Antologia - Relatos de Terror - Creepy (1979) PDF
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RELATOS DE TERROR
Varios Autores
Aparece en CREEPY Nº 59
Por aquel entonces ya se había decidido que el interés científico del caso superaba
cualquier tipo de consideración moral y que por tanto había que mantener con vida aquella
extraña simbiosis hasta sus últimas consecuencias. En los días siguientes se produjeron
nuevas transformaciones: Entre los tejidos musculares sanos del paciente y los epidérmicos
cancerosos, que hasta entonces habían permanecido indisolublemente unidos sin transición,
empezó a formarse una membrana, que finalmente resultó ser la piel del cuerpo regenerada,
que aislaba y separaba el cuerpo sano del Sr. Ortega del hipertumor que lo envolvía. Lo
separaba excepto por un punto: estaba conectado a él por una prolongación de la arteria aorta
abdominal a través de la cual entraba en el cuerpo la sangre con el oxígeno y las substancias
nutritivas que lo mantenían con vida.
Paulatinamente la pared interna del hipertumor, en contacto con la piel regenerada, se fue
retrayendo separándose cada vez más de ésta. Al mismo tiempo el sistema muscular del
paciente, que había permanecido inerte desde el día de su ingreso, empezó a mostrar
síntomas de actividad: El espacio creado por la retracción de la superficie interna (que tendía
a adaptarse a la forma de la superficie exterior) permitió una cierta libertad de movimiento a
las extremidades las cuales empezaron lentamente a contraerse y replegarse sobre el tronco
hasta adoptar la característica posición fetal. Los médicos se encontraron pues frente a una
cavidad orgánica que alimentaba, a través de un cordón umbilical, al ser humano que estaba
en su interior. Por lo tanto se hallaban indiscutiblemente ante la réplica de un feto en el útero
materno.
Desde entonces (principios de Enero) hasta este momento (mediados de Junio) no ha
habido modificación alguna en la situación del paciente. Son por lo tanto más de cinco meses
los qu...
¡DRIIIING! ¡DRIIING! ¡DRIIII...
—¿Sí? ¿Diga?
—Robie, ¿eres tú?. Soy Lexter. Tienes que venir inmediatamente, hay algo que deberías
ver.
—Pero, oye, es tarde, y tengo que terminar este maldito informe.
—Precisamente. Lo que vas a ver servirá para completar tu informe.
—Entonces... ¿ha ocurrido?
—No, no ha ocurrido todavía, pero está a punto. Si te das prisa puede que llegues a tiempo
para verlo... Pero tienes que darte prisa. En el pabellón 3, ya sabes. —Sí, sí, ahora mismo voy.
— Buenas noches, señores..., doctora Swanm. Hola, Lexter. —Hola, Robie. Mira, aquí lo
tienes. Hará como un par de horas el hipertumor, o el pseudoútero si lo prefieres, empezó a
abrirse. De un momento a otro liberará a Ortega. —¿Piensas entonces que está salvado?
Bueno, no podemos saberlo todavía, pero... ¡Eh! ¡Ahora! ¡Parece que asoma la cabeza! —
Sí... ¡Sí! ¡Es realmente como un parto! —Se ha abierto por completo. ¡Ya está saliendo! —
¿Cómo está?
Perfectamente, creo... Sí. Su organismo ha reemprendido su funcionamiento normal. Su
corazón vuelve a latir y sus pulmones respiran de nuevo.
—Es increíble; es como un recién nacido. Su piel es como la de un bebé, aunque el cuerpo
sigue siendo el de un anciano. Pero... ¿te has fijado en el extraño color de su piel?. Parece
como... fosforescente.
—Sí, es cierto... Disculpa un momento, Robie; me están llamando por el fono interior...
"¡Diga! ¿qué pasa? ¿Es que no sabe que estamos con un asunto muy importante?".
Perdone que le moleste Dr. Lexter, pero ha ocurrido algo aquí en Recepción que he
pensado que tal vez le interesaría saber.
— ¿De qué se trata, Laura?
—Ha venido un tipo raro, muy excitado, dando voces. Decía que por el amor de Dios había
que destruir a Ortega antes de que fuera demasiado tarde. Se ha puesto incluso de rodillas y
ha suplicado que le escucháramos, y ha insistido en que no debíamos dejar que naciera lo que
está dentro del huevo o la humanidad estaría condenada. Finalmente hemos tenido que
sujetarlo y darle un sedante para impedir que pudiera entrar y cometiera alguna barbaridad.
Bien. ¿Y solo por eso me ha molestado? ¿por un pobre loco?
—Bueno... además llevaba una nota. Pretendía que usted la leyera y... Claro que... Es cierto.
No son más que tonterías... acerca de un tal Narlytetop, o Nylotetap... Lo siento doctor no
debí...
—Está bien, está bien, olvídelo... "CLIC"
¡Gloria a Nyarlathotep, hijo predilecto de Azathoth! Porque Él descendió entre los hombres, tomó
esposa y engendró hijos que poblaron la Tierra, y finalmente fue arrojado por sus enemigos al Gran
Vacío desde donde juró regresar algún día.
Gloria a Nyarlathotep, porque está escrito que después de 777 generaciones nacerá un varón que
traerá consigo la semilla del huevo Stugh 'Hov, a quien algunos invocan con el nombre latino de
Mater—Cáncer.
... porque está escrito que este varón nacerá dos veces. La primera nacerá de mujer, la segunda
nacerá de sí mismo a través de Stugh 'Hov y entonces será Nyarlathotep. ... porque está escrito que
Nyarlathotep se reencarnará en un descendiente varón después de 777 generaciones y el Caos Reptante
reinará entonces sobre la Tierra. ¡Terrible es la venganza del Caos Reptante! ¡Gloria a Nyarlathotep!
Sus enemigos lo reconocerán por la fosforescencia olivácea de su piel. N'Gai, N'Gha'Ghaa. Hughsg—
Oggog Y'Hah.
Aparece en CREEPY Nº 60
Pareces incómoda y lo intentas disimular aparentando una frialdad que no sientes. Seguro
que piensas que es demasiado pronto para llevarme a la cama; que me has conocido hace tan
sólo unas horas; o mejor dicho: que no me conoces. Soy para tí esa gama de sandeces que
pensáis las niñas bobas, macizas y universitarias como tú, del desconocido en la gran ciudad.
Pero también te asusta. Hay demasiados carteles respecto a la seguridad ciudadana en tu
barrio. Qué quieres que te diga; no haber ligado conmigo Porque eres tú quién me ha ligado y
ha pronunciado lo de si quieres tomamos el último trago en mi casa. Tú lanzaste las miradas
de perrita en celo cuando me viste en la librería y tropezaste conmigo "casualmente" al pasar
a mi lado por la sección de sudamericanos. Original.
Qué portal tan grande y qué ascensor tan señorial como quejumbroso. Ha sido precioso. El
último ejemplar que quedaba de ese librito de Borges tan difícil de encontrar en edición de
Buenos Aires. Para tí, por supuesto. Soy un caballero, nena; ¿es que aún no lo habías notado:
Y si tienes tiempo (seguro que te sobra) tal vez una copa. ¿Sí? Perfecto. Conozco un lugar
agradable no lejos de aquí. Al pub de moda y deslumbrarla por el camino con los dobles
embragues y la caja de cambios del Ford Granada. Los Golpes Bajos sonando en cuadrafonía:
malos tiempos para la lírica.
El frenazo del ascensor te demuestra que ya es el quinto piso y que no te puedes echar
atrás. ¡Qué cojones! ¡Por qué ocultas que estás cachonda? Morreo todavía en el ascensor y
restregón a la bragueta diseñada por el padre Saint Laurent. Hay que aprovechar que papá y
mamá se han ido de fin de semana a la sierra.
Algo de tecno para bailar a lo zombie y dos JB con demasiado hielo. El neón de colores se
pega al cuero que cubre tu cuerpo. Las modernas como tú, cuando salís a follar, sólo vestís
cuero negro. Eres una vampiresa. La conversación a retazos, serpenteando entre decibelios.
Hay que ser ingenioso, brillante, cínico y con unas gotas de fatalidad fascinadora. No están de
moda las palabras; es mejor utilizar unos cuantos trucos visuales. Soy un profesional, cariño,
y pronto vas a sentirlo.
Ejerzo mi ministerio en una praxis dialéctica y consecuente con mis ideas. Las hijas del
capitalismo, como tú, sois mis presas. Así desde que el camarada Sascha, miliciano soviético
de las Brigadas Internacionales, me transmitió esta sed insustituible en aquel caluroso verano
de la batalla del Jarama. Además, no me parece bien coitar sin que el Estado otorgue licencia
para esa relación.
EN UN MAL MOMENTO
VICTOR MARTINEZ FLORES
Ilustraciones: AMADOR GARCIA
Aparece en CREEPY Nº 61
El señor Quinn miraba sus papeles que había traído bajo el brazo. Archie le miraba, sin
reconocerle. Forzó su vista inútilmente. Se frotó la cara y en esa hora se limitó a decir a sus
compañeros que le copiasen los ejercicios de la pizarra, que no veía. Quinn se introdujo un
chicle "Adams" de clorofila en la boca y puso los pies sobre la mesa, poniendo cara de
interesante pero sin hacer nada. Como Archie. Tampoco hacía nada. "¿Me duele la cabeza?"
Se preguntó Archie. Sí, le dolía. Entonces cerró los ojos y pensó algo, lo primero que le pasó
por la cabeza.
Miró a Quinn y algo blanco, sin forma, en la pizarra, que debían ser los ejercicios. Volvió a
mirar a Quinn y... ¿Y Quinn? Examino al personaje que se hallaba en la mesa del profesor.
Indudablemente debía ser Quinn, pero no lo era. Forzó los ojos. Tenía la forma, compostura y
tipo de Quinn, pero su cara no lo era. Se fijó en su cara. Su cuerpo aparentemente era de
hombre, pero su cara no. Su cara era rara, era... algo. "Cuerpo de Quinn con cara extraña"
esgrimió una sonrisa e hizo un globo con su chicle. Archie metió la mano en su camisa y sacó
sus gafas. Se las puso. Cerró el ojo izquierdo y miró con el derecho, por el cristal sano. Era
Quinn con su cuerpo y figura. Después abrió el ojo izquierdo y vio a Quinn en diecinueve
triangulitos. Entonces se quitó sus rotas gafas y oyó como una laminita del cristal se caía al
pupitre, rodaba y se rompía. Sólo él oyó el chasquidito.
Fue una ilusión la del señor Quinn. Claro que fue una ilusión, y Archie se convenció de
ello. Cuando ya estaba convencido, sonó la alarma del cambio de clase y Archie decidió no
asistir a la clase de teología.
Pasó la hora en el pasillo, al lado de los armarios. Cuando se despejo el pasillo, se dirigió a
su taquilla y abrió la puerta. En él había una lata de Coca—Cola, una revista "Tiger—Beat"
para su hermana, unos folios blancos y un par de bolígrafos. Tenía una toalla blanca, y sobre
ella, un ticket de algo que compró en un supermercado y una oferta de hamburguesas del
Burger King. Sacó sus gafas y las tiró en el interior del armario. Después lo cerró y echó la
llave.
Archie, aburrido, se dirigió a los lavabos a refrescarse el rostro. Se miró en un espejo.
Estaba acostumbrado a verse con gafas. Se acercó tanto que chocó su nariz con su reflejo. No
se recordaba tan feo. Pronto, bajo sus labios reflejados, éstos se empañaron con la respiración
de Archie. (Oh Dios, Archie, ¿Qué te han hecho?)
Así pasó el tiempo, hasta que oyó la sirena del recreo. Oyó como se abrían las puertas y
después un rugir de pies caminando. Antes de que abrieran la puerta del servicio, ésta fue
abierta por varios estudiantes. Archie vio sus rostros borrosos y más claros cada vez que se
acercaban. Pero había algo raro. Muy raro. Sus rostros eran lívidos, pálidos y sin vida. Sus
ojos estaban en blanco y... ¡Sus ojos estaban en blanco! Eran yemas lechosas. Su mano se
dirigió a su boca ahogando un vómito. Lo que antes eran sus compañeros pasaron a su lado
indiferentes. Ni siquiera se metieron con él. Entonces Archie salió corriendo y se topó con un
enjambre de estudiantes que terminaban de salir de las aulas. Miró hacia atrás y no distinguió
las formas de los que ahora estaban meando en los urinarios. Archie esperó a que todos
bajasen y siendo el último les siguió. Estaban enfermos. Eso era. Estaban enfermos. No se
acercaría a ellos, por si le contagiaban.
En el patio miró a su alrededor. Archie respiró algo raro en la atmósfera. Pasó por su lado
el profesor de teología y distinguió en su frente dos erupciones óseas, como crecientes
cuernos. ¿Cuernos?
(Oh Archie. ves visiones. Lo que tú necesitas son... Entonces vio su espalda ancha y
comprendió porque la tenía ancha... unas gafas nuevas)
Eran las alas. Porque debía de tener alas membranosas y huesudas.
(Archie, Archie, Archie, ¿qué te ocurre?) Entonces comenzó a fijarse en todas las personas
que pasaban por su lado. En todos. Sus rostros eran dantescos. Los de todos. Vio el rostro
verdoso recorrido con cicatrices rojizas del director del centro. Vio como el rostro de un
quinceañero hervía en borbotones y se deshacía como fango caliente. Vio a Billie, el que antes
era su amigo, ahora tenía un rostro cavernoso, cuya nariz era una protuberancia negra, como
un gran respiradero. Archie quiso gritar. Pero no pudo. Porque vio a "Pequeño Ben" ( ¿Dónde
te has metido?) Quiso insultar y escupir a Ben. pero éste era el más monstruoso. Tembló al
verle. El cuerpo de Ben era enorme, formado por dos inmensas bolas de carne. Una era su
cabeza, más pequeña. No tenía ojos, ni nariz, ni orejas, ni pelo. Sólo una inmensa boca con dos
filas de caninos. La otra masa era su cuerpo. De un color gris, con marcadas venas color
violeta y dos miembros huesudos, con una fina capa de piel. Sus dedos eran sólo uñas. Y no
tenía pies. Podía oler sus heces. Marcaba su vértebra la espalda. Y sus compañeros eran
protoplasmas, glóbulos informes de pesadilla, orugas babeantes y tejidos nervosos con
miembros tentaculosos y grasientos. Entonces Archie corrió a su taquilla en busca de sus
gafas. Escuchó como le llamaban. Y sus risas eran cavernosas, huecas y muertas. (Archie,
Archie, Archie. Archie, Archie) Los monstruos pululaban a su alrededor, indiferentes. ¿Sería
él un monstruo también)
Subió las escaleras corriendo, resbalándose. Vió los armarios, buscó la llave. No la
encontraba. "¡Oh Dios! ¿Y la llave?". Cuando la encontró, abrió la puerta de golpe. Rebotó y le
golpeó. Cogió las gafas y el "Tiger Beat" y salió corriendo del pasillo, dejando su armarito
metálico abierto. Después, en la calle, fuera de las verjas del colegio, respiró profundamente.
Miró a su alrededor, todo difuso. Temblaba. Su corazón también temblaba. Cerca de un
semáforo, vio un "Plymouth" con diablitos rojos en su interior. Apartó la vista y después no
vio al "Plymouth" ni a los diablitos conductores.
(Mosca, ven aquí, Moooosca)
Entonces, Archie echo a correr. El dolor de los ojos había vuelto a aparecer. Y mientras
corría, los habitantes—monstruos de Danville le llamaban. Vio su casa y su casa se acercaba
cada vez que Archie corría.
Archie entró en su casa dando un portazo. No había nadie, pero sentía la opresión de una
carga invisible y ominosa. (¿Archie?)
Subió a su habitación a descansar y a pensar. Miró a su alrededor. Vio un poster de Bruce
Lee y otro de Elvis Presley. Los miró durante largo tiempo.
"Por lo menos. Bruce Lee es Bruce Lee y Elvis Presley sigue siendo Elvis Presley"
Miró a sus gafas. "Las gafas distorsionan la realidad" pensó Archie. Las gafas le engañaban.
Le hacían ciego a lo que sucedía a su alrededor. ¿Durante cuánto tiempo había vivido
rodeado de monstruos? Pensó en Vicent Price. Llegó a una conclusión. Los hombres seguían
siendo hombres. Eran los habitantes de Danville los que estaban cambiando. Entonces oyó
como llegaba su madre y dejaba las bolsas de la compra. Oyó sus pasos por la escalera. "¿Y si
mamá fuese...? ¡Oh Dios!"
Buscó algo en la mesilla. Era una navaja. La abrió. Estaba desafilada. Se la guardo en la
manga. Vio aparecer la cara de su madre por la puerta. Le preguntó algo parecido a: ¿Tú
aquí? — Es que se me han roto los lentes.
Su madre era su madre. Archie suspiró y volvió a mirarla. Era normal a pesar de un bultito
rosado en la frente. Y ese bultito nunca lo había visto. Y parecía como si se le abultasen los
ojos, ahora vidrioso e inyectados en sangre. Y sus venas se hinchaban. Y le estaban creciendo
pinchos. Y estaba engordando gradualmente. —Hijo, ¿qué te pasa?
Entonces se le engujaron los ojos a Archie. Se acercó a su madre y de un golpe seco,
relampagueante, cercenó la garganta de su otrora madre. Y de su garganta brotó un vómito
verde. Y su madre cayó al suelo pesadamente. Su cuerpo se contrajo, se estiró y terminó
arrugándose.
Entonces Archie se colocó las gafas. Y su madre volvió a ser su madre. Y cuando se las
arrancó furioso, vio que su madre era su madre. El monstruo había huido y el vómito verde
era sangre. Entonces Archie dejó caer la navaja de muelles de cuatro dedos, se sentó en el
suelo y llamó a la policía. La policía, bajo la llamada de: "Hola, soy Archie Greenpun y he
matado a mi madre", se presentó en cinco minutos. Una patrulla, con un inspector llamado
Buddy Eisenhower. Archie, a pesar del dramatismo de la situación, se sentía importante y
cuando conoció el apellido del inspector dijo " ¡Anda! ¡Cómo el presidente!"
El inspector subió a la habitación del joven, donde se encontraba balanceando los pies
encima de la cama. Donde antes estaba su madre ahora había un dibujo del cuerpo a tiza.
Miro el cuarto desordenado y se acercó a Archie. —¿Inspector de policía del Estado? —
preguntó Archie anticipándose Me lo han dicho los "pies planos" quiso hacerse el duro.
—Creo que ya me conoces le miró de arriba abajo ¿Y bien? ¿Tienes algo qué decirme?
Archie esperaba esta pregunta. —Le voy a contar una historia que no se la va a creer. A
continuación Archie le contó la historia ya narrada. Comenzó con: "Ocurrió hace apenas
cuatro horas" Archie tenía razón. Eisenhower no le creyó.
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JORDI DOMINGO CERDÁN
Aparece en CREEPY Nº 63
Después de todo, no costaba nada intentarlo. Metí el duro en la ranura y marqué. Una voz
femenina contestó rutinariamente:
—Autoescuela Rodrigo... Dígame. — Perdón—murmuré—, he debido equivocarme. Salí
confuso de la cabina reprochándome lo absurdo de mis acciones y me dirigí al bar de enfrente
a por el primer; —café de la tarde.
Soy moderado en mis creencias sobrenaturales... Por eso el haber cedido a la tentación de
llamar me irritaba. Y sin embargo el asunto seguía dándome vueltas en la cabeza. El día
anterior había sido extraño. Debía entregar la traducción de aquel obsoleto libro yanqui por la
mañana y aún me faltaba la mitad del trabajo. Conforme a mi costumbre dormí por la
mañana y también después de comer. Tuve que tomar dos cafeteras para resistir el aburrido
texto hasta la madrugada. Terminé a eso de las as siete. Era Diciembre y el cielo aún tenía ese
color azul intenso y limpio que precede al amanecer. Me sentía eufórico y el frío de la calle me
despertó los sentidos. En la editorial encontré a Llopis. Desayunamos juntos y como empecé a
notarme fatigado tomé un café con leche. Decidí ir a dormir. En el metro no podía controlar
las cabezadas y casi me paso de estación. Tan solo llegar a casa le puse la comida al gato,
tomé un coñac y me tiré en la cama sin desnudarme, Apenas tuve tiempo de ver a "Dímas"
acurrucarse a mi lado, mirándome con sus redondas pupilas fosforescentes, y me dormí...
...Desde el puente se veía una inmensa piscina y gente bañándose. Dejé a mi padre y bajé
para tirarme al agua. Pero cuando llegué la habían tapado con una cubierta plástica plegable
y la gente iba a sus casas. Anduve por encima del plástico, pero las brechas me daban miedo.
Al intentar volver al puente me extravié y decidí coger el metro. En la estación un grupo de
chicas me hablaba en inglés. La sonrisa de una de ellas me llamó la atención. Tenía unos
dientes pequeños, blancos, perfectos. Me estaba dando un número de teléfono y lo repetía con
cierta ansiedad. Dejó de sonreír y me fijé en sus ojos. Eran grises, muy claros, sentí que debía
ayudarla...
Y me desperté, lleno de miedo. "Dímas" dormía enroscado en la manta. El reloj marcaba las
tres. No sé por qué, apunté el número de teléfono. Parecía todo tan real. Y aquella chica tan
necesitada...
Me levanté mucho más tarde, sobre las once, con el estómago vacío y un terrible dolor de
cabeza. "Dimas" empezó a incordiar pidiendo la cena. Bajé a la "pizzería" de la esquina.
Mientras cenaba recordé que tenía que llamar a Montse; entonces "vi" de nuevo aquellos ojos
grises. Pensé en el sueño y en el teléfono. La idea de llamar me pareció absurda, pero un
escalofrío me recorrió el espinazo.
Montse no trabajaba esa noche. Quedamos en vernos, y ya en su casa, se lo conté. No le dió
importancia. Me regañó por seguir abusando del café y trasnochar en exceso. Acabó por
sugerir que tal vez mi gato fuera médium y yo una vieja neurótica. Pero al ver que seguía
preocupado por la mañana, al despedirse para ir al hospital, me sugirió que llamara y así
quedar tranquilo.
