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Gerardo Rueda Textos Alfonso de La Torre

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GERARDO RUEDA

NO ESTANDO AL DÍA

‫ﱠ‬

ALFONSO DE LA TORRE
Selección de Textos
[ 1985 - 2017 ]

Prólogo de
JUAN MANUEL BONET

EDICIONES DEL UMBRAL Madrid 2017


Colección INVISIBLE 3
GERARDO RUEDA, 1985
© ALFONSO DE LA TORRE
Preámbulo

Aquel a quien conocí, fin del invierno de mil novecientos ochenta y cinco, era
un hombre misterioso. Habitante de un portentoso lugar, artista acostumbrado
a los silencios, era la suya una casa acristalada sobre la antigua muralla que
miraba al Palacio y a los jardines allende, también al otro lado los encinares de
la Casa de Campo que se vislumbraban al oeste, con las luces del parque titi-
lando en la noche. Quieto, en el mirador de velados cristales en tanto el mundo
giraba, al visitarle diariamente hallaba su rostro junto al de una estatua de in-
fante marmóreo, congelada belleza; encontraba allí las edades de la vida. Nos
acompañaba un cristal de José Ramón Sierra y, en la proximidad, un dibujo de
Julio González, aquel hombre arrojado también a la historia. Y delicadas escul-
turas de Juan Bordes y Gerardo Aparicio, con aire vegetal.
Pequeñas pinturas de Almela y Solsona, coloridas como aves selváticas
en la estufa, las horas pasaban lentas viendo caer el día en el mirador. Colec-
cionista de objetos de todos los tiempos, al mirar hacia el interior de la estancia
el mar se abría, o el cielo radiaba en un cuadro azul de Fernando Zóbel. Las
horas transcurrían entre conversaciones y el reflejo de la vegetación palpitaba
entre los cuadros y objetos. En el enorme sofá vi a Mompó explicar el juego de
la rana, otro de los cuadros colgados.
Conversando con Rueda, entre las pastas de té frecuentábamos el re-
cuerdo de amigos para mí sin rostro, luces de otros días, paisajes ya borrados e
historias a medio contar. Marcel en su Guermantes, pasaban así las tardes, lentas
y gozosas, una tras otra. A veces el artista ocultado allí de los otros. Casi escon-
didos entre las plantas, en el invernadero hablábamos de cosas antiguas, incluso
ya entonces: pinturas y libros. Y algunas músicas.
Ya lo conté todo, o casi. Estas líneas se archivan como las notas de un
diario. Y anoto entre mis papeles: escribir pequeños hechos que tienten acer-
carse a la verdad de ese hombre, dije, sensible y moderno. Un artista otro, ver-
dadero forastero entre la vida social frecuentada, de él conservo aún la cita que
me señaló vestido con su traje de tweed: “es fundamental proponerse seriamente
no estar al día”.

ALFONSO DE LA TORRE, 2017


La partida de mi vida es, por supuesto, la que más me divierte.

MARCEL DUCHAMP
[ carta a JEAN CROTTI y SUZANNE DUCHAMP,
Nueva York, ca. 20/X/1920 ] 1

1
Recogido en DUCHAMP, Marcel. Afectuosamente, Marcel. Correspondencia de Marcel Duchamp. Murcia:
CENDEAC - Región de Murcia, 2014, p. 88.
11

Prólogo
VOLVER A GERARDO RUEDA

JUAN MANUEL BONET

[ Selección de Textos ]
ALFONSO DE LA TORRE

17

[ 1985 ] GERARDO RUEDA


TREINTA AÑOS DE PINTURA [ 1955 - 1985 ]

27

[ 1986 ] GERARDO RUEDA. BODEGONES

31

[ 1988 ] LA METÁFORA DEL ESPACIO

35

[ 1989 ] SOBRE [EL] COLLAGE

37

[ 1993 ] COLLAGE E ILUSIÓN


[ RUEDA: TRES DÉCADAS DE OBRA GRÁFICA ]

41

[ 1996 ] LA MATERIA Y EL OBJETO. A PROPÓSITO DEL COLLAGE


CONVERSACIÓN CON GERARDO RUEDA [ MARZO, 1996 ]
47

[ 1999 ] DIEZ POEMAS DE PAPEL

57

[ 2000 ] GERARDO RUEDA


ESCRITOS Y CONVERSACIONES

61

[ 2001 ] DIARIO DE UN PINTOR

69

[ 2006 ] GERARDO RUEDA. GRABADO


EL SILENCIO QUE NOS GUÍA

[ LA IMPALPABLE LUZ DE ESE RÍO DE PAPELES ]

89

[ 2006 ] GERARDO RUEDA Y VALENCIA


[ PRETEXTOS, AL CABO ]

107

[ 2007 ] GERARDO RUEDA


¡HONOR AL PAPEL!

125

[ 2013 ] NICHOLSON Y RUEDA


FRENTE AL MAR
Prólogo

VOLVER A GERARDO RUEDA

JUAN MANUEL BONET

‫ﱠ‬

Volver a Gerardo Rueda, de la mano de Alfonso de la Torre. Por el inolvidable


pintor nos conocimos, cuando él era su colaborador más cercano, tarea a la que
se entregó a partir de 1985. Cuánto tiempo y cuántas cosas han pasado desde
entonces. Convertido él en el gran especialista en nuestra generación abstracta
de los cincuenta, ahora ha decidido reunir una selección de sus escritos ruedia-
nos dispersos, bajo el título, tomado del propio artista, No estando al día. Tras
un preámbulo sobriamente evocador del primer encuentro, aquí están los es-
critos. Releámoslos.
Decir Gerardo Rueda es hablar de un pintor muy español y madri-
leño, muy francés –lo era por parte de madre, y también por educación y via-
jes–, muy sensible, muy inteligente, muy cortés y discreto, muy amigo de la
voz baja, con curiosidad omnívora por las cosas de la cultura... Así lo recorda-
mos, y así se nos aparece ya en el precioso diario íntimo de Juan Manuel Silvela,
que además de una excelente obra literaria, constituye un documento impaga-
ble sobre cuáles eran los intereses culturales de la difícil generación española
de la inmediata posguerra, esa posguerra de la que nos hablan, a su modo, aque-
llos inolvidables paisajes suburbanos de Rueda en grises y ocres, como grises y
ocres serán, algo más tarde, sus paisajes castellanos. Generación que encontró

11
en las librerías, Buchholz, Clan, Fernando Fe, Abril (donde Rueda y su amigo
Antonio Magaz Sangro entraron en la refriega expositiva), el refugio para
exponer sus obras, tan distintas de un gusto oficial que por lo demás (Escuela
de Altamira en 1948, Primera Bienal Hispanoamericana de 1951, conversa-
ciones santanderinas de 1953 sobre arte abstracto) se movía inexorablemente,
pese a las lógicas resistencias por parte de sectores preteridos, en dirección de
la modernidad, como se confirmaría tanto en las grandes bienales internacio-
nales (Venecia, São Paulo, Alejandría...) como en las colectivas españolas que
pudieron contemplarse en diversos museos del Viejo y del Nuevo Mundo, que
culminaron en el Nueva York de 1960, con las que se celebraron en el MoMA
y en el Guggenheim...
Anotar cosas que me gustan especialmente, que me vuelven a gustar
en esta relectura de vago estío de esta selección de los escritos alfonsinos sobre
Rueda, que se suman a aquella minuciosa biografía, Gerardo Rueda, sensible y
moderno (2006), que también prologué. Me gusta, en el presente volumen, que
Alfonso de la Torre subraye la entrañable amistad que unió a Rueda con Carmen
Laffón, en cuya inolvidable casa sevillana lo recuerdo, al igual que a Torner y a
Zóbel; a esa Sevilla, para mí tan presente siempre, remite, ya en el preámbulo,
la referencia, en la evocación de la primera visita del autor al domicilio de Rueda,
a “un cristal de José Ramón Sierra”, uno de los artistas (los otros: Gerardo Del-
gado, José Soto y Juan Suárez) que integraban el digamos cuarteto “conquense”
de Sevilla. Me gusta que haga referencia, desde el primer texto, y luego una y
otra vez, a la importancia del trabajo de Rueda como gran collagiste del reino,
y realmente la idea misma de collage es uno de los leitmotiv de este libro. Me
gusta que insista sobre el viaje del pintor, en compañía de Vicente Aguilera
Cerni, en 1963, a la Italia espacialista, donde su obra sería tan bien recibida;
también en este caso, el contexto (uno de los textos donde se habla de ese viaje
apareció en un catálogo de una galería valenciana desaparecida, la de Rosalía

12
Sender) nos lleva a pensar en la Valencia “conquense”, integrada por Teixidor e
Yturralde, que en 1966 están en las fotos inaugurales del Museo. Me gusta que
manifieste especial apego al maravilloso ciclo de las cajas de cerillas y las cajetillas
de cigarrillos de mediados de la década del sesenta, entre ellas las de homenaje,
precisamente, a Silvela. Me gusta que considere la obra ruediana como música
callada, recurriendo a la inmortal fórmula de San Juan de la Cruz, que consti-
tuiría todo un desafío para Frederic Mompou. Me gusta que hable de serenidad
y sosiego, pero también de ironía, una ironía que nos asalta en aquello de la
Elegancia social de la madera, y en no pocos de los títulos aludidos en estos tex-
tos, por ejemplo en la pieza titulada Modulete. Me gusta que reivindique a Fer-
nando Nuño, el autor de las instantáneas de 1966 a las cuales acabo de hacer
referencia, el gran fotógrafo de los estudios de los artistas españoles: algo así
como nuestro Hans Namuth. Me gusta que insista sobre la reivindicación de
Rueda y en general de la vertiente conquense de los cincuenta por parte de la
Nueva Generación de Juan Antonio Aguirre, reivindicación manifiesta no solo
en los escritos del pintor, crítico y descubridor de talentos, sino en el hecho de
que fuera una de “sus” artistas, Elena Asins, la encargada de organizar la primera
retrospectiva ruediana, celebrada en 1969, y no en un museo, sino en Edurne,
una de las galerías más modernas de aquel Madrid. Me gusta que proporcione
tantos detalles exactos sobre los numerosos talleres de obra gráfica con los que
colaboró Rueda, y entre esos detalles resulta muy oportuna la reivindicación
del papel pionero de Eusebio Sempere y de Abel Martín, con un recuerdo al
cubano Wilfredo Arcay, que fue quien, en el París de Denise René, les había
enseñado la técnica de la serigrafia. Me gusta, por último, que encomie la ca-
pacidad de Rueda para apoyarse en determinados faros, por ejemplo en Mo-
randi, punto de partida de aquellos inolvidables bodegones en madera que le
gustaron tanto a Alcaín, que a su vez los utilizó como punto de partida de un
ciclo de su producción: cómo se van encadenando las generaciones.

13
Cuando Alfonso de la Torre, a propósito, una vez más, del arte del co-
llage, le cede la palabra al propio artista, al borde de su desaparición, es para que
este nos recuerde lo cerca que se siente de Schwitters, de Motherwell, de Torres-
García, de Cornell: magnífico santoral. Formado en una época en que Eugenio
d’Ors era uno de los intelectuales más influyentes de la escena española, Rueda
alude luego a aquella frase que tanto gustaba de repetir el catalán, vecino por
cierto que fuera del mismo barrio donde tenía lugar aquella postrera conversa-
ción: “no se sabe todo lo que hay dentro de un minueto”, frase del coreógrafo
setecentista francés Marcel, y que el escritor le tomó prestada a la clavecinista
polaca Wanda Landowska. Rueda asiente, cómo no, a otra gran frase, sacada a
colación esta por su interlocutor, aquella de Apollinaire, en una de sus crónicas
de los años del cubismo, tan caros al artista casi desde sus comienzos, de que se
puede pintar con lo que se quiera: el acto de nacimiento de la teoría del collage.
El volumen se cierra con un texto de 2013, especialmente inspirado,
sugerente, sutil, aéreo, “Nicholson y Rueda, frente al mar”, en el que el crítico
entrelaza las trayectorias del español y del británico, sobre fondo de una Nor-
mandía proustiana visitada por ambos, obviamente en décadas distintas del
siglo que compartieron.
Hay un escritor en Alfonso de la Torre, y lo hay ya desde el inicio.
Ved, si no lo creéis, lo que escribe en el segundo de los textos aquí recogido, de
1986, sobre los objetos que nos salen al paso “en mercados, caminos, lugares,
mostradores, ferias”..., casi un poema construido en base a la enumeración.
Ved, en ese mismo texto, esto, que parece de Azorín: “¡Qué quieta está la obra
de Rueda, qué bien se está con ella!”. Ved, ya en verso –los primeros que pu-
blicó, en 1999–, sus esenciales Diez poemas de papel, oportunamente recogidos
aquí, inspirados en collages ruedianos.
En definitiva, nostalgia del inolvidable Rueda, grande en su discreción
y en su amor simbolista y azoriniano por el gris, color por lo demás tan grisiano

14
y tan morandiano, y confirmación de que en Alfonso de la Torre tenemos a
uno de los mejores estudiosos de un tiempo artístico español ya ido, definiti-
vamente fijo como uno de los grandes períodos de nuestro arte, tiempo de si-
lencio para conocer el cual, además de estos trabajos ruedianos, son también
indispensables los que ha ido dedicando a otros de la misma generación, como
Canogar, Gómez Perales, Millares, Oteiza, Palazuelo, Rivera, Torner, Salvador
Victoria, Viola, Zóbel...

15
NOTA DEL AUTOR

Siendo algunos de los textos que siguen de una notoria torpeza, miro ahora treinta años atrás con
cierta perplejidad, ¿o será pudor? Lo son, torpes, en especial en los inicios, –apenas veinticinco
años contaba–, de la escritura.
Empero, leyéndolos, sigo pensando pertenecen a quien es hoy, aquel que los escribió.
Portan ese encuentro entre el análisis crítico y la poesía que he frecuentado. Escritos con intensidad,
reconozco un cierto atrevimiento quizás propio de la osadía de quien es joven.
Hace unos días, en la relectura, sembré algunas comas, aquí y acullá, tal esparciendo
miguitas en la acera, ciertas cursivas, algún guión, coloqué bien la diéresis al suicida Staël. Ahora sí.
Las lecturas, las noches y los días, me han permitido tentar el acercamiento a la escri-
tura, con otras formas. Y jugar la partida de la vida.
[ 1985 ]

GERARDO RUEDA
TREINTA AÑOS DE PINTURA
[ 1955 - 1985 ]

‫ﱠ‬
Desde su primera exposición en 1953 en la Galería Abril, el camino de Gerardo
Rueda ha sido duro. Reunido en torno al grupo que ya se conoce como “de
Cuenca”, Rueda ha trabajado junto a Gustavo Torner (1925), Fernando Zóbel
(1924), Antonio Lorenzo (1929), José Guerrero (1914), Antonio Saura (1930),
o Eusebio Sempere (1924). Gran amigo de la pintora sevillana Carmen Laffón,
también tiene amistad con Manuel Mompó.
De todos ellos ha aprendido, según ha confesado en más de una oca-
sión. A todos ha admirado, unos más que otros. Sin duda que a la hora de es-
tablecer paralelismos estéticos, su obra se hallaría frente a la de Torner.
No olvidemos que ambos, Rueda y Torner son, sin ningún género de
dudas, los mejores y casi únicos exponentes del uso del collage en España.
Ambos supieron dar a esta vía de expresión, frente a su “amable desprestigio” 1
en palabras de Zóbel, la dignidad y calidad suficiente.
Fernando Zóbel apoyaba el uso del collage y escribía que “el collage
puede ser empleado por lo que tiene de poder evocativo. Cuando se da el caso,
resulta tan potente y tan válido como cualquier procedimiento entendido a
fondo y empleado al máximo de su eficacia” 2.
Su uso ha de entenderse en el caso de Rueda como una exploración;
como un elemento en la dialéctica pintura-soporte. La perfección alcanzada
por Rueda se muestra en sus obras más recientes, Verdes y pardos (1984) o Danvi
(1984) son buenos ejemplos de lo que decimos.
Un repaso a los nombres ya citados con los que Rueda mantiene
contacto, nos puede ayudar a entender la exacta situación de éste en el mundo
artístico español.
Con los años, Rueda transmite a sus obras mayor claridad; el collage,
sin perder su importancia, queda en un segundo plano, y sus grandes obras se
agrupan en varias posibilidades:

17
El excelente trabajo con maderas pobres, sin lacar, del que serían bue-
nas y hermosas pruebas las conocidas Elegancia social de la madera o ese ejercicio
de virtuosismo irónico que es La tabla de lavar.
Ya en 1960 la revista Acento Cultural publicaba un artículo de J. M.
Moreno Galván en el que hablaba del hallazgo, por parte de Rueda, de “una
delicadeza oculta en la materia en trance de barbarismo” 3. Eran fechas en las
que se podían leer cosas tales como:

“[...] ya no vamos a poder descansar nuestra conciencia estética sobre


los bodegones ni sobre los fuegos artificiales de la exaltación onírica.
Cuando nos muestren manchas cromáticas o balbuceos surrealistas les
diremos a los hipnotizadores de laboratorio que nos quedamos con los
hombres térreos, cooperativos, anhelantes, broncos, saludables, frater-
nos, sencillos, eficaces, reales...” [Vidal de Nicolás. Primera exposición de “Es-
tampa Popular de Vizcaya”]4.

Por otro lado, el trabajo con unidades, cajas de cerillas o de tabaco


que, una vez pintadas y compuestas, pierden el sentido de su uso común para
pasar a un nuevo plano en el que el artista ha trasformado en silencio la realidad.
Tras la transformación queda el guiño juguetón y profundo de los títulos: Ce-
rillas y cajas.
Gerardo Rueda es pintor de la luz. Conoce bien sus características y
se enfrenta al espacio con su uso. Sabe componer con luz, ofrecer el ritmo para
que la obra surja.
Esta sabiduría sobre la luz le lleva a conocer –y a dominar– a la per-
fección el color, estableciendo tonos, escalas o gradaciones que ya se han dado
en calificar “de Rueda”. No todo es composición estricta: en ocasiones una lla-
mada del color equilibra. Frente al desorden, provocado, en el seno de algunas
composiciones, el color, “el más relativo de los medios que emplea el arte” 5
según Albers, estabiliza y habla del dominio del autor, generalmente con colores
extraños por su pureza, en el quehacer pictórico.
“Rojo Rueda” o “Verde Rueda” son ya sustantivo más adjetivo. El ad-
jetivo “Rueda”, el que expresa el uso del color con una “sutil ambigüedad 6.
Obras como Gafa (1980), Isidro (1979), Tejadillos en Ribatejada (1978) son
ejemplo de un saber hacer con el color. Del uso del color en el conocimiento
de las profundas relaciones que se pueden crear en la obra. En ocasiones hay

18
verdaderos ejercicios de virtuosismo en los que se escuchan las palabras de Josef
Albers: los colores se nos presentan en un flujo continuo “constantemente re-
lacionados con los contiguos y en condiciones cambiantes” 7 y que, como pedía
Kandinsky para la lectura del arte: “lo que cuenta no es el qué, sino el cómo” 8.
Escribía Van Gogh a su hermano en 1888: “En un cuadro quisiera
yo expresar algo consolador, consolador como la música”, y en 1985 escribía
Luis de Pablo sobre Rueda que “sus materias monocromas hacen vibrar la luz
como quien escucha los armónicos de un piano [...] de aquí que su pintura sea
frecuentemente musical” 9. Y Helmut Kruschwitz cita a Otto Piene, uno de los
componentes del Grupo Zero de 1961 para definir los objetos de Rueda: “hay
volúmenes [...] que marcan un ritmo de pulsación que da al hombre fuerza y
paz, paciencia y alas” 10.
No es casualidad el punto de acuerdo. Música callada, la de Rueda,
contemplar varias de sus obras supone asistir a un ejercicio de ritmo, equilibrio
y hondura. Su trabajo en dípticos, polípticos o grupos de temas (Vectores, Do-
bles, Cuartetos, Elegancias). Su trabajo en simetrías, alude a un ejercicio de
tempo: “la música se mueve sólo en el tiempo” escribe T. S. Eliot11.
Ni constructivismo, ni espacialismo, ni minimal-art.
Ni simplicidad ni azar. Gerardo Rueda sitúa el objeto frente al espec-
tador sin contención, sin la ordenación rigurosa del constructivismo. El rigor
compositivo de Gerardo Rueda no es más que aparente; como escribe Luis de
Pablo su pintura está dotada de las suficientes “dosis de equívoco entre colores
y formas” 12.
Tampoco se puede hablar de un Rueda minimal –si bien debió asi-
milar la experiencia minimal, desarrollada entre 1964 y 1968. No es posible
olvidar que el trabajo de Lewitt, Morris, André, Flavid, Judd, etc. ha sido, junto
al surrealismo o al expresionismo abstracto, uno de los hechos artísticos más
importantes e influyentes del siglo XX.
Sin duda el punto de unión, el encuentro, está en la reflexión; “no
son buenas las respuestas espontáneas, me gusta sentarme a reflexionar sobre
una idea” 13, escribía Mangold a Robin White en 1978 o, como escribe Phyllis
Tuchman, “se supone que el individuo debe dedicar más tiempo a reflexionar
sobre una obra de arte que a contemplarla”14.
Es posible que el cierto grado de minimalismo de Rueda se haya de-
ducido de obras blancas como Pintura o Blanco sobre blanco, o de su trabajo
con estructuras que le uniría a la queja del minimalista Judd: “el principal

19
defecto de la pintura es su condición de plano rectangular pegado en la
pared” 15.
Sin embargo, ni la monocromía, tan querida por algunos minimalistas
(Ryman utilizó la paleta blanca durante más de dos décadas), ni su trabajo con
los más variados tipos de soportes, pueden despistarnos.
Rueda ha recogido la experiencia de los minimalistas, como la de los
constructivistas o la de los espacialistas. De pintor “espacialista” es calificado
en algunos textos críticos. Sin duda que por el impacto de una parte –limi-
tada– de su producción.
De los primeros recogió su ironía, y desterró la importante presencia
que tiene el artista en la obra minimal, así como el elemento de negación del
arte que, a modo de nuevos surrealistas, aportaban los minimalistas. Así, no
es posible olvidar a Ryman, o a Flavin, pero hay que recordar a Barnet New-
man, el trabajo en bandas de Frank Stella, las dianas de Kenneth Noland, las
imágenes de Kelly, incluso el trabajo –sólo el trabajo– del Equipo 57, o la
labor del arte normativo español.
Gerardo Rueda estudió Derecho. Su primera exposición en la Ga-
lería Abril resultó ser un fracaso. Hasta tal punto que, al no vender una sola
de sus obras, su familia esperaba el asentamiento de la cabeza de Gerardo.
Pero no fue así. Abandonando una situación familiar estable, y el ejercicio
del Derecho como profesión, ha seguido el trabajo pictórico hasta llegar a
esa treintena de exposiciones individuales, multitud de colectivas, y a figurar
su obra en numerosos museos y colecciones del mundo: Fogg Museum de
Harvard, Gotemburgo, British Museum o Musée d’Art Moderne entre
otros.
¿Qué buscan los pintores que se pasan gran parte de la vida quemán-
dose los ojos ante eso que se llama arte? –se preguntaba Fernando Zóbel16.
Es preciso conocer que Gerardo Rueda comienza sus estudios de pin-
tura con lecciones sobre pintura del siglo XIX; ha contado cómo un viejo pro-
fesor, admirador del XIX, le inició en el mundo pictórico.
Rueda conoce el cubismo en plenos años cuarenta, aún un jovencito,
cuando estos textos no se editaban en España; lo conoce y llega a copiar los
cuadros en un ya viejo cuaderno de acuarelas.
Al finalizar la carrera, y tras una breve estancia en negocios familiares,
decide dar el salto. Tras el fracaso de Abril expone en 1958 en las salas del Ate-
neo (allí expusieron también Antonio López García, Canogar, Lucio Muñoz...).

20
De esta fecha es una de sus obras del MEAC, el óleo titulado Composición. Dos
años más tarde, en 1960, participa en la XXX Bienal de Venecia.
A partir de estas fechas su presencia en la pintura española au-
menta. En 1964 el crítico Aguilera Cerni edita el primer estudio sobre la
obra de Rueda. Este mismo año, con motivo de la exposición celebrada en
la Galleria d’Arte 2000 de Bolonia, Albert Sauvenier edita una monografía
sobre el artista.
Pintor generoso –como pocos– ha realizado homenajes a un buen nú-
mero de artistas: Zóbel, 1984; Sempere, 1983; Picasso, 1981; Cornell, 1978;
José L. Sert, 1972; Miró, 1968; Gaudí, 1962; y además a Chardin, 1979; al
Doctor Marañón, 1980; a Dámaso Alonso, 1978 y a Rubén Darío, 1968.
Lírico o sintético, barroco y conceptual, siempre refinado, el original
trabajo de Rueda es, antes que nada, el de un profundo conocedor de la his-
toria del arte.
Del arte desde sus orígenes, y de la posición del artista al finalizar
el siglo XX. Antonio Lorenzo ha contado cómo un día, hablando con el pin-
tor Balagueró, en 1960, éste le dijo: “aquí al lado trabaja un chico que pinta
abstracción; se llama Gerardo Rueda”. Ese “chico” era una de las piezas claves
de la vanguardia española.
Frente al expresionismo de El Paso y sus “necesidades morales” (Mani-
fiesto de 1959) 17 o su “plástica revolucionaria” 18, Rueda, como Torner o Zóbel,
opuso la reflexión en silencio y el canto suave (con ecos de San Juan de la Cruz).
Es inevitable recordar a Zóbel cuando hablamos de Rueda: “mi pin-
tura siempre ha sido tranquila. Busco el orden en todo lo que me rodea. En el
orden, en el sentido más amplio de la palabra, busco la razón de la belleza [...]
Mis cuadros son tranquilos, sí, quizá por ordenados”.19

Paisajista, Rueda pinta, desde hace años, lunas llenas, dólmenes, puentes y ve-
getaciones.

Desde los grises y nieblas influidos por Nicolas de Staël de sus pinturas de los
sesenta hasta su obra-síntesis de los ochenta.

21
II

El artista se protege. En ocasiones hasta de sí mismo. Se escuda. Ironía, drama,


pantomima, elegancia, acción... Gerardo Rueda vela tras su elegante ironía.
Veraz hasta lo irónico (La tabla de lavar, Rojo, negro, blanco), extrema, en oca-
siones, lo socrático: se esfuerza en despertar una conciencia que se ignora a sí
misma. En 1962 titula a un cuadro suyo blanco y diáfano Pintura.

Maestro hasta la saciedad, levanta en torno a los que le rodean un cúmulo de


preguntas. Escucha de los demás sus respuestas y calla. Calla y deja perder su
vista hasta el descanso en cualquier objeto inútil (¿inútil?) de los muchos que
le rodean. ¿Tú crees?, se le oye preguntar mientras se aleja para ya, definitiva-
mente, no volver.

III

Afuera la vida se revuelve.

El pintor urde en la sombra. La escueta biografía da fe.

Desde la tiniebla hacia la luz el párpado gira. Desde el vacío al blanco, desde el
secreto al rojo, desde el silencio al verde. Pieza sobre pieza el hombre-pintor
reconstruye. Ensambla las partes. Nos reconstruye y habla quedamente. Casi
sin voz. Sin demasiadas explicaciones.

“El pintor habla mudamente. No tiene posibilidad de decir. Todo cuando ex-
prese es explicación o propósito ‘Vocales tintas’ dijo Góngora” 20.

Casi en silencio.

Y trepa la hierba, el mar se abre, o vela un paisaje nocturno.

22
IV

Rueda no llama a nuestras conciencias. Sin quiebros, ni ademanes, con sereni-


dad y sosiego nos muestra su trabajo. (Enséñanos a que nos importe y a que
no nos importe/enséñanos a estar sentados tranquilos, escribía Eliot)21.

Al espectador nos queda todo por delante: resolver los problemas que ya resol-
viera el artista, jugar con la ambivalencia de La Blanca Doble, adivinar que un
Bodegón olvidado es un homenaje (en silencio) a Morandi, o conocerle lo sufi-
ciente como para entender el sentido esencial de ese “De Verde Rueda”.

Crea y nombra. Proust, una de sus lecturas favoritas le ha enseñado a hacer “lo
que hacemos todos cuando somos mayores y presenciamos dolores e injusticias:
no quería verlo y me subía a llorar a lo más alto de la casa”22.

Gerardo Rueda es la evidencia. No hay doblez. En su comienzo está su fin


(Eliot). No nos asaetea con proclamas, himnos o esfuerzos. Habla quedamente.

Decía su amigo Fernando Zóbel que hay dos tipos de pintores: los que gritan
y los que cantan. Gerardo Rueda canta, plácidamente, con quietud. Con per-
fección; limpiamente, obedeciendo a esa quinta condición del pájaro solitario
de San Juan de la Cruz: “ha de cantar suavemente”. “Lo mismo que un viajero
que llega un día de buen tiempo a orillas del Mediterráneo, se olvida de que
existen los países que acaba de atravesar, y más que mirar al mar deja que le
cieguen la vista los rayos que hacia él lanza el azul luminoso y resistente de las
aguas” 23, escribe Proust.

Atraídos por la luz, por su canto, el espectador acude, se interroga y se responde.


La obra, su canto, se impone con su presencia sobre todos nosotros, Ulises ata-
dos, desde siempre, al poste de los días. Recordando el verso de Borges: “oh
dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir”.

23
V
El artista busca lo perfecto. Rueda ensambla con pulcritud sus collages, en oca-
siones arrancados a mano, sus maderas artesanalmente conjuntadas no admiten
más desequilibrio que el preciso para la existencia del diálogo con el espectador
(en ocasiones del juego con él mismo).

Ensambla, pinta hasta las partes ocultas de los cuadros, mima el lacado del ma-
terial, cuestiona (Blanco sobre blanco), demuestra (Blanco sobre blanco).

Reconciliador de pares, en sus obras siempre vive el contraste: entre lo rojo y lo


negro, el material pobre y el resultado armónico, la obra y el título, el marco y su
contenido.

En ocasiones se diría que hay un juego de estilo, un refinado savoir faire un en-
frentamiento –siempre callado– con el material hasta el final: voilà. Desde una
conciencia complicada, la satisfacción del artista que delinea el menor detalle.

VI

Con Proust:

“Seguía nublado. Delante de la ventana, el balcón estaba gris. Y de


pronto, en la triste piedra observaba yo no un color menos frío, sino
un esfuerzo por lograr un color menos frío, la pulsación de un rayo va-
cilante, que quería dar libertad a su luz. Un instante después la piedra
palidecía, espejeando como un agua matinal, y mil reflejos de los hierros
de la baranda venían a posarse allí.
Dispersábalos un soplo de viento, oscurecía otra vez la pie-
dra, pero como si estuvieran domesticados retornaban; ella empezaba
otra vez a blanquearse imperceptiblemente y con uno de esos crescen-
dos continuos de la música que al final de una obertura conducen una
nota hasta el fortísimo supremo, haciéndola pasar rápidamente por
todos los grados intermedios, veía cómo la piedra llegaba al oro inalte-
rable, fijo, de los días buenos, sobre el que se destacaba la recortada
sombra del adorno historiado de la balaustrada en negro, como una ve-
getación caprichosa, con tal tenuidad en la delineación de los menores

24
detalles que delataba una conciencia complicada, una satisfacción de
artista”. [Du côté de chez Swann, II].

TEXTO en Gerardo Rueda. Treinta años de pintura, Galería Granero, Cuenca, 1985, pp. 5-
18 (cat. exp.)
Reproducido en Gerardo Rueda, CAI-Caja de Ahorros de la Inmaculada, Zaragoza, 1986, 40
pp., pp. 17 y ss.
Reproducido en Gerardo Rueda, Caja de Madrid, Madrid, 1989, 408 pp., pp. 309-310 y
379-380.

NOTAS
1
En el texto Torner, Ediciones Rayuela, Colección Poliedro, Madrid, 1978, p. 5.
2
Ibíd.
3
AA VV, Documentos y testimonios: La postguerra, Servicio de Publicaciones del MEC, Madrid, 1975, p. 175.
4
Ibíd. p. 188.
5
Josef Albers, La interacción del color, Alianza Editorial-Alianza Forma, Madrid (4ª ed., 1982), p. 87.
6
Vid. nota 9.
7
Josef Albers, La interacción del color, op. cit., p. 17.
8
Ibíd.
9
Luis de Pablo en el catálogo Gerardo Rueda, Ediciones Theo, Madrid, 1985.
10
H. Kruschwitz en el catálogo Gerardo Rueda, Ediciones Theo, Madrid, 1980.
11
Thomas Stearn Eliot, Poesías reunidas 1909-1962 (“Four Cuartets. Burnt Norton”), Alianza Editorial-
Alianza Tres, Madrid (3ª ed.), 1981, p. 195.
12
Vid. nota 9.
13
Minimal Art, Fundación Juan March, Madrid, 1981.
14
Ibíd.
15
Ibíd.
16
Vid. nota 1.
17
“El Paso nace como consecuencia de la agrupación de varios pintores y escritores que por distintos ca-
minos han comprendido la necesidad moral de realizar una acción dentro de su país”. Manifiesto de 1959.
AA VV, Documentos y testimonios: La postguerra, op. cit., p. 127. Vid. nota 3 (Papeles de Son Armadans, Año
IV, tomo XIII, nº 37, Madrid-Palma de Mallorca, abril de 1959).
18
“Vamos hacia una plástica revolucionaria”. Ibíd., p. 127.
19
Rafael Pérez Madero, La Serie Blanca, Ediciones Rayuela, Madrid, 1978, p. 78.
20
Mario Hernández, El misterio de lo transparente, Ediciones Rayuela, Madrid, 1977, p. 30.
21
Thomas Stearn Eliot, Poesías reunidas 1909-1962, op. cit., p. 110.
22
Marcel Proust, Por el camino de Swann, Ediciones Rueda, Buenos Aires.
23
Ibíd. p. 231.

25
[ 1986 ]

GERARDO RUEDA
BODEGONES

‫ﱠ‬

¡Cuántas cosas [...] / Nos sirven como tácitos esclavos, / Ciegas y extrañamente sigilosas! / Durarán más
allá de nuestro olvido; / No sabrán nunca que nos hemos ido.”
JORGE LUIS BORGES, Elogio de la sombra, 1969

Despojadas de la palabra, de amores y olvidos, están las cosas. Latiendo.

Las cosas nos miran, límpidas. Los objetos que hemos hecho nuestros perma-
necen mudos a nuestro lado. Contemplando.

