que sean adultos.
También los padres van acomodándose a su nueva
situación, y, previendo que el tiempo que van a estar allí va
a ser largo, empiezan a montar una especie de corte que
algunos califican de extravagante para una familia en el
exilio. Los nobles españoles rotan en los cargos de
gentilhombres de servicio y damas de honor, en turnos de
quince días, y es que no se puede estar «desguarnecido»,
como decía la reina Victoria Eugenia. En la lista
encontramos los nombres del duque de Alba, el de Aveyro,
el de Fernán Núñez, los de Medinaceli, marqués de
Castelldosrius, y un solo «plebeyo», don Pedro Galíndez. Se
trata de un bilbaíno amigo del multimillonario Juan March
que se gana ese honor prestándole durante diecisiete años
a don Juan un barco, el Saltillo, de 30 toneladas y 26 metros
de eslora, con tripulación y todos los gastos pagados.
Con este barco empiezan a ir ya desde el primer verano
a Tánger y a Rapallo, cerca de Santa Marguerita Ligure,
donde la infanta Crista y su marido, Enrico Marone, tienen
una casa. Allí se encuentran a sus primas Victoria,
Giovanna, María Teresa y la pequeña Anua. Son unas
excursiones que se convertirán en costumbre y que harán
cada año.
Amalia López-Dóriga se convierte en la dama secretaria
particular de doña María y don Ramón Padilla, diplomático
de carrera, desempeña las funciones de secretario del
conde de Barcelona y, para mejor servirle, permanece
soltero y se va a vivir a una villa vecina, Carpe Diem, incluso
les cede a su cocinera vasca. En total son diecisiete
personas las que están al servicio de los condes de
Barcelona. No hay que olvidar a los consejeros Pedro Sáinz
Rodríguez y Eugenio Vegas, que se ha trasladado a vivir a
Portugal, visitantes diarios de la casa.
Es fácil advertir que por mucho que nos hablen de la
familia Real como una familia española más, su forma de
vida nos resulta algo extraña a la gente corriente y para los
niños significó un caldo de cultivo peculiar, que
forzosamente tuvo que ver con su carácter posterior y su
desarrollo. Las anécdotas simpáticas de que don Juan los
despertaba cada mañana a toque de cornetín y que su vida
era tan sencilla como la de los otros niños, son difíciles de
adecuar a la realidad. En una casa en la que viven tantas
personas y en la que siempre hay sentados en el comedor
como mínimo media docena de invitados ajenos a la familia,
en la que se sigue un rígido protocolo —los padres tienden
la mano a sus hijos para que se la besen, se enseña a los
recién llegados cómo debe hacerse la reverencia a Sus
Majestades, como los llaman ellos— y en la que ni sus más
cercanos amigos están exentos del complicado ritual que
implica estar delante de doña María o don Juan, no hay
intimidad ninguna, ni tampoco mucho tiempo para dedicarlo
a los hijos. En realidad se utiliza el mismo sistema que se
seguía en el Palacio Real, aunque las damas de doña María
no van uniformadas ni llevan el broche de brillantes que
distinguía a las damas de doña Victoria Eugenia.
Don Juan está, al menos es lo que dice él, únicamente
dedicado a España; departe con sus consejeros, escribe
cartas, lee los periódicos, sale poco de su despacho. Doña
María va todas las mañanas a montar durante tres horas por
los campos cercanos a Estoril con una yegua llamada
Marea, la primera que tuvo. Cuando ésta murió, don Juanito
llevó durante quince días corbata negra como señal de
respeto. Poco a poco, con donaciones de los amigos y
adquisiciones propias, se va creando una cuadra con
caballos para toda la familia, los de Juan Carlos y su
hermano se llaman Pie de Plata y Sevilla.. Alfonso llega a
montar como un profesional.
Por las tardes el matrimonio acude al club de golf, donde
a don Juan le gusta perderse con sus partenaires femeninas
en el bosquecillo que lo rodea, o atiende a sus múltiples
compromisos sociales. He aquí como el espía Joao Costa,
que toma nota puntual de todos sus movimientos, describe
una de las jornadas del conde de Barcelona: «A las 13
horas, acompañado de su esposa y por Ataúlfo de Orleáns,
fue en su automóvil a Montserrate (Cintra) al palacio de la
marquesa de Cadaval... Después tomaron el té en casa del
vizconde de Asseca, también en Cintra, regresando a Estoril
donde aguardaba el señor Baio, de Bilbao, con el que estuvo
media hora... A las 20.30, acompañado por el conde de San
Miguel y Ataúlfo de Orleáns, siguieron en su automóvil a
Lisboa, al Turf Club, donde estaba preparado un banquete
en su honor... en el salón de fumar estuvieron bebiendo en
animada conversación... Después regresaron a Estoril con
paradas en Caixas, en el bar Vela Azul, donde estuvieron
bebiendo más whiskys, llegaron a casa en torno a los 2
horas».
En ocasiones se van de cacería al Alentejo, a las fincas
Heredade do Pinheiro o Condado de la Palma, o a la Quinta
de Perú, de los Espíritu Santo, y están varios días fuera, o, si
no, viajan al extranjero. Enseguida estrechan lazos con las
otras familias reales en el exilio, algunas medio
emparentadas con ellos. El ex rey Humberto de Saboya se
instala en Villa Italia, en Estalagem de Ferrol, y quiere
convencer a don Juan de que se dedique a la numismática,
su pasión favorita. Es un hombre culto y amante de las
bellas artes, pero tiene fama de homosexual y don Juan no
lo toma en serio. En lugar de los deportes violentos, prefiere
pasear por las colinas del Monte Estoril, seguido a corta
distancia por su Rolls Royce conducido por su chofer. Su
mujer, la bellísima María José, pronto se separa de él y se va
a vivir a Suiza con su hijo Víctor Manuel, un joven antipático
y remilgado al que todo el mundo detesta.
También están los condes de París y la Familia Real
portuguesa, y con todos cenan a menudo en el restaurante
El Pescador, donde preparan las mejores mariscadas de
Portugal y las más caras, una comida allí cuesta tanto como
lo que cobra su chofer en todo el mes, propinas incluidas,
porque los condes de Barcelona tienen fama de generosos.
Son cotizados en todo el mundo los langostinos y gambas
de Cascais, que encantaban a doña María, y el lenguado
rosa para don Juan, que cuesta cuatro veces más que el
lenguado normal. El propietario lo recuerda todavía, dando
grandes voces cuando entraba:
—¡Vinho Barca Velha!
Tinto. En una comida se vaciaban varias botellas. Luego,
una copa en el hotel Palacio, donde el barman ya se ha
aprendido las bebidas favoritas de los condes de Barcelona.
Ambos eran buenos bebedores y protestaban siempre
porque creían que sus cócteles estaban demasiado
aguados. Al final el barman tuvo que coger al camarero y
decirle:
—Cuando vengan los reyes de España, tú ponlo todo
doble. Doble whisky y doble ginebra para Sus Majestades,
que se tomaban varios cócteles por noche, aunque, eso sí,
se apresura a declarar el barman:
—Bebían mucho pero nunca los vi achispados.
Don Juan tenía también una especial atracción por el
hotel Palacio, ya que en él vivieron varios meses las
guapísimas, atractivas y codiciosas hermanas Gabor, Zsa
Zsa, Magda y Eva, que practicaban una especie de
prostitución de altos vuelos, según se cuenta en las
memorias de José Luis de Vilallonga. Don Juan se prendó de
la ardiente Zsa Zsa, pero la relación terminó cuando la
húngara se dio cuenta de que no le iba a sacar ni una
peseta. Según cuenta José Luis de Vilallonga, que estaba
pasando en el hotel su viaje de novios y aun así se acostaba
todas las noches con la hermana pequeña, Eva Gabor, don
Juan creía que Zsa Zsa iba a ser suya de balde y ésta creía
que algo le iban a dar, aunque fuera una joyita. Para no
tener que pagar nada, el eterno pretendiente a rey tuvo que
estar varias semanas sin aparecer por el Palacio.
Y, a última hora de la noche, los condes de Barcelona se
dejaban mecer por el sonido subyugador de las fichas en las
mesas del casino.
Ni don Juan ni doña María se ocupan de la intendencia, ni
de la organización diaria de la casa, ni siquiera de buscar
colegio para sus hijos. Para todos estos detalles están los
abnegados e imprescindibles vizcondes de Rocamora, cuyas
hijas son adiestradas también en el difícil arte de entretener
a los cuatro principitos, más pequeños que ellas. De
mayores las infantas muestran su asombro:
—La paciencia que tenían Angelina y Michy con nosotros,
con lo que les hacíamos pasar.
La tremenda entrega y espíritu de sacrificio de los
monárquicos nos ha acostumbrado a las mayores
heroicidades, pero quizás la más grande sea la de estas
pobres chicas, ya adolescentes creciditas, teniendo que
soportar a los terribles niños Barcelona.

LA EDUCACIÓN DE LOS INFANTES


Hay dos lugares donde se puede estudiar el bachillerato
en español en Portugal. En Lisboa está el Instituto Español,
dirigido por Eugenio Montes, el ideólogo de la Falange, que
no gusta a don Juan por su tendencia política, y una escuela
que les recomienda la mujer de Gil Robles, quien fuera líder
del partido de derecha CEDA durante la República, ferviente
monárquico también exiliado en Estoril, donde vive en la
espléndida Villa Ramontxu, es el colegio Amor de Deus,
regentado por las hermanas religiosas de una congregación
fundada en Zamora en 1864. Al final se deciden por este
último: está casi al lado de casa. Apuntan a los dos
hermanos, porque, a la hora de volver a las brumas de
Friburgo, Juanito coge una extraña dolencia que su médico,
el doctor Loureiro, atribuye a una intoxicación, y se le
aconseja no viajar. Hoy quizás la llamaríamos enfermedad
psicosomática, aunque también podría tratarse del tifus. Se
queda en Estoril hasta noviembre.
Las seis monjas españolas que acogen a Juanito y a su
hermano Alfonso reciben una orden tajante de don Juan:
enseñarles de una puñetera vez la erre española y quitarles
el acento francés. Aunque es un colegio democrático,
abierto a todo el mundo, los hermanos pronto se rodean de
su grupo de amigos —los inteligentísimos y muy estudiosos
hijos de Gil Robles, José Antonio Peche, sobrino de José
Antonio Primo de Rivera, los Eraso y los nietos del duque de
la Torre— y tienen poca relación con el resto de los niños, de
origen más humilde. En el abundante material fotográfico
que existe de esa época, los hermanos aparecen siempre
con sus compañeros pertenecientes a la alta sociedad de
Estoril. Únicamente en una instantánea aparece don Alfonso
como queriendo convertir a un niño negrito procedente de
la colonia portuguesa de Angola mostrándole un enorme
crucifijo. Le rodea paternalmente los hombros. El niño de
color parece algo asustado.
Pronto es evidente que mientras don Alfonsito aprende
las lecciones rápidamente y sin problemas, su hermano
necesita ayuda extra. También es cierto que las
responsabilidades en el futuro de éste serán mayores que
las de sus hermanos. Los incansables marqueses de Pelayo
ceden un pequeño chalet, Villa Malmequer, para que, fuera
del horario escolar, Juanito prepare con tranquilidad y en
silencio sus lecciones con profesores particulares, entre los
que está Vegas. Allí es fotografiado estudiando en pleno
verano con corbata. Él, con tal de no volver a Friburgo, se
conforma con todo.
Doña Pilar va al colegio de las Esclavas —Escravas do
Sagrado Coracao de Jesús— en Lisboa; a ella lo que más le
gusta es llevar uniforme, así no tiene que vestirse como su
hermana pequeña, Margot, cosa que odiaba; por eso salía
siempre con una expresión tan enfadada en las fotos, como
apunta su madre con una sonrisa de comprensión.
Con doña Margarita no saben muy bien qué hacer. Para
empezar, recibe la Primera Comunión en la iglesia de San
Antonio, de manos del padre Gonzalo Berasátegui. Después,
sabiendo que no existe un método científico para conseguir
que su hija vea la luz, doña María decide confiarse al efecto
de la fe y la lleva al santuario de Fátima el 13 de mayo, día
en que se cumplen los veinte años de las apariciones.
Doscientos mil peregrinos se desplazan hasta la ciudad, a
ciento cuarenta kilómetros de Lisboa, pero a Margarita la
dejan entrar, junto a otros ochocientos enfermos, cojos,
mancos, heridos de guerra, tuberculosos al borde de la
muerte que esperan un milagro, a la misa en la misma Cova
de Iria, donde la Virgen se apareció a tres pastorcillos. El
periódico ABC, bajo el título «La dulce alegría de la fe» da
cuenta de este hecho entrañable: «Entre los asistentes han
figurado este año muchísimas peregrinaciones extranjeras,
no sólo de Europa, sino también de África y América. De
nuestro país han venido muchos jóvenes de Acción Católica,
asistiendo además una gran parte de la colonia de Lisboa.
La condesa de Barcelona acudió también con la menor de
sus hijas para implorar a Nuestra Señora de Fátima la gracia
de iluminar sus dulces ojitos apagados. La familia de
nuestro Generalísimo envió también flores de España al
altar de la Virgen, y de Holanda y de Inglaterra llegaron
asimismo en avión muchas flores para el mismo altar. En
todos los corazones portugueses aletea la misma alegría».
Doña María reza con todo fervor, pero ve que su hija
continúa ciega y se resigna a que esta carencia le dure toda
la vida. Doña María es una mujer sensata y no intenta los
extravagantes métodos de la reina Juliana de Holanda, que
ha dado a luz también a una hija invidente, Marijke, y que
se ha puesto en manos de una extraña curandera, Greta
Hoffman, que dice tener contactos con extraterrestres y que
llega a ejercer gran poder en palacio, «el nuevo Rasputín» la
llaman. Es una de las muchas historias que se cuentan en
las largas veladas de Estoril, y que los niños escuchan
escondidos en la escalera. Todo ese escándalo estuvo a
punto de costarle el trono a la reina Juliana.
Doña María acepta la ceguera de su hija con dolor, pero
se consuela pensando que Margot se gana el corazón de
cuantos la conocen. Hasta se hace amiga del espía Joao
Costa, que ya entra tranquilamente en la casa, se sienta en
un banco que hay en el jardín y cuando le cuenta a doña
Margarita que ha sido acróbata de circo, la niña le convence
para que haga volteretas, actividad que ya se convierte en
una costumbre y que la familia acepta con naturalidad.
Cuando algún asombrado visitante indica con algo de
aprensión que hay un señor en el jardín haciendo cabriolas,
todos contestan al unísono: Ah, sí, es el espía.
Doña María habla seriamente con sus hijos:
—Nada de brincadeiras con Margot.
Porque todos le hacen bromas (brincadeiras); la
acompañan a nadar, a ella, que apenas sabe chapotear, y le
dicen «a la izquierda, a la izquierda», que es donde están
los acantilados y la salvan in extremis. O la llevan a pescar y
don Juanito tira del hilito hasta que la niña piensa que ha
picado un pez. Pero Margot se enfada y dice las peores
palabrotas que sabe, en portugués, francés, inglés, italiano
o alemán, porque habla todos estos idiomas, si riñen a sus
hermanos, porque, con tal de jugar con ellos, está dispuesta
a todo. Doña María, cuando la oye, se ríe, pero no deja de
preguntarse:
—¿Pero dónde aprende esta niña estas barbaridades?
Don Alfonso, a pesar de ser menor que ella, se erige en
su paladín y se enfrenta al resto del grupo para defenderla.
Más de una vez tiene que salir don Juan del despacho a
pegar a los chicos sin reparar en quién lleva razón: falta
leve, un cachete, falta grave, el cinturón. Es tanta la fe que
don Juan tiene en el poder correctivo de los azotes, que les
recomienda a sus vecinos que si sus hijos se portan mal,
tienen derecho a pegarles. En una ocasión en que los dos
hermanos jugaban a pelota y destrozaron los rosales de su
vecino Luis Sotomayor, éste los cogió, los puso sobre sus
rodillas y les dio varios palmetazos en el trasero. Años
después, Sotomayor se encontró al rey don Juan Carlos en
un restaurante de Madrid y Su Majestad lo llamó y lo
presentó a sus acompañantes diciéndoles:
—Es el único hombre vivo que le ha dado un azote en el
culo al rey de España.
Margot va un tiempo al Amor de Deus, donde las monjas
le dan clases particulares. También la polaca madame
Petzenick le enseña piano e Historia de la música en casa y,
finalmente, también acudirá a las Esclavas con su hermana
Pilar, pero las dos son muy malas estudiantes, no terminan
ningún curso completo y se limitan a seguir una especia de
cultura general, con clases de Historia, Literatura y Religión.
Tienen una relación difícil con las otras niñas y su madre se
desespera:
—Es que mis chicas, las dos, son muy cardos borriqueros.
Según cuentan sus amigos, a Juanito, sin embargo, se le
desarrollará un fondo de tristeza en esos días que, según
dicen los que lo conocen, no le abandonará nunca, a pesar
de que externamente es el más gamberro y bullicioso de los
hermanos. De pronto se quedaba callado y con una
expresión triste en los ojos; quizás empezaba a oír ya las
conversaciones de su padre y sus consejeros y a percibir
que iba a ser utilizado como moneda de cambio. Un día los
Gil Robles lo llevan al zoológico y la expresión de los ojos de
Juanito les recuerda a la de los pobres animales encerrados
en su jaula, lejos de su hogar.
Ni siquiera el traslado a la nueva casa, Villa Giralda, le
ilusiona tanto como a sus hermanos. Sabe que no vivirá en
ella de forma permanente, como dirá luego de mayor en
varias ocasiones; todo en su vida tiene un aire provisional.

VILLA GIRALDA
Don Juan alquila primero, y luego compra el palacete a
los condes de Figairedo por ocho millones de pesetas. Esta
casa, que los monárquicos cuando volvían a España definían
como modesta, propia de una familia de clase media,
constaba de cincuenta y una habitaciones, entre el
vestíbulo, los despachos de los secretarios, comedores,
salones, las habitaciones privadas de los condes de
Barcelona y sus hijos y la zona de servicio, cuartos de
plancha, armarios y despensa. Estaba rodeada de tres mil
metros cuadrados de jardín y se podían dar recepciones en
ella hasta para cuatrocientas personas. Había sido la sede
social del antiguo club de golf, pero se le hicieron reformas
durante casi todo un año, hasta que quedó convertida en un
palacete majestuoso y elegante. Toda la obra fue dirigida
por los Rocamora, que organizaron el traslado hasta el más
mínimo detalle. La mudanza fue muy complicada, ya que
Franco les acababa de enviar cuatrocientos kilos de objetos
personales que la familia había abandonado en el Palacio
Real a su marcha, en 1931. Don Juan, doña María y sus
cuatro hijos sólo se instalaron cuando todo estuvo en su
sitio, hasta los cepillos de dientes.
Mediante un porche, unos graciosos arcos, varios
enrejados, amplias terrazas y tejadillos clásicos, se logró
animar las líneas excesivamente sencillas de la primitiva
edificación. Tiene dos plantas, un sótano y un pabellón
aparte para los garajes de los varios coches que poseen,
tres rancheras Ford, el Bentley, el Mercedes y el pequeño
Mercury, además del coche para los niños, una réplica
perfecta del Bentley que funciona con gasolina, obsequio de
los monárquicos españoles, y varias motos. También
instalan una especie de taller donde los dos hermanos y
también Pilar montan y desmontan todo tipo de máquinas,
desde cafeteras hasta karts y otros vehículos estrafalarios,
que incluso consiguen que funcionen. Cuando los tienen a
punto llaman:
—Margot, Margot.
La infanta se sube dócilmente y lo más probable es que
acabe algo chamuscada y oliendo a gasolina. Sus paseos
apenas son de un par de metros; es la conductora más
efímera de la Historia.
Mientras se realizan las obras, la Familia Real vive en la
casa da Rocha, que había sido propiedad del aviador
Ansaldo y de su mujer, Pilaron, también aviadora, ya que
tienen que abandonar Villa Bellver porque los vizcondes de
Feijoo la necesitaban para otro exiliado: «su» rey, el
pretendiente portugués Don Duarte. Precisamente la noche
que duermen por primera vez en la casa da Rocha tiene
lugar un seísmo que obliga a la familia a pasarla en el
jardín. Alfonsito bromea y mueve los muebles para que
Margot crea que el terremoto es muy fuerte y se asuste.
Las obras de Villa Giralda costaron tres millones de
pesetas. Cuando un amigo le insinuó a don Juan que
seguramente ese dinero se lo habían dejado los
monárquicos, éste contestó:
—Y un jamón, son tres milloncejos que he pagado yo de
mi bolsillo.
El día que se trasladan a la nueva casa, doña María se
fotografía con un alegre vestido de lunares rojo y blanco que
le gustaba mucho, ya que le recordaba a los trajes de
faralaes, que le había hecho su modista Josefina Carolo, que
tenía su establecimiento en la rúa de Vivero. Lleva a don
Alfonsito a horcajadas sobre su espalda y delante de ella
está Margot, también vestida por Josefina. Los tres sonríen y
señalan el azulejo que está en la entrada de la casa y que
representa la Giralda de Sevilla. Giralda se llamaba también
el barco que había tenido Alfonso XIII.
Esta fotografía se la envió doña María a don Juanito a
Friburgo. Éste escribe a sus hermanos y sus amigos de
Estoril cartas larguísimas, llenas de saudade. Los amigos
encuentran un campo despoblado y lo preparan para jugar a
fútbol en verano, y le cuentan que van a la playa con el
carruaje de caballos que conduce Pitinho. Joáo Costa se
empieza a hacer pesado con sus volteretas y cabriolas y
ahora ya lleva a su hijo también, para que se haga amigo de
los principitos. Alfonsito está contento en el Amor de Deus,
porque la enseñanza es tan básica que apenas tiene que
esforzarse. Gil Robles saca a sus hijos para llevarlos al
Instituto Español, a pesar de las diferencias ideológicas.
Pero los condes de Barcelona, que no quieren
complicaciones, prefieren considerar que el nivel es el
adecuado para su hijo menor que, total, tampoco va a ser
rey. Desde muy pequeño expresa que quiere ser marino, un
lazo más que le une a su padre.
Pilar únicamente disfruta cuando monta a caballo con
doña María. Va al colegio con desgana, no es buena
estudiante, es muy rebelde y tiene frecuentes
encontronazos con las profesoras y otras alumnas. A
diferencia de sus hermanos, es muy consciente de quién es
y establece una barrera entre ella y las demás, «Era poco
simpática», dice la amiga de sus hermanos, Tessy Pinto
Coelho. Le es muy difícil establecer relaciones.
Margarita es lo contrario, dulce y alegre, aunque también
un poco «cardo borriquero» y habla con una franqueza que
deja algo desconcertados a sus interlocutores. Le pasa la
mano por la cara a la gente que le presentan y así trata de
saber cómo son, y aprende a conocer por la voz a las
personas de su entorno y también a las que se cruza de vez
en cuando por la calle, se para a hablar con todo el mundo,
hasta con los turistas en sus idiomas respectivos, para
desesperación de sus cuidadoras, que llegan tarde siempre
al colegio. «¡La cieguinha, la cieguinha!», la llaman en
Estoril, aunque ella no es consciente de su defecto. Pedro
Sáinz Rodríguez cuenta que un día que iban en taxi, el
conductor comentó en voz alta:
—Ay, esta niña es ciega.
Doña Margarita se echó a reír:
—Pero, ¿no dice este hombre que yo soy ciega? —
exclamó—. ¡Jajaja! ¡Ciega! ¡Yo, ciega! ¡Jajaja!
Lo encontraba la cosa más absurda del mundo, pues
creía que todos veían lo mismo que ella.
Pronto cambia las muñecas por los niños, los hijos de los
amigos de sus padres, que tienen que soportar
estoicamente que la buena de Margot los tire al aire, los
recoja y los maneje como si fueran muñecos. Las madres,
sobre todo, no pueden apartar sus ojos angustiados de los
juegos de la infantita, a la que sus padres consienten todo.
Pero no solamente lo hace con niños conocidos, sino que
incluso en ocasiones lleva a casa a algunos que recoge en la
calle. Doña María contó la sorpresa tremenda que se llevó
un día que entró en el cuarto de baño y se encontró a dos
niños gitanos metidos en la bañera y a Margot echándoles
jabón por encima. Berreaban como energúmenos y doña
María tuvo que explicarle a su hija que los gitanos no
estaban acostumbrados al agua y que no debía hacerlo
nunca más. Las madres de los niños, mientras tanto, se
habían instalado tranquilamente con todos sus enseres y
hatillos en la entrada de Villa Giralda pidiendo limosna y
departiendo con el espía Joao Costa.
No fue la única relación de la familia con los gitanos, muy
abundantes en Portugal; los jueves toda la familia solía
acudir al mercado gitano de Cacabelos, donde se
abastecían de ropa interior. Aún ahora, la infanta Margarita,
que tiene una casa en Cascaes, acude al mercadillo y le
compra allí a su hermano el rey don Juan Carlos calzoncillos
y calcetines.
Cuando doña María ya estuvo aposentada en Estoril,
fueron un grupo de señoras «bien» a preguntarle si quería
colaborar con ellas en su labor benéfica a favor de los
gitanos. Ella accedió con gusto, y se dedicó una temporada
a ir con sus amigas a los barrios donde vivían a intentar
convencer a algunos para que se bautizaran, hasta que
todas advirtieron con horror que ninguno de los padres
estaba casado. Las señoras se dijeron entonces que lo
primero era conseguir que éstos pasaran por la vicaría. Los
gitanos tenían tantas necesidades que, a cambio de dinero,
se prestaban tranquilamente a todo. La primera boda que
celebraron fue la de una pareja que llevaba veinte años
unida y que tenía media docena de hijos. Organizaron un
gran convite al que asistieron todas las familias
benefactoras, pero este primer y único casamiento resultó
un gran fracaso: cuando volvieron las damas al poblado
gitano, a la semana siguiente, se encontraron con que el
recién casado había echado a su mujer de casa y ya estaba
viviendo con otra, bastante más joven que la anterior.
La esposa abandonada se lamentaba a grandes voces, lo
que ahuyentó a las elegantes damas:
—¡Para qué carallo me hicieron casarme, con lo felices
que éramos!
Pero la auténtica alegría de la casa es Alfonsito.
Simpático y tan listo que le llaman Senequita, tiene la gracia
de ser popular entre los amigos de sus padres, sus vecinos y
la gente de la calle. Los rostros de todas las personas que
conocieron a los infantes en aquella época, se iluminan
cuando hablan de Alfonsito. La belleza física se la llevó Juan
Carlos, porque Alfonso era más bien feo, tenía una gran
nariz borbónica y la boca y los ojos pequeños y, además,
solía cortarse el pelo a cepillo, estilo que no le favorecía en
absoluto, pero poseía el mismo poder de seducción que
había tenido su abuelo. A diferencia de sus hermanos,
nunca aprendió a dominar la «erre» española, y toda su
familia recuerda sus gritos:
—¡El afiladog, el afiladog!
Cuando pasaba el afilador, un gallego, haciendo sonar su
típico silbato, Alfonsito bajaba a la calle corriendo y se ponía
a tocar el instrumento, y cuando su madre lo reprendía
porque podía coger alguna infección, él contestaba:
—Mami, ¿cómo voy a cogeg una enfegmedad si el
apagato viene de España?
En Friburgo, don Juan Carlos lee con algo de envidia las
cartas que le escriben sus hermanos. Toda la semana está
sometido a la rígida disciplina del colegio, con el agravante
de que la tensión que existe en España hace que en un
momento dado se llegue a temer por su seguridad. Don
Juan Carlos ya empieza a sonar como sucesor de su abuelo
y don Juan tiene miedo de que los falangistas, fuertemente
antimonárquicos, pretendan envenenarlo. Prohíbe en el
colegio que le entreguen cajas de bombones o regalos.
También empiezan a restringirle las visitas, cosa que para el
niño es un alivio, ya que le avergüenza que señoras en edad
provecta se arrodillen para besarle la mano.
Los fines de semana lo va a busca su preceptor, Eugenio
Vegas Latapié, que se ha ido a vivir al lado del colegio, para
llevarlo a casa de Gangan. Para amenizarle el viaje le
explica episodios de la Historia de España en versión
«ultra», lo benéfica que había sido para la humanidad la
Santa Inquisición o la maldad de los primitivos americanos,
o bien ingenuas historias bíblicas. Los dos entonan el himno
de la legión, su canción favorita, que cantan puestos en pie
en el vagón, para asombro de los circunspectos ciudadanos
suizos:

Soy valiente y leal legionario


Soy soldado de brava legión
Pesa en mi alma doliente calvario
Que en el fuego busca redención.

Don Juan Carlos está muy preocupado por la génesis de


la vida, y le pregunta a su preceptor qué quiere decir en el
Avemaría la frase «de tu vientre Jesús», pero a Vegas no le
place hablar de estas cosas, se niega a contestar y
puntualiza en el colegio que él no es partidario de la
educación sexual, con lo que don Juan Carlos se entera de
estos temas por su hermano, que ya estaba al cabo de la
calle a pesar de ser tres años menor. Don Juanito era
bastante ingenuo, ya que creyó en los Reyes Magos hasta
que tenía once años, en que escribió una carta a Sus
Majestades de Oriente en la que dice: «Queridos reyes
magos. Os escribo porque sé que a lo mejor me traías (sic)
algo, pero os digo que si no he sido bueno no tenéis que
darme nada sólo carbón».
Gangan sigue atendiéndole con el cariño de siempre y a
veces Juanito coincide en Vieille Fontaine con sus primos, el
tristón Alfonso de Borbón Dampierre y su hermano Gonzalo.
La madre de éstos, Emanuela, se acaba de casar con su
Tonino y ha montado una casa en Roma donde no ha
previsto ninguna habitación para ellos, mientras su padre se
ha unido a una cantante de cabaret, Carlota Tiedeman, y
vive una vida escandalosa que incluso sale en las revistas.
Como había hecho su hermano el ex príncipe de Asturias en
Estados Unidos quince años antes, don Jaime y su nueva
mujer también se convierten en un reclamo publicitario e
incluso contratan a un relaciones públicas, el Gran Guido
Orlandi, que les busca promociones como si fueran estrellas
de cine.
Después, don Juan Carlos pasa las Navidades en Estoril, y
aprovecha para hacer la Primera Comunión en el
Patriarcado de Lisboa, el 5 de enero de 1947, el mismo día
en que cumple nueve años. Va con traje de marinero y la
comunión se la imparte el cardenal Gon9alvez, aunque a él
lo ha preparado el sacerdote salesiano padre Valentini. Sólo
sale en ABC una nota de cinco líneas, al cabo de unos días,
«el infante don Juan Carlos, hijo del conde de Barcelona, ha
recibido la Primera Comunión... ante una selecta
concurrencia entre la que estaba el rey Humberto II de
Saboya». Quizás este recordatorio hizo que se
recrudeciesen las amenazas contra el niño; llaman por
teléfono a Villa Giralda y voces anónimas susurran:
—¿Está ahí Juanito? Pronto acabaremos con él. Otra vez
llegan rumores de que se está preparando un atentado y su
padre decide que no regrese a Friburgo. Además, contrae
nada menos que dos enfermedades seguidas, el sarampión
y la varicela y el médico recomienda que no se aleje de su
familia. Vuelve al Amor de Deus y disfruta, junto a sus
hermanos, de los beneficios espirituales que le imparte el
padre Valentini, al que don Juan también aconseja:
—Si se portan mal, pégales un coscorrón. Y más de una
vez estuvo a punto de hacerlo, porque, como se quejaba a
los padres, «los hermanos juntos son un desastre». Los
niños lo pasaban muy bien con sus amigos, y uno de sus
juegos favoritos era sentar a un niño que representaba a
Franco en un trono y sacarlo de ahí a patadas. Los chistes y
las burlas sobre el Caudillo, su mujer y su hija eran
constantes, sólo se reprimían algo cuando los visitaba el hijo
del embajador de España, Niki Franco y Pascual de Pobil,
que llegó a ser uno de los compañeros favoritos de los
infantes. Aquí también, como en Lausana, los niños son
furibundos antifranquistas y convencen a todos sus amigos
de la crueldad de Franco, que no deja entrar en España a
papá. Lo imitan, sobre todo Alfonsito, que tiene una gracia
innata para remedar los defectos de las personas, incluidos
todos los visitantes de Villa Giralda; también imparte
bendiciones como el padre Valentini.
El apodo con que denominan en esa época a Franco es
«el caimán». Se lo ha puesto doña Victoria Eugenia, que ha
aprendido a cantar con sus nietos, con su peculiar acento
inglés:
Se va el caimán, se va el caimán
Se va para Baganquilla
A todos les divierten las anécdotas contra Franco que
cuenta Sáinz Rodríguez de su época de ministro, y las
palabrotas que dice, una fuente inagotable de aprendizaje
para Margot. También adquieren la costumbre de ir a
merendar a casa de éste, pues tiene una criada española de
Zamora, Vicenta, que les prepara un chocolate con
churros espléndido. Cervantes, que es como ellos llaman a
Sáinz, les divierte con historias como que él también tiene
un espía como Joao Costa. Y que cuando advirtió que el
pobre hombre iba mal vestido y parecía estar en precario, le
propuso que en vez de coger un coche para seguirlo, fueran
en el mismo taxi y así pagar a medias.
Y también le dije que no hacía falta que cogiera mesa en
el mismo restaurante que yo. Que me esperara fuera y
cuando yo saliera, ya le contaría con quién había comido y
lo que habíamos hablado y así él podía hacer su informe y
justificar su sueldo.
Los niños escuchan embobados, pero, como siempre,
terminan por pelearse y dejan en tal estado el pequeño piso
de Sáinz que al final éste tuvo que proponer que las
meriendas se hiciesen al aire libre.
Lo que no cuenta Sáinz a los niños es que su espía lo
sigue incluso a los prostíbulos, a los que es tan aficionado,
una costumbre tan arraigada en él que hasta es admitida
por don Juan, quien comenta con sus allegados que el pobre
Sáinz es tan feo que si no es con una prostituta, ¿con quién
va a ir? Eso sí, don Juan le pide a Rocamora que le
proporcione una lista de prostíbulos de postín, ya que
piensa que su consejero degrada a la monarquía acudiendo
a locales de baja estofa frecuentados por la marinería y
gente del hampa.
Don Juan, en el fondo, envidiaba estas actividades de su
consejero, y solía comentar a sus amigos con cierta
melancolía:
—Yo sólo puedo tirarme a monárquicas que quieren
hacer méritos o a mujeres muy ricas que lo hacen por
esnobismo, pero las profesionales, que son las que a mí me
gustan, tienen el color verde de los dólares... Hoy, los reyes
sin trono ya no impresionamos a esta clase de mujeres, que
salen carísimas.

JUNTOS POR VACACIONES


El verano de 1948 se abre con un festejo, que se
convierte en costumbre y que ha continuado también el rey
don Juan Carlos. Celebran con una recepción multitudinaria
el día de san Juan, el santo del rey, como lo llaman sus
allegados en Portugal, aunque a esta primera convocatoria
no acude demasiada gente. Don Juan está nervioso y les
hace a los niños varios recomendaciones: a Pilar que vigile
un poco para que todos estén a gusto, a don Juanito le dice
que atienda a todo el mundo, que les pregunte por ejemplo
de dónde vienen, y a Margarita le pide que dé conversación.
Se olvida de Alfonsito, que es demasiado pequeño. Pero el
niño se acerca a su padre, tirándole de la chaqueta y
protestando:
—Papá, y yo qué, pogque yo también quiego haceg
algo... Don Juan está nervioso y, sin darse cuenta, le
contesta:
—Mira, coge una de esas bandejas de plata y le das
puñetitas a la gente.
Y don Alfonsito se lo toma en serio y se pasa toda la
tarde pasando las bandejas y diciéndole a la gente:
—¿Quiege usted una puñetita?
Los padres no sabían lo que decía su hijo y se extrañan
que sus bandejas tengan tanto éxito.
Hay un fotógrafo en la fiesta, César Cardoso, y todo el
mundo le encarga instantáneas del momento en que
saludan a Sus Majestades. Don Juan piensa que sería un
buen negocio capitalizar estos momentos, y decide que
Cardoso tenga la exclusiva de todas las recepciones que
ofrezcan. Posan doña María o don Juan con el invitado que
así lo desee, el fotógrafo le pide la dirección y el número de
copias solicitadas, y es el propio don Juan el que cobra una
cantidad, de la cual luego da la mitad a Cardoso, según
contó él mismo en el libro de José Antonio Gurriarán, El Rey
en Estoril. Un buen baremo para ver si las acciones de don
Juan estaban altas en la bolsa monárquica era observar el
número de fotografías que se habían encargado y la
cantidad de dinero que se recaudaba en cada reunión en
Villa Giralda.
Los niños también posan en ocasiones para las fotos,
pero se escapan en cuanto pueden para jugar a tenis en la
casa de Eduardo Cabral, muy cerca del campo donde
disputan partidos de fútbol con los alumnos de los
salesianos o contra otros niños del barrio, en los que
interviene a veces el padre Valentini o el propio don Juan.
Empiezan a fumar a escondidas de sus padres. Es Alfonsito,
el más pequeño, el encargado de conseguir los cigarrillos,
no siempre con métodos lícitos. Los coge de las cajetillas de
doña María o don Juan, ya que fuman ambos. También
compran sueltos los fuertes antoninhos, el equivalente a los
Ideales españoles, con los que todos se atragantan.
Se hacen socios del Club Náutico y cada uno tiene su
barquito, pero el primero en entusiasmarse es Alfonso. A
don Juanito al principio no le gustaba navegar y no se
aficionó hasta que unos monárquicos amigos le regalaron
un velero de dos palos, el Sirimiri.
En Monte Estoril son frecuentes las fiestas. Jorge Arnoso
celebra su cumpleaños en su casa Santa Marta, de color
rosa pálido, uno de los edificios más bellos y románticos de
Cascais, y los Barcelona le llevan de regalo una navaja
suiza. Los infantes también corresponden; Pilar celebra su
cumpleaños en verano y su madre organiza juegos como
carreras de sacos, llevar una patata en una cuchara o bailar
cabeza contra cabeza con una manzana en medio.
Casi cada día van a la playa de Tamariz y aprenden todos
a nadar con buen estilo con el salvavidas Albel Marques
Moura; incluso doña Margarita, a la que más de una vez
tuvo que rescatar de los peligros del oleaje por su
atrevimiento. Doña María es una buena nadadora estilo
braza, pero don Juan, como los auténticos marineros, no
sabe ni flotar y no se mete en el agua jamás, pero asombra
a los niños ensañándoles los tatuajes que lleva en los brazos
y contándoles cómo se los hizo cuando estaba estudiando
en la Marina británica. Alfonsito dice que, cuando sea
mayor, él se hará también.