Y ahora resulta que es el número de una autoescuela. Debería sentirme aliviado, o ridículo
pero no es así. Tomo otro café y repaso los detalles del sueño. De pronto todo encaja. Las
chicas hablaban en inglés. El interior del puente era el mismo contraluz enrejado del de
Londres cuando lo visité hace dos años. Y la estación de metro, con aquellas inacabables
escaleras mecánicas, la de Picadilly. No había duda, en Londres los teléfonos tienen también
siete cifras. No lo pensé más.
En telefónica tardaron casi un cuarto de hora en darme línea. Tenía pensada una historia
sobre una solitud de datos ilegibles en una agencia de seguros para justificar mis preguntas.
No me hizo falta. La voz que apareció al otro lado de la línea a la primera señal de llamada
era la de mí sueño: —Por favor... —dijo. E imaginé su sonrisa apagándose— Por favor...
—Señorita podrá parecerle extraño...
Me callé, no parecía oírme, pues siguió hablando de un modo incoherente, que sin
embargo no me sorprendió. —French Lañe..., por favor... ayúdame... 68, French Lañe... por
favor...
Casi podía ver sus ojos. La voz de la telefonista apareció de pronto, mucho más clara y
fuerte. —Lo siento señor. El número solicitado no existe. Quedé un instante paralizado.
Cuando reaccioné. Me dirigí al mostrador. La mujer me miró extrañada pero me mostró el
contador de la cabina. Estaba a cero. Farfullé una disculpa. Aquella misma noche hice la
maleta y llamé a Montse. Le dije que estaría un par de días en Londres por cuenta de la
editorial y le pedí que cuidara a mi gatito brujo. Me rió la gracia y no preguntó nada.
Llegué frente al 68 de French Lañe al mediodía. A pesar del frío, la atmosfera era clara y el
sol brillaba, blanco y redondo. Casi lo esperaba: En el descampado que debía haber ocupado
ese número un cartel anunciaba la próxima construcción de un bloque de oficinas del
ayuntamiento. El edificio de enfrente era de pisos de alquiler. La dueña vivía en la planta baja
y me facilitó la información que buscaba al decirle que era periodista. La completé en las
hemerotecas de la prensa amarilla londinense.
Sally Langford había muerto el 25 de Diciembre de 1981 por sobredosis de heroína en el
piso que habitaba sola, en el 68 de French Lañe. Era una joven de costumbres regulares
Sus vecinos la tenían por buena persona, aunque algo introvertida, y se sorprendieron de
su muerte. La policía averiguó que no era toxicómana, por lo que se barajó la hipótesis del
suicidio o incluso del asesinato. En los últimos días un conocido la vio en el centro con un
joven alto, moreno y de aspecto descuidado. Probablemente extranjero. No se pudo hacer más
y el caso pasó a engrosar el archivo de los no resueltos.
Aparece en CREEPY Nº 64
Siento que mi fin está ya cercano. Sólo ruego a Dios que mi pulso resista firme hasta que
pueda concluir el relato de las desgracias y horrores que se abatieron sobre mí y mi familia
desde el día 18 de noviembre de 1913, en que nació mi segundo hijo.
Le puse de nombre Angel. Vino al mundo en una fría y gris mañana, propia de esta época
en las yermas tierras de Castilla en las que habitamos. Pero cuando abrí los ojos aquel día
sentí cómo una infinita tristeza había cubierto con un silencio manto la humilde covacha que
nos servía de cobijo. No era una mañana como las otras. El hermoso silencio que tanto me
gustaba escuchar otras veces, impregnado con el aroma de las tostadas que mi mujer
preparaba para el desayuno, se había vuelto, imperceptiblemente, ominoso como una mole de
piedra. Era como si la vida misma contuviese la respiración ante lo que había de suceder.
El embarazo de mi mujer se había desarrollado normalmente hasta el momento, con las
lógicas y naturales molestias que conlleva tal estado.
Aquella mañana, como casi todas las de mi vida, abandonaba mi modesto hogar para
iniciar la dura jornada de trabajo, con un tibio sol recién nacido sobre el horizonte, cuando
escuché el más desgarrador y espeluznante grito que jamás había sentido en toda mi
existencia. Con el corazón en la boca y tan deprisa como pude volví sobre mis pasos y me
encontré a mi mujer tirada en el suelo de la habitación principal de la casa, arañando con
desesperación el suelo de madera carcomida. las piernas abiertas, los ojos desorbitados y con
tal expresión en su rostro, a la vez de desamparo y de terror, que en ese momento me recordó
la de las ovejas camino del matadero. Mi hasta entonces único hijo, que tan sólo contaba 2
años, lloraba desconsoladamente en su cunita. Yo, ante tal escena, permanecí durante unos
segundos paralizado, en el umbral de la puerta, sin poder reaccionar. Las súplicas de mi
mujer me devolvieron a la realidad:
Manuel, por Dios, ayúdame. ¡Me mata!... me está matando. ¡Me está comiendo viva!. Por
favor, ¡Dios mío!.
Yo estaba totalmente asustado; pensaba que el dolor le había trastornado. Jamás había
visto un parto (el anterior fue completamente normal y yo estaba de viaje en aquél momento).
Me di cuenta de que mi mujer iba a morir y traté de salvar al niño que estaba naciendo. Vi
que su cabecita empezaba a salir y con el mayor cuidado traté de facilitar la labor de mi
esposa. Pero ésta, que había entrado en una especie de inconsciencia desde que pronunció sus
últimas palabras, al apercibirse de mis intenciones pareció recuperar las fuerzas y comenzó a
gritar:
¡No!, ¡no!... ¡vete!... ¡no lo hagas! ¡Mátalo!... ¡No dejes que nazca!, al mismo tiempo que
parecía realizar esfuerzos para hacer tomar al niño en su seno. Deduje que mi mujer había
perdido la razón y no hice caso de sus súplicas.
Justo en el mismo instante en que el niño abandonó por completo el cuerpo de su madre,
ésta murió.
Yo, ante la preocupación por la vida que tenía entre mis torpes manos, casi ignoré a quien
en aquellos momentos acababa de perder la suya. Corté el cordón umbilical que aún unía
madre e hijo como buenamente pude y con trapos limpios intenté desvelar el rostro de mi hijo
recién nacido, aún escondido por la sangre que lo cubría. Fué en este preciso instante cuando,
estupefacto, pude comprobar que el niño había venido al mundo con toda su dentadura
perfectamente formada. Todavía un poco asustado por este hecho sorprendente, lo acosté
suavemente en la cuna que hasta ese día había ocupado su hermano, quien no cesaba de
llorar, y con éste en los brazos me dispuse a marcha en busca del médico, dejando a solas, por
última vez, a la madre con su hijo. Así, monté en el viejo carro, mi único nexo con el pueblo, y
me dirigí hacia allí.
Cuando volvimos todo estaba en silencio. Hice pasar al doctor, quien tras un breve
reconocimiento confirmó la muerte de mi esposa. Sin embargo, noté que una palidez anormal
había cubierto su rostro. Salimos fuera de la casa, a respirar un poco de aire fresco, y tras unos
momentos de mutismo, recuperó el habla:
—Nunca había visto nada igual... Está... está... como roída, roída por dentro. Es como si un
animalejo se hubiese abierto paso a mordiscos a través de sus entrañas.
Intentaré abreviar el relato de lo que a partir de entonces aconteció, pues siento que mis
fuerzas flaquean y temo no poder terminar lo que no debe quedar inconcluso.
Pese a la pérdida de mi mujer encaré con optimismo, pero responsablemente, la tarea de
velar por la crianza de mis pequeños. Deseché la idea de volver a casarme, pues además de
que el cuerpo de mi esposa estaba aún caliente en su humilde tumba lo apartado del lugar en
que vivimos (el pueblo más próximo, en el que me abastecía una vez por semana, distaba 25
kilómetros) hacía aún más difícil poder encontrar una persona adecuada para tales
circunstancias. Por ello contraté, aun siendo grande mi pobreza, un ama de cría que
alimentase al recién nacido, que en esos momentos era la mayor de mis preocupaciones.
El tiempo imponía su ley y los días se sucedían sin que ningún acontecimiento trastocara
su impasible y armónica monotonía. Ojalá todo hubiera seguido así. Pero un día, tenía ya el
niño 4 meses, encontrándome en el campo cercano a mi casa, del que trataba de arrancar con
grandes fatigas los frutos que me permitiesen sacar adelante a mis pequeños, pude ver cómo
el ama de cría salía a trompicones de la casa, profiriendo unos histéricos y agudos gritos, que
alternaba con desconsolados sollozos. Dejé caer de mis manos los aperos y, alarmado,
tratando de imaginar qué podía haber puesto a la mujer en aquél estado, me dirigí
rápidamente hacia ella.
— ¡Es un monstruo...! ¡Un monstruo!, gritaba como una posesa.
—¿Qué es lo que ha pasado?, preguntaba yo cada vez más inquieto. ¿Qué ha pasado, por
Dios?.
Ella no daba muestras de poder contestar y ni siquiera parecía advertir mi presencia. Tuve
que abofetearla para que reaccionara. Entonces, con una mirada de horror posada en sus ojos,
me mostró su pecho izquierdo, cuyo pezón estaba jalonado por unas pequeñas marquitas, de
las que brotaban hilillos de sangre.
—¡Su hijo! ¡Él ha sido! ¡Es un diablo!.
No volví a contratar amas de cría. Mi habitual soledad se hizo aún mayor, pues las visitas
de las escasas amistadas que aún conservaba en el pueblo se fueron espaciando cada vez más,
hasta desaparecer. No se me escapó la relación que sin duda existía entre este hecho y las
historias que habría ido contando el ama de cría, lluvia tonificante para unos oídos ávidos de
cualquier chismorreo que espantara su tedio.
Los años transcurrieron con una relativa normalidad. Mi hijo mayor ya tenía 10 y me
acompañaba en las faenas del campo, pues yo ya empezaba a sentir el peso de los años y de
las desgracias sobre mis huesos.
Angel, el pequeño, sin embargo era el más fuerte de los dos. Era también el más alto y en
las imprescindibles ocasiones en que teníamos que acudir al pueblo para abastecernos de lo
necesario para nuestra vida, los pocos que se atrevían a saludamos casi siempre los
confundían:
—Hola Manuel, qué alto estás ya, decían dirigiéndose a Angel. Y éste, con una mirada que
yo me resistía a creer que fuera de odio, les respondía indefectiblemente:
—No soy Manuel. Soy ANGEL.
Quizás fueran pequeñas anécdotas como ésta las que hicieron anidar en su pecho una
creciente animadversión hacia su hermano "mayor". Yo, imbuido en mi trabajo, que requería
todo mi tiempo, no me apercibí de estas pasiones hasta que
fué demasiado tarde.
Una noche, ¡terrible noche!, al volver como siempre agotado del trabajo, somnoliento y
hastiado, abrí la puerta de mi casa y la encontré totalmente a oscuras y en silencio. Un tanto
alarmado, llamé a mis hijos: ¡Angel!, ¡Manuel!, sin que nadie me respondiese. A tientas,
conseguí encontrar y encender una vela y me puse a buscar denodadamente por la
habitación, cada vez más asustado.
— ¡Angel!, ¡Manuel!, ¿dónde estáis?, gritaba yo con desesperación, pues ninguno daba
señales de vida. De pronto, mis pies toparon con un bulto, haciéndome perder el equilibrio.
La vela cayó al suelo, justo al lado de la causa de mi tropiezo. Horrorizado, pude ver que no
era sino mi querido hijo Manuel. Tenía el cuello totalmente destrozado, tachonado por cuatro
o cinco profundos desgarrones, que parecían el producto de sendas dentelladas. Podían verse
sus huesos. Con los ojos bañados en lágrimas, horripilado, recogí la vela, y dando tumbos por
la habitación, busqué a mi otro retoño, temiendo lo peor. En seguida lo vi. Estaba en un
rincón, sentado en cuclillas, la mirada perdida, ¡ ¡y con una sonrisa que permitía ver entre sus
ensangrentados labios aquellos malditos y afilados dientes!!. Me quedé sin respiración. En
toda la habitación no se escuchaba más sonido que el chisporroteo de la vela. Así
transcurrieron unos segundos, que a mí me parecieron horas, hasta que mi hijo levantó la
cabeza, lentamente, y sólo entonces pareció darse cuenta de mi presencia. Empezó a
lloriquear:
—No me quería... No me quería papá... era malo. Tú sí me quieres... ¿verdad papá?,
¿verdad?.
Sé que fui un loco, un irresponsable. Pero en aquellos momentos Angel era lo único que me
quedaba en este mundo. ¿Qué iba a hacer?. Enterré a mi querido hijo Manuel en la misma
tumba que a su madre y oculté su muerte. Esto no me resultó difícil, pues como ya dije, mi
relación con el pueblo se había ido tornando cada vez más distante.
Así, me dispuse a cumplir el destino que Dios me hubiese señalado, junto a mi ya único
hijo, y traté de olvidar. ¡Iluso de mí!.
Los años siguieron pasando. Angel crecía y crecía. A los 18 ya medía casi dos metros. Era
de un carácter huraño e introvertido. Jamás me ayudó en mi trabajo a pesar de su
corpulencia, y mis fuerzas eran ya tan escasas como el producto que obtenía de los resecos
campos. Sólo comía carne, que si bien al principio le gustaba poco hecha, ya sólo cruda. Esto
me obligaba a visitar con más frecuencia el pueblo, pues cada vez era mayor la cantidad
necesaria para saciar su apetito. También las deudas aumentaban. Siempre iba yo sólo y la
ausencia de mis hijos empezó a despertar sospechas.
La situación se hizo ya insoportable. Mi hijo era un completo extraño para mí. Había
descuidado por completo su aseo personal y hasta olía mal. Nunca había sido hablador, pero
ahora ya sólo empleaba las palabras estrictamente necesarias para demandar su alimento.
Tenía el pelo increíblemente fuerte, como cerdas. Parecía un animal salvaje. El miedo
comenzó a germinar en mi corazón, hasta convertirse en terror.
Doy gracias a Dios por haberme permitido terminar esta desdichada historia. Estoy en mi
habitación, postrado en la cama por una enfermedad cimentada por el sufrimiento, y sé que la
muerte no tardará mucho en reclamarme. Han pasado ya tres días desde la última vez en que
pude bajar al pueblo a por la comida de Angel. Debe estar hambriento. Le oigo merodear por
el pasillo, arriba y abajo, día y noche. ¡Pobre hijo mío!.
—Papáaaaa... paaaaapáaaa... Sssssoyyyy Annngellll... Teeeengggo haaammmmbre.
Paaapáaaa, ¿yyya no mmmme quieresss?. Quieeerrroooo cooomerr...
Ha llegado el final. Sé que la puerta no va a resistir mucho tiempo. Sólo deseo que la
estricnina que contiene el frasquito que sostienen ante mis ojos mis temblorosas manos sea
suficiente... para los dos.
HAY AMORES QUE MATAN
MARIO E. DE LA CALLE
Ilustración: GENIES
Aparece en CREEPY Nº 65
A sus veintidós años Laura podía considerarse atractiva, muy atractiva, y ella lo sabía.
Entre otras cosas, quizás ello se debiera a que nunca le había faltado de nada. Todos los
recuerdos que guardaba de su infancia eran recuerdos felices, salvo el de la muerte de su
madre…
…tu madre ha muerto, pequeña. Ahora está en el cielo
…sufriera todavía menos privaciones, si ello era posible, de las que hubiera podido pasar
hasta entonces.
Sí, a sus veintidós años Laura era realmente hermosa y ella lo sabía. Su padre también.
—Esta noche vas a volver a salir con él ¿verdad? Su voz le sobresaltó y casi le hizo tirar el
cepillo. Sentada ante el espejo de su cómoda, Laura se volvió hacia la puerta lentamente,
intentando contener el tono de su voz para no mostrar su enfado.
— ¡Por favor, papá! Te he dicho mil veces que llames a la puerta antes de entrar en mi
cuarto. Me has asustado.
Su padre la miraba inmóvil, con unos ojos apagados, blanquecinos por el paso del tiempo.
—Vas a salir con él ¿no es cierto?
Su voz tembló, y por unos momentos Laura temió que su padre fuera a echarse a llorar
como un adolescente.
—Vamos, papá, ya lo hemos hablado antes mil veces.
Laura se levantó y se dirigió hacia su padre. Su cabellera, rubia y ondulante, parecía flotar
a su paso, confiriéndole un aspecto mágico.
Marcos es un buen chico. Él me quiere, papá. Tú no le conoces, no quieres conocerle, no
sabes nada de él, no puedes crit...
Laura cogió su bolso del perchero y antes de irse besó cariñosamente a su padre en sus
mejillas hundidas. —Gracias, papá.
—Pero, ten cuidado, hija, recuerda que de noche, todos los gatos son tigres.
Laura ya estaba en la puerta, pero la frase de su padre la detuvo.
—¿Tigres?, querrás decir pardos, papá. El anciano la miró sin decir nada
Un extraño escalofrío recorrió la espalda de Laura al observar una vez más los ojos sin
pupila de su padre.
—Vendré tarde, no me esperes levantado. Esta vez se sorprendió por su voz quebradiza,
casi asustada. Sin pensar en nada más cerró la puerta a su espalda y empezó a bajar las
escaleras. El sonido de su tacón al bajar los peldaños provocaba extraños ecos. Era una casa
vieja, siempre había vivido allí, de hecho, había nacido allí,
También murió aquí mamá ¿no ? pero nunca le había parecido tan antigua. Ahora, mal
iluminada por pequeñas bombillas amarillas que proyectaban sombras grotescas que la
acompañaban en su descenso, parecía estar a punto de venirse abajo de un momento a otro.
Laura pensó en el comentario de su padre, ¿por qué habría dicho aquella tontería de los
tigres?, y luego sus pensamientos se centraron en Marcos, realmente ¿qué sabía ella de aquel
chico?, desde luego Marcos tenía defectos…
…como todo el mundo, ella los conocía, o creía conocerlos todos, y los aceptaba, nadie que
le conociera diría de Marcos que él solo quería lo que to... La luz se apagó.
Por un momento, Laura permaneció inmóvil. Su corazón comenzó a latir con fuerza. Unas
gotas de sudor empezaron a resbalar por su frente.
—Tranquila, Laura —su pensamiento parecía retumbar en la escalera—, ya no eres una
niña que se asusta de la oscuridad.
Continuó bajando los peldaños, más lentamente, asegurando un pie antes de mover el otro.
Le pareció oír un sonido apagado. Se detuvo. Su corazón marcaba redobles de tambor en
cada escalón.
— ¡Mierda! Conozco perfectamente esta escalera; puedo bajarla con los ojos cerrados y de
dos en dos sin temor a caerme.
Intentó sonreír, pero no pudo. Bajó un peldaño más. Notaba como el sudor le empapaba la
cara, la palma de las manos, la espalda. Solo estaba a cinco escalones…
…del interruptor de la luz, la encendería y entonces se reiría del miedo que estaba pasando
ahora.
Bajó uno más; cuatro, solo faltaban cuatro. Iba a bajar otro cuando... Ahora sí, estaba segura
de haber oído algo, a pocos metros de ella.
—Será un gato, tonta, o una rata —la idea no la reconfortó demasiado— ¡Maldita
antigualla!
Intento tranquilizarse. Tomó aire y puso el pie en el siguiente escalón. Solo la separaban
tres peldaños del interruptor, y de aquello, la rata o lo que diablos fuera. Un gato.
Estaba nerviosa, a punto de dar media vuelta y volver a casa, pero no podía hacer eso,
hubiera sido ridículo, la misma situación le parecía ridícula, no había nada de lo que
asustarse.
—No, no hay nada de que asustarse, pero estás asustada ¿no, Laura?
Intentó no pensar en nada y bajó los tres escalones sin detenerse. Tanteó con la mano la
pared buscando el interruptor.
Por fin lo encontró, y de repente algo la detuvo, algo agarró su mano con fuerza. Otra
mano ¿de quién?, por un momento pensó que iba a perder el conocimiento, pero no fué así,
en vez de eso gritó, tan fuerte que ella misma se sorprendió, gritó con todas sus fuerzas hasta
que otra mano con olor a cuero
¿Guantes de cuero? ¿Cómo los de Marcos, Laura? le tapó la boca violentamente. Intentó
liberarse de aquellas manos que la atrapaban, pero eran demasiado fuertes para ella.
Instintivamente dió una patada a ningún lugar determinado, solo a la oscuridad que la
envolvía, pero que acertó en la pierna de su agresor puesto que inmediatamente se vio
liberada de sus manos. La sangre le estallaba en el cerebro; sin saber exactamente qué hacía
comenzó a correr escaleras arriba sintiendo como el extraño la seguía a pocos centímetros. No
se atrevía a mirar hacia atrás…
…por temor a perder unos segundos vitales. De dos en dos, de tres en tres, saltaba los
escalones tan rápidamente como podía pero aquello parecía estar cada vez más cerca.
Tropezó dos veces, pero no llegó a caer, así que seguía subiendo, más deprisa, más deprisa...
— ¡Papá! ¡Papáaaaaaa!
Más de una vez sintió como las manos del desconocido rozaban sus tobillos intentando
detenerla. Ya no veía nada, no oía nada, sólo sentía sus propios latidos, cada vez más fuertes,
y al extraño, cada vez más cerca.
— ¡Papáaaaaaa! ¡Abre, por favor! ¡Papáaaaaaaa! Una mano llegó hasta su cuello.
Comenzó a buscar frenéticamente las llaves en el bolso. Lápiz de labios, espejo, cartera,
pañuelo.
— ¿Dónde están, mierda, dónde están?
