El Herrero y El Diablo Cuento
El Herrero y El Diablo Cuento
El Herrero y El Diablo Cuento
El herrero y el diablo
Hace muchísimos años, allá por donde el diablo perdió el poncho, había un camino
polvoriento que iba para el lado del cerro, y a orillas del camino había un pueblito, y justo
donde terminaba el pueblito había una higuera, y al lado de la higuera había un ranchito en el
que vivía un anciano herrero. No hacía falta más que ver dónde moraba el hombre para darse
cuenta de lo pobre que era su pobreza. Es que con los años el ranchito se le había ido
torciendo para el lado del cerro, y cada día el viento jugaba a peinarle y despeinarle el techo de
paja. Tan, pero tan pobre era que en el pueblo se habían olvidado de su nombre, pues desde
que tenían memoria todos le decían Miseria. Un día, ya cansado de su pobreza, exclamó:
—¡Daría mi alma al diablo por unos cuantos años de felicidad y riqueza! Ya se sabe que al
Malo no hay que nombrarlo nunca, porque siempre anda a la caza de ingenuos. En ese preciso
instante se escuchó un estrépito como de trueno desafinado, y de una espesa niebla amarilla
salió un caballero tan elegante y educado que nadie hubiera adivinado que se trataba de un
diablo.
Sin pensarlo dos veces, Miseria firmó y el caballero desapareció. Enseguida el herrero notó un
resplandor extraño que salía desde una bolsa de papas que estaba echada en un rincón. Al
abrirla comprobó asombrado que cada papa estaba ahora hecha de oro macizo.
En menos de lo que canta un gallo, se fue al pueblo y empezó a gastar a manos llenas. Y como
el pueblo pronto le quedó chico a su riqueza, se fue a correr mundo y a darse la gran vida: los
mejores hoteles, manjares a toda hora, trajes de etiqueta. Ahora todos lo trataban como a un
gran señor, y se apresuraban a cumplir cada uno de sus caprichos. “Enseguida, Don Miseria”, le
decían unos. “Como guste, Mister Miseria”, se esmeraban otros, dependiendo del país por
donde anduviera.
De lujo en lujo, el tiempo se le pasó volando, así es que cuando estaban por cumplirse los diez
años se volvió al pago y se puso a esperar que lo vinieran a buscar.
Resulta ser que mientras esperaba acertaron a pasar por allí cerca nada más ni nada menos
que Jesús y San Pedro, que de vez en cuando sabían darse una vuelta por el mundo vestidos de
paisanos pobres, para ver si aún quedaba bondad en los corazones de la gente. Y quiso la
fortuna que la mula en la que iban perdiera una herradura justo justo cuando pasaban por la
herrería de Miseria.
Llamaron a la puerta y, cuando salió el herrero, le pidieron ayuda. Hacía años que Miseria no
arreglaba una herradura, así que revolvió entre sus antiguos trastos hasta dar con un manubrio
de bicicleta bastante oxidado. Con mucha maña, lo utilizó para fabricar una herradura con la
que herró a la mula. Terminado el trabajo, Jesús preguntó al herrero:
—Has de saber que soy Jesús y este de aquí es San Pedro -dijo-. Para retribuir semejante
generosidad te concederé tres gracias. Puedes pedir lo que quieras. Miseria se quedó
mirándolos boquiabierto, sin atinar a nada. A lo mejor porque pensaba que tenía enfrente un
par de chiflados. O quizás estaba tan aturdido por la sorpresa que no sabía qué pedir.
—¡El Cielo! ¡Pedí que tu alma vaya al Cielo! –le sopló San Pedro al oído. Pero Miseria, a quien
no le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer, no le hizo caso. En cambio, se tomó su
tiempo y recorrió con la mirada la humilde habitación, como buscando algo. De pronto se le
iluminaron los ojos, como si hubiera tenido una gran idea. Acto seguido, señalando una silla
descalabrada, expresó su primer deseo.
—La primera gracia que quiero pedir es que todo aquel que se siente en esa silla no se pueda
levantar sin mi permiso.
