Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

Olivar Bertrand 1 PDF

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 30

FACTORES DE LA REALIDAD ESPAÑOLA VISTOS

POR NORTEAMERICANOS DE HACE UN SIGLO

Viajeros ingleses y norteamericanos por España durante el siglo XIX con'


tribuyeron a la captación de la compleja realidad española. La rica historia
peninsular impulsó, en cierto modo, a los viajeros cultos a poner en tela de
juicio lo leído en libros, y una vez en la Península se apresuraron a corregir
afirmaciones hechas a la ligera. Más aún; como les molestaba no conocer lo
que se les ofrecía a los ojos, decidieron descubrirlo y reflexionar luego sobre
las realidades que encontraban ocultas bajo las sucesivas superestructuras que
gobernaban a España. ¡Realidades interesantísimas! Según la situación geo-
gráfica de la aldea o la ciudad, la vida española era tan apacible o tan dina'
mica, que su interpretación obligaba a una intensa averiguación lo» bastante
para despertar la curiosidad, sino el deseo de alcanzar la Verdad, con letra
mayúscula. Por otra parte, el viajero» inglés o norteamericano», no» erudito, tO'
paban con absurdos que no encajaban en su preconcebida noción de España.
Debemos ahora concentrar la atención sobre juicio»s tan heterodoxos como
el.de que España carece de unidad económica, social o política, incluso1 que las
peculiaridades y orgullo de los reinos medievales, han sobrevivido. Nos ente-
ramos de que las agrupaciones españolas tienen raras afinidades, debido» a los
obstáculos que presentan las cordilleras interiores; las costas frecuentemente
inabordables; los ríos, de escaso caudal, y a menudo secos, que no favorecen
las comunicaciones; las superestructuras, que casi siempre confunden patrio»'
tismo y religión, y las cuatro distintas lenguas habladas en la Península, de las
cuales dos —el gallego' y el catalán—• tenían manifestaciones literarias ante-
riores a las del castellano. Leemos que una nación es la manifestación de un
pensamiento, no el resultado de la presión ambiental, y que un pueblo» cons-
tituye nación cuando piensa que lo es, cuando afirma su pertenencia a la
misma tradición. Ramón Menéndez Pidal acuñó tiempo» atrás la expresión
«Dos Españas». Los viajeros anglosajones del pasado siglo» encontraron do'
cenas de Españas. Sus experiencias personales les enseñaron que el pueblo
español no go»za de una cultura homo»génea ni participa de un mismo* pensa'
miento. Se convencieron de que los españoles vivían, efectivamente, juntos,

53
RAFAEL OLIVAR BERTRAND

pero no crecían en un destino común, sino en existencias distintas y separa-


das; las de los gallegos, los vascos, los catalanes, los castellanos... Descubrieron
que la conformidad y la exclusividad del pueblo español, su lealtad hacia la
entidad de grupo, el orgullo por sus hazañas, la creencia en su excelencia y la
conciencia de su superioridad variaba según la región a la que pertenecían
los ciudadanos. A continuación me complazco en recoger algunas observa'
ciones con referencia a estos puntos.
Cari Schurz, embajador norteamericano en Madrid, declara en una de sus
cartas: «¡ Se ha dicho, escrito y cantado tantísimo sobre la "hermosa Espa-
ña" ! Es pura fábula, a menos que toda la belleza se concentre en la parte
meridional del país» (i). Preferimos, sin embargo, la compañía de Gustavus
Koerner, embajador norteamericano también, juntándonos con él en Santa
Cruz de Múdela, al término del ferrocarril en dirección a Córdoba. Eludiendo
la capital del antiguo califato, le encontramos a él y a su familia trasladadlos
a la estación de Postas Granadinas, lugar que le induce a escribir sobre las
diligencias y sus mayorales, zagales, delanteros, muías y caballos, cintas, bor-
las y campanillas. Despachado el refrigerio' de chocolate y bizcochos, los
viajeros se acomodaban en la incómoda diligencia y, a vivo galope, tragaban
leguas. Leemos aquí uno de los raros elogios a los «caminos reales» de España.
En opinión de Mr. Koerner, los caminos eran espléndidos, anchos y bien cuí-
dados, «y los arroyos y ríos se salvan sobre sólidos y magníficos puentes». Y
añadía: «De no ser así, la rapidez de estos coches, en sus cuestas y pendien-
tes, sería imposible» {2). No le seguiremos en la descripción de las ciudades
y campiña, con el esplendor de arte y frutos que cabe localizar entre Bailen
y Granada, ni a evocar el encanto de la tierra salvaje y romántica cubierta de
pinares, olivos y encinares. La seguridad con que viaja arranca del enviado
norteamericano alabanzas de la Guardia Civil, en aquellos tiempos en que la
Benemérita se dedicaba exclusivamente a perseguir a los bandidos (3). Lle-
gados a la rica vega de Granada, los viajeros se sintieron «frescos y animados
a pesar del largo, aburrido y cansado trayecto de casi treinta y seis, horas» (4).
Y entraron en Granada.
Mr. Koerner y familia, esposa e hijos, se hospedaron en la Fonda de los

(1) Intimóte letters of C. S., 1841-1860. Translated and edited by Joseph Schüfer,
Superintendent of the State Historiad Society of Wisconsin, Madison, 1928, pág. 261.
(2) Memoírs of G. K. iSop-1896. Life-Sketches wñtten at the suggations of his
children. Edited by Thomas }, McCormach, Cedar Rapids, Iowa, 1909, 1, págs. 3H'*-5-
(3) Hacia 1870 el general Sickles informaba al secretario de Estado, Hamilton Fish.
sobre la inseguridad de las carreteras españolas. Una pandilla de bandidos llegó casi a
hacerle prisionero .para cobrar un rescate. (V. Archives United States of Amena,
De.pt. St., Sp. vol. 54; San Ildefonso, set. 25, 1870.)
(4) Memoirs, 2, págs. 316-17.

54
FACTORES DE LA REALIDAD ESPAÑOLA VISTOS POR NORTEAMERICANOS DE HACE UN SIGLO

Siete Suelos, tras las murallas de la Alhambra, junto a una altísima torre.
El plenipotenciario escribe:

«En medio de un tumulto de gritos y charla en el que interve'


nían por igual el posadero y la posadera, el mozo, la camarera y núes-
tro propio mozo, amén de los ladridos de media docena de perros,
finalmente nos alojamos bien, de acuerdo con las ideas españolas
acerca de lo que debía aceptarse por posada: muebles antiguos y de-
crépitos, -habitaciones altas y estrechas, pisos de piedra, pero camas
(con armadura de hierro o acero) y sábanas, corno por toda España,
frescas y limpias» (5).

Y en este tono, con más alabanzas que reproches, Mr. Koerner ensalza
las bellezas de la Alhambra —«¡Oh el Generalife! ¡Nada en el mundo se le
puede comparar!»—, los ingenuos modales del posadero1 y de su joven esposa,
así como la radiante cara del camarero mayor, el cual, al entrar en el comedor
can el desayuno dispuesto en una gran bandeja, y levantada ésta por encima
de su cabeza, exclamaba en un grito de entusiasmo: «f Caballeros, aquí un
bifstec magnífico!». Mr. Koerner se complacía en observar los grupos de
ociosos paseantes, de labradores y jinetes, que en su atuendo andaluz pro-
porcionaban un espectáculo inolvidable. La abigarrada multitud seducía de
continuo'.

aLas gitaníllas cantaban delante de nuestros balcones y vendían


rosas. Mendigos exquisitos, viejos y jóvenes, animaban el paisaje.
De cuando en cuando, subían de la ciudad pequeños grupos, inte-
grados de señoras y caballeros de la mejor sociedad, y se reunían en
los pabellones del pequeño jardín de la fonda, rodeados de rosales,
geranios, granados, melocotoneros, higueras y naranjos. Cantaban
al son de la guitarra y comían fresas con leche y bebían limonada,
abandonando poco después los pabellones a los grupos de jovencitos,
"pollos", que se divertían a su manera. Era una vida campesina,
libre y despreocupada, que difícilmente se encuentra hoy en los be-
líos lugares frecuentados por viajeros» (6),

Durante su recorrido por Andalucía {7), Mr, Koerner dirigióse luego a

(5) Ibidem, ?., pág. 318.


(6} Ibidem, 2, págs. 319-21.
(7) No fue sólo un -viaje de placer. Reunióse con los cónsules de Norteamérica
en Valencia (a quien vio en Granada), Málaga, Cádiz y Sevilla. La información reco-
gida le dio a conocer que el comercio de los Estados Unidos en España no era tan

55
RAFAEL OLIVAR BERTRAND

Málaga, deteniéndose antes en Leja, donde el general Narváez (que allí te'
nía su residencia de verano) tuvo la gentileza de hacerle llegar las más finas
y herniosas granadas y naranjas que nunca viera. De nuevo, el paisaje captó
el alma de los viajeros por su variedad —cortijos magníficamente labrados, bos-
ques y valles esplendorosos--, hasta que Málaga les embargó con sus con-
trastes: barrios residenciales, calles laberínticas y el fascinante encanto de sus
muelles. En Málaga se embarcaron para Cádiz, y la visión del puerto, tres
veces milenario, inspira a Mr. Koerner las líneas que transcribo t «No ha-
biendp visto Ñapóles ni Río de Janeiro ni Constantinopla, debo decir que la
bahía de Cádiz es la más bella que yo conozco. Y no hago- excepción del
puerto de Nueva York» (8). La visión le recuerda los versos de Byran:

Knoiu ye the land of cedar and vine


Where the flowers ever blossom, the beams ever shine...