De repente algo tiró su bolso al suelo. Él estaba frente a ella, sonriendo; en la oscuridad
Laura fué incapaz de reconocer su cara antes de que algo se le clavara en el vientre
obligándola a encogerse de dolor, "Como duele la muerte", pensó Laura, aunque ni ella
misma fuese consciente de su pensamiento; el asesino iba a hundirle una vez más el cuchillo
cuando Laura se abalanzó sobre él en un último intento por no caer. Todo fué muy rápido. El
desconocido, con el impulso de Laura, perdió el equilibrio hacia atrás y cayó por el hueco de
la escalera con un grito cada vez más difuso y distante que término en un sonido seco y
espeluznante, de huesos rotos, de carne golpeada. Laura tardó unos segundos en reaccionar;
todavía con las manos en el vientre sangrante vio las llaves en el suelo. Con sus últimas
fuerzas las cogió y abrió la puerta lentamente. Entró despacio, casi arrastrándose.
—Papá —su voz era casi un susurro— me han atacado, me duele papá...
Su vista empezó a nublarse. Casi entre tinieblas distinguió a su padre sentado en la
mecedora. Sus ojos blancos la miraron por un momento y luego volvieron a perderse en
algún punto indefinido. Impasible.
…con horror, si es que todavía era capaz de sentir horror, observó cómo dos grandes
pupilas amarillas la miraban, dos grandes pupilas amarillas que no pestañeaban y que se
acercaban, se acercaban
mi pequeña Laura...
LA CARTA
JOSE ENRIQUE RUBIO PEREZ
Ilustración: VILANOVA
Aparece en CREEPY Nº 66
Ahora, cuando por fin he comprendido lo que soy, lo que llevo dentro, esta inmensa rabia
que ha cambiado totalmente mi vida, me aterrorizo sólo de pensarlo. Hoy he reunido el valor
suficiente para acabar con lo que comenzó hace tan solo unos meses.
Aquella noche de sábado cuando Tom y yo nos disponíamos a bajar al pueblo a divertirnos
y Paul no quiso venir con nosotros, le encontré extraño, como si estuviera enfermo.
Así como Tom y yo llevábamos mucho tiempo trabajando juntos, a Paul apenas le
conocíamos. Según él había estado varios años trabajando fuera del país, tenía bastante
experiencia y había sido enviado por la compañía para ayudarnos en la tala de árboles. Era
un buen tipo, pero muy ensimismado, introvertido, tímido, no sé.
Tom y yo montamos en el "todoterreno" y nos fuimos al pueblo a hacer lo de cada sábado
por la noche. Tomamos un par de copas en cada uno de los tres bares del pueblo y unas horas
más tarde (serían cerca de las dos de la madrugada) nos fuimos. Recuerdo que en la radio del
coche estaban dando el boletín de noticias y hablaban de un incendio en una fábrica de papel
de no sé qué ciudad. Fué entonces cuando, a lo lejos, vimos una silueta humana iluminada
por los faros del coche. A medida que nos acercábamos a ella me iba pareciendo más grande.
Pensé que era un corpulento vagabundo. Al llegar a su altura Tom detuvo el coche y le dije al
desconocido:
— ¿Quiere que le llevemos, amigo?
Nada más decir esto el "corpulento vagabundo" se volvió y pude ver como unos ojos
encendidos se clavaban en mí. Noté un sudor helado en la espalda y en el mismo instante en
que le grité a Tom que arrancara sentí un fuerte arañazo en el antebrazo derecho que tenía
apoyado en el marco de la ventanilla. Al llegar a la cabaña vimos que la puerta estaba abierta
y la luz del comedor encendida. Parecía como si Paul hubiera salido de allí con prisa.
Miramos en los demás cuartos pero él no estaba allí. Un fuerte dolor me recordó la herida del
brazo. Me di cuenta de que lo tenía lleno de sangre y de que el arañazo era profundo. Se me
nubló la vista y me desmayé. Cuando desperté, la herida aún me dolía y Tom me dijo que la
había limpiado y vendado. ¡Oh, Dios, qué dolor! Jamás una herida me había dolido tanto.
A la mañana siguiente Tom y yo nos quedamos en la cabaña intentando buscar una
explicación a lo que había pasado la noche anterior. Después de llegar a la conclusión de que
lo que me había atacado podía ser un enorme oso, comimos algo y salimos cada uno con
nuestro fusil a echar un vistazo al lugar donde pasó todo. Una vez allí, en vez de encontrar
unas huellas redondeadas como las de los osos, encontramos unas huellas alargadas. Aquello
nos desconcertó aún más. Si no fué un oso, ¿qué podía ser?
Al volver a la cabaña encontramos dentro a Paul. Estaba pálido y parecía agotado. Tom le
preguntó dónde había estado hasta entonces y Paul, algo nervioso, le contestó que después de
que Tom y yo nos fuéramos al pueblo, salió a dar un paseo por el bosque y un oso apareció de
pie delante de él, antes de que éste le atacara consiguió dispararle en la cabeza pero al caer le
empujó, se golpeó en la cabeza con una piedra, perdió el sentido y no se despertó hasta por la
mañana.
Cuando Paul se fué a descansar, Tom me dijo que nos había mentido, ya que cuando
nosotros cogimos los fusiles por la mañana el de Paul estaba en la cabaña.
Al anochecer Paul se levantó de la cama y dijo que iba al bosque a pasear. Aquella noche
oímos, a lo lejos, unos horribles aullidos y Paul no volvió. Tom y yo preferimos quedarnos en
la cabaña y salir a buscarle al amanecer si todavía no había vuelto.
Cuando nos levantamos, Paul ya estaba en la cabaña. Nos dijo que había bajado al pueblo a
por cigarrillos, se le hizo tarde y prefirió quedarse en la pensión del pueblo a pasar la noche.
Después de desayunar, Tom cogió un libro que no le había visto nunca y se puso a leerlo con
nerviosismo. Al rato se levantó de la silla y me dijo al oído:
— Es lo que me imaginaba. Voy un momento al pueblo.
Entró en su cuarto, escondió el libro y se fué en el coche. Por la tarde volvió con una
pequeña caja de madera en la mano y, sacando de ella una bala, me dijo:
—Con esta bala acabaré con ese maldito.
Le pregunté lo que sucedía y me contestó:
—Esta noche lo sabrás.
Estaba anocheciendo cuando Paul dijo que iba a pasear, pero antes de que saliera de la
cabaña Tom le golpeó en la cabeza y cayó al suelo sin sentido. Tom le cogió y le ató a una
silla. Le pregunté lo mismo otra vez y me respondió con las mismas palabras. Tom cogió su
fusil y lo cargó con dos de aquellas balas. Yo no entendía nada de lo que estaba pasando.
Paul recobró el sentido y al verse atado dijo que teníamos que soltarle, que no sabíamos lo
que podía pasar. Tom cogió otra silla, se sentó delante de él y sin decir nada le miró fijamente
a los ojos. Aquella mirada bastó para que Paul comprendiera que Tom lo sabía; sabía lo que
yo averiguaría unos minutos más tarde. Miré por la ventana, ya era noche cerrada, una noche
clara, iluminada por una grande y reluciente... ¡luna llena!. Entonces lo comprendí. No podía
creerlo, aquello sólo era una leyenda, algo con lo que se hacían películas de terror. En aquel
momento oí un fuerte grito, me giré y vi como Paul sudaba de una manera exagerada, seguía
gritando. Tom cogió el fusil y se lo apoyó en el hombro, apuntándole. Noté un escalofrío por
todo el cuerpo. Paul se estremecía en la silla, le palpitaban todos los músculos del cuerpo,
rasgando la ropa; le salía un abundante pelo en todas partes y sus manos se convertían en
zarpas. Sus gritos de dolor se iban convirtiendo poco a poco en aullidos. Me fijé entonces en
su cara cubierta de pelo, en sus ojos tan rojos y brillantes como lo eran los de la fiera que me
atacó el sábado por la noche. Otro escalofrío sacudió todo mi cuerpo. Las mandíbulas de Paul
se alargaban entre un crujir de huesos y sus dientes crecían de una manera desmesurada.
Entonces sonaron dos disparos. Tom le había disparado dos veces en el corazón. Paul se
desplomó en la silla y el pelo empezó a desaparecer de su cuerpo, las zarpas comenzaron a
transformarse otra vez en manos, las mandíbulas a tomar su tamaño normal, lo mismo que
los dientes... Noté otro escalofrío, esta vez más fuerte que los anteriores, seguido de un fuerte
estremecimiento en todo el cuerpo, oí a Tom que gritaba:
— ¡Ya está, acabé con él!
Un dolor desconocido hasta entonces se apoderó de mí, se me nublaba la vista, grité.
Antes de perder la noción de lo que pasaba a mi alrededor pude ver delante de mí a Tom,
primero petrificado y más tarde abalanzándose sobre la caja de madera, sacando una bala e
intentando cargar su fusil.
A la mañana siguiente me desperté en el bosque totalmente desnudo, agotado, con restos
de sangre en las manos. Volví a la cabaña. El interior estaba destrozado y Tom totalmente
descuartizado.
A aquella horrible experiencia le siguieron varias más en las que siempre despertaba
desnudo en el bosque, con las manos manchadas de sangre y sin poder recordar nada de lo
sucedido. Hasta hoy en que me he dado cuenta de que no puedo seguir así y que debo
terminar con esta maldición que ha caído sobre mí de la misma manera en que Tom acabó
con la de Paul aquel lunes por la noche.
El fusil ya está cargado con una de las balas de plata que compró Tom y apoyado sobre el
corazón.
Empiezo a notar la rabia que hay dentro de mí, el dolor de la transformación empieza a ser
cada vez más fuerte.
He de disparar, he de hacerlo,...
SEÑOR GALVAEZ
VICTOR GOMOLLON
Ilustración: DOMINGO
Aparece en CREEPY Nº 67
El motor del coche no sonaba bien, yo siempre había dicho que los 600 eran una chatarra,
pero se pusieron tan de moda en aquellos tiempos que me compré uno. Y ahora,
precisamente ahora, se tenía que estropear.
Busque en la guía de carreteras y encontré un hostal a un kilómetro o por ahí, luego había
otro, que estaba a ocho kilómetros, me largué al primero, naturalmente.
Nunca había pensado que en la carretera de Zaragoza—Madrid hubiese tantos hostales.
II
Paré, el motor del coche aún sonada peor, bastante peor que cuando opté por irme a pasar
la noche en una cama. El hostal era pequeño y antiguo. Parecía una casa de cuando la guerra,
baja, con dos pisos y ventanas hundidas y oscuras. Estaba construida en piedras grandes, que
antaño debieron de ser claras, pero ahora, tal vez por el humo, estaban grises.
No había ningún aparcamiento, así que dejé el coche en una explanada que había cerca.
Subí los cuatro escalones y entré en un recibidor oscuro y de techo muy bajo. Salió de la
puerta una anciana, pequeña y encorvada, que no dejaba de mirar mi mal aspecto.
—Buenas noches, querría una habitación para pasar la noche. ¡Ah!, y a ser posible, también
para comer algo.
—Bien, firme aquí, ¿Señor de?
—Muñoz, Javier Muñoz.
—Pase por aquí. —Dijo sin quitarme el ojo de encima. —Puede dejar, si quiere, la
gabardina en el perchero de la esquina. Después de un largo pasillo, había un tramo de
escaleras que conducían a las habitaciones. Arriba olía a guisado, debía ser la cocina.
—Venga. Esta es su habitación. ¿Le parece bien?
—Sí, gracias.
—Si usted no quiere ruidos, este lugar es muy tranquilo, no le quepa la menor duda. A
veces viene bastante gente pero hoy sólo tengo a un señor, está aquí, en la habitación de al
lado.
—Bien, ¿algo más?
—Ah! Ya le avisaré para la cena. Cenaremos juntos los dos, si le parece...
—De acuerdo. Hasta luego.
Bajó las escaleras despacio y luego no la volví a ver. La habitación era de reducidas
dimensiones y tenía lo indispensable: una cama, una mesilla, un lavabo y algo semejante a un
retrete. En aquel momento yo no deseaba nada más. Dormí un buen rato, dos o tres horas, me
desperté con el golpeteo en la puerta de la anciana que me llamaba para la cena. Bajé. No
había comedor o por lo menos no lo vi.
—Pase, pase, con confianza, comeremos en la cocina.
Entré, sólo había un hombre, el que ocupaba el cuarto contiguo al mío supuse.
—Buenas noches. —Correspondió a mi saludo y la anciana nos presentó rápidamente: El
señor Galvaez, el señor de Muñoz.
Era un hombrecillo pequeño, delgado, de rostro mofletudo y ojos brillantes, que parecían
de cristal. Vestido con un traje oscuro, muy raído. Aquel hombre tenía un aspecto extraño, se
semejaba más una marioneta que a una persona.
Por favor señores, siéntense y empecemos a cenar.
El señor Galvaez masticaba muy despacio y no le vi tomar líquido en el transcurso de la
cena. Apenas hablaba y si lo hacía era porque se le preguntaba. Me extrañó su manera de
hablar, despacio, excesivamente despacio, articulando cada una de las sílabas de una forma
artificial, como si de un autómata se tratase.
—Señor Muñoz ¿y usted de dónde viene?— me preguntó la anciana.
—Soy de Zaragoza y voy a Madrid. Quiero visitar a unos viejos amigos. Mi coche ha
sufrido una avería y he tenido que parar aquí. No querría quedarme en la carretera por la
noche con esta lluvia. Mañana miraré de arreglarlo.
—Qué casualidad. El señor Galvaez también va para Madrid.
¿De dónde me dijo que venía? Esta memoria mía...
—Yo de Huesca. —Mientras hablaba le caía la baba por las comisuras de la boca. Y
continuó comiendo sin decir palabra.
—Ojala se queden unos días más. Estoy tan sola aquí...
Luego hablamos sobre la comida, sobre la casa y del pueblo.
Nuestra conversación siguió por caminos triviales, detalles sin importancia. Acabada la
cena, nos deseamos buenas noches y fuimos a dormir. No serían más de las once.
III
IV
A la mañana siguiente desperté por los golpes que daba la anciana en mi puerta.
—Señor, señor, venga rápido, el señor Galvaez no contesta. Me levanté como pude, abrí la
puerta y salí al pasillo. La anciana me esperaba en la puerta del señor Galvaez. Le llamé,
golpeé la puerta y la abrí de un empujón. Allí estaba, tumbado en la cama con los ojos en
blanco y la boca, horriblemente desencajada. Un hilillo de sangre corría por su barbilla. A un
lado de la cama había un cesto que anunciaba con letras brillantes:
Aparece en CREEPY Nº 68
Hay cosas que por muy bien que se planeen jamás salen como estaba previsto. Algo de eso
sucedió con la torre número 4. Estaba previsto que sirviese para distribuir la energía eléctrica
de la línea procedente del territorio de Palmdale. Precisamente todo el asunto de su
construcción se llevó a cabo con una casa de contratas nueva, pero ya con un gran prestigio.
No obstante la elección de su ubicación fue un error desde el principio. Un lugar que se pensó
protegido pero que resultó ser el peor de los posibles, en la misma base de una montaña con
estribaciones rocosas, junto a un farallón con gran cantidad de hierro de una estática
asombrosa en caso de tormenta eléctrica. Aquella piedra roja cobraba visos azules cuando se
hinchaba de electricidad algunos días. Y luego el asombroso coste material y humano de la
construcción. Cuatro hombres muertos en el primer mes de esfuerzo al trabajar con los
tensores y cientos de toneladas de cemento en la base de la torre para evitar corrimientos...
total, para lo que sirvieron. El diseño era bueno, pero sobre los planos muchas cosas son
buenas. Estos resultaron una auténtica chapuza, costosísima, pero chapuza. Lo peor era que
teníamos que construirla a regañadientes, quisiéramos o no. Había demasiado dinero y
demasiados intereses de por medio... Apenas podíamos llegar con los camiones. Camiones
enormes que dejaban sendas abiertas que se cerraban a los pocos días. En una semana de
trabajo ya era posible encontrar zonas del bosque con rastros de camiones como trozos de
cuerda rota, sin ir de ningún sitio a otro concreto. Demencial. Eso también provoco algún
accidente. Pero lo peor de todo estaba por venir. Fue cuando nos percatamos de que todo el
maldito edificio se estaba hundiendo. Centímetro a centímetro y sin que pudiéramos evitarlo.
Todo el equipo de mayor peso y coste ya estaba instalado, transformadores, motores para las
dinamos incluso la lujosa cabina del equipo mantenedor de la torre. Inyectamos más
hormigón, mucho más, reforzamos los contrafuertes y procuramos aligerar el peso del
material cerámico aislante de los bornes de la torre que sujetaban el tendido eléctrico que se
aproximaba y alejaba en simétricas catenarias. Algo logramos, porque aquel mal bicho dejó
de moverse. Allí nadie perdió el tiempo. Embarcaron las cosas y se fueron en una
conspiración silenciosa. La historia no había hecho más que empezar.
Al año de todo esto, mientras conduciendo regresaba a la torre, no podía dejar de pensar
en mi mala suerte, la que me obligaba a volver allí después de que la compañía fuese incapaz
de acallar las quejas de la zona ante las irregularidades que allí se daban. Casi me había
olvidado de la existencia de la torre de servicio número 4 pero a medida que me aproximaba
comenzaba a recordar cosas, datos, informes sobre su funcionamiento y, como no, sobre la
tragedia que la convirtió en maldita durante mucho tiempo. Una pareja de controladores
había muerto de una manera atroz. Los encontraron rígidos, inmóviles, todavía en pie,
convertidos en figuras de carbón. Totalmente deshidratados por efecto de la descarga, sus
cuerpos agarrotados se habían fundido con sus ropas produciendo una superficie escamosa
en la que solo destacaba el blanco de sus dentaduras al descubierto. Uno de los hombres
resultó identificado por un tatuaje que por efecto de la carbonización destacaba en negativo
sobre la carne quemada. A pocos metros de ellos, el extremo de un cable de conducción
grueso como un brazo se abandonaba como una peligrosa boa. Su extremo era uno de los
ganchos de sujeción y se encontraba en perfecto estado. Sin embargo se había desprendido
cayendo sobre la galería y convirtiéndola en un infierno.
No me encontraba demasiado tranquilo cuando, al fin, comencé a reconocer el paisaje que
me rodeaba. No distinguía la torre por ninguna parte y tardé en verla porque entonces su
color era verde. Se encontraba totalmente colonizada por una vegetación que la cubría casi
por completo. Yo ya conocía casos en los que la carga estática del lugar mutaba las plantas
llegando a producir formas caprichosas, pero aquello era asombroso. Antes de descender del
coche comenzó a llover con bastante intensidad y desde dentro mismo del habitáculo
distinguí un inquietante zumbido. Estaba sobrecogido. Descendí del auto y comenzaba a
subir la escalera metálica que conducía a la plataforma habitable cuando me percaté de algo
increíble. El primer rellano de la escalera, construido inicialmente a 3 metros de altura era
ahora una plataforma de ataque a la escalera ¡a ras de suelo!, ¡La torre entera había
descendido tres metros en pleno equilibrio dinámico! Algo que contradecía por completo las
leyes físicas, mis propias leyes, como ingeniero de telecomunicaciones, pensé. Pero también
pensé que la compañía estaba invirtiendo una buena cantidad de dólares conmigo
desplazado hasta allí exclusivamente destinado a resolver rápidamente la pérdida operativa
de la torre, y no había demasiado tiempo que perder.
De momento, yo ya aventuraba una hipótesis divertida porque no había ni un alma en
toda la edificación. La sala de control se encontraba apagada pero el ordenador de datos
funcionaba gracias a su equipo autógeno. Recorrí las habitaciones de la garita con el
monótono zumbido exterior como única presencia ininterrumpida. Ya solo me faltaba una
habitación por visitar, el cuarto que servía de dormitorio al técnico de mantenimiento. La
puerta estaba entornada y la oscuridad se adivinaba en su interior. Todavía no había
traspuesto el umbral cuando bajo el fogonazo de luz que me turbó durante unos segundos
algo comenzó a moverse. Por un momento al pánico me conmocionó hasta el borde de la
histeria pero otros pocos segundos bastaron para darme cuenta de lo que pasaba. Dos aves de
gran tamaño acababan de levantar el vuelo. Estaban cegadas por la luz y sus enormes alas
entrechocaban produciendo un sordo batido. En su torpe vuelo me abordaron un par de
veces. Como pude las esquivé y las azucé hasta la puerta desde el interior. Una vez en el
pasillo, con una familiaridad que me dejó helado encontraron su camino hacia fuera.
No era una manera excesivamente buena de comenzar mi visita y el malhumor que
comenzó a embargarme resultó ser el mejor paliativo contra la sensación de incomodidad que
no dejaba de oprimirme. Había demasiadas preguntas por contestar ¿Dónde se encontraba el
hombre a cargo de la torre? Ningún cuaderno de datos o diario daba a indicar que allí
hubiera alguien. ¿Por qué la torre no había acusado su hundimiento? Las tensiones de las
piezas habían cambiado creando nuevas fuerzas capaces en teoría de hacer estallar los
elementos más resistentes. ¿Desde cuándo la torre emitía energía? Me había percatado de ello
al medir constantes de salida con un polímetro. De manera que el zumbido que saturaba la
atmósfera se debía a la gran cantidad de energía liberada en forma de vibración caliente por
unos bornes de salida que aún no entendía por qué no habían salido volando en pedazos.
Regresé al dormitorio. Era algo inservible y bajé hasta el coche a por un saco de dormir.
Entonces lo vi, junto al automóvil. Algo fallaba, un error de proporciones o algo así. Llegaba a
ser inverosímil pero la estatura de aquel hombre era colosal y proporcionalmente todo en el
resultaba masivo y desaforado. Un pelo ralo coronaba su cabeza y todos sus miembros se
encontraban apuntando en direcciones casuales, como si actuaran independientemente y por
su cuenta. Vestía un simple mono azul de mangas cortas, abierto hasta la cintura, de los que
la compañía dota a sus empleados pero aquello no me tranquilizaba en absoluto. Cuando
avanzó hacia mi temí que se cayera de una manera rígida como un árbol talado por su base
pero ya se acercaba ensayando una sonrisa en la que advertí más de mueca bestial que de
señal de bienvenida. Cuando contestó a mis preguntas me percaté de que en parte me había
equivocado pues resultó ser de una enorme exactitud siempre que se refiriesen al
funcionamiento de los aparatos de la torre. No obstante todo provocaba en mí la impresión de
que aquel gigante usaba alguna facultad de su periferia para salir del paso de mi
interrogatorio sin llegar a describir nada concreto. Adiviné una corriente interna, mucho más
fuerte, pero podía ser una intuición pues poco lo delataba hasta el momento.