LA ENFERMEDAD DE JUAN CARLOS


Cuando Juan Carlos vuelve a Friburgo, llora
desconsoladamente.
Ese curso, se pone gravemente enfermo. Sus padres
deciden irse a un largo crucero por Cuba y las Antillas,
invitados por el rey Leopoldo de Bélgica, a pesar de la
presencia de Liliana de Rhety, a la que continúan tratando
con cierto despego. No saben muy bien cuánto tiempo
estarán de viaje y don Juan Carlos se siente abandonado.
Empieza a tener un terrible dolor de oídos, le supuran tanto
que una noche tienen que cambiar varias veces la funda de
la almohada. Llama a su «¡Mami, mami!» con gritos que
desgarran el alma. Los profesores avisan a Vegas, quien
decide llevárselo rápidamente al hospital. Allí los médicos
dicen que hay que hacerle una trepanación para limpiarle la
infección. Desesperado, Vegas intenta contactar con los
padres, pero es imposible, están ilocalizables, en pleno
Caribe. Los condes de Barcelona se han encontrado con la
condesa de Covadonga, la Puchunga, que había estado
casada con el hermano de don Juan, el pobre infante
hemofílico don Alfonso, y ella les hace de espléndida
anfitriona. Se suceden las visitas, las fiestas, las
excursiones. Doña María y don Juan olvidan llamar a su
familia y no se enteran de los requerimientos angustiados
del preceptor de su hijo.
Finalmente, éste habla por teléfono con doña Victoria
Eugenia, quien da su autorización. Operan al príncipe, una
intervención muy complicada que le dejará algo duro de
oído toda su vida. Durante doce días, Vegas está al lado de
su cama cogiéndole la mano. El cariño entre profesor y
alumno se hace más profundo. En el hospital, el preceptor
continúa contándole historias de conspiraciones
monárquicas, de duelos, o la vida de Felipe II, que es su rey
favorito, hasta que un día el príncipe le pregunta:
—Eugenio, ¿es verdad que voy a ir a estudiar a España?
Su abuela tan sólo va a verlo un día.
LA ENTREVISTA EN EL AZOR
Ese verano todo va a cambiar. Franco ha proclamado en
las Cortes que España es un reino, para adjudicarse un viso
de legitimidad, pero no ha manifestado ninguna intención
de ir más allá de esta denominación puramente formal. Don
Juan sabe que sólo le queda una carta a jugar: su hijo. Nadie
cree ya que el propio don Juan vaya a ser rey en el futuro,
únicamente él piensa que si juega bien la carta de Juanito,
ni éste ni Franco se atreverán a «saltárselo». Pero él es el
único que mantiene esta idea tan optimista. La mayoría de
los españoles, monárquicos incluidos, creen que Franco ha
arrumbado el sistema monárquico al desván de los trastos y
que habrá franquismo por los siglos de los siglos. Eso se
nota sobre todo en la Primera Comunión de Alfonsito, en la
que está la familia estricta, totalmente solos. No acuden ni
los jefes de la casa, ni los grandes de España, ni elementos
monárquicos de relieve. Ni una sola persona se molesta en
ir desde España a la ceremonia. El párroco pronuncia unas
palabras en un balbuceante español, Margot toca la Marcha
Real en el armonio con imperfección enternecedora, y todos
se ponen en fila en el atrio para saludar a un grupito de
personas, vecinos y amigos de Estoril sin ninguna
importancia política. La reina Victoria Eugenia tiene los ojos
llenos de lágrimas y don Juan está abrumado por el dolor;
más que en una celebración, la familia parece que estuviera
en un funeral.
Así pues, sin esperar más, don Juan pone su triunfo
encima de la mesa. Juan Carlos. Se lo dice Sáinz:
—Franquito le lamerá el culo a Vuestra Majestad tantas
veces como haga falta para tener a don Juanito en España.
Y se entrevistan en el Azor don Juan y Franco, por
primera vez, frente a las costas de San Sebastián. Son
enemigos irreconciliables. El Caudillo cree que el conde de
Barcelona es un borracho y un libertino y don Juan se queja
de que Franquito lo ha tratado como a un imbécil. Al conde
de Barcelona le llama la atención el clima de adulación que
rodea a Franco, sus generales le sirven las bandejas con las
«puñetitas», que hubiera dicho don Alfonsito, con la
deferencia servil de un camarero, pero don Juan y sus
compañeros están excesivamente impertinentes,
enmendándole la plana incluso en aquellas cuestiones en
las que Franco se considera un experto: la caza y la pesca.
Además, como manifestó don Juan con notable malhumor,
la comida era «una mierda», el menú, a base de
entremeses, huevos a la americana, ternera Benicarló,
patatas a la duquesa y bizcocho, resultó notablemente
indigesto, y como Franco no bebía, ni siquiera sirvieron
vinos de crianza. Pero, en algo se ponen de acuerdo, en que
don Juanito debe estudiar en España.
Desde luego, desde una perspectiva histórica, el mejor
estratega es Franco, ya que consigue que don Juan le
entregue a su hijo, su bien más preciado, y sólo le ofrece a
cambio vagas promesas de futuro. A todos los monárquicos
les entró un ataque de cuernos impresionante y atribuyeron
la decisión de don Juan al consejo del grupo de idiotas que
lo rodeaba.
Ese verano, que se extendió hasta noviembre, tuvo para
don Juanito sabor a despedida, un sentimiento que,
desgraciadamente, y pese a su corta edad, ya había sentido
demasiadas veces.
Ni siquiera los viajes con el Saltillo consiguen animarlo.
Van a Tánger y pasan allí varios días, aunque duermen en el
barco.
Doña María visita con sus amigas el zoco y empieza a
regatear por unas babuchas para los niños. No tienen del
color que ella prefiere, y el vendedor le dice:
—Si tú te quedas aquí a vender, yo me voy a mi casa a
buscarlas.
Les lleva unos taburetes y un té de hierbas y, dada la
parsimonia de los marroquíes, vuelve al cabo de varias
horas. Y doña María le cuenta luego a sus hijos, que la
esperaban impacientes en el barco:
—¡No os creáis, que le vendimos bastantes! Las peleas
entre Juan Carlos y Alfonso son constantes; la mercromina
se consume en Villa Giralda a litros. Juanito está triste y
nervioso, oye hablar de su futuro, que si estudiará en
España, en Lovaina, volverá a Friburgo, se quedará en
Estoril, como si fuera una pieza en el juego de ajedrez. Don
Juan está pendiente de los más leves matices en la actitud
de Franco y su comportamiento errático hace mella en el
equilibrio de la familia. Utilizando el lenguaje gráfico de
Sáinz Rodríguez, Franco no le lame el culo con la
delectación que él esperaba. Hasta la misma Gangan, tan
poco dada a sentimentalismos como buena inglesa, y para
la que lo único importante es la supervivencia de la dinastía,
advierte a su hijo que el niño puede caer en una depresión.
Doña María está tan acostumbrada a acatar la voluntad de
su marido, que no consta que protestase.
Pero don Juan tiene discusiones tan frenéticas con sus
consejeros, que el espía Joao Costa anota en su parte diario
que las voces en el despacho son muy fuertes y se oyen
desde el jardín, aunque, después, el conde de Barcelona
trató de justificarse delante del espía diciéndole que lo que
pasaba era que su interlocutor era sordo. Finalmente, opta,
como medida de presión, por que el niño vuelva a Friburgo,
en un órdago para que Franco tome una decisión definitiva.
En doce horas le hacen las maletas y don Juanito es
reexpedido al duro colegio suizo, acompañado, eso sí, por
Vegas. Es de suponer el estado del infante, obligado en
unas horas a separarse de su familia y a sumergirse de
nuevo en la atmósfera lúgubre de un colegio que él creía
que ya había quedado relegado al pasado.
Pero pocos días después, lo hacen regresar de nuevo a
Lisboa, como si fuera un objeto cualquiera. Y su padre le
comunica, sin ningún tipo de cuidado, dos decisiones que no
admiten discusión alguna: que tiene que marchar a España
y que Vegas debe irse porque ya no es necesario.
Cuando el niño se atreve a protestar débilmente por esta
última, separarse de quien le ha hecho de padre y maestro
durante cinco años, don Juan le grita con brusquedad:
—¡No digas estupideces, Juanito!
Vegas se levanta del sillón y se despide de su alumno
como si se fueran a ver al día siguiente, aunque se va
directamente al aeropuerto y coge el primer avión que le
llevará a Suiza. Pero le deja una carta que el infante leerá al
día siguiente y en la que se pone de manifiesto, por una
parte, el inmenso amor de este solterón sin afectos por el
niño, y, por otra, que a pesar de estar autorizado a darle un
bofetón de vez en cuando, su trato hacia él había seguido
las rígidas pautas que rigen en la familia Borbón: en tercera
persona, de señor y de alteza. Don Juan Carlos, siguiendo
también las mismas pautas, siempre lo había tratado de tú,
aunque tenía edad para ser su abuelo.
«Mi Queridísimo Señor. Perdón por no haberle dicho que
me iba. El beso que le di anoche antes de despedirme era
de despedida. Muchas veces le he repetido que los hombres
no lloran y, para que no me viera llorar, he decidido
regresar a Suiza la víspera de su posible marcha a España.
Si alguien se atreviera a decirle a Vuestra Alteza que le he
abandonado, sepa que no es verdad, no han querido que yo
siguiera a su lado y me tengo que resignar... Que sea muy
bueno, y que Dios le bendiga y que alguna vez rece por
mí...».
Don Juan Carlos se pone a llorar. Sus hermanos se ríen de
él porque están hartos de que todo el protagonismo de la
familia y las únicas conversaciones que se mantienen en la
casa sean para tratar temas relacionados con su persona.
Se sienten algo abandonados, pero, a la vez, se aprovechan
de esta desidia para hacer su vida. Pilar se escapa muchas
veces del colegio para ir a montar, Margarita se vuelve cada
vez más osada, se sube a los árboles, se tira por la rúa de
Inglaterra abajo en vehículos con una rueda que se
desmontan enseguida y a Alfonsito se le despiertan sus
primeros instintos sexuales, haciendo gala de esa
precocidad tan típica de los Borbones. Además, y pese a su
corta edad, éste se convierte en líder y capitanea a sus
amigos, que lo adoran y lo siguen en sus aventuras más
descabelladas. Juanito ve a su vez la vida despreocupada de
sus hermanos y siente celos. Para huir de ellos, se refugia
en ocasiones en un rincón del inmenso jardín. El espía Joao
Costa lo advierte y anota en sus informes: «¿Por qué está
tan triste don Joanhino? ¿Tiene algún problema?». Y él
mismo se contesta: «Le han obligado a separarse de Vegas,
su preceptor, para irse a España».

DON JUAN CARLOS LLEGA A ESPAÑA


Finalmente, el 8 de noviembre de 1948, don Juanito sale
para España. Con un desapego que asombra a los que
somos padres, ni doña María ni don Juan van a despedir a su
hijo, que parte en el Lusitania Express rumbo a Madrid,
hacia un lugar y una vida totalmente nuevos. Los condes de
Barcelona se han ido de cacería dos días antes. No consta lo
que estaban haciendo los hermanos; algunos cronistas de
cámara nos los describen agitando un pañuelo con los ojos
llenos de lágrimas, una imagen que no casa en absoluto con
las personalidades alegremente inconscientes de Margot o
Alfonsito, ni tampoco con la adustez de Pilar. Lo cierto es
que en las fotos que hay de ese momento sólo se ve a don
Juanito con dos sacerdotes y con los sombríos duques de
Sotomayor, vizconde de Rocamora y José de Aguinaga, que
irán con él a Madrid. El tren lo conducirá el duque de
Zaragoza con mono azul, que por algo es ingeniero. A tono
con el lúgubre acompañamiento, llevan al príncipe
directamente al cerro de los Ángeles, donde está el
monumento al Sagrado Corazón, que tiene el título de
«mutilado por la Patria» ya que fue semidestruido durante
la guerra civil, a leer unas cuartillas que no entiende, y que
tiemblan en sus manos heladas porque hace un frío
tremendo. Es un acto absurdo, sin ninguna repercusión
pública, que sólo tiene la virtud de desconcertar aún más a
un niño que no sabe lo que va a ser de su vida.
En ningún momento se piensa en enviar a don Juan
Carlos a un centro docente normal en el que esté mezclado
con todo tipo de españoles, sino que se diseña un colegio a
medida, un microcosmos totalmente artificial, una burbuja
en la que permanecerá cinco años. Se le rodea de nueve
niños de familias nobles y monárquicas: Agustín Carvajal y
Fernández de Córdoba y su primo Jaime Carvajal y Urquijo,
que hoy es representante del grupo de presión Club
Bilderberg en España, Juan José Macaya, Carlos de Borbón
Dos Sicilias, primo hermano de don Juanito, que tiene el
título de infante, es duque de Calabria, abogado y agricultor
y ahora está casado con Diana de Francia, Fernando Falcó,
marqués de Cubas, esposo en la actualidad de Esther
Koplowitz, el valenciano Alfredo Gómez Torres, Álvaro Urzaiz
y Alonso Álvarez de Toledo. A ellos se añadirá, al cabo de
dos meses, el toque democrático: el único niño que no es de
procedencia noble, aunque sí de muy buena familia, José
Luis Leal, que más tarde fue ministro de Economía con la
UCD y que recordará de mayor, con cierto resquemor, que
se le hizo pagar muy duro el hecho de no ser aristócrata.
Incluso, en una ocasión en que faltó una bombilla, se le
acusó de haber sido él el que la había robado.
El director, desde luego, tiene un currículo impecable.
José Garrido Casanova ejerce ese cargo en los internados
municipales de Nuestra Señora de la Paloma desde la
guerra civil, cuando evitó que los niños de este hospicio
fueran evacuados a Rusia desde Barcelona. También es un
admirador de la causa monárquica en general y de los
monárquicos en particular: fue preceptor de los chicos de la
familia Arriluce de Ibarra y también de Luis Martínez de
Irujo, el hijo de los duques de Sotomayor, quien se casó con
la duquesa de Alba. Pero el momento cumbre de su vida es
cuando le encargaron la educación del futuro rey de España.
Es cierto, como señalan sus biógrafos, que tenía gran
experiencia pedagógica, pero también resulta lógico deducir
que no podía tratar como a los otros niños a aquel que iba a
ser su rey, al que califica en las notas internas del colegio
como El Augusto Alumno.
En realidad, todos los elogios que recibe don Juan Carlos
en aquella época son tan ditirámbicos que resultan casi
increíbles. Por una parte nos lo pintan como un intelectual
amante del ajedrez, que lee a Shakespeare, a Moliere y a
Racine en voz alta por los pasillos en sus momentos libres,
que escucha música clásica, sus favoritos son Beethoven y
Rachmaninov, pero al mismo tiempo es deportista, buen
compañero, con un alto sentido social, capaz de regalar sus
trajes a los pobres, abnegado, muy religioso y muy
estudioso. Sus notas hacen justicia a este dechado de
virtudes. Siempre matrícula de honor. Y ahí parece que no
hay nada sospechoso, ya que los exámenes se realizan en
el Instituto San Isidro de Madrid y son públicos. Pero he aquí
el intercambio de cartas que tiene lugar entre el director del
colegio y los examinadores. En primer lugar don Juan le
escribe al director del San Isidro, el catedrático Berasaín,
para recomendarle a su hijo. Éste, lleno de emoción, se
apresura a comunicarle a Garrido que sería conveniente que
se desplazara a Madrid y que visitara a los catedráticos que
van a examinar a don Juan Carlos. También le pregunta en
qué fecha quiere examinarse El Augusto Alumno. Cuando se
acerca el mes de junio, véase el tono con que el ilustre
catedrático escribe a Garrido: «Los exámenes se celebrarán
el próximo día 17 de junio tal cual quedamos. Lo único que
le agradecería es que me indicase la hora en que llegarán
ustedes a Madrid y si piensan oír misa y desayunar en el
instituto, del mismo modo que lo hicieron el año pasado,
pues me interesa mucho por la cuestión de horarios de los
exámenes, así como la hora de salida para Estoril. El
profesor de educación política me aconseja se atenga a las
normas que le dio a usted... a los exámenes de formación
política aconsejan darle un sentido cultural... Desde luego
se hará todo lo posible para que los exámenes terminen a la
hora adecuada con el fin de que SA pueda coger el Lusitania
Express». El catedrático se despide agradeciendo el
donativo que Su Alteza ha concedido al instituto.
Así, no es de extrañar que el profesor que le examina de
francés, por ejemplo, le diga muy amablemente a don
Juanito:
—Alteza: permítame que cometa una incorrección
preguntándole algo en francés, puesto que lo domina usted
más que yo.
O que el mismo Berasaín, advertido de que don Juanito
se había aficionado a la física, le preguntara aquellos temas
que él dominaba hasta que la sala prorrumpió en aplausos.
Física, química, matemáticas, historia, geografía, todo lo
tritura aquel cerebro prodigioso con pasmosa habilidad.
Cuando don Juan Carlos finaliza sus exposiciones, es
recibido en el patio con gran alborozo por todos los
monárquicos que se congregan en el instituto y que le abren
paso gritando viva el rey y besándole las manos. Se hubiera
necesitado tener mucho valor y una independencia
económica de la que no gozaban los pobres profesores para
darle una nota por debajo del sobresaliente.
Por algo, cuando terminó el bachillerato, comentó con
franqueza su profesor de literatura:
—Si el Príncipe hubiera suspendido alguna vez los
exámenes, todos nos hubiéramos sentido unos fracasados.
Don Juan Carlos pasa el primer año en Las Jarillas, una
espléndida finca a diecisiete kilómetros de Madrid propiedad
del marqués de Urquijo, que se habilita para escuela. Los
nueve niños comparten habitaciones dobles, excepto don
Juanito, que tiene dormitorio y saloncito particular, caballo
propio, que le regala un monárquico andaluz, un coche con
chofer a su disposición para ir los fines de semana de visita
a las fincas de los amigos de sus padres y una escopeta
último modelo que le regala Franco en su primera entrevista
en El Pardo, con la que suele ir a cazar por la finca liebres,
perdices y hasta jabalíes. La cabeza de la primera liebre que
caza se diseca y se le envía como regalo; estuvo mucho
tiempo en Villa Giralda, compitiendo con los colmillos de
elefante capturados por doña María en un safari. ¿Dónde
estará ahora aquella reliquia? Es de sospechar que doña
Sofía no encontraría acomodo para este original recuerdo en
ningún lugar de la Zarzuela.
El cuadro de profesores lo forman, además del director
Garrido, el padre Zulueta, un ex arquitecto tan clasista que
somete al único plebeyo, José Luis Leal, a un mareaje
estricto y humillante, mientras sus mejores cuidados van
para el príncipe y los niños que están en la pirámide de la
nobleza. En realidad, por mucho que nos cuenten que don
Juanito era tratado por sus compañeros y profesores como
uno más, es difícil creerlo, para todos es su rey y es la única
razón de ser del colegio. Además, don Juan Carlos es muy
claro; si un profesor se porta bien con él y le pone buena
nota, le dice:
—A ti, cuando yo sea rey, te haré ministro de Hacienda.
Si recibe algún castigo, cosa harto improbable, gruñe por lo
bajo:
—A ti no te haré nada.
Asimismo, en el cuadro docente está el profesor de
educación física, Heliodoro Ruiz, que solía ir acompañado
por su hijo, médico, quien sometía a los niños a frecuentes
revisiones.
Los profesores se dirigirán a don Juan Carlos como Alteza
Real y Señor, y él los tratará a todos de tú, sea cual sea su
edad.
Mientras don Juan Carlos está en Las Jarillas, su hermano
Alfonso se hace el dueño de la casa, acompaña a sus padres
de cacería y se convierte en su preferido. Los niños siguen
sus vidas y se olvidan un poco de aquel hermano que nunca
les ha pertenecido totalmente. Cuando Juan Carlos regresa
a casa, en verano, se siente relegado, y las peleas con su
hermano vuelven a ser constantes. Cuando finalizan esas
vacaciones, en vez de regresar a Las Jarillas, don Juan, de
forma un tanto arbitraria, decide que don Juanito se quede
en Estoril. Considera que las promesas que le ha hecho
Franco no se han cumplido y que la monarquía sigue siendo
la gran desconocida en España. Franco le afirma al escritor
y monárquico José María Pemán, con suficiencia, que esto
no es por su culpa, sino porque la gente no es monárquica.
A lo que responde el escritor:
—Desde luego, general. Tampoco es budista, ni kantiana,
ni apache. El milagro sería que fuera una cosa que ni
conoce ni ha vivido nunca.
La decisión de don Juan deja «colgados» a los
compañeros de su hijo, que contaban con regresar a Las
Jarillas y no se habían matriculado en ningún colegio. Así,
tienen que arreglárselas por su cuenta e improvisan otra
«escuela» en el palacio de Montellano, propiedad de los
Falcó. Si desconsiderada es la actitud de don Juan respecto
a su hijo y sus compañeros, también es algo peculiar la
actitud de estos abnegados padres, que sacrifican el bien de
sus vástagos esperando a un príncipe que tal vez no se
presente nunca.
Los profesores de Madrid, Garrido y el padre Zulueta, y
otro de Lisboa, Montllor, van a Estoril a dar clases, y
también se consigue que algunos compañeros pasen
temporadas en Villa Giralda, que hagan un turno rotatorio a
la manera de los Grandes que acompañan a sus padres.
Don Juanito acude también a algunas asignaturas sueltas en
el colegio de los Salesianos, al que ya va su hermano, pero
sobre todo asiste a Villa Malmequer, donde también van
Pilar, Margot y Alfonsito, aunque con programas diferentes.
Doña Pilar se aburre y vuelve a enfundarse su uniforme azul
marino porque prefiere las Esclavas, pero don Alfonsito
sigue las clases de los salesianos y de Malmequer sin
ningún problema.

ENTREVISTA EN LAS CABEZAS


El curso siguiente don Juan, después de otra entrevista
con Franco, esta vez en Las Cabezas, finca propiedad del
conde de Ruiseñada, de la que don Juan salió
personalmente algo más contento, ya que se sirvió un
estupendo vino Vega-Sicilia, considera que don Juanito debe
volver a España para proseguir su bachillerato, pero esta
vez acompañado por su hermano Alfonsito. Pero en esta
ocasión se elige otro «colegio» lejos de Madrid: lo instalan
en Miramar, en San Sebastián, el que fue palacio de la reina
María Cristina, donde Alfonso XIII y la reina Victoria Eugenia
pasaron veintitrés veranos de su vida. Era propiedad
particular de don Juan, que lo venderá años después al
Ayuntamiento de San Sebastián por una cantidad bastante
modesta.
Para habilitar las clases de los niños se escoge el «ala de
los infantes», una zona construida especialmente para los
pobres príncipes hemofílicos Alfonso y Gonzalo, hermanos
de don Juan, en la que no hay cantos agudos, ni esquinas,
para evitar que los niños se hirieran y desangraran. El resto
del palacio se mantiene cerrado, con sus grandes muebles,
los cuatrocientos enormes cuadros, el piano y las lámparas,
todo cubierto con sábanas, que le dan un aspecto
fantasmal. Además, como decían los alumnos, hacía un frío
del carajo.
A los profesores se añaden Juan Rodríguez Aranda, que
da clases de literatura, Aurora Gómez Delgado, que imparte
la asignatura de francés y que al ser la única mujer del
grupo hace las funciones de «ama de casa» y el sacerdote
del Opus Dei, Ángel López-Amo. Don Juan, que se ha
entrevistado con el padre José María Escrivá de Balaguer,
fundador del Opus, cree conveniente poner a su hijo en
contacto con esta prelatura, cuya influencia sobre don Juan
Carlos será determinante a partir de ese momento.
Este año se han tenido que reclutar nuevos niños en las
familias monárquicas para acompañar a don Alfonsito. Son
los gemelos Zayas, hijos del marqués de Zayas; uno de
ellos, Carlos, será más tarde el compañero de la cantante
Massiel y padre de su hijo. Los bilbaínos Luis Alfonso Pérez
de Guzmán y Álvaro Arana, el sevillano Carlos Benjumea, el
hijo del conde de Ruiseñada, Carlos Güell y los donostiarras
Tirso Olazábal y Juan Carlos Gaytan de Ayala. El curso
siguiente se incorporará Joaquín Pérez Herrasti, también de
San Sebastián.
Don Juan no ha tenido empacho alguno en separarse de
su hijo favorito y enviarlo a España alejándolo de sus
amigos y su colegio. Siempre se habla de la tristeza de don
Juan Carlos y de su añoranza, pero no se repara en los
sentimientos de su hermano pequeño que, además, ni
siquiera tiene la compensación de pensar que va a ser rey.
De hecho, al lado de los elogios desmedidos que provoca
don Juan Carlos, apenas existen testimonios del paso de don
Alfonso por el colegio
Miramar, tan sólo sabemos que lo tuvieron que cambiar
de habitación porque se peleaba siempre con su hermano,
que se mordía las uñas... Nada más. Lo que hace sospechar
que su rendimiento era menos problemático que el de aquél
y que era mejor no entrar en detalles, por aquello del
agravio comparativo.
Los condes de Barcelona se pasan casi todo el invierno
viajando: safaris y cacerías en Kenia y Angola, recorridos por
Europa. Asisten a la coronación de Isabel de Inglaterra, a
diversos acontecimientos familiares en Suiza y Alemania...
Cuando están en Estoril su vida no es más tranquila. Al
menos eso es lo que explica José María Gil Robles en un
apunte de sus diarios que ha quedado inédito, «...el
pretendiente de la Corona española estaba entregado al
alcohol y los excesos... el abuso de alcohol le estaba
debilitando la inteligencia y la voluntad, ahogaba sus penas
en alcohol y en diversiones de todo tipo... Su mujer, doña
María de las Mercedes, no se ocupaba mucho de la casa.
Estaba todo el día de juerga, se iba con amigotas de dudosa
condición y cuando don Juan no estaba en casa, se
marchaba dejando su hogar sin rumbo... Tenían constantes
discusiones, no se llevaban bien...».
Pilar y Margarita se quedan a menudo solas en Estoril y
su independencia y su rebeldía se acentúan. Pilar le coge
mucho cariño a Pedro Sáinz Rodríguez, que le sirve de
mentor y le aconseja las obras que tiene que leer; a veces,
incluso tiene que hacer de anfitriona cuando sus padres no
están. En una ocasión atendió a un grupo de periodistas que
la encontraron tan original en sus opiniones y actitud que
estuvieron más tiempo del previsto. De todas formas, está
pasando la típica edad en que no sabe por qué decidirse ni
cuál es su vocación y piensa en hacerse misionera e irse a
convertir negritos a África. También se aficiona a las
miniaturas, como su madre, y es asombroso ver cómo sus
manos, llenas de durezas a causa de la equitación, utilizan
unos pequeñísimos pinceles de tan sólo un pelo para dibujar
delicados primores.
Margarita se vuelca en su profesora madame Petzenick y
en la música, sigue siendo la niña más traviesa de Estoril,
nadie le pone freno y, casi milagrosamente, se salva de
matarse más de una vez. Un día se precipita por la ventana
de su habitación, y menos mal que están abiertos los
postigos del despacho de don Juan, que está debajo de su
cuarto, y amortiguan la caída; aun así se rompe el brazo y
sufre diversas magulladuras.
La familia al completo se reúne en Navidades, Semana
Santa y verano, la mejor época para cruceros. Recorren una
y otra vez el Mediterráneo. En una ocasión se llevaron a los
primos Alfonso y Gonzalo de Borbón Dampierre, que no
tienen a nadie con quien pasar las vacaciones. Además, don
Juan quiere sondear a su sobrino Alfonso para ver si en el
futuro puede representar algún peligro para las
pretensiones de Juanito, pero pronto descarta —
erróneamente— esta eventualidad, pues los chicos parece
que no quieren saber nada con España, seguramente
influenciados por su madre.
Las Navidades se celebran a medias en casa de los
condes de París y en Villa Giralda. Entre doña María y Pilar
envuelven regalos para todos, lo cual tiene su mérito
porque los condes de París tienen once hijos. Cuando llegan
a Villa Giralda, Alfonsito va advirtiendo a gritos a toda la
casa:
—Los Pagís ya están aquí, los Pagís. ¡Sálvese quien
pueda!
El día de Reyes van a casa de los Saboya, adonde llega la
Befana, que es la bruja que en Italia hace el papel de Reyes
Magos. Los cuatro niños, Víctor Manuel, María Pía, María
Gabriela, a la que llaman Ella, y Titi, se hacen muy amigos
de los infantes, incluso parece que Ella coquetea con
Juanito.

PRIMEROS AMORES DE LOS


INFANTES
Pero don Juan Carlos, en 1952, se pone sus primeros
pantalones largos y ¡se enamora! por primera vez. Ella es
Chantal de Quay, una espectacular rubia hija de una belga y
del vizconde suizo Stuky de Quay, prestigioso abogado que
está casi siempre de viaje. A Helena, la madre, también
rubia, también guapísima, suele vérsela a menudo con don
Juan. Chantal, con palabras de aquella época, «detiene el
tráfico» y don Juanito se enamora locamente de ella.
Chantal, que actualmente posee una casa de modas en
Estoril y a la que don Juan Carlos ha ido a visitar en algún
viaje privado a Portugal, ha admitido que «sí, tuvimos un
flirt, una relación, Juanito era humano, ardoroso y alegre».
Don Juan Carlos le escribe fogosas cartas desde Miramar y
cree que no puede vivir sin ella.
Lo curioso es que Alfonsito también se ha echado una
novia, Tessy Pinto Coelho, también guapísima, hermana del
conocido decorador afincado en Madrid Duarte Pinto Coelho.
Hoy día Tessy es una presencia constante en la crónica
social portuguesa, ya que es una espléndida cantante de
fados y ha estado casada con el conocido actor, cómico y
comunicador Raúl Solneto.
Según sus amigos de aquella época, y a pesar de la
diferencia de edad, Alfonsito se sentía muy seguro de sí
mismo y era más lanzado que su hermano. Don Juan Carlos
iba a ser rey, sí, pero de momento era poco atrevido con las
chicas y no tenía éxito con ellas.
Va con su novia a bailar a la boîte Ronda, donde hay un
pianista español que les toca románticas rancheras que él le
traduce a Chantal en voz baja, y asisten a una fiesta de
disfraces juntos, como pareja. El disfraz que escoge Juan
Carlos sale del «fondo de armario» de doña María: un
atuendo de moro.
Con Alfonsito y Tessy acuden al cine Casino, pero se
sientan en la última fila cogidos de las manos y no se
enteran muy bien de las películas. También van juntos a
tomar helados a Santini. Alfonsito, sin embargo, abandona a
su novia para ir a aparcar el coche del dueño, al que
convence siempre con la misma excusa, totalmente
inventada:
—Santini, dame las llaves de tu coche que está ahí la
policía y te quiere poner una multa.
Pero el primer amor de don Juan Carlos tiene una
temprana fecha de caducidad. De pronto, el príncipe ve que
su novia cambia, que le rehúye, y no tarda en enterarse de
la verdad: Chantal se ha enamorado de un íntimo amigo de
él, el atractivo Babá Espíritu Santo. Don Juanito sufre el
primer desamor. Vuelve a Miramar y no puede dejar de
mirar a su hermano con cierto rencor: se cartea con Tessy,
que está celosa porque sospecha que don Alfonsito
intercambia correspondencia con otras chicas de su grupo.
Dando una muestra precoz de la infidelidad genética de los
Borbones, don Alfonsito trata de quitarle la novia, Marilú, a
su amigo Antonio Eraso, aunque ello suponga abandonar
otra incipiente relación: France Brito e Cunha. Así se lo dice
al menos a aquel en una carta. «Cuando veas a France, dile
que perdone, pero es que prefiero a Marilú que a ella».
Eraso se carcajea; ninguno de ellos se toma en serio estos
amores adolescentes y cuando están a solas los
comentarios sobre las chicas son dignos de un tratado sobre
machismo. Tienen a quién parecerse; todos los allegados a
don Juan recuerdan su retrógrado lenguaje a la hora de
hablar de la inteligencia de las mujeres o de otros atributos.
Como comenta alguien que lo conoció muy bien en Estoril,
don Juan era uno de esos hombres convencidos de que
todas las mujeres son unas putas y, desgraciadamente,
actuaba en consecuencia. Es lo que decía el barman del
Club de Golf, Joaninho:
—Es como un niño grande, ninguna mujer puede decirle
que no.
Cuando don Juan Carlos vuelve a Estoril, ya ha
perdonado a su amigo Baba, y las chicas ocupan el primer
lugar en su escala de valores: lo más importante ahora es
encontrar una. Se fija en la hija mayor de los condes de
París, Isabel, y empieza a cortejarla, pero ella no le hace
caso, es más, se ríe de sus ingenuas artimañas para
conquistarla y le considera un crío pues es seis años mayor
que él. Nuevo desengaño. Hasta que en una reunión familiar
ve los azules ojos de María Gabriela clavados en él y se
dedica a esta relación sin demasiado entusiasmo. Al lado de
la voluptuosa y madura Chantal, encuentra a la princesa
italiana algo sosa. Pero pronto se da cuenta de que ésta es
una impresión falsa. Es una chica liberal y moderna, muy
distinta de las portuguesas, que son tan puritanas como las
españolas, y ya ha tenido algunos amores. En el grupo se
comenta que «sale» con Kaddy Visconti, un sobrino del
famoso director de cine italiano. Pero de quien está
realmente enamorada es de Juanito, y los dos entablan un
noviazgo lleno de camaradería y complicidad, aunque,
cuando la ocasión lo requiere o ella está en Suiza con su
madre, don Juanito sale con otras chicas. Ella sufre, pero se
aguanta.
Ese verano se organizan varias fiestas, pero ya no hay
carreras de sacos ni bailes de la patata. Como en todos los
guateques de la época, el amigo menos agraciado se pone
al lado de la gramola y alterna los ritmos lentos con el rock
más frenético, baile en el que Juanito es un maestro; cuando
se lanza a la pista le hacen corro y dan palmas mientras él
trenza y destrenza los difíciles pasos levantando a su pareja
sin perder el ritmo. Don Alfonso prefiere los ritmos lentos y,
a pesar de su pantalón corto y su poco agraciado aspecto,
tiene una cola de chicas que quieren bailar con él. Cuando
la fiesta está en su apogeo, se apagan algunas luces, y al
inofensivo cup que beben las chicas se añade bajo mano
una botella de whisky sacada del bar de don Juan. Para los
más osados, los príncipes habilitan una habitación, a la que
llaman el «cuarto oscuro», y que no se utiliza precisamente
para jugar al escondite.
A estas fiestas va también doña Pilar, a la que su madre
hace vestirse de rosa, un color que odia; a ella lo que le
gusta es llevar el blazer del club hípico con los dos caballitos
en la solapa. Baila con sus amigos de la niñez, los hijos de
Gil Robles, pero ella ya no se considera una niña. Sus padres
están tan centrados en Juanito que apenas se han dado
cuenta de que Pilar ha crecido. Es de las mayores de su
colegio y, encima, con su elevada estatura, parece que
tenga más edad. Ella no va a ser reina; sí se casará, porque
es su obligación, aunque no le gusta ninguno de los chicos
que conoce, pero, hasta entonces, ¿qué puede hacer?
Ya no quiere irse a las misiones. Nunca ha olvidado su
infantil vocación de enfermera, y guarda todavía el estuche-
botiquín que le regaló su abuela en Lausana. Y un día le
plantea a su madre que ya está harta de ir al colegio y que
quiere entrar a trabajar en un hospital. Doña María la
entiende bien; ella también, como todas las chicas
españolas de la alta sociedad antes de la guerra, como sus
primas y luego cuñadas, las infantas Crista y Beatriz, había
sido enfermera de la Cruz Roja. Que la reina doña Victoria
Eugenia presidiera esta institución benéfica, le había dado
un toque chic, y era muy elegante posar para los fotógrafos
con el uniforme y las tocas de enfermera que tanto
favorecían. La misma Reina también lo había hecho, con un
uniforme a medida, naturalmente, en la única fotografía,
quizás, que conocemos de ella, en la que aparece sin una
sola joya.
Pero de eso a trabajar en un hospital popular había
mucho trecho. Como las monjas de las Esclavas ya no saben
muy bien quehacer con Pilar, la madre se resigna a sacarla
del colegio, pero se encuentra con una dificultad: la infanta
no ha terminado ni siquiera el bachillerato elemental, y para
estudiar enfermera se necesita tenerlo. Pero para algo
sirven las amistades y las influencias. Doña María se va a
ver a una dama de honor de su tía, la reina Amelia de
Portugal, que está al frente del hospital San Carlos, llamado
así porque había sido fundado por el rey Carlos, y le cuenta
el interés enorme de su hija por estudiar la carrera.
Entonces se le ofrece a doña Pilar la oportunidad de entrar
directamente en el curso de enfermería en la escuela Arturo
Ravara de Lisboa, sin necesidad de presentar el título de
bachiller. Doña María piensa que al darse cuenta de las
tareas tan duras que tendrá que realizar, la infanta se
cansará y abandonará su capricho. Al fin y al cabo, hasta
que llega la hora de casarse, la mayoría de las chicas de la
nobleza se contentan con el petit point y la equitación.
Pero doña María no cuenta con la tenacidad, la terquedad
y la fortaleza del carácter de su hija. Cuando empieza a
estudiar, Pilar se da cuenta de que su vocación es auténtica
y cumple como todas sus compañeras; turnos de noche,
curas, a todo se entrega con la enorme pasión que pone en
las cosas que realmente le interesan.

