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Vista Panoramica Del Siglo XX y La Caida Del Liberalismo

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VISTA PANORÁMICA DEL SIGLO XX

DOCE PERSONAS REFLEXIONAN SOBRE EL SIGLO XX

Isaiah Berlin (filósofo, Gran Bretaña): «He vivido durante la mayor parte del
siglo xx sin haber experimentado —debo decirlo— sufrimientos personales.
Lo recuerdo como el siglo más terrible de la historia occidental».

Julio Caro Baroja (antropólogo, España): «Existe una marcada contradicción


entre la trayectoria vital individual —la niñez, la juventud y la vejez han
pasado serenamente y sin grandes sobresaltos— y los hechos acaecidos en el
siglo xx ... los terribles acontecimientos que ha vivido la humanidad».

Primo Levi (escritor, Italia): «Los que sobrevivimos a los campos de concen-
tración no somos verdaderos testigos. Esta es una idea incómoda que gra-
dualmente me he visto obligado a aceptar al leer lo que han escrito otros
supervivientes, incluido yo mismo, cuando releo mis escritos al cabo de
algunos años. Nosotros, los supervivientes, no somos sólo una minoría
pequeña sino también anómala. Formamos parte de aquellos que, gracias a la
prevaricación, la habilidad o la suerte, no llegamos a tocar fondo. Quienes lo
hicieron y vieron el rostro de la Gorgona, no regresaron, o regresaron sin
palabras».

Rene Dumont (agrónomo, ecologista, Francia): «Es simplemente un siglo de


matanzas y de guerras».

Rita Levi Montalcini (premio Nobel, científica, Italia): «Pese a todo, en este
siglo se han registrado revoluciones positivas ... la aparición del cuarto esta-
do y la promoción de la mujer tras varios siglos de represión».

William Golding (premio Nobel, escritor, Gran Bretaña): «No puedo dejar de
pensar que ha sido el siglo más violento en la historia humana».
12 HISTORIA DEL SIGLO XX

Ernst Gombrich (historiador del arte, Gran Bretaña): «La principal caracte-
rística del siglo xx es la terrible multiplicación de la población mundial. Es
una catástrofe, un desastre y no sabemos cómo atajarla».

Yehudi Menuhin (músico, Gran Bretaña): «Si tuviera que resumir el siglo xx,
diría que despertó las mayores esperanzas que haya concebido nunca la
humanidad y destruyó todas las ilusiones e ideales».

Severo Ochoa (premio Nobel, científico, España): «El rasgo esencial es el


progreso de la ciencia, que ha sido realmente extraordinario ... Esto es lo que
caracteriza a nuestro siglo».

Raymond Firth (antropólogo, Gran Bretaña): «Desde el punto de vista tecno-


lógico, destaco el desarrollo de la electrónica entre los acontecimientos más
significativos del siglo xx; desde el punto de vista de las ideas, el cambio de
una visión de las cosas relativamente racional y científica a una visión no
racional y menos científica».

Leo Valiani (historiador, Italia): «Nuestro siglo demuestra que el triunfo de


los ideales de la justicia y la igualdad siempre es efímero, pero también
que, si conseguimos preservar la libertad, siempre es posible comenzar de
nuevo ... Es necesario conservar la esperanza incluso en las situaciones más
desesperadas».

Franco Venturi (historiador, Italia): «Los historiadores no pueden responder


a esta cuestión. Para mí, el siglo xx es sólo el intento constantemente reno-
vado de comprenderlo».

(Agosti y Borgese, 1992, pp. 42, 210, 154, 76, 4, 8, 204, 2, 62, 80, 140 y 160).

El 28 de junio de 1992, el presidente francés François Mitterrand se des-


plazó súbitamente, sin previo aviso y sin que nadie lo esperara, a Sarajevo,
escenario central de una guerra en los Balcanes que en lo que quedaba de año
se cobraría quizás 150.000 vidas. Su objetivo era hacer patente a la opinión
mundial la gravedad de la crisis de Bosnia. En verdad, la presencia de un es-
tadista distinguido, anciano y visiblemente debilitado bajo los disparos de las
armas de fuego y de la artillería fue muy comentada y despertó una gran
admiración. Sin embargo, un aspecto de la visita de Mitterrand pasó práctica-
mente inadvertido, aunque tenía una importancia fundamental: la fecha. ¿Por
qué había elegido el presidente de Francia esa fecha para ir a Sarajevo? Por-
que el 28 de junio era el aniversario del asesinato en Sarajevo, en 1914, del
archiduque Francisco Fernando de Austria-Hungría, que desencadenó, pocas
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semanas después, el estallido de la primera guerra mundial. Para cualquier


europeo instruido de la edad de Mitterrand, era evidente la conexión entre la
fecha, el lugar y el recordatorio de una catástrofe histórica precipitada por una
equivocación política y un error de cálculo. La elección de una fecha simbó-
lica era tal vez la mejor forma de resaltar las posibles consecuencias de la
crisis de Bosnia. Sin embargo, sólo algunos historiadores profesionales y
algunos ciudadanos de edad muy avanzada comprendieron la alusión. La
memoria histórica ya no estaba viva.
La destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que
vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de generaciones
anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las pos-
trimerías del siglo xx. En su mayor parte, los jóvenes, hombres y mujeres, de
este final de siglo crecen en una suerte de presente permanente sin relación
orgánica alguna con el pasado del tiempo en el que viven. Esto otorga a los
historiadores, cuya tarea consiste en recordar lo que otros olvidan, mayor
trascendencia que la que han tenido nunca, en estos años finales del segundo
milenio. Pero por esa misma razón deben ser algo más que simples cronistas,
recordadores y compiladores, aunque esta sea también una función necesaria
de los historiadores. En 1989, todos los gobiernos, y especialmente todo el
personal de los ministerios de Asuntos Exteriores, habrían podido asistir con
provecho a un seminario sobre los acuerdos de paz posteriores a las dos gue-
rras mundiales, que al parecer la mayor parte de ellos habían olvidado.
Sin embargo, no es el objeto de este libro narrar los acontecimientos del
período que constituye su tema de estudio —el siglo xx corto, desde 1914 a
1991—, aunque nadie a quien un estudiante norteamericano inteligente le
haya preguntado si la expresión «segunda guerra mundial» significa que
hubo una «primera guerra mundial» ignora que no puede darse por sentado
el conocimiento aun de los más básicos hechos de la centuria. Mi propósito
es comprender y explicar por qué los acontecimientos ocurrieron de esa for-
ma y qué nexo existe entre ellos. Para cualquier persona de mi edad que ha
vivido durante todo o la mayor parte del siglo xx, esta tarea tiene también,
inevitablemente, una dimensión autobiográfica, ya que hablamos y nos
explayamos sobre nuestros recuerdos (y también los corregimos). Hablamos
como hombres y mujeres de un tiempo y un lugar concretos, que han parti-
cipado en su historia en formas diversas. Y hablamos, también, como actores
que han intervenido en sus dramas —por insignificante que haya sido nues-
tro papel—, como observadores de nuestra época y como individuos cuyas
opiniones acerca del siglo han sido formadas por los que consideramos acon-
tecimientos cruciales del mismo. Somos parte de este siglo, que es parte de
nosotros. No deberían olvidar este hecho aquellos lectores que pertenecen a
otra época, por ejemplo el alumno que ingresa en la universidad en el
momento en que se escriben estas páginas, para quien incluso la guerra del
Vietnam forma parte de la prehistoria.
Para los historiadores de mi edad y formación, el pasado es indestructible,
no sólo porque pertenecemos a la generación en que las calles y los lugares
14 HISTORIA DEL SIGLO XX

públicos tomaban el nombre de personas y acontecimientos de carácter públi-


co (la estación Wilson en Praga antes de la guerra, la estación de metro de
Stalingrado en París), en que aún se firmaban tratados de paz y, por tanto,
debían ser identificados (el tratado de Versalles) y en que los monumentos a
los caídos recordaban acontecimientos del pasado, sino también porque los
acontecimientos públicos forman parte del entramado de nuestras vidas. No
sólo sirven como punto de referencia de nuestra vida privada, sino que han
dado forma a nuestra experiencia vital, tanto privada como pública. Para el
autor del presente libro, el 30 de enero de 1933 no es una fecha arbitraria en
la que Hitler accedió al cargo de canciller de Alemania, sino una tarde de
invierno en Berlín en que un joven de quince años, acompañado de su herma-
na pequeña, recorría el camino que le conducía desde su escuela, en Wilmers-
dorf, hacia su casa, en Halensee, y que en un punto cualquiera del trayecto
leyó el titular de la noticia. Todavía lo veo como en un sueño.
Pero no sólo en el caso de un historiador anciano el pasado es parte de
su presente permanente. En efecto, en una gran parte del planeta, todos los
que superan una cierta edad, sean cuales fueren sus circunstancias persona-
les y su trayectoria vital, han pasado por las mismas experiencias cruciales
que, hasta cierto punto, nos han marcado a todos de la misma forma. El
mundo que se desintegró a finales de los años ochenta era aquel que había
cobrado forma bajo el impacto de la revolución rusa de 1917. Ese mundo
nos ha marcado a todos, por ejemplo, en la medida en que nos acostumbra-
mos a concebir la economía industrial moderna en función de opuestos
binarios, «capitalismo» y «socialismo», como alternativas mutuamente ex-
cluyentes. El segundo de esos términos identificaba las economías orga-
nizadas según el modelo de la URSS y el primero designaba a todas las
demás. Debería quedar claro ahora que se trataba de un subterfugio arbitra-
rio y hasta cierto punto artificial, que sólo puede entenderse en un contexto
histórico determinado. Y, sin embargo, aun ahora es difícil pensar, ni siquie-
ra de forma retrospectiva, en otros principios de clasificación más realistas
que aquellos que situaban en un mismo bloque a los Estados Unidos, Japón,
Suecia, Brasil, la República Federal de Alemania y Corea del Sur, así como
a las economías y sistemas estatales de la región soviética que se derrumbó
al acabar los años ochenta en el mismo conjunto que las del este y sureste
asiático, que no compartieron ese destino.
Una vez más hay que decir que incluso el mundo que ha sobrevivido una
vez concluida la revolución de octubre es un mundo cuyas instituciones y
principios básicos cobraron forma por obra de quienes se alinearon en el ban-
do de los vencedores en la segunda guerra mundial. Los elementos del bando
perdedor o vinculados a ellos no sólo fueron silenciados, sino prácticamente
borrados de la historia y de la vida intelectual, salvo en su papel de «enemi-
go» en el drama moral universal que enfrenta al bien con el mal. (Posible-
mente, lo mismo les está ocurriendo a los perdedores de la guerra fría de la
segunda mitad del siglo, aunque no en el mismo grado ni durante tanto tiem-
po.) Esta es una de las consecuencias negativas de vivir en un siglo de guerras
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de religión, cuyo rasgo principal es la intolerancia. Incluso quienes anuncia-


ban el pluralismo inherente a su ausencia de ideología consideraban que el
mundo no era lo suficientemente grande para permitir la coexistencia perma-
nente con las religiones seculares rivales. Los enfrentamientos religiosos o
ideológicos, como los que se han sucedido ininterrumpidamente durante el
presente siglo, erigen barreras en el camino del historiador, cuya labor funda-
mental no es juzgar sino comprender incluso lo que resulta más difícil de
aprehender. Pero lo que dificulta la comprensión no son sólo nuestras apasio-
nadas convicciones, sino la experiencia histórica que les ha dado forma.
Aquéllas son más fáciles de superar, pues no existe un átomo de verdad en la
típica, pero errónea, expresión francesa tout comprendre c 'est tout pardonner
(comprenderlo todo es perdonarlo todo). Comprender la época nazi en la his-
toria de Alemania y encajarla en su contexto histórico no significa perdonar el
genocidio. En cualquier caso, no parece probable que quien haya vivido
durante este siglo extraordinario pueda abstenerse de expresar un juicio. La
dificultad estriba en comprender.

II

¿Cómo hay que explicar el siglo xx corto, es decir, los años transcurridos
desde el estallido de la primera guerra mundial hasta el hundimiento de la
URSS, que, como podemos apreciar retrospectivamente, constituyen un perío-
do histórico coherente que acaba de concluir? Ignoramos qué ocurrirá a con-
tinuación y cómo será el tercer milenio, pero sabemos con certeza que será
el siglo xx el que le habrá dado forma. Sin embargo, es indudable que en
los años finales de la década de 1980 y en los primeros de la de 1990 termi-
nó una época de la historia del mundo para comenzar otra nueva. Esa es la
información esencial para los historiadores del siglo, pues aun cuando pue-
den especular sobre el futuro a tenor de su comprensión del pasado, su tarea
no es la misma que la del que pronostica el resultado de las carreras de caba-
llos. Las únicas carreras que debe describir y analizar son aquellas cuyo
resultado —de victoria o de derrota— es conocido. De cualquier manera, el
éxito de los pronosticadores de los últimos treinta o cuarenta años, con inde-
pendencia de sus aptitudes profesionales como profetas, ha sido tan especta-
cularmente bajo que sólo los gobiernos y los institutos de investigación eco-
nómica siguen confiando en ellos, o aparentan hacerlo. Es probable incluso
que su índice de fracasos haya aumentado desde la segunda guerra mundial.
En este libro, el siglo xx aparece estructurado como un tríptico. A una
época de catástrofes, que se extiende desde 1914 hasta el fin de la segunda
guerra mundial, siguió un período de 25 o 30 años de extraordinario creci-
miento económico y transformación social, que probablemente transformó
la sociedad humana más profundamente que cualquier otro período de dura-
ción similar. Retrospectivamente puede ser considerado como una especie
de edad de oro, y de hecho así fue calificado apenas concluido, a comienzos
16 HISTORIA DEL SIGLO XX

de los años setenta. La última parte del siglo fue una nueva era de descom-
posición, incertidumbre y crisis y, para vastas zonas del mundo como Áfri-
ca, la ex Unión Soviética y los antiguos países socialistas de Europa, de
catástrofes. Cuando el decenio de 1980 dio paso al de 1990, quienes refle-
xionaban sobre el pasado y el futuro del siglo lo hacían desde una perspec-
tiva fin de siécle cada vez más sombría. Desde la posición ventajosa de los
años noventa, puede concluirse que el siglo xx conoció una fugaz edad de
oro, en el camino de una a otra crisis, hacia un futuro desconocido y pro-
blemático, pero no inevitablemente apocalíptico. No obstante, como tal vez
deseen recordar los historiadores a quienes se embarcan en especulaciones
metafísicas sobre el «fin de la historia», existe el futuro. La única generali-
zación absolutamente segura sobre la historia es que perdurará en tanto en
cuanto exista la raza humana.
El contenido de este libro se ha estructurado de acuerdo con los conceptos
que se acaban de exponer. Comienza con la primera guerra mundial, que mar-
có el derrumbe de la civilización (occidental) del siglo xix. Esa civilización
era capitalista desde el punto de vista económico, liberal en su estructura jurí-
dica y constitucional, burguesa por la imagen de su clase hegemónica carac-
terística y brillante por los adelantos alcanzados en el ámbito de la ciencia, el
conocimiento y la educación, así como del progreso material y moral. Ade-
más, estaba profundamente convencida de la posición central de Europa, cuna
de las revoluciones científica, artística, política e industrial, cuya economía
había extendido su influencia sobre una gran parte del mundo, que sus ejérci-
tos habían conquistado y subyugado, cuya población había crecido hasta
constituir una tercera parte de la raza humana (incluida la poderosa y creciente
corriente de emigrantes europeos y sus descendientes), y cuyos principales
estados constituían el sistema de la política mundial.1
Los decenios transcurridos desde el comienzo de la primera guerra mun-
dial hasta la conclusión de la segunda fueron una época de catástrofes para
esta sociedad, que durante cuarenta años sufrió una serie de desastres sucesi-
vos. Hubo momentos en que incluso los conservadores inteligentes no
habrían apostado por su supervivencia. Sus cimientos fueron quebrantados
por dos guerras mundiales, a las que siguieron dos oleadas de rebelión y
revolución generalizadas, que situaron en el poder a un sistema que reclama-
ba ser la alternativa, predestinada históricamente, a la sociedad burguesa y
capitalista, primero en una sexta parte de la superficie del mundo y, tras la
segunda guerra mundial, abarcaba a más de una tercera parte de la población

1. He intentado describir y explicar el auge de esta civilización en una historia, en tres


volúmenes, del «siglo xix largo» (desde la década de 1780 hasta 1914). y he intentado analizar
las razones de su hundimiento. En el presente libro se hace referencia a esos trabajos. The Age
of Revolution, I789-1H4H, The Age of Capital. 1848-1875 y The Age of Empire 1875-1914,
cuando lo considero necesario. (Hay trad, cast.: Las revoluciones burguesas. Labor, Barcelona,
1987", reeditada en 1991 por la misma editorial con el título La era de la revolución; La era
del capitalismo. Labor, Barcelona, 1989; La era del imperio. Labor. Barcelona, 1990; los tres
títulos serán nuevamente editados por Crítica a partir de 1996.)
VISTA PANORÁMICA DEL SIGLO XX 17

del planeta. Los grandes imperios coloniales que se habían formado antes y
durante la era del imperio se derrumbaron y quedaron reducidos a cenizas.
La historia del imperialismo moderno, tan firme y tan seguro de sí mismo a la
muerte de la reina Victoria de Gran Bretaña, no había durado más que el lapso
de una vida humana (por ejemplo, la de Winston Churchill, 1874-1965).
Pero no fueron esos los únicos males. En efecto, se desencadenó una cri-
sis económica mundial de una profundidad sin precedentes que sacudió
incluso los cimientos de las más sólidas economías capitalistas y que pareció
que podría poner fin a la economía mundial global, cuya creación había sido
un logro del capitalismo liberal del siglo xix. Incluso los Estados Unidos,
que no habían sido afectados por la guerra y la revolución, parecían al borde
del colapso. Mientras la economía se tambaleaba, las instituciones de la
democracia liberal desaparecieron prácticamente entre 1917 y 1942, excepto
en una pequeña franja de Europa y en algunas partes de América del Norte y
de Australasia, como consecuencia del avance del fascismo y de sus movi-
mientos y regímenes autoritarios satélites.
Sólo la alianza —insólita y temporal— del capitalismo liberal y el comu-
nismo para hacer frente a ese desafío permitió salvar la democracia, pues la
victoria sobre la Alemania de Hitler fue esencialmente obra (no podría haber
sido de otro modo) del ejército rojo. Desde una multiplicidad de puntos de
vista, este período de alianza entre el capitalismo y el comunismo contra el
fascismo —fundamentalmente las décadas de 1930 y 1940— es el momento
decisivo en la historia del siglo xx. En muchos sentidos es un proceso para-
dójico, pues durante la mayor parte del siglo —excepto en el breve período
de antifascismo— las relaciones entre el capitalismo y el comunismo se
caracterizaron por un antagonismo irreconciliable. La victoria de la Unión
Soviética sobre Hitler fue el gran logro del régimen instalado en aquel país
por la revolución de octubre, como se desprende de la comparación entre los
resultados de la economía de la Rusia zarista en la primera guerra mundial y
de la economía soviética en la segunda (Gatrell y Harrison, 1993). Probable-
mente, de no haberse producido esa victoria, el mundo occidental (excluidos
los Estados Unidos) no consistiría en distintas modalidades de régimen par-
lamentario liberal sino en diversas variantes de régimen autoritario y fascis-,
ta. Una de las ironías que nos depara este extraño siglo es que el resultado
más perdurable de la revolución de octubre, cuyo objetivo era acabar con el
capitalismo a escala planetaria, fuera el de haber salvado a su enemigo acé-
rrimo, tanto en la guerra como en la paz, al proporcionarle el incentivo —el
temor— para reformarse desde dentro al terminar la segunda guerra mundial
y al dar difusión al concepto de planificación económica, suministrando al
mismo tiempo algunos de los procedimientos necesarios para su reforma.
Ahora bien, una vez que el capitalismo liberal había conseguido sobrevi-
vir —a duras penas— al triple reto de la Depresión, el fascismo y la guerra,
parecía tener que hacer frente todavía al avance global de la revolución, cuyas m
fuerzas podían agruparse en torno a la URSS, que había emergido de la
segunda guerra mundial como una superpotencia.
18 HISTORIA DEL SIGLO XX

