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Abreu, Juan - A La Sombra Del Mar

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Juan Abreu

A la sombra del mar


Jornadas cubanas con Reinaldo Arenas
Introducciones

1
Pequeño elogio de la escoria

Dios que salva el metal, salva la escoria.

BORGES

Bajo la tibia noche barcelonesa, regresó. Nada la presagiaba. Esa sensación


de extrema soledad que te ramifica. Una exaltación que sólo acude muy de tarde
en tarde. Mezcla de sosiego, tristeza y espacio sin tiempo ni muerte; mezcla de
conminación y de imbatible e injustificada esperanza. Esa sensación, recuerdo,
llegó en otras ocasiones de manos de mi madre. Pero esa noche a la que aludo,
noche de mayo untada de amistad, calor, buena comida y grata conversación, me
tomó por sorpresa. La convocó una palabra. Y eso fue diferente, inesperado. Otras
veces, como he dicho, fue traída por mi madre. Ella, echada en la cama (la llama de
la vela ante San Lázaro tiembla en el calor espeso del verano habanero) me mira y
de repente un chorro de algo me inunda. Nunca he sabido qué, pero es algo
poderoso que me toma, impone una paz, un espacio sin pérdida, sin separaciones
ni distancias. Eso que se instala casi físicamente a mi alrededor está poblado de
fantasmas. Fantasmas que sonríen, que hacen un gesto cómplice desde la nada y
entonces no queda más remedio que sentarse y contar. O imaginar. Y seguir.

Un amigo catalán me invitó a cenar a la sombra de la Estación de Francia y


charlamos, naturalmente, sobre Cuba, y sobre lo que había vivido allá la gente de
mi generación durante los años setenta. Hablábamos del absurdo de la dictadura.
Un joven cubano, recién exiliado, estaba entre los comensales; curiosamente, me
resultaba el más extraño de los presentes. Sería difícil explicar por qué, pero era
evidente que habíamos nadado en diferentes mares y habíamos habitado
diferentes Habanas.

Es difícil encontrar aquí en Europa demócratas cuyos principios liberales


incluyan a mi desdichado país. Quiero decir que conozco a muchos demócratas
honestos que, inexplicablemente, son incapaces de simpatizar (no hablemos de
defender) con el derecho de los cubanos a disfrutar de una democracia
pluripartidista y respetuosa con los derechos del individuo. En cambio, no han
dudado un segundo en condenar a Mobutu, a Pinochet y, por supuesto, a Franco.
Pero éste no era el caso en la noche a la que me refiero. Estábamos de acuerdo en
cuanto a las características del régimen cubano. No me veía en la necesidad, como
en otras ocasiones, de aburrirme tratando de demostrar lo evidente: que en mi país
no hay democracia, ni libertad de expresión, ni de asociación, prensa o
movimiento. Ni libertad de nada. Excepto de aplaudir incansablemente al viejo
caudillo.

Así que disfrutaba de la agradable compañía y de la acogida que me


dispensaban aquellos amigos. Y entonces, alguien mencionó la palabra. Alguien
asoció la fecha de mi salida de Cuba en 1980 con los acontecimientos que
estremecieron el país aquel año, y que culminaron en el llamado Éxodo del Mariel:
«Así que tú eras parte de la escoria.» La palabra fue pronunciada a la ligera, sin
intención peyorativa. Todo lo contrario, sonó como una burla a la forma en que el
régimen cubano calificó a los «marielitos». La conversación continuó entre risas y
sorbos de un excelente vino, pero yo ya no estaba allí. Esa sensación mágica de la
que hablaba al principio se acercó como el estruendo de los grandes aguaceros. Un
golpe oloroso sobre el polvo del barrio. Esa antigua alegría que nos sube desde el
estómago y se instala en los labios como la saliva del primer beso. Era escapar. Era
volver.

Y estuve otra vez entre las hierbas húmedas, que me empapaban los
pantalones. El chirriar de los tenis enchumbados. La neblina blanca y fría
enroscada en los matorrales. El miedo. Y me aferró al cartucho que contiene la
comida, la mochila con los libros. Estoy seguro de que los he burlado en alguno de
los incontables cambios de guaguas. Aunque todavía miro a mi alrededor con la
sospecha de que alguien me sigue. Nada.

El Parque Lenin está vacío y ni en los muros ya rajados de la represa se ve


siquiera un pescador de los muchos que acuden a probar suerte, en busca de
alguna biajaca con la que apuntalar la escasa dieta. Cuando llego a la tubería
aparto los hierbajos y escudriño en la oscuridad llena de mosquitos. Llamo:
«¡Rey!...¡Rey!» Nadie responde. Ya estoy a punto de marcharme al otro lugar de
encuentro (acordado en la anterior visita) cuando algo se mueve en el extremo del
cilindro. Es Reinaldo Arenas que emerge de un montón de cartones, trapos y
periódicos. Una rata salta. Miro su rostro poseído, y flaco. Su rostro de escritor
honesto, perseguido por diferente, por independiente, por homosexual, por libre.
Veo todo eso desde mi sitio en la noche barcelonesa. Desde mi sobrevida, que se
torna en ocasiones bochornosa, y me siento privilegiado de haber sido amigo de
esa escoria cubana. Y me reconcilio con mi país, que lo dio a él, en una época llena
de cobardes, delatores, oportunistas y canallas. Y derramo un poco de vino en su
honor.

Mis compañeros de mesa piensan que he enloquecido. Pero no, simplemente


viajo. El tiempo se abre como visceras frescas y veo a mi amigo Roberto Valero
agonizando, devorado por el sida en un hospital de Washington. Muriéndose sin
poder ver a su hija que se quedó. Sin poder volver a su Matanzas querida.
Desconocido en su país, sin publicar una línea en su país, prohibido en su país. Y
escucho desde Miami su voz cascada, de anciano de 37 años que trata de reír. Su
voz de vencedor. Voz que no claudicó ni se vendió; intentando mantener la
ecuanimidad, tratando de enfrentar la muerte con vergüenza. Hablaba de sus
últimos poemas, ¿valía la pena hablar de otra cosa? Se burlaba de la muerte el
poeta Valero. Y sólo pido para mí la misma fuerza al Dios del Estrecho, al Dios del
Mariel, al Dios de las Escorias, cuando llegue mi momento.

Apenas un año antes fuimos a ver el otoño. Marcia, Roberto, su esposa


María Badías y yo. Conducíamos entre todo el oro y todas las hojas incendiadas del
mundo por la Interestatal 83 con rumbo norte hacia el país de los amis. Los cuatro
cantábamos y a cada rato deteníamos el coche para ver los ríos crecidos y llenos ya
de pedazos de hielo. Por ahí anda una foto. Estamos apoyados en la baranda
metálica del puente. Uno de esos puentes repetidos, idénticos, de las carreteras
norteamericanas. Reímos, mientras a nuestras espaldas el bosque es una
iluminación. Un centelleo antiquísimo. Debajo, las aguas bullen escupiendo
espuma en los colmillos carcomidos de las rocas, que asoman de la corriente.
Continuamos riendo, gracias a la imagen que, por ahora, salva el instante de la
infinita trivialidad, de la infinita desaparición. La muerte nos pisaba los talones y
reíamos. María y Roberto se abrazaban con una felicidad arañada, delicadamente
envenenada y única. A veces nos cruzábamos con camioneros (sin duda,
personajes de Bukowski) y les gritábamos cosas en español, y fuimos marielitos
felices —escorias felices— en aquel otoño antesala de la muerte.

Más tarde la voz de María en el teléfono y lo único que se me ocurre es


sentarme al borde de la cama y pedirle a Borges que no nos falle, que tenga razón.
Que Dios, si existe, se acuerde de salvar la escoria.

Entro, ese nefasto año de 1990 (aunque continúo conversando en Barcelona


con los catalanes cercanos y el cubano lejano), en el Bass Museum, una noche
copiosa y ardiente de Miami Beach. Recorro los salones llenos de muerte, llenos de
poderosas telas y dibujos de otro marielito: mi amigo, el pintor Carlos Alfonzo.
Carlos, acorralado también por la peste del sida, dejó a un lado los colores, la
exuberancia festiva de sus telas enormes, y levantó en blanco y negro (y, claro,
algunos tierras, y algunos verdes podridos) el más perfecto y lírico canto a la
soledad, la fuga y la desolación del fin que ha producido la pintura cubana. Carlos
pintaba máscaras y la muerte le dibujó una de sus propias máscaras, con sangre, en
el rostro. Me detengo ante el cuadro titulado «Madre», que es un hueco
espeluznante por el que asoman todas las madres de la separación, todas las
madres que no han vuelto a ver a sus hijos, todos los hijos que no han vuelto a ver
a sus madres. Toda la distancia impuesta por la vulgaridad, la intolerancia y la
violencia en el poder. Y me siento agradecido a esta escoria que, al borde de la
muerte, se alzó sobre sí misma y nos enriqueció, nos conmovió y nos adecentó al
mirar nuestra tragedia mientras tantos miraban —y aún miran— a sitios menos
problemáticos, menos peligrosos, más lucrativos. Gracias, Charly.

La noche de Barcelona, gruesa y goteante, fluye a mi alrededor mientras me


posee esa sensación sin tiempo, que es como una plenitud. Siento la bondad, la
rara bendición de ser libre. En el aire, en las voces de los que se agolpan y beben y
hablan a gritos mientras la música es un oleaje que chapotea en los rostros.
Hablamos de literatura, de mis ancestros que, posiblemente, hayan partido de
estas tierras hacia el Caribe. El joven cubano, juvenilmente pedante, habla de
Homero; no del cantor divino, sino de un monstruo pasado por la academia que
espanta de sólo mirarlo. Quiere demostrarnos sus conocimientos. Yo, más viejo,
trato de concentrarme en los ojos de una muchacha catalana. Ojos que ya contienen
las noches griegas, el ponto inabarcable.

Y otra escoria acude. El novelista Guillermo Rosales, que en un cuartucho


del South West se destrozó la cabeza con una treinta y ocho que nadie sabe de
dónde sacó porque no tenía ni con qué comer. Guillermo, exiliado total, narrador
de nacimiento, homeless en la capital de los millonarios cubanos. Guillermo, otra
escoria que antes de suicidarse tuvo la grandeza de dejarnos la mejor novela sobre
el exilio cubano. La primera novela miamense, sin nostalgia, asentada en el
desgarro y el desamparo que es también nuestra enseña nacional. Somos la
intemperie, la insolidaridad, crear en medio de una conspiración perpetua. Y
también somos Guillermo Rosales, que se dispara, salpicando todo de sangre
(Miami y la isla entera), pero con su novela bajo el brazo. Dando testimonio.
También vencedor.

Tibia noche de Barcelona, en la que al conjuro de una palabra volví a ser


parte de la tropa. Volví a ser lo que más soy, un marielito, una escoria. Es decir,
una forma de ser transgresor, marginal, según lo veo. Un hombre orgulloso de
venir de donde viene. Alguien feliz de haber nacido en el mismo lugar que estos
amigos que acabo de recordar. De esta gente que sabía que uno no puede venderse
en lo fundamental, ni claudicar en lo fundamental.

Yo no creo en Dios y, sin embargo, alzo los ojos a este cielo pastoso e
imploro por ellos, con humildad llena de vida y de peligro: «Por favor, no olvides a
la escoria.»
2
Habana

Despierto, siento la dureza de las tablas de mi estrecha cama. Miro a mi


alrededor. Las paredes despintadas, los libros apilados contra la división de
masonite, forrada con recortes de revistas extranjeras. Sí, estoy en la vieja casa del
barrio, en Poey. ¡Pero no es posible!, me digo, ¡estaba en Miami! Esto tiene que ser
un sueño. Me doy un fuerte manotazo en el rostro. No, no estoy soñando, estoy en
Cuba. Y entonces comprendo aterrorizado que el sueño era que estaba en Miami,
que escapé por el Mariel. Y sólo después de sentir hasta la raíz ese pánico
incontrolable, ancestral, de bestia acorralada, es cuando despierto verdaderamente.
Y sí escapé, y suspiro, y me seco el sudor y mi corazón empieza a tranquilizarse. Y
hasta me permito, al rato, sonreír. Esa pesadilla recurrente me persiguió por lo
menos cinco años después de mi salida de la isla.

Odiaba mi ciudad. Que es mi país. No es que no considere Cuba mi lugar,


pero si tuviera que definir mi procedencia, antes que cubano diría que soy
habanero. Y como La Habana se había convertido en un infierno, la odiaba
profundamente. Mi fundamental objetivo, desde que salí del Servicio Militar
Obligatorio en 1970, era escapar de ese maldito lugar. Objetivo que la historia
demostró poco después, al final de la década, compartían cientos de miles de mis
compatriotas. Tiempo atrás había abandonado la esperanza de que la situación
pudiese cambiar. Estaba convencido de que la isla estaba perdida mientras
imperara en ella aquel sistema enloquecido. Un sistema que, dicho sea de paso, se
ensañaba con la capital del país, sometiéndola a un abandono sin precedentes que
sólo podía provenir de un odio profundo por lo que ésta significó siempre:
libertad, desenfado, transgresión, vitalidad, vida, y, por qué no, también
sofisticación y elegancia.

Así que si me preguntan qué era La Habana para nosotros en aquellos años,
tendría que responder sin vacilar: el Infierno. Una ciudad hambreada, asolada por
un huracán de consignas, gobernada por una burocracia dedicada con todas sus
fuerzas al embrutecimiento colectivo; una ciudad víctima de una sovietización
creciente que nos hacía sentirnos como criollos de fin de siglo bajo la bota de un
nuevo colonizador, al que algunos cubanos traidores habían vendido el país. Como
era de esperar.

Yo vagaba por esa ciudad como un extranjero, tratando de encontrar trabajo,


recién salido de una zafra obligatoria de diez meses para poder desmovilizarme
del ejército, con la mochila llena de libros, intercambiando discos prohibidos
(Creedence Clearwater Revival; Beatles; Blood, Sweat and Tears; Chicago),
dejándome el pelo largo y huyendo de la policía que irrumpía sin falta en nuestras
fiestas; a palo limpio, cazando melenudos y confiscando música del enemigo
imperialista. Siempre teníamos hambre y siempre estábamos en alguna cola para
comprar algo de comer. De mis vagabundeos me sacaron cuando me condenaron a
trabajo forzado al aplicarme la Ley Contra la Vagancia; por la que, si no aceptabas
trabajar donde decidían, te condenaban a hacerlo gratis, como un esclavo, en una
granja para el Estado. Cuando salí del Plan Plátano, nombre del campo de trabajo
forzado al que me enviaron, me ofrecieron empleo en una termoeléctrica en la
bahía de La Habana, y tuve que aceptar. O me enviaban otra vez a prisión.
Trabajaba, leía, eludía las recogidas de la policía ocultando el pelo debajo de una
enorme gorra y me entregaba a una actividad sexual bastante desenfrenada, la
única vital que teníamos a mano para alimentar nuestros cuerpos y espíritus. Ya
había escrito una novela para niños, varios libros de poemas, una docena de
cuentos, una trilogía teatral (No son tan plácidas las olas del verano), y como prefería
pintar por encima de todo me presenté a exámenes para optar a una plaza en la
Academia de Bellas Artes de San Alejandro. Fui elegido y me convertí en
estudiante nocturno de dicha escuela. Detalle curioso, una de mis compañeras de
clase era María Elena Cruz Varela, más tarde una notoria disidente.

Vagaba por aquella ciudad pensando en cómo abandonarla, corriendo


detrás de los escasos ómnibus, con el estómago pegado al espinazo, eludiendo a los
citadores de la reserva militar, enterrando a mis abuelas, teniendo un hijo,
burlándome de la cultura oficial, embrutecido por los discursos interminables y las
locuras infinitas y cada vez más delirantes de Castro. Vagaba por aquella ciudad
en la que no se podía confiar en nadie. Donde los amigos frecuentemente
terminaban siendo los delatores. Donde cualquiera podía estar confeccionando un
informe, una evaluación política sobre tus actividades, con la esperanza de
cambiarlo por un cupón de méritos revolucionarios que le permitiría, con suerte,
conseguir un ventilador chino en la próxima asamblea laboral. Una ciudad como
un gran basurero, en la que las ratas (nosotros) hociqueábamos sin cesar para ver
qué pedazo de sobra encontrábamos para combatir el hambre y la miseria de
nuestras almas. Un pueblo ocupado en encontrar qué comer día a día para no
morirse de hambre, difícilmente encontrará tiempo para conspirar. El hambre
como arma de Estado, nunca como durante aquellos años fue tan evidente.

La década del setenta al ochenta fue sin duda la más oscura de estos casi
cuarenta años de dictadura. Decir que este período fue el peor no pretende
disminuir los rigores de los restantes. Todos han sido malos, pero en esos diez años
se sumó a la infamia de la falta de libertades la humillación de sentirnos
colonizados por una potencia extranjera. La idolatría y la sumisión a los soviéticos
llegó a tales extremos que los soldados cubanos, durante las ceremonias militares,
juraban fidelidad eterna no sólo a nuestro país sino también a la Madre Patria
Soviética. Nunca Cuba fue tan dependiente.

Por supuesto que en la represión y en el envilecimiento de la población


también Fidel Castro se dedicaba a emular a sus mentores. Los intelectuales eran
sospechosos simplemente por serlo. Los homosexuales, poco menos que venenosos
corruptores de las generaciones futuras. El desprecio por la independencia de
criterio se institucionalizó. Se suprimió todo vestigio de creatividad individual. La
mezquindad y la delación se premiaban públicamente y se enseñaba a los niños en
las escuelas tal y como antes se les impartían clases de Moral y Cívica.

En aquella Habana vivíamos. Éramos jóvenes y creíamos que el arte era una
fuerza sagrada por la que valía la pena arriesgarlo todo. Teníamos miedo y nunca
creimos en la cultura oficial de nuestro país. «Fuera de la Revolución todo, dentro
de la Revolución nada» podía haber sido nuestro lema. Éramos pocos (nunca
llegamos a diez, incluyendo a Luis de la Paz, Marcos Martínez y José Díaz, que
eran aún más jóvenes y empezaban a producir sus primeros poemas y relatos) y
nuestra experiencia cultural se manifestaba en torno a dos figuras formadoras,
Reinaldo Arenas y mi hermano José. Rendíamos culto a los libros y a los autores
rebeldes, o que percibíamos como tales. Organizábamos maratones de lecturas y
tertulias, escribíamos incansablemente y estábamos convencidos de que en esas
actividades radicaba el único sentido que podían tener nuestras existencias. En
esos libros, que todavía me acompañan, que siguen siendo parte fundamental de
mi vida, aprendí todo lo que sé. Esa etapa que abarcó más o menos desde 1970 a
1974 estuvo vivamente dividida en dos fases. La primera, que se extiende hasta la
detención de Reinaldo, fue dominada por un gran impulso creativo y relativa
tranquilidad. Nos reuníamos en el Parque Lenin donde leíamos la «producción de
la semana». Creamos una rudimentaria revista literaria, Ah, la marea, que
distribuíamos entre nosotros mismos. Nos imponíamos «metas» de lectura y
escritura. Reinaldo reinaba allí como un dios tutelar, pero un dios cercano que leía
fragmentos de Otra vez el mar o Leprosorio y luego iba a encaramarse con nosotros
en la mata de mangos más cercana. O a participar en una carrera de velocidad a
campo traviesa. Dos escritores representaban la dignidad y la integridad
intelectual: José Lezama Lima y Virgilio Piñera. Otro (tras su retractación en la
UNEAC1), la abyección total: Heberto Padilla. Nunca esperamos nada, en términos
de ejemplo ético, de Alejo Carpentier o Nicolás Guillén, pero de Padilla sí. Lo
considerábamos un traidor.
La segunda etapa comienza con la fuga de Arenas, su refugio en el Parque
Lenin y su posterior encarcelamiento. Cuando salió en libertad evitamos vernos
por algún tiempo, dado que él estaba estrechamente vigilado y nosotros todavía
guardábamos algunos de sus manuscritos. Transcurridos algunos meses volvimos
a visitarnos y mi hermano Nicolás, que sabe de carpintería, consiguió madera y le
ayudó a fabricar una barbacoa2 en el apartamento de la calle Monserrate. Nos
citábamos para ir al cine, o lo ayudaba a desmantelar un convento a través del
hueco practicado en una de las paredes de la casa de Clara Morera. Las tertulias se
hicieron muy esporádicas, aunque nunca desaparecieron del todo. Pero ya nada
volvió a ser como antes.

Esos años oscuros llenos de inseguridad y desamparo desembocan en la


toma de la Embajada del Perú y el Exodo del Mariel.

Una noche de marzo de 1980, al llegar a casa, la encontré sacudida por una
enorme conmoción. Mi hermano Nicolás y su esposa habían saltado la cerca de la
Embajada del Perú. Castro, en medio de una pataleta por un tiroteo en dicha sede
cuando algunos cubanos entraron buscando asilo, ordenó quitar las postas a la
Embajada. El embajador peruano, como es lógico, se había negado a entregar a los
refugiados. Lo que sucedió después es bien conocido: por aquel agujero que
parecía conducir a la libertad intentó escapar el 10% de la población de la isla,
según datos estimados de la propia dictadura.

Ahora mi hermano estaba allí dentro, junto a otros diez mil desesperados.
Nunca creí que aquello pudiera terminar bien. Por el contrario, estaba seguro de
que tarde o temprano las fuerzas represivas irrumpirían en el lugar costase lo que
costase. Por suerte no fue así. A pesar de este convencimiento, que era compartido
por la mayoría de la familia, recogimos un poco de comida y algunas cosas
imprescindibles y nos fuimos todos hacia la Embajada. Poco después de Nicolás, el
esposo de mi hermana Asela también saltó la cerca. Llegamos tarde, la policía
había tendido un cerco impenetrable ante la avalancha de cubanos que se dirigían
hacia la sede. Las entrañas de la sociedad empezaban a retorcerse y se respiraba en
las calles de La Habana un extraño aire de irrespetuosidad y rebeldía. También de
esperanza. Que por desgracia fueron infundadas. Castro logró salir airoso de la
situación gracias a su innegable capacidad para maniobrar en momentos de crisis.

Se estableció, como es sabido, una forma más o menos ordenada de sacar a


los refugiados y el gobierno cubano convirtió el problema en uno más entre Cuba y
Estados Unidos, fórmula que nunca le ha fallado. Así, mandó a sus agentes a
organizar en Miami un puente marítimo para buscar familiares. Los exiliados
cubanos no dudaron un segundo en violar las leyes norteamericanas de
inmigración y en pocos días estaba en marcha lo que luego pasó a la historia como
el Éxodo Mariel-Cayo Hueso.

Castro aprovechó para vaciar las cárceles y establecer que todo el que
quisiera irse de su finca-paraíso era un delincuente. Esto, gracias a la corrupción
del sistema, hizo posible la huida de muchos intelectuales y artistas. Algunos
porque efectivamente habían estado en las cárceles por homosexuales o por causas
políticas, otros porque se las arreglaron para comprar documentos que certificaban
que eran expresidiarios. No resultaba difícil, la misma policía los vendía. Cuando
me fui en mayo, costaban 500 pesos; más tarde llegaron a alcanzar 2.000.

Yo no tuve necesidad de pagar. Tenía la «carta de libertad» del Plan Plátano.


Ella fue mi salvoconducto hacia la salida. En veinticuatro horas. El primer paso era
ir a uno de los «Centros de Tramitación» establecidos en diferentes zonas de la
capital. Allí nos confeccionaban un pasaporte y entregaban un documento que
aseguraba oficialmente que todos habíamos estado asilados en la embajada
peruana. Luego nos trasladaban al Mosquito, una especie de campo de
concentración militarizado, y de allí al puerto del Mariel. A las embarcaciones que
aguardaban para sacarnos del infierno. A mí me tocó un camaronero de Fort
Lauderdale. Cuando lo abordé tuve la sensación de estar en una Barca de Caronte
al revés, es decir, un Caronte que en vez de conducirnos al país de las sombras y
los muertos nos llevaba a tierras de luz y de vida.

Recuerdo que, antes de abordar los ómnibus que nos llevaban a los botes, un
oficial de la Seguridad del Estado nos endilgó una arenga en la que nos advertía
que la mano de la Revolución era muy larga y podía alcanzarnos dondequiera que
estuviéramos. Que nos portáramos bien. Mientras me cagaba en su madre
mentalmente, escondí la cabeza porque me recordó al siniestro Víctor. ¿O es que
todos eran el mismo?

Surcábamos el mar que siempre nos pareció infranqueable, alejándonos de


la isla. Los grises guardacostas se hacían a un lado para dejarnos libre el paso. Ya
en alta mar el patrón del barco repartió cocacolas y sandwiches de jamón y queso.
Llevaba el número de teléfono de una tía en Miami, y Nicolás, que había salido un
mes antes, me estaba esperando. A los veintiocho años corría hacia un destino
incierto pero me sentía feliz de alejarme de aquella tierra maldita. Alguien me pasó
una revista Playboy. Contenía un reportaje sobre unas acróbatas asiáticas que
mediante unas contorsiones truculentas podían lamerse su propio sexo. Aquello,
no sé por qué, me tranquilizó. Un lugar que se permitiera publicar revistas en las
que la gente se chupara a sí mismo a todo color, tenía que ser un lugar habitable, al
menos. Así, inmerso en aquel sosiego y con la Playboy bajo el brazo, llegué a Cayo
Hueso.
3
Miami

La ciudad satanizada por la izquierda de salón de medio mundo, y


beatificada por la más rancia derecha cubana y de medio mundo, me recibió
cálidamente. Para los exiliados de la Capital del Sol, de Las Américas y del Exilio
Cubano, nuestra fuga masiva era una especie de reconocimiento del carácter
infernal que ellos no se cansan de atribuir a la dictadura cubana. Cientos de
voluntarios ayudaron a hacer funcionar la apresurada estructura que montó
Washington para recibirnos. Me causó una magnífica impresión ver a aquellos
desconocidos tratarnos con amabilidad y respeto, es decir, como seres humanos.

Poco después mucho de aquello cambió. Los delincuentes enviados por


Castro se encargaron de crear una imagen siniestra, que en muy poco tiempo una
prensa superficial y sensacionalista (casi toda la norteamericana) le adjudicó a más
de cien mil desesperados que sólo deseaban una vida mejor. Como si esto fuera
poco, también tropezamos con el conflicto natural entre cierta burguesía clasista —
y racista— que en los primeros momentos estuvo dispuesta a ayudar, pero con esa
displicencia insultante de quien siempre hace evidente al socorrido que es distinto,
lo que en su mundo significa inferior. Te ofrecen un plato de comida con ese gesto
monstruoso que quiere decir: bien, puedes comerte eso, pero siempre y cuando te
des tu lugar. He conocido a algunos de estos buenos samaritanos y confieso que
prefiero lidiar con los expresidiarios que venían conmigo en el barco. Al menos con
esos infelices, víctimas del sistema cubano, se sabe con claridad los términos de la
relación. Uno sabe a qué atenerse.

Nunca olvidaré un desagradable encuentro, sostenido poco después de mi


llegada, con la hija de un expresidente cubano. La dama, bien educada con el
dinero que su padre robó del erario de la República, se permitió decirme que cómo
era posible que me atreviera a ripostarle de la manera en que lo había hecho, que
cómo no me daba cuenta de que no éramos iguales. Ni corto ni perezoso tuve la
satisfacción de concordar con ella. Por supuesto que no lo éramos. Mi padre se
había pasado la vida trabajando honradamente para mantener a su familia, y no
traicionó la confianza de nadie ni se robó lo que no le pertenecía.

Pero es justo decir que estas personas (que sí merecen el calificativo de


escoria que nos dieron a nosotros) constituían una minoría. Esa tan dañina minoría
de siempre. Lo cierto es que la mayoría del exilio cubano nos recibió con
generosidad. Esa mayoría está compuesta por una dedicada clase trabajadora que
suda muy duramente lo que tiene y se merece lo que ha conseguido a fuerza de
tenacidad, laboriosidad y una envidiable capacidad para aprovecharse de las
oportunidades que ofreció la sociedad norteamericana a las primeras oleadas de
refugiados. Una clase trabajadora que, dicho sea de paso, cada día se integra más y
más en la llamada clase media baja norteamericana, que sobrevive con gran trabajo
y muchas deudas y a la que el American Dream se le hace una meta francamente
inalcanzable.

Pero regresemos a mi llegada. Los trámites fueron rápidos y tuve la


inesperada alegría de encontrarme a Reinaldo Arenas en el enorme hangar en el
que nos concentraron. Algo insólito, si se tiene en cuenta que nos situaron juntos
en uno de los cientos de cubículos disponibles para miles de personas. Nos
abrazamos con una alegría fruto de un alivio recién conocido y descomunal. En
menos de veinticuatro horas estábamos recorriendo deslumbrados las calles de
Miami y estrenando nuestra condición de parias. También, al menos en mi caso,
comenzaba un largo proceso de recuperación de mi país. O, para decirlo de forma
más exacta, de reencuentro con un amor, perdido tiempo atrás, a mi país.

Mis primeros años como exiliado fueron, diría, corrientes. Penurias


económicas, cambio de ciudades en busca de oportunidades de trabajo y desazón
por el destino de los que quedaron atrapados en la isla. Una historia bastante
común a tantos escapados de dictaduras o inmigrantes de todas partes del planeta.
Entre otras ocupaciones, dibujé rótulos con un compañero de infortunios,
durmiendo en un camión desvencijado.

Durante meses vivimos en el garaje que una cubana de buen corazón nos
cedió. La maravillosa Hortensia, que se parecía mucho a mi madre, pero negra, nos
mató también mucha hambre y nos inundó desinteresadamente de un cariño que
en aquella época necesitábamos de veras. También fui carnicero en Miami Beach y
empleado de una librería en Hialeah. Después probé fortuna en la costa oeste,
gracias a la generosidad de Antonio y Marta Bueno, que me acogieron en su hogar.
Por allá me dediqué, con uno de sus hijos, el magnífico Alex Bueno (nadie merece
mejor el apellido), a atrapar cangrejos y langostas con trampas, y a arponear (de lo
que se encargaban Alex y su socio Bill, por supuesto) peces espada en el imponente
océano Pacífico. También limpié calles y jardines en el inmaculado Oxnard, junto a
los mexicanos que cruzan la frontera. En los pocos ratos libres me escapaba a Los
Angeles, a recorrer las librerías y visitar museos. La ciudad me pareció un enorme
basurero.

Al regresar a Miami (los cubanos que viven desperdigados por Estados


Unidos terminan, tarde o temprano, en Miami) fundamos la Revista Mariel de Arte y
Literatura. La concebimos pensando en nuestra Ah, la marea, del Parque Lenin.
Sentados junto a un turbio canal, en un pequeño parque de la ciudad de Hialeah,
retomamos el sueño. Le pusimos Mariel porque nos pareció un nombre hermoso,
redondo y sonoro, y porque para nosotros simbolizaba la puerta por la que
escapamos a la libertad. También porque llamándola así tal vez ayudáramos a
cambiar algo la temible imagen de los marielitos. El nombre fue un obstáculo para
conseguir dinero: nos decían que una revista llamada de esa forma sería asociada
con delincuentes.

El grupo de escritores que hizo posible Mariel, o colaboró en el empeño,


estuvo formado por Reinaldo García Ramos, René Cifuentes, Luis de la Paz,
Marcia Morgado, Roberto Valero, Miguel Correa, Lydia Cabrera, Enrique Labrador
Ruiz y Carlos Victoria, entre otros. Mención especial para el cineasta Néstor
Almendros, que siempre estuvo a nuestro lado.

Los primeros números, dedicados a Lezama Lima, Virgilio Piñera, Enrique


Labrador Ruiz, Lydia Cabrera y otros grandes escritores cubanos, fueron costeados
de nuestros bolsillos. Todos los editores y directores poníamos cien dólares o lo
que tuviésemos. De más está decir que resultaba una cantidad considerable para
cualquiera de nosotros. Algunos amigos generosos también ayudaron. Muchos
publicábamos por primera vez y la revista constituyó una oportunidad
extraordinaria y una aventura estimulante. Nos proponíamos, y lo conseguimos en
parte, ser un vehículo para todos los escritores cubanos, independientemente del
momento en que salieron de la isla. Hay que destacar aquí, porque no se ha hecho
lo suficiente, que la presencia de Marcia Morgado, la única escritora educada y
crecida en Estados Unidos, fue clave para el éxito de la revista. Sin ella Mariel
nunca hubiese sido lo que fue. Morgado formó parte del consejo editor en la
primera época y fue directora en la segunda.

Lydia Cabrera fue una especie de hada madrina de la revista. También una
de las personas que más ha impactado mi vida. Vivía en un minúsculo
apartamento en Coral Gables, donde trabajaba incansablemente. Rodeada de un
grupo de amigos y del silencio oprobioso y la indiferencia en los que la rica
comunidad cubana ha sumido a sus grandes escritores exiliados. Lydia pagaba la
publicación de sus libros con grandes esfuerzos, vendiendo en ocasiones las pocas
joyas familiares que pudo sacar de Cuba. Así publicó la mayoría de sus 23 libros.
Cuando la conocí era todavía una mujer fuerte y llena de energía, a la que la
ceguera no había entristecido. Reinaba en su sala llena de libros y cuadros. Una
dama elegante, que destilaba sencillez y dignidad y una aristocracia natural que
impregnaba sus palabras y sus movimientos. Hacía gala de un gran sentido del
humor, y una bondad pura. Al final de mi primera visita insistió en regalarme
doscientos dólares, y no hubo forma de rechazarlos. Ella, que no tenía, al ver que
un cubano recién llegado estaba peor no quiso dejarlo ir sin echarle una mano. «La
inteligencia es una forma de la bondad», decía. Es la mejor definición que he
encontrado al respecto.

Su apartamento constituía un espacio mágico. El retrato de María Teresa de


Rojas, su compañera inseparable, pintado por Wifredo Lam, dominaba la escena.
Un grupo de excelentes dibujos y tintas de este mismo pintor lo acompañaban. En
las mesitas, en el suelo, se amontonaban los libros. También las piedras que
pintaba, y de las que llegó a hacer algunas exposiciones en Miami. Hablábamos de
su amor por la pintura, de que quiso ser pintora en sus años de juventud parisina,
pero que renunció a ello porque «no se puede servir a dos dioses». Su intenso amor
por Cuba, su generosidad, esa sencillez que desde entonces he relacionado con los
verdaderos artistas, su grandeza, hicieron que acogiera como una madre sabia a
nuestra pandilla de fugitivos desesperados.

A nuestro grupo que estrenaba el vacío de vivir sin país, situación que ella
conocía tan bien.

Recuerdo las tardes de charla, inundados por esa luz roja del atardecer
miamense, escuchando su voz ondulada que recorría La Habana, que describía
una ciudad desconocida para nosotros, una isla en la que tuvo la fortuna de vivir y
que ya no existe. Contaba sabrosas anécdotas de Lam, al que acogió a su regreso a
Cuba, de Fernando Ortiz, al que consideraba su maestro y su amigo, de la pintora
Alexandra Exter, con la que coincidió en Europa. De cómo escribió sus famosos
Cuentos negros de Cuba para entretener a su amiga Teresa de la Parra, convaleciente
de una enfermedad. De sus tatas, negros centenarios que confiaron en ella y a los
que aseguraba deber todo lo que sabía sobre religiones afrocubanas.

Respecto a la dictadura cubana, su posición siempre fue muy clara: la


repudiaba profundamente. Su obra estuvo prohibida en la isla durante décadas,
aunque El Monte, su obra maestra, considerada una especie de biblia de la
negritud, circulaba clandestinamente y era objeto de culto y consulta obligada de
los sacerdotes afrocubanos. Echó de su casa a emisarios del gobierno cubano,
cuando, durante una etapa de pretendida apertura, la visitaron para proponerle la
publicación de El Monte en Cuba. Consideraba que Castro representaba la
vulgaridad absoluta en el poder.

Nunca se tomó muy en serio, que es lo que distingue, a mi juicio, a los


verdaderos sabios. Se quejaba de que los cubanos no escribían memorias, pero
nunca escribió las suyas. Lydia Cabrera, la gran dama de la cultura cubana.
Cuando pienso en ella, recuerdo los versos de D. H. Lawrence:

A small bird will drop frozen dead from a bough

without ever having felt sorry for itself.

Lydia, hasta el final, sin autocompasión, cantando y creando en su rama.

La primera etapa de Mariel (1983 − 1985) terminó, como casi es tradición en


las publicaciones de este tipo, por divisiones, luchas de poder y pequeños
chanchullos típicos de escritores. Después de un tiempo en Nueva York se
extinguió. La segunda etapa (1986 − 1987) fue el producto de la iniciativa de
Marcia, que me animó a intentar publicar la revista otra vez. Yo convencí a Arenas,
que al principio se mostró reticente. Después nos brindó su apoyo. Para este
segundo período conseguimos algo de dinero (algunos amigos y organizaciones
del exilio ayudaron). Logramos hacer algunos buenos números pero al final la
realidad económica se impuso y decidimos dar por terminado el proyecto. A pesar
de sus defectos la revista Mariel es, para la mayoría de los que la hicimos posible,
motivo de orgullo.

Alguien muy especial para el grupo de escritores y artistas llegados por el


Mariel, y para mí en particular, fue Nancy Pérez Crespo, y su fiel Juan Manuel. Su
ayuda desinteresada y entusiasmo hizo posible el progreso de muchos de nuestros
proyectos culturales de aquellos años. Aprovecho la oportunidad para darles las
gracias, de corazón.

