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Hosbanwn LA ECONOMÍA CAMBIA DE RITMO

La economía mundial entre 1873 y 1889 estuvo marcada por una perturbación y depresión del
comercio, sin precedentes: “La Gran Depresión de 1873” La Gran Depresión de 1873 fue una crisis
económica de alcance mundial, que se hizo sentir con mayor intensidad en Europa y Estados Unidos, que
habían estado bajo un fuerte ciclo de crecimiento económico alimentado por la Segunda revolución industrial y
el fin de la Guerra civil de Estados Unidos. En aquella época este fenómeno fue denominado la Gran
Depresión, y así se lo conoció hasta que ocurrió la Gran Depresión durante la década de 1930. Aunque fue un
período de deflación generalizada y bajo crecimiento que comenzó en 1873 (finalizando hacia 1896), no tuvo
las características brutales de "regresión económica y quiebras espectaculares" que se observaron durante la
Gran Depresión A pesar de algunas depresiones sufridas en este período, el ritmo del comercial de la
economía capitalista en este tiempo se caracterizó por:

-La producción mundial, lejos de estancarse, continuó aumentando (la producción del hierro y el
acero se multiplicaron enormemente, por ejemplo)

-El comercio internacional continuó aumentando


-Las industrias norteamericanas y alemanas avanzaron a pasos agigantados.
-La revolución industrial se extendió a otros países como Suecia y Rusia
- La inversión Latinoamérica alcanzó la cúspide en 1880 por el tendido ferroviario en Argentina y

Brasil

Pero lo que preocupaba era la prolongada “depresión de precios, del interés y de los beneficios”. Es
decir, lo que estaba en juego no era la producción, sino su rentabilidad. La agricultura fue la
mayor víctima de esa disminución de beneficios obtenidos.
Los países como Reino Unido que ya no tenía campesinado, podían no preocuparse por este problema
en la agricultura; pero gobiernos como Francia y EEUU establecieron aranceles para que los precios
se elevaran. Las 2 respuestas como solución a esta situación, que sirvieron como “válvula de
seguridad para mantener la presión social por debajo del punto de rebelión o revolución”, fueron:

1. Emigración masiva: (de campesinos) quienes no poseían o poseían tierras pobres preferían
abandonar sus países, con la esperanza de estar un poco mejor.
2. La cooperación: encabezada por los campesinos con explotaciones potencialmente viables.
En estos años, varios países multiplicaron estas “sociedades” para la compra cooperativa de
suministros, para la comercialización en cooperativa y para le procesamiento cooperativo.
(En 1900 había más de 1600 cooperativas par ala producción de productos lácteos en EEUU.)

El mundo de los negocios tenía sus problemas.


Ningún período fue más deflacionario que el de 1873-1896, cuando los precios descendieron un 40%
en Reino Unido.

 -  La inflación no sólo es positiva para quienes están endeudados (ej, para quien tiene que
pagar una hipoteca a largo plazo) sino que produce aumento de beneficios. A la inversa, la
deflación, hace que disminuyan los beneficios.
 -  Los costos de producción eran más estables que los precios (que seguían bajando). En
las empresas, los salarios no podían ser reducidos, las maquinarias tardaban más en
amortizarse dado el los bajos precios/beneficios que se obtenían.
 -  En algunos lugares del mundo, la situación se vio complicada por la gradual caída del
precio del oro y la plata: los pagos internacionales se calculaban sobre el valor de los
metales preciosos, que constituían la base de la economía monetaria mundial.

Con este escenario, los gobiernos mostraron mejor disposición para escuchar a los grupos de intereses
de sus países y a los núcleos de votantes que impulsaban a proteger a los productores nacionales de la
competencia de importados. La depresión económica de este período puso fin al dominio absoluto
del liberalismo económico, al menos en lo que hace referencia a los artículos de consumo. Las
tarifas proteccionistas comenzaron a aplicarse en Alemania e Italia s finales de 1870 y pasaron a ser
un elemento permanente en el escenario económico internacional. Sólo el Reino Unido defendía la
libertad de comercio entre países. Sus razones: Ausencia de un campesinado numeroso,  Ausencia de
un voto proteccionista importante,  Era el exportador más importante de los productos industriales, de
capital, de servicios “invisibles” (como: financieros- comerciales) y de transporte., Lo cierto es que
Londres y la flota británica adquirieron aún más importancia que antes en la economía mundial.
Además era el mayor importador de productos primarios del mundo y dominaba el mercado mundial
de algunos de ellos tales como el de la caña de azúcar, té, y trigo.  Era el único país dispuesto a
abandonar la agricultura interna. Por esto siguió mostrándose partidario del liberalismo económico;
y al actuar así otorgó a los países proteccionistas la libertad de controlar sus mercados internos y de
impulsar sus exportaciones. Economistas e historiadores han debatido los efectos del renacimiento del
proteccionismo internacional o (en otras palabras) la extraña esquizofrenia del capitalismo
mundial.La economía capitalista era global y no podía ser de otra manera. Esto se reforzó a lo largo
del siglo XIX cuando el capitalismo amplió su esfera a zonas del planeta cada vez más remotas. Esta
economía no conocía fronteras porque alcanzaba mayor rendimiento cuando nada interfería en el
libre movimiento de los factores de producción (no tenía sentido producir plátanos en Noruega
porque su producción era mucho más barata en Honduras) La economía capitalista mundial en
evolución era un conjunto de bloques sólidos, pero también un fluido: sea cuales fueren las
“economías nacionales” que constituían estos bloques, estas economías nacionales existían porque
existían las naciones-Estado. Nadie hubiera imaginado que Bélgica sería la primera economía
industrializada del continente si no se hubiera independizado de Francia. Pero una vez convertida en
Estado, tanto su económica como la dimensión política de las actividades económicas de sus
habitantes, se vieron afectadas por esta nueva realidad de ser una nación. Estas observaciones
aplicaban al mundo “desarrollado”, es decir, a naciones capaces de defender a sus economías en
procesos de industrialización. Pero no aplicaban al resto del planeta, donde una potencia decidía el
curso de sus economías (las transformarían en repúblicas, bananeras, cafeteras). Y estos países
estaban interesados en desarrollarse como “productores especializados” ya que se aseguraban el
ingreso a la economía mundial. En estos casos la “economía nacional” tenía un significado diferente
que en los países desarrollados. Pero el mundo desarrollado no era sólo una agregado de “economías
nacionales”. La industrialización y la depresión hicieron de ellas un grupo de economías rivales,
donde los beneficios de una parecían amenazar los de las otras. Y en este escenario no sólo
competían empresas, sino también los Estados. Entre 1880-1914, el proteccionismo no fue general
ni muy riguroso; quedó limitado a algunos productos de consumo y no afectó al movimiento de mano
de obra ni a las transacciones financieras internacionales. El proteccionismo (que funcionó en la
agricultura en Francia, fracasó en Italia y protegió los intereses de terratenientes en Alemania)
contribuyó a ampliar la base industrial del planeta, impulsando a las industrias nacionales a
abastecer los mercados domésticos, en crecimiento. Se ha calculado que en este período (1880-
1914) el incremento de la producción y el comercio fue más elevado que durante los años del
liberalismo.

Reacciones frente a la Gran Depresión de 1873:

El proteccionismo fue la reacción del productor preocupado ante la depresión.

Pero el capitalismo respondióaladepresiónde2maneras: Con la concentración económica (los “trust”


en la terminología americana) y la racionalización empresarial o “gestión científica” (Taylor). Con
la aplicación de estas dos medidas se buscaba ampliar los márgenes de beneficio, reducidos por la
competitividad y la caída de los precios. Existía una tercera posibilidad para solucionar los problemas
del capitalismo: el imperialismo. No puede negarse que la presión del capital para conseguir
mercados y de la producción para conseguir nuevos mercados, contribuyó a impulsar una política de
expansión, que incluía la conquista colonial.
Concentración económica o “trust”:
No hay que confundirla con monopolio (aunque existió esta tendencia en la industria pesada,
dependientes de los pedidos del gobierno (empresas de energía, petróleo, electricidad, transporte y
algunos productos de consumo masivo como eran el tabaco y el jabón) Esta “concentración
económica” buscaba implantar el modelo de “cooperación de varios capitalistas que
previamente actuaban por separado.El control del mercado y la eliminación de la competencia sólo
eran un aspecto de esta “concentración” capitalista, pero es erróneo hablar en 1914 de “capitalismo
monopolista”. Lo que sí es importante aceptar es que:la concentración (en una actividad, cualquiera
sea) avanzó a expensas de la competencia. Las corporaciones crecieron a expensas de las empresas
privadas (las absorbían) y los grandes negocios y las grandes empresas, a expensas de las más
pequeñas Y esto sí, implicó una tendencia hacia el “oligopolio”.

Gestión científica: Su fundador fue TAYLOR, quien sostuvo que los métodos tradicionales de
organizar las empresas, ya no eran adecuados. Y planteó la necesidad de maximizar los beneficios.
Los principios del Taylorismo eran: Aislar a cada trabajador del resto del grupo y transferir el control
del proceso productivo a los representantes de la dirección, medir el tiempo y el ritmo de trabajo, una
compensación sistemática de cada proceso en elementos componentes cronometrados, pagar salarios
por productividad, sistemas distintos de pago de salario que supusiera para el trabajador un incentivo
para producir más. Entre 1880 y 1914 la transformación de la estructura de las empresas (desde el
taller hasta las oficinas) fue sustancial. La “mano visible” de la moderna organización y dirección,
sustituyó “la mano invisible” del mercado anónimo de ADAM SMITH (padre del liberalismo).
Como resultado final, el efecto secundario de la gran depresión de 1873 fue: la gran agitación
social. De los agricultores por la baja de los precios No es sencillo explicar por qué, pero los
modernos movimientos obreros son también hijos del período de esta gran depresión.

(1895-1914) Desde 1895 y hasta 1914, la economía dio un vuelco importante.


Hubo un salto casi repentino de la preocupación (la gran depresión) a la euforia causada por la
prosperidad de los negocios, que se conoce con el nombre de la “Belle Epoque”. El contraste entre
la gran depresión y el boom posterior constituyó la base de las primeras especulaciones sobre lo
que se llamarían las “ondas largas” en el desarrollo del capitalismo mundial (que más tarde se
asociarán con el nombre del economista ruso, Kondatriev). Algunos historiadores de este período
tienden la atención en 2 aspectos: la redistribución del poder y la iniciativa económica. Basados en el
declive del Reino Unido y el progreso de EEUU y de Alemania. Sin profundizar sobre su teoría,
existe un aspecto del análisis de Kondatriev que es pertinente para un período de rápida globalización
de la economía mundial, y es la relación entre: el sector industrial del mundo, que se desarrolló
por la revolución continua de la producción y la producción agrícola mundial, incrementada por la
incorporación de nuevas zonas geográficas de producción Durante este período la “relación de
intercambio” (que durante la depresión benefició a la industria y afectó a la agricultura), varió a
favor de la agricultura. Esto supuso una presión sobre los costos de producción que se trasladaron a
los trabajadores, con bajas de salarios. ¿Cómo explicar que la economía mundial tuviera tanto
dinamismo? La clave de esta cuestión hay que buscarla en el núcleo de países industriales o en
proceso de industrialización *, que actuaban como locomotoras del crecimiento global.
Además de constituir una masa productiva en continuo crecimiento, constituían cada vez más una
impresionante masa de compradores de los productos y servicios del mundo. Industriales: Reino
Unido, Alemania, EEUU, Francia, Bélgica, Suiza y los territorios checos.
En proceso de industrialización: Escandinavia, Paises Bajos, norte de Italia, Hungría, Rusia y Japón. Estos
países conformaban el núcleo central de la economía mundial. Formaban el 80% del mercado
internacional. Determinaban el desarrollo del resto del mundo (definían las economías de los países
productores de sus demandas).