Sin embargo, como se puede apreciar ahora de forma retrospectiva, la fuer-


za del desafío planetario que el socialismo planteaba al capitalismo radicaba en
la debilidad de su oponente. Sin el hundimiento de la sociedad burguesa deci-
monónica durante la era de las catástrofes no habría habido revolución de octu-
bre ni habría existido la URSS. El sistema económico improvisado en el
núcleo euroasiático rural arruinado del antiguo imperio zarista, al que se dio
el nombre de socialismo, no se habría considerado —nadie lo habría hecho—
como una alternativa viable a la economía capitalista, a escala mundial. Fue la
Gran Depresión de la década de 1930 la que hizo parecer que podía ser así, de
la misma manera que el fascismo convirtió a la URSS en instrumento indis-
pensable de la derrota de Hitler y, por tanto, en una de las dos superpotencias
cuyos enfrentamientos dominaron y llenaron de terror la segunda mitad del
siglo xx, pero que al mismo tiempo —como también ahora es posible cole-
gir— estabilizó en muchos aspectos su estructura política. De no haber ocurri-
do todo ello, la URSS no se habría visto durante quince años, a mediados de
siglo, al frente de un «bando socialista» que abarcaba a la tercera parte de la
raza humana, y de una economía que durante un fugaz momento pareció capaz
de superar el crecimiento económico capitalista.
El principal interrogante al que deben dar respuesta los historiadores del
siglo xx es cómo y por qué tras la segunda guerra mundial el capitalismo ini-
ció —para sorpresa de todos— la edad de oro, sin precedentes y tal vez anó-
mala, de 1947-1973. No existe todavía una respuesta que tenga un consenso
general y tampoco yo puedo aportarla. Probablemente, para hacer un análisis
más convincente habrá que esperar hasta que pueda apreciarse en su justa
perspectiva toda la «onda larga» de la segunda mitad del siglo xx. Aunque
pueda verse ya la edad de oro como un período definido, los decenios de cri-
sis que ha conocido el mundo desde entonces no han concluido todavía cuan-
do se escriben estas líneas. Ahora bien, lo que ya se puede evaluar con toda
certeza es la escala y el impacto extraordinarios de la transformación econó-
mica, social y cultural que se produjo en esos años: la mayor, la más rápida
y la más decisiva desde que existe el registro histórico. En la segunda parte
de este libro se analizan algunos aspectos de ese fenómeno. Probablemente,
quienes durante el tercer milenio escriban la historia del siglo xx considera-
rán que ese período fue el de mayor trascendencia histórica de la centuria,
porque en él se registraron una serie de cambios profundos e irreversibles
para la vida humana en todo el planeta. Además, esas transformaciones aún
no han concluido. Los periodistas y filósofos que vieron «el fin de la his-
toria» en la caída del imperio soviético erraron en su apreciación. Más justi-
ficada estaría la afirmación de que el tercer cuarto de siglo señaló el fin de
siete u ocho milenios de historia humana que habían comenzado con la apa-
rición de la agricultura durante el Paleolítico, aunque sólo fuera porque ter-
minó la larga era en que la inmensa mayoría de la raza humana se sustentaba
practicando la agricultura y la ganadería.
En cambio, al enfrentamiento entre el «capitalismo» y el «socialismo»,
con o sin la intervención de estados y gobiernos como los Estados Unidos y
VISTA PANORÁMICA DEL SIGLO XX 19

la URSS en representación del uno o del otro, se le atribuirá probablemente


un interés histórico más limitado, comparable, en definitiva, al de las guerras
de religión de los siglos xvi y XVII o a las cruzadas. Sin duda, para quienes
han vivido durante una parte del siglo xx, se trata de acontecimientos de gran
importancia, y así son tratados en este libro, que ha sido escrito por un autor
del siglo xx y para lectores del siglo xx. Las revoluciones sociales, la guerra
fría, la naturaleza, los límites y los defectos fatales del «socialismo realmente
existente», así como su derrumbe, son analizados de forma pormenorizada.
Sin embargo, es importante recordar que la repercusión más importante y
duradera de los regímenes inspirados por la revolución de octubre fue la de
haber acelerado poderosamente la modernización de países agrarios atrasados.
Sus logros principales en este contexto coincidieron con la edad de oro del
capitalismo. No es este el lugar adecuado para examinar hasta qué punto las
estrategias opuestas para enterrar el mundo de nuestros antepasados fueron
efectivas o se aplicaron conscientemente. Como veremos, hasta el inicio de
los años sesenta parecían dos fuerzas igualadas, afirmación que puede
parecer ridicula a la luz del hundimiento del socialismo soviético, aunque un
primer ministro británico que conversaba con un presidente norteamericano
veía todavía a la URSS como un estado cuya «boyante economía ... pronto
superará a la sociedad capitalista en la carrera por la riqueza material» (Hor-
ne, 1989, p. 303). Sin embargo, el aspecto que cabe destacar es que, en la
década de 1980, la Bulgaria socialista y el Ecuador no socialista tenían más
puntos en común que en 1939.
Aunque el hundimiento del socialismo soviético —y sus consecuencias,
trascendentales y aún incalculables, pero básicamente negativas— fue el
acontecimiento más destacado en los decenios de crisis que siguieron a la
edad de oro, serían estos unos decenios de crisis universal o mundial. La cri-
sis afectó a las diferentes partes del mundo en formas y grados distintos, pero
afectó a todas ellas, con independencia de sus configuraciones políticas,
sociales y económicas, porque la edad de oro había creado, por primera vez
en la historia, una economía mundial universal cada vez más integrada cuyo
funcionamiento trascendía las fronteras estatales y, por tanto, cada vez más
también, las fronteras de las ideologías estatales. Por consiguiente, resultaron
debilitadas las ideas aceptadas de las instituciones de todos los regímenes y
sistemas. Inicialmente, los problemas de los años setenta se vieron sólo como
una pausa temporal en el gran salto adelante de la economía mundial y los
países de todos los sistemas económicos y políticos trataron de aplicar solu-
ciones temporales. Pero gradualmente se hizo patente que había comenzado
un período de dificultades duraderas y los países capitalistas buscaron solu-
ciones radicales, en muchos casos ateniéndose a los principios enunciados
por los teólogos seculares del mercado libre sin restricción alguna, que
rechazaban las políticas que habían dado tan buenos resultados a la economía
mundial durante la edad de oro pero que ahora parecían no servir. Pero los
defensores a ultranza del laissezfaire no tuvieron más éxito que los demás.
En el decenio de 1980 y los primeros años del de 1990, el mundo capitalista
20 HISTORIA DEL SIGLO XX

comenzó de nuevo a tambalearse abrumado por los mismos problemas del


período de entreguerras que la edad de oro parecía haber superado: el desem-
pleo masivo, graves depresiones cíclicas y el enfrentamiento cada vez más
encarnizado entre los mendigos sin hogar y las clases acomodadas, entre los
ingresos limitados del estado y un gasto público sin límite. Los países socia-
listas, con unas economías débiles y vulnerables, se vieron abocados a una
ruptura tan radical, o más, con el pasado y, ahora lo sabemos, al hundimiento.
Ese hundimiento puede marcar el fin del siglo xx corto, de igual forma que la
primera guerra mundial señala su comienzo. En este punto se interrumpe mi
crónica histórica.
Concluye —como corresponde a cualquier libro escrito al comenzar la
década de 1990— con una mirada hacia la oscuridad. El derrumbamiento de
una parte del mundo reveló el malestar existente en el resto. Cuando los años
ochenta dejaron paso a los noventa se hizo patente que la crisis mundial no
era sólo general en la esfera económica, sino también en el ámbito de la polí-
tica. El colapso de los regímenes comunistas entre Istria y Vladivostok no
sólo dejó tras de sí una ingente zona dominada por la incertidumbre política,
la inestabilidad, el caos y la guerra civil, sino que destruyó el sistema inter-
nacional que había estabilizado las relaciones internacionales durante cua-
renta años y reveló, al mismo tiempo, la precariedad de los sistemas políticos
nacionales que se sustentaban en esa estabilidad. Las tensiones generadas por
los problemas económicos socavaron los sistemas políticos de la democracia
liberal, parlamentarios o presidencialistas, que tan bien habían funcionado en
los países capitalistas desarrollados desde la segunda guerra mundial. Pero
socavaron también los sistemas políticos existentes en el tercer mundo. Las
mismas unidades políticas fundamentales, los «estados-nación» territoriales,
soberanos e independientes, incluso los más antiguos y estables, resultaron
desgarrados por las fuerzas de la economía supranacional o transnacional
y por las fuerzas infranacionales de las regiones y grupos étnicos secesio-
nistas. Algunos de ellos —tal es la ironía de la historia— reclamaron la con-
dición —ya obsoleta e irreal— de «estados-nación» soberanos en miniatura.
El futuro de la política era oscuro, pero su crisis al finalizar el siglo xx era
patente.
Más evidente aún que las incertidumbres de la economía y la política
mundial era la crisis social y moral, que reflejaba las convulsiones del perío-
do posterior a 1950, que encontraron también amplia y confusa expresión en
esos decenios de crisis. Era la crisis de las creencias y principios en los que
se había basado la sociedad desde que a comienzos del siglo xvm las mentes
modernas vencieran la célebre batalla que libraron con los antiguos, una cri-
sis de los principios racionalistas y humanistas que compartían el capitalismo
liberal y el comunismo y que habían hecho posible su breve pero decisiva
alianza contra el fascismo que los rechazaba. Un observador alemán de talante
conservador, Michael Stiirmer, señaló acertadamente en 1993 que lo que
estaba en juego eran las creencias comunes del Este y el Oeste:
VISTA PANORÁMICA DEL SIGLO XX 21

Existe un extraño paralelismo entre el Este y el Oeste. En el Este, la doc-


trina del estado insistía en que la humanidad era dueña de su destino. Sin
embargo, incluso nosotros creíamos en una versión menos oficial y menos
extrema de esa misma máxima: la humanidad progresaba por la senda que la
llevaría a ser dueña de sus destinos. La aspiración a la omnipotencia ha desa-
parecido por completo en el Este, pero sólo relativamente entre nosotros. Sin
embargo, unos y otros hemos naufragado (Bergedorfer 98, p. 95).

paradójicamente, una época que sólo podía vanagloriarse de haber beneficia-


do a la humanidad por el enorme progreso material conseguido gracias a la
ciencia y a la tecnología, contempló en sus momentos postreros cómo esos
elementos eran rechazados en Occidente por una parte importante de la opi-
nión pública y por algunos que se decían pensadores.
Sin embargo, la crisis moral no era sólo una crisis de los principios de la
civilización moderna, sino también de las estructuras históricas de las rela-
ciones humanas que la sociedad moderna había heredado del pasado pre-
industrial y precapitalista y que, ahora podemos concluirlo, habían permitido
su funcionamiento. No era una crisis de una forma concreta de organizar las
sociedades, sino de todas las formas posibles. Los extraños llamamientos en
pro de una «sociedad civil» y de la «comunidad», sin otros rasgos de identi-
dad, procedían de unas generaciones perdidas y a la deriva. Se dejaron oír en
un momento en que esas palabras, que habían perdido su significado tradi-
cional, eran sólo palabras hueras. Sólo quedaba un camino para definir la
identidad de grupo: definir a quienes no formaban parte del mismo.
Para el poeta T. S. Eliot, «esta es la forma en que termina el mundo: no
con una explosión, sino con un gemido». Al terminar el siglo xx corto se
escucharon ambas cosas.

III

¿Qué paralelismo puede establecerse entre el mundo de 1914 y el de los


años noventa? Éste cuenta con cinco o seis mil millones de seres humanos,
aproximadamente tres veces más que al comenzar la primera guerra mundial,
a pesar de que en el curso del siglo xx se ha dado muerte o se ha dejado
morir a un número más elevado de seres humanos que en ningún otro perío-
do de la historia. Una estimación reciente cifra el número de muertes regis-
trado durante la centuria en 187 millones de personas (Brzezinski, 1993), lo
que equivale a más del 10 por 100 de la población total del mundo en 1900.
La mayor parte de los habitantes que pueblan el mundo en el decenio de
1990 son más altos y de mayor peso que sus padres, están mejor alimentados
y viven muchos más años, aunque las catástrofes de los años ochenta y
noventa en África, América Latina y la ex Unión Soviética hacen que esto
sea difícil de creer. El mundo es incomparablemente más rico de lo que lo ha
sido nunca por lo que respecta a su capacidad de producir bienes y servicios
22 HISTORIA DEL SIGLO XX

y por la infinita variedad de los mismos. De no haber sido así habría resulta-
do imposible mantener una población mundial varias veces más numerosa
que en cualquier otro período de la historia del mundo. Hasta el decenio de
1980, la mayor parte de la gente vivía mejor que sus padres y, en las econo-
mías avanzadas, mejor de lo que nunca podrían haber imaginado. Durante
algunas décadas, a mediados del siglo, pareció incluso que se había encon-
trado la manera de distribuir entre los trabajadores de los países más ricos al
menos una parte de tan enorme riqueza, con un cierto sentido de justicia,
pero al terminar el siglo predomina de nuevo la desigualdad. Ésta se ha en-
señoreado también de los antiguos países «socialistas», donde previamente
reinaba una cierta igualdad en la pobreza. La humanidad es mucho más ins-
truida que en 1914. De hecho, probablemente por primera vez en la historia
puede darse el calificativo de alfabetizados, al menos en las estadísticas ofi-
ciales, a la mayor parte de los seres humanos. Sin embargo, en los años fina-
les del siglo es mucho menos patente que en 1914 la trascendencia de ese
logro, pues es enorme, y cada vez mayor, el abismo existente entre el míni-
mo de competencia necesario para ser calificado oficialmente como alfabeti-
zado (frecuentemente se traduce en un «analfabetismo funcional») y el domi-
nio de la lectura y la escritura que aún se espera en niveles más elevados de
instrucción.
El mundo está dominado por una tecnología revolucionaria que avanza
sin cesar, basada en los progresos de la ciencia natural que, aunque ya se pre-
veían en 1914, empezaron a alcanzarse mucho más tarde. La consecuencia de
mayor alcance de esos progresos ha sido, tal vez, la revolución de los siste-
mas de transporte y comunicaciones, que prácticamente han eliminado el
tiempo y la distancia. El mundo se ha transformado de tal forma que cada
día, cada hora y en todos los hogares la población común dispone de más
información y oportunidades de esparcimiento de la que disponían los empe-
radores en 1914. Esa tecnología hace posible que personas separadas por
océanos y continentes puedan conversar con sólo pulsar unos botones y ha
eliminado las ventajas culturales de la ciudad sobre el campo.
¿Cómo explicar, pues, que el siglo no concluya en un clima de triunfo,
por ese progreso extraordinario e inigualable, sino de desasosiego? ¿Por qué,
como se constata en la introducción de este capítulo, las reflexiones de tan-
tas mentes brillantes acerca del siglo están teñidas de insatisfacción y de des-
confianza hacia el futuro? No es sólo porque ha sido el siglo más mortífero
de la historia a causa de la envergadura, la frecuencia y duración de los con-
flictos bélicos que lo han asolado sin interrupción (excepto durante un breve
período en los años veinte), sino también por las catástrofes humanas, sin
parangón posible, que ha causado, desde las mayores hambrunas de la histo-
ria hasta el genocidio sistemático. A diferencia del «siglo xix largo», que
pareció —y que fue— un período de progreso material, intelectual y moral
casi ininterrumpido, es decir, de mejora de las condiciones de la vida civili-
zada, desde 1914 se ha registrado un marcado retroceso desde los niveles que
se consideraban normales en los países desarrollados y en las capas medias
VISTA PANORÁMICA DEL SIGLO XX 23

de la población y que se creía que se estaban difundiendo hacia las regiones


más atrasadas y los segmentos menos ilustrados de la población.
Como este siglo nos ha enseñado que los seres humanos pueden aprender
a vivir bajo las condiciones más brutales y teóricamente intolerables, no es
fácil calibrar el alcance del retorno (que lamentablemente se está produciendo
a ritmo acelerado) hacia lo que nuestros antepasados del siglo xrx habrían
calificado como niveles de barbarie. Hemos olvidado que el viejo revolucio-
nario Federico Engels se sintió horrorizado ante la explosión de una bomba
colocada por los republicanos irlandeses en Westminster Hall, porque como
ex soldado sostenía que ello suponía luchar no sólo contra los combatientes
sino también contra la población civil. Hemos olvidado que los pogroms de
la Rusia zarista, que horrorizaron a la opinión mundial y llevaron al otro lado
del Atlántico a millones de judíos rusos entre 1881 y 1914, fueron episodios
casi insignificantes si se comparan con las matanzas actuales: los muertos se
contaban por decenas y no por centenares ni por millones. Hemos olvidado
que una convención internacional estipuló en una ocasión que las hostilida-
des en la guerra «no podían comenzar sin una advertencia previa y explícita
en forma de una declaración razonada de guerra o de un ultimátum con una
declaración condicional de guerra», pues, en efecto, ¿cuál fue la última gue-
rra que comenzó con una tal declaración explícita o implícita? ¿Cuál fue la
última guerra que concluyó con un tratado formal de paz negociado entre los
estados beligerantes? En el siglo xx, las guerras se han librado, cada vez
más, contra la economía y la infraestructura de los estados y contra la pobla-
ción civil. Desde la primera guerra mundial ha habido muchas más bajas
civiles que militares en todos los países beligerantes, con la excepción de los
Estados Unidos. Cuántos de nosotros recuerdan que en 1914 todo el mundo
aceptaba que

la guerra civilizada, según afirman los manuales, debe limitarse, en la medida


de lo posible, a la desmembración de las fuerzas armadas del enemigo; de otra
forma, la guerra continuaría hasta que uno de los bandos fuera exterminado.
«Con buen sentido ... esta práctica se ha convertido en costumbre en las nacio-
nes de Europa.» (Encyclopedia Britannica, XI ed., 1911, voz «guerra».)