Los viajeros pasan a Jerez, ciudad y tierra famosa por su vino exportado
a Inglaterra y a los Estados Unidos, después de haber sido fortalecido con
alcoholes y endulzado artificialmente. Mr. Koerner observa:

«El auténtico Jerez tiene siempre un ligero gusto amargo, que


los nativos, como los connoisseurs de otros países, prefieren al que
se exporta. El Jerez llamado* Manzanilla, muy bebido1 en España,
deriva su nombre de lo amargo de la manzanilla, llamada también
camomila. Por propia experiencia puedo hablar de lo saludable y
excelente que es este vino', ya que corrientemente loi bebíamos con
el desayuno, lo mismo en nuestro hogar que en los hoteles» (9).

En Sevilla se dedicó a recorrer la ciudad de arriba abajo, para captar la


intimidad de la antigua y graciosa capital moruna. Pero la realidad que le
ofrecían sus ojos le desilusionó. Pese a la universal admiración por esta citi'

floreciente como debía serlo. Francia, Alemania y Bélgica habían logrado tratos de
favor, mientras que el comercio estadounidense, por las preocupaciones de la guerra
civi! y por una tarifa de aduanas excesiva, no podía competir con aquellas naciones.
(Véase A. U. S. A., Dept. St., Sp. vol. 45; Madrid, 18 mayo 1863. Koerner a Se'ward.)
Una narración detallada y lozana de este viaje por Andalucía la publicó el prop* 0
Koerner en alemán con el título Aus Spanien von G, K., Gesandter der Vefeínigten
Staaten ¿u Madrid in den Jahren 1862, 1863 und 1864, Frankfurt, a. M., 1867.
(8) Memoirs, 3, págs. 322-25.
(9) Ibidem, págs. 326-27.

56
FACTORES DE LA REAI.iDAD ESPAÑOLA VISTOS POR NORTEAMERICANOS DE HACE UN SIGLO

dad, ni la pobreza de sus edificios ni las tierras áridas de su distrito fueron


del agrado de Mr, Koerner. Con sus propias palabras:

«A creer las tradicionales descripciones de los infinitos viajeros


que por aquí pasaron, Sevilla es la más pintoresca y romántica ciudad
entre las ciudades románticas que haya en el mundo1. La hemos visi-
tado en la estación más favorable, en mayo, bajo un cielo brillante y
sin nubes, y nos sentimos desilusionados. Sobre esta Reina de An-
dalucía se ha escrito y cantado mucho, con entusiasmo artificioso, poí-
no decir muchas tonterías. En primer lugar, habrá que reconocer la
esterilidad y aplanamiento1 de sus alrededores. Ni una colina, ni una
montaña. El Guadalquivir, si bien ancho y profundo, es un río fan-
goso y amarillo. Y el Paseo, la Alameda, no tiene puntó de compa-
ración con los de Madrid, Barcelona, Granada, Cádiz y Málaga» (io).

Las alabanzas, nunca desmentidas, de las mujeres del sur de España, p r o


vocaban en Mr. Koerner hormigueante y molesta sensación. No> estaba de
acuerdo con ellas, por lo que, con sinceridad, escribe lo que sigue:

«Tal vez tendría que decir algo sobre las exageraciones que la
gente ha ido repitiendo a propósito de la belleza de las andaluzas, y
particularmente de las sevillanas. Como la mayoría de las españolas,
tienen la ventaja de pertenecer a una raza homogénea; yo diría que
presentan un tipo característico, común y sobresaliente. He estado
en los teatroSs en la Alameda, en la fábrica de tabacos, en el mef-
cado... Es verdad que las mujeres tienen el pelo negro, los ojos bri'
liantes, pies y manos delicadamente formados, y un paso elástico.
Pero, en general, tienen la nariz demasiado aguileña, y los labios,
aunque rojos y "por mitad reveladores y encubridores", de blancos
y dispuestos dientes, son gruesos. En proporción, ya que las mujeres
suelen ser de baja estatura, tienen los senos demasiado abultados y
las extremidades inferiores demasiado cortas. Al igual que otras mu-
chas españolas, muestran vivacidad en la charla y en la acción, ama-
ble naturaleza y buen corazón» ( n ) .

Mr. Kcerner aprecia las bellezas de la catedral, del palacio de San Telina,
y las colecciones, privadas y oficiales, de pinturas; pero no comparte la opi-
nión generalizada sobre la belleza española. ¡(Ante todo —añade-—, y por

(10) Ibidem, pág. 328.


(11) Ibidem.

57
RAFAEL OLIVAR BKRTRAND

término inedio, los hombres son mucho más guapos que las mujeres. Diré,
sin embargo, que los niños de uno y otro sexo sobrepasan a los demás niños
en belleza y gracia. Desgraciadamente no satisfacen la promesa de su edad
juvenil» {12). Como estación última del recorrido andaluz —en las tierras
que caracteriza como «la más encantadora provincia de España»—, Mr. Koer-
ner visita Córdoba, «el ejemplo más perfecto de grandeza caída que yo he
visto jamás», pensando, claro está, en el Alcázar y en la Mezquita. Final-
mente, tomaron el tren y regresaron a Madrid.
Nosotros volvemos a Sevilla, guiados por la mano de un anónima perio-
dista, que nos dejó vivísima narración de sus días en la ciudad de la Gi-
ralda, Algo que le había desconcertado en grado sumo había sido el sentir
clavadas en su persona las miradas de los circunstantes —en las calles, en los
teatros, en las iglesias, en la mesa redonda de las tertulias...—. No alcanzaba
a comprender la respetuosa atención o curiosidad del pueblo sevillano. Y pues-
to a detallar, escribe:

«Una buena y lozana barba inglesa excita la ira en esta gente;


quizá el llevar cola llamaría menos la atención. La crecida y poblada
barba británica se asemeja demasiado a la barba de los moros o- al
apéndice israelita para ser tolerada por estos creyentes ortodoxos, que
se afeitan las patillas y recortan la perilla. Sé de un inglés con barba
blanca a quien apedrearon no hace mucho tiempo en una plaza de
Sevilla. La ciudad se muestra también muy sensible por lo que res-
pecta a gorros o sombreros de señoras. Llevarlos proporciona tanta
seguridad como la que resultaría de presentarse en público con tur-
bante moruno. El hecho de ver a jovencitos bien vestidos soltar la
carcajada al paso de una señora inglesa se explica, probablemente,
como tributo de respeto a la mantilla nacional que llevan las es'
pafíolas» (13),

Para el periodista era impensable dormir por las noches en Sevilla a me-
nos que no se hubiese seguido un curso preparatorio de arrastre de cadenas
y cables a bordo de las embarcaciones amarradas a los muelles del Guadal-
quivir, música de los cencerros de las muías —algo así como el ruido produ-
cido por calderos con piedras dentro^-, campaneo de las iglesias y canto de
los serenos,,,
«Rondan por las calles con alabardas y linternas, y obstinados in-
sisten en decirle a usted la hora cada media hora, acompañando1 la

(12) ¡bidem.
(13) Seville, en «Hafper's Weekly», Nueva York, 21 noviembre 1868.

58
FACTORES DI! LA REALIDAD ESPAÑOLA VISTOS POR NORTEAMERICANOS DE HACE UN SIGLO

intimación con un prolongado1 aullido, que se supone es ¡ Ave Maña


Purísima], y así por el estilo. Hacia las tres de la madrugada em-
piezan a excitarse las campanas de las iglesias. Estos instrumentos
de tortura están suspendidos sobre un eje que da vueltas en torno
a pivotes, y un hombre tira de la campana, como1 de un columpio,
una y otra vez, y la campana suena. De manera que entre los cen-
cerros de las muías, en la tierra, y las campanas de las iglesias, en el
cielo, el viajero puede perfeccionar sus noches de insomnio ensan-
chando su ciencia en campanología» {14).

A la hora del baño, la única dificultad que se presentaba en Sevilla era


la de obtener agua fría, ya que el sirviente, convencido1 de que ningún cuerpo
humano puede sobrevivir al choque del agua fría, secretamente echaba agua
caliente en la bañera. Con referencia a los hoteles, el periodista que nos
guía informa que todos ellos estaban administrados por extranjeros, italianos
o franceses, dado que el español seguía aferrado «a su idea aceten de lo que
debía ser un hotel: un lugar donde usted y el caballo- podían dormir, disfru-
tando de otros comunes privilegios tales como el de un fuego para cocinar
las provisiones que, casualmente, lleve usted consigo». De todos modos, el
observador asegura que la relación con naciones extranjeras había hecho mu-
cho para mejorar las condiciones de los hoteles. En el Mediodía de España
la pensión y el alojamiento se podían lograr a precios inferiores a los recla-
mados en Francia o Alemania. Y con un gran sentido del humor, el infor-
mante da detalles acerca de una economía, ya desaparecida, especialmente
sobare alquileres, ágapes y el continuo fumar:

«En Sevilla, por ejemplo, se pueden alquilar apartamientos en el


primer piso de un hotel con balcones a la más elegante vía de la
ciudad por dos dólares diarios por adulto y un dólar los niños. El pre-
cio incluye dos comidas principales según cubierto con regular can-
tidad de vino de calidad inferior. La mayoría de las personas razo-
nables quedan satisfechas con este trato, y se comprende recordando
que el desayuno español es casi una cena, o más bien un temprano
almuerzo, y que, además, la carne y los pasteles terminan siempre
como postres. La repetición de esta comida a las cinco o las seis de
la tarde será la heroicidad máxima que pueden soportar la mayor
parte de las digestiones apacibles. No obstante, si el menú es princi-
pesco en sus dimensiones, aparecen uno o dos inconvenientes en los

(14) lbidem.