¿Cómo definir lo que fue al economía mundial durante la era del imperio?

Características centrales de la economía durante la era el Imperio:


1. Se amplió su base geográfica,
1. tanto industrial (se sumaron países como Suecia, Rusia y los Paises Bajos
2. como de materias primas, (se desarrollaron zonas dedicadas a la producción de
materias primas que se unieron al mercado mundial como Canadá y Argentina en
trigo).
2. Una economía mundial mucho más plural
1. El Reino Unido dejó de ser el único país totalmente industrializado
2. Las cuatro economías más importantes en 1913 eran RU, EEUU, Alemania y Francia.
3. Este pluralismo quedó enmascarado en los servicios financieros, comerciales y
navieros donde RU seguía siendo el país dominante
3. Revolución tecnológica.
1. Se incorporaron a la vida moderna: el teléfono, el telégrafo sin hilos, el fonógrafo, el
cine, el automóvil y el aeroplano
2. Y a la vida doméstica: la aspiradora, la aspirina, la bicicleta.
3. Pero el factor más importante fue la actualización y expansión de la primera
revolución industrial con el perfeccionamiento del vapor y del hierro por el acero y
las turbinas.
4. Ford salió con el FORD T
4. Transformación de la estructura de las empresas: Concentración y gestión científica
(visto anteriormente)
5. Cambio en el mercado de los bienes de consumo: tanto cuantitativo como cualitativo.
1. El incremento de la población, la urbanización y los ingresos reales, hizo que el
mercado de masas pase de consumir productos básicos (vestido y alimentos) a
productos como cocinas a gas, bicicletas, el cine, el “plátano” que era casi inexistente
su consumo antes.
2. Transformación en la producción: Producción masiva produjo un cambio en la
distribución también
3. Compra a crédito (con plazo)
4. Consecuencia del consumo fue la creación de medios de comunicación de masas
6. Crecimiento del sector terciario de la economía público y privado.
1. Aumento de puestos de trabajo en oficinas, tiendas y otros servicios Ejemplo:
Reunido Unido, en 1851: 67.000 empleados público y 91.000 en actividades
comerciales; 1881, 120.000 sector público y 360.000 actividades comerciales; 1911,
900.000 sector comercial y se triplicó el sector público.
7. Convergencia entre la política y la economía:
1. Papel más importante del gobierno y del sector público en la economía (aunque el
sector público seguía siendo considerado un complemento secundario del sector
privado).
2. Los gobiernos impulsaban políticas para la defensa de los intereses económicos de
determinados grupos de votantes (como el proteccionismo)
3. La rivalidades entre los Estados y la competitividad económica de empresarios,
convergieron (se unieron) contribuyendo tanto al imperialismo como a la génesis de
la PGM; también convergieron en el desarrollo de la industria del armamento donde
el papel del Estado era decisivo.

Sin embargo, mientras que el papel estratégico del sector público sería fundamental, su peso real en la
economía siguió siendo modesto. Esta fue la forma en que creció y se transformó la economía del
mundo “desarrollado”. Pero lo que sorprendió más que esta transformación, fue su éxito. Vivían una
economía floreciente.Incluso las masas trabajadoras se beneficiaron con esta expansión, ya que la
industrialización requirió mano de obra muy numerosa y de escasa cualificación o rápido aprendizaje.
Esto permitió a la masa de europeos que emigraron a EEUU, integrarse en el mundo de la industria. A
pesar de que la economía ofrecía gran cantidad de puestos de trabajo a la clase obrera, no aliviaba la
pobreza. Los años anteriores a la PGM, la llamada Belle Epoque, lo fue para las clases pudientes y
hasta para la más modesta clase media. Fueron las mismas tendencias de la economía de los años
anteriores a 1914, y gracias a las cuales las clases medias vivieron una época dorada, las que
llevaron a la PGM, a la revolución y a al perturbación e impidieron el retorno al paraíso perdidos
anteriores a la guerra.

Hobswan CAPÍTULO 4.
LA POLÍTICA DE LA DEMOCRACIA
Todos aquellos que por riqueza, educación, inteligencia o astucia tienen aptitud para dirigir una comunidad de
hombres y la oportunidad de hacerlo -en otras palabras, todos los clanes de la clase dirigente- tienen que
inclinarse ante el sufragio universal una vez éste ha sido instituido y. también, si la ocasión lo requiere,
1
defraudarlo. GAETANO MOSCA, 1895

La democracia está todavía a prueba, pero hasta ahora no se ha desacreditado; es cierto que aún no ha
desarrollado toda su fuerza y ello por dos causas, una más o menos permanente en sus consecuencias, la otra de
carácter más transitorio. En primer lugar cualquiera que sea la representación numérica de la riqueza, su poder
siempre será desproporcionado; y en segundo lugar, la defectuosa organización de las clases que han recibido
recientemente el derecho de voto ha impedido cualquier alteración fundamental del equilibrio de poder
2
preexistente. JOHN MAYNARD KEYNES, 1904

Es significativo que ninguno de los estados seculares modernos haya dejado de instituir fiestas nacionales que
3
constituyen ocasiones para la reunión de la población. American Journal of Sociology, 1896-1973