CRUCERO A BORDO DEL AGAMENÓN


Y PRIMER ENCUENTRO CON DOÑA
SOFÍA
La estancia en Miramar llega a su fin. Don Juan Carlos ha
terminado su bachillerato superior, se ha examinado de
sexto y reválida, claro está que con matrícula de honor, y
después ha ido a visitar a Franco a El Pardo con su hermano.
Don Alfonso es la primera vez que ve al Caudillo y explica
que Franco tenía las piernas cruzadas y no cesaba de mover
una de ellas, como un péndulo. La Señora salió a saludarles.
Luego, ya en Estoril y en confianza, Alfonso explicará a sus
amigos y su familia que la Señora le había dado asco con
todos esos dientes, y se preguntaba por qué tenían que
hacer pamemas a Franco, que a él le recordaba un sapo, y
decía que lo que debían hacer era darle una patada en el
culo para sacarlo de ahí y poner a su padre. Es de suponer
la poca gracia que estos comentarios harían al Caudillo, que
de todo se enteraba, precisamente en un momento en que
se le había comparado en la prensa española con el Cid
Campeador, Felipe II y Cristóbal Colón y se había elogiado
con delectación «su broncínea voz con diamantinos
armónicos».
La última semana que pasa don Juan Carlos en Miramar
va con su profesor, Garrido, a comprar su primer smoking al
mejor sastre de San Sebastián. Éste le comunica a Garrido
que «el precio del traje de smoking para los clientes en
general es de tres mil quinientas pesetas, pero por tratarse
de SAR el infante don Juan, tendré mucho gusto en
confeccionárselo por dos mil quinientas que es el valor de la
tela y los forros, de fábrica».
Don Juan Carlos está muy emocionado. Necesita el
smoking para su primera fiesta de verdad, un crucero a
bordo del buque de lujo Agamenón, organizado por la reina
Federica de Grecia. «El armador Eugenides organizó el
crucero en uno de sus barcos, el Agamenón, a petición mía,
para que las familias reales europeas nos reuniéramos por
primera vez después de la guerra y también con la intención
de abrir nuestro país al turismo». Y también, aunque la reina
Federica no lo confiesa, para concertar matrimonios, sobre
todo los de sus hijos. ¡Grecia está tan fuera de los circuitos
reales!
Son invitados los condes de Barcelona, con Pilar y
Juanito. Federica da como excusa para no invitar a Margarita
y a Alfonsito que eran demasiado jóvenes, sin embargo
invita a Ella, que tiene la misma edad que aquélla. Margot
cree que no la han invitado porque es ciega y temen que se
caiga del barco, cuando navega desde que sabe caminar.
Los condes van con el Saltillo y dejan a los dos niños en
casa de los duques de Aosta, en Nápoles, llorando, aunque
Margot, como siempre, pronto se consuela y le dice a su
hermano:
—A mí tampoco me hubiera gustado ir sola, Alfonsito, ya
verás lo bien que lo pasamos aquí.
Ellos lo pasaron muy bien, no se sabe los duques de
Aosta.
El crucero resulta un gran éxito, se juntan ciento diez
personas de veinte nacionalidades, hablando quince
idiomas distintos. Sortean los puestos en las mesas y a la
reina Juliana de Holanda, por ejemplo, le puede tocar de
vecino de mesa un chico de quince años. Como la
posibilidad de cenar con ella al lado, por muy reina que
fuera, no resulta apetecible a ningún chico en edad de
merecer, los jóvenes se dedican como posesos a hacer
trampas para que les sienten al lado de las chicas que les
gustan. Don Juan Carlos cena todos los días con Ella. Cena y
no se sabe si algo más, porque, años después, en 2001, una
mujer francesa presentó ante los tribunales de Burdeos una
demanda de paternidad. Se llamaba María José de la Ruele y
decía ser hija natural de don Juan Carlos y de María Gabriela
de Saboya y que había sido concebida, precisamente, a
bordo del Agamenón. Había nacido en Argel en 1954, y
adoptada, y su demanda cayó en el olvido. La casa real se
pronunció al respecto y dijo que todo «es un infundio».
En esa ocasión fue cuando se conocieron don Juan Carlos
y doña Sofía. Ésta presumía delante de él de que estaba
estudiando judo, y el príncipe se rió burlonamente y le dijo:
—Con un hombre no te servirá de mucho eso, ¿no?
Sin pronunciar palabra, la princesa griega le cogió la
mano y lo tiró al suelo.
La Reina dice de él que en esos días era simpatiquísimo,
muy bromista, muy gamberro, y recuerda que no la sacó a
bailar ni una sola vez. Tardarán siete años en volver a verse.
Don Juan y doña María vigilan a sus hijos, María Gabriela
no les gusta demasiado, ¡es tan moderna!, pero piensan
que Juanito es muy joven y tendrá muchas más novias
todavía. Pero Pilar ya va a cumplir dieciocho años y no hay
en el horizonte ningún buen partido dispuesto al
matrimonio. Pilar se hace muy amiga de la princesa
Alejandra de Kent, se parecen mucho físicamente y tienen
las mismas aficiones. Pero Alejandra se arregla, es una
mujer muy british, con una elegancia contenida típica de las
mujeres de la Familia Real británica, mientras Pilar va
siempre con el vestido arrugado, no le gusta pintarse, se
recoge el pelo en un peinado que no la favorece nada. Tiene
un gran porte, un poco al estilo de su abuela, pero no se
saca partido y parece que no le importe estar más o menos
guapa. Don Juan se la queda mirando fijamente y masculla:
—Pero, esta niña, ¿no se arregla nunca?
Doña María ríe, como hace siempre, y no le da más
importancia. Se ha encontrado con sus amigos, el príncipe
Nicolás y su mujer María Bonaparte, los París, los Saboya, el
tío Ali y el rey Olav de Noruega y le gusta rememorar con
ellos aspectos divertidos de su pasado y de sus familias,
que están tan entremezcladas. El panorama de príncipes
casaderos no es muy prometedor; el más apetecible es
Harald de Noruega, pero parece que Federica ya le ha
echado el ojo para sus hijas, o bien Irene o bien Sofía. Harto
de ver que Pilar es la que va menos arreglada del barco, don
Juan baja a tierra en una pequeña escala, se va a una
perfumería, compra una barra de labios y le pinta él mismo
la boca a su hija, que mueve la cabeza como si la estuvieran
martirizando.
De todas formas, la única boda que salió del crucero del
Agamenón fue la de María Pía con el príncipe Alejandro de
Yugoslavia.
En el viaje de vuelta, recogen a don Alfonso y doña
Margarita, que preguntan sin cesar cómo ha ido todo. Doña
María ha rodado una película y dice que ya se la enseñará
cuando lleguen a casa. Dura tres horas, un testimonio
histórico excepcional e irrepetible; fueron muchas las veces
en que se intentó comprar a doña María este material,
pidiéndole que fijara el precio que quisiera, pero la condesa
de Barcelona nunca accedió. Sería interesante que los
herederos lo pusieran a disposición de los historiadores.
El viaje de regreso no es una travesía tranquila. Don Juan
Carlos tiene un ataque de apendicitis a la altura de Tánger.
La marinería pretende ponerle hielo para aliviar el dolor,
pero doña María recuerda las enseñanzas teóricas que le
dieron en la Cruz Roja y sabe que lo que le conviene es
calor, y manda calentar agua y colocar la botella cerca de la
zona dolorida. Al mismo tiempo, insiste en que
desembarquen inmediatamente en Tánger para que sea
intervenido, a pesar de que don Juan prefiere ir hasta Lisboa
y que lo examine el doctor Loureiro. Al final lo opera el
cirujano Alfonso de la Peña, quien dice que si se le hubiera
aplicado hielo y se hubiera tardado un poco más, el príncipe
hubiera muerto de peritonitis.
En el caso de que este hecho fatal se hubiera producido,
automáticamente hubiera quedado el primero en la línea
sucesoria don Alfonso. Pero parece que a nadie se le ocurrió
esa posibilidad, y el infante siguió siendo educado como un
niño normal, con despreocupación y sin ninguna carga
histórica. Luego, tal como fueron las cosas, esta actitud se
reveló como la más acertada.
Cuando llegan a Estoril, don Juan sigue mirando a su hija
y dándole vueltas a la cabeza:
—Pero, a ver, esta chica, ¿cuántos años tiene?
—Pero Juan, lo sabes muy bien, el 30 de julio cumplirá
dieciocho.
—Pues hay que ponerla de largo.

EL BAILE DE DEBUTANTES
Primero se piensa en una fiesta pequeña, casi familiar,
pero se enteran los monárquicos españoles y se apuntan
cientos de ellos. Ante lo complicado que va a resultar todo,
los condes de Barcelona dejan los preparativos en manos de
los Rocamora y se van de cacería. La fiesta al final se
celebra el 12 de octubre de 1954 y se decide que con la
infanta Pilar se pongan de largo unas cuantas chicas de
familias nobles, así se aliviaba la carga monetaria del
evento, al que se llamó en la mejor tradición «baile de
debutantes».
La fiesta constó de dos partes. La primera, una reunión
en Villa Giralda con más de cuatrocientos españoles. Los
«¡Viva al rey!» provocaron que don Juan se viera obligado a
decir unas palabras. Entre la concurrencia estaba Pastora
Imperio, de quien hay una imagen saludando a don Juan con
lágrimas en los ojos, mientras doña María le sonríe
emocionadamente. En la mano, Pastora lleva una especie
de sobre blanco que parece trata de entregar a don Juan,
quizás en él va una aportación a la colecta que los
Rocamora han organizado entre los invitados para tratar de
ayudar a los condes de Barcelona a pagar la puesta de
largo. La turbación de la cantante puede venir dada por
algunos recuerdos de juventud: se rumoreó que había sido
una de las favoritas de don Alfonso XIII, que la apreciaba
mucho y no precisamente por sus artes canoras.
La que menos protagonismo tuvo fue doña Pilar, que no
parecía muy contenta con toda aquella parafernalia de su
presentación en sociedad. No se sentía cómoda con su ropa
de fiesta; ella prefiere ir vestida de amazona, con botas
altas.
Al día siguiente se celebró la fiesta propiamente dicha en
el hotel Parque, al lado del hotel Palacio, que organizó el
banquete: se consumieron cuatrocientas langostas,
doscientos cincuenta pavos y cuatro mil pasteles de pollo.
Se bebieron dos mil botellas de champagne francés. Pese a
que habían pedido pasaporte quince mil personas, Franco
sólo autorizó el viaje a tres mil. La duquesita de Alba viajó
desde España, a pesar de estar de luto por la muerte de su
padre. También asistió el embajador de España en Portugal,
el hermano de Franco.
Se intentó recrear un auténtico baile de corte; las
señoras con diadema y joyas y traje largo, los hombres con
chaquet y condecoraciones. Doña María se puso la corona
de las flores de lis y su collar de chatones, y un vestido de
brocado color beige, y superaba en elegancia incluso a la
reina Victoria Eugenia. Pilar llevaba un vestido, blanco, claro
está, con la falda de organza y el cuerpo ajustado y escote
barco, que le ha hecho la modista Isaura, especializada en
trajes de noche y ceremonia, sin diadema, sólo un sencillo
collar de perlas, guantes largos blancos y una pulsera por
encima de ellos, detalle que entonces no se consideró de
muy buen gusto. Salió a bailar el vals con su padre, casi
delgado enfundado en su ajustado chaquet, y todos gritaron
de nuevo, «¡viva el rey!», incluso la mujer de Nicolás
Franco, Isabel Pascual de Pobil, que aplaudió tanto que se le
enrojecieron las manos. Esto le valió después una
reprimenda en España por parte de sus cuñados, el Caudillo
y doña Carmen, que, muerta de envidia, incluso presionó a
su marido para que les retirara el pasaporte a los que
habían acudido a Estoril, acusándoles de dar gritos
antipatrióticos. Finalmente, prevaleció el buen juicio y tal
sanción no se produjo. A doña Carmen también le causó
gran enfado que la revista americana Life dedicara varias
páginas al evento, cuando la boda de su hija Nenuca con el
marqués de Villaverde —marqués de Vayavida le llamaban
en España— no había merecido ni una foto.
Después del vals tuvo lugar un largo besamanos de
varias horas, en el que desfilaron delante de la reina Victoria
Eugenia y los condes y sus hijos los tres mil invitados. Doña
María llegó incluso a hacerse una llaga en la mano con el
anillo. A continuación actuó Imperio Argentina.
Es evidente que el acto fue más político que social y
seguramente los jóvenes, que deberían haber sido los
protagonistas de la fiesta, no disfrutaron demasiado de ella.
Imperio Argentina ya, en aquella época, era una reliquia.
Menos mal que don Juan Carlos pudo terminar la noche
cogiéndole las manos a su novia Ella mientras ambos
escuchaban los fados de Amalia Rodríguez, de quien se
rumoreaba tenía un afaire con Humberto de Saboya.
Nosotros lo recogemos tal y como se nos ha contado, a
pesar de asegurarse de él que era homosexual.
Su grupo le gasta bromas a don Juan Carlos. Las novias a
esa edad no se toman en serio y los amigos se pasan las
chicas los unos a los otros sin ningún problema. Hasta que
don Alfonso, que sabe ponerse formal cuando corresponde,
ataja los comentarios y, con una madurez impropia de sus
años y tratando de proteger a su hermano mayor al que
adivina sensible, frágil y enamorado, los coge en un aparte
y les recrimina:
—Hay que tener cuidado cuando habléis de Gabriela,
porque ese tema puede ser importante para Juanito.
Cuando sus amigos advierten este tono peculiar en
Alfonso, acatan sus órdenes sin mayor discusión, porque por
algo es el líder nato del grupo.
Después del baile de debutantes, otra vez Juanito
somatiza la incertidumbre de su destino y se encuentra
cansado, sin fuerzas, con marcos y muchas ganas de
dormir. El doctor Loureiro diagnostica que no se ha
recuperado todavía de su operación de apendicitis y se
decide que no regrese por el momento a España. La verdad
es que no saben muy bien qué hacer con él. Don Juan se
queja de que no se ha cumplido ninguna de las promesas
que le había hecho Franco y vuelve a agitar el fantasma de
Lovaina. Juan Carlos está en el centro de las negociaciones
entre él y el Caudillo, que se reúnen de nuevo en Las
Cabezas, donde ambos deciden que el príncipe debe
estudiar en las academias militares españolas.

DON JUAN CARLOS INGRESA EN LA

ACADEMIA MILITAR DE ZARAGOZA


En enero vuelven a irse los dos hermanos a Madrid.
Alfonsito entrará, en régimen de internado, en el elegante y
recién inaugurado colegio Santa María de los Rosales, en la
colonia de El Viso, al que años más tarde acudirán los hijos
de la duquesa de Alba y también el hijo de don Juan Carlos,
el príncipe Felipe. En el Rosales se alienta la formación
integral de la persona desde el humanismo cristiano.
Mientras, el hijo mayor de don Juan vive en el palacio de los
Montellano, en la Castellana, donde hoy está la sede de la
Unión y el Fénix. Éstos, padres de Carlos Falcó, su
compañero en Las Jarillas, le dejan todo el servicio y se van
a vivir a un hotel. De vez en cuando acuden a comer con su
huésped y son ellos los que son tratados como invitados.
A Juanito le ponen para preparar sus exámenes un
pelotón de profesores comandado por el severo duque de la
Torre, el teniente general Martínez Campos. Alfonsito cursa
su quinto curso de bachillerato con toda normalidad y sin
ningún tipo de ayuda extra.
Los cronistas cuentan que los dos hermanos se adoran
entrañablemente, que no pueden vivir el uno sin el otro y
que pasan juntos todo el tiempo posible. La verdad es que
no consta que haya salidas conjuntas de los dos, aparte de
algún fin de semana en la finca de los Ruiseñada, El Alamín,
donde, con palabras de Alfonso, van a cazar pajaritos. No se
sabe si a estas avecillas les disecaron también la cabeza,
como hicieron con la primera liebre que cazó don Juanito.
María Gabriela va a ver a su novio en diversas ocasiones,
aprovechando que debe acudir a Madrid a examinarse de
bachillerato en el Liceo Italiano. Estas visitas no placen ni a
don Juan ni a Franco, pues la princesa les parece a ambos
demasiado liberal, demasiado moderna, y no les gusta la
fama del padre. Además, no tiene dinero.
En esa época, tal vez el mejor amigo de don Juan Carlos
es Miguel Primo de Rivera, sobrino del fundador de la
Falange. Van juntos a tentaderos, viajan a China y París,
salen de noche y después Miguel se queda a dormir en el
palacio de los Montellano. Pero no todo es diversión: todavía
hoy, Miguel Primo de Rivera luce una cruz de oro, recuerdo
de los primeros ejercicios espirituales que realizaron juntos.
El Rey lleva una igual, con la que aparece en múltiples
fotografías.
Alfonsito estrecha amistad con los niños de su colegio y
se escribe con todos sus amigos de Estoril, fuma como un
descosido, y su carácter revoltoso, sin perder su capacidad
de burla ni sus comentarios mordaces, se apacigua algo.
Estudia y saca muy buenas notas.
Al ingreso de don Juan Carlos en la Academia Militar de
Zaragoza acude desde Lisboa su hermana Pilar, que lleva
una carta de su padre. Es la primera actividad de
representación que realiza la infanta, que se desenvuelve
con regia autoridad, y más de uno piensa en los altos
destinos que merecería su fuerte carácter.
Al mismo tiempo, don Alfonso empieza el sexto curso de
bachillerato, también en el Santa María de Rosales. Va algo
adelantado, pero se esfuerza porque está impaciente, ya
que quiere ingresar en la Escuela Naval de Marín, porque su
gran vocación sigue siendo ser marino, como su padre. A
don Juan le emociona este deseo y lo alienta con consejos y
recomendaciones.
Todos los hermanos van creciendo: Pilar sigue con sus
cursos de enfermera, es una buena alumna que no se
asusta si tiene que realizar una cura y no tiene miedo a la
sangre; en realidad, haber convivido con sus hermanos es
como haber estado en la batalla de Lepanto. El año anterior
tuvo que hacer una cura a su hermano Alfonsito en la cara,
causada por una flecha, cuando jugaban a indios en la playa
de Guicho; la cicatriz le quedaría para siempre. Pilar ha
cambiado el uniforme de las esclavas por la bata blanca y
se siente tan a gusto con ella como cuando va vestida de
amazona. No deja por eso de montar a caballo ni de hacer
su vida independiente; la puesta de largo ha sido un
paréntesis, siguen sin gustarle el maquillaje o las
actividades femeninas, pero su paso por el hospital la hace
más sociable.
A diferencia de Pilar, a la que los visitantes de Villa
Giralda tenían un poco de miedo, a doña Margarita la quiere
todo el mundo, hasta el punto de que los amigos de los
padres la llenan de atenciones; los príncipes de Dinamarca,
Axel y Margarita, la invitan a Copenhague una temporada, y
ella va con su madre y a los dos días habla el danés y se
desenvuelve sola en todas las tiendas. Al mismo tiempo, y
como su anfitriona es sueca, aprende también esta lengua.
Y los condes de San Miguel, que la conocieron en
Lausana y también le tienen un gran cariño, la invitan a
Barcelona quince días, para asistir en el teatro del Liceo a
las representaciones wagnerianas de la compañía de ópera
de Bayreuth. Esta vez la infanta va sola. Barcelona le
encanta porque tiene mucha luz y la paleta de los colores
que percibe se amplía algo, y en unos cuantos días empieza
a hablar catalán y lo entiende todo. Don Juan, que la ha
visto marchar con algo de tristeza, ya que él no puede viajar
a España, se alegra de que aprenda el idioma. El había
optado por llevar el título de conde de Barcelona por el
cariño que sentía por esta ciudad y también había estudiado
algo de catalán con el canónigo Carlos Cardó durante su
estancia en Lausana.
Esas Navidades son las últimas que pasarán juntos,
aunque ellos todavía no lo saben. Don Juan Carlos se lleva
todas las miradas, muy guapo vestido con su uniforme de
cadete. Doña María se emociona tanto que se hace una foto
con él, en la inmensa terraza de Villa Giralda. Los dos
aparecen orgullosos mirando al objetivo, con una expresión
de despreocupada felicidad que ninguno de los dos volverá
a tener nunca.
Alfonso protesta. Su hermano con uniforme y él todavía
con pantalones cortos. Su madre le promete que para
Semana Santa se pondrá sus primeros largos, ya de
hombre.
El primer trimestre del año 1956 transcurre lentamente
para Alfonsito. Su única distracción es ver a Sarita Montiel
en Locura de amor en un cine de reestreno.
Las vacaciones de Semana Santa son las mejores, en
Estoril le esperan sus amigos y las chicas, Tessy y las
demás. Impaciente, les escribe una carta a los hermanos
Antonio y Joaco Eraso, la última que éstos recibirán, y que
conservarán durante más de cuarenta años. La letra y la
firma son casi exactas a las de su abuelo, Alfonso XIII:

Queridos Antonio y Joaco:


No sabéis lo que me acuerdo de vosotros aquí en el
colegio. Estoy en la cama y, gracias a Dios, que mi
compañero de cuarto también lo está y lo pasamos bien.
¿Qué tal van los estudios en el Opus? Yo, estudiando
bastante para acabar limpiamente el bachillerato. Tengo
muchas ganas de veros. A ver si preparáis algo para
Pascuas. Por cierto, decidle a N.B. Cunha que a ver si puede
adelantar 2 o 3 días su campeonato, pues yo voy el 22 de
marzo y vuelvo otra vez el 2 o 3 de abril.
Contestadme pronto, por favor.
¿Jugáis mucho al golf? Yo todavía no he cogido un palo, y
eso está muy mal porque este año hay que quitarle el
campeonato a los portugueses. Yo estoy dispuesto a ello y
supongo que vosotros también.
Si veis a Marina B.C. decidle que me acuerdo mucho de
ella y que espero bailar el booguie con ella pronto.
Bueno, chicos, recuerdos a vuestros padres y Buby; a
vosotros un abrazo de un amigo.
Alfonso.

Siguiendo el mandato de sus preceptores, don Alfonso


ordena su cuarto para cuando regrese, pero pone sus
pantalones cortos aparte, ya que cree que no volverá a
usarlos.
No se equivoca.
Capítulo 6
ESTORIL (1956—1974)

DOLOR EN VILLA GIRALDA


Con la muerte de Alfonsito y las circunstancias atroces
en que se produce, la familia se rompe. El catalizador entre
los hermanos era él y, al morir, se quiebran los hilos que los
unen y ya nunca volverán a ser los mismos. Pilar,
aparentemente, es la que se encuentra más entera y en
esta ocasión da la medida de lo que realmente vale. Como
dice alguien cercano: «Tiene talante de rey». Y eso que
todavía no ha cumplido veinte años. A pesar de su carácter
retraído, trata de acercarse a sus padres, que están
inconsolables, y a Margot, que vaga por la casa como alma
en pena, acordándose del hermanito que tanto la cuidaba.
Los sollozos de don Juan se oyen a través de la puerta de su
despacho. Pilar recibe a las visitas y contesta el teléfono,
cuyo timbre se ha convertido en el punteo lúgubre del pesar
de toda la familia, y a todos les sobrecoge mirar la escalera,
por la que antes bajaba siempre corriendo don Alfonsito
para cogerlo.
—¡Es paga mí, es paga mí!
A doña María se le para la vida y, por primera vez, esa
mujer alegre y positiva, que parecía tomarse la existencia
con ligereza y que nunca se preocupaba, se desespera.
Nada le consuela. Se intenta primero el alivio de la fe. Se
llama urgentemente al padre Valentini, que estaba de
vacaciones en Madeira, para que vaya a Villa Giralda a
prestar ayuda y el auxilio de la oración. Durante una
semana no deja a doña María ni a don Juan ni un momento;
rosarios, meditaciones, reflexiones, todo se estrella contra la
cruel evidencia: la muerte de un hijo es el dolor más grande.
Don Juan hace un esfuerzo sobrehumano para
sobreponerse. Tiene que sacar adelante a su familia, que se
tambalea por el duro golpe, y si no lo hace él, no lo hará
nadie. Lo primero de todo, ayudar a su mujer. Con cristiana
humildad, Valentini admite que donde no llega el consuelo
de las oraciones hay que intentar la ayuda médica.
Entonces toma el relevo el doctor Loureiro. Primero
prescribe remedios suaves, pero pronto se da cuenta de que
el problema es tan profundo que necesita de tratamiento
especializado que no está a su alcance y le recomienda a
don Juan que su mujer debe ser ingresada en una institución
adecuada. Y que, además, le iría bien alejarse durante un
tiempo de Estoril, donde todo le recuerda al hijo muerto. Los
indispensables Rocamora se ponen en marcha, consultan al
psiquiatra López Ibor de Madrid y seleccionan una clínica
cerca de Frankfurt, especializada en el tratamiento de este
tipo de depresiones, llamadas exógenas. Doña María parte
acompañada de su fiel amiga, dama y secretaria, Amalia
López-Dóriga, que también se ingresa con ella. Con
intermitencias y con algunas visitas a Portugal, sobre todo
en verano, doña María será atendida allí durante dos años.
Doña Margarita se queda inconsolable en Villa Giralda,
llora de tal manera que su padre no puede soportarlo y, tras
consultarlo con sus ayas y con madame Petzenick, decide
enviarla a Madrid. Pilar la anima a que estudie enfermería,
con lo que le gustan los niños puede llegar a ser una
puericultora muy competente. Dos semanas y media
después de la muerte de Alfonsito, el día 17 de abril, la
infanta Margarita parte para Madrid para estudiar en la
antigua y prestigiosa escuela Salus Infirmorum, en la calle
García Morato 18. Es la primera vez que se separa de su
madre y llora todas las noches.
El mismo día en que se va, es despedida su institutriz,
miss Dicky, que ha estado al servicio de la familia durante
más de diez años.
La «Salus», como llaman a la escuela a la que va a asistir
doña Margarita, fue fundada por María de Madariaga,
miembro de Acción Católica, con el fin de formar a
enfermeras bajo el lema de que la primera de ellas fue la
Virgen. La infanta no puede estudiar enfermería por la
misma razón que su hermana Pilar, no tiene el título de
bachillerato elemental. Precisamente la propia Madariaga
había conseguido cuatro años antes realzar el oficio
convirtiéndolo en profesión, ATS, y exigiendo el bachillerato
y reválida. Pero la misma fundadora, próxima a la familia de
don Juan, le recomienda a Margarita que estudie
puericultura, para lo que no se necesita ningún título. La
Salus tiene guarderías que acogen a decenas de niños
necesitados, abandonados, enfermos o prematuros, tanto
en la sede central como repartidos en veintiún dispensarios
parroquiales. En todos ellos trabajará la infanta con
admirable dedicación por las tardes, enfundada en su
uniforme rosa, ya que el blanco está destinado a las
enfermeras «de verdad», mientras por las mañanas se
dedica a las clases teóricas que imparten pediatras y
psicólogos. La infanta pronto se da cuenta de que las
disciplinas que se le enseñan son demasiado elementales.
Ser puericultora, entonces, era poco más que niñera, y era
la «carrera» que solían estudiar las niñas «bien», que no
pensaban trabajar nunca, mientras esperaban casarse y
cuidar de sus propios niños. Margot está insatisfecha;
también hará cursos para aprender técnicas de masaje y
nociones de fisioterapia.
Ninguna de sus compañeras sabe quién es, pues su
fotografía no ha aparecido en ningún medio de
comunicación. La relacionan vagamente con la aristocracia,
pero en aquellos años la Familia Real estaba totalmente
proscrita. Tan sólo en una ocasión, una alumna le dice
horrorizada:
—Pero, chica, ¿tu padre no es ése que es masón y vive
en Estoril?
Ella no puede pegarse como hacen sus hermanos en
situaciones parecidas, pero lloran sus ojos ciegos por esta
falta de piedad y la sensación de pérdida y soledad que la
atenaza brutalmente.
No existen huellas de su paso por Madrid, ya que doña
Margarita apenas sale fuera del círculo de los amigos más
íntimos de sus padres. Una de las condiciones que pone
Franco para dejarla residir en Madrid es que actúe con total
discreción. La infanta pasa en esta ciudad tres años, desde
los dieciséis hasta los diecinueve. Fue un tiempo lleno de
melancolía, en el que echaba a faltar a su hermano y su
infancia, que se le habían ido juntos. No consta que fuera en
ninguna ocasión a ver a don Juan Carlos a Zaragoza, donde
éste hacía la carrera militar.
Otra vez, como en el caso de Las Jarillas y Miramar, se
habla de que don Juan Carlos es un cadete más, pero esta
afirmación se aleja algo de la verdad. Para empezar tiene
habitación particular; pequeña y austera, sí, pero en un
cuartel donde una de las máximas es la vida comunitaria
representa un lujo inigualable y una distinción importante
respecto a sus compañeros. Además, pasa los fines de
semana en el Grand Hotel, para conversar con su preceptor,
el duque de Torre, pero también para relajarse del ambiente
cuartelero. Asimismo, tiene un caballo particular, coche con
chofer y varios profesores exclusivamente a su servicio para
poder seguir las clases, que sus compañeros cursan con
comodidad sin ningún tipo de ayuda extra.
El elogio desmedido también se produce aquí. Sus
cantaradas, en declaraciones hechas después de que don
Juan Carlos fuera coronado rey de España, manifiestan que
era un compañero excepcional, natural y bromista, y sus
profesores explican que su inteligencia estaba por encima
de la media. Lo que sí es más cierto es que a don Juan
Carlos, pese a la ayuda que recibía, le atragantaban las
matemáticas y en las otras materias tuvo un nivel medio. Y,
la realidad, respecto al trato con los otros cadetes, es que
éstos nunca podían olvidar de quién se trataba, ya que al
pasar lista a primera hora de la mañana, al lado de los Juan
López Martínez y José Pérez Gómez, se oía un rotundo:
—Su Alteza Real, el príncipe don Juan Carlos de Borbón y
Borbón.
Y eso marcaba toda su jornada; aunque, claro está, hay
anécdotas del príncipe librando batallas de almohadas con
los otros cadetes, soportando novatadas e incluso sufriendo
algún castigo. Como siempre se menciona el mismo —fue
sancionado por haber tirado unos petardos el día de Santa
Bárbara—, es de suponer que se trató de un hecho
excepcional.
Esta forma de relacionarse en la academia militar
también se dio en sus siguientes destinos: la Escuela Naval
de Marín, con la que tanto había soñado su malogrado
hermano y donde recibirá el despacho de alférez de fragata,
y la Academia General del Aire, en San Javier (Murcia), de
donde saldrá con el título de piloto militar.
Se atisba algo de sinceridad en la respuesta que da a mis
preguntas uno de sus compañeros:
—Nunca ninguno pudimos olvidar quién era.
Pilar sigue entregada a sus responsabilidades como
enfermera. Entra a trabajar primero en un dispensario
infantil, luego en el hospital de Santa Marina y después en
el hospital San Carlos, una labor dura, con guardias, turnos
de noche y fines de semana. Además, se levanta a las seis
de la mañana, pues debe desplazarse cada día a Lisboa,
lugar donde está situado el hospital, pero realiza sus tareas
con total eficacia.
Villa Giralda, sin doña María, sin Margot, sin Juan Carlos y
sin Alfonsito, es demasiado grande y demasiado triste. Don
Juan apenas sale de su despacho y las cajas de whisky se
acaban con trágica velocidad. Pilar camina casi de puntillas.
Los amigos de Alfonsito no se atreven a entrar y hacen
guardia de honor en la puerta del chalet; el recuerdo del
amiguito perdurará en sus corazones para siempre. Don
Juan trata de recomponer aquella familia hecha pedazos y,
como en otro momento trágico de su vida, cuando murió su
hermano Gonzalito, encuentra consuelo en el mar. A todos
les gusta navegar, y don Juan prepara un crucero en verano,
de dos meses, que los alejará del ambiente de Estoril y de
los recuerdos de las vacaciones felices, en las que estaba
toda la familia unida. También espera que, pasando tanto
tiempo en la forzada intimidad del barco, logrará
recomponer su relación con su hijo Juan Carlos, ya que
apenas tiene ánimo para escribirle a la Academia Militar de
Zaragoza.
Los amigos del príncipe notan que, desde el accidente,
éste está huraño, se muestra introvertido y habla incluso de
hacerse monje trapense. Más tarde, tal vez como reacción,
se volverá algo atolondrado y también más ocurrente y
campechano, como si una parte del carácter de don Alfonso
hubiera pasado a él. Se convierte también en un mujeriego
consumado; empieza a salir con muchas chicas, las
hermanas de sus compañeros, aristócratas de Madrid, y
también mujeres más formadas, algunas sudamericanas
que le presenta su nuevo amigo, el peculiar notario Antonio
García Trevijano, poseedor del único coche deportivo de
Zaragoza: un Pegaso.
La pena es que ahora no tiene ningún hermano al que
deslumbrar, y con el que competir contándole sus
aventuras.

UN CRUCERO EN EL SALTILLO
La infanta Margot no va al crucero que ha organizado don
Juan en el verano de 1956; todos creen que estar dos meses
embarcada sería demasiado para ella. Para compensarla por
este destierro, los padres la acompañan antes, a principios
de junio, unos días, a la Villa Mon Kepos, en Corfú, sin Pilar y
sin Juanito. Así tienen una excusa perfecta para no celebrar
la habitual multitudinaria recepción del día de san Juan.
Los han invitado los reyes de Grecia. La reina Federica,
que recuerda los buenos tiempos del Agamenón, cree que
en el ambiente idílico de la isla griega recuperarán algo de
paz. Tampoco sería descabellado pensar que la ambiciosa
reina griega, que no da puntada sin hilo y a la que llaman
«la casamentera» pensara en Juanito para una de sus hijas.
En Mon Repos aguardan las princesas Sofía e Irene, y los
condes de Barcelona se muestran encantados con la
simpatía y la modestia de ambas, a las que no pueden dejar
de comparar con María Gabriela, demasiado moderna y,
además, perteneciente a una monarquía que nunca va a
reinar. Quizás fue entonces cuando empezó a anidar en la
mente de don Juan la idea de qué buenas reinas serían las
griegas para España, ya que en ese momento don Juan
Carlos tiene la misma edad que tenía él cuando se casó. Y
no sería extraño que las dos parejas hablaran de una
posible unión de las dos dinastías, al fin y al cabo la política
de matrimonios es una de las tareas más importantes que
realizan las familias reales. Don Juan y su madre, la reina
Victoria Eugenia, se entregaban a este ejercicio teórico
desde que nació Juanito. Y la oferta de princesas reales no
es demasiado abundante: en
Inglaterra, Licchtenstein y Luxemburgo, las princesas son
demasiado jóvenes para Juanito; en Dinamarca y Holanda
tanto Margarita como Beatriz serán reinas, y no pueden por
tanto casarse con un príncipe heredero de otro país; en
Bélgica sólo hay varones y en Suecia las princesas son
demasiado modernas, la prueba es que todas contraen
matrimonios desiguales. Únicamente quedan las dos
princesas griegas e Irene de Holanda, la hermana pequeña
de Beatriz, quien terminará casándose con otro príncipe
español, Carlos Hugo de Borbón Parma.
Así pues, podemos arriesgarnos a plantearnos la
pregunta: ¿casualidad el viaje de don Juan a Corfú? ¿política
de matrimonios? La génesis no la conoceremos nunca, sólo
podemos ver el resultado final de aquella posible estrategia.
Después de este viaje, doña Margarita se queda algo
más conforme en Estoril al cuidado de madame Petzenick,
dedicada a su piano y a sintonizar incansablemente radio
Luxemburgo, donde perfecciona su francés, empieza a
defenderse en griego y aprende ritmos musicales nuevos.
El Saltillo sale de la bahía de Cascaes el 30 de junio de
1956. Al crucero también van los amigos de Juan Carlos y
Alfonso, Jorge y Bernardo Arnoso, y algunos monárquicos
como apoyo para doña María. El barco costea el litoral
portugués y se detiene en los lugares más pintorescos. Poco
a poco el grupo va recobrando el ánimo, ayudado por el
buen humor de los chicos jóvenes; incluso don Juan se
atreve a llegar hasta Punta Umbría, en Huelva, donde, en
media hora, el íntimo amigo de don Juanito, Miguel Primo de
Rivera, organiza una buena juerga flamenca en la que
participan los Medinaceli, los Medina Sidonia y hasta el
torero El Litri. Doña Pilar se arrancó por sevillanas, aunque
cabe decir, para ser sinceros, que la alta estatura de la
princesa y su ausencia de coquetería no son las condiciones
más adecuadas para esta música sensual y sugerente.
Quedó todo muy simpático, aunque el baile se asemejaba
algo a una marcha prusiana.
Montaron tanto jaleo, que las autoridades fueron a ver
qué pasaba y le recordaron a don Juan que tenía prohibido
tocar las costas españolas. La juerga se interrumpió
inmediatamente y el barco puso rumbo a Tánger.
Cada noche rezaban el rosario en memoria del pobre don
Alfonso.

OLGHINA DE ROBILANT
Esas Navidades son las primeras de una nueva vida. Ya
no hay fiestas en casa de los París, que han sido autorizados
a regresar a Francia, ni reuniones familiares con los Saboya,
ni don Juan se disfraza de Papá Noel. Pilar y Juanito
permanecen menos en Villa Giralda y los padres les dan
libertad total. Salen con sus amigos a disfrutar de la noche
en las reuniones «de los exiliados», como se llaman a ellos
mismos con una ironía conmovedora. De todas formas, los
hermanos hacen poca vida en común, cada uno tiene su
círculo de amigos.
En una de estas cenas, don Juan Carlos conoce a la que
será su gran amor de juventud, Olghina de Robilant.
Era ésta una condesa italiana de buena familia, aunque
arruinada, y lo que podría describirse como «una vividora».
Tenía veintitrés años, cuatro más que don Juan Carlos, y
había llevado una vida disipada. Con «amigos» tan célebres
como Dominguín, Walter Chiari o Robert Stark, era una
habitual del ambiente taurino, la feria de Abril sevillana, el
San Isidro madrileño, el mundo del cine y de la dolce vita, y
muy próxima a Hemingway y Ava Gardner.
En Portugal, sin embargo, se mostraba más discreta, ya
que pasaba largas temporadas en las casas de su severa y
puritana tía Olga, condesa de Cadaval, una inmensa finca
en Muge, con cientos de hectáreas y un impresionante
palacio, o la elegante Quinta de Piedade, en Sintra, al lado
de Estoril. Era muy amiga de las hijas del rey de Italia y, a
través de ellas, conoció al novio de María Gabriela, don Juan
Carlos, el hijo del pretendiente, como lo llamaban entonces.
Fue en el restaurante Mutxaxo, en la playa de Guinxo.
María Gabriela no estaba, ya que había ido a pasar las
vacaciones con su madre, en Suiza. Olghina se sorprendió al
ver a don Juan Carlos tan alegre, ya que conocía la
desgracia familiar que había desgarrado su vida. Tan sólo
llevaba corbata negra y un brazalete de luto, pero fue el
primero en salir a bailar el Madrid,
Madrid, Madrid de Agustín Lara, con su mejilla ardiente
junto a la de Olghina y sus labios en su oreja susurrandole
palabras de amor.
Asombrada por esta audacia, aquella mujer sobrada de
experiencia y sofisticación se vio obligada a ir a recuperarse
al cuarto de baño. Cuando volvió, Juan Carlos le había
cogido la barra de labios y en la servilleta le había escrito
«Te quiero». Olghina se quejó y el príncipe le contestó, con
una seguridad que estremeció a la ya entregada condesa:
—No te pintes los labios, porque tarde o temprano los
despintaré.
El fogoso galán consiguió pronto lo que quería: en el
Volkswagen escarabajo la besó con sus labios calientes,
secos y sabios y en el asiento de atrás se comportó «como
un hombre y no como un niño». Los dos sentían una pasión
abrumadora.
Cuando Olghina le habló de su noviazgo con María
Gabriela, don Juan Carlos le contestó con serenidad:
—Me permito lo que puedo y siempre que puedo, ya que
tengo el tiempo limitado, la vida limitada.
Es curiosa la larga práctica en el amor que debía tener
don Juan Carlos, ya que Olghina lo recuerda en todo
momento como un amante con mucha experiencia. A ella
no le disgusta esta advertencia de su enamorado, ya que
tampoco piensa serle fiel, y comenta de él con arrobo que
ha tenido relaciones «¡hasta con Sarita Montiel!». Claro, que
también ella debía ser un volcán inolvidable, ya que uno de
sus amantes, el cantante Boby Solo, explicó cuando ya
habían roto que durante el tiempo de su relación adelgazó
doce kilos y no era capaz de cantar, pero que, después de
ella, si estaba con una mujer que no le daba lo que Olghina
le había dado, la echaba de su cama a patadas.

LA RELACIÓN ENTRE DON JUAN


CARLOS Y OLGHINA, CON
INTERMITENCIAS, DURÓ CASI CUATRO
AÑOS.
A finales de 1960, Olghina dio a luz a su hija Paola. En
sus memorias se apresuró a declarar que si bien no iba a
revelar el nombre del padre, sí que quería dejar claro que
era italiano y moreno, y que no era famoso. Paola, la hija,
vive retirada en un pequeño pueblo de Estados Unidos, en
cuya universidad da clases, y no tiene ninguna relación con
su madre. En la única imagen que conocemos de ella vemos
a una mujer de elevada estatura, medio rubia, de cabello
ondulado, y con una nariz que ha conocido el retoque de un
cirujano plástico.
Olghina, sin embargo, en la actualidad sigue siendo una
mujer muy popular en Italia, ya que tiene una página en
Internet muy visitada donde presume de que sigue en
contacto con el Rey, hasta llega a insinuar que estuvo
invitada a la boda del príncipe Felipe y Letizia. Yo no estoy
muy segura de la veracidad de esta afirmación, aunque sí
es cierto que fue ella la que dio a conocer al periódico
romano La Repubblica la pelea a puñetazos entre el duque
de Aosta y Víctor Manuel de Italia en la cena privada en la
Zarzuela que tuvo lugar después del enlace. Recordemos
que es vox populi que los dos príncipes italianos son
probablemente hermanos de padre, según cuenta Vilallonga
en sus memorias.
Tanto Amadeo de Aosta como Víctor Manuel eran amigos
de Estoril de Olghina y don Juan Carlos, pero es difícil
imaginar a doña Sofía incluyendo a la amante de su marido
en la lista de invitados, por mucho que en aquella época
éste estuviera soltero.
Y, todavía más, después del chantaje con que la condesa
amenazó a la Familia Real en 1988. Apareció en Madrid con
cuarenta y siete cartas muy íntimas que le había dirigido
don Juan Carlos a lo largo de su relación. El periodista Jaime
Peñafiel hizo de intermediario y consiguió que Sabino
Fernández Campos le pagara ocho millones de pesetas de
las de entonces a Olghina a cambio de los originales. Lo que
no sabían ni Peñafiel ni la Casa Real es que la avispada
condesa guardaría copias de todas ellas y se las vendería a
Oggi primero y a Interviú después. Así pudimos conocer la
deliciosa prosa de don Juan Carlos en la que se mostraba
como lo que era: un cadete enamorado. «Esta noche en la
cama, he pensado que estaba besándote, pero me he dado
cuenta de que no eras tú, sino una simple almohada
arrugada y con mal olor (de verdad desagradable)». El
candoroso amante termina con una reflexión que seguro
emocionaría el ligero corazón de su Olghina del alma, «pero
así es la vida ¡nos pasamos soñando una cosa mientras Dios
decide otra!».