No pasamos por alto el hecho de que la tortura o incluso el asesinato han lle-
gado a ser un elemento normal en el sistema de seguridad de los estados
modernos, pero probablemente no apreciamos hasta qué punto eso constituye
una flagrante interrupción del largo período de evolución jurídica positiva,
desde la primera abolición oficial de la tortura en un país occidental, en la
década de 1780, hasta 1914.
Y sin embargo, a la hora de hacer un balance histórico, no puede compa-
rarse el mundo de finales del siglo xx con el que existía a comienzos del
período. Es un mundo cualitativamente distinto, al menos en tres aspectos.
En primer lugar, no es ya eurocéntrico. A lo largo del siglo se ha produ-
cido la decadencia y la caída de Europa, que al comenzar el siglo era todavía
24 HISTORIA DEL SIGLO XX

el centro incuestionado del poder, la riqueza, la inteligencia y la «civilización


occidental». Los europeos y sus descendientes han pasado de aproximada-
mente 1/3 a 1/6, como máximo, de la humanidad. Son, por tanto, una mino-
ría en disminución que vive en unos países con un ínfimo, o nulo, índice de
reproducción vegetativa y la mayor parte de los cuales —con algunas nota-
bles excepciones como la de los Estados Unidos (hasta el decenio de
1990)— se protegen de la presión de la inmigración procedente de las zonas
más pobres. Las industrias que Europa inició emigran a otros continentes y
los países que en otro tiempo buscaban en Europa, al otro lado de los océa-
nos, el punto de referencia, dirigen ahora su mirada hacia otras partes. Aus-
tralia, Nueva Zelanda e incluso los Estados Unidos (país bioceánico) ven el
futuro en el Pacífico, si bien no es fácil decir qué significa eso exactamente.
Las «grandes potencias» de 1914, todas ellas europeas, han desaparecido,
como la URSS, heredera de la Rusia zarista, o han quedado reducidas a una
magnitud regional o provincial, tal vez con la excepción de Alemania. El
mismo intento de crear una «Comunidad Europea» supranacional y de inven-
tar un sentimiento de identidad europeo correspondiente a ese concepto, en
sustitución de las viejas lealtades a las naciones y estados históricos, demues-
tra la profundidad del declive.
¿Es acaso un cambio de auténtica importancia, excepto para los histo-
riadores políticos? Tal vez no, pues sólo refleja alteraciones de escasa enver-
gadura en la configuración económica, intelectual y cultural del mundo. Ya
en 1914 los Estados Unidos eran la principal economía industrial y el princi-
pal pionero, modelo y fuerza impulsora de la producción y la cultura de
masas que conquistaría el mundo durante el siglo xx. Los Estados Unidos,
pese a sus numerosas peculiaridades, son la prolongación, en ultramar, de
Europa y se alinean junto al viejo continente para constituir la «civilización
occidental». Sean cuales fueren sus perspectivas de futuro, lo que ven los
Estados Unidos al dirigir la vista atrás en la década de 1990 es «el siglo ame-
ricano», una época que ha contemplado su eclosión y su victoria. El conjun-
to de los países que protagonizaron la industrialización del siglo xix sigue
suponiendo, colectivamente, la mayor concentración de riqueza y de poder
económico y científico-tecnológico del mundo, y en el que la población dis-
fruta del más elevado nivel de vida. En los años finales del siglo eso com-
pensa con creces la desindustrialización y el desplazamiento de la produc-
ción hacia otros continentes. Desde ese punto de vista, la impresión de un
mundo eurocéntrico u «occidental» en plena decadencia es superficial.
La segunda transformación es más significativa. Entre 1914 y el comien-
zo del decenio de 1990, el mundo ha avanzado notablemente en el camino
que ha de convertirlo en una única unidad operativa, lo que era imposible en
1914. De hecho, en muchos aspectos, particularmente en las cuestiones eco-
nómicas, el mundo es ahora la principal unidad operativa y las antiguas uni-
dades, como las «economías nacionales», definidas por la política de los
estados territoriales, han quedado reducidas a la condición de complicaciones
de las actividades transnacionales. Tal vez, los observadores de mediados del
VISTA PANORÁMICA DEL SIGLO XX 25

siglo xxi considerarán que el estadio alcanzado en 1990 en la construcción


de la «aldea global» —la expresión fue acuñada en los años sesenta (Mac-
luhan, 1962)— no es muy avanzado, pero lo cierto es que no sólo se han
transformado ya algunas actividades económicas y técnicas, y el funciona-
miento de la ciencia, sino también importantes aspectos de la vida privada,
principalmente gracias a la inimaginable aceleración de las comunicaciones
y el transporte. Posiblemente, la característica más destacada de este período
final del siglo xx es la incapacidad de las instituciones públicas y del com-
portamiento colectivo de los seres humanos de estar a la altura de ese acele-
rado proceso de mundialización. Curiosamente, el comportamiento indivi-
dual del ser humano ha tenido menos dificultades para adaptarse al mundo de
la televisión por satélite, el correo electrónico, las vacaciones en las Seyche-
lles y los trayectos transoceánicos.
La tercera transformación, que es también la más perturbadora en algu-
nos aspectos, es la desintegración de las antiguas pautas por las que se regían
las relaciones sociales entre los seres humanos y, con ella, la ruptura de los
vínculos entre las generaciones, es decir, entre pasado y presente. Esto es
sobre todo evidente en los países más desarrollados del capitalismo occiden-
tal, en los que han alcanzado una posición preponderante los valores de un
individualismo asocial absoluto, tanto en la ideología oficial como privada,
aunque quienes los sustentan deploran con frecuencia sus consecuencias
sociales. De cualquier forma, esas tendencias existen en todas partes, refor-
zadas por la erosión de las sociedades y las religiones tradicionales y por la
destrucción, o autodestrucción, de las sociedades del «socialismo real».
Una sociedad de esas características, constituida por un conjunto de indi-
viduos egocéntricos completamente desconectados entre sí y que persiguen
tan sólo su propia gratificación (ya se le denomine beneficio, placer o de otra
forma), estuvo siempre implícita en la teoría de la economía capitalista. Des-
de la era de las revoluciones, observadores de muy diverso ropaje ideológico
anunciaron la desintegración de los vínculos sociales vigentes y siguieron
con atención el desarrollo de ese proceso. Es bien conocido el reconocimien-
to que se hace en el Manifiesto Comunista del papel revolucionario del capi-
talismo («la burguesía ... ha destruido de manera implacable los numerosos
lazos feudales que ligaban al hombre con sus "superiores naturales" y ya no
queda otro nexo de unión entre los hombres que el mero interés personal»).
Sin embargo, la nueva y revolucionaria sociedad capitalista no ha funciona-
do plenamente según esos parámetros.
En la práctica, la nueva sociedad no ha destruido completamente toda la
herencia del pasado, sino que la ha adaptado de forma selectiva. No puede
verse un «enigma sociológico» en el hecho de que la sociedad burguesa aspi-
rara a introducir «un individualismo radical en la economía y ... a poner fin
para conseguirlo a todas las relaciones sociales tradicionales» (cuando fuera
necesario), y que al mismo tiempo temiera «el individualismo experimental
radical» en la cultura (o en el ámbito del comportamiento y la moralidad)
(Daniel Bell, 1976, p. 18). La forma más eficaz de construir una economía
26 HISTORIA DEL SIGLO XX

industrial basada en la empresa privada era utilizar conceptos que nada


tenían que ver con la lógica del libre mercado, por ejemplo, la ética protes-
tante, la renuncia a la gratificación inmediata, la ética del trabajo arduo y las
obligaciones para con la familia y la confianza en la misma, pero desde luego
no el de la rebelión del individuo.
Pero Marx y todos aquellos que profetizaron la desintegración de los viejos
valores y relaciones sociales estaban en lo cierto. El capitalismo era una fuerza
revolucionaria permanente y continua. Lógicamente, acabaría por desintegrar
incluso aquellos aspectos del pasado precapitalista que le había resultado
conveniente —e incluso esencial— conservar para su desarrollo. Terminaría
por derribar al menos uno de los fundamentos en los que se sustentaba. Y esto
es lo que está ocurriendo desde mediados del siglo. Bajo los efectos de la
extraordinaria explosión económica registrada durante la edad de oro y en los
años posteriores, con los consiguientes cambios sociales y culturales, la
revolución más profunda ocurrida en la sociedad desde la Edad de Piedra,
esos cimientos han comenzado a resquebrajarse. En las postrimerías de esta
centuria ha sido posible, por primera vez, vislumbrar cómo puede ser un
mundo en el que el pasado ha perdido su función, incluido el pasado en el
presente, en el que los viejos mapas que guiaban a los seres humanos,
individual y colectivamente, por el trayecto de la vida ya no reproducen el
paisaje en el que nos desplazamos y el océano por el que navegamos. . Un
mundo en el que no sólo no sabemos adonde nos dirigimos, sino tampoco
adonde deberíamos dirigirnos.
Esta es la situación a la que debe adaptarse una parte de la humanidad en
este fin de siglo y en el nuevo milenio. Sin embargo, es posible que para
entonces se aprecie con mayor claridad hacia dónde se dirige la humanidad.
Podemos volver la mirada atrás para contemplar el camino que nos ha con-
ducido hasta aquí, y eso es lo que yo he intentado hacer en este libro. Igno-
ramos cuáles serán los elementos que darán forma al futuro, aunque no he
resistido la tentación de reflexionar sobre alguno de los problemas que deja
pendientes el período que acaba de concluir. Confiemos en que el futuro nos
depare un mundo mejor, más justo y más viable. El viejo siglo no ha termi-
nado bien.
Capítulo IV
LA CAÍDA DEL LIBERALISMO

Es muy difícil realizar un análisis racional del fenómeno del


nazismo. Bajo la dirección de un líder que hablaba en tono apoca-
líptico de conceptos tales como el poder o la destrucción del mun-
do, y de un régimen sustentado en la repulsiva ideología del odio
racial, uno de los países cultural y económicamente más avanza-
dos de Europa planificó la guerra, desencadenó una conflagración
mundial que se cobró las vidas de casi cincuenta millones de per-
sonas y perpetró atrocidades —que culminaron en el asesinato
masivo y mecanizado de millones de judíos— de una naturaleza y
una escala que desafían los límites de la imaginación. La capaci-
dad del historiador resulta insuficiente cuando trata de explicar lo
ocurrido en Auschwitz.
IAN KERSHAW (1993, pp. 3-4)

¡Morir por la patria, por una idea! ... No, eso es una simple-
za. Incluso en el frente, de lo que se trata es de matar ... Morir
no es nada, no existe. Nadie puede imaginar su propia muerte.
Matar es la cuestión. Esa es la frontera que hay que atravesar. Sí,
es un acto concreto de tu voluntad, porque con él das vida a tu
voluntad en otro hombre.
De la carta de un joven voluntario de la República
social fascista de 1943-1945 (Pavone, 1991, p. 431)

De todos los acontecimientos de esta era de las catástrofes, el que mayor-


mente impresionó a los supervivientes del siglo xix fue el hundimiento de los
valores e instituciones de la civilización liberal cuyo progreso se daba por
sentado en aquel siglo, al menos en las zonas del mundo «avanzadas» y en las
que estaban avanzando. Esos valores implicaban el rechazo de la dictadura y
LA CAÍDA DEL LIBERALISMO 117

del gobierno autoritario, el respeto del sistema constitucional con gobiernos


libremente elegidos y asambleas representativas que garantizaban el imperio
de la ley, y un conjunto aceptado de derechos y libertades de los ciudadanos,
como las libertades de expresión, de opinión y de reunión. Los valores que
debían imperar en el estado y en la sociedad eran la razón, el debate público,
la educación, la ciencia y el perfeccionamiento (aunque no necesariamente la
perfectibilidad) de la condición humana. Parecía evidente que esos valores
habían progresado a lo largo del siglo y que debían progresar aún más. Des-
pués de todo, en 1914 incluso las dos últimas autocracias europeas, Rusia y
Turquía, habían avanzado por la senda del gobierno constitucional y, por su
parte, Irán había adoptado la constitución belga. Hasta 1914 esos valores sólo
eran rechazados por elementos tradicionalistas como la Iglesia católica, que
levantaba barreras en defensa del dogma frente a las fuerzas de la moderni-
dad, por algunos intelectuales rebeldes y profetas de la destrucción, proce-
dentes sobre todo de «buenas familias» y de centros acreditados de cultura
—parte, por tanto, de la misma civilización a la que se oponían—, y por las
fuerzas de la democracia, un fenómeno nuevo y perturbador (véase La era
del imperio). Sin duda, la ignorancia y el atraso de esas masas, su firme deci-
sión de destruir la sociedad burguesa mediante la revolución social, y la irra-
cionalidad latente, tan fácilmente explotada por los demagogos, eran motivo
de alarma. Sin embargo, de esos movimientos democráticos de masas,
aquel que entrañaba el peligro más inmediato, el movimiento obrero socia-
lista, defendía, tanto en la teoría como en la práctica, los valores de la razón,
la ciencia, el progreso, la educación y la libertad individual con tanta energía
como pudiera hacerlo cualquier otro movimiento. La medalla conmemorati-
va del 1° de mayo del Partido Socialdemócrata alemán exhibía en una cara
la efigie de Karl Marx y en la otra la estatua de la libertad. Lo que rechaza-
ban era el sistema económico, no el gobierno constitucional y los principios
de convivencia. No hubiera sido lógico considerar que un gobierno encabe-
zado por Victor Adler, August Bebel o Jean Jaurés pudiese suponer el fin de
la «civilización tal como la conocemos». De todos modos, un gobierno de tal
naturaleza parecía todavía muy remoto.
Sin duda las instituciones de la democracia liberal habían progresado en
la esfera política y parecía que el estallido de la barbarie en 1914-1918
había servido para acelerar ese progreso. Excepto en la Rusia soviética,
todos los regímenes de la posguerra, viejos y nuevos, eran regímenes parla-
mentarios representativos, incluso el de Turquía. En 1920, la Europa situa-
da al oeste de la frontera soviética estaba ocupada en su totalidad por ese
tipo dé estados. En efecto, el elemento básico del gobierno constitucional
liberal; las elecciones para constituir asambleas representativas y/o nombrar
presidentes, se daba prácticamente en todos los estados independientes de la
época. No obstante, hay que recordar que la mayor parte de esos estados se
hallaban en Europa y en América, y que la tercera parte de la población del
mundo vivía bajo el sistema colonial. Los únicos países en los que no se
celebraron elecciones de ningún tipo en el período 1919-1947 (Etiopía,
118 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES

Mongolia, Nepal, Arabia Saudí y Yemen) eran fósiles políticos aislados. En


otros cinco países (Afganistán, la China del Kuomintang, Guatemala, Para-
guay y Tailandia, que se llamaba todavía Siam) sólo se celebraron eleccio-
nes en una ocasión, lo que no demuestra una fuerte inclinación hacia la
democracia liberal, pero la mera celebración de tales elecciones evidencia
cierta penetración, al menos teórica, de las ideas políticas liberales. Por
supuesto, no deben sacarse demasiadas consecuencias del hecho de que se
celebraran elecciones, o de la frecuencia de las mismas. Ni Irán, que acudió
seis veces a las urnas desde 1930, ni Irak, que lo hizo en tres ocasiones,
podían ser consideradas como bastiones de la democracia.
A pesar de la existencia de numerosos regímenes electorales representa-
tivos, en los veinte años transcurridos desde la «marcha sobre Roma» de
Mussolini hasta el apogeo de las potencias del Eje en la segunda guerra mun-
dial se registró un retroceso, cada vez más acelerado, de las instituciones
políticas liberales. Mientras que en 1918-1920 fueron disueltas, o quedaron
inoperantes, las asambleas legislativas de dos países europeos, ese número
aumentó a seis en los años veinte y a nueve en los años treinta, y la ocupa-
ción alemana destruyó el poder constitucional en otros cinco países durante
la segunda guerra mundial. En suma, los únicos países europeos cuyas insti-
tuciones políticas democráticas funcionaron sin solución de continuidad
durante todo el período de entreguerras fueron Gran Bretaña, Finlandia (a
duras penas), Irlanda, Suecia y Suiza.
En el continente americano, la otra zona del mundo donde existían estados
independientes, la situación era más diversificada, pero no reflejaba un avan-
ce general de las instituciones democráticas. La lista de estados sólidamente
constitucionales del hemisferio occidental era pequeña: Canadá, Colombia,
Costa Rica, Estados Unidos y la ahora olvidada «Suiza de América del Sur»,
y su única democracia real, Uruguay. Lo mejor que puede decirse es que en el
período transcurrido desde la conclusión de la primera guerra mundial hasta la
de la segunda, hubo corrimientos hacia la izquierda y hacia la derecha. En
cuanto al resto del planeta, consistente en gran parte en dependencias colo-
niales y al margen, por tanto, del liberalismo, se alejó aún más de las consti-
tuciones liberales, si es que las había tenido alguna vez. En Japón, un régimen
moderadamente liberal dio paso a otro militarista-nacionalista en 1930-1931.
Tailandia dio algunos pasos hacia el gobierno constitucional, y en cuanto a
Turquía, a comienzos de los años veinte subió al poder el modernizador militar
progresista Kemal Atatürk, un personaje que no parecía dispuesto a permitir
que las elecciones se interpusieran en su camino. En los tres continentes de
Asia, África y Australasia, sólo en Australia y Nueva Zelanda estaba sóli-
damente implantada la democracia, pues la mayor parte de los surafricanos
quedaban fuera de la constitución aprobada para los blancos.
En definitiva, esta era de las catástrofes conoció un claro retroceso del
liberalismo político, que se aceleró notablemente cuando Adolf Hitler asu-
mió el cargo de canciller de Alemania en 1933. Considerando el mundo en
su conjunto, en 1920 había treinta y cinco o más gobiernos constitucionales
LA CAÍDA DEL LIBERALISMO 1 19

y elegidos (según como se califique a algunas repúblicas latinoamericanas),


en 1938, diecisiete, y en 1944, aproximadamente una docena. La tendencia
mundial era clara.
Tal vez convenga recordar que en ese período la amenaza para las insti-
tuciones liberales procedía exclusivamente de la derecha, dado que entre
1945 y 1989 se daba por sentado que procedía esencialmente del comunis-
mo. Hasta entonces el término «totalitarismo», inventado como descripción,
o autodescripción, del fascismo italiano, prácticamente sólo se aplicaba a ese
tipo de regímenes. La Rusia soviética (desde 1923, la URSS) estaba aislada
y no podía extender el comunismo (ni deseaba hacerlo, desde que Stalin
subió al poder). La revolución social de inspiración leninista dejó de pro-
pagarse cuando se acalló la primera oleada revolucionaria en el período de
posguerra. Los movimientos socialdemócratas (marxistas) ya no eran fuerzas
subversivas, sino partidos que sustentaban el estado, y su compromiso con la
democracia estaba más allá de toda duda. En casi todos los países, los mo-
vimientos obreros comunistas eran minoritarios y allí donde alcanzaron
fuerza, o habían sido suprimidos o lo serían en breve. Como lo demostró
la segunda oleada revolucionaria que se desencadenó durante y después de la
segunda guerra mundial, el temor a la revolución social y al papel que pudie-
ran desempeñar en ella los comunistas estaba justificado, pero en los veinte
años de retroceso del liberalismo ni un solo régimen democrático-liberal fue
desalojado del poder desde la izquierda.1 El peligro procedía exclusivamente
de la derecha, una derecha que no sólo era una amenaza para el gobierno
constitucional y representativo, sino una amenaza ideológica para la civili-
zación liberal como tal, y un movimiento de posible alcance mundial, para el
cual la etiqueta de «fascismo», aunque adecuada, resulta insuficiente.
Es insuficiente porque no todas las fuerzas que derrocaron regímenes
liberales eran fascistas. Es adecuada porque el fascismo, primero en su forma
italiana original y luego en la versión alemana del nacionalsocialismo, inspi-
ró a otras fuerzas antiliberales, las apoyó y dio a la derecha internacional una
confianza histórica. En los años treinta parecía la fuerza del futuro. Como ha
afirmado un experto en la materia, «no es fruto del azar que ... los dictado-
res monárquicos, los burócratas y oficiales de Europa oriental y Franco (en
España) imitaran al fascismo» (Linz, 1975, p. 206).
Las fuerzas que derribaron regímenes liberales democráticos eran de tres
tipos, dejando a un lado el sistema tradicional del golpe militar empleado en
Latinoamérica para instalar en el poder a dictadores o caudillos carentes de
una ideología determinada. Todas eran contrarias a la revolución social y en
la raíz de todas ellas se hallaba una reacción contra la subversión del viejo
orden social operada en 1917-1920. Todas eran autoritarias y hostiles a las
instituciones políticas liberales, aunque en ocasiones lo fueran más por razo-

I. El caso que recuerda más de cerca una situación de ese tipo es la anexión de Estonia
por la URSS en 1940, pues en esa época el pequeño estado báltico, tras algunos años de gobier-
no autoritario, había adoptado nuevamente una constitución más democrática.
120 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES

nes pragmáticas que por principio. Los reaccionarios de viejo estilo prohi-
bían en ocasiones algunos partidos, sobre todo el comunista, pero no todos.
Tras el derrocamiento de la efímera república soviética húngara de 1919, el
almirante Horthy, al frente del llamado reino de Hungría —que no tenía ni
rey ni flota—, gobernó un estado autoritario que siguió siendo parlamentario,
pero no democrático, al estilo oligárquico del siglo xvin. Todas esas fuerzas
tendían a favorecer al ejército y a la policía, o a otros cuerpos capaces de
ejercer la coerción física, porque representaban la defensa más inmediata
contra la subversión. En muchos lugares su apoyo fue fundamental para que
la derecha ascendiera al poder. Por último, todas esas fuerzas tendían a ser
nacionalistas, en parte por resentimiento contra algunos estados extranjeros,
por las guerras perdidas o por no haber conseguido formar un vasto imperio,
y en parte porque agitar una bandera nacional era una forma de adquirir legi-
timidad y popularidad. Había, sin embargo, diferencias entre ellas.
Los autoritarios o conservadores de viejo cuño —el almirante Horthy en
Hungría; el mariscal Mannerheim, vencedor de la guerra civil de blancos
contra rojos en la nueva Finlandia independiente; el coronel, y luego maris-
cal, Pilsudski, libertador de Polonia; el rey Alejandro, primero de Serbia y
luego de la nueva Yugoslavia unificada; y el general Francisco Franco de
España— carecían de una ideología concreta, más allá del anticomunismo
y de los prejuicios tradicionales de su clase. Si se encontraron en la posición
de aliados de la Alemania de Hitler y de los movimientos fascistas en sus
propios países, fue sólo porque en la coyuntura de entreguerras la alianza
«natural» era la de todos los sectores de la derecha. Naturalmente, las consi-
deraciones de carácter nacional podían interponerse en ese tipo de alianzas.
Winston Churchill, que era un claro, aunque atípico, representante de la
derecha más conservadora, manifestó cierta simpatía hacia la Italia de Mus-
solini y no apoyó a la República española contra las fuerzas del general
Franco, pero cuando Alemania se convirtió en una amenaza para Gran Bre-
taña, pasó a ser el líder de la unidad antifascista internacional. Por otra par-
te, esos reaccionarios tradicionales tuvieron también que enfrentarse en sus
países a la oposición de genuinos movimientos fascistas, que en ocasiones
gozaban de un fuerte apoyo popular.
Una segunda corriente de la derecha dio lugar a los que se han llamado
«estados orgánicos» (Linz, 1975, pp. 277 y 306-313), o sea, regímenes con-
servadores que, más que defender el orden tradicional, recreaban sus princi-
pios como una forma de resistencia al individualismo liberal y al desafío que
planteaban el movimiento obrero y el socialismo. Estaban animados por la
nostalgia ideológica de una Edad Media o una sociedad feudal imaginadas,
en las que se reconocía la existencia de clases o grupos económicos, pero se
conjuraba el peligro de la lucha de clases mediante la aceptación de la jerar-
quía social, y el reconocimiento de que cada grupo social o «estamento»
desempeñaba una función en la sociedad orgánica formada por todos y debía
ser reconocido como una entidad colectiva. De ese sustrato surgieron diver-
sas teorías «corporativistas» que sustituían la democracia liberal por la repre-
LA CAÍDA DEL LIBERALISMO 121

sentación de los grupos de intereses económicos y profesionales. Para desig-


nar este sistema se utilizaban a veces los términos democracia o participación
«orgánica», que se suponía superior a la democracia sin más, aunque de
hecho siempre estuvo asociada con regímenes autoritarios y estados fuertes
gobernados desde arriba, esencialmente por burócratas y tecnócratas. En
todos los casos limitaba o abolía la democracia electoral, sustituyéndola por
una «democracia basada en correctivos corporativos», en palabras del primer
ministro húngaro conde Bethlen (Rank, 1971). Los ejemplos más acabados
de ese tipo de estados corporativos hay que buscarlos en algunos países
católicos, entre los que destaca el Portugal del profesor Oliveira Salazar, el
régimen antiliberal de derechas más duradero de Europa (1927-1974), pero
también son ejemplos notables Austria desde la destrucción de la democracia
hasta la invasión de Hitler (1934-1938) y, en cierta medida, la España de
Franco.
Pero aunque los orígenes y las inspiraciones de este tipo de regímenes
reaccionarios fuesen más antiguos que los del fascismo y, a veces, muy dis-
tintos de los de éste, no había una línea de separación entre ellos, porque
compartían los mismos enemigos, si no los mismos objetivos. Así, la Iglesia
católica, profundamente reaccionaria en la versión consagrada oficialmente
por el Primer Concilio Vaticano de 1870, no sólo no era fascista, sino que por
su hostilidad hacia los estados laicos con pretensiones totalitarias debía ser
considerada como adversaria del fascismo. Y sin embargo, la doctrina del
«estado corporativo», que alcanzó su máxima expresión en países católicos,
había sido formulada en los círculos fascistas (de Italia), que bebían, entre
otras, en las fuentes de la tradición católica. De hecho, algunos aplicaban a
dichos regímenes la etiqueta de «fascistas clericales». En los países católicos,
determinados grupos fascistas, como el movimiento rexista del belga Leon
Degrelle, se inspiraban directamente en el catolicismo integrista. Muchas
veces se ha aludido a la actitud ambigua de la Iglesia con respecto al racis-
mo de Hitler y, menos frecuentemente, a la ayuda que personas integradas en
la estructura de la Iglesia, algunas de ellas en cargos de importancia, presta-
ron después de la guerra a fugitivos nazis, muchos de ellos acusados de crí-
menes de guerra. El nexo de unión entre la Iglesia, los reaccionarios de viejo
cuño y los fascistas era el odio común a la Ilustración del siglo xvm, a la
revolución francesa y a cuanto creían fruto de esta última: la democracia, el
liberalismo y, especialmente, «el comunismo ateo».
La era fascista señaló un cambio de rumbo en la historia del catolicismo
porque la identificación de la Iglesia con una derecha cuyos principales
exponentes internacionales eran Hitler y Mussolini creó graves problemas
morales a los católicos con preocupaciones sociales y, cuando el fascismo
comenzó a precipitarse hacia una inevitable derrota, causó serios problemas
políticos a una jerarquía eclesiástica cuyas convicciones antifascistas no eran
muy firmes. Al mismo tiempo, el antifascismo, o simplemente la resistencia
patriótica al conquistador extranjero, legitimó por primera vez al catolicismo
democrático (Democracia Cristiana) en el seno de la Iglesia. En algunos paí-
122 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES

ses donde los católicos eran una minoría importante comenzaron a aparecer
partidos políticos que aglutinaban el voto católico y cuyo interés primordial
era defender los intereses de la Iglesia frente a los estados laicos. Así ocurrió
en Alemania y en los Países Bajos. Donde el catolicismo era la religión
oficial, la Iglesia se oponía a ese tipo de concesiones a la política democráti-
ca, pero la pujanza del socialismo ateo la impulsó a adoptar una innovación
radical, la formulación, en 1891, de una política social que subrayaba la
necesidad de dar a los trabajadores lo que por derecho les correspondía, y
que mantenía el carácter sacrosanto de la familia y de la propiedad privada,
pero no del capitalismo como tal. 2 La encíclica Rerum Novarían sirvió de
base para los católicos sociales y para otros grupos dispuestos a organizar
sindicatos obreros católicos, y más inclinados por estas iniciativas hacia la
vertiente más liberal del catolicismo. Excepto en Italia, donde el papa Bene-
dicto XV (1914-1922) permitió, después de la primera guerra mundial, la
formación de un importante Partido Popular (católico), que fue aniquilado
por el fascismo, los católicos democráticos y sociales eran tan sólo una
minoría política marginal. Fue el avance del fascismo en los años treinta lo
que les impulsó a mostrarse más activos. Sin embargo, en España la gran ma-
yoría de los católicos apoyó a Franco y sólo una minoría, aunque de gran
altura intelectual, se mantuvo al lado de la República. La Resistencia, que
podía justificarse en función de principios patrióticos más que teológicos, les
ofreció su oportunidad y la victoria les permitió aprovecharla. Pero los triunfos
de la democracia cristiana en Europa, y en América Latina algunas décadas
después, corresponden a un período posterior. En el período en que se
produjo la caída del liberalismo, la Iglesia se complació en esa caída, con
muy raras excepciones.

II

Hay que referirse ahora a los movimientos a los que puede darse con pro-
piedad el nombre de fascistas. El primero de ellos es el italiano, que dio
nombre al fenómeno, y que fue la creación de un periodista socialista rene-
gado, Benito Mussolini, cuyo nombre de pila, homenaje al presidente mexi-
cano anticlerical Benito Juárez, simbolizaba el apasionado antipapismo de su
Romana nativa. El propio Adolf Hitler reconoció su deuda para con Musso-
lini y le manifestó su respeto, incluso cuando tanto él como la Italia fascista
demostraron su debilidad e incompetencia en la segunda guerra mundial. A
cambio, Mussolini tomó de Hitler, aunque en fecha tardía, el antisemitismo

2. Esta doctrina se plasmó en la encíclica Rerum Novarían, que se complementó cuarenta


año.s más tarde —en medio de la Gran Depresión, lo cual no e.s fruto de la casualidad— con la
Quadragesima Auno. Dicha encíclica continúa siendo la columna vertebral de la política social de
la Iglesia, como lo confirma la encíclica del papa Juan Pablo II Centesimas Annu.s, publicada
en 1991, en el centenario de la Rerum Norantm. Sin embargo, el peso concreto de su condena ha
variado según los contextos políticos.
LA CAÍDA DEL LIBERALISMO 123

que había estado ausente de su movimiento hasta 1938, y de la historia de


Italia desde su unificación.3 Sin embargo, el fascismo italiano no tuvo un
gran éxito internacional, a pesar de que intentó inspirar y financiar movi-
mientos similares en otras partes y de que ejerció una cierta influencia en
lugares inesperados, por ejemplo en Vladimir Jabotinsky, fundador del «revi-
sionismo» sionista, que en los años setenta ejerció el poder en Israel con
Menahem Begin.
De no haber mediado el triunfo de Hitler en Alemania en los primeros
meses de 1933, el fascismo no se habría convertido en un movimiento gene-
ral. De hecho, salvo el italiano, todos los movimientos fascistas de cierta
importancia se establecieron después de la subida de Hitler al poder. Desta-
can entre ellos el de los Flecha Cruz de Hungría, que consiguió el 25 por 100
de los sufragios en la primera votación secreta celebrada en este país (1939),
y el de la Guardia de Hierro rumana, que gozaba de un apoyo aún mayor.
Tampoco los movimientos financiados por Mussolini, como los terroristas
croatas ustachá de Ante Pavelic, consiguieron mucho ni se fascistizaron
ideológicamente hasta los años treinta, en que algunos de ellos buscaron ins-
piración y apoyo financiero en Alemania. Además, sin el triunfo de Hitler en
Alemania no se habría desarrollado la idea del fascismo como movimiento
universal, como una suerte de equivalente en la derecha del comunismo
internacional, con Berlín como su Moscú. Pero de todo ello no surgió un
movimiento sólido, sino tan sólo algunos colaboracionistas ideológicamente
motivados en la Europa ocupada por los alemanes. Sin embargo, muchos
ultraderechistas tradicionales, sobre todo en Francia, se negaron a cooperar
con los alemanes, pese a que eran furibundos reaccionarios, porque ante todo
eran nacionalistas. Algunos incluso participaron en la Resistencia. Si Alema-
nia no hubiera alcanzado una posición de potencia mundial de primer orden,
en franco ascenso, el fascismo no habría ejercido una influencia importante
fuera de Europa y los gobernantes reaccionarios no se habrían preocupado de
declarar su simpatía por el fascismo, como cuando, en 1940, el portugués
Salazar afirmó que él y Hitler estaban «unidos por la misma ideología» (Del-
zell, 1970, p. 348).
No es fácil decir qué era lo que desde 1933 tenían en común las dife-
rentes corrientes del fascismo, aparte de la aceptación de la hegemonía ale-
mana. La teoría no era el punto fuerte de unos movimientos que predicaban
la insuficiencia de la razón y del racionalismo y la superioridad del instinto
y de la voluntad. Atrajeron a todo tipo de teóricos reaccionarios en países
con una activa vida intelectual conservadora —Alemania es un ejemplo des-