El período histórico que estudiamos en esta obra comenzó con una crisis de histeria internacional
entre los gobernantes europeos y entre las aterrorizadas clases medias, provocada por el efímero
episodio de la Comuna de París en 1871, cuya supresión fue seguida de masacres de parisinos que
habrían parecido inconcebibles en los estados civilizados decimonónicos y que resultan
impresionantes incluso según los parámetros actuales cuando nuestras costumbres son mucho más
salvajes (véase La era del capital, capítulo 9). Este episodio breve y brutal -y poco habitual para la
época- que desencadenó un terror ciego en el sector respetable de la sociedad, reflejaba un problema
fundamental de la política de la sociedad burguesa: el de su democratización. Como había afirmado
sagazmente Aristóteles, la democracia es el gobierno de la masa del pueblo que, en conjunto, era
pobre. Evidentemente, los intereses de los pobres y de los ricos, de los privilegiados y de los
desheredados no son los mismos. Pero aun en el caso de que supongamos que lo son o puedan serlo,
es muy improbable que las masas consideren los asuntos públicos desde el mismo prisma y en los
mismos términos que lo que los autores ingleses de la época victoriana llamaban «las clases»,
felizmente capaces todavía de identificar la acción política de clase con la aristocracia y la burguesía.
Este era el dilema fundamental del liberalismo del siglo XIX (véase La era del capital, capítulo 6, I),
que propugnaba la existencia de constituciones y de asambleas soberanas elegidas, que, sin embargo,
luego trataba por todos los medios de esquivar actuando de forma antidemocrática, es decir,
excluyendo del derecho de votar y de ser elegido a la mayor parte de los ciudadanos varones y a la
totalidad de las mujeres. Hasta el período objeto de estudio en esta obra, su fundamento
inquebrantable era la distinción entre lo que la mente lógica de los franceses había calificado en la
época de Luis Felipe como «el país legal» y «el país real» (le pays légal, le pays réel). El orden social
comenzó a verse amenazado desde el momento en que el «país real» comenzó a penetrar en el reducto
político del país «legal» o «político», defendido por fortificaciones consistentes en exigencias de
propiedad y educación para ejercer el derecho de voto y, en la mayor parte de los países, por el
privilegio aristocrático generalizado, como las cámaras hereditarias de notables. ¿Qué ocurriría en la
vida política cuando las masas ignorantes y embrutecidas, incapaces de comprender la lógica elegante
y saludable de las teorías del mercado libre de Adam Smith, controlaran el destino político de los
estados? Tal vez tomarían el camino que conducía a la revolución social, cuya efímera reaparición en
1871 tanto había atemorizado a las mentes respetables. Tal vez la revolución no parecía inminente en
su antigua forma insurreccional, pero ¿no se ocultaba acaso, tras la ampliación significativa del
sufragio más allá del ámbito de los poseedores de propiedades y de los elementos educados de la
sociedad? ¿No conduciría eso inevitablemente al comunismo, temor que ya había expresado en 1866
el futuro lord Salisbury?
Pese a todo, lo cierto es que a partir de 1870 se hizo cada vez más evidente que la democratización de
la vida política de los estados era absolutamente inevitable. Las masas acabarían haciendo su
aparición en el escenario político, les gustara o no a las clases gobernantes. Eso fue realmente lo que
ocurrió. Ya en el decenio de 1870 existían sistemas electorales basados en un desarrollo amplio del
derecho de voto, a veces incluso, en teoría, en el sufragio universal de los varones, en Francia, en
Alemania (en el Parlamento general alemán), en Suiza y en Dinamarca. En el Reino Unido, las
Reform Acts de 1867 y 1883 supusieron que se cuadruplicara prácticamente el número de electores,
que ascendió del 8 al 29 por 100 de los varones de más de 20 años. Por su parte, Bélgica democratizó
el sistema de voto en 1894, a raíz de una huelga general realizada para conseguir esa reforma (el
incremento supuso pasar del 3,9 al 37,3 por 100 de la población masculina adulta), Noruega duplicó el
número de votantes en 1898 (del 16,6 al 34,8 por 100). En Finlandia, la revolución de 1905 conllevó
la instauración de una democracia singularmente amplia (el 76 por 100 de los adultos con derecho a
voto); en Suecia, el electorado se duplicó en 1908, igualándose su número con el de Noruega; la
porción austríaca del imperio de los Habsburgo consiguió el sufragio universal en 1907 e Italia en
1913. Fuera de Europa, los Estados Unidos, Australia y Nueva Zelanda tenían ya regímenes
democráticos y Argentina lo consiguió en 1912. De acuerdo con los criterios prevalecientes en épocas
posteriores, esta democratización era todavía incompleta -el electorado que gozaba del sufragio
universal constituía entre el 30 y el 40 por 100 de la población adulta-, pero hay que resaltar que
incluso el voto de la mujer era algo más que un simple eslogan utópico. Había sido introducido en los
márgenes del territorio de colonización blanca en el decenio de 1890 -en Wyoming (Estados Unidos),
Nueva Zelanda y el sur de Australia- y en los regímenes democráticos de Finlandia y Noruega entre
1905 y 1913. Estos procesos eran contemplados sin entusiasmo por los gobiernos que los introducían,
incluso cuando la convicción ideológica les impulsaba a ampliar la representación popular. Sin duda,
el lector ya habrá observado que incluso países que ahora consideramos profunda e históricamente
democráticos como los escandinavos, tardaron mucho tiempo en ampliar el derecho de voto. Y ello
sin mencionar a los Países Bajos, que, a diferencia de Bélgica, se resistieron a implantar una
democratización sistemática antes de 1918 (aunque su electorado creció en un índice comparable).
Probablemente, ese fue el caso de Francia y el Reino Unido. Entre los conservadores había cínicos
como Bismarck, que tenían fe en la lealtad tradicional -o, como habrían dicho los liberales, en la
ignorancia y estupidez- de un electorado de masas, considerando que el sufragio universal fortalecería
a la derecha más que a la izquierda. Pero incluso Bismarck prefirió no correr riesgos en Prusia (que
dominaba el imperio alemán), donde mantuvo un sistema de voto en tres clases, fuertemente sesgado
en favor de la derecha. Esta precaución se demostró prudente, pues el electorado resultó incontrolable
desde arriba. En los demás países, los políticos cedieron a la agitación y a la presión popular o a los
avatares de los conflictos políticos domésticos. En ambos casos temían que las consecuencias de lo
que Disraeli había llamado «salto hacia la oscuridad» serían impredecibles. Ciertamente, las
agitaciones socialistas de la década de 1890 y las repercusiones directas e indirectas de la primera
Revolución rusa aceleraron la democratización. Ahora bien, fuera cual fuere la forma en que avanzó
la democratización, lo cierto es que entre 1880 y 1914 la mayor parte de los Estados occidentales
tuvieron que resignarse a lo inevitable. La política democrática no podía posponerse por más tiempo.
En consecuencia, el problema era como conseguir manipularla. La manipulación más descarada era
todavía posible. Por ejemplo, se podían poner límites estrictos al papel político de las asambleas
elegidas por sufragio universal. Este era el modelo bismarckiano, en el que los derechos
constitucionales del Parlamento alemán (Reichstag) quedaban minimizados. En otros lugares, la
existencia de una segunda cámara, formada a veces por miembros hereditarios, como en el Reino
Unido, y el sistema de votos mediante colegios electorales especiales (y de peso) y otras instituciones
análogas fueron un freno para las asambleas representativas democratizadas. Se conservaron
elementos del sufragio censitario, reforzados por la exigencia de una cualificación educativa, por
ejemplo la concesión de votos adicionales a los ciudadanos con una educación superior en Bélgica,
Italia y los Países Bajos, y la concesión de escaños especiales para las universidades en el Reino
Unido. En Japón, el parlamentarismo fue introducido en 1890 con ese tipo de limitaciones. La
manipulación de los límites de los distritos electorales para conseguir incrementar o minimizar el
apoyo de determinados partidos. Las votaciones públicas podían suponer una presión para los
votantes tímidoso simplemente prudentes, especialmente cuando había señores poderosos u otros jefes
que vigilaban el proceso: en Dinamarca se mantuvo el sistema de votación pública hasta 1901; en
Prusia, hasta 1918, y en Hungría, hasta el decenio de 1930. Por otra parte, el patrocinio, como bien
sabían muchos caciques en las ciudades americanas, podía proporcionar gran número de votos. En
Europa, el liberal italiano Giovanni Giolitti resultó ser un maestro en el clientelismo político. La edad
mínima para votar era elástica: variaba desde los veinte años en Suiza hasta los treinta en Dinamarca y
con frecuencia se elevaba cuando se ampliaba el derecho de voto. Por último, siempre existía la
posibilidad del sabotaje puro y simple, dificultando el proceso de acceso a los censos electorales. Así,
se ha calculado que en el Reino Unido, en 1914, la mitad de la clase obrera se veía privada de facto
del derecho de voto mediante tales procedimientos. Ahora bien, esos subterfugios podían retardar el
ritmo del proceso político hacia la democracia, pero no detener su avance. El mundo occidental,
incluyendo en él a la Rusia zarista a partir de 1905, avanzaba claramente hacia un sistema político
basado en un electorado cada vez más amplio dominado por el pueblo común. La consecuencia lógica
de ese sistema era la movilización política de las masas para y por las elecciones, es decir, con el
objetivo de presionar a los gobiernos nacionales. Ello implicaba la organización de movimientos y
partidos de masas, la política de propaganda de masas y el desarrollo de los medios de comunicación
de masas -en ese momento fundamentalmente la nueva prensa popular o «amarilla»- y otros aspectos
que plantearon problemas nuevos y de gran envergadura a los gobiernos y las clases dirigentes. Cada
vez más, los políticos se veían obligados a apelar a un electorado masivo; incluso a hablar
directamente a las masas o de forma indirecta a través del megáfono de la prensa popular (incluyendo
los periódicos de sus oponentes). Probablemente, la audiencia a la que se dirigía Bismarck estuvo
siempre formada por la elite. Gladstone introdujo en el Reino Unido (y tal vez en Europa) las
elecciones de masas en la campaña de 1879. Nunca volverían a discutirse las posibles implicaciones
de la democracia, a no ser por parte de los individuos ajenos a la política, con la franqueza y el
realismo de los debates que rodearon a la Reform Act inglesa de 1867. La era de la democratización
fue también la época dorada de una nueva sociología política: la de Durkheim y Sorel, de Ostrogorski
y los Webbs, Mosca, Pareto, Robert Michels y Max Weber (véase infra, pp. 283-284). Así, la era de la
democratización se convirtió en la era de la hipocresía política pública, o más bien de la duplicidad y,
por tanto, de la sátira política . ¿Quiénes formaban las masas que se movilizaban ahora en la acción
política? En primer lugar, existían clases formadas por estratos sociales situados hasta entonces por
debajo y al margen del sistema político, algunas de las cuales podían formar alianzas más
heterogéneas, coaliciones o «frentes populares». La más destacada era la clase obrera, que se
movilizaba en partidos y movimientos con una clara base clasista. Hay que mencionar a continuación
la coalición. amplia y mal definida, de estratos intermedios de descontentos, a los que les era difícil
decir a quién temían más, si a los ricos o al proletariado. Era esta la pequeña burguesía tradicional, de
maestros artesanos y pequeños tenderos, cuya posición se había visto socavada por el avance de la
economía capitalista, por la cada vez más numerosa clase media baja formada por los trabajadores no
manuales y por los administrativos. Esa era también. y por buenas razones, la esfera política de la
retórica y la demagogia por excelencia. En los países con una fuerte tradición de un jacobinismo
radical y democrático, su retórica, enérgica o florida, mantenía a los «hombres pequeños» en la
izquierda, aunque en Francia eso implicaba una gran dosis de chovinismo nacional y un potencial
importante de xenofobia. En la Europa central, su carácter nacionalista y, sobre todo, antisemítico, era
ilimitado. En efecto, los judíos podían ser identificados no sólo con el capitalismo y en especial, con
el sector del capitalismo que afectaba a los pequeños artesanos y tenderos -banqueros, comerciantes,
fundadores de nuevas cadenas de distribución y de grandes almacenes-, sino también con socialistas
ateos y, de forma más general, con intelectuales que minaban las verdades tradicionales y amenazadas
de la moralidad y la familia patriarcal. A partir del decenio de 1880, el antisemitismo se convirtió en
un componente básico de los movimientos políticos organizados de los «hombres pequeños» desde
las fronteras occidentales de Alemania hacia el este en el imperio de los Habsburgo, en Rusia y en
Rumania. ¿Quién habría pensado, sobre la base de las convulsiones antisemíticas que sacudieron a
*
Francia en la década de 1890, del decenio de los escándalos de Panamá y del caso Dreyfus, que en
ese período apenas vivían 60.000 judíos en un país de 40 millones de habitantes? . Naturalmente, hay
que hablar también del campesinado, que en muchos países constituía todavía la gran mayoría de la
población, y el grupo económico más amplio en otros. Aunque a partir de 1880 (la época de
depresión), los campesinos y granjeros se movilizaron cada vez más como grupos económicos de
presión y entraron a formar parte, de forma masiva, en nuevas organizaciones para la compra,
comercialización, procesado de los productos y créditos cooperativos en países tan diferentes como
los Estados Unidos y Dinamarca, Nueva Zelanda y Francia, Bélgica e Irlanda, lo cierto es que el
campesinado raramente se movilizó política y electoralmente como una clase, asumiendo que un
cuerpo tan variado pueda ser considerado como una clase. Por supuesto, ningún gobierno podía
permitirse desdeñar los intereses económicos de un cuerpo tan importante de votantes como los
cultivadores agrícolas en los países agrarios. De cualquier forma, cuando el campesinado se movilizó
electoralmente lo hizo bajo estandartes no agrarios, incluso en los casos en que estaba claro que la
fuerza de un movimiento o partido político determinado, como los populistas de los Estados Unidos
en el decenio de 1890 o los socialrevolucionarios en Rusia (a partir de 1902), descansaba en el apoyo
de los granjeros o campesinos. Si los grupos sociales se movilizaban como tales, también lo hacían los
cuerpos de ciudadanos unidos por lealtades sectoriales como la religión o la nacionalidad. Sectoriales
porque las movilizaciones políticas de masas sobre una base confesional, incluso en países de una sola
religión, eran siempre bloques opuestos a otros bloques, ya fueran confesionales o seculares. Y las
movilizaciones electorales nacionalistas (que en ocasiones, como en el caso de los polacos e
irlandeses, coincidían con las de carácter religioso) eran casi siempre movimientos autonomistas
dentro de estados multinacionales. Poco tenían en común con el patriotismo nacional inculcado por
los estados -y que a veces escapaban a su control- o con los movimientos políticos, normalmente de la
derecha, que afirmaban representar a «la nación» contra las minorías subversivas (véase infra,
capítulo 6). No obstante, la aparición de movimientos de masas político-confesionales como
fenómeno general se vio dificultada por el ultraconservadurismo de la institución. ¿Qué cabida podía
tener la política católica en ese mundo infernal de la política secular, excepto el de la oposición total y
la defensa específica de la práctica religiosa, de la educación católica y de otras instituciones de la
Iglesia, vulnerables ante el estado en su conflicto permanente con la Iglesia? Así, si bien el potencial
político de los partidos cristianos era extraordinario, como lo demostraría la historia europea posterior
*
a 1945 y pese a que se incrementó, sin duda, con cada nueva ampliación del derecho de voto, la
Iglesia se opuso a la formación de partidos políticos católicos apoyados formalmente por ella, aunque
desde la década de 1890 reconoció la conveniencia de apartar a las clases trabajadoras de la
revolución atea socialista y, por supuesto, la necesidad de velar por su más importante
circunscripción, la que formaban los campesinos. Pero aunque el papa apoyó el nuevo interés de los
católicos por la política social (en la encíclica Rerum Novarum, 1891), los antepasados y fundadores
de lo que serían los partidos democristianos del segundo período de posguerra eran contemplados con
suspicacia y hostilidad por la Iglesia, no sólo porque también ellos, como el «modernismo», parecían
aceptar una serie de tendencias nada deseables del mundo secular, sino también porque la Iglesia se
sentía incómoda con los cuadros de las nuevas capas medias y medias bajas de católicos, tanto
urbanas como rurales, de las economías en expansión, que encontraban en ellas una posibilidad de
acción. Cuando el gran demagogo Karl Lueger (1844-1910) consiguió fundar en los años 1890 el
primer gran partido cristianosocial de masas moderno, un movimiento constituido por elementos de
las clases medias y medias bajas fuertemente antisemita que conquistó la ciudad de Viena, lo hizo
contra la resistencia de la jerarquía austríaca. Así pues, la Iglesia apoyó generalmente a partidos
conservadores o reaccionarios de diverso tipo y, en las naciones católicas subordinadas en el seno de
estados multinacionales, a los movimientos nacionalistas no infectados por el virus secular, con los
que mantenía buenas relaciones. Desde luego, apoyaba. a cualquiera frente al socialismo y la
revolución. En definitiva, solamente existían auténticos partidos y movimientos católicos de masas en
Alemania (donde habían visto la luz para resistir las campañas anticlericales de Bismarck en el
decenio de 1870), en los Países Bajos (donde la política se organizaba plenamente en forma de
agrupaciones confesionales, incluyendo las protestantes y las no religiosas, organizadas como bloques
verticales) y en Bélgica (donde los católicos y los liberales anticlericales habían formado el sistema
bipartidista mucho antes de la democratización). Más raros eran aún los partidos religiosos
protestantes y allí donde existían las reivindicaciones confesionales se mezclaban generalmente con
otros lemas: nacionalismo y liberalismo (como en el Gales inconformista), antinacionalismo (como
entre los protestantes del Ulster que optaron por la unión con Gran Bretaña frente al Irish Home
Rule), el liberalismo (como en el Partido Liberal británico, donde el movimiento de los
inconformistas se hizo más fuerte cuando los viejos aristócratas whig y los grandes intereses
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abandonaron las filas conservadoras en el decenio de 1880). Ciertamente, en la política la religión
era imposible de distinguir políticamente del nacionalismo, incluyendo -en Rusia- el del estado. El zar
no era sólo la cabeza de la Iglesia ortodoxa, sino que movilizaba a la ortodoxia frente a la revolución.
Las otras grandes religiones (el islam, el hinduismo, el budismo el confucianismo), por no mencionar
los cultos que sólo tenían difusión entre comunidades y pueblos concretos, actuaban todavía en un
universo ideológico y político en el que la política democrática occidental era desconocida e
irrelevante. Si la religión tenía un enorme potencia] político, la identificación nacional era un agente
movilizador igualmente extraordinario y, en la práctica, más efectivo. Cuando, tras la democratización
del sufragio británico en 1884, Irlanda votaba a sus representantes, el Partido Nacionalista Irlandés
consiguió todos los escaños de la isla. Allí donde la conciencia nacional optó por la expresión política,
se hizo evidente que los polacos votarían como polacos (en Alemania y Austria) y los checos en tanto
que checos. La política de la porción austríaca del imperio de los Habsburgo se vio paralizada por
esas divisiones nacionales. Ciertamente, tras los enfrentamientos entre checos y alemanes a lo largo
de la década de 1890, el parlamentarismo se quebró completamente, pues a partir de ese momento
ningún gobierno podía formar una mayoría parlamentaria. La implantación del sufragio universal en
1907 fue no sólo una concesión a las presiones, sino también un intento desesperado de movilizar a
las masas electorales que pudieran votar a partidos no nacionalistas (católicos e incluso socialistas)
contra los bloques nacionales irreconciliables y enfrentados. En su forma extrema --el partido de
masas disciplinado-, la movilización política de masas no fue muy habitual. Ni siquiera en los nuevos
movimientos obreros y socialistas se repitió en todos los casos el modelo monolítico y acaparador de
la socialdemocracia alemana (véase el capítulo siguiente). Sin embargo, podían verse prácticamente
en todas partes los elementos que constituían ese nuevo fenómeno.