BUSCANDO NOVIO A LAS INFANTAS


La infanta Margarita vuelve a Estoril en 1959. Doña María
ya ha regresado de Frankfurt y la reclama. Poco a poco,
todos ponen los mimbres para que la vida vuelva a
funcionar, aunque ya nada será como antes. Pilar y Margot
están tan acostumbradas a que Juanito resida lejos, que ya
no lo echan a faltar y han aprendido a vivir sin él, y también
él sin ellas. Este hermano nunca les ha pertenecido del todo
y sin Alfonsito, que hacía de puente entre las chicas y
Juanito, sus relaciones se mantendrán siempre en un plano
respetuoso y correcto, pero falto de calor fraternal.
Margarita empieza a ganarse un sueldo dando clases de
inglés a las niñas de la beneficencia española, en la calle de
Cunha de Lisboa, y también trabaja en una guardería en un
orfanato regido por religiosas, pero su intención es ser
enfermera de verdad. Ella quiere cuidar a niños enfermos,
poner inyecciones y aplicar tratamientos, y se queja de que
siendo puericultora, lo único que puede hacer es limpiarlos.
Sin consultárselo a nadie, se entrevista con una profesora
del tan denostado Instituto Español de Lisboa, María del
Carmen Hidalgo, y se decide que reciba clases particulares
que la propia infanta sufragará con su sueldo de profesora,
ya que por su discapacidad sería difícil que siguiera las
clases «normales» puesto que, por ejemplo, no podría ver la
pizarra. Deja el trabajo en la guardería, ya que no se
entiende con las religiosas que la llevan, que no le permiten
ninguna responsabilidad, y hace el ingreso de bachillerato y,
el año siguiente, el primero y el segundo curso.
La infanta es inteligente y tiene voluntad, pero sus
padres continúan tratándola como a una niña. Su madre la
lleva al circo de Ángel Cristo, aunque al final es doña María
la que se lo pasa mejor, porque se mete en la jaula con una
leona e incluso juguetea con ella. El domador las recibe con
su novia de entonces, que, como el prototipo de mujer que
le gusta, es una enorme valquiria, de melena rubia,
impresionante.
A pesar de que doña Margarita no vive su ceguera como
una minusvalía, sí se da cuenta de que es diferente de su
hermana. Mientras a ésta le buscan buenos partidos entre la
realeza europea, de ella nadie se ocupa, así que se
encastilla y le dice a todo el mundo que lo que pasa es que
es ella la que no quiere casarse. Además, un médico
despiadado e ignorante le ha explicado que como es ciega
no debe tener hijos, a ella, a la que tanto le gustan los
niños, y la pobre infantita pierde toda ilusión por el
matrimonio. Pero es tremendamente ingenua para estas
cuestiones y, además, como en Estoril continúa hablando
con todo el mundo por la calle, no siendo ya una niña
traviesa como antes sino toda una mujer, se mete en algún
que otro lío. Un día llega a Villa Giralda contentísima
diciendo:
—Ya tengo novio y me voy a casar.
Y añade con orgullo:
—Es americano y nos iremos a vivir a Estados Unidos. En
esos momentos está en Villa Giralda un amigo de don Juan,
el holandés Nils Peter, quien se interesa por ese inesperado
novio de la infanta y le advierte de que, antes de huir con
él, tiene que comentárselo a sus padres, a lo que la infanta
responde que no, que su novio le ha dicho que no quiere
pasar por Villa Giralda, que tienen que embarcarse
directamente rumbo a América. Margot sigue contándole a
Nils que había conocido a su efusivo pretendiente por la
mañana en un bar, y que él le había pedido matrimonio,
aunque, eso sí, confesándole acto seguido que en realidad
él era «maricón».
La infanta no tiene ni idea de lo que quiere decir maricón
y se pasa todo el día hablando del maricón de su novio... En
la cena, con todos sentados, explica que se va a casar con
su novio el maricón. En el comedor se hace un silencio
impresionante, hasta que don Juan, harto, pega un puñetazo
encima de la mesa y le pide a su amigo:
—Nils, coño, cuéntale de una puta vez a Su Alteza qué
diferencia hay entre ser hombre y ser maricón.
A aquél le cuesta mucho explicárselo.
Pilar no muestra ninguna inclinación por los novios, no es
nada coqueta y acude a fiestas familiares en Europa por
obediencia y con cierto aire de aburrimiento. Su padre y su
abuela comentan:
—A esta chica hay que casarla.
Como en el caso de don Juan Carlos, tanto doña Victoria
Eugenia como don Juan hace tiempo que otean sin cesar el
panorama de los príncipes casaderos. Tampoco para Pilar la
cosecha es muy abundante: tanto en Inglaterra, como en
Licchtenstein y Luxemburgo los príncipes son demasiado
jóvenes para ella; en Suecia, Holanda y Dinamarca no hay
varones. Quedan los hermanos Balduino y Alberto de
Bélgica y el príncipe Harald de Noruega. Pero este último es
un candidato de la reina griega para una de sus hijas, y
también la princesa Tatiana Radziwill, prima de los Grecia,
«pretende» su codiciada mano. Pero es un secreto a voces,
aireado por la prensa del corazón de la época, el noviazgo
secreto entre Harald y Sonia Haraldsen, una sencilla
vendedora y modista de Estocolmo, que intenta suicidarse
cada vez que las revistas emparejan a Harald con alguna
princesa. Los dos están profundamente enamorados, pero el
padre de él se opone y no vencerán su resistencia hasta
diez años después. Descartado este príncipe para Pilar, sólo
quedan los belgas, aunque de Alberto ya empieza a
rumorearse que se ha enamorado locamente de Paola Ruffo
di Calabria, la «dolce Paola» de la canción de Adamo, una
italiana bellísima con la que terminará casándose en 1959.
Así pues, queda en pie un único candidato para los
propósitos de don Juan, Balduino, que además es rey desde
1951 por abdicación de su padre. Pilar y él se conocen
desde pequeños, cuando esquiaban juntos en Gstaadt,
aunque más tarde se han visto pocas veces, el Rey es muy
introvertido, no le gusta asistir a fiestas, alardeará de que
en cuarenta y dos años de reinado sólo ha organizado dos, y
es tan religioso que se rumorea que tal vez acabe
profesando y entrando en un convento. Además, es muy
infantil y vulnerable. La muerte prematura de su madre, la
convivencia con una madrastra que si bien se portó bien
con él, no pudo hacerse querer por el pueblo belga, y una
infancia marcada por el exilio, han hecho de él un hombre
prematuramente envejecido, de una timidez enfermiza, al
que llaman el rey triste. Pocas aficiones comunes tiene con
Pilar: a él le gusta la ornitología, la astronomía, la fotografía,
y es muy dependiente de su padre, a la infanta montar a
caballo, leer y su profesión de enfermera, y no deja que
nada ni nadie la dominen.
Pero Pilar acepta la decisión de su padre y abuela con
docilidad; a pesar de su carácter fuerte, ni se le ocurre
oponerse a las determinaciones de su familia; sabe que el
fin de toda princesa es ayudar a apuntalar la dinastía, y que
los matrimonios entre personas reales son la mejor forma
de conseguir esta argamasa. Así pues, el viaje a Bélgica
para que se encuentren los futuros novios se prepara con
todo cuidado. La excusa está bien escogida, una visita a la
Exposición Universal que, en 1958, se celebra en Bruselas,
lo que provoca la invitación de los condes de Barcelona y su
hija al palacio de Laeken durante una semana. Pilar recibe
consejos, súplicas y órdenes de que se pinte, se arregle,
vista bien. Josefina Carolo hace horas extras para
confeccionarle un guardarropa que realce sus encantos. El
principal obstáculo para este noviazgo es la princesa de
Rhety, que tiene la ocasión ahora de vengarse de los
supuestos agravios que la Familia Real española le infringió
en su época de Suiza, cuando se decía sotto voce al verla
en las pistas:
—Mira, la hija del pescadero...
Y nunca era suficientemente sotto la voce. Pero Gangan
piensa con optimismo que si Balduino se prenda de los
encantos de Pilar, que los tiene en abundancia, aunque a
primera vista no resalten, todos los obstáculos caerán al
paso arrollador del amor. Le hace una última indicación:
—Pilar, llévate una dama de honor, pero escoge la más
discreta de todas, la... menos vistosa.
Doña Pilar elige a Fabiola de Mora y Aragón, la hija de los
marqueses de Casa Riera, que habían vivido en Lausana
durante los años cuarenta y habían sido asiduos visitantes
de la Vieille Fontaine, ya que la marquesa y doña Victoria
Eugenia compartían el amor a los perros; cuando aquélla
murió, tenía casi cincuenta viviendo en su palacio. Fabiola
no ha sido nunca amiga de Pilar, porque es casi diez años
mayor, pero responde a los requisitos exigidos por Gangan:
no es ninguna belleza. También es introvertida, tan religiosa
que se decía que quería entrar en un convento, callada y
enemiga de las fiestas, la frivolidad y la coquetería, pero, a
diferencia de Balduino, muy segura de sí misma. La mujer
ideal, vamos, para el rey triste. Su figura poco atractiva no
impone, pero adquiere una actitud protectora hacia este
príncipe que parece tan desgraciado. Pronto Balduino se
siente a gusto con ella. Más tarde, ambos dijeron que se
habían enamorado en el mismo instante en que se vieron.
Una persona, que asistió a aquellos primeros encuentros,
me cuenta que:
—Balduino por fin halló lo que llevaba buscando desde
pequeño: una madre.
Los días que estuvieron en Laeken, Balduino, al decir de
don Juan, está muy modosito y acompaña a Pilar y a su
dama a todos lados. Pero pronto el conde de Barcelona, que
no tiene nada de tonto, se da cuenta de la situación, y en
lugar de quedarse cinco días están sólo dos. Luego les
explicaría a sus amigos que si se habían ido era porque la
Rethy les había hecho la vida imposible, ya que no podía
soportar que llegase a ser reina de Bélgica una infanta de
España, con categoría europea, y de tanto carácter como
Pilar. Y cuando Pedro Sáinz Rodríguez, para que la princesa
tuviera una salida airosa, comenta que seguramente a doña
Pilar tampoco le gustaría mucho un rey tan soso, don Juan
contesta con esa sinceridad que a muchos podía resultar
algo brutal:
—Hubiera estado dispuesta al sacrificio, como lo están
todas las princesas bien educadas, vamos...
Todo el mundo sabe que dos años después se casaron
Balduino y Fabiola. Fue en diciembre de 1960 y Pilar estuvo
en la boda y fue la que felicitó a los novios con más calor,
aunque don Juan no podía dejar de mascullar:
—Es una boda increíble, no me lo puedo creer, si es de
inferior categoría que Pilar.
Allí se encontraron los marqueses de Villaverde con los
condes de Barcelona. Aquéllos se sentían muy desplazados,
pero habían sido invitados en lugar de Franco, que no
viajaba nunca al extranjero, porque la novia era española.
Don Juan y doña María se desvivieron por ellos y les
presentaron a todo el mundo, y así se lo contó Nenuca a su
padre, quien comentó con condescendencia:
—No, si este don Juan no es una mala persona, lástima
que esté tan mal aconsejado, ¡es tan débil y liberal!
Y no dio ninguna importancia a los esfuerzos del pobre
don Juan para hacerse el simpático, ya que hacía tiempo
que lo había desechado para el trono español. Así se lo dio a
entender en la última reunión que habían mantenido en Las
Cabezas el 20 de marzo de 1960; después de ésta, ya no
volverían a encontrarse más. Franco no se había molestado
siquiera en ser amable con don Juan y estuvo hablando todo
el rato en tono monocorde y doctrinal sobre los masones. En
esa reunión se había decidido que Juanito estudiaría
diversas materias sueltas en distintas facultades, apoyado
por los consabidos profesores particulares. Un plan de
estudios muy extravagante que hace decir al tío Ali, el
confidente de las correrías de don Alfonso XIII y de don Juan,
cada vez más viejo pero más lúcido:
—Me extraña que no lo hagan médico y también obispo...
lo único que importa es que se case bien y tenga un buen
lote de hijos.
Claro que estos estudios luego se convierten, en el
momento de redactar el currículo del futuro rey, en
«licenciatura en Derecho, Políticas y Economía».
Pero en esta ocasión sí que, cuando se intentó afirmar
que don Juan Carlos era un alumno más, protestaron los
otros estudiantes explicando que no puede ser un alumno
más aquel al que cambian el horario de las clases según su
conveniencia y que sólo cursa las asignaturas que le
apetecen. Es quizás la época más dura del príncipe, ya que
la universidad estaba muy politizada y a don Juan Carlos lo
insultaban por igual los falangistas y los requetés: unos
decían «no queremos reyes idiotas», y los otros gritaban a
su paso: «Borbón-Bobón».
DON JUAN CARLOS Y DOÑA SOFÍA
SE ENAMORAN
En lo único que están de acuerdo Franco, el tío Ali y don
Juan es en que se debe acabar con la época de las olghinas,
las brasileñas y las marías gabrielas, y que a don Juan
Carlos, que ya tiene veintitrés años, hay que casarlo de una
vez. Decididamente la mejor candidata es la princesa Sofía
de Grecia, que tiene su misma edad. Sofía y Juan Carlos se
encuentran el 8 de junio de 1961 en la boda de Eduardo de
Kent, primo de la reina de Inglaterra, y Catherine Worsley.
Los sientan juntos en la iglesia, y la Reina, más tarde,
comentaría que por una vez el protocolo hizo bien las cosas.
Pero quizás no fue el protocolo, sino la voluntad de las
familias la que actuó de Cupido, al menos así lo dicen
diversos estudiosos de la monarquía y también Emanuela
de Dampierre, que «la boda fue de interés, organizada por
Federica de Grecia y la reina Victoria Eugenia». También los
historiadores de prestigio europeos explican que, al estar
educados ambos en un profundo sentido del deber,
actuaron tal como se esperaba que lo hicieran,
declarándose su «amor». Don Juan Carlos, desde luego, no
dejaba de recordarles a todas sus novias que por su
posición no era libre de enamorarse de quien quisiera y que
debía acatar el mandato de sus mayores.
Mi opinión personal, después de haber consultado varias
fuentes, es que doña Sofía se entusiasmó con don Juanito, y
éste, algo menos.
Pero ambos parecen estar muy seguros de sus
sentimientos, porque tres meses después, el 13 de
septiembre, confirman su noviazgo en la Vieille Fontaine.
Todo ha ido tan rápido que, cuando don Juanito les explica a
sus íntimos amigos los Arnoso que se ha prometido con una
princesa griega, éstos le preguntan:
—Ah, ¿con Irene?
Claro está que, antes de casarse, el príncipe debe dar
explicaciones a sus dos «novias». Todavía ese verano la
prensa publica que seguramente en las bodas de plata de
los condes de Barcelona se hará el anuncio oficial del
noviazgo de María Gabriela con don Juan Carlos, cuando la
princesa italiana ya ha sido descartada como futura reina de
España hasta por el presunto novio. Además, harta de
esperar y cansada de las infidelidades de su pretendiente,
ya ha empezado a volar por su cuenta, ha estado en la feria
de Sevilla invitada por Cayetana de Alba, donde se la ha
fotografiado en cariñosa actitud con el rejoneador Angel
Peralta, «su último romance», según las revistas, y en Suiza
coquetea, en un intento desesperado de darle celos a su
Juanito, con el primo de éste, Alfonso de Borbón Dampierre,
que también ha heredado de los Borbones la gran afición a
las mujeres. En Estoril también tontea con Niky Franco
Pascual de Pobill, que, además de sobrino del Caudillo, es
un íntimo amigo de Juanito. Como si todo esto no fuera
suficiente, a bordo del yate Mau Mau juguetea con Paolo de
Robiland, precisamente un primo de Olghina.
Más tarde, María Gabriela, ya algo más tranquilizada,
conocerá al millonario casado Robert de Balkany y contraerá
matrimonio con él después de que éste consiguiera el
divorcio. Según me cuenta un amigo de la princesa italiana,
Ella y Juanito continúan en la actualidad siendo amigos y el
Rey coge a menudo su avioneta privada para ir a visitarla a
Ibiza.
La siguiente en la lista de despedidas es Olghina.
Don Juan Carlos va a buscarla de madrugada al Club 84
de Roma, lo acompaña Clemente Lecquio, el marido de su
prima Sandra. Ya ha nacido Paola, pero Olghina no le ha
dicho nada a su novio, porque lleva casi un año sin verlo.
Clemente se esfuma y la pareja, arrebatada de pasión, coge
un taxi y va a la pensión Pasiello, un lugar «horrible, pero la
imaginación puede convertir una habitación en un jardín de
la Alhambra y fue eso lo que hice».
A la mañana siguiente don Juan Carlos le cuenta que se
ha prometido con la princesa Sofía de Grecia y le enseña el
anillo que le ha comprado:
—¡Con mi dinero!
Son dos rubíes en forma de corazón. Entonces Olghina le
cuenta lo de Paola y don Juan Carlos la escucha con
distanciamiento borbónico, se muestra «esquivo y
asustado... le entró miedo de que le atribuyera esta
paternidad».
Olghina tiene que pagar la habitación y el taxi, aunque
luego don Juan Carlos le devolvió el dinero por correo.

LA BODA
La reina Federica organiza la boda a lo grande; es una
megalómana que quiere que el casamiento de su hija sea
mejor que el de la reina de Inglaterra. A regañadientes, el
Parlamento concede una dote de nueve millones de
dracmas —unos quince millones de pesetas al cambio de
hoy— para Sofía; su madre no quiere que sea la cenicienta
del Gotha. Tan a disgusto conceden esta cantidad los
parlamentarios griegos que un año después, cuando hay
rumores de crisis entre la pareja, piden que este dinero sea
devuelto.
Los preparativos no son fáciles. La princesa profesa la
religión ortodoxa y consiente en convertirse al catolicismo,
de hecho lo hará un par de días después de su boda. Pero
una princesa griega debe casarse por el rito ortodoxo y el
Papa admite, de forma inusual, que se celebre una doble
ceremonia, ahora, eso sí, dejando claro que la solemne debe
ser la católica y que la ortodoxa solamente debe constituir
un simple trámite para poder acceder a la nacionalidad
griega. Los ortodoxos más acérrimos no aceptan que la
princesa se case también por el rito católico y encabezan
una protesta. Los políticos de la oposición, por su parte,
critican el elevado dispendio y se niegan a asistir al
casamiento, incluso se producen amenazas de que el día de
la boda intentarán boicotear el acto, lo que obliga a un
despliegue policial sin precedentes.
Se confiscan balcones para que sirvan de tribunas y
también los yates amarrados en El Pireo y muchas
habitaciones particulares para alojar a los tres mil españoles
que se desplazan a Atenas. El rey Pablo alquila dos aviones
Constellation para transportar a los invitados de sangre real,
pero no incluye en esta invitación a la familia del novio.
Doña María va con las infantas en un vuelo regular,
mientras don Juan prefiere viajar a la boda de su hijo a
bordo del Saltillo.
Siguiendo una tradición que los españoles de aquellos
años conocemos muy bien se arreglan someramente las
calles por donde pasará el cortejo para no ofender la vista
de los regios asistentes, pero los invitados más sensibles no
se dejan engañar y se asombran del contraste entre la
pompa de las casas reales de toda Europa y la pobreza que
reina en Grecia; lisiados, pordioseros, mendigos, gitanos,
son mantenidos a raya por la implacable policía griega, que
forma un cordón alrededor de los invitados y sus valiosas
joyas: la corona de zafiros de María Antonieta que lleva la
condesa de París; la corona de esmeraldas que había
pertenecido a la reina Amelia que lleva la princesa Ana de
Francia; la tiara con el famoso diamante de la corona, una
de las gemas más bellas del mundo, que luce la reina
Juliana de Holanda; la tiara de la emperatriz Eugenia que
adorna el complicado peinado de madame Niarchos, esposa
del multimillonario armador griego; los rubíes de la ex mujer
de Onassis, Tina, casada ahora con el marqués de
Blandford, que hacen juego con su vestido de Guy Laroche
de color carmín, y las perlas de la duquesa de Marlborough
y de doña María, que contrastan con su majestuoso traje
azul noche.
Un invitado a la boda, que prefiere mantenerse en el
anonimato, recuerda para este libro que:
—Era una situación increíble, por una parte había una
especie de histeria entre los griegos, un fanatismo primitivo
que casi daba miedo, yo vi desmayarse a varias personas
delante mío, incluso se rumoreó que había muertos, y, por
otra, en cuanto te alejabas unos metros de la fila de
espectadores, te tropezabas con el tercer mundo puro y
duro, parecía la India más que un país europeo, todo era un
poco exagerado, clarines, caballos, guardia de honor,
estandartes, carrozas, escuderos uniformados y
empenachados, Constantino vestido como un domador de
circo caracoleando con su caballo, criados con librea... la
reina Federica despertaba muy poco entusiasmo, apenas la
aplaudía nadie, pero ella fingía no darse cuenta, saludaba
con una amplia sonrisa como si las multitudes la aclamasen.
A los que sí aplauden es a los novios, que son los que
van más sencillos. Sofía lleva un traje de lamé blanco
bordado con bolillos con hilo de plata, del modisto griego
afincado en París, Jean Desses, pero todo tan discreto y
desdibujado que parece que lleve únicamente una túnica
blanca. El velo es de encaje de Bruselas y es el mismo que
lucía Federica el día de su boda con el rey Pablo. Se la ve
sonriendo muy ilusionada y con los ojos brillantes debajo de
la corona de diamantes que le ha regalado su madre, quien
también la recibió de la suya, la princesa Victoria
Luisa de Prusia, que, curiosamente, no asiste a la boda
de su nieta, ya que está peleada con Federica. La diadema,
con dibujos helénicos, es la misma que llevará su nuera
doña Letizia cuarenta y dos años después. Juan Carlos lleva
puesto su uniforme caqui de teniente del Ejército de tierra,
está algo ojeroso y pálido, tiene un brazo vendado y sufre
fuertes dolores, se lo ha roto, según unos practicando judo
con su cuñado, según otros al resbalar simplemente en
palacio.
La censura hace que la prensa española omita que los
príncipes se van a casar también por el rito ortodoxo y
prohíbe la difusión de las fotos de esta ceremonia. Hay
muchos invitados desconcertados que tampoco lo saben y
deben dirigirse a una y otra ceremonia corriendo. Es una
situación muy curiosa. Nadie recuerda haber vivido nunca
algo parecido. Prosigue mi informante:
—Fue agotador, primero la iglesia católica, colocarnos en
el templo no sé cómo, porque apenas cabíamos, ir corriendo
a la otra ceremonia, volvernos a sentar, los coches no
llegaban y las señoras tenían que ir caminando con los
grandes sombreros y los tacones por aquellas
endemoniadas calles griegas... nadie entendía nada.
Lo peculiar es que contrariamente a lo que se nos ha
hecho creer siempre y también a los deseos del Papa, donde
Federica echó el resto fue en la boda ortodoxa, siendo la
católica una ceremonia corta y modesta. En la catedral
ortodoxa de Santa María se sigue el largo ceremonial
bizantino. Y en la iglesia católica una edición abreviada de la
santa misa que apenas dura media hora. La pequeña iglesia
de San Dionisios está engalanada con claveles rojos y rosas
amarillas, formando la bandera española, pero la catedral
ortodoxa está adornada con treinta mil rosas rojas y la luz
de millares de bujías. La princesa entra en ambas
ceremonias del brazo de su padre.
Luego, todos van al palacio real a firmar la tercera boda,
la civil, delante del alcalde de Atenas.
Los mil invitados, que han asistido a varias fiestas
prenupciales y que además llevan arreglados y vestidos
desde las ocho de la mañana, se sientan por fin a almorzar
con un suspiro de alivio. Muchos se descalzan con disimulo.
Los novios se van a los postres y embarcan en el lujoso
yate negro de Niarchos, el Creóle, donde pasarán la noche
de bodas. El armador fue el invitado más rumboso de todos,
ya que le regaló a doña Sofía un soberbio conjunto de
diadema, collar y pendientes de Van Cleef con gruesos
rubíes de cabujón rodea dos de brillantes, además de poner
a su disposición el Creóle con toda la tripulación a su
servicio.
Cuando amanece, ven las costas de su querida isla de
Corfú.
Todos coinciden en que la auténtica protagonista de la
boda, la que más ha disfrutado, ha sido Federica de Grecia,
deslumbrante en su traje de lamé dorado con un abrigo
beige largo ribeteado de martas cibelinas. Con una mano
saluda y con la otra se enjuaga las lágrimas... Lo único que
le importa es que a la boda de su hija han asistido ciento
treinta y siete miembros de familias reales y veinticuatro
soberanos o jefes de casas ex soberanas. Como contraste, a
la Familia Real española no se la ve especialmente feliz, ha
habido muchos desaciertos en los días previos a la boda, las
humillaciones que han recibido, tanto por parte de los
representantes de Franco que han acudido a la boda, como
de la Familia Real griega hacen que no puedan saborear
esta boda que tanto les ha costado conseguir. Quizás la
afrenta más grotesca es que cada vez que el corpulento don
Juan entra en una recepción con su paso torpón y escorado,
en lugar de sonar la Marcha Real los músicos han recibido
órdenes de tocar el Pasodoble torero. Don Juan se pone
lívido de rabia.
Sus rostros son un poema. Don Juan y doña María están
serios y abrumados, y doña Victoria, antes tan elegante, se
ha arreglado sin ningún esmero, parece incluso no haberse
peinado y lleva un sombrero que hasta en aquellos
momentos y con la óptica de la moda de entonces, algunos
invitados definieron como «un nido de pájaros».
Lo único que les consuela es pensar que don Juan Carlos
ha escogido bien.
Pilar es una de las ocho damas de honor de Sofía; con
veintiséis años, es la mayor junto a otra dama, su amiga
Alejandra de Kent, ya prometida a Angus Ogilvy, con el que
se casará un año después. Ana María de Dinamarca es la
más joven, sólo tiene dieciséis años y ya se ha enamorado
de ella Constantino, el hermano de Sofía, con el que se
casará dos años más tarde. Otra boda saldrá de ésta: la de
Diana de Francia con Carlos de Borbón Dos Sicilias, aquel
Carlitos tan bromista, primo de Juanito, y que estudió con él
en Las Jarillas, y que es el que sostiene la corona encima de
su cabeza en la complicada ceremonia ortodoxa. La prima
de Sofía, Tatiana Radziwill, su mejor amiga todavía en la
actualidad ya que es una de las asiduas a los veranos en
Mallorca, se casará con el doctor Fruchaud cinco años
después. Irene de Grecia permanecerá soltera e Irene de
Holanda todavía no había conocido al que sería su marido,
el príncipe español Carlos Hugo de Borbón Parma, aunque
dicen que él la escogió (es multimillonaria) viéndola en una
fotografía en la que está con su traje de dama de honor.
Todas van ataviadas igual, con unos vestidos de organza
de escote bañera ceñidos por cinturones rosa y azul,
cubiertos con unas chaquetillas de gasa transparente que
no les favorecen, y unas diademas de terciopelo que se les
resbalan todo el tiempo.
Pilar está muy seria, y eso se refleja en las escasas fotos
que existen de ella, todas de grupo, «no la vi sonreír ni una
sola vez», me sigue contando mi informador. En algún
momento parece casi enfadada. Está dolida por el trato que
recibe su familia; ha corrido la consigna de que deben pasar
lo más desapercibidos posible, no solamente por parte de
los griegos, lo cual es natural ya que no los conocen, sino
por el lado de las autoridades españolas, que quieren
minimizar su papel, como comenta don Juan con amargura,
«es como la boda del huerfanito». En la prensa española
salen fotos de la ceremonia católica, pero únicamente de los
novios e incluso alguna de una dama mayor desconocida,
con el pie «doña Victoria Eugenia de España». Nadie se
ocupa en corregir el error.
La infanta tampoco debe estar contenta con el puesto
que le asignan entre todas las damas, a ella que es la
hermana del novio: siempre la última.
Pero más dolida está Margarita, que debe contentarse
con seguir la ceremonia desde la segunda fila de la iglesia.
La han vestido con un traje muy amplio, línea trapecio, que
la hace muy gruesa, y le han puesto un sombrero en forma
de pirámide que la hace mayor. Nuestro invitado se fijó en
ella:
—Estaba al lado del pasillo y algo relegada, me pareció
extraño, pues en otras bodas reales a las que he asistido la
familia se sentaba en el primer banco fuera cual fuere el
rango del resto de los invitados, y me dio mucha pena
cuando la vi intentado seguir la entrada de los invitados y
los novios, apabullada por el ruido y moviendo la cabeza
hacia un lado y otro... la gente no sabía quién era y la
miraban con curiosidad... sólo la observé relajarse cuando
sonó el Aleluya de Haendel en la iglesia católica. Luego, con
todo el trasiego de una iglesia a otra, la noté muy perdida...
La posición secundaria de las dos infantas parece una
premonición de lo que les aguardará en el futuro.
Era el 4 de mayo de 1962.

TRAGEDIA EN LA ESTACIÓN DE
FERROCARRIL
La boda real y los fastos que la han acompañado se le
borran a Pilar totalmente cuando tiene que enfrentarse de
nuevo a la tragedia, pero en esta ocasión ésta no tiene
carácter personal, sino colectivo.
El 27 de mayo de 1963 se hunde el techo de la estación
lisboeta de Cais de Sudre sobre el popular ferrocarril de la
costa. Las primeras noticias son confusas, se habla de
bombas y atentados, pues la dictadura de Oliveira Salazar
ya empieza a ser contestada por amplios sectores de la
sociedad portuguesa, agotada tras varios años de guerra
para mantener unas colonias, Guinea, Mozambique y
Angola, que luchan a última sangre por su independencia.
Lo único que se sabe seguro es que hay heridos y muertos,
y que se necesita ayuda urgente. Se ponen en estado de
alerta los hospitales de Lisboa y alrededores y se avisa a
todo el personal médico. Doña Pilar, que en ese tiempo
trabaja en el hospital de los Capuchos, se presenta
voluntaria con su maletín de enfermera y, nada más llegar,
se hace cargo de la situación: hay miembros arrancados y
sangrantes diseminados por toda la estación, hombres
decapitados que todavía se mueven, niños abandonados
que lloran a gritos, humo, ruido de sirenas y miedo, porque
todavía no se sabe si ha sido un atentado y habrá nuevas
bombas por explotar. Con la frialdad necesaria en esos
momentos, Pilar deja de ser princesa y se convierte
únicamente en una enfermera eficiente y llena de valor.
Primero auxilia a los heridos más graves, pone inyecciones
para el dolor, tiene palabras de consuelo para todos, hace
curas de urgencia, entablilla brazos, avisa a los médicos
cuando el caso es límite, y, como es tan fuerte, ayuda ella
misma a trasladar a los heridos a las camillas y luego a
trasportar éstas a las ambulancias. A su alrededor las
enfermeras se desmayan por el calor, el humo y la
impresión recibida, hay sangre en el suelo mezclada con las
cestas de comida y parasoles y pelotas de niño, y la infanta
las anima:
—Venga, venga, ahora no es el momento, ya os
desmayaréis después, ayudad, hay mucho trabajo.
Están largas horas sin comer, sin beber, sin descanso.
Los bomberos tratan de levantar las enormes estructuras
derruidas para constatar si hay heridos debajo. Encuentran
lo que creen un cadáver y, cuando ya van a llevarlo al
depósito, las enfermeras lo oyen gemir y se abrazan entre
ellas con lágrimas en los ojos.
Después, la infanta va directamente al hospital para
seguir atendiendo a los heridos, está agotada y sus mismos
jefes le dicen que se vaya a casa, pero ella quiere estar al
pie de la cama de sus pacientes, a los que personalmente
ha contribuido a salvar.
Su actitud es heroica; se la fotografía con su uniforme
sucio de humo y de sangre y esta imagen sale en la portada
del periódico ABC. Es la primera vez que una infanta de
España aparece en la portada de un diario español desde la
marcha de los reyes en 1931. Su rostro y su nombre,
desconocidos hasta entonces, se hacen populares, hasta el
punto de que el Gobierno portugués le rinde homenaje y le
concede una medalla, será la primera que recibe la familia,
de aquel país, y quizás la única que consigue un Borbón no
por ser quien es, sino por méritos propios.
Los condes de Barcelona manifiestan su alegría de que
su hija haya podido devolver una pequeñísima parte de lo
que Portugal ha hecho por ellos, y más de un monárquico
suspira mirando a la aguerrida princesa, la mayor de sus
hermanos:
—¡Qué pena que no naciera hombre...!

LA BODA DE LA INFANTA PILAR


Después de la boda de don Juan Carlos, Pilar empieza a
pasar largas temporadas en Madrid. Quizás tenía algo que
ver con su afición a la capital de España el hecho de que ya
había conocido a Luis Gómez-Acebo.
En Madrid la infanta tiene muy poco contacto con su
hermano y doña Sofía, que ya viven en el palacio de la
Zarzuela, a la sombra de Franco. En 1963 y 1965 han nacido
sus hijas Elena y Cristina y la pareja lleva una vida muy
privada, sin rodearse de amigos, ni camarilla y
prácticamente la familia ha quedado reducido a ellos cuatro.
Las relaciones entre Juan Carlos y su padre son tensas;
don Juan teme que entre Juanito y Franco «le estén
haciendo la cama». Pedro Sáinz Rodríguez, su eterno
consejero, trata de consolarlo susurrándole en las largas
noches de whisky y conspiraciones de Estoril:
—Alteza, qué se puede esperar de un hombre cuya
poesía favorita es Oigo Patria tu aflicción...
En el conflicto entre padre e hijo, Pilar se pone siempre al
lado de aquél. Es una mujer independiente, pero una hija
sumisa, y una infanta que acata la legitimidad dinástica.
A Luis lo ha conocido en casa del ex rey de Bulgaria,
Simeón, que está casado con Margarita Gómez-Acebo y
Cejuela, su prima hermana.
Luis Gómez-Acebo es abogado, ha estudiado en el
colegio del Pilar y los Jesuítas, y, al terminar la carrera, pasó
un año en Lille aprendiendo literatura, su gran pasión, y dos
más trabajando en una compañía petrolera en Nueva York,
empleo que dejó para incorporarse a la secretaría general
de cementos Asland. Es hijo de Jaime Gómez Acebo y
Modet, y nieto del marqués de Cortina, que fue ministro y
fundador del Banco Español de Crédito, el futuro Banesto.
Sus dos tíos, Miguel y Manuel, fueron asesinados durante la
guerra civil, el último de ellos a tiros junto a su mujer
Mercedes Cejuela, dejando huérfanos a Margarita y a su
hermano José Luis, que por tal razón recibieron la medalla
de Sufrimientos por la Patria. Cuando Margarita se casó con
Simeón de Bulgaria llevaba la condecoración encima de su
vestido de novia.
La madre de Luis es Isabel Duque de Estrada, novena
marquesa de Deleitosa. Este apellido compuesto, Duque de
Estrada, suele confundirse con un título nobiliario, por lo
que en algunas biografías indican que Luis Gómez Acebo es
duque de Estrada, incluso traducido como duc de Estrada
en los libros escritos por autores franceses. Tal confusión no
debía desagradar a Luis; yo al menos he oído comentar que
le gustaban mucho los títulos nobiliarios, y no he advertido
que nadie intentara corregir este dato erróneo.
Aunque Luis pertenece a la doble aristocracia de la
banca y la nobleza, no es un partido tan ventajoso como
Balduino de Bélgica y los monárquicos que rodean a don
Juan desaprueban esta boda, que en un principio causa
disgusto en Estoril. Pero no hay nada que hacer, porque la
infanta se ha enamorado perdidamente de él, como sólo lo
hacen los que se enamoran una vez en la vida. Luis es más
alto que doña Pilar, cosa bastante difícil en aquella época en
que la estatura media de los españoles era 1,67 (la infanta
mide 1,75), es atractivo, con un sentido del humor muy
inglés, algo seco, algo redicho, canta muy bien, es muy
culto y lo primero que lo une a ella es su afición a la historia
y a los libros.
Además, a sus treinta años, es una presa codiciada por
cualquier chica de la buena sociedad, y Pilar es muy
consciente de ello. Sus amigas ven con divertido asombro
cómo la infanta empieza a arreglarse más, a comprar ropa
de colores alegres y casi minifaldera, hace una dieta de
adelgazamiento y se aclara el pelo con unas mechas rubias
que resaltan sus ojos color uva. Se vuelve más femenina,
más alegre y sonríe a menudo. Tiene el porte regio de su
madre y, cuando entra en una habitación, su presencia
impone. Ahora, además, se esfuerza por ser más cordial y
abierta.
Luis primero se siente algo deslumbrado de que una
infanta de España haya posado sus ojos en él, pero
enseguida cae cautivado por esa mezcla de elegancia,
campechanía y originalidad que es una característica de
doña Pilar y también se enamora de ella. Llevan su noviazgo
en secreto durante un tiempo, hasta que por fin, a finales de
1966, Pilar habla con sus padres y éstos deciden que,
aunque no les gusta mucho el partido, ya es hora de casar a
esta hija de carácter un tanto difícil y que, caramba, se está
haciendo mayor, tiene ya treinta años.
La pedida de mano se organiza en Villa Giralda y los
novios intercambian una pulsera de brillantes y unos
gemelos de brillantes y perlas. A los pocos días, don Juan le
escribe una carta a Franco que vale la pena transcribir, ya
que es la única misiva de la que se tiene constancia en la
que el conde de Barcelona no habla de Juanito.

Mi querido General:
Como me consta el afectuoso interés con que ha seguido
V.E. los asuntos de mi familia, no quiero dejar de
comunicarle que hace muy pocos días se han comprometido
para casarse mi hija Pilar y Luis Gómez-Acebo, hijo de los
marqueses de Deleitosa. Tanto María como yo vemos con
agrado este proyecto de nuevo hogar por tratarse de un
chico español del cual tenemos excelentes informes.
Aprovecho para desearle a Vuestra Excelencia y a los
suyos Felices Pascuas, esperando que el próximo año le sea
prospero, así como a nuestra Patria.
Juan.