Eludió toda cuestión de su ingreso en la compañía y asignación a la torre, tampoco conocía
los problemas anteriores de esta y demostró una actitud evasiva y ascética ante la cena con
provisiones de la bien surtida despensa de la torre. En actitud divertida me contempló
cuando me quejé del episodio; de los pájaros y farfulló algo que me sonó a panteísta sobre un
dios en todas y cada una de las criaturas de la naturaleza. Pese a todo recuerdo que me
sorprendió por su agudeza y me hizo pensar que aquel imbécil no era lo que aparentaba.
Resulta que aquel imbécil había cobrado después de aquello algo de locuacidad y tuve que
ser yo el que interrumpiese la sobremesa con la intención de irme a descansar. Me había
relajado bastante por entonces. Poco antes de retirarme y medio abotargado por los efectos de
una botella que compartimos, en una ráfaga de lucidez, pude advertir que aquel hombre, la
mirada fija al frente, hablaba en un idioma que no entendía en absoluto. Supuse que la
borrachera le hacía delirar.
Aquella noche no podré olvidarla mientras viva. Seguía lloviendo persistentemente y al
ronroneo de la tormenta caí en un profundo sueño. Transcurrió un tiempo incierto y entonces
un ruido infernal me despertó por completo. La tormenta estaba en su apogeo.
Absolutamente imposible el pretender dormir en aquellas condiciones y además el agua
corría libremente a lo largo del pasillo donde me había instalado. De inmediato pensé que
alguien había salido y entrado varias veces y que aquel cauce plano que corría se debía al
rastro de pies mojados del paseante nocturno. El estruendo era impresionante. A gritos llamé
a la bestia guardiana de la torre pero no obtuve respuesta a mis alaridos y mis gritos se
perdieron entre el rasgar de los truenos y el fulgor de los relámpagos. Nada. Me puse en pie
de un salto y entonces, sin pretenderlo, salí proyectado contra la pared. El suelo tenía una
inclinación de casi veinte grados. La torre se desmoronaba en esos momentos. Sin embargo su
resistencia pasiva durante todo un año me hizo suponer arbitrariamente que no se
derrumbaría conmigo dentro. Una auténtica estupidez. Me abalancé hacia el exterior y
agarrado el pasamanos ascendí por la escalera exterior hasta la sala de mandos instalada
junto al equipo de transformadores y generadores. Desde allí arriba la torre presentaba un
aspecto impresionante. Envuelta como estaba en una funda vegetal, sus raíces en el suelo eran
invisibles a través del manto de lluvia. Solo podía distinguir desde allí contrastes entre
oscuridad y claridad. Oscuridad del lado de la falta montañosa, ahora una fachada negra de
la que sobresalía las copas de los árboles más prominentes antojándoseme protuberancias
rocosas por su quietud. Claridad del lado opuesto, abierto a la llanura a lo largo de la que se
extendía el difícil camino de acceso que me había traído hasta este horrible lugar. El agua
chorreaba entre las acanaladas fundas de protección térmica de los transformadores
duchándome espectacularmente hasta que entré en el cuarto de la derrota de la torre. El
cuadro de mandos se encontraba encendido en esta ocasión. De una manera automática
comprobé de un vistazo la asombrosamente normal medida de los instrumentos y no pude
comprender como semiderruida por semejante tormenta la torre conservaba sus funciones. Se
resistía a morir, ¿de dónde sacaba tal fuerza? El ordenador estaba todavía digiriendo un
programa muy reciente como su indicador rojo encendido señalaba. El verde fluorescente de
la pantalla proyectaba una luz fría sobre algunos objetos desordenados en el cuarto y de vez
en cuando se convertía en un opaco ojo negro cuando algún relámpago saturaba de luz el
recinto.
Por un instante pasó por mi mente la idea de que la torre y aquel gigante celador suyo
resultaban seres de comportamiento hermanado. Cuerpos de cíclope y a la vez inservibles.
Dotados de mentes agudas y en constante contraste con los imperativos de su envoltura.
Aquella sofisticada sala de control de la fortaleza que sucumbía y aquel cerebro
perfectamente adiestrado incapaz de todo lo que no fuese torpeza y violencia física
esclavizada por un cuerpo atroz.
Un chasquido eléctrico azotó el aire. Debido a la inclinación cada vez más pronunciada de
la torre la tensión de los cables que llegaban a ella era ya insoportable. En una curiosa
resonancia con determinados latidos de toda la estructura metálica vibraban con una aureola
amarilla a su alrededor. Si cualquiera de ellos se soltaba, en aquellas condiciones nada me
salvaría, pero el caso es que empeñado en resolver el enigma de la soledad que me rodeaba
recorrí totalmente calado la plataforma en busca de algo a alguien que diera sentido a las
salidas nocturnas de mi amigo tan especial.
La curiosidad podía más que el miedo. Acababa de maldecir por enésima vez mi suerte
cuando me topé de bruces con mi inquietante compañero. Se encontraba de espaldas a mí.
Sus anchos omoplatos desnudos brillaban por el efecto combinado del sudor y del agua que
le repiqueteaba directamente y la que le caía de los mechones empapados de su cabeza. Sus
brazos caían rectos y paralelos al cuerpo. Sus manos sin un asomo de crispación tenían al
dorso vuelto hacia delante en un gesto de abandono que contagiaba al resto del cuerpo.
Aquella pasividad solo podía obedecer a la enfermedad, a algún tipo de muerte anticipada.
Quizá la tormenta había remitido un poco pero todavía continuaba sembrando de plomo
cielo y tierra. El horizonte subió ante mis ojos unos cuantos centímetros y luego volvió a subir
otros pocos más. Esta vez la torre se caía, ya.
Cuando levanté mi mano y la puse sobre su hombro ni el menor asomo de
estremecimiento recorrió su cuerpo Lentamente volvió la cabeza y en su cara vacía vi
reflejada una bovina pasividad. Sus ojos ya no veían nada, no había el menor asomo de fulgor
en ellos. Comprendí que era inútil advertirle. No podía hacer nada por él y aquello estaba a
punto de venirse abajo. Aquella torre y él mismo se parecían demasiado. Baje las escaleras
cuando la torre ya estaba sostenida únicamente por la tensión de los cables del tendido
eléctrico. Me alejaba ya corriendo sobre tierra firme hacía el coche, cuando una salva de
explosiones hicieron que me arrojara al suelo. La torre se desplomaba en este mismo instante
y los cables mantenidos en suspensión por las fuertes descargas eléctricas que salían de ellos,
serpenteaban en el aire mojado entre una cabellera azul de electricidad. A duras penas
alcancé mi automóvil, puse el motor en marcha, y apreté gas a fondo. Antes de que la última
curva del camino me impidiese definitivamente la visión del lugar eché un último vistazo por
el espejo retrovisor. Pude comprobar como la gran mole de la torre caía al suelo entre un
cúmulo de chispas infernales. Me alejé del lugar a gran velocidad mientras en voz alta juraba
que por nada del mundo regresaría a aquel demoníaco lugar de desolación, ruina y muerte.
LA PRINCESA ETERNA
JAVIER BATLLE
Ilustración: DOMINGO y VIRGIL FINLAY
Aparece en CREEPY Nº 69
Artemio Dartag caminaba a menudo por las calles de la ciudad antigua. Pensaba en las
infinitas dificultades que tenía ante sí, en el trabajo, en Clara, o en la maravillosa juventud
perdida para siempre.
Dartag era un hombre llegado de los inmensos bosques de pinos y encinas de Guiú, su
pueblo natal. Lo cierto es que la nostalgia que sentía hacia este lugar era cada vez más
poderosa. Guiú le reclamaba a través de bellas imágenes y ensoñaciones que luego se
convertían en la realidad de los semáforos, las motocicletas o, en fin, la rutina multicolor de la
ciudad.
Los largos años de trabaje no le habían procurado más que una mujer estéril y un pisito
donde alimentar el tiempo, entre copas y libros maltratados.
Dartag había sido arrastrado a la ciudad por la misma fuerza que ahora le exigía el regreso.
"Acaso los reclamos de la vida son de la misma naturaleza que los reclamos de la muerte",
solía decir. Cuando se sentía muy apesadumbrado, paseaba por la parte vieja de la ciudad: se
dejaba llevar, como siempre, por la edad, o la intuición, y sólo se detenía en los mercados de
libros.
Esa mañana encontró un viejo ejemplar en cuya cubierta aparecía un dibujo casi idéntico a
la montaña de fuego de Guiú —un antiguo volcán; donde tantas jovencitas habían aprendido,
en una tarde, todo lo que una mujer debe saber sobre los hombres y las ortigas. Y Dartag
pensó que aquél era el día ideal para leer un libro.
Una vez en casa, repasó la nota en la que Clara anunciaba que había salido de la ciudad —
para resolver algún problema de familia— y no regresaría hasta fin de año. Dartag sintió un
escalofrío y cerrando progresivamente las puertas de todas las habitaciones se acomodó en su
balancín para leer la historia mágica de la "Princesa Eterna".
Este era el título que figuraba en la cubierta del libro; en él se relataba la tragedia de una
princesa medieval a quien los Sacerdotes Muertos tenían secuestrada para toda la eternidad.
Sólo el amor de un hombre que pudiese rescatarla conseguiría liberarla de su fatal
providencia, un hombre a cuyo amor Ella correspondería eternamente.
Lo que verdaderamente sorprendió a Dartag fue el final del relato: en lugar de presentar al
héroe destinado por los dioses, el libro detallaba una liturgia para introducirse en el tiempo
de la historia. Decía:
"ve a un bosque en una noche sin luna y, poco antes del amanecer, enciende un pequeño
fuego, "junto al fuego abre una Biblia en la página de Eclesiastés. "Viste con medias negras y
esconde en tu cintura un puñal de plata.
"finalmente, al ritmo del latir de tu corazón, canta estos versos:
Dartag dejó caer el libro y pensó que la providencia lo había traído a su casa para que así
cumpliese su regreso a Guiú. Había llegado la hora de volver a los bosques, a la montaña de
fuego, a la vida soleada y compartida de los campos de viñas y girasoles. También, la hora de
las despedidas, de las últimas palabras cruzadas con los mejores amigos; y de la muerte,
porque Guiú ya no iba a dejarle escapar de nuevo. La ciudad sería, a partir de ahora, su otro
pasado, una reliquia que habría de conservar pulida y nueva hasta el último de sus días.
Pero ¿qué sería de Clara?
Dartag entendió que, otra vez, la realidad le arrebataba el sentido de su existencia. Pero
ahora tenía un libro. Todo era distinto: tenía una promesa que cumplir. Luego, Clara podría
venir a su lado. Por segunda vez en su vida, Dartag adivinó que había un sentimiento, dentro
de él, más fuerte que todo lo demás. Se levantó y se asomó a la ventana. No había luna. La
misma providencia había fijado por él una fecha, esa misma noche. Ya nada podía evitar que
Dartag fuese dueño de sí mismo, otra vez. Guiú le recibiría con calor y nunca más escucharía
un timbre o una sirena.
Con mucho cuidado, recogió el libro y fue amontonando luego a su lado unos pantalones
negros, una Biblia, el cuchillo de plata y algunas hojas para escribir a Clara —cuando todo
estuviese dispuesto.
A medianoche Dartag arribó a Guiú, tras cuatro horas de viaje.
La oscuridad era tan opaca como el silencio. Apenas unas estrellas y unos grillos. La silueta
de la vieja Iglesia románica aparecía ante sus ojos como un secreto que el día había de
desvelar. Alrededor, se recortaban contra la negra complicidad de la montaña las casitas
vecinales del lugar, algo más hundidas que antaño, pero tan perennes como el pasado o el
tiempo.
Dartag escarbó en sus recuerdos para encontrar una noche tan absoluta y gozosa como
aquella. Luego, deseó acercarse a la casa en donde había nacido (la única en Guiú y, acaso, en
toda la comarca que no tenía un nombre) y oler de nuevo a cal húmeda y madera vieja. "No
todo cambia con la edad", se dijo.
Cuando entró en el zaguán sintió una premonición de calor humano que le hizo pensar en
Laura, su hermana, que un día se prometió no abandonar nunca la casa de sus padres. Hacía
más de treinta años que no veía a Laura. Al pensar en ello sintió un escalofrío que le terminó
en el vientre, donde guardaba el puñal de plata. Dartag pensó entonces que era justo irse a la
montaña para cumplir con la promesa que le había traído de nueva a casa. No concebía este
cumplimiento como una necesidad o un capricho, sino como la culminación espiritual de una
inquietud que había desvelado todas sus noches en los últimos años. El rito apagaría un
reclamo que así daría sentido a su vida, al difícil pasado que sólo entonces se adormecería
como un sueño más.
Unas horas después, Dartag, al lado de una hoguera, siguiendo todos los momentos de la
liturgia del libro, cantó los versos contra la oscuridad. Luego, amaneció. Dartag se sintió
felizmente sorprendido por la maravillosa continuidad de los hechos: ni siquiera había oído
cantar al gallo.
De vuelta al pueblo, Dartag se tropezó con un viejo campesino —vestido de una manera
extraña.
—Oh!, señor: el sacrificio de la Princesa tendrá lugar cuando el sol alcance su lugar más
alto en el cielo.
Dartag se quedó absolutamente desconcertado ante las palabras del viejo; cuando
reaccionó, ya no vio a nadie. Recordó entonces sus vestiduras y entendió que nadie usaba ya
esos tejidos en 1987. Decidió entonces volver hacia atrás, al lugar donde había encendido el
fuego, pero no supo encontrarlo. Todo parecía distinto cada vez y ni un solo ruido quebraba
el silencio que había caído sobre el bosque desde la aparición del campesino.
Se sentó entonces al lado de unas piedras e intentó recapacitar y hallar una explicación a lo
que estaba sucediendo. Tenía que haber una explicación. A fin de cuentas, la única evidencia
absurda e irracional eran las palabras de un viejo loco.
Tres mujeres, vestidas con ropajes negros, se cruzaron con él en ese instante. Una de ellas
le dijo:
—Oh!, señor: el sacrificio de la Princesa tendrá lugar en la plaza de la Salvación. Debes ir
hacia el norte: no tienes tiempo que perder.
— ¿En qué tiempo estamos? —se apresuró a preguntar Dartag a las tres mujeres.
—Pero, señor: el tiempo pertenece al pasado. El presente y el mañana no están hechos de
tiempo.
Dartag ya no supo preguntar más y sólo vio como las tres mujeres se alejaban, lentamente,
hacia el otro lado de la montaña. El mundo entero se le vino abajo.
Pensó, finalmente, que debía ir al norte. Todo se resolvería bien, aunque existiese, en
verdad, la Princesa. Cuando el destino elige a un hombre lo hace consciente de que su lucha
será fructífera. También Dios estaría de su parte, no había nada que temer.
Claro que ni siquiera estos mejores pensamientos apartaron a Dartag del miedo y la
inseguridad, y empezó a arrepentirse de haber abandonado la ciudad y el mundo al que, en
verdad, pertenecía.
Los árboles terminaron de repente y, a lo lejos, Dartag vio un pequeño pueblo casi
destruido y pensó que ahí debía dirigirse: ya nada podía separarle de su nueva realidad. Y
entendió que sólo liberando a la joven Princesa su vida retornaría al cauce originario. Podría
volver a su tiempo, a su ciudad; porque ¿de qué otro modo la Princesa habría de agradecerle
su salvación? Luego, todo parecería un sueño y ya nunca sabría si alguna vez sucedió.
Cuando Dartag llegó a la plaza de aquel pueblo, no vio ni escuchó nada. Esperó unos
minutos y, al comprobar que nada sucedía, se echó a reír como un niño. Comprendió que
todo había sido una sucesión de imágenes mentales suyas: se encontraba en la plaza de Guiú,
con la Iglesia románica ante sus propias narices. Se sintió estúpido y empezó a creer que se
estaba haciendo realmente viejo. Tenía ganas de regresar y contárselo todo a Clara.
No obstante, quería ver también a su hermana, así que tomó el camino hacia su primer
hogar, consciente de que ya no volvería a visitarlo otra vez.
Entonces apareció ante sus ojos una bellísima y joven doncella, vestida con sedas de
colores y cubierta de oro y joyas, como una virgen esculpida en mármol. Sus enormes ojos
verdes miraron profundamente a Dartag, que sintió cómo su cuerpo se debilitaba poco a
poco, sin poder decir una palabra.
La joven doncella tomó el cuchillo de plata de la cintura de Dartag y, acariciándole el
rostro con su rubia melena, se lo clavó en el pecho. Dartag no sintió dolor ni sangre
humedeciéndole su piel. Aparecieron entonces unos Sacerdotes sin caras y le apresaron. No
podía creer que aquello estuviese sucediendo realmente.
¿Por qué? gritó asustado a la joven Princesa.
No temas: tú eres mi salvador... Yo te amaré eternamente.
Con el cuchillo clavado en el pecho, Dartag no pudo oponer ninguna resistencia a los
Sacerdotes, que le llevaron de nuevo hacia el bosque. Le tranquilizaba la presencia de la
Princesa, pero entendió que no habría salvación para él. Por el bosque fue encontrando a
cientos de hombres atados sobre sus hogueras y gritando de dolor, sin poder morir. Dartag
rogó clemencia a la joven Princesa, pero sólo recibió una mirada limpia y llena de gozo.
Luego, los Sacerdotes le ataron sobre el fuego que le había transportado a aquel infierno y
cuando el puñal, en su corazón, empezó a arderle Dartag gritó de dolor, con todas sus
fuerzas, sin sentir más alivio que el tormento de otros hombres que, como él, se retorcían
sobre el fuego sin ninguna esperanza.
A lo lejos, los Sacerdotes Muertos cantaban:
Aparece en CREEPY Nº 71
La casa de la abuela Brígida estaba situada un poco al margen del pueblo de Moyá.
Rodeada de secos y apretados pinos y cercada, asimismo, por un muro bajo y recubierto de
yedras diversas, se aparecía en el paisaje de una manera limpia y súbita.
La leve arquitectura modernista de la casa ofrecía a su aspecto la apariencia de algún
templete hindú, vencido por la densa vegetación del jardín. Pere Trens, unas horas antes de
sumarse al velatorio de su abuela, pudo contemplar allí el gradual atardecer. El sol enrojecía y
las desnudas plantas, ante la penumbra de la noche cercana, anunciaban la invasión de un
paisaje magro y erizado, repleto de espinosos arbustos y volúmenes verdinegros de copas de
encina.
Los recuerdos de Trens sólo se referían al interior de la casa. Se acordaba de los estrechos
pasillos que, como laberintos circulares, daban al abandonado habitáculo de los sirvientes; y
de la gran sala, parcialmente iluminada, con su interminable altura perdiéndose en la
oscuridad. La abuela Brígida, mientras tanto, no suponía más que uno de esos pétreos rostros
de la infancia, sin referencia a paisaje o sentimiento alguno.
Cuando, finalmente, entró en la casa, la gran sala central rebosaba de luz en torno a sus
familiares. Le sorprendió la recargada abundancia de muebles y cortinas, y el brillo de los
limpios mármoles y relojes. Todo parecía diferente a sus escasas reminiscencias infantiles.
"Gracias a Dios, fue muy rápido", le dijo su tío Josep, patriarca de la familia, tras un abrazo
de condolencia; "los médicos aseguran que murió en un abrir y cerrar de ojos, como un
pajarito."
El tío Josep, hombre de ojo granate y cara blanda y temblorosa, le miró fijamente varios
segundos, queriendo dejar constancia de un dolor profundamente sentido. Después de varios
saludos todos se sentaron.
Estaba allí Barbareta, mujer del tío Josep, avejentada y distante, sin participar del
vehemente dolor mostrado por las intervenciones de su marido. El tío Lucas, a su lado,
escuchaba con curiosidad e interés, como si su hermano se refiriese a alguna oscura dama
hace años fallecida. Era hombre de anchas manos varicosas y cabeza masiva; destacaban,
entre el color uniforme de la cara y el semidesnudo cráneo, unos oscuros ojos de orangután.
También estaba presente la corpulenta prima Alicia, fumando con intensidad aburrida y
colocándose, constantemente, la falda sobre las rodillas. Y Martí Trens, hermano de Pere, cosa
que no le extrañó.
Martí era, entre los nietos de la abuela, el único que periódicamente aparecía de visita. Sus
motivos eran completamente desinteresados; para Martí, arqueólogo de profesión, vera su
abuela constituyó durante años una peregrinación hacia el pasado, una toma de contacto con
edades y gentes definitivamente enterradas. Y desenterrar era su oficio, pensaba Pere.
"Yo mismo le hice la autopsia", informó el tío Lucas con profesional asepsia. "Murió de
cirrosis, su enfermedad crónica."
"La pobrecita no soportaba la soledad. Pero era demasiado orgullosa para pedir compañía
a nadie", dijo Barbareta.
"Lo extraño es que a su edad y con el ritmo que llevaba hubiera durado tanto", añadió el tío
Lucas.
"Tienes razón, querida", apuntó el tío Josep. "Pero quizás debimos haber puesto mayor
voluntad por nuestra parte; insistir más, ofrecerle nuestra casa..." Entonces el tío Josep se vio
interrumpido por la carcajada casi histérica de su hija Alicia.
"Sí, sí: al burro muerto, la cebada por el rabo. Papá, no digas estupideces. Tu madre era una
mujer insoportable; se complacía mareando a toda la parentela con sus neurosis. Si ella no
hubiese muerto, hubiera acabado con todos nosotros."
"Por favor, Alicia, no seas tan brutal", dijo Barbareta, nerviosa.