En los objetos estamos nosotros, todos nuestros días ya pasados, tantas deten-
ciones en mercados, caminos, lugares, mostradores, ferias..., hasta llegar a nues-
tra mano, su destino último.

Reunidas nos contemplan quedamente, mientras pasan las estaciones, llega la


lluvia, sube o cae la música.

Nos esperan en su reunión callada, llenando el espacio. Imponiéndose en él de


modo contundente y eficaz. Cantando suavemente. (Escribía San Juan de la
Cruz en los Dichos de amor y luz que el pájaro solitario “ha de subir sobre las
cosas transitorias no haciendo más caso de ellas que si no fuesen, y ha de ser
tan amigo de la soledad y del silencio, que no sufra compañía de otra criatura;
ha de cantar suavemente” 120).

27
Llenando el espacio está Rueda y con él Morandi, la música callada, Nicolas de
Staël, The four Quartets y Eliot, Proust, el paisaje de Cuenca, Matisse, la elegancia
social de la madera, el horizonte de Madrid desde su casa, frente al Palacio Real.

Ocupándolo todo una síntesis: de la dialéctica tensión (obra)-creador, la victoria


del último: el dominio total, perfecto y sereno de la realidad plástica: el equi-
librio invadiéndolo todo. La obra plástica hecha cosa. Rueda: la síntesis a la se-
renidad (¡Qué quieta está la obra de Rueda, qué bien se está con ella!)

No es, pues, de extrañar que el artista rinda este homenaje a las cosas. Rueda,
artista sin escuela, generación o manifiesto. Adscrito quizá a la, permítasenos,
“generación del silencio” (Zóbel, Sempere, Torner o Mompó); unido a los que
optaron por la vía del rigor frente a la del grito.

Unido antes a las cosas que a las gentes, a los objetos que a las discusiones. A
la imperturbabilidad y serenidad de las cerámicas, vidrios, maderas o lienzos
que al devenir turbulento de grupos, manifiestos u opciones.

II

Hace años escribía Rueda: “Clarifico y califico al mismo tiempo [...]. Me inte-
resa organizar un espacio plástico. Un espacio que sea expresivo y contundente
[...] que se imponga por su simple presencia” (En el catálogo de Forma y Me-
dida, 1977).

Creador silencioso, recibía de Juan-Eduardo Cirlot el calificativo de “místico”,


dotado de un conocimiento de la “secreta armonía” entre espacio-composición.

Rueda íntimo, tras varias décadas de trabajo pictórico llega a la síntesis, a la


pureza. Al ejemplo que nos dan las cosas, los objetos que nos susurran al oído.

Síntesis no desesperanzada, no minimal, no pop, no conceptual, no povera.


Síntesis ejemplar y luminosa; la creación a la luz de las cosas, las cosas a la luz
de la creación, la vida a la luz de las cosas; la vida a la luz de la creación. Síntesis
racional, clara y ordenada. Síntesis ejemplar.

28
La creación ha tomado de las cosas su quietud, de las cosas su reposo, conoci-
miento y aprendizaje de siglos, de eras. De las cosas ha tomado Gerardo Rueda
su plenitud.

Rueda no nace hoy a la escultura. Durante la década 1960-1970 practicó la es-


cultura, especialmente en metal (Manhattan, Polar, Paloma II). Podríamos aña-
dir, y es obvio, que siempre invadió su composición de volumen. Volumen que
ha ido tomando una mayor autonomía en las últimas piezas de la magistral
serie Elegancia social de la madera. Ya en Theo, en 1985, presentó un virtual
precedente de esta exposición: Bodegón olvidado, callado homenaje a Giorgio
Morandi.

“Me obsesiona la idea del volumen”, declaraba en 1985 en una entrevista con-
cedida al Diario de Cuenca. Sin embargo, numerosas piezas, magistrales, han
permanecido inéditas, algunas de ellas escondidas con mimo entre sus objetos
más personales (Tejadillos de Cuenca).

III

La estética condiciona lo lógico. Los objetos condicionan nuestra existencia, a


la vez que aquellos no están directamente condicionados por ésta.

Es preciso añadir que las cosas tienen entidad (tal es la definición del Diccio-
nario), autonomía y rigor propio. Importancia y ocultamiento.

Las cosas son, pues, nosotros; nosotros, prescindibles, somos las cosas. Hemos
construido nuestro mundo con su ayuda; somos lo que nos rodea en silencio.
Los objetos que nos contemplan callados.

En el fluir de la vida (nada queda, decía Heráclito), sólo los objetos permane-
cen. Tras ellos, latente, todo aquello que sentimos palpitando. Todo lo que
muestran y lo que callan, todo lo que hay de ausencia en su estar. Todo lo que
nos lleva a la indagación, a la búsqueda. Ese estar ausentes, nosotros dueños,
de las cosas, es lo que las hace deseables, a la vez que enigmáticas. Cuando nos
enfrentamos a las cosas hallamos dos opciones y no más: rehusarlas o abordarlas;

29
acompañarnos simplemente de ellas o buscar su verdad última. En definitiva
se trata de hallar claridad en la totalidad de la vida. Rueda, aristotélicamente,
contempla las cosas, antes que obrar con ellas, piensa en que la extrañeza de-
viene a una pregunta, de orden finalista: ¿qué son las cosas?

La pregunta no es nueva. La teoría de la contemplación era abordada bajo se-


mejantes bases en los griegos, quienes hallaban en la distancia y en un “no hacer
nada”, la mejor respuesta a las cosas.

Las cosas en su inmovilidad, “durarán más allá de nuestro olvido; no sabrán


nunca que nos hemos ido”. [JORGE LUIS BORGES]

TEXTO en Gerardo Rueda: bodegones [1985-1986], Galería Estampa, Madrid, 1986, pp. 9-12.
Reproducido en Guadalimar, Año XII, nº 88, Madrid, abril-mayo 1986, pp. 16-17.

30
[ 1988 ]

LA METÁFORA DEL ESPACIO

‫ﱠ‬

El color, la línea recta, la pureza constructiva, son tres elementos claves en el


mundo creador de Gerardo Rueda, precisos para comprender su obra; los tres
entendidos de un modo extremo: los colores más puros, la luz más viva, las lí-
neas más definidas, la construcción más clara.
Se trata, en definitiva, del contacto con el espacio de un modo tan
nítido como extremo. De la exaltación de un modo radical de comprender la
experiencia artística.
Desde el profundo conocimiento del mundo del arte, Rueda ha ani-
mado su obra de un tono propio: sugestivo, irónico a veces, perfeccionista
en la creación, siempre inteligente, ha marcado del modo más patente lo ge-
nuino de su creación, distanciándose de todas las experiencias artísticas pre-
cedentes que se pudieran hallar en su reflexión, incitando, a la par, con sus
obras, a un diálogo con el espectador. Los cuadros de Rueda no suelen im-
ponerse, sin más, empujan al diálogo: ¿es relieve o su sensación aquella línea?,
¿es este color el que supongo o su proximidad con aquél me engaña?, ¿flotan
los cuerpos en el espacio o, al contrario, es éste quien, de modo ilusorio lo
hacer ver así?...
Preguntas todas ellas que aluden a mucho más que a una mera suges-
tión constructiva: el artista, con su presencia, ha impuesto su saber entre la obra
y lo que podamos considerar próximo. Del mundo del arte, presente o pasado,
Rueda toma anotaciones. Del mundo de los constructivistas, Mondrian, Ma-
lévich, Nicholson, los suprematistas... mas ¿por qué limitarnos tan sólo a las
sugerencias formales? El pasado artístico, en su más amplio sentido, en su con-
cepto más profundo, también está presente en el mundo creador de Rueda y
muy especialmente en las últimas pinturas (Barroco es buen ejemplo de esta

31
síntesis) a modo de colofón de ese saber de artista que otorga las justas dosis
entre originalidad –o creación propia– y conocimiento del arte. En definitiva,
aquello que marca la distancia entre la reincidencia creativa, la apostilla y el
don del arte.
Subyace, a la par, en lo anteriormente dicho, la vieja (y manida) dis-
cusión, no por antigua menos rediviva: razón frente a sentimiento o, dicho en
otros términos: pincelada en su sentido gestual, frente a línea. Geometría contra
acción pictórica. Discusión para los más débiles tan sólo porque es bien cierto
que Rueda, con un romántico “yo soy mi estilo”, al modo de Klee, ha mostrado
el punto justo: la eliminación de reservas o dudas, y antes que alejada por su
frialdad, la pintura de Rueda estrecha el puente entre el espectador y el pintor.
A buen entendedor... pocos cuadros bastan.
Una pintura, como se ha dicho, además suficientes veces, eminente-
mente musical, en ocasiones con referencias arquitectónicas y, al igual que el
color, vehículo de las emociones del artista, que ha preferido el rechazo de lo
evidente, de lo que es simple o queda patente con su mera existencia, de lo ex-
cesivamente definido sin mayor sugerencia.
La obra de Rueda, alentada por la línea, el color extremo, la pureza
límite, se anima, de modo original y poético (en muchas ocasiones desde su tí-
tulo: geografía, ritmos, paisajes, recuerdos, alusiones...). Se trata de mostrar ese
alejamiento entre lo meramente formal y su creación.
Una aproximación al espacio dotada de mucho más que un juego con
éste o del mero divertimento y ardid constructivo. Un análisis metafórico del
espacio; la forma se convierte, ante el recuerdo evocador de algunos cuadros,
en una continua proyección, difícil de separar de la emoción del artista: lugares,
recuerdos o momentos, en definitiva, espacio y tiempo. Experiencias tan poé-
ticas y personales como comunes, ordenadas y musicales, en las que la fusión
entre lo externo, lo que vemos y la emoción, llega a veces a tales límites que se
convierte en metáfora, en poética sustitución.
Está, por tanto, la obra de Rueda dotada de signos propios, que abun-
dan tanto en su concepto como en su original amplitud.
Frente a sus obras construidas mediante relieves coloreados, la madera
teñida con veladuras grises o la escultura de objetos encontrados, queda la re-
flexión: la satisfacción del hallazgo de un lenguaje propio y exclusivo: un len-
guaje, diremos, reflexivo. Una semiótica artística que, desde el vislumbrar
poético, hace ver cuadros de Rueda distanciados entre sí cuarenta años y hallar

32
coincidencias: la que da la coherencia, un mismo idioma compuesto por signos
patentes que, en su descubrimiento, inteligente e inquietante, otorgan sentido
a un dilatado quehacer, siempre alejado del vano vaivén de la moda o del mo-
mento pasajero, de lo que, al cabo, es tan sólo ficción.
Las cosas, los lugares, los momentos, las gentes, los días y su poética.
Al cabo, su esencia más secreta.

TEXTO en Gerardo Rueda, Galería Arteunido, Barcelona, 1988, pp. 3-4.


Reproducido en Guadalimar, Año XIV, nº 98, Madrid, octubre-noviembre 1988, pp. 44-45.
Reproducido en Gerardo Rueda, Caja de Madrid, Madrid, 1989, 408 pp., pp. 323-324 y
393-394.

33
[ 1989 ]

SOBRE [EL] COLLAGE

‫ﱠ‬

En torno a 1966 el tema del sobre aparece, por primera vez, en la obra de Ge-
rardo Rueda. Entonces es, además de un modo inusualmente sereno de ser pop,
elemento compositivo perfecto, como lo son las cajas de cerillas.
El sobre, pieza sometida al orden humano, compendio de figuras y
medidas: rectángulo y diagonales, cara blanca e interior gris, superficie nítida
y espacio delineado.
En fecha reciente Rueda retoma el trabajo con sobres. Bajo dos enfo-
ques: el sobre como papel, material de trabajo, y el sobre a modo de objeto
que, encerrado en la caja-urna-marco adquiere la potencia del rescate de lo
antes condenado a la fugacidad.
Es, en cualquier caso, la huella del paso entre los hombres: matasellos,
remites, anagramas, fragmentos perdidos que, –en su rotura, encierro o distor-
sión–, añaden nueva intriga a la, ya de por sí, inquietante labor constructora
del artista.
En muchos casos estos “cornellianos collages” son también caleidos-
cópicas ventanas, anotaciones diarias tratadas con calma distancia, con prudente
reflexión. Allá queda el recuerdo de un ARCO pasado; un cuadro de Fontana
aquí nos adivina una exposición en la memoria.
Mas se trata de una lectura más de estos trabajos, en los que parece
asistirse al reto de la detención del transcurso del tiempo o, al menos, de los
objetos que más significan este trayecto. El sobre es, sin duda, contemporáneo
objeto emblemático del transcurrir cotidiano. Imagen evocadora, persuasiva,
puntual y precisa de los días que pasan.
Sobre-recinto, inquietante caja de Pandora, verdadero instante de
creación, –en palabras del artista–, lugar para llevar el relieve a dimensiones

35
máximas con la contención que ofrece el sobre no sólo como habitáculo sino,
también, como estructura nítida y definida.
Estos collages son el reflejo de sus más recientes pinturas, modelo en
papel de los Bodegones en maderas grises, expuestos en la Galería Estampa en
1986.
Los mismos elementos, idénticas constantes: objeto encontrado, lírica
inclusión de elementos condenados al olvido, irónica alusión a la realidad que
transcurre, recuerdo al paisaje, equilibradas composiciones y, siempre, al frente,
razón y misterio.

TEXTO en Gerardo Rueda. Serie El sobre, Galería Estampa, Madrid, Junio-Julio 1989, pp. 3-4.
Reproducido en Rueda, pintar amb paper, Centre Cultural d’Alcoi, Alcoi, 1992

36
[ 1993 ]

COLLAGE E ILUSIÓN
[ RUEDA: TRES DÉCADAS DE OBRA GRÁFICA ]

‫ﱠ‬

Contemplando el conjunto de obra gráfica editado por Rueda desde


1964, es posible recordar las palabras de René Huyghe en sus Conversaciones
sobre el Arte: “lo ideal sería que el artista fuera a la vez clásico y barroco; algunos
grandes artistas rozan esta solución”.
Cuando en 1964 Rueda realiza la primera serigrafía, Al horizonte, den-
tro de lo que sería la primera serie de la obra gráfica editada por el Museo de
Arte Abstracto Español de Cuenca, hallamos ya lo que serán constantes de la
producción de este artista en toda su trayectoria. Efectivamente, en este ejem-
plar, primorosamente estampado por Abel Martín, y uno de cuyos estudios se
halla en el Fogg Art Museum de la Universidad de Harvard, encontramos esas
características de rigor, equilibrio y mesura que serán frecuentes en la obra rue-
diana: si cabe, con un elemento tan nuevo como sugerente para este artista,
quien ya hacía diez años había comenzado a trabajar con el collage: la captura,
la detención del gesto; la inmovilización en el cuadro de papeles, recortes y
fragmentos: su conversión en espacio, un espacio tan puro como complejo.
En el fondo, analizar la obra gráfica de Rueda tiene similitudes con el
análisis de toda su obra sobre papel. Añadiremos que, a su vez, ésta puede en-
tenderse viendo las constantes de su pintura o escultura: ello no es de extrañar
en un artista que, como se pudo ver en la retrospectiva de 1989 en la Casa del
Monte de Madrid, ha tenido siempre como norma creadora la de considerar
su obra atendiendo a los problemas más rigurosamente pictóricos, antes que a
la preocupación por la adhesión a modas artísticas, grupos o retóricas más o
menos variopintas.
Lo anterior no pretende alejar a nuestro artista de una honda atención
sensorial, esquivando los corsés en exceso constructivos y mostrando el sentido
de hacer compatible rigor creador con, a la par, una exigente preocupación hu-
manista. No en vano ha utilizado materiales, en toda su labor artística, muy
unidos al quehacer cotidiano. En el caso que nos ocupa, su obra gráfica, los

37
humildísimos materiales de donde proceden sus collages, en muchas ocasiones
en la génesis de la estampa, enlazan con lo antedicho: papeles de seda, frag-
mentos de periódicos, cintas adhesivas, restos de recortes... y todo unido por
el dibujo del collagista, el dibujo que procede de la rotura marcada y evidente,
mostrando signos de la partición por la mano del artista.
Habrá que añadir que la dimensión de collagista o encolador de
Rueda, no pertenece a una faceta aislada de su quehacer artístico, ni mucho
menos: en el fondo todo su trabajo, incluyéndose sus grandes pinturas o en-
samblajes de piezas de madera, tiene idéntico carácter. A Rueda parece gustarle
el reto de Apollinaire y su “puede pintarse con lo que se quiera”.
Si Apollinaire enumera papel pintado, periódicos, tarjetas postales o
sellos de correos, como posibles elementos de ese pintar como se quiera, ha de
resultarle caro el consejo a quien, como Rueda, ha hecho ejercicios con mate-
riales de la más diversa y humilde procedencia. En este sentido el “viaje” por el
paisaje de su mesa de trabajo y lo que en ella se erige: cajas desplegadas, cuerdas,
restos de envoltorios, carpetas recortadas, sobres, invitaciones de exposicio-
nes… etcétera, es auténticamente sugeridor, como no lo es menos el contem-
plar la conversión de esos desechos en auténticas delicias para la contemplación.
Si cabe, este conjunto de obra gráfica tiene un carácter de inmediatez
que no suele hallarse en su obra pictórica. Y las razones son claras: los trabajos
con papeles o recortes, realizados en la superficie de la mesa de trabajo, serían
el equivalente del dibujo para el pintor de medios convencionales y, por ende,
un excelente método de trabajo y de pensamiento para la obra de mayores di-
mensiones. Y más que nada nos referimos a método, a fluidez creadora, antes
que a puro trasvase de lo realizado en los collages. A la búsqueda, sin duda, de
esta técnica que parece surgir sin esfuerzo, como muy acertadamente señala en
su introducción Juan Carrete. Estos serían entonces espléndidos ejercicios de
composición y de investigación en el espacio de los que luego no será ajena su
pintura. Ejercicios equivalentes, al cabo, a los apuntes o dibujos, de la pintura
clásica, como oyendo los consejos de Ingres al joven Degas: “Trace líneas, joven,
de memoria o al natural, así podrá llegar a ser un buen artista”.
Este conjunto de obra gráfica, tiene además otro elemento común
con todo su trabajo artístico, y con esa mirada de Rueda, tan próxima a la co-
tidianidad humana, en general, y a la artística en particular: efectivamente,
también en sus estampas es posible hallar el rescate de lo antes condenado al
tránsito o al olvido. Fragmentos de páginas de libros, restos de invitaciones
de exposiciones, sobres, etc. En lo que hay una doble meditación nunca anti-
tética: la de lo fugaz y la de lo eterno, ambas felizmente subrayadas por la au-
sencia de énfasis y por la presencia de una constante ironía en unos casos

38
(Bonete, La cometa, o Iluminaria) o de recuerdos vitales y paisajísticos (así, Ce-
rrillos, La Oliva, Hacia Puebla).
Nada ha de extrañarnos, por otro lado, hallar, especialmente en sus
inicios, estampas marcadamente geométricas y de rigor constructivo (En geo-
metría, Vector, Azul y Geometría), en muchos casos enlazando con su obra más
construida de la década de los setenta. Mas, sin embargo, no hemos de alejar-
nos, para comprenderlo, del constante par razón-misterio que ha embargado
la obra de Rueda desde sus inicios y que en estos se mostraba, formalmente, de
un modo más construido.
De Rueda, de quien el poeta Enrique R. Paniagua escribió, con
acierto: “yo me deslizo como una tijera, / cortando breves rectas, que suman
una curva esplendorosa. / Soy papel, soy madera, soy bastidor, soy centro”, no
ha de extrañarnos el cultivo de la obra gráfica a pesar del relativo desapego o el
mucho desconocimiento con que era vista en la España de los sesenta. Este
afecto a la estampa ha de ser visto, además, unido a la atención que Rueda ha
prestado siempre a la obra sobre papel: hemos hablado de collages pero no po-
demos olvidar los muchos dibujos que este artista realizara desde finales de la
década de los cuarenta y en los que, poco a poco, se fueron incorporando idén-
ticos elementos a los que podemos hallar en su obra gráfica. Así, ya en 1955,
encontramos sus primeros collages utilizando papel de periódico.
Este amor por el papel (alguna fotografía de los años sesenta nos mues-
tra un Rueda enfrascado en la realización de collages, sentado en el suelo, y casi
sepultado entre un marasmo de papeles de periódico, seda, fragmentos de
papel…) tiene una hondura especial: no es sólo material idóneo para sus collages
o serigrafías o aguafuertes, sino que tiene también que ver con el universo rue-
diano y con el afecto que éste siente hacia las cosas poco enfatizadas y dichas
en voz baja, aunque no por ello con menor profundidad. Citar, en este sentido,
algunas de sus preferencias pictóricas: Klee, Schwitters o Morandi, sirve para
ilustrar este mundo, tan próximo a Rueda y que explica la prioridad que este
artista ha dado a la obra sobre papel.
En esta década de los noventa, ha iniciado nuevas búsquedas en el
mundo de la estampa con la realización de un buen número de aguafuertes, de
factura, sin duda, bellísima. En éstos (véanse los realizados para Fundación de
Amigos del Museo del Prado, Calcografía Nacional o la espléndida serie de
grabados realizados para La Polígrafa), a las preocupaciones ya citadas se unen
elementos nuevos y que explican, por sus sugerencias, la utilización de la técnica
del aguafuerte-aguatinta. Se trata del factor ilusionista que permite la exquisita
y evocadora reproducción de los más diversos materiales, de tal modo que las
estampas, que antes nos remitían a un mundo de colores planos y esenciales,

39
son ahora verdaderos collages. Las planchas, al ser presionadas por el tórculo
contra el papel, nos presentan ahora un mundo tridimensional.
A este juego de ilusión, a este verdadero trompe-l’œil, se une otro
ardid técnico curioso que consiste en la introducción de verdaderos papeles pe-
gados sobre la superficie del aguafuerte (la carpeta Geografías superpuestas es
ejemplo de ello) con lo que pasamos a encontrarnos frente a un collage en toda
su entidad, realizado con doble premeditación: la visual y, por otro lado, la iró-
nica, siempre presente en el mundo de Rueda, y en la que hallamos el deseo de
medir con el espectador una refinada y culta distancia, no por ello carente de
comunicabilidad.
Por otro lado, este deseo investigador que parece acogerse bajo la má-
xima libertad creadora que otorga la mucha sabiduría, el conocimiento y la ex-
periencia, ha llevado a Rueda a la realización de experimentos gráficos de
bellísimo acierto. Así, por ejemplo, la ejecución de serigrafías que, mediante
troqueles, son recortadas y pegadas en papeles (en algunos casos pintados por
el propio artista, en toda su tirada: Collage al viento o Inicio), vuelven a hablar-
nos de nuevo de la atracción, mejor diremos: de la pasión que Rueda tiene
hacia el mundo “encolador” y que le lleva a la búsqueda de nuevos caminos
mediante las técnicas calcográficas más convencionales. Siempre creando uni-
versos propios, no sólo con elementos de la realidad común o general sino, y
aquí está lo que ello tiene de reto, en el sabio y medido juego con materiales
más propios de la creación artística.
El más de un centenar de estampas que siguen, admitirían bien la ca-
lificación de Fernando Zóbel de “caricia y mimo para el ojo” que ya escribiera
en 1964, así como la afirmación de hallarnos frente a verdaderas joyas.
Y es que, en sus estampas, encontramos una de las cualidades más pa-
tentes de Rueda: un claro sentido del proyecto, en su acepción más profunda
del disegno renacentista. Este sentido del proyecto hace que todos los elementos
intervinientes lo sean cuidados al extremo, con rigor, clara noción y control
hasta su resultado final. De aquí, también, que se comprenda con facilidad que
en el texto de Zóbel señalado a éste le recordaran, por su misterio, sabiduría y
destreza, a las miniaturas medievales, sin duda por esa reunión, tantas veces ci-
tada, y no por ello menos cierta, de razón y misterio.

TEXTO y CATALOGACIÓN en Gerardo Rueda. Obra gráfica (1964-1993), Museo de Bellas


Artes de Bilbao, Bilbao, 1993, 154 pp., pp. 15-17.

40
[ 1996 ]

LA MATERIA Y EL OBJETO. A PROPÓSITO DEL COLLAGE


CONVERSACIÓN CON GERARDO RUEDA [ MARZO, 1996 ]

‫ﱠ‬

En marzo de 1996, dos meses antes de su óbito y con ocasión de un proyecto


del galerista Jorge Mara, realizamos una entrevista en la que Rueda hizo un re-
paso de su vida creativa. La conversación se publicó parcialmente en diversas
ocasiones, la primera en el catálogo de la exposición de collages del artista en el
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 1997. Después fue publicado por
la Universidad de UCLA (Los Angeles). La entrevista se desarrolló en varias jor-
nadas del citado mes de marzo y en ella repasamos su historia vital y, muy es-
pecialmente, su labor como collagista.

¿Cuándo surgen los primeros collages?


Comencé a trabajar el collage en la década de los cincuenta.
En principio surgieron de una necesidad, la de trabajar en la fábrica
de curtidos de mi familia, en Carabanchel, y obligado por los ratos libres. Había
de recurrir a los pequeños formatos ya que eran fáciles de guardar, siendo mu-
chos de ellos muy alargados. Los suelo llamar bocadillos porque solía hacerlos
a la hora del bocadillo...

¿Tenía ya entonces la conciencia de dedicarse al arte?


Lo más importante de mi relativo disgusto al trabajar con los curtidos
no era tanto el trabajo en sí como el convencimiento que tenía de ser pintor.

¿Cómo fueron aquellos años?


Había mucho de tanteo, de investigación. Me interesaba utilizar los pa-
peles como un color más, como sucede en el que le hice a Carmina Abril. Son
collages en los que el dibujo ayuda a enlazar lo disperso, como haciendo de es-
tructura, de esqueleto. Después me ha sorprendido que tienen efectos de vidriera.

41
¿Todos los papeles tienen ese valor?
Depende. A veces, por ejemplo, el papel de periódico es también
color, pero otras veces son el texto y ciertos juegos de palabras una imagen su-
ficiente para valerse visualmente.

¿Tiene eso que ver con el valor de los materiales?


Por supuesto. Siempre me emocionó la presencia de materiales hu-
mildes, procedentes de desecho. En ese sentido, el papel de periódico es ideal.
Hoy vale, mañana... ya es pasado. Recuperarlo y que, de alguna manera, quede
para siempre, es otro de los objetivos. Hay algo muy tierno en ese guardar un
trocito de papel y poder decir más tarde, ahora aquí pegado...

Volvamos al valor del color...


Creo que para entenderlo es preciso examinar los collages de papel de
seda arrugado. Yo mismo entintaba los papeles con tinta china. Me hace gracia
ahora, cuando los veo; algunos de ellos completamente apagados de color. Y es
que la luz ha acabado comiéndose el color... Pero lo que más gracia me hace es
que conservan su valor. Los colores se han apagado pero el resultado del paso
del tiempo me gusta mucho.

Creo reconocer otro tipo de efectos en ellos...


Cuando se sacan del marco se comprueba que los trozos de papel están
poco pegados, que entre ellos pasa la luz y el aire, que se crean ciertas transpa-
rencias... Todo ello es resultado de mi interés por conseguir ciertos efectos.

¿Qué es para Gerardo Rueda el collage?


No se si está bien decirlo, pero creo que son una diversión. Cuando
llego a casa después de estar todo el día corriendo de un lado para otro me pongo
sobre la mesa a hacer collages, es como una catarsis, una práctica que me relaja.

¿Tiene eso algo que ver con la manipulación, con la inmediatez,


con la frescura...?
Sí, puede ser. Pero creo que además tiene que ver con otra cosa.
Como sabes, a mí me ha gustado siempre tocar la pintura. En ese sentido,
quitar y poner, pegar y despegar es un acercamiento táctil a la pintura. Soy
muy sensitivo. A veces en los grandes museos, cuando no me ve nadie, toco
algunos cuadros. Cuando no puedo hacerlo, me gusta acercarme para adivinar

42
la pincelada, sentir la mano del artista que pintó aquella obra y emocionarme
con su presencia.

Hablando de emociones, ¿a qué obras se encuentra más cercano?


Con aquellas con las que pueda sentir al artista que las hizo. Schwit-
ters, Motherwell, Torres-García, Cornell…

Es curioso que muchos de esos autores sean grandes collagistas…


Curioso pero razonable. Creo que es importante la idea sobre la
materia que tienen, esa idea sobre los materiales humildes y sobre su recu-
peración.

Repasando la evolución de sus collages se descubre que, progresi-


vamente, van engrosándose en su estructura, ¿cómo explica esos cambios?
Es verdad que los límites se van borrando cada vez más. He hecho co-
llages con tapas de pintura, con tubos, con carpetas, con cuadernillos, con telas
y hasta con maderas muy finas. Es difícil determinar si son collages o pinturas.
Tampoco me preocupan las definiciones. Acabo siempre diciendo que toda mi
pintura es collage.

¿Incluso los grandes relieves?


Sí, así es. Cuando he hecho alguna de esas grandes obras trato las
planchas de hierro con la ayuda de operarios y de grúas, como si fueran grandes
cartulinas, las superpongo como si lo fueran y me distancio para verlo como
hago con los collages en la mano. En el fondo todo es lo mismo. Sin embargo,
siempre me sorprenden las magnitudes. Mi idea es tratar de eso en el discurso
de ingreso en la Real Academia. Pero un collage no puede competir con una
gran instalación...

No obstante, siempre ha defendido el valor que en arte tiene lo


mínimo, lo que se dice con voz queda...
Por supuesto. Siempre me refiero a eso que decía D’Ors sobre la in-
tensidad que existe en un minué...

Hay un momento en que el planteamiento de los primeros collages


da un giro y aparecen los fechados a final de la década de los sesenta. ¿Qué
pasó entonces?

43
Bueno, en esos primeros collages de la siguiente etapa el sobre es un
elemento más de composición. Nacen de un gesto que realizamos todos: recibir
la correspondencia, seleccionarla y, pasado un tiempo, tirarla a la papelera. Se
produce una superposición arbitraria de papeles y sobres que es el origen de
los collages. He de decir que muchas invitaciones son suficientemente bellas
como para utilizarlas como material de primera mano...

¿Qué importancia tiene lo aleatorio?


Mucha. A veces la simple rotura de esas invitaciones y su superposi-
ción da resultados muy hermosos. Otras veces, rompes los papeles y los metes
en un sobre y de repente te dices, ¡Caray...!, y los vuelves a guardar.

¿Existe alguna mecánica para ordenar la casualidad?


Trato de unir las cosas más diversas, incluso las más dispares. Cuando
eso sale bien, como espero, algo sucede... No suelo dar importancia a los objetos
en sí mismos, ni por lo que tienen de singulares, ni por lo que son de cotidianos.
Es posible que, en ocasiones, eso lleve a efectos chocantes.

¿Está ahí el origen de la ironía ruediana?


Puede ser. Pero lo que más cuenta es la emoción, lo demás viene aña-
dido. Una vez traje del desierto una latita que me gustaba para integrarla en
una escultura. Tenía una pátina hermosísima por los años que se había pasado
tirada en la arena, al sol... Cuando fui a hacer la escultura, en el taller, salió de
su interior un chorro de arena... Fue, aunque parezca absurdo, una de las ma-
yores emociones de mi vida. Algo parecido ocurre con los papeles.

Volvemos a la recuperación del material...


A veces pienso que la realidad imita al arte y encuentro cosas al azar,
sintiendo que estén esperándome. Un día encontré en un bosque mallorquín
un tubo de óleo. Pensé en el pintor que estuvo tiempo atrás allí, pintando posi-
blemente aquel paisaje. Esos encuentros me emocionan mucho. Por eso me im-
porta tanto integrar en los collages las cosas que voy sintiendo, cosas que son
humildes y pueden resultar dispersas, pero que crean otra cosa nueva, o distinta.

¿En ese sentido deben entenderse los collages de cajas de cerillas y


tabaco?
Parte de lo dicho hasta ahora puede aplicarse a esas obras. Un material
humilde como son las cajas de cerillas, por ejemplo, un material de todos los

44
días pero que tienen todas las posibilidades. El artista ve a veces cosas que los
demás no ven, quizás por eso sea artista. En ese sentido me fascinaba ver ese
objeto, si se quiere industrial, tan perfecto. En un mundo como el nuestro, en
el que cada vez se hacen peor las cosas, que por unos céntimos existiera un ob-
jeto tan bello y perfecto me fascinaba.

En los años ochenta reaparecen los papeles pintados...


Los collages con papeles pintados de los ochenta nacen del deseo de
utilizar papeles hechos a mano que empecé a comprar en Cuenca. Me gustaba
su textura y comencé a pintarlos. Después empecé a incluir los que me servían
de protección, aprovechando incluso los que se habían dañado cuando se ab-
sorbía el pegamento o se quedaban las huellas de la pintura o de otros papeles.
Volvemos de nuevo a la emoción y a la sorpresa, al azar y a la reutilización de
todo aquello que nos sorprende y puede ser útil.

¿Cómo es la actividad del Gerardo Rueda collagista?


Me planteo el trabajo como una actividad que debe proporcionar sa-
tisfacción, sintiendo que se ha cumplido con un deber. Hay una parte de mi
trabajo de collages que me gusta bautizar como nocturnos porque están hechos
durante las noches de insomnio. Tengo la mesilla de noche repleta de papeles
y cartones ya cortados que son la base de los collages; a ellos recurro y, si no he
dormido bien, pienso que hay otros resultados que me satisfacen y que me evi-
tan tener que angustiarme.

¿Se podría llamar a eso gozar con el trabajo?


Creo que sí. El collage me quita la mala conciencia cuando no he te-
nido posibilidad de hacer grandes pinturas.

¿Cómo sucede en la práctica ese trabajo?


Creo que por acumulación. Me gusta guardar cosas. Es cierto que no
utilizo todo lo que guardo, pero me gusta acumular elementos que van creando
estratos en mi mesa de trabajo. A veces suceden cosas curiosas; un día comienzo
a pegar dos o tres papeles y luego los abandono; eso explica que en la mesa haya
no sólo papeles como tales, sino collages en proceso.

¿Se recuperan esas obras?


Sí, pero no siempre. A veces encuentro uno de esos “inicios”, hecho
a lo mejor hace unos meses, y me digo, ¡Caray!, esto no estaba tan mal, y lo

45
reutilizo. Quizás tenga que ver con eso del deber cumplido. Lo relaciono con
mi educación infantil, con algo que me obliga a recuperar y terminar, siempre
que sea posible, esos collages abandonados.

Y ¿en el aspecto manual?