Este patético intento de adulación es respondido de


forma paternal por Franco, que, magnánimamente, le dice
que le parece bien el enlace, ya que la abuela de Luis, la
condesa de Vega de la Sella, es muy amiga de doña
Carmen.
Una semana antes de la boda, la novia se fotografía en
casa del duque de Alburquerque con los regalos expuestos
sobre una mesa; la lista es tan modesta que obliga a pensar
que la aristocracia ha sufrido un ataque repentino de
tacañería o que los más lujosos no se han enseñado para no
despertar envidias: una plancha antigua, unos paraguas, un
costurero, una peineta de carey, una palmatoria de plata,
una bandeja de plata de la nobleza de los Hidalgos de
Madrid, un reloj del personal de servicio, un secretaire de
sus compañeras del hospital (estos dos son los mejores
regalos), un barómetro, un lote de pañuelos y una máquina
de coser.
La boda se celebra el 5 de mayo de 1967. No se invita
expresamente más que a la familia y amigos íntimos, y hay
entrada libre para todos los españoles que quieran
desplazarse a Estoril. Se presentan cinco mil y la boda se
convierte en un acto de adhesión incondicional a la persona
de don Juan por encima de su hijo, lo que resulta muy
violento para don Juan Carlos y doña Sofía, y muy ingrato
para los novios.
El día antes de la boda se celebra una recepción en Villa
Giralda; en el jardín y la calle se reúnen cientos de
españoles enfervorizados. Los condes de Barcelona están en
el segundo piso, en cuya sala principal esperan de pie junto
a los novios y don Juan Carlos y Sofía, que tienen que
escuchar continuos «¡viva Juan III!», para lo que echan
mano de la técnica aprendida en sus frecuentes viajes por
España, donde han escuchado insultos de todo tipo: fingen
que no oyen nada.
La cola para saludar da varias vueltas a la manzana.
Están siete horas.
Después van a una cena en el hotel Palacio, también con
una multitud que los aclama en la entrada. Cuando pasan
don Juan Carlos y doña Sofía se oye un murmullo de
desaprobación. Se llegan a sentar ciento setenta personas,
y muchos se quedan de pie, observando a los que comen.
Don Juan se empeña a los postres en decir unas palabras
sobre sus derechos irrenunciables e irreversibles a la Corona
de España y su deseo de ser el rey de todos los españoles,
que hacen que don Juan Carlos se sienta visiblemente
incómodo. Pilar, por su parte, se emociona hasta las
lágrimas cuando oye hablar a su padre de:
—Mi amada hija, la infanta Pilar, que va a vivir entre
vosotros a esa España que yo me quedo añorando en mis
soledades.
El día de la boda hace mucho viento, las señoras que van
con mantilla española o con sombrero tienen que cruzar
corriendo la amplia explanada que lleva a la iglesia del
monasterio de los Jerónimos de Lisboa donde se celebrará la
ceremonia, porque temen perder el equilibrio y caerse al
suelo; a pesar de las precauciones, a alguna le ocurre entre
un revuelo de gasas y tacones. La novia llega en el Bentley
conducido por Luis Zapata. Lleva un vestido de organza
natural francesa bordada con abalorios de cristal, realizado
por su modista Isaura y un sencillo velo de tul, en lugar del
que estaba preparado, ricamente bordado, porque éste,
dada la estatura de la infanta la asemejaba a esos
simpáticos «gigantes» que alegran las fiestas mayores de
nuestros pueblos. El velo va sujeto con la corona de
brillantes y perlas que Alfonso XIII le había regalado a su
madre el día de su boda y que había sido de la reina
regente. El pintor Benedito hizo un retrato de la condesa de
Barcelona con esta diadema que hoy día está en casa de
doña Margarita.
En los dos días que han durado las recepciones, ha
tenido lugar un divertido baile de diademas en las cabezas
de los miembros femeninos de la familia. En la cena del día
anterior, la corona de la reina regente la llevaba doña María,
haciendo juego con un vestido de gasa turquesa, mientras
doña Victoria lucía su corona de las flores de lis y doña Pilar
la tiara con la que se casó su madre. Doña Margarita llevaba
la diadema de la Chata mientras doña Sofía había optado
por la corona helena que le regaló la reina Federica.
Los cronistas reales, para variar, hablan y no acaban de
la majestuosidad de la boda, y de su importancia dentro del
Gotha europeo, pero, haciendo un repaso a la lista de
invitados, se advierte que las máximas realezas que
acuden, aparte de los reyes exiliados Humberto de Italia y
los condes de París, que se apuntan a todo, son Rainiero de
Mónaco y su mujer, la ex actriz Grace Kelly. Ésta es muy
amiga de doña Victoria Eugenia, que fue la primera
aristócrata de verdad que le abrió sus brazos y accedió a
apadrinar al primer hijo de la pareja, Alberto, en 1958, en
unos momentos en que la nobleza europea la boicoteaba.
Grace solía acudir a Lausana para que la Reina, tan puesta
en cuestiones protocolarias, le aconsejara, con el fin de no
cometer ninguna incorrección, y también para hacerle
compañía. Ella además la invitaba a Mónaco con frecuencia.
Extraña la ausencia de Simeón y Margarita de Bulgaria.
Tampoco ha ido la duquesa de Alba, pero su deserción sí
está justificada: está a punto de dar a luz a su séptimo hijo,
que será por fin, y después de seis varones, niña. Le
pondrán el nombre de Eugenia.
Tampoco hay ningún representante de la Familia Real
belga, aunque estaba anunciada la presencia de Alberto y
Paola, ni de la Familia Real inglesa, a pesar de que la reina
Isabel II es sobrina nieta de doña Victoria. Ni siquiera acude
la princesa Alejandra de Kent, la amiga de Pilar. Tampoco va
nadie de Grecia, debido a la convulsa situación política del
país, de hecho el rey Constantino se exiliaría siete meses
después.
La boda en los Jerónimos es un tanto caótica; los
invitados llevan trajes que, en algunos casos, parecen
sacados de una tienda de disfraces, particularmente un
andaluz que lleva un uniforme ¡isabelino! Los tunos
extienden las capas en el suelo y los invitados resbalan y se
caen en tropel entre grandes risotadas de los espectadores.
Dentro de la iglesia la gente grita «¡Abajo Franco! ¡Viva el
rey!», convirtiendo la boda en un acto contra el dictador,
cosa que disgusta mucho a don Juan Carlos, porque teme la
reacción del Caudillo cuando vuelva a España. Además
Oliveira Salazar ha prohibido toda manifestación política y el
propio don Juan acaba gritando un rotundo:
—¡Callaros, coño!
Los fotógrafos intentan colarse por la sacristía ante la
desesperación de los secretarios de don Juan, a uno de los
cuales incluso le da un amago de angina de pecho y tiene
que llamarse a una ambulancia. También hay problemas con
los coches que tienen que llevar a los invitados al banquete.
Un grupo casi se amotina; se agolpan en el atrio y se tiene
que ordenar por los altavoces que la gente se disperse
porque hay peligro de derrumbamiento.
La infanta recordaría años después con tristeza que su
boda fue un acto político más que un casamiento. El novio
cada vez está más pálido y ojeroso, no sonríe ni una vez y
se le ve dirigir miradas asustadas a la multitud que abarrota
el templo. El momento del intercambio de los anillos es
especialmente tenso. Pero, una vez terminada la ceremonia,
impartida por el canónigo sevillano José Sebastián
Barandarán, mientras saludan de nuevo a los invitados en el
atrio, se cogen las manos sonrientes y enamorados. Tienen
que pasar de nuevo por el largo ritual de los saludos, pero
están tan agotados que tienen que sentarse, aunque sólo
hay butacas para los novios, doña Victoria, doña María y
Margot. Don Juan Carlos y doña Sofía permanecen de pie
durante dos horas con expresión violenta.
Durante el banquete en el Estoril Plaza también se
produce una situación tirante. Don Juan apenas le había
dirigido la palabra a su hijo, haciéndole ver que por mucho
que Franco lo significase, en esa ocasión el papel de Juanito
estaba subordinado al de su padre. Los periodistas adictos
se encargarán de señalar en sus crónicas que no estaban
allí para presenciar la boda del año, sino para hacer
profesión de fe en la Augusta Persona de don Juan. Esta
actitud cristaliza en la cena de la boda. Oficialmente don
Juan es el jefe de la casa de Borbón y, como tal, ocupa la
mesa principal. Otras mesas importantes están presididas
por sus hermanas doña Beatriz y doña Cristina, por el duque
de Calabria y por el infante Alfonso de Orleáns, tío Ali. Don
Juan Carlos todavía no ha sido designado sucesor a título de
rey, es simplemente un hermano de la novia, y tanto él
como doña Sofía presiden unas mesas con invitados de
segunda categoría, sin títulos importantes. Durante toda la
cena están muy serios, no conversan apenas con nadie y se
retiraron temprano.
Los novios, después de cortar un pastel de cuatrocientos
kilos que representa la puerta de Alcalá, se van en avión
privado a Madrid y luego a México.
Hasta allí los siguen los periodistas, que comentan que
cada día los novios asisten a misa en la capilla del sanatorio
español, compran collares de plata de Taxco para regalar y
que Lola Beltrán había cantado para ellos en la magnífica
fiesta que los señores de Sánchez Navarro les ofrecieron en
su finca. La crónica se tituló, «La infanta ya es señora de
Gómez-Acebo», aunque lo cierto es que la pareja ya podía
lucir dos flamantes títulos nobiliarios, el de duques de
Badajoz, concedido por don Juan y revalidado por Franco, y
que no es transmisible, ya que volverá a la Corona cuando
doña Pilar fallezca, y el de vizconde de la Torre, que Luis
reivindicó y que sí pasa de padres a hijos. Doña Pilar no
pierde su condición de infanta ni el derecho a utilizar el
tratamiento de alteza real de forma vitalicia, aunque su
descendencia sí queda apartada de forma automática de la
sucesión por este matrimonio tan poco ajustado a las
normas dinásticas.
Franco le comentó con displicencia a su primo:
—Se quiso aprovechar la boda de la infanta Pilar para
hacer propaganda política, aunque no va a servir de nada...
don Juan es enemigo del Movimiento Nacional (por lo que ya
está descartado), don Juan Carlos no va a dejarse influir por
su padre... confío en su elevado patriotismo e inteligencia.
Pobre don Juan, ya ni siquiera consigue cabrear a
Franquito.
Muy pocos meses después de la boda, en diciembre
concretamente, la infanta tiene ocasión de revalidar su
condición de heroína, esta vez delante de los ojos
enamorados de su marido: en unas terribles inundaciones
que asolan Lisboa, piden de nuevo voluntarios y ella, que
está pasando unos días al lado de sus padres en Estoril,
organiza un grupo de enfermeras que se portan
admirablemente, sacando heridos del barro y practicando
curas de urgencia. Y la ayuda de Pilar no se limita al aspecto
médico, sino que con el auxilio de un grupo de amigas
reclutado por ella, entre las que están la marquesa de
Quintanar, Elena Escudero, y la embajadora de Francia,
organiza en Madrid un festival benéfico, con la actuación
estelar de Conchita Montes, para recoger fondos para los
damnificados. Juan Carlos y Sofía también asisten. La
cantidad resultante Pilar quiso entregársela personalmente
al presidente de Portugal, Oliveira Salazar. Así pues, fue con
sus amigas al palacio presidencial y allí, delante de la
prensa, la infanta entregó el sobre al presidente. Pero lo que
no sabía nadie, únicamente ella, es que aquello, con
palabras de doña María, era «una especie del timo del toco
mocho», porque en el camino se habían dado cuenta de que
se habían dejado en Villa Giralda el dinero y habían
rellenado el sobre con papeles de periódico.
Oliveira, cuando se enteró, se rió de buena gana, pero no
se quedó tranquilo hasta que recibió el dinero auténtico.
En esa ocasión volvió a condecorar a la infanta con el
collar de la Orden del Infante don Enrique, que se concede
sobre todo a presidentes de Gobierno y es el equivalente del
Toisón de Oro español. Fue una de las últimas
condecoraciones que concedió, ya que en septiembre cayó
gravemente enfermo y fue apartado del Gobierno.
Todo el mundo comenta en la boda de doña Pilar lo
guapa que va Margarita. Está muy bronceada; en la cena
prenupcial lleva un vestido escotado de color turquesa y la
pequeña diadema que luce recoge sus cabellos de una
forma muy favorecedora. Para ir a la iglesia de los Jerónimos
se viste de rojo cereza con un bordado blanco en el cuello
que le sienta muy bien.
Pero, cuando todo acaba, se queda sola en casa y se
lanza a estudiar para terminar su bachillerato y poder
ejercer de enfermera, su gran vocación. Las circunstancias
que ha vivido hasta entonces han cambiado algo su
carácter, ya no es atolondrada, sale menos, se queda
mucho en casa escuchando música; claro que, cuando tiene
ocasión, vuelve a ser la Margot de siempre, de grandes
risotadas, palabrotas y esa franqueza tan borbónica, tan
parecida a la de su abuelo. Quizás es entonces cuando
empieza a soñar con su gran amor.
Doña María viaja mucho. La operan en Alemania, y se va
a reponer a la Costa Azul, a Cap Martin, la casa de Marisol
de Baviera, el refugio de la familia desde hace tantos años.
Lejos de los deberes que le impone su condición de «reina
consorte» y lejos también de Villa Giralda, que tanto le
recuerda al hijo muerto, vuelve a ser la mujer ocurrente y
simpática que hace reír a todas sus amigas. Adquiere la
costumbre de pasar allí largas temporadas y sus hijos van a
verla. En una ocasión acude doña Sofía con sus hijas y doña
María las lleva al peluquero y les corta el pelo al cero para
que crezca más fuerte, como solía hacerse en España. Pero
doña Sofía se disgusta muchísimo y no duda en
reprochárselo a su suegra, que acepta la regañina sin
contestar palabra. Las relaciones entre ambas nunca fueron
muy fluidas.

EL NACIMIENTO DEL PRÍNCIPE


FELIPE Y

LA VISITA DE VICTORIA EUGENIA A


ESPAÑA
En 1968, el 30 de enero, doña Sofía da a luz un varón, el
príncipe Felipe y deciden bautizarlo ocho días después. Los
padrinos serán don Juan y la reina doña Victoria Eugenia.
Los condes de Barcelona disfrutan de un fabuloso crucero
por el Caribe en el lujoso buque italiano Eugenio C y tienen
que regresar apresuradamente para estar en Madrid con el
fin de recibir a doña Victoria, que pisa España después de
treinta y ocho años de exilio. Pasan por Estoril para recoger
a Margarita, que también quiere dar la bienvenida a su
abuela.
La llegada de la Reina se convierte en un acto de
adhesión borbónica, aunque la realidad difiere algo de las
versiones que hacen circular los monárquicos, quienes
hablan de cincuenta mil personas aclamando a Su Majestad
fervorosamente. En realidad fueron tres mil y no acudieron
de forma espontánea, sino convocados por diferentes
organizaciones. La misma reina doña Sofía comentó más
tarde, con cierta displicencia, que a ella, que lo vio en
diferido por televisión, le había parecido que había muy
poca gente y demasiada excitación e histerismo, quizás
porque comprendía que los que estaban allí eran partidarios
de don Juan antes que de su marido. La recepción oficial es
muy fría, no hay ni una alfombra para recorrer el camino
desde el avión al hall del aeropuerto, ninguna guardia de
honor; no va a buscarla ninguna alta personalidad ni ningún
enviado especial de Franco. Las torpezas son constantes,
pero no cabe protestar, porque la Familia Real está en
situación de desventaja delante del Caudillo, que es el que
tiene la sartén por el mango. El vicepresidente Carrero
Blanco se niega a darle la mano a don Juan, que queda con
la diestra extendida sin saber qué hacer, y el mismo Franco
se muestra muy frío con él, no le puede perdonar los
diversos comunicados que ha emitido propugnándose como
el rey de todos los españoles, («¿De todos los españoles?
¿Los rojos, separatistas, comunistas también? ¿Para esto
hicimos una guerra?», se pregunta sarcástico Franco) y está
correcto con la Reina, pero no ofrece ninguna garantía de
contar con algún miembro de la familia para que sea su
sucesor. Doña Carmen se comporta con amable
condescendencia; en estos momentos la auténtica familia
real en España es la suya propia.
Meses después de esta visita, doña Victoria Eugenia le
comentó con tristeza al periodista Jaime Peñafiel que no
debería haber vuelto a España estando Franco en el poder,
y que su viaje había sido un gran error. Quizás se murió con
esa pena.
Un día que la Reina pasea a su perro tekel Tony por el
jardín del palacio del príncipe Pierre de Polingac, en Mónaco,
donde está pasando unos meses al lado de la princesa
Grace, que la llena de atenciones, resbala, y se da un golpe
en la cabeza. La hospitalizan, y doña Pilar no puede visitarla
porque está a punto de dar a luz a su primera hija,
Simoneta. Cuando doña María va a ver a su suegra, ésta le
dice en voz baja acerca de la genial intérprete de La
ventana indiscreta:
—Grace es muy buena y viene a leerme todos los días
para que me espabile, pero la pobre tiene una voz tan
monótona, que me quedo instantáneamente dormida.

MUERTE DE VICTORIA EUGENIA


Aunque luego volvió a Lausana, no llegó a recuperarse
del todo, seguía teniendo molestias. Al fin entró en coma, y
murió el 15 de abril de 1969.Tuvo una muerte apacible,
rodeada de los suyos, aquella Reina a la que los españoles
no habían querido nunca. Dicen que, ya inconsciente, en
ocasiones sonreía levemente, quizás soñando en un paraíso
en el que los hijos no se murieran y los maridos no fueran
infieles.
Su último deseo fue que no la amortajasen con un hábito
de monja, como se solía hacer con las reinas, otra
costumbre «absurda y horrorosa» de ese país que no había
llegado a entender nunca.
En el entierro, en el cementerio de Bois de Vaux, se
produjeron los problemas protocolarios que se abatían
siempre sobre la familia en cualquier acto trascendente.
Todos pugnaban por llevar la caja y ocupar la preferencia;
don Jaime, azuzado por su mujer Carlota Tiedeman, quería ir
el primero, mientras don Juan decía que debía ser él el que
encabezase el cortejo. Al final, las infantas Beatriz y Cristina
cogieron en un aparte a Carlota y la convencieron no se
sabe cómo para que se mantuviera lejos, tal vez
recordándole los espléndidos cócteles que servían en el
hotel Royal, y la ceremonia se desarrolló sin mayores
problemas con los dos hermanos en la presidencia, aunque
es de remarcar el aspecto disgustado de don Jaime y de sus
dos hijos, Alfonso y Gonzalo. Don Juan sabía que Alfonso
conspiraba para adjudicarse la Corona y apenas le dirigió la
palabra, aunque era el nieto que más desolado se sentía ya
que se iba la única persona que realmente lo había querido
y se había preocupado por él. Pilar, que había sido casi la
primera nieta y que había convivido con la Reina en la
Vieille Fontaine, lloró amargamente la muerte de su querida
Gangan. La infanta ya estaba embarazada de su segundo
hijo, que nacería en diciembre y se llamaría Juan, como
homenaje a su padre. Treinta y siete años más tarde, este
hijo habría de traer a la Familia Real muchos y graves
problemas.

JUAN CARLOS ES PROCLAMADO


HEREDERO A TÍTULO DE REY
Tres meses después de la muerte de doña Victoria,
Franco proclama a Juan Carlos heredero a título de Rey. Don
Juan sufre un ataque de cólera impresionante y,
curiosamente, en vez de refugiarse en su mujer, va a casa
de su gran amiga Helena, la madre de Chantal de Quay, la
primera novia de Juanito, y le explica lo ocurrido y se pone a
llorar delante de ella desconsoladamente. Quizás ofendida
por esta actitud, o tal vez impulsada por no querer tomar
partido en contra de su hijo, doña María sale de viaje a París
y deja solo a su marido. Don Juan llama a su hija a Madrid y
al resto de sus familiares, prohibiéndoles asistir a la toma de
posesión. Don Juan Carlos únicamente puede contar a su
lado con su primo Alfonso de Borbón Dampierre, que
encuentra así la mejor ocasión para fastidiar a su tío.
Alfonso comenta con satisfacción a su entorno el disgusto y
la sorpresa que debía sentir su tío, «que temiendo verse
desbancado por su sobrino, al fin había sido desbancado por
su propio hijo». También acude el infante José Eugenio de
Baviera, el más tonto de la familia, al decir de muchos. Juan
Carlos perdonó a sus hermanos y primos, pues comprendía
e incluso apreciaba esta lealtad hacia su padre, pero doña
Sofía no lo olvidó nunca. La pareja todavía se aisló más del
exterior y se replegó sobre sí misma, y estuvieron mucho
tiempo sin coincidir ni con Pilar ni con Margarita, y
comienzan a repartir los veranos entre el pazo de Meirás y
Mallorca, donde finalmente el Gobierno balear les cedería el
palacio de Marivent.
Para huir de la soledad de Villa Giralda, Margarita
empieza a ir a Madrid a menudo. Su hermana, en su primera
casa de la calle Padilla, le pone una habitación
expresamente para ella; es muy pequeña, está recubierta
de madera, y la cama es plegable y se esconde en la pared
mediante un extraño mecanismo.
En casa del escritor Alfonso Ussía conocerá a la persona
que va a cambiar su vida. Es Carlos Zurita Delgado, cuyo
hermano está casado con una hermana de aquél.
Desde un principio congenian. A los dos les gusta mucho
la música y a Carlos le encanta el sentido del humor de
Margarita. La primera vez que salen juntos es para asistir a
un concierto. Margot está emocionadísima. Su única
confidente es su hermana Pilar, y le pregunta a ésta cómo
es Carlos físicamente, cómo va vestido, y si le parece que
está enamorado de ella. Pilar, que lo conoce, sólo le da
informes favorables de él, y también a sus padres cuando le
preguntan.
Carlos Zurita Delgado es hijo del doctor Carlos Zurita
González, un eminente médico especializado en
enfermedades del tórax, y de Carmen Delgado Fernández
de Santaella, farmacéutica. Nace en Antequera y vive en
Córdoba, hasta que empieza la carrera de Medicina en
Sevilla, que terminó con premio extraordinario fin de carrera
y número uno de su promoción en todas las facultades de
Medicina de Andalucía. Después estudia dos años de doble
especialización, corazón y pulmón.
En el momento del encuentro con la infanta vive con sus
padres y sus dos hermanos solteros en la calle Almagro de
Madrid, donde su progenitor trabaja en la clínica La Paz,
junto a Cristóbal Martínez Bordiu.
Toda su familia es monárquica auténtica; acuden a todas
las concentraciones en Estoril y a los actos que hay en
Madrid en memoria de cualquier miembro de la monarquía,
pero no forman parte del círculo de amistades de don Juan.
Pero en el entorno de don Juan hay desconfianza.
Estaban tan acostumbrados a ver a Margot sola que todos
pensaban que no iba a casarse nunca. Tiene treinta años.
Además, mientras que Luis Gómez-Acebo es noble, e hijo de
una marquesa, por las venas de Carlos Zurita no corre ni
una gota de sangre azul. ¿Cómo no pensar que es un
aventurero ambicioso? Entre los monárquicos hay
incomprensión y mala voluntad para con Carlos, pero la
infanta discute con sus padres, se enroca en su amor, está
muy segura de lo que quiere y saca a relucir su fuerte
carácter Borbón, ahora sí, muy parecido al de don Juan.
Pasan los meses e incluso los años, y, poco a poco, con su
perseverancia, Carlos va demostrando que su amor por la
infanta es sincero y profundo. Pero a don Juan le cuesta
prescindir de esta hija que es la alegría de la casa ahora que
falta Alfonsito, y también teme que, a causa de su ceguera,
este primer noviazgo se malogre antes de que esté
consolidado, si se hace público, y entonces puede que la
infanta no vuelva a tener otra oportunidad. Prohíbe que se
comente el noviazgo en los periódicos.
Pero Carlos no se rinde. Aprende Braille para poder
comunicarse con Margarita y se escriben cartas
diariamente, aunque le cuesta asimilar tanta desconfianza y
mala fe y, cansado de los comentarios maledicentes, pide
una beca, que le conceden, para realizar su tesis de
doctorado en la Universidad de Bolonia durante dos cursos.
Margarita, sin dudarlo ni un momento, se va detrás de su
enamorado a Italia y se aloja en Il Borro, la propiedad de su
íntima amiga la princesa Claudia de Francia, duquesa de
Aosta, en la maravillosa Florencia. La infanta pasea con
Carlos por la Toscana, ríen, hablan continuamente, se
divierten, hacen planes, están enamorados. Está
transformada, es feliz y, al fin, don Juan accede.
Carlos va a Villa Giralda a pedir la mano de Margarita con
algo de miedo, pero don Juan le da un abrazo fuerte y le
dice con ese tono de voz mineral de marinero acostumbrado
a mediar en los más duros combates:
—Carlos, ¿la quieres de verdad? ¿Sí? ¡Pues adelante!
Todavía emocionado, Carlos rememora años después con
cierta ingenuidad que no le preguntó de qué familia era, ni a
lo que se dedicaba, ni lo que ganaba. Es de suponer que un
hombre tan bien informado como don Juan ya estaba al
cabo de la calle de todos esos temas. Había tenido dos años
para enterarse, los mismos que había durado el cerco
amoroso del persistente galán.
Los rumores en la prensa eran incesantes desde hacía
tiempo, pero, a todos los periodistas de confianza, don Juan
les pedía discreción. Por fin, mientras los condes de
Barcelona asistían a los funerales del rey Federico de
Dinamarca, el rumor casi se convierte en certeza, que se
confirma cuando un periodista español, que está
acompañando a los príncipes de España en un viaje oficial a
Nagasaki, ve en la recepción del hotel un borrador de
telegrama que dice así: Margarita de Borbón y Borbón, Villa
Giralda, Estoril. «Para ti y para Carlos nuestra más sincera
felicitación. Juan Carlos y Sofi».
Poco antes de casarse, Carlos Zurita es nombrado jefe
clínico de la escuela nacional de las enfermedades del
tórax.
Don Juan, como a su hermana Pilar, le ofrece a Margarita
el título de duquesa de Soria, que ella, después de consultar
con Carlos, decide rechazar. Más tarde, ambos cambiarán
de opinión.

BODA DE DOÑA MARGARITA CON


DON CARLOS ZURITA
La boda, que se ha de celebrar el 12 de octubre de 1972,
se plantea de una forma muy distinta a la de doña Pilar,
será una ceremonia privada y sólo invitan a doscientas
personas. A pesar de todo, no está exenta de los consabidos
problemas protocolarios. Por una parte, Carlos, no muy al
tanto de las sutilezas formales que rigen la familia con la
que va a emparentar, decide invitar al marqués de
Villaverde, colega suyo, y le propone ser su testigo de boda.
Cuando don Juan se entera, monta en cólera, ¡El yerno de
su tan odiado Franquito en la boda de su hija! ¡Y como
testigo de boda! Le hace saber a Carlos que admite que
esté como invitado, pero que los testigos de boda son
solamente los miembros de su familia. Es de figurar el mal
rato que debió pasar el novio cuando tiene que comunicarle
esta circunstancia al yerno del Caudillo, que, obviamente,
opta por no asistir a la ceremonia y, además, no envía
ningún regalo y no da ninguna excusa.
Otro invitado que se niega a ir es el sobrino de don Juan,
Alfonso de Borbón Dampierre. Hace apenas un año que se
ha casado con la nieta de Franco, María del Carmen
Martínez-Bordiu, y está de embajador en Suecia. Don Juan le
ha dirigido la invitación a nombre del Excmo. Señor
Embajador de España y señora, y Alfonso, cuya soberbia se
ha multiplicado con esta boda y cree que finalmente Franco
terminará nombrándolo a él su sucesor, vierte en una carta
todo el resentimiento que ha ido acumulando a lo largo de
tantos años de supuestos agravios y menosprecios. Le
reprocha a su tío que no le llame alteza real y le dice que de
nada valen sus subterfugios para humillarlo. Y le recuerda
que todo lo que tiene don Juan se lo debe a su hermano
mayor, del que se ha aprovechado toda la vida por motivo
de su enfermedad.
Por otra parte, por mucho que se nos diga que las
relaciones entre don Juan y su hijo Juan Carlos se habían
arreglado y que departieron amigablemente durante la
boda, la verdad es que no se dirigieron la palabra e
intentaron no coincidir en ningún momento, y esto creó una
sensación de violencia en todos los asistentes, excepto en
los novios, a los que se veía totalmente enamorados y
felices. La sonrisa de la infanta lo dice todo y los ojos de
Carlos brillan extasiados, sin percibir, aparentemente, el
ambiente de frialdad que los rodea. Delante del sacerdote,
quien les dice también conmovido que casa a estos dos
cristianos como casaría a cualesquiera otros hijos de Dios,
gentes simples y sencillas, los novios se cogen de las
manos, y las lágrimas se deslizan por las mejillas de la
infanta. Cuando la ceremonia termina, su hermana Pilar
tiene que retocarle el maquillaje, lo cual no sirve de nada,
pues al salir al jardín y oír los gritos de la gente: «¡La
cieguinha, la cieguinha!», la infanta, de nuevo, no puede
contener las lágrimas.
Han sido unos días emocionalmente muy cargados para
Margarita. A la alegría de ver que por fin se ha aceptado su
historia de amor con Carlos, se une la tristeza de saber que
deja a sus padres y la atmósfera de su niñez. Y les pide a
éstos un regalo muy especial, recorrer todos los lugares en
los que ella y sus hermanos han reído, llorado, jugado,
vivido en suma, antes de que lleguen su novio y los demás.
Van a la heladería Santini, a cenar a El Pescador, a tomar
una copa a Mutxaxo y a la boîte Ronda, al Casino, al colegio
Amor de Deus, a las Esclavas de Lisboa, a la playa de
Guinxo, al Club de Golf, al Náutico, a la Hípica, a las casas
de sus amigos... De todas partes la infanta tiene recuerdos
felices, pero este recorrido melancólico se tiñe de tristeza
cuando los tres piensan en Alfonsito, detenido siempre en la
memoria en sus catorce años. Los lugares que pisan están
mojados por sus lágrimas.
Como en el caso de la boda de Pilar, tiene lugar una
recepción informal en Villa Giralda, donde saludan a los
monárquicos que se han desplazado hasta Portugal, unos
quinientos. La infanta los reconoce a todos por el tono o el
sonido de la voz, lo que hace comentar a los invitados:
—¡No parece ciega!
La infanta también ha tenido su despedida de soltera, en
una taberna típica, O Frango, cuyo nombre se encarga de
deletrear a los periodistas:
—Frango, eh, no Franco, ¡no os equivoquéis, que la
armamos!
Allí estaban los inevitables tunos, que le cantaron el
también inevitable Clavelitos, que la infanta acompañó con
el acordeón, pidiendo luego disculpas por los fallos, de una
forma encantadora:
—No lo he hecho muy bien porque no estoy
acostumbrada a tocar de pie.
El día de la boda, Margarita, a quien importan poco las
convenciones sociales, le enseña su traje a Carlos —muy
sencillo, con cuello Mao, diseñado por ella y Lika Babeska,
una modista polaca afincada en Madrid— y llega casi antes
que él a la pequeña iglesia de San Antonio, donde había
hecho la Primera Comunión y donde se había celebrado el
funeral del pobre Alfonsito. La infanta se niega a llevar
diadema o joya alguna, quiere que su anillo de boda sea la
única alhaja que la adorne. Entre las manos, un pequeño
ramo de orquídeas.
Los momentos más tirantes se viven después, cuando
llega la hora de posar para los fotógrafos. Nadie consigue
que pose la familia al completo. En medio del grupo,
inmóviles, doña Margarita que, aunque no ve nada, está ya
acostumbrada a estos problemas y se muestra tranquila, y
Carlos, un tanto asombrado. A su lado, como en el baile de
las sillas, cuando aparecen unos, otros desaparecen, si se
ponen don Juan Carlos y doña Sofía, don Juan no acude, se
ha ido de pronto a abrazar a un amigo al que hace diez
minutos que no ve, si llega don Juan, son los príncipes los
que se ponen a hablar repentinamente con unos halagados
invitados que están en el otro extremo del jardín y a los que
apenas conocen. Pilar y Luis deben cambiar de lugar según
se sitúen su padre o sus hermanos. Los niños, los tres hijos
de los príncipes de España, la infantita Elena es la que ha
portado las arras, y los tres que ya tienen los duques de
Badajoz se mueven desconcertados y optan al fin por
cogerse de la mano de sus tíos Margarita y Carlos, que esos
sí que permanecen ahí, quietos e inasequibles al desaliento.
El rostro de doña María, que es el pararrayos de padre e
hijo, acusa la tensión; se le acentúan las arrugas verticales
y da muestras de cansancio, aunque para ella también es
un día feliz, ya que ha llegado a cogerle mucho cariño a
Carlos.
En el banquete, que tiene lugar en el hotel Palacio,
sientan a don Juan Carlos en un puesto muy desairado, en la
mesa presidencial, sí, pero en el peor sitio, en el extremo, al
lado de su tía Crista y sin nadie a su izquierda; doña Sofía,
enfrente, se encuentra en la misma situación. En la corte de
Franco serán príncipes de España, sucesores y toda la
pesca, pero aquí son simplemente los hermanos de la novia,
y el jefe de todos ellos, porque es el jefe de la casa Borbón,
es don Juan. La expresión de doña Sofía mientras aparta con
disimulo la ternera de su plato y sólo come las verduras y
los espárragos a la milanesa, es de divertida resignación, la
de don Juan Carlos, de enfado, se encuentra rodeado de
partidarios de su padre que creen que ha cometido una
doble traición, como hijo y como príncipe.
Don Juan ocupa el lugar principal, el centro de la mesa, y,
cuando se levanta para hablar, Juanito contiene el aliento y
parece casi estar a punto de irse, pero aquél se limita a
decirle a su hija.
—Margarita, mi querida hija, sales de una casa en donde
fuiste polarización de cariños y preocupaciones, que hoy se
mitigan al verte caer en los brazos acogedores de Carlos,
hombre bueno y cariñoso.
Y levanta su copa para brindar por los novios, que, como
en las buenas historias, sonríen y lloran al mismo tiempo.
En vez de un viaje de novios tradicional, la pareja se va
cinco meses a Buenos Aires, donde Carlos perfecciona su
especialidad de pulmón y corazón mediante una beca en el
Gran Hospital. Es un periodo feliz, en el que la pareja vive
en una casa que les dejan unos amigos de los padres de
Carlos, un chalecito con jardín. Los dos salen de buena
mañana de casa para ir al hospital, ya que la infanta ha
encontrado trabajo de puericultora. Por las noches cenan en
su casita; tienen una cocinera paraguaya que no solamente
les prepara platos exóticos, sino que además enseña
guaraní a la infanta. A Carlos le encanta que, en la intimidad
de su hogar, su mujer le cuente sus aventuras en el hospital
con acento porteño; no cabe decir que lo que la infanta ha
aprendido primero son los tacos y sus boludos, pelotudos y
sus ¡vos sos loco! hacen partirse de risa a su marido. En
esos días Margarita recibe la mayor alegría de su vida: se ha
quedado embarazada.
Doña María y don Juan la echan muchísimo a faltar y,
como buscan excusas para viajar y alejarse de la solitaria
Villa Giralda, van a hacerles una visita. Sobre la marcha se
animan los cuatro a ir al carnaval de Río, a pesar de que la
infanta está de cinco meses, y se pasan toda la noche
despiertos viendo pasar las escuelas de Samba, y no les
cuesta nada seguir la juerga, porque, como dice doña María:
—Gracias a la Semana Santa ¡ya estábamos
acostumbrados!
Capítulo 7
MADRID

LA CORONACIÓN DE DON JUAN


CARLOS
—Papá, nos han llamado de Zarzuela, que la coronación
de Juanito se hará dos días después de la muerte de Franco.
¿Qué hacemos? ¿Vamos o qué?
Don Juan está en París, en casa del catalán marqués de
Marianao, en el boulevard Malesherbes. Hace semanas que
no duerme, y tiene la voz enronquecida por el tabaco y las
largas discusiones que mantiene con sus consejeros. Unos
le quieren convencer de que prepare un manifiesto, para
difundir el día en que muera Franco, reivindicando para sí la
Corona española, otros le piden que acepte su derrota y que
apoye la entronización de su hijo. Doña María, que nunca se
ha metido en política, le advierte que no haga ninguna
tontería, así se lo ha prometido a Juanito. El corazón de este
viejo marino exiliado desde hace cuarenta y cuatro años
está desgarrado entre el cariño a su hijo y sus propios
derechos dinásticos. Si renuncia a éstos, su vida no tendrá
sentido.
Mientras agita los cubitos de hielo de su whisky, un
tintineo que según recuerdan sus allegados acompaña casi
todas sus conversaciones, pregunta a su hija Pilar, para
tratar de ganar tiempo e ir pensando la respuesta:
—Pero, ¿ellos os han dicho que fuerais?
—Sí, sí, hasta nos han avisado de que Margot y yo
teníamos que llevar traje largo.
Don Juan sabe que sus hijas le obedecerán ciegamente.
Como le obedecieron el 23 de julio de 1969, cuando les
prohibió asistir a la nominación de Juan Carlos a título de
Rey. Doña Pilar, que ya vivía entonces en Madrid, pasó el
mal trago de tener que decirle a su hermano:
—Perdona, Juanito, pero nosotros no vamos a ir.
Una bofetada moral en un momento en que don Juan
Carlos estaba muy solo; él mismo confesaría más tarde que
esa época después de su nominación fue la más terrible de
su vida.
Ahora, seis años después, al otro lado del hilo telefónico,
la infanta espera de nuevo la contestación de su padre. Su
marido, Luis Gómez-Acebo, aunque respetuoso con la
decisión de su mujer y su suegro, es partidario de asistir y
apoyar a su cuñado plenamente, cree que él con su
experiencia, su calidad de aristócrata y sus amistades
puede ayudarle en la difícil tarea de conducir a un país
hasta la modernidad. El duque de Badajoz, que es muy
consciente de su gran valía y de la profundidad de sus
conocimientos históricos, se imagina a sí mismo como una
especie de consejero áulico moviendo los hilos desde la
sombra. Margarita y Carlos Zurita no se pronuncian, están a
la espera de lo que decida quien no solamente es su padre,
sino el jefe de la familia Borbón.
El conde de Barcelona carraspea, da un sorbo a su
whisky y al final contesta sin consultárselo a nadie:
—Pues id, id, qué coño. Llamadme luego aquí a casa de
Marianao y ya me contaréis.
El 22 de noviembre de 1975, a las doce y media de la
mañana, sábado madrileño frío y despejado, en el palacio
de las Cortes de la Carrera de San Jerónimo, dos mujeres
jóvenes, acompañadas por sus maridos, van a coger el
ascensor que las llevará a los palcos, cuando un ujier las
increpa:
—¡Eh, ustedes! ¿Qué se han creído? ¡Por la escalera!
¡Que el ascensor es para la gente importante!
Margarita y Pilar obedecen, aunque ellas son de las
personas más importantes que hoy estarán en el palacio de
las Cortes, porque su hermano, don Juan Carlos de Borbón,
va a prestar su juramento como rey de España.
Uniformes, sotanas, trajes negros, el color púrpura de los
atuendos arzobispales. La muerte de Franco, todavía
insepulto, pesa sobre la reunión como la descomunal losa
de granito que está esperando al Caudillo en el Valle de los
Caídos. En medio, cinco personas, dos adultos y tres niños,
parecen aferrarse unos a otros como náufragos en plena
tormenta. Es un grupo familiar completo; nadie, aparte de
ellos, cuenta ya en esta nueva España. Doña Sofía, para
desmarcarse del luto oficial y para que los españoles vean
que los tiempos están cambiando, lleva un vestido rosa
fucsia que despertará muchas críticas entre las damas del
bunker, aunque, eso sí, ha tenido la precaución de hacerse
a toda prisa un abrigo de terciopelo negro, largo hasta los
pies, para cubrirse y asistir a la capilla ardiente en el palacio
de Oriente, donde está lo que queda del hombre que
gobernó a España durante cuarenta años, una figurita
patética de apenas metro y medio dentro de un féretro que
pesa quinientos kilos.
Las modistas de Su Majestad, las hermanas Molinero,
llevaron un corte de traje a Zarzuela y allí cosieron el abrigo
la misma noche, y doña Sofía y su hermana Irene quitaron
hilvanes, sobrehilaron, plancharon, pegaron botones; de ahí
las ojeras que luce la Reina, que no ha dormido nada... Es
curioso, porque dos mujeres periodistas asistentes al acto
yerran cuando se refieren al atuendo de la reina. Pilar
Urbano afirma que lleva corona y Francoise Laot, mantilla y
peineta. Lo cierto es que doña Sofía, que luce el collar de
perlas de cuatro vueltas que había sido de la reina Victoria
Eugenia, lleva la cabeza descubierta.
El talle de su vestido, algo holgado, y su sonrisa
constante despertarán rumores (infundados) de que Su
Majestad está de nuevo embarazada.
Las pequeñas princesas, Elena y Cristina, visten trajes de
terciopelo verde con cinturones verde claro de seda y cintas
negras en la cabeza. El príncipe Felipe lleva traje y corbata
negra. Los tres guardan una compostura perfecta durante
toda la ceremonia.
Don Juan Carlos, en uniforme caqui de capitán general,
esta pálido y ojeroso, su mirada no descansa, y tan pronto
recorre los largos bancos en los que sabe tiene tantos
enemigos, los rumores de que se prepara un atentado
contra su persona son constantes, como mira hacia arriba,
al palco central, justo encima del reloj que marcará la hora
histórica. Allí dos infantas de España se inclinan hacia el
hemiciclo, siguen con tanta atención la ceremonia que
parece por momentos que vayan a caerse por la barandilla.
Doña Pilar y doña Margarita escuchan atentamente el
discurso del joven Rey; la disciplina y la buena educación
hace que oigan con semblante imperturbable los inevitables
elogios de su hermano a Franco, «ese señor que tanto ha
hecho sufrir a papá», en palabras de su malogrado hermano
Alfonsito: «Su recuerdo será siempre para mí una exigencia
de comportamiento» (cuarenta segundos de aplausos).Y
también la mención al padre ausente: «El cumplimento del
deber está por encima de cualquier circunstancia, como me
enseñó mi padre desde la infancia» (ocho segundos de
aplausos por parte de media docena de procuradores), con
voz casi exhausta; pero esta evocación no las conmueve,
sólo ellas saben que hace tiempo que padre e hijo no se
hablan. Sólo ellas comprenden los días terribles, la
sensación de traición y fracaso que siente el hijo del último
rey de España.
Ambas están al tanto, en esta hora suprema, de que su
padre ya no será nunca rey, porque el agua no puede
remontar río arriba, y no pueden dejar de ver a don Juan
Carlos como un usurpador. En los años que han convivido
los tres hermanos en Madrid apenas se han visto fuera de
algunas ceremonias estrictamente familiares. Como me dijo
alguien que las conoció muy bien en aquella época:
—Las infantas fueron muy duras con su hermano.
Juan Carlos las disculpa porque, al fin y al cabo, se trata
de ser fieles a su padre, pero doña Sofía no las perdonará
jamás.
Durante la hora larga que duró la ceremonia, las
hermanas del Rey tienen tiempo de recordar el extenso
camino transitado y seguramente no pueden evitar la
comparación con la misma ceremonia con su padre como
protagonista. Juan III. Ellas estarían abajo, donde están sus
pequeños sobrinos, y seguramente los invitados de tribuna
ofrecerían un paisaje más democrático que el que ahora las
rodea: Imelda Marcos, la presidenta de Filipinas, con su
rostro orientalmente inexpresivo, sentada al lado de sus
amigos, los marqueses de Villaverde, totalmente vestidos
de negro; Nenuca muestra ya las huellas de su primer
lifting. Un poco más allá, el dictador chileno Augusto
Pinochet, con un vistoso uniforme muy parecido al que
suelen vestir los chimpancés en los circos, le da tantos
golpes a su vecino con la capa que al final éste se levanta y
se sienta en otro lugar. Y Constantino, el hermano de la
Reina, el depuesto Rey griego, que es el único que se
emociona y llora. Según un asistente al acto, Pilar y
Margarita se mantuvieron tan impávidas que dieron una
sensación de tremenda frialdad. Apenas intercambiaron
palabra con sus maridos. Únicamente Carlos Zurita pareció
explicarle a su mujer al principio cómo estaban colocados su
hermano, su cuñada y sus sobrinos.
Cuando todo terminó, Juan Carlos y Sofía empiezan a
escribir una nueva página en la historia de España.