5?
RAFAEL OLIVAR BERTKAND

ágapes en común, que harán desear una comida en privado, aunque


sea menos suntuosa, pero que será más agradable para el inglés criado
con otras nociones de cortesía. En primer lugar hay que tener pre-
senté que todo español fuma. A todas horas, y en cualquier sitio, se
le encuentra siempre con el inevitable cigarro. Se está, pues, seguro,
que irá con él al comedor, y que aprovechará la más pequeña de-
mora entre plato y plato para echar bocanadas con tal vigor que el
forastero se preguntará si, por razón por él desconocida, el ágape
se sirve, precisamente, en el fumadero del establecimiento. Por otra
parte, tengamos en cuenta que el español parece sufrir de resfriados
y afecciones bronquiales en grado alarmante. El sacerdote en el altar,
el actor en el escenario', el hombre elegante en el club, el vecino de
mesa en el comedor realiza tales prodigios de expectoración que úni-
camente es posible explicarlos como resultante de un crónico des-
arreglo de la membrana mucosa nacional» {15).

Y nuestro cicerone confirmará la mundialmente conocida información de


que para padecer frío debemos pasar el invierno en una región meridional.
Leamos su descripción de los tipismos de las casas sevillanas:

«Seguro que la alcoba será fresca, porque las casas y las calles se
construyen de manera que mantienen fuera lo más posible la luz del
sol. En algunas calles se tienden alambres de casa a casa y por encima
de ellos, durante el calor del día, se extienden lonas, y como¡ muchas
tiendas carecen de escaparates exponiendo1 los artículos en profusión
tentadora, se tiene la sensación de pasear a través de una gigantesca
y fantástica feria. Tres cosas hay que observar en las calles forma-
das por residencias, privadas. Ante todo, que las casas ostentan ven--
tanales proyectados hacia fuera, del primer piso al último. Esto pro-
porciona a la casa el mismo carácter que una nariz a la cara. Y el
efecto queda realzado por la variedad de marcos de brillantes colores-
pintados según el gusto de los propietarios. A continuación cabe se-
ñalar las verjas de hierro, maravillosamente labradas en filigrana, en
vez de una puerta sólida. Estas verjas proporcionan, al pasar por
delante de ellas, una vista momentánea del patio» de mármol, con su
fuente en el centro rodeada de naranjos y heliotropos. En tercer hi'
gar, las ventanas de la planta baja y el primer piso> están defendidas
con fuertes barras de hierro, las cuales despiertan la sospecha de

(15) lbidem.

So
FACTORES DE LA REALIDAD ESPAÑOLA VISTOS POR NORTEAMERICANOS DE HACE UN SIGLO

que en Sevilla los robos son frecuentes,' o que una gran parte de la
ciudad, irracionalmente, se dedica a alojar a detenidos por deudas.
La costumbre, sin embargo, nada tiene que ver con el temor a los
ladrones, sino ai temor a las intrigas. Como las mujeres españolas no
gozan de la misma libertad que las nuestras para verse con sus ena-
morados, compensan la restricción con citas privadas. Corren dos o
tres proverbios, no muy corteses, acerca de la vigilancia' que debe
ejercerse sobre las mujeres, y las rejas de hierro explican, práctica'
mente, los proverbios» (IÓ).

Y sin inquietud ninguna, con desenfadado' estilo, nuestro observador pro-


sigue señalando el origen de una de las calamidades más controvertidas lega-
das por España a Hispanoamérica, el militarismo:

«Si me preguntaran cuál es el rasgo- más característico de la vida


corriente en una calle sevillana —tal como yo las vi antes de la actual
revolución (17)—, mi respuesta, sin vacilar, sería "Soldados". En el
supuesto que otras ciudades estén tan generosamente provistas de
defensores como lo está la capital de Andalucía, Su Católica Majes-
tad debía de tener un formidable Ejército. La prevención de un
"pronunciamiento" en pequeña escala, ocasionalmente, podrá aumen-
tar la guarnición de Sevilla de un modoi extraordinario; pero es que
el aspecto diario de la ciudad es bastante para dejar perplejo al fo-
rastero que empiece a preguntarse de dónde vienen los enjambres
de soldados, cómo se les paga y alimenta y qué hacen con el dinero
que reciben. Lo último que se ve por las noches y lo- primero por
las mañanas son los soldados, vagabundeando1 por parejas, flacos, de-
macrados y hambrientos. Las características de los oficiales son cin-
turas de avispas y aire de desvaída nobleza. Si los cintajos y las con-
decoraciones fueran signo de valor, la mayoría de ellos deben de ser
leones en la pelea. Un observador sin prejuicios se inclina a creer
que algo más de hueso- y músculo no disminuiría su capacidad gue-
rrera; pero lo que les falta en estatura lo compensan con largura de
espada. Lo mismo los soldados rasos que los oficiales llevan los sables
a todas horas, noche y día, lo que ayuda a aumentar la lista de tajos
y heridas de que Sevilla es merecidamente famosa» {18).

(16) Ibidem.
(17) La revolución había estallado en Cádiz el 18 de septiembre de 1868.
(18) Seville, en «Harper's Weekly», Nueva York, 21 noviembre 1868.

6l
RAFAEL OLIVAR BERTRAND

Tal vez a nuestro observador le faltaba la poética inspiración necesaria para


sentir el encanto de los bailes flamencos, exportados a todo el mundo como
bailes genuinamente españoles. Pero siempre resulta sincero, e incluso an-
dando a placer de aquí para allá, le gustaba describir cuantos espectáculos
se desarrollaban ante sus ojos. Una mañana se levanta temprano, se viste,
encarga el desayuno y, al cruzar el patio del hotel, descubre un cartel anun-
ciando que

<c. en tal día y a tal hora de la noche el señor Fulano> de Tal, con
su compañía de señoras y caballeros, ejecutará los bailes nacionales
favoritos. Por el pago de un dólar el forastero, o un cuarto de dólar
el nativo- más favorecido, el visitante entra en una sala larga y triste
a cuyos lados se ven sentados hileras de individuos de aspecto tene-
broso, los cuales se descubren al punto ser los espectadores que espe-
ran el comienzo de un negocia aparentando' una alegría semejante
a la de los pacientes en la antesala de un dentista. La entrada de
cuatro mujeres vestidas de cortas enaguas, y del mismo número de
hombres enfundados en prendas preternaturalmente ceñidas, no al-
canza a regocijar al público ni a sacarle de su abatimiento'. Son los
batidores de renombre a quienes se esperaba. Pero a medida que se
despliegan los misterios de la danza, con tal gracia y dignidad que
dejan muy atrás a los más afamados ballets, me doy cuenta de que
la mayoría de los espectadores están en posesión de un par de casta-
ñuelas que tenían escondidas en sus ropas. Y a medida que el coni'
pás se acelera, las castañuelas suenan; al principio débilmente, des-
pués ruidosa, frenéticamente. El son de unas guitarras, parecidas a.
banjos, mantienen el entusiasmo lanzando' tañidos agudísimos. El
conjunto se corona con un pataleo general, en mitad del cual una
media docena de espectadores se desprenden de sus capas, lánzanse
al ruedo del baile, y despliegan unos movimientos tan enérgicos y
vigorosos como los de sus hermanos profesionales. Alguien pregun-
tará si el espectáculo es bonito. Depende del gusto. Las siluetas de
los batidores son graciosas sin apelación; pero el ensordecedor y con-
tinuado ruido de las castañuelas y el alboroto general parecen calcu-
lados para interrumpir el disfrute del espectáculo1. Al ?¿ire libre y con
sobrado espacio, el espectáculo. sería siempre encantador, pero bajo
techado nadie es capaz de controlar los nervios» (i9).

Será preferible frenar la tentación de seguir citando el humor desenfada--


do del periodista. Algo recordaré, sin embargo, sobre sus observaciones acerca

(19) Ibidem.
62
FACTORES DE LA REALIDAD ESPAÑOLA VISTOS POR NORTEAMERICANOS DE HACE UN SIGLO

de la afición a las representaciones teatrales. ¿Eran los teatros lugares de entre-


tenimiento o de disciplina penitencial? En los teatros de Sevilla notaba sín-
tomas de depresión, no de alegría. Los hombres se envolvían en sus capas, y
las mujeres, telegrafiando con los abanicos a sus amistades favoritas, presta-
ban tanta atención al escenario como a las admoniciones de sus dueñas. El
periodista, caballero cortés muy de su siglo, anota una graciosa característica
de las mujeres sevillanas;

«Una de las impresiones que quedan grabadas en todos cuantos


extranjeros asisten al teatro se aplicará, sin duda, a todas las españo-
las, diciendo que son las mujeres mejor enguantadas del mundo. Y
así es si tenemos en cuenta que, sobre la ventaja natural de poseer
unas manos bien formadas, hacen de la compra de guantes un ne-
gocio muy seno de la vida. Una guantería sevillana es una curiosi-
dad. El mostrador se ve adornado con una hilera de pequeños cojines,
cuyo probable uso llena de confusiones al extranjero. Digamos que esos
cojines están allí para que en ellos apoyen sus codos las señoras, mien-
tras los dependientes {hombres siempre) les prueban los guantes. Nin-
guna señora, ni en sueños, probará ella misma los guantes. Ni los
zapatos. Como las señoras tienen a gala no llevar más de una vez el
mismo par de guantes, la operación se repite con frecuencia. Cada
vez que se observa a una fila de señoras bajo la susodicha operación,
la imagen se completa con la doble fila de caballeros admiradores» {20).

# •#

Muchos de nosotros cruzamos hoy los Pirineos y cantamos la vieja can-


ción de cuna que nos despide de Francia adentrándonos en España. Pero para
el viajero perspicaz, ya en el siglo XIX, al dar la espalda a París, la base orien-
tal de los Pirineos se presentaba como umbral de España y no como salida de
Francia. El entendido sabía por la historia que los viñedos del Rosellón habían
pertenecido a la Corona de Aragón, y siglos después a España. Que la pobla-
ción de aquellas tierras hablaba una variante de la misma lengua hablada en
Cataluña. El verde de las cepas y los grises del olivo y de las rocas son los
únicos colores del paisaje de Narbona a Perpignan, ciudad catalana, con sus
calles estrechas, edificios góticos, atmósfera mediterránea, ajos, naranjas y
plátanos. El paisaje produce hoy la misma impresión que en 1867, año en
que Mr. Bayard Taylor hizo* observaciones similares en su viaje por el sur

(20) Ibidem.