Hay de todo. Me gustan mucho los collages pequeños, esos que nacen
sin haber usado las tijeras, con los papeles a su tamaño natural. A veces con un
solo corte, al rasgarlos por la mitad, vale. Si no, utilizo las tijeras. También,
cuando los corto, me gusta el borde que queda, la calidad de papel. Pero lo que
realmente me gusta es mover las piezas, buscar la armonía con la esencia de lo
que tengo, que la manipulación sea sobre todo la espacial.

¿Qué importancia tiene el acabado y los elementos que completan


el collage?
Mucho más de lo que piensa la gente. Para mí es fundamental el passe-
partout, ya que es un elemento más de la composición. El passe-partout, es como
una ventana que permite descubrir qué hace falta poner y qué hace falta quitar.
En cierto sentido es como el marco de una pintura, un accesorio pero también
un complemento necesario.

Fue Apollinaire quien dijo aquello de que puede pintarse con lo


que se quiera...
Como hemos hablado a veces, firmaría también esa sentencia. Lo im-
portante es el valor de la emoción, que lo que hagas sea de verdad, que lo que
dices sea sincero. Uno piensa que lo demás viene después. Siempre he intentado
que lo que hago sea resultado de una sinceridad permanente, producto de la
reflexión y no de bandazos, según lo que dicten las modas. En ese sentido creo
que los que ven mis obras lo descubren.

TEXTO y CATALOGACIÓN en Gerardo Rueda. Collages, Museo Nacional Centro de Arte


Reina Sofía, Madrid, 1997, 304 pp., pp. 132-149.
“Concerning Collage” en Gerardo Rueda. Spanish Master of Collage, UCLA at the Armand
Hammer Museum of Art and Cultural Center, Los Angeles, 1997, pp. 70-80.

46
[ 1999 ]

DIEZ POEMAS DE PAPEL

‫ﱠ‬

SERIE NOCTURNOS

Duerme la ciudad y su alcázar en penumbra.


Al dormitar, entreabriendo los ojos,
el paisaje es de papel. Los recortes, junto a la almohada, rozan su cara.
Desde la oscuridad de su celda el artista
se embadurna de recortes.
El papel es piel (ahora que se acabó el tiempo).

Ha llegado la hora. Nadie espía.


Sobre la mesilla, también es de noche,
un amasijo de papeles libélula te espera.
Clips, telas, cuerdas, cartones, tubos aplastados,
Tijeras, reglas... y también tablas.
Todo junto a la almohada.
(Al fondo: vidrios romanos, mayólicas rarísimas,
y también muebles, ya extraños).

Vasto tesoro el del collagista insomne


armado de pegamento.

Papeles y noche, solos con el artista,


oh todos desgarrados.

47
II

LA MANO

Habías fabricado la última ola de la volunta


de la niebla del monte Athos.
De la mano se escapó casi entonces el pincel.
Ahora la mano sólo arruga, dobla y corta
los papeles.

Reservada, entonces al papel, la mano envuelve,


una hoja es ahora una estrella, un agujero luna,
dos agujeros paralelos un búho impertinente,
unas briznas maíz y trigo, y la ola es la arruga
(si es azul), monte si es ocre...
Y acróbata si los moños de papel están bajos.
Un periódico es poesía: “refrigerado”, “mucho más”,
o “si al cabo”, “¿por qué no?” vuelan entre los papeles.

48
III

PAPELES CON ALHAJAS

Guardaba, con fruición y sigilosa avaricia


papelitos, pero también, tiques de exposiciones, blocs,
sobres impecables, torres de papel y cordelillos.
Cajas de galletas aplastadas y también tubos.
Todo había empezado, decía él, un día de magia:
la magia de un alehop.
Del hastío de un día en casa
y la lectura de la tediosa correspondencia.
Después es sabido –su gesto ahora es nuestro–
todo a la papelera ordenadito en un sobre
y la llamada de lo que no ha de quedar olvidado.

Basura de un instante era lo que ahora es silencioso eterno.

49
IV

COLLAGES DE SEDA

Piel como papel tez casi de seda.


Apenas un beso doy, cartulina.

Arrugo mis contornos para luego extenderme.


Soy collage. Besa la seda la cartulina.
Dame pegamento un abrazo y medio de silencio.

Papel de seda, antes blanco, ahora bañado por tinta


que es luz tibia de nenúfares.
(Y ahora, en los noventa, fané como una viejecita)

50
V

COSAS DE ARTISTA

Un viejo pintor de mil novecientos pinta Andratx.


Huele a pino que llora y que es ahora pebetero.
Cautivo es el pintor rendido ante el paisaje.
En la paleta deja el verde –la última gota–
y el tubo cae a la arena.

Ochenta años después un pintor madrileño


absorto ante la embriaguez de luz tan clara
cree, paseando en tal lugar, haber soñado la escena.

51
VI

HOGAR

Hogar es el nombre de un collage


en el que, como casi todos, se puede vivir.
Hay lo suficiente: el aroma de esas casas griegas escarpadas,
en las que apenas un ciprés adorna,
y el mar al fondo que no es mar sino cielo.

De interior tan limpio y tenue luz tan clara.


Templo en el que al verse el vaso en el que el artista bebe
se sabe ahora dios tienen manos de collagista.

52
VII

LA POESÍA DE UNA CAJA DE CERILLAS

Cayó primero prendido por la rigurosa nobleza de sus formas.


Y sus misterios: según haz o quizás envés,
presentes o huídas del collage hacia otro Espacio.

Cautivado fue también, como tantas veces, por su sobria humildad.

Y entonces el primoroso rescate de lo ya predestinado


a la destrucción y a la miseria, la más triste,
el desgarro de lo que nace sabiendo no ha de recordarse.

Bañadas por el color ahora las cajas olvidaron


que un día fueron estuche y las cerillas
son entonces incandescente olvido.
Fútil fuego de quien ya –quizás– no está
y así, en perpetuo vacío, lo recuerdan.

Son ahora luz –y si no están– espacio,


rigor, y dibujo impecable de líneas,
también volumen y otrora espectral presencia.

(Sobre un fondo a veces negro nos hablan del misterio,


ígneo enigma, ése que se nos escapa siempre)

53
VIII

EL PAISAJE ES UN COLLAGE

Es de noche, y afuera gime el águila en silencio.


Hay en el bosque una luz como de plata
y son los árboles jirones y papeles suspendidos los arbustos.
Hecha trizas la roca es un desgarro.
Y al pie de las anémonas dormita un papiro.

Bajo los puentes reina el silencio


y el murmullo de una gota lo recuerda,
y también la sombra recortada de un ala.

Allende la espuma que es de niebla


duermen templadas las hojas en silencio.
Hay garras como espejos
y luces distantes que ven ramas que se abrazan.

Llega ¡oh! aurora asomándote,


olvida la pereza de quien estará siempre.
Devuélveme el silencio que nos guía.
La impalpable luz de ese río de papeles.

54
IX

APARICIÓN

Letras perdidas recuerdan de dónde vinieron:


matasellos y sabidas direcciones son la ayuda.
Es el sobre urna secreta de la que siempre algo asoma:
pudo ser un peine o un limón,
mar mediterráneo y recuerdo de un milenio,
un volante de infanta, cresta de gallo,
finas sedas, o una tabla, que no es nada.
Oculto, como la tinta invisible del enamorado
duerme el papel entre el embozo del sobre.

55
X

EL CALENDARIO AGOTADO
[ LA ÚLTIMA OBRA ]

Quedó sobre el sofá.


Una palabra: “estrella” se subió en el collage.
Azul y rojo –éste con manita– nos dijeron adiós.

POEMAS en Gerardo Rueda. Collages [1956-1996], Fundación Ludwig, Colonia-La Habana,


1999, 144 pp., pp. 50-61.

56
[ 2000 ]

GERARDO RUEDA
ESCRITOS Y CONVERSACIONES

‫ﱠ‬

En 1995 Gerardo Rueda era nombrado Académico de la Real de Bellas Artes


de San Fernando. Recibió la noticia –con más duda que alborozo– en Medellín,
lugar al que se había desplazado con ocasión de su exposición antológica Tra-
yectos en el Museo de Arte Moderno de la ciudad citada.
Dicho nombramiento lo recibió no sin cierto escepticismo, frecuente
en Rueda, e ingrediente también unido a la ya archiconocida ironía ruediana,
ironía que afectaba no sólo a su quehacer artístico sino, cómo no, a su vida.
A partir de esa fecha comenzó a realizar una serie de anotaciones que
iban destinadas a pergeñar lo que sería su futuro discurso de ingreso a la Real
Academia. A los próximos –y a los no tanto, en la prensa de la época es posible
hallar tal dato– nos señaló que el discurso vendría a titularse Verdad y tamaño
en el arte contemporáneo actual o El Arte y la cultura de la(s) referencia(s).
No hará falta se diga tal discurso no llegó a pronunciarse, ni siquiera
a articularse. Rueda hubo de pedir una prórroga, transcurrido el preceptivo año
para su realización.
Desde aquella fecha tenemos un sencillo cuaderno escolar que carece
de título, de cuadritos levemente verdosos, encuadernado con espiral, margen,
y escrito con bolígrafo y rotulador, usados indistintamente en ocasiones en el
mismo texto.
Junto a su primera página una anotación, en otro papel distinto, ad-
vierte de las irónicas definiciones ruedianas sobre escultura y pintura contem-
poráneas. La primera: objeto insólito que ocupa un lugar en el espacio. La segunda:
objeto insólito que ocupa un lugar en el plano.
Otra hoja suelta le sirve para anotar: EL ARTE. La información y el
conocimiento (la comunicación). Caderot.

57
Ambas anotaciones están hechas en un papel telefónico de un hotel
estadounidense y han de corresponderse, por ello, a la estancia de Gerardo
Rueda en Los Ángeles y San Francisco en noviembre de 1995.
Era éste pues un cuaderno de apuntes, en cuya primera página se
evoca una visita a una exposición en París en torno a 1993. Fue escrito durante
sus estancias en París y Santillana del Mar (dos lugares para él muy queridos),
Oporto y Los Ángeles, con ocasión de los preparativos de sus exposiciones en
el Frederick R. Weisman Museum of Art y en The Armand Hammer Museum
of Art. Con ocasión de ese viaje, Rueda tuvo ocasión de visitar algunos de los
principales museos norteamericanos.
En enero de 1996 Rueda viaja a Caracas a la inauguración de su ex-
posición Trayectos en el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber.
Entre esa ciudad y Madrid escribe sus últimos textos (entre febrero y marzo de
ese año). El último texto de Rueda lleva fecha 13 de marzo de 1996.
Creo preciso indicar que las anotaciones de Rueda que siguen son
algo acres, marcadas –hasta en ocasiones con rabia– por el cierto desdén que
sentía el artista hacia las manifestaciones podremos decir más histéricas del arte
contemporáneo. Pero hay también sorna, socarronería y siempre una actitud
escéptica y un tanto ajena a lo que veía a su alrededor en los nuevos museos de
arte contemporáneo. En ese sentido hemos de entender el cuaderno que sigue,
como hemos también de entender sus definiciones antes citadas sobre pintura
y escultura en el mundo contemporáneo ya dijimos.
También es preciso decir que las observaciones de Gerardo Rueda que
podemos hallar escritas entre 1995 y 1996 eran parejas a las que ya el artista
escribía, por ejemplo, en un texto de 1962: “Al margen de la Bienal”, en este
volumen reproducido. Algunos temas, como la relación entre el artista y el pú-
blico, llevaron a Rueda a análisis permanentes, casi con obsesión. Sobre el tema
antes citado Rueda había comenzado a hablar de él con su profesor de Litera-
tura en el Liceo Francés (1942) y crítico, Manuel Sánchez Camargo, en 1956,
y lo reiteraría en 1968 en la introducción al catálogo de su exposición en la
Galería Juana Mordó. En 1973 insistía sobre él en el catálogo de la exposición
Arte 73 de la Fundación Juan March; en 1982, a petición de la revista Guada-
limar, en el texto “Qué funciones debe cumplir el Museo de Arte Contempo-
ráneo”; y en 1986 en “Veinticuatro confesiones”, publicado en el catálogo de
su exposición de 1989 en la Casa de las Alhajas.

58
El primer texto, del verano de 1995, lleva por título “El Arte y la cul-
tura de la referencia” y fue escrito rememorando su visita a la colección Barnes
expuesta en París, a inicios de los noventa, en el Musée d’Orsay.
Este texto, de tan sólo una página, tiene vocación, como los demás,
de incompleto. A su término Rueda avanza diez páginas, pliega la oncena y es-
cribe un texto en Santillana del Mar, el día treinta de agosto de 1995, solicitado
por la Galería Greca de Barcelona y titulado “Geometrías de la sinrazón”, aquí
también publicado.
De la página siguiente se nos cae una tarjeta con la reproducción de
la obra de René Magritte Ceci n’est pas une pipe de la colección de Los Ángeles
County Museum of Art. La existencia de dicha tarjeta, dentro del cuaderno,
no puede considerarse anecdótica y sí relacionada con lo escrito. Quizás idea
pendiente de atraparse definitivamente gracias a la existencia recordatoria de
esta tarjeta.
Una página más adelante el texto de tres líneas, escrito en Oporto, ya
lleva vocación discursiva: “Discurso Academia San Fernando”.
Trece páginas más adelante el artista pliega verticalmente –con per-
fección milimétrica– una nueva página. Son textos escritos en los Estados Uni-
dos: Santa Mónica (lugar en el que se alojó el treinta de octubre de 1995), San
Francisco (el cuatro de noviembre de 1995), y en el retorno del viaje, de nuevo,
camino de San Francisco a Los Ángeles (el día cinco de noviembre de 1995).
Dos páginas después, una página –esta vez cuidadosamente rota por
la mano del collagista en su mitad horizontal– nos advierte de un texto escrito
en francés, y en llamativa tinta de rotulador rojo, nos habla de la estancia de
Gerardo Rueda en París. Sobre la afinidad de Rueda con el mundo francés no
será preciso insistir: su madre de origen vasco francés, su educación en el Liceo
Francés de Madrid, en los cuarenta, y sus primeros deslumbramientos artísticos
en el París que visitó con frecuencia (conservaba familia, de la querida, en París)
en la década de los cincuenta. En París expuso Rueda individualmente, en
1957, en la Galerie La Roue, y desde los sesenta su Musée d’Art Moderne tenía
una importante obra del artista (Composición gris o Balbina, 1962) adquirida
por el hispanista Jean Cassou, director del Museo en la época. Rueda, hay que
decirlo, recuperó los anteriores recuerdos en la década de los noventa: su intensa
amistad con los galeristas Jacques y Thessa Herold, presentados a Rueda por
Juan Manuel Bonet, tuvo buena culpa.

59
Tras este texto, y en el inicio de 1996, Rueda escribe un conjunto de textos que
ese mismo año, y con ocasión de la exposición del artista en el IVAM, publicó,
parcialmente, en el diario El Mundo (23/III/1996) con el título de “Cuaderno
de apuntes”. En este texto Rueda, además de hacer un repaso de su trayectoria
vital y artística, recordaba ciertos momentos de sus estancias en París (Centro
Pompidou) y sus opiniones sobre pintores imprescindibles en sus tamaños pe-
queños. Morandi, Schwitters, Torres-García y Klee quedaban dentro de esa her-
mandad artística. Pintores, todos ellos, escribía, que me acompañan siempre en
la memoria y en la presencia.
Respecto a la transcripción del cuaderno diremos que hemos procu-
rado transmitir su idea “traduciendo” abreviaturas –generalmente obvias– y al-
gunos signos, como flechas o ibídem. Ciertos cuadros eran citados por
Rueda –como vividos– de memoria, y por tanto con títulos aproximados pero
claramente identificables. En ocasiones subraya –hasta triple y cuadruple-
mente– o utiliza mayúsculas que son arbitrarias ortográficamente pero no para
su idea. No hará falta decir las hemos respetado. Como hemos respetado alguna
otra arbitrariedad: así, utilizar el femenino de ídolo. “Idola” escribe divirtién-
dose Rueda al referirse a una exposición visitadísima.
Añadiremos un excursus para finalizar: un texto de Gerardo nunca ha-
llado, y transmitido por Daniel Giralt-Miracle (Avui, 25/VI/1981), no queremos
se pierda: Creo que hay imágenes que llegan a hacer batir el corazón, que hay volú-
menes pintados que son tan reales que nos permiten respirar profundamente y que
marcan un ritmo de pulsaciones que dan al hombre fuerza, paz, paciencia y alas.

Gerardo Rueda. Escritos y conversaciones. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid,
2000, 272 pp.
Transcripción de un cuaderno de apuntes de Gerardo Rueda, 1995-1996, pp. 125-131.

60
[ 2001 ]

DIARIO DE UN PINTOR

‫ﱠ‬

Los primeros collages de Rueda (Madrid, 1926-1996) datan de los inicios de la


década de los cincuenta. Uno de los primeros que se conoce, quizás pueda ser
el primero, lleva por título Vidriera II, de 1954. Se trata de un pequeño collage
en el que unas sinuosas líneas otorgan el ámbito donde habitan unos recortes
de papel de periódico. Collage de precisa y contenida composición, reúne las ca-
racterísticas de los primeros collages de Rueda conviviendo con sabiduría collage
y dibujo. La presencia de los textos del periódico, en este collage imbuidos de la
actualidad política de las fechas, habla bien a las claras del sabio enfriamiento
que Rueda concedía al devenir cotidiano. Enfriamiento procedente de muy di-
versos lugares: el propio uso (mediante su destrucción) del periódico, el recorte
del texto convirtiéndolo entonces en ilegible y, por si acaso, girando algunos de
los textos como para acentuar, si quedasen dudas, ese deseo de escapar de lo co-
tidiano. Del fragor de los textos recortados –siempre densos en su esencia– se
escapan frases o palabras: extranjero en este collage en donde además es posible
leer un fragmento de noticia: motín en un campo de inmigrantes de Rio de Janeiro.
Refrigerado, en otro de los sesenta de necesaria evocación, Marval, Dos seat seis-
cientos y dos televisores Marc, en otros de su época o millones y medio de caballos
o Para mayores (presente en la exposición).
Rueda “borraría” durante la década de los setenta y ochenta todo tipo
de texto, suprimiendo también el uso de periódicos en estas décadas, actividad
que, como collagista, retomaría con pasión a partir de los ochenta y hasta sus
últimos collages.
Los años 1954-1958, bien representados en esta exposición, fueron
años collagistas fructíferos para Rueda. Precisamente entre el 14 y el 30 de junio
de 1954 presentaba su exposición Collages. Dibujos abstractos en la Sala Abril

61
de calle Arenal número dieciocho de Madrid, la galería dirigida por Carmen,
Carmina, Abril. No hay memoria de la presencia de collages en fechas anteriores
en el quehacer artístico de Rueda. Su exposición anterior y primera casi indi-
vidual (la exposición Magaz-Sangro junto a su amigo Toni Magaz Sangro) en
la misma sala, reunía doce cuadros. Hoy podríamos titular, a esa exposición
inaugurada el año anterior (el veintitrés de marzo de 1953, un mes antes de
cumplir sus veintisiete años), Casas, pues las doce obras presentes tenían como
motivo, siempre, diversas evocaciones del Madrid mesetario y gris en el que
nació y vivió Rueda. Allí estaban algunos de los despojadísimos cuadros que
han podido verse en la primera sala de su antológica en el Museo Nacional
Centro de Arte Reina Sofía.
Volviendo a 1954, fecha de su exposición en la Sala Abril, recordemos
esta era la sala de exposiciones habitual del artista en los años cincuenta. Galería
y librería fundamental para la formación del artista. Allí pudo adquirir, sottovoce,
algunos de los libros proscritos o de difícil hallazgo en aquellos años. Allí tam-
bién conoció, entre otros, a Luis de Pablo, Camilo José Cela o Francisco Nieva.
Luis de Pablo, este mismo año 2001, calificaba a Carmina Abril de “legendaria”
en su pequeño texto “Silencio y sonrisa” realizado por encargo del Museo Na-
cional Centro de Arte Reina Sofía. El compositor recordaba conocería, en 1956,
en ese lugar a Gerardo Rueda.
No podemos, por otro lado, olvidar el deconstruido collage, presente
en la exposición del Reina Sofía, y hoy en la colección de la Real Academia de
Bellas Artes de San Fernando, donde Rueda homenajea, nada menos que en
1955, a su amiga y librera. Se trata, además, del único collage en el que Rueda
utiliza la técnica de fragmentar –dejando ciertamente reconocible– una imagen.
Desde 1990, el ajado cartel de la librería Abril, arrancado por otros al cierre de
la misma, presidía el Estudio que tuvo el artista en al calle San Nicolás de Ma-
drid, el de los Austrias, a no muchos metros de la librería.
Volviendo a los, para Rueda, fructíferos cincuenta, la primera evoca-
ción crítica, de cierta importancia, de la exposición de collages y dibujos abs-
tractos, la firmaba, a la clausura de la exposición, el treinta de junio, Figuerola
Ferretti en Arriba. Citando los collages de Picasso y Braque el crítico señalaba
que Rueda trata de reivindicar al cabo de cuarenta años aquel “divertimento” y
nos ofrece unos intentos asépticos, ordenados y agradables, donde junto al papel im-
preso unos esquemas limpios, de formas abstractas, aciertan en muchos casos a com-
poner ese “algo” distinto que bulle en toda vocación juvenil.

62
Internacionalmente, en artículo de 1955 publicado en Toulouse, y
con ocasión de la exposición Les peintres espagnols abstraits, donde Rueda pre-
sentaba un collage, el crítico destacaba que utiliza el collage con real satisfacción.
Insertados sobre estas curvas apenas trazadas con lápiz y sobre el blanco del papel,
estas pequeñas notas coloreadas de materia plástica tienen un acento particular y
la rigurosa geometría habla de las cualidades de la interferencia de los planos, len-
guaje claro realzado con el color.
Respecto a la exposición de 1954, cuatro días antes al artículo de Fi-
guerola Ferretti, José de Castro Arines firmaba una brevísima crítica de la ex-
posición en Abril donde destacaba el interés de las obras subrayando su
intención investigadora, su búsqueda afanosa de nuevos caminos expresivos.
Terminando con la evocación de los collages de esta década, hemos de
citar Formas (1955), collage muy en la línea del Vidriera II, antes mencionado,
donde desde planteamientos más despojados reúne unas líneas finísimas, cír-
culos dibujados con tinta y pequeños recortes de periódico. La obra estuvo ex-
puesta en una curiosa exposición, celebrada al aire libre, en Cartagena ese
mismo año: Primera Muestra de Arte Contemporáneo en Cartagena. Una imagen
de esa exposición muestra el cuadro en una plaza con palmeras de la ciudad,
sobre un caballete, en un día frío, expuesto ante lo que pareciera un cierto
asombro de los viandantes.
En los orígenes, estos collages de 1954 y 1955 son deudores de los pri-
meros dibujos de Rueda. Hay que señalar y no en vano que a los dieciesiete años,
en 1943, once años antes, Rueda había copiado en un pequeño cuaderno diversas
composiciones cubistas de Picasso y Juan Gris. Estos dibujos se convertían así en
una admirada evocación del quehacer de los “padres” cubistas, evocación y ad-
miración a la que Rueda permanecería fiel en toda su trayectoria artística.
En 1949, a su vez, había realizado un –hasta ahora poco conocido–
conjunto de tres dibujos titulados Fruteros en los que ya aparecían las líneas
curvas y círculos presentes en los citados Vidriera II y Formas. También, en
1955, un bodegón con unas leves formas curvas, a modo de vasijas, hacía com-
patible un tenue dibujo sombreado con unos despojados y ordenadísimos rec-
tángulos de cartulina.
Rueda escaparía, tras estos collages, de los lazos de las líneas curvas di-
bujadas, abandonando en los inicios de los sesenta el dibujo y trabajando en el
puro collage de papeles, ausente la estructura ordenadora dibujada, sin mayor
ayuda que la composición mediante el pegado de diversos tipos de cartones,

63
cartulinas y papeles. La presencia de la mano, que en los cincuenta asienta el di-
bujo con retículas zigzagueantes, quedará reservada al corte del papel, a su teñido
con tintas, a su arrugado en ocasiones y, evidentemente, a la composición.
Mas no podemos concluir la revisión de los collages de finales de los
cincuenta sin señalar cómo, también, son deudores de los dibujos y monotipos
de este tiempo. Obras en las que técnicamente se adivina la pasión collagística
en ciernes, pues muchos de ellos combinan las más variopintas técnicas de di-
bujo: lápiz de grafito, lápices de colores, óleo, pigmentos diversos, grattage, mo-
notipo, etc. Dibujos finos, delicados, transparentes, “casi de cristal” como los
definiera acertadísimamente, en 1957, G. Crespi. Sobre los dibujos de Rueda
escribiría su amigo Manuel Silvela Sangro en su Diario de una vida breve, el
día seis de mayo de 1956: Ayer a última hora hice una visita a Gerardo, en su
“atelier”. Me enseñó sus últimas obras: diversas y buenas. Me gustaron especialmente
unos dibujos con lápices de colores, de pequeñas láminas apaisadas, llamadas “bo-
cadillos” por su autor. El nombre hace referencia a la hora del día en que los concibe
y la brevedad con que los termina. “No se sabe bien todo lo que hay en un minué”,
decía el coreógrafo Marcel. No se sabe bien todo lo que hay dentro de un “bocadillo”
de Gerardo.
En 1962, Rueda comienza la realización de sus llamados collages de
papeles de seda arrugados. Unas inolvidables fotografías de Fernando Nuño,
autor también de la celebérrima imagen inaugural con los artistas presentes el
treinta de junio de 1966 en el Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca,
nos muestran a Rueda sentado en el suelo de su estudio. Estas imágenes nos
recuerdan algo del vértigo de la ejecución creadora de Pollock. Rueda está ro-
deado de papeles, casi inundado por ellos, reconociéndose, en realización, al-
gunos de sus collages (Búho por ejemplo) posteriores. El sistema de trabajo
parece ser el que desarrolló siempre en sus collages: un tomar y dejar hasta llegar
a lo cierto. Rueda utilizaba, como materia prima de estos collages, el papel de
seda teñido con tintas de colores. En la exposición actual podemos encontrar
varios de ellos: Collage nº 31, Collage nº 47 y Para mayores, entre otros.
Que Rueda estableciera un número para titular sus collages no era ca-
sual. Desde los inicios de los sesenta Rueda buscaba un sistema normalizado
para dar nombre a sus obras. En la pintura decidió tomar el callejero de Madrid.
Eligió en 1960 los nombres de calles que comenzaban por “A”, escogiendo
nombres con resonancias geográficas principalmente. En 1961 los que comen-
zaban por “B” y en 1962 los que lo hacían por “C”.... El sistema, además de

64
ayudarle a clasificar y a recordar después las fechas de las obras, le permitía
dotar a sus obras, ya espacialistas, de una honda e imperecedera evocación.
Una nota manuscrita de Rueda explica cómo numeró sus collages de
1962: la numeración comenzaba en el trece. Los que iba del veintiuno al treinta
y seis fueron depositados un tiempo en París. El último collage numerado es el
ciento sesenta y uno y es de 1964. Algunos más de ese período 1962-1964 que-
daron sin numerar.
Es curioso señalar, volviendo al método de trabajo, que Rueda traba-
jaba en la realización de los collages junto a sus respectivos passe-partous. Como
sucediera con sus trabajos posteriores de madera en los que era habitual que el
cuadro se compusiese desde su caja exterior, ubicando Rueda en su interior los
diversos elementos de la obra que posteriormente eran atornillados o encolados
a la trasera de la caja.
Es posible que esa práctica de utilizar la caja como “teatro de opera-
ciones” provenga de los collages de papeles de seda arrugados. Rueda se pertre-
chaba de passe-partous, lo que explica la existencia de medidas parejas en los
collages de 1962-1964: 33 x 23,5 cm, y componía, con la ventana, su interior.
El veintiuno de febrero de 1964 se inauguraba en The Luz Gallery
de Manila una exposición que contenía treinta collages de Gerardo Rueda. La
práctica totalidad de los expuestos eran collages de papeles de seda arrugados.
La exposición permanecería abierta hasta el día tres de marzo de ese año. Zóbel
actuó de “comisario” de la exposición, representando a Rueda en la inaugura-
ción de la exposición en su país. Algunas cartas de Zóbel, días después, relataron
a Rueda el éxito y la asistencia de público el día inaugural. Sobre la ausencia de
Rueda, esta era fácil de entender: entre el ocho y el veintiuno de febrero sus
pinturas espacialistas se mostraban en la Galleria d’Arte 2000 de Bolonia.
Rueda estaría presente en la clausura de la exposición en Bolonia.
La exposición tuvo una muy favorable acogida crítica en Manila, exis-
tiendo una amplia reseña de la misma en The Manila Times del 20/II/1964:
maestro de este arte, Rueda produce tranquilos espacios que acarician el ojo y el es-
píritu. Fernando Zóbel firmaba una crítica en The Chronicle Magazine, el día
22/II/1964, ilustrada con el Collage nº 96: el adjetivo que mejor describe los co-
llages de Rueda es “elegante”. Con los medios más sencillos –fragmentos de papel co-
loreado y, de vez en cuando, pedazos de tela– el pintor crea pequeños remansos de
plácido disfrute. El ojo es acariciado, mimado y apaciblemente entretenido mediante
un sutil juego de formas, colores y texturas. El artista no declama, ni explica, ni

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juzga, ni mucho menos intenta sorprender, excitar o capturar nuestros sentidos. El
disfrute que nos produce un pequeño cuadro es similar al que experimentamos ante
una joya: es algo hermoso de ver; nada más que eso y, por cierto, nada menos. En
verdad, dejando de lado sus temas, estas obras me recuerdan un poco a las minia-
turas medievales. Se trata del mismo tipo de cosa, siempre y cuando esas cosas te
gusten, claro.
Rueda volvería a exponer sus collages, de modo monográfico, en Ma-
drid en 1972. Entre la exposición de Manila y la de Madrid distaban ocho años
fundamentales en la trayectoria de Rueda. Había celebrado, entre tanto, indi-
viduales en diversas ciudades italianas, en Juana Mordó y la muy recordada ex-
posición en La Pasarela de Sevilla.
El día uno de febrero de 1972 se inauguraba la exposición Diez años
de collages [1962-1972] que se clausuraría el veintiséis de ese mismo mes en la
Galería Egam de Madrid. J. R. Alfaro destacaba sobre el collage, el día
21/II/1972, que Gerardo Rueda aporta a su desarrollo toda la fuerza de invención
de un asombroso virtuosismo que surge en cada momento de lo inesperado, en un
sistema, por definición, riguroso. Alimentadas por una magia personal, las obras
de esta exposición constituyen el historial de este artista a lo largo de una década.
A partir de 1970, la creación collagística de Rueda adquiere toda su
intensidad. Hasta los collages de papeles de seda arrugados (1962-1964), los co-
llages de Rueda caminaban de modo paralelo a su creación pero no siempre en
muy estrecha relación. Es en 1965, en un momento donde las obras de Rueda
encuentran un cierto carácter constructivo, cuando Rueda realiza su primer co-
llage de cajas de cerillas que titula In memoriam a M.S. Juan Manuel Bonet se
ha ocupado este año de recordarnos con ocasión de su texto “Lectura de Manuel
Silvela (y Gerardo Rueda)” en el catálogo de la retrospectiva en el Museo Na-
cional Centro de Arte Reina Sofía, que Rueda realizó otro homenaje a Silvela
en tonos blancos que figura en el catálogo inaugural del Museo de Arte Abs-
tracto Español de Cuenca.
Rueda compuso no más de cincuenta collages de cajas (de diversa pro-
cedencia: cerillas, tabaco o pegamento), especialmente entre 1965 y 1968,
creando algunos más, escasísimos, posteriormente. En una ocasión, a la bús-
queda de la chispa de la que surgió la idea hemos pensado si los collages a la
memoria de Manuel Silvela, los primeros, no evocaban, en su aspecto cuadri-
cular y en el aspecto de “salto” que podría derivarse de la presencia o ausencia
de cajas, la pasión ajedrecística de Silvela y que eso fuese el comienzo de todo.

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En cualquier caso, lo que sí sabemos es que ese reducidísimo conjunto de cajas,
del que tenemos tres en la exposición, forma ya, por su extraordinario rigor y
calidad, un lugar de privilegio en la reciente pintura europea.
Al fin y al cabo, Rueda declaró siempre que en el fondo toda su pin-
tura era collage. Nunca, como en el caso de los collages de cajas, mediados los
sesenta, pintura y collage en la producción de Rueda fueron, en el tiempo, tan
lo mismo.
Sus collages de cajas nunca se habían reunido, ni siquiera cinco, como
sucediera en la exposición retrospectiva del artista en el Museo Nacional Centro
de Arte Reina Sofía. Un collage como el archiconocido Desde Sevilla (1967) en la
colección de la pintora Carmen Laffón avisa también de algo que posteriormente
sería frecuente en la trayectoria de Rueda, el uso de marcos antiguos incorporados
a sus collages o pinturas. Esto sólo había sucedido con el Verde con marco neorre-
nacentista (1965) del Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca, y el mismo
año, 1967, lo repetiría en el inefable El testamento de Felipe II.
En definitiva, los collages de cajas contienen, 1965, la mayoría de esos
ingredientes que Rueda reuniría en su serie última, de fines de los noventa: Pa-
sión y estilo. La concentración de orden y construcción junto al desaliño. En el
caso de los collages de cajas, la creación de belleza y armonía mediante un ele-
mento humilde de cuya esencia es difícil desprenderse visualmente. Y hay, ade-
más de ironía, un uso de gamas de colores ya típicamente ruediano.
A partir de 1967, fecha del collage presente en la exposición Pirámide
verde, sus collages toman ya un nuevo sendero: el más libérrimo. En este collage
aparece además un taco de madera demostrando lo que ya dijimos sobre el
cruce de caminos entre pintura y collage.
En sus collages, comienzan a aparecer elementos que no son sólo papel
o cartulina. Esto ya había tentado al artista cuando en algunos collages de finales
de los cincuenta incorporara fragmentos de cuero. Era la época en la que Ge-
rardo Rueda, por imperativo familiar, trabajaba en la fábrica de curtidos de los
Rueda. El cuero, recortado en finos rectángulos, evocaba cartones gruesos de
una tonalidad y textura, eso sí, muy especiales.
A partir de los setenta comienzan a aparecer: cuerdas, clips, tubos,
telas y textiles en general, tablas, restos de papeles manchados al pintar, tapas
de esmalte, etc. casi siempre elementos del azar. Un azar, como siempre en
Rueda, muy controlado y circunscrito a lo que se podría titular “mi vida de
pintor”.