UNA VIDA ALEJADA DEL PALACIO DE


LA ZARZUELA
Las hermanas del Rey vuelven al anonimato de sus casas
y de sus vidas, al silencio que no han roto nunca.
Pilar vive en Somosaguas, en un chalet con chimenea de
ladrillo y un cierto aire campestre, en el que resaltan como
contraste dos fabulosos caballos de jade, una carabela de
plata, que estaba en la Vieille Fontaine, y una espléndida
vajilla de Sajonia que perteneció a la reina regente Cristina,
bisabuela de la infanta, un servicio para ciento setenta
personas que doña Pilar ha repartido con sus hermanos y
que está expuesto en una magnífica vitrina cerrada con
llave para que los niños no lo destrocen.
Cuando llega la infanta, explica a sus hijos mayores
cómo ha ido la ceremonia. Simoneta, que tiene siete años,
resume de forma gráfica:
—O sea, que mi tío es rey, mi madre es infanta y
nosotros no somos nadie.
En los primeros tiempos de matrimonio, los duques de
Badajoz alquilaron un piso propiedad del bailarín Antonio en
la calle Padilla 45, por el que pagaban al mes treinta mil
pesetas, aunque el dueño contaba que él pensaba alquilarlo
por sesenta mil pero que se vio obligado a rebajar el precio
por la categoría de sus inquilinos. Era pequeño, pero estaba
puesto con gusto, muebles franceses, alfombras persas y
cuadros, en él había vivido el propio Antonio y en él recibía
a Cayetana de Alba. Los duques de Badajoz se dedicaban a
dar cenas y cócteles casi cada día y el bailarín comentaba
con malevolencia que Cayetana, que era una asidua a estas
fiestas, «hacía como que no conocía el piso al pisar el
mismo comedor en el que tantas veces comimos téte-a-
téte».
Cuando doña Pilar se quedó embarazada de Simoneta,
comprendieron que el piso era demasiado exiguo para sus
necesidades y decidieron comprarse un chalet en la colonia
Somosaguas, en la calle del Mirlo, cerca de donde vivía
Lucía Bosé con sus hijos. Cuando Antonio fue a controlar su
piso recién recuperado, vio con horror que lo habían
estropeado mucho, se encontró el techo negro por las velas
de los candelabros y algunos objetos deteriorados. Se quejó
y doña Pilar mandó pintarlo y se lo entregó en perfecto
estado de revista.
Doña Pilar se ocupa de sus cinco hijos, que han nacido en
un periodo de seis años, Simoneta, la mayor y única chica,
Juan, Bruno, Beltrán y Fernando, y, aunque tiene energía
suficiente para llevar una familia numerosa y hasta mandar
un ejército, nadie cree conveniente que una hermana del
Rey ejerza un trabajo remunerado. Le sugieren que se
dedique a la caridad, y la infanta se interesa por la obra
benéfica Nuevo Futuro, que se encarga de niños sin hogar o
con discapacidades físicas o psíquicas. Pero en lugar de
limitarse a un papel honorífico, decide implicarse
intensamente, y aplica su sentido común, su inteligencia, su
formación como enfermera y sus dotes de mando a esta
organización, entonces incipiente. Rodeándose de un grupo
de personas adecuadas, contribuye a poner en marcha un
sistema educativo basado en casas de acogida similares a
un hogar que, si bien en un principio despierta sonrisas
benevolentes por parte de la Administración y comentarios
del tipo de «ay, parece que volvemos a los roperos de
caridad de la aristocracia», se irá revelando mucho más útil
a la hora de proporcionar un futuro para los jóvenes que los
orfelinatos que mantiene el Estado. Finalmente, la
organización será copiada por las administraciones, que
optaran también por casas de acogida en lugar de los
clásicos hospicios.
La infanta también idea un sistema para recoger fondos
totalmente original. Un mercadillo al que cada uno lleva
aquello que ya no necesita, siempre que esté en buen
estado. Se les cede un local y se instalan dieciséis puestos
imitando un mercado popular, y también pequeñas
tabernas, servidas por señoras de la aristocracia. Doña Pilar
sabe que tiene su morbo eso de ver a una infanta de
España con delantal sirviendo un pincho de tortilla y se pasa
doce horas largas en su puesto, sin moverse, limpiando,
vendiendo, atendiendo a la gente siempre con la sonrisa en
los labios, cosa que le cuesta bastante porque no es de
natural afable como su hermano. El éxito desborda a la
propia empresa y hace callar a los escépticos: en el primer
Rastrillo se recogen tres millones seiscientas mil pesetas. La
satisfacción de la infanta es enorme, y los que trabajan con
ella se asombran de su entusiasmo, su capacidad de
trabajo, su energía y sus dotes de organización y a más de
uno le pasa por la cabeza lo mismo que pensaban los
testigos de sus actos de heroísmo en Lisboa: ay, si hubiera
nacido hombre...
Como recompensa a sus esfuerzos, Nuevo Futuro la
nombra presidenta honoraria.
Su marido ocupa la secretaría de cementos Asland (más
tarde Lafarge-Asland) y también realiza operaciones
financieras relacionadas con el Banco Español de Crédito
(Banesto), del que su hermano Jaime, fallecido el 26 de
junio de 2006, era presidente. Su otro hermano, Ricardo,
«Diky», el heredero del título de marqués de Deleitosa, era
consejero. El matrimonio Badajoz vive con comodidad, pero
sin grandes lujos, y sin apenas contactos con la Zarzuela, a
pesar de que entonces se rumoreaba que Jaime Gómez-
Acebo se ocupaba a través de su banco de las finanzas
privadas del Rey y le proporcionaba valiosos consejos para
aumentar su fortuna.
Como Luis es algo estirado y tan irónico que puede
resultar pedante, pero también inteligente y perspicaz,
pronto advierte que el Rey no llega a sentirse nunca a gusto
con él, que no existe química entre ambos, lo que el duque
de Badajoz lamenta profundamente, pues no es esto lo que
esperaba cuando se casó con una infanta de España. Doña
Pilar y doña Sofía no tienen nada que decirse, se consideran
del mismo rango, pero una tiene el poder y la otra no, y es
fácil entender que la Reina no haga nada para que su
cuñada, que tanto la ha hecho sufrir con su lealtad
inquebrantable a su padre, se olvide de esta circunstancia.
Según la periodista Fran9oise Laot, de Point de Vue, la más
prestigiosa revista europea dedicada a la realeza, que la
entrevistó y la trató a lo largo de todos aquellos años, doña
Sofía tiene auténtica autoridad y sentido del mando, y
carece del encanto y la amabilidad de su marido. Su suegro,
don Juan de Borbón, opinaba con algo de amargura:
—Mientras a María sólo le interesó la familia, Sofía sí
tiene afición al cargo.
En verano, Pilar va a la Zarzuela con los niños, porque allí
tienen piscina, pero en ocasiones no ven ni a Sofía ni a los
principitos, que acuden primero a Meirás y después a
Mallorca. Finalmente, la infanta y su marido compran una
casa de pueblo, también en Mallorca, frente a Porto Pi,
pequeña y bastante deteriorada, pero en la isla balear se
mantiene la misma tónica que en Madrid: la infanta y sus
hijos apenas visitan Marivent o el yate real, mientras
Constantino, el hermano de Sofía, y su familia son
huéspedes permanentes de los monarcas españoles y
«salen» en todas las fotos. Naturalmente que la Familia Real
al completo asiste a la fiesta que, en mitad del verano, dan
los duques de Badajoz para celebrar el cumpleaños de doña
Pilar, pero casi siempre son los primeros en retirarse.
Finalmente, la infanta se compra también un pequeño
barco, el Doña Pi, que se cruza muchas veces por el
Mediterráneo balear, sin ningún tipo de complejo, con el
Fortuna de los Reyes.
En los bautizos de los niños está toda la familia presente,
claro, pero ya no se producen los absurdos problemas de
protocolo que se dieron en la boda de las infantas: don Juan
no acude a Madrid y doña Pilar, Luis y sus cuñados apenas
intercambian palabra.
Entre los periodistas corre una consigna no escrita, como
todo lo que atañe a la Familia Real: no se debe prestar
demasiada atención a las hermanas de don Juan Carlos, y
no se sabe si la sugerencia ha partido de El Pardo o de la
Zarzuela. Este hecho se pone en evidencia, por ejemplo,
cuando la revista ¡Hola! saca dos números de casi
novecientas páginas en total de reportajes retrospectivos
para conmemorar su cincuenta aniversario. Ni una sola de
estas páginas, ni una fotografía, está dedicada a doña Pilar,
doña Margarita o sus hijos, cuando a doña Sofía, a don Juan
Carlos y a los tres príncipes se dedican sesenta y tres, y no
digamos ya a Carolina de Monaco o Lady Di. La revista
Semana también publica un número extraordinario, para
conmemorar su sesenta aniversario, de trescientas
cincuenta páginas, un repaso a toda su historia. Solamente
sale una imagen relacionada con las hermanas del Rey, una
pequeña foto de la boda de Simoneta. Y, todavía peor, claro
está, todas las noticias que atañen a don Juan o doña María,
son absolutamente silenciadas por todos los medios de
comunicación por lo menos hasta el año 1983, ocho
después de la muerte de Franco. En esa fecha tomó
posesión como director de ABC Luis María Anson, y, leal
juanista hasta la médula, se propuso reivindicar la figura del
padre del Rey en su periódico, consiguiendo así por efecto
de arrastre que el resto de la prensa se ocupase también de
don Juan. Un periodista en activo en aquellos años me
cuenta que en la mayoría de los archivos fotográficos no
había ninguna imagen de los padres o hermanas del Rey,
por lo que no es raro el lamento de don Juan, «es como si
Juanito fuera huérfano».
De todas formas, apenas un mes después de la
coronación de Juan Carlos, surge una curiosidad natural
hacia las figuras de estas hermanas tan desconocidas y
discretas.
Doña Pilar concede una entrevista en su casa. La infanta
aparece vestida para las fotos de negro, con un ceñido
cinturón de cuero, y un foulard amarillo de seda natural que
llena de luz su rostro. Como joyas, únicamente los
pendientes de perlas a los que tan aficionadas son las
mujeres de la Familia Real, una tradición que ya ha
empezado a seguir en la actualidad la princesa Letizia.
Se acerca la Navidad y ésta es la excusa perfecta para
hablar de todo y de nada:
—Vais a tener que sudar lo vuestro para hacer las fotos,
¡no hay quien logre que los niños se estén quietos!
La infanta Pilar no hace más que comentar lo pesados
que se ponen sus hijos en estas fechas, que al pequeñín,
Fernandito, lo llaman Cocoliso por su cabeza pelada y que
Beltrán es el más travieso de todos, mientras Simoneta es
muy coqueta y le gusta salir mona en las fotos y Juan y
Bruno son serios y formales. Ninguna pregunta
comprometida, claro está, y ni una referencia a los Reyes ni
a su propia biografía, tan rica e interesante. Únicamente,
cuando la infanta ve el suelo sembrado de cochecitos de
juguete con los que tropiezan sus hijos, pregunta a la
criada:
—Pero, ¿de dónde han salido estos coches?
A lo que la sirvienta responde:
—Los ha traído la Reina.
Parece ser que doña Sofía no se ha molestado en saludar
a su cuñada.
Doña Margarita y Carlos Zurita también salen en silencio
del palacio de la carrera de San Jerónimo, cogidos de la
mano como siempre, se despiden de Pilar y Luis y se suben
a su coche. Carlos Zurita y Luis Gómez-Acebo no tienen
mucho en común, no llegan nunca a hacerse amigos. Don
Juan Carlos sí parece apreciar sinceramente a su discreto
cuñado Carlos, el marido de su querida Margot, pero doña
Sofía, dicen, hace lo posible para que esta relación no sea
más estrecha, tampoco suelen frecuentar Zarzuela.
El matrimonio va a su casa de la calle Jorge Juan, cerca
de la Castellana, donde viven con sus dos hijos, Alfonsito,
llamado así en memoria del hermano muerto, y María, como
su abuela. Alfonsito acaba de protagonizar una anécdota
que hará reír a la familia durante muchos años: en la
Primera Comunión de su primo Felipe, el 30 de mayo, en
Zarzuela, Alfonsito le cogió el tricornio a uno de los guardias
civiles de turno y posó con él en todas las fotos. Lo curioso
es que nadie se dio cuenta hasta que revelaron las
fotografías y vieron a una especie de enano con tricornio
posando con toda naturalidad al lado de sus primos.
Naturalmente, en una época en que el trucaje fotográfico
estaba en mantillas, costó mucho que esa imagen no
apareciera en ningún medio. Claro que los encargados de
«arreglar» las fotos de la Familia Real tampoco han
espabilado mucho: véase el grotesco montaje navideño de
diciembre de 2005, en el que los Reyes y sus nietos parecen
muñecos de José Luis Moreno.
En la calle Jorge Juan, en la elegante portería común, hay
dibujada una flor de lis en las vidrieras. Es una casa de
vecinos, pero el piso es suntuoso y acogedor, presidido por
un cuadro de doña María en traje de gala. No puede faltar
un piano, muchísimos discos y multitud de recuerdos
familiares, fotografías, una butaquita de brocado y
miniaturas que estaban en la Vieille Fontaine, en casa de
Gangan, de quien también son algunos tapetes de petit
point. En la biblioteca, los libros elegantemente
encuadernados en piel brillan tenuemente a la luz de las
suntuosas arañas de cristal veneciano: la infanta los ha
heredado de su tía bisabuela Isabel, la Chata, y Carlos los
cuida con destreza, ya que no solamente es un gran amante
de la literatura, sino que tiene un gran sentido artístico (y es
un estupendo encuadernador aficionado).
La infanta tiene prisa por llegar, ya que debe alimentar a
su hija recién nacida, María, que sólo tiene dos meses, y es
de admirar la seguridad con que se dirige al cuarto de los
niños, sorteando todos los obstáculos con absoluta precisión
pese a su ceguera. Su truco es que nunca jamás se cambie
nada, ni siquiera un centímetro; el servicio tiene orden de
que los muebles estén siempre en el mismo sitio, aunque
para ello, en ocasiones, se deben realizar unas pequeñas
marcas en el suelo.
Mientras su marido tiene una profesión concreta, por las
mañanas da clases en la escuela nacional del tórax y por la
tarde pasa consulta junto a su padre, también cardiólogo, el
escueto perfil biográfico que ofrece la prensa de la infanta
habla de su colaboración en diversas obras benéficas, y
señala con vaguedad «UNICEF, leprosos...». Doña Margarita
suele comentar con tristeza que a ella nunca le han gustado
los cargos honoríficos, y su peripecia vital así lo confirma,
desde los tiempos en que quiso ser enfermera «de verdad»
para poder trabajar en serio, cobrando un salario, y siempre
dice que recuerda como una de las épocas más felices de su
vida cuando estuvo trabajando como puericultora en
Buenos Aires. Ella también, como doña Pilar, está
convencida de que podría servir a la Corona de una manera
más eficiente.
Una semana después de la coronación de su hermano, la
infanta se ve obligada también a aceptar una entrevista,
seguramente la primera que concede en su vida. Lleva un
vestido azul claro que se había hecho para aquel evento,
hasta que le dijeron que tenía que ir de largo, y unos
pendientes de perlas y aguamarinas del mismo color que
sus ojos. Su aspecto elegante, clásico y discreto contrasta
con su forma de hablar, tan desgarrada como la de
cualquier simpático golfillo madrileño.
Claro que la infanta únicamente habla de sus hijos, de lo
trasto que es el mayor y de la vida tan tranquila que llevan,
ya que Carlos debe madrugar para ir al trabajo... Margarita
aludo a su hermano con verdadero entusiasmo, pero cuando
la periodista le pregunta si ve mucho a su cuñada, doña
Sofía, la infanta duda:
—Bueno, está tan ocupada estudiando, ¡siempre con sus
libros!
Y es cierto, doña Sofía se ha apuntado a clases de
sociología, filosofía e historia en la Universidad Autónoma
de Madrid, a las que acude todos los sábados por la mañana
durante cinco años, donde da muestras de su preparación
teórica, su inquietud intelectual y su disciplina.
Precisamente su gran preocupación el día en que su marido
fue coronado Rey, era que no podía ir a clase, ya que era
sábado.
Margot, con ese lazo de unión especial que siempre ha
tenido con su madre, piensa en lo triste que debe estar
ahora Villa Giralda.
Franco ha muerto, es cierto, y don Juan Carlos es rey,
pero la situación de don Juan sigue siendo la misma, le
aconsejan no llamar la atención para no añadir una
preocupación más a la pesada carga de responsabilidades
del nuevo Rey, no dar motivos para que aúllen los lobos de
siempre. Don Juan es padre de rey, pero no puede dejar de
pensar que su lucha, y por tanto su vida, ha sido un fracaso.
Muchos de los que le rodeaban lo abandonan para entrar en
la órbita de don Juan Carlos, donde creen que tendrán más
fortuna, aunque se equivocan, pues doña Sofía no está
dispuesta a aceptar la misma camarilla que envolvió a su
suegro en el exilio y se niega a que los españoles los
relacionen con un pasado impopular y ya polvoriento. Don
Juan es un perdedor y ellos representan el futuro.
El único gesto que le sería admitido sería la abdicación
de sus derechos históricos en la persona de su hijo, pero,
por pundonor y también, por qué no, como una especie de
venganza, dice que lo hará cuando sea oportuno y la
democracia esté afianzada. Quizás le quedan todavía
esperanzas de que si su hijo sigue siendo franquista más
allá de Franco, los demócratas del país recurran por fin a él,
pero si realmente lo piensa es el único, iluso.
Hasta el incombustible Sáinz Rodríguez se ha resignado:
—Hay que joderse, don Juanito ha nacido con buena
estrella...
Margot y Carlos deciden ir a pasar las Navidades a Villa
Giralda con sus padres para servirles de apoyo en estos
momentos tan delicados, ya que ahora apenas nadie va a
visitarlos. Doña María no puede dejar de emocionarse al ver
a Alfonsito, el hijo mayor de su hija, bajando por la misma
escalera por la que bajaba su propio hijo Alfonsito, dos
rostros casi exactos para el mismo nombre. El presente y el
pasado se funden como en un sueño.

LA RENUNCIA DE DON JUAN


Los condes de Barcelona no empiezan a regularizar sus
estancias en Madrid hasta bien entrado el año 1976 y sus
visitas se producen sin darles ningún relieve en los medios
de comunicación. Aunque Pilar les insiste para que se
queden en su casa, don Juan prefiere alojarse en casa del
conde de los Gaitanes, en la Moraleja, donde cuentan con
habitaciones propias.
Las visitas a Zarzuela son escasas. Don Juan Carlos está
muy ocupado intentando desmontar pieza a pieza y sin que
nadie lo advierta un sistema político que ha gobernado el
país durante cuarenta años, y doña Sofía entiende la familia
en su sentido más restrictivo, ella, su marido y sus tres
hijos, en cuya educación está totalmente volcada. Tampoco
quiere que se pueda llegar a decir que don Juan influye en
las decisiones del Rey. Sin embargo, su madre, la reina
Federica, y su hermana Irene son asiduas de palacio, donde
poseen su propio apartamento.
Más tarde don Juan alardeará de que le aconsejó a su hijo
que se deshiciera de Carlos Arias como presidente de
Gobierno, pero esta manifestación parece más bien un
deseo algo infantil de acrecentar su importancia histórica. Al
parecer, y según diversas fuentes consultadas, don Juan
Carlos ya nunca hablaba de política con su padre y, mucho
menos, le pedía su opinión en temas relativos a su forma de
gobierno.
A Pilar le duele esta situación más que a Margarita, pero
ambas intentan rodear de cariño a don Juan, sobre todo
cuando empieza a tener achaques de salud; primero es la
vista, se le desprende la retina de un ojo y cuando está
convaleciente de esta operación, que le realizó el doctor
Muiños, se le desprende la retina del otro, dejándolo
temporalmente ciego. A partir de ahí, don Juan manifiesta
auténtico terror a perder la vista, hasta el punto de que, en
una ocasión en que se fue el fluido de luz en una fiesta que
se daba en su honor en Barcelona, tuvo un ataque de
pánico y empezó a gritar:
—¡Me he quedado ciego, me he quedado ciego!
Después es el oído, y también varices, de las que debe
ser intervenido. Ésta es una dolencia que heredará don Juan
Carlos, que también será operado varios años después.
Pero el viejo luchador no se resigna a pasar por el
reinado de su hijo como una sombra fantasmal y les
comunica a sus hijas que por fin ha decidido no abdicar,
pues no puede abdicarse de un trono que nunca se ha
tenido, pero sí renunciar a sus derechos dinásticos, con el
eco correspondiente en toda la prensa. Las dos infantas le
apoyan y le animan, pero Pilar se disgusta cuando Sofía le
propone hacerlo por carta, como si fuera un señor
cualquiera despidiéndose de su familia.
Don Juan, por su parte, monta en cólera hacia lo que él
considera un desprecio más, otro clavo de su cruz. Es el
acto final de su vida política y quiere que tenga la
escenografía de una ópera wagneriana: propone hacer su
renuncia delante del féretro de su padre, a bordo del barco
de guerra que debe traerlo a España. Al final, como pasaba
en tiempos de Franco, se amolda a lo que le ofrecen, y se
resigna: un acto deslucido y frío, en un salón del palacio de
la Zarzuela, con traje de calle, sin ninguna ceremonia, el 14
de mayo de 1977, un mes antes de las elecciones generales
que ganará Adolfo Suárez y la UCD y un año y medio antes
de que los españoles votáramos una nueva Constitución
que vendría a sustituir aquellos Principios Nacionales del
Movimiento que parecían tan eternos e inmutables como las
perlas de la Generalísima.
En el acto de renuncia, al que la infanta Cristina ni
siquiera se molesta en acudir desde Londres, donde está
haciendo un curso de idiomas, y el príncipe Felipe va con
jersey, el único que está realmente emocionado y que es
consciente de la importancia histórica de este momento es
don Juan. Doña Sofía sonríe, imperturbable, don Juan Carlos
se muestra algo incómodo, y las expresiones de Pilar y
Margarita son tremendamente tristes cuando escuchan a su
padre decir aquello de «... creo llegado el momento de
entregar el legado histórico que heredé... ofrezco a mi Patria
la renuncia de los derechos históricos de la monarquía
española, sus títulos, privilegios y la jefatura de la familia y
la Casa Real de España que recibí de mi padre deseando
conservar para mí tan sólo el título de conde de
Barcelona...».
Al terminar de decir estas palabras, don Juan se cuadra
por primera vez ante su hijo e inclina la cabeza.
Es un acto sin sonrisas y que se explica tan mal que la
gente no sabe muy bien qué significa y al que apenas se le
presta atención. Aunque sí se comenta, a la vista de las
pocas fotos que se distribuyeron de la ceremonia, el bajón
físico que ha dado doña María en los últimos tiempos; en un
año parece haberse echado veinte encima.
De todas formas, y fiel a las costumbres de su estirpe, se
prepara para entregar a doña Sofía el símbolo de las reinas
de España: la perla Peregrina. Con gran solemnidad
deposita en sus manos la bolsita de terciopelo en la que
está guardada la alhaja, con unas palabras parecidas a
éstas:
—Sofía, ahora te corresponde a ti llevarla y cuidarla para
legarla a tus descendientes.
La Reina mira dentro de la bolsa y la acepta dando las
gracias. Pasan los meses, los años, y un buen día, doña
María, curioseando en sus cajones, ve la Peregrina ahí, sola,
tirada en el fondo, entre unos pañuelos y entonces se da
cuenta de su despiste. Se apresura a llamar a su nuera y le
pregunta:
—Pero Sofía, ¿qué había en la bolsa que te di?
—Sí, me pareció extraña tanta solemnidad, había una
cadenita de oro.
Después de la patética ceremonia de renuncia, el abismo
entre las hermanas del Rey y su cuñada se acrecienta. Es
cierto que cuando la Reina cumple cuarenta años, don Juan
Carlos le monta una fiesta sorpresa en casa de doña Pilar,
pero la verdad es que la mayoría de los invitados son
parientes alemanes y griegos de doña Sofía, y las infantas
se encuentran un poco desplazadas. Nunca se ha
comentado en voz alta ni se ha publicado claramente en
ningún sitio, pero la falta de fluidez en las relaciones entre
las hermanas del Rey y doña Sofía es un secreto a voces,
hasta el punto de que la Reina, años después, se ve
obligada a justificarse en la biografía que le dictó a Pilar
Urbano, diciendo secamente que no es verdad que se lleve
mal con sus cuñadas como se rumorea. Es la única
referencia a Pilar y Margarita en un libro de casi trescientas
páginas.
Lo cierto es que el reconocimiento internacional del que
disfrutan nuestros Reyes, su prestigio interior y el creciente
amor de su pueblo, que se siente identificado con esta
pareja sencilla, austera y sin corte, no se refleja en su
familia, que vive totalmente alejada de los centros de poder.
A diferencia del resto de las monarquías europeas, en las
que los hermanos, padres y hasta primos de los monarcas
tienen un papel protagonista en todos los actos
relacionados con la Corona, recordemos a la reina de
Inglaterra saludando desde el balcón del palacio de
Buckhingham a sus súbditos rodeada de todos sus
parientes, incluso los príncipes de Kent, primos segundos
suyos, y las monarquías nórdicas y holandesa con las
hermanas de los reyes presidiendo junto a ellos ceremonias
importantes, como la concesión de los Premios Nobel, aquí,
en España, la familia de don Juan Carlos está totalmente
marginada. En ocasiones, para poner en evidencia esta
sorprendente circunstancia, cuando vienen de visita
mandatarios extranjeros, son éstos los que invitan a las
hermanas del Rey por relaciones de amistad o parentesco.
Si bien se achaca en ocasiones esta actitud a las
sugerencias, primero de Franco, y después de Adolfo Suárez
o Torcuato Fernández Miranda, el mentor de la Transición,
que aconsejan al Rey alejarse de todo lo que suene a
Borbón, de infausto recuerdo para los españoles, voces
autorizadas me han confirmado que la reina doña Sofía
nunca estuvo interesada en fomentar la unidad familiar con
sus parientes políticos o la proximidad de sus cuñadas y de
sus suegros.

MALOS TIEMPOS PARA LAS


INFANTAS
En 1979 empiezan los problemas para las hermanas del
Rey. Luis Gómez-Acebo, que como sus cuñados se ha
convertido en un asiduo del esquí, se rompe una pierna en
Suiza, y la lesión es tan importante que no llega a acabar de
curarse. Tiene dolores constantes, el hueso está astillado y
debe sufrir varias operaciones; ya nunca volverá a ser el
mismo. La familia, que depende de sus ingresos, tiene que
apretarse el cinturón, y, para ahorrar, deciden trasladarse a
un piso en la colonia Puerta de Hierro, lujoso, sí, pero sin
tantos gastos como el chalet de Somosaguas. Doña Pilar
emplea todas sus energías en animar a su marido y sacar
adelante a sus cinco hijos, además de su trabajo, no
remunerado, en Nuevo Futuro.
La infanta y su marido, ambos de talante conservador,
ven con preocupación muchas de las decisiones que se
están tomando en el país, aunque, claro está, no pueden
hacer manifestaciones públicas de sus opiniones. Sin
embargo, doña Pilar, que cada día desayuna con cuatro
periódicos y se confiesa muy interesada por la política,
decide hacer oír su voz a su manera. Como ferviente
católica no aprueba el divorcio, que se legaliza en el año
1979. En esta misma época empieza la lucha de las
feministas para conseguir una ley de interrupción del
embarazo, y, para oponerse a ella, se crea ADEVIDA, cuyo
lema fundacional es «la vida del ser humano se inicia con la
fecundación del óvulo por los espermatozoides y se
mantiene su identidad en todas las fases de su desarrollo,
hasta su extinción natural». La duquesa de Badajoz se
convierte en socia promotora.
Precisamente ese mismo año, doña Margarita, que
todavía no ostenta ningún título nobiliario aparte del de
infanta de España, es agraciada con uno sorprendente: un
pariente muy lejano al que no conoce le deja en herencia el
ducado de Hernani. Es Manfredo de Borbón y Bernaldo de
Quirós, biznieto del infante portugués Gabriel de Borbón y
Braganza, que no tiene descendientes directos, aparte de
un sobrino de su mujer, Francisco Javier Méndez de Vigo.
Lo que parece un acto de generosidad por parte de
Manfredo, algo asombroso, sí, ya que no conocía a la
infanta, se convierte con los años en una complicación legal
que da lugar a innumerables pleitos y graves acusaciones
de falsificación, robo y estafa, y el nombre de la Familia Real
se ve arrastrado por primera vez por los juzgados. Porque el
sobrino de Manfredo afirma que el testamento de su tío ha
sido falsificado, no para hacerse con el título, sino para
quedarse con la fabulosa colección de arte que poseía, a la
que se conocía como «el segundo Prado»: seiscientos
ochenta y un cuadros de primeros maestros, como Tiziano,
Carpaccio, Rembrandt y Goya, de valor incalculable, que
hoy están colgados en museos de todo el mundo, a los que
han sido vendidos no se sabe por medio de quién, o bien
están en paradero desconocido.
El enfrentamiento culmina en una querella criminal
presentada por el sobrino de tío Manfredo contra la Familia
Real española, acusándola de robo, estafa y falsificación de
bienes de Patrimonio Nacional. El fiscal, a su vez, se
querellará contra Méndez de Vigo acusándole de injurias al
Rey y condenándole a pagar 2.190 euros. Al parecer,
Méndez de Vigo había llamado «banda de malhechores» a la
Familia Real española. Naturalmente, este largo pleito, que
en la actualidad todavía no se ha resuelto, ya que está
pendiente de múltiples recursos, apenas si se ve reflejado
en la prensa española. Según explica entonces el periodista
Julián Lago, director de Tribuna, el propio Sabino Fernández
Campos le llamó para pedirle que no publicara nada sobre
este proceso. Esto evita que se convierta en un escándalo
mayúsculo, pero causa preocupación a la infanta Margarita
y a su marido, que, sin tener conocimiento ni culpa alguna,
se ven envueltos en este galimatías jurídico. Hay que decir
que la infanta no ha utilizado nunca el título de duquesa de
Hernani. Quizás para que no se le aplicara este tratamiento,
le pidió al fin a su hermano el título que les había ofrecido
don Juan con motivo de su boda: el ducado de Soria, que fue
sancionado en el BOE en 1981, aunque tal distinción
nobiliaria, como el de Badajoz, no es hereditaria y a la
muerte de la infanta volverá a la Corona. A diferencia de su
cuñado Luis Gómez-Acebo, al que le encantan los títulos y
se siente orgulloso de utilizarlos, Carlos Zurita reconoce que
prefiere que le llamen doctor a duque de Soria.
Un doctor que tiene mucho trabajo dentro de la familia.
Un día que don Juan está comiendo en casa de doña Pilar,
ésta advierte que su voz, normalmente afónica debido al
tabaco, es casi inaudible. Se queja también de un dolor de
garganta que no desaparece nunca. Sus hijas le piden,
como a Alfonso XIII las suyas:
—Papá, no fumes.
Don Juan no llega a articular la respuesta de su padre,
«Bah, para las ganas que tengo yo de vivir, qué más da que
fume o que no fume», pero su actitud de desánimo es la
misma. Se consulta rápidamente a Carlos Zurita, quien
determina las pruebas pertinentes en el hospital de la
Marina. La biopsia es clara y definitiva: cáncer de garganta,
y tan agresivo que hay que operar de inmediato.
Naturalmente, le obligan a dejar de fumar. También lo hace
doña María, fumadora empedernida, que promete no volver
a coger un cigarrillo para que todo vaya bien.
Don Juan exige saber la verdad, y la afronta con
estoicismo. Únicamente le comenta al escritor Alfonso
Ussía, hijo del conde de los Gaitanes:
—¡Estoy muy jodido!
El conde de Barcelona tiene predilección por este hijo de
su intendente. Lo conoció en Hossegor, en Las Landas
francesas, donde don Juan estaba pasando unos días de
descanso, cuando el hoy periodista y escritor tenía tan sólo
seis años. Don Juan estrechó con toda seriedad la mano del
niño y le preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—Alfonso.
Don Juan tardó en contestar, y, cuando lo hizo, tenía la
voz estrangulada por la emoción y los ojos brillantes:
—Yo también tenía un hijo que se llamaba Alfonso...
Se decide que la operación se realice en el Memorial
Hospital de Nueva York. Pero don Juan sabe que puede ser
un viaje sin retorno y, antes de irse, quiere cumplir la
promesa que le hizo a su padre en su lecho de muerte: que
descanse para siempre en España.