Eran éstos, en primer lugar, las organizaciones que formaban su base. El partido de masas ideal
consistía en un conjunto de organizaciones o ramas locales junto con un complejo de organizaciones,
cada una también con ramas locales, para objetivos especiales pero integradas en un partido con
objetivos políticos más amplios. Así, en 1914, el movimiento nacional irlandés tenía su expresión en
la United Irish League, organizada electoralmente, es decir, en cada circunscripción parlamentaria.
Organizaba los congresos electorales, presididos por el presidente de la Liga. y a ellos asistían no sólo
sus propios delegados, sino también los de los consejos sindicales (consorcios ciudadanos de las
ramas de los sindicatos), los de los propios sindicatos, los de la Land and Labour Association, que
representaba los intereses de los agricultores, los de la Gaelic Athletic Association, los de
asociaciones benéficas como la Ancient Order of Hibernians, que vinculaba la isla con la emigración
norteamericana, etc. Ese era el marco de los elementos movilizados que constituía el vínculo esencial
entre los líderes nacionalistas dentro y fuera del Parlamento y el electorado de masas, que definía los
límites externos de quienes apoyaban la causa de la autonomía irlandesa. Estos activistas así
organizados eran un número importante: en 1913, la Liga tenía 130,000 miembros en una población
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católica irlandesa de tres millones.

En segundo lugar, los nuevos movimientos de masas eran ideológicos. Eran algo más que simples
grupos de presión y de acción para conseguir objetivos concretos, como la defensa de la viticultura.
Naturalmente, también se multiplicaron esos grupos organizados con intereses específicos, pues la
lógica de la política democrática exigía intereses para ejercer presión sobre los gobiernos y los
parlamentarios nacionales, sensibles en teoría a esas presiones. Pero instituciones como la Bund der
Landwirte alemana (fundada en 1893 y en la que se integraron, casi de forma inmediata, 200.000
agricultores) no estaban vinculadas a un partido, a pesar de las evidentes simpatías conservadoras de
la Bund y de su dominio casi total por los grandes terratenientes. En 1898 descansaba en el apoyo de
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118 (de un total de 397) diputados del Reichstag, que pertenecían a cinco partidos distintos. A
diferencia de esos grupos con intereses específicos, aunque ciertamente poderosos, el nuevo partido
representaba una visión global del mundo. Era eso, más que el programa político concreto, específico
y tal vez cambiante, lo que, para sus miembros y partidarios, constituía algo similar a la «religión
cívica» que para Jean-Jacques Rousseau y para Durkheim, así como para otros teóricos en el nuevo
campo de la sociología debía constituir la trabazón interna de las sociedades modernas: sólo en ese
caso formaba un cemento seccional. La religión, el nacionalismo, la democracia, el socialismo y las
ideologías precursoras del fascismo de entreguerras constituían el nexo de unión de las nuevas masas
movilizadas, cualesquiera que fueran los intereses materiales que representaban también esos
movimientos.

Paradójicamente, en países con una fuerte tradición revolucionaria como Francia, los Estados Unidos
y, de forma mucho más remota, el Reino Unido, la ideología de sus propias revoluciones pasadas
permitió a las antiguas o a las nuevas elites controlar, al menos en parte, las nuevas movilizaciones de
masas con una serie de estrategias, familiares desde hacía largo tiempo a los oradores del 4 de julio en
la Norteamérica democrática. El liberalismo inglés, heredero de la gloriosa revolución liberal de 1688
y que no olvidaba el llamamiento ocasional a los regicidas de 1649 en beneficio de los descendientes
*
de las sectas puritanas, consiguió impedir el desarrollo de un partido laborista de masas hasta 1914.
Además, el Partido Laborista, fundado en 1900, siguió la senda de los liberales. En Francia, el
radicalismo republicano intentó absorber y asimilar las movilizaciones de masas, agitando el
estandarte de la república y la revolución contra sus enemigos. Y no dejó de tener éxito en esa
empresa. Los eslóganes «No queremos enemigos a la izquierda» y «Unidad de todos los nuevos
republicanos» contribuyeron poderosamente a vincular a la nueva izquierda popular con los hombres
del centro que dirigían la Tercera República.