Miami (es necesario aclarar que cuando digo Miami no me refiero a la


ciudad de ese nombre, exclusivamente, sino a un área que abarca 31 ciudades y
otras comunidades, donde habita la mayor concentración de cubanos radicados en
Estados Unidos, y que conforma el Condado Dade), ciudad en la que viví mis
primeros quince años de exiliado, es un sitio de enormes contrastes. Una ciudad
agitada por fortísimas pasiones, divertida y fulgurante, ridiculamente solemne y
conservadora algunas veces, deliciosamente depravada otras. Pero, sobre todo, es
la Capital del Absurdo Cubano. Es la Meca del Anticastrismo militante, el lugar
donde el odio hacia Castro y lo que representa alcanza tonos estridentes y
viscerales; el lugar donde se amontonan sus víctimas. Pero también es el sitio
desde donde se mantiene económicamente a esa dictadura. Desde Miami se envían
casi mil millones de dólares anualmente a la isla, en concepto de ayuda familiar y
viajes. Miami es la ciudad donde más cubanos ricos hay, donde los cubanos han
amasado una enorme cantidad de poder político y económico, y donde más
cubanos pobres hay, descontando Cuba. En Miami tres emisoras de radio
transmitiendo en español pueden provocar en veinticuatro horas una reunión de
asesores del presidente de Estados Unidos. Y, al mismo tiempo, es la ciudad más
sumisa a los intereses de Washington, más atenta a su aprobación y más penetrada
por sus organismos de inteligencia. Organismos que disponen de los servicios,
claro está, de excelentes agentes cubanos.

Miami es una ciudad donde se ha adoptado la mayoría de los principios


retrógrados y ultraconservadores del puritanismo norteamericano. Pero ninguno
de sus logros liberales. Miami es una ciudad donde se ha formado una élite de
jóvenes biculturales que pueden desenvolverse en el mundo anglosajón y en el
hispano. Pero al mismo tiempo permanece congelada en el tiempo y funciona y se
expresa con parámetros pertenecientes al desaparecido mundo de la Cuba
republicana de los cincuenta. Miami es una ciudad, como ya apuntara un joven
crítico exiliado, poscomunista. Pero allí nadie se ha dado cuenta.

Miami es una metáfora, una ilusión construida por los medios de


comunicación y la publicidad. Y una fuente de esperanzas para cientos de miles de
desesperados que huyen del hambre, la violencia y la locura de nuestros
dictadores. Es una ciudad desconocida para la mayoría de los que hablan de ella.
Una ciudad esquiva, a pesar de su apariencia llana y abierta, solar. Un lugar
diseñado para andar en automóvil, que no acoge a sus habitantes sino a través de
ellos. Algo inhumana y futurista. Recuerdo que, recién llegado, alguien que trataba
de tranquilizarme al escuchar mis quejas acerca del carácter esquivo de la ciudad,
me dijo: «No te preocupes, todo cambiará en cuanto tengas un automóvil.» Tenía
toda la razón.

En Miami es muy difícil ser independiente. Sobre todo si uno se expresa en


castellano. No es que el mundo anglosajón sea mucho más permisivo, pero la
censura social es más férrea entre nosotros. Allí se puede hacer difícil trabajar (en
el caso de que seas periodista, alguien con posibilidades de crear estados de
opinión) si no entras por el aro ideológico de la claque que controla. Basta la
llamada de un poderoso para que te quedes sin trabajo, si has mencionado algo
que le ofende o perjudica sus negocios.

Por otra parte, para los cubanos Miami es una ciudad única, la ciudad
elegida. Tiene un mar semejante al nuestro, verano perpetuo y, lo más importante,
es la única en la que podemos vivir con la ilusión de que estamos protegidos por
nuestro entorno. La intemperie que he experimentado viviendo en otras ciudades
estadounidenses nunca la he sentido en Miami. En Miami los cubanos olvidamos,
casi, que somos extranjeros.

Los noventa han cambiado la ciudad, que se ha hecho más tolerante. Su tono
político también es diferente, debido a que muchos de los llegados en estos años no
se consideran refugiados políticos sino inmigrantes económicos. Aunque digan
públicamente lo contrario. Eso ha ido moldeando el alma de un nuevo Miami. El
proceso es inexorable. Los viejos, representantes de otra cultura, otra ideología y
otra moral, van llenando los cementerios. No es que los que llegan ahora detesten
menos la dictadura, o ansíen menos la libertad. Es que ya esas palabras no
significan lo mismo. Los sentimientos son diferentes, las pérdidas son diferentes,
las culpas, las responsabilidades son diferentes. El régimen de Castro ha durado
demasiado y eso nos ha marcado a todos en un sentido u otro. El ser humano
puede acostumbrarse a cualquier cosa, hasta al horror, si éste se prolonga lo
suficiente y se hace cotidiano.

Miami es el sitio en el que nos hemos acostumbrado a todos los horrores,


donde hemos incurrido en el más costoso de los errores que pueda cometer un
pueblo diezmado por las divisiones, el fanatismo y la violencia; un pueblo
alcanzado por una enorme tragedia que amenaza con diluir el espíritu de la
nación: hemos renunciado a una indagación (y evaluación) despiadada de nuestro
pasado. Lo que nos hubiera asegurado una esperanza para el futuro. Miami es la
ciudad del triunfo de los cubanos y del fracaso de los cubanos. La ciudad en la que
hemos renunciado al porvenir, es decir, al regreso. Miami es el lugar donde
podemos ser, al tiempo que devoran nuestro ser. El nuevo hogar que nos permitió
sobrevivir, pero donde perdimos el alma.
4
Prólogos

¿Por qué Prólogos? Ya uno de ellos lo explica. Porque nunca pensé tener
tiempo para más. Quiero decir, tiempo para escribir una biografía de Reinaldo
Arenas. Me pareció muy necesaria en aquella época, cuando el escritor estuvo a
punto de morir. Y transcurridos siete años desde su suicidio en aquel pequeño
apartamento de Hell’s Kitchen, en Manhattan, me parece mucho más necesaria. La
figura de Arenas, el único escritor cubano de este siglo que ha sido
verdaderamente maldito, ha despertado un considerable interés en círculos
académicos. Existen numerosos estudios y se han publicado varios libros sobre su
obra. Pero aún no tenemos una biografía que nos ayude a desentrañar las claves de
su vida y su pasión creadora, que fueron casi lo mismo. Una biografía que nos
ayude a comprender, o al menos aproximarnos, a su misterio. Que eso es, en gran
medida, un artista de sus características. Claro que hace mucho tiempo comprendí
que no soy la persona indicada para semejante tarea.

En los últimos años han aparecido algunos libros que pueden considerarse,
en parte, memorias de la década de los setenta. De ellos me interesa mencionar la
del propio Arenas, Antes que anochezca, e Informe contra mí mismo de Eliseo Alberto
Diego. Del primero debo decir que, dejando a un lado las hipérboles típicas del
estilo areniano, es bastante exacto respecto a personajes, sucesos y, más importante
para mí, la atmósfera de represión y absurdo institucional que imperaba en
aquellos años. Las inexactitudes que he detectado (sobre todo cuando narra
acontecimientos de los que fui testigo) son menores y no alteran las conclusiones
que puedan extraerse de la lectura del libro. No se le puede pedir a un creador que
cuando narre su vida deje a un lado su forma de percibirla. Creo, además, que la
hipérbole en Arenas funciona en sentido contrario. Es decir, su aparente
alejamiento del hecho concreto produce un acercamiento que ilumina dicho hecho
y lo expone en su verdadera realidad. Sus exageraciones dejan a la vista una
carnalidad del suceso que se pierde muchas veces en la estricta anécdota. He
escuchado a algunos tratar de desacreditar Antes que anochezca aduciendo que se
trata de una novela. Son, en muchos casos, personajes que no aparecen bajo muy
buena luz en el libro. Pero aunque no lo fueran, es un juicio que no comparto.

En cuanto a Informe, creo que es un texto producido por alguien que fue
parte de la élite que, precisamente, se encargaba de atropellar a los protagonistas
del libro de Arenas. De alguna forma ambos textos se complementan. No me
gustan las élites, nunca me han gustado. En el caso cubano se ocuparon de
financiar y apoyar al que luego se convirtió en dictador vitalicio. Ellas (intelectual,
comercial, industrial) le dieron el dinero que necesitaba para su aventura y hasta le
compraron el barco en el que desembarcó. Cuando es evidente, al menos para mí,
que hubiese sido mucho mejor aunar fuerzas para echar del poder al ladrón y
asesino de turno, en este caso Fulgencio Batista, respetando el régimen
constitucional del país.

Esa misma gente, cuando la cosa se puso dura, cuando el nuevo Hombre
Fuerte, el Nuevo Caballo, el Nuevo Machazo (está claro que las relaciones de los
cubanos de ambos sexos con el poder son francamente eróticas) no resultó
manejable, salieron en estampida abandonando la nación a su suerte. Algunos
intelectuales se dedicaron a rezar y a buscar similitudes entre la nueva ortodoxia
fidelista y la vieja ortodoxia católica. No les costó mucho trabajo hallarlas, y
terminaron en el aparato cultural de la dictadura. Salvo contadas excepciones, se
plegaron con poca protesta y mucho oportunismo a los designios anticulturales de
los nuevos hombres fuertes, cuyos propósitos eran claros: eliminar la libertad de
expresión y convertir la cultura en un vehículo apologético para la ideología
imperante.

La mayoría de nuestros intelectuales, es triste decirlo, se plegó al poder


abandonando sus principios, y se dedicó a aplaudir frenéticamente, aceptar sumisa
y en muchos casos justificar y dar con su prestigio visos de respetabilidad a los
atropellos que se cometían contra los que no se doblegaban.

Cuba nunca tuvo una gran tradición de intelectuales rebeldes, iconoclastas.


Pero al menos tuvo una de intelectuales decentes. Eso se perdió. Y hasta el año
ochenta en que salí de allí junto a cien mil desesperados más, el panorama era
penoso.

La situación cambió, es cierto, gracias al revuelo social que provocó la toma


de la Embajada del Perú y el Éxodo del Mariel, pero el sistema, que en lo que es
más eficiente es en sobrevivir, encontró una ingeniosa forma de resolver la
situación que le preocupaba: la creciente rebeldía de los jóvenes creadores. Les
abrió la puerta para salir del país y vivir en un exilio de terciopelo, sin convertirlos
en escoria traidora, que era lo habitual hasta el momento. Los convirtió en
privilegiados del sistema al tiempo que se los sacaba de encima. Entregó la cultura
cubana (sobre todo la plástica, que es la que más dólares produce) a los designios
del mercado y el capital. Mediante esa estrategia la despolitizó y la amansó. Eso
acabó con la rebeldía cultural de los ochenta. Un verdadero renacimiento, después
de las tinieblas del medioevo de los setenta, que no se ha estudiado lo suficiente.
En el fondo, por distintos caminos, ambas sociedades exigen lo mismo del artista a
cambio de fama y dinero: mansedumbre y acatamiento.

El libro de Eliseo Alberto me parece útil y necesario, pero la obstinación de


su autor en legitimar determinados aspectos de la dictadura de Fidel Castro es una
forma de justificarse a sí mismo y a su clase. El autor no consigue o no quiere
comprender que todos fuimos víctimas, ellos y nosotros, pero que no todos fuimos
culpables. No logra comprender que la mejor forma de revisar el pasado es siendo
lo que no nos permitían: libres, total y dolorosamente libres. Y esa libertad no
admite camuflajes, ni autocompasión ni tabla rasa para esta etapa siniestra de la
historia de nuestro país.

Pero regresemos al texto que nos ocupa. Los Prólogos que siguen fueron
escritos durante el período en que Reinaldo Arenas permaneció oculto en el Parque
Lenin, mientras era perseguido por la policía de la Seguridad del Estado Cubano, y
en los meses posteriores a su arresto. Los redacté apresuradamente, tratando de ser
fiel sobre todo a lo concerniente a su fuga y a nuestras conversaciones en su
escondite. Mi juventud, apenas 22 años, y mi cercanía a los hechos, me hacían
conferirle quizás una importancia exagerada. Pero espero que, aún hoy, tengan
algún interés para los estudiosos y para cualquier lector que desee acercarse a la
vida y obra de este importante autor. Ojalá sea así. En aquellos días estaba
convencido de que nos aguardaban largas penas de cárcel o tal vez la muerte
tratando de escapar de la isla, por lo que quería dejar testimonio, aunque fuese
fragmentario, de lo sucedido.

Muchos de los Prólogos los escribí en la termoeléctrica en la que trabajaba, o


en la casa de mi familia. Casi siempre al regreso de algún encuentro con Rey,
cuando las palabras y los hechos estaban frescos, así que me parecen bastante
exactos, sobre todo en lo referente a las citas de nuestras conversaciones, y a las
circunstancias que viví. A pesar de esto debo decir que no creo en la memoria, ni
siquiera en la inmediata, y aunque estos Prólogos no son (ni pretenden ser) unas
memorias en el sentido clásico del término, no haré excepción con ellos. Siempre
he pensado que, cinco minutos después de vivir algo, contarlo es una tarea del
recuerdo, y el recuerdo es ya territorio de la imaginación.

Redactaba los Prólogos e inmediatamente me veía obligado a esconderlos, en


casa de fieles amigos como Bernardo Morejón, Luis de la Paz, José Díaz o Marcos
Martínez, entre otros que quedaron en la isla y cuyos nombres me reservo por
razones obvias. Yo pude haber compartido el destino de estos últimos. Aquella
condena en el Plan Plátano de Artemisa me salvó tal vez de un destino más
truculento. Algunos de estos amigos que menciono, y... los que no puedo nombrar,
dieron muestras de un coraje y de un sentido de la amistad que siempre recordaré.
Nunca se lo agradeceré bastante.

Cuando escapé de Cuba mi hermano José, al que se le impidió salir durante


varios años después de la partida de la familia, me los hizo llegar poco a poco. La
operación duró meses. Tuvimos suerte, sólo se perdió uno de ellos. Los
manuscritos originales de los Prólogos pasaron a formar parte de la colección de la
Universidad de Princeton al principio de los años ochenta, y Reinaldo Arenas los
consultó cuando trabajaba en Antes que anochezca, su autobiografía. Me llamó para
pedirme que le enviara una copia y así lo hice. En Princeton permanece la versión
original escrita en la isla.

Para este libro he reescrito muchos de los Prólogos y añadido detalles,


anécdotas y descripciones que tuve que excluir por prisa o por problemas de
seguridad. Estaba obligado a reflejar exclusivamente mis actividades y evitar por
todos los medios comprometer a alguien excepto a mí mismo, en el caso de que la
policía cubana, que puede ser una lectora voraz, lograra dar con ellos. También he
eliminado partes que me parecían de escaso interés. He modificado en ocasiones,
mínimamente, el tono del texto, en busca de claridad y fluidez. Aunque he tratado
de mantener la voz del muchacho que los escribió hace 23 años. Algunos de los
Prólogos se reproducen aquí tal y como fueron concebidos.

Ese muchacho que trataba de sobrevivir en la siniestra Habana de 1974 era


un tipo romántico, atiborrado de lecturas, que pensaba de la vida y el arte cosas
que hoy no comparto demasiado, pero que he conservado porque me pareció justo
que el texto reflejara los puntos de vista del que los escribió y no los míos de ahora,
que por otra parte (en lo que se refiere a aquel momento) están viciados por el
conocimiento de lo que sucedió después. Creo que constituye un acto de justicia
permitir a aquel adolescente decir por fin, públicamente, lo que quería decir y
nunca pudo, en aquel lejano y turbulento año. La experiencia de enfrentarme a ese
joven ha sido extraña: triste a veces, en ocasiones reconfortante. No he de negar
que también me ha traído algunas alegrías. Algo fundamental persiste a pesar de
todo lo sucedido en las últimas décadas: creo que aquel joven hizo lo que pudo por
no traicionar a un amigo y eso me ha ayudado a vivir conmigo mismo, algo que
considero esencial. Sólo por eso: gracias, muchacho.

Es curioso constatar hoy que muchas de aquellas obras perdidas (en mi caso
los poemarios y algunas obras de teatro) valían muy poco. Fue una suerte que no
tuviésemos la más mínima posibilidad de publicarlas. Aunque reescribirlas resultó
un saludable ejercicio. Debo gracias aquí a la policía cubana. Las doy.
Me decidí, transcurridos tantos años, a publicar este texto, estas viñetas
apresuradas y fragmentarias. Primero, por la fe y el generoso estímulo de buenos
amigos y de los editores de Editorial Casiopea. Y, en segundo lugar, porque a
pesar de sus defectos, que son muchos, su lectura me devuelve la atmósfera de
aquellos años, un estupor conocido, un escozor familiar, un ahogo, un acoso físico
y espiritual que considero definen nuestra experiencia en la década de los setenta.
Me devuelve una sensación de hambre permanente y una confianza ciega en el
propósito y el poder de la literatura que todavía me conmueve. Quizá no sea
mucho. Pero sí suficiente para ofrecerlo a otros lectores, para invitarlos a regresar
allí conmigo.

Además de rescatar algunas anécdotas y el ambiente en el que vivió Arenas


aquellos días, los Prólogos tienen para mí otro significado: se convierten en un
comentario doloroso sobre la fugacidad que traspasa mi propia vida, la
desesperación al confrontar mis conflictos bajo el peso del tedio y la banalidad de
la existencia. Son la memoria de unos amigos que intentaron conservarse humanos
en aquella situación. Nuestro pequeño infierno me pareció merecedor de ser
mostrado, porque sigue siendo de alguna manera nuestro infierno de siempre.

Repito, este libro no debe leerse como unas memorias, sino como el
monólogo de un muchacho de 22 años que respetaba, admiraba y quería a un
amigo y no quiso dejarlo solo a pesar de que se moría de miedo y lo devoraban las
dudas. Un muchacho romántico, ingenuo e ignorante que creía con los surrealistas
(como yo todavía) que hay tres cosas sagradas: la rebeldía, el amor, la poesía. Un
joven que pensó que no tendría tiempo para más y quiso dejar constancia de su
desesperación. Un muchacho lleno de furia y de infundadas esperanzas.

Los dejo conmigo mismo, es decir, con él. Con ese fantasma adolescente que
regresa. No puedo menos que admitir que lo recibo con una tibia y cariñosa
melancolía.
Los Prólogos

Pero el hombre no sólo germina, sino también elige.

LEZAMA LIMA
Prólogo
Uno

Llevo dos días tratando de localizarlo sin éxito. En un mensaje recogido en


uno de los puntos acordados, me dice que está bien; y, además, dónde puedo
encontrarlo los días 9, 10 y 11 de diciembre de 1974. Me comunica que se ha visto
obligado a cambiar de dormitorio por razones que no explica. Siempre usábamos
dos o tres escondites (un agujero entre unas raíces, un espacio debajo de una
piedra, lugares así) para dejar mensajes protegidos, envueltos en un pedazo de
nylon. Si alguna presencia sospechosa impedía llegar a uno de ellos, podía
disponerse de los otros. El día 11 por ejemplo, debo verlo a las ocho de la noche en
el cine del Parque Lenin, pero no puedo acudir a la cita debido a la estrecha
vigilancia que los agentes de la Seguridad del Estado ejercen sobre mi casa y sobre
todos los que la visitan. Esto incluye a mi hermana que es casi una niña. Esta
situación se prolongó durante varios días. Pero la vigilancia cedía o se acrecentaba
por motivos que ignoro. Ese mismo día, después de una visita de Oneida, la madre
de Reinaldo, las cosas cambiaron. Era de esperar. Llegó, miércoles 11.
Absolutamente desesperada, no pudo soportar la incertidumbre allá en Holguín y
vino a ver qué estaba pasando. Da pena verla, cómo trata de ocultar su angustia,
con una bolsita llena de cosas para el hijo prófugo. Parecemos habitar alguna obra
de Virgilio Piñera. ¿Cómo es posible que venga a casa de la única persona que
conoce el paradero de su hijo, sabiendo (como debe de saber) que la policía la sigue
a todas partes? Pues bien, no viene sola, sino acompañada por un buen número de
forzudos muchachos, con atuendo típico y a bordo de los Alfa-Romeo, también
típicos, de los órganos represivos. A partir del momento de su partida, ya no nos
abandonan. No tratan de ocultar o disimular su presencia, quieren que sepamos
que están allí. Trato de decirle a Oneida que no le diga a nadie que nosotros
sabemos dónde está Rey. Subrayando la palabra NADIE. Esto quiere decir que no
le diga nada, sobre todo, a su hermana, pero no sé si me comprende. No sé siquiera
si me escucha. Está completamente aturdida. Enormes ojeras. Rostro cansado
rematando su cuerpo duro de campesina. En el fondo de sus ojos hay un
desamparo que a veces he sorprendido en los ojos del hijo. Pero también es de una
fortaleza asombrosa. Sólo se muestra débil, brevemente, cuando mi madre le pasa
un brazo sobre los hombros y trata de consolarla.

Es lunes dieciséis, cuando redacto estas notas. Escucho fuera un motor,


¿serán ellos? Escribo porque no quiero que estos hechos permanezcan
desconocidos. Si me sucediera algo, me parece importante que se sepa qué pasó y
cómo.
Sábado catorce. Sigo sin localizarlo y tengo casi la certeza de que algo le ha
sucedido. Voy al lugar donde dormía aunque sé que allí no habrá nada porque en
la nota me informaba que había cambiado de sitio. Pero no aclaró esta vez a cuál.
Tal vez no tuvo tiempo de hacerlo. Quizás no sabía adonde se dirigía cuando hizo
la nota. En la alcantarilla están los cartones con los que se abrigaba y protegía del
frío y la humedad de la noche. Nunca fueron suficientes. Hacía una especie de
nicho con las cajas de cartón, que rellenaba con papel de periódico. También se
metía hojas de periódicos, arrugadas, entre las ropas. Parecía un extraterrestre,
pero conservaba el calor. «Menos mal que este periódico al fin sirve para algo,
aparte de su uso oficial como papel sanitario», decía sonriendo, mientras
enarbolaba un Granma.

En ese lugar del Parque, al amanecer, una espesa niebla que llega a la altura
de las rodillas ahoga el paisaje. A pesar de que las entradas de la alcantarilla
estaban casi cubiertas por la hierba y Rey trataba de cerrarle el paso con los
cartones que sobraban en su cama, la niebla se las arreglaba para entrar. Cuando
llegaba temprano a verlo parecía emerger, a mis llamadas, de una página de
Lovecraft; uno de sus escritores favoritos, dicho sea de paso.

Como no está en la alcantarilla, voy al lugar convenido para dejar algún


mensaje y no hay nada. Tengo la seguridad de que algo ha ocurrido. No se hubiera
movido a ningún sitio sin dejármelo dicho. Sin acordar algún otro punto de
encuentro. Sólo hay dos alternativas. O lo descubrió la policía y tuvo que huir
precipitadamente o decidió abandonar el Parque por razones que no consigo
explicarme. Si lo descubrieron, pueden haberlo apresado, o puede haberse
suicidado, si le dieron tiempo. No se separaba de un frasco de pastillas que
consiguió mi hermano José en su trabajo en el Hospital Nacional, y que yo mismo
le entregué. Pidió expresamente que fuera un medicamento que lo matara si se
tomaba suficientes píldoras. Y nos aseguramos de eso. Estoy seguro de que no
dudaría en utilizarlas. Arenas me había dicho: «Asegúrate de que son mortales. No
le temo a la muerte, lo que me queda es una constante evasión y la muerte no sería
más que evadirse de la realidad. Pero a la cárcel sí, es un lugar horrible, sórdido. A
la cárcel sí le temo.»

En caso de que lograra escapar planeaba dirigirse a Oriente en busca de su


madre. Ya sin esperanzas me voy a la parada del ómnibus. La noche ha caído y allí
me esperan mi hermana y mi mujer. Hemos salido juntos de la casa para despistar
a la policía y ellas han insistido en acompañarme. La pequeña caseta en la que
esperamos está a oscuras. Se trata de una carretera que bordea el Parque y
desemboca en Calabazar. Una señora cuarentona, acompañada de dos niñas,
espera también la ruta 88, única que pasa por allí. Se nos acerca. Nos dice: «Tenía
miedo a acercarme. Pero como vi que había mujeres... Esto por aquí está muy
malo», añade, «ayer se formó un tiroteo por unos ladrones de gallinas... dejaron el
saco tirado, pero luego los cogieron. Eso dicen... y el sábado estaba esto de policías
que no cabían más...» (en este punto de la conversación empiezo a prestarle
atención). «Estaba el DTI1, la Seguridad del Estado, un montón de patrulleros, sí,
por un fugitivo que había, hicieron un peine y todo y trajeron los perros y detenían
todas las guaguas y montaban los perros porque dejó una ropa tirada...»

—¿Pero lo cogieron? —pregunto, ya seguro de que habla de Rey.

—Sí, lo cogieron después, el martes, con un libro... —responde.

Con un libro. Tiene que ser él. ¿Pero cómo sabe esta mujer que lo cogieron
con un libro? El Parque Lenin es un lugar horrible, aunque supongo que la versión
oficial y la propaganda para turistas diga y muestre otra cosa. Aunque nos sirvió
de centro de reuniones durante algún tiempo, y lo pasamos muy bien aquí. Todo
hay que decirlo. Además, nos salvó la vida en varias ocasiones. Quiero decir, evitó
que muriéramos de hambre. En ese parque, gracias a algún burócrata o al mismo
Fifo, han instalado unos quioscos en los que es posible encontrar leche, quesos
crema y hasta bombones y caramelos. Sin necesidad de Libreta de Abastecimiento,
«por la libre». Todo carísimo, por supuesto. ¿Pero quién se fija en eso si está
muerto de hambre? Cuando en toda La Habana era imposible encontrar una
croqueta o un vaso de aquel seudorrefresco llamado guachipupa, ahí estaba el
Parque Lenin. El Parque está situado al sur de la ciudad y al principio resultaba
atractivo, pero luego se fue llenando de mosquitos, hierba y abandono. Como todo
aquí. Éste tiene que ser el país de los buenos comienzos y los finales espeluznantes.
Tiene una represa, un anfiteatro al aire libre, un parque de diversiones japonés que
nunca se terminó y estuvo renqueando a medias un tiempo. Una Casa del Té. Y
como la ciudad ya casi no tiene posadas donde templar, es una gran posada al aire
libre. A los catálogos para turistas habrá que añadir ahora que este parque sirvió
de escondite durante algún tiempo al escritor joven más importante de esta isla,
que, como era un artista, un ser auténtico, huía de la policía del «Primer Territorio
Libre de América». Tal vez este detalle haga afluir mayor cantidad de dólares y
hasta me agradezcan la iniciativa.

Regreso a la parada. En la conversación con la mujer me entero de algo de lo


sucedido. Aunque no hay nada seguro. Empiezo por considerar que la versión de
la mujer no es muy exacta. Primero, porque la información que comparte con
nosotros debe de provenir de otros, y la de ésos, de otros seguramente. Han
utilizado el único medio de comunicación libre que existe en Cuba: «radiobemba».
De lo que sí no cabe duda es de que algo sucedió aquí durante la semana. Pienso:
se movilizó una enorme cantidad de la policía y otras fuerzas represivas. Y lo
localizaron. ¿Qué otro fugitivo sería sorprendido con un libro? Tiene que ser él.
Pero hay zonas oscuras en la historia de la mujer. Si la policía lo localiza el
sábado... ¿Cómo es que lo capturan un martes? ¿Cómo es que permanece hasta el
martes en el parque con aquel despliegue que no puede haber pasado inadvertido
para él de ningún modo? ¿Cómo es que me deja una nota? Lo vi el sábado por la
mañana sin problemas, y quedamos en volver a encontrarnos el miércoles. Por lo
tanto, debe de haber dejado la nota el domingo diciéndome dónde iba a estar los
días que faltaban hasta la próxima entrevista. Es decir, dónde iba a estar los días
lunes, martes y miércoles por si surgía algún imprevisto antes del encuentro
nocturno del miércoles. No decía nada del domingo, por lo que pienso que la
habrá escrito ese día. Si es así, la mujer se equivoca y no fue el sábado el despliegue
policial. Si consideramos que la mujer nos ofrece su versión una semana después
de los hechos, y, como se sabe, todo este asunto no tiene la menor importancia para
ella, a no ser como algo interesante de lo que conversar, digamos que no hay
motivos para pensar que su recuerdo de lo acontecido sea exacto ni mucho menos.
Otro motor afuera. Pero ya estoy tan harto y tan aburrido que ni me asomo por la
ventana a comprobar si se decidieron por fin a entrar y registrar la casa o cargar
con nosotros o lo que sea. Continúo escribiendo. Deseo aclarar que para mi
hermana y mi mujer, que me acompañaron hoy, fue simplemente un paseo. No
están al tanto de nada de lo que ocurre.

Las posibilidades de que haya logrado escabullirse son remotas. Lo más


probable es que lo capturaran. Vivo o muerto. Si lo atraparon vivo, lo peor para él,
a estas horas deben de haberlo sometido a todo tipo de interrogatorios para saber
de sus obras, de cómo las envió al extranjero, de los amigos que le prestaron
ayuda. Está claro que están enfurecidos porque Rey logró evadirlos tanto tiempo
en plena capital de su controlada isla-finca. No creo que lo hagan hablar, pero
aunque no hable es bastante probable que vengan a buscarnos. Son días de
incertidumbre e impaciencia. Y de terror.

En manos de la seguridad deben de haber caído algunas ropas, unos


espejuelos, un cuchillo que le llevé, algunos libros. La Ilítada, La Odisea, La montaña
mágica y otros que ahora no recuerdo. Y el manuscrito de una autobiografía
titulada Antes que anochezca que había comenzado a escribir, no porque la muerte
estuviera cerca, según me dijo, sino porque tenía que escribir antes de que le faltara
la luz del sol, pues no disponía de otra. Pensaba darle al trabajo el aire de las
novelas picarescas españolas. Recuerdo que durante una reunión debajo de una
mata recóndita me leyó lo que tenía escrito hasta ese momento. Un par de hojas de
una libreta. Comenzaba: «Yo siempre he sido un ser extraordinariamente fatal.» Y
por ahí seguía enumerando una lista catastrófica de sus calamidades desde el
momento mismo de su nacimiento. Tal vez la policía no haya confiscado el
manuscrito, pues Rey lo guardaba envuelto en nylon, al pie de aquella misma mata
bajo cuya sombra le dimos lectura. Si lo tenía con él cuando lo apresaron, ya
sabemos el futuro que aguarda a esa obra.

Ahora bien, ¿qué hacía el escritor Reinaldo Arenas escondido en el Parque


Lenin? Pues esperar la posibilidad de escapar del país. Esperar a alguien que
vendría a sacarlo de la isla. Alrededor del día 18 de noviembre llega a casa un
joven francés. Aparece en medio de uno de los frecuentes apagones que son ya un
lugar común en nuestras vidas. Casualmente, estamos todos en casa en el
momento de su llegada. Es un muchacho alto y atlético que dice las dos
contraseñas, la del Libro de las flores y además muestra la medicina para la sinusitis
que constituía una especie de seguridad adicional puesto que fue comunicada por
vía diferente y creada por Reinaldo y nosotros. Acordamos que si el que llegara
sabía lo del Libro de las flores, pero no lo de la medicina, se trataba de un agente
cubano. Le pedimos pruebas adicionales, información sobre los amigos en Francia,
analizamos su francés (mi hermano José lo habla bastante) y lo hicimos sudar de
ansiedad al resplandor de las chismosas de luzbrillante [querosene] que
iluminaban, pobremente, la escena. Por supuesto, después de todo aquello no le
creimos una palabra y asumimos, en principio, que se trataba de un superagente
entrenado para casos excepcionales por los órganos de inteligencia cubanos.

Nos mostramos sumamente discretos. Lo cito para el sábado, dos días


después, en el cine Novedades. ¿Por qué el Novedades? Porque allí trabaja como
proyeccionista Bernardo Morejón, amigo de infancia de absoluta confianza, lo que
nos permitirá reunimos en la cabina de proyección del cine. Un sitio aislado y a
salvo de miradas indiscretas. Estas decisiones las tomamos en reuniones entre
hermanos. Mi madre a veces participa, aunque nunca opina. Sólo dice cuando
vamos a salir: «Tengan cuidado.» Mi padre sigue su rutina diaria como si no
sucediese nada. Es el tipo de gente que si le dicen que ya los cohetes atómicos están
volando hacia la isla, se concentraría en terminar la partida de dominó en la que
esté enfrascado. Esto para mí constituye la máxima sabiduría.

En cuanto Joris Lagarde (así se llamaba el muchacho francés)... se marcha, y


después de esperar un tiempo prudencial, me lanzo en busca de Reinaldo. Lo
encuentro ya parapetado en su alcantarilla, forrado de periódicos y cartones,
dispuesto a pasar la noche. Rey se alegra enormemente y me dice que sí, que ése
debe de ser el hombre esperado y que además no se pueden perder oportunidades.
Esperamos ansiosos la llegada del sábado.

La vigilancia de la policía sigue siendo estrecha aunque ha aminorado un


poco. O al menos eso creemos. Quizás el apagón nos ayudó con la visita de Joris.
Es increíble que no se hayan percatado de su presencia. Si lo siguieron hasta el
hotel Deauville, donde se hospeda, es seguro que lo seguirán cuando vaya a
reunirse conmigo. Parece extremadamente listo, pero está en una ciudad extraña y
aquí un extranjero destaca como un canguro vestido de smoking, como diría mi
querido Raymond Chandler. Debo extremar las medidas de seguridad para evitar
que me sigan cuando vaya a su encuentro. Ya no hay forma de cambiar la cita, así
que sólo queda ir.

Bernardo ha chequeado desde que entró a trabajar al mediodía y no ha


notado ningún movimiento extraño o inusual. Llego temprano después de dar mil
vueltas por La Habana, cambiar de guaguas en marcha, colgarme de otras, hasta
que estoy seguro de que he perdido a cualquiera que haya podido seguirme
cuando abandoné la casa. Aunque lo hice saltando la cerca trasera y saliendo por la
calle aledaña, F, en vez de por Cuarta, adonde da el frente de la casa. Todo ello,
además de practicar nuestra habitual maniobra de distracción: cuando voy a salir a
hacer «contacto», mis hermanos, mi hermana, mi mujer y hasta mi madre en
ocasiones salen al mismo tiempo con jabas o algún bulto bajo el brazo y se
dispersan en diferentes direcciones. Buscan llamar la atención de los que vigilan y
hacerse seguir por ellos. Parece que ha dado resultado. Hasta ahora. Me sitúo en
las cercanías del cine a la espera de algo sospechoso.

A la hora adecuada se acerca el francés. No parece que lo sigan. Espero aún


algunos minutos y luego voy a su encuentro y lo conduzco hasta la cabina del
Novedades, donde le pongo al tanto de la situación y le explico lo que haremos
para llegar adonde Rey. Joris me dice que también ha tomado medidas para que no
lo sigan y que seguirá fielmente mis instrucciones. Al salir le digo a Bernardo que
si lo vienen a ver me eche toda la culpa y se desentienda del asunto. Que diga que
no sabía lo que estaba pasando y que fue utilizado por mí. Me responde que me
olvide de eso, que ya está cansado de estos hijos de puta y que se vayan al
recontracoño de su madre. «Típico barrio Poey», le respondo, y nos reímos. Luego
le digo a Joris que me siga a unos pasos, que no me pierda por nada del mundo y
que haga todo lo que yo haga por enloquecido que le parezca. Y nos lanzamos
hacia el Parque Lenin.

Llegamos tarde en la noche al Parque. Nos reunimos con Rey en medio de


unos matorrales, sitio acordado previamente. Lagarde informa a Reinaldo que le
decomisaron el bote que traía y en el cual pensaba llevárselo cruzando el Estrecho
de la Florida. Parece que es un experto en ese tipo de travesías. El muchacho está
verdaderamente apenado y Rey, para quien aquello representa un golpe
demoledor, trata de consolarlo. Hablamos a la luz de una pequeña linterna,
sentados en círculo, en medio de aquel intrincado matorral, adonde hemos llegado
a rastras. Joris le entrega todo lo que tiene, su reloj, los bolígrafos, un cuchillo de
pesca submarina. Acordamos otros planes de fuga que Lagarde se compromete a
tratar de poner en práctica en cuanto regrese al extranjero. Me da la impresión (y
más tarde Rey me dice que le ha pasado otro tanto) de estar hablando con un
marciano. Y lo es sin duda alguien que puede hablar libremente de cuándo se irá, y
de cuándo estará de regreso. Sobre todo de cuándo se irá. Al marcharnos dejo a
Reinaldo muy desanimado, aunque, como de costumbre, trata de poner al mal
tiempo buena cara.

Al día siguiente vuelvo a reunirme con Joris en la cabina del cine y le


entrego varios manuscritos. Los mete en una especie de bolsillo interior de la
chaqueta, pegado a la piel. Me dice que me despreocupe, que no lo atraparán.
Aquel hombre me inspira confianza, no podría decir por qué. Le doy la dirección y
el nombre de unos amigos en California para que me envíe una postal de parte de
ellos, cuando llegue a México. Esto nos permitirá saber que logró salir sin
contratiempos. Se lo aprende todo de memoria. El francés es mucho francés. Me
despido de él cálidamente, con la sensación de que es un viejo amigo. Se marcha el
martes próximo y ya afuera se pondrá en contacto con amigos en Francia, así como
con el editor de Rey. Tal vez puedan hacer algo. Joris también se llevó una
declaración, una especie de S.O.S. escrito desde la clandestinidad, como decía
Reinaldo. Iba dirigido a la juventud del mundo, y narra lo sucedido en los días de
fuga y de cárcel2.

Pasan los días y nada sucede. La situación de Rey es desesperada. No es


solamente el problema de que no lo atrapen. Están el hambre y el frío y el vivir a la
intemperie. Y la soledad. Voy cada vez que puedo y pasamos horas conversando.
Necesita compañía. Planeamos algunas tertulias, para animarnos. Rapiño en casa
de la poca comida que hay para llevarle, cuando se puede. Pero todo el mundo
pasa hambre y tampoco hay dinero pues ganamos una miseria. De vez en cuando
hacemos una colecta y le llevo algo para que pueda comprar en los quioscos del
Parque.

Conversamos. La historia de su fuga es prácticamente un capítulo de El


mundo alucinante. Nos reímos de eso y me da su versión frayservandesca: «Salgo
corriendo de la estación de policía en medio de una revuelta descomunal
provocada por un termo de café por el que pelean los policías y me lanzo al mar.
Me zambullo y nado desesperadamente y cuando saco la cabeza estoy frente a la
base naval de Guantánamo. Miles de luminarias se elevan, verdes, rojas, una
manada de caimanes hambrientos me persigue. Me disparan con ametralladoras.
Me trepo a un árbol. Me abrazo al árbol.»