63
RAFAEL OLIVAR BKRTRAND

de Francia, a través de los valles del Tech y el Tet, bordeando la pirámide


solitaria del Canigó, bebiendo el rico y oscuro vino del Rosellón y admirando
los bosquecillos de áloes, cipreses y álamos hasta alcanzar la villa francesa del
Perthus, donde lee el último letrero de Vente de tabac. En La Junquera, pasa-
das las pendientes montañosas cubiertas de alcornoques, el letrero cambiaba
en Estanco nacional {21). Aquí, en el primer pueblo catalán, se examinaba el
equipaje y se pedían los pasaportes, que se devolvían de inmediato sin exi-
gencia de visado ni pago alguno. Y Mr. Taylor comenta: «j En verdad que
el mundo se está civilizando cuando en España, satrapía moral de Roma, em-
pieza a derribar sus murallas y deja entrar libremente al extranjero!» En Fi-
gueras, capital del terrible y saludable viento llamado tramontana, Mr. Taylor
y sus compañeros de viaje se sientan a la mesa de un hotel, confiados, mien-
tras un turista alemán, que cree a pie juntiUas en las indicaciones de una guía
aclaradora de que las comidas españolas son malísimas, aguarda con expresión
angustiada la aterradora experiencia que se avecina. «Y siguió con su aspecto
abatido incluso al enfrentarse con un limpísimo mantel y fresco panecillo,
hasta que sintió debajo de sus narices un humeante plato de sopa. Al olor
su rostro se aclaró, se transformó en radiante al probarla, y mucho' antes que
nos sirvieran el pollo asado mostró su satisfacción» {22). Un vino rancio, lleno
de fuego estival, que llegó con los postres, acabó de desatar las lenguas.
En el trayecto de Figueras a Gerona, encontráronse los viajeros con los
catalanes, quienes, de acuerdo con otro, en este caso' francés —pero cuyas
notas se publicaron en Nueva York— «no1 se consideran españoles, porque
tienen lengua propia, con gramática y diccionarios propios» (2.3). Eran, en su
opinión, activos y, proverbialmente, trabajadores. «En muchas provincias es-
pañolas», nos informa el mismo viajero, «la expresión "Vamos al Catalán"
es sinónimo1 de "Vamos al almacén o a la tienda". Otro proverbio acuñado
por los castellanos era el de "Los catalanes de las piedras sacan panes".»
Para nuestros viajeros Gerona era una rara, antigua y amurallada ciudad de
los tiempos medios, con edificaciones macizas y callejas tortuosas y estre-
chas. Un ligero incidente retrata la realidad oscurecida frecuentemente pot
clisés turísticos. Mr. Taylor escribe: «Frente a la puerta de la posta de caba-

(21) B. T . : By'Ways of Europe. From Perpignan to Montserrat (American trans-


íate* and poet), en «The Atlantic Monthly», vol. 20, julio-diciembre 1867.
(22) Ibidem.
(23) Véase CHARLES DAVILLIER: Eastern Spain, The garden región of the Península,
en «Appienton's Journal», Nueva York, 22 enero 1870. Este viaje de Davillier, en
compañía de Gustave Doré, fue más tarde publicado en he Tour du Monde. Voyage
en Espagne (París, 1862-73). También en L'Espagne par le barón Charles Davillier (Pa-
rís, 1874).

64
FACTORES DE LA REALIDAD ESPAÑOLA VISTOS POR NORTEAMERICANOS DE HACE UN SIGLO

líos unos mozos haraganeaban al pasar un sacerdote —un auténtico don fia-
silio, con su túnica de ala de mosca y el sombrero' de teja— y aquellos mo-
zos le miraron despreciativamente y le hicieron una mueca irreverente» {24).
Con respecto a irreverencias o, más exactamente, a la desenvoltura del cura
de parroquia en el país, los extranjeros quedaron admirados a la vista de un
sacerdote «que calmosamente se paseaba los domingos, recién terminada la
misa, fumando un cigarro puro y charlando' animadamente con un acólito.
A nadie le llamaba la atención aquella imagen ni cuando, poco1 después, se
vio a otro eclesiástico encender su cigarro en el brasero* de la sacristía de la
misma iglesia» {2.5).
Fue en Gerona donde, por primera vez, Gustavo- Doré escuchó la melan-
cólica voz de los serenos a media noche. Vale la pena registrar sus observa-
ciones :

«Estos guardianes de las sombrías calles, con sus capas pardas,


sus pesadas linternas y su chuzo, le llevan a uno1 a los tiempos me-
dievales. No se limita su obligación a vigilar el sueño de los ciuda-
danos; se les exige también que, con arreglo a normas, anuncien
la hora de la noche y la condición del tiempo; y, como este último
suele ser sereno durante las horas de tinieblas, el título de "serenos*'
se deriva de un modo natural del canto de estos guardianes, cuyos
gritos están llenos de originalidad. A veces empiezan con una ala-
banza de Dios o de la Santísima Virgen, tal como " ¡ Alabado sea
Dios!" o " ¡ Ave María Purísima!". La articulación del grito ha sido-,
por años y años, siempre la misma. Así: " ¡ A-la-ba-do' sea Di-os, las
do-ce y cuar-to! ¡ Sereno-!"» (26).

En Gerona volvieron a examinar el equipaje. A la pregunta del viajero


•del porqué de aquella molesta formalidad, los españoles le informaron que
«si fuera abolida, muchísima gente se encontraría sin empleo». Y el cronista
añade: «No es que la paga sea muy grande, pero a los empleados se les tien-
ta a menudo con el soborno para que no registren el equipaje» {27). En sus
vagabundeos el curioso reportero' descubre una casa soberbia y pregunta, con
toda inocencia, a quién pertenece, a I01 que el propietario, inmediatamente,
responde: «Suya, señor.» Y el reportero anota; «A tanto se extiende 3a

(24) From Perpignan ío Montserrat, en «The Atlantic Monthly», vol. 20, julio-
diciembre 1867.
(25) Eastern Spain, en «Appleton's Journal», Nueva York, 22 enero 1870.
(26) Ibidem.
(27) From Perpignan to Montserrat, di.

65
RAFAEL OLIVAR BERTRAND

cortesía española...» {28). Durante uno de los raros viajes en ferrocarril que
podían disfrutarse en la Península, el viajero sigue acumulando notas;

«Nuestra locomotora había adquirido el hábito nacional. Mar-


chaba con gravedad y prosopopeya, nadie podía apresurarla, e in-
cluso los silbidos eran mansos y dignos. íbamos a paso moderado,
unas quince millas por hora, lo cual me facilitaba observar la dili-
gencia de este pueblo, manifiesta lo mismo en el llano- que en fas
laderas montañosas» (29).

El paisaje era radiante y hermoso. Al forastero le encantaban la riqueza


y variedad de la vegetación que cubría los alrededores de las poblaciones. Y
el cronista nos recuerda que los catalanes, en contraste con los alegres anda-
luces y los pordioseros castellanos de sangre azul, tan orgullosos como los
Grandes de España, han sido siempre considerados rudos y toscos. Sin em-
bargo, prosigue el cronista,

«... poseen la virtud del trabajo-, la cual, aun cuando- nuestros gusto»
artísticos puedan desvalorizarla, es la fuente de todos los bienes. Al
contemplar cómo convierten en jardines, por terrazas, las laderas ro-
cosas, cómo podaban los olivos para lograr una cosecha sana y abun-
dante, cómo se mantenía erguido- el espeso trigal mecido- suavemente
por la brisa, me olvidé de los garbosos majos de Sevilla y ofrecí toda
mi cordial admiración por los vigorosos recolecto-res de los campos
de Cataluña» (30).

En Tordera, en la línea del ferrocarril de Perpignán a Barcelona, los vago'


nes de tercera clase se llenaron de labradores que iban a la capital para ven-
der sus frutos y verduras. Eran labradores catalanes co-n sus anchos pantalo-
nes de pana sujetos a la cintura con rayadas fajas, chaquetillas cortas, gorras
o rojas barretinas de lana. Se agrupaban entre montones de melones y otros
frutos; algunos, acurrucados en sus mantas, dormían profundamente, tnien--
tras otros fumaban sus cigarrillos. Los pasajeros que iban en compañía de los
extranjeros pertenecían a la clase acomodada. Pero unos y otros preferían ha-
blar en su antigua lengua lemosina, aparentada con el provenzal, que para
Mr. Taylor «resultaba exasperante, porque sonaba muy familiar y, sin em-

(28) ELIE RECLUS: Incidente in the Spanish struggle, en «Pu'tnatn's Magazine»?


volumen 3, Nuevas Series, Nueva York, enerojunio 1869.
(29) From Perpignán.,,
(30) Ibidem.