—Concedida -dijo Jesús, de lo más sorprendido por tan descabellado pedido. —¡Pedí el Cielo,
te dije! –insistió nervioso San Pedro. Pero Miseria lo miró de reojo con sorna y de nuevo lo
desoyó para pedir lo que a él le parecía lo mejor.
—Como segunda gracia, quiero que todo aquel que se suba en ese árbol no se pueda bajar sin
mi permiso -dijo mientras señalaba la enorme higuera de su patio.
—Concedido -dijo Jesús, intrigado y un tanto divertido. —¡Jamás he concedido cosas más
disparatadas! Pero ahora, anciano, concéntrate y piensa bien lo que vas a pedir, porque es la
última gracia que te queda. —¡Pedí el Cielo, viejo porfiado! –se enfureció San Pedro.
—¡Porfiada será su abuela! ¡Porfiada y metida! ¡Voy a pedir lo que me venga en gana! Voy a
pedir… voy a pedir… –agregó el herrero dubitativo– ¡que todo aquel que se meta en esa bolsa
no pueda salir de ella sin mi permiso! –remató señalando la bolsa que tuviera las papas de oro,
y que ahora estaba vacía. San Pedro suspiró resignado, y Miseria se quedó mirándolo con aire
de victoria.
Una vez concedidas las tres gracias, los viajeros se despidieron y se perdieron por el camino.
No pasó mucho rato cuando apareció el diablo con el que había cerrado trato diez años antes.
Esta vez no sonaba tan amable.
—Cómo no, pero recién llego de viaje y no quisiera presentarme por allá con tan mal aspecto –
respondió–. Si me permite, me voy a arreglar un poco. Siéntese no más, Don Diablo, que
enseguida estoy con usted.
El diablejo, como era uno de los de más bajo rango en la organización, andaba todo el día de
acá para allá haciendo mandados para los diablos mayores, así que estaba muy cansado y se
sentó. Al regresar Miseria encontró al diablo sentado en la silla descalabrada, y se echó a reír
para sus adentros.
El diablo tironeó, saltó y se retorció hasta que la cara se le puso roja como un tomate, pero
todos sus esfuerzos por librarse de la silla fueron inútiles, porque seguía tan sentado como
siempre.
—Me olvidé de avisarle que esa silla tiene sus mañas. Si quiere volverse para su pago me va a
tener que dar unos añitos más de riqueza y felicidad.
Con tal de irse, el diablo le firmaba lo que fuera. Pero en el infierno no quedaron conformes
con el arreglo.
Miseria se fue otra vez a darse la gran vida por el mundo. Lujo que te lujo, el tiempo voló otra
vez, y al cabo de diez años volvió por la herrería.
Casi en seguida llegaron a llevárselo. Esta vez, seguramente para reforzar la expedición, habían
enviado tres diablos, los que lo miraban con desconfianza.
—Venite con nosotros rapidito y sin triquiñuelas ¡Ah! y te avisamos que no nos pensamos
sentar.
—Faltaba más, ya mismo voy a prepararme... Los higos están a punto, por si gustan los señores
mientras esperan –invitó Miseria y se metió para adentro.
Y como los diablos son muy golosos, y tienen especial debilidad por los higos maduros, se
treparon a la higuera para darse un festín. Cuando ya les dolió la panza de tanto comer, se
quisieron bajar, pero estaban pegados a las ramas de tal forma que era imposible hacerlo, así
que empezaron a gritar rojos de rabia para que Miseria los bajara.
—¿Quieren bajar? No hay problema. Lo único que tienen que hacer es invitarme otra ronda de
felicidad y riqueza.
Empachados como estaban, los diablos firmaron cualquier cosa. Pero en el infierno hubo gran
descontento, y más de un funcionario tuvo que renunciar.
Mientras tanto, Miseria andaba otra vez por el mundo, gastando a más no poder. Diez años
después, mucho más viejo y un poco cansado de tanta andanza ya, se volvió a su herrería, que
ahora era casi una tapera.
Allí se encontró con un gentío que lo estaba esperando. Esta vez el infierno completo había
venido a buscarlo, con Mandinga a la cabeza.