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Rueda realizaba collages con fruición. De un modo compulsivo. Igual
que es frecuente hallar años de menor producción pictórica, es casi imposible
hallar un año sin collages. No sólo en su Estudio realizaba collages. En los últimos
años, algo insomne, su mesilla de noche y cómoda se llenaron de papeles, car-
tulinas y pegamento. De sus viajes era frecuente la vuelta con algún collage “en-
tretejido” y posteriormente terminado en el Estudio.
La serie Nocturnos, presente en la exposición uno de ellos, representa
un ejemplo de la realización de collages por Rueda en su domicilio, convertido
en Estudio, en la soledad de la noche.
En 1989, Rueda realiza en la Galería Estampa una exposición dedi-
cada a sus collages de sobres, collages donde es frecuente hallar, una vez más,
fragmentos de eso que más arriba llamamos su vida de pintor. Invitaciones de
exposiciones principalmente, sobres en los que es frecuente encontrar remites
–y hasta catálogos– de artistas o salas de exposiciones, entradas a exposiciones,
reproducciones de obras de otros artistas, convirtiéndose en cierta medida en
un diario. De páginas, eso sí, desbaratadas por el viento. De su reunión sería
posible hablar de un baile de máscaras, de un carnaval que pasó, de una visita
a la colección permanente del Centro Pompidou (el miércoles 21 de septiembre
de 1994), de la presentación de un libro de Rueda en París, de la inauguración
de una galería hoy ya olvidada, de una exposición de Adolf Schlosser o, final-
mente, de la exposición de Ricard Giralt-Miracle, que coincidió con la de
Rueda, última, en el IVAM...
Diario de un pintor, rescate de fragmentos de los días, entonces, ahora,
ya eternos. Belleza hecha de la nada, de la nada que es el hoy y que nada sería,
sin Rueda, ya mañana. Papeles, papiros, carpetas, cartones, sobres y cartulinas...
Como ya escribimos en otro lugar, la impalpable luz de ese río de papeles.

[ Octubre de 2001 ]

TEXTO en Gerardo Rueda. Collages [1954-1996], Centro Municipal de las Artes, Alcorcón, 2001,
pp. 105-112.

68
[ 2006 ]

GERARDO RUEDA. GRABADO


EL SILENCIO QUE NOS GUÍA
[ LA IMPALPABLE LUZ DE ESE RÍO DE PAPELES ]

‫ﱠ‬

El primer encuentro con un tórculo de grabado que tuvo Gerardo Rueda (Ma-
drid, 1926-1996) acaeció en 1959 en París. El responsable fue, cómo no, Fer-
nando Zóbel, gran aficionado –y furibundo e incansable coleccionista– del
grabado. No olvidemos éste había comenzado a trabajar, 1949, huido de su
destino familiar, en el Departamento de Artes Gráficas del Harvard College
Library como ayudante de Philip Hofer, fundador del Departamento de Gra-
bados y también conservador de los mismos, the prince of the eye era el sobre-
nombre con el que era conocido. Sobre la importancia de Hofer en el mundo
del grabado se recomienda el catálogo escrito por su sucesora, este año, Eleanor
Garvey: The Philip Hofer Collection in the Houghton Library (A Catalogue of an
Exhibition of The Philip Hofer Bequest in the Department of Printing and Graphic
Arts). En Harvard se impresiona el de Manila por la obra grabada de Stephano
Della Bella (1610-1664), a quien posteriormente homenajeará por cierto en
un impecable lienzo de 1977. En Harvard, donde Zóbel lleva vida de “monje
encantado” –en sus palabras–, encuentra un taller de grabado donde conoce, y
ensaya, las diversas técnicas calcográficas.
Al París de finales de los cincuenta viaja Rueda, esta vez acompañando
a Fernando Zóbel y Antonio Lorenzo, visitando al artista norteamericano Ber-
nard Childs (1910-1985) quien sería nombrado conservador del Museo de Arte
Abstracto en 1969. Con ocasión de ese viaje adquirirían el primer tórculo del
Museo, un amplio surtido de tintas Charbonnel y material para el grabado.
Tórculo democrático, como todo el museo, por cierto retenido durante un
tiempo en la frontera. Antonio Lorenzo nos contaba en fecha reciente que los
aduaneros habían confundido a los tres cosmopolitas viajeros con una tríada
de posibles falsificadores de moneda. En el catálogo editado por el museo en

69
1974, cuya introducción es firmada por Rueda, Torner y Zóbel, los “tres artistas
juntos” (dixit Juan Manuel Bonet) puede leerse que el museo administra un
taller para grabado en talla dulce. El taller y su tórculo están al servicio de artistas
cualificados” (Museo de Arte Abstracto Español: Catálogo. Cuenca. 1ª edición:
1969; 2ª edición (corregida y aumentada): 1974). Tórculo también discreto,
en dicho catálogo se explicaba que el mismo había llegado gracias a un anónimo
donativo....
Zóbel escribía sobre la colección años antes, en 1966, refiriéndose a
su interés por la obra sobre papel, esa “música de cámara”: en su estado actual
la colección consta de un centenar de cuadros, una docena de esculturas y unos dos-
cientos dibujos y grabados, más una buena representación de carteles y de libros
ilustrados o editados por artistas abstractos españoles (Colección de Arte Abstracto
Español. Casas Colgadas. Museo. Cuenca, Cuenca, 1966).
Childs, de origen ruso, que hiciera sus estudios con Amédée Ozenfant
en Nueva York, viajaría a Europa, residiendo en París entre 1955 y 1966, espe-
cializándose en la investigación de nuevas técnicas en el mundo del grabado,
principalmente mediante la aplicación de incisiones directas en la plancha con
abundante instrumental: lo que llamó power drypoints. Lorenzo referiría esta
visita en la introducción a su catálogo de obra gráfica editado por el Museo de
Bellas Artes de Bilbao (1990): en un viaje a París, con Fernando Zóbel y Gerardo
Rueda me interesé por el grabado. Sucedió en el estudio parisiense de un artista
norteamericano llamado Bernard Childs, antiguo conocido de Zóbel.
De aquel encuentro volvió Rueda con un grabado para su colección,
recién realizado por Childs, Mois perdu. También un paisaje de un hermanado
pintor que, como él, había estudiado Derecho y se había dejado seducir por el
impresionismo primero, por el cubismo después, Gaston Duchamp, de seudó-
nimo Jacques Villon. Villon, un artista de tardío reconocimiento, amante de
la línea, el ritmo y el color. Creador poético, silencioso, luminoso y geómetra
que consideró el grabado, al igual que el artista que nos ocupa, como una forma
fundamental de la expresión artística. Como Rueda, el artista normando dise-
ñaría vidrieras. Villon, las de la catedral de Metz, el madrileño haría lo mismo
con varias de las de Cuenca, en 1989, a las que tituló De la Tierra al Paraíso.
Como Villon, fallecido en su estudio de Puteaux, Rueda vería las últimas luces
en 1996 en su estudio en el Madrid de los Austrias.
París, ese frecuentado exilio de numerosos artistas de nuestra van-
guardia, extrañamiento como en el caso de Rueda de carácter interior, había

70
marcado la esencia vital del madrileño. Visitaría la capital francesa, muy fre-
cuentemente, durante la década de los cincuenta. Había expuesto individual-
mente en mayo de 1957 en la Galerie La Roue. Tampoco olvidemos el origen
materno francés de este artista, estudiante del Liceo Francés, lector de Proust y
excursionista a sus territorios en 1955. Hemos documentado que Rueda fue
ese año en busca de los recuerdos del autor de En busca del tiempo perdido.
Rueda visita la Balbec proustiana, Cabourg y Houlgate, en las proximidades
de Caen y, después, toda la Bretaña francesa. En sus cuadernos autobiográficos
Rueda evoca un mundo proustiano, ese al que llega el escritor con su abuela
en un tren que partiera desde uno de esos inmensos talleres de cristal, la estación
de Saint-Lazare.
En los años cincuenta Rueda recorre, además, las parisinas librerías
de viejo y tiendas de grabado en donde llega a admirar, después adquirir, obra
en la Galerie Denise René. También algunos grabados de Rembrandt y Durero.
Allí, chez Maeght, halló, por cierto, la Grande Equerre de Tàpies, pieza capital
y muy zen, hoy en el conquense museo de la abstracción. Es bien conocida la
amistad que le unió con Jean Cassou, el hispanista director del Musée d’Art
Moderne en esas fechas.
Entre los recuerdos infantiles de Rueda se encuentra su admiración
por la obra grabada de Goya, que descubre gracias a su profesor del Liceo Ma-
nuel Sánchez Camargo, luego autor del primer texto monográfico sobre nuestro
artista, 1958, con ocasión de la exposición en el Ateneo de Madrid. En noviem-
bre de 1950 había Rueda adquirido y leído pacientemente el muy fundamental
La estampa japonesa, de Alejandro Cirici Pellicer, publicado un año antes.
De dicha fascinación del artista por las técnicas del grabado dan buena
fe sus dibujos de 1957, caseros grabados hechos por él mismo. Monotipos es-
tampados sobre cristal que produjeron en Rueda una honda atracción por los
efectos de muy elaborado gesto “frío” que causaban los sucesivos entintados y
las superposiciones de múltiples capas pictóricas. Hay fotografías de la época
del artista en su estudio de la madrileña calle de Martín de los Heros pintando
sobre los cristales. Trabajo que el artista realizó con fruición y sobre el que nos
confesaba: trabajé estampando los monotipos allá por los cincuenta. Su realización
dio pie a que indagara en numerosas técnicas pictóricas: el grattage, tintas chinas,
la mezcla de collage y técnicas mixtas... también de los efectos que se derivaban de
la inversión del gesto al obtener su estampado. Fueron días de investigación en un
gélido estudio junto a la calle de la Princesa (en la conversación citada en “La

71
materia y el objeto. A propósito del collage. Conversación con Gerardo Rueda”,
marzo de 1996, en Gerardo Rueda. Collages, Museo Nacional Centro de Arte
Reina Sofía, Madrid, 1997). Aún quedan recuerdos de sus estampaciones ca-
seras en algunos dibujos de los sesenta, evocados en el cartel que el artista realizó
en febrero de 1961 para la madrileña Galería Biosca. En estos sesenta las es-
tampaciones hablan ya de indagaciones espacialistas, impresiones de las que
aún quedan varios dibujos de formas circulares inscritas en un espacio vacío,
que anuncian eso que Alfred Sauvenier y Aguilera Cerni describieran
como –sólo– un espacio: como las huellas dejadas en la arena en la playa, a
punto del desvanecimiento infinito.
Tras las domésticas investigaciones ruedianas, en su encuentro en los
sesenta con las técnicas de grabado hay varios nombres fundamentales. Principal
es la presencia de Sempere y Abel Martín, artistas con un amplio conocimiento,
también adquirido en París, de las técnicas de estampación, muy en especial
de la serigrafía. La serigrafía era un sistema de estampación que había iniciado
su andadura profesional en París al inicio de la década de los cincuenta (Michel
Caza, Técnicas de serigrafía, Barcelona, 1967). Esta técnica que, en sus inicios,
habían ensayado estampando tarjetas de felicitación navideña coloreadas a
mano, sería mejorada al trabajar en el taller situado en la banlieue parisina del
cubano Wilfredo Arcay. Aprendizaje lento y cuajado de pequeños secretos según
declaraba el de Onil (texto para el catálogo de su exposición Obra gráfica (1953-
1974) en la Galería 42 de Barcelona, noviembre de 1974). Desde 1955 estam-
paron serigrafías de Vasarely, Bloc, Arp y Mortensen y otros artistas de la Galerie
Denise René, en la que esporádicamente había trabajado Sempere.
El conocimiento de la técnica serigráfica y el impulso de Luis Gon-
zález Robles, entonces Comisario de Exposiciones y Bienales del Ministerio de
Asuntos Exteriores, les animó a trasladarse a España comenzando los trabajos
serigráficos, técnica por aquellas fechas prácticamente desconocida en España.
La primera serigrafía realizada por Rueda, Al horizonte, forma parte de
la pionera edición del Museo de Arte Abstracto Español, 1964: aún el Museo
no ha abierto al público sus puertas, con obras, además, de Antonio Lorenzo,
Manuel Millares, Manuel Hernández Mompó, Eusebio Sempere, Gustavo Tor-
ner y Fernando Zóbel. El Fogg Art Museum de la Universidad de Harvard con-
serva la serigrafía junto a sus estudios originales. Sobre la misma escribía Juan
Manuel Bonet en la revista Blanco y Negro que marca la transición del espacialismo
al ciclón de la construcción y de la ironía. (“Gerardo Rueda. La pasión razonada”,

72
Madrid, 15 agosto 1993, pp. 42-45). Por cierto, que el inicio de esta edición
gráfica, la carpeta serigráfica de 1964, dio origen a la conmemoración de 2004
en el Centro Cultural de la Villa: Cuenca, cuarenta años después.
Esta serie es además pionera de las ediciones gráficas en serigrafía rea-
lizadas en España. Piénsese que Equipo Crónica, otro de sus más inveterados
practicantes, se constituyen en Valencia a finales de este año 1964 y su primera
exposición data ya de 1965. Los artistas pop norteamericanos hicieron fre-
cuente su uso, más bien próxima ya la década de los setenta. El propio rey de
la serigrafía, Andy Warhol, inició sus trabajos serigráficos en 1964, alternán-
dolos con litografías en offset, pero no haría sus ediciones en serigrafía en serie
hasta ciclos como Cow (1966-1971) o Marilyn Monroe (1967). En 1964 es el
inicio de su serigrafía: Birmingham Race Riot, contribución del artista al port-
folio Ten Works by Ten Painters, estampada por Ives-Sillman en New Haven.
Para Donna de Salvo esta obra signaled the future direction of his prints in its
combined use of photography and silkscreen (texto “God is in the details: the
prints of Andy Warhol”, incluido en la obra de Frayda Feldman y Jörg Schell-
man, Andy Warhol prints (a catalogue raisonné), Editions Schellman, Múnich
y New York, 1985). Pero como reconoce De Salvo, no será hasta 1966, con la
creación de su Factory Additions, cuando entre de lleno en el mundo de la es-
tampación serigráfica.
Gerardo Rueda, tras la precursora serigrafía antes citada, realizaría
también con el mismo Museo, el mismo 1964, Composición con azul y rojo, ba-
sándose en su llamado Collage nº 132. El artista está en la época en que numera
sus collages de papeles arrugados. Que Rueda estableciera un número para ti-
tular sus trabajos de papel en estos años sesenta no era casual. Desde los inicios
de la década buscaba un sistema normalizado y “frío” para dar nombre a sus
obras. Algo, por cierto, frecuente en la pintura internacional y que recordamos
practicaría, por ejemplo, nuestro infatigable Luis Feito. En los lienzos, decidió
tomar el orden alfabético coincidente con su cronología, para ello utilizaría el
callejero de Madrid. Una nota manuscrita de Rueda explica cómo numeró sus
collages a partir de 1962: la numeración comenzaba en el trece. Los que iban
del veintiuno al treinta y seis fueron depositados un tiempo en París. El último
collage numerado es el ciento sesenta y uno y es de 1964. Algunos más de ese
período 1962-1964 quedaron sin numerar. En ciertos casos, Rueda llegó a nu-
merar –aleatoriamente– en los años noventa, collages de este período con cifras
que iban del ciento sesenta y uno hasta el doscientos.

73
Abel Martín y Eusebio Sempere estamparon la mayoría de la obra
gráfica de Rueda hasta bien entrados los setenta. Entre estos primeros trabajos
destacamos los bellísimos carteles, en serigrafía, también sus versiones avant la
lettre, editados para las exposiciones de Rueda en la Galería Juana Mordó. El
museo de la abstracción española fue así el principal difusor del arte contem-
poráneo español, a través de sus ediciones gráficas, en la década de los sesenta.
Daniel Giralt-Miracle (“El ‘boom’ del arte seriado”, en Arte Español 78, Madrid,
1978, pp. 241-245) y Juan Manuel Bonet han sido quienes, con frecuencia, se
han encargado de recordárnoslo: En España la técnica de la serigrafía, durante
muchos años reservada al ámbito industrial, adquirió cartas de nobleza con las edi-
ciones del Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca, iniciadas a finales de los
años sesenta. Hermosísimos algunos de los libros de Millares, de Sempere, de Gue-
rrero, de Mompó, que llevan ese pie editorial. Una de las garantías del éxito en este
campo del Museo, que también sacó a la luz tiradas de estampas sueltas, estribó en
la calidad de la realización, obra de ese gran serígrafo que fue Abel Martín, fiel co-
laborador de Sempere desde los tiempos parisinos (Juan Manuel Bonet, Rueda,
Ediciones La Polígrafa, Barcelona, 1997, p. 259).
El interés de Rueda por realizar los carteles de sus exposiciones en se-
rigrafía tiene interés por su originalidad y temprana ejecución. Algo común en
los artistas en los ochenta, sin embargo el madrileño imprimió su primer cartel
serigráfico con ocasión de sus exposiciones en Italia en 1964. Un año después
lo haría con ocasión de su primera muestra en la recién inaugurada galería de
Juana Mordó. Volvería con ocasión de la retrospectiva de Edurne, 1969, que
ya comentaremos. Y lo reiteraría durante su trayectoria creadora, ya dijimos:
algo común en los ochenta.
Recuérdese el ciclo de exposiciones en Italia, impulsado por Vicente
Aguilera Cerni, para el que Rueda realiza un sobrio cartel de intenso fondo ro-
sado, y que se desarrolló desde enero de 1964 en Verona, Galleria Ferrari; en
febrero, del 8 al 21, en Bolonia, en la Galleria d’Arte 2000; ese mismo mes de
febrero exponía en Florencia, en la Galleria Quadrante, terminando el periplo,
en junio, junto a José María Gorris, en la napolitana Galleria Il Centro. Un
ciclo de una envergadura impresionante, quizás nunca lo suficientemente des-
tacado, compuesto principalmente por pinturas espacialistas, monocromas, de
dominante blanca, generalmente surcadas por notas o comas, formas de óvalo,
trazos de evocación musical, relieves de apariencia mineral. Además de blanco,
son pinturas en las que es frecuente hallar rojos, azules, verdes, amarillos.

74
El artista le explicaba al tándem Rivas-Bonet, –en entrevista funda-
mental de 1971 que a menudo citamos–, las obras de este período que, a su
vez, son buen reflejo del cartel que mencionamos: fui simplificando las formas
y el color. Le hacía cobrar más importancia al espacio y al volumen. Fue ésta mi
“época gris”, aunque seguían existiendo algunas referencias paisajísticas. Expuse la
serie en Biosca –por cierto no vendí nada–, luego pasé a un espacio real, introdu-
ciendo comas –pequeños acentos de pintura– que fueron cogiendo cada vez más vo-
lumen. Todo esto tiene mucho que ver con el espacialismo; también el que trabajase
en monocromos. [Juan de Hix y Francisco Jordán (Heterónimos de Juan Manuel
Bonet y Francisco Rivas, respectivamente): “Conversación con Gerardo Rueda”,
El Correo de Andalucía, Sevilla, 18 de diciembre de 1971].
Juan Antonio Aguirre, perspicaz siempre, el más temprano reivindi-
cador de los conquenses (1966), fue de las solas voces críticas que apreció, en
su época, la antes citada importancia de la labor editora del museo abstracto.
Sobre el particular escribió: Que nadie se atreva a salir del museo sin haber visto
la Sala de Dibujo y de la Obra Gráfica, o sin echar una ojeada a las serigrafías que
editan. Están a buen precio. Las de Sempere son de las más apreciables, sacadas de
la carpeta de seis ilustraciones al “Romance de cuando estuvo en Cuenca don Luis
de Góngora y Argote”, con un diseño de Jaime y Jorge Blassi, y en una tirada de
ochenta ejemplares. Esta serie de publicaciones del museo, iniciada hace unos años,
y en la que entran igualmente catálogos y carteles, contribuyen a su auténtico fun-
cionamiento. (“Plano del Museo de Cuenca”, Revista ARTES, nº 100, Madrid,
septiembre de 1969, pp. 14-16).
De la pasión que a partir de 1964 contagió a Gerardo Rueda por las
ediciones gráficas, utilizando la serigrafía, dan buena fe las ciento cuarenta y ocho
obras que realizó durante su trayectoria. Buena parte de ellas referidas en el catá-
logo razonado de gráfica realizado para el Museo de Bellas Artes de Bilbao en
1994, dos años antes del fallecimiento del artista (Alfonso de la Torre, “Obra grá-
fica (1964-1993)”, en cat. Museo de Bellas Artes de Bilbao, Bilbao, 1994).
En 1965 Rueda realiza dos obras para la recién inaugurada –un año
antes– Galería Juana Mordó: Collage y En geometría. Esta última, despojadísima
y de clara militancia constructiva, se trataba de un estudio casi avant lettre del
cartel de su primera exposición en la galería realizada en diciembre de ese año.
Mereció los comentarios de Julián Gállego quien destacaría que es una obra de-
purada, formalmente muy elemental y muy sintética [...] es el lado purista de su
trabajo (Grabado Abstracto Español, Fundación Juan March, Madrid, 1984).

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Dentro de ese espíritu purista señalado por Gállego, la Galería Juana Mordó
edita tres años después Vector, en 1968, una obra importante al hallarse uno
de sus ejemplares, desde temprano, en el British Museum. Este mismo año par-
ticipa en la exposición colectiva Serigrafías que se muestra en la Galería Seiquer
de Madrid.
En 1969, coincidiendo con su fundamental exposición Trayectoria
en la Galería Edurne, esta sala edita el avant lettre del cartel de la exposición,
que titula el artista Azul y geometría. Efectivamente, ese año 1969, en los
meses de marzo y abril, inaugurándose el día 22, se muestra en la Galería
Edurne, en el número once de la calle Montesquinza, lo que supone la pri-
mera retrospectiva, cuando tiene cuarenta y tres años, del artista. Antonio
Navascués y Margarita de Lucas han abierto tan sólo cuatro años antes la ga-
lería. Es una exposición en la que se exhibía una selección de su obra (pin-
turas grises, espacialistas y cuadros de bastidores) con un pequeño catálogo,
el onceno de los editados por la galería, escrito por Elena Asins. Se insistía,
de este modo, en lo que había escrito Juan Antonio Aguirre en su funda-
mental Arte Último, editado este mismo año 1969 (Julio Cerezo Estévez,
Madrid) y que se reeditaba en 2005. El eslabón que Rueda suponía entre la
pasada generación, la representada por Cuenca, y la nueva pintura que se
avecinaba. Este mismo año, fructífero para Rueda, el Museo conquense edita
Rojo-Blanco-Azul.
En 1970 participa en una exposición dedicada a la gráfica: Dibujos y
grabados europeos contemporáneos, celebrada en la Galería de La Habana. Es el
mismo año en el que realiza un cartel serigráfico para la exposición Arte Ac-
tual-Arte 69 que se exhibe en Santillana del Mar, a la par que colabora con la
Galería Serie-Diseño de Madrid. El cartel realizado para las actividades de su
infatigable amiga Blanca Yturralde, en la imponente Torre del Merino, supone
una nueva indagación en las posibilidades radicales, pero no por ello menos
sensibles, de la geometría suprematista: rojos y negros –y una nota gris– son
suficientes. No en vano ese año celebratorio, el del arte de 1969, Rueda ha par-
ticipado en diversas exposiciones sobre lo racional y el arte más esencial: en la
Muestra Española de Nuevas Tendencias Estéticas (MENTE 3) organizada por el
Colegio Oficial de Arquitectos de Tenerife en su Museo Municipal; en Tenden-
cia esencialista, mostrada en la madrileña Sala de Exposiciones de la Dirección
General de Bellas Artes; y en Lo racional en el arte español de hoy en el Colegio
Mayor Nuestra Señora de Guadalupe de Madrid.

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La colaboración con Serie-Diseño, galería de múltiples de la que fue
socio fundador, no es un hecho anecdótico en la vida ruediana. En 1971, su
catálogo de la exposición en Juana Mordó recogía un texto de Victor Vasarely
en el que el tema, muy de moda en esas fechas, era el de la integración de las
artes y la muy honda preocupación por la extensión de la creación artística.
Si el arte de ayer significaba sentir y hacer –escribía Vasarely–, hoy significa tal
vez concebir y hacer [...] hoy se basa en el conocimiento de una posibilidad de re-
crear, multiplicar y difundir [...] así desaparecerá, con la artesanía, el mito de la
pieza única y triunfará, en fin, la obra que pueda ser difundida gracias a la me-
canización. No hay que temer los nuevos medios que la técnica nos ha dado; no
podemos vivir sino en nuestra época. Raúl Chavarri hablaba de este mensaje va-
sarelyano traído ahora por Rueda y continuaba en su texto: nos hallamos en
presencia de unas realizaciones artísticas que nacen bajo el signo de lo colectivo y
no de lo individual, que se inscriben desde la necesidad de que la obra de arte lle-
gue al mayor número de gentes y se multiplique para servir las necesidades estéticas
de una sociedad por su misma naturaleza múltiple. Y de aquí, la dimensión social
de este artista y su propósito de orientar el arte como nueva forma de conciencia,
aumentando sus posibilidades de comunicación, multiplicando su capacidad de
ofrecer sugerencias y sensaciones (Raúl Chávarri, “Cuatro pintores: Rueda, Celis,
Novoa y Gordillo”, revista Bellas Artes 71, Año II, nº 9, Madrid, V-VI/1971,
pp. 46 y ss.).
Sus múltiples Modulete y Gran Modulete (1970), los primeros editados
por el artista, maderas lacadas, seguían el interés de Rueda por la multiplica-
ción –y por ende la difusión– de sus creaciones. Algo que repetiría con el paso
de los años seriando algunos de sus bodegones de pequeño formato hasta su
fallecimiento. En este periplo difusor de la escultura ha de citarse el múltiple
ejecutado por encargo de la Fundación Isaac Albéniz, homenaje a Arthur Ru-
binstein, subtitulado El fin de Europa (1987). Este fue el ejemplar de mayor
difusión, cien ejemplares, de los editados.
El uno de febrero de 1972, la Galería EGAM, creada dos años antes,
reconoce la trayectoria collagística de Rueda, inaugurándose la exposición Diez
años de collages: 1962-1972, que se clausuraría el veintiséis de ese mismo mes.
José Rodríguez Alfaro destacaba el día 21/II/1972 que Gerardo Rueda aporta a
su desarrollo toda la fuerza de invención de un asombroso virtuosismo que surge en
cada momento de lo inesperado, en un sistema, por definición, riguroso. Alimenta-
das por una magia personal, las obras de esta exposición constituyen el historial de

77
este artista a lo largo de una década. Con ocasión de esta exposición EGAM edita
este año la serigrafía EGAM I, estudio del Collage nº 138, realizado años antes
por artista.
En 1972, la Galería Sen se suma al ejemplo del castellano museo abs-
tracto y comienza la edición de obra gráfica asequible que es posible adquirir
mediante suscripción y edita Sutil, una hermosa serigrafía ruediana de remem-
branzas paisajísticas. Es, también, la primera serigrafía de gran tiraje, trescientos
ejemplares, algo caro a un artista como Rueda, muy amante de la difusión entre
el gran público de sus obras.
Junto al gran tiraje, que aceptará en ocasiones, especialmente en edi-
ciones de terceros, este año 1972 Gerardo Rueda comienza otra práctica que
frecuentará a partir de esta fecha: convertirse en editor, realizando la serigrafía
Iluminaria, bello ejemplo gráfico de vocación ígnea. 1973 es el año de Círculo
rojo, otra obra editada por una galería de reciente inauguración, la sevillana
Juana de Aizpuru. En 1974 la Galería Juana Mordó prosigue las ediciones rue-
dianas. Esta vez el artista incluye en su serigrafía una suerte de carpeta, una caja
desplegada, aviso para navegantes del Rueda que se avecina. Es la primera oca-
sión en la que el artista incorpora un objet trouvé, algo que hará a partir de esta
fecha en toda su trayectoria. Este mismo año participa en la muestra dedicada
a la obra seriada: Múltiples y grabados de artistas españoles celebrada en la galería
parisina Hispacys.
Un año después, 1975, el artista parece mostrar la agitación social del
año que ve, sin embargo, desde una cierta distancia irónica. Noticias es una se-
rigrafía de largo tiraje, 475 ejemplares, editada ese año por el Museo conquense.
Suponía la puesta en marcha de algo muy vinculado a las ediciones del Museo:
la extensión de la obra gráfica, la puesta a disposición del gran público de las
realizaciones de nuestros artistas capitales a un precio muy asequible. Noticias
habla también de algo muy del gusto de Rueda, la inclusión de textos de pe-
riódico en sus obras que parecen hablar, dar noticias que sin embargo se alejan
de la realidad. Ironía ruediana, las noticias del artista no interesan a nadie: son
las noticias del arte. En el recorte que se inserta imprimiéndose en la serigrafía
se incluyen “noticias” que no lo son. Un texto en italiano en el que se leen los
nombres de De Stijl, Mondrian, Van Doesburg, Vonderberge Gildewart, Arp...
y que habla claro de cuáles eran los intereses del artista y, más aún, adivina el
uso, tan frecuente en Rueda, de materiales del arte. Eso que ya hemos llamado
otrora “diario de mi vida de pintor”. Es bien sabido que en el uso de papeles

78
de prensa, que Rueda había realizado ya en los inicios de los sesenta, había un
completo enfriamiento que el artista redondea cuando, como en el caso que
nos ocupa, utilice textos teóricos del arte.
Este mismo año, el Museo de Arte Abstracto Español reproduce, en
tiraje de offset, el fundamental collage de cajas de este museo, homenaje a su
amigo de juventud y ambiciones intelectuales, Juan Manuel Silvela Sangro, ya
fallecido, In memorian a M.S.
Sobre el deseo ruediano de lo que, simplificando, se podría llamar la
democratización del arte puede añadirse que, además de la realización de gran-
des tirajes que permitían el acceso a sus ejemplares gráficos, realizó dos dona-
ciones, 1987 y 1994, de su obra gráfica, un ejemplar de cada uno de los
editados, a la Biblioteca Nacional. También había realizado otra donación, en
semejantes términos –siempre sin contrapartida– a la Calcografía Nacional
(1986). Su obra gráfica, ahora museística, quedaba para siempre así al alcance
de cualquiera.
En 1976 su obra estampada participa en la muestra colectiva Grabados
celebrada en la salmantina Galería Varrón de Santiago Martín. Guadalimar es
el título que rinde homenaje a Carmen Muro y Miguel Fernández-Braso quie-
nes solicitan su colaboración para la edición de una serigrafía que se estampa
en 1979 dentro de la serie gráfica, es el número siete, que edita la madrileña,
ya histórica, Galería Rayuela, editores también de la revista del mismo nombre
que la serigrafía. Este año es fundamental también porque Rueda edita su pri-
mera serigrafía de navidad, una costumbre inveterada que el artista mantendrá
hasta las últimas navidades de su vida, 1995. La edición navideña, de formatos
próximos a los veinte por veinte centímetros, que casi nunca superaba los cien
ejemplares, convocaría, con el paso de los años y con auténtico furor, a colec-
cionistas de las mismas.
La Galería Sen edita su segunda serigrafía ruediana este mismo año
1979. Se trataba de una suerte de díptico que el artista llamó Paisaje. El título
respondía a un cuadro, de idéntica composición y título, y formaba parte de la
suscripción de la galería.
Llegan los ochenta y Rueda se sumerge, es un protagonista más, en lo
que se ha venido en llamar “la movida”. Recibe a Warhol –1982– en la Galería
Fernando Vijande y le acompaña en la cena previa a la ditirámbica fiesta en el
palacete March, bien rememorada en 1999 por Luis Antonio de Villena en su
Madrid ha muerto. Dos años antes, entre los meses de febrero y marzo de 1980,

79
Rueda muestra treinta de sus obras en la Galería Theo de Madrid. Allí estaban
sus primeras composiciones de madera teñida, esas que terminarían por situar
a Rueda en lo más cimero de la creación contemporánea: Cuenca, Polvorón, Isi-
dro, Arco, Apoyo gris, los dos Recreos de Klee... Esta exposición se pudo ver un
año después en la sede barcelonesa de Theo en la calle de Enric Granados. Con
ocasión de esta exposición edita un avant lettre del cartel de la misma. Es su
primer contacto con otro gran taller, Ibero-Suiza, el taller de Lliria autor de al-
gunos bellísimos ejemplares durante su trayectoria.
Con ocasión de la exposición barcelonesa de Rueda Daniel Giralt-
Miracle recogía unas hermosas palabras del artista que citamos con frecuencia
y que valen para expresar el mundo de la serigrafía editada a la que tituló Theo
80: creo que hay imágenes que llegan a hacer batir el corazón, que hay volúmenes
pintados que son tan reales que nos permiten respirar profundamente y que marcan
un ritmo de pulsaciones que dan al hombre fuerza, paz, paciencia y alas (Avui,
25/VI/1981).
Hombre acostumbrado a celebraciones silentes, Rueda celebra la lle-
gada de 1981 con una serigrafía, todo verdes, llamada La oliva. ¿Cuál es el mo-
tivo? Acaba de comprar su definitiva casa en Cuenca, la que recibe de González
Ruano en la calle de San Pedro. Por cierto que Ruano cedería también su casa
parisina a otro pintor unos años antes, Óscar Domínguez. Esta serigrafía re-
cuerda es la primera obra que sale de su estudio conquense y se la dedica a sus
amigos los García, Michel y Michèle, sus grandes compañeros franceses que
residen en “L’Olive” un bello caserón de origen medieval situado en Chinon.
A partir de 1981, estampando La oliva, el serígrafo de Gerardo Rueda
es Javier Cebrián, amigo tristemente fallecido en 2005, impresor y además crea-
dor entonces residente en Cuenca, estampó gran parte de sus serigrafías hasta la
muerte del artista. Coincidiendo con las estancias de Rueda en la ciudad del
Museo, editaba dos serigrafías a las que el artista gustaba en llamar Verano de
Cuenca. Las serigrafías se concebían durante el estío y eran uno de los clásicos
del otoño: la llegada de las serigrafías, de la mano de Javier, dispuestas para su
firma y numeración. Por lo general, eran serigrafías en las que había un cierto
concepto de pareja por temática común, selección de colores, formato, etc.
En 1982 realiza Pilar, serigrafía basada en el mundo de Cuenca, sobre
la que dijo Julián Gállego que sus formas son variadas, contrapuestas, juegan entre
sí y se mueven (en Grabado Abstracto Español, op. cit.). Cerrillos es serigrafía editada
en 1983, que como puede verse en la exposición es evocadora también del paisaje