En tercer lugar, de cuanto hemos dicho se sigue que las movilizaciones de masas eran, a su manera,
globales. Quebrantaron el viejo marco local o regional de la política, minimizaron su importancia o lo
integraron en movimientos mucho más amplios. En cualquier caso, la política nacional en los países
democratizados redujo el espacio de los partidos puramente regionales, incluso en los estados, como
Alemania y el Reino Unido, donde las diferencias regionales eran muy marcadas. En Alemania, el
carácter regional de Hannover (anexionada por Prusia en 1866), donde el sentimiento antiprusiano y
la lealtad a la antigua dinastía güelfa eran aún muy intensos, sólo se manifestó concediendo un
porcentaje más reducido de los votos (el 85 por 100 frente al 94 por- 100 en los demás lugares) a los
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diferentes partidos de ámbito nacional. El hecho de que las minorías confesionales o étnicas, o los
grupos sociales y económicos quedaran reducidos en ocasiones a zonas geográficas limitadas, no debe
llevarnos a establecer conclusiones erróneas. En contraste con la política electoral de la vieja sociedad
burguesa, la nueva política de masas se hizo cada vez más incompatible con el viejo sistema político,
basado en una serie de individuos, poderosos e influyentes en la vida local, conocidos (en el
vocabulario político francés) como notables. Todavía en muchas partes de Europa y América -
especialmente en zonas tales como la península ibérica y la península balcánica, en el sur de Italia y
en América Latina-, los caciques o patrones, individuos de poder e influencia local, podían «entregar»
bloques de votos de sus clientes al mejor postor o incluso a otro cacique más importante. Las antiguas
elites se transformaron para encajar en la democracia, conjugando el sistema de la influencia y el
patrocinio locales con el de la democracia. Ciertamente, en los últimos decenios del siglo XIX y los
primeros del siglo XX se produjeron conflictos complejos entre los notables a la vieja usanza y los
nuevos agentes políticos, jefes locales u otros elementos clave que controlaban los destinos de los
partidos en el plano local. La democracia que ocupó el lugar de la política dominada por los notables -
en la medida en que consiguió alcanzar ese objetivo- no sustituyó el patrocinio y la influencia por el
«pueblo». sino por una organización, es decir, por los comités, los notables del partido y las minorías
activistas Robert Michels creyó poder establecer a partir de su estudio del Partido Socialdemócrata
alemán. Michels apuntó también la tendencia del nuevo movimiento de masas a venerar las figuras de
los líderes, aunque concedió una importancia desmedida a este aspecto. En efecto, la admiración que,
sin duda, rodeaba a algunos líderes de los movimientos nacionales de masas y que se expresaba en la
reproducción, en las paredes de muchas casas modestas, de retratos de Gladstone, el gran anciano del
liberalismo, o de Bebel, el líder de la socialdemocracia alemana, representaba más que al hombre en sí
mismo la causa que unía a sus seguidores en el período que es objeto de nuestro estudio. Además,
muchos movimientos de masas no tenían jefes carismáticos. En resumen, los movimientos
estructurados de masas no eran, de ningún modo, repúblicas de iguales. Pero el binomio organización
y apoyo de masas les otorgaba una gran capacidad: eran estados potenciales. De hecho, las grandes
revoluciones de nuestro siglo sustituirían a los viejos regímenes, estados y clases gobernantes por
partidos y movimientos institucionalizados como sistemas de poder estatal.
II. La democratización, aunque estaba progresando, apenas había comenzado a transformar la
política. Pero sus implicaciones, explícitas ya en algunos casos, plantearon graves problemas a los
gobernantes de los estados y a las clases en cuyo interés gobernaban. Se planteaba el problema de
mantener la unidad, incluso la existencia, de los estados, problema que era ya urgente en la política
multinacional confrontada con los movimientos nacionales. Había que resolver la continuidad de lo
que para las elites del país era una política sensata, sobre todo en la vertiente económica. ¿No
interferiría inevitablemente la democracia en el funcionamiento del capitalismo y -tal como pensaban
los hombres de negocios-, además, de forma negativa? ¿No amenazaría el libre comercio en el Reino
Unido, sistema que todos los partidos defendían enérgicamente? ¿No amenazaría a unas finanzas
sólidas y al patrón oro, piedra angular de cualquier política económica respetable? Esta última
amenaza parecía inminente en los Estados Unidos, como lo puso de relieve la movilización masiva
del populismo en los años 1890, que lanzó su retórica más apasionada contra -en palabras de su gran
orador William Jennings Bryan- la crucifixión de la humanidad en una cruz de oro. De forma más
genérica, se planteaba, por encima de todo, el problema de garantizar la legitimidad, tal vez incluso la
supervivencia, de la sociedad tal como estaba constituida, frente a la amenaza de los movimientos de
masas deseosos de realizar la revolución social. En los estados democráticos en los que existía la
división de poderes, como en los Estados Unidos, el gobierno (es decir, el ejecutivo representado por
la presidencia) era en cierta forma independiente- del Parlamento elegido, aunque corría serio peligro
de verse paralizado por este último. (Ahora bien, la elección democrática de los presidentes planteó un
nuevo peligro.) En el modelo europeo de gobierno representativo, en el que los gobiernos, a menos
que estuvieran protegidos todavía por la monarquía del viejo régimen, dependían en teoría de unos
parlamentos elegidos, sus problemas parecían insuperables. Es cierto que los mismos nombres se
repetían una y otra vez en esos equipos de gobierno. En consecuencia, la continuidad efectiva del
gobierno y de la política estaba en manos de los funcionarios de la burocracia, permanentes, no
elegidos e invisibles. En cuanto a la corrupción, no era mayor que a comienzos del siglo XIX, cuando
gobiernos como el británico distribuían lo que se llamaba «cargos de beneficio bajo la Corona» y
lucrativas sinecuras entre amigos y personas dependientes. Pero aun cuando no ocurriera así, la
corrupción era más visible, pues los políticos aprovechaban, de una u otra forma, el valor de su apoyo
a los hombres de negocios o a otros intereses. Escándalos de corrupción política ocurrían no sólo en
los países en los que no se amortiguaba el ruido del dinero al cambiar de una mano a otra, como en
Francia (el escándalo Wilson de 1885, el escándalo de Panamá en 1892-1893), sino también donde sí
ocurría, como en el Reino Unido (el escándalo Marconi de 1913, en el que se vieron implicados dos
políticos autoformados del tipo al que hacíamos referencia anteriormente, Lloyd George y Rufus
*
Isaacs, que más tarde sería nombrado lord Chief Justice y virrey de la India). Desde luego, la
inestabilidad parlamentaria y la corrupción podían ir de la mano en los casos en que los gobiernos
formaban mayorías sobre la base de la compra de votos a cambio de favores políticos que, casi de
forma inevitable, tenían una dimensión económica. Los contemporáneos pertenecientes a las clases
más altas de la sociedad eran perfectamente conscientes de los peligros que planteaba la
democratización política y, en un sentido más general, de la creciente importancia de las masas. La
nueva situación política fue implantándose de forma gradual y desigual, según la historia de cada uno
de los estados. Esto hace difícil, y en gran medida inútil, un estudio comparativo de la política en los
decenios de 1870 y 1880. Fue la súbita aparición en la esfera internacional de movimientos obreros y
socialistas de masas en la década de 1880 y posteriormente (véase el capítulo siguiente) el factor que
pareció situar a muchos gobiernos y a muchas clases gobernantes en unas premisas básicamente
iguales, aunque podemos ver retrospectivamente que no eran los únicos movimientos de masas que
plantearon problemas a los gobiernos. En general, en la mayor parte de los estados europeos con
constituciones limitadas o derecho de voto restringido, la preeminencia política que había
correspondido a la burguesía liberal a mediados del siglo se eclipsó en el curso de la década de 1870,
si no por otras razones, como consecuencia de la gran depresión. Nunca volvió a ocupar una posición
dominante, excepto en episódicos retornos al poder. En el nuevo período no apareció en Europa un
modelo político igualmente nítido, aunque en los Estados Unidos, el Partido Republicano, que había
conducido al Norte a la victoria en la guerra civil, continuó ocupando la presidencia hasta 1913. En
tanto en cuanto era posible mantener al margen de la política parlamentaria problemas insolubles o
desafíos fundamentales de revolución o secesión, los políticos podían formar mayorías parlamentarias
cambiantes, que constituían aquellas que no deseaban amenazar al estado ni al orden social. Eso fue
posible en la mayor parte de los casos, aunque en el Reino Unido la aparición súbita de un bloque
sólido y militante de nacionalistas irlandeses en el decenio de 1880, dispuesto a perturbar los
Comunes y en una posición que le permitía influir de forma decisiva en el Parlamento, transformó
inmediatamente la política parlamentaria y los dos partidos que habían dirigido su decoroso pas-de-
deux. Cuando menos, precipitó en 1886 el aflujo de aristócratas millonarios pertenecientes al partido
whig y de hombres de negocios liberales al partido tory que, como partido conservador y unionista (es
decir, opuesto a la autonomía irlandesa), pasó a ser cada vez más el partido unificado de los
terratenientes y de los grandes hombres de negocios. En los demás países, la situación, aunque
aparentemente más dramática, de hecho era más fácil de controlar. En la restaurada monarquía
española (1874), la fragmentación de los derrotados enemigos del sistema -los republicanos por la
izquierda y los carlistas por la derecha- permitió a Cánovas (1828-1897), que ocupó el poder durante
la mayor parte del período 1874-1897, controlar a los políticos y a un voto rural apolítico. En
Alemania, la debilidad de los elementos irreconciliables permitió a Bismarck controlar perfectamente
la situación en el decenio de 1880, y la moderación de los partidos eslavos respetables en el imperio
austríaco benefició igualmente al elegante aristócrata conde Taaffe ( 1833-1895), que ocupó el poder
entre 1879 y 1893. La derecha francesa, que se negó a aceptar la república, fue una minoría electoral
permanente y el ejército no desafió a la autoridad civil. Así, la república sobrevivió a las numerosas
crisis que la sacudieron (en 1877, en 1885-1887, en 1892-1893 y en el caso Dreyfus de 1894-1900).
En Italia, el boicot del Vaticano contra un estado secular y anticlerical facilitó a Depretis (1813-1887)
el desarrollo de su política de «transformismo», es decir, de conversión de sus enemigos en sostén del
gobierno. En realidad, el único desafío real al sistema procedía de los medios extraparlamentarios, y
la insurrección desde abajo no sería tomada en consideración, por el momento, en los países
constitucionales, mientras que los ejércitos, incluso en España, país típico de pronunciamientos,
conservaron la calma. Y donde, como en los Balcanes o como en América Latina, tanto la
insurrección como la irrupción del ejército en la política fueron acontecimientos familiares, lo fueron
como partes del sistema más que como desafíos potenciales al mismo. Y cuando los gobiernos se
encontraron frente a la aparición de fuerzas aparentemente irreconciliables en la política, su primer
instinto fue, muchas veces, la coacción. Bismarck, maestro en la manipulación de la política de
sufragio limitado, se sintió perplejo cuando en el decenio de 1870 se tuvo que enfrentar con lo que
consideraba una masa organizada de católicos que se mostraban leales a un Vaticano reaccionario
situado «más allá de las montañas» (de ahí el término ultramontano) y les declaró la guerra
anticlerical (la llamada Kulturkampf o lucha cultural de los años setenta). Enfrentado al auge de los
socialdemócratas, proscribió a este partido en 1879. Como parecía imposible e impensable la vuelta a
un absolutismo radical -se permitió a los proscritos socialdemócratas que presentaran candidatos
electorales-, fracasó en ambos casos. Antes o después -en el caso de los socialistas después de su
caída en 1889-, los gobiernos tenían que aprender a convivir con los nuevos movimientos de masas.
En general, el decenio de 1890, que conoció la aparición del socialismo como movimiento de masas,
constituyó el punto de inflexión. Comenzó entonces una era de nuevas estrategias políticas. A las
generaciones de lectores que se han hecho adultas desde la primera guerra mundial puede parecerles
sorprendente que en esa época ningún gobierno pensara seriamente en el abandono de los sistemas
constitucional y parlamentario. En efecto, con posterioridad a 1918, el constitucionalismo liberal y la
democracia representativa comenzarían una retirada en un amplio frente, aunque fueron restablecidos
parcialmente después de 1945. Incluso en la Rusia zarista, la derrota de la revolución en 1905 no
condujo a la abolición total de las elecciones y el Parlamento (la Duma). A diferencia de lo que
ocurriera en 1849 (véase La era del capital, capítulo 1), no tuvo lugar el retorno directo a una política
reaccionaria, aunque al final de ese período de poder, Bismarck jugó con la idea de suspender o abolir
la Constitución. La sociedad burguesa tal vez se sentía incómoda sobre su futuro, pero conservaba la
confianza suficiente, en gran parte porque el avance de la economía mundial no favorecía el
pesimismo. Incluso la opinión política moderada (a menos que tuviera intereses diplomáticos o
económicos opuestos) adoptaba una posición favorable a una revolución en Rusia, que todo el mundo
esperaba que contribuyera a convertir la civilización europea en un estado burgués-liberal decente- y
ciertamente en Rusia, la revolución de 1905. a diferencia de la de octubre de 1917, fue apoyada con
entusiasmo por las clases medias y por los intelectuales. Otros insurreccionistas eran insignificantes.
Los gobiernos permanecieron impasibles durante la epidemia anarquista de asesinatos en el decenio
*
de 1890, en el curso de los cuales murieron dos monarcas, dos presidentes y un primer ministro, y a
partir de 1900 nadie se preocupó seriamente por el anarquismo, con la excepción de España y de
algunas zonas de América Latina. Con el estallido de la guerra en 1914, el ministro francés del
Interior ni siquiera se preocupó de detener a los revolucionarios y antimilitaristas subversivos
(fundamentalmente anarquistas y anarcosindicalistas) considerados peligrosos para el estado y de los
que la policía había elaborado una lista completa. Pero si (a diferencia de lo que ocurrió en los
decenios posteriores a 1917) la sociedad burguesa en conjunto no se sentía amenazada de forma grave
e inmediata, tampoco sus valores y sus expectativas históricas decimonónicas se habían visto
seriamente socavadas todavía. Se esperaba que el comportamiento civilizado, el imperio de la ley y
las instituciones liberales continuarían con su progreso secular. Quedaba todavía mucha barbarie,
especialmente (así lo creían los elementos «respetables» de la sociedad) entre las clases inferiores y,
por supuesto, entre los pueblos «incivilizados» que afortunadamente habían sido colonizados. Todavía
había estados, incluso en Europa, como los imperios zarista y otomano, donde las luces de la razón
alumbraban escasamente o aún no habían sido encendidas. Sin embargo, los mismos escándalos que
convulsionaban la opinión nacional o internacional indican cuán altas eran las expectativas de
civilización en el mundo burgués en las épocas de paz.