65
FACTORES DF. LA REALIDAD ESPAÑOLA VISTOS POR NORTEAMERICANOS DE HACE UN SIGLO

bargo, era incomprensible». Aquí leemos un juicio imparcial sobre la lengua


catalana: «Es tersa, enérgica y expresiva, y debo confesar que el ceceo espa-
ñol, al lado del catalán, parece ganar en melodía a expensas de fortaleza» (31).
Así fueron acercándose a Barcelona, costeando el Mediterráneo1, entre paisa-
jes tan suaves y bellos como los que abarcan las riberas de la bahía napolitana.
Pero en las ciudades fabriles que atravesaba el ferrocarril, el ambiente era ne-
gruzco y humeante como en las clásicas zonas industriales de Inglaterra.
Al cruzar la extensa llanura del Llobregat observaron a un mismo tiempo
naranjales y chimeneas de fábricas, una curiosa mezcla de poesía y factores
grasientos. Y, por fin, llegaron a la capital de Cataluña. A la izquierda el mar
fulguraba en una línea azul, la cindadela de Montjuich coronaba un otero
enfrente, y la ciudad propiamente dicha se ocultaba bajo el follaje de la lla-
nura. En la estación los viajeros tuvieron que esperar media hora más hasta
que los empleados de aduana examinaran de nuevo- el equipaje. Cervantes
había aclamado la ciudad de Barcelona como «archivo1 de la cortesía, albergue
de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza
de los ofendidos, y correspondencia grata de las firmes amistades, y en sitio
y belleza única». Celebrada por sus actividades comerciales, sus escultores y
ferréis — -forjadores de hierro-—, Barcelona era todavía la Manchester de la
Península. Ocurría que las costumbres y maneras de París y Marsella iban
rápidamente suplantando las populares características de la ciudad, de día en
día más y más moderna, sede de las modas francesas para las clases acomo-
dadas y de un decidido republicanismo- entre las clases modestas. De hecho-,
Barcelona era el cuartel general del descontento político- de España, «proba-
blemente porque en contraste con la vida más activa y diligente que llevan
sus ciudadanos, son éstos más sensibles al desgobierno- bajo el cual languide-
cen» (32). Se había encontrado tan apretujada en sus antiguas murallas que
al fin se había librado de ellas, y un ambicioso- plan de despliegue arquitec-
tónico originaba suburbios modernos que prometían una nueva ciudad mejor
que la antigua. En esta segunda ciudad de la Península, con laderas y colinas
salpicadas de villas o torres, que habían captado- la pintoresca imaginación de
írving, los platillos y las guitarras permanecían silenciosos. Un enamorado- de
las tierras soleadas (33) escribe, refiriéndose a Barcelona: «Con sus ventajas
naturales para el comercio y la industria, podría situarse entre los más flore-
cientes mercados del mundo.» Con toda su importancia, en 1861 no- había
consulado norteamericano en la ciudad (34).

(31) lbidem.
(32.) lbidem.
(33) V. «Harper's Monthly», vol. 38, diciembre-mayo 1868-69.
(34) A. U. S. A., Dept. St., Sp. vol. 43; Madrid, 5 julio 1861. Perry a Seward.

67
RAFAEL OLIVAR BF.RTRAND

Los visitantes no dejaban de recorrer la catedral, bajando a la tumba de


la santa patraña de Barcelona, Eulalia, y clavando luego* la mirada, sorpren-
didos, en el pináculo que sostiene los tubos del órgano, donde una enorme
cabeza de moro con su larga y roja barba, daba la sensación de que la habían
sumergido en sangre. Pero al margen de las iglesias, los visitantes disfrutaban
paseándose arriba y abajo de los campos Elíseos, el paseo principal de la ciu-
dad, situado en un extremo de ella. El tono y las gracias del Boulevard des
Italiens se respiraban en sus ((jardines encantadores, los entoldados de bailes
públicos de gayos colores, llenos de alegres parejas vestidas con sus trajes
típicos; grupos había que se sentaban en los ángulos sorbiendo los refrescos
llamados horchata de chufas; las cuadrillas de vals se sucedían unas a otras
al compás de la música de las diversas orquestas, y aquí y allá el fojalle y los
entoldados permitían vislumbres del cielo azul y, en el lejano horizonte, las
verdeantes colinas que rodeaban a la ciudad sembradas de torres...y, Las se-
ñoras y muchachas llevaban corpinos o chaquetas cortas de terciopelo, faldas
cortas también y pañuelos colorados atados al cabello. Algunas llevaban, peen-'
dida en sus oscuras trenzas, una senciEa flor, «y resultaban igualmente em-
brujadoras». Los caballeras usaban con galanura la mar silla, chaqueta corta
catalana, y una corbata roja, ceñida por anillo de plata, que flotaba libre-
mente. El ocio y el placer de la ciudad desembocaba en la Rambla, un especie
de boulevard central que al anochecer se transformaba en un diorama de
vida regocijada. En la Rambla se observaban toda clase de tipos, ((desde la
señora cubierta de seda y puntillas al pescador con su barretina y su chaleco
colgándole de los hombros, codeándose con los caballeretes que parecían ha-
ber salida- del último figurín de moda» {35).
Montserrat, «montaña aserrada» en catalán, era el balneario dominguero
para los excursionistas y gremios, «una cuarta parte lugar devoto1, y tres epi-
cúreo». En aquellos días los viajeros tomaban el tren de Tarragona a Mar-
torell, del que hacían transbordo a una diligencia que los llevaba a Celibato,
en la base meridional de la altiva montaña. Nuestro curioso y mordaz. Mr. Tay-
lor compartió el coupé con un joven fabricante de algodón que le aseguro
que en España el suelo era bueno, pero no así el enbresol, es decir, el pueblo.
Y mostrándole las bien cultivadas tierras que cruzaban, el compañero de viaje
añadió; «Verá, el entresol es un poco mejor en esta región que en cualquier
otro sitio de España...» (36). Muy arriba, bajo tremendos acantilados, Mr. Tay-
ior se apeó a la puerta de la posada de Celibato. En el libro de registro com-
probó que los alemanes eran los más frecuentes visitantes de la zona. Sólo

(35) Eastern Spain, cit.


(36) From Persignan...

68
FACTORES DE LA REALIDAD ESPAÑOLA VISTOS POR NORTEAMERICANOS DE HACE UN SIGLO

rastreó el nombre de tres norteamericanos. Al alba del siguiente día, una mida
y un guía le esperaban ya para iniciar la ascensión al más elevado pico, el
de Sant Geroni. La excursión fue una recompensa para un hombre como
Mr. Taylor, aficionado a la botánica y la geología, especialmente la primera.
Mientras serpenteaba montaña arriba a través de rocas orladas de acebos ena-
nos, bojes y lentiscos» que daban fragancia al aire, barruntó la existencia de
quinientas especies de plantas: tomillo, lino silvestre, acónito y, sobre todo,
el boj, arbusto y árbol, reminiscencia de Italia y Grecia, de cultura y arte an-
tiguos. El olor del boj le sugería la idea de eternidad. Y Mr. Taylor escribe:
«Si no fue la primera planta que apareció en el frío planeta, merecía haber
sido la primera... A medida que avanzaba, el boj susurraba: "No temas;
si resbalas, yo te sostendré"» (37}. Después de saturar el alma con las belle-
zas de Sant Geroni —el majestuoso panorama de los Fírmeos cuyos rosados
picachos se recortaban en el profundo' azul del cielo—, descendió al monas-
terio, aprendiendo en el camino la leyenda de Joan Garí; y desde la terraza
gozó del soberbio horizonte que se alejaba hasta llegar al mar, una amplia
línea azul en la lejanía. Dejando Montserrat a sus espaldas, en el pueblo' de
Monistrol, junto a las riberas del Llobregat, Mr. Taylor escribe el siguiente
párrafo al divisar una gran fábrica de artículos de algodón:

«Las puertas se abrían al acercarnos nosotros, y de ellas salieron


los trabajadores, cumplida la labor del día. Hombres y mujeres, mu-
chachos y muchachas, con sus barretinas y sandalias, o descubiertos
y descalzos, irrumpían alegremente al camino, trillándoles ojos y dien-
tes mientras charlaban y cantaban. No se trataba de esclavos de la
fábrica, pálidos y melancólicos, sino de alegres y despreocupados hijos
del trabajo y, según mi parecer, los verdaderos sucesores de los inúti-
les ideales encerrados en el monasterio- de Montserrat. Arriba, en la
montaña, un sistema todopoderoso en el pasado1, moría rápidamente;
en el valle era donde se desarrollaba la única vida que podía dar un
futuro a España» (38).

En los últimos años del decenio de 1860 España se convirtió en la tierra


llena de promesas para los políticos y diplomáticos de los dos hemisferios.
La semejanza entre España y Rusia se había señalado' ya en cuanto al paisaje,
la música y el temperamento. Las personas educadas deseaban dar a conocer

(37) ¡bidem.
(38) Ibidem.

69
RAFAEL OLIVAR BERTKAND

al mundo la verdadera España, no la de recuerdos y óperas cómicas, sino la


España como ella era, «con sus rudos aragoneses, sus robustos catalanes, sus
semidesnudos valencianos tan atezados como los cabíleños, sus andaluces
enfundados en curtidos cueros, y sus altivos castellanos, tan diestros en cu-
brirse con harapos increíbles» (¿9). Las islas Baleares apenas si se consignaban
en los dietarios y notas de viaje de los turistas. No obstante, era fácil alcan-
zarlas desde la costa mediterránea, de donde un vapor conducía el visitante
a Mallorca, entre la aurora y el crepúsculo. Palma, la capital de las islas
Baleares era el puerto de destino para todos cuantos abandonaban el de Bar-
celona. Tan pronto desembarcaban los visitantes se enteraban de que la ciudad
había sido construida sobre las ruinas de una vieja ciudad romana fundada
por Quintus Cecilius Metellus. Tras muchos años de dominación musulmana
el Rey Don Jaime de Aragón había conquistado la isla, y desde entonces la
lengua generalmente hablada por el pueblo era el mallorquín, una variedad
del catalán, lengua que, I01 mismo que en la propia Cataluña, estaba prohibida
en las escuelas (40).
Los extranjeros admiraban las viejas estructuras de los edificios, mitad gó-
ticos y mitad morunos, con pilares retorcidos y adornos arábigos. Como la
planta baja de las casas estaba siempre abierta, quedaban expuestos al público
todos los aspectos de la vida doméstica y del trabajo mecánico t la cocina, el
lavado, la costura; la labor del sastre, del zapatero y del barrilero; el trenzado
de cuerdas y de cestos..., todos los. oficios se ofrecían a la curiosidad de los
peatoties que cruzaban las estrechas calles. Muchos de los patios de mármol,
eternamente umbríos, refrescaban el ambiente con la humedad de los surtido-
res y fuentes que funcionaban de continuo. Y aun cuando caía todo el año
de un cielo siempre límpido, el calor no era riguroso, sino templado por la
brisa marina, y la isla presentaba variedad riquísima de montañas y valles
con abundantísima vegetación. Como en Cataluña, el visitante observaba las
típicas terrazas cultivadas, por la vigorosa raza de la isla, terrazas que daban
hermosas cosechas de trigo y lino. Por el contrario, el naranjo, el olivo y el
algarrobo daban sus frutos sin que nadie cuidara de ellos. Un aspecto atrac-
tivo de la isla era el de que su fertilidad, pareja de la honradez e industria
de sus habitantes, facilitaba la baratura de la vida. No se conocía el fraude.
Labradores y terratenientes vivían amigablemente, sin encono. El capitán Clay-
ton, por ejemplo, tenía hecha la observación registrada ya por inteligentes
viajeros de la periferia española, relativa' a que los felices isleños, sin amar-
gura ni odio, «parecían preocuparse poquísimo o nada de las otras naciones.