Me habla de escribir otro S.O.S. para poner en claro lo que es


verdaderamente la UNEAC. Pero no tuvo tiempo. Conversamos de su novela por
escribir, la tercera de su pentagonía Celestino antes del alba, compuesta por El Pozo,
El palacio de las blanquísimas mofetas, El color del verano, Otra vez el mar y El asalto. No
dejaba de hacer planes, en medio de aquella situación. Decía que iba a tener una
casa desde la que se viera el mar para escribir en paz. Que si cualquiera de
nuestros encuentros fuera el último, que no me preocupara por él, «que nos
veríamos del otro lado».

Estamos hablando desde Cuba, Primer Territorio Libre de América, según


vocifera la radio mientras escribo. Arenas me habló, además, de otro proyecto que
le interesaba mucho. Una trilogía compuesta por El mundo alucinante y otros dos
libros basados en grandes figuras de la historia de América. Pensaba en Bolívar. Su
intención era abarcar la historia de nuestro continente apoyándose en tres grandes
hombres. Cosas éstas que ya no hará. Palabras éstas, ritmos éstos, que ya no
descubrirá. Cadencias éstas que ya no serán. ¿Por qué? Pues porque en este país
«totalmente libre» no se puede escribir ya ni en las cárceles; como hicieron los que
ahora lo prohíben. Empezando por Fidel Castro en persona. No se puede ser un
artista honesto en este país y participar de la cultura oficial. Eso lo tengo muy
claro. Lo único que queda es la fuga. Escapar de este infierno como sea, y salvar lo
que se escriba. Eso es todo lo que nos depara el futuro. Con suerte.

¿Qué será de nosotros?, me pregunto en este momento sombrío. Tristes,


esperando lo peor, aplastados por la impunidad del poder. ¿Qué será de nosotros?
Y otra pregunta: ¿pueden algo contra nosotros? Contra nosotros que, a pesar de
estar acosados o presos, como es el caso de Reinaldo (y tantos otros), esperamos
nuestro turno de la manera más natural posible, es decir, escribiendo. Que a pesar
de todo nos paseamos por la playa bajo el cielo que espumea y por la arena
vertiginosa que espejea al sol que nace. Qué pueden ellos si Rey, en medio de una
situación espantosa, puede mantenerse sereno y sonreír. Qué pueden si mucho
más completa es la dicha del perseguido. Ahora pienso: lo único que amó Arenas
fue el oleaje, y ahí está el mar, intocable y perfecto.
Entonces confío en que tiene razón: después de los gusanos y la ferocidad y
la paz y lo cambiante, nos veremos del otro lado y nos estrecharemos las manos. Así
será, sencillo, como todo lo duradero. Y a la sombra del mar que nos envuelva nos
sentaremos a esperar las olas.
Prólogo
Dos

Día 20

Alejándose cada vez más de Marcelino Menéndez y Pelayo era el título de un libro
de ensayos que Reinaldo tenía en proyecto. Ya había escrito uno sobre la novela La
espuma de los días, de Boris Vian; y otro sobre dos libros de poemas titulados Un
rasgar ululante y Destrucciones, el primero mío y el segundo de mi hermano José. El
título del ensayo no tenía desperdicio: Entre ululantes destrucciones o invocación a
Pedro el Malo para que desentierre un manuscrito encontrado debajo de una teja. Ayer me
acordé de eso ya acostado. Las figuras, las sombras en la pared se desplazan
periódicamente, al paso de los automóviles. Otra vez. ¿Serán ellos? Sigue la
vigilancia. Han apostado un Alfa-Romeo de forma casi permanente en las esquinas
de F y G. A cincuenta y cien metros, en ambas direcciones. A veces llegan otros
vehículos y los ocupantes se ponen a conversar. Poey es un barrio muy pobre, con
la mayoría de sus calles sin asfaltar, por lo que no está acostumbrado a este
trasiego. Si siguen así van a tener que inaugurar un parqueo por aquí cerca, o algo
por el estilo. La presidenta del CDR, que vive en la casa de al lado, está eufórica
estos días. Parece que alguien la ha visitado para solicitar informes sobre nosotros,
o pedirle que vigile nuestras entradas y salidas. El caso es que se pasa el día
apostada afuera con cara de conspiradora y sonrisa triunfante. Sueña con una
condecoración o un bono que le permita el derecho a aspirar a un televisor ruso.

Ha llegado el invierno. Traído por uno de esos frentes, añorados e


imprevisibles. El invierno aquí llega cuando le da la gana. Las estaciones no
existen. Así que ha llegado de súbito y se ha estrellado contra la puerta. Pongo mi
mano en tus pechos y los hallo calientes, meto mi cabeza entre ellos para dormir. El
tiempo transcurre y seguimos sin saber nada. Estos han sido días muy duros, sobre
todo porque pienso en los libros que la inminencia de un registro o de una delación
nos hizo destruir. Esto también se hizo por consenso. Aprobado por todo el grupo.
El recuerdo de los papeles quemados no me abandona, fue estúpido destruirlos. Y
si no fuera porque es necesario reescribirlos, por mí y por mis personajes perdidos,
me suicidaría. Me siento cobarde, miserable y traidor. Pero abandonados de Dios y
de todos, sólo nos queda la palabra. Así que hay que ponerse a trabajar cuanto
antes. En cuanto se normalice la situación. Si es que se normaliza.

¡Si pudiéramos escapar a algún sitio! Adonde fuera. Lo de la vigilancia nos


tiene desconcertados porque si como creo detuvieron a Rey cuando la movilización
en el Parque... ¿por qué continúan con ella? Es posible que tengan alguna prueba
en contra nuestra, pero si es así, ¿por qué no la usan? Resulta increíble cómo los
seres humanos, en ocasiones, pueden acostumbrarse a cualquier cosa. Están ahí
afuera, pero ya me he acostumbrado y me cuesta trabajo, en ocasiones, pensar
mucho en ellos, preocuparme por ellos. Es como si estuvieran muy lejos, a pesar de
que apenas distan cien metros.

También recordé hoy el día aquel en que llegué muy temprano. La tierra
empapada, una neblina gruesa en la que costaba avanzar. Arribé al sitio convenido
y no estaba. Me senté a esperar. Dejé la botella de vino que le traía y el pan con
tortilla escondidos entre dos piedras. Oculté el paquete con una penca y algunas
ramas diseminadas por el lugar. Estaba en una hondonada, resguardado de las
miradas de los que pasaran por la carretera. Reinaldo me había dicho que en
cuanto se levantara iría a encontrarse conmigo. Esperaba hallarlo allí a mi llegada.
Pero no me preocupé. A veces se quedaba dormido muy tarde, por el frío, y luego
se rendía hasta que el sol estaba ya bastante alto. Demoraba. Al rato decidí caminar
a lo largo de la carretera, hasta el lugar convenido para dejar un mensaje si ocurría
algún imprevisto. No encontré ningún mensaje. Regresé. Ya los quioscos del
Parque estaban abiertos, así que me comí un queso de crema con galletas y me bebí
dos vasos de leche y cuando volví me lo encontré sentado junto a la penca. Tenía
los tenis y las medias secándose al sol. Estaba leyendo La Ilíada. En su rostro se
acumulaba la fatiga, las huellas de la tensión perpetua, el desgaste producido por
el hambre y el mal dormir. «Estaba asustado porque no venías», me dijo, «pensé
que había pasado algo». Andaba con su jabita a cuestas, como de costumbre.
Dentro de ella llevaba lo imprescindible, los utensilios de aseo personal, los libros,
sus cosas de valor. No dejaba nada en el escondite por si tenía que salir huyendo
súbitamente. Como siempre, le pareció que todo lo que le llevaba era maravilloso.
Había algo más: ese día yo me casaba a las cuatro de la tarde. Por eso me escapé
temprano a verlo.

La boda nos parecía una magnífica cobertura. Prometí guardarle cake y


bocaditos de los del racionamiento. Sólo me dio un consejo cuando se enteró de
que me casaba: «Ahora no te vayas a cundir de hijos.» Luego pensó un poco
tratando de hallar algo positivo en el hecho, y añadió: «Al menos ahora no tendrás
que salir por ahí cuando tengas ganas de templar.»

El sol empieza a calentar.

«Ya empecé a escribir la autobiografía, no he escrito mucho, leo un poco y


escribo otro poco, y así, será breve, porque ahora no puedo ponerme a escribir esas
parrafadas... figúrate». Y hace una mueca como pidiendo excusas. Sonrío y le digo
que no se preocupe, que es perfectamente comprensible. Hablamos del frío que es
uno de sus grandes problemas. Trataré de conseguirle una colcha aunque sé que es
casi imposible. Ha adelgazado y parece más joven. Pienso que está irreconocible. Si
la policía se guía por una foto reciente de él, jamás lo encontrará. Me cuenta algo
que lo dejó asombrado. Cuando fue, como casi todas las noches antes de acostarse,
al quiosco más cercano al escondite en las alcantarillas, la empleada le dijo: «Tú
debes de vivir por aquí cerca, porque todos los días vienes a la misma hora, por el
mismo trillito, y luego haces así, y coges y te vas por ahí mismo.»

Para él resultaba asombroso que aquella mujer se fijase en eso. «Yo no me


fijo en nadie», repetía una y otra vez. Le recomendé no volver a aquel sitio. Debía
cambiar de lugar aunque tuviese que caminar un poco más. Abrimos la botella del
horrendo vino búlgaro y brindamos por la boda y por una feliz fuga. Estaba muy
consciente de su papel y aceptaba aquella situación desesperada sin alterarse
demasiado. De vez en cuando volvía sobre lo insólito de la situación: «Es increíble
la resistencia de un ser humano. Yo pienso en todo lo que ha sucedido y no lo creo.
Tú sabes lo que es que yo he atravesado esta isla de allá para acá, llegué hasta cerca
de la base naval de Guantánamo, intenté entrar dos veces en medio de rayos
infrarrojos, bengalas que convertían la noche en día. Fue uno de los momentos más
emocionantes de mi vida, cuando vi aquellas luces giratorias y enormes de las
torres del aeropuerto de la base, allí, cerca, y saber que si lograba llegar, sería de
nuevo un ser humano. Entonces regreso y me para la policía en la estación de
trenes y me dice: tú sabes que te pareces cantidad a uno que estamos buscando... y
fueron en busca de dos de seguridad que iban de civil y los trajeron y no eché a
correr ni nada, los esperé allí, llegan y me dicen, ponte de perfil, a ver, ponte de
frente; se parece, pero éste no es, y me dejan ir...»

Después de eso es cuando decide esconderse en el Parque Lenin y la madre


me trae su nota para que lo vea en el anfiteatro. Voy y lo veo. Está sentado en la
última fila de asientos, arriba. Llego y le saludo con la mano. Me cuenta a grandes
rasgos lo sucedido. Está muy preocupado por la madre, a quien trató de convencer
para que no se quedara en casa de la hermana, Orfelina, que es un verdadero
monstruo, pero no sabe si lo hará. Se ha escondido aquí para esperar la llegada de
alguien que vendrá con el propósito de sacarlo del país. «Aquí estoy bien,
encerrarme dentro de una casa no lo soportaría, aquí hay árboles y el cielo, y
puedo caminar y todo.» Nos ponemos de acuerdo para vernos en unos días en otro
punto del Parque. No cabe duda, en estos tiempos violentos y grotescos, la única
forma digna de ser un artista es estar dispuesto a respaldar con la vida cada
palabra que se pone sobre el papel.
Cuando ya me iba me dijo que al hacer el brindis dejara caer unas gotas de
licor sobre la tierra, que hiciera eso en su nombre, que su espíritu estaría a mi lado
sin falta. «Si está tu espíritu no faltarán los policías», le contesté. Y ciertamente no
faltaron.

Estoy acostado, esperando. Sin noticias. Sus pechos duros me hincan.


Pienso: ¿qué le estará sucediendo, que estará padeciendo en este instante? ¿Qué
esbirro le interrogará, en qué mazmorra se desesperará? Este calor bajo las sábanas
me hace olvidar. Nadie puede acompañar a nadie. A lo sumo, tal como repetía
Reinaldo, «lo más grande que puede existir entre dos seres es una confrontación de
soledades». El viento amontona las hojas de este falso invierno, del 20 de diciembre
de 1974, delante de mi puerta. El juicio por corrupción de menores (el incidente en
la playa que se supone lo inició todo) ha sido fijado para el próximo miércoles. Si lo
detuvieron lo tendrán que llevar, aunque nunca se sabe con esta gente. Y allí lo
veré si no nos detienen antes. Si no lo han atrapado, existe verdaderamente esa
posibilidad, quizás lo digan al suspender la vista. Lo catalogarán como un prófugo
de la justicia o sabe Dios qué.

En otros lugares del mundo en estos días hay fiestas. Supongo que la
fantasía tiene aún un lugar reconocido entre los hombres. Entre nosotros el festejo
es muy realista, claro. Todos esperaremos arrobados y agradecidos el
advenimiento de otro aniversario de la llegada del Fifo y sus verdes, y ahora
rojizos, apóstoles. Todas las estaciones de radio y televisión y otros medios de
propaganda desbordan euforia y alegría. Veo a las gentes salir de los trabajos,
luchar a brazo partido por un puesto en las guaguas repletas y correr a refugiarse
en las casas. A disfrutar de los breves instantes que les quedan fuera de las
espantosas fábricas. Ahora, en el momento en que redacto estas notas estoy en una
de ellas. Aprovecho un receso para escribir a toda prisa en un cuaderno que me he
traído. Bueno, hay que hacerlo a pesar del cansancio.
Prólogo
Tres

La boda

Los policías acudieron al Palacio de los matrimonios, pero no les hicimos


ningún caso. ¿Pensarían que Reinaldo iba a venir a la boda? Me aburrí un poco,
aunque no lo pasamos tan mal. Estaban los muchachos del barrio, Bernardo,
Raulito, Marcos, el Yeyo... y estaban los bocaditos, el cake, los refrescos, la cerveza
y el ron. Algunos de los policías fueron tan descarados que quisieron tomarse un
trago a nuestra costa. No se lo permitimos. Mi padre, encargado de la barra, los
identificaba al instante y, muy serio, les preguntaba quién los había invitado.
Luego añadía que sus caras resultaban verdaderamente desconocidas. Que era la
primera vez que los veía. Que la cuota era estricta y apenas alcanzaba. Que si eran
nuevos en el barrio... Y por ahí. Pedí a mi madre que no olvidara guardar cake y
bocaditos para llevárselos a Reinaldo al Parque.

Juré fidelidad eterna y todo lo demás y brindé y bailé. Luego me fui al hotel
que el gobierno permite usar, tres días, a los recién casados, para la luna de miel.
Nos tocó una habitación en el piso diecisiete y nos pusimos a hacer el amor en el
balcón, frente a la ciudad aferrada al mar. Todavía eres hermosa, Habana, dije,
contemplándola desde aquella altura. Y pensé en Rey en su alcantarilla.
Prólogo
Cuatro

Todavía es de noche cuando me levanto a trabajar. El cielo, como siempre


distinto, distante. Si faltas tres veces durante un mes te hacen un juicio y te
encarcelan, condenándote a trabajo forzado. Eso se llama Ley Contra la Vagancia.
Si no te cogen por ésa, pueden hacerlo por la Ley de Peligrosidad, que te condena
no porque hayas cometido un delito, sino por la presunción de que puedas
cometerlo. Pienso en los muchachos fuera de esta isla jaula y los imagino
despreocupados caminando bajo el sol. Me gustaría decirles que se cuiden, que no
permitan que nadie, en nombre de no sé cuántos futuros y no sé cuántas libertades
e igualdades, les prive de poder hacer con sus vidas lo que a cada uno de ellos se le
antoje. El único valor real es la vida. Nadie, en nombre de nada, tiene derecho a
sacrificárnosla. Y fíjense bien que siempre sacrifican la vida de los demás, no las
suyas propias, que por otra parte disfrutan todo lo que pueden. No pierdan nunca
de vista que todo hombre es un monstruo en cuanto puede. Añadido el poder ya
no hay salvación posible. En estos 22 años de miserable existencia lo único que he
conocido es la persecución, la esclavitud y la estupidez ascendida a canon
ideológico.

Veo a los muchachos de aquí conducidos como ganado a la última locura


que han dispuesto por decreto. Convertirnos en el primer productor de café del
mundo; capaces de abastecer de carne a media humanidad; disecar la Ciénaga de
Zapata. Eternas zafras, y producir más arroz que China. Conducidos todos como
alegres esclavos a esos mataderos de tiempo. ¿Quién paga esa vida no vivida?

Crecí entre gente humilde, en un barrio pobre. Tuve una infancia


espléndida, larga. Luego me puse a leer a la sombra de mi hermano. Toneladas de
libros: Salgari, Verne, Blyton, Karl May, y más tarde Balzac. Después me puse a
escribir, también a la sombra de mi hermano. Entonces conocí a Reinaldo Arenas,
artista, homosexual, hombre poseído por un destino creador, un guajiro de
Holguín, en la provincia de Oriente, con un talento enorme brotado de las piedras
y de la tierra. Fuimos amigos, lo somos. Me ayudó de la única forma en que se
puede, guiándome a través de mis lecturas. Nunca frecuenté los ambientes
literarios. Un escritor lo es en el momento en que escribe, eso decíamos. Valía para
toda la tropa. Creo en el arte porque me ha permitido experimentar breves
momentos de algo que debe de ser la felicidad, la plenitud, unos segundos de
permanencia, de indefinible sensación de pertenecer, de ser parte de un cuerpo
intemporal y trascendente. Por la búsqueda de esos instantes vale la pena
sacrificarlo todo.
De vez en cuando nos íbamos de pesquería a Peñas Altas. En ese sitio de la
costa, cerca de Santa Cruz del Norte, los farallones caen sobre el mar. Es agua
profunda. Bajábamos colgándonos de los salientes y nos lanzábamos desde allí. El
mar nos acogía, nos amparaba, nos limpiaba. En una ocasión vimos un tiburón a
pocos metros. Nunca he visto algo tan esbelto. Tan perfecto, tan rítmico, tan
poderoso. Pura poesía. No hicimos el menor movimiento. ¡Era tan hermoso el
peligro!

Días felices en que no teníamos idea de lo que se avecinaba. Ahora que los
recuerdo me alegro de haber vivido (de seguir viviendo así) desesperadamente.
Devorando la vida como si sus últimos jirones fuesen ésos que nos apresurábamos
a tragar.
Prólogo
Cinco

No recuerdo el día exacto. La neblina era más densa que nunca. Se extendía
casi sólida a nivel de las rodillas y me daba la impresión de estar sin piernas,
flotando. Pero sentía los zapatos empapados, y los dedos engarrotados de frío. El
viento soplaba fuerte y azotaba áspero mi cara. Cuando bajé la pendiente que
conducía a las alcantarillas me sumergí en la pasta blanca. Recordé lo que le dijo
Lezama a Cernuda en su casa de Trocadero, durante una visita del poeta español a
Cuba, mientras bebían una champola1: «Parece semen, Luis, parece semen.»

Con aquella cosa por el pecho continué avanzando hasta alcanzar el trillo.
Caminé sin hacer el menor ruido. El sendero pasaba directamente por encima de
los tubos de desagüe. Rebasé por unos veinte metros el punto en el que debía estar
Reinaldo. Me detuve. Nadie me seguía. No había un alma por todo aquello. Dejé el
trillo y me interné en las malezas, al mismo tiempo que buscaba las bocas de
concreto. Las cajas de cartón en las que dormía Arenas las consiguió en el patio de
una fábrica cercana. Unía dos y se metía dentro, donde se enrollaba en cuanto
trapo y periódicos tenía para tratar de escapar del frío y la nube perenne de
mosquitos.

Lo llamé, sin alzar mucho la voz. Me contestó al instante. Ya estaba


despierto. «Entra, entra», me dijo, «duermo muy poco». Una rata saltó delante de
mí y se internó en la tubería. Luego otra. Entré y me senté con él dentro de los
cajones. Los dedos de los pies me dolían. Los tenía totalmente entumecidos. Traía
malas noticias para Rey. El día anterior había pasado por Calabazar, el pueblo que
linda con el Parque, y había visto varios autos de la Seguridad del Estado frente a
la estación de policía. Debemos tener extremo cuidado.

Empezaba a amanecer y el rumor del día comenzaba a instalarse.


Conversamos sobre los problemas más apremiantes y llegamos a la conclusión de
que, de todos, el peor era el del sueño. La alcantarilla resultaba deprimente. Se
queja especialmente de las ratas. «Me lo comen todo, son horribles.» Otro par de
ellas, gordas, grandes, saltan junto a nosotros y se pierden en los hierbazales. Yo
salgo primero y oteo en todas direcciones. Trepo al trillo. Nada. Le digo que puede
salir y voy hacia el terraplén que está a más altura, desde donde podré dominar
mejor los alrededores. Todo tranquilo. Vamos hasta el arroyo cercano que utiliza
para lavarse en las mañanas. Lo ayudo a afeitarse. Se está dejando crecer el bigote
para cambiar un poco de aspecto. Aún le dura la cuchilla de afeitar que le traje. Me
habla de tomar un tren que va hasta Batabanó, un puerto de mar al sur de La
Habana. Quiere coger el tren por la noche y dormir en él. De esa forma evitaría
dormir a la intemperie, rodeado de ratas.

—Por lo menos dentro de ese tren uno se sentirá mejor, puedo hacerme la
idea de que viajo por Europa o algo así. Es un tren solitario. Lo he visto pasar y
siempre va vacío. Un día puedes venir y hacemos el viaje juntos y podemos
conversar.

Le digo que la idea me parece buena. Cuando finaliza con el aseo personal
nos vamos a por unos quesos y un vaso de leche a los quioscos. Buscamos uno
alejado. Caminamos un rato y luego nos sentamos a esperar que sean las ocho, que
es cuando abren. Aprovechamos para secar las medias al sol. La expresión sombría
de su rostro se ha disipado y vuelve a ser el mismo Reinaldo parlanchín de
siempre.

—Ayer me pasé el día pescando en la represa...

—En ese charco al que llaman represa...

—Sí, bueno... no esperarás que «ese hombre» pueda hacer una represa y que
funcione, que no se le salga el agua. El caso es que allí se reúne una multitud de
viejos desde muy temprano, a pescar. Ya yo tengo una vara y todo. Me meto en el
agua hasta el cuello, para que si pasa algún esbirro no me vea, y desde allí lanzo el
anzuelo. El otro día pesqué y nos comimos los pescados asados. Y además en el
agua no me pican los mosquitos. En esa alcantarilla se aglomeran todos los
mosquitos del mundo. Y todas las ratas.

Mientras habla pienso que mosquitos y ratas deben de sentirse muy


estrechos allí dentro con todos los personajes que siempre acompañan a este
hombre. ¿Cómo se sentirán Lewis Carroll y Cabeza de Vaca durmiendo ahí? El
primero echará de menos a sus niñitas, supongo, y el segundo está acostumbrado a
cosas mucho peores. Y Cyrano, y Madame de Stäel, y Orlando, rara mujer.

—Ojalá el espíritu de Fray Servando haya encarnado en mí —continúa—


porque así no me podrán atrapar. Uno se pone y escribe, el fraile salió huyendo,
atravesó tantos lugares, escapó, volvió a escapar, siguió escapando; pero ahora,
sentados aquí, pienso, bueno, y mi admiración es más intensa, ¿dónde dormía ese
pobre, qué comía, qué hacía cada segundo, cada minuto, cada instante de tal
huida, qué le dolía, tenía meningitis como yo por casualidad?

Eso es algo que nos preocupa mucho, que la enfermedad empeore y le


vengan esos terribles dolores de cabeza. Ya en una ocasión fue hasta Calabazar y se
inyectó una dosis de penicilina. Fue una locura pero lo hizo. La penicilina es muy
fuerte y cuando se la inyecta debe alimentarse bien y aquí es imposible conseguir
una comida caliente. Además, con la movilización que vi en el pueblo, no sería
prudente aparecer por allá.

Cuando lo imagino ahora, corriendo acosado por perros de dos y cuatro


patas (no olvidar que la mujer de la parada habló de perros rastreando) en medio
de aquel desamparo, me entra una horrible tristeza. No es la idea, es verlo alzar
una pierna, la otra. Lo soporto mal y alejo la imagen. Y pienso que tal vez no. Tal
vez no fue así.

Desde el techo de la termoeléctrica de Tallapiedra, donde estoy ahora


escondido detrás de unos cajones escribiendo, se ve todo el puerto. Hay bastantes
barcos. Algunos no son rusos. Los veo salir a veces. Pienso que es cruel que tanta
gente inútil se marche tranquilamente, y que tú no lo consiguieras. La bahía está
podrida. La peste asciende hasta donde estoy. Esta gente odia también el mar. Bajo
hacia el zumbido de las máquinas después de esconder la libreta bajo las ropas. Me
cruzo con Cheo, el capataz, uno de los seres más repugnantes del mundo.

Y ahora entra Jean Bautista Antonelli (insigne constructor de la fortaleza del


Morro) en este Prólogo con la cabeza pendiente de un hilo pues acaba de propinarse
una tremenda cuchillada. Se detiene frente al público (que son ustedes, los lectores,
si es que alguien lee esto algún día). Y dice: «Oh miserables, cómo iba a imaginar
que convertirían mis bellas fortalezas en semejantes mataderos.» Se le cae la
cabeza. Nos salió muy ingenuo Jean Bautista.
Prólogo
Seis

La última vez que fuimos a la cafetería El Galápago, dentro del mismo


Parque, me afectó mucho verlo comer. Aunque lo negaba lo cierto es que estaba
pasando mucha hambre. Su ansia en la mesa me hacía desviar la mirada. Y hay
que tener en cuenta que está hablando alguien que casi toda su vida ha pasado
hambre. Pidió chocolate caliente. También aprovechó para ir a un baño normal y
hacer sus necesidades.

Luego nos fuimos hasta el centro de un área extensa, sembrada de


cañabravas, a leer. Nos producía una extraña sensación reasumir las tertulias en
aquellas condiciones. Yo tenía algunos poemas reescritos del Libro de las
exhortaciones y él leyó otros fragmentos de sus memorias. Mis poemas le parecieron
superiores a los de la versión desaparecida. Esto me animó.

—Estamos obligados a escribir los libros dos veces...


Prólogo
Siete

24 de diciembre de 1974

Mañana será el juicio a las 8 a.m. Iré

Como siempre, estos días de Navidad, que oficialmente ya no lo son, vienen


llenos de una extraña mansedumbre. Con la persistencia y el ritmo de la naturaleza
no han podido. Con las tradiciones tampoco. Todo el mundo, incluidos nosotros,
trata de inventar algo para hacer esta noche un simulacro de cena de Nochebuena.
Nos sentamos a recordar los turrones, las uvas y otras maravillas que alcanzamos a
ver cuando éramos pequeños. Lo que no recordamos se lo preguntamos a Pipo,
que disfruta enormemente contando cómo eran antes las fiestas de fin de año. Se
deleita al describir los higos, las aceitunas rellenas, el membrillo y las manzanas de
California.

La vigilancia no ha disminuido. Ayer los Alfa Romeo pasaron despacio


frente a la casa. Aunque los apostados en las esquinas han desaparecido. O por lo
menos ya no están siempre ahí.

Esperemos a mañana. A ver qué pasa.

Anoche, haciendo el amor, me pareció ver a Peter Pan en la ventana. Y sentí


una sensación de invencibilidad.

Estoy más loco que una cabra.


Prólogo
Ocho

Día 25

Hoy he amanecido sumamente deprimido. Torpe. Esa sensación de asco por


todo, una desolación que me anula, que me detiene. Me cuesta un trabajo
extraordinario escribir en estos momentos. Pero qué otra cosa puedo hacer. Soy
consciente de que se trata de una carrera. Porque no sé cuándo van a chirriar frente
a la casa las ruedas de los vehículos. Ni cuándo se van a escuchar los portazos y los
gritos. Y tengo muchas cosas aún por hacer. También es terrible escribir estas
páginas y ocultarlas de inmediato, sin poder siquiera leerlas otra vez.

Pero ya son las ocho de la mañana.

Trepo las escaleras del viejo edificio donde están las salas del juzgado. Lo
primero que me encuentro en la sala llena de bancos arrimados a la pared es a mi
hermano Nicolás que, cuando la acusación contra Rey era por escándalo público en
la playa, accedió a ser testigo a su favor, y a Coco Salas. Y al abogado de Rey, Jaime
Ferrer. Entran dos señoras acompañando a un muchacho. Una de ellas va diciendo:
«No te preocupes, verás que será una multa, sólo una multa.» No sé por qué
recuerdo eso. Lo más deprimente es el momento en que empiezan a pasar viejos
envueltos en unos trapos negros. Estoy allí sentado esperando y casi no puedo
aguantar las ganas de vomitar que me provocan los representantes de la justicia.
¡Justicia!

Este proceso en el que Reinaldo resulta acusado de corrupción de menores, y


todo lo concerniente a lo ocurrido, es algo bastante turbio. Esto es más o menos lo
que pasó: estaban Rey y Salas, alias Coco, y es verdad que asustaría a cualquiera,
en la playa con dos muchachos, y éstos intentaron robarles sus pertenencias. Ellos,
entonces, acusaron a los muchachos en la unidad de policía más cercana al lugar
del hecho. Los muchachos, por su parte, les acusan a ellos de intentar forzarlos a
tener relaciones sexuales. Y de que les hicieron, además, «proposiciones
deshonestas».

Le insinué a Rey que este asunto podría ser algo planeado por la policía para
quitarlo de en medio. Sobre todo si tenemos en cuenta que ambos sospechábamos
que Coco Salas trabajaba para ella. Él no lo creyó así.

—Desgraciadamente, éste es un problema de mariconería.


A la luz de lo acontecido, mis dudas persisten. Ésta es la segunda vez que le
citan para un juicio. La primera vista la suspendieron porque Reinaldo no había
aparecido, se hallaba prófugo. Ésta también la suspenden, pero no explican las
razones. La primera vez Coco dice que él no iba a echar toda la culpa a Reinaldo,
que es como un hermano para él, que aquello a lo sumo le saldría en unos meses y
que Rey no debía haberse fugado.

Claro que a Coco no lo fue a arrestar la policía el primero de noviembre con


un despliegue espectacular. Ni lo encarcelaron, ni lo apalearon brutalmente. Y, sin
embargo —cosas de la legalidad socialista—, judicialmente ambos estaban
acusados de lo mismo. Hay algo más que disipa mis dudas respecto al papel de
Coco en todo este asunto. Salas cambia de opinión en la segunda vista. Ahora les
han separado las causas y él no tiene ningún problema porque «se lo dijeron»,
afirma. A estas alturas, la hermandad con Rey ha desaparecido. Ahora Salas no se
puede comprometer por nadie y, además, no sabe lo que pasó en la playa porque
se alejó y dejó a Reinaldo solo en el momento en que ocurrió todo el problema.
¡Qué conveniente!

Otra versión me llega por la madre de Reinaldo y por otros amigos con los
que Salas ha hablado. Ezequiel Martínez1 acusó a Reinaldo de contrarrevolucionario
y por eso lo van a detener. Hay más; a mi hermano Nicolás le visitan
investigadores de la Seguridad del Estado y le interrogan exhaustivamente acerca
de la novela de Arenas, Otra vez el mar, y sobre otros muchos asuntos de carácter
absolutamente literario. El interrogatorio tiene lugar en el interior de un auto, entre
dos gorilas, mien— tras Víctor, que parece ser el jefe de la cacería, le interroga y le
amenaza desde el asiento delantero. Esto al tiempo que se desplazan a toda
velocidad por las calles de La Habana. Supongo que para ellos la gasolina no está
racionada. Nicolás no les dice una palabra, por supuesto.

Como si esto fuera poco, envían a Delfín Prats, amigo de Rey y excelente
poeta cuyo libro, Lenguaje de mudos, fue recogido y quemado, para que intentara
averiguar algo con Nicolás sobre el paradero de Arenas. Mi hermano, que no es un
personaje muy sutil, lo tira por la escalera de la cabina de proyección del cine
Atlas, en el cual trabajaba de proyeccionista. Luego llama a la policía que está
apostada cerca aguardando los resultados de la gestión de Delfín, y les recomienda
interrogar a un tal Prats que, evidentemente, es un tipo sospechoso.

Así que mientras chequean, amenazan, vigilan y persiguen, movilizan a


cientos de agentes, el otro acusado por la misma causa está tranquilamente sentado
en su casa y le dicen que no tiene ningún problema. Creo que el asunto de la playa
(ahora resulta que los muchachos son becados y acuden al juzgado en uniforme)
esconde las causas verdaderas del arresto. Ezequiel Martínez no es más que un
monigote que la Seguridad del Estado está utilizando para justificar las cosas
legalmente. Si es que en este país puede hablarse de semejante cosa sin morirse de
risa. Es posible entonces que el asunto de la playa haya sido planeado para que la
versión oficial del caso no aparezca como un problema literario, de libertad de
expresión, sino como una causa común, corrupción de menores, cosas de
delincuentes, y, de paso, desprestigiar a Reinaldo. Quizás la entrega de los
manuscritos de Otra vez el mar, realizada por Aurelio Cortés, fue el hecho que lo
precipitó todo. Por otra parte, los acontecimientos indican que capturaron a Rey y
que se encuentra preso. Sobre todo por la actitud del abogado (que es un payaso) y
por Coco Salas, que dijo: «El juicio no se celebra porque la investigación no está
completa.»

Supongamos que lo atraparon. Según Reinaldo, la policía se apoderó —


durante el registro— en su cuarto del borrador de una carta dirigida a Claude
Durant, su editor. Esta carta, que yo vi, habla de Otra vez el mar; de la persecución a
la que estaba sometido y del peligro que sobre él se cernía si intentaban (cosa que
creía posible) iniciar un proceso en su contra alegando que El mundo alucinante era
una defensa del homosexualismo. Espero que esta carta llegara a manos de Durant.
Si tienen a Rey y saben de la existencia de Durant, querrán saber cómo Rey sacaba
sus libros al extranjero. Además querrán saber quién le ayudó aquí y quién es el
contacto con los amigos que vienen de afuera. Esperemos que no lo dirá. Es decir,
que no logran sacárselo. De todas formas sospechan porque la vigilancia continúa.
De las obras no creo que conozcan mucho, o nada. Quiero decir que nosotros
escondíamos muchas de ellas. Pero que me sigan es peligroso, sobre todo en el caso
de que venga alguien del extranjero a saber qué ha sido de Rey. Joris lo dejó en una
situación desesperada, y, a menos que lo atraparan al irse (la tarjeta que quedó en
mandar de México no ha llegado), la demora de los contactos extranjeros es
tremenda. Los amigos de allá se han portado bien, y recuerdo al muchacho que
vino con cariño. El se jugó su libertad por nosotros, mientras que aquí otros
cubanos tratan de quitárnosla.

Termino estas notas.

Hoy hice el amor frenéticamente para olvidarme de todo.


Prólogo
Nueve

(He tenido un sueño con testamento)

Recientemente se aprobó por unanimidad una ley que permite aplicar la


pena de muerte desde los 16 años. Los condenados son conducidos, con el fin de
que vean cuánto pierden, y así resulte más cruel su suerte, a visitar las siete
maravillas del Nuevo Mundo Socialista. Yo corrí este indeseable destino, acusado
de traidor, y fuertemente escoltado y con una jaula suspendida sobre la cabeza
(para que ningún pensamiento independiente, algún sueño, pueda escaparse,
argumentó el jefe de la prisión). Soy conducido a lo largo de las calles de la ciudad,
donde a cada instante un edificio se derrumbaba en nuestras narices, con lo cual
fue un milagro que no pereciese, ahorrándole el trabajo a los ejecutores. Llevaba
tanto tiempo incomunicado que no tenía idea del lugar en el que me habían
encerrado, este detalle me sirvió para comprobar que permanecía en la capital. Lo
más maravilloso de estas maravillas es que no maravillan a nadie, pues son
obligatorias. Esto se considera un verdadero logro. A poco de avanzar vi la
primera, la llevaba una anciana escuálida con todos los huesos afuera. Los
guardias me hicieron arrodillarme. ¡Reverénciala, admírala, hónrala!, me dijeron.
Entonces me percaté de que la Primera Maravilla era nada más y nada menos que
la Libreta de Abastecimiento1.

Así, al ritmo de las nubes de polvo que se elevaban nublando el resplandor


violento del sol (es el verano) al compás, nada rítmico, de las columnas que chillan
al quebrarse y de mis saltos y los de los guardias para evitar los veloces ladrillos y
los trozos de cemento que silbaban a nuestro alrededor, fui conociendo el resto de
las maravillas. La segunda era la más popular, aunque la tercera no se queda atrás
en ese aspecto, pues su difusión, lectura y memorización son obligatorias y esto le
confiere cierta ventaja en lo que a vigencia respecta sobre el resto. La Segunda
Maravilla es, digámoslo ya, el periódico Granma. Pedí que como último deseo se
me concediera usarlo como papel sanitario (cosa que por otra parte hace toda la
nación), pero mi petición fue negada. Me dijeron que eso de los últimos deseos
eran rezagos burgueses. La Tercera Maravilla resultaron ser los Comités de
Defensa de la Revolución. Muy merecido. A ninguno de ellos les pasaba nada a
pesar de que la ciudad se caía a pedazos. Que no se derrumben es una gracia que
les ha otorgado el Fifo en persona. Me aclararon los guardias.

Y seguimos, yo apresurando el paso a ver si me caía un pedazo de pared en


la cabeza y terminaba con todo. La ciudad ofrecía un aspecto desolador. Los
árboles habían sido requisados y se les utilizaba para colgar cartelones y enormes
fotografías de los Mártires Infalibles y de los Héroes Inmortales. Algunos, ¡oh, gran
poder del Fifo!, mediante eficaces injertos, en vez de flores y frutos, producían
consignas empaquetadas y listas para ser usadas.

Me obligaron a abrir los ojos para mostrarme la Cuarta Maravilla. Nada más
y nada menos que La Croqueta. Casi vomito. Me contuve. Me hubiesen ajusticiado
allí mismo. Con la siguiente aclaración: «Cuando es el enemigo el que mata, es
asesinato, pero cuando somos nosotros, es ajusticiamiento revolucionario.»