"Mamá, ya está bien de comedia; la verdad es que nos odiaba con todas sus fuerzas,
excepto a Martí y a su madre. Y ya ves lo que les ha ayudado..." Alicia, al hablar, movía
descontroladamente sus mandíbulas; sus manos, apretadas a la falda, delataban un carácter
agresivo que la envoltura del humo de sus cigarrillos llenaba de ansiedad.
"Bueno, ya está bien"; la voz del tío Lucas se elevó sólo un poco. "Todos estamos nerviosos
por lo ocurrido."
Y añadió: "Propongo que pasemos unos días en la casa para organizar los preparativos y
dejemos el velatorio para mañana. Hay, creo, cuartos de sobra."
Todos se mostraron conformes, excepto Alicia. Pere al tratar de objetar algo se encontró
con la amenazadora mirada de su padre. "Y sobre todo, parientes", agregó no obstante,
jocosamente, "no vayáis al cuarto de la abuela; nuestra querida abuelita no perdonaba a quien
fisgoneaba en él." Y se alejó taconeando la madera del suelo, tras deshacer en él su último
cigarrillo, al compás contoneante de un balansé brasilero.
El asunto del cuarto constituía la particular tradición de la familia, resaltada obsesivamente
por la abuela durante toda su vida. Pere buscó a Martí para ofrecerle una sonrisa de
complicidad, pero le halló contemplando, aprensivo, el oscuro espacio de la escalera
ascendente.
"Qué te pasa, Martí, ¿intrigado por el viejo cuarto de la abuela?", le dijo Pere al acercarse.
"Por lo menos, no me río. La abuela parecía querer guardar demasiados secretos ahí. Y yo
no voy a quedarme para averiguarlos."
El cuarto que le adjudicaron era bastante incómodo y húmedo. Estaba desprovisto de
ventanas y muebles; únicamente, la enorme cama de madera con su grueso colchón de lana.
Ya acostado, Pere, al tiempo que obsesivamente se le representaban retazos de conversación,
la escena de la sala con variaciones o el desdentado y fanático rostro de la abuela, pudo
escuchar el crujir lento de la casa, como una respiración acompasada y profunda. Según el tío
Lucas la anticuada red de tuberías produciría también aquel sempiterno rumor, cada vez más
grave, reverberando metálicamente por toda la mansión.
Amodorrado, en algún momento avanzado de la madrugada, semi recordaba la lejana
gravidez de los sonidos metálicos y un penetrante chirriar y, también, la escandalosa voz de
su abuela abarcándolo todo igual que un eco.
Despertó tras un intervalo de denso sueño. La casa le parecía desusadamente quieta; por
eso, la rápida sucesión de pasos sobre el enmaderado suelo le produjo un ligero sobresalto.
Sintió cercana al rostro la vibración de unos golpes a su puerta.
"Pere, despierta", la puerta se abrió ruidosamente apareciendo a contraluz la corpulenta
cabeza rapada del tío Lucas.
"¿Qué pasa?"
"No sabemos dónde está tu prima. Su madre fue al cuarto y no estaba allí. He mirado en
todas las habitaciones de abajo, así que ayúdame a buscar en este piso. Tu tía oyó ruidos y no
se atreve a venir."
Pere se puso la bata gruñendo de fastidio. Alicia parecía competir con la difunta en rarezas
y capacidad de irritar a toda la familia a la vez, congregaba el egotismo maníaco de la abuela
con la histérica energía común a todas las mujeres frustradas. No hubiera sido extraño,
aunque el tío Lucas se lo desmintió de inmediato, que hubiese cogido el coche de su padre
rumbo a los locales nocturnos más sospechosos de Moya.
El tío Lucas se dedicó a examinar la terraza y las habitaciones laterales. Mientras, Pere se
dirigió hacia los viejos cuartos de los criados a través de uno de los innumerables pasillos
llenos, como siempre, de polvo, cristales rotos y jirones sabanosos de telarañas.
El cuarto de la abuela se apareció, sorpresivamente, ante él; la puerta, abierta, tentó su
curiosidad. A primera vista, todo parecía correcto, aunque la habitación se hallaba
desamueblada. La visibilidad proveniente del pasillo ofrecía un esbozo de iluminación
uniformemente distribuida. Pudo luego distinguir diversos detalles: un amasijo informe
sobre la moqueta y, tachonando las paredes sin papel, grandes manchas escarlata.
A punto de retroceder y avisar de la falta de novedad a su tío, una súbita comprensión le
conmovió el corazón igual que un disparado resorte; sangre oscura, a Pere se le figuró casi
negra, iba resbalando con lentitud como si fuese un repentino transpirar de las paredes. Más
tarde se hicieron patentes desiguales trozos de carne enfundada en diversos tejidos: una
pierna, un fragmento de caja torácica engastado en sí mismo a modo de fósil atrapado en
barro de un ave del cretácico. Vio también una cabeza, la cabeza gafosa de la prima Alicia,
distorsionada y aplastada en un solo perfil, como la del rodaballo, dentro de una confusión de
cabello, hueso y pellejo. Borrones de puré grisáceo eran o debían haber sido sus sesos.
"Está visto que el velatorio será doble", manifestó el tío Lucas durante el desayuno; su
rostro, hinchado por el cansancio, trataba de animarse un poco. "He envuelto en plástico lo
que quedaba de la pobre Alicia. Mi hermano, como supondrás, está muy afectado."
El humor del tío Lucas, pese a las circunstancias, persistía en esa cortés imperturbabilidad.
Al igual que Pere, había asumido rápidamente el brutal evento. Prefería además no llamar a
la policía hasta la normalización anímica de Josep y Barbareta. El matrimonio se había
encerrado en el cuarto de la abuela, junto a los restos de su hija, y no daba señales de vida.
"Lo que me intriga, tío, es la manera en que la han matado", dijo Pere intentando beberse el
aguado café.
"Parece obra de un loco, o de un animal. Aunque las marcas del cadáver son semejantes a
las que causaría una trilladora. Bueno, quizás algo más irregulares."
"Y ¿qué me dices de la casa? Las vibraciones, los ruidos; todo parece responder a una
naturaleza ajena y extraña."
"Pero son fenómenos comunes a este tipo de casas viejas y descuidadas. Las instalaciones
eléctricas y las tuberías se hacen notar mucho en los huecos de las paredes. Yo creo que el
asesino descendió a la habitación por algún pasadizo desde el granero. Me parece que, en los
planos, hay un par de habitaciones que ahora están tapiadas."
"Sí, y bajó con una trilladora bajo el brazo."
"No sé. Pero tiene que haber alguna explicación..." El tío Lucas ocultó el rostro por un
momento tras el tazón de café con leche.
"Oye tío, ¿cómo era la abuela Brígida?"
Hubo un silencio. Luego, el tío Lucas sonrió.
"No te molestes por ella, está muerta y bien muerta. Sólo tienes que ir a la habitación de al
lado de la cocina, para comprobarlo. Los muertos no padecen de insomnio."
La casa semejaba cobrar vida, de nuevo. Un persistente desvelo iba transparentando a Pere
los diferentes sonidos que, a lo largo de la noche, alcanzaban ya su más virulenta
culminación. Seguía, repiqueteando, el entrecortado fluir de las tuberías; corrientes de aire
batían puertas y ventanas durante breves instantes. La casa daba la impresión de ser una
gigantesca y olvidada máquina repentinamente accionada.
Pere se levantó, incapaz de concentrarse en el sueño. Echaba de menos el bullicio urbano;
su carencia creaba en su mente una especie de escandaloso vacío, como si el rumor de sueltos
huesos y corriente sanguínea se combinara en una molesta marea interior.
Anduvo una media hora por toda la casa. El matrimonio de sus tíos no se encontraba en las
habitaciones del primer piso; seguramente, seguirían aún junto a los restos de la infortunada
Alicia, a modo de prolongado duelo. La idea de la maldición del cuarto le obsesionaba cada
vez más e imaginó, por un momento, la posibilidad de que sus tíos hubiesen sucumbido a
ella, también. La imagen de su muerte recorrió su cabeza insomne con impasible monotonía.
Unos pasos delante suyo le despejaron, afirmándole en sus sentidos como si provinieran
de su propio corazón. Su tío Lucas miraba hacia él, con ojos sonámbulos y pelo apelmazado.
Se le acercó y le susurró al oído:
"El asesino ha actuado de nuevo."
Encaminado hacia el lugar de las muertes, Pere reflexionaba con amargura sobre la
similitud de aquel caserón y la oscura personalidad de la abuela; una mansión igualmente
tortuosa, llena de recodos y estancias inútiles, avejentada pero de presencia densa, crujiente a
cada paso como si la mera existencia de seres vivos le provocase dolor.
Ayudó a su tío a colocar la larga escalera justo en el centro del cuarto de la abuela. En el
suelo, destacando con atenuada refulgencia tras la concienzuda limpieza a que había sido
sometido, se podían adivinar viejas marcas abiertas por mesas y muebles de pequeño tamaño.
Eran las cuatro de la mañana y la oscuridad cedía a una irreal penumbra, donde ya podía
distinguirse la forma desdibujada de la escalera dentro del aire gris de la estancia.
"Agarra, Pere", clamó el tío Lucas, "coge bien la escalera." Aferrados sus pies al último
peldaño, palpó el punto más alto de la semicúpula del techo. "Creo que aquí hay una pequeña
hendidura. Trae, por favor, una barra o una llave ingle—da; algo que sirva de palanca. Vete a
la cocina, hombre."
Pere se dirigió con desgana a la cocina. Y pensó, por un momento, visitar el cuarto de al
lado para contemplar, a modo de secreto exorcismo, el cadáver amortajado de su abuela; pero
no reunió ánimos suficientes. Encontró en una alacena una olvidada barra de hierro y regresó
al cuarto.
Cuando los ojos volvieron a acostumbrársele a aquella peculiar penumbra gris, Pere
percibió en la parte inferior de las paredes una falsa impresión de nitidez, contigua a un suelo
modelado por insólitos volúmenes. Avanzó precavidamente entre los fragmentos que
quedaban de aquella larga escalera. "¿Tío Lucas?", interrogó en voz apenas alta. Su temor
desapareció entonces; a pesar de lo que pudiera haberle sucedido a su tío, cuya figura trataba
en vano de distinguir entre los trozos metálicos de la escalera, decidió asumir con serena
intensidad el posible enfrentamiento con el hombre o la bestia asesina que se apareciese ante
él. Dominaba todos los ángulos del cuarto, mirando a veces hacia la negra e indistinguible
semicúpula del techo. De inmediato tuvo la conciencia de un peligro posible.
La puerta de entrada, unos cinco metros distantes de él, se había empequeñecido
notablemente, hasta alcanzar la altura del cuello. Sintió en la cara y las manos un vaho
húmedo y caliente que formaba gotitas de condensación en la parte visible de las paredes.
Estas y el suelo se moldearon y ablandaron húmedamente formando una sustancia borrosa y
los ángulos del cuarto se desdibujaron hasta parecer la forma semicircular de una caverna.
Pere notaba, asimismo, cercanos glu-glutéos, el fluir de pegajosos charcos entre sus pies, la
súbita transformación de la textura del suelo. Sentía como un enorme peso el movimiento
cuasi—respiratorio de toda la casa, parecido al balanceo de un galeón. En ese instante las
paredes comenzaron a estremecerse, una vez consumada aquella imprevisible metamorfosis.
Trató de avanzar hacia la puerta cayendo en un charco de agua espesa; el suelo se conmovió
bajo su cuerpo. El hueco de la puerta, de forma convulsa, se cerró todavía más. Pero la
oscuridad no era aún absoluta y Pere pudo contemplar finalmente cómo el cuarto, ya de color
rosa—carne, con pausado movimiento bovino, lo machacaba a modo de gigantesca boca
desdentada.
LA CAJA AZUL
Xavier Sauque
Ilustraciones: VIRGIL FINLAY Y ODILON REDON
Aparece en CREEPY Nº 72
Youmin no era un monje muy convencido de todos sus deberes en Ashaal, el templo
espiritual del Valle Gorh. Su mejor amigo, Yarkho, le ayudaba a menudo a profanar los
jardines azules del santo valle, o las dos cuevas espirituales conocidas. Los dos monjes habían
llegado al templo a la edad de cinco años y era bien sabido que nadie abandonaba Ashaal
hasta el cumplimiento de su primera vida. Pero esto no preocupaba demasiado a los jóvenes
monjes, que siempre conseguían adivinar la manera de escaparse unos días para ver qué les
ofrecía el mundo al otro lado del valle. Además, la vida entre las oscuras habitaciones del
templo y la iluminada capilla central, entre la penitencia y las oraciones, obsequiaba luego
una noche brillante y llena de secretos y fantasías que desvelar. Y ni la imaginación ni la
curiosidad de estos dos monjes y muchos de los otros eran más breves que el tiempo para el
descanso. A veces, Youmin y Yarkho utilizaban cualquier excusa para desaparecer y no
regresaban al templo hasta tres o cuatro días más tarde, prometiendo haber sido asaltados y
apresados por algunos bandidos que merodeaban por los sagrados jardines del valle.
Esta conducta, no obstante, no hubiera sido permitida en cualquier templo. Pero Ashaal
era regido por unas leyes terrenales dictadas por el santo profeta Li—Gorh, monje fundador
del templo espiritual y habitante de la séptima cueva, después de miles de años. En Ashaal
vivían, junto a los monjes regentadores nacidos en la cuarta y última estación temporal del
invierno, los jóvenes monjes espirituales, encomendados a la oración, la purificación y el
conocimiento. La edad de veintiún años marcaba el inicio de la Peregrinación, o el Viaje
espiritual que culminaba en la séptima cueva.
La séptima cueva era la puerta de la segunda vida, por esto Ashaal recogía únicamente a
los varones nacidos en la primera estación de la primavera. Por cuya salvación había
encomendado el santo profeta su vida espiritual.
Todo esto había dado mucho que pensar últimamente a los dos monjes, que veían
cumplírseles los veinte años sin entender todavía el sentido de sus vidas, o el del santo Viaje.
Era justo pensar que no todos los monjes que habían iniciado la Peregrinación estuviesen
preparados para culminarla en la séptima cueva. Porque Youmin sabía de monjes que habían
iniciado el viaje espiritual sin conocer los signos de la escritura, y por lo tanto sin tener
conocimientos de música o de historia, y algunas veces torturados por la locura. Y Yarkho
había conocido el caso de un monje ciego y mudo y que, por esto, no estaba preparado para
iniciar su segunda vida, sin haber podido siquiera vivir ésta. Además, ¿en dónde había otros
templos destinados a disponer a los hombres hacia la tercera, o la cuarta vida? Estas dudas y
algunos comentarios de otros monjes no menos curiosos que habían jurado escuchar ruidos
extraños en el interior de los muros circulares que daban al valle, o los otros que habían visto
en la noche las siluetas de unos monjes regentadores arrastrando una gran caja azul y
abonando los jardines, cuando luego se decía que sólo el espíritu vivo del santo profeta Li—
Gorh cuidaba de ellos, les había tentado a investigar un poco más en serio aquellos misterios
tan extraños, movidos siempre por la luz del sano conocimiento que, sin duda, es el mejor
maestro de una vida penitente. Y desde entonces comenzaron a recorrer, todas las noches, los
muros que daban al valle y desde los que podían verse los jardines azules, y muchas veces
profanaron directamente los santos jardines para averiguar el sentido de su santidad y de su
magnífica existencia. Pero nunca pudieron descubrir nada y sólo consiguieron sacar, de sus
pesquisas, un castigo de quince días de ayuno y oración por su supuesta imprudencia.
Youmin, en cualquier caso, tenía más motivos que su amigo Yarkho para adivinar los
secretos del templo y sus jardines, pues él iba a ser el primero de los monjes que iniciaría el
Viaje espiritual al siguiente año, y ya nadie regresaba de él. Pero al final, rendidos a su
impotencia y falta de fe, rezaron con auténtica veneración por sus almas al gran Dios de la
verdad; aunque confiando secretamente en poder resolver durante la Peregrinación por las
siete cuevas aquellos misterios que tanto le atormentaban. Porque seguramente el
conocimiento de todas las verdades de Ashaal estaría revelado en el santo Viaje, con el fin de
purificar definitivamente las almas temerosas y llenarlas de nueva fe.
Pero el destino siempre elige los momentos en que quiere revelarse, y un día Youmin
mantuvo una conversación casual con uno de los viejos monjes regentadores y éste le hizo
una revelación cuyo significado comprendería unos días después, comentando aquellas
palabras con su amigo Yarkho.
Dijo: el templo es semicircular, como los jardines azules, es cierto; pero la capilla central no
está en el centro de los santos jardines.
—Pero, Youmin, eso no puede ser. Porque el centro del templo debe coincidir con el centro
de los jardines. Así lo anunció Li—Gorh.
—No lo entiendo, Yarkho. Por eso te repito sus palabras.
—A lo mejor, el centro de Ashaal es la séptima cueva. Y si adivinamos dónde está el centro
de los jardines sabremos dónde habita el espíritu vivo de Li—Gorh. Y donde termina la
Peregrinación.
—Será muy emocionante...
—Youmin, es muy importante que sepamos adónde vamos, puesto que no conocemos de
dónde venimos.
Lo que sucedió es que a los tres días de mantener esta conversación los monjes
regentadores llamaron a Youmin para terminar la preparación de su Viaje espiritual. Y justo
al comienzo del siguiente año Youmin comenzó la Peregrinación por las siete cuevas.
Contrariamente a lo que siempre había esperado, nada aprendió de aquella Peregrinación,
más que entender que efectivamente la tercera cueva y todas las demás estaban situadas en el
interior del muro circular que miraba al valle. Y sólo comenzó a preocuparle el significado
que tendrían los extraños ruidos que algunos monjes habían escuchado dentro de este muro.
Y esto no lo supo hasta llegar a la séptima cueva, en donde habitaba el espíritu vivo de
Li—Gorh, que no era más que el propio profeta vivo, un hombre enorme cuyo peso y edad
parecían confundirse en el espacio y en el tiempo. Porque el hombre que vio debería contar
más de seis mil años, lo que sería inadmisible de no ser porque se trataba de un hombre
santo. Y esto, sin duda, abrió de nuevo la fe y la confianza en el espíritu del joven Youmin,
que miró el cuerpo de aquel ser silencioso como si de un Dios se tratara.
El profeta permaneció en silencio unos instantes, como invitando a contemplar a Youmin
el triste lugar en que vivía. Efectivamente, el joven monje había ido avanzando, a través del
muro, por una serie de cuevas siempre oscuras y cada vez más húmedas, totalmente vacías y
en las que la luz penetraba a través de unas ventanas muy estrechas situadas al nivel del
suelo, de manera que no se adivinaba la altura y parecía como si en lo alto reinase la
oscuridad y el silencio. Había rezado por su salvación en cada una de ellas, durante los
anteriores cuatro días de ayuno y purificación, y lo cierto es que el tiempo le había parecido
transcurrir de otro modo, como si en el interior de este muro circular los días se convirtiesen
en horas. Y esto podía haber producido que el santo profeta hubiera sobrevivido a sus seis
mil años de edad, porque en realidad en el interior de aquellas cuevas había transcurrido sólo
una pequeña parte de todo aquel tiempo. No obstante, el profeta Li—Gorh se aparecía como
un hombre viejo y abatido por cientos de quilos de peso y un pasado cada vez más difícil de
mantener vivo. Su rostro grande y redondo dejaba ver unos ojos ennegrecidos y ya todo el
resto de su cuerpo se manifestaba como una masa informe de carnes enfermas de las que
sobresalían dos manitas mal desarrolladas. Una túnica oscura y sucia, llena de grandes joyas
y collares ensangrentados, daban a aquella visión un significado de tortura y sufrimiento que,
sin duda, sólo un hombre santo hubiese podido soportar.
Tras aquel hombre se adivinaba un terrible destino. Youmin miró entonces hacia otros
lugares de la cueva espiritual. Entendió que el juego de las puertas no admitía el regreso y un
hombre de tal envergadura se hallaba en cualquier caso apresado entre aquellas paredes. La
luz entraba débilmente por pequeñas rendijas y todo permanecía inmóvil. Aquella visión
nada tenía que ver con las amplias habitaciones del templo y menos aún con la capilla central
o con los mismos jardines azules que ahora le parecían mantenidos por el Espíritu de un
hombre que acaso había abandonado su cuerpo en favor de aquel sacrificio santo al que se
había entregado. Todo ello despertó admiración en el joven Youmin, y voluntad de entrega a
un destino que parecía justo y noble.
"Siéntate", escuchó comprendiendo que aquella orden sin voz había sido dictada
directamente a su conciencia, y obedeció. Entonces Youmin empezó a sentirse rodeado por
algo más que un espacio vacío: ante sus propias manos había un grupo de huesos ordenados
circularmente, limpios y luminiscentes. Y a su lado se extendía un resto de ropaje y, sobre él,
una calavera peluda que le pareció terrible, agujereada por tres o cuatro lugares y
enverdecida por el moho. Youmin no entendió todavía que significado tenía todo aquello.
Luego volvió a mirar hacia las paredes y al suelo que iluminaban sus estrechas ventanas y
halló más restos de cadáveres dispuestos de un modo geométrico, casi siempre circular, y esta
visión sí le sumió, de nuevo, en la inseguridad que le había acompañado toda su vida. Su
voluntad comenzó a debilitarse y entonces escuchó unas palabras que ahora surgieron de los
labios del viejo profeta.
—Ellos viven a través de mí, yo soy la segunda vida.
Youmin comenzó a sudar y perdió toda su concentración. No podía imaginar que nadie
viviese en tales circunstancias, y menos un santo profeta. Pero la verdad es que no emanaba
odio alguno de sus palabras, sino una generosa bondad.
Aparece en CREEPY Nº 73
Lenta, muy lentamente, el círculo rojo es completado. En su interior, una estrella de cinco
puntas grabada con unos extraños signos cabalísticos parece aguardar, maligna, el conjuro
preciso para desatar sobre la Tierra toda la maldad del Infierno.
Una vez terminado el trazo, el hombre se incorpora haciendo ondear su larguísima túnica
negra. Su enorme altura se impone a la del milenario altar de piedra, mientras el griterío de
los congregados en la planicie, bajo la escalinata que conduce al ara de los sacrificios, crece a
medida que aumenta el ansia de sangre.