80
conquense. Este año 1983 se inicia la muy importante exposición organizada
por la Fundación Juan March Grabado Abstracto Español, cuyo catálogo escrito
por Gállego hemos venido citando. Este año partía, muy simbólicamente, del
museo conquense para verse, un año después, entre otros lugares, en Madrid.
La exposición itineró por España hasta 1987.
En 1984 se estampa Danvi, vinculada a José Ramón Danvila, de ahí
su título acortado, crítico de arte amigo del artista, quien edita obra gráfica
bajo el sello Ediciones del Sur. Danvila realizó, junto a quien firma, la primera
retrospectiva del artista, en 1985, en diversos museos andaluces. Fue el comi-
sario póstumo de la gran exposición de collages de Rueda, 1997, en el Museo
Reina Sofía. La presencia de Rueda en Andalucía fue el motivo por el que
Rueda colabora con la granadina Galería Palace, realizando el Portfolio de Palace
XIV, 1985, edición de un portfolio, como su nombre indica, conteniendo cua-
tro esenciales serigrafías, tres y un frontispicio, en formato medio, expuesto en
Córdoba.
Fernando Zóbel había fallecido en Roma en 1984. Al año siguiente
se realiza la edición de la carpeta homenaje editada por la Fundación Juan
March. La serigrafía lleva por emotivo título Homenaje a la alegría de pintar.
La carpeta fue estampada por María Calonge, bajo la supervisión de Alberto
Solsona y Fernando Almela. Además de Rueda, en esta carpeta de homenaje a
Zóbel participaron: José Guerrero, Joan Hernández Pijuan, Carmen Laffón,
Antonio Lorenzo, Manuel Hernández Mompó, Eusebio Sempere y Gustavo
Torner. El diseño de la carpeta fue de Torner y Solsona, siendo impresa por
Julio Soto.
1985 supone el comienzo de un largo ciclo expositivo de Rueda. En
el mes de febrero, inaugurándose el día 7, muestra sus obras, veintiocho pin-
turas y trece collages, en la Galería Theo de Madrid. Algunas de las obras fun-
damentales de su creación última estaban allí. Como el imprescindible Madera
gris con amarillo, blanco y negro (1985) que se incorporaría ese año al Museo de
Arte Abstracto Español y que sería la portada del catálogo de su retrospectiva
de 1989. Junto a ésta, sus Vectores y la muy delicada serie de obras de La ele-
gancia social de la madera (1984). Serie esta última surgida de la “llamada” sen-
tida por Rueda al escuchar un mensaje publicitario de unos grandes almacenes
que hablaban de la elegancia social del regalo. También obras capitales como
su bodegón de homenaje a Morandi titulado Bodegón olvidado (1983), los
Cuartetos (1985) o La tabla de lavar (1985). Francisco Calvo Serraller destacó

81
con ocasión de esa exposición, comparándola con la anterior en la misma sala,
que hay, sin embargo, la estimulante diferencia propia de una trayectoria abierta
y viva, que no se recluye en la mera confirmación de los indudables valores adqui-
ridos, sino que los activa y tensa en pos de nuevas experimentaciones [...] puede
rozar la más sublime destilación de la esencia de lo sensible (El País, 16/II/1985).
Con ocasión de esta exposición se publica, editado de nuevo por Ibero Suiza,
el avant lettre del cartel de la muestra.
El que antes hemos definido como “largo ciclo expositivo” tiene este
año un nuevo lugar de exposición, la vallisoletana Galería Carmen Durango
para la que edita un fragmento de otra serigrafía de 1974 que será el avant lettre
de la exposición en Valladolid. El título Carpeta II o Geométrica 86 que imprime
Sericum, un taller madrileño muy especializado, desde el nombre, en serigrafía,
también industrial. El verano de 1985 termina con la edición de sus dos seri-
grafías estivales, Quice y Remanso.
En 1987, Rueda toma uno de sus collages más esenciales y rotundos,
años setenta, Acantilado, y realiza una serigrafía de gran formato que prestará
para una exposición-homenaje a Eusebio Sempere, celebrada en Madrid en
1988. Ese mismo año 1987 colabora con la Colección Arte y Trabajo que edita
el Ministerio de Trabajo de la época, realizando la serigrafía Palace. La obra im-
presa servirá de portada al texto El diseño en los Estados Unidos editado también
por el Ministerio de Trabajo en su Colección Historia Social.
En 1988, la madrileña Galería Peironcely edita una carpeta de home-
naje a Leonardo Torres Quevedo, que cuenta con un texto de Camilo José Cela
y la participación de Luis Caruncho y José María Iglesias. Sobre el ejemplar
ruediano escribe el Nóbel: “agradezco a don Gerardo el deleite que me han pro-
ducido sus equilibradas sugerencias. Amén. El deleite es un estado del espíritu,
un baño del alma en agua de rosas y, recuérdese a Aristóteles, cada cual goza
con lo que tiene semejanza con su naturaleza”.
Siguiendo con su inveterada costumbre de realización de avant lettre,
Rueda, que este año presenta sus obras en el otoño de 1988 en la barcelonesa
Galería Arteunido, edita Torero. Vinculado a esta galería, dirigida por Alejandro
Sales, en 1989 este galerista presenta, al inaugurar un nuevo espacio, la serigrafía
conmemorativa Aniversario.
La utilización de un aniversario, exposición o celebración, fue motivo
frecuente en Gerardo Rueda como origen de sus ediciones. El año 1989 sería
fundamental en el reconocimiento de la actividad creadora de Rueda. Se celebra,

82
inaugurándose el 11 de mayo, la primera retrospectiva del artista, la única que
el artista pudo ver en su vida creativa en su ciudad de nacimiento. Con esta oca-
sión el artista realiza Del monte (evocación irónica y ambigua de la tradición de
la Sala de las Alhajas, lugar de la exposición, antiguamente casa de empeño y
Monte de Piedad). La serigrafía, que tiene su origen en un collage de los años
sesenta, es el agradecimiento del artista a los prestatarios de la muestra.
A la par que se realizaba esta exposición, durante el mes de junio se
celebraba en la Galería Estampa, en la madrileña calle Argensola, una muestra
de sus trabajos con collages dedicados al sobre. Ello explica el ambivalente título
del texto que escribimos en el catálogo “Sobre (el) collage” y que partía de una
premisa bien conocida: todo objeto destinado a contener otro tiene algo de miste-
rioso (sic, Serge Fauchereau). Esta exposición, temática, sería la única realizada
por el artista en torno a este tema. En estos collages, además del sobre, era fre-
cuente la presencia de invitaciones de exposiciones y catálogos rotos, pero tam-
bién objetos. Así: un peine, un talonario bancario, cintas de embalar, etc. Ello
explica la edición de un curioso ejemplar gráfico, un múltiple tridimensional,
para el que fue precisa la colaboración del galerista editor, Manuel Cuevas, de
la Galería Estampa. Él puso a disposición del artista diversos restos editoriales
multiplicados por cincuenta, que el artista compuso en una suerte de caja a la
que llamó Del recuerdo. Es uno de los ejemplares gráficos más curiosos y sobre-
salientes del artista madrileño.
A partir de esta fecha, llegados a los noventa, las realizaciones gráficas
de Rueda se agruparon en torno a varias series. Muchas de sus ediciones gráficas
estuvieron vinculadas en los años noventa a la madrileña Galería Estiarte. Con
ellos editó varias serigrafías y grabados estampados por Pablo Rojas, en un bello
taller que éste tenía en la colonia de la Fuente del Berro.
En sus últimos años aparecen los grabados de mayor calidad técnica.
El taller de Oscar Manesi consiguió, a través de técnicas con carborundo, la
obtención de unos bellísimos ejemplares gráficos –a veces de gigantesco
formato– en los que se recreaban relieves, sellos, cortes, huellas de papeles, etc.,
todo un mundo muy cercano a la materialidad, a la entidad física, de los colla-
ges. Puede decirse que con Manesi, en su también hermosísimo y umbrío taller
de la calle de Luis Vélez de Guevara, junto a la plaza de Tirso de Molina, Rueda
obtuvo los mejores resultados gráficos de su carrera artística.
Buen ejemplo de su incesante actividad y de su agitación creadora es
su estancia en el curso 1990-1991 en la Calcografía Nacional en donde realizará

83
las planchas para tres grabados de esencial formato, luego estampados en la
Fuente del Berro: Formas en el espacio, tres proposiciones. Esta tríada gráfica, que
puede verse en la muestra, son grabados evocadores de sus trabajos sobre papel
con presencia de cartones, muy fundamentales en el quehacer ruediano. A modo
de sutil trompe l’œil el cuidado grabado, elogio de los equilibrios, evoca hasta la
transubstanciación abstracta la realidad de las materias que se reproducen.
Con Estiarte editaría tres series: Diez más seis (1990), dieciséis seri-
grafías estampadas por Pablo Rojas y, ya con Oscar Manesi, diez grabados: Re-
cuerdo de Samarkanda (1993). Finalmente la muy poco conocida El Robledillo
(1996), serie esta de ocho grabados.
La serie Diez más seis merecería un muy hermoso texto de Juan Ma-
nuel Bonet (Papier collé para Gerardo Rueda, Galería Estiarte, Madrid, 1990),
quien escribió que estamos ante otro Rueda, el de las entonaciones solemnes, el de
las armonías exquisitas, el del canto del color: grises, rojos, rosas salmón, azules ma-
rinos o por el contrario celeste, ocres y sienas, verdes amarillentos, pardos que re-
cuerdan los nubarrones rothkianos y “el mar de color vino”.
La Fundación de Amigos del Museo del Prado organiza en 1990 la
exposición El Museo del Prado visto por doce artistas contemporáneos, que con-
tiene aguafuertes, cuatro, de Rueda (Perfiles, siluetas y límites) presentes en la
exposición cordobesa. El diseño de la carpeta lo realizan Jaime y Jorge Blassi.
Esta obra forma parte de una edición integrada por doce carpetas conteniendo
cuatro estampas cada una, realizadas, además de la citada, por Andreu Alfaro,
Eduardo Arroyo, Miquel Barceló, Eduardo Chillida, Ramón Gaya, Luis Gor-
dillo, Guillermo Pérez Villalta, Albert Ràfols Casamada, Manuel Rivera, An-
tonio Saura y Gustavo Torner. Cada carpeta incluye el texto de la conferencia
impartida por los artistas en el Museo del Prado entre los meses de octubre
de 1989 y febrero de 1990, y una semblanza del autor escrita por Francisco
Calvo Serraller. Esta tetralogía ruediana supone uno de los más altos hitos de
la producción del artista. Estampaciones realizadas a partir de unos grabados
homenajeadores de Arp. Grabados realizados en una plancha redonda, evo-
cadores de las vidrieras circulares que Rueda acomete en la catedral de su ciu-
dad adoptiva, Cuenca, justo en estos mismos años. Grabados-tondos, elogio
de la más silenciosa luz, delicada factura ocular con remembranzas de sus tra-
bajos más prístinos.
Esta serie tiene además una importancia especial. En 1964 Rueda ha
realizado su primera serigrafía. Veintiséis años después, con ocasión de este en-

84
cargo, ejecuta su primera estampación calcográfica, el aguafuerte circular para
el Museo del Prado. Supone el adentramiento en una técnica que ya no aban-
donará. Antes al contrario, por la que siente, a partir de este 1990, verdadera
pasión, como puede verse en el relato que sigue. Numerosos de sus grabados
posteriores lo serán ya en técnicas de grabado tradicional. Las razones no son
difíciles de explicar. Si la serigrafía, en su planicie, era una técnica ideal para
ciertas zonas del trabajo de Rueda, no es menos cierto que las técnicas de es-
tampación calcográfica permiten al artista hallar relieves, simular recortes, evo-
car jirones de papel, emular superposiciones, estampar sellos secos. Un nuevo
camino junto al tórculo se abre ahora, superados los sesenta años, en la vida de
este creador. Ello explica que cada vez se embarcase en aventuras más difíciles.
Entre otras labores editoras de especial complejidad es preciso citar la carpeta
Geografías superpuestas (1991) que estampa un año después del descubrimiento
antes citado. Esta carpeta, realizada al aguafuerte, se componía de cuatro gra-
bados en cada uno de los cuales se incluía una pieza pegada de cartulina Can-
son. El resultado era, en cada caso, un grabado con collage que tenía vida propia,
la vida de la obra original. En Barcelona, coincidiendo con la feria gráfica Grafic
Art, fue presentada con un bellísimo texto introductorio de José María Cadena,
Los viajes interiores, quien recordara con nostalgia un viaje entre Barcelona y
Cuenca.
Juan Manuel Bonet escribía sobre la gráfica de Rueda en el catálogo
de la exposición antes citada, catálogo completo de la obra gráfica del artista
hasta 1994, a propósito del “encuentro” del madrileño con el aguafuerte: Ha
sido enriquecedor para el artista. El aguafuerte, el aguatinta, el barniz blando, le
permiten nuevas sutilezas, y sobre todo una nueva vibración sensible de la línea y
del color. En ese sentido, su caso me recuerda el de otros geómetras –pienso concre-
tamente en Brice Marden–, para los cuales el aguafuerte ha representado un reto
del que ha salido potenciado la libertad de ejecución, de improvisación musical po-
dríamos decir, en diálogo siempre, por supuesto, con el orden [“Razón y emoción
(a propósito de la obra gráfica de Gerardo Rueda)”, en cat. Museo de Bellas
Artes, Bilbao, 1994].
Uno de sus últimos trabajos, a modo de carpeta o portfolio de agua-
fuertes, se realizaría entre 1992 y 1993 bajo el título de Seis geografías. Fue edi-
tado por La Polígrafa, coincidiendo con la aparición de la monografía Rueda
realizada con el apoyo permanente del artista por La Polígrafa en 1994. Escrita
por Juan Manuel Bonet y documentada por quien escribe, la publicación

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impulsada por los Muga se constituye en valiosa, esencial aún hoy, obra para
analizar su transcurso creativo. Los grabados de la serie de La Polígrafa se pre-
sentarían en Joan Prats al término de su estampación, coincidiendo con la apa-
rición de la monografía, en 1994.
Recuerdo de Samarkanda, la serie de grabados, fue presentada en 1993
mediante un texto de Manuel Vicent. Es un conjunto de diez grabados, con
tres formatos, algunos de impresionante envergadura, en los que Rueda ensayó,
en visitas interminables al taller de Oscar Manesi, la presencia del carborundo
en la realización de sus grabados. Podemos afirmar que esta serie gráfica fue,
sin duda, una de las más conseguidas, y más queridas, también, por el artista.
Vicent escribió en el texto de presentación: Gerardo Rueda ha regresado de un
viaje interior a Samarkanda lleno de árboles y rostros de alabastro, de serpientes
doradas y tumbas, de lunas caligráficas, templos y dunas que son paisajes de carne.
Esas sensaciones las ha reducido a sus formas esenciales (“Interpretación de Gerardo
Rueda”, Madrid, Galería Estiarte, 1994). Tres de los más imponentes grabados
de esta serie corta se muestran en la exposición.
En 1995 Rueda es nombrado Académico por la Real Academia de
Bellas Artes de San Fernando. Es bien sabido nunca llegó a leer su discurso de
ingreso. Este año realiza la edición de un grabado al aguafuerte y carborundo
para la Asociación de Amigos del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.
Sus últimas estampas recordaban, con cuánta nostalgia, el inexistente
último verano conquense. A pesar de no haber pasado en 1995 el estío en la
ciudad siguió conmemorándolo. Quedaron por cierto dos proyectos de seri-
grafías, a su muerte inconclusas.
Realmente Rueda fue precursor, como todos los participantes en el
Museo de Arte Abstracto Español, de las ediciones gráficas. No le bastó con
realizar meras trasposiciones de sus collages. Se entregó en los noventa, ya diji-
mos, al mundo del grabado con pasión juvenil. Gracias al apoyo de la sabia ex-
perimentación de entidades como la Calcografía Nacional, donde en los
noventa editaría tres sutiles grabados antes citados, o personas –ya se ha dicho–
como Oscar Manesi, en la última década de vida el artista pudo enfrentarse a
nuevos retos artísticos de los que era ajena, desde luego, la pereza creadora. De-
fendiendo siempre la importancia de su obra grabada, situándola en el mismo
nivel que la obra original. Así lo expresaba a Pilar Ortega en 1995 (“El gestor
del arte siempre se apodera de Picasso”): yo creo que a través de estos grabados
puede entenderse toda mi obra artística.

86
En marzo de 1996, dos meses antes de su óbito, con ocasión de un
proyecto del galerista Jorge Mara, realizamos una entrevista en la que Rueda
hizo un repaso de su vida creativa. Fragmentos de la conversación (vid. biblio-
grafía) se publicarían en innumeras ocasiones, la primera en el catálogo de la
exposición de collages del artista en el Museo Nacional Centro de Arte Reina
Sofía, 1997, después en el de la Universidad de UCLA de Los Ángeles. La en-
trevista –muy fructífera– se desarrolló en varias jornadas de los meses de marzo
y abril y en ella repasamos su historia vital y, muy especialmente, su labor
como grabador y collagista. Terminaba la charla con estas palabras tan ruedia-
nas: lo importante es el valor de la emoción, que lo que hagas sea de verdad, que
lo que dices sea sincero. Uno piensa que lo demás viene después. Siempre he
intentado que lo que hago sea resultado de una sinceridad permanente, producto
de la reflexión y no de bandazos, según lo que dicten las modas. En ese sentido creo
que los que ven mis obras así lo descubren. Allí también explicaba Rueda: trans-
currirá el tiempo y querré que el futuro sea el que juzgue lo realizado. Mi obra
gráfica, catalogada hace unos años, muestra algo que siempre llamó mi atención.
Mis trabajos de los sesenta y los más recientes insisten en los mismos asuntos.
Fueron varias las exposiciones monográficas que tuvieron por objeto
la obra grabada de Rueda. Además de la que el artista citaba, 1994, referida al
catálogo completo de las estampas que realizamos para el Museo de Bellas
Artes de Bilbao, fue fundamental la celebrada en el Museo del Grabado Espa-
ñol Contemporáneo, con título (Espacio en el espacio) y texto de Marcos Ri-
cardo Barnatán que daría origen apropiatorio al título de la muestra. Éste
escribió, con esta ocasión: la asombrosa destreza de Gerardo Rueda para atrapar
lo maravilloso que está en el aire, e impregnarlo de lo esencial de su arte: el color
y la forma, caracteriza su extensa e inspirada producción de obra gráfica. En la
que el collage, su piedra filosofal, se tatúa con absoluta naturalidad. Destaquemos,
además, entre otras exposiciones monográficas sobre su labor en el mundo del
grabado: (1990) Serie Diez más seis, Galería Estiarte, Madrid; (1991) Serie
Diez más seis, Galería Viciana, Valencia; (1993) Rueda. Obra gráfica completa,
1946-1993, Museo de Bellas Artes de Bilbao; (1994) Obra gráfica, Galería Es-
tiarte, ARCO’94, Madrid; Collages i obra gravada, Galería Joan Prats, Barce-
lona; Recuerdo de Samarkanda, Galería Estiarte, Madrid; Rueda, obra gráfica,
Galería Zaragoza Gráfica, Zaragoza; (1995) Obra gráfica, Colegio de Ingenie-
ros de Caminos, Canales y Puertos, Madrid; Espacio en el Espacio, Museo del
Grabado Español Contemporáneo, Marbella; (1996) Gerardo Rueda. Obra

87
gráfica original, Galería Viciana, Valencia; (2001) Gerardo Rueda, Galería Es-
tiarte, Madrid; (2002) Gerardo Rueda. Obra sobre papel, Galería Amador de
los Ríos, Madrid.
Escribimos en otro lugar, evocando la obra sobre papel del artista que
nos dejara hace ahora –pronto hará– diez años: Devuélvenos el silencio que nos
guía. / La impalpable luz de ese río de papeles (Diez poemas de papel, Fundación
Ludwig, Köln-La Habana, 1999).

[ Madrid-Córdoba, septiembre-octubre de 2005 ]

TEXTO en Gerardo Rueda. Grabado, Salas de la Diputación de Córdoba-Fundación Provin-


cial de Artes Plásticas Rafael Botí, 2006-2007 (cat.).
[Continuación del catálogo de obra gráfica realizado por el Museo de Bellas Artes de Bilbao
en 1993].

88
[ 2006 ]

GERARDO RUEDA Y VALENCIA


[ PRETEXTOS, AL CABO ]

‫ﱠ‬

Va camino de once años el tiempo que hace desapareció Gerardo Rueda


(Madrid, 1926-1996).
Parece tópico añadir que, ido el artista, su obra ha ido creciendo con
el paso de los años hasta ir camino de situarse en el justo lugar, cúspide, que
merece su creación. Dilatada y concienzuda trayectoria iniciada en la década
de los cincuenta. Serena y rigurosa, en extremo compleja y silente bajo la apa-
rente sencillez.
Es bien sabido que su última exposición en vida le fue dedicada por
el Instituto Valenciano de Arte Moderno en 1996. Inaugurada el 28 de marzo,
el artista enfermaría apenas unos días después, falleciendo el 25 de mayo. Se
convirtió en una exposición póstuma. Sin embargo, también es preciso recordar
que no fue ése el primer momento en el que Rueda visitó Valencia. Una tierra
que había conocido, palmo a palmo, a finales de la década de los cincuenta.
Visitada con ocasión de su trabajo juvenil familiar, respiro viajero, en el negocio
de curtidos de piel.
Para entender la vinculación de Gerardo Rueda con Valencia es im-
prescindible evocar su estrecha amistad con Vicente Aguilera Cerni en los se-
senta y el mucho apoyo y mediación del artista para la continuidad de Suma y
Sigue del Arte Contemporáneo. La pionera revista artística, editada por José Hu-
guet desde la calle Joaquín Costa, en la que el crítico –en sus inicios con la co-
laboración de Salvador Chanzá– puso tanto empeño entre los años 1962 y
1967. A partir del número de abril se crearía un Consejo de Redacción com-
puesto por Tomàs Llorens, José María Moreno Galván y Cesáreo Rodríguez
Aguilera. Son bien conocidas sus muy bellísimas portadas: Spagna Oggi, de
Emilio Vedova (X-XII/1962); Antoni Tàpies (I-III/1963); Saura (VII-IX/1963),

89
Millares (IV-VI/1965). Ya en 1966, con el apoyo del Colegio de Arquitectos
valenciano, Suma y Sigue del Arte Contemporáneo modificó su cabecera aña-
diendo el nuevo subtítulo de Arte y Arquitectura, y volviendo de nuevo a ser
dirigida, “orientada” rezaba la revista, por Aguilera. De esa época son las cu-
biertas de Equipo Crónica (III-V/1966) en el número dedicado íntegramente
a la vida artística valenciana o Lichtenstein (tercer trimestre de 1967). Este úl-
timo certificaba la presencia de un Comité Asesor en el que estaban las más ru-
tilantes voces críticas de la época: Apollonio, Argan, Cassou, Crespo, Lassaigne,
Sartoris o Zevi, entre otros.
El número 5 y 6 de la revista, hermosísimo, dedicado al arte catalán y
que contenía cubierta de Tharrats y el encarte de un dibujo de Joan Miró, decla-
raba las intenciones de la revista. Entre éstas estaba el “repertorio de los principales
problemas y figuras del arte contemporáneo”. También su declarada indepen-
dencia y la certeza en representar a “las ideas vivas y actuales”. Otrosí, su capacidad
de anticipación al futuro al publicar “hoy lo que se discutirá mañana”.
Sobre un papel timbrado de Suma y Sigue del Arte Contemporáneo,
Aguilera escribe al artista Rueda del proyecto (26 de junio de 1963). En cierta
medida, el acercamiento del crítico a Rueda intentaba conseguir –de modo ex-
plícito como veremos– que éste mediara con Fernando Zóbel (1924-1984) para
que sustentara sus muchos costes. Recordemos, de paso, que Zóbel acababa de
instalarse definitivamente en España hallándose plenamente embarcado en la
aventura que culminaría en la creación del Museo de Arte Abstracto Español
de Cuenca.
Una carta del crítico del 3 de diciembre de ese año señala a Rueda
cuáles son las intenciones de la publicación, mencionándole la escritura de un
artículo publicado en Civiltá de la Macchine: no te extrañe que todavía esté con
eso: es un texto muy extenso y estoy procurando hacerlo lo menos mal posible. Por
cierto, que en ese ensayo dedico bastante atención al problemazo de la incomuni-
cación cultural española. Esa es, me parece, la mayor importancia de “Suma y Sigue”
que yo quisiera convertir en un factor de apertura y de información de “alto nivel”.
Claro está que no falta el “progresista” que a eso le llama “cosmopolitismo” en sentido
peyorativo. En fin, hay que tener una paciencia....
En septiembre de 1963 Aguilera Cerni y Rueda viajarán juntos a Ita-
lia. De aquí surgirá el ciclo de exposiciones espacialistas de Rueda de un año
después. En estas exposiciones coincidiría –exponiendo a la par en una ocasión–
con otro artista valenciano, el versátil pintor neoplasticista José María Gorris.

90
Para la ocasión, el viaje a Italia, siguiendo los consejos de Vicente
Aguilera, Rueda se inscribe en un curso, obteniendo así una pequeña beca de
15.000 liras para los gastos, dirigido por Giulio Carlo Argan y al que asiste
también el crítico español: “XII Convegno Internazionale Artisti, Critici e Stu-
diosi d’Arte”, celebrado en Verucchio. Se une a Aguilera el 24 de septiembre
en el barcelonés Café Milán, en el Paseo de Gracia, y toman un tren de tarde
con destino a Florencia.
Por cierto, que al asunto de las dificultades económicas de Suma y
Sigue dedicaría Aguilera Cerni varias de las cartas remitidas a Rueda rogándole,
como señalamos más arriba, que transmitiera solicitud de ayuda a Fernando
Zóbel. Ayuda que el artista prestaría puntual y, muy en el estilo del filipino,
secretamente. En agosto de 1963 le escribía: veo que la revista está en grave riesgo
de desaparecer. Lo cual sería trágico en nuestro depauperado ambiente cultural.
“Goya” es una revista seria, pero ignora los problemas del arte actual; “Artes” no
tiene más mérito que el de su continuidad y su buena intención, ya que por lo demás
la pobre es una verdadera birria. Por lo tanto, “Suma y Sigue” es hoy la única pu-
blicación que se ocupa del arte contemporáneo, en España, desde el plano de la cul-
tura y en un nivel europeo. Creo lógico que todos hagamos un esfuerzo para impedir
que muera.
Para los catálogos de las exposiciones de Rueda en Italia se publicó
un texto de Aguilera Cerni, acompañado en ocasiones de otro de Lara Vinca
Masini, crítica del arte contemporáneo y colaboradora de Suma y Sigue. Tam-
bién, gran especialista de la arquitectura y del Art Nouveau, verdadera agitadora
del mundo del arte más radical en Florencia. Otro texto era firmado por el pin-
tor Albert C. Sauvenier. El escrito de Aguilera era, francamente, hermosísimo,
y el propio crítico lo incluiría en su fundamental antología Arte Impugnado
(1969). Aquel que comienza –inolvidable– con esos cuadros cada vez más silen-
ciosos sólo aspiran a ser como la arena donde tan sin resistencia dejamos nuestra
huella, donde las señales no pueden envejecer porque desaparecen antes. La pintura
de Gerardo Rueda tiene esa humildad que sólo puede ser la consecuencia de un or-
gullo terriblemente refinado. Hablaba también de la soberbia inquietante y escon-
dida de los que hablan con humildad. Aprovechaba Sauvenier, entonces, para
escribir, retomando el texto anterior, sobre los límites de la presencia.
De estas fechas, junio de 1963, es el primer encuentro del artista ma-
drileño con la vida artística valenciana. Tuvo lugar con ocasión de la exposición
Klonaris, Rueda, Soria celebrada en el local de Martínez Medina, en la calle del

91
Marqués de Dos Aguas, en la que Rueda presentó cuatro pinturas y un collage.
La prensa de la época (Levante, Valencia, 16/VI/1963) definiría su pintura
como ecuación de color puro, de formas puras, buscando siempre el límite del más
y del menos: expresar con los menos medios posibles; esto es, eliminando anécdota y
todo halago extrapictórico.
Dos años después, 1965, realiza una pequeña, pero histórica, exposi-
ción: Rueda y Sempere, en la sala Concret Llibres de Valencia, editándose para
la ocasión un pequeño cuadernito escrito por el joven Tomàs Llorens. El texto,
olvidado durante mucho tiempo debido a la liviandad de la publicación, fue
rescatado y reeditado con ocasión de la exposición que realizamos para el Centre
Cultural d’Alcoi en 1992: Rueda, pintar amb paper. En aquella ocasión Llorens,
con el que comisarié su retrospectiva en el Museo Nacional Centro de Arte
Reina Sofía en 2001, señalaba la sensibilidad, literalmente excepcional y su tem-
peramento reflexivo, destacando que la de Gerardo Rueda es una obra que nace
de la contemplación y va destinada a la contemplación.
Hay que decir que, apenas unos años después, en los años setenta,
Rueda era ya un artista considerado al que las nuevas generaciones comenza-
ban casi a idolatrar. No está de más recordar que en 1974 realizaba ya su pri-
mera retrospectiva en la madrileña Galería Edurne. Cuando llega esa fecha,
había participado en la Bienal de Venecia en 1960 y durante los diez años si-
guientes su presencia sería permanente en las principales exposiciones colec-
tivas que sobre el arte español se presentaron en el extranjero. Ni que decir
tiene que, en apenas una década, artista de la Galería Juana Mordó desde su
inauguración en 1964, había expuesto en las principales galerías creadas en
ese tiempo. El Musée d’Art Moderne de la Ville de Paris había adquirido, ini-
cios de los años sesenta, un fundamental óleo de su período de pinturas grises.
Algo muy grato para el exilado Rueda, meteco parisino de los tantos que hu-
yeron de la torva vida cultural española de finales de los cincuenta. Y estoy
pensando en nombres como Feito, Lucio Muñoz, Palazuelo, Sempere o Valls,
y en otros recordados por Julián Gállego en sus “Crónicas de París” de la revista
Goya. Hay que recordar a este respecto el origen familiar de la rama materna
de los Rueda, los Salaberry: Aquitania. Lo que llevaría a Rueda a visitar Francia
desde sus primeros días juveniles.
En París, el alumno del Liceo Francés, pasea a diario por Saint Ger-
main, y asiste, con fascinada admiración, a cuantos hechos suceden en la capital
durante la década de los cincuenta. Allí descubre la pintura de Nicolas de Staël,

92
también de Poliakoff, que causan en él –muy en especial el primero– profunda
y declarada huella. Esa huella la mostrará, sin rubor, en su exposición de 1958
en el Ateneo de Madrid. No es extraño que Manuel Sánchez Camargo, su pro-
fesor de arte en la infancia en el Liceo, acierte plenamente con los calificativos
que vislumbra compondrán el alma de este artista. En el primer texto crítico
de rigor, el realizado para el catálogo del Ateneo, Sánchez Camargo hablaría
del “solitario” Rueda. También de su “destino de pintor”. Otros de los califica-
tivos que nos han hecho antes hablar del aspecto visionario del crítico los enu-
meramos: su “contenido poético”, el “quedarse a solas con la pintura”, “el
esfuerzo mental y sentimental”, la “atención a las intuiciones metafísicas” o su
“descubrimiento de la pintura”.
En París Rueda es visitante asiduo de la Galerie Denise René en donde
recuerda haber visto exposiciones de consagrados como Arp, Magnelli o Herbin
junto a jovencitos como Vasarely, Jacobsen o Mortensen. Sin olvidar exposicio-
nes capitales como Le Mouvement (1955), citada en ocasiones por el artista ma-
drileño como verdadero ejemplo a seguir, o la pionera de Mondrian en 1957.
Sobre la incomprensión de su creación en la realidad española citare-
mos una anécdota: en 1963 una “cazadora” de autógrafos de Vich, Antonia
María Segura, le solicita un autógrafo, respondiendo Rueda, con la generosidad
que siempre le fue propia, con el regalo de un collage. La señora Segura le es-
cribe, perpleja, con ocasión de su recepción, el 24 de diciembre de ese año: re-
cibí su estimado correo, cuyo contenido, especie de mostruario (sic) de papeles de
colores, me ha sorprendido, pues es difícil comprender su significado, ni su sentido
artístico, si no lo explica el autor. Claro que eso no me incumbe, y la responsabilidad
sobre su presentación es de usted, de manera que me apresuro a incorporar su hoja
en mi álbum, y estoy segura que va a despertar muchos comentarios entre las personas
que la vean. Yo, naturalmente, admito y respeto todos los estilos artísticos, pensando
que Picasso, que figura en mi colección, tiene cosas que no comprendo, pero que a
lo mejor tienen su gran mérito. “Mostruario de papeles de colores”, qué hermosa
definición surgida, empero, parece claro por sus palabras, de la ignorancia e in-
sensibilidad más supina.
Volviendo a cuestiones más serias. Juan Antonio Aguirre sería respon-
sable de buena parte de la reivindicación ruediana, antes citada, desde su fun-
damental libro, panfleto artístico clave de la década, Arte último. La “Nueva
Generación” en la escena española (Julio Cerezo Estévez Editor, Madrid, 1969-
Diputación de Cuenca, 2004). Aguirre señalaba un año antes en la revista Artes