Fuimos en busca de la Quinta Maravilla, pero fue inútil, de ella me habían


privado al apresarme pues se trataba del Carnet de Identidad. Seguimos
avanzando, y enseguida adiviné cuál era la Sexta Maravilla al ver el sitio hacia el
que me empujaban: el Noticiero ICAIC. Y así fue, en efecto. Agotado, medio
muerto, fui arrastrado hacia la Séptima Maravilla, la más original de todas las del
Nuevo Mundo Socialista Revolucionario. La gente se agrupaba solemne, una tras
otra, y se movía acompasadamente. Una sonrisa orgullosa iluminó el rostro de los
guardias. He aquí la Séptima, vociferaron: «La Cola Circular. Los mantenemos
ocupados y no consumen nada.»

Al concluir, deslumbrado ante tanto esplendor, me condujeron otra vez a la


prisión. Ya en ella, me entregaron papel y lápiz para que escribiera mi testamento.
Me dijeron que era necesario que tuvieran absoluto control de todo lo que iba a
dejar, para confiscarlo inmediatamente. Me aterré, tenía tan poco que dejar que no
me creerían y me apalearían pensando que les ocultaba algo. Pero sería aún peor si
me negaba porque me acusarían de traidor, de sabotear el bienestar de las
generaciones futuras o de quién sabe qué. Esto, me haría merecedor de la
Resurrección Socialista, lo que les permitiría ajusticiarme dos veces.

Así que no me quedó otro remedio que escribir el dichoso testamento.


Comencé:

Como no pensé morirme tan pronto, a pesar de habitar un sitio tan


peligroso, hasta hoy no me preocupé de estos líos de testamentos, así que los
abogados y ese tipo de gente que se ocupa de que estas cosas sean escritas como se
debe, tendrán que disculparme. Si la memoria no me falla, y el registro no acabó
con todo, son de mi propiedad, es decir, eran:

Dos calzoncillos casi nuevos (atléticos, de los que el elástico no se les va en la


primera lavada).
Un par de tenis (sucios).

Tres camisas de vestir y una de trabajo (manchada de petróleo).

Dos imitaciones cubanas de jeans.

Un pantalón de vestir (de los adicionales de 10 pesos).

Dos camisetas.

Dos pares de medias de las que se hacen para exportar y un par de las
malas, de consumo nacional.

Un par de zapatos checoslovacos.

Una gorra muy grande que utilizaba para esconder el pelo cuando lo tenía
muy largo y las recogidas de peludos estaban en su apogeo.

Cientos de libros.

Creo que no olvido nada. Es mi voluntad (me dijeron que lo redactara así,
aunque ellos hagan las cosas de otro modo) que tras mi desaparición estas
pertenencias sean entregadas a las siguientes personas, en la cantidad y forma que
indico a continuación:

Los dos calzoncillos, a mi hermano Nicolás.

El par de tenis, con la encomienda de que los lave, a mi hermano José.

Las camisas que se las repartan entre los dos, y la de trabajo que la quemen,
para así poner de manifiesto mi odio por esa actividad.

Los dos pantalones, uno a Bernardo y otro a Marcos, en prueba de


agradecimiento.

El de vestir para mi hermano José, que es el maestro y tiene que ir


presentable a la escuela, según dice mi madre.

Las camisetas a mi padre, que asegura que es indecente ponerse una camisa
sin camiseta.
Los zapatos checos a Nicolás, que es el más mujeriego.

La gorra que la guarden y se la regalen a algún futuro peludo, que lo habrá.

Los libros que ni los toquen, no me atrevo a dejárselos a nadie por temor a
comprometerlo.

Esto fue todo lo que poseí, odié, ya no odio, desprecié, ya no desprecio, amé,
ya no amo, acaricié, ya no acaricio. Respiré, ya no respiro. No hay nada más que
hablar. Váyase todo a la mierda.
Prólogo
Diez

Día 27

Como dijera un poeta anónimo (por suerte para él), ser amigo de Reinaldo
Arenas, en nuestro país, constituye un riesgo. Conviene aclarar que esta condición
de anónimo es, actualmente, la prueba máxima de que uno es realmente poeta.

Y yo, consciente de ese riesgo, me cuestiono por qué estoy dispuesto a


ayudarle. Veamos: Por amistad. No es posible, porque estoy convencido de que no
existe. Por amor. Tampoco, porque también estoy seguro de que no existe. Por
atracción física. No, porque no soy homosexual y opino, como él, que cualquier
relación superior (indefinible) entre dos personas no admite en su confusión el
aspecto sexual, que sólo serviría para destruir esa relación. Por afinidades de tipo
político. No puede ser, porque la política no me interesa. Reacciono frente a ella
porque pretende aniquilarme. Y no hay nada más digno en la vida que enfrentarse
a un enemigo poderoso. Por afinidades de tipo filosófico. De esto podría haber algo,
porque es cierto que aprendí muchas cosas de Arenas, al mismo tiempo que
rechacé otras. Pero no creo que esto baste para poner mi libertad en peligro por un
semejante. Además, siempre he hecho mío el postulado proustiano: «No amo en
modo alguno los frutos de la inteligencia, sólo amo la vida y el movimiento.»

¿Por el caballeresco ideal —nos encantan las novelas de caballería— de


mantener la dignidad en una época que la ignora y que demuestra a cada instante
lo poco que ésta puede? Esto me suena demasiado rimbombante.

Lo que sí es cierto es que mi madre me enseñó (nos enseñó) que hay cosas
que no se pueden hacer en la vida porque nos convertimos (la cito) en mierda. A
veces creo que me dejaría matar antes de convertirme en un mierda, que es lo más
abyecto, según la escala de valores de mi madre.
Prólogo
Once

5 ANÉCDOTAS Y El COLOR DEL VERANO

¡Huyamos!

Las paredes del cuarto están completamente cubiertas de fotografías, afiches


y libros que crecen hasta el techo, y no dejan ni un espacio libre. Hasta los marcos
de las puertas están forrados. Hombres forzudos, vistas de Venecia, anuncios a
todo color. Sobre la mesita está la máquina de escribir, vieja y enorme como un
dinosaurio, con su tapa de metal azul sucio. Un descomunal candado la cierra. Los
cristales de la ventana transforman el mundo. Pedazos del cielo lila. Pedazos de
cielo y de la mata de almendras; amarillo. Se oye el crujido de la verja metálica y
Reinaldo y mi hermano José, que lo visitaba, se asoman a la ventana. Ya cerrando
la puertecita está Raúl Luis y, ¡horror!, lleva bajo el brazo el enorme mamotreto en
el que se ocupa ahora. Trata sobre las huelgas y el café Pilón y otras lacras
capitalistas. «Viene a leerme», exclama Rey ahogando un gemido, y con la misma
salen disparados por la mínima ventana trasera. Caen al patio y corren como
perseguidos por el Demonio (perdón, Demonio) hacia la playa. Reinaldo va
gritando: «¡huyamos, huyamos!» En ese instante Raúl Luis toca a la puerta.

¡Tocado!

El ómnibus va, como es natural, abarrotado, pero Reinaldo y Tomasito, más


conocido por La Goyesca, han logrado milagrosamente un asiento. El ómnibus,
traqueteando, sin hacer caso de las paradas, infernalmente caliente, va
aproximándose a la Biblioteca Nacional. «Entonces yo noto» —me cuenta Reinaldo
— «que la Goyesca se ha dormido... ¿dormido? Sentado junto a él va un hombre
muy serio y tieso y el sueño de Tomás parece tomar aquel rumbo. Iba tratando de
ver algo a través del puerquísimo cristal de la ventanilla, y de pronto pegó un
brinco. El hombre que viaja junto a la Goyesca se ha incorporado de un salto y con
voz estridente y estentórea grita: ¡Me han tocado la pingaaaaaaaa! El chófer frena
de golpe. Todo el mundo se pone en pie, chilla, alborota, el hombre la emprende a
puñetazos con Tomás que grita como una gallina clueca...»

Rey trata de sujetar al enfurecido personaje, la Goyesca se refugia debajo de


un asiento. A rastras, Reinaldo lo saca del ómnibus. En la refriega la cartera del
hombre ha caído al suelo y Tomás se apodera de ella. Al notar la falta, se produce
otro alarido en el vehículo cercano: ¡Mi carteraaaaaaaa!... y el hombre sale en
persecución de los dos fugitivos. Salen corriendo. Están en plena Plaza de la
Revolución. Pasan como exhalaciones frente al enorme busto de José Martí, quien
los contempla espantado. Es domingo, la Biblioteca está cerrada, pero como
trabajan allí logran introducirse y se esconden a toda prisa en su interior. El
perseguidor no se da por vencido, patea la puerta hasta que el portero les abre y
Reinaldo, exhausto, sale y trata de aplacarlo. «Les doy de plazo hasta mañana a las
nueve, si no se presentan aquí —y le da una dirección—, los meto presos». Tomás,
que no consideró seguro el primer refugio, había ido a esconderse en casa de Pepe
Camejo. Allá fue Rey, y luego a pedirle protección a Nicolás Guillén, que promete
ayudarles. La cosa es grave, porque al revisar la cartera resulta que el cartereado y
sobado es nada más y nada menos que teniente del Ministerio del Interior.

Al otro día, como hacia el patíbulo, se dirigen ambos al lugar indicado, que
era la casa del teniente. «Yo pensaba encontrar aquello copado y que nos
fulminarían al llegar. Pero no. Tocamos. Una voz, la del hombre, grita: ‘pasen’.
Entramos aterrorizados y el tipo al fin sale, desnudo, con una toalla enredada en la
cintura». Mira a Tomás, nos amenaza. Este le devuelve su cartera. El teniente llama
a la Goyesca al cuarto con el fin, dice, de discutir el asunto. Reinaldo aprovecha la
oportunidad y desaparece a toda velocidad. Al otro día ve a Tomás y éste le dice:
«Conversamos un rato... pero ni lo pienses, no hicimos nada... además, déjame
decirte (sonríe), yo le toqué en la guagua porque él me dijo: ‘tócame aquí, tócame
aquí.’»

Checheché

Uno de los tantos, pero no común lector, que acuden a leerle sus trabajos,
está aquí. Ese joven se llama Francisco Iván Costas, miembro del Ministerio del
Interior. Sagaz verificador de la homosexualidad de Miguel Barnet, Virgilio Piñera
y un largo etc. de intelectuales y escritores. A partir de métodos muy prácticos.
Como dice que es poeta, lo que trae es un poema. Al ver las dimensiones del
manuscrito, ya Reinaldo siente correr un escalofrío a lo largo de su espina dorsal.
Esperanzado indaga por el título, y la respuesta, breve, aplastante, llega en medio
de una sonrisa y de una voz temblorosa: «Ché», ése es el título del poema.
Entonces la desesperación es total, sus ojos buscan una puerta, un agujero por
mínimo que sea por el que escabullirse, pero es inútil intentar la fuga y el tormento
comienza. Gruesas gotas de sudor corren por la frente y las manos del torturado.
Horas después, en el preciso límite de la locura, la voz se apaga. Y entonces, es
tanta la alegría que experimenta al saber que el policiaco lector ha terminado y ya
cierra el manuscrito, que, sin poder contenerse, incorporándose de un salto,
comienza a ejecutar los pasos reculantes de una conga, acompañándose de un
significativo tarareo: ¡Ché Ché Ché... Ché Ché Ché! ¡Ché Ché Ché... Ché Ché Ché!

Concentración

La palabra es reveladora si pensamos en Weyler, Hitler o Stalin, pero aquí


significa que los obreros después de cumplir su horario de trabajo son conducidos
en camiones a la Plaza de la Revolución, donde les será endilgado algún discurso
en el que donaremos alguna libra de arroz, de las pocas que nos tocan por el
Racionamiento, a algún pueblo hermano. Como se sabe, aquí el motor impulsor de
toda actividad masiva es la coacción, y el chantaje. El que no acude a una de estas
manifestaciones quedará señalado en su centro de trabajo, o en el CDR. Y como
estas actividades se reflejan en el expediente laboral y social, así como en el
historial de méritos revolucionarios de cada persona, el no acudir a uno de estos
actos significa renunciar a cosas fundamentales, además de convertirse en un
apestado. Cosas fundamentales, decía, en el aspecto más estricto. Por ejemplo, esos
indeseables que manchen su expediente patriótico con algún ausentismo no
podrán aspirar a que se les de un bono (que se discuten en asambleas en las que se
exponen con todo lujo de detalles las miserias más mínimas de las vidas privadas
de cada aspirance) que les permite adquirir un televisor ruso, o un refrigerador, o
un ventilador. Que, por otra parte, no pueden adquirirse de otra manera.

Añádase a los obreros una tropa de reclutas del Servicio Militar Obligatorio,
un contingente de «Camilitos» (miembros de la Escuela Militar Camilo
Cienfuegos), otro de becados y ya tenemos una concentración espontánea y
multitudinaria repleta de jubiloso patriotismo. Patriotismo que cada vez les cuesta
más trabajo apuntalar porque han tenido, recientemente, que pasar lista al pie de
los camiones al terminar los discursos, pues demasiada gente llegaba y se
marchaba.

Pues bien, estamos en una de estas concentraciones. Los baños están


situados a un costado de la Biblioteca Nacional. El encargado de velar por el orden
en ellos es La Goyesca. Ahí lo vemos, ufano y glorioso, muy arqueado y
provocativo junto a la entrada. De vez en cuando lanza una mirada a su interior y
se frota las manos y en sus ojos brilla algo indefinible. ¿Fervor revolucionario? Se
acerca un necesitado. La mirada experta de Tomás lo recorre, examina y
diagnostica en un segundo. No necesita más. Nunca ha necesitado más. Sonríe, se
vuelve hacia el interior del baño en el que las pisadas del que se aproxima habían
dado lugar a cierta confusión, y con rostro cómplice y paternal ademán les calma y
les conmina a continuar gritándoles: «¡Parejas al fondoooooo, sin problemaaaa, es
uno de los nuestros!» Afuera, retumba la voz ridícula del Líder.
Lectura

1968. Reinaldo Arenas está leyendo. La sala en la Universidad de La Habana


está repleta. En ese año todavía, si echamos un vistazo al panorama de la literatura
cubana, se lograba vislumbrar algo. Había nombres, y gente joven que trabajaba y
se expresaba con cierto atrevimiento, sin sumisión y con calidad. Jesús Díaz,
Manuel Granados, Luis Agüero, Luis Rogelio Nogueras, Nelson Rodríguez
(fusilado más tarde por intentar desviar un avión hacia Estados Unidos), Juan Luis
Herrero, José Lorenzo Fuentes, Delfín Prats, entre otros. Esa generación de
escritores se caracteriza por el silencio y la traición. El silencio al que han sido
sometidos los que no quisieron bailar al son del primer Congreso de Educación y
Cultura, y la traición de los que lo han aceptado todo. Ejemplo notorio de esto
último es el caso de Nogueras, notable poeta devenido en inventor oficial de
superhéroes para el MININT1. El silencio es enorme y abarca toda la isla. Silencio y
miedo es nuestro diario alimento. Lo que define la cultura cubana de hoy. Esto
alcanza a figuras consagradas como José Lezama Lima y Virgilio Piñera, al que la
policía ha recomendado hace poco que no escriba ni una palabra. Que eso es todo
lo que desean de él. Que así lo dejarán tranquilo.

Pero ahora es 1968 y Rey está leyendo. Se ha reunido aquí «todo el mundo».
Ya hicieron uso de la palabra Juan Marinello y Manuel Díaz Martínez. Y ahora está
leyendo el más joven, Reinaldo Arenas. Por un instante cruza entre resplandores,
descalzo, Fray Servando Teresa de Mier, el fraile rebelde, perseguido de cerca por
miles de alguaciles. Se deshace en el aire. Los asistentes respiran aliviados. Arenas
define la circunstancia del hecho mágico, de la condición mágica de los
americanos, de su literatura y de su historia y establece un atrevido paralelismo
entre el apóstol de la independencia cubana y Arthur Rimbaud, el poeta maldito
por excelencia. Reinaldo sabía lo problemática que podía ser aquella interpretación
y llamó a Cintio Vitier para que lo apoyara con su presencia, pero éste no acudió a
la conferencia. José Martí es visto desde un punto de vista renovador y total,
partiendo siempre de su condición de poeta. Los aplausos son atronadores.

Y ahora, en 1974, cuando todo ha cambiado. Cuando aquélla, su única


lectura pública, es algo lejano y oficialmente olvidado, me siento orgulloso de que
entre las paredes de esta habitación donde escribo en medio de la incertidumbre y
el terror resuenen estas palabras: «La opresión resulta intolerable para el poeta
porque la imaginación es la expresión más absoluta de la libertad. El poeta que no
conoce la libertad, la imagina, y si es un genio, y está ubicado en el continente
americano, convierte esta visión en realidad palpable, o perece»2.
El color del verano

El mundo delirante de las anteriores anécdotas era el marco de la tercera


novela de la Pentagonía, cuyo nombre general era Celestino antes del alba. Las he
reconstruido según las escuché al propio Reinaldo, quien tenía una gracia
personalísima para contarlas. Escucharlo hablar era exactamente igual a leerlo y
resultaba siempre divertidísimo. La novela se desarrollaría en los mundos, a veces
sórdidos pero vitalísimos del Parque Central, La Rampa y el Coney lsland. La trama
fundamental sería la persecución emprendida por el propio Reinaldo para tratar
de recuperar la cuarta novela, Otra vez el mar, secuestrada por Aurelio Cortés. Al
final no logra su propósito (como en la realidad) y la novela debía aparecer con
una nota en la que constase que se trataba de un manuscrito hallado debajo de una
teja. Debajo de una teja acostumbraba a esconder algunos trabajos en los últimos
tiempos. Así que, como se ve, El color no iba a ser más que la continuación de su
autobiografía novelada. El tono quería que fuese el de las novelas de caballería.

—Si por cualquier motivo no puedo terminar mi obra —me dijo un día—
voy a dejar una lista de lo que me faltó por escribir, así alguien que venga después
podrá escribirlo... ¿Qué tú crees?

A mí me pareció muy bien. Siempre nos gustó la idea de que el artista era
heredero de la obra de sus predecesores. La idea de que uno estaba justificado si
algo que escribiese servía para que un muchacho o muchacha en el futuro
comenzara a escribir a su vez. Una especie de transmisión que también de alguna
forma constituía una venganza.

Como le prometí, ya comencé a hacer las ilustraciones de El asalto, la quinta


novela de la pentagonía. Tengo escondido uno de los rollos de «papiros» en casa
de un amigo y hace unos días le eché un vistazo. Son unos dibujos a tinta, porque
colores no tengo. Además me parece ideal el negro para semejante libro.

A pesar de la situación, a veces tengo ataques de optimismo y me invade


una extraña confianza en que podemos estar seguros de que el poema no ha de quedar
inconcluso.
Prólogo
Doce

Durante un tiempo la cogimos con irnos a leer en la sala de lectura de la


Biblioteca Nacional. Muchos libros eran imposibles de conseguir en las librerías,
que padecían una invasión incontenible de literatura soviética. Siempre eran
enormes tomos en los que un heroico oficial del Ejército Rojo, después de derribar
cien aviones nazis, caía en un bosque en plena tundra y allí, herido y a setenta
grados bajo cero, se enfrentaba a innumerables peligros para regresar a través del
campo enemigo hasta sus camaradas. Siempre tenía que combatir con un enorme
oso a cuchillo limpio y cosas así. Esa imagen, indefectiblemente, ocupaba la
portada.

En la Biblioteca estaba la Goyesca, que trabajaba en un departamento donde


almacenaban los libros prohibidos. Él se arriesgaba, pues era necesario un permiso
especial para acceder a ellos, y nos prestaba muchos, siempre que los leyéramos
allí. Eso hacíamos. Nos citábamos en aquel agradable salón en el que me sentía
alejado y hasta un poco ajeno a la estúpida realidad de afuera. Salía del trabajo e
iba para allá. Casi siempre encontraba a Reinaldo leyendo ya, esperándome. La
Goyesca pasaba zumbando a cada rato y nos dejaba algún libro con aire misterioso,
acompañado de una mirada lujuriosa. ¿Pero cómo molestarse con el único Goya
vivo que existe en Cuba? Una tarde muy especial leí de un tirón La balada del café
triste de McCullers y me disponía a atacar Pálido caballo, pálido jinete de la Porter.
Arenas, entonces, me detuvo.«¡Horror!», exclamó alzando los brazos y dilatando
los ojos: «¡Cómo vas a leer algo después de terminar La balada! Después de eso no
puede leerse nada. Hay que dar tiempo para que entre en el alma. Si mezclas las
dos cosas, que son geniales, se te forma un arroz con mango y no se te quedará
nada dentro. Mañana vendremos y leerás a la Porter. Ahora lo mejor es irnos
caminando y conversando sobre la McCullers hasta Coppelia, y de paso nos
tomamos un helado.» Siempre teníamos hambre. Desde que nos «liberaron»
siempre tenemos hambre. Así que hacia allá fuimos.

En otras ocasiones, en vez de dirigirnos a la heladería Coppelia a matar el


hambre con un helado, después de las sesiones de lectura, nos encaminábamos a la
Plaza de la Catedral. La Habana ya se estaba cayendo a pedazos, pero siempre es
una delicia zapatear sus estrechas calles. A pesar del hedor de las cloacas
desbordadas y las colas detrás de los camiones de agua. Hay lugares en los que
desde hace años no viene el agua y la gente vive llenando tanques de cincuenta y
cinco galones, que luego instalan en la cocina o en el baño y de los que sacan una
tubería. Los tanques, dicho sea de paso, están carísimos en el mercado negro.
Llovía estruendosamente. Un murmullo multitudinario se despertaba desde
los adoquines. También un frescor gris. Caía la noche. Ese día salimos huyendo de
una argentina que asediaba a Rey porque está trabajando en un libro de ensayos
sobre El pozo. Tratamos de escondernos de ella hasta debajo de las mesas de
lectura, pero fue inútil, y al final inventamos un cuento y salimos corriendo.
Cruzamos la Plaza, que antes era Cívica, con el cielo tan bajo que casi se puede
tocar con la mano. Nos refugiamos en El Patio. Pedimos té con limón, que nuestra
economía no da para más, en estos lugares para turistas, y nos sentamos a ver el
aguacero. Hablamos de lo de siempre: del horror de vivir en esta isla y de los
proyectos y de la prisa lamentable con que tenemos que hacerlo todo. Una
urgencia terrible por terminar cada página. Ni siquiera tenemos tiempo para
revisar lo escrito porque hay que esconderlo a la carrera. ¡Ah, si pudiéramos huir!
Creo ver a Antonelli entrar chorreando agua como un pollo mojado. Como en el
compendio y descripción de las Indias Occidentales, de Vázquez de Espinosa va
mascullando monótonamente: «El cañón nombrado San Pedro con número, 85.
Quintales 15 libras, con 12. Diámetros de longitud de una boca, demanda de vala
36. Libras, y 15. De pólvora. El Pedrero, nombrado San Juan, con número de peso
29. Quintales 25. Libras, con 12. Diámetros y medio, demanda de vala 14. Libras, y
8. De pólvora.» Decidimos marcharnos, porque cuando se pone a describir sus
fortalezas no hay quien lo soporte. Y nos perdemos por la mojada Habana.

Llueve en el recuerdo. Mañana a primera hora debo sacar con alguien estas
notas de aquí. Guardarlas junto a las otras. Salvar toda esta mierda que
posiblemente no sirva para nada.
Prólogo
Trece

Mi cuarto es pequeño. En realidad no es un cuarto, sino un pedazo del


comedor cortado en dos por una división de masonite que mi hermano Nicolás me
ayudó a hacer. Necesitaba un mínimo de privacidad ya que me iba a casar. Tiene
una camita, también hecha por nosotros mismos, con la ayuda de un amigo
carpintero que se hacía el de la vista gorda y me dejaba llevarme alguna madera
del taller en el que trabajaba. Por esa época había logrado salir de la infernal
termoeléctrica de Tallapiedra y el padre de mi futura esposa me ayudó a conseguir
un trabajo como dibujante en la Empresa de Ómnibus de La Habana.

Diseñando carteles para la publicidad del interior de las guaguas y cosas así.
Un paraíso comparado con lo otro. El edificio sede de la empresa quedaba en la
calle Belascoaín esquina a San Miguel, a pocos pasos de donde el pintor Angel
Acosta León tenía su cuartucho y su cucaracha amaestrada. Esto, antes de
suicidarse, lanzándose al mar desde el barco en que lo devolvían a Cuba, después
de una visita triunfal a Europa. Uno de mis pintores favoritos. Mi cuartico tiene
muchas reproducciones de sus cuadros, junto a cientos de recortes de revistas
extranjeras y reproducciones de otros pintores, tapizando la pared. El último
autorretrato de Rembrandt. Un morado paisaje nórdico. Un pedazo del cráneo de
una tonina, en el que he pintado un rostro picassiano. También tiene un closet
inventado en el hueco de una puerta de acceso a la sala. Gracias a que cuando mi
abuelo construyó la casa las paredes se hacían gruesas, el espacio es suficiente para
colgar ropa. Mi cuartico también tiene una lámpara hecha con un pez guanábana
que yo mismo pesqué por Santa Cruz del Norte, en la época en que me dio por la
pesca submarina. También tiene una ventana. Por ella veo pasar las hojas rojas del
almendro. Silban, crujen un poco, comprimidas por el viento. Y caen con un ruido
de rasguño contra el pavimento. Ya han cubierto todo el frente de la casa. Hay una
frialdad agradable. 31 de diciembre.

Acodado en la cama me ha ido anocheciendo. Leyendo. Cierro el


manuscrito. En la primera página hay un tres encerrado en un círculo, de su mano.
En la segunda, ya mecanografiado, está el título y a continuación el primer
capítulo. El asalto. Pobre Celestino, en lo que se ha convertido. En un odio
horrendo provisto de unas garfas1 siniestras. ¡A dónde lo han llevado! ¿Quién iba a
creer que fuera capaz de despanzurrar así a aquella gaviota? ¡Qué triste! Pero es
cierto, es así. Ese muchacho se ha convertido en un monstruo ansioso y cruel que
busca incansable a su madre para ensartarla, para acabar con ella a cualquier
precio. ¿Queriendo evitar qué, sino la vejez? Pretendiendo vengar qué, sino la
pérdida de la magia de la juventud. Intentando evitar el inexorable avance que
cada día nos convierte en los que murieron. Tratando de romper esos lazos que nos
atan irremediablemente a los demás y que el deseo de individualidad absoluta nos
impulsa a tratar de quebrar a cualquier precio. Porque cada día vemos con mayor
claridad que aquellas manchas bajo los ojos, tal sombra en la mejilla, la mínima
arruga en el cuello, son de la madre, o del padre, o del abuelo. Y estaban ahí antes
de que existiéramos. Y hay algo exasperante, humillante, terrible, en esa
aproximación. Y en medio de aquel mundo infernal que todavía no es el actual,
pero lo será, la persecución no cesa, la esclavitud no cesa y cada vez es más
minuciosa y perfecta. Y a pesar de que eliminar a la madre, romper el ciclo de
infamia, vengarse de la responsable de que estemos aquí, es el objetivo
fundamental de la obra, hay momentos en que nos parece que la persecución es en
sí misma la meta. Y con gran nostalgia resuena el guirindán de todas las novelas en
la Reprimería. Y la luna, aún bella en el Palacio de las blanquísimas mofetas, ya aquí es
una supuración asquerosa que lo empapa. Pobre muchacho, Celestino. El abuelo
cortó todas las matas del mundo. Y él, que amaba la vida sobre todas las cosas,
ahora reniega a gritos y maldice el instante de su nacimiento, y la estafa perpetua a
la que fue lanzado. Y lo peor de todo es que tiene razón. Vivimos en la Reprimería.
Mi hermano José le hizo una lista de títulos y capítulos de obras importantes de la
literatura que Arenas usó para nombrar los capítulos de su libro. Rey también
escogió uno de El Sisí, la novela de mi hermano Nicolás. Que en aquella época
firmaba sus libros Nicolás de Tolentino.

Ya estamos en la Reprimería. El clamor de los himnos es aplastante. Se


acerca la medianoche. Unos vecinos hacen una colecta. Se han reunido tres pollos,
un poco de arroz y ensalada de tomate. Casi como una protesta celebramos la cena
y esperamos el nuevo año. Raulito viene y trae la guitarra y lo acompaño con la
mía. Y cantamos canciones de Serrat y nuestras. Y algunos sonetos de Quevedo
—«miré los muros de la patria mía»— y de Rey a los que hemos puesto música.

Oficialmente, el júbilo es por otro aniversario del triunfo de Fidel Castro. Y


también para iniciar contentos y animosos el Año del Primer Congreso del Partido
Comunista. Las hojas siguen cayendo. Meto el manuscrito debajo de la colchoneta.
Más tarde lo enviaré de regreso a su escondite. Compramos también un vino de
uno de esos países esclavizados por los soviéticos. La bebida no falta. El Fifo es
romano: curda y circo. Derramé un poco de vino en la tierra bajo el almendro, por
Reinaldo. ¿Dónde estará? ¿En la sórdida celda o siendo interrogado? Aunque a
decir verdad lo segundo no lo creo probable. Los esbirros del Fifo estarán
celebrando por todo lo alto el fin de año. ¿Estás vivo todavía? Si lo estás, sé que me
estarás escuchando. Quiero decirte, porque es importante, que el otro día vi a
Cortés. Fui a ver La Strada, de Fellini, y me tropecé con él a la salida. Sé que te
encantará que te diga que está más horrible que nunca, se va de lado al andar y sus
prominentes dientes asoman de forma repugnante. De tanto hablar con la policía,
supongo. Esto puede significar que la policía no tiene Otra vez el mar. Suponiendo
que él no la destruyera, como dijo haber hecho. De todas formas, Reinaldo debe de
haber sido muy hábil en los interrogatorios, porque la vigilancia ha amainado.
Cruzan menos Alfas y VW. Lo ideal sería que viniera alguien del extranjero ahora.
Por mi parte iré a ver al abogado para saber con certeza acerca de la captura.
Todavía existe la posibilidad de que se haya escapado. Si está preso avisaré a su
mamá. Ella puede solicitar verle y enviar un cable a su editor en Francia para que
estén al tanto de lo que sucede.

A medida que leo El asalto, voy corrigiendo las faltas. Son muchas, hay
palabras ininteligibles, así que tendré que darle otra lectura a ver si logro
descifrarlas. No sé si hay una copia a salvo afuera, así que hay que evitar a toda
costa que caiga en manos de los lectores de la Seguridad. Esta novela se escribió en
un tiempo muy breve. Arenas, como no tenía hojas de papel, utilizó unos rollos
que logró insertar en el rodillo de su máquina de escribir, y que llamaba «los
papiros.» En la misma novela un viejo torturado sostiene que existen y que
sobrevivirán al dictador y a su dictadura. Pues claro que existen. Y trataremos de
mantenerla a buen recaudo. Al año pasado, faltan pocos minutos así que ya se le
puede decir pasado, lo esperé haciendo el amor. Éste lo aguardo escribiendo. El
vino está muy frío. Cantamos: «Y todo lo que fue, aunque haya sido, jamás ha sido
como fue soñado»2... Y también: «Mi madre está en la calle, bajo una lluvia grave y
lenta, de un color que alimenta, la impaciencia de ver caer...»3 Contra la noche
clarísima, como en la canción de mi hermano, el almendro no deja de echar hojas.
El cielo es como un manto de leche en el que se deslizan y refulgen brillantes
tarecos, como dirían Nicolás y el propio Reinaldo. Este último está tendido en la
arena, incapturable para toda policía, al final de su última novela. Esto ¿quién
puede ponerlo en duda?
Prólogo
Catorce

«Ultima noticia, asesinado Pedro Páramo en Isla de Pinos.»

—Estábamos Delfín y yo en Isla de Pinos. Y como no encontrábamos dónde


alojarnos, nos fuimos a dormir en una cueva muy bonita que hay, de grandes
piedras y que hasta tiene un manantial donde uno puede bañarse. Después nos
enteramos de que la cueva estaba estrechamente vigilada por las fuerzas del orden
público, creo que por una orgía de la que fue escenario o algo así. Bueno, nos
pasamos la noche conversando sobre Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo. Y al
rato de estar dormidos nos despertó la policía y nos condujo detenidos a Nueva
Gerona. Y nos tuvieron encerrados el día entero, no porque hubiéramos cometido
delito alguno, sino porque uno de los agentes afirmaba que faltaba uno de
nosotros, un tal Pedro Páramo, y que probablemente lo habíamos asesinado.1

Nos vamos a la Isla huyendo de la capital, y por tener la sensación de viajar


en barco. La divina sensación de que nos estamos alejando de la isla grande. Esa
sensación interminablemente añorada de que la isla y el espanto quedan atrás y
que el mar nos salva interponiéndose entre nosotros y ella. No recuerdo un tiempo
en que no haya querido escapar de aquí. Ninguno de nosotros lo recuerda. El día
tiene un aire festivo. Ahí está el viejo ferry que para mí es como el Queen Elizabeth o
algo por el estilo. Un animal mitológico que se aleja sobre las olas de la cárcel.
Aunque sólo sea para llegar a una de sus dependencias. Hay un millón de
gorriones alborotando en la arboleda cercana al puerto.

Ya el ferry caracolea. El fondo es muy bajo y empinados sobre la baranda,


colgando sobre las aguas, podemos ver estrellas de mar, caracoles enormes sobre la
blanca arena. De veras es un viaje por mar y eso nos llena de alegría infantil.
Corremos por la cubierta llena de campesinos cargados de bultos, militares que
regresan a sus unidades y burócratas de la nomenklatura, identificables porque van
un poco mejor vestidos. Cayos mínimos emergen aquí y allá del verde empecinado
de la superficie. Imaginamos rutas. Primer puerto: Estocolmo; Marsella: el
segundo. ¿Qué tal entrar en Nueva York pasando a unos pasos de la Estatua de la
Libertad? Es verano y el calor es tan espantoso que retuerce la realidad, hace arder
los metales y obliga a que la gente se refugie bajo los toldos sucios. La cubierta
ahora está repleta porque dentro, sin aire acondicionado, que debe de haberse roto
hace años, el interior del barco es un infierno. Aquí todo se rompe para siempre. Al
final Este Hombre terminará rompiendo nuestras almas salvadas por la brisa desde
que éramos tainos y siboneyes y guanajatabeyes, desde que éramos negros, desde
que éramos una tropa de escorias europeas. En el fondo siempre hemos sido
terminales y violentos y sucios y mezquinos. Pero nos atravesaba una brisa
zumbona y cadenciosa. Hay que escapar antes de que nos conviertan en personajes
de El asalto.

Hay que esperar horas para abandonar el ferry. Primero, las mujeres y los
niños. Dos largas colas. A las pobres mujeres les han impuesto, además de la
esclavitud del hogar y todas las discriminaciones de nuestro machismo inmenso, la
esclavitud del trabajo y las fábricas. A eso le llaman liberación. El ómnibus
traquetea repleto hacia la ciudad... ¿ciudad? Le diremos así, aunque como todo
pueblo cubano, Nueva Gerona es un parque tiznado de tierra colorada, alrededor
del cual se van enrollando casas. Y el cine, claro. Se ha puesto de moda preguntar:
¿La película está buena o es rusa? La de aquí es rusa. Liberación, parte 565.

Buscamos un lugar donde bañarnos porque estamos asados y sudados y


apestosos. Vamos hacia el río. Por suerte la noche es oscura; allí, a poca distancia
del puente nos desnudamos y retozamos salpicando de un blanco fosforescente la
tiniebla del agua. Está un poco fría pero deliciosa. Nubes de mosquitos nos vigilan
hambrientos. Más hambrientos que nosotros, evidentemente.

Ya frescos deambulamos en busca de un lugar en el que dormir. Pensamos


en la cueva de Pedro Páramo, pero luego decidimos que es mejor no arriesgarnos a
lo que ya les pasó otra vez. Hemos llevado algunas provisiones: pan, una tortilla
(nada que ver con una de verdad, de papas; me refiero a varios huevos revueltos
con cebolla o ajíes si hay suerte) de tres días. Aunque también guardamos parte de
unos bocaditos comprados en el ferry y una cantimplora llena de ese brebaje de
sirope al que llamamos guachipupa.

Por fin, después de desechar algunos otros sitios, nos decidimos por una
casa a medio hacer, invadida por las malezas. Sin techo. Seguro que a los que la
construían se les acabaron los materiales y esperan a conseguirlos para terminarla.
Nos apretujamos los dos en el techo de uno de los closets. Nos tapamos con unas
sabanitas que Rey trajo. A mí ni se me ocurrió. La madrugada siempre enfría. El
cielo, el cielo. ¡Qué esplendor, qué algarabía, qué susurramientos azulosos! ¡Qué
negritud carnosa agrupada alrededor de las estrellas allá arriba, como un espejo de
nuestras almas en fuga! Tardamos en dormirnos. Hablamos bajito para no
perturbar tanta belleza y para no llamar la atención de alguien en las casas vecinas
y terminar en la cárcel. Hay montones de lechuzas que cruzan dejando estelas en el
espacio y otros pájaros que no logro identificar.
Despertamos temprano, nos lavamos en el río y desayunamos en una
cafetería del centro del pueblo. Está vacía a aquella hora. El parque silencioso y
sucio. El aire cruza destartalado entre los bancos de cemento. Nuestro plan secreto
es inspeccionar el sur de la isla y analizar las posibilidades de construir una balsa y
hacernos a la mar hacia el sur, hacia el Golfo. Ni siquiera hemos consultado un
mapa, pero en principio nos parece buena idea porque asumimos que el sur debe
de estar menos vigilado que el norte por su cercanía con la Florida. Es clásico huir
hacia el norte, pero jamás he oído de nadie que lo intente en dirección contraria.
Pero nos encontramos el paso hacia el sur de la isla estrictamente prohibido. Con
postas militares y todo. Luego, preguntando a los campesinos, nos dicen que se
rumorea que todo el área es una inmensa base militar soviética. Ahora que lo
pienso, creo que era una locura.