III.

Así pues, las clases dirigentes optaron por las nuevas estrategias, aunque hicieron todo tipo de
esfuerzos para limitar el impacto de la opinión y del electorado de masas sobre sus intereses y sobre
los del estado, así como sobre la definición y continuidad de la alta política. Su objetivo básico era el
movimiento obrero y socialista, que apareció de pronto en el escenario internacional como un
fenómeno de masas en torno a 1890 (véase el capítulo siguiente). En definitiva, éste sería más fácil de
controlar que los movimientos nacionalistas que aparecieron en este período o que, aunque habían
aparecido anteriormente, entraron en una fase de nueva militancia, autonomismo o separatismo (véase
infra, capítulo 6). En cuanto a los católicos, salvo en los casos en que se identificaron con el
nacionalismo autonomista, fue relativamente fácil integrarlos, pues eran conservadores desde el punto
de vista social -este era el caso incluso entre los raros partidos socialcristianos como el de Lueger- y,
por lo general, se contentaban con la salvaguarda de los intereses específicos de la Iglesia. No fue
fácil conseguir que los movimientos obreros se integraran en el juego institucionalizado de la política,
por cuanto los empresarios, enfrentados con huelgas y sindicatos tardaron mucho más tiempo que los
políticos en abandonar la política de mano dura, incluso en la pacífica Escandinavia. El creciente
poder de los grandes negocios se mostró especialmente recalcitrante. En la mayor parte de los países,
sobre todo en los Estados Unidos y en Alemania, los empresarios no se reconciliaron como clase antes
de 1914, e incluso en el Reino Unido, donde habían sido aceptados ya en teoría, y muchas veces en la
práctica, el decenio de 1890 contempló una contraofensiva de los empresarios contra los sindicatos, a
pesar de que el gobierno practicó una política conciliadora y de que los líderes del Partido Liberal
intentaron asegurarse y captar el voto obrero. También se plantearon difíciles problemas políticos allí
donde los nuevos partidos obreros se negaron a cualquier tipo de compromiso con el estado y con el
sistema burgués a escala nacional -muy pocas veces hicieron gala de la misma intransigencia en el
ámbito del gobierno local-, actitud que adoptaron los partidos que se adhirieron a la Internacional
marxista de 1889. (Los partidos obreros no revolucionarios o no marxistas no suscitaron ese
problema.) Pero hacia 1900 existía ya un ala moderada o reformista en todos los movimientos de
masas; incluso entre los marxistas encontró a su ideólogo en Eduard Bernstein, que afirmaba que «el
movimiento lo era todo, mientras que el objetivo final no era nada», y cuya postura nítida de revisión
de la teoría marxista suscitó escándalos, ofensas y un debate apasionado en el mundo socialista desde
1897. Entretanto, la política del electoralismo de masas, que incluso la mayor parte de los partidos
marxistas defendían con entusiasmo porque permitía un rápido crecimiento de sus filas, integró
gradualmente a esos partidos en el sistema. Ciertamente era impensable todavía incluir a los
socialistas en el gobierno. Esa política se puso en práctica de forma sistemática en Francia desde 1899
con Waldeck Rousseau (1846-1904), artífice de un gobierno de unión republicana contra los
enemigos que la desafiaron tan abiertamente en el caso Dreyfus-, en Italia, por Zanardelli, cuyo
gobierno de 1903 descansaba en el apoyo de la extrema izquierda y, posteriormente, por Giolitti, el
gran negociador y conciliador. En el Reino Unido, después de superarse algunas dificultades en el
decenio de 1890, los liberales establecieron un pacto electoral con el joven Labour Representation
Committee en 1903, pacto que le permitió entrar en el Parlamento con cierta fuerza en 1906 con el
nombre de Partido Laborista. En todos los demás países, el interés común de ampliar el derecho de
voto aproximó a los socialistas y a otros demócratas, como ocurrió en Dinamarca, donde en 1901 el
gobierno pudo contar por primera vez en toda Europa, con el apoyo de un partido socialista. Las
razones que explican esta aproximación del centro parlamentario a la extrema izquierda no eran, por
lo general, la necesidad de conseguir el apoyo socialista, pues incluso los partidos socialistas más
numerosos eran grupos minoritarios que podían ser fácilmente excluidos del juego parlamentario,
como ocurrió con los partidos comunistas, de tamaño similar, en la Europa posterior a la segunda
guerra mundial. Los gobiernos alemanes mantuvieron a raya al más poderoso de esos partidos
mediante la llamada Sammlungspolitik (política de unión amplia), es decir, aglutinando mayorías de
conservadores católicos y liberales antisocialistas. Lo que impulsaba a los hombres sensatos de las
clases gobernantes era, más bien, el deseo de explotar las posibilidades de domesticar a esas bestias
salvajes del bosque político. La estrategia reportó resultados dispares según los casos, y la
intransigencia de los capitalistas, partidarios de la coacción y que provocaban enfrentamientos de
masas, no facilitó la tarea, aunque en conjunto esa política funcionó, al menos en la medida en que
consiguió dividir a los movimientos obreros de masas en un ala moderada y otra radical de elementos
irreconciliables -por lo general, una minoría-, aislando a esta última. No obstante, lo cierto es que la
democracia sería más fácilmente maleable cuanto menos agudos fueran los descontentos. Así pues, la
nueva estrategia implicaba la disposición a poner en marcha programas de reforma y asistencia social,
que socavó la posición liberal clásica de mediados de siglo de apoyar gobiernos que se mantenían al
margen del campo reservado a la empresa privada y a la iniciativa individual. El jurista británico A.
V. Dicey (1835-1922) consideraba que la apisonadora del colectivismo se había puesto en marcha en
1870, allanando el paisaje de la libertad individual, dejando paso a la tiranía centralizadora y uniforme
de las comidas escolares, la seguridad social y las pensiones de vejez. En cierto sentido tenía razón.
Bismarck, con una mente siempre lógica, ya había decidido en el decenio de 1880 enfrentarse a la
agitación socialista por medio de un ambicioso plan de seguridad social y en ese camino le seguirían
Austria y los gobiernos liberales británicos de 1906-1914 (pensiones de vejez, bolsas de trabajo,
seguros de enfermedad y de desempleo) e incluso, después de algunas dudas, Francia (pensiones de
vejez en 1911). Curiosamente, los países escandinavos, que en la actualidad constituyen los «estados
providencia» por excelencia, avanzaron lentamente en esa dirección, mientras que algunos países sólo
hicieron algunos gestos nominales y los Estados Unidos de Carnegie, Rockefeller y Morgan ninguno
en absoluto. En ese paraíso de la libre empresa, incluso el trabajo infantil escapaba al control de la
legislación federal, aunque en 1914 existían ya una serie de leyes que lo prohibían, en teoría, incluso
en Italia, Grecia y Bulgaria. Con excepción de Alemania, esos planes de asistencia social fueron
modestos hasta poco antes de 1914, e incluso en Alemania no consiguieron detener el avance del
Partido Socialista. De cualquier forma, se había asentado ya una tendencia, mucho más rápida en los
países de Europa y Australasia que en los demás. Dicey estaba también en lo cierto cuando hacía
hincapié en el incremento inevitable de la importancia y el peso del aparato del estado, una vez que se
abandonó el concepto del estado ideal no intervencionista. De acuerdo con los parámetros actuales, la
burocracia todavía era modesta, aunque creció con gran rapidez, especialmente en el Reino Unido.
Digamos, a título comparativo, que en los países de la Europa comunitaria del decenio de 1970, la
burocracia suponía entre el 10 y el 12 por 100 de la población activa. Como hemos visto, se tenía la
convicción no sólo de que el imperialismo podía financiar la reforma social, sino también de que era
popular. La guerra, o al menos la perspectiva de una guerra victoriosa, tenía incluso un potencial
demagógico mayor. El gobierno conservador inglés utilizó la guerra de Suráfrica (1899~ 1902) para
derrotar espectacularmente a sus enemigos liberales en la elección «caqui» de 1900, y el imperialismo
norteamericano consiguió movilizar con éxito la popularidad de las armas para la guerra contra
España en 1898. Claro que las elites gobernantes de los Estados Unidos, con Theodore Roosevelt
(1858-1919, presidente en 1901-1909) a la cabeza acababan de descubrir al cowboy armado de
revólver como símbolo de¡ auténtico americanismo, la libertad y la tradición nativa blanca contra las
hordas invasoras de inmigrantes de baja estofa y frente a la gran ciudad incontrolable. Ese símbolo ha
sido intensamente explotado desde entonces. ¿Era posible dar una nueva legitimidad a los regímenes
de los estados y a las clases dirigentes a los ojos de las masas movilizadas democráticamente? En gran
parte, la historia del período que estudiamos consiste en una serie de intentos de responder a ese
interrogante. La tarea era urgente porque en muchos casos los viejos mecanismos de subordinación
social se estaban derrumbando. En ningún sitio fue esto más evidente que en Austria, donde a finales
de siglo los liberales habían quedado reducidos a una pequeña minoría de acomodados alemanes y
judíos alemanes de clase media residentes en las ciudades. El municipio de Viena, su bastión en el
decenio de 1860, se perdió en favor de los demócratas radicales, los antisemitas, el nuevo partido
cristiano-social y, finalmente, los socialdemócratas. Incluso en Praga, donde ese núcleo burgués podía
afirmar que representaba los intereses de la cada vez más reducida minoría de habla alemana de todas
las clases (unos 30.000 habitantes y en 1910 únicamente el 7 por 100 de la población), no
consiguieron la lealtad de los estudiantes y de la pequeña burguesía alemana nacionalista (völkisch) ni
de los socialdemócratas y los trabajadores alemanes, políticamente poco activos, ni tan sólo de una
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parte de la población judía. ¿Y qué decir acerca del estado, representado todavía habitualmente por
monarcas? Podía ser de nueva planta, sin ningún precedente histórico destacable, como en Italia y en
el nuevo imperio alemán por no mencionar a Rumania y Bulgaria. Sus regímenes podían ser el
producto de una derrota reciente, de la revolución y la guerra civil como en Francia, España y los
Estados Unidos de después de la guerra civil, por no hablar de los siempre cambiantes regímenes de
las repúblicas latinoamericanas. En las monarquías de larga tradición -incluso en el Reino Unido de la
década de 1870- las agitaciones no eran, o no parecían serio, desdeñables. La agitación nacional era
cada vez más fuerte. ¿Podía darse por sentada la lealtad de todos los súbditos o ciudadanos con
respecto al estado? En consecuencia, este fue el momento en que los gobiernos, los intelectuales y los
hombres de negocios descubrieron el significado político de la irracionalidad. Los intelectuales
escribían, pero los gobiernos actuaban. La vida política se ritualizó, pues, cada vez más y se llenó de
símbolos y de reclamos publicitarios, tanto abiertos como subliminales. Conforme se vieron
socavados los antiguos métodos -fundamentalmente religiosos- para asegurar la subordinación, la
obediencia y la lealtad, la necesidad de encontrar otros medios que los sustituyeran se cubría por
medio de la invención de la tradición, utilizando elementos antiguos y experimentados capaces de
provocar la emoción, como la corona y la gloria militar y, como hemos visto (véase el capítulo
anterior), otros sistemas nuevos como el imperio y la conquista colonial. Al igual que la horticultura,
ese sistema era una mezcla de plantación desde arriba y crecimiento -o en cualquier caso, disposición
para plantar- desde abajo. Los gobiernos y las elites gobernantes sabían perfectamente lo que hacían
cuando crearon nuevas fiestas nacionales, como el 14 de Julio en Francia (en 1880), o impulsaron la
ritualización de la monarquía británica, que se ha hecho cada vez más hierática y bizantina desde que
se impuso en el decenio de 1880. Las coronaciones británicas se organizaban, de forma plenamente
consciente, como operaciones político- ideológicas para ocupar la atención de las masas. Sin
embargo, no crearon la necesidad de un ritual y un simbolismo satisfactorios desde el punto de vista
emocional. Antes bien, descubrieron y llenaron un vacío que había dejado el racionalismo político de
la era liberal, la nueva necesidad de dirigirse a las masas y la transformación de las propias masas. En
este sentido, la invención de tradiciones fue un fenómeno paralelo al descubrimiento comercial del
mercado de masas y de los espectáculos y entretenimientos de masas, que corresponde a los mismos
decenios. La industria de la publicidad, aunque iniciada en los Estados Unidos después de la guerra
civil, fue entonces cuando alcanzó su mayoría de edad. El cartel moderno nació en las décadas de
1880 y 1890. El 14 de Julio francés se impuso como auténtica fiesta nacional porque recogía tanto el
apego del pueblo a la gran revolución como los deseos de contar con una fiesta institucionalizada. Así
pues, los regímenes políticos llevaron a cabo, dentro de sus fronteras, una guerra silenciosa por el
control de los símbolos y ritos de la pertenencia a la especie humana, muy en especial mediante el
control de la escuela pública (sobre todo la escuela primaria, base fundamental en las democracias
* 22
para «educar a nuestros maestros» en el espíritu «correcto») y, por lo general cuando las Iglesias
eran poco fiables políticamente, mediante el intento de controlar las grandes ceremonias del
nacimiento, el matrimonio y la muerte. De todos estos símbolos, tal vez el más poderoso era la
música, en sus formas políticas, el himno nacional y la marcha militar. En los países donde no existía
régimen monárquico, la bandera podía convertirse en la representación virtual del estado, la nación y
la sociedad, como en los Estados Unidos, donde en los últimos años del decenio de 1880 se inició la
costumbre de honrar a la bandera como un ritual diario en las escuelas de todo el país, hasta que se
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convirtió en una práctica general. Podía considerarse afortunado el régimen capaz de movilizar
símbolos aceptados universalmente, como el monarca inglés, que comenzó incluso a asistir todos los
años a la gran fiesta del proletariado, la final de copa de fútbol, subrayando la convergencia entre el
ritual público de masas y el espectáculo de masas. En este período comenzaron a multiplicarse los
espacios ceremoniales públicos y políticos, por ejemplo en torno a los nuevos monumentos nacionales
alemanes, y estadios deportivos, susceptibles de convertirse también en escenarios políticos. Los
estados y los gobiernos competían por los símbolos de unidad y de lealtad emocional con los
movimientos de masas no oficiales, que muchas veces creaban sus propios contrasímbolos, como la
«Internacional» socialista, cuando el estado se apropió del anterior himno de la revolución, la
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Marsellesa. Aunque muchas veces se cita a los partidos socialistas alemán y austríaco como
ejemplos extremos de comunidades independientes y separadas, de contrasociedades y de
contracultura (véase el capítulo siguiente), de hecho sólo eran parcialmente separatistas por cuanto
siguieron vinculadas a la cultura oficial por su fe en la educación (en el sistema de escuela pública),
en la razón y en la ciencia y en los valores de las artes (burguesas): los «clásicos». Después de todo,
eran los herederos de la Ilustración. Eran movimientos religiosos y nacionalistas los que rivalizaban
con el estado, creando nuevos sistemas de enseñanza rivales sobre bases lingüísticas o confesionales.
Con todo, todos los movimientos de masas tendieron, como hemos visto en el caso de Irlanda, a
formar un complejo de asociaciones y contracomunidades en torno a centros de lealtad que
rivalizaban con el estado.

