El Narrador de Historias Continuemos Estudiando
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El narrador de historias
Saki1
Era una tarde calurosa y el vagón del tren también estaba caliente; la siguiente
parada, Templecombe, estaba casi a una hora de distancia. Los ocupantes
del vagón eran una niña pequeña, otra niña aún más pequeña y un niño
también pequeño. Una tía, que acompañaba a los niños, ocupaba un asiento
de la esquina; el otro asiento de la esquina, del lado opuesto, estaba ocupado
por un hombre soltero que era un extraño ante aquella fiesta, pero las niñas
pequeñas y el niño pequeño ocupaban, enfáticamente, el compartimiento.
Tanto la tía como los niños conversaban de manera limitada pero persistente,
recordando las atenciones de una mosca que se niega a ser rechazada. La
mayoría de los comentarios de la tía empezaban por «No», y casi todos los de
los niños por «¿Por qué?». El hombre soltero no decía nada en voz alta.
—No, Cyril, no –exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los cojines
del asiento, provocando una nube de polvo con cada golpe–. Ven a mirar por
la ventanilla –añadió.
—Supongo que las llevan a otro campo en el que hay más hierba –respondió
la tía débilmente.
—Pero en ese campo hay montones de hierba –protestó el niño–; no hay otra
cosa que no sea hierba. Tía, en ese campo hay montones de hierba.
Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren tenían vacas o toros,
pero ella lo dijo como si estuviera llamando la atención ante una novedad.
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El ceño fruncido del soltero se iba acentuando hasta estar ceñudo. La tía
decidió, mentalmente, que era un hombre duro y hostil. Ella era incapaz por
completo de tomar una decisión satisfactoria sobre la hierba del otro campo.
La niña más pequeña creó una forma de distracción al empezar a recitar «De
camino hacia Mandalay». Solo sabía la primera línea, pero utilizó al máximo su
limitado conocimiento. Repetía la línea una y otra vez con una voz soñadora,
pero decidida y muy audible; al soltero le pareció como si alguien hubiera
hecho una apuesta con ella a que no era capaz de repetir la línea en voz alta
dos mil veces seguidas y sin detenerse. Quienquiera que fuera que hubiera
hecho la apuesta, probablemente la perdería.
—Es la historia más tonta que he oído nunca –dijo la mayor de las niñas con
una inmensa convicción.
La niña más pequeña no hizo ningún comentario, pero hacía rato que había
vuelto a comenzar a murmurar la repetición de su verso favorito.
—No parece que tenga éxito como contadora de historias –dijo de repente el
soltero desde su esquina.
—Es muy difícil contar historias que los niños puedan entender y apreciar
–dijo fríamente.
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—Érase una vez –comenzó el soltero– una niña pequeña llamada Berta que
era extremadamente buena.
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La tía se permitió una sonrisa que casi podría haber sido descrita como una
mueca.
—En el parque no había ovejas –dijo el soltero– porque, una vez, la madre del
príncipe tuvo un sueño en el que su hijo era asesinado tanto por una oveja
como por un reloj de pared que le caía encima. Por esa razón, el príncipe no
tenía ovejas en el parque ni relojes de pared en su palacio.
—¿El príncipe fue asesinado por una oveja o por un reloj? –preguntó Cyril.
—Todavía está vivo, así que no podemos decir si el sueño se hará realidad
–dijo el soltero despreocupadamente–. De todos modos, aunque no había
ovejas en el parque, sí había muchos cerditos corriendo por todas partes.
—Negros con la cara blanca, blancos con manchas negras, totalmente negros,
grises con manchas blancas y algunos eran totalmente blancos.
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—En el parque había muchas otras cosas deliciosas. Había estanques con
peces dorados, azules y verdes, y árboles con hermosos loros que decían cosas
inteligentes sin previo aviso, y colibríes que cantaban todas las melodías
populares del día. Berta caminó arriba y abajo, disfrutando inmensamente, y
pensó: “Si no fuera tan extraordinariamente buena no me habrían permitido
venir a este maravilloso parque y disfrutar de todo lo que hay en él para ver”,
y sus tres medallas chocaban unas contra las otras al caminar y la ayudaban
a recordar lo buenísima que era realmente. Justo en aquel momento, iba
merodeando por allí un enorme lobo para ver si podía atrapar algún cerdito
gordo para su cena.
—¿De qué color era? –preguntaron los niños, con un inmediato aumento de
interés.
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buscándola entre ellos durante mucho rato, sin verla, así que pensó que era
mejor salir de allí y cazar un cerdito. Berta temblaba tanto al tener al lobo
merodeando y olfateando tan cerca de ella que la medalla de obediencia
chocaba contra las de buena conducta y puntualidad. El lobo acababa de irse
cuando oyó el sonido que producían las medallas y se detuvo para escuchar;
volvieron a sonar en un arbusto que estaba cerca de él. Se lanzó dentro de
él, con los ojos gris pálido brillando de ferocidad y triunfo, sacó a Berta de
allí y la devoró hasta el último bocado. Todo lo que quedó de ella fueron sus
zapatos, algunos pedazos de ropa y las tres medallas de la bondad.
—La historia empezó mal –dijo la más pequeña de las niñas–, pero ha tenido
un final bonito.
—Es la historia más bonita que he escuchado nunca –dijo la mayor de las
niñas, muy decidida.
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