Visitamos la represa Vietnam Heroico. Un lugar medio turístico, medio


abandonado. Muy lindo. Vimos muchachos pescando jicoteas con anzuelos. Algo
horrendo. Luego nos vamos a la playa de Bibijagua y esto sí es una maravilla.
Aunque todo está muy descuidado y solitario, es de una belleza excepcional. Sobre
todo al final de la playa, donde se amontonan a todo lo largo de la costa farallones
de mármol que se apretujan espejeantes y se adentran en el mar. Es toda de
mármol la arena. Muy fina, y a medida que se aleja uno de la orilla más lo es. Un
polvo negro, espumeante. Me traigo el cráneo y parte del esqueleto de una tonina y
un puñado de arena. Y caracoles.

El ferry patea de regreso. ¡Qué lentitud! Han dicho que pasa algo con las
máquinas. Y no pueden apurar el paso. Con tal de que no se pare en medio del
mar. Pero al menos logramos nuestro propósito de estar alejados de La Habana
durante los festejos del 26 de julio. Algo espantoso. Tedio. Ya se avista Batabanó a
lo lejos.

Todas las mañanas desde el techo de la fábrica miro un rato el mar en tu


honor. Está igual. Pudriéndose.
Mi madre en el interior del cuarto de los «recortes».

La Habana, 1981.

© J. A.
Lázaro Gómez, Reinaldo Arenas, Luis de la Paz, Bernardo Morejón. Marcos Martínez y
Exys Abreu. Miami, 1981.

© N. A.
Nicolás Abreu y Reinaldo Arenas.

Miami, 1981.

© E. A.
Reinaldo Arenas y el autor.

Miami Beach, 1981.

© M. M.
Reinaldo Arenas y José Abreu.

Miami Beach, noviembre de 1985.

© L. P.
Marcia Morgado, editora de «Mariel».

Miami, 1982.

© J. A.
Reinaldo Arenas, Miguel Correa, Roberto Valero Reinaldo García Ramos y el autor.

Princeton, Nueva Jersey, 1985.

© M. M.
Reinaldo Arenas y el autor. Museo de Arte Moderno, Manhattan, 1982.

© M. M.
Lydia Cabrera, Carlos Alfonzo y el autor.

Miami, 1985.
Roberto Valero y María Balla. Washington D.C., 1989.

© M. M.
Reinaldo Arenas en Nueva York, 1984.
Prólogo
Quince

Ahora este Parque Lenin, que antes era un sitio agradable al cual escaparse
para estar en contacto con la naturaleza (por no hablar de comer), se ha convertido
en un deprimente hospital para dementes. No como nosotros, sino de los otros.
Grupos de infelices sacados de los hospitales siquiátricos, uniformados y pelados
al rape, han sido empleados, o «ubicados» por sabe Dios quién, porque todos los
miembros de la sociedad tienen que ser productivos. Ya en la época de nuestras
lecturas «leninianas» (que no leninistas) los dementes deambulaban de un lado a
otro. Andaban en pequeños grupos; cabizbajos, como buscando algo, recogiendo
papeles o cortando el césped con machetes. Se pasan el tiempo hablando con
alguien que ven ellos, exclusivamente. O sacándose el rabo para orinar o
masturbarse delante de la gente.

Por ese Parque, lleno de hambreados, delincuentes, asaltantes, amantes,


traficantes y violadores, andábamos casi todos los sábados o domingos en busca de
un lugar apropiado para sentarnos a leer nuestros últimos mamotretos. Y era
hermoso, a pesar de todo.

Nos encontrábamos en la parada de la ruta 88 en Diez de Octubre y la


Avenida Acosta mis hermanos José y Nicolás, Luis de la Paz y yo. Temprano. Casi
siempre, al llegar, ya Reinaldo estaba sentado leyendo, con su mochila en el
regazo. Todo el mundo en Cuba anda con una jaba o una mochila, para meter lo
que se encuentre. Siempre nos traía algún libro, intercambiábamos alguna novedad
robada de alguna biblioteca pública. Por lo general, libros que ya no circulaban o
estaban prohibidos pero que aún sobrevivían en los empolvados estantes de
bibliotecas de barrio. Durante un tiempo nos dedicamos a desvalijarlas.

Al llegar al parque lo primero que hacíamos era comer. Un par de quesos y


un litro de leche por cabeza. Luego, a buscar un lugar adecuado para leer. Siempre
estábamos hambrientos, sobre todo Rey al que la tía siniestra le escamoteaba la
comida que le pertenecía por la Libreta de Abastecimiento. Bajo el mangal leimos
muchas veces. Después de treparnos a los árboles, por supuesto, en busca de
alguna fruta que se le hubiera escapado a los que treparon antes. A veces
echábamos carreras. Reinaldo corría como un verdadero guineo. Aunque Nicolás y
yo no éramos competencia despreciable.

Buscábamos un lugar inaccesible para las lecturas. Ya en él, conversábamos


un rato. Y volvíamos a lo de siempre. Planeábamos fugas y más fugas y siempre
fugas. El plan más popular era nadar hasta un barco mercante (a pesar de las
noticias de que muchos de ellos devolvían a los fugitivos). La construcción de
balsas también ocupaba un gran espacio de nuestra atención. A cada rato salía el
tema de intentar llegar a nado a la Base Naval de Guantánamo, aunque esto último
casi había sido desechado por la tropa. Aparte de la fuga, planeábamos libros y
más libros. Tantos, que sabíamos que no nos alcanzaría el tiempo para escribirlos.
Y así ha sido. A continuación leíamos lo traído para la tertulia. Todo bajo el tarareo
de las ramas y el zumbido de los mosquitos y los ataques de las hormigas que
hacían gala de una ferocidad inusitada. Nicolás leyó fragmentos de sus novelas El
Sist1 y En Blanco y Trocadero, partes de una trilogía completada por La perlana. José
nos hizo asistir a los funerales interminables de Tavy Rey. Yo di lectura a poemas y
algunas de mis obras de teatro No son tan plácidas las olas del verano y El silencio,
partes de una trilogía de la que son protagonistas Sor Juana Inés de la Cruz y la
Condesa de Merlín. Y Reinaldo, a medida que la reescribía, leyó los cantos de Otra
vez el mar, además de Leprosorio, El central, capítulos de El Palacio de las blanquísimas
mofetas, Ah, estallar, morir en junio y con la lengua afuera y El asalto.

A Rey le decíamos La Esponja, porque absorbía ritmos y fragmentos de lo


que leía cualquiera y luego los traía incorporados a sus obras.

Nosotros por otra parte hacíamos lo mismo, y todos nos sentíamos felices
con aquellos intercambios que eran tema constante de bromas y burlas. No sé por
qué, en aquella época nos dio por concebir los libros en forma de series. O bien se
trataba de una trilogía, una tetralogía o una pentagonía; una verdadera locura. Era
raro que se nos ocurriera un proyecto que consistiera en un solo libro. Siempre a
carcajadas, nos dijimos que bastábamos para abastecer a una editorial. Claro que
ahora ya no me da tanta risa. En primer término porque Reinaldo está
desaparecido y porque, además, en lo que debemos pensar es en salvar las obras
que no se han perdido. Esto me entristece mucho, siento una culpabilidad que a
veces se torna insoportable. Y aún no he comenzado a reescribir mis obras de
teatro, que se perdieron todas.

Pero dejemos la tristeza y venga la locura, y, como dice Cervantes, «manos a


la obra que en la tardanza dicen que suele estar el peligro».
Prólogo
Dieciséis

Viaje a La Habana. La metamorfosis

(Escena, a manera de práctica, para reescribir mis obras perdidas.)

Ya al descender al muelle, precisamente frente a la iglesia de San Francisco,


entre pañuelos que se agitaban sin cesar, la Condesa de Merlín pudo comprobar
que había arribado al país más desinformado del mundo. Porque no bien dio dos
pasos por el malecón, se precipitaron sobre ella cuatro intelectuales emperifollados
de la UNEAC, entre sumisos y agresivos, y le arrebataron los ejemplares de la
revista Life, que para entretenerse estuvo hojeando durante el viaje. El puerto
ronroneaba en torno a la fragata Cristóbal Colón. De una radio portátil cercana
llegaba la melopea de Sara González y el Grupo de Experimentación Sonora del
ICAIC. Tomó la volanta que la aguardaba y acomodada en los cojines vio la
incansable multitud que se afanaba pegando más y más cartelones, trapos rojos,
pancartas, retratos del Fifo y cuanto artefacto imbecilizante existe, en las paredes.
Tapiando la ciudad. La larga muralla que defendía La Habana de las incursiones
piratas estaba intacta, pero también había sido derribada y sólo se salvaban de la
destrucción unos pocos pedazos frente a la estación de ferrocarriles, y un poco más
allá. Aturdida, se dirigió a casa de su tío, o al menos lo intentó, pero fue inútil. Sin
más ni más se vio sentada en una butaca del Teatro Tacón. Será el recibimiento, se
dijo. El escenario se iluminó y a la vista de la azorada Condesa aparecieron cien
policías. Tipos de la PNR1. En el público también todos lo eran, pero vestían de
civil y llevaban gafas oscuras y ropa francesa.

Le pusieron un programa en las manos. La Merlín lo lee. La obra está


dividida en dos partes que se titulan:

1. Presentación de Las Musas (donde son presentadas las Musas y el


maravilloso coloquio que entre ellas sostienen).

2. Retractación de Giordano Bruno (donde se admira la retractación de


Giordano Bruno, tras extraerle de los libros mediante revolucionarias técnicas, y se
le obliga a reconocer el error de su pasada y reaccionaria conducta, antes de ser
incorporado a la gloriosa Nueva Sociedad).

En esto se escucha una música estruendosa y algunos silbidos. Los policías


se repliegan y parapetados vigilan.
Las Musas (penetrando entre banderas que se agitan):

Las Musas. —¡VIVAVIVAVIVAVIVA!... ¡Saludamos, saludamos! ¡Con las


metas cumplidas y la guardia en alto! ¡COMANDANTE EN JEFE ORDENE!

Primera Musa (que es casi tan sinuosa, afrancesada y siniestra como Alfredo
Guevara). —Oye, ¿ya el material celebratorio laudatorio está listo?

Segunda Musa (que casi copia más a García Márquez que Manuel Cofiño y
Manuel Pereira juntos). —Sí, cómo no, hemos recibido la remesa de los Talleres
Literarios. Esos muchachos prometen...

Tercera Musa (que es casi peor poeta que Cos Cause). —Veamos qué han
hecho...

Cuarta Musa (que casi se parece más a un alacrán que Fernández Retamar).
—(Abriendo una maleta y extrayendo una lista)... Pues han enviado 30.000 poemas
para repartir entre los mártires, 400 canciones protesta al estilo de Silvio Rodríguez
y Pablo Milanés, 1.000 artículos periodísticos y ensayos sobre la corrupción y la
miseria del pueblo durante la seudorrepública, 60 antologías del cuento
revolucionario, 70 biografías de Maceo, 333 novelas mostrando el pasado
oprobioso y 444 a lo Manuel Cofiño, mostrando el futuro luminiscente que ya se
acerca... ¡ah! y 20 marchas triunfales, que los compañeros de música no se quieren
quedar atrás...

Los policías del público asienten entusiasmados y aplauden y sonríen y se


palmean las espaldas.

Las Musas (a coro). —¡VIVAVIVAVIVA! ¡VIVAVIVAVIVA! ¡QUÉ BIEN,


QUÉ MARAVILLA! ¡PATRIA O MUERTE!

Quinta Musa (que tiene una voz casi tan horrible como la de Vicente Feliú y
Noel Nicola, juntos). —Bueno, ¿y lo del concurso qué? Cuidado con que vuelva a
pasar lo del año pasado que le dimos el premio a un capitán cuando había un
comandante participando y por poco nos fusilan.

Todas se echan a temblar. A coro: ¡No menciones eso...¡shhhhhhhh!

Los policías todos se relamen entusiasmados y enarcan las cejas con gesto
tremebundo.
Las Musas (a coro). —¡VIVAVIVAVIVA! ¡Saludamos, saludamos con las
metas cumplidas! ¡LA CULTURA AL COGOLLO!

Sexta Musa (que es casi tan sumisa como Miguel Barnet). —Todavía
tenemos problemas organizativos, compañeras... hay que asignar equitativamente
esas obras a cada mártir, héroe, fecha inmortal... ustedes saben... por ejemplo, a
Martí siempre le asignan los trabajos periodísticos, y eso no es justo con el apóstol.
De vez en cuando un poemita no le vendría mal... ¿verdad, apóstol?

Sale Martí cabizbajo arrastrando los grilletes de la cantera. Comienza a


recitar:

La poesía es sagrada. Nadie

De otro la tome, sino en sí. Ni nadie

Como a esclava infeliz que el llanto enjuga

Para acudir a su inclemente dueña,

La llame a voluntad: que vendrá entonces

Pálida y sin amor, como una esclava.2

Un policía lo interrumpe dándole un bofetón. Las Musas horrorizadas lo


sacan a empellones del escenario.

Séptima Musa (que casi copia tanto a Lydia Cabrera como Miguel Barnet).
—Ven ustedes, está de acuerdo, es evidente que lo suyo es la poesía. ¡Haré un
poema dedicado a ese soberano bofetón del agentón! ¡Qué músculos, por el
santísimo Ogún!

En este punto la Condesa, a la que la obra le resultaba inaguantable, se


incorporó indignada. Los policías sentados junto a ella trataron de agarrarla pues
todavía faltaba toda la retractación de Giordano Bruno y su posterior
reajusticiamiento. Pero no lo lograron, de un gran salto la dama llegó a la salida
perseguida por todo el teatro, incluidas Las Musas que intentaban golpearla con
las resmas de poemas y otras creaciones de los jóvenes creadores revolucionarios.
Aterrada corría la Condesa mientras notaba que su cuerpo iba transformándose. La
fuga terminó en una explanada. Un sitio inmenso fustigado por el sol y la mirada
siniestra de Lenin, cuyo retrato ocupaba la fachada entera de un edificio. El sol
torturaba a la gente que se apiñaba mirando atontada la tribuna situada junto a
una descomunal y blanca estatua de Martí. La Condesa, que sin saberlo ya no lo
era, miró a su alrededor y vio los rostros más desinformados del mundo. Y sintió el
discurso que como un baño de plomo descendía sobre la realidad, aplastando el
aire, el paisaje, los cerebros, el mar, la isla entera y amenazando con infectar el
universo completo.

El orador, peludo y verde, levantaba el dedo amenazando con penetrar todo


lo penetrable, con poseer todo lo poseíble. El orador era un pingón parlante y
gesticulante. Entonces la Condesa, convertida ya en otro aguerrido Hombre
Nuevo, se empezó a bajar los pantalones y a empinar el trasero hacia la tribuna.
Prólogo
Diecisiete

Carta

Querido Rey:

Donde estés quiero decirte que, a pesar de la sordidez, las mezquindades, el


horror y otros acompañantes que suelen rodear a los que sufren prisión, o lo que
sufras, debes alegrarte un instante, porque no hay nada más agradable que
comprobar que uno tiene razón (la última edición del Granma lo demuestra
admirablemente), comprobar que no te equivocabas al augurar el advenimiento de
las Reprimerías y los diálogos permitidos. Como en El asalto. Debo reconocer que al
entregarte los comunicados que estipulan la conducta que debe mantenerse
durante las concentraciones (comunicados que me dieron en el barrio de Alamar
donde trabajaba, cuando aquello, de peón en obras de construcción) nunca pensé
que tuvieras que elaborarlos tan poco para alcanzar el ambiente deseado para tu
novela. Siempre he sido un poco ingenuo. Pero bien, sé que si puedes, si no te han
tapado la boca, tu carcajada será inevitable.

He aquí la primera página del Granma:

Consignas iniciales aprobadas por el Buró Político para el trabajo de


propaganda y agitación en torno al primer Congreso del Partido.

1. Fortalecer el Partido es fortalecer la Revolución. (Lema)

2. Dos pilares de nuestro Partido: su Dignidad y su Ideología.

3. Viva el Primer Congreso.

4. El Partido es la inteligencia, el honor y la conciencia de nuestra época.

5. Estudiar las doctrinas marxistaleninistas para saludar el primer Congreso


siendo mejores comunistas.

6. Fortalecer la amistad con la Unión Soviética.

Por supuesto, faltan algunas, porque no tengo papel para gastar en eso. La
número cuatro cita a la Momia Lenin. Y al final añade: Aprobados en la reunión
del BP del CC del PCC en los días 26 y 27 de diciembre de 1974. Te imaginas que
esa partida de bestias estuvo reunida dos días para elaborar eso. Es algo que no
tiene nombre.

Pobres esclavos, ya ni siquiera pueden vociferar lo que les venga en ganas.


Sino que sólo berrearán las consignas aprobadas de antemano.

Y a continuación, no ya para despertar tu hilaridad sino para rendir tributo a


los «logros alcanzados en estos años de victorias estratégicas» (Granma), y además
para ver si logro atenuar algo sus iras cuando descubran estos Prólogos, añado una
lista de submaravillas del Nuevo Mundo que construimos:

1. El Sirope.

2. El precio de los cigarros

3. El precio del ron.

4. Los talleres literarios.

5. Las croquetas del cielo1.

6. El Parque Lenin.

7. Los zapatos plásticos.

8. Las concentraciones.

9. Los discursos de 10 horas.

Pasan los días. Es increíble cómo el tiempo nos envilece. Cómo la


inconstancia nos corroe. A qué velocidad. Casi estoy aburrido de todo esto. Es
como si le estuviera pasando a otro.
Prólogo
Dieciocho

Día 6 de enero

Desde el 31 no comemos. Casi. Cara nos ha costado la cena de fin de año. Mi


hermana acaba de gritar: «¡Hoy es el Día de los Reyes Magos!» Es, dice. Ha
enloquecido.

El vacío y el asco me invaden otra vez. Pero voy a ver Pinocho de Walt
Disney, por décima vez, y me siento mejor. Luego me parapeto en el muro del
portal, a la sombra del almendro, y recuerdo.

—Acabo de convencerme de que la telepatía existe. Me levanté con el


presentimiento de que vendrías. Ahora mismo vine hacia acá porque me dije: él
estará ahí...

Está despeinado y no se ha lavado todavía. Me pasa el brazo por los


hombros.

—No sabes lo que me alegra que vinieras, estoy muy solo. ¿Tú sabes lo que
es pasar días y días sin hablar con nadie?

Vine porque se me fue el ómnibus que me lleva al trabajo, le explico, y me


dije, voy a pasarme la mañana con él, es temprano y la policía aún no se ha
levantado.

—Voy a lavarme la cara y después nos vamos a desayunar a Calabazar...

Asiento. Sé que es peligroso. Pero supongo que él está también cansado de


todo esto. Y un desayuno caliente puede llegar a ser tan importante como la vida
misma. ¡Qué pobres somos!, pienso mientras lo espero sentado en el terraplén. A
pesar de filosofías y convicciones, que no cambian por ello, continuamos tan
desamparados. Y aunque te has desprendido de todo necesitas, sin embargo, de
una palabra amiga, de un ademán humano, con el que protegerte de la inclemencia
y el olvido. Del tiempo que nos va comiendo. Que nos mastica.

Yo mismo, ayer, en el calor de sus brazos te olvidé.

Ya caminamos en dirección a Calabazar.


—La sabiduría consiste —me dices— en irse desprendiendo de los
conocimientos, en irlos arrojando. Ahora me convenzo plenamente de que todo
artista tiene sobre la tierra un destino, y toda acción encaminada a retardar su
cumplimiento o distraerlo de lo fundamental, por cualquier motivo, equivale a una
traición.

Se pone muy contento cuando le digo que terminé unas ilustraciones para El
asalto, tal y como le prometí, a lápiz, porque no hay forma de conseguir tinta. Pero
ahí están. No pude traerlas pues las escondí enseguida, así que otro día será.

Ya avanzamos por la línea. Saltando de una traviesa a otra. Tropezando.


Debemos seguir la línea y luego, en el entronque, tomar la otra vía y llegaremos a
las afueras del pueblo. A las primeras casas. Es un pueblo pobre. De casas sucias y
desvencijadas. A nuestro paso se abren ventanas y asoman algunos rostros. ¿Habrá
sido alguno de ellos el que te delató? ¿Pensaría que era su deber informar sobre
algo tan extraño como dos personas caminando por la línea del ferrocarril,
temprano en la mañana?

Hace unos días Rey no pudo resistirse y vino al pueblo a comer algo. Creo,
aunque no se lo digo y estoy seguro de que no lo reconocería si se lo dijera, que
está siendo presa del mismo aburrimiento que estoy experimentando yo. Es difícil
de explicar. Todo es tan estúpido, inconstante y mediocre que empiezo a verlo a
distancia, desde afuera. Como si no tuviera nada que ver conmigo esta situación.
Como si no estuviese implicado de forma alguna. Una sensación de desapego. Que
puede ser muy peligrosa, como es evidente. El caso es que ese día pasó frente a la
estación del DOP (Departamento de Orden Público) y en el mural que tienen allí,
dentro, vio su fotografía en un pasquín: SE BUSCA. Era más grande que el de los
otros delincuentes.

—No pude leer lo que decía bajo la foto, no me pareció prudente entrar... —
me dijo.

Llegamos a la cafetería y esperamos a que se desocupe algún asiento. El


lugar está muy cerca, en la misma cuadra que la estación de la policía. Le digo que
cuando terminemos de desayunar voy a entrar a ver qué señas ponen para su
identificación, me parece importante saberlo. Esperaré a que las motocicletas de los
agentes se marchen a sus recorridos. Le cuento que la primera vez que desayuné
aquí le eché sal en vez de azúcar al café con leche. Nos reímos. Nos reímos de todo.
Es extraordinario lo que conserva el sentido del humor.
—A mí me pasó lo mismo, es que uno relaciona con un salero un recipiente
pequeño, pero jamás este enorme cacharro.

Ya instalados detrás de la barra pedimos todo lo que hay. No es mucho. Pero


logramos hacernos de tortillas de huevo solo, dobles (cuatro huevos), pan, café con
leche y unas empanadas que no sabemos lo que contienen, pero albergamos la
esperanza de que sea algo alimenticio. Nos pasamos una hora allí, esperando la
comida. La cafetería es como una sucursal de la corte de los milagros de Victor
Hugo. Ahora les ha dado por ubicar (este verbo les fascina, ¿por qué no se ubican
ellos en otro país y nos dejan en paz?) minusválidos en el INIT1. Cualquier lugar
donde expenden alimentos está lleno de mancos, tuertos, cojos. Gente mutilada.
Pobre gente a la que le aplican las ideas de algún cretino sobre la productividad o
sabe Dios qué.

Ya el pueblo se ha ido despertando. Los pocos camiones y automóviles


ensucian el aire límpido. «Ya con esto resisto bien.» Resistimos. Dos vasos de café
con leche caliente y dos panes con tortilla. Y las empanadas. Agrega: «Ya ni
hambre siento.»

En la primera bocacalle Reinaldo me abandona y entonces me dirijo a la


unidad del DOP. Los de las patrullas se han ido. Entro y me detengo frente al
mural. Hay dos fotografías grandes, una es la suya. El policía, gordo, que está
repasando unos papeles, alza la vista y me observa. Es una foto vieja en la que
Arenas está muy joven y desconocido. Debajo de la imagen están las señas y
escuetamente se informa que ha sido ordenado por el departamento de no sé
cuántos su captura. Salgo despacio, para no despertar sospechas.

Lo veo al final de la calle dando paseítos. Agita el bolso al verme. Una de las
señas indicaba un lunar bajo la oreja izquierda. Iniciamos el viaje de regreso al
Parque. Se toca el cuello. Lo registro y es verdad. Ahí está la mancha oscura.

—Deja ver lo que hago para quitarme ese lunar.

El dinero es un problema importante que nos preocupa mucho. En la


actualidad vivimos en una situación siniestra. Y no me refiero sólo a nosotros, sino
a casi toda la población. El Fifo acaba de arruinar el país más de lo que estaba con
lo de la Zafra de los Diez Millones. ¡Los Diez Millones Van! Esa consigna fue lo que
comimos, respiramos, cagamos y meamos durante meses. Pero no fueron, como
cualquier guajiro sabía de antemano. Nadie tiene un centavo y no hay a quién
pedirle. Y el dinero de mi sueldo —que es una basura, 96 pesos al mes— lo he
invertido en asuntos inevitables concernientes a la boda. Si tuvo que salir huyendo
del Parque, no tenía siquiera el dinero suficiente para el transporte a la provincia
de Oriente. El primer día que fui a ver a Arenas le llevé cuarenta pesos, una
fortuna para mí, pero se le perdieron.

—Es el Diablo, el Diablo el que está detrás de esto —me dijo apenado.

Luego le llevé más, pero nunca era suficiente pues tenía que gastar en
alimentos, comprar leche, quesos y caramelos en los quioscos del Parque. El día
que supe de su desaparición la madre me trajo cien pesos para él. Ya era tarde.

Hoy no he ido a trabajar. Cada vez que puedo, no voy. Es la única forma en
que logro escribir con un poco más de calma. Pero me estoy exponiendo a
consecuencias que pueden ser terribles. Me siento contento. No he tenido que
pasar por la humillación de que me registren al entrar en el infierno ruidoso de la
termoeléctrica, mientras los técnicos checos y rusos cruzan por mi lado llenos de
maletas y bultos sin que nadie los moleste. Aunque lo digo por decir. Realmente ya
ni eso me importa. Lo peor de los seres humanos, obviando la cobardía, es la
conformidad. Al írseles prohibiendo y suprimiendo todo, en vez de protestar y
airarse contra la fuerza que los oprime, se dedican a enumerar lo que les queda y a
tratar de conservarlo. Al poco tiempo olvidan aquello que les arrebataron. Se
sienten contentos con la miseria que les permiten. Son capaces de soportar todo
tipo de vejaciones, de envilecerse, de embrutecerse y enmudecer con tal de
conservar algún fin de semana, en el que podrán ir a la playa a templar bajo los
pinos, o al Conejito a matarse el hambre con un cupón de buen trabajador que les
dieron en la fábrica por ser esclavos ejemplares.

Tengo un dolor de cabeza horrible, no se me quita nunca. El catarro


tampoco. Salgo de uno para entrar en otro. Es asqueroso.

En la hora de la merienda, en la termo, como ya todos se han dado cuenta de


que el pan se acaba con los primeros veinte o treinta que comen, se forman
tremendos molotes entre los ochenta o cien obreros que hay. Todos tratan de ser
los primeros.

Del otro lado de la cerca están las gaviotas. Hay miles. Suben y bajan y
vuelven a bajar. Lo veo a través de las rejas de la cerca. De los agujeros de la cerca.
El mar destrozado por los agujeros de la cerca.

Al mediodía subo al tejado. Me siento en un rincón. Saco del cartucho el pan


con tortilla que me traje de casa. Mastico. Es pan viejo. Durísimo. Pero al menos no
tengo que sufrir la vejación de las peleas por el rancho. Me faltan dos muelas. Es
una grasa el mar.
Prólogo
Diecinueve

Estoy sentado a la mesa del comedor de mi casa. Mi destartalada casa, que


hizo mi abuelo en 1940 con sus propias manos, poco a poco. Comprando algunos
materiales hoy, otros el mes próximo. En esta parcela adquirida muy barata, en
Poey, que en aquella época era un campo, un potrero en las afueras de La Habana.
Cuando llueve se filtra el agua entre las tejas y el papel de techo mil veces
remendado con chapapote. Las paredes se agrietan, no hay pintura desde hace
años. Mi casa con su jazmín en el jardín y su melocotón raquítico en el patio. Casa
de la infancia, la única. ¿Cómo creció aquí un melocotón? Pongo los brazos sobre la
tabla grasienta, recuesto en ellos la cabeza y cierro los ojos. Me siento tan vacío que
parece que me voy consumiendo hacia adentro. Pienso en lo que hay que escribir,
en lo que hay que salvar, para resistir. Pero esta vez ninguna de esas mierdas
sirven. Lloro.
Prólogo
Veinte

Cuando los camiones llegan al batey central, entre las dos largas barracas
nos está esperando un comité de recepción. Tipos patibularios, algunos, que nos
miran con curiosidad y alegría. Alegría de que haya más gente en la misma
situación en la que están ellos. Ha llovido hace poco y la tierra es un fanguero rojo.
«¡Carne fresca!», grita uno de los que esperan, y un coro improvisado repite la
frase entre risotadas. Estoy en el Plan Plátano de Artemisa, condenado a seis meses
de trabajo forzado por la Ley Contra la Vagancia. Me hicieron un juicio sumario. El
juez apenas sabía leer. Mi hermano José me recomendó no abrir la boca dijeran la
mierda que dijeran. Si me condenaban a más de un año tendría que cumplirlos en
el Morro, junto a criminales. Y él y yo sabemos que de allí es difícil salir. Así que
guardé silencio. No dije nada de que recién salido del Servicio Militar Obligatorio
me habían ofrecido tres oportunidades de trabajo imposibles, en la Ciénaga de
Zapata, cazando cocodrilos y cosas así. La ley dice que si vas tres veces ante el
gobierno, que es el único empleador, y no aceptas lo que te ofrecen, vas preso. Pues
estoy preso, soy un esclavo. Siguiendo el curso de los aborígenes primero y de los
negros después. Se trabaja catorce horas diarias recogiendo racimos de plátanos,
llueva, truene o relampaguee. Los campos son vigilados por soldados armados. Si
al jefe del campo (que es un viejo corrupto y mujeriego que anda en un jeep lleno
de guajiritas) le da la gana y te portas sumisamente con él, te dan unas horas de
pase al mes para ver a la familia.

Trabajo en silencio, tratando de no tener problemas, que no me noten. Sigo


la doctrina de Arenas: «respeta todas las normas pequeñas, viola todas las
grandes.» El ambiente es de cárcel: promiscuidad, castigos a los que se fugan (los
mandan a la Prisión del Morro) y la típica vulgaridad y miseria que suele proliferar
en estos sitios. He traído una mochila de libros. Y cuando se acaban, mi hermano
José hace lo que siempre ha hecho donde quiera que he estado: llevarme más. Pasé
casi cuatro años, tres de Servicio Militar Obligatorio (SMO) y uno de esclavo en la
Zafra de los Diez Millones cortando caña catorce horas diarias por siete pesos al
mes, con los bolsillos del uniforme militar llenos de libros. Ellos me permitieron
sobrevivir a todo eso. Ahora hago lo mismo. Hay otro muchacho que lee. Se llama
Mario. Nos hacemos amigos. Nos defendemos mutuamente de los delincuentes de
siempre. También escribe. Nace la hermandad de los humillados.

Las avionetas de fumigación son amarillas y me fascinan cuando pasan


sobre nosotros, encorvados en los surcos. Vuelan, se deslizan por el cielo, viajan.
Siempre imagino que estoy a bordo de una de ellas como Saint-Exupèry,
conduciéndola mar afuera, escapando, aterrizando en Poey primero, claro, y
recogiendo a la tropa. Al final de los campos, un día, llego al borde de la enorme
pista y del hangar donde duermen de noche. Si pudiera...

Todo tiene su lado bueno, incluido el infierno. Devoro plátanos de todas


clases hasta que estoy a punto de reventar. Casi nunca tengo ya ese hambre crónico
de siempre. El rancho que dan en el campamento es incomible. Chícharos con
gorgojos, arroz y, a veces, carne rusa enlatada. De la que tiene una grasa verde,
parecida a la que usan los mecánicos de los tractores. La gente aquí comenta que
los muchachos heterosexuales (los homosexuales tienen actividad de sobra, por
suerte para ellos), desesperados porque no tienen vida sexual, abren un agujero a
las matas de plátanos y hacen el amor con ellas. La otra opción es escaparse a
Artemisa que está bastante lejos, a ver qué se pega. Pero es peligroso porque los
guardias que están libres van todas las noches al pueblo.

Dicen que templarse las matas de plátano es sabrosísimo. Mario, que ya lo


hizo, me lo confirma. Dudo durante unos días pero al final cedo y lo pruebo. Es
hermoso. Rico. Húmedo y viscoso como una mujer. Casi tan bueno como bucear
desnudo y deslizarse pegado a la blanca arena de los fondos hasta eyacular.

Tengo un sueño que nunca he olvidado. Estoy acostado, desnudo, sobre la


tierra roja. A ambos lados hileras de plátanos. Una fila de matas a la derecha y otra
a la izquierda. Los troncos de los plátanos son luminosos. Las largas hojas como
alas de las avionetas de fumigación. Hablan a coro, alternando lo que dicen:

—Pobrecito... allá lejos rugen furiosas las cataratas del Niágara y tú no las
verás. Nunca.

Y el otro grupo:

—Qué pena nos das, vas a morir y a ser devorado por los gusanos y no verás
un Rembrandt, ni un Van Gogh, ni un Zurbarán, ni un Caravaggio, ni un Picasso...

Y así van enumerando cosas que no veré, sitios que no visitaré. Después,
todas a la vez, se ponen a llorar. Una de ellas se queja lastimeramente. Tiene un
agujero en el centro que casi le atraviesa el tronco. Susurra:

—Vino y me abrió este hueco y metió una cosa dura, y se retorcía y me


abrazaba. Y echó algo caliente dentro de mí...

En el sueño le pasaba la mano, acariciándola, como si fuera una novia o algo


así.

Entonces alguien sacudía la litera y gritaba: «¡De pie! ¡De pie! ¡A trabajar,
cabrones! ¡Vagos de mierda!»
Prólogo
Veintiuno

8 de enero de 1975

Día feliz. He comprobado que las noticias proporcionadas por la mujer de la


parada del ómnibus pocos días después de perder contacto con Rey eran falsas.
Por lo menos en parte. Sigo visitando el Parque de vez en cuando a ver si averiguo
algo. Esta vez ha dado resultado. El nuevo informante quizás sea más digno de
crédito, pues es un funcionario del mismo Parque Lenin. Indagando
cautelosamente lo dirijo hacia el tema y entonces me dice: «No, no fue por un
ladrón por lo que se armó el lío, fue por un asesino que estaba viviendo en el
Parque, pero el muy hijo de puta se nos escapó.»

Tras estas palabras mis deseos oscilan entre apretarle el cuello o gritar de
contento y abrazarlo por ser el portador de tan buenas noticias. Y agrega:
«¡Figúrate, que a mí me trajeron lo que dejó tirado, una libreta, un bolígrafo, libros,
un espejito y lo de aseo personal!»

De Reinaldo no me queda más remedio que pensar que el espíritu de Fray


Servando estuvo a su lado para asistirlo cuando lo necesitó. Gracias, querido fraile
trotamundos, por haber venido.

Tómese nota: «Un asesino», dijo el individuo, «están buscando a un


asesino».

A pesar de la alegría que me causa la noticia, no olvido que su situación es


desesperada. Más desesperada que antes. Cuando estaba en el Parque al menos no
lo habían localizado. Ahora le siguen de cerca. Tiene poco dinero. ¡Siempre la
maldita mierda del dinero, la maldita circunstancia del dinero por todas partes!
¿Adónde puede ir? Tendrá que dirigirse a Oriente. A intentar nuevamente llegar a
la Base Naval de Guantánamo. Ésos eran sus planes en caso de que sucediera algo
así.

Claro que pueden haberlo apresado después, durante el viaje o en la misma


Habana. Espero que no. Rehuso pensar que todos sus esfuerzos concluyan en
manos de la policía. Es demasiado cruel. Aunque resulta más increíble que haya
logrado evadirlos por tanto tiempo. Arenas es, en el fondo, un fugitivo
verdaderamente inhábil. Nunca ha llegado a entender que lo perseguían. Era
demasiado real, sí, pero no dejaba de ser una novela.
Y sin embargo ha escapado otra vez. Tendré que ir a Oriente, a casa de su
madre, a tratar de averiguar algo.
Prólogo
Veintidós

17 de enero

Llueve torrencialmente. Allá también llueve. Sobre toda La Habana vieja que
es una pasta gris, enchumbada. Aquí sobre el pavimento sucio que pisotea sin
descanso la muchedumbre que acude a la fábrica. Allá entre los gruesos muros, en
el patio, en el paredón de fusilamiento, sobre el mar feo por estos días. Y sobre el
pobre Antonelli que sintiéndose más culpable que nunca deambulará
desconsolado por la plataforma de su castillo contemplando la ciudad que
chapotea bajo el aguacero. Murmurará: «El puerto de la ciudad es de los mejores,
más capazes y hondables que se conocen, pues las naos por grandes que sean están
casi arrimadas a las casas de la ciudad. Tiene a la entrada el puerto por la parte del
poniente una famosa fortaleza inexpugnable, que es el Morro.»1

El haz de luz cruza. Vuelve a cruzar. Ahora con la lluvia, humea. Acá el
cajón en el que estoy sentado cruje bajo mi peso, me incorporo, doy unos pasos por
el portal oscuro de la panadería. En la que espero. Estoy tan triste que la tristeza es
una nata que me tupe la nariz, ciega mis ojos, casi me impide los movimientos.
Tengo frío.

Ayer vino la madre de Reinaldo a decirme que estaba preso. Yo me


preparaba para ir a su casa en Oriente. Lo detuvieron el día nueve de diciembre.
En el Parque. Él le dijo que se dejó coger. Que estaba cansado. La policía no le
avisó a la madre. Si no es por el abogado que le envía un telegrama no sabría nada
aún.

Fue a la cárcel y lo vio. Dice que lo encontró bien. Tranquilo. «Yo no


esperaba hallarlo tan tranquilo», me dice Oneida. Que estaba de lo mejor. Sí, me
imagino. Que le interrogaron dos veces pero no le mencionaron siquiera la
literatura. Sólo querían saber si había ido a Oriente, a la Base Naval de
Guantánamo, sus correrías. Dice ella que le dan buena comida, una colcha para
que se tape, le permiten leer. Mandó pedir varios libros. Todos de escritores
aceptados y aclamados y aprobados.