(39) Eastem Spain...


(40) JOHN WILLIAMS CLAYTON: The Sunny South, An Autumn in Spain and $M-
jorca, London, 1868.

70
FACTORES DE LA REALIDAD ESPAÑOLA VISTOS POR NORTEAMERICANOS DE HACE UN SIGLO

ni tan siquiera de la que su isla no constituía sino una provincia». Oficial-


mente era una provincia. El fragante valle de Solar, espeso del aroma del
azahar, lujurioso por su verde vegetación, en contraste con el púrpura de sus
higos, inspira al capitán Clayton el pasaje que sigue:

«El pueblo es un crédito positivo de la nación española, y posee


la excepcional característica —excepcional para España—'de que es
un pueblo limpio y no huele mal. Cuenta con una posada decente,
o fonda, en la que los pisos están bien barridos, las paredes enea'
ladas, las sábanas de nieve y las camas solitarias, invitadoras al
reposo, libres felizmente de la socialísima chinche y de la intrusiva
pulga. El valle de Solar, anfiteatro' de unas seis millas, produce
anualmente una cosecha de naranjas y limones valorada en 125.000
dólares oro; 150.000 en aceite. Los olivos crecen en cualquier parte,
pero generalmente se cultivan en terrazas, amorosamente, escalo-
nadas en las laderas de las montañas, donde el fruto alcanza estu-
penda madurez. Los caminos están tan bien trazados y conserva-
dos que a pesar de lo fragoso del terreno, las cargas del interior
llegan fácilmente a los puertos» (41).

El pueblo tenía un secreto1. Los médicos estaban muy vigilados, y no se


lea permitía transportar estiércol al anochecer. La puerta de cada uno de ellos
se veía marcada con tantas rayas rojas o cruces como' personas hubiesen muerto
bajo su cuidado. «Afortunadamente —declara el astuto- capitán—, el clima
mallorquín es tan bueno que hay pocas ocasiones para consultar la rúbrica fa-
tal de la puerta de un médico» (42).
Otros viajeros se sentían atraídos por los trajes típicos que los jóvenes no
usaban ya. Admiraban los pantalones turcos de los hombres y la curiosa indu-
mentaria de las muchachas de la ciudad: la ancha pieza triangular, de pun-
tilla blanca o negra, que cubría el cabello, encuadrando estrechamente el
rostro, y que se sujetaba bajo la barbilla, dejando las puntas colgantes sobre el
¡Jecho. Estos turistas no olvidaban nunca la visita a Valldemosa ni, por tanto,
la charla sobre George Sand y Chopin. Artistas y poetas visitaban la Llotja,
la fortaleza de Bellver y los molinos de viento. Comprobaban que Mallorca
era, en verdad, la huerta del Mediterráneo, henchida de frutos de la más
exquisita calidad; albaricoques, dátiles, bananas, cerezas, manzanas, melocoto-
nes, naranjas, limones, almendras, uvas y aceitunas. Del brillante puerto' de
Sóller, los viajeros escalaban el Puig - Major, el pico más elevado de la

(41) lbidem.
(42) Ibidem.
RAFAEL OLIVAR BERTRAND

isla. Y los observadores penetrantes tomaban nota de las características socia-


les, políticas y económicas de la isla. El isleño los saludaba con un amistoso
Bon dial Se enteraban de que el robo y la mendicidad eran desconocidos
en Mallorca, cuyos habitantes estaban convencidísímos de que no- había tierra
mejor en el mundo- Estaban orgullosos de la excelencia del vino de Beni-
saleni {«hijos de la paz», en -hebreo), Inca y Alcudia, con su ambiente de
antigüedad y reposo perpetuamente reproduciendo la juventud de la Natu-
raleza. «Con el olivo —escribe nuestro guía Mr. Taylor—-, algo del Ática
viene siempre hacia mí; y con el acebo algo siempre de Tusculum y de Sa-
bina. El boj, no sé por qué, me sugiere el Eufrates, y el mirto florido, el
jardín del Edén.» De Mallorca zarpó para la isla de Menorca, la segunda de
las Baleares, isla de ciudades y villas siempre alegres, soleadas y llenas de
color, y sin huella alguna de la indolencia y la suciedad acostumbradas en la
Península. Sus habitantes parecían ser más independientes y genuinos de
carácter que los mismos mallorquines. Hablaban también tina variedad de la
lengua catalana —Bon dio. tinga!— era el saludo universal. Comentando el
orgullo y la sencillez de estos isleños {notas que no excluían agudeza y astu-
cia), de nuevo Mr. Taylor discierne sobre la arrogancia latente en la peri-
feria española :

«Casi se considera un insulto oír que el extranjero habla de ellos


como españoles. Días atrás, el gobernador de la isla dijo al general
Serrano, desterrado temporalmente en el puerto Mahón: '"Los me-
norquines son un pueblo muy curioso. En las calles observará usted
que no se descubren porque pase usted, como lo habrá observado.'
en Madrid." y el general contestó: "Sí; ya me he dado cuenta
de que les importamos poco ni usted ni yo.» Los viejos recuerdan
con nostalgia los tiempos de ocupación inglesa; por su parte, la gente
joven quedaría satisfechísima si España vendiera la isla a los Esta-
dos Unidos para tener en ella una estación naval. Eso sí, todos están
de acuerdo en nombrarse a sí mismos menorquines o mahoneses. y
en trazar una ancha línea de separación entre ellos y los españoles
de la Península» (43).

Gracias a la prosa de Charles Davillier y a las ilustraciones de Gustave


Doré, los lectores norteamericanos contaron con excelente información sobre

(43) B. T.: bj'Ways oj Europe, A visit to the Balearte Islands, en «The Atlaiv
tic Monthly», vol. 21, enero-junio 1868.
FACTORES DE LA REALIDAD ESPAÑOLA VISTOS POR NORTEAMERICANOS DE HACE UN SIGLO

el Levante español, jardín de la Península. Gracias a ellos el Neu» Yorker


Magagine (44) pudo ofrecer a sus suscriptores una narración interesante a par
de artística. El viaje a Valencia, Paraíso de los poetas árabes, empezó en Bar'
celona montando en una soñolienta diligencia tirada por muías. En «el dora-
do antaño» la carretera había sido teatro favorito de famosas bandas de ban-
didos» pero los «civiles», policía que patrullaba por «parejas», había hecho
desaparecer por completo aquella maldición de las montañas. Pero- si los ban-
didos habían desaparecido, el turista estaba aún sujeto a los abusivos precios
del transporte. Las diligencias, por ejemplo, cobraban dos pesetas —cuarenta
centavos de la época—• por legua, precio equivalente el de cinco- veces el
pasaje de primera clase en ferrocarril (45). Con la agravante de que estos pre--
cios exorbitantes no frenaban a los conductores para contar con la propina
como la cosa más natural del mundo.
En realidad, el viaje hacia el Sur no empezaba hasta cruzar el rico- valle
de La Conca, cercano al famoso convento- de Poblet, en tiempos panteón de los
reyes aragoneses. Por una carretera de accidentado trazado, desde la que, a
trechos, se oteaba un mar intensamente azul, los viajeros atravesaron una re-
gión pobladísima hasta llegar a Tarragona. Dejaron atrás la vieja ciudad de
Tortosa, a orillas del Ebro, pasando- luego, sin detenerse, por el fantástico-
puerto de Vinaroz, celebrado por sus vinos, tintos y espesos. Cruzaron el
Cenia, límite con Cataluña, y entraron al fin en la región valenciana, jactan-
ciosamente cantada como el Paraíso de España. Monsieur Davillier afirma:

«Indiscutiblemente,. esta tierra es la más fértil de España, reali-


dad que los actuales habitantes deben agradecer a la sabiduría de
los sarracenos y a la sensatez de quienes gobernaron esta tierra cuan-
do formaba un reino separado-, independiente de Castilla» (46).

Mientras Gustave Doré trazaba sus dibujos monsieur Davillier tomaba


nota del sistema de canales y zanjas que permitían regar el terreno de la-
branza semanalmente, dando cuatro cosechas al año-. Los vestigios de la
conquista musulmana se encontraban con frecuencia, por ejemplo, en las ata-
layas, torres cuadradas que en lo antiguo habían servido- de vigías, y, sobre
todo, en los nombres de las poblaciones, tales como Alcalá y Benicarló. El

(44) 22 enero 1870.


(45) Mr. Barringer, embajador estadounidense en España en años anteriores, había
pagado trescientos duros, otros tantos dólares, por el transporte de un carruaje, cuyo
flete, de Nueva York a Cádiz, sólo le había costado cincuenta dólares...
(46) Eastern Spain, The garden región of the Península, en «Ap-pleton's Journal»,
Nueva York, 22 enero 1870.