93
(“Gerardo Rueda”. ARTES. nº 94. Madrid, noviembre de 1968, pp. 21-27) que
la aceptación por nuevas generaciones pictóricas de la obra de Rueda fue tal que
alguno de los cuales se disponía claramente a seguirle. Se llegó incluso a hablar de él
en términos de divinidad (...) un fervor así sólo se conocía en la vanguardia plástica
de nuestro país con el caso evidente de Tàpies. De la consideración que la obra de
Rueda merece en estas fechas baste recordar que en 1971 muestra individual-
mente sus obras en tres galerías españolas: Juana Mordó, Val i 30, de nuevo en
Valencia –ya como artista de renombre– y en la sevillana Juana de Aizpuru.
Las obras de Rueda que presenta ahora la Galería Rosalía Sender ha-
blan de diversos períodos en el trabajo del artista. Si bien hay que señalar que
Rueda era poco amante de la varia clasificatoria a la que tan acostumbrados es-
tamos los historiadores del arte. Defendía siempre, con justicia, el pálpito uni-
tario en el arte verdadero. Para Rueda el arte verdadero es el arte que nace de la
sinceridad. En marzo de 1996, días antes de su óbito, con ocasión de un pro-
yecto del galerista Jorge Mara, realizamos una entrevista en la que Rueda hizo
un repaso de su vida creativa. La conversación se publicó en innúmeras ocasio-
nes, la primera en el catálogo de la exposición de collages del artista en el Museo
Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 1997, después en Rueda. Spanish master
of collage, por la Universidad de UCLA en Los Ángeles. Terminaba la charla con
estas palabras tan ruedianas: lo importante es el valor de la emoción, que lo que
hagas sea de verdad, que lo que dices sea sincero. Uno piensa que lo demás viene des-
pués. Siempre he intentado que lo que hago sea resultado de una sinceridad perma-
nente, producto de la reflexión y no de bandazos, según lo que dicten las modas. En
ese sentido creo que los que ven mis obras así lo descubren.
La sinceridad que había venido reiterando siempre como norma de
conducta artística. En 1973 lo declaraba también: la obra del artista se origina
siempre desde un sentimiento muy íntimo y personal. Y digo sentimiento con plena
conciencia: para mí, sentimiento equivale a convencimiento. Valoro fundamental-
mente el factor sensibilidad. El artista ha de ser consecuente consigo mismo, lo que
quiere decir sincero.
En ese sentido, características del arte de Gerardo Rueda fueron, entre
otras, siempre, la norma, el sentido lírico de la construcción contenida, el uso
de materiales considerados habitualmente pobres. También una deliberada vo-
luntad de situarse en la modernidad verdadera, que no es el hoy, desde el respeto
a la tradición pictórica: un claro sentido de no representación del tópico español
anclado en la negritud de la España brava. Algo que ilustró con una frase com-

94
pleja pero de fácil explicación, de ironía contradictoria muy al estilo del artista:
“es fundamental proponerse, seriamente, no estar al día”. O, prueba de su sin-
ceridad, en 1952 ya le decía, casi, lo mismo, a su amigo Juan Manuel Silvela
Sangro: “Siempre he sido enemigo de los convencionalismos” (Diario de una
vida breve, Prensa Española, Madrid, 1967). Otrosí, a la pregunta sobre lo que
está de moda en 1965 le había respondido a Isabel Cajide en Artes (nº 73): el
afán de estar al día puede ser bastante peligroso, ya que lo más visible en apariencia
puede no representar a la época. Yo aconsejaría no insistir tanto en coger el buen
vagón, porque el peligro es ir siempre a rastras.
Rueda hablaba del necesario, y tan dandy, alejamiento de la circuns-
tancia en que le tocó vivir. En ese sentido hablaba de “lo convencional”. En la
España de la época, aún anclada en las luces más grises de la postguerra civil,
gasógeno y fútbol, vida brava, en el Madrid del millón de cadáveres que triste
cantaba Dámaso, Rueda elige el exilio espiritual, la frecuente marcha a París
para conocer las últimas tendencias artísticas. Ya hemos escrito en ocasiones
que padeció, desde su infancia, las características de un ser en un permanente
exilio espiritual. Estudiante de Derecho frustrado, trabajador “forzado” en la
empresa de curtidos familiar, en la que pinta a escondidas, errante durante su
infancia entre Madrid, Segovia, País Vasco francés. Ser anómalo –artista al
cabo– en una familia convencional.
Sus estancias en Francia irían siendo cada vez más continuadas hasta
llegar a, en cierto momento, pensar en instalarse en ese país. Su frecuente pre-
sencia en París le permite conocer a artistas y galeristas. Entre los que conoció
siempre recordó, y mantuvo un cierto contacto hasta su muerte, a Olivier
Debré. También a Jean Cassou. De los galeristas, uno de los primeros con los
que traba amistad es Jean-Pierre Arnoux. Ello le lleva a, entre el 24 de mayo y
el 6 de junio de 1957, exponer individualmente en la sala de Arnoux, la Galerie
La Roue. En esta galería, situada en el 16 de la rue Grégoire de Tours, muestra
un conjunto de sus obras realizadas en los últimos meses. Pinturas que Fer-
nando Zóbel llamaría “falsas perspectivas”, obras de origen y evocación arqui-
tectónica, imágenes de fachadas y edificios sintetizadas hasta una abstracción
de colores tenues, principalmente azules, beiges y rosas.
El artista madrileño deja ver en sus cuadernos de notas tomados con
ocasión de sus viajes galos, circa 1955, la búsqueda de la Balbec proustiana, un
mundo pictórico donde se presume la embriaguez más absoluta por el espíritu
de Proust. Gerardo Rueda confesó en ocasiones haber leído la obra del escritor,

95
en francés, a finales de los cuarenta durante sus innúmeros viajes en el metro y
tranvía de Madrid, desde su domicilio familiar en Tetuán de las Victorias, ca-
mino de la fábrica de curtidos en el desolado Carabanchel Alto. Sueños desde
el traqueteo madrileño de ese espíritu admirador de la armonía gris y rosa de las
pinturas de Whistler, que el escritor capta desde los ojos de buey de la buhardilla
del Grand Hôtel de Cabourg, a donde huye para escribir. Paseo marítimo y mar,
y cielo gris, donde “se posaba, con exquisito refinamiento, un leve tono rosado”.
También los reflejos de oro de la mañana, tan distintos de los del atardecer “sen-
cillos y superficiales como doradas flechas temblorosas”. Modo de ver, el de
Proust, muy similar, al de Rueda quien escribe: una playa muy gris, sórdida. En
la línea del horizonte unas velas iluminadas o el mar se confunde con el cielo porque
son del mismo color. Hay un primer plano de arenas rosa-gris-crema alternando con
trozos de mar-cielo aprisionados en la playa. Sobre ese fondo liso se recortan (difu-
minadas) siluetas de barcos y velas oscuros. También, con subrayados “pictóricos”:
las salpicaduras oscuras sobre las playas (entre ellas hay alguna nota de color, pero en
el conjunto se pierde). Y una final acompañada de un dibujo a lápiz de tres casetas
de playa: Las casetas. Perfectamente entonadas. Unos tonos claros del beige, sucios,
desde el rosa al gris, pasando por el amarillo. Casetas a rayas. Buscar una técnica
opaca, a base de diferentes veladuras. ¿Preparación siena-gris?
Los primeros dibujos apaisados, 1956 y 1957, que se presentan en la
exposición hablan del exilio silencioso del que hemos venido hablando. Nuestro
primer texto sobre Rueda, hace ya veinte años, le incluía en una inexistente
“generación del silencio”. Voz queda la de Rueda en la que nunca dejó de ins-
talarse una extraña e indescriptible impresión de tristeza. De la que habló, con
mucho acierto, Gustavo Torner en la introducción a su antológica de 1989.
Los dibujos que citamos son realizados por el artista a escondidas, mediada la
década de los cincuenta, en la fábrica familiar. Listos para ocultarse ante la te-
mida –siempre temida– llegada paterna.
Sus medidas, 23 x 50 cm, media cartulina cortada muchas veces a
mano, dejando ver las barbas del papel, permiten un rápido escondite, el preciso
para evitar la mirada adusta. Silvela hablaba de ellos en su Diario antes citado:
ayer a última hora hice una visita a Gerardo, en su “atelier”. Me enseñó sus últimas
obras: diversas y buenas. Me gustaron especialmente unos dibujos con lápices de co-
lores, de pequeñas láminas apaisadas, llamados “bocadillos” por su autor. El nombre
hace referencia a la hora del día en que los concibe y la brevedad con que los ter-
mina. “No se sabe bien todo lo que hay en un minué”, decía el coreógrafo Marcel.

96
No se sabe bien todo lo que hay dentro de un “bocadillo” de Gerardo. De los óleos
de Gerardo, anoto dos cosas: la hábil superposición de colores y el de adaptación de
la estructura del cuadro a su formato, preocupación esta última constante en la his-
toria de Gerardo. Y a la manera del consejo de Ingres al joven Dègas, pintados
por los dos lados, insistiendo en la importancia del ejercicio como fuente de
conocimiento pictórico fundamental en el devenir del artista, también del con-
temporáneo. Llamados “bocadillos”, a veces se trataba de monotipos realizados
mediante cristal, otrora dibujos y grattages concebidos en la fábrica de curtidos,
a escondidas, durante la hora de asueto para reparar fuerzas. Hay fotografías
de Zóbel de la época, con Gerardo, realizándolos sobre el cristal, también en
su estudio de Martín de los Heros. Obras en las que técnicamente se adivina la
pasión collagística en ciernes, pues muchos de ellos combinan las más vario-
pintas técnicas de dibujo: lápiz de grafito o colores, óleo, pigmentos diversos,
grattage, monotipo, etc. Dibujos finos, delicados, transparentes, “casi de cristal”
como los definiera acertadísimamente, en 1957, G. Crespi.
En 1985 nos aclaraba sobre este momento difícil en el que trabaja en
la empresa familiar: estuve trabajando en unos negocios que tenía mi familia. Era
algo que no hacía muy bien. No me interesaba demasiado. Muestra de su verdadera
ocupación en la fábrica son numerosos apuntes de pinturas hechos allí. Muchos
de ellos sobre las hojas del calendario de sobremesa del despacho, que indican
en dónde estaban, en realidad, los pensamientos de Gerardo. La mayoría de esas
hojas de calendario están fechadas entre 1956 y 1958 y suponen el boceto –son
reconocibles– de numerosos cuadros efectivamente realizados. También hay en
esos papeles anotaciones de ideas, cazadas al vuelo, para un posterior desarrollo.
Mucha de la insistencia del artista en sus bocetos lo es en torno a la
técnica de los “bocadillos”. Muy en especial puestas en práctica, sobre pequeños
cartones, a modo de muestrario, de la técnica del grattage o superposición de
pinturas y tintas que, posteriormente ralladas, constituirían la técnica pictórica
en esos años de Rueda. También imágenes, arquitectónicas, donde se aprecian
mundos evocadores de sus trabajos posteriores.
Junto a los dibujos de la década de los cincuenta, a los que se suman
dos de los años 57 y 58, frío informalismo contenido, signos zen, se presentan
dos dibujos de 1961 que anuncian al Rueda espacialista que llega. Uno de ellos
inspiraría el catálogo de la exposición de la Galería Biosca del artista de ese año.
Dibujos, todo contención y temblor, rigor o pureza, apenas unos puntos via-
jando –parecen alejarse– hacia un etéreo espacio.

97
En 1962, Rueda había comenzado la realización de sus llamados co-
llages de papeles de seda arrugados, collages de título numerado. Es el primer
momento en que, tras balbuceos a finales de los cincuenta en los que combina
dibujo, pintura y collage, decide dedicarse, plenamente, al collage. Decisión que,
por cierto, nunca abandonará. Sus días terminaron –casi– con papeles entre las
manos, y nos referimos a su último collage sin firmar.
Unas inolvidables fotografías de Fernando Nuño, autor también de
la celebérrima imagen inaugural con los artistas presentes el uno de julio de
1966 en el Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca, nos muestran a
Rueda sentado en el suelo de su estudio. Estas imágenes nos recuerdan algo
del vértigo de la ejecución creadora de Pollock. Rueda está rodeado de pape-
les, casi inundado por ellos, reconociéndose, en pleno proceso de realización,
algunos de sus collages posteriores (Búho, por ejemplo). El sistema de trabajo
parece ser el que desarrolló siempre en sus collages: un tomar y dejar hasta
llegar a lo cierto. Rueda utilizaba como materia prima de estos el papel de
seda teñido con tintas de colores. En muchos de ellos aparecen recortes de
periódico que segmentados, invertidos, aislados, sus textos toman una cierta
apariencia surreal, y estoy pensando en el “no estar al día” ruediano antes ci-
tado. Actual (1985) o Al pie de la letra (1996), collages presentes en la expo-
sición hablan de cómo, hasta el final de sus días, el uso de textos en los
trabajos sobre papel fue materia pictórica.
Del fragor de los textos recortados –siempre densos en su esencia– se
escapan frases o palabras: Extranjero, collage en donde además es posible leer
un fragmento de noticia: motín en un campo de inmigrantes de Río de Janeiro;
Refrigerado en otro de los sesenta de necesaria evocación; Marval; Dos seat seis-
cientos y dos televisores Marc, en otros los inicios de los sesenta o millones y medio
de caballos o Para mayores. Rueda “borraría” luego todo tipo de texto, supri-
miendo también el uso de periódicos en estas décadas, actividad que como co-
llagista retomaría con pasión a partir de los ochenta y hasta sus últimas
creaciones.
Que Rueda estableciera un número para titular sus collages en los
años sesenta no era casual. Desde los inicios de la década buscaba un sistema
normalizado y “frío” para dar nombre a sus obras. Algo por cierto muy en
boga en la pintura internacional. En los lienzos decidió tomar el callejero de
Madrid. Eligió en 1960 los nombres de calles que comenzaban por “A”, es-
cogiendo títulos con resonancias geográficas principalmente o de bella dicción:

98
Alcobendas, Agastia, Ángeles o Aranjuez. En 1961, los que comenzaban por
“B”: Bercial, Berja, Bascones o Boecillos. Y en 1962 los que lo hacían por “C”:
Campanar, Cantalapiedra, Caramuel, Carabanchel o Cercedilla....
Una nota manuscrita de Rueda explica cómo numeró sus collages de
1962: la numeración comenzaba en el trece. Los que iban del veintiuno al
treinta y seis fueron depositados un tiempo en París. El último collage numerado
es el ciento sesenta y uno y es de 1964. Algunos más de ese período 1962-1964
quedaron sin numerar. En algunos casos, Rueda llegó a numerar –aleatoria-
mente– en los años noventa, collages de este período con cifras que iban del
ciento sesenta y uno al doscientos. En la exposición se presentan dos de sus ini-
cios, el número 38 y 53, ambos de 1962, collages que se entienden reunidos,
muy posiblemente, además de la norma unitaria del trabajo ruediano, por la
concomitancia de las fechas.
Es curioso señalar, siguiendo con el método de trabajo, que Rueda
trabajaba en la realización de los collages junto a sus respectivos passe-partous,
como sucediera con sus trabajos posteriores de madera donde era habitual que
el cuadro se compusiese desde su caja exterior, ubicando Rueda en su interior
los diversos elementos de la obra que posteriormente eran atornillados o en-
colados a la trasera de la caja. Es posible que esta práctica, utilizar la caja como
“teatro de operaciones”, provenga de los collages de papeles de seda arrugados.
Rueda se pertrechaba de passe-partous, lo que explica la existencia de medidas
parejas en los collages de 1962-1964: 33 x 23,5 cm, componiendo, con la ven-
tana, su interior. En 1964, Rueda celebró una gran exposición de este mo-
mento creativo en The Luz Gallery en Manila. La exposición de Rueda tuvo
una muy favorable acogida crítica en Manila existiendo una amplia reseña de
la misma en The Manila Times del 20/II/1964: maestro de este arte, Rueda pro-
duce tranquilos espacios que acarician el ojo y el espíritu. Fernando Zóbel firmaba
una crítica en The Chronicle Magazine, día 22/II/1964, ilustrada con el Collage
nº 96: el adjetivo que mejor describe los collages de Rueda es “elegante”. Con los
medios más sencillos –trozos de papel coloreado y, de vez en cuando, pedazos de
tela– el pintor crea pequeños remansos de plácido disfrute. El ojo es acariciado,
mimado y apaciblemente entretenido mediante un sutil juego de formas, colores y
texturas. El artista no declama, ni explica, ni juzga, ni mucho menos intenta sor-
prender, excitar o capturar nuestros sentidos. El disfrute que nos produce un pe-
queño cuadro es similar al que experimentamos ante una joya: es algo hermoso de
ver; nada más que eso y, por cierto, nada menos. En verdad, dejando de lado sus

99
temas, estas obras me recuerdan un poco a las miniaturas medievales. Se trata del
mismo tipo de cosa, siempre y cuando esas cosas te gusten, claro.
De “pequeña antología” podría calificarse la exposición de la Galería
Rosalía Sender en donde no faltan tampoco dos momentos coincidentes en la
producción del artista: los cuadros realizados con bastidores y los collages de
cajas de cartón. Rueda expone por primera vez estos trabajos en la sevillana
Galería La Pasarela. Su exposición, inaugurada el 13 de enero de 1966, estaba
formada por veinticinco cuadros, por lo general obras monocromas realizadas
con lienzos y bastidores superpuestos, “ventanas” los llamaría, –no con todo el
cariño–, algún crítico. Junto a estas obras de bastidores, había collages de cajas
y seis de papeles de seda arrugados. Cuadros manipulables en los que, en algu-
nos casos, los bastidores se sujetaban con bisagras y permitían diversas posicio-
nes según el ángulo de colocación. Obras, muchas de ellas, a las que Rueda
añadía el término Roca, no por hondas cuestiones vinculadas a la naturaleza,
sino más bien –está suficientemente documentado– por la atracción que le pro-
dujo una nueva gama de color de la conocida marca sanitaria de inodoros y la-
vabos (cuadros como Pintura Verde Roca, de 1965, homenajeador de Juana
Mordó, así lo atestiguan), también Pintura Azul (1964) es buen ejemplo de las
pinturas de este período.
Hasta la época de creación de los collages de papeles de seda (1962-
1964), los collages de Rueda caminaban de modo paralelo a su creación, pero
no siempre en muy estrecha relación. Podrían calificarse de aventuras aisladas
en su investigación creadora. Es en 1965, en un momento en que las obras de
Rueda encuentran un cierto carácter constructivo, cuando Rueda realiza su pri-
mer collage de cajas de cerillas que titula In memoriam a M.S. Juan Manuel
Bonet se ocupó de recordarnos con ocasión de su hermoso texto “Lectura de
Manuel Silvela (y Gerardo Rueda)” en el catálogo de la retrospectiva en el
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (2001), que Rueda realizó otro
homenaje a Silvela, en tonos blancos, que figuraba en el catálogo inaugural del
Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca. Rueda creó no más de cincuenta
collages de cajas pintadas (de diversa procedencia: cerillas, tabaco o pegamento),
especialmente entre 1965 y 1968, haciendo algunos más, escasísimos, poste-
riormente. Ya hemos señalado en otros lugares el uso del pegamento Imedio
para encolar las cajas de éste, o también de cerillas y tabaco principalmente.
No sabemos si esto explicaría la existencia de algunas fotografías de un Rueda
fumador a finales de la década de los sesenta.

100
En una ocasión, a la búsqueda de la chispa de la que surgió la idea
hemos pensado si los collages a la memoria de Manuel Silvela, los primeros, no
evocaban, en su aspecto cuadricular y en el ritmo o “salto” que podría derivarse
de la presencia o ausencia de cajas, la pasión ajedrecística de Silvela y que eso
fuese, sublimado visualmente, el juego comienzo de todo. En cualquier caso,
lo que sí sabemos es que ese reducidísimo conjunto de obras ocupa ya, por su
extraordinario rigor y calidad, un lugar de privilegio en la reciente pintura es-
pañola, pero también internacional. Al fin y al cabo, Rueda declaró siempre
que, en el fondo, toda su pintura era collage. Nunca, como en el caso de estos
collages de cajas, pintura y collage en la producción del artista fueron, en el
tiempo, tan lo mismo.
Sus collages de cajas nunca se habían reunido, ni siquiera cinco, como
sucediera en la exposición retrospectiva del artista en el Museo Nacional Centro
de Arte Reina Sofía. Un collage como el archiconocido Desde Sevilla (1967),
en la colección de la pintora Carmen Laffón, avisa también de algo que poste-
riormente sería frecuente en la trayectoria de Rueda, el uso de marcos antiguos
incorporados a sus collages o pinturas. Esto sólo había sucedido con el Verde
con marco neorrenacentista (1965) del Museo de Arte Abstracto Español de
Cuenca, y el mismo año, 1967, lo repetiría en el inefable El testamento de Felipe
II. En definitiva, los collages de cajas contienen la mayoría de esos ingredientes
que Rueda reuniría en su serie última, de fines de los noventa: Pasión y estilo.
La concentración de orden y construcción junto al accidente. De ello es buen
ejemplo el Collage rojo (1966) que se muestra ahora. En el caso de los collages
de cajas, la creación de belleza y armonía mediante un elemento humilde de
cuya esencia es difícil desprenderse visualmente. Y hay, además de ironía, un
uso del color esencialmente ruediano.
A partir de 1967, fecha de los esenciales y pequeñísimos collages con
título Pirámide, sus obras toman ya un nuevo sendero: el más libérrimo. En
estas obras aparecen además tacos de madera, demostrando lo que ya dijimos
sobre el cruce de caminos entre pintura y collage. Comienzan a aparecer ele-
mentos que no son sólo papel o cartulina. Esto ya había tentado al artista
cuando en algunos collages de finales de los cincuenta incorporara fragmentos
de cuero. Era la época en la que Gerardo Rueda, ya dijimos: por imperativo fa-
miliar, trabajaba en la fábrica de curtidos. El cuero, recortado en finos rectán-
gulos, inalterable a la luz, los adhesivos o el paso del tiempo, evocaba cartones
gruesos de una tonalidad y textura, eso sí, muy especiales.

101
De aventura especial, y muy lograda, han de calificarse los seis dibujos
que en esta época realiza por encargo de la Revista de Occidente. En ellos se
muestra algo común en la obra ruediana: la capacidad de lograr altas cotas con
lo mínimo. Apenas unas notas de color sobre una construcción evocadora de
sus bastidores, también de sus cuadros-puertas de aquellas fechas, circa 1967,
que tanto influyeron en pintores jóvenes como Jordi Teixidor.
En los setenta comienzan a aparecer cuerdas, clips, tubos, telas y textiles
en general, tablas, restos de papeles manchados al pintar, tapas de esmalte, etc.,
casi siempre elementos del azar. Un azar, como siempre en Rueda, muy contro-
lado, y circunscrito a lo que se podría titular “diario de mi vida de pintor”.
El uno de febrero de 1972, la Galería Egam, creada dos años antes,
reconoce la trayectoria collagística de Rueda, inaugurándose la exposición Diez
años de collages: 1962-1972, y que se clausuraría el veintiséis de ese mismo mes.
En cierta medida se reconocía lo que venimos diciendo sobre el inicio en 1962,
con los collages de papeles de seda, del mundo collagista de Rueda. José Rodrí-
guez Alfaro destacaba el día 21/II/1972 sobre el collage que Gerardo Rueda
aporta a su desarrollo toda la fuerza de invención de un asombroso virtuosismo que
surge en cada momento de lo inesperado, en un sistema, por definición, riguroso.
Alimentadas por una magia personal, las obras de esta exposición constituyen el his-
torial de este artista a lo largo de una década.
En 1984, Rueda ve en unos grandes almacenes un cartel publicitario
que habla de “la elegancia social del regalo”. De esa coletilla comercial surge
el título de la serie de obras que hablan de La elegancia social de la madera,
ciclo que arranca ese mismo año con un conjunto de piezas de muy pequeño
formato, destilación de ideas en torno al uso de maderas encontradas en su
estudio, procedentes de recortes de trabajos anteriores. También maderas ha-
lladas al azar y levemente teñidas por una pátina pareciera que de siglos. A ese
ciclo ha de inscribirse Natural (1984). Escala natural y Solar, ambas de 1992,
hablan de ese dominio del artista al compilar color o grisura, conciencia y li-
rismo o, lo que viene a ser lo mismo: orden y desparpajo, esencia natural u
orden riguroso.
Rueda realizaba collages con fruición. De un modo compulsivo.
Siendo frecuente hallar años de menor producción pictórica, es casi imposible
hallar un año sin collages. No sólo en su estudio realizaba collages. En los últimos
años, algo insomne, su mesilla de noche y muebles del dormitorio de la calle
del Factor se llenaron de papeles, cartulinas y pegamento. También invitaciones

102
de exposiciones, sobres, papeles encontrados, cartones, cordeles, corchos, chapas
de madera, cajas desplegadas... De sus viajes era frecuente la vuelta con algún
collage “entretejido” y posteriormente terminado en el estudio o en su domicilio.
La serie Nocturnos representa un ejemplo de la realización de collages en su do-
micilio, convertido en estudio, en la soledad de la noche.
En 1989, durante el mes de junio, se celebraba en la madrileña Galería
Estampa una muestra de sus trabajos con collages dedicados al sobre. Ello explica
el ambivalente título del texto que escribimos en el catálogo Sobre (el) collage y
que partía de una premisa bien conocida y enunciada por el crítico francés
Serge Fauchereau: “todo objeto destinado a contener otro tiene algo de miste-
rioso”. Esta exposición, temática, sería la única realizada por el artista en torno
a este asunto. En estos collages, además del sobre, era frecuente la presencia de
invitaciones de exposiciones y catálogos rotos, pero también objetos. Así: un
peine, un talonario bancario y cintas de embalar. En cierta medida estos collages,
y los que vinieron después insistiendo en el asunto, eran crónica del tiempo ar-
tístico que vivía. Invitaciones de exposiciones principalmente, sobres en los que
es frecuente hallar remites –y hasta catálogos– de artistas o salas de exposiciones,
entradas a exposiciones, reproducciones de obras de otros creadores, convir-
tiéndose en un diario de páginas, eso sí, desbaratadas por el viento... De su reu-
nión sería posible hablar de un baile de máscaras, de un carnaval que pasó, de
una visita a la colección permanente del Centro Pompidou (el miércoles 21 de
septiembre de 1994), de la presentación de un libro de Rueda en París, de la
inauguración de una galería hoy ya olvidada, de una exposición de Adolf
Schlosser, o, finalmente, de la exposición de Ricard Giralt-Miracle, que coin-
cidió con la de Rueda, la última, en el IVAM. También, homenajes a artistas
de su admiración como los collages Bruce (1994) o Sobrino (1995), utilizando
elementos de publicaciones de estos creadores. Diario de un pintor, rescate de
fragmentos de los días, entonces, ahora, ya eternos. Belleza hecha de la nada,
de la nada que es el hoy y que nada sería ya, sin Rueda, mañana. Papeles, pa-
piros, carpetas, cartones, sobres (imprescindible el mínimo Verde y sobres, de
1991, presente ahora en Valencia) y cartulinas o restos de papeles pintados en
su estudio (Espacial marrón con apoyo, 1991). Como ya escribimos en otro lugar,
la impalpable luz de ese río de papeles.
Como hemos explicado, los collages eran la auténtica pasión creadora
de Rueda. Él siempre señaló que, en el fondo, todas sus obras, también las de
gran formato, eran collages. Sin embargo, la realización de creaciones de

103
pequeño y medio formato con elementos de papel, ocupaba gran parte del
tiempo creador del artista. Trabajaba sobre la superficie de la tapa de una cajo-
nera de grabados, en ocasiones sobre una acumulación de estratos de papeles
que superaba ampliamente los veinte centímetros. Los collages no siempre se
terminaban: los comenzaba y, a veces, los realizaba de una vez. En otras oca-
siones, los dejaba “enfriarse” entre los papeles. Algunos de ellos morían sepul-
tados en el proceso, no conclusos, entre las diversas capas de cartulinas.
Realizados siempre con pegamento Imedio, comprado en su formato mediano
en grandes cantidades, eran adheridos con ayuda de un conjunto de pesas de
balanza. También hemos contado en alguna ocasión que, en los últimos años
de su vida, desplazó material de trabajo de sus collages a su domicilio para, gran
insomne, utilizar las noches realizando obras a las que acordamos calificar, –las
surgidas de aquellas jornadas o desvelos difíciles y contradictorios–, Nocturnos.
Los poemas que publicamos en La Habana en 1999, Diez poemas de papel, por
invitación de la Fundación Ludwig evocaban la complejidad de ese momento
creador. Uno de esos poemas (Serie Nocturnos) insistía en el drama de la creación
surgida del tormentoso insomnio, tan agotador –en sus propias palabras– para
la vida personal de Rueda: Duerme la ciudad y su alcázar en penumbra. / Al dor-
mitar, entreabriendo los ojos, / el paisaje es de papel. / Los recortes, junto a la al-
mohada, rozan su cara. / Desde la oscuridad de su celda el artista / se embadurna
de recortes. / El papel es piel (ahora que se acabó el tiempo) / Vasto tesoro el del co-
llagista insomne armado de pegamento. / Papeles y noche, solos con el artista, / oh
todos desgarrados.
Fueron muchas las exposiciones que, monográficamente, reconocie-
ron la trayectoria collagística de Rueda. La primera fue en la castiza Sala Abril,
tan querida por el artista, entre el 14 y el 30 de junio de 1954, con el título de
Collages. Dibujos abstractos. No hay memoria de la presencia de collages en fechas
anteriores en el quehacer artístico de Rueda. La primera evocación crítica, de
cierta importancia, de la exposición de collages y dibujos abstractos, la firmaba,
a la clausura de la exposición, el treinta de junio, Figuerola Ferretti en Arriba.
Citando los collages de Picasso y Braque el crítico señalaba que Rueda trata de
reivindicar al cabo de cuarenta años aquel “divertimento” y nos ofrece unos intentos
asépticos, ordenados y agradables, donde junto al papel impreso unos esquemas lim-
pios, de formas abstractas, aciertan en muchos casos a componer ese “algo” distinto
que bulle en toda vocación juvenil. Cuatro días antes a este artículo, José de Cas-
tro Arines firmaba una brevísima crónica de la exposición en Abril en la que

104
destacaba el interés de las obras subrayando su intención investigadora, su bús-
queda afanosa de nuevos caminos expresivos.
Ya hemos citado algunas otras exposiciones relativas al mundo colla-
gístico, fundamentales, en nuestro texto. Es preciso evocar, señalando hitos en
torno al asunto del papel, la que le dedicaran el Ayuntamiento de Madrid (1989)
y el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (1997). También es preciso
citar –por ser fundamental– el libro de Serge Fauchereau, Du collage et de Rueda
(Editions Cercle D’Art, París, y Tabapress, Madrid, 1997).
Citamos, para terminar, a George Sand. Fue el último guiño de un ar-
tista en su postrer hálito. Entre marzo y abril de 1996 realizó un pequeño texto
dedicado a Bores. Escogió unas palabras que hablan de emocionada meditación:
la necesaria para llegar al final de las cosas: ¡Quién no iba a querer abjurar de todas
las preocupaciones, de todas las fatigas y de todas las ambiciones de la vida social para
venir a enterrarse aquí, en la calma y el olvido del mundo entero, a condición de
seguir siendo artista y de poder consagrar diez, veinte años acaso, a un solo cuadro
que se hubiera ido puliendo lentamente, como un diamante precioso! [George Sand,
en Un invierno en Mallorca. Cita recogida por Gerardo Rueda en su texto último:
“La pintura intimista de Bores”, Madrid, marzo-abril de 1996].

[ Octubre de 2006 ]

TEXTO en Sobre el papel: Gerardo Rueda. Galería Rosalía Sender, Valencia, 2006, pp. 7-29.

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[ 2007 ]

GERARDO RUEDA
¡HONOR AL PAPEL!

‫ﱠ‬

Declarada evocación, la capitular, al daliniano título usurpado: Honor al objeto


(Cahiers d’Art, París, 1936). Otra vindicación, la del título que no la del texto
aludido, que también habría suscrito nuestro Gerardo Rueda (Madrid, 1926-
1996). Un creador que hizo, tanto en las lígneas pinturas-grisallas chez Rueda,
como en sus esculturas mínimas de objetos encontrados, una solemne defensa
del objet trouvé, del silente resto aherrojado y condenado al olvido, del despojo
convertido en reliquia. Latas, objetos cerámicos, porcelanas, corchos o restos
de molduras: elegancia de madera, sicum Rueda, dandysmo de lo efímero y hu-
milde. Como escribía Constable, y oímos citar en fecha reciente a Werner Hoff-
man, vindicación, la ruediana, de otra posibilidad de crear: “hacer cuadros a
partir de la nada”.
Es sabido que Rueda hizo del papel uno de sus principales instrumen-
tos de trabajo. Desde el dibujo al collage. Del apunte mínimo trazado a lápiz,
al estudio de obras de mayor formato. Del rápido esbozo tomado en sus viajes
a la Normandie, en busca de los territorios perdidos de Proust, a la paciente
cuadrícula de sus dibujos en las que resonaba una de sus notas favoritas de Juan
Gris. El pintor cuyo seudónimo, escribió Juan Manuel Bonet, le hubiera cua-
drado igualmente a Rueda, tan amigo siempre de ese color, y de la media voz. Una
nota que Rueda, otro madrileño casi vecino de Gris, custodió con mimo en
una de sus carpetas personales: Moi qui aimerais tant avoir cette aisance et cette
coquetterie de l’inachevé! Tant pis, après tout on doit faire la peinture tel qu’on est
soi-même. J’ai l’esprit trop précis pour salir un bleu ou tordre une ligne droite. Una
cita que, tan cara, reprodujo parcialmente en el programa de mano de su ex-
posición en Juana Mordó entre el 2 y el 30 de diciembre de 1965: ¡Yo que qui-
siera tanto tener esta facilidad y esta coquetería de lo inacabado!