Para alguien que no viva en Cuba, éste, tal vez, sea el trato que recibe
cualquiera en una cárcel, pero para nosotros ese trato es asombroso. Suponiendo
que sea verdad lo que Rey le dijo a la madre. Es de conocimiento general que en el
Morro no se permite llevar nada a los presos excepto una jaba de comida cada 25
días. Siempre y cuando la jaba no exceda las 25 libras. La alimentación consiste en
espaguetis y sopa de chícharos aguados y pan. La disciplina es feroz.

Bien, a qué se debe ese cambio de actitud entonces. No era la que pensaban
mantener al principio cuando lo apalearon y comenzaron haciéndole infinidad de
preguntas sobre la intelectualidad silenciosa.

¿Se habrá hecho alguna gestión desde el extranjero? El silencio se prolonga,


aunque justificado, porque los amigos de allá no pueden armar un escándalo sin
saber si éste le perjudicará más de lo que podría ayudarle. Hay que esperar. Creo
que la policía teme ese escándalo. Querrán saberlo todo antes de enfrentarse a la
opinión pública mundial. Tejer bien una red en la que atraparle.

Puede esperarse cualquier cosa. Ya tenemos el ejemplo de Padilla que por su


libro Fuera del juego fue aniquilado y desequilibrado mentalmente. Aunque, según
el señor ministro Carlos Rafael Rodríguez, «Ni un solo escritor ha sido llevado a
ningún tipo de actividades represivas por sus manifestaciones, ni Padilla ha dejado
de gozar no sólo de plena libertad, sino de la posibilidad de continuar escribiendo
y expresando sus ideas»2. Uno siempre espera que los ministros sean unos
mentirosos y unos descarados, pero lo de este tipo no tiene nombre. Supongo que
se refiere a la plena libertad que se disfruta en las mazmorras de la Seguridad del
Estado.

A mí no me han tocado. Pero es prudente no olvidar que los días 10, 11, 12 y
13 se mantuvo sobre nosotros y la casa una estrecha vigilancia que en ocasiones
consistió en mantener a quince metros de la puerta de casa un vehículo lleno de
agentes. ¿Con qué objetivo si lo detuvieron el día 9? No olvido que conocen la
existencia de Otra vez el mar y no descansarán hasta saber qué es Otra vez el mar, y
si es posible dónde está.

Pienso en Arenas, metido en ese uniforme horrible, pelado al rape como un


personaje de El asalto. Imagino cómo estará sufriendo entre esos muros. Me
deprimo de forma tal que me siento inutilizado. Y el tiempo no colabora. Días
enteros lloviendo. Y la lluvia ahora es como una especie de desolación. De soledad
máxima.

En estos días he meditado sobre cómo el destino y la desolación de Reinaldo


me han hecho ascender. Mejorar. Ver más claro. Lo peor es continuar con la rutina
como si nada sucediera. Ir al trabajo, regresar, ponerse a escribir, esconder lo que
se escribe. Asegurarse de que los escondites donde están las obras siguen siendo
seguros. Es difícil explicar a los amigos a quienes hemos confiado manuscritos que
lo mejor es evitar cualquier contacto, porque sacan conclusiones equivocadas.
Todos han sido autorizados a destruir lo comprometedor en el caso de que los
aborde la policía o noten cualquier movimiento sospechoso, indicador de un
posible registro. Se han portado muy bien hasta ahora.

Sigo escribiendo. El sentimiento de culpa por la destrucción de las obras me


sigue atenazando. A veces el desconcierto es tan enorme que no atino a poner una
palabra. Ese hueco enorme dentro no deja de crecer. En ocasiones el hambre y la
desesperación logran desestabilizarme y necesito salir a caminar por las calles del
barrio. Termino en cualquier esquina, con los amigos, conversando tonterías. ¿Cuál
es el límite de esta resistencia, de este miedo, de este desconsuelo?

Escribiré otro de estos Prólogos, si no sucede nada antes, el día del juicio.
Procuraré ir, si es que lo permiten. Reescribí de un tirón La jaula, una de las obras
de teatro perdidas. Nicolás también anda como un loco reescribiendo En blanco y
Trocadero. Seguro que esto alegrará a Rey.
Prólogo
Veintitrés

22 de enero

Hoy, según el abogado, debía ser el juicio. Vuelvo a trepar las escaleras a
saltos. En la sala de espera está Tomasito la Goyesca. Solo. La madre de Rey le
avisó y él le prometió estar allí para verlo y presenciar lo que sucediera.
Conversamos. Tomás es muy chismoso y trata de sacarme información. Por
supuesto, es inútil. Decirle algo a La Goyesca es como publicarlo en el Granma. No
es malo, pero no puede evitar contar las cosas. Llega una vieja larga de aires
rigurosos, angulosa y con unas gafas enormes para decir lo que nos imaginábamos:
que el juicio ha sido suspendido otra vez. Ahora, dice, será el trece de febrero. Nos
vamos.

Bajo a lo largo del Paseo del Prado. La ciudad se desdobla sobre sí misma. El
Capitolio, que gracias a nuestro rasgo idiosincrático fundamental —la hipérbole—
es más grande que el de Washington D.C., se alza como una reliquia venida a
menos, con sus estatuas sucias y su diamante robado. A veces pienso que ese
mastodonte es un náufrago, un sobreviviente de épocas mejores. En el fondo es
otra cara de nuestra única y misma vulgaridad. En los umbríos portales crece el
churre, las delicadas losas desaparecen bajo la basura cuya costra engorda a una
velocidad vertiginosa. El sistema segrega una mierda que terminará borrándonos,
ahogándonos, hundiéndonos moral y espiritualmente. Ciudad entristecida como si
una plaga de langostas hubiese caído sobre ella. Ciudad cubierta de himnos,
pancartas, odio y fanatismo. Muros corroídos, paredes descascaradas,
apuntalamientos. La única ciudad en el mundo, tal vez en la historia de la
humanidad, con un centro oficial de delación en cada calle, los Comités de Defensa
de la Revolución (CDR). Ciudad que este hombre que la destruye odia, y a la que
quiere privar de todo su esplendor. Al final de la avenida está el mar. Bello, aún.

La parada de la Ruta 1 está en un parque junto a la Avenida del Puerto,


frente a la salida de la bahía. Frente a la fortaleza donde Arenas está encerrado. En
el Morro, que se empina para culminar en su fálica farola. Distingo puntos móviles
sobre los muros. ¿Serán los presos? Dicen que uno se lanzó de allá arriba y logró
escapar. ¿Adonde? Espero en la cola por la llegada del ómnibus. Un ser mitad
hombre mitad radio portátil me hace la vida todavía más imposible. Ahora les ha
dado por eso a la gente. Sacan esas enormes radios rusas que parecen escaparates,
se las echan al hombro y se pasean con ellas a todo volumen por la ciudad. Hasta
dentro de las guaguas abarrotadas lo hacen. Horripilante.
Ayer, casualmente, tropecé con la revista Casa de las Américas en la cual
publican la confesión de Padilla. Qué farsa tan miserable. Aunque entiendo el
miedo, el poder de ese abismo donde el cuerpo aterrorizado puede precipitarnos.
El poeta de Dones, de Infancia de William Blake. El héroe intelectual de toda una
generación tras la polémica con el Caimán barbudo, por su defensa de Tres tristes
tigres de Cabrera Infante. Heberto argumentando brillantemente a favor de esa
extraordinaria novela, mientras los camajanes del Caimán rompían lanzas por otro
libro, muy menor, de Lisandro Otero, un dedicado comisario cultural. ¿Cómo es
posible que ese hombre se convirtiera en esa cosa lastimosa que reniega de sus
amigos, de sus poemas, denunciando a su propia esposa? ¿Para conservar la
respiración y la locura y la miseria en la que lo han dejado? No se trata de abogar
por la posición de mártir intelectual porque es, al fin, estúpido y ridículo. Se trata
de plantearnos simplemente: yo creo en esto, esto vale para mí, por esto vivo, por
esto pueden matarme. Pero no me harán renunciar, porque sería renunciar a mí
mismo.

Como toda farsa, ésta se vuelve contra lo que intenta defender y justificar.
¿Cómo podría explicar la policía la presencia de casi todos los intelectuales y
creadores de algún talento en la lista de denunciados en la retractación estalinista?
Lo único que puede significar es que ellos eran los que tenían razón. Eso está claro.

Llega la guagua. Hace días que no voy por el Vedado. Ni iré. Un amigo me
alertó ayer. Han comenzado otra vez las recogidas de los que no están
«correctamente pelados». Me paso la mano por la cabeza. El pelo me tapa las
orejas. Estoy fuera de la ley.
Prólogo
Veinticuatro

27 de enero

Hoy me trasladaron de termoeléctrica. Aquí mismo en la bahía, pero más


cerca de la boca. Desde la entrada de la habitación en la que nos cambiamos de
ropa los obreros, veo un grupo de lanchas patrulleras, las encargadas de perseguir
a los que intentan escapar por mar. Más allá de las lanchas, el Morro. Rey tiene
visita hoy, a la una, así que cuando salga de aquí pasaré a ver a la madre para
saber de él. Hace un par de días nos visitó Antonio Cuartas, un muchacho al que
conocimos en el taller literario al que asistíamos y del que pedí la baja hace meses.
Ello no les impidió, recientemente, expulsarnos por diversionismo ideológico. La
visita es muy extraña y me inclino a pensar que lo mandaron a ver qué podía
averiguar.

Estoy contemplando la bahía, que cada día está más sucia. Los barcos
tranquilos respiran golpeados por la luz. Son las ocho de la mañana. Hay uno largo
y oscuro con el nombre en letras blancas. Magnolia. Magnolia: si pudiera nadar
hasta ti y largarme de aquí; no seas cruel, mujer, y acógeme en tu seno (o tu sexo,
da igual) de acero... Todo un bolerón. Pero cada vez son más las historias de gente
devuelta cuando llegan a barcos mercantes que dejan la isla.

A mi izquierda destacan en el muelle dos cosas: un descomunal afiche del


pintor de la corte, Raúl Martínez, que nos observa con su multitud de caras
patrióticas y felices. El mensaje es claro: aquí todo el mundo es un patriota feliz. Lo
otro son las largas colas de niños uniformados y con boinas rojas que esperan la
lancha que cruza de Regla hasta el Muelle de Caballería. Van cantando, se
desgañifan entonando himnos al Fifo.

Las lanchas repletas de obreros, viejas y achatadas, llegan al minúsculo


muelle de Regla y regresan al de Caballería. Van dejando un surco grasicnto y
apestoso en la superficie del mar. El pobre que se caiga de una lancha morirá de la
infección, si no muere ahogado.

Estoy releyendo el maravilloso libro de Günter Grass, en el que el pequeño


Oscar cuenta su historia al compás del repiquetear de su tambor de hojalata. A
través de él logro evadirme de las estupideces cotidianas.
Prólogo
Veinticinco

La mañana

Desde el mismo amanecer ya el día tiene un aspecto fatal. Al ir al trabajo,


milagrosamente, logré un asiento al fondo de la guagua y ya me disponía a
comenzar a leer a Saint-Exupèry, cuando otro ser mitad radio portátil soviética
Meridian, mitad humano, se puso a mi lado chillando a toda voz con ese carácter
ideológico que ahora caracteriza a las orquestas populares cubanas. Sonaba como
algo así: «Vamospa’lazafraaritmodemillonarios»... Se refieren a la zafra, claro, y a
los millones de arrobas de caña. El oportunismo es nuestra primera industria. Si lo
exportáramos seríamos el país más rico del mundo.

En estos días he escrito poco, atravieso una furia de lectura que se apodera
de mí esporádicamente y en el transcurso de la cual devoro una cantidad increíble
de libros, casi uno diario, a pesar del trabajo. Me encanta esta situación pues me
sumerjo en las diferentes realidades contenidas en las páginas; necesito algún
tiempo para hallar el camino de regreso a mi realidad. Entonces comienzo a ver y
palpar los objetos, los cuerpos, redescubriéndolos. Hasta volver totalmente a
nuestro horror.

Durante estos períodos apenas escribo, es como si con la lectura me


alimentara frenéticamente, para luego poder crear. Si no leo, esto provoca en mí un
estado de progresiva vulgaridad y envilecimiento que hace que me acostumbre a
esta esclavitud nuestra de cada día. Así que debo llegar a la conclusión de que la
lectura es un imprescindible sustento además de una fuente de rebeldía y un
antídoto contra el amansamiento y la resignación.

Hace dos días llegó de México la postal de Joris, el muchacho francés. La


enviaría si llegaba sin inconvenientes a dicho país. Todo parece indicar que así ha
sido. Me alegra pensar que llegó bien y los libros están a salvo. Paseo por el puerto,
la cercanía del mar es una fuente de energía. Cosa que me viene muy bien con el
hambre que paso. Caminar a la sombra del mar me llena de sosiego. El contacto
con esa cosa eterna que viene y va, que cambia al tiempo que reposa, que se aleja
pero jamás nos abandona, que nos impide escapar pero constituye nuestra última
esperanza, que nos acoge en su tibio seno pero nos devora al menor descuido, que
da ritmo a nuestras existencias y las transfigura. Ese contacto es casi lo único
humano que nos queda. Es nuestra fuente de resistencia secreta, y es el camino
elegido para liberarnos en caso de que se haga necesario. ¿Qué más puede
pedírsele a un amigo?

Paso a lo largo del muro, mirando la fortaleza al otro lado de la bahía. Las
olas rompiendo contra la erizada roca donde encajan los bloques de piedra.
Algunas de las galeras de los presos están por debajo del nivel del mar y cuando
sube la marea se llenan de agua. Los presos tienen que treparse sobre las literas
para no ahogarse. Yo no sé si Antonelli, el arquitecto que la hizo, pensó en estas
cosas el muy hijo de puta, pero su obra ha terminado siendo un matadero. Pienso
en Reinaldo. ¿Estará en una de esas galerías subterráneas tratando de escapar al
oleaje del que tan bellamente ha escrito? Todo es tan irreal, tan inconstante. Tan
triste. Las olas van dejando una secreción verde, como esputos que se aferran a los
arrecifes. Allí quedan bailoteando como banderas, contra la oscuridad de la piedra
mojada. El mar es la boca de la isla vomitando su podredumbre, su miseria, su
estupor. O tal vez el mar no sea la boca, sino el ano de la isla y toda esa excrecencia
sea la mierda de nuestras entrañas que el mar expone y nos lanza al rostro en un
eterno retorno, en un círculo que se repite hasta la eternidad. Mierdas y vómitos de
nuestra intolerancia, de nuestro machismo y nuestra prepotencia, de nuestra
inconstancia, de nuestra hipocresía, de nuestras dictaduras y nuestra Iglesia
Católica tantas veces aliada de nuestras dictaduras. Mierdas y vómitos de nuestro
permanente choteo y de nuestra falta de grandeza, de nuestro desprecio por la
cultura y de nuestra infinita capacidad para la envidia y el cuchicheo y la
componenda y la traición. Miasmas de un pueblo condenado a perseguir y
aniquilar a sus mejores hijos. Martí vejado en plena campiña por los militarotes, y
empujado a la muerte dejando sobre el campo, en su Diario, algunas de las páginas
más bellas de nuestra literatura y del idioma. Lezama pagándose sus libros de
misteriosos y fulgurantes poemas, ganando un espacio en la eternidad de la poesía
para su isla, mientras lo acorralaban y lo consideraban poco más que un gordo
maricón. Y así. ¿De qué me asombro de que esté pasando esto con Rey? Cada vez
tengo más deseos de lanzarme al agua y desaparecer.

La tarde

Visito a la madre de Reinaldo. Tiene noticias frescas pues lo ha visto hoy


mismo. Viernes. La visita le correspondía el lunes anterior, pero fue pospuesta. Los
motivos no cuesta mucho trabajo adivinarlos. Otro interrogatorio. La llevaron a
una oficina en la que había un buró y dos sillas... «Y allí me dejaron sola con él.
Está bastante bien, me dice que la revolución lo ayudará, que eso es lo que él
desea...» Esto con la boca y sirviéndose de las palabras, mientras con la mano, y
sirviéndose también de las palabras pero ya no habladas sino escritas, le pide
comunicarme que durante un interrogatorio le han preguntado si mis hermanos y
yo teníamos en nuestro poder algún manuscrito suyo. También indagaron respecto
a otros amigos. A todos nos mandó decir que destruyéramos cualquier obra suya
en nuestro poder. Eso dijo. Y ahora la madre me lo dice. La nota no le fue
arrebatada a la salida, así que la policía no se enteró de su contenido (no quiero
pensar en cámaras de televisión) y al parecer la prudencia de Rey dejó tan ansiosas
como al principio a las atentas grabadoras que sin duda inundaban aquella oficina.

El juicio será el trece de febrero, eso le confirma el abogado a la madre.

Fin de la calma. Un investigador visita a mi hermano José, en su trabajo,


para tratar de averiguar si la madre de Reinaldo se ha puesto en contacto con
alguno de nosotros en estos días.

Despliegue de amenazas e intimidaciones. Lo van a buscar al Hospital


Nacional donde trabaja como maestro. Lo sacan a dar un paseo en VW, entre dos
forzudos. El jefe de los esbirros se llama Víctor. Se hace el bueno mientras lo
amenaza con sacarlo del trabajo. «Un contrarrevolucionario no puede ser maestro
en nuestra sociedad, no se le puede dar la oportunidad de desviar a los jóvenes, de
sembrar la cizaña enemiga...», arguye. «También podemos meterte en una granja
de trabajos forzados, sin juicio. Desaparecerte.» Mi hermano insiste en no saber
nada de ningún manuscrito y en que no ha existido contacto con Reinaldo o la
madre.

La noche

Mi padre, con fiebre muy alta, está acostado en el cuarto. Mi madre le ha


puesto unas compresas frías en la frente. Delira. Llama a su madre, siempre
cuando delira llama a su madre. Pero ella no viene, porque está muerta.
Prólogo
Veintiséis

Se ha reiniciado la vigilancia. Han retornado los vehículos. Pasan frente a la


casa, y vuelven a pasar. Vuelven los vecinos a darse una vueltecita y preguntar a
mi madre qué pasa. Y ella les asegura no saber nada, que seguro la policía está
probando en las calles sin asfaltar del barrio sus Alfa Romeos y sus VW nuevos
«de paquete». Para cuando necesiten cumplir alguna misión en áreas rurales. Eso
les dice. Tiene tremendas agallas la vieja, y un gran sentido del humor. Yo los
observo cuando estoy en casa, aburrido, pasándome la mano por el pelo
demasiado largo. No es que tenga menos miedo o haya dejado de preocuparme.
Todo lo contrario. Pero no hay nada que hacer sino esperar. Estamos totalmente
indefensos. Sólo queda esperar por lo que Dios y el Fifo quieran. Si es que no son la
misma persona.

Me inquieta que alguno de los amigos se afloje si le ponen presión y


entregue un manuscrito o estos mismos Prólogos. Ojalá no suceda.

Cae la noche. Resuena la lluvia sobre las tejas. No «canta verdaderamente»,


como dijera en su bello poema Eliseo Diego. Es un lamento lo que emite.
Prolongado, sinuoso, poseedor de una majestuosidad que nos excluye. Mis
paredes llenas de afiches y recortes de revistas me ayudan muchísimo. Me basta
acostarme y ponerme a mirarlos. De pronto aspiro el aire fresco, limpio, de ese
fiordo noruego que desciende como un filo hasta el agua. Puedo detenerme frente
a la enorme boca de este cocodrilo carmelita (es una vieja foto de un álbum
familiar, allí están mi abuela Blanca, vestido de florones, y su tío Rogelio, sombrero
de pajarita, gafas oscuras) apoyado en la cerca de un zoológico de Miami. Puedo,
con un ligero movimiento de cabeza, estar a la sombra de la fabulosa torre
parisina, en un día en que sin duda celebran algo importante pues el cielo está
cubierto de fuegos artificiales. O puedo reposar, ojalá fuese para siempre, entre los
insólitos pechos de esa chica de la Playboy, rubia, transparente como un ángel, de
pezones enormes y afilados como los colmillos del cocodrilo de la foto familiar.

El vocear de la radio me saca de mis ensueños, me aleja de aquellas tetas


paridisiacas. Las orquestas de salsa han entablado una lucha sin cuartel a ver cuál
le pone música a los lemas y las consignas del Partido. La batalla es feroz, pues está
en juego un codiciado premio que consiste en un viaje al extranjero. A hacer
propaganda de este infierno y comprarle algunas guindalejas al odiado enemigo
capitalista para luego regresar a exhibirse acá.
Quisiera ir al cine, pero cambio de idea y permanezco acostado. Excepto en
la cinemateca no hay nada que ver, y aun en ella anteponen la proyección de Y el
cielo fue tomado por asalto, una cosa nauseabunda de Santiago Alvarez, a 8 y medio de
Fellini. Los estrenos en los otros cines son recopias de viejas copias de comedias
norteamericanas. Baratas y bobas. O películas idiotas de la cinematografía italiana,
francesa o española. Hace poco estrenaron, simultáneamente, en decenas de cines
ese bodrio de Julio Iglesias, La vida sigue igual... Las colas eran inmensas, La
Habana se paralizó, la gente abandonaba los centros de trabajo en masa, o se
hacían los enfermos para ir a ver la película. Yo tomaría eso por un plebiscito. Fue
una de las pocas cosas espontáneas que he vivido aquí. Por cierto, ya han
desterrado las canciones de Julio Iglesias de la radio. Sabrá Dios qué habrá dicho.
En fin, somos el faro luminoso de América y del mundo blab labia.

Siento unos deseos inmensos de morirme. Y una curiosidad oscura por la


muerte. Y un hambre atroz.

Va a comenzar la lección de ruso por televisión.

Pero al rato creo que es mejor huir. Eso es. Ya habrá tiempo para La Pelona.
Y entonces escampa. No sé si habrá alguna relación entre ambos hechos. La lluvia
no ha parado en días. Salgo y encima de mi cabeza empieza a reventar la noche.
Las calles del viejo Poey están solitarias. En aquel techo nos encaramábamos a
rascabuchear a Olguita. Bueno, no era el techo, sino el cuarto de Rodi. La pandilla
entera se apretujaba allí, tras la ventana, extasiada, esperando a que abriera la suya
y se desnudara. Nuestros ojos desorbitados mirándole el chochito tierno, apenas
peludito.

Y ella simulando que no sabía que estábamos ahí, poniendo el culo,


abriendo las piernas en dirección a la ventana. Y metiéndose tizas, cepillos de
diente, de pelo y hasta el mango de un espejito en los agujeritos. Como quien no
quiere la cosa. Olguita, la niña fina que pasaba camino de la escuela emperifollada
mirándonos burlona. A nosotros, los mataperros del barrio. Nosotros que la
amábamos, que nos babeábamos y nos hacíamos infinitas pajas por ella.

En aquella esquina, bajo el bombillo del poste de Cuarta y F le di un tajo a


mi hermano Nicolás en la mano que le corté el tendón. Y luego fui corriendo tras el
reguero de sangre hasta el Policlínico de Los Pinos. Estábamos cortando tubos de
una mata de calabaza para hacer cerbatanas con las que cazar lagartijas, creo.

Allí, en la oscuridad de otro portal chocamos las lenguas y al principio me


dio asco porque era la primera vez pero luego me gustó. Muchísimo. No quería,
me daba pena tocarte las colosales tetas, yo era un perfecto comemierda cuando
aquello, pero tú las sacaste y cogiste mis manos y las pusiste sobre ellas. No pensé
que el Paraíso fuese tan temblón, tan sabroso, tan firme, tan fácil de alcanzar.
Siempre te querré, Beatriz, siempre, por eso.

Sobre las tejas de aquel techo nos subíamos a mirarle el culo a Esmeralda, la
madre de Mayito. Culo de culos que enloquecía a todo el barrio. Asombroso
mazacote que agitaba nuestros sueños y nuestras manos. Culo sólo comparable al
de La China, una mulata de infarto, que pasó un día frente a casa caminando
envarada, con las piernas abiertas, provocando una picara exclamación de mi
padre: «¡China, muchacha, qué pingazo!» Ella respondió con una risa
enchumbada, limpia, satisfecha.

Por F para arriba está la Loma, donde empinábamos los papalotes y


echábamos las guerras con los tirachapas. Doblando a la derecha, llegando a H, a la
Finca de Pancho, donde robábamos mangos, te besé Sara, pelo de sombra, carita
perfumada, y me marcaste el corazón y a partir de ti en todas las mujeres hay un
dulzor que te pertenece.

Como quien va hacia Santa Amalia está el río donde pescábamos peces de
colores cuidándonos mucho de las pirañas y los terribles saurios que se escapaban
de las novelas de Salgari para meterse allí. Aquí, junto a este tronco, en D, en la
parada de la guagua, mataron a Rogelio. En esa escuela, enfrente, tuve mi primera
pelea. La sangre de los machos brotando de las narices partidas. Allí, frente a la
bodega de Nilo, que ya no es de él porque se la quitaron, nos sentábamos a tocar la
guitarra y cantar. Allá, detrás de aquella podrida cerca de madera nos
escondíamos a ver orinar en el patio a la negra Fina. Fina, prieta, ardiente, rojo
carnoso de mamey, tetas soñadas, tetas de melones; Fina la que se colaba en el
baño y nos chupaba los rabitos cuando teníamos trece años: amor.

El viejo Poey resopla con la llegada de la noche, como un caballo cansado.


Como el caballo pálido de la Porter. Me apoyo en el poste de la calzada a ver si
pasa la guagua y puedo ir a dar una vuelta. A caminar por La Habana. Hay un
gran silencio, sólo la noche y yo en este barrio destartalado. Es tanta la soledad, y
los fantasmas, que echo a correr y me refugio en la casa.
Prólogo
Veintisiete

Día 12

Mañana es el juicio. Telefoneo a la madre de Rey y me confirma la fecha.


Llamarla es un lío pues cuando viene de Oriente se queda en casa de la hermana.
Sí, voy a ir, no debe estar preocupada pues todo irá bien. Me confirma que aquel
martes en que el abogado no pudo entrevistarse con él, fue porque lo habían
sacado del Morro y conducido a otro sitio. Villa Marista, seguro, para someterlo a
otro interrogatorio. Creo que lo más probable es que vuelvan a suspender el juicio.
Veremos mañana.
Prólogo
Veintiocho

Día 13

El juicio

Me encuentro otra vez atravesando la ciudad, trepando las escaleras del


edificio de los tribunales. No subo solo, abajo me he encontrado con Coco Salas
quien me acompaña en la ascensión. Arribamos al salón de espera y nos sentamos.
Es temprano, el lugar está casi vacío. Al poco rato comienza a salir gente de los
ascensores. Unos viejos con amplias batas negras, y a juzgar por sus rostros a un
paso de la muerte. Ellos son los encargados de propinar la ley. Emergen también el
abogado, las madres de los muchachos junto a éstos y unos hombres que deben de
ser los padres. Han citado a todos, menos a mi hermano. No me lo explico. Quizás
la policía no quiere a nadie que pueda hablar a favor del acusado. El único
acusado, porque ahora Coco ya no es acusado de nada.

Sale del elevador la sombra siniestra de Bienvenido Suárez, administrador


de la UNEAC. En conversación con el abogado me entero de que él ha hecho una
declaración en contra de Reinaldo. Ahora bien, no está claro cómo esta declaración
servirá legalmente para condenar a Rey. Según el abogado han tenido a Rey una
semana en el G-2, interrogándolo. Tengo un dolor de cabeza terrible. No puedo
dejar de sentir cierto aburrimiento, esto me confirma que he enloquecido.

Y entonces sale Tomás de entre las puertas, produciendo un chasquido.


Viene con unas gafas oscuras y pronunciando exageradamente las caderas, con ese
movimiento característico que recuerda al albatros del poema de Baudelaire. Sin
dejar de ser un Goya puro, por supuesto. ¡Y todavía hay quien duda del poder del
arte! He aquí, a 178 años de creado, un Goya de carne y hueso. Me saluda. Se sienta
a mi lado y me contempla con su mirada de lubricidad máxima. No le hago el
menor caso.

—Parece que ahora sí que va el juicio —me dice al tiempo que entrelaza los
brazos formando un número ocho. Tiene por costumbre hacer eso. Es como un tic
nervioso.

Me pongo a leer, pero me interrumpo a causa de un murmullo. Miro hacia el


hueco de la escalera a tiempo de ver llegar volando un brazo poderoso, verde,
uniformado, de puño titánico, como los que aparecen en los carteles de
propaganda soviéticos. Un puño inflexible, sin piedad y sin embargo de algún
modo paternal. Está cortado a la altura del hombro y el bicep destaca hinchado
bajo la tela. Por donde termina segrega una pasta verde, nauseabunda.
Sorprendido, busco a Tomasito para indagar acerca del significado de aquel brazo
volador pero el espacio en el banco, a mi lado, está vacío. La Goyesca, como todos
los presentes en la sala, se ha precipitado en dirección a la extremidad y se humilla
a su paso. Yo no me muevo. Aunque algo me dice que lo más saludable es
humillarse. Pero no lo hago. La mano se agita, grave, como saludando y continúa
su paso, mejor dicho su vuelo, hacia la puerta de acceso a las oficinas. Cuando
desaparece tras ella la gente comienza a disputarse el líquido que segregaba. Y se
lo comen. Tragan ruidosamente. Seguro era el brazo del poder.

El dolor de cabeza arrecia.

A las diez de la mañana no hay nada nuevo. No han traído a Reinaldo. A


pesar de los latidos en mi cabeza no puedo dejar de pensar. Ya falta poco para que
Fifo descubra que el español no es nuestro idioma. Esto que hablamos no es más
que otra de las penetraciones ideológicas del enemigo. Ahorita lo descubren, y
como es imposible rescatar el patrio lenguaje de los aborígenes cubanos, quienes ni
siquiera eran cubanos, se pondrán a buscar un nuevo idioma digno del «hombre
nuevo». ¿Y cuál mejor que el de nuestros hermanos soviéticos? Sí, sin duda
escogerán el ruso. Todo el mundo lo aprobará unánimemente y con entusiasmo
indestructible e indescriptible se pondrán a aprenderlo. Ya hay clases de ruso por
televisión.

Desde hace días no escribo nada que me guste y dice Mima que va a poner
un latón debajo de la ventana para todos los papeles que boto. Dice que ya forman
un montón. Ni siquiera puedo consultar el Prólogo anterior. Mañana tengo que
volver al trabajo y estoy citado por el Comité Militar donde se me hará entrega del
nuevo comprobante del Servicio Militar General, anteriormente llamado
Obligatorio. Ya no, ahora se llama General, aunque sigue siendo obligatorio. Tres
años. Dos lanchas de pasajeros han chocado en plena bahía y la gente grita y se
ahoga. Mi cabeza sigue latiendo.

¿Cuándo acabarán de traer a Rey?

Tomás no cesa de hablar y de enredar los brazos. Coco Salas y una prima
suya que ha llegado hace media hora continúan saludándose como está de moda
ahora entre la nueva clase cubana, dándose besitos ininterrumpidos en ambas
mejillas. Se abren las puertas y la misma mujer de siempre saca la cabeza y grita:
«Causa número...» (lo he olvidado) «¡ha sido suspendida!»

De nuevo. ¿Qué demonios estarán tramando? Me marcho a poner a la madre


de Rey al tanto de lo ocurrido. La pobre está totalmente desesperada, con los
nervios deshechos. Tan desesperada que si la policía quiere utilizarla para
averiguar algo puede resultar peligrosa hasta para su hijo. Por no hablar de los
demás. Utilizo el elevador y salgo a la calle. Frente a mí se alza el Capitolio. Corre
una fresca brisa. No me alivia la cabeza, que está a punto de reventar.

Hace varios días siento un penetrante olor a bistec que no tengo la menor
idea de dónde proviene y que me hace olvidarlo todo, y me transporta. Es una
especie de experiencia mística. ¿Será un presagio?
Prólogo
Veintinueve

Mario

Su figura apareció a lo lejos. Yo estaba sentado en el muro y me sorprendió


verlo acercarse. El mismo Mario del Plan Plátano. Con su gran sonrisa y su mechón
de pelos sobre los ojos. Un poco más encorvado de hombros, pero casi igual.
Torciendo los pies hacia afuera al caminar, como de costumbre. Con un libro bajo
el brazo, tal y como lo recordaba. La primera sensación fue de alegría, pero al ver
de cerca su cara, comprendí. Traslucía una mezcla de miedo y vergüenza que ya
conocía. Una mezcla que siempre quería decir: «Lo siento, no quería hacerlo, pero
no me quedó otro remedio.» Yo, por supuesto, me hice el que no había notado
nada. Pero miré hacia otro sitio cuando extendió su mano, para no tener que
estrecharla.

No perdió el tiempo en rodeos, no sé si para apurar el mal trago o porque


entendía que de nada valía fingir que no sabíamos lo que estaba sucediendo. Me
preguntó varias veces por Reinaldo, si había sabido de él, sí había hablado con la
madre. Luego insistió en que yo, en cierta ocasión, cuando estábamos en la granja,
le confié que tenía en mi poder manuscritos de Rey. No era cierto, pero insistía en
aquel punto lastimosamente. Casi rogaba que le dijera algo valioso, algo que lo
justificara ante los que lo esperaban apostados a la vuelta de alguna esquina. Sentí
una gran tristeza. Se lo dije. Después entré en la casa y lo dejé parado en la acera.
Allí estuvo unos instantes. Luego se marchó. Viéndolo alejarse, casi lamenté no
haberle podido ayudar.
Prólogo
Treinta

Afuera han gritado mi nombre y apellidos. Cometo el error de salir. Es el


viejo de las citaciones. Me extiende una. Leo el modelo número uno que la
acompaña. Es para que el centro de trabajo informe sobre mi conducta a la unidad
militar. Aquí todos pertenecemos a alguna unidad militar. Paso la vista por el
modelo número dos. Es para que el CDR informe sobre mi conducta a la unidad
militar. Seguro andan preparando alguna maniobra y están faltos de carne de
cañón.

Cuando regreso al interior de la casa pienso en Rey, allá en la celda o en la


galera o donde lo tengan. Me sorprendo pensando en él. Otras lo olvido
completamente.

Llegan noticias acerca de la Maniobra Ayacucho, efectuada hace poco en


Camagüey. Según la prensa y el Noticiero ICAIC, todo un éxito. Según un
reservista participante en la maniobra y al que apodan «El Sobreviviente de
Ayacucho», no lo fue tanto. Entre otras cosas, un avión disparó sus cohetes contra
una batería y su dotación, por error. Por error también una ametralladora barrió
con unos cuantos y una bengala le abrió un agujero en el pecho a otro. ¿Serán éstos
los héroes anónimos de quienes el Fifo habla tanto en sus discursos? Debo estar
muy atento para no caer en manos de los citadores. De poco vale no obedecer las
citaciones. Envían otras. Y al final me vendrán a buscar. Aunque mi fe en la
ineficacia de esta burocracia es infinita. Espero no ser defraudado. Lo ideal sería
enfermarme o conseguir un certificado médico. Algo así.
Prólogo
Treinta y uno

Que trata de la evolución del amor

Julieta. —¡Sí es, sí es; huye de aquí, vete, márchate! Es la alondra, que canta
de un modo desentonado, lanzando ásperas disonancias y desagradables chirridos.
Y dicen que la alondra produce al cantar una dulce armonía. Cómo, si ella nos
separa. Y dicen que la alondra y el sapo inmundo cambian los ojos... Ay, ojalá
hubieran ellos trocado ahora también la voz. Porque esa voz nos llena de temor y
te arranca de mis brazos, ahuyentándote de aquí con su canto de alborada. Oh,
parte ahora mismo. Cada vez clarea más.

Romeo. —Cada vez clarea más. Cada vez se ennegrecen más nuestros
infortunios1.

A continuación, una carta arrojada por el viento en mi portal2.

Estimada Mercedes:

Con todo el respeto que te debo mis mayores deseos son que te encuentres
bien gozando de una inmensa dicha y de una indestructible felicidad aunque todo
eso es lo que me falta a mí.

Mercedes te diré para ser más brebe aunque no hayo palabras como
expresártelo, pero espero que tu me comprendas.

Bueno para no andar con rodeos te diré que me gustaría compenetrar más
nuestra amistad o sea para hablarte claro que me gusta tu forma de ser y que por
estos mismos motivos me gustaría llegar a algo contigo.

Espero que me comprendas y que me des una oportunidad para hablar más
detalladamente contigo.

Contéstame cuándo podemos vernos para poderte expresar verbal mente


todo esto sin mas.

Revolucionariamente Rafael.

Viva el 1er. Congreso del PCC. Patria o muerte venceremos.


Prólogo
Treinta y dos

El juicio

Esta vez no estoy subiendo las escaleras de prisa, ni despacio. No llego sin
aire a la puerta que se abre para dar al salón lleno de bancos arrimados a las
paredes. No hallo a nadie. No llego.

Es el 20 de febrero de 1975. Jueves. No he hecho nada de eso que


acostumbraba, pero el juicio sí se ha efectuado. El deseo de que fuera lo más
privado posible, sin reconocerlo abiertamente, es evidente. El abogado de Rey se
entera un día antes, es decir, el 19. A la madre no se le avisa, ni siquiera lo hace el
abogado, y sólo tiene conocimiento de la fecha el 19 por la noche cuando
casualmente telefonea al doctor Ferrer. Sorprendida, trata de localizarnos a Tomás
o a mí para que, como en anteriores ocasiones, estemos presentes. No logra dar con
nosotros. Tomás había llamado al abogado y la esposa de éste le dice que el juicio
es el 20, efectivamente, pero de marzo. ¡Dentro de un mes! Además de eso es tarde
cuando Oneida logra localizarlo. El caso es que no estuvo ninguno de sus amigos
en la sala judicial.

El mismo día 20 por la noche voy a casa de la tía de Rey, a ver a la madre,
pero aún no tiene noticias de lo que ha sucedido. De allí me dirijo a casa del
abogado Ferrer. Llamo a Tomás (La Goyesca) pero no puedo hablar con él. No está
en casa, aparentemente. Ferrer no está, ha asistido a una reunión de su Logia. Salgo
para allá y lo encuentro. El fiscal pide ocho años de cárcel. El doctor Ferrer dice
que, aunque no hay pruebas, puede ser castigado de seis meses a dos años. Más
tiempo sería una injusticia, afirma. Y en ese caso se podría apelar. Después de que
todo pasó se entrevistó con Rey y dice que está contento. Y piensa Ferrer, no sabe
por qué, que seguro le echan ocho años. Que la madre solicite una visita especial,
porque lo trasladarán a otra prisión. Así le dijo.