IV.

En la mayor parte de los estados del Occidente burgués y capitalista --como veremos, la situación era
muy diferente en otras partes del mundo (véase infra, capítulo 12)-, el período transcurrido entre 1875
y 1914 y, desde luego, el que se extiende entre 1900 y 1914, fue de estabilidad política, a pesar de las
alarmas y los problemas. Los movimientos que rechazaban el sistema, como el socialismo, eran
engullidos por éste o -cuando eran lo suficientemente débiles- podían ser utilizados incluso como
catalizadores de un consenso mayoritario. Esta era, probablemente, la función de la «reacción» en la
República francesa, del antisocialismo en la Alemania imperial: nada unía tanto como un enemigo
común. En ocasiones, incluso el nacionalismo podía ser manejado. El nacionalismo galés sirvió para
fortalecer el liberalismo, cuando su líder Lloyd George se convirtió en ministro del gobierno y en el
principal freno y conciliador demagógico del radicalismo y el laborismo democráticos. Por su parte, el
nacionalismo irlandés, tras los episodios dramáticos de 1879-1891, pareció remansarse gracias a la
reforma agraria y a la dependencia política del liberalismo británico. El extremismo pangermano se
reconcilió con la «Pequeña Alemania» por el militarismo y el imperialismo del imperio de Guillermo.
Incluso en Bélgica,- los flamencos se mantuvieron en el seno del partido católico, que no desafiaba la
existencia del estado unitario y nacional. Podían ser aislados los elementos irreconciliables de la
ultraderecha y de la ultraizquierda. Los grandes movimientos socialistas anunciaban la inevitable
revolución, pero por el momento tenían otras cosas en que ocuparse. Cuando estalló la guerra en
1914, la mayor parte de ellos se vincularon, en patriótica unión, con sus gobiernos y sus clases
dirigentes. La única excepción importante de la Europa occidental confirma la regla. En efecto, el
Partido Laborista Independiente británico, que continuó oponiéndose a la guerra, lo hacía porque
compartía la larga tradición pacífica del inconformismo y del liberalismo burgués del Reino Unido,
que de hecho convirtió a éste en el único país en cuyo gobierno dimitieron por tales motivos varios
*
ministros liberales, en agosto de 1914. Los partidos socialistas que aceptaron la guerra lo hicieron, en
muchos casos. sin entusiasmo y, fundamentalmente, porque temían ser abandonados por sus
seguidores, que se apuntaron a filas en masa con celo espontáneo. En el Reino Unido, donde no
existía reclutamiento militar obligatorio, dos millones de jóvenes se alistaron voluntariamente entre
agosto de 1914 y junio de 1915, triste demostración del éxito de la política de la democracia
integradora. Sólo en los países donde no se había desarrollado aún un esfuerzo real para conseguir que
el ciudadano pobre se identificara con la nación y el estado, como en Italia, o donde ese esfuerzo no
podía conocer el éxito, como entre los checos, la gran masa de la población se mostró indiferente u
hostil a la guerra en 1914. El movimiento antibelicista de masas no se inició realmente hasta mucho
más tarde. Dado el éxito de la interacción política, los diversos regímenes políticos sólo tenían que
hacer frente al desafío inmediato de la acción directa. Es cierto que este tipo de conflictos ocurrieron
sobre todo en los años inmediatamente anteriores al estallido de la guerra, pero se trataba de un
desafío del orden público más que del orden social, dada la ausencia de situaciones revolucionarias e
incluso prerrevolucionarias en los países más representativos de la sociedad burguesa. Los tumultos
protagonizados por los viticultores del sur de Francia, el motín del Regimiento 17 enviado contra ellos
(1907), las huelgas prácticamente generales de Belfast (1907), Liverpool (1911) y Dublín (1913), la
huelga general de Suecia (1908) e incluso la «Semana Trágica» de Barcelona (1909) no tenían la
fuerza suficiente como para quebrantar los cimientos de los regímenes políticos. Sin embargo, eran
acontecimientos graves, en especial en la medida en que eran síntoma de la vulnerabilidad de unos
sistemas económicos complejos. Aunque los contemporáneos ignoraban qué sucedería después, con
frecuencia tenían la sensación de que la sociedad se sacudía como si se tratara de los movimientos
sísmicos que preceden a los terremotos más fuertes. En esos años flotaba en el ambiente un hálito de
violencia sobre los hoteles Ritz y las casas de campo, lo cual subrayaba la inestabilidad y la fragilidad
del orden político en la belle époque. Pero tampoco hay que exagerar su trascendencia. Por lo que
respecta a los países más importantes de la sociedad burguesa, lo que destruyó la estabilidad de la
belle époque, incluyendo la paz de ese período, fue la situación en Rusia, el imperio de los Habsburgo
y los Balcanes, y no la que reinaba en la Europa occidental y en Alemania. Lo que hizo peligrosa la
situación política del Reino Unido en los años anteriores a la guerra no fue la rebelión de los
trabajadores, sino la división que surgió en las filas de la clase dirigente, una crisis constitucional
provocada por la resistencia que la ultraconservadora Cámara de los Lores opuso a la de los Comunes,
el rechazo colectivo de los oficiales a obedecer las órdenes de un gobierno liberal que defendía el
Home Rule en Irlanda. Sin duda, esas crisis provocaron, en parte, la movilización de los trabajadores,
pues a lo que los lores se resistían ciegamente, y en vano, era a la demagogia inteligente de Lloyd
George, dirigida a mantener «al pueblo» en el marco del sistema de sus gobernantes. Sin embargo, la
última y más grave de esas crisis fue provocada por el compromiso político de los liberales con la
autonomía irlandesa (católica) y el de los conservadores con la negativa de los protestantes del Ulster
(que apoyaban en las armas) a aceptarla. La democracia parlamentaria, el juego estilizado de la
política, era como bien sabemos todavía en el decenio de 1980- incapaz de controlar esa situación. De
cualquier forma, en el período que transcurre entre 1880 y 1914, las clases dirigentes descubrieron
que la democracia parlamentaria, a pesar de sus temores, fue perfectamente compatible con la
estabilidad política y económica de los regímenes capitalistas. Ese descubrimiento, así como el propio
sistema, era nuevo, al menos en Europa. Este sistema era decepcionante para los revolucionarios
sociales. Para Marx y Engels, la república democrática, aunque totalmente «burguesa», había sido
siempre como la antesala del socialismo, por cuanto permitía, e incluso impulsaba, la movilización
política del proletariado como clase y de las masas oprimidas, bajo el liderazgo del proletariado. De
esta forma, favorecería ineluctablemente la victoria final del proletariado en su enfrentamiento con los
explotadores. Sin embargo, al finalizar el período que estamos estudiando, sus discípulos se
expresaban en términos muy distintos. «Una república democrática -afirmaba Lenin en 1917- es la
mejor concha política para el capitalismo y, en consecuencia, una vez que el capitalismo ha
conseguido el control de esa concha ... asienta su poder de forma tan segura y tan firme que ningún
cambio, ni de personas ni de instituciones, ni de partidos en la república democrático-burguesa puede
2
quebrantarla.» Como siempre, a Lenin no le interesaba el análisis político general, sino más bien
encontrar argumentos -eficaces para una situación política concreta, en este caso, contra el gobierno
provisional de la Rusia revolucionaria y en pro del poder de los soviets. En cualquier caso, no
discutiremos aquí la validez de su argumentación, muy discutible, sobre todo porque no establece una
distinción entre las circunstancias económicas y sociales que han permitido a los estados soslayar las
revueltas sociales, y las instituciones que les han ayudado a conseguirlo. Lo que nos interesa es su
plausibilidad. Con anterioridad a 1880, los argumentos de Lenin habrían parecido igualmente poco
plausibles a los partidarios y a los enemigos del capitalismo, inmersos en la acción política. Incluso en
las filas de la izquierda política, un juicio tan negativo sobre la «república democrática» habría
resultado casi inconcebible. Las afirmaciones de Lenin en 1917 hay que considerarlas desde la
perspectiva de la experiencia de una generación de democratización occidental, y, especialmente, de
la de los últimos quince años anteriores a la guerra. El período transcurrido entre 1880 y 1914 es la
fragilidad y el alcance limitado de esa vinculación. Quedó reducida al ámbito de una minoría de
economías prósperas y florecientes de Occidente, generalmente en aquellos estados que tenían una
larga historia de gobierno constitucional. El optimismo democrático y la fe en la inevitabilidad
histórica podían hacer pensar que era imposible detener su progreso universal. Pero, después de todo,
no habría de ser el modelo universal del futuro. En 1919, toda la Europa que se extendía al oeste de
Rusia y Turquía fue reorganizada sistemáticamente en estados según el modelo democrático. Pero
¿cuántas democracias pervivían en la Europa de 1939? Cuando aparecieron el fascismo y otros
regímenes dictatoriales, muchos expusieron ideas contrarias a las que había defendido Lenin, entre
ellos sus seguidores. Inevitablemente, el capitalismo tenía que abandonar la democracia burguesa.
Pero eso también era erróneo. La democracia burguesa renació de sus cenizas en 1945 y desde
entonces ha sido el sistema preferido de las sociedades capitalistas, lo bastante fuertes, florecientes
económicamente y libres de una polarización o división social, como para permitirse un sistema tan
ventajoso desde el punto de vista político. Pero este sistema sólo está vigente en algunos de los más
de 150 estados que constituyen las Naciones Unidas en estos años postreros del siglo XX. El progreso
de la política democrática entre 1880 y 1914 no hacía prever su permanencia ni su triunfo universal.