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Dibujos apenas entrevistos por un frágil grafito y cuadrículas de paciente
relleno con gouache. Apunte naturalista y visión abstracta. Abigarrado dibujo,
crisol experimental de grafitos y pinturas, y leve trazo kleeiano. Dibujos pintados
por anverso y reverso. Cuadernos repletos de dibujos, pequeñas hojas de calen-
dario en las que emergen apuntes o cristales tintados sobre los que imprime un
monotipo. Papeles arrugados que entinta con tinta china. O papeles de seda
blancos que, a lo Bissière, superpone sobre una cartulina blanca. Blanco sobre
blanco, luz más luz. Papeles de periódico de los que emergen palabras que res-
cata al destello surrealizante de lo real. Cartulinas escondidas a la espera del
término de la jornada laboral, papeles en los que se combina el dibujo con el
collage. Papeles pintados por su mano sobre un humilde papel kraft. Papel kraft
ingresado, de nuevo, al collage, con los restos in absentia de lo antes pintado.
Peines, chequeras, tapas, cajas, maderas, cordeles, clips, sobres, invitaciones…
Que Rueda fue collagista, antes que nada, se ha repetido hasta la sa-
ciedad. Diremos más, puede decirse que fue, en su vida madura de artista,
únicamente collagista. Nada decimos nuevo pues él lo repitió con frecuencia.
Bajo diferentes formatos, sus pinturas partían de la permanente alusión al co-
llage. Sus obras de bastidores, sus assemblages de madera, y hasta sus esculturas,
todo procedía de la misma fábrica conceptual: la reunión de objetos heteró-
clitos en el plano espacial o pictórico. De hecho su gran búsqueda conceptual
en los inicios de su trayectoria pictórica, y en la que no cejó hasta llegar a con-
clusiones fructíferas, fue la indagación sobre lo que llamaremos las posibilida-
des de la mano. Y la consiguiente generación del relieve al que, enseguida, fue
añadiendo materias, cada vez más gruesas, que suponían, de facto, el collage
con materias pictóricas: del relieve simulado a través de efectos al relieve real.
Sólo así pueden entenderse obras como sus pinturas grises circa 1961, de
aprendizaje staëliano, en las que tras la superficie temblorosa del gris, que ha
velado lo que se esconde bajo la capa superior, hace aparecer un mundo silente
de coloridos, hasta ese momento ciegos. Algo parecido sucede, mediados los
sesenta, con su pasión por añadir “comas”, engrosamientos, relieves, sobre la
ahora superficie tersa de la pintura. Pintura que resulta invadida por la apari-
ción de sobresaltos. Esos sobre los que Aguilera Cerni dijo que aspiran a ser
como la arena donde dejamos nuestra huella sin enfrentar resistencia, donde las
marcas no pueden envejecer porque desaparecen antes (Quadrante, n.° 27, Flo-
rencia, 1964). En definitiva, pintura como huella, como alejamiento de la tri-
vial conformidad con la mera superficie pictórica. Pintura como mano que

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elabora. Sólo así pueden también entenderse las obras de estos años en los que
crea, también, superficies pictóricas a modo de óvalos, alas o pasos que parecen
estar trazados con dedos poderosos, no con pinceles u otros artilugios pictó-
ricos. De nuevo la insistencia en que no olvidemos, bajo la quietista apariencia
de la indagación espacial, la presencia del creador, de la mano del mismo, tras
la pulcra superficie.
La mano, de nuevo la mano, vuelve a aparecer en sus obras de bastido-
res, algunas de las cuales, las primeras, exigen que el espectador pueda mani-
pular, cual si fueran los bastidores sus ilusorias ventanas a la nada. Muchas de
sus pequeñas esculturas metálicas de estas fechas son también manipulables y
pueden girar sobre su eje ofreciendo diversas caras al espectador. Otrosí ofrecen
el aspecto de cajas que han ido siendo engarzadas (Cubo II/Evidente II, 1969-
1970) y que parecen estar listas para la extracción de los cubos que las compo-
nen. O bien que, a modo de plumier escolar, como en el caso de Manhattan
(1971), pueden realmente montarse y desmontarse. Todas parecen querer hacer
sucumbir al espectador al mensaje de “tóqueme, por favor”. Algo por cierto,
que se correspondía con una época, los setenta, en donde estaba muy en boga
el debate sobre la integración de las artes. Tan en boga que en 1971 Rueda uti-
lizó un texto de Victor Vasarely, sobre esta cuestión, como introducción al ca-
tálogo de su individual en Juana Mordó ese año.
Los collages de cajas hablan también de objetos mínimos que simbolizan
la manipulación manual: el tabaco, la cerilla, o el pegamento. Muchos de los
objetos que incorpora a sus collages vuelven a tener la misma connotación poco
neutral y siguen refiriéndose a la mano: clips o peines, cordeles o cintas, tapas
y tubos son ejemplos. Algo que también reiterará –por otra vía– en la confec-
ción notoriamente manual de sus collages, que corta a mano, dejando las barbas
del corte en el papel visibles al espectador (véase a este respecto Perfiles, 1991).
Y que también había hecho arrugando los papeles de seda que muestran la evo-
cación de su torsión anterior ahora desplegada.
La mano protagoniza también sus esculturas de los ochenta, siempre de
dimensión mínima, y en las que vuelven a aparecer objetos cotidianos que se
vinculan sorprendentemente a la prensión de la mano: cubas, frutas, moldu-
ras-pincel, tapas, pequeños botes, copas de alfar, tapones de corcho…
Rueda fue también, antes que nada, collagista porque su actividad
como tal no fue un hecho aislado o eventual, ni mucho menos tardío. Real-
mente puede decirse que el comienzo de su actividad artística está unido al

109
collage. Si en ciertos momentos pudo abandonar la pintura de un cierto for-
mato, más o menos temporalmente, es verdad que siguió haciendo collages hasta
el último día. En los momentos de mayor “sequía” creadora, mediados los
ochenta en que padeció una crisis pictórica, hizo ensayos de transposición de
los collages a la pintura acrílica plana. En 1986 declararía Rueda que el collage
es mi verdadero momento de creación, no hay una adecuación exacta a un cons-
tructivismo demasiado racional ni, por otra parte, a un espacialismo radical. Como
siempre intento podar, para terminar en lo esencial.
Es casi imposible realizar este texto y no hablar de la vinculación de
Gerardo Rueda con la Galería Estiarte. Una galería a la que estuvo unido du-
rante su vida creadora y con la que hizo sus mejores, más rotundas, serenas y
complejas series gráficas: Diez más seis (1990), Recuerdo de Samarkanda (1993)
y El Robledillo (1996). Una galería que, además, se instalaba, geográficamente,
en uno de los epicentros de la fibra sensible ruediana: el barrio en el que había
paseado interminables horas en los años cincuenta con su amigo y compañero
de sus detestados estudios de Derecho, Juan Manuel Silvela Sangro (1932-
1966). El melancólico estudiante, todo hispano spleen, –que veía símbolo de
su existir, objeto de (su) consuelo–, en el solitario árbol de la calle Montesquinza
en el antiguo Colegio Alemán, y que veía desde la ventana de su dormitorio.
Manuel Silvela, fallecido en 1966, su gran amigo: el “M. S.” del inefable primer
collage de cajas del Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca.
Las obras de Rueda que se presentan ahora en Estiarte hablan de di-
versos períodos en el trabajo del artista, partiendo desde sus orígenes. Hay
que señalar, empero, que Rueda era poco amante de la varia clasificatoria a
la que tan acostumbrados estamos los historiadores del arte: defendía siempre,
con justicia, el pálpito unitario en el arte verdadero. Para Rueda el arte ver-
dadero era el arte que nacía de la sinceridad. En marzo de 1996, días antes
de su óbito, con ocasión de un proyecto de Jorge Mara, realizamos una en-
trevista en la que Rueda hizo un repaso de su vida creativa. La conversación
se publicó en innumeras ocasiones, la primera en el catálogo de la exposición
de collages del artista en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 1997,
meses después en Rueda, Spanish Master of Collage (UCLA University, Los
Ángeles). Terminaba la charla con estas palabras tan ruedianas: lo importante
es el valor de la emoción, que lo que hagas sea de verdad, que lo que dices sea sin-
cero. Uno piensa que lo demás viene después. Siempre he intentado que lo que
hago sea resultado de una sinceridad permanente, producto de la reflexión y no

110
de bandazos, según lo que dicten las modas. En ese sentido creo que los que ven
mis obras así lo descubren.
Esta rigurosa sinceridad era la que había venido reiterando siempre
como norma de conducta artística. En 1973 lo declaraba también: la obra del
artista se origina siempre desde un sentimiento muy íntimo y personal. Y digo sen-
timiento con plena conciencia: para mí, sentimiento equivale a convencimiento.
Valoro fundamentalmente el factor sensibilidad. El artista ha de ser consecuente
consigo mismo, lo que quiere decir sincero.
En ese sentido, características del arte de Gerardo Rueda fueron, entre
otras, siempre la norma, el sentido lírico de la construcción contenida, el uso
de materiales habitualmente considerados pobres. También una deliberada vo-
luntad de situarse en la modernidad verdadera, que no es el hoy, desde el respeto
a la tradición pictórica. Artista autodeclaradamente “marginal”, desde un claro
sentido de no-representación del tópico español anclado en la negritud de la
España brava. Algo que ilustró con una frase compleja pero de fácil explicación,
de ironía plena de fina contradicción, muy al estilo del artista: es fundamental
proponerse, seriamente, no estar al día. O, prueba de su sinceridad, en 1952 ya
le decía, casi, lo mismo, a su antes citado amigo Silvela: siempre he sido enemigo
de los convencionalismos (Diario de una vida breve, Prensa Española, Madrid,
1967). Otrosí, a la pregunta sobre lo que está o no de moda, en 1965 le había
respondido a Isabel Cajide en Artes (nº 73): el afán de estar al día puede ser bas-
tante peligroso, ya que lo más visible en apariencia puede no representar a la época.
Yo aconsejaría no insistir tanto en coger el buen vagón, porque el peligro es ir siempre
a rastras.
Sobre su pintura señala en la misma entrevista: quiero que mis cuadros
sean tan rigurosos como sensibles. Hay una cierta irregularidad en las geometrías y
texturas, un cariño, a veces un poco irónico, en los colores escogidos y en los materiales
incorporados al cuadro (...); se puede decir mucho con pocas palabras, y nada con
grandes discursos. Quiero decir que la concisión es tan válida y expresiva como
quiere serlo la retórica. Rechazando la visión del arte español desde el exterior
“al modo hispanique”, volvería a insistir en otra entrevista de 1980: persiste aún
la idea de una España determinada por el romanticismo francés: lo bravío, la pa-
sión, la sangre, el misticismo... todo un galimatías del que no podemos salir. Es una
idea de España a la que corresponden exactamente cuatro pintores: Goya, Solana...
sin duda interesante y plantea además el dilema terrible de lo autóctono, pero creo
que es un condicionante para el pintor (Paz Fernández, El Imparcial, Madrid,

111
19/III/1980). En otra entrevista, con ocasión de la misma exposición citada,
esta vez con José Rodríguez Alfaro (Informaciones, Madrid, 3/I/1966), vindica
el uso del color desde su raigambre hispana: en la actual escuela española parece
como si existiera cierto temor a utilizar el color en todos sus matices y contrastes.
Rueda hablaba del necesario, y tan dandy, alejamiento de la circunstancia en
que le tocó vivir. Es en ese sentido en el que hablaba de “lo convencional”.
En la España de la época en la que Rueda comenzaba a pintar, finales
de los cuarenta, aún anclada en las luces más grises de la postguerra civil, gasó-
geno y fútbol, boxeo y vida brava, en el Madrid del millón de cadáveres que
triste cantaba Dámaso, Rueda elige el exilio espiritual. Un cierto ir a contraco-
rriente que adereza con la frecuente marcha a París para conocer las últimas
tendencias artísticas. Ya hemos escrito en ocasiones que padeció, desde su in-
fancia, las características de un ser en permanente exilio espiritual. Estudiante
de Derecho frustrado, trabajador “forzado” en la empresa de curtidos familiar,
en la que pinta a escondidas, errante durante su infancia entre Madrid, Segovia
o el País Vasco francés, su origen materno. Ser siempre anómalo –artista al
cabo- en una familia convencional.
Sus estancias en Francia irían siendo cada vez más continuadas hasta
llegar a, en cierto momento, pensar en instalarse en ese país. Su frecuente pre-
sencia en París le permitió conocer a artistas y galeristas. Entre los que trató
siempre recordó, y mantuvo un cierto contacto hasta su muerte, a Olivier
Debré.
También a Jean Cassou, el hispanista que fuera director del parisino
Musée d’Art Moderne y que sería el responsable del ingreso, mediados los se-
senta, del primer cuadro del artista en un Museo, el citado. De los galeristas,
uno de los primeros con los que traba amistad es Jean-Pierre Arnoux, director
de la Galerie La Roue. Ello le lleva a, entre el 24 de mayo y el 6 de junio de
1957, exponer individualmente en la sala de Arnoux. En esta galería situada
en el 16 de la rue Grégoire de Tours, muestra un conjunto de sus obras reali-
zadas en los últimos meses. Pinturas que Fernando Zóbel llamaría “falsas pers-
pectivas”, obras de origen y evocación arquitectónica, imágenes de fachadas y
edificios sintetizados hasta una abstracción de colores tenues, principalmente
azules, beiges y rosas.
El artista madrileño deja ver en sus cuadernos de notas tomados con
ocasión de sus viajes galos, circa 1955, con ocasión de la búsqueda de la Balbec
proustiana, un mundo pictórico en el que se presume la embriaguez más abso-

112
luta por el espíritu de Proust. Gerardo Rueda confesó haber leído la obra del
escritor, en francés, a finales de los cuarenta durante sus innúmeros viajes en el
metro y tranvía, desde su domicilio familiar en Tetuán de las Victorias, camino
de la fábrica de curtidos en el desolado Carabanchel Alto. Sueños desde el tra-
queteo madrileño de ese espíritu admirador de la armonía gris y rosa de las pin-
turas de Whistler, que el escritor capta desde los ojos de buey de la buhardilla
del Grand Hôtel de Cabourg, a donde huye para escribir. Ese paseo marítimo,
océano, y cielo gris, donde “se posaba, con exquisito refinamiento, un leve tono
rosado”. También los reflejos purpúreos de la mañana, tan distintos de los del
atardecer, “sencillos y superficiales como doradas flechas temblorosas”. Modo
de ver, el de Proust, muy similar, al de Rueda quien escribe en sus cuadernos
de notas de esta época: una playa muy gris, sórdida. En la línea del horizonte
unas velas iluminadas o el mar se confunde con el cielo porque son del mismo color.
Hay un primer plano de arenas rosa-gris-crema alternando con trozos de mar-cielo
aprisionados en la playa. Sobre ese fondo liso se recortan (difuminadas) siluetas de
barcos y velas oscuros. También, con subrayados “pictóricos”: las salpicaduras os-
curas sobre las playas (entre ellas hay alguna nota de color, pero en el conjunto se
pierde). Y una final acompañada de un dibujo a lápiz de tres casetas de playa:
Las casetas. Perfectamente entonadas. Unos tonos claros del beige, sucios, desde el
rosa al gris, pasando por el amarillo. Casetas a rayas. Buscar una técnica opaca, a
base de diferentes veladuras. ¿Preparación siena-gris?
El primer dibujo apaisado, 1956, que se presenta en la exposición
habla del exilio silencioso del que hemos venido hablando. Ello explica que en
un texto de 1986 sobre Rueda le incluyéramos en una inexistente “generación
del silencio” (Gerardo Rueda. Bodegones, Galería Estampa, Madrid, 1986). Voz
queda, la del extraterritorial Rueda, en la que nunca dejó de instalarse un deje
amargo, una extraña e indescriptible impresión de tristeza. De la que habló,
con mucho acierto, Gustavo Torner en la enigmática y brevísima introducción
a la antológica de 1989 que comisariamos en la Casa de las Alhajas. Los dibujos
que citamos son realizados por el artista a escondidas, mediada la década de los
cincuenta, a la hora del bocadillo, en la fábrica familiar. Por favor, se ruega si-
lencio: están listos para ocultarse, sigilosamente, ante la temida –siempre te-
mida– llegada paterna.
Sus medidas, veintitrés por cincuenta centímetros, media cartulina cor-
tada por lo general a mano, dejando ver las barbas del papel, permiten un rápido
escondite, el preciso para evitar la severa y adusta mirada de Don Andrés Rueda.

113
Silvela hablaba de ellos en su Diario antes citado: ayer a última hora hice una vi-
sita a Gerardo, en su “atelier”. Me enseñó sus últimas obras: diversas y buenas. Me
gustaron especialmente unos dibujos con lápices de colores, de pequeñas láminas apai-
sadas, llamados “bocadillos” por su autor. El nombre hace referencia a la hora del
día en que los concibe y la brevedad con que los termina. “No se sabe bien todo lo
que hay en un minué”, decía el coreógrafo Marcel. No se sabe bien todo lo que hay
dentro de un “bocadillo” de Gerardo. De los óleos de Gerardo, anoto dos cosas: la
hábil superposición de colores y el de adaptación de la estructura del cuadro a su for-
mato, preocupación esta última constante en la historia de Gerardo. Y a la manera
del consejo de Ingres al joven Dègas, pintados por los dos lados, insistiendo en
la importancia del ejercicio como fuente de conocimiento pictórico, algo fun-
damental en el devenir del artista, también del contemporáneo. Llamados “bo-
cadillos”, a veces se trataba de monotipos realizados mediante cristal, otrora
dibujos y grattages concebidos en la fábrica de curtidos, renunciando a la justa
hora del asueto para reparar fuerzas. Hay fotografías de la época, realizadas por
Zóbel, con Gerardo entintando meticulosamente cristales en su primer estudio
de la calle Martín de los Heros. Obras en las que técnicamente se adivina la pa-
sión collagística en ciernes, pues muchos de ellos combinan las más variopintas
técnicas de dibujo: lápiz de grafito, lápices de colores, ceras, óleo, pigmentos di-
versos, grattage, monotipo, etc. Dibujos finos, delicados, transparentes, “casi de
cristal” como los definiera acertadísimamente en 1957 G. Crespi.
En 1985 nos aclaraba displicente sobre este momento difícil en el que
trabaja en la empresa familiar: estuve trabajando en unos negocios que tenía mi
familia. Era algo que no hacía muy bien. No me interesaba demasiado.
Muestra de su verdadera ocupación en la fábrica son los numerosos
apuntes de pinturas hechos allí. Muchos de ellos sobre las hojas del calendario
de sobremesa del despacho, que indican en dónde estaban, en realidad, los pen-
samientos de Gerardo. La mayoría de esas hojas de calendario están fechadas
entre 1956 y 1958 y, carentes de anotaciones vinculadas a lo laboral, suponen
el boceto –son reconocibles– de numerosos cuadros efectivamente realizados.
También hay en esos papeles anotaciones de ideas, cazadas al vuelo, para un
posterior desarrollo.
Mucha de la insistencia del artista en sus bocetos lo es en torno a la
técnica de los “bocadillos”. Muy en especial puestas en práctica, sobre pequeños
cartones, a modo de muestrario, de la técnica del grattage o superposición de
pinturas y tintas que, posteriormente ralladas, constituirían la técnica pictórica

114
en esos años de Rueda. También imágenes, frecuentemente arquitectónicas, en
los que se aprecian mundos evocadores de sus trabajos posteriores.
Junto al dibujo antes citado, dos de los años 57 y 58. En pleno paro-
xismo del arte otro, frío informalismo contenido y signos zen: ejemplo de lo
que era proponerse seriamente no estar al día, diría Rueda. También se presen-
tan dos dibujos de 1961 que anuncian al Rueda espacialista que llega. Uno de
ellos inspiraría el catálogo de la exposición de la Galería Biosca del artista de
ese año. Dibujos, todo contención y temblor, rigor y pureza, de apenas unos
puntos viajando –parecen alejarse– hacia un etéreo espacio.
En 1962 Rueda había comenzado la realización de sus llamados “co-
llages de papeles de seda arrugados”, con título numérico. Es el primer mo-
mento en el que, tras balbuceos a finales de los cincuenta –en los que combina
dibujo, pintura y collage –, decide dedicarse, plenamente, al collage. Decisión
que, por cierto, nunca abandonará. Sus días terminaron con papeles entre las
manos, y nos referimos a su último collage sin firmar.
Unas inolvidables fotografías de Fernando Nuño, autor también de
la celebérrima imagen inaugural con los artistas presentes el uno de julio de
1966 en el Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca, nos muestran a Rueda
sentado en el suelo de su estudio. Estas imágenes nos recuerdan algo del vértigo
de la ejecución creadora de Pollock. Rueda está rodeado de papeles, casi inun-
dado por ellos, reconociéndose, en pleno proceso de realización, algunos de sus
collages posteriores. El sistema de trabajo parece ser el que desarrolló siempre
en sus collages: un tomar y dejar hasta llegar a lo cierto. Rueda utilizaba como
materia prima de éstos el papel de seda teñido con tintas de colores. En muchos
de ellos aparecen recortes de periódico con textos que segmentados, invertidos,
aislados, toman una cierta apariencia surreal, y estoy pensando en el “no estar
al día” ruediano antes citado. El “no estar al día” que suponía la ironía de su re-
corte e ingreso en el collage, provocando a veces su fragmentación una mueca
humorística. También de la sabiduría con la que encaraba el conocimiento
sobre lo efímera –y por lo general tan banal– que resulta la “palpitante” actua-
lidad. Actual (1985) o El siete (1993), collages presentes en la exposición hablan
de cómo, hasta el final de sus días, el uso de textos en los trabajos sobre papel
fue materia pictórica.
Del fragor de los textos recortados –siempre densos en su esencia– se
escapan frases o palabras: extranjero, collage en donde además es posible leer un
fragmento de noticia: motín en un campo de inmigrantes de Río de Janeiro;

115
Refrigerado en otro de los sesenta de necesaria evocación; Marval, Dos seat seis-
cientos y dos televisores Marc, en otros los inicios de los sesenta o millones y medio
de caballos o Para mayores. Rueda “borraría” durante la década citada y en los
ochenta todo tipo de texto, suprimiendo también el uso de periódicos en estas
décadas, actividad que como collagista retomaría con pasión a partir de los
ochenta y hasta sus últimas creaciones.
Que Rueda estableciera un número para titular sus collages en los años
sesenta no era casual. Desde los inicios de la década buscaba un sistema nor-
malizado y “frío” para dar nombre a sus obras. Algo por cierto muy en boga en
la pintura internacional. En los lienzos decidió tomar el callejero de Madrid.
Eligió en 1960 los nombres de calles que comenzaban por “A”, escogiendo tí-
tulos con resonancias geográficas principalmente o de bella dicción: Alcobendas,
Agastia, Ángeles, Aranjuez. En 1961 los que comenzaban por “B”: Bercial, Berja,
Bascones, Boecillos. Y en 1962 los que lo hacían por “C”: Campanar, Cantala-
piedra, Caramuel, Carabanchel o Cercedilla, como ejemplos.
Una nota manuscrita de Rueda explica cómo numeró sus collages de
1962: la numeración comenzaba en el trece. Los que iban del veintiuno al
treinta y seis fueron depositados un tiempo en París. El último collage numerado
es el ciento sesenta y uno y es de 1964. Algunos más de ese período, 1962-
1964, quedaron sin numerar. En algunos casos Rueda llegó a numerar –alea-
toriamente– en los años noventa, collages de este período con cifras que iban
del ciento sesenta y uno al doscientos. En la exposición se presentan dos de sus
inicios, el número treinta y ocho y el cincuenta y tres, ambos de 1962. Dos co-
llages que se entienden reunidos, muy posiblemente, además de la norma uni-
taria del trabajo ruediano, por la concomitancia de las fechas.
Es curioso señalar, siguiendo con el método de trabajo, que Rueda
trabajaba en la realización de los collages junto a sus respectivos passe-partous,
como sucediera con sus trabajos posteriores de madera en los que era habitual
que el cuadro se compusiese desde su caja exterior, ubicando Rueda en su in-
terior los diversos elementos de la obra que posteriormente eran atornillados o
encolados a la trasera de la caja. Es posible que esta práctica de utilizar la caja
como “teatro de operaciones” provenga de los collages de papeles de seda arru-
gados. Rueda se pertrechaba de passe-partous, lo que explica la existencia de
medidas parejas en los collages de 1962-1964 componiendo, con la ventana, su
interior. En 1964 Rueda celebró una gran exposición de este momento creativo
en The Luz Gallery en Manila. La exposición de Rueda tuvo una muy favorable

116
acogida crítica en Manila existiendo una amplia reseña de la misma en The
Manila Times del 20/II/1964: maestro de este arte, Rueda produce tranquilos es-
pacios que acarician el ojo y el espíritu. Fernando Zóbel firmaba una crítica en
The Chronicle Magazine el día 22/II/1964, ilustrada con el Collage nº 96: el ad-
jetivo que mejor describe los collages de Rueda es “elegante”. Con los medios más
sencillos –trozos de papel coloreado y, de vez en cuando, pedazos de tela– el pintor
crea pequeños remansos de plácido disfrute. El ojo es acariciado, mimado y apaci-
blemente entretenido mediante un sutil juego de formas, colores y texturas. El artista
no declama, ni explica, ni juzga, ni mucho menos intenta sorprender, excitar o cap-
turar nuestros sentidos. El disfrute que nos produce un pequeño cuadro es similar
al que experimentamos ante una joya: es algo hermoso de ver; nada más que eso y,
por cierto, nada menos. En verdad, dejando de lado sus temas, estas obras me re-
cuerdan un poco a las miniaturas medievales. Se trata del mismo tipo de cosa, siem-
pre y cuando esas cosas te gusten, claro.
De “pequeña antología” podría calificarse la exposición de la Galería
Estiarte en donde no falta tampoco uno de sus inefables y raros, por escasos,
collages de cajas de cartón. Hasta la época de creación de los collages de papeles
de seda (1962-1964) los papeles encolados de Rueda caminaban de modo pa-
ralelo a su creación, pero no siempre en muy estrecha relación. Podrían califi-
carse de “aventuras aisladas” en su investigación creadora. Es en 1965, en un
momento en el que las obras del artista encuentran un cierto carácter construc-
tivo, cuando Rueda realiza su primer collage de cajas de cerillas, que antes cita-
mos y que titula In memoriam a M.S. Juan Manuel Bonet se ocupó de
recordarnos con ocasión de su texto “Lectura de Manuel Silvela (y Gerardo
Rueda)” en el catálogo de la retrospectiva en el Museo Nacional Centro de Arte
Reina Sofía (2001), que Rueda realizó otro homenaje a Silvela, en tonos blan-
cos, que figura en el catálogo inaugural del Museo de Arte Abstracto Español
de Cuenca.
Rueda creó no más de cincuenta collages de cajas pintadas (de diversa
procedencia: cerillas, tabaco o pegamento), especialmente entre 1965 y 1968
haciendo algunos más, escasísimos, posteriormente. Ya hemos señalado en otros
lugares el uso del pegamento Imedio para encolar las cajas de éste, y también
de cerillas y tabaco principalmente. No sabemos si esto explicaría también la
existencia de algunas fotografías de un Rueda impenitente fumador del tabaco
Un-X-2 a finales de la década de los sesenta. Un-X-2 que parecería ser epítome
de la ironía ruediana: Cajas al azar (1971) lo titularía.

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En una ocasión, a la búsqueda de la “chispa” de la que surgió la idea,
hemos pensado si los collages a la memoria de Manuel Silvela, los primeros, no
evocaban, en su aspecto cuadricular y en el ritmo o “salto” que podría derivarse
de la presencia o ausencia de cajas, la pasión ajedrecística del siempre convale-
ciente Silvela y que eso fuese el juego, sublimado visualmente, el comienzo de
todo. En cualquier caso, lo que sí sabemos es que ese reducidísimo conjunto
de obras ocupa ya, por su extraordinario rigor y calidad, un lugar de privilegio
en la reciente pintura española, pero también en la internacional.
Al fin y al cabo Rueda declaró siempre lo que comenzamos a escribir:
que en el fondo toda su pintura era collage. Nunca –como en el caso de estos
collages de cajas– pintura y collage en la producción del artista fueron, en el
tiempo, tan lo mismo.
Sus collages de cajas nunca se habían reunido como sucediera en la
exposición retrospectiva del artista en el Museo Nacional Centro de Arte Reina
Sofía. Un collage como el archiconocido Desde Sevilla (1967) avisa también
de algo que posteriormente sería frecuente en la trayectoria de Rueda, el uso
de marcos antiguos incorporados a sus collages o pinturas. Esto sólo había su-
cedido con el Verde con marco neorrenacentista (1965) del Museo de Arte Abs-
tracto Español de Cuenca, y el mismo año, 1967, lo repetiría en el inefable El
testamento de Felipe II. En definitiva, los collages de cajas contienen la mayoría
de esos ingredientes que Rueda reuniría en su serie última, de fines de los no-
venta: Pasión y estilo. La concentración de orden y construcción junto al me-
dido accidente. De ello es buen ejemplo el Collage rojo (1966) que se muestra
ahora en Estiarte. En el caso de los collages de cajas la creación de belleza y
armonía mediante un elemento humilde de cuya esencia es difícil despren-
derse visualmente. Y hay, además de ironía, un uso del color esencialmente
ruediano.
A partir de 1967, fecha de los esenciales y pequeñísimos collages con
título Pirámide, sus obras toman ya un nuevo sendero: el más libérrimo. En
estas obras aparecen además tacos de madera, demostrando lo que ya dijimos
sobre el cruce de caminos entre pintura y collage. Comienzan a aparecer ele-
mentos que no son sólo papel o cartulina. Esto ya había tentado al artista
cuando en algunos collages de finales de los cincuenta incorporaba fragmentos
de cuero. Era la época en la que Gerardo Rueda, ya se dijo, por imperativo fa-
miliar, trabajaba en la fábrica de curtidos. El cuero, recortado en finos rectán-
gulos, inalterable a la luz, los adhesivos o el paso del tiempo, evocaba cartones

118
gruesos de una tonalidad y textura, eso sí, muy especiales y de difícil hallazgo
en cartones y cartulinas en la época.
De aventura especial, y muy lograda, han de calificarse los seis dibujos
que en esta época realiza por encargo de la Revista de Occidente. En ellos se
muestra algo común en la obra ruediana: la capacidad de lograr altas cotas con
lo mínimo. Apenas unas notas de color sobre una construcción evocadora de
sus bastidores, también de sus cuadros-puertas de aquellas fechas, circa 1967,
que tanto influyeron en pintores jóvenes como Jordi Teixidor.
En 1968, a través de Eusebio Sempere, conoce a Juan Centenera, Arju,
en cuyo taller del barrio de la Concepción, en el número dos de la calle Virgen
de África realiza, durante la primavera, las esculturas Encuentro y una de las dos
versiones de Manhattan (Manhattan II, tres ejemplares, es realizada entre 1970
y 1971). En Arju y en los talleres de Cecilio Antón Benito, realizaría obras
como Paloma número II, Fiesta Nacional, Cubo (o) Evidente, Altamira, y algunas
otras de producción metálica, que Rueda abandonaría enseguida, muy posi-
blemente huyendo de la fría perfección del acabado mecánico. Recuérdese que
Centenera fue el realizador material de numerosas obras de metal de Sempere.
El propio Rueda declararía tres años después sobre lo que consideraba una ex-
periencia algo fallida con el metal: el metal, que tiene más relación con el lado
objeto, escultura, es más frío y difícil de utilizar. Hay que ir muy sobre seguro. Por
eso, la madera da pie a mayor investigación, aparte de que funciona más como un
cuadro en el sentido clásico de la palabra. Dentro de los metales quizás el bronce,
por ser uno de los más sensibles. Para mí, utilizar acero responde a un interés por
lo depurado, lo perfecto (Francisco Rivas/Francisco Jordán y Juan Manuel Bonet/
Juan de Hix, El Correo de Andalucía, Sevilla, 18 de diciembre de 1971).
Entre el 4 y el 29 de junio de ese año 1968 Rueda muestra algunas de
sus obras metálicas en nueva exposición en la Galería Juana Mordó, con el
título de Gerardo Rueda: obras 1967-1968. Esta exposición llama la atención
de Juan Antonio Aguirre, quien le dedicará un amplio artículo, siete páginas,
en el número 94 de la revista Artes. En él señalaba que la aceptación por nuevas
generaciones pictóricas de la obra de Rueda fue tal que alguno de los cuales se
disponía claramente a seguirle. Se llegó incluso a hablar de él en términos de divi-
nidad [...] un fervor así sólo se conocía en la vanguardia plástica de nuestro país
con el caso evidente de Tàpies.
Algunas otras esculturas metálicas de su muy exigua producción las
mostraría en 1971 en la Galería Juana Mordó, en una exposición deslumbrante.