Dejo al tipo, que cada día me merece menos confianza en lo personal y en lo


profesional. Logia de Los Hijos de los Caballeros de la Luz. Echo a caminar por
Prado. Corre una fuerte brisa. 11 y 20 de la noche. El mar se siente al final del
paseo.

En el juicio no se mencionó para nada la circunstancia de la fuga. En el juicio


se vio claro que querían castigarlo, eso opina Ferrer. Lo tienen por un
contrarrevolucionario. El gorila de Bienvenido Súarez1 estuvo presente y aunque
nada sabía del asunto de la playa y nada podía aportar al caso, judicialmente
hablando, estuvo sin embargo muy explícito en cuanto a enumerar sus opiniones
acerca de la moral y el pecado de apatía revolucionaria, en el que había incurrido
Reinaldo. Esto fue muy perjudicial, según el criterio del abogado.

No me sorprende nada de esto. Son los métodos clásicos aprendidos de sus


maestros rusos. Está muy claro, en primer término, que están tratando de evitar a
toda costa que el Caso Arenas se convierta en un caso político. En otro Caso
Padilla. Aunque Víctor le dijo a mi hermano Nicolás, desafiante, que no les
preocupaba otro Caso Padilla. Pero creo que eso está demostrado por la omisión de
la fuga durante el juicio. Si lo hubieran procesado por escaparse, hubiera salido a
relucir la detención, la golpeadura, los interrogatorios en el G-2, y eso no les
convenía. Lo mejor es ponerlo a buen recaudo por la trama tenebrosa de la
corrupción de menores y ganar tiempo, tal vez eliminarlo en prisión mediante un
accidente, o en una pelea con otro preso, y concentrarse en localizar los
manuscritos.

¿En qué terminará esto? Tengo la sensación de que todo empieza


nuevamente. Desde este instante comenzará la más feroz de las represiones.
Manteniendo a Reinaldo anulado, trabajando de sol a sol en alguna granja, les
preocupará localizar los manuscritos. Vigilarán, controlarán, chantajearán. No
escatimarán recursos. Si tienen alguna pista, o la encuentran, seguirán de cerca los
pasos de cualquier amigo que venga de Francia en busca de información. ¿Y qué
pasará entonces?

He dejado atrás las estrechas calles que conducen al puerto. Desemboco en


el gran parque. Marco en la cola de la guagua. Frente a mí, veo la farola del Morro
lanzando su chorro de luz al mar, a la ciudad, luego al mar otra vez. Amigo, ¿estás
ahí? Estás ahí. ¡Cuánta miseria! Sí, es exactamente como pensábamos.

El ómnibus dobla chirriando las gomas y se detiene. Se abren las puertas y


veo la figura de Antonelli lanzarse sobre la acera. Me busca, con los ojos muy
abiertos.

—No hay escapatoria —me dice al encontrarme.

Le sonrío y no encuentro qué decirle. Lo que ha dicho es una verdad como


un templo.
Prólogo
Treinta y tres

Visita

—No, no me dejaron pasarle la leche en polvo, sí, dos paquetes que le había
conseguido, sí, me los regalaron, azúcar, galleticas, y un pan con queso que se
comió allí apurado porque lo que pude verlo fueron cinco minutos. Bueno, un
ratico nada más. La vez pasada en la lista de cosas que se le permiten, estaba la
leche, y ya esta vez no. Mira qué cosa. Yo no me lo explico. Sí, se pueden pasar 25
libras, no, cada quince días no, cada treinta, la visita sí es cada quince, pero sólo se
puede pasar jaba cada dos visitas. Tenía hambre, se comió el pan allí mismo.
Muchacho, llego allí con la jaba, y sí, él estaba en la lista de las visitas para hoy, y
pasé y todo, pero salen y salen los presos y él no salía. Los presos son jóvenes
todos, no hay ni un viejo, entonces cojo y llamo a un responsable allí y le digo que
yo vengo a ver a mi hijo y que está en la lista pero que no sale, y él dice que va a
averiguar. Y en aquel patio estuve dando vueltas hasta el fin de la visita que fue
que se volvió a aparecer el responsable. Me dijo que lo habían cambiado de galera
y que ahora le tocaba la visita el cinco de marzo. Figúrate, yo le dije que hacía un
mes que yo no veía a mi hijo, que estaba desesperada, que cómo era posible eso,
que siempre lo estaban cambiando y nunca lo veía. Entonces él me dijo venga para
acá y me llevó a un lugar que hay así metido por debajo de un túnel y después
sale. Y lo trajeron. Pero cinco minutos, está delgado, está destruido, estoy
destruido mami, me dijo, que cuánto le habían echado, pero yo no lo sabía, todavía
no han dictado la sentencia. Dice él que a Coco lo absuelven, pero qué cosa, si
absuelven al otro lo tienen que absolver a él también. Él dice que por la fuga, pero
es que de la fuga no se habló en el juicio. El dice que no importa, que de todas
maneras lo condenan. Yo voy a ir el día 4 no vaya a ser que lo trasladen. Lo
llevaron al médico porque está mal de los nervios. Es un lugar horrible aquél. Que
los saludara a todos. Tenía hambre. El guardia le dijo que se comiera el pan por el
camino.

La dejo, a la madre de Reinaldo, y entro en la lluvia finísima que empapa el


aire. Antes de venir a verla me contaron que nuestro amigo del barrio, Rodolfito,
que estaba preso en La Cabaña por fugarse del Servicio Militar, se está muriendo.
Cogió una pulmonía complicada con una anemia perniciosa y dice el médico que
le quedan horas. «¡Las celdas son chiqueros!», gritaba la madre como una loca. Por
las calles del barrio. Yo la veía pasar con la jaba de comida para Rodolfito. Siempre
rapiñando.
Bajo la lluvia voy. Lo cambian de galera constantemente, qué pretenden con
ese cambia cambia. «Sí, señores periodistas extranjeros, señores lamemierdas
internacionales, pueden verlo, examínenlo, a este hombre no se le ha tocado un
cabello. Sólo hemos destruido su sistema nervioso.»

Bajo la lluvia tropiezo con un grupo de negros enormes (congoleses, creo),


bien alimentados y vestidos, que se refugian en el portal de la librería. Están
albergados en esta zona de la playa, y son atendidos por militares. Yo no busco
refugio, voy caminando bajo mi lluvia. Hasta la parada del ómnibus.
Prólogo
Treinta y cuatro

Por un momento voy a imaginar que estoy dos veces preso. Que estoy en
una cárcel. Como me hallo enfermo, los guardias se dedican a lanzarme cubos de
agua y a gritarme que lo hacen para que me acabe de morir y no pueda salir de allí
nunca más. Luego, como siguen sospechando que no soy igual que ellos (ése es el
motivo de mi encarcelamiento), me llevan a las celdas especiales en una de las
cuales, cuando cierran la puerta metálica, quedo sentado completamente a oscuras.
Las paredes ásperas me rodean, impidiéndome hacer el menor movimiento. Me
duele la espalda encorvada.

Es insoportable, por lo que dejo mi imaginación a un lado y sigo caminando.


Como de costumbre, tengo un hambre atroz. Simularé un accidente, me digo, en el
hospital tal vez me den algo de comer. Pero no, sería demasiado complicado.
Continúo. Como no podía coger la guagua, decidí caminar hasta la casa. Unas cien
calles. Cuando llego ya es noche cerrada.
Prólogo
Treinta y cinco

Día 5. La otra visita

Cuando termino de trabajar salgo huyendo a toda prisa. Lucho por un


puesto en la lancha y atravieso la bahía. Llego al viejo y sucio Muelle de Luz. Le
echo un vistazo al Granma. Este periódico hace que uno sienta lástima de la
humanidad. Todos los países están en crisis, casi muriéndose de hambre o
atravesando inmensas tragedias sociales. Están más muertos de hambre que casi
todos nosotros, es asombroso. Y entonces hago unos cálculos. En nuestro paraíso
proletario el precio de un frasco de miel de abejas, que antes era de 25 centavos, ha
ascendido hasta $1.50, lo que equivale a un 600% de aumento. Y los cigarros de 20
centavos a $2.40, lo que constituye un aumento de un 700%. Todos los artículos de
primera necesidad están por el estilo. Pienso esto mientras voy leyendo un montón
de artículos en Granma sobre la crisis inflacionista en los países capitalistas.
Nosotros, en cambio, no tenemos crisis. A nosotros cuando se nos acaba la cuota de
alimentos a mediados de mes, estirándola, se nos deja en plena libertad para
demostrar nuestras actitudes para sobrevivir con un mínimo de proteínas,
carbohidratos y calorías. O sin tales cosas... ¿estarán consideradas refinamientos
burgueses?

Hago la cola de la 132, atravieso la ciudad hasta Miramar y veo a Oneida.


Según ella, se encuentra mejor. Le dio una lista de comida (dentro de lo que se
permite) y otra de libros para que se los fuera consiguiendo y llevando poco a
poco. Las listas fueron escritas en las últimas páginas de un tomo de Los Miserables.
Todo un símbolo. Las añado a continuación:
Además de esto, la madre me dice qué Reinaldo está muy molesto con el
abogado. No lo defendió nada en el juicio. A él no le dejaron hablar apenas, a pesar
de que le calumniaron ampliamente. Por ejemplo, Bienvenido Suárez dijo, entre
otras cosas, que la UNEAC salvó a Reinaldo en el año 68 de la UMAP (campos de
trabajo forzado para homosexuales, artistas, religiosos, etc.) cuando es de
conocimiento general que esos campos no existían en esa fecha. Que en el juicio no
se presentó prueba alguna en contra de Rey y, sin embargo, el abogado dice que
seguro lo condenan y que «su hijo tiene la mayor responsabilidad en el asunto».
¿Quién le dijo esto al abogado? Deben de haberle dado una buena sacudida. Fue,
en general, un juicio muy breve, en el que los interesados apenas hablaron. Un
simulacro de la policía. Esperemos la sentencia.

Ayer hubo un apagón de dos horas, lo que permitió contemplar el cielo


espléndidamente claro del barrio. Ayer día seis, en una funeraria cercana, en una
caja pobre, oscura, contraído y desfigurado, convertido en un anciano monstruoso
de diecisiete años, estaba mi amigo Rodolfito. Que para nosotros nunca fue
Rodolfo, sino Pinguilla. Muerto definitivamente. Con su gran cabeza llena de pelo
arremolinado y los labios contraídos. ¿Quién es responsable de este asesinato?
¿Quién arrastró a este muchacho lleno de vida del extremo de sus papalotes (no es
melodrama, los empinaba conmigo) y lo condujo a través de pelotones, órdenes,
cárceles militares, humillaciones y celdas hasta la cama de un hospital y más tarde
al interior de esta caja? ¿Quién le introdujo esos algodones ensangrentados en la
boca, que ahora asoman? ¿Con qué derecho despojaron de su infancia a este niño?
¿Quién es el responsable de este asesinato?
Prólogo
Treinta y seis

Actualidad y no tan actualidad

La mañana

Son las once. Estoy sentado en la cama, precisamente frente a la pequeña


biblioteca que he instalado en la división de masonite. No puedo dormir en una
habitación en la que no haya libros. Sobre la tabla superior del librero hay un papel
muy fino, que la cubre. Amarillo. Sobre el papel, varios frascos de diferentes
colores. También una pequeña reproducción de El paseo de los presos, de Vincent.

Van, vamos, girando los presos por el patio de piedra, pesadamente. Bajo la
mirada de los señores bien vestidos que hacen comentarios que no escucho. Por los
ladrillos de los muros corren líneas vertiginosas. Se producen pequeños estallidos
en las ropas oscuras. ¿Será el sol? Creo descubrir en los rostros que desfilan ante mí
uno conocido, ¿eres tú? Pero ¿qué haces metido en ese cuadro?

De repente, de la radio, que mi madre tiene puesta en el comedor, brotan los


compases de una de las últimas loas del Grupo de Experimentación Sonora del
ICAIC y de Silvio Rodríguez. Y hay quien llama a esta gente representantes del
movimiento de la Canción Protesta. Pero yo no les oigo protestar mucho. Nada,
para ser exactos. Más bien se dedican a hacer apología de los que meten en la
cárcel a los que protestan. Esto no hay quien lo entienda. Enfurruño el rostro, pero
no totalmente por mis elucubraciones. También tengo un ligero tufillo. Hace meses
que no hay desodorante. Imposible conseguirlo. Otro producto que desaparece sin
previo aviso. También se terminó el mejunje que Mima prepara con bicarbonato y
alcohol.

Cierro los ojos. La mañana libre se la debo al médico. En el bolsillo tengo el


papel para la fábrica. Me encontró un problema en un disco de la columna
vertebral. Eso dice la doctora que, por cierto, es una belleza. Una mediotiempo con
unas nalgas capaces no digo ya de curar cualquier enfermedad, sino de resucitar a
un muerto. Dice que estoy mejor.

El Comité de Zona

No me he pelado todavía. Pero como ya estoy incluido en el Gráfico de


Peludos del Comité de Zona desde hace tiempo, no me preocupo. El Comité de
Zona es, por así decirlo, el director de los CDR. De él emanan las órdenes y las
orientaciones. Lo más significativo en su estructura es el policía, «el Teniente», que
tiene a su cargo varios de estos Comités de Zona. Es el sueño de Hitler, la
militarización a nivel de Zona (cada zona consta de alrededor de 30 CDR, con sus
gráficos, expedientes, listas, fichas, archivos, etc.). También es digna de mención la
actitud coral de estos Comités de Zona. Prueba de ello es la cantidad de consignas
que se comprometieron a vocear durante el año 1974:
El almuerzo1

—Mima, ¿qué hay de comida hoy?

—Papas fritas con pan, mi hijo... y gracias.


Prólogo
Treinta y siete

La condena

Acabo de regresar de ver a la madre de Rey y estoy hasta contento. Ha sido


dictada la condena. Ella también está contenta. La condena es de sólo un año. Un
año que no es un año porque ya lleva casi cuatro meses preso. Irá a una granja, ya
ha ido, según el abogado. Trabajará, saldrá de aquel hueco inmundo que es el
Morro. Y sus amigos podrán ir a verle. En fin, que dentro de poco tiempo estará
libre. Es asombroso.

El ómnibus va roncando y veo en todas las bocacalles los tumultos rodeando


los carros cisterna del agua. Hace días que en toda La Habana no hay agua. Esto no
es nada raro, hay zonas en la ciudad en las que hace años que no viene una gota de
agua a las cañerías. Lo raro son las pipas.

Y entre esta selva reluciente de polvo suspendido en el calor, la ciudad que


se derrumba, las mujeres desgreñadas y los niños que chillan y el corre-corre
espeluznante detrás de los camiones abombados, es que va el ómnibus. Y yo
dentro de él. Casi feliz.

Pronto nos veremos otra vez. Me invade la alegría. Pero de súbito recuerdo
que en este Universo hay un Dios, un San Fifo y entonces me digo: ¿Puede ser todo
así de sencillo? No lo creo. Algo traman. La condena es de un año. Pero para él
solamente. El abogado ha dicho que Salas no está preso. ¿Por qué no está preso?
¿Habrá presentado un recurso? Es posible. Pero estoy inquieto, sin saber realmente
por qué. Si es verdad que ha sido trasladado a una granja en Guanajay, como
afirmó Ferrer, iré el domingo y trataré de verle. Ojalá todo sea cierto. Después de
tanta incertidumbre esta injusta condena es un alivio hasta para él, que es el que
tiene que cumplirla.

Un frenazo me saca de mi ensimismamiento. Miro a través del parabrisas y


descubro la causa de que el ómnibus se haya detenido. John Keats atraviesa la calle
vistiendo el uniforme azul de los presos, pelado al rape. Va recitando:

¿Quiénes son los que van al sacrificio?

La belleza es la verdad; la verdad es la belleza,


y eso es todo lo que sabes en la tierra,

y todo lo que necesitas saber.

No debo olvidar esos versos, me digo. A mi lado alguien grita: «¿Quién coño
es el comemierda ese? ¡Pásale por encima!»

El tumulto de los que trajinan y corren tras los carros pipa aumenta al
tiempo que nos internamos en La Habana Vieja. Hay edificios apuntalados contra
el que tienen enfrente. Las vigas pasan sobre nuestras cabezas. Si salimos vivos de
esta guagua es un milagro.
Prólogo
Treinta y ocho

El miércoles pasado, 19 de marzo, le tocaba la visita a Rey en el Morro.


Como la madre no sabía a ciencia cierta si lo habían trasladado, acudió. Por si
acaso. Y resultó que no lo trasladaron. Allí estaba. Allí lo vio, flaco, hambriento,
desesperado.

Le dijo que lo habían llevado, efectivamente, a la granja, pero que lo


regresaron al Morro poco después. Que no se explicaba la razón, a no ser que Coco
hubiese apelado. Que en caso de que así fuese, que viera al abogado y le dijera que
él no deseaba tal apelación, que él quería cumplir su año trabajando. Que ya no
soportaba el Morro. Que no podía más.

Le dijo que Cortés le entregó a la policía todos los manuscritos que tenía en
su poder (por fin no los destruyó), es decir, puso en manos de la policía Otra vez el
mar, cuentos, algunas novelas cortas, su correspondencia, sus contratos. Le dijeron
que si ellos querían lo condenaban a 20 años por contrarrevolución, pero que no
querían perjudicarle. Esto fue durante los interrogatorios del G-2. ¿Pero quién les
va a creer eso? Lo que pasa es que temen al escándalo, que va a ser grande, habrán
pensado, a juzgar por el material que conocen. Le dijo también que estaba a punto
de reventar. La policía le hizo saber que lo único que querían de él era su silencio.
El chantaje sigue siendo el método predilecto, como se ve.

Esto lo cambia todo. Ahora la policía sabe mucho más. Conoce a las
amistades de Rey en el extranjero y será mucho más difícil establecer un contacto
sin que la policía se percate. Es cierto que el miedo al escándalo constituye un arma
valiosa para Reinaldo. Que no se atreverán a hacerle daño, y esto ya es algo. Pero
¿lo dejarán volver a la «libertad»? Yo lo dudo. ¿Qué artimaña concebirán para
eliminarlo? O se conformarán con reducirlo a la no existencia como a Padilla. En
cuanto a Coco, sigue libre, y me entero de que fue él quien le llevó la condena, por
escrito, al abogado Ferrer. Creo que no hay motivos para dudar de que Coco
colabora con la policía y que está trabajando para la Seguridad, y que tiene mucho
que ver con la trama de la playa.

¿Qué sucederá ahora? Siguen investigando. ¿Hasta cuándo un ser humano


puede resistir el terror, el asedio, la humillación? No me imagino cómo Reinaldo
ha podido. Lo conozco, sé que lo único que lo anima a resistir es la obra por hacer.
Si no, ya se hubiese suicidado. A qué regiones de la desesperación y del asco no
debe de haber llegado, si yo, que estoy fuera y gozo de cierta calma (al parecer
para la policía no soy de los más sospechosos, o creen que lo saben todo, o se han
superado y no noto la vigilancia), a ratos siento flaquear mi sistema nervioso.

Y sentado ante la vieja máquina de escribir me digo: tengo que resistir, hay
que hacer un esfuerzo, hay que hacer todo lo posible por salvar las obras, por
reescribir las perdidas. Si no, si cedo, ¿adonde iré a parar?
Prólogo
Treinta y nueve

Nadie puede compartir el sufrimiento ajeno. El ser humano no da para tanto


¿O es que soy particularmente insensible? He añadido a mi pared llena de recortes
el dibujo de un niño. Parece un Miró. Es cierto, me digo, nadie puede entrar en
nadie. Yo he estado perdido, cambiado para siempre en la butaca de una funeraria
frente al cadáver de mi abuela y mis ojos han permanecido secos y no he podido
participar. Y en esa misma funeraria he visto a una muchacha masturbándose en
los baños y la he deseado, nos hemos deseado ferozmente, por la proximidad de la
muerte. Supongo. Y mientras templábamos ella lloraba por su abuela que estaba
también muerta en el piso de arriba, pero yo no he podido llorar.

Yo he visto a la policía patear a los muchachos a la entrada de los teatros y


arrastrarlos por la melena hacia los carros jaulas. Y he sentido una gran rabia, mi
rabia. Pero ¿qué ha sido de ellos?

Cada día pienso más en el suicidio. Es curioso, me sale al encuentro al final


de cada pensamiento. Y puede parecerse a un cuerpo, o a unas ramas que crecen.
Hace días que no veo a la madre de Rey. Llego tan cansado del trabajo que no
tengo ganas ni de moverme. No tengo ganas de hablar, soy incapaz de
preocuparme por nada en estos días. Ni por mi propia suerte. Si va a pasar algo
que acabe de pasar y al carajo. Es como estar sumergido en un asco que todo lo
abarca. Me parece oir la voz de la Blanche, del Tranvía de Williams.

—¿Sabes tú lo que es estar exhausto?

Y ver acercarse a mi puerta, rodeada por un torbellino de hojas, a la


vendedora de flores.

El suicidio es lo mejor. Ni siquiera he organizado mi vida para vivir mucho


tiempo, como hacen los demás. Hoy he levantado y revuelto la tierra del patio.
Ayudo a mi padre a construir un gallinero. Y sembramos árboles frutales.
Cavamos con una barreta y un tridente. La tierra abierta huele duro, sabroso. Hace
días descubrí que a cada paso hay un agujero. Incertidumbres incesantes en las que
caemos de súbito. Es algo demasiado vivo para que se pueda explicar con palabras.
Sentí esos agujeros en la realidad, también, apoyado en el marco de la ventana.
Viendo la tarde, cómo se apelotonaba, cómo comenzaba a llover. Una sensación
muy rara. Vi cómo la tierra se entreabría, cautelosa primero, pero luego entregada
al placer sin pudor alguno. Era tan excitante que sentí endurecerse mi sexo. ¿Quién
es la lluvia?
Prólogo
Cuarenta

Un muchacho que trabaja conmigo es el que me cuenta. Él ha estado preso


en el Morro. Dice que es muy raro que después de que trasladen a alguien a la
granja lo regresen otra vez a prisión. Que sólo en caso de que estén investigando
algo. Que muy temprano desayunan media latica de leche aguada y un pan.
Luego, a eso de las diez de la mañana, el almuerzo. Espaguetis con agua o
chícharos con agua, poca cantidad. La comida, por el estilo, a las tres de la tarde y
nada más hasta el otro día. Las celdas son tan frías que por la noche es imposible
dormir. Los presos se ponen a quemar papeles y trapos para calentarse. Para lograr
pasar el tiempo sin volverse loco hay que leer, todo el mundo lee allí, y los muy
degenerados incluyen el peso de los libros en las 25 libras de la jaba mensual de
alimentos. El infierno.

Los guardias son fanáticos escogidos; por cualquier cosa te dan un planazo,
usan machetes, sí, aunque ahora creo que los sustituyeron por cascos de acero, me
dice. Sí, por gusto te dan golpes entre tres o cuatro y ni protestes, no digas una
palabra, porque te clavan la bayoneta. Aunque sin que hagas nada también te la
clavan. Al entrar a la celda. Al decirte: «¡Vamos, entren, entren!»

Ah, y te sacan a coger sol una vez a la semana.


Prólogo
Cuarenta y uno

2 de abril de 1975

Hoy sale Oneida para Holguín.

—Hoy lo he visto y lo he hallado tranquilo —me dice.

Se marcha porque hace meses que está ausente de su casa. Y la mamá


enferma. Y la sobrina paralítica. Creo que es Maricela, a la que dedicó Celestino
antes del alba.

Según le dijo Rey, lo trasladarán a fin de mes a una granja. Espera con
vehemencia ese momento. El contacto con la naturaleza. Salir de aquel antro
infernal, al fin. Se lleva de lo mejor con todo el mundo. Hace uso de su famoso
(entre nosotros) sentido práctico.

Estoy sentado en la sala de lecturas de la Biblioteca Nacional y levanto la


cabeza al escuchar unos pasos, porque ésta es la hora en que casi siempre aparecía,
cuando nos reuníamos a leer. Aquí pasábamos horas, haciendo comentarios a
espaldas de la bibliotecaria. Comprendo que si escribo por fin la biografía de
Reinaldo (aunque a lo mejor sea más acertado dejarlo todo en estos prólogos)
tendré que tener en cuenta las semejanzas entre la manera en que se expresa su
madre, su lenguaje, las inflexiones, el ritmo, y la forma en que el hijo escribe. A
veces la copia, sencillamente. Comprendo que Rey no es uno de esos seres
apresados en su soledad. «No está solo, es solo.» Como dijera en Otra vez el mar. Y
esa soledad, aterradora, ha producido ese hombre desconfiado y práctico hasta la
crueldad, contraponiéndolo al niño asustado, perseguido. Ese hombre con el que
yo no he logrado nunca entenderme.

La madre estará de regreso el día 21. Para la próxima visita.


Prólogo
Cuarenta y dos

La madre lleva una carta a la visita del día 21

20 de abril de 1975.

Querido Rey:

La verdad es que no sé qué decirte, qué puedo decirte yo desde aquí. Qué
terrible puede ser todo, qué aún más desconsolador que el desconsuelo. Así como
nosotros siempre hallamos espacio para dar el próximo paso cuando ya parecía
imposible, así lo terrible puede ser también más terrible a cada nueva ocasión. ¿Y
qué nos anuncia esa resistencia ilimitada y sin sentido, que casi nos arroja fuera,
bajo el sol, lejos de la protección que hallábamos invariablemente a la sombra del
mar, en el rumor del oleaje? ¿Nos anunciará algo? No sé, nunca he sabido nada,
siempre ha sido la intuición la que me ha llevado de un lado a otro, al asalto1, por
así decirlo, de los días, de las personas que he conocido, de las ocasiones, y de los
entorpecimientos. Y así más o menos he ido andando; qué hacer sino seguir, ¿hay
alguna otra cosa que hacer sino seguir? Sí, nos respondemos, pero aún no es el
tiempo.

Y como ya las palabras han comenzado a mostrar su insuficiencia como de


costumbre, o lo que es lo mismo no alcanzan, y me suenan huecas ya en el oído,
fíjate:

Ahora la brisa está entrando pegando unos saltos enormes casi escupiendo
unas espumas muy brillantes y brevísimas ante mis ojos. Ahora más allá de la
ventana el sol se ha detenido y lentamente como ocupado en alguna inatrapable
ceremonia inaugura un tintineo pequeño. Ahora mira cómo se mueven las ramas.
Susurrando. Mira que en cada giro o estremecimiento o contoneo o lo que sea algo
concluye irremediablemente, y sin embargo, he aquí que estamos sentados en el
sillón. Mira el calor chillando, irreconocible, casi otra cosa, que vibra y se agita y
con una explosión que gira finaliza, y sin embargo, ya estamos impulsando el
sillón. Mira el mar que se estrella contra los muros oprimiéndolos con la indudable
y maligna intención de empequeñecernos y deshacernos entre sus húmedos y
viejísimos brazos, pero fíjate, no puede, y suavemente impulsamos el sillón, y
respiro. Mira los perros (los míos) flotando nuevamente, tiesos y todo pero ahí
volteando ante mis ojos y regresando porque son jóvenes al final y están de
vuelta... siempre regresar, y respiro. Mira al fin que la vida es más poderosa (¿es
necesario decirte cosas que sabes mejor que yo?) y me hace levantarme. Y nos hace.
Y estoy saliendo al portal donde las hojas tienen su eterno bailoteo vertiginoso

y estoy mirando la calle polvorienta

y estoy súbitamente comprendiendo la importancia de poder mirar una calle


polvorienta

y han pasado unos adolescentes muy lejos

definitivamente inalcanzables

y he sentido un espanto tan enorme

y las hojas otra vez

y las olas del verano sonriendo. ¿Es para nosotros esa sonrisa?

Y estoy acordándome mucho de ti

y queriéndote mucho

Tu, Juan.

Hace unos días vi La Strada.


Prólogo
Cuarenta y tres

21 de abril

Es la tarde. He estado cuarenta minutos esperando el ómnibus. Arriba el sol


haciendo humear y brincar la calle. Derritiéndola. Por fin, en pleno molote de
cuerpos sudados que se empujan, logro subir. El motor ronca agitado. El trasto sale
disparado. Algunas paradas después logro sentarme. Ya arribamos a la Quinta
Avenida, a las playas. Desciendo en la parada de la calle 84. La visita se ha
realizado. Está muy amargado e inquieto, así lo encontró. La jaba para colmo
resultó estar pasada de peso. Tenía que sacar algo, ella pensó en un libro de los que
le llevaba pero Rey le gritó a través de las rejas que prescindiera de otra cosa. Sacó
azúcar. Le llevó una carta llegada de Francia. Por detrás de mi carta escribió:

Amigo de mi alma:

Aún tengo la vida, y confío en que

algún día volveremos a ver juntos el mar.

Cuida y alienta a mi madre, ese pedazo de mi propio dolor.

Y espérame con la seguridad y la confianza de

tu mejor hermano.

Reinaldo.

P.D: «Nadie es grande impunemente».

Abrazos al resto de la tropa.


Prólogo
Cuarenta y cuatro

La caza

He terminado de contar las aventuras de Sor Juana. Es algo verdaderamente


estimulante. Otra de las obras de teatro que había perdido. Días de calma relativa.
Aunque han estado visitando el CDR, averiguando sobre amistades, direcciones y
edades, integración revolucionaria. Toda esa mierda.

Ha comenzado la caza, ahora sutilmente, sin apuros, sin despliegue de


carros ni agentes en las esquinas. La caza social, la peor, posiblemente. Me queda
resistir, aprovechar el tiempo, recordar el oleaje, esa coherencia superior de las
cosas y los seres con la que a veces tropiezo, meterla y sacarla de los cuerpos de las
muchachas (esa magia), escribir siempre a la carrera, comer cuando se consiga,
seguir escondiendo los manuscritos hasta que salga Rey, aguantar el terrible
verano que se acerca, el barullo de la cola, los chillidos de la vulgaridad y la
prepotencia oficial. Eso es si no vienen a buscarme y me acusan por fin de algo.

La verdad es que estoy cansado.

Nota: Fui a dar una vuelta por los lugares donde se escondió Rey, en el
Parque, y les han pasado una bulldozer. ¿Por qué habrán hecho eso?
Prólogo
Cuarenta y cinco

Sobrevivo. Me limito a levantarme e ir a sudar cantidades increíbles y hacer


un esfuerzo sobrehumano para resistir sin que la cabeza me estalle en el
estruendoso zumbido de las máquinas. Acumulo también en mi cabeza y en el
resto del cuerpo cantidades también increíbles de hollín y cuanta porquería volante
constituye el ambiente de la fábrica. Así me arrastro a través de las lentísimas
horas hasta el pitazo. Luego salir corriendo y colgarme de la lancha y de la peste de
la bahía que borbotea a mi alrededor. Y luego vuelve a engancharte de otro
ómnibus. Sigue sudando, apéate, y al llegar a casa darme cuenta de que tengo
ganas de pintar. Pero no tengo colores. Y entrar y sentarme en la cama y
desabotonarme las botas y hacer un esfuerzo por recordar algo que se me ocurrió
en el camino, ¿sería un poema? Pero es inútil, desisto, me pongo las chancletas y al
incorporarme me digo: deja ver si este fin de semana termino la obra de teatro que
me falta... Siento que me hundo. ¡Pero si hoy tengo que llamar a la madre de Rey!
Por poco se me olvida. Me hundo. Si no me equivoco, mañana sábado es la visita.

Ya bañado, a veces, voy a la biblioteca y me pongo a leer dos o tres horas.


Estoy bien allí, rodeado de libros. En ese ambiente erotizado. Los libros son
cuerpos.

Más tarde salgo a la noche. Miro arriba donde las estrellas mantienen esa
envidiable serenidad, esa envidiable seguridad.

En cuanto al verano, ha llegado, y por lo que parece va a ser agobiante. Voy


a llamar por teléfono. No llamo. Revuelvo la casa sin resultado. He perdido el
teléfono. Me tiro en la cama. La cama es el único lugar que conozco donde hay
libertad.
Prólogo
Cuarenta y seis

No sé por qué me acuerdo hoy de Fernando Pessoa, de un largo poema suyo


en el que alguien vive en un cuarto que da a la calle y mira a la gente pasar desde
la ventana. Y al ir más allá de su vista la muerte los engulle, y fue sólo una ilusión
su paso, un esfuerzo, cierta magia del que se inclina en la ventana. Gran fortuna
pasar frente a un poeta. Saldremos de la muerte brevemente.

No sé por qué me acuerdo hoy de los libros, los montones de libros de Rey
apilados sobre una cama esperando que la madre los haga desaparecer dentro de
las cajas de cartón. Ella siempre a punto de llorar, pero que nunca llora.

No sé por qué me siento hoy tan seguro al pensar que los pueblos no existen,
a no ser en las proclamas esclavizadoras y estupidizantes del dictador de turno.
Existimos tú y yo y el otro de más allá, y aquél... pero eso de los pueblos...

No sé por qué me acuerdo de la nueva Constitución Socialista, de la nueva


farsa, de la legalización de la ilegalidad. Que todos aprobamos unánimemente.

El mango frente a la casa ha echado todas las hojas nuevas, blandas.


Comestibles. Es un buen mango. Da buenos frutos. Cumple sin aspavientos con su
tarea de árbol. Comerse un mango es más importante que cualquier filosofía.

Día 29

¿Qué será de Antonelli? Hace días que no lo veo.

Día 30

Cada día es más desagradable la existencia. No escribo nada y estoy


extremadamente deprimido. Eso que nos dispersa no deja un instante de
asediarme. Y tú allá en la prisión, y no se puede hacer nada. Creo que mi cuerpo se
ha detenido. Hace semanas que lo siento. Las cosas pasan a mi lado y continúan.
Entran en la muerte. Como en el poema de Pessoa.

Sé que esta dictadura merece que la despreciemos, que escribamos contra


ella, que seamos contra ella, que nos comportemos decentemente contra ella, que
no nos convirtamos en mierdas, tal y como dice mi madre, por cuenta de ella. Pero
hoy lo he visto muy claro: nuestro conflicto es con la muerte.
rólogo
Cuarenta y siete

Sigo en el tedio, en la torpeza. Me arrastro por los días. Trabajo, casa,


guaguas repletas, calor horrendo, hambre, cerebro embotado. Ausencia de
sentimientos. Incapacidad de sentir, de preocuparme. A veces la realidad empieza
a desdoblarse cuando estoy mucho tiempo inmóvil, sentado en la cama. Y entonces
suceden cosas interesantes, como si acontecieran en una realidad simultánea. Muy
interesante. Si después logro escribir algo que sirva a partir de esa experiencia,
entonces habrá tenido sentido todo el miedo, toda la ansiedad, toda la
desesperación, todas las pérdidas. Porque no me cabe duda alguna de que la forma
en que me siento es producto de lo sucedido en los últimos meses.

Por ejemplo, ayer sentí que la casa se estaba hinchando. Las paredes eran la
panza, la espalda, el portal los brazos, las ventanas sus orificios. Con la hinchazón
se puso morada. Si la apretaba por cualquier parte soltaba chorros de espuma,
como una enjabonadura de las que hace mi madre en el lavadero del patio. La
hinchazón no era desagradable, por el contrario. Parecía una ondulación más del
misterio.

En estos días en que me es imposible escribir siento como nunca la ferocidad


social. Ando de esquina en esquina conversando con Bernardo, Gabrielito, Felipe,
Raulito que trae la guitarra. Vago de un lado al otro como un zombi. Me duelen las
piernas de tanto caminar arriba abajo La Habana. A veces salgo del barrio y
termino en el Vedado. Que es casi atravesar la ciudad de un extremo al otro. Voy a
la playa. Pero en el mar no es posible quedarse. Así que regreso. Es imposible
quedarse en parte alguna. Ése es precisamente el problema. No existe lugar para
quedarse Ni los cuerpos amados. Todo es llegar e irse. Me voy.

El palo de ciruela que sembramos en el patio ha florecido. Parecía que se


había muerto, pero no. Ha echado un montón de hojas pequeñas, que si uno acerca
lo suficiente el oído, puede escuchar cómo crecen. Esto se ha convertido en algo
importantísimo. Sigo con extraño entusiasmo cada movimiento de las hojas. Paso
todo el tiempo que puedo observándolas.

Me miro en el espejo y veo que me han salido unos pelos en la cara. Largos.
Un grano debajo de la nariz. Un murmullo que parece una mancha en la mejilla.
Otro pelo.

Me siento en las esquinas, hablo mierda, pierdo el tiempo, y ni siquiera


podría decir si nos vigilan o no pues no les presto atención. La fugacidad es mi
dueña. Es cierto. Pero no dejo de leer, por lo que estoy seguro de que tarde o
temprano volveré. A mí mismo. Terminé las maravillosas Palmeras salvajes, de
Faulkner. También hago muecas delante de la gente. A mi mujer esto último no le
gusta nada. Aunque le gusta menos que tenga otra mujer.

Y como si todo esto fuera poco, el calor, el calor, el calor.


Prólogo
Cuarenta y ocho

El hijo y la madre

Y nuevamente la mujer (la vieja) vuelve a atravesar la isla de un extremo al


otro. Se encarama en el tren, desciende, se vuelve a encaramar, siempre con la jaba
a cuestas, siempre aferrada a la jaba que pesa veinticinco libras exactas.

Otra vez la mujer llega (destrozada, dice) y nos llama a todos por teléfono,
una y otra vez para hablar de lo mismo, de lo único que sabe hablar. El resto del
universo ha desaparecido.

La mujer (envejecida de golpe) sola, atravesando la isla. Todos los meses, un


mes y otro mes. Con su jaba de cosas rapiñadas aquí y allá.

—Ya lo peor pasó —se consuela.