El sacerdote arroja el cuerpo del gallo rojo con cuya sangre ha trazado la estrella sobre la
muchedumbre, que acoge el regalo con un enorme estruendo. Algunos, en una especie de
éxtasis infernal, descuartizan salvajemente al pobre animal a dentelladas, engullendo carne,
huesos y plumas indistintamente.
En una altísima piedra, tras el sacerdote, un chivo negro de cuernos retorcidos e impasible
actitud preside la cena, alumbrado por dos gigantescas antorchas.
La rapada cabeza del Sacerdote hace una señal y cuatro ayudantes se presentan
rápidamente, portando sobre sus brazos el musculoso cuerpo de un joven. Desde la masa de
gente, sumida en la penumbra, surge un cántico, un susurro infernal casi inaudible, que Se
retuerce en la noche como una serpiente venenosa, perdiéndose lentamente en los confines de
la nada. Cuando el cántico cesa el Sacerdote inicia la ceremonia con una extraña letanía. De
manera inhumana, aúlla:
—¡Lucifer!
—Mísere nobís —responde la masa
—¡Belzebuth!
—Mísere nobís
—¡Levíatánl
—Mísere nobís
La letanía cesa. El cuerpo es tendido sobre el altar y los brujos ayudantes, mecánicamente,
inician la segunda parte del rezo:
***
Sanatorio Mental de San Diego, (California)
Siempre igual, la misma pesadilla se repite una y otra vez, noche tras noche, invariable: un
sangriento Sabbath interrumpido por la policía, un chivo poseído por Satán, y luego una
llamada de auxilio... Una escalofriante y lastimera llamada de auxilio que martillea en mi
cerebro incluso después de haberme despertado.
Hoy, por fin, puedo atender a ese ruego, que no es sino la llamada de una mujer que se
enfrenta a unas fuerzas superiores a las de cualquier ser humano: las fuerzas del Mal. Y
donde quiera que esté el Mal, allí estaré yo, para combatirlo hasta la muerte.
La puerta se abre al final del corredor y la luz me envuelve difuminando mi alta figura
hasta que desaparezco envuelto en luz.
—Extraño tipo —comenta uno de los enfermeros de turno.
—Lo encontraron medio loco vagando por las ruinas de Salem. Aseguraba haber vencido a
un diablo... Alastor, creo; ejecutor de las Ordenes del Gran Juez Lucifer, según dijo.
Ciertamente es un tipo raro, incluso su nombre es rarísimo: Isaac Ludim.
—¿Judío?
No escucho más, el ruido de la calle llena mis oídos y durante unos instantes me siento
desorientado. Luego, con paso firme, me dirijo a ningún sitio, orientándome por ese grito, esa
voz en mi cerebro.
***
***
Cinco velas negras marcan las cinco puntas de la estrella en cuyo interior me encuentro. Mi
brazo izquierdo sujeta un suave jersey de lana, el derecho esgrime una espada bendecida por
el Papa; su empuñadura es una cruz de oro y en su hoja reza una inscripción que no es sino la
fórmula de un exorcismo menor junto al Salmo 67. Hay algunos párrafos que llaman mi
atención:
"He aquí la Cruz del Señor; huid partes enemigas.
Venció el León de la tribu de Judá, de la estirpe de David.
Te conjuramos a ti todo espíritu inmundo, todo satánico, toda incursión del enemigo
infernal, toda legión, toda congregación y secta diabólica, en el nombre y poder de Nuestro
Señor Jesucristo.
Por lo tanto, dragón maldito juntamente con toda legión diabólica, te conjuramos por el
Dios Santo, para que todo aquel que crea en El no muera, sino que tenga la vida eterna.
Escucha, Señor, mi oración. Y mi clamor llegue hasta ti".
Frente a mí, abierto, un libro de pastas negras me muestra la fórmula para abrir las puertas
del Infierno. Sin titubeos, inicio el rito. Es la única forma de salvar a aquellos que han sido
víctimas de un Sabbath incompleto.
***
Quien sabe cuánto tiempo llevo aquí, en la completa oscuridad, debatiéndome entre
legiones de seres a los que no veo pero cuyas formas puedo intuir. Mi brazo comienza a
cansarse de repartir golpes de espada. Cientos de diablos han debido sucumbir bajo el filo de
esta, pero cada vez hay más, cientos, miles, millones de engendros infernales que se abaten
sobre mí con un pavoroso estrépito de alas membranosas. Mi ropa está completamente
desgarrada y siento unos diminutos dientes clavándose en mi pierna. Algo sujeta mi brazo
armado y lo retuerce. La espada cae sin ruido, a la nada del abismo.
EL ENEMIGO
Antonio ALASTUEY
Ilustraciones: LYND WARD
Aparece en CREEPY Nº 74
Cuando Kerans recordó la llamada del Ranger—jefe de la reserva de Tsavo Park, Steve, un
antiguo compañero de armas que ahora empuñaba cámaras fotográficas pese a lo cual le
admitía una buena dosis de valor personal, no pudo evitar recordar el extraño nerviosismo
mal disimulado y las explicaciones balbucientes que la distancia telefónica no ocultó. Si Steve
se comportaba de aquella manera, algo extraño pasaba. Como respondiendo a una olvidada
consigna, en menos de veinticuatro horas, Kerans había hecho su ligero equipaje, tomado sus
preciosas armas y abandonado Zanzíbar.
Ahora se inclinó levemente sobre la ventanilla del avión. En la superficie bruñida del mar,
leves puntos blancos señalaban las rompientes de superficie. La costa del continente ya se
encontraba a la vista como un ribete verdeazulado en el que destacaban manchas claras. Eran
las playas arenosas que se alternaban con las estribaciones de la selva que llegaban hasta el
mismo océano. A lo largo de todo el vuelo Kerans había acariciado con la mirada el horizonte
visible pero nunca con la tensión introspectiva de quien se siente identificado con lo que ve
sino con la distraída necesidad de quien opone un telón de fondo neutro a la secuencia
auténtica de sus pensamientos.
Steve lo esperaba en la consigna del aeropuerto. Su cara expresaba preocupación.
—"Te digo, Kerans, que esto hay que verlo para creerlo. No se parece a nada de lo que
hayamos pasado antes".
Steve mientras conducía el jeep gritaba a pleno pulmón elevando su voz sobre el estruendo
del motor y sujetándose con todas sus fuerzas a la circunferencia del volante. Se explicaba sin
apartar la vista de la carretera sin asfaltar mientras Kerans guardaba silencio y enroscaba su
brazo derecho a la barra antivuelco del automóvil. Su brazo izquierdo sostenía pegada al
cuerpo la funda hermética de las armas. El continuo cabeceo del jeep le hacía asentir
continuamente de manera que su rotunda negativa tuvo algo de incongruente.
—"No puedo creer que exista algo, vivo o muerto, capaz
de oponerse a esto".
Simultáneamente su palma izquierda tamborileó en la parte plana de la funda.
—"Y pienso demostrártelo, si tu actual cargo no es un impedimento".
Por un momento, el jeep rodó fuera de la senda apisonada. El poderoso dibujo de las
ruedas desplazó abanicos de arena roja hacia ambos lados. En seguida Steve lo devolvió al
camino.
—"Ya son demasiadas desapariciones, Kerans, esto está fuera de nuestro control. El ritual
de iniciación está costando demasiadas vidas humanas... todas ellas, desde hace cinco meses,
para ser exactos".
—"¿Se sabe dónde desaparecen?". Preguntó Kerans tras de su funda.
—"En algún lugar de la selva, más allá del cráter. Hemos encontrado huellas bastante
claras hasta el borde Norte de la caldera".
Apenas pronunciadas estas palabras el perfil de un bungalow dañó la dilatada visión de
Kerans. Steve desconectó la llave del contacto.
—"Ya estamos en casa"— dijo —"mañana visitaremos el poblado".
En el interior de la choza la atmósfera era pestilente. Los pequeños respiraderos naturales
que constituían las ranuras del techo de paja aceñas aliviaban la humareda reinante. Hablaba
desde la oscuridad un hombre negro de rostro y manos huesudas. Pequeños rizos de un
blanco amarillento recordaban islotes en su cráneo brillante pero cuarteado. Era ciego y
mantenía los ojos aparatosamente abiertos. Su córnea parecía de marfil, pues había
desaparecido todo contraste entre pupila y 'lobo. Su voz resonaba hueca filtrada entre los
collares y abalorios que adornaban su cabeza.
—"La profecía ha tardado en cumplirse, pero los viejos padres por fin han dado señales de
vida. Durante incontables generaciones nosotros, los Ngema hemos mantenido viva la llama
del secreto. Ahora me cabe a mí, Hondo Ngema, nieto del famoso Akar conocido en toda la
cuenca del Ngo-rongoro, presenciar otra vez el milagro".
Kerans se encontraba en cuclillas ante el hechicero, el salacot colgando de uno de sus
puños cerrado. Con la mano libre estaba esbozando unas líneas en el suelo.
—"Escucha abuelo" se expresó con dureza— "Limítate a decirme donde volverá a suceder
eso, sea lo que sea y acabemos de una vez".
"Kerans, no seas tan brusco", terció Steve desde el asomo de porche de la choza. Una
audiencia con el Médico—Brujo de la tribu no es fácil de lograr".
—"Me saca de quicio tanta farsa para nada", dijo Kerans.
Steve no le dejó seguir. —"Parece mentira que después de tantos años en África todavía la
entiendas tan poco, cállate, por favor."
Pero la advertencia era inútil, el viejo estaba entusiasmado.
—"El ciclo vuelve a empezar, y con él los sacrificios. Ellos lo quieren así. Su voluntad debe
ser cumplida. No esté en nuestra mano el impedirlo porque..." y el viejo rompió a canturrear
"... será la imagen de tu propio corazón la que te matará, tu propio corazón te matará, el enemigo
está dentro de ti."
Aparece en CREEPY Nº 75
Boris Dellince amaba su desierto. Vivía en la vieja gasolinera en la que siempre trabajó su
tío Job Mungarola acompañado por la ruidosa Nanci (una clásica Ford cubierta de remaches y
fotografías maravillosas), los pocos viajeros motorizados sin otro hogar que la carretera
interminable que habría de conducirles irremediablemente a la muerte o a la gloria, las
esporádicas apariciones del incombustible Ringo Crióle, y los animales. Le complacía mirar el
leve discurso de las amarillas dunas y la puesta del sol.
En su soledad, Boris pertenecía a Emma, su madre, a la que apenas conoció pero con quien
mantenía a menudo nerviosos diálogos; el viejo balancín de su tío Job le comunicaba
infaliblemente con aquella mujer y los animales presenciaban respetuosamente el desarrollo
de las tensas discusiones que se creaban en esos momentos.
Su trabajo no le quitaba demasiado tiempo. Solía beber la cerveza en lata que le
proporcionaba el viejo Ringo y gustaba de leer los humedecidos novelones pornográficos que
tanto habían alegrado la vida de su tío Job. Pocas veces había alternado con prostitutas, y es
que era muy rara la ocasión en que se presentaban en la gasolinera y Boris nunca viajaba a la
ciudad; además, a las prostitutas no les agradaban los animales.
A sus treinta y cuatro años, Boris Dellince no conocía otra diversión que la de repintar
incansablemente los enormes letreros publicitarios que anunciaban "Coca—cola", "Texaco" o
"Firestone". También solía reconstruir la caseta y entonces arrancaba con mucha paciencia
finísimas láminas de los innumerables postes telefónicos que iban y venían a uno y otro lado
del asfalto. Para esta labor se ayudaba de Nanci, y nunca habían cometido ningún estropicio
irreparable. Boris conocía bien el desierto, su vida no podía ser algo muy distinto a esas
enormes masas de arena y roca invisiblemente habitadas.
También tenía sus enemigos: Boris odiaba secretamente a los viajeros que se detenían en la
gasolinera para llenar de carburante los depósitos de sus flamantes automóviles o sus veloces
motocicletas. Presentía su llegada, a veces, con horas de anticipación e intentaba relajarse
bebiendo tanta cerveza como podía.
Un día, no obstante, apareció un hombre cuya presencia no le fue advertida ni siquiera por
los animales. Le vigiló silenciosamente, oculto entre las cortinas de una de las ventanas
frontales de la caseta, y temió que aquel individuo no fuese un viajero más. Había
estacionado su automóvil a un lado de la gasolinera, lejos de las mangueras repostadoras.
Boris palideció de repente: el sombrero raído por los años, la inexpresiva y ósea delgadez
cubierta elegantemente, y una corbata de cuero gris perfectamente establecida en el traje;
aquel hombre era el vivo retrato del difunto Job Mungarola. Una premonición extraña vació
entonces su mente, Boris se escondió con una rapidez instintiva de la certera mirada del
visitante. Aguardó así unos minutos, hasta que su curiosidad venció el primer temor.
Antes de salir, Boris tomó de uno de los cajones de la cocina un cuchillo de cortar carne y
lo envainó entre el pantalón y la cintura.
—Buenos días. No viene mucha gente por aquí.
El forastero clavó sus ojos en el rostro de Boris y esbozó una sonrisa extraña. Avanzó a su
encuentro y Boris retrocedió unos pasos. Buscó a los animales por todas partes, pero se sintió
abandonado; acercó entonces su mano a la empuñadura del cuchillo y miró tensamente a
aquel hombre, hasta que se detuvo.
—Es... hermoso este lugar.
Boris no confió aún en las palabras del viejo, pero concedió su silencio respetuosamente.
—Mi hermanastro está enterrado a ese lado de la casa. Vivió aquí. Siempre me gustó este
lugar.
— ¿Es usted Ted Dellince?
El viejo observó profundamente a Boris y asintió con la cabeza. Luego se quitó el sombrero,
dejando ver una hiriente calvicie cruzada por una gruesa cicatriz enrojecida por el calor.
Disculpándose en un gesto, entró en el interior de la caseta y buscó una de las fotografías que
colgaban de la pared. Se la mostró a Boris.
—Job y el gran Ted tuvieron la misma madre, amigo. También compartieron algunos años
las mismas mujeres... Linda era una mujer muy hermosa, este retrato nunca le hizo justicia.
Hace ya diecisiete años... ¿Cuánto tiempo lleva usted aquí?
—Diecisiete años.
—Sí, parece que los dos murieron en el mismo día ¿sabe? Debió ser una tragedia. Ted
Dellince siguió examinando la amarillenta fotografía.
—¿Dejará usted que me la lleve?
Boris esbozó un gesto de consentimiento, se dio media vuelta y dejó cuidadosamente el
cuchillo en el cajón de la cocina. Luego salió al porche de la caseta y se acomodó en el
balancín. Ted Dellince se detuvo unos instantes en el umbral de la puerta.
—Usted y yo, señor, también compartimos la misma mujer.
Sin inmutar el rostro, Ted entró de nuevo en la caseta para salir a los pocos minutos
acompañado por un par de latas de cerveza y un pequeño taburete que Boris nunca había
visto.
—Ah!, el buen Ringo... Ya era un miserable moribundo cuando le vi por primera vez. Con
sus latas de cerveza y sus cigarros. ¿Tú no fumas cigarros, muchacho?
—¿Cómo murió ella?
Ted Dellince abrió una lata con cada mano y se las bebió a la vez.
—Ya no queda cerveza...
— ¿Cómo murió?
—Quién, ¿Emma?
Boris sintió un aullido dentro de su cabeza al escuchar el nombre de su madre en la voz de
aquel viejo borracho, pero intentó contenerse.
—Tu madre era una mujer fascinante, Boris. Era hermosa, demasiado hermosa. Pero nos
hubiese destruido a los dos.
Boris Dellince empezó a sentirse nervioso y buscó con miradas desesperadas a los
animales, pero no había un solo rastro de ellos. Comenzó a balancearse.
—Si estuviese aquí el bueno de Job... El sí hubiese sido un buen marido para Emma. El
desierto es otra cosa. Pero la vida es así, cada uno se casó con la mujer equivocada. Eso... suele
ocurrir ¿sabes?
—Háblame de Emma.
—Emma... Escucha, muchacho: no hubo nunca una mujer como ella, ni habrá ninguna otra.
Pero tampoco habrá nunca otro Ted Dellince. Mira, hijo, el mundo es mayor que este desierto,
mucho mayor, mil veces mayor por lo menos; pero un día hubieron de encontrarse Emma
Riddle y el gran Ted Dellince. Yo fui un buen policía, muchacho... Tú, ¿la recuerdas?
Boris dejó de balancearse y miró extrañadamente al viejo que, a su lado, sentado en un
ridículo taburete ante el inmenso desierto, le sonreía como un niño que está a punto de
revelar el más importante de sus secretos. Ese hombre era su padre.
—La recuerdo, sí.
—Emma no era una mujer como las otras, muchacho. No, no lo era.
Boris Dellince presintió entonces la llegada de algún viajero y se levantó para disponer
adecuadamente la bomba, los surtidores y las mangueras. Miró a su alrededor. El desierto
callaba, parecía esconderse de aquella presencia sonriente y alcohólica.
Al cabo de unos minutos apareció la flamante camioneta cervecera de Ringo. Todos los
movimientos, ya acostumbrados por la rutina, se sucedieron mecánicamente: mientras Boris
llenaba el depósito de la Chevrolet, Ringo Crióle intercambiaba cajas vacías por otras repletas
de latas de cerveza entrando y saliendo de la casa. Sin cruzarse una sola mirada, una frase,
como cumpliendo respetuosamente con un ritual pactado en otros tiempos de ilegalidad y
riesgos. Apenas Boris recogió sus mangueras, Ringo desapareció en su chevi por el desierto.
—Nada cambia aquí ¿eh?
—Todavía no me has dicho cómo murió.
—Yo creo que tú lo sabes. Necesito una cerveza.
Ted saltó de su taburete y no tardó un minuto en regresar con una de las cajas recién
llegadas. Le pasó una lata a Boris y volvió a acomodarse.
—Rocié su cuerpo con alcohol y le prendí fuego. Se consumió como una hoja de papel, sin
histerias, sin odio. Luego pagué mi culpa, he vivido todos estos años como un perro, en
Europa. Pero se trataba de su vida o de la nuestra. Emma dio su vida por ti, hijo. Ella era una
mujer extravagante, distinta: hablaba con la misma delicadeza a un niño que a un ratoncillo, o
a un árbol. También solía comunicarse con sus antepasados muertos. A mí me agradaba, yo
nunca me avergoncé de ella. Ni la desprecié por ser la amante de mi propio hermano. El gran
Ted podía aceptar valientemente ese tipo de cosas, sí. Pero cada hombre tiene un límite, hijo;
y el límite del policía es el escándalo. Debes creerme: cuando enfermaste yo busqué los
mejores hospitales y pagué a los más prestigiosos médicos. Pero Dios te había sentenciado a
muerte: a Boris Dellince, un chiquillo de diez años. Dios; pero no Emma Riddle, no mi mujer,
no la extravagante esposa del gran Ted Dellince. Tu madre apareció una tarde en la Iglesia
con una manada de animales asquerosos y acompañada de unos tipos vestidos con túnicas
negras y medallones, hombres a los que nadie había visto nunca en la ciudad. Aquella tarde
esos hombres sacrificaron en la Iglesias algunos de los animales y rezaron a Satanás,
quemaron santos y crucifijos, apalearon a los pocos fieles que se atrevieron a profanar sus
ritos y obligaron al pastor a ingerir el mismo brebaje que luego habría de sanarte a ti. Luego
se marcharon, con la misma rapidez con la que habían aparecido y con la misma arrogancia.
La ciudad quedó pendiente entonces del gran Ted, de su mujer bruja y de su hijo
endemoniado. Todos reclamaron justicia. Emma desafió al mundo y yo sólo fui el
instrumento de su sacrificio. Pero acaso tú no puedas entender qué significa vivir rodeado
por algo más que una carretera y unos tanques de gasolina.
A la mañana siguiente, Boris Dellince tomó la resolución de visitar la ciudad. Despertó a su
padre y le rogó que vigilase la estación de servicio durante los próximos dos días.
—No creo que venga nadie.
—Muchacho, todavía no conoces bien a este viejo; supongo que ni siquiera este desierto es
un buen lugar para vivir solo toda una vida. Aunque, créeme chico, ninguno lo es.
Boris partió al mediodía. Antes de alejarse demasiado echó un último vistazo a la
gasolinera: recordó por unos instantes a su tío Job. Los carteles publicitarios lucían muy
hermosos desde la carretera. A veces, se dijo, no se regresa nunca al sitio de donde se partió
una vez. Luego observó a su padre, bien acomodado en el viejo balancín; éste le saludó
queriendo transmitir esa confianza ya vivida que sólo un hombre viejo puede mostrar sin
rubor. Boris apretó el acelerador y se perdió en la distancia.
Apenas se alejó su hijo, Ted Dellince buscó las cajas de cerveza que había traído Ringo
Crióle y comenzó a beber como si no lo hubiese hecho en los últimos veinticinco años.
No obstante, no tardo mucho tiempo en dejarse fascinar por la inmensidad del desierto: la
brisa, el silencio, las imágenes que despertaban las sutiles formas vegetales rodando a toda
prisa por la carretera.
Enseguida oscureció y Ted Dellince fue atemperando su cuerpo a base de ingerir una lata
de cerveza tras otra. A las doce horas de haber partido Boris llegaron los animales.
Ted se creyó de nuevo poseído por las alucinaciones del alcohol y concentró con todas sus
fuerzas la mirada hacia aquellas siluetas que se avecinaban sin ningún sigilo. Se levantó del
balancín y caminó lentamente hacia el interior de la casa. Consiguió entrar y atascó la puerta.
Ted Dellince resopló como un búfalo y decidió celebrar su vuelta al hogar con cerveza y
alegría. Conectó la vieja radio y esbozó unos primeros pasos de baile, al ritmo de la música.
Una a una fue bebiéndose las latas de cerveza y así también fue saludando atentamente a
cada una de las viejas amistades retratadas en las paredes.