73
RAFAEL OLIVAR BERTRAND

calor tropical en mitad de septiembre obliga a los viajeros a detenerse frente


a los magüeys, que alcanzan proporciones colosales, y aprovechar la sombra
de los algarrobos, cuyo espeso' follaje golpeaban con palos mujeres y chiquillos
para cosechar las algarrobas, abundantísimas en el Sur de España. En Beni-
carló probaron los vinos, «que un siglo atrás se exportaban a Cette, de Fran-
cia, donde, después de mezclarse con caldos más flojos, para darles cuerpo,
se mandaban a Burdeos y de allí a Inglaterra» (47).
Pasado Murviedro, junto a las ruinas de la antigua Sagunto, inonsieur
Davillier y su compañero Doré llegaron a Valencia, «la más noble, famosa,
antigua, distinguida, magnífica, ilustre, sabia, coronada y nunca suficiente-
mente alabada Valencia del Cid». Era una joya con su 'hermoso cielo, sus
árboles tropicales, sus primaveras y violetas, y sus huertas plantadas de na-
ranjos, granados y limoneros. En estas condiciones, ¿quién podía resistir la
tentación de un desayuno a base de fresas regadas con el delicioso y ligero
Malvasía? Con referencia a la acusación de pereza imputada a los habitan-
tes de aquel paraíso, un escandinavo había dado- su opinión: «Algunas ve-
ces reprochamos nosotros a las razas meridionales su indolencia, y su poca
afición al comercio y la industria, pero cuando nosotros mismos nos sentimos
bajo el influjo encantador del clima que ellos disfrutan, llegamos a pensar
que, después de todo, no merecen tanto reproche» (48).
Entraron en. Valencia por la Porta de Serranos, abierta en una muralla
almenada, encontrando al otro lado u n laberinto de retorcidas callejas con
casas encaladas adornadas de balcones, en los que se veían doncellas valen-
cianas, medio ocultas detrás de largas cortinas de telas rayadas o de pesa-
das esteras. Tendidos de gruesas telas unían las casas de una a otra fachada.
Debajo de ellos se afanaban los valencianos. De nuevo la típica indumentaria
seduce lo mismo al cronista que al pintor, que nos informan sobre el pa-
ñuelo de tonos vivos atado alrededor de la cabeza, el chaleco de terciopelo
gris o azul con botones de plata o fundidos en plata y cobre, los zaragüelles
de lienzo que recordaban los pantalones de Albania, y las invariables espwr*
diñes, las populares alpargatas de cáñamo trenzado. La prenda más caracte-
rísticas era, sin embargo, la capa, larga pieza de lana, por lo regular rayada
y de brillantes colores, que no era solamente una prenda. Monsieur Davi-
llier escribe:

«Si levantáis las puntas, veréis que sirve también para guardar
las provisiones compradas en el mercado; al montar a caballo, se
dobla en cuatro1 pliegues y se tiene así una silla elegante; por la

(47) Ibidem.
(48) Ibidem,

74
FACTORES DE LA REALIDAD ESPAÑOLA VISTOS POR NORTEAMERICANOS DE HACE UN SIGLO

noche, si el usuario descansa al aire libre, lo que no es raro en


verano, extiende la capa en el suelo, y haciendo almohada del codo,
se echa a dormir despreocupadamente. Sería difícil calcular la larga
vida de estas capas...» {49).

En el mercado se respiraba una atmósfera provinciana que permitía a los


viajeros hacer mil conjeturas acerca de los pintorescos días de antaño. Los
labradores llegaban con su fresca carga de naranjas y racimos de uva, digna
de las viñas de Canaán. Los frutos exóticos eran vendidos por graciosas mu*
chachas que llevaban el cabello, negra como el ala del cuervo, arrollado en
trenzas sobre las sienes, y sujeto luego en la nuca formando un moño monu-
mental, en el cual se clavaba una peineta de plata dorada. Los hombres te*
nían reputación de ser a un mismo tiempo alegres y crueles, según cantaba
la copla:

Y lleva por cascabeles


cabezas de valencianos...

¿Significa esto que Valencia era un. paraíso habitado por demonios? Otra
copla, o proverbio, decía precisamente lo: contrario': «En Valencia la carne
•es yerba, la yerba es agua, el hombre mujer y la mujer nada...» Los dos
viajeros se demoraron en la ciudad para visitar las iglesias, reliquias espíen-
clorosas de la época sarracena, la Llotja de Seda y las márgenes del Guada-
laviar, para sentarse en alguna horchatería y sorber la deliciosa horchata de
•chufas mientras escuchaban las dulces cadencias d e la cítara, «instrumento
más pequeño, achatado y gracioso q u e la guitarra». O la dulzaina, especie
d e gaita, o la bandurria, más pequeña todavía que la cítara. Y subieron, na-
turalmente, al campanario de la catedral.

«Es soberbia la vista desde lo alto, abrazando' la totalidad de la


ciudad, con sus blancas terrazas y sus relucientes cúpulas; la ver-
deante extensión de la huerta, limitada a lo lejos por las cordilleras
azules y rosadas de las montañas, se bañaba en luz transparente; el
ancho lago de la Albufera, mezclándose con el mar, se veía man-
chado de velas blancas, y el puerto del Grao proyectaba al cielo
los mástiles de sus barcos por entre los talludos pinos de la costa» {50).

Mucho más cerca se veían también los dos paseos de la ciudad,: la Ala-
meda y la Glorieta, a uno y otro margen del Guadalaviar. Antes de abandonar

(49) lbidem.
(50) lbidem.

75
RAFAEL OLIVAR BERTRAND

Valencia, «Edén de España», los viajeros se enteraron de que la ciudad ha-


bía sido la cuna de la imprenta española, pues atesoraba los primeros libros
impresos en la Península: ¡as Trabes, de 1474, y el Tirant lo Blanch, de 14%,
ambos impresos en lengua valenciana. Informáronse asimismo de que Va-
íencia era la capital de la tauromaquia. Finalmente, tras visitar el museo, la
calle de la Platería, y admirar la afamada loza valenciana, se dirigieron al Sur,
sin perder nunca la cinta azul del Mediterráneo. Así llegaron a Alora, re-
nombrada por sus bosques de naranjos, limoneros y granados. Atravesando los
pantanos de arroz subieron a Xixona, «colgada, como un nido de águila, en
mitad de áridas y quebradas montañas, que la paciente diligencia y maña de
los valencianos habían logrado transformar en jardín floreciente)). Algarrobos,
higueras, albarkoqueros, almendros, rodeaban la ciudad. «Los almendros, prin-
cipalmente, contribuyen a la riqueza del país, pues gracias a sus frutos se fa-
brican grandes cantidades de turrón, exportado a lejanas tierras con el pres-
tigio que merece...»
Alicante les ofreció un lugar placentero, con vinos que rivalizaban con los
de Málaga, y un activísimo comercio con el interior del país y con el extran-
jero por mar, servido por líneas regulares de vapores que la ponían en comu-
nicación con Cádiz, Barcelona, Port-Vendres y Marsella. Sus vinos y conser-
vas llegaban ya a Nueva York en grandes cantidades (51). Con creciente cu-
riosidad, Gustave Doré tomando apuntes y Charles Davillier anotando sus
impresiones, alcanzaron Elche, famosa por su exportaciones de dátiles y
palmeras, así como por sus tenerías y fábricas de jabón. Dejando atrás el pai-
saje africano de cactus y magüeys, atravesaron. Alcoy, conocida por sus fá-
bricas de pa'pel de fumar, y llegaron a Murcia, etapa final del viaje que se
trazaran. Les intrigó el cielo, siempre despejado y hermoso. «Durante ocho
meses —escribe Davillier— no cae una gota de lluvia, pero en compensación
la atmósfera, ardiente durante el día, está llena de humedad durante la noche.»
En cuanto a los murcianos, no le parecieron tan activos ni inteligentes como
sus vecinos los valencianos. Y añade: «El doctor Sangrado hubiese quedado
satisfecho de los murcianos porque beben enormes cantidades de agua hela-
da y se sangran con el menor pretexto» {52). Para nuestros viajeros, la peri-
feria de España combinaba la más generosa lozanía de la Naturaleza con el
espíritu inteligente, emprendedor y republicano de sus habitantes. En una

(51) En «Appleton's Journal», 5 febrero 1870. No obstante la productividad e veo.'


portancía comercial de Alicante, Mr. Perry, marido de Carolina Coronado y secretario
de la Legación norteamericana en Madrid durante muchos años, había recomendado-
posponer este puerto al de Cartagena. Véase sus razones en A. U. S. A., Dept. St., Sp.r
volumen 44; Cartagena, 20 octubre 1862.
{52) «Appleton's Journal», 5 febrero 1870.

76
FACTORES DE LA REALIDAD ESPAÑOLA VISTOS POR NORTEAMERICANOS DK HACE UN SIGLO

frase la describía Davilliers: «Las delicadas telas, algodones y sedas de Va-


lencia ; las lanas de Cataluña y Aragón; los lienzos de Galicia; las tenerías
y cueros de Sevilla, Córdoba, Ferrol y Vitoria...» {53).