Y trepa la empinada cuesta encima de la que ha sido levantado, como a


patadas, el castillo que era un castillo. Una fortaleza que Antonelli planeó
amorosamente y que han convertido en un matadero infernal. Llega. Se confunde
con la multitud (compuesta mayoritariamente por mujeres) que gime enloquecida
por el sol implacable, que al decir de su hijo, las fulmina.

Continúa hablando de lo mismo y el resto de sus compañeras de infortunio


(sus hijos, padres, hermanos, maridos, están encerrados tras aquellos muros)
también hablan de lo mismo. Y después de que le revisan la jaba, al fin la mujer, la
madre, no puede contenerse más y se pone a llorar...

—No me acostumbro a verlo dentro de ese traje... es tan caluroso ese traje.

Llega donde está el hijo.

Al pedazo de patio donde está el hijo.

Al rincón del patio repleto.

El hijo le dice: «Soy un muerto, al que una vez al mes vienen a traer flores.»
Prólogo
Cuarenta y nueve

(Perdido al sacar el manuscrito de Cuba).


Prólogo
Cincuenta

Al fin lo localizo. Al fin nos reencontramos. Lo veo más allá de la cerca,


pelado al rape, dentro del deprimente uniforme, sentado en una piedra. Se
incorpora al verme. Nos abrazamos. Han pasado muchas cosas.

Pasó que hace ocho meses, poco después de aquel día en que nos vimos por
última vez en el Parque, también fue visto por un carro lleno de policías y se dio a
la fuga velozmente, y fue perseguido. Pasó que se encaramó a una mata de mangos
y estuvo un día encima de ella viendo pasar a sus pies una multitud increíble de
perros de cuatro y dos patas. Pero a ninguno se le ocurrió mirar hacia arriba,
¡gracias otra vez, Fray Servando!

Pasó que lo sorprendieron dos días después y no echó a correr ni trató de


escapar y continuó leyendo el último canto de La Ilíada (no logró concluirlo). Pasó
que hizo una entrada triunfal en Calabazar entre el furor de la población, el
estruendo de decenas de patrulleros y carros de la Seguridad y los gritos de la
población indignada que voceaba: «¡Infiltrado! ¡Asesino!» Y cosas por el estilo.

Pasó que se tomó el contenido del frasco de pastillas que yo le había llevado
y despertó cuatro días después en una cama blanca lleno de sueros y andaribeles a
su alrededor y el médico militar (o el militar médico, mejor) lo miró desilusionado
y exclamó lacónico: «Pensé que no te salvabas.»

Pasó que lo llevaron al Morro y allí luchó por sobrevivir con asesinos y
delincuentes de toda especie y riñó como si en ello le fuera la vida, y le iba, por un
jarro de agua, entre los 250 hombres que se disputaban el precioso líquido en los
veinte minutos en que se dignaba salir por la boca de la única llave.

Pasó que los interrogatorios en Villa Marista duraron sesenta días. Y supo
que el Infierno estaba más cerca de lo que creía Dante y que Virgilio no aparecía
por ninguna parte. Todo eso y más pasó.

Y ahora estamos sentados los dos sobre la piedra mirando el mar y me echas
el brazo sobre los hombros y nos quedamos en silencio. Y me pides que para la
próxima visita te traiga otro ejemplar de La Ilíada, pues tienes que terminar ese
dichoso canto. Y me río. Y no puedo contener algunas lágrimas.

Y por un instante pienso que tal vez estemos equivocados, que no hay nada
después, que las palabras no nos salvarán, que la salvación no existe, que a la
sombra del mar que imaginamos acogedor no nos encontraremos después del fin.
Un instante. Pero entonces me dices:

—Ves, todo esto que ha pasado no hace más que confirmarnos que teníamos
razón... ¿te imaginas lo terrible que sería que hubiésemos estado equivocados?

Y comprendo que lo importante no es lo que haya o no al final, sino ser fiel


hasta la muerte. Lo importante es que cada ser humano elija estar de parte de los
que escogen la rebeldía y la libertad. Y ya te escucho planeando escribir
nuevamente Otra vez el mar. Elucubrando otras desmesuras. Y entonces comprendo
lo más importante, lo verdaderamente trascendental: que cuando en la próxima
visita te traiga el libro, y te sientes, y termines de leer La Ilíada de Homero, entonces
habremos triunfado. A pesar de lo que ha pasado. A pesar de lo que pueda pasar.

La Habana, 1974 − 1975. Barcelona, 1997.


Documentos
Comunicado

La Habana, Parque Lenin, noviembre 15 de 1974

A la Cruz Roja Internacional, a la ONU y a la Unesco, a los pueblos que aún


tienen el privilegio de poder conocer la verdad.

Desde hace mucho tiempo estoy siendo víctima de una persecución siniestra
por parte del sistema cubano. Todos mis amigos han sido «chequeados» y a veces
obligados, por la violencia y el chantaje, a dar informes sobre mi persona. Mi
correspondencia ha sido interceptada; mi cuarto registrado centenares de veces
durante mi ausencia. Mi obra ha sido interceptada por la policía y sus agentes
auxiliares, y ahora mi vida misma corre en estos momentos un peligro inminente.
El sistema comunista ha utilizado cuantos medios posibles están a su alcance para
aniquilarme, llegando por último a levantar contra mí una causa penal por
violación de menores, corrupción, publicación de mis novelas en el extranjero y
haber sido supuestamente llamado en 1963 − 64 a un campo de trabajos forzados.
Todo esto lo he afrontado en silencio y tratando de rebatir tanta difamación, a
través de los medios legales de justicia. De manera que, cuando pensaron que yo
pudiera tener alguna posibilidad de salvación, se presentó la policía en mi casa (1º
de noviembre de 1974) y ya en la estación comencé a ser víctima de métodos
criminales y violentos de tortura. Cuando se me iba a trasladar a otra prisión, pude
milagrosamente darme a la fuga. Y aquí comienza la etapa más arriesgada y difícil
de mi existencia. Mientras todo el aparato policial, equipado con variados
instrumentos de persecución (desde los perros hasta los rayos infrarrojos me
buscan) he hecho tres veces el intento de salvar mi vida. Primero, me lancé al mar
sobre una cámara de automóvil sin remos ni alimentos; así pasé una noche a la
deriva hasta que la misma marea me trajo hasta la costa. Luego llegué con
inenarrables dificultades hasta la cercanía de la Base Naval Norteamericana de
Guantánamo. Pero por allí resulta imposible cruzar. Las autoridades cubanas han
minado toda la región, colocando todo tipo de radares, han dispersado postas y
perros y en fin asesinan a todo el que se atreva a acercarse a la barrera. Éste es el
trato que recibe un ciudadano cubano por el simple hecho de querer salir del país.
Regresé a La Habana e intenté inútilmente entrar en alguna embajada. La única
embajada que da asilo es la embajada mexicana, y la policía cubana la mantiene tan
vigilada que es prácticamente una fortaleza. Mi situación es pues completamente
desesperada. Mientras la persecución se multiplica, redacto en forma clandestina
estas líneas y espero, de uno a otro momento, el fin de mano de los aparatos más
sordidos y criminales. Debo pues apresurarme a decir que esto que digo aquí es lo
cierto, aun cuando más adelante las torturas me obliguen a decir lo contrario.
Sólo me resta avisar a los jóvenes del mundo libre para que estén alertas
contra esta plaga desmesurada que parece abatirse sobre el universo. La plaga del
comunismo. Mi delito consiste en haber utilizado la palabra para expresar las cosas
tal como son, para decir y no para adular ni mentir. Mi delito consiste en pensar y
expresar mi pensamiento, cosa que no se permite aquí a ningún ciudadano. Este
grito de alerta desesperado que quiero comunicar a todos los jóvenes y a todo el
mundo, si llega a transmitirse será gracias a que aún existen algunos países donde
impera la libertad y la democracia... Otros escritores cubanos han sido aún más
desafortunados que yo. René Ariza, por ejemplo, Premio Nacional de Teatro, se
pudre en una cárcel luego de haber sido torturado hasta el punto de que ha
perdido la razón... ¿Qué se sabe de Manuel F. Ballagas, el joven escritor, hijo del
gran poeta? También él fue una madrugada sacado a golpes de su casa y
conducido a una mazmorra. Nelson Rodríguez, joven escritor que publicó un
notable libro de cuentos titulado El regalo, pasó tres años en un campo de trabajo
forzado y luego de haber sido vilmente vejado, cuando intentó desviar un avión
para abandonar el país, fue internado en un hospital y luego fusilado como un
criminal. En Cuba se fusila en las cárceles y en las costas. Y lo peor es que siendo
tan sórdidos los aparatos de la censura y de la persecución, el mundo nada puede
saber de los crímenes espantosos que aquí se cometen día tras día. ¡Y éste es el país
que pretende ser ejemplo y guía para el mundo! Yo hago un llamado a la ONU
para que compare dónde hay más libertad, si en Chile o en Cuba. Yo apelo a las
Naciones Unidas para que practique una investigación a fondo sobre los
innumerables crímenes que día a día se cometen en este país, donde el servicio
militar, por ejemplo, no es más que una forma burda de esclavitud, donde el terror
y el chantaje dominan toda la vida de un pueblo condenado al encierro.

¿Cuáles son los derechos humanos con que cuenta un ciudadano cubano,
que ni siquiera puede elegir libremente un empleo o cambiar de trabajo o de
vivienda, escoger una carrera o un gobernante, elegir un producto o el libro que
desee, y en fin salir o entrar en su país cuando le plazca? ¿El ejemplo de nueve
millones de seres humanos esclavizados y amordazados no ha de servir a la
juventud de advertencia para que sepa escoger un futuro que ampare y amplíe las
conquistas obtenidas, en lugar de destruirlas, suplantándolas por una perpetua
tiranía militar que lo controla y se apodera de todo?

El comunismo es el gran negocio del siglo para los caudillistas y los


dictadores; además de apoderarse de todo el país que dominan, se aseguran la
propaganda, el título de «progresistas» y el poder vitalicio.

Jóvenes del mundo occidental: el hecho de que ustedes puedan criticar o


aborrecer o simplemente abandonar el país en que viven y elegir, es un privilegio
que se extingue. Traten de mantenerlo el mayor tiempo posible, pues hasta
entonces ha de durar la civilización y el pensamiento humano, con toda su
grandeza y heroísmo, que el mismo lleva consigo. Reinaldo Arenas

Nov. 15 de 1974.

Nota del autor de 19831.

Este documento salió para París el 16 de noviembre de 1974 a través del


ciudadano francés Joris Lagarde, el mismo fue entregado a Jorge Camacho,
Margarita Camacho, Olga Neshein y Claude Durand. Aunque llevaba órdenes
expresas de que el mismo fuera publicado inmediatamente, conjuntamente con mis
manuscritos inéditos, los depositarios determinaron no hacerlo, temiendo las
consecuencias que pudiera acarrearme, ya que a los pocos días de su expedición
fui nuevamente arrestado. Desde la prisión, efectivamente, y luego de las «visitas»
de la Seguridad del Estado, escribí a mis amigos franceses diciéndoles que «estaba
muy bien de salud», y rogándoles «no publicasen nada»... La transcripción que
aquí aparece es copia fiel del original, por eso he respetado su ortografía, y
puntuación. El original se encuentra en la biblioteca de la Universidad de
Princeton, donde puede ser consultado.

Cartas2
New York, dic. 4 de 1981

Querido Hermano Juan:

Ahí te mando las fotocopias de las planillas que ya envié a la Beca. Florit se
muda (qué horror) para Miami. Lo veré antes... que se vaya. ¿Cómo sigue Lydia?
Dile que yo estoy siempre junto a ella. Comprendo la situación y que naturalmente
no quieras comerciar con tu obra —¿algún artista verdadero lo quiere?—. Pero
debes esperar unos meses pues ya hablé con Giulio y él piensa hacer dos
exposiciones: una en New York y otra en Miami, y tú estarás en las dos... Si puedes
llama a mi querida tía y dile que estoy vivo. Saludos a Nicolás, esposa y Papito. A ti
un abrazo y hasta la próxima visita en que los inundaré de papeles. Rey.

New York, julio 10/ 82


Querido Juan, esperé un poco el envío de la carta para tenerla en inglés que
es más importante para nuestros propósitos... El maligno Center tiene en proyectos
traer a Nancy Morejón, Barnet y Retamar. También nos denegó una solicitud para
una exhibición de pintura y un proyecto de invitar a Lydia Cabrera conjuntamente
con algunos cantantes negros afrocubanos... En fin, que hay que seguir la guerra.
Mándale la carta a todos los lugares habidos y por haber. Entrégasela a Villaverde
para el Herald... Bueno, desde que el teléfono desapareció reina la paz en este
hogar. El teléfono no es más que una muestra de pereza, por eso en Miami no
para... ¿Sigues embollado? ¡Menos mal! Saluda a Marcia y dile que la estimo
mucho. A N. que, por el amor de Dios y de Pura del Prado: me tramite lo de la
publicación de mis artículos. ¡Necesito el dinero!... Pero muévete descarado que
estás ahí viviendo como Carmelina (Bandera). Salúdame a Nicolás y dile que pase
en limpio (en forma legible y sin faltas de ortografía) su novela de la embajada,
pues hay posibilidades en España de publicación.

Caro hermano: toma en serio lo de la carta abierta, creo que deben ponerse
otras firmas como Carlos M. Luis, Mijares, etc. Tú dispon de todo, que la firmen
por detrás los que faltan (Lydia e Hilda Perera, a la Perera dile de mi parte que
estoy moviendo lo de la edición inglesa...) No es necesario que la gente te firme,
sólo con informarlas y que te den el consentimiento. Ya acá se ha hecho con casi
todos los que ahí aparecen. Sólo falta, pues, el grupo de Miami... A Lydia, que la
quiero cada día más. Tenemos en proyecto —a pesar del Center— que venga
invitada por alguna universidad, en octubre. Ahora aquí el calor es infernal... ¿Y el
mar?
New York, agosto 11, 82.

Mi querido hermano Juan:

Me alegra saber que estás cerca (otra vez) del mar. Qué consuelo estar, ah, la
marea, rodeado de olas y quizás hasta de alas, pues Miami Beach es un sitio casi
etéreo. Espero que algo quede para mí en mi visita, que será para fines de año
(quizás enero). No puedo ir antes, el estreñimiento de nuestros «benefactores» es
cada día más crónico. Ni siquiera los artículos han salido, a pesar de que la N. iba a
coger su 30 por ciento. ¿Sabes algo de todo eso?... He aprovechado este verano
para trabajar: terminé de revisar y volver a mecanografiar las tres novelas de la
pentagonía que salen este año, terminé también de re-mecanografiar la obra de
teatro completa (cinco actos) y Morir en junio y con la lengua afuera, ¿te acuerdas? Y
he escrito un largo cuento (unas 25 páginas) que se desarrolla aquí. Espero ir a
Miami para endilgártelo entre los tentadores matorrales de la beach... Ay, te
mando ¡bruto!, la lista de los libros de Lovecraft, son todos obras cumbres. TIENES
QUE SOLICITARLOS A TRAVÉS DE LA LIBRERÍA; PERO CORRIENDO, PUES
ES LO MEJOR QUE SE HA ESCRITO EN ESTE PAÍS DESDE TOMASITO LA
GOYESCA... la dirección de la editorial: Editorial Bruguera. Mora la Nueva, 2,
Barcelona (España). Espero que para fines de año tengas esas, como diría Mari
Blanca Sabas Alomá, «joyas»... de lo contrario incendiaré la librería con Marcia
Morgado dentro... pero ¿puede una llama quemar a otra llama?... A los dos, digo a
los tres, un abrazo incesante. Hazme un rincón bajo el sol.

Te quiere siempre tu, Reinaldo, digo, Adrián Faustino Sotolongo. (Primer


puente del Parque Lenin, a la derecha).
Querido hermano Juan:

Acabo de hablar con España sobre la portada del libro. Me dijeron que
enviara todos los dibujos y que ellos harían la selección así que todo lo que estaba
aquí fue para allá. Vamos a ver qué pasa.

Te mando Linden Lane y las Noticias de Arte. Lo de Lezama no quedó tan mal,
al menos están sus sonetos.

En cuanto a la Revista nuestra, cada minuto se hace más necesaria.

Oye: este fin de semana estaré en Washington pues ya había programado


con la universidad de allí una lectura. Vengo el lunes, si puedes aplaza el viaje de
Marcia para la otra semana. Si no vayan para Washington pues sería muy
agradable que nos viéramos allá... Aquí está L., me preocupa mucho su estado
sicológico, creo que va a su destrucción total y nada puedo hacer. Eso me afecta
enormemente...

Un beso a los dos «tú y Marcia» de tu hermano Reinaldo.

P/D No dejes de enviar la crítica de El Central.


Febrero 2, 83.

Querido hermano Juan:

No sabes cuánto me alegra que aún el —otra vez él— mar te haya
conmovido. He revisado tantas veces esas páginas y sin embargo no he podido
impedir siempre llorar en algunos párrafos. Desde luego el mérito no me
pertenece, pertenece al terror que llevamos a cuestas.

Te mando casi todo lo pedido. De René Ariza no encontré más que ese
poema, pero es muy importante que lo veas y le pidas una obra de teatro. Él está
escribiendo y tiene cosas muy buenas.

Creo que para lo de URGENCIAS se podría en el próximo número poner eso


de Lorenzo sobre Desnoes... Por cierto que sería bueno que escribiese algo breve
sobre la gentuza que fue elegida como «diez hombres más importantes de Miami»,
en mejor sería mejor llamarlo las diez mediocridades más apestantes de Miami, o
algo por el estilo. Gentuza que no vaciló ni un momento en correr desde los
primeros días de 1959 sin hacer la menor resistencia y todavía se cree con derecho
a determinar... Bueno, diles hasta del mal que van a morir: estupidez crónica,
cobardía y miseria unánime (lo firmará la redacción). También lo de Ubre Blanca,
¿te lo di?

Espero que todo marche, ya hablé con Boza... y creo que la cosa no se esboza
tan mal.

Un beso a ti y al grupo creador, a Marcia y al mar, tuyo

Reinaldo.

El texto editorial ya lo redactamos. Rey te lo manda. ¡Está muy bueno!


Nueva York, feb. 11 83.

Querido hermano Juan:

Hace días que tenía el paquete para enviártelo, pero los cambios de nombre
en el cheque más una gripe con fiebre mortífera me han retenido. Ahora puedo, al
fin, como cantaba Esther Borja, «leer y escribir». Ay, cuánto lamento que te
desencantara la segunda parte de Otra vez el mar, lo de estallado es una errata, debe
decir estallando, en cuanto a la fantasía y el ritmo ya llevan implícitas la
ecuanimidad. También si te fijas verás que desde el canto 1 ya él (Héctor) está
inventándola a ella (ver pág. 205: ¿Habrá ya una danza de dinosaurios, una mujer
vociferando su antigua fatalidad?... etc.). Como habrás percibido, los dinosaurios
pertenecen al mundo de ella. Él nunca los menciona. ¿Cómo pues, si él nunca
menciona los dinosaurios, ni ella le cuenta sus sueños, puede él referirse a ellos de
no ser ella misma una invención de él, el cantor? ¿No te diste cuenta... que sólo
Hector tiene nombre en la obra? En todos los cantos se hace alusión a esta
situación. Fíjate en la página 415 donde ella está en trámites de desaparecer, él
siente que se le escapa pues termina la obra, sus cantos: «¿Te sientes bien? ¿Quieres
un cigarro? ¿Aún estás a mi lado?»... En numerosos pasajes hay estas referencias de
ese doble personaje ella-yo: Héctor, que otra lectura haría descubrir. Vuelve por
ejemplo a la pág. 211: «Ella y yo

Ella

yo

yo: Ella.

¿Quién tiene la llave?

Cuando nos acercamos a la muerte todos nuestros fantasmas y hasta los


seres más amados desaparecen. Siempre se entra solo a la muerte.
Entrar acompañado sería casi hasta un final feliz. Pero en ese instante y más
cuando la muerte ha sido una elección estamos completamente desnudos. Todas
las invenciones, toda la obra, todo lo que amamos queda al otro lado. Nadie muere
acompañado. Cada cual muere su muerte».
Te adjunto toda una sinopsis del libro, escrita hace años, que te dará una
larga explicación de la novela. Espero que sea legible.

Pasando ahora a la revista, tengo que manifestarte que me preocupa mucho


el futuro de la misma teniendo en cuenta tu problema familiar. Al parecer (y
subrayo al parecer) tu mundo familiar (hermanos, padres, etc.) es fundamental
para el equilibrio de tu vida. Entre la alternativa de firmar la carta contra el Center
o no firmarla para no perjudicar la posibilidad de salida de tu familia, elegiste la
segunda. En ningún momento critico esta actitud. Solamente la analizo fríamente.
Y me pregunto: ¿Estás dispuesto a seguir adelante con Mariel aun cuando ello
pueda obstaculizar la salida (ahora remota) de T.? La pregunta es cruel, pero
inevitable. No creo que un plan de esta envergadura pase desapercibido para el
gobierno de Cuba. Sin embargo, ¿tenemos que hacernos nosotros responsables de
la timidez (o cobardía) de los seres que amamos? Otra pregunta cruel.

No soy la persona indicada para enjuiciar a nadie. Por eso sólo te planteo
interrogaciones... Ya sabes: riesgo o abstinencia... Querido amigo, no creo que sea
necesario repetirte todo el entusiasmo que la posibilidad de que Mariel exista me
ha provocado y hasta los esfuerzos económicos que estoy dispuesto a afrontar;
pero antes de seguir adelante con el proyecto, quiero que te respondas la pregunta
que te hago y con sinceridad llegues a una conclusión. Por otra parte una revista no es
un libro que se escribe y se engaveta, es un proyecto incesante que sólo se realiza al
publicarse y que solamente una continuidad afirma y acredita. Hacer un número
hermoso para después abandonar el proyecto sería peor que no hacer nada. Yo
estoy dispuesto a seguir adelante. Pero no puedo decidir por los demás. Consulta
pues con P., y decide tú finalmente cuál será el destino de Mariel.

Tuyo siempre, tu Reinaldo.

P/D Acuérdate de enviarme copia del Libro de los prólogos para las editoriales.
Mando un cheque de $300 por si aún seguimos adelante. Deposítalo el día 20, que
tendré fondos...
Nueva York, febrero 23.

Querido Hermano Juan:

Acabo de recibir tu carta y leer tu Mariel que me parece excelente. Es una


experiencia y una ficción —como todo lo bueno—. Creo que debería publicarse. Te
adjunto fotos de Severo (así llegaron) y un trabajo de Franqui inédito. Puede ser
una experiencia (¿no crees?).

Me preocupa mucho lo de tu libro. Dios mío, ¿cómo es posible que no


aseguraras el otro manuscrito? ¿Estaremos condenados a reescribirlo todo hasta la
quinta generación? La dirección de Padilla:

134 Glen Avenue. Millburn, New Jersey, 07041.

(Sé diplomático, al menos hasta que recuperes el manuscrito).

Sobre lo de Ismael Lorenzo lo someto a consideración de ustedes. Su


publicación a mí me es indiferente, pero creo que no tenemos muchas «urgencias».
En cuanto a su edición es sólo nominal ya que eso fue un volante que se repartió en
la Universidad de Nueva York. Pero en fin, que se publique o no es cosa sin
importancia. A ti te lo dejo.

Publica todo lo agresivo que hayas escrito: no hay motivos para no serlo —al
contrario.

Para la inscripción de la revista tienes que hacer esto:

1. Ir a una librería y pedir un modelo que se llama business account.

2. Llenarlo y legalizarlo con un notario, un cuño que cuesta un dólar y 50c.

3. Ir con ese lleno al County Clerk, la oficina del Condado y allí se registra.
Desgraciadamente hay que hacerlo en Miami pues ya con ese papel se saca el bult
rate que es un permiso para pagar poco en el correo. Si la revista se imprime en
Miami es lógico que el bult rate esté allá pues no tendría sentido enviarla acá y
luego echarla al correo... Eso no es complicado pues hasta la misma Unveiling Cuba
ya tiene su bult rate, es cuestión de unas horas.

Sobre el informe de Otra vez el mar no fue redactado para ti sino para la
editorial; cuando se reciben más de mil manuscritos diarios si no haces una
sinopsis no esperes que te lo van a leer. (Vale).

Se acaba el papel y aún no te he dicho que es importante que LOCALIZA A


ARIZA Y PIDELE COSAS. ¿Y LYDIA?
Saludos a Marcia.

Besos Reinaldo.

Mi querido hermano:

Te mando el material de Labrador y de Llopis aprobados por mí. No se los


he dado a leer aún a García Ramos. No lo veo desde el día que hablamos por
teléfono contigo. Los momentos ahora son casi trágicos: Lázaro tuvo un accidente
de auto y está en el hospital en estado de gravedad, y el juicio de C. lleva ya cuatro
días andando sin que acabe de una vez. Voy todos los días a la Corte y en eso se
me va todo el tiempo. De esto es mejor no decir ni una palabra a NADIE, ya sabes
cuánta alegría causan las desgracias ajenas al prójimo, evitémosles esa dicha...

Un abrazo, tu Reinaldo.
Querido Hermano:

Ahí va el prólogo, ojalá te agrade. Revísalo y mándalo para España


urgentemente. Estoy muy ocupado con lo de un festival en Jamaica y miles de
cosas más. Recibí la invitación de Carlos M. Al Museo para mayo. Por favor, dile
que yo puedo ir pero que tienen que enviarme el pasaje. No tienen que pagarme
nada, pero el pasaje sí es necesario, pues yo no puedo pagármelo.

Dile a Marcia que me mande cuando pueda una copia de su trabajo sobre mí
publicado en Miami Today, ya que aquí ha gustado mucho y quieren reproducirlo
la gente de Viking and Penguin, pero la copia que tienen es ilegible.

Un besóte, tu Rey.
Nueva York, marzo 14 de 1983.

Mi querido Hermano Juan:

Espero que todo marche bien. Te mando: Trabajo de Cifuentes. Con foto y
biografía. Comunicado, creo que es muy importante, destácalo. Ensayo de Valero
—con cirugía plástica—. Foto mía, tomada por Néstor Almendros. Hay que poner
copyright, si no se enfurece. Cheque de $50. Reinaldo te manda fotos muy buenas
del Mariel, con una señora llamada Ana M. Simo. Hay una foto de la Embajada del
Perú que es genial. Creo que sería una portada excelente. Van los dibujos de Boza y
de Lastreto.

En fin, creo que todo saldrá bien. Revisa y vuelve a revisar, ortografía,
erratas, títulos, nombres de autores, es una labor terrible y lamento no estar con
ustedes para ayudarles. Espero llegar en abril. Que las musas te protejan, como
siempre, aún tenemos la vida, y ya es casi demasiado... ¿Te escribieron de
Princeton? Es muy importante... $.

Besos a Marcia, envíame la dirección de tu familia en España, y el teléfono,


no sé dónde lo tengo ahora.

Saludos a todos los buenos.

Tu hermano. Reinaldo.
Nueva York, mayo 12, 1983

Mis queridos Marcia y Juan:

Acabo de recibir las nocas del Herald y la carta. Empecemos por lo más
deprimente: la nota de Ariza. Es en realidad miserable, pues aun cuando él cree no
estar vinculado al delator se pone de su parte olvidando a las demás víctimas, es
además de un egoísmo rayano en la demencia, y naturalmente de una gran
desconsideración para nosotros (y para mí, especialmente) que he hecho todo lo
posible por ayudarlo. De todos modos no creo que ningún periódico le publique
ese engendro. Nosotros tenemos el derecho de publicarlo de forma «editada» y
naturalmente adjuntarle a la nota una RESPUESTA... Sobre Coco sobran pruebas.
Todo eso se pondrá en la NOTA. Por otra parte qué sabe Ariza, ¿acaso las
denuncias tenían que ser remitidas al denunciado?... También nuestro protegido,
Ariza, ha estado varias veces en un hospital de dementes. Todo eso en forma
sosegada se hará constar en la Nota con una nueva afirmación de quién es COCO.
Déjame eso a mí que yo haré el trabajo lo más objetivo posible, sin, por otra parte,
arremeter contra Ariza, pero sí poniéndolo en su sitio... A propósito de Ariza,
acabo de hacerle otro gran favor: poner a Néstor Almendros en contacto con él
para que lo filme actuando en su teatro. Él ha aceptado encantado. Así que tengo
otro favor hecho a alguien que, naturalmente, jamás me lo perdonará... Yo te
avisaré de la llegada de Almendros a Miami pues creo que Marcia podría hacerle
una entrevista para Mariel y tomarle algunas fotos. Él es una persona encantadora
y muy inteligente. Está haciendo ahora una película sobre los campos de la UMAP,
eso sería un buen tema para la entrevista...

No he recibido las revistas, pero ya hablé con Yanes y con Kozer, quienes
están muy interesados en ayudarnos. También haremos presentaciones en Nueva
Jersey. ALGO MUY IMPORTANTE: He conseguido el franqueo gratis con René y
Lázaro que trabajan en lugares donde hay miles de sellos. Así que necesito
direcciones de librerías y de personas importantes y revistas en América Latina y
Europa. Les enviaremos paquetes de revistas con la petición de que nos busquen
suscriptores. La posibilidad debe ser aprovechada, por favor, búsquenme
direcciones de revistas en Latinoamérica y Europa, yo me encargo de distribuir las
revistas sin ningún costo... Envíen lista. También de universidades. Me dicen que
el festival de Miami se pospuso para agosto del 2000... Besos, su hermano Reinaldo
Arenas.

Nota: hay que contactar a Guillermo Rosales, es un excelente escritor que


salió de Cuba en el 79, yo lo conozco desde hace mucho tiempo. Vive en Miami.
Dile a Esteban que lo localice y le pida materiales. Envíenme la dirección.
Nueva York, julio 31, 1983

Querido Juan:

Te mando el prólogo definitivo del tabloide de Nancy. Fíjate que la última


página del prólogo ha cambiado, lo demás sigue igual... Se incluye ahora a Jorge
Valls y a Angel Cuadra irán en la página 27 junto con Matías Montes Huidobro,
será solamente un poema de cada uno de ellos (no más, tú escoge el poema que
más te guste, Nancy te los entregará pues ya hablé con ella). Poner nota biográfica
que te darán, brevísima.

En la página 29, en letra reducida, pondrás lo de Juan Arcocha, quien está


invitado al Festival. Va junto a Valladares.

Como Miguel Correa cambió el texto y envió algo sobre «el Mariel», esto va
ahora en la página 45 junto con lo de Rosales, si es que Rosales pudo enviar algo, si
no solo.

Sobre la revista Mariel, por todos los dioses infernales, trata de que esté antes
del veinte o ese día para poderla distribuir y trasladar a Nueva York con la gente
que irá allí.

Faltan aún 20 días, así que hay tiempo.

Un abrazo, tu hermano Reinaldo.

¡Por favor, dile a Nancy que si los pasajes no llegan en una semana, nadie irá
pues necesitan planificar el viaje a tiempo!...
New York, febrero 22, 1984.

Mi muy querido hermano Juan:

Mil gracias por Las amistades peligrosas, libro que realmente adoro y que
siempre me ha sido un estímulo profundo su lectura.

Lo que dices sobre mi tristeza es cierto: Miles de problemas. Lázaro está otra
vez enfermo, tengo que mudarme pues la casa se cae y el techo tiene filtraciones
además del contrato que está vencido, la traducción francesa de Otra vez el mar que
me mandaron para corregir era tan horrible que traduce portal como puerta y
fanguero por planta tropical. La rechacé. Pero todo eso me ha colmado de furia.
¡Qué raro sino el de esa novela...! ¡Aún realmente no se ha publicado... como fue
escrita! Ahora con ese problema de la vivienda y la mudada veo más lejana la
posibilidad de ir a Miami.

En cuanto a la revista, ya sabes lo que hablé contigo por teléfono, ni tú ni yo


somos gente de revistas. Yo haré todo lo que pueda, siempre y cuando no se
interponga en mi imaginación creadora o simplemente libertina. Creo, de todos
modos, que Reinaldo es la persona eficiente y adecuada para la confección
burocrática de la misma. Ya se ha hecho una cuenta bancaria aquí y ahora prepara
un bult rate. Cuando puedas manda las direcciones de los suscriptores para hacer
un solo «mailing list».

Te diré que acabo de hacer una «versión herética» de Cecilia Valdés. Sé que te
divertirás mucho cuando la leas. Ya verás...

Un beso de tu hermano, Reinaldo.

Saludos a Marcia y a todos por allá.

P/D. El trabajo de P. no llegó nunca. Recibimos su cheque de $100. ¡Díselo!


Nueva York, agosto 21, 1984.

Mi querido hermano Juan:

Te mando las notas para la exposición. En verdad te ruego que pongas o


quites lo que quieras. Creo que tus cuadros merecen un trabajo más extenso, pero
un programa no debe ser largo. Nadie lo lee en ese caso.

Te mando El Central.

No he recibido las fotografías, pero las espero tener de un momento a otro.

Decididamente no podré ir en octubre. NO tengo dinero y no puedo estar


allá hasta noviembre pues tengo dos conferencias que me las pagan. Nada menos
que por las universidades de las montañas, cerca, pero lejos, de California. Una
desgracia que tengo que asumir para comer.

En noviembre estaré allá y hablaremos. Quiero si es posible que te


comuniques con René Cifuentes. Él anda por Florida, ya le di tus señas. Deben
hablar y planificar el futuro de Mariel después de mi mutis.

Saludos a Marcia. Un beso grande, tu REY.

P/D Manda los trabajos de Mariel para irlos leyendo aquí...


N.Y. julio 28/88.

Queridos Juan y Marcia, ahí les mando algunas reseñas de El Portero en


Francia. Ha sido todo un éxito y quiero compartir esa alegría con ustedes. Tal vez
se podría publicar una nota en Pluma y Machete.

Los quiere mucho, su hermano Reinaldo Arenas.


Sobre el autor y la obra
Este libro es el complemento de Antes que anochezca, la sobrecogedora
autobiografía del escritor Reinaldo Arenas. Una memoria que recorre los ocho
meses que transcurren desde que Arenas, una especie de Genet cubano, es
declarado prófugo de la justicia hasta que, tras ser apresado y condenado, se le
permite la primera visita en prisión. Todo ello después de que su segunda obra —
El mundo alucinante— fuera designada en Francia como la mejor novela extranjera
junto a Cien años de soledad. A la sombra del mar es un canto a la aventura de la
amistad y al poder de la literatura; la historia de dos jóvenes unidos por los libros,
la persecución, el éxodo por el puerto del Mariel en 1980, su posición crítica ante el
exilio cubano, y la fundación de la revista Mariel. Desde las alcantarillas de un
parque en las afueras de la Habana, 24 años después, nos llega este estremecedor
testimonio que demuestra que debajo del estruendo de los himnos y las consignas,
está creciendo siempre la obstinada hierba de la esperanza.
Juan Abreu (La Habana, 1952).

Escritor, periodista y artista plástico. Ha publicado el poemario Libro de las


exhortaciones al amor, Playor, Madrid, 1985, y es coautor del libro Rafters, Loma,
1995. Sus obras plásticas forman parte de importantes museos norteamericanos y
se exhiben en galenas e instituciones de arte de América Latina, Europa y Estados
Unidos.
Notas
2 Habana

1
Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Fundada en 1961, después de las
conocidas palabras de Fidel Castro a los intelectuales de las que emanó el slogan:
«Con la Revolución todo, contra la Revolución ningún derecho.»<<

2
División, generalmente de madera, que la escasez de viviendas popularizó
a partir de los años setenta. Consiste en un falso techo construido en las casas de
puntal alto, que casi siempre se usa como dormitorio.<<

Prólogo Uno<<

1
Departamento Técnico de Investigaciones.<<

2
Ver sección «Documentos», p. 183.<<

Prólogo Cinco<<

1
Champola: batido de pulpa de guanábana con leche y azúcar.<<

Prólogo Ocho<<

1
Ezequiel Martínez, funcionario y escritor cubano.<<

Prólogo Nueve<<

1
Cartilla de Racionamiento de Alimentos.<<

Prólogo Once<<

1
Ministerio del Interior.<<

2
Reinaldo Arenas, «Magia y persecución en José Mart/», La Gaceta de Cuba.<<

Prólogo Trece<<

1
Ver Reinaldo Arenas» El asalto, Miami, Ediciones Universal, 1991.<<

2
Soneto de Reinaldo Arenas.<<
3
Las hojas, poema de José Abreu.<<

Prólogo Catorce<<

1
Diálogo de Reinaldo Arenas con el autor.<<

Prólogo Quince<<

1
Tanto el título de esta novela como el de La perlana proceden de chistes
groseros de nuestra infancia. Se ofrecía a la víctima: «¿Quieres un Sisí?», y cuando
el inocente preguntaba» «¿Qué es eso?» se le respondía... «¡Un pingón así!» El otro
es igual pero la respuesta es: «¡Un mojón envuelto en lana!» Casi todas las niñas en
nuestra escuela primaria escucharon alguna vez esas interrogantes.<<

Prólogo Dieciséis<<

1
Policía Nacional Revolucionaria.<<

2
Versos Libres de José Martí.<<

Prólogo Diecisiete<<

1
Se pegaban, indefectiblemente, al cielo de la boca.<<

Prólogo Dieciocho<<

1
Instituto Nacional de la Industria Turística.<<

Prólogo Veintidós<<

1
Compendio y Descripción de las indias Occidentales de Vázquez de Espinosa.<<

2
Publicado en Cuadernos Guairas, Cuba en Cepal.<<

Prólogo Treinta y uno<<

1
Romeo y Julieta de William Shakespeare.<<

2
Ver sección «Documentos», p. 187.<<

Prólogo Treinta y dos<<


1
Funcionario de la UNEAC.<<

Prólogo Treinta y seis<<

1
Lista de consignas mimeografíadas, distribuidas en los CDR.<<

Prólogo Cuarenta y dos<<

1
Uno la carta para hacer referencias sútiles a las obras escondidas, El asalto,
No son tan plácidas las olas del verano y el libro de los Prólogos.<<

Comunicado<<

1
Necesidad de libertad. Mariel: testimonios de un intelectual disidente, México,
Cosmos Editorial, S.A., 1986.<<

2
En algunas cartas, el autor ha suprimido nombres.<<

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