Un estallido le sobrecogió de repente y, antes de poder apercibirse de su naturaleza, sintió
cómo una manada de coyotes que caían de las ventanas invadía la habitación. Ted,
instintivamente, siguió marcando los pasos de un viejo fox y no pensó en otra cosa que en
apurar la lata de cerveza que tenía entre sus manos. Entonces una pareja de chacales destrozó
la puerta de la entrada y se infiltraron rápidamente unos reptiles extraños, un grupo de
lagartos y docenas de perros. Todo ocurrió como en una pesadilla. Luego, un gran número de
aves invadió la habitación causando un estruendo ensordecedor. Ted Delllince se cubrió la
cara y corrió hacia una de las fotografías en las que Emma estaba retratada.
— ¡Llévate a los animales...! No oigo la música.
Emma Riddle entró entonces en la habitación y observó a Ted. Los animales se apartaron y
cesó el ruido y el movimiento. La vieja radio seguía funcionando. Emma no dijo una sola
palabra. Ted la miró fijamente, se acercó a ella con un candil de aceite y al sentir el parpadeo
de sus ojos se enfureció y lanzó el candil contra el fondo de la habitación.
Durante unos segundos la noche ocultó el acontecimiento que se avecinaba. Entonces un
reguero de fuego corrió desde el interior de la casa hasta las mangueras repostadoras y las
llamas alcanzaron los tanques de gasolina que estallaron por los aires iluminando todo el
desierto y la planicie. Nubes de fuego se alzaron envolviéndose, una explosión tras otras se
sucedieron, sin pausa. La antigua estación de servicio prendió por completo. La caseta
apareció como una gran antorcha vertical y en ella sucumbieron las viejas fotografías, las
novelas pornográficas, los muebles y el gran Ted Dellince. El balancín, en el porche, bailaba
oculto por el fuego, sin acabar de consumirse y, al final, las llamas alcanzaron los carteles
publicitarios y a algunos arbustos rodantes que siguieron su rumbo veloz por la carretera
anunciando inequívocamente la magnitud de la tragedia.
Boris Dellince, desde su camioneta, observó a pocos kilómetros de distancia aquel
espectáculo. No le fue fácil ocultar su tristeza a los animales. Pero no podía quedarse toda la
noche detenido en medio del desierto. La ciudad quedaba todavía a muchas horas de camino.
SERES DE CARROÑA
Juan RUIZ GALLEGO
Ilustración: VIRGIL FINLAY
Aparece en CREEPY Nº 76
Cavilaba sobre el asunto. No había dejado de hacerlo durante el último mes, mes en el que
sus lógicos razonamientos le conducían obstinadamente a un mismo e inexplicable callejón
sin salida: ¿Quién o qué y por qué?
Frente a él, la tumba se abría como una boca que intentara devorarle con su enigma. Se
trataba del quinto sepulcro violado en apenas cuatro semanas, ¡el quinto!, y nadie sabía nada
sobre aquello..., incluyéndole. La tierra había sido removida con gran habilidad y eficacia
hasta llegar al féretro, cuya tapa, según una brillante deducción de los expertos, había sido,
gracias a una gran fuerza, arrancada de cuajo. Además, los peritos llegaron a la conclusión de
que tanto en el trabajo de desenterrar el ataúd como en el de abrirlo, no se había utilizado
herramienta alguna.
¿Sólo con las manos? les había preguntado, incrédulo.
—No manos..., sino garras.
— ¿Un animal?
Quizás...
"Quizás." Una respuesta muy explícita.
¿Y los cadáveres? ¿Qué fue de los cadáveres? ¿Por qué lo que fuera se arriesgaba tanto por
ellos? ¿Qué provecho podría sacar de los cuerpos? Otra vez el callejón sin salida.
¡Señor!
La voz del subordinado le regresó a la realidad.
¡Señor, mire aquí!
Se movió con pesadez. Lo macabro del caso le había aletargado los sentidos, y el barro,
resultado de la lluvia del día anterior, no colaboraba en absoluto'. Sus pies se hundían con
cada paso que daba y volvían a emerger algo más pesados. Las suelas comenzaban a parecer
hamburguesas de lodo.
— ¡Señor!
— ¡Voy, maldita sea, voy! exclamó, llegando a la sencilla verdad de que la palabra
"paciencia" no figuraba en el léxico de los novatos—. ¿Y bien, oficial Vega?—inquirió
dotándole a la pregunta de un aire de curiosidad—. ¿Encontró algo de interés? —concluyó.
El interrogado se hallaba agachado tanteando el barroso terreno, por lo que respondió sin
mirarle:
—Huellas, señor.
—Huellas...
—Sí señor. Observe.
Se agachó junto a él y observó. En efecto, pese a que no le gustaba admitir que un
jovenzuelo inexperimentado pudiera hacer un descubrimiento valioso, había allí, impreso y
confundido entre las señales dejadas por el Hombre, algo extraño, que resultaría difícil de
notar sin antes haber efectuado un detallado y minucioso examen.
Buen trabajo..., oficial Vega... —musitó casi inconscientemente, puesto que su mente sólo
trabajaba en dilucidar qué cosa podría dejar una marca así.
Gracias, señor. Hemos tenido suerte de que ayer lloviera.
Sí... Veamos dónde nos conduce esto señaló irguiéndose en un movimiento decidido.
Siguieron el rastro durante un par de centenares de metros. Sobre el camino reblandecido
del cementerio habían quedado unas señales que si bien no eran notables, sí visibles.
Finalmente, éstas acababan en una gigantesca y maltratada cripta, tal vez la más antigua de
todas, y al parecer abandonada por una familia poco cuidadosa. La puerta, de hierro sucio y
oxidado, no se hallaba cerrada, dejando una pequeña rendija por la cual podía intuirse la
negrura interior. Sea lo que fuere lo que había violado las tumbas, aquél era su cubil.
Señor, ¿pido refuerzos? —oyó a su espalda.
¿Qué...?
—Si pido...
No, contestó tajante. No harán falta.
No estaba seguro de tal aseveración, pero tampoco consideraba justificado el movilizar una
sola unidad por un simple caso de profanación. Bueno..., no tan simple.
Espere aquí ordenó y esté preparado. Voy a entrar.
—Bien.
Extrajo el arma reglamentaria. Un policía armado dentro de un paisaje plagado de
sepulturas resultaba chocante, antinatural. Avanzó unos pasos, llegó a la puerta y apoyó la
mano libre en ella. Transpiraba. La empujó lentamente. Los goznes se quejaron con un
chirrido que le erizó los cabellos. Luego entró. La luz del sol inundó el interior del mausoleo.
Se oyó una seguidilla de disparos. El oficial Vega actuó al instante. Tres segundos después
se encontraba dentro de la cripta. El espectáculo no pudo menos que horrorizarle. Algo
informe, horrendo, yacía ensangrentado en uno de los rincones, rodeado de restos humanos.
Su jefe continuaba allí, parado, apuntando a aquel ser y jalando del gatillo, pese a que el
percutor golpeaba una y otra vez en vacío.
Me atacó... repetía presa de la histeria—. Esa cosa me atacó...
***
El forense levantó la sábana dejando al descubierto una aberración difícil de imaginar. El
inspector Cobos contrajo el rostro en una mueca de disgusto. El cadáver presentaba cinco
impactos de bala no todos los disparos habían dado en el blanco, pero esto no era lo
impresionante, sino un pequeño detalle al margen; el resultado de la acción instintiva de un
oficial, que por muy experimentado que fuera, resultaba, al fin y al cabo, justificable.
— ¿Tiene los datos? preguntó el médico.
Así es asintió Cobos. Según las huellas dactilares el difunto se llamaba Roberto García
Contreras, veinte años, desaparecido el 4 de Febrero de este año. Dudo que sus familiares
puedan identificarle, a no ser por los harapos que viste. De todas formas, las huellas son de
por sí determinantes.
Aparece en CREEPY Nº 77
Estaba solo en la casa. Pero lo que era aún peor, se encontraba —se sentía— solo. Y su
soledad le angustiaba y le oprimía. Intentaba ahuyentar sus extraños pensamientos con la
terapia de la luz: encender todas las lámparas que se encontraban en la casa. Allí donde había
una sombra podía estar la guarida de mil monstruos de su mente que saldrían sin lugar a
dudas para devorarle y dejarle, guiñapo sanguinolento, agonizar entre horribles dolores,
viendo como última percepción de esta vida, a sus propias pesadillas con las fauces
enrojecidas por su sangre alimentándose de su carne. Estaba solo, sí. Y él se había buscado
este destierro totalmente voluntario, en la creencia de que alejándose de su mundo habitual y
del lugar donde habían comenzado sus obsesiones podría olvidarlas. Había alquilado una
casa en las afueras de un pequeño pueblo de pescadores. Allí se había instalado queriendo
borrar de la mente su vida pasada, tantos y tantos fantasmas que le perseguían. Al principio
pareció funcionar el remedio. Podía dormir tranquilo y no se despertaba, completamente
empapado en sudor, a mitad de la noche acorralado por su propia historia que volvía de un
pasado lejano a exigirle cuentas. Pero su paz tan solo duró cerca de un mes, pasado el cual
comenzó a repetirse todo el proceso anterior, que le iba minando sus fuerzas y le dejaba los
nervios en una tensión que duraba días. Lo que más le maravillaba era que viniesen a
molestarle de repente sucesos que nunca antes, ni siquiera cuando los había cometido, le
habían perturbado lo más mínimo su tranquilidad de espíritu. Y ahora allí estaban presentes
en sus sueños, o en cualquier lugar oscuro, dispuestos a salir para tomarse sobrada venganza,
ahora que nadie recordaba los ignominiosos sucesos que le acorralaban y no le dejaban
dormir.
Empezó a leer por las noches para no encontrarse consigo mismo. Desamparado frente a
sus deformados monstruos. Leía al azar, sin ningún orden ni concierto, todo cuanto
encontraba en la bastante bien surtida biblioteca de la casa, que no sabía quién había dejado
allí. Pero lo cierto es que cuando había llegado a la casa solo se encontraban en sus
habitaciones algunos viejos muebles a excepción de aquella biblioteca, que parecía haber
estado esperándole, precisamente a él, durante años, sin ningún otro fin aparente que el de
estar a su disposición en el momento adecuado. Era el salón de lectura uno de los sitios donde
más paz encontraba, quizás porque contenía objetos —libros— ajenos en todo punto a su vida
y a su pasado. Allí se pasaba la mayor parte de los días, pero sobre todo de las noches. El
cuarto en si ya era especial, distinto del resto de la casa. Incluso olía diferente de las otras
habitaciones. Mientras que en aquellas se respiraba el salitre y la humedad del mar, que lo
impregnaba todo, en la otra no se dejaba sentir tales efectos y "olía" a libro. No solo leía, sino
que también se pasaba largas horas sentado, gozando de una extraña sensación que le invadía
inundándole la mente y transportándole a otros universos. De esta guisa había estado
viviendo durante cerca de tres meses, hasta el momento actual. Ahora era de noche y se
encontraba solo, atemorizado por los terribles espectros que podían asaltarle en cualquier
momento. Así que, una vez más, se dirigió a la biblioteca. Contempló los estantes repletos de
libros ensimismado. ¿Qué historias se ocultarían detrás de aquellas portadas? Todo un
mundo en cada libro. Infinitud de mundos. Todos juntos. Agolpados. Gritando sus pasiones
sin hablar. Permaneciendo quietos, callados, estériles... Hasta que alguien los coja y deje
escapar —vierta— todo el sentimiento engendrado en amarillentas páginas, ha mucho tiempo
leídas. Viven. Están inertes, pero su alma late en la oscuridad aguardando el día en que
puedan apropiarse de un cuerpo. Y en este momento vivirán realmente... Tan solo hasta que
manos indecisas encuentren otro mundo, otra vida, que será a su vez olvidada por otra nueva
y está por otra en un ciclo sin fin. Y así el alma, el espíritu de la biblioteca, vive cediéndose el
paso unos a otros. Contempló los estantes repletos de libros. Pensó ¿Y esta es mi vida? Se
acercó a los anaqueles y cogió un volumen. Al azar, como por descuido. Se sentó. No tenía
título ni palabra o dibujo alguno en su exterior. Abrió el libro. Pero sin saber el por qué no lo
hizo por la primera página, sino por el medio. Abrió el libro y leyó:
Pero no pudo, porque ninguna página tenía palabra alguna escrita. Abrió el libro y leyó.
Pero era su mente quien lo hacía. Y era su historia la que allí estaba escrita y no la del libro.
Pero él todavía no lo sabía: "estaba sentado leyendo y a su alrededor se estaba formando la
oscuridad. Donde antes había luz solo eran penumbras y dentro de poco solo sería la noche.
Ahora ya era tarde para intentar la huida. Nada podía hacer para evitar que se juntasen el
pasado y el futuro y le ajusticiaran" Dejó de leer. Miró a su alrededor pero no pudo ver nada.
Todo estaba a oscuras. Ni siquiera podía ver donde estaba sentado. Ni siquiera sabía ya si
estaba sentado, ni tenía la impresión de encontrarse en sitio alguno. El único punto de
referencia válido era el libro que tenía en sus manos que desprendía una tenue luz malva.
Quería dejar el libro y marcharse de allí. Pero era imposible. Además ¿a dónde ir en aquella
noche que le envolvía? Presentía a todos sus temores acechándole, esperando un paso en falso
que diese para saltar sobre él y exterminarle. Estaba excitado, el corazón le latía con fuerza y
empezaba a sudar. Volvió al libro. Y leyó todos los sentimientos que le ocupaban en aquellos
momentos. La exaltación de su espíritu dió pasó al miedo y este al pánico. A partir de este
momento empezó a recordar su vida. Pero eran más que simples recuerdos. Era su vida
pasada, real y auténtica que estaba allí paseándose delante de sus desorbitados ojos.
Acusándole. Reclamando su derecho a tomarse la justicia que las manos humanas no habían
podido otorgar. A partir de este momento todo fue un desfile de imágenes danzando a su
alrededor. Un tiovivo de muerte y desolación, de atrocidades. Pesadilla interminable.
La luz del nuevo día le liberó. Salió corriendo de la habitación, de la casa, dejando el libro
tirado en el suelo. Vagó todo el día por las playas y los acantilados, dejando que la brisa
lavase todo recuerdo de la noche pasada. No sabía qué hacer. No se atrevía a regresar a la
casa, pero temía igualmente quedarse en aquellos parajes desolados cuando fuese de noche.
Aunque no tuvo elección. A medida que el sol iba descendiendo en su recorrido una fuerza
interior le empujaba a volver a la biblioteca y retomar el libro sin título. Quiso convencerse de
que era él quien adoptaba tan decisión. Quiso creer que todo había sido un sueño fantástico y
que debía regresar y deshacerse del libro. Pensó en quemarlo. Y así, engañado en la creencia
de que era él quien decidía sus pasos y no su futuro el que le empujaba, se dirigió hacia la
casa. Una vez en la biblioteca se detuvo. El libro estaba allí donde había caído, en el suelo, al
pie de la butaca. Pero no se atrevió a acercarse: estaba abierto. Lo contempló largo tiempo, y a
cada segundo que pasaba su mente iba quedando ocupada por el libro. Sentía que algo le
impedía a cogerlo y seguir leyendo. Cada vez estaba más cerca del libro. Ya casi no había luz
en la habitación y tampoco tenía fuerzas para acercarse a la lámpara y encenderla. Todo él
estaba absorto en el libro. Hizo un esfuerzo supremo y se abalanzó sobre él. Lo cogió, y más
asustado aún que antes comprobó que en esta ocasión las páginas estaban impresas. De todas
formas no osó leer una sola palabra. Cerró el libro y decidió quemarlo de todas formas. Se
acercó a la chimenea y preparó unas maderas, encima de ellas colocó el libro. Pensó que para
que todo fuese más rápido sería mejor rociar el conjunto con petróleo. Ahora se sentía con
más fuerzas y fue a buscar el combustible. Regresó con él, pero al acercarse a la chimenea vio
que el libro no estaba donde lo había dejado. Al entrar presuroso en la habitación no se había
percatado de que el libro yacía de nuevo en el suelo allí donde lo había recogido la primera
vez. La furia le empujó y rápidamente devolvió la situación a su estado original. Regó la
chimenea con el petróleo y apartó la botella a un lado que rodó por el suelo vertiendo el
contenido que aún le quedaba. Aplicó una cerilla y el conjunto comenzó a quemar.
Contempló satisfecho su obra. Empero el fuego se extinguió a los pocos minutos. El libro
estaba intacto y las maderas apenas estaban chamuscadas. Fue a por más petróleo. Al volver
de nuevo a la habitación contempló con estupor que el libro se había abierto y mostraba esta
vez sus páginas en blanco desde el fondo de la chimenea, emitiendo aquella luz mortecina
que le hipnotizaba. Vació el petróleo por toda la estancia y prendió fuego a la casa. Las gentes
del pueblo nada pudieron hacer por apagar el incendio, la vieja casa era como una tea. Por la
mañana, buscando entre las maderas humeantes y ennegrecidas de la casa, encontraron los
restos calcinados de su único habitante y a su lado apareció un libro que milagrosamente se
había salvado del incendio.
MARY CELESTE
Juan Pastor
Aparece en CREEPY Nº 78
Hacía algo más de una hora que estaba hablando sin pausa y yo no podía decir palabra. Sin
embargo en un momento dado me di cuenta de que podía interrumpir su monólogo por un
largo espacio de tiempo e invertir los papeles que hasta entonces teníamos asignados.
Estábamos en la sala de lectura de nuestro casino. Era una noche desapacible y nos
encontrábamos sentados el doctor Valle y yo frente a la chimenea, donde ardían unos troncos.
—Y sin embargo —repuse— no todas esas fábulas, como Vd. las llama, son fantasías
nacidas del temor a lo ignoto. —Ahora me sentía mucho mejor, casi feliz y contento de poder
cercenar el monólogo de mi contertulio, que tenía la malsana costumbre de apabullar con sus
ideas y pensamientos a sus incautos interlocutores. Me disponía, pues, a tomar la revancha,
por mi y por tantos otros que habían tenido que soportar sus soporíferas charlas durante
tantas y tantas horas.— Le contaré lo que me sucedió, lo que oí, hace años cuando ejercía de
médico en un pequeño pueblo de pescadores, aquí en el norte, en Rodiles. Yo por aquel
entonces era un joven casi recién salido de la Universidad y quizás en exceso crédulo, pero de
la historia que voy a contarle me cercioré punto por punto y Vd. mismo puede hacerlo en la
Hemeroteca local, de que, al menos en su mayor parte, era absolutamente verídica. Me
replicará seguramente, que un solo ejemplo no refuta, en absoluto, toda su teoría anterior,
pero sin embargo quizás si consiga demostrarle que hay un cierto espacio de duda, bastante
razonable, para pensar que muchas de esas leyendas marinas tienen una base real, y que si
gran parte de ellas no pueden ser probadas fehacientemente quizás se deba a la pérdida de
los documentos acreditativos de su real y auténtico acaecimiento, circunstancia que
afortunadamente no se da en este caso.— El doctor Valle se revolvió inquieto en su butaca, y
creo que también algo molesto porque había perdido la iniciativa, y lo que era aún peor, la
posibilidad de retomarla en un largo espacio de tiempo. Además, para mi satisfacción y
mayor bochorno de mi forzado oyente, se estaba formando a nuestro alrededor un corro de
amistades, conocidos del casino, que se aproximaban, entre curiosos y sorprendidos ante el
insólito hecho de ver acorralado y humillado (y por supuesto, callado) a tan conspicuo y
difícil compañero de charla. — El suceso— proseguí —ocurrió hace 38 años, en 1872, aunque
yo lo oí 20 años más tarde. Era pues en 1892 y yo tenía 30 años. Vivía, como ya dije, en
Rodiles. Tenía alquilada una casa y mi única compañía era una señora del pueblo que iba por
las mañanas a limpiar y hacerme la comida. El día en cuestión, volvía yo de asistir a una
aldeana que vivía a unos 10 km. del pueblo. Era una noche de perros. Había una tremenda
galerna y no paraba de llover. Cuando llegué al pueblo serían las 11 de la noche pero a pesar
de ello me encontré mucha gente por las calles. Supuse que los pescadores habían estado
trabajando hasta tarde sacando a tierra sus lanchas. Me dirigí a la vieja taberna donde
acostumbraba a ir todas las noches a cenar y conversar con los viejos del lugar, que me
contaban sus vidas y mil historias más llenas de jarcias, arribadas, sal y monstruos marinos.
La taberna se llama "la gaviota calva". Su techo era realmente bajo, atravesado por gruesas
vigas de madera de las que colgaban a modo de ruda decoración viejas redes, bollas, remos y
todas esas cosas que se puedan imaginar y que forman parte de los accesorios de un barco. La
iluminación de petróleo era escasa y añadía un olor más a los del vino, el salitre y la madera
húmeda. Aquella noche los viejos pescadores rodeaban a un hombre como de unos 40 años.
Cuando me vieron entrar me llamaron inmediatamente, sabiendo de mi afición por todo tipo
de relatos e intentaron ponerme en antecedentes de lo que allí ocurría, armando un alboroto
tremendo. Yo para entonces ya estaba sumamente intrigado, al ver todo el movimiento del
pueblo y encontrarme después a aquellos viejos, difíciles de impresionar, todos revueltos y
agitados. Me pude enterar al fin que haría unas cinco horas una vieja bric-goleta, la Dei
Gratia, había embarrancado a poca distancia del pueblo, arrastrada por la galerna. No había
víctimas ni heridos graves y por eso no me habían llamado. Nuestro náufrago se quedó más
tiempo en la "gaviota" que el resto de sus compañeros. Oyendo fanfarronear a los del pueblo
contando sus historias de siempre había dicho con voz misteriosa: ¿No oyeron hablar nunca
del Mary Celeste?— En seguida hubo quien se acordaba del nombre y empezaba a explicar el
caso. Pero el hombre para acabar de impresionar a la tertulia en seguida les cortó y volvió a
decir: yo soy el único sobreviviente del Mary Celeste.— Las voces y discusiones comenzaron
en el acto. En esos momentos fue cuando entré yo en la taberna. Así pues, contento al final de
un agotador día de trabajo de poder oír una historia nueva, ordené al pinche que trajese del
mejor vino para todos los presentes y nos dispusimos a prestar buenos oídos a lo que tenía
que decir el extranjero. Esto fue lo que dijo:
En 1872 yo tenía 18 años y era grumete en el Dei Gratia, barco en el que seguí hasta hoy
como marinero. En noviembre de ese año estaba el Dei Gratia abarloado junto al Mary Celeste
en el puerto de Nueva York. Era un bergantín de 30 metros de eslora y unas 300 toneladas.
Los capitanes de los dos barcos eran amigos íntimos, el señor David Reed Moorhouse del Dei
Gratia y el señor Nosecuantos Briggs del Celeste. Parece ser que el Mary Celeste se había
quedado sin grumete y el capitán le había pedido a nuestro viejo que le dejase el suyo— a
mí— ya que los dos barcos hacían la misma singladura, de Nueva York a Gibraltar. Así pues
pasé a formar parte de la tripulación del Celeste. Una tripulación demasiado escasa para un
barco que debería tener como menos a diez marineros, y allí solo estábamos tres hombres
contándome a mí. Creo recordar sus nombres, un tal Vockens y el otro Adrián o algo así. El
señor Briggs nos había dicho que el resto de la marinería iría llegando más adelante. El 11 de
noviembre zarpamos de noche dejando el puerto de Nueva York como si fuésemos fugitivos.
Yo no había visto a ningún otro tripulante, en cubierta solo estábamos los dos marineros
alemanes y yo. Más tarde me enteré, que también viajaban la mujer y la hija del capitán. La
verdad, era complicado manejar aquel maldito bergantín con solo tres hombres. Aunque
desplegábamos muy poco trapo, la mayor ni la tocábamos, solo usamos el trinquete y a veces
el foque y el petifoque. De tal suerte navegamos hasta el 24 de noviembre, día en que el
capitán nos reunió en cubierta y reveló que el cargamento que llevábamos era de alcohol. Nos
contó una extraña historia sobre contrabandear con la mercancía en el norte de África, pero
de todas formas aquello no explicaba la poca tripulación. Habló también de repartir las
ganancias en partes iguales y nos invitó a beber. Estábamos todos muy contentos y eufóricos
hablando y haciendo planes de futuras operaciones. Vaciamos muchas botellas. Yo solo me
encargué de cinco en aquella primera noche. Después de eso poco recuerdo con claridad.
Estuve delirando durante días sin enterarme de lo que sucedía a mi alrededor. Recuerdo a
una señora que me cuidaba y supongo que era la esposa del capitán. Recobré el conocimiento
días más tarde rodeado por mis antiguos camaradas del Dei Gratia. Cuando estuve
totalmente recuperado el capitán Moorhouse me mandó llamar a su camarote. Allí me enteré
lo primero de todo que estábamos a 7 de diciembre. Me explicó, sin darme tiempo a decir ni
preguntar nada, que habían abordado al Mary Celeste el día 5 y viendo que navegaba a la
deriva sin rumbo fijo aparente y sin timonel ni vigías en las serviolas había mandado a
investigar a su segundo, el señor Olly Deveau. En el bergantín solo me encontraba yo y
además claramente enfermo con altas fiebres. Ahora me pedían explicaciones de lo sucedido,
aunque yo nada pude decir que aclarase el enigma. Solo sabía lo que ahora oyeron Vds...
Llegados a este punto el capitán me rogó que cuando llegásemos a Gibraltar nada dijese sobre
mi estancia en el Mary Celeste ya que ni el señor Moorhouse me había dado de baja en su
registros ni el señor Briggs me había dado de alta en los suyos. Si hablaba podrían
considerarme el asesino de toda una tripulación y verme en serios apuros. En aquel entonces
consiguió atemorizarme lo suficiente como para que nada dijese y siguiese sus instrucciones.
A bordo del Dei Gratia la tripulación comentaba el caso del barco encontrado en alta mar y
había quien mentaba entre susurros al holandés o a kraken, el pulpo gigante. Cuando
atracamos en Gibraltar se armó un gran revuelo y pude enterarme de cosas de las que nunca
antes había oído hablar: en el barco se habían encontrado platos con comida caliente servidos
en el camarote del capitán y ropa tendida a secar en cubierta. No había signo de motines ni de
tempestades. Nada faltaba de su sitio, si siquiera el más pequeño bote de remos. Además se
hablaba de 14 personas desaparecidas, las anotaciones del capitán en el cuaderno de bitácora
cesaban el día 24 de noviembre. Todo era muy extraño y me fui a ver el señor Moorhouse. Se
enfadó mucho conmigo, me gritó y amenazó, luego me suplicó y me dió dinero y no dejó en
todo momento de recordarme que si hablaba podrían acusarme del asesinato de toda una
tripulación de 14 personas. Esto era definitivo. Callé desde entonces por miedo tanto de la
Justicia como del capitán Moorhouse. Pero este ha muerto hace unos años y ya nadie se
acuerda del Mary Celeste. Además yo hoy casi pierdo la vida en el acantilado, por eso les
cuento esta historia. Por lo menos que alguien sepa la verdad.
Aquí calló el marinero. Nadie dijo una palabra. Ya era tarde y nos fuimos marchando todos
en silencio. — La pausa que hice fue obligada para dar unos momentos dramáticos a la
narración. Pero antes de que nadie, y menos el doctor Valle, pudiese decir palabra alguna,
proseguí hablando. — Siempre pensé que la historia que habíamos oído aquella noche tenía
visos de ser cierta, de no ser un bulo. El marinero, del que nunca supe su nombre, había dado
demasiados datos, fechas, nombres, todo muy preciso para ser una fábula como tantas otras
que me habían contado en la misma taberna. Así pues, en cuanto tuve ocasión estudié
detenidamente todos los periódicos de las fechas que había dado el marinero. Y efectivamente
señores, allí encontré el relato del Mary Celeste, un bergantín que se encontró completamente
abandonado el 5 de diciembre de 1872 en mitad del Atlántico, sin señales de violencias, sin
nada que faltase de su sitio y con tres platos de comida humeante servidos en la mesa del
capitán, que efectivamente se llamaba Benjamín Briggs.— Vi como a medida que llegaba al
final de mi monólogo el doctor Valle se iba animando, saliendo del letargo forzado a que se
había visto sometido, pero por una vez en la vida quise que su derrota fuese total, así que en
cuanto intentó comenzar su réplica saqué mi reloj del chaleco y exclamé haciéndome el
despistado: De veras que lo siento, amigo mío, pero creo que se nos ha hecho a todos
demasiado tarde y ya debemos retirarnos. Espero poder conversar con Vd. otro día. Adiós.—
Me levanté rápidamente y me alejé de allí tan contento que decidí festejar este pequeño
triunfo con una buena cena en un elegante restaurant. Solo me faltaba alguna agradable dama
que me hiciese compañía para que la noche fuese espléndida. "Pero no se puede tener todo en
esa vida" pensé. Y procuré abrigarme bien antes de salir a la calle.
EN LA CASA DEL PADRE
JUAN CARLOS GARCES
Aparece en CREEPY Nº 79
Ahora sé que nunca voy a salir de aquí. He dejado muy atrás el miedo y la desesperación,
en el curso de esta enfermiza carrera por huir de mí mismo, por vaciarme. Simplemente,
aguardo. Esta es la fase prometida, el momento de la resignación y la anemia: ¡Cae, cae, déjate
ir! Puede que esté drogado. A veces siento la cabeza llena de música, una partitura subliminal
y monocorde que nace de los límites mismos de la consciencia. Han asesinado el tiempo,
privándome así de cualquier punto de referencia. Flotar para siempre entre relojes ciegos y
polvo inmóvil. Llueve. Los canalones del desagüe eructan y, de vez en cuando, traidoras
ráfagas de humedad me asaltan desde las grietas de la pared. Hundido en esta cama sucia
experimento la disolución. Tomo posesión de un mundo sombrío. La carne se contrae, se
pliega sobre sí misma. Cedo. Esperando, esperando...
Una débil luz en la ventana de Mdme. Oslip, la bruja. Es—tan todos reunidos. El Doctor.
Miranda, Padre, Madre. La vieja se inclina sobre el Tarot con expresión ávida. Una
combinación sencilla: tirada de Herradura en la que intervienen los cuatro Reyes del éxito.
Junto a la mesa, impaciente, el Doctor acaricia las cubiertas de cuero marrón del diario de
abordo. Más tarde anotará en estas páginas el mensaje trasmitido por las cartas. Tinta
verdosa, caligrafía minúscula. Retrepada en un sillón de terciopelo, su hija Miranda, amaga
un bostezo. No siente el mínimo interés por esta parafernalia de oscuridad y sigilo. Aun
cuando sabe que el Grupo es vital para su existencia, nada ni nadie le impide mostrarse
desdeñosa, auto—suficiente. Debemos envidiarla e, incluso, temerla. A un extremo del salón,
mero observador, Padre traga saliva mientras sostiene entre sus manos la diestra de la ruina
inválida en que se ha convertido su esposa. Es un personaje secundario en el drama, por
mucho que él se niegue a admitirlo. Lo empujan, lo manejan. Hace mucho que fué iniciado.
No recuerda los detalles. Madre, a veces, hace como si rezara. Acaricia las cuentas oscuras del
rosario y mueve los labios sin producir ningún sonido. Se generan hilos de saliva que
chorrean sobre su falda.
Hemos pasado días terribles. Llegamos a pensar que nunca volverías. Máxime teniendo en
cuenta la actitud que se reflejaba en tus cartas. Pero ahora está todo olvidado. Y, sabes, pienso
que quizá soy yo quien te debe una explicación. Porque mi comportamiento fue egoísta. Si, si,
egoísta. A veces estas cosas suceden entre padres e hijos. Y, entonces, nadie quiere conocer su
parte de culpa y las relaciones se hunden definitivamente. Pues bien, yo no voy a mostrarme
orgulloso o intransigente. Y no me molesta admitir que fui demasiado severo contigo. Ahora
que has vuelto espero que me perdones. Hemos pasado días terribles. Los bombardeos
terminaron por quebrantar definitivamente la salud de tu madre. Era como si el universo
entero se derrumbara a nuestro alrededor, hora tras hora, minuto tras minuto. ¡El silbido de la
muerte, las sirenas de alarma, las continuas movilizaciones camino a los refugios!. Mirabas al
cielo con auténtico terror porque el dedo de Dios estaba escondido allí, entre las nubes. ¡Y ese
dedo de fuego nos perseguía! Oh no, tendrías que haberte marchado; Has hecho un viaje tan
largo! ¿Viste todos esos cadáveres en las trincheras'1 Propongo un brindis por todos nosotros.
¡Por tu regreso!—Por el Doctor y por Mdme. Oslip!. ¡Ah, y por Miranda!. Ella también ha
sufrido. ¿Es cierto, querida, que perdiste a tu esposo en una de las explosiones?. Creo
recordarte corriendo entre el humo y la ceniza, enloquecida. No pudimos hacer nada. El
pobre hombre, ¿cómo se llamaba?, debió de morir al instante. O quizá no sucedió así. Déjame
que piense. A lo mejor me equivoco. No lo sé. Hay momentos en que todo es tan incierto. Es
como estar frente a una encrucijada de la que parten cinco, diez, cien caminos. Más tarde o
más temprano los recorreremos todos. Pero no importa, no nos pongamos tristes. No ahora,
cuando estamos empezando. ¿Sabes que he cerrado la tienda? A ti no te gustaba la tienda. De
niño el olor de las especias te producía sarpullido. Ahora he formado sociedad con el Doctor.
Una sociedad fascinante con un hombre fascinante. ¡Y le debemos todos tanto!. No puedes ni
imaginar los favores que nos ha hecho. Ya lo veras, ya...
El doctor impone silencio con un brusco movimiento de cabeza. Brindamos como
autómatas, con movimientos maquinales, representando una farsa. ¿Qué es todo esto, Dios
mío?.
Exploro el edificio buscando una salida. Detrás de los muros arrecia el temporal. El eco de
los truenos me persigue. Los rayos crean un ballet de sombras huidizas. Pasillos, escaleras,
salones. Puertas cerradas. La madera gastada por el tiempo cruje bajo mis pies. Me asomo a
un sótano de dimensiones incalculables en el que brillan los ojos de una tribu de ratas. Puedo
imaginarlas revolcándose en la oscuridad, reproduciéndose entre el lodo y los hongos. Corro
gritando, con la seguridad de que me persiguen. Dientes amarillos, dientes ansiosos de carne
y sangre. Creo que las oigo. El sonido de las uñas, sus chillidos agudos. Huir, escapar. Me
arden los pulmones y empiezan a dolerme las rodillas. Pido auxilio y la tormenta se burla de
mis esfuerzos. Golpeo contra algo sólido y polvoriento. Un muro. Camino cortado. Aquí
termina la carrera. ¿O no? ¿Qué es esto que se mueve a la izquierda?. Tanteo en ja penumbra
hasta alcanzar los pesados cortinajes. Por unos instantes me ciega la pálida explosión de un
rayo. El agua corre a través de los cristales de la ventana. ¡Abrirla, romperla!. Mis dedos,
torpes a causa del pánico, manipulan en vano el pasador. ¡Inútil, inútil!. La barra metálica se
niega a moverse. Cuento los segundos. Cada latido de corazón es un segundo. Cada oleada
de sangre que ruge en las sienes es un segundo. ¡Y ya no estoy sólo!. Una sombra entre las
sombras, una oscuridad sólida, definida. Intento gritar, pero una asfixiante garra de hielo lo
impide. Retrocedo, apartando las cortinas. La sombra tiene la rapidez de los cazadores. Los
brazos atrapan mi cuello al tiempo que algo redondo y duro, una rodilla, me aprisiona con
firmeza la ingle. Parecemos dos borrachos que intentan bailar. Trastabillamos hasta el muro
de ladrillos. Perfume barato. Jadeos. Los labios de Miranda están húmedos de deseo. Todo su
cuerpo tiembla, eléctrico y febril. Murmura palabras atropelladas, incomprensibles. Obsceno.
—Yo debo de estar enfermo, señor —digo— No pretendo ser grosero. Les agradezco su
hospitalidad. Pero no lo entiendo, no puedo entenderlo. Quizá, quizá algo marcha mal en mi
cabeza. ¡Si, si, debo de estar enfermo!. Sin duda el Doctor podrá ayudarme. Ustedes no
tratarían así, con tanta familiaridad, a un perfecto desconocido, ¿verdad?. Oh, necesito tiempo
para pensar. Una angustia que pesa toneladas. Yo podría fingir. Seguirles el juego y, después,
no sé, abandonarles. O quedarme aquí hasta que me canse de su compañía. Pero no sería un
comportamiento honesto. Me convertiría en algo parecido a un ladrón. Y ustedes parecen tan
débiles, tan tristes. No, no puedo hacerles daño, ni mentirles. Entonces, mire, usted me ha
hablado de unas cartas; y yo digo, ¿cuáles cartas?. Y también me ha dicho que una vez hice
algo malo, muy malo; ¿qué hice, señor?. ¡¿Y cuánto lo hice?!. Me hablan de una guerra, y de
bombardeos y trincheras. Parecen creer que yo tome parte en dicha contienda. ¡Yo no
recuerdo nada! Debería de conocer a la señorita y a su padre. ¡No los conozco!. Y a usted
tampoco. ¡Dios mío, yo acabo de nacer!. Es sólo una forma de hablar. ¿Cómo me llamo?. ¿Qué
edad tengo?. ¿Cuándo me fui, y a dónde?. ¿Por qué me fui?. ¿Por qué he vuelto?. ¿Qué lugar
es este?. ¿Qué hora, qué día, qué año?. ¡Ah, estoy llorando!. ¿Pueden entenderme?. ¿Pueden
hacerlo?.
Máscaras de escayola que ríen.
Un sueño, una advertencia. Atentos a los rostros que flotan por las calles; atentos a las
conversaciones de los bares y los restaurantes, especialmente en esas horas inciertas del
amanecer, cuando la noche todavía sigue enredada a tus piernas y los párpados tiemblan
frente al primer café humeante. Atentos a las terminales de autobús y metro, a las callejas más
recónditas de los barrios más alejados; a las edificaciones muertas que los planes urbanísticos
planean derrumbar cualquier día, aunque es probable que terminen por permanecer en pie
mucho más tiempo del inicialmente previsto por sus anónimos constructores. Hay horas y
lugares distintos, con doble fondo. Se tantea un abismo, todo se escapa y desmorona.
Sobreviene un pequeño vértigo, una posesión que puede finalizar mediante un sencillísimo
acto de voluntad. Sacudes la cabeza, inspiras hondo y parpadeas diciéndote que no sucede
nada, que estas en casa, donde siempre, camino a un lugar bien conocido, a alguna cita mil
veces concertada. Todo marcha bien, salvo que has perdido cinco, diez segundos en alguna
parte, al otro lado del espejo. Están cerca, muy cerca. Sí, tienden sus redes en el espacio y en el
tiempo. Atentos al silencio de las bibliotecas, a las muchedumbres apiñadas en lugares de
diversión. Al final, ocurre de nuevo. Son muy astutos. Una escueta columna en la prensa; un
trabajo al que la policía no dedica demasiada atención. Tu nombre desaparece de los registros
tan limpiamente como si jamás hubiera existido. Todo se olvida rápido, rápido, rápido. Hay
cifras alarmantes al respecto, pero, ¿a quién le importan?. No, no. Son tan sólo curiosidades,
accidentes, anécdotas.
Despierto empapado en sudor. Miranda duerme a mi lado con expresión voluptuosa. Hay
rastros de sangre seca en las comisuras de sus labios. La tormenta ha amainado.
Mi Arcano es el Loco. En la biblioteca, donde la hiedra trepa sobre el lomo de los libros y
las llamas de los candelabros van a reflejarse, temblorosas, vacilantes en los innumerables
charcos de agua sucia extendidos entre las mesas de lectura, Mdme. Oslip me muestra la carta
fatídica.
—Cómo puedes ver te balanceas al filo de la indecisión. Martirio y sacrificio. Formulas
demasiadas preguntas ásperas, retorcidas. Tienes mucho miedo. Sé que, de alguna forma,
debemos ayudarte a superar tus temores. Por esa razón hemos permitido que Miranda se
acerque a ti. ¿La quieres, la deseas?. El Loco calla, no sabe. Está bien, verás cómo todo termina
por resultar mucho más simple de lo que ahora piensas. Te aseguro que incluso habrá placer,
mucho placer.
El Doctor ha olvidado su cuaderno de tapas marrones en una de las sillas del comedor. Sé
que no es este un descuido accidental, sino otra jugada de Mdme. Oslip. Ella quiere que lea,
ella quiere que sepa, de la misma manera que los encuentros con Miranda son ya regulares.
Tomo el diario y lo hojeo. Las cifras cabalísticas, los gráficos y los dibujos resultan
indescifrables. Ecuaciones dementes, formas geométricas nunca vistas. Todo un caos. Por
unos momentos pienso en abandonar la lectura y regresar a mi habitación considerando que
por esta vez, los planes de la bruja han fracasado. Pero la segunda parte del cuaderno reaviva
la curiosidad. Aquí la escritura del Doctor se torna torrencial, urgente, no respeta margen
alguno. "... la enfermedad degenerativa de su mujer lo empujaba irremediablemente a la
crisis. Su hijo no había respondido a las últimas peticiones de ayuda. Quizá ya estaba muerto
en las trincheras...". Más adelante adaptados a la nueva situación incluso se permiten
fantasear, quieren recuperar a... ".
—Devuélvame el cuaderno, por favor. "... privados de la Energía los cuerpos y las mentes
de estas criaturas siguen viviendo en una zona nebulosa, una tierra de nadie en la cual..
Me arrebata el diario. En los ojos del Doctor leo una furia visceral. Mdme. Oslip ha
cometido un error
— ¡Ustedes me trajeron aquí para satisfacer los deseos de ese pobre par de viejos!. ¡Es... una
locura!
—Se equivoca, estúpido. Es una simbiosis. Ellos le necesitan y nosotros también. ¿No ha
leído las páginas que le corresponden?. —El rostro del Doctor adquiere tonalidades
cenicientas. Hay electricidad en el aire. — ¡Pobre desdichado! Ja, ja. ¡Usted también pidió
venir! Como ellos, como todos... ¡Usted deseaba esto!
Ahora sé que nunca voy a salir de aquí. ¡Cae, cae, déjate ir! Aguardo. Miranda me dice
después del amor: "Ya falta poco Muy poco. Estas terminando, estas a punto, querido." El
espejo del armario no refleja las formas de su cuerpo y nuestros encuentros han alcanzado
una ferocidad inaudita. Una araña roja se ha instalado en una esquina del cielo raso. La
contemplo mientras trabaja en su trampa. No pruebo bocado. La sola idea de comer me
produce náuseas. Pronto no estaré sólo. Los oigo, los oigo. ¡Vienen!. Acompañan a Miranda
¡Me quieren!. Se preparan para devorar los últimos restos. Un ritual establecido. Una
ceremonia casi religiosa. El Loco. La postrera mutación. Acepto. Cedo. La lluvia. Miranda, el
Doctor, Padre, Madre, Mdme. Oslip: se inclinan hacia mí, altos, enormes como montañas.
Oscuro, oscuro, oscuro mientras me aman...
BUSQUEDA SUSPENDIDA
"La policía de la localidad de A..., provincia de T..., decidió ayer interrumpir las
investigaciones relativas a la misteriosa desaparición de J.C., de 29 años, acaecida el pasado
lunes 13 de noviembre cuando se dirigía, al parecer, a su trabajo en una sucursal bancaria del
centro de la ciudad. El carácter solitario, agravado por la total ausencia de parientes o amigos
íntimos del desaparecido, había conducido las pesquisas policiales a un auténtico callejón sin
salida. Durante los próximos días Radio Nacional de España seguirá emitiendo boletines de
auxilio, aunque a estas alturas se teme que resulten infructuosos."