En nuestro breve recorrido no podemos olvidar uno de los más diminu-


tos Estados europeos, Andorra, tierra tan catalana como cualquier otra del
Principado de Cataluña. «Tierra de contrabandistas y ladrones», dijo el ban-
quero a nuestro conocido Mr. Bayard Taylor, al llenarle la bolsa. Con toda
seriedad el "banquero le aconsejó que abandonara la idea de entrar en Andorra
porque los caminos eran imposibles y, más aún, «nada digno de ver encon-
traría en aquellas tierras...)» (54). Pero Mr. Taylor era obstinado. El viaje,
iniciado en Manresa, lo fue con buenos augurios: la hotelera que le acom-
pañó al dormitorio empezó «por poner sábanas limpias en una cama lo bas-
tante grande para cobijar a cuatro soldados de Michigan». Al día siguiente,
una diligencia llevó a Mr. Taylor por el valle del Cardoner, pasando por
Suria y Cardona con sus minas de sal. De Berga continuaron hacia el valle de
Solsona. El trayecto le familiarizó gustosamente con una popular bebida ca-
talana : el vaso de agua con azúcar y anís. Disfrutó' del canto de los ruise-
ñores, se alegró de no sentir el polvo- en la nariz y oler, en cambio, a todas
horas, los cereales y las flores. En Oliana, «el más viejo1 y pardo lugar que
he visto en mis días», escribe Mr. Taylor, vtó un letrero columpiándose sobre
la puerta del mesón: Hostal. «Con sus puertas sucias, sus pulgas y su peste
agradecí la llegada a aquel mesón», escribe. La gente le ofreció el mejor
asiento, junto a una ventana abierta, con vista a unos campos verdes entre
sauces y, más abajo, el huerto del cura párroco* (blanco favorito de sus obser-
vaciones) «el cual, con su sotana y sombrero de teja, inspeccionaba las ver-
duras. Arremangándose las faldas, andaba remilgadamente entre los surcos de
lechugas y coliflores, señalando de cuando en cuando una lánguida planta
que una vieja que le seguía se apresuraba a regar echando agua de un tanque
colocado en un rincón del huerto...» (55).
Las anotaciones de Mr. Taylor poseen la valiosa calidad de lo tangible
y concreto, fuente de información precisa y auténtica. Escribió sus notas en
los miamos lugares y el mismo día a que corresponden, tal vez a la misma

(53) Ibidem.
(34) B. T . : By-Ways oj Eumpe, Calalonian bridle roads, en «The Atlantic Monthly»,
"volumen 21, enero-junio 1868.
(55) Ibidem.

77
RAFAEL OLIVAR BERTRAND

hora en que se sucedieron los hechos o las imágenes que se las sugirieron.
Citémosle una vez más para hacernos cargo de su particular interpretación
de la historia:

«A pesar de lo rústica y sucia que era mi habitación en el Hostal,


el dormitorio resultaba limpio y placentero. El piso, de losetas, un
sencillo lavabo que recordaba los antiguos trípodes, una silla, la cama
burda, pero recién hecha— ¿Qué más puede desear un hombre razo-
nable? Las sábanas eran del burdo lino que sólo se encuentra en el
sur de Europa, en África y en el Oriente, sábanas que siempre pa-
recen frescas y Iimpiasr y nada tienen en común ton las de tela dessJi'
nada y floja que encontramos en las posadas baratas de nuestra
tierra... Yo me alojé mucho mejor en el más pobre mesón de España.
que en la Jimple-cute House de Roaring City»

Los ríos Segre y Ebro, la diversidad de los valles y montañas que atra-
viesa, la abundancia de manantiales y de huertos, y los humildes equipos
(prendas y muebles) de las polvorientas posadas, tenían la virtud de desper-
tar la inspiración de Mr. Taylor. He aquí otra muestra de ella escrita en Or--
ganyá, a propósito del típico portó, presente en todas las cocinas catalanas:

«El ama de la casa colocó sobre la mesa una botella de ancha


panza y pico, algo parecida en su forma a la antañona aceitera... Yo
no era lo bastante catalán para beber sin vaso; pero Joan [su guía],
alzando el porro hasta la altura de su cabeza., dirigió el chorro de
vino hacia su boca abierta, y bebió largo y deliciosamente. Cuando
se dio por satisfecho', un hábil movimiento de la muñeca cortó el
chorro, y no se perdió ni una gota. La botella pasaba de una mano
a otra, y no se puede decir de una a otra boca porque los labios no
la tocan» {57).

Con el tiempo, incluso Mr. Taylor llegó a beber del porro, para descubrir,
sin embargo, que gran parte del sabor del vino se perdía. ¿Se había inven-
tado aquella manera de beber para disimular una mala cosecha? El espec-
táculo de la Naturaleza era de tal belleza para la sensibilidad de nuestro viajero
que juzgó que ni Suiza se le podía comparar. Cruzó los tres puentes, eh tres

(56) Estas sábanas de hilo (jil en catalán) llegaban a España, tradkionalmente, de


Egipto.
(57) Catakmian bridle roads, cit.

78
FACTORES DE LA REALIDAD ESPAÑOLA VISTOS POR NORTEAMERICANOS DE HACE UN SIGLO

y tuvo que pagar tres cuartos de peaje. Al llegar a Urgel —la Seu,
según la ñamaban sus habitantes— pensó que seguramente nada había caía.'
biado allí desde el siglo XII. Una fortaleza le dijo que se hallaba frente a la
residencia del obispo1, Príncipe del Valle de Andorra (58). Por fin, en Andorra
la Vella, a Mr. Taylor le pareció que se encontraba en el castillo de la Bella
Durmiente. El tiempo se había detenido y la Historia había cerrado sus
anales. Creyó que nunca más olvidaría las tres últimas millas de su Viaje;

«Aguas cristalinas se precipitaban rumorosas a la «illa de mi


camino; de las masas rocosas grandes y retorcidos acebos saltaban
sobre mí; montones de niveas eglantinas o purpúreas clemátides co"
roñaban los acantilados o colgaban de ellos como dobladas cortinas,
y las espesas sombras de nogales y álamos se extendían sobre los, ju-
gosos campos de yerba y flores. El ruiseñor y el tordo cantaban en la
tierra, la alondra en el aire; incluso el melancólico1 canto del joven
labrador en su labor parecía completar, con su suave tristeza, el res-
piando* y la alegría del paisaje» (59).

El escrupuloso viajero visitó la Casa de la Valí (Domus Consilii, Sedes lus*


titiaé), en la cual se veía un escudo de mármol con las armas de la Repiiblica,
ea sendos cuarteles la mitra y el báculo del obispo de Urgel, las cuatro barras
rojas de Cataluña, las tres barras sobre campo azul de los Foix y las vacas
de Béarn. Mr. Taylor, hombre culto, conocía las obras del erudito Fiter,
quien, en el siglo XVIII, había escrito muchísimo acerca de la geografía, la
historia y las autoridades tradicionales de Andorra: caps grossos, els batíles,
els viguers... La sencillez pastoral y la templanza del pueblo andorrano ins'
piran a Mr. Taylor, poeta al cabo, la frase con que recordaría a Andorra
como «Arca de seguridad para los extranjeros, así como hogar de libertad
para sus propios habitantes» (60).
RAFAEL OLIVAR BERTRAND

RESUME

L'auteur de cet article glane ca et la, tantdt des échos tantot des recits
de voy age, le plus souvent des docuinents tires des archives pour nous affrir
ioute une serie d'épures sur l'Espagne et sur les Espagnols, craquees sur le

(58) Ibtdem.
(59) Ibidem.
(60) Ibidem.

79
RAI'AKt. OLIVAR BF.RTRAND

vif par des Aménctuns au cours de leurs voyages che¿ nous de 1860 a 1S70.
Des touches de cotdeur id, des notes musicales plus loin, nuancent la réalité
meme de ees voyages a Grenade, Malage, Cadix, Séville et Cordoue avec des
inonuments ¿lances, des hom-mes aux traits bien definís, aux habitudes carac'
téristiques (bals, théMre, boutiques, etc.), comme toile de fond. Des critiques
aussi, satis doute-, la malpropreté, les hótels négligés, les rúes par trop bru-
yantes, la cránerie des soldáis...
Ces contrastes vous saisissent a peine les Pyrénées franchies, pms sur la
rouie mime de ces voyageurs vers la cote catalane, Valen ce et Murcie, les
Baleares, Andore. Et l'auteur de prodiguer ses observations touchant les diffé-
rents parlen, la tournure d'esprit des gens, la mode, dans tout le Levant es-
pagnol; l'attitude vis'h'vis de l'Eglise, la politesse, la ponctualité, l'applica-
tion au travail, la politique. Toutes ces remarques, si concretes toujóurs, expru
mees d'une facón sincere et fort spirituelle, vous laissent une empreinte pro-
fonde et durable que l'on ne manque pas de rappvrter aux contextes si diffé-
rents de Gerone, Barcelone, Monserrat, Majorque, Ménorque, Valence, Alu
canthe, la oü le temps coule avec une hite SÍ délicieuse, ou encoré a Andore,
oü le temps s'est figé pour refléter l'histoire, une histoire scellée a jamáis. Pour
la plupart, ce sont la des images plaisantes et poétiques, la sympathie et leí
contpréhension ayant préside Ú leur conception.

S UM MARY

By gleaning inform&tion frorA newspaper articles, travel ivntings And


mainly from filed documents, the author gives a senes of illustrations about
Spain and her people, drawn up first hand by American traveller's from- 1860
to 1870. The musical and colourful touch corresponds to a reahty hved vn
Granada, Malaga, Cádiz, Seville and Córdoba, <with the ever generous back'
ground of their inonuments, the unniistakable characteristics of their inhabú
tants and the outstandmg feaiures of their cusloms (dances, theatncal per'
formances, retail business...). Of course ihere are negütive cnticisms vnclu'
dea, for example about cleanliness, or ífee organization of the hotels, noises
in the streets, or the boasting gaü&ntry of the soldiers.
The contrast in these imAges makes an almost brusque appearance tvhen
the itinerary of the travellers changes tó the Pyrenees and from there di
along the coast of Catelonia, Valencia and Murcia, Baleatic ls. and Andorra.
Observations include variations of the Levantinc language, psychology a.nd
dress; attitude towards the Church, courtesy, punctuality, laboriousness and
politics. These observations, aiivays exact, given {with complete ease and

80
FACTORES DE LA REALIDAD ESPAÑOLA VISTOS POR NORTEAMERICANOS DE HACE UN SIGLO

smcenty leave an everlasUng mark ore the spint assonated "unth the pvofúe
of such different places as Gerona, Barcelona, Montserrat, Mallorca, Menorca,
Valencia, Alicante, "where time passes ivith delicious rapidity or, as in the
heari of Andorra, where this same time is detained reflecting a history al-
ready stamped for the future, The tonic of the.se ima-ges is on the tuhole
amiable and. poetic, for they have been studied •imth fnendhness ünd wn.-
derstanding.

81

También podría gustarte