EL REGRESO A ESPAÑA DE ALFONSO


XIII
Don Juan viaja a Roma y asiste a la exhumación de los
restos de su padre. El ataúd tiene una ventanita a través de
cuyo cristal se ve el rostro del que fue Alfonso XIII. La visión
impresiona a don Juan, hasta el punto de que ya no puede
olvidarla nunca: a su padre se le ha vuelto el bigote
totalmente blanco y sus ojos abiertos parecen mirarle
fijamente. Los ropajes están hechos jirones.
Alfonso XIII regresa a España por Cartagena, en un buque
de guerra comandado por su hijo, al que don Juan Carlos
había nombrado almirante honorario dos años antes. El 19
de enero de 1980 es enterrado en El Escorial, y para que
quepa en el nicho tienen que partirle las piernas.
El duque de Alba, Jesús Aguirre, que asistió al funeral, me
contó que el ritual había sido tan largo que hasta había
habido desmayos entre los asistentes. Y que hacía un frío
tan impresionante que le había aconsejado a Cayetana, su
mujer, que se pusiera los guantes en los pies a manera de
patucos, ya que se le habían quedado insensibles y no se
sostenía cuando entró el féretro en la basílica, con lo que
una se imagina a la original Cayetana dando la impresión de
que camina sobre las manos como el espía Joáo Costa de
Estoril, el que había sitio acróbata de circo. Jesús Aguirre,
que tenía gran sentido estético, también me comentó que el
momento cumbre de aquella austera puesta en escena fue
cuando un don Juan muy disminuido físicamente, pues se
encontraba mal y tenía fiebre muy alta, se inclinó delante
de su hijo para pedirle permiso para entregar el cadáver de
Alfonso XIII a los monjes agustinos que regían el convento:
—De los dos, era el que tenía más aspecto de rey.
Don Juan y doña María viajaron al día siguiente a Nueva
York, acompañados por Carlos Zurita y la infanta Pilar. Don
Juan se inscribió en el hospital con el nombre de Juan López,
el mismo con el que había entrado en España durante la
guerra civil, cuarenta y cuatro años antes. Doña María era
mistress Lopes para el personal del hospital y doña Pilar
miss Lopes. La operación, que duró siete horas, se realizó
sin problemas, aunque fueron advertidos de que el riesgo de
recaída era grande y que seguramente don Juan no viviría
más allá de unos meses.
La convalecencia la pasaron en el hotel Mayfar, en un
apartamento provisto de una pequeña cocina. Como don
Juan sólo podía tomar purés y papillas, doña María
aprovechó las lecciones que había tomado en París para
cocinarle las cosas que le gustaban, y lo hacía tan bien que
hasta Pilar quería compartir la comida de su padre. La
infanta tuvo que regresar a Madrid para ocuparse de sus
hijos y de su marido, también enfermo, y los reyes de
España fueron de incógnito a ver a don Juan un par de
veces. La relación entre padre e hijo casi se normalizó,
aunque dentro de un ambiente algo forzado, ya que había
muchos temas que no podían tocarse, sobre todo los
relacionados con la política. Pero la presencia de doña
María, su conversación siempre interesante y su delicadeza
contribuyeron a que los días en que estuvieron juntos
transcurrieran sin problemas. Claro que a ello ayudaba
también el hecho de que a don Juan se le había prohibido
hablar.
Dos meses después regresaron a Estoril, a una
desangelada Villa Giralda que ya no les parecía el hogar
acogedor que había sido antes durante tanto tiempo.
Además, el intento de golpe de Estado del 23—F lo vivieron
allí solos; se enteraron a la salida del cine, y aunque el Rey
los llamó por teléfono para tranquilizarles, les hubiera
gustado estar con sus hijos. Margarita y Pilar con sus
maridos fueron a Zarzuela, aunque no estuvieron en el
mismo despacho que su hermano sino en el salón, y no
regresaron a sus casas hasta que el asunto no se resolvió. Al
día siguiente, y para dar sensación de normalidad, enviaron
a los niños al colegio como si no hubiera pasado nada.
Así, Pilar y Margarita lo tuvieron muy fácil para convencer
a sus padres de que debían instalarse en España. Lo
consultaron con don Juan Carlos y doña Sofía y éstos
estuvieron de acuerdo.
Lo primero de todo era resolver el tema económico. A
don Juan se le habían devuelto las posesiones que había
heredado de su padre Alfonso XIII.Y se apresuró a liquidarlas
de una forma algo irregular, según diversos autores que
opinan que las propiedades debían pertenecer en realidad a
Patrimonio Nacional ya que habían sido obsequiadas al rey
Alfonso XIII como rey y no como persona particular, y eran
por tanto de todos los españoles. El primero en venderse
fue el palacio de Miramar, donde sus hijos habían estudiado
de pequeños y que había sido de la reina María Cristina.
Estaba lleno de objetos, muebles de época y más de
cuatrocientos cuadros, que fueron repartidos entre toda la
familia. Había veinte servicios de manteles de hilo hechos a
mano para cuarenta personas.
Después el palacio de la Magdalena en Santander y las
veintisiete hectáreas de la península en la que se
encuentra. Esta venta fue algo más complicada, ya que en
el palacio estaba instalada la Universidad Menéndez y
Pelayo y el Ayuntamiento se vio obligado a hacerse con él,
endeudándose con el Banco de Santander para poder pagar
los ciento cincuenta millones de pesetas que costó, cantidad
bastante moderada. La tercera propiedad que vendió don
Juan fue la isla de la Cortegada en la ría de Arousa, frente a
La Coruña. Había sido expropiada a sus habitantes para ser
regalada al rey Alfonso XIII, que sólo había pasado unas
horas en el lugar. Don Juan la ofreció a miembros de su
propio consejo por otra cantidad también muy baja: sesenta
millones de pesetas. La casa de Estoril, Villa Giralda, tardó
más en ponerla a la venta, creyendo quizás, erróneamente,
que algún monárquico se haría con ella como recuerdo. Pero
las acciones de don Juan estaban bajo mínimos en la bolsa
monárquica, nadie se interesó por la propiedad y, al fin, con
algo de amargura, no tuvo más remedio que adjudicársela
en el año 1990 a un judío alemán, empresario y abogado de
patentes, Klaus Saalfeld. La cantidad que éste pagó por la
villa fue muy modesta: setenta millones de pesetas.
Algunos historiadores suspicaces afirman que o don Juan
era un pésimo negociante, o hay algo sospechoso detrás de
estas ventas tan poco lucrativas. Otros dicen, sin embargo,
que si vendió con tan poco beneficio fue pura y
simplemente por patriotismo.
No se sabe qué se hizo de las otras propiedades de don
Juan, si es que existían, ya que se decía que la herencia de
don Alfonso también incluía diversas viviendas urbanas en
Madrid, sobre todo en la Red de San Luis, y fincas rústicas
en varios lugares de España como Aranjuez, Segovia y La
Granja. Lo que sí es cierto es que, a su muerte, don Juan
únicamente dejó en herencia a sus tres hijos la casa en la
que vivía en Madrid, un apartamento en Estoril, medio
edificio de oficinas en la Gran Vía madrileña y dos millones
de pesetas.
Con el producto de aquellas ventas, los condes de
Barcelona compraron una casa en la calle Lanzahita, en la
urbanización Puerta de Hierro, que tampoco había de ser su
residencia definitiva. Doña María fue decorándola con los
objetos que la habían acompañado toda su vida, desde las
esculturas hechas por su hermano Carlos, el que murió en el
frente de Elgoibar, hasta el tapiz de Sotomayor y el retrato
de la reina Victoria Eugenia hecho por Laszlo en el que posa
con las perlas rusas y que hoy está en el Palacio Real. En
todas partes, fotos de los nietos, una de su pequeño
Alfonsito con sus ojos trasparentes, y de Pilar y Margot;
extrañamente, ninguna de Juan Carlos. A la pregunta del
periodista curioso, se contesta que las fotos del Rey están
en los dormitorios.
Pero la enfermedad terrible, ese pájaro innoble llamado
cáncer, abandona momentáneamente su presa, don Juan,
para cebarse en otro miembro de la familia, Luis Gómez-
Acebo.
Cansancio, fiebre, pérdida de peso... Los síntomas son
preocupantes. Una vez más, Carlos Zurita toma las riendas,
ya que advierte una hinchazón en los ganglios de la
garganta de su cuñado, que le alarma. Le obliga a hacerse
una biopsia. El diagnóstico es claro. Cáncer linfático. Luis
sólo tiene cuarenta y nueve años.
Empieza en esos momento una lucha terrible, que yugula
a la familia y que condiciona hasta la más pequeña parcela
de su intimidad. Como dijo la infanta cuando todo terminó:
—Han sido siete años espantosos, siempre con la espada
de Damocles del cáncer encima.
Después de someterse a diversos tratamientos en
España, se opta por seguir el protocolo del New York
Hospital, donde el duque de Badajoz recibe quimioterapia
durante nueve meses. La sangría económica que esto
representa en su patrimonio es importante, y vuelven a
España casi con sus recursos agotados. Además, sabe que
no está curado y que, probablemente, nunca lo estará. Pero
ahora se trata de vivir, él y su familia. Luis decide
abandonar casi totalmente sus antiguas ocupaciones para
centrarse en un tema al que ve mayor futuro, sus relaciones
con la pareja con más glamour, dinero y poder de España en
aquellos momentos: los barones Heiny y Tita Thyssen. Toda
la prensa se ocupa de ellos, sus millones, sus fabulosas
casas por todo el mundo, sus joyas, que superan a las de la
reina de Inglaterra y, sobre todo, su extraordinaria colección
de cuadros, expuesta en Villa Favorita, en Lugano.

LOS THYSSEN
Carmen Cervera, a la que todos llaman Tita, ex miss
España, ex mujer de Lex Baxter y Espartaco Santoni, ex
actriz, ha conseguido el máximo trofeo de toda mujer de su
estilo: lograr no solamente que el barón Thyssen, uno de los
hombres más ricos del mundo, se enamore de ella, sino
¡que se case! Su boda en Daylesford, a la que asistió la
autora de este libro, fue una mezcla de fasto oriental y
guateque de garaje. Cuatro kilómetros de camino bordeado
por dos filas de criados vestidos a la Federica con antorchas,
para llegar a unas carpas muy sencillas, con mesas de
caballete, muchos sitios vacíos, el caviar a cucharadas y la
baronesa luciendo el espléndido brillante «Estrella de la
paz», del tamaño de un puño.
—¿Quieres tocarlo?
Nos preguntaba a todos con simpática llaneza Tita. Claro
está que nos apresurábamos a declinar la amable
invitación, ya que siete hombres de la empresa de
seguridad Lloyds, armados hasta los dientes, con
pinganillos, pistolas y rotweillers, se movían al unísono que
Tita, o, mejor dicho, de su brillante.
Carmen conoce a los duques de Badajoz a través de don
Juan, con el que coincide en Marbella, y hace lo imposible
para estrechar relaciones con ellos. Su biografía, mejor
dicho, la que le ha contado a Heiny, habla de internados en
Suiza, papá ingeniero también coleccionista de cuadros,
puestas de largo y mucho liceo. Pero, está muy lejos de la
realidad: Tita es nieta de la honrada cocinera de una familia
muy conocida de Barcelona (hoy día, la última
representante de ésta, que trató a la baronesa de pequeña,
está viviendo en una residencia de ancianos y ha intentado
negociar con algún programa de televisión para contar sus
recuerdos) e hija de un taxista. Piensa que tener unos
amigos como los Badajoz la redimen de su oscuro pasado,
sus fotos desnuda en Interviú y su azarosa vida de
aventurera de altos vuelos. Claro que su meta final es
conseguir un acercamiento a los Reyes, y para eso intenta
la jugada suprema: que la fabulosa colección de su marido
venga a parar a España.
Luis, por su parte, tiene auténtica simpatía por Tita y,
además, en esos momento tan delicados, su economía
agradece el apoyo financiero del barón. Otra cosa es doña
Pilar, totalmente incapaz, por su sentido de la jerarquía, de
llevarse bien con la ex actriz de destape, pero que se ve
obligada a admitir esta relación por razones fácilmente
comprensibles.
La baronesa se hace una casa en Madrid para estar cerca
de la realeza, y alquila un fantástico barco que atraca en
Mallorca, próximo al del Rey. Allí intenta incluso comprar el
palacio de Maricel, vecino y gemelo a Marivent, que
finalmente será adquirido por Alicia Koplowitz para hacer un
hotel, y entonces Tita, ya viuda, comprará una vivienda en
Son Armadans, junto al bosque de Bellver, donde tenía su
casa Camilo José Cela. Es una zona privilegiada de la isla,
aunque ahora está bastante deteriorada. Asimismo,
enriquece su ya fabulosa colección de joyas con una pieza
de categoría que había pertenecido a la reina regente María
Cristina, abuela de don Juan, y que sus descendientes,
quizás la reina Victoria, habían sacado a subasta: es un
corsee de brillantes, una especie de corsé que se lleva en el
vientre, de forma triangular, de valor incalculable, aunque
muy feo, incómodo e imposible de ponerse con las ropas
actuales. Carmen no lo utilizó nunca públicamente, aunque
sí se hizo una fotografía de estudio luciéndolo, en la que se
ve que a la pieza le faltan los catorce brillantes en péndulo
que colgaban de ella. No se sabe si los eliminó la baronesa,
o si la joya ya le fue vendida mutilada.
Tita quiere empezar su cortejo a los Reyes y le pregunta
a Luis si sería adecuado hacerles un obsequio por Navidad,
a lo que el duque de Badajoz contesta afirmativamente.
Cuando en Zarzuela son advertidos de que un presente
de los Thyssen está en camino se ponen muy nerviosos.
Esperan días y días y el citado regalo —¿joyas? ¿cuadros?
¿coches?— no se ve por ningún sitio. Miran incluso en la
caja fuerte ya que, dada la categoría del obsequio, quizás
alguien lo ha depositado allí por seguridad.
Asombrosamente, sólo encuentran un par de jamones,
valiosos, sí, pero no tanto como esperaban y, además, los
ha enviado otra persona. Finalmente, llega el tan ansiado
paquete. Es de pequeñas dimensiones, lo abren con
nerviosismo y es ¡un libro!
Dicen que esa noche hubo bronca familiar en Zarzuela.
La intimidad entre Luis Gómez-Acebo y los Thyssen llega
a ser tal, que Carmen lo hace padrino de su hijo Borja, fruto
de una relación anterior, en una ceremonia católica en la
iglesia de San Patricio en Nueva York, con la asistencia
emocionada del barón, que adoptó a Borja dándole sus
apellidos unos años después. La multimillonaria Anne Getty
aceptó ejercer de madrina. Y es el propio Luis el que
anuncia oficiosamente que la colección Thyssen,
setecientos setenta y cinco cuadros capitales en la historia
de la pintura de todos los tiempos, se quedará en España,
siendo fotografiado en actitud triunfal con sus amigos, Tita y
Heiny; sólo les falta hacer la V de la victoria, de lo que se
abstienen porque son gente educada. El ministro de Cultura
socialista, Javier Solana, fue su interlocutor en esta
importante operación, que costó a las arcas del Estado la
cantidad de doscientos cuarenta y cinco millones de dólares
en concepto de préstamo durante nueve años, cinco
millones por cada uno de estos años y trescientos cincuenta
más cuando es definitivamente adquirida en 1992.
A pesar de los dolores que conllevaba su maltrecha
salud, el duque estaba satisfecho con su trabajo: por una
parte lo situaba en una preeminencia que su parentesco con
los Reyes no le había proporcionado y, al mismo tiempo, le
ponía en contacto con el inundo del arte, tema del que llegó
a convertirse en experto, hasta el punto de que fue
nombrado presidente de la asociación Amigos del Museo del
Prado, y le queda tiempo suficiente para profundizar en sus
investigaciones históricas, y para escribir un libro muy
estimable, A la sombra de un destino, sobre la vida de
Alonso de Borja, el fundador de la dinastía de los Borgia. Por
otra parte pudo darle a su familia el bienestar que su
conexión con la familia Real tampoco le había
proporcionado. Aunque Luis era lo suficientemente sutil
como para advertir que si los Thyssen confiaban en él no
era solamente por sus conocimientos y relaciones, sino,
sobre todo, por su proximidad familiar a los monarcas
españoles.
Los barones esperan una contrapartida para su
generosidad, pero el tan ansiado acercamiento a la Corona
no se produce, a pesar de los desaforados esfuerzos de Luis,
que no goza de la simpatía de sus cuñados, y de los
intentos, más moderados, de doña Pilar. Un incidente banal
viene a enfriar todavía más la relación entre los Badajoz y
los Reyes. Una revista de información general coloca a los
hijos de doña Pilar en el orden sucesorio detrás de las
infantas Elena y Cristina, al mismo tiempo se insinúa que
también tienen derecho al tratamiento de infante, como sus
primos. Dan una razón que para ellos es clara y meridiana:
la infanta doña Pilar, al casarse con Luis Gómez-Acebo, no
había hecho renuncia a sus derechos dinásticos, ya que la
unión estaba considerada tan desigual que no había sido ni
siquiera necesario. Y el propio Luis llegó a pensar que, al no
estar esta renuncia sancionada por las Cortes, los derechos
dinásticos continuaban vigentes. Incluso convenció a su
poco ambicioso cuñado, Carlos Zurita, de que en su caso
ocurría lo mismo.
Zarzuela se indignó, y el 6 de noviembre de 1987 se dio
a conocer un Real Decreto dejando claro que doña Pilar y
doña Margarita sólo tenían tratamiento de Alteza Real de
forma vitalicia, no compartido ni por su marido ni por sus
hijos. Es de suponer el disgusto de los duques por esta
reconvención pública, aunque, naturalmente, lo guardaron
en la intimidad.
De todas formas, hay una razón de peso para que este
acercamiento Zarzuela Thyssen sea imposible. La visible
antipatía que le merece a la Reina la baronesa ex miss
España. Las causas de esta animadversión no es difícil
desentrañarlas: doña Sofía es muy exigente con el rango de
las personas de su entorno, de hecho, sus únicas amigas,
después de la muerte de su madre, Federica, a causa de
una operación de estética en 1981, son su hermana Irene y
su prima Tatiana Radziwill. Carmen Cervera no encaja en el
círculo, aunque hubo rumores de que, sin embargo, el Rey
no fue tan escrupuloso, lo que no hizo más que acrecentar
la frialdad entre las dos mujeres.

LA SOLEDAD DE DON JUAN


Don Juan de Borbón, por su parte, sí acepta la compañía
de Tita y su marido con agradecimiento y llaneza. Ahora,
lejos de toda actividad, se aburre mucho. Y a cualquiera le
basta con saber distraerle para convertirse en un amigo
indispensable. Con Lita y Heiny comparte cenas y
singladuras, pero ya siempre en solitario porque doña María
se rompe la pierna en 1984 al resbalar con una alfombra en
el palacio de la Zarzuela y, una vez recuperada, vuelve a
caerse, y queda confinada en una silla de ruedas
prácticamente hasta el final de sus días. Es en ella como va
a la celebración de sus bodas de oro, con asistencia de
todos sus hijos, en el desangelado palacio de El Pardo, de
tan infausto recuerdo para toda la familia. La movilidad de
doña María queda muy restringida, aunque poco a poco se
acostumbra a vivir con este handicap, e incluso hace
personalmente la mudanza a una nueva casa, otra Villa
Giralda, en la parte alta de la urbanización Puerta de Hierro,
que será su residencia definitiva. Pero don Juan no está a
gusto «en secano» y además, se siente rodeado de
ingratitud y, lo que es peor, relegado al olvido. Él mismo
explica con amargura que no tiene estatus, que no lo invitan
a los actos oficiales porque no saben dónde ponerle. Su
único título es el de almirante y le correspondería un asiento
de menor categoría que el de subsecretario de Estado.
¡No saben dónde meterme!
La gente desconoce cómo dirigirse a él, que fue Majestad
en Estoril durante treinta años, y le aplican tratamientos
estrafalarios, desde un simple Señor Borbón hasta un
ridículo Su Honorable Señoría. Don Juan se refugia en la
mar, como siempre, pero ni esta afición consigue compartir
con su hijo y su nuera, a los que sólo suele ver en el
transcurso de una cena, a principios del mes de agosto,
semiclandestina. En Mallorca cada uno tiene su grupo de
amigos, el del Rey está compuesto por una nueva nobleza,
la del dinero, los Conde, Abelló, Cortina, Alcocer, De la Rosa,
Tchokotua, y también por los parientes de su mujer, sobre
todo Constantino, Ana María y sus cinco hijos, Alexia, Pablo,
Nicolás, Teodora y Filipos, y su prima Tatiana Radziwill, con
su marido el doctor Fruchaud y sus hijos Fabiola y Alexis.
«Los griegos», como los llaman en familia, se alojan en
Marivent.
Don Juan tiene su pequeño grupo de fieles. Algún 24 de
junio, santo del padre y del hijo, el conde de Barcelona lo
pasa a solas con Luis María Anson, en un restaurante
mallorquín, mientras don Juan Carlos celebra una
multitudinaria recepción en el Palacio Real de Madrid.
De todas formas, don Juan procura no coincidir con sus
hijos. Tiene el alma vagabunda del desterrado, y para él es
un tiempo de infamia, en el que muchos adeptos lo han
abandonado. Así, para evadirse, emprende un viaje tras
otro, acude hasta Nueva York a un recital de Julio Iglesias y
luego va a cenar con él al restaurante Costa Vasca, viaja
hasta Australia, Grecia, Portugal, o recorre el Mediterráneo
catalán con el barco de su oftalmólogo, el doctor Muiños. Yo
recuerdo una anécdota que da cuenta del estado de ánimo
de don Juan respecto a su precaria posición en esa época. El
barco de Muiños, el Kelismar, atracó en el pequeño puerto
de Sitges y únicamente nos encontrábamos allí esta
periodista y el fotógrafo, entonces trabajando en una
modesta revista que ya no existe. A pesar de nuestra poca
importancia don Juan nos dedicó unas amables y cariñosas
palabras acerca de su salud:
—Soy como una casa vieja con goteras... Haces una
reparación, echas un remiendo, pero la casa sigue siendo
vieja... usted tiene la suerte de ser joven, aproveche,
porque cuando llegue a mi edad...
Mientras estábamos hablando, se abalanzó de repente
sobre don Juan un hombre grueso, mayor, con aspecto
enfermizo, y el conde de Barcelona, con cortesía,
correspondió al abrazo. De pronto el hombre se hincó de
rodillas delante del padre del Rey y le cogió la mano. Se
trataba del periodista Miguel Utrillo, hijo natural del gran
pintor, un bohemio genialoide, uno de aquellos periodistas
de posguerra que se morían de hambre y de inteligencia.
Utrillo se había especializado en narrar vueltas ciclistas de
forma literaria, vivía en Sitges y no se le permitía trabajar
en su profesión ya que carecía del preceptivo carné. Todo
esto se lo iba explicando Utrillo a don Juan entre grandes y
exagerados sollozos:
—Por favor, don Juan, haga algo, hable con quien sea
para que me den el carné de periodista, si no no puedo
trabajar, me moriré de hambre.
Don Juan, apuradísimo, intentaba que el hombre se
pusiera en pie y, mientras, iba diciéndole con su voz de
ronquido intermitente:
—Por Dios, si yo no soy nadie, no tengo ningún poder, al
contrario, te perjudicaría si intentara ayudarte, créeme, qué
más quisiera yo, no tengo contacto con nadie, me
mantienen aislado... No soy nadie. Nadie.
Todos nos callamos, sobrecogidos, comprendiendo que
estábamos ante un hombre sin futuro, y, lo que es peor,
resignado y vencido.
En el mes de agosto, don Juan suele acudir a Marruecos y
luego a Marbella, donde su barco, el Giralda, destaca por su
modestia al lado de los enormes yates de los jeques árabes.
El coche que utiliza para sus desplazamientos hasta el club
Aloha, donde juega al golf, está en consonancia con el
barco, es un Ford Escort de color rojo. Derecho como un
huso, bronceado, con esos tatuajes en los antebrazos que
sorprenden a quien los ve por primera vez, don Juan saluda
a los periodistas y no pone pegas a que le hagan fotos. En el
distendido ambiente marinero está lejos de ritos y
protocolos. Yo lo he visto varias veces comiendo en Antonio
o tomando una copa en el Menchu de Puerto Banús rodeado
de Pitita Ridruejo, Gunilla von Bismarck, la duquesa de
Sevilla, Julito Ayesa, Tomás Terry, deportistas como Manolo
Santana, artistas de cine como Lola Flores o Marujita Díaz,
aventureros y bohemios de lujo. Al lado suelen sentarle a la
más guapa, Carmen Ordóñez o Mila Santana y sus enormes
carcajadas y su tono de voz, característico de los que han
sido operados de laringe y de cuerdas vocales, es audible
en aquellas altas madrugadas llenas de whisky y olor a
biznaga. Es un grupo ruidoso, ya que don Juan está algo
duro de oído y todos tienen que hablar por encima del tono
normal para que los entienda. No es raro que Lola Flores se
arranque con una canción, coreada por el grupo, y que se
cuenten chistes subidos de tono, pero todo al final tiene un
aire melancólico, de oropel, en el que don Juan parece
desperdiciar el poco de gloria que pudiera haber
conseguido.
Al final, dicen los que le acompañaban, que sus ojos se
llenaban de melancolía, siempre por el hijo muerto.
Muchas noches, es doña Pilar, que divide sus veraneos
entre Sotogrande y Mallorca, la que se acerca para cenar
con su padre, pero en esas ocasiones las señoras guapas
desaparecen y el ambiente es mucho más circunspecto.
También suelen acudir a estas cenas Tita y su marido.
Los barones rodean a don Juan de atenciones y obsequios y
la verdad es que el conde de Barcelona tampoco tiene
mucho donde escoger. Siempre que la autora de este libro
vio al grupo, era el barón Thyssen quien pagaba la cuenta.
La amistad llegó a ser tan intensa que, como homenaje a
don Juan, en su nueva casa de La Moraleja, de extravagante
aire tailandés, Tita instaló un busto suyo que fue
descubierto por Sus Majestades, y muchos malpensaron
que, más que el cariño, fue el interés lo que hizo que la
baronesa tuviera esa idea. Era la única forma que se le
ocurrió para que los Reyes asistieran a la inauguración de su
casa.

LUIS GÓMEZ-ACEBO Y SU LUCHA


CONTRA EL CÁNCER
Con feroz persistencia, la enfermedad va minando
lentamente el organismo de Luis Gómez-Acebo ante la
mirada de impotencia de su mujer y sus hijos. Pero, como le
pasa a algunos seres humanos, Luis se crece en el infortunio
y afronta su dolencia con valentía y generosidad, y decide
publicar un artículo, «Mi lucha contra el cáncer», con el fin
de ayudar a otras personas que pasan por la misma
tragedia que él. Escribe Luis de la naturalidad con que se
habla de su enfermedad en su casa, que su hijo pequeño le
pregunta antes de ir al colegio:
—Papá, ¿cómo está hoy tu cáncer?
Y también manifiesta a su mujer su voluntad de que,
cuando él falte, se instituya un galardón en su nombre para
investigaciones relacionadas con el cáncer linfático.
Sobrevive, sin embargo, al primo hermano de doña Pilar,
Alfonso de Borbón Dampierre, que tanto había conspirado
para ocupar el trono en lugar de don Juan Carlos, y asiste a
su funeral, en las Descalzas Reales, en febrero de 1989.Y
todavía llega a ser el padrino, el 12 de septiembre de 1990,
de la boda de Simoneta, el primero de sus hijos que se casa.
El novio es José Miguel Fernández Sastrón, un chico
educado, inteligente, preparado, nieto de Pepín Fernández,
el fundador de Galerías Preciados, pero sin una gota de
sangre azul. Ha estudiado Derecho, pero su auténtica
vocación es la música, para la que es un genio. Tiene un
estudio en el que compone anuncios para televisión, una
auténtica mina de oro, y bandas sonoras para películas y
series televisivas. Simoneta, que ha abandonado sus
estudios muy pronto, incluso los de Oceanografía que cursó
en Estados Unidos, empieza a trabajar como vendedora en
Cartier en Londres, pero así como Fernández Sastrón trabaja
por méritos propios, es indudable que Cartier, tan vinculado
a la Familia Real española, la ha contratado a ella por su
apellido. Sin embargo, pronto se gana la confianza de la
empresa, ya que es trabajadora, muy creativa y
responsable, y la pasan al departamento de marketing,
donde todavía trabaja en la actualidad. Ha heredado el
carácter de su madre —«No soy simpática por naturaleza»,
admite con lucidez—, y también su cabezonería, y cuando
conoce a José Miguel, sabe que es el hombre de su vida y
decide casarse con él, aunque todavía es muy joven, sólo
tiene veintiún años. Además, toda la familia conoce lo
irreversible de la enfermedad del duque de Badajoz, y, en
lugar de oponerse, aceptan darle esta alegría antes de su
final irremediable.
Contraen matrimonio en la catedral de Palma de
Mallorca, ante mil invitados. Simoneta lleva un traje de Dior
de escote cerrado y polisón y la diadema de perlas y
brillantes de la reina María Cristina con la que se había
casado su madre veintitrés años antes en Portugal. Como
suele suceder y como hemos ido viendo a lo largo de este
libro, las celebraciones de la Familia Real española están
siempre envueltas en problemas protocolarios que deslucen
cualquier ceremonia, y así ocurre también en la boda de la
hija de doña Pilar. En este caso, el origen son unas
fotografías en las que se ve a Simoneta, en las semanas
previas al enlace, en la puerta del Palacio de Oriente con un
lujoso traje de noche y rodeada por una escolta de
alabarderos de la guardia real, un cuerpo que sólo está al
servicio de las reales personas, no estando autorizado
ningún español más a utilizarlo. Otra vez se molesta la
Zarzuela y, para dejar bien clara su posición al respecto,
don Juan Carlos decide «castigar» a su sobrina en el que
tenía que ser su día más feliz. La pareja real resuelve asistir
a la ceremonia religiosa de la boda, y después irse de
inmediato, sin quedarse al banquete. Es de suponer la
lógica desilusión de Simoneta y el disgusto de su madre,
máxime sabiendo la gravedad del estado de su marido y
que seguramente ésta será la última ocasión en que estará
toda la familia junta.
Tampoco gustó a Zarzuela la presencia estelar de los
barones Thyssen en la catedral, ella luciendo numerosas y
aparatosas condecoraciones de dudosa procedencia.
Tan sólo tres meses después, los peores presagios se
confirman. En enero de 1991 el duque tiene una hemorragia
digestiva. Es el principio del fin. Lo internan en la clínica de
la Luz y sólo quiere llevar consigo un librito con las poesías
de san Juan de la Cruz, que en los momentos de dolor físico
terrible le alivian más que la morfina. Los versos del gran
místico son como agua clara:

El pez que del agua sale


aun de alivio no carece
que en la muerte que padece
al fin la muerte le vale.
¿Qué muerte habrá que se iguale
a mi vivir lastimero
pues si más vivo más muero?

Los rostros de sus cinco hijos cruzando la puerta del


hospital acechados por los fotógrafos, que esperan el fin
inminente, abren una brecha de silencio entre todos los
periodistas que estamos allí. Simoneta, embarazada
primeriza, está demudada y apenas puede hablar.
Luis es un hombre tan correcto que todavía tiene ánimos
para reprenderles porque no atienden a los periodistas:
—Fernando, están haciendo su trabajo, debéis respetarlo.
Doña Pilar, enflaquecida y llorosa, se acerca a los
periodistas para decirles:
—Mi marido es un tigre, un valiente, y me siento muy
orgullosa de él, mis hijos tienen un padre estupendo.
Es el tono de las palabras, apasionado y firme, lo que
más impresiona.
La familia se turna para cuidarlo. Una mañana doña Pilar
llega muy apurada, viene del Ayuntamiento, donde el
alcalde, Rodríguez Sahagún, acaba de entregarle la medalla
de Hija Predilecta de Madrid a doña María de Borbón. La
infanta no ha querido faltar a este acto que tanta ilusión le
hacía a su madre, pero nada más acabar vuelve al hospital,
entra, y cuando se dirige a la habitación de su marido se
cruza con una camilla. Llevan en ella a Luis; van a hacerle
una prueba. Se miran intensamente, sin pronunciar palabra.
La infanta confesará luego que con esa mirada se lo dieron
todo. Que había sido un instante profundamente doloroso,
pero también de gran serenidad. Y resumirá su existencia,
con cierto desencanto:
—No volvería a vivir mi vida, ha sido muy duro.
A la clínica van también el barón y la baronesa Thyssen,
ella aparece muy afectada, los duques de Alba, Margot y
Carlos Zurita, que está casi permanentemente de guardia al
lado de su cuñado, don Juan Carlos y doña Sofía, doña María
en su silla de ruedas, y don Juan, ya sin voz pero todavía
resistiendo. José Miguel Fernández Sastrón, su nuevo yerno,
va a menudo dando muestras de su integración en la
familia. Éste, fatídicamente, años después contraería la
misma enfermedad, un linfoma, del que por fortuna sí
puede recuperarse.
Los médicos piden permiso a la familia para intentar una
nueva operación y le extirpan un metro veinte centímetros
de intestino, pero ya no llega a recuperarse y muere apenas
dos semanas después, el 3 de marzo de 1991.Tenía
cincuenta y seis años.
No llega a conocer a su primer nieto, al que ponen de
nombre Luis en su memoria, que nace el 23 de septiembre
de ese mismo año.
Es también el primer bisnieto de don Juan de Borbón.

LA EXPOSICIÓN UNIVERSAL Y LOS


JUEGOS OLÍMPICOS
Cuando Luis Fernández Gómez-Acebo está a punto de
cumplir su primer año, sus bisabuelos, don Juan y doña
María, se citan, como unos novios, en Sevilla. Quieren visitar
juntos la Exposición Universal que, con los Juegos Olímpicos
que se celebran en Barcelona, son los dos ejes de la vida
española en aquel año tan lleno de esperanza y
posibilidades para el país. La infanta doña Pilar
precisamente está en la Olimpiada de Barcelona, adonde ha
acudido como miembro de la Federación Ecuestre. En el
restaurante del hotel Princesa Sofía y en los comedores
habilitados en la ciudad olímpica, así como en diversos
actos, estuve muchas veces junto a ella, ya que yo cubría el
acontecimiento para Televisión Española, y pude advertir
esa mezcla de campechanía y severidad con que trataba a
sus hijos, unos espigados y educadísimos veinteañeros que
no se atrevían a replicar a su augusta madre, pero con la
que se notaba tenían gran complicidad.
En una ocasión vi cómo unos niños le pedían un
autógrafo a la infanta con insistencia, confundiéndola con
alguna persona famosa. Por fin ésta garrapateó su firma en
un papel que se quedaron mirando los niños con extrañeza,
preguntándose:
—Pero, esta mujer, ¿quién es?
A lo que uno de los hijos de doña Pilar contestó:
—¡La reina de Swazilandia!
Ganándose un capón de su madre, que no pudo evitar,
de todas formas, que se le escapara una carcajada.
La infanta se movía en el ambiente deportivo con
perfecta desenvoltura, como una deportista más, y, según
comentó a sus íntimos, fue la primera ocupación que la
distrajo realmente desde la muerte de su marido. Llamó
tanto la atención su actitud participativa que dos años
después fue elegida presidenta de la Federación Ecuestre
Internacional, siendo su labor tan meritoria que mereció una
condecoración que puede lucir al lado de las que le
concedió Oliveira Salazar en sus años juveniles en Portugal.
Como a tantas otras personas antes que a mí, me
sorprendió la elegancia innata de sus actitudes y su figura,
a pesar de no ir vestida como una maniquí, ni muchísimo
menos, su atuendo habitual era una especie de blusón de
color beige, una falda pantalón muy amplia y unos cómodos
(y algo viejos) mocasines.
En todo el tiempo que duraron los juegos, yo
personalmente apenas la vi compartir mesa y mantel con su
hermano, cuñada y sobrinos, de quienes sí fueron
inseparables la inevitable familia del ex rey Constantino de
Grecia.
Fue, quizás, para no coincidir con sus hijos, por lo que
don Juan eligió la Expo en lugar de los Juegos Olímpicos, y
llega a Sevilla desde Cartagena en compañía de Alfonso
Ussía, quien explicó después que el conde de Barcelona,
durante esta travesía, no hacía más que contemplar el mar
musitando:
—Qué hermoso, qué inmensamente hermoso.
Como si estuviera despidiéndose para siempre de lo que
había sido para él refugio y amparo durante toda su vida.
Los últimos meses han sido duros: el día de su setenta y
nueve cumpleaños, el 20 de junio, su nieto Felipe, el
heredero de la Corona, no ha estado a su lado y no le ha
dado ninguna justificación. Se sospecha que pudo estar con
su novia Isabel Sartorius y no lo dice porque sabe que esta
relación no gusta ni a don Juan ni a su madre. Pero lo peor
fue que su hijo Juan Carlos tampoco lo visitó en el que sería
su último aniversario, pero por motivos que por desgracia
para él se harían públicos. El Rey se había ausentado de
España, sin el preceptivo aviso al Gobierno, para un asunto
particular. Éste, según se supo después, era acompañar a su
amiga Marta Gayá en un tratamiento por depresión que
estaba siguiendo en Suiza. El escándalo que se armó en los
periódicos fue el primero en el que se vieron involucrados
miembros de la Familia Real, a quienes se trató como si
fueran personas «normales».

MARIO CONDE
Pero estamos en agosto, en Sevilla, y con un calor de
cuarenta y cinco grados. Doña María y don Juan comen
juntos un par de veces, y después él remonta con su
querido Giralda el Guadalquivir porque quiere pasar unos
días en la cercana finca de Mario Conde, Los Carrizos.
Conde, en aquellos días, es el máximo exponente de la
beautifulpeople, el rey de los banqueros y los millonarios, el
hombre más admirado del país. Pertenece al círculo íntimo
del Rey y ha entablado una estrecha amistad con su padre,
que se encuentra cada vez más solo, más apático e
indiferente a todo. A don Juan ya no le divierten ni Marbella,
ni los chistes de Marujita Díaz, ni las coplas de Lola Flores,
aunque la belleza de las mujeres le seguirá emocionando
hasta el último suspiro. En sus momentos de hondo
desaliento se sincera con sus amigos:
—Me siento profundamente cansado... llego a ver como
una liberación el día que suelte todas mis ataduras...
Y se aferra al cariño de Mario Conde como antes se
aferraba al de los Thyssen. Dice quererlo como a un hijo —
siempre buscando a Alfonsito— y que sólo se divierte
cuando está con él.
Frente a Los Carrizos sirven un aperitivo en la cubierta
del barco, tortilla de patatas, boquerones, chanquetes
recién fritos, quisquillas y albóndigas caseras.
Distraídamente, don Juan coge una y, de repente, siente
como un punzón de hielo en la garganta. Se ahoga, intenta
toser, se congestiona, le golpean la espalda, le cruzan los
brazos por detrás, y finalmente expulsa el trozo de carne.
Presa de un terrible agotamiento se tumba en el camarote,
pero el dolor en la garganta no cede, es como una herida
abierta. El mal terrible está de nuevo allí, agarrado a su
garganta, y esta vez no va a moverse.
Es llevado urgentemente a la clínica de Navarra, donde
lo atiende el doctor Tapia. Todos saben que su estado es
irreversible y que aguantará lo que aguante su viejo
corazón.
El también lo sabe, pero recuerda un último y penoso
deber, le falta la postrera estación de su calvario: traer al
hijo que le arrebató la muerte. Vuelve a pronunciar el
nombre de su adorado Alfonsito para pedir a don Juan
Carlos que traigan su cuerpo a descansar a un país que no
le vio nacer ni morir, pero que es el suyo. Aunque antes
tiene que vencer la resistencia de doña María, que no quiere
mover a su niño, que está en Cascais, en un cementerio
modesto, pero frente al mar que tanto amaba.
Pero los infantes de España deben ser enterrados en El
Escorial. Don Juan va de Pamplona a Madrid
desobedeciendo a sus médicos. El féretro de su hijo, de
palosanto con incrustaciones en plata, es velado toda la
noche por un destacamento de la guardia real.
A su alrededor se agrupa lo que queda de su familia, rota
irreparablemente el día del disparo fatal. Doña Pilar, que fue
la única que lo oyó y que no ha podido olvidarlo nunca, está
con sus hijos Simoneta y Bruno; doña Margarita, que
recuerda a su compañero inseparable, que le enseñaba el
nombre de las flores, solloza en silencio, nadie ha venido a
llenar el vacío que dejó. Don Juan Carlos no ha podido
superar nunca totalmente aquella tarde lluviosa en Estoril.
Doña María, que todas las noches sueña con la voz de su
hijo, «¡El afiladog, el afiladogl», aún tiene presencia de
ánimo para decirle a su marido, tronchado de dolor:
—Juan, ya estamos todos juntos en nuestra patria.
A don Juan sólo le queda contar los días que le faltan
para reunirse otra vez con su hijo, para navegar los dos por
el cielo.
Vuelve de nuevo a la clínica universitaria de Pamplona,
donde cuenta con la inestimable ayuda de Rocío Ussía, su
mano derecha, sus muletas, su apoyo, que no se separará
de él en ningún momento. Lo visita Mario Conde con
frecuencia, atendiendo a las súplicas del Rey:
—Vete a verlo cuando puedas porque no para de
preguntar por ti, no quiere ver ni al príncipe, ni a la Reina ni
a las infantas; sabe que se está muriendo y no deja de
repetir que venga Mario.
Es triste constatar que los últimos afectos de don Juan
fueran para alguien que acababa de conocer, cuando tantas
personas le habían servido fielmente a lo largo de toda su
vida, quizás algo de razón tienen los que hablan de la
«ingratitud de los Borbones». Aunque también es
sintomático que don Juan prefiera la compañía de un
desconocido a la de sus propios hijos, quizás ha llegado a
creer que si Alfonsito hubiera podido hacerse mayor, se
hubiera convertido en este hombre alegre, cariñoso y listo,
la imagen que ofrece Mario Conde. Cuando todo lo demás le
ha fallado, cuando lo cercan la ingratitud y la traición, don
Juan no puede dejar de pensar en lo que hubiera pasado si
hubiera tenido a su lado a su hijo pequeño para defenderlo.
Es curioso de todas formas que, de los ocho legados
materiales que dejó a modo de recuerdo para sus mejores
amigos, no figurara ninguno para Mario Conde, lo que hace
sospechar que quizás al final la amistad terminó por
enfriarse.
Lo visita también el príncipe Felipe, que acaba de romper
su tormentosa relación con Isabel Sartorius, según algunos
por consejo de su abuelo, quien, al parecer, le hace
prometer que se casará con una persona de sangre real o
adecuada. También doña María, pese a las dificultades de
desplazamiento, acude en varias ocasiones. Sus hijos van
cada semana y don Juan Carlos al final se queda
permanentemente a su lado. En todo momento, don Juan
recibe de pie a las visitas y las acompaña hasta el ascensor
con perfecta cortesía. Y, si no, habla constantemente por
teléfono con sus familiares, mejor dicho escucha, ya que él
apenas puede emitir palabra. Años después se demostraría
que el teléfono estaba siendo intervenido inexplicablemente
por el Cesid (Centro Superior de Información de la Defensa)
comandado entonces por Manglano. Copias de esas cintas
recorrieron las redacciones y muchos periodistas recuerdan
las expresiones de cariño de don Juan Carlos a sus hijos
desde la habitación de su padre, llamando «Felipón» al
príncipe y riñendo a Elena porque no había ido al médico a
tratarse de una lesión que se había hecho montando a
caballo.