—Bueno Miseria, ya te divertiste bastante. Te venís para abajo conmigo, ahora mismo y sin
chistar. ¡Quién te habrás creído que sos, viejo ladino! -le gritó.
—Yo soy Miseria, el herrero del pueblo. Pero ¿y usted, que cacarea tan alto, quién es?
—¿Quién soy yo? ¿Cómo que quién soy yo? Yo soy el malo entre los malos. Yo puedo enviarte
calamidades de todo tipo y talla: puedo hacer que el cielo se vuelva de ceniza, pero puedo
también hacer que se te derrame la leche sobre el fuego por más que la vigiles.
—Disculpe que desconfíe, pero la verdad es que lo veo igualito a los otros que ni bajarse de un
árbol pudieron… –porfió Miseria, provocativo–. Si tan poderoso es, demuéstrelo. ¡A que no
puede convertirse usted y toda su diablada en hormigas y meterse en esa bolsa!
Y Mandinga, un poco picado por la soberbia y otro poco porque temía perder autoridad ante
los otros diablos, golpeó el piso con el pie. Al instante él y todos los diablos se convirtieron en
hormigas que enseguida rumbearon en fila, muy ordenaditas, para la bolsa.
Entonces Miseria la cerró bien cerrada y empezó a agitarla de arriba abajo y de abajo arriba, y
a rebolearla por el aire como si estuviera espantando avispas con ella. Ni quieran saber cómo
aullaban aquellos pobres diablos ahí dentro…
De ahí en más, día tras día, Miseria se levantaba tempranito con la fresca, y lo primero que
hacía para empezar bien el día era pegarle una buena sacudida a los diablos, que no paraban
de suplicarle que los bajaran de semejante montaña rusa. Hasta que un día consideró que ya
habían tenido suficiente.
—Los voy a dejar salir, pero a condición de que queden todos los anteriores tratados
cancelados, y deben comprometerse a no volver nunca jamás por aquí –dijo Miseria, que de
pronto hablaba como un letrado.
Lloraban los diablos, y ni bien salieron de la bolsa firmaron todo lo que Miseria les puso
adelante.
Cuando se quedó solo el viejo herrero lanzó un hondo suspiro. Había sido pobre, rico, pobre
otra vez. Había andado en tratos con Jesús y con Mandinga. Y sintiéndose de pronto muy
cansado, se puso el mejor poncho que le quedaba y se tendió en el catre para soltar su alma.
No bien se murió, se fue derecho al Cielo. Y ya se metía, cuando lo vio San Pedro:
—¿Qué andás haciendo por estos lados, Miseria? ¿No estarás queriendo entrar, no? —Y… si se
puede… –contestó Miseria con timidez.
—De ninguna manera. Tres veces te dije que pidieras el Cielo, y tres veces lo rechazaste ¡Y
encima me trataste de porfiado y de metido! Ahora no podés entrar. Despejáme la entrada,
por favor… Como no tenía otro lugar donde ir, Miseria se fue para el lado del infierno. Cuando
el gran portón de hierro incandescente se abrió ante él, se armó una terrible batahola en el
lugar, y Mandinga, a quien todavía no se le había pasado el dolor de cabeza producto de sus
paseos en bolsa, ordenó con un tremendo vozarrón:
—¡Cierren todas las puertas! ¡Que por nada del mundo entre ese viejo tramposo!
Y es así que a Miseria no le quedó más remedio que volverse para el pago, donde quedó como
alma en pena. De luna en luna –dicen los que creen– suele verse una sombra emponchada
vagando por el camino que va para el lado del cerro, y si entonces uno le presta sus oídos a la
noche, puede que escuche una risa colándose entre el viento, como si de pronto allá a lo lejos
alguien se hubiera acordado de una broma muy antigua...
2-¿Te animás a encontrar otras partes en que los diablos tengan comportamientos muy
humanos? Señalalos en el texto.
3-¿Por qué Miseria queda por el pago como alma en pena? ¿Será su sombra
4-SEÑALA CON COLOR LOS PUNTO Y SEGUIDO DEL PRIMER PARRAFO Y RESPONDE ¿Cuántas
ORACIONES TIENE?