3. En honor a los compatriotas de Mussolini hay que decir que durante la guerra el ejér-
cito italiano se negó taxativamente, en las zonas que ocupaba, y especialmente en el sureste de
Francia, a entregar judíos a los alemanes, o a cualquier otro, para su exterminio. Aunque la
administración italiana mostró escaso celo a este respecto, lo cierto es que murieron la mitad
de los miembros de la pequeña comunidad judía italiana, si bien algunos de ellos encontraron
la muerte en la lucha como militantes antifascistas y no como víctimas propiciatorias (Stein-
berg. 1990: Hughes. 1983).
124 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES

tacado de ello—, pero éstos eran más bien elementos decorativos que estruc-
turales del fascismo. Mussolini podía haber prescindido perfectamente de su
filósofo Giovanni Gentile y Hitler probablemente ignoraba —y no le habría
importado saberlo— que contaba con el apoyo del filósofo Heidegger. No
es posible tampoco identificar al fascismo con una forma concreta de orga-
nización del estado, el estado corporativo: la Alemania nazi perdió rápida-
mente interés por esas ideas, tanto más en cuanto entraban en conflicto con
el principio de una única e indivisible Volksgemeinschaft o comunidad del
pueblo. Incluso un elemento aparentemente tan crucial como el racismo
estaba ausente, al principio, del fascismo italiano. Por otra parte, como
hemos visto, el fascismo compartía el nacionalismo, el anticomunismo, el
antiliberalismo, etc., con otros elementos no fascistas de la derecha. Algu-
nos de ellos, en especial los grupos reaccionarios franceses no fascistas,
compartían también con él la concepción de la política como violencia
callejera.
La principal diferencia entre la derecha fascista y la no fascista era que la
primera movilizaba a las masas desde abajo. Pertenecía a la era de la políti-
ca democrática y popular que los reaccionarios tradicionales rechazaban y
que los paladines del «estado orgánico» intentaban sobrepasar. El fascismo
se complacía en las movilizaciones de masas, y las conservó simbólicamen-
te, como una forma de escenografía política —las concentraciones nazis de
Nuremberg, las masas de la Piazza Venezia contemplando las gesticulaciones
de Mussolini desde su balcón—, incluso cuando subió al poder; lo mismo
cabe decir de los movimientos comunistas. Los fascistas eran los revolucio-
narios de la contrarrevolución: en su retórica, en su atractivo para cuantos se
consideraban víctimas de la sociedad, en su llamamiento a transformarla de
forma radical, e incluso en su deliberada adaptación de los símbolos y nom-
bres de los revolucionarios sociales, tan evidente en el caso del «Partido
Obrero Nacionalsocialista» de Hitler, con su bandera roja (modificada) y la
inmediata adopción del 1.° de mayo de los rojos como fiesta oficial, en 1933.
Análogamente, aunque el fascismo también se especializó en la retórica
del retorno del pasado tradicional y obtuvo un gran apoyo entre aquellos que
habrían preferido borrar el siglo anterior, si hubiera sido posible, no era real-
mente un movimiento tradicionalista del estilo de los carlistas de Navarra
que apoyaron a Franco en la guerra civil, o de las campañas de Gandhi en
pro del retorno a los telares manuales y a los ideales rurales. Propugnaba
muchos valores tradicionales, lo cual es otra cuestión. Denunciaba la eman-
cipación liberal —la mujer debía permanecer en el hogar y dar a luz muchos
hijos— y desconfiaba de la insidiosa influencia de la cultura moderna y,
especialmente, del arte de vanguardia, al que los nacionalsocialistas alema-
nes tildaban de «bolchevismo cultural» y de degenerado. Sin embargo, los
principales movimientos fascistas —el italiano y el alemán— no recurrieron
a los guardianes históricos del orden conservador, la Iglesia y la monarquía.
Antes al contrario, intentaron suplantarlos por un principio de liderazgo
totalmente nuevo encarnado en el hombre hecho a sí mismo y legitimado por
LA CAÍDA DEL LIBERALISMO 125

el apoyo de las masas, y por unas ideologías —y en ocasiones cultos— de


carácter laico.
El pasado al que apelaban era un artificio. Sus tradiciones eran inventadas.
El propio racismo de Hitler no era ese sentimiento de orgullo por una ascen-
dencia común, pura y no interrumpida que provee a los genealogistas de
encargos de norteamericanos que aspiran a demostrar que descienden de un
yeoman de Suffolk del siglo xvi. Era, más bien, una elucubración posdarwi-
niana formulada a finales del siglo xix, que reclamaba el apoyo (y, por des-
gracia, lo obtuvo frecuentemente en Alemania) de la nueva ciencia de la gené-
tica o, más exactamente, de la rama de la genética aplicada («eugenesia») que
soñaba con crear una superraza humana mediante la reproducción selectiva y
la eliminación de los menos aptos. La raza destinada a dominar el mundo con
Hitler ni siquiera tuvo un nombre hasta 1898, cuando un antropólogo acuñó el
término «nórdico». Hostil como era, por principio, a la Ilustración y a la revo-
lución francesa, el fascismo no podía creer formalmente en la modernidad y
en el progreso, pero no tenía dificultad en combinar un conjunto absurdo de
creencias con la modernización tecnológica en la práctica, excepto en algunos
casos en que paralizó la investigación científica básica por motivos ideoló-
gicos (véase el capítulo XVIII). El fascismo triunfó sobre el liberalismo al
proporcionar la prueba de que los hombres pueden, sin dificultad, conjugar
unas creencias absurdas sobre el mundo con un dominio eficaz de la alta tec-
nología contemporánea. Los años finales del siglo xx, con las sectas funda-
mentalistas que manejan las armas de la televisión y de la colecta de fondos
programada por ordenador, nos han familiarizado más con este fenómeno.
Sin embargo, es necesario explicar esa combinación de valores conserva-
dores, de técnicas de la democracia de masas y de una ideología innovadora
de violencia irracional, centrada fundamentalmente en el nacionalismo. Ese
tipo de movimientos no tradicionales de la derecha radical habían surgido en
varios países europeos a finales del siglo xix como reacción contra el libera-
lismo (esto es, contra la transformación acelerada de las sociedades por el
capitalismo) y contra los movimientos socialistas obreros en ascenso y, más
en general, contra la corriente de extranjeros que se desplazaban de uno a
otro lado del planeta en el mayor movimiento migratorio que la historia
había registrado hasta ese momento. Los hombres y las mujeres emigraban
no sólo a través de los océanos y de las fronteras internacionales, sino desde
el campo a la ciudad, de una región a otra dentro del mismo país, en suma,
desde la «patria» hasta la tierra de los extranjeros y, en otro sentido, como
extranjeros hacia la patria de otros. Casi quince de cada cien polacos aban-
donaron su país para siempre, además del medio millón anual de emigrantes
estacionales, para integrarse en la clase obrera de los países receptores. Los
años finales del siglo xix anticiparon lo que ocurriría en las postrimerías del
siglo xx e iniciaron la xenofobia masiva, de la que el racismo —la protección
de la raza pura nativa frente a la contaminación, o incluso el predominio, de
las hordas subhumanas invasoras— pasó a ser la expresión habitual. Su fuerza
puede calibrarse no sólo por el temor hacia los inmigrantes polacos que
126 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES

indujo al gran sociólogo alemán Max Weber a apoyar temporalmente la Liga


Pangermana, sino por la campaña cada vez más febril contra la inmigración
de masas en los Estados Unidos, que, durante y después de la segunda guerra
mundial, llevó al país de la estatua de la Libertad a cerrar sus fronteras a
aquellos a quienes dicha estatua debía dar la bienvenida.
El sustrato común de esos movimientos era el resentimiento de los humil-
des en una sociedad que los aplastaba entre el gran capital, por un lado, y los
movimientos obreros en ascenso, por el otro. O que, al menos, les privaba de
la posición respetable que habían ocupado en el orden social y que creían
merecer, o de la situación a que creían tener derecho en el seno de una socie-
dad dinámica. Esos sentimientos encontraron su expresión más característica
en el antisemitismo, que en el último cuarto del siglo xix comenzó a animar, en
diversos países, movimientos políticos específicos basados en la hostilidad
hacia los judíos. Los judíos estaban prácticamente en todas partes y podían
simbolizar fácilmente lo más odioso de un mundo injusto, en buena medida
por su aceptación de las ideas de la Ilustración y de la revolución francesa que
los había emancipado y, con ello, los había hecho más visibles. Podían servir
como símbolos del odiado capitalista/financiero; del agitador revolucionario;
de la influencia destructiva de los «intelectuales desarraigados» y de los nue-
vos medios de comunicación de masas; de la competencia —que no podía ser
sino «injusta»— que les otorgaba un número desproporcionado de puestos en
determinadas profesiones que exigían un nivel de instrucción; y del extranje-
ro y del intruso como tal. Eso sin mencionar la convicción generalizada de los
cristianos más tradicionales de que habían matado a Jesucristo.
El rechazo de los judíos era general en el mundo occidental y su posición
en la sociedad decimonónica era verdaderamente ambigua. Sin embargo, el
hecho de que los trabajadores en huelga, aunque estuvieran integrados en
movimientos obreros no racistas, atacaran a los tenderos judíos y considera-
ran a sus patronos como judíos (muchas veces con razón, en amplias zonas
de Europa central y oriental) no debe inducir a considerarlos como proto-
nazis, de igual forma que el antisemitismo de los intelectuales liberales bri-
tánicos del reinado de Eduardo VII, como el del grupo de Bloomsbury, tam-
poco les convertía en simpatizantes de los antisemitas políticos de la derecha
radical. El antisemitismo agrario de Europa central y oriental, donde en la
práctica el judío era el punto de contacto entre el campesino y la economía
exterior de la que dependía su sustento, era más permanente y explosivo, y lo
fue cada vez más a medida que las sociedades rurales eslava, magiar o ruma-
na se conmovieron como consecuencia de las incomprensibles sacudidas del
mundo moderno. Esos grupos incultos podían creer las historias que circula-
ban acerca de que los judíos sacrificaban a los niños cristianos, y los momen-
tos de explosión social desembocaban en pogroms, alentados por los ele-
mentos reaccionarios del imperio del zar. especialmente a partir de 1881, año
en que se produjo el asesinato del zar Alejandro II por los revolucionarios
sociales. Existe por ello una continuidad directa entre el antisemitismo popular
original y el exterminio de los judíos durante la segunda guerra mundial.
LA CAÍDA DEL LIBERALISMO J27

El antisemitismo popular dio un fundamento a los movimientos fascistas de


la Europa oriental a medida que adquirían una base de masas, particularmen-
te al de la Guardia de Hierro rumana y al de los Flecha Cruz de Hungría. En
todo caso, en los antiguos territorios de los Habsburgo y de los Romanov,
esta conexión era mucho más clara que en el Reich alemán, donde el antise-
mitismo popular rural y provinciano, aunque fuerte y profundamente enrai-
zado, era menos violento, o incluso más tolerante. Los judíos que en 1938
escaparon de la Viena ocupada hacia Berlín se asombraron ante la ausen-
cia de antisemitismo en las calles. En Berlín (por ejemplo, en noviembre
de 1938), la violencia fue decretada desde arriba (Kershaw, 1983). A pesar de
ello, no existe comparación posible entre la violencia ocasional e intermiten-
te de los pogroms y lo que ocurriría una generación más tarde. El puñado de
muertos de 1881, los cuarenta o cincuenta del pogrom de Kishinev de 1903,
ofendieron al mundo —justamente— porque antes de que se iniciara la bar-
barie ese número de víctimas era considerado intolerable por un mundo que
confiaba en el progreso de la civilización. En cuanto a los pogroms mucho
más importantes que acompañaron a los levantamientos de las masas de
campesinos durante la revolución rusa de 1905, sólo provocaron, en compa-
ración con los episodios posteriores, un número de bajas modesto, tal vez
ochocientos muertos en total. Puede compararse esta cifra con los 3.800 ju-
díos que, en 1941 murieron en tres días en Vilnius (Vilna) a manos de los
lituanos, cuando los alemanes invadieron la URSS y antes de que comenzara
su exterminio sistemático.
Los nuevos movimientos de la derecha radical que respondían a estas tra-
diciones antiguas de intolerancia, pero que las transformaron fundamental-
mente, calaban especialmente en las capas medias y bajas de ¡a sociedad
europea, y su retórica y su teoría fueron formuladas por intelectuales nacio-
nalistas que comenzaron a aparecer en la década de 1890. El propio término
«nacionalismo» se acuñó durante esos años para describir a esos nuevos por-
tavoces de la reacción. Los militantes de las clases medias y bajas se inte-
graron en la derecha radical, sobre todo en los países en los que no prevale-
cían las ideologías de la democracia y el liberalismo, o entre las clases que no
se identificaban con ellas, esto es. sobre todo allí donde no se había registra-
do un acontecimiento equivalente a la revolución francesa. En efecto, en los
países centrales del liberalismo occidental —Gran Bretaña, Francia y Esta-
dos Unidos— la hegemonía de la tradición revolucionaria impidió la apari-
ción de movimientos fascistas importantes. Es un error confundir el racismo
de los populistas norteamericanos o el chauvinismo de los republicanos fran-
ceses con el protofascismo, pues estos eran movimientos de izquierda.
Ello no impidió que, una vez arrinconada la hegemonía de la Libertad, la
Igualdad y la Fraternidad, los viejos instintos se vincularan a nuevos lemas
políticos. No hay duda de que un gran porcentaje de los activistas de la
esvástica en los Alpes austríacos procedían de las filas de los profesionales
provinciales —veterinarios, topógrafos, etc.—, que antes habían sido libera-
les y habían formado una minoría educada y emancipada en un entorno
128 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES

dominado por el clericalismo rural. De igual manera, la desintegración de los


movimientos proletarios socialistas y obreros clásicos de finales del siglo xx
han dejado el terreno libre al chauvinismo y al racismo instintivos de muchos
trabajadores manuales. Hasta ahora, aunque lejos de ser inmunes a ese tipo
de sentimientos, habían dudado de expresarlos en público por su lealtad a
unos partidos que los rechazaban enérgicamente. Desde los años sesenta, la
xenofobia y el racismo político de la Europa occidental es un fenómeno que
se da principalmente entre los trabajadores manuales. Sin embargo, en los
decenios de incubación del fascismo se manifestaba en los grupos que no se
manchaban las manos en el trabajo.
Las capas medias y medias bajas fueron la espina dorsal de esos movi-
mientos durante todo el período de vigencia del fascismo. Esto no lo niegan
ni siquiera los historiadores que se proponen revisar el consenso de «virtual-
mente» cualquier análisis del apoyo a los nazis realizado entre 1930 y 1980
(Childers, 1983; Childers, 1991, pp. 8 y 14-15). Consideremos tan sólo uno
de los numerosos casos en que se ha estudiado la afiliación y el apoyo de
dichos movimientos: el de Austria en el período de entreguerras. De los
nacionalsocialistas elegidos como concejales en Viena en 1932, el 18 por 100
eran trabajadores por cuenta propia, el 56 por 100 eran trabajadores adminis-
trativos, oficinistas y funcionarios, y el 14 por 100 obreros. De los nazis ele-
gidos en cinco asambleas austríacas de fuera de Viena en ese mismo año, el
16 por 100 eran trabajadores por cuenta propia y campesinos, el 51 por 100
oficinistas, etc., y el 10 por 100 obreros no especializados (Larsen et ai,
1978, pp. 766-767).
No quiere ello decir que los movimientos fascistas no gozaran de apoyo
entre las clases obreras menos favorecidas. Fuera cual fuere la composición
de sus cuadros, el apoyo a los Guardias de Hierro rumanos procedía de los
campesinos pobres. Una gran parte del electorado del movimiento de los Fle-
cha Cruz húngaros pertenecía a la clase obrera (el Partido Comunista estaba
prohibido y el Partido Socialdemócrata, siempre reducido, pagaba el precio
de ser tolerado por el régimen de Horthy) y, tras la derrota de la socialdemo-
cracia austríaca en 1934, se produjo un importante trasvase de trabajadores
hacia el Partido Nazi, especialmente en las provincias. Además, una vez que
los gobiernos fascistas habían adquirido legitimidad pública, como en Italia
y Alemania, muchos más trabajadores comunistas y socialistas de los que la
tradición izquierdista está dispuesta a admitir entraron en sintonía con los
nuevos regímenes. No obstante, dado que el fascismo tenía dificultades para
atraer a los elementos tradicionales de la sociedad rural (salvo donde, como
en Croacia, contaban con el refuerzo de organizaciones como la Iglesia cató-
lica) y que era el enemigo jurado de las ideologías y partidos identificados
con la clase obrera organizada, su principal apoyo natural residía en las capas
medias de la sociedad.
Hasta qué punto caló el fascismo en la clase media es una cuestión sujeta
a discusión. Ejerció, sin duda, un fuerte atractivo entre los jóvenes de clase
media, especialmente entre los estudiantes universitarios de la Europa conti-
LA CAÍDA DEL LIBERALISMO 129

nental que, durante el período de entreguerras, daban apoyo a la ultraderecha.


En 1921 (es decir, antes de la «marcha sobre Roma») el 13 por 100 de los
miembros del movimiento fascista italiano eran estudiantes. En Alemania, ya
en 1930, cuando la mayoría de los futuros nazis no se interesaban todavía por
la figura de Hitler, eran entre el 5 y el 10 por 100 de los miembros del Partido
Nazi (Kater, 1985, p. 467; Noelle y Neumann, 1967, p. 196). Como veremos,
muchos fascistas eran ex oficiales de clase media, para los cuales la gran
guerra, con todos sus horrores, había sido la cima de su realización personal,
desde la cual sólo contemplaban el triste futuro de una vida civil decepcio-
nante. Estos eran segmentos de la clase media que se sentían particularmente
atraídos por el activismo. En general, la atracción de la derecha radical era
mayor cuanto más fuerte era la amenaza, real o temida, que se cernía sobre la
posición de un grupo de la clase media, a medida que se desbarataba el marco
que se suponía que tenía que mantener en su lugar el orden social. En
Alemania, la gran inflación, que redujo a cero el valor de la moneda, y la Gran
Depresión que la siguió radicalizaron incluso a algunos estratos de la clase
media, como los funcionarios de los niveles medios y superiores, cuya posi-
ción parecía segura y que, en circunstancias menos traumáticas, se habrían
sentido satisfechos en su papel de patriotas conservadores tradicionales, nos-
tálgicos del emperador Guillermo pero dispuestos a servir a una república pre-
sidida por el mariscal Hindenburg, si no hubiera sido evidente que ésta se
estaba derrumbando. En el período de entreguerras, la gran mayoría de la
población alemana que no tenía intereses políticos recordaba con nostalgia el
imperio de Guillermo II. En los años sesenta, cuando la gran mayoría de los
alemanes occidentales consideraba, con razón, que entonces estaba viviendo
el mejor momento de la historia del país, el 42 por 100 de la población de más
de sesenta años pensaba todavía que el período anterior a 1914 había sido
mejor, frente al 32 por 100 que había sido convertido por el «milagro eco-
nómico» (Noelle y Neumann, 1967, p. 197). Entre 1930 y 1932, los votantes
de los partidos burgueses del centro y de la derecha se inclinaron en masa por
el partido nazi. Sin embargo, no fueron ellos los constructores del fascismo.
Por la forma en que se dibujaron las líneas de la lucha política en el
período de entreguerras, esas capas medias conservadoras eran susceptibles
de apoyar, e incluso de abrazar, el fascismo. La amenaza para la sociedad
liberal y para sus valores parecía encarnada en la derecha, y la amenaza para
el orden social, en la izquierda. Fueron sus temores los que determinaron la
inclinación política de la clase media. Los conservadores tradicionales se
sentían atraídos por los demagogos del fascismo y se mostraron dispuestos a
aliarse con ellos contra el gran enemigo. El fascismo italiano tenía buena
prensa en los años veinte e incluso en los años treinta, excepto en la izquierda
del liberalismo. «La década no ha sido fructífera por lo que respecta al arte
del buen gobierno, si se exceptúa el experimento dorado del fascismo»,
escribió John Buchan, eminente conservador británico y autor de novelas
policiacas. (Lamentablemente, la inclinación a escribir novelas policiacas
raramente coincide con convicciones izquierdistas.) (Graves y Hodge, 1941,
130 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES

p. 248.) Hitler fue llevado al poder por una coalición de la derecha tradicio-
nal, a la que muy pronto devoró, y el general Franco incluyó en su frente
nacionalista a la Falange española, movimiento poco importante a la sazón,
porque lo que él representaba era la unión de toda la derecha contra los fan-
tasmas de 1789 y de 1917, entre los cuales no establecía una clara distinción.
Franco tuvo la fortuna de no intervenir en la segunda guerra mundial al lado
de Hitler, pero envió una fuerza de voluntarios, la División Azul, a luchar en
Rusia al lado de los alemanes, contra los comunistas ateos. El mariscal
Pétain no era, sin duda, ni un fascista ni un simpatizante nazi. Una de las
razones por fas que después de la guerra era tan difícii distinguir en Francia
a los fascistas sinceros y a los colaboracionistas de los seguidores del régi-
men petainista de Vichy era la falta de una línea clara de demarcación entre
ambos grupos. Aquellos cuyos padres habían odiado a Dreyfus, a los judíos
y a la república bastarda —algunos de los personajes de Vichy tenían edad
suficiente para haber experimentado ellos mismos ese sentimiento— engro-
saron naturalmente las filas de los entusiastas fanáticos de una Europa hitle-
riana. En resumen, durante el período de entreguerras, la alianza «natural» de
la derecha abarcaba desde los conservadores tradicionales hasta el sector más
extremo de la patología fascista, pasando por los reaccionarios de viejo cuño.
Las fuerzas tradicionales del conservadurismo y la contrarrevolución eran
fuertes, pero poco activas. El fascismo les dio una dinámica y, lo que tal vez
es más importante, el ejemplo de su triunfo sobre las fuerzas del desorden.
(El argumento habitual en favor de la Italia fascista era que «Mussolini había
conseguido que los trenes circularan con puntualidad».) De la misma forma
que desde 1933 el dinamismo de los comunistas ejerció un atractivo sobre la
izquierda desorientada y sin rumbo, los éxitos del fascismo, sobre todo des-
de la subida al poder de los nacionalsocialistas en Alemania, lo hicieron apa-
recer como el movimiento del futuro. Que el fascismo llegara incluso a
adquirir importancia, aunque por poco tiempo, en la Gran Bretaña conserva-
dora demuestra la fuerza de ese «efecto de demostración». Dado que todo el
mundo consideraba que Gran Bretaña era un modelo de estabilidad social y
política, el hecho de que el fascismo consiguiera ganarse a uno de sus más
destacados políticos y de que obtuviera el apoyo de uno de sus principales
magnates de la prensa resulta significativo, aunque el movimiento de sir
Oswald Mosley perdiera rápidamente el favor de los políticos respetables y
el Daily Mail de lord Rothermere abandonara muy pronto su apoyo a la
Unión Británica de Fascistas.

III

Sin ningún género de dudas el ascenso de la derecha radical después de


la primera guerra mundial fue una respuesta al peligro, o más bien a la reali-
dad, de la revolución social y del fortalecimiento de la clase obrera en gene-
ral, y a la revolución de octubre y al leninismo en particular. Sin ellos no
LA CAÍDA DEL LIBERALISMO 131

habría existido el fascismo, pues aunque había habido demagogos ultradere-


chistas políticamente activos y agresivos en diversos países europeos desde
finales del siglo xix, hasta 1914 habían estado siempre bajo control. Desde
ese punto de vista, los apologetas del fascismo tienen razón, probablemente,
cuando sostienen que Lenin engendró a Mussolini y a Hitler. Sin embargo,
no tienen legitimidad alguna para disculpar la barbarie fascista, como lo
hicieron algunos historiadores alemanes en los años ochenta (Nolte, 1987),
afirmando que se inspiraba en las barbaridades cometidas previamente por la
revolución rusa y que las imitaba.
Es necesario, además, hacer dos importantes matizaciones a la tesis de
que la reacción de la derecha fue en lo esencial una respuesta a la izquierda
revolucionaria. En primer lugar, subestima el impacto que la primera guerra
mundial tuvo sobre un importante segmento de las capas medias y medias
bajas, los soldados o los jóvenes nacionalistas que, después de noviembre de
1918, comenzaron a sentirse defraudados por haber perdido su oportunidad
de acceder al heroísmo. El llamado «soldado del frente» (Frontsoldat) ocupa-
ría un destacado lugar en la mitología de los movimientos de la derecha radi-
cal —Hitler fue uno de ellos— y sería un elemento importante en los prime-
ros grupos armados ultranacionalistas, como los oficiales que asesinaron a los
líderes comunistas alemanes Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg a principios
de 1919, los squadristi italianos y el Freikorps alemán. El 57 por 100 de los
fascistas italianos de primera hora eran veteranos de guerra. Como hemos
visto, la primera guerra mundial fue una máquina que produjo la brutaliza-
ción del mundo y esos hombres se ufanaban liberando su brutalidad latente.
El compromiso de la izquierda, incluidos los liberales, con los movi-
mientos pacifistas y antimilitaristas, y la repulsión popular contra el extermi-
nio en masa de la primera guerra mundial llevó a que muchos subestimaran
la importancia de un grupo pequeño en términos relativos, pero numeroso en
términos absolutos, una minoría para la cual la experiencia de la lucha, inclu-
so en las condiciones de 1914-1918, era esencial e inspiradora; para quien el
uniforme, la disciplina y el sacrificio —su propio sacrificio y el de los
demás—, así como las armas, la sangre y el poder, eran lo que daba sentido
a su vida masculina. No escribieron muchos libros sobre la guerra aunque
(especialmente en Alemania) alguno de ellos lo hizo. Esos Rambos de su
tiempo eran reclutas naturales de la derecha radical.
La segunda matización es que la reacción derechista no fue una respues-
ta al bolchevismo como tal, sino a todos los movimientos, sobre todo los de
la clase obrera organizada, que amenazaban el orden vigente de la sociedad,
o a los que se podía responsabilizar de su desmoronamiento. Lenin era el
símbolo de esa amenaza, más que su plasmación real. Para la mayor parte de
los políticos, la verdadera amenaza no residía tanto en los partidos socialis-
tas obreros, cuyos líderes eran moderados, sino en el fortalecimiento del
poder, la confianza y el radicalismo de la clase obrera, que daba a los viejos
partidos socialistas una nueva fuerza política y que, de hecho, los convirtió
en el sostén indispensable de los estados liberales. No fue simple casualidad
132 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES

que poco después de concluida la guerra se aceptara en todos los países de


Europa la exigencia fundamental de los agitadores socialistas desde 1889: la
jornada laboral de ocho horas.
Lo que helaba la sangre de los conservadores era la amenaza implícita en
el reforzamiento del poder de la clase obrera, más que la transformación de
los líderes sindicales y de los oradores de la oposición en ministros del
gobierno, aunque ya esto había resultado amargo. Pertenecían por definición
a «la izquierda» y en ese período de disturbios sociales no existía una fron-
tera clara que los separara de los bolcheviques. De hecho, en los años inme-
diatamente posteriores al fin de la guerra muchos partidos socialistas se
habrían integrado en las filas del comunismo si éste no los hubiera rechaza-
do. No fue a un dirigente comunista, sino al socialista Matteotti a quien Mus-
solini hizo asesinar después de la «marcha sobre Roma». Es posible que la
derecha tradicional considerara que la Rusia atea encarnaba todo cuanto de
malo había en el mundo, pero el levantamiento de los generales españoles en
1936 no iba dirigido contra los comunistas, entre otras razones porque eran
una pequeña minoría dentro del Frente Popular (véase el capítulo V). Se diri-
gía contra un movimiento popular que hasta el estallido de la guerra civil
daba apoyo a los socialistas y los anarquistas. Ha sido una racionalización a
posteriori la que ha hecho de Lenin y Stalin la excusa del fascismo.
Con todo, lo que es necesario explicar es por qué la reacción de la dere-
cha después de la primera guerra mundial consiguió sus triunfos cruciales
revestida con el ropaje del fascismo, puesto que antes de 1914 habían exis-
tido movimientos extremistas de la ultraderecha que hacían gala de un
nacionalismo y de una xenofobia histéricos, que idealizaban la guerra y la
violencia, que eran intolerantes y propensos a utilizar la coerción de las
armas, apasionadamente antiliberales, antidemócratas, antiproletarios, anti-
socialistas y antirracionalistas, y que soñaban con la sangre y la tierra y con
el retorno a los valores que la modernidad estaba destruyendo. Tuvieron
cierta influencia política en el seno de la derecha y en algunos círculos inte-
lectuales, pero en ninguna parte alcanzaron una posición dominante.
Lo que les dio la oportunidad de triunfar después de la primera guerra
mundial fue el hundimiento de los viejos regímenes y, con ellos, de las vie-
jas clases dirigentes y de su maquinaria de poder, influencia y hegemonía. En
los países en los que esos regímenes se conservaron en buen estado no fue
necesario el fascismo. No progresó en Gran Bretaña, a pesar de la breve con-
moción a que se ha aludido anteriormente, porque la derecha conservadora
tradicional siguió controlando la situación, y tampoco consiguió un progreso
significativo en Francia hasta la derrota de 1940. Aunque la derecha radical
francesa de carácter tradicional —la Action Francaise monárquica y la Croix
de Feu (Cruz de Fuego) del coronel La Rocque— se enfrentaba agresiva-
mente a los izquierdistas, no era exactamente fascista. De hecho, algunos de
sus miembros se enrolaron en la Resistencia.
El fascismo tampoco fue necesario cuando una nueva clase dirigente
nacionalista se hizo con el poder en los países que habían conquistado su
LA CAÍDA DEL LIBERALISMO 133

independencia. Esos hombres podían ser reaccionarios y optar por un gobier-


no autoritario, por razones que se analizarán más adelante, pero en el perío-
do de entreguerras era la retórica lo que identificaba con el fascismo a la
derecha antidemocrática europea. No hubo un movimiento fascista importante
en la nueva Polonia, gobernada por militaristas autoritarios, ni en la parte
checa de Checoslovaquia, que era democrática, y tampoco en el núcleo serbio
(dominante) de la nueva Yugoslavia. En los países gobernados por dere-
chistas o reaccionarios del viejo estilo —Hungría, Rumania, Finlandia e
incluso la España de Franco, cuyo líder no era fascista— los movimientos
fascistas o similares, aunque importantes, fueron controlados por esos gober-
nantes, salvo cuando intervinieron los alemanes, como en Hungría en 1944.
Eso no equivale a decir que los movimientos nacionalistas minoritarios de
los viejos o nuevos estados no encontraran atractivo el fascismo, entre otras
razones por el hecho de que podían esperar apoyo económico y político de
Italia y —desde 1933— de Alemania. Así ocurrió en la región belga de Flan-
des, en Eslovaquia y en Croacia.
Las condiciones óptimas para el triunfo de esta ultraderecha extrema eran
un estado caduco cuyos mecanismos de gobierno no funcionaran correcta-
mente; una masa de ciudadanos desencantados y descontentos que no supie-
ran en quién confiar; unos movimientos socialistas fuertes que amenazasen
—o así lo pareciera— con la revolución social, pero que no estaban en situa-
ción de realizarla; y un resentimiento nacionalista contra los tratados de paz
de 1918-1920. En esas condiciones, las viejas elites dirigentes, privadas de
otros recursos, se sentían tentadas a recurrir a los radicales extremistas, como
lo hicieron los liberales italianos con los fascistas de Mussolini en 1920-1922
y los conservadores alemanes con los nacionalsocialistas de Hitler en 1932-
1933. Por la misma razón, esas fueron también las condiciones que convirtie-
ron los movimientos de la derecha radical en poderosas fuerzas paramilitares
organizadas y, a veces, uniformadas (los squadristi; las tropas de asalto) o,
como en Alemania durante la Gran Depresión, en ejércitos electorales de
masas. Sin embargo, el fascismo no «conquistó el poder» en ninguno de los
dos estados fascistas, aunque en ambos recurrió frecuentemente a la retórica
de «ocupar la calle» y «marchar sobre Roma». En los dos países, el fascismo
accedió al poder con la connivencia del viejo régimen o (como en Italia) por
iniciativa del mismo, esto es, por procedimientos «constitucionales».
La novedad del fascismo consistió en que, una vez en el poder, se negó a
respetar las viejas normas del juego político y, cuando le fue posible, impu-
so una autoridad absoluta. La transferencia total del poder, o la eliminación
de todos los adversarios, llevó mucho más tiempo en Italia (1922-1928) que
en Alemania (1933-1934), pero una vez conseguida, no hubo ya límites polí-
ticos internos para lo que pasó a ser la dictadura ilimitada de un «líder»
populista supremo (duce o Führer).
Llegados a este punto, es necesario hacer una breve pausa para rechazar
dos tesis igualmente incorrectas sobre el fascismo: la primera de ellas fascis-
ta, pero adoptada por muchos historiadores liberales, y la segunda sustentada
134 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES

por el marxismo soviético ortodoxo. No hubo una «revolución fascista», ni el


fascismo fue la expresión del «capitalismo monopolista» o del gran capital
Los movimientos fascistas tenían los elementos característicos de los
movimientos revolucionarios, en la medida en que algunos de sus miembros
preconizaban una transformación fundamental de la sociedad, frecuentemen-
te con una marcada tendencia anticapitalista y antioligárquica. Sin embargo
el fascismo revolucionario no tuvo ningún predicamento. Hitler se apresuró a
eliminar a quienes, a diferencia de él mismo, se tomaban en serio el compo.
nente «socialista» que contenía el nombre del Partido Nacionalsocialista Ale-
mán del Trabajo. La utopía del retorno a una especie de Edad Media pobla-
da por propietarios campesinos hereditarios, artesanos como Hans Sachs y
muchachas de rubias trenzas, no era un programa que pudiera realizarse en
un gran estado del siglo xx (a no ser en las pesadillas que constituían los
planes de Himmler para conseguir un pueblo racialmente purificado) y menos
aún en regímenes que, como el fascismo italiano y alemán, estaban interesa-
dos en la modernización y en el progreso tecnológico.
Lo que sí consiguió el nacionalsocialismo fue depurar radicalmente las
viejas elites y las estructuras institucionales imperiales. El viejo ejército aris-
tocrático prusiano fue el único grupo que, en julio de 1944, organizó una
revuelta contra Hitler (quien lo diezmó en consecuencia). La destrucción de
las viejas elites y de los viejos marcos sociales, reforzada después de la guerra
por la política de los ejércitos occidentales ocupantes, haría posible construir
la República Federal Alemana sobre bases mucho más sólidas que las de la
República de Weimar de 1918-1933, que no había sido otra cosa que el
imperio derrotado sin el Kaiser. Sin duda, el nazismo tenía un programa
social para las masas, que cumplió parcialmente: vacaciones, deportes, el
«coche del pueblo», que el mundo conocería después de la segunda guerra
mundial como el «escarabajo» Volkswagen. Sin embargo, su principal logro
fue haber superado la Gran Depresión con mayor éxito que ningún otro
gobierno, gracias a que el antiliberalismo de los nazis les permitía no com-
prometerse a aceptar a priori el libre mercado. Ahora bien, el nazismo, más
que un régimen radicalmente nuevo y diferente, era el viejo régimen renovado
y revitalizado. Al igual que el Japón imperial y militarista de los años
treinta (al que nadie habría tildado de sistema revolucionario), era una eco-
nomía capitalista no liberal que consiguió una sorprendente dinamización del
sistema industrial. Los resultados económicos y de otro tipo de la Italia fas-
cista fueron mucho menos impresionantes, como quedó demostrado durante
la segunda guerra mundial. Su economía de guerra resultó muy débil. Su
referencia a la «revolución fascista» era retórica, aunque sin duda para
muchos fascistas de base se trataba de una retórica sincera. Era mucho más
claramente un régimen que defendía los intereses de las viejas clases diri-
gentes, pues había surgido como una defensa frente a la agitación revolucio-
naria posterior a 1918 más que, como aparecía en Alemania, como una reac-
ción a los traumas de la Gran Depresión y a la incapacidad de los gobiernos
de Weimar para afrontarlos. El fascismo italiano, que en cierto sentido conti-
LA CAÍDA DEL LIBERALISMO 135

nuó el proceso de unificación nacional del siglo xix, con la creación de un


gobierno más fuerte y centralizado, consiguió también logros importantes.
por ejemplo, fue el único régimen italiano que combatió con éxito a la mafia
siciliana y a la camorra napolitana. Con todo, su significación histórica no
reside tanto en sus objetivos y sus resultados como en su función de adelan-
tado mundial de una nueva versión de la contrarrevolución triunfante. Mus-
solini inspiró a Hitler y éste nunca dejó de reconocer la inspiración y la prio-
ridad italianas. Por otra parte, el fascismo italiano fue durante mucho tiempo
una anomalía entre los movimientos derechistas radicales por su tolerancia, o
incluso por su aprecio, hacia la vanguardia artística «moderna», y también
(hasta que Mussolini comenzó a actuar en sintonía con Alemania en 1938)
por su total desinterés hacia el racismo antisemita.
En cuanto a la tesis del «capitalismo monopolista de estado», lo cierto
es que el gran capital puede alcanzar un entendimiento con cualquier régimen
que no pretenda expropiarlo y que cualquier régimen debe alcanzar un enten-
dimiento con él. El fascismo no era «la expresión de los intereses del capital
monopolista» en mayor medida que el gobierno norteamericano del New Deal,
el gobierno laborista británico o la República de Weimar. En los comienzos
de la década de 1930 el gran capital no mostraba predilección por Hitler y
habría preferido un conservadurismo más ortodoxo. Apenas colaboró con él
hasta la Gran Depresión e, incluso entonces, su apoyo fue tardío y parcial.
Sin embargo, cuando Hitler accedió al poder, el capital cooperó decidida-
mente con él, hasta el punto de utilizar durante la segunda guerra mundial
mano de obra esclava y de los campos de exterminio. Tanto las grandes
como las pequeñas empresas, por otra parte, se beneficiaron de la expro-
piación de los judíos.
Hay que reconocer, sin embargo, que el fascismo presentaba algunas
importantes ventajas para el capital que no tenían otros regímenes. En primer
lugar, eliminó o venció a la revolución social izquierdista y pareció conver-
tirse en el principal bastión contra ella. En segundo lugar, suprimió los sindi-
catos obreros y otros elementos que limitaban los derechos de la patronal en
su relación con la fuerza de trabajo. El «principio de liderazgo» fascista co-
rrespondía al que ya aplicaban la mayor parte de los empresarios en la re-
lación con sus subordinados y el fascismo lo legitimó. En tercer lugar, la
destrucción de los movimientos obreros contribuyó a garantizar a los capita-
listas una respuesta muy favorable a la Gran Depresión. Mientras que en los
Estados Unidos el 5 por 100 de la población con mayor poder de consumo
vio disminuir un 20 por 100 su participación en la renta nacional (total) entre
1929 y 1941 (la tendencia fue similar, aunque más modestamente igualitaria,
en Gran Bretaña y Escandinavia), en Alemania ese 5 por 100 de más altos
ingresos aumentó en un 15 por 100 su parte en la renta nacional durante el
mismo período (Kuznets, 1956). Finalmente, ya se ha señalado que el fascis-
mo dinamizó y modernizó las economías industriales, aunque no obtuvo tan
buenos resultados como las democracias occidentales en la planificación
científico-tecnológica a largo plazo.
136 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES

IV

Probablemente, el fascismo no habría alcanzado un puesto relevante en la


historia universal de no haberse producido la Gran Depresión. Italia no era
por sí sola un punto de partida lo bastante sólido como para conmocionar al
mundo. En los años veinte, ningún otro movimiento europeo de contrarrevo-
lución derechista radical parecía tener un gran futuro, por la misma razón que
había hecho fracasar los intentos de revolución social comunista: la oleada
revolucionaria posterior a 1917 se había agotado y la economía parecía haber
iniciado una fase de recuperación. En Alemania, los pilares de la sociedad
imperial, los generales, funcionarios, etc., habían apoyado a los grupos para-
militares de la derecha después de la revolución de noviembre, aunque (com-
prensiblemente) habían dedicado sus mayores esfuerzos a conseguir que la
nueva república fuera conservadora y antirrevolucionaria y, sobre todo, un
estado capaz de conservar una cierta capacidad de maniobra en el escenario
internacional. Cuando se les forzó a elegir, como ocurrió con ocasión del
putsch derechista de Kapp en 1920 y de la revuelta de Munich en 1923, en la
que Adolf Hitler desempeñó por primera vez un papel destacado, apoyaron
sin ninguna vacilación el statu quo. Tras la recuperación económica de 1924,
el Partido Nacionalsocialista quedó reducido al 2,5-3 por 100 de los votos,
y en las elecciones de 1928 obtuvo poco más de la mitad de los votos que
consiguió el pequeño y civilizado Partido Demócrata alemán, algo más de
una quinta parte de los votos comunistas y mucho menos de una décima
parte de los conseguidos por los socialdemócratas. Sin embargo, dos años
más tarde consiguió el apoyo de más del 18 por 100 del electorado, convir-
tiéndose en el segundo partido alemán. Cuatro años después, en el verano de
1932, era con diferencia el primer partido, con más del 37 por 100 de los
votos, aunque no conservó el mismo apoyo durante todo el tiempo que dura-
ron las elecciones democráticas. Sin ningún género de dudas, fue la Gran
Depresión la que transformó a Hitler de un fenómeno de la política marginal
en el posible, y luego real, dominador de Alemania.
Ahora bien, ni siquiera la Gran Depresión habría dado al fascismo la
fuerza y la influencia que poseyó en los años treinta si no hubiera llevado al
poder un movimiento de este tipo en Alemania, un estado destinado por su
tamaño, su potencial económico y militar y su posición geográfica a desem-
peñar un papel político de primer orden en Europa con cualquier forma de
gobierno. Al fin y al cabo, la derrota total en dos guerras mundiales no ha
impedido que Alemania llegue al final del siglo xx siendo el país dominante
del continente. De la misma manera que, en la izquierda, la victoria de Marx
en el más extenso estado del planeta («una sexta parte de la superficie del
mundo», como se jactaban los comunistas en el período de entreguerras) dio
al comunismo una importante presencia internacional, incluso en un momento
en que su fuerza política fuera de la URSS era insignificante, la conquista
del poder en Alemania por Hitler pareció confirmar el éxito de la Italia de
LA CAÍDA DEL LIBERALISMO I37

Mussolini e hizo del fascismo un poderoso movimiento político de alcance


mundial. La política de expansión militarista agresiva que practicaron con
éxito ambos estados (véase el capítulo V) —reforzada por la de Japón—
dominó la política internacional del decenio. Era natural, por tanto, que una
serie de países o de movimientos se sintieran atraídos e influidos por el fas-
cjsmo, que buscaran el apoyo de Alemania y de Italia y —dado el expansio-
nismo de esos dos países— que frecuentemente lo obtuvieran.
Por razones obvias, esos movimientos correspondían en Europa casi
exclusivamente a la derecha política. Así, en el sionismo (movimiento encar-
nado en este período por los judíos askenazíes que vivían en Europa), el ala
<iel movimiento que se sentía atraída por el fascismo italiano, los «revisio-
nistas» de Vladimir Jabotinsky, se definía como de derecha, frente a los
núcleos sionistas mayoritarios, que eran socialistas y liberales. Pero aunque
en los años treinta la influencia del fascismo se dejase sentir a escala mun-
dial, entre otras cosas porque era un movimiento impulsado por dos poten-
cias dinámicas y activas, fuera de Europa no existían condiciones favorables
para la aparición de grupos fascistas. Por consiguiente, cuando surgieron
movimientos fascistas, o de influencia fascista, su definición y su función
políticas resultaron mucho más problemáticas.
Sin duda, algunas características del fascismo europeo encontraron eco
en otras partes. Habría sido sorprendente que el muftí de Jerusalén y los gru-
pos árabes que se oponían a la colonización judía en Palestina (y a los britá-
nicos que la protegían) no hubiesen visto con buenos ojos el antisemitismo
de Hitler, aunque chocara con la tradicional coexistencia del islam con los
infieles de diversos credos. Algunos hindúes de las castas superiores de la
India eran conscientes, como los cingaleses extremistas modernos en Sri
Lanka, de su superioridad sobre otras razas más oscuras de su propio sub-
continente, en su condición de «arios» originales. También los militantes
bóers, que durante la segunda guerra mundial fueron recluidos como proale-
manes —algunos de ellos llegarían a ser dirigentes de su país en el período
del apartheid, a partir de 1948—, tenían afinidades ideológicas con Hitler,
tanto porque eran racistas convencidos como por la influencia teológica de
las corrientes calvinistas de los Países Bajos, elitistas y ultraderechistas. Sin
embargo, esto no altera la premisa básica de que el fascismo, a diferencia del
comunismo, no arraigó en absoluto en Asia y África (excepto entre algunos
grupos de europeos) porque no respondía a las situaciones políticas locales.
Esto es cierto, a grandes rasgos, incluso para Japón, aunque estuviera
aliado con Alemania e Italia, luchase en el mismo bando durante la segunda
guerra mundial y estuviese políticamente en manos de la derecha. Por
supuesto, las afinidades entre las ideologías dominantes de los componentes
oriental y occidental del Eje eran fuertes. Los japoneses sustentaban con más
empeño que nadie sus convicciones de superioridad racial y de la necesidad
de la pureza de la raza, así como la creencia en las virtudes militares del
sacrificio personal, del cumplimiento estricto de las órdenes recibidas, de la
abnegación y del estoicismo. Todos los samurai habrían suscrito el lema de
138 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES

las SS hitlerianas («Meine Ehre ist Treue», que puede traducirse como «el
honor implica una ciega subordinación»). Los valores predominantes en la
sociedad japonesa eran la jerarquía rígida, la dedicación total del individuo
(en la medida en que ese término pudiera tener un significado similar al que
se le daba en Occidente) a la nación y a su divino emperador, y el rechazo
total de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Los japoneses comprendían
perfectamente los mitos wagnerianos sobre los dioses bárbaros, los Caballé-
ros medievales puros y heroicos, y el carácter específicamente alemán de la
montaña y el bosque, llenos de sueños voelkisch germánicos. Tenían la mis-
ma capacidad para conjugar un comportamiento bárbaro con una sensibilidad
estética refinada: la afición del torturador del campo de concentración a los
cuartetos de Schubert. Si los japoneses hubieran podido traducir el fascismo
a términos zen, lo habrían aceptado de buen grado. Y, de hecho, entre los di-
plomáticos acreditados ante las potencias fascistas europeas, pero sobre todo
entre los grupos terroristas ultranacionalistas que asesinaban a los políti-
cos que no les parecían suficientemente patriotas, así como en el ejército de
Kwantung que estaba conquistando y esclavizando a Manchuria y China,
había japoneses que reconocían esas afinidades y que propugnaban una iden-
tificación más estrecha con las potencias fascistas europeas.
Pero el fascismo europeo no podía ser reducido a un feudalismo oriental
con una misión nacional imperialista. Pertenecía esencialmente a la era de la
democracia y del hombre común, y el concepto mismo de «movimiento», de
movilización de las masas por objetivos nuevos, tal vez revolucionarios, tras
unos líderes autodesignados no tenía sentido en el Japón de Hirohito. Eran el
ejército y la tradición prusianas, más que Hitler, los que encajaban en su
visión del mundo. En resumen, a pesar de las similitudes con el nacionalso-
cialismo alemán (las afinidades con Italia eran mucho menores), Japón no
era fascista.
En cuanto a los estados y movimientos que buscaron el apoyo de Alema-
nia e Italia, en particular durante la segunda guerra mundial cuando la victoria
del Eje parecía inminente, las razones ideológicas no eran el motivo funda-
mental de ello, aunque algunos regímenes nacionalistas europeos de segundo
orden, cuya posición dependía por completo del apoyo alemán, decían ser
más nazis que las SS, en especial el estado ustachá croata. Sería absurdo con-
siderar «fascistas» al Ejército Republicano Irlandés (IRA) o a los nacionalistas
indios asentados en Berlín por el hecho de que en la segunda guerra mundial,
como habían hecho en la primera, algunos de ellos negociaran el apoyo
alemán, basándose en el principio de que «el enemigo de mi enemigo es mi
amigo». El dirigente republicano irlandés Frank Ryan, que participó en esas
negociaciones, era totalmente antifascista, hasta el punto de que se enroló en
las Brigadas Internacionales para luchar contra el general Franco en la gue-
rra civil española, antes de ser capturado por las fuerzas de Franco y envia-
do a Alemania. No es preciso detenerse en estos casos.
Es, sin embargo, innegable el impacto ideológico del fascismo europeo
en el continente americano.
LA CAÍDA DEL LIBERALISMO 139
En América del Norte, ni los personajes ni los movimientos de inspira-
ción europea tenían gran trascendencia fuera de las comunidades de inmi-
grantes cuyos miembros traían consigo las ideologías de sus países de origen
—como los escandinavos y judíos, que habían llevado consigo una inclina-
ción al socialismo— o conservaban cierta lealtad a su país de origen. Así,
¡os sentimientos de los norteamericanos de origen alemán —y en mucha
menor medida los de los italianos— contribuyeron al aislacionismo de los
Estados Unidos, aunque no hay pruebas de que los miembros de esas comu-
nidades abrazaran en gran número el fascismo. La parafernalia de las mili-
cias, las camisas de colores y el saludo a los líderes con los brazos en alto no
eran habituales en las movilizaciones de los grupos ultraderechistas y racistas,
cuyo exponente más destacado era el Ku Klux Klan. Sin duda, el antisemi-
tismo era fuerte, aunque su versión derechista estadounidense —por ejemplo,
los populares sermones del padre Coughlin en radio Detroit— se inspiraba
probablemente más en el corporativismo reaccionario europeo de inspiración
católica. Es característico de la situación de los Estados Unidos en los años
treinta que el populismo demagógico de mayor éxito, y tal vez el más peli-
groso de la década, la conquista de Luisiana por Huey Long, procediera de lo
que era, en el contexto norteamericano, una tradición radical y de izquierdas.
Limitaba la democracia en nombre de la democracia y apelaba, no a los
resentimientos de la pequeña burguesía o a los instintos de autoconservación
de los ricos, sino al igualitarismo de los pobres. Y no era racista. Un movi-
miento cuyo lema era «Todo hombre es un rey» no podía pertenecer a la tra-
dición fascista.
Fue en América Latina donde la influencia del fascismo europeo resultó
abierta y reconocida, tanto sobre personajes como el colombiano Jorge Elie-
cer Gaitán (1898-1948) o el argentino Juan Domingo Perón (1895-1947),
como sobre regímenes como el Estado Novo (Nuevo Estado) brasileño de
Getulio Vargas de 1937-1945. De hecho, y a pesar de los infundados temores
de Estados Unidos de verse asediado por el nazismo desde el sur, la princi-
pal repercusión del influjo fascista en América Latina fue de carácter inter-
no. Aparte de Argentina, que apoyó claramente al Eje —tanto antes como
después de que Perón ocupara el poder en 1943—, los gobiernos del hemis-
ferio occidental participaron en la guerra al lado de Estados Unidos, al menos
de forma nominal. Es cierto, sin embargo, que en algunos países suramerica-
nos el ejército había sido organizado según el sistema alemán o entrenado
por cuadros alemanes o incluso nazis.
No es difícil explicar la influencia del fascismo al sur de Río Grande.
Para sus vecinos del sur, Estados Unidos no aparecía ya, desde 1914, como
un aliado de las fuerzas internas progresistas y un contrapeso diplomático de
las fuerzas imperiales o ex imperiales españolas, francesas y británicas, tal
como lo había sido en el siglo xix. Las conquistas imperialistas de Estados
Unidos a costa de España en 1898, la revolución mexicana y el desarrollo de
la producción del petróleo y de los plátanos hizo surgir un antiimperialismo
antiyanqui en la política latinoamericana, que la afición de Washington a uti-
140 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES

lizar la diplomacia de la fuerza y las operaciones de desembarco de marines


durante el primer tercio del siglo no contribuyó a menguar. Víctor Raúl Haya
de la Torre, fundador de la antiimperialista APRA (Alianza Popular Revolu-
cionaria Americana), con ambición de extenderse por toda América Latina
aunque de hecho sólo se implantara en su Perú natal, proyectaba que sus
fuerzas rebeldes fuesen entrenadas por cuadros del rebelde antiyanqui Sandi-
no en Nicaragua. (La larga guerra de guerrillas que libró Sandino contra la
ocupación estadounidense a partir de 1927 inspiraría la revolución «sandi-
nista» en Nicaragua en los años ochenta.) Además, en la década de 1930,
Estados Unidos, debilitado por la Gran Depresión, no parecía una potencia
tan poderosa y dominante como antes. La decisión de Franklin D. Roosevelt
de olvidarse de las cañoneras y de los marines de sus predecesores podía ver-
se no sólo como una «política de buena vecindad», sino también, errónea-
mente, como un signo de debilidad. En resumen, en los años treinta América
Latina no se sentía inclinada a dirigir su mirada hacia el norte.
Desde la óptica del otro lado del Atlántico, el fascismo parecía el gran
acontecimiento de la década. Si había en el mundo un modelo al que debían
imitar los nuevos políticos de un continente que siempre se había inspirado
en las regiones culturales hegemónicas, esos líderes potenciales de países
siempre en busca de la receta que les hiciera modernos, ricos y grandes,
habían de encontrarlo sin duda en Berlín y en Roma, porque Londres y París
ya no ofrecían inspiración política y Washington se había retirado de la esce-
na. (Moscú se veía aún como un modelo de revolución social, lo cual limita-
ba su atractivo político.)
Y, sin embargo, ¡cuan diferentes de sus modelos europeos fueron las acti-
vidades y los logros políticos de unos hombres que reconocían abiertamente
su deuda intelectual para con Mussolini y Hitler! Todavía recuerdo la con-
moción que sentí cuando el presidente de la Bolivia revolucionaria lo admi-
tió sin la menor vacilación en una conversación privada. En Bolivia, unos
soldados y políticos que se inspiraban en Alemania organizaron la revolución
de 1952, que nacionalizó las minas de estaño y dio al campesinado indio una
reforma agraria radical. En Colombia, el gran tribuno popular Jorge Eliecer
Gaitán, lejos de inclinarse hacia la derecha, llegó a ser el dirigente del parti-
do liberal y, como presidente, lo habría hecho evolucionar con toda seguridad
en un sentido radical, de no haber sido asesinado en Bogotá el 9 de abril de
1948, acontecimiento que provocó la inmediata insurrección popular de la
capital (incluida la policía) y la proclamación de comunas revolucionarias en
numerosos municipios del país. Lo que tomaron del fascismo europeo los
dirigentes latinoamericanos fue la divinización de líderes populistas valora-
dos por su activismo. Pero las masas cuya movilización pretendían, y consi-
guieron, no eran aquellas que temían por lo que pudieran perder, sino las que
nada tenían que perder, y los enemigos contra los cuales las movilizaron no
eran extranjeros y grupos marginales (aunque sea innegable el contenido
antisemita en los peronistas y en otros grupos políticos argentinos), sino «la
oligarquía», los ricos, la clase dirigente local. El apoyo principal de Perón
LA CAÍDA DEL LIBERALISMO 141

era la clase obrera y su maquinaria política era una especie de partido obre-
ro organizado en torno al movimiento sindical que él impulsó. En Brasil,
Getulio Vargas hizo el mismo descubrimiento. Fue el ejército el que le derro-
có en 1945 y le llevó al suicidio en 1954, y fue la clase obrera urbana, a la
que había prestado protección social a cambio de su apoyo político, la que le
lloró como el padre de su pueblo. Mientras que los regímenes fascistas euro-
peos aniquilaron los movimientos obreros, los dirigentes latinoamericanos
inspirados por él fueron sus creadores. Con independencia de su filiación
intelectual, no puede decirse que se trate de la misma clase de movimiento.