LA MUERTE DE DON JUAN


Los meses pasan y el viejo corazón sigue aguantando.
Don Juan pasea por la clínica, y juega al mus y a la brisca
con sus médicos, sobre todo con el doctor García Tapia.
Éste, por una fatal casualidad, ha muerto en el momento de
redactar este pasaje del libro, julio 2006, y a su entierro no
ha acudido ningún otro miembro de la Familia Real que la
infanta doña Pilar, muy afectada recordando aquellos
horrorosos días en Pamplona y la ayuda inestimable del
médico, que sonreía cuando don Juan bromeaba con las
enfermeras, sobre todo si eran guapas, ¡pero es que para
don Juan todas eran guapas!
Todavía tiene fuerzas don Juan para dejar la clínica dos
días en Navidad e ir a pasarlos con su familia, todavía tiene
fuerzas para enfundarse en su traje de almirante y posar
para una foto frente a un cuadro de su hijo, un testimonio
dramático de cómo se va yendo un hombre.
Vuelve a Pamplona. El invierno termina y, al principio de
la primavera, el doctor Zurita llama uno a uno a los
miembros de la familia, a las personas de su confianza, a los
pocos consejeros que le quedan, a sus servidores, para
decirles que se acaba, que ya pueden ir a despedirse. Don
Juan confiesa, comulga y recibe la extremaunción. Entra en
coma.
En el momento de expirar, el 1 de abril de 1993, a las
tres de la tarde, están al lado de su cama sus tres hijos, su
nuera Sofía, el doctor Carlos Zurita, que ha abandonado sus
ocupaciones para cuidar de su suegro, y el jefe de su Casa,
el duque de Alburquerque.
Lo entierran en el Panteón de los Reyes, en El Escorial,
rindiéndole los honores que cicateramente le han regateado
toda su vida. Será por fin Juan III, en una fría losa de
mármol, sueltas ya todas sus ataduras. Don Juan Carlos
explica entre risas y lágrimas:
—Llegué a temer que me dijera de incinerarlo y echar
sus cenizas al mar, porque los entierros en tierra le parecían
tristes, y yo le decía, pero, papá, ¡que tampoco a los
muertos se los lleva a los toros!
Doña María conduce su silla de ruedas frente al féretro
del que fue su compañero durante cincuenta y ocho años y,
sintiéndose impotente al no poder ponerse de rodillas, se
cubre la cara con las manos y se echa a llorar. Hay lágrimas
en todos los rostros mientras suena el Oficio de Difuntos de
Tomás Luis de Victoria.
La Reina, habitualmente impasible, coge a su marido por
el hombro, que solloza ya rotas las amarras de la
autodisciplina y la contención, y llora con él y quizás por él.
Un año después se le dedica a don Juan de Borbón su
primer homenaje público, pero ¡en Portugal! Mario Soares,
el presidente socialista, decide ponerle el nombre de
Avenida do Conde de Barcelona a una calle nueva de Estoril,
muy cerca del Club de Golf. Doña María se siente algo
molesta, porque ella también ha vivido y ha querido a
Portugal, pero la voluntad popular puede más que los
homenajes oficiales y, hoy día, una mano anónima, debajo
de la placa de la Avenida do Conde de Barcelona, ha escrito:
«y de la condesa».
Cuatro años después se inaugura un busto de don Juan,
también en Monte Estoril. El Rey decide enviar en
representación suya a su hermana Margot. Éste será el
primer acto presidido por la duquesa de Soria en memoria
de su padre. Doña Margarita es, de los tres hermanos, la
que sigue más vinculada a Portugal, tiene casa allí y sus
hijos, Alfonso y María, pasaron sus veraneos de infancia en
la costa portuguesa y hablan portugués, aunque no tan bien
como ella. Cuando llega la hora de inaugurar el monumento,
la infanta pregunta con cierto nerviosismo a sus amigos que
qué es mejor, decir el discurso en español o en portugués, a
lo que ellos responden que en portugués, naturalmente. La
infanta saca las cuartillas escritas en Braille de su bolso y
pasando las manos por encima, lee su discurso en perfecto
portugués.
El acto fue sencillo y emocionante, lo que no evita que el
busto sea muy feo, con un moderno pie de metacrilato que
parece un plato sopero, a diferencia de la espléndida
escultura que, por suscripción popular convocada por ABC,
le erigió Víctor Ochoa en la plaza de Madrid.
Después del homenaje, la infanta, siguiendo su
inveterada costumbre, se va al mercado gitano de
Cacabelos a comprar ropa interior para toda su familia,
incluido el Rey.
Las dos hermanas de don Juan Carlos afrontan la muerte
de su padre de distinta manera, aunque con idéntico dolor,
claro está. Pero Margarita tiene a su marido que se desvive
por ella; Carlos Zurita admira sinceramente a su mujer, se
extasía ante su carácter y manifiesta:
—Mi mujer lleva en sí misma la alegría de vivir. Es
totalmente dichosa, no necesita nada más que lo que tiene.
Ella me ha hecho mejor.
Ambos han educado a sus hijos con sencillez espartana.
Alfonso, el mayor, tenía que ganarse el dinero de bolsillo
con los trabajos que hacía en verano. En Portugal se empicó
de albañil en la urbanización donde sus padres tenían la
casa, y trabajó de socorrista e incluso limpiando piscinas.
Después se fue a estudiar a Inglaterra, pero siempre
continuó muy apegado a su madre, como su hermana
María. La situación de la familia es desahogada. Carlos
Zurita no sólo es una eminencia en su profesión, académico
de la Real Academia de Medicina y galardonado con la Cruz
de Alfonso X el Sabio, sino que además está empezando a
despuntar en algunos consejos de Administración, como en
Seguros La Estrella, empresa de la que llegará a ser
presidente, Abertis o el Banco Vitalicio, tarea que le
proporciona suculentas dietas pero también problemas
importantes, como veremos más adelante. También sucede
a su cuñado como presidente de Los Amigos del Museo del
Prado.
La infanta ha sabido llenar su propio tiempo con
ocupaciones que la colman de satisfacción. En 1989 se crea
la Fundación Cultural Duques de Soria, auspiciada por la
Junta de Castilla y León, con sede central en el magnífico
convento de la Merced de Soria. El fin de la fundación es
difundir la cultura española mediante diversas iniciativas de
tipo académico, y la infanta se entrega a este trabajo con el
mismo entusiasmo que pone en todas sus cosas, lo que la
obliga a asistir a reuniones, presidir actos, dar su opinión
sobre las decisiones de la fundación y pronunciar discursos;
uno de los más celebrados tiene lugar en la apertura del
curso en la Universidad de Salamanca y en él la infanta
habla de la importancia de las lenguas clásicas como
elemento básico para el florecimiento de la cultura. La
infanta lo había escrito personalmente en Braille.
Finalmente, y en reconocimiento por su gran labor, es
nombrada Doctor Honoris Causa de la Universidad Miguel
Hernández, ella, que tantos esfuerzos había tenido que
hacer para terminar el bachillerato. Porque no vivía ya su
abuelo, si no le hubiera dicho lo mismo que al estudioso
Gonzalito:
—¡No se veía una cosa así en la familia desde Alfonso X
el Sabio!
La posición de la infanta Pilar es más dramática, ya que
no sólo ha muerto su padre, sino también su marido. La
enfermedad de Luis les ha costado casi todo su patrimonio,
y, además, está endeudada: su marido avaló un crédito
bancario a un amigo, por valor de siete millones de pesetas,
para que abriera un restaurante en Palma, el amigo quebró
y doña Pilar tiene que hacer frente al pago. Como el
préstamo lo había concedido Banesto, la infanta le pide
auxilio a su cuñado, quien le dice, con una falta de
consideración pasmosa, que él no puede intervenir, que
estaría mal visto, que intente hablar con el director de la
sucursal solicitando que le alarguen los plazos...
Desesperada, doña Pilar acude, quizás por primera vez, a su
hermano el Rey, que llama a Mario Conde, en aquel
momento en la presidencia del banco y le dice:
—Oye, a ver si se puede solucionar eso, es que mi
hermana no tiene un duro.
Conde le contesta que eso está arreglado, naturalmente.
Le da a la infanta un cargo en la Fundación Banesto, un
despachito que nunca utilizará, y el sueldo que le pagan
sirve para cubrir el principal y los intereses en el tiempo que
dura el crédito.
También se comenta en diversas publicaciones que
Conde ha pagado las facturas de don Juan en la clínica de
Navarra, información que él no desmiente. Sin embargo,
Alfonso Ussía da cuenta públicamente, y céntimo a céntimo,
de que las facturas fueron pagadas con fondos del propio
conde de Barcelona. Mario Conde manifestó entonces que él
no lo había desmentido por una cuestión de pudor (sic).
Los barones Thyssen nombran a la viuda de su gran
amigo Luis miembro del patronato del Museo Thyssen, y ella
se ocupa de reclutar un equipo de voluntarios para poner el
museo al alcance de aquellos colectivos que
tradicionalmente no acuden a este tipo de manifestaciones
culturales. Tita sabe que sin Luis y, luego, con la muerte de
su propio marido, el barón, se ha que dado desguarnecida y
sin su mejor apoyo para introducirse en la Familia Real, pero
quiere seguir vinculada a la duquesa de Badajoz, que, si
bien la convoca con correcta cortesía a todas sus
celebraciones familiares, no hará ningún esfuerzo para que
esta relación vaya más allá, como se pone en evidencia de
forma pública y notoria en la boda del príncipe Felipe, a la
que la mujer que ha traído a nuestro país la colección de
arte privada más importante del mundo no es invitada.
Con esta tremenda humillación Carmen Cervera toma
conciencia de que todos sus esfuerzos han sido en vano. Y
tira la toalla, y se resigna a la idea de que ni ella ni su hijo
van a formar nunca parte de los amigos de la Casa (como
llaman al círculo que rodea a Sus Majestades) y se vuelca de
lleno en su vida particular, emprendiendo largas travesías
con su fabuloso barco con la única compañía de una docena
de personas de la tripulación y su gran amigo Javier Ibáñez,
y adoptando dos niñas gemelas en Estados Unidos. Y
dedicándose a la defensa de los árboles y los animales,
afición que curiosamente comparte con doña Sofía.
Doña Pilar también figura como miembro honorífico en
varias entidades de tipo cultural y no realiza ninguna
actividad laboral, al menos de forma evidente. Por eso
resulta asombroso que, cuando se levanta una punta del
velo que cubre los asuntos particulares de los miembros de
la Familia Real, doña Pilar de Borbón, que en el año 1991, a
la muerte de su marido, «no tenía un duro», como decía su
hermano, mejor dicho, tenía «menos» siete millones de
pesetas, pues adeudaba esta cantidad de dinero, figure a la
cabeza de un importante grupo financiero. La infanta
preside una sociedad de inversión mobiliaria constituida en
el año 2000 con un capital de más de cuatro millones de
euros, Labiernag 2000 S. A., con una cartera tan envidiable
como Coca-cola, Acerinox, Banco Popular o Microsoft, y así
hasta treinta empresas, que le ha rendido en sólo el primer
trimestre de este año 104.000 euros. También es consejera
y administradora única de Labiernag S. L., y San Jacobo S.
L., y consejera de diversas compañías: Plus Ultra de
Seguros, Plus Ultra Vida, Aviva Vida, la agencia de viajes
Boga S. L., Vendóme, Cartier y Sothebys, entre otras.
La única explicación es que doña Pilar hubiera
multiplicado de una forma sorprendente la pequeña
herencia que recibió de su padre.
O quizás es que ésta no era tan pequeña.
Todas estas actividades ocupan su tiempo, sobre todo
sus viajes y desplazamientos como presidenta de la
Federación Hípica Internacional. Doña Pilar parece
rejuvenecer, muestra una energía admirable, sale mucho y
acude a diversos actos sociales. Durante un tiempo incluso
se rumorea que mantiene una relación especial de amistad
con un importante empresario, cosa que nunca llegó a
confirmarse, pero que, si fue verdad, acabó, ya que éste ha
emprendido nuevas y públicas devociones.
En su momento, el Rey, quizás con buen criterio, no
mueve un dedo para que la infanta pueda salvar su sencilla
casa de Mallorca por un pequeño problema urbanístico —ha
levantado un piso de más—, aunque la verdad es que
tampoco se lo pide, y doña Pilar y sus hijos tienen que ver
cómo la piqueta arrasa un lugar en el que tan feliz ha sido la
familia durante muchos años.
Entre las ruinas se encontraron hasta objetos de los
chicos, de cuando eran pequeños.
Claro que como sus asuntos económicos marchan mejor
entonces, la infanta se compra una casa en el elegante
municipio de Calviá, muy cerca de la que tenía el príncipe
georgiano Tchokotua, amigo del Rey. Su vida en Mallorca, de
todas formas, continúa siendo tan sencilla como siempre.
Los palmesanos están acostumbrados a verla en el mercado
de Santa Catalina tres días a la semana, ella sola, sin
personas de servicio y sin escolta, haciendo cola como todo
el mundo.
Lo que sí es cierto es que su relación con su hermana
Mar garita y Carlos sigue siendo cordial aunque tampoco
demasiado estrecha, y con don Juan Carlos y doña Sofía
continúa la tónica de desapego que ha tenido siempre. Con
una sola excepción: el 4 de enero del año 2002, en el
entierro de su madre.

LA MUERTE DE DOÑA MARÍA


Doña María, Majestad en Estoril, Señora en Madrid,
siempre María la Brava, muere mientras dormía la siesta, de
un ataque al corazón, el 2 de enero, en la residencia real La
Mareta, en Lanzarote, donde estaba pasando el fin de año
con toda su familia. Ella misma le había pedido a don Juan
Carlos que celebrasen las Navidades allí para estar con
todos sus hijos y nietos, ya que no los veía casi nunca.
También quería acercar a los tres hermanos, sus tres hijos,
hacer que con la convivencia se aliviaran las tensiones que
existían entre ellos. Además, con este viaje se pretendía
apartar al príncipe Felipe de la que era su novia entonces, la
modelo noruega Eva Sannum, a la que doña Sofía no podía
ver ni en pintura. Precisamente es éste el que tiene que
organizar el traslado del cadáver y la organización del
funeral, ya que su padre y sus tías están demasiado
afectados.
Doña María es enterrada con honores de reina en El
Escorial, junto a su marido, muy cerca ambos de ese hijo
por el que sufrieron el dolor más grande, los tres juntos ya
para siempre. Durante la ceremonia, los duques de Soria,
profundamente apenados, se mantienen mano con mano.
Carlos de vez en cuando acaricia el rostro de su mujer
bañado en lágrimas. La reina doña Sofía se coge con fuerza
del brazo de don Juan Carlos como protegiéndole. Los nietos
están todos juntos, en segundo plano. Doña Pilar,
totalmente enlutada, permanece sola, erguida, mirando
fijamente el féretro de su madre, su último lazo con el
pasado. Su presencia austera, su gesto contenido, severo y
grave y su grandiosa soledad imponen y, al mismo tiempo,
resultan conmovedores. Finalmente su hermano la mira y
tiene uno de esos detalles espontáneos que constituyen su
mejor patrimonio: con suavidad se desprende del brazo de
su mujer, se acerca a su hermana y, en un gesto lleno de
ternura, coge su mano, como en Roma, como en Lausana,
como en Estoril y en todos los escenarios de su infancia, y
así abandonan la ceremonia.
Los hijos de doña Margarita siguen solteros, Alfonso,
licenciado en Ciencias Políticas, reside en el extranjero, y
María, que tiene la misma facilidad para los idiomas que su
madre y ha estudiado lenguas extranjeras, trabaja en una
empresa dedicada a la traducción montada por dos amigas
suyas. Estuvo muy enamorada del diseñador Javier
Larraínzar, sufrió mucho cuando éste la dejó y sólo salió
adelante gracias al apoyo incondicional de sus padres. Hay
que señalar que aunque los tres hermanos Borbón, Juan
Carlos, Pilar y Margarita, tienen sus diferencias entre ellos,
han sabido crear un núcleo familiar en el que los primos se
sienten muy a gusto.
Los hijos de doña Pilar empiezan a casarse con chicas de
familias impecables, pero que no son de la aristocracia.
Bruno con Bárbara Cano, Beltrán con Laura Ponte, y el
pequeño, Fernando, el que más preocupa a su madre a
causa de una salud delicada que le obliga a ingresar un
tiempo en la Clínica Ruber, con Mónica Fernán Luque.
La infanta, más segura de sí misma que nunca, empieza
a abandonar su habitual línea de discreto conformismo y se
atreve incluso a algún acto de rebeldía, como protestar en
público el 4 de junio de 2003 porque el jurado del premio
Príncipe de Asturias de deportes se reúna para deliberar
precisamente el mismo día en que hay sesión en el Comité
Olímpico Internacional, y también manifiesta su disgusto
porque el presidente del COI, Echevarría, no ha sido invitado
al acto (cuando sí lo ha sido Iñaki Urdangarín, por ejemplo,
quien sólo lleva un año como miembro del comité).También
da respuestas algo desabridas a los periodistas que le
preguntan, por ejemplo, cómo fue el treinta y ocho
cumpleaños de su sobrino Felipe: «¡No sé cómo lo celebró!
¡A mí no me invitaron!». Y si le inquieren sobre los parecidos
de doña Leonor, la nieta de los Reyes, doña Pilar contesta
algo así como, «¡Yo qué sé!», es de suponer que algo
molesta ya que ella misma tiene siete nietos.
Pero todavía hay un acto definitivo en su vida, un desafío
trascendental que abrirá una grieta irreparable no
solamente entre su hermano y ella, sino también con la
pacífica Margot. A pesar de los deseos de doña María, las
tensiones entre los tres hermanos no solamente no van a
arreglarse, sino que seguramente se convertirán en
montañas inexpugnables.

UN COMPROMISO MAL VISTO.


JAVIER DE LA ROSA
En mayo del año 2006, los periódicos se hacen eco de
una noticia sorprendente: la infanta doña Pilar de Borbón, la
hermana del Rey, será consuegra del financiero delincuente
(ha sido condenado ya en varias causas) Javier de la Rosa.
El noviazgo entre el hijo mayor y único soltero de doña Pilar,
Juan, y Gabriela de la Rosa se hace oficial al aparecer ambos
junto a los otros hijos de la duquesa de Badajoz y sus
cónyuges con motivo del homenaje que el Ayuntamiento de
Madrid ofrece a la infanta para agradecerle su apoyo a la
candidatura olímpica de la capital de España. Esta cena
también es una despedida, ya que la infanta ha abandonado
pocos meses antes su cargo de presidenta de la Federación
Internacional de Hípica. Se echa en falta en este homenaje,
en que el alcalde impone a doña Pilar la medalla de oro y
brillantes del Club de Campo, a Sus Majestades los Reyes,
aunque sí asiste la infanta doña Elena con su marido Jaime
de Marichalar. Tampoco acuden los duques de Soria ni
ninguno de sus hijos.
Gabriela, de sorprendente parecido con su padre, está
muy elegante con un traje pantalón de color negro y una
blusa blanca y se mantiene en un segundo plano, como está
acostumbrada a hacer en estas circunstancias, muy
nerviosa, jugueteando con su teléfono móvil. Doña Pilar la
llama expresamente para que pose junto a ella y sus hijos
en la foto oficial, ante la sonrisa satisfecha de su
primogénito Juan, lo que es considerado como una
confirmación del noviazgo. Los duques de Lugo, sin
embargo, no aparecen en la foto colectiva, aunque sí posan
a solas con su tía.
Es un noviazgo largo y controvertido, que ha durado, por
lo menos, cuatro años. En realidad, la pareja ya había
recibido en la intimidad, aunque a regañadientes, la
aprobación familiar desde hacía tiempo: a diferencia del de
la baronesa Thyssen, el nombre de Gabriela sí figuraba en la
lista oficial que la Casa Real proporcionó a los medios de
comunicación con motivo de la boda del príncipe Felipe con
doña Letizia Ortiz hace dos años, una boda, por cierto, que
tanto Mario Conde como Javier de la Rosa tuvieron que ver
desde los respectivos módulos que ocupaban en la cárcel.
Sitúan a la pareja en la segunda fila en la iglesia y en una
de las mesas principales, donde se sientan con Simoneta y
su marido, José Miguel Fernández Sastrón, su prima María
Zurita, y el ayudante de campo de don Felipe, Pedro
Vázquez de Prada.
Fue un desacierto esta ubicación, y esta comida tuvo que
ser forzosamente muy violenta tanto para Gabriela como
para María Zurita, la hija menor de los duques de Soria. En
2003, apenas cinco meses antes de que se celebrase la
boda del Príncipe de Asturias, Javier de la Rosa utilizó a su
amigo, el corrupto juez Pascual Estevill, en su estrategia
para presionar a la Corona. Esta vez eligió como objetivo a
Carlos Zurita, el cuñado del Rey, el padre de María, al que
acusó de un gravísimo fraude. Zurita, como consejero del
Banco Vitalicio, aseguradora del Banco Central Hispano, era
responsable de las facturas de IVA falsas que había firmado
el BCH para defraudar a Hacienda.
La conmoción en el hogar de la infanta fue terrible. Toda
una vida de rectitud y constantes desvelos para ser fieles a
una línea de austeridad y honradez, se venían abajo por el
chantaje de un sinvergüenza que quería destruir al Rey
destruyéndolos a ellos. Fueron unos meses llenos de
zozobra, y Pascual Estevill sólo aceptó exonerar al cuñado
del Rey a cambio de un soborno de trescientos millones de
pesetas que le pagó personalmente José María Amusátegui,
presidente del BCH, en la casa de Maciá Alavedra, delante
de unas bandejas de comida servidas por el cátering
deVilaplana. La apacible vida del matrimonio Zurita se vio
sacudida por estos acontecimientos, que causaron una
tremenda angustia en la infanta, ya muy preocupada por el
asunto del «tío Manfredo» del que hablábamos en páginas
anteriores. Esto puede explicar que años después no
asistieran al homenaje que el Ayuntamiento de Madrid le
organizó a doña Pilar, sabiendo que se iba a hacer oficial el
noviazgo de Juan y Gabriela.
Y también es muy probable que a María Zurita no le
hiciera ninguna gracia sentarse en la misma mesa que la
hija de quien estuvo a punto de meter en la cárcel a su
padre.
Esta circunstancia no afecta ni a Gabriela ni a Juan, que
también acuden, claro está, a las bodas de los hermanos de
él, Beltrán y Fernando, a las que asisten también los Reyes y
los duques de Soria, aunque no se les logra fotografiar
nunca juntos. Ella sabe que en esos momentos debe
ausentarse.
En septiembre del año 2005 se casa en Sevilla el
hermano mayor de Gabriela, Javier, con Mencía Roca
deTogores, hija de los condes de Luna, quien sonó hace
unos años como posible novia del príncipe Felipe. A esta
boda de campanillas, con invitados tan importantes como
Juan Abelló, el marqués de Valencina, los Osborne y el
íntimo amigo del novio, Joan Laporta, presidente del Banja,
asiste por parte de la novia don Jaime de Marichalar,
aunque no doña Elena. Javier de la Rosa no acude, aunque
sí lo hace su mujer, Mercedes Misol, a la que se ve departir
largo rato con el duque de Lugo.
Pero, ¿quién es Gabriela de la Rosa Misol? Es la hija
menor de Javier de la Rosa Martí y de su mujer, Mercedes.
Tiene dos hermanos, Javier, que estudió Ciencias
Económicas, y Mercedes, periodista y experta en márketing.
Tiene treinta y un años, es abogada y estudió la carrera
en Navarra, ya que, cuando tuvo edad de cursar estudios
universitarios, De la Rosa estaba ya inmerso en sus
problemas judiciales, y su madre no quiso que le pasara lo
mismo que a Javier, que tuvo que pegarse en Barcelona en
numerosas ocasiones con sus compañeros de facultad para
defender el nombre de su padre e incluso tuvo que ser
atendido por lesiones en urgencias. Recordemos que uno de
los casos en los que estuvo implicado el financiero fue la
descapitalización de Grand Tibidabo, en la que nueve mil
pequeños accionistas se quedaron en la ruina por culpa de
su gestión.
Un contraste brutal con la época de esplendor por la que
pasó la familia, cuando Javier de la Rosa era el
representante en España del importante grupo de inversión
kuwaití KIO). La familia vivía en un ático de quinientos
metros cuadrados en el edificio más caro de Barcelona,
tenía una casa en Baqueira al lado de la del Rey y su
helicóptero era el único, aparte del de Su Majestad, con
permiso para cruzar los cielos araneses. Javier, el hermano
mayor, invitaba a sus amigos a esquiar y repartía decenas
de forfaits (pases de esquí por valor entonces de seis mil
pesetas) como si fueran caramelos. Además disfrutaban de
una casa de tres plantas en Cadaqués, un fabuloso chalet
en Ibiza, y el yate Blue Legend, por el que se pagaron,
entonces, dos mil millones de pesetas. La colección de
relojes de Javier de la Rosa era una de las más importantes
del mundo y competía con la de nuestro Rey, también muy
destacada, con ejemplares únicos como el Historia Gráfica,
de Pateck Philippe, el Tourbillon, de Gerald Gentajaegger le
Coultre,Vacheron Constantin o Swarz Etienne valorados en
miles de millones de pesetas.
Dicen que el hermano mayor se parece a su padre y las
chicas han salido a Mercedes, la madre. Una mujer con un
carácter parecido al de doña Pilar, con una lealtad a prueba
de bomba, que si bien compartió los momentos de
esplendor del financiero, ahora es también su principal
apoyo en los de calvario, y que lucha como una leona para
demostrar su inocencia. ¿Su tesis? La misma que defienden
los hijos. Que Javierín, como lo llama su familia, es un
buenazo y que todo el mundo se ha aprovechado de él.
Javier de la Rosa fue condenado por un delito de apropiación
indebida y falsedad documental, ha pasado por la cárcel en
diversas ocasiones, tiene varias causas pendientes y en la
actualidad está en régimen abierto.
El último capítulo —de momento— tuvo lugar en la
primavera de 2006 en la Audiencia Nacional: De la Rosa
insistió en que el Rey autorizó un «pago de guerra», en
concreto la cantidad de setenta y cinco millones de euros,
para liberar Kuwait. De la Rosa hizo estas afirmaciones a
instancias de su defensa, es decir, de su hija Gabriela, en el
juicio por las piezas del caso KIO relativas a diversas
operaciones en las que, presuntamente, desvió fondos por
valor de trescientos setenta y cinco millones de euros en
provecho propio. De la Rosa llegó a falsificar cartas con el
membrete de la Casa Real para apoyar sus manejos. Por
esta causa ha sido condenado únicamente a cinco años de
prisión cuando el fiscal pedía treinta y ocho.
Así pues, la unión de una hija de Javier de la Rosa con un
sobrino del Rey recuerda un poco los enfrentamientos entre
Capuletos y Montescos en la Verona de Shakespeare. Y si
tardó tanto en hacerse oficial, fue por lo políticamente
incorrecto de estas relaciones. Juan, hijo mayor de doña
Pilar y heredero del único título nobiliario que poseía su
padre, el vizcondado de la Torre, es un chico algo
introvertido, que sufrió mucho cuando falleció aquél. Él
tenía entonces veintiún años. Cuando empezó a salir con
Gabriela, doña Pilar tardó en enterarse y cuando lo hizo,
tardó en decir que se había enterado. Además, Gabriela,
que es abogada y ejerce en Madrid en un importante
despacho penalista, participa en la defensa de su padre,
apoya la teoría de la conspiración, y es filmada y
fotografiada a su lado en cada comparecencia del
empresario ante la justicia. Sin embargo, poco a poco se ha
ido ganando el aprecio de su suegra y sus cuñados, es
discreta, nunca habla de los asuntos de su padre con su
familia política, y es totalmente reacia a los medios de
comunicación, a los que culpa, en buena parte, de la
situación familiar. Además, todos saben que Juan está
enamorado de ella y decidido a casarse pese a quien pese.
La célebre cabezonería de los Borbones.
El tren de vida de la que será familia política de doña
Pilar no ha variado demasiado, ya que siguen viviendo en el
mismo piso, siguen teniendo su casa de Cadaqués y un
barco, aunque «sólo» de doce metros, al que tal vez
invitarán a su consuegra. De la Rosa, que tiene sesenta
años, se mueve por Barcelona en un pequeño Smart,
conducido por su chofer y guardaespaldas, en el que cabe a
duras penas, ya que ha engordado mucho. Se le suele ver
tomando tapas en el restaurante José Luis, discutiendo
grandes operaciones, auténticas o imaginarias, a gritos, por
el teléfono móvil. Todos los domingos acude la familia al
completo a la iglesia de San Odón, casualmente la misma a
la que va la infanta Cristina. Cuando se encuentran, fingen
no verse.
La boda era inminente hasta las últimas declaraciones
ante la justicia de Javier de la Rosa. Ahora, en el momento
en que redacto estas líneas, no se sabe lo que pasará,
aunque es bastante sintomático que en la revista oficial de
la nobleza, ¡Hola!, que consulta directamente con la Casa
Real todas las noticias que le atañen, y que tanto teme
disgustar a doña Sofía, no haya salido publicada ni una foto,
ni una mención de Gabriela. Resulta algo incongruente que
al homenaje de doña Pilar que mencionábamos más arriba
le dediquen dos páginas en las que aparece fotografiada
con diversas personalidades pero no con sus hijos, ya que
en esa imagen hubiera tenido que salir Gabriela, que
además no hubiera podido ser «cortada» ya que estaba
situada en medio del grupo.
En el caso de que se celebre la boda, lo normal sería
hacerlo en la ciudad natal de la novia, Barcelona, pero,
¿quién asistiría? Los antiguos amigos de De la Rosa, entre
ellos muchos políticos que acudían en tropel a sus fiestas de
cumpleaños cuando estaba en la cumbre, están
desaparecidos o en prisión. Pero la mayor incógnita es, ¿irá
el Rey a la boda del primogénito de su hermana mayor, que
además es huérfano de padre? ¿Se arriesgará a coincidir
con quien está arrastrando su nombre desde hace años por
diversos juzgados? ¿Hará lo mismo que en la boda de su
sobrina, acudir a la ceremonia en la iglesia y luego
desaparecer? ¿Asistirán también los duques de Soria, tíos
de Juan, y estrecharán la mano de quien estuvo a punto de
llevar la desgracia a su familia? ¿Le preguntará Javier de la
Rosa a Carlos Zurita por qué pagó trescientos millones de
pesetas para no ser procesado si era inocente?

ENCUENTROS Y DESENCUENTROS
DE LAS MUJERES DE LA FAMILIA
Doña Sofía tiene un motivo más para estar disgustada
con su cuñada, y últimamente apenas aparecen juntas,
aunque la gran sonrisa que exhibe doña Pilar expresa su
satisfacción sobre la marcha de «su» familia, como si
considerase que nadie tiene derecho a darle lecciones, y
quizás sea así.
El verano pasado, el 30 de julio, la infanta cumplió
setenta años. Se pensó que lo celebraría con una gran fiesta
con asistencia de toda la Familia Real. Finalmente, sólo hubo
una sencilla cena en Flanigan, en Puerto Portáis, en la que
estuvieron doña Pilar con sus hijos Simoneta y Fernando con
sus respetivos cónyuges. Gabriela y Juan brillaron por su
ausencia, condición sine qua non, al parecer, para que
asistieran los reyes don Juan Carlos y doña Sofía, que fueron
sorprendidos por los fotógrafos con expresión seria y
circunspecta. No hubo fotos de grupo. La cena terminó muy
pronto.
Tampoco acudieron los duques de Soria, aunque sí su
hija, María Zurita. A la siguiente celebración familiar de
doña Pilar, el bautizo de su nieta Laura, hija de Beltrán y
Laura Ponte, en octubre de 2006, al que sí fue Gabriela, no
asistió ningún miembro de la Familia Real, excepto la
duquesa de Soria sin su marido. La relación entre Juan y
Gabriela también disgusta a doña Margarita, lo que se
traduce en que su relación con doña Pilar es distante, y, sin
embargo, con su cuñada, la Reina, es más estrecha que
nunca. Doña Sofía se ve acompañada por ella en bastantes
ocasiones, sobre todo en conciertos y actos benéficos,
prescindiendo cada ve/ más de su propia hermana, la
princesa Irene, que apenas aparece en público desde los
achaques de salud que tuvo el año pasado.
Lo curioso es que esta situación de tirantez entre doña
Sofía y sus hermanas políticas, que se ha mantenido a lo
largo de tantos años, tiene su trasunto exacto en la época
actual, en las nuevas generaciones. Es público y notorio que
las relaciones entre la princesa Letizia y sus cuñadas, las
infantas Elena y Cristina, son bastante frías, por no decir
inexistentes. Los periodistas analizan con todo el detalle
que pueden permitirse la indiferencia con que trata doña
Letizia a las hermanas de don Felipe en las pocas ocasiones
que deben posar juntas. Éstas le corresponden no
dirigiéndole ni una mirada. La Princesa de Asturias
únicamente presta atención a su marido y a su hija, aunque
para ello tenga que dar la espalda a las infantas Elena y
Cristina. Nunca se la ve hacer gestos de cariño a sus
sobrinos, y don Felipe ya nunca departe con sus hermanas o
cuñados. Una imagen muy diferente a las risas compartidas
y bromas con que posaba la Familia Real en las escaleras de
Marivent cuando el príncipe todavía era sol tero.
Al desconcierto inicial de las infantas cuando su
hermano, a pesar de su educación y de las promesas que le
había hecho a su abuelo don Juan en el sentido de que
buscaría novia entre las chicas de la realeza, decidió unir su
vida a una periodista divorciada, cuñada de un empleado de
la limpieza y nieta de un taxista, siguieron algunos
desencuentros que han culminado en la situación actual. El
más determinante tuvo lugar con motivo del bautizo de
Irene, la hija menor de los duques de Palma, que se celebró
en Zarzuela el 14 de julio de 2005. Cristina le pidió a su
hermano el favor de que alojara en su casa, un amplio
palacete en el mismo recinto de la Zarzuela, a sus suegros
Juan María Urdangarín y Clara Liebaert, modelos de
prudencia y discreción. Don Felipe dijo que sí, naturalmente,
pero, cuando se lo comentó a su mujer, ésta respondió que
ni pensarlo. Que ella estaba embarazada de cinco meses y
en su estado no creía conveniente atender a unas personas
a las que apenas conocía. Don Felipe tuvo que
comunicárselo así a su hermana, con el consiguiente
disgusto por parte de ésta. A partir de aquí el trato entre
Letizia y sus cuñadas no ha hecho más que empeorar.
Felipe, naturalmente, ha tomado partido por su mujer, lo
que le ha alejado de sus hermanas, mientras el Rey, que
adora a sus hijas, las apoya al cien por cien, con la
consiguiente tensión entre él, su nuera y su hijo. Parece que
doña Letizia, como su suegra, entiende la familia en su
sentido más restringido: ella, su marido y sus hijos. La
Reina, quizás por afinidad, es la única que la apoya, aunque
sin gran entusiasmo.
De todas formas, corren rumores desde hace tiempo de
que la Reina pasa largas temporadas en Londres y
únicamente viene a España a actos oficiales o familiares. Lo
cierto es que cumple su misión de forma impecable, los
españoles la respetan por su coherencia, inteligencia,
austeridad y comportamiento ejemplar en todas las
ocasiones, como esposa, como madre y como reina, y quizá
ahora prefiere dar paso a las nuevas generaciones. Ella no
puede decir, como la abuela de su marido, la reina Victoria
Eugenia:
—A mí los españoles no me han querido nunca.
Aunque sí es cierto que puede identificarse con aquélla
en una vida conyugal con más quebrantos que dichas.
El Rey, por su parte, pasa mucho tiempo en Barcelona,
donde se somete a sofisticadas técnicas de
rejuvenecimiento en una conocida clínica, o cazando o
viajando, siempre al lado de su íntimo amigo y compañero
de regatas Josep Cusí, un ingeniero informático ya jubilado
que dedica todo su tiempo libre, que es mucho, a
acompañar a don Juan Carlos, al que se parece tanto
físicamente que hasta los propios escoltas se confunden y
se cuadran delante de él.
Pero, a pesar de que a algunos les gustaría, la hora del
relevo no ha llegado; es un salto delicado pasar de doña
Sofía, del Rey, de sus hermanas, que han sabido ganarse su
puesto después de años de titánica lucha y de haber
vencido temporales, conspiraciones y hasta peligros físicos,
a unos jóvenes cuyos méritos no son conocidos por nadie
aparte de sus amigos.
—No volvería a vivir mi vida, ha sido demasiado duro.
Dijo en un momento de desaliento la infanta doña Pilar
que, con su hermana doña Margarita y con don Juan Carlos,
ha tenido una existencia larga, intensa, apasionada y
contradictoria que yo he pretendido reflejar en este libro
sobre una familia en la que ninguno de sus miembros ha
sido demasiado feliz.
Todos ellos desaparecerán, como las palabras trazadas
con humo, como las líneas en el agua, pero lo cierto es que
pusieron los mimbres de nuestra historia, y que el futuro de
España está escrito en la sangre de sus descendientes. Con
sacrificio, constancia y una ambición ciega y poderosa han
conseguido al fin que se cumplieran sus sueños.

Fin

© Pilar Eyre Estrada, 2007


© La Esfera de los Libros, S.L., 2007
ISBN: 978-84-9734-585-9

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