Eric Hobsbawm. La Era del Imperio, 1875-1914. Reseña. Cap. 8 La nueva


mujer.

Los cambios y transformaciones en la condición de la mujer no empezaron a impulsarse, por


injusto que parezca, hasta la edad contemporánea y fue principalmente gracias a la clase
media y por las clases más altas de la sociedad.Este fenómeno trajo consigo una serie de
mujeres activas y extraordinarias que destacaron en numerosos campos, campos que
antiguamente pertenecían a los hombres, como Rosa Luxemburg, Marie Curie, Beatrice
Webb... Con figuras como estas, comenzó a instaurarse la concepción de “la nueva mujer”, a
partir de finales del siglo XIX. Ante esta novedosa situación, el mundo experimentó una
“transición demográfica” caracterizada por el descenso de la natalidad y, a su vez de la
mortalidad, debido al cambio de mentalidad de las mujeres. Pero, aun así, con este avance la
desigualdad continuaba siendo vigente ya que, el hombre seguía siendo el sustentador
principal de la familia y las mujeres y los niños, en menor medida, aportaban su salario como
complemento. El papel que las mujeres lograron alcanzar en el campo laboral, en un
principio se limitaba al sector textil y al servicio doméstico, por lo que recibían salarios
mucho más inferiores que los hombres. Esto las excluía de la economía y también de la
política, considerándolas seres humanos de segunda categoría. Pese a esto, las mujeres no
frenaron su lucha y empezaron a conseguir grandes logros, de la mano de las sufragistas, que
mejoraron las condiciones del trabajo femenino y redujeron el trabajo doméstico, empezando
a verse este como un trabajo tanto de hombres como de mujeres.Pero, no todo fue tan idílico
como prometía ser una vez instaurado el sufragismo ya que, se produjo una división dentro
del movimiento, por una parte un sector luchaba por conseguir la igualdad salarial y de
derechos respecto a los masculinos y, por otra parte el sector mayoritario reivindicaba la
forma de diferenciar a las mujeres y eliminar la maternidad como vía de reconocimiento. No
solo fue el movimiento de emancipación lo que llevo a las mujeres a empezar a empoderarse,
sino también, el desarrollo de los movimientos obreros y socialistas que impulsaron a la
mujer a buscar su propia libertad. Además gracias a la economía de servicios y a la formación
en educación secundaria que empezaban a recibir, se amplió la variedad de puestos de trabajo
para la mujer. Si consideramos este progreso educativo como otro de los síntomas del gran
cambio que la situación de las mujeres estaba experimentando, también debemos tener en
cuenta la mayor libertad de movimientos en sociedad que empezaban a vivir, tanto en las
relaciones como en sus hábitos de vida. También es importante destacar el deporte como otra
oportunidad que se abría, poco a poco, en defensa de la igualdad. En este campo la mujer
terminó convirtiéndose en triunfadora individual, hecho que en decenios anteriores sería
impensable para toda la humanidad. Pero, pese a que la libertad de movimientos, citada
anteriormente, trajo consigo una serie de avances para el desarrollo de la mujer, todavía
estaba en duda que esta libertad estuviese presente en los hogares, donde en las relaciones de
pareja era el hombre el que dominaba y atentaba contra la libertad sexual de la mujer. Se
considera otro síntoma de avance el hecho de que se prestara mayor atención pública a las
mujeres, considerándolas un grupo con intereses y aspiraciones especiales. A pesar del gran
alcance que estaba teniendo la emancipación femenina todavía no era posible que las mujeres
la visibilizaran de forma individual, por eso se respaldaron en los movimientos obreros y
socialistas, a través de los cuales nacieron los primeros movimientos específicamente
feministas. Gracias a esta unión fue posible y efectiva la lucha por conseguir el derecho a
voto, la educación para todos, el trabajo justo e igualitario...
A través de este fenómeno social fueron muchas las novedades, prácticamente todas
positivas, que se estaban desarrollando en el ámbito femenino. Desde 1905 comenzaron a
formar parte de forma cada vez más activa de la política en los partidos obreros y socialistas,
la mayoría realizaban actividades cada vez más reconocidas, aunque consideradas propias de
la feminidad, relacionadas con las artes, tales como la pintura, el teatro y la literatura.
También hubo avances respecto a la formación ya que, se empezaron a realizar carreras
profesionales tanto en el campo de educación como en el de la medicina, lo que les llevo a
conseguir grandes logros y demostrar su eficiencia y sus grandes cualidades. Pero, tampoco
podemos olvidar, el papel de la mujer durante la I Guerra Mundial (1914-1918), según el cual
se vieron obligadas, como el resto de la sociedad, a cumplir con las obligaciones a la patria,
fuesen o no afines a ella. Además, aunque es cierto que esto las impulsó a formar parte de
nuevos espacios laborales, estos no eran ni mucho menos deseables para ellas ya que, eran
todos aquellos que habían sido denegados e incluso abandonados por los hombres.
Aunque no todo fue negativo para la mujer durante este periodo de guerra, tras su insistencia
y su exigencia consiguieron el derecho al voto, a partir de 1918, como compensación a todo
lo que habían sufrido durante la guerra. Pero, pese a esto, todavía se encontraba en una
situación de subordinación económica respecto a los hombres. Sin embargo, el camino de la
mujer en un mundo de hombres seguía siendo duro, el éxito que pretendían alcanzar
implicaba un gran esfuerzo por parte de todas las mujeres y eran pocas las que decidían
luchar y conseguían triunfar. Es importante destacar al Partido Laborista como gran apoyo a
todas aquellas mujeres que luchaban por su emancipación. Las mujeres que formaba parte de
este partido eran partidarias de la agitación política y de la reivindicación incansable. Otra
vertiente del feminismo muy importante que cita Hobsbawm es la liberación sexual que
empezó a desarrollarse, aunque no con facilidad ya que era una cuestión que no encajaba
perfectamente en ningún movimiento pero sí era defendida por la mayoría de las mujeres y
por los revolucionarios sociales y resultó atractivo para todo tipo de individuos
anticonvencionales, bohemios y utópicos, incluyendo, por supuesto, a todos aquellos que
defendían la necesidad de respetar la libertad sentimental y sexual. Pero esta reivindicación
generaba más problemas que soluciones.Como nuevos logros alcanzados hay que destacar la
plena igualdad de las mujeres ante la ley y la revolución de las nuevas modas que permitía
exhibir a las mujeres con naturalidad su sensualidad. Por tanto, una vez conocidos los
principios de esta lucha incansable por alcanzar la igualdad resulta evidente que hoy en día
no está todo hecho pero, sí que es cierto que gracias a las primeras que apostaron por esta
causa hoy podemos disfrutar de todas las libertades por las que ellas lucharon y que, por
supuesto, lograron conseguir y, además, esto debe impulsar a todas las mujeres a seguir
defendiendo la meta que se inició hace décadas.

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