119
Celebrada entre el 9 de febrero y el 6 de marzo de ese año, el catálogo repro-
ducía el texto de 1960 de Victor Vasarely, al que antes nos referimos, y la tota-
lidad de los cuadros eran blancos, lo que produjo un gran impacto entre público
y crítica: si están pintados en blanco es, precisamente, para no alterar el sentido de
la idea que deseo expresar –declaraba Rueda a Elena Flórez en El Alcázar el día
27 de febrero de ese año, concluyendo– y destacar la importancia de las sombras.
A la par le señalaba: tengo la sensación de que me faltan muchas obras por hacer...
Raúl Chávarri hablaría de disciplinada tempestad de blancura (Bellas Artes ’71,
V-VI/1971). La exposición, en su radicalidad y atrevimiento, permanecería en
la memoria de muchas generaciones de amantes del arte contemporáneo. En
esta exposición, perfectamente engarzada con la disciplinada tempestad de blan-
cura de la misma, se mostraba Cubo II, también titulado Evidente II, presente
ahora en Estiarte. La escultura parecía encajar en la propuesta del nuevo Tratado
de sombras que Antonio Bonet proponía para Rueda: uno de los acontecimientos
artísticos más importantes del año [...]. Sobre su obra pudiera escribirse un nuevo
e inédito “Tratado de sombras”, que, deudor en el método de los que hasta hace
pocos años se usaban para el estudio en las Escuelas de Arquitectura, resultase una
versión sorprendente e insospechada de los cuerpos por él ensamblados (El Correo
de Andalucía, Sevilla, 27/III/1971).
Es precisamente a partir de los setenta cuando comienzan a aparecer
en sus collages los elementos más heteróclitos: cuerdas, clips, tubos, telas y tex-
tiles en general, tablas, restos de papeles manchados al pintar, tapas de esmalte,
etc., casi siempre elementos del azar. Un azar, como siempre en Rueda, muy
controlado, azar poco azaroso o, como antes escribimos “medido accidente”
circunscrito a lo que se podría titular “diario de mi vida de pintor”. Parecería
como si el artista gustase en “viajar” desde la sobriedad de externo aspecto cien-
tífico de sus cuadros blancos a la “cocina” heteróclita, casera y por lo general
abundante del collage.
El uno de febrero de 1972 la Galería Egam, creada dos años antes,
reconoce la trayectoria collagística de Rueda, inaugurándose la exposición Diez
años de collages: 1962-1972, y que se clausuraría el veintiséis de ese mismo mes.
En cierta medida se reconocía sobre lo que venimos diciendo sobre el arranque
en 1962, con los collages de papeles de seda, del mundo collagista de Rueda.
José Rodríguez Alfaro destacaba el día 21/II/1972 sobre el collage que Gerardo
Rueda aporta a su desarrollo toda la fuerza de invención de un asombroso virtuo-
sismo que surge en cada momento de lo inesperado, en un sistema, por definición,

120
riguroso. Alimentadas por una magia personal, las obras de esta exposición consti-
tuyen el historial de este artista a lo largo de una década.
En 1984 Rueda ve en unos grandes almacenes un cartel publicitario
que habla de “la elegancia social del regalo”. De esa coletilla comercial surge el
título de la serie de obras que hablan de La elegancia social de la madera, ciclo
que arranca ese mismo año con un conjunto de piezas de muy pequeño for-
mato, destilación de ideas en torno al uso de maderas encontradas en su estudio,
procedentes de recortes de trabajos anteriores. También maderas halladas al
azar y levemente teñidas por una pátina grisácea y morandiana, pareciera que
de siglos. A ese ciclo han de adscribirse las pinturas presentes en la muestra:
Natural (1984), Cuadrado y Triángulo III (1990), Bodegón de tormenta (1991)
o Escala natural y Solar, ambas de 1992, que hablan de ese dominio del artista
al compilar color y grisura, conciencia y lirismo o, lo que viene a ser lo mismo:
orden y desparpajo, esencia natural y orden riguroso.
Rueda realizaba collages con fruición. De un modo compulsivo.
Siendo frecuente hallar años de menor producción pictórica, es casi imposible
hallar un año sin collages. No sólo en su estudio realizaba collages. En los últimos
años, algo insomne, su mesilla de noche y muebles del dormitorio de la calle
del Factor se llenaron de papeles, cartulinas y pegamento. Ángulo verde (1995)
o Pardos en pendiente (1996) evocan el uso de invitaciones de exposiciones.
Mas, además, sobres: como en La cruz (1990) o Sobre amarillo (1994). Otrosí:
papeles encontrados, cartones, cordeles, corchos, chapas de madera, cajas des-
plegadas... De sus viajes era frecuente la vuelta con algún collage “entretejido”
y posteriormente terminado en el estudio o en su domicilio. La serie Nocturnos
representa un ejemplo de la realización de collages en su domicilio, convertido
en estudio, en la soledad de la noche.
En 1989, durante el mes de junio, se celebraba en la madrileña Ga-
lería Estampa una muestra de sus trabajos con collages dedicados al sobre. Ello
explica el ambivalente título del texto que escribimos en el catálogo Sobre (el)
collage y que partía de una premisa bien conocida y enunciada por el crítico
francés Serge Fauchereau: todo objeto destinado a contener otro tiene algo de
misterioso. Esta exposición, temática, sería la única realizada por el artista en
torno a este tema. En estos collages, además del sobre, era frecuente la presencia
de invitaciones de exposiciones y catálogos, a veces rotos, pero también obje-
tos. Así: un peine, un talonario bancario, cintas de embalar, etc. En cierta me-
dida estos collages, y los que vinieron después insistiendo en el asunto, eran

121
crónica del tiempo artístico que vivía. Billetes de avión (como en el presente
Aviador, 1996), invitaciones de exposiciones principalmente, sobres en los
que es frecuente hallar remites –y hasta catálogos– de artistas o salas de expo-
siciones, entradas a exposiciones, reproducciones de obras de otros creadores,
convirtiéndose en cierta medida en un diario de páginas, eso sí, desbaratadas
por el viento... De su reunión, y en un detallado análisis, sería posible hablar
de un baile de máscaras, de un carnaval que pasó, de una visita a la colección
permanente del Centro Pompidou (el miércoles 21 de septiembre de 1994),
de la presentación de un libro de Rueda en París, de la inauguración de una
galería hoy ya olvidada, de una exposición de Adolf Schlosser, o, finalmente
de la exposición de Ricard Giralt-Miracle, exposición que coincidió con la de
Rueda, la última, en el IVAM... También, homenajes a artistas de su admira-
ción como el collage Sobrino (1995), utilizando elementos de publicaciones
de estos artistas. Diario de un pintor (Desde Cholet II, 1994), rescate de frag-
mentos de los días, entonces, ahora, ya eternos. Belleza hecha de la nada (Co-
llage de la cinta, 1996), quizás de ahí la rotura que hace de algunos de los
catálogos, de la nada que es el hoy y que nada sería ya, sin Rueda, mañana.
Papeles, papiros, carpetas, cartones, sobres y cartulinas... restos de papeles
pintados en su estudio. Como ya escribimos en otro lugar, la impalpable luz
de ese río de papeles.
Como hemos explicado en algún otro texto, los collages eran la autén-
tica pasión creadora de Rueda. Él siempre explicó que, en el fondo, todas sus
obras, también las de gran formato, eran collages. Sin embargo, la realización
de creaciones de pequeño y medio formato, con elementos de papel, ocupaba
gran parte del tiempo creador del artista. Trabajaba sobre la superficie de la
tapa de una cajonera de grabados, en ocasiones sobre una acumulación de es-
tratos de papeles que superaba ampliamente los veinte centímetros. Los collages
no siempre se terminaban. Los comenzaba y, a veces, los realizaba de una vez.
En otras ocasiones los dejaba “enfriarse” sepultados bajo los papeles. Algunos
de ellos morían ocultados en el proceso, no conclusos, entre las diversas capas
de cartulinas. Realizados siempre con pegamento Imedio, comprado en su for-
mato mediano en grandes cantidades, eran adheridos con ayuda de un conjunto
de pesas de balanza. También hemos contado en alguna ocasión que en los úl-
timos años de su vida desplazó material de trabajo de sus collages a su domicilio,
para, gran insomne, utilizar las noches realizando obras a las que acordamos
calificar, las surgidas de aquellas jornadas y desvelos difíciles y contradictorios

122
Nocturnos. Los poemas que publicamos en La Habana en 1999, Diez poemas
de papel, por invitación de la Fundación Ludwig evocaban la complejidad de
ese momento creador. Uno de esos poemas (Serie Nocturnos) insistía en el drama
de la creación surgida del tormentoso insomnio, tan agotador –en sus propias
palabras– para la vida personal de Rueda: Duerme la ciudad y su alcázar en pe-
numbra. / Al dormitar, entreabriendo los ojos, / el paisaje es de papel. / Los recortes,
junto a la almohada, rozan su cara. / Desde la oscuridad de su celda el artista / se
embadurna de recortes. / El papel es piel (ahora que se acabó el tiempo) / Vasto
tesoro el del collagista insomne armado de pegamento. / Papeles y noche, solos con
el artista, / oh todos desgarrados.
Fueron muchas las exposiciones que, monográficamente, reconocie-
ron la trayectoria collagística de Rueda. La primera fue en la castiza Sala Abril,
tan querida por el artista, entre el 14 y el 30 de junio de 1954, con el título de
Collages. Dibujos abstractos. No hay memoria de la presencia de collages en fechas
anteriores en el quehacer artístico de Rueda. La primera evocación crítica, de
cierta importancia, de la exposición de collages y dibujos abstractos, la firmaba,
a la clausura de la exposición, el treinta de junio, Luis Figuerola Ferretti en
Arriba. Citando los collages de Picasso y Braque el crítico señalaba que Rueda
trata de reivindicar al cabo de cuarenta años aquel “divertimento” y nos ofrece unos
intentos asépticos, ordenados y agradables, donde junto al papel impreso unos es-
quemas limpios, de formas abstractas, aciertan en muchos casos a componer ese
“algo” distinto que bulle en toda vocación juvenil. Cuatro días antes a este artículo,
José de Castro Arines firmaba una brevísima crónica de la exposición en Abril
en la que destacaba el interés de las obras subrayando su intención investigadora,
su búsqueda afanosa de nuevos caminos expresivos.
Ya hemos citado algunas otras exposiciones relativas al mundo colla-
gístico, fundamentales, en nuestro texto. Es preciso evocar, señalando hitos en
torno al asunto del papel, la que le dedicaran el Ayuntamiento de Madrid
(1989) y el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (1997). También es
preciso citar –por ser fundamental– el libro de Serge Fauchereau Du collage et
de Rueda (Editions Cercle D’Art, París, y Tabapress, Madrid, 1997).
Citamos, para terminar, a George Sand. Fue el último guiño de un
artista en su postrer hálito. Entre marzo y abril de 1996 realizó un pequeño
texto dedicado a Bores. Escogió unas palabras que hablan de emocionada me-
ditación: la necesaria para llegar al final de las cosas: ¡Quién no iba a querer ab-
jurar de todas las preocupaciones, de todas las fatigas y de todas las ambiciones de

123
la vida social para venir a enterrarse aquí, en la calma y el olvido del mundo entero,
a condición de seguir siendo artista y de poder consagrar diez, veinte años acaso, a
un solo cuadro que se hubiera ido puliendo lentamente, como un diamante precioso!
(George Sand, en Un invierno en Mallorca. Cita recogida por Gerardo Rueda
en su texto último: “La pintura intimista de Bores”, Galería Margarita Sum-
mers, Madrid, marzo-abril de 1996).

TEXTO en Gerardo Rueda, Galería Estiarte, Madrid, 2007-2008, pp. 5-23.

124
[ 2013 ]

NICHOLSON Y RUEDA
FRENTE AL MAR

‫ﱠ‬

Dos artistas jóvenes se hallan frente al mar, es el mismo agua de Normandía:


Nicholson está en Dieppe1 y Rueda en Deauville. Ambos miran, cuando es
calmo el océano, los barcos de vela cruzar el horizonte y analizan las curiosas
formas, triángulos y verticales, líneas y planos que estos componen sobre la pla-
nicie del agua, en el azul del cielo de verano. El artista inglés mira ese mar en
los años treinta2, nuestro Rueda mediados los cincuenta3. Aquél, poético de-
fensor de las emociones, en tanto este, también proustiano, escribe: una playa
muy gris, sórdida. En la línea del horizonte unas velas iluminadas o el mar se con-
funden con el cielo porque son del mismo color. Hay un primer plano de arenas rosa-
gris-crema alternando con trozos de mar-cielo aprisionados en la playa. Sobre ese
fondo liso se recortan (difuminadas) siluetas de barcos y velas oscuros. Rueda escribe
con subrayados pictóricos: las salpicaduras oscuras sobre las playas (entre ellas hay
alguna nota de color, pero en el conjunto se pierde). Y en un dibujo a lápiz, de tres
casetas de playa, anota: Las casetas. Perfectamente entonadas. Unos tonos claros
del beige, sucios, desde el rosa al gris, pasando por el amarillo. Casetas a rayas. Buscar
una técnica opaca, a base de diferentes veladuras. ¿Preparación siena-gris?
Las anotaciones en Deauville son de tono semejante: una vela verde
entrando en el puerto de Deauville. Una vela rojo-siena (Deauville)4. Y también
esta otra: un lanchón sobre la playa, es negro, de un negro secante que se desparrama
por su alrededor (Houlgate). Es enorme.
Fueron dos artistas sobre quienes es posible escribir que durante todo
su quehacer mantuvieron una trayectoria continua, presidida por la firmeza en
su planteamiento, dotado este de un raro y absoluto control de su trabajo5. Ni-
cholson y Rueda, confluencias, sí, mas confluencias en voz baja, intensa con-
fluencia en un asunto capital, lo que Herbert Read citaba como “pureza de

125
estilo” 6, la búsqueda de eso que Nicholson llamaba la clear light 7. Así, ambos
artistas partirán no tanto del cubismo que, como no podía ser menos en uno
de los momentos cruciales del arte del siglo veinte, es ciertamente revisitado y
que se aprecia ocasionalmente en sus pinturas, pero sus miradas no esquivan la
admiración por la tradición clásica, sin complejo, y ambos citarán a los pintores
primitivos para desde ahí viajar después hacia la libertad de un espacio pictórico
en donde se plantee la nada, el blanco espacio de aire vacío.
Elogio de las formas sobre blanco, al modo de un cosmos luminoso,
su disciplinada tempestad de blancura 8 tiene algo que, luego lo veremos, po-
demos decir que es místico. Su creación portará un aire sobrenatural y secreto,
comparable a una sublime morada, que acaba recordando inmediatamente
una particular religio del blanco que, a la par, nos permite compartir un mis-
terio inefable. Ensayando el intento de tocar una suerte de luz eternal, tal pa-
reciere que suspendiendo el tiempo y alcanzándose, en tal nirvana estético,
una luminosa certeza, formulan espacios luminiscentes como una extensión
embriagadora de la luz. ¿Qué hay más misterioso que la claridad?, inquiría
Paul Valéry.
El bodegón y el paisaje son dos de sus referencias tempranas compar-
tidas, encarando ambos en sus inicios pictóricos lo que podríamos llamar una
figuración refinada que, por ejemplo, en un temprano Rueda llega a mirar al
poético Corot 9. A ello habría que sumar una constante pasión por los objetos,
durante toda su trayectoria, una cierta memoria de las emociones, sentida en-
trambos. Sentenciado lo anterior, Nicholson es concluyente sobre su relación
con el arte cubista10, escribiendo que su origen pictórico: no me vino del cubismo,
como creen algunas personas, sino de mi padre, no solamente por lo que hizo como
pintor, sino por las jarras, jarros y copas bellamente tallados y moteados y objetos de
cristal octogonales y hexagonales coleccionados por él. El tener aquellas cosas espar-
cidas por toda la casa fue una experiencia temprana inolvidable para mí 11.
Rueda, –otro apasionado de los objetos, qué quietas están las cosas asen-
tirá juanramoniano12–, asiste a los estudios de pintura clásica con un viejo pin-
tor de historia, Ángel Mínguez, de quien dijo, inefable, Juan Manuel Bonet,
aquélla no ha guardado memoria13. Le enseñó a Rueda a pintar paisajes oscuros,
como aquellos de la villa de veraneo, Villa San Juan, en la localidad segoviana
de San Rafael: sombras entre el oscuro follaje, presagios y temblor, ilimitada
energía del paisaje antes que dulce naturaleza del estío adolescente. En la sombra
densa de aquel íntimo bosque rumoroso, pienso de nuevo en Valéry.

126
Artistas de abril, indecisos en su quehacer vital que no en el pictó-
rico, –el inglés dudando sobre la dedicación a la escritura, Rueda orgulloso fra-
casado de los estudios de Derecho–, ambos fueron visitantes de un París muy
singular, cada uno en su tiempo. Nicholson del París en el que se encontraban
surrealistas y los mínimos de Abstraction-Création y Rueda, viajero solitario a la
ciudad asaltada, en los cincuenta, por lo que ellos gustan en llamar, sin com-
plejos, l’envolée lyrique, la marejada lírica14.
Y es que para ambos era fundamental enfrentarse a la búsqueda de
eso que se llamó la realidad esencial, con un punto de partida caracterizado por
la absoluta necesidad del descubrimiento de la pintura desde su propio queha-
cer: it is mental growing-up, como artistas ejercer el hecho creativo era un cre-
cimiento de orden mental, escribió John Summerson sobre Nicholson15. Un
proceso no exento de dramatismo, busca urgente y difícil, sólo concebible para
personalidades complejas, en el que permanecería insistente, en estos dos ar-
tistas nerviosos, la búsqueda infatigable de la idea de la abstracción. Y para ello
abordaron un mundo plenamente despojado asentado en la realidad, siendo
capital la indagación en torno a los materiales utilizados en el oficio de pintar.
Vindicación así del quehacer diario en la soledad del estudio, del trabajo en-
frentado a la materia pictórica, ejercicio de la sinceridad y de un sofisticado
modo de enfrentarse a la pintura. Nicholson ha admirado, de un cuadro de Pi-
casso, un “verde milagroso, profundo, potente y real”16, y el cubismo para
Rueda sería, antes que una técnica a ejercer, El Descubrimiento, al fin, del
mundo moderno, que en la estrecha vida madrileña de los cuarenta sólo puede
contemplar en un conocido libro de ese tiempo, el clásico de Gustave Janneau,
de 192917, que contempla y copia estupefacto, asistiendo a tan singular decla-
rada destrucción y nueva recomposición del mundo, algo que ni siquiera habría
imaginado Mínguez, y lo interpreta en hojas siguientes, a su estilo. Elige a cier-
tos pintores del libro de Janneau, sus favoritos, que componen una esencial te-
tralogía del siglo veinte: Braque, Gris, Marcoussis y Picasso18.
Cuando Nicholson se enfrente a los bodegones cubistas, allá por los
cincuenta, retomados en los setenta, varios de los cuales, muy esenciales, se
muestran en esta exposición19, serán ya pinturas atravesadas por el silencio y
una particular luz, pareciere asaltada por el estupor causado por el vacío del es-
tudio de Mondrian: no refieren objetos sino más bien elementos incorpóreos
que quedan con aire de suspendidos en la realidad 20. Nicholson y Rueda serán,
durante su trayectoria, creadores cautivos del bodegón pues mantendrán, como

127
un reducto aparte, –aun realizando pinturas puras, planos y colores–, silencio
y misterio, la práctica de la nature morte.
Es sorprendente observar las concomitancias entre los cuadros de me-
diados los veinte de Nicholson, circa 1924, indagación sobre la presencia de
planos de color en espacios vacíos, frecuentemente formas navegando sobre
planicies oscuras, con aire de mercurial azogue, con pinturas de los cincuenta
de Rueda. En la antológica que comisarié, con Tomàs Llorens, para el
MNCARS en 200121, se podría ver lo que decimos, en especial un momento
en el que los cuadros de reverberación staëliana viajan hacia la planicie, adivi-
nando el mundo que sería, el de Rueda, en los setenta. En 1987, durante una
Conferencia en el Ateneo de Salamanca, se refería Rueda a Nicholson: “esa es
la pintura que me gusta de verdad”22: Mi opinión, ya la dije antes. Aquí se han
citado algunos nombres: Nicholson, Morandi, Juan Gris, y no por casualidad. Ya
lo expliqué; esa es la pintura que me gusta de verdad, de eso soy muy consciente y
por eso estoy donde estoy. Lo otro no lo desprecio, lo entiendo menos, creo que es otro
modo de expresión.
Ya se dijo que Nicholson y Rueda23 habían mirado antes a los primitivos
italianos o Cézanne que al mundo contemporáneo que les rodeaba. Ese situarse
voluntariamente al margen será otra nota común, así ambos experimentarán sobre
el papel en sus inicios, escarbando sobre la superficie de la pintura a la búsqueda
de la tercera dimensión del espacio, líneas trazadas en el empaste pictórico, grat-
tage sobre la pintura de cera, indagando la sorpresa de los efectos del color que se
hallan, escondidos, bajo la tinta. Es a finales de los cincuenta cuando Rueda, en
su estudio madrileño de la calle Martín de los Heros, experimente sobre eso que,
en la época, se llamaba “los nuevos materiales”. Prácticamente desde sus inicios
ya collagista, –esa sí fue enseñanza cubista–, mas su ansia será distinta: el viaje
hacia la otra dimensión perdida, que ejercita en los primeros sesenta con sus cua-
dros espacialistas con relieves y gruesos empastes, como el Óvalo blanco (1963-
1964) expuesto ahora y que concluirá arribando a las pinturas que, mediados los
setenta, incorporen elementos de la realidad de clara vocación corpórea tales a
restos lígneos, molduras o fragmentos de mobiliario. Superponedor de elementos,
ensamblador de piezas, Rueda, frente al tallista Nicholson: el artista que desde el
plano extraía las capas que compondrían sus relieves.
Los relieves blancos de Nicholson es sabido que causaron una honda
conmoción en la pintura de su tiempo. Precedidos de un mundo de coloridos
sordos, quietistas, en voz baja, matices silenciosos de marrones y grises, para

128
el creador inglés, –visitante del estudio de Mondrian en Montparnasse, en el
26 de la rue de Départ, caído después exhausto tras la inspección en los cafés
próximos del Boulevard, como el profeta en Damasco24–, recordando la com-
punción de la pausa y silencio invadiendo aquel estudio, el blanco es, además,
símbolo de un ejercicio casi religioso25 o, si se prefiere, de esencia metafísica
en el oficio de pintar: Los relieves blancos deben ser considerados como el descu-
brimiento de algo, como un nuevo mundo26. Blanco recuerdo del Ticino ne-
vado, –visto en su juventud, allá por los veinte–, sobre ese aire metafísico
escribirá Nicholson: tal como yo lo veo, la experiencia de pintar y la religiosa
son una misma cosa, y lo que todos andamos buscando es la comprensión y reali-
zación de lo infinito, un ideal que es completo, sin comienzo ni final y por tanto
dado a todas las cosas durante todo el tiempo. Ya en 1958 Manuel Sánchez Ca-
margo calificó la experiencia pictórica de Rueda como de “un estado casi mís-
tico” 27 y Juan-Eduardo Cirlot refirió “un cierto misticismo” de su materia
pictórica28 y, por su parte, Albert C. Sauvenier destacó el aire espiritual de
sus pinturas29. Para Nicholson, podría suscribirlo el madrileño, era imposible
separar forma y color, pues el color no sería tanto la aplicación de un pig-
mento como el alma íntima de la idea y esta idea no puede tocarse físicamente,
lo mismo que no se puede tocar el azul de un cielo de verano30. ¿No será el color
la guinda de la tarta?, sentencia chusco Rueda en 1986 31. El arte de Nichol-
son, escribe Lynton, no habla de la belleza; es belleza32.
Así, Rueda referirá a nuestro Zurbarán33 mas también al pintor de las
botellas y cacharros, varado en vía Fondazza, y ese aire de narcosis que tiene su
pintura, el temblor de sus bodegones quietos: tienen una leve materia compacta,
en un clima de algo soñado34. Y sentido del humor compartido: la ironía aparente
de Rueda, ya citada con la guinda, su frecuentada ingenuidad, es émula del
“sentido del humor” que Read viera en Nicholson35, un humor también iró-
nico: según Lynton, más próximo al ingenio, se trataba de una acción intensa,
tanto visual como mental 36. Lo cual no estaba reñido con un concepto en ex-
tremo sofisticado del hecho pictórico y compatible con una honda comprensión
extraordinariamente intuitiva del quehacer pictórico. Admiradores de Joan
Miró, –es la primera obra que colecciona Rueda en el París de los cincuenta–,
Nicholson subrayaría que una de las pinturas del catalán sería la primera pintura
libre que vi, y me causó una profunda impresión37.
Elogio entrambos de lo vertical, también de la indagación en torno a
la superposición de las formas, algo que puede verse en piezas expuestas en la

129
Galería Leandro Navarro. De Nicholson: Painting (1939), Untitled (1962),
Lilac blue (1963); y en Rueda, Construcción cubista o Cartón con tela (1990). Y
lo vertical, Vertical Column (1959), Menalon (1970) o Two Squares and Very
Green (1971), pinturas que refieren la posibilidad más despojada del quehacer
de Nicholson, la superposición de formas atravesadas de un aire de grisalla.
Algo que se relaciona con obras también presentes en esta exposición, como el
Vertical (1984) o el, también vertical, Natural (1985) o los collages blancos de
Rueda, mediados los sesenta y expuestos ahora en esta galería, también con
ciertas pinturas de este tiempo que, aplicadas a modo de superficie, de película
sobre el lienzo componen formas, óvalos o rectángulos, de despojada desnudez.
En 1971 Rueda presentó en la Galería Juana Mordó, en Madrid, una deslum-
brante exposición compuesta solamente de cuadros blancos 38: si están pintados
en blanco es, precisamente, para no alterar el sentido de la idea que deseo y destacar
la importancia de las sombras39. La citada disciplinada tempestad de blancura40,
la exposición era atrevida y radical 41, causó honda conmoción en la aún pacata
vida del arte madrileña.
Artistas de las cajas, –Nicholson a finales de los veinte, Rueda con es-
pecial énfasis en los años ochenta–, ambos parecían buscar la elevación en el es-
pacio de una suerte de fantasmagórico escenario donde desarrollar los
aconteceres artísticos. Presidido por un clima regido por la pureza de estilo, –casi
una pintura de cristal–, por el anhelo de búsqueda y una distinción común, tal
era la vindicación de una ambición orgullosa: la de no pertenecer a ninguna es-
cuela: puede decirse de Nicholson (que) no pertenece a ninguna escuela, y, cuanto
más he seguido el desenvolvimiento de su arte, más claro he visto que los medios que
emplea para llegar a la esencia de las cosas le pertenecen como algo propio42. Arte de
hoy y de mañana, pero con un notorio aura de pasado, en ellos la experiencia,
mas también la mirada hacia sus ancestros, compone su particular punto para
situarse en la posición de salida de un nuevo arte. De este modo, tan singular,
quedaban desplazados a un lugar de difícil clasificación y, por ende, de plena li-
bertad para abordar un mundo, tan subjetivo como épico, hasta llegar a crear
una fuerza persistente, eso que Nicholson llamó “una activa fuerza de nuestra
vida” 43, una respuesta inteligente y poética al devenir cotidiano.
Así es, estamos frente a mundos propios y reconocibles que les lleva a
caracterizarse por la visión penetrante, un clima mental puro que es presidido
por su claridad, su precisión, su disciplina y su profundidad 44. Palabras próximas
a las que Alfonso E. Pérez Sánchez escribió sobre las naturalezas quietas del

130
madrileño: se nos ofrecen con la claridad inmóvil de una formulación matemática
y el misterioso latido fugitivo del poema 45.
Estas, a su vez, hermanas de las que Herbert Read dijera de aquel:
aquí se trata de una construcción armoniosa, de un objeto de precisión matemática,
de un instrumento indeciblemente delicado46.

TEXTO en Ben Nicholson-Gerardo Rueda. Confluencias, Galería Leandro Navarro, Madrid, 2013.

NOTAS
1
Allí concebirá el mítico lienzo Au Chat Botté, 1932.
2
Además de la estancia en Dieppe, en agosto de 1932, Nicholson compartió días con Paul Nash, en la
costa de Susex (Dymchurch), pintando diversas vistas del lugar con una mirada cézanniana. Luego Ni-
cholson volverá a un ambiente marino, el paisaje de aire dramático de Cornualles.
3
La peregrinación proustiana daría origen a un motivo constructivo frecuente en la obra de Rueda en los
años cincuenta, el mundo del barco velero. En Deauville, también en Franceville, realizó un pequeño cua-
derno de apuntes inédito (Arbor. Dessin Surfin), con numerosas anotaciones que le servirían de estudio, a
modo de boceto escrito, para trabajos posteriores, algunos plenamente abstractos. El fechado de uno de
los apuntes nos permite ubicar cronológicamente la cuestión: el catorce de agosto de 1955. Ciertos de
estos trabajos pudieron verse en la retrospectiva que comisarié junto a Tomàs Llorens en el Museo Nacional
Centro de Arte Reina Sofía en 2001.
4
Ambas notas y la que sigue, transcritas en: Alfonso de la Torre, Gerardo Rueda. Sensible y moderno. Una
biografía artística, Ediciones del Umbral, 2006, pp. 62-64.

131
5
But a thing about Ben Nicholson wich is amenable to comment is, quite simply, the continuity of his work,
the story and character of its development. The line which this development has traced strikes me as having a
firmness, an absolute certainty of control, as impressive as it is rare. John Summerson, Ben Nicholson, Penguin
Books, West Drayton, Middlesex, 1948, p. 5.
6
Herbert Read (en traducción de Juan-Eduardo Cirlot), Ben Nicholson-Pinturas, Gustavo Gili, Colección
Minia, nº 37, Barcelona, 1962, s/p.
7
Citado por Norbert Lynton, Ben Nicholson, Phaidon Press Limited, Londres, 1993, p. 45.
8
El término es de Raúl Chávarri, referido a Rueda, luego lo citaremos.
9
Copiando en 1941 el cuadro de Corot del Musée du Louvre: Souvenir de Mortefontaine (1864).
10
He never submits them to Cubist fragmentation nor to the Cubist game of contrasting volumetric presentation
of an object or part of it with a flat image. Ibíd., pp. 226-227.
11
Jeremy Lewison, Ben Nicholson, Fundación Juan March, Madrid, 1987. (…) every Nicholson canvas
stands separate against the Paris background. There is no “quotation”, never a trace of compromised indepen-
dence. John Summerson, Ben Nicholson, op. cit., p. 8.
12
El poema de Juan Ramón Jiménez “presidía” el catálogo de su exposición de bodegones en la Galería
Estampa, Madrid, 1986.
13
Juan Manuel Bonet, Rueda, La Polígrafa, Barcelona, 1994, p. 16.
14
(Exposición) L’Envolée Lyrique. Paris, 1945-1956, Musée du Luxembourg, París, 26 abril-6 agosto 2006.
15
John Summerson, Ben Nicholson, op. cit., p. 7.
16
(…) and in the centre there was an absolutely miraculous green –very deep, very potent and absolutely real.
Carta a John Summerson, del 3/I/1944, citada por este en Ben Nicholson, op. cit., p. 7.
17
Guillaume Janneau, El arte cubista, Poseidón, Buenos Aires, 1944. La traducción española recogía el
texto de Janneau de 1929.
18
Un cuadro de esta exposición, Madera gris vertical (1985) fue elegido muchos años después por Rueda
para participar en un homenaje al cubismo en la Facultad de Bellas Artes, Universidad Complutense:
Bodas de diamante del cubismo, Madrid, diciembre 1986-enero 1987. Otro collage, también expuesto, lleva
por título Construcción cubista (1990).
19
Half goblet and red (ca. 1967-1968), Bottle and jug with black (1973) o Elephantine (1979).
20
Aunque la exploración del tema del bodegón está claramente enraizada con su comprensión del Cubismo (…)
Nicholson adopta la perspectiva cubista más que ningún otro artista para alcanzar un lenguaje personal en el
cual la línea, controlada, surcaba el espacio del cuadro que él llenaba de una luz y un color basados en su per-
cepción del ambiente. Jeremy Wilson, op. cit.
21
Gerardo Rueda. Exposición retrospectiva, 1941-1996, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Ma-
drid, octubre 2001-enero 2002.
22
Alfonso de la Torre (compil.), Gerardo Rueda. Escritos y conversaciones, Museo Nacional Centro de Arte
Reina Sofía, Madrid, 1999, pp. 50-51.
23
Si hablo de la exquisitez de Paolo Ucello o de Piero della Francesca, no creo que ahí haya nada de peyorativo.
En realidad yo creo que todos los grandes pintores son exquisitos. ¿Qué es si no Goya?, ¿qué es si no Picasso?, en:
Alfonso de la Torre, Gerardo Rueda. Sensible y moderno. Una biografía artística, op. cit.
24
En 1944 evocaba la visita a John Summerson: I remember after that first visit sitting at a café table on
the edge of a pavement almost touching all the traffic going into and out of the Gare Montparnasse, & sitting
there for a very long time with an astonishing feeling of quiet and repose (!). Citado por Charles Darwent,
“When Little England climbed the stairway to Modernist heaven”, The Independent, Londres, 12/II/2012.
También Norbert Lynton cita la pausa y silencio que se estableció, tras la visita, en Nicholson.
25
“(…) una cosa sorprendente, inquietante (…) “la pintura y la experiencia religiosa son lo mismo”. Aquello
tuvo que sonar a apostasía. Para Nicholson era una idea central. Norbert Lynton, Ben Nicholson, Galería
Jorge Mara, Madrid, 1995, s/p.
26
Paul Nash, citado por Jeremy Wilson, op. cit.

132
27
Manuel Sánchez Camargo, “De Gerardo Rueda, abstracto, a Zubiaurre y Guijarro, figurativos”, Pueblo,
Madrid, 12/II/1958.
28
Juan-Eduardo Cirlot, “La pintura de Gerardo Rueda”, Artes, nº 26, Madrid, VIII/1960.
29
“Leur valeur spirituelle se montre avant leurs qualités picturales”, Albert C. Sauvnier, Gerardo Rueda,
Galleria d’Arte 2000, Bolonia, 1964.
30
Ben Nicholson en 1955, citado por Jeremy Wilson, op. cit.
31
Gerardo Rueda, Pintar con papel, Círculo de Bellas Artes, Madrid, 1986, pp. 50-51. La ironía de la cita
se analiza en: Alfonso de la Torre, Gerardo Rueda. Sensible y moderno. Una biografía artística, op. cit., p. 232.
También en: Alfonso de la Torre (compil.), Gerardo Rueda. Escritos y conversaciones, op. cit., pp. 34-35 y
p. 42.
32
Norbert Lynton, Ben Nicholson, Galería Jorge Mara, op. cit.
33
García Viñolas insistía en que el ascetismo de su condición y su blancura reposada me llevan a pensar en la
obra de un Zurbarán asiático embelesado por la geometría. Manuel García Viñolas, “Rueda”, Pueblo, Madrid,
24/II/1971.
34
Alfonso de la Torre, Gerardo Rueda. Sensible y moderno. Una biografía artística, op. cit.
35
Esos dibujos revelan también –lo que acaso resulta menos evidente– un auténtico sentido del humor. ¿No es el
humor la esencia misma de las confrontaciones?. Herbert Read, Ben Nicholson-Pinturas, op. cit.
36
But the humor in BN’s art is closer to wit tan to jokes, a deeper action that is both, visual and mental and
touches every aspect of a work and radiates from it. Norbert Lynton, Ben Nicholson, Phaidon Press Limited,
op. cit., p. 230.
37
Jeremy Lewison, Ben Nicholson, op. cit., s/p.
38
Celebrada entre el 9 de febrero y el 6 de marzo de ese año, el catálogo reproducía un texto de 1960 de
Victor Vasarely, y la totalidad de los cuadros eran blancos, lo que produjo un gran impacto entre público
y crítica.
39
Elena Flórez, “Gerardo Rueda”, El Alcázar, Madrid, 27/II/1971.
40
Raúl Chávarri, “Rueda”, Bellas Artes ’71, Madrid, V-VI/1971.
41
Antonio Bonet destacó esta exposición en El Correo de Andalucía, Sevilla, 27/III/1971. Calificó esta
muestra de uno de los acontecimientos artísticos más importantes del año (...). Sobre su obra pudiera escribirse
un nuevo e inédito Tratado de sombras, que, deudor en el método de los que hasta hace pocos años se usaban
para el estudio en las Escuelas de Arquitectura, resultase una versión sorprendente e insospechada de los cuerpos
por él ensamblados.
42
Herbert Read, Ben Nicholson-Pinturas, op. cit.
43
Citado por Norbert Lynton, Ben Nicholson, Phaidon Press Limited, op. cit., p. 229.
44
Herbert Read, Ben Nicholson-Pinturas, op. cit.
45
Alfonso E. Pérez Sánchez, Los bodegones de Rueda, Galería Juan Gris, Madrid, 1992, s/p, p. 5.
46
Herbert Read, Ben Nicholson-Pinturas, op. cit., Palabras próximas a las que Zóbel mencionó de Rueda:
El color de Rueda es tranquilamente emocional. Mientras sus formas juegan una matemática gama, fría y
complicada, sus colores nos muestran la sobriedad, los campos asolanados y casas de la antigua Castilla. Fer-
nando Zóbel, Five paintings by four Spanish painters, Art Association of Philippines, vol. VI, nº 1, Manila,
I-II/1956, p. 27.

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Otros libros de la Colección Invisible

1 PABLO PALAZUELO. POEMAS. Madrid, 2015

2 MANOLO MILLARES. REMONTANDO LA COMETA DE SUS SUEÑOS. Madrid, 2016

Edición EDICIONES DEL UMBRAL

Diseño JAVIER CABALLERO

Documentación ROSA JUANES

© De la edición EDICIONES DEL UMBRAL, 2017


© De la selección de textos ALFONSO DE LA TORRE
© Del prólogo JUAN MANUEL BONET
© De los textos citados, sus autores
© De la imagen, su autor

ISBN: 978-84-943906-9-2
D.L.: M-25626-2017
Se terminó de imprimir el 15 de noviembre de 2017

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