Con todo, esos movimientos han de verse en el contexto del declive y caí-
da del liberalismo en la era de las catástrofes, pues si bien es cierto que el
ascenso y el triunfo del fascismo fueron la expresión más dramática del retro-
ceso liberal, es erróneo considerar ese retroceso, incluso en los años treinta, en
función únicamente del fascismo. Al concluir este capítulo es necesario, por
tanto, preguntarse cómo debe explicarse este fenómeno. Y empezar clarifi-
cando la confusión que identifica al fascismo con el nacionalismo.
Es innegable que los movimientos fascistas tendían a estimular las pasio-
nes y prejuicios nacionalistas, aunque por su inspiración católica los estados
corporativos semifascistas, como Portugal y Austria en 1934-1938, reserva-
ban su odio mayor para los pueblos y naciones ateos o de credo diferente.
Por otra parte, era difícil que los movimientos fascistas consiguieran atraer a
los nacionalistas en los países conquistados y ocupados por Alemania o Ita-
lia, o cuyo destino dependiera de la victoria de estos estados sobre sus pro-
pios gobiernos nacionales. En algunos casos (Flandes, Países Bajos, Escan-
dinavia), podían identificarse con los alemanes como parte de un grupo racial
teutónico más amplio, pero un planteamiento más adecuado (fuertemente
apoyado por la propaganda del doctor Goebbels durante la guerra) era, para-
dójicamente, de carácter internacionalista. Alemania era considerada como
el corazón y la única garantía de un futuro orden europeo, con el manido
recurso a Carlomagno y al anticomunismo. Se trata de una fase del desarro-
llo de la idea de Europa en la que no les gusta detenerse a los historiadores
de la Comunidad Europea de la posguerra. Las unidades militares no alema-
nas que lucharon bajo la bandera germana en la segunda guerra mundial,
encuadradas sobre todo en las SS, resaltaban generalmente ese elemento
transnacional.
Por otra parte, es evidente también que no todos los nacionalismos sim-
patizaban con el fascismo, y no sólo porque las ambiciones de Hitler, y en
menor medida las de Mussolini, suponían una amenaza para algunos de
ellos, como los polacos o los checos. Como veremos (capítulo V), la movi-
lización contra el fascismo impulsó en algunos países un patriotismo de
izquierda, sobre todo durante la guerra, en la que la resistencia al Eje se
142 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES

encarnó en «frentes nacionales», en gobiernos que abarcaban a todo el espec-


tro político, con la única exclusión de los fascistas y de quienes colaboraban
con los ocupantes. En términos generales, el alineamiento de un nacionalis-
mo local junto al fascismo dependía de si el avance de las potencias del Eje
podía reportarle más beneficios que inconvenientes y de si su odio hacia el
comunismo o hacia algún otro estado, nacionalidad o grupo étnico (los ju-
díos, los serbios) era más fuerte que el rechazo que les inspiraban los alema-
nes o los italianos. Por ejemplo, los polacos, aunque albergaban intensos
sentimientos antirrusos y antijudíos, apenas colaboraron con la Alemania
nazi, mientras que sí lo hicieron los lituanos y una parte de la población de
Ucrania (ocupados por la URSS desde 1939-1941).
¿Cuál es la causa de que el liberalismo retrocediera en el período de
entreguerras, incluso en aquellos países que rechazaron el fascismo? Los
radicales, socialistas y comunistas occidentales de ese período se sentían
inclinados a considerar la era de la crisis mundial como la agonía final del
sistema capitalista. El capitalismo, afirmaban, no podía permitirse seguir
gobernando mediante la democracia parlamentaria y con una serie de liberta-
des que, por otra parte, habían constituido la base de los movimientos obre-
ros reformistas y moderados. La burguesía, enfrentada a unos problemas eco-
nómicos insolubles y/o a una clase obrera cada vez más revolucionaria, se
veía ahora obligada a recurrir a la fuerza y a la coerción, esto es, a algo simi-
lar al fascismo.
Como quiera que el capitalismo y la democracia liberal protagonizarían
un regreso triunfante en 1945, tendemos a olvidar que en esa interpretación
había una parte de verdad y mucha retórica agitatoria. Los sistemas democrá-
ticos no pueden funcionar si no existe un consenso básico entre la gran mayo-
ría de los ciudadanos acerca de la aceptación de su estado y de su sistema
social o, cuando menos, una disposición a negociar para llegar a soluciones de
compromiso. A su vez, esto último resulta mucho más fácil en los momentos
de prosperidad. Entre 1918 y el estallido de la segunda guerra mundial esas
condiciones no se dieron en la mayor parte de Europa. El cataclismo social
parecía inminente o ya se había producido. El miedo a la revolución era tan
intenso que en la mayor parte de la Europa oriental y suroriental, así como en
una parte del Mediterráneo, no se permitió prácticamente en ningún momento
que los partidos comunistas emergieran de la ilegalidad. El abismo insuperable
que existía entre la derecha ideológica y la izquierda moderada dio al traste
con la democracia austríaca en el período 1930-1934, aunque ésta ha
florecido en ese país desde 1945 con el mismo sistema bipartidista constitui-
do por los católicos y los socialistas (Seton Watson, 1962, p. 184). En el dece-
nio de 1930 la democracia española fue aniquilada por efecto de las mismas
tensiones. El contraste con la transición negociada que permitió el paso de la
dictadura de Franco a una democracia pluralista en los años setenta es verda-
deramente espectacular.
La principal razón de la caída de la República de Weimar fue que la
Gran Depresión hizo imposible mantener el pacto tácito entre el estado, los
LA CAÍDA DEL LIBERALISMO 143

patronos y los trabajadores organizados, que la había mantenido a flote. La


industria y el gobierno consideraron que no tenían otra opción que la de
imponer recortes económicos y sociales, y el desempleo generalizado hizo
el resto. A mediados de 1932 los nacionalsocialistas y los comunistas obtu-
vieron la mayoría absoluta de los votos alemanes y los partidos comprome-
tidos con la República quedaron reducidos a poco más de un tercio. A la
inversa, es innegable que la estabilidad de los regímenes democráticos tras
la segunda guerra mundial, empezando por el de la nueva República Fede-
ral de Alemania, se cimentó en el milagro económico de estos años (véase
el capítulo IX). Allí donde los gobiernos pueden redistribuir lo suficiente y
donde la mayor parte de los ciudadanos disfrutan de un nivel de vida en
ascenso, la temperatura de la política democrática no suele subir demasiado.
El compromiso y el consenso tienden a prevalecer, pues incluso los más
apasionados partidarios del derrocamiento del capitalismo encuentran la
situación más tolerable en la práctica que en la teoría, e incluso los defen-
sores a ultranza del capitalismo aceptan la existencia de sistemas de seguri-
dad social y de negociaciones con los sindicatos para fijar las subidas sala-
riales y otros beneficios.
Pero, como demostró la Gran Depresión, esto es sólo una parte de la res-
puesta. Una situación muy similar —la negativa de los trabajadores organi-
zados a aceptar los recortes impuestos por la Depresión— llevó al hundi-
miento del sistema parlamentario y, finalmente, a la candidatura de Hitler
para la jefatura del gobierno en Alemania, mientras que en Gran Bretaña sólo
entrañó el cambio de un gobierno laborista a un «gobierno nacional» (con-
servador), pero siempre dentro de un sistema parlamentario estable y sólido.4
La Depresión no supuso la suspensión automática o la abolición de la demo-
cracia representativa, como es patente por las consecuencias políticas que
conllevó en los Estados Unidos (el New Deal de Roosevelt) y en Escandina-
via (el triunfo de la socialdemocracia). Fue sólo en América Latina, en que la
economía dependía básicamente de las exportaciones de uno o dos productos
primarios, cuyo precio experimentó un súbito y profundo hundimiento (véa-
se el capítulo III), donde la Gran Depresión se tradujo en la caída casi inme-
diata y automática de los gobiernos que estaban en el poder, principalmente
como consecuencia de golpes militares. Es necesario añadir, por lo demás,
que en Chile y en Colombia la transformación política se produjo en la direc-
ción opuesta.
La vulnerabilidad de la política liberal estribaba en que su forma caracte-
rística de gobierno, la democracia representativa, demostró pocas veces ser
una forma convincente de dirigir los estados, y las condiciones de la era de
las catástrofes no le ofrecieron las condiciones que podían hacerla viable y
eficaz.

4. En 1931. el gobierno laborista se dividió sobre esta cuestión. Algunos dirigentes labo-
ristas y sus seguidores liberales apoyaron a los conservadores, que ganaron las elecciones siguientes
debido a ese corrimiento y permanecieron cómodamente en el poder hasta mayo de 1940.
144 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES

La primera de esas condiciones era que gozara del consenso y la acepta-


ción generales. La democracia se sustenta en ese consenso, pero no lo pro-
duce, aunque en las democracias sólidas y estables el mismo proceso de vota-
ción periódica tiende a hacer pensar a los ciudadanos —incluso a los que
forman parte de la minoría— que el proceso electoral legitima a los gobiernos
surgidos de él. Pero en el período de entreguerras muy pocas democracias
eran sólidas. Lo cierto es que hasta comienzos del siglo xx la democracia
existía en pocos sitios aparte de Estados Unidos y Francia (véase La era del
imperio, capítulo 4). De hecho, al menos diez de los estados que existían en
Europa después de la primera guerra mundial eran completamente nuevos o
tan distintos de sus antecesores que no tenían una legitimidad especial para
sus habitantes. Menos eran aún las democracias estables. La crisis es el
rasgo característico de la situación política de los estados en la era de las
catástrofes.
La segunda condición era un cierto grado de compatibilidad entre los
diferentes componentes del «pueblo», cuyo voto soberano había de determi-
nar el gobierno común. La teoría oficial de la sociedad burguesa liberal no
reconocía al «pueblo» como un conjunto de grupos, comunidades u otras
colectividades con intereses propios, aunque lo hicieran los antropólogos, los
sociólogos y los políticos. Oficialmente, el pueblo, concepto teórico más que
un conjunto real de seres humanos, consistía en un conjunto de individuos
independientes cuyos votos se sumaban para constituir mayorías y minorías
aritméticas, que se traducían en asambleas dirigidas como gobiernos mayori-
tarios y con oposiciones minoritarias. La democracia era viable allí donde el
voto democrático iba más allá de las divisiones de la población nacional o
donde era posible conciliar o desactivar los conflictos internos. Sin embargo,
en una era de revoluciones y de tensiones sociales, la norma era la lucha de
clases trasladada a la política y no la paz entre las diversas clases. La intransi-
gencia ideológica y de clase podía hacer naufragar al gobierno democrático.
Además, el torpe acuerdo de paz de 1918 multiplicó lo que ahora, cuando el
siglo xx llega a su final, sabemos que es un virus fatal para la democracia: la
división del cuerpo de ciudadanos en función de criterios étnico-nacionales o
religiosos (Glenny, 1992, pp. 146-148), como en la ex Yugoslavia y en Irlanda
del Norte. Como es sabido, tres comunidades étnico-religiosas que votan en
bloque, como en Bosnia; dos comunidades irreconciliables, como en el
Ulster; sesenta y dos partidos políticos, cada uno de los cuales representa a
una tribu o a un clan, como en Somalia, no pueden constituir los cimientos
de un sistema político democrático, sino —a menos que uno de los grupos
enfrentados o alguna autoridad externa sea lo bastante fuerte como para es-
tablecer un dominio no democrático— tan sólo de la inestabilidad y de la
guerra civil. La caída de los tres imperios multinacionales de Austria-Hun-
gría, Rusia y Turquía significó la sustitución de tres estados supranacionales,
cuyos gobiernos eran neutrales con respecto a las numerosas nacionalidades
sobre las que gobernaban, por un número mucho mayor de estados multina-
LA CAÍDA DEL LIBERALISMO [45

cionales, cada uno de ellos identificado con una, o a lo sumo con dos o tres,
de las comunidades étnicas existentes en el interior de sus fronteras.
La tercera condición que hacía posible la democracia era que los gobier-
nos democráticos no tuvieran que desempeñar una labor intensa de gobierno.
Los parlamentos se habían constituido no tanto para gobernar como para
controlar el poder de los que lo hacían, función que todavía es evidente en
las relaciones entre el Congreso y la presidencia de los Estados Unidos.
Eran mecanismos concebidos como frenos y que, sin embargo, tuvieron que
actuar como motores. Las asambleas soberanas elegidas por sufragio res-
tringido —aunque de extensión creciente— eran cada vez más frecuentes
desde la era de las revoluciones, pero la sociedad burguesa decimonónica
asumía que la mayor parte de la vida de sus ciudadanos se desarrollaría no
en la esfera del gobierno sino en la de la economía autorregulada y en el
mundo de las asociaciones privadas e informales («la sociedad civil»).5 La
sociedad burguesa esquivó las dificultades de gobernar por medio de asam-
bleas elegidas en dos formas: no esperando de los parlamentos una acción
de gobierno o incluso legislativa muy intensa, y velando por que la labor de
gobierno —o, mejor, de administración— pudiera desarrollarse a pesar de las
extravagancias de los parlamentos. Como hemos visto (véase el capítulo I),
la existencia de un cuerpo de funcionarios públicos independientes y per-
manentes se había convertido en una característica esencial de los estados
modernos. Que hubiese una mayoría parlamentaria sólo era fundamental
donde había que adoptar o aprobar decisiones ejecutivas trascendentes y
controvertidas, y donde la tarea de organizar o mantener un núcleo suficien-
te de seguidores era la labor principal de los dirigentes de los gobiernos, pues
(excepto en Norteamérica) en los regímenes parlamentarios el ejecutivo no
era, por regla general, elegido directamente. En aquellos estados donde el
derecho de sufragio era limitado (el electorado estaba formado principal-
mente por los ricos, los poderosos o una minoría influyente) ese objetivo se
veía facilitado por el consenso acerca de su interés colectivo (el «interés
nacional»), así como por el recurso del patronazgo.
Pero en el siglo xx se multiplicaron las ocasiones en las que era de
importancia crucial que los gobiernos gobernaran. El estado que se limitaba
a proporcionar las normas básicas para el funcionamiento de la economía y
de la sociedad, así como la policía, las cárceles y las fuerzas armadas para
afrontar todo tipo de peligros, internos y externos, había quedado obsoleto.
La cuarta condición era la riqueza y la prosperidad. Las democracias de
los años veinte se quebraron bajo la tensión de la revolución y la contrarre-
volución (Hungría, Italia y Portugal) o de los conflictos nacionales (Polonia
y Yugoslavia), y en los años treinta sufrieron los efectos de las tensiones de
la crisis mundial. No hace falta sino comparar la atmósfera política de la Ale-

5. En los años ochenta se dejaría oír con fuerza, tanto en Occidente como en Oriente, la
retórica nostálgica que perseguía un retorno totalmente imposible a un siglo xix idealizado,
basado en estos supuestos.
146 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES

mania de Weimar y la de Austria en los años veinte con la de la Alemania


Federal y la de Austria en el período posterior a 1945 para comprobarlo. In-
cluso los conflictos nacionales eran menos difíciles de solventar cuando los
políticos de cada una de las minorías estaban en condiciones de proveer ali-
mentos suficientes para toda la población del estado. En ello residía la forta-
leza del Partido Agrario en la única democracia auténtica de la Europa cen-
trooriental, Checoslovaquia: en que ofrecía beneficios a todos los grupos
nacionales. Pero en los años treinta, ni siquiera Checoslovaquia podía man-
tener juntos a los checos, eslovacos, alemanes, húngaros y ucranianos.
En estas circunstancias, la democracia era más bien un mecanismo para
formalizar las divisiones entre grupos irreconciliables. Muchas veces, no cons-
tituía una base estable para un gobierno democrático, ni siquiera en las mejo-
res circunstancias, especialmente cuando la teoría de la representación demo-
crática se aplicaba en las versiones más rigurosas de la representación propor-
cional.6 Donde en las épocas de crisis no existía una mayoría parlamentaria,
como ocurrió en Alemania (en contraste con Gran Bretaña),7 la tentación de
pensar en otras formas de gobierno era muy fuerte. Incluso en las democracias
estables, muchos ciudadanos consideran que las divisiones políticas que implica
el sistema son más un inconveniente que una ventaja. La propia retórica de la
política presenta a los candidatos y a los partidos como representantes, no de
unos intereses limitados de partido, sino de los intereses nacionales. En los
períodos de crisis, los costos del sistema parecían insostenibles y sus benefi-
cios, inciertos.
En esas circunstancias, la democracia parlamentaria era una débil planta
que crecía en un suelo pedregoso, tanto en los estados que sucedieron a los
viejos imperios como en la mayor parte del Mediterráneo y de América Lati-
na. El más firme argumento en su favor —que, pese a ser malo, es un siste-
ma mejor que cualquier otro— no tiene mucha fuerza y en el período de
entreguerras pocas veces resultaba realista y convincente. Incluso sus defen-
sores se expresaban con poca confianza. Su retroceso parecía inevitable, pues
hasta en los Estados Unidos había observadores serios, pero innecesariamente
pesimistas, que señalaban que también «puede ocurrir aquí» (Sinclair

6. Las incesantes modificaciones de los sistemas electorales democráticos —proporcio


nales o de otro tipo— tienen como finalidad garantizar o mantener mayorías estables que per
mitan gobiernos estables en unos sistemas políticos que por su misma naturaleza dificultan ese
objetivo.
7. En Gran Bretaña, el rechazo de cualquier forma de representación proporcional («el
vencedor obtiene la victoria total») favoreció la existencia de un sistema bipartidista y redujo la
importancia de otros partidos políticos (así le ocurrió, desde la primera guerra mundial, al otro
ra dominante Partido Liberal, aunque continuó obteniendo regularmente el 10 por 100 de los
votos, como ocurrió todavía en 1992). En Alemania, el sistema proporcional, aunque favoreció
ligeramente a los partidos mayores, no permitió desde 1920 que ninguno consiguiera ni siquie
ra la tercera parte de los escaños (excepto los nazis en 1932). en un total de cinco partidos mayo
res y aproximadamente una docena de partidos menores. En la eventualidad de que no pudiera
constituirse una mayoría, la constitución preveía procedimientos de emergencia para el ejercicio
del poder ejecutivo de manera temporal, esto es. la suspensión de la democracia.
LA CAÍDA DEL LIBERALISMO 147

Lewis, 1935). Nadie predijo, ni esperó, que la democracia se revitalizaría


después de la guerra y mucho menos que al principio de los años noventa
sería, aunque fuese por poco tiempo, la forma predominante de gobierno en
todo el planeta. Para quienes en éste momento analizan lo ocurrido en el
período comprendido entre las dos guerras mundiales, la caída de los siste-
mas políticos liberales es una breve interrupción en su conquista secular del
planeta. Por desgracia, conforme se aproxima el nuevo milenio las incerti-
dumbres que rodean a la democracia política no parecen ya tan remotas. Es
posible que el mundo esté entrando de nuevo, lamentablemente, en un perío-
do en que sus ventajas no parezcan tan evidentes como lo parecían entre
1950